The Project Gutenberg eBook of Por las dos Américas

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Title: Por las dos Américas

Notas y reflexiones

Author: Enrique Molina

Release date: February 26, 2024 [eBook #73044]

Language: Spanish

Original publication: Santiago de Chile: Casa Editorial Minerva, 1920

Credits: Santiago Yrla, Chuck Greif, Adrian Mastronardi and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/American Libraries.)

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INDICE

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ENRIQUE MOLINA


POR LAS DOS AMÉRICAS

NOTAS Y REFLEXIONES


Casa Editorial “Minerva”
M. Guzmán Maturana
SANTIAGO.—CHILE
1920



Es Propiedad

Imp. Universitaria.—Estado 63.—Santiago de Chile.



CAPITULO PRIMERO

DE VALPARAÍSO A COLÓN

Por las costas de Chile.—Mollendo.—El Callao.—Lima.—Espíritu español.—Atraso político de los peruanos.—Gentileza de la gente culta.—Problemas internacionales.—Panorama de la naturaleza y de los pasajeros.—Un atormentado.—Panamá.—El Canal.

El camino más corto para ir desde Chile a los Estados Unidos es a través del canal de Panamá. Los buenos vapores se demoran ya de Valparaíso a Nueva York sólo diez y ocho días, y es probable que antes de un año no necesiten más de quince y aún menos.

La rapidez y la economía que así resultan compensan la falta de otros atractivos que pudieran deleitar a los viajeros a lo largo de la costa del Pacífico meridional. Esta costa es monótona, y fuera de Valparaíso y tal vez de Antofagasta, no ofrece grandes puertos que puedan despertar la admiración o la curiosidad en algún sentido. Hablar de grandes puertos, refiriéndose a los lugares chilenos nombrados, debe entenderse dicho con relación a las ciudades, porque en cuanto puertos, bien sabido es que son detestables y que difícilmente habrá otros peores en el mundo. Si en cualquier peñón desierto en medio del océano se levantara un poste con un letrero que dijera «Puerto», seguramente resultaría más abrigado que cualquiera de los dos.

La costa occidental no presenta a la vista el regalo de algo semejante a los panoramas encantados de Río de Janeiro, Santos y otros puntos tropicales de la costa oriental.

Tampoco centellean de noche en ella los innumerables faros que animan sin cesar las pobladas orillas del Mar del Norte europeo; ni aguzan la vista de los pasajeros, como ocurría en este mar antes de la gran guerra, el pasar continuo de transatlánticos ni el deslizarse en medio de centenares de barquichuelos pescadores de pintorescas velas.

A bordo no se baila, y apenas se toca. Por lo demás, no es mucho lo que perdemos con no oir más seguido el piano de nuestro vapor, el Aysen, porque, por lo viejo, desafinado y chillón, resultan sus sonidos capaces de hacer temblar de irritación a los nervios más bien puestos. Un maestro se arrojaría al mar antes de poner las manos sobre ese teclado. Entre los pasajeros hay sólo tres niñas, que son las que hacen los gastos de nuestros escasos entretenimientos sociales con algún encanto femenino.

No se divisan más de dos parejas que «flirtean». En la rada de Coquimbo, primera escala del vapor, contemplaban un joven y su compañera a las vendedoras que habían subido a vender frutas, dulce de papaya, confitados, quesos, canarios, objetos adornados de conchas, etc.

—Estas cosas son traídas de La Serena y de los valles vecinos, le dijo él. Por haber llegado tan tarde el vapor, me ha fallado uno de los primeros números de mi programa de viaje. Tenía vivo interés en alcanzar a visitar La Serena, que es mi pueblo natal, ver sus calles coloniales adormecidas en su estagnación semi-secular; pero ya es de noche. Tengo que contentarme con divisar sus luces que parpadean cerca de la costa. Es un suplicio tantálico: anhelaba ir allá; tengo a la vista el lugar de mi anhelo y sé que será imposible conseguirlo. Es una imagen en pequeño de lo débiles que suelen ser nuestras fuerzas ante el destino. En estas circunstancias las lucecitas de la ciudad querida me parecen las miradas de una mujer que se desea y no se alcanza, aunque ella misma quisiera ser alcanzada.

—Quién sabe si tanto en el caso de la mujer como en el de la ciudad es lo mejor que pudiera ocurrir para no perder la ilusión, dijo suspirando un señor maduro, que estaba cerca.

La niña sonreía sin entender tal vez la pena del joven ni el dolor que palpitaba en la triste reflexión del señor maduro.

Uno de los «flirts» produjo resultados francamente saludables. Para aliviarlo de una honda neurastenia, llevaba un padre a su hijo a viajar; y el juego del amor, las dulces coqueterías de una simpática niña, pudieron más para mejorarlo, sin duda junto con la acción del descanso y del aire del mar, que todos los médicos que lo habían atendido y drogas que había engullido antes. He considerado el caso muy digno de ser mencionado, sin que piense que el remedio haya de ser recomendado siempre.

*
* *

Los pasajeros leen, se pasean, juegan a las cartas, al dominó, a los dados para beber los indispensables aperitivos antes de almuerzo y comida, o cualquier cosa a toda hora. Los norte-americanos dan pruebas de mayores aficiones gimnásticas que los demás. Juegan al lanzamiento de pequeños discos de madera en el puente, y lo hacen con grandes gritos y alboroto y en mangas de camisa. También gastan más empeño que otros en recorrer el vapor diariamente de popa a proa con trancos elásticos.

Hay un japonés que no se mete con nadie. Retraído, huraño, fuma, toma notas, y tiene una marcada fisonomía de bicho mal intencionado.

Viene un joven argentino, que es un pequeño «super-hombre». No muy alto, delgadito, anguloso, muy metido en sí mismo, de pantalón blanco irreprochablemente planchado y doblado abajo, de inmaculadas zapatillas blancas con suave suela de goma; se pasea abstraído en sus hondos pensamientos, muy derechito, lanzando las piernas como si obedecieran a resortes muy bien montados! Protesta de que no le preparan el baño a tiempo, llama a los mozos a grandes voces y habla de una comisión de su gobierno que lo lleva a los Estados Unidos. Parece que tuviera en sus manos los destinos de toda la América Española.

La costa de Chile va acompañada de cerros que en las latitudes del norte acentúan su carácter árido, estéril, monótono. Aquí limitan al desierto o a la pampa y son de un color café claro. Se presentan formados de una substancia al parecer blanda, sin una planta, repulsivos, contrarios a la vida, y como dispuestos a tragarse al hombre que se atreva a aventurarse en medio de ellos. Y detrás de esta barrera se encuentra el salitre, la inmensa riqueza que fecunda la tierra y es fuente de vida.

Antofagasta, la principal ciudad chilena del norte, se levanta en las faldas de estos cerros desolados. Contemplada desde a bordo, se presenta como un pequeño pueblo ahogado en los brazos de la montaña triste y aplastante. Mirada de cerca, ya es otra cosa. Pero no siempre es fácil desembarcar y llegar a ella. Hay días,—y el en que nosotros fondeamos fué uno de ellos,—en que el mar forma tantas olas aquí como en el lugar más abrupto de la larga costa chilena. Los vapores fondean lejos y danzan sin cesar, acompañados de los botes y vaporcitos que se acercan a ellos, y suben y bajan diez o doce metros en un movimiento continuo.

Los angustiados pasajeros, que desean o tienen que desembarcar, deben esperar el momento preciso en que el bote se acerca a la base de la escalera para saltar sin peligro, pero no sin que sea menester dar pruebas de gran agilidad y acrobacia. Aun así no escapa el pasajero libre de una buena mojada.

Las calles de Antofagasta son anchas, y en ellas reina la animación de una ciudad activa y llena de vida. Se hallan pavimentadas de asfalto de roca, hecho en mejores condiciones que en cualquiera otra ciudad de Chile, y las recorren automóviles y victorias limpios, nuevos, brillantes. La población tiene cincuenta años de existencia y cuenta sesenta mil habitantes más o menos. Hay buen alumbrado eléctrico, buen agua potable, y hasta jardines, quintas y parques preciosos. Los chilenos han creado un oasis al borde del desierto.

Iquique, más que una ciudad, es un campamento. Le falta de la verdadera ciudad el carácter de mansión definitiva, de lugar elegido por el hombre para establecer su hogar. Es una plaza de tránsito en que los hombres se congregan para enriquecerse y divertirse. Y en cuanto pueden se marchan. Es un campamento que no tiene nada de desagradable y donde se lleva una vida ligera y fácil. Cuenta con algunas calles amplias y hermosas y con un bello paseo a la orilla del mar. Desgraciadamente, según informaciones que recibí al pasar, en lo que más importa a la vida no es un campamento nacional, sino extranjero. Las principales industrias y el gran comercio se hallan en manos de extranjeros, y hasta el agua que usan y beben los habitantes la suministra una compañía foránea que cobra por ella los precios más exorbitantes que es dable encontrar en el mundo.

Después de recorrer la costa desnuda de toda vegetación de Antofagasta y Tarapacá, Arica se presenta a la vista como un pequeño vergel. Arica es la puerta de algunos ricos valles de la provincia de Tacna que producen, entre otras cosas, exquisita fruta. Las naranjas y las chirimoyas del valle de Azapa son de una dulzura deliciosa e insuperable.

Arica es un pueblo de calles estrechas, tristes, amodorradas, pavimentadas con piedra de río, y con aceras angostas que se extienden casi al mismo nivel de la calzada.

¡Qué laxitud se siente en la vida de este pueblo! La gente anda despacio, no gasta prisa para nada. La gente del pueblo anda sucia, desarrapada; y los ejemplares de la raza peruana que se encuentran evocan la mísera imagen de los tipos sud-africanos. Parece que todos vivieran en una comadrería condescendiente y resignada.

Al alejarnos del último puerto chileno, contemplamos al Morro de Arica, pelado, macizo, abrupto, teatro de las inmortales hazañas de nuestros guerreros; lo juntamos en nuestra mente con otro escenario de valor épico, la rada de Iquique, y sentimos que en estas tierras yérmicas y escuetas, ha dejado el heroísmo chileno palpitaciones inmortales y vigorizantes, que sumen el alma en un estado depurador de unción patriótica, casi religiosa.

*
* *

Mollendo, el primer lugar peruano en que tocamos, es un puertecito enclavado en las faldas de los estériles cerros de la costa, que continúa siempre desolada. El pueblo no tiene hacia donde extenderse abrigado entre el mar y la montaña. Sus casitas parecen palomares colgados de las paredes de un barranco. Tampoco existe una bahía propiamente dicha, y el mar se presenta de ordinario más agitado y terrible que en Antofagasta, con lo que se dice todo. Los pasajeros, para embarcarse o desembarcarse en el vapor o en el muelle, tienen que ser izados o bajados amarrados en sillas.

El principal puerto del Perú, El Callao, nos ofrece en una mañana de Septiembre, ligeramente envuelta en leves brumas, su bahía amplia, hermosa y tranquila. El puerto, con su desembarcadero propiamente dicho, es muy bueno y seguro. Pero el pueblo es pequeño, bastante sucio y sin importancia. Callao sufre con la proximidad de Lima, a la cual está unido por buenos tranvías eléctricos que hacen el viaje entre la capital y el puerto, en menos de una hora. Hay además carreteras muy bien tenidas para automóviles y otros carruajes. Toda la gente de cierta posición social prefiere no vivir en el puerto sino en Lima o en algunos de los bellos y graciosos balnearios de los alrededores, como Miraflores, Chorrillos, Barrancos. Entre Lima y El Callao se encuentran además San Miguel y Magdalena, lugares de residencia también, compuestos de pintorescos chalets, que aquí con cierta modestia y dejo de casticismo se llaman «ranchos».

La vieja Lima es un encanto. Uno se cree en medio de esas seductoras antiguas ciudades italianas que sugieren misterios, hacen convivir con siglos pasados y hechizan la imaginación. Las calles son estrechas y no bien pavimentadas; pero gustan mucho. Los balcones con vidrieras corridas, o con espesas celosías, las rejas moriscas, los patios andaluces producen una impresión artística propia, impresión de ensueño y de tranquilidad sonriente.

De las ciudades importantes de la América Latina, Lima es,—cediéndole el paso en esto tal vez a Méjico,—la que tiene más carácter genuinamente español y colonial; y es, por lo mismo, más interesante a los ojos del artista y del arqueólogo que otras ciudades como Buenos Aires y Santiago, de muchísimo más valor desde otros puntos de vista.

Los principales monumentos de la época colonial que se señalan en Lima son la catedral, el convento de San Francisco, el Palacio de Torre-Tagle, la casa de la Perricholi, y el Palacio del Senado, donde funcionaba la Inquisición.

La casa de la Perricholi fué hecha por el virrey Amat, en la segunda mitad del siglo XVIII, en obsequio de su querida, la célebre artista Villegas, a quien él, en los momentos de discordias semi-conyugales, llamaba en su mal pronunciado castellano «Perricholi», por decir «perra chola». Es una casa que se encuentra bastante en ruinas; no fué hecha de material noble y durable; y aun en su tiempo debe haber sido más pretensiosa que hermosa y recargada de colores y decoraciones. Hoy hace la impresión de una mujer que, a pesar de sus muchos años, ha seguido vistiéndose con telas claras un tanto raídas y conserva sin cesar en sus arrugas restos de afeites.

La catedral es una fábrica perfectamente bien tenida, pero de estilo poco definido, y tal vez algo pintarrajeada y sobrecargada de dorados. La sillería del coro tiene tallados admirables que la hacen una valiosa obra de arte. Entre las reliquias de la catedral se encuentran los restos del conquistador Pizarro, conservados en una urna de vidrio. En el mismo departamento hay un riquísimo altar de plata maciza y una madona muy bella, que, según dicen, fué un obsequio de Carlos V. Es una obra en que se ha combinado la pintura con el relieve. La virgen está pintada al óleo, y lleva una diadema de verdadero oro realzado; el conjunto da una impresión de armonía completa.

El palacio de los marqueses de Torre-Tagle data de 1735, y es la mansión más importante y típica que conserva Lima de la época colonial. Es una casa de dos pisos, de color obscuro, situada en el centro de la ciudad. Su patio español, sus maderos ricamente labrados en cuanto se ve de ellos, sus frisos de azulejos, sus azoteas, su fachada, hacen de este palacio un monumento único. Ocupa el segundo piso de la fachada un balcón corrido, sobresaliente a la calle, cerrado con espesas celosías; y al contemplar éstas desde afuera o mirar a través de ellas desde adentro, vuela la fantasía hacia el siglo XVIII y se complace en forjar romances de amor. Como todos los obstáculos que se oponen a los enamorados aumentan el incentivo de la pasión, las discretas celosías deben haber prestado cierto misterio a los encantos de las limeñas y enardecido los sentimientos de sus adoradores. Uno ve a un galán pasando por la calle y renegando de la cortina de madera que le impide disfrutar de los ojos de su amada; y ella, quizás una marquesita, que no se atreve a abrir la celosía, sufre también. Y la imaginación se representa este vulgar episodio de la eterna historia del corazón, hermoseado con toques artísticos por la mágica pátina del tiempo.

El convento de San Francisco, fundado en el siglo de la conquista, goza entre los peruanos de la fama de ser una maravilla en todo sentido. Sin embargo, debo confesar que no me pareció así. No es una obra de arte arquitectónico ni contiene grandes obras pictóricas o esculturales. La sillería del coro se halla magníficamente tallada, aunque, según mis recuerdos, los tallados no son de tanto mérito como los de la catedral.

El convento tiene, sí, la venerabilidad que prestan los siglos a todo lo inanimado que se mantiene a través del tiempo sin cambiar. Según las palabras del amable monje que me acompañaba, el convento se halla tal cual fué en la centuria decimosexta. Y no cuesta creerlo. El siglo de la conquista fué, sin duda, de fabulosas riquezas en la tierra de los incas, pero ni el carácter de la época ni los medios disponibles permitían emplear esa riqueza en hacer la vida confortable. Austeridad, frialdad, desmantelamiento, son las impresiones que produce esta casa de religiosos. La iglesia solitaria, el amplio coro, la alta sacristía, envuelven el ánimo en una sensación de encogimiento triste. El espíritu no se siente invitado a recogerse en sí mismo a meditar, porque quiere huir de ahí. Los corredores están adornados de altos frisos de hermosos azulejos; pero se hallan rodeados de rejas hacia el patio y la idea de encontrarse en una cárcel oprime el corazón. En el patio, sobre el suelo húmedo, languidece marchitándose, desplomándose, un pobre jardín.

Sin embargo, mi guía, que pasaba su vida entre esas paredes desoladas y frías, no denotaba nada de tristeza. No era en verdad el tipo del monje rechoncho, de carnes opulentas, que se nos suele pintar. Era pequeñito, delgado, de faz anémica; pero de todo su ser emanaba una conformidad risueña y se mostraba muy ufano del renombre y antigüedades de su convento.

Me mostró el buen monje, por último, una capilla muy mona, en que había una virgencita extremadamente milagrosa. Era el lugar predilecto de las devotas limeñas de la buena sociedad. Ah! en los días de grandes fiestas, la capillita parecía un canastillo de flores y un rincón del cielo lleno de soles y de estrellas. Una vez estalló un incendio que amenazaba devorar la hermosa nave. La virgencita bajó entonces por sí sola del alto sitial en que se encontraba, se puso a orar delante del altar y las llamas detuvieron como por encanto su avance destructor. Los que estaban empeñados en apagar el incendio, y vieron el prodigio, corrieron a dar cuenta de lo ocurrido a otros monjes y al superior; pero cuando volvieron, ya la virgen había subido de nuevo a su lugar, también por sí sola, y estaba ahí tan serena como si nada hubiera hecho.

Al monje no le asaltaba la menor duda sobre la veracidad de su relato. Por mi parte, complacido en la contemplación de ese cerebro adulto que se hallaba en tal estado de fe ingenua, me encontraba muy lejos de querer, con observaciones inconvenientes, arrojar sombras sobre la limpiedad de su creencia.

Y para corroborar que tal milagro cuadraba como si dijéramos en el orden natural de las cosas que podían ocurrir en la capital peruana, el monje agregó:

«Lima es un lugar de bendición, predilecto del Señor. No ve que ha sido tierra de santos, como Santa Rosa de Lima, Santo Toribio de Molgrovejo (y nombró algunos más que no recuerdo). Aquí no hay pestes ni calamidades de ninguna especie. Esta ciudad es un paraíso».

El viajero que pasa a la ligera por Lima no se resiste a aceptar que el monje estuviera en lo cierto. Para ello se juntan a los encantos de que ya he hablado la suavidad y dulzura del clima. Pero los que viven largo tiempo aquí, saben muy bien que esa blandura es enervante, debilitante y perjudicial para la salud, y que los habitantes del paraíso limeño se hallan muy expuestos a ser víctimas del paludismo, fiebre maligna causada por la picadura de un mosquito que se desarrolla en los pantanos de los alrededores.

Dicho sea de paso que cultivando mejor los terrenos circunvecinos, se obtendría la doble ventaja de aumentar la riqueza agrícola y de sanear más esta parte del país. Uno no puede dejar de hacer tal apuntación al observar cierto abandono en los campos que se extienden entre El Callao y Lima.

El espíritu español subsiste en el Perú incorporado no sólo en las cosas, sino en algunas costumbres. Y si no, díganlo las corridas de toros. No me tocó la suerte de asistir a ninguna, pero es sabido que las de Lima no le ceden en brillo, en importancia y en rendimiento pecuniario a las más pintadas de España. Los jóvenes limeños de ambos sexos adoran a los toreros famosos, y guardan sus retratos como los de héroes y grandes artistas. Toreros ha habido que han levantado fortunas de millones de soles, toreando en Lima. Un peruano cultísimo y profesional distinguido me decía al respecto:

«Yo prefiero una tarde en la Plaza de Toros a cinco noches de ópera en el Metropolitano de Nueva York; y usted haría lo mismo, agregaba, si hubiera asistido siquiera una vez en su vida a una buena corrida».

El pueblo peruano encierra en los cuatro millones de almas que lo forman, tres millones de raza india. Por esta razón tal vez es tan frecuente en las clases bajas el tipo pequeño, endeble, casi negro, que hace pensar en tipos sud-africanos. En los gendarmes de Lima se observan generalmente estas características y no hay mucho que admirar en ellos, por supuesto, en cuanto a apostura marcial.

Esta circunstancia racial debe ser también uno de los antecedentes que han obrado para producir el atraso político, la falta de preparación cívica en que aun se encuentra la nación peruana. El Perú no ha salido todavía del período de las asonadas militares y de los gobernantes que suben y bajan en virtud de afortunados golpes de mano y de motines de cuartel, período por que pasaron en diferentes décadas del último siglo todos los pueblos hispanoamericanos y que un buen número de ellos ha dejado atrás afortunadamente para siempre. Al parecer no hay en este país partidos sólidamente organizados ni opinión pública con fuerza bastante para servir de freno a los desmanes de los caudillos y del militarismo. El pueblo, en el más perfecto sentido de la palabra, entendido como concepto comprensivo de todas las clases sociales, teniendo la conciencia de formar una comparsa que no puede influir en la suerte de la República, permanece impasible ante las intrigas de palacio que derriban y elevan mandatarios[1].

¡Qué personas tan finas, amables y de vivaz inteligencia son los peruanos de las clases cultas! En este viaje no he tratado uno solo que no me haya dejado tal impresión.

Aun para discurrir sobre las más espinosas y peliagudas cuestiones internacionales, sobre aquellas que aprietan entre sus mallas el amor propio nacional, he encontrado en ellos espíritus claros y serenos. Charlando a bordo sobre tópicos de esta clase, me decía un diputado:

—El desenlace de la Guerra del Pacífico fué desgraciadamente una cosa natural y lógica. Nosotros teníamos que ser vencidos por un motivo racial. Como usted sabe, las tres cuartas partes de nuestra población están formadas de indios y con la indiada no se pueden hacer buenos soldados. ¿Cómo íbamos a combatir con éxito con el pueblo de ustedes, compuestos de fuertes mestizos o de tipos de raza blanca?

Hablábamos en otra ocasión con otro distinguido peruano a propósito de la, por parte de sus compatriotas, soñada intervención de los Estados Unidos para solucionar la cuestión de Tacna y Arica. Y me decía:

—Es un recurso empleado por algunos politicastros para agitar la opinión pública y mantenerla favorable a ellos, atizar la esperanza de que en el arreglo de nuestros conflictos vamos a contar con el apoyo de los norte-americanos. Esta es una pobre ilusión. Tal cosa no ocurrirá. Nosotros debemos levantarnos en virtud de nuestras propias fuerzas, y resolver directamente nuestros problemas, con cordura y equidad, sin la intervención de nadie de fuera de la América Española.

Escuché con hondo regocijo estas palabras que me producían una sensación de alivio y venían a confirmar y a dar más nitidez a muchos juicios y sentimientos que yo ya sustentaba de antemano. Han estado en lo cierto la inmensa mayoría de los chilenos que han considerado insensato el odio a los peruanos. No revelaría hidalguía odiar a una nación hermana que es militarmente más débil que nosotros. Es claro que no es posible remontar el curso de la historia; y que Chile y el Perú no pueden encontrarse de nuevo en la situación en que se hallaban antes de 1879 o de 1873; pero, dentro de la aceptación de los hechos consumados y del respeto a los derechos adquiridos, hay que buscar una pronta solución al conflicto existente, solución que signifique el principio de una nueva era en la historia de la América Española. La grandeza futura de las naciones de este Continente descansa en la unión de la América Latina. De otra suerte, serán fácil presa de los extranjeros, primeramente en el orden económico, y quién sabe después en cuántos sentidos más, lo que puede no permitirles llegar a desarrollar una personalidad vigorosa y acentuada en el concierto de los pueblos civilizados.

*
* *

Para muchos, el viaje se prosigue dentro de la monotonía de una vida siempre igual. Todos los días los mismos paseos, los mismos juegos, las mismas comidas, el mismo matar somnoliento de las horas en las cómodas sillas de cubierta, el mismo esperar lánguido de la próxima distribución.

Sin embargo, la monotonía es en muchos aspectos sólo aparente. Las bellezas naturales, el mar y el cielo que en su grandeza nos arrastran hacia las misteriosas vaguedades de lo infinito, sobrepasan el concepto de lo monótono. El mar es un objeto que invita a la contemplación serena y plácida, al arrobamiento, no al hastío, ya se presente con la tranquila magnificencia de un lago sin límites, ya se agite en olas irritadas por la acción levantisca del viento, ya tomen sus aguas tintes verdosos de algas, o azules obscuros, tenebrosos, que hacen pensar en algún líquido abetunado, pegajoso.

Navegamos casi siempre en un mar tranquilo, muy digno de su nombre de Pacífico. Sólo entre Antofagasta y Mollendo un viento sur fuerte nos azotó algo de costado, encrespó el mar de manera formidable e hizo bailar al vapor como un barquichuelo insignificante. Aquí fué el protestar de la gente mareada. Muchas señoras creían morirse y no pocos señores también, y clamaban en contra de lo pequeño, de lo inseguro y de lo inestable del buque. Este resultaba el fracaso más completo de la arquitectura naval. Pero el mal tiempo fué cuestión de dos o tres días y pasó.

La naturaleza volvió a recobrar su hermosa placidez. En Paita se nos presentó con todas las galas de una belleza tropical, brillante, nítida, transparente. Era una noche placentera, tibia, amorosa. La bóveda azulada parecía una tersa piedra preciosa en que estuvieran engastadas centelleantes la luna y las estrellas. Se sentía un aire grato que envolvía en laxitud. Las aguas se mecían balanceando en sus ondas los rayos de la luna: correspondían con la suavidad del movimiento a la caricia de la luz. El alma se sentía inclinada a caer en adoración y a divinizar el mar, las estrellas, la luna, como deidades palpitantes de amor, sonrientes y benévolas.

Paita es famosa por tres capítulos: por la luna, los sombreros de jipijapa y la chancaca. En esta ocasión sólo de esta última no pudimos dar fe. Ya hemos visto cuán justificada es la fama de la luna, tomada como representativa de un cielo tropical esplendoroso. Por lo que respecta a los sombreros, una nube de vendedores subió al vapor a ofrecerlos. Eran individuos de tipo indio muy acentuado, aunque no enteramente puro y con caracteres de mestizos. Traen los sombreros en bolsas de tela y algunos son tan finos que se pueden doblar como el más delicado tejido de seda o de hilo. Pero se permiten pedir por éstos de ocho a diez libras esterlinas. Con el regateo bajan a cinco, a cuatro, y cuando el vapor va ya a levar anclas es fácil obtener alguno bastante bueno por dos libras.

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Así como el panorama de la naturaleza no resulta monótono para el que sabe mirarlo con amor e interés, de igual manera el panorama, por decirlo así, que van presentando las personas de los viajeros ofrece siempre algo de nuevo si se le observa con atención. Nunca alcanza a conocer uno a todos sus compañeros de viaje ni siquiera de vista en los primeros días. A lo mejor, extrañado de una facha que no ha visto antes, se pregunta: ¿Y este señor de dónde salió? Otros van subiendo y bajando en los puertos en que se hace escala. Hay contactos de almas que duran el fugaz minuto de una cortesía, y luego se apartan en diversas trayectorias, tal vez para siempre. Los hay también un poco más largos, lo suficiente para que se alcancen a tejer las etéreas fibras de una mutua simpatía; pero también viene luego el apartamiento, a menudo para siempre. En general el trato con los demás resulta, con raras excepciones, provechoso. Acercándose a las personas y penetrándose de lo que son, se desvanecen prejuicios, esquiveces, y se las juzga con más ecuanimidad y justicia.

¡Cuántas veces bajo un cielo azul bruñido, que es una lluvia de dicha para los que saben recibirla, y sobre un mar que se mece con suaves ondas de ensueño, soplan a bordo en los corazones vientos de tormentas pasionales horrorosas, vientos de tragedia!

A este respecto me interesó hondamente la situación espiritual desgarradora de un joven médico en quien no había reparado en los primeros días, el doctor N. Era un hombre de aspecto sereno, pero, observándolo con cuidado, se veía que un hondo desgano, una displicencia que le venía de las entrañas le encogían el ánimo y que él luchaba para mantener por lo menos en apariencia el equilibrio de su alma. Le faltaba la alegre espontaneidad característica de las personas que gozan de plena salud corporal y espiritual.

Notando el interés que me inspiraba, empezó a ser franco conmigo, y una tarde me abrió su pecho en una dolorosa confesión:

—Estoy desesperado, amigo mío, me dijo. La idea del suicidio me obsesiona, me ahoga el corazón, me tiene seco el cerebro, me impide pensar en cualquier cosa e interesarme por nada. Cuando me paseo solo, sobre todo en las tardes y en las noches, las aguas ya obscuras del mar y la estela que va dejando el vapor, me atraen. Siento que lo mejor, lo mejor que podría hacer, sería arrojarme a ellas y acabar de una vez. No llevo cuenta de las veces que he deseado tener un revólver y de las en que me lo he puesto imaginariamente en las sienes. Mi fantasía se ocupa en combinar las mejores maneras de terminar instantáneamente con mi vida. Pienso en lo eficaz que sería sentarme en la barandilla de popa, pegarme un tiro y caer al mismo tiempo al mar. Pero sería un escándalo, y esto no se aviene con mis sentimientos. Busco un suicidio que pudiera pasar por un accidente natural. La idea del escándalo me aterra. Oh! qué golpe significaría esto para mi pobre madre, mis hermanitos, algunos de mis amigos!

—Veo que usted ha empezado por hacer lo que debe hacer toda persona que se encuentre en el malhadado caso de usted: luchar con la obsesión y dejar siempre para el día siguiente la ejecución del nefando proyecto. ¿Pero su situación tendrá algunos antecedentes?

—Ah! sí, muy fáciles de exponer, pero no de remediar, como es fácil que se diga porque álguien tiene tuberculosis en último grado y que, con diagnóstico y todo, no haya salvación para el enfermo.

—Creamos que su mal no sea de último grado.

—En mí han obrado la acción disolvente y morbosa de un mal estado espiritual general, y el dominio de una pasión que entró en mi corazón con alborozos y resplandores de celestial aurora; y luego me ha deshecho lo que me quedaba de voluntad y carácter; ha deshecho mi vida. Sin duda lo primero que me ocurrió fué que insensible, paulatinamente, fueron secándose en mí las fuentes vivas de un idealismo sólido y desinteresado. El mundo sensual y frívolo, la falta de una religiosidad honda, el espectáculo de una moral hipócrita y de un patriotismo y civismo declamatorios, dieron los primeros golpes a la contextura de mi alma. Luego la ciencia pura, imposible de acompañar por sí sola con alguna concepción ética salvadora, y cierta literatura hicieron tambalear más aún las amarras ideales a que yo me aferraba. Pocas obras más funestas para el mantenimiento de la voluntad y de la fuerza moral que las de Eça de Queiroz, de Anatole France y otros franceses por el estilo, y las de algunos españoles. No niego las grandes cualidades artísticas y literarias que casi siempre las adornan. Pero el escepticismo que campea en ellas, la ironía y el sarcasmo que gastan en sus pinturas de la vida humana, la insistencia con que presentan a sus héroes dominados por las pasiones sensuales, dejan en el alma una impresión de vacío, un estado abúlico, un desprecio de los hombres y un menosprecio de la vida que abisman. La conciencia herida de esta suerte mira con sonrisa de duda cualquier gesto noble, cualquier esfuerzo levantado, cualquier sacrificio, se pregunta ante ellos: «¿Para qué sirve eso?» «A quoi bon?» y el veneno del desánimo y de la apatía que la ha emponzoñado, sugiere la respuesta de: «Para nada, al fin todo será igual».

—¡Cuánta razón tiene usted! Qué descripción y qué diagnóstico tan bien hechos! Pero lo que importa es salir de ese estado.

—¿Dónde encontrar una filosofía sólida de la vida, una filosofía que nos conforte y nos haga avanzar con esperanzas por los senderos del tiempo? Ah! las religiones! Felices los que creen. Mientras nuestros cuerpos marchan en la tierra con planta segura, nuestros espíritus andan a tontas y a locas. La tierra, sólida para los pies, es frágil para el alma, y ésta se debate desolada entre la insuficiencia de nuestro planeta y los misterios del cielo. Me imagino a los hombres y a sus obras como insignificantes monigotillos que se agitan y tejen débiles telarañas en tinieblas y entre dos abismos.

—Todo esto puede ser muy cierto desde un punto de vista cósmico y eterno, haciendo tabla rasa de toda palpitación de un corazón humano. Pero el valor de la vida no depende de su comparación con las dimensiones del cosmos y de la eternidad, sino de nuestros sentimientos. Se puede defenderla indudablemente con argumentaciones y razonamientos sólidos; pero cualquiera alegación, por bien fundada que sea, no es lo esencial de ella. El valor íntimo de la existencia resulta simplemente y siempre de la afirmación categórica del ser que vive, como se ve en la graciosa ingenuidad de un niño que hace de todo motivo de juego, en las abnegaciones inagotables de una madre, en la virtud de una joven que trabaja alegremente día a día sin preguntarse jamás para qué sirve la vida.

—Es cuestión de sentimiento, quizás de amor.

—Sí, sí; pero distingamos, no se trata del amor sexual.

—Sin embargo, ¡cuántas veces es el amor de una mujer lo que presta su encanto supremo a la vida!

—En ciertas edades, por supuesto.

—Y si él no es correspondido o no es posible, caemos en un limbo de tedio y desesperación. Es lo que me ha ocurrido a mí. Hace algunos años conocí una mujer, una señora, cuya hermosura, gracia, talento y trato, me atrajeron. Empezó por ser un pasatiempo delicioso. Luego estar con ella, verla, oirla, eran las mejores horas de mis días. A ella le gustaba también mi compañía. Con el tiempo mi simpatía se convirtió en una pasión arrebatadora que me elevó en un sueño de amor y vino a dar nueva luz a mi existencia. ¿Y cómo no amarla? Había tan grande armonía en su persona: la viveza de sus palabras, la frescura de su talento y de su ingenio, lo sano y delicado de sus sentimientos, su capacidad de amar: todo formaba un conjunto feliz que, cuando hablaba, su voz me deleitaba el alma como las notas de una cajita de música espiritual. Así solía decirle: «cajita de música». A menudo la llamaba también «vidita» y cuando hacía esto, se me iba el alma por los labios. Perdone que entre en estos detalles, tal vez pueriles, pero ¡qué quiere! me complazco tanto en recordarlos. No ir a verla a veces me causaba un dolor como si me desgarraran las entrañas. Yo estaba loco de pasión, pero ella tenía un concepto demasiado claro de sus deberes para que nuestro cariño pudiera conducir a algo ilícito. Jamás pasé más allá de besarle la mano. Tomando del sentimental libro «La Sombra Inquieta», pensamientos de Fogazzaro, nos decíamos que seríamos «esposos sin bodas, que nos querríamos como se quieren los astros y los planetas, no con el cuerpo, sino con la luz, como las palmeras, no con las raíces, sino con las ramas más altas de sus copas».

Yo tenía que ir a Europa a estudiar los últimos adelantos de la cirugía y debimos separarnos. Lo hicimos en una despedida dolorosa que ha significado tal vez un adiós para siempre.

He quedado, como le decía al empezar esta confesión, herido de muerte, con una congoja que me atenacea sin cesar el corazón, me aprieta la garganta y hace que mi vida sea como un prolongado sollozo interior. Qué de lágrimas he vertido hacia adentro que me ahogan el pecho! Y ve usted la ironía del destino: en tal estado voy a buscar la mejor manera de curar las heridas corporales de los hombres.

—Y así paulatinamente curará también la de su alma. Si no un cirujano, el tiempo es sin duda por lo menos un gran médico. Pero hay que ayudarlo con la voluntad y la reflexión, y con la suspensión de todo acto que pueda significar una sugestión de mera impulsividad.

En este momento pasaron corriendo por delante de nosotros un joven sud-africano y una niñita americana, muy dije, encantadora, de ocho a diez años de edad, a quien él llamaba en broma sweetheart[2]. El era un tipo sanote; gordo, macizo como un toro, rebosaba salud y alegría. De maneras un tanto bruscas, con todos charlaba, a todos embromaba: no conocía las penas. Pasaron ambos con gran algazara, ella casi llevada en el aire por él y con su preciosa cabellerita rubia suelta al viento, a sentarse en el extremo de proa, a gozar de la tarde que estaba espléndida.

El médico había extendido los brazos y hecho amago de coger a la niñita al pasar.

—Criaturas como éstas se me hace que fueran hijas de la mujer amada y me las comiera a cariños. Con qué fruición sumerjo mis manos en las onditas de su pelo rubio, cuando la tengo a mi alcance. Sin duda que de las cabelleras de los niños se desprenden flúidos que confortan y hace bien bañar las manos en ellas.

La travesía del trópico no había tenido esta vez los inconvenientes del gran calor que durante ocho días suele agobiar a los pasajeros en estas latitudes. Navegábamos ya en el golfo de Panamá. Invité al médico a que fuéramos también a proa, pensando que, al alivio que pudiera haberle traído su confesión, se agregara el del espectáculo de una naturaleza espléndidamente majestuosa y serena. La tarde se presentaba en verdad con una serenidad imponente, el cielo ligeramente gris y las aguas tranquilas, obscuras, con cierta pesadez de alquitrán. El vapor avanzaba lentamente. Sentado a proa, a la puesta del sol, creí encontrarme en un sitio ideal para gozar de la paz suprema que puede acordarse a un ser humano. La brisa templada no hacía más que acariciar el rostro. Las nubes en el poniente formaban castillos de hadas iluminados fantásticamente.

—¿No siente usted, pregunté a mi compañero, que esta hora derrama un bálsamo sobre el espíritu y lo substrae a sus inquietudes?

Me dió una mirada en que había un destello de luz, que envolvía casi aquiescencia a mi afirmación y se sonrió débilmente sin decir palabra.

*
* *

El día siguiente llegamos a Panamá; pero no fondeamos ni en este lugar ni en Balboa, que es el puerto de la Zona del Canal por el lado del Pacífico.

Era una mañana radiante. Bajo un cielo claro y envuelta en una atmósfera cristalina, deleitosa, se ofrecía la tierra a uno y otro lado. El mar hacía resaltar en el azul de las ondas el verde vivísimo de los numerosos y pintorescos islotes e islas de que se halla sembrado y la costa regalaba la vista con su vegetación paradisíaca.

La entrada del Canal se halla cerrada por cordones de minas que se abren para dar paso a las embarcaciones que tienen la autorización respectiva.

Sin exageración, cabe decir que el Canal de Panamá es una de las obras más maravillosas de todos los tiempos y que significa una gloria para la ciencia y el arte contemporáneos, y para el gran pueblo norte-americano, que con su capacidad técnica y su colosal potencia económica, ha podido llevarla a cabo.

El vapor avanza primeramente por un corto canal natural, para entrar a la primera de las exclusas, la de Miraflores. La obra en todo su trayecto presenta sólo en las exclusas el aspecto de grandes canales artificiales. En las demás partes, por colosales que hayan sido los trabajos realizados, como no hay grandes murallas de piedra ni de concreto, se conservan las apariencias de cauces naturales.

El Canal, como tal vez se sabe, no es una corriente de aguas de un mismo nivel, de uno a otro océano. Las aguas en la parte central, en una extensión que viene a ser más de la mitad de la longitud total del canal, se encuentran a un nivel superior en más de ochenta pies al del Océano Pacífico, y un poco más todavía al del mar antillano. Las exclusas tienen precisamente por objeto levantar los buques al nivel más alto de las aguas del medio.

Las exclusas son grandes canales de concreto de ciento diez pies de ancho más o menos, con gigantescas compuertas de fierro que se abren y cierran herméticamente por medio de la electricidad. Al buque que se acerca lo detiene, antes de que se abra la compuerta, una gran cadena de hierro que tiene por objeto resguardar la entrada por si la embarcación pudiera no venir bien manejada. Paradas las máquinas del buque, se le ata con gruesos cables de hierro a cuatro pesadas locomotoras, dos en cada orilla, que deben remolcarlo lentamente; y una vez en el interior y detenido de nuevo, se cierra la compuerta que ha quedado atrás, y, por medio de magníficos mecanismos interiores, se hace subir rápidamente el agua al nivel requerido. Otra vez se ponen en movimiento las locomotoras de las orillas y remolcan el vapor fuera de la exclusa.

No falta en las exclusas la sencilla elegancia, compatible con la severidad propia de la obra. En las orillas alternan armónicamente los colores blancos del concreto con el verde de los prados artísticamente dibujados a lo largo de la construcción, y toda ella va acompañada a ambos lados por altas columnas, también de concreto, que sostienen dobles focos de luz eléctrica, lo que presta al conjunto cierto aspecto de esplanada de paseo.

Después de un corto trayecto fuera de las exclusas de Miraflores, se entra a las de Pedro Miguel, donde se repite más o menos la misma operación que ya he descrito.

El Corte de la Culebra, que viene en seguida, es un largo canal cuyos bordes los forman los terrenos mismos, sin revestimientos especiales. A uno y otro lado no se extienden bosques tropicales, sino que la vista se dilata en verdes colinas cubiertas en gran parte de palmeras y de otros árboles y arbustos de no muy crecida talla.

Soportando el calor en gracia de lo mucho que había que ver, los pasajeros permanecían afuera afirmados en las barandillas, contemplando ya el paisaje, ya las grandiosas construcciones. De máquinas fotográficas no hablemos. Estábamos en tiempo de guerra y por orden superior habían sido todas quitadas a sus dueños y guardadas durante la travesía a fin de que no se tomaran vistas del Canal.

A popa se había formado un pequeño grupo íntimo en que se encontraba el doctor N. Alguien le dijo a éste:

—¿No le levanta el espíritu, doctor, la contemplación de estas obras del esfuerzo, de la ciencia y del ingenio humanos, la contemplación de esta maravilla de nuestra época?

—Oh, sí, cómo nó!, contestó maquinalmente el aludido.

—Hombre, usted está terrible, nada le entusiasma, repuso el interlocutor, que era un joven de aspecto muy sano y vivaz. Le recomiendo que en cuanto llegue a Nueva York no deje de ir a los «cabarets».

—Los conozco ya.

—Pueda ser que ahí encuentre remedio para sus males.

El joven tenía razón. Parecía que el doctor había perdido la facultad de admirar y que todo lo percibía como si estuviera en un estado de sonambulismo. Recibía las impresiones de las cosas que pasaban por delante de él y formaba los juicios correspondientes más o menos acertados, pero la serpiente de la pena que lo ahogaba no le permitía experimentar grandes emociones fuera de su dolor y ante todo permanecía tan frío como deben dejar a la cinta cinematográfica las imágenes que registra.

—Usted, doctor, no sólo sufre de una pasión, le dije poco después, sino que en parte por esto mismo, se halla enfermo de la voluntad y se imagina, como todos los enfermos de esta clase, que recobrará el gusto por la vida el día en que se mejore su ánimo, sin ver que precisamente el principal remedio para que esa mejoría llegue es poner desde luego en juego la acción, obrar. La actividad sana aleja poco a poco las ideas que obsesionan, debilita los hábitos funestos que se habían ido formando al calor de la pasión y va abriendo nuevos horizontes que el enfermo no ha sospechado. Fuera de la gracia de que hablan los teólogos, hay otra que toda persona puede alcanzar trabajando con ahinco en su perfeccionamiento. El espíritu encierra tesoros que no se divisan cuando las aguas del alma se hallan enturbiadas por la pasión, y que a veces por desgracia no se revelan nunca si el mal se convierte en empedernimiento. Volver su transparencia cristalina a las aguas agitadas no es cuestión de un día; pero algo de esa luz interior se va viendo a medida que la voluntad se afirma y orienta su actividad e interés hacia fines lícitos y serenos.

—Bien por la receta psicológica, contestó el doctor con cierta malicia.

Volvimos nuestra atención al panorama.

Después de pasar el Corte de la Culebra, el canal sigue por una parte siempre estrecha, aunque no tanto como la anterior, hasta que se ensancha en el lago Gatún, que está cerrado por la exclusa del mismo nombre, la última antes del término formado por la bahía de Limón en las riberas del mar antillano.

—A propósito del Canal, recuerdo un rasgo que puede ser típico de la psicología yanqui, me dijo el médico. Hay en el Museo de Historia Natural de Nueva York, un gran mapa en relieve del istmo y del canal con esta pomposa inscripción: «Obsequio hecho por los Estados Unidos al mundo». ¿Qué tal? Si hubiera sido un editor de Chicago el autor de tal leyenda puesta en un mapa hecho con colores llamativos, no habría nada que decir. Se trataría de un negocio comercial, probablemente de un recurso de reclamo. Pero es muy distinto el caso, presentado como se encuentra en el primer establecimiento nacional de su clase. Desde luego me parece bastante difícil que una nación hubiera dado el zarpazo de Panamá sin otro objeto que el de hacer un obsequio al mundo. Sería simpatizar demasiado con los procedimientos propios de un bandido romántico. Los norte-americanos han hecho el canal por razones comerciales y estratégicas: para que sus flotas mercantiles puedan llegar fácilmente al Pacífico y a los puertos sud-americanos y para que su marina de guerra pueda hacer lo mismo y, en cualquier evento, no queden desguarnecidas las costas occidentales de la Unión. Han debido tomar muy en cuenta también las Filipinas y el Extremo Oriente. Por lo demás, es claro que la obra tiene importancia y proyecciones mundiales.

—¿Y cuál es el rasgo psicológico de que usted me hablaba?

—Franca e imparcialmente, ¿cómo se podría calificar en castellano esto de llamar «regalo hecho al mundo» lo que ha sido realizado ante todo por interés nacional? Yo no encuentro otros términos que los de ingenuidad o fanfarronada. El pueblo norte-americano, que es esencialmente bueno en el fondo, revela cierta tendencia a la exageración que resulta tal vez de su disposición a la actividad. Esta vendría a ser una de las características fundamentales y la exageración una de las secundarias de su psicología.

Ibamos llegando a Colón. El vapor había tardado más o menos diez horas en atravesar el Canal. Al considerar en conjunto esta obra, fluye de toda ella, fuera de las cualidades de inmensidad, solidez, prueba de habilidad técnica, que le son propias, cierta impresión de belleza. Se ve que esta sutil condición de ser bellas no está vinculada exclusivamente a las cosas creadas por el arte o a aquellas que perduran respetadas por los siglos, como las ruinas y restos gloriosos, ni a muchos aspectos de la naturaleza, sino que se infunde también en todo lo que da testimonio de un gran esfuerzo humano, del heroísmo del trabajo capaz de moldear y someter la substancia material a grandes miras[3].



CAPITULO II

DE COLÓN A SAN FRANCISCO

El infierno de Colón.—Los primeros funcionarios norte-americanos.—Submarinos y camouflage.—A obscuras.—¿Dónde principian los Estados Unidos?—Nueva Orleans.—Hoteles norte-americanos.—Tres días en tren.

El muelle a que atracamos en Colón podría ser tomado sin dificultad por la antesala del infierno. Los negros que se movían por doquiera serían los demonios y la temperatura era muy digna equivalente de la que suponemos reinante en aquella mansión de pecadores. ¡Qué calor y qué batahola! Un calor asfixiante, desesperante, que agota las fuerzas, descompone el carácter y no da punto de tregua ni de día ni de noche.

El muelle estaba formado por un amplio malecón y un galpón inmenso atestado de mercaderías. Millares de negros en camisa o con los brazos descubiertos se ocupan en mover las mercaderías de un punto a otro, usando principalmente pequeños carros automóviles. Los negros son generalmente delgados, pero bien musculados y altos. Parecen hechos de bronce obscurecido o de terracota café, y el sudor que les corre por todo el cuerpo les da el aspecto de recién barnizados. Hablan un inglés también infernal, pronunciado a golpes y a gritos. Era aquello de volverse loco.

A pesar de haber fondeado a las cinco de la tarde, no se nos permitió desembarcar y tuvimos que quedarnos a bordo en razón de la cuarentena a que nos sometieron. No era muy agradable dormir ahí con el calor que se nos esperaba y el ruido ensordecedor del muelle. Recién entrada la noche empezaron a verse las partes de afuera del vapor, puentes y cubierta, llenas de colchones que los pasajeros sacaban de sus camarotes y colocaban sobre sillas o escaños para dormir al aire libre. Pronto no hubo sitio desocupado. Un miembro del Departamento de Bosques de la Universidad de Yale le echó el ojo a un sofá del salón y a fin de evitar más tarde desazones y conflictos, tomó muy temprano posesión de lo que necesitaba. Los muchos pasajeros que aun se paseaban pudieron ver ahí tendida su larga figura, sin más ropa que una bata que le dejaba descubiertos los pies descalzos y las piernas hasta cerca de las rodillas, piernas encanijadas y velludas, muy parecidas a las que hubiera exhibido don Quijote en aventuras semejantes. Pero el universitario no se preocupó del mundo y durmió con toda tranquilidad.

Al día siguiente los pasajeros nos separamos. Unos íbamos a Nueva Orleans y otros se dirigían a Nueva York. Entre éstos se contaba nuestro amigo, el médico. Nos despedimos cordialmente y le manifesté mi confianza en que la vida le iría ofreciendo alivio para sus pesares.

El primer contacto que tuvimos con algunos empleados y funcionarios norte-americanos, no fué de lo más favorable para que nos formáramos una alta idea de su cultura. ¡Qué tipos algunos de ellos, tan bruscos, tan ordinarios, tan sin maneras! No digo que no cumplieran con su deber; me refiero a sus formas. Para decir sí, no, u otra cosa cualquiera, se puede ir desde una nota dulce hasta la rudeza, dejando en el medio la entereza serena y seria. En esta gama, las voces y modos de aquellos sujetos estaban acordados generalmente al tono de la rudeza. El empleado de la Compañía Norte-americana, que subió a bordo para entregar los pasajes ya pedidos para los nuevos vapores que debíamos tomar y colocar los camarotes disponibles, trataba a la gente como si la Compañía fuera a hacerles el favor de conducirla gratis, y como si todos los que íbamos del hemisferio meridional fuéramos unos semi-bárbaros.

Los oficiales de la aduana no alcanzaban seguramente la cumbre de mala educación en que culminaba ese señor; pero se hallaban muy lejos de ser modelos de cortesía. No obstante los alegatos que hacemos exhibiendo los pasaportes otorgados por el Ministerio de Relaciones Exteriores y por la Embajada Norte-americana, revuelven el contenido de todas las maletas, arrojan las ropas al sucio asfalto del malecón, examinan pieza por pieza, rebuscan los papeles y hojean libros y cuadernos, a la caza de algún contrabando o de alguna carta comprometedora.

Pero nada igual a un jefe de policía con quien tuvimos que entendernos. Con las horas que nos había tomado el examen del equipaje en la aduana disponíamos de muy poco tiempo para una cantidad de diligencias que debíamos hacer antes de embarcarnos al día siguiente a las 8 de la mañana, y sin las cuales no nos dejaban entrar al vapor. Las oficinas a donde teníamos que ir se cerraban a las cinco y, viéndonos tan apurados, un empleado de la compañía de vapores nos dijo que iba a conseguir que en la oficina de registro, anexa a un departamento de policía, nos despacharan aunque fuéramos después de esa hora. Habló por teléfono y manifestó que estaba todo arreglado. Un joven de la misma compañía nos condujo al lugar a donde debíamos ir, que no se encontraba distante. Era una especie de comisaría, y entramos a una sala sencilla que en una esquina tenía una puerta de pesadas rejas de fierro, que conducía indudablemente a calabozos. Divisamos aún a algunos de los reos encarcelados. A un empleado, vestido de uniforme caki y con sombrero de scout, que trabajaba detrás de un alto escritorio, le preguntamos por el jefe y nos contestó que estaba ocupado y vendría pronto. Después de media hora de espera volvimos a preguntar otra vez y supimos que la ocupación era que estaba tomando un baño. Nos resignamos a seguir esperando, y al cabo de otra larga media hora apareció por fin nuestro hombre. Aunque recién bañado, venía al parecer de mal humor, a causa sin duda de que queríamos conseguir algo fuera de las horas ordinarias. Entró a la sala sin sacarse el sombrero, se dirigió a nosotros, y con un tono que podría emplear un juez de campo o un comandante de policía rural para tratar a homicidas o salteadores de camino cogidos infraganti, midiéndonos con una dura mirada de alto abajo, nos preguntó:—¿Quiénes son ustedes, de dónde vienen, qué quieren?

Una simpática profesora chilena que iba con nosotros sintió que ante ese bárbaro no había ninguna garantía y alcanzó a imaginarse reducida a prisión y metida detrás de las tristes rejas que habíamos estado contemplando.

Le explicamos que se trataba de la revisión de nuestros pasaportes y de que se nos hicieran las demás interrogaciones requeridas. Entre los datos exigidos figuraba la toma de la impresión digital.

—Ya es muy tarde, señor, vuelva mañana, nos contestó.

—Pero, señor, hemos estado esperando más de una hora, porque se nos dijo que usted podría atendernos.

Sacó el reloj, miró la hora y perentoriamente terminó:

—Ya es hora de comer, señor; no trabajo hasta mañana. Y nos volvió la espalda sin un saludo, sin una venia, sin un amago de cortesía.

No hubo más remedio que marcharse. Nuestra compañera salió levantando los brazos y diciendo «Jesús, Jesús».

Sería una inferencia inexacta pensar que estos procederes fueran característicos de todos los funcionarios norte-americanos. Probablemente las avanzadas de la gran nación en el istmo se consideran en tierra conquistada y toman los humos y las actitudes de soldadesca imperialista.

Colón es un pueblo principalmente de negros, que forman el ochenta por ciento de una población total de treinta mil habitantes más o menos. Se ven negros por todas partes, en mangas de camisa, o más desnudos aún, brillantes, sudorosos: se ven en medio de las calles para tomar el mayor fresco posible, en las cantinas, que abundan en la ciudad panameña por lo que faltan en la sección americana; y mezcladas con ellos, las negras jetonas, flacas o gordas, algunas de abominable gordura, y vestidas de colores chillones que se mueven bajo el sol tropical como alegres manchas blancas, amarillas, azules, verdes, rojas. Aparecen a veces apiñadas en racimos a las puertas de habitaciones que, por lo que se alcanza a ver, son miserables e inmundas. Hay además muchos indúes, algunos chinos y el resto de la población lo forman los hispano y norte-americanos. Es en cierto sentido, Colón, una ciudad cosmopolita, sin unidad de idioma, sin autonomía y casi sin patria.

La parte de Colón, que se halla dentro de la Zona del Canal; ha sido llamada Cristóbal por los norte-americanos, quienes han hecho aquí un puerto admirable. Posee más o menos diez grandes muelles que se internan en el mar lo suficiente para que puedan atracar buques a los tres lados que tocan el agua. Cada uno de los muelles dispone al mismo tiempo de un inmenso galpón para la recepción y depósito de las mercaderías.

Creo que la acción progresista de los norte-americanos, no se ha dejado sentir únicamente en la zona que les pertenece sino también en la ciudad panameña. Todas las calles de ésta se encuentran muy bien pavimentadas y regularmente alumbradas con luz eléctrica.

*
* *

Partimos a Nueva Orleans en un vapor de la United Fruit Co., tristemente pintado con fajas negras, azules, grises y blancas, no sólo en el casco sino también en los camarotes y en todo lo perceptible desde afuera. Era el pintado caprichoso y sombrío de una zebra gigantesca e irregular; era el camouflage ideado para que no dieran en el blanco los submarinos alemanes, cuya posible presencia en los mares antillanos constituía la pesadilla de estos viajes.

Por lo mismo, de noche el vapor navegaba a obscuras. Algunas débiles ampolletas daban una luz tímida en los sitios más interiores del barco y las muy pequeñas de los camarotes habían sido empañadas de azul. Una vez puesto el sol y hecha la última comida, todo es tenebroso a bordo, menos tal vez para los pocos jóvenes que han enhebrado algún flirt; y encuentran que las tinieblas prestan un particular encanto a sus coloquios. En el salón de fumar, hay también escasas luces encendidas y las puertas, ventanas y persianas se mantienen estrictamente cerradas: que no vaya un indiscreto rayo de luz a delatarnos. Los hombres en mangas de camisa, unos recostados, otros sentados sobre las mesas o alrededor de ellas, juegan, beben y fuman sus pipas. Me imagino que fuera en un barco de contrabandistas o de piratas y que esos individuos corpulentos y de vigorosos brazos, cuyas figuras parecen crecer en la semi-claridad en que estamos, van a dejar, a un toque de alarma próximo, el vaso que están empinando, para tomar el hacha o el arcabuz y lanzarse al combate.

En las cubiertas los pasajeros se pasean con los brazos estirados y moviendo las manos como antenas para no romperse las narices en alguna pilastra de hierro y evitar encontrones con otros paseantes.

La gente de cierta edad prefiere colocar sus sillas en sitios apartados del movimiento y matar el tiempo dormitando. En un rincón se agrupan algunas señoras peruanas y rezan el rosario. En el silencio y la obscuridad se percibe el balbuceo monótono de sus voces apagadas y gangosas, que suben y bajan rítmicamente, como acompañamiento regular de las trepidaciones de las máquinas del vapor. Bajo las escaleras o en otro lugar escondido ha puesto sus sillas alguna pareja de enamorados que cuchichean deliciosamente y lanzan de vez en cuando risas regocijadas.

Hay una pareja formada por un joven de Valparaíso y una encantadora inglesita, que tiene una voz magnífica. Su belleza, su juventud, su canto y su carácter espontáneo hacen de ella el centro de la alegría. Tiene marcada predilección por su amigo porteño; pero cuando se refiere a él lo llama «este pobre diablo», como para probar su indiferencia y que el galán se halla rendido a sus plantas.

El personal de los pasajeros se había modificado un tanto. Venían ahora un sacerdote católico y un pastor protestante. El primero era un señor de aspecto serio y discreto, que saludaba muy cortesmente, pero se portaba con retraimiento y le gustaba pasearse solo. Sin embargo aceptaba bromas y las seguía. Un joven norte-americano, que había vivido mucho tiempo en el Perú, le dijo una vez:

—He sabido, señor, que usted va a colgar las sotanas en Nueva Orleans.

Los circunstantes se rieron y unos de ellos observó:

—¡Qué barbaridad, hombre! ¿Tanto poder van a tener las americanas?

El sacerdote se sonreía.

—Pero, señores, continuó el joven, no tomen mis palabras en mal sentido. Lo que he dicho significa solamente que los sacerdotes no pueden en los Estados Unidos, como tampoco en Europa, andar de traje talar y sombrero de teja.

—Así lo he entendido yo, repuso el sacerdote, y ya tengo listos una flamante levita, un sombrero de pita que me compré en Paita y cuellos de guillotina abrochados atrás.

El pastor era un viejecito norte-americano que desempeñaba las funciones de su magisterio en una ciudad argentina. Se lo pasaba leyendo, era muy amable y servicial, y vivía preocupado de darnos informaciones y cartas y tarjetas de introducción a los que íbamos a los Estados Unidos. Un Domingo en la tarde congregó a la grey evangélica que pudo juntar a bordo y celebró un servicio religioso. Predicó un sermón a propósito de un pasaje bíblico y los demás cantaron coros, en los cuales sobresalía la hermosa voz entera y argentina de la inglesita que he mencionado.

Entre los hombres ocurren muy a menudo cosas que, no por substraerse a toda expresión por medio de palabras, dejan de ser reales. La influencia de la personalidad, la confianza en el carácter, la antipatía y la simpatía suelen ser de esta clase. El viejecito pastor no sugería la fe que predicaba. Sin el menor asomo de duda, era sincero; pero a su alma, gastada por la vida, le faltaba la unción comunicativa. ¡Cuántas veces, más que las palabras, dan prueba de eficacia para encender la fe y la confianza, el silencio y una sonrisa tranquila, espejos de un alma segura de sí misma!

*
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—¿Dónde principian los Estados Unidos?

Hé aquí una pregunta que me hacía una de estas noches en que no había más alternativa que dormir o pensar, y era demasiado temprano y hacía mucho calor para irse a la cama.

El que se encamina a la gran república lleva la idea de que se encontrará con un país colosal en muchos sentidos si no en todos. Y está en lo cierto. A medida que se avanza en la jornada se va confirmando esta impresión y se va sintiendo la acción no sólo espiritual sino política de los tentáculos del coloso, que llegan lejos, muy lejos, mucho más allá de las fronteras propiamente dichas de la Unión. En El Callao se nos examinan nuestros pasaportes, no para impedirnos o autorizarnos a pisar tierra peruana, sino para que podamos seguir viaje a Panamá. Es una manifestación de influencia norte-americana.

Panamá vive bajo la tutela de los norte-americanos, quienes han anulado y repetido elecciones a su antojo en la seudo-república. Lo propio ocurre en Cuba. El Presidente Menocal ha continuado en el poder por la voluntad del gobierno norte-americano. Fué elegido por el voto popular, la primera vez; pero en el próximo período la elección favoreció a Sallas. Mas los Estados Unidos anularon la elección y siguió gobernando Menocal. El Ministro norte-americano Mr. González se permite lanzar proclamas directamente al pueblo cubano. Los norte-americanos ejercerían un control sobre la vida económica de Cuba favorable ante todo a los grandes intereses de ellos. En Guantánamo, en el extremo oriental de la isla, poseen una estación naval.

Nicaragua se encuentra bajo un franco protectorado de los Estados Unidos. En los últimos días de la administración Taft, firmó Nicaragua un tratado en que por tres millones de dólares dió a Estados Unidos lo siguiente: 1.^o el exclusivo y perpetuo derecho de construir un canal interoceánico a través de su territorio; 2.^o el derecho de usar el golfo de Fonseca en el Pacífico como base naval; y 3.^o el control de las finanzas y de las relaciones exteriores. En realidad es el caso de la venta de la independencia por un plato de lentejas.

Santo Domingo y Haití se encuentran también en manos de los norte-americanos desde 1905 y 1915, respectivamente. Tomaron posesión de ellas un poco a la sordina y se han hecho ahí amos y señores en virtud de la aplicación de la doctrina de Monroe, entendida en el sentido de que para impedir que las naciones europeas intervengan en este continente, es menester evitar los pretextos de intervención que puedan tener y apresurarse a arreglar las finanzas y hacer que cumplan sus compromisos los pequeños Estados desordenados y malos pagadores. Por lo demás, no hay que olvidar que la doctrina de Monroe tiene que mostrarse muy celosa en las vecindades del Canal.

De aquí que a la pregunta inicial de este párrafo haya que contestar diciendo que aquel país principia por lo menos en Balboa, en la boca occidental del Canal.

Antes de llegar a Nueva Orleans, tenemos que hacer detalladas declaraciones por escrito, sobre nuestro equipaje para la aduana de este puerto donde se practica una nueva prolija revisión; y debemos dar también informaciones completas, sobre nuestras personas, en unos papelitos curiosamente largos, en que figuran preguntas tan singulares como las siguientes: ¿Sabe usted leer y escribir? ¿Es usted anarquista? ¿Ha estado usted en la cárcel? ¿Es usted bígamo? ¿Cuántas mujeres tiene?

El mar Caribe que, por el fantasma de sus huracanes, suele ser el terror de los viajeros, se había portado muy bien, como asimismo el golfo de Méjico. Habíamos tenido una navegación muy tranquila.

El vapor era inferior al chileno en que habíamos llegado hasta Colón, tanto en muchos detalles de confort como en la comida. El servicio se hace en los vapores norte-americanos por negros, y sin negar que hay muchos de ellos bastante activos, inteligentes y hasta simpáticos, no resulta su trabajo como el hecho por empleados de nuestra raza. Lamentábamos los chilenos que la Compañía Sud-americana, dadas sus buenas condiciones, no fuera capaz de llegar con sus vapores y nuestra bandera a los puertos norte-americanos, a San Francisco, a Nueva York, o por lo menos a Nueva Orleans.

*
* *

Después de veinte días de viaje, en la mañana del dos de Octubre, entramos al delta del Mississipi, que no ofrece a la vista nada de grandioso, como uno se lo imagina, sino un solo brazo de río no muy ancho, con tierras bajas a ambos lados, monótonas uniformes, cubiertas de una alfombra de pasto o de vegetación arborescente raquítica.

Sube a bordo un médico, en uniforme militar; nos forma a todos en una de las cubiertas, y nos examina, poniéndole a cada pasajero un termómetro en la boca.

Bajo una atmósfera pesada y gris, por el calor y por el humo, nos vamos acercando al puerto, que se señala por los grandes edificios que se destacan en ambas orillas, fábricas, almacenes, grúas gigantescas.

Poco después de medio día atracamos al muelle, y antes de permitírsenos desembarcar, una comisión militar investigadora entró a examinar una vez más nuestros papeles y pasaportes y a hacernos mil preguntas. Otra vez sujetos en uniformes cakis y sombreros de scouts y qué tipos tan mal agestados y de actitud tan desconfiada! Para ellos cada uno de nosotros era un individuo sospechoso, tal vez un espía. Colocados ellos detrás de diferentes mesas nos mandan a los supuestos reos de una a otra, para someternos a diversos interrogatorios y confrontar lo que decimos con lo que se halla en nuestros pasaportes, en nuestras declaraciones escritas o con los datos que ellos tienen. Para comprender y tal vez excusar este proceder no olvidemos de que nos encontramos en tiempo de guerra y de que el temor de los espías alemanes ha sacado de quicio a los norte-americanos.

Pero a todo esto las horas se iban pasando, la noche se nos viene encima y nosotros continuábamos encerrados a bordo, sin probar nada desde la hora de almuerzo, y sin poder encontrar tampoco a ningún precio algo que comer o beber. La compañía había creído cumplir con el último de sus deberes con amarrar el vapor al muelle y de nuestra suerte no volvió a acordarse más. Por fortuna un pasajero descubrió un racimo de plátanos que es uno de los principales artículos de tráfico de la compañía; los repartimos entre unos cuantos y los devoramos.

Así pudimos pisar tierra americana más entonados, cuando al fin, después de las ocho, nos dejaron en libertad.

Nueva Orleans, no obstante ser el principal puerto meridional de la República, y con una población de trescientos cincuenta mil habitantes, dista mucho de figurar entre las grandes ciudades de la Unión. Hay catorce ciudades más pobladas que ella. La forman dos partes muy diversas: la antigua, ocupada principalmente por familias de origen francés, y la moderna, que es más propiamente americana, con grandes avenidas muy animadas por el movimiento de gentes y de carruajes, limpias, espléndidamente alumbradas y muy bien pavimentadas. Aquí se encuentra concentrado casi todo el comercio y algunos rascacielos levantan aisladamente su mole inmensa en diversos puntos. La sección antigua es de calles estrechas con casas generalmente de dos pisos, de balcones corridos, como los de la colonia en Sud-América. ¿Son estos barrios pintorescos y tal vez poéticos? Desgraciadamente no. Su vejez no contiene nada de lo venerable y artístico que uno admira en Florencia, en Roma, en Colonia o en Lima. Es una vejez sucia, abandonada y mal oliente.

Una de las cosas más notables de los Estados Unidos son sin duda los hoteles y es difícil que haya otros mejores en el mundo. Son espléndidos aun los de las ciudades medianas y pequeñas. El que conocimos en Nueva Orleans ocupa un magnífico edificio de catorce pisos. El altísimo y vasto hall, artísticamente decorado, hace pensar en una mansión regia. Del artesonado techo cuelgan las banderas de todas las naciones aliadas. Como el hotel tiene entrada por dos calles, el hall es un pasaje y un hervidero humano. Por ahí cruzan sin cesar soldados americanos y poilus que han venido en misión a este país. Rara vez deja de ir cada uno con una amiga, a menudo hermosa, vestida con sencilla elegancia, ágil, alegre y que se muestra dichosa de ir del brazo de un valiente. Gusta ver a esos soldaditos chicos, de capote caki o gris, cubiertos de medallas, que pasan al lado de uno mirando con clara sencillez y acompañados de cierta aureola de heroísmo, que fluye de la idea de los cruentos sacrificios que han debido afrontar. En los amplios sillones y sofás conversan y fuman una multitud de personas. Otras leen y escriben en las salas de lectura y escritorios que dan al hall. No importa que no sean pasajeros. Es una bella característica de los hoteles americanos que constituyan lugares hospitalarios, abiertos para todos, donde puede entrar cualquiera, como un socio a su club, sentarse a descansar, tener citas, y escribir cartas y tarjetas, usando papel y sobres del hotel sin pagar nada por ellos.

Cuatro ascensores dirigidos por muchachas en uniforme, suben y bajan sin cesar. En un extremo del hall se encuentra un cabaret, de donde llegan los acordes de los bailes apresurados de moda, las notas descoyuntadas, de ritmo monótono, de interrupciones bruscas del one step y del fox trot. En el otro extremo hay un restaurant también con orquesta. Un coro de niñas canta aquí conmovedoramente la Marsellesa en homenaje a los poilus. El soplo guerrero que hace temblar al mundo se siente palpitar en la atmósfera con alientos de ideal y confianza.

