The Project Gutenberg EBook of Amparo, by Manuel Fernández y González

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Title: Amparo
       (Memorias de un loco)

Author: Manuel Fernández y González

Release Date: November 19, 2008 [EBook #27295]

Language: Spanish

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MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ

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AMPARO

(MEMORIAS DE UN LOCO)

———

segunda edición

———

MADRID
EST. TIP. DE RICARDO FÉ
Cedaceros, núm. 11

1888.

Es propiedad.

EPÍLOGO

He pasado de los treinta años, funesta edad de tristes desengaños, que dijo Espronceda.

Me he arrancado mi primera cana.

La experiencia se ha encargado de arrancarme una a una todas mis ilusiones, o por mejor decir de secar todas mis creencias.

Hoy sólo tengo dos:

Creo en un Dios incomprensible.

Creo que la vida es un sueño

La primera verdad la ha dicho la Biblia.

La segunda la ha dicho Calderón.

Si alguien dijo la primera antes que la Biblia;

Si alguien dijo la segunda antes que Calderón, quede sentado que yo no conozco fuera de aquel admirable libro y de aquel admirable poeta, al o a los que haya o hayan dicho aquellas dos verdades.

Lo que yo sé decir, por experiencia propia, es que nadie cree las verdades hasta que se las hace conocer la experiencia.

La experiencia, en general, tiene una manera muy dura de dar a conocer las verdades.

Si se nos permite que supongamos que la vida es un camino sobre el cual marchamos con los ojos vendados, se nos permitirá también suponer que la experiencia es un poste colocado en medio de nuestro camino, hacia el que marchamos a ciegas, y contra el cual nos rompemos las narices.

Pero en cambio, y por mucho que el golpe nos haya dolido, encontramos una verdad que no conocíamos;

El reverso de una medalla;

La antítesis de una bella idea;

El interior de un sepulcro blanqueado;

Sarcasmo y podredumbre.

De lo que se deduce que: costándonos el conocimiento de cada verdad una contusión, y siendo infinitas las verdades que nos obligan a descubrir las ilusiones que debemos a nuestro amor propio, un hombre no puede llegar a tener experiencia, sin encontrarse completamente descoyuntado.

Un hombre lleno de experiencia es un árbol muerto, metafóricamente hablando, contra el cual zumba desapiadadamente el huracán de las pasiones, valiéndonos de otra metáfora.

Y sin embargo de que, y continuamos en el estilo metafórico, ya no tiene ni frutos ni hojas que el huracán pueda arrancarle, le arranca las extremidades de las ramas secas.

Después viene el rayo y le hace trizas.

Después la lluvia del invierno le pudre.

¿Dónde estaba el hermoso árbol?

Hasta sus raíces se han podrido.

Ese árbol no ha existido.

Ha sido un hermoso sueño de primavera.

Una horrible pesadilla de verano.

Sí; Dios que ha hecho su criatura para que sea destruida, es incomprensible.

La vida que pasa sin dejar tras sí vestigio alguno es un sueño.

Quede sentado que la Biblia es un gran libro;

Que Calderón era un gran poeta;

Y que yo soy lo que quieran mis lectores que sea.


Esto escribía yo una noche que no tenía sueño.

Eran las tres.

Estaba en calzoncillos blancos y tenía frío.

No tenía un cuarto y estaba desesperado.

Un viejo reloj de pared me dejaba oír un monótono tic-tac.

El ruido de un péndulo cuando se está en cierta disposición de ánimo, es un ruido que crispa los nervios.

No sé a quien he oído decir que el cólera morbo es una enfermedad nerviosa.

De modo, que cuando no se tiene sueño, cuando no se tiene dinero, y se tiene frío, y se oye el tic-tac de un péndulo, en medio del silencio de la noche, se está muy expuesto a ser un caso.

Por lo mismo, y cediendo a un laudable sentimiento de conservación propia, voy a meterme de nuevo en la cama y a buscar la vida en el sueño.

Porque, si la vida es sueño, el sueño debe ser vida.

Y esto es tan exacto, como que, si la vida del hombre son las ilusiones, nada más comparable a la vida que el hermoso sueño de un sediento que cree estar echado de bruces sobre una fuente cristalina;

O el de un pobre que cuente oro;

O el de un enamorado que besa y devora a una mujer hermosa;

O el de un diputado de la oposición que se mete debajo del brazo una cartera;

O el de un hambriento que come en la fonda del Cisne.

(Entre paréntesis: la fonda del Cisne es de un amigo mío, y puedo recomendarle cualquiera de mis lectores, para que en un cubierto de a duro le ponga un plato más.)


Me he metido en la cama, pero no he conseguido dormirme.

La realidad huye de mí: el sueño me persigue.

Soñemos, ya que no podemos vivir.

Soñemos escribiendo.

Escribir es muy fácil, sobre todo cuando se escribe mal.

Por eso tenemos en España tantos literatos;

Y tantos poetas;

Y tantos periodistas;

Y tantos sabios.

Esto consiste en que en España todos estamos aburridos, o tenemos frío o hambre, y nos distraemos escribiendo.

También es cierto que son muy pocos los que se distraen leyéndonos.

Por eso en España los escritores no tenemos un cuarto.

Hay diez musas.

O por mejor decir, no hay diez musas sino una.

Antes había nueve.

La una, que las ha matado, es una musa horrible que vive de dar muerte.

Esa musa es el Hambre.

El hambre es la musa de los españoles.

¿Quién dijo esto? ¿Quién lo dijo?

Venturita.

No señor: don Ventura.

Aun no señor: el excelentísimo señor don Ventura de la Vega.

El que abandona a César por el Marqués de Caravaca;

La tragedia por la zarzuela;

La fama por el dinero.

Bien sabía Vega lo que se decía cuando dijo que la musa diez era el hambre.

Nosotros hemos dicho que el hambre es la musa única de los españoles.

Y si no, ¿quién les inspiró la revolución de julio?

Porque una revolución no es otra cosa que una poesía diabólica, para producir, la cual es necesario que a todo un pueblo se le calienten los cascos.

¿Quién fue, pues, la musa que inspiró al pueblo de Madrid aquella sinfonía infernal de los tres días y aquel poema berroqueño en quince cantos de las barricadas?

Fue la libertad.

Sí, señor: pero la libertad en su sentido real, tangible y comestible: el deseo de comer libremente.

¿Quién inspiró tantas cosas inspiradas como se dijeron y se escribieron?

La necesidad de comer.

Es verdad que no hemos comido tanto como esperábamos: que el banquete no ha correspondido al programa... pero...

Se conoce que estoy de muy mal humor, en que he ido a meterme con botas y espuelas bajo la jurisdicción o en la jurisdicción del señor fiscal de imprenta.

Por lo mismo, y para evitar una cornada, tomemos de nuevo el olivo de la bella literatura.

Esto es: levantemos ante el señor fiscal, como en señal de paz, un ramo de oliva.

Dicen que en el Saladero es muy fácil convertirse en caso. [* Esto se escribía durante el cólera.]

Es necesario, pues, evitar de todo punto que le pongan a uno en salmuera.

Pero diréis, y con razón: el autor está loco:

Perdonad: una palabra.

Tened en cuenta que he empezado mi novela por el epílogo: es decir, que la he acometido por la cola.

Este epílogo, reducido a su verdadera expresión debía constar únicamente de estas palabras:

El autor se ha vuelto loco.

O bien si no os agrada el modismo:

El autor ha enloquecido.

O bien:

El autor no ha logrado todavía encontrar su juicio, y se lo pide a sus lectores.

MEMORIAS DE UN LOCO

Era ya muy tarde, o por mejor decir muy temprano.

Los relojes de la villa de Madrid habían marcado las tres de la mañana.

No había alumbrado; pero el reflejo de la nieve que cubría las calles hacía la noche muy clara, aunque el cielo estaba muy oscuro.

Salía yo de una de esas casas...

Pero antes de que os diga la casa de donde salía, debo deciros quién soy yo.

Soy un hombre ni feo ni hermoso, que acabo de cumplir treinta y seis años, y que en la época en que pongo la fecha de mis memorias tenía veinticuatro.

Soy una persona decente, porque soy rico, y lo fue mi padre y también lo fueron mis abuelos.

Porque soy rico y persona decente me fastidiaba en aquella época.

Ahora no me fastidio: ahora agonizo.

Pero en aquella época estaba hastiado.

A los veinticuatro años había viajado mucho, y de mis viajes sólo había sacado en limpio una suma enorme de recuerdos embrollados.

Mi pensamiento era una especie de torre de Babel.

En mi continuo trato con toda clase de gentes sólo había encontrado una verdad.

Que nuestro hombre y nuestra mujer no existen.

O, precisando más la frase, que nuestro amigo y nuestra amante son dos fantasmas soñados por nuestro deseo.

Sin embargo, muchos hombres me han ofrecido su bolsa y su vida, y muchas mujeres su cuerpo y su alma.

Yo tomaba lo que estos hombres y estas mujeres me vendían a beneficio de inventario, y ponía en cuenta corriente sus sacrificios frente a mi dinero.

Lo que significa que descubrí otra verdad que se contiene en los siguientes versos:

Pues el amor y la amistad se venden,
lo que hay que procurarse es el dinero.

Si yo hubiera sido pobre, me hubiera afanado por adquirirle, para tener un día el placer de estrechar las manos de muchos amigos y ser estrechado entre los brazos de muchas amantes.

Pero como era rico, me encontré en posición de entrar en el mundo de las afecciones por la puerta principal desde el momento en que me decidí a ser hombre de mundo.

Y tuve amigos y amantes... a docenas.

Pero comprendí que estos amigos y estas amantes no merecían ni aun los honores de la farsa.

Acabé por hastiarme y pensé en el suicidio.

El hastío es la modorra del espíritu, su condensación, su no hay más allá; su mortaja, su ataúd, su pulvis es.

Un hombre hastiado es un muerto que anda; un muerto que en vez de apestar a los vivos es apestado por ellos.

Me decidí por el suicidio.

Pero no adopté el medio vulgar de darme un pistoletazo, de suspenderme, de sumergirme, de darme de puñaladas o de beber ácido prúsico.

Tales medios no los adoptan más que los desesperados de mal género.

Los que temen a los acreedores.

Los que han sido bastante necios para referir su existencia a la posesión de una mujer.

Los etcétera, etcétera.

Un hombre hastiado debe morir noblemente luchando brazo a brazo con el hastío, forzándole, estrechándole, entrando de lleno en los excesos de todo género, hasta caer bajo los estragos de una vida monstruosa, absurda.

Yo lo adopté todo: la crápula, la orgía el desorden, el placer...

Yo esperaba que apareciese la tisis.

Pero la tisis huyó espantada de mí.

Inútilmente forcé mi organización, procuré gastarme.

Mi organización resistió como una máquina de acero.

Entonces me entregué resignado a mi destino.

Como si un genio fatal y poderoso se hubiese propuesto oponerse a mi voluntad, se me hizo imposible el suicidio, a no ser apelando al medio ruidoso y poco decente de levantarme la tapa de los sesos, o de hacerme matar en un duelo.

Me reduje, pues, a satisfacer las necesidades materiales, y no pudiendo vencer al hastío, le acepté con dignidad.

En este estado, pues, me encontraba a las tres de la mañana, aquella en que las calles de Madrid estaban cubiertas de nieve.

Salía yo de una de esas casas, donde todo es permitido, donde se ríe, se bebe, se habla libremente, se fuma y se está medio tendido y con el sombrero puesto.

Una de esas casas, en cada una de las cuales tiene abierta una candente y luminosa página el mundo.

Donde las mujeres se presentan tales cuales son, arrojada la careta del decoro.

Donde los hombres hacen gala de sus vicios.

Yo no gozaba allí; pero estaba mejor que en otras partes, porque allí al menos veía claro, y no estaba obligado a fingir ni a violentarme.

. . . . . . . . . . . . . .

Adelantaba yo maquinalmente a lo largo de una calle.

Aquella calle era corcobada de configuración y ciega de luces.

Hacía un frío de cuarenta grados y nevaba.

De repente brilló una luz a lo lejos, y un cuerpo humano proyectó sobre la pared una gigantesca sombra.

Y, sin embargo, lo que producía aquella sombra gigantesca era una niña.

Aquella niña era una trapera.

Iba sola, y la acompañaba un perro.

Yo llevaba en la boca un cigarro sin encender, y con intención de encenderle me dirigí a la trapera.

La muchacha tenía muy poca ropa, y el perro muchas lanas.

Sin embargo, la muchacha parecía resistir admirablemente el frío, y el perro tiritaba.

La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta.

Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia mí de una manera amenazadora.

La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

—¡Eh! ¡quieto, Mustafá! le dijo, dejándome oír una voz infantil y fresca, al par que armoniosa y grave: ¿no ves que es un caballero?

El perro retrocedió, y yo me acerqué más.

La muchacha me miró de nuevo.

Hay miradas que son una historia.

Hay miradas que son un poema.

Hay miradas que son una sátira.

Hay miradas que dilatan el alma.

Hay las por el contrario que la comprimen.

La mirada de la traperita me refirió una historia muy sencilla.

La historia de una vida de sufrimiento.

La mirada de la traperita fue un poema que podía haberse reducido a estas dos palabras:

«Sufro y espero.»

Estas dos palabras son la historia del género humano.

Sufrir y esperar.

¿Qué sufría aquella niña?

La pobreza con todas sus consecuencias, acaso.

¿Qué esperaba?

¡Quién sabe lo que puede esperar una criatura!

La muchacha era toda ojos: unos hermosísimos, rasgados y elocuentes ojos negros.

Aquellos ojos se descataban de una manera enérgica, y parecían más grandes y más negros que lo que lo eran en realidad, sobre un semblante flaco, muy pálido, muy triste.

A pesar de la tristeza de aquel semblante, los ojos sonreían, pero con la triste sonrisa de la resignación.

Su mirada dilató mi alma, la hizo aspirar una pasión pura.

Yo creo que fue compasión hacia aquella niña lo que me hizo sentir su mirada.

Y a más de la compasión un no sé qué misterioso, que no era amor ni deseo porque ni deseo ni amor podía inspirarme aquella pobre criatura.

Sin embargo, han pasado doce años desde que la vi la primera vez, y aún no he podido olvidar su primera mirada.

Me sonrío con ella como se sonríe a un hermano querido.

Me dio paz con su mirada en el alma.

. . . . . . . . . . . . . .

Han caído dos lágrimas sobre el papel.

Siempre que las lágrimas asoman a mis ojos tiemblo de miedo.

Porque cuando mis ojos se arrasan, me sobreviene al poco tiempo uno de esos horribles ataques, en que no pudiendo resistir lo íntimo del dolor de mi corazón, grito y me revuelco, y me destrozo: y entonces vienen las ligaduras y el lecho de tormento y el horrible casco de nieve.

¡Me creen loco!

Es necesario pues olvidar, procurar olvidar; secar las lágrimas y esconder estas memorias.

La miré frente a frente, y ella me miró durante algunos segundos con una curiosidad infantil.

—Encienda usted, caballero, me dijo, levantando su farol y abriéndole.

Encendí mi cigarro.

Luego volví a mirar a la traperita que cerró el farol y se puso a rebuscar de nuevo con su gancho.

Yo, no sé por qué, permanecía inmóvil junto a ella.

—¿Cuánto ganas buscando trapos? la dije.

—Según: me contestó: diez cuartos, doce, dos reales. Antes se ganaba más; pero ahora... hay muchos traperos y pocos trapos.

—¿Y no tienes más oficio que éste?

—No señor.

—¿Y con diez cuartos te mantienes?

—Como pan unos días, y otros pan y queso. Además, la señora Adela gana otro tanto.

¡La señora Adela! Aquel calificativo antepuesto a un nombre hasta cierto punto aristocrático, causó en mí un efecto inesplicable.

—¿Quién es la señora Adela? la pregunté.

—Es una mujer que me ha criado.

Y al pronunciar estas palabras, creí notar en su entonación algo de doloroso, algo de impaciente, algo que revelaba que no era la señora Adela lo mejor del mundo para la traperita.

Comprendí que tenía delante una pobre existencia necesitada de amparo.

Nunca mi hastío de la vida llegó hasta el punto de hacerme indiferente a las desgracias ajenas.

Metí la mano en mi bolsillo y saqué una moneda.

Era una onza.

Yo había pensado darla un napoleón.

Sin embargo, alargué la mano hacia la niña y la entregué la onza.

La chica la tomó, probó su peso y se puso gravemente seria.

—¡Gracias, caballero! me dijo, devolviéndome la onza. Me basta con lo que gano.

Y se puso de nuevo a revolver y a buscar, guardando un profundo silencio, y visiblemente contrariada.

—¿Por qué no has tomado ese dinero? la dije.

La muchacha no contestó.

Me obstiné, y entonces, alzándose con una dignidad y una firmeza supremas, me dijo:

—Si no sigue usted su camino, caballero y me deja en paz, llamaré al sereno.

A tal arranque tomé mi partido: arrojé la onza en la cesta de la muchacha, y me alejé.

—Por favor, caballero, me dijo corriendo tras de mí y con acento entre suplicante y colérico: usted está equivocado y tira su dinero. Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y... no hablemos más.

—¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza.

—Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y...

La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle.

Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.

—¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente.

Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en mí una mirada insolente.

—¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

—Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita.

Yo creí deber atajar la conversación.

—¿Es usted la señora Adela? la dije.

—Sí, señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente.

—Necesito hablar con usted a solas.

—¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos.

Y se puso en marcha.

Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre mí, una mirada llena de ansiedad.

Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega.

Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos.

Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

Entonces, a la luz de un mechero de gas inmediato, pude observar ciertos rasgos de distinción degradada en el semblante angular y huesoso de aquella mujer: del mismo modo, no era difícil comprender que aún era joven; que si parecía vieja, lo debía a excesos, y que en otro tiempo debió ser notablemente hermosa.

Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija.

Estaba, pues, metido en una verdadera aventura.

—Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme;—me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió:—sin duda se trata de Amparo.

—¡Se llama Amparo!

—Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato...

—¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir.

—Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad.

—¡Y se venden las hijas!

—Amparo no es mi hija, me contestó con precipitación y con acento singular. Hace catorce años la encontré en la calle.

—¿Y sus padres no la reclamaron?

—No.

—Pero si usted no es su madre, al menos la ha criado usted.

—Por lo mismo quiero que sea feliz, dijo la trapera con su duro acento, que me causaba una sensación fría, punzante, indefinible.

—¿Y para que sea feliz la vende usted?

—La mujer no es feliz más que vendiéndose; vendiéndose muy cara mientras es hermosa, arrancando al amor que compra, dinero para cuando sólo puede buscarse la caridad; ¡la caridad!...

Y después de haber pronunciado con acento de blasfemia su última palabra, se bebió de un trago una copa de aguardiente.

—Pues usted, la dije con desprecio, no ha sabido, por lo que se ve, aprovechar sus buenos tiempos.

—Es que yo no me he vendido, me contestó con una expresión singular: por lo mismo la vendo a ella.

—Creo que ella no piensa venderse.

—Hará lo que yo quiera.

—Pues bien: me encargo de esa muchacha.

—No me gustan las palabras de sentido ambiguo. Sepamos claramente de lo que tratamos. ¿Cuándo ha conocido usted a Amparo?

—Esta noche.

—¿La ha hablado usted?

—Muy poco.

—¿Y cómo entenderemos eso de encargarse usted de ella?

—Creo que puede ocuparse en otro trabajo más cómodo y beneficioso, que en el de recoger trapos.

—Sí, ciertamente.

—Por ejemplo: puede entrar en un taller.

—Es verdad: repuso aquella mujer, cuyo semblante se había cubierto con la expresión de la mayor reserva; pero es el caso, que cosiendo se gana muy poco, y que hay que pasar por un aprendizaje, durante el cual nada se gana.

—¿Cuánto suele durar ese aprendizaje?

—Acaso un año.

—No hablemos más: venga usted conmigo.

Pagué: salimos del café y llevé a aquella mujer a mi casa.

Mi criado Mauricio se asombró al verme entrar con tan mala compañía, y mucho más cuando me encerré con ella en mi gabinete.

—De hoy en adelante, la dije, puede usted contar con doce duros mensuales. Además, como supongo que carecerán ustedes de todo, tome usted estos dos billetes de a mil reales, y empléelos en ropas y utensilios. Todos los meses venga usted por la cantidad que asigno a Amparo.

—¡Gracias, dijo fríamente aquella mujer, y se despidió de mí.

Cuando me quedé solo, busqué el cuaderno donde estaban consignadas mis obligaciones, y anoté lo siguiente:

«Doscientos cuarenta reales para Amparo.»

Yo había hecho esto por temperamento, por costumbre, no por caridad.

Me acosté y me dormí.

Cuando desperté al día siguiente, había perdido el recuerdo de aquella aventura.


