The Project Gutenberg EBook of La gloria de don Ramiro, by Enrique Larreta This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: La gloria de don Ramiro una vida en tiempos de Felipe segundo Author: Enrique Larreta Release Date: September 6, 2009 [EBook #29920] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA GLORIA DE DON RAMIRO *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
DE
UNA VIDA EN TIEMPOS DE FELIPE SEGUNDO
EDICIÓN DEFINITIVAMENTE CORREGIDA POR EL AUTOR
BUENOS AIRES
1911
Este libro fue comenzado por el autor en diciembre de 1903 y entregado a la imprenta el 24 de julio de 1908.
Es propiedad del autor y queda hecho el depósito que marca la ley.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
Ramiro solía quedarse hasta la noche en el último piso del torreón, escuchando los cuentos y parlerías de las mujeres.
Allí terminaba la tiesura solariega. Allí se canturriaba y se reía. Allí el aire exterior, en los días templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja.
¡Qué holganza para el niño hallarse lejos de la facha torva del abuelo, y encima de aquellas cuadras silenciosas del caserón, donde se acostumbraba encender velones y candelabros durante el día! Cuadras sólo animadas por las figuras de los tapices; fúnebres estrados, brumosos de sahumerio, que su madre, vestida siempre de monjil, cruzaba como una sombra.
Las criadas le querían de veras. Todas miraban con respetuosa ternura al párvulo triste y hermoso que no había cumplido aún doce años y parecía llevar en la frente el surco de misterioso pesar. Todas rivalizaban en complacerle, en agasajarle.
Durante el trabajo, entre el zumbo de las ruecas, se hablaba de cosas fáciles que él comprendía, y, casi siempre, al anochecer, se contaban historias. Añejas historias, sin tiempo ni comarca. Unas sombrías, otras milagreras y fascinadoras. Consejas de tesoros ocultos, de agüeros, de princesas, de ermitaños. Una vieja esclava, herrada en la frente, sabía cuentos de aparecidos. Ramiro la escuchaba con singular atención, cada vez más goloso de pavura y de misterio.
La estancia era un vasto recinto que ocupaba casi todo el plano de la torre. Las vigas no habían perdido el oro de la añosa pintura, y la faja de escudos nobiliarios, que corría en lo alto de las cuatro paredes, lucía intacto su tinte de gules y sinople. En el rincón más obscuro dormía un antiguo telar descompuesto. No se había pensado nunca en repararlo, y se le dejaba apolillar y cubrirse de telaraña, conservando todavía entre sus maderos, los hilos de una estameña comenzada, quizá, en el reinado anterior.
En el grosor de las paredes, cada ventana formaba un hueco profundo, con sendos poyos de piedra. Ramiro se sentaba de costumbre sobre uno de ellos, y pasaba las horas largas mirando hacia afuera, con el codo apoyado en el alféizar.
Una de las ventanas, la que abría hacia el nordeste, dominaba casi todo el caserío. Desde aquella altura, Avila de los Santos, inclinada hacia el Adaja y ceñida estrechamente por su torreada y bermeja muralla, más que una ciudad, semejaba gran castillo roquero. El niño oteaba los corrales y los patios, el interior de los conventos, el caparacho de las iglesias. A corta distancia, en el sitio más eminente, la catedral levantaba su torreón de fortaleza, almenado y pardusco.
Desde la otra ventana se disfrutaba de una vista grandiosa: el Valle-Amblés, toda la nava, toda la dehesa, el río, las montañas. Fuera de los sotos ribereños, la vegetación era escasa. Raras encinas, negras a distancia, moteaban apenas los pedregosos collados. Paisaje de una coloración austera, sequiza, mineral, donde el sol reverberaba extensamente. Paisaje huraño y apacible como el alma de un monje.
Vivo resplandor revelaba a trechos, entre fresnos y bardagueras, el curso del Adaja, esparcido sobre la arena como galón de plata que se deshila. En el fondo, la sierra de Avila levantaba sus picos más altos chapados de nieve. De ordinario, un bulto de nubes asomaba por detrás de la Serrota o del Zapatero, como vapor de una olla, sombreando los picachos y suspendiendo sobre la falda largos vellones horizontales.
Aquella tarde las mujeres aderezaban ropas de iglesia. Sentadas en redondeles de esparto, extendían sobre el suelo las viejas vestiduras, cambiando el hilo desdorado, rehaciendo la raída guirnalda, el símbolo eucarístico, la orla de santos; y, a veces, también, alguna alcoránica leyenda deslizada en la estofa por el obrero morisco. Era un trabajo piadoso. Aquellos ternos y frontales pertenecían a los conventos. Los monjes aseguraban que cada puntada equivalía para Dios a una cuenta del rosario.
Había góticos terciopelos que se plegaban angulosamente, terciopelos acartonados y finos del tiempo de Isabel y Fernando, donde una línea segura iba inscribiendo el tenue contorno de una granada sobre el fondo verde o carmesí; donosas telas de plata que parecían aprisionar entre la urdimbre un viejo rayo de luna; brocados y brocateles amortecidos por el polvillo del tiempo, a modo de vidrieras religiosas. El resplandor del poniente prestaba rara vislumbre a todos aquellos ornamentos, iluminando de soslayo las sedas multicolores, cuyos tintes vinosos habían madurado como zumos añejos en los cajones de las sacristías.
La luz se apagaba en el cielo. Soplos de sombra cenicienta parecían llegar del exterior y posarse en la estancia. Ramiro, asomado a una de las ventanas, miraba morir el crepúsculo. En el fondo de las callejas ya era de noche.
Purpúreo reflejo bañaba en lo alto las almenas de la muralla, prestando un rubor de coral al tronco de uno que otro pino en los huertos. La ventana de una casa frontera acababa de alumbrarse, y veíase ir y venir, por delante de la luz, la sombra de un hidalgo que rezaba sus Horas. Vasta tristeza flotaba sobre la ciudad guerrera y monacal, y, en medio de aquel recogimiento, el niño creyó escuchar un coro lejano, un himno alucinante. Eran acaso las monjas agustinas. Por momentos, un hálito sagrado parecía pasar entre las voces y estremecerlas como llamas de cirios.
Ramiro recordó las descripciones que su madre le hacía del Paraíso y del Purgatorio.
Casi todas las tardes, antes del toque de oraciones, se presentaba en la cuadra un viejo escudero. El ruido de sus botas en los peldaños era inconfundible. Sin embargo, el hombre aparecía de sorpresa, abriendo la puerta de un puñetazo. Luego, levantando por detrás, con la punta del espadón, bufonamente, la capa, se quitaba el chapeo y, haciéndole barrer el piso con la pluma, saludaba de esta guisa a las mozas, cual si fueran infantas de España. Un arcón, forrado de bayeta amarilla, le servía de asiento. Cuando traía las botas enlodadas acercábase al brasero para secarse las suelas.
Era natural de Turégano, en Castilla la Vieja. Siendo muy niño, había dado muerte, con una navaja, al hijo de un alguacil. Después de cuatro años de cárcel, como sus padres quisieran colocarle en una tienda de platero, se desgarró para siempre. Su repugnancia por todo oficio mecánico y un exceso de voluntad errabunda le arrojaron por el camino soldadesco. Más de la mitad de su vida la pasó sirviendo al Emperador Carlos Quinto y al actual monarca Don Felipe Segundo, en los galeones y galeazas armados a la ligera para tomar represalias sobre los pueblos desprevenidos o caer de improviso sobre algún cargamento del turco. Conocía las islas del Levante y los menores recovecos de los golfos. Soldado y marino a la vez, la sarna, las bubas, las enfermedades vergonzosas que se toman en los puertos, las heridas de pica, de espada, de saeta, las porradas y quemaduras de los asaltos, fueron las especias en que se guisó de continuo su azarosa ventura. Había estado dos veces a punto de morir en la horca. El año 1560 cayó prisionero del turco, en los Gelves. Llevado a Constantinopla, y puesto al remo de una galera que cargaba materiales para el Palacio del Sultán, fue uno de los que mataron a los guardas a pedradas, huyendo a Sicilia con el bajel.
El hábito del acecho continuo y de los ataques súbitos como picotazos, había dejado un gesto de resolución instantánea en sus ojos enérgicos. Ojos grises de ave de presa, pupilas duras donde chispeaba todavía la brasa de su orgullo, como en los tiempos en que arrastraba sus castellanas espuelas por las losas de Nápoles.
Era su historia una ristra de hazañas más o menos honrosas; pero, lleno de altiva indolencia, no buscó nunca salir de la clase de soldado, calzando a la vejez el guante escuderil y acogiéndose a la tarea tranquila de acompañar por las calles a las señoras de la nobleza.
A más de los lances de su propia existencia, contábales a las criadas retazos de libros de caballerías, así como también tradiciones fabulosas de Avila y Segovia. Sabía canciones de barberos y caminantes, toda la vida en verso del moro Abindarráez; e innumerables letrillas que cantaba con áspera voz, al son de una vihuela, dándose vuelta los párpados para remedar a los ciegos.
Fiera y pálida cicatriz señalaba en lo alto su frente bronceada por el mar.
Aquella tarde, apenas se hubo sentado en el cofre y puesto a referir algunos comadreos del mercado, una de las mozas, pasándose ella misma el dedo sobre las cejas, le preguntó:
—Decí, seor Medrano: ¿quién os labró esa guirnalda?
El escudero bajó un momento los ojos sin responder, y sacando de su escarcela de badana un lienzo encarnado, sonose con él las narices. Dicho movimiento era a veces el anuncio de prolija narración.
El niño, apoyado ahora en la rodilla del antiguo soldado, jugaba con su espada, como de costumbre, tanteando los filos, curioseando las manchas de la hoja, o blandiéndola ante sí, con infantil arrogancia; pero al advertir la expresión pensativa del hombre, hincó el acero en el piso y, apoyando ambas manos en la gruesa empuñadura, se dispuso a escucharle.
Medrano comenzó de mal gesto. Era un antiguo episodio del desastre de los Gelves. Hablaba despacio, con acento semejante al son de un atambor destemplado, y más de una vez sus ojos se humedecieron al recordar las vergüenzas de aquella jornada.
Describía el desorden y la fuga de las naves cristianas al presentarse de improviso la armada turquesca. Estas encallaban en los bajíos; aquéllas, por querer escapar velozmente, quebraban sus entenas; otras se entregaban sin combatir. El, para bien de su honra, se hallaba en el fuerte. ¡Contaba entonces los horrores del asedio, las enfermedades desconocidas, las heridas monstruosas, el hambre, la sed! Habló de soldados que se escapaban de noche para comerse los cadáveres de los turcos; de mujeres enloquecidas, arrancándose unas a otras los pechos a mordiscos; de madres españolas que se arrojaban con sus criaturas de lo alto de las murallas. Cuando el General don Alvaro de Sande obró su funesta salida, él fue de los escogidos para acompañarle.
Habíase puesto de pie para describir mejor aquellos instantes de lucha desesperada.
—Ya íbamos llegando a las galeras—decía.—Los moros escopeteros, después de consumir toda la pólvora, no podían ofendernos, atajados por nuestras picas; pero uno de ellos, cosa de no creerse, hincose él mesmo en el vientre la mía, y dando de esta suerte varios pasos ensartado, como lo digo, logró llegarse hasta mí y alargarme, ¡pesia a tal!, una cuchillada bien bellaca en la frente. ¡Dejemos esto!—exclamó por fin, con el semblante alterado por el rencor, y sentándose otra vez en el cofre.
Una de las criadas canturrió:
¡Los Gelves, madre, no son buenos de tomar!
Pero el antiguo soldado agregó sin oírla:
—¡Cuándo verase libre la cristiandad de estos aliados del Demonio! A las veces me digo: ¿quién otro, llegado el caso, logrará contenellos agora que falta don Juan, el de Lepanto?
Al escuchar aquella última frase, Ramiro, apartándose del escudero y alzando la espada, repuso con asombrosa expresión:
—Cuanto a eso, yo he de hacer lo mesmo que el don Juan, si el Rey me señala.
Algunas criadas se sonrieron, y el niño, mirándolas en el rostro, exclamó nuevamente, golpeando con el pie en el solado:
—¡Yo he de hacer lo mesmo, digo e aún más he de hacer, con la ayuda de Dios e la Virgen!
Entretanto, a su espalda, la puerta de la escalera acababa de abrirse y una hermosa mujer, extremadamente pálida, toda vestida de negro, penetraba en la estancia. Era doña Giomar, la madre de Ramiro. Sus ojos fosforescían en la penumbra como humedecidos por lágrimas recientes, y su voz, de un timbre demasiado bajo tal vez, moduló con severa dulzura:
—Ya os he dicho otras veces, Medrano, que Ramiro no ha menester destos alardes. ¿Por qué le habéis dado la espada?
El niño, volviendo el rostro hacia ella, se adelantó a responder:
—Ese no quería, madre, e yo se la tomé con engaño.
—Otras serán, hijo mío—repuso entonces la llorosa mujer—, las armas que has de esgrimir cuando entres al servicio de Dios y de su Santa Iglesia; y harto mejor estuviera agora en tus manos algún libro de religión que no ese hierro.
Callose un instante, y el niño, viéndola llevarse a los ojos el estrujado pañizuelo, soltó al punto la espada, y corriendo hacia ella,
—¿Por esto lloráis?—la preguntó.
—No, hijo mío—repuso la madre, dominada por la congoja.—Conduéleme una nueva triste por demás. Ya no volveremos a ver a la Madre Teresa de Ahumada... Entró en el gozo del Señor, como una santa, antiyer, en Alba de Tormes.
Un murmullo de ayes y suspiros se levantó en la obscuridad de la estancia. Algunas mujeres sollozaron.
El sol acababa de ocultarse, y blanda, lentamente, las parroquias tocaban las oraciones. Era un coro, un llanto continuo de campanas cantantes, de campanas gemebundas en el tranquilo crepúsculo. Hubiérase dicho que la ciudad se hacía toda armoniosa, metálica, vibrante, y resonaba como un solo bronce, en el transporte de su plegaria.
Doña Guiomar, dejándose caer de hinojos, entonó en alta voz las palabras del Angelus. Todos, imitando su movimiento, se dispusieron a responder.
El escudero balbuceó las avemarías alzando el rostro y juntando las palmas como los niños.
Las ventanas, abiertas, dejaban penetrar una paz penumbrosa y el primer aliento somnífero de la noche.
Íñigo de la Hoz y su hija Guiomar se establecieron en Avila el año de 1570, viniendo de Valsaín, junto a Segovia, donde tenían su heredad. El viaje se resolvió bruscamente, y, una mañana lluviosa de octubre, la carroza de hule verdusco, sin cascabel ni sonaja en las colleras, penetró en la ciudad, por la Puerta del Mercado Grande, como una hora después de la salida del sol.
Desde entonces el padre y la hija llevaron en Avila una vida de misterio, saliendo sólo muy de mañana, en sillas cubiertas, para asistir, cada cual por su lado, a la misa de alba, en alguna de las iglesias vecinas.
El antiguo solar en que se alojaron, y que junto con trescientas fanegas de tierra, en el Valle-Amblés, heredó el hidalgo de su mujer doña Brianda del Aguila, estaba situado sobre una plazuela, a pocos pasos de la Puerta de la Mala Ventura.
Cuadrado torreón de sillería se levantaba en el ángulo sudeste, recortando sobre el cielo su imponente corona de matacanes y morunas almenas. Era una mole altanera y fosca, manchada a trechos de una costra rojiza semejante a la herrumbre. Estrechas ventanas de prisión la agujereaban al azar, y una perlada moldura, que parecía simbolizar el rosario, ornaba la base de las cuatro garitas y uno que otro antepecho. El resto del caserón era ruin y semibárbaro. Grandes piedras irregulares, retostadas por el sol, asomaban entre la argamasa de los muros. Cerca del suelo, una oblicua saetera, semejante al ojo de enorme cerradura, había servido en otro tiempo para defender la puerta a flechazos. Las rejas eran toscas y tristes.
La portada abarcaba casi todo el ancho de la torre. Era una de esas portadas enfáticas y señoriles, tan comunes en Avila de los Caballeros. Formaban el dintel inmensas dovelas de un solo trozo, abiertas en semicírculo y encuadradas por gótica moldura rectangular. A uno y otro lado, en cada una de las enjutas, un escudo esculpido alternaba en sus cuarteles los blasones de las principales familias avilesas: el pajarraco de los Aguilas, los roeles de los Blázques, la cabria y el mazo de los Bracamontes. Hermosos clavos tachonaban el maderaje de la puerta, y un cincelado aldabón, arrancado quizá de algún alcázar andaluz, colgaba del postigo. Hacia la derecha, otra aldaba más alta servía para llamar desde el caballo sin apearse. En el zaguán, frente a una Virgen de bulto, con el Hijo muerto en las faldas, ardía continuamente un farolillo.
El patio era un espacioso rectángulo, encuadrado por claustrales galerías, sin más ornamento que los grandes escudos nobiliarios labrados en los chapiteles. Tupida y alta maleza crecía por doquier, respetando, tan sólo, uno que otro espacio cubierto por restos de quebradas losas, que, así esparcidas entre la hierba, hacían pensar en el osario de ruinoso convento.
El hidalgo no pensó nunca en reparar el abandono de aquel recinto, donde él mismo se holgaba, como en inculta campiña. Unas veces iba y venía bajo el sol, espantando a su paso las mariposas; otras, pasábase horas enteras asomado al viejo pozo de carcomido brocal, cavando pensamientos y contemplando, a la vez, su propio rostro que el agua reflejaba en su espejo circular y profundo. Aquellas galerías parecían aprisionar para el anciano pertinaces memorias; y el aire mismo se inmovilizaba entre ellas, como impregnado de quietud monacal y campesino silencio.
El padre y la hija sólo habitaban el piso alto del caserón. La majestad y la incuria reinaban a la par en las estancias. A lo largo de las polvorientas paredes, donde los tapices flamencos desplegaban obscuramente sus fábulas, pendían o se apoyaban viejos retratos de familia y toda clase de muebles señoriles, unos hallados en la casa y otros traídos de Valsaín por el hidalgo. Cuando se caminaba por los estrados, las baldosas, rotas o sueltas, resonaban bajo las alfombras de Turquía. Sobrecielos de tela de oro y brocatel, que hacinaban polvo y telaraña en sus pliegues antiguos, ornaban los lechos hereditarios roídos por la carcoma. Las ventanas se abrían rara vez; pero ricos pebeteros de plata disimulaban el hedor hongoso y ratonil con su incesante sahumerio.
Encerrado desde el amanecer hasta la noche en la librería del palacio, don Íñigo dejaba deslizar las horas muertas, meditando o leyendo. Había traído de Segovia gran acopio de cronicones de España, mucho libro de caballerías, no pocos de devoción, Las Epístolas de Séneca, De Oficiis de Cicerón, un Salustio, un Valerio Máximo, un Virgilio y algunos tratados de matemática celeste, a más de una esfera armilar con zodíaco de bronce. Agregábanse los impresos y manuscritos que fue encontrando en la casa, y entre los cuales aparecieron varios librotes arábigos, que hizo quemar al pronto, en medio del patio, en presencia de un canónigo de la Iglesia Mayor.
Al poco tiempo los volúmenes se amontonaron sobre el suelo. Cuerpo que el hidalgo tomaba en sus manos casi nunca volvía a los estantes. ¿Para qué? ¡Le quedaban tan pocos años de vida! Los ataques de gota se repetían, cada vez más próximos, y un mal oculto y febril le iba desecando el húmedo radical y rebutiendo los hipocondrios. A veces el sopor le vencía, y su boca entreabierta dejaba escapar un balbuceo de pesadilla, como si la calor del sueño hiciera bullir en su cerebro las representaciones de su pasada existencia.
Vestía siempre de negro o de pardo, sin otra gala que la venera de oro y la roja espadilla de Santiago, bordada en todos los sayos y ferreruelos. En invierno, para ajustarse a la antigua regla de su orden, sólo usaba humildes pieles corderinas. Ayunaba dos cuaresmas al año: una, desde el día de Quatour Coronatorum hasta el día de Navidad; otra desde el Domingo de Carnestolendas hasta la Pascua de Resurrección.
Era su cuerpo menudo, su rostro cetrino y como hecho de raigambre. El corto bigote, negro todavía, contrastaba con su barbilla cenicienta. Sus ojos eran vidriosos, monásticos, tristes. Su humor sombrío. Creía descender de un rey de Aragón, y hacía remontar su apellido, etimológicamente, hasta un cónsul romano. El libro becerro de Segovia nombraba siempre algún antepasado suyo en las anuales correrías de los caballeros contra los moros de Jaén, de Sevilla, de Andújar.
Hasta los cincuenta y dos años de edad, despreciando todo trabajo como indigno de sus manos hidalgas, y viviendo exclusivamente de los censos de sus tierras y de los escudos de oro que, uno a uno, iba sacando de un cofre, llevó una vida ociosa y retirada en su posesión de Valsaín o en su «Casa de los Picos» en Segovia, sin más accidente de bulto que sus bodas con una dama de ilustre familia abulense que, un año después de casada, murió de sobreparto. Pero apenas estalló la rebelión de los moriscos, a fines de 1568, don Íñigo, sintiendo hervir en su sangre el atávico rencor, reunió un día en su casa a sus amigos y parientes demostroles con elocuentes razones el imperioso deber de ayudar al soberano contra aquellos perros infieles. Muchos resolvieron acompañarle. Volcó entonces gran parte de su hacienda para armar, a su costa, una verdadera mesnada, como los infanzones antiguos.
A las órdenes del Marqués de Mondéjar, señalose en las refriegas por una cólera irrefrenable, que más de una vez pudo costarle la vida, arrojándole completamente solo entre los enemigos, en la saña de las persecuciones. Predicaba la guerra sin cuartel y la castración general.
El fue quien hizo descubrir al famoso caudillo Aben-Djahvar, por medio de espantosos tormentos, dos escondites de armas en Sierra Nevada.
En el paso de Alfajarali recibió en medio de la frente el puntazo de un cuchillo corvo que un morisco, de aquellos que peleaban coronados de rosas en señal de martirio, le arrojó desde lejos. Pero, en lo más rudo de la campaña, tuvo que retirarse a su heredad, desarzonado por un terrible ataque de gota, recibiendo poco después el hábito de Santiago, en pago de sus servicios.
Hasta los últimos años de su vida solía consolarse de sus mayores pesares recordando los episodios de aquella fiera vendimia de la Alpujarra.
Había heredado de sus mayores el sentimiento heroico de la honra y un señoril desprecio por todos los afanes del interés y del lucro. Tanto en Avila como en Segovia, desdeñando la administración personal de la propia hacienda, entregola por entero, con las llaves de sus arcas y las funciones de maestresala, a un mayordomo flamenco, cuya probidad creía asegurar, de tiempo en tiempo, mediante alguna demostración caballeresca de confianza y uno que otro aforismo de las Partidas. Fuera del vino de Madrigal, guardado en pellejos taberniles, no se hallaba provisión alguna en la casa, y, continuamente, los criados salían a mercar a crédito en la vecindad lo que se iba necesitando.
Las angustias de dinero no tardaron en sobrevenir; pero el hidalgo, cuya altivez no aceptaba las humillaciones de la economía, fue empeñando uno a uno sus bienes a los genoveses. Si la premura era grande, hacía descolgar un tapiz, negociar una joya o pagar ciertos gastos con las piezas de su innumerable vajilla, cuyos platos, fundidos en las minas de América, hacían fácilmente las veces de monedas enormes. El era, sin embargo, harto sobrio. Un caldo de torrezno, que se servía en una sopera con candado para defenderlo de la voracidad de los pajes, un huevo, y algún hojaldre relleno de picadillo con pebre, bastaban a cualquiera de sus colaciones. Algunos viernes, como un acto ritual, bebía una taza de vino y probaba algunos bocados de cerdo, para diferenciarse de moros y judíos.
Guiomar y don Íñigo se veían tan sólo a las horas de la comida y de la cena. El anciano, sentado a la cabecera, y su hija, hacia un extremo de la tabla, entre Ramiro y el Capellán, permanecían todo el tiempo sin hablarse. En medio del angustioso mutismo, cualquier rumor, el choque de la platería, las pisadas de un paje, el grito de los buhoneros en la calle, cobraba un eco solemne.
Al levantarse, cuando la gota se lo consentía, el anciano caminaba algunos instantes a lo largo de la cuadra. Guiomar y su hijo se acurrucaban junto al brasero. Oíase el tic-tac de un cuadrante. Nadie hablaba.
No hubiera podido decirse, al pronto, si era una aversión recóndita o un dolor compartido lo que motivaba dicha reserva. Cada uno se informaba del otro por medio de la servidumbre. Para Guiomar su aposento, inmediato al oratorio, tenía austeridades de celda, y cuando cruzaba las demás habitaciones, parecía visitar una casa extraña, dejando tras sí como flotante congoja. Su lozanía de otros tiempos, y el mismo brillo de sus pupilas, mantenido entonces a favor de melindroso pestañeo, todo huyó prematuramente de su rostro, macerado por los pesares; y el negro monjil ahuyentó para siempre los tafetanes de colores y las graciosas basquiñas de la adolescencia.
Antes de que cumpliera los quince años, don Íñigo la había prometido en casamiento a su primo Lope de Alcántara, con quien le ligaba, fuera de un fraternal afecto, una noble emulación en la fidelidad y el sacrificio. Era el tal Lope un caballero cincuentón de infelice rostro, y sólo adornado de las más severas virtudes. La doncella sentía por él invencible repugnancia; pero incapaz de afrontar el ánimo recio de su padre, se resignó a ser ofrecida como tributo de aquella ejemplar amistad, que era ya citada por todos en Segovia.
Como a toda hidalgüela, vedáronla desde temprano la lectura de los libros de caballerías, que tanto abundaban en la casa, pintándoselos como obras de pura vanidad y de sutil incitación al pecado. Por eso, tal vez, comenzó a sacarlos, uno a uno, furtivamente, de la biblioteca paterna y a saborearlos de noche, en la cama, a la luz de un velón, cuando todos dormían.
La impresión de aquellas aventuras estrafalarias fue para ella como un filtro hechiceril. Ya no pensaba sino en bizarro y generoso caballero que viniese a libertarla y la llevase lejos, muy lejos, en la grupa del palafrén. Comenzó a vivir en la amorosa cavilación, en los coloquios y raptos de las historias, soñando despierta, olvidando la vida cuotidiana, dando respuestas absurdas y palpando las cosas, como una sonámbula, sin saber lo que buscaba. Aficionose a los olores, a los jubones recamados de canutillos y aljófar. Aliñose como nunca las manos y la guedeja. Los confesores la previnieron; pero ya no era tiempo.
Una tarde de verano, en Segovia, contemplando desde su habitación el rojo deshojamiento del crepúsculo sobre el valle del Eresma, vio pasar por la calle a un arrogante galán que se detuvo a mirarla. Iba vestido a lo soldado, con harta pluma en el sombrero. Una daga cubierta de piedras preciosas brillaba sobre sus gregüescos acuchillados.
Aquella escena muda se repitió varias veces. Algunas noches una voz llorosa y sombría cantaba debajo de su ventana, al son de una guzla. El billete atado a una piedra no se hizo esperar. Por fin los garfios de una escala de seda se engancharon a su balcón, y su labio sorbió, sobre Segovia dormida, el deliquio del primer beso nocturno.
Cuando se hubo rendido por entero al pecado, y la arrancaron de su embriaguez los primeros anuncios de la maternidad, creyó enloquecerse. Sin esperar, reveló todo a su padre. Entretanto el seductor desaparecía de Segovia. Medrano fue encargado de ir en su busca. Poco después, en Arévalo, el mismo desconocido se presentó al escudero, declarando su nombre y su raza. Era un morisco.
—Decid a vuestro amo—exclamó al despedirse—que yo quise herille su honra por vengar a mi padre el valiente Aben-Djahvar, a quien él hizo sufrir en Almería despiadado tormento; pero que, si él consiente agora en casar a su hija conmigo, iré a postrarme a sus plantas.
El hidalgo, al recibir aquel terrible mensaje, se abalanzó sobre Guiomar con la daga desnuda; pero, sintiéndose desvanecer, y creyendo que se moría, la maldijo el fruto que llevaba en el vientre.
¡Qué días los que siguieron! Lope de Alcántara fue informado de todo, y aquel hombre, loco de amor o de lealtad, al escuchar la exasperada relación de boca de su amigo, en vez de enfurecerse, exigió que se realizaran al punto sus bodas; y a los tres días de casado se partió solo para Flandes.
Algunos meses después don Íñigo recibía una carta de su amigo Sancho Dávila haciéndole saber la manera admirable como su yerno había sacrificado la vida en un encuentro con los hugonotes de Francia.
Guiomar, como si hubiera asido con ambas manos la herida abierta en su pecho por tanto dolor, pareció escurrir fuera de sí el exceso de aquella sangre culpable, cuyos ardores habían mancillado su honra. Enfermiza palidez enmascaró su rostro. Sus manos tomaron impresionante blancura entre sus vestidos de luto; y su alma se inclinó toda entera hacia el rayo de luz de la esperanza divina. A pesar de su preñez, sometió su cuerpo a las más arduas penitencias, imitando, dentro de su casa, en lo que era posible, la nueva reforma del Carmelo.
Cuando se acercaba el día del parto, don Íñigo resolvió cambiar de residencia y se trasladaron, para siempre, a Avila de los Santos. Allí vino al mundo Ramiro, un 21 de diciembre, día de Santo Tomás, el año de 1570, bajo la constelación de Saturno y los signos de Acuario y Capricornio.
Respirando aquel aire claustral de tristeza y de encierro, con el azoramiento instintivo de los niños en las grandes desgracias, sin una alegría, sin un compañero de su edad, gobernado por seres taciturnos que hablaban de continuo en voz baja, vivió Ramiro los obscuros días de su niñez. La menor expansión infantil, su misma sonrisa, hallaban siempre un dedo sobre un labio. A los siete años de edad sumiose en un mutismo melancólico, pasando horas enteras en algún escondite, las manos quedas y el rostro como apenado. Había algo de monstruoso en el contraste de sus tiernas facciones con el ceño de aquella frente cargada, al parecer, de adultos pensamientos.
Desde temprano, su madre rodrigole en la dureza de implacable devoción. Asistía con él todos los días a la misa de alba en las parroquias de San Juan o Santo Domingo; le habituaba a las oraciones difíciles que ofuscaban su mente, y a las interminables letanías que hacían retorcer de impotencia al Demonio. Diole, además, para su uso, un rosario de quince misterios, como el que llevaban los monjes. Debía besar el suelo humildemente ante las imágenes de Nuestra Señora del Carmen, y depositar, asimismo, su ósculo en el escapulario de los religiosos para ganar indulgencias.
Después de la primera comunión la rigidez aumentó. Doña Guiomar castigaba ahora su falta más mínima con penitencias monásticas, inculcándole el desprecio del mundo y el terror al pecado. Todas las noches leía; junto a su lecho, en el Flos Sanctorum la historia del santo del día y, a veces, dejando el libro, relataba ella misma los milagros de alguna monja de la ciudad o los trabajos y prodigios de la Madre Teresa de Jesús, parienta suya por línea materna. Decíale los coloquios diarios de aquella santa mujer con el Señor, y cómo, en medio de la oración, el aliento celestial la tocaba de pronto, levantando su cuerpo a varios palmos del suelo. Aquellas cosas eran contadas por la madre con un acento estremecido que derramaba en la noche como sagrado y temeroso aroma de santidad.
Durante la mayor parte del día se le abandonaba a su albedrío. El abuelo no le hablaba jamás. El niño, entretanto, vagando por el caserón, miraba por los vidrios a los muchachos que jugaban en la plazuela, subía a la estancia de labor en el último piso de la torre, o bajaba a la cuadra de los pajes, en el corral, para llevarles algunas golosinas que apartaba de sus propias colaciones. Ellos, al verle aparecer, salían a las puertas, sonrientes y famélicos. La larga habitación, semejante a un ventorrillo de moros, estaba atestada de cofres de piel y de hierro, que parecían del tiempo del Cid, y de estrechas tarimas cubiertas de mantas inmundas. Al entrar, las narices se llenaban de un tufo acre y caliente. Nunca faltaban sobre el piso de tierra películas de ajo y pedazos de naipes. Parte de la servidumbre pasaba allí varias horas del día durmiendo o jugando como en una taberna. Colgadas de la pared veíanse las ostentosas libreas de tafetán o terciopelo galoneadas de plata.
Otras veces Ramiro curioseaba la negra cocina; el horno del pan, capaz de abastecer a un convento; la panera, donde se guardaban los sacos del diezmo; o, bajando por una rampa de piedra, hacia la derecha del portal, íbase a palmear las mulas y el cuartago en las caballerizas subterráneas.
La cochera no guardaba otro vehículo que la carroza de hule verde traída de Segovia y que sólo rodaba cuando sus dueños, al llegar el estío, se retiraban a su casa de campo en el Valle de Amblés. El resto del año quedaba abandonada por completo en la obscura covacha. El niño penetraba en su interior todos los días para coger el huevo que una gallina misteriosa ponía sobre los cojines de bronceado guadamacil.
A los diez años de edad Ramiro parecía tocado de Dios. Su madre le veía internarse, como un predestinado, en la aspereza y el recogimiento. A través de una antepuerta oyole a veces recitar, con exaltada pasión, endechas religiosas que ardían como llama en su labio; otras, veíale ocupado largo tiempo en copiar los hechos más notables de Jesucristo y de su gloriosa Madre; y observó que siempre trazaba el nombre de Nuestro Salvador con tinta de oro y en caracteres azules el de la Santísima Virgen. Le creyó asegurado, y, pareciéndole a ella misma imprudente seguirle reteniendo en aquella clausura que le amarilleaba el semblante, resolvió que el escudero le sacara a pasear, de tiempo en tiempo.
Medrano se presentaba después de mediodía, y el niño, vestido por las doncellas con traje de terciopelo negro, zapatos con virillas de plata, gorra morada, una lechuguilla fresca y un corto espadín, iba a despedirse de la madre. Ella le marcaba la crencha, con el peine, hacia un costado, según la manera española, y, haciéndole rezar un Ave y un Pater, le despachaba con un beso.
Así fue conociendo Ramiro la ciudad con sus arrabales y contornos. Era una revelación incesante para sus ojos hastiados del cuadro monótono del caserón. El afán diverso de la vida invadió bruscamente su espíritu. Además, las fieras murallas le hablaron un lenguaje legendario y heroico, y los templos, con sus graves sepulcros, le dijeron las glorias del hombre y el orgullo de los linajes.
Como el escudero mantenía trato frecuente con algunos clérigos de las parroquias, oía relatar o discutir, a menudo, en los corrillos de sacristía, las tradiciones añejas de la ciudad, y, de esta suerte, su retentiva atesoraba admirables historias, que habían de servirle después para embelesar a las criadas o hacerse agasajar de barato en tabernas y pastelerías. Ramiro aprovechó de aquel saber pegadizo. El antiguo soldado le ilustraba ante las cosas mismas, descifrando a su modo las inscripciones y marcando con desparpajo el sitio de los sucesos. Así supo Ramiro los trágicos amores del famoso caballero Nalvillos con la mora Aja Galiana. Fue también el escudero quien le contó por primera vez, ante la Puerta de la Mala Ventura, la historia de los sesenta rehenes de Avila, cuyas cabezas hizo hervir en aceite el Rey Alfonso el Batallador; así como el arrogante sacrificio de Blasco Ximeno, que fuese a retar, a su propio campo, al Rey alevoso y perjuro.
La famosa proeza de Ximena Blázquez fue referida sobre uno de los inmensos torreones de la Puerta de San Vicente; y ya Ramiro no alzaba los ojos a la muralla que no recordase el ardid de aquella hembra que, en ausencia de los caballeros, viendo llegar a los moros almoravides, subió a las almenas con las mujeres de la población todas cubiertas de barbas y sombreros, consiguiendo amedrentar de esta guisa a los infieles, que se alejaron a escape de la ciudad, creyéndola bien defendida.
Medrano tenía en Avila numerosas amistades; pero su más generoso camarada, ya fuera que se tratase de beber en compañía una bota de San Martín o de procurarse algunos doblones en un caso de apuro, era el portugués Diego Franco, campanero de la Iglesia Mayor, que habiendo trabajado de pelaire en Segovia, fue más tarde tamborilero en Brujas y en Amberes, de donde trajo su gran afición a las campanas.
Era una fiesta para Ramiro cada una de las visitas que solían hacer, en lo alto de las torres, a aquel «bachiller de badajos», como le llamaba el escudero.
Después de pasar el umbral de la Iglesia, Ramiro tiraba de una cuerda oculta detrás de la portada, y, casi al instante, allá arriba, a una altura vertiginosa para sus ojos de niño, asomaba, por un agujero practicado en la bóveda, un rostro diminuto de mujer o de hombre. Poco después, oíase un ruido de tacones en el interior de un grueso pilar, hacia la derecha; el cerrojo crujía, y la puertecilla, al abrirse, presentaba al campanero, o a su esposa, trayendo en una mano el manojo de llaves y en la otra un farol encendido.
Comenzaba entonces la ascensión por el hueco de aquella columna del templo. Los peldaños eran tan altos que Ramiro tenía que ayudarse con las manos. Sólo, de tarde en tarde, la angostura de una aspillera dejaba penetrar un rayo de sol colorido por los vidrios y perfumado de incienso.
La visita se realizaba comúnmente en lo alto de la torre truncada, bajo un cobertizo de tejas, reclinado cada cual sobre las tablas de una zahurda, donde los esposos criaban una media docena de cerdos, negros como la pez. Ramiro se entretenía en curiosear los misterios de la techumbre o en contemplar la ciudad y los horizontes, desde aquella elevación que producía en todo su ser el antojo de un vuelo fantástico.
Franco era mezquino de cuerpo. Cuando algo le preocupaba mascábase el bigote nerviosamente. Su mujer, Aldonza González, a quien todos llamaban la extremeña, era, en cambio, garrida y vigorosa. Ella manejaba las dos campanas más gruesas, dejándole a él los clarillos y esquilones.
Muchas veces, teniendo que echar algún repique de importancia, subieron los cuatro a la torre. El escudero ayudaba, y Ramiro, aunque sacudido hasta los tuétanos, se complacía en aquellas detonaciones espantosas que amenazaban derrumbar el campanario y lanzarle a él mismo a los aires, como una paja, en el sonoroso turbión. Aldonza, en el entusiasmo de su faena, mostraba todas las calzas hasta la carne.
Era una hembra casi hermosa. Su piel tierna como las natas, su labio rojo como un pimiento de Candeleda; pero tanto su cabello bravío como su bozo de mancebo, denotaban un natural hombruno y procaz. Manejaba al marido como a un esclavo, descargando sobre él el exceso de vigor que renovaba en su sangre el aire purísimo de las torres. Ramiro la observaba de soslayo. Ella gustaba sobremanera del niño. A veces, cuando nadie veía, levantábale en peso y acostándole sobre un escaño, trataba de animarle y hacerle reír con sus violentas cosquillas y estrujaduras.
Los días de fiesta, el escudero prefería pasarlos en su propia covacha, jugando a los naipes con sus amigos. Cuando llegaba con el niño llamaba al punto a su hija Casilda, donosa chicuela que hechizaba el tugurio con su hermosura, haciendo pensar en esas infanticas abandonadas de que hablan las leyendas. La madre había sido una española de Amalfi, que el escudero robó una noche, hiriendo al padre y matando a un hermano, y que, descubierta dos años después, prefirió dejarse ultimar en el tormento antes que denunciarle.
Componían la covacha dos habitaciones con un jardincillo, en el fondo de una casucha, detrás de San Pedro.
A pesar de la dulzura y la belleza de Casilda, Ramiro la trataba siempre con altanera frialdad. Ella escuchaba cada palabra suya parpadeando de admiración. Quitábale las manchas de cal o de polvo de sus ropas, besábale a cada instante las manos. Cuando jugaban en el jardincillo era ella la que corría a traer la guija para la honda o la vara de la improvisada ballesta, mientras él esperaba tieso y señoril. Sin embargo, alguna vez al despedirse, Ramiro juntó su boca con la de aquella criatura vestida de harapos como una gitana, y este movimiento maquinal llegó a despertarle, en el correr de los días, cierto extraño deleite, que le recordaba el saborcillo sucio de las frutas cogidas en el suelo.
Después de residir en Avila más de nueve años, la única persona con quien don Íñigo osó estrechar amistad fue el caballero don Alonso Blázquez Serrano. Como sus heredades en el Valle-Amblés estaban contiguas y sus mujeres habían pertenecido a la misma familia de los Aguilas, no tardaron en conocerse.
No había en la nobleza comunal abolengo más preclaro que el de los Blázquez. La historia de aquella estirpe estaba ilustrada de más altas proezas y famosos amores que un libro caballeresco. Don Alonso descendía, por línea recta de varón, del adalid Ximeno Blázquez, primer Gobernador y Alcalde de la ciudad, cuando fue repoblada por el Conde Raimundo de Borgoña. Blasco Ximeno, el del reto; Ximena Blázquez, la de los sombreros, y el famoso Nalvillos, casado con la mora Aja Galiana, y casi tan famoso como el Cid, eran sus antepasados. De muy antiguo databa la resolución del Consejo de que siempre que saliera gente de a caballo de la ciudad, en servicio del Rey, «hubiese de ser su caudillo o adalid descendiente del noble Blasco Ximeno, el reptador, e no de otro linaje. Otrosí su pendonero o alférez».
En la antigua iglesia de San Pedro puede verse la capilla de los Serrano y sus blasonados sepulcros vetustamente roídos. Era esta otra casa clarísima y antigua. Don Alonso podía usar el blasón de los cinco lises alternados con blancas veneras en campo de plata, o el de los leones rampantes en campo de azur. Los honores habían resplandecido siempre en su familia.
Su palacio, heredado de su mujer, se levantaba hacia la parte del Norte, unido a la muralla de la ciudad, según uso inmemorial de los mejores linajes. Uno de los cubos almenados erguíase en el fondo del huerto, y su defensa había correspondido siempre a los Aguilas. El hidalgo residía breve parte del año en el solar; la corte le atraía con imán poderoso. En cambio, la existencia muda y monástica de Avila de los Santos, donde pasaba horas eternas sin escuchar otra nota de vida que el tañido de alguna campana o el canto de un gallo, le exasperaba el humor como un duro cautiverio.
Fuera del combate de Lepanto, en que, armado de ancho espadón de guzmán, batiose bravamente en la proa de una galera, recibiendo una pelota de arcabuz en el hombro y una lanzada en el muslo, no registraba en su vida otra acción memorable. Pasolo casi siempre en los oficios palaciegos. A los diez y ocho años de edad era paje de Ruy Gómez de Silva, y a los treinta, gentilhombre del Rey, que le hizo acordar, más tarde, por su comportamiento en la flota, el hábito de Calatrava.
Había estudiado en Salamanca, residido dos años en Milán y tres en Venecia. El recuerdo de esta ciudad le exaltaba todavía hasta el delirio. Gustábale de disertar sobre las cosas del arte, y refería a menudo sus pláticas con el Tintoreto, a quien había conocido íntimamente. El latín y la dulce lengua toscana le eran tan familiares como su propio idioma. Al hallarse solo entre sus libros antes cogía las Metamorfosis, o la Jerusalén libertada, que las ásperas epístolas de San Pablo. Todos sabían que había ofrecido al Cabildo de la Catedral hacer revestir a su costa la gótica portada de los Apóstoles con un peristilo greco-romano. Los cajones de sus bufetes estaban llenos de ensayos poéticos, en que cantaba, al modo de Boscán y Garcilaso, a Clori y a Galatea. Llevaba concluida una traducción de El laberinto de amor, sendas glosas de los sonetos de Petrarca, y tenía entre manos una feliz imitación de la Arcadia de Sannázaro. Para él, aquella naturaleza desolada y adusta que rodeaba, por todos lados, a su ciudad natal no merecía un hemistiquio.
Las galas al uso, la continua genuflexión, el ambiente de los estrados y todo el artificioso juego de sentimientos alambicados o fingidos, todo aquel estoraque, todo aquel histriónico afeite de la vida cortesana, agravado por los exquisitos refinamientos «que», según don Íñigo, «la prudente malicia de los extranjeros brindaba a los españoles para afeminalles el valor», habían concluido por cubrir con mentirosa envoltura la austera fibra castellana de don Alonso. Sin embargo, no se tardaba en advertir que un alma recia como un estoque se ocultaba por debajo del bordado terciopelo de aquella vaina de ceremonia, y que su honra era siempre tan puntillosa como pudo serlo en el corazón o la mejilla de los que descansaban en San Pedro, con su par de espuelas en el calcáneo. Sólo que los tiempos habían hecho llegar hasta él, desde temprano, los granos de fina sensualidad que la vida fascinadora de Italia aventaba sobre los reinos, propagando el gusto de la pompa y del bello vivir.
Amaba los ricos objetos, el aparato palaciego, la numerosa servidumbre. La mucha hacienda servía ante todo, según él, para no envilecerse en ganarla y poder mostrar mejor la alta guisa del ánimo. Era de condición levantada y espléndida. Pensaba que por encima de todo acto del hombre debía palpitar un gesto generoso y brillante, como la pluma en el sombrero.
Su lujo en el vestir burlaba las pragmáticas. Nadie usaba en la corte espada más larga que la suya, ni lechuguilla más eminente y más ancha. Hacía tejer en Milán sus brocados y brocateles según antiguos modelos del guardarropa de familia, y sólo los lapidarios de Florencia eran dignos de grabar el onix y la cornalina para el sello de sus sortijas y el pomo de sus dagas.
Varios años de juventud los pasó embebecido de la joven esposa de un Consejero de Castilla, y gustó mucho en la corte aquello de haber dado dos mil escudos de oro por un lenzuelo manchado en sus sangrías, que le presentó el cirujano. Antonio Pérez mostrábale siempre gran afición, y él contaba con aquella amistad y valimiento para lograr una silla en el Consejo de Italia a la primer coyuntura.
Su amor por las cosas que concretaban una calidad exquisita de rareza o de arte era sobradamente sincero; pero sabía también que el culto ostensible de aquella pasión ponía una orla incomparable a la vida señoril, y, desde temprano sirviéndose de sus amigos de Milán y Venecia, comenzó a reunir en su casa un verdadero tesoro.
Los objetos que herían la imaginación del hidalgo con más sutil embeleso eran sus vidrios y marfiles. Estos, fríos, tersos y cuasi dorados, provocábanle indecible entusiasmo. Tenía gestos de verdadero amor para cogerlos de los fanales y acercarlos a la luz. Hubiérase dicho que sus manos oprimían con fraternidad aquella aristocrática y pálida materia, donde los rayos de sol remedaban un rubor interno de sangre.
Hacia el centro de la cuadra principal, sobre dos largas mesas fabricadas de minúsculos espejos, las fuentes, los vasos, las copas de Venecia entremezclaban al azar su tenuidad casi incorpórea, y de una fina manera el azogado cristal invertía como un estanque el precioso florecimiento.
Algunos de aquellos objetos prolongaban el milagro de vivir centenariamente. Piezas del siglo anterior, arquetipos de la generación innumerable, habían sido exornados de mascarones y de imprevistas alimañas por la tenacilla de Vistori, de Ballorino, de Beroviero, en la gran época visionaria de la cristalería. Vidrios turbios, de un glauco tinte lodoso como el agua de los canales, de la cual aparentaban haber tomado toda su fantasía. Su manejo educaba la mano mejor que los marfiles. Don Alonso los tomaba con cuidado infinito, como si un movimiento poco armonioso pudiera quitarles la vida. Un amigo suyo, un pintor formado en Venecia, a quien llamaban el Greco, habíale enseñado a mirarlos de noche en un rayo de luna. Sobre la vaga substancia la luz astral rielaba un reflejo fosforescente. Entonces, cual si hubiera caído en su pupila la gota de un filtro, don Alonso creía respirar el olor de la noche sobre las aguas, veía las escamosas estelas, las aturquesadas blancuras de los palacios, la lobreguez de los pequeños canales internados en el misterio.
Así, por la virtud del vano cristal, aquel hidalgo, desde su reseca y polvorosa Castilla, creíase transportado a la ciudad de las lagunas, donde pasara, bajo el negro o verde antifaz, horas inolvidables.
Entre don Íñigo y don Alonso Blázquez Serrano formose pronto esa amistad ceñida y lisonjera que suele enlazar a los descontentos. El uno clamaba en tono altivo y profético contra la política del monarca, quien, a la vez que iba aniquilando los fueros de la antigua nobleza, toleraba en su reino católico la vergonzosa plaga de los moriscos. El otro, mirando de hito en hito hacia las puertas, refería bajezas y crímenes recompensados con grandes honores y mercedes.
Cierto día, al retirarse de una de sus visitas, Blázquez Serrano topó con Ramiro en la antecámara. El niño estaba sentado en una silla de alto y esculpido respaldo. Sus ojos parecían contemplar fijamente alguna imagen dolorosa de su propio cerebro. Hubiérase dicho un infante embrujado.
Don Alonso, bajo su varonil empaque, disimulaba un corazón capaz de profundos enternecimientos que le humedecían de súbito los ojos, como a una mujer. Había mirado siempre a Ramiro con indiferencia; pero, al verle ahora sumido en aquella melancolía, sintió una extraña compasión que él mismo no hubiera podido explicar. Desde entonces comenzó a agasajarle. Al siguiente día le mandó buscar con su enano. Hízole enseñar toda la casa, el huerto, las murallas; y llevole él mismo a conocer a su hija Beatriz, preciosa mujercita de diez años, que les recibió en gran aposento perfumado y oscuro, sentada sobre un cojín azul, entre las dueñas.
Cuando la niña se hubo puesto de pie, Ramiro se adelantó tendiendo los brazos; pero ella le contuvo con grave reverencia. Una emoción profunda, indecible, estremeció el pecho del niño. El enano le puso la mano sobre el hombro y salieron.
La heredad de Íñigo de la Hoz, en el Valle-Amblés, estaba situada casi al pie de la sierra, como un cuarto de legua al poniente de Sonsoles. Componíase en un principio de un retazo de monte y de trescientas fanegas de tierra de sembradura; pero, debido a los apuros del señor, había ido mermando rápidamente, hasta reducirse a un espeso carrascal y a estrecha lonja de prado, en cuyo extremo se levantaba la ruinosa casería de los padres de doña Brianda. La jara, el cantueso y la viciosa maleza habían invadido los jardines que existieron. Los caminos sólo se adivinaban por la alineación de los árboles. En el monte era difícil avanzar. La naturaleza, enseñoreada durante muchos años de abandono, se defendía ahora con la maraña, con el fustazo, con la espina.
En cambio, desde las ventanas altas del caserón se contemplaba el aliñado verjel de don Alonso, con sus estanques repletos, sus senderos limpios y sus alheñas y arrayanes recortados graciosamente como en los jardines de Italia. Distinguíanse, asimismo, los famosos parapetos imaginados por el hidalgo, y cuyos mosaicos de piedrecitas blancas, negras y coloradas figuraban fábulas de Ovidio. Algunas tardes subía en el aire rosado el agua de los surtidores, empapando al caer las escalinatas y los follajes.
Ramiro aficionose muy pronto a la vida libre que llevaba en la heredad. Cuando hubo cumplido los trece años, Medrano, que solía alojarse con su hija Casilda en las cuadras bajas del granero, enseñole, en el caballejo de un gañán, todos los rudimentos de la jineta y de la brida. Además, haciendo él mismo una lanza ligera con sus gallardetes y cordones, mostrole el modo de manejarla; y algunas noches, a la luz de una vela, le ejercitaba, por medio de su propia sombra, en bajar y subir la mano hasta el oído, para que aprendiese a embestir con gallardía.
Medrano tenía, junto a su lecho, dos espadas: la una, angosta y larga por demás, con calada guarnición; la otra, con pesada empuñadura de reja y ancha hoja de dos filos.
—Este acero—decía señalando su fina espada escuderil—es doncel, no sabe lo que es hundirse en la carne hasta el recazo; pero aquéste—agregaba, descolgando con un gesto de amor su joyosa de antiguo soldado—ha sacado más sangre que un barbero y más almas que una monja. ¡Con él he hurgado las tripas a más de un valentón, descalabrado a más de un rival y cortado a cercén, bonitamente, no sé cuánta gola turquesca!
Ramiro le escuchaba experimentando un singular deslumbramiento y, al empuñar él mismo la espada, parecíale que el corazón le crecía dentro del pecho.
Las lecciones de esgrima principiaron. El escudero palpábale sus músculos precoces, y a medida que sus fuerzas medraban íbale enseñando esas tretas misteriosas, a las cuales creía deber su buena ventura todo soldado que llegaba a la vejez.
Ciertos días, durante las horas de la siesta, escapando a la vigilancia de doña Guiomar, salíanse los dos en busca de algún sitio umbroso del monte. El niño aspiraba con fruición el humo rústico de las fogatas que ardían de ordinario en la vecina heredad; y el sol y el perfume tornábanle al pronto extremadamente sensible.
Medrano, después de sentarse a la sombra de algún árbol, quedábase mudo un instante, sin otro movimiento en toda su figura que la roja pluma del sombrero que el céfiro agitaba. Pero poco después, incitado por la vista del valle, cuya extensa claridad le recordaba la mar luminosa y tranquila, poníase a referir la captura de poderosos bajeles o algún audaz desembarco en las costas de Levante. Ramiro no perdía un solo ademán, un solo vocablo del narrador, y, por momentos, la pasión de la lucha le alucinaba con tal ímpetu que llegaba a creerse, él mismo, sobre la cubierta del navío o entre los caballos y alfanjes de los infieles.
Otras veces, en cambio, dejándole hablar sin oírle y abstrayendo su espíritu, fijaba sus grandes ojos en los muros de la ciudad, cuya sombra, torreada y rojiza se contorneaba hacia la parte opuesta del valle, cual inmensa corona de hierro. Soñaba, entonces, que él era llamado a cubrirla algún día de nueva honra cristiana, hasta ser aclamado por el primero de todos en el valor y el renombre.
Algunos libros de caballerías y uno que otro tratado de brida y de jineta que sorprendió sobre el bufete de su aposento, hicieron comprender a la madre lo que estaba aconteciendo en el ánimo de su hijo. Consultó el caso con su capellán, un viejo fraile franciscano, que era a la vez el maestro de gramática de Ramiro, y le fueron aconsejados los remedios de la Iglesia: la plegaria, la penitencia, el recogimiento.
El niño se sometió con mansedumbre, lleno de piadosa inquietud.
Era uno de esos días de bochorno canicular a que no escapa, con ser tan empinada y ventosa, toda aquella región de Castilla. Un aire abrasador se amodorra en las navas, y el cielo sin nubes embravece su tinte como el esmalte en el horno. La peña cruje bajo la rabia del sol, el árbol se tuesta. Aquí y allá, a lo largo de los caminos, la recua o el rebaño levantan grandes nubes de polvo, cual si fueran ejércitos.
Torvo reflejo mineral flotaba sobre el Valle de Amblés. El paisaje era aún más austero bajo aquella claridad implacable.
Comenzaba la trilla. La mies rebrillaba en las eras.
Los labriegos tenían que turnarse sin cesar para ir a beber a la sombra de los carros. Entretanto, unos alzaban el bieldo perezosamente, otros, tiesos como postes sobre las tablas trilladoras, giraban de mala guisa acuciando con rabia a las mulas y a los bueyes, y apeándose a cada momento para hacerles sonar los lomos o las quijadas con sus garrotes.
Ramiro, ahitado de lecturas religiosas, cogió las Aventuras de Silves de la Selva y fuese a esconder en un obscuro recoveco del monte que formaban tres gruesos peñascos a la sombra de una encina.
Tendido en el suelo, con la sien sobre el puño, suspendía por momentos la lectura, para sentir mejor el deleite de su escondrijo. A veces un rayo luminoso pasaba entre el follaje y hacía temblar sobre el libro una medalla de sol. Aquella sombra le sabía a la frescura barrosa que el agua conserva en las alcarrazas.
De pronto un rumor de pasos acelerados le hizo levantar la cabeza. Miró. Era Medrano corriendo por el atajo en dirección al caserío.
—¿Dónde vais?—gritole.
El escudero indicó con breve ademán que le siguiese.
Una vez en la cuadra del granero, mientras buscaba su talabarte, Medrano contó brevemente lo que pasaba. En la vecina heredad, Cerbero, el perrazo que servía de guardián en los portones, se había vuelto rabioso, mordiendo a un lacayo y escapando hacia el monte. Don Alonso se hallaba en Madrid y su hija había quedado con las dueñas, las cuales le mandaban llamar a toda prisa para que dirigiera a los gañanes en la caza del mastín. Ramiro tuvo un deslumbramiento súbito. Acordose de los caballeros donceles que en las historias descabezaban endriagos, vestiglos y fieros leones, redimiendo princesas, desbaratando encantamientos y maleficios. Al mismo tiempo el rostro de Beatriz cruzó por su imaginación.
Cuando el escudero iba a ceñirse la ancha espada de dos filos, él, sin pronunciar palabra, puso ambas manos en la empuñadura del arma, mirándole con expresión a la vez suplicante y resuelta. El antiguo soldado comprendió. Tomando entonces para sí la espada más fina, dejó la otra en poder de Ramiro. Luego, exclamando: «Vamos presto, que nos esperan», salió de la cuadra.
Llegaron a la mansión de don Alonso sin encontrar a nadie. Estaba toda cerrada como casa desierta; pero al pasar junto a la panera toparon con seis hombres armados de chuzos y horquillas.
El escudero repartió las órdenes. Cada cual treparía por un punto distinto del monte, y apenas divisase al animal daría tres fuertes voces de auxilio. A Ramiro apostole a pocos pasos de las cocinas, dándole un cuerno de caza y pidiéndole que no se moviera de aquel sitio.
Algo después, cansado de esperar, Ramiro comenzó a internarse también entre los árboles.
Muchos relatos, allá en la torre solariega, le habían hecho saber lo que era el peligro de la rabia y el pavor que esparcía por los pueblos y campiñas aquel hocico agazapado que iba sembrando el furor y la muerte. Se echaban todos los cerrojos, se recogían los gatos, los perros, los asnos, y mientras las mujeres encendían una vela a Santa Catalina y otra a Santa Quiteria, abogadas contra la rabia, los mozos salían al campo bravamente, armados de las herramientas filosas que iban hallando.
Ramiro avanzaba con rapidez saltando las peñas y los hatos de podas antiguas.
Las carrascas y los espinos no evitaban que el sol caldease con sus rayos la tierra pálida y enjuta, y un retostado perfume de cantueso, de estepa y de tomillo sahumaba el ambiente. Las flores de la retama surgían aquí y allá, entre los plomizos peñascos, haciendo brillar el oro de sus pétalos sobre el cielo de añil.
Ramiro jadeaba. El sudor bañábale el rostro.
Media hora después, una de las criadas de Beatriz veía entrar en el patio de la casa al nieto de don Íñigo trayendo en una mano una ancha espada toda roja de sangre y en la otra la cabeza del perro.
—¡Válame Dios y Santa Quiteria; ya le mataron!—exclamó la mujer.
Luego, mirando atentamente el sangriento despojo, agregó:
—¡Pobre Cerbero, y cómo me echaba las manos al pecho para lamerme en el rostro! Pero era forzoso acaballe, que can con rabia con su dueño traba. ¡Medrano ha sido el de la hazaña, de fijo!
—No fue Medrano.
—¿Y quién?
—Yo iba solo por el monte, y al pasar cabe un hato de leña, vile venir corriendo hacia mí. De una buena cuchillada hícele rodar como un bolo. Luego hachele el pescuezo.
—¡Virgen Santísima y qué barragán será cuando le crezcan las barbas!—exclamó la mujer, espantada de que aquel mancebillo hubiera dado muerte al terrible animal sin la ayuda de nadie.
Luego le pidió que le siguiera; pero Ramiro, acercándose a un portillo que abría hacia el campo, apoyó un momento la espada en el muro, y tomando el cuerno tocó tres veces con fuerza. Las tres largas notas repercutieron en los ecos de la montaña con un son legendario.
La criada fuele conduciendo por una serie de cuadras sombrías. Por fin, al llegar ante una puerta entornada, Ramiro oyó un coro de mujeres que invocaban plañideramente a Santa Quiteria y a Santa Catalina. Entraron. Un solo rayo de sol penetraba en la estancia tras una madera entreabierta. ¡Qué alarido el que estalló en la obscuridad cuando el niño alzó en el haz luminoso la sanguinolenta cabeza que goteaba sobre el tapiz! Una de las dueñas se derrumbó de espaldas, presa de brusco soponcio.
La mujer que acompañaba a Ramiro contó con alegría la proeza del mancebo. Entonces, en medio del azorado mutismo, Beatriz se adelantó sin vacilar. Una dueña la tironeaba el faldellín; pero la hija de don Alonso, mirando aquellas manos tan tempranamente enrojecidas por el coraje, desprendió un favor azul que adornaba sus rizos, y, llegándose a Ramiro, se lo anudó ella misma en las agujetas del jubón con sus temblorosas manitas, blancas como la luna.
Ramiro conoció de súbito el arrobamiento del primer amor. Su soñar sobrepujaba la vida; y aquel brusco delirio fue pronto para él la coloración, el ritmo y el perfume de todo lo creado.
Su fervor religioso y sus anhelos de gloria se acostaron entonces como lebreles a los pies de la nueva pasión. El rostro pálido de Beatriz, con sus grandes pupilas y sus luengas pestañas como llorosas, posábase ahora sobre la página de su libro de oraciones, sobre las colgaduras del lecho, sobre el mismo Crucifijo, al cual confiaba su cuita. Fantasma fatuo y caprichoso como una llama volátil, y ante el cual su corazón se fundía de ternura.
Comenzó a componer endechas y letrillas que hubieran podido servir para Nuestra Señora, y largos y conceptuosos discursos con que pensaba abordar a su amada, en la primera ocasión. Algunas noches, apagando la luz de su aposento, pasábase horas enteras asomado a la ventana. Unas veces miraba hacia el vecino jardín sumergido en tenebroso y perfumado silencio; otras levantaba el rostro y las pupilas hacia la altura. Nada exaltaba su pasión como el suntuoso misterio de los astros. Parecíale que sus luces inquietas le hablaban un lenguaje sublime que él no alcanzaba a comprender. Imaginaba entonces dejar a un tiempo esta vida con Beatriz para renacer allá, en las regiones inefables, y vagar a solas con ella, aspirando ese céfiro divino que parece estremecer las constelaciones.
Durante algunos días su cerebro llegó a desquiciarse. Su tez se puso pálida como la cera, y él mismo sorprendiose de su incesante suspirar y de aquella honda congoja de su pecho, todo dolorido de amor y de ansia.
Algunas mañanas íbase a ballestear palomas a lo largo del vallado que separaba las dos heredades. Entretanto sus ojos acechaban la casa vecina. ¡Cuán intensa fascinación cobraron entonces para él, en la frescura matinal y entre el canto de los pájaros, aquellas entornadas celosías que le hacían pensar en el sueño de su amada!
Cierta tarde, entre un claro del ramaje, vio pasar a Beatriz, que no quitaba los ojos del seto. El mancebo se mostró. La niña, hízole, entonces, disimuladamente, una señal para que siguiese más lejos y, cuando creyó haber burlado la vigilancia de las dueñas, pidiole que pasara a su jardín.
Se saludaron como en un estrado y Ramiro no acertó a balbucear uno solo de los ingeniosos conceptos que había ordenado para decirla.
Aquel juego se repitió muchas veces. Paseábanse con los dedos enlazados, hablando apenas y mirándose, de tiempo en tiempo, en los ojos, sin sonreír. La doncella le llevaba a los sitios más frondosos y ocultos. Allí la naturaleza les descubría en la mariposa, en el pájaro, en el más menudo insecto, su impura inocencia. El mágico deseo palpitaba, aleteaba, chirriaba ante ellos, en la quietud blanda y calurosa del verano.
Ramiro conservó siempre el recuerdo de ciertos instantes en que, caminando con ella por el sendero del verde laberinto, osó pasarla el brazo sobre el cuello y tomarla suavemente la garganta. En otra ocasión, Beatriz subiose a un viejo columpio y comenzó a balancearse con violencia, presa de un rapto de juventud y de dicha. Su risa numerosa, loca, inesperada, voló como un enjambre de mirlos, despertando los ecos a través de los árboles. El viento levantaba su faldellín de un modo inolvidable.
Hablábanse cada vez más trémulos y ajenos a sí mismos. Un decir fútil aventaba los pensamientos. El, envolviéndola en su orgullosa mirada, soñaba en la dicha de poseer como dueño absoluto aquella deliciosa existencia. Beatriz era para él la mies lograda y suya, a salvo de todo peligro. Sin embargo, cierto día la preguntó:
—¿Os holgara ser aína mi esposa?
Ella repuso:
—Tamañita me quedo. ¿En eso pensáis tan temprano?
Púsose entonces a canturriar, mirando hacia arriba, y mostrándose, al parecer, más dispuesta a rendir su mejilla y su boca allí mismo, que aquel loco espiritillo que palpitaba en su cabeza cual una guija de cascabel.
Dicho estado venturoso no duró para Ramiro. Como a unos tres cuartos de legua, en la dirección de Villatoro, habitaba, durante el verano, Urraca Blázquez de San Vicente, con sus dos hijos varones. El marido, Felipe de San Vicente, Comisario del Santo Oficio e individuo del Consejo de las Ordenes, pasaba la mayor parte del año en Madrid. Los dos mancebos eran el azote de aquel rincón de la sierra. Andaban siempre juntos y se aborrecían. Una o dos veces por semana venían a visitar a su prima Beatriz, llegando por los caminos como demonios a todo lo que daban sus rocines, y seguidos, de muy lejos, por un ayo que taloneaba rabiosamente la mula entre la blanca polvareda. Recogían, sobre todo el segundón, los juramentos y palabrotas de los gañanes, y andaban siempre con la boca hinchada de obscenidad y ardiendo, uno y otro, en esa urgencia carnal que ataca, de ordinario, a los donceles.
Beatriz prefería al mayor, que era rubio y hermoso; pero saboreaba desde luego la femenina fruición de esperanzarlos a la par.
Ramiro, que solía entrar ahora a la casa, topó varias veces con ellos, advirtiendo con desgarradora sorpresa que Beatriz no existía solamente para él. Notó miradas, melindres, cuchicheos, e imaginó todo lo que podría suceder en aquella familiaridad del parentesco; pero su orgullo fue más fuerte que el dolor. Mostrose tranquilo, silencioso, casi sonriente.
Una tarde de fines de agosto, el escudero vino a decirle que Gonzalo, el mayor de los hermanos, se paseaba en compañía de Beatriz bajo los árboles. Ramiro fuese a mirar por entre los setos.
Largo tiempo pasó ocupado en atisbar, por distintos parajes, el vecino jardín. De pronto, un calofrío, anterior a toda idea, le corrió por el cuerpo. Volvió a mirar. Sí, frente a él, a corta distancia, Beatriz y su primo estaban echados de espaldas sobre la hierba, a la sombra de un olmo. El mancebo había juntado su rostro al de la niña, pasándola el brazo bajo la espalda, mientras ella, deshojando un rojo clavel, un clavel rojo como la sangre, sonreía voluptuosamente.
Loco de ira, Ramiro quiso abrirse paso entre la espinosa malla; pero no pudo lograrlo, y un destemplado gemido, un gemido áspero, terrible, brotó de su pecho.
Gonzalo y Beatriz se levantaron y huyeron.
Al comenzar el invierno de aquel año, la madre, ansiosa de ver a su hijo en el regazo de la Iglesia, resolvió apresurar sus estudios para enviarle, en cuanto fuera posible, al «Colegio del Arzobispo», en Salamanca.
Ramiro no había tenido hasta entonces otros maestros que la misma doña Guiomar para las primeras letras, y, más tarde, para los rudimentos de la gramática latina, un religioso franciscano del convento de San Antonio. Aquel fraile, de unos setenta y cinco años de edad, no era escaso de luces; pero, como estaba de despedida en la tierra, tomaba la tarea de la enseñanza con tolerante desdén, amodorrándose a menudo en las lecciones. Solía decir a su discípulo:
—Pregunta, pregunta, hijo mío, que no he de ser yo quien te esconda lo poco que he cosechado en los libros; pero no olvides que de nada te han de valer en Purgatorio estas migajas de ciencia que nos dejaron los sabios cristianos y gentiles.
Buscaba siempre inculcarle el desprecio del mundo, y poseía para ello, como pocos, la elocuencia del ascetismo. Cuando hablaba de las glorias terrenas y de nuestro breve paso mundanal, su discurso, lleno de monástica ironía, se instalaba en el ser, cual frígido narcótico, adormeciendo las ansias. Decíase que más de uno, al escuchar sus sermones, había corrido a un monasterio a pedir un sayal y una celda. Para él, fuera de la penitencia y la plegaria, todo era polvo y ceniza en este mundo, y nuestra prolija ambición una telaraña tejida sobre el nido de un ave que duerme.
Hacíale traducir de ordinario a Ramiro los capítulos del Kempis. De esta suerte el mancebo recogió en el fondo del alma aquellos acentos de soledad, de sublime desprecio, de voluptuosa inmolación.
En los fondos de la Catedral, después de atravesar el reducido patio donde se encienden los incensarios y se cocina el chocolate canonjil, súbese por una escalera de pino a una serie de estancias siempre obscuras. En una de ellas, de dos a cuatro de la tarde, a la luz de un velón de tres mechas, y con los pies apoyados en la tachonada tarima de un brasero, comenzó Ramiro a escuchar las lecciones del nuevo preceptor que su madre acababa de escogerle por indicación del mismo padre franciscano.
Llamábase Lorenzo Vargas Orozco y era canónigo lectoral de la Iglesia Mayor. Conocía a don Íñigo y a su hija desde una mañana en que fue llamado a presenciar, en medio del corral, la quema de los libros arábigos. Su padre había muerto heroicamente, como capitán de arcabuceros, en la guerra de Flandes. Era de aventajada estatura. Los ojos grandes y algo salientes. Los cañones de la barba, casi siempre a medio rapar, daban un tinte azul a toda la parte baja del rostro. Los demás canónigos le envidiaban, entre otras cosas, sus hermosos ademanes en el púlpito y aquella bizarría con que manejaba el manteo, aquellos sus diversos estilos de arrebozarse con él y de derribarlo de súbito, a modo de capa soldadesca, como quien va a desnudar varonilmente la espada.
Su primera lección fue un verdadero pórtico de sapiencia. De pie en medio de la estancia y señalando sobre su escritorio un apilamiento de gruesos volúmenes forrados en pergamino, prorrumpió:
—Aquí tenéis, hijo mío, guardado como en pellejos, todo el zumo de la verdad humana y divina. Mi largo peregrinar por el mundo filosófico me ha hecho concluir que todo lo que sea apartarse de esta enseñanza del «Angel de las Escuelas» equivale a descarriar el entendimiento, con harto peligro de caer de bruces en la herejía.
Ramiro meneó la cabeza afirmativamente sin comprender, y dirigiendo la mirada hacia los infolios vio que todos ellos llevaban el mismo título: Summa Theologica, en gordas letras antiguas.
—Esta obra, este monumento, este tabernáculo—prosiguió el canónigo—resume también, probado y purificado, es cierto, en el crisol de Santo Tomás, todo el saber del Estagirita; pero, a fin de formaros en la veneración de este otro filósofo admirable y defenderos contra ciertas ideas que corren como peste por las aulas, quiero leer agora, a guisa de vestibulum, un opúsculo que acabo de componer contra Pedro Pomponacio y algunos españoles que, siguiendo la singularidad de Alejandro Afrodiseo, afirman que Aristóteles sintió y escribió que el alma racional muere con el cuerpo.
Quitando primero la despabiladera que señalaba la página, tomó de encima de la mesa un cuaderno manuscrito. Luego sentose junto al velón, calose las gafas y comenzó la lectura de su apología peripatética.
Ramiro no pudo disimular su aturdimiento. Su semblante denotaba a las claras el vértigo.
—No os importe—le dijo el canónigo al terminar—si de esta primera vez no cogisteis el sentido. Mañana habrá lectura aclaratoria.
Había sido colegial trilingüe en Salamanca, estudiando después artes y teología. No había quizás en toda España otro Lectoral que conociese como él la Sagrada Escritura. Sus explicaciones del Antiguo y Nuevo Testamento, todos los lunes y viernes, atraían a la iglesia a los más doctos seglares de la ciudad y a muchos estudiosos de los conventos. ¡Y qué controversista! Ninguno de sus colegas de Cabildo podía seguirle a través de sus primos y secundos, de sus ergos y distingos. Tomaba la proposición del adversario, y en un dos por tres, con ultrajante sonrisa, se la hacía picadillo bajo aquella arte cisoria de la dialéctica que él manejaba de asombrosa manera; pero si al dejar caer su conclusión el contrincante no se declaraba vencido tornábase al pronto injurioso y mordaz, el labio se le crispaba hacia fuera, los ojos se le hinchaban de cólera, y era sabido que aquella mano, que dejaba caer la bendición desde el altar, había zamarreado del alzacuello a más de un eclesiástico.
Si bien no estaba dotado de una mirada filosófica precisa y penetrante, si no era capaz de esos aletazos del espíritu que sacuden la telaraña de la rutina, su concepto teologal tenía la solidez de un peñasco. ¿Quiénes eran los constructores de la doctrina que él profesaba? Aristóteles, los Padres de la Iglesia Latina, Santo Tomás. Pensar que algún hombre moderno pudiera enmendar a aquellos maestros sublimes era demencia. ¿Cuál había sido el credo filosófico sobre el cual España fundara su envidiada grandeza? Aquél, y no otro... Ergo! Pero él conocía demasiado el oculto propósito de las nuevas doctrinas, y en cuanto a los que combatían en España los principios de los escolásticos, los que negaban la autoridad de los antiguos maestros, las especies inteligibles, los fantasmas de la representación y hasta la inmortalidad del alma racional, no eran sino aliados del extranjero o instrumentos del Demonio.
El veía a España acechada por innumerables enemigos. Dado que no era posible vencerla en guerra franca y varonil, buscábase ahora minar aquella unidad religiosa que la hacía invulnerable introduciendo en su seno la disputa, la secta, el desorden. Herirla en su fe era enfermarle el vigor. La herejía era más temible que todos los ejércitos. La herejía era el rejalgar que, una vez en la entraña, daba al traste con la más firme entereza, y, según él, ya el tósigo estaba en parte sorbido. Valladolid era un foco de luteranos. Salamanca, un seminario de herejes. Los discípulos de Valdés y de Ramus, los secuaces de Erasmo y de Lutero eran asaz numerosos. Su antiguo condiscípulo Francisco Sánchez, el Brocense, lanzaba una sucia palabrota contra Santo Tomás, cuando se invocaba su autoridad sublime en las disputas. El Cardenal Arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, luteranizaba en su Catecismo Cristiano. Había llegado, pues, ese instante supremo en que una batalla se pierde por una pausa de la voluntad. No era el caso de discutir proposiciones, sino de extirpar de cuajo las bubas aquellas y cicatrizarlas para siempre con el fuego purificador. Nada de complacencias, ni melindres. ¡La podrido a la hoguera, y amén!
¡Ah! ¡qué sería de España si llegara a verse desgarrada por una guerra de religión como las naciones del Norte! Sus enemigos no dejarían escapar la coyuntura. El francés se daría la mano con el turco, Flandes se entendería con Albión, para el caso; y todos, a un tiempo, se lanzarían sobre ella, desjarretándola por la espalda traidoramente, por medio de un levantamiento general de los numerosos moriscos de Aragón y Andalucía, que no esperaban otra cosa que una señal extranjera.
El canónigo encontraba que el Santo Oficio alargaba por demás los procesos. Era menester no perder un instante y no olvidar que la responsabilidad de España ante el Señor era mucho más grave que la de cualquier nación de la tierra, pues todo la señalaba como al pueblo elegido, como al moderno Israel. El Altísimo manifestaba su elección, no sólo en los triunfos que le acordaba, sino también en las plagas y desastres con que castigaba sus desfallecimientos. El hambre y la bancarrota que la afligían al presente, así como la pérdida de la Invencible Armada, ¿qué eran sino los azotes provocados por su tolerancia con los moriscos y los herejes? Roma era para Dios su solio en el mundo; España, su hierro, su diestra siempre armada, su ejército de arcángeles. Roma era la ciudad de Pedro, del Pontífice y del mártir. España, la hueste de aquel Santiago Apóstol que hacía cruzar al fin de las batallas su visión ecuestre y vengadora, esparciendo el pavor entre los infieles. Pero el día en que España volviese el rostro al Señor los enemigos entrarían pisoteando la sangre de sus mujeres y sus párvulos, como los soldados de Tito en Jerusalén.
Y a pesar de aquellas duras ideas, Vargas Orozco era hombre de una bondad profunda. Vivía la vida como un rancio hidalgo español, con el fondo del alma. Todo cuanto no era preciso a su modesto vivir lo derramaba en limosnas. Interesábase con sensible corazón en las más prolijas aflicciones de los demás, y, ante las desgracias de familia, que su ministerio le obligaba a presenciar de continuo, se le veía sollozar a la par de los deudos, pronunciando patéticas palabras que se grababan en la memoria de todos como tierno y docto epitafio. Pero cuando se entraba en el terreno de las grandes culpas colectivas, cuando se tocaba a los sagrados mandamientos o al dogma, su corazón se cerraba como un puño. Impregnado, desde joven, del espíritu del Antiguo Testamento, vibraba él mismo esa justicia rencorosa, inexorable, tremenda, que parece rugir como un trueno a través de los versículos. Allí millares de vidas humanas eran trituradas por Jehová para salvar un rito o expresar un precepto. Para Vargas Orozco los hombres eran comparables a vasijas de barro, las cuales no valen sino por lo que guardan, y que, una vez que se impregnan de una materia corrupta, conviene destruirlas y hacer otras nuevas.
Su espíritu de mortificación era grande y su severidad de costumbres tanto más meritoria cuanto que se veía continuamente acosado por tenaces tentaciones, que el Demonio hacía surgir con preferencia de los mismos pasajes de la Escritura, revestidas de suntuosidad y desprendiendo un olor raro y voluptuoso de Oriente.
Noche y día rondaba el Tentador en torno de su alma. A veces, en las horas de estudio, el canónigo creía percibir una ala membranosa y repugnante que aventaba las cenizas del brasero, que se chamuscaba en la llama del candil, que volteaba de un golpe el reloj de arena sobre sus escritos. Pero era, sobre todo, durante la noche, en el lecho, antes de dormirse, cuando el lectoral libraba sus combates acerbos. Un mismo súcubo, terrible de sedosidad y de hermosura, se deslizaba junto a él, bajo las mantas, haciéndole correr por sus carnes un goce diabólico, largo contacto odioso y dulcísimo que los rezos continuados no lograban desvanecer. Otras veces una mano invisible descorría colgaduras de alcobas. ¡Alguna enjoyada desnudez le esperaba a él, sólo a él, en el sosiego de la noche; sus cabellos olían como un perfume derramado y su rostro, su precioso rostro era el de alguna hija de confesión!
¡Qué batallas, qué luchas aquéllas! Mientras el espíritu clamaba de horror, la carne traidora se refocilaba en un baño de deleite. Arrojábase entonces al suelo, y descolgando las disciplinas, se castigaba con ellas hasta quedar cubierto de sangre, como el Señor en la columna. Pero apenas volvía a cerrar los ojos para dormirse, el Maldito, variando su magia, hacíale experimentar de manera poderosa, invencible, el vértigo de la soberbia. Ora le ensayaba sobre su cráneo de sacerdote la mitra demasiado estrecha o el capelo demasiado justo; ora la triple tiara pontificia, que parecía fabricada en un todo para su cabeza, única y sublime. Una aclamación de multitud universal estallaba a sus pies, y sentíase flotar, excelso y rígido, sentado en un trono resplandeciente.
Luego, abolida la voluntad durante el sueño, acudía en cuatro pies a las bocas pintadas de las sacerdotisas idólatras, que, extendidas bajo los cedros, temblaban de lujuria como panteras...
Si al llegar a la Catedral le decían que el canónigo no se había levantado aún de la siesta, Ramiro esperaba paseándose por las naves. A aquella hora la iglesia estaba casi siempre como hechizada de quietud y de silencio. El solo rumor de un escaño que removía el sacristán, provocaba un eco prolongado y enorme. Una sombra terrosa y centenaria dormía al pie de los altares, entre las columnas, sobre las lápidas.
¡Cuán dominante misterio desprendían para él los sitios obscuros de la iglesia, aquellas capillas graves, aquel ábside pardo y polvoriento donde siempre reinaba una penumbra sepulcral! Los años se amontonaban allí dentro, unos sobre otros, insensiblemente, como hojas de un infolio.
Ramiro hollaba las losas con respeto profundo, y su espíritu se henchía de una abstracta emoción de majestad y de muerte al recorrer las inscripciones de los enterramientos. Algunos guardaban personajes completamente olvidados, y decían apenas: «Don Cristóbal y su mujer», «Alonso», «Doña Bona»... Durante muchos años dichos nombres tuvieron quizás ilustre elocuencia; pero ahora eran menos aun que el hueso suelto que nuestro pie remueve en los osarios.
En cambio, sus ojos descifraban con orgullo nombres de eclesiásticos y caballeros de su propio linaje: «Sepultura del muy virtuoso Señor Don Nuño Gonzalo del Aguila, arcediano de Avila...» «Aquí yace el noble caballero Gonzalo del Aguila...» «Aquí yaze el honrrado caballero Diego del Águila, que Dios aya...»; y, al mirar el ave simbólica esculpida como una divinidad doméstica en los blasones de piedra, parecíale que una voz de otra vida le incitaba a la dominación y a los honores.
Otras veces, por el contrario, su ánimo daba un vuelco repentino, al recordar, ante aquel aniquilamiento de todos los afanes del hombre bajo una piedra roída, las palabras de su madre y del monje franciscano sobre la vanidad y la ambición. Pensaba entonces que él mismo no era sino un fuego fatuo escapado de aquellos huesos ancestrales y destinado a vagar un instante en la noche del mundo. No había, pues, cosa mejor que vestir el penitente sayal y preparar, entre cuatro paredes desnudas, la salvación eterna.
En ocasiones, cuando el tiempo alcanzaba, subía a las torres. Holgábale contemplar la ciudad y la campiña desde las ventanas del campanario, y sus ojos solían detenerse en cierta mansión, unida a los muros, hacia la parte del Norte. Cierta vez descubrió un puntillo movedizo, un cuerpecito minúsculo que atravesaba el huerto, subía los escalones del torreón, y se asomaba luego a las troneras. Era ella seguramente. El no había querido volver a la casa de don Alonso, y se había jurado olvidar a Beatriz para siempre. Con cuán victorioso despecho preguntábase entonces: ¿Cómo el alma del creyente podía correr en pos de un grano de vida como aquél, de una migaja de sensualidad efímera, y a veces emponzoñada, si Dios le ofrecía desde el cielo los goces infinitos y eternos?
Tales sentimientos comenzaban a abrirse hondo cauce en el alma de Ramiro, cuando su mismo maestro trajo la primera perturbación al abordar de lleno el tema de las tentaciones. Explicó el origen y la naturaleza del Demonio, la transformación horrible de sus formas angélicas al caer del cielo a los infiernos. Distinguió la bestialidad: omnem concubitum cum re non ejusdem speciei, de la demonialidad o copula cum Dæmone, que algunos teólogos confundían, y disertó, en fin, largamente sobre el comercio con los íncubos y súcubos de donde, aliquoties nascuntur homines.
—Y es de este modo—afirmaba—como debe nacer el Anticristo, según un gran número de doctores, y como nacieron Rómulo y Remo, según Tito Livio; Platón el filósofo, según San Jerónimo; Alejandro el Grande, según Quinto Curcio; el inglés Merlín, engendrado por un íncubo en una religiosa hija de Carlomagno; y, para decirlo todo, el maldito heresiarca que llevaba el nombre de Lutero.
Era menester mucha cautela.—La tentación—decía—palpita por doquier. Todo es arma y cebo para el Demonio.
Un día que Ramiro le llevó en obsequio una hermosísima pera, en un cestillo de mimbre, el lectoral comenzó a saborearla sin quitarle la piel. Era una pera de las que llaman calabaciles por su doble turgencia. De pronto, al hincar su mordedura en la parte más gruesa, hizo un gesto espantoso y arrojó la fruta al corredor, sacudiendo los brazos y exclamando:—¡Vade retro, vade retro! El Enemigo acababa de mostrarle en aquella poma ceñida y abultada las formas de la mujer.
Desde entonces el mancebo comenzó a vivir en una inquietud imprevista, a concebir la virtud más difícil y a experimentar en toda su carne, tranquila hasta entonces, un hormigueo de instintos que mareaba por instantes su cerebro como vapor de cubas en el lagar.
Una tarde fría de febrero, al retirarse de la lección, y después de haber oído leer a su maestro un docto comentario sobre el Cantar de los cantares, Ramiro topó con Aldonsa junto al pilar de la escalera. Ella le invitó a subir a la torre. Un instante después uno y otro escalaban los peldaños. De pronto la campanera se detuvo y arrimó la luz del farol al rostro del mancebo. Ramiro se detuvo también, y su mano temblorosa reconoció que la moderna Sulamita había puesto en libertad «los cervatillos mellizos» del cantar.
Allí se deshojó su doncellez, sobre aquellos escalones tenebrosos, donde dormía un olor sagrado de cirios y de incienso.
Al levantar los ojos para pedir perdón por su horrible pecado, hallose frente a frente con la figura del campanero, que, cinco o seis escalones más arriba, esperaba impasible, sosteniendo en la mano encendido candil. ¿Qué tiempo hacía que estaba allí? Ramiro le miró naturalmente y comenzó a descender, en la sombra, palpando los muros, sin pronunciar vocablo.
Una vez afuera caminó con nueva arrogancia. La brisa que llegaba por la calle de la Muerte y la Vida oreaba en su labio un dejo impuro y febril.
A los diez y siete años, merced a un precoz desarrollo, Ramiro tomó un aspecto recio y adulto. Su ceño altivo, así como sus anchas espaldas, imponían, a todo el que hablaba con él, un trato ceremonioso. Generalizaba ahora el pensamiento, buscaba el oculto sentido de cada apariencia, creía descifrar, con juvenil soberbia, los enigmas supremos.
Llevaba demasiado largo, en contra del uso, el renegrido cabello, y su tez, extremadamente pálida, como si la constante meditación le enflaqueciera la sangre, recordaba esa misteriosa blancura que la luna pone en el mármol.
El, que esperó encontrar en el canónigo un consejero de humildad, recibió de su verbo la brasa viva de la ambición. El nuevo maestro interrumpía a menudo sus lecciones para historiarle los grandes hechos de aquel ilustre linaje de los Aguila, fundado por el adalid Sancho de Estrada, venido de Asturias; y nombrábale también guerreros admirables, hijos de aquella ciudad que, aunque pequeña, representaba en España el primer seminario de honra y caballería. En todas partes los avileses se señalaban por su don de mando y su saña en la lucha. Sancho Dávila, apellidado El rayo de la guerra, servía ahora de ejemplar a los flamencos.
—¡Quién pudiera devolverme mi mocedad y darme algunos años de la vida gallarda y desembarazada del soldado!—exclamaba el canónigo.
No quería decir con esto que estuviese arrepentido de la nobilísima carrera a que le había inclinado su constelación, no, mil veces. Pensaba tan sólo que con un coleto de ante, un morrión y un acero toledano, escogiendo a su guisa las comarcas, hubiera hecho mucho más en bien de la Santa Fe Católica que dejando correr sus días atado con cordeles de calumnia y de estulticia a una poltrona canonjil. Confiole a Ramiro, sin rodeos, las sordideces y mezquindades de aquella asfixiante existencia de sacristía, y díjole el furor y la insólita crueldad con que todos sus colegas se habían ligado en contra suya cuando se trató de ofrecerle una silla episcopal.
—Los muy bellacos y alicortos—decía—barruntan que apenas el águila se encarame y pueda hender el espacio, volará muy alto, muy alto.
El anhelo impaciente de una mitra era ahora más fuerte que su virtud y el gran pecado de su alma.
Dominado por la reverente admiración que profesaba a su maestro, y habiéndole entregado desde los primeros días todo su ánimo, Ramiro miró derechamente la senda que señalaba aquella mano sacerdotal. Ya no dudó que en la carrera de las armas, siguiendo el ejemplo de sus antepasados, pudiera ser tan útil a Dios y a la Santa Iglesia como en el claustro o en el púlpito. Diose entonces a descifrar los añejos pergaminos de su familia y a leer la historia de los grandes capitanes de Roma y España. Al pronto, las representaciones de su propio porvenir se confundieron y conformaron a los grandes episodios antiguos. Alucinado por la lectura, llegaba a creerse, él mismo, el héroe de la narración. Fue sucesivamente Julio César, el Cid, el Gran Capitán, Hernán Cortés, don Juan de Austria. Al tomar en sus manos Los Comentarios, era él quien conducía las cohortes a través de las Galias; pero, en los idus de marzo, más sagaz que el dictador, atisbaba la traición de Junio Bruto y, escondiendo una espada bajo la toga, entraba a la Curia y mataba uno a uno a los conjurados. Vencía a los moros en innúmeras batallas, brindaba a la España el reino de Nápoles o el imperio de Moctezuma; y, por fin, de pie en el castillo de una nave inverosímil, destruía para siempre toda la flota del turco, en un nuevo Lepanto prodigioso, que su imaginación soñaba según las estampas.
El resultado fue que llegó a creerse elegido por Dios para continuar la tradición de las glorias inolvidables. Suprimió de su campo mental lo mediano, lo prolijo, lo paciente. Todo lo que no era súbito y heroico le dejaba impasible, sintiendo en sí mismo una confianza, una certidumbre absoluta de alcanzar de un golpe los honores más altos y de llegar a ser, en poco tiempo, uno de los primeros paladines de la Fe Católica en la tierra.
Una tarde, sentado sobre una peña en la hondonada que corre entre el Convento de la Encarnación y los muros de la ciudad, Ramiro, dejaba rodar sus pensamientos.
Aquel sitio único exaltaba su alma, haciéndole escuchar, en su ilusión, gritos de guerra, suspiros de éxtasis.
Jubilosa coloración de oro húmedo brillaba en las colinas. Había llovido hasta las tres de la tarde, y la tempestad se alejaba hacia el naciente, abriendo grandes claros de nácar etéreo. Caprichoso penacho de nubes doradas y purpúreas se alargaba por encima de la ciudad, conservando todavía el movimiento de la ráfaga que lo había retorcido. La áspera muralla reflejaba una amarillez alucinante, que parecía nacer de ella misma.
Hablábase con insistencia, en aquellos días, de una posible sublevación de todos los moriscos de España, ayudados por el turco. En algunos palacios de la ciudad se celebraban frecuentes reuniones, donde se cambiaban noticias y se discutían pareceres. La casa del señor de la Hoz era al presente, todos los miércoles y domingos, un hormiguero de eclesiásticos y grandes señores. Su campaña de la Alpujarra y su conocido encono contra los falsos conversos señaló, desde el primer momento, a don Íñigo como un jefe de asamblea. Ramiro pensaba ahora si de todo aquello no surgiría la ocasión de iniciar su renombre.
Pasaron dos menestrales. El mancebo comprendió que eran oficiales de cantería por el polvo de piedra que blanqueaba sus manos. Venían hablando de comida y de jornal:
—Yo, viendo que ninguno se meneaba, me planté como un pino ante el maestro, e le dije que, con el salario que él nos daba no alcanzábamos a llenar la olla a los nuestros, e que con la sopa de torrezno y el vil mendrugo de hogaza que de él recebíamos, se nos iba secando la enjundia.
—¿Qué os respondió?
—Respondió: malos monjes seríais vosotros, picaronazos. Sabed que haríais morir de envidia a muchos obispos.
—¿Eso dijo?
—Cabal.
—Paciencia, Martín.
Ramiro meneó la cabeza con un gesto de enfado.
Pasó un monje franciscano montado en un borrico ceniciento. Santa leticia brillaba en su rostro. Su desnuda pierna vellosa asomaba por debajo del sayal. Castigaba a su caballería con un gajo de bardaguera. Al buen fraile se le importaba una higa del aspecto de su figura...
Ramiro consideró la fuerza de aquella dicha superior que así se burlaba de todas las vanidades del hombre.
Vio llegar después una mujer vieja y espigada, la nariz corva, morena la tez, la mirada abstraída. Su negro ropaje andrajoso estremecíase en el céfiro como un libro quemado. Caminaba lentamente golpeando el suelo con el bastón. A pesar de aquel aspecto de miseria, llevaba ambos brazos ornados de brazaletes de alquimia, y un doble collar de cuentas, que imitaban la turquesa, caía sobre su pecho. Al llegar junto a Ramiro, mirole fijamente, apoyando ambas manos en el báculo. El mancebo sacó una moneda para ofrecérsela. Pero la mujer preguntole:
—¿Sois muslim o castellanuelo?
—Cristiano viejo, por la gracia de Dios—contestó Ramiro.
La mujer rehusó la limosna, y tendiendo el brazo:
—Yo vengo a desengañarvos agora, descreyentes, servidores de las ídolas—exclamó con voz agorera y fatal.—Echaréis a Agar y a su fiyo, está escribto, y con ellos irase la dicha. Ya no habrá quien vos riegue la vega, ni quien enseñoree el arado, ni quien sepa sembrar y recoger, ni quien os adobe olores finos. El torno, ¿quién sabrá manejallo? ¡Oh!, los de Islam, estáis con las manos agrillonadas; pero la sufrencia es buena ventura. ¡Sabed que el paraíso es prometido a los sufrientes y serán honrados en gradas altas y aventajadas!
Ramiro no pudo vencerse y enseñó la palma para que le predijera su destino.
—¡Tu jofor, tu jofor!—balbució la morisca.
Pero apenas hubo tomado en las suyas aquella mano delgada y enérgica, soltola de pronto.
Ramiro, al volver instintivamente la cabeza, hallose con la figura del canónigo que, de vuelta de la Encarnación, le había reconocido y se acercaba.
—Chiromanciam habemus—gritó el lectoral.
Ramiro sonriose. El canónigo sacó entonces una moneda de plata y se la alargó a la mujer. La morisca tomola temblando y comenzó a alejarse lentamente. Un instante después, maestro y discípulo escuchaban el rodar de la moneda sobre los guijarros.
Entonces, de vuelta a la ciudad y en busca de la Puerta del Adaja, el canónigo compuso la siguiente oración:
—Ya ves, hijo mío, el amor que nos tiene esta raza de Ismael. He ahí una anciana miserable que prefiere seguir gimiendo, cual una loba hambrienta por los caminos, antes que aceptar nuestra limosna. Aparentan haberse convertido, y son tan moros como en Africa. Van como arrastrados de los cabellos a aprender la doctrina, y sólo el temor les hace llevar sus hijos a nuestras iglesias para recibir el bautismo. Pero, ansi que llegan a sus casas, les roen la mollera con un trozo de cacharro o el filo de un cuchillo, lavándoles en seguida prolijamente para quitalles hasta el último resto de la crisma sacramental. Luego vuelven a bautizalles a su manera, con nombres moros que llevan en secreto hasta la muerte. No comen jamás de res alguna que no haya sido degollada por manos infieles, dirigiendo la cabeza del animal hacia el Oriente, hacia la Meca, hacia el alquibla, como ellos mesmos se expresan. No beben vino ni prueban puerco, para distinguirse de nosotros, y, a puerta cerrada, observan su cuaresma y todos los ritos de su secta diabólica. Yo he visto en el fondo de sus casas, en Andalucía, baños de mármol o azulejos, donde los hombres se sumergen y perfuman como rameras, según su costumbre infiel y lasciva. Los mozos aturden las calles del arrabal con sus voceríos salvajes, y son todos dados al adufe, a la gaita, a las sonajas, a los entretenimientos lúbricos de la danza y a los paseos de fuentes y pensiles que corrompen y reblandecen el ánimo.
Hizo una pausa para mondar el pecho, y luego que hubo escupido reciamente, prosiguió:
—En los lugares públicos hacen acatamiento a la Santo Cruz, claro está; pero, cuando se hallan sin testigo ante alguna ermita o humilladero, le hacen sufrir toda clase de escarnios. Yo mismo he sorprendido en las cercanías de Talavera algo horrible. Varios de estos perros malditos habían ido por leña a un bosque del contorno. Uno de ellos, al regresar, tuvo que descargar su vientre, y habiendo hecho una cruz de dos astillas de roble, la clavó bien derecha en la inmundicia, y dejola. Yo fui el primer cristiano, sin duda, que atinó a pasar por aquel sitio. Viendo a mi amada cruz en tal estado, corrí por ella, e hincándola entre la raíz de una encina, me puse a adoralla. Consérvola aún celosamente, por la injuria que sufrió, como si fuera hecha de los huesos de un mártir de Roma.
El sol acababa de ocultarse. Los cerros del poniente recortaban escueto y pardo perfil sobre el horizonte de fuego. Maestro y discípulo llegaron hasta la esquina nordeste de la muralla y doblaron en dirección al mediodía. Abajo, hacia la derecha, entre los obscuros peñascos, el agua del Adaja despedía un resplandor de oro ígneo. Las iglesias habían concluido de tocar las oraciones, y la próxima campana de la ermita de San Segundo conservaba todavía un zumbido soñoliento.
—¿Qué hacer—continuó diciendo el canónigo—con este enemigo casero tantas veces perdonado? ¿Qué hacer con este siervo alevoso, que de día nos aborda con la sonrisa en los dientes, mientras acecha de noche nuestro sueño con la mano crispada sobre corvo puñal? Tu abuelo, Ramiro, me ha dicho, y nadie sabe como él estas cosas, que esos arrieros y trajineros moriscos que topamos por las carreteras durmiendo al sol junto a sus botijos, llevan y traen mensajes sediciosos de Aragón a Granada y de Granada a Aragón, pasando por Castilla; y no hay ya quien ignore que la conspiración cuenta con todos los moriscos del reino.
La luz se apagaba en el cielo; pero el canónigo peroraba cada vez más exaltado, como si ensayase, en la soledad del camino, la alocución solemne que intentara pronunciar en alguna asamblea.
—Algunos dicen que la expulsión de los moriscos traería la ruina de España. La avaricia moderna, señores—exclamó esta vez.—¡Ah! ya son contados aquellos clarísimos varones de antaño que preferían un grano de honra a todas las alcancías repletas del moro y del judío. Hogaño, los nobles de Aragón son los más sañudos encubridores y abogados destos perros infieles; y llena está Castilla de cristianos viejos, engolosinados con el dinero moruno, que siguen su ejemplo. Piensan que con los hijos de Mahoma se iría el lucrar y el sabroso vivir, y sus tierras se cubrirían de hierbas malignas. Aquí mesmo, en la ciudad de los Leales, de los Caballeros, de los Santos, la mayoría del Ayuntamiento está en contra de la expulsión. ¿Y qué mucho—añadió, bajando la voz y hablando casi al oído del mancebo,—si la Inquisición, la Santa Inquisición, recibe cincuenta mil sueldos al año de las aljamas aragonesas?
Dirigiéndose a personajes ilusorios, que él veía animarse, sin duda, en el teatro de su imaginativa, prosiguió:
—¿Decís que la expulsión reduciría a menos de la mitad la riqueza del reino? Tanto mejor, señores golosos. ¿Qué estado más digno y saludable para una república cristiana que la pobreza? Los bienes superfluos traen la libertad y la avaricia, del mismo modo que el agua rebalsada cría sabandijas y sapos inmundos; la lascivia triunfa y los ánimos pierden la primitiva rudeza, a la par de las espadas que se afinan como alfileres y se les recubre de terciopelo y pedrería para no amedrentar a las damas en los estrados. Livio afirma que la mucha prosperidad y abundancia de Roma, le acarrearon todos los males, y que por esta causa llegaron los romanos a los extremos del vicio. Si consultamos a Juvenal—volvió a decir,—él nos declara que no hay linaje de maldad en que los romanos no cayesen desde que abandonaron la pobreza. ¿Fue acaso opulento el pueblo de Israel, el pueblo de Dios? Si hemos de vivir con la opinión, dice nuestro Séneca, jamás seremos ricos; si con la naturaleza, jamás seremos pobres. Yo sé decir que nunca he visto emprestar a los usureros para comprar aceitunas, pan o queso. Siempre vi que el uno lo busca para caballos, el otro para galas, el otro para rameras. Vuelvan, pues, enhorabuena, aquellos siglos dorados, o siglos de bellotas, como también se les llama. Cesen este loco rodar de carrozas y estos desfiles de lacayos, ebrios de vanidad y de vino, ambas cosas hurtadas a su señor. Renazcan las antiguas virtudes severas, la mesa parva, la rica devoción, y que la mengua de las vestiduras nos haga llegar mejor a las carnes la saludable franqueza del viento.
Había terminado y escupió varias veces.
Entraron en la ciudad por la Puerta del Adaja. Las callejuelas estaban llenas de penumbra plomiza y temblorosa. Algunos bodegones encendían sus candiles y las puertas volcaban sobre la calzada mortecino resplandor anaranjado. Un viejo sentado a una ventana, con la sien pegada a la reja, miraba al cielo rezando su rosario. En otra ventana, sin luz, era una joven la que rezaba. Su rostro tomaba el tinte ceniciento de la hora y su pupila fosforescía de modo extraño.
Como sí aquella quietud le hubiera incitado a destapar el silo más hondo de su conciencia, el lectoral, que había dado por concluido su discurso, prorrumpió de nuevo, aunque en un tono menos oratorio y más dulce:
—El ánimo compasivo sólo debemos empleallo, hijo mío, en las ocasiones privadas y menudas de la vida, según lo manda la ley evangélica. Nuestro propio instinto nos ofrece una grande enseñanza cuando nos hace salvar una mosca que se ahoga en un vidrio y otras veces pone en nuestra mano retorcido lienzo y nos las hace matar a centenares sobre la mesa y el muro. Alargue aquél su limosna al pordiosero, aunque lleve en su mano un Alcorán; compadézcase éste del huérfano y la viuda, aunque sean de la secta maldita de Mahoma; ofrezca de beber al muslim sediento que pasa, o pida de su cántaro a la infiel, como Jesús a la Samaritana; nada digo, que todo esto lo enseña el mesmo Evangelio, que es ley individual y pan de cada día; pero, sonada la hora grande y justiciera, sepamos cumplir sin melindres los designios del Señor, porque hay otra ley, hijo mío—agregó levantando la mano y la voz como un antiguo profeta,—otra ley más anciana, ley de los pueblos; hay otro testamento, donde Dios mesmo, con su propia palabra, dicta la sentencia a los impíos, diciendo a Moisés: «Pondrás con mi favor el cuchillo a la garganta del Amorrheo, del Cananeo, del Pherezeo, del Hetheo, del Heveo, del Jebuseo hasta quitalles la vida»; agregando: «y no tengas con ellos misericordia», nec misereberis earum. Y así mismo, por boca del profeta Samuel, mandole decir a Saúl que destruyera a los Amalecitas, sin perdonar hombres, ni mujeres, ni niños aunque fuesen de leche, a fin de no dejar rastro ninguno de ellos ni de sus haciendas. Nosotros debemos también, como un acto expiatorio, descepar de cuajo de nuestro suelo esta planta ponzoñosa. No echemos en olvido que somos, en los modernos tiempos, el pueblo de Dios, como lo fue Israel en los antiguos. Nada debe extrañarnos que pueblos semibárbaros como Inglaterra, Alemania, Bohemia, Hungría se contaminen; pero ¿cómo habemos de tolerar nosotros, de quien Dios no aparta su confianza, al siervo idólatra y blasfemo en nuestra propia heredad? Ya sea por la expulsión sempiterna, ya por el total exterminio, si el caso lo pide, haciendo en ellos un Vesper Siciliano, antes que lo hagan ellos con nosotros, el cielo nos ordena, a las claras, rematar la obra de purificación.
—El miedo a la sangre, hijo mío—prosiguió diciendo el canónigo,—es un bajo instinto del hombre. Jehová se espanta del vicio, de la impiedad, de un solo pecado, pero no de la sangre vertida justicieramente. La sangre es el riego necesario de toda buena germinación, y el Señor la hace correr a su tiempo con la misma benignidad con que escurre los nublados sobre los surcos. Las vidas humanas no valen sino por lo que resulta de su sacrificio, como los granos de incienso. Ahora, si se quieren remedios más suaves, también los hallaremos en la Escritura.
Meditó un instante y continuó:
—Oigamos al profeta Osseas sobre la tribu idólatra de Efraim: «Dales a éstos, Señor... ¿Qué les darás a éstos? Dales vientres sin hijos y tetas enjutas.» Recapacitemos esta inspirada sentencia. Ella nos manda que lo que se ejecutó con las gentes de Efraim lo realicemos nosotros con los falsos conversos. Su Santidad, se entiende, lo permitirá, y médicos hay que saben cómo y con qué hacer con ellos y ellas este remedio; y sería un blando acabar, poco a poco.
Habló así, con tono doctrinal y apacible, sin asomo de saña. El mancebo le escuchó sorbiendo sus palabras como precioso jugo de sabiduría. Habían llegado, entretanto, a la plazuela de la Catedral. El templo levantaba su mole religiosa y guerrera en la calma cerúlea del anochecer. Un último reflejo dorado se apagaba en sus almenas.
El aire traía un tufillo de sartenes. El canónigo despidiose de Ramiro, y, al ir a penetrar en la iglesia, un lacayo le detuvo para decirle que el señor de San Vicente le mandaba llamar. La casa estaba a pocos pasos, en el barrio de San Gil.
El señor Felipe de San Vicente, individuo del Consejo de las órdenes, Comisario de la Santa Inquisición y antiguo gentilhombre del Rey, recibió cordialmente al canónigo, tomándole una y otra mano en las suyas. Luego, después de haber echado los cerrojos a las puertas, preguntole con brusquedad y misterio:
—¿Podría vuesamerced, señor canónigo, indicar algún hombre seguro para una dificultosa misión en servicio de Su Majestad y del reino? Advierta vuesamerced—agregó—que debe ser de harta limpieza de sangre, de mucha religión, de mucho ardid y denuedo, y joven, cuanto posible, de suerte que sus idas y venidas puedan achacarse a un amorío, por ejemplo.
El lectoral comenzó a estrujarse el labio inferior, como si buscara arrancarse por aquel medio el nombre propio que convenía. De pronto, después de breve silencio, sus ojos se llenaron de claridad y respondió con viveza.
—Sí, tal. Ya le tengo.
—Conozco a vuesamerced, y doy, desde luego, por seguro, que habrá escogido con acierto—replicó entonces el hidalgo, acostándose, casi, en el sillón y estirando hacia el brasero sus piernas metidas en calzas de velludo pardo.
En seguida, con verbosidad soñolienta, entrecortada sólo por los ásperos esfuerzos con que descargaba de rato en rato su garganta, fuele diciendo que, según recientes averiguaciones, los moriscos preparaban un levantamiento general en todo el reino, y que era menester sorprenderles con las manos en la masa.
—Tenemos sospechas—agregó—de que en esta ciudad existe un escondite de conspiradores, donde continuamente se reciben mensajes sediciosos de Aragón y Valencia. Pero todo esto, señor canónigo, precisamos saberlo con certeza, pues la mayoría del Ayuntamiento aboga por ellos, y abundan en toda España señores de título que, por no ver sus tierras abandonadas, les tienden solapadamente la mano.
Dijo luego que la Junta de Madrid acababa de encomendarle, sin atender a su edad y a sus dolencias, aquella difícil misión, que él quería compartir con un hombre de iglesia, cuyo especial ministerio le pusiera en mejores condiciones para conocer las dotes o defectos de algún vecino de la ciudad. Con la voz cada vez más ronca y más baja, pasó luego a explicar las instrucciones que el canónigo debía transmitir a su agente. El mismo se narcotizaba con su propio discurso. Ya era imposible comprenderle. Su palabra vacilaba, se extinguía. Entonces, escupiendo, por última vez, dobló la cabeza sobre el hombro, y quedose dormido.
El lectoral no supo qué hacer. Los cerrojos estaban echados y las mechas del velón crepitaban en ese momento, amenazando apagarse. No había, tampoco, un solo libro sobre la mesa, y él había olvidado su breviario. Pensó entonces que no hay situación en la existencia que resista a un esfuerzo superior de filosofía y, olvidando la circunstancia y la hora, púsose a contemplar a aquel hombre de obscuro entendimiento que, había logrado fácilmente los altos honores, hasta ser uno de los más influyentes personajes de la comuna, tenido en gran predicamento por el Rey. Su estatura era menos que mediana, su espalda un tanto jibosa, su barba rojiza. Había en todo su rostro una tristeza cómica de bufón. Su labio inferior se alargaba hacia afuera con lúbrico y tembloroso gesto.
La estirpe de los San Vicente era antigua en la ciudad, aunque no de las más ilustres y encumbradas. Arrancaba, sin embargo, de una María de La Cerda y exornaban su árbol genealógico Juan Mercado, primer caballero de Milán, Tomás de San Vicente, llamado el Valeroso, y, sobre todo, Ruy López de Avalos, condestable de Castilla. Los caballeros de su nombre podían reposar, por remoto privilegio, en el crucero de la iglesia de Santa María del Castillo, en Madrigal, favorecida por una capellanía del Condestable. Así también, en Avila, tenían derecho a ser enterrados en la parroquia de Santo Tomé, donde existe la capilla de su linaje; en Santo Tomás el Real, dentro mismo del templo; y en los lucillos de San Vicente, en cuya iglesia estaban pintadas las armas de aquella familia sobre los asientos de la capilla mayor, según uso calificado y antiguo.
Al observar la barba de Don Felipe, aquel rojo vellón donde la luz del aceite ponía ahora toques purpúreos, el canónigo pensó en las razas antiguas venidas hasta la Iberia desde los mares tempestuosos del Norte; y cerrando, a su vez, los ojos, soñó con repugnancia en bárbaros rubios y en carnosas hembras desnudas, con cabelleras color de naranja, como señaladas, desde entonces, por un reflejo infernal.
De pronto, la puerta se sacudió con estrépito, y oyose en el corredor una voz desesperada que comenzó a gritar:
—¡A mí! ¡A mí! ¡Socorro! ¡Soy muerto!
El canónigo saltó del asiento, descorrió el cerrojo y abrió. Era un lacayo. El infeliz, con el semblante blanco como el yeso, sin soltar de sus manos una silla de montar, cubierta de terciopelo azul, fue a arrojarse a los pies de su señor.
—¿Qué sucede?—preguntó mal despierto el hidalgo.
—Es don Pedro, don Pedro que me busca para acuchillarme. ¡Agora llega, ahí está!—agregó el lacayo, señalando hacia el corredor y temblando de pies a cabeza como endemoniado.
En efecto: instantes después, entró el hijo segundo, loco de ira y la boca contraída por una mueca de exterminio. Al topar con el sacerdote levantó la mano derecha hacia atrás y la lumbre del candil hizo centellear, en el aire, su larga espada desnuda.
El Señor de San Vicente meneó de un lado a otro la cabeza, con sonrisa agria, dolorosa. Entonces el segundón acercose al lacayo y pinchole el rostro con el acero.
—¡Teneos, en nombre de Cristo!—gritó reciamente el canónigo, asiéndole el brazo.
El mancebo se contuvo y envainó la hoja de golpe, mientras el criado examinaba su propia sangre en los dedos.
—No bastaba que fuese yo el desheredado, el estorbo, el hijo maldito, sino que agora les es permitido a los criados de mi hermano hacer mofa de mí—rugió el segundón, mirando de hito en hito a su padre y recorriendo a trancos la cuadra.—Vuestra es la culpa, señor, que me habéis rebajado a la par de la servidumbre. El mayorazgo, los honores, las caricias, todo es poco para Gonzalo. Precisáis, además, cubrille de joyas, como a un santo milagroso, dalle todo lo bueno; el mejor caballo, la espada más rica, y gastar en sus galas más de lo que podéis. ¡Oste! Ha poco le disteis el medallón de los rubíes, luego vuestra daga de oro y un talabarte bordado, ¡y a mí nada, nada!, y me dejáis andar por la ciudad pobre y andrajoso como un villanejo. Para un hermano el festín, para el otro el hueso y la asadura. ¿No nos parió ¡voto a Cristo! el mesmo vientre?
Afeminando la voz de modo burlesco, continuó:
—Idos a América o a Flandes, hijo mío, o entrad más bien en la Iglesia, y os daremos nuestra capellanía de Santa María del Castillo, en Madrigal: es lo que me decís todo el año. Pero aquesto no basta. Sabéis harto bien que soy amado de Beatriz desde niño y queréis asimesmo que le deje la dama a mi hermano. Es con ese pensamiento que me dejáis podrir sobre las carnes estas ruines bayetas, para que no pueda mostrarme ante mujer alguna. Mirad esta espadeja si no parece de vil estudiante. ¡Ah!, pero ruda y basta como es, sabrá vengar el entuerto. ¡Oste! Hace un año, señor, que os pedí un arnés para el rocín, y ni esto—exclamó, haciendo sonar la uña del pulgar en los dientes.—Agora os llega este caparazón y, despreciando mi demanda, se lo mandáis a él, que ya tiene sobrados. Todavía este puerco—exclamó señalando al lacayo—me lo enseña de lejos con sorna; se lo pido para mirallo, y echa a correr dando voces.
Don Felipe seguía moviendo, de tiempo en tiempo, la cabeza, sin levantar la mirada.
—¡Ah, señor!—prosiguió el segundón—la postre no os sabrá tan dulce como esperáis, ¡No! ¡No!—gritó bruscamente, golpeando con el tacón en el suelo y dando dos alaridos que resonaron de trágica manera, semejantes a la voz de un demente. Una de sus calzas se desató, dejando desnuda su pierna muy blanca y vellosa.
Esta vez el hidalgo se atrevió a decir:
—Calmaos, hijo; es la dura ley de la nobleza: sois el segundo. En cuanto a Beatriz, vos mesmo sabéis que ama a Gonzalo desde la infancia.
El mancebo fue a ponerse casi en cuclillas delante de su padre, y cara a cara, con los ojos fulgurantes y con voz ronca, aciaga, terrible, volvió a gritar:
—¡No! ¡No!...
En ese momento entraba el hijo mayor. Su venera, su espada, el joyel de la gorra, chispeaban en la penumbra. Al moverse dejaba oír rumores de metal y de seda.
—Seguro estoy—dijo soberbio, increpando a su hermano, después de haber saludado al canónigo—que reñíais a nuestro padre.
—Así es verdad—contestó el hidalgo;—me reñía porque os enviaba ese caparazón, con que me obsequia el alcalde de Toledo.
El lacayo se adelantó a ofrecérselo. Las armas de la familia estaban bordadas, a uno y otro lado, con sedas multicolores, sobre el terciopelo turquí, y, en toda la tela, el aljófar perlaba como cuajado rocío los arabescos de plata y de oro.
Ante aquel precioso jaez, el mayorazgo olvidó un momento a las personas que le rodeaban y pareciole verlo recubriendo su caballo valenzuela. El rostro de Beatriz, tras las celosías cruzó por su espíritu. Luego, como despertando:
—Dejalde, padre, que se atosigue con su propia ponzoña—exclamó.—Peor para él si no sabe aceptar su condición.
Esta frase, lanzada con arrogante menosprecio, fue como un fustazo en las orejas de un tigre. El segundón, tendiendo en el aire sus manos crispadas por el ansia fratricida, lanzó de su boca fiero torrente de insultos y amenazas incomprensibles; mientras el mayorazgo, inmóvil y descolorido, le miraba con sonrisa convulsa, la mano derecha en la daga.
De pronto, al escándalo de las voces, doña Urraca, la mujer del hidalgo, apareció en la puerta cual brusca visión. Todos volvieron el rostro hacia ella. Un silencio glacial se produjo en la estancia. ¡Hembra grave y hermosa! Una red de perlas le aprisionaba el retinto cabello. Su tez era pálida y morena, su empaque soberbioso. Hubiérase dicho una flor de hierro.
—¿Qué pensará vuesamerced—exclamó, dirigiéndose al lectoral—de tamaña vergüenza?
Luego, encarándose con su esposo:
—Nada de esto sucediera si no fuese vuestra cobardía. Poco falta ya para que nuestros hijos se acuchillen en vuestras barbas.
El hidalgo bajaba cada vez más la cabeza, y sus manos frotaban nerviosamente los brazos del sillón.
Doña Urraca prosiguió:
—¿Qué sangre villana lleváis en esas venas, señor, que no os deja volver por la honra de vuestra casa?
Herido por aquel ultraje, el hidalgo atiesó de pronto su cuerpo.
—Ya os he dicho mil veces, señora—replicó levantando la frente y mostrando sus ojos humedecidos,—que mi sangre es tan clara y tan limpia como las mejores de España. El señor canónigo que está aquí presente, y que conoce harto bien mi abolengo, podrá atestiguallo. ¿Por ventura—agregó poniéndose en pie—es cosa de nada un linaje que viene de Sancho de San Vicente y de doña María de la Cerda, y que cuenta con dos condestables de Castilla?
Su mujer le respondió con una sonrisa, entreabriendo apenas un extremo de su boca. En seguida, y habiéndose despedido del lectoral, levantó su preciosa mano, exornada de randas, y, mirando en los ojos a los mancebos, díjoles con imperio:
—Vosotros seguidme.
Volvió las espaldas, segura de ser obedecida, y desapareció. Los dos hermanos se fueron tras ella, y durante unos segundos oyose alejarse por el corredor el golpeteo de las espuelas.
Cuando el canónigo, ansiando retirarse, preguntó a don Felipe si podía decentar, desde luego, el asunto de la pesquisa, el cuitado señor tardó un buen rato en darse cuenta de la consulta. Meneó, por fin, la cabeza afirmativamente y le dijo que ponía, del todo, en sus manos aquella delicada misión.
Al hallarse de nuevo, sin testigos, don Felipe sacó de la faltriquera un viejo rosario y, besando la cruz repetidas veces, púsose a sollozar como una mujer.
El lectoral pasó toda la noche con la pupila abierta en la obscuridad, como un búho. Imposible dormir, y en todo su cuerpo una comezón inusitada. No era la conocida mordedura de las bestezuelas habituales. No. Era un ardor en la sangre, un hormigueo de voluntad, de impaciencia.
Antes del primer canto del gallo, descorrió las mantas del lecho, y en un santiamén, con verdadera brevedad eclesiástica, hallose vestido. Cogió entonces sus Horas Canónicas, y, como solía hacerlo a menudo, descendió a la iglesia para subir en seguida a la segunda plataforma del almenado Cimborio, que forma a la vez el ábside de la Catedral y el torreón más ancho y más fuerte de la muralla.
Era a fines de abril. El hálito del alba apaciguó en todo su ser la irritación del insomnio, como una ablución de rocio.
La niebla tomaba en torno vago irisamiento, cual si el amanecer encendiera su primer rubor en el naciente.
No se escuchaba rumor alguno. Avila dormía.
La esquila de algún convento dio un toque tímido, quedo, necesario.
El canónigo aspiraba con delicia un olor de piedra húmeda y de hierbas invisibles que sus pies hollaban al caminar.
Algunas formas rectangulares iban apareciendo, aquí y allá, como suspendidas en la atmósfera. Los techos insinuaban su confusión en tonos lechosos, más o menos intensos. El canónigo sentía nacer y flotar una confianza nueva, una bondad respirable, una media luz gozosa y virginal, que él asemejaba a la claridad que la eucaristía difunde en el alma.
Las torres y contrafuertes del templo fingían majestuosa visión entre el cendal de la aurora; y, a uno y otro lado, los cubos de la muralla se alejaban, solemnes y espectrales, cada vez más vaporosos, hasta desaparecer por completo. El canónigo sintió, como nunca, la evocación legendaria de las almenas. Galaor, Esplandián, Amadís, Lanzarote... desfilaron. Era la hora en que los caballeros andantes dejaban los castillos. Sus armaduras reflejaban la claridad nebulosa...
Un gallo cantó.
Hizo a un lado el recuerdo de aquellas historias dominantes, que le habían robado tantas horas de oración y de estudio, y, como no era fácil leer aun el Oficio, dejó de caminar y apoyó el codo en la piedra.
Junto a él, sin miedo alguno, gorriones entumecidos se secaban el plumaje sobre el parapeto. Otros se tomaban del pico amorosamente. Ya se distinguían, a pocos pasos, las rojas amapolas y las borrajas azules, abriendo sus pétalos entre las hierbas infinitas que crecían sobre el adarve, con más vigor que en el campo. La niebla comenzó a disiparse, a hacerse más nacarada, más diáfana. Luenga barra purpúrea se encendió en el naciente, comparable a un alfanje de cobre.
En la ciudad las callejuelas se ahondan. El palacio del Arzobispo destaca, en torno del patio, su enorme techumbre. La piedra roída de la Catedral, las enormes almenas redondeadas por los siglos se tiñen de aurora.
Bien pronto el canónigo ve aparecer, a lo lejos, sobre las colinas, las sombras grises de los campesinos que se dirigen al Mercado Grande, junto a San Pedro.
Comienza extenso rumor, cantos de corral, golpes de martillos en las bigornias, crujir de cerrojos, voces indefinidas.
El sol acaba de asomar sobre el perfil de un collado. Es un ascua desnuda, atizada, flamígera, ígneo carbunclo, que lanza hacia lo alto dos rayos sublimes. El lectoral recuerda los dos cuernos de llama de Moisés; y resuenan, al pronto, en su memoria los versículos de la Escritura que dictan la ley elemental y el deber de castigar a los adoradores del becerro.
—He aquí—exclama—que el Señor se sirve agora de este signo, harto elocuente, para incitarme al castigo del pueblo avariento y blasfemo de Mahoma.
Una gran emoción sagrada dilata su fantasía. Va a cumplir un santo deber; y quién sabe si al encomendar a Ramiro la importante misión no le encamina derecho a los más grandes honores.
Desde algún tiempo, el canónigo cifraba toda su esperanza en aquel mancebo de alto linaje, que él venía adiestrando para llevarle después como halcón en el dedo. El señor de San Vicente había dicho que comunicaría el resultado de las indagaciones a la Junta de Madrid. ¿No sacaría él mismo de esta empresa el báculo y la mitra?
No habían sonado aún las doce campanadas de mediodía cuando Vargas Orozco mandó en busca de su discípulo.
Sentáronse en un escaño de la sala capitular.
Ramiro escuchó a su maestro con la sumisión acostumbrada. Vivaz, enérgica, perentoria fue la consigna. Debía recorrer a menudo el arrabal de Santiago, introduciéndose en los patios, en las posadas, en los bodegones, hasta sorprender alguna plática reveladora. Era preciso hallar, cuanto antes, el rastro, y caer de sorpresa, en flagrante conspiración, aunque se arriesgase la vida. Terminó con estas palabras:
—Alguien opina que, a fin de no ser sospechado, conviene simular un amorío. Pensad, de todos modos, que lo haréis con un santo propósito.
Habían dejado la sala capitular y caminaban ahora por las naves de la iglesia. El canónigo volvió a decir:
—Tomad ejemplo, hijo mío, de estos graves sepulcros do descansan aquellos varones antiguos, que ponían a riesgo diario su vida por servir a Dios y ennoblecer su linaje. Miradles sucederse, desde tiempos remotísimos, trabados como vértebras y traspasándose unos a otros ese tuétano de la honra que agora se alberga en vos mesmo.
Ramiro sintió un calofrío. Era la virtud habitual de aquel vocablo que acababa de pronunciar el canónigo: ¡la honra! Divinidad vaga, de confusos mandamientos; pero cuyo solo nombre le hacía latir más ligero el corazón y le encendía puntilloso calor en el rostro. Su rosario, envuelto en la guarnición de la espada, golpeaba el metal con las cuentas.
—Esto que agora emprenderéis—agregó el lectoral—será en servicio de la santa Iglesia de Cristo. Si queréis llegar muy lejos, dejaos conducir por ella, sin examinar demasiado la postura o la senda que sus sabios designios os indiquen.
Pasando por una puerta del crucero entraron en la claustra.
En el patio el sol ardía sobre las piedras, y la extraña crestería plateresca destacaba su cárdeno granito sobre el índigo ardiente del cielo. Insectos transparentes se levantaban del herboso jardín y navegaban en la luz.
Bajo las bóvedas, junto a la capilla de las Cuevas, dos alarifes, rompiendo un trozo de pared, acababan de descubrir un sepulcro. Ramiro y el canónigo se acercaron. No había inscripción alguna; sólo un tosco relieve que representaba a Nuestra Señora y al Niño, como si aquello bastase en la muerte. Nuevo golpe de piqueta ahondó la abertura, y una nubecilla cenicienta levantose como el humo en el aire. Uno de los obreros introdujo la mano y sacó un pequeño objeto de metal. Era una espuela, un acicate verdoso y roído. El canónigo tomolo respetuosamente en la mano, y levantándolo hasta el morado rayo de sol que entraba a través de la vidriera, comenzó a decir, como alguien que delira:
—¡Cuántas veces una aparición de alquiceles en el horizonte le habrá hecho batir el ijar, heroica y sanguinaria! He aquí, Ramiro, el emblema de la caballería, el blasón de la bota y la sonaja del honor. Su solo ruido en las losas ennoblece toda la traza del hidalgo.
Sonriose un momento, mostrando su fuerte dentadura, y luego, con gesto grave y casi compungido, prosiguió:
—¡Lástima es que algún epitafio, docto y elegante, no nos diga la casa y los honores del antiguo caballero, cuyas son estas cenizas!
Por fin, entregando la espuela, para que fuera colocada otra vez en el sepulcro, terminó de este modo:
—Vuelve a descansar con los huesos de tu dueño, reliquia de la vieja honra cristiana, mientras nosotros rezamos una oración por el alma desconocida, que seguirás ennobleciendo en la muerte.
Quitose el sombrero, e inclinando la cabeza, musitó una plegaria. Ramiro le imitó.
El comienzo de la difícil empresa vino a recoger su desparramada energía. Hasta entonces, Ramiro divagaba por el mundo desmesurado y quimérico de las ambiciones nacientes. Pasábase las horas y las horas imaginando hazañas inauditas o exaltando ansias de imperio y de grandeza, que él miraba luego colmarse una a una, a lo largo del porvenir, como tinajas de subterráneo tesoro.
El recogimiento extremaba su fiebre. No contaba con un solo compañero de su edad. Desde temprano, a pesar de la oposición de su madre, buscó el trato de algunos mancebos. Llegó a conocer a un Núñez Vela, a un Valdivieso, a los dos hermanos Rengifo, a Diego Dávila, a Nuño Zimbrón. Soñó con amistades heroicas, fue todo franqueza y ardor, ofreciendo, sin ambages, en rebosante copa, la lealtad de su pecho; pero no tardó en advertir que sigiloso encono crispaba todos los labios en su presencia y que su mano calurosa no estrechaba sino dedos laxos y fríos. En cambio, los demás se agasajaban entre ellos, y aquella hostilidad común hacia él, aquella tácita conspiración, parecía estrecharles mayormente.
—¿Por qué? ¿Por qué?—se preguntaba sin cesar con varonil mansedumbre y sin querer pensar en la venganza,—¿por qué no me ha sido dado lograr esa cordialidad que se le brinda a cada paso a un imbécil y a veces a un malvado, a un felón?—No maliciaba aún el peligro de aquel ingenuo aliento de orgullo y de fuerza a que todas sus frases trascendían.
Por fin, paseándose una tarde por la Rúa, con Miguel Rengifo, el único amigo que le quedaba, díjole en un momento de afectivo calor:
—Si yo medro, Miguel, e después de algún hecho señalado me hacen gobernador de una plaza, os he de llamar junto a mí para haceros mi primer capitán.
Rengifo, a quien todos llamaban el enano, por su mezquina estatura, giró sobre sus talones y respondió con enfado:
—¿Y por qué no he de ser yo quien medre, e os llame junto a mí, e os haga mi capitán?
Aquel amigo no volvió a presentarse. Ramiro embozose entonces una y dos veces en su propia altivez, y aceptó la soledad, volviendo la espalda.
Día a día, cada vez más alerta, visitaba Ramiro el arrabal de Santiago. El temor del peligro le había dejado para siempre desde los primeros años de mocedad. Consideraba ahora, con fatalista desenfado, la propia vida y la ajena. El orgullo de su misión vino a duplicar su ardimiento. Era un agente de Su Majestad, portador de grave secreto de gobierno. Quién sabe si no se le había escogido deliberadamente, desde la Corte, con la traza de una casual designación. De todos modos, aunque así no fuera, el monarca oiría muy pronto su nombre.
A veces, al caminar por las revueltas callejuelas de la morería, imaginaba haber descubierto toda la trama de la conjura, y parecíale ver ante sí la figura sobrehumana de Felipe Segundo, acercándose gravemente y echándole al cuello la venera de un hábito.
Salía mañanero, sin mula ni lacayo, y vestido de ropas sencillas que no atrajesen la mirada; pero llevando, eso sí, la hermosa espada templada en Toledo, con que le había obsequiado su tío abuelo don Rodrigo del Aguila, una daga de provecho y el consabido coleto de ante, por debajo del jubón.
Dejaba casi siempre la ciudad por la puerta de Antonio Vela, y simulando un andar ocioso y errante, bajaba por algún atajo de la cuesta del mediodía. En el reducido arrabal de Santiago había más tráfago y rumor que en la ciudad entera. La fecundidad de la raza palpitaba al aire y al sol. Los encalados zaguanes vomitaban hacinamientos de chiquillos casi desnudos, sobre la sucia calzada. Se comerciaba a gritos. A cada instante estallaba una gresca. Oíase el continuo rumor soñoliento de tornos y telares, semejante al de populosa plegaria en alguna mezquita.
Los hombres vestían casi todos a la española; algunos llevaban gregüescos de lienzo, como la gente de mar. Las mujeres, saya de colores aldeanos y juboncillo corto. Era placentero ver llegar por las callejas la figura ondulante de una joven a veces descalza; pero luciendo, sí, en su primoroso peinado alguna rosa amarilla o algún sangriento clavel, prendido con garbo en las trenzas. Su cadera se ofrecía y se esquivaba al andar. Su sonrisa era mejor que los collares. Los hombres se detenían para contemplarla. Algunos la susurraban al oído palabras en algarabía. Otros levantaban la cabeza y sorbían el aire como camellos, libidinosamente.
Sin preguntar el precio, arrojando sobre el tablero alguna moneda excesiva, Ramiro solía comprar un perfumado jubón para alguna mozuela, o zapatos infantiles con que después obsequiaba a las madres moriscas. Comenzó sus paseos con el corazón encogido por el odio; pero, poco a poco, su misma caridad, aunque fingida, sus mismos gestos protectores, y la dulzura que recogía de todo los rostros, le fueron ablandando la entraña y haciéndole descubrir, a cada paso, nuevo embeleso en aquella vida graciosa y sensual de los musulmanes.
Los bodegones eran los mejores sitios de espionaje. El más concurrido se levantaba frente a la iglesia de Santiago. Dirigíalo un morisco a quien llamaban el Nazareno, por su semejanza quizá con algún Crucifijo muy barbado y negruzco de las ermitas. A las diez de la mañana o a las seis de la tarde, caía a aquel figón toda clase de gentes. Trajineros que dejaban en el patio el macho y el botijo, labradores del valle que entraban secándose con todo el brazo el sudor de la frente, zapateros, olleros, caldereros y tejedores del arrabal. Ramiro cruzaba también las piernas sobre el esparto, y pidiendo cualquier golosina, poníase a observar por debajo del aludo sombrero. Cierta mañana pasó al trascorral y vio matar una ternera con la cabeza dirigida hacia el naciente. Dos ancianos inclinaron el rostro balbuceando una oración, y, al notar que aquel mancebo no se inclinaba como ellos, le miraron con asombro. Ramiro se retiró orgulloso del secreto que acababa de sorprender; pero no tardó en advertir que los alguaciles que caían al figón presenciaban a menudo aquellos ritos diabólicos, y que el Nazareno los cohechaba con solo un rubio y chispeante buñuelo, recién sacado de la sartén.
Ramiro acabó por atraer la atención. Le hablaron en algarabía y no pudo contestar. Varios gañanes de la dehesa le reconocieron y, desde entonces, las miradas se tornaron cada vez más hostiles.
Una tarde, de vuelta a su casa, al pasar junto a unos árboles, por detrás de la iglesia de Santa Cruz, oyó de pronto una fuerte detonación y a la vez breve silbido que pasó por encima de su cabeza. Volvió la mirada. A su izquierda, blanca y redonda nubecilla flotaba en el aire. Le habían disparado un arcabuzazo. Desenvainó la espada y recorrió velozmente el paraje en todo sentido. No había nadie. Al continuar su camino y al descubrirse instintivamente, advirtió, a uno y otro lado de la cumbre de su sombrero, dos agujeritos redondos.
No dejó por eso de volver al bodegón del arrabal. Los moriscos le recibían ahora con extraño semblante, hablándose entre ellos. Cierta vez le invitaron a beber, ofreciéndole un vaso lleno hasta el borde. La idea del hechizo o del veneno cruzó por su espíritu. Iba a aceptar, sin embargo, cuando un personaje venerable, vestido como caballero y luciendo en el cinto corva daga cubierta de pedrería, se levantó súbitamente del más obscuro rincón y, una vez junto a él, le dijo, deteniéndolo el brazo:
—Beba vuesamerced en esta taza, menos indigna de un hidalgo.
Y ofreciole su obscura taza de acero, llena también, y ornada de hermosa ataujía de oro purpúreo.
Ramiro bebió resueltamente, confiado en su destino.
El hombre de la daga miró a los demás con expresión inexplicable.
No era nuevo su rostro para Ramiro. Recordaba haberlo visto repetidas veces en su vida y, en ocasiones, había regresado a su casa preocupado con aquel encontradizo, que se cruzaba con él, tan a menudo, en las puertas de la ciudad. ¿No sería el mismo personaje misterioso que había dado muerte al jabalí, en aquella partida de caza?...
Ramiro, al dejar la pastelería, iba comparando en su memoria el semblante del hombre con la figura casi desvanecida de su recuerdo, representándose, a la vez, toda la escena lejana...
Haría cosa de diez años. Don Alonso Blázquez había invitado a una cacería a muchos caballeros de la ciudad. Ramiro y su madre asistieron. Era un día de octubre. El iba con otros mancebillos entre las damas, y parecíale verlas todavía vestidas de terciopelo verde o leonado, y galopando en sus hacaneas, por los campos luminosos, en seguimiento de los hidalgos.
Bravo jabalí, volviendo de los cebaderos, logró traspasar la fila de cazadores; luego, atravesando un seto compacto y espinoso, entrose por un bosque de encinas, en dirección a la sierra. Soltadas las traíllas, los perros alcanzaron a la res y consiguieron pararla, a corta distancia, mientras los monteros buscaban vanamente un boquete en el vallado. Entretanto, a cada navajada del puerco, aculado contra un árbol, rodaba un can por el suelo, derramando las tripas. La lucha se hacía cada vez más feroz. Los alanos le asían de las orejas, los ventores de las patas traseras, los perneadores de donde podían, y no era posible ayudarlos. Las damas gemían al ver morir, uno a uno, a los hermosos lebreles amarillos y blancos. De pronto un caballero, venido quién sabe de dónde, pasó hacia la derecha de la comitiva sobre lustroso corcel y, haciéndole tomar un impulso inverosímil, saltó del otro lado del cerco. Echó pie a tierra en seguida, y, desviando a uno de los ventores, asió con una mano el cerro de la fiera metiéndole con la otra el puñal por los sobacos. El jabalí se desplomó; y el caballero, volviendo a montar, y saltando otra vez el vallado, saludó con la gorra a las damas, alejándose a escape. Su gran capa amarilla flameaba en el viento, como bandera que se lleva el enemigo. Todos le miraron atónitos. Ramiro recordaba que su madre, no habiendo visto nunca una cacería, se desmayó; y parecíale ahora que aquel cazador misterioso no era otro que el personaje que acababa de ofrecerle, en el figón, su vaso de acero y de oro purpúreo.
—¿A qué pensar en esto?—se dijo por último.—Lo que importa es que estos perros sospechan y buscan el modo de librarse de mí. ¡Un amorío! Sin esta máscara no podré continuar.
Algunos rostros de tejedoras, de fruteras, de simples mozas de cántaro, desfilaron por su mente.
El sol se había puesto. Las calles estaban desiertas. Un rumor de celosías resonó junto a él y, antes de que pudiera admirar la blancura de un brazo, cargado de brazaletes, que asomó entre las maderas, una flor, un rojo y ancho clavel, golpeole con viveza en el rostro. Ramiro se acercó a atisbar por la abertura. No se veía sino la hueca lobreguez de una estancia. Sin embargo, escuchábase por momentos una risa tenue y temblorosa comparable al ceceo del agua en las fuentes.
Después de esperar en vano, subió hacia la ciudad. El torreón del Alcázar destacaba su sombra formidable sobre el cielo límpido y verdoso. Era casi de noche.
Al día siguiente, Ramiro descendió, como de costumbre, por la cuesta de Santa María de Gracia y dirigiose a los sitios más frecuentados del arrabal de Santiago, dispuesto a escoger su aventura.
Bajo aquel mediodía radiante de junio, la plaza del Rollo presentaba el aspecto de un mercado berberisco.
Hacia el poniente, en una callejuela entoldada, se aglomeraban, a la sombra, sobre el suelo, las vistosas mercaderías. Un anciano, vendedor de perfumes, aspiraba él mismo sus pomos, fingiendo indecible deleite para tentar a las mozas. Ramiro cruza aquel sitio y advierte algo más lejos un tumulto de curiosos que se agolpa junto a las carnicerías.
—Alguna gresca de matarifes, alguna muerte—se dijo.
Pero luego recordó que era sábado, y que aquel día de la semana los jiferos moriscos, siguiendo vieja costumbre, tenían la obligación de alimentar a su costa a las aves de caza de los señores de la ciudad. Había presenciado muchas veces la escena, siendo niño. Se acercó.
Era un gran corro de gente, como el que rodea a los juglares y bailadoras.
Los moriscos iban y venían trayendo la carne en espuertas o cacharros, mientras los impávidos halconeros esperaban, tranquilamente, junto a las aves. Debía ser harto grande la pasión de los avileses por la caza de altanería, a juzgar por aquel sinnúmero de pájaros.
Veíanse neblíes, de dedos luengos y finos, que miraban con altivo desprecio el varal y querían ser llevados siempre en la mano; harto halcón zorzaleño, con la pinta amarilla como gota de azufre, y las patas cargadas de cascabeles para aturdirles el ardor; cenicientos alfaneques de Tremecén, de pupila siniestra; sagres de Asturias con plumas entre los dedos; gerifaltes de Noruega, blancos como gaviotas; y uno que otro de aquellos que llamaban letrados en Castilla, por sus alas escritas, a lo ancho, como las fojas de un libro. Había también melancólicos laneros de Galicia, baharís de Mallorca, rubios tagarotes de Berbería; y no faltaban, por cierto, los ilustres gavilanes de Pedroche, que sólo se dignaban caminar sobre un paño de tinte vistoso. Los azores abundaban. Azores de Noruega, de Cerdeña, de Esclavonia; y aquellos que hizo traer de Algeciras don Alonso Blázquez Serrano, más chicos que los otros, pero que bajaban dos ánades a un tiempo y apresaban la liebre sin la ayuda del galgo.
Allí dos halconeros, por distraer a la muchedumbre, le ponían y le quitaban el capirote a un rabioso gerifalte. Aquí otro, con la librea de los Dávila, soltando la lonja a un azor, le dejaba subir en los aires, para hacerle descender en seguida con presteza, agitando el señuelo en forma de codorniz.
Ramiro observó con admiración aquellas aves sanguinarias, aquellos pájaros taciturnos y crueles, pavor de las raleas y únicos dignos de posarse sobre el guante de un rey. Eran los hidalgos de la innumerable volatería, los conquistadores, los capitanes, la prez de los aires. El pico famélico, la uña feroz, el ala épica y rauda, lanzábanse sobre cualquier pajarote, por temible que fuese, y parecían complacerse en las heridas monstruosas que recibían a menudo en las alturas. Sin habérselo formulado jamás, el mancebo reconocía un emblema de su ánimo en aquellos avechuchos que, aun dormidos sobre la percha, lanzaban, a uno y otro lado, picotazos bravíos, soñando en presas imaginarias.
En cierto instante, sintió que le tocaban el hombro, y, al volver la cabeza, hallose con una figura que no se había borrado de su memoria. Los mismos collares la adornaban; pero vestía un ropaje menos haraposo y siniestro que el de aquella tarde, junto a La Encarnación. Era la anciana a que él llamaba en su recuerdo: la hechicera.
—¿No vos fizo daño, ayer noche, el clavel?—preguntó la mujer, mirándole en el rostro con azucarada sonrisa.
Luego, misteriosamente, bajando la voz:
—¡Si la vieses tú! Es la hembra más hermosa de Castiella. No hace más cosa en el día que perfumarse e cantar.
El mancebo recordó el incidente de aquella flor que una mano de mujer habíale arrojado al rostro la víspera. La anciana continuaba:
—Es hurí del cielo más alto. Si te place tratalla, vente agora a la zaga de mí, sin hablarme.
Ramiro la siguió desde lejos.
Cuando hubo llegado a la puerta de una casa algo apartada, la mujer llamole con vago ademán. Entraron en un patio miserable. Los pilares eran de negruzca y carcomida madera. Añoso granado retorcía su ramaje junto a un aljibe. La cal reverberante, el azul denso del cielo, y las flores rojas de las malvas en las ventanas formaban hechicera desarmonía. Atravesaron cuadras atestadas de camas y traspontines, como en los ventorrillos morunos. Sin embargo, algunos crucifijos en las paredes y una que otra Virgen de talla sobre los bargueños, hacían pensar en una casa cristiana.
Al cruzar otro patio, toparon con una silla de manos cerrada por cortinas de cuero. La anciana dijo entonces que, para llegar hasta la hermosa del clavel, era forzoso dejarse conducir en aquel encierro a otra casa de la morería. Ramiro hizo con los hombros y el labio doble gesto de indiferencia. A una voz de la mujer llegaron dos silleteros con sus anchas correas. El mancebo no quiso meditar demasiado el grave peligro que corría al entregarse de aquel modo a cualquier treta criminal, y entró en la silla sonriendo. Los cueros estaban cosidos entre sí, de tal suerte que no dejaban penetrar el más débil rayo de luz. La silla avanzaba. Por fin, después de largo lapso de tiempo, difícil de apreciar, se detuvo.
Ramiro, al descender, hallose en una cuadra ruinosa y obscura. La anciana vendole los ojos con negra tira de lienzo y, tomándole de la mano, comenzó a conducirle a lo largo de algún corredor subterráneo, a juzgar por el frío que sentía en las espaldas y el olor terroso del ambiente.
Recordó pasajes semejantes que había leído en las historias de caballería, y pensó que todo aquello debía ser el principio de algún episodio memorable, digno de ser recordado en los venideros tiempos.
—Si mi constelación—decíase ahora a sí mismo—no anuncia que he de morir de esta guisa, todos los ardides serán vanos. Si, por el contrario, éste ha de ser mi acabar, ¿a qué resistirme?
Bajaron algunos peldaños y la anciana silbó junto a él. Oyose entonces un cerrojo que caía y el rechinar de la puerta. Tenue resplandor embebió el lienzo que llevaba sobre los ojos y un fuerte sahumerio embriagó su sentido.
Desceñida la venda por los dedos de la mujer, hallose en árabe estancia con azulejos en las paredes y techo de maderos entrelazados. Un hombre obeso, vestido de larga túnica azul, se alejaba. Había viejos divanes contra los muros, alcatifas y sofras sobre el piso de mármol, dos arcos policromos y dorados hacia el fondo; y aquí y allá algunas tablecillas incrustadas de marfil y de nácar. Sobre una de ellas, un sahumador de cobre desprendía tres hilos acelerados y rectos de perfume. La mujer, dejándole solo, se internó por las otras habitaciones gritando:
—¡Aixa! ¡Aixa!—en el silencio.
Al volver, acercose a la pared, y desprendiendo sutilmente una tabla pintada, quitó de aquel modo el tabique interior de una hornacina, abierta en todo el grueso del muro. De esas hornacinas que un arco minúsculo decora, y donde los musulmanes guardan, llenas de agua escogida, ánforas, más o menos hermosas, cuyo consuelo cantan las inscripciones en voladoras alabanzas que suben hasta los astros. En aquel momento sólo aparecían en su interior dos babuchas femeninas color de cinabrio. A un gesto de la mujer, Ramiro, quitándose la gorra, introdujo la cabeza, y miró hacia la estancia contigua. ¡Pareciole soñar!
Era un cuarto de abluciones, lleno de paz secreta y somnífera. La luz sólo entraba por algunos agujeros de la bóveda, a través de gruesos cristales en forma de estrellas que imitaban el color del carbunclo, del zafiro, del topacio, del berilo. Hacia la parte opuesta, veíase una alcoba profunda cubierta de almohadas, para saborear la languidez que sucede a los baños.
Pero no era la ancha pila cavada en el centro de la estancia y revestida de mármol, ni los cristales en forma de estrellas, ni los almadraques de terciopelo y de brocado lo que el mancebo observó con avidez sino la desnuda belleza de una joven sumergida en el agua.
La quietud dejaba flotar o embeberse la suelta cabellera, enrojecida por el hené; cabellera esponjada y enorme que hacía pensar en los copos destinados a tejer todo un manto. Algunos mechones, que conservaban la oleosidad de los ungüentos, pendían de uno de los bordes. ¿Era también su guedeja o las serpientes fascinadas de algún extraño sortilegio?... Ramiro admiró la dulzura de los párpados orlados de sombra, bajo las cejas alargadas por el kohl; y aquella rara sonrisa, aquella sonrisa de ensueño, que estremecía levemente sus labios, como si un vuelo invisible mantuviera sobre ellos cosquillosa frescura.
De pronto, la mujer abrió los ojos temerosamente, y sus grandes pupilas se dirigieron hacia el mismo sitio del muro en que se hallaba Ramiro. El, sin embargo, no había hecho el menor movimiento.
En ese instante, una criada, vestida sólo de angosta falda verde y amarilla, presentose en la estancia, apoyando en sus morenos pechos desnudos un dorado azafate, sobre el cual venían los pomos, los botes, los pinceles, las tenacillas y otros menudos objetos que el mancebo no alcanzó a distinguir. Poco después, arrodillada al borde del baño, púsose a disolver sobre el cuerpo de su señora una substancia rosada y corrediza, que desprendía almizclado perfume. La joven se estremeció de pronto, como un pez sorprendido, entreabriendo luego los labios, cual si aspirara en el ambiente un ansia diseminada; y sus ojos volvieron a mirar hacia la misma parte del muro.
Por fin, se incorporó; y la empapada cabellera estirose fuera del agua, rígida, pesada, rumorosa, al modo de las algas, cuando la ola desciende.
Entonces aparecieron, en su intacta firmeza, los dos fuertes pechos bruñidos y cuasi dorados como copas de ámbar; y el mancebo sintió correr por toda su carne la tentación de aquella cintura cogida y de las abultadas caderas, irisadas por la humedad y la penumbra.
La mujer caminó hacia la alcoba, con claro rumor de ajorcas y brazaletes, dejando la huella acuosa de sus pies en el mármol. Cuando la criada la hubo secado prolijamente y desgrasado sus cabellos con una tierra cenicienta, ella extendiose de espaldas sobre las almohadas y entregose, como muerta, al pincel y al ungüento.
Poco después, el hombre de la túnica azul, que Ramiro viera al entrar, presentose. Traía en sus manos navaja y bacía de barbero. Acercándose, con celoso respeto, púsose a rasurar a la hermosa morisca, según el uso de Oriente.
En ese instante, por encima de sus sentidos ávidos, Ramiro escuchó en su conciencia un grito de indignación ante aquella práctica lasciva de los baños y aquel culto libidinoso de la propia carne. La sublime castidad, el ascético abandono, el desprecio y la mortificación del harapo corrupto de nuestro cuerpo, la santa fetidez de los religiosos, los admirables anacoretas, dejándose podrir las ropas sobre la piel, como un anticipo de la sepultura: San Hospicio, comido por los piojos; San Macario, sumergido en el cieno; Santa María Egipciaca, resecada por el sol como un cuero; Santa Pelagia, habitando entre sus propios excrementos; Santa Isabel, bebiendo el agua de lavar a los tiñosos; en fin: la sublime aspiración abriendo su corola de pureza sobre el estercolero corporal; y luego la penitencia, la disciplina, el cilicio, todo pasó por su mente como a la luz del relámpago.
Pero la severa visión no pudo persistir. Los sentidos tiraban de las traíllas. El turbión de la virilidad apagaba la luces interiores. ¡Allí estaba ante él una mujer hermosa y desnuda, a dos pasos de su boca, de su juventud!
Dominado por aquella tentación, vibrando con ella, cual un junco en el torrente, Ramiro no vio que la criada, describiendo un rodeo, se dirigía a tomar las babuchas en el hueco del muro.
La mujer, al encontrarse en aquel sitio con una cabeza humana, lanzó un grito de espanto.
Un momento después abriose la puerta que comunicaba con la cuadra del baño, y el mancebo vio aparecer a la hermosa morisca, con los cabellos retenidos por linda almadraba de hilo de oro y esmeraldas redondas. Un blanco velo caía desde su cabeza hasta los anchos calzones de verde tafetán, adornados con glandes. Sin mirar a Ramiro, acercose a la hornacina, haciendo como que examinaba el ardid; luego, volviendo su rostro, arrojó su indignación contra la anciana, en las sílabas guturales y fuertes de su algarabía. Denso rubor, como el aterciopelado carmín de las rosas, coloreaba sus mejillas; pero en seguida, al reconocer al mancebo, una sonrisa hospitalaria, hechicera, talismánica, que mostró la blancura de sus dientes, tornó, al pronto, su semblante claro y tranquilo como la luna.
—¡Ah!, ¿eres tú, señor don Ramiro?—exclamó.—¡Bienvenido seas! Perdón, si ayer os hice daño con la flor, en la calleja. Buscaba te la echar al sombrero.
—No me hizo daño la flor—replicó Ramiro,—pero sí vuestra risa.
—¡Calla! Reía del gozo de verte a un palmo de mí. Yo me estuve encogida cabe la reja, e no me catabas.
Volviendo a la cuadra del baño, ella extendiose de pechos en la alcoba, ofreciendo a Ramiro una almohada para sentarse. Platicaron largo tiempo. Era para el mancebo un coloquio extraño, casi fabuloso. La sarracena preguntaba, sin cesar, como los niños. El fleco de medallas, que colgaba sobre su frente, aumentaba el misterio de sus pupilas. A cada momento ofrecíale a Ramiro en sus dedos, cargados de sortijas, algunas alcorzas; y ella a su vez reía y reía al morderlas, reía como una mujer semibárbara, con cierta animalidad incomprensible y deliciosa; mientras sus pestañas, larguísimas e inquietas, parecían desprender ilusorio polvillo de lujuria y de nigromancia.
Cuando Ramiro hallose de nuevo en su casa, entre los objetos familiares de su aposento, y, desceñida la espada, quitado el capotillo, desajustado el jubón, se arrojó sobre la cama, pareciole que su existencia se internaba en el enredo de una historia novelesca. Sentía ese indeciso vivir, esa suspensión de contacto con la realidad, ese columpiamiento sobre la vida, que producen en nuestro ser las grandes aventuras del alma. Además, la tentación descabalaba su juicio, cortaba en pedazos sus ideas y no las dejaba ligarse. En vano la conciencia quería formular el peligro que sus sentimientos católicos habían de correr bajo el hechizo de mujer tan hermosa. Bocas sin rostro, clamantes, agoreras, pasaban en la obscuridad interior vociferando presagios indescifrables. El no quería escuchar y se burlaba de sus recelos. ¡Estaba tan seguro de su profunda fe religiosa! Aun cuando fuera una infiel, ¿qué importaba? Aquel deleite sería un instante, un guiño de ojo en su vida. Saciado el deseo, sabría arrojar bien lejos el vaso, antes de llegar a las hondarras. Y acaso, ¿no era dado esperar que aquella mujer le transmitiese, entre una y otra caricia, el secreto que buscaba? ¡Ah!, entonces sí que estaba seguro de la absolución del canónigo. «Pensad que lo haréis con un santo propósito.» ¿No eran éstas sus mismas palabras? ¿No se le había aconsejado que buscara un amorío para facilitar su comisión?
Volvió a la casa del arrabal, no una vez, sino muchas. Comprendió que era inútil resistir. A toda hora, el perfume de la mujer le embriagaba. Estaba en el ambiente, en su boca, en sus manos, en sus vestidos. Era el dejo axilar, mezclado a un perfume de jazmín y de algalia. Sus besos húmedos, anchos, tenaces, se le quedaban en los labios.
Ella no le hizo sufrir la tortura de una larga impaciencia. A la segunda visita, después de perfumarse los cabellos, rindiose con frenesí tan severo, que el amor parecía entre sus brazos acto ritual y sagrado. Sus labios se entreabrían con doble sonrisa de deleite y sufrimiento, como si hubiera querido remedar el primer goce doloroso de las vírgenes.
El imán de aquella sensualidad se fue haciendo cada vez más potente. Ya era raro el día en que Ramiro no pasaba algunas horas con Aixa. A veces, junto a ella, sentíase sobresaltado por una onda de tribulación, que le arrugaba el sobrecejo y fijaba sus pupilas. Aixa, entonces, tomándole los labios con los suyos, le reventaba contra los dientes un beso delicioso y tibio como un dátil; y, cada vez, la sorprendente caricia le llenaba de sensualidad y de luz todo el ser.
Por fin, olvidando por completo la investigación que tenía que realizar, destemplado por el amor, relajado por la molicie, Ramiro fue aceptando, insensiblemente, todos los refinamientos que constituían la vida habitual de su manceba. Apenas llegado, Aixa tanteábale con horror sus ropas velludas y espesas, ofreciéndole, en cambio, para aquellas horas de placer, alguna vestidura de seda, alguna delgadísima túnica de cendal, perfumada de almizcle.
Sus pies conocieron la holgura de las babuchas. Sus cabellos el halago de la gaza, con que ella se los circundaba indefinidamente, hasta prenderla por delante con empenachado joyel. Dejose friccionar por el esclavo y extender sobre sus miembros las esferitas de perfume; dejose, por gracia, obscurecer los párpados con el kohl; y su horror fanático hacia los baños se fue desvaneciendo cuando su amada le inició en las dulzuras del amor bajo aquella agua saturada de nardos, sobre la cual ella hacía deshojar puñados de rosas, unas muy pálidas y otras como sangrientas, para simbolizar las dobles delicias de su cuerpo.
A veces, espiando el momento supremo del ansia, cuando las fuertes pupilas del mancebo tomaban un tinte nebuloso, a la manera de las charcas en la tempestad, la morisca, desprendiéndose de sus brazos, le preguntaba:
—¿Dasme también toda el alma? ¿Toda? ¿Tendrás el mesmo amor e la mesma creencia que tu Aixa, tú?
Ramiro respondía que sí con la cabeza; pero como ella, retirándose hasta el fondo de la alcoba, le demandaba de nuevo:
—¿Lo juras? ¿Lo juras?
El, buscándola, musitaba como ebrio:
—¡Sí; lo juro! ¡Lo juro!
Otras veces, en las horas de saciedad, la sarracena se erguía sobre las almohadas, y, con los labios temblorosos, declamaba algún pasaje evangélico del Alcorán. Ramiro creía reconocer las palabras del Nuevo Testamento, dichas en el modo de los moriscos de España.
Ella, sagazmente, salmodiaba el capítulo de María:
«Loor a María... Alabad el día en que se alejó de su familia hacia el saliente, tomó un velo para cubrirse, y nosotros le enviamos a Chibril, nuestro espíritu en forma humana.—Soy el mensajero a ti, de parte de Dios, dijo el ángel, vengo a anunciarte un hijo bendecido.—¿De dónde podrá venirme este hijo, respondió la virgen, que nunca se ha allegado a mí ningún hombre, ni he sido mala?...—Tu hijo será el milagro y la dicha del universo.»
Díjole también el encuentro de Jesús con la calavera, leyenda antigua, con olor de osamenta y color de otro mundo, importuna como la muerte.
«El recontamiento de la doncella Carcayona» era a la vez deslumbrador y pavoroso. Echada de boca junto a él, con los ojos entoldados por el ancho fleco de medallas, el mentón en la mano, las uñas sobre el labio, sinuosa y desnuda, balbuceaba las palabras de la paloma de oro con cola de perlas, y al llegar a la descripción de las delicias celestiales envolvíale en sus brazos, frescos como las fuentes del Salsabil y Alcafur, juntando frenética su rostro con el suyo.
Con el correr de los días, cuando hubieron llegado a la apasionada compenetración de sus almas, uno y otro se dijeron los pesares más íntimos. En los instantes de languidez Ramiro sentía pasar sobre su frente, a modo de ala espectral, la idea de la brevedad de todas las cosas humanas. En una ocasión de aquéllas, al sentir en su pecho la respiración soñolienta de la mujer, díjola con melancólica dulzura:
—Y pensar, Aixa, que vendrá, tal vez, un día en que al encontrarnos por alguna calleja nos miraremos con odio.
—Será o no será—respondió la sarracena.—Los destinos van colgados de nuestro cuello.
Luego, como si creyera que el instante acechado a través de tantos días acababa de presentarse, descendió de la alcoba, cogió de encima de un taburete rojiza caja de marfil, y habiendo sacado de su interior un librejo centenario, prorrumpió:
—Todo se cambia, es cierto; y acaso verná un día venidero en que me darás al verdugo tú; pero en aqueste libro, que fizo el sabio Abentofail, se enseña la dicha que no muda sino para crecer.
En seguida, con voz velada, misteriosa, agregó:
—Está en palabras harto ascondidas.
Declaró entonces que ella no hubiese alcanzado nunca su sentido a no ser la ayuda de un hombre que se hallaba entonces en Avila.
Ramiro, al oír aquella última frase, cambió de postura sobre los almohadones, y su mirada expresó una curiosidad impaciente.
—Es fácil conocello—dijo entonces la morisca, con acento claro y jubiloso;—lleva siempre en el cinto una daga con vaina de oro guarnecida de diamantes de Krichna, de berilos de Khazbah, de perlas de El-Katif, y el pomo de la daga es de piedra imán y chupa toda la sangre de un hombre en un guiño de ojo. Su barba es limpia y blanca como la plata, y su rostro es bellido como la luna en su catorceno día. Nunca ríe, camina despacio.
Al dejar caer aquellas alabanzas, una a una, como perlas sobre sonoro azafate, la sarracena observó de soslayo el semblante del mancebo. En seguida, con una alteza de lenguaje y de gesto que Ramiro no había advertido en ella hasta entonces, expresó que no había en este mundo dicha comparable a la de aquel que lograba sumergirse en la contemplación del Ser Único, verdadero, permanente, teniendo siempre fijo el pensamiento en su majestad y esplendor, a fin de que la muerte le sobrecogiera en dicho estado.
Según Aixa, el libro de Abentofail enseñaba el acceso a la Suprema Visión.
Sentándose en las gradas de la alcoba, comenzó la lectura. El libro estaba escrito en arábigo; pero ella vertía las frases al español, resumiendo luego, a su manera, los capítulos. Su voz temblaba. Algo sutil y sagrado se esparcía como una luz sobre toda su persona. Los párpados bajos cobraban una pureza de otro mundo; y Ramiro la escuchaba cada vez más absorto, sintiendo surgir en su cerebro adversas cavilaciones.
Era preciso, según aquella enseñanza, disminuir día a día los propios alimentos, para distanciarse de la materia corruptible. Luego se emprendería el remedo de los astros, porque los astros eran inmaculados, extáticos, inmutables, fuera del mundo de la corrupción. Sus esencias inteligentes contemplaban al Ser Único en la eternidad; y nada ayudaba a abstraerse de todo el mundo sensible y caer en la embriaguez, en el supremo delirio, como la imitación de su movimiento por medio de la danza, de la rotación indefinida. Entonces se manifestaba la Esfera Sublime, cuya esencia está inmune de materia, y no es la esencia del Ser Único ni la de la Esfera misma, sino que es a la manera de la imagen del sol en un espejo bruñido, que no es el espejo ni el sol, ni tampoco nada diferente.
El mancebo quedose confuso. Acababa de escuchar expresiones de la mística cristiana. Además, el semblante de aquella mujer, su palidez, su mirada, su estremecimiento, revelaban que el éxtasis comenzaba a inundarla el corazón.
Terminada la lectura, la sarracena se puso en pie y encaminose lentamente a coger otro manto. Al levantar la tapa de un cofre y extraer de su interior una tela de seda teñida de azafrán y toda bordada de arabescos multicolores, un intenso perfume se difundió en el ambiente, como si acabara de abrirse alguna ventana hacia especioso vergel, todo maduro de aromas.
Cubierta sólo de aquel velo amarillo, cuyos caireles tocaban el suelo, Aixa plantose en el fondo de la cuadra con las manos en las caderas, los codos en alto, la cabeza hacia atrás. Dos rosas rojas ardían como llamas sobre sus cobrizos cabellos. Su cuerpo comenzó a quebrarse hacia uno y otro lado con lenta contorsión. Un gesto a la vez lastimero y anhelante agrandaba su gruesa boca palidecida. Ella apretaba las piernas. Hubiérase dicho que algo doloroso, delicioso, la penetraba profundamente.
De pronto, de una estancia vecina surgió el son ronco y claro de una música. Un son monótono y bárbaro de tamboril y dulzaina; doble son ardiente como las arenas, obscuro como los bazares.
Aixa golpeó entonces las losas con los pies, haciendo repiquetear el oro y el marfil que recargaba sus tobillos, y, con los ojos abstraídos, giró sobre sí misma, esparciendo perfumada frescura, cual húmeda flor sacudida de pronto. Luego púsose a girar ligero, muy ligero, más ligero todavía, ¡frenéticamente!, hasta que todo su cuerpo no fue sino un huso diáfano, un huevo dorado, loco, veloz, con un fino rumor de medallas y brazaletes.
La danza concluía, la rotación era cada vez más lenta. Aixa trababa sus pies, por instantes, y su cabeza, cargada quién sabe de qué prodigiosas visiones, se inclinó por fin sobre el hombro.
Ramiro, echado de boca en el lecho, no había apartado un instante los ojos de su amada, y al verla vacilar de aquel modo lamentable, corrió a sostenerla. Pero ya Aixa habíase acostado ella misma sobre las losas, apretando los dientes y dejando escapar un gemir tembloroso, como si tiritase de frío. Su gran peinado, entremezclado de pétalos y de joyas, se derramaba ahora por el suelo. Luminosa beatitud comenzaba a bañarla el semblante. Su palidez sobrepujó las alburas del mundo, el azahar, los lirios, la nieve. Ramiro recordó la descripción de los arrobos de la madre Teresa de Jesús y de otras siervas admirables del Señor, y acordose también de su propia madre, cuando, después de larga plegaria en el oratorio, se desplomaba de súbito, como herida de dulcísima muerte. Era la misma palidez patética, el mismo temblor de los labios, el mismo estiramiento de los párpados sobre las pupilas ebrias de claridad. No, no podía ser una jorguina. Había hablado el lenguaje de los místicos y sin filtros, sin ensalmos, sin unturas, con la sola contemplación, acababa de remontarse a las más altas regiones del éxtasis.
El la llamó varias veces:—¡Aixa! ¡Aixa! ¡Aixa!—palpándola los brazos, las mejillas, la garganta, los pechos; pero ella enmudecía, cadavérica y glacial sobre el mármol. Quiso calentarla la boca con la suya; y, presa él mismo de perversa tentación, la cubrió de apasionadas caricias.
Nunca la halló más extraña y más dulce. Era la golosina entremezclada con nieve; y su aliento: ideal e inquietante, como el de las flores sobre la muerte.
Ramiro llegaba siempre hasta Aixa con el mismo secreto de la primera vez. Todo se reproducía: el viaje, la venda, el silbido... Pero cierto día, comprendiendo lo que le importaba conocer el trayecto, sacó la daga, perforó con ella los cueros de la silla, y miró. Su sorpresa fue grande al advertir que los conductores no hacían sino dar vueltas y revueltas dentro del mismo patio de la casa. El aljibe, el granado, una jaula suspendida de un pilar, y la misma anciana, sentada a la sombra, sobre una tinaja, pasaban y repasaban ante el intersticio, indefinidamente. No había, pues, tal viaje a través de la morería. Además, casi todos los días que siguieron, presentábase en el patio el morisco del precioso puñal, y después de hablar un instante con la anciana, se internaba de nuevo en las habitaciones.
Otro incidente vino a preocuparle. Un mediodía, al llegar a la casa misteriosa más temprano que de costumbre, sorprendió, apostado en la calleja, al campanero de la Iglesia Mayor. El portugués giró sobre sus talones y se puso a caminar hacia el naciente.
—Segura estoy—dijo la anciana a Ramiro—que este perro vase agora a juntar con Gonzalo, que le espera hacia aquella parte—agregó, señalando en la dirección de Santo Tomás:—Algún lazo os quieren armar, señor caballero.
Aixa le reveló por fin un modo más oculto de llegar hasta ella. Haciéndole penetrar en una estancia contigua a la cuadra del baño, levantó el extremo de un tapiz colgado del muro y una anchurosa abertura mostró el cuadro resplandeciente y profundo de la dehesa y las montañas. Dicha abertura había sido cavada en el mismo escarpamiento. Desde abajo, era imposible descubrirla; dos grandes peñascos la ocultaban. Sin embargo, el acceso no era difícil.
Bajando de la ciudad hacia el valle y describiendo largo rodeo, Ramiro entraba ahora por aquella ventana, cuyo escalamiento exaltaba su caballeresca fantasía. Aixa le esperaba en el vano, tendiéndole los brazos para ayudarle a subir. Pero ya no pasaban todas las horas sobre las vistosas almohadas; llegada la tarde, la morisca le llevaba a una terraza descubierta que avanzaba hacia el mediodía.
Era un sitio de contemplación y de plegaria. Los cantos formaban en torno alto y rojizo parapeto, por encima del cual la vista dominaba el paisaje del valle y las sierras. La cazoleta enviaba al cielo la ofrenda esbelta y continua de algún precioso perfume. Un solo ciprés, harto anciano, erguía en aquel paraje su obscura aspiración; y, en el centro, una alberca reflejaba, con quietud hipnótica, la tristeza del árbol, el hilo de sahumerio, las nubes, las constelaciones, y, a veces, también: la luna; tan precisa, tan clara, que Aixa, quitándose de los cabellos su almadraba de gemas redondas, hundíala con sagrado gesto en el agua, y luego, como si creyera haber apresado aquella curva diadema que al menor contacto se desgranaba en infinitos fragmentos, llevábase la red a la boca y gemía de un modo apasionado, tembloroso, incomprensible, mientras sus empapadas sortijas relucían en la penumbra.
Hallábanse una tarde asomados sobre las peñas, y contemplando en silencio, con las manos confundidas, la serenidad fascinadora de las montañas en el crepúsculo, cuando Ramiro, al volver de pronto la cabeza, hallose con la figura del misterioso morisco, inmóvil y taciturno en medio de la terraza.
Aixa, para desvanecer la sorpresa del mancebo, les presentó con una larga sonrisa. Un momento después, sentados sobre un tapiz, hablaban tranquilamente. El morisco, en castizo castellano, informose de los principales señores de la ciudad, de sus genealogías, de sus parentescos.
Entretanto, Aixa escuchaba la conversación palpitando de júbilo, y su mirada pasaba de uno a otro semblante como si comparase las facciones.
El sol iba a ocultarse. Vago perfume de mejorana y de cantueso subía de los barrancos. Era una tarde calurosa y calma. El cielo, el valle, el caserío, todo se pintaba de púrpura diluida. El mismo ciprés embermejaba hacia el poniente su follaje negruzco. Ramiro experimentó como nunca la religiosidad de esa hora en que los campanarios se revisten de oro y de grana para entonar la angélica salutación; y pensó que se hallaba acaso entre dos seres de una fe diferente a la suya, entre dos falsos conversos. ¿Rezarían con él las avemarías?
El y ellos callaban.
De pronto, como el peregrino sediento que escucha un vocerío de caravana más allá del horizonte, el morisco inclinó todo su cuerpo, hacia el costado, y llevándose la mano al oído, aguzó su atención. Ramiro creyó distinguir entonces una voz como lejana, un canto sigiloso y triste. Era, sin duda, la voz del almuédano, la convocación exterior del idzan, en algún terrado vecino. Aixa y el morisco se levantaron y, en medio del tapiz, con el rostro hacia el naciente, sacerdotales, hieráticos, realizaron las cuatro prosternaciones del azala de la tarde. Cuando hubieron terminado, asomáronse uno y otro sobre las peñas, y, entrelazando sus brazos, la mirada fija en el mismo punto del horizonte, entonaron la siguiente plegaria, con ese acento peculiar del que recita palabras ilustres, cuyos ecos están siempre despiertos en la memoria.
Ella dijo:
«El amor santo y el insomnio se añudan como una cuerda para darme tormento.»
El replicó:
«Mi corazón se halla acongojado por la ausencia. Gime al asomar el alba, gime cuando el sol toca el poniente.»
Y siguieron alternando:
«Si el viento sopla de parte de la comarca olorosa, huele a almizcle toda la tierra y revilca en mi pecho el deseo de visitalla.»
«¡Oh!, tú que conduces los camellos hacia el lugar del amado, cuando llegues al sepulcro del natural de Tehama, del más excelente de los hombres, del alto, del amoroso, salúdalo de la mi parte, pues él sabe el remedio de mi sufrencia; y cuando admires los clarores de la tierra de Neched, haz presente el recordamiento de mi pasión, pues no hay para mi otro quibla que el sepulcro del profeta.»
Al escuchar tales palabras, en un instante como aquél, el mancebo sintió que una horrible blasfemia había sido lanzada al rostro del Señor; y un acento sobrehumano, cual la voz de un arcángel, le gritó en la conciencia su deber ante la iglesia de Cristo y ante la memoria de sus mayores.
Aixa continuó:
«Marcháronse de madrugada los mensajeros hacia los vergeles de Meca y de Medina, y me han dejado en rehenes. Marcharon sobre los camellos. El kebir los conduce cantando y con ésos va mi corazón para la tierra amorosa del Hechaz. Mi corazón pertenece a la caravana. Seguirá la polvareda de los camellos.»
El respondió:
«Nada hay capaz de apagar el fuego de mi pasión como el agua de Zemzem. ¡Dichoso el que la bebe! De mí la salutación para la gente que da vueltas en torno del Hatim y de la estación de Abraham y del templo de la Cava.»
Se hizo un silencio como cuando termina un rito. Ramiro sintió vivo impulso de levantarse y escupir en el rostro a aquel hombre.
El morisco cruzó los brazos, y Aixa recostose como una hija sobre su pecho.
En ese instante una metálica vibración llegó de la ciudad. Luego la campana de Santiago resonó a corta distancia. Otras, más lejanas, respondieron. La catedral dejaba caer sus campanadas bajas y solemnes, y, en seguida, todas las iglesias a la vez, en alucinador concierto, tocaban las oraciones.
Ramiro cayó de rodillas, como si un dardo venido de lo alto le hubiese traspasado de pronto, y las avemarías manaron de su pecho bullidoras y cálidas. Sus ojos cerrados veían una pavorosa negrura sobre la cual desfilaban llameantes imágenes de purgatorio. Se humilló, se anonadó, se redujo bajo el remordimiento, pidiendo perdón sin cesar, por algo odioso, por algo enorme, aborrecible, que sentía ahora por primera vez, en todo su peso, en todo su horror, sobre su propia conciencia.
Aixa y el morisco, asidos fuertemente, sin hablarse, no apartaban los ojos del mancebo.
La ciudad prolongaba el lloro y el canto de sus bronces en el piadoso anochecer.
Dos días después, don Alonso Blázquez Serrano, saliendo de visitar al señor de la Hoz, topaba con Ramiro en la escalera. El mancebo descendió para acompañarle.
Cuando llegaron al patio, don Alonso, arrimándose a una columna, como si buscara ocultarse de los lacayos, díjole sin ambages que algunas personas comenzaban a murmurar de sus frecuentes visitas al barrio de Santiago. Ramiro dio por disculpa su errabunda curiosidad y el deseo de indagar aquellas sospechosas costumbres de los conversos.
—Bien respondido—replicó don Alonso—si fuera yo algún oficioso impertinente y no el amigo fiel de vuestra casa, que os ha mirado siempre como a un hijo.
Una pausa subrayó la intención de aquella frase.
—Corren acerca de vuesa merced—añadió, tratando de atenuar con una sonrisa la dureza de las palabras—las más peregrinas especies. Unos propalan que os halláis en inteligencias con los moriscos para transmitilles todo lo que sobre ellos se resuelve; otros, que os han comprado la conciencia con presentes y dinero; y no falta, en fin, quien asegure que tenéis hecho pacto con el Demonio por intermedio de una vieja hechicera del arrabal. Huelga decir que así creo yo en estas patrañas como en las consejas de vestiglos y gigantes; pero, si he de hablar cabalmente, no encuentro que la simple curiosidad baste a explicar vuestros cotidianos paseos por la morería.
Contrajo su labio el mancebo con un gesto de cólera, y la sangre encendiole de súbito el rostro. ¿Qué hacer? Bajando la cabeza dio algunos pasos, yendo y viniendo por delante del caballero, y, en seguida, trémulo de orgullo, reveló la comisión secreta que había recibido en nombre de Su Majestad.
—¡Ah! Harto bien se me alcanza—agregó—de dónde pueden venir esas aleves calumnias y en qué pecho habré de hundir la espada cuando determine vengarme.
Don Alonso apretó en sus manos la mano estremecida del mancebo, y mirándole de un modo profundo, con los ojos brillantes de emoción, le dijo:
—Nunca dudé de la honra de quien lleva una sangre tan calificada y tan limpia como la vuestra; pero huélgame declarar que las palabras que acabo de oíros me quitan del alma una incomprensible pesadumbre. ¡Ea, dadme esos brazos!
Se estrecharon ceremoniosamente.
Subiendo a la silla de manos don Alonso, dirigiose a su morada, resuelto a favorecer la alianza de su hija Beatriz con aquel mancebo en cuya frente altanera había creído leer el horóscopo de los grandes honores.
La escena de la terraza y el reciente discurso del padre de Beatriz desgarraron para Ramiro el hechizo amoroso en que estaba viviendo. Cruda claridad mostrábale ahora las sinuosidades hipócritas de su conducta, el olvido total del deber, las falsas confesiones a los pies del ministro de Dios. Todo por una mujer de otra raza cuya ley religiosa no había querido indagar demasiado para que el grito de la conciencia no viniese a perturbar su lascivia. ¿Qué sabía de nuevo? ¿Qué leve indicio había logrado sorprender después de visitar día a día aquella casa, cuyos muros guardaban, quizá, el secreto de la conspiración?
Su voluntad se enhestó. Estaba dispuesto a desagraviar a Dios mediante cualquier heroísmo, por arduo que fuese. Había encontrado en mucho libro de religión ejemplos de grandes pecadores que redimieron su vida abominable con un solo instante de profundo arrepentimiento. Se desceparía del pecho aquel amor de la sarracena y jugaría su vida en algún golpe inaudito de audacia. Entonces, cuando las gentes se inclinaran ante él y nadie osara dudar de su honra, habría llegado el momento de vengarse de Gonzalo de San Vicente, pues no podía ser sino él quien, ayudado del campanero, propalaba por la ciudad las malvadas invenciones que le había referido el hidalgo.
Volvió varias veces a la morería y a la casa misteriosa. Ya el cuerpo de la sarracena le dejaba en el sentido un olor imaginario de untura brujeril y de husmo. Con qué goce tan grande comenzó a experimentar los primeros impulsos de desapego. Rabiosa fruición de tortura se mezclaba ahora a todas sus caricias. Instantes hubo en que meditó el modo mejor de suprimir para siempre a aquella hembra demasiado hermosa, cuya fascinación podía resurgir más adelante en su camino. Imaginaba, allá en lo más hondo de su conciencia, llevarla algún oculto veneno, o hacerla perecer, sin arma alguna, ciñéndola la garganta; y, así, muerta por sus propias manos, ante el solo testimonio de Dios, sumergirla en el agua, con todos sus botes de olor y de tintura, para que la pila diabólica le sirviera de sepulcro. Pero había oído decir que algunas mujeres cobraban al morir inolvidable belleza. Comprendió entonces la virtud santa del fuego, la destrucción sin igual de la hoguera, que no dejaba sino un negro amasijo, repelente.
Ella, en cambio, le recibía cada vez más apasionada, más deseosa, más enferma de ansia, como si toda su alma presintiera el alejamiento y quisiese adherirse al objeto de su amor, con la crispación de una mano sobre precioso cristal que se escurre. Ya no le hablaba con aquel acento superior y feliz. Su clara sonrisa se obscureció, se llenó de miedo, semejante a un agua viva al anochecer. Sollozos desolados, desesperados, la sofocaban ahora, a cada instante; y aquellas gotas ácidas que corrían hasta su labio, aquel olor de llanto y de angustia apresuraron su pérdida. Al sentirla bajo su voluntad como un tapiz que se puede arrollar o desarrollar, con el pie, según el antojo, Ramiro hallose otra vez dueño de sí mismo; y su propio gesto victorioso despertó en su ánimo instintos de crueldad. Golpeó y estrujó a su amada más de una vez para arrancarla el secreto de la conspiración. Parecíale que tenía sobrado derecho de atormentar a la mujer que había pretendido hundirle en la apostasía y el perjurio.
La idea del Demonio oculto en el cuerpo de aquella fascinadora cruzábale por la mente, y sentíase orgulloso de haber luchado con semejante enemigo, cual Jacob en las tinieblas; y ahora, a su vez, tomaba aquellas blancas manos de Dalila, aquellas manos de traición y de engaño, y, demandando la palabra reveladora, estrujaba unos con otros los dedos, sobre las duras sortijas; mientras ella, con los ojos bañados en lágrimas, miraba hacia lo alto, sin exhalar un gemido.
Ramiro apresuraba los instantes, escudriñaba en cada visita todos los recovecos, hacíase enseñar las otras estancias, palpaba disimuladamente los muros esperando descubrir algún secreto resorte. Ella, en cambio, no hacía sino pedirle, sin cesar, que huyesen juntos de Castilla. Era la cantinela monótona, el ruego único, desesperado. Junto a Granada, sobre el Genil, decíale, tenía una casa toda blanca como su cuerpo, con una puertecita roja para él, sólo para él; y reía con una risa servil, lasciva, y cuasi llorosa.
Cierta vez, al acompañarle hasta la ventana, Gulinar, la vieja morisca, le manifestó que una genia, surgida del agua de la alberca, le había revelado lo que pasaba por él.
—Es secreto—agregó—que a ti mismo se te asconde.
Nombrole a Beatriz y díjole los pormenores de su desengaño y los sentimientos indiscernibles que se movían en su corazón. El doloroso recuerdo, que él creía inhumado para siempre, aparecía ahora evocado por aquella mujer, extendido, sacudido ante sus ojos, cual emocionante ropaje de otros tiempos. Musitando, en seguida, misteriosa frase, la anciana sacó de la gaveta de un mueble una figurilla de lienzo. La cabeza, sin facciones, estaba toda erizada de crin híspida y espesa. La cintura era ceñida, la falda ampulosa; dos largos punzones traspasaban de parte a parte la garganta. Ramiro sabía harto bien lo que aquello significaba, y tembló por la doncella, ante el pavoroso recurso de la hechicería.
Esa misma tarde, paseándose con el Canónigo por la plazuela de la catedral, refiriole Ramiro, por primera vez, su entrada en la casa de los moriscos y el comienzo de su aventura con Aixa, como si todo acabara de suceder. El Canónigo, haciendo crujir la arenilla de las losas bajo la suela del zapato, le escuchaba atentamente, oprimiendo con ambas manos el Libro de Horas contra su pecho. Por fin, respondió:
—Vuestro propio discurso, hijo mío, háceme pensar que os halláis en grave peligro de hechizamiento. Dicha hembra ha de ser alguna famosa jorguina, de las que usan filtros diabólicos, cuyo poder sólo pueden resistirlo uno que otro cuerpo endurecido en la penitencia. No me extraña lo que acabáis de referir acerca de su grande hermosura corporal, pues el Demonio pone en sus rasgos los cebos más sotiles de la tentación y él mesmo suele alojarse en sus personas, como se comprueba de continuo. Urge, Ramiro, desatar ese ñudo de una sola cuchillada, como nos cuentan los antiguos del rey Alejandro. Por la disposición y los tapujos de esa casa, tengo para mí que ha de ser sitio de clandestinas reuniones, y pienso agora que si llegárades a introduciros en ella, a eso de las diez de la noche, cuando nadie os espera, les sorprenderíais, de fijo, con las manos en el pastel. Es parroquia de Santiago. El os ha de asistir en la empresa. ¡Ah!, ¡si tuviera yo vuestra mocedad o no llevara, al menos, estos hábitos graves!
Ramiro acordose al pronto de la ventana de la escarpa. Ya estaba resuelto. Se despidió del Canónigo prometiéndole que esa misma noche tentaría la sorpresa.
Vargas Orozco permaneció todavía un instante con el mentón apoyado en el libro y los ojos fijos en el suelo. Su negra figura eclesiástica prestaba un aspecto fúnebre a la solitaria plazuela, donde el anochecer parecía tamizar un polvo fosco de herrumbre. La corriente de aire que llegaba por la calle de la «Vida y la Muerte», agitaba su manteo. Enorme mitra ilusoria, resplandeciente de amatistas y topacios, se encendía y apagaba, y volvía a encenderse a sus pies, sobre las losas obscuras.
Probando apenas algunos bocados, Ramiro dejó secretamente su casa, ya entrada la noche. Había escogido su daga más fuerte y la espada que le diera don Rodrigo del Aguila, el mayordomo de la Emperatriz. Bajo la capa, y colgada del cinto, llevaba también una rodela toledana. Sentíase grande y temible como los héroes de las caballerescas historias. Bajó hacia el arrabal. Era una noche diáfana de plenilunio. Oíase la extensa estridulación de los grillos en el valle y el croar numeroso de las ranas y los sapos hacia el Adaja. Uno que otro animal, invisible en la sombra, hacía latir su cencerro.
Las montañas parecían soñar misteriosamente, como seres sublimes, en el plateado silencio; y todas las cosas de la naturaleza exhalaban deliciosa respiración de beatitud, de sosiego, de frescura.
La fantasía clara y augusta de la noche prodújole al mancebo una emoción peculiar que se repetía en su ánimo desde la infancia y que vino a distraer su ardimiento. Hubiera preferido para aquella empresa un cielo en que sólo brillasen las constelaciones hablando al espíritu de los muertos tutelares, del amor, del glorioso destino. La luna era trágica, espectral, agorera. Su resplandor hacía pensar en mortajas errantes, en animales endemoniados, en fantasmas de monjes que celebraban los oficios entre las ruinas de los conventos demolidos. Las brujas realizaban sus conjuros y adobaban sus ungüentos a favor de aquella lumbre maléfica, que desconcertaba las potencias y parecía atraer la sangre del hombre.
Un pájaro invisible graznó en los aires, a su izquierda. ¡Sería una corneja!
Al acercarse al barranco, en cuya escarpa se abría la secreta abertura, Ramiro ocultose tras el tronco de una encina para otear el contorno. Del lado del naciente, una, dos, tres sombras humanas se acercaban con sigilo. Llegaron, miraron a un lado y a otro, escalaron las peñas y desaparecieron por la ventana. Un momento después un grupo más numeroso bajaba por el atajo. Luego un solo hombre, luego tres más, y, por fin, otro grupo de diez a quince personas. La negra abertura tragaba como boca de hormiguero. Cuando hubo transcurrido más de una hora sin que nadie llegase, Ramiro emprendió a su vez el escalamiento. La ventana estaba entreabierta. Descorrió el tapiz. Densa obscuridad llenaba la primera habitación. Voleó una pierna y luego la otra. Su broquel golpeó los azulejos.
Comenzó a avanzar, en dirección a la cuadra del baño, hurgoneando la sombra con el estoque.
Era una herida ancha y redonda como una cornada. La mano alevosa había hincado el puñal en el pecho, a la altura del corazón, buscando rabiosamente la víscera.
Ramiro sentía ahora que los bordes se despegaban de nuevo; y, al menor cambio de postura, el dolor, un dolor fulguroso, partía de la llaga hacia todo su cuerpo, semejante a una dispersión de centellas.
Durante los últimos días en la casa de los moriscos, creyose curado para siempre; pero el descendimiento desde lo alto de la ventana y el mismo viaje en silla de manos hasta la ciudad habían reabierto la herida bajo las vendas. Luego, la llegada a su casa, las preguntas de la madre, el tráfago de la servidumbre, el cambio de ropas, y, en fin, todos los incidentes de su regreso despertaron la sobreexcitación y la calentura.
Los médicos, después de sangrarle copiosamente, ordenaron que le dejasen dormir. Se hallaba, al fin, completamente solo y en su propio lecho. La habitación estaba a obscuras. Sólo un polvoroso haz de sol entraba por alguna rendija, estampando en el tapiz un óvalo ardiente que parecía chamuscar el tejido. Infinitos corpúsculos subían y bajaban como átomos de silencio. Acababa de sonar el toque de la una.
Afuera el sol quema, el muro se cuece. Ramiro escucha esos quietos rumores de la ciudad adusta y monacal, el canto de un gallo, el tañido de una campana de monasterio, la menuda pisada de un borrico en las losas. La calentura le martilla las sienes. En medio de la estancia, sobre un taburete, hay un pebetero encendido. El sahumerio se ilumina al atravesar el rayo luminoso, aclarando los muebles y haciendo entrever, por momentos, las figuras de un tapiz que cuelga del muro.
El hubiera querido identificarse con la paz de aquellas cosas familiares, y adormirse, como en los años de la niñez, entre la frescura de las holandas, sahumadas de romero y de tomillo en los viejos arcones; pero su cabeza hervía de un modo insufrible. Una abolición mortal solía bajarle de la garganta a los pies, suprimiendo todas las sensaciones ordinarias de peso y de contacto; y sólo el cerebro conservaba la vibración de la vida. Parecíale entonces flotar en los aires y columpiarse a grandísima altura. La fiebre trotaba, galopaba por los campos del pavor y la demencia, y su cráneo llenábase, cual pútrida calabaza, de monstruoso gusaneo de visiones, que subían unas sobre las otras con esfuerzo incesante, glutinoso, desesperado.
Después de largo lapso de tiempo, despertó, puede decirse, de aquel calenturiento delirio. La fiebre se había alejado como una tormenta. Frío sudor le mojaba las sienes. Su razón se aclaraba. ¿Habían entrado personas a la habitación? Ya era de noche, sin duda. No se escuchaba ruido alguno en la casa. Abajo, en la calle, sonó un rumor de pasos numerosos que fue decreciendo. Era tal vez una ronda nocturna.
Entonces, la primera tentación de su espíritu fue rememorar, una vez más, toda su aventura. Vagos, confusos al principio, los novelescos pormenores reaparecieron en forma de emoción más que de imagen, hasta recobrar, por fin, su nitidez y su ordenamiento, guiados por el orgullo.
Veíase de nuevo saltando la ventana, descorriendo el tapiz y caminando luego a tientas, en dirección a la cuadra del baño, con el estoque tendido en la sombra. Allí, la luz de la luna al pasar por los cristales del techo, daba a toda la sala desconcertante aspecto de cueva sepulcral. ¡Qué transformación la de aquella alcoba donde había pasado tantas horas lascivas e indolentes! La puerta que daba al salón de los divanes no estaba del todo cerrada. ¡Con qué valeroso contento advirtió, hacia el rincón obscuro, el trazo de luz!
Creía hallarse ahora con el ojo arrimado a la rendija. El Canónigo no se había equivocado. De treinta a cuarenta moriscos, vestidos algunos con sus ropas musulmanas, deliberaban, sentados en rueda. Ramiro observó que el personaje de la daga guarnecida de piedras no se hallaba presente. La sarracena iba entretanto de diván en diván. Los hombres la besaban las manos y los brazos con respetuosa sensualidad.
Deteniendo a intervalos el curso de las imágenes, Ramiro rebuscaba todavía el sentido de las escenas que se sucedieron ante él. ¿Qué podía significar aquella repartición de largas agujas de espartañero, cuya punta ensayaban algunos en su propia mano; y, luego, aquel sordo clamor colectivo, simulando todos en el aire el gesto homicida? ¿Qué dijo en su discurso aquel viejo de africano rostro que vociferaba y gesticulaba junto al hachón encendido, produciendo de tiempo en tiempo, con su gorro escarlata recubierto de conchas marinas, fuerte castañetazo para avivar la atención? Algún emisario de Berbería que les provocaba a sacudir el yugo de los cristianos... Todo era enigma, misterio, otros seres, otro mundo.
Prodújose de pronto un gran silencio. Las miradas se dirigieron hacia la puerta de entrada. Se esperaba a alguien. Por fin, las hojas se abrieron de par en par, y un hombre venido de afuera, anunció:
—¡El bajá!
Sorda exclamación de regocijo escapose de todos los pechos. Las pupilas se dilataron, los cuerpos se irguieron. ¡Quién le hubiera dado presenciar hasta el fin aquella escena! Era, sin duda, un enviado secreto del Sultán de Turquía el que llegaba.
A no ser el roce de su daga contra el cerrojo hubiese podido seguir atisbando sin que nadie sospechara su presencia. Pero aquel imperceptible rumor hizo incorporar instantáneamente a la hermosa morisca. Creía verla aún caminando hacia él, de modo lento, sus enormes ojos clavados con espanto en la abertura. Había adivinado: apenas hubo entrado en la cuadra del baño, exclamó:
—¡Eres tú, Ramiro! ¡Eres tú!
Luego, la brega muda, terrible. El queriendo mirar, ella tomándole de las ropas, del hombro, de la garganta, y diciéndole al oído, quedo, muy quedo: «¡No, no!», desesperadamente. Ya entraban por la otra puerta que acababa de abrirse algunos hombres con hachas encendidas, cuando su amada le puso la mano sobre los ojos.
El golpe brutal que él la diera entonces con la bota en el vientre, y el alarido de la mujer al caer de espaldas sobre los mármoles, conservaban aún, en su recuerdo, actual y tremenda realidad. La calentura le rebrotaba en la sangre al evocar en seguida el movimiento simultáneo de los moriscos, levantándose de las almohadas y acudiendo en tumulto.
Era el gran pasaje de su vida y se complacía en perpetuar su doble sabor de coraje y de muerte. Aquellos hombres, que parecían ablandados, emasculados por la servidumbre, se abalanzaron con presteza admirable, desnudando sus armas y descañando los hachones. El vio entonces, con certidumbre absoluta, sin fin inmediato; y se dispuso a vender caro su martirio. Recordaba que su valor no había desfallecido un segundo. Su virilidad irradió hacia todos sus miembros un calor de bravura.
Como un delirante, profería, ahora, interjecciones soberbias, creyendo menear aún en la mano el acero mortífero; y la lucha, entre el resplandor de las antorchas y de los haces de luna, se reconstruyó en su imaginación: Habiendo retrocedido algunos pasos, dibujó con la espada en el aire un reto circular y magnífico, prestando a la hoja terrible apariencia. Luego lanzose de un lado y de otro desarmando y acuchillando. Hubiérase dicho que esgrimía en su mano un puñado de estoques. Hirió primero a un mozo de larga cabellera, metiéndole muy hondo la punta en el pecho. A otro, que pretendió intimidarlo agitando su alfanje, cruzole el rostro con veloz cuchillada. De dos puntazos secos le reventó las pupilas a un anciano, ricamente vestido, que se adelantó espectral, en el fulgor de la luna. Los moriscos se apartaban, amedrentados. Entonces, Ramiro, cubriéndose con su rodela, y ebrio de sanguinario furor, comenzó a repartir estocadas en el tumulto, sintiendo, a cada golpe, el crujido de las ropas y la blandura de los cuerpos que recibían la punta como pellejos de vino.
Nadie gritaba. Era una escena muda. Los que caían se quejaban apenas con el aliento. De pronto vio plantarse ante él a esbelto mancebo armado de larga espada española. Hubo como un estremecimiento de ansiedad. Las dentaduras brillaron. Pero a las primeras tretas el adversario desapareció en la tiniebla.
Instantes después, Ramiro sintió que le abrazaban por detrás, fuertemente, y en seguida un dolor en el pecho, a la altura del corazón, un dolor profundo, que le hizo caer el arma de la mano. Recordaba su desfallecimiento y su grito de ¡confesión!, al sentirse morir, y el frío del agua, en su mano colgante. Todos los brazos se atropellaron para ultimarlo, y, entre vivo y muerto, pudo entrever todavía, a la humosa luz de las teas, al misterioso morisco, al hombre de la daga que, abriéndose paso entre los demás, se echaba sobre él y le cubría con su cuerpo, repitiendo un mismo grito en algarabía:
—¡Ebni! ¡Ebni!...
Luego sobrevino el desmayo.
Qué sorpresa, qué estupor, al siguiente día, cuando, al volver en sí, hallose en la pieza contigua sobre un lecho perfumado, y asistido de Aixa, de la anciana y del generoso personaje que acababa de salvarle la vida. Y en los días que siguieron ¡qué hospitalaria ternura la de aquellos infieles! El hombre rebuscaba en libros arábigos combinaciones de simples que Gulinar, la vieja morisca, iba a coger en el contorno; y Aixa lavaba y vendaba la herida con manos embalsamadas de amor. Un ungüento, traído de la China hasta Arabia por los soldados, y de Arabia hasta Occidente por los mercaderes, y que el moro aquel guardaba en precioso bote de marfil, operó el prodigio de su mejoramiento.
Durante las horas apacibles, las mujeres se alternaban contándole, como a un niño, historias resplandecientes, comparables a collares de pedrería y que hacían soñar en países lejanos y venturosos.
Las palabras de adiós del musulmán, al dejar, una tarde de septiembre, la casa misteriosa, quedaron grabadas en su recuerdo. El sol se ocultaba. Ramiro, cuya herida comenzaba a guarecer, hallábase sentado junto a la ventana que abría sobre el valle. El hombre entró lentamente y se detuvo ante él. Por primera vez le veía llegar con espuelas. Era lo único que denunciaba para el oído su andar silencioso. Melancólica arrogancia ennoblecía todo su porte, y sus gestos eran varoniles y refinados.
—Voy a dejarte—exclamó.—La maldición de los creyentes ha caído sobre mí. Me arrojan por haberte salvado la vida. ¡No importa! Sólo quiero pedirte, como única paga, que si has de denunciallos a la justicia, avises a estas dos buenas mujeres, con holgado tiempo, para que puedan huir.
Ramiro accedió con un signo de cabeza.
—¿Lo prometes por tu honra?—preguntole en seguida.
—Sí—contestó el mancebo.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
—Eso basta—replicó el musulmán; agregando:—¡Alá, para él la oración y la gloria, te atraiga algún día a nuestra santa ley! Deja, Ramiro, el espionaje a los villanos. No persigas al desgraciado morisco y hazte referir lo que fueron aquellos Djahvar de Córdoba, espejos de ciencia, flores de caballería, y cuya sangre palpita, agora, en esta cuadra.
El moro se inclinó un momento, poniéndole la mano sobre el hombro. Cuando levantó la cabeza, sus ojos húmedos relucían en la penumbra. Entonces, desprendiendo de su cinto el precioso puñal, pidiole a Ramiro que lo aceptara como recuerdo suyo. Saltó luego la ventana. Un hombre le esperaba abajo en la dehesa con un caballo enjaezado. Ramiro le había visto montar y alejarse.
Era necesario, pensaba ahora Ramiro, vencer el hervor de su memoria y determinar, en aquella tregua de la calentura, lo que había de decir, al siguiente día, cuando su madre penetrara de nuevo en la estancia. Comprendía, él mismo, que podía expirar en pocas horas o caer en un largo estado de inconsciencia, y, aunque los falsos conversos habrían tomado ya sus medidas para escapar a la justicia, era un supremo deber revelar lo que había presenciado. Sin embargo, su palabra estaba empeñada. El sabía lo que era para un honrado caballero semejante compromiso. Religioso y heroico sentimiento le asaltaba a la sola la idea del juramento. ¡Cuántos antepasados suyos habrían afrontado la muerte por un «aceto», por un «lo juro»! Y tanto más en Avila, donde se hallaba la Basílica de San Vicente, la más famosa iglesia juradera del reino. No importaba que el pacto fuese contraído con infieles. Recordaba haber leído en las crónicas que el Emperador Alfonso había estado a punto de hacer descabezar a su esposa y al Arzobispo don Rodrigo por haber violado su regia palabra, empeñada a los alfaquíes toledanos.
El Canónigo llegó al amanecer y pidió que le dejasen a solas con el mancebo. Apenas se hubo sentado junto a la cama, con voz demasiado resonante para la hora y la ocasión, le preguntó:
—¿Qué ha sido esto?
Encendido de nuevo por la fiebre, Ramiro respondió que no era tiempo de declararse en aquel particular, sino de encomendar su alma a Dios; y, así, pidiole que le administrara, cuanto antes, los Sacramentos.
—No puede ser—replicó el lectoral; alegando que si le escuchaba como confesor, no podría usar de sus revelaciones, en adelante.
Ramiro refirió entonces, con acento moribundo, de qué modo había caído en plena conspiración y cómo le sorprendieron y acuchillaron.
El Canónigo había visto morir a mucha gente y, al mirar ahora aquel aflojamiento de la mandíbula y aquellos ojos descoloridos, pensó que su discípulo preparaba el hato para el viaje sempiterno, y que la muerte no volcaría su reloj muchas veces más junto a aquella cabecera. No había tiempo que perder.
—Valor, valor, hijo mío—exclamó.—Si habéis de morir o no de esta cuita, sólo Dios lo sabe. Pero no olvidéis que la muerte se nos presenta sin llamar, como alguacil de casa y corte, cuando resuelve llevarnos. ¡Ea, sus! valeroso cachorro.
Exigiole las señas de la casa misteriosa y de algunos conspiradores. Recordó el mancebo su compromiso y, sin ánimo para escoger las palabras, cerró los ojos y enmudeció. El lectoral se desesperaba. Llamábale al oído, paseábase a grandes trancos por la cuadra y, volviendo otra vez junto a él, le tocaba en el hombro.
Al mediodía, Ramiro, cuyo espíritu había realizado laborioso camino, hizo llamar al lectoral.
—¿Cree vuesa merced—le preguntó—que existe algún medio honroso de anular un juramento prestado a un infiel y con el cual me temo que estoy dañando la causa de nuestra Santa Iglesia? ¿No podría escribírsele, sobre el particular, al Nuncio de Su Santidad en la Corte?
—Si habéis hecho promesa jurada a algún infiel—respondió el Canónigo—en contra de la Santa Iglesia de Cristo, no son menester Nuncio, Papa, ni Concilio; sino un confesor cualquiera que os saque del alma tamaño pecado mortal. Si es, como imagino, juramento promisorio, requeríais «juicio de discusión», como lo apellida Santo Tomás; es, a saber: el claro discernimiento de lo que hacíais; y éste os faltó, puesto que estabais queriendo tomar a Dios como cómplice de un delito contra su Iglesia. Aun para el humano derecho, tal juramento no obliga ni engendra perjurio: «Ca el juramento, que es cosa santa—dice, si mal no recuerdo, la ley del Rey Sabio—no fue establecido para mal facer; mas para las cosas derechas, facer e guardar.» Luego dividió el asunto en dos partes. De un lado ponía los compromisos caballerescos y legítimos, que la misma Iglesia amparaba como algo sacrosanto, más precioso que la vida; del otro, los pactos ilícitos, los juramentos anatemas, en contra de la majestad de Dios o el interés de la Iglesia, y de los cuales era menester desligarse, sin demora, pues si la muerte sorprendía a un alma con semejante pecado, arrojábala derecho a las peores torturas del infierno; sobre todo si el juramento era hecho en favor de los enemigos de la religión.
Aquella elocuencia logró efecto instantáneo sobre Ramiro. Ya no vacilaba. La sola evocación del infierno, en instante como aquél, le hizo pensar vivamente. Recordó las innumerables ofensas a Su Divina Majestad durante el amancebamiento con la infiel y pareciole que su compromiso era una enorme piedra que el Demonio acababa de atarle al cuello. Refirió, pues, al Canónigo todo lo que hiciera desde que le dejó en la plazuela de la Catedral aquella tarde. Dijo la doble manera de llegar a la casa de los moriscos y las señas de Aixa, de Gulinar y de algunos conspiradores. Creyó con esto limpiar el alma de la mácula horrible de sus amores de renegado, mostrando, por fin, al Señor, que ya no quedaban en su corazón ni vestigios del pasado apegamiento.
Al siguiente día, Ramiro cayó en un estado casi agónico. Sólo doña Guiomar, acompañada de Casilda y de una antigua doncella, le asistieron.
Había perdido mucha sangre. Además de la copiosa hemorragia que enrojeció los mármoles del baño, los dos médicos, después de docta disputa acerca del sitio en que debiera practicarse la sangría, resolvieron abrir cada cual la suya, y, en el espacio de pocas horas, fue sangrado del brazo y del tobillo.
Su desfallecimiento era como lento bogar hacia el morir. La calentura le exaltaba breves instantes, pero luego sobrevenía la extenuación. La carne toda se sentía fenecer. Era una sensación glacial, tenebrosa. Su sentido evocaba el olor de pavorosa cripta de convento que visitó, siendo niño, en las sierras; veía de nuevo los innumerables esqueletos apilados en la sombra, y alcanzaba aun a pensar con orgulloso espanto en el anónimo de toda aquella leña humana entremezclada por el monástico desprecio.
Un velo fúnebre revestía su espíritu, a través del cual sólo nociones enormes y supremas transparentaban. La culpa, el remordimiento, el castigo, eran las rocas que formaban el paisaje desolado y terrible de su conciencia.
Así pasó tres o cuatro días, entre el delirio y el letargo. La gangrena difundía su fetidez por las estancias vecinas. Las más famosas reliquias pedidas a los conventos y a otras familias de la ciudad y puestas en contacto, desde un principio, con la misma carne reabierta, habían resultado impotentes. Dos veces recibió Ramiro la Extremaunción, administrada por su primer maestro, el viejo fraile franciscano. Doña Guiomar le daba ya por perdido. Por fin, a indicación de varias amigas, mandó en busca de una conversa del arrabal que realizaba curas milagrosas. La mujer lavó la herida copiosamente con un cocimiento, aplicó un emplasto, prescribió un brebaje y recomendó que no acercasen cosa alguna a la llaga si no querían corromperla. Dos días después cesaba el delirio y la calentura decrecía.
Al sentirse renacer, como aquella Ave Fénix citada por tantos autores sacros y profanos, saboreó Ramiro con lánguida avidez la delicia de vivir. Todo le azoraba, y el milagro del mundo volvía a maravillarle. Sentado ahora junto a la vidriera, miraba con pensativa puerilidad las nubes espesas de aquel principio de invierno. Su razón formulaba de nuevo las preguntas elementales que acosaron su niñez. ¿Dónde se redondea el granizo? ¿Quién hace resonar los atambores del trueno? ¿Quién fabrica los vientos? ¿De dó vienen?...
Otras veces oteaba la ciudad. Los hidalgos caserones le hablan un lenguaje de soberbia y de triunfo. La honra fiera de los abolengos; las riquezas conquistadas en países lejanos y fabulosos; las heroicas aventuras de los hijos de Avila que, ahora mismo, esperados por sus esposas en la quietud de los hogares, guerreaban en las más diversas comarcas del mundo, para aportar algún día a su nido roquero la presa de gloria: he ahí las diversas expresiones de todo aquel blasonado granito que sus ojos contemplaban sin fatigarse.
Su ambición, segada por el sufrimiento, rebrotaba ahora con savia más fuerte. Consideró que Dios no le había llamado porque le reservaba para algún servicio insigne en la tierra. Acababa de pasar por la primera prueba de las vidas predestinadas. Recordó la biografía de los héroes. El comienzo de la fortuna orilló casi siempre los despeñaderos. La hoja mejor batida era aquella que había estado más cerca de partirse en la bigornia. Nueva confianza en su destino erguía ahora su hercúlea voluntad, y sentíase como ebrio de ilusión, llegando a decirse a sí mismo las frases admirativas que su sola presencia provocaría muy pronto por doquier. Luego examinaba, ponderaba. ¿Qué linaje en Castilla más claro y antiguo que el suyo? Su sangre era limpia como el diamante. Además, estaba destinado a recibir uno de los más opulentos mayorazgos de Segovia. Pensó sin inquietud en los mancebos de las otras familias, demasiado seguro de no ser sobrepujado por ninguno de ellos en saber, en ardid, en denuedo.
La gloria volvía a sonreírle cual una esclava impaciente y desnuda, ofreciéndole sus brazos, su fascinación y sus cantares.
Sentado junto al brasero, con la mirada fija en las vigas de la techumbre, Ramiro soñaba. La puerta que daba a la galería se abrió muy despacio y una figura enlutada entró en la habitación. Era su madre.
Las tocas monacales, adheridas con ventosas a la frente, ocultábanla los cabellos; su rostro desprendía luminoso blancor. Era ya el ser sin carnalidad, sin escoria. La luz penetraba el alabastro de sus manos señoriles, aguzadas por la aspiración continua de la plegaria. Ella solía interponerlas ante la luz de los candelabros para considerar el aviso fúnebre de sus propias falanges y meditar en el fin que a todos nos espera.
Ramiro la miró con asombro. Los rasgos de doña Guiomar estaban visiblemente demudados por alguna grave pesadumbre. Habló muy quedo y con lentitud cautelosa, como quien teme denunciar su verdadera cavilación. Dijo que el Canónigo acababa de referirle los pormenores del lance con los moriscos.
—Paréceme—exclamó gravemente—que te pudiste ahorrar tanto riesgo, tratándose de enemigos villanos, para los cuales con algunos corchetes bastaba.
Expresó en seguida la vanidad de aquellos sacrificios, el engaño y desengaño de toda acción ambiciosa.
—Esto lo hiciste—agregó—por punto de honra. Harta dicha será que no te desluzcan la jornada mediante alguna calumnia. Quien, como tú, Ramiro, ha de emprender el santo camino de la Iglesia, ¿qué pudo buscar por ese atajo que no fuera desvanecimiento y vanagloria? En fin, alabada sea su Divina Majestad, si todo esto lo manda para hacerte vomitar, como a otro San Ignacio, la ponzoña del mundo. No olvides, hijo mío, de qué modo tan patente el Señor ha querido arrancarte de los mesmos brazos de la muerte, que todos lo habemos tenido por milagro, y mira bien cómo te cumple pagar esa segunda vida que te concede.
Después de breve silencio, manifestole que, apenas se hallase restablecido, sería el caso de pensar en su partida para Salamanca. El señor Obispo había prometido hallarle, para después, algún ventajoso destino, a menos que prefiriese ingresar a las órdenes.
Ramiro escuchó en silencio la homilía sin traslucir en su semblante la menor impresión.
Era un momento de solemne ansiedad para la madre. Su ser estaba suspenso entre el regocijo y el temor, esperando la palabra o el gesto que expresaría para ella todo el bien o el mal que la vida podía reservarle. En ese momento un lacayo penetró presuroso en la cuadra anunciando que don Alonso Blázquez subía las escaleras.
El mancebo echó, al pronto, una mirada a sus vestidos, estirose las calzas, apretose las agujetas del jubón, pidió a su madre una lechuguilla fresca; y luego, un espejo, un peine y un bote de unto para aderezarse el cabello. Hizo esto último con visible complacencia, hermoseando la expresión ante su propia imagen.
Faltábale alguna joya. Pidió impaciente la cadena de oro, que su madre echole, con sus propias manos, al cuello. En seguida, señalando un contador de taracea, díjole que le alcanzara la daga con piedras preciosas que encontraría en la naveta del centro. Doña Guiomar, al tomar en sus manos el puñal, quedose perpleja. Luego, desnudando la hoja despaciosamente, y clavando los ojos en la arábiga inscripción que el hierro tenía, púsose a temblar con todo su cuerpo, como quien ve levantarse ante sí pavoroso fantasma.
El lacayo volvió, y quedose alzando la antepuerta. La madre no tuvo más tiempo que el de alargar el arma a su hijo y echar sobre las ascuas algunos granos de incienso que sacó de su escarcela.
En el vano luminoso, sin que faltara el esquinado golpe de colgadura, don Alonso, todo vestido de negro, apareció, como un retrato en su marco. La engomada golilla atiesaba su rostro. Hizo una reverencia y adelantose con rítmicos pasos a besar una y otra mano a la hija de su amigo.
A la vez que se quitaba los guantes, y cual pudiera hacerlo un rey generoso, felicitó a Ramiro, relacionando su acción con las grandes cosas que hicieron los Aguilas, los Hoces, los Arias, los Alcántaras, en servicio de Dios y del reino; y, de tiempo en tiempo, mesándose el encrespado copete, dirigía hacia la madre una mirada sospechosa y fugaz. Otras veces, para encarecer la sinceridad de su discurso, llevábase al pecho la diestra. Las sortijas de Florencia resplandecían. Sus manos eran harto hermosas y su extrema blancura denunciaba el uso nocturno del sebillo en los guantes descabezados.
—El servicio que vuesa merced ha prestado a la Iglesia y al Rey—díjole a Ramiro, antes de despedirse,—dejando a una parte el largo padecer, que eso no se mira en hombres de vuestra sangre, no puede quedar sin recompensa. Mañana debo partir para la Corte. Yo he de pretender para vuesa merced el hábito de Alcántara; no faltará quien desee complacerme. Vuesa merced—agregó—no tendrá con esto más trabajo que reunir sus pergaminos para la probanza de limpieza, e será como probar la lumbre del sol.
Expresó Ramiro su reconocimiento y, con los ojos como deslumbrados, estrechó en las suyas aquella mano generosa.
Apenas el cortesano se hubo alejado por la galería, doña Guiomar arrojose a los pies de Ramiro, abrazándose a sus rodillas. Con el rostro oculto y sacudida, por los sollozos, pronunciaba palabras incomprensibles; mientras su hijo repetía, asiéndola de los hombros:
—¡Alzaos, madre; alzaos! ¿Qué os pasa? ¿Qué os hace llorar?
Ella levantó por fin su empapado rostro, y después de un instante:
—Una gran desdicha—respondió,—la más grande, la más cruel que podía acaecerme: ¡tu olvido de Dios, Ramiro; tu perdición!
—¿Mi olvido de Dios, madre? ¿Esto decís?
—Sí: el Demonio ha vencido en tu alma. Las vanidades y los premios del mundo te desvanecen. Cuando don Alonso te hablaba del hábito pareciome ver brillar en tus ojos una lumbre de infierno. ¿Quién te pudo mudar de esta suerte? ¿Qué hechizo te han echado en el corazón?
Luego, con la frase entrecortada por el llanto:
—Ya no eres, no, el hijo aquel de mis entrañas que caminaba tan radioso por el camino de la humildad y la penitencia, y que ofreció desde niño su vida al Señor, ¡aquel mi Ramiro!... ¡aquel mi mancebillo santo!
Con estas palabras ocultó de nuevo el rostro entre las manos, sin levantarse. Pero un momento después, aquella madre desgarrada por el dolor, aquel ser que sólo parecía capaz de ruegos y de lágrimas, púsose en pie de un solo impulso, irguiendo su talle ante Ramiro. Era una transformación asombrosa, una ballestada del ánimo. Todo el brío de la estirpe brilló un momento en aquella frente de abadesa indignada. Con voz casi hombruna y justiciera, exclamó:
—Basta de blanduras. Así como os halléis en estado, saldréis para Salamanca a proseguir vuestros estudios; allí escogeréis, luego, entre la Iglesia y las Ordenes. Aquesta es mi voluntad.
Esto dicho, se alejó gravemente, dejando en la estancia, a más del olor de cera de sus vestidos, algo patético, algo inexorable, que Ramiro sintió flotar sobre su cabeza cual una maldición suspendida.
La cuadra se llenaba de sombra; pero la hija del escudero no tardó en presentarse, protegiendo con su mano las llamas de un dorado velón, y alumbrada ella misma como imagen entre cirios.
En pocos años, la letárgica mansión habíase convertido en la más visitada y rumorosa de Avila del Rey. Cierto día, don Alonso Blázquez Serrano congregó en casa de don Íñigo a algunas personas principales para tratar del asunto de los conversos. La reunión se repitió. El número de los invitados se fue acrecentando. A la simple jícara se agregaron los bódigos y los hojaldres. Tal fue el origen del aristocrático mentidero del señor de la Hoz.
Miércoles y domingos, dormida la siesta, acudían a su palacio los varones más linajudos y doctos de la ciudad. La charla de aquella reunión acabó por convertirse en un verdadero gobierno; los mismos regidores iban a consultar allí sus dictámenes. Era un éxito imprevisto. Sin embargo, el señor de la Hoz estaba muy lejos de haberlo codiciado. Al principio, una contrariedad profunda, un verdadero pánico doméstico se apoderó de su espíritu ante la ocupación inesperada de su vivienda, y perdió mucho tiempo buscando y rebuscando en su memoria el involuntario ademán o la frase imprudente que hubieran podido provocarla. Sólo para él mismo era obscura la razón. Aquel anciano despilfarrado y enfermo, que no podía convertirse en un rival para nadie, era el dueño de casa guisado por la Providencia. Don Íñigo, aunque enlazado por su casamiento a los más antiguos linajes de la ciudad, habíase conservado completamente ajeno a las seculares cuadrillas de San Juan y San Vicente, en que se hallaba dividida la nobleza de la comuna; y las salas de su mansión eran amplias, la servidumbre numerosa, la pastelería excelente.
El bullidor concurso llenaba los salones. A más del grupo principal, compuesto de los más encumbrados personajes, formábanse corrillos de tonsurados humildes y seglares de poca monta. En ellos se refugiaba, evitando la plena luz, el desconocido ceremonioso que comenzaba a introducirse en la reunión, sin que nadie supiese quién le traía; el hidalguejo tagarote, amigo de un amigo de don Íñigo y venido al olor del agasajo, el alférez del Alcázar, el capellán de monjas, el escribano de número...
Muy pronto se le descubrió al señor de la Hoz su vanidad dominante, y casi no hubo tertuliano que no le consultara acerca de la cuestión actual de los conversos, o le dirigiese alguna pregunta admirativa sobre sus heroicos servicios en la campaña de la Alpujarra. De lisonja en lisonja, fuéronle creando una fama grandiosa que a nadie mortificaba, y ya las gentes de la ciudad pronunciaban su nombre con profundo respeto, como si en verdad se tratara de uno de los más célebres capitanes de aquella guerra santa y vengadora.
Don Íñigo acabó por aficionarse a su propia tertulia. Aumentó el número de los criados, renovó las libreas, adquirió nuevos braseros de plata, nuevos velones y candelabros, desempeñó de los genoveses sus mejores tapices. El encargado del chocolate y los vinos era el segundo sacristán de San Pedro, amigo de Medrano. Tres esclavos amasaban la harina. Un famoso repostero de Madrigal preparaba las pastas, un morisco la aloja. El maestresala, vestido como un gentilhombre flamenco, comandaba a la servidumbre con signos casi imperceptibles. Al anochecer, de vuelta a sus casas, las visitas desfilaban entre doble hilera de lacayos apostados a lo largo de los pasadizos, hasta la puerta de la calle, cada cual con un hacha de cera encendida. Gastábase tanta luminaria como en la Iglesia Mayor. Todo era fastuoso y señoril.
Ramiro pensó que, al hacer su reaparición en la asamblea, todos los rostros se volverían hacia él, y que hasta los varones más graves se adelantarían a cumplimentarle por su proeza. Guarecido casi de su herida, pero flaco y sin fuerzas, vistió una tarde su traje más lujoso, se ciñó la daga del morisco y presentose en la sala pequeña, que hacía las veces de primer recibimiento. Fuera del capellán de la Anunciación y de un religioso franciscano de San Antonio, las personas que allí estaban volvieron a verle con ultrajante naturalidad; y, al mentar, uno que otro, su jornada, lo hicieron en términos tales, que parecían referirse a la diligencia más o menos provechosa de algún alguacil. El desengaño le dejó confundido, y, no sintiéndose con aliento para pasar a la cuadra contigua, donde se hallaban los magnates y prelados, agazapose en el más obscuro rincón, entre un grupo de religiosos. El franciscano, arrimando su taburete, le dijo en voz baja:
—¡Nonada habelles descubierto la madriguera a esos lobos! Claro está que vuestra merced habrá de tener también sus envidiosos y calumniadores; pero no pare mientes en eso, que lo que agora dicen habrá de llevárselo el viento como la paja.
—¿Y piensa vuesa Reverencia que alguien murmure?—preguntó Ramiro.
—Habladurías, habladurías—replicó el religioso con ademán de desprecio.
—No disimule vuesa Reverencia si quiere probarme su afición, que nunca daña saber por dónde habemos de ser combatidos.
—Vamos, invenciones de bellacos... que vuestra merced ha estado a punto de renegar de la fe de Nuestro Señor Jesucristo... que llevaba noticias a los conversos... que la riña fue por cuestión de la paga...
En ese instante, hacia la derecha del mancebo, un desconocido, con galas de soldado, exclamó, reteniendo a un lacayo por el gregüesco:
—¡Ea, seor Antoñico, no nos alargue la penitencia y arrímenos por piedad otro plato de bódigos y unos vidriecicos del San Martín, que fenecemos!
El tono de penuria famélica con que moduló aquella frase, apretándose al mismo tiempo el estómago, hizo reír a sus vecinos. Alguien le habló en voz baja, y él, mirando de soslayo al mancebo, tapose la boca como avergonzado.
Entretanto don Alonso platicaba, en la sala contigua, con algunos señores que acababan de llegar. En cierto momento al volver el rostro y al advertir, a distancia, la presencia de Ramiro, hizo un gesto de asombro y se dirigió a saludarle:
—Enhorabuena—exclamó, alargando los brazos.—Grata señal es ésta; pero, ¿por qué tan esquivo? Todos aquellos señores están golosos de ver y escuchar a vuesamerced.
—Siéntome, señor, harto mohíno y sin fuerzas.
—Holgárame de oír relatar a vuesa merced, ante un concurso como éste, todo su lance con los moriscos, punto por punto.
—Otro día será, señor. Agora temo que el mucho hablar me encienda la calentura.
A la vez que Ramiro dejaba caer estas palabras, don Alonso observó, con inquieta curiosidad, la daga sarracena, recubierta de pedrería, que el mancebo llevaba en el cinto, y, sin poder dominar su sorpresa, tomándola por fin en su mano, exclamó:
—Donoso puñal. ¿Es acaso algún arma de los agüelos?
—No, señor. Diómela, como recuerdo, el viejo morisco que no quiso permitir que los demás me acabasen a cuchilladas.
El hidalgo contrajo su semblante, y poniendo la diestra sobre el hombro de Ramiro, díjole quedamente, para que sólo él le escuchara:
—Por la honra de su nombre, vuélvase vuesa merced a su aposento y esconda esa daga donde nadie la vea, que yo sé lo que le importa.
—Llévola, señor, como una preciada prenda que recuerda mi acción.
—Vuesa merced no debe sentirse de mi insistencia, que es fuerza que la lealtad sea por momentos amarga.
—¿Qué recelo es ése? ¡Válame Dios!
—Pues vamos, es esto: sobran bellacos que han dado en inventar cómo, cuándo y por qué vuesa merced ha recibido dineros y presentes de los conversos, e si agora ven esa joya en su cinto la enseñarán como prueba.
Ramiro comprendió. Anonadado por la terrible fatalidad, llevose la mano a la frente y, sin poder articular una sola palabra, una sola exclamación, saludó a don Alonso y volvió a encerrarse en su aposento.
De ordinario, cuando la reunión comenzaba, hacía ya varias horas que don Alonso Blázquez se hallaba instalado en su sillón predilecto, frente a don Íñigo, platicando sin tregua. Llegaba casi siempre al mediodía para retirarse después del toque de oraciones. Eso cuando él mismo no se invitaba a cenar, y echaba de sobremesa un partida de triunfo con el anciano. La intimidad acordábale fueros especiales, movíase como en su propia casa, se chanceaba con los religiosos, sabíale el nombre a todos los criados. Su situación era, sin duda, la más prominente. Su vieja amistad con el Conde de Chinchón y su parentesco con el Marqués de Velada era causa de que los menos informados le atribuyesen grande influencia en la Corte, ilusión que él mismo alimentaba repitiendo a menudo las dos o tres frases que Su Majestad le había dirigido en su larga vida de pretendiente y mostrando hacia el Monarca una admiración tan grande como el odio recóndito que, en verdad, sentía por aquel espectro coronado, cuya sola mirada le cuajaba los tuétanos.
Todos conocían su lealtad impecable y aquel su empeño de aguijonear ambiciones: «¿Qué espera vuesamerced, señor Deán, para pretender la mitra que tanto se merece?» «El peor enemigo de vuesa merced, señor Alférez, es su propia modestia, que sé yo de muchos que, con la mitad de los servicios que todos le conocemos, gobiernan plazas y comandan ejércitos. Si vuesa merced no se enfada, en mi próximo viaje a la corte...» y dejaba caer en el oído del soldado alguna deslumbradora promesa.
Movíase la conversación, casi siempre, en derredor de los temas que él decantaba. Tenía el orgullo de la verbosidad. Dirigirle una pregunta era como abrir una compuerta de regadío. Su inundante palabra se derramaba sin término sobre las superficies, sin que su voz, alta y acatarrada, cambiase de tono. Si parlaba de sus viajes y aventuras, de maestros célebres, de objetos preciosos, o filosofaba cultamente sobre el amor, su discurso cobraba todo el garbo de su persona; pero al disertar sobre el gobierno de la Monarquía, el disimulo cortesano hacíale adoptar un lenguaje incoloro y mortecino, lleno de circunloquios y de prolijas salvedades acerca de la secreta razón de muchas resoluciones de los príncipes.
En cambio, el señor Diego de Bracamonte, de la casa de Fuente el Sol, descendiente de Mosén Rubí de Bracamonte y emparentado con la más clara nobleza de Castilla, juzgaba, lleno de heroico desenfado, la política del Rey.
La arrogancia de aquel hombre se erguía almenada y sola. El discurso flameaba en su boca cual sedicioso pendón. Aun su mirada y su ademán eran temerarios. Todos presentían que aquella cabeza no estaba segura sobre el soberbio cogote y esperaban por momentos alguna catástrofe; pero el hidalgo demostraba importársele una higa de la delación y del riesgo, perorando aún con más vivo coraje cuando se hallaban presentes el señor Corregidor don Alonso de Cárcamo o el fraile dominico en quien todos sospechaban un espía del Santo Oficio y del Monarca. Su reto infanzón y feudal no bajaba la voz; y parecía volar, como un cartel atado a una saeta, por encima de las murallas, hacia la Corte.
Era largo y cenceño. Los terciopelos o gorgoranes formaban como un fofo plumaje sobre su pajaresca armazón. La lechuguilla íbale siempre harto holgada. El mostacho, el tuzado cabello y la aguda barba cabría comenzaban a encanecer; pero las cejas conservábanse retintas, como dos plumas de tordo. Su pellejo era pálido, su mirada áspera, su gesto macho y soberbioso. Adivinábasele, desde lejos, la cólera fácil. No era muy docto; pero nunca faltaba en sus discursos uno que otro texto latino sobre la decadencia de las repúblicas.
El menosprecio que el Soberano hacía continuamente de la opinión de las Cortes, los nuevos pechos y arbitrios particulares que se imponían sin consultarlas, el Ordenamiento del Rey Alfonso anulado, las franquicias rotas, los fueros moribundos: tales eran los tópicos predilectos de sus arengas. El Gobierno se había convertido, según él, en un potro de extraer caudales y estrangular alientos. España, que había sobrepujado en valor a Grecia y a Roma, temblaba ahora de miedo bajo la péñola de los privados y el balbuceo del confesor Diego de Chaves. Todo era hambre, cohecho, terror. Ya era muerta la varonil altivez de donde nacieron la proeza rara y la denodada aventura. Hoy la hombría de bien era desacato; el fuero, sedición; la dignidad, rebeldía. Los honores y mercedes que antaño se ganaban por las grandes cosas que hacían los caballeros, hogaño las lograba cualquier menestral mediante un bolsillo de ducados.
—¿Es cosa derecha—preguntaba—que el Rey se haga de caudales vendiendo hidalguías como trastos de almoneda o recargando a la nobleza de nuevos tributos y haciéndola pechera y villana? Y todo ello para que Flandes esté cada vez menos seguro; para que el francés, a quien ya le teníamos del collar del jubón, vuelva a provocarnos, y el inglés degüelle, tale y saquee, a su guisa, en nuestras costas. Fuimos los dueños de la riqueza, y agora somos los mendigos. Mucha gala soldadesca sobre la sarna y la hambre, mucha orgullosa pluma en el sombrero para abajarlo a cada puerta pidiendo un mendrugo. Hartos años ha que las Cortes vienen voceando la protesta unánime del reino; no se ha querido escuchallas. Ya veremos en qué para aqueste menosprecio.
Hablaba en pie, con el estoque apretado bajo el sobaco. A veces la carraspera le dificultaba el discurso; acercábase entonces a alguno de los braseros y espectoraba sobre las ascuas. Su grande amigo don Enrique Dávila, señor de Navamorcuende y Villatoro, escuchábale absorto y vibrante, con las pupilas inflamadas por la pasión, acabando casi siempre por dejar el asiento y plantarse a pocos pasos de Bracamonte, como hechizado. El contagio de la rebelión se apoderaba de algunos oyentes. Marcos López, cura de Santo Tomé, aseguraba que Santiago Apóstol se le había aparecido una noche diciéndole que, si la nobleza castellana no volvía por el respeto de sus fueros, España estaba perdida. El médico Valdivieso y el licenciado Daza Zimbrón alentaban a Bracamonte con exclamaciones fervientes; mientras Hernán de Guillamas, que había sido procurador de Avila en las Cortes de Madrid, refería con patriótico dolor, en apoyo de don Diego, la mofa que el Rey hacía de los dictámenes de todo el reino congregado.
Los demás, sobre todo los hombres de iglesia, bajaban los ojos e inmovilizaban el semblante. A la menor interrupción no faltaba quien entremetiese otro asunto. Cualquier futileza era bien recibida, con tal que evitara, a los más, la inquietud de aquel verbo incendiario de Bracamonte que agitaba las más graves cuestiones, a modo de encendida antorcha que golpeara a lo largo las añejas colgaduras.
Entonces Gaspar Vela Núñez o Gonzalo de Ahumada, llegados recientemente del Perú, referían cosas de América: alimañas y frutos fabulosos, segundones miserables enriquecidos de súbito por algún tesoro enterrado, huacas repletas de joyas, victorias enormes en que la sangre enjabonaba los dedos y era preciso encordelar la espada y la pica para que no se escurriesen. Tales relatos alucinaban el cerebro de aquellos hijos de Castilla, habituados a imaginar ante el más escueto horizonte todos los espejismos de la aventura. Algunos entrecerraban los párpados para soñar mejor en las comarcas lejanas, donde se llegaba de golpe a la riqueza, sin la infamante paciencia del mercader, y veían pasar por su imaginación tierras inverosímiles, en las cuales el pie topaba a cada paso con venas de oro desnudo.
Los que llegaban de Italia traían obsequios y misivas y daban las últimas noticias acerca del turco. Los que eran soldados de Flandes, como Antonio Dávila, el verrugoso, o Pedro Rengifo, el de la cuchillada en la frente, comentaban la táctica de Farnesio y referían innumerables heroísmos de los soldados de España.
El imperio de la raza brillaba en los semblantes y formaba calurosa armonía de orgullo. Aquellos hombres de guerra, que traían en sus botas lodo reseco de los más diversos países, eran, según el blasón de Isabel y Fernando, el haz de flechas y el yugo del orbe. Uno que otro meditaba los presagios de decadencia; pero los más curábanse mayormente del color de una pluma o del rumor de las propias espuelas.
Otras veces llegábale el turno a los teólogos. Sus rivalidades eran disimuladas, pero profundas. Después de enredar, con escolástica destreza, la inevitable disputa, acababan por responderse en docto y ponzoñoso latín que agriaba la reunión.
Un rebullicio de colmena llenaba las cuadras. La atmósfera era densa y candente. Ni el perfume de los guantes, ni el copioso sahumerio de los pebeteros, lograba dominar el tufo de trasudado sayal que desprendían los religiosos. Las maderas de las ventanas cerrábanse de ordinario a las tres de la tarde. El herraje de los braseros parecía atizarse entonces en la sombra; pero, inmediatamente, llegaba la larga hilera de servidumbre trayendo una aurora de luminaria, que resplandecía en la palidez de los rostros, en la blancura de las lechuguillas, en el sayal amarillento de los dominicos, haciendo chispear las veneras de las Ordenes militares y los preciosos joyeles sobre los terciopelos y brocados.
Casi todos aquellos hombres eran enjutos. La ambición o la penitencia, ayudadas a menudo por tercianas prolijas y rebeldes, desgrasaban las carnes y labraban ictéricos surcos en los rostros. Rostros a la vez altaneros y tristes, do el brío solía disimular terrores y la constante aspiración hacia Dios iluminaba en lo alto las visionarias pupilas.
La turbia claridad que bajaba de las nubes alumbraba apenas el libro. Ramiro leía por tercera vez el mismo pasaje de «La vanidad del mundo»:
«Si fingiéramos que la tierra estuviese en el cielo estrellado y la tornase Dios clara como una de las estrellas, no se podría de acá abajo divisar por su pequeñez. Y si en respecto del firmamento es la tierra como un punto, ¿cuánto será menor puntillo respecto del cielo empíreo? ¿Pues qué dejas, menospreciando el mundo, aunque fueses señor dél, sino un angosto nido de hormigas, por los reales y anchos palacios del cielo?»
Aquellas palabras del padre Fr. Diego de Estella traspasaron luminosamente su espíritu. Señalando la página e inclinando su cuerpo sobre el brazo del sillón, miró pensativamente hacia afuera, a través de los viejos vidrios sujetos por tosca malla de plomo. Espeso nublado, cuya cepa debía prolongarse hacia el naciente, asomaba por encima de las murallas. A pesar de tener cabe sí un brasero con lumbre, Ramiro sentía colarse por las rendijas ese estremecimiento glacial de la atmósfera que anuncia la nevasca. Las losas de la calle y los sillares de los palacios tomaban tonos lívidos, ateridos. El viento ululaba.
Era uno de esos días de invierno en que el alma se siente apartadiza y doméstica y todo el ser se arrellana en su propio egoísmo. ¡Cuán mágico sentido toman entonces las cuatro paredes del aposento, entre las cuales el continuo soñar ha ido adhiriendo a las cosas compañeras indefinida confidencia y algo como nuestro propio dejo espiritual! El cerrojo lanza al caer una interjección uraña y reconfortante, y el ascua nos recibe con su ardiente fascinación que amodorra las ansias y desapega de todos los afanes del siglo.
Una enorme hostilidad se cernía. El cielo estaba ceñudo, el aire maligno y poblado, quizá, de espíritus dañosos. Las lúgubres consejas, escuchadas allá en la torre, siendo niño, volvían a la memoria del mancebo. A veces un remolino de polvo y de briznas, junto a alguna chimenea, le inquietaba. Hubiérase dicho que un miedo mudo hacía palidecer todas las cosas, la teja, la ventana cerrada, el árbol de los patios. Algunos campesinos bajaban presurosos hacia la Puerta de Don Antonio Vela, acuciando sus machos y borricos. Ramiro adivinaba en la dirección del Sudeste, por detrás de las sierras, un agazapamiento de vendaval, pronto a lanzarse sobre la dehesa, destechando cabañas, reventando los trojes, descuajando los árboles.
¡Cuán sabrosa aquella su pereza junto a la lumbre! Soñó en la paz de los monasterios, en la ascética fruición de la celda durante los días y noches del invierno, en la deliciosa somnolencia de los rezos en los coros obscuros, entre el olor eclesiástico de los viejos barnices, de la cera, del incienso.
El brutal desengaño que sufriera, días antes, al presentarse en la reunión, habíale llenado el pecho de asco y rencor hacia los hombres.
—¡Por cuestión de la paga!—repetía por momentos, recordando las palabras del religioso.—¿De quién podía venir aquella especie si no de su rival? ¿Debía también perdonarle con el heroico perdón de los santos?
La frase de doña Guiomar: «Harta dicha será que no os desluzcan la jornada mediante alguna calumnia», tomaba ahora en su mente acento de profecía.
¿Para qué afanarse, pues, en el siglo, si toda honra estaba a la merced de cualquier lengua malvada? Y aunque así no fuera: ¿De qué valían las glorias y loores del mundo, de este «nido de hormigas», como lo apellidaba el inspirado religioso? ¿No era, acaso, todo ello castillo de cañas para el fuego de la muerte? ¿Qué más valía el paso de un hombre sobre la tierra?... Cualquier frágil baratija duraba más que su dueño. Otros galanes habían de aderezarse quizá, el juvenil mostacho ante aquel su espejo, cuando él no fuera sino un hato de podredumbre. La copa de Venecia pasaba de padres a hijos más vividora que las manos soberbias que la alzaban en los festines. ¿Qué pensar? ¿Qué hacer?
El mismo se asombraba de las oscilaciones extremas de su ánimo.
Volvió a mirar hacia la calle.
Una hora pasó. Era un domingo de fines de febrero. La esquila de la Catedral acababa de tocar tres campanadas. Los visitantes de costumbre iban llegando; unos en sillas, envueltos en capisayos aforrados de martas; otros a pie, embozados completamente en sus ferreruelos o en sus capas de lluvia, y manteniendo apenas una abertura por donde escapaba el aliento blanquecino. Los clérigos se arrebozaban con sus lobas; los dominicos, en sus manteos; los franciscanos y carmelitas traían el rostro cubierto bajo la puntiaguda capilla y los brazos cruzados por dentro de las mangas. Ramiro vio llegar a Vargas Orozco con la nariz amoratada por el frío; el paje caudatario le sostenía por detrás la cola superflua. Creyó reconocer a don Pedro Valderrábano por las calzas de velludo amarillo y sus pantuflos con pieles. Cuatro valentones custodiaban la silla de don Enrique Dávila, tres de ellos con alabarda y rodela, el otro con hermosa ballesta incrustada de marfil.
Ramiro, sin deseos de llegarse al estrado, abrió de nuevo «La vanidad del mundo». En ese instante, después de anunciarse con el golpecito de costumbre, entró Casilda en la habitación. Un estremecimiento inusitado agitaba sus pestañas. Acercose al escritorio, removió la arquilla de las obleas, requirió las torcidas del velón, estiró las holandas del lecho. Palpábalo todo con gesto bobo y encogido, como si quisiera comunicar o pedir alguna cosa y no se hallase con ánimo.
—¿Buscas algo?—la preguntó el mancebo.
—Nada, señor; sólo que mi padre me manda llamar y miro porque todo quede bien aparejado para la noche.
La idea de recompensar con alguna dádiva los cuidados que aquella muchacha le había prodigado, durante tantos días de sufrimiento, le asaltó a Ramiro por la primera vez. Díjola entonces:
—Abre la naveta de la izquierda de aquel bufetillo. ¿Ves una escarcela verde? Bien, tráela.
Cogió tres ducados y alargóselos, exclamando:
—Toma para alfileres, Casilda.
Ella, al sentir en la palma de la mano el frío de las monedas, dejolas caer al pronto, sobre la mesa, como si hubiese tocado un reptil. El rostro se le enrojeció de vergüenza, y su pecho, henchido por la emoción, dejó escapar un suspiro. Luego sonrió tristemente, diciendo:
—¡Ah! ¿vuestra merced ha pensado?... ¡No, no, por Dios!
—¿Tanta honrilla, muchacha? ¿No puedo hacerte, acaso, un obsequio?
—No, señor; gracias. A lo que venía me mueve otro interés. Deseo decir a vuestra merced—agregó vacilando un instante y bajando la voz—algo que sucede en esta casa.
—Sí, ya imagino: que el lacayo... que la criada... que la dueña... Me lo dirás otra vez.
—Nada de eso, señor. Es negocio harto apurado. Un negocio... ¿cómo decir? que importa; que, con ser yo tan necia, se me alcanza que la justicia ha de caer aína sobre esta casa y todo el daño que se puede seguir a vuestra merced.
—Bien, aguija; aclárate presto. ¿Qué sucede?
Casilda tembló como sacudida por aquel acento imperioso, y luego repuso:
—Sucede, señor, que muchos de estos caballeros que aquí vienen, acabada la visita, se juntan abajo en secreto, en una cuadra vecina de aquella en que yo guardo mi cofre; y encienden lumbre, y dicen palabras contra el Rey y hablan de levantar bandera.
—¿Por quién sabes todo eso?
—Lo escuché yo mesma, yendo a buscar un manto, el domingo pasado, ya de noche.
—Dilo todo, date prisa.
—Al entrar oí unas voces que parecían salir de una alacena; pero, como yo no temo a los duendes, la abrí para ver lo que era. Vacía lo estaba; pero las voces se escuchaban como si fuesen en la mesma cuadra y eran en la de al lado, e decían lo que ya dejo expresado a vuestra merced. A mi ver, deben ser muchos señores, y entre ellos está el señor cura de Santo Tomé, con su catarro, y el señor de Bracamonte, con su voz tan áspera, y el de...
Un golpe dado en la puerta que comunicaba con la galería cortó su narración.
—¿Quién?—demandó Ramiro.
—Yo soy—respondió Vargas Orozco, abriendo él mismo la hoja y penetrando en la estancia. Luego, habiendo mirado de soslayo a Casilda, aproximose a Ramiro, y sin tomar asiento, le preguntó:
—¿Os lo ha referido?
—¿Qué?
—Lo que acontece en esta casa.
—¿A qué quiere aludir vuesa merced?
—A las reuniones secretas de don Diego, y los otros, en el piso bajo, conducidos por el maestresala.
En seguida, alzando la voz, y señalando hacia las cuadras vecinas:
—¡A la enorme felonía—gritó—de esos malos caballeros!
—Por Dios, hable vuesa merced más bajo, que pueden oílle—interrumpió Ramiro, agregando:—De suerte que vuesa merced lo sabe también por...
—Por esta rapaza—contestó el Canónigo señalando a Casilda.
El diálogo se desarrolló vivamente y quedó convenido que, antes de que terminara la reunión, irían los dos a cerciorarse de la verdad, escondiéndose en la cuadra que indicaba Casilda. Al principio, el mancebo manifestó no poca repugnancia por aquel espionaje, declarando que a él le parecía más derecho requerir con franqueza a don Enrique Dávila o al mismo Bracamonte; pero el Canónigo le hizo pensar en la necesidad de una previa certidumbre; y, al referirse al peligro de que su llaga se reabriese en el tráfago de las escaleras, le dijo:
—Si tal os sucede, hijo mío, haréis de cuenta que os hicisteis herir, una vez más, en servicio del Rey y de la honra de vuestra casa.
Seguidamente, uno y otro, se dirigieron al estrado. Ya un crecido número de visitas rodeaba a don Íñigo. Don Pedro de Valderrábano, hidalgo viejo y socarrón, se paseaba solo, observando maquinalmente los muebles y mirando las figuras de los tapices. Otros señores hablaban, en pie, junto a las vidrieras, por donde entraba una luz opaca y mortecina. Ramiro, después de cumplir con los saludos de ceremonia, sentose junto a un ancho brasero, en torno del cual se parlaba de guerra.
Don Enrique Dávila juzgaba la táctica de Farnesio, mientras alzaba en su mano un vaso de plata con una piedra bezoar incrustada en el borde. Un criado escanciábale el vino de San Martín con demasiada frecuencia. Estaba ricamente vestido de terciopelo morado, con ropilla de lo mismo, forrada de pieles.
Su intemperante condición respondía a su estatura gigantesca. Cuando quería dominar alguna congoja, reventaba uno o dos caballos a fuerza de locas carreras por el camino de Villatoro. El juego era la única pasión que lograba punzarle. Peinaba sin crencha, hacia atrás. Su tez era barrosa y trasnochada. Sus ojos pequeños.
Ramiro no escuchó sino el final de su discurso:
—Diga, vuesa merced, que una vez que Farnesio hubo dejado las provincias para penetrar en Francia, debió librar batalla campal al Bearnés, desbaratalle en seguida, quitalle las vituallas, adueñarse de París e decir luego a nuestro rey: «Señale agora Su Majestad la persona que ha de sentarse en este trono.» De esta suerte, aunque exponiendo a Flandes, hubiéramos extendido el poder de nuestras armas y limpiado a aquella monarquía de la pestilencia luterana.
—¡Qué brava guisa de guerrear!—dijo don Pedro Valderrábano, con tono amistoso y burlesco.—En un quítame allá esas pajas desbarata vuesa merced un ejército, le coge las vituallas, cae de sopetón sobre una poderosa ciudad y se la adueña. Piense vuesa merced, señor don Enrique, que no hay batalla que no se gane desde una silla de vaqueta, cabe el brasero.
El regidor Gaspar González Heredia, queriendo amortiguar el picante de aquella fisga, agregó con seriedad, dirigiéndose a don Enrique:
—Quizá el ejército del Duque no era suficiente para tamaña empresa, y hay quien presenta al Bearnés como hombre de mucho ardid y coraje, que pelea a la cabeza de sus soldados.
—Con eso—le replicó el licenciado Daza Zimbrón, que alardeaba de táctico—no demostraría ese mucho ardid que dice vuesa merced; pues el jefe de un reino poderoso, como apunta a serlo el Bearnés, ya que ha de dar la batalla, no debe hallarse en la refriega, entre sus soldados; que si él mesmo fuere muerto o vencido, el reino todo se pierde, como aconteció a los persas y medos, vencidos por Alejandro, muerto el rey Darío, y en España muerto el rey don Rodrigo, y en Hungría, en nuestros tiempos, muerto el rey Ludovico, en la batalla que dio temerariamente a los turcos.
Prodújose un rumor de admiración.
—¿Y vuesas paternidades habéis recibido nuevas cartas de Francia?—preguntó don Alonso al padre Jaime Rodríguez, de la Compañía de Jesús.
—Casi todas se quedan por el camino. Este mes sólo una ha logrado llegarnos. Trae algunos pormenores de la primera acometida del Bearnés sobre París, en diciembre pasado.
—Sepamos, sepamos.
—Parecer ser que el Bearnés se acercó, ya pasada la media noche, cuando todos los vecinos dormían; pero, por un caso, en que se echa de ver la mano de Dios, los herejes apoyaron sus escalas en la Puerta Papal, donde se hallaban a la sazón algunos religiosos de nuestra Compañía. Al asomar los primeros asaltantes, nuestros hermanos dan repetidas voces de alarma. Los vecinos despiertan, tócase a rebato, y el hereje se retira desengañado.
—Grande gloria para vuestra religión—dijo alguno.
—Un venturoso accidente en verdad—respondió el padre Rodríguez.
Entonces el dominicano fray Gonzalo Jiménez, Guardián del Convento de Santo Tomás y Calificador del Santo Oficio, díjole con aparente mansedumbre:
—Ya tenéis blasón para hacer labrar a la puerta de vuestras casas.
—¿Cuál sería, según vuesa Reverencia, señor Guardián?
—Anseres Capitolini, los famosos gansos del Capitolio; y no se dirá que os falta añejo abolengo.
Todos sabían la enemistad que separaba a aquellas dos religiones; pero nadie esperaba una ofensa semejante; así que las palabras del padre Rodríguez: «Aún no sería bastante humilde para nosotros», se perdieron en un murmullo de estupor. Formáronse entonces pláticas diversas. Una predominó y todos acabaron por escuchar. El capellán de la Iglesia-Hospital de la Anunciación, Miguel González Vaquero, hablaba con el dominico Crisóstomo del Peso, de los milagros de doña María Vela, monja de Santa Ana. El capellán gozaba fama de santo. Su palidez cenicienta hacía pensar en terribles austeridades, y a la vez, sus grandes ojos claros emanaban conmovedora dulzura.
—Son tan grandes—decía—las mercedes que Dios la hace y tan apegadas sus razones al amor divino, que no cabe dudar.
—De su humildad y otras virtudes dígame cuanto quiera vuesa merced, señor capellán; pero de sus revelaciones muy poco, porque soy menos inclinado a creellas.
—Igual cosa oí decir a vuesa Paternidad, en cierta ocasión, de la madre Teresa de Jesús.
—En verdad, muchas veces dije: esperemos a ver en qué para esta monja, que no es bueno dar fe tan presto a sus virtudes y revelaciones; no tanto porque dudase de ella, cuanto por juzgar que así conviene para mujeres. Pero ahora declaro que la dicha Teresa ha dado a entender ser posible en ellas la perfección evangélica.
—Y así mesmo doña María, padre Crisóstomo. Harta experiencia tengo de su caridad y oración para saber si hay lazo o engaño de Satanás.
—Me dicen que fue vuesa merced—preguntó el licenciado Zimbrón, dirigiéndose al capellán—quien aconsejó administralla el santo Viático para hacella aflojar las mandíbulas.
—No, no; fue el padre Julián, el padre Julián.
—¿Vuesa merced presenció el milagro?
—Cuando yo entraba en la celda, ya doña María tenía abierta su boca hacia el divino remedio; toda la faz encendida como una lámpara. Más de nueve días pasó con los dientes tan apretados, que el hombre más fuerte no hubiera logrado separárselos y sin que fuera posible hacella pasar una gota de caldo.
La conversación recayó, como de costumbre, en la crónica de los asombrosos milagros que se realizaban de continuo en aquella ciudad.
Otra monja de Santa Ana oía todas las noches una voz que le denunciaba las asechanzas del Demonio en torno de la celda de tal o cual religiosa. En el convento de San José, Catalina Dávila, presa de súbito arrobamiento, habíase levantado varios palmos del suelo al leer una anotación de mano de Teresa de Jesús, en los Morales de San Gregorio. Sor Angela de la Encarnación era estrujada y abofetea la por Satanás a la vista de todas sus compañeras, y, últimamente, arrojada por él, desde lo alto de una galería al jardincillo del convento, no recibió daño alguno. Además, todos los lunes, que es el día que corresponde a la Oración en el Huerto, sudaba a imitación de Nuestro Señor, tanta sangre de toda su piel, que era preciso mudarla dos o tres túnicas al día.
Al hablar de aquellas cosas, las voces temblaban de modo extraño y los semblantes más recios se ablandaban y palidecían como oreados por un soplo divinal.
La ciudad entera, odorífera de santidad, parecía haberse levantado hasta una región convecina de Dios y flotar en pleno prodigio, entre el vuelo cuasi visible de los ángeles. Las almas ardían como los perfumados carbones de aquel místico brasero, hurgoneadas por la penitencia, atizadas por el aleteo de la incesante plegaria. El milagro estaba en todas partes. Posábase aquí y allá, a modo de un ave inverosímil y familiar. Se hablaba de él con regocijo, pero sin espanto.
El nombre de Teresa de Jesús, la religiosa andante, la garduña de almas, la pícara sublime, reaparecía con frecuencia en los diálogos. Muchos de los que allí se reunían eran sus parientes, algunos habían parlado y chanceado con ella en los locutorios de la Encarnación y de San José; otros, más ancianos, la conocieron muchacha, con harto amor a las galas y a los olores y poniendo motes a los galanes. Referíanse con el mismo entusiasmo sus prodigios que sus gracejos, y todos se complacían en hablar llanamente de un ser que los ojos del alma veían ahora en la gloria del Paraíso.
—Grande injusticia ha sido llevarnos la gran reliquia de su cuerpo—dijo Alonso de Valdivieso, al terminar la narración de una graciosa entrevista que tuvo con ella en Medina del Campo.
—Esa trapacería se la debemos al Duque de Alba—replicó el señor de Navamorcuende.
Entonces, aprovechando del vocerío que suscitaron aquellas palabras de don Enrique, un padre carmelita refirió en voz baja a Ramiro que, no hacía mucho, temiendo que se llevasen nuevamente de rondón el cuerpo milagroso, una hermana lega del convento de Alba de Tormes, en medio de una noche de tempestad, habíase dirigido al sepulcro de la madre Teresa, y descubriendo el cadáver, abriole el pecho con un filoso cuchillo, metió la mano por la herida y arrancó el corazón. Luego, aquella sobrehumana mujer, poniendo la reliquia entre dos platos de roble, se lo llevó consigo a la celda. Al siguiente día, el inconfundible perfume que embalsamaba los claustros, denunció el sublime sacrilegio.
Enfebrecido por el confuso rumor de los diálogos y el aire denso de la sala, Ramiro tuvo que reconcentrarse un momento, sintiéndose penetrar hasta el fondo del ser por la pasión que exhalaban aquellos últimos relatos. Acababa de comprobar una vez más que, a la primera mención de los prodigios de una humilde enclaustrada, todos los otros temas decaían; y los más recios hidalgos, orgullosos de sus linajes, de sus caudales, de sus cicatrices, inclinaban la cabeza como empequeñecidos ante la sublimidad de la gloria penitente.
Y de nuevo, la voz ajena y sosegada que solía susurrar en el fondo de su conciencia, le habló de esta manera:
Abandona la brega de los hombres. No hay vida más heroica, más fuerte, vida más vida que la de aquel que, desnudándose por entero del vano ropaje mundanal, sigue la senda de Cristo Nuestro Señor. Ese acrecienta como ninguno las potencias del alma, y, en un mismo día, asedia o se defiende, toma castillos o levanta cestones y palizadas, libra grandiosos combates, pone en fuga legiones inmensas, conquista mundos ignorados y maravillosos. Sólo aquél tiende su vuelo por los espacios de la eternidad, logra sus simientes, conoce la verdadera gloria y vence la vanidad, la brevedad y el terreno dolor.
Sí, sería religioso y quizás ermitaño. Estaba resuelto. Bajando los párpados, soñó, entre el murmullo creciente de la asamblea, en su futura santidad.
Un vocerío en la calle, un clamor áspero y bronco, que hizo retemblar las vidrieras, desgarró su visión.
—¿Qué es esto?—exclamaron algunos.
Ramiro, que se hallaba próximo a una de las ventanas, se puso en pie, abrió las maderas y miró. Un grupo de villanos avanzaba hacia el solar cruzando la plazuela. A la humosa llamarada de las antorchas, Ramiro pudo reconocer, en medio de aquel golpe de gente, la enhiesta facha de Bracamonte. Nueva exclamación estalló:
—¡Viva don Diego!
Los pasos de la turba resonaban sobre las losas de modo acompasado y solemne.
—Son algunos vecinos que vienen acompañando a don Diego de Bracamonte—exclamó Ramiro en voz alta, volviendo el rostro hacia el concurso.
—Parece—dijo Valderrábano,—que de algunos días a esta parte, apenas le advierten por esas calles, se ponen a seguille, y le van regalando todo el tiempo con sus vítores, que güelen peor de lo que suenan.
—Quiera Dios no le empujen a alguna demasía—agregó con lenta modulación el Canónigo lectoral.
Ramiro notó que algunas miradas descendían gravedosas, mientras otras escudriñaban, uno a uno, los semblantes. Entretanto, don Enrique Dávila respondía a la frase del Canónigo con injuriante risa haciendo saltar entre sus dedos el joyel que pendía de su cadena.
—Don Enrique: «Las barajas excusallas»—dijo entonces el Lectoral.
—Señor Canónigo: «Comenzadas acaballas»—replicole el señor de Navamorcuende, completando el conocido lema que llevaban las armas de su familia.
Minutos después entraba Bracamonte.
—¿Qué nueva?—preguntole don Enrique, dejando el asiento.
A la vez que un lacayo le quitaba de los hombros la negra capa salpicada de nieve, Bracamonte repuso:
—Que se pretende dar parte al Santo Oficio en la causa de Antonio Pérez, para burlar de esta suerte los Fueros de Aragón.
Tras un candelabro, y con todo el rostro iluminado por el resplandor numeroso de las bujías, el Guardián de Santo Tomás prorrumpió:
—¿Hay, por ventura, fuero más fuero que el de la Santa Inquisición? Allá se las arreglen, señor don Diego, que aquí estamos en Castilla.
Bracamonte, reconociendo al pronto la voz, replicó sin vacilar:
—Ya sabe vuesa Reverencia que, según los antiguos, la pendiente de la tiranía todo está en empezalla; y si a tal se atreven con Aragón, que tan celosamente ha guardado hasta aquí sus libertades, ¡qué no osarán luego con nosotros, que estamos ya harto desplumados y listos para la olla!
Ramiro sintió que le apretaban el brazo.
—Salgamos, que es tiempo—murmurole al oído el Lectoral.
Algunos tertulios se retiraban; don Alonso entre ellos.
Cuando maestro y discípulo bajaron a la cuadra del piso bajo, conducidos por Casilda, ya era de noche.
—Cae nieve—dijo la muchacha mirando hacia el patio.
Casilda no había soñado ni mentido. Después de un largo lapso de espera, comenzó a escucharse, a través de las tablas de la alhacena, cavada a medio grueso en el muro divisorio, el rumor de los que iban penetrando en la estancia vecina. No había rendija alguna por donde se pudiese atisbar; pero Ramiro y el Canónigo reconocían fácilmente a los congregados, aun cuando todos bajaban la voz con evidente cautela.
—Las nuevas cartas—dijo Bracamonte—son del Barón de Bárboles, de Miguel de Gurrea y del señor de Purroy.
Leyolas. Las dos últimas referían los sucesos recientes de Aragón y la agitación popular de Zaragoza. La de don Diego de Heredia, señor de Bárboles, entre otras cosas decía: «Hoy somos los aragoneses los amenazados, mañana lo seréis vosotros. Prestémonos fiel ayuda, hermanos de Castilla, que nuestra Patria se pierde; pues aquellos que son tenidos por sus padres y jueces, son malos padrastros y prevaricadores della.»
—Sí; la república se pierde—agregó con brusquedad Bracamonte, comunicando a su voz una resonancia imprudente.—¿Y, por ventura, debemos asombrarnos, cuando España, regida ayer por sus más claros varones, es hoy la presa de ávidos pecheros, que, no sólo buscan por todo medio acrecentar la propia hacienda, aunque perezca la pública, sino que pretenden, a más, empobrecer y destruir a la más antigua nobleza del reino, no dejándola, como sabemos, regentar los negocios, e inventando contra ella, cada día, nuevos pechos y humillaciones? Si el puntilloso honor de nuestra casta no se hubiese trocado, agora, en acoquinamiento y bajeza, ¿quién osara tales atrevimientos? ¡Ea!: mostremos que de algo vale aquella sangre delicada que heredamos de nuestros mayores. Es tiempo ya de resoluciones varoniles. Perdamos, si es preciso, la vida en la demanda, antes que la honra. Aragón sólo espera nuestra señal para arrojarse; Sevilla bulle y se revuelve, Valladolid, Madrid y Toledo vendrán a la zaga, apenas nosotros marchemos.
Un coro ardoroso de aprobación respondió a la arenga de Bracamonte. Luego, en medio del silencio que sobrevino, una sola voz resonó, adusta, inconfundible.
—Que no se diga que la vejez, enflaqueciendo mis fuerzas, ha destemplado mi corazón. Sepan vuesas mercedes que toda mi hacienda queda puesta desde hoy al servicio de esta demanda. Y si el caso lo pide, hareme subir en silla a la muralla, que aún puede mi diestra disparar un venablo.
Al escuchar aquella voz, el Canónigo y Ramiro se buscaron uno a otro en la obscuridad.
—¡Don Íñigo! ¡Válame Dios!—exclamó el Lectoral asiendo del brazo a su discípulo.
—¡Sí; él es!—dijo, tan sólo, el mancebo.
Escuchose entonces un rumor de interjecciones y frases entreveradas.
—Es un tirano—dijo alguien claramente.
—Su confesor—agregó el cura de Santo Tomé—ha de arder en el infierno, porque le absuelve.
Otros exclamaron:
—Que se lea el cartel que ha de pegarse en los muros.
—Es harto tarde.
—Que se lea, y partiremos.
Oyose entonces un ruido claro de papeles, y don Enrique Dávila leyó el histórico pasquín.
«Si alguna nación en el mundo debía por muchas razones y buenos respetos ser de su Rey y señor favorecida, estimada y libertada, es sólo la nuestra; mas la cobdicia y la tiranía con que hoy se procede no da lugar a que esto se considere. ¡Oh, España, España, qué bien te agradecen tus servicios esmaltándolos con tanta sangre noble y plebeya; pues en pago de ellos intenta el Rey que la nobleza sea repartida como pechera! ¡Vuelve sobre tu derecho y defiende tu libertad, pues con la justicia que tienes te será tan fácil; y tú, Felipe, conténtate con lo que es tuyo y no pretendas lo ajeno y dudoso, ni des lugar y ocasión a que aquellos por quienes tienes la honra que posees, defiendan la suya, tan de atrás conservada y por las leyes de estos reinos defendida.»
El vítor sordo que estalló en la estancia vecina hízoles comprender al lectoral y a Ramiro que los conjurados eran numerosos.
—Bien puesto, bien puesto, señor don Enrique—exclamaron algunos.
—Que se fije mañana mismo en los muros de la Iglesia Mayor y en los portales del Mercado.
—Dejemos escoger la ocasión a don Enrique y a don Diego, que, llegado el caso, todos estamos dispuestos a fijarlo por nuestras manos en el sitio que convenga.
Las sillas resonaron. Todos se levantaban para marcharse.
Tan pronto como el Canónigo se halló de nuevo en el aposento de su discípulo, exclamó con profético vozarrón:—Todo esto habrá de concluir sobre un cadalso.
Ramiro, dejándose caer en una silla, junto a la pequeña mesa aderezada ya para la cena, fijó su mirada en el blanco mantel, que resplandecía bajo las llamas del candelabro, y después de largo silencio, repuso:
—Aunque así fuera, es menester seguilles. Ellos son los valientes y los honrados. Yo he de mostrar—agregó, levantando el rostro hacia la lumbre y golpeando con el puño sobre la mesa—que aún quedan en la nobleza castellana ánimos capaces de mostrar la vieja valentía.
—Por el hábito que tengo—replicó el Canónigo,—si estoy por decir que ha entrado en esta casa alguna legión de demonios invisibles que os van a todos revolviendo la sangre. ¿No comprendéis, hijo mío, que ese sandio y tahúr de don Enrique y esa bestia furiosa de Bracamonte no hacen sino vomitar en palabras el hondo despecho de no haber merecido honor alguno en su vida? ¿Y no se os alcanza también que, así como fijen ese alevoso pasquín que leyeron, serán uno y otro degollados por mano de verdugo, con algunos incautos que han dado en seguilles? Si os place, Ramiro, concluir como ellos sobre la infame bayeta en la Plaza del Mercado, o iros a remar en alguna galera bajo el corbacho del cómitre ¡adelante!; y así figuraréis en las crónicas como el vil descendiente que arrojó semejante baldón sobre su casa preclara y antiquísima.
—¿Soy, por ventura, niño o mujer para dejar a otros la guarda de nuestros derechos antiguos? Mi bisagüelo, Suero del Aguila, arriesgó la vida por ellos.
—Malaventurado yo—replicó el Lectoral—si he de cosechar esa espiga. ¿No será, ¡vive Dios! el orgullo, el aborrecible orgullo, fuente de tantos yerros y desgracias, lo que os hace desvariar de esta suerte?
Dando luego algunos pasos a lo largo de la cuadra, en uno y otro sentido, comenzó a decir, con la entonación grandiosa y el ademán vasto y pulpitable que usaba en ciertas ocasiones:
—¿Dónde está el tirano? ¿Dónde la sinrazón? ¿Hasta cuándo abusaréis de la real paciencia? ¿Quién que no sea un mentecato puede decir que la república se pierde? ¿Hubo, por ventura, en los siglos otra nación más temida y envidiada que lo es hoy día la española? Somos los amos de la tierra firme y del mar; tenemos asido al mundo de las greñas. El tercio de Flandes o de Italia han hecho palidecer la fama de la falange macedónica y de la romana cohorte; y al solo rumor de unas espuelas españolas tiemblan por doquiera los populachos. ¡Oh, necios! ¿Conociose jamás un monarca que fuese a la vez tan justiciero y tan grande como Felipe? Seguro estoy de que en los venideros tiempos, para formar un trasunto de su vida, tendrán que juntar la piedad de David con la sabiduría de Salomón, los triunfos de Alejandro con la prudencia de Marco Aurelio. Además, ¿cómo olvidar lo que ha hecho y hace diariamente por descepar del mundo la herejía? ¡Y aún hay descontentos en España! ¡Aún quedan malos vasallos que buscan el modo de trabar el paso a este príncipe ungido por el Señor! ¿Si pensarán los muy bellacos y avarientos que tanta grandeza no merece el nombre de tal si se les toma a ellos una hilacha tan sólo del capotillo?...
Siguió hablando de esta guisa, yendo y viniendo. Ramiro le escuchaba atentamente, seducido por la inesperada emoción de aquella catilinaria que, con decir todo lo contrario de lo que vociferaba en sus discursos Bracamonte, exaltábale, asimismo, de modo heroico y soberbio.
Un criado trajo la primera vianda. El Canónigo se sentó, y, apenas se hubo llevado a los dientes un grueso bocado de pernil, vio penetrar en la estancia a la madre de Ramiro. Parecía más animada que de costumbre. Habló casi con júbilo, empleando uno que otro gracejo místico al suplicar a su hijo que no hiciese esperar demasiado al Señor, y que, así como se hallase con fuerzas, montara, luego luego en el cuartago, camino de Salamanca.
—A vuesa merced, señor Canónigo, toca agora dar a esta alma el empellón que ha menester—agregó con inusitada sonrisa, al retirarse.
Cuando quedaron solos, el mancebo, enmudecido por las tumultuosas impresiones que jugaban con su ánimo, levantose nerviosamente y, acercándose a la ventana, abrió las maderas. Avila, recubierta de nieve, resplandecía bajo el mágico claror de la luna como una ciudad de encantamiento.
Ramiro ordenó al lacayo que se llevase las candelas.
Los rincones de la estancia se llenaron de sombra; pero, al mismo tiempo, la claridad sideral traspasó la polvorienta vidriera y quedó suspendida en el ambiente a modo de un velo soñado y alucinador.
Ramiro admiró el fantástico arminio que revestía las techumbres y las almenas en la noche diáfana; ¡y soñó en cosas del Cielo, en claras armonías del Paraíso, en el alma de Teresa de Jesús gozando de Dios, entre la innumerable blancura de los serafines!
—¿Sabéis lo que pienso, Ramiro?—exclamó de pronto el Canónigo, con todo el busto hundido en la obscuridad;—pienso que vuestra virtuosa madre acaba de hablaros por boca de ángel, como se dice, y que agora más que nunca, en presencia del riesgo propincuo que corren a la vez vuestra alma y vuestra honra, os debéis echar sin tardanza en brazos de la Santa Iglesia. Ella sólo puede asosegaros esos bullentes borbotones del cerebro y salvaros de caer en la pasión del orgullo, en esa peligrosa y aborrecible pasión que nos convierte en un fruto mollar para el Demonio. Dios queriendo, hijo mío, yo seré muy pronto promovido a Obispo de Cartagena o de Orense, como lo asegura don Alonso. Lejos de la mentecatez y la envidia, no tardará mi nombre en correr por toda España. Mi saber saldrá de la cueva cabildera cual generoso vino olvidado, y encenderá, por doquier, el espíritu de los hombres. Se me pedirá a cada ocasión mi dictamen desde la Corte, y el Rey mesmo acabará por decir: «Esto piensa su señoría, Lorenzo Vargas Orozco, y no habrá más que agregar.» Entonces, Ramiro, uno de mis primeros pensamientos será llamaros a mi lado; y allí dará principio la verdadera ocasión que el Cielo os depara. Al fin lo comprendo. ¡Por ahí, por ahí! ¡Dios lo quiere!
Ramiro meditó. Sentado ahora en la silla, junto a la ventana, miraba hacia lo alto, con el rostro comparable a un claro marfil. Por último, inclinándose hacia el maestro, sin bajar la mirada, con tono pausado y casi doliente, repuso:
—A las vegadas, yo mesmo pienso que Dios lo quiere, como dice vuesa merced, y me lo expresa arrancándome allá del abrazo de la muerte, mostrándome aquí las bajezas del mundo y la vanidad de todas las glorias humanas, o hablándome con el ruego de mi madre, como acaba de hacello. Clamo, entonces, con todas mis potencias, hacia su Divina Majestad, demandándola una de esas mercedes que hace diariamente a algunas almas y que manifiestan de un golpe su predilección; pero, nada, nada me responde, e todo mi ser desengañado tiene que replegar de nuevo su ardimiento, en la hondura, en la tiniebla. Yo quisiera—agregó en voz bien alta, tendiendo ambos brazos hacia la verdosa claridad, en la cual sus manos resplandecieron de modo perturbador,—yo quisiera subir de un solo ímpetu a una de las moradas de arrobamiento que describe la Madre Teresa de Jesús; gozar, aunque fuera un instante, de ese deliquio, de ese éxtasis, en que ella caía de continuo; llegar a Dios, en fin, de un solo y soberano vuelo del alma, y anegarme, abismarme en su contemplación.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—O, a lo menos, un prodigio, un prodigio patente, mediante el cual el Señor me significase su complacencia: desprenderme del suelo durante la plegaria, ver señalarse en mi cuerpo una llaga de la Pasión, escuchar una palabra de una de esas imágenes de Nuestra Señora que tantos milagros han obrado en esta ciudad con toscos villanos y campesinos; o recibir, en fin, de lo alto, alguna locución que yo debiese, a mi vez, transmitir a los hombres. ¡Pero hasta agora nada! Mi cuerpo semeja un costal lleno de cantos, mis manos siguen tan mondas como siempre, y el cielo mudo y cerrado para mí. Cuanto a las imágenes de Nuestra Señora de las Vacas e de la Soterraña, a fuerza de mirallas e mirallas, tiemblan e oscilan, como entre el humo de un cirio; pero hablarme, eso nunca; ¡y qué negrura en la mente, qué sequedad, qué apretamiento acá en el corazón! ¡ah!...
Llevose las manos al pecho.
—¡En qué peligro estáis, hijo mío! Agora hecho de ver, y en quien menos lo deseara, el daño que pueden hacer en las almas de corta experiencia y estudio, los escritos milagreros, quitándoles toda humildad e despertando en ellas las aprehensiones sobrenaturales, con gran regocijo del Demonio. La tal Teresa y todos cuantos escribieron o escriben sobre mística, en lengua vulgar, van haciendo harto mal por España, incitando al desprecio del duro camino escolástico y engolosinando a los incautos con visiones y revelaciones, coloquios y éxtasis, y todos los sueños que engendra la beodez contemplativa. Todo eso, Ramiro, no es otra cosa que el humo de la antorcha viva de la verdad, e los que buscan sólo ese humo pronto se enceguecen, e no pudiendo ni queriendo escudriñar los secretos de la Escritura y de la ardua enseñanza escolástica, esperan que Dios se los revele, de una vez, en un rapto, e hablar con El, cara a cara, como si fuera con el Corregidor o el Obispo. A un paso estáis, Ramiro, de las peores herejías que apestan a España, e mucho me temo que, llevado por esa gula espiritual, os hundáis, sin sabello, en la locura de los begardos, o alguien os denuncie al Santo Oficio de alumbrado o de quietista.
—Yo no hago sino anhelar para mí lo que encarece en sus escritos la madre Teresa de Jesús, a quien todos tienen por santa—exclamó nerviosamente el mancebo.
—¿Y por ventura—replicó a su vez el Canónigo—no han sido bastante aviso los ejemplos de la beata de Piedrahita, de Magdalena de la Cruz y de la Priora de Lisboa, para inculcarnos un advertido recelo acerca de toda revelación mujeril? ¡Ah, hijas de Eva!—exclamó esta vez, removiendo los brazos en la sombra con un ademán que Ramiro no alcanzó a distinguir.
Luego, como si hubiera logrado al fin desasirse de algún odioso pensamiento, prosiguió:
—Ya os he dicho otras veces que ese trato con Dios se usaba y era lícito en la ley vieja, y el mesmo Señor lo reclamaba, como vemos en Isaías, donde reprende a los hijos de Israel, diciendo: Væ, filii desertores, dicit Dominus, ut faceretis concilium, et non ex me... Qui ambulatis, ut descendatis in Ægiptum, et os meum non interrogastis. Y vemos en la divina Escritura que Moisés preguntaba a Dios continuamente, y asimesmo David y otros reyes de Israel; y Dios les respondía, hablaba con ellos y no se enojaba, porque aún no estaba asentada la fe. Pero, agora, bajo la ley nueva, todo está consumado y la fe fundamentada per sæcula, sæculorum; y no hay para qué preguntar a Dios como antes, porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es su más soberana palabra, nos lo habló todo junto, de una vez, y no tiene más que hablar. De aquí, Ramiro, que el que agora pregunta a Dios o le pide revelaciones, le importuna y enfada sobremanera. Mejor hiciérades, pues, en apretaros las agujetas y arremeter con la Escritura y Santo Tomás, que éste es macizo sustento y lo otro golosina de arrabal; éste, camino áspero, pero seguro; aquél, el atajo peligroso; ésta, la bienhechora luz; lo otro, el humo irritante que perturba la visión y el cerebro.
La obscuridad embozándole el rostro favorecía su discurso. Sólo quedaba la pura emanación de la mente; y las ideas parecían brillar con más fuerza en la sombra, como las ascuas de los braseros.
Dos días después sobrevino un hecho inesperado. Sería algo más de la una. Sentado, como de costumbre, junto a la ventana, Ramiro hojeaba al azar el Cordial, el Arte de bien morir, el Contemptus Mundi. La vidriera dejaba pasar una luz plomiza y melancólica. No se escuchaba en la estancia otro rumor que el de las páginas en el silencio. De pronto, una onda ignota, un soplo, algo inexplicable, hízole mirar hacia afuera. La calle estaba gris y solitaria; pero un instante después, viniendo del lado de Mediodía, aparecieron dos lacayos, con la librea amarilla y azul de los Blázquez, en seguida un alto escudero con traje de grana y botas de camino, y, por último, en silla de manos, Beatriz. Doña Alvarez, la dueña, caminaba detrás, golpeando las losas con el báculo.
La niña dejábase conducir con garbo desdeñoso de infanta. El negro velo descubría tan sólo el ruedo de la saya, donde un plateado galón chapeaba tres veces el terciopelo turquí. Ramiro se levantó. Toda la gracia de la mujer pasaba ahora ante él, delicada y terrible. La blancura de aquel rostro, oreado por el cierzo, hacía pensar en las hostias; y era, en verdad, como el viático de su amor, el viático de su pasión, olvidada y moribunda.
Una vez frente a la ventana, Beatriz insinuó un vago saludo, haciendo florecer en su labio una sonrisilla mortificante. Algo más lejos, cuando iba a dejar la plazuela, volviendo su rostro hacia aquella máscara triste que se borraba por momentos detrás del reflejo acuoso de los vidrios, tornó a sonreír; y así, acompañando con la cabeza el blando vaivén de la silla, desapareció con su gente.
Ramiro arrojó el Arte de bien morir sobre una mesa cubierta de libros.
A la mañana siguiente, el criado que vino a despertarle quedose perplejo. Su señor no se había quitado las ropas para dormir.
Pasaron los días, largos días de prisión, que él acortaba con la lectura, o pintando al óleo, con asombrosa destreza, sobre tablas de nogal, figuras de Vírgenes y de Santos. El Canónigo venía a visitarle a menudo y le incitaba siempre a que abrazara la carrera eclesiástica. Cierto día le dijo:
—La causa de las moriscas va a principiarse. No tardarán en llamaros a testificar.
Como estaba junto a la ventana, y miraba en aquel momento hacia la calle, exclamó:
—Ahí pasa Gonzalo de San Vicente. De fijo que el que va con él es algún maestro de espada; siempre anda en esa compañía. Van diciendo algunos que el Rey quiere hacelle regidor, a pesar de sus pocos años, y que, si esto sucede, don Alonso Blázquez le dará su hija Beatriz en matrimonio. Su padre don Felipe es gran caballero y fiel servidor del Rey y de la Iglesia.
Luego, mirando un almendro que asomaba por detrás de un tejado y cuyos gajos comenzaban a cubrirse de flores, agregó:
—Agora llega la estación libidinosa.
Entretanto, Ramiro se hastiaba. Su herida no acababa de cerrarse. Un círculo tumefacto rodeaba la morosa cicatriz, pronta a reabrirse al menor esfuerzo. El cirujano, después de un docto discurso sobre la influencia de los planetas en los humores crudos y semicocidos de la gangrena, había terminado por decirle que no podría salir hasta fines de marzo, y nunca antes de haberle sangrado todavía una docena de veces, ex carpo manus; pues, según él, «había aún vicio de sangre, presencia de postulante permitente, ausencia de repugnante, y ocasión; luego no había más que pedir».
La Semana Santa llegó. Los días se redoraban en la primera sonrisa del año, y los árboles reventaban sus yemas, sus yemas rubias y vellosas como los pequeñuelos de las aves. La ciudad, invadida por las gentes de los contornos, resonaba como una colmena. La mañana del miércoles Ramiro vio cruzar la plazuela, sobre hermoso rocín, a su antiguo rival Gonzalo de San Vicente. El aderezo de la silla era de terciopelo azul, con las armas de su linaje bordadas hacía atrás, con oro y con seda. Dos lacayos le precedían. Iba a pasar, sin duda, por la casa de Beatriz, o a verla salir de alguna iglesia. Blanco penacho de plumas, sujeto a su gorra por un joyel de diamantes, temblaba en el aire de la mañana. Ramiro sintió impulsos de salir al balcón y lanzar un denuesto contra aquel galancete, rubio como un extranjero, blanco y sonrosado como una hembra.
No bien despabilada todavía, la guedeja en desorden, los ojos medrosos de luz, y desperezando, ora un brazo, ora el otro, Beatriz, sentada al borde del lecho, dejábase vestir por sus esclavas y doncellas.
Era el sábado santo y faltaba menos de una hora para la misa de Gloria en la Iglesia Mayor. Un reloj acababa de golpear nueve campanadas.
Costábale mucho levantarse tan temprano. La caricia matinal de las holandas la amortecía la voluntad, haciéndola soñar en goces indefinidos.
Las parlerías de doña Alvarez, y además las desnudas estatuas de metal y de mármol, traídas de Italia por don Alonso, habían disipado desde temprano su inocencia.
Leocadia, su criada favorita, después de restregarla y besarla los pies repetidas veces, estirábala ahora, sobre las piernas, las ceñidas medias color de bronce, cuya seda reflejó, sobre la escultural perfección, firme trazo de luz. Luego, habiéndola calzado las rojas chinelas perfumadas con ámbar, levantó delicadamente la camisa de noche y diola un beso en la carne. La niña la contuvo con ambas manos, exhalando melindrosa quejumbre.
La misma doncella sacó después de un arcón otra camisa con puntas y vino a ofrecérsela sobre un azafate. Entonces, Beatriz, cogiendo y desplegando aquella prenda olorosa y encintada, cerró, tras sí, los damascos amarillos que pendían del sobrecielo. Sus piernas, más fuertes que el resto de su persona, quedaron asomando por la abertura. Preciosos rapacejos de diamantes exornaban las ligas.
Tibio perfume, que no venía de ningún pomo de olor, ni arquilla de esencias, sino del lecho entreabierto y de las ropas de la víspera, abandonadas sobre los taburetes, sahumaba el ambiente de la alcoba.
Una criada aparejaba en el tocador las toallas, el aguamanil, la jofaina. Otra, el patético albayalde para la tez y el sanguinolento bote para amapolar levemente las mejillas. Beatriz dejose apenas lavar. El frío del agua la hacía golpear en el suelo con el chapín. La criada la pasaba, entonces, sobre la garganta y los hombros, a modo de un céfiro, el paño humedecido. En cambio, ella aceptaba con delicia los perfumes. ¿Para qué más? ¿Acaso el ámbar, el agua de ángel, la algalia, no dejaban el cuerpo oloroso cual mazo de flores?
Dos esclavas de Italia la servían de rodillas. La más joven sabía alargar los ojos con el kohl, a la usanza turquesca. Llevaba aretes enormes y un turbante verde con listas gualdas y purpurinas. Era lánguida y rubia, como una virgen del Sanzio. Don Alonso la había comprado a un capitán de galeras; y, cuando el hidalgo regresaba de la Corte, era ella quien le llevaba al lecho, todas las noches, el cocimiento aromatizado para dormir.
Beatriz pidió su libro de devoción, para meditar, a su modo, el Misterio del día, mientras la aderezaban la lacia cabellera, cuya negrura imitaba a trechos la morada vislumbre del palisandro.
Una cascada de sol, traspasando los vidrios, entraba de sesgo en la estancia. El don rutilante y divino chispeaba en los objetos de plata, en el nácar y el metal de las incrustaciones, en el galón de las colgaduras, cayendo sobre el tapiz como una lluvia de oro de la mitología. Afuera, el resplandor matinal iluminaba las cornisas más altas; y el cielo, sin una nube, iba disipando su niebla.
Habíanla alcanzado el devocionario entreabierto. La miniatura representaba a Nuestro Señor subiendo en los aires, con blanco estandarte en la diestra, mientras los guardas caían despavoridos en torno del sepulcro. Leyó con infantil dificultad la epístola de San Pablo a los colosios, siguiendo la línea con el índice. Luego la narración de San Mateo: María Magdalena y la otra María camino del sepulcro, la piedra removida, las resplandecientes palabras del ángel anunciando la Resurrección.
La imagen de aquel milagro de los milagros la conmovió profundamente. Un júbilo indecible la inundaba al imaginar a Jesús en su glorioso vuelo, después de las angustias del Calvario. Había que reír, que cantar; había que vestir las telas más ricas y escoger las joyas mejores. ¡Jesús había resucitado! Tomó en la mano el espejo y ensayó ante el cristal prolongada sonrisa, enseñando los dientes.
Por fin, vestida de amarillento brocado que los toques de plata y las rojizas labores asemejaban a una tela de casulla, el cabello rizado con primor por debajo de la toca de plumas y terciopelo, levantada por el corcho de los chapines, enjoyada como una Milagrosa, aliñada, abullonada, crujiente, comenzó a pasearse por la habitación, mirando, por encima de su hombro, las cenefas de la nacarada basquiña y la pompa del faldellín. Sus orejas diminutas balanceaban las arracadas de diamantes de una abuela.
Las criadas la seguían como a una paloma que se escurre. Una buscaba ajustarle las viras del zapato; otra, enderezarle el cinturón de tela de oro recamado de aljófar. Leocadia, tomando un gran buche de agua de olor, afinó entre sus dientes un chorro continuo, y, girando en torno, rociolo con maestría, desde el ruedo de la saya hasta la almidonada gorguera.
Una esclava vino a anunciar que las sillas de manos esperaban en el recibimiento.
—Llamen a Alvarez—exclamó Beatriz.
Un instante después llegaba la dueña con mucho rumor de cuentas y gorgoranes. Las criadas se retiraron. Entonces, doña Alvarez, mirando a la niña al través de sus anteojos, prorrumpió:
—¡Infantica preciosa! ¡estrella de Belén! ¡Alabado sea Dios, que os hizo bella y salada como una perla del mar!
Beatriz, mirándose en el espejo, afectaba, entretanto, los más diversos visajes. Ora entornaba los párpados con desmayadizo temblor, como si respirara un perfume doloroso; ora los abría desmesuradamente; y resumiendo, a la vez, su boca de carmín, parecía ofrecerla a un galán imaginario, como confitada fresa, como incitante golosina purpúrea.
La dueña la preguntó casi al oído:
—¿Pasó por esta calle?
—¿De quién decís?—repuso la niña.
—De Gonzalo.
—¿Lo sé yo acaso?
—Sí que debió. Vile entrar muchas veces en la iglesia. Os buscaba como sabueso que va oliendo las hierbas.
—¡Bah!
—Harto galán le veréis, que es regalo de los ojos con su traje color de acero y sus mil botoncillos y guarniciones; y ¡válame Dios! ¡qué plumas tan bizarras! Todas las niñas volvían la cabeza para miralle. ¿Qué será cuando le pongan de regidor, como dicen? Parecéis uno y otro nacidos bajo la mesma constelación. ¡Lucida pareja! El será el nácar y vos la perla, señora mía!
—¿A qué iglesia fuiste?
—A la Mayor. Ya bendijeron el fuego y el cirio. Yo me hice dar, por un canónigo amigo, del incienso y del estoraque. ¡Donosa fiesta! El templo güele mejor que un vergel. Démonos prisa, que llegaremos tarde.
Tomándola el cristal, echola encima un manto y trájola con presteza la estufilla de martas, donde Beatriz introdujo una y otra manita, remedando el empaque de las señoras.
Una vez en la calle, la hija de don Alonso apoyose contra el respaldo de la silla para contrarrestar el vaivén, y, al lento paso de los silleteros, cruzó entre la muchedumbre, tiesa y vistosa como una imagen, la boca pía, los ojos recoletos.
Un lacayo llevaba por delante la almohada postratoria con el escudo de los Blázquez ricamente bordado.
Avila resplandecía en el oro húmedo y blanquecino de la mañana, como una pequeña Jerusalén. La religiosa emoción la henchía, la perfumaba. Las flores de los árboles, asomando por encima de las tapias, pendían sobre las callejuelas. Impaciente alegría parecía bajar de las campanas silenciosas y difundirse sobre todo el caserío. Beatriz aspiró aquella flotante sublimidad, presintiendo algo misterioso y cercano que iba a conmover su existencia.
El villanaje circulaba con pena por las calles, y la niña miraba con asco a los labriegos, que dejaban al pasar un tufo de requesón, y hacían crujir sobre las losas el dominguero calzado. Algunos semblantes traslucían el asombro del hecho remotísimo que la Iglesia festejaba, y las pupilas iban como pujadas hacia afuera con estupor semejante al de San Juan y San Pedro camino del sepulcro.
Al llegar a la plazoleta de la Catedral, el escudero tuvo que hacer apartar a los rústicos para dar paso a la silla. A más de las cabañas y caseríos de los contornos, muchos pueblos comarcanos habían volcado buena parte de su gente en aquella reducida plazuela, que apenas si bastaba para los vecinos. Los más diversos ropajes ardían bajo la mágica luz, en movedizo apiñamiento multicolor. Veíanse sayas rojas o verdes como los pimientos, color de almagre como las calabazas, moradas como las berenjenas, capas y coletos pardos como la piel de los tubérculos, negras ropas de ancianos que iban tomando la torcida color de las alubias, vistosos dengues y pañolones donde parecía haberse reventado toda la hortaliza. No faltaban las zagalas de égloga, en trenzas y en corpiño, zagalas de Sotalvo, de Tornadizos, de Fontiveros, lavanderas o pastoras, que no habían logrado quitarse el olor de las lejías o el tufo de los chotos y cervatillos. Hombres secos y taciturnos, de afeitada boca monástica y aludo sombrero, contemplaban el desfile de los señores, apoyados en sus varas de respeto o en el cogote de los borricos. Las mujeres hablaban alegremente. Las más acaudaladas traían mandiles de relumbrón, y casi todas, collares de coral, pendientes mudéjares y plateadas cruces y medallas que semejaban ex-votos de camarín. Buena parte de aquella gente había dejado sus lejanas chozas o alquerías antes del amanecer, a la luz de las estrellas.
—¡Atrás os digo!—gritaba allí un corchete ebrio de poder, empujando malamente a los rústicos, a fin de conservar el humano callejón por donde iban llegando a la iglesia damas y caballeros.
—¿Quiere el seor alguacil que le hurguemos las patas a esa señora mula?—le replicaba una moza de la ciudad.
—Atrás os digo, y van dos.
—¡Pus quite esos dedos!
—Mire la Antonia, que no estamos hoy de mercado.
Los buhoneros aprovechaban para vender.
—Señora hermosa, por un real se lleva este rosario.
—Darete, a lo más, un cuarto.
—¿Trasero o delantero?
—¡Oste con el bellaco!
El templo estaba henchido de muchedumbre y todo jaspeado en lo alto de sol y de incienso. Los largos resplandores que bajaban de las vidrieras colorían de tintes espectrales la piedra y el alabastro, esmaltaban el oro de los púlpitos, pavonaban el obscuro nogal. Beatriz fue a arrodillarse con las damas nobles, entre el coro y la capilla mayor. Los dignatarios, resplandecientes de joyas y de veneras, ocupaban los escaños del centro.
El canto de las letanías seguía resonando bajo las bóvedas, potente, monótono, sublime. Por fin los diáconos aparecen recubiertos de blancas vestiduras.
Principiada la misa, Beatriz advirtió que Gonzalo de San Vicente, vestido como dijera la dueña, se arrodillaba sobre el guante, hacia la nave opuesta, observándola de hito en hito al santiguarse. Ella correspondió con tierna mirada, y, bajando luego la cabeza, suspiró profundamente volviendo los ojos al libro.
Su Señoría don Jerónimo Manrique de Lara ofertaba el incienso con sus manos huesosas y pálidas. El humazo litúrgico llenó en un instante, cual milagrosa nube, todo el presbiterio, envolviendo al preste y a los diáconos, amortiguando los oros, y cubriendo con asoleado velo de perfume las pinturas del retablo.
De pronto, la voz del pontífice entona las primeras palabras del Gloria, y como si fuera el estruendoso derrumbe de ese túmulo de silencio y de dolor que la Iglesia levanta desde la mañana del jueves, descuélganse a un tiempo de lo alto, el trueno de los atabales, el alarido de las chirimías, el turbión resoplante del órgano y, allá arriba, allá afuera, en el aire, en el sol, estalla a la vez el acelerado repique de todas las campanas, frenéticas, locas, delirantes, cantando y echando a los vientos el regocijo sublime y milenario de la Resurrección.
En ese instante, Beatriz, al levantar la frente, vio a su derecha, contra una columna del crucero, el fantasma... ¡la persona misma de Ramiro!
El órgano y los bronces seguían resonando. Un vendaval de religiosa alegría doblegaba las cabezas de la multitud arrodillada. Beatriz se sintió desfallecer, confundiendo en el mismo transporte la resurrección del Señor y la presencia del pálido mancebo, cuyo rostro figurósele, al pronto, la faz descarnada y admirable de la Pasión.
Con las últimas palabras del Evangelio, Ramiro comenzó a retirarse, lentamente.
Arrimose al sepulcro de Diego del Aguila, apoyando su sien contra el muro, como si esperara un consejo de aquel antiguo caballero de su linaje, dormido allí dentro, en la honra. La gente salía por todas las puertas de la iglesia. Ramiro vio que su rival se estacionaba junto a una pila, con los dedos puestos al borde, esperando seguramente a Beatriz.
—¡Es fuerza vencer aquí mesmo!—se dijo. Y, empujado por irresistible movimiento, fue a colocarse, casi oculto, tras la misma columna. De esta suerte, cuando Beatriz se halló a pocos pasos y Gonzalo se adelantó a ofrecerla el agua bendita en los dedos, Ramiro mojó a su vez, brevemente, los suyos, y los alargó también hacia ella, con gesto imperioso y tranquilo. Sorprendida por aquel doble ademán, la doncella vaciló; pero, en seguida, bajando los ojos, tendió al pasar su temblorosa mano hacia la mano de Ramiro.
Los dos mancebos se miraron un instante de un modo terrible. Gonzalo tomó una expresión iracunda; mientras Ramiro, alzando la cabeza y levantando por detrás su capa con el estoque, le observaba por arriba del hombro, con una sonrisa más insultante que toda palabra.
Cuando Ramiro, al salir del templo, puso de nuevo los pies en la soleada plazuela, pareciole que aquellos vecinos y forasteros, palacios y torres, cosas y seres, no eran sino el teatro aparejado por Dios para los episodios de su historia; y que él era toda la vida, y toda la vida un engendro de su alma. El demonio del orgullo levantole en los espacios sobre el hormiguero de los hombres, y, otra vez, bajo el sol embriagador, sintió en su frente el beso o la mordedura de invisible quimera.
Todo el día lo pasó vagando por la ciudad. Densos perfumes primaverales desbordaban las tapias de los huertos y flotaban en las callejuelas. El se sentía también renacer con las flores y los follajes.
Aunque la herida le molestaba, salió de nuevo a pasearse después de cenar. Las constelaciones temblaban en el azul inmenso y liso de la noche. Recordó que la Iglesia festejaba anticipadamente la Resurrección y que el cuerpo de Jesús había permanecido en el sepulcro hasta la mañana siguiente, y con aquella idea, al levantar los ojos al cielo, parecíale aspirar los aromas del divino sudario y como una sagrada frescura que bajara de las estrellas.
Una vez en su estancia, y después de unos minutos de descanso, sintió en el costado el fulguroso dolor de otros tiempos. La llaga estaba reabierta. Al otro día el cirujano le prescribió nueva reclusión.
Para su dicha, el escudero presentose una hora después, y, habiéndole oído quejarse, se atrevió a decirle:
—Esto me recuerda un flechazo que recibí en las costas de Trípoli. Vino la gangrena y no me dejaba. Creyéndome un día curado, bajé de la flota, y dale otra vez. Por fin un amigo segoviano arrimome un caño de arcabuz bien rojo a la llaga, y poco después pude pasearme.
Propúsole el mismo remedio. El mancebo se prestó, y un candente barrote aplicado a la herida le dejó curado para siempre.
Los días inmediatos desarrollaron para Ramiro una de esas bregas interiores que semejan la alternativa de un anciano y un mancebo. El entendimiento razona, aconseja, predice; mientras la voluntad, sintiéndose por fin reducida, se dispone a obedecer. Llega luego la acción, y no queda sino el vuelco del azar y el ardor de la sangre.
Pocos días después de la conminación de su madre, en un instante de fervor y remordimiento, había prometido a Su Divina Majestad ingresar a la Orden del Carmelo apenas terminase sus estudios, y aquel voto, lanzado en rapto de pasión, veíalo ahora suspendido a una altura inaccesible encima de su ánimo. Sin embargo, era menester cumplir. Lo contrario sería perderse para esta vida y para la otra, pues el Señor no perdonaba semejantes perjurios.
Entonces los malos espíritus emergieron como sirenas. Uno susurraba que aquel sacrificio sería inseguro y estéril, pues él no era hombre capaz de arrancarse del pecho el ansia de vivir soberbiamente, de triunfar en el siglo, de poner su garra sobre todas las presas de la voluptuosidad y del orgullo. Otro le decía con hipócrita blandura: «Tiempo habrá de vestir el sayal; pero antes precisas correr mundo y conocer todo el mal de la vida, para salir templado de ese fuego purgativo como el acero de las espadas. Sólo así podrás llegar a comprender la grandeza del sublime reverso realizado en los claustros.»
Pero él rechazaba con indignación estos discursos, reconociendo la elocuencia acomodaticia del Tentador.
En cuanto a Beatriz, no había para qué seguir pensando en ella. Lo que él buscó ya estaba conseguido. Había humillado a su rival y mostrádole que, si él lo quisiera, la hija de Blázquez Serrano sería su desposada. ¿A qué más?
Una tarde calurosa de fines de abril fuese a dar una vuelta por el camino exterior que corre al pie de los muros. Dejó la ciudad, como de costumbre, por la puerta de Antonio Vela. No había llovido en todo el mes. El valle, con sus panes demasiado mohínos, mostraba, allá abajo, un aspecto sediento y polvoroso. Al llegar a la esquina del Alcázar dobló hacia la izquierda, y siguió caminando sin detenerse.
Aislada entre las peñas y bañada por los últimos resplandores de la tarde, la basílica románica de San Vicente relucía cual cobrizo relicario; mientras los dos inmensos torreones de la puerta vecina se revestían de sombra cuasi nocturna. Ramiro levantó la mirada para contemplar el delgado puente de piedra que une sus almenas y que en ese instante contorneaba su arco negrusco sobre un cielo de oro y de llamas.
Al viento del Sur, que había levantado desde la mañana continuos remolinos de polvo a lo largo de las carreteras, sucedía ahora una calma de paisaje pintado. Voces largas y jubilosas resonaban a cada instante sobre las colinas. Ramiro dejose invadir por aquella languidez, por aquella holganza crepuscular que desunce los bueyes y refresca en cada cabaña la frente y el pecho de los labriegos.
Entró a la ciudad, y, al cruzar la plazuela de Sofraga, vio en torno a la fuente ocho o diez mozas de cántaro que dejaban correr la hora entre cuentos y decires, la boca llena de risa. Aguijoneado él mismo por la sed, miró como un bíblico milagro aquel fluido abundoso que, surgiendo de la sequiza muralla, empapaba los bordes del pilón y se volcaba por la calleja.
Detuvo el paso y recostose en el muro frontero.
Una de las mozas era muy blanca y garrida. Con el cántaro en la cadera, y apoyando el vientre contra el duro granito, estirose con ansia hasta recibir en la boca el largo beso del agua. Cuando se irguió de nuevo, su empapado corpiño mostró los hombros y los pechos como si estuviesen desnudos.
La hermosa mujer, con su anhelante movimiento, antojósele a Ramiro una figura de lascivia. Nunca como aquella tarde, después del larguísimo encierro, sintió de modo tan fuerte la tentación de la mujer. ¿Sería, en verdad, un soplo maldito ese incentivo que llegaba en las ondas del aire, ese almizcle indefinido de la hembra, que hacía temblar a los santos y contra el cual los conventos levantaban sus poderosas murallas sin aberturas? ¿No fue, acaso, el Divino Alfarero quien torneara con visible complacencia las formas de aquella ánfora maravillosa? ¿Cómo podía ser tan grande pecado gustar sus delicias? ¡Ah! ¿por qué tanto miedo y tanta pena? ¿Por qué no gozar de una bella criatura como del fruto de un árbol? ¿Por qué aquellas que le expresaban con cautelosa mirada su deseo no venían a ofrecérsele ingenuamente, una a una, como en los sueños? ¿Por qué tanto pavor entremezclado al más delicioso consuelo del mundo?
A lo largo de la calleja del Tostado llegaba un grupo de gente.
Instantes después, el mancebo se halló sorprendido por Beatriz y doña Alvarez. Una y otra venían en sillas de manos. El negro manto de la doncella estaba cubierto de arena blanquizca y su tez descolorida por el polvo; las pestañas, cenicientas; los cabellos resecos y como canosos. Llegaban, sin duda, de alguna finca de los alrededores.
Al pasar junto a la fuente, Beatriz no pudo reprimirse, e inclinado su cuerpo, pidió con el gesto a las mozas que la alargasen un cántaro. Luego, echando el velo hacia atrás y pegando su boca al barro humedecido, diose a beber como una zagala. Entonces doña Alvarez, levantando su bastón, dejolo caer sobre el cacharro, diciendo con voz baja y severa:
—La hija de un Blázquez no bebe en la rúa.
La niña obedeció, y sonriendo a su antiguo galán, que se acercaba haciéndose encontradizo, murmuró dulcemente:
—El otro domingo vuelve mi padre de la corte. Vaya vuesa merced a saludalle.
Llegado que fue el próximo domingo, Ramiro se engalanó como nunca y, a las tres de la tarde, fuese a visitar a don Alonso. La sangre, la imaginación, el orgullo tiraban en un solo sentido como los trapos de una barca en el viento. Además, no le faltaron razones para demostrarse a sí mismo que aquel paso era del todo oportuno, pues si había de partir en breve, no hallaría mejor ocasión para desligar a don Alonso de la promesa del hábito y declarar al padre y a la hija el objeto de su viaje.
Cuando Ramiro penetró en la cuadra de las pinturas, Blázquez Serrano regalaba a sus amigos con la sorpresa de un nuevo cuadro adquirido en la corte.
—Algunos—decía—lo atribuyen a Rafael de Urbino, y a mi fe, yo veo patente en este lienzo su sabio colorir y su consumada maestría de los perfiles.
La mueca de muda admiración, la mano que se encartucha como un anteojo, la que requiere las gafas y las va distanciando lentamente para volver a acercarlas, y toda suerte de frases e interjecciones de contagioso entusiasmo alternaban en derredor del caballete de taracea.
El docto señor de Mújica exclamó por último:
—Es digno de Apeles y de Parracio.
Ramiro hubiera querido también expresar su parecer. Estaba convencido de que a la mayor parte de aquellos señores se le alcanzaba muy poco del arte de la pintura. Sin embargo, todos manifestaban el mismo delirio y exaltaban a los grandes maestros como no lo hicieran con los héroes y los santos. Consideró entonces el privilegio de aquella gloria que nadie quería desconocer; acordose de los famosos pintores adulados por reyes y pontífices, y pensó que él mismo, ejercitando su asombrosa vocación, hubiera llegado muy pronto a la fama universal, al placer, a la riqueza, con sólo un haz de pinceles. Pero él no habría hecho aquella pintura alfeñicada y femenina, aquella pintura sin contraste y sin misterio. Sentía desde niño la fruición de los interiores sombríos, donde las pupilas descansan de la refracción implacable de las tierras y un solo rayo de sol revela bruscamente el color y la forma. Para él la pintura debía seguir también ese anhelo, consolar el sentido y tornar más fuerte y más hondo el ensueño, como el claroscuro de las estancias.
Don Alonso, al advertir que Ramiro se acercaba, tomole afable las manos y, después de un momento, preguntole en voz baja:
—¿Quiere vuesa merced pasar al estrado? Allí encontrará a mi hija Beatriz con algunos galanes y amigas que ella ha reunido. Toda gente moza y danzante.
Ramiro se inclinó, y el caballero le condujo en persona a lo largo de las galerías; pero antes de entrar en el estrado le detuvo un momento para decirle:
—Quería comunicar a vuesa merced que el negocio del hábito habrá que olvidallo por un tiempo, pues Su Majestad...
—Mejor así, señor—interrumpió Ramiro,—pues yo mesmo no sé agora si lo aceptara.
—¿Y qué diría vuesa merced—continuó don Alonso—si le nombraran regidor, como al hijo de San Vicente?
—¿Regidor? Si yo no hubiera de tomar el camino que presumo, algo más alta sería mi ambición. ¡O César o nada!—agregó Ramiro sonriendo.
Hallose abandonado de pronto en medio de una cuadra tenebrosa, sin distinguir rostro alguno. Hizo entonces una pausada reverencia, adivinando, por detrás de la barandilla, doncellas y galanes que acababan de enmudecer. Por fin una voz exclamó:
—Lléguese vuesa merced a la tarima.
Era Beatriz. Había que avanzar y avanzó; pero después de algunos pasos felices, llevose por delante una bandeja de metal donde vidrios y porcelanas se entrechocaron terriblemente. Oyose una risa tenue como un céfiro. Fue a caminar en opuesto sentido, y una jícara que había rodado sobre el tapiz crujió bajo su pie como una nuez aplastada. Alguien hizo sonar por mofa la cuerda de un rabel. La risa aumentó.
Estaba trémulo, y quizás la misma emoción hízole distinguir bruscamente a las doncellas sentadas a la morisca, sobre almohadas de terciopelo, y a los sonrientes galanes que las atendían, doblando la rodilla sobre el corcho. Ramiro, después de los saludos, fue a postrarse junto a Beatriz. Su confusión era enorme. La niña le preguntaba por los suyos, y él respondía como aturdido, no pudiendo pensar en otra cosa que en su grotesca aparición. Vergüenza mayor no había pasado jamás. ¿Qué gesto, qué palabra podría hacerle recobrar su apostura?
Todos pedían a Beatriz que danzara, y ella se excusaba débilmente. Sus ojos fosforecían como luciérnagas, y la extremada blancura de su tez vencía la obscuridad, semejante al lirio en la noche. Galanes y doncellas hablaban en lenguaje artificioso. Cada pareja escurría un concepto con apurada exquisitez; el sol, la luna, las estrellas servían para expresar, de modos innumerables, las excusas, las querellas, los rendimientos. Se templaban guitarras y vihuelas y oíase un murmullo preparatorio.
De pronto, Beatriz se levantó. Ofreciósele de compañero el alférez Antonio de Castro, recién llegado de Nápoles y que juraba ¡per Baco! a cada instante, para hacer reír a las niñas.
Todos pedían danzas diferentes: la pavana, la alemana, el pie del gibao, la gallarda. El alférez dijo, a su vez: ¡per Baco: la gallarda!, y, tomando la mano de Beatriz, interpuso entre sus dedos y los de ella un pañizuelo perfumado.
Dieron cinco pasos y después los perdieron. Los instrumentos sonaban con anticuada languidez y el lucido soldado conducía majestuosamente a la niña con la pompa señoril de aquella danza de los abuelos. Ella le miraba embebecida; ora ofreciéndose como una criatura del aire levantada por la onda de las vihuelas; ora evitándole con apicarado temor en algún apresuramiento del ritmo. Su embeleso embriagaba, enloquecía. Un lacayo acababa de abrir las maderas de una ventana, y la niña pasaba ahora, de la sombra a la claridad, como una visión, arrastrando en pos de sí la bruma de los sahumadores. A cada gesto picante, a cada mudanza difícil, estallaba en la tarima una brusca aclamación. Ramiro sentíase reducido, anonadado por aquel triunfo. Era un sentimiento imprevisto. Parecíale por momentos que su alma toda se iba también en pos de aquel faldellín, como el humo rastrero.
Concluida la gallarda, todos pidieron, a una, el baile del polvillo. Beatriz fuese a mirar por la rendija de una puerta, temiendo que su padre se presentase; y, después de apostar en aquel sitio al alférez, adelantose hacia la ventana, de modo que toda la hojuela de oro y el abalorio de su vestido rebullese en la luz. Entonces, recogiéndose apenas la falda con ambas manos, y mirándose ella misma los pies, púsose a repicar sobre el tapiz oriental un loco chapineo, tan recogido que hubiese podido bailarlo en un plato.
Ella cantaba:
Pisaré yo el polvico
tan a menudico,
y los que estaban en la tarima contestaban a un tiempo, al son de las guitarras:
Pisaré yo el polvó
tan a menudó.
—¡Per Baco! ¡Per Baco!—gritaba el alférez, punteando el compás con las palmas.
Beatriz postrose por fin como extenuada sobre el almohadón de terciopelo, junto a Ramiro. El perfume de sus ropas parecía más intenso. Leocadia se le acercó de rodillas, ofreciéndola el chocolate en una jícara de oro.
—No, tráeme un barro—la dijo Beatriz.
La criada ofreciole al punto, sobre una salvilla, los destrozos de un búcaro de Méjico que acababa de romper. La niña cogió un casquillo de aquella tierra comestible y, llevándoselo a la boca, comenzó a devorarlo, haciéndolo rechinar entre sus dientes. Otras amigas la imitaron.
Ramiro hubiera querido sustraerla a todas las cortesanías y alabanzas de los demás; sentíase receloso de cada palabra. Púsose a hablarla de sí mismo, de ellos mismos, recordando los días de la niñez. A una pregunta de la doncella, confiola rápidamente el compromiso que había contraído con su madre de partir en breve para Salamanca, a fin de completar sus estudios.
—Tengo por seguro—díjole entonces Beatriz—que vuesa merced ha de llegar a ser un gran sabio; pero no le alabo la afición; más bien sentara a su bizarría alguna guerra. Para mí, digo yo, un soldado vale mil bachilleres.
—Gloria no pequeña procura así mesmo el saber—repuso Ramiro.
—¿Cuál más grande para un galán que haber matado muchos turcos o franceses con la propia espada que lleva? Mi padre estuvo en una gran batalla en la mar. Mire vuesa merced al alférez que ha peleado mucho, pero mucho, y agora viene a danzar con nosotros, como si tal... Así quisiera ver a vuesa merced y aún mejor.
—¿Tanto admiráis al alférez?
—Es harto gracioso y valiente.
Tres doncellas y dos mancebos tañían ahora vihuelas de arco, un rabel y un clavicordio. Era una música que se entraba en las almas.
Ramiro sentíase como embriagado por vicioso licor y todo extraño, todo ajeno a sí mismo. Sus sentimientos familiares habían huido muy lejos, dejándole a solas con una imperiosa pasión surgida de pronto de algún silo del alma y ante la cual todos los instintos corrían a someterse cual humilde servidumbre. El no sabía lo que pensaba ni lo que iba a decir, y por eso mismo, palpó mejor que nunca ese obscuro fondo del ser, encima del cual, lo que él llamaba su sentimiento, su albedrío, su conciencia, no eran sino burbujas de un profundo hervor incomprensible. Dejose llevar.
La palabra de Beatriz le sorprendió:
—Cuán pensativo hase quedado vuesa merced. ¿Sufre malencolías?
Ramiro no quiso contestar.
—¡Ah! no. Será la herida aquella que harale daño a las veces.
—Esa ya cerró, Beatriz—replicó entonces el mancebo;—otra es la que agora vase reabriendo y haciéndome morir.
—¿Morir?
—Un regalado morir que es vida, pues si ansí no me matara, yo muriera.
—¡Ingenioso!...
—Exquisita llaga que me punza con sabrosos recuerdos.
Beatriz suspiró. La música exhalaba ilusoria frescura como un volar de espíritus ideales. Ramiro entreabrió sus labios con una sonrisa voluptuosa. De pronto, con voz muy queda, e inclinando el cuerpo hacia ella, prosiguió:
—Acuérdome agora de cuando me asomaba de noche a mi ventana, allá en la heredad. Todos en vuestra casa dormían, y vos mesma. Yo pensaba entonces que el escuro perfume de los jardines era vuestro aliento, ¡y mis pupilas, fijas en la altura, querían adivinar lo que sabían y aun saben de nosotros las estrellas!... ¡Yo os adoro, Beatriz!...
La niña suspiró otra vez, y Ramiro sintió que su manita buscaba la suya. Sus dedos se entrelazaron, se ciñeron apasionadamente.
—¡Cuán dichoso me siento!—balbuceó entonces Ramiro.—Decidme que apagaréis mis enojos y me amaréis de veras. ¡Ah! ¡Cuándo será que pueda llamaros mi esposa, mi Beatriz, mía! ¡toda mía!
Su aliento buscó la mejilla cándida de la doncella.
En este instante alguien nombró a Gonzalo de San Vicente y Beatriz oprimiole la mano para que le dejase escuchar. Pedro Valdivieso refería que el mismo don Felipe acababa de traer a su hijo, en nombre de Su Majestad, el nombramiento de Regidor.
Cuatro lacayos entraron en la sala con ocho candelabros encendidos y un momento después llegaba el dueño de casa con algunos señores. Doncellas y galanes se levantaron. Don Alonso llamó a su hija para que hiciese la reverencia a su pariente el señor Márquez de las Navas.
Dos días después, Ramiro recibió de una vendedora de rosarios un favor de raso verde. Beatriz se lo enviaba. El no se atrevió a ponerlo en su gorra, como lo hacían otros galanes amartelados; pero decidió llevarlo consigo entre el jubón y la ropilla. Necesitaba, a su vez, de un intermediario seguro. Cohechar a doña Alvarez le repugnaba. Hizo llamar a Casilda.
La muchacha, bajando los ojos, escuchaba en silencio los mensajes e íbase a repetirlos sin quitar ni poner. De esta suerte llevó también una sortija de diamantes y trajo una muy señoril, con florentino sello burilado en una crisólita. Casilda fue excelente recadera, y, según andaba por todos los barrios, tomaba lenguas y destapaba secretos, aunque no lo buscase. Por ella supo Ramiro que los lacayos de Gonzalo de San Vicente hablaban a menudo con doña Alvarez; y que Pedro, el hermano menor, apenas se embriagaba en alguna taberna, poníase a gritar, dando puñetazos sobre las mesas, que así que Gonzalo llegara a casarse con la hija de don Alonso, él les daría, a uno y otro, de puñaladas, la misma noche de la boda.
Muy pronto, el día de Santa Rita y Santa Quiteria, debía Ramiro salir para Salamanca. Una vez allí, y al cabo de algunas semanas, comunicaría a su madre las disposiciones de su ánimo. Quizás al hallarse en aquella ciudad asombrosa, «pasmo del orbe», entre los vivientes dechados de piedad y sabiduría, su corazón le empujara irresistiblemente hacia la gloria espiritual de los soldados de Cristo. Pero si no era así, si su vocación no se revelaba de modo patente, estaba resuelto a tomar otra senda. Un cuantioso patrimonio, pensaba, iba a caer bien pronto en sus manos.
El corto plazo que le restaba dedicole especialmente a Beatriz. Rondaba en torno de su casa por la mañana y por la tarde. Veces veíala aparecer detrás de las vidrieras; veces, conviniéndose de antemano por intermedio de Casilda, salía de la ciudad e iba a sentarse sobre un canto, frente al lienzo de muralla que correspondía a su mansión, hasta verla asomar entre almena y almena.
La víspera de la partida Ramiro pasó más de una hora en aquel sitio, esperando que Beatriz apareciera sobre la torre. Reinaba un gran silencio. El galán no apartaba los ojos de la rugosa muralla, a cuyo pie la roca granítica, rebajada por manos inmemoriales, remeda el embate de un mar. La niña asomó, por fin; y algo blanco, un papel, un billete, comenzó a descender en el aire con vacilante ondulación. ¿Qué signos preciosos traerían para él aquellas alas mensajeras? ¿Cuál habría sido el acento escogido por su amada para poner un pedazo de su alma en la solemne despedida? Recibió el papel en el sombrero y lo abrió. Decía:
«Aun más de lo que os amo os amara si, en llegando a Salamanca, me escogieseis vos mesmo, en la tienda que llaman del Zamorano, una gallarda vihuela de lindo sonar. Quisiera viniese, luego luego, por medio de algún viajante, pues tengo harta necesidad. Dícenme que el cura de San Juan debe volver esta semana.
»Dichoso viaje, mi señor bachiller.
Beatriz.
»Hago escrebir este papel por la dueña, pues me he lisiado ayer un dedo, jugando en el huerto con los amigos.»
Doña Guiomar había puesto en movimiento a la numerosa servidumbre. Al día siguiente, de mañanita, todo estaba aparejado; y, llegada la hora, sacáronse a la calle, por la puerta principal, las acémilas cargadas, el cuartago para Ramiro y el macho rucio para el Canónigo, quien debía acompañarle hasta Castellanos de la Cañada.
Ramiro subió a despedirse de su abuelo. Don Íñigo se dejó besar la diestra como idiotizado; una nevada de ancianidad había caído de pronto sobre él, enfriando para siempre el último calor de su intelecto. Su chupado rostro estaba a trechos amarillo y a trechos moreno, como los limones que se resecan.
A su vez, doña Guiomar abrazó a su hijo esforzándose en sonreír bajo las lágrimas; y, para poder seguirle con la mirada, subió con sus doncellas a la torre del caserón.
«Hijo mío: Tardo eres ya en contestar a una madre que te quiere más que a sí. Hasta hoy, que es día de Pentecostés, no me han llegado otras nuevas que las que trajo de palabra el licenciado Carmona.»
Así comenzaba la segunda carta de doña Guiomar a su hijo.
Por fin, cierta mañana, un religioso carmelita, de regreso de Alba de Tormes, sacó ante ella, del hueco de la manga, el ansiado papel. Ramiro contaba primero su entrevista con el Rector del Colegio del Arzobispo, en cuyas propias manos había dejado todas las cartas que llevaba. Luego refería su previo ingreso a las Escuelas Menores.
«Es de maravillarse—decía—que, siendo aquí vieja costumbre atormentar a los nuevos con las más crueles invenciones, así que yo penetré en el claustro, mirando a todos muy ásperamente, la mano puesta en la guarnición de la espada y haciendo arrastrar a lo bravo la rodajilla, no hubo ninguno que osara menearse. No sé de qué suerte; pero todos conocen mi hazaña con los moriscos. Un barbudo estudiante díjome ayer que, desde que él viene a las escuelas, no tiene memoria de otro nuevo que haya escapado a los gargajos.» Luego agregaba: «¿Os acordáis, madre, de aquel capitán Antonio de Quiñones, que iba a nuestra casa? A ése le vi en Castellanos y quiso llevarme consigo a perseguir corsarios. Viendo mi resistencia, me dijo: «Mire vuesa merced que no le hizo Dios para fraile, sino para soldado. Cuidado no se equivoque, que le ha de pesar. En Cartagena le espero hasta el día de San Pedro y San Pablo.»
Era todo el contenido de la carta. Algún tiempo después llegó otra más breve, en que comunicaba tan sólo que en el Colegio del Arzobispo le exigían ahora las pruebas de limpieza de sangre. «Esto—agregaba—ha sido siempre de práctica con todos los que buscaron ingresar, y eso que están allí los mejores linajes de España. Pero ¿no bastaba, acaso, con saber mis apellidos y que soy hijo vuestro y descendiente de tan claros agüelos, para excusar toda probanza? En un principio asaltome el antojo de enviar los reposteros de mis mulas para que se enterasen de nuestros blasones. ¡Pero es fuerza acomodarse a la regla!»
Doña Guiomar le envió con un criado antiguo, en buena cabalgadura, un lacónico billete diciéndole que regresara cuanto antes, porque su abuelo se hallaba muy malo. En efecto: don Íñigo, consumido por un mal misterioso, pasaba terriblemente a mejor vida, con los labios estremecidos por incesante plegaria. Aquella triste carne, manando humores, anticipaba al sepulcro su trabajo siniestro. Una sutil fetidez se extendía por toda la casa. Las dueñas y los criados se apretaban las narices al pasar frente a la puerta del enfermo. Entretanto, doña Guiomar no se apartaba un instante de su cabecera, como si quisiese ofrecer al Señor la doble tortura física y moral que prolongaba para ella aquel cerrado aposento.
Ramiro regresó lo más pronto que pudo. Al entrar a la ciudad por la Puerta del Puente, uno de los guardas le dijo:
—Vuestra merced llega tarde. Ya se llevaron al agüelo.
Don Íñigo había sido enterrado la víspera.
Cuando el mancebo penetró en las cuadras que habitaba el anciano, pareciole, a los primeros pasos, que no podría seguir adelante, tal era la hediondez que flotaba en el confinado ambiente. El lecho estaba como lo había dejado la agonía, y la almohada con la señal de lo que ya no volvería a cavilar y a soñar sobre su blandura. Los botes de medicinas, el penado, el almirez, las tazas, las vendas, todo había quedado revuelto y confundido sobre los muebles, haciendo pensar en la ansiedad de la lucha postrera.
Entró a la librería y, al mirar los volúmenes amontonados sobre el suelo y las gafas de asta marcando la página de un infolio, para continuar otro día la lectura; al ver, colgada de un clavo, la calza amarilla, donde el anciano guardaba los pinceles con que pintaba los rótulos; y más allá, hacia un rincón, el taburete para la pierna gotosa, ennegrecido por la grasa de los ungüentos, sintió en su espíritu una profunda tristeza. Aquél era el término de todos nuestros afanes. Allí estaba, en el escurrimiento de aquel ser, esa lección, ese consejo, siempre ambiguo, que incita a la vez al goce y a la penitencia.
Cuando todo se hubo serenado y el solar cayó de nuevo en su muda monotonía, doña Guiomar llamó a solas a su hijo y le declaró, en breves palabras, el estado en que don Íñigo les dejaba el antiguo patrimonio. Estaban completamente arruinados. Se había vivido, hasta entonces, demorando el derrumbe final a fuerza de expedientes extremos, empeñando a los genoveses, uno a uno, todos los bienes, y vendiendo, por último, en montón, platería, joyas, tapices. El mayordomo flamenco, que era, según ella, la única persona que conocía en la casa el manejo del patrimonio, y que hubiera ingeniado tal vez nuevos arbitrios, acababa de marcharse para su país, a recoger una herencia. No les quedaba sino el solar, empeñado casi por entero, y algunos escudos guardados en un cofre, que pronto se agotarían. Era forzoso, pues, vender el caserón y resignarse a vivir en alguna casa modesta de los arrabales.
—De todos modos—añadió doña Guiomar—ya no precisas de muchos dineros. La santa Iglesia demanda bienes más puros; y agora pienso que puedes cursar la Teología en el mesmo seminario de esta ciudad.
Ramiro escuchó a su madre con verdadero estupor.
¡Arruinados! ¿Era posible? ¿Y todos los cuantiosos caudales que venían hasta ellos, por incontables alianzas, desde los más remotos antepasados, todas aquellas mercedes de los Reyes, todos aquellos señoríos de Segovia, todas aquellas casas y heredades en Avila y su tierra, que aparecían mentados a cada paso en sus pergaminos?
En otras circunstancias no le hubiese importado la pobreza; sabía que la falta de hacienda empujaba a las aventuras heroicas. Pero, ahora, su instinto presentía un amoroso desastre, a causa de aquellos bienes perdidos. Bajó la cabeza en silencio y, después de un instante de meditación, declaró de lleno a su madre algo que él mismo no había determinado todavía: la intención de casarse con Beatriz; y, sin que su voz se alterase, díjola también el gran delito que sería seguirla esperanzando con su falsa vocación eclesiástica.
Doña Guiomar no pestañeó siquiera; pero sus manos restregaron nerviosamente los brazos del sillón en que estaba sentada. Entonces Ramiro, doblando ante ella la rodilla, tomole con frenesí ambas manos, y mirándola fijamente en los ojos, la pidió que ayudase sus designios y que, por amor de Dios, no vendiera el solar; que pensase en la impresión que produciría en el ánimo de don Alonso y de su hija aquel acto menguado.
—Yo trataré con los ginoveses—agregó;—algo quedará que entregalles; aún restan muebles y mi daga de piedras; pero, ¡por mi honra!, no vendáis el solar, madre, ¡no vendáis, no vendáis el solar!
Ella se levantó lentamente, la mano izquierda sobre el pecho:
—Con lo que acabas de decir—repuso—mi vida en el siglo ha terminado. Eres agora el señor. Ordena, y que Su Divina Majestad te perdone.
Su expresión era extraña. El demasiado dolor la hacía sonreír. Caminó hacia la mesa. Removió la mecha del velón, la limpió, la retorció debidamente. Luego, sin pronunciar un vocablo, salió de la estancia.
El rey don Felipe Segundo era llamado, con razón, el Prudente.
Grandes fueron los tumultos y demasías de Aragón; sin embargo, a fines del año de 1591 todo pareció terminar en paz y concordia bajo la simulada clemencia del Monarca. Los señores rebeldes, perdido el recelo, volvían a Zaragoza y ofrecían su mesa a los oficiales del ejército castellano. Había llegado el momento de la regia venganza.
Cierta mañana, el Justicia Mayor, don Juan de Lanuza, al subir las gradas de la Catedral, hallose arrestado en nombre del Rey. Un capitán de arcabuceros le esperaba desde temprano, fingiendo examinar las estampas de una tienda de libros.
«Prenderéis a don Juan de Lanuza, y hacedle cortar luego la cabeza», tal era la orden manuscrita de Felipe Segundo.—¿Y quién me condena?—había preguntado el Justicia al oír la lectura de la sentencia.—El Rey mismo—le respondieron.—Nadie puede ser mi juez—replicó—sino Rey y reino juntos en Cortes.
Al otro día el primer magistrado de Aragón era degollado por mano de verdugo. De este modo el Rey «ajusticiaba la justicia» y desgarraba para siempre los fueros de varios siglos. Otros señores y, entre ellos, don Diego de Heredia, barón de Bárboles, y don Juan de Luna, señor de Purroy, habían de seguir igual suerte, después de soportar feroces tormentos. El duque de Villahermosa y el conde de Aranda perecieron misteriosamente en sus prisiones. Algunos rebeldes, que no gozaban del señoril derecho de morir descabezados, fueron arrastrados por las calles, en un serón de infamia, hasta el garrote.
Así quedó vengada la defensa de Antonio Pérez y roto para siempre el brío de aquel soberbio Aragón, que sólo cada tres años se dignaba arrojar en las arcas del Rey su arrogante limosna.
De igual modo los pueblos de Castilla habían sido escarmentados años antes por el Emperador, cuando el alzamiento de las Comunidades; pero todavía solía advertirse en ellos uno que otro conato levantisco, como el que hace erguir sobre las patas traseras a los rocines castrados. No ya los señores, sino que también los pecheros comenzaban a vociferar. Era premioso repetir el ejemplo. Una altanera ciudad acababa de ofrecer la ocasión.
El 21 de octubre, a la vez que el ejército real, de paso para Francia, penetraba en Aragón, aparecieron en Avila, pegadas a las puertas o paredes de la Iglesia Mayor, del templo de San Juan, de las Carnicerías Nuevas, de la casa de los Valderrábano y en otros sitios públicos de la ciudad, siete copias de aquel sedicioso pasquín que Ramiro y el Canónigo oyeron leer una tarde a don Enrique Dávila en el piso bajo del caserón.
Al día siguiente, el Corregidor don Alonso de Cárcamo despachó un correo al Escorial. La respuesta de Su Majestad fue tan sólo un negro puñado de ministros para que formasen la causa. Se esperaba un castigo leve, y los más chocarreros componían letrillas y jácaras sobre el asunto.
El día 14 de febrero de 1592 fueron publicadas las sentencias. A don Diego de Bracamonte, a don Enrique Dávila y al licenciado Daza Zimbrón se les condenaba a ser degollados. El cura de Santo Tomó Marcos López sufriría privación del sacerdocio y beneficio, confiscación de la mitad de sus bienes, diez años de galeras y destierro ad vitam; el escribano de número Antonio Díaz, azotes, diez años de galeras y el mismo destierro.
Para muchos la intervención de la Providencia era patente, y a su amparo el príncipe, extrayendo de cada ocasión un ejemplo, completaba su obra. Nada de albedríos diseminados, nada de figurerías ni arrogancias que estorbasen el poder. La unidad era el primer precepto de su Arte Real, la unidad invulnerable y absoluta, a imagen y semejanza de aquella otra unidad que gobernaba los orbes. No más voluntad que la suya, no más pensamiento que el suyo, no más fe que la que él mismo profesaba. El soberano del moderno Israel debía revestirse de las tres potencias tutelares: la ley, la espada y el efod, y ser a un tiempo el Moisés, el Josué y el Aarón de su pueblo. Todos los tronos y las sedes le servirían de escala para elevarse hasta los cielos y recibir él solo la consigna del Altísimo. Su sombra cubriría las comarcas y los mares; y las naciones le mirarían como al nuevo arcángel, armado del hierro y la llama, vencedor de Satán.
Entretanto España se consumía. La fiebre de aquel monstruoso delirio le secaba los miembros. El Rey pedía, exigía sin tregua, hidrópico de tributos; y, a veces, su mano, al escurrir la ubre enjuta de los pueblos, no sacaba sino sangre. No era posible dejar sin paga a los ejércitos y abandonar el cohecho de los príncipes y cardenales; y la bancarrota crecía, se envedijaba, se enmarañaba cual inmensa madeja de pasadilla. Las deudas tenían aliento de fiebre, la real hacienda jadeaba; cada año se gastaban los ingresos de cinco años venideros.
¿Qué expediente, qué arbitrio quedaba por ensayar? En un tiempo apañó las remesas de oro y de plata que llegaban de las Indias para particulares; mercó las hidalguías, los juros, los empleos; invitó a los clérigos a legitimar sus hijos sacrílegos mediante un puñado de reales; gravó la exportación de la lana; impuso contribución sobre el pan y sobre el vino, antes libres; se apoderó de la sal; confiscó los maestrazgos del mar; dobló el almojarifazgo, y triplicó en poco tiempo la terrible alcabala. Los pueblos desmolados se echaban a morir. Avila, Toro, Córdoba y Granada se negaron a aceptar el encabezamiento de 1576. En las naciones extrañas el solo nombre de Felipe Segundo hacía palidecer a los banqueros. Los Fugger dieron por fin un nudo a la bolsa y volvieron la espalda. Otros no sabían si continuar o romper para siempre, como el judío que ha prestado a un tahúr de luenga espada. Los genoveses, entretanto, se defendían con la usura. A partir del año 1590, el desbarajuste fue pavoroso para la hacienda del Rey. Las Cortes, corrompidas por el Monarca, habían exigido a las ciudades ocho millones de ducados.
Y la pobreza y el hambre arreciaban como flagelos de Dios. Un hechizo maléfico parecía esterilizar los terruños, parar los molinos, los tornos, los telares, descoyuntar el brazo del menestral. Muchos no sabían ya cómo ganar el sustento y salían a hurtarlo donde lo hallasen. Se vivía en la incertidumbre del bocado; el pan se hizo una presa. Las trapacerías del hambre formaron una arte honrosa y sutil, que tuvo su romancero y sus manuales, sus poetas y bachilleres. El mal atacaba más duramente a los hidalgos de patrimonio extinguido, cuya estirpe clara y antigua no les permitía infamar sus manos en los oficios. Más de uno comía del mendrugo que hurtaba su paje, y suspiraba con digna tristeza, bajo la capa, al aspirar, de paso, el sabroso calor de las pastelerías. El estudiante imitó, para vivir, los ardides perrunos. Sus piernas de lebrel eran el terror del comercio. Fue entonces el glorioso tiempo de la olla común. Los conventos se hincharon de monjes; sus porterías, de sopistas. El hospital y la cárcel fueron buscados como refugios venturosos, donde se comía regularmente y como de milagro. Millares de infelices se fraguaban pústulas sangrientas o perpetraban delitos para ser alimentados. Las calles estaban llenas de limosneros fingidos; los campos, de falsos anacoretas; los puertos, de famélicos hidalgos que venían a pedir una plaza en los galeones.
A esta angustia de las entrañas se agregaba la zozobra del ánimo, la honrosa inquietud de verse marcado por la sospecha, tan sólo, del Santo Oficio, o de atraer el castigo del poder sobrehumano del Rey. Y entretanto parecía que el mismo viento murmurase calumnias y que la delación se agazapara bajo el lecho en que se dormía, entre los pliegues de las antepuertas, en el rincón de los oratorios. Muchos, como don Alonso, recelaban de sus propios labios durante el sueño, y evitaban adormirse en los sillones, entre el paso de la servidumbre.
Toda altivez era funesta y el mismo silencio no era seguro. Ne contumax silentium, ne suspecta libertas. La idea temblaba en el cerebro, y no hubo pluma que osara estampar lo que el alma ocultaba en su cripta más honda. En cambio se hablaba con delicia de los países lejanos y de la inviolable paz de los claustros.
No faltaba, sin embargo quien amase, de veras, al Monarca, sintiendo triunfar o sufrir en él su propio orgullo fanático; la mayoría, bajo la pavorosa coerción, acababa por encomiarle.
La virilidad pareció resumirse entonces en la propia sangre atosigando las vísceras, y el antiguo valor tomó la forma del estoico desdén de todos los males. Era el encantamiento inexplicable de las tiranías. Más de uno repugnado de su propio servilismo, a una simple señal del Monarca, se hubiera abierto impasiblemente las venas, como Séneca o Petronio.
El humor español se hizo reservado y sombrío. Una verdadera peste de melancolía se propagó por todo el país como un vaho de purgatorio, inficionando las almas.
Los hidalgos vestían de luto; la madera al uso era el ébano. Jamás fue tan lúgubre el aparato de la muerte.
El espíritu se empeñó en extraer sus ideas primordiales del sepulcro mismo y de sus terribles podredumbres.
Ramiro llegó de Salamanca el domingo 16 de febrero de 1592, dos días después de publicadas las sentencias. El Canónigo fue a visitarlo y enumerole una a una las condenaciones. No pareció muy satisfecho al decirle que a don Enrique Dávila y al licenciado Daza les habían otorgado la apelación. En cuanto a don Diego, sería ajusticiado al siguiente día.
—Ya veis, hijo mío—agregó,—que vuestro abuelo se ha marchado a tiempo. Bien se dice que en una buena olla puede hacerse un mal cocido. Cuidad vos agora, hijo mío, las palabras, y teneos muy quedo, por un espacio.
—¿Y quién ha dado los nombres?—preguntó Ramiro.
—Alguno será—replicó el lectoral—que no quiso ver a España destrozada otra vez por la revuelta, como en tiempos del Emperador.
Contó en seguida, sin dar lugar a otra pregunta, que los agentes de Su Majestad habían sospechado de don Alonso, y que, durante la ausencia del caballero, entraron de rondón en su casa, revolviendo hasta la última gaveta y llevándose un gran fajo de papeles.
—¿En dónde será ajusticiado don Diego?—volvió a preguntar bruscamente Ramiro. Su mirada pensativa parecía inmovilizada por algún pensamiento dominador.
—En el Mercado Chico—replicó el Canónigo.—Ayer le fue notificada la sentencia, hoy debe haberse confesado para recibir el Santísimo Sacramento, y mañana le sacan de la Alhóndiga, a mediodía, para llevarle a degollar. Ya es cosa convenida que ningún noble ha de ir a saludalle, y que, fuera de los villanos, que siempre han sido golosos de esta clase de espectáculos, veranle sólo en la mula las gentes de ley y las Comunidades y Cofradías.
Al escuchar aquel sañudo lenguaje, Ramiro declaró con vehemencia que si los nobles avileses no iban a despedirse de Bracamonte, en aquel trance final, eran todos unos malos caballeros.
—Nadie ignora—exclamó—que el don Diego, a más de su antiguo y glorioso linaje, ha sido siempre un hombre de mucha honra, y que, sin duda, su trágico fin lo debe a la alteza de su ánimo. De mí puedo decir que he de ir en pos de él hasta el pie del cadalso, sin pensar en mi propio interés ni en la razón o sin razón de su condena.
Pronunció estas palabras con tal arrogancia, que su confesor y maestro creyó necesario arrugar el sobrecejo y levantar la cabeza antes de responderle.
—Haced lo que os plazca—le dijo;—pero cuidad que vuestra inadvertida juventud no os enderece por donde tal vez no queréis caminar. Don Diego será, como decís, harto infanzón, aun que de cepa gabacha y no española, sea dicho de paso; pero lo cierto es que ha sido agora traidor y aleve con su Rey.
—Don Diego—repuso Ramiro con el rostro demudado—es gran caballero y no pudo ser jamás aleve ni traidor como dice vuesa merced.
—Pues yo repito—replicó de mala manera el lectoral, mostrando los dientes y golpeando dos veces en la mesa con el puño—que don Diego es traidor y cobarde.
—¡Y yo digo que miente vuesa merced!—gritó Ramiro, ebrio de cólera.
El Canónigo dio un paso hacia adelante con la diestra en alto y pronta a asestar el bofetón; pero el terrible ceño de Ramiro le contuvo. Balbuceando, entonces, palabras entrecortadas, llevose ambas manos al rostro. Aquellos instantes fueron solemnes. El insulto flotaba irreparable, y parecía hacerse oír, otra y otra vez, en el silencio. El Canónigo musitaba, gemía, suspiraba, con el rostro cubierto. Por fin, bajando las manos, embozose con furia, y, después de buscar la salida como un ciego a lo largo del muro, desapareció de la cuadra, dando con el pie, hacia atrás, un terrible portazo.
Ramiro sintió que todo su maquinal apegamiento hacia aquel hombre acababa de trocarse en súbito rencor. La crispada y hostil actitud, que aún conservaba, suscitábale nuevos impulsos de odio contra su víctima.
Cuando comenzó a serenarse, dijo en voz alta, sentándose en el sillón:
—¡No he menester de él, ni de nadie!
Pocos días para Avila más tristes que aquel lunes, 17 de febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado a la niebla de la mañana.
En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, el cadalso; y las ráfagas del Norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, fina, glacial.
El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose a veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor a sus bravatas y juramentos.
Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros patéticos y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía a Avila entera. El más altivo de sus caballeros iba a ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla.
Corrió la voz de que, a las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Alhóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión a los nobles y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Cuando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas a uno y otro lado del portalón y en torno a la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba a percibir de sus rostros sino los raspados mentones, por debajo de las capillas; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se unían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa plegaria de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían.
Más de una hora pasó Ramiro codeandose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas.
Por fin un portero sacó del zaguán de la Alhóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco a la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos.
Ramiro miraba hacia uno y otro lado por ver si hallaba algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fue a rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba a su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.
Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra.
Ramiro experimentó rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar a aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y pareciole oír de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería a perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba a morir!
El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de la muerte.
«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor a ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra Su Majestad Real. Manda muera por ello.»
Ramiro caminaba a la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro. Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban a Santa Catalina, a los Santos Mártires y a la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban a la puerta de San Juan, y su oración temblaba a la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía.
Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Hincose, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías.
Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse a los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó a decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces a Bracamonte que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyole decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchose una voz entera que repuso:
—No me sigáis predicando, que no diré más.
Seguidamente, don Diego se puso de pie y sus ojos fueron atraídos por el madero contra el cual había de ser descabezado; su rostro cobró una blancura terrible, pero se sobrepuso al instante, y, levantando la frente, miró por última vez la ciudad, el cielo, la luz preciosa de la vida. Todos creyeron que iba a pronunciar algunas palabras, y oyose vasto rumor que reclamaba silencio. Ramiro, por su parte, buscó atraer su mirada, para dirigirle un último saludo; pero aquel espíritu ya estaba lejos de la tierra y se anticipaba a la muerte.
Por fin, cual si hubiera distinguido algún signo de lo alto, don Diego encaminose a recibir la negra venda en los ojos, y, sentándose en la almohada, cogió por detrás el madero con sus propias manos, ajustó la cabeza, y alzando la barba ofreció el pescuezo al espantoso cuchillo.
Ramiro observó adrede la pálida testa muerta de súbito y que, asida de los cabellos, fue mostrada hacia los cuatro lados de la plaza, en nombre del Rey. Entonces, con gesto amplio, magnífico, para que todos le vieran, quitose la gorra, exclamando:
—¡Dios reciba tu alma, gran caballero!
Dos alguaciles escucharon la frase. Uno de ellos quiso prenderle allí mismo; pero el otro le contuvo. Ramiro se retiró.
Al pasar frente a la iglesia de San Juan, un lacayo entregole un billete lacrado. Don Diego de Valderrábano le comunicaba que, a las seis de la tarde, se reunirían en su casa varios amigos, a fin de pedir permiso al Corregidor para enterrar ellos mismos el cuerpo de Bracamonte; y en muy graves palabras le invitaba a acompañarles en la demanda.
Aquella noche algunos caballeros enlutados atravesaban la ciudad a la luz de las hachas, llevando sobre los hombros largo ataúd, que fueron a depositar en la capilla de Mosen Rubí. Valderrábano, al dejar la iglesia, apoyose en el hombro de Ramiro y lloró tiernamente.
Ramiro no pudo dormir en toda la noche. Lúgubres visiones le robaban el sueño, y los pormenores del suplicio se reproducían en su memoria, suscitados por la tiniebla y el silencio. Era hermoso morir con aquella valentía. Sin embargo, en caso semejante, él hubiera hablado a la muchedumbre. Inventaba entonces en su cabeza discursos extraordinarios. Pero, por debajo de su enhiesta arrogancia, su instinto rastrero hacíale meditar en el poder del Soberano, en aquel poder irresistible, absoluto, que, a la vez que dispensaba los más grandes honores, podía suprimir la existencia más bizarra con un trazo de péñola.
A la hora del alba, cuando la nueva luz comenzó a señalar las rendijas de la ventana, el amor de Beatriz se encendió como nunca en su pecho. Pensó en ella apasionadamente. Pensó con frenesí en el goce de vivir y de amar, animando junto a él la ilusión de una boca bajo la suya, de sedosa cabellera perfumada, entre sus propias holandas.
Su primer pensamiento, al levantarse, fue irle a pasear la calle a la doncella. Consideró que las personas que venían todos los días a dar el pésame por la muerte de don Íñigo le ocuparían la tarde. Era menester escapar. A la una comenzó a engalanarse. Cuando el criado le echaba por fin sobre los hombros el capotillo de negro terciopelo atrencillado, una dueña vino a decirle que Beatriz subía las escaleras, y que, no estando ataviada aún doña Guiomar, era necesario entretener a la visita.
—¡Ah! ¡cómo viene hacia mí!—exclamó Ramiro para su coleto; y dando un último toque a sus cabellos, salió de la estancia.
Sólo podía recibirla en el antiguo estrado, pues los demás habían sido desguarnidos por los usureros. Reflexionó, sin embargo, que, a pesar de su vejez y abandono, aquel salón trascendía a grandeza grave y a rancio abolengo. Levantó el cerrojo y entró.
Era una cuadra larga y angosta, diversamente alhajada según el estilo flamenco, italiano y mudéjar de los tiempos del Emperador. Desde la muerte de doña Brianda del Aguila permaneció sin abrirse, como esas salas de los cuentos orientales que encierran pavoroso misterio. Don Íñigo y su hija prefirieron, a su vez, otras estancias más fáciles de renovar. Decíase que en su recinto la Santa Junta de los Comuneros había celebrado su primera reunión clandestina; y por mucho tiempo corrió entre el vulgo la leyenda de que los espectros de los ajusticiados, se congregaban allí dentro, en las noches de luna. Por eso tal vez, nadie quiso habitar aquella casa durante un cuarto de siglo.
Los criados no ignoraban estas historias, y sus dedos habían temblado sobre los cerrojos cuando doña Guiomar ordenó que se abriesen las puertas para velar en el antiguo estrado de doña Brianda el cadáver de su padre.
Era, sin duda, extraño el aspecto de aquel recinto. Entapizaba sus muros viejo terciopelo azul, podrido en lo alto por el agua de las goteras y coriáceo, reseco hacia los bordes, como el velludo que se desprende y retuerce sobre las viejas arcas mortuorias. A uno y otro lado se veían sillas de roble incrustadas de marfil, y bargueños, bufetes, contadores, donde el trabajo de la carcoma remedaba los ojos del alcornoque. Terrosa adherencia mataba el brillo del bronce, del nácar, de la concha. ¡Muebles cuasi espectrales! Las antepuertas, los tapices y todas las colgaduras, cubiertas de telaraña, pendían con hipnótica apariencia, y el polvo aclaraba, a manera de luz, los pliegues de medio siglo. Ramiro, al entrar, oyó carreras furtivas bajo los muebles. Un taladro dejó de roer.
La barandilla, desdorada por la mano nerviosa de antiguos galanes, dividía en dos partes el estrado, y, sobre la encorchada tarima, almohadas polvorientas conservaban aún la presión de cuerpos femeninos. Un residuo ilusorio de remotos galanteos parecía perdurar a manera de viejo perfume o como un polvo de ramilletes en los cofrecillos de las ancianas.
¡Cosas fenecidas! Hubiérase dicho que aquel carcomido aparato no esperaba sino la primera brisa exterior para desvanecerse de súbito.
Seis retratos descoloridos habitaban espectralmente la estancia.
Ramiro esperaba junto a un brasero, que guardaba aún la ceniza de los últimos saraos. Oyose un rumor de chapines y un crujir de sedas en la galería, y Beatriz apareció vestida de negro y olorosa como un sahumador encendido.
Mientras Ramiro se inclinaba con donaire, la doncella dejó caer su manto hacia atrás. Doña Alvarez, que la acompañaba, quedose en la estancia vecina.
—¡Solos!—se dijo el mancebo.
Uno y otro temblaban. Una irradiación misteriosa estremecía en torno de ellos lo ignorado. La niña miró con extrañeza los muebles y las colgaduras, toda aquella vejez, toda aquella podredumbre; luego púsose a observar uno a uno los retratos. Siguiendo su mirada y sintiéndose incapaz, bajo la viva emoción, de formular algún concepto cortesano, Ramiro profirió:
—Son nuestros antepasados: los Aguilas, claros varones y mujeres, que murieron hace mucho.
Hizo una pausa y continuó:
—¡Nosotros también pasaremos como ellos, Beatriz!
Y al pronunciar esta frase hundió su mirada en los ojos de la doncella con doble y profunda expresión de sensualidad y de tristeza.
Una de las pinturas representaba un busto de mujer. Listada caperuza adherida a la frente ocultaba del todo los cabellos.
—¡Quién quisiera llevar agora una toca como ésa! ¡Antes morir!—observó la niña, agregando:—Mirad: tenía en el cuello un lunar como el mío.
Bajándose entonces la gorguera mostrole a Ramiro la terneza de su garganta. El mancebo se sintió desconcertado ante aquella blanquísima piel donde minúsculo lunar exasperaba el deseo cual voluptuosa pimienta.
De pronto, girando sobre sus corchos como en una mudanza de baile, Beatriz exclamó:
—¡Basta de muertos!—agregando con cortesana sonrisa:—Bien sé que sois de sangre muy clara y que podéis referir grandes cosas de los agüelos; pero holgárame en oíros contar las vuestras algún día.
—Tiempo queda—repuso el mancebo, sintiendo subir a sus mejillas inesperado rubor.
—Mi padre—añadió Beatriz,—siendo un mancebillo, marchose a la guerra. Esto lo digo sólo por aguijaros.
—Desde ya me obligo; pero no crea ninguno que he de padecer en la guerra más que aquí, ni que han de ser en ella más arduos los peligros, ni más duros los cautiverios, ni más propincua la muerte.
—Incomprensible os volvéis.
—Decidme—exclamó Ramiro sonriendo:—¿qué batalla habrá por el mundo más dura que mi porfía, qué adarve más áspero que vuestro corazón, qué infieles más temibles que esos vuestros ojos, mi señora?
—Muy tierno me requebráis. Quiero pensar que lo decís de vero.
Los dos callaron.
Estaban ambos vestidos de terciopelo negro atrencillado con aforros de seda, y sólo sus rostros y sus manos recogían la claridad escasa de la penumbra. Un rayo de sol, turbio de corpúsculos, entraba tras una madera entreabierta, iluminando, sobre la pared del fondo, una gran tapicería que atrajo la mirada de Beatriz.
Avanzaron hacia la luz, y subiendo a la tarima, uno y otro hicieron una mueca involuntaria. Respirábase allí rara hediondez. Ramiro comprendió. Acababa de reconocer un olor inconfundible, un olor respirado, al llegar de Salamanca, en el cuarto de don Íñigo; y toda duda quedó desvanecida al advertir sobre el suelo las gotas de cera de los hachones.
La tapicería representaba un asunto de amor. Ramiro la había descifrado días antes, con el auxilio de un padre dominico. Veíase, hacia la izquierda, a María Padilla, la favorita de don Pedro, sentada en fabuloso jardín, amarillo y azul. Un pavo real abría su fastuosa pantalla junto a un estanque. Apoyando suavemente la diestra en el hombro de la dama, el Rey de Castilla, vestido de rojo capisayo descolorido, enseñábala sobre el dedo un halcón montano con capirote de púrpura. Una ondulación, un aliento espectral parecía mover por instantes la tela.
Ramiro dijo brevemente lo que había leído en las historias sobre aquellos amores, y a él mismo le pareció que sus palabras diseminaban lúbrico perfumo. Las pupilas de Beatriz se encendieron.
Uno y otro fijaron la mirada en las dos galantes figuras, y sus retinas sólo tomaron el vivo bermellón de aquellas dos bocas intactas, que parecían retardar la voluptuosa caricia en los años.
Ramiro pensó que de un momento a otro podía llegar alguna persona, su madre misma, y romper el embeleso de un coloquio a solas, que no volvería tal vez a ofrecerse, en mucho tiempo. Preparó en su espíritu la frase decisiva. Estaba resuelto a poner su destino a los pies de aquella mujer. Dio algunos pasos hacia el muro para recobrar su entereza. Un ángulo de la tapicería estaba doblado hacia adentro; él lo cogió maquinalmente e hizo dar a la tela brusca socollada. Entonces sucedió un hecho harto extraño: envueltas en una nube de polvo, inesperadas, sorprendentes, salieron por debajo de la colgadura innumerables polillas. Era un verdadero enjambre espantado, indeciso, de maripositas grises, hechas como de tierra, que desprendían una arena finísima al volar y resplandecían por instantes, a modo de luciérnagas, en el rayo de sol.
Muchos de aquellos insectos fueron a posarse sobre los vestidos de Beatriz, adhiriéndose al jubón y a la saya y cubriendo su manto. La niña repetía el mismo ademán de repugnancia y de miedo, sin atreverse a tocarlos; mientras Ramiro, alargando sus dedos, se los quitaba, uno a uno, entre sonriente y avergonzado.
Enredadas en un rizo, dos de aquellas palomitas aleteaban sin cesar. El mancebo, al ir a cogerlas, retuvo a Beatriz pasándola el brazo por detrás de la espalda. El rayo de sol la daba de lleno en el rostro, y, en medio de toda la vejez, de la descomposición, de la muerte que le rodeaba, Ramiro vio una cosa hechicera, deliciosa, toda vida, toda juventud, toda sangre, que palpitaba bajo su ansia. Era la boca, aquella boca roja de Beatriz, que el demonio carnal la había enseñado a salivar brevemente, y a ensanchar y contraer, de inquietante manera. Ramiro cercó con su brazo el cuello de la niña oprimiéndola con dulzura. Sintió entonces el impulso frenético de poner sus labios sobre los labios de la doncella, de beber y morder en ellos el amor, la lujuria, el delirio, ¡locamente!, y la atrajo por fin hacia él con rabiosa vehemencia.
Beatriz lanzó un grito:
—¡Alvarez!
Uno y otro volvieron el rostro. La dueña contorneaba su forma ancha y sombría en el luminoso vano de la puerta, que acababa de abrirse.
—¡Las polillas! ¡Las polillas!—volvió a gritar Beatriz, sacudiéndose el manto.
Un instante después, cuando la dueña terminaba apenas de borrar en los vestidos de su señora la última señal de los insectos, un lacayo vino a decir que doña Guiomar esperaba en su aposento. Ramiro no quiso acompañar a Beatriz, un movimiento pudoroso le impulsaba a evitar en aquel momento la mirada de su madre. Inclinose, pues, con muda reverencia, y se alejó por los corredores.
Aquella tarde, aquella noche y en los días que siguieron, Ramiro recordó sin cesar el coloquio del estrado.
Parejas con la tiránica pasión, su orgullo viril crecía ilimitadamente. Ni una brizna de desconfianza brotó en su cerebro, ni una sola reflexión adversa. Sentíase más seguro que nunca. El grito de Beatriz no fue sino el clamor de su voluntad totalmente rendida. La había sentido vibrar entre sus brazos con el mismo estremecimiento de la sarracena y otras mujeres, cuando él las atraía para besarlas; y parecíale llevar aún en la mano el loco latir de aquel corazón bajo el duro azabache.
En cambio, él también quedaba herido por Beatriz, y quizá para siempre. Ya no podía concebir el resto de su vida sin el amor y la total posesión de la doncella. ¿Para qué soñar, ambicionar, afanarse, si no lograba la caricia que acababa de escapar a su ansia? ¿Qué era el mundo y sus loores sin aquella victoria? ¿Cómo soportar que otro hombre?...
Su ensueño amoroso oscilaba entre el arrobamiento y las fiebres impuras. Unas veces el alma alcanzaba de un solo rapto las beatitudes de la pasión ideal; otras, la sangre clamaba impaciente por la suprema codicia. Ora soñaba que sus labios sorbían el éxtasis en los labios de su amada, cual paradisíaco rocío; ora, que sus deseos eran las abejas temibles cayendo en enjambre sobre una fruta entreabierta.
Luego imaginaba lo que haría, cuando fuera su esposo para apartarla de la irritada sensualidad de los que hubieran sido sus galanes: La llevaría a un país muy lejano, a alguna ínsula salvaje; o se encerraría con ella en una morada que no tuviese más abertura que el ferrado portón, para no dejarla salir sino muy de mañana a la iglesia más próxima, bajo un manto amplio y espeso que la ocultara todo el rostro y sólo dejase a los demás su sombra pasajera y arrebujada. Si alguno osaba requebrarla al pasar o seguirla con descaro, ya sabría él despacharlo al otro mundo por el más listo de los correos, con una oblea harto roja en medio del pecho.
Una noche, metido en la cama, fuese quedando dormido sin apagar el candil. La llama sobredoraba sus visiones. Estaba casado con Beatriz y era capitán de corazas en alguna tierra de América. Encontraba un tesoro inmenso, cientos de vasijas sepulcrales repletas de oro. Salvaba al ejército en una terrible sorpresa. Ganaba él mismo numerosas batallas. Era hecho Virrey...
Al día siguiente un alguacil de la Santa Inquisición diole, en su propia mano, una cédula por la cual se le llamaba a testificar, por segunda vez, en el proceso de los moriscos.
Llegaron días en que don Alonso Blázquez Serrano creyó sentir el acecho de las peores especies demoníacas descritas por los teólogos. Su ánima brioso y brillante se hundió, sin remedio, en las más obscuras regiones de la melancolía. Un pavor enfermizo le agitaba continuamente. Su elocuencia trocose en mutismo; su antigua arrogancia, en el más profundo convencimiento de la propia indignidad; su exaltado amor a la vida, en el desvío total de todo goce, de todo triunfo.
¿Hacia qué corredor lleno de celadas había enderezado sus pasos? ¿Qué escalera de maleficios habíase puesto a descender a la vejez? Todo se le tornaba contrario; y él mismo se comparaba al infelice Laoconte sofocado por la serpiente.
—¿Por qué, por qué? ¡oh cielos!—exclamaba a veces, dirigiendo la mirada hacia lo alto, como si protestara contra el ensañamiento de la divinidad.
Por el contrario, en los instantes de contrición, acusábase a sí mismo de graves culpas imaginarias; y rememorando las paganas orgías de otro tiempo, sus viejas patrañas de burlador, su afición a las riquezas, su desmedida vanagloria, llegaba a considerarse como un pecador empedernido, como un alma obscura y miserable manchada por toda clase de crímenes.
La adversidad había esperado para llagarle el corazón los años de senectud; y, a la par de los abrumadores quebrantos, el mismo mundo material cobraba una vida hostil en torno suyo. Hasta las cosas familiares entraban en el temeroso encantamiento: una inmóvil colgadura, un paño negro, un antiguo retrato de familia, un espejo, una daga, exhalaban a veces, para él un sentido perturbador, vahos de espanto y de demencia. Hubiérase dicho que ciertos objetos buscaban expresarle lúgubres presagios.
Hízose entonces más devoto que nunca, redobló las penitencias, inventó cilicios especiales y feroces disciplinas, sumergiose en incesante plegaria. Su espíritu, hastiado del mundo, buscaba ahora confortarse con el ensueño de la otra vida; pero allí también hallose con tremenda incertidumbre: ¡el destino de su alma, su salvación! La eternidad de los castigos infernales fue muy pronto una idea vertiginosa, que anonadaba su mente. Entretanto, Jesús y la Virgen ya no eran las claras figuras desprendidas de los cuadros de Italia, sino luengos y pálidos espectros, bañados en un sudor de purgatorio, y cuyas pupilas parecían contemplar continuamente el dolor de las ánimas condenadas.
Aquel caballero filósofo, que se había burlado siempre de los bajos temores, y para quien el riesgo diario de las aventuras había sido la mejor espuela del ánimo, humillaba ahora su frente, cargada de miedo, y temblaba de una nada, de una visión, de una sombra. El anochecer era la hora terrible. La última luz del crepúsculo, agonizando estremecida en los interiores, le sumergía en ansiedad inexplicable. A veces, imágenes de cadalsos, de quemaderos, de arcas mortuorias, aparecían en la penumbra; llamaba entonces a sus criados con brusquedad, y, mandando cerrar las ventanas, hacía encender sobre las mesas, sobre los contadores, sobre todos los muebles, numerosos candelabros, candelabros traídos de todas las estancias. Pero aun en medio de aquella deslumbradora luminaria, de aquel incendio de cera que reverberaba en su rostro, veíasele palidecer y pasarse la crispada mano por la frente, como si buscara arrancarse, a pedazos, alguna visión.
No faltaban, por cierto, razones a su dolencia. Los desengaños cortesanos fueron el comienzo de su desgracia. Don Alonso, durante la bienandanza de Antonio Pérez, había ofrecido en su honor festines y cacerías, llegando a obtener de sus labios la espontánea promesa de hacerle otorgar, en la primera ocasión, una silla en el Consejo de Italia. Luego, cuando la estruendosa caída del privado, y aun después de la fuga, el caballero avilés, fiel a sus principios de lealtad, fue quizás el único palaciego que osara defenderle. Esto bastó. Una consigna sigilosa bajó de lo alto. Se le hizo sufrir toda suerte de humillaciones, se le postergó en las ceremonias, se le vejó ante las damas, sus memoriales fueron a dar a los braseros. Algunos eclesiásticos le abordaban dulcemente y le proponían, cual si fuera por mero esparcimiento, teológicos problemas que rozaban el dogma. Estaba perdido. Aquel hijodalgo que creía no conocer el miedo conoció el terror, un terror sobrenatural, un terror por encima del coraje del hombre. Era el maleficio, el aojo del Rey.
Su varonil empaque tomó entonces un aspecto doblegado y taciturno. Su tez cobró un tinte macilento. Las antiguas cuartanas reaparecieron.
En aquella sazón, un pintor, a quien llamaban el Greco, hízole su retrato. Peregrina pintura, en la cual podía descifrarse el secreto íntimo del hombre, mejor que en su semblante verdadero, como si el artista hubiese untado el pincel en la substancia viviente del rencor, de la melancolía, del orgullo. Alta lechuguilla exornaba el rostro amarillado y patético. Se veía que el interno brasero de las pasiones extremas desecaba la carne y atosigaba y torcía los humores. El iris y la pupila, estriados de biliosas agujas, verdegueaban bajo un fluido transparente, que parecía renovarse sin cesar, como el de una mirada viva, y la boca se encogía bajo el mostacho, como si luchara por contener algún altivo denuesto. Máscara tiesa de cortesano disfrazando a medias la honra colérica, el brío estrangulado.
Al mismo tiempo un apaciguamiento místico y una luz de religiosa esperanza parecían envolver la figura y formar la atmósfera del cuadro.
Cuando don Alonso, ahitado de la corte y viendo venir la ancianidad, determinó refugiarse en su propia mansión, contando repartir los años que le restaban entre el amor de su hija y el goce tranquilo de los tesoros de curiosidad y de arte, aglomerados en las señoriles estancias, nuevos infortunios, cada vez más inesperados y violentos, vinieron a buscarle allí mismo y a poner en peligro su honra, su libertad, su linaje y hasta su último resto de dicha en la tierra.
Don Alonso amaba a Beatriz con amor ciego y tolerante de padre mundano. La educación que él la diera no había consistido sino en ceder a todos sus antojos, en seguir embobado todos los sesgos de su veleidoso espiritillo. Una caricia de aquella manita diablesca, un oportuno gimoteo, bastaban para que el ruego más descabellado le pareciese al hidalgo la más razonable exigencia. Con esta blandura corruptora creía agregar al propio afecto el de la madre ausente, a quien el nacimiento de su única hija habíala costado la vida.
Tomole maestros de danza, de canto, de vihuela; de todas las cosas que se aprenden sin dolor y ofrecen más tarde nuevos licores a la juvenil embriaguez. Espantábale someter aquella cabecita de ángel pelinegro a cualquier esfuerzo penoso. A los quince años, la niña sabía apenas deletrear. El arte de la labor le era desconocida. Su séquito de dueñas, antes la servía para mantener en torno suyo el aparato ceremonial, que para custodiar su persona; y como su padre pasaba tanto tiempo en la corte, Beatriz gobernaba el solar a su antojo, cual infanta levantisca. Sin embargo, doña Alvarez, que había aprendido su oficio en las grandes casas de Madrid, solía dirigirla, ante los extraños, severos apercibimientos, que ella escuchaba con mohín mentiroso de enfado, comprendiendo que todo aquello contribuía a presentarla como una joya delicadísima, como un ser exquisito y precioso rodeado de las más atildadas precauciones.
De esta guisa, sabiamente aleccionada, comenzó a llenar Beatriz su misión en la tierra: reír, vestir hechiceramente, hacer cada vez más ligera su danza, salpicar a cada giro del faldellín un rocío de fascinación. De alambique en alambique, llegó a ser una verdadera quintaesencia de cortesanía y de embeleso. Todo lo que era pesado o boto para el amor desapareció de su menuda persona, no quedando sino lo vivaz, lo mondo, lo agudo, lo picante, el grano concentrado de especia, el clavo de olor, capaz de perfumar a un tiempo innumerables deseos.
A pesar de su celoso cariño, don Alonso deseaba casarla temprano, con algún mancebo capaz de mantener el lustre de la sangre. Ramiro se le impuso con predilección exclusiva. Todo, en aquel descendiente de ilustres caballeros, la precoz seriedad, el porte, el discurso, le inspiraban el presentimiento de una vida llamada a las más heroicas empresas. Además, había notado que cada vez que pronunciaba su nombre delante de Beatriz, el rostro de la doncella se coloreaba al pronto de instantáneo rubor. Llevola tan sólo una vez a la corte para no poner en peligro su propósito, y trató de alejar a los hermanos San Vicente, cuya familiaridad debía inspirar a Ramiro perpetua desconfianza. Para esto ordenó a doña Alvarez que, así como Gonzalo o Pedro se presentasen de visita, estando él ausente, les hiciera decir que Beatriz no podía recibirles mientras su padre no regresara de la corte.
El segundón fue el primero en llegar. Al escuchar la consigna, pensó que fuera cosa de la servidumbre, y como venía de una taberna, quiso entrar de buen o mal grado, amenazando abrirse paso con la espada; pero los porteros, dispuestos a morir en el umbral, permanecieron inconmovibles.
Gonzalo, por su parte, tomó un camino más seguro: el soborno de doña Alvarez. Como los cuartos se trocaron en reales y los reales en doblones, la dueña se fue ablandando como correaje en el unto, y el mancebo pudo contar, en la misma alcoba de su amada, con una nueva Celestina de prodigiosos ardides.
El rumor de aquel violento desaire corrió por la ciudad y fue el origen de un odio acerbo entre las dos familias. Doña Urraca tomó a su cargo la venganza. El favor de que gozaba su marido en la corte, a más del cargo de comisario del Santo Oficio, serían armas sobradas para abatir algún día la soberbia de su pariente.
Por aquel tiempo, cierta noche de verano, don Alonso encontró sobre un bufete de su cámara un papel misterioso. Interrogó a los criados y a las dueñas. Nadie supo responder. Se le decía, sin firma alguna, que Ramiro era hijo de moro. Riose de aquella ridícula especie, y mientras despedazaba el papel, recordó la anterior invención sobre la complicidad del mancebo con los conspiradores de la morería. Los meses pasaron. Por fin, pocos días antes de la muerte de don Íñigo, volvió a recibir un billete en el cual le manifestaban que Ramiro era hijo de doña Guiomar de la Hoz y de un moro de Córdoba; y que si acudía tal día, a tal sitio y a tal hora, se le haría conocer toda la historia del nacimiento.
Don Alonso dirigiose al lugar de la cita, acompañado de un solo lacayo. Era una cuesta, poco antes de llegar a la Encarnación, donde el rumor de una fuente ablanda la aspereza del paraje. Cuando le pareció que había sido burlado, un hombre menudo y encogido salió por detrás de una encina. Era Diego Franco, el campanero de la Catedral. Gorra en mano, y acechando al hablar con sus ojos pequeños y vivos todo el contorno, repitió la historia que Medrano le había referido, en lo alto de la torre, durante una hora de beodez. Juraba por todos los santos, daba los más verosímiles indicios, y afirmaba que cuando doña Guiomar se había casado con el caballero Lope de Alcántara ya estaba preñada del moro.
Sólo entonces, relacionando con aquella narración ciertos pormenores que él había observado indiferentemente en casa de don Íñigo, concibió don Alonso la primera sospecha. Pensó en la llegada tan misteriosa del padre y la hija para no volver, nunca más, a su casa de Segovia; en el nacimiento de Ramiro en Avila a los pocos meses; en la vida claustral que llevaron durante algunos años; en la constante melancolía de doña Guiomar; en la escasa afección del anciano por su nieto; en el silencio que rodeaba la memoria de aquel Lope de Alcántara, muerto, sin embargo, tan gloriosamente por su Rey. La denuncia resultaba asaz verosímil. ¿Qué hacer? Había un medio de saberlo: preguntárselo derechamente a don Íñigo. Pero su viejo amigo estaba concluyendo.—No importa—se dijo, y, aquella misma tarde, se dirigió a la casa del moribundo.
El anciano estaba rígido en el lecho. Como se esperaba su muerte por momentos, habíanle vestido el manto todo blanco que prescribía para aquel último trance la regla de Santiago. Sostenía su cabeza el mismo cojín de cuero verde sobre el cual su esposa doña Brianda había exhalado el último suspiro.
Don Alonso pidió que les dejaran a solas. Cuando todos se retiraron, el moribundo bajó tristemente los ojos hacia el amigo. Entonces Blázquez Serrano pidiole disculpas de venir a turbar aquellos momentos de saludable meditación; pero se trataba, dijo, de un asunto harto grave y venía a exigirle el postrer homenaje a la amistad que les había ligado hasta entonces.
—Vuesa merced se va—exclamó;—pero yo quedo, y solamente la palabra de vuesa merced puede auxiliarme en esta cuita.
Luego declaró su deseo de casar a Beatriz con Ramiro, y refirió la denuncia que acababa de llegarle.
—Yo sospecho que vuestro nieto es víctima de una villana calumnia; pero en caso contrario—añadió don Alonso acercando su rostro al rostro del anciano y tomando el tratamiento familiar,—en caso contrario, vos, mi grande amigo, no permitiréis que esa desventura se extienda hasta mi casa. Por Nuestro señor Jesucristo, decidme, aquí a solas, agora que nadie nos escucha: ¿es esto verdad?
Don Íñigo parecía no haber oído un solo vocablo, como si su espíritu flotara en región demasiado lejana; pero de pronto sus grandes ojos, donde la vida se apagaba como la última penumbra en agua inmóvil y triste, comenzaron a manar, sin el menor movimiento de los párpados, un humor abundoso, un flujo de lágrimas. Poco después, entreabrió lentamente la boca, y una sola sílaba, pronunciada con fuerza, como por otro ser invisible, una sílaba que era todo un inmenso dolor, resonó en el silencio:
—¡Sí!—dijo don Íñigo.
Y fue un sí espectral, lúgubre, un largo sí de otro mundo. Ultimo aliento, última burbuja de aquel espíritu que se hundía para siempre en el mar de la eternidad.
Pocos días después aparecieron en Avila los pasquines sediciosos, y aunque don Alonso, prevenido y aconsejado por el mismo don Diego, habíase marchado la víspera a la corte, el señor de San Vicente y su esposa, en una plática de sobremesa, soplaron su nombre al doctor Pareja de Peralta, alcalde de corte enviado por el Rey. La intimidad de Blázquez Serrano con los culpables hacía verosímil la denuncia, con sólo presentarle como a uno de esos vasallos hipócritas que dan su sonrisa al monarca y el corazón a los rebeldes, y se hacen encontradizos en palacio, justamente cuando va a estallar en algún punto del reino la mina que ellos mismos ayudaron a socavar.
Una carta de su maestresala trájole la primer advertencia. Por ella supo don Alonso que, en la tarde del 21 de octubre, un hato de ministros de justicia había invadido su mansión, penetrando en todas las cuadras, revolviendo armarios y arcones, descajonando hasta el último escritorio y concluyendo por llevarse un gran fajo de papeles y un sello de amatista con las armas de Bracamonte. El y otros criados habían querido impedirlo, pero el alguacil les había amenazado con la horca, invocando el nombre de Su Majestad.
Don Alonso resolvió trasladarse a Avila, sin pérdida de tiempo, para tranquilizar a su hija y desbaratar las calumnias. La intriga estaba hábilmente urdida y, aunque los mismos papeles secuestrados comprobaban su inocencia, el sofisma procesal torturó los hechos y los vocablos. Por fin, la generosa intervención del prior de Santo Tomás vino a socorrerle al borde mismo del derrumbadero, paralizando la causa.
Sin embargo, pocos días después de la ejecución de Bracamonte, y no sin prevenir de antemano al Corregidor, marchose don Alonso para Madrid, con el propósito de pedir amparo a su amigo el Conde de Chinchón y arrojarse a los pies del soberano protestando de su inocencia.
Felipe Segundo se hallaba todavía en El Escorial, y don Alonso prosiguió su viaje con una carta del Conde. Durante el camino, reclinado en los cojines del coche, fue componiendo en su mente dramático discurso, con el cual contaba conmover el corazón del monarca. Ensayaba la mímica y la voz, trocaba un vocablo por otro, rehacía toda una frase y, lleno de confianza, cumplimentábase a sí mismo por el hallazgo de un epíteto más culto o de un hipérbaton más elegante.
Dos días tardó en hacerse conceder una audiencia. El Caballerizo Mayor le condujo.
El Rey se hallaba en la antecámara de su celda, y llenos estaban los vecinos corredores de gente togada, de frailes, de clérigos, de cortesanos. Todo un mundo vestido de ropas negras o pardas que se movía con actividad silenciosa y grave.
El sol de otoño inundaba el cuartujo monástico donde eran recibidos los embajadores. Don Alonso respiró al entrar un tufo de ungüentos medicinales. Dos anchos bufetes cargados de papeles ocupaban el fondo. En uno de ellos trabajaba Rodrigo Vásquez, en el otro un hombrecillo hirsuto y barbinegro que don Alonso no conocía. Fray Diego de Chaves, acercándose a una de las ventanas, púsose a mirar hacia el campo.
El monarca más poderoso de la tierra, el rey taciturno y papelero, estaba sentado en una silla frailuna, con una pierna extendida sobre un taburete y el codo apoyado en una tosca mesa de roble, anotando sin cesar, con su propia mano, pilas enormes de documentos. En pie, a su izquierda, Santoyo, su ayuda de Cámara, tomaba las fojas y espolvoreaba de arenilla la reciente escritura.
Felipe Segundo debía de estar harto enfermo. Su tez había cobrado opaco blancor de yeso humedecido.
No se oía en la estancia otro murmullo que el rasguear incesante de las péñolas en el papel.
Afuera el aire resplandecía y el cielo azul brillaba como un límpido esmalte sobre la austera y rocosa campiña. Por momentos el Rey levantaba la cabeza para meditar, y la luz que entraba por los vidrios desteñía del todo sus pupilas quietas y aceradas de serpiente.
Don Alonso esperaba junto a la puerta, y, para distraer su emoción, desviaba por momentos los ojos hacia una extraña pintura suspendida del muro: loca apariencia, de zodíaco infernal, lleno de condenados y demonios.
Aquel monarca no precisaba del aparato de los tronos. Cuando llegó el momento de entregarle la esquela del Conde y doblar ante él la rodilla, don Alonso sintiose temblar de la cabeza a los pies. El Rey leyó brevemente. Luego, su boca fría, violácea y duramente crispada hacia adentro, como si mordiese ya la acre ceniza de todas las glorias del mundo, dejó escapar, moviendo levemente los labios, una voz apenas perceptible:
—Si fueseis tan leal vasallo como el Conde asegura—dijo—bien pudisteis prevenirnos de la aleve traición que se tramaba a vuestra vista.
Don Alonso quiso entonces decir lo que llevaba ordenado en su memoria; pero sus ojos se encontraron con los del Rey, y su razón, inhibida de pronto, no halló sino vocablos importunos, deshilados, inocuos:
—¡Vuesa Majestad no debe dudar... yo nunca imaginé... soy todo inocente!
El Rey le detuvo con un ceño y sus labios volvieron a moverse. Pero esta vez nadie, ni acercando el oído a su rostro, hubiera podido distinguir una sola palabra. Era como el monótono zumbido de un insecto, el mismo lenguaje incomprensible y sordo que exasperaba a los emisarios de otros soberanos.
Por último, la mano que descansaba asida a la cadena de oro del toisón, una mano de cadavérica blancura, levantose en el aire señalando la puerta; y como don Alonso vacilara, el regio ademán acentuose con un estremecimiento perentorio del índice. Toda réplica hubiera sido fatal. El caballero obedeció.
Cuando Blázquez Serrano se halló de nuevo a solas, en su coche, camino de Avila, el fuego de la honra comenzó a encenderle la sangre. Ya no quería seguir meditando en la enormidad del ultraje recibido, buscaba sólo la forma de la venganza. Pensó con admiración y con envidia en su amigo Antonio Pérez; pensó en huir como él a una corte extranjera y lanzar desde allí contra el tirano las silbadoras saetas de su rencor. De esta suerte haría eterno su nombre, y su honra vengada pondríase a la par de la grandeza del Rey. Al concebir esta idea, una puerta ilusoria abriose de pronto en su imaginación, y sus ojos vieron de nuevo la figura sobrehumana de Felipe Segundo siguiéndole con la mirada a lo largo de los caminos. Todo su brío se desplomó. Hallose anonadado, vencido, por algo irresistible, como el poder de un hechizo funesto. ¡Ahora sí que su garganta sentía la hez nauseabunda de las ambiciones palaciegas! Asaltole frenética ansia de dejar de existir para el siglo, de entregar lo que le restaba de vida al servicio de Dios, entre los cuatro muros de una celda.
Al día siguiente, al acercarse a Avila, ordenó al cochero que se llegase al convento de Santo Tomás. Quería hablar de paso con el Prior.
Era un mediodía frío y luminoso de fines de octubre. Los arrieros moriscos dormían al borde de la carretera, junto a sus botijos, echados panza arriba, como asesinados. La ciudad de las herrumbradas murallas y poderosos torreones parecía hartarse de sol. Reinaba en torno un sosiego resplandeciente y adusto. Don Alonso recordó el verso de Alighieri:
Loco e in Inferno detto Malebolge,
Tutto di pietra e di color ferrigno,
Come la cerchia che d'intorno il volge.
Entró derecho a la celda de su amigo atravesando el Patio del Silencio. Abrió la puerta con suavidad. El religioso dormitaba extendido de espaldas sobre rústica tarima; su boca, entreabierta, sonreía dichosamente. Una de sus piernas colgaba fuera del lecho, y el pantuflo, sostenido sólo por los dedos del pie, rozaba las losas. Blázquez Serrano, antes de despertarle, contemplole unos minutos con envidiosa admiración.
Una hora después salía del convento resuelto a ingresar a las órdenes.
Quiso entrar a su palacio por la puerta del corral, y subió cautelosamente las escaleras, pasando por la librería y avisando silencio a los criados que se adelantaban a recibirle.
¡Cuán hondo movimiento de fastidio produjeron ahora en su ánimo aquellos vastos salones, donde había aglomerado con obstinada pasión tanto objeto valioso, escogido y adquirido por él, en sus viajes!
¡Oh tediosas vanidades! ¡Cuánta pena inútil, cuánta ceguera, cuánta puerilidad significaban aquellas fruslerías entre el amargo realismo de la existencia! ¿Para qué tanto afán disipado en colorir y labrar marfiles y leños, en retorcer la pasta quemante del vidrio, en incrustar ataujías ante la expectativa de la muerte?
¡Y qué decir de la pompa de los estrados, del boato de las colgaduras, del aparato de las libreas!
¡Ah, tantos años sin encontrar la verdad! ¡Pero ahora, al menos, la veía ante sus ojos como escrita en letras de fuego sobre el muro: librarse cuanto antes de la pesadumbre de la riqueza, ir en pos de la quietud, de la humildad, del escondrijo espiritual, lejos de la intriga mundana, lejos de los rostros crispados por la codicia y el odio, y dirigir todas las potencias del alma hacia el supremo objetivo de la salvación! Era ya un anciano y no podía ofrecer al Señor sino un pasado de crímenes y un aparato caedizo y funesto de vanagloria.
Habíase sentado en un sillón de la librería, esperando que aderezaran su lecho.
—Aún queda remedio—se dijo de pronto, y levantose bruscamente para hacer llamar a su confesor y consultarle, sin demora, la reciente determinación de ingresar a las órdenes. Pero, al acercarse a una puerta, su oído comenzó a escuchar un acompañamiento de rabel y una voz juvenil y melodiosa. Despegó azoradamente los labios. ¡Su hija!
De estancia en estancia fuese acercando a la alcoba. La puerta mal cerrada dejaba una abertura, pero don Alonso no pudo ver sino a la dueña que, sentada sobre un almohadón, seguía el compás con la cabeza, entrecerrando los ojos. Beatriz cantaba:
Ventura quiso qu'os viese,
amor que luego os amase,
ausencia que n'os mirase
porqu'en veros no muriese:
todo lo hizo ventura,
ventura fue conosceros,
conosceros fue quereros,
quereros fue desventura.
Presentes penas mortales
causan dolor verdadero;
sus muestras hacen señales
del triste mal venidero:
la muerte siento venir,
porque ventura consiente,
qu'el grave dolor presente
descubre lo por venir.
Con el último acento de aquella vieja canción castellana, doña Alvarez exclamó:
—¡Pascua de flores, ángel de alcorza! ¡Quién fuera vuestro galán para escuchar a vuestras plantas ese blando tañer y esa voz tan regalada, que hace correr las lágrimas de puro deleite! Yo sé de uno que daría las niñas de sus ojos por sólo haberos escuchado agora, señora mía.
—¿De Ramiro dices?—preguntó la doncella.
—Callad con ese espectro de noche, verdacho como una aceituna, soberbioso y figurero como un rey de farándula, que no le quisiera yo para mí, con ser viuda y quintañona. De otro digo, rubio como un ángel y el más alindado de los galanes. ¡Ah, quién me diera vuestra doncellez para dejarle hacer su deseo!
—¿Qué nuevo presente os ha enviado el regidor? ¿Qué manto, qué sortija, qué conservas?
—¿A mí con eso? Bien sabe Dios cuán limpias están aquestas manos hidalgas de grasa corredera.
—Es gentil hombre en verdad don Gonzalo—interrumpió Beatriz poniendo su índice en la mejilla, con pensativo mirar.
Luego, atiesando graciosamente su cuerpo, exclamó:
—Yo no sé, Alvarez, lo que pasa en mi corazón. A las veces sólo quiero acordarme de Ramiro, y me siento como hechizada. ¡Ah, y qué celos me asaltan! Tengo celos no sé de quién, celos rabiosos de todos los estrados, de todas las celosías e aun de la fontana de la plazuela con sus mozas de cántaro. ¿No echaría sobre mis ropas o mis cabellos algún polvo de brujas el día aquel de las polillas?
—Bien pudo ser, pues ha sido harto aficionado a las mozas moriscas del arrabal, que han debido enseñarle, de seguro, los filtros, el aojamiento, las nóminas y todas sus tretas malditas.
—Sois una perra—como dice Leocadia.
—Buena borrasca es ella.
—Otras veces, de noche, metida en la cama, dame pavor, Alvarez, pensar en Ramiro. Paréceme que viene a matarme, que está escondido en algún rincón de mi cámara haciendo mover las colgaduras y crujir los arcones; y a la mañana siguiente huélgame oírte hablar de Gonzalo. Donoso lo es en verdad el señor regidor. Me quiere desde que yo era ansí, ansí, y qué rendido y alfeñicado. Pero mi padre dice que el linaje de los San Vicente no vale dos habas.
—Eso dirá—interrumpió la dueña;—pero yo recuerdo haber oído afirmar al señor canónigo Miguel de la Higuera, gran sabidor de abolengos, que los señores de San Vicente eran de muy antigua casa, que guerreó mucho con los moros, y vienen de una María de la Cerda, y cuentan con dos condestables de Castilla, y tienen sus armas pintadas en los sitiales de la capilla mayor de San Vicente de esta ciudad. ¿Acaso no va predicando la alteza de la casta el mesmo continente de don Gonzalo? ¿Viose nunca un mancebo más cortés, más bizarro? ¿Cuál otro más diestro en las armas, cuál otro danza y tañe como él? Narciso en lindeza, Aquiles en valentía, en música un Orfeo. Y qué recato para penar, qué constancia en el querer. A mi fe, señora, que si él no consigue hablaros una vez tan sólo, una de estas noches, mataréis con vuestro rigor al galán más gentil que jamás vieron los ojos.
—Eso no podría ser sin daño para mi honra—repuso brusca y nerviosa Beatriz.
Luego, como olvidando aquel pensamiento, prosiguió:
—Ciertamente Gonzalo es harto rendido. Cuanto más dura soy con él más parece desearme. Yo le quiero, le quiero de veras, Alvarez. En cambio Ramiro tan pronto se derrite como se enfada; hoy es arrope, mañana vinagre. Más orgulloso no lo hay. Yo no debiera pensar más en él y dar mi mano al regidor; pero ansí que cierro los ojos, le veo en mi mente con su lindo rostro tan pálido, la capa levantada por el estoque y la gran pluma negra que estila—agregó figurándola con el gesto al costado de su cabeza.—Nunca me acontece confundir sus pasos en la calle, cuando corro a la vidriera. Sus espuelas arañan las losas, tric, tric, tric, tric, y a veces la contera va dando contra el muro, tac, tac... Mi padre dice que Ramiro desciende de los linajes más antiguos y claros de Castilla.
—Tric, tric, tac, tac—remedó burlescamente la dueña.
—¡Licenciado no le quiero, pero si volviese aína de alguna guerra, con la jineta de capitán!
Don Alonso no perdió una sola palabra de aquel diálogo. Hubo un momento en que sintió el impulso de entrar en la alcoba e intervenir francamente en la plática; pero el temor de aparecer ante su hija como un hombre capaz de allegar el oído a la rendija de las puertas le contuvo.
Aquella misma tarde hizo llamar a Beatriz, y ordenándole reserva, refiriole con pulcras palabras la historia del nacimiento de Ramiro. En seguida, aludiendo a las pretensiones amorosas del mancebo, acabó por decir, con la mano en alto y la voz estremecida y solemne:
—¡Antes morir, hija mía, antes morir que mancillar nuestra clarísima sangre con sangre de moros!
Afuera, en la ciudad, torvo sosiego de siesta castellana.
La luz del mediodía arde rabiosa en los pétreos paredones, caldea los hierros, requema el musgo de los tejados.
Las calles están solitarias y mudas; pero, de tarde en tarde, la áspera voz de algún morisco, vendedor de legumbres, profana el monástico silencio, haciendo refunfuñar a más de un hidalgo adormido en la obscuridad de su alcoba.
Los gallos cantan roncos y soñolientos.
Ramiro recorre de un extremo a otro el destartalado salón.
—¿Qué ha sucedido?
El polvo señala sobre las paredes desnudas la marca vertical de los paños; y uno que otro clavo conserva aún hilachas y jirones de terciopelo turquí. Diríase que bárbaros instrusos han arrancado todos los tapices y antepuertas, con premura de saqueo, y quebrado hasta la última baldosa del piso al arrollar las alfombras y llevarse los muebles, no dejando otra cosa que una mesa florentina de ébano incrustada de marfil y una silla de roble.
La cuadra semeja un granero después de vendida la cosecha, y su olor habitual de vejez y de encierro se levanta aún más intenso de aquella desvastación.
Sin embargo, los antiguos retratos de los Aguila han sido suspendidos nuevamente de la pared.
Ramiro medita. Doble surco sombrío arruga su entrecejo. Su rostro está más enjuto, la frente más pálida, la nariz más aguileña; pero toda su persona conserva el boato de costumbre. Hermosa cadena reluce sobre sus negros vestidos de gorgorán. Espuelas de oro resuenan en sus tacones.
La fúnebre capa de catorceno ha sido plegada cuidadosamente sobre el respaldo de la silla.
Su vida remolinea ahora con súbito regolfo ante la conspiración imprevista de sus enemigos; y su voluntad parece cubrirse de espuma contra los obstáculos, a manera de bravo torrente.
¿Cómo dudar? Se ha buscado desjarretarle el brío y cubrirle de infamia. Unos, como el corregidor y los inquisidores, en castigo de haberse quitado la gorra ante la cabeza cortada de Bracamonte; otros, como San Vicente y el alférez, por la rabia de los celos; y los demás, por el envidioso temor de verle escalar los más altos honores. ¿Cómo explicar si no, la insistente acusación de complicidad con los moriscos? ¿Quién podía pensar de veras, que un hombre de su casta fuera capaz de semejante atentado contra Dios, contra el reino, contra su propia honra?
Entretanto, reconfortábase al recordar el despreciativo gesto con que había respondido a las capciosas preguntas del Tribunal. Hubiera deseado quedarse ahí, sin agregar una sola palabra, mirándoles fieramente desde lo alto de su orgullo; pero cuando el calificador Quiroga señaló con maliciosa expresión la daga sarracena que habían encontrado en la gaveta de su escritorio, fuerza fue referir toda la aventura desde el comienzo, haciendo constar la razón de su amancebamiento con Aixa, describiendo la escena de la lucha, los cuidados de las mujeres y del morisco, y explicando, en fin, el origen de aquel presente, que guardaba como una honrosa prenda de su jornada.
No pudo, sin embargo, presentar ni un solo testigo; pero, Aixa, la infiel, su propia víctima, casi enloquecida por el tormento, en vez de tomar la venganza que se le brindaba tan fácil y terrible, confirmó su relato y su inocencia, acusándole de pérfido cristiano y de mal caballero, que no había sabido respetar la palabra comprometida. Felizmente los jueces no pudieron comprender la mirada de angustiosa pasión que la sarracena le dirigió, por última vez, al ser arrastrada de nuevo a la tortura.
Vino luego la declaración del Canónigo, y no volvieron a molestarle.
Ya quedaba libre; pero ¡quién quitaría de su honra la mácula de semejante calumnia! ¡Ah, un agravio alevoso como aquél merecía, asimismo, secreta venganza! Pensó en Gonzalo, y, como si su espada fuera parte viva de su persona, pareciole sentir a lo largo del envainado acero una fruición homicida, bárbaro goce de sangre y de muerte.
Detúvose un momento, y aproximose a una de las ventanas. El cuadro invariable que había contemplado tantas veces desde la infancia se manifestaba ahora con otro sentido. La taciturna ciudad dentro del alto cerco almenado que suprimía todo horizonte; la adusta soberbia de los caserones, evocando nombres tantas veces pronunciados, con todo el entretejo de odios, de envidias, de imposturas; el andar rutinero y villano de la existencia comunal que cada minucia recordaba, y, en fin, tanta sordidez, tanta monotonía, saltáronle a los ojos haciéndole considerar la estrechura de cárcel que había bastado a su ardimiento.
Las palabras de Beatriz en el estrado le volvían a la memoria. ¡Sí, era preciso dejar alguna vez la alcándara y volar hacia la heroica cetrería! A él mismo se le alcanzaba que no era airoso ligar su nombre al de aquella descendiente de ilustres adalides sin ofrecerla, primero, alguna bandera de nave mahometana, o una corona mural ganada en los asaltos de Flandes.
¿Qué había realizado hasta ahora que mereciera inscribirse en las crónicas? ¿Qué eran sus mejores hechos sino proezas de niño? Esta reflexión hízole sonreír con ambiciosa amargura, mientras sus ojos, enrojecidos de pronto, dejaban asomar una lágrima.
Resolvió, allí mismo, marcharse a Cartagena, por ver si encontraba todavía al capitán Antonio de Quiñones, ¡Quién sabe si no topaban al poco tiempo con alguna flota turquesca!
Estaba dispuesto a errar sin descanso por el mundo, hasta llevar al cabo alguna empresa que hiciera resonar su nombre entre las gentes. Ya nada le ataba el albedrío. Ya era libre y señor; su madre había abandonado el mundo, dos meses antes, entrando al convento de San José, y acababan de enviarla, en compañía de otras novicias, a una casa de la Orden, en la ciudad de Córdoba.
Sentose ante la mesa.
El esquilón de la Catedral golpeó tres campanadas tranquilas.
—Las tres—se dijo,—y el paje no llega con la merienda.
Acordose entonces que no había podido entregarle dinero alguno, pues todo lo que restaba en su bolsa lo había invertido en el joyel de diamantes para Beatriz.
¿Cumplirían los perros genoveses la promesa de traerle los ciento cincuenta ducados?
La noche antes durmiose sin haber comido un solo bocado de pan desde la mañana; y los días anteriores, ¡si no hubieran sido el pernil y las berzas que trajo Casilda!
¡Otro día sin sustento! Ofrecería aquella nueva penitencia al Señor. El hambre era santa.
La puerta abriose de pronto, y Pablillos, vestido de viejo traje color de badana, entró de un salto en la cuadra, sosteniendo en sus brazos un cesto de mimbre repleto de alubias, nabos, cebollas, longanizas y uñas de vaca; una codorniz dejaba colgar hacia afuera su cabecita muerta.
—¿Cómo hubiste esas provisiones, muchacho?—preguntole Ramiro con sequedad, sospechando alguna trapacería.
—Guiado, señor, de las tres virtudes teologales del hambre, que son: ingenio, audacia y presteza—respondió el pícaro, remedando la gravedad de los doctores.
En ese momento, una débil aldabada en la puerta de la calle despertó los ecos del caserón.
—Son los genoveses—exclamó Ramiro.—Corre a abrilles, Pablillos. No puede ser otra gente la que llama a esta hora con tanta prudencia.
—Y mientras vuesa merced recibe a esos perros, yo pondré a guisar estos dones de nuestra redonda madre—replicó Pablillos; y se retiró por la galería columpiando la canasta encima de su cabeza.
Era hijo de una partera de Cádiz y de un famoso farsante zamorano; Ramiro le había tomado a su servicio en Salamanca. Cierto mediodía, al cruzar el largo puente del Tormes, viole sorbiendo sol, la espalda contra el pretil, los brazos en cruz y los ojos fijos en el cielo, como si esperara, cual otro San Pablo, ver bajar de las nubes, en el pico de un pájaro, el milagroso mendrugo.
La pinta era buena. Había estofa para un paje, Ramiro preguntole:
—Muchacho: ¿buscas amo?
Los ojos le rebrillaron y, quitándose la gorra, adelantose paso a paso, con el encogimiento ondulante y lloroso de los perros sin dueño.
Desde entonces, vestido de galas lacayunas, sirviole de criado, cursando él mismo en las Escuelas, pues era de aprovechada condición. Ramiro se le fue aficionando por la cínica destreza con que vencía o esquivaba las mayores dificultades, y, al despedir ahora a toda la servidumbre, quiso conservar a Pablillos, que, con el escudero y Casilda, eran los últimos puntales de su decadencia.
Oyose rumor de pasos en la galería. Alguien golpeó la puerta con los nudillos.
—Entrad—dijo Ramiro.
Y los genoveses se presentaron.
Eran dos prestamistas del antiguo barrio judío de Santa Escolástica. El uno, joven, con el cabello tuzado sobre la frente, facciones infantiles y enorme corpachón de verdugo. El otro, anciano, ojillos vinosos, nariz avarienta, y la piel del pescuezo cárdena y granulosa como el colodrillo de los pavos. El primero traía aretes de coral; el segundo, varias sortijas adornadas con las vistosas piedras que fabricaban en Venecia los margaritaios.
El viejo entregó un bolsillo de cuero henchido de monedas, diciendo:
—Su señoría puó contar. Son ciento cincuenta.
—No he menester—respondió Ramiro guardando el talego.
—Su señoría sabe—agregó el prestamista—que el último día de cueste año deberá dejar el palacio.
—Sí—respondió Ramiro secamente, y cruzó los brazos en silencio como invitando a los genoveses a que se retirasen.
El anciano escudriñaba todo el salón por ver si quedaba todavía alguna cosa olvidada, hasta que al distinguir los retratos meditó un instante y exclamó:
—Si su señoría quiere dar estas pinturas, le adelantaremos veinte ducados, y, después, si su señoría quiere habitar otro palacio se las ritornaremos por poco más.
Ramiro se puso en pie bruscamente. ¿Qué había escuchado? ¡Vender los retratos de sus mayores! La ofensiva propuesta le hizo sentir de un modo brutal toda la hondura de su caída. ¿Era posible que el solo hecho de la ruina del patrimonio diera alientos a un villano como aquél para proponer, cara a cara, a un hombre de su estirpe, semejante comercio? ¡Venir a pedirle precio por los sagrados emblemas del abolengo! ¡Ah, no! Antes mendigar por los caminos, antes devorarse los dedos que mercar, por unas viles monedas, aquellas imágenes, que él siempre conservaría, para que auspiciaran su porvenir y le recordasen, en cada ocasión, de cerca o de lejos, ejemplos de piedad y de honra.
Dijo:
—Sépase el perro usurero que harto se me alcanza hacia donde encamina su intención, y sépase también que, aunque juntara todo el oro que ha robado hasta aquí, y el que ha de robar en lo venidero, por arte de su puerca avaricia, nunca tendría con qué pagar un añico, tan sólo, de estos retratos, que valen para mí mucho más que todas las riquezas de las Indias.
Una sonrisa de orgullo apuntó por debajo de su gesto implacable, como si confiara en que el espíritu inmortal de sus antepasados acababa, de presenciar aquel movimiento, que les iba dedicado como una ofrenda. Seguidamente, señalando la puerta, ordenó a los genoveses que se alejasen.
Un instante después llegaba Pablillos con la humeante colación.
Ramiro comió con dignidad, sin dejar que su semblante tradujera el bajo deleite de las entrañas; mientras el paje, en pie, junto a la silla, relataba su reciente aventura:
A la hora en que los porteros duermen la siesta, se había dirigido a la tienda de Pedro Gil, en el Mercado Chico, diciendo que su amo, don Diego de Valderrábano, acababa de llegar de la sierra y mandaba en busca de tal y cual cosa para su plato, que cuanto antes se lo remitiesen porque venía con harta necesidad. Luego, dejando la tienda, fuese a esperar a la puerta de aquel señor, escondiendo la gorra por debajo de la ropilla y paseándose por el zaguán, como si fuera un criado de la casa. Las provisiones no tardaron en llegar, y él las recibió de mal gesto, diciendo con enfado al mozo que las traía: «Por poco más te vuelves con todo, galápago, que tenía orden de mi Señor de no lo recibir si no llegaba luego, luego.» Apenas el mozo hubo vuelto las espaldas cuando el portero habló por la mirilla. El se adelantó sin vacilar y pidiole que le excusara, pues el sol estaba tan en su fuerza que había entrado a guarecerse a la sombra y descansar un momento del pesado fardo que llevaba.
Ramiro quiso indignarse, pero el bien del sustento le ablandaba la voluntad. Sacó una moneda y diósela al paje para que pagara sin tardanza su latrocinio, ordenándole en seguida que almohazara su caballo y aparejase el arnés, las ropas y las armas para un largo viaje que tenía que emprender al siguiente día.
La cabeza contra el respaldo, los codos en los brazos del sillón y los dedos entrelazados, cerró luego los ojos para que los instantes le parecieran más veloces, mientras llegaba la respuesta de Beatriz, que debía traerle Casilda.
Viendo, ora la hechicera boca de su amada, que aparecía y desaparecía, ora un mar de olas inverosímiles, flotas a la vela, abordajes heroicos, armas y banderas extrañas, fuese quedando dormido. Un ratón salió de la cueva y otros le siguieron. El número se acrecentaba sin cesar y todos devoraban con desconfiada premura las migajas caídas en torno de la mesa. De pronto Ramiro levantó una pierna para cruzarla sobre la otra, y a un tiempo, como un solo ser, todos los roedores dispararon hacia los muros en instantánea fuga. Luego reaparecieron, se aproximaron, y cobrando confianza, rodearon por completo el asiento del joven hidalgo.
Cuando Casilda regresó, Ramiro dormía profundamente. La muchacha contemplole un buen rato, temiendo quizá despertarle. Los cabellos retintos del joven dejaban caer dos lacios mechones sudorosos sobre la frente, los párpados estaban como aureolados de misterio, y sobre la palidez mate del rostro, el labio acentuaba su carminoso brillo. Casilda llamole:
—¡Mi señor! ¡mi señor!
La recadera traía malas noticias. Había seguido el procedimiento de costumbre, haciéndose anunciar por Leocadia; pero esta vez la señora no había querido recibirla.
—¿Pero supo—preguntó Ramiro—que yo te mandaba?
La muchacha respondió con una sonrisa.
—¿Subiste a sus cuartos? ¿Os vio?
—Viome harto bien, y yo mostré, desde lejos, el billete de vuestra merced; pero mandome decir que se estaba aderezando para salir al estrado, y que no podía en ese momento ocuparse de esquelas.
—¿Eso dijo?
—Eso, señor.
—¿Y no mandaste, al menos, el billete con alguna criada?
—¿Y si vuestra merced se enfadaba, luego, conmigo?
Poniéndose en pie, el mancebo repuso:
—Enfádome agora de veros tan necia.
Los ojos de la muchacha se enrojecieron, su mano estrujaba el rojo mandil. Ramiro, en vez de ablandarse ante aquella humildad, enfureciose mayormente. Tomó de un hombro a Casilda e hízola girar con violencia, gritando:
—¡Fuera de aquí la bellaca!
Ella corrió hacia la puerta, y oyose al pronto sofocado gimoteo que se alejaba por la galería.
¿Era posible que Beatriz no hubiera querido recibir su mensaje? El orgullo hízole buscar la explicación en su propia conducta. Pero ¿qué inconstancia, qué desvío podía reprochársele? ¿No le paseaba la calle todos los días, no iba luego a esperar fuera de la ciudad, frente al torreón de su huerto? ¿No le enviaba joyas, no la componía sonetos y endechas, como el más rendido de los amantes?
De cavilación en cavilación, dejó llegar la noche sin salir de la cuadra. Dos horas después de cenar, díjole al paje:
—Puedes irte a dormir.
—¿No ha oído vuesa merced—preguntó el muchacho—algo así como un rechinar de eslabones en la estancia vecina y unos golpecillos como de huesos?
—Estarase alguno robando la argamasa del muro.
—No es bueno hacer mofa, señor, ¡que si fuera algún ánima ensabanada! ¡Yo tiemblo!
Pablillos se retiró, y Ramiro salió a la galería. La piedra, el ambiente, la tierra herbosa del patio, todo se refrigeraba en la clara noche de luna. Ramiro se apoyó en el antepecho y levantó las pupilas. Grandes nubes iluminadas viajaban en el augusto silencio.
El resplandor del astro bañaba sólo dos lados de la galería; espectral claridad que hacía pensar en apariciones. La sombra se ahondaba bajo los arcos temerosamente.
Lleno de amorosa incertidumbre, Ramiro no podía pensar sino en Beatriz, y veía su rostro sobre todo lo que miraba. Veíalo sobre el muro, o en el veto de las tinieblas; veíalo en los cielos, indeterminado y sublime, confundiendo su belleza con el hechizo de la noche. Otras veces era toda su persona revestida de blancura nupcial y vagando bajo los arcos o entre las hierbas, como una sonámbula. Ramiro hallábase embebecido. La solemne dulzura del ambiente se difundía en su alma, y su sentido creía respirar el perfume de las corolas innumerables abiertas abajo, entre las losas y desteñidas al par de los tallos por la fantástica ceniza de la luna. No se escuchaba el más leve murmullo. El sosiego era profundo, pero su espíritu no se sentía verdaderamente solo. Algo como el hálito de otra presencia llegaba hasta él desde los sitios tenebrosos.
Una hora pasó. La claridad caminaba sobre el muro frontero. Hacia la derecha otro ángulo del patio comenzó a iluminarse. Nuevo arco ornado de rosetas de piedra aparecía, y Ramiro, al mirar en aquella dirección, advirtió la forma de una mujer asomada como él hacia la noche. Era Casilda. Su seno henchíase por momentos y sus ojos brillaban demasiado, cual si estuvieran humedecidos.
Ramiro se sorprendió de su propia emoción. Aquella compañera de infancia cobraba ahora imprevista idealidad. Casilda era también una mujer, mujer bella entre todas. Fruta sazonada en el propio huerto y desdeñada a fuerza de mirarla siempre a la merced de la mano. Pensó que con un breve signo, pensó que chistándola apenas vendría hacia él, y a la primera caricia daríase mansamente como una esclava. Pensó en reyes ancianos que entregarían su corona por un instante de aquella voluptuosidad que él podía gozar allí mismo. Sí: un solo rumor del aliento, y la preciosa criatura vendría a henchir de deleite su noche solitaria.
Pero no, su corazón estaba demasiado herido, demasiado inquieto, y por eso tal vez el amor de Beatriz se levantaba ahora más tiránico, más exclusivo que nunca, como el único amor concebible.
Irguiose, y sin ser visto ni sentido por la doncella, fue a echarse solo sobre la cama, y a soñar en aquel beso que Beatriz había espantado con su grito, en aquella boca tentadora y terrible que palpitaba y mariposeaba desde entonces por delante de su alma.
A la mañana siguiente, a la hora de costumbre, Ramiro encaminose a la calle de Beatriz. Pasó y repasó muchas veces por delante del palacio. La ventana no se entreabrió siquiera.
A la tarde salió por la Puerta de San Vicente y fue a sentarse frente a la muralla. ¡La figurita diminuta que asomaba de ordinario allí arriba, sobre las almenas, con el rostro vuelto hacia él, no apareció, ni volvería a aparecer nunca más!
En los días siguientes, recorrió, sin descanso, yendo y viniendo, la calle de su amada. ¡Cuán terrible desengaño el que bajó hasta él desde las verdes celosías! No hay lenguaje más cruel para el enamorado que el de esas maderas cerradas sin piedad, y que parecen rechazar o mofarse en nombre de una mujer.
Un colérico estupor le exaltaba y le desconcertaba a la vez; ira inmensa, refrenada ante el enigma, pero pronta a caer como un peñasco sobre el culpable. Por debajo de aquel desvío de Beatriz había que buscar la nueva intriga de sus rivales. Ella era inocente y víctima de la misma impostura. ¡Quién sabe qué sospecha habrían logrado incrustarla en el corazón!
Sin embargo, no quería pensar por ahora en Gonzalo. Según su altiva costumbre, buscaba disimularse a sí mismo toda intención de venganza, de suerte que la cólera sólo estallara en el instante del infalible castigo.
Quiso la casualidad que uno de aquellos días, al pasar Ramiro bajo las ventanas de Beatriz, don Alonso llegase por la misma calle en dirección a su morada, llevado en silla de manos y rodeado de escasa servidumbre. Ramiro le saludó con franqueza, quitándose del todo la gorra. El hidalgo bajó rápidamente los ojos y respondió apenas con leve inclinación:
—¡Qué es esto, Santísima Virgen!—se dijo el mancebo.
Sintiose tentado de volver sobre sus pasos e interpelar derechamente a don Alonso. ¡Pero no!...
Llegado a su casa, y ahondando cada vez más sus cavilaciones, creyó encontrar una nueva cifra. A la misteriosa calumnia agregábase quizá la noticia verdadera de su ruina. Don Alonso habría sido informado; y quién sabe si los años, enfriándole el corazón, no le habían tornado calculador y avariento.
Sobrevínole de nuevo el asco de aquel «ruin lugar», como le llamara, en cierto instante de tedio, el mismo don Alonso. Ciudad cárcel, según él, donde la holganza enmohecía los ánimos más nobles; donde la excesiva proximidad de los mismos orgullos hacía germinar rivalidades monstruosas; donde se vivía bajo continuo espionaje, y cada rendija tenía una mirada, cada colgadura un oído, cada soplo una lengua; donde todo impulso generoso topaba con muros más agobiantes que los que retajaban el escaso recinto de la ciudad, y, donde, en fin, sólo podían librarse del desengaño y del hastío aquellos que tenían el ala asaz nervuda para tender a cada momento su vuelo hacia Dios. Ahora comprendía el abandono que iban haciendo de sus moradas tantos caballeros, para irse a vivir a la corte o a buscar fortuna y honra en Flandes, en Italia, en las Indias.
A fuerza de meditar en su propia situación, asaltole un pensamiento irresistible: probar la suerte, someter todo el oro que había recibido de los usureros al azar de un instante. Multiplicaría, tal vez, su caudal en proporciones fantásticas. Viose ya subyugando el capricho de la fortuna y asiéndola del pescuezo como a una mujer que se resiste. Llenaría su cofre y sería poderoso por algunos meses. Era todo lo que deseaba. Se creería en la ciudad que había logrado restaurar su patrimonio, y don Alonso volvería a abrirle los brazos.
El había entrado una vez, en compañía de otro mancebo, a un garito próximo a la Puerta del Puente, donde acudían a diario muy principales caballeros de la ciudad. Allí se había encontrado con don Enrique Dávila, encerrado ahora en el castillo de Turégano por la conspiración de los pasquines; con Valdivieso, con Heredia, con los hermanos Verdugo, con Antonio Muxica, y muchos otros conocidos, sin exceptuar a Gonzalo y Pedro de San Vicente. Calose su sombrero de fieltro, y, echándose a los hombros la segoviana capa, se dirigió, precedido de su paje, a la casa de juego.
La luna no había salido aún, y al bajar por la Rúa, hacia el Adaja, Ramiro contemplaba las constelaciones. ¡Quién hubiera podido leer en aquella escritura suntuosa y estremecida!
A eso de las cinco de la mañana estaba de vuelta en su aposento.
—¿Y no dijo vuesa merced alguna oración al entrar a la tablajería o al arrimarse a la mesa?—preguntole el paje, continuando la plática que traían desde el portal.
—Deja eso, Pablillos, que no es tiempo ahora de pensar en lo que hice o no hice.
—Es que yo creo que si vuesa merced... Cuando yo estaba en Salamanca y poníame a jugar con otros como yo, cada vez que recitaba cierta oración que yo me sé, les sacaba todos los cuartos.
—¿Fue ansí como llegaste a reunir tanta hacienda?
—No se burle vuesa merced, que andaba yo amancebado, en aquel tiempo, con la hembra menos guardosa del mundo.
Pablillos habíale tomado ya el sombrero y los guantes y, al quitarle la capa, exclamó como espantado:
—¿Hanle robado a vuesa merced la cadena? ¡Vive Dios!
—Fuese la soga tras el caldero, Pablillos.
—¿La jugó también vuesa merced?
—Juguela.
—¿Vuesa merced ha perdido entonces todo su caudal?
—Todo.
—¡Ah, cuánta desgracia! ¿Y cómo habré de comprar las provisiones para mañana y los días venideros?
—Eso piénsalo tú, que eres villano—exclamó Ramiro muy cerca de la cólera.
—No tan villano, señor, que es bien sabido que los Martínez fueron siempre de muy limpia sangre castellana, y que, a no ser el incendio que destruyó todo el solar de mis padres, podría yo enseñar agora a vuesa merced tamañotes pergaminos de mi hidalguía.
Luego, después de haber quitado a su amo las calzas, balbuceó con cautelosa humildad:
—Vuesa merced recordará que los ginoveses, según me ha dicho, ofrecieron veinte ducados por los retratos de sus mayores.
Ramiro estaba ya metido en el lecho, y, hurtando su rostro a la luz para dormirse, repuso como entre dientes:
—Dáselos, dáselos, Pablillos; pero que entiendan...
El resto de la frase perdiose entre las mantas.
Amargo fue el despertar del joven hidalgo. Pablillos le trajo el dinero de los genoveses, a quienes llevó los retratos con la primera lumbre del alba; pero después de referir los pormenores de la diligencia, le dijo:
—Debo comunicar también a vuesa merced, que, al cruzar la plazuela, topé con Pedro San Vicente, el segundón, quien parecía estarme esperando. Me ha declarado, con mucho misterio, que don Alonso Blázquez tiene resuelto entrar de religioso tan pronto case a la hija, e que su hermano el mayorazgo le pasea la calle a la señora Beatriz, entrada la noche, e que hace menos de una hora ha recibido un papel que no puede ser sino della, dándole una cita para hoy; pues a través de una antepuerta hale oído exhalar muchos suspiros, diciendo: «Sí, bella namorada mía. ¡Sí que he de ir! Hoy mesmo, hoy mesmo. Mal que os pese, señor Ramirillo.» Y encargome no dejara de referir esto último, palabra por palabra, a vuesa merced, por lo mucho que le importa.
—¿Quién acoge razones de un ebrio?—repuso Ramiro, desdeñosamente.
Pero no por eso dejó de experimentar súbito calofrío que le bajó hasta las plantas.
Hizo llamar a Medrano y refiriole su extraña situación, el menosprecio de Beatriz, la frialdad de don Alonso y lo que acababa de decirle su paje.
El escudero palideció de pronto y, mesándose la barba, repuso:
—Amor de niña, agua en cestilla—luego alzando la frente:—¿No será alguna treta de Franco, el campanero?
Ramiro, pensando que podía referirse al asunto de los moriscos, meneó la cabeza negativamente. Acto continuo, como hombre resuelto a desatar el nudo de modo harto breve, vistiose el coleto de ante y ciñose la espada que le diera don Rodrigo del Aguila. Luego, desnudando la hoja, oprimió con ambas manos la guarnición sobre su pecho, para rezar de aquella guisa una larga plegaria. En acabando persignose con la empuñadura, y haciendo correr a lo largo del acero indefinible mirada, envainolo otra vez en silencio.
Todo quedó convenido. Ordenó a Medrano que fuese a rondar la casa de Beatriz. Quería saber lo que pasaba, instante por instante, por si era verdad lo del billete. El por su parte iría a esperar junto a la Puerta de San Vicente, y Pablillos haría de correo.
Eran pasadas las once de la mañana cuando Ramiro y su criado dejaron la ciudad, tomando, hacia la izquierda, el camino exterior que corre, por la parte de Mediodía, al pie de los muros. El muchacho caminaba por delante con el gesto despejado y feliz, y aunque llevaba el estómago más hueco que un atambor, su instinto atisbaba cierto olorcillo de aventura que hacía para él las veces de sustento. Su amo no era hombre de muchos memoriales, y si el otro se presentaba con la música bajo las ventanas de la señora, habría de seguro una gresca digna de las calles de Salamanca. El, por su parte, creía poseer las mejores piernas del reino; y, a no ser que le cegaran de improviso haciéndole entrar la cabeza en el vientre de alguna guitarra, como le había acontecido cierta vez, riberas del Tormes, estaba seguro de su persona.
La mañana era fresca y radiosa. Pablillos sentía en su sangre hervor de vida, escozor de danza, cerril impulso de zapatear la tierra y lanzar a los vientos largos cantares agudos que rebotasen en los collados. La primavera prestaba a los trigales undoso brillo de sedas; ¡verde y plateada casulla sobre el buriel de los terruños! El sol chispeaba en la mica de las peñas, en la reja de los arados, en el agua del río, fingiendo como un chubasco de luz, a lo lejos, sobre las sierras de Villatoro. Todo parecía impregnado de claridad y de matutino frescor, hasta el tañer de las campanas, el sonido de los yunques, y el cantar de los tejedores y caldereros en el morisco arrabal de Santiago. Algunas mujeres quemaban al pie de la cuesta montones de hojarasca, y un perfume rústico, mejor que el incienso, sahumaba deliciosamente el contorno. Ramiro recordó sin quererlo sus amores con la sarracena.
Cuando hubo llegado a la Puerta de San Vicente, díjole al paje que esperara en aquel sitio, mientras él iba a situarse frente a la muralla del Norte.
Pasó el mediodía sin que Ramiro recibiese aviso alguno. A eso de las cinco de la tarde, Pablillos vino a comunicarle que don Alonso acababa de salir de su casa en una silla cubierta, y que, según les había dicho un viejo lacayo, aquel señor, después de algún tiempo, pasaba la noche en el convento de Santo Tomás.
La tarde moría. Ramiro se sentó sobre una peña, con el rostro casi oculto por el ala del fieltro. El suelo violáceo parecía ondular a sus pies bajo la vibración alucinadora de la penumbra.
De tiempo en tiempo, el joven hidalgo levantaba la cabeza y perdía la mirada en el contorno, indiferente a la magia del cielo y a las seducciones del paisaje; pero recogiendo en el alma, de un modo instintivo, la reciedumbre de aquel sitio de pasión y de sublime violencia.
El sol, antes de ocultarse, exaltó con su gloria muriente el oro del cielo. Las pupilas de Ramiro se dilataron.
Desolada melancolía bañó de pronto la imponente rudeza de la muralla. Ramiro imaginó que las torres se sucedían a espacios iguales, como los paternoster del rosario; que las almenas figuraban las avemarías, y la Catedral, con su saliente cimborio, el hueco crucifijo lleno de reliquias de santos y caballeros.
Cuando Pablillos volvió a presentarse sin ninguna noticia, su amo le manifestó que se iba a rezar a las cuevas de San Vicente, y encaminose, en efecto, a echarse a los pies de la Virgen de la Soterraña.
Al acercarse a la basílica hundió la mano en la faltriquera y extrajo el rosario de quince misterios que le había ofrecido su primer preceptor Fray Antonio de Jesús. Era un viejo rosario de Tierra Santa, cuyas cuentas, hechas de hueso de camello, habían sido ensartadas en fuerte y apretado cordón de seda blanca.
«Lleva siempre contigo esta soga de estrangular demonios», habíale dicho el franciscano al ofrecérselo.
La iglesia estaba sola y obscura. Una lámpara de plata ardía en la capilla mayor. Misterioso como nunca pareciole ahora el extraño monumento dorado y azul de los Mártires. Bajó a la cripta. La milagrosa imagen estaba rodeada de cirios ardientes. Dos mujeres, echadas de pechos en el suelo, gemían hacia un rincón, cubiertas completamente por sus mantos, haciendo pensar en dos enormes murciélagos moribundos.
Rezó con fervor los quince misterios, y cuando creyó que la sombra le permitiría caminar por las calles sin ser reconocido, se dirigió a la ciudad, entrando a ella por la puerta vecina y yendo a situarse a pocos pasos de la casa de Beatriz.
Esperó mucho tiempo.
De pronto, un bulto humano rozole y pasó. Algo después vio llegar una ronda. Un corchete venía por delante meneando hacia uno y otro lado la humosa y enrejada linterna. Aquella luz alumbraba con crudeza los semblantes de los ministros. Ramiro reconoció al alguacil Pedro Ronco por la facha imponente. Las cejas y el mostacho parecían trazados con un tizón sobre su tez color sebo. El ruido autoritario de los pies y las espadas fuese alejando.
Escuchose luego una voz:
—¡Señor! ¡Mi señor!
Era Pablillos.
Refirió que, un momento antes, un hombre enmascarado se había detenido frente a la casa de don Alonso, y que a tiempo que Medrano le mandaba con aquella noticia, apareció un nuevo enmascarado, el cual, acercándose al primero, le interpeló con dureza. Ya parecían irse a las manos, cuando acertó a pasar la ronda. Haciendo abatir las máscaras y arrimada la lumbre a los rostros, el alguacil Pedro Ronco reconoció a los dos hermanos San Vicente, ordenando con fieras amenazas al segundón que se alejara al punto, si no quería acabar en la cárcel. El mayorazgo retirose también; pero, según el escudero, no tardaría en volver al mismo sitio.
Ramiro fue a colocarse en la esquina más próxima. Encontrándose allí con Medrano, dijo a éste y al paje que le dejasen solo.
La luna debía asomar hacia el naciente, pues la muralla comenzaba a contornear por ese lado sus triangulares almenas.
Más de una hora pasó Ramiro sin apartar los ojos de la casa de Beatriz. Parecíale por momentos que el postigo de la puerta se entreabría y se cerraba. De pronto, un cuerpo de mujer asomó por la abertura. Las blancas tocas y la singular corpulencia denunciaban a doña Alvarez. Cada vez sacaba fuera mayor parte del busto, cobrando confianza. Por fin, chistó quedo, muy quedo, varias veces. Nadie respondía. El postigo cerrose.
Cuando Ramiro comenzaba a pensar que Gonzalo no volvería tal vez a presentarse aquella noche, vio llegar a lo largo de la calle, la figura de un hombre que fue a detenerse ante la casa de Beatriz, al pie de las ventanas.
Ramiro desenvainó la espada, y tomándola de la hoja por encima de la capa, adelantose, prestamente, rozando la pared más obscura. ¡Era Gonzalo! Aunque su rostro estaba cubierto por el negro tafetán, reconociole, al pronto, por la pluma blanca, sujeta a la gorra con hermoso joyel de diamantes, y la capa cenicienta que llevaba, también, noches pasadas, en la casa de juego.
Al tiempo que el joven regidor iba a golpear la puerta con los nudillos, Ramiro, corriendo hacia él, asiole el brazo en el aire. Luego, estrujándole con fuerza la máscara sobre el rostro, acabó por arrancársela con rabioso tirón. San Vicente desenvainó a su vez, y exclamando: «¡Muera!», se arrojó sobre su rival. Pero éste le esperaba ya con el acero tendido.
Gonzalo se detuvo, y blandiendo furiosamente la espada, gritó de nuevo:
—Pida perdón el alevoso.
—Vos a mí, villano, por vuestras calumnias menguadas.
—¡Muera entonces el perro morisco!—volvió a gritar San Vicente.
—Hablad más quedo, señor regidor; no sea que os preste ayuda la ronda.
—No la he menester.
—Pues busquemos, si os place, algún sitio más apartado, donde el rumor de las espadas no haga asomar a alguna dueña pensando que es el oro de vuestra bolsa.
—Vamos donde gustéis.
Los dos envainaron, y Ramiro tomó por la angosta calleja, en la dirección del Nordeste, hacia un paraje solitario dentro de los muros, que él había observado en uno de sus paseos.
Gonzalo marchaba a la izquierda, y su capa gris semejaba una tela de plata entre la incierta claridad de la noche.
Llegados que fueron ante un viejo portalón, Ramiro se detuvo y trató de violentar el cerrojo. Gonzalo ayudó con el hombro. Por fin, después de un vano forcejeo, convinieron en escalar juntos la tapia. Gonzalo apoyó su pie en el muslo de Ramiro y, cuando se hubo encaramado, tendió desde arriba la mano a su rival, ayudándose uno a otro como en los desafíos de los libros caballerescos y como lo hicieran Amadís, Rugero o Esplandián, con su valiente cortesanía.
Era una cantera abandonada. La roca, formando una sola mole en forma de colina, no había permitido levantar vivienda alguna sobre su pétreo caparacho, antiguo como el mundo. La muralla se levantaba hacia la derecha, almenada, fosca, solemne y revestida de sombras formidables.
Deteniéndose en el paraje más llano, los dos mancebos derribaron al suelo sus capas. Gonzalo arrojó también lejos de sí la rodela que llevaba colgada del cinto. El cielo, todo entoldado, de nubes transparentes, esparcía sobre la callada ciudad una lumbre misteriosa de amanecer. Hacia el naciente, nacarada aureola rodeaba la escondida perla del plenilunio.
Los aceros se cruzaron.
Gonzalo paraba los golpes con maestría, acechando el instante. Ramiro, a su vez, desplegaba una esgrima aparatosa y soldadesca, con molinetes fantásticos, y su boca, entreabierta por el ansia homicida, dejaba rebrillar la dentadura.
San Vicente, a pesar de su destreza sentíase vacilar ante aquella máscara cruel, toda confianza, toda vigor, toda coraje; y, por fin, temiendo que el corazón le flaqueara, hizo una falsa y enviole a Ramiro una punta derecha y veloz como un dardo. El arma atravesó de parte a parte el coleto por el costado, rozando la carne. Ramiro, entonces, iluminado por una centella de instinto, dio dos grandes pasos hacia adelante, para dejar aprisionada en el cuero la hoja del adversario; y tomando su propia espada, como quien alza un puñal, clavósela de golpe en medio del pecho. Luego se la hundió ferozmente, a través del justillo, toda entera, toda, toda, hasta los gavilanes.
Gonzalo exclamó:
—¡Esto es hecho!
Y, lanzando por la boca una onda negrusca, desplomose.
Sus brazos y sus piernas se sacudieron un instante; y su cabeza, sin vida, se dobló, se acostó de lado, sobre la piedra.
Al mirar extendido a sus plantas el cuerpo exánime de su rival, Ramiro elevó una oración jaculatoria a la Virgen de la Soterraña. ¡Estaba vengado! La fuente del orgullo derramaba ahora por todo su cuerpo un goce inmenso y bravío. Sintió erguirse en la brisa, como una cresta de gallo, la pluma de su sombrero, y experimentó en los talones una extraña sensación de fuerza invencible. Hubiera querido lanzar, con toda su voz, hacia la luna, el grito de guerra de sus mayores.
Asaltado por súbito pensamiento, se agachó hacia el cadáver, y desciñendo las agujetas, sacó de entre el jubón y la ensangrentada camisa un billete sin sobrescrito. Lo desplegó. La claridad era débil; pero, al mirar hacia el cielo, observó que la luna iba a pasar muy pronto tras una grieta de las nubes. Poco después sus ojos leyeron las siguientes palabras:
«Sírvase vuesa merced venir esta noche pasadas las once. Golpee primero tres veces y luego otras dos, muy quedo, en el postigo. Yo le abriré. Cruce el patio y el huerto y suba a la torre de la muralla. Mi señora irá luego a hablar con vuesa merced.
»Vuestra fiel servidora, Alvarez.»
Tomose la frente con ambas manos, ¡Era posible! ¿Sería verdad que Beatriz?... ¿No habría en todo aquello algún ardid infame de la dueña? Fácil era saberlo. Contuvo su meditación, e, instantáneamente, con nerviosa premura, cambió su negro sombrero por la gorra de Gonzalo. Arrastrando en seguida el cadáver hasta el borde de una cavidad que negreaba al pie de los muros, empujolo con el pie reciamente para que rodara hasta el fondo. Luego, recogiendo la clara capa del muerto, embozose con ella, haciendo de lo suyo un lío que apretó bajo el brazo.
Cuando se disponía a saltar de nuevo la tapia, vio asomar por detrás dos rostros obscuros. Tuvo un estremecimiento. Eran Medrano y Pablillos, que habían presenciado desde allí toda la escena. Al caer a la calle, el escudero recibiole sobre su pecho, exclamando:
—Famosa estocada, ¡voto a Cristo! Huyamos, huyamos presto, no sea que vuelva la ronda.
Ramiro ordenoles esta vez con imperio que fueran a esperarle al solar, y, dándoles la capa y el sombrero, enderezó resueltamente a la casa de Beatriz.
Llegado ante la puerta, advirtió en el suelo la mascarilla negra de Gonzalo; cogiéndola con presteza se la puso en el rostro.
Golpeó tres veces y luego otras dos con los nudillos. El paño de la capa desprendía afeminado perfume. Su espíritu comenzó a divagar. Vio y dejó de ver varias veces una almohada de Aixa engalanada con hilo de oro y piedras preciosas. Observó que los clavos de la puerta figuraban cabezas de leones. Llamó de nuevo. El exceso de emoción le embriagaba. Por fin, el cerrojo crujió levemente y el postigo entreabriose; doña Alvarez asomó la cabeza, y después de haberle observado un instante, le dijo en voz baja:
—¡Albricias, señor don Gonzalo!
Luego, abriendo del todo el postigo y sacudiendo la mano con impaciencia:
—Presto, presto—agregó;—cruce vuesa merced el patio y el huerto, y suba a la torre.
Cuando Ramiro se halló en lo alto del cubo, desde cuya plataforma había visto atardecer siendo niño, en compañía del enano, apoyó su espalda contra las almenas y se puso a esperar. Incomprensible apatía le inundaba: una inconsciencia, una vaguedad de emoción, comparables al comienzo de la embriaguez. Su razón meditaba sin comprender. La frescura de la noche hacíale sonreír.
Abajo, profundamente, los altozanos ondulaban con color fosco de acero. El convento de la Encarnación, con sus tristes paredes pálidas, adormía en la noche su sosiego santo. Tenue claridad flotaba sobre la morada de pureza y de pasión, como si sus tapias encerrasen algún milagroso huerto de lirios. Nubes bajas, resquebrajadas como témpanos, cubrían el cielo, dejando transparentar esa temerosa luz cenicienta favorable a todos los ensalmos. Los gallos cantaban por momentos, como si comenzase la aurora. Un perro latió de modo lúgubre al pie de la muralla.
De pronto, oyose en la escalera sedoso crujir de vestidos.
Ramiro se irguió.
Cubierta de un velo obscuro, una mujer acababa de aparecer sobre la torre; su mano, enguantada, abatió con gracia el embozo. La pálida tez de Beatriz resplandeció entonces con blancura de mármol, y sus lustrosos cabellos, ceñidos por un aro de oro, tomaron en la noche azulenco pavón de armadura sombría. Dos mechones se desprendieron de los demás, vibrando en el aire cual doble serpiente.
Anchos galones de plata recamaban la falda color zafiro, mientras la tela del jubón desaparecía bajo cuentas y canutillos, cota de abalorio cabrilleando sin cesar como el agua intranquila. La doncella levantó el rostro con los ojos entrecerrados, quedándose inmóvil un instante. Sus labios parecían sorber la fluida claridad que bajaba del cielo.
Ramiro se sintió como enloquecido ante aquella aparición. Todo su ser no fue sino un brusco frenesí, una llama que se estira para devorar el velo cercano. Era Beatriz la que estaba ante él, su Beatriz, su señora, divinizada por la magia de la noche y del silencio. Olvidó su sospecha; olvidó el papel de doña Alvarez y el drama reciente; olvidó como un ebrio, como un insano, que llevaba las ropas de otro hombre; olvidó la máscara que ocultaba su rostro; y pareciole que, después de un sueño desesperante, se encontraba por fin con su amada, esposo y señor, sobre la torre de encantado castillo. Caminó hacia ella y asiola con dulzura. Beatriz se resistió débilmente; ¡en su labio, humedecido, temblaba una lucecilla azul, una gota de luna!
Fue al principio un beso ideal, casi incorpóreo, tomado con el aliento, en la quietud, en la altura, sobre el sueño de la ciudad y las tierras; pero, al pronto, el indeciso contacto acabó por despertar los sentidos, y las bocas se ligaron, se apretaron fuertemente, bajo el masculino furor. Beatriz gimió sin poder esquivarse, mientras Ramiro sentía correr por su cuerpo sobrehumano deleite. ¡Al fin lograba la ansiada, la soñada caricia! ¡Era el beso de ella, el beso de Beatriz, tantas veces imaginado! Pero, de pronto, en medio de aquel loco transporte, un relámpago de razón brilló en su cerebro. La realidad acababa de herirle de súbito. Fue algo espantoso. Con la boca estremecida aún sobre el rostro de la doncella, pensó de repente que estaba con la capa y la toca del muerto; que llevaba sobre el rostro una máscara; que Beatriz creía hallarse en brazos de Gonzalo, y, en fin, ¡que aquel beso era el beso de otro, el triunfo de otro, la caricia suprema destinada a otro labio, a otro hombre!
En ese instante la niña, levantando su rostro, exclamó con pasión:
—¡Ah, Gonzalo, cuán dichosa me hacéis!
Y tendió de nuevo su boca insaciada.
Ramiro recibió de lleno el aletazo de la demencia. Todo su ser rechinó cual la hoja ígnea que el espadero sumerge de golpe en el agua. Sentía que su mente giraba en una vorágine de negrura, y escuchaba dentro de su cerebro el ladrido de las potencias tenebrosas de la venganza; no viendo sino una sola idea, una sola necesidad, una sola justicia: ¡el exterminio, la muerte!
Tomó, sin embargo, sin poder resistirlo, el nuevo beso de Beatriz, devolviendo aquella caricia con una mordedura salvaje. Ella gritó entre los dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por fin desasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugió dos veces:
—¡Ramera! ¡Ramera!—enseñándola el rostro.
La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta, negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible. El echose sobre ella, arrollándola al pie del parapeto y tapándole la boca con el manto para ahogar sus gemidos. Buscó su daga, y ya iba a desenvainarla, cuando un instinto rápido le contuvo. ¡Una correa!, ¡un cordel! ¿Dónde? Algo que pudiera anudarse. Intentó locamente desprenderse el cinturón, las ligas, los tirantes de la espada, el mismo cintillo del sombrero. De pronto su mano convulsa rozó las cuentas del rosario de Fray Antonio que colgaba de la faltriquera, e inspirado por el Infierno, tomolo sin vacilar, rompiolo con los dientes junto al crucifijo, dejó caer algunas cuentas, y envolviéndolo al cuello de Beatriz, tiró con ambas manos, tiró en uno y otro sentido, hasta apretar, por fin, sobre aquella delicada garganta, un nudo terrible.
Luego descendió. Cruzó el huerto y el patio. La dueña esperaba dormida junto al postigo. El abrió sin despertarla y salió; pero cuando hubo dado algunos pasos por la callejuela, creyó escuchar, detrás de la puerta, la voz de doña Alvarez. Apresurando entonces el paso dejó caer de intento en las losas la gorra y la capa de San Vicente.
Cruza la plazuela de la Catedral, atraviesa la Rúa, llega al caserón. El escudero le espera a la puerta. Uno y otro desaparecen por el postigo.
Habiendo despedido a su paje con algunos doblones y convenido con Medrano el día en que habían de encontrarse en el pueblecillo de Cebreros, Ramiro abandonó la ciudad, al día siguiente, a la hora del alba.
Escogió para salir la puerta de Antonio Vela. Al contemplar a su derecha el arrabal de Santiago, vínole a la memoria su amancebamiento con la hermosa morisca y pensó que aquella mujer había sido la causa de toda su malaventura, de todos sus yerros y desengaños. ¡Quién sabe si no había mediado algún hechizamiento! Acordose de su mirada última delante del Tribunal, y la sola evocación de aquellas pupilas llénole el ser de supersticiosa inquietud.
Cuando hubo llegado a las primeras colinas del naciente detuvo su cabalgadura. El claro camino corría hacia el porvenir, en la coloración deliciosa de la mañana. Seguirlo era ir en pos de vida nueva. A uno y otro lado los rayos rastreros del sol hacían brillar los tomillares cubiertos de rocío. Volvió el rostro. La ciudad le llamaba con una voz de tedio, de perfidia, y la fiera muralla, toda roja en el amanecer, hízole pensar en el encarnado capucho del verdugo.
Volver era morir, morir cubierto de pecados, perder el alma para la eternidad.
Al llegar a la primera encrucijada se detuvo. No pensaba, no quería pensar nunca más en la hija de Don Alonso a quien él creía haber dado muerte la noche antes. Pero la conciencia le venía repitiendo que si se llegaba a descubrir el cuerpo de Gonzalo San Vicente la justicia caería, de fijo, sobre Pedro, creyéndole el matador de su hermano y de Beatriz. Un inocente sería condenado en su lugar.
Meneado en uno y otro sentido por tempestuosa cavilación, resolvió seguir el consejo del cielo. Rezó un paternoster y un avemaría, hizo girar a su rocín hasta ponerlo con la cabeza hacia el Norte, y, soltando la rienda, picolo con fuerza. El caballo se encabritó, pero un rato después se alejaba milagrosamente de la querencia, a todo galope, camino de Cebreros.
—¡Dios lo quiere!—pensó Ramiro.—¡Un ángel lo aguija!
No tardó en internarse en la fragosidad de la sierra. Perdido a las veces por el gesto vago de los pastores que solían señalarle algún sendero de cabras al borde de los abismos, y cruzando, bajo un viento desesperante, las crueles parameras, donde le asaltó, más de una vez, el deseo de acostarse de pechos sobre la arena y dejarse morir, llegó por fin a Cebreros, un día lluvioso, a la hora de la siesta.
Paró en un mesón de los arrabales, y llegada la noche, acostose sobre una manta, entre pellejos de vino. Las voces de algunos hombres que se hallaban en la misma cuadra no le dejaban dormir. Un clérigo anciano y un labrador se hacían las primeras preguntas:
—¿Y adónde camina vuestra merced?, ¿puede saberse?
—Gustoso. Voy camino de la corte, para pasar después a Toledo.
—¿Es de aquel lugar vuestra merced?
—Soy de Tornadizos; pero llévame, al fin de los años, el deseo de presenciar un auto de la fe. Además, el capellán de las Clarisas es algo pariente mío, y quiero visitalle.
—Bien, bien... Yo soy de aquí mesmo, quiere decir de la nava. Allí he nacido e vivido los años que tengo, que son para esta Pascua de Navidad sesenta y tres cabales. Mi padre, que Dios haya, era hidalgo de sangre; pero tuvo que tomar el oficio de pelambrero por no ver morir de miseria a los muchos hijos que tuvo. Finó de un mal que llaman...
El clérigo aprovechó de aquella perplejidad para recobrar la palabra, y púsose a referir que, pocos días antes, habían pasado por su pueblo dos moriscas de Avila, conducidas en un carro verde, a la Inquisición de Toledo. A una de ellas, famosa hechicera, diola el Diablo por añadidura un rostro hermosísimo. Uno de los guardas habíale dicho, punto por punto, el delito de ambas mujeres.
Ramiro escuchó entonces la adulterada historia de la conspiración por él descubierta.
—Además, un mozo de mulas que viajaba con esa gente—dijo el clérigo—me aseguró que la hermosa morisca, valiéndose de un bebedizo diabólico, había logrado hechizar a uno de los mancebos más bizarros y piadosos de de ciudad tan cristiana, haciéndole renegar en poco tiempo de la fe de Nuestro Señor Jesucristo y entrar en la conjura.
—¡Válame Dios e la Virgen Santísima!—exclamó el labrador, santiguándose con espanto.
Ramiro se incorporó sobre las mantas. Aquel gran pecado, aquel gran baldón de su vida había tomado cuerpo, había pasado los muros de Avila, y viajaba ahora por ventas y caminos.
El vinoso vapor de los pellejos, el tufo que llegaba del establo y el continuo lanceteo de las pulgas taberniles agravaron su estado de angustia, figurándosele una viva parábola de su envilecimiento. Sentíase humillado y contrito ante Dios; pero su orgullo se exaltaba con agresiva arrogancia al pensar en los hombres.
Después de tres días, como Medrano no llegaba, Ramiro resolvió continuar sin esperarle. Era una mañana esplendorosa de principios de mayo. Había sacado, él mismo su cuartago al soportal del mesón, y ya iba a poner el pie en el estribo, cuando sus ojos, un tanto ofuscados por el reflejo de las encaladas paredes, vieron venir, sobre una jaca, a un donoso pajecillo que parecía hacerle señas desde lejos. Llegó por fin el tal pajecillo junto a él, y, apeándose de la cabalgadura, encogido y lloroso, demandole una y otra mano para besárselas.
Era Casilda, con ropas de lacayo; pero sus pestañas, su guedeja y todas sus facciones estaban tan cubiertas de polvo, que Ramiro tardó en reconocerla. Dijo que el mismo día de su partida, a eso de las dos de la tarde, Diego Franco, el campanero, había regresado a la Iglesia con un tajo en el rostro, y que interrogado por los señores Canónigos no había querido responder una sola palabra. Agregó en seguida, que su padre había sido llevado a la cárcel hasta tanto se averiguara la verdad de aquella cuchillada.
—Manda decir a vuestra merced que prosiga su viaje, e se quite las barbas, e camine mucho, mucho, ocultando su nombre.
Luego, bajando los párpados y ruborizándose bajo el polvo blanquecino que velaba su rostro, agregó que ella venía a ponerse a su servicio y que estaba dispuesta a seguirle como paje, adondequiera que fuese.
—No—respondió Ramiro con frialdad;—más falta hacéis a vuestro padre que a mí. Volveos de prisa y decidle muy secretamente que yo sigo para Toledo, adonde he de esperalle.
Viendo que el clérigo y el labrador salían en ese instante de la posada, quitose con rapidez la sortija que llevaba en la mano derecha y diósela a la muchacha, diciendo:
—Tomad esta joya por si puede ayudaros en algo.
Y, con un breve saludo, montó en el rocín y picó las espuelas.
Cruzando llanuras estériles y pardas, entrecortadas por una que otra serranía de aspecto semejante al lomo esquilado de las mulas, evitando los pueblos, y durmiendo a cielo abierto donde le tomaba la noche, llegó una mañana a la vista de la célebre ciudad de los concilios y espaderías, sin más incidente de importancia, en el camino, que una sorpresa de salteadores, cuyo jefe, el famoso golfín Avendaño, admirado de su valor, hízole devolver las joyas y el dinero y ofreció recibirle en su banda como segundo.
A la vez que la campana de la Catedral daba las doce badajadas de mediodía, su cabalgadura cruzaba, paso a paso, el asoleado puente de Alcántara.
Estaba en Toledo.
Ramiro pasó las dos primeras semanas vagando al azar por las callejas y plazas de Toledo, sin compaña, sin paje, sin amor, solitario en el tumulto.
La curiosidad forastera sacábale del lecho más temprano que de costumbre, y, casi todas las mañanas, cruzando el Zocodover y tomando la calle de las Armas, íbase al puente de San Martín, con el paso desocupado y tranquilo que cuadraba a un hombre de su estirpe. De esta suerte, yendo y viniendo a lo largo de la calzada, o recostado ociosamente contra el parapeto, dejaba correr una o dos horas, sin más ocupación que la de ver llegar el abasto campesino en el deleitoso amanecer. Sus ojos se holgaban en observar la confusión de trajes versicolores, de fachas rudas y curtidas, de espuertas rebosantes, y el polvoroso tropel de borricos, de bueyes, de rebaños. Era el acopio cuotidiano de la Vega y de las dehesas de los contornos, acudiendo a la ciudad por aquel puente vertiginoso que el sol matinal sobredoraba. Era toda la serna, toda la nava, toda la sizla con sus olores rústicos, sus balidos, su campanilleo, sus cantares. A veces, por unos pocos ochavos, el joven avilés tomaba de los cestos algunas uvas de Mozamboroz o Ajofrín, enfriadas por el rocío.
Harto penoso érale volver a pasar bajo los arcos sucesivos del antiguo torreón almenado que guarnece la cabecera. Sus piernas se hundían en una ola brusca de cabras o de carneros; aquí un borrico le estropeaba la bota con la pezuña, allí una vaquera de la sagra le apartaba de un manotón. No había quien no se aturdiese bajo la oquedad de aquella puerta, donde los gañanes se complacían en hacer estallar sus alaridos, y los cencerros pastoriles resonaban como esquilones.
Más tarde, después de admirar el artificio de Juanelo, que remontaba el agua del río hasta el Alcázar, o de recorrer, uno a uno, los escaparates de las espaderías, íbase a visitar las iglesias; y, casi siempre, una hora antes del toque de oraciones, sin más que levantarse el mostacho con los dedos, entraba en el Zocodover y poníase a pasear por la plaza o por debajo de los soportales, hasta la noche. La barba a medio crecer, la palidez del semblante, las botas de camino, el aludo sombrero, el largo espadón y sus raídas y polvorientas ropas, dábanle toda la traza de algún soldado de Flandes, salido apenas del hospital de Santa Cruz.
Aquella existencia ignorada, sin vanidad ni pasión, fuele sumergiendo en un estado semejante a la placidez de las convalecencias. Olvidado casi de la tragedia que dejaba a su espalda, dando su libertad por segura, y sin otro torcedor que el que iba renovando en su conciencia el recuerdo de sus amores con la morisca, malbarató las últimas joyas y vendió su embarazoso rocín, para juntar de esta suerte algunos doblones que le evitaran por algún tiempo las ruines urgencias del dinero.
Ya no era su desventurado amor ni la muerte de la traidora Beatriz lo que clamaba en su pecho. Todo aquello había sido como una hoja trágica doblada para siempre, un accidente de la fatalidad que no dejaba cuenta alguna en su contra.—La esposa o la desposada que nos burla—habíase dicho a sí mismo—se troca, al pronto, en nuestro peor enemigo; una vez descubierta no queda sino darle muerte sin piedad, y después olvidarla, olvidarla del todo, barrer del corazón hasta su nombre, inhumar su recuerdo como un harapo de pestífero. He ahí la vieja ley de la honra. En cambio, el breve relato del clérigo, en la venta de Cebreros, había renovado en su espíritu cavilaciones y remordimientos que él consideraba abolidos para siempre. De modo imprevisto, las escenas lejanas de su amancebamiento con Aixa se reanimaron en su memoria con torturante viveza, y llegó a pensar que los demás pecados de su vida no sumaban todos un pecado como aquél, y que su alma estaba perdida para la eternidad si no lograba purgar tamaña traición contra el reino, contra la memoria de sus mayores y contra la Santa Iglesia de Cristo.
Al mismo tiempo, un extraño temor comenzaba a agitarle. ¿Qué era aquello del jugo de hierbas hechiceriles que le habían hecho beber sin que él lo advirtiera? ¿No habría mediado, en verdad, como el clérigo decía, algún filtro, algún bebedizo diabólico? Acordose de la mirada tan profunda, tan extraña, que su antigua manceba le había dirigido ante el Tribunal de la Inquisición, al ser arrastrada de nuevo a la tortura, y pensó en algún terrible aojamiento, cuya influencia pudiera prolongarse durante todo el resto de su vida.
—¿Qué impulso incomprensible—preguntábase entonces—acababa de encaminarle a Toledo, adonde ella misma había de ser conducida por los peones del Santo Oficio?
Esta última reflexión hacíale estremecer por momentos y le llenaba de miedo sobrehumano; pero, a veces, una voz interior y complaciente le susurraba que su Divina Majestad había querido traerle a la ciudad justiciera para que viese desecar con el fuego su antigua charca de lujuria.
Ciertos días, pasaba las horas largas vagando por la Catedral, como en una selva de piedra toda florecida de vidrios ardientes; y, meditando a un tiempo su pecado, postrábase de hinojos, aquí y allá, a la sombra de las capillas. Pero en los instantes de aguda congoja prefería una de esas iglesias íntimas, como San Andrés, San Torcuato, Santo Domingo el Real, San Juan de la Penitencia, donde se apelotonaba junto a un altar solitario, con el rostro entre las palmas. Otras veces devanaba su tribulación caminando y caminando por las calles, al azar de su capricho.
Toledo le subyugaba con su complicado misterio. Era una ciudad muy distinta de su ciudad natal. Avila, a más de ser tan reducida, era neta y comprensible. En cambio, nada más fácil que extraviarse en el toledano arabesco de callejuelas. Aquí el cielo se veía casi siempre como desde el fondo de un foso y su añil sobrecargado se recortaba estrechamente entre el doble cobertizo negruzco de los aleros. En algunas calles, angostas como corredores, las fachadas se levantaban siempre obscuras, y sólo en lo alto ardía, sobre la cal, la brusca faja de sol.
Sobre estos canales de sombra, los balcones cerrados suspendían su cofre de espionaje y de misterio. A veces un brazo blanco como la nieve asomaba entre las maderas y arrojaba hacia Ramiro una flor o una alcorza. Los fieros portones, erizados de hierro, hacían pensar en la cautela de los antiguos serrallos. Ramiro atisbaba un tufo de Oriente; todo trascendía para él a magia, a nigromancia, a Alcorán; y el odio religioso, exaltado por su remordimiento, le contraía el corazón cuando atravesaba los barrios de la morería, entre las covachas atestadas de sedas multicolores, de bonetes de grana, de cereales, de especias, de perfumes. Los muros hasta la altura de un hombre, estaban ennegrecidos por el mismo roce indolente que adelgaza los pilares de las mezquitas. El converso, con sus velludas piernas cruzadas sobre el mostrador, llamaba a los compradores golpeando con fuerza el platillo de su balanza de cobre. Era la misma gárrula, las mismas gesticulaciones, las mismas amenazas bestiales e inofensivas del arrabal de Santiago; pero mucho más tumultuosas. A veces, al pasar junto a una ventana, Ramiro escuchaba el rumor de una zambra, y su imaginación evocaba, a pesar suyo, los pies desnudos de Aixa, haciendo martillar las ajorcas, su boca pintada y sus pestañas cargadas de amor y de hechizamiento. Buscaba entonces, hacia una y otra parte, los signos graves de la religión: los humilladeros, los paredones conventuales y la misma cruz vencedora, en lo alto de los campanarios, donde brillaba todavía el esmaltado azulejo incrustado por los infieles.
El recordaba añejas historias que había leído o escuchado referentes a Toledo, lúbricas historias que desprendían, como ropas de amantes, un olor de fiebre y de lascivia. Por eso aquella ciudad le hablaba ahora con el lenguaje de su propio dolor, cual si fuera el trasunto corpóreo de su alma.
Toledo era la ciudad arrepentida y penitente, la ciudad expiatoria. Sus monasterios iban borrando con sangre y con lágrimas el oprobio de los serrallos, la lubricidad de los baños y los divanes. Las tremendas virginidades monásticas desvanecían al fin, para siempre, la sombra de las Jarifas y las Galianas. El hisopo purificó las mezquitas exorcisando los mihrabs y las albercas de las abluciones. Muchas capas de cal habían ocultado y carcomido los arabescos. Las voces frenéticas de los monjes, en los coros obscuros, ahogaban en la memoria hasta el último eco del canto de los almuédanos. La cera y el aceite ardían de continuo. Los antiguos alminares lloraban con campanas católicas su remordimiento.
Un ensueño de otra vida, un ansia de salvación eterna brillaba en la pupila febriciente de los hidalgos, vestidos casi todos de negro. Las moradas mismas tenían semblante monástico. Vivíase en ellas una existencia de silencio, de sombra. Un farolillo alumbraba continuamente en sus zaguanes obscuros alguna imagen de Nuestra Señora, como en la portería de los beaterios, y las celosías diseminaban en el ambiente perfumes de iglesia. Aquella ciudad, profanada por los judíos y los moros, antojábasele a Ramiro, sumida como un solo ser, en inmenso dolor religioso; y, a la hora del crepúsculo, creía respirar a través de sus calles, errante hálito de vigilia, un aliento febril de insomnio, de penitencia.
El también tenía que exorcisar su corazón, borrar otras lascivias y perjurios, y abatir del todo la deshonrosa memoria que se levantaba como un peñasco entre Dios y su alma.
Una tarde, sentado en un poyo del Zocodover, ligó Ramiro amistad con el viejo espadero Domingo de Aguirre. Era la hora de la siesta. Se hubiera dicho que la campanada de la una caía sobre Toledo cual hipnótico ensalmo. Todo se hundía, al pronto, en el mismo encantamiento. Hasta los vendedores errantes se postraban junto a su mercancía, donde les tomaba el golpe de badajo. En la plaza, más de uno se terciaba el embozo y se quedaba dormido. Toda la gente ociosa y corrillera, rufianes, pordioseros, soldados inválidos, menestrales sin trabajo, señores de la hoja con encerado bigote y calzas de color, y más de un hidalguejo de poca monta, se confundían en aquel reposo común bajo la lumbre meridiana. El caserío recortaba cegadoras blancuras sobre un cielo de zafiro. Los gallos cantaban a lo lejos en los cigarrales.
Ramiro observaba menudamente aquellos hacinamientos de capas verdachas y parduscas. Entretanto, sentado a su derecha, el espadero le miraba de hito en hito, como si deseara entablar amistad. Por fin, en voz muy baja y señalando el arma que Ramiro llevaba suspendida del talabarte, prorrumpió:
—¿Da licencia el caballero para mirar en la mano esa hermosa espada que lleva?
Ramiro se la ofreció buenamente.
El hombre, después de haber desenvainado como un palmo de hoja, observó atentamente el recazo:
—No en vano—agregó—me había guiñado esta joya. He aquí la marca de mi padre, Hortuño de Aguirre, ¡que Dios haya!
Desnudándola entonces del todo, asiola de la punta con la otra mano, y, arqueándola como un junco, dejola escapar en seguida con viveza. El metal vibró como una campana que sonara muy lejos.
—¡Ah, ya no se forjan espadas de este jaez, señor hidalgo!—agregó Domingo de Aguirre.—El acero es cada día más sucio y el temple más ruin.
—Dícese, en verdad—contestó Ramiro,—que habéis perdido algunos secretos de antaño.
—En cuanto a secretos, señor, nunca los hubo. El agua del Tajo es la mesma, sus lodos no han cambiado, el fuego es siempre el fuego, y en punto a lo que habría que hacer todos lo saben. Lo que se ha perdido es la honra. Hoy todo es interese y malicia. Fuera de uno que otro como Ayala o Jusepe de la Hera, ya no buscan sino hacer pronto y llenar la alcancía. En mi tiempo batíamos cada espada como si nos estuviesen mirando el mundo entero y Dios mesmo. Si no salía honrada e cumplida, como era menester, no la poníamos en la lonja por todo el oro de las Indias. ¡Ah, cuando estaba yo por rematar una hoja e sacábala por última vez de las ascuas, color de hígado, y le untaba la riñonada para ponella a enfriar punta arriba, me temblaba el corazón, señor hidalgo!
Ramiro observó de reojo a su interlocutor. Llevaba una hermosa ropilla color de avellana que dejaba entrever el jubón de terciopelo carmesí. Un cintillo de oro chispeaba en torno de su alto sombrero. Su rostro cetrino, ancho y abultado hacia la frente, se iba enangostando como un higo moreno, hasta concluir en la puntiaguda barbilla. Bajo cejas negras todavía, brillaban dos ojillos penetrantes y nerviosos, que habían vivido catando el tinte justo de los hierros y siguiendo el arabesco de las ataujías. El fuego había chamuscado sus manos verrugosas y obscuras como sarmientos. Su boca grave y su adusto mirar expresaban pundonor y firmeza.
Aunque Ramiro había mirado siempre con aristocrático desprecio a todo aquel que envilecía sus manos en los oficios mecánicos, pensó esta vez que la sabia fabricación de las armas debiera estar exenta de villanía, como faena preclara puesta al servicio de las más altas empresas. Además, había oído decir que los señores toledanos no desdeñaban el trato de los espaderos insignes y que las fraguas de la ciudad eran sitio de reunión y de esparcimiento de los nobles.
Aquellos artífices eran merecedores sin duda de un respeto especial. Encerrados en el humoso taller, domeñaban como cíclopes el hierro tenaz y el fuego bravío, y se iban transmitiendo de generación en generación el rudo sacerdocio de su maestría. La pasión de la raza les había demandado para su uso más alto aquellos aceros únicos, aquella insigne herramienta de la honra y la dominación. Sus dagas, sus rodelas, sus estoques, sus armaduras, habían hecho tan famosa a Toledo como los concilios.
Domingo de Aguirre, habiendo vuelto la espada, apoyaba ahora ambas manos en la suya y continuaba diciendo:
—¿Qué mucho, señor, que las armas no sean ya lo que fueron, cuando vemos que la nación entera va camino de su perdición?
Ramiro hizo un gesto de asombro.
—Sí, señor caballero; España se pierde. Las Cortes claman y el Rey no las oye. Al pechero se le va quebrando el espinazo bajo el fardo de los tributos, las industrias están enfermas del gusano de la alcabala, las ciudades mohínas, los campos miserables. Agora toda la arte del privado está en saquear a los pueblos. Roerles hoy todo el esquilmo, hasta la sangre, aunque mañana perezcan. Daca, daca, y vénguese Menga contra el que venga.
—¿Y piensa vuesa merced—replicó Ramiro—que por tributo más o menos debiéramos abandonar las guerras honrosas que van asentando nuestro renombre por todo el mundo y harán de la nación española el asombro de los siglos venideros?
Hizo dicha interrupción con acento cortés, sin ánimo de contrariar aquella verbosidad que comenzaba a interesarle y que por momentos le traía a la memoria las palabras de Bracamonte.
—Guerras honrosas, señor, eran las de antaño, cuando se ganaban reinos a punta de espada,—repuso el espadero;—pero no éstas en que todo se logra o se pierde por achaques de doblones. ¿Cree acaso vuesa merced que los tercios van agora a la guerra por la gloria o por hacer triunfar nuestra santa religión? Hoy día, como hago yo decir al soldado de un entremés, que ha poco compuse...
Hizo una pausa, mondó el pecho, y, como un figurante, recitó el siguiente discurso:
—Hoy día, ¡voto a Cristo!, no hay escudo que defienda como el que suena en la bolsa, atambor que haga marchar mejor que los doblones, reales más lucidos que los de plata. Antaño se arriesgaba la vida por la gloria del rey, hogaño por su rostro acuñado en Segovia. Gánanse los ducados con ducados, las plazas de Francia con sus propias pistolas, ¡y juro por San Andrés!, que antes que hacer cuartos a los herejes holgárame hacer cuartos de mis ochavos.
—Ingenioso lenguaje—exclamó Ramiro. Luego, levantando la cabeza y abarcando con la mirada todo el ámbito del Zocodover, preguntó bruscamente:—¿Puede decirme vuesa merced si es ésta la plaza donde celebra sus autos el Santo Oficio?
—Aquí mesmo.
—¿Y son tan lucidos como se dice?
—Los de agora no son autos, sino autillos—contestó el espadero, agregando en seguida con melancólico semblante:—¡Ah cuán poco vividoras, señor hidalgo, las glorias de este mundo! Apenas vase poniendo la cereza escura y mollar como conviene, cata ahí el gusanillo. No ya los autos, sino que los mesmos juegos o alegrías de agora ¿qué tienen que ver con lo que presenciaron mis ojos de mancebo? ¿Qué se hizo aquella gala e aquella grandeza? ¿Quién verá otra vez aquellas entradas de príncipes e aquellas fiestas antiguas, e aquellas luminarias y disfraces, e aquellas bizarras coheterías de botafuegos y voladores? ¿Qué fue de aquellos regocijos, cuando las cuadrillas que iban a justar pasaban con sus marlotas de seda, e las mozas de la mancebía, ataviadas de oro fino e de cendales, danzaban al son del tamboril por las calles entoldadas? Sí, señor hidalgo, Toledo no es ya Toledo—exclamó esta vez, meneando el índice negativamente.—Con la corte se marcharon los más grandes señores, y sus artífices, que tanta fama la dieron, son agora como grano agorgojado. ¿Sabe vuesa merced que hasta los torcedores de la seda, compelidos a ello por el exceso de los tributos, van cayendo en la fraude y el encubrimiento, y que unos le agregan sal o aceite para hacella más pesada, doblan el hilo bueno con el crudo e sin torcer e toman esclavos o moriscos para abaratar los jornales? ¡Ah!, ¡ya no es la mesma, no, esta cabeza de las Españas!
La siesta estaba por terminarse. Algunos bultos daban signos indudables de despertar. Dos alguaciles caminaban al sol.
Aguirre, explicando en seguida las franquicias de su arte, acabó diciendo:
—Vuesa merced sabe, sin duda, que el oficio de espadero es hidalgo, y antes limpia que desluce la sangre, que sin eso no lo hubiera ejercido mi padre, ni yo mesmo; pues nuestra casa viene de muy antiguo y entronca allá por los tiempos del Rey Sabio, con los señores de Haro, que es como decir el primer linaje de España.
En los días que siguieron Ramiro estrechó rápidamente su amistoso trato con el nuevo conocido. Aguirre fuele revelando esas bellezas de la antigua ciudad que el forastero no descubre por sí solo y que parecen cantar a somormujo, como los grillos. Casi siempre los paseos terminaban en la fragua de Jusepe de la Hera. Al ver entrar al famoso maestro, los oficiales suspendían un instante su trabajo y los que estaban cubiertos se quitaban respetuosamente la gorra.
Allí vio Ramiro, por primera vez, manipular las espadas ígneas, y contempló con heroico deslumbramiento tantos aceros que iban a lanzarse en seguida hacia las más diversas comarcas, frenéticos de sangre y de honra.
Unos eran acostados sobre los yunques para recibir el castigo de los martillos; otros lanzaban un grito viviente, animal, al ser hundidos de pronto en el agua de las tinajas; a éstos, ya listos, les bañaban de sebo, como al hombre que le engrasan después de la tortura, o les llevaban al vecino taller para sufrir las incrustaciones de la ataujía.
De toda aquella fosca suciedumbre de cisco y de hierro surgían sin cesar cosas espléndidas: cascos de irisado pavón incrustados de oro purpúreo, rodelas de justa donde el amor mandaba inscribir un mote demasiado indeleble, dagas de forma sarracena que llevaban en la hoja un limpio nombre cristiano, estoques de gala para el Rey, espadas de provecho encargadas con impaciencia por capitanes de Flandes.
Oíase el jadear de los fuelles y el repique de las bigornias. Por momentos un hombre casi desnudo bajo el chamuscado mandil, abriendo el portillo de un horno, que reflejaba en sus carnes sudorosas resplandores de infierno, arrojaba el puñado de arena o asía con las tenazas algún trozo de armadura, que semejaba la corteza de algún fruto rojo y fantástico.
Hacia el fondo, el patio encalado abría una fascinación de aire libre; y los rayos del sol pasaban a través de un parral, varias veces centenario. Allí se agasajaba a las visitas, y más de un señor de título venía a escoger en persona una hoja para su espada.
Hacía más de cinco años que Aguirre había abandonado el oficio. Era hombre adinerado y vivía a lo señor. Su casa, junto a Santiago del Arrabal, estaba curiosamente alhajada. Años atrás, solía reunir en ella a sus amigos en animados banquetes, ennoblecidos por el encanto de la música, según el uso de Italia; pero, últimamente, una extraña tristeza, un desapego de todos los halagos del mundo, un creciente anhelo de terminar su vida en las órdenes, le iban ganando el corazón y el cerebro. Era profundamente piadoso. Formaba parte de varias cofradías y hermandades. Cuando se prosternaba en las iglesias ante alguna imagen de Nuestra Señora de la Merced, a la cual tenía particular devoción, su labio temblaba sin cesar, y los ojos, echados hacia el cielo, se le quedaban en blanco.
Cierta vez, como aquel hombre volviera a hablarle de su abolengo, Ramiro, olvidando la reserva que las circunstancias exigían, declaró su verdadero nombre y la historia de su linaje. En seguida, sin mayores rodeos, contó su desgraciado amor y la doble muerte de su rival y de su amada.
—Bien hizo vuesa merced—respondió el espadero tranquilamente.—¡Ay del varón que no hace lo mesmo! Tanto más, cuanto que habiendo matado en buena lid al galán, cobró vuesa merced el derecho de castigar de igual modo a la hembra. ¡Ah, si yo dijera también mi desengaño!
Aguirre enmudeció y no volvieron a hablar de estos asuntos.
Sólo cuando Ramiro advirtió, cierta mañana, que de todo el dinero que le pagara un morisco por las joyas y el rocín, quedábanle únicamente en la escarcela tres escudos de oro y algunos reales de plata, comenzó a barruntar los momentos de angustia que podían sobrevenir. ¿Qué hacer? No había para qué pensar, claro está, en un oficio mecánico ¡antes la muerte! y mucho menos en vivir de la bolsa de un menestral, como su amigo el espadero. ¿Qué hacer, qué hacer?
Al cabo de mucho cavilar, sólo dos soluciones quedaron en pie. Veces pensaba en irse a buscar una cueva entre los montes de los alrededores para imitar la santa vida de los anacoretas; veces en ir a reunirse con Gaspar de Avendaño, el golfín, que tan caballerosamente le ofreciera hacerle su segundo. Estaba resuelto a escoger uno ú otro camino; pero la vacilación era grande.
Por fin, decidiose a confiar su cuita al espadero, y éste prometiole hablar por él al Conde de Fuensalida, para que le recibiese como paje de su cámara, Ramiro sabía harto bien que el entrar al servicio de un señor tan poderoso como aquél y de sangre tan insigne, antes acarreaba lustre que desdoro, y aceptó.
Recibió la plaza de gentilhombre con el cargo de ayudar al repostero de plata. El tenía que traer la bacía de lavarse las manos, las toallas y el limón cuando el Conde se levantaba, y alcanzar asimismo la aljofaina, doblando la rodilla, según el ceremonial. Tocábale también ofrecer, sobre un azafate, la golilla y el lienzo de narices, acercar el orinal que presentaba el mozo de retrete, y sostener la cajeta de instrumentos cuando el cirujano curaba al Conde una antigua fuente del muslo.
En un principio, la existencia aparatosa de palacio sedujo su fantasía; pero más adelante, cuando tuvo que vestir la rotosa librea de un gentilhombre difunto, padecer un hambre perruna en medio de tanta grandeza y complicarse con los demás oficiales en las más ruines trapacerías para conseguir algún resto de manjar, viniéronle ímpetus de salir de Toledo y correr a los campos dondequiera que fuese. Para mayor desventura, tocole como compañero de cuadra un hidalgo andaluz, sucio y meloso como un gitano, y de quien los demás referían las más chocarreras historias.
En cambio, desde los primeros días sintiose atraído por el porte y la franqueza del escribano de raciones Alonso de Velasco, natural de Zamora. Cierta mañana Velasco hallole sentado en el escaño de un recibimiento con el rostro medio vuelto hacia el muro y la mano en la frente.
—¿Qué os sucede, señor del Aguila; filosofáis o dormís?—preguntole.
—Meditaba, señor Velasco—repuso Ramiro,—en los graves desengaños de este mundo, y que cuando yo era mancebillo daba por seguro llegar a ser algún día un Hernán Cortés o un Gonzalo de Córdoba; e agora he venido a parar en el más ruin y cuitado de los pajes. ¡Si mis ojos fueran capaces de llorar!
—¡Ah! yo pudiera haceros un gran señor—exclamó Velasco con las pupilas iluminadas por misterioso pensamiento.
—¿A mí?
—Sí; pero temo no guardéis el secreto como importa.
—¿Veisme acaso cara de moro?—respondió Ramiro con enfado.
—Pues bajemos a la plaza e os lo diré.
Cuando estuvieron sentados en un poyo frente a la Catedral, el escribano de raciones tomó primero la palabra y preguntó:
—¿Habéis oído hablar de la arte notoria?
—Sí; pero ignoro lo que sea.
—¿Pues qué diríais si de una sola vez, sin más que seguir durante un corto espacio las prácticas y devociones que cierto sabio os ha de prescribir, e sin haber menester libros, ni hacienda ni quebrantos, os vierais dueño de todos los secretos del rey Salomón e por ende sabidor del bien y del mal de todas las cosas, de los signos de los astros, del lenguaje de las animalias y os pudierais hacer invisible cuando os fuese conveniente, o ver a través de la tierra do corren las venas del oro e do se asconden las piedras preciosas; e hacer, en fin, en este mundo todo lo que vuestra alma e vuestros sentidos puedan codiciar, sin más ley que el antojo?
—Con una sola de las cosas que habéis dicho, señor Velasco—contestó Ramiro con sorna,—cualquier hombre se hiciera rey del mundo.
—¡Rey del mundo, rey del mundo... Raimundo!—musitó pensativamente su interlocutor.
—Que si alguno—agregó Ramiro completando su pensamiento—pudiera hacerse invisible a voluntad, no hubiera empresa que no fuese para él un juego de niños, y todos los ejércitos querrían tenerle por capitán y todas las naciones por emperador.
—¿Luego consentís en acompañarme esta noche a la casa de ese sabio, para quien yo os pedí, no ha mucho, el día, el año e la hora de vuestro nacimiento, e que ya os conoce como a un hijo, sin haberos visto jamás, e que os ha de poner arriba de todos los hombres e a la par de los ángeles?... ¿Os reís?
—Paréceme—contestó Ramiro—que habéis topado con algún hechicero de marca. Pero, sea en hora buena, vamos donde queréis, que ya me prometo salvaros de alguna peligrosa brujería.
Ramiro y su compañero no pudieron dejar el palacio hasta las diez y media de la noche. El claro de luna cortaba a trechos, con blancuras de mortaja, la lobreguez de las calles, y, estampaba en el suelo de las plazoletas la sombra de las torres y las techumbres. Las tejas tenían un color azul encantado, y algunas ventanas, en plena claridad, suspendían en lo alto, barruntos de amor y de aventura. Loco bullicio de guitarras y laúdes subía de todos los barrios en el sosegado ambiente de la noche.
Al cruzar una esquina oyeron hacia la izquierda ruido de cuchilladas y luego una voz ronca que gritó fuertemente: «¡Confesión! ¡Confesión!»
Ramiro quiso acudir; pero Velasco le retuvo diciendo:
—Sigamos, que no somos frailes ni corchetes.
—Aquí es—exclamó de pronto el escribano de raciones, al detenerse frente a una covacha del barrio de San Miguel.
Después de cruzar dos patios, treparon una carcomida escalera y llegaron, por fin, sobre un terrado, ante la puertecita de un desván. Velasco silbó tres veces muy quedo y pronunció en seguida una palabra incomprensible. La puertecita abriose, y entraron.
Estaban en una cuadra angosta y profunda. Hacia la derecha, pequeño aras marmóreo, cubierto de una piel de cordero, se diseñaba con misterioso claroscuro. No brillaba allí otra luz que la de un rayo de luna que entraba por la polvorosa vidriera, y daba de lleno en las páginas de un libro enorme como un himnario, abierto sobre un facistol de forja todo negro. Veíanse, además, hacia una y otra parte, algunos hornillos, largo anteojo de latón y de cobre, un alambique, cuya trompa pasaba por un agujero a la cuadra vecina, y otros muchos objetos adivinados apenas en la penumbra astral de la estancia.
—Esperad—exclamó Velasco,—esperad; no nos alleguemos aún.
Ramiro se detuvo fijando la mirada en la extraña figura pintada en el infolio, dentro de dos triángulos de oro entrelazados.
Nadie venía.
De pronto la página del libro, produciendo el rumor peculiar de la vitela, se levantó lentamente, lentamente, y se dobló del todo ¡por sí sola! Ramiro se estremeció de la cabeza a los pies herido por el terror del misterio. Sus manos temblaban. Entonces, como las imágenes que descubre con pena el nebuloso amanecer, una forma humana, inclinada sobre el libro, fuese perfilando prodigiosamente. Era un hombre en pie, de espaldas, inmóvil. Primero diseñose la larga cabellera, en seguida el capisayo con martas que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, luego el brazo derecho y por fin la mano sobre la página. Cuando estuvo del todo aparente, volvió la cabeza y se adelantó, despacio, muy despacio, hacia Ramiro. Su rostro, de una extrema palidez de marfil, estaba surcado de hondas arrugas verticales, que iban a perderse entre la barba canosa, barba ensortijada por los dedos nerviosos, durante las horas de meditación. Los párpados estaban recargados de fatiga y de insomnio. Púsole a Ramiro la mano en el cuello, y el mancebo sintió la repelente aspereza de aquella piel quemada por los ácidos.
El hombre dijo:
—Nacido bajo el dominio de Saturno, frenético de mando y de gloria. Soberbioso y magnánimo. Capricornio ha labrado este ceño.
Levantole después el rostro hacia la luna, y mirándole fijamente la pupila, habló de este modo:
—¡Oh! aquí veo la rotura de un aojamiento. El demonio entra y sale por ella cuando le place. No importa: una Salomé le hechizó, una virgen le salvará. Esperad—dijo después,—y tomando de encima del altar un estoque de plata, dirigiole la punta hacia los ojos.
El mancebo sintió un soplo glacial en la frente.
—Os confesaréis de toda vuestra vida sin hablar palabra de mí, pena de perdición—agregó entonces el mago, dejando el acero.—Comulgaréis siete días en siete iglesias distintas, ayunaréis a pan y agua todo los viernes, rezando las oraciones que os ha de enseñar este hermano durante los siete primeros días de la luna nueva; luego, volveréis y os haré el más fuerte de los hombres, porque vuestra constelación es única.
Ramiro removió entonces los labios para preguntar si en todo aquello no había nada que fuera contrario a la Santa Iglesia de Cristo; pero el mago, poniéndole el dedo en la boca, abrió un libro al azar, y leyó:
«Aquél no puede ser el mayor Señor que tiene temor de alguna cosa.»
«Más vale la libertad en el querer, en el recordar y en el saber que poseer un reino o un imperio.»
Al terminar esta lectura se desvaneció nuevamente en la atmósfera cual vana visión.
Cuando estuvieron otra vez en la calle, Ramiro preguntó:
—¿Cómo llamáis a este hombre?
—Mosén Raimundo.
—¿Y sabéis de qué suerte se hace invisible?
—Yo entiendo que mediante la piedra heliotropio, tratada de misteriosa manera.
—Y si es dueño de tanto poder, ¿cómo no se hace él mesmo señor de algún imperio?—agregó Ramiro, con la voz estremecida.
—Porque éstos componen la familia santa de los magos, a la cual pertenecieron los tres Reyes Gaspar, Baltasar y Melchor, y el famoso Simón, e nuestro Rey Alfonso a quien llamaban el Sabio; e los de agora, en castigo de no haber podido esclarecer ciertos secretos, cuya cifra se perdió en el incendio de una gran librería de la antigüedad, siguen ascondidos en sus covachas, estudiando sin cesar; pero ansí que uno de ellos pueda decir: ¡Eureka!, volverán a tomar el gobierno del mundo que antes les perteneció, según rezan los más antiguos documentos.
Esa noche, el alma del mancebo irguiose en el delirio. Costole mucho dormirse, y su sueño fue un tumultuoso desfilar de triunfos, de tesoros, de mujeres enjoyadas y lúbricas. Aquel estado duró varios días, y al errabundear por las calles, gozábase en repetir la frase deslumbradora: «Para haceros el más fuerte de los hombres, porque vuestra constelación es única.» El no dudaba de la promesa del sabio, y ya escogía en su pensamiento lo que había de realizar cuando Mosén Raimundo le revelase los secretos de la magia. La conciencia le recordaba, entretanto, la absoluta reprobación de la Iglesia contra las artes ocultas y todo linaje de adivinaciones; pero su voluntad, mordida por la tentación y ansiosa de triunfar a todo trance en el mundo, clamaba por el prodigio. Los falaces argumentos se aglomeraban. ¡Conjuraría, ante todo, el hechizo de la sarracena y sería después el fuerte, el único, el caballero de Dios, el lleno de poder y de gloria!...
Comenzó las oraciones y los ayunos.
Llegado el momento de la confesión, Ramiro pidiole al espadero que le indicase algún sacerdote de preclaro entendimiento. Aguirre le condujo a la casa de don Antonio de Mendoza, canónigo de la Catedral y antiguo arcediano de Guadalajara. Don Antonio, varón de grandes luces sagradas y gentiles, habitaba un antiguo palacio de su familia junto a San Juan de la Penitencia. Sus amplios salones, tapizados de cardenalicio damasco, al uso de Roma, congregaban todos los domingos, a mediodía, numerosa academia. Allí, el noble de título se codeaba con el hábil estafador de retablos o con el humilde maestro que forjaba con sus manos una hermosa reja de presbiterio.
Ramiro no se sintió con ánimo bastante para descubrir su pecho de la primera vez, y resolvió confesarse gradualmente, concurriendo entretanto a la reunión de los domingos. Escuchó, entonces, los más imprevistos discursos, obscenas historias de convento, fablas chocarreras de clérigos amancebados; oyole decir al canónigo Zapata que el Papa era un asno; oyole contar al capitán Palominos, con cínico donaire, que en la campaña de Portugal, después de un día entero de combate, sus soldados, penetrando en una iglesia de Oporto, se bebieron el agua de las pilas, y que a él, por ser el capitán, le ofrecieron el aceite de la lámpara del Santísimo.
Como no se tocara a la entereza del dogma, don Antonio escuchaba sin enfado las más licenciosas parlerías y aún gustaba de poner en aprieto a los religiosos y de azuzar contra ellos a los chocarreros de la academia.
Era harto aficionado a los perfumes y hacíalos componer, según fórmulas exquisitas, por las monjas de Santa Ana. Al sentarse, cruzaba la pierna para lucir la calza de seda y la hebilla de oro del zapato. Sus blancas manos regordetas parecían de mujer; pero los ojos aguileños y fuertes y la bronca voz, cuyos tonos profundos comunicaban su vibración a los objetos convecinos, denotaban hombría y reciedumbre. Sus breviarios ostentaban en la cubierta las armas de los Mendozas. Cuando pasaba de uno en otro salón, un paje caudatario, con morada librea, sostenía por detrás el extremo de su larga cola de chamelote.
Las dos primeras veces que Ramiro fue a echarse a los pies del Canónigo topó en los corredores con una dama arrebujada en su manto. En la última visita, como nadie se presentase a conducirle, abrió él mismo equivocadamente la puerta de un camarín y hallose con una preciosa mujer, acostada a lo largo de un diván moruno de terciopelo. La falda, levantada hasta más allá de las ligas, destapaba sus piernas macizas y cortas, que las medias de nácar ceñían tentadoramente. Colgado de la pared, admirable incensario de plata velaba el ambiente con nebuloso sahumerio. La dama se incorporó con un grito de espanto y Ramiro cerró de nuevo la puerta. Un rato después el Canónigo le mandaba decir con un paje que volviera pasado el toque de oraciones.
Le recibió en una sala contigua a su oratorio. Estaba con el semblante encendido y, mientras el mancebo le contaba, por fin, la historia de sus amores con la morisca, don Antonio, entrecerrando los ojos, arrimaba de tiempo en tiempo su pañizuelo a la canilla de un barrilillo de ámbar, colocado a su derecha, sobre un taburete de taracea.
Cuando Ramiro terminó su relato, aquel hombre de iglesia, guiado sin duda por su aguzado instinto de confesor, comenzó a discurrir sobre las brujas o xorguinas, sobre la magia, los hechizos, las nóminas y otras supersticiones semejantes, que eran como la telaraña del Diablo, donde muchísimas almas iban a prenderse para la eternidad. Ramiro aprovechó para inquirir si la arte notoria era contraria a la Santa Iglesia de Cristo.
—¿La habéis ensayado alguna vez, hijo mío?—preguntó melífluamente el Canónigo.
El mancebo tardó en contestar. Inesperado calofrío le corrió del rostro a las manos. Las pupilas del confesor se clavaron fijamente en las suyas.
—Aún no—respondió por fin Ramiro con la voz vacilante;—pero oigo encomialla a los demás.
—¡Necio yo, que nunca he de poner el dedo en la llaga!—exclamó entonces don Antonio, con orgullosa sonrisa.—Ya se ve claramente—volvió a decir, dirigiéndose al mancebo—que aquellos amores os han dejado en el corazón su maldita pestilencia.
En seguida, levantándose de la silla y fingiendo un enojo implacable, agregó:
—¡Vade retro! ¡vade retro! señor hipócrita, señor apestado, señor brujo, leña de Satanás! Sépase el galancete que su alma están en propincuo peligro de perdición, si es que ya no la tiene vendida al infierno, y que a no existir el secreto sacramental sería entregado aquí mismo a los familiares del Santo Oficio. Nego absolutionem, nego, nego! Haga desde hoy penitencia sin tasa, expúlguese los demonios, que el cura de su parroquia le enjabone y le enjuague, y cuidado no remate su vida en el palo del quemadero. In nomine meo dæmonia ejicient. Obmutesce et exi ab eo! Obmutesce et exi ab eo! Obmutesce et exi ab eo! No digo más.
Ramiro bajó las escaleras sobándose los párpados y dialogando consigo en voz alta, como un loco. Aquel hombre terrible acababa de hablarle inspirado seguramente por el cielo. No podía ser sino Dios quien lanzaba por su intermedio ese anuncio, esa agnición, esa amenaza tremenda, buscando salvarle; no podía ser sino el soplo divino lo que había rasgado de arriba abajo su embozo de soberbia, dejándole desnudo y enmudecido, a imagen del primer hombre después de su falta.
Como entrevistas a la luz de los relámpagos, las mayores culpas de su vida se reanimaron en su conciencia. Viose sobre el pecho de la morisca olvidado por entero de su fe, de su honra, de su patria; acordose de sus fementidas confesiones, de los pensamientos lascivos que él mismo suscitaba durante la misa al observar codiciosamente las formas de las mujeres prosternadas, de las muchas rebeliones de su orgullo contra los claros mandamientos del Señor, de semanas enteras en que no había querido imponerse ninguna mortificación ni rezar una sola vez el rosario. ¿A qué achacar todo aquello sino a sus amores con Aixa? Sin duda la infiel, con hipócrita dulzura, habíale instilado en el alma su propia pestilencia. El clérigo de la venta de Cerebros, Mosén Raimundo y el Canónigo Mendoza todos decían la verdad. Comenzó a sentir en torno de su pecho la impresión de una serpiente que le ceñía. Ansiedad nueva y horrible: ¡la brega con el Demonio! Llegó a la convicción de que el hechizo conservaba toda su fuerza y no se rompería hasta que Aixa no desapareciera del mundo. El auto de fe que iba a realizarse quedó para él como la suprema esperanza.
Esa misma tarde, Ramiro, dejó el palacio del Conde de Fuensalida, y se alojó en la posada del Sevillano.
Días después, al cruzar las Cuatro Calles en compañía de Domingo de Aguirre, poco antes del toque de oraciones, vio venir, a lo largo de la Calcetería, una vistosa procesión con mucho ruido de atabales y ministriles.
—Es el pregón del Santo Oficio que viene anunciando el auto de la fe—exclamó el espadero.—Si vuesa merced lo desea podemos aproximarnos.
Era una de esas mañanas de junio en que la ciudad de los concilios parece susurrar en algarabía canciones de Oriente. El cielo, sin una nube, tiende su tafetán más azul; aquí y allá, la cal enseña, bajo los tejados morenos, su riente blancura; rosas y claveles arden en los balcones, y en lo alto de algunas callejuelas deliciosamente sombrías vese espejear el azulejo de las cúpulas y alminares.
Pero a la vez que el éter, el esmalte, la flor, exaltaban sobre Toledo aquel resto de gracia sarracena, la mayor parte de los vecinos había cambiado sus trajes de costumbre por tristes ropas de luto. En las plazuelas y encrucijadas quedaban aun los negros tingladillos sobre los cuales frailes de todas las órdenes predicaran la víspera con elocuencia pavorosa; y en la Calle Ancha, en la Lencería, en la Lonja y en torno a la parroquia de San Vicente, fúnebres terciopelos y bayetones pendían de casi todas las ventanas, enlutando los muros.
Entretanto el Zocodover hervía de muchedumbre desde las primeras horas de la mañana. La nueva de que una bruja morisca, dotada por el Demonio de asombrosa hermosura, sería condenada en el auto de fe de aquel año llegó en pocos días a los más escondidos lugarejos de los contornos, y no faltaron peregrinos que contaran por las ventas la historia de la conspiración y del mancebo renegado.
Ramiro esperaba impaciente a la puerta de la posada. Domingo de Aguirre había prometido venir a buscarle para asistir juntos al auto.
Poco después, uno y otro, describiendo largo rodeo, entraban a la plaza por la Calle Ancha, contando presenciar desde allí el desfile de la procesión. De una ventana baja, un caballero que reconoció a Domingo de Aguirre les ofreció dos taburetes. Subiendo sobre ellos consiguieron dominar todo el ámbito del Zocodover, henchido de apretada y rumorosa muchedumbre.
Hacia la parte del poniente, y bañado ahora por el sol de la mañana, se levantaba el inmenso y enlutado cadalso, que ocuparían en breve, según la costumbre, la Santa Inquisición, el Ayuntamiento, el Cabildo, la nobleza, los dignatarios y toda la clerecía. Los reos debían colocarse en otro cadalso más angosto, pero de igual altura, que abarcaba el costado meridional.
Conturbado hasta el fondo del alma por la solemne expectativa, el joven avilés pasaba sobre las cosas una mirada atónita y somera. Apenas si veía brillar confusamente sobre el tablado las labores de plata de los negros terciopelos, las armas de la Inquisición y del Rey bordadas sobre el morado dosel que exornaba los sitiales carmesíes, y, hacia el centro de la plaza, el oro del frontal color de sangre que prescribía la liturgia de aquel tremendo holocausto. Sin embargo, al dirigir la vista hacia la alta cruz pintada de verde y cubierta por largo velo sombrío, que se levantaba en medio del altar, entre doce hachones ardientes, sintió un brusco estremecimiento, como si Dios mismo acabara de hablarle con su gráfico lenguaje.
La plaza no podía contener mayor número de gente, y se escuchaba sin cesar el vocerío de los curiosos que pujaban y reñían a la entrada de las callejuelas. Del Arco de la Sangre llegaban alaridos y maldiciones, y la muchedumbre se agitaba hacia aquella parte, como el agua de los torrentes al entrar en los lagos. Cada balcón, cada ventana, cada tribuna, era un compacto racimo de damas y caballeros; además, numeroso gentío, encaramado quién sabe por dónde, recubría las techumbres; y todo aquello hormigueaba, hervía, zumbaba con la grandiosa palpitación de una multitud embriagada de sol y confundida en la misma impaciencia.
Por fin las campanas de San Vicente comienzan a repicar anunciando la salida de los reos, y a ambos lados de la Calle Ancha, los soldados acuestan las alabardas conteniendo con pena al gentío, cuyo forcejeo incesante amenaza romper la doble valla de madera que viene de las cárceles y circunda uno y otro cadalso.
La procesión se acerca. Un resplandor de alabardas cruza la Calcetería.
Al pensar que la sarracena iba a pasar junto a él dentro de breves instantes, Ramiro hundió la mano en la faltriquera y asió fuertemente su crucifijo de bronce.
Encabezaban el desfile los soldados de la fe, orgullosos de las plumas flamantes de sus chapeos y de las doradas cadenas de alquimia que les prestaba el Santísimo Tribunal. Eran soldados de ocasión, armados de alabardas, de picas, de mosquetes. Caminaban con paso solemne, entre desconfiados y fieros, sin atreverse a mirar a las ventanas. Venían en seguida los doce clérigos de la parroquia de San Vicente con su estandarte; y luego, de dos en dos, montados en obscuros corceles, los Grandes de España y títulos de Castilla, todos vestidos de negro, pero recubiertos de joyas. Algunos habían hecho bordar en sus ferreruelos el hábito de la Santa Inquisición. Ramiro reconoció al Conde de Fuensalida por el ceñido traje de gorgorán bordado de oro, que semejaba de lejos damasquinada armadura. La plebe les miraba absorta y enmudecida, y no se escuchaba otro rumor que el de los cascos sobre las piedras. Hubiérase dicho un desfile de animadas estatuas ecuestres y funerarias.
La llegada de los primeros penitenciados suscitó de nuevo el vocerío popular. Más de veinte infelices sin gorra, sin cinto, sin caperuza, pasaban ahora abrumados de vergüenza y sosteniendo en la mano una vela amarilla sin encender. Eran los que habían abjurado de sus errores y serían reconciliados ante el altar. Casi todos lloraban, postrándose a los pies de los religiosos que iban con ellos, o besándoles las manos y el sayal con profundos gemidos. Unos traían al pescuezo, en señal de los centenares de azotes que habían de recibir, una cuerda anudada varias veces, a lo largo, y el pueblo contaba en voz alta los nudos, entonando un coro compungido y socarrón, a fin de aumentar el oprobio; otros se señalaban a distancia por la bayeta amarilla de los sambenitos, y la experta multitud deducía las culpas y condenaciones con sólo observar los pintarrajos de aquellos capotes de infamia que, ora llevaban un aspa roja, media o entera, ora las dos aspas del martirio de San Andrés.
Traídas por los fámulos del Tribunal, en lo alto de luengos mástiles verdes, y balanceándose por encima de la procesión, venían en seguida hasta seis figuras humanas hechas de paja y estameña. Impávidos muñecones con grandes ojos de betún y boca de almagre, peleles siniestros, cuyas piernas, demasiado livianas, danzaban continuamente en el vacío, remedando la pataleta de los ahorcados.
Al advertir el gesto de asombro de Ramiro, el espadero exclamó:
—Estas son las efigies de los muertos y fugitivos las cuales serán agora condenadas en su lugar con celosa justicia.
A lo largo de la calle, la gente de las ventanas y balcones comenzaba a agitarse con extraño movimiento; los hombres se asomaban cuanto podían, las mujeres se santiguaban y persignaban a escape, levantando los ojos al cielo. Poco después todos los labios proferían una misma exclamación:
—¡Los relajados!
El espadero tuvo que acercar su boca al oído de Ramiro para decirle:
—Son los que han de morir.
Las voces crecieron y se propagaron de modo atronador; y poco después, de un extremo al otro del Zocodover, el populacho rugía con salvaje fiereza, ávido de aquella hez de maldición y de espanto.
Ramiro se empinó sobre el taburete.
Dos familiares del Santo Oficio y cuatro soldados custodiaban a cada uno de los reos, mientras un fraile dominicano le predicaba continuamente poniéndole ante los ojos el santo signo de la cruz. Todos llevaban, a más del sambenito, el bonete trágico y burlesco, la amarilla coroza, cubierta de terribles pinturas de llamas y demonios. El terror, el coraje, la pertinacia, el arrepentimiento y hasta la misma alegría, alternaban en aquellos rostros malditos. Era una procesión de aquelarre, una cáfila de infierno, y hasta la luz matinal se tornaba siniestra al alumbrar de lleno las palideces patibularias, las femeninas guedejas lodosas de sudores febriles y polvo subterráneo, las atroces pupilas que parecían conservar aún la expresión de terror y de súplica que tomaron en el tormento.
Era prohibido tocar a los reos; pero el populacho se desquitaba cubriéndoles de escarnios y maldiciones.
—¡Ah! ¡ah! ¡mártires del Diablo, ya veréis cómo escuece!
—¡Que os echen dos puñados de sal y un tantico de orégano!
—¡Que le metan a ésa un cohete por debajo del rabo pa que le conozco su madre cuando la quema!
Una mujer gritó desde una ventana:
—¡Arrepentíos, desdichados; pensad en los infiernos!
Pero un muchacho, sacando medio cuerpo fuera de la valla, respondió desde abajo, alzando los puños:
—¡No! ¡No! ¡Al fuego y a cenar con el Demonio!
Entonces nueva explosión de odio santo y homicida estalló en todas las gargantas:
—¡Al fuego! ¡al fuego!
Y los condenados comenzaron a desfilar entre un clamor sibilante y bravío comparable a la crepitación de un incendio.
No faltó quien reconociera entre los condenados a un cerero de Orgaz que creía ser San Juan Bautista en persona y predicaba una nueva doctrina por los pueblos. El pobre hombre, deteniéndose por instantes, alzaba la mano y figuraba el gesto del Precursor en el Jordán. Una pálida doncella que, según algunos, era la monja renegada de que se hablaba en Toledo, escuchaba los insultos de la muchedumbre con infantil expresión de curiosidad y de ternura. A veces, apoyándose en el hombro del religioso y echando la cabeza hacia atrás, reía gozosamente, como una ebria. Un morisco, a quien todos conocían en los suburbios por sus pláticas obscenas, ejecutaba de tiempo en tiempo un movimiento bestial y acelerado para remedar la fornicación; los familiares tenían que zamarrearle con violencia. Pasó una anciana, seca y erguida, con las manos ligadas por detrás y la boca cubierta por negra mordaza. Ramiro no tardó en reconocer a Gulinar. Por fin el hombre que les había proporcionado los taburetes exclamó, mirando a lo largo de la calle:
—Agora llega la morisca que hechizó al mancebo cristiano.
Todas las bocas callaron.
Aixa avanzaba lentamente, con las pupilas fijas en el cielo. Sus oídos escuchaban quizá rabeles divinos y voces inefables, y su espíritu, infinitamente lejos de la tierra, presentía las delicias del Alchanna y las sublimes recompensas que su religión promete a los mártires. Sin embargo, su flexible cuerpo conservaba los resabios de la tentación y de la danza, y sus pies desnudos se movían cadenciosos como si hicieran oír todavía el martilleo de las ajorcas. La palidez de su rostro daba terror y sus labios enseñaban los dientes con esa sonrisa incomprensible que suele asomar a la boca de los cadáveres.
Después de observarla un momento, Ramiro tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el muro, apretando de nuevo el crucifijo para sellar, para incrustar en su propia carne la imagen del Redentor. El resto del desfile violo pasar como en un sueño: innumerables religiosos de todos los hábitos; familiares a caballo con varas de ébano enriquecidas de plata; eclesiásticos en mulas enlutadas; el arca de las sentencias sobre una acémila que arrastraba por el suelo los flecos de oro de su morada cobertura; el rojo estandarte de la fe; blancor de golillas y cabrilleo de joyas sobre los trajes retintos.
Por fin el espadero, después de decirle el nombre de algunos regidores, tocole el codo y exclamó:
—Este que viene agora es el Cardenal-Arzobispo, observe vuesamerced su venerable presencia.
Sobre fornido corcel de pelo bayo, don Gaspar de Quiroga, Cardenal-Arzobispo de Toledo, Inquisidor General y Consejero de Estado, avanzaba con imponente rigidez, rodeado de pajes y alabarderos. Era el papa de España y la sagrada máscara del Rey. Después de la sombría procesión, sus rojas vestiduras exaltaban el ánimo como un toque de chirimías. Salvo la morada muceta inquisitorial todo era para los ojos, desde el sombrero hasta la calza, un solo golpe de púrpura. Su ceño expresaba el rigor sacrosanto, sus ojos no pestañeaban siquiera. Pasó implacable, como el tormento; pomposo y sombrío, como el tremendo holocausto que iba a presidir; rojo, como la hoguera. La luz matinal hacía resplandecer con viveza el sillón de plata repujada y todo el oro y el alfójar de la gualdrapa color de amatista que caía hasta los cascos del palafrén. Nadie osó romper con un vítor el respetuoso silencio.
Más de media hora empleó toda aquella procesión en ocupar sus asientos; la gradería mayor quedó recubierta de insigne muchedumbre. Los inquisidores se colocaron en el centro; el estado eclesiástico hacia el septentrion; la ciudad y los caballeros, hacia el mediodía.
Los reos, acompañados de los familiares y religiosos, llenaron a su vez el otro cadalso.
Todas las miradas se dirigieron entonces hacia el tablado de abominación y de infamia. La curiosidad era inmensa. Allí comparecían de costumbre hechiceras que tenían pacto con el demonio y guisaban en sus nocturnos aquelarres toda suerte de daños contra las gentes; judaizantes, que asesinaban niños cristianos para embeber en su sangre una hostia consagrada y celebrar con ella nefandas ceremonias; luteranos, que buscaban demoler la santa Iglesia de Cristo difundiendo por España la peste de la herejía; alevosos moriscos, que seguían predicando las bellaquerías de su secta y el deber de la rebelión y la venganza.
Los que habían de morir ocupaban los asientos más altos. Situado a la entrada de la calle, Ramiro les observaba de costado, sin poder distinguir a la sarracena.
Dos horas más y aquellas víctimas infames arderían en la hoguera como los chivos expiatorios de la Escritura; los pueblos y los campos quedarían purificados y el Dios del moderno Israel, al aspirar desde el cielo el abundante olor del sacrificio, aplacaría su cólera y dejaría caer su bendición sobre la ciudad justiciera, más católica que Roma, más celosa que la antigua Jerusalén.
El rito comenzaba. Un obispo acercose al altar. Los diáconos le tomaron la admirable mitra cuajada de gemas simbólicas ofrecida por el Cabildo. Poco después densa nube de incienso ascendía en el espacio luminoso como en los primeros sacrificios de la Antigua Ley. Terminados el sermón y la misa, el relator leyó el juramento del pueblo, y Ramiro unió su voz al ¡sí, juro! brusco y atronador, proferido a la vez por toda la multitud, y que, al decir de los campesinos, se escuchaba a más de una legua a la redonda.
Un cantor de la Catedral leyó en seguida la carta de los delitos y supersticiones contra la fe; y acto continuo los que habían abjurado de sus errores fueron conducidos a la jaula de madera, que se levantaba en medio de la plaza, para que escuchasen, uno a uno, en presencia del pueblo, la lectura de sus causas y condenaciones, antes de ser reconciliados.
Aquella parte del auto producía de costumbre un hastío general. La multitud, anhelosa de ver comparecer a los relajados, daba, a cada instante, signos de impaciencia. Aguirre bostezó varias veces, y Ramiro, entrecerrando los párpados, apoyó la cabeza contra la negra colgadura que pendía de una ventana.
Defensores de la fornicación, varios bígamos, judaizantes arrepentidos, falsos sacerdotes, un pordiosero que se hacía pasar en las aldeas por comisario del Santo Oficio y algunos gañanes que habían proferido blasfemias y juramentos, eran condenados a la pena de azotes, a prisión, a galeras.
Una animación distraída circulaba por toda la plaza, y muchos prelados y dignatarios dejaban sus asientos para ir a tomar un refrigerio o una breve colación detrás de la gradería. En las ventanas y balcones las damas dejaban caer sus velos mostrando su famosa blancura y recibiendo refrescos y frutas confitadas de mano de los galanes. Ramiro sentía a través de sus pestañas asoleado movimiento de sedas en las tribunas. Galante murmullo bajaba ahora hasta él y parecíale respirar por instantes femeninos perfumes. Oíanse risas claras y festivas. Encima de su cabeza, el caballero que les había ofrecido los taburetes hablaba a media voz con una dama. Escuchó sin quererlo:
—Decid miedo y no desvío, mi señora; que no quisiera caer cual nuevo Icaro.
La mujer replicó:
—Pues pedid al amor, y no al antojo, sus alas de verdad, que ésas nunca se derriten con llevar ellas mes mas el fuego.
—¡Ah, esa tez, esa boca!
—¡Por Dios, don Gonzalo, haceisme daño con las sortijas!
Al oír aquel nombre Ramiro se enderezó con viveza y abrió del todo los ojos para disipar con la luz el doloroso recuerdo.
El sol, inclinado hacia el poniente, reverberaba en las fachadas fronteras y hacía resplandecer en las ventanas y balcones las joyas, el azabache, la blanca piel de los guantes, los abanicos dorados.
Llegoles por fin el turno a los que habían de morir. La poderosa emoción aplacó todos los rumores.
Aquellos infelices, que antes de dos o tres horas formarían horroroso amasijo de cuerpos carbonizados, subían a la jaula y escuchaban sus sentencias, unos impasibles, otros enloquecidos por el terror y haciendo temblar en la mano la vela verde encendida.
Gulinar fue arrastrada como una muerta; el espanto la hizo abjurar de sus creencias. En cambio, Aixa, apartándose del religioso, subió los peldaños con la resolución misteriosa de los sonámbulos. Ramiro oyó sorprendido que se la condenaba como relapsa, por haber sido reconciliada, cinco años antes, en un autillo de Murcia. Del tablado, de los techos, de los balcones, de toda la plaza, miles de voces la incitaban al arrepentimiento; pero muchos, que deseaban verla quemar en el brasero sin que fuese antes estrangulada, protestaban a gritos. No fue posible arrancarla una sola palabra; y cuando el religioso que la acompañaba señaló la cruz verde cubierta por el velo sombrío, ella volvió su rostro alargando el brazo derecho con un gesto de abominación. Entonces espantoso bramido, semejante a la explosión de una mina, estalló a la vez en todo el Zocodover. Oíanse vociferaciones brutales e inmundas. Algunos campesinos se frotaban los ojos con sus amuletos gallegos de azabache o con la cruz de sus rosarios, y rezaban en voz alta. Junto a Ramiro una aldeana harto hermosa, con retintos cabellos achatados sobre la frente y las orejas cubiertas por grandes conos de plata, gritaba sin descanso: «¡A hechizar demonios! ¡A hechizar demonios!» Religiosos de todas las órdenes se ponían de pie en las graderías y levantaban las manos para acallar a la muchedumbre.
Eran ya pasadas las cuatro de la tarde cuando el Secretario del Santo Oficio entregó los relajados al Corregidor y a sus tenientes.
Los reos fueron montados sobre escuálidos jumentos, y la trágica procesión enderezó por la Calle de las Armas, camino del quemadero. El auto continuaba, pero los familiares, según la nueva costumbre, subieron en sus caballos para presenciar el suplicio. La mayor parte del populacho se precipitó como un torrente en pos de ellos. Aguirre se había retirado hacía más de una hora, y Ramiro, bajando del taburete, se confundió con la muchedumbre, avanzando luego, sin ideas, sin designios, cual trágico despojo que arrastran las olas.
Después de seguir durante algunos minutos la ribera del Tajo, el humano tropel se detuvo en un paraje llano y descubierto, al comienzo de la Vega. Ramiro, movido ahora por misterioso impulso, hendió la muchedumbre hasta llegar a la fila de alabarderos. Sus ojos vieron entonces, a pocos pasos, sobre ancho terraplén de arena y de granito, seis palos de agarrotar con sus respectivas argollas, varias pilas de leña y una enorme cruz pintada de blanco. Hasta el símbolo de la sublime caridad tomaba en aquel paraje un aspecto repelente y cruel.
Confusa aglomeración de frailes, de verdugos, de alguaciles, cubrió al instante el ancho quemadero, rodeando a los condenados.
Con muy poca emoción vio Ramiro estrangular a los arrepentidos. Algunos, al morir, dejaban caer la coroza; otros la conservaban sobre su horrible cabeza colgante.
El sol, casi oculto tras larga nube cenicienta, bañaba de dorado rubor la llanura, las colinas, las casuchas blanqueadas del vecino arrabal de Antequeruela.
La tarde era lúcida y benigna. Un olor de tierra humedecida llegaba de la Vega. A esa hora, más de una mano morisca abría las acequias para embeber los regadíos.
La figura de Aixa apareció de pronto al borde del brasero. Sus amarillas ropas de infamia cubiertas de rojos pintarrajos absorbían la lumbre del poniente y cobraban sobre ella un esplendor bárbaro y fatídico. Hubiérase dicho la sacerdotisa de algún espantoso culto de inmolación y de éxtasis pronta a arrojar su sagrado cuerpo a las llamas. Un fraile dominico la predicaba sin descanso, y ora usando del ruego, ora de la amenaza, agitaba ante sus ojos la imagen de Cristo crucifijado. Por fin, todos oyeron la áspera voz del religioso, que gritó como enloquecido:
—¡Ultima vez: decid que abjuráis de vuestras creencias diabólicas!
Aixa meneó la cabeza negativamente. Los alguaciles, los tenientes y otros religiosos le mostraron todos a un tiempo la pila de leña preparada para el suplicio. Ella volvió a menear del mismo modo la cabeza. Entonces, el dominico, asiéndola de los hombros, la empujó hacia el verdugo.
Como si aquel movimiento hubiera soltado las traíllas a la furia popular, veinte o treinta energúmenos, hombres y mujeres, rompiendo la fila de los soldados, se precipitaron sobre el brasero para despedazar a la infiel. En cambio, los que querían verla morir en las llamas prorrumpieron a un tiempo en el mismo grito de protesta:
—¡No la matéis! ¡No la matéis!
Los verdugos se armaron con rajas de leña, y Ramiro advirtió que el hierro de una alabarda acababa de alzarse todo rojo de sangre. Sin embargo, un labriego logró llegar hasta la morisca y asestarla un garrotazo en el hombro; una vieja la hincó por la espalda la hoja de una tijera atada a un carrizo; un dardo, venido quién sabe de dónde, se le clavó en el costado.
En ese momento, cuatro sayones, aprovechando de la creciente confusión, levantaron a Aixa sobre la pila de leña, y habiéndola desvestido hasta la cintura, comenzaron a ligarla contra el madero. Ella ablandaba su cuerpo y echaba los brazos atrás para facilitar el suplicio. El ocaso hizo resplandecer cual claro marfil su admirable desnudez.
Cuando las primeras llamas, casi invisibles, lamieron sus plantas, Aixa, alzando los ojos al cielo, fijó su mirada en el delgado creciente de la luna, que brillaba apenas, por encima de la ciudad, entre nubecillas de oro.
Los leños, atizados con fuelles enormes, comenzaron a chisporrotear. El humo se inflamaba por momentos, formando lenguas amarillentas y fugaces que se perdían en el espacio. Aixa no se movía. Sus largos cabellos flamearon. El refajo que habían dejado sobre sus piernas ardió bruscamente. Una horrible convulsión corrió por todo su cuerpo. Entonces, imponente columna de humo y de pavesas la envolvió de súbito, ascendiendo acelerada y terrible en la penumbra de la tarde. El fuego rugía. De pronto, una primera ráfaga nocturna, desviando hacia atrás la densa humareda, dejó ver la cabeza de Aixa colgando del madero cual espantoso fruto de pesadilla.
Ante aquella visión Ramiro experimentó en toda su carne un estremecimiento profundo e imprevista congoja le contrajo la garganta al recordar las bellezas y delicias del precioso cuerpo que el fuego acababa de destruir. Pero, una presencia misteriosa dentro de su alma sofocó al nacer ese primer movimiento de ternura, haciéndole considerar que aquel humo sombrío de la hornaza era su abominable pecado, su lascivia, su deshonra, levantándose en partículas muertas para desvanecerse, para desaparecer del todo y por siempre en la inmensidad y en los vientos.
Esforzose en experimentar inmenso desahogo; esforzose en pensar con alegría que los ojos terribles de la sarracena habían chirriado en las llamas; que su carne maldita era ahora ardiente despojo cayendo a pedazos en la hoguera; que su misterioso poder y sus hechizos diabólicos se habían hundido con su alma en la negrura de los infiernos; y sintiendo correr las lágrimas por su rostro, postrose de rodillas entre los pies de la muchedumbre, exclamando con fuerza:
—¡Oh, santa, santa Inquisición, tu justicia me redime, tu hoguera me salva!
Ya los cadáveres de los otros ajusticiados ardían en montón sobre enorme pila incendiada, mientras las gentes del pueblo remolineaban en torno con los rostros iluminados por el movedizo resplandor, y mostrándose entre las llamas los miembros humanos que el fuego retorcía y levantaba por instantes como si conservasen aún restos de vida y de sufrimiento. A veces oíase un silbo peculiar y luego una chirriante crepitación, cual si una pella de sebo cayera sobre las brasas, y Ramiro escuchaba encima de su cabeza soeces exclamaciones y carcajadas espantosas que desconcertaban su entendimiento.
Asfixiado por el trágico hedor que desprendía el humano holocausto, tuvo, por fin, que levantarse, y, envolviéndose el rostro con la capa, se alejó a toda prisa en dirección a la ciudad, hablando consigo mismo y aglomerando oraciones y jaculatorias. La sombra ennegrecía los senderos.
Hacia el ocaso, al borde del cielo humoso y sombrío, angosta faja de crepúsculo se apagaba despacio como la muriente lumbre de un horno.
Desvelado por la grandiosa esperanza que acababa de encenderse en su pecho, no le fue posible dormir un instante en toda la noche. A la vez, su pensamiento arrastraba, a pesar suyo, las más importunas imágenes del pasado, comparable al río torrentoso que se enturbia con sus propias orillas.
Sentía Ramiro ansias inmensas de soledad y el horror de toda voz extraña, de todo ajeno semblante.
Pasadas las cinco de la tarde dejó la posada y dirigiose a los ásperos collados del mediodía. Al cruzar el puente de San Martín, una tapada se le interpuso en el camino y con gracioso ademán abrió y cerró súbitamente su velo, enseñándole el rostro. Fue como un relámpago. Sin embargo, Ramiro reconoció al instante los ojos de Casilda, y en vez de detenerse, terciose la capa y enderezó a toda prisa hacia la otra ribera.
Después de errar más de media hora, en la dirección del sudeste, sin alejarse del río, vio asomar una cruz entre los cantos. Era la cruz de una ermita construida al borde del abismo. Acercose; y a pesar de su profunda tribulación, la sorpresa del cuadro dejole absorto un momento, haciéndole presentir un sentido provechoso para su alma.
Frente a él, en la margen opuesta, Toledo se extendía de naciente a poniente, escalonando sobre el alto peñón sus tejados grises, sus pálidas paredes, sus torres numerosas. Liso y vertiginoso escarpamiento caía desde la ciudad hasta el fondo de la angostura, cubierto al parecer de vieja ceniza deleznable, como si el fuego de Dios hubiese pasado por allí, arrasando toda raíz y toda simiente. Ramiro pensó con religioso espanto en las cuestas del eterno castigo que los réprobos tienen que trepar con los pies y con las manos, para caer de nuevo en las ondas inflamadas, y volver a trepar y a caer sin perdón y sin tregua, indefinidamente.
Sentose sobre un peñasco.
El río se deslizaba a una hondura terrible entre rocas herrumbradas y fieras. Pareciole un río de culpas y expiaciones, como los que forja la imaginación al pensar en los infiernos. Hubiérase dicho que dolorosos espectros pasaban en procesión, allí abajo, rozando las ondas con sus colgantes velos obscuros.
Entretanto el caserío tomaba, con la hora, desolada blancura de huesos en el yermo, y toda la ciudad, mirada a distancia, a través de la vibradora penumbra, parecía una ciudad de otro mundo, una ciudad fuera de la vida y del tiempo, mística y anhelosa como los salmos.
En la parte más elevada, sobresalía el Alcázar bañado en melancólico reflejo crepuscular. Ramiro recordó con misteriosa inspiración que aquellos muros habían alojado a uno de los reyes más gloriosos de la historia, a un monarca de monarcas que acabó por arrojar el cetro y la corona para refugiarse en escondido monasterio; y, al pronto, el fantasma del Emperador Carlos Quinto apareció ante sus ojos con el rostro medio oculto por la capilla de un hábito.
¡Ah! ¡aquel sayal sobre el dueño del mundo...!
El sol se ocultó detrás de los cerros, y la ciudad tomó una coloración mustia y violácea, cual si fuera contemplada al través de transparente amatista. Algunas vidrieras que habían flameado un instante se apagaron. Ramiro dejose penetrar por el sagrado recogimiento, presintiendo un signo, una voz de lo alto. En ese instante las campanas de la ciudad rompieron a tocar las oraciones. Los tañidos concertaban a distancia un canto prolongado y conmovedor que hacía pensar en las letanías de la muerte, y hubiérase dicho que la peña que sustentaba los numerosos campanarios vibraba a su vez como la caja de un órgano. Ramiro acordose de las campanas de Avila, de las tardes de su niñez en la torre solariega y de su madre, siempre llorosa, siempre enlutada, siempre taciturna.
Rezó las avemarías. Estaba redimido, estaba purificado, pero sentía su pecho ávido y triste, como un arroyo sin agua. Quiso entrar en la ermita para verter al pie del altar su congoja profunda. Levantose. El suelo y las rocas oscilaban a su alrededor; su cuerpo, aligerado, iba a desprenderse, sin duda, de la tierra. De pronto, un fuego, una inflamada saeta, venida de lo alto, se le entró por el pecho, sumergiéndole durante algunos segundos en un estado delicioso, gozado sólo con el alma.
Luego, todo pasó. Creyó entonces que había sido trasverberado como la Madre Teresa de Jesús, y que Dios acababa de abajarse hasta él en todo su poder y misericordia, para hacerle probar un sorbo, apenas, de los goces que le esperaban cuando su alma, vencedora del mundo, se entregase por fin, con soberana pasión, a la soledad y a la penitencia.
Un instante después regresaba a la ciudad en busca de un convento donde le cambiaran las ropas de caballero por un sayal de ermitaño.
Vestido de áspero buriel y sosteniendo con el bordón, por encima del hombro, la humilde barjuleta que le aparejaron para el viaje las religiosas franciscanas de San Juan de la Penitencia, marchose Ramiro de Toledo, a la mañana siguiente, tomando a través de los montes la dirección del mediodía.
Llevaba todo el cabello hacia atrás, la frente sin ceño, los ojos humedecidos.
Caminó muchos días, de sol a sol, bebiendo de bruces en los arroyos y comiendo los mendrugos que le daban los labradores. Más de un compasivo caminante le ofreció llevarle en el anca de su cabalgadura; pero él sonreía santamente y marcaba en el polvo con más fuerza la huella de sus sandalias. Dormía en el corral de las ventas o al borde de los caminos, donde le tomaba la noche.
Por fin, una madrugada, después de larguísimo viaje, llegó a divisar desde lo alto de un cerro la blanca ciudad de Córdoba, bañada en el rubor húmedo y radioso del amanecer. Se hizo señalar desde allí, por una frutera que pasaba, el convento de las monjas del Carmen, y al pensar que bajo aquella cercana techumbre se hallaba su madre, sintió que los sollozos le entrecortaban el aliento.
Sin querer acercarse a la ciudad, y apartándose de los senderos, descubrió por fin, en el flanco de la montaña, una gruta escondida entre malezas y arbustos. Había en su interior una mesa hecha de ramas de alcornoque sin descorchar, un tintero de raíz de naranjo, un taburete, un azadón y varios cacharros hundidos en el lodo. De la parte más alta, colgaba un antiguo traje de caballero, y además, semejante a dos perniles ahumados, un par de botas de camino con sus espuelas.
Esa misma noche, al encender el candil que llevaba consigo, y al ir a acostarse sobre un montón de hojarasca, hacia el fondo de la gruta, hallose con el cuerpo momificado de un viejo anacoreta, que apretaba todavía entre sus manos resecas las cuentas del rosario. Ramiro dejose caer de rodillas y alzó los brazos al cielo, dando gracias a Dios por haberle puesto, a la vez, en su camino, el anhelado refugio y el ejemplo de aquella muerte.
Al otro día, por la mañana, dio sepultura al ermitaño y ordenó lo mejor que pudo el interior del obscuro escondrijo, donde había resuelto pasar todo el resto de su existencia.
Muy pronto una sublime voluptuosidad inundó su corazón. La continua plegaria, el total desprecio del mundo y, sobre todo, las arduas e ingeniosas penitencias que se impuso, le hicieron conocer el inefable orgullo de la santidad; orgullo grandioso que le dilataba el alma infinitamente, y le alzaba con sublime vuelo sobre las miserias del hombre. Se comparó a los admirables anacoretas de la Tebaida, y tuvo por seguro que en los tiempos venideros su historia sería leída en hogares y refectorios para edificación de las almas.
Las religiosas de Toledo habíanle puesto en el zurrón algunos libros de mística. Conducido por aquellas lecturas, Ramiro se propuso recorrer las tres vías espirituales descritas en los tratados, y lograr al fin la posesión de esa gloria máxima que había buscado hasta ahora por engañosos caminos.
Pero la llama de los primeros días no pudo mantenerse; ya no volvió a sentir aquellos arrobos que encendían en la cripta de su alma las lámparas de fuego de que hablaba Fray Juan de la Cruz. La noche de frío y de tinieblas cayó sobre su corazón; la lobreguez y la humedad de su guarida comenzaron a hastiarle; la lectura se le hizo insufrible.
Algunas tardes, deseando respirar libremente, salía a pasearse por la montaña hasta la noche. La brisa era siempre deliciosa y traía de los cortijos un perfume de azahares que reblandecía la voluntad y alejaba toda idea de penitencia. Sonrisas de mujeres, carmines de labios entreabiertos, maliciosos pestañeos, aparecían ante él en la penumbra rosada o bajo la sombra azul de los árboles.
Una apatía, una pereza invencible comenzó a postrar como un ensalmo sus miembros y su espíritu, hasta hacerle pasar la mayor parte del día tendido en la cama del anacoreta, ocupado en contar los hoyuelos de la roca o las gotas de agua que caían de las vertientes. Las lagartijas, las cucarachas, los ratones y muchos insectos que le eran desconocidos, acabaron por trepar sobre su cuerpo, y él, en vez de espantarlos, mantenía completa inmovilidad, a fin de observar de cerca todos sus movimientos.
Pasó semanas enteras sin rezar el rosario y sin bajar a la ciudad para oír la misa del domingo y pedir provisiones, como era su costumbre.
Cierta mañana escuchó una voz de mujer a pocos pasos de la gruta:
Cantan de Oliveros e cantan de Roldán
e non de Zurraquín, cá fue gran barragán.
Cantan de Roldán o canta de Olivero
e non de Zurraquín, cá fue gran caballero.
Era un doble estribillo que Medrano, el escudero, no se cansaba de repetir. Pareciole la voz de Casilda. ¿No sería algún engaño de los sentidos? Levantose y miró un momento hacia afuera. Una mujer, cubierta de un velo verdoso, bajaba de prisa por la cuesta; y la canción caía y se alejaba con ella graciosamente.
Otra mañana, recogiendo leña por el contorno, descubrió al pie de un árbol una espada cubierta de herrumbre. Llevola a su escondrijo y frotola fuertemente con la arena humedecida. Era un arma señoril: varios anillos de plata ceñían la negra vaina de cuero; la hoja tenía la marca de Hortuño; la guarnición era calada y fina, como una randa.
Aquel trivial incidente vino a arrancarle de su pereza. Desde entonces pasaba horas y horas acicalando la espada en sus menores intersticios; y se complacía en sacarla a la luz para hacer correr una llama de sol a lo largo de la hoja, en empuñarla y blandirla con fuerza, en hacerla resoplar en el viento.
Ya no salía nunca hacia el bosque que no la llevase consigo; y a veces, mirando hacia una y otra parte, como si alguien pudiera sorprenderle, hincaba la punta de cierto modo en el tronco de los árboles para recordar la terrible estocada con que había dado muerte a Gonzalo.
Su sangre se enardeció de nuevo, y su espíritu, inflado otra vez con el viento de la honra, volvió a soñar en los triunfos y loores de la vida y en todas las hazañas que él hubiera podido realizar por el mundo.
Hallábase una tarde del mes de Septiembre sentado sobre un alto peñasco, y meditando la idea de visitar en breve a su madre, cuando vio subir por la cuesta, sobre una mula parda, a un anciano enjuto y esbelto que agachaba la cabeza y miraba con singular atención hacia la gruta.
El hombre volvió a pasar a la mañana siguiente, mirando siempre con la misma curiosidad.
Por fin, un día en que Ramiro llegó a sentir de modo insufrible el tormento del hambre, el anciano misterioso acertó a pasar a la hora del anochecer, llevando por delante, sobre la silla, un cesto pequeño lleno de hogaza y una ristra de cebollas colgada del hombro.
Ramiro caminó hacia él, exclamando:
—¡Dadme, por Dios, una cebolla y un poco de pan!
El hombre prosiguió su camino.
Ramiro, entonces, con voz amenazadora y más fuerte, repitió:
—¡Por el amor de Dios, dadme un poco de pan!
Pero el desconocido, sujetando apenas la mula, contestó secamente:
—Mejor sería ir a ganalle con vuestros brazos. ¿Pensáis acaso que esa roñosa pereza borra crímenes y perjurios?
El se le cruzó en el camino, y asiendo con una mano el freno de la cabalgadura, levantó con la otra su crucifijo de bronce, repitiendo:
—¡Dadme, os digo, unas migajas, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo!
Entonces, el anciano, inclinó su cuerpo hacia adelante y, por toda respuesta, escupió dos veces con bárbara osadía la santa imagen del Redentor. Ramiro exhaló un grito de espanto. Su cuerpo vacilaba combatido por dos impulsos adversos. Por fin, corriendo con ímpetu a la cueva, cogió la espada y se vino derecho hacia el hombre, con la intención de darle muerte allí mismo. Pero al levantar la punta para hundirla en aquel pecho sacrílego, una voz recia y dominante, una voz que penetró en sus entrañas, le contuvo de golpe:
—¡Ah! ¡Ramiro, Ramiro, sólo falta agora que acuchilles al hombre que te engendró!
Al pronunciar estas palabras, el caminante quitose el ancho sombrero que llevaba, a fin de descubrir su cabeza y mostrar mejor todo el rostro. Ramiro experimentó profunda conmoción. Acababa de reconocer al misterioso personaje del arrabal de Santiago, al abnegado morisco que le había salvado la vida, dejándole después, como recuerdo, la valiosa daga sarracena.
—Sí, yo te engendré en la altiva doña Guiomar—prosiguió el anciano—y tu agüelo prefirió casalla en seguida con el viejo don Lope, en odio a mi raza y a mi creencia. Luego, allá en Avila, te di la vida por segunda vez, sacándote de entre las dagas de los creyentes; y fui expulsado de Castilla como traidor. Pero tú, Ramiro, me pagaste en buena moneda cristiana, faltando a tu juramento y entregando a la Inquisición a la infelice Gulinar y a Aixa, a Aixa la jarifa, a Aixa la santa, para que fuesen arrojadas a la hoguera, después de haberte curado y regalado con tanto amor como ellas te tenían!
Las lágrimas brotaron de sus ojos, y con voz temblorosa, exclamó por fin:
—¡Ah! No quiero maldecirte, porque la maldición de un padre es siempre escuchada por Alá...; no, no me atrevo a maldecirte...!
Con estas palabras agitó su mano izquierda hacia atrás, y taloneando fuertemente la mula, dejó caer al suelo toda la hogaza, desapareciendo en seguida entre los peñascos.
Ramiro le miró partir sin llamarle, y caminando hacia la cueva, fue a sentarse en el rincón más obscuro, oprimiendo el crucifijo contra su pecho.
¿Qué había escuchado? ¿Su padre? ¡Un morisco!
Todos los enigmas de su vida acudían a su memoria: la soledad de su infancia, la dureza del abuelo para con él, la continua y llorosa melancolía de doña Guiomar, las especies tan extrañas que había suscitado su lance con los conversos, el súbito desvío de Beatriz, el denuesto de Gonzalo en la callejuela... ¡el abnegado amor de aquel hombre de otra fe, de otra raza!; y vio que todo resultaba harto comprensible a la luz de la espantosa revelación.
¿Sería verdad? ¿Sería, en efecto, hijo de moro? ¡Ah! Más valiera entonces romperse las venas y dejar que toda su sangre se derramase sobre el lodo de la ignorada caverna. Su razón cayó en espantosa vorágine. Las ideas parecían ulular y remolinear como los vientos en una noche de vendaval. No quería, no quería pensar, y se hincaba las uñas en la frente para aturdirse, agitaba los brazos en las tinieblas, resoplaba con furia como un hombre enajenado por el terror; pero la cavilación era cada vez más inexorable, más elocuente, más honda. Unas veces reía de su propia credulidad, desechando como el más grande de los absurdos las palabras del moro; otras llegaba a sentir total convencimiento, y se sorprendía de no haber concebido hasta ahora ninguna sospecha en medio de tantos indicios.
De pronto, el mismo horror de aquella incertidumbre, le yergue sobre los talones. Enciende la candileja. Un pensamiento instantáneo acaba de cruzar por su mente. Sube al escabel, descuelga los viejos vestidos y las botas que penden de lo alto de la gruta. Un bolsillo de monedas suena en los gregüescos.
Cuando hubo cambiado el sayal por aquellas ropas de otro tiempo y ceñido la espada, salió de la cueva y se puso a errar en la noche. No le quedaba ahora otra idea que huir sin descanso hacia el mar, otra esperanza que los galeones.
Soñaba en alguna región de las Indias, donde las plantas, las frutas, las aves, las estrellas, todo fuera nuevo para él y nada le recordase la tierra vieja y maligna en que había nacido, aquella tierra en que todo era adversidad, maleficio, embrujamiento. Sólo así podría escapar a la maldición que le perseguía quizá desde el vientre de la madre.
Caminó incansablemente, empujado como Ashavero, por un viento misterioso que no movía las hojas de los árboles, y que él, con todas sus fuerzas, no hubiera podido resistir.
De noche, en las ventas, al verle aparecer con el anticuado traje y la luenga barba en desorden, más de un gañán empinaba de golpe la taza de vino y se escapaba al corral haciéndose cruces.
En cambio, de día, al cruzar por los pueblos, los chiquillos se mofaban de su estampa y le arrojaban por detrás cáscaras de nueces y puñados de polvo.
Con el dinero que había encontrado en los gregüescos compró una mula para abreviar el camino y un capote para cubrirse, y de este modo, después de innumerables peripecias, llegó, por fin, a la ciudad de Cádiz, a mediados de diciembre.
El mismo día, recorriendo las calles, vio una bandera de compañía colgada de una ventana; preguntó por el capitán y le dijeron que se había marchado la víspera para Jerez. Iba a retirarse, cuando un soldado, que estaba sentado en un poyo, junto a la puerta, exclamó:
—Si vuesa mercé, seor caballero, quiere hablar con Pablo Martínez, el alférez, ahí le tiene a su derecha.
Ramiro volvió el rostro y su asombro fue inmenso al ver cruzar la calle a su antiguo paje vestido con galas de soldado.
Pablillos llegaba apenas de Flandes. En una escaramuza, cerca de Groninga, dos compañías de escopeteros españoles, sorprendidas por una carga del enemigo, volvieron la espalda para salvarse. Sólo Pablillos permaneció en su puesto sin hacer el menor ademán. Al siguiente día le hallaron en el mismo paraje, tendido boca abajo; había perdido el habla y estaba cubierto de contusiones. Esto le valió la bandera. Algunos dijeron entonces que el miedo no le había dejado menearse; otros, que se había agazapado bajo la cureña de una culebrina; pero ahora los nuevos soldados le miraban como a un héroe, y toda la población como a una gloria gaditana. Al reconocer a Ramiro, le prometió ayudarle en lo que pudiese, y cuando supo su resolución de entrar en la compañía como soldado, llevole en persona a comprar lo que hubiera menester para embarcarse. Debían zarpar para el Perú a fines de diciembre.
El día veinticuatro de aquel mes, pasadas las seis de la tarde, tres gruesos galeones dejaban la bahía, desplegando una a una sus velas numerosas, que tomaban al pronto en el crepúsculo vivo tinte de oro y de sangre.
En uno de ellos iba Ramiro asomado a la borda, y tendiendo su mirada, su imaginación y toda su alma hacia la fabulosa esperanza del horizonte.
Las tres farolas de popa se encendieron, y las naves tomaron la ruta de América.
Entretanto, allá en la ribera, hacia la punta de San Felipe, una muchacha, con los zapatos despedazados y echada de pechos sobre la última roca, miraba, sollozando, aquellas luces mortecinas, cada vez más pequeñas, cada vez más lejanas; y la marea, aislando poco a poco el escollo, jugaba con su manto verduzco, apagaba sus lamentos, se llevaba sus lágrimas, y le murmuraba al oído enorme y despiadada canción que reía con las espumas.
En el Perú, el año de 1605, en la Ciudad de los Reyes.
Es una noche de fines de octubre. La ciudad duerme bajo el brillo de las constelaciones y sus campanarios se levantan, aquí y allá, más obscuros que la sombra. Luciérnagas y cocuyos enciéndense a millares encima de los huertos y atraviesan los árboles tenebrosos. El húmedo ambiente está henchido de perfumes, y óyese, como en la quietud de los campos, el concierto de los grillos y las ranas, sólo entrecortado por la voz de los serenos o los pasos de algún trasnochador que vuelve de los garitos.
Poco a poco, soñolienta vislumbre enrojece en lo alto los cerros de San Cristóbal y Amancaes. Una brisa sutil y lánguida llega del mar. Los gallos no han cantado todavía.
No lejos de la Plaza Mayor, en el huertecillo de humilde vivienda, una mujer, cuya blanca vestidura parece relucir en la sombra, va y viene por los senderos cual inquieto fantasma. Es Rosa, la hija menor de Gaspar Flores y María de Oliva. Todas las mañanas, antes de la salida del sol, junta piadosamente, en el jardín cultivado por ella, las flores que un instante después ha de llevar a la Virgen del Rosario, en la vecina iglesia de Santo Domingo.
Aun en las noches más obscuras sus pupilas reconocen las corolas mejor abiertas, y parécele que todas claman hacia ella con místicas voces, anhelosas de morir sobre la pureza de los altares.
Hacia un ángulo del huerto, la puertecita de encalada celda recorta en la obscuridad el dorado resplandor de un candil encendido. Es la ermita doméstica construida por Rosa para entregarse a la contemplación y la penitencia sin abandonar a sus padres y a sus hermanos.
No ha escogido esa vida guiada por el remordimiento o los pesares. Ha nacido santa. Es milagrosa desde la cuna. Su primer aliento difundió en su morada un hálito del Paraíso. Es el lirio conventual, bendecido por Dios en la tierra y en la simiente. Diríase que los ángeles mueven y aderezan todo lo que ella pone bajo su intento. Las personas que la visitan advierten claridades y frescuras de otra vida en torno de su persona; y, de noche, se la reconoce en las más obscuras estancias por la misteriosa luz que desprenden sus cabellos.
No ha cumplido aún veinte años y nadie ignora en Lima los asombrosos prodigios con que el Señor la favorece. Sólo ella encuentra natural que los pájaros se posen sobre su hombro o acompañen con sus trinos las fervorosas canciones que improvisa al son de la vihuela; o que, en los días de gran necesidad, cuando su madre o sus hermanas se sienten enfermas, maravillosas labores aparezcan, en un instante, bajo su aguja, recubriendo una a una las telas, sin agotar los ovillos.
Comprende desde temprano que el sufrimiento y la pobreza son para Dios las más altas dignidades de esta vida; y visita de continuo los hospitales, entra en las covachas de los cholos y los indios, buscando las fiebres, las llagas, la lepra; asila en su oratorio a las ancianas que escarban las basuras de los muladares para buscar el sustento; cura con sus manos a bubosos y cancerosos abandonados por sus parientes.
Su hermosura es a la vez angélica y perturbadora. Tiene del cirio el candor y la llama. Sus grandes ojos, que arden con misteriosa fiebre, van encendiendo, a pesar suyo, súbitas pasiones en el corazón de ricos y virtuosos caballeros. Su madre quiere casarla, y la obliga a ataviarse como las otras doncellas; pero Rosa pone en cada gala una oculta mortificación. La guirnalda de flores con que debe adornarse la frente, lleva por debajo una corona de espinas; sus guantes de olor están embebidos en un cáustico que desuella las manos. Por fin, acosada de amenazas y violencias, declara su voto irrevocable de virginidad y su secreto desposorio con Jesucristo.
Una noche, después de haber trabajado hasta muy tarde, a la luz del candil, soñó que aderezaba la saya para sus bodas espirituales, bordando sobre briscada estofa los Nueve Coros angélicos y los símbolos de la Trinidad y de la Santa Eucaristía. De pronto parécele que la quitan la aguja de las manos. Un ángel pálido, y de rizos muy negros, reluce de súbito ante ella, y le ofrece una corona de lágrimas y alba vestidura formada de postillas de lepra que la envía Nuestro Señor, desplegando, en seguida, el velo nupcial, incorpóreo velo, sólo visible para el alma, un velo hecho de suspiros y sollozos de este mundo.
Rosa abre el postigo con delicada cautela, para no despertar a los que duermen, y sale de la casa, oprimiendo contra su pecho las flores que ha de ofrecer a la Virgen. Camina lentamente, agitando apenas los pliegues cándidos y simples de su túnica. Diríase que la poderosa fragancia la desvanece por momentos.
Tierno rubor enciende por encima de los tejados los ópalos de la aurora. Algunos techos de paja cuelgan hacia la calle como rubios cabellos humedecidos. Las puertas se abren, una a una. Al pasar junto a las rejas se aspiran monjiles sahumerios recién encendidos en los estrados. Aquí y allá, un brazo desnudo asoma sin rumor entre las celosías y riega los albahaqueros. Oyese la tímida canturria de las esclavas que lavan los patios y los zaguanes.
Rosa entra a la iglesia hollando con religioso respeto las losas sombrías. Dos hachas de cera arden en el fondo, junto a la capilla mayor. Su luz llorosa y vacilante hace entrever, dentro de negro ataúd, las manos entrecruzadas de un muerto y el amarillento sayal con que lo han amortajado. Ni una flor, ni una plegaria, ni un paño mortuorio.
La doncella se aproxima.
Un fraile dominico, con barba y sin tonsura, dormita a pocos pasos del féretro, sentado en un escaño. Rosa camina hacia él. El novicio abre entonces los ojos y murmura, como espantado:
—¡Vive Dios! ¡Con ella soñaba, y la veía venir con ese sayal, con ese velo, con esas flores!
Luego, reprimiendo su asombro, agrega dulcemente:
—El Señor os conduce, niña santa. ¿Qué labios podrán rezar mejor que los vuestros por el alma de este difunto?
—¿Quién era...?—pregunta Rosa, observando el rostro del muerto.
—A punto fijo, no lo sé yo tampoco—responde el religioso.—Jamás quiso revelar su nombre ni su origen; pero puedo decir que el Caballero Trágico, como todos le llamábamos, ha sido un gran arrepentido, y que la peregrina historia de su conversión debiera publicarse a boca llena para ejemplo de pecadores.
El fraile vacila un instante, pero clavando en la joven una mirada de arrobamiento, cual si hablase a una santa aparición, agrega con voz estremecida:
—Yo le conocí en Huancavelica, hará cosa de seis años. Formó allí una banda de facinerosos, para la cual quiso el Demonio señalarme, y salíamos a descubrir enterrados, que llaman, y huacas antiguas, y minas ocultas; y todo lo alcanzábamos a fuerza de cuerda y de hierro. Prendíamos a los caciques y les dábamos tormento, e si no querían declarar, nos íbamos sobre sus chozas y nos hartábamos de sangre. ¡Ah!, no hubo saña como la nuestra. Después caíamos a esta ciudad de Lima, a consumir en los vicios el fruto de nuestros crímenes... Mucho más pudiera decir, sino que no es la ocasión.
Rosa suspiró; y el novicio, pasándose la mano por el rostro, alzó la cabeza y prosiguió su relato:
—¡Oh alta potencia de Dios, y por cuántos medios mandas la luz a las almas hundidas en la tiniebla! Habéis de saber que, una vez, ese que agora duerme el sueño de la eternidad, viniendo conmigo a comulgar a esta parroquia, pues nunca abandonó el sumo Sacramento, os vio salir por la puerta de la sacristía, y, dejándome al punto, se puso a seguiros. Habiendo sabido después cuán piadosa erais y cuán alejada de todas las vanidades y pasiones del siglo, determinó, sin embargo, seduciros, o robaros a viva fuerza. Para eso, cierta mañana, hizome llevar una litera junto a vuestra casa, mientras él se dirigía a saltar la tapia del huerto...
Yo le vi volver, a la hora, con otro semblante. Al llegar junto a mí, echome los brazos al cuello, exclamando: ¡Es una santa, una esposa de Cristo; es El quien habla por sus labios!, y gemía como un hombre que no osa arrancarse del pecho el dardo con que acaban de herirle. Desde entonces púsose a observaros de lejos, y os vio derramar por todas partes vuestra cristiana bondad. Una envidia santa traspasó su corazón encallecido al escuchar las bendiciones de los miserables y al ver a tanto desgraciado que se echaba de hinojos en el suelo para besaros los pies. Abandonó sus galas, repartió joyas y dinero entre los menesterosos, y, habiéndome contagiado su nuevo frenesí, llevome consigo a los campos, para borrar con el bien todo el mal que habíamos sembrado por ellos. ¡Por mi fe! ¡Yo nunca pude imaginar remordimiento tan profundo, y qué hazañas de caridad y de penitencia! Dios perdone sus pecados, y quiera darme tiempo a mí mesmo para purgar los míos en esta santa casa de religiosos.
—¿Y cuál ha sido su muerte?—volvió a preguntar la doncella, con expresión tímida y ansiosa, sentándose en el extremo del escaño.
—Su muerte—respondió el novicio—dice harto bien lo que fue su contrición. Allá por el mes de agosto, un indígena, a quien él curaba de un terrible dolor en los huesos, fue compelido en Huancavelica a trabajar en la mina que llaman La Hedionda. El Caballero Trágico quiso ponerse en su lugar y, disfrazado de salvaje, pasaba todos los días más de cinco horas en las entrañas de la tierra. Contrajo de esta suerte una fiebre tan brava, que en menos de una semana le privó de todo movimiento. Yo no hallé cosa mejor que cargarle sobre una mula y traelle a este Convento del Rosario, donde, después de largo padecer, ha fenecido anoche a las nueve, edificando a los religiosos con sus acentos de humildad y de sublime confianza en la misericordia de Dios. Y agora debo deciros—agregó por fin con voz entrecortada por la emoción—que en sus últimos instantes mezclaba vuestro nombre al nombre de Cristo y de Nuestra Señora, doncella santa.
Rosa acercose al ataúd. ¿Cómo dudar? Se hallaba ante el cadáver de aquel desconocido que había saltado una mañana las tapias de su huerto, y a quien ella, sin darle tiempo a que desplegase los labios, habló largamente sobre el divino y verdadero amor, con palabras dictadas, sin duda, por el cielo.
Fijó entonces sus pupilas, con profunda atención, en el descarnado rostro, y al reparar en la beatitud inefable que bañaba los párpados, comprendió que aquellos ojos hablan contemplado, antes de extinguirse, alguna visión deslumbradora del Paraíso.
Dejole caer una flor sobre el pecho, y otra, y otra después...
El alba aclaraba apenas el templo con lívidos resplandores que bajaban de las vidrieras, y la vieja niebla de incienso, adormecida en las naves, se rasgaba por instantes, como si los ángeles volasen en la penumbra.
Rosa de Santa María arrodillose piadosamente, y murmuró una plegaria por el alma de aquel muerto.
Y ésta fue la gloria de don Ramiro.
FIN
End of Project Gutenberg's La gloria de don Ramiro, by Enrique Larreta *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA GLORIA DE DON RAMIRO *** ***** This file should be named 29920-h.htm or 29920-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: https://www.gutenberg.org/2/9/9/2/29920/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation web page at https://www.pglaf.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at https://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email business@pglaf.org. Email contact links and up to date contact information can be found at the Foundation's web site and official page at https://pglaf.org For additional contact information: Dr. Gregory B. Newby Chief Executive and Director gbnewby@pglaf.org Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation Project Gutenberg-tm depends upon and cannot survive without wide spread public support and donations to carry out its mission of increasing the number of public domain and licensed works that can be freely distributed in machine readable form accessible by the widest array of equipment including outdated equipment. Many small donations ($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt status with the IRS. The Foundation is committed to complying with the laws regulating charities and charitable donations in all 50 states of the United States. Compliance requirements are not uniform and it takes a considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up with these requirements. We do not solicit donations in locations where we have not received written confirmation of compliance. 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Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm concept of a library of electronic works that could be freely shared with anyone. For thirty years, he produced and distributed Project Gutenberg-tm eBooks with only a loose network of volunteer support. Project Gutenberg-tm eBooks are often created from several printed editions, all of which are confirmed as Public Domain in the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper edition. Most people start at our Web site which has the main PG search facility: https://www.gutenberg.org This Web site includes information about Project Gutenberg-tm, including how to make donations to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to subscribe to our email newsletter to hear about new eBooks.