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El calor de Nueva Orleans era insoportable, estuvimos sólo tres días en esta ciudad y partimos a San Francisco.

Poco después de haber partido de Nueva Orleans el tren íntegro fué trasportado de un lado al otro del Mississipi en un gran barco. No se ha construído un puente para no dificultar la navegación del río.

Los wagones de los trenes norte-americanos y especialmente los carros dormitorios son muy semejantes a los de los trenes de Chile. Pero los camareros negros que sirven en los carros dormitorios son menos amables y fáciles que nuestros camareros blancos. A las nueve, por ejemplo, se ponen a hacer las camas, y tempranito a dormir todo el mundo, quiérase que no se quiera.

Los trenes norte-americanos son mejor construídos y andan con más regularidad que los nuestros. No tienen tercera ni segunda clase y no hay más diferencias que las que resultan de ir en carro dormitorio o en pulman.

Anduvimos tres días y tres noches con un calor infernal. En los dos primeros atravesamos soledades quemadas por el sol en los Estados de Nuevo Méjico y Arizona. La vista no divisa más que colinas áridas, llanuras desiertas y montañas amarillentas de tierra infecunda. Y en medio de este malestar abrasador no encontrábamos ni frutas ni refrescos en las estaciones desoladas que cruzábamos, y era imposible conseguir una limonada o naranjada en el dining car, ni aun pidiéndola como remedio para mi compañera que iba con fiebre. Por el estado de guerra el Gobierno había puesto límites inexorables al consumo del azúcar, del pan y otros comestibles.

El tren anda con una rapidez a que no están acostumbrados nuestros expresos chilenos, y metiendo un ruido de fierros y sufriendo balances, vaivenes y sacudidas bruscas que hacen pensar en que se puede desarmar. Pero no hay temor: la macicez y la solidez son características de las construcciones yanquis y los trenes participan de ellas.

Después de la peregrinación por el desierto, se llega en la historia bíblica a la tierra prometida, y así fué esta vez también para nosotros, cabiéndole la merecida gloria de ser la tierra de promisión a la rica y feraz California, paraíso del Far West. A través de sus campos admirablemente cultivados hicimos el último día de viaje. Se descansa de la monotonía aplastante por que se ha pasado en los días anteriores, se respira con placer al contemplar, bajo la impresión de una temperatura agradable, esos terrenos cubiertos de bellas plantaciones, de árboles esbeltos. Carreteras magníficas cruzan en todas direcciones. Son lisas, llanas, limpias, parecen hechas de goma y por ellas se deslizan rápida y suavemente, sin trepidar, automóviles, camiones y otros carruajes. A través de una atmósfera transparente y acariciadora se dilata la vista a lo lejos, hasta llegar al límite del horizonte, cerrado por suaves colinas y montañas que hacen soñar con paisajes del valle central de Chile.

Llegamos a San Francisco muy cerca de la media noche.



CAPITULO III

EN CALIFORNIA

En San Francisco.—Una tragedia amorosa.—¿Libertad o sumision?—La influenza.—Los «christian science».—La bahía y la ciudad.—Golden Gate.—Berkeley.—Ciudad universitaria.—Pruebas de honradez.—La mujer americana.—La firma del armisticio.—Thanksgiving day.—Año Nuevo.—En dos escuelas de Oakland.—La democracia americana.—Un gran filósofo.—Sencillez y bonhomía.

Llegamos a San Francisco, enfermos de la tristemente famosa influenza española, que venía a continuar en Estados Unidos los estragos que había hecho en Europa. Mi mujer, nuestra amiga la señorita S. y yo, caímos a la cama.

Este hecho baladí, porque no sufrimos mucho, y no nos morimos, y que bien podía ser calificado así aunque hubieran ocurrido estas cosas, ha constituído un recuerdo muy agradable y está ligado a un sentimiento de gratitud hacia los norte-americanos.

Tuvimos la suerte de que no nos exigieran la ida a un hospital y de que nos admitieran en el hotel a donde llegamos.

¿Cómo no evocar con cariño el recuerdo de esos días de principios de otoño pasados en la paz de un hotel confortable en cuyas piezas, a pesar de todo el mundo que se mueve afuera, no se siente el menor ruido? Nuestro despertar por las mañanas era recibir al mismo tiempo las caricias de una luz suave y del aire fresco que entraba por la ventana abierta al patio, y el placer de mirar a la nurse que nos atendía. Bella y simpática, esbelta y rubia era el tipo perfecto de una norte-americana. Con su gorrito blanco bien aplanchado y su delantal también blanco, despedía su persona un perfume de nitidez y limpieza que atraía. Dos veces al día nos iba a ver un doctor que nos habían recomendado en el hotel y que debíamos aceptar porque no podíamos hacer otra cosa. Se llamaba el doctor Castle. No tuvimos más que felicitarnos de haber caído en sus manos. ¡Qué hombre más amable, más bueno y más eficaz para sanarnos! Charlaba con nosotros como un viejo amigo y nos llevó a su señora para que nos conociéramos, una dama hermosa y distinguida, ilustrada y graduada en dos universidades importantes. Después de ocho días nos dió de alta y no pudimos conseguir que nos cobrara absolutamente nada por sus delicadísimas atenciones.

En estos días se comentó mucho en San Francisco y causó gran sensación, un idilio amoroso que tuvo un fin trágico. Me lo refirió el doctor y ví en los diarios el retrato de la heroína. Los protagonistas eran del Este, una bella y rica heredera y un joven de alta posición social. Dando pruebas de un espíritu libérrimo que no respeta nada fuera de los dictados de la pasión, ni tradiciones ni leyes, ni preceptos religiosos, ni miramientos sociales, resolvieron amarse en la soledad, lejos de las hipocresías mundanas, consagrados por completo el uno al otro. La estación era propicia para el proyecto. Se fueron a principios del verano a una montaña solitaria del Oeste y llevaron durante tres meses una vida deliciosa de simplicidad, de admiración de la naturaleza y de adoración mutua. Era una renovación encantadora de los idilios de amor y libertad de tiempos románticos y primitivos idealizados por la leyenda. Su nido lo habían formado en una sencilla tienda de campaña o dormían al aire libre, bajo el manto de las estrellas. Se levantaban con el sol, despertados por el canto de las aves silvestres; sus comidas eran frugales y las horas pasaban dulcemente, no contadas por corazones que gozaban de la dicha suprema de un amor completo y satisfecho. Pero llegaron las rachas frías del otoño y tuvieron que descender de las alturas a hospedarse en el hotel de una ciudad vecina. A los pocos días el joven dijo que se veía obligado a hacer un viaje por motivos de negocios y que regresaría antes de cuarenta y ocho horas. Pasó el tiempo y no volvió. Ella comprendió que el corazón de su amante había cambiado y vió roto para siempre el sueño de su vida. Criatura apasionada, de integridad de una pieza, que con la más absoluta sinceridad había hecho de su amor el único fin de su existencia, se dispuso a una resolución extrema. ¿Iría a acusar a su amante ante los tribunales en la seguridad de que sería condenado, dado lo favorables que son para la mujer las leyes norte-americanas? Ah! no; su corazón no ganaría nada con eso. Le escribió al infiel una carta conmovedora en que le decía que consideraría una traición a lo más caro de sí misma avenirse a la nueva existencia de desilusión que veía por delante, y que estaba segura de que el recuerdo de ella lo acompañaría siempre. Hecho esto, se envenenó.

Oí con pesar esta triste historia y me quedé pensando que podía ser tomada por algunos como argumento para condenar una educación cuyo ideal es dar una personalidad libre a la mujer. Cómo declamarían en contra del exceso de libertad y preconizarían las saludables ventajas de la disciplina que mantiene sujetas a las mujeres. Pero, en verdad, un caso excepcional no es por sí solo un argumento; y, además, es preferible la libertad con sus riesgos a la seguridad que resulta de la sumisión y falta de iniciativas.

La heroína de este idilio trágico había hecho sin duda suya la divisa del héroe de La Comedia del amor, de Ibsen:

«Y aunque así naufrague mi navío
Prefiero navegar a gusto mío».

Nosotros habíamos sido de las primeras víctimas de la influenza. El flagelo tomó en los tres meses siguientes proporciones alarmantes, tanto en California como en el resto del país. Los médicos no daban abasto, no había lugar en los hospitales y faltaban enfermeras. Según decían los diarios, la epidemia causaba más muertes que la guerra. Las autoridades tomaron las medidas más enérgicas para combatir el mal. He leído que en Nueva York se imponía una multa de quinientos dólares a toda persona que al tiempo de estornudar o de toser no se llevara el pañuelo a la cara. En San Francisco toda persona que tosa o estornude es expulsada del teatro o del lugar de reunión pública donde se encuentre.

En esta ciudad y en todas las de la bahía de San Francisco se hizo obligatorio, bajo multa de cinco a diez dólares, llevar en la cara una especie de bozal o antifaz de tela para cubrir la boca y las narices. Al principio el espectáculo que ofrecía la gente parecía cómico y carnavalesco; pero luego, con la costumbre, no llamaba la atención ver en un teatro a toda la concurrencia con bozal, y verla de igual manera en una conferencia, con el agregado de que el conferencista para poder hablar se dejaba colgando de una oreja el antifaz. Al contrario, cosas del hábito y de la imitación, el que andaba sin ese aditamento se encontraba raro.

Fué, sin embargo, una medida muy discutida porque muchos ponían en duda su eficacia. En el comité de salud pública hubo acalorados debates sobre el particular, y especialmente los adeptos de la Christian Science la atacaron ardientemente. Los partidarios de esta doctrina sostienen algunas ideas muy convenientes por su acción sugestiva para la cultura espiritual y moral; pero que, exageradas, conducen a absurdos. Ellos afirman que cuanto ocurre en nosotros es de orden mental y que todo es posible arreglarlo en la vida como por ensalmo con sólo pensar bien. Pero de esta proposición, que se puede aceptar como un saludable resorte interior, pasan a defender que aun para librarse de las enfermedades, lo esencial es pensar bien y no tener miedo. De aquí que consideraran a los antifaces no sólo inútiles, sino perjudiciales. Un médico les contestó que no podía creer que el miedo fuera la causa de la influenza, ni que tuviera el poder de engendrar un microbio cuyo germen no existiera. «Nuestros soldados, agregó, que no han temido a los submarinos ni a las balas del Kaiser, han contraído, sin embargo, la influenza y han muerto por millares a causa de ella».

Con todo, el uso del antifaz se mantuvo en vigor hasta año nuevo, y dió en general buenos resultados.

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La espléndida bahía de San Francisco es más bien un lago alargado de norte a sur y comunicado con el Océano Pacífico por un estrecho canal, que da con toda simetría a la parte media del lago, y se llama Golden Gate (Puerta de Oro). El lago queda así cerrado por el lado del mar por dos penínsulas irregulares, y en el extremo de la meridional se levanta San Francisco.

Esta es una pintoresca ciudad construída sobre colinas, y el hotel en que nos alojábamos se halla en una de las más altas. ¡Qué magnífico panorama se divisa desde su azotea! El hermoso azul del mar se ofrece por tres lados: por el oeste en el Pacífico, cuyas aguas se extienden sin límite hasta confundirse con las nieblas del horizonte; por el norte en el Golden Gate, estrechamente encerrado entre orillas de colinas altas; y por el este en la amplia bahía, cuyas costas orientales se alcanzan a columbrar perfectamente. Aquí se levantan las importantes ciudades de Oakland, Berkeley y Richmond, comunicadas con San Francisco por un tráfico continuo de inmensos ferryboats que parecen enormes casas flotantes con dos chimeneas en el medio.

San Francisco es por sus colinas la ciudad de las montañas rusas naturales. No es posible andar dos cuadras sin subir y bajar, salvo en algunas grandes avenidas del barrio comercial. Por esta disposición del terreno, algunas calles se continúan a través de largos túneles, y muchas veces corre al mismo tiempo sobre el túnel otra empinada calle. En el barrio comercial, los rasca-cielos dominan como inmensos falansterios de forma cúbica. Las líneas de los techos y de los ángulos, las divisorias de sus quince y veinte pisos, y las que forman las innumerables hileras de ventanas, se cortan y se alargan todas en perspectivas rectas y uniformes. Algunos se levantan, sin embargo, como torres gigantescas coronadas de cúpulas hermosas. Otros edificios, principalmente algunos Bancos y el del Palacio del Tesoro, ostentan bellas fachadas de columnas, de una arquitectura sencilla y majestuosa, con reminiscencias de estilos griegos.

Casi en el extremo de la sección comercial, pero siempre en una parte muy central e importante de la ciudad, se encuentra Chinatown, el barrio chino. Aquí torres de cúpulas doradas y techos de puntas arqueadas interrumpen la uniformidad de la edificación. Chinatown de San Francisco no ha gozado de la fama siniestra de su hermana de Nueva York, donde hasta hace poco menos de diez años no era posible entrar aún de día sin peligro de ser asesinado.

En la parte occidental de la ciudad no se encuentran rasca-cielos: es de residencias, con casas de dos o tres pisos, elegantes, bellas, pintorescas, y rodeadas de jardines. Por este lado se va al hermoso parque de San Francisco, que lleva el mismo nombre del canal de entrada, Golden Gate, y llega hasta el mar. Aquí se encuentra el principal museo de San Francisco. Sus jardines se hallan adornados con magníficas estatuas. Las hay de Cervantes, de Goethe, de Schiller y de una cantidad de personajes americanos. Lo visitamos en un hermoso día de otoño. En las avenidas, de un color negruzco, se cruzaban en todas direcciones los autos y jinetes de ambos sexos. Las amazonas llevaban pantalones y cabalgaban como hombres. Mujeres, niños y hombres de todas edades tomaban el sol sentados en los bancos de los bordes de los caminos o tendidos en el césped. Nuestro auto tuvo que correr bastante antes de llegar al mar. En la playa espaciosa de arenas blanquecinas se nos ofreció el mismo espectáculo de la gente que disfrutaba de las caricias del sol y del aire, acompañados esta vez por la música imponente del océano.

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Para conocer de cerca la Universidad de California, que era uno de los principales objetos de nuestro viaje, nos trasladamos a Berkeley, el pueblo del lado oriental de la bahía, que hemos mencionado ya. De ésta y de otras importantes universidades norte-americanas he de hablar en un librito especial. Por consiguiente, en estas líneas me limitaré a consignar algunos recuerdos y observaciones que no encontrarían un lugar adecuado en dicho estudio.

Berkeley es ante todo una ciudad universitaria. Su amor y su orgullo se cifran en la Universidad, y ésta constituye el principal motivo de su importancia y su centro de vida. Es una ciudad de clima suave, de chalets y de jardines. En medio de un dilatado parque de terreno graciosamente ondulado se alzan los edificios universitarios, y en el centro de ellos se levanta el campanil de la Universidad, alto y hermoso, como un obelisco blanco, dominando al pueblo todo, a las ciudades vecinas y a la bahía entera, como una enseña de cultura e idealismo.

En esta ciudad, fuera de algunos cinematógrafos, no hay teatros ni cabarets, y no se puede tomar ninguna bebida alcohólica. Los aficionados a estos placeres tienen que ir a satisfacerlos a San Francisco o a Oakland, que se encuentran a media hora de distancia. La gente de Berkeley es de costumbres sencillas. El ambiente universitario penetra en todas partes, y, por lo general, en cada persona hay algo de un buen estudiante. Las lecturas, las conferencias que se dan en la Universidad y algunos conciertos, son los principales entretenimientos. Se lleva también mucha vida al aire libre. Se juega tennis, golf, y los hermosos alrededores de la ciudad se prestan para hacer agradables excursiones a pie y en automóvil. Como casi todo el mundo tiene automóvil, es uno de los placeres favoritos de esta gente recorrer a todas horas las calles y avenidas perfectamente pavimentadas de la ciudad.

Pruebas de la honradez general saltan a la vista en todas partes. Las puertas y ventanas de los almacenes y tiendas no tienen cortinas de hierro, y durante la noche quedan con los vidrios descubiertos sin ningún cuidado. Los jardines que rodean a las casas no están cerrados por rejas, y nadie se roba ni las plantas ni las flores. En los buzones de correo, que existen en formas de pilastras en casi todas las esquinas, no caben a menudo encomiendas relativamente grandes; y los remitentes las dejan con toda tranquilidad afuera para que el cartero las recoja al pasar por ahí. Muchas veces son depositadas en la noche para que sean tomadas a primera hora de la mañana siguiente, y ninguna se pierde. Nadie se aprovecha de la soledad y de la sombras nocturnas para llevar a cabo un hurto que quedaría seguramente impune. Los lecheros dejan la leche por las mañanas en pequeñas botellas al lado de afuera de las puertas de las casas. Nadie se roba ni se toma la leche.

Casi todas las personas con quienes hemos tenido que tratar, nos han parecido buenas, amables, francas y serviciales. En los matrimonios hemos observado unión, cordialidad y bastante consideración mutua. Es un hecho aceptado, sí, que la mujer es la que manda; y los hombres lo reconocen con una sonrisita de resignación. Los maridos gastan con sus mujeres ciertas cortesías muy delicadas. Jamás se sientan ellos primero a la mesa. Se ponen ante todo de pie detrás de la silla de la señora, la retiran por el respaldo cuando esta llega, y una vez que se ha sentado y la han acomodado, van a ocupar su lugar. Fineza análoga gastan al terminar la comida: se levantan primero y se ponen detrás de ella para mover la silla oportunamente, a fin de que la señora se moleste lo menos posible.

Berkeley recostada en su nido de verdura, bajo el espléndido sol californiano, tiene casi siempre un aspecto primaveral y sonriente. ¡Y qué bien encuadran dentro de este marco las muchachas estudiantes, que son uno de los encantos característicos del pueblo! Bajan por bandadas de las colinas universitarias, y alegran las calles con sus trajes claros, ligeros, que dibujan sus formas jóvenes de Dianas. En sus cuerpos y en sus rostros hay belleza o, por lo menos, las muestras de una complexión fresca y de vida sana.

Existe entre nosotros la creencia de que la mujer de raza inglesa es desgarbada y sin gracia. No sé lo que haya de cierto en cuanto a las inglesas de Inglaterra, aunque me imagino que esa idea no ha de pasar de ser una creencia infundada, una preocupación. Mas, por lo que respecta a las americanas, tal idea es absolutamente falsa. Es verdad que éstas sólo en parte son de raza inglesa. Las americanas son elegantes, finas, amables, muy a menudo hermosas y tienen bastante de lo que nosotros llamaríamos coquetería femenina, sin que esto se halle reñido con el carácter e individualidad de que saben dar pruebas.

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En Octubre[4] empezaron a llegar las noticias de las negociaciones iniciadas para poner término a la guerra. La gente, escéptica al principio, entró luego a esperar con ansiedad el anuncio de la paz. Corrió un día la nueva de que el deseado suceso se había verificado, y hubo gran alboroto en la ciudad; pero luego se supo que había sido un falso rumor, y vuelta a esperar! En Nueva York fué tal el entusiasmo producido por esta falsa noticia, que la Municipalidad tuvo que gastar ochenta mil dólares en limpiar las calles de todos los papeles que se habían arrojado en medio del delirio general.

Por fin sonó la gran hora. El 11 de Noviembre fuimos despertados a la una de la mañana por una fuerte detonación seguida de pertinaces silbidos de locomotoras. Era el anuncio de la firma del armisticio. Luego se sintieron los ruidos que hacía la gente que se levantaba, gritos y cantos en las calles y el estrépito de las bocinas de los autos y de las campanas de los carros bomberiles que parecían correr como seres conscientes enloquecidos por el júbilo.

Cuando el ruido pasó, y volvió el silencio, se dejaron oir como una lluvia argentina en la tranquilidad de la noche las campanas de la gran torre de la Universidad, que venían con su armonía insuperable a dar el conocimiento del fausto suceso de una manera digna de él. ¡Oh momento inefable, oh música divina despertadora de las más puras emociones, oh encanto, oh dulzura! Eran sonidos suaves, tristes y regocijados al mismo tiempo, como sientan a una alegría espiritual. El campanil parecía encerrar el alma de la Humanidad, que sonreía ante una nueva aurora, pero no podía olvidar por completo cuánto había sufrido hasta ese instante, el alma de una madre que, celebrando el advenimiento de la paz, sintiera su corazón herido por el recuerdo de los hijos muertos en la guerra. De las animadas campanas volaban las notas de los himnos de las naciones aliadas. Al fin se oyó la Marsellesa; y por efecto de sus acordes parecía que bajo las estrellas palpitaran en el aire efluvios de heroísmo, y el alma, agitada con escalofríos de emoción, se sumía en una onda de regocijo, de esperanza, de gratitud y de aspiraciones nobles.

En la tarde fuimos a San Francisco.

La gran ciudad estaba loca de alegría en pleno carnaval. Su gigantesca arteria, la Market Street, donde corren tres líneas de carros en el medio y hay anchas calzadas a ambos lados, rebosaba de automóviles, camiones y toda clase de carruajes. Las aceras, amplias, como de bulevares, se hacían estrechas para contener una muchedumbre que se estrujaba para avanzar con dificultad de un lado a otro. Una bulla ensordecedora partía de cada punto y venía de todas partes de la avalancha humana: el estrépito estaba en la atmósfera como si fuera algo propio de ella. A las campanas de los tranvías y bocinazos roncos de los autos, se unía la música más estrafalaria, si es que música puede llamarse, producida con cuanto objeto sonoro se había encontrado a la mano. A los autos, carruajes y bicicletas se habían atado tarros, cacerolas, fuentes de lata y cucharones, que iban danzando con alegría estruendosa en el cortejo triunfal. Carros con altísimas escaleras de los que se usan para componer los alambres de la tracción eléctrica, habían sido sacados y marchaban formando una pirámide humana de niñas y de jóvenes. Clowns pintados de negro y rojo, llevando chisteras inverosímiles, poco más grandes que una taza de café, conducían, con pachorra imperturbable, carretelas atestadas de gente, que vociferaba a todos lados. En una jaula, como las que usan en los circos para guardar fieras, se paseaba ante la muchedumbre una efigie del Kaiser; y, por otro lado, en un desvencijado, pero auténtico carro mortuorio, iba un monigote que representaba el cadáver del ex-emperador alemán, que se llevaba a enterrar. En las aceras todo el mundo agitaba cencerros y campanillas, arrastraba tarros, y tocaba pitos, cornetas o matracas. Raro era el que no llevaba banderitas americanas o de las naciones aliadas. Muchos ostentaban en la cabeza, en lugar de sombrero, gorros de papel con los colores nacionales. Tanto los hombres como las mujeres hacían cosquillas a los que pasaban a su lado, metiéndoles plumeros de papel por los ojos, las narices y el cuello. Había que aceptar cualquiera broma como en carnaval. Serpentinas y confetis se lanzaban en lluvia incesante.

La corriente humana, que había empezado al amanecer, no cesó en todo el día, y siguió en la noche bajo las iluminaciones espléndidas de las avenidas. En Market Street y en las calles vecinas el derroche de luz por sí solo era una fiesta: los altos faroles de tres focos se extendían en líneas interminables; los avisos en luces de colores y perpetuo movimiento, parecían una combinación fantástica en que jugasen las estrellas con las más ricas pedrerías; las torres gigantescas estaban convertidas en pirámides de luz, y las torres chinas diseñaban también con luz sus curvas mitológicas vueltas hacia el cielo.

Los restoranes se hallaban repletos. La gente ocupaba toda la acera, haciendo cola para entrar a ellos y comer en un lugar donde continuara el regocijo general. En estas condiciones tratamos de penetrar en tres distintas partes y no lo conseguimos. Por fin, a la cuarta tentativa, logramos abrirnos paso; pero era tal la apretura, que temimos dejar entre la muchedumbre el sobretodo y los botones de la ropa y que el vidrio del reloj quedara hecho harina. En el inmenso comedor a que penetramos no había orquesta. Por lo demás, en el barullo reinante no habría sido posible oirla. No se podía hablar ni con las personas que estaban al lado de uno. En todas las mesas se gritaba y se las hacía casi bailar golpeándolas con las manos. Otros hacían sonar los platos, las tazas y las copas con las cucharas, tenedores y cuchillos. Otros hacían girar matracas en el aire. Era una sala de locos que a uno lo contagiaba y lo hacía entrar a meter bulla como los demás; pero era de perder la cabeza.

Hay que reconocer que el pueblo norte-americano da muestras en sus manifestaciones de regocijo de un temperamento vigorosamente alegre y lleno de vitalidad, pero no de aficciones musicales. La alegría popular se traduce en bulla ensordecedora, mas no se encuentran aquí las partidas acompasadas formadas por dos o tres parejas, o por hombres solos que, al són de un acordeón o de varios instrumentos, alegran en el carnaval las calles de París y Colonia, bailando y cantando armónicamente.

El regocijo de los americanos era justificadísimo. Habían contribuido de una manera tan decisiva a la victoria. Habían dado la sangre de sus hijos y todo el dinero que se les había pedido. Sólo para el cuarto empréstito de la libertad, San Francisco contribuyó con ciento ocho millones de dólares, reunidos en menos de quince días. Los diarios proclamaban la importancia inmensa de la victoria, declaraban con orgullo que no hay título más glorioso hoy día que el de ciudadano norte-americano, e insistían en que los Estados Unidos fueron a la guerra sólo como porta-estandarte de dos grandes ideales de la humanidad: el triunfo de la democracia y la organización de la Sociedad de las Naciones.

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En el mismo mes de Noviembre cae una fiesta muy popular en los Estados Unidos. Es el Día de Gracias (Thanksgiving day), establecido por los puritanos en el siglo XVII a poco de haber desembarcado en Nueva Inglaterra, fijado por el Presidente Lincoln para el cuarto Jueves del mes nombrado y confirmado de nuevo en esta misma fecha por todos los presidentes que han venido después. La firma del armisticio constituía una circunstancia extraordinaria que venía a prestar relieve a la acción de gracias el año pasado. Como la Pascua, es una fiesta religiosa y del hogar. En este país, a semejanza de lo que pasa en los pueblos del norte de Europa, la Pascua es una festividad íntima en que la familia pasa la noche congregada al rededor del árbol tradicional, resplandeciente de lucecitas de colores y cargado de juguetes para los chicos y de otros obsequios para los grandes. En el Thanksgiving day no hay árbol. Su número característico es una comida especial que congrega a la familia y a los amigos de la casa alrededor de una mesa en que lo esencial es que no falte pavo. Ah! el pavo de Thanksgiving day! Me imagino que los norteamericanos gozan de bastante holgura para que casi la totalidad de las familias puedan cumplir con este sagrado y agradable rito. Y no puedo pensar otra cosa a juzgar por el aspecto que presenta el comercio en las vísperas de la fiesta. Los mostradores y vidrieras de los almacenes de comestibles se ven atestados de los sabrosos bípedos ya desplumados y que han sido sacrificados por millares a fin de regocijar a los hombres en el día escogido para dar gracias a Dios.

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La celebración del Año Nuevo, en cambio, es, como si dijéramos, fiesta de la calle. Esta fecha forma un solo ciclo con la Pascua, en el cual es de rigor hacer regalos a los miembros de la familia y a los amigos, o enviar a éstos por lo menos tarjetas. En los días anteriores no es fácil adquirir algo en los grandes almacenes porque se ven invadidos por un mar de gente ansiosa de hacer sus últimas compras de obsequios. Los buzones de correos presentan un aspecto curioso. No han cabido en su interior la inmensidad de tarjetas que se despachan a última hora y menos aun las encomiendas. Dejadas afuera por los remitentes, forman un desparramado montón al aire libre, sobre la columna del buzón, como un líquido espumoso desbordado de la botella, y esperan, sin que haya temor de que se pierdan, hasta que el cartero pase a recogerlas.

Lo propio del Año Nuevo en San Francisco es que se celebra siempre como lo fué el día del armisticio. El mismo carnaval bullicioso y turbulento en las calles, en los restoranes, en los hoteles y en los teatros. Para poder comer ese día en los principales restoranes es menester pedir las mesas con una semana de anticipación y pagar primas por ellas. Con gran dificultad conseguimos instalarnos en uno de los más renombrados. Eramos cinco comensales, todos chilenos. Estaban con nosotros una distinguida y hábil escritora, y un ex-ministro de Estado, joven político, inteligente y simpático. En la mesa, fuera de platos, saleros y otros adminículos, hay largos pitos de cartón y pequeños martillos de madera para que cada cual meta ruido y coopere a la bulla general. Hay también bonetes de papel de colores chillones a fin de que todos tomemos un aspecto carnavalesco. La sala era una casa de locos en que los acordes de la orquesta apenas se percibían en medio del bullicio. Sentadas a las mesas había damas ampliamente escotadas y jóvenes de smoking, todos con gorros de papel. No faltaban tampoco damas y señores de más de sesenta años que sobre su cabellera cana se habían plantado el bonete de la alegría. Entre plato y plato las parejas salían a bailar como podían, apretándose unas con otras y riéndose. Nosotros tocábamos también nuestros pitos para no ser menos, pero no nos habíamos puesto los sombreros de papel. Entonces una simpática chinita vestida de seda celeste vino quedamente por detrás y al ex-Ministro le puso un bonete rojo y a mi uno verde y así quedamos hasta el fin de la comida divirtiéndonos con la batahola universal y con nuestras ridículas fachas.

Los norte-americanos gastan en sus alegrías una sans façon y bonhomía a que los sudamericanos no estamos acostumbrados. Somos más graves y a veces hasta campanudos. En cierta ocasión oí a una señora chilena censurar a un embajador sud-americano, diciendo que no guardaba el decoro que correspondía a su alto cargo.

—Calcule usted, observaba la señora, que ese embajador se puso en la noche de Año Nuevo en el más elegante restorán de Washington un gorro de papel. Era ridículo, impropio, chocante.

—Todo dependería, señora, le contesté, de cómo estaban los demás embajadores y personajes que debía haber habido en el mismo lugar, porque si ellos llevaban también el cómico bonete, no tenía nada de particular.

A esta observación la señora no contestó nada, indicio más que probable de que la falta que ella censuraba había sido general.

Después de comida nos fuimos a otro hotel donde íbamos a reunirnos con más chilenos y entre ellos una distinguida familia compuesta de la madre y dos niñas encantadoras. A la hora de la cena, nos sentamos alrededor de una mesa redonda arreglada con sencillez y buen gusto. De todas las mesas se lanzaban serpentinas. Nosotros entramos en la batalla con un entusiasmo que no decayó un minuto, de tal suerte que al poco rato nuestras copas y cubiertos apenas se veían; eran náufragos en el mar de papelitos que lo cubrían todo. A las doce aumentó la algazara con el himno nacional, los abrazos y las felicitaciones. Pero este fué un instante muy breve, y la sala quedó por completo a obscuras por dos o tres minutos, seguramente con el propósito de que las parejas jóvenes se hicieran los votos de felicidad de una manera más íntima. Me imagino que nuestra mesa fué una de las pocas en que no se sacó ningún provecho de la obscuridad.

Por fin, bailamos hasta las dos de la madrugada. Habíamos pasado el más alegre Año Nuevo de que teníamos recuerdo.

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Las escuelas de San Francisco no gozan de tan buena reputación como las de Los Angeles, la gran ciudad de California meridional, y las de Oakland. Parece que en aquel pueblo la influencia de una politiquería no muy limpia, las perjudica. En Oakland tuvimos oportunidad de visitar dos establecimientos modelos en su género, la Technical High School (liceo técnico) y la Clawson School que es una especie de escuela primaria superior (Grammar School).

La Technical High School ocupa un edificio de dos pisos de la más original belleza. Su fachada se desarrolla en un semi-círculo de columnas de magnífico efecto, que trae algunas reminiscencias del exterior de la basílica de San Pedro en Roma. En esta escuela hay coeducación y tiene capacidad para dos mil alumnos de ambos sexos. Funcionan cursos diurnos y nocturnos. Sus cursos duran, como los de la generalidad de los high school cuatro años y comprende, fuera de los estudios teóricos, curso de carpintería, herrería, maquinarias y electricidad. Para que éstos se hagan de una manera completamente práctica, cuenta la escuela con amplísimos talleres provistos de toda clase de útiles y herramientas. Es de advertir que en los Estados Unidos la mayor parte de las high-schools, sin que por eso se llamen técnicas, disponen de tales talleres. La enseñanza de la física, de la química y de la fisiología, se hace en bien dotados laboratorios en que los niños trabajan personalmente. Observamos que no había muchos aparatos guardados en los estantes.

La Clawson School es algo de lo más perfecto imaginable. Tiene capacidad para ochocientos alumnos de ambos sexos y costó ciento sesenta y cinco mil dólares. Su fachada es sencilla y elegante. El arquitecto que la había hecho y que nos acompañaba nos dijo que en sus planos él buscaba siempre la creación de algo nuevo, que jamás una escuela se pareciese a otra.

El piso bajo contiene, fuera de espacios para juegos, los departamentos de economía doméstica y artes domésticas, cafetería, kindergarten, trabajos manuales, tocadores y baños de lluvia para los niños y niñas, y los aparatos centrales que producen la calefacción y ventilación de todo el edificio. Las salas de clases tienen, por un lado, ventanas hechas en tal forma que se componen casi exclusivamente de cristales, que, cuando se quiere, se pueden poner todos horizontalmente, y permiten que la sala quede como una pieza al aire libre. Para la colocación de los sombreros y abrigos de los muchachos las clases tienen una especie de guardarropía con dos puertas. Los alumnos al entrar pasan primero a la guardarropía, entran por una puerta, dejan ahí sus cosas y salen por la otra. Todo se hace con suma facilidad y comodidad. Los pisos de las salas y galerías se hallan cubiertos con linóleo.

El Kindergarten que he mencionado es muy mono. Está hecho con un arte empapado en amor a los niños. Se halla decorado con pinturas alegres de animales y personajes de cuentos, como corresponde a la fantasía de sus pequeños moradores. A pesar de tener calefacción central, hay una amplia chimenea, donde en el invierno arde el fuego de los clásicos hogares del norte y los pequeñuelos se agrupan alrededor de su profesora a escuchar historias de navidad. Para entretener a los chicos al aire libre en los días primaverales se levanta al lado de afuera un magnífico pórtico, adornado de plantas en maceteros y enredaderas y que hace soñar con lejanías griegas.

He hablado también de una cafetería. En casi todas las ciudades norte-americanas y principalmente en las del oeste y del centro, existen restoranes graciosamente llamados cafetérias en el idioma americano (con acento en la última e), cuya característica es que no haya mozos y cada cual se sirva a sí mismo. Uno principia por tomar una bandeja y cubierto: luego agrega los platos y postres que prefiere, que se encuentran convenientemente distribuídos a lo largo de extensos mostradores, y pasa por delante de una cajera, con la bandeja completa, que le computa el gasto y le recibe la paga. Por último, uno elige su mesa y se sienta a comer sin esperar mozo ni tener que dar propina. En muchísimas universidades, colegios y escuelas hay cafeterías en que los profesores y alumnos pueden tomar el lunch y comer a precios muy reducidos.

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Los Estados Unidos, como se sabe, constituyen la más gran democracia de nuestra época, y en algunos Estados del oeste es donde el viento de las reformas avanzadas ha soplado con más fuerza. Entre las instituciones californianas figuran la iniciativa, el referendum, el sufragio femenino y el recall, que pueden señalarse como las innovaciones políticas más radicales de nuestra generación. Las mujeres también son elegibles y en Noviembre[5] se dió por primera vez el caso de que cuatro de ellas obtuvieran los sufragios necesarios para ser miembros de la Asamblea del Estado de California.

El ejercicio de los derechos políticos dentro de las mismas condiciones que los hombres, no ha hecho perder a las californianas ninguna de las cualidades y virtudes propias de su sexo. Son finas y elegantes y viven preocupadas de una multitud de obras de filantropía social. En ese tiempo de guerra y de epidemia, han consagrado sus desvelos a la Cruz Roja y muchas han tomado a su cargo desde acá huerfanitos de Francia y Bélgica, a los cuales no conocen personalmente, pero hacen objeto de sus cuidados y les envían ropa y otras cosas. Agréguese todavía que casi todas ellas saben manejar un auto con tanta destreza como cualquier varón.

Deseoso de conocer algunos detalles y juicios sobre la organización democrática de la Unión y de California, le pedí un rato de charla al profesor Reed del Departamento de Derecho Público de la Universidad. Nos juntamos en su gabinetito particular, en uno de los pabellones universitarios. En las universidades americanas cada profesor dispone de una pieza privada con su biblioteca, donde puede trabajar tan bien o mejor que en su casa.

—Los comienzos de la democracia americana, empezó a hablar Reed, se remontan a la asamblea del pueblo de los sajones, a la Curia Regis de la Inglaterra normanda. Los principios de libertad civil que se encuentran establecidos en la Magna Carta, el Bill de los Derechos, el Habeas Corpus y en la Common Law, fueron un patrimonio que los colonos trajeron desde la madre patria a este continente. Ellos no entraron a crear nada de nuevo, sino que bastaron sus tradiciones políticas para que fundaran un gobierno libre. La misma constitución actual contiene muy poco que no sea indígena; es anglo-americana desde el principio hasta el fin.

Nuestra democracia descansa sobre una sólida base de autoridad. Los poderes del Presidente de la República son más variados, más comprensivos e importantes que los poseídos por el Ejecutivo de cualquier otro país. El Presidente nombra a los miembros del Gabinete sin tomarle la venia a nadie. Constitucionalmente la designación debe ser ratificada por el Senado, pero éste jamás niega en este punto su aquiescencia al Presidente. Los Ministros no deben formar parte de las Cámaras, ni concurren a ellas, ni son responsables ante ellas. De esta suerte, la administración pública forma un conjunto de funciones coordinadas con el poder legislativo y no subordinadas a él.

—El régimen norte-americano es el presidencial, observé, que forma uno de los tipos característicos del gobierno libre, siendo el otro el parlamentario, del cual ofrece Gran Bretaña el ejemplo más acabado. Ustedes han sabido combinar la democracia con la autoridad. ¿Qué puede decirme sobre la iniciativa y el referendum?

—Son procedimientos por medio de los cuales los ciudadanos entran a legislar directamente, manifestando su opinión en las urnas. La iniciativa puede ser de dos clases: o los ciudadanos obligan a las asambleas legislativas, por medio de su voto, a despachar una ley dada, o ellos mismos, sin tomar en cuenta a las asambleas, se pronuncian sobre algunas proposiciones y las convierten en ley. El referendum consiste en el sometimiento a la rectificación de los electores de algunos acuerdos de las asambleas para que tengan valor legal. Estos procedimientos se han introducido hasta ahora en unos veintidós Estados de la Unión. Pero debo confesarle que estas innovaciones no me parecen bien. Las multitudes son incapaces de gobernar. Pueden tal vez pronunciarse sobre problemas de carácter general y sencillo, pero no entrar en las cuestiones técnicas de detalles. Le voy a contar un caso de falta de criterio gubernativo de la masa. En la comuna de San José, se acordó, por iniciativa de los electores, cerrar los saloons o sea cierta clase de restoranes, lo que disminuyó inmediatamente las entradas del Municipio en ochenta mil dólares al año; y, a raíz de esta merma, los propios ciudadanos resolvieron que se elevaran los sueldos de las policías y otros empleados, debiendo empezar a pagarse el aumento desde el instante de su aprobación, a mediados de año. Como el presupuesto estaba vigente hacía seis meses y las entradas habían disminuído considerablemente, fué aquello un desbarajuste total. La iniciativa debería en todo caso empezar por presentar al cuerpo legislativo el proyecto que los ciudadanos desean ver convertido en ley. Si la asamblea lo desatendiera, habría llegado el momento de proceder directamente.

—¿Y el recall?

—Es el proceso por medio del cual un funcionario electivo, cuyos servicios no resultan satisfactorios para los electores, puede ser removido por éstos antes de la expiración de su período. Los jueces y los gobernadores están así a merced de los ciudadanos o de lo que puede ser a veces el capricho o el apasionamiento de las masas. Este procedimiento se ha implantado sólo en nueve Estados y mucho me temo que haya sido por lo general un completo fracaso. No le diré lo mismo del sufragio femenino que debemos estimarlo como un éxito. ¿Y qué me dice usted de su país?

—En nuestro país padecemos de un parlamentarismo sui generis que se entromete en todos los detalles de la administración pública, se da el placer de derribar varios ministerios en el año y no puede despachar leyes de importancia porque no hay clausura de los debates y cualquier grupo de senadores o diputados, por pequeño que sea, está en situación de obstruir indefinidamente el despacho de todo proyecto que no le convenga. Así nosotros tenemos menos autoridad que ustedes y también menos democracia.

—Por virtud de nuestra historia y de nuestra educación, la democracia está en la sangre de nuestra sociedad, y, por lo mismo, los que disponen de cualquiera parte de la autoridad, la ejercen sin contemplaciones. Ya hemos visto que nuestro Presidente es quizás el soberano más poderoso de la tierra; pero no hay para qué ir tan arriba. El guardián de la calle, el conductor de un tren, el negro camarero de un sleeping-car, el modesto conductor de un tranvía, son dictadores en su esfera de acción, y en lo que ellos estiman el cumplimiento de su deber, lo cual no quita que se conduzcan con amabilidad y presten ayuda a las señoras, a los niños y a los enfermos. En los trenes de Nueva York usted va a encontrar este letrero: «Se prohibe escupir en el suelo. El infractor de esta regla queda sujeto a la pena de prisión y a quinientos dólares de multa». Y se cumple. Ahí no se ruega o se indica lo que se debe hacer. Se ordena y se pone la sanción al lado.

Otra muestra de nuestro espíritu democrático es la cooperación de todas las clases sociales en las cosas de interés público. Usted ha visto de qué manera se ha levantado aquí el cuarto empréstito de la libertad. Los bonos no se han colocado por medio de las oficinas fiscales o de los bancos únicamente, sino por la acción de todo el mundo. En cada esquina ha habido garitas donde señoras y niñas ofrecían los bonos. A la entrada de los hoteles había también vendedoras y en las aceras scouts y policiales le ofrecían a usted los papeles de la libertad. Por lo demás, cada cual se apresuraba a comprar para llevar en el ojal el botoncito azul correspondiente en prueba de que era un buen ciudadano.

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Entre los profesores que conocí en la Universidad hay un filósofo que puede ser considerado como el compendio en las regiones de la alta cultura de las cualidades de la democracia americana. Me refiero a Juan Dewey, de la Universidad de Columbia, que había sido invitado por la de California a hacer un curso extraordinario de seis meses. Después de la muerte de William James y de Josiah Royce, pasa Dewey por ser el primer filósofo norte-americano de la época actual. Goza además de una inmensa autoridad como autor de obras pedagógicas fundamentales, entre las cuales podemos citar «Democracia y Educación»[6]. No es naturalmente una personalidad popular. Los filósofos nunca lo son, y en este país, como en todas partes, el aura del renombre callejero, está reservado para los archimillonarios y los grandes políticos.

Dewey es una persona sin la menor pose y de una bondad encantadora, que se transparenta en sus ojos claros, en sus palabras y en sus ademanes. Su sencillez por lo que respecta a su indumentaria, raya a veces en el descuido.

Para que charláramos sin perder tiempo, me invitó a tomar el lunch un día en el Club Universitario. Hablamos de educación, de filosofía y de arte.

—Me parece que uno de los fines principales de las universidades es, me dijo, la formación de una dirección intelectual para la democracia, cuidando al mismo tiempo de mantener viva en las masas del pueblo la idea de que la educación superior se halla enteramente abierta para ellas, de manera que puedan aspirar a los más altos rangos en la vida social. De esta suerte se estimulan el esfuerzo personal y la ambición, y se evita la formación de castas sociales. Nuestras universidades son más instituciones sociales que intelectuales. Ellas promueven el compañerismo y estrechan asociaciones entre sus miembros, y, aunque la riqueza y el nacimiento no dejan de ejercer influencia, los más de los colleges se vanaglorian de funcionar sobre una base democrática y de apreciar ante todo el mérito y el valor personal.

—Se me hace, le expuse, que en este país predominan mucho los valores económicos, éticos y sociales sobre los artísticos pongo por caso. Sin perjuicio de que ya se noten manifestaciones de que la arquitectura y la escultura empiezan a ser cultivadas con brillo aquí. Probablemente éstas van a ser las bellas artes americanas por excelencia.

—Pienso, más o menos, lo mismo, repuso Dewey.

Luego entró a hablar sobre las principales escuelas filosóficas de los Estados Unidos y dijo que se podían distinguir tres: la pragmatista, la idealista y la neo-realista. El mismo es un pragmatista, aunque no a la manera exagerada de William James.

—Me parece, observé, que a pesar de todas las diferencias de nombres con que designan sus teorías, ha habido una tendencia común en los pensadores norteamericanos. No han perdido de vista el fin práctico: todos son algo pragmatistas. Emerson era un moralista; James sacrificó la filosofía a la moral, y usted mismo, por lo que sé de usted y le he oído en sus conferencias, es un idealista social. El idealismo social se me presenta como uno de los resortes fundamentales del alma americana, doctrina que el sociólogo Lester F. Ward designaba con el término de meliorismo.

Corroborando lo que yo acababa de decir, agregó Dewey que las lucubraciones metafísicas ocupaban en efecto muy poco lugar en las orientaciones de pensamiento americano.

Me despedí del filósofo y he conservado una impresión indeleble de su espíritu claro, puro y sinceramente bueno.

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Para que se vea que la sencillez no es una virtud rara entre los profesores norte-americanos, voy a contar un caso que me ocurrió en el mismo club universitario. Prueba además que estos profesores, aunque no sean catedráticos de ramos filosóficos, poseen la mejor de las filosofías, la sabia filosofía de tomar acertadamente las cosas de la vida. Fué en un lunch a que me había invitado el Decano del Colegio de Ciencias y Letras, en compañía de tres profesores más.

Los norte-americanos son por lo general sobrios en sus comidas y muy pacientes con la servidumbre. Esta virtud se ha acentuado aún con la guerra. Jamás se oyen en los restoranes palmadas o gritos para llamar a los mozos. Es costumbre servir todas las cosas que se han pedido de una sola vez y traen juntos los guisos con los postres y el té o el café, de manera que hay que resignarse a tomar algo frío, que es lo que ocurre casi siempre con las bebidas finales.

Las invitaciones se llevan a cabo también en condiciones de notable frugalidad, que es más acentuada aún en los círculos docentes. Nada extraordinario se agrega en honor del invitado; se le ofrece la lista corriente. Se invita por sociabilidad para aprender algo más, para oir cosas nuevas y para decirlas; no a hartarse de comida o a paladear guisos exquisitos y bebidas refinadas. Los mozos se hallan tan acostumbrados a esta manera de ser que en los restoranes jamás preguntan. «¿Qué vino desea usted?», sino que para empezar sirven una copa de agua.

Sentados alrededor de la mesa, tomó el Decano la lista y me fué preguntando lo que deseaba comer para ordenarlo. En cada sección de la lista hay diferentes cosas entre las que se puede elegir.

—¿Qué quiere, me dijo, ternera, cerdo o salmón?

—Salmón, le contesté.

—¿Pie (especie de empanada de frutas), uvas o budín?

—Uvas.

—¿Café, té o leche?

—Leche.

Al poco rato llega la muchacha que nos servía y le dice al Decano:

—Ya no hay más salmón, profesor S.

Y sin alterarse ni lamentarse, volviéndose a mí repite éste:

—Ya no hay salmón, profesor Molina, ¿qué prefiere usted entonces?

—Ah, un poco de ternera.

Al cabo de algunos minutos se acercó de nuevo la niña y le dijo al Decano:

—No hay uvas, profesor S.

Y éste con la misma calma anterior me repitió:

—No hay uvas, profesor Molina, ¿qué quiere ahora?

Otro profesor y yo que habíamos pedido uvas dijimos entonces:

—Budín.

No habían transcurrido tres minutos sin que la niña tornara a entrar y dijera:

—Se acabó el budín, profesor S.

Y éste nos repitió tranquilamente:

—No más budín.

Nos reímos todos y como ya no quedaba otra cosa que elegir pedimos pie.

Aún alcanzó a volver una vez la muchacha y dijo:

—No hay leche.

—No hay leche, profesor Molina, fué el eco.

Pedí té.

Todo esto había ocurrido sin que hubiera la menor señal de incomodidad o impaciencia de parte del anfitrión y de sus compañeros, sin ningún asomo de protesta, sin llamados al mayordomo o administrador del club. Eran pequeños accidentes sin importancia. Por mi parte me pareció el hecho muy digno de no ser olvidado y de referirlo a algunos señores de mi país que con mucho menos que eso se habrían congestionado de ira y habrían puesto el grito en el cielo en contra de la administración y servidumbre del establecimiento.



CAPITULO IV

AL AZAR DEL CARNET

En viaje.—Chicago.—«La soledad del alma».—Niágara Falls.—Hospitalidad neoyorquina.—El reino de los débiles.—Cabarets.—En Washington.—El monumento del héroe.—El Capitolio.—La Biblioteca del Congreso.—El Palacio de la Unión Pan-Americana.—Falta O'Higgins.—El renombre de Boston.—Su Museo de Bellas Artes.—«Invocando al Gran Espíritu».

Hicimos el viaje de San Francisco a Chicago, que dura tres días, por la línea que pasa por Sacramento y el Gran Lago Salado. Después de atravesar las pintorescas tierras de California, pintorescas y variadas a pesar del invierno, el tren anduvo todo el segundo día y parte del tercero a través de llanuras que ocultaban su desolación bajo el blanco manto de la nieve que las cubría. Algunos montes bajos y colinas daban de trecho en trecho ondulación al terreno. Se adivinaba que el panorama que se presentaba monótono en invierno, debía ser desesperante en verano por la falta de árboles, la aridez del suelo, el calor y el polvo.

El tren cruza medio a medio el Gran Lago Salado por un puente de más de doce millas de largo, que es una atrevida obra de ingeniería y se demora cerca de una hora en recorrer. Aquí sentimos el peso de un clásico paisaje de invierno. Los campos de nieve pueden ser monótonos, pero su blancura deja una impresión de luz que no es enteramente triste. Ahora, a pesar de no estar avanzada la tarde, todo era gris obscuro. A ambos lados del tren se extendía el lago interminable, tranquilo, sin una rizadura, como un cristal negruzco. Sobre su superficie no había una sola embarcación, no saltaba un pescado; ninguna vela agitaba su silueta a lo lejos, y no se divisaba la tierra. El cielo, de un color gris parejo aplastante, comunicaba un tinte sombrío y uniforme a todo el horizonte. Las aguas tenían una serenidad adusta que hacía pensar en poderes ocultos, misteriosos, que amenazaran con daños no conocidos. Aquí cabía decir «Del agua mansa, líbrame Señor»... Sólo al ponerse el sol iluminó con algunas manchas sangrientas la faz ceñuda de la naturaleza.

Nuestros compañeros de viaje eran en su mayor parte señoras. Amables y simpáticas, se nos hizo liviano el viaje charlando agradablemente con ellas y obsequiándonos con bombones y candis.

A medida que nos acercábamos a Chicago, podíamos notar que dejábamos atrás la llanura desolada e íbamos entrando en territorios ricos para la agricultura. Aumentaban los caseríos, había en la tierra innumerables muestras de labranza y había árboles. Estos se presentaban con sus ramas escuetas, arqueadas hacia arriba y esmaltadas de blanco por la nieve, como gigantescos candelabros de múltiples brazos o como esqueletos de verdaderos árboles.

Chicago es una especie de Londres del Middle-West americano. Es un gran emporio industrial, comercial y agrícola y posee el department-store o almacén universal más grande del mundo, Marshall Field and Co., que ocupa dos inmensas manzanas y tiene a la venta de todo. Estando a las orillas del lago Michigan, es Chicago el centro del tráfico entre los grandes lagos y el resto de la Unión. Forma también el más importante centro ferroviario del país, adonde convergen todos los trenes de la región. Yendo en cualquiera dirección, al llegar a Chicago hay que cambiar de tren y tomar otro, cuya hora de salida ha sido acordadamente combinada con otras de llegada. Ningún tren pasa de largo. La capital de Illinois es el punto definitivo de arribo para todos. Aun tomando pasaje directo de San Francisco a Nueva York o viceversa, es de rigor el trasbordo en Chicago.

Las gentes de California se hallan tan convencidas, y con razón, de la bondad del clima de su estado que ponderan las crudezas de los inviernos del centro y del este del país. Tiritan con horror al acordarse de los vientos y fríos de Chicago. Talvez por esta razón nos parecieron más suaves de lo que creíamos, aunque pudimos experimentar varias veces que el cierzo helado hacía doler los huesos y partía la piel de la cara, penetrando en las carnes como el filo de innumerables cuchillos. La escarcha pegada en las aceras y en las calles, restos de nevazones anteriores, se conservaba por el frío, dura como roca; pero en los días que permanecimos en la ciudad no llovió ni nevó. El cielo, sin embargo, se mantuvo siempre gris. Aumentan su tono sombrío el humo de las locomotoras y de las innumerables fábricas de la población.

Las calles son rectas y cortadas por bloques o manzanas rectangulares de inmensos rascacielos de piedra obscura, revestida de pátina de hollín. Las cúpulas y últimos pisos se pierden en la altura, esfumados no se sabe si en las nubes del cielo o en las de humo que envía la ciudad; que todas se confunden arriba en una sola masa negruzca. El humo es tanto que después de andar un rato por las calles, quedan las manos y la cara pringadas de hollín y un gusto acre en la garganta como si se hubiera hecho un largo viaje en tren sin tomar un trago de agua.

Poned en medio de esto los mil ruidos ensordecedores producidos por los trenes elevados, los tranvías, los camiones, los autos, los gritos de los cocheros y conductores de otros carruajes; agregad todavía los movimientos de los gigantescos guardianes en las boca-calles, el andar precipitado, a veces corriendo de la gente, los codazos y encontrones inevitables, el continuo mirar azorado a la derecha, a la izquierda o hacia atrás por el temor de ser atropellado, y podréis formaros una idea de la batahola endemoniada que es el loop o sea la parte más céntrica de la ciudad, donde hasta las cabezas más sólidas se sienten mareadas al principio.

Es verdad que algo igual ocurre en Nueva York, Filadelfia, San Francisco y otras grandes ciudades de la Unión; pero en ninguna con tanta nota gris, tanto humo y tanta bulla como en el loop de Chicago.

Lo dicho no quita que Chicago posea grandes parques y hermosas avenidas y bulevares, como Michigan Avenue y el Grand Boulevard, por lo que ha sido llamada la Ciudad Jardín. Pero sólo en primavera y verano debe ser posible apreciar bien estas bellas cualidades y gozar de ellas.

En Chicago se cultiva el arte musical con mucho empeño; cuenta la población con magníficas orquestas, y algunas señoras me dijeron en una audición verificada en el Mandel-Hall de la Universidad de Chicago, que su ciudad iba en camino de ser el primer centro de la música en la Unión.

Hay también un magnífico Instituto de Bellas Artes, con ricas colecciones de cuadros, esculturas y reproducciones del arte europeo. Entre las obras originales del arte americano, descuella una escultura, La Soledad del Alma, obra del escultor Lorado Taft. Es una creación de un simbolismo psicológico triste y hondo. En bloque de mármol han sido talladas cuatro figuras humanas, dos mujeres y dos hombres, que forman en conjunto un círculo, en que los cuerpos se presentan desnudos de frente y se vuelven mutuamente las espaldas, que permanecen adheridas a la piedra. El mármol se extiende un poco sobre las cabezas, como para imponerles una carga inevitable. Los hombres y las mujeres están tomados de la mano en una ayuda resignada para sobrellevar mejor su común destino señalado implacablemente por la piedra que los oprime y los ata. En todos palpita una expresión de conformidad dolorida. El autor ha sabido esculpir una verdad honda: que el alma suele sentirse de una manera desgarradora íntimamente sola, aunque exteriormente ligada para siempre a otros seres. El grupo constituye al mismo tiempo una preciosa enseñanza sobre las limitaciones de la libertad humana.

De Chicago pasamos a Madison para visitar la famosa Universidad de Wisconsin, de la cual hablaremos en nuestro estudio sobre las universidades norte-americanas; y seguimos a Nueva York, pasando por la ciudad de Niágara Falls, a fin de no dejar de ver las famosas cataratas del Niágara.

Niágara Falls es una ciudad muy pintoresca, compuesta en su mayor parte de chalets. Debe ser un bello lugar de veraneo. Se halla formada de dos partes, la una estado-unidense y la otra canadiense. Lo mismo ocurre con las cataratas, siendo más hermosa la sección canadiense.

Como en todos los lugares donde hay bellezas naturales en los países civilizados, la explotación del extranjero se encuentra aquí minuciosamente organizada. Apenas habíamos descendido del tren, a eso de las siete de la mañana, cuando un señor se nos acerca, y, dando pruebas de un golpe de vista bien ejercitado y certero, nos dice: «Ustedes vienen a ver las cataratas; hay que tomar un auto; no se puede ir a pie; necesitan un guía que los conduzca a los diferentes puntos de vista desde donde se debe contemplar el espectáculo; el auto que tengo aquí los llevará, en primer lugar, a un buen hotel, después a las cataratas, y los irá a buscar por último para traerlos de nuevo a la estación a la hora que ustedes indiquen».

Era de una solicitud aplastante el señor. Casi sofocado, le dije: «Pero, señor, déjenos respirar primero, por favor, déjenos dar algunos pasos y mirar un poco por nosotros mismos». Mas, nuestro hombre no cedió un punto y estrechó el sitio. No había posibilidad de reflexionar, de elegir, de optar, no había otros empresarios a quienes dirigirse; todo estaba prescrito y ordenado y había que dejarse conducir.

Fuera de la falta del placer de vagar a su antojo, para lo cual no había tampoco mucho tiempo, el desarrollo del programa formado por nuestro hombre nos resultó satisfactorio y conforme a lo que deseábamos, salvo que los precios del hotel fueron bastante elevados.

Vimos las cataratas en un claro y frío día de Febrero. La gigantesca masa de agua al caer levanta nubes de partículas líquidas que van tan alto, que el que se acerca muy a la orilla las recibe en seguida como lluvia. Al llegar ésta a la tierra, se hiela rápidamente, y el suelo, los árboles y las barandillas de los puentes y de las balaustradas se presentan cubiertos de un esmalte blanco de superficie líquida y resbaladiza. El espectáculo es bellísimo, grandioso, y carece de verdad aquello que se ha solido decir de que las obras de los hombres lo hayan empequeñecido y privado de su imponente majestad.

Hubo un detalle del programa en que el propósito de explotación se veía muy manifiesto, sin perjuicio de que deba reconocerse en justicia que bien merecida se la tenían los que, como nosotros, se dejaban seducir por la tentación que se les ofrecía. Nos condujo el chauffeur a ver, por el lado canadiense, unos rápidos que forma el río poco después de las cataratas, y cuya belleza nos ponderó. Descendimos por un carro de cremallera bastante inclinado a la orilla misma del río, que se precipitaba como un torrente espumoso entre dos riberas muy escarpadas. El paisaje nos evocó en parte la imagen del curso superior de algunos ríos del sur de Chile, que bajan las montañas andinas también como torrentes imponentes ansiosos de llegar al valle central. Más faltaba aquí la selva magnífica, a cuya sombra deslizan sus ondas las corrientes chilenas en un ambiente de misteriosa alegría. No obstante de no carecer de belleza el lugar, se nos había conducido a él, sin duda, porque había ahí una tienda de objetos de recuerdos y un establecimiento fotográfico. Se hallaba éste en una sala sencillamente instalada, cuyas paredes estaban cubiertas de muestras de fotografía que se habían sacado otros turistas en los más bellos sitios de las cataratas. Había algunas tomadas en islotes y rocas y teniendo en el fondo como hermosa cortina la gigantesca caída de agua, orlada de espuma y de polvo líquido. Oh! eran preciosos recuerdos! ¡Retratados en las cataratas del Niágara!

—«Es muy fácil hacer esto aquí mismo, nos dijo el fotógrafo, sin que se molesten con ir a las cataratas. Elijan ustedes los paisajes que prefieran y a ellos adaptaremos las fotografías que tomemos. En una semana más podemos enviárselas al punto que nos indiquen». Escogimos efectivamente algunos paisajes, teniendo cuidado de que no fueran de verano, ya que estábamos en invierno. Luego salimos afuera, y, puestos de espaldas a las piedras del barranco, como individuos a quienes iban a fusilar, nos tomaron las fotografías que debían transformarse después en bellos cuadros del Niágara, que llevarían nuestras imágenes en lugar espectable. Pagamos anticipadamente, y nos fuimos. A la vuelta de quince días recibimos las deseadas vistas. Eran unos mamarrachos que no valía la pena conservar.

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¡Qué feliz fué nuestra llegada a Nueva York! A pesar de ser mediados de invierno, la gran metrópoli del Atlántico se nos ofreció como una ciudad de luz y de sol, bajo un cielo capaz de rivalizar con los más bellos de Italia y de Chile. No había aquí nada del humo ni de las neblinas de Chicago. Nueva York no es sólo una urbe gigantesca de rascacielos, sino también una city de calles y avenidas hermosas, claras y amplias.

El clima es, por lo general, variable, inclemente y extremado; pero la mañana en que llegamos era tan agradable, fresca sin ser fría, y con tal dulzura en el ambiente, que Nueva York nos pareció una ciudad muy hospitalaria.

Mas, la hospitalidad se encontraba, por decirlo así, sólo en los elementos de la naturaleza, lo que, de todas maneras, no era poco. En los hombres no pudimos admirar esa virtud en los primeros días. Los hoteles y las casas de departamentos y piezas para arrendar se hallaban totalmente ocupados. Se refería entonces que se habían inaugurado hacía poco dos grandes hoteles, con dos mil habitaciones cada uno, y que todas habían sido tomadas en un mismo día.

Buscando piezas en uno de los mejores barrios (en Uptown, entre Broadway y Riverside), llegamos a una casa donde salió a recibirnos un señor de muy buena traza y con un perfecto aire de gentleman, que vivía solo con su señora. Ambos nos mostraron una pieza muy confortable de que disponían; pero después de sus primeras palabras nos produjeron una impresión de desconfianza e inseguridad, que luego se acentuó al ver cómo procedían en la fijación de los precios. No era difícil que ellos notasen en nuestro acento que éramos extranjeros, de suerte que empezaron por poner la puntería muy alta y nos pidieron al comenzar treinta y cinco dólares mensuales por la pieza. Para tentarnos, fueron bajando de motu proprio a treinta primero y luego a veinticinco. Esta falta de seriedad, y el observar que el señor se hallaba medio ebrio, nos hicieron retirarnos muy pronto, no poco desagradados de una de nuestras primeras experiencias neoyorquinas.

Corrimos todavía otra aventura antes de instalarnos definitivamente. Leíamos con avidez todos los días los centenares de avisos de los diarios relativos a pensiones, departamentos y piezas de arriendo; y uno nos tentó. Se ofrecía pieza y pensión en una de las mejores calles de Uptown, y, según decía el aviso, los dueños de casa formaban un hogar cristiano, circunstancia que nos pareció una garantía en medio de la babilonia neoyorquina. Agréguese que tendríamos oportunidad de practicar el inglés a las horas de comida. Predispuestos de esta suerte, aceptamos sin mucha dificultad los precios elevados que nos fijó la señora, quien se encargó de repetirnos lo que ya habíamos inferido de la lectura del aviso periodístico. «En mi casa se lleva vida de familia», nos dijo. Y, en efecto, no se podía negar que el personal de la casa era gente bien, y poco numeroso.

Pero muy pronto pudimos notar que las cosas no iban aquí por el camino de lo confortable, ni de lo abundante, ni de lo cómodo. ¡Cómo nos acordábamos de las que ahora considerábamos espléndideces de los hoteles de Berkeley y de Chicago, y a menor precio, se entiende! No había más que una sirvienta, una maid, para todo el servicio. Era una criatura regalona que hacía el favor de servir y a quien la señora consideraba más que a cualquiera de sus pensionistas. Era tan difícil encontrar empleados en Nueva York, decía la señora, que en caso de perder a su maid, sería casi imposible reemplazarla. La doncella no servía por nada comidas en las piezas, ni aun en caso de enfermedad. Debiendo por este motivo guardar cama varios días mi señora, tenía yo que bajar tres veces diariamente a buscar el desayuno, el lunch y el diner para ella, y subir a nuestro piso con la bandeja llena de platos y cubiertos. Creo que llegué a adquirir cierta destreza en el manejo de estos adminículos. Era capaz de llevar la bandeja equilibrándola perfectamente en alto en la palma de la mano derecha, y comprendí entonces cuánto hay de pose en el aire con que sirven los mozos de los grandes hoteles y restoranes.

Al ajustar nuestras cuentas, la señora me hizo presente que el servicio en las piezas era extra, es decir, me cobró veinticinco centavos más por cada vez que yo había subido con la bandeja. Esto me pareció un colmo, y no muy de acuerdo con lo que debe ser la vida de familia, y más, de familia cristiana.

Movidos por estas impresiones ingratas, resolvimos mudarnos, y al fin encontramos un bello departamento con una buena casera, donde nos quedamos hasta los últimos días de nuestra permanencia en los Estados Unidos.

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Este país, que en tantos sentidos se podría llamar la tierra de la fuerza, es al mismo tiempo el reino de los débiles. No lo es, sí, el de los fracasados.

Los débiles que no tienen la culpa de serlo, las mujeres, los niños, los ancianos, se encuentran aquí en el mejor lugar que puede ofrecerles nuestro planeta. Sabido es que los maridos, por término medio, le andan mirando la cara a sus mujeres para adivinarles los deseos, y es frecuentísimo encontrar en las calles a los hombres de la clase media llevando a sus bebés en brazos o arrastrando el cochecito en que los sacan a paseo. Los ancianos son objeto de delicadas atenciones y ayuda en todas partes. Los niños juegan a sus anchas en las calles donde no hay mucho tráfico comercial. Ocupan las aceras con sus cuerdas para saltar y tiran las pelotas por encima de las cabezas de los transeuntes, sin que éstos en ningún caso se molesten o impacienten. El niño es soberano. Los policiales cuidan especialmente de que mujeres, niños y ancianos atraviesen sin peligro las avenidas y calles en los puntos de mucho movimiento.

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No en todas las ciudades norteamericanas se encuentran cabarets. Estos han prosperado sólo en aquellas en que la riqueza derivada de la intensa actividad comercial, la falta de prohibición alcohólica y un cosmopolitismo libre de ciertas tradiciones religiosas puritanas, han permitido el florecimiento de la alegría fácil y de la vida mundana. En tal caso, se encuentran principalmente Nueva York, Chicago y San Francisco. Desde este punto de vista, Washington es una pequeña ciudad que se aburre un poco de noche en medio de sus virtudes de abstinente, y Boston es demasiado severa para que dentro de sus paredes vetustas puedan oirse los cantos y desarrollarse las danzas que después de las horas de trabajo, divierten a las poblaciones de los tres primeros centros nombrados.

Un cabaret es un restorán generalmente amplio y muy a menudo recargado de decoraciones y pinturas de mal gusto. En el fondo se levanta un proscenio, y se deja además un espacio libre, de forma ovalada, en medio de las mesas, para que se ejecuten los diversos números de la show o espectáculo y bailen después los comensales mismos.

El derroche de luz principia en la calle. Los anuncios de los cabarets son vistosos, llamativos, con luces de diversos colores en movimiento, como corrientes de pedrerías. En el interior arañas y lámparas de formas fantásticas y no pocas veces extravagantes alumbran plenamente el recinto. La sala se obscurece ligeramente cuando es menester hacer proyecciones coloreadas sobre las cantatrices y danzantes.

No hay que esperar oir ahí gran música. La orquesta es por lo común sonora, bizarra, a menudo estridente y las piezas que ejecuta con frecuencia son los aires pegadizos de los descompasados bailes americanos.

El programa de la show comprende números de acrobacia, de canto, de bailes individuales, de violín y otros instrumentos de música. En algunos cabarets el piso de la parte central está arreglado de manera que puede helarse, y se ofrece entonces el espectáculo de destrísimos patinadores. Pero lo esencial es la exhibición de mujeres con frecuencia muy hermosas, de bellos cuerpos delgados y flexibles, y elegantemente vestidas. Cantan en coro con el conocido sonsonete de las canciones americanas, y se mueven a compás, casi siempre lentamente, como siguiendo el paso de un fox-trot tranquilo y haciendo figuras para lucir sus formas esculturales sin exhuberancia de carnes y sus ricos trajes. No es raro que se busque el representar con éstos, diversas épocas históricas o acontecimientos de carácter patriótico.

Hay cabarets tan grandes, que el espectáculo tiene que repetirse de un lado a otro de la sala, para que lo vean todos los comensales. Otros ocupan tres o cuatro pisos de un mismo edificio y en cada uno de ellos se ofrecen diversas show simultáneamente.

Terminado el programa le llega su turno al público mismo, que se entrega al baile entre plato y plato, o entre copa y copa. Las parejas bailan como mejor les acomoda, no hay reglas fijas y lo esencial es seguirse. Cada cual toma como compañera a su mujer o alguna amiga: no es permitido sacar a una dama que no se conoce, costumbre muy razonable porque los bailes americanos tal como se practican aquí, son ante todo de carácter bastante íntimo. En ocasiones los cuerpos se mueven demasiado juntos, e inclinándose él sobre ella o ella sobre él, los pechos y los rostros se tocan a menudo en un abandono lánguido.

No es fácil entrar en apreciaciones acertadas sobre el valor moral de las artistas de cabarets, pero nunca observé en estos sitios otras cosas que las que dejo descritas. Aun más; en uno de los mejores de Nueva York pude cierta vez admirar a una joven y hermosa bailarina que danzaba con particular donaire. Vestida de una túnica ligera se diseñaban claramente al través de ella las formas de su cuerpo delicado. A poco de terminada la show me llamó la atención una niña sentada a una mesa vecina de la nuestra. El humo lanzado por unas damas que fumaban, no permitía ver en un principio; pero luego me pude convencer de que la niña era la misma bailarina que había admirado hacía poco. Nadie lo habría creído. Vestía sencillamente, se notaba en toda su persona cierto aire de puro recato, estaba acompañada de gente al parecer seria, y al lado de ella un joven en uniforme, tal vez un amigo o un sweetheart, un novio. Me dejó la impresión de una modesta obrera que después de hacer su labor se ponía a descansar, y que bailar en el cabaret era para ella simplemente una manera de ganarse la vida que en nada comprometía su honestidad.

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Algunas ciudades han tenido la suerte de ser fundadas en lugares privilegiados, que son como la embocadura de las corrientes de la fortuna y adonde llegan fácilmente los elementos para un gran desarrollo. Constantinopla y Alejandría constituyen ejemplos clásicos de este hecho en el Mediterráneo oriental y Londres, París y Hamburgo, lo son en la Europa occidental. El Nuevo Mundo nos ofrece casos análogos en las metrópolis gigantescas de Nueva York y Buenos Aires. Washington, la capital federal, no puede figurar en este grupo. Ha sido levantada, es verdad, en una posición céntrica de la región oriental y en un hermoso terreno llano o de suaves colinas a orillas del Potomac; pero ni por sus industrias, que son muy pocas, ni por su animación puede competir con los grandes emporios de la Unión. Washington es una ciudad artificial creada por la voluntad del estado americano para servir de sede al Gobierno de la República, al Parlamento Federal y a los representantes de las naciones extranjeras. Carece de aquellas formas de vida que resultan del crecimiento espontáneo de los pueblos; pero sí, posee lo que las riquezas de un fisco fabulosamente opulento han podido hacer; y la capital es una población de bellas avenidas, de parques, de magníficos palacios oficiales y que cuenta en cantidad y calidad con monumentos como no los hay en ninguna otra parte del país. Una amiga e inteligente escritora chilena me decía con mucha sal que Washington le había parecido una ciudad de día Domingo.

En uno de los extremos de la Avenida de Pensilvania, que es la principal de Washington, se alza el vasto y magnífico palacio del Capitolio, donde se hallan instaladas la Cámara de Senadores, la de Representantes y la Corte Suprema de Justicia. Esta grandiosa fábrica es de estilo renacimiento y su altísima y conocida cúpula se destaca en el fondo de la avenida como una decoración insuperable.

Del palacio se desciende por escalinatas monumentales al vasto y hermoso parque que lo rodea. En los días en que andábamos de visita por aquí, que eran del mes de Mayo y de insoportable calor, el parque del Capitolio, como los otros de la ciudad, constituía un refugio para los sofocados habitantes. Ahí se les veía en mangas de camisa de espaldas en el césped o sentados a la sombra de los frondosos árboles y tirándoles miguitas de pan a las simpáticas ardillas que, con toda confianza, saltaban alrededor de ellos.

Así como en los países europeos, y especialmente en los del norte, se halla consagrado el estilo ojival como el propio de los palacios consistoriales y otros de carácter público, en los Estados Unidos han recibido consagración análoga para las casas de Gobierno los edificios de estilo renacimiento revestidos de gigantescas cúpulas. De esta suerte encontramos imitaciones más o menos bellas del Capitolio en Oakland, en Sacramento, en Madison y otras partes.

La Biblioteca del Congreso, ubicada no lejos del Capitolio, separada de él por un regular espacio del parque mencionado, es también un amplio y bello edificio. No tiene las proporciones de grandiosidad externa que distinguen a aquel palacio, pero en hermosura interior lo supera con mucho. Los mármoles más ricos y de variados colores han sido prodigados y artísticamente combinados en pisos, escalinatas, columnas y pisos. Las bóvedas, galerías y salas, se hallan decoradas con admirables pinturas murales que simbolizan los estados más importantes de la cultura humana. Sirve de salón de lectura una imponente rotonda octogonal de jaspe amarillo, extensa, alta y majestuosa como un templo. A ella puede entrar cualquiera persona que desee consultar o leer alguno de los dos millones de volúmenes con que cuenta la biblioteca. A la altura del segundo piso, la rotonda forma una galería o tribuna circular a que tienen acceso los visitantes que no van a leer, y en cuyo antepecho se levantan como adornos cerca de veinte estatuas de poetas, filósofos y escritores, en bronce y de porte natural.

No vacilo en decir que el vestíbulo es de una belleza deslumbrante, y que todo el edificio por su riqueza y valor artístico debe ser el primer monumento arquitectónico de los Estados Unidos. Su magnificencia sólo puede ser comparada con la de la basílica de San Pedro en Roma o la del Teatro de la Opera de París.

La biblioteca posee también riquísimas colecciones de mapas y grabados.

Otro importante edificio de la capital, y de especial valor para los hispanoamericanos, es el palacio de la Unión Pan-Americana. Se ve que se ha querido darle un carácter representativo. La construcción es de un estilo que podríamos llamar tropical del coloniaje. El centro de la casa lo forma un gran patio español en el cual se mantienen como adornos, plantas de la zona tórrida. En medio de ellas dan realce a la escena algunos vistosos papagallos. ¿Por qué se ha elegido lo tropical como representativo de toda la América Latina? ¿Los papagallos están ahí como cifras simbólicas de la supuesta verbosidad de los pueblos de este continente y de su disposición a repetir lo que los demás dicen? Quizás no haya habido tal maliciosa ironía, y la preferencia en favor de las plantas y pajarracos de la región ecuatorial haya resultado de que se ajustan mejor que otros a propósitos decorativos en un espacio reducido.

En la cornisa que rodea al patio, se destacan los nombres y los escudos de las naciones latino-americanas y en una galería adyacente, puestos en columnas de mármol, se ostentan los bustos de los héroes de la independencia de estos pueblos: Bolívar, San Martín, Artigas y tantos otros. Una columna se ve desocupada en espera de su busto. ¿Fué destinada quizás por un error a un pueblo desgraciado que no ha tenido héroes? Ah! no. Es la que debe sustentar la imagen del héroe chileno O'Higgins. Mientras tanto, nuestro padre de la patria, algo del espíritu de Chile, está ausente de aquella congregación sagrada de mármoles venerables.

No podemos ocultar que nos dió pena esta muestra de tanta negligencia.

Desde todos los puntos que hemos recorrido, desde todas las calles, plazas y parques, se divisa dominante el monumento del héroe epónimo de la ciudad, del héroe nacional, del gran Washington. ¡Qué concepción más original y grandiosa!

Más allá de un umbroso parque en los bordes de la población por el lado sudoeste, se alza en una despejada elevación natural del terreno la colosal obra de granito. Es un obelisco inmenso de quinientos cincuenta y cinco pies de alto, que se eleva hasta el cielo como un ástil enorme, cortando la bóveda azulada con sus líneas rectas, majestuosas y ligeramente convergentes hacia arriba. La ideación de este monumento revela cierta audacia artística e intuición psicológica. No era fácil adivinar en la simple contemplación de un plano el efecto maravilloso que iba a producir en la realidad dentro de su extremada desnudez: de aquí que fuera audacia concebirlo; y por lo mismo corresponde admirablemente, como tal vez ninguna otra cosa pudiera haberlo hecho mejor, a la grandeza, sólida sencillez y rectitud del héroe que inmortaliza: de aquí su mérito psicológico. En sus caras lisas de dura piedra gris, no se encuentra ninguna inscripción, ningún relieve, ningún medallón representativo. La columna se yergue soberana sobre la capital y la planicie como un gigante silencioso, reconcentrado y bueno, encargado con su actitud de proclamar por la eternidad la gloria de un grande hombre; como un gigante que despidiera efluvios bienhechores y obrara en los espíritus por la evocación de valores morales. «No os admiréis, parece decir, de mi mudo continente acerca de mi significación. A mí no me hacen falta caracteres escritos, ni cifras, ni retratos, ni vanos adornos. Vosotros que pisáis esta tierra del héroe no podéis ignorar porque estoy aquí. Miradme, meditad y elevad vuestros corazones en una oración de civismo».

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Boston goza del renombre de la ciudad más intelectual de los Estados Unidos y sus habitantes pasan por ser los que hablan el más atildado inglés del país. Boston es la capital del Estado que cuenta tal vez con el mayor número de colegios y de los más afamados. En la ciudad misma encontramos la Universidad que lleva su nombre, y en Cambridge, separada de ella sólo por el río Saint Charles, se hallan la célebre Universidad de Harvard y el Instituto de Tecnología de Massachusets, el primero en su género en el continente. Lo que hace un total de tres grandes universidades para la ciudad, circunstancia que viene a corroborar los renombres que he mencionado.

Las calles del viejo Boston, ocupadas principalmente por los barrios comerciales, son tortuosas e intrincadas. Mientras en Nueva York es muy fácil orientarse, en las calles de la capital de Massachusets es muy fácil perderse. Downtown en Boston forma un dédalo. Tal vez algún aficionado a investigaciones complejas se sentiría inclinado a buscar una relación de causalidad entre lo laberíntico de las calles bostonianas y la intelectualidad de sus pobladores. Y luego, por un salto de imaginación, podría considerar la monotonía de las rectilíneas calles de los pueblos hispanoamericanos y llegar a conclusiones contrarias. Pero me parece que éstas serían conexiones aventuradas, fundadas en accidentes superficiales y que ningún lógico de la Universidad de Harvard se atrevería a autorizar.

Boston posee un Museo de Bellas Artes, riquísimo en obras de todos lo tiempos.

Admirable es la colección de acuarelas de Edward Boist, que representan paisajes y pueblos. El arte en estos cuadros se manifiesta principalmente como un resultado de la técnica del artista. El colorido es magnífico. El procedimiento de Boist consiste en el empleo y aplicación de anchas rayas y grandes puntos, combinados con manchas de color. No hay ningún cuadro que sea un caso de inspiración propiamente dicha.

Llaman la atención también las acuarelas de John Sargent, que se hallan al frente de las anteriores. Muchas representan paisajes, pero otras están consagradas a reproducir escenas sencillas de la vida y revelan una delicada inspiración. Algunos hay que prueban una vez más cuán cierto es aquello de que no existen asuntos triviales y pequeños para el arte cuando el artista es capaz de sentir y expresar la belleza que esos asuntos encierran.

Entre éstas recuerdo «La Lavandería». En un campo verde y pendiente de un arbusto algo seco y con hojas amarillas se extiende una soga en dos direcciones formando un ángulo agudo. Ahí se han puesto a secar una cantidad de piezas de ropa blanca que se destacan con matices ligeramente azulados. Esto es lo esencial del cuadro y resulta bellísimo.

Merece ser igualmente llamada hermosa la colección de pasteles de Juan Francisco Millet. Millet es también artista de cosas modestas, y sus cuadros, que representan escenas sencillas de la vida del campo y pastoril, constituyen una glorificación del trabajo humano en sus formas más humildes. Sus pastores y sus pastoras revelan, dentro de su modestia, la dignidad que acompaña siempre a las personas puras. Por lo demás, el paisaje, el escenario en que estos personajes se encuentran colocados, es generalmente maravilloso. Hay un cuadro intitulado «Puesta de sol, pastora y ganado», que me detuve a contemplar abstraído y con delectación. Se nota en la pastora cierta noble actitud de místico recogimiento ante el astro poniente, que se despide en una gloria de rayos dorados; pero su figura se destaca de tal suerte que parece que fuera más bien el sol el que se inclinara a adorar a esa criatura humana realzada en toda la majestad de su labor sencilla.

En la plazoleta que se extiende por delante de la escalinata de entrada del Museo, se puede admirar la preciosa obra del escultor Cyrus E. Dallin, llamada «Invocando al Alto Espíritu». No es posible entrar y salir del Museo sin quedar encadenado en la contemplación sugestiva de ese grupo genial. He hablado en líneas anteriores del simbolismo psicológico que encierra el grupo «La Soledad de las almas» del escultor Taft y que constituye una de las pruebas del vigor manifestado por los pocos escultores norteamericanos que se destacan. La obra de Dallin confirma esta impresión. Palpitan en ella las vaguedades del misterio, lo cual no quita que al mismo tiempo en la ejecución de los detalles, la mano del artista haya sido guiada por el amor al más perfecto realismo. El grupo en bronce y de porte natural representa a un indio a caballo que con los brazos abiertos dirige sus miradas arriba e implora al cielo.

El caballo no tiene nada de aquella apostura arrogante, en que parece que se estuviera sofrenando una exuberancia de energía, y que se usa generalmente para representar a sus congéneres en las estatuas ecuestres. Es un pobre caballejo flaco y vulgar, que revela estar en la actitud más tranquila posible, sin ningún movimiento, la larga cola caída, las piernas traseras juntas, las delanteras también y el cuello y la cabeza inclinados con simpática resignación. Es un animal de trabajo y de lucha. Da muestras de comprender, por lo demás, la situación de su amo y que el momento no es propicio para ninguna clase de escarceos. El artista podía haber esculpido al indio invocando al cielo de pie. No habría tenido tal actitud nada de irreal; pero no habría sido lo mismo. De pie o de rodillas, el indio pudiera hacer pensar en la ejecución de una ceremonia ritual, mientras que tal como está a caballo, se ve que no se trata de un rito, sino que la angustia le apretó el corazón en plena vida y que lanza su queja a las alturas infinitas en un momento de desolación. El indio no se dirige a un fetiche o a un ídolo, sino al más alto espíritu. Esta estatua entraña una significación comprensiva de una situación humana de todos los tiempos. Si el personaje esculpido hubiera sido un hombre de nuestros días, no habría sido así y tal vez no habríamos traspuesto, al admirar la obra de arte, los límites de nuestra época contemporánea. Ese indio, ese hombre primitivo, representa el alma humana recién abierta a la vida y ya herida por el misterio; la representa en su primera tribulación mística; y las almas que hoy día, después del correr de los siglos, aun sufren de esas tribulaciones no pueden dejar de contemplar con emoción y simpatía, con ternura de hermano, a ese bárbaro sencillo, que inició el gesto de interrogación desesperada que la humanidad ha venido repitiendo sin cesar y que nosotros solemos formular todavía ante los enigmas, los vacíos y los dolores de la vida.

La estatua de Dallin hay que agregarla a la cuenta del espíritu religioso de los norteamericanos.



CAPITULO V

NOTAS DOCENTES

La Academia de Milton.—El Colegio de Wellesley.—¿Cómo nos juzgan a nosotros?—Psicología de los latinoamericanos según el profesor W. R. Shepherd.—El panamericanismo.—La doctrina Monroe.

Los campos de Massachusets están sembrados de muy buenos colegios. Me tocó en primavera visitar dos de ellos, la Academia de Milton, para niños y el Colegio de Wellesley, para niñas.

A veinticinco minutos de Boston cerca de la aldea de Milton se encuentra la Academia de este nombre. Es una escuela de enseñanza secundaria con internado y medio pupilaje. También admite niñas en calidad de externas; pero no hay propiamente coeducación, porque se las educa en pabellones separados, salvo en la sección preparatoria, adonde concurren niñitos y niñitas de menos de doce años conjuntamente. Esta sección es igualmente sólo para externos.

El establecimiento y los alrededores que le pertenecen presentaban el día que fuí a verlo un bellísimo aspecto. Sólo por la muchachada que se ve jugando en los campos adyacentes puede pensar uno que se halla en un colegio. Por lo demás, nada se ofrece a la vista que evoque las formas generalmente severas, a veces lóbregas y tristes, de los colegios ubicados en los pueblos. Las avenidas por que se hace el tránsito desde la estación, están orladas de árboles en flor; la tierra, de suaves colinas, cubiertas de un tapiz verde brillante, es un deleite para los ojos; y de todo fluye, estimulado por el sol primaveral, un perfume penetrante, tibio y entonador, el rico y sano perfume de los campos y de la vida que se renueva.

En medio de este ambiente, diseminados entre prados, se levantan los edificios de la academia que consisten principalmente en tres chalets, que sirven de residencia para los internos, un pabellón, donde se encuentra el comedor para todos y la cocina, dos pabellones donde se hallan las salas de clases y gabinetes, el gimnasio y la enfermería.

En cada chalet (dormitory) viven de quince a veinte alumnos bajo la dirección de un master que es al mismo tiempo profesor. El primer piso está ocupado por un saloncito, una espléndida biblioteca, y un salón de reuniones en cuyas mesas se encuentran revistas, periódicos y juegos de diferentes clases. En el segundo piso están los dormitorios. Cada estudiante tiene su piececita que adorna y decora a su gusto. En el centro hay baños de tina de mármol.

Como he dicho, la academia es una escuela secundaria; pero comprende seis años de estudio y no cuatro como ocurre en la generalidad de las de su clase en los Estados Unidos. También se diferencia de estas últimas en que, según se desprende de su nombre, es del tipo clásico, académico, que predominaba en el país a principios del siglo XIX. Las reformas de la enseñanza han introducido sucesivamente diversas categorías de establecimientos de instrucción secundaria, como ser el liceo comercial (commercial high-school), el liceo técnico (technical high-school), del cual vimos un modelo en Oakland y el liceo integra[7] (cosmopolitan high-school), que comprende dentro de un mismo instituto toda clase de cursos, desde los que tienden a suministrar una instrucción liberal o clásica hasta los destinados a dar una preparación vocacional. Estos son los planteles que cuentan a la fecha con más aceptación en el concepto público, y se pueden citar como más afamados dentro de este orden a los de San Luis y Cincinnati. En el plan de estudios de la Academia de Milton en cambio no figuran ramos comerciales, ni técnicos, ni industriales, ni dispone el establecimiento de talleres de carpintería, herrería y electricidad, tal cual se ven en muchas otras escuelas del mismo grado. Tiene, si, bien montados laboratorios de física, química y biología. El plan de estudios comprende las siguientes asignaturas:

En primer año: Inglés, Historia, Geografía, Latín y Matemáticas.

En segundo año: se agregan a las anteriores Francés y Alemán.

En tercer año se agregan Griego y Ciencias Elementales.

En cuarto año se mantienen las anteriores y en lugar de Ciencias se introduce Biología.

En quinto año se cambia Biología por Química.

En sexto año se cambia Química por Física.

No deja de aplicarse hasta cierto punto en la academia el procedimiento aceptado hoy por doquiera en los Estados Unidos de la electividad de algunos ramos. Así tenemos que los estudiantes pueden tomar Francés o Alemán, Griego o Ciencias o Biología o Historia. Química es también un ramo electivo y los que entran a estudiarla pueden dejar a un lado la Historia o el Latín.

Fuera de la importancia dada a los estudios liberales y científicos, cabe señalar como otra característica de la academia el interés dedicado a la educación física. Ya hemos mencionado el pabellón de gimnasia. Para ejercicios al aire libre cuentan los alumnos con magníficos campos de juego, de foot-ball, de tennis y con una amplia laguna para patinar en el invierno. Generalmente después de las dos de la tarde no hay clases y los muchachos pueden entregarse a toda clase de deportes.

Profesores y estudiantes forman parte de la Asociación Atlética de la Academia de Milton y del Club Científico. Los alumnos han organizado también el «Club de la Mandolina», el Glee Club (club de la alegría o de los alegres) y el Comité Dramático que tiene a su cargo los entretenimientos teatrales.

Los internos pagan mil dólares al año por instrucción y pensión, los medio-pupilos de los cursos superiores trescientos cincuenta y los de los cursos inferiores, trescientos[8].

Se llama «colegio» en los Estados Unidos a un establecimiento que viene después de la escuela secundaria y forma los departamentos básicos del edificio universitario.

El Colegio de Wellesley es, como he dicho, para niñas y figura entre los más afamados de Nueva Inglaterra. Se halla situado cerca de la aldea de su nombre, a cuarenta minutos de Boston.

Visitarlo fué motivo para mí de un mayor encanto aun que el que me había causado la Academia de Milton. Los campos de Wellesley son más hermosos y el terreno, de ondulaciones más pronunciadas que en Milton, ofrece más bellas perspectivas con prados magníficos y numerosos árboles.

Desde muchos sitios elevados se divisa un precioso lago que se encuentra dentro de los lindes del colegio. En nuestro camino encontramos niñas en bicicleta que corren por las avenidas.

Una vez en medio de los pabellones del colegio, los trajes claros y alegres de centenares de niñas hacen una fiesta de luz y de colores bajo el sol primaveral.

Algunas de las alumnas andan en traje de montar. A nuestro regreso, una partida de ellas pasa al trote de sus cabalgaduras bajo los árboles.

De todos los edificios, el más hermoso es el «Tower Court», donde tienen sus dormitorios alrededor de doscientas niñas. Es un verdadero palacio de estilo gótico, debido a la munificencia de una señora. En el primer piso se encuentran amplios y elegantísimos salones y comedores y en los pisos superiores se hallan las piezas de las niñas que son una monada y de cuyas ventanas se goza del apacible y seductor paisaje de los campos adyacentes.

Fuí invitado por la directora a tomar el lunch en compañía de varios profesores y profesoras. Como siempre ocurre en las comidas escolares de este país, la sobriedad fué la nota característica. Se sirvió una crema, un guiso del cual se ofreció repetición porque no había ninguna otra cosa sólida que comer y, por último, una sencilla compota de postre, y café. Todos los comensales se manifestaron deseosos de conocer algo sobre la educación pública de Chile y les hice una sucinta reseña sobre el particular para satisfacerlos de la mejor manera que me fué posible.

Muchas niñas viven en sororities o hermandades en pequeños pabellones dentro de los terrenos del colegio. Hay una que lleva el nombre de Shakespeare y su hall ha sido construído imitando la vieja casa del gran poeta.

El colegio admite internas, mediopupilas y externas. Las primeras pagan seiscientos dólares al año, las segundas cuatrocientos sesenta y cinco, y las terceras doscientos veinticinco.

Para los cuatro años de estudio se ofrecen los siguientes cursos. Arqueología clásica, Astronomía, Botánica, Química, Economía y Sociología, Educación, Inglés, Francés, Español, Italiano, Alemán, Griego, Latín, Geología y Geografía e Historia, Higiene, Matemáticas, Filología, Filosofía y Psicología, Física, Arte de hablar, Fisiología y Teología y Música.

Cada uno de estos cursos se subdivide a su vez en gran variedad de asuntos. Dentro de ellos deben las alumnas elegir el número necesario para completar la cantidad de unidades requeridas para graduarse.

El colegio confiere los títulos de Bachiller en Artes y de Maestro en Artes.

Las jóvenes tienen a su disposición una rica biblioteca de 90,000 volúmenes.

Es muy interesante una institución de las alumnas por medio de la cual cooperan al buen gobierno del establecimiento.

De acuerdo con la dirección, han formado ellas una llamada «Asociación en pro del Gobierno del Colegio de Wellesley», que tiene como órganos directivos un Gabinete y una Cámara de Representantes, compuestos de miembros elegidos entre los estudiantes y un Senado en que, además de cierto número de alumnos, figuran algunos individuos de las facultades. Las atribuciones de estos cuerpos se hallan claramente especificadas en sus estatutos. De esta suerte las alumnas toman vivo interés en la marcha del colegio, y se ejercitan al mismo tiempo en las prácticas de la autonomía o self-government, lo que no puede ser sino favorable para su educación.

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—¿Qué dicen de nosotros por allá, cómo nos juzgan? suele ser una preocupación de los hispano-americanos.

Y la primera de las verdades es que en los Estados Unidos impera por lo común la más perfecta ignorancia sobre nuestros países.

—¿Qué cantidad de indios bravos tienen ustedes en su territorio? me preguntaba un profesor de un colegio de California.

—No, señor, tuve que contestarle, no hay indios bravos entre nosotros... ni negros[9]. Fuera de unos pocos miles de indios más o menos civilizados, el núcleo de la población es de raza blanca homogénea, con un pequeño tanto por ciento de mestizos.

También es cierto que desde la gran guerra ha aumentado visiblemente el interés por nuestro continente, y, en consecuencia, por el estudio del idioma español.

Conocí en San Francisco a una distinguida señora que me llamó mucho la atención. Bajo sus canas de abuela, conservaba notables rasgos de belleza y era sumamente vivaz en su trato y en sus maneras. «Mi marido, nos dijo, no reclama de mí muchos cuidados especiales; todos mis hijos están casados; así fué que de repente me encontré con que no tenía nada que hacer, y para dar un empleo a mi vida, me he puesto a estudiar español. Ustedes ven que no lo hablo tan mal. Estoy dichosa».

Luego sacó de su maletín un librito que llevaba en él y agregó:

—«Es una obra en castellano. Yo no pierdo el tiempo; y, de vuelta, en el auto o en el tranvía, me voy leyendo».

De todo el ser de la señora brotaba la más sana y contagiosa alegría, tan propia de la gente norte-americana, aunque haya llegado a una edad avanzada.

Esta señora estudiaba castellano sin duda por deporte. Unos pocos se dedican a él teniendo en vista el profesorado o el amor a las letras; pero los más lo hacen con el propósito de entregarse a los negocios en el continente meridional.

En casi todas las universidades que visité había cursos de español y en algunas eran bastante numerosos, como por ejemplo en la de California, que contaba con más de trescientos alumnos.

En esta Universidad y en la de Cornell he visto reunirse fácilmente audiencias de más de doscientos estudiantes, y otras personas capaces de seguir y entender perfectamente conferencias en español. También las alumnas del curso superior del Colegio de Wellesley dieron pruebas de poseer la preparación suficiente para entender un discurso que se les pronunció sobre cosas de Chile. El profesor F. B. Luquiens, de la Universidad de Yale, está empeñado en enseñar el castellano siguiendo más bien las formas del idioma hispanoamericano y no las del peninsular propiamente dicho. Busca para esto como base los libros y las revistas sudamericanas.

En las escuelas secundarias de Nueva York, el idioma extranjero que más se cultiva es el español. Hay 25,000 estudiantes que siguen esta lengua, mientras el francés cuenta sólo con 20,000, el latín con 15,000 y el alemán con 3,000.

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Es claro que no puede haber unanimidad de pareceres para juzgarnos entre los que se han ocupado de nosotros. No han faltado quienes se hayan expresado en términos encomiásticos sobre algunos países de la América Latina, como Rowe, Elihu Root y Roosevelt. Otros han distinguido muy acertadamente entre las naciones del sur del continente y las de los trópicos. Así Eduardo Ross, al afirmar que los pueblos sudamericanos padecen de anemia cerebral, a causa de la obsesión sexual que los domina, tiene el cuidado de agregar que se exceptúan de esta falla orgánica Chile, la Argentina, y el Uruguay[10]. Que haya encontrado por mi parte acertada la distinción entre pueblos meridionales y tropicales, no significa que acepte por completo la afirmación de Ross en lo que se refiere a las gentes tropicales.

Otros no se detienen en distinciones para juzgarnos y nos pasan a todos los hispanoamericanos por el mismo rasero. E. L. Bogart, con motivo de entrar a tratar del desarrollo económico de los Estados Unidos, dice: «Sólo cuando los dones de la naturaleza son abundantes e inteligentemente utilizados por el hombre, puede una nación llegar al más alto grado de fuerza y de prosperidad. La existencia por sí sola de grandes tesoros naturales no ha sido bastante para lograr el desarrollo de una raza débil y amante de la comodidad como los latinoamericanos»...[11].

El profesor William R. Shepherd de la Universidad de Columbia, ha publicado un estudio sobre la psicología de los latinoamericanos, en que los rasgos con que quedamos pintados no son más halagadores que los anteriores[12].

«Los principales aspectos en que la psicología del latinoamericano, dice Shepherd, difiere de la nuestra, son su egoísmo, impulsividad e inmoralidad». Hace el autor algunas sutiles disquisiciones para dar a entender que estos términos no deben ser tomados al pie de la letra sino, como si dijéramos, en un sentido menos amargo; pero lo cierto del caso es que no encuentra otras expresiones para las cualidades que él señala como características. «El egoísmo del latinoamericano se presenta ordinariamente en un triple culto: el de la persona, el de las formalidades y el del exclusivismo. Se atribuye a sí mismo una superioridad innata y es, en consecuencia, orgulloso, vanidoso y arrogante. Celoso de su dignidad personal en una forma ultra-aguda, exige que se la respeten absolutamente, sin atenuaciones circunstanciales. Así como en otros días en España y Portugal había el afán de ser hidalgo o fidalgo, de igual suerte el latinoamericano necesita ahora figurar como la cabeza de cualquier cosa o, por lo menos, estar seguro de que su nombre ha de aparecer en forma prominente en conexión con alguna importante empresa. Es una especie de manía o enfermedad la de tener algún puesto público. Aparte de esto, se manifiesta el impulso egoísta en un exagerado formalismo, en el rigor con que deben ser observadas las reglas de conducta oficial y social. En todo se revela el triunfo de lo artificial. De aquí proceden el bien pronunciado decoro y etiqueta, la corrección estiradísima, el ceremonial puntilloso que disuenan en países republicanos de donde monarcas y cortes, nobleza y aristocracia, fueron desterrados hace cien años. La conservación también de títulos pomposamente laudatorios para funcionarios e instituciones, de brillantes uniformes para los diplomáticos, de un complicado tren y escoltas militares para los presidentes y aun la banda de seda de colores nacionales y con el escudo patrio bordado en ella que lleva el jefe del Estado en ocasiones solemnes, son incompatibles con la simplicidad democrática. ¿Y qué decir de la costumbre de ponerse frac en pleno día para asistir a funciones oficiales»?...

Se nota la delectación con que el señor Shepherd ha hecho este cuadro en que no ha escatimado el colorido. Un norteamericano puede hacerlo porque pertenece a un pueblo que es efectivamente sencillo y poco ceremonioso; pero no es raro que caiga en exageraciones.

Veamos cómo sigue la pintura:

«Tan poderoso es el convencionalismo en la conducta social que hace virtualmente imposible toda adaptación a condiciones especiales que puedan presentarse. Sería una exageración sin duda afirmar que, mientras el norteamericano sabe mostrarse serio y revestido de dignidad en los momentos oportunos, el latinoamericano escoge precisamente para ello los más inoportunos. (El señor Shepherd ha tenido el cuidado de colocar al principio de la frase la palabra «exageración»; pero este es un recurso literario para suavizar el golpe: la afirmación queda y se corrobora con ejemplos como se verá en seguida.) Cuando entre los latinoamericanos se juntan hombres y niños, aquellos se apartan de éstos en lugar de tomar parte con sana alegría en sus juegos y deportes. No sería compatible con la respetabilidad de gente grave proceder de otra manera. Un norte-americano en un picnic se divierte; un latino-americano se aburre. Aún en un banquete, o en otra comida más o menos festiva, cuando llega el momento de los discursos, la jovialidad que ha podido reinar antes, debe ceder su lugar a una apropiada seriedad; el flujo oratorio que se va a descargar no aguanta bromas. Un extranjero se complace en salpicar su discurso con historietas interesantes; pero un latinoamericano quiere mantenerse necesariamente sólo en el plano de la grandilocuencia».

Pasemos a otro aspecto.

«Es propio de los latino-americanos rechazar todo pensamiento de cooperación y carecen, por lo mismo, de verdadera solidaridad social. En lugar de unirse a otras personas en un plan de colaboración mutua, prefieren empequeñecer lo que otros hacen. Se hallan animados de un criticismo que siempre destruye y nunca construye».

Este último rasgo es desgraciadamente a menudo muy cierto; pero luego vuelve el autor a las exageraciones y cae en una afirmación falsa en sus dos términos, tomados en conjunto, como la siguiente:

«Tan arraigada se encuentra esta inclinación a empequeñecer que da lugar a una paradoja. Visita un latino-americano a Nueva York y su actitud es la de un hipercrítico ante todo lo norte-americano. Una vez de regreso en su país entra a censurarlo y vilipendiarlo todo comparándolo con lo que dice haber visto en Norte América».

Criterios llevados a uno o a otro extremo me ha tocado encontrar algunas veces; pero jamás me ha sido dado apreciar que una misma persona haya asumido las dos actitudes. El alma humana es tan compleja, sin embargo, que no sería imposible que se presentara el caso; pero es preceder un poco a la ligera señalar esa característica como propia de un grupo entero de naciones.

Ya hemos expresado que los latinos-americanos son impulsivos.

«Una faz de su impulsividad, dice Shepherd, la hallamos en su verbosidad. En la casa, en la calle, en los negocios, en los halls del congreso reina como soberana la locuacidad. Hacer discursos en cada ocasión y a la más leve provocación es la orden del día. Si, como ocurre muy a menudo, el discurso puede ser leído, tanto mejor porque una larga extensión y la posibilidad de variadas digresiones se encuentran asegurados de esta suerte. Lo último le encanta al latinoamericano y él lo llama pintorescamente «mariposear», es decir, pasar de un tópico a otro, como mariposa de flor en flor, sin ahondar ni detenerse por mucho tiempo en ningún tema».

«...El resultado neto del discurso es abundancia de palabras en lugar de ideas, hablar largo y tendido en vez de hablar bien y concretarse a la cuestión».

«El latino-americano es elocuente, sí; pero su elocuencia toma a menudo la forma de una retórica florida, de un derroche de brillante palabrería en que se nota la falta de originalidad. Tanto a su oratoria como a su literatura le faltan espontaneidad ingenua, naturalidad, simplicidad y concretación. Reflejan ellas más sentimentalidad que sentimiento; el pensamiento queda escondido o su ausencia disimulada en medio de la extravagancia y de la exageración lingüística y se echa de menos una verdadera facultad creadora».