Entró Mauricio y me dijo:

—Ahí está una muchacha que pregunta por usted. Vino a las diez y ha vuelto otras tres veces a ver si se había usted levantado.

—¡Una muchacha! exclamé con extrañeza.

—Sí, sí, señor, y no es maleja: dice que se llama Amparo.

—¡Ah! Que entre, que entre.

Poco después entró Amparo.

La acompañaba su perro.

Venía peinada y limpia, pero muy pobre y muy ligeramente vestida.

Me saludó con gracia y con la misma digna lisura con que hubiera saludado a un conocido antiguo.

Sonreía tristemente y estaba encendida, sobreescitada.

El perro fijaba en mí una atenta e inteligente mirada.

—Perdone usted, caballero, me dijo Amparo, si he venido a incomodarle, pero he creído que debía venir a verle.

—¿Y por qué, hija mía?

—¿Por qué? ¿Con qué objeto ha dado usted dinero a la señora Adela? me contestó con precipitación y con vergüenza.

—No hablemos de eso, la dije, la señora Adela lo sabe.

—Nada me ha dicho, sino que ya no recogeremos más trapos; que compraremos vestidos y camas.

—¡Cómo! ¿No teníais camas?

—No, señor: ese es mucho lujo para nosotras, dijo sonriendo tristemente: cuando se ha trabajado mucho, y sobre todo, cuando, se está acostumbrado a ello, se duerme muy bien sobre un ruedo.

De la misma manera que otros se muestran neciamente soberbios con su opulencia, Amparo se mostraba noblemente orgullosa con su miseria.

—Y bien, repuse: si nada te ha dicho esa mujer, ¿cómo sabes que yo la he dado dinero?

—Anoche, cuando usted se alejó con ella, apagué mi farol y me fui detrás: esperé a que saliesen ustedes del café, los seguí y vi que entraban en esta casa. Esta mañana cuando la señora Adela me enseñó dos papeles encarnados, cuando leí...

—¿Sabes leer?

—Sí, señor, contestó sin el más leve asombro de vanidad Amparo; cuando leí lo que en aquellos papeles estaba impreso y vi que eran billetes de banco... dinero, adiviné que aquel dinero venía de usted.

—Y bien, ¿qué?

—Necesito saber con qué objeto se ha desprendido usted de esa cantidad.

—¡Bah! ¡bah! ¿Con qué objeto? Con el de que no pases más noches malas; con el de que aprendas un oficio y puedas ser la honrada mujer de un artesano.

—El padre Ambrosio me ha dicho que hay en el mundo personas caritativas; pero me ha dicho también que muchas veces se toma la caridad por pretexto.

—¿Y quién es el padre Ambrosio?

—Un religioso exclaustrado de la Merced, que vive hace muchos años en la misma casa de vecindad donde yo vivo; un digno ministro del Altísimo; mi padre; la guía que Dios me ha dado viéndome desamparada en el mundo.

—¡Ah! ¡un religioso!

—El infeliz no ha podido hacer otra cosa que enseñarme a leer y a escribir y procurar encaminarme a la virtud. Es muy pobre, pero... ¡es un sabio! Lo poco que sé se lo debo, y, sobre todo, él me ha hecho conocer que la mayor riqueza es la honra; la mayor felicidad tener la conciencia tranquila; el mayor mérito a los ojos de Dios, sufrir resignadamente la pobreza.

—De modo que tú, pobre, miserable, destinada a un trabajo rudo y penoso, mal alimentada, mal vestida, sin fuego con que calentarte, sin lecho en que dormir, ¿estás resignada con tu suerte?

—Sí, señor, contestó Amparo repitiendo su triste sonrisa.

—¡Oh! Tú no conoces al mundo, eres muy joven; estás soñando.

—Me he criado en una casa de vecindad y tengo ya catorce años.

—¿Pretendes tener experiencia?

—¡Oh! ¡sí! Yo sé que si quisiera podría vivir cómodamente, vestir hermosas telas, concurrir a los teatros y a los paseos. Sé, porque la señora Adela me lo ha dicho, que un hombre muy rico está enamorado de mí. Lo sé tanto, como que me he visto maltratada muchas veces porque me he negado... a ser feliz, como dice la señora Adela.

—¡Oh! ¡Tan joven y ya conoces el mundo!

—¿No he de conocerle si me he criado entre lodo?

—Pero tu lenguaje es escogido, Amparo: tus maneras riñen con tu posición, pareces una señorita disfrazada.

—Lo debo al padre Ambrosio; lo debo a los libros que leo.

—Y...¿qué libros te ha dado a leer ese religioso?

—Cuando supe leer y escribir, me puso en las manos la imitación de Cristo del padre Kempis.

Yo no había leído el tal libro; pero supuse que sería un libro de devoción como otros tantos.

—¿Y qué más? añadí.

—La Biblia.

—¡Habrás leído, pues, el Cantar de los cantares!

Amparo me miró profundamente y se ruborizó, lo que demostraba que había leído aquel libro, que tenía talento y que había comprendido la intención de mi pregunta.

—El Cantar de los cantares es un admirable libro simbólico, me dijo.

—¿Y no has leído más?

—Sí; sí, señor, los sermonarios de Bossuet y de Fenelón.

—¿Y nada profano?

—Sí; sí, señor, la historia universal de Anquetil, el Telémaco, el padre Mariana y las poesías de nuestros clásicos.

—¿Y novelas?

—Ninguna... ¡ah! sí: las de doña María de Zayas, los ejemplares de Cervantes y el Quijote, esa admirable novela.

Y había una lisura tal en la expresión de Amparo al contestarme; tal falta, tal negación de pretensiones, que era necesario creer que no sólo tenía talento, sino también elevación de ideas: ¡y junto a esto tal conformidad, tal resignación con lo ingrato de su fortuna!

Yo, que me había interesado por ella por compasión, empecé a interesarme por afecto, y por un momento sentí que mi hastío por la vida desaparecía; comprendí que había encontrado algo a que podía consagrarme dignamente: a hacer el porvenir de aquella joven tan simpática, tan merecedora de amparo, yo era entonces impío y me dije:—Ya que la casualidad la ha procurado un buen hombre que la eduque, yo, que soy rico, haré lo demás: el sacerdote por una parte, y el calavera de buen corazón por otra, haremos de ella un prodigio.

Y dentro de mi corazón adopté a aquella niña.

Una adopción paternal, pura, desinteresada.

Había en Amparo algo que dilataba mi alma.

Ni yo podía pensar de otra manera: la corrupción de la mujer por medio del oro, me repugnaba: la rechazaban mi corazón y mi dignidad, y como jamás pensamos voluntariamente en lo que nos repugna, ni reparé que en Amparo existían los gérmenes de una gran hermosura, ni me incitó su pureza, ni miré en ella más que un ser débil digno de protección.

Por lo mismo, me apresuré a tranquilizarla respecto a mis intenciones.

La hablé con la elocuencia del sentimiento, con su forma poética, porque estaba seguro de ser comprendido por ella: con toda la espontaneidad de mi franqueza y de mi desinterés, y logré que Amparo se tranquilizase completamente.

—¡Ah! me dijo con los ojos arrasados de lágrimas: ¡Dios se lo pague a usted!

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas.

Después salió.

Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña.

Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en mí una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

La recordaba (no podré deciros de qué modo) pero su recuerdo me dilataba el alma.

Era el amor de un padre satisfecho de su hija.

Dejé de pensar en la muerte.

Me detuve en el camino del suicidio.

Dejé de concurrir a los lupanares.

Arreglé mi vida.

Causé una dolorosa sorpresa en mis administradores, anunciándoles que iba a dedicarme al cuidado de mis intereses.

Hice todo esto bajo la influencia de este pensamiento:—He adoptado a un ser a quien debo procurar hacer feliz.

Amparo había hecho en mí una revolución: me había reconciliado con la vida.

En recompensa, yo varié de plan respecto a su porvenir: la práctica de un oficio mecánico me parecía indigna de ella.

Aspiraba en su nombre a más.

Algunos podrán creer esto exagerado; sí lo es, está en armonía con la exageración de mi carácter; yo siento de una manera poderosa, y para sentir me bastan pocas impresiones.

Amparo me había impresionado fuertemente.


No sabía donde vivía.

Un día encargué a Mauricio que la buscase.

Mauricio empleó cuantos medios se conocen para encontrar una persona de la cual se saben el nombre, las señas y la condición.

Gracias a lo bien montada que está la policía en España, Mauricio, que era uno de los mozos más listos que he conocido, no pudo dar con ella.

Preguntó a los traperos y le contestaron que no la conocían.

Fue al Ayuntamiento y sólo constaban allí el nombre y el número de Amparo como trapera.

Amparo empezó a hacérseme una dificultad: indudablemente a fin de mes, la señora Adela vendría en busca de su asignación; pero yo no quería esperar aquel plazo.

Habían pasado quince días desde mi aventura.

Era por la mañana y Mauricio entró alegre.

—Ya la tenemos, exclamó.

—¿A quién?

—A la señorita Amparo.

—¡Cómo! ¿sabes dónde vive?

—Está en la antesala.

—¡Ah! exclamé saliendo de mi gabinete y atravesando la sala; entre usted, señora, entre usted.

Amparo entró.

Venía sencillamente vestida, un manto de sarga, un cordón de pelo al cuello con una pequeña cruz dorada, un pañuelo de seda sobre los hombros, una bata de percal, y un delantal negro; me pareció más alta y más bella: venía encendida, alegre, con un bulto bajo el manto; me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y entró en el gabinete, sobre una de cuyas mesas dejó el bulto que traía bajo el manto, y que produjo un sonido metálico.

—¿Qué es eso? la dije.

—Esto es que Dios me favorece, me contestó: son tres mil reales que he ganado a la lotería.

—¡Ah! exclamé adivinando su intención.

—Tres mil reales que traigo a usted.

—¿Y para qué quiero yo eso?

—¿Para qué? me contestó mirándome gravemente, para que se reintegre usted de los dos mil reales que dio a la señora Adela.

—¡Ah! ¿eres orgullosa?

—No por cierto, ¡sino que habrá tantos otros desdichados!

Se me nubló el semblante, y Amparo se apresuró a decir:

La caridad debe ser discreta; la caridad indiscreta hace más daño que beneficio; yo ya tengo todo lo que podía desear; un cuartito alegre, una cama blanda, ropa blanca y dos vestidos de calle. Trabajo; trabajo con ardor, y dentro de poco seré oficiala. Emplee usted esos dos mil reales en amparar otra desdicha, y los mil restantes guárdelos usted para dárselos doce a doce duros a la señora Adela: hay para cuatro meses; dentro de cuatro meses ganaré una peseta, que era cuanto deseaba. Con que... no hablemos más. Ahí se queda eso. Tengo que comer y estar a las tres en el taller.

Y escapaba.

—Espera, la dije, ¿no quieres tener nada mío?

—¡Oh? sí, sí... el recuerdo... y el agradecimiento. ¿No basta eso?

—Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes se los entregases a la señora Adela.

—Los gastaría en aguardiente.

—Me rindo, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Ven mañana a almorzar conmigo.

Meditó durante un momento Amparo, y contestó:

—Vendré. Afortunadamente es domingo.

Y saludándome alegremente, escapó.

—¡Ah! tiene usted suerte, me dijo Mauricio; es una prenda de rey.

Recuerdo que Mauricio, recordando un puntapié que le valió esta observación, habló en lo sucesivo con el más profundo respeto de la señorita Amparo.


Fuime a una joyería y gasté los tres mil reales que me había dado Amparo, en una bonita cruz de diamantes para ella.

La joya era de muy buen gusto, y debía parecer muy bien en el bonito cuello de la muchacha.

Además necesitaba dejar bien puesta mi vanidad.

Aquella inesperada devolución la había humillado.

Amparo me trataba por decirlo así, de potencia a potencia.

Yo no podía conservar aquel dinero.

Mi vanidad quedaba a cubierto, regalándola la cruz.

Sólo con este objeto la había convidado a almorzar conmigo.

El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa.

Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de mí, meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.

Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida.

Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.

Tenía la seducción de la pureza confiada en sí misma, que por nada se alarma, que nada teme: iba de acá para allá, y me lo revolvía todo.

—¡Cómo se conoce que aquí no hay una mujer! decía: polvo por todas partes, ¡y un desorden!... todo lo que hay aquí es bueno y bello; pero sería más bello, parecería mucho mejor, si estuviese colocado en su sitio. Y luego... ¡estas armas! ¿para qué son estas armas? ¿a quién tiene que matar un hombre honrado?

—Son objetos de arte, la dije.

—Traed: pues, a vuestro gabinete un cañón de a veinticuatro cincelado.

—¡Ah! ¿no crees que sea necesario alguna vez?...

—¡Nunca!

—¿Ni aun por un asunto de honor?

—Me horrorizaría un hombre que por una cuestión de honor hubiera matado a un semejante suyo... ¿y estos libros?... añadió pasando con la mayor facilidad de un objeto a otro. ¡Novelas!... Creo que en lo peor en que puede ocupar un hombre su talento, es en escribir novelas.

—¿Por qué?

—¿No basta la vida real? ¿qué necesidad hay de exagerarla?

—La novela enseña.

—La novela vicia las costumbres.

—Eso lo dirá el padre Ambrosio.

—Sí por cierto; y basta para mí que el padre Ambrosio lo diga: es un ángel... ¡Ah! el padre Ambrosio sabe que vengo a almorzar con usted.

—¿Y qué te ha dicho?

—Nada: absolutamente nada. ¿No sabía el padre Ambrosio que iba sola de noche a recoger trapos por las calles?

Este recurso a sí misma, esta manifestación de fuerza, me encantó.

—¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego.

Y arrojó el libro a la chimenea.

Era un tomo del Baroncito de Faublas.

Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

Así con las tenazas el libro, y le saqué de la chimenea donde olía mal, arrojándole a la jofaina.

Prometí a Amparo hacer un auto de fe con todos mis malos libros, y mediante esta promesa se restableció nuestra buena armonía.

En seguida nos pusimos a almorzar.

Yo había cuidado de que el almuerzo fuese muy sencillo y compuesto de alimentos acomodados a las costumbres de Amparo.

Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate.

Amparo comía con apetito y sin encogimiento.

Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares.

Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.

—¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá.

—Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días.

Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.

Comprendí que el mundo especial en que había vivido, ese mundo que se llama casa de vecindad, donde resaltan todas las miserias, todas las adyeciones, todas las ignorancias, la había hecho recelosa y desconfiada.

—Puedes almorzar así todos los días, la dije, si consientes en que se realice lo que he pensado respecto a ti.

Amparo me miró con una profunda y grave atención, y me preguntó:

—¿Y qué ha pensado usted?

—He pensado, primero, en que la posición en que te encuentras es muy precaria.

—He nacido pobre, me contestó con altivez; mi porvenir es el trabajo; acaso con mucha aplicación y alguna suerte podré adelantar; tener dentro de algunos años un taller mío.

—¿Y las enfermedades?

—¡Buena manera de alentar a los pobres!

—Es que yo quiero asegurar tu suerte.

Amparo había dejado de comer, y noté que había perdido enteramente su tranquila confianza; que estaba preocupada, disgustada, pesarosa de haber ido a almorzar conmigo.

—Soy rico, muy rico; sobrino de un grande de España que no tiene hijos, ni los tendrá probablemente; heredaré sus rentas y su grandeza.

Nublose más el semblante de Amparo.

—No pienso casarme jamás, continué, y quiero que seas mi hija adoptiva.

Amparo me miró de una manera penetrante, como si hubiera querido asegurarse de hasta qué punto eran verdad mis palabras y la marcada conmoción con que las había pronunciado.

Sin duda mis ojos dejaban ver claro lo que mi alma sentía, porque la expresión de reserva y de duda desapareció del semblante de Amparo, sustituyéndola una dulce expresión de consuelo.

—¡Ah! exclamó: ¡Quiere usted reemplazar a los padres que he perdido!

Y aunque procuró dominar su conmoción, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo gozaba, no sabré deciros qué placer; pero me sentía feliz y joven, y poderoso: me sentía engrandecido.

—Sí, la dije, mientras ella callaba, con la vista inclinada, las mejillas encendidas, sobresaltada: quiero que no vuelvas al taller.

—¿Y qué he de hacer? me dijo. ¿Gravar a usted? ¿vivir en el ocio? No, no podría.

—Quiero que entres en un colegio.

—¿Y para qué? No: eso no puede ser. Yo no acepto la adopción de usted.

—Ya te he dicho que estoy resuelto a no casarme jamás. Aunque soy joven, mi corazón está ya gastado; es muy viejo. Nada espera, nada desea.

—¡Oh! ¡no me diga usted eso! ¡no quiero creerlo! ¡una vida así debe ser horrible!

—¡Horrible, sí! ¡muy horrible! por lo mismo es necesario que un deber me ligue al mundo; a la vida: representa tú ese deber.

—Bien; me dijo, mirándome con una expresión que no pude comprender, acepto, seré su hija adoptiva de usted... pero en un convento.

—¡En un convento! ¡monja tú!

—Sí; una vez monja, mi porvenir está asegurado.

—Pero tú, que empiezas ahora a vivir... ¡renunciar de tal modo a la esperanza!

—Es lo único que aceptaré de usted, un dote reducido, cuanto baste...

—No.

—Pues no hablemos más de ello.

Y se levantó.

—¿Te vas ya? la dije.

—Sí, señor; no quiero pasar mucho tiempo fuera de casa.

—Pero ¿volverás?

—Acaso no.

—¿Y por qué?

—¡Oh! ¡me ha hecho usted sufrir! adiós.

—Espera. No quiero obligarte a que vuelvas; pero por si no nos volvemos a ver, acepta esta memoria mía.

Y tomé de sobre la repisa de la chimenea el estuche que contenía la cruz que había comprado para ella el día anterior, y se lo di.

—¿Y qué es esto? me dijo abriéndolo; ¡ah! ¡una cruz! la conservaré, la conservaré siempre en memoria de usted.

Y aprovechando el estupor que había causado en mí el extraño aspecto, la profunda conmoción que noté en ella, al expresarme su deseo de ser monja, escapó.

Cuando quise detenerla sonó el golpe de una puerta que se cerraba, y luego sentí que bajaba rápidamente las escaleras.

Abrí el balcón, y la vi alejarse por la acera opuesta en paso lento y con la cabeza baja.

Mustafá la seguía cabizbajo también.

—Ella volverá, me dije: y cuando menos, la señora Adela vendrá por su asignación a fin de mes.

Había en mi corazón algo que me hacía desear volverla a ver; y sin embargo aquel no sé qué vago, dulce íntimo, estaba muy lejos de ser amor.

Y era más que caridad.

O yo no comprendía la caridad, y me engañaba.

O yo no comprendía el amor; y me engañaba también.

Esto quería decir, que respecto a ciertas sensaciones, mi corazón era inocente, o mejor dicho, estaba virgen.

Lo que sí puedo deciros es: que el recuerdo de Amparo se fijó en mi pensamiento, fresco, puro, consolador, lleno de encantos y de consuelos.

Si es verdad que estoy loco, mi locura empezó el día que almorcé con ella.


El no verla me tenía de muy mal humor.

La esperaba.

Sin embargo, Amparo no venía.

Pasó el tiempo, y llegó el último día del mes.

Yo esperaba que la señora Adela sería puntual, y no me engañé.

Se me presentó más pobremente vestida que lo que yo esperaba, y sin saludarme ni sentarse me dijo:

—Vengo a...

—Sí, por la asignación de Amparo, la interrumpí.

—Eso es.

Abrí mi cartera y la di un billete de quinientos reales.

—No puedo devolver a usted lo que sobra, me dijo.

—Lo mismo es, la contesté.

—¡Ah! ¡es usted muy generoso! Gracias en su nombre; que usted lo pase bien.

Y se iba.

—Espere usted, la dije: tenemos que hablar.

—¡Ah! ¡tenemos que hablar! ¿va usted comprendiendo que es hermosa, demasiado hermosa, para mantenerse respecto a ella en los inflexibles límites de la caridad?

—No se trata de eso.

—Pues no comprendo entonces...

—¿Qué sabe usted acerca del origen de esa niña?

—¡Bah! ¿y qué le importa a usted? A no ser que...

Y aquella mujer me miró con un recelo hostil.

—¡Sería gracioso que quisiera usted casarse con una muchachuela! añadió con sarcasmo.

—Tampoco se trata de eso; pero si usted tuviera algún antecedente... ayundándome usted y gastando cuanto fuese necesario, acaso lograríamos encontrar a sus padres.

—¿Y para qué quiere más padres que usted?

Necesité hacer un esfuerzo para contener la cólera que me causaba la fría insolencia de aquella mujer.

—En último resultado, la dije, ¿se niega usted a indicarme?...

—Nada sé; la recogí. Ignoro quién era; pero debe ser hija de buenos padres: las ropas que la envolvían eran ricas; llevaba, además, un magnífico medallón guarnecido de brillantes, y entre la faja un papel que decía:—«Está bautizada, y se llama...» he olvidado el nombre; el que tiene ahora se lo pusieron en la confirmación.

—Es extraño que haya usted olvidado su nombre; ¿pero aún queda el medallón?

—No por cierto; le vendí: era necesario criarla... yo era pobre.

—¿Pero no recuerda usted lo que el medallón contenía?

—Sí por cierto: un retrato de mujer.

—¿Y las señas de esa mujer?

—Las mismas de Amparo: alguna más edad; pero tan hermosa como ella; un parecido exacto... Y es lástima que ese retrato se haya extraviado, porque era una prueba indudable... pero a bien que el retrato existe en Amparo... en engordando la muchacha un poco más... el mejor día encuentra a sus padres en la calle.

Todas estas contestaciones habían sido pronunciadas con una intención maligna; comprendí que existía un misterio terrible entre aquella mujer y la pobre Amparo, y no insistí.

La dejé ir.

Había concebido el pensamiento de apelar a la ley para poner en claro la procedencia de Amparo.

Y como si hubiese comprendido mi pensamiento, aquella mujer me arrojó al salir una insolente mirada de desafío.


Aquel mismo día fui a consultar a uno de los abogados de más fama.

Me escuchó con atención, y cuando hube concluido, me dijo:

—No veo el medio de arrancar a esa mujer su secreto: el tormento está abolido hace muchos años; por consecuencia, si esa mujer tiene un gran interés en ocultar la procedencia de la protegida de usted, nada confesará. Queda sin embargo un medio.

—¿Cuál?

—El dinero. Pagarle su secreto al precio que pida.

Di las gracias al abogado por su luminoso consejo; le pagué la consulta y salí.

Pasó un mes.

En vano esperé a Amparo.

La Adela se me presentó de nuevo.

La pregunté por ella.

—¡Ah! está desconocida, me dijo; ha engordado. ¡Ya se ve! la cuido bien, o por mejor decir, la cuidamos bien. La enviaré por acá.

—Ponga usted precio a su secreto, la dije desentendiéndome de su observación, y entrando de lleno en mi objeto.

—Es usted muy joven, me dijo, para que pueda haber perdido una hija de la edad de Amparo; sin embargo, pudiera ser que algún amigo hubiera a usted encargado le buscase una niña perdida.

Y la Adela me miraba de una manera fija, escudriñadora.

—¿Se obstina usted en no confiarme?... la dije.

—Nada sé respecto a ella, me contestó.

Acabé de convencerme de que nada recabaría de aquella mujer; la di dinero; la encargué dijese a Amparo que deseaba verla, y la despedí.


A los pocos días, y cuando acababa de levantarme, me sorprendió un fuerte campanillazo a la puerta.

Abrió Mauricio; sentí pasos apresurados, y poco después se precipitó en mi gabinete Amparo.

Mustafá la seguía cojeando.

Amparo se asió a mí, y me miró pálida, aterrada, anhelante. Mustafá gruñía dolorosamente.

Venía Amparo en el mayor desorden: deshecho el peinado; una de sus manos envuelta en un pañuelo.

Durante algún tiempo nada me dijo; ni yo, sorprendido, acerté a decirla nada: luego pareció como que despertaba de un sueño, de una horrible pesadilla, y exclamó con un acento ardiente y lleno de ansiedad:

—¡Ah! ¡Gracias a Dios!

Y se separó de mí, se dejó caer en un sillón, se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

Mustafá se acercó a ella cojeando; se sentó, me miró, y siguió con sus dolientes gruñidos.

Sospeché no sé qué horrible cosa, y me aterré.

—¿Pero qué sucede? la pregunté alentando apenas.

—Sucede, contestó Amparo, mirándome al través de sus lágrimas, que esa infame mujer ha querido hacerme infeliz.

No pude contestarla: sentí que toda mi sangre se reconcentraba a mi corazón.

—Pero afortunadamente, continuó Amparo, Mustafá me ha salvado, acometiendo a aquel hombre, y dándome tiempo para escapar; es verdad que el pobre ha sufrido un horrible bastonazo, y que yo he salido del lance herida...

—¡Herida! exclamé.

—Sí; ¡el horrible viejo me seguía! las escaleras son estrechas y empinadas; caí, di con la cabeza en la barandilla, y casi me he roto una mano; pero al fin estoy aquí; aquí, con usted que me defenderá.

No la pregunté más.

¿Y para qué?

Todo estaba explicado.

Envié a Mauricio por un facultativo que se encargó de la curación de Amparo y de Mustafá.

La herida de la cabeza de la niña, era leve, pero profunda y grave la de la mano.

Mustafá tenía casi roto un hueso.

Amparo se vio obligada a quedarse en casa.

Dos horas después, cuando estuvo más tranquila, la dije:

—No puedes volver a vivir con esa infame.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡no! ¡imposible!

—No puedes vivir tampoco conmigo.

—No, no; de ningún modo.

—Tampoco puedes vivir sola.

—¡Dios mío! ¿y qué hacer?

Y después de algunos instantes de triste silencio, añadió:

—¡El convento! ¡es preciso! ¡preciso de todo punto!

—No te daré el dote.

—Me pondré a servir.

—Y sirviendo, estarás expuesta a cada paso, a peligros como el de que has escapado milagrosamente hoy.

—¿Pero por qué cerrarme el refugio del claustro? exclamó llorando.

—Si has de agitarte de ese modo, te dejo sola: agitándote, afligiéndote, puedes empeorar, tienes calentura, y sólo te he hablado porque estás en la casa de un soltero, porque es necesario evitar las interpretaciones. He pensado en que el padre Ambrosio podría adoptarte, ya que te repugna mi adopción.

—¡Oh! ¡sí! ¡sí! exclamó.

—Pero es necesario que no seas gravosa al padre Ambrosio.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡otra dificultad!

—La dificultad está salvada. Entra en un colegio.

Quedose Amparo pensativa, y al cabo me dijo:

—Mande usted llamar de mi parte al padre Ambrosio.

Me dio las señas de la habitación del religioso, y Mauricio fue a buscarle.


Media hora después, un hombre alto, delgado, pálido, como de sesenta años muy modestamente vestido con ropas que demostraban un antiguo y continuo trato con el cepillo, entró lleno de ansiedad.

Era uno de esos hombres que llevan el corazón en la cara.

Un corazón todo sentimiento, todo dulzura, todo abnegación, todo caridad.

Y en los ojos, la mirada inteligente y serena.

Y en la frente, la severidad y la majestad de la virtud, la conciencia de sí misma.

Me saludó con encogimiento, y me estrechó la mano con efusión.

—Le conozco a usted, me dijo con la voz trémula; le conozco a usted mucho, aunque nunca le he visto hasta ahora.

—Yo también le conozco a usted, le contesté, encantado por lo simpático de su mirada, de su espontaneidad, de su palabra.

Estrechó entre sus dos manos la mía, y sin disimular su impaciencia, me dijo:

—¿Dónde está?

Le señalé la alcoba, y los dejé en libertad de hablar.

La conferencia fue larga, al fin el padre Ambrosio salió profundamente conmovido y me llegó la vez de demostrar mi impaciencia.

—¿Acepta? le pregunté.

Se sentó en un sillón, sacó una caja de pasta negra, me ofreció un polvo, tomó otro, y me dijo:

—Nos encontramos en una situación sobre manera extraña: una joven, embellecida por Dios con cuantas virtudes pueden hacer respetable a una criatura, sola, pobre, desventurada, se encuentra entre nosotros dos; puesta primero, bajo la protección espiritual de un pobre exclaustrado, y amparada después, de una manera noble, desinteresada admirable, por un joven rico, viciado en el gran mundo, casi impío, pero que tiene un excelente corazón. Pero he dicho mal: nuestra situación no es extraña. ¡Nos ha reunido la Providencia de Dios!

—En efecto; en el conocimiento de nosotros tres, hay mucho de providencial, le dije, más por ser cortés con el buen exclaustrado, que porque yo creyese en la Providencia. Ya he dicho antes que en aquella época era yo impío.

—¡Pues ya lo creo! dijo con el entusiasmo de un poeta el padre Ambrosio; mi vida era triste, llena de sufrimientos, llena de recuerdos, combatida por pasiones que había exacerbado la desgracia, y... si hace diez años, no hubiera encontrado a mi paso a esa niña que se arrastraba sobre sus manecitas en los corredores de la casa de vecindad donde me había llevado a vivir mi pobreza... Yo lo había perdido todo; parientes, amigos, afectos, hasta la paz de mi celda, de la cual me arrojaron las necesidades de la nación... la planta marchita y enferma que vegeta sobre un terreno ingrato, siente con delicia, y parece reanimarse al soplo de las auras de la mañana. Yo, muy semejante a una planta enferma, sentí una impresión de consuelo un día que, sentado al sol en la puerta de mi tabuco, sentí junto a mí, apoyando sus manecitas en mis rodillas, y sonriéndose (Dios me perdone) como deben sonreír los ángeles, una niña como de cuatro a cinco años.—Era Amparo.—Necesitaba afectos, y mi alma se volvió a aquella existencia pura, a aquella niña que estaba muy pobremente vestida, enflaquecida por el hambre. Supe que no tenía padres, que estaba en poder de una mujer de la misma vecindad, que la había encontrado en la calle. Y aquel desamparo en la infancia, aquella miseria en un ser tan débil, me hicieron concebir el mismo pensamiento que usted concibió cuando la encontró en medio de la noche recogiendo trapos. He hecho... cuanto he podido... en cambio, ella me ha dado acaso, la salvación de mi alma, porque estaba desesperado... y Amparo ha sido para mí un amparo de Dios, porque me ha obligado a amarla: porque amándola, he llenado mi corazón con un afecto, y he podido consolarme y esperar con resignación el fin de mi jornada.

—Creo que Amparo ha ejercido sobre mí una influencia muy semejante a la que ha ejercido sobre usted.

—¡Oh! ¡sí! me ha bastado con lo que Amparo me ha dicho de usted, y con verle después una sola vez, para comprenderle: tiene usted el alma virgen, sedienta, cansada de un mundo donde no vive bien: hastiada de todo, escéptica, porque ha perdido la esperanza, y ha encontrado usted en Amparo algo de lo que buscaba y no había podido encontrar. ¡Lo ha encontrado usted de noche, recogiendo los despojos del lujo y de la miseria, teniendo por único amigo un perro, por único amparo Dios! Y porque tiene usted el alma virgen y llena de entusiasmo y de sentimiento, ha hecho usted lo que nadie hubiera hecho; y porque Dios quiere que crea usted en él, le ha presentado a usted de la manera más bella, el dulce consuelo de la expansión de la caridad.

—¿Que Dios quiere que crea en él? dije moviendo tristemente la cabeza, quisiera creer; envidio a los que creen. Y ya que como usted dice nos ha reunido la Providencia, sea usted mi misionero en buena hora. Le prometo escucharle y...

—No seré yo quien haga a usted creer en Dios, me dijo solemnemente el padre Ambrosio, será ¡ella!

—¡Oh! ¡acaso! El afecto que me inspira es profundo. Pero dejando el terreno en que nos hemos metido, y en el cual tendremos lugar de volver a entrar, porque nuestro conocimiento será largo y nuestro trato frecuente, vengamos a la situación del momento. Mis proyectos respecto a Amparo, se reducen a arrancarla legalmente del dominio de esa mujer; yo había pensado adoptarla, pero soy demasiado joven y me ha parecido mejor que la adopte usted legalmente.

—¡Oh! ¡sí! después de lo que ha acontecido hoy a esa infeliz, yo la hubiera adoptado de todos modos.

—Después quiero perfeccionar su educación, poniéndola a nivel de las jóvenes de nuestro gran mundo; casarla luego de una manera brillante a beneficio de un magnífico dote...

—Dejemos obrar a la Providencia, me interrumpió el exclaustrado; yo la adopto y acepto para ahora la protección de usted; y puesto que usted rechaza, como rechazo yo, la idea del claustro, que se la había metido de una manera tenaz en la cabeza, entré en buen hora en un colegio: afortunadamente soy confesor de un matrimonio muy digno; él es un antiguo y honrado cobachuelista; ella, antes de casarse, fue maestra de niñas en una ciudad de provincia, y hace algunos años, después de casada, tiene en Madrid un colegio de señoritas, que poco a poco ha ido desarrollándose y que es al fin uno de los más favorecidos. Esta es cosa concluida, aceptada. Ella lo resistía; pero yo que pienso que el mejor uso que puede hacer un hombre de su fortuna es favorecer a sus semejantes, la he convencido.

—Pues en ese caso, le dije, voy a principiar desde este momento.

El padre Ambrosio se quedó en casa, autorizando en ella la presencia de Amparo y yo, después de informarme por ella de la habitación de la Adela, me fui a buscar al comisario de policía de su distrito.


Después de algunas soeces equivocaciones de este funcionario, respecto a mi interés por Amparo, a quien no se por qué, conocía, entré de lleno en la exposición del objeto que me llevaba por primera vez a tratar con tales gentes.

Quería yo evitar de todo punto un ruidoso procedimiento judicial, para arrancar a Amparo del dominio de aquella malvada, y cuando el comisario me hubo escuchado, me dijo:

—Pues es muy sencillo de hacer lo que usted desea; pero no deja de ser comprometido.

—Comprendo; ¿se trata?...

—De un abuso de autoridad.

—Pero cuando se abusa de la autoridad para el bien...

—Se puede ir a presidio lo mismo que cuando se abusa para el mal.

—Ya sabe usted mi nombre...

—Sí, sí señor: sé que la influencia de usted basta para sacarme de un atolladero... sin embargo...

—Sé que deben recompensarse estos servicios, añadí sacando algunos billetes y poniéndolos sobre la mesa bajo mi mano.

—¿Es urgente la resolución de ese negocio? me dijo el comisario.

—Urgentísima.

—Entonces haga usted que ese exclaustrado, ese padre Ambrosio, venga a verme al momento, y descuide usted; es asunto de dos horas; una renuncia de la adopción de la Adela sobre la Amparo; la adopción en forma de ese fraile; un testimonio de escribano, y... santas pascuas. Si la Adela resiste, con arreglo a la queja de usted, la llevo a la Galera[**], y doy parte al gobernador. Pero no resistirá, yo se lo aseguro a usted; sé perfectamente cómo se hacen estas cosas: cuando se ha dado un paso en vago como el que ha dado esa mujer... cuando está ofendida la moral pública...

[** Prisión de mujeres en Madrid. Nota para los que no conozcan la villa y corte.]

—Bien, bien; ¿quedamos convenidos?

—Sí, señor. Envíeme usted el fraile.

—Le enviaré al momento. Adiós.

—Servidor de usted, caballero.

Salí dejando sobre la mesa del comisario algunos billetes de banco.

No sé como el bueno del funcionario arregló el negocio, pero el resultado fue que la Adela renunció por ante escribano a todo dominio sobre Amparo, y el padre Ambrosio la adoptó con todas las formalidades prescritas por las leyes.

Todo aquello se hizo en muy pocas horas.

Amparo no pasó la noche en mi casa.

Se la había trasladado en un coche, previo dictamen del facultativo, al colegio de que era directora doña Gregoria de... hija de confesión del padre Ambrosio.

Me olvidaba decir que Mustafá había ingresado también en el colegio.

Di orden a mi administrador general de que pagase a doña Gregoria mil reales mensuales por la pensión de Amparo, y aquel asunto quedó para mí enteramente concluido.

La casualidad, según yo, o la Providencia Divina, según el padre Ambrosio, habían arrojado delante de mí un gran infortunio. Yo había cumplido con mi deber, según mis convicciones, y estaba tranquilo.

Pero una vez satisfecho este deber, una vez pasada la novedad de mi aventura, comprendí que Amparo no era bastante para arrancarme del hastío; para reconciliarme con la vida.

Esta decepción de mi esperanza me fue sumamente dolorosa.

Amparo era para mí una obligación contraída que ningún sacrificio me costaba, porque yo era muy rico.

No me había inspirado amor, sino caridad.

La caridad estaba satisfecha, y había desaparecido el encanto.

Es cierto que yo sentía hacia ella un afecto profundo; que me interesaba su porvenir... pero su porvenir estaba asegurado. Por otra parte, yo no tenía herederos forzosos; mis padres habían muerto cuando era muy joven, y podía nombrar a Amparo mi heredera universal.

Ninguna dificultad, ningún interés representaba Amparo que me ligase a la vida.

Me había galvanizado por un momento, haciéndome sentir, a mí, cadáver ambulante.

Volvió mi tedio.

Sin embargo, fui a verla todos los días mientras duró su enfermedad, luego algunas veces a la semana...

Amparo se mostraba silenciosa, retraída, como cohartada, delante de mí.

Yo veía en aquel encogimiento, orgullo, altivez, pesar de verse obligada a aceptar mis beneficios.

Esto me disgustaba.

Llegó un día en que creí que había sido un imbécil; que había ido, respecto a Amparo, más allá de donde debía.

Hasta llegué a creer que el padre Ambrosio era un hipócrita, y doña Gregoria una mujer interesada.

Cuando un hombre llega a disgustarse de la vida; cuando rompe el vínculo de afectos que le unen a la sociedad; cuando, en fin, llega a dudar de todo, o por mejor decir a no creer en nada... cuando se hace excéptico...

Un excéptico es la calumnia viviente.

Un excéptico es con suma facilidad malvado.

. . . . . . . . . . . . . .

Dejé de ver a Amparo.

Y, sin embargo, el recuerdo de Amparo estaba fijo, siempre fijo en mi alma.

Es que halago un sueño, decía yo.

Y el sueño, o Amparo, se hacían más persistentes en mi pensamiento.

Por entonces, mi tío el duque de... me llamó al pueblo, a donde, cansado como yo de todo, se había retirado.

Fui y vi con asombro, que mi tío había tenido la fortuna de lograr crearse una familia sui generis con sus perros, sus patos, sus conejos y sus gallinas.

Entraban en esta familia, las flores del jardín, y las legumbres de la huerta.

Envidié con todo mi corazón a mi tío.

—Te he llamado, me dijo, para un asunto de interés: cuando digo que es de interés el asunto, claro está que a quien interesa es a ti, porque a mí ya no me interesa nada.

—¡Oh! ¡sí por cierto! los perros, los patos, las gallinas.

—Tengo poder bastante para hacer completamente feliz la vida de esos animales: ellos por su parte me pagan cumplidamente, siendo mis cortesanos, y casi amándome: estoy seguro de que uno solo de mis perros me sea ingrato, y de que uno de mis conejos pretenda robarme o engañarme: las flores me recompensan de mis cuidados por ellas, dándome su fragancia y sus colores; y... en fin... y hablando formalmente, repito que nada me interesa en el mundo más que tú, que no me necesitas; y si no creyera en Dios y le temiera, hace mucho tiempo que... pero no hablemos de eso. El asunto que te interesa, consiste en que me suscitan dificultades a la posesión del mayorazgo que tengo en Italia.

—¿Y qué le importa a usted?

—¡A mí! ¿pues no me ha de importar? ¿no eres tú mi heredero? ¿No sabes que la fuerza de mis rentas está en Italia?

—Y bien, ¿qué quiere usted?

—Que vayas allá a ayudar con buenos patacones nuestro derecho, que de todo hay necesidad: te daré un poder en forma, y... estás delgado, pálido, hijo mío; vete a la hermosa Nápoles; enamora, gasta, distráete; temo que te me mueras como se me murió mi hermano... y mi temor es muy natural. ¡Diablo! eres lo único que queda de mi familia...

—Iré a Nápoles, tío.

—Pues bien: hablemos ahora cuanto quieras, de mis patos, mis gallinas, mis conejos, mis perros y mis flores.

Ocho días después, me despedí de mi tío y me puse en camino para Italia.

Llegué, vi y vencí.

Es decir, vi a los jueces, y reforcé mi derecho, o, por mejor decir, el derecho de mi tío, con tales razones, que quedaron allanadas todas las dificultades que se habían levantado contra su pacífica posesión de los bienes que tenía en Italia.

Escribí a mi tío, participándole el buen resultado del negocio, y manifestándole que, no teniendo nada que hacer en España, iba a completar mis viajes yendo a Oriente.

Mi tío me contestó enviándome libramientos por valor de algunos miles de duros, para que pudiese hacer el viaje como correspondía a mi clase.

Me llevé conmigo a Mauricio, y...

Aquí vendría bien una descripción detallada de lo que vi... pero yo no hacía mi viaje para instruirme, sino para distraerme, y no tomé un solo apunte, ni hice una sola pregunta.

Me contentaba con ver, y el misterio de lo desconocido que siempre tenía ante los ojos, me distraía.

