The Project Gutenberg eBook of La Puerta de Bronce y Otros Cuentos

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Title: La Puerta de Bronce y Otros Cuentos

Author: marqués de San Francisco Manuel Romero de Terreros

Release date: March 1, 2004 [eBook #11669]
Most recently updated: December 26, 2020

Language: Spanish

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA PUERTA DE BRONCE Y OTROS CUENTOS ***

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MANUEL ROMERO DE TERREROS Y VINENT MARQUES DE SAN FRANCISCO

LA PUERTA DE BRONCE Y OTROS CUENTOS

1922

Sentado en un amplio sillón de velludo carmesí, al lado de ancha ventana, el Cardenal de Portinaris estaba dictando su testamento. A la primera cláusula que contenía su profesión de Fe, había logrado dar un giro distinto del acostumbrado, de manera que a la par de un compendio de la Religión Católica resultaba un verdadero opúsculo literario. El Prelado, muy satisfecho, prosiguió a enumerar cada uno de sus bienes, y al hacerlo, parecía que iban arrancándose las más hermosas páginas de la historia del arte. El notario escribía a toda prisa y, a pesar de estar muy acostumbrado a ese género de trabajos, se fatigaba en grado sumo, y gruesas gotas de sudor aparecían sobre su calva frente.

Terminadas las cláusulas preliminares, el Cardenal hizo una pausa y dirigió la mirada vagamente a través de la ventana de su estudio. La Plaza del Duque era un hervidero de gente, y el Prelado seguía con la vista el ir y venir de carruajes y peatones. Transcurrió algún espacio de tiempo; el notario se pasó el pañuelo por la frente varias veces, y por fin observó tímidamente:

—¿Sí, Eminencia?

Pero el Cardenal permanecía callado.

—¿Si, Eminencia? insinuó de nuevo el letrado.

La verdad era que el Cardenal Diácono de la Basílica de Santa María de las Rosas estaba perplejo; no encontraba a quién nombrar heredero. Miembro de una de las más esclarecidas familias de Toscana, con él terminaba su ilustre progenie: su único sobrino, el Conde Fabricio de Portinaris, se había marchado a América hacía quince años y no se había vuelto a tener noticia de él. Ministros diplomáticos y agentes consulares, por más averiguaciones que hicieran, no habían podido proporcionar ningún informe, y todo el mundo consideraba que el Conde había muerto. Desde sus primeros años, don Fabricio había dado pruebas de un carácter indomable, su bolsillo fué siempre un pozo sin fondo, y no era secreto para nadie que sus locuras habían conducido a su madre a un sepulcro prematuro.

Los ojos del Cardenal se empañaron de lágrimas y durante largo tiempo estuvo pensando a quién nombrar heredero. Sabía que las llamadas obras de beneficencia poco podrían aprovecharse de una fortuna que consistía mas bien en objetos de arte que en bienes materiales, y dolíale el alma al pensar que éstos fueran a parar a manos del anónimo e insípido personaje que se llama el Estado.

Decidió por fin legar todo su caudal a algún amigo, y resolvió hacerlo a favor del Príncipe de Sant' Andrea, prócer bondadoso y magnánimo Mecenas.

—Instituyo por mi único y universal heredero, empezaba a dictar el
Cardenal, cuando sonó leve toque en una puerta.

—¡Adelante! exclamó el Prelado, y apareció en el umbral un sirviente vestido de negro. Adelantóse éste y presentó en una salvilla de plata una tarjeta, que el Príncipe de la Iglesia tomó con cierto gesto de enfado. Si al leer en ella: "El Conde Fabricio de Portinaris" experimentó alguna sorpresa, pudo dominarla en seguida, pues con tono tranquilo dijo al notario:

—Ramponelli, mañana terminaremos. Puede Vd. retirarse.

El notario recogió sus papeles, metiólos dentro de un cartapacio, y con éste bajo el brazo, fué a besar el anillo cardenalicio, y salió de la estancia después de hacer profunda reverencia.

En seguida ordenó a su camarero:

—¡Que pase el Conde!

Don Fabricio de Portinaris rayaba en los cincuenta años. Era extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la nariz aguileña, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que a primera vista aparecía estar sonriendo continuamente.

Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso de pie: sólo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato de César Borgia que pendía en uno de los muros.

—No esperaba veros más, sobrino. Creí que habíais muerto.

—Aun vivo, Eminencia, repuso el Conde sonriendo, e hizo ademán de besar la mano del Prelado, pero éste la retiró disimuladamente indicando con ella una butaca cercana. Tomó asiento el Conde, y después de unos instantes de embarazoso silencio, dijo:

—He llegado esta mañana, y creí de mi deber, antes que nada, saludar a vuestra Eminencia.

—Os lo agradezco, contestó el Cardonal, tomando polvos de su tabaquera de oro. Y, decidme, prosiguió, ¿encontrásteis en el Nuevo Mundo todas aquejas cosas que aquí echábais de menos? ¿Aquella libertad, aquella cuantiosa fortuna, aquella igualdad encantadora entre los hombres, aquella (aquí sonrió el Cardenal) verdadera democracia?

—Encontré en el Nuevo Mundo, Eminencia, lo mismo que en Europa. Quince años he vivido una vida angustiosa, y hoy vengo a impetrar vuestro perdón y a morir en mi país.

Fué tal su acento de sinceridad, que el Cardenal se puso de pie solemnemente y bendijo a don Fabricio de Portinaris. Era la hora del ocaso y los rayos del sol que se ponía hacían más intensa la roja vestidura del prócer.

Al principio el regreso del Conde fué escasamente comentado en la Ciudad, porque había casi, desaparecido su memoria. Pero pronto volvió a hablarse de él, porque el Cardenal de Portinaris, a pesar de su robusta salud y no avanzada edad, decaía notablemente, y un mes después se hallaba al borde del sepulcro. No faltó quien hablase en voz baja de sutiles venenos traídos de América y alguien recordó, en plena tertulia, que los Portinaris descendían de Cesar Borgia. Al fallecer el Prelado y abrirse su testamento, se supo que había legado todos sus bienes a Don Fabricio.

El nuevo Príncipe se ausentó enseguida de la Capital, y estableció su residencia en una villa cercana, en donde llevó una vida retirada y tranquila. A las pocas personas con quienes trataba, refería que estaba escribiendo sus memorias.

Pero pasados algunos meses, decidió regresar a la Corte y allí se dijo que pensaba dar grandes recepciones en su palacio, pues deseaba contraer matrimonio y llevar la vida que correspondía a su clase.

No viene al caso hacer una reseña del Palacio de Portinaris, porque ha sido descrito mil veces. En toda obra referente al Arte del Renacimiento ocupa preferente lugar, y es conocidísimo aún de las personas que jamás han visitado la Ciudad Ducal. Baste recordar que, entre las innumerables obras de arte que encierra, quizá sea la más notable la hermosa reja de entrada, labrada en bronce con tal maestría, que todos están acordes con atribuirla al autor de las puertas del bautisterio florentino. En los tableros inferiores se destaca, en alto relieve, la historia de aquel Hugo de Portinaris que, después de defender heroicamente la fortaleza del Borgo, fué degollado, junto con su mujer y sus dos hijas, por el victorioso y sanguinario Orlando Testaferrata. Gruesos, pero exquisitamente labrados, barrotes abalaustrados sostienen el medio punto que la remata, en cuyo centro campea orgullosamente, la puerta que constituye las armas parlantes de la familia, mientras que coronas, tiaras, espadas y llaves cruzadas, pregonan por doquier los grandes honores que ésta ha gozado desde tiempo inmemorial.

Llegó el Príncipe a su palacio con las primeras sombras de la noche. Al ascender la escalera de honor, sintió un desmayo y hubiera caído al suelo, si no se apoyara en el pedestal de una estatua, que decoraba el primer descanso. Repúsose enseguida, y atravesó con paso rápido la larga galería del Poniente, seguido de su mayordomo, y entró en la cámara, llamada del Papa Calixto, que había sido dispuesta para su dormitorio. Era amplísima y, a diferencia de las demás estancias del palacio, relativamente sobria. Pocos pero ricos muebles la exornaban y el techo carecía de plafond alegórico, motivo por el cual el Príncipe la prefirió a las demás, pues, como dijo sonriendo al mayordomo, no quería estar viendo los ángeles y mujeres desnudas de Julio Romano desde su lecho.

Aquella noche, don Fabricio tomó ligerísima comida, y después se instaló en su gabinete, a escribir, hasta hora muy avanzada. El vasto edificio estaba sumido en el más profundo silencio, pues toda la servidumbre se había retirado a descansar, y sólo podía oírse el rasguear de la pluma sobre el papel. Larga fué la carta que escribió el Príncipe, y bastante tiempo tomó en leerla y hacerle algunas correcciones. Por fin la dobló cuidadosamente, y después de haberla metido dentro de un sobre grande, la dirigió a una persona de vulgar apellido, residente en la República del Pánuco. Se disponía a lacrarla y sellarla, cuando se dibujó en su rostro una expresión de sorpresa y de miedo. El gabinete se hallaba contiguo al estudio que había sido del Cardenal, y al alzar el Príncipe la cabeza en busca del sello, notó que por debajo de la puerta de comunicación con aquella estancia, se veía una brillante raya de luz.

Don Fabricio, pasados algunos instantes de sobresalto, logró dominarse y hasta sonreir; y levantóse de su asiento para ir a apagar la luz, que inadvertidamente habría dejado algún criado encendida en el estudio. Abrió la puerta resueltamente, … y ¡se heló su sangre! Sentada en el sillón, con su tabaquera abierta en la mano derecha, y los dedos de la izquierda en ademán de tomar unos polvos, hallábase la prócer figura del Cardenal de Portinaris.

—No esperaba veros más, dijo lentamente. Creí que habíais muerto, sobrino.

Presa del mayor terror, don Fabricio huyó, llamando en alta voz al mayordomo y otros sirvientes; pero nadie acudía en su auxilio, y recorrió las galerías dando voces que retumbaban en las bóvedas de la señorial mansión.

—¡Antonio, Bernardo, Julio, Gilberto! gritaba, pero nadie quería contestar, y con verdadero pavor bajó, puede decirse que rodó, la escalera, y corrió a llamar al conserje. Grandes golpes dió en su puerta con ambas manos, pero nadie oía sus desesperadas voces de terror.