¿Acaba de hablar el señor Shepherd de la exageración en el lenguaje como de un rasgo distintivo de la literatura hispano-americana? Sería de creer que él en sus viajes por los países de nuestro continente y en su trato con algunos libros sudamericanos se hubiera dejado picar por ese bicho que debe poner vidrios de aumento en los ojos ya que hemos visto no pocas manifestaciones de su influencia en el ensayo que analizamos.

No se puede negar que los juicios que pronuncia el señor Shepherd sobre la literatura latinoamericana son en gran parte exactos; pero me parecen incompletos. Se refieren exclusivamente al tropicalismo. Me imagino al señor Shepherd a este respecto, sentado en su gabinete de trabajo en Nueva York y mirando hacia el sur, para hacer sus observaciones. Escudriña y escudriña; pero, mareado por las selvas ecuatorianas, su vista no alcanzó a percibir nada más allá del trópico, donde, por lo menos la sobriedad en el lenguaje literario no es una cosa rara.

Veamos otros caracteres.

«En lugar de examinar de antemano, lenta, paciente, sistemáticamente la practicabilidad de una medida propuesta y sus posibles resultados, el latinoamericano necesita que su panacea se ensaye sobre la marcha, sea que se trate de algo que él ha leído en los libros, o que ha oído como llevado a cabo en otros países. Si esto es aplicable o no a su propio país, le importa poco. Su razonamiento es muy elemental, de la más simple analogía; se reduce a lo siguiente: si una cosa ha sido implantada con éxito en otra parte, puede serlo también entre nosotros».

«El latino-americano, de esta suerte, desea las innovaciones, pero toma a menudo como un progreso lo que es sólo un experimento. No la posibilidad de duración que permite a lo nuevo madurar y llegar a ser realmente sistemático constituyen su objetivo; los cambios producidos por una gran cantidad de proyectos que nunca se convierten en hechos realizados, son su encanto. No es extraño así que sus constituciones políticas no pasen de ser mucho papel en lugar de formar los fundamentos prácticos de sus gobiernos, y que sus instituciones sean únicamente un andamiaje, dentro del cual no se ha podido levantar todavía ningún edificio sólido».

Muy bien; pero una vez más las selvas tropicales perturbaron la vista del autor, lo absorbieron por completo y le impidieron ver la totalidad del campo que ha pretendido estudiar.

«Marcha a la par con todo esto el quijotismo de los latino-americanos, o sea la ausencia de cierta cordura que impide soltar la riendas del dominio de sí mismo. Les seduce tentar lo imposible e ignoran la desproporción que hay entre lo que uno pretende y lo que puede hacer. No van tras la ejecución de una empresa que, aunque difícil, sea realizable, sino que los enamoran lo impracticable y los espejismos de visionarios».

«Así como la impulsividad da lugar a una moción muy repentina, de igual modo el esfuerzo que produce se agota rápidamente y pronto vienen a sucederle la indiferencia y, a veces, la más positiva inercia. El apasionado entusiasmo con que el latino-americano principia cualquier cosa pronto decae. Formará sociedades, asociaciones, ligas, institutos y cuanto queráis, y tomará todos los acuerdos del caso; pero una vez publicados los nombres y retratos de los organizadores e iniciada la indispensable, aunque laboriosa y obscura obra del comité, los grandes hombres (big-men) dejan de manifestar interés y lo mismo hacen los pequeños hasta que todo el negocio se hunde en el limbo del olvido. Con poca disposición, al parecer, para toda tarea larga y difícil, regular y continua, el latino-americano vuelve entonces sus ojos al Gobierno, para que éste haga lo que debía haber sido hecho por iniciativa privada».

Desgraciadamente esto es también muy a menudo cierto.

Vamos a llegar a los últimos toques del cuadro.

«Parece que les faltan a los latinoamericanos la conciencia moral, el sentimiento de la responsabilidad personal, un claro sentido de distinción entre lo justo y lo injusto, antes que entre lo correcto y lo incorrecto, y una apreciación vigorosamente concreta de las cualidades más esenciales para la diaria tarea del progreso individual y social. Igualmente, por el lado ético de su psicología, se nota la carencia o el insuficiente desarrollo de la tenacidad en los propósitos, de voluntad indomable, de precisión y claridad en lo que se proyecta y se ejecuta y de fuerza de carácter. Así ocurre que el sentido moral en estos pueblos tiende a asumir más bien una forma artística o estética. El latino-americano prefiere, para llegar a un fin, no el más conducente y seguro de los caminos, sino el más fácil y el más bonito».

Después de este párrafo sería de pedirle al señor Shepherd que dijera qué les queda a los latino-americanos en materia de buenas cualidades.

El mismo señor Shepherd ha comprendido que tal pregunta iba a brotar necesariamente en busca de desahogo, y asume en el último momento una actitud curiosísima e ingenua. Ha comprendido que era menester calmar el escozor de tanto latigazo y no ha encontrado mejor medio que esparcir sobre los verdugones el aceite balsámico de la duda. Tras todas sus afirmaciones contundentes se convierte en una especie de Montaigne, suelta de su mano la balanza de los valores morales y sociales, y dice con toda frescura: «Si los diferentes rasgos constituyen verdaderos defectos o no, si el latino-americano posee virtudes en abundancia para compensarlos en el primer caso, si nosotros mismos tenemos tantos o más defectos de otro orden, son cuestiones que no atañen al asunto principal que se ha tenido en vista. No se trata aquí de la superioridad de los norte-americanos o de la inferioridad de los sud-americanos, sino simplemente de diferencias entre ellos».

«Sin quererlo escuché una vez en la casa en que vivía en Nueva York, una conversación que un señor sostenía por teléfono con alguien que debía de ser su confidente o amigo». «Le manifesté, decía el señor, con el tono de las más suave unción, con un tono de sacristán santurrón, que no se metiera más en mis asuntos... Ah! sí, se resistió, lloró (se trataba sin duda de una pobre mujer); pero le dí un poco de dinero y tuvo que conformarse». Y continuó el señor hablando con su voz meliflua, untuosa, satisfecho y tranquilo, como si nada grave hubiera ocurrido. Entre tanto, yo veía el drama de una infeliz criatura abandonada y el hombre que hablaba me pareció un traidor que hubiera dado una puñalada por la espalda y que se imaginaba que desaparecía el dolor causado por él, gracias a la beatitud de su palabrería calmada y falsa.

Felizmente el caso no tiene con el del señor Shepherd otra analogía que la del engaño sufrido por ambos sobre la virtud supuesta a las palabras. ¿De manera que, al fin de cuentas, resulta para el señor Shepherd que el egoísmo, la impulsividad, inmoralidad, versatilidad, falta de solidaridad social y tantas otras características por el estilo de los latino-americanos pueden ser defectos o nó? ¿Resulta que el altruismo, reflexión, moralidad, energía, constancia, fuerza de voluntad y carácter de los norte-americanos, pueden ser virtudes o nó? ¿Resulta que entre los dotados con aquellas cualidades, y los adornados con éstas no hay razones de superioridad o inferioridad, sino simplemente de diferencia?

El autor que había formulado en el curso de su estudio, proposiciones tan categóricas y mostrado una conciencia ética tan sólida, concluye por negar todos los valores. ¿Puede significar este cambio la expresión de un estado real de espíritu? Imposible. Lo que ha habido es que el señor Shepherd no se ha resignado a mantener hasta el fin el tono de su trabajo, y, en servicio del pan-americanismo, como veremos luego, ha preferido terminarlo como acaban las discusiones en un salón, con un «Ah, sí, estamos de acuerdo, todo depende del punto de vista», dicho en medio de la más plácida sonrisa de los circunstantes, sin que nadie quede convencido y para que siga la fiesta.

El señor Shepherd es un distinguido e ilustrado profesor de historia, tenido como una autoridad en la que se refiere principalmente a los pueblos del Nuevo Mundo. Es, además, una simpática persona de gentil figura, coronada por una cabeza hermosa, fuerte y prematuramente blanca. Al recorrer el estudio psicológico que acabo de analizar, no he podido representarme al autor, sin embargo, con el continente grave del catedrático y bajo la inspiración, por decirlo así, del espíritu científico y ecuanime de un Aristóteles, sino que sonriéndose bajo la influencia del demonio travieso de Aristófanes o de un sainetista cualquiera. Hay en realidad en el ensayo mucho de la burla risueña, a veces también sangrienta, de la comedia o del sainete.

Suele advertirse, además, falta de ahonde psicológico. Ha dicho el señor Shepherd que los latino-americanos se retraen de jugar con los niños porque son muy ceremoniosos y temen menoscabar su gravedad, si así lo hicieren. Me parece que la causa de ese hecho es más profunda, y por desgracia, más lamentable. La gente adulta que no juega con los niños, procede así, no por respeto a un ridículo decoro externo, sino porque ha perdido cierta sana y pura ingenuidad que le permitiría ponerse en armonía con los pequeños, porque sus espíritus estragados sufren el hábito de los placeres mundanos demasiado salpimentados y no saben encontrar goce en los movimientos sencillos de los niños.

Habiendo ido a ver al señor Shepherd, me pidió mi opinión sobre su estudio.

—Es una caricatura, no un retrato, le dije. Es como si nosotros pretendiéramos hacer una silueta de la mujer norte-americana diciendo, porque hemos visto algunas en esta facha, que es una mujer pintada y mal vestida, que goza de la compañía de un perrito que lleva de una cadena, pudiendo agregar todavía que hay veces en que suele llevar de a dos.

—La culpa la tienen ustedes mismos, amigo mío, me contestó. Todas mis informaciones las he tomado de autores sudamericanos como Bunge, Colmo, Arguedas, F. García Calderón y otros.

No puede caber duda sobre que esto sea verdad; pero también es cierto que el historiador debe hacer la crítica de las fuentes que utiliza, valorizarlas y rectificarlas con investigaciones más completas.

*
* *

¿Qué ocurriría con el pan-americanismo si el folleto del señor Shepherd fuera leído por todos los habitantes de ambas Américas y sus proposiciones aceptadas como verdades inconcusas?

No en un caso de difusión tan vasta, pero sí en algún efecto sobre el particular debe de haber pensado el señor Shepherd, porque termina con las siguientes palabras:

«Si tanto los latino-americanos como nosotros manifestamos un espíritu tolerante y amistoso hacia los aspectos de nuestra mutua divergencia, y si ambos nos abstenemos de herir los lados sensibles que dicha divergencia engendra, cuidando más bien de respetarlos, tanto más clara se presentará la perspectiva de esa cordial, completa y genuina inteligencia y cooperación entre las naciones del Nuevo Mundo que hará del pan-americanismo una realidad».

Muy bien dicho; pero, de acuerdo con este párrafo, lo mejor habría sido—para abstenernos de herir los lados sensibles que la divergencia engendra—que el señor Shepherd hubiera resistido a la tentación de escribir su ensayo psicológico.

Este párrafo final se halla colocado a continuación de aquella frase que hemos examinado hace poco en que el señor Shepherd dice que las diversas cualidades de los norte y sudamericanos no entrañan razones de superioridad o inferioridad para unos o para otros, sino simplemente motivos de diferencia. Como estas palabras, se encuentran las anteriores despegadas del contenido sustancial del artículo y casi en contradicción con él: son margaritas puestas sobre un sarmiento.

De todas maneras, debemos agradecer cordialmente al señor Shepherd lo que él desea que ocurra entre los pueblos del Nuevo Mundo; pero la verdad es—contestando la pregunta que formulábamos antes—que si el ensayo de nuestro autor fuera leído y aceptado como cierto por los americanos del norte y del sur, el pan-americanismo sería poco menos que imposible.

Para que subsista una institución como el pan-americanismo, que ha de ser lazo de unión, solidaridad y cooperación entre las naciones de este continente, es menester que haya estimación entre ellas. Y me parece que si los norteamericanos nos creyeran poseedores de los caracteres con que nos pinta el señor Shepherd, no podrían estimarnos.

Por otra parte, una unión fundada tan sólo en la conveniencia de los norte-americanos y en la superioridad de ellos, no sería panamericanismo, ni cabría que fuera aceptada por nosotros.

Pero me imagino que afortunadamente los más de los norteamericanos que se preocupan de estas cosas, no piensan como el señor Shepherd y nos ven con mejores ojos, sobre todo a las naciones meridionales de nuestro continente. De esta suerte trabajan en los Estados Unidos en pro del panamericanismo un núcleo apreciable de estadistas, de escritores y de profesores. Debo decir que en casi todos los profesores que conocí encontré los mejores sentimientos hacia los hispano-americanos. Como el pan-americanismo presenta igualmente un aspecto industrial y comercial, que no es de los de menos monta, figuran también entre sus propulsores caracterizados financieros y hombres de negocios[13].

Perturba el franco desarrollo de un verdadero pan-americanismo la propia debilidad de los pueblos hispano-americanos que engendra suspicacias respecto de la política de los Estados Unidos. Esta suspicacia, no se puede negar, ha sido a veces muy justificada de parte de las naciones del mar antillano y de algunas de los trópicos en lo que se refiere sobre todo a la actitud del partido republicano que ha manifestado por lo común tendencias imperialistas.

Para que termine la situación de inferioridad de los pueblos hispano-americanos, no bastarán el crecimiento y los progresos aislados que ellos pueden alcanzar. Es menester que se unan y den lugar a la formación del latino-americanismo, que entraría a ser un miembro poderoso del pan-americanismo, capaz de presentarse dentro de él como una entidad más o menos equivalente a la fuerza enorme que significa la gran República del Norte. Y no se diga que se oponen a la consecución de tan elevado ideal rivalidades y enconos incurables que obran entre los pueblos de este continente, porque semejante aserto puede ser verdadero sólo en lo que se refiere al momento actual o a una perspectiva de corto tiempo; pero las naciones son organismos seculares y se debe pensar en orientar las almas de estos pueblos hacia fines que las edades por venir han de llevar a cabo. Entre Francia e Inglaterra y entre Francia y España, ha habido muchísimas más odiosidades y guerras en el curso de la historia que entre Chile y el Perú, lo cual no ha obstado a que lleguen a convivir en nuestros días en una situación de sincera amistad. ¿Por qué desconfiar de que el tiempo y la sabiduría de los hombres lleguen a producir una armonía análoga o superior entre nuestras colectividades separadas hasta ahora por agrios pleitos?

La política de los demócratas de los Estados Unidos ha sido favorable al panamericanismo, por cuanto no se ha dejado llevar por fantasías imperialistas. En dos discursos pronunciados en ocasiones solemnes, uno en Mobile en Octubre de 1913, y el otro en Washington en Enero de 1916, con motivo del Segundo Congreso Científico Pan-americano, el Presidente Wilson ha hecho declaraciones importantes y tranquilizadoras sobre las pretensiones de los Estados Unidos, que no significarían ninguna amenaza para la integridad territorial e independencia de las naciones latinas del Nuevo Mundo.

Pero de todas maneras, si éstas no se unen y no elevan de este modo su poder e importancia, sería de temer que el pan-americanismo no fuera nada más que una asociación formada por una gran nación rodeada de una clientela de pequeños estados.

No vendría sino a confirmar este temor la actitud de rechazo del tratado de paz asumida por la mayoría del Senado norteamericano, entre otras razones, por una celosa defensa de la doctrina Monroe.

Es sabido que en el tiempo en que fué formulada por el Presidente que le dió su nombre, vino esta doctrina a satisfacer una necesidad vital de los nacientes estados del Nuevo Mundo. Significó el «América para los americanos» un grito de política genial, un arma defensiva alzada para resguardar de las ambiciones europeas la autonomía y los territorios de las repúblicas de este lado del Atlántico que entonces se debatían en medio de las dificultades y debilidades de sus primeros ensayos de vida libre; fué un «vade retro» lanzado por las nuevas democracias en contra de las viejas monarquías absolutas de derecho divino agrupadas en la Santa Alianza.

Tuvo en aquellos momentos la doctrina exclusivamente el carácter político que le correspondía, y en nuestros días, a falta de otra aplicación mejor, ha tomado también caracteres económicos. Con el trascurso de los años y el afianzamiento de los estados hispanoamericanos, desapareció la posibilidad de que los europeos pudieran establecer colonias propias en el Nuevo Mundo; pero no por esto ha dejado de ser el monroísmo una preocupación constante de los políticos norteamericanos. Mas la doctrina ha perdido por completo en su concepción la claridad que la distinguía en un principio, cuando tenía un fin también claro que llenar y ha sido objeto de las más variadas lucubraciones respecto de su significado. Dicen ahora los monroístas que la inversión de capitales extranjeros en un país atrasado puede conducir fácilmente a la absorción económica y que ésta se convierte pronto de una manera abierta o disimulada en tutelaje político. Agregan que en la América Latina abundan las oportunidades para tales manipulaciones y que los Estados Unidos deben estar, en consecuencia, muy listos para intervenir a tiempo.

De aquí seguramente la nerviosidad con que la mayoría del Senado ha defendido el mantenimiento de la doctrina de Monroe dentro de la interpretación exclusiva del gobierno norte-americano; pero creemos que los pueblos latino-americanos que tienen que considerar esa doctrina como un principio que ya cumplió con su misión, no pueden dejar de estimar tal exclusivismo como contrario a la igualdad y confraternidad pan-americana e inaceptable para su independencia y soberanía.



CAPITULO VI

CARACTERES DE LOS NORTE-AMERICANOS

Juicios severos de algunos profesores.—Los caracteres esenciales.—Eficiencia económica.—Espíritu democrático y patriótico.—Sin ceremonias y rudos de maneras.—Actividad y alegría.—Moralidad (la familia y el divorcio).—Religiosidad.—Idealismo social.

Creo que ha llegado el momento de suspender la desordenada descripción de impresiones que he venido haciendo y tentar una síntesis de las cualidades que puedan presentarse como los rasgos característicos de este gran pueblo norte-americano. La tarea no es fácil y se halla expuesta a los errores que son propios de las grandes generalizaciones; pero de hecho todo el mundo la hace. Lo más frecuente es que entre personas que han pasado por Estados Unidos se hagan preguntas como esta: «¿Qué piensa Ud. de los yanquis?» y que el interrogado conteste que le parecen así o asá, expresando de una manera clara, terminante, sin matices, juicios favorables o adversos.

Voy a apuntar estas sugestiones de psicología social como notas para que otros las completen más adelante. Puedo anticipar que mi ánimo es el que resulta de una impresión favorable y que me inclino a no aceptar algunos juicios bastante severos que me ha tocado escuchar a dos profesores universitarios respecto de sus compatriotas.

Asistí a una conferencia que en la Universidad de Columbia daba sobre americanización el profesor Franklin H. Giddings, catedrático de sociología en la misma universidad. Por su aspecto no se tomaría a Giddings por americano. Su cara más bien ancha, de ojos azules bondadosos, de barba recortada terminada en punta y de grueso bigote, hace pensar en un inglés que llevara en sus venas bastante sangre céltica. La sólida contextura de su cuerpo, de espaldas cuadradas y lo demasiado recio del bigote, sugieren la idea de un herrero o de un caballero medioeval. Uno se lo imagina fácilmente revestido de loriga y casco, teniendo por delante, asida a dos manos, la pesada espada de empuñadura de cruz. Pero es uno de los más eminentes cultivadores de la sociología en los Estados Unidos y autor de numerosas obras de alto valor científico en la materia.

Dijo Giddings que el problema de la americanización de la población del país se había hecho apremiante con motivo de la guerra europea. Hay centenares de miles o millones de habitantes que no hablan, ni leen, ni escriben el inglés. Hay millones que no reciben la sana influencia del hogar ni de iglesia alguna. Encareció la importancia de la escuela para llenar estos vacíos y entró a tratar de labores intelectuales. Con este motivo apuntó el juicio severo a que he hecho referencia. Dijo que a los americanos les faltaba el verdadero idealismo, el idealismo interno, espiritual, que conduce a admirar la inteligencia en todas sus formas.

Otro profesor en conversación privada me expuso: «Sería muy interesante escribir una buena psicología de los norteamericanos. Se me ocurre que como uno de los rasgos fundamentales se podría señalar la hipocresía o cant. Observe no más lo que ha pasado después de la guerra con el famoso principio de que los pueblos sean los únicos árbitros de sus propios destinos (principio de la self-determination). Este concepto ha tenido fuerza suficiente para afirmar los derechos a la autonomía de los polacos, checo-eslavos, yugo-eslavos, etc., es decir, de los súbditos de los imperios centrales; pero ha resultado sin ninguna eficacia en lo que respecta a los irlandeses, egipcios, indios, etc., ni tampoco lo será para los nicaragüenses, panameños y otros pueblos semejantes, esto es, para todos los que se encuentran dentro del bloque del Imperio Británico y de la República Norteamericana. A pesar de la proclamación de aquel brillante principio, el destino de los pueblos ha quedado ahora como antes, entregado al veredicto de la fuerza; los vencedores han llevado la bandera de la libertad al territorio de sus enemigos, pero no la han plantado en su casa. Mientras tanto, la gente se complace aquí en cerrar los ojos sobre estas cosas y en aparentar creer que la self-determination ha sido una gran norma aplicada con igual justicia en todas partes. Pura hipocresía. Otro rasgo fundamental sería el afán del dinero. El norteamericano no habla más que de negocios y dólares».

Me parece que tal vez la censura de Giddings no se haya muy lejos de lo cierto; pero que en los juicios avanzados por el otro profesor, cuyas palabras he transcrito, hay demasiada amargura y exageración.

Por mi parte preferiría señalar como caracteres fundamentales de la colectividad norteamericana la eficiencia económica y el espíritu democrático y patriótico. Resultan luego como cualidades sobresalientes en el término medio de los individuos, el buen fondo moral y la religiosidad, la actividad, la iniciativa y la alegría; pero, al mismo tiempo, hay que observar frecuentemente en ellos la exageración y la rudeza de las maneras.

Por último, en las clases cultas o élite—que aquí es muy vasta—es patente la inspiración de un generoso idealismo práctico orientado hacia las obras de progreso y de solidaridad social.

La eficiencia económica—Esta espléndida condición de la colectividad norteamericana es de aquellas que saltan desde el primer momento a la vista del más superficial viajero. Es de esas verdades sencillas que tienen la virtud de imponerse tanto a los espíritus sagaces como a los que no lo son. Conviene que la tomemos como punto de partida en el análisis en que estamos empeñados.

En todas las ciudades de este país, los rascacielos, los palacios, los magníficos hoteles, el brillo del comercio y la animación de las calles dan testimonio de una potencia económica extraordinaria, que se manifiesta todavía de mil otras maneras. El derroche de luz en las noches y la vida de los teatros, restoranes y cabarets, son exponentes de una gran riqueza general. Los monumentos de Washington y los ciclópeos puentes de Nueva York proclaman con una fuerza deslumbrante el vigor y la capacidad del pueblo que los ha hecho. Mes a mes corren millones en favor de obras de cultura, instituciones de beneficencia, iglesias y colegios. El Ejército de Salvación había dicho que necesitaba doce millones de dólares para atender a sus trabajos relacionados con la guerra y para reponerse de los quebrantos que ésta le había causado, y en una semana reunió quince. La Universidad de Cornell celebró en los primeros meses de 1919 el quincuagésimo aniversario de su fundación, y, entre los muchos obsequios de que fué objeto, había un cheque por un millón de dólares, mandados por un ex-alumno para que se atendiese a la renovación de los gabinetes de ciencias.

«El más notable rasgo del reciente desarrollo industrial de los Estados Unidos, dice Bogart[14], ha sido el enorme desarrollo de las manufacturas, sea considerado en absoluto o en comparación con otras industrias. Desde 1850 a 1900, la población del país aumentó en más del triple (de 23 191 876 a 76 149 386)[15], y los productos de la agricultura se triplicaron (de $1 600 000 000 a $4 739 000 000. En el mismo tiempo las manufacturas mostraron un crecimiento que equivale a un aumento de diez y nueve veces del monto del capital invertido (de $533 000 000 a $9 835 000 000) y a doce veces en el valor de los productos (de $1 019 000 000 a $13 014 000 000). La mayor parte de esta expansión fenomenal se verificó en las dos últimas décadas de la pasada centuria, que presenciaron el descubrimiento y utilización de los recursos naturales del país en una forma sin precedentes, la extensión de los mercados interiores, gracias a la mayor colonización del Oeste, el progreso y abaratamiento de los medios de transporte y la aplicación más completa de inventos que economizan el esfuerzo humano.

«Pocas fases del desarrollo industrial de los Estados Unidos, dice el mismo autor, ha llamado más la atención o sirve como mejor indicio de su maravillosa expansión económica que el crecimiento del comercio exterior de este país. Ha pasado como nación exportadora del cuarto lugar en el mundo que ocupaba en 1880 al segundo en 1911. Esto constituye una prueba del progreso que hemos alcanzado en nuestro poder productivo y sugiere la posibilidad de muchos cambios ulteriores en el comercio mundial. Hasta hace poco el pueblo de los Estados Unidos se encontraba absorbido por la tarea de apropiarse y desarrollar los recursos del país, y, al igual de otros países nuevos, compraba más que lo que vendía, comprometiéndose en pesadas deudas en razón de la adquisición de materias primas o de artículos manufacturados. Se puede decir que este período terminó en 1876. Hasta este momento sólo en tres años, en 1858, 1862 y 1876, excedieron las exportaciones a las importaciones, mientras que desde aquella fecha ha sucedido siempre lo contrario, con la única excepción de otros tres años, 1888, 1889 y 1893, en que las exportaciones fueron más bajas».[16]

La facilidad asombrosa con que los norte-americanos se prepararon para entrar a la guerra europea, la riqueza de medios que desplegaron en ella, y la rapidez y eficacia de su acción, fueron en gran parte el resultado de su potencia económica.

«La situación, dice Bogart, en los comienzos del siglo XX puede ser caracterizada de la manera siguiente: Tenemos en grande escala todos los recursos que se necesitan en la producción moderna; una población obrera de veinticinco millones más o menos, de los cuales muchísimos se encuentran altamente preparados; un fondo de capital industrial de no menos de seis mil millones de dólares; una muy eficiente organización de la industria, de los medios de transporte y de las finanzas, lo que permite la más económica producción e intercambio de las mercaderías; y, por último, condiciones políticas y sociales que son altamente favorables a la producción y adquisición de la riqueza».[17]

Nos importa averiguar ahora cuáles sean las razones y antecedentes de este hecho, de esta condición afortunada de la nación norte-americana; de dónde y cómo le han venido esa virtud y esa fuerza en el orden económico.

Lo más frecuente y lo más fácil es que se señale como causa única a la educación, y que, tomando pie de esta apreciación, se entonen alabanzas a los métodos y procedimientos de los institutos educativos norte-americanos y se censuren los de otros países menos ricos, indicándolos como principales culpables de la inferioridad económica de que se padece. En esto hay algo de cierto, pero no es todo. La educación estado-unidense, que se halla admirablemente organizada para favorecer el desarrollo económico de la nación, es a su vez efecto de otros antecedentes que deben ocupar un lugar muy importante entre las causas creadoras de la riqueza norte-americana.

En la formación del pueblo norte-americano han obrado un conjunto de circunstancias extraordinariamente favorables. Los primeros colonizadores del país, especialmente los puritanos y los cuáqueros, eran de una noble cepa de hombres austeros que vinieron al Nuevo Mundo a fundar comunidades democráticas, en que armonizaron la libertad política con los estrictos preceptos de una religión severa. Venían no a improvisarse ricos, sino a repartir su vida entre el culto de Dios y el culto al trabajo, lo que significa la mejor disposición de ánimo posible para llegar a una situación económica sólida. Desde ese momento, la corriente europea humana no ha cesado de afluir a los Estados Unidos, que han sido un crisol gigantesco, donde se han fundido los elementos de las mejores razas del Viejo Mundo y los de algunas que, sin ser tan buenas, se han depurado al contacto de las demás. No hay nación moderna compuesta de elementos tan heterogéneos como la americana. En el período de 1819 a 1910 han ingresado a ella más de veinticinco millones de inmigrantes. Primeramente los más de éstos venían de Alemania, de Inglaterra e Irlanda; pero en los últimos treinta y cinco años se operó un gran cambio en el carácter de la inmigración, y han sido Austria-Hungría, Rusia, Polonia e Italia los países que han dado el mayor porcentaje de ella. Todavía es menester agregar que no ha habido un simple traslado de fuerzas humanas a través del océano, sino un mejoramiento enorme en las condiciones de éstas. «Cuando uno considera, dice Channing, el clima de los Estados Unidos, su configuración física, su adaptibilidad al servicio del hombre civilizado, su fértil suelo y sus magníficas caídas de agua, sus inagotables recursos minerales, y el efecto de este medio sobre el organismo humano, se tiene que admitir que la raza europea ha ganado con trasladarse de su viejo hogar a la tierra norte-americana».

La situación geográfica de los Estados Unidos frente al Viejo Mundo y los tesoros del país, han sido sin duda un factor determinante del rumbo tomado por la emigración europea; pero no hay que olvidar cuánta influencia ha ejercido también sobre los hombres de todos los países el renombre de que gozan los Estados Unidos de ser la tierra de la libertad: las instituciones democráticas norte-americanas han funcionado como un centro de absorción de energías humanas, y de asimilación y multiplicación de ellas.

Una vez obtenida por las trece primeras colonias la independencia de Inglaterra, ocurrió un hecho transcendental para su porvenir económico. No continuaron ellas separadas, sino que lograron organizarse en un solo Estado. Este acontecimiento es considerado con razón como el más importante de toda la historia política de los Estados Unidos y Gladstone lo ha llamado «la obra más maravillosa llevada a cabo en cualquier tiempo por el cerebro y los propósitos del hombre». No cabe en realidad exagerar su alto significado e influencia. Mientras las colonias hispanoamericanas, después de conquistar su independencia veinticinco años más tarde, entraban a la vida libre divididas en una multitud de Estados rivales y desorganizados, las colonias inglesas, por haberlo hecho formando un solo organismo político, se libraron de verse desgarradas por rivalidades y guerras entre pueblos hermanos. Los pueblos hispano-americanos vieron transcurrir por la circunstancia apuntada y su carencia de educación política no escasa parte del siglo XIX sacudido por tormentas revolucionarias y discordias internacionales. No tuvieron así ni la capacidad ni la posibilidad de dedicarse en buenas condiciones a la explotación de las riquezas de su suelo. En cambio, los norte-americanos, bajo una dirección política única y sin las zozobras de las revoluciones, pudieron lanzarse a la conquista económica de un continente. Porque es de advertir que los Estados Unidos, considerados aún en sus límites estrictos, tienen más los caracteres y proporciones de un continente que los de un país. «Es probable, dice Shaler, que medida en caballos de fuerza o por los productos manufacturados, la energía derivada de las corrientes de los Estados Unidos sea ya más valiosa que la de todos los demás países tomados en conjunto». «No solamente, apunta Bogart,[18] se encuentran los Estados Unidos a la cabeza de todos los países en la producción de artículos de lechería, granos y trigo, de carbón, hierro, zinc, fosfato, azufre y petróleo, sino que la mayor parte de las maderas, carnes, tabaco y algodón que figuran en el comercio mundial salen de sus selvas y de sus campos. Esta diversidad de climas y de recursos ha traído consigo a su vez gran variedad de ocupaciones con la correspondiente diferencia de intereses, de modos de vivir y de maneras de pensar. Aunque este hecho ha tenido cierta influencia para dividir al pueblo en secciones animadas de intereses opuestos, con todo, en general, ha dado lugar más bien a cierta amplitud de miras y universalidad de sentimientos».

No cuesta ver que la descripción anterior corresponde sin dificultad más a las condiciones de un continente que a las de un país. A fin de apreciar bien las ventajas que se han derivado de estas circunstancias en que insisto, bastará imaginarse las que habrían resultado para nosotros, desde el punto de vista de nuestra prosperidad industrial y comercial, si, por ejemplo, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Perú y Bolivia hubieran formado un solo gran Estado federal sin aduanas interiores ni hostilidades separadoras.

En la lucha por el dominio de su continente, los norte-americanos no han tenido otros obstáculos que vencer que la resistencia de los franceses, con los cuales combatieron en el siglo XVIII por la posesión de la hoya del Mississipi; y la de los mejicanos, a quienes quitaron en 1848, después de una fácil guerra, vastos estados en la región del Pacífico.

Fué, asimismo, una fortuna inmensa para esta nación que los ingleses fracasaran en sus tentativas de encontrar un camino inter-oceánico a través del mar Artico, y que no pudieran ni siquiera pensar en llegar al Pacífico por algunos de los istmos de la América Central. Si en la época de la conquista ponen ellos su planta en el Grande Océano, como lo hicieron desde temprano los españoles, habrían, como éstos, fundado nuevas colonias en el Oeste, y los estados del Este se habrían visto detenidos en su desarrollo por una barrera inamovible de naciones de su misma raza, tal cual les ha acaecido a los pueblos hispano-americanos. A no ser por el hecho que apuntamos, tendríamos hoy por lo menos dos en lugar de una gran república anglo-americana, y no se puede negar que la forma en que se verificaron las cosas ha significado la mayor suerte posible para los Estados Unidos.

Con razón ha podido decir Bogart que «la clave de la historia nacional de los Estados Unidos se encuentra en esta obra de ganar un continente a la naturaleza y someterlo a los usos del hombre».

En esta obra colectiva, la nación ha procedido generalmente guiada por una política proteccionista y animada de un valiente espíritu nacionalista.

En los primeros años de vida independiente, «a pesar, dice Farrand, de los esfuerzos gastados por hombres como Washington y el Coronel David Humphreys y aun por sociedades agrícolas, había muy poca lana fina producida en el país, de manera que los americanos tenían que traer del extranjero los artículos de lana manufacturada que necesitaban y aún lana en bruto».[19] Las guerras napoleónicas y el bloqueo continental dictado por el

Emperador tuvieron resonancia en el pueblo americano a principios del siglo XIX, perturbaron profundamente sus relaciones comerciales con Francia e Inglaterra y lo hicieron entrar por el camino de bastarse económicamente a sí mismo. Del Presidente Madison se dijo que el día de su inauguración en el poder había sido un argumento andando para alentar la manufactura de la lana del país. Su levita hecha en la hacienda del Coronel Humphreys y el chaleco y demás piezas de su traje en la del canciller Livingston eran de lana merino americana.

La guerra de 1812 con Inglaterra vino a consumar esta orientación. Una de las primeras disposiciones tomadas después del conflicto, fué una nueva tarifa aduanera que es considerada como la primera medida protectora adoptada por los Estados Unidos. Contribuyó ésta a afirmar el establecimiento de las manufacturas y después de ella se puede decir que el país pasó de la edad de los tejidos domésticos a la de las maquinarias. «La guerra de 1812 se considera con justicia como la segunda guerra de la independencia, porque, dice Farrand, señala el verdadero comienzo de nuestra libertad industrial y comercial trabada antes por la dependencia en que estábamos de Gran Bretaña y Europa; y es todavía de mayor importancia que por primera vez en la historia de los Estados Unidos, el pueblo de las costas atlánticas entrase a apreciar la importancia del Oeste, y que, volviendo las espaldas a Europa, mirase resueltamente hacia el Pacífico».[20]

Dejando para tratar más adelante en párrafos especiales de otras cualidades que significan también factores importantes en la vida económica digamos dos palabras sobre la educación.

La educación norteamericana merece sin duda casi todas las alabanzas de que se la hace objeto y ya he dicho que se halla admirablemente organizada para preparar al pueblo a la lucha económica. No es posible entrar aquí en detalles completos sobre el particular, ni estaría tampoco en situación de hacerlo. La educación vocacional, o sea la que tiende al desarrollo de la eficiencia económica de los individuos, es materia de una atención constante en todos los grados de la enseñanza. Grandes institutos superiores están consagrados exclusivamente a este fin, como ser el Instituto de Tecnología de Massachussets en Cambridge, que ya he mencionado, un instituto para investigaciones científicas relacionadas con la industria, anexo a la Universidad de Pittsburgo, los Colegios de Agricultura y Minería de la Universidad de California, los Colegios de Agricultura y Química Industrial de la Universidad de Wisconsin, el Sheffield Colegio de la Universidad de Yale, y el Departamento de Física de la Universidad de Princeton.

En otro capítulo he mencionado el Liceo Técnico de Oakland. Como éste o si no tan completos, semejantes establecimientos se encuentran en las principales ciudades para dar preparación técnica y comercial a la juventud en la segunda enseñanza.

Fuera de lo que se hace directamente por medio de la instrucción vocacional, son propios de la educación americana dos caracteres muy favorables al fomento de la eficiencia económica, a saber los métodos activos y prácticos y el sistema de ramos elegibles y no de plan fijo, como existe entre nosotros. Cada alumno puede elegir para estudiar en el curso de cuatro o seis años los ramos que más convengan a sus inclinaciones y aptitudes intelectuales. Todos los alumnos deben estudiar una misma cantidad de tiempo; pero no todos se hallan obligados a estudiar las mismas cosas ni todas las cosas. Esta organización, junto con los métodos que he mencionado, tiende poderosamente a estimular la iniciativa, el trabajo con gusto, y, por consiguiente, la actividad y la eficiencia.

En relación con la iniciativa, no debemos silenciar la inventiva, como una de las cualidades características del pueblo yanqui, que debe ocupar un lugar muy importante entre las causas creadoras de su potencia económica. Ya a mediados del siglo XIX, un comisionado de la Cámara de los Comunes decía: «Debo expresar que la mayor parte de los nuevos inventos introducidos últimamente en este país (Inglaterra) han venido de afuera; y que, en especial casi todas las ideas relativas a maquinarias nuevas o al perfeccionamiento de las existentes, han tenido su origen en Norte América».

Cuando se habla del valor de la iniciativa individual, de cómo se la desarrolla en los Estados Unidos y de que éste es un país de promisión para ella, uno no puede dejar de acordarse al mismo tiempo de las organizaciones que la limitan. Estas son los trusts, que nacieron poco después de 1880,[21] como grandes combinaciones de compañías industriales y comerciales encaminadas a alcanzar los siguientes principales fines: suprimir la competencia; regularizar y obtener economías en la producción; división de los mercados y mantenimiento de los precios. Estas organizaciones gigantescas arrollan y aplastan sin dificultad a toda empresa que asome en el mercado con pretensiones de hacerles competencia y no dan lugar, es claro, a más iniciativas que a las que puedan desenvolver sus asociados y empleados dentro de las férreas mallas de la institución misma. En estas condiciones, no ha sido difícil que los trusts fueran culpables muchas veces de los abusos del monopolio. Todo monopolio es odioso y los trusts han dado bastante que hacer a gobiernos y legisladores en los últimos treinta años. Se pensó primero en combatirlos levantando al frente de cada trust otro que le hiciera competencia; pero este procedimiento no dió resultados.

Uno de los trusts quebraba y las cosas seguían a veces peor que antes. Dejarlos en completa libertad no era posible y menos aun eliminarlos enteramente. No ha habido otro camino que someterlos a regularizaciones establecidas por la ley, que es lo que se ha verificado.

Con anterioridad a la organización de los trusts y luego en combinación con ellos, se ha operado una gran concentración de las riquezas en las manos de unas pocas familias. De una estadística hecha sobre la propiedad rural y urbana en los Estados Unidos en 1890, se ha sacado en claro que el noventa y uno por ciento de las familias del país no poseen más del veinticinco por ciento de la riqueza y que el nueve por ciento de las familias tienen en sus manos el setenta y cinco por ciento de las riquezas.

A propósito de estos hechos, dice Bogart con cierta amargura: «Es evidente que nos hemos alejado mucho de las condiciones democráticas de una relativa igualdad económica que existía hace setenta y cinco o cien años. Las fortunas colosales son un fenómeno del siglo XX, y muchas de los Estados Unidos se han formado gracias a que los recursos naturales han sido monopolizados por unos pocos que se han hecho ricos con el aumento de la población y la consiguiente mayor demanda. Situados esos individuos en puntos estratégicos del mundo industrial, han arrancado tributos a la sociedad ni más ni menos como lo hacían los caballeros bandidos de otros tiempos. Bajo esta circunstancia, el aumento de la riqueza no ha significado ni una eficiente utilización de los recursos del continente, ni una mayor ventaja social derivada de su uso. El aumento de la producción ha venido acompañado de aumento de desigualdad en la distribución».

La distribución desigual va acompañada generalmente de una pobre economía y de baja eficiencia en la obra de la producción. Mientras por un lado se ha desarrollado en el país un espléndido tipo de organizador de negocios, hay que notar por el otro las pérdidas sociales que resultan del exceso de trabajo, de la labor de los niños, de las enfermedades profesionales, de los accidentes y del vivir en arrabales y malas habitaciones. Una mejor organización de la industria y de la distribución de la riqueza evitaría muchos de estos males y elevaría el nivel general de la eficiencia. Gran desigualdad significa también menos placer en el consumo de la riqueza. Lo que se necesita es no solamente más y más riqueza, sino que ésta sea de tal manera distribuída que el bienestar, la satisfacción económica de la sociedad pueda ser llevada a su más alto grado. La suma total de las satisfacciones económicas tiene que ser mayor en una sociedad donde reine una justa igualdad de distribución que en otra donde el millonario se codee con el vagabundo. Da prueba, por último, de cierta inconsistencia, por no decir que se halla amenazada de un peligro, la sociedad que es en el orden político democrática, y, al mismo tiempo, en el económico plutocrática».[22]

Sin embargo, con motivo de la guerra europea tuvo el Gobierno que entrar por el camino de tomar medidas consideradas por algunos como propias de un estado socialista, como ser la apropiación y manejo de los ferrocarriles, y de otras inspiradas en un amplio criterio de justicia social, como la ley que ha venido a gravar la renta y llegado hasta imponer el sesenta y cinco por ciento de contribución a las más grandes fortunas.

Aunque nunca haya sido el socialismo una entidad política preponderante en los Estados Unidos, no por esto deja de inspirar cuidado. «Hasta ahora no es muy extenso el número de adeptos oficiales al partido socialista en nuestro país, dice N. Murray Butler, pero las doctrinas y enseñanzas del socialismo se están difundiendo sistemática y vehementemente entre nosotros. Muchas escuelas y colegios y muchos púlpitos se dedican consciente e inconscientemente a tal labor. En las elecciones de 1916, el partido socialista de los Estados Unidos obtuvo casi exactamente el 3.3 por ciento de la votación total. Es probable que a causa de haber adoptado oficialmente la política internacional de los bolchevistas rusos se haya alienado el partido socialista la simpatía de sus primitivos defensores, hasta el punto de que los votos a su favor se redujeran a menos del dos por ciento. Por pequeño que parezca este número representa una organización y actividad desproporcionada con su importancia. No es posible equivocarse respecto de su programa. Califica abiertamente de inmoral nuestra Constitución. Acusa de mercenarios, de pillos, de hombres de inteligencia mediocre y de abogados de la clase capitalista a los padres de la nación. La plataforma del partido socialista en 1912 demandaba explícitamente no sólo la política comunista, sino la abolición del Senado de los Estados Unidos y de la facultad del Presidente de imponer el veto; la abolición de los tribunales federales, con excepción de la Corte Suprema y la elección de todos los jueces por corto tiempo»[23].

Tampoco faltan los anarquistas, como lo prueban los numerosos atentados dinamiteros llevados a cabo en 1919, en las principales ciudades de la Unión, en contra de miembros de la judicatura de financieros y de hombres públicos. Entre las asociaciones obreras es tenida por francamente maximalista la de los I. W. W. (Industrial Workers of the World. Trabajadores industriales del mundo).

Los detalles apuntados sobre los trusts y los anarquistas manifiestan que el espléndido cuadro económico y social de los Estados Unidos no carece de sombras. Es condición de los extranjeros dejarse deslumbrar por las grandezas que encuentran fuera de su patria y exagerarlas para presentarlas con la mejor intención como modelos. Esto les ocurre a muchos sud-americanos, y no sería raro que en especial a los chilenos, con las magnificencias de los Estados Unidos. El edificio económico de este país es sin duda imponente y superior a cuanto se ha visto hasta ahora en la historia, pero, como toda sociedad humana, sin excepción, la norte-americana no puede sustraerse a la ley de que vayan apareciendo desperfectos en ella, que engendran descontentos y reclaman reformas.

El espíritu democrático.—Falta de ceremonias y rudeza de maneras.—En otro capítulo he hablado ya de las instituciones de la democracia americana y en este momento no cabe sino recordar cómo su espíritu se muestra en la manera de ser de los americanos.

Este es un pueblo muy poco afecto a las ceremonias. Recién llegado a Berkeley, le pregunté a un profesor de la Universidad de California, cómo debería tratar a un decano que me acababan de presentar y si era la costumbre dirigirse a ese funcionario con su título más alto y llamarlo Decano Jones o decirle simplemente profesor Jones. «Oh no, fué la contestación», llámelo Mr. Jones y basta. Nosotros somos un pueblo sin ceremonias. Cuando vaya a ver al Presidente de la República no se preocupe de fórmulas de especial cortesía ni de nada semejante y dígale con toda naturalidad «¿Cómo le va, Mr. Wilson?».

No es raro que a las personas a quienes se ha invitado a tomar el lunch o a comer las conviden también los dueños de casa, después de los postres, a lavar junto con ellos los platos en la repostería o en la cocina. Es este, sin duda, un caso de falta de ceremonias; pero es igualmente un resultado de la falta de servidumbre que proviene de la elevación creciente de las clases sociales bajas y de las oportunidades que se les ofrecen de ocuparse en mejores condiciones en las fábricas y talleres.

Los hombres no se sacan generalmente el sombrero para saludar a otros hombres y ni los estudiantes proceden de otra manera con sus profesores.

Los comerciantes suelen no ser muy amables. Quieren despacharse pronto y no se insinúan con el cliente. A veces dan ganas de quedarse descalzo antes que comprarle botines a un sujeto que se le pone a uno por delante y parece decirle con su actitud: «No se demore tanto, señor, apúrese, elija pronto, pague y váyase». En cierta ocasión un joven sud-americano, estaba comprando una maquinita para afeitarse y pedía explicaciones sobre su mecanismo. «No pregunte tanto, señor, le contestó el vendedor, ejercite su propio juicio».

De regreso de Washington a Nueva York nos quedamos un día en Baltimore. Buscamos una pieza en uno de los mejores hoteles de la ciudad y como nos pidieran seis dólares por ella al día, sin comidas, quisimos verla antes de tomarla. Subimos cinco o seis pisos. No era muy buena; pero, en fin, es por un día, nos dijimos mi esposa y yo. Era pleno verano; el día de mucho calor y veníamos sofocados por el viaje en tren. Pedimos agua fresca para beber y nos dispusimos a lavarnos. En esto suena el teléfono de la pieza. Era el administrador que me llamaba desde la oficina.

—No ha dicho usted si se queda con la pieza.

—Si me quedo, le contesté.

—Baje entonces a inscribirse en el libro del establecimiento.

—En cuanto me lave bajaré.

Poco después entró el mozo con el agua fresca y me dijo:

—El administrador dice que baje a inscribirse, señor.

—Ya le he contestado que en cuanto me lave bajaré.

Al poco rato nuevamente el repiqueteo del teléfono. Otra vez el administrador.

—Ya le he dicho, señor, que baje a registrarse, me observó en un tono que no tenía nada de amable...

—Y yo le he respondido que en cuanto me lave bajaré repuse, y corté la comunicación.

Después de unos pocos minutos golpean a la puerta.

—Adelante.

Nadie entra. Nuevos golpes.

—Adelante, exclamé con más fuerza.

Nadie entró tampoco. En mangas de camisa y sin cuello tuve que abrir yo mismo la puerta. Era el administrador en persona que venía a insistir en que bajara inmediatamente a inscribirme. Le repetí lo que ya le había dicho, agregándole que no me explicaba su proceder que encontraba muy descortés. Le dije también quien era (aunque esto en verdad no significaba un argumento de mucho peso) y le presenté mi tarjeta.

—No tengo nada que ver con quien sea usted, me contestó; o baja inmediatamente a registrarse o deja la pieza.

—No cabe la menor duda, señor, le dejo la pieza.

No era grato quedarse en una casa dirigida por semejante energúmeno. Guardamos precipitadamente los objetos de tocador y ropa que ya habíamos sacado de las maletas, arreglamos nuestras personas como pudimos y nos marchamos. Me fuí pensando que seguramente los reglamentos de policía exigen que todo pasajero se inscriba en el registro del hotel antes de instalarse; pero que ese administrador era un majadero cuyo cerebro estrecho no le consentía elasticidad para aplicarlos y llegaba hasta la grosería en lo que él estimaba el cumplimiento de su deber.

No son escasas las veces, por otro lado, en que los empleados de tiendas y almacenes, especialmente algunas niñas, dan prueba de una paciencia estoica y de amabilidad sincera. Después que el cliente solicita los precios de cuanta cosa se le ocurre, lo revuelve y lo mira todo, hace perder media hora y no compra nada, la empleada lo despide con la más dulce sonrisa diciendole:

«I see you again, come again», «hasta la vista, venga otra vez.».

Actividad.—Es un hecho reconocido que el clima de los Estados Unidos, continental, variable y crudo como es, posee grandes virtudes vigorizantes y estimulantes. Un viejo marino inglés decía que él se tomaba una botella de vino en cada comida en Liverpool, y no podía, por efecto del clima, tomar más de media botella en Nueva York.

En un párrafo anterior hemos visto cómo este clima ha transformado favorablemente a los retoños de las razas europeas transplantadas al Nuevo Mundo.

Aquí tenemos indicados dos de los antecedentes explicativos de la actividad norte-americana: el clima y la raza. Habría que tomar en cuenta también la acción de las instituciones democráticas. Ya hemos dicho en una página reciente de qué manera éstas han obrado como focos de absorción para atraer a las gentes de todo el mundo, seduciéndolas con sus oportunidades de vida libre y próspera. El federalismo y la falta de centralización son aspectos muy importantes de este mismo fenómeno. En los Estados Unidos no hay una sola gran capital, un gran centro que sea considerado por los habitantes del país como el único lugar posible para vivir, y hacia el cual vuelvan todos la atención de sus espíritus dócilmente imantados. No ocurre lo que en Francia y la Argentina donde la gente se disloca por París y Buenos Aires, ni tampoco lo que pasa en nuestro pequeño mundo de Chile, cuyos habitantes provincianos parecen sufrir de una especie de desviación espiritual a fuerza de mirar tanto hacia Santiago y de suspirar por él. En los Estados Unidos, Washington, la capital federal, no puede competir, en cuanto centro de atracción, con los grandes emporios del comercio y de la industria; y el hecho de que Nueva York sea una metrópoli colosal de siete millones de habitantes, no quita que muchas ciudades como Chicago, Filadelfia, Baltimore, Boston, San Francisco, Los Angeles, Buffalo, San Luis, y varias otras, constituyan centros importantes, autónomos en cuanto a sus elementos de cultura y con caracteres distintivos y propios. Muchas de estas condiciones se encuentran aún en pequeñas ciudades universitarias como New Haven, Berkeley, Ithaca, Princeton, Palo Alto, etc. De aquí resulta en general la existencia por doquiera de un ambiente favorable a la actividad porque el norteamericano encuentra en cualquier parte los elementos de una vida completa y hace dar a su iniciativa donde le toca el mayor rendimiento posible, sin que necesite esperar algo de un centro más o menos remoto.

Al lado de la influencia externa de las instituciones en el desarrollo de las iniciativas individuales es menester no olvidar la de la educación, que tiende a la formación de personalidades independientes y vigorosas. La educación, obrando de consuno en muchos casos con cierta religiosidad tradicional y honda, llega a sugerir un concepto serio de la vida, apartado de frivolidades y que busca la realización del destino humano en el cumplimiento del deber y en las satisfacciones que ofrece una existencia interior armónica y tranquila.

La actividad norteamericana lleva generalmente como perfume propio una sana alegría, según hemos tenido ocasión de hacerlo ver más de una vez en estas notas.

Patriotismo.—Los norteamericanos han dado múltiples pruebas de patriotismo en el curso de su historia y los ideales nacionales han sido resortes poderosos en muchas de sus empresas de carácter político y económico, como ser la lucha contra la esclavitud, la colonización del Oeste y la ocupación de Oregón hacia 1842. Después de haber fijado los límites entre los Estados Unidos y Canadá, hasta los montes Roqueños, había quedado en suspenso la decisión relativa a las tierras del Oeste, o sea principalmente Oregón. No inspirando confianza la actitud de Inglaterra al respecto, los norte-americanos se lanzaron a ocupar de hecho ese Estado, y gracias a su empuje quedó incorporado a la Unión.

En los días en que estos apuntes fueron tomados las manifestaciones de patriotismo habían pasado a ser detalles de la vida cotidiana. A donde volviera uno la vista encontraba la bandera estrellada flameando sola o en compañía de las de las naciones aliadas. En las ventanas de las casas se la veía frecuentemente al lado de la pequeña banderola en que se indicaba con estrellitas cuantos miembros de la familia habían ido a la guerra. A veces las estrellitas eran negras, lo que significaba que ellos ya no volverían más. En las oficinas públicas y privadas y en los almacenes, grandes banderas, a menudo con centenares de estrellitas, decían la contribución de sangre que el personal había enviado al Ejército de la Patria. Todo espectáculo empezaba invariablemente con el himno nacional, ejecutado por la orquesta, a veces cantado, y que la concurrencia escuchaba con recogimiento de pie.

La cooperación de todas las clases sociales en esos momentos supremos era manifiesta. Ya he indicado en otro capítulo de qué manera se levantaron los primeros empréstitos de la libertad en San Francisco. Una vez terminada la guerra le llegó el turno al último de ellos, al de la victoria, destinado a saldar la situación. Fué como un levantamiento general de las poblaciones en un movimiento arrebatador de festividad patria y de civismo intensificado por los mil recursos de la propaganda americana. Las amplias calles de altísimos edificios ricamente embanderados y los faroles adornados con los colores nacionales que terminaban en panoplias de flámulas y gallardetes parecían estar de gala para recibir a un ejército victorioso.

La operación se inició con un discurso pronunciado por un alto funcionario administrativo a mediodía en las gradas del edificio del Tesoro en Nueva York. Los acordes marciales de una banda militar detuvieron por un instante la inmensa corriente de gente que a esas horas llenaba Wall Street y las inmediaciones de la Bolsa, y el orador, bajo un sol de verano y al lado de la estatua de Washington, expuso las razones de suscribir con creces el empréstito de la victoria.

Luego millares de oradores continuaron insistiendo en todas partes sobre el mismo asunto durante una semana. Tinglados y tabladillos se levantaron en las principales plazas y en las más concurridas boca-calles de todas las avenidas donde pequeñas bandas de músicos tocaban para atraer a la gente a oir la oración patriótica de los propagandistas del empréstito. Los guardianes que dirigen el tráfico callejero llevaban en la mano un disco con una V, que se levantaba sobre la muchedumbre cada vez que ellos paraban o hacían continuar el movimiento, para hacer presente la victoria y la necesidad que había de pagarla. Agentes del empréstito recorrían las grandes arterias en autos embanderados y tocando cencerros. Desde garitas levantadas en las esquinas, damas ofrecían bonos a todos los transeuntes; y vendedores de todas clases, hombres, mujeres y niños, lo asaltaban a uno en las aceras y en los hoteles. En todos los teatros, hacia la mitad del espectáculo un orador pronunciaba un discurso sobre el empréstito y luego empleadas de la empresa iban a vender bonos entre la concurrencia. A veces el orador mostraba al público un casco prusiano que decía haber sido tomado a un oficial del Kaiser y lo ofrecía como premio al que comprara una suma alzada en bonos. No pasaba mucho rato sin que el casco fuera entregado a algún señor de la platea o de un palco. Se había organizado una sugestión inmensa, irresistible para saldar la victoria; las ciudades competían unas con otras a fin de sobrepasar la cuota que se les había señalado y de esta suerte se suscribieron muchísimos más millones de los fijados por el Gobierno.

Moralidad (la familia y el divorcio.)—Me atrevo a apuntar como cualidades concomitantes de la actividad norteamericana en términos generales a la moralidad y la religiosidad. No se me oculta que si es arriesgado hablar de la psicología de un pueblo, no lo es menos hacerlo de la moralidad. Nunca faltan razones y datos para sostener en este terreno las tesis más opuestas. En contra de la moralidad americana se recuerdan los estupendos golpes de mano que suelen dar los criminales de aquel país. A no pocos he oído quejarse de la falta de honradez y seriedad de los comerciantes yanquis. No obstante algunos incidentes apuntados en estas notas, que pudieran pesar en contrario, mi impresión general, formada con detalles que también he referido y con el trato de gente principalmente universitaria, es que los norte-americanos son por lo común buenos y honrados. Llegaría a decir que en la apreciación que este pueblo hace de las facultades y valores humanos prefiere la bondad a la habilidad.

Se suele afirmar también que en los Estados Unidos la familia casi no existe, que se halla en plena disolución. En verdad no existe con los caracteres tradicionales con que se suele presentar en algunos pueblos de Chile donde se ven casos de que vivan sólidamente unidas en un mismo hogar tres generaciones, de abuelos a nietos, incluyendo un respetable número de yernos y de nueras. Se encuentra, sí, la familia en el sentido estricto del término, es decir, como el grupo formado por un matrimonio y sus hijos o un matrimonio solo. Nicolás Murray Butler habla en el estudio ya citado de que en los Estados Unidos hay más de diez y ocho millones de viviendas ocupadas aproximadamente por veintiún millones de familias y de que seis millones de familias poseen propiedades sin gravamen y otros tres millones son propietarios de bienes sujetos a hipotecas.

También es cierto, que esta familia en sentido estricto no tiene en los Estados Unidos los caracteres de inmutabilidad y solidez que la distinguen en Chile; pero quedaría todavía por averiguar si las condiciones de acá son mejores que las de allá.

Se observa que el número de los divorcios ha ido en proporción creciente de año en año después de la guerra separatista, como se ve en las siguientes columnas:

AñosDivorcios
18679.937
187714.800
188625.535
189642.937
190672.062
1916124.000

Sería razonar de una manera muy incompleta limitarse a inferir de estas cifras que la inmoralidad aumenta de un modo alarmante en los Estados Unidos y que la familia norte-americana se halla amenazada de muerte.

El número de los divorcios ha venido siendo mayor de año en año, no porque los hombres y las mujeres se hayan vuelto más malos, sino porque la evolución social, después de la mencionada guerra, ha puesto en acción fuerzas nuevas que no han podido dejar de modificar la constitución del hogar y a cuya influencia no han podido sustraerse los individuos. El enorme florecimiento económico y la transformación industrial que se notan desde aquel momento histórico, han hecho perder gradualmente a la familia su antiguo carácter de centro de producción, han abierto vastos horizontes de trabajo a la mujer, permitiéndole de esta suerte alcanzar su independencia económica, y han aumentado al mismo tiempo las exigencias de la vida.

Dentro de las condiciones anteriores al momento histórico indicado, el hombre y la mujer habían podido soportarse mutuamente muchos defectos e incompatibilidades espirituales y morales porque el hogar les ofrecía ventajas económicas indispensables para la vida y difíciles de alcanzar de otra manera. La mujer especialmente, sin preparación para desempeñar ningún oficio o empleo fuera de la casa, no concebía la existencia sin los medios que le proporcionaba el marido y se encontraba sometida a éste por una estrecha dependencia económica.

Desaparecidas esas ventajas y arrancadas esas raíces materiales por decirlo así, los cónyuges hanse tornado más exigentes en cuanto a condiciones de armonía y de felicidad interior y menos tolerantes para aguantar fricciones llevaderas en otro tiempo. Se considera ahora que es menos inmoral la disolución que la permanencia de los matrimonios sin amor.

Comprendido en este proceso de que hablamos se observa triunfante el reconocimiento amplio de los fueros de la individualidad humana. La moral dogmática ha podido sostener la indisolubilidad del matrimonio y condenar el divorcio; y, más o menos de acuerdo con ella, ciertas doctrinas sociológicas y jurídicas afirman que la célula social es la familia y no el individuo y que éste debe resignarse a vivir férreamente encerrado entre las mallas sin escapatorias de las instituciones matrimoniales y familiares. Pero estos conceptos no se avienen con el espíritu norte-americano. Como dice un profesor de sociología de la Universidad de Pennsilvania, «a la par que se han hecho más intensos los sentimientos de nacionalidad y de conciencia social se ha reconocido mayor valor a la personalidad del ciudadano. Creadas sobre una base de franco utilitarismo, las formas e instituciones sociales de cualquiera clase que sean no existen para llenar un fin en sí, sino para el bien de los miembros de la colectividad. Libres de muchas de las tradiciones, propias de los gobiernos monárquicos o despóticos y relativas al carácter sagrado de algunas instituciones, los americanos no temen ningún desastre por el hecho de llevar a cabo los cambios requeridos por la expansión de la vida social. Los cambios no significan para nosotros muestras de desintegración social, sino que los consideramos más bien como la condición de un progreso sostenido. Miramos a la familia desde el mismo punto de vista que a todas las demás instituciones sociales y no goza de ninguna protección especial o tabú que pueda excusarla de ser sometida a la prueba del utilitarismo. Ella, la familia, como todas las demás, debe servir a los fines de su existencia o sufrir las transformaciones necesarias. Desde que no es compatible con los ideales americanos de justicia y de libertad que la familia sea tenida por más sagrada que el individuo, el remedio debe buscarse en la modificación de la primera antes que en el sacrificio del último».[24]

El mismo autor estudiando el problema desde un punto de vista moral, dice: «Nuestras modificadas ideas éticas nos hacen sentir hoy día que el matrimonio ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el matrimonio, y que el valor moral de

éste depende de la mutua felicidad que asegure a los desposados. Cuando esta condición no se realiza ni se puede realizar, los más altos intereses, tanto del individuo como del estado reclaman que se rompa ese matrimonio perjudicial y que se coloque a los cónyuges en situación de encontrar la felicidad que les ha faltado. De esta suerte un nuevo humanitarismo ha venido a ocupar en religión y en ética el lugar que antes llenaban las reglas teóricas de la ortodoxia de generaciones pasadas. Descansa él sobre una moralidad práctica que estima el valor de las instituciones en proporción al servicio que hacen en la formación del carácter y en la producción del bienestar humano».[25]

Con estas palabras queda señalada la actitud americana ante el divorcio y desvanecido el cargo de inmoralidad que por este motivo se pudiera formular.

Religiosidad.—El Estado norte-americano no tiene religión oficial, y, por lo mismo, florecen aquí las religiones como plantas espontáneas en un terreno libre de las limitaciones planeadas por los hombres y donde obran con toda libertad las fuerzas naturales fecundantes. En los Estados Unidos prosperan más de cincuenta religiones y sectas, que cuentan con más de cuarenta y dos millones de adeptos.

Es característico de las religiones en Norte América que orienten su actividad en un sentido humano de bien y de servicio social y que sean amplias, hospitalarias y tolerantes.

Estos rasgos han sido descritos de la manera siguiente por el católico inglés William Barry: «Los americanos en otro tiempo creían con pavor en la total depravación del hombre, de la cual sólo un pequeño número de agraciados sería redimido. Ahora creen que el hombre es por naturaleza bueno, por destino perfecto, y completamente capaz de salvarse a sí mismo. En una especie de América ideal señalan el motivo fundamental de esta vida más humana, a la cual deben tender sin cesar. La república, la comunidad es su fin, los negocios el camino para el cielo, el progreso su deber, la libre competencia su método. Rechazan el misterio, la obediencia y la renunciación de la propia personalidad; pero admiran la disciplina que condena y proscribe lo contrario a la dignidad del hombre, o, deferentes a una idea delicada, practican la temperancia. Forman los americanos una casta de héroes más que de ascetas. Para ellos la divinidad es un amigo y no un señor omnipotente o un hado misterioso. Su creencia en la naturaleza humana como algo que posee valor intrínseco que debe ser perfeccionado significa la libre aceptación de una idea divina que el hombre tiene la obligación de realizar. De esta suerte civilización y religión no son más que diferentes fases de una misma gloria».

En muchas universidades privadas hay templos. En el de Princeton se celebran servicios religiosos diariamente, pero ahí ofician los ministros de todas las religiones, alternando, por consiguiente, el católico con los de las diversas sectas protestantes o con un predicador de los Jóvenes Cristianos. Los estudiantes no son obligados a asistir al templo sino una vez cada quince días.

La misma índole de hogar cristiano, sin confesión determinada, abierto al más dilatado espíritu religioso, es propia del templo de la universidad de Leland Stanford Junior. Muchas tardes se dan aquí recitales de órgano, sin ninguna ceremonia o acto del culto, y hasta el alma más descreída puede disfrutar de una hora de reposo y recogimiento íntimo, y sentirse llevada en alas del arte a las regiones de una pura religiosidad.

En medio del más agitado torbellino mundano, en Broadway, la gigantesca arteria de Nueva York, en la puerta de un templo se lee la siguiente dulce invitación: «No importa lo que pienses, no importa lo que creas; entra; esta es la casa de Dios abierta para todos; entra a descansar». Y aunque uno no entre, agradece la invitación, y siente que una sensación de placidez discurre por todo su ser.

El ambiente norte-americano de libertad y la falta de una religión de Estado son favorables al desarrollo del sentimiento de religiosidad. No ocurre aquí lo que en aquellos países hispano-americanos, donde el catolicismo goza de la preeminencia de religión privilegiada, llega generalmente hasta las urnas electorales a defender sus privilegios, y queda degradado por ambiciones de predominio social y político y por las enconadas pasiones que se suscitan en su contra. No encontrando además los espíritus por lo común en la América latina otra manera de ser religiosos que la que les ofrece el credo católico, y no pudiendo comulgar con éste por razones científicas, filosóficas o políticas, caen en el indiferentismo con perjuicio a veces de su completa vida espiritual y moral y de su paz interior. En los Estados Unidos, en cambio, se puede ser religioso de muchos modos y el sentimiento y la fantasía encuentran más posibilidades que en otras partes de llenar el vacío angustioso que los misterios de lo desconocido suelen abrir en algunas almas.

Idealismo.—Grandes ideales han movido a los norteamericanos en momentos culminantes de su historia, como ser la unión de las trece colonias que obtuvieron su independencia de Inglaterra en 1783, la defensa de la autonomía del continente americano, encarnada en la doctrina de Monroe, la lucha por la abolición de la esclavitud, y el amor a la democracia, que constituye un leitmotiv en la evolución social y la política de este pueblo.

La fuerza de un resorte idealista se observa hoy día en la acción de una élite formada por millares de personas de ambos sexos que comprenden desde sacerdotes de todas las religiones y profesores hasta los millonarios. No hay problema de la colectividad que no traten de resolver, no hay dolor que no vayan a aliviar, y los beneficios de su voluntad filantrópica y de sus millones pasan las fronteras del país y llegan hasta los huérfanos de Francia y Bélgica o van a tender una mano salvadora al infeliz y secularmente atormentado pueblo de la Armenia.

Es un idealismo práctico de carácter social. Su acción se muestra de una manera estupenda en toda obra de cultura, y en el sostenimiento de bibliotecas y de institutos de educación. Existen en el país, debidas casi en su totalidad a la iniciativa privada, más de tres mil bibliotecas con un total de setenta y cinco millones de volúmenes. Se gastan al año en el mantenimiento de escuelas para el pueblo en toda la nación cerca de seiscientos cincuenta millones de dólares. La renta de las universidades se ha elevado, en virtud de las donaciones y legados que han recibido, de diez y siete millones de dólares que era en 1892 a ciento veinte millones en 1915.

Es este idealismo tan propio del alma americana que es el que informa las doctrinas de sus más genuinos filósofos y pensadores. Como hemos recordado en un capítulo anterior, Emerson fué un moralista y William James ha preconizado en su pragmatismo la prioridad de la acción sobre el pensamiento y la busca de la verdad, no por la verdad misma, sino en cuanto puede servir para la vida. Ideas más o menos semejantes sustenta el filósofo más representativo del momento actual, Juan Dewey; y, aun pensadores que no han comulgado con el pragmatismo, como el sociólogo Lester F. Ward, han señalado a la existencia del hombre la finalidad del «meliorismo» o sea el mejoramiento de la vida, lo que equivale a llegar por distinto camino al mismo objetivo.

Esta filosofía, que puede presentarse como no satisfactoria e incompleta para inteligencias especulativas y ansiosas de ahondar en las últimas razones de las cosas, ha probado ser bastante para espíritus ante todo activos, como los americanos, y, ya hemos visto en el párrafo anterior, que hasta la religión misma ha recibido el sello de esa orientación distintiva del alma nacional.