Sin recibir una sola carta de Europa, sin escribir, sin leer un solo periódico europeo, estuve viajando por Oriente durante cuatro años, vistiendo, comiendo y viviendo como los naturales del país en que me encontraba, y permaneciendo en un lugar hasta que me cansaba de él.

Y hubiera andado errante, sabe Dios cuanto tiempo, si no me hubiera quedado solo.

Mauricio, el pobre Mauricio, me había abandonado.

Y bien contra su voluntad por cierto.

La bala de la espingarda de un griego de Missolongi, le había servido de medio para su último viaje.

Para su viaje a la eternidad.

¡Ya se ve! el bueno de Mauricio había conocido por una extraña casualidad a una hija del tal griego, que tenía los ojos más negros y más habladores del mundo, y, sin duda, por casualidad había encontrado también el medio de introducirse de noche en los jardines del griego.

La casualidad hizo también que el padre se apercibiese de los amores de su hija con un extranjero, y... ya os lo he dicho: una bala fue a hospedarse en la cabeza de mi doméstico, que puesto en la calle por su matador, apenas tuvo tiempo para declarar... que después de haberle herido... el padre había extrangulado a su hija.

Este drama me impresionó fuertemente, y escapé.

Sin detenerme un solo día, sin pararme en ninguna parte, me trasladé a París.

Esta población era para mí muy familiar, tenía en ella multitud de amigos y toda clase de medios para pasar la vida al galope por medio de placeres.

Pero era el caso que los placeres no existían para mí.

O por mejor decir, yo no existía para los placeres.

¡Me hastiaba todo!

La amistad me daba risa. El amor asco.

Todos los hombres me parecían malos cómicos, que charlaban un papel aprendido de memoria.

En cuanto a las mujeres... ¡las mujeres! las miraba con odio.

«He allí, me decía, esa eterna mentira engalanada, que en todas partes ríe, que a todas partes lleva su hediondo misterio. He allí ese ser que se venga del hombre, extraviándole y degradándole, de la degradante posición del débil, a que el egoísmo del hombre le ha relegado. Ved la corrupción arrastrándose por los salones, coronada de rosas.»

Yo era indudablemente injusto.

¿Pero qué desgraciado no lo es?

Yo había nacido para amar, y del amor sólo había encontrado la fórmula, la frase.

Pero la realización, el hecho, tenía para mí el encanto de lo desconocido, de lo imposible.

El amor para mí no era otra cosa que un sentimiento mitho.

Hijo como todos los mithos, del entusiasmo, del sueño, en una palabra, de la poesía.

El amor para mí era un idilio irrealizable.

Las mujeres que hablaban de amor me irritaban: parecíanme los profanadores del templo que iban a vender a él sus mercancías.

Amparo solía surgir de tiempo en tiempo, como una excepción entre el embrollado caos de mi escéptico pensamiento.

Amparo, con toda su poesía, embellecida por su abandono, grata para mí, por la protección que la dispensaba.

Pero ¿acaso mi escepticismo no había alcanzado también a ella?

¿Acaso no la había creído una muchachuela picardeada en una casa de vecindad y amaestrada por un fraile hipócrita?

¿Acaso no había huido de ella como quien huye de un peligro?

Porque debo confesar, que desde el día en que almorzó conmigo, comprendí con terror que Amparo podría arrastrarme a un amor nuevo, desconocido para mí; y tanto más terrible, cuanto más accesible al amor estaba mi alma.

No la había olvidado un solo momento: vivía dentro de mí, no podré deciros cómo; era una idea vaga, íntima, que se había asimilado a mi manera de ser, a la que me había acostumbrado, que me acompañaba siempre, que vivía conmigo.

Pero indeterminada, misteriosa, monótona, muda con el mudismo de lo incomprendido, como una de esas inscripciones cuneiformes que los filólogos más profundos se esfuerzan en vano por descifrar.

¿Qué representaba Amparo para mí?

Un ser débil, o una estafadora que me explotaba a título de caridad.

La duda es una cosa horrible.

Cuando la duda se convierte en una idea fija... cuando queréis aclarar esa duda y no podéis... cuando el ser que esa duda os inspira ha logrado convertirse en la asimilación de vuestro deseo... cuando se ha constituido en vuestro recuerdo... ¡oh! esa duda... esa duda es la muerte de vuestra razón... esa duda os trae a una jaula de locos...

Pero yo no dudo, no; ¡Dios mío! ¡yo no puedo dudar de ella! si dudo... no es de su virtud... no... no es de su pureza... dudaba... pero ahora... ahora, mi duda y mi locura es otra... yo pienso que Amparo no ha existido... yo pienso que Amparo sólo ha sido para mí un hermoso sueño de primavera... yo pienso que ha sido un fantasma soñado por mi deseo.

. . . . . . . . . . . . . .

He pasado muchos días, sin escribir en mis memorias.

O, mejor dicho: hoy, antes de quedarme solo, cuando pensaba haber despertado de uno de esos sueños densos, en que nada se siente; sueño de tinieblas en que nada se ve; sueño que es la negación de la existencia y del que se despierta, antes de acabarse de dormir, espeluznados, estremecidos, fríos como si se hubiera sentido el contacto de la mano de la muerte; cuando sólo creí, repito, despertar de un sueño horrible, me han dicho que he estado un mes delirando, furioso, nombrando a Amparo, amenazándola, apostrofándola, insultándola, prodigándola los epítetos más degradantes.

Yo no recuerdo nada de esto.

Me he mirado al espejo y he visto...

¡Oh! el aspecto de mi miseria me ha hecho llorar.

Mi llanto ha sido una elegía muda a mi destrucción.

Porque yo soy una ruina.

El espejo, que no miente, me lo ha dicho.

Y luego, hay en mis ojos una cosa que me espanta; algo de fuego recóndito allá lejos, muy lejos, en la inmensidad, en lo infinito, dentro del foco de mi mirada.

Mis cabellos están blancos y rígidos, mi piel árida y arrugada, mi boca contraída.

Y luego estoy flaco, muy flaco.

Debajo de mi piel, que me viene muy ancha, se pueden contar mis ligamentos y mis arterias.

¡Ah! sin duda estoy loco... ¡loco!

¡Bah! no hay que afligirse por eso.

Yo creo que el mundo no es otra cosa que un gran hospital de locos que se comprenden y que se despedazan, comprendiéndose, y que sólo se encierran en hospitales más pequeños a los locos a quienes no comprende nadie... o acaso, acaso, llame el mundo locos a los que tienen razón.

La verdad es que yo veo continuamente hombres que se creen muy cuerdos y a mí me parecen los más rematados.

Me causan risa y lástima.

. . . . . . . . . . . . . .

No me acuerdo de lo que he hecho o dicho durante ese mes.

Sí, indudablemente ha pasado un mes, sin que yo le sienta pasar.

Ayer el rosal que tengo en mi ventana, estaba cubierto de rosas; hoy las rosas están muertas, deshojadas... sólo las queda el pétalo negro y seco.

Ayer me trajeron un nido de ruiseñores.

Estaban triponcillos y desnudos; tenían hambre, y abrían, piando en coro, unas desmesuradas bocas amarillas: hoy están enteramente cubiertos de su plumaje pardo, saltan en la jaula, y ensayan sus primeros trinos.

Ayer mi cuadrante marcaba el mediodía natural a las doce y tres minutos y hoy le marca a las doce y treinta y tres.

Ha pasado un mes en que no he vivido.

Un mes, en que el no ser me ha envejecido veinte años.

Ayer aún era joven: hoy soy ya anciano.

. . . . . . . . . . . . . .

¡Ah! ya me acuerdo... ya comprendo.

Vivo yo en un pequeño aposento; en este aposento hay algunos muebles muy sencillos.

En este aposento hay una reja que da sobre un jardín... sobre un pobrecillo jardín descuidado, en que las malvas locas se extienden libremente, y que es mi pequeño mundo.

Hay además una puerta muy fuerte, que tiene una rejilla muy espesa.

Esta puerta da a un pasadizo oscuro, por donde entran, como por una cerbatana, gritos estridentes, alaridos, bramidos, imprecaciones, carcajadas, cantares, ruidos; son de cadenas que se arrastran, chasquidos de puertas que se cierran, una tempestad continua de sonidos discordantes, secos, desentonados, agudos, horribles; algunas veces, de noche, muy tarde, suele avanzar, jadeante y cansado, por decirlo así, un canto triste, dulce, suspirante, siempre el mismo, cuyas palabras, no se entienden, pero cuyo sentimiento se adivina; canto con el que vuela por la estrecha crujía, apagándose, perdiéndose, gastándose al rozar las paredes, el alma de un ser que llora cantando: suave oleada que se escapa de un océano de sentimiento, y que acaricia mi alma y la consuela.

He preguntado de qué cuerpo se exhalaba aquella alma, y me han dicho:

—Es una pobre mujer que ha perdido a su esposo y a su hija, y se ha vuelto loca.

Yo amo a esa loca.

Quisiera saber su historia.

He ofrecido dinero, todo el que quiera, al que me traiga la historia de esa loca, y ha sido en vano.

La infeliz ha concentrado, ha sintetizado, ha simbolizado su historia en esa melodía inventada por ella; en ese eterno canto sin palabras... y no sabe más.

No pudiendo conocer su historia, quise conocerla a ella.

Ofrecí, compré la realización de mi deseo, y me sacaron de mi tumba, para llevarme a otra tumba... más pequeña, más oscura, más horrible.

Allí, replegada en un rincón, medio desnuda, temblando de frío, había una mujer.

Una joven con los cabellos canos...

Una ruina como yo...

Sin embargo, mis ojos vieron su hermosura... aquella mujer debió tener los cabellos negros y brillantes, y los ojos negros y llenos del fuego del amor.

La miré, me miró, se arrancó de su rincón, y se vino a asir los hierros de su jaula.

Me contempló con fijeza, se sonrió, y me dijo:

¡Tú también!

Y luego se volvió a su rincón, y entonó su eterna melodía.

Y entonces, cerca de mí, a mis espaldas, me estremeció una voz de mujer.

Aquella voz había pronunciado, conmovida y trémula, una palabra de conmiseración para la pobre loca.

Aquella voz me hizo temblar; me volví y vi delante de mí una mujer, un viejo y un niño.

Y la mujer... ¡oh Dios mío! la mujer lanzó al verme un grito horrible, y yo... yo... hace un momento que despierto... hace un momento que recuerdo...

¡Era ella!... ¡Amparo!... ¡viva!... ¡al lado de otro hombre!... ¡delante de mí!...

¡Oh! ¡es imposible! ¡imposible de todo punto! ¡mi razón perturbada por la vista de aquella loca infeliz!...

Pero el acento de aquella mujer, reposado, grave, sonoro...

Y sus ojos, y su frente, y sus cabellos...

Y su terror al verme...

¡Oh! ¡no! ¡no puede ser! un acento parecido... un terror natural en ella... porque yo, al escuchar aquel acento, me volví amenazador, terrible, a la persona que lo había producido...

No, no podía ser Amparo.

Los muertos no se levantan de su tumba.

Indudablemente no era ella, como no es ella ese blanco fantasma que veo algunas veces durante mi delirio de pie e inmóvil junto a mi lecho.


Acabé de fastidiarme en París.

Más aún, empecé a sentir un deseo punzante de ver a Amparo.

Como estaba acostumbrado a hacer mi voluntad, apenas el deseo de verla se me hizo exigente; me puse en camino.

Llegué a Madrid, y como había alentado una ilusión acaso para entretener mi hastío, y esta ilusión era la atmósfera en que vivía, sin tomarme más tiempo que el necesario para lavarme y mudar de traje me presenté en el colegio.

Salió a abrirme una persona desconocida, que me miró con extrañeza.

—¿Doña Gregoria...? dije.

—No vive aquí, me contestó la criada y me dio con la puerta en las narices.

¡No vivía allí! sin embargo, yo no me había equivocado; era la misma casa.

Salí dudando, y miré a los balcones del cuarto principal.

Allí estaba la muestra, la antigua muestra del colegio, una Minerva coronando a una niña.

Sin embargo, allí no vivía doña Gregoria.

El acento con que la criada me había contestado, demostraba claramente que no la conocía.

Acaso había dejado la enseñanza y traspasado el colegio; ¿quién sabe?

Volví a subir la escalera y llamé.

Se abrió la puerta y... un perro viejo, lanudo, Mustafá, en una palabra, se abalanzó a mí, loco de alegría, ladrando, ahullando, gruñendo, saltando... había encontrado al fin un amigo... había encontrado a Amparo.

Sin hablar ni una palabra a la criada que me miraba con asombro, seguí a Mustafá que en medio de sus caricias se dirigía hacia el interior.

En aquel momento escuché el preludio de un piano.

¿Qué había de misterioso en aquel sonido que penetraba en mi alma, que me traía algo del alma de Amparo?

Porque yo no dudaba de que ella era la que producía aquel sonido...

Hay, sin disputa, en nosotros, un sentido íntimo, una intuición poderosa, sabia, que nunca se engaña, que nos habla continuamente, que nos avisa, que nos dirige, que nos ilumina, que es la inspiración del poeta, el fuego del entusiasmo, la adivinación, y al mismo tiempo la razón, la percepción de que no está al alcance de nuestros sentidos.

Y esta intuición, este fenómeno de nuestro ser, no comprendido aún, me decía:

«Ella es la que produce esa armonía sentida, dulce, lánguida; esa armonía que gime; esa exhalación; de un alma que sufre y llora como sólo puede sufrir y llorar Amparo, de una manera dulce, resignada, poética: esa es su alma trasmitida por sus dedos a las cuerdas de un instrumento.»

Y contuve con un ademán a la criada que iba a anunciarme, y con una caricia acallé las ruidosas manifestaciones de alegría de Mustafá.

La criada permaneció inmóvil y admirada en el lugar en que se encontraba, y Mustafá, como si me hubiera comprendido, calló y se encaminó a la puerta de la sala, en la cual se sentó, dirigiendo alternativamente sus miradas a la persona que había dentro y a mí.

El piano continuaba lanzando magníficas pero fugitivas armonías, como si obedeciese a una mano distraída, pero maestra: yo me acercaba todo conmovido, trémulo, desconcertado hacia el lugar de donde partía el sonido, y como si aquel sonido hubiera sido el medio de una atracción irresistible.

Al fin aquellas armonías desordenadas, inconexas, no escritas, emanadas por sí mismas, sin conciencia de quién las producía, se ordenaron, se desarrollaron, crecieron, interpretando un magnífico canto de sentimiento, y luego una voz de mujer, como yo no había oído jamás, tan extensa, tan grave, tan dulce, tan elocuente, tan pura, cantó.

Yo no sé lo que cantó: cuando el sentimiento se desarrolla, cuando domina, cuando inunda todo nuestro ser, la razón calla: yo no apreciaba, yo no comparaba, sentía, y aquel sentimiento me dominaba, me arrastraba hacia la mujer que producía en mí aquel sentimiento.

Cuando llegué a la puerta me detuve y lancé al interior una mirada ansiosa: sentada de espaldas a mí, delante de un piano estaba una mujer.

Seguía cantando.

Yo me acerqué silenciosamente, atravesé la habitación y quedé de pie, inmóvil, detrás de ella.

Ella continuó cantando; pero de repente, como si mi ser se hubiera hecho sentir del suyo, a pesar de que no me veía, de que no la tocaba, de que no producía el menor ruido, de que contenía mi respiración, volvió la cabeza y me miró de una manera profunda, tranquila, con una de esas largas miradas que sólo duran un momento, y luego espiró el sonido del piano, y ella se puso pálida, contuvo un grito, se levantó y quedó inmóvil delante de mí.

Por un momento ni ella ni yo hablamos.

Yo la contemplaba.

Nunca había visto tan soberana hermosura; nunca tanta majestad y tanta sencillez: estaba fascinado, trémulo, y sin embargo yo no conocía a aquel ser divino, a aquel ser a quien no me atrevo a llamar mujer.

No, no la conocía: era para mí enteramente nueva.

—¡Ah! perdone usted—la dije,—me he equivocado... buscaba... dispénseme usted... a los pies de usted.

—¡Buscaba usted a Amparo!—me dijo.

—Sí... en efecto, una joven...

—Que encontró usted hace seis años a media noche en la calle...

Y los ojos de la joven se llenaron de lágrimas...

—¡Amparo!—exclamé, reconociéndola al fin.

—Sí, yo soy Amparo—me contestó dominándose y sonriendo tristemente; yo soy su protegida de usted.

Y calló, me indicó el sofá, y fue a sentarse junto a él en un sillón.

Seguimos guardando silencio por algún tiempo.

Yo la contemplaba con asombro.

Quisiera poder describirla.

Pero es imposible.

Sólo puedo daros una descripción incompletísima; yo sólo puedo deciros que era una joven de veinte años, alta, esbelta, admirablemente formada, con ojos negros, grandes, brillantes, hermosos hasta lo infinito; frente blanca, tersa, pura como el marfil; vamos: es imposible, lo veo: a una mujer hermosa se la pinta, no se la describe, y aún pintándola, por más que el retrato sea obra de un gran artista, sólo tendréis el remedo, porque faltará allí la vida; porque una fisonomía no se reproduce en un solo rasgo, en una sola manifestación; porque no pueden fijarse, reproducirse las ondulaciones del alma; esa sonrisa a la que sucede una gravedad triste, esa mirada anhelante que vacila y tiembla delante de vuestra mirada y se aparta de vos para volver a buscaros, ya más serena más cauta, rehecha de la primera impresión; esa boca entreabierta y pura que deja escapar un hálito ardiente y entrecortado; ese seno que se alza y se deprime obedeciendo a ese hálito; no, no; el pintor sólo puede reproducir el alma en un momento dado, y el alma, que es la luz del semblante, no se reproduce, no se manifiesta en una sola sensación... es imposible que yo pueda daros una idea de Amparo.

Lo que sí puedo deciros es que estaba completamente transformada: sólo conservaba de lo que había sido, la cicatriz de la herida que se había hecho en la mano derecha al huir de la infamia: por lo demás los gérmenes morales y físicos que en ella existían cuando yo salí seis años antes de Madrid, se habían desarrollado: en lo moral no era ya pobre muchacha de maneras humildes, viva y tímida a un tiempo, recelosa y confiada, conocedora sólo de la miseria y resignada por un instinto de fuerza a su pobreza: era en el aspecto una dama en la que nada podía echarse de menos, ni las maneras sueltas, dignas y sin afectación del gran mundo, ni el gusto más exquisito en el traje, ni la posesión de sí misma, ni la ausencia de toda afectación, de todo encogimiento: quedaba siempre en ella la mirada lúcida, anhelante; la dulce palidez, la triste sonrisa, la expresión melancólica y profundamente resignada; pero no era aquella la resignación que se refiere a los dolores físicos, a las privaciones, al trabajo, a la carencia de todo lo necesario: era una resignación más terrible, porque se refería al infortunio del alma; a la carencia de esas expansiones, sin las cuales un ser humano no es otra cosa que un cadáver a quien su propio cuerpo sirve de ataúd ambulante. En lo físico la transformación había sido también maravillosa: había crecido: sus formas antes flacas se habían redondeado, modelado, armonizado, dulcificado hasta lo infinito: se desprendía de ella tal fuerza de vida, su piel era tan intensamente blanca, tan sedosa, tan bellamente pálida, con una palidez nacarada; sus cabellos eran tan negros, tan brillantes, tan ricos, que su peinado parecía estar hecho por un escultor griego sobre ébano; las cejas negras y las pestañas negras también, espesas, convexas, dando fuerza con su sombra a su mirada, velándola, amortiguando su brillo; su boca pequeña, de color vivo, fresco y puro; el corte general de la cabeza, lo esbelto del cuello, lo redondo de los hombros, la altura virginal del seno, y los brazos que se veían entre los encajes de una bata de seda a listas, la suelta plegadura de esta bata que revelaba la ausencia de esos ahuecadores con que las raquíticas mujeres de nuestros días encubren la flacura de sus formas, todo esto la daba una fuerza de voluptuosidad irresistible, y para aumentar esta voluptuosidad, se desprendía de ella, de su expresión, de sus miradas, de su actitud, tal perfume de castidad, que era necesario creer que su cuerpo como su alma estaba virgen.

Y sin embargo, aquella boca entreabierta y suspirante, aquella mirada vaga y tímida, aquella palidez mate, revelaban que en ella ardía el fuego sagrado; que estaba ansiosa de amor.

¿Pero a quién podía amar Amparo?

¿Dónde el ser que pudiera llenar aquella alma tan entusiasta, tan apasionada por lo bello, que se remontaba en sus aspiraciones al cielo y vivía con pena en la tierra.

¿Dónde el alma en que pudiera reclinarse, confundirse, vivir aquella alma desterrada?

Porque estas aspiraciones y estas necesidades de su alma estaban impresas sobre el semblante de Amparo.

Y fue tan franca en los primeros momentos de nuestra vida la expresión de aquel semblante, que comprendí que Amparo amaba, que amaba con toda su alma y que amaba sin esperanza.

Y al comprender esto sentí al mismo tiempo celos y remordimientos.

Celos porque no era yo el hombre a quien ella amaba.

Remordimientos porque, elevando su educación, había elevado su espíritu, la había aumentado sus aspiraciones, y la había hecho por consecuencia infeliz.

Porque a pesar de su magnífica hermosura, ni tenía nombre ni dote.

Amparo era una expósita; Amparo sólo tenía necesidades.

¡Y es tan positivista el siglo xix!

En otros tiempos la hermosura y la virtud podrán haber sido un magnífico dote: hoy el dote está sobre la virtud y sobre la hermosura: los viejos son los únicos que se casan con las mujeres jóvenes, honradas y bonitas.

El siglo xix, bajo cualquiera faz que se le mire, es el siglo de la sangre y del lodo.

El siglo de la compraventa.

El siglo del incesto y del adulterio.

El siglo corruptor y corrompido.

El siglo en que la acepción de las palabras más notables está viciada.

El siglo en que todo es mentira menos el dinero.

¡Qué podéis esperar de un siglo en el cual el que invoca con entusiasmo la patria, el amor y la fraternidad, o lo que es lo mismo la caridad, se pone en ridículo!

¡De un siglo en que...!

El siglo xx hará la historia del siglo xix.

. . . . . . . . . . . . . .

¿Qué podía esperar Amparo?

Una vida de sufrimiento.

Porque Amparo tenía la desgracia de flotar, soñando, en alas de su entusiasmo, en una región a la cual sólo podía alzarse su deseo.

. . . . . . . . . . . . . .

Todo lo que acabo de apuntar lo observé, lo comparé, lo pensé, lo deduje en un momento en que estuvimos callando, ella turbada con la mirada baja, y yo contemplándola absorto y enamorado.

Sí, enamorado, y enamorado como un loco.

Sin embargo, un mismo pensamiento, sin duda, nos hizo ponernos la máscara de la conveniencia.

Yo creí que debía apelar a toda mi fuerza de espíritu para mostrarme con ella en la verdadera posición en que podía colocarme: esto es, en la posición que me encontraba seis años antes.

Amparo debía ser siempre para mí la misma: una protegida a quien yo dispensaba cuanta protección debía de una manera enteramente desinteresada: lo demás me parecía repugnante.

Y ella... ella levantó al fin los ojos. Su semblante no mostraba más expresión que la del respeto, la del agradecimiento: era la misma niña de seis años antes, pero hermosa, hermosísima, con un traje de seda, en una habitación amueblada con gusto y confiada y tranquila a mi lado, como si se hubiera tratado de su padre.

Pero se transparentaba bajo aquella tranquilidad algo de doloroso: se comprendía que la careta la hacía daño.

—¿Con que hasta tal punto me había olvidado usted—me dijo sonriendo—que no me ha reconocido?

—Se ha transformado usted de una manera completa—le contesté.

—Creo que quien se ha transformado es usted.

—¡Yo! no por cierto, siempre el mismo, se lo juro a usted.

—¿Y ese usted? ¿ese encogimiento...? Yo... yo soy siempre la misma: siempre contenta, siempre amándole a usted, siempre dando gracias a Dios por el bien que me ha hecho...

—Me parece, Amparo—la dije conmovido—que sufres, que no eres feliz, que estás contrariada.

—¡Ah! ya vuelve usted a ser el que era: el usted me hacía daño: por lo demás veamos lo que soy: una muchacha que en vez de vivir en un tabuco, vive en un bonito cuarto: que viste seda y que borda, cose, canta, atormenta un piano y enseña lo que se enseña en España en un colegio. Esta es toda la diferencia: por lo demás, pienso hoy de la misma manera que pensaba el día en que almorcé con usted.

—¡Ah! ¡Te acuerdas!

—Sí me acuerdo. Y en prueba de mi buena memoria: ¿continúa usted cansado de la vida? ¿No espera usted nada? ¿No desea usted nada?

—¡Oh!—la contesté:—nada espero, nada deseo...

—Y en esos largos viajes...

—Sólo he encontrado motivo para hastiarme más.

—¡Siempre el mismo! ¡Siempre sin esperanza! exclamó de una manera particular, y sin que por su acento pudiera yo conocer su intención.

—Esto en mí es una enfermedad incurable, la dije: tratemos de ti... y tú... ¿qué esperas? ¿qué deseas?

—Yo... me contestó mirándome fijamente, pienso como pensaba hace seis años.

—¡No recuerdo!

—Pienso buscar la paz y la felicidad en Dios.

—¡Ah! ¡vuelves a lo del convento!

—Sí.

—Pero es extraño... ¿No amas?

—No.

—Eso es imposible. Una joven como tú...

—Una joven como yo... que no se pertenece; que sólo puede dar a un hombre inconvenientes; que no tiene apellido para sus hijos, no se casa y una mujer como yo cuando no piensa casarse no ama.

—El amor es un sentimiento: no se ama porque se quiere amar.

—Sí, sí; concedido: comprendo que se ama porque se ama. Pero he tenido la suerte de no enamorarme.

—De seguro no habrá faltado...

—¿Y qué importa? yo me he guardado muy bien de amar.

—Pero... lo que yo quería está ya conseguido: eres toda una dama...

—Sí, es verdad, soy directora de un colegio, y salgo todos los días a dar lecciones de lenguas.

—Pero y bien... este siglo no mira más que las apariencias: acepta un dote cuantioso; cierra el colegio...

—¡Ah! ¡Es que quiere usted comprarme un marido!

La contestación de Amparo, aunque pronunciada en medio de una alegre risa y con gran ligereza, tenía un fondo de dolor y de dignidad ofendida que no podían desconocerse.

—No hablemos más de eso; la dije: harás lo que quieras, todo menos ser monja. Hablemos de otra cosa. ¿Qué se ha hecho de doña Gregoria?

—Ha muerto hace dos años, me contestó tristemente.

—¡Ah! ¡Pobre mujer!

—No por cierto; murió con la resignación de una cristiana entre mis brazos.

—¿Y su marido?

—Está empleado en provincias.

—¿Y el padre Ambrosio?

—Sigue viviendo en su casa de vecindad.

—¿Y tú?... ¿cómo estás al frente del colegio?

—Antes de que muriera doña Gregoria lo estaba ya. Había sufrido un examen, y al morir doña Gregoria, era necesario cerrar el establecimiento o encargarme yo de él... Entonces, el bueno de D. Tomás se convino a que se le pagasen los muebles, y... en dos años nada le debo; estoy establecida... soy independiente, tengo un pequeño capital... lo que basta para mi dote... y ya que usted ha venido, me voy al claustro... decididamente... me voy a buscar la paz.

—Es que yo no quiero.

—¿Y qué quiere usted que haga? ¿Cuál es su voluntad de usted? ¿Quiere usted que me case? Me casaré. Pero me casaré con un pobre.

—No, no es eso...

—Pues el convento...

—El colegio...

—Una soltera sola no está bien en el mundo.

—¿Y te casarías sólo por darme gusto?

—No me pertenezco: usted es mi padre: mi amor y mi agradecimiento me mandan obedecer a usted: si así no fuera, hace mucho tiempo que habría tomado un partido cualquiera. Pero no quise tomarle sin conocimiento de usted. Y como no sabía donde usted se encontraba... como durante seis años no ha escrito usted una sola carta...

—¿Y para qué?

—¿Para qué? Para que yo no hubiese tenido ansiedad, para que yo hubiese estado tranquila.

—¡Ah! El no saber de mí...

—Hubiera sido una infame si no me hubiera interesado la suerte de usted. Le amo a usted como amaría a mis padres... y mire usted...

Y Amparo se levantó y abrió la puerta de un gabinete.

—Allí no entra nadie más que yo, dijo.

—¿Y aquella luz? la pregunté señalando una que ardía delante de una Virgen de los Dolores pintada al óleo.

—Esa luz arde delante de la Virgen desde el día en que usted salió de Madrid.

Y entonces los ojos de Amparo se llenaron de lágrimas.

No sé si hubiera cometido alguna imprudencia, porque en aquel momento sonó una campana.

—Adiós—me dijo tendiéndome una mano—es la hora de comer y mis niñas me esperan. Vuelva usted.

Salí enamorado y desesperado.

Enamorado porque Amparo hablaba a mi corazón, a mi voluptuosidad, a mi razón; desesperado porque nada había visto en Amparo más que una ardiente expresión de agradecimiento. Amparo parecía enamorada de un imposible. Yo por mi parte había tenido bastante sangre fría para no hacerla sospechar el verdadero interés que me inspiraba.


Volví a mi casa preocupado, dominado por el efecto que había causado en mí la vista de Amparo.

Pretendí formar una idea exacta acerca del sentimiento que me inspiraba: al recordar su mirada, opaca, llena de una vida ardiente, su sonrisa triste, amarga en medio de su resignación, sus encantos uno por uno, y después el magnífico conjunto de aquellos detalles admirables: el no sé qué misterioso, vago, indefinible que emanaba de sus miradas, de su sonrisa, de su acento, de su actitud, de todo su ser, de su alma exhalada siempre en una manifestación sentida, dulce, extremadamente simpática, mi corazón me decía inflamado de un ardor desconocido para mí:

—Necesito que sea mía, enteramente mía.

Y al expresar mi corazón la devorante necesidad de poseerla, mi razón me gritaba severa:

—Es necesario que sea tu esposa.

De la misma manera que no he podido describiros a Amparo, no puedo haceros comprender de qué manera la deseaba, de qué manera la amaba.

La deseaba como jamás había ansiado otra mujer. Parecíame que las mujeres con las cuales había estragado mi corazón y mis sentidos eran de otra especie que Amparo: me parecía que Amparo era la mujer... ella sola la mujer: esa mitad preciosa de la vida del hombre; la compensación de su fatiga, la alegría de sus pesares, el aliento de su corazón, la mitad del cuerpo y del alma de nuestro hijo, de ese dulce punto de unión donde van a confundirse en una dos existencias; la mujer con la cual nos identificamos, que siente con nosotros como nosotros sentimos con ella; que sufre cuando sufrimos; que goza cuando gozamos; que se muestra orgullosa por pertenecernos, y fuerte por nuestra fuerza; que asida de nuestro brazo se encamina tranquila a la tumba, y muere contenta y feliz si en su lecho de muerte se ve rodeada del amor de una familia en la cual se mira multiplicada, joven, fuerte, hermosa como en los días de su juventud.

Yo al desear a Amparo, deseaba la familia... yo quería rodearme de esos testimonios de la inmortalidad humana que se llaman hijos. (Porque yo entonces, vuelvo a repetirlo, era impío y no podía referirme a la inmortalidad sino refiriéndome a la maldad.) Yo necesitaba, en fin, la piedra del hogar, consagrado por el amor y por la virtud.

La amaba... voy a procurar deciros las manifestaciones íntimas del amor que me inspiraba Amparo.

Era un amor, ni todo espíritu, ni todo materia. Era un amor humano: el amor del hombre hacia la mujer: una atracción incontrastable me arrastraba en mi pensamiento a confundirme con ella: parecíame sentirla engrandeciendo mi ser, absorbiéndose enteramente su cuerpo y su alma, respirando en su aliento, latiendo en su corazón, viviendo en su vida... ¡Oh! El lenguaje humano es miserable... no tiene palabras para el sentimiento, es impotente para traducir el alma. Yo la amaba como a mí mismo, más que a mí mismo: la amaba hacía mucho tiempo: para conocer que la amaba necesité verla en el esplendor de su hermosura, en el lujo de su transformación, y entonces comprendí que yo no estaba hastiado sino sediento; que en mí no había muerto nada; que mi vida había pasado entre un marasmo fatigoso producido por el lodo del mundo en que hasta entonces me había revolcado.

Aquella transición de la trapera a la dama, de la niña a la mujer, transición para mí violenta puesto que alejado de ella durante seis años no había podido asistir a la elaboración lenta, gradual, lógica de aquella transformación; fue para mí...

Suponed por un momento que el sol no existe: que sólo os alumbra una luz artificial: que habéis recorrido el mundo armado de una linterna, tropezando aquí, cayendo allá, buscando no sé qué quimera de vuestro pensamiento; que habéis aplicado la luz de vuestra linterna al semblante de todo el que habéis encontrado, y habéis visto un rostro repugnante del cual habéis apartado los ojos con hastío; que habéis seguido siempre adelante buscando vuestro fantasma y os habéis cansado al fin; habéis arrojado la linterna y os habéis quedado a oscuras, exclamando:

—El mundo es la horrible verdad de lo monstruoso, de lo deforme: la vida una carga insoportable; el hombre nuestro hermano no existe; la mujer nuestra ayuda es sueño. El que tiene vida en ese mundo de horribles verdades muere; no hay Dios: no hay humanidad. El mundo es hijo del acaso: el hombre es un reptil como otro cualquiera.

Y suponed que cuando acabéis de pronunciar esa blasfemia aparece de repente el sol en una explosión de luz y de armonía: que lleváis una mano a vuestros ojos que se deslumbran, y otra sobre vuestro corazón que se enternece lleno de una nueva vida, y que cuando volveis a abrir los ojos os encontráis de nuevo en las tinieblas, enardecido por el próximo y candente recuerdo de la luz divina que os ha deslumbrado, de la armonía de los cielos que ha reanimado vuestro ser... y después de haber supuesto esto suponed vuestra desesperación, vuestro dolor.

Dios existe: existe la luz; pero Dios está irritado contra vos, no ha hecho la luz para que brille en vuestros ojos; no ha hecho la armonía para que deleite vuestros oídos: sois un ser condenado: Dios es un ser vengativo.

Yo había buscado en el mundo sin encontrarle el amor tal cual yo le comprendía... le había buscado en vano y me había dicho:

—Nuestro amigo y nuestra amante son dos fantasmas soñados por nuestro deseo.

Dios no puede haber dado a su hechura aspiraciones imposibles.

Si no ha podido dárselas y las tiene no existe Dios.

O Dios es el acaso.

Amparo fue para mí el sol de la vida: la mujer que salía del edén y se ponía delante de mí... la prueba material de que Dios ha dado a cada aspiración del hombre una realización.

Amparo realizaba mis sueños: era la mujer que yo había buscado en vano, la mujer que hablaba a mi corazón y a mis sentidos; pero... Amparo no me amaba: si me hubiera amado yo lo hubiera comprendido; Amparo me consideraba como su protector, como su padre: Amparo se resignaba a cumplir mi voluntad hasta el punto de casarse con el hombre que yo la designase... y Amparo amaba... Amparo sufría... sus ojos, mi alma habían apurado su sufrimiento... Amparo no era mía... había visto por un momento mi fantasma y me le arrebataba Dios.

Dios castigaba mi impiedad.

. . . . . . . . . . . . . .


Pasaron algunos días sin que yo fuese a ver a Amparo.

Tenía miedo de verla.

Temía echar a perder inútilmente mi papel de protector, de padre, dejándome arrebatar a una situación ridícula en un momento de olvido.

En estos días mi administrador general se empeñó en darme cuentas, y me vi obligado a ceder, para que tuviese ocasión de convencerme de que era hombre de bien.

Pasé por alto una multitud de partidas; pero no pude menos de reparar en una data.

Estaba figurada en estos términos:

«A doña Amparo, por encargo especial del señor, cuatro mil reales.»

—¡Cuatro mil reales!—dije con extrañeza—ese no será el total de la data.

—Sí, sí por cierto, señor, doña Amparo no ha recibido más.

—¿Y en qué consiste? ¿No mandé a usted que entregase todos los meses mil reales a doña Gregoria?

—Sí, sí, señor, pero doña Gregoria me dijo al cuarto mes que no recibía más... por aquel año... que a la señorita la bastaba para un año aquella cantidad y...

—Usted debió insistir.

—Insistí... pero yo no podía obligar a doña Gregoria...

—Y al año siguiente...

—Fui el primero de enero con cuatro mil reales...

—Pero no constan.

—Es que doña Gregoria no los quiso recibir.

—Es usted un torpe.

—Yo puedo sacar a un deudor la cerilla de los oídos y se la saco, si no encuentro otro medio de cobrar, para lo cual soy muy listo; pero no se me ocurre que haya en lo humano un medio para hacer tomar dinero a una persona que no quiere tomarlo; lo cual afortunadamente es muy raro.

—Pero ¿qué razones dio a usted doña Gregoria?

—Con las palabras más dulces del mundo, deshaciéndose en elogios y en palabras de agradecimiento hacia usted, me dijo que la señorita Amparo, ayudándola en el cuidado de las niñas del colegio, ganaba lo bastante para sus necesidades.

No supe qué contestar. Amparo volvía a hacerse superior a mí.

Mi administrador continuó impasible relatándome sus cuentas.

Al fin en las de dos años antes, leyó lo siguiente:

—Cargo: recibido de doña Amparo, cuatro mil reales.

No pude contenerme: mi irritación estalló; mi administrador es un asesino: apuré con él la suma de los dicterios conocidos y por conocer y le destituí.

Amparo se engrandecía a mis ojos.

No puedo decir que me humillaba su dignidad, porque la amaba de tal modo que su dignidad era la dignidad mía; pero la posición en que ella se había colocado respecto a mí me desesperaba.

¿Con que lo que únicamente había hecho por ella había sido darla la mano, ayudarla a salir de la precaria situación en que se encontraba? ¿Con que sólo me debía agradecimiento? ¿Con que el mayor trabajo de la obra de su transformación había sido suyo?

El dinero es la piedra de toque del corazón humano.

Amparo había arrancado de en medio de entre nosotros dos el dinero.

Amparo se había colocado delante de mí a una inmensa altura.

Elevándose, elevó ante mis ojos a la mujer, a la humanidad, y me obligó a confesar que existía la virtud sobre la tierra.

Y mi corazón y mi cabeza me decían:

—La amas, necesitas su amor para vivir.

Y mi desesperación me decía:

—Amparo no te ama.

Entonces blasfemaba yo.

—¡No hay Dios, decía!

. . . . . . . . . . . . . .


Fui a verla.

Habían pasado ocho días desde mi visita de vuelta de viaje.

Tiré con fuerza de la campanilla y me hice anunciar.

Amparo salió hasta el recibimiento y me tendió la mano con la mayor naturalidad.

—Otra vez no pida usted que le anuncien,—me dijo sonriendo.

Y me llevó a la sala asido de la mano.

El contacto de aquella preciosa mano, que estrechaba dulcemente la mía con una noble confianza, como se estrecha la mano de un protector a quien se ama, me causaba una impresión que en vano querría explicar: parecíame que aquella mano me transmitía otra vida más pura, más fácil; me embriagaba en un goce lánguido y tranquilo...

Indudablemente yo estaba enamorado de remate y divinizaba todo lo que pertenecía a Amparo; todo lo que emanaba de ella.

Pero yo iba preparado, y tuve bastante fuerza de voluntad para no mostrarme ni más ni menos interesado por ella que como lo estaba seis años antes.

Ella estaba perfectamente tranquila, alegre, confiada y retenía mi mano en la suya, no como la retiene un amante, sino como retiene una hija la mano de su padre, de quien ha estado separada muchos años.

La contemplé durante algún tiempo sin perder ni un instante el cuidado de mí mismo, temiendo que una mirada, un accidente cualquiera la hiciese conocer el verdadero interés que me inspiraba.

Yo era entonces un cómico que representaba dolorosamente su papel.

—Me alegro—la dije al fin.

—¿Y de qué se alegra usted?—me contestó mirándome con gravedad.

—Me parece que eres feliz.

—¡Oh! sí; completamente feliz—me contestó—ya lo creo: al cabo le tenemos a usted.

—¡Le tenemos!—exclamé con extrañeza.

—Sí, sí por cierto, el padre Ambrosio y yo. Y aun el mismo Mustafá, mírele usted echado entre nosotros y mirándole de hito en hito. A pesar de que es ya viejo no se ha olvidado de usted; no es usted para él una persona desconocida... ¿Ha ido a verle a usted el padre Ambrosio?

—No por cierto, y me hubiera alegrado mucho de verle.

—No se habrá atrevido... es tan tímido.

—Yo iré a verle cuando salga de aquí; pero es necesario que me digas donde vive.

Amparo se levantó y escribió las señas que me entregó.

Tenía un precioso carácter español.

—Escribes muy bien—la dije.

—Es mi obligación. ¿Se olvida usted de que soy maestra de escuela?

—Quisiera verte entre las niñas.

—Eso no puede ser. Pero figúrese usted que me ve: toda una madre de familia: me pongo muy seria, riño mucho, las castigo con tratarlas secamente, y las premio con un beso.