Acercóse a la entrada de palacio y quiso abrir la puerta de bronce que la cerraba; pero por más esfuerzos que hizo, no pudo lograr moverla un milímetro, y por fin, en su desesperación, concibió la idea de salir por entre los barrotes, pues a toda costa quería abandonar aquella casa. Como hemos dicho, don Fabricio era extremadamente delgado, y decidió intentar pasar el cuerpo por aquella parte de la reja, en que los barrotes eran más esbeltos y, por consiguiente había mayor espacio entre ellos.

A la madrugada siguiente, enorme concurso de curiosos se aglomeraba a la entrada del palacio. La cabeza del Príncipe, amoratada y descompuesta, se hallaba presa entre dos barrotes, y los ojos, saltándosele de las órbitas, parecían mirar con terror el tablero, en el cual Ghiberti había cincelado magistralmente la degollación de Hugo de Portinaris por el despiadado Orlando Testaferrata.

UN HOMBRE PRACTICO

A AGUSTIN BASAVE.

El Padre Ministro de la Casa de Novicios de la Compañía de Jesús en Espadal era pequeñín, de rostro colorado, cabello blanco y expresión risueña. Decíase que en su juventud tuvo trato con las Musas, pero si tal fué el caso, ningún resabio de ello adivinábase en el Padre Hurtado. El Padre Ministro, varón santo si los hay, era ante todo un hombre práctico; pruebas de serlo dió en mil ocasiones, al grado de hacerse esta cualidad suya proverbial, no sólo entre la comunidad, sino en toda la comarca. Inútil nos parece decir que aquel establecimiento marchaba admirablemente, como cuadraba a la gran Institución de que formaba parte.

Una alegre mañana de junio, en que el Padre Ministro comprobaba con satisfacción que el consumo de patatas en el mes pasado había sido mucho menor que el del correspondiente del año anterior, un leve toque en su puerta vino a interrumpir su tarea.

—¡Adelante! exclamó.

El Hermano Fuente dió vuelta al picaporte y dijo:

—Padre Ministro; un hombre desea hablarle.

El Padre Hurtado, enemigo de antesalas, frunció ligeramente el entrecejo, pero contestó;

—Que pase.

Pocos momentos después, se presentaba un individuo, cuya descripción es ocioso hacer, pues era como miles otros: de cuarenta años, poco más o menos, sano al parecer, y pobre, puesto que el dinero, según reza el refrán, no puede estar disimulado.

—Buenos días, Padre.

—Buenos nos los dé Dios. ¿Qué se ofrece?

Padre Hurtado, vengo a ver a usted porque me encuentro en situación difícil. No tengo qué comer. Desde que paró la fábrica….

—Si os metéis en huelgas, interrumpió el religioso.

—No podía yo nada en contra, y tuve que hacer lo que todos los compañeros. El caso es que el trabajo no se reanuda ni lleva trazas de serlo. Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de mí, necesito trabajar. Conozco algo de jardinería….

—Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jardín.

—He trabajado como albañil.

—En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento.

—Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo. Usted que es un hombre tan práctico….

Hay que advertir que todo este tiempo, el Padre Hurtado casi no había reparado en su interlocutor, pues mientras sostenía el diálogo, seguía haciendo números; pero al notar un leve acento de amargura o de reproche en la última frase del obrero, alzó la vista y lo miró fijamente por algunos instantes.

—Repito, prosiguió, que no tengo trabajo que proporcionarle en esta casa. Pero si quiere usted acudir a nuestro Colegio en Carrión de la Vega, estoy seguro que su Rector, el Padre Rodríguez, le dará todo lo que le haga falta.

—Padre, mil gracias, replicó el hombre. He confesado y comulgado
esta mañana, y estaba seguro que usted me sacaría de apuros. Juan
González le será siempre agradecido. ¿Quisiera usted darme, Padre
Ministro, una carta o papel de recomendación?

El Padre Hurtado tomó una cuartilla, la partió cuidadosamente en dos, guardando una mitad para uso futuro, y trazó en el papel breves renglones. La metió dentro de un sobre, lo cerró y dirigió, y lo entregó a Juan González.

Despidióse éste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el
Padre Hurtado diciéndole:

—Espere un momento, hermano.

Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en una pila de agua bendita que colgaba en la pared, y tocó con ellos la mano del obrero, diciéndole cariñosamente;

—¡Vaya con Dios!

El Rector de Carrión de la Vega abrió cuidadosamente el sobre que acababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del Padre Hurtado; la leyó, y sin alzar la cabeza, miró al Hermano por encima de sus espejuelos.

—No entiendo esto, dijo. ¿Quién ha traído este papel?

—Un hombre a quien no conozco. Parece obrero.

—¿No trae ningún mensaje de palabra?

—Nada me ha dicho, Padre.

—¿En dónde está este hombre?

—Espera en la portería.

—Voy a verle.

Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodríguez se levantó trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cúmulo de cartas que había sobre el escritorio esperando contestación, y se encaminó a la portería.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes, Padre, contestó Juan González, con el rostro iluminado por la esperanza.

—¿Usted ha traído este billete del Padre Hurtado?

-Sí, Señor.

—Y ¿nada le indicó que me dijera de palabra?

—Nada, Padre.

—Es raro. Haga favor de esperar un momento.

El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtado hubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido común, era un absurdo. En las galerías immediatas a la portería encontró al Padre Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a su superior, levantaron sus birretes respetuosamente.

—El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin más preámbulo.

—¡Imposible! exclamaron a un tiempo los otros dos.

—Entónces, ¿cómo explican ustedes que me envíe este billete? preguntó, y alargó el papel al Prefecto, quien leyó en voz alta los siguientes renglones:

—"Estimado Padre Rodríguez: Le ruego se sirva dar cristiana sepultura al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto. Alonso Hurtado, S.J."

Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombre más cuerdo de la Provincia no podía haber escrito esas palabras.

Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la portería para interrogar a Juan González, seguros de que se trataba de una broma.

Pero Juan González, yacía en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y tenía la mano izquierda crispada contra el pecho.

SIMILIA SIMILIBUS

A LUIS CASTILLO LEDON.

Como ya murió el célebre homeópata Dr. Idiáquez, puedo divulgar el secreto que me impuso bajo mi palabra.

Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué el primer escalón de su fama. Desde pequeño fuí enfermizo y débil, por lo cual puedo decir, sin gran exageración, que toda mi niñez y la mitad de mi juventud las pasé en consultorios de doctores. En verdad, era una maravilla para todos mis allegados que fuese yo viviendo. Apenas cumplí los treinta años, empecé a sufrir los más agudos dolores de cabeza que puedan imaginarse, los cuales de día en día aumentaban al grado de hacerme la vida un verdadero martirio. Solamente descansaba yo de ellos cuando dormía, razón por la cual procuré cortejar a Morfeo incesantemente.

Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar mis sufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñaba las cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los dolores que me torturaban. Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quise huir del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo la muerte como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos mis esfuerzos para permanecer despierto y del horror con que veía yo llegar la noche, me vencía al fin el sueño, y en seguida presentábanse a mi mente las más peregrinas visiones que puedan imaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas, kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar fosforecente veía yo navegar hacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientras indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, que aquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor que atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi alma, que no comprendo cómo no fuí a parar a un manicomio.

Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mi mal, y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a mis principios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdo qué médico famoso, determiné que varios de los doctores más eminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y después de dos horas del más penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi mal era incurable y degeneraría en locura; el tumor que se habia formado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba, aunque lentamente.

Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no sé qué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre la puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: "Dr. Idiáquez, homeópata", y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa y subí la destartalada escalera.

El Dr. Idiáquez era un hombre vulgar y demacrado, y su consultorio una guardilla sucia y miserable. Ambos me recordaron, enseguida, la escena del boticario en «Romeo y Julieta».

Expuse mi mal y la opinión de los facultativos a quienes consultara, y el Dr. Idiáquez me escuchó con la mayor atención.

—La enfermedad de usted, me dijo al fin, es extraña, indudablemente, y proviene en efecto de un tumor que se ha formado en su cerebro; pero no sólo no es incurable, sino que puedo librarlo de ella en tres días.

—¡Cómo! exclamé, no queriendo creer lo que escuchaba.

—Sencillamente, respondió con mucha calma. Aquí tiene usted estos glóbulos que tomará usted cada tres horas: tres del frasco marcado A. y cuatro del marcado B., alternativamente. Hoy es lunes; el viernes próximo vendrá usted a verme, ya curado.

Pagué su modesto honorario, y bajé la escalera rápidamente, como si volara en alas de la esperanza. La tarde estaba tibia y perfumada, y la puesta del sol parecía un incendio en los montes lejanos.

Aquella noche, por primera vez, me abandonaron mis sufrimientos, pero los bellos sueños también huyeron, y fuí atormentado por horribles pesadillas. Estas aumentaron a tal grado en las dos noches siguientes, que puedo asegurar que ni el Dante pudiera imaginárselas en lo más profundo del Averno.

Por fin llegó el ansiado viernes, y efectivamente, libre de todo sufrimiento físico y moral, subí la destartalada escalera que conducía al consultorio del Dr. Idiáquez. Este me recibió afablemente, y me aseguró que mi curación era definitiva. Ese día compré un busto de Hahnmann y lo coloqué en lugar prominente de mi biblioteca.

Inútil me parece decir que la noticia de mi rápida curación se extendió por todo el país, y el nombre del Dr. Idiáquez en seguida se hizo célebre. De allí en adelante, efectuó las más sorprendentes curaciones, y al cabo de poco tiempo, reunió una fortuna considerable. Lo que más intrigaba a sus pacientes era que jamás recetaba, sino que él mismo proporcionaba las medicinas, marcándolas generalmente con letras, aunque a veces también con números.

Naturalmente, contraje con él vínculos de estrecha amistad y lo visitaba a menudo en su nueva y lujosa casa. Un día me atreví a decirle:

—Doctor, hace mucho tiempo que he querido hacerle una pregunta.

—¿Cuál es?

—¿De qué se componían los glóbulos que me proporcionaron mi maravillosa curación?

—Amigo mío, ese es mi secreto; pero puesto que a usted le debo mi fortuna, se lo diré, si me promete, si me jura, no decirlo mientras yo viva. En cuanto muera, queda usted en libertad para proclamarlo a los cuatro vientos.

Hice la promesa requerida, y con una sonrisa muy triste,—nunca he visto en la cara de un hombre una sonrisa más triste,—dijo el Dr. Idiáquez lentamente:

—Los glóbulos marcados "A" se componían de agua y azúcar; los marcados "B" de azúcar y agua.