CAPITULO VII

CARTAS DEL DOCTOR N.—CONCLUSION

Primera Carta.—Los norteamericanos en la gran guerra.—Wilson.—La Sociedad de las Naciones.—La humanidad futura.—Segunda Carta.—Del amor y de la libertad.—Tercera Carta.—Algunas diferencias de la psicología y de las instituciones de los norte y sudamericanos.—Conclusion.—Apreciaciones sobre Europa y Estados Unidos.—Desigualdades sociales en Norte y Sud América.—Los millonarios de acá y de allá.

A principios de 1919 llegó a Boston, procedente de Europa, el doctor N. Venía a conocer de cerca la famosa Escuela de Medicina de Harvard y a recorrer un poco el este del país.

Me escribió algunas cartas que, por tener cierta relación con los asuntos de este libro, no carecer de interés psicológico y ser de un personaje ya conocido del lector, creo oportuno reproducir:

PRIMERA CARTA

Boston, Febrero de 1919.

Ya me tiene usted, mi querido amigo, en tierra americana después de unos cuantos meses de estada en Europa. Mi primer saludo es para usted, deseando que éste se pueda expresar pronto en un abrazo. Vengo a hacer algunos estudios en la Universidad de Harvard y después veremos. Pero, ¡qué fría y de clima tan riguroso es esta grave ciudad de Boston! Sin embargo, la calefacción anda aquí mucho mejor que en París.

¡Qué provechosa ha sido para mí esta temporada en Europa y cuánto he enriquecido mi espíritu! Fuera de lo que atañe a los progresos de mi profesión, de que he podido imponerme, he visto la desolación de la Europa después de esta guerra bárbara y respirado en el austero ambiente de heroísmo que ella esparció junto con el dolor. He presenciado el justificado delirio patriótico del pueblo francés y de los aliados en París el día de la firma del armisticio. Vivimos a no dudarlo en un momento histórico trascendental y que lo es muy especialmente para el pueblo norte-americano. Hace un siglo el mundo se encontraba en una situación algo parecida en cuanto, tras las largas guerras napoleónicas, agotado ya, llegaba por fin a una paz cualquiera. Pero, ¡qué de diferencias por lo demás! Los vencedores de entonces no tenían otra mira que los intereses dinásticos de monarcas absolutos; los de hoy han llevado en sus banderas los lemas de la libertad y democracia. Entonces la Europa se consideraba a sí misma como el único continente civilizado y los Estados Unidos permanecieron sin tomar parte en el conflicto como un niño sano y vigoroso que hace sus tareas tranquilamente en su casa sin prestar atención a los ruidos de la calle. Ahora los americanos, no sólo han vaciado sus arcas en favor de los aliados, y los han provisto de armas, de pertrechos de guerra y de víveres, sino que sus ejércitos han cruzado el océano para salvar a la Europa y decidir muy a tiempo la victoria. En galardón, los americanos han recibido de los vencedores homenajes de glorificación.

El Presidente Wilson ha sido objeto de apoteosis en las capitales europeas que talvez nunca se han tributado en forma análoga a otros jefes de Estado. Es una gloria para la nación que representa, pero, lo es asimismo para él, porque esas manifestaciones han sido en parte principal coronas discernidas a las virtudes relevantes de su personalidad. Tengo una alta idea del valor moral, del idealismo, del patriotismo y de la inteligencia de Wilson. En sus discursos se ha mostrado siempre franco, avanzado, valiente y demócrata sincero, y creo que en sus actos ha sido consecuente con sus discursos. Su genio significa la síntesis feliz que resulta de haber fundido en una sola alma las cualidades de un gran universitario y de un estadista. Como adalid de los grandes ideales de la humanidad, la democracia y la sociedad de las naciones—a la cual él ha sabido darle la forma más perfecta que haya tenido hasta ahora—su figura ha alcanzado proporciones eminentes.

Sin embargo, no todos juzgan a Wilson de la misma manera. El corresponsal del Times de Londres en París, decía en estos días: «Wilson anda con diferentes baterías de pequeño calibre moral; pero sus grandes cañones son asuntos de dólares. Más de un conflicto debe haber entre su idealismo personal y los intereses financieros que él representa. Recibe muchas instrucciones de Wall Street y de Chicago». Vaya a averiguar usted lo que haya de cierto en esto.

¡La Sociedad de las Naciones! No faltan espíritus escépticos que no crean en ella. Yo, a quien usted tiene motivos para considerar uno de esos, sustento, sin embargo, la más confiada esperanza en su porvenir. Creo aún que, como la especie humana tiene al parecer más de dos millones de años de vida por delante y su historia se complicará mucho si seguimos dividiéndola en la forma en que lo hemos hecho hasta ahora, será menester englobarla en la simple distinción de dos grandes épocas, la de la humanidad guerrera y la de la humanidad pacífica. En el punto de separación de una y otra, nuestros días ocuparán un lugar preeminente como precursores y preparadores de la nueva vida. Entonces habrá triunfado la justicia social y habrá llegado la gran era del arte y hasta de la metafísica. No sujetos ya los hombres, como ocurre ahora, a la preocupación casi exclusiva de luchar por el sustento, por la propiedad, por el dinero, dejará de ser la creación artística la obra atormentada de unos pocos, las lucubraciones sobre problemas ultra-científicos no serán sólo afanes de raros soñadores, y el espíritu humano explorará en vuelos atrevidos, pero serenos y resignados a veces, las regiones superiores de lo bello y de lo divino. Para aligerar la carga de la memoria histórica se simplificarán los períodos de la vida de la humanidad guerrera, como ha ocurrido más o menos con la prehistoria, y se hundirán para siempre en el limbo de un piadoso olvido los héroes de la espada, de la política y de la tiranía. En el panteón de los hombres sólo se elevarán altares a los héroes del espíritu, a los reformadores, a los filósofos, a los artistas, a los hombres de ciencia, a los grandes fundadores de religiones.

En fin, amigo mío, esto no parece carta ya; acepte un abrazo cordial de su amigo, escríbame y cuénteme de su vida.

SEGUNDA CARTA

Boston, Marzo 1919.

Mil gracias por su saludo de bienvenida.

Me pregunta usted cuál es el estado de mi corazón. Ay! amigo mío, no obstante el interés que he tenido y tengo por muchas cosas, mi alma se encuentra más o menos como usted la conoció hace algunos meses. La imagen de esa mujer, de esa amiguita querida, como solía llamarla, me ha seguido a todas partes. La tengo metida en el alma y cuando no duermo, ella ocupa mi conciencia. En los bulevares, en el teatro, en alguna recepción he mirado a la distancia trajes parecidos a los que ella solía llevar y ya creía verla surgir de repente; he sentido el perfume que le era propio y he vuelto la cabeza esperando encontrarla no lejos de mí. Es una obsesión.

A veces me entra una ternura sin motivo inmediato; es como si se me abrieran suavemente las entrañas y me dan ganas de llorar. ¡Qué dulce debe ser una vida en que, después del trabajo diario, se encuentre un pecho en qué reclinar la cabeza fatigada y hacer que esa ternura que se ha abierto en uno no lo ahogue, y corra, corra como una fuente refrescante, bienhechora y blanda! Otras veces, viendo la inutilidad de mis sueños, me desespero. Si amanece un día hermoso, el azul del cielo me causa enojo. ¿Para qué brillas sol, digo, si no he de ver con tu luz a la mujer que amo? Si azota la lluvia y bajo un cielo gris estalla la tempestad me es indiferente: son tan grandes mi pesar y mi desesperanza, que se me ha formado una coraza contra todos los males que puedan venir de afuera. Con resignación pienso que, a pesar de mi soltería, éste será mi último amor, que viviré con él y lo llevaré conmigo, como una herida siempre abierta a cuyo dolor me iré acostumbrando.

En este mundo de ajetreo sin fin no encuentro sino una cosa que lo justifique: el amor. Ahondo, ahondo y no veo a qué resultado definitivo pueda conducir nuestra actividad. No es que el amor signifique una explicación de la vida, no; el amor es el imperativo de la vida y una fuerza que nos toma de las entrañas, la fuerza más poderosa para querer la existencia. El amor y la actividad son las mejores alas para hacer el tránsito por este mundo; pero no explican nada. La vida humana se presenta (y así será aunque dure millones de años), como una franja de luz entre dos noches infinitas. El amor y la actividad, he dicho; mas cuando el amor es desgraciado, la laxitud que se apodera de uno como un fluido enervante, no permite ser activo.

¿Y la libertad de los hombres? No digo nada de la mía; ya irá viendo usted que mi pecho es un escenario dantesco en que hay rachas de infierno, de purgatorio y de cielo, y que en medio de ellas—no quiero hablar de mi libre albedrío—mi voluntad no es más que una pobre ave encogida, entumecida, sin fuerzas, con los resortes de sus alas relajados. Pero me consuelo pensando en cómo suele andar la libertad de los demás, ah! sin exceptuar a los más graves y campanudos. Que se hable de amor y de mujeres delante de sabios, políticos, filósofos, financieros, es decir, ante la crema de lo sesudo y reflexivo, y se verá cómo se les transforma la fisonomía. Les pasa un halo de ensueño, a veces también una sombra de pesar; recuerdan las mejores horas de su existencia, piensan tal vez que la vida no les ha ofrecido todo el amor que habrían deseado: es lo único que les llega al fondo del alma. Se ve que bastaría la menor tentación para hacerlos perder el equilibrio y que si no caen muchas veces es por miedo al qué dirán, no por obra del noble broquel espontáneo de la pureza interior. Oh, infelices!

Calcule usted que obran testimonios de un revolucionario del tiempo de la independencia que confiesa que su odio a Inglaterra provino de que un oficial de la marina inglesa le quitó la prenda y he oído aquí a gente docta afirmar que hay motivos para creer que la revolución la causaron no los impuestos, como se dice generalmente, sino las muchachas de Boston que preferían a los oficiales ingleses sobre los americanos.

¿Admirable, no?

La única libertad posible no consiste quizás más que en hacer con amor las cosas que el deber impone. Y cuando esto no se alcanza en el primer momento, habría que buscarla en el dominio de sí mismo, en un llamado al estoicismo, a ese tesoro legado a la humanidad por los filósofos del Pórtico. Pero, ¿es siempre hacedero ese enfrenamiento de las pasiones? Los pedagogos y moralistas, gente un poco roma y obtusa a veces en achaques de sentimientos, (ah!, perdone usted, no reza esto con todos) tienen que sostener la afirmativa por deber profesional; pero yo que no disfruto del honor de pertenecer ni a una ni a otra categoría y no paso de ser un pobre hombre que ama, sufre y se desespera porque el mundo social no se haya arreglado de otro modo, dudo de esa posibilidad en mis horas de angustia.

Hay ocasiones en que la pasión se yergue en mi pecho como una ola irresistible, arrolla y derriba todas las ideas y sentimientos que la centrarían, se alza triunfante, en su soberbia llega a tomar voz y grita con acento satánico: «Para ti, tu pasión, tu gran amor es lo primero; la vida no te ofrecerá nada mejor que el cariño de una mujer amada; mienten los filósofos y los moralistas que te aconsejan el renunciamiento; anda, atropéllalo todo, lucha por ella, hazla tuya».

Y luego lo único que saco es quedar como botado por la misma ola, extenuado, tendido en las arenas de mi desconsuelo.

Ya ve, amigo mío.

Lo abrazo cordialmente.

TERCERA CARTA

Boston, Marzo 1919.

Tiene usted razón, mucha razón al decirme en su última que soy un atormentado. Atormentado, sentimental, apasionado. Y con estas tres características me hace usted representativo de un tipo de hombre que se vería con más frecuencia entre nosotros los hispano-americanos que entre los norte-americanos. Estos, en virtud de su temperamento racial y su natural propensión a la actividad, ofrecerían con cierta rareza, casos de individualidades atormentadas y serían, por lo común, serenos y alegres, sin dejar de poner apasionamiento en la consecución de un fin que se proponen.

En primer lugar, no me tome a mí como representativo de nada. Yo no paso quizás de ser un desequilibrado; pero esto no quita que sea muy acertada la distinción que usted hace de las características propias de los habitantes de una y otra América, aunque exageradas al extremo digamos, para percibirlas mejor. Más importa no contentarse con señalar la diferencia y atribuirla simplemente a una causa racial inevitable. Creo que es posible ahondar más en el problema y buscarle otros antecedentes. Por mi parte indicaría dos: primero las instituciones o el régimen jurídico, y luego el medio social y la educación.

En lo que se refiere a las causas del primer grupo la diferencia se encuentra en que aquí se vive en una organización de más libertad que allá. No vamos a estudiar el asunto en toda su amplitud, sino en cuanto dice relación con el aspecto que a mí me interesa, o sea, el del amor, del matrimonio. Si mal no recuerdo, en todos los estados hispano-americanos, con excepción del Uruguay, los lazos matrimoniales son indisolubles. Aquí, precisamente al contrario, en todos los estados de la Unión, con excepción de una de las Carolinas, existe el divorcio. Si allá ocurre el no improbable caso de que habla Goethe en sus «Afinidades electivas»; de que una mujer y un hombre casados se sientan al conocerse atraídos por irresistible simpatía que se convierte pronto en pasión, se encuentran ellos en un conflicto sin salida feliz o lícita. O sofocan su pasión y sufren el tormento de un amor contenido, u, obedeciendo a los dictados de sus impulsos, caen el uno en brazos del otro; pero lo harían a costa de quedar infamados como culpables del nefando delito de doble adulterio. En los Estados Unidos, la cosa no es para tanto. No han de faltar, por supuesto, desgarraduras del corazón en los héroes de los dramas que aquí se desenvuelven y solucionan en un ambiente más tranquilo que allá; pero el divorcio ofrece a los enamorados la posibilidad de cortar lazos que ya no corresponden al estado de sus sentimientos y ensayar una nueva vida. Usted habrá leído en estos días en los diarios de los llamados «prensa amarilla» o alarmista y escandalosa, la recordación de una historia de amor ocurrida en Nueva York al principio de la guerra. Uno de los cirujanos más afamados de la gran metrópoli, marido modelo durante muchos años y padre de familia, se enamoró de la hermosa mujer de un millonario, que era al mismo tiempo joven, buen mozo y buen marido. El cirujano visitaba a la familia como médico de la casa. Los millonarios también tenían hijos grandes ya. La señora correspondió a la pasión del médico, ambos se divorciaron de sus antiguos cónyuges y contrajeron nuevas nupcias. Deja la historia cierta impresión de pesar, no cabe negarlo. Pero es ilustrativa para estimar hasta qué punto se respeta en este país la individualidad, y cómo las instituciones no son fetiches que oprimen a los miembros de la sociedad sino marcos dúctiles mantenidos para hacer la vida feliz.

Un medio social semejante no tiene por qué formar tipos atormentados. El individuo encuentra abierto delante de sí un camino ancho que hace alegre el vivir. En cambio entre los hispano-americanos los horizontes de la existencia cerrados a veces como abismos, la carencia de posibilidades de ir viviendo conforme a los latidos de la sinceridad engendran en el individuo el descontento, la apatía, la resignación.

A estas circunstancias, a todas las tradiciones, formas y prejuicios sociales que coartan injustificadamente la libre expansión individual y también a la sangre india y mestiza que corre por las venas de nuestros pueblos, hay que atribuir su reconocida falta de alegría. Es como si sufrieran la pena de un encadenamiento interior. Nuestras fiestas no son a menudo más que bulla triste, risa triste, y palabrería vana y triste. Oh! amigo mío, es preciso romper las cadenas! No hay santidad que valga para hacer respetar y mantener tradiciones e instituciones tradicionales que se han convertido en trabas entorpecedoras de una mejor y mayor vida. Deben ser veneradas en tal caso en cierto campo de las letras, y de las artes destinado a la conservación de lo que podríamos llamar la arqueología espiritual. Pero entendámonos: al tratar de romper las cadenas es menester proceder con cuidado a fin de que, por un fracaso no vayan a quedar quien sabe hasta cuando más remachadas que antes de la tentativa; es decir, conviene limarlas previamente.

Tenemos que estudiar todavía el ambiente hispano-americano desde un punto de vista más social y moral. Nuestros hombres son ciertamente más sensuales que los norte-americanos, hecho en que les corresponde una parte principal como antecedentes al clima, a la raza, y también al medio social, en cuanto éste significa un estado espiritual, una idiosincracia colectiva que se va perpetuando por imitación. Es notable que los sensuales hispano-americanos vivan sometidos a matrimonios indisolubles y que los puros norte-americanos se hayan dejado la puerta abierta para cambiar de mujeres según los impulsos de su corazón. Pero en esta diferencia no debe verse ninguna contradicción. La situación de los norte-americanos representa una conquista alcanzada en las luchas por la libertad, meta a que todavía no han llegado los hispano-americanos porque precisamente la sensualidad enerva y embota para los esfuerzos del civismo. Nos es más fácil llevar una vida hipócrita que luchar. Hemos nacido, pues, bajo una herencia sensual. Rastreando en mí propio ser, muchas veces he llegado a pensar que lo que le pasa a mi corazón, no es tal vez más que la herencia de la sensualidad de mi padre un tanto idealizada por mi temperamento y mi mayor cultura.

Por obra del mismo medio social saturado de sensualidad, los niños reciben entre nosotros, en materias sexuales, una influencia malsana prematura y, no obstante la acción de los educadores, no llegan a la juventud en esa atmósfera de pureza en que crecen entre los norte-americanos. Los tempranos y fatales simulacros del amor, la corrupción del modo de pensar y de sentir infiltrada por la fuerza deletérea del lenguaje imprudente y soez de los mayores, y las enfermedades vergonzosas son partes no insignificantes para que muchos de nuestros individuos no lleguen a formar en la edad madura más que unos pobres abúlicos e infelices atormentados.

No es únicamente la raza, pues, amigo mío, la razón de las diferencias que usted ha señalado entre los habitantes de una y otra América. No olvidemos las demás causas mencionadas que bien pueden no ser rebeldes a la acción de las reformas y de la educación.

Hasta luego, amigo mío.

*
* *

Habiendo sabido que pronto íbamos a regresar a Chile, el doctor N. vino por algunos días a Nueva York. Recorrimos juntos muchos de los sitios más interesantes de la metrópoli, visitamos museos y asistimos a teatros y cabarets. Una preciosa tarde de Mayo subimos al Woolworth Building, el edificio más alto de la ciudad, construído por el millonario que le dió su nombre y que amasó más de cincuenta millones de dólares por medio de almacenes en que sólo se venden artículos de cinco y diez céntimos. Para llegar al último piso, el sexagésimo, tomamos un ascensor expreso que, realizando lo que pareciera un sueño de Julio Verne, se lanzó como una bala por su obscuro tubo interior sin parar desde el suelo hasta la cúspide. Desde el alto mirador dominamos toda la parte baja de la ciudad (Downtown) y el puerto. Aunque la tarde estaba más bien despejada, no divisamos la sección alta (Uptown) y norte de la población. Es ésta tan inmensa, que bastó la tenue neblina que había, perceptible como ligero velo sólo a la distancia, para que quedaran sustraídos de nuestra vista los barrios más apartados. El puerto, o sea la isla de Manhattan, avanza entre dos ríos, el Hudson por el oeste y el East River por el este, como una lengua de tierra hacia el mar. A nuestro alrededor los rascacielos, algunos en forma de torres y los más de cubos rectangulares gigantescos se aprietan hasta el borde de las aguas. Aunque de treinta, cuarenta o cincuenta pisos, todos quedan por debajo de nosotros. Es un hacinamiento cidópeo de cubos y de más cubos que deja la impresión de una obra portentosa del hombre y ya superior al hombre por el misterio que encierra. Las hileras simétricas de ventanas, como millares de manchitas negras rectangulares, hacen pensar en los millones de almas que trabajan ahí recibiendo de ellas el aire y la luz, hacen pensar en la insignificancia del individuo en medio de la muchedumbre abrumadora de la urbe. Y sin embargo, la gran ciudad es una cortesana sonriente para cada individuo que sabe aprovecharla.

Nuestras miradas caen como por una interminable hendidura entre las paredes de los rascacielos hasta la amplia calzada de Broadway, que se alarga a nuestros pies, abajo, muy abajo, cual estrecho pasillo. Ahí se sigue el ir y venir de puntos negros, cabecitas de hormigas, que son los hombres; y los tranvías, y los autos, y los camiones parecen frágiles juguetes lanzados por manos de niños invisibles.

No es dado contemplar el mar aquí, como en casi todos nuestros puertos donde el horizonte, libre de construcciones y de bruma, permite admirarlo en su majestad oceánica. Hacia el sur divisamos cubiertas de verduras y de edificios bajos las pequeñas islas que se adelantan al puerto y forman otros tantos testimonios de lo ricamente desmembrado que es este territorio. Entre ellas se encuentra la que sirve de base a la estatua de la libertad que apenas se destaca en medio de las fábricas gigantescas que la circundan. ¿Podría tomarse tal circunstancia como un símbolo de que el progreso tendiera a anular la libertad? Triste progreso sería en verdad el que viniera a reducir y cercenar la ya relativa, pobre y precaria libertad humana. Pegados a los muelles que en forma de hemiciclo acompañan al puerto se encuentran anclados toda clase de buques y vapores. Sobre el East River divisamos algunos de los puentes colosales que unen a Nueva York con Brooklyn, en la isla Larga. Son los de Brooklyn, Manhattan, y Williamsburgh. Echando amplias raíces entre los rascacielos de uno y otro lado, a la distancia de centenares de metros de ambas orillas, y trepándose primero sobre ellos y sobre las calles se alzan luego por encima de las aguas a bastante altura para no interrumpir el tráfico de los buques. Por su material de hierro se presentan como líneas negras que se extienden sobre el río sin más sostenes que los formidables pilares de las orillas sobre los cuales se elevan a su vez arcos góticos de que cuelgan los cables metálicos que, como guirnaldas o festones, ligeramente ondeados, sujetan y dan firmeza a los puentes por arriba. Sugiere el conjunto la impresión de algo fuerte, fino y elegante al mismo tiempo, como si fueran los nervios y músculos que ligan los dos miembros vigorosos del gran puerto.

—Esta es sin duda, dijo el doctor, la metrópoli más opulenta del mundo en el momento actual, aun sin exceptuar a Londres.

—Londres puede competir con ella en población y además, como todas las grandes ciudades europeas, en reliquias y monumentos históricos.

—Pero ninguna de las capitales del Viejo Mundo la supera en intensidad de vida, en animación, en brillo, en variedad de espectáculos. Por lo demás se explica este hecho: la guerra ha dejado extenuados a los pobres europeos.

—Aquí sólo el derroche de luz que noche a noche anima ciertas partes de Broadway es una fiesta. Normalmente se vive ahí en mágicos y perpetuos fuegos artificiales, que hacen de la avenida una vía de estrellas, soles y pedrerías.

—Mas a algunos sud-americanos no les satisface esto. Hacen gala de refinados gustos estéticos, les falta aquí el ambiente artístico, los sofoca tanto progreso material y suspiran sólo por Europa.

—Es claro, observé, que un país relativamente nuevo no puede ofrecer al viajero aquellas cosas que sólo se crean en determinadas épocas del progreso cultural y que después se tornan venerables por la pátina, la veladura de ensueño que los siglos al transcurrir van poniendo sobre ellas.

—Lo cual no quita que en la actitud de muchos de nuestros compatriotas no haya un poquito de pose.

—En la tierra americana no es posible, en verdad, darse el placer de plenitud de convivencia histórica, placer de expansión augusta, que uno siente en medio de las ruinas de los foros romanos al pisar los mármoles que los Césares hollaron o al pasar bajo los arcos que ellos construyeron. No puede uno quedarse embebecido contemplando los restos mutilados de unas Termas de Juliano como le ocurre en el barrio latino de París. Y las catedrales y los museos y cuántas cosas más. Pero, en cambio, ¡qué grandeza ostentan las obras de este pueblo americano y que hondo valor humano encierra la deificación que ellos han hecho del vigor, del esfuerzo y del trabajo! Por lo demás, aunque no tan valiosos como los europeos, se encuentran ricos museos de bellas artes aquí en Nueva York, en Chicago, en Washington, en Boston y en Filadelfia. Aparte de esto, el tiempo no dejará de pasar por todas las obras del trabajo yanqui su estampa embellecedora y esta nación encierra tanta potencia que la imaginación se siente abrumada al tratar de figurarse las proporciones que puede abrazar su desarrollo en el porvenir.

—Fuera de eso, pues, amigo mío, expresó el doctor, pedirle a los americanos que tengan lo que los europeos han hecho o conseguido en decenas de siglos es como exigir de alguien que hubiera sido activo antes de su nacimiento.

—La opulencia de este país, continuó, da lugar a una aparente antinomia. Las diferencias de fortuna son enormes. Entre los archimillonarios de la Quinta Avenida y de West End y los pobres diablos de la Primera, Segunda o Tercera Avenida hay un abismo. Con frecuencia encuentra uno por las calles rostros pálidos y demacrados de gente que tiene que luchar ásperamente por la vida. En las estaciones de los trenes subterráneos suelen dar pena las infelices mujeres que reciben los boletos: flacas, extenuadas, fatigadas con su labor mecánica, los ojos pesados y somnolientos, proclaman con su laxitud falta de sueño y de alimentos. Y los admiradores de las grandezas yanquis proclaman que en la nación americana reina soberana la igualdad. Cuando esos admiradores son chilenos se complacen en presentar el contraste del cuadro que ofrecería nuestro país, donde las desigualdades, serían irritantes. Sin embargo, considerando sólo las cifras de las fortunas, no puede haber entre nuestros más encumbrados millonarios y el más desastrado roto la misma diferencia de riquezas que se observa entre el opulento y el pobre norte-americanos.

—Hizo bien en decir Ud. que la antinomia era aparente. Cuando se habla de la igualdad de los Estados Unidos no se puede referir eso a otra cosa que a una mayor igualdad de oportunidades, que a la más amplia posibilidad de triunfar que tiene el individuo si lucha. La desigualdad aparece en nuestro pueblo como más irritante, porque al revés de lo que ocurre en los Estados Unidos, es más de clases que de individuos y porque lo que podríamos llamar la endósmosis social funciona de una manera más imperfecta. En Chile no existe todavía un movimiento tan intenso y abierto como en este país, de los elementos de las capas sociales de abajo hacia arriba. Hay algo más. Mientras al archimillonario yanqui Ud. no lo ve porque vive en otro plano o porque no lo conoce, Ud. puede codearse todos los días con nuestros diminutos millonarios en las calles de Santiago y Valparaíso, puede hacer comparaciones y, aunque la diferencia sea muchísimo menor que aquí, resulta mayor porque se la percibe desde un punto de vista más sensible y despierta el sentimiento de la rivalidad humana.

—No olvidemos tampoco cuanta obra de bien y progreso social emprenden los millonarios norte-americanos para hacerse perdonar sus millones, actitud en que los nuestros, por lo común ni proporcionalmente ni a la distancia los siguen, dando pruebas de que su altruismo suele no tener más horizontes que los muros de sus casas.

La tarde declinaba y nos dispusimos a bajar. En la parte alta de la torre vendía álbums, tarjetas y otros recuerdos una niña de suave hermosura, pálida, de cabellos rubios tostados y de ojos azules inteligentes, serenos y con claridad interior. Le compramos álbums de vistas de Nueva York y otras cosas y charlamos con ella. Su persona tenía el encanto de la dulzura de Ofelia e invitaba a quedarse a su lado. Nos sonreía con la bondad ingenua que a menudo florece en las niñas americanas. Hubo un momento de palpitación de simpatías. Al irnos nos dijo con voz suave y ojos sonrientes «Come again, come again».

Descendimos a Broadway y tomamos el tren elevado de regreso a Uptown. Antes de separarnos el doctor me comunicó sus intenciones:

—Pienso quedarme en los Estados Unidos quién sabe hasta cuando. Quiero sumirme en la vida de este país; que me penetren sus ondas de intenso civismo, de idealismo social, de carácter, de confianza: quiero tentar una reconstrucción espiritual.

—Magnífico y sabe Dios, repuse riendo, si de entre tantas ondas surge alguna irresistible ondina que quiera poner sus manos de hada anglo-americana en la obra de reconstrucción.

*
* *

Llegó al fin el día de la partida. Muchos amigos y compatriotas nos despiden en el pier o muelle. Fuera de la tristeza de la despedida no sienten pena de quedarse. Algunos regresamos con gusto; otros nó. Una señorita se muestra inconsolable de dejar la tierra yanqui. «Es tan agradable aquí la vida, dice, y tan sin preocupaciones. Hay tanto que estudiar. Estados Unidos es el reino de las mujeres.... mientras que en Chile...». Y un mohín gracioso de la boca acompañado de un movimiento de las manos juntas y de un escorzo de hombros completan sus palabras en lo que querían decir de los prejuicios de la sociedad chilena.

—Ah!, le observó una amiga, es menester ir a luchar allá a fin de conquistar para nuestra patria esas mismas libertades que admiras aquí, esas grandezas, esos encantos y oportunidades de la vida.

INDICE

 Págs.
Capítulo primeroDe Valparaíso a Colón.—Por las costas de Chile.—Mollendo.—El Callao.—Lima.—Espíritu español.—Atraso político de los peruanos.—Gentileza de la gente culta.—Problemas internacionales.—Panoramas de la naturaleza y de los pasajeros.—Un atormentado.—Panamá.—El Canal.5
Capítulo segundoDe Colón a San Francisco.—El infierno de Colón.—Los primeros funcionarios norte-americanos.—Submarinos y camouflage.—A obscuras.—¿Dónde principian los Estados Unidos?—Nueva Orleans.—Hoteles americanos.—Tres días en tren.39
Capítulo terceroEn California.—En San Francisco.—Una tragedia amorosa.—¿Libertad o sumisión?—La influenza.—Los Christian Science.—La bahía y la ciudad.—Golden Gate.—Berkeley, ciudad universitaria.—Pruebas de honradez.* —La mujer americana.—La firma del armisticio.—Thanksgiving day.—Año nuevo.—En dos escuelas de Oakland.—La democracia americana.—Un gran filósofo.—Sencillez y bonhomía.59
Capítulo cuartoAl azar del carnet.—En viaje.—Chicago.—«La Soledad del alma».—Niágara Falls.—Hospitalidad neoyorquina.—El reino de los débiles.—En Washington.—El Capitolio.—La Biblioteca del Congreso.—El Palacio de la Unión Panamericana.—Falta O’Higgins.—El monumento del héroe.—El renombre de Boston.—Su museo de Bellas Artes.—Invocando al Gran Espíritu.95
Capítulo quintoNotas docentes.—La Academia de Milton.—El Colegio de Wellesley.—¿Cómo nos juzgan a nosotros?—Psicología de los latino-americanos según el profesor W. R. Shepherd.—El pan-americanismo.—La doctrina de Monroe.123
Capítulo sextoCaracteres esenciales de los norte-americanos.—Juicios severos de algunos profesores.—Los caracteres esenciales: Eficiencia económica, Espíritu democrático y patriótico.—Sin ceremonias y rudos de maneras.—Actividad y alegría.—Moralidad (la familia y el divorcio).—Religiosidad.—Idealismo social.153
Capítulo séptimoCartas del Dr. N.—Conclusión.—Primera carta.—Los norte-americanos en la gran guerra.—Wilson.—La sociedad de las naciones.—La humanidad futura.—Segunda carta.—Del amor y de la libertad.—Tercera carta.—Algunas diferencias de la psicología y de las instituciones de los norte y sud-americanos.—Conclusión.—Apreciaciones sobre Europa y Estados Unidos.—Desigualdades sociales en Norte y Sud-América.—Los millonarios de allá y de acá.195

FOOTNOTES:

[1] A varios chilenos, de vuelta ya de los Estados Unidos, nos tocó alojar en Lima en la noche del 3 de Julio de 1919, cuando Leguía redujo a prisión al Presidente Pardo y se colocó él en el poder. A la mañana siguiente recorrimos los pueblos vecinos y el Callao y la gente se mostraba en todas partes tan tranquila e indiferente como si no hubiera ocurrido nada de importancia para el país.

[2] Dulce corazón, persona amada.

[3] El presupuesto total de la construcción del canal fué de 375.000,000 pesos oro americano. Su largo es de 50 millas. El ancho de la zona del canal, que ha sido concedida al Gobierno norteamericano, es de 10 millas más o menos. Los buques pagan, al atravesar el canal, un dólar por cada tonelada de peso.

[4] 1918.

[5] 1918.

[6] Democracy and Education. New York.—Macmillan.

[7] Acertada expresión propuesta por la señora Amanda Labarca en su bien informado e interesante libro sobre «La Escuela Secundaria en los Estados Unidos».

[8] Más detalles sobre la enseñanza secundaria en los Estados Unidos pueden verse en la citada obra de la señora Amanda Labarca Hubertson. Volveré también sobre este asunto en la introducción del ensayo sobre las universidades norteamericanas.

[9] El problema racial en los Estados Unidos es serio. Hay diez millones de negros, y, éstos son fuertes, altivos y díscolos. El odio y desprecio de raza entre blancos y negros está palpitante y ha dado lugar en los últimos tiempos a choques sangrientos.

[10] South of Panamá. En el librito intitulado «Las Democracias Americanas y sus deberes», me he ocupado del sociólogo Ross y de su obra.

[11] E. L. Bogart. Profesor de economía de la Universidad de Illinois. The Economic History of the United States. P. I.

[12] The Journal of Race Development, Enero 1919.

[13] Entre los intelectuales se destaca en esta labor el señor Pedro H. Goldsmith, alto funcionario de la Institución Carnegie. Por su sincero entusiasmo, su amor a las literaturas hispanoamericanas y por su deferencia afectuosa hacia los latinoamericanos, es una verdadera encarnación del panamericanismo.

Deseo no dejar de declarar aquí también que lo dicho respecto del señor Shepherd se refiere sólo al ensayo que hemos analizado. Su labor ha sido y es mucho más vasta, y lo considero animado de las mejores intenciones en pro del panamericanismo.

[14] C. Ludlow Bogart.—The Economic History of the United States, Longmans, Green and C. Pág. 424.

[15] En 1910 la población era de 91 979 000 h.

[16] Obra citada. Pág. 508.

[17] Obra citada. Pág. 523.

[18] Obra citada. Pág. 13.

[19] The Development of the United States.

[20] Obra citada. Pág. 139.

[21] El más antiguo fué formado por la Oil Standard Company hacia 1882.

[22] Obra citada. Pág. 530.

[23] N. Murray Butler. ¿República o autocracia socialista? Discurso pronunciado ante el Commercial Club de Cincinati, en Abril de 1919. Murray Butler es Presidente de la Universidad de Columbia.

[24] James P. Lichtenberger—Divorce—A study in social causation.—New York Columbia University.

[25] Obra citada, págs. 194 y 195.