—¡Ah! ¡Ah!

—Y paso buenamente la vida: no sé si es soberbia, pero se me figura, creo que el magisterio cuando se ejerce sobre niños es un sacerdocio que impone sagrados deberes; ¡y es tan dulce el cumplimiento del deber! Y cuando un ser cuya razón empieza a desarrollarse bajo nuestra influencia es una niña, todo cuidado es poco, porque de la niña se hace la mujer, la madre de familia, y la madre de familia, mal que les pese a los que niegan toda participación a la mujer en el desarrollo social, es la que siembra el fruto que ha de coger la sociedad: formad buenas madres de familia, y habréis formado una generación llena de virtud, de entusiasmo, de valor, de abnegación, de amor patrio, de virilidad, de grandeza: los hijos son la madre: si la madre es buena, el hijo es bueno; pero si la madre ha dado a sus hijos el pernicioso ejemplo de las discordias domésticas, la falta de sufrimiento y de abnegación, el escándalo continuo, el repugnante espectáculo de preferencias odiosas respecto a este o al otro de sus hijos; si esos jóvenes corazones no han tenido ningún buen ejemplo que imitar; si sólo han debido a su madre un amor indiscreto y caprichoso, caricias exageradas, castigos inmotivados, se pervierten, se desnaturalizan embotando o perdiendo todos sus buenos instintos y constituyendo un ser artificial formado por una mala educación. ¡Oh! ¡Las madres! ¡Las madres!

Y Amparo inclinó la cabeza profundamente pensativa.

Como ven mis lectores, nuestra conversación no podía ir más apartada del punto a que mi amor hacia Amparo hubiera querido llevarla.

Este alejamiento de nuestra conversación de mi idea fija, me favorecía ayudándome a mantenerme firme.

Durante dos horas, Amparo, haciendo casi sola la conversación, me dejó conocer cuánto valía su moral: vinimos al fin a recaer en mis viajes; me preguntó acerca de las civilizaciones extranjeras, y sin haber hablado ni una sola palabra de su pasado ni de sus proyectos, me despedí de ella.


Fui a ver al padre Ambrosio algunos días después.

Cuando entré en la casa de vecindad, al primero a quien pregunté me indicó la puerta del aposento del exclaustrado.

Al asomar a ella, di un paso atrás.

Le había sorprendido... mondando patatas.

Pero ya era tarde.

El padre Ambrosio me vio, se levantó, dejó sobre una pequeña mesa el plato donde tenía las patatas mondadas, y me salió alegremente al encuentro; con timidez sí; pero no con una timidez de vergüenza, sino con su timidez característica.

—¡Ah!—exclamó—usted por aquí, cuanto me alegro. Yo debiera haber ido a verle a usted.

—¡Oh! de ningún modo.

—Sí, sí, pero no me he atrevido.

—Ha hecho usted muy mal en no... atreverse.

—Dejemos, pues, estos cumplimientos: yo me alegro mucho de verle a usted: ¿y cómo le va a usted...? Siéntese usted aquí en el sillón..., póngase usted el sombrero..., así...: ¿y qué me dice usted de nuestra hija? añadió sentándose en una vieja arca: es un prodigio...; a mí ha acabado por hacerme feliz, me ha regenerado... ¡qué niña, Dios mío, qué niña! Ya puedo morir tranquilo, porque Amparo no necesita ya de nadie, de nadie más que de Dios.

—¡Me pregunta usted qué pienso de Amparo! contesté: con usted puedo ser franco: pienso lo que piensa un hombre de una mujer que realiza todos sus sueños, todos sus deseos, todas sus aspiraciones: de la mujer a quien ama.

—¡Ama usted a Amparo! exclamó el padre Ambrosio poniéndose mortalmente pálido.

—Sí; la amo con toda mi alma.

—¿Y se lo ha dicho usted?

—No, ni se lo diré nunca.

Se tranquilizó el padre Ambrosio.

—Yo había previsto desde hace mucho tiempo, me dijo, que usted acabaría por amarla, y me halagaba la esperanza de que mutuamente se harían ustedes felices. El amor en usted le vi yo nacer hace seis años y... pero a que soñar... Amparo no sería feliz con usted.

—¿Ama acaso a otro?

—Yo creo que sí.

—Yo también lo he creído.

—Sufre... Algunas veces la he sorprendido llorando, y he comprendido la causa de sus lágrimas: he comprendido que estaba enamorada. Un día la sorprendí mirando un retrato.

—¡Un retrato! ¿pero de quién?

—No lo sé. Al verme se puso vivamente encarnada, se volvió y ocultó el retrato en el pecho. Yo nada la pregunté, nada la dije; Amparo, con la fuerza de voluntad que Dios la ha dado, se serenó, y nada me dijo del retrato, ni de mi sorpresa involuntaria; dejé pasar algunos días, y a la primera confesión la dije:

—Tú sufres, Amparo.

—Tengo el alma triste, me contestó.

—¿Tienes triste el alma porque amas?

—Yo... No señor... No amo a nadie: yo no puedo amar: yo no daría a mis hijos una madre sin nombre.

—Sé franca conmigo, repuse: ¿amas acaso a tu protector?

—¡Que si le amo...! Ya se ve que le amo, me contestó con la mayor naturalidad: acaso ¿no es mi padre?

—No, no me refiero yo a ese amor, sino a otro más íntimo: el amor que tiene una mujer al hombre de quien desearía ser esposa.

—No, no le amo así, ni le podría amar nunca de ese modo; me lo impediría el respeto que me inspira.

—Pues, si no amas a tu protector, ¿a quién amas?

—A nadie.

—¿Y el retrato que ocultaste al verme el otro día?

—¡Ah! ¡el retrato de mi madre!

—El retrato de su madre, exclamé interrumpiendo al religioso; pues qué, ¿ha encontrado Amparo a su madre? ¿Habrá alguna razón que la impida...?

—Lo mismo la pregunté; pero ella me contestó: es el retrato fantástico de mi buena madre, con quien sueño todas las noches; en quien pienso todos los días; un rostro que yo he dibujado recordando mis sueños... Mañana le verá usted.

No supe qué contestar.

La hacía llorar la vista de la reproducción material de un fantasma.

En efecto, al día siguiente me mostró una bellísima cabeza de mujer como de cuarenta años, y había allí algo... en el semblante triste de aquel fantasma estaba el alma de Amparo.

Calló el religioso, y yo quedé profundamente pensativo.

Me había dado a conocer un nuevo rasgo del carácter romancesco de Amparo.

—Pues bien, si ella no puede amarme, le dije, continuaré comprimiendo dentro de mi corazón el amor que me inspira: procuraré que no salga delante de ella ni en mis palabras, ni en mi mirada, ni en mi semblante la más leve manifestación de ese amor. Si no puedo vencerle, volveré a mis viajes.

—Mucho me temo que no sea ella la primera en apartarse de nosotros.

—¡Cómo!

—Ella ama: estoy seguro de ello: y ama con toda la vehemencia, con toda la firmeza de su alma: una de dos, o la persona a quien ama no repara en ella, o no pertenece a esta vida. Amparo... acaba de decírmelo hoy por la mañana, está resuelta a meterse en un convento, y me ha mandado practicar las primeras diligencias.

—¡Oh! No, de ningún modo, exclamé. ¡Monja! ¡Monja Amparo! No puede ser.

—Ya es tarde, me dijo: es necesario decir a usted toda la verdad. Iba a decírsela a usted; pero al revelarme usted que la amaba... temblé... callé, no me atreví...; pero... en quince días que han pasado desde que la vio usted por última vez, Amparo ha entrado en un convento, y dentro de tres días más debe tomar el hábito de novicia. Esta mañana me dio esta carta para usted. ¿Comprende usted ahora por qué no me atrevía a ir a su casa?

Yo estaba aterrado, y apenas pude leer una carta que me dio el padre Ambrosio, y que contenía estas palabras:

«Convento de.... Perdone usted si por mí misma he tomado tan grave resolución. Yo no podía permanecer más en el mundo, y usted se opone formalmente a que yo entre en el claustro. Perdóneme usted otra vez. Pero mi corazón necesita paz y he venido a buscarla a esta santa casa.—Su siempre agradecida. Amparo.»

Sin despedirme del padre Ambrosio salí comprimiéndome las sienes con las manos.

Mi cabeza se rompía.

Aquella carta había sido para mí un golpe de muerte, y apenas pude salir a la calle.

No sé lo que me sucedió: sólo recuerdo que al volver en mí me encontré en un lecho extraño rodeado de una familia desconocida, y con un médico a la cabecera.

Mi indisposición había sido un accidente pasajero.

Muy pronto, a consecuencia de los auxilios que se me prodigaron, volví al uso de mis facultades.

Me encontré en la trastienda de una barbería.

Una buena mujer me aplicaba a las narices un paño mojado con vinagre.

Su marido, lanceta en mano, estaba a punto de sangrarme.

Impedí que lo hiciese, y les rogué que me procurasen un carruaje.

Aquella buena gente me sirvió de la manera más solícita, y se negó de todo punto a recibir la gratificación que yo les ofrecía.

Es un bello rasgo, exclusivo de los españoles, el negarse a recibir una recompensa cuando creen que han debido hacer lo que han hecho, y este hecho se refiere a la caridad.

Es una bella manera de igualar al pobre con el rico.

En esos casos la palabra gracias del fuerte, vale tanto como el Dios se lo pague del desvalido.

Esto suponiendo, que el rico que da las gracias tiene corazón.

Yo adoro la caridad: los hombres que tienen caridad son mis hermanos.

. . . . . . . . . . . . . .

Débil, con la cabeza llena de una vaguedad febril, con el corazón fuertemente agitado, fui conducido a mi casa, donde hube de meterme en cama.

El efecto que había causado en mí la resolución suprema de Amparo, mi terror por perderla, mi ansiedad, mi duda acerca de recobrarla, me decían claro que Amparo había llegado a constituirse para mí en ese ser que es la mitad de nuestra existencia.

Sentía en el corazón un vacío doloroso; una hambre aguda, permítaseme esta frase, vacío que sólo ella podía llenar, hambre que sólo ella podía extinguir.

Nunca mi voluntad luchó tan poderosamente contra una dificultad que casi tenía para mí el carácter de un imposible.

Amparo huía del mundo y se encerraba con la desesperación de su misterioso amor en un convento.

Yo me desesperaba: yo tenía celos de un fantasma: yo aborrecía al hombre que Amparo amaba.

Ninguna solución me venía al pensamiento bastante a consolarme, ya que no a curarme de mi desesperación.

Yo, como todos los desesperados, como todos los vencidos, me hubiera creído feliz con muy poco: con vivir a su lado como su hermano.

Este tímido deseo me inspiró un pensamiento, y la inspiración de este pensamiento llevó mi mano al cordón de la campanilla, del que tiré fuertemente.

—Vaya usted mismo al instante, dije a mi ayuda de cámara, a la calle tal, tal número, tal cuarto; diga usted al padre Ambrosio que deseo verle al momento, que estoy enfermo, que le espero con impaciencia; lleve usted un carruaje, y tráigase usted al padre Ambrosio.

Media hora después, el exclaustrado entraba en mi alcoba.


Acercose a mí con la más viva solicitud.

—¡Oh! ¡Dios mío!—dijo, comprendiéndolo todo—¿con qué tanto la ama usted?

—Amparo me ha convertido en un niño—le respondí.

—¡Que feliz hubiera sido amándole a usted!

—No pensemos en eso. Le he llamado a usted, no para hablarle de mi amor, sino para pedirle que me ayude, que me auxilie.

—¿Y en qué? ¿Cómo?

—Yo comprendo que Amparo ha entrado en el convento desesperada.

—Es verdad: Amparo que nada espera en el mundo, se ha arrojado sollozando en los brazos de Dios.

—Pero Dios está en todas partes.

—Indudablemente.

—Por ejemplo: en mi casa puede encontrar a Dios como en el convento.

—Y ¿de qué modo puede estar Amparo en su casa de usted sino como su esposa?

—Cabalmente: eso es: quiero casarme con ella.

Volvió a ponerse pálido el padre Ambrosio como cuando le dije que la amaba.

—Si usted pide a Amparo su mano—me dijo gravemente—se casará con usted: si usted la abre sus brazos, se arrojará en ellos... pero ¿olvida usted que ella ama?... ¿Que ella al ser de usted apurará un sacrificio mortal? ¿No ha comprendido usted a Amparo?

—Sí; y del mismo modo que la comprendo a ella, quisiera que usted me comprendiese.

—Comprendo que la ama usted, que la desea, que quiere casarse con ella.

—Quiero darla únicamente mi nombre, y con mi nombre, mi posición; quiero arrancarla de la exageración del claustro; si desea soledad, en mi casa la tendrá; independiente de mí su habitación, si lo desea, será una especie de celda; si acepta mi brazo, si me presta el suyo, nos apoyaremos el uno en el otro; seremos hermanos. Su virtud estará a cubierto de toda murmuración, sin que ella se vea reducida a un encarcelamiento eterno, a prácticas fatigosas, a rivalidades y a pasiones de mujeres irritadas por el secuestro, desnaturalizadas, convertidas en un ser de distinta especie por el aislamiento. Amparo tiene el corazón demasiado grande para que no sufra comprimido por los caprichos monjunos y por las mil penalidades sordas y continuas del claustro; en una palabra: Amparo se ha arrojado en una tumba, y es necesario sacarla de ella antes que la tierra de esa tumba la cubra y la sofoque. Es necesario que Amparo sea mi hermana y que viva a mi lado bajo el pretexto de que es mi mujer.

—¿Y está usted seguro de que un día no se irritará su amor y abusará en su posición? ¿Sabe usted el inmenso sacrificio que será para Amparo pertenecer a un hombre a quien no ama?

—Era necesario para que llegase ese caso que yo dejara de amarla, y que además abdicase de mi corazón y de mi orgullo.

—¿Con que decididamente quiere usted casarse con ella?

—Sí.

—¿Y con qué pretexto la haremos la proposición?

—Con ninguno; usted la dirá únicamente la verdad.

—¡La verdad! ¡La diré que usted la ama!

—No: eso no sería la verdad. El amor que como mujer me inspira, no es la causa de nuestro matrimonio. La causa de nuestro matrimonio es su aislamiento. Yo no me había de casar nunca; necesito por otra parte a mi lado un afecto dulce, tranquilo. Hágala usted comprender que me caso con ella... por la misma razón porque la arranqué de su miseria.

—¡Por caridad!

—No; no nombremos la palabra caridad: me caso por afecto... por interés... porque la amo como si fuese mi hermana... quitemos a la verdad lo que pueda tener de humillante... ya sabe usted que las habemos con un corazón altivo.

—Bien; la hablaré, pero desconfío: por lo mismo, y como esta comisión es harto delicada, quiero que esté usted presente.

—¡Yo!... de ningún modo.

—Hay un medio: en el locutorio puede usted estar a un lado de la reja sin que ella le vea.

—Eso es repugnante.

—Necesito que usted asista a esta grave conversación... compréndame usted y disculpe como debe mi franqueza.

—Pero yo confío ciegamente en usted.

—Y yo desconfío del buen éxito de mi mensaje. Por lo mismo, quiero que usted asista a mi lado.

—¿Y si yo resistiese?

—Resistiría yo.

—Pues bien: iremos.

. . . . . . . . . . . . . .


Dos días después estábamos en uno de los locutorios del convento de... el padre Ambrosio y yo.

Colocado junto a la pared en que estaba la reja del locutorio, Amparo no podía verme.

El padre Ambrosio estaba sentado en un sillón delante de la reja cabizbajo y profundamente pensativo.

Yo, detrás de él a poca distancia, escuchaba con toda el alma en los oídos.

Oyose abrir una puerta, y luego un paso reposado de mujer, el crujir de un vestido, y luego el gruñido cariñoso e impaciente de un perro.

—¡Ah! ¿Es usted?—dijo Amparo.

—Sí, yo soy, hija mía, que vengo a sacarte del convento.

—Y ¿cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?

—Tu protector conoce, como conozco yo, que no tienes vocación al claustro.

—Eso importa poco, porque tengo menos vocación al mundo.

—Tu protector comprende que has entrado aquí desesperada.

—No lo niego.

—Quiere que tu suerte sea menos triste.

—Eso depende de Dios.

—Pero Dios se vale de los hombres.

Guardó Amparo silencio durante un momento. Mustafá seguía abalanzándose a la reja y gruñendo.

—Yo no podía permanecer en la difícil posición en que me encontraba—dijo al fin ella—me veía expuesta a atrevimientos de todo género. No podía tener a mi lado más que personas extrañas... y luego... en fin... si el claustro es una tumba... es lo que me conviene... sufriré, concentraré mi dolor hasta que el dolor me mate... le sufriré resignadamente, y Dios me perdonará. Yo no puedo vivir como vivía, padre Ambrosio... no... no... era un tormento para mí... Dígale usted que yo le agradezco con toda mi alma el interés que por mí se toma. Que mi felicidad depende de un milagro de Dios, y que... dentro de poco ese milagro será imposible.

—Amparo—repuso con autoridad y con firmeza el exclaustrado—las exageraciones jamás producen buenos resultados. Empiezas a vivir...

—Yo creo que ya he vivido toda mi vida.

—Sea como tú quieras; pero estamos perdiendo el tiempo. Tengo que hacerte una grave proposición.

—¿De su parte?

—De su parte.

—¿Y cuál?

—Te pide formalmente tu mano.

Sucedió uno de esos solemnes silencios que se hacen oír; uno de esos silencios cuya duración no se puede contar: uno de esos silencios que son más elocuentes que todas cuantas palabras pudieran imaginarse para reemplazarles.

Luego Amparo dijo con la voz trémula, como aterrada: con acento incomprensible:

—¿Lo manda él?

—El desea que tú... vivas mejor... que... en fin...

—No, no quiero explicaciones de ningún género, repuso con una precipitación entrecortada Amparo... comprendo... lo comprendo todo. ¿Lo manda él?

—El lo quiere... porque...

—No, ni una palabra más, padre Ambrosio: dígale usted que si él quiere... yo también quiero...; pero pronto... pronto por Dios... que yo pare al fin donde Dios quiera que vaya a parar.

Y entonces no pudo contenerse y rompió a llorar, luego se oyó un paso precipitado, y la puerta que se cerraba.

—Vea usted su obra, me dijo con desesperación y aun con ira el padre Ambrosio. Hemos desgarrado el corazón de esa pobre Amparo.

—No importa, le dije saliendo con él del locutorio. El tiempo la demostrará mis intenciones, y cuando las reconozca recobrará la paz.

Y salimos del convento.


Aquel mismo día escribí a mi tío una carta que sólo contenía estas breves palabras.

«Me caso con una mujer digna de mí, y espero que saliendo por un momento de su retiro, venga usted a presenciar nuestra unión.»

Aquel mismo día también puse en movimiento mi casa.

Invadiéronla tapiceros, renové el mueblaje, aumenté mis trenes y mi servidumbre, y preparé la servidumbre particular de Amparo.

En cuanto a las habitaciones de ésta, no perdoné gasto ni cuidado, y quedé satisfecho.

El dormitorio, el tocador, el cuarto de labor y el gabinete de Amparo eran sumamente bellos y ricos, en medio de una gran sencillez.

Sólo se esperaba para efectuar el casamiento la llegada de mi tío.

Pero en vez de él llegó a vueltas de correo la lacónica carta siguiente:

«Cuando tú te casas, tu esposa debe ser un prodigio. Me alegro de tu resolución, porque el matrimonio te dará una vida nueva. Quiera Dios que seas más feliz que yo lo he sido. Ofrece a tu, para mí incógnita, consorte, todo el cariño que la corresponde por mi parte como cosa tuya, y si te pareciere bien, daos ella y tú por convidados a estas orillas en el estío próximo.»

Yo conocía a mi tío y sabía que no había de venir.

Así, pues, la tarde del mismo día en que recibí esta carta, el padre Ambrosio fue por Amparo al convento.

Se me presentó ricamente vestida de blanco, coronada de rosas blancas y más pálida que las rosas de su corona.

Al darme la mano al pie de la escalera la sentí estremecerse; pero aquel estremecimiento pasó, y continuó serena hablando conmigo con suma naturalidad de cosas indiferentes.

La ceremonia fue muy triste: el padre Ambrosio nos dio la bendición, mi administrador general y mi mayordomo fueron nuestros testigos.

Nadie más asistió.

Después de esto, Amparo quedó sola conmigo.

Yo estaba sobrecogido.

No sabía hasta qué punto era grave el paso que acababa de dar.

Y la gravedad de este paso no me asustaba por mí; me asustaba por ella.

Al preguntarla el padre Ambrosio si quería ser mi esposa, un estremecimiento profundo agitó su mano, la sentí fría y pronunció un apenas articulado.

Después cuando nos quedamos solos, me miró frente a frente, pálida y conmovida, sus ojos se llenaron de lágrimas y luego me asió las manos y exclamó con un acento profundamente doloroso y sentido:

—Me ha consagrado usted su vida, a mí, a la pobre muchacha abandonada, a la infeliz trapera. Dios se lo pague a usted. ¡Quiera Dios que yo pudiera hacer a usted feliz!

—Yo soy feliz, la contesté, conque tú vivas tranquila, conque seas mi hermana. Ha sido necesario dar este paso para arrancarte del convento. Yo continúo mi vida sin deseos y sin esperanza, consagrada a ti, que continúas siendo mi hija.

Aproveché un pretexto y fui por un instante a encerrarme en mi gabinete. Allí seguro de no ser oído, de no ser visto, rompí a llorar: si no hubiera llorado mi corazón se hubiera roto.

Yo la hubiera estrechado entre mis brazos, la hubiera arrancado frenético aquella corona de rosas blancas...

De seguro Amparo hubiera sido para mí una esposa sumisa...

Pero... yo quería su amor... y ella... ¡ella se había casado conmigo porque se lo mandaba yo! ¡por agradecimiento!

Temía hablarla de mi amor; temía indicárselo; temía que ella se violentase, que se fingiese enamorada de mí para pagarme con un sacrificio inmenso mi protección... ¡No! Esto no podía ser... ¡yo debía continuar con mi careta puesta... es más: debía mostrarme contento, feliz... sólo me quedaba un recurso: estar poco tiempo a su lado y viajar mucho; evitar un momento de olvido.

Yo era infeliz.

Pero era indudablemente menos infeliz que lo hubiera sido siendo ella monja.

No sé qué alegría misteriosa inundaba mi alma. Si no era mía, no sería de otro...

Era una posición de cierto género, y acaso... con la costumbre de verme... ¿quién sabe?

Yo esperaba.

¿Viviría el hombre a quien amaba Amparo?

¿La habría seducido este hombre?... ¿La habría abandonado?...

¡La duda! ¡Horrible espectro que ennegrece nuestra alma con su sombra!

¿Habéis dudado alguna vez de vuestra esposa o de vuestra madre...?

Porque si no habéis dudado alguna vez de cualquiera de esos dos seres que son vuestro corazón y vuestro nombre, no comprenderéis lo terrible de la duda cuando se refiere a objetos tan sagrados.

Yo me encontraba en una situación enteramente excepcional, y sufría todas sus consecuencias.

Sin embargo, las aceptaba, y cien veces que hubiera sido necesario hubiera vuelto a casarme con Amparo.

¡Cómo llenaba mi alma! ¡Cómo la enloquecía! ¡Cómo la desesperaba!

¡Cuánto la había divinizado mi amor!

Todo en ella para mí era perfecto.

Todo en ella para mí era ardiente.

Era un ángel de fuego que me precedía, me llevaba, me arrastraba, no sabía a donde.

Ahora ya lo sé.

Ese ángel divino me ha traído a una casa de locos.

. . . . . . . . . . . . . .


Volví a su lado perfectamente tranquilo.

Es decir fingiendo de una manera perfecta una perfecta tranquilidad.

Ella estaba sentada en un sillón junto a la chimenea y arreglaba tranquilamente el fuego.

Cuando me sintió se reclinó en el sillón, y me dijo sonriendo, con la cabeza echada atrás sobre el respaldo:

—¡Que feliz soy, Luis!

Era la primera vez que Amparo pronunciaba mi nombre de una manera tan familiar.

Ahora recuerdo que es también la primera vez en que yo le escribo en estas memorias.

En efecto, yo me llamó Luis.

Admirome aquella tranquilidad, aquella familiaridad, aquella sonrisa, aquel no sé qué seductor, incitante que emana de ella.

Sin duda Amparo había tomado su partido aceptando por entero el sacrificio.

Este pensamiento me desgarró el alma.

Sin embargo me mantuve firme.

—Yo también soy feliz—la dije—yo necesitaba el afecto desinteresado, noble y puro de una hermana, y le tengo en ti.

—¡Oh! yo le amo a usted como si fuera mi padre... ¡y cuánta generosidad, Dios mío! ¿Cómo no ha retrocedido usted ante la idea de que el mundo donde vive pretenda averiguar quién soy y de dónde vengo?

—Nada me importa eso: lo que me estremecía era que sin vocación...

—¡Y se ha sacrificado usted por mí...! ¡se ha imposibilitado de ser feliz mañana...! ¡si encuentra usted una mujer que le enamore...! ¡vamos no sé en qué he estado pensando...! ¡yo no he debido...! ¡si por un acaso...! ¡pero no... no puede ser...!

Acercó un sillón al mío y me dijo pálida y conmovida.

—Estamos en una situación solemne, Luis: en una situación en que acaso no se han encontrado dos personas solas: debemos ser francos... ¿Será acaso?

Y se detuvo.

—Continúa, continúa; parece que te cuesta trabajo lo que me vas a decir.

—Sí, sí; lo confieso; pero es preciso, es mi deber: habiendo llegado al punto en que nos encontramos, es necesario que yo sepa... lo que debo hacer para...

—¿Para qué?

—Para ser digna de tanto beneficio.

Y luego haciendo un supremo esfuerzo añadió de una manera penosa:

—Luis: ¿me ama usted?

—¡Yo! ¡no!—la contesté sonriendo, porque había adivinado la pregunta y me había preparado.

—¡No! es decir... que se ha casado usted conmigo... ¡por... caridad!

—Amparo, hija mía—la dije—tu gran corazón te atormenta: ¡crees que he hecho un sacrificio inmenso... que te he sacrificado mi libertad! no... te engañas: estoy muerto para el amor, para ese amor ardiente que nos embriaga y nos arroja a los pies de una mujer... no, hija mía, no; eres demasiado pura para que mi corazón, gastado ya, pueda amarte más que con ese otro amor desinteresado de la amistad; si no hubieras pretendido entrar en un convento, yo... nada te hubiera propuesto: te hubiera tratado como un hermano y nada más: el día en que te hubieras casado con un hombre de tu elección hubiera sido completamente feliz. Pero te obstinabas, no sé por qué en ser monja: habías dado un paso decisivo, y era necesario dar otro paso contrario, decisivo también; me daba miedo tu resolución... tú estabas sin duda desesperada...

—No—me contestó tristemente.

—Tú has amado, Amparo; amas.

—¿Es decir que somos hermanos...? ¿que es usted tan generoso que no mira en mí siempre más que a la pobre Amparo?

—No hay en mí generosidad, más hay afecto.

—Pues bien: si somos hermanos, podemos hablar con franqueza.

Yo la observaba y vi que su frente se había serenado.

—Sí, hablemos con franqueza—la dije.

—Pues bien: he amado a un hombre.

—¿A un hombre digno de ti?

—¿Digno de mí! ¡digno de ser adorado, digno de una felicidad que le ha negado Dios!

—¿Joven?

—Joven y hermoso.

—¿Y él te amaba?

—Sí—me contestó, con su triste sonrisa habitual.

—¿Y entonces... por qué no os habéis casado?

—¡Ha muerto!—exclamó Amparo.

Y se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

Pero de una manera desconsolada, como si su alma entera se exhalase en aquel llanto.

—Pero—me dijo entre sus lágrimas—a usted le amo también: le amo de una manera profunda; como a mi hermano... más... más aún... como amaría a mi madre... por hacerle a usted feliz daría mi vida... y cuando el padre Ambrosio me dijo que quería usted casarse conmigo...

—¡Te aterraste!

—No, no: en el momento de hacerme el padre Ambrosio la proposición en nombre de usted, me dije: se casa conmigo por caridad: por arrancarme de esta sepultura a que he venido desesperada: en él la caridad es la vida: no amarguemos su vida y consentí. Pero cuando me quedé sola se me ocurrió que tal vez podría haber en usted más que caridad: acaso me ame, pensé: si me ama... yo le pertenezco, yo soy suya, yo debo amarle.

—¿Y tu amor?

—¡Es verdad! por eso debíamos hablar con franqueza y hemos hablado: en mí hay dos amores: uno puro, desinteresado, noble, profundo: el que usted me inspira: mi amor antes de hija, ahora de hermana: el otro amor es un desdichado amor, sin esperanza: un amor que enluta mi alma y la desespera: si un día me sorprende usted llorando, no lo extrañe usted: yo cuidaré mucho que los extraños no vean el dolor en mi semblante; todo el mudo me creerá feliz, y lo seré, en efecto, al lado de usted; pero... permítame usted que llore alguna vez por mi amor perdido; por el amor del hombre que Dios no me ha querido conceder. Esto no debe serle a usted doloroso, porque no me ama sino como un hermano; no puede usted temer que el objeto de mi amor manche su nombre, porque es imposible, de todo punto imposible que pueda mancharle.

—Me harás amar por ti a ese fantasma: fantasma para mí puesto que ha muerto y no sé ni quiero saber su nombre.

—¡Oh, sí! yo le amaré siempre, siempre, con toda mi alma. Usted no tendrá celos, ¿no es verdad?

—Siento únicamente que ese hombre haya muerto... porque al fin, viviendo él, hubieras sido su esposa...

—No hablemos nunca de esto más: nunca... nunca: ha sido una explicación precisa. Ahora, mi buen hermano, suplico a usted me diga cuál es mi aposento. Necesito descanso; reposo; he sufrido mucho.

—Vamos a tener dentro de un momento al lado personas extrañas; es necesario que delante de ellas no me hables de usted.

Aquello era ir de mal en peor.

Comprendí que no podía vivir al lado de Amparo sin que muy pronto me olvidase del todo y me convirtiese en su tirano.

En el tirano de una víctima resignada.

¿Acaso no tenía el reciente recuerdo de su repugnancia y de su terror al sentir sobre su frente mis labios?

No, yo debía respetar aquella pasión viva; yo no debía ser infame; yo no debía cobrar mis beneficios a tanta costa para Amparo.

Pero no pude resistir a una tentación.

Su aposento y el mío, para cubrir las apariencias, sólo estaban separados por un gabinete y se comunicaban por dos puertas de escape.

Me retiré a mi aposento, cambié lentamente el traje negro que me había puesto para la ceremonia por el de casa, dejé pasar, con una impaciencia mortal algún tiempo, y luego abrí silenciosamente la puerta de escape de mi alcoba, y me acerqué, sin causar el más leve ruido, a la otra puerta de escape del dormitorio de Amparo.

Al frente, tras un bello pórtico de bambúes con cortinas de muselina bordada, estaba su lecho.

Antes, esto es, entre la puerta desde donde yo observaba y el pórtico de la alcoba, había un espacio cuadrado, y en su parte media, una mesa arrimada a la pared.

Sobre la mesa había una lámpara con bomba de cristal opaca que esparcía una luz velada a poca distancia.

Lo demás del dormitorio estaba en sombra; en una media sombra fantástica.

Sentada en un sillón, junto a la mesa; apoyado en ella un precioso brazo, que dejaban descubierto hasta el codo los encajes de la ancha manga de su traje; apoyado el rostro en su mano, sola, inmóvil, profundamente pensativa estaba Amparo.

Tenía ceñida aún la corona de rosas blancas.

Los brillantes de la especie de ajorca árabe, que yo la había enviado en el canastillo de boda y que rodeaba el brazo en cuya mano apoyaba su cabeza, me dejaban ver, heridos por la luz, destellos vivísimos, pero inmóviles.

Amparo parecía una estatua de cera vestida de blanco.

Su mirada fija, abstraída, profunda, como vuelta hacia adentro, hacia su alma, o como lanzada sin objeto a la inmensidad, al infinito, mirada que no veía, dilatada, lúcida, brillante, llena de vida, pero de una vida que espantaba, dejaba comprender la desesperación profunda, pero resignada, paciente, intensamente dolorosa de un alma desolada.

Nunca había yo llegado a concebir tanto dolor y tanta resignación: nunca una agonía tan lenta; nunca un sufrimiento tan agudo, soportado, apurado, dominado con tanto valor: en Amparo no había esa expresión de disgusto, de rabia, de lucha impotente; expresión de ángel rebelde y condenado, que es una blasfemia muda; una blasfemia en imagen.

Era la víctima resignada al sacrificio.

La víctima humilde y fuerte, el alma cristiana que sufre la miseria de la vida en su manifestación más dolorosa sin rebelarse contra la voluntad de Dios.

En vano esperé que Amparo diese una muestra de debilidad ni de impaciencia.

Continuaba inmóvil y tranquila: pero con una tranquilidad que me desgarraba el alma.

Yo sufría de mil maneras distintas.

Primero, el inmenso infortunio de Amparo.

Después mi propio infortunio.

Luego sentía celos; unos horribles celos.

Yo no podía dudar que un amor malogrado, un amor sin esperanza, era la causa de la desolación de Amparo.

Yo hubiera dado toda mi vida, por sentirme amado un solo momento y de aquel modo por Amparo.

Además, al contemplarla tan hermosa, idealizada, transfigurada, casi me atreveré a decir, divinizada por el sufrimiento, sentía hervir mi sangre, latir mi corazón, abrasarse mi cabeza.

Yo estaba loco.

La misma fuerza de mi locura me contenía, impedía que yo lo olvidase todo, que empujase la débil puerta que me separaba de ella y que me arrojase en sus brazos.

Yo blasfemaba.

Acusaba de injusto, de cruel, de tirano, a Dios que me hacía comprender de una manera tan horrible el tormento de Tántalo.

Estaba inmóvil; como petrificado.

La mirada de Amparo aunque no podía verme, caía sobre mi mirada, absorbiendo mi alma, torturándola.

Lentamente fui perdiendo la conciencia de mí mismo.

Un sopor extraño se apoderó de mí.

Amparo empezó a tomar lentamente un aspecto fantástico; a abrillantarse su mirada, a resplandecer; su figura se aisló en medio de una niebla vaga, azulada: desapareció a mi vista todo lo que la rodeaba, y quedó ella sola, inmóvil siempre, pero como suspendida en medio de un espacio indefinible, en que ni había luz ni sombra.

Luego la vi alzarse lentamente, arrancarse su corona de rosas, y luego irse despojando de sus joyas, de sus ropas; vi enteramente su hermoso cuello: sus redondos hombros; luego su cabellera destrenzada agrupándose de una manera maravillosa a ambos lados de su semblante; al fin se volvió y se alejó lentamente; se abrieron las cortinas de la alcoba y volvieron a cerrarse.

Amparo había desaparecido; la fascinación había cesado, y volví a sentir la vida real.

A mi vez me retiré en silencio y me acosté.

Me acosté para apurar una horrible noche de fiebre y delirio.

. . . . . . . . . . . . . .

¿Por qué había yo encontrado seis años antes, sola en medio de la noche, recogiendo trapos a aquella niña?

¿Por qué me había causado compasión su miseria?

Yo maldecía mi caridad; la caridad que tan feliz me había hecho, y que tan feliz había hecho a Amparo.

Y me decía:

«La caridad es una debilidad; la caridad es la manía de los imbéciles; la caridad se vuelve contra quien la practica.

¿Por qué sentí caridad hacia Amparo?

Porque era un insensato.»


Al día siguiente Amparo se me presentó tranquila y afectuosa; en vano busqué alrededor de sus ojos ese círculo lívido que imprime una noche de insomnio y de fiebre.

En vano esa palidez vaga del cansancio.

Amparo estaba fresca, sonriente; parecía feliz.

—¿Has dormido bien?—la dije.

—¿Y por qué no? nunca se duerme mejor que cuando nada se desea, cuando se ha obtenido todo lo que se anhelaba: ¿y tú Luis? estás pálido, pareces triste; si continúas así, creeré que te has sacrificado a mi felicidad.

—¡Oh! no: yo creía que tú... que sufrías; pero veo con placer que me he engañado; te prometo dormir esta noche tan bien como tú.

—Pues tranquilízate completamente, me contestó; yo nada deseo, nada quiero más que tu amor... tu amor tal cual le siento, tal cual yo le siento por ti; hermanos, siempre hermanos; dos y uno... ¿no es cierto que es una felicidad que podamos amarnos de este modo?

—¡Oh! si el mundo conociese la verdad de nuestra posición, ¿qué diría?

—Se burlaría de nosotros, porque el mundo, que nunca profundiza, que nunca pasa más allá de las apariencias, es muy injusto, o por mejor decir, muy ciego. Pero si el mundo supiese que entrambos hemos amado y sufrido; que de nuestro sufrimiento y de nuestra lucha sólo hemos sacado la conciencia ilesa, comprendería nuestra mutua posición; tú has dejado enterrado tu amor en el lodazal de tu juventud; ha muerto allí sofocado, no existe para ti; yo amo a un fantasma imposible y entrambos, con el corazón vacío para ese amor ardiente, que Dios ha puesto en el alma del hombre y de la mujer, satisfechos el uno del otro, nos apoyamos mutuamente y nos amamos con un amor infinitamente más puro. Debemos, pues, dar gracias de nuestra felicidad a Dios.

. . . . . . . . . . . . . .

¿Me había yo engañado la noche antes?

¿Era en efecto feliz Amparo?

¿O era que tenía tanta fuerza, tanto poder para ocultar su sufrimiento como para soportarle?

. . . . . . . . . . . . . .

Nunca me pareció un día tan largo.

Cuando nos separamos aquella noche ya bastante tarde, corrí a mi acechadero.

Amparo no estaba inmóvil como la noche anterior; tenía un cofrecito sobre la mesa y sacaba de él papeles escritos, que leía y ordenaba.

Amparo con la cabeza inclinada sobre el pecho, lloraba leyendo aquellos papeles.

Lloraba de una manera desconsoladora, comprimiendo sus sollozos.

¿Era que la noche antes, sobrecogida, aturdida del golpe, por llamar así su casamiento conmigo, la intensidad del dolor había comprimido sus lágrimas, anegado sus sollozos?

Era indudable que Amparo se rendía a su dolor.

Era indudable que Amparo sufría una desgracia inmensa.

Y leía y releía aquellos papeles.

¡Cartas sin duda del hombre a quien amaba!

Después vi en sus manos un medallón que sacó también del cofrecito, parecía un retrato.

Amparo le estrechó contra sus labios, le separó de ellos, le miró de una manera ansiosa, y exclamó:

—¡Oh Dios mío, Dios mío! ¡tened compasión de mí!

. . . . . . . . . . . . . .

Se puso a escribir lentamente.

Con mucha frecuencia se abstraía y pasaba sin escribir un largo intervalo.

Luego volvía a escribir.

Pasó así gran parte de la noche, y después recogió en el cofre los papeles y el retrato, guardó cuidadosamente el cofre en un armario, se desnudó y desapareció tras las cortinas de su alcoba.

Yo no supe ya qué pensar de Amparo.

Pero me cubrí con el más perfecto disimulo, como ella se cubría conmigo.

Nos tratábamos como si hubiéramos vivido juntos desde nuestros primeros años.

Las gentes nos creían el matrimonio más feliz del mundo.

La tranquilidad aparente de Amparo cuando yo era testigo de su agonía nocturna, de sus lágrimas y de lo intenso, de lo vivo, de lo inalterable de su amor hacia aquel hombre, que era para mí un misterio, la tranquilidad ficticia de Amparo, repito, me irritaba.

Durante un mes pude sufrir la lucha entablada entre mi razón y mis celos; pero llegó un día en que me estremecí.

Empezaba a perder la razón; antes de perderla enteramente tomé una resolución decisiva; la de separarme de Amparo, que era para mí un tormento y un peligro, con el pretexto de un viaje para ir a visitar a mi tío.

Amparo nada me dijo cuando la anuncié este viaje, más que las siguientes palabras:

—Espero que volverás pronto.

Aquella noche salí de Madrid en una silla de postas.

Mi resolución era, no volver a ver más a Amparo.


Pero para cumplir una resolución es necesario ser dueño de sí mismo, y yo no lo era.

Parecía... voy a procurar explicarme: parecía que mi alma había quedado fuertemente asida a Amparo, y que cada vuelta de las ruedas de la silla de postas que me conducía, estiraba mi alma, haciéndome sufrir un tormento inexplicable.

Llegó un punto en que no pude resistir más.

Habían pasado algunas horas de una tortura aguda que se hacía más dolorosa a medida que me alejaba de ella.

Mandé al conductor que volviese a Madrid.

Luego, le ofrecí una recompensa por cada minuto que ganase.

La silla de postas volaba.

Yo me había propuesto apurar mi destino cediendo sin resistencia a los impulsos de mi corazón.

Había resuelto quitarme mi doloroso disfraz y morir poseyendo a Amparo.

A medida que este pensamiento tomaba consistencia, estimulaba al conductor prometiéndole más.

La silla apenas tocaba con las ruedas al camino.

A pesar de esta agudez no pudimos llegar a Madrid hasta el medio día.