EL AMO VIEJO

A LUIS GARCIA PIMENTEL

La familia Hernández de Sandoval, opulenta hace diez años y hoy casi en la miseria, era una de las más respetables de la ciudad de México. Como base principal de su fortuna figuraban las extensas haciendas que poseía, desde los tiempos de la conquista, en el hoy denominado Estado de Morelos, comarca fertilísima, en donde se cultiva con preferencia la caña de azúcar. Conservan muchas de las haciendas mexicanas el carácter de fortalezas que supieron darles sus primeros poseedores, mientras que otras, que no se distinguen por su arquitectura, abundan, en cambio, en bellezas naturales; todo lo cual hace que una visita a una de estas fincas no carezca, generalmente, de interés.

A pesar de la estrecha amistad que unía a los Hernández de Sandoval con mi familia, desde largos años, no había yo tenido ocasión de visitar ninguna de sus haciendas, aunque ellos sí habían pasado largas temporadas en la nuestra, situada en el centro del país; de manera que, en cuanto se ofreció la oportunidad de acompañar al hijo de la casa, Antonio, pudiendo desprenderme de mis no múltiples, pero sí imprescindibles quehaceres, la aproveché gustoso para ir en tan grata compañía a recorrer la finca principal de su casa, célebre por su riqueza y encantos naturales.

Salimos de México en la noche de un diez de agosto, y llegamos en la madrugada a la histórica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo el día siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto por el excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quitó toda gana de admirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama.

Cansados y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras horas de la noche a una pequeña estación, de cuyo nombre indígena no quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la hacienda y varios mozos, con sendas caballerías. Emprendimos desde luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o porque veía yo próximo el fin de la jornada, el trayecto me pareció corto. A poco de abandonar la estación, ví dibujarse en las sombras de la noche la silueta de la enorme mole que constituía la famosa hacienda de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fué definiéndose rápidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta chimenea del ingenio, después, de la gallarda torre y esbelta cúpula de su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los principales detalles del edificio.

Poco o nada habíamos hablado, y suponiendo que Antonio me enseñaría al día siguiente todos los pormenores de la hacienda, me abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o más bien plaza, que había delante del edificio, me sorprendió de tal manera la extraña silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude menos que exclamar:

—¿Quién es ese individuo que espera tu llegada en tan estrambótica postura?

Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo inminente de caerse), y cubierto con el más exagerado sombrero de alta copa.

Antonio se rió y solamente dijo:

—¡Ah! Mañana te lo presentaré.

Nos apeamos de nuestras caballerías en un amplio portal, y después de las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos a tomar una ligerísima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de Morfeo.

Una pequeña contrariedad se dibujó en el rostro de mi amigo, al informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la casa estaban en vías de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, sólo había disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una pequeña, y otra, al contrario, amplísima. Inútil me parece decir que ésta me fué cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fué mi sorpresa al encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galería abierta, que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa. Medía este corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de elevación, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el encantador paisaje, que en las sombras de la noche, poseía una dulzura y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas plantas de aquellos climas.

A pesar del cansancio que sentía, permanecí no corto espacio de tiempo en la soledad de aquella galería, perdido en mis pensamientos, y con un leve zumbar de oídos, oía el silencio, que sólo interrumpía, de vez en cuando, el ladrar de un perro en el «real» no lejano.

Por fin me metí entre sábanas, dejando la ventana abierta, y en seguida quedé dormido.

No supe cuánto tiempo lo estuviera, cuando me despertó el fuerte toser de una persona. Esta parecía hallarse en el corredor, a pocos pasos de mí, y deduje en seguida que era el «velador», que en toda hacienda suele rondar de noche. Como la tos no cedía, sino, al contrario, agravábase de tal manera, que el pobre hombre parecía correr riesgo de ahogarse, salté del lecho para prestarle ayuda; pero ¿cuál no sería mi sorpresa, cuando salí a la galería, de hallar que no sólo cesó la tos, sino que el velador o lo que fuera, no se encontraba allí! Torné a acostarme, y a los pocos momentos, se repitió el suceso con idénticos resultados, y dos y tres veces más, hasta que llegué a suponer que el hombre se hallaría en algún apartado rincón del corredor, el cual, por ser abovedado, transmitiría el eco de la tos, haciéndola oírse como si fuese en la puerta misma de mi alcoba.

A la mañana siguiente, relatado el desagradable incidente que interrumpió mi sueño, quiso Antonio averiguar quién fuera el velador que había pasado tan mala noche en la galería; pero el Administrador contestó rotundamente que nadie, pues en aquella época de completa tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las reiteradas instancias de que alguien tenía que haber sido, la contestación, después de ser interrogados todos los dependientes y criados, fué siempre la misma.

Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía, emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magnífica iglesia, cuya torre y cúpula reverberaban en sus azulejos los rayos del sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme edificio completamente moderno y, para mí, ayuno de interés. Al recorrer la azotea de la casa, Antonio hizo la presentación del curioso personaje que la víspera llamara mi atención. ¡Era una estatua de piedra! Y no pude menos que echarme a reír al verla: esculpida con la mayor rudeza, representaba a un individuo de anguloso y desproporcionado aspecto, sentado al borde de la azotea, con las piernas cruzadas, más abajo de las rodillas, y con las manos en actitud de batir palmas. Para que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa.

—Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya. Para que no te rías de un miembro de la familia, te contaré que Don Joaquín de Herrera Goya fué antepasado mío, aunque no en línea recta, pues murió soltero; su hermana, mi cuarta abuela, heredó de él esta hacienda y no sé si a ella se deba tan hermosa estatua. Es costumbre pintarla cada año; así como hoy la ves color de rosa, ha estado pintada de celeste, amarillo, verde, de todo menos de negro, pues hay aquí la creencia,—cosas de los indios,—que si llegara a pintarse de ese color, ocurriría alguna desgracia. La postura de sus manos indica, no que va a aplaudir, sino que la distancia que con ellos mide es el tamaño de los panes de azúcar que en su hacienda se fabricaban y que llenaron sus bolsillos de doblones. La tradición no cuenta cosas muy halagadoras para este señor; te las referiré algún día.

No dejó de caerme en gracia el ridículo personaje, y al bajar al patio y verlo desde allí, noté que se hallaba emplazado sobre el corredor, precisamente encima del sitio en donde a aquel daba acceso a la puerta-ventana de mi dormitorio.

La huerta de la finca, extensa y feraz, llamó mi atención por su aspecto oriental, debido en gran parte, a una alberca con surtidor que en ella había. A mi observación contestó Antonio:

—Sí. Mi madre la llama «El Jardín de la Sultana». No te sientes ahí, agregó al ver que me disponía a hacerlo sobre un ancho banco, o poyo de piedra, cercano. Aquí estarás más cómodo.

Y al borde mismo del estanque permanecimos algún tiempo, escuchando el suave rumor del agua.

No viene al caso referir nuestra vida en aquella finca durante la semana que en ella pasamos; sólo diré que durante seis noches, y aproximadamente a la misma hora, se repitió el incidente de la primera, cosa que nos intrigó de tal modo, que nos propusimos descubrir al nocturno asmático. Juzgó Antonio lo más acertado ordenar a un tal Paulino, muy adicto suyo y hombre de toda confianza, que pasara la noche en mi estancia, en el umbral mismo de la puerta-ventana, para ayudar a aclarar el molesto, si bien un tanto ridículo misterio.

Era la última noche que íbamos a pasar en San Javier, puesto que debíamos regresar a México el día siguiente, y me metí en cama con ánimo de descansar, indiferente al suceso que tan repetidas veces había turbado mi sueño.

La tos, esa noche, me pareció más fuerte y rebelde que en las anteriores. Al saltar del lecho, ví con satisfacción que Paulino también la oía, pues estaba sentado sobre su estera, con asombro dibujado en sus facciones. Salimos los dos y recorrimos la galería, sin encontrar persona alguna, y con el extraño caso de que el hombre que tosía parecía seguirnos durante todo el trayecto.

Cansados de buscar, regresamos a la estancia, y al traspasar el umbral, la tos que el misterioso personaje padecía, aumentó de tal manera que oímos claramente que se ahogaba; esa horrible tos degeneró en ronquido, en estertor, y repentinamente se oyeron maullar, chillar horriblemente, en todas las disonancias imaginables, un crecido número de gatos. Yo hubiera jurado que había un centenar de esos animales alrededor nuestro. Torné a salir al corredor con la seguridad de ver sus ojos fosforescentes entre las sombras de la arcada; pero nada se veía. Arreció el horrible desconcierto; oí algo se desplomaba, y al volver la mirada, ví que Paulino, hincado de rodillas en medio de la estancia, con los brazos en cruz, y el mayor terror dibujado en su rostro, exclamaba con pavor:

—¡Virgen Santísima! ¡El amo viejo, el amo viejo!

Hay sucesos en la vida, que cuando se recuerdan pasados los años y con espíritu sereno sólo presentan un aspecto risible. Pero yo jamás olvidaré que aquella noche, al oír el estertor de un hombre invisible, el horrible maullar de cien felinos y los acentos de terror de un pobre indio, la sangre se heló dentro de mis venas, erizáronse mis cabellos, se estremeció todo mi cuerpo, y—lo confieso—!tuve miedo!

Salí de la estancia precipitadamente, seguido de Paulino, y tropezando con andamios y botes de pintura, fuimos a dar hasta la alcoba en donde Antonio dormía tranquilo.

—¡Antonio, por Dios! exclamé. ¡Este lugar está embrujado!

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Pero, hombre!, añadió Antonio, al encender la bujía y ver la expresión de nuestros rostros. ¿Qué tenéis? ¿Estáis locos?

—Poco menos, te aseguro.

Y le referí atropelladamente lo que acabábamos de oír.

—¡Vamos, hombre! ¡No puede ser! Estáis soñando. Vamos allá, y verás como no hay nada.

—¡No! ¡No vayamos!

—Sí, dijo resueltamente, y emprendimos la marcha, él por delante.
Al llegar a mi dormitorio y penetrar en él, reinaba el mayor silencio.

—¿Lo ves? dijo mi amigo. Pero en ese instante se desató de nuevo el maullar horrible y Paulino sólo pudo exclamar, con acento de terror:

—Niño, ¡es el amo viejo!

—¡Vamos, vámonos de aquí!

Y abandonamos aquel pavoroso recinto.

El resto de la noche lo pasamos Antonio y yo sin proferir palabra, en sendas butacas de su alcoba, fumando cigarrillos y embargadas nuestras mentes con mil conjeturas, hasta que por la abierta ventana vimos desvanecerse las estrellas y dibujarse en el cielo la claridad de la ansiada aurora.

Como debe suponerse, con la luz del día aumentaron mis deseos de aclarar el extraño suceso, y asedié a mi amigo con mil preguntas, a las que él se excusaba de contestar, diciendo que todo era también un misterio para él. Pero a pesar de ello, me convencí de que algo sabía que no quería comunicarme, y tanto le insté, que, al fin, requirió del Administrador unas vetustas llaves, y dijo lacónicamente:

—Sígueme.

Atravesamos todo el corredor, risueño con la luz matinal y el perfume de las plantas que allí había; bajamos escaleras, recorrimos pasillos, y, por fin, Antonio abrió una pequeña puerta, que, al girar en sus goznes, dejó escapar un fuerte olor a papel y badana viejos. En seguida comprendí que era el archivo de la casa. En efecto, hallábase aquella abovedada cámara repleta de legajos, infolios y libros, hacinados en varios estantes y cuidadosamente ordenados, según podía colegirse por los claros números y letreros que cada uno ostentaba. Detúvose un instante, y recorrió con la vista aquel vetusto arsenal de papel y pergamino. Extendió el brazo, y bajó de su sitio un legajo de no grandes dimensiones; lo desató cuidadosamente y repasó los expedientes que contenía, hasta dar con un edicto del Santo Oficio, escrito en recio papel de Génova y encabezado con la consabida fórmula de «Nos los Inquisidores de la Fe contra la herética bravedad etc». Algún tiempo tardé en descifrar su contenido, sacando en conclusión, que el 15 de Agosto del año de 1614, fué denunciado como brujo, ante el Santo Oficio de la Inquisición, el Señor don Joaquín de Herrera Goya, dueño de la «Hacienda de Moler azúcar de San Francisco Xavier, Obispado de la Puebla de los Angeles». El temido tribunal citaba a dicho señor a comparecer ante él, por tan horrible cargo, y, en caso de hallarse culpable, sufrir la pena consiguiente.

—¡Mal lo pasaría Herrera Goya en el Santo Oficio! exclamé, al terminar la lectura del documento.

—No compareció, dijo Antonio. El día en que recibió este edicto, murió.

—¡Cómo! ¿De qué manera?

—Yo creo que murió de viejo,—tenía ochenta años,—o del susto de hallarse en tan apurado trance; aunque te diré, puesto que todo quieres saberlo, que hay quien dice que su muerte fué trágica. Este Herrera Goya, según parece, era un ente raro, sobre todo para su época. Solía hacer experimentos con yerbas, coleccionaba insectos, y tenía hasta medio centenar de gatos, que lo seguían por todos lados.

No dejó de causarme desagradable sorpresa este extremo, que relacioné en seguida con el misterio que deseábamos aclarar.

—Comprendo tu sobresalto, continuó Antonio. Y has de saber que, según la tradición entre la gente de esta hacienda, Herrera Goya,—el Amo Viejo, como le llaman,—maltrataba sobremanera a su extraño séquito; es más, lo martirizaba a cada momento. Y aseguran que, cuando murió, fué porque todos sus gatos se le echaron encima, clavándole las uñas en el cuello, y desgarrándole la garganta en girones, hasta dejarlo, después de horribles sufrimientos, exánime en un charco de su propia sangre.

Refirióme luego cómo el Santo Oficio de la Inquisición prohibió que se enterrase a Herrera en lugar sagrado y cómo fué inhumado el sangriento cadáver en la huerta, en donde marcaba su sepultura lo que yo había confundido con un asiento.

En la tarde de ese día emprendimos el regreso a México, y durante todo el trayecto, no pude distraer de mi mente el suceso que tanto me había impresionado. Al llegar a la ciudad, mandé decir misas por el alma de aquel «amo viejo», a quien se le negó cristiana sepultura, aunque la halló poética, cobijada por manglares y palmeras, cerca del surtidor del «Jardín de la Sultana».

Pasaron algunos meses. Un día me dijo Antonio:

—¿Sabes que he escrito a San Javier, ordenando que este año se pinte a Herrera Goya de negro?

—¡Hombre, no hagas eso! Ten prudencia.

—¡Hola! ¿Eres supersticioso?

Tres días después, la sociedad de México quedó consternada, al saber que las hordas rebeldes habían entrado a saco en la hacienda principal de los Hernández Sandoval, que habían prendido fuego a su ingenio, y volado con dinamita el vetusto edificio.

San Javier ya no era más que un enorme montón de escombros.

EL COFRE

A JESUS REYES FERREIRA

Las trémulas llamaradas, que el fuego de la chimenea despedía, hacían oscilar fantásticamente, sobre las paredes del aposento, la sombra del viejo don Alejandro. Arrebujado éste en un sillón, al lado del ancho hogar, procuraba calentar su cuerpo, entumecido, no tanto por el mal tiempo que a la sazón hacía, cuanto por los años y penas que sobre él pesaban. Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío.

¡Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio, fija la mirada en la rojiza lumbre! A veces, los encendidos leños asumían formas que su imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera convertía aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo el tétrico drama de su vida.

El primer acto, por decirlo así, era de escaso interés. Después de sus primeros años, pasados al lado de su madre, veía su vida de colegio, vida triste y sin amigos, que tanto influyó sobre su carácter, haciéndolo huraño y retraído.

Empezaba el segundo acto con un cuadro pavoroso. Sobre el lecho de muerte yacía su madre, el único ser de él querido, y al lado, de pie, contemplábala un hombre severo, casi repugnante: su padre.

Sucedíanse los demás actos del drama con toda fidelidad. Don Alejandro recorría las principales capitales del mundo, en busca de distracción; pero todos huían de él, como si fuese un ser infecto: con lo cual se agriaba su carácter más y más. Cuando volvía a su casa, encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no había más recurso… Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras:

—¡El cofre…!

El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de arte y objetos antiguos. Entre ellos, en un rincón del aposento, se hallaba un gran cofre de hierro, cubierto, casi en su totalidad, con clavos y remaches de bronce. Este era, sin duda alguna, el cofre al cual el moribundo había querido referirse, pero la llave no había podido encontrarse y el secreto, si secreto había en él, permanecía ignorado.

Por milésima vez, don Alejandro dirigió la mirada hacia el ángulo de la estancia, y se extremeció al ver que el cofre se hallaba abierto. La pesada tapa descansaba contra el muro, dejando ver el vetusto y complicado mecanismo de su cerradura.

Mucho tiempo permaneció el anciano sin poder apartar de aquel sitio los espantados ojos. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se dirigió hacia el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior, pero pocos momentos después, vió un rectángulo amarillento que yacía en el fondo. Hincóse de rodillas y con mano trémula extrajo aquel objeto. Era un sobre, manchado por el transcurso del tiempo, sin rótulo de ninguna especie.

Repentino y formidable estrépito hízole volver el rostro amedrentado, y vió que la tapa del cofre había caido en su sitio, cerrándolo de nuevo.

Volvió al lado del hogar, para leer el contenido del sobre: pero sus manos estaban de tal manera temblorosas, que no pudo verificarlo. Después de algunos instantes, logró conquistar relativa tranquilidad; abrió la cubierta y con ojos de terror, extrajo el pliego que contenía. Pero le daba vueltas la cabeza, y tuvo que apoyarse en la butaca para no caer al suelo. Fijó de nuevo la vista en el fuego del hogar, y vió claramente la pavorosa escena de la muerte de su madre. Anonadado, miró el anciano furtivamente a su alrededor, temiendo ser observado, y decidió hacer un esfuerzo para leer el pliego; pero el papel se escapó de sus temblorosas manos y cayó entre las llamas que lo consumieron vorazmente.

Don Alejandro miró hacia el rincón en donde estaba el cerrado cofre y se acercó más aún a la chimenea, pero, a pesar de su proximidad al fuego sentía frío.

TRISTIS IMAGO

Hablabamos, mi amigo y yo, de cosas indiferentes y triviales. El sol, próximo a desaparecer, arrojaba sobre la tierra una luz cálida y rojiza, y el bochorno que entraba por la abierta ventana parecía esparcirse por todo el aposento. Las columnillas de humo de nuestros cigarros subían hasta juntarse en ligeras nubes que iban anidando en los casetones del artesonado, y el damasco que cubría las paredes tomaba un tinte de color más rico que de costumbre.

La conversación empezó a languidecer, y llegó un momento en que ambos callamos, como si obedeciéramos algún misterioso mandato. Yo tenía cierto orgullo en aquella estancia, en que reuniera todo lo que poseía de mayor valor y más hondo afecto, y no era la primera vez que desde mi butaca paseaba la mirada sobre los muebles y cuadros que la adornaban. Rafael también gustaba de aquella colección y la elogiaba a menudo, de manera que no me sorprendió verlo recorrer con la vista aquel abigarrado conjunto de objetos. Enfrente de donde nos hallábamos sentados, pendía de la pared un retrato de busto de mi madre, ataviada según la moda del segundo Imperio. A pesar de la luz que por momentos iba apagándose, el retrato se destacaba muy bien, y se acentuaba en su rostro la inefable dulzura que el pintor había sabido reproducir fielmente.

No sé cuánto tiempo permanecimos en silencio. Repentinamente sentí una como ráfaga de melancolía y dirigí la mirada hacia el retrato. Me estremecí al verlo, y noté que mi amigo sufrió idéntica impresión. Nos miramos ambos, y él, poniéndose de pie, dijo en voz muy baja:

—¡Está llorando!

Yo asentí con la cabeza, y mi compañero con paso quedo, salió de la estancia y cerró la puerta tras sí, cuidadosamente.

Entonces yo, presa de grande angustia, me acerqué al retrato y ví que se animaba. Una nube de tristeza nubló el semblante de mi madre, y las lágrimas que brotaban de sus ojos cayeron con mayor abundancia. Se movieron sus labios y oí una vez más la voz que veinte años enmudeciera.

—¡Hijo mío! ¡Siento una gran piedad por tí! El camino que tienes que recorrer es áspero y difícil, y grandes sufrimientos serán tuyos. Por eso es que siento tan grande piedad por tí. Nunca hagas a nadie partícipe de tus cuitas, ni a tu mejor amigo; guárdalas siempre para tí. Sé avaro de tus sentimientos; a nadie los digas. ¡Hijo mío, cuánta piedad siento por tí!

Las sombras de la noche penetraron casi repentinamente y pronto me envolvieron en densa obscuridad.

Por fin, después de no corto espacio de tiempo, encendí la luz y abrí la puerta. Rafael se hallaba en la galería, en el hueco de una ventana, y al verme, pareció despertar de un sueño.

—¡Rafael…! exclamé; pero él me interrumpió, diciendo:

—¡No me digas nada; no, ni a mí que soy tu mejor amigo!

Y silenciosamente entramos de nuevo en el aposento. Con la luz artificial, las cosas todas presentaban su aspecto de costumbre, y el retrato de mi madre la dulzura inafable de su rostro. Debajo de él, sobre una mesa, se hallaba mi último soneto; lo tomé para leerlo a Rafael, y encontré que estaba humedecido y emborronado.

LOS JUGADORES DE AJEDREZ

A ROBERTO MONTENEGRO.

I

Angustias, india tarasca de raza pura, era maestra en el difícil arte de cuidar y entretener a los niños. Durante varios años sirvió en mi familia, prodigando sus cuidados, sucesivamente, a los cinco hermanos que éramos. Si nuestra casa era visitada por alguna enfermedad, Angustias se hallaba siempre a la cabecera de la cama, y cuando se trataba de enjugar lágrimas, consecuencia de alguna travesura de chiquillos, su palabra cariñosa nos proporcionaba pronto consuelo. Pero la ciencia de la bondadosa niñera era más patente cuando estábamos contentos. Inventando juegos nuevos, haciendo gestos verdaderamente estrambóticos, gracias a sus nada clásicas facciones, o contando cuentos jamás imaginados, nos hacía gratísimas las horas del atardecer y, llegada la hora, sabía conducirnos suavemente al mundo de los sueños. Otro don particular de Angustias era la pronta contestación que daba a las numerosas y peregrinas preguntas que solía hacerle la gente menuda. Era tal la espontaneidad de la respuesta y tan grande el aplomo con que la daba, que jamás pusimos en tela de juicio la solución por ella propuesta a cualquier problema que se presentaba a nuestros infantiles cerebros.

Los recuerdos de mi infancia están estrechamente ligados con la Hacienda de San Isidro Labrador, en donde residíamos la mayor parte del año. La finca, cercana a la ciudad de México, fué propiedad de la Compañía de Jesús desde los tiempos más remotos de la Colonia, y cuando los célebres religiosos fueron expulsados de los dominios españoles, por las razones que Carlos III tuvo a bien guardar «en su real pecho», fué adquirida por un mi antepasado. Se comprenderá, pues, que la casa de la Hacienda tenía más carácter de monasterio que de finca de campo, y mi padre, siguiendo el ejemplo de sus mayores, quiso que conservara siempre el austero aspecto que desde un principio tuvo. Las estancias, todas abovedadas y de poca elevación; los interminables claustros con arquería de medio punto; los muros, gruesos como los de un castillo medioeval; y principalmente la comarca toda ayuna de encantos naturales,—pues ostentaba, como únicas galas, extensos magueyales y uno que otro eucalipto en medio de los campos de maíz y de cebada,—hacían de la Hacienda de San Isidro Labrador un sitio que a muchos repugnaba, pero que a otros, al contrario, atraía por su misma desnudez y severidad. Inútil me parece decir que para nosotros era un verdadero «buen retiro»; en aquellos tiempos todavía se conservaban muchas de las costumbres del Virreinato, y mi padre era para los peones y sirvientes, más que el amo a quien se debía respeto, el jefe de una dilatada familia.

La capilla era quizá la estancia más interesante de la Hacienda. No era amplia, pero ostentaba enorme retablo de madera dorada, al estilo de churriguerra, zócalo de azulejos, y pavimento de mármol en locetas blancas y negras, alternadas. Lo que más me llamaba la atención eran los sepulcros de mis antepasados. Empotrados en ambas paredes laterales del presbiterio, hallábanse los nichos cubiertos con sendas placas de alabastro, grabados con largos epitafios; y más de una vez, desde que empecé a leer, me distraje durante la Misa o el Rosario, procurando descifrar aquellos letreros, para mí atravesados e inintelegibles.

Una noche, camino de mi alcoba, ocurrióseme hacer esta pregunta:

—Angustias, ¿Qué hacen los muertos de la capilla, en la noche?

Y la india, sin titubear, contestó:

—Juegan al ajedrez.

Yo que casi todas las noches, al requerir la bendición de mi padre, lo encontraba en la biblioteca jugando al ajedrez con don Pepe Dávalos, Presidente Municipal del pueblo comarcano, no me sorprendí de la respuesta. Un juego en que dos señores se sentaban frente a frente, durante largo espacio de tiempo, sin proferir palabra y sin mover apenas las curiosas piezas de madera que entre sí tenían, y que se prestaban de manera tan admirable para jugar a los soldaditos; un juego así, repito, me parecía más apropósito para muertos que para vivos; y la contestación de Angustias fué convincente.

—Sí; continuó el ama. Todas las noches, en cuanto tú te acuestas a dormir, ellos se ponen a jugar al ajedrez hasta que llega el Padre a decir misa. Entonces se vuelven a sus sepulcros, que son, como si dijéramos, sus camas, y duermen durante el día.

Y dichas las oraciones de costumbre, por mis padres y hermanos, y otra, que para mi coleto decía, por mi caballo «El Confite», quedé al momento dormido.

II

Muchos años después, cuando regresé de España, casado ya con mujer de mi misma estirpe, hallé las cosas en San Isidro Labrador muy distintas de cuando me marchara. Mis padres, dos hermanos y Angustias habían desaparecido de la vida, y don Pepe Dávalos, depuesto de su cargo municipal, vagaba enfermo y viejo por los claustros, añorando las partidas de ajedrez con «su Merced el Señor don Alonso.» Noté que el respetuoso cariño de muchos sirvientes había amenguado, gracias a ciertos vientos de fronda que del Norte soplaban, y sentí desde un principio marcada repulsión por el nuevo administrador de la Hacienda, nombrado por el albacea de mi padre. Llamábase don Guadalupe Robles, y su aspecto insolente demostraba bien a las claras que había sido antaño guerrillero audaz y duro cacique.

Mucho temí que la Hacienda tuviera pocos atractivos para mi mujer, pero Inés, acostumbrada a las austeridades de su torre castellana, encontró San Isidro Labrador muy de su agrado, y propuso ella misma que fijáramos allí nuestra residencia.

Transcurridos pocos meses, y aproximándose la fiesta titular de la heredad, mi mujer, a fuer de buena madrileña propuso que la fiesta fuese celebrada con especial pompa. Preparó, pues, ropas para repartir a los pobres; encargó flores para el adorno de la casa y capilla; y convidó, para que cantara Misa Pontifical, a cierto Prelado, a quien, desde mi infancia, llamaba yo «el tío Obispo», aunque en realidad carecíamos de parentesco alguno.

Yo accedí gustoso, tanto por complacer a Inés, cuanto porque hallé la ocasión propicia para hacer lucir gran cantidad de objetos, de los cuales, como colector entusiasta de antiguallas, me vanagloriaba. Al caudal no despreciable de ornamentos y vasos sagrados, que a la Hacienda habían donado mis antepasados, añadí yo gran acopio de objetos, hallados algunos en vetustas ciudades del país, traídos otros de la Península. Era especialmente notable mi rica colección de plata labrada; componíase de varias docenas de candeleros, grandes y pequeños, atriles, vasos y macetones ornamentales; no pocos blandones; algunos cálices y copones; y una custodia que me complacía yo en atribuir a Juan de Arfe y Villafañe. Pero lo que más me agradaba y mostraba yo a mis amigos con el mayor orgullo, era un juego de pebeteros que adquirí en Cintra. Obra de portugueses de pleno siglo XVIII, se comprenderá desde luego que tales perfumadores tenían que ser extravagantes; en efecto, medían más de medio metro de altura, y afectaban la inusitada forma de pegasos, pero su labor era de tal forma acabada, que en verdad podían figurar en la mejor colección de objetos de arte.

Con todos esos elementos, comprendí que el suntuoso retablo, cuya intrincada hojarasca cubría el muro frontero de la capilla con pilastras y columnas retorcidas, frontones interrumpidos, ménsulas de caprichosa forma, y nichos y doseles cobijando esculturas policromas, haría brillar el rico y si se quiere bárbaro conjunto de oro y plata, como un áscua refulgente; y empecé a hacer preparativos con no escaso entusiasmo.

Llegada la víspera de la fiesta, entré en la capilla para disponer lo necesario, y vínoseme a mi mente un mundo de recuerdos. Contemplando las fúnebres alegorías, y leyendo los letreros de las lápidas, que tanto inquietaron mis años infantiles, ví de nuevo mil incidentes de mi niñez y escuché, una vez más, la voz de personas queridas, entre ellas Angustias, quien me aseguraba dogmáticamente que mis muertos jugaban al ajedrez todas las noches….

Dirigía yo la colocación de los distintos ornamentos, sobre el altar y presbiterio, cuando acudió don Guadalupe Robles a la capilla, con pretexto de consultarme no acuerdo qué extremo de la administración de la hacienda; y al ver el caudal allí reunido, la codicia se reflejó en su semblante haciéndole dirigir la mirada, mientras conversaba conmigo, de uno en otro objeto, cuya existencia ni siquiera sospechaba. Entonces fué mayor mi repugnancia por aquel hombre, y tuve desde luego tal convicción de que intentaría robarme, que durante toda la noche no pude despedir este pensamiento de mi mente, y abandoné el lecho muy temprano, cuando aún dormían en silencio amos y sirvientes.

Con la primera claridad del amanecer, penetré en la capilla. A primera vista, la mayor parte de los objetos permanecían en los sitios en que la víspera se colocaran, pero ¡júzguese cuál sería mi asombro, al ver que gran número de candeleros, jarrones y demás yacían diseminados por el suelo en el más completo desorden! Sólo quedaban en pie, arrinconados en un ángulo debajo del coro, cuatro objetos. Me aproximé, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. ¡Los muertos habían jugado una partida de ajedrez! Sí, allí en el rincón, sobre la loceta blanca, estaba un blandón, y enfrente de él, salvada una hilera de cuadros, y ocupando sus respectivas casillas, un jarrón, un candelero pequeño y uno de los perfumadores, éste el más próximo al muro. Sí, esas tres piezas—el alfil, el peón y el caballo,—habían dado jaque mate al blandón o sea, al Rey!

Después de algún tiempo, pude dominarme, y con mano trémula repuse en sus sitios los diferentes objetos, para que nadie, más que yo, se diera cuenta del suceso.

La fiesta fué celebrada debidamente, y tanto el Obispo como los amigos que acudieron a nuestra invitación, se hicieron lenguas de la hermosura y riqueza de mi colección. Pero yo prestaba escasa atención a tales elogios, embargada mi mente con el enigma y las sospechas que abrigaba contra don Guadalupe Robles. Estas aumentaron, cuando lo sorprendí, al atardecer, en la penumbra del corredor, hablando en voz baja con Joaquín, su mozo de estribo y hombre de toda confianza. Simulé no haberlos visto, y pasé de largo; pero resolví empaquetar mis antiguallas y remitirlas a México, cuanto antes, mientras encontraba yo la oportunidad de deshacerme del Administrador.

No sé cuanto tiempo después de haber logrado conciliar el sueño, rasgó el silencio de aquella noche tal grito de terror, que sigue y seguirá retumbando en mis oídos, mientras yo viva. Lo oyó mi mujer y despertó asustada; lo oyeron los sirvientes todos, y en breves momentos, los claustros fueron poblándose de sombras, que inquirían con voces de miedo qué acontecía.

Tomé una linterna, y seguido por los más resueltos, dirigí mis medrosos pasos hacia el sitio de donde el grito pareciera proceder. La puerta de la sacristía estaba abierta y comprendí que mis sospechas se habían confirmado. Entramos. Ni en la sacristía, ni en la capilla, había más luz que la escasa claridad que penetraba por cúpulas y ventanas, y al principio nada pudimos distinguir; pero, a poco, la trémula luz de la linterna nos hizo ver que todos los objetos de plata, absolutamente todos, se hallaban amontonados bajo el coro, cercando, aprisionando en el rincón, a don Guadalupe Robles, quien, con el cuerpo echado para atrás, como reculando, extendía ambos brazos contra los muros de aquel ángulo de la capilla. Tenía los ojos fuera de sus órbitas, y todo su semblante era imagen del terror. Lo llamé por su nombre, me miró fijamente y fué su contestación una carcajada.

EL SOMBRERO DEL REY DE TIBOTU

CUENTO PARA NIÑOS.
A JULIO TORR

El Rey de Tibotú tenía (naturalmente) tres hijos. El mayor se llamaba Chapachapa, el segundo Chopochopo, y menor Chipichipi. El rey era muy rico: poseía diez y siete sombrillas de todos colores, un tapa-rabo verde y amarillo, muy gracioso, y un sombrero alto, tan alto que rayaba en lo monumental. La reina, Sabihonda, usaba medias azules y era políglota: cuando algo le caía muy en gracia, hablaba en chino, y cuando se enfadaba, gritaba en catalán.

El reino se componía, además de la populosa ciudad de Tibotú, de dos islas. En una se cosechaba gran cantidad de café y había numerosas vacas de ordeña; en la otra se producía el cacao y habia muy buenos panaderos y reposteros. Las islas eran vulgarmente conocidas por «La-isla-de-café-con-leche», y «La-isla-de-chocolate-con-bollos».

La familia real de Tibotú vivió feliz muchos años; pero una noche, el rey se comió, en la cena, todo un lechoncillo al horno, y falleció a las pocas horas, rodeado de su mujer e hijos.

Transcurridos los nueve minutos, nueve segundos, que según el Ceremonial de aquella Corte, hay que esperar antes de abrir el testamento del monarca fallecido, se encontró que la última disposición del autócrata era que su populosa ciudad de Tibotú pasara a su amada esposa, y las islas del «Café-con-leche» y del «Chocolate-con-bollos» a sus dos hijos, Chapachapa y Chopochopo, respectivamente. En cuanto a Chipichipi, legábale su padre el sombrero de copa.

Imagínese el júbilo de la cónyuge y de los hijos mayores, y el enfado del Benjamín de la casa. ¿Para qué quería él un sombrero viejo, sucio y de forma tan poco artística?

Invadió el ánimo del príncipe tal furia, que echó al suelo la despreciada prenda y propinóle un fuerte puntapié. Pero al hacerlo, sintió un agudo dolor en el pie, como si hubiese chocado contra una piedra. Con mayor furia todavía, tomó el sombrero y empezó a despedazarlo con gran coraje, pero, he aquí, que encontró, entre el forro y la copa, algo duro, una piedra, efectivamente, más grande que un huevo de gallina, aunque no tanto como uno de avestruz; era roja como la sangra de un pichón y brillaba al sol de una manera sorprendente. Era nada menos que un rubí.

No hay para qué referir la sensación que este hallazgo causó en todo el mundo. Baste decir que todas las testas coronadas, y muchas que no lo eran, se disputaban la posesión de tan magnífica joya. Los más interesados en obtenerla eran el Presidente de la República Inglesa, el Gran Duque de Texcoco y Mr. Elihu P Goggles, de Paradise, Texas. Inútil nos parece decir que este último y célebre millonario fué quien adquirió la piedra preciosa, pagando por ella diez y siete millones de dólares en oro, y diez y siete en «Liberty Bonds», de la décima séptima emisión, y haciéndose llamar, de allí en adelante, «The Ruby King», o sea, «El Rey del Rubí».

Por supuesto, Chipichipi invirtió bien su dinero y se dió la gran vida. Compró un automóvil «Ford», un perro-policía, y un Diccionario de la Academia. En cambio sus hermanos se arruinaron: el café se perdió, y las vacas de ordeña se murieron; el cacao bajó de precio y los panaderos y reposteros se declararon en perpétua huelga.

Y siempre que se hablaba del sombrero de copa de su difunto esposo, exclamaba la Reina Sabihonda, en portugués:

«En todas las cosas, por despreciables que parezcan, hay algo de valor, para el que sabe encontrarlo.»

EL REPORTAZGO

Comprendo que ustedes los reporteros tengan deberes para con sus lectores y que, por lo tanto anden siempre a caza de noticias; pero, como soy enemigo de repeticiones, quiero que el diario que usted representa, por ser el de mayor importancia en el país, sea mi único portavoz en este asunto. Dentro de diez minutos llegará mi mujer; mientras tanto, pues, le suplico que escuche con atención y escriba a mi dictado. Yo le daré todos los pormenores del caso, que como verá, es cosa bien sencilla.

Empezaré por decirle que contaba yo muy pocos años de edad, cuando murió mi padre, legándome una fortuna cuantiosa. Pero como el ocio nunca entró en mis cálculos, decidí estudiar una carrera, y elegí la carrera de médico-cirujano. Aquí, entre nos, le confesaré que siempre he considerado la medicina como la carabina de Ambrosio, pero la cirugía,—¡ah! eso es otra cosa. Por medio de la cirugía pueden curarse radicalmente todas las dolencias de la humanidad, y no está lejano el día en que hasta la misma muerte pueda evitarse por su medio.

Mis profesores se quedaron asombrados de la extraordinaria pericia que adquirí desde un principio: el bisturí en mis manos era como el pincel en las de un artista. Cada corte mío era una maravilla de precisión y de arte, sí señor, de arte. Gané los primeros premios en la Academia, y cuando se me expidió el título de Cirujano, se hizo constar en él que jamás se habían obtenido calificaciones más altas. La primera operación de importancia que ejecuté, después de haber sido recibido, fué la amputación de ambas manos del célebre pianista Gerosltein. Por supuesto que era absolutamente innecesario que dicho señor perdiera las dos manos, pero como no me gustaba nada su manera de interpretar Beethoven, decidí cortar el mal de raíz; y perdóneme esta ligera plaisanterie.

Por aquel tiempo conocí a Matilde. No recuerdo si fué en un baile en el palacio de la Princesa Dorodinski, o si fué en las carreras de caballos. Pero sí tengo muy presente que desde el primer momento que la ví, comprendí que era la mujer más hermosa que ha habido en el mundo, y por lo tanto, que tenía que ser mi esposa. Yo era entonces excesivamente romántico; no le llamará la atención saber que toda mi corte fué hecha a la luz de la luna. La orquesta del Conservatorio tocaba todas las noches música selecta debajo de su ventana, y hasta llegué a pagar a un poeta de fama para que le escribiera madrigales, que yo firmaba.

Para no hacer largo este relato, le diré que mientras se llevaban a cabo los preparativos de nuestra boda, Matilde no hacía más que llorar, llorar… Lloraba de amor por mí, según me aseguró su madre… Matilde, he dicho, es y será la mujer más hermosa de la tierra. Pero, amigo mío, bien dice el refrán que no hay dicha completa en este mundo. Poco tiempo después de nuestro matrimonio, una terrible sospecha empezó a martirizarme. Matilde fué desde un principio una esposa modelo; pero los besos apasionados que yo le daba jamás eran correspondidos; jamás posaba su mirada sobre mí con cariño, y todos los pequeños sacrificios que por ella hacía ni siquiera eran notados, mucho menos agradecidos… En fin, llegó el día amargo en que la sospecha se tornó en certeza. Con pretexto de sentirme cansado y apoyar mi cabeza sobre su pecho, hice el terrible descubrimiento de que Matilde, la mujer más hermosa de la tierra, no tenía corazón. Mucho tiempo permanecí anonadado; pero súbitamente un rayo de luz iluminó mi mente.

Casi todos los días acudía yo al anfiteatro de la Academia y presenciaba los cursos. Recordé que en la mañana de aquel día, se había recogido en la calle el cadáver de una joven del bajo pueblo que había sido atropellada por un tranvía. Tendría la misma edad, más o menos, que Matilde.

Eran las diez de la noche, cuando me presenté al conserje de la Academia y le pedí las llaves del anfiteatro para recojer unos instrumentos que había yo dejado olvidados. El conserje me las franqueó en seguida y hasta ofreció acompañarme, pero yo le dispensé esa molestia, y penetré solo en el salón. Un cuarto de hora después, salía de allí llevando en la mano un estuche que mostré al conserje, para que viera que efectivamente era de mi propiedad, y en el fondo de la bolsa de mi abrigo un bulto pequeñísimo, envuelto en gasa. Eso naturalmente no lo vió el buen hombre.

Matilde estaba ya en su lecho, cuando fuí a darle las buenas noches. Noté que se estremeció un poco al verme entrar en su alcoba; pero yo la tranquilicé con una sonrisa, y me acerqué a besar su casta frente. Todo lo tenía yo hábilmente preparado, y fué cuestión de medio segundo aplicarle el cloroformo y adormecerla. Una vez logrado esto, pude proseguir mi tarea con toda calma. En realidad, la operación fué sencillísima: se redujo a abrirle el pecho y colocar en el sitio correspondiente el corazón de la joven. Y aquí debo consignar una cosa extraordinaria. Apenas había yo comenzado la operación, cuando aparecieron sobre las sábanas dos o tres rosas rojas, que fueron multiplicándose, hasta cubrir casi todo el lecho.

El éxito de la operación, no por previsto dejó de satisfacerme; al contrario, con el mayor gusto del mundo, me senté al lado de mi mujer esperando que despertara de su sueño. Su nuevo corazón latía tan regularmente, que cualquiera hubiera creído que era el tic-tac del reloj que se hallaba sobre la mesa de noche… Hasta mucho después del amanecer permanecí allí, admirando la peregrina belleza de mi mujer, que se destacaba espléndidamente sobre su lecho de rosas rojas.

No sé qué hora sería, cuando entró la doncella en la alcoba. Como es una mujer muy lista, en seguida comprendió el prodigio y salió de la estancia dando gritos de admiración. Pocos momentos después, llegaron los hermanos de Matilde y muchas otras personas. Por más que hice para hacerlos comprender que la operación que había yo llevado a cabo era en realidad muy sencilla, se obstinaron en traerme, casi a la fuerza, a este palacio, en donde tienen su morada los hombres más eminentes de la tierra… En efecto, vea usted: aquel caballero del sombrero alto y la corbata amarilla es el Gran Khan de la China; el otro, que se pasea con las manos detrás de la espalda, es López, el famoso ingeniero López, quien logró construir el puente entre la tierra y el sol, obra reputada durante mucho tiempo como impracticable. El que está leyendo el periódico y tiene los zapatos rotos es el Emperador y Autócrata de todas las Américas, y aquel anciano a su lado que se mece la barba,—ese es, !ah! no me atrevo a decir a usted quién es. Pero me ha prometido que en cuanto llegue mi mujer y se arroje en mis brazos, formidable estruendo rasgará las nubes, y una bandada de alados serafines bajará para llevarnos, a Matilde y a mí, al paraíso.

FRAY BALTASAR

A MARGARITA DE LA PEÑA

Fray Baltasar estaba perplejo ante su pupitre, en el scriptorium del monasterio. Hora tras hora, había querido reproducir sobre el estirado trozo de vitela que tenía delante, aquellas iluminaciones que adornaban sus breviarios y misales y le proporcionaran renombre artístico. No hacía un año que terminara un Libro de horas para la Reina de Francia, que fué asombro de aquella Corte, y ahora, ¡no podía trazar la más insignificante florecilla! ¡El, que había logrado pintar dentro de la inicial de Stabat Mater el rostro de la Madre de Dios, con tanto primor y arte, que se veían rodar las lágrimas por las mejillas de la Dolorosa! ¡El, que había orlado los versículos del Magníficat con follajes y roleos inconcebiblemente diminutos!

Una y mil veces ensayó de nuevo, mas nada pudo lograr. Con un hondo suspiro, se dispuso a guardar sus péñolas, pinturas y pinceles, y en ese momento oyó la campana que llamaba a maitines.

—¡Seis horas sin lograr nada, pensó. Dios me perdone esta pérdida de tiempo!

Se encaminó al coro lentamente, pensando sin cesar en su facultad perdida. Entonaron los frailes los suaves cánticos rituales; nubes de incienso se difundieron por las naves del templo; pero aunque Fray Baltasar quiso concentrar su atención en el oficio, volaba su imaginación y sentía grande angustia al pensar que su arte, tan maravilloso que asombraba al mundo, había desaparecido, quizá para siempre.

Terminó el oficio, y los frailes lenta y silenciosamente abandonaron el coro y atravesaron como sombras los vetustos claustros, para internarse en sus celdas, a descansar breves momentos. Fray Baltasar, cabizbajo, penetró en su retiro y se recostó en la dura tarima que le servía de lecho; la fatiga y la tristeza pesaron sobre sus párpados y el sueño le proporcionó momentáneo alivio.

Pero pronto despertó con estremecimiento, y creyó oír una voz que decía:

—¡Alabado seas, Señor, por nuestra hermana la luna y las estrellas, que en el cielo has formado claras, bellas y preciosas!

El fraile se levantó de su duro lecho y se puso en oración, hasta que, a través de la ventanilla de su pobre celda, vió palidecer la luna y las estrellas.

El día siguiente cumplió sus deberes con la mayor exactitud, pero el hermano Gilberto, el novicio, notó la tristeza de su rostro, y el prior lo miró a menudo en el refectorio.

Cuando se halló, por fin, en la soledad del Scriptorium, tomó los pinceles con mano trémula y, sobre el estirado trozo de vitela, quiso reproducir una vez más las iluminaciones del misal del monasterio y del Libro de horas de la Reina de Francia; mas nada pudo lograr. Sus dibujos parecían los dibujos de un niño.

Dejó caer los pinceles, y reclinando su tonsurada cabeza sobre los brazos, empezó a sollozar amargamente. Sus lágrimas cayeron sobre el pergamino, manchándolo lastimosamente y haciendo más borrones en sus malogrados dibujos.

¡Cuántos días pasó Fray Baltasar en aquel amargo estado de ánimo! ¡Cuántas noches sin pegar los ojos! Los diarios quehaceres de la vida conventual no pudieron hacerlo olvidar su pena: ni los versículos de los Salmos ni las oraciones del Oficio. Un día se encaminó a un prado, cercano al monasterio, en el cual crecía gran número de flores de diversas especies, y estas quizás, le recordaron las que tantas veces había trazado, idealizadas, en breviarios y misales, pues nuevas lágrimas de dolor nublaron sus ojos. Largo tiempo estuvo Fray Baltasar entregado a su honda pena y olvidado por completo de la regla monacal; de pronto, suave claridad pareció iluminar su mente, y postrándose de hinojos exclamó:

—¡Oh, raza pigmea y miserable de mortales! ¿No has comprendido, pecador Baltasar, que si Dios te ha privado de tu arte, ha sido únicamente porque te recreabas en admirar tu obra y enorgullecerte de ella? ¡Oh, vanidad de vanidades!

Después de haber cumplido la penitencia que el prior le impusiera por haber quebrantado la regla, penetró en su celda, para probar ligero descanso. Al poco tiempo, tocaron a maitines, y el fraile quiso levantarse de su duro lecho, mas se nubló su vista, y sintió desfallecer… Y su vida fué apagándose lentamente….

Mientras los frailes daban sepultura al cadáver de Baltasar en la cripta del monasterio, el prior se encaminó al scriptorium, para recoger la obra del iluminador, suponiéndola no terminada. Pero halló la foja de pergamino orlada de exquisita y delicada labor, la más maravillosa, sin duda alguna, que trazaron los pinceles de Fray Baltasar.

EL PAPAGAYO DE HUICHILOBOS

A MARIANO SILVA

Cuando el Duque de Ayamonte me nombró bibliotecario y archivero de su ilustre casa, creí que mi vida iba a deslizarse tranquilamente en los bajos de su palacio de Madrid; y hasta ví en lontananza la publicación de varios trabajos de índole histórica, que desde hacía muchos años codiciaba, y los cuales, sin embargo, permanecen inéditos, su mayor parte todavía dentro de mi tintero. Todo lo contrario de lo que yo esperaba, el magnate resultó ser un investigador incansable, y mientras él dedicaba largas horas a explorar en los archivos de la Corte, me enviaba a menudo en busca de documentos a Provincias.

Así fué que en el verano pasado dí con mis cansados huesos en la histórica y hoy muerta ciudad de Alcalá del Río, en lugar de marcharme, como hubiera deseado, a veranear a la costa. Estaba yo en vísperas de contraer matrimonio, y aunque el sueldo que disfrutaba no era corto, no desperdiciaba medio alguno de hacer economías. Por lo tanto no quise alojarme en el principal hotel de la localidad, que a pesar de ser malo era caro, sino que busqué más modesta vivienda. Después de recorrer varias fondas, decidí aceptar la habitación que en su casa me brindaba cierta viuda, mediante muy reducido estipendio. Era una pieza humildísima, sin duda alguna, pero limpia como una patena, y lo que más me atrajo fue el risueño aspecto de su balcón. Como soy ignorante en botánica, no podré decir con exactitud qué plantas eran las que tan profusamente lo adornaban, pero me parece que las que crecían en el viejo bote de petróleo eran azáleas, y estoy seguro que había hortensias en una barrica, geránios en varios cacharros desportillados, y «no-me-olvides» en una lata de sardinas. Desde el interior del cuarto, sólo se veía el muro de la torre de la Catedral, pues la calle que mediaba era sumamente estrecha; pero cuando me asomé al balcón, grata fué mi sorpresa al hallar que había delante del famoso templo una plazoleta con árboles, y que como aquella era la parte más alta de la ciudad, dominaba la vista las extensas y pintorescas vegas del contorno.

Nunca he dormido tan bien como la primera noche que pasé en aquella modesta alcoba. A pesar de haber dejado abierta la ventana, pues lo permitía la temperatura, no sufrí ruido molesto de ninguna especie. Al contrario, creo que me arrulló suavemente el constante y sonoro toque de campanas.

Desperté temprano, como es mi costumbre, y desde el lecho empecé a admirar de nuevo el grato aspecto de mi balcón florido: las hortensias, con sus esferas de azul y rosa; las azáleas y geránios, con sus variados tonos de rojo y blanco; mas ¿qué era esa flor maravillosa, en el centro de todas, en la cual no había yo reparado la víspera?

Salté del lecho, y ví con sorpresa que no era flor alguna, sino un pájaro que se posaba en el barandal del balcón. Me acerqué con grandísima cautela, por miedo de auyentarlo. Al principio lo tomé por un loro, pero enseguida comprendí que era de mayor tamaño. No intentaré describir su maravilloso plumaje, porque no podría hacerlo. Sólo diré que me hizo la impresión de una joya inmensa, esmaltada con los colores más vivos que puedan imaginarse: verde, azul, rojo, amarillo….

No sé cuanto tiempo permanecí asombrado. Sólo sé que repentinamente experimenté una sensación extraña, una codicia exagerada de poseer tan exótica ave. Sentí lo que debe sentir el ladrón cuando se propone apoderarse de lo ajeno, y me dí plena cuenta, en aquellos instantes, de que cometería cualquier crimen, con tal de hacerme con ese pájaro de rico plumaje. Largo espacio de tiempo permanecí inmóvil, pensando en la mejor manera de llevar a cabo mi intento. El ave movía ligeramente las alas, que brillaban fantásticamente como abanicos de esmeraldas; y con la certeza de que no podría yo asirla viva, decidí darle muerte. Con la mayor cautela, tomé un grueso bastón que solía acompañarme en mis viajes, y conteniendo la respiración y avanzando unos pasos, le asesté tremendo golpe sobre el ala izquierda, que sonó seco y lastimero contra el barandal de hierro. Cayó el pájaro a la calle y yo, por lo pronto, no me atreví a asomarme, temiendo que algún transeunte fuese testigo de mi acción nefanda. Un escalofrío recorrió mi cuerpo; me sentí culpable y avergonzado, como debió sentirse el viejo marinero del poema cuando dió muerte al albatros con su ballesta.

Por fin me asomé. Ni el pájaro yacía en la casi desierta calle ni advertí trazas de sangre en el barandal de la ventana. A poco tuve todo aquello por una alucinación y quedé desconcertado. ¿Sería un preludio de locura?

* * * * *

No pude encontrar en el Archivo de Protocolos de Alcalá del Río los documentos que el Duque de Ayamonte necesitaba, y el encargado de aquella oficina me indicó que quizá obrarían en el de la Catedral. Provisto de una carta de presentación para el Deán, me encaminé al famoso edificio, y desde el momento que penetré en él, olvidé por completo la misión que me llevaba allí. Del Presbiterio al Coro, y de capilla en capilla, fuí recorriendo el templo y admirando las múltiples bellezas que encierra. Como acontece siempre en los recintos históricos, varios guías se ofrecieron a acompañarme, pero yo los rechacé a todos, deseando saborear a solas tanta obra de arte.

Repentinamente oí una exclamación de sorpresa y, volviendo el rostro, me encontré cara a cara con el Padre Montero, mi antiguo condiscípulo, a quien no había visto en cinco años. Fungía de Sacristán mayor de la Catedral y llevaba un manojo de enormes llaves, pues era hora de cerrar el templo, para volver a abrirlo a las tres de la tarde. Inútil me parece relatar el gusto que me dió volver a ver a tan buen amigo mío. Convidóme a almorzar y prometió enseñarme él mismo, después, las mil maravillas que poseía aquel cabildo y que raras veces se exponían al público.

Sonaban las tres, cuando el Padre Montero y yo, empezamos a recorrer el salón de cabildos, las sacristías mayor y menor, la clavería, el camarín de Nuestra Señora de las Rosas, el vestuario y demás dependencias. Sólo con enumerar las múltiples bellezas que me mostró se llenaría un volumen; y cuando creí que había terminado mi visita, me anunció con cierta satisfacción:

—Te falta ver lo principal: el tesoro.

Ante una puerta de roble con remaches de hierro, que al principio creí daría acceso a la escalera de la torre, un canónigo nos esperaba rezando su oficio. Hechas las presentaciones del caso, el Tesorero abrió la pesada puerta de madera, y apareció otra, moderna, semejante a la de una caja fuerte. La abrió a su vez, y en seguida una fuerte reja, que todavía impedía el paso. Pero ni ese aparato de seguridad haría sospechar la riqueza que en aquel aposento se guardaba. Más de una hora permanecimos admirando custodias, cálices, atriles, estatuas y toda clase de joyas, cuyo interés acrecentaban los eruditos informes del canónigo. Súbitamente, dejé escapar un grito de sorpresa. ¡Allí, delante de mis ojos, encerrado dentro de una vitrina y posado dentro de una peaña de oro, se hallaba un pájaro idéntico a mi visitante de aquella mañana! Estaba cuajado de esmeraldas, rubíes, diamantes, en fin, de la más rica pedrería que pueda imaginarse; y labrado todo con tal arte, que a primera vista parecía estar vivo.

Comprendo su emoción, dijo el canónigo. Está reputada esta joya como una de las más notables de que hay noticia. Con decir a usted que el Museo Británico ha ofrecido millones,—así como suena, millones,—por ella, se dará usted cuenta de su alto mérito artístico y valor intrínseco. Pero el Cabildo antes enagenaría todo lo que hemos visto que deshacerse de esta incomparable joya. Fué en un tiempo el adorno principal del templo mayor de los aztecas; uno de los conquistadores de México lo arrancó del altar mismo del famoso Huichilobos, y lo trajo a Carlos V, quien lo donó a esta Santa Iglesia.

Viendo que permanecía yo estupefacto, quiso que mi admiración fuese mayor, y abrió la vitrina para que examinara a mis anchas aquel portento de orfebrería. Tomó la joya en sus manos, y al acercarla a la luz, para mejor mostrármela, exhaló una exclamación de espanto.

—¡Dios me valga! ¿Qué es esto?

¡El papagayo estaba lastimosamente maltratado en el ala izquierda, como si hubiese sido golpeado con un martillo! Imagínese la consternación del canónigo y del sacristán mayor. En cuanto a mí, sentí como si fuera el autor de aquel atentado y temí que lo revelara mi semblante. Pero mis compañeros estaban demasiado ocupados en examinar el desperfecto, para fijarse en mi persona.

—¿Cómo ha podido ser esto? ¿Quién pudo llegar hasta aquí y cometer tan audaz sacrilegio? Exclamaban ambos admirados.

El Tesorero ordenó al Padre Montero que avisase al Deán, y la nueva corrió rápidamente, pues a los pocos momentos acudieron varios canónigos y prebendados, quienes anunciaron que Su Eminencia en persona iría a comprobar con sus propios ojos el inexplicable y audaz atentado.

* * * * *

Mientras se daban los pasos oportunos para descubrir al autor del delito, dispuso el Cardenal Arzobispo de Alcalá del Río que la maltratada joya fuera guardada dentro de un cofre fuerte que había en el Tesoro, y que hasta nueva orden se suspendiesen las visitas del público.

Oprimido por la vergüenza y el temor, me despedí del Padre Montero, y olvidando por completo la búsqueda de documentos que a la Catedral me había llevado, dirigí mis pasos lentamente hacia mi alojamiento.

Renuncio a describir mi estado de ánimo durante el resto de aquel día. Quise rechazar mi constante preocupación por medio de la lectura, pero dió la casualidad que la única obra que había llevado conmigo era la Historia de Bernal Díaz del Castillo, y ella, lejos de proporcionarme distracción, daba rienda suelta a los más extraños pensamientos. Dejé el libro y salí a pasear por las vegas, hasta el anochecer. Cuando regresé a mi alcoba me sentí calenturiento y me metí entre sábanas; pero sólo logré conciliar intranquilo y mil veces interrumpido sueño. Recuerdo que aquella noche fuí testigo de los episodios más sangrientos de la conquista de México. Los sacerdotes aztecas abrían el pecho de sus víctimas y arrancábanles el corazón, palpitante aún, para ofrecerlo al terrible Huichilobos, que presidía el Cu mayor… Constantemente se oía el rumor de la pelea y arroyos de sangre por todos lados me cercaban… Retumbó en mis oídos el «triste sonido» del tambor que, según Bernal Díaz, podía oírse a dos leguas de distancia, y desperté excitado. La Campana mayor de la Catedral sonaba lúgubremente.

* * * * *

Con la codiciada aurora, recobré la tranquilidad de espíritu. Trabajé todo el día en el archivo del Cabildo, en donde pude hallar los documentos que buscaba, y hasta llegué a olvidar los extraños sucesos de la víspera.

Pero al llegar a mi habitación en la tarde, encontré que me aguardaba allí el Padre Montero. Al verlo me sentí de nuevo avergonzado y culpable.

—¡Hola! Dije, procurando demostrar completa tranquilidad. ¡Cuánto gusto de verte! ¿Quieres que demos un paseo por las márgenes del río, antes de que llegue la noche?

—Rafael, exclamó, sin hacer caso de mi pregunta. ¿Te acuerdas del papagayo de Huichilobos que viste ayer?

—Sí, dije casi como un reto. ¿Se descubrió ya el autor del atentado?

—Eso no sería fácil en tan corto espacio de tiempo. Lo que quiero contarte, puesto que confío en tu discreción, es lo siguiente: Has de saber que Su Eminencia, que es hombre activo, envió ayer mismo un mensaje a la Corte, para que viniese en seguida uno de los mejores joyeros y restaurase cuanto antes el desperfecto causado al papagayo. Llegó en el tren del medio día y el Deán, el Tesorero y yo hemos ido esta tarde a recoger la joya para entregársela; pero, calcula ¡cuál sería nuestra sorpresa, al abrir el cofre y ver que el papagayo ha desaparecido! Cómo ha podido llegar hasta allí el ladrón, nadie ha podido explicárselo.

Instintivamente nos habíamos acercado a la ventana, pues la puesta de sol prometía ser hermosísima aquella tarde. Las gárgolas y demás partes salientes de la enorme catedral tenían ya perfiles de fuego, y las copas de los árboles de la plazoleta y hasta las hortensias de mi balcón empezaban a teñirse de carmín.

Súbitamente, mi compañero dió un grito de sorpresa. Dirigiendo la mirada hacia el lugar que febrilmente señalaba, ví al Papagayo de Huichilobos, a poca distancia de nosotros, posado sobre un saliente de la torre.

—¡Es idéntico! exclamó.

—No, dije con bastante calma. Es el mismo. Está vivo, pero tiene rota el ala izquierda. Yo mismo se la he roto.

El Padre Montero me miró con extrañeza y ví que sus trémulos labios iban a formular una pregunta; pero en ese momento el ave movió las alas, que brillaron a la luz del ocaso, como si cayera una cascada de gemas dentro de una hoguera, y tendió el vuelo en dirección nuestra. Vino a posarse de nuevo sobre el barandal del balcón. ¡Sí, estaba allí el Papagayo de Huichilobos, al alcance de nuestras manos, y no osábamos tocarlo! Contuvimos la respiración y no nos movimos durante largo espacio de tiempo, fascinados por el inesperado suceso.

Con no sé qué supremo esfuerzo de la voluntad, el Padre Montero súbitamente procuró apresarlo. Pero el ave se le escapó de entre las manos, y tendió el vuelo hacia el Occidente. Yo quedé extasiado, viendo al pájaro alejarse por los aires, lenta y majestuosamente, hasta convertirse en minúsculo punto de luz, hasta perderse en lontananza como si se hundiera con el sol en el horizonte.

Al volver el rostro, advertí que el Padre Montero permanecía inmóvil con la mirada fija en la abierta palma de su mano. En ella brillaban cuatro esmeraldas y tres rubíes de gran tamaño.

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LA PUERTA DE BRONCE UN HOMBRE PRACTICO SIMILIA SIMILIBUS EL AMO VIEJO EL COFRE TRISTIS IMAGO LOS JUGADORES DE AJEDREZ EL SOMBRERO DEL REY DE TIBOTÚ EL REPORTAZGO FRAY BALTASAR EL PAPAGAYO DE HUICHILOBOS INDICE