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SUS CONDICIONES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES, CAUSAS QUE LAS DETERMINAN Y MEDIOS PARA MEJORARLAS,
POR
Francisco del Valle Atiles,
DOCTOR EN MEDICINA Y CIRUJÍA.
MEMORIA
PREMIADA EN EL CERTAMEN DEL ATENEO PUERTORRIQUEÑO,
CORRESPONDIENTE AL AÑO 1886.
DE CONFORMIDAD CON EL LAUDO DEL JURADO
ELEGIDO POR LA ASOCIACIÓN DE ESCRITORES Y ARTISTAS,
DE MADRID.
SECCIÓN DE CIENCIAS MORALES.
PUERTO RICO.
TIPOGRAFÍA DE JOSÉ GONZÁLEZ FONT.
FORTALEZA, NÚMERO 27.
1889.
SUS CONDICIONES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES, CAUSAS QUE LAS DETERMINAN Y MEDIOS PARA MEJORARLAS,
POR
Francisco del Valle Atiles,
DOCTOR EN MEDICINA Y CIRUJÍA.
MEMORIA
PREMIADA EN EL CERTAMEN DEL ATENEO PUERTORRIQUEÑO,
CORRESPONDIENTE AL AÑO 1886.
DE CONFORMIDAD CON EL LAUDO DEL JURADO
ELEGIDO POR LA ASOCIACIÓN DE ESCRITORES Y ARTISTAS,
DE MADRID.
SECCIÓN DE CIENCIAS MORALES.
PUERTO RICO.
TIPOGRAFÍA DE JOSÉ GONZÁLEZ FONT.
FORTALEZA, NÚMERO 27.
1887.
SUS CONDICIONES FÍSICAS, INTELECTUALES Y MORALES, CAUSAS QUE LAS DETERMINAN Y MEDIOS PARA MEJORARLAS.
Os diré toda la verdad, porque es ella la que salva. Hombres hay que juzgan bueno ocultarla; estos son impostores ó tímidos que Dios rechaza, porque la verdad es Dios mismo y velarla es velar á Dios.
Lamennais.
El Libro del Pueblo.
La Junta Directiva del Ateneo de Puerto Rico ha tenido á bien someter á estudio la interesante cuestión de El campesino puertorriqueño. Nosotros, más que por otro motivo, por sernos simpático el asunto, cuando el Certámen se anunció resolvimos redactar esta Memoria; pero algunas circunstancias individuales nos obligaron á suspender el trabajo, cuando aun no llegaba á la mitad. Sólo después de prorrogado el plazo de admisión por acuerdo del Ateneo, reanudamos la tarea comenzada, y la hemos seguido con una precipitación que, si no puede servir de disculpa [8] á la deficiencia de este trabajo, servirá por lo ménos como excusa de su desaliño.
Sin pretensiones de ninguna especie, hemos procurado consignar hechos y apreciarlos con imparcialidad, estudiando las causas que según nuestro modo de ver los determinan; en ocasiones hemos tenido que refrenar nuestro provincialismo para conseguir aquel propósito; pero estamos seguros de haber hecho lo posible para mantenernos dentro del carácter imparcial que debe animar al que estudia esta clase de asuntos. Luego proponemos los remedios que estimamos convenientes para impedir el mal, porque mal y grande es por cierto que en una provincia como la de Puerto Rico, esencialmente agrícola, exista un considerabilísimo número de brazos, y brazos precisamente destinados á la agricultura, incapaces por sus condiciones físicas, intelectuales y morales de aportar, de una manera cumplida, su contingente á la obra del progreso.
Hemos seguido en la redacción de esta Memoria el mismo órden con que ha sido enunciado el tema que nos proponemos desarrollar. "Estado actual de las condiciones físicas, intelectuales y morales del campesino puertorriqueño y su familia, causas que lo determinan y medios para mejorar dichas condiciones." En la primera parte hacemos algunas consideraciones generales, sin profundizar en ellas, porque tienen su lugar en la sección correspondiente.
Al investigar las causas que determinan el estado físico del campesino, tratamos á grandes rasgos de las condiciones de la Isla, bajo sus aspectos, clima, suelo, etc., es decir, de todo aquello que deba tenerse en cuenta en la apreciación del medio; datos de los cuales no hemos creido que debíamos prescindir, pues su importancia es grande en el análisis de estos problemas sociales. Por eso entramos en él, bien que tratándole someramente, ya que á ello nos obliga la [9] premura del tiempo, dada la brevedad del plazo que se concede para estudiar problemas tan árduos como el que motiva este trabajo.
El estudio de los caractéres intelectuales del campesino, se nos ha facilitado mucho por los trabajos recientemente publicados en el país, que se refieren á la cultura intelectual de nuestra Isla.
Los caractéres morales que ostentan nuestros jíbaros, encuéntranse sobradamente explicados por la historia de este pequeño trozo de tierra, en el que no por serlo se dejan de presentar los mismos problemas que en otras partes preocupan la atención; problemas que siendo nuestros, á nosotros principalmente nos interesa resolverlos.
Por eso, porque hemos visto en el tema propuesto por el Ateneo esa aspiración, nos hemos decidido á concurrir al Certámen, no creyendo resolver desde luego cuestión tan trascendental como la que envuelve el estado social del grupo rural puertorriqueño, sino aportando á la obra nuestro pobre trabajo, y sin buscar en ello otra cosa que el reconocimiento de la buena voluntad que nos guía. Lo primero es acopiar materiales para la obra; si ella resultase demasiado árdua para nuestras fuerzas, otras personas podrán, sin duda, hacer más, con mayor provecho. Por nuestra parte bástanos la satisfacción de haber coadyuvado en la medida de nuestras fuerzas á propósito tan laudable como lo es el mejoramiento de nuestras clases agrícolas.
No tenemos la pretensión de hacer un estudio completo de etnología puertorriqueña. Agrupar en cuadros más ó ménos sencillos los variados elementos etnológicos que constituyen nuestra actual población no sería obra imposible, pero requiere una labor especial que [10] no creemos sea de absoluta necesidad para el desarrollo del tema presente; aparte de que, asunto de tal interés no cabría dentro de la modesta extensión que pensamos dar á esta Memoria. Creemos, sin embargo, que será conveniente apuntar algunas ideas generales acerca de este asunto, las cuales son dignas de tenerse en cuenta, y nos importará recordar cuando estudiemos las causas que determinaron el modo de ser del campesino borincano.
Poblada la Isla de Puerto Rico hasta fines del siglo XV por la raza indígena—especie americana—raza originaria de las regiones del nordeste de Asia, que—ateniéndonos á la descripción que de sus caractéres físicos nos hacen los historiadores, y á la clasificación de Mr. de Quatrefages,—hemos de considerar como una raza mixta, de las aproximadas al tronco amarillo, vino el descubrimiento á cambiar radicalmente este estado de cosas, trayendo con los españoles, que desde el principio del siglo XVI ocuparon la Isla, el elemento blanco que poblaba el suelo de la península española, en el cual, como sabemos, existían confundidas razas mediterráneas distintas: vascos, semitas en sus dos ramas, é indo-europeos en su rama aryo-romana. Luego cuando la Real Cédula de 1513 autorizó la importación de esclavos, se introdujo en la colonia naciente la especie negra, y por último, una vez abierta la Isla al comercio universal, á ella han venido, aunque en poco importante número, distintas razas y aún otras especies que son un factor secundario en la etnología puertorriqueña.
Alguna influencia, aunque poca, debemos asignar al tronco indígena, como elemento etnológico; pues los españoles mezclaron desde los primeros dias de la conquista su sangre con la india. Este parentesco no es, sin embargo, de los más importantes, pues aunque la Historia asegura que cuando Don Juan Cerón pasó en 1509 á San Juan, la isla "estaba tan poblada de[11] gente como una colmena," es lo cierto que en 1582, por haber emigrado los unos y sucumbido los otros, no había ya naturales en el país; cosa que había motivos para esperar que sucediese, en más ó ménos lejano plazo, desde que ocupó el limitado territorio de Borínquen una raza más viril y civilizada que la indígena, supuesto que los españoles sólo tenían en contra la naturaleza del clima, mientras que á su favor estaban todas las ventajas de la civilización. Es axiomático que la cultura de los pueblos invasores es siempre fatal para los pueblos salvajes invadidos.
Además de esta ley, que se cumple indefectiblemente en el combate de la vida, como quiera que la superioridad para el triunfo la preparan elementos varios, debemos anotar que el trabajo rudo á que se sometió á los indios, principalmente el de las minas, las nuevas costumbres impuestas á los indígenas, el abatimiento consiguiente á un pueblo dominado, que vé ocupado el querido suelo patrio por extraña gente, las enfermedades importadas y otras muchas causas, entre las cuales predominó, por desgracia, la explotación de los vencidos y el mal trato que se les dió, á pesar de las Reales recomendaciones que ordenaban lo contrario; son causas que contribuyen á justificar el hecho de la rápida extinción del primitivo habitante de Puerto Rico.
La falta de brazos que esta desaparición originó, hizo pensar á los conquistadores en los esclavos negros para satisfacer aquella necesidad. La raza etíope vino, pues, al suelo borincano; de modo que, si bien ésta nunca llegó á estar representada por un número de indivíduos superior al de los blancos, fué no obstante suficiente para que constituyera un factor tan fundamental como la raza caucásica de la población actual de Puerto Rico. De estos factores, por los inevitables cruzamientos, se ha originado el elemento mestizo, distinto de los anteriores.
Es sabido que en las costas, por su acceso al comercio, es más fácil el cruzamiento de razas que en los pueblos del interior, en donde el trato con extraños apénas tiene lugar. Obsérvase, además, que la mujer muestra siempre mayor repugnancia á mezclar su sangre con la de una raza inferior, y si tenemos en cuenta la degradación que la esclavitud imprime á los que la sufren, se explica el porqué la mujer blanca de los campos, aunque pobre, huyó por largo tiempo de contraer lazos amorosos con el negro. Las mismas circunstancias influyeron en que muchos blancos, aún los que se dedicaron á las mismas labores del campo que el esclavo, rehuyeran el matrimonio con las negras. Tales causas creemos que son bastantes para explicarnos el hecho de que hoy, en nuestra población rural, pueda distinguirse de las familias negra, mezclada de blanco y negro, y mestiza—en la que el sello indio es perceptible por caractéres físicos apreciables para todo el mundo—otra cuya filiación caucásica pura no es discutible.