Cuando llegué a mi casa, subí anhelante las escaleras como si hubiese estado mucho tiempo ausente de ella.

Dominado aún por la fiebre entré en las habitaciones de Amparo.

No estaba en ellas.

Pregunté a mi ayuda de cámara, y me dijo:

—La señora acaba de salir.

—¿Y adónde?

—Han traído una carta y la señora apenas la ha leído se ha puesto pálida, ha pedido a Teresa una mantilla, y con el traje de casa, acompañada de la misma Teresa, ha salido precipitadamente.

—¿A pie?

—Sí, señor, a pie.

—¿Y no sabe usted adónde ha ido?

—Nada ha dicho la señora.

Despedí a mi ayuda de cámara y me quedé solo paseándome por mi cuarto, aterrado, sintiendo no sé qué recelos.

Yo no sabía qué pensar de Amparo; era para mí un misterio.

De repente una idea poco digna, pero disculpable en la situación en que me encontraba, me llevó a su dormitorio:

«En el armario me había dicho, encierra el cofrecillo donde tiene el retrato que besa, y los papeles que lee llorando. Si es necesario forzaré el armario y conoceré a ese hombre, leeré esas cartas, sabré a qué atenerme.»

Afortunadamente no me vi obligado a violentar nada: el armario tenía puesta la llave en la cerradura.

Antes de abrir el armario, cerré las puertas para evitar una sorpresa casual de los criados.

Luego abrí temblando el espejo que servía de puerta al armario.

En una tabla, cuidadosamente pegado a un rincón, estaba el cofrecillo.

En aquella misma tabla había otro objeto.

Un gancho de trapero.

El gancho representaba su pasado.

Acaso el cofrecillo constituía su presente.

Acaso yo al abrir aquel cofrecillo determinaría su porvenir.

Cuando el porvenir es sombriamente misterioso, tememos conocerle: como el preso por una causa grave teme conocer la sentencia del juez.

Durante algunos minutos vacilé; dudé si debía desentrañar el misterio que guardaba aquel cofrecillo, o si prefería la duda a la verdad.

Tres veces extendí mi mano hacia el cofrecillo, y tres veces la retiré.

Pero por terrible que sea la verdad es preferible a la duda.

Me apoderé al fin del cofrecillo, le puse sobre la mesa y le abrí.

Al abrirle mi corazón no latía.

Lo primero que vi fue un pequeño estuche.

Le abrí y encontré... la cruz de brillantes que le había regalado el día que por primera vez almorzó conmigo.

La existencia en el cofrecillo de aquella cruz, me dio no sé qué aliento, qué esperanza vaga, qué alegría íntima.

Luego seguí en mi inspección:

Buscaba el retrato y le hallé cuidadosamente envuelto en un papel muy usado.

Necesité hacer un violento esfuerzo para mirar aquel retrato; pero cuando le miré...

¡Oh! ¡Dios mío! ¡cuando le miré creí morir!

El retrato que Amparo besaba llorando; que estrechaba contra su corazón y contra sus labios contemplando el cual pasaba inmóvil hora tras hora... aquel retrato...

¡Aquel retrato era el mío!

. . . . . . . . . . . . . .

¿Me habría yo engañado?

¿Habría otro retrato en el cofrecillo? sería aquel otro el que besaba Amparo.

Revolví, busqué y encontré otro retrato.

Pero era un retrato de mujer, y tenía el marco negro.

Yo estaba seguro de que el retrato que besaba Amparo estaba contenido en un medallón dorado.

Aquel retrato era el mío.

. . . . . . . . . . . . . .

Sentí una vaguedad fría en mi cabeza: mis ojos se oscurecieron, no pude sostenerme de pie, y me senté en el mismo sillón en que ella se sentaba.

Y allí, replegado sobre mí mismo, con la cabeza entre mis manos, creí revolviendo mi destino; pasar mis dudas y mis celos; calmarse lentamente mi desesperación; desaparecer mi presente de hacía un momento, e ir creciendo aquel mi otro presente que hacía un momento había nacido.

Sentí comprimirse mi corazón, como necesitado de arrojar de sí un peso insoportable, y luego sentí que mi corazón se dilataba y lloré en un llanto largo, tranquilo, dulce, toda la hiel que había ido depositándose en mi corazón.

Y luego me sentí inflamado de un fuego dulce, para mí desconocido; de un fuego que parecía aislar dentro de sí mismo mi alma, purificarla, levantarla hasta el cielo; pareciome tenerla en contacto con Dios, bendecida por él; luego me sentí completamente abstraído, espiritualizado, fuera del contacto de todo lo terreno, y pareciome tocar con mi espíritu el espíritu de Dios, del Dios justo y bueno que premia a los que lloran; y creí en Dios y le confesé con la inmensidad de mi pensamiento.

Y ya no dudé, no: y al consagrar mi felicidad a Dios, me alcé fuerte y tranquilo, lleno de vida y de juventud y de esperanza.

Aquel sueño de redención y de paz había pasado, y su reciente recuerdo difundía en mi ser una calma inefable; ya mi aliento no salía ronco y fatigoso de mi pecho: la vida me era fácil: el sol que penetraba por las ventanas del jardín, tenía color de gloria: mis ojos veían luz: mi pecho respiraba aire: parecíame que el espacio era armónico, que todo me sonreía, que todo se asociaba a mi felicidad.

Al fin había encontrado aquel amor infinito, necesidad ardiente de mi alma.

Al fin Dios me dejaba ver el ángel de fuego que debía ser paz y mi gloria sobre la tierra.

Amparo me amaba.

Yo era el hombre más rico de la tierra; todo lo que había ansiado lo tenía.

. . . . . . . . . . . . . .


Los que no hayáis amado con toda vuestra alma y sin esperanza, no podéis comprender lo que acabo de deciros.

Os reiréis de mí, y creeréis hacerme mucho favor llamándome solamente loco.

Yo escribo para los que sufren; para los que lloran.

Los que no veis la vida sino al través del escepticismo, no podéis comprenderme.

¡Callad! porque si estoy loco, mi libro es una verdad.

La verdad de la locura.

¿Estáis vosotros seguros de que tenéis razón?

¡Ah! ¡ah! ¡ah!


Puse otra vez los dos retratos y el estuche en el cofrecillo, éste en su lugar, cerré el armario, y no sabiendo adónde había ido Amparo, me resigné a esperar su vuelta con la menor impaciencia posible.

Al pasar por su gabinete vi una carta abierta sobre un velador.

Aquella carta era sin duda la que había causado la precipitada salida de Amparo.

La leí y palidecí como ella había palidecido.

El padre Ambrosio había sido atacado de una congestión cerebral, y el médico que le asistía lo participaba a Amparo.

Entonces comprendí por qué Amparo había salido de casa con tal precipitación.

Yo salí del mismo modo, y recorrí en algunos minutos la distancia que separaba mi casa de la del exclaustrado.

La primera persona que encontré en la habitación del religioso, sentada y triste junto a una puerta cuyas cortinas estaban corridas, fue a Amparo.

Al verme se levantó de una manera nerviosa, y sus ojos se fijaron en mí con una alegría inmensa, pero aquella alegría tuvo la duración de un relámpago.

—¡Ah!—dijo—yo no esperaba... que volviéseis tan pronto.

—¡Oh! sí—la dije—no puedo vivir separado de ti.

Y acercándome a ella, la abracé y la besé en la boca de una manera ardiente.

Amparo dio un gritó, se retiró y me miró de una manera profunda.

Yo me rehice.

—He visto la carta en que te anunciaban el triste estado de nuestro amigo—la dije.

—¡Oh! sí—dijo ella rehaciéndose a su vez—yo corrí, volé; pero...—añadió tristemente—todos hemos llegado tarde.

—¡Ha muerto!

—No: pero no hay esperanza; se ha hecho cuanto puede hacerse.

Amparo calló y quedó profundamente triste.

—¿Y estás... sola?

—Sí... el infeliz duerme; Teresa ha ido a casa para que vengan Juan y María; he mandado traer una cama; me siento mala, desesperada, Luis; era mi padre.

. . . . . . . . . . . . . .


El buen exclaustrado murió aquella misma tarde.

Amparo volvió a casa desolada, impresionada fuertemente; se encerró en su aposento, y yo respeté su dolor.

. . . . . . . . . . . . . .


Me vi obligado a continuar durante algunos días mi antiguo papel de hermano.

Al fin, una mañana, Amparo me dijo:

—Siéntate a mi lado, Luis.

Me senté en el sofá junto a ella.

—Necesito que me expliques—me dijo—ciertas cosas que no comprendo bien. Desde que has vuelto de tu extraño viaje eres otro.

—¿Otro?

—Sí por cierto, antes sufrías; ahora no sufres; antes no tenías ni fe ni esperanza; ahora... Luis; yo veo en tus ojos otra vida... Luis; tú has encontrado la felicidad que buscabas... yo quiero saber la causa de tu felicidad.

Amparo tenía menos paciencia que yo, y pasaba la primera el límite que tácitamente nos habíamos señalado.

Quise facilitarla el camino adelantándome a ella.

—Te engañas, Amparo—la dije—yo no soy feliz, bajo el punto de vista que tú crees.

—¡Oh! sí, sí; yo no me engaño—me respondió.

—Pues te has estado engañando hasta ahora; por mejor decir, yo he sabido engañarte.

-¡Tú!

-Sí.

—¡Cómo!

—Tú no has conocido mis celos.

—¡Tus celos! ¡amas acaso!

—Sí, con toda mi alma, con toda mi fe, con todo mi entusiasmo.

Y la rodee un brazo a la cintura.

—¡Oh! ¡qué es esto! ¡Dios mío!—exclamó Amparo levantándose pálida como un cadáver.

—Mis celos son justos—dije fingiéndome desesperado—tu amor hacia un ser misterioso, te hace horrible toda demostración de amor por mi parte.

Amparo continuaba de pie, aterrada, muda, pálida, fijando en mí una mirada llena de ansiedad, de temor, de duda; ávida, dolorosa, suplicante, llena de impaciencia.

Yo la atraje a mí y la senté sobre mis rodillas sin que ella opusiese resistencia; inclinó la cabeza sobre el pecho, luego la alzó, me miró destellando de sus magníficos ojos negros un fuego casi divino, y me dijo con las manos puestas sobre mis hombros con la boca entreabierta, los labios trémulos, embriagándome con el perfume de su aliento.

—¡Luis! ¡Luis! ¡ten compasión de mí!

Y luego reclinó la cabeza sobre mis hombros, y rodeó sus frescos brazos a mi cuello.

—¡Yo te amo!—la dije con voz opaca y ardiente rozando con mis labios sus mejillas.

Amparo se estremeció y rompió a llorar.

—¡Te amo—continué—no sé desde cuando! me parece que te he amado toda mi vida; que te amaba antes de nacer.

Amparo se estrechó más contra mí.

—He callado, porque debía callar; he sufrido cuanto he podido sufrir; pero ya no puedo sufrir más, porque tengo celos.

Amparo levantó su cabeza de sobre mi hombro, y me miró con una expresión triste, grave, solemne, al través de sus lágrimas.

Luego me dijo con voz opaca y reconcentrada:

—¡Celos tú! ¡celos por mi amor y celos de otro hombre! ¡Esto es horrible! ¡Esto no puede ser!

Fue para mí tan inesperada esta exclamación de Amparo, que me estremecí, y brotaron a mis ojos, sin duda, todos mis enamorados deseos, porque las mejillas de Amparo se coloraron, y pasó por sus labios una indicación de sonrisa inefable.

—¿Con que yo lo soy para ti?—añadió—¿con que has sufrido y has callado y has mentido, como yo he sufrido, mentido y callado? ¿con que por una obcecación mutua hemos estado a punto de ser los más desgraciados de la tierra?

—¿Pero ese hombre? ¿ese hombre a quien amas? ¿es imposible de tu deseo?...

—Ese hombre, eres tú—me dijo exhalando en un grito inmenso toda su alma, y dejándose caer abandonada y trémula entre mis brazos.

—¡Oh! qué feliz soy—añadió sollozando de placer—¡Dios! ¡y tú!


La memoria es un don funesto.

¡La memoria, que nos trae en la desgracia, el encendido recuerdo de la felicidad perdida!

¡Oh! ¡la memoria!

¡Si Satanás no tuviese memoria, no estaría condenado!


Después de esto había en el manuscrito que me había entregado mi amigo el loquero del hospital de Zaragoza, algunas hojas rasgadas.

Púsome de muy mal humor esta laguna que aparecía de repente, acaso en la parte más interesante de la historia de aquel pobre loco; y tanto más, cuanto en algunos girones de hojas que habían quedado adheridos, se leían algunas frases que demostraban que Luis no había sido muy feliz después de su matrimonio.

Pero para subsanar en cierto modo esta falta, quedaban íntegras más allá de las hojas rasgadas, algunas otras escritas con seguridad, y aun nos atreveremos a decir con reflexión, en estado de razón completa.

He aquí aquellas páginas:


He despertado de un largo sueño.

No sé cuánto tiempo ha durado mi sueño.

Pero ha debido de ser largo.

Me he encontrado en una prisión.

Esto es; en un pequeño aposento, cuya puerta demasiado fuerte, tiene una rejilla espesa, y al que da luz una ventana con reja que corresponde a un jardín abandonado.

En este aposento he visto algunos muebles modestos, y una cama de forma extraña, inclinada, y a lo largo de cuyas maderas hay algunas correas.

Estas correas demuestran que algunas veces ha habido necesidad de sujetar en aquel lecho, a la persona que en él durmiese.

Estando ese lecho en mi aposento, o yo en el aposento donde está ese lecho, claro es que la persona a que alguna vez se han visto en la necesidad de sujetar, soy yo.

¿Y por qué razón ha podido haber esa necesidad de sujetarme?

Yo no me acuerdo de nada.

Tengo un recuerdo confuso de una noche en que bebí demasiado, en que me escité demasiado, en que ardía mi cabeza, en que me parecía sentir dentro de ella un vacío doloroso.

Recuerdo que entonces tenía yo veinte y cuatro años; que era desgraciado, porque la vida era para mí monótona, porque me había hastiado de todo.

Recuerdo que yo buscaba una vida artificial, en los excesos, en el abuso de los licores fuertes.

He debido pasar mucho tiempo sin la conciencia de mi existencia, o mejor dicho, el período de mi existencia, cuyos sucesos no recuerdo, ha debido de ser largo.

Porque me he mirado a un espejo que tengo aquí colgado en la pared, y me he encontrado viejo, enfermo, horriblemente demacrado, con todas las señales de la tisis.

He encontrado en mi mesa un manuscrito: manuscrito mío, no puedo dudar de ello.

Ese manuscrito me ha dicho que he estado loco, que he soñado.

Que he vivido muchos años, entregado a una pesadilla dolorosa y que despierto para morir.

He recobrado indudablemente la razón.

Al entrar un hombre con mi comida me ha mirado con asombro, y me ha llamado: «señor duque.»

¡Con que ha muerto mi pobre tío!

¡Con que es verdad lo que dice ese manuscrito!

¿Quién sabe?

He preguntado acerca de mí mismo, acerca de mi tío, y nada ha sabido contestarme el director del establecimiento.

Un día me trajeron aquí porque estaba enteramente loco.

Un curador, nombrado judicialmente, ha cuidado de mis bienes, porque yo no tengo parientes.

He mandado llamar a ese hombre.

—¿Qué sabe usted de la causa de mi locura? le he preguntado.

—Nada puedo contestar a vuecencia, me ha respondido, sino que fue recogido de las calles públicas por donde vuecencia discurría diariamente perdida la razón: ningún pariente se presentó a reclamar la curaduría de vuecencia como demente, y esa curaduría se me ha conferido por providencia judicial: vuecencia ha recobrado la razón, y estoy dispuesto a darle cuentas.

—No se trata ahora de eso. ¿Soy yo viudo?

—Lo ignoro, señor: en Zaragoza se sabe únicamente que un día llegó vuecencia en una silla de posta, procedente de Madrid, a la fonda de las Cuatro naciones, en donde tomó el mejor aposento: en el pasaporte de vuecencia constaban su nombre y su título: muy luego se comprendió que vuecencia estaba gravemente enfermo: al cabo su enfermedad se agravó: lo que antes era una monomanía tranquila, se convirtió en una locura furiosa, y fue preciso...

—Bien, bien; pero para reconocer mi título y mi nombre debió identificarse mi persona.

—Sí, señor.

—¿Y no consta en las diligencias judiciales mi estado?

—No, señor.

—¿Y nadie me conocía en Zaragoza?

—No, señor.

—Pues bien, es necesario que usted, u otra persona de confianza, vayan a Madrid: yo daré a usted, o a esa persona, cartas para mis antiguos amigos. Necesito saber un período de mi historia que durante mi enfermedad he olvidado.

. . . . . . . . . . . . . .


Este hombre, que es un honrado propietario aragonés, ha partido para Madrid.

Pero me temo que cuando vuelva...

Esta tos seca, lenta, sin esfuerzo...

Me he visto obligado a guardar cama.

. . . . . . . . . . . . . .


¡Amparo!

¡Una mujer formada por la educación, sostenida por la virtud, por lo exquisito de su sentimiento!

Esta mujer debe de haber sido un sueño mío.

Esta mujer no ha existido.

Ha sido un hermoso sueño de primavera.

Una horrible pesadilla de verano:

¡Esa mujer!

¿Y si ella hubiese existido?

¿Si no hubiera sido el sueño de un loco sediento de amor?

¡Oh! ¡qué horrible desgracia!

He rasgado la parte más dolorosa de ese sueño o de esas memorias.

La he rasgado y la he quemado temeroso de volver a la locura si leo mucho ese fragmento horrible.

Pero su recuerdo está fijo en mi memoria.

Un día entré yo en mi casa, como suele entrarse por casualidad, sin ser notado.

En el gabinete de mi mujer hablaba un hombre.

Uno de mis mayores amigos.

Pretendía una cosa horrible.

Pretendía que ella me hiciera traición.

. . . . . . . . . . . . . .

Yo maté a aquel hombre.

Le maté como mata un caballero a un infame que le ha ofendido.

En duelo, con peligro de mi vida.

. . . . . . . . . . . . . .

Todo esto ha debido ser un sueño.

. . . . . . . . . . . . . .

¡Pero que sueño tan horrible!

Y si no ha sido sueño. ¡Qué verdad tan aterradora!

Parece que Dios me ha dicho:

«Tu dudaste de mí, y me negaste al cabo:

»Yo tuve compasión de ti, y te envié en Amparo un ángel de redención;

»Después te sujeté a una prueba;

»Te hice sufrir una injuria;

»Tú no supiste perdonar la injuria y levantaste tu mano armada contra un hombre y le mataste.

»Tú no eras merecedor de la felicidad.

»El ángel que yo te había dado, vio sangre humana en tu frente y se horrorizó de ti...

»Y el horror le mató.

»Le mató como un tósigo lento.

»Y el hijo, el hermoso hijo que el amor de Amparo te había dado, privado de la ternura de su madre, murió también...

»Y tú enloqueciste.

»Y como Caín el maldito, fuiste separado de tus hermanos.»

. . . . . . . . . . . . . .


Si esto ha sido verdad... ¡Oh Dios mío! tu justicia ha sido severa; severa e implacable.

Si ha sido un sueño, ¿para qué me has dado ese ardiente sueño, Dios mío, ese sueño escrito por mi mano, que me hace dudar, que me envenena el alma?

¿Será acaso ese sueño un castigo a mi impiedad, a los impuros desórdenes de mi juventud?

. . . . . . . . . . . . . .

¡Cuánto tarda ese hombre que ha ido a Madrid!

Me siento cada día más débil.

Cada día escribo con más dificultad.

Ignoro si podré concluir.

. . . . . . . . . . . . . .

Escribo estas últimas líneas en el lecho.

Apenas tiene fuerza mi mano para sostener la pluma.

Tal vez ese hombre no llegue a tiempo.

Oídme por la última vez:

No dudéis de Dios: si sois desgraciados, aceptad resignadamente la desgracia: si Dios os da la felicidad, no os hagáis indignos de ella; y nunca, oyendo la voz de vuestras pasiones, siguiendo a ese fantasma que se llama honor, echéis sangre sobre vuestra frente: sufrid y perdonad, no sea que os pregunte Dios cuando en un momento de desesperación le pidáis cuenta de vuestra desgracia:

¡Caín! ¿qué has hecho con tu hermano Abel?

. . . . . . . . . . . . . .


Aquí concluían las memorias del loco. Tuve la tentación de esclarecerlas, pero me detuvo el temor de encontrar en el esclarecimiento de estas memorias algo demasiado horrible.

Si hemos presentado a nuestros lectores una obra incompleta, perdónennos, porque no hemos podido hacer más.

FIN







End of the Project Gutenberg EBook of Amparo, by Manuel Fernández y González

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK AMPARO ***

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