Últimamente, después que el hábito y la vida en el mismo suelo han suavizado las asperezas que existían entre personas de razas tan opuestas, luego que las castas han desaparecido, rota la línea de separación por el blanco, ménos escrupuloso en solicitar á la mujer negra, sobre todo si el consorcio es transitorio y obedece á caprichos pasajeros, los cruzamientos se han generalizado más en todas formas y la pureza de razas va siendo cada dia más rara; por lo cual, á causa del predominio que siempre tuvo y sigue teniendo en Puerto Rico el elemento caucásico, y atentos á los datos que la observación nos suministra, puede asegurarse que la raza negra, no engrosada por la inmigración, está llamada á desaparecer de la Isla por fusión dentro de la raza superior que la absorbe, modificándose á su vez. En este cruzamiento que presenciamos, el aniquilamiento de la raza negra no se pro[13]duce ya porque las enfermedades ó el mal trato la hagan menguar, sino porque la raza blanca renueva constantemente sus representantes, mientras que la abolición de la trata cortó la corriente inmigratoria del negro, corriente que siempre fué muchísimo ménos activa que la determinada por el mejor mercado de la Isla de Cuba, además de que la tendencia natural que inclina al hombre á mejorar las circunstancias de orígen, obra en el mismo negro y principalmente en la mujer de color, facilitando la fusión.
Aún estamos á mucha distancia de la resultante de esa mezcla de razas, pues los caractéres comunes que aquella deberá tener, caractéres que—como es sabido—para significar su posesión deberán ser trasmisibles de un modo regular por la herencia, sólo se adquieren con lentitud y á fuerza de siglos; pero indudablemente, la adaptación al medio, modificando al europeo que logró y logra resistir á las condiciones climatológicas del país, su influencia sobre el negro y sobre el mestizo, influencia que hoy se hace ya extensiva al interior de los campos, deberán al cabo producir en la sucesión de los tiempos, si estos cruzamientos persisten bajo el mismo suelo y en mejores circunstancias para la vida, una raza apropiada á las necesidades del clima ó mejor del medio; raza que bajo la saludable influencia de una educación ajustada á los progresos que la civilización ha realizado, se podría encontrar en condiciones físicas, intelectuales y morales buenas para subsistir, sin tener que mirar con recelo á la familia anglo-sajona vecina. Poner al habitante de Puerto Rico en condiciones favorables para la lucha por la existencia, no es una utopia; todo es obra de la educación. Únicamente por medio de ella se puede alcanzar esa "acorde armonía del organismo con su objeto", esa condición de vida sine qua non para el hombre de todas las regiones habitables del globo.
En tésis general, afirman los higienistas "que la salud y vitalidad de las gentes del campo son muy superiores á las del grupo urbano." Esta verdad, que tiene por fundamento circunstancias sobradas que la justifiquen, como más adelante veremos, tiene, no digamos de un modo absoluto, pero sí de una manera general, su excepción en Puerto Rico. Pero ántes de explanar esta idea, y con el fin de evitar confusiones, conviene precisar lo que entendemos por campesino, voz en la que comprendemos al jíbaro, que es á quien nos referimos en las líneas anteriores.
Y por jíbaro entendemos, para todo lo que digamos en este estudio, "el campesino puertorriqueño sin instrucción" como lo define un querido amigo nuestro, (en un libro que su galana pluma nos ofrecerá pronto)[1] ó sea el rústico, gañán, paleto, aceptando en esto el mismo criterio de otro ilustrado publicista de grata memoria.[2] Esta aclaración que un reputado escritor creyó con fundamento que debía hacer en su erudito estudio de reciente publicación,[3] la repetimos y á ella nos atenemos, entre otras razones, porque creemos que el estudio solicitado por el Ateneo puertorriqueño, sólo puede referirse al jíbaro. Aplícase en general la palabra campesino á los habitantes del campo, pero la índole del estudio y el objetivo que es de suponer se propuso aquel centro en el tema elegido para el certámen de 1886, nos autorizan á limitar la acepción de la palabra al concepto expresado.
Del apuntamiento etnológico hecho anteriormente podemos deducir que entre los campesinos puertorriqueños los hay pertenecientes á la raza blanca, á la[15] negra, y á la mezcla de las dos, por lo que habría necesidad de estudiar cada uno de estos grupos por separado; pero como el género de vida es igual para los indivíduos de las tres agrupaciones, ya pertenezcan á una ó á otra raza, y como el predominio de la blanca es todavía notable en el interior, sólo en conjunto estudiaremos las condiciones físicas, intelectuales y morales de los tres grupos étnicos referidos, pues algunas cualidades de estas les son comunes, sin perjuicio de señalar las características de raza y algún detalle que los distinga cuando así lo creamos necesario. Desde luego podemos decir, hablando en general, que el campesino blanco puertorriqueño de nuestros dias se parece bastante al criollo que describía Fray Íñigo Abad en su Historia de Puerto Rico, anotada por nuestro respetable amigo el conspícuo escritor Don José Julián Acosta. Decia Fray Íñigo: "los criollos son bien hechos y proporcionados, su constitución es delicada y en todos sus miembros tienen una organización muy fina y suelta, propia de un clima cálido; carecen de viveza regular en las acciones, y tienen color y aspecto de convalescientes; son pausados, taciturnos. Las mujeres son de buena disposición, pero el aire salitroso del mar les consume los dientes y priva de aquel color vivo y agradable que resalta en las damas de otros países... Los mulatos son de color oscuro y bien formados, más fuertes y acostumbrados al trabajo que los blancos criollos."
Muchas de estas cualidades caracterizan hoy todavía al criollo, pero pueden aplicarse de un modo más especial y concreto al campesino, pues por lo que respecta al habitante de las poblaciones, ya sean estas del interior y mejor si son de la costa, ha ganado en condiciones físicas desde que los progresos de la civilización le han dado medios de vivir mejores que en aquellos tiempos á que se refiere el discreto historiador citado. No queremos decir que hoy el criollo puertorriqueño viva[16] dentro de las más exquisitas y apropiadas condiciones para su mejoramiento, sino que algo ha ganado, mucho tal vez, como era lógico esperar, desde aquella época hasta nuestros dias. Que necesita aun mejorar, es evidente; y á ello llegará, así lo esperamos, si el cultivo intelectual aumenta como debe; pero dejemos este asunto que nos apartaría por el momento del motivo principal de estas líneas.
Para ser exactos, respecto de las condiciones físicas, intelectuales y morales que ostenta el campesino puertorriqueño, conviene hacer una distinción dentro del grupo rural, distinción que no es arbitraria, y sobre todo que está justificada por ciertas diferencias de que haremos mención. Para nosotros el campesino de los alrededores de las poblaciones y haciendas se diferencia bastante del que habita en los barrios más lejanos, cultivando en pequeños predios de su propiedad los frutos menores y dedicado á la crianza de animales útiles, ó bien agregado á alguna heredad mayor.
El jíbaro del primer grupo, nómada por lo que respecta al lugar donde trabaja, no puede atender tan cumplidamente á su subsistencia, por razones que no son del caso examinar ahora; es un jornalero expuesto á todas las fluctuaciones del trabajo y con mayores necesidades y vicios.
El del segundo grupo, pequeño propietario, (si el suelo que ocupa no es estéril y si el fisco no le arruina) puede alimentarse, vestir y aposentarse mejor, por lo cual podemos distinguir mayor fortaleza de organización, más saludable aspecto en los últimos que en los primeros y un carácter moral más elevado.
Todo el mundo ha oido hablar de ciertos jíbaros que, aun viejos, montan á caballo, trabajan y cumplen todas sus obligaciones, siendo modelos de honradez; que viven internados, distantes de las poblaciones; jíbaros de color blanco por lo común, de aspecto sano, y cuya familia huirá de seguro al ver aproximarse[17] una persona extraña y no aparecerá en la sala del bohío, dejando que el padre, ó la madre si aquél no está, reciba al visitante; si éste se detiene, verá, así que la desconfiada rusticidad de la familia cesa, cómo poco á poco irán apareciendo caras nuevas, muchas de ellas jóvenes bonitas, que le sorprenderá encontrar entre las selvas, no bien vestidas, acaso sin calzado, pero frescas y sanas, gracias á una alimentación medianamente regularizada, tal vez al ozono en que abunda la atmósfera sana que rodea á la casa, y á la dulzura de un clima distinto del de la costa, según tendremos ocasión de ver en las notas sobre climatología de Puerto Rico, que necesitaremos exponer en este trabajo. Desgraciadamente no es lo general encontrar en los campos puertorriqueños familias de esta clase en mayoría, pero las hay; mas no adelantemos las ideas.
El jíbaro de Puerto Rico es esbelto; si se le vé encogido no es por falta de gallardía en sus miembros, sino á causa de su natural reserva, que se revela hasta en este detalle. Es enjuto y le son aplicables todas las cualidades de un temperamento nervioso-linfático: aunque su viveza física no es notoria, su organización ligera le permite desarrollar cuando quiere toda la agilidad de que es capaz un habitante de los países insolados abundantemente: por lo demás, el campesino de todas partes, bien se sabe que es inferior en viveza al hombre culto. El vigor del campesino borinqueño ofrece particularidades dignas de notarse: si como cree Spencer "el grado de vigor depende esencialmente de la índole de la alimentación"—veremos cuando tratemos de las causas de esta carencia de vigor, que si á esa ley principalmente está sujeta la limitada vigorosidad de nuestro campesino, en resistencia para el trabajo no hay quien le supere.—"El jíbaro—ya lo dijimos en otra ocasión—trabaja tanto proporcionalmente á su alimentación como el mejor[18] jornalero y más bien alimentado de otras partes."[4]
Sí; su vigor, limitado y todo, le permite trabajar con constancia las 10 ú 11 horas de labor diarias, cosa que no es explicable como no sea á causa de esa complexión enjuta y seca é increspatura general de fibras observadas por Fray Íñigo y dependiente, á su juicio, del uso frecuente del café entre los criollos, uso todavía general en el país.
Entiéndase que no sostenemos que el amor al trabajo sea cualidad dominante en el jíbaro, no; tenemos "en la climatología, en el estado político social del país y en el orígen histórico" del puertorriqueño, razones que explican esa negativa inclinación de una manera sobrada; pero nos parece que la acusación de haraganería recaida sobre el jíbaro tan en absoluto, exije que se demuestre al ser formulada, ó que se limite á sus justas proporciones el hecho consignado; exige además que se de cuenta de todas las causas del hecho, y estudiando así el asunto sus términos decrecen quizá más de lo que á primera vista pueda creerse.
Es preciso no juzgar por las apariencias; es preciso no contentarse con decir que el campesino es indolente y que le gusta la hamaca más que el trabajo; otros podrían decir que trabaja más de lo que podía esperarse, que su indolencia, entre otras muchas razones, tiene fundamento en que por desgracia el trabajo "no encuentra (como sucede en Sevilla según Hauser) suficiente estímulo en este país, donde prevalece el sistema del favoritismo" y donde—añadimos nosotros—el pequeño propietario no resiste la enorme contribución municipal que sobre él pesa, además de las otras cargas, y donde, como ya ántes hemos apuntado, en tésis general el pobre campesino está poco ó mucho enfermo; pero así y todo trabaja desde el amanecer hasta el anochecer á jornal ó á destajo (mal alimentado y mal[19] resguardado por el vestido, de las influencias atmosféricas), trabaja decimos, cuanto le es preciso para ganar lo indispensable con que atender á sus escasas necesidades. Verdad es que ha limitado dichas necesidades hasta lo incomprensible, perjudicando su salud y sus energías; pero acaso en esta misma conducta no carezca por completo de justificación.
Pueblan los campos de esta Isla, según hemos dicho ántes, hombres blancos, negros y mestizos, razas extremas que constituyen grupos bien caracterizados físicamente, y los productos del cruzamiento, agrupación en que la uniformidad de caractéres no es tan constante, ya por el variable predominio de uno de los dos elementos originarios sobre el otro, ya á causa de los enlaces de mestizos entre sí y con indivíduos de las razas de donde proceden. Así, para evitar las confusiones á que pudiera dar lugar la variedad de tipos étnicos que hay que considerar en esta parte de nuestro estudio, hemos decidido, al tratar de cada uno de los caractéres físicos, señalar sólamente las diferencias primordiales á que dan lugar las razas; y á fin de llevar un órden claro en la exposición, siguiendo á distinguidos antropólogos, vamos á ocuparnos de los caractéres exteriores, anatómicos, fisiológicos y patológicos.
Creemos que hasta hoy no se ha publicado obra alguna en que se estudie al actual habitante de Puerto Rico. Si existe algo relativo á antropología puertorriqueña lo desconocemos; por tanto, como no hemos podido hacer algunas consultas que nos habrían sido de gran utilidad, hemos tenido que limitarnos á nuestras apreciaciones, más ó ménos defectuosas, y á deducir de generalidades y de estudios verificados en zonas parecidas á la nuestra, analogías con que suplir[20] la falta de un estudio especial que no podíamos hacer, entre otras razones, porque tan sólo para acopiar materiales—aún habiéndonos limitado á los caractéres anatómicos que ofrece nuestro campesino—necesitaríamos invertir algunos años.
Hecha esta aclaración vamos á abordar la materia.
Talla.—La talla, como dice Littré, es uno de los elementos demográficos mejor conocidos, á causa de su fácil determinación y de las exigencias de las quintas. En Puerto Rico, en donde no existe el reclutamiento, hay que acudir al recuerdo histórico de las milicias disciplinadas para apreciar este dato, y eso tan sólo por lo que respecta al campesino blanco, único obligado al servicio militar cuando existía éste.
Desde luego diremos que la talla media de nuestro jíbaro no parece que deba ser muy inferior á la media universal, provisionalmente aceptada de 1.m 635, que ha sido por cierto considerada excesiva por Quatrefages; pues todos los informes que hemos podido recoger están contestes en que no era una de las causas más frecuentes de quedar libre del servicio de las armas la falta de estatura; y siendo así que la talla que se exijía al miliciano era de 1.m 596, la misma que para el ejército metropolitano, claro es que si no hubo necesidad de disminuirla era porque con facilidad se cubría el contingente exigido por las quintas.
Aparte de esta consideración, lo que por punto general podemos apreciar á simple vista, es que entre los jíbaros, ya pertenezcan á una ó á otra raza, no predominan las tallas rechonchas, sino más bien las estaturas medianas; abundan personas altas y no faltan hombres pequeños, pero no es lo común.
[21] Aquí, como en todas partes, la mujer es más pequeña que el hombre. Este hecho, resultado de las mediciones practicadas hasta hoy, se confirma en el grupo rural borincano. Á nosotros nos ha parecido, por lo que respecta al sexo femenino, que el número de campesinas de corta estatura es más considerable que el de campesinos; principalmente entre las blancas y las que por su color recuerdan al indio, se encuentran muchas mujeres pequeñas.
Proporción del cuerpo y de los miembros.—La proporcionalidad y la simetría en la estructura general del cuerpo es un carácter de los hombres pertenecientes á la especie mediterránea. El jíbaro puertorriqueño no es por lo común defectuoso; no obstante, hemos creido advertir que tanto las extremidades superiores como las inferiores tienden á adquirir mayor largura que la debida.
En los negros adviértese la mayor longitud de los brazos, propia de la raza.
Por lo que se refiere á las mujeres del campo, no hemos comprobado que exista falta de proporción entre el cuerpo y las extremidades; por el contrario, la jíbara es bien formada, y hasta podría llamársela esbelta, á no ser por su desgarbo en el andar.
Las mestizas ostentan proporciones muy armónicas; casi todas son bien formadas.
La generalidad de las negras no se distingue por este concepto.
Coloración.—Si entre indivíduos pertenecientes á una misma especie el color no es constante y varía, como sucede con la raza llamada caucásica, desde el blanco rosa más puro, hasta el moreno más oscuro, con mucha más razón encontraremos estos distintos tonos [22] de coloración entre campesinos de tan distintas razas como los puertorriqueños, principalmente entre los mestizos. Y así es en efecto; existe la variedad más abigarrada en lo que se refiere al color. Entre los blancos predomina el color oscuro, propio del habitante de las zonas cálidas.
Como casi todos los jíbaros están anémicos, por excepción se ven algunos de temperamento sanguíneo; y claro es que el color rosa ó rojo vivo es raro; el color blanco en ellos es mate, amarillo ó amarillo verdoso, principalmente en los cloróticos y anémicos.
Á los negros y mestizos que están enfermos se les advierte un color cenizoso.
En las mujeres se observa con frecuencia el cútis manchado ó con pecas.
Asímismo es variadísimo el color de los ojos. Hay campesinos de ojos azules y pardos; pero ordinariamente tienen los ojos negros.
Piel y principales anexos.—La acción del calor determina en la piel una sobre actividad funcional notable, especialmente en la perspiración; de aquí que los habitantes de climas cálidos tengan por lo común la piel blanda y húmeda.
En ciertas razas, y especialmente en la negra, la piel suave y como satinada es más espesa. La frescura y suavidad de cútis de las negras es muy estimada en los harenes.
Ocurre la pregunta de si el campesino de orígen europeo, al ser sometido á la acción de este clima, ha sufrido la transformación orgánica de que acabamos de hablar, y desde luego la buena lógica hace esperar una contestación afirmativa, siquiera aceptemos que ese cambio no haya adquirido un grado de desarrollo tan grande como en el negro.
Si respecto del desarrollo de las glándulas sebá[23]ceas no decimos lo mismo, es porque no se advierte, entre los jíbaros blancos, el olor desagradable que se percibe en los negros y en muchos mulatos, olor que se ha explicado por el predominio de esa clase de glándulas, debido al excesivo aflujo de sangre á la superficie cutánea.
Vellosidades.—Los campesinos son bien barbados, especialmente los blancos; entre los mestizos y negros se encuentra mayor número de lampiños.
El pelo de la cabeza en ellos es abundante, variando, como es de suponer, desde el que no se riza nunca, hasta el que se ostenta fuertemente encrespado, propio del hombre africano.
El color del pelo también varía; pero domina el negro; hemos encontrado ejemplares de pelo rojo y no pocos de pelo rubio.
Cráneo y cara.—El cráneo del jíbaro no ofrece deformidad alguna. La cara presenta rasgos agradables; los ojos son grandes, vivos y están horizontalmente situados; por rareza se encuentran ojos oblícuos como los de los chinos; la nariz es bien formada y la boca pequeña.
Entre las mujeres estos rasgos adquieren mayor delicadeza; sobre todo la hermosura de los ojos negros es común entre ellas.
Estos rasgos fisonómicos cambian en el campesino descendiente de africanos, en el cual la nariz es ancha y los labios son gruesos deformando la boca, grande por lo general.
Entre los mestizos se encuentran personas no exentas de hermosura, máxime cuando en ellas predomina el elemento caucásico; sobre todo entre las mujeres las hay bellas, pero por lo general la nariz y la boca [24] del elemento africano se trasmiten al mestizo con sus formas características afeándo las facciones.
Tronco y miembros.—La belleza del cuerpo depende, como es sabido, de la diferencia del diámetro entre el pecho, la cintura y la pelvis, diferencia que no falta en el campesino puertorriqueño, alejándole por este detalle de muchos indivíduos de las razas amarilla y americana que no tienen cintura.
La circunferencia del torax nos demuestra que el campesino tiene el pecho desarrollado; en todos notamos amplitud torácica suficiente cuando no están enfermos.
En la mujer el pecho está ménos desarrollado; por punto general no ha adquirido la amplitud debida.
La esteatopigia que dá carácter á la Venus Hotentote no se observa en las campesinas blancas; no puede decirse que en este particular ocurra en Puerto Rico lo que según Livingstone comienza á manifestarse entre ciertas mujeres Boërs, á pesar de pertenecer á la raza blanca pura. El delantar que con la esteatopigia son dos particularidades propias de las Hotentotes y Boschinianas, tampoco se encuentra entre ellas.
Entre las mestizas existen casos, aunque raros, de abultamiento excesivo de las caderas; protuberancia muy notable en casi todas las negras y especialmente en las africanas puras.
Por lo que respecta al hombre blanco puede asegurarse que el abultamiento de las nalgas es mucho menor en el criollo que en el europeo.
Ha sido señalado como carácter propio de la raza negra el tener la pantorrilla alta y poco desarrollada, pero esto no debe ser un signo de exacta fijeza y exclusivo, porque entre personas de raza blanca, principalmente en Puerto Rico, es frecuente encontrar éste carácter.
Las manos de los campesinos son anchas y ca[25]llosas; los piés se desarrollan más en el sentido de su anchura; la planta endurecida es casi plana, ó por lo ménos está muy disminuida la bóveda que de ordinario presenta: en muchos, el dedo grande está bastante separado de los otros y como opuesto, á causa de que se sirven de él para varias faenas.
Muy á la ligera tenemos que pasar por esta parte de nuestro estudio, tanto porque desgraciadamente la anatomía comparada de las razas humanas ha avanzado poco, cuanto porque aún en lo que se refiere á lo más conocido, como es el esqueleto, carecemos de colecciones que nos permitan recoger los datos oportunos.
Por lo que respecta al cráneo, por ejemplo, cuyos diámetros sirvieron á Retzius para hacer la distinción entre las razas dolicocéfalas y braquicéfalas, á las que luego añadió Broca la mesaticéfala, nada podemos decir.
Sería más que curioso averiguar cuál de estos tres caractéres domina entre el elemento rural de este país; y no porque, como creyera Retzius, el índice cefálico horizontal sirva para clasificar las razas humanas, puesto que este carácter coloca juntas á las razas más distintas, sino por lo mismo que las mezclas de razas han sido grandes en este suelo.
Pasaremos asímismo sin tratar del índice cefálico vertical, diámetros frontales, etc., del campesino; en cuanto á las proyecciones craneanas, nos limitaremos á recordar que en la raza negra se proyecta más hacia adelante la cara que en la blanca.
El volúmen del cráneo es más pequeño en los negros que en los blancos; la capacidad craneana, que es menor en la mujer que en el hombre, varía en éste siguiendo una proporción ascendente desde el austra[26]liano al europeo; conviene tener presente, sin embargo, que no puede deducirse el grado de desarrollo intelectual de una raza, de este solo carácter; pues resulta de las medidas de Morton, que el negro criollo de la América del Norte tiene ménos capacidad craniana que el africano, siendo superior en inteligencia á su progenitor.
Considerada la cara por sí sola deberíamos ocuparnos del índice facial, de los rasgos nasales, índice nasal, orbitario, prognatismo, etc., caractéres poco estudiados aún y de cuyos datos no sacaríamos consecuencias para nuestro objeto.
Mencionaremos el ángulo facial ideado por Camper y cuyas variaciones son apreciables en las distintas razas, viéndose disminuir su abertura desde el blanco al negro, por más que no corresponda siempre á la superioridad angular una inteligencia excepcional; los escasos datos que hemos recogido acerca de este punto en la familia jíbara borinqueña, no nos autorizan á sacar deducciones dignas de tenerse en cuenta.
Acerca de los huesos de la cabeza, nuestras observaciones nos permiten asegurar que existe cierto grado de dureza más considerable en el esqueleto de esa región en el negro, que en el blanco; y no lo atribuimos solamente á la osificación de los senos frontales, observada en las razas inferiores, sino á mayor espesor y solidez de todos los huesos que lo forman; en las autópsias hemos comprobado con frecuencia este detalle.
La caja osea torácica ofrece ordinariamente en el negro respecto del blanco, la diferencia de ser en éste ancha y plana, mientras en aquel es estrecha y prominente; en nuestras investigaciones hemos encontrado que en los mestizos abunda esta forma de pecho, principalmente entre las mujeres; en no pocas blancas hemos observado también esta forma de pecho.
[27] Aparte de las diferencias que los antropologistas han creido poder señalar en el estudio de la pelvis, en las distintas razas humanas, como tésis general se puede afirmar que entre los campesinos no son frecuentes las deformidades pelvianas.
El mayor desarrollo que alcanza el hueso rádio y que dá lugar al alargamiento que se observa en el brazo del negro, así como otros detalles relativos al esqueleto de los brazos, no nos ha sido posible comprobarlos suficientemente; en las extremidades inferiores hemos notado, muy á menudo, entre los campesinos, el arqueamiento de las piernas; carácter que si en antropología tiene una significación de valor, no en todos los casos obedece á una conformación originaria, pues no encontramos difícil que esa curvatura se produzca en la infancia, á causa de poner de pié á los niños ántes de que los huesos hayan adquirido solidez bastante para sostener el peso del cuerpo.
El exámen anatómico de las partes blandas nos lleva á tratar el cerebro, y en general de todo el sistema nervioso. Lo haremos muy sucintamente, y eso tan sólo para recordar que de los resultados generales formulados hasta hoy, se deduce que el cerebro pesa ménos en la mujer que en el hombre; que dicho peso varía proporcionalmente á la estatura; que el cerebro del blanco pesa más que el del negro, y que en los mestizos disminuye el peso al mismo tiempo que la proporción de sangre blanca.
Ya queda dicho que el peso del cerebro por sí no significa, sin embargo, mayor cultura intelectual; en cambio, los pliegues cerebrales, circunvoluciones, parecen depender del grado de desarrollo de la inteligencia.
Para terminar este apartado añadiremos que el sistema nervioso predominante en el blanco por el cerebro, se manifiesta en el negro con mayor número de expansiones nerviosas, troncos más gruesos y filetes [28] más numerosos. No cabe que hagamos aplicaciones concretas sobre este punto.
Hemos tenido ocasión de corroborar en las autópsias que hemos verificado, las observaciones de Prunez Bey, confirmadas por Jacquart, acerca del predominio del sistema venoso sobre el arterial en el negro, y el mayor volúmen de los pulmones del blanco, comparado con los de los descendientes de africanos.
En cuanto al hígado, por punto general le hemos encontrado siempre grande, tanto en el blanco como en el negro; ya veremos más adelante que este hecho se explica satisfactoriamente, así como el de que los estómagos ofrezcan á menudo afecta la mucosa.
No habiéndonos sido posible verificar más autópsias que las judiciales, estos apuntes nos resultan deficientes; la necrografía sólo tendría utilidad en este caso, verificándose en un gran número de cadáveres.
Está demostrado que, bajo los trópicos, el hombre es naturalmente sóbrio y prefiere para su alimentación las sustancias vegetales, sin que este régimen de lugar á perturbaciones en la salud; pero esto, que es cierto dentro de los límites racionales que la Ciencia señala, conviértese en vicio cuando la alimentación es insuficiente.
Por desgracia este es el caso en que se encuentra la gran mayoría de nuestros campesinos. La alimentación que usan es tan escasa, que apénas si basta para la reparación de los gastos orgánicos á que dan lugar los fenómenos de la vida. Cuando se recuerda que un hombre adulto gasta cada dia Az. 20 gramos—C. 300 gramos—y Agua 3 kilos, necesitando, según Moleschott, un trabajador para conservar su salud consumir diariamente 130 gramos de albuminoideos secos, 84 [29] gramos de grasa, 400 gramos de hidrato de carbono, y 30 gramos de sales, cuesta trabajo comprender cómo la ruina orgánica no es aún más considerable en el campesino borincano.
Tengamos presente las sustancias que constituyen de ordinario su alimentación: arroz, plátano—del ménos nutritivo por cierto—batatas, ñames, malangas, bacalao y pescado salado,—con frecuencia en pésimo estado de conservación—maiz, no siempre; leche, con escasez, y se verá claramente que la miseria orgánica tiene que ser la consecuencia de tal régimen.
El jíbaro se alimenta mal. Además de las sustancias referidas, suele comer alguna que otra vez carne de cerdo, y pan de trigo,—mal preparado casi siempre,—pero ni esta variante es regla general, ni basta á modificar el carácter de pobreza de que adolece la alimentación cotidiana de las clases rurales de Puerto Rico.
Como consecuencia de esta defectuosa alimentación la nutrición general ha de resentirse á causa de la composición de una sangre pobre de elementos nutritivos, y todas las funciones orgánicas han de ser influidas desfavorablemente por este concepto.
Perturbada la nutrición, han de faltar necesariamente las energías musculares sanas, fisiológicas, que obligadas á producirse, lo hacen con debilidad ó si se llenan debidamente es á beneficio de agentes, de acción transitoria mal sana á la larga que sustituyen el defecto nutritivo.
Como quiera que al estómago se le impone bajo un régimen pobre un trabajo muy considerable, claro es que la fatiga del órgano sobreviene y con ella la necesidad tan sentida entre los jíbaros del uso de estimulantes, que al cabo determinan en la cavidad estomacal estados patológicos de que luego hablaremos.
Esto mismo, añadido á la influencia climatológica, dá lugar á las irregularidades en la función intestinal, función perezosa siempre, principalmente en las mujeres.
[30] El hígado, el bazo y el páncreas, modifican su modo de funcionar. La sangre, por su calidad, afecta frecuentemente al músculo cardiaco; ésta importante víscera funciona mal, disminuyendo su fuerza y aumentando la frecuencia de sus contracciones, aminorándose la velocidad de la corriente sanguínea y la presión del líquido vital.
La función respiratoria, gracias á la gran cantidad de aire oxijenado que respira de ordinario el campesino, se verifica bien.
Los órganos de los sentidos no ofrecen particularidad digna de mencionarse.
Por lo que respecta á la función cerebral nos limitaremos á apreciarla con Gratiolet "por sus manifestaciones," de las que trataremos en lugar oportuno.
En cuanto á la función catamenial, siendo un hecho conocido que en la raza de color el flujo menstrual se presenta más temprano, debemos añadir que entre las campesinas es siempre temprana la época de de la aparición de aquél, tanto por la influencia del clima, cuanto por otras causas del órden moral que apuntaremos oportunamente.
La actividad genital y la fecundidad son notables en el grupo rural; entre ellos el número de hijos llega á veces á ser considerable; la esterilidad puede asegurarse que es una bien rara excepción en el campo.
La secreción láctea es abundante en las madres, si bien la leche se resiente de exceso de agua.
La duración de la vida no podemos fijarla; el Registro Civil, establecido hace poco más de un año, lucha aún con las dificultades de su instalación y los obstáculos propios del esparcimiento en que viven los campesinos. En los registros parroquiales los datos referentes á las edades no merecen entera confianza para justipreciar la vida media del campesino. Puede asegurarse, sin embargo, que el jíbaro que vive en regulares condiciones, llega á la vejez, y es un [31] hecho evidente que su ancianidad es ménos achacosa, más fuerte de lo que podía esperarse.
Confírmase en Puerto Rico lo que ya ha sido sentado por los antropologistas, y es que la vida media en todas partes y para todas las razas es poco más ó ménos igual.
Entre las diversas enfermedades que el hombre puede contraer, ¿hay algunas que sean exclusivas al campesino? No ciertamente; pero es innegable que el grupo rural se encuentra sometido á influencias distintas de las del grupo urbano, y por lo tanto sus aptitudes morbosas han de ser diferentes. El hombre, en general, es apto para contraer cualquier dolencia. Por lo que tiene de uniforme el organismo humano, ó mejor dicho, de idéntico en lo fundamental, en toda la especie, la morbosidad afecta por igual á todos los indivíduos; pero por cuanto cada persona, sin dejar de ser en lo fundamental idéntica á su congénere, es, no obstante, diferente en lo accidental, así como en cada familia existen rasgos diferenciales, y en las razas caractéres especiales que las distinguen entre sí, las condiciones de morbosidad son variables para el indivíduo, la familia y la raza.
Todos los antropologistas convienen en que ciertas razas están más predispuestas que otras á adquirir un estado morboso dado; y que indivíduos de la misma raza adquieren aptitudes que les hacen indemnes para ciertas enfermedades á que otros pagan tributo. Sin ir más lejos, todo el mundo sabe que la edad es bastante para modificar las aptitudes patológicas; no se padecen en la infancia, las enfermedades que en la edad adulta y en la vejez; en cuanto al sexo, las diferencias morbosas son aún más notables.
[32] Pero de todas las causas capaces de ocasionar aptitudes distintas para adquirir las enfermedades, ninguna tan digna de atención como el medio, que si es acción modificadora importante, también puede constituir un elemento perturbador del organismo.
Sabido es que la ciencia mesológica es de gran importancia en la Sociología; pero no lo es ménos cuando se trata de patología humana; la Geografía médica, por ejemplo, estudiando la influencia morbosa ejercida por los agentes meteorológicos sobre el hombre, la influencia del clima, etc., nos dá la clave de muchos hechos que observamos.
El hombre no puede llamarse cosmopolita, en el sentido de poder habitar impunemente para su salud este ó aquel lugar del globo; es sabido que el negro no prospera sacándole de los trópicos, y si hemos de atenernos á las observaciones de los higienistas americanos, si por acaso resiste físicamente al frio, es en menoscabo de su inteligencia; en la provincia de Maine parece que se encuentra 1 loco por cada 14 negros; estadística horriblemente dolorosa, que demuestra que en las regiones del Norte no puede prosperar esta raza.
Las mismas enfermedades tienen sus estaciones y hasta sus países; algunas no salen de ciertos límites, como, por ejemplo, la fiebre amarilla que no se ha observado más allá de los 928 metros de altura, ni el cretinismo á más de 1000 metros. Otras no se conocen en algunas regiones. El paludismo, por ejemplo, tan común en nuestra Isla, no se encuentra en el cabo de Nueva Esperanza.
Las mismas relaciones mútuas de los hombres entre sí, modifican la patología de una región, y en este particular conviene señalar el hecho de la desastrosa influencia que ejerce la raza blanca sobre las razas inferiores cuyo país invade. Todo el que se dedique á estudiar estas cuestiones de patología étnica, sabe que [33] en las islas Sandwich, en Nueva Zelandia, en las Marquesas, en toda la Polinesia, tanto en la oriental como en la occidental, la presencia del europeo ha sido seguida de una despoblación notablemente rápida, hecho que nos hace recordar la cuestión del número de habitantes que, según los primitivos historiadores, tenía Puerto Rico en la época del descubrimiento. Posible es que existiese aquí tan crecido número de indígenas, y fundamos nuestra creencia en los ejemplos análogos que nos ofrece la historia contemporánea.
El capitán Cook en 1778 encontró en la Nueva Zelandia 400.000 maorís; el año 1858 no quedaban sino 56.049; Porter en 1813 encontró 19.000 guerreros en las Marquesas, y en 1858 M. Jouan sólo halló 2.500; Forster calcula en 20.000 almas la población de Taïti, y en 1857 la estadística oficial sólo arroja 7.212. Estas elocuentes cifras de hechos ocurridos en nuestros dias dan apoyo á dicha opinión.
Puerto Rico pudo ser despoblado en tan poco tiempo, no obstante ser numerosísima su población indígena. Ya ántes hemos enumerado rápidamente multitud de causas que lo explican; pero además de ellas existe esa extraña influencia de que hablamos, ejercida por la raza blanca, influencia que se traduce por una mayor mortalidad y por el descenso de la natalidad que llevan al aniquilamiento la raza inferior.
Despréndese de todo cuanto llevamos dicho, que la morbosidad en la especie humana es variable según numerosas causas; por lo que se refiere al campesino borinqueño nos habremos de ocupar de las entidades morbosas que lo afectan actualmente desde la niñez, consagrándole atención preferente á las que de un modo general actúan sobre el total del grupo que estudiamos.
Hay en esta cuestión involucrada otra primordial para el porvenir de este país. ¿Cuál es la raza que puede vivir en mejores condiciones en él? Cuestión [34] ajena á este trabajo, pero á la cual la patología puertorriqueña lleva un contingente de datos preciosos.
Abordémos este análisis de la patología puertorriqueña dentro de los límites que á nuestro problema interesa.
Existe un cierto número de enfermedades que, por ser de las que invaden al hombre durante los primeros dias de su existencia, constituyen un grupo patológico especial de la infancia. Acerca de esta parte de la patología general expondremos algunas breves consideraciones que juzgamos pertinentes al asunto que nos ocupa.
El acto fisiológico más importante de cuantos verifica el organismo de la mujer, aquel en que la vida misma está comprometida, es, sin duda, la maternidad. Entre algunos pueblos salvajes, el solemne momento de dar vida á un nuevo sér no parece que tenga mucha mayor importancia para la mujer que para las hembras de los animales irracionales; no solamente carece de sérios peligros y no exije precauciones, sino que el tempus puerperii en nada se diferencia de las épocas comunes; pero tratándose de la mujer civilizada las circunstancias varían radicalmente. La civilización que ha hecho de la mujer algo más que la hembra del hombre, la ha rodeado de un medio, artificial si se quiere, y criticable bajo otros aspectos, al cual se ha amoldado su organismo, y por ello, la que va á ser madre, debe ser objeto de ciertas atenciones, sinó queremos comprometer su vida y la de su hijo.
Ahora bien, la campesina puertorriqueña dá á luz sus hijos rodeada de pésimas condiciones. Ninguna persona idónea la asiste; á lo sumo recibe los cuidados de alguna curiosa, con pretensiones de comadrona, [35] cuya ignorancia suele correr parejas con su atrevimiento para propinar brebajes inconvenientes, y que es incapaz de servir debidamente á la madre en el doloroso trance, ni al niño en los primeros momentos, momentos difíciles y delicados á veces, en que la criatura que viene al mundo necesita solícito y racional tratamiento sin el cual aquella nueva vida quizá se extinguiría en sus albores.
Prescindamos, por ahora, de los inconvenientes que acarrea esto á las madres; en cuanto á los niños atañe, se comprende fácilmente la perniciosa influencia de semejantes circunstancias; pero si á ellas añadimos la ignorancia de las madres campesinas, mucho mayor ha de ser el riesgo que corran las criaturas que vienen al mundo en nuestros distritos rurales.
La asfixia de los recién nacidos, por ejemplo, esa muerte aparente en que la respiración está detenida, ó se verifica de un modo incompleto ó irregular, debe ocasionar bastantes víctimas; sobre todo la asfixia que depende de las enfermedades debilitantes de la madre, ó es la consecuencia de la debilidad orgánica de los padres, que por cierto son los casos en que el proceso morboso es más grave.
Otra dolencia que exije científica solicitud, es la hemorrágia umbilical, accidente que no debe ser raro entre los hijos de los campesinos, que por lo general heredan de sus progenitores una organización pobre.
Entre ellos hemos tenido oportunidad de observar, si no con más frecuencia que en otras clases sociales con la misma al ménos, casos de supuración y ulceración del ombligo. Lo mismo decimos de la hernia umbilical; si bien es preciso anotar que esta enfermedad es mucho más común en la raza de color; casi es general entre los negritos. Sábese que las criaturas flatosas, á causa del dolor que experimentan durante los cólicos ventosos de que sufren, lloran con violencia y á menudo; á esta causa obedecen algunos casos de hernias;[36] pero otros son debidos á la lentitud con que se desarrollan las paredes abdominales, y tal vez á esto se deba la predisposición mayor con que las padece la raza negra.
Pero de todas las enfermedades que el niño puede adquirir en los primeros dias de su nacimiento, el tétanos, mocesuelo, es la que mayor mortalidad ocasiona en la población infantil: puede decirse que el padecimiento es endémico en Puerto Rico.
Hasta ahora se ha venido atribuyendo su producción á cambios atmosféricos, á irritaciones nerviosas, etc.; hoy comienza á señalarse otra causa, parasitaria, que se ha creido encontrar en el suelo de las cuadras y lugares análogos en donde habita el caballo. No hemos de discurrir en este momento acerca de la procedencia equina del tétanos en general, limitándonos á señalar la nueva hipótesis; pues sea de esto lo que quiera, el hecho es que tanto al influjo de los cambios atmosféricos, cuanto á la infección del suelo por la vecindad de sitios frecuentados por caballos, está más expuesto el recién nacido en el pobre bohío del jíbaro, que el que viene al mundo rodeado de otras comodidades.
Citaremos la ictericia por ser enfermedad frecuente entre los niños, y la oftalmia purulenta, de desastrosas consecuencias cuando no se cuida; afección esta última propia de los hijos de madres linfáticas y de constitución débil, y que es, por lo tanto, muy común en la familia rural puertorriqueña.
Las enfermedades de que hemos hablado hasta ahora no son todas las que puede padecer el niño; por desgracia éste no sólamente tiene su morbosidad propia, sino que dicha morbosidad es considerable. El niño es un tipo fisiológico especialísimo, que tiene una salud muy quebradiza; las estadísticas lo demuestran, enseñándonos que el obituario de la infancia suma cifras mucho más altas que el de los adultos. Si esto es cierto en general, ¿cuánto más no lo será tratándose [37] de personas que por su modo de vivir y por su posición social están más expuestas que otras á enfermarse?
Hemos visto en la enumeración anterior, la aptitud morbosa del hijo del campesino en los primeros dias de su vida; continuando este breve análisis, indicaremos los desórdenes patológicos de que es más susceptible durante todo el período infantil.
Empezando por las enfermedades de la piel, se ofrece desde luego á nuestra consideración el grupo de los exantemas agudos y contagiosos, que son:
La Escarlatina, no tan frecuente ni tan grave como en otros climas. Suele, sin embargo, traer por secuela, en muchos casos, la enfermedad de Bright; si bien creemos que se deba más á descuidos en el régimen, que á la malignidad de la afección principal.
El Sarampión, tampoco se presenta, de ordinario, en sus formas graves; pero á consecuencia de las preocupaciones y erróneas creencias del vulgo, ocasiona bastantes víctimas. Créese en el campo, que el sarampión no debe tratarse guardando cama el enfermo, y que si el exantema brota estando al aire el niño, es más peligroso recogerle que dejarle pasar la enfermedad á todo viento; así, como cuando empieza el catarro que precede al sarampión, si el niño no está muy abatido no quiere estar en la cama, y por lo general pasa al aire su enfermedad; de aquí las retropulsiones del exantema, y las pulmonías; con este sistema coincide una alimentación pésima y el uso de remedios que descomponen el vientre, los desórdenes intestinales sobrevienen, el enfermito se demacra, la fiebre persiste y el niño sucumbe de consunción.
La Viruela suele presentarse en sus formas graves; pero también mueren más niños víctimas de las preocupaciones paternas, que por la enfermedad en sí. Tiene el vulgo la creencia, lo mismo en los campos que en las ciudades, de que los médicos no saben curar la viruela. De aquí el frecuente uso de remedios caseros internos y [38] externos; algunos, por cierto, de procedencia no muy compatible con la limpieza que fuera de desear.
Aunque la generalidad crée en el contagio, no es con una fé muy firme; nadie, v. g., concibe que los vestidos se carguen de los miasmas productores del exantema y que por este medio se pueda transportar á distancia el gérmen de la dolencia; por eso las personas que se ponen en contacto con los enfermos para asistirlos ó visitarlos, luego van á sus casas y á la de los vecinos, y sin mudarse de ropas toman en brazos los niños y les trasmiten la enfermedad, poniéndoles en comunicación con los gérmenes de que son portadoras.
Por esto, y por la prevención con que aún se mira la vacuna, es que se propaga con tanta intensidad la viruela en nuestros campos. Son pocos los que creen en la vacunación como medio profiláctico y siempre encuentran un pretexto para huir de una práctica que sólo aceptan forzados y á regaña-dientes. Una vez vacunados, ya no se cuidan más de la revacunación, entendiendo que la inmunidad que se les ha prometido no tiene límite.
La enfermedad que nos ocupa no sólo diezma á ésta, como á las demás clases pobres de nuestra sociedad, sino que deja á su paso multitud de ciegos y lisiados.
El cuadro de las enfermedades nerviosas nos ofrece gran número de padecimientos, entre los cuales, la fiebre cerebral, las meningitis, el hidrocefalóides y el hidrocéfalo crónico se observan con frecuencia.
Casos de espina bífida también los hemos encontrado á menudo.
La eclampsia, convulsiones de los niños, llamada alferecía, es, á no dudarlo, un padecimiento muy común; y se explica con sólo recordar que en su etiología figura con frecuencia la irritabilidad intestinal, y que esta se[39] produce á causa de una alimentación mal dirigida ó viciosa, que es casi siempre el caso en que se encuentran los hijos de gentes pobres y aun de no pocas familias acomodadas. "El hijo del pobre, dicen, debe acostumbrarse á comer de todo," y siguiendo esta máxima le echan al estómago de las criaturas sustancias alimenticias que no puede aquel órgano digerir.
La imbecilidad, el idiotismo y las anomalías congénitas del cerebro dan también en los campos su contingente á la patología infantil.
De los afectos propios de los órganos de los sentidos, el más frecuente es el catarro del oido en sus distintos grados.
Los órganos de la respiración se afectan de muy varios modos: el catarro nasal simple, el catarro bronquial, la neumonia, se observan á menudo; el asma misma se halla con extraordinaria frecuencia; la tos ferina, tos brava, reviste caractéres de rebeldía muy acentuados, y el crup no deja de castigar á las pobres familias campesinas.
Las endocarditis y pericarditis, enfermedades del aparato circulatorio, siendo como es cosa común el reumatismo, ocasionado por la falta de abrigo conveniente, también encajan en esta enumeración á título de padecimientos no raros.
Las enfermedades del aparato digestivo son las más numerosas: el muguet, sapos, lo padecen casi todos los niños, principalmente durante la dentición, que es difícil, en tésis general, á causa de múltiples circunstancias que se refieren á la pobreza de calidad de la leche de las madres, á la debilidad orgánica congénita, á la mala alimentación, etc.
Esta última causa, contribuye á que los padecimientos gastro-intestinales, agudos y crónicos, sean tan comunes en los niños de nuestra población rural; la lienteria y la misma tabes, se las encuentra en casi todas las familias haciendo víctimas.
[40] La perversión del apetito, el vicio como le llaman en el campo, que consiste en alimentarse de tierra, ceniza, cal, es un estado morboso que los médicos tienen ocasión de comprobar á cada paso.
Lo propio sucede con los entozoarios, lombrices. Este padecimiento es tan general, que las madres atribuyen á las lombrices casi todos los desórdenes morbosos que observan en sus hijos.
Los infartos del hígado y del bazo son de una notable frecuencia; lo propio que las fiebres intermitentes, que no respetan edades. Hemos tenido ocasión de observar el paludismo hasta en niños recién nacidos.
Las parótidas—paperas—son bastante comunes; la angina tonsilar y sobre todo la hipertrofia de las amigdalas son padecimientos ordinarios.
El raquitismo, las discrasias tuberculosas y escrofulosas, y las manifestaciones de esta última ya en los ganglios, huesos, ó articulaciones, son casos que hallamos todos los dias en las criaturas de la clase de que venimos ocupándonos.
La nefritis es una enfermedad á causa de la cual sucumben bastantes niños.
Recordando que es frecuente la fimosis congénita, y el hidrocele en los varoncitos, y el catarro de la mucosa genital, flores blancas, en las niñas, cerramos este compendio de las enfermedades á que está más expuesto durante la infancia el habitante de nuestros campos.
Desde la infancia se distingue el tipo femenino del masculino por caractéres fisiológicos que no escapan á una observación discreta; pero las diferencias no se limitan á esto. La sexualidad, dentro del terreno patológico, se manifiesta perfectamente diversa desde ese período de la vida humana en que el indivíduo sólo tiene señalados los rasgos particulares que más adelante han de acentuar los sexos.
Estas modalidades patológicas, notorias ya en la infancia, se marcan más después que la pubertad establece el poder sexual, continuándose con la actividad funcional de órganos que han de extinguirse en la edad de la menopausia, no sin dar lugar á perturbaciones en el organismo femenil.
La aptitud morbosa de la mujer, como la del niño, ofrece, pues, caractéres de singularidad que nos obligan á dedicarle algunas líneas.
La campesina puertorriqueña, anémica por lo general, está sugeta, más que otra alguna, á trastornos funcionales de los órganos de la generación, sobre todo aquellos que dependen de causas predisponentes generales y constitucionales debilitantes, tales como alimentos de mala calidad, temperamentos linfático y nervioso, constitución pobre, etc. De aquí que la amenofánia, (ausencia de la primera evolución catamenial) y la amenorrea (supresión del flujo ya establecido) no sean del todo raras.
La dismenorrea nerviosa, vulgarmente dolor de hijada, es muy frecuente.
La menorragia, ó sea la exajeración del flujo menstrual, se observa también á menudo.
Como todo lo que es capaz de debilitar el organismo es causa de la clorosis, no es de extrañar que una afección caracterizada por el aumento de la parte serosa de la sangre y la disminución de los elementos cruóricos y fibrinosos, sea común entre personas del grupo á que nos referimos.
Entre las lesiones de la inervación, el histerismo nos merece atención especial. Causas bastantes abonan la frecuencia con que se observa esta enfermedad entre las campesinas: las condiciones climatológicas, el temperamento, el tipo moreno dominante, la debilidad constitucional, etc. Los médicos tienen ocasión de comprobar á cada paso que la histeria—mal de corazón, mal de pelea—es un padecimiento corriente.
Debemos señalar, á título de enfermedades comunes, las vaginitis, la procidencia y otras dislocaciones uterinas; no lo son ménos las metritis en sus distintas manifestaciones, las ulceraciones del cuello, los tumores y el mismo cáncer.
La leucorrea, flores blancas, es un padecimiento vulgar; las mismas causas debilitantes á que ántes hemos hecho referencia, el uso de vestidos de poco abrigo y la costumbre de no usar ciertas prendas de vestido interior, destinadas á cubrir partes del cuerpo que conviene preservar de la humedad, facilitan la presentación de este padecimiento.
Durante el embarazo la campesina está sugeta á esa multitud de trastornos que caracterizan la patología de la preñez: vómitos, hemorragias, varices, albuminúria, neurálgias diversas, eclampsia, etc.
La distocia no es más común entre las campesinas que en otros grupos femeninos; pero á causa de las razones que expusimos al tratar de las enfermedades de la infancia, ofrece mayor gravedad. Casi siempre el médico es llamado después que por la comadre ó cu[43]riosa se han puesto en práctica multitud de absurdos procedimientos, ofreciéndosele como es consiguiente al práctico dificultades sumas para salvar á la paciente. Si se trata de hemorragias puerperales, que no son raras, por desgracia, casi siempre llega tarde; y en los casos de posiciones viciosas del feto, de ordinario es imposible una oportuna rectificación.
Los cuidados posteriores al alumbramiento son nulos entre las campesinas; el régimen higiénico no existe; la madre deja el pobre lecho pocas horas después del parto, y si bien este mal parece que no las perjudica en el acto, casi todas sufren más tarde las consecuencias, manifestadas en forma de prolapsus uterino, hemorrágias secundarias, etc. No son extraños los casos de fiebre puerperal. En no pocas ocasiones la convalecencia de un alumbramiento no es más que el principio de una tísis que lleva rápidamente al sepulcro á una madre.
Durante la lactancia, hemos observado á menudo que las mamas eran asiento de linfitis, de grietas y de tumores.
La galorrea, ó sea la secreción excesiva de la leche, se presenta con frecuencia.
Por último, los tumores no malignos y el cáncer de las mamas se encuentran en el cuadro patológico de la mujer de nuestros campos.
Ninguna otra afección como el paludismo merece el primer lugar en este estudio, por la importancia que tiene en la patología puertorriqueña. Puede asegurarse que todas las enfermedades que en Puerto Rico se padecen, principalmente entre los campesinos, se relacionan con el paludismo: cuando él no las constituye, á lo ménos las complica.
[44] Ya es franca y abiertamente una manifestación febril cotidiana, tercia ó cuarta, ya una engañosa larvada, ya una perniciosa que reviste las más caprichosas formas; es un verdadero Proteo de la patología, contra el que hay necesidad de vivir alerta para descubrirlo en sus más caprichosos y sorprendentes disfraces.
Siempre fué el paludismo, según todos los médicos que de este asunto se han ocupado, un padecimiento frecuente en Puerto Rico. Ya Fray Íñigo, en el capítulo Enfermedades que más comunmente se padecen en la Isla, decía: "Otra especie de calenturas se padecen en esta Isla y son frecuentes en las vecinas y mucho más en los valles de la tierra-firme: dánlas el nombre de calenturas de costa, de tercianas y otras diferentes. Atacan á los criollos, á los europeos y africanos, especialmente á los que habitan en los valles, tierras húmedas ó meramente desmontadas. La espesura de exhalaciones pútridas que la fuerza del sol levanta de las tierras nuevas y lagunas, impregnan el aire, éste inficciona la masa de la sangre y resultan las calenturas intermitentes que suelen guardar en las accesiones la crísis de tercianas ó cuartanas, cuya duración llega á cuatro ó seis años sin que hasta ahora hayan encontrado medios de cortarlas. Los que llegan á limpiarse de ellas convalecen con mucha dificultad y lentitud, muchos quedan en una debilidad habitual, el cuerpo extenuado y sin fuerzas. Los alimentos sin sustancia y el aire poco favorable para recuperar la salud conducen al paciente de una enfermedad á otra; los que se salvan de las calenturas vienen á morir de hidropesía."
Admira ver cómo el religioso benedictino aprecia las causas esencialísimas del modo de ser de nuestra población. Enseñanza grande nos dá este párrafo por lo que demuestra respecto de las condiciones físicas del habitante de Puerto Rico á fines del siglo XVIII. En él vemos que ya entónces era un hecho la extenuación y debilidad habitual de muchos; extenuación y debilidad[45] que, como era lógico suponer, siguiendo como han seguido actuando las causas del paludismo en los campos, han venido á influir considerablemente en la patología actual de nuestros campesinos.
Nótese bien que todavía en la época de Fray Íñigo, allá por los años de 1781, no había medio con qué cortar las calenturas intermitentes. Se curaban porque sí, ó no se curaban, dejando en el primer caso una debilidad orgánica que ha redundado en perjuicio de la generación presente, generación sobre la cual, preciso es confesarlo, aun puede el paludismo actuar grandemente, gracias á la falta de drenajes, etc., y á la falta de ilustración y escasez de medios, lo cual hace que todavía el quinino no preste toda la utilidad debida entre las gentes del campo.
El doctor Don Calixto Romero y Togores, en sus notas á este capítulo de la Historia de Puerto Rico, decía el año de 1866: "Las fiebres intermitentes siguen siendo uno de los padecimientos más frecuente de la Isla." Habla luego de las causas, ó sea de la influencia telúrica y añade: "Por esta razón, los hombres expuestos á su acción, v. gr., los labradores, la padecen con frecuencia," y concluye diciendo: "Al cabo de cierto tiempo constituyen á los calenturientos en sugetos raquíticos que sufren infartos del bazo ó de éste y el hígado, que determinan á su vez una série de padecimientos que abrevian considerablemente la duración de la vida."
En nuestros dias los médicos que han escrito acerca de este particular, están de acuerdo en declarar endémicas las fiebres intermitentes en la Isla; así lo creen todos los profesores de medicina que practican en la provincia. Hay localidades en las que se extrema la frecuencia del elemento palustre. El doctor Don Antonio J. Amadeo, de Maunabo, y el doctor Don José de Jesús Dominguez, de Mayagüez, han escrito en el sentido expuesto luminosos artículos acerca [46] de este particular. El doctor Don Ricardo Rey, con el mismo motivo, ha dicho hace poco:[5] "Basta recorrer la Isla de Norte á Sud y de Este á Oeste, para observar que uno de los efectos morbosos con que el médico práctico ha de luchar de contínuo, ha de ser el miasma de los pantanos. El suelo, continúa el mismo escritor, en que el astro del dia ejerce su poder, no puede ser más abonado ni reunir mejores condiciones. Por todas partes se observa una exuberante vejetación. No hay lugar en que el médico lo mismo que el botánico no admiren la rica flora que presenta la Isla; pero también admira y causa al mismo tiempo dolor, contemplar inmensos focos de infección producidos por múltiples pantanos, por ciénegas infinitas, por aguas sin corriente, que cubiertas de flores y verdor, rodeadas de impenetrables bosques, ofrecen á sus habitantes un constante y deletereo elemento que viene dia tras dia, generación tras generación, ejerciendo su influencia morbífica."
Efectivamente, dia tras dia, generación tras generación vienen actuando sobre el puertorriqueño y de un modo especial sobre el jíbaro las influencias reunidas del calor, la humedad y las sustancias orgánicas vegetales, que son los elementos necesarios para que—verificada la descomposición de las últimas—se desarrollen las calenturas intermitentes y remitentes que actúan todo el año en los campos de la Isla, en donde encuentran organismos ya predispuestos á padecerlas por el hambre y otras causas debilitantes.
No somos nosotros los primeros en decirlo: el escritor que acabamos de citar, en su estudio ya referido, lo ha dicho ántes que nosotros: "Existe, vive en esta Isla una población, y no es la ménos numerosa, vejetando (permítaseme la frase) entre ciénegas y pantanos, sostenida con alimentos vejetales y [47] bebiendo agua fangosa." Expone luego el deber en que está la administración de hacer desaparecer esa causa de paludismo, y de ella "espera que un pueblo enfermizo y de poca vida se convierta en sano y viril."
Ciertamente, el campesino puertorriqueño es enfermizo; por muchos otros motivos, pero indudablemente á causa del mismo paludismo que, produciendo la caquéxia palúdica, nos le presenta con semblante abofado; le produce infiltración del tejido celular subcutáneo, le dá á la piel color terroso sucio, á su mirada languidez, á las conjuntivas exangües blancuras, á los miembros laxitud general, cortedad á la respiración, palpitaciones irregulares al corazón, hinchazones al hígado y bazo, é hidropesías, en fin, que todas estas lesiones suelen ser consecuencias de tan poderoso veneno.
Tócale á la anémia, en órden de importancia, lugar análogo al del paludismo. Enfermedad propia de los climas tórridos, amaga á todos los habitantes de la Isla, agobiando á la mayoría de los campesinos puertorriqueños. La influencia térmica del medio ambiente basta por sí sóla para producir la anémia. Aun en los climas templados se observa, durante el verano, cuando los calores han sido fuertes, que muchas personas pierden el apetito, se sienten incapaces de desarrollar su actividad ordinaria, palidecen; en una palabra, están bajo el influjo de un ligero grado de anémia. ¡Con cuánta más razón no ha de ser general este padecimiento en una zona cuya temperatura constante es alta todo el año!
En tésis general podemos decir que el habitante de los trópicos está sugeto á la anémia por el sólo hecho de la temperatura que soporta; pero esto tiene sus limitaciones individuales. Hay razas organizadas para sufrir los calores tropicales sin menoscabo de la salud, y otras que, aún no estando tan bien dotadas por [48] la naturaleza, proceden de climas cálidos, han nacido en la zona ó tórrida, se han aclimatado y viven bien, aunque ligeramente anémicos; porque la anémia dentro de ciertos límites, mientras la cantidad y la calidad de los glóbulos sanguíneos no disminuye de un modo considerable, es compatible con la salud, y hasta se ha considerado como necesario y saludable acomodamiento del organismo al clima. Claro es que si pasa de estos límites, constituye un estado morboso.
Para la raza originaria de África, por ejemplo, la acción del clima puertorriqueño, por lo referente á la temperatura, no es perjudicial; para los europeos la acción morbosa de la temperatura será tanto más sensible, cuanto mayor sea la discrepancia del clima en donde nacieron, con el de este país; y por lo tanto, cuanto de más hacia el Norte procedan, más en peligro estarán de ser víctimas de la anémia térmica; sus condiciones funcionales orgánicas están muy distantes de las que les serían necesarias para resistir el ardiente sol de los trópicos. Por razones opuestas, los europeos nacidos en las zonas cálidas están mejor dispuestos para acomodarse á las necesidades del clima, y he aquí explicado por qué los españoles han prosperado y dejado descendencia viable en estas regiones, cosa que no han logrado otros pueblos.
En efecto; la península Ibérica está colocada entre las líneas isotermas de +15° y +20° formando parte de la zona comprendida entre las líneas isotermas +15° y +25° ó sea la región de los climas cálidos. Puerto Rico está comprendido en la zona que desde la línea isotérmica +25° va hasta el Ecuador termal; su temperatura media, según las observaciones meteorológicas hechas por la Jefatura de Obras públicas, en San Juan es de 26° en invierno y de 28° en verano; pero en el interior es indudablemente más baja; por lo cual la divergencia climatológica no resulta tan extrema como la latitud geográfica. Así se comprende que los espa[49]ñoles, y sobre todo los de la parte del medio-dia, hayan podido fundar sociedades permanentes en estas Islas; están en condiciones de adaptación de que carecen el alemán y el ruso, nacidos en zonas contenidas entre las líneas isotermas +15° y +5°.
Si el padre ha triunfado de las condiciones térmicas, por las leyes de la herencia se explica que el hijo vaya ganando en facilidades para habituarse á las influencias del nuevo clima; y así es: los descendientes de europeos soportan el clima mejor que sus progenitores, con sólo ese ligero grado de anémia de que ántes hemos hablado.
Esto no quiere decir que el campesino puertorriqueño de orígen europeo, no pueda ser víctima de la anémia morbosa, dependiente del clima tórrido que habita; de la anémia habitual y compatible con el ejercicio normal de las funciones orgánicas á la morbosa grave, el paso se efectúa con facilidad; pero hay que tener en cuenta, que la temperatura en los campos, sobre todo en las alturas, es notablemente más baja que la arriba citada, y por lo tanto más soportable, por lo cual nos permitimos asegurar que los casos de anémia tropical pura, exclusivamente debidos al calor excesivo, son escasos.
En cambio la anémia dependiente de otras causas es común; organismos ya predispuestos, fácilmente se vuelven anémicos á poco que hayan sufrido una enfermedad grave, una pérdida de sangre, etc.
Todas las causas, pues, que en otros países son capaces de determinar la anémia, obran con mayor facilidad en el campesino borincano. En las mujeres, el alumbramiento es casi siempre motivo de anémia; la lactancia, con más razón. ¡Cómo no había de ser así cuando á las naturales pérdidas orgánicas propias de esos actos, hay que añadir la insuficiencia de la alimentación!
No podemos prescindir de ocuparnos de este par[50]ticular cada vez que se nos presenta ocasión de hacerlo. Tenemos, según hemos visto, que el país, por sí mismo, basta para que el hombre que lo habita se vuelva algo anémico y aun que sucumba á la anémia. ¿Qué hay que esperar que suceda cuando la alimentación es insuficiente y á veces de pésima calidad? Ya ántes hemos mencionado las sustancias que componen la mesa del jíbaro; pero nos falta añadir que muy frecuentemente algunas de esas sustancias las consume dañadas; hemos visto en no pocas ocasiones expender, principalmente las arenques, el bacalao y el pan de tan pésima calidad, que debía haberse prohibido su venta. En este particular es preciso hacer constar que la avaricia y el poco escrúpulo de algunos especuladores raya en lo increíble. Hay quien se enriquece en poco tiempo acaparando el dinero del infeliz labrador á cambio de los desechos de los almacenes de las poblaciones, alimentos podridos que se adquieren á bajo precio, para venderlos al jíbaro, en vez de elementos reparadores de su empobrecido organismo; sustancias que no sólo no le nutren, sino que pueden enfermarle. Por desgracia la falta de una organización sanitaria hace posibles estos delitos, verdaderos agiotajes con la sangre del pobre labrador.
Cierto que el jíbaro es poco escrupuloso y se conforma con que le cueste barato el alimento, aunque la inanición le consuma; pero esto no es razón para dejar que se le explote. Bastante hay ya con que de por sí sea sóbrio; admira verle satisfecho con encontrar bajo un árbol de mangó mesa puesta mientras dura la cosecha, y consumir el fruto aun ántes de que madure.
Es de notar que el jíbaro no usa el maiz con la frecuencia que debiera; prefiere el arroz, aunque no es tan nutritivo; este cereal que á menudo consume sin otra preparación que la de cocerle con agua y sal, le produce opilaciones. En ciertos casos, ántes de estar [51] completamente formado el grano, se sirve de él como alimento; corta las espigas todavía verdes, tuesta el grano y satisface su hambre á cambio siempre de la pobreza nutritiva.
Otra de las causas de anémia consiste en la mala calidad del agua. El campesino en muchas localidades bebe la que tiene más cerca, aunque sea poco potable. Los estímulos que emplea para activar la digestión, el uso del alcohol como compensador de su régimen alimenticio, y el abuso del tabaco mascado, son causas que contribuyen á la enfermedad de que venimos tratando.
Al paludismo, á las causas debilitantes de una alimentación escasa y de mala calidad y á las enfermedades producidas por un régimen higiénico detestable, debemos atribuir principalmente la anémia del campesino puertorriqueño. Sáquesele de ese régimen y se le verá perder ese acentuado color pálido, tan frecuente entre los jíbaros. El clima debilita un poco, pero el daño no lo produce solamente el calor, lo hacen más acaso las transgresiones indicadas.
Aunque no tan generalizadas como la anémia, pueden citarse la clorosis y la leucenia misma, como padecimientos del campesino.
La escrofulósis es más común; hiere á un considerable número de indivíduos de este grupo. Y se explica: en los campos los enlaces entre parientes cercanos no son raros; no es extraño tampoco encontrar viejos empeñados en trasmitir una vida que se les escapa, y personas caquécticas vemos á cada paso llenas de numerosa familia; los hijos que de estos enlaces nacen, están, casi todos, condenados á ser víctimas de la escrófula. Si á esto añadimos las causas debilitantes de que ántes hemos hecho mención, no nos sorprenderá que el escrofulismo se haya enseñoreado de los campos de Borínquen.
[52] Las enfermedades más comunes del aparato digestivo son las dispepsias, gastritis, gastrálgia; ésta, llamada por el vulgo pasmo y confundida con el tétanos, no es más que una neurálgia del estómago dependiente de la anémia, de la clorosis, del abuso del café, de las especies ó de un simple enfriamiento.
Entre las afecciones de este aparato, las diarreas agudas y crónicas, gastro-enteritis, disentería aguda y crónica, son las que juegan un papel más importante en la patología rural; las impresiones repentinas de la humedad á causa de los inopinados cambios atmosféricos, la mala calidad de los alimentos, las caquexias, la elevada temperatura de la estación calurosa, las malas aguas, todo esto dá razón de aquella importancia.
Las aguas impuras y el uso de las carnes de cerdo que contienen gérmenes de ténia—equinococos—exponen al campesino á padecer de lombrices.
La hidropesía ascitis se encuentra á menudo, ya desarrollada bajo la influencia de obstáculos circulatorios de la vena porta—enfermedades del hígado—ó de la cava—enfermedades del corazón—ya debida á la caquéxia palúdica, á la enfermedad de Bright, que es más frecuente de lo que pudiera creerse, á lesiones peritoneales y á un sencillo enfriamiento, sobre todo cuando la anémia existe como causa predisponente.
La dispepsia, la malaria, la disentería, aparte de la acción térmica del clima, son causas de que el hígado y el bazo sean frecuentemente asiento de lesiones crónicas—congestiones, infartos é inflamaciones. Los abscesos del hígado no se observan sino excepcionalmente. La ictericia catarral es común. En cuanto á la cirrósis hepática, su patogénia nos dice que la hemos de encontrar á cada paso. Paludismo crónico, enfermedades del corazón, alcoholismo, abuso de especias, son otras tantas causas de producción del padecimiento.
La peritonitis no es afección extraña á la patología del campesino.
[53] Al ocuparnos de los venenos morbosos humanos, por lo que se refiere á las fiebres eruptivas, nos remitimos á lo dicho en la patología de la infancia.
La fiebre tifoidea reviste caractéres especiales que han dado lugar á que se niegue por inteligentes médicos su existencia en Puerto Rico, y que por otros se la llame tifóica para reconocer sus caractéres físicos sin declarar que sea la verdadera tifoidea; no es este el sitio de discutir si son ó no legítimas tifoideas todas las pirexias de larga duración con síntomas atáxicos y adinámicos que en esta isla se observan; pero no puede negarse que la tifoidea, aunque sea rara, existe en el país.
La fiebre amarilla castiga también á los campesinos; pero más á los blancos que á los negros, los cuales tampoco están exentos de padecerla. Cuando reina una epidemia de tifus amarillo en alguna población de la costa, son invadidos los campesinos que residen en la localidad epidemiada ó vienen á ella; á veces, aún en los mismos pueblos del interior se desarrollan epidemias mortíferas de vomito negro.
Otras pirexias se encuentran en la patología puertorriqueña, tales como las fiebres gástricas, biliosas, remitentes biliosas, etc.
Debemos citar la erisipela como exantema febril que complica á veces los traumatismos y úlceras, ó se presenta espontáneamente; pero es bueno advertir que por el vulgo se comprende bajo la misma denominación la linfagitis—inflamación de los vasos ganglios linfáticos de suma frecuencia y que se presenta á causa de simples picaduras, de la presencia de niguas ó de ligeras heridas.
Los venenos de orígen animal están representados por la rabia, que es una enfermedad rara; por el muermo, que lo es ménos, pues facilita el contagio el poco cuidado y ninguna medida de aislamiento que se toman con los caballos muermosos; la pústula maligna, picada[54] de la mosca, suele propagarse por las mismas causas, es decir, por el descuido en que se tienen los animales enfermos, la despreocupación en utilizar los cueros de reses muertas de la epizootia, y los malos enterramientos de los animales que sucumben á causa de enfermedades carbuncosas.
Á otras infecciones ménos importantes están expuestos los campesinos; tales son las picaduras de insectos, principalmente del alacrán, escolopendra (cienpiés), arañas, que no suelen por lo general tener consecuencias funestas.
Á título de enfermedad muy general en los campos tócanos hablar del reumatismo; este padecimiento que tiene preferencias por los organismos pobres y por las personas sujetas á privaciones, necesario es que lo encontremos además entre una clase que, por las necesidades de su trabajo, se expone á menudo á las influencias atmosféricas más variadas, y que, sin embargo, se viste muy pobremente, lo necesario para no herir el pudor—y se aloja en casas pésimamente construidas, incapaces de resguardar á los que las habitan de las inclemencias del tiempo.
La nefritis catarral, la enfermedad de Bright, la uremia y la litiasis, proporcionan casos de observación al médico. Como queda indicado, el mal de Bright es más frecuente de lo que parece. Obedece á la caquéxia palúdica, al alcoholismo, á enfriamientos y á otras causas que actúan sobre los campesinos.
No faltan lesiones de la próstata de orígen venereo, dependientes del hábito de montar á caballo, etc. La cistitis es también afección corriente.
Pericarditis, endocarditis, lesiones valvulares, palpitaciones nerviosas, angina de pecho y aneurismas, representan la patología del aparato circulatorio.
Los órganos de la respiración, que se afectan por muy distintas causas, también son asiento de enfermedades entre las cuales el sencillo coriza, la laringitis, [55] bronquitis, asma, pulmonías y pleuresías dan su contigente á la enfermería rural.
La tuberculosis, enfermedad tan común de los organismos debilitados, se hace cada dia más general entre nuestros campesinos.
El aparato de la inervación nos ofrece los meningitis, las inflamaciones del encéfalo, la anémia cerebral, el hidrocéfalo, las lesiones medulares, diversas neuroses-epilepsia-corea y las parálisis.
Pero entre las neurosis son las más frecuentes la jaqueca, las neurálgias y sobre todos el tétanos. Esta dolencia es sin género de duda bastante frecuente; suele aparecer á causa de un simple enfriamiento ó después de haber sufrido un traumatismo; en ocasiones basta el pinchazo de un alfiler, una ligera rozadura, la extirpación de una nigua. Pretenden los jíbaros precaverse del tétanos usando el tabaco mascado.
Las enfermedades de la piel más comunes son el acné, las eczemas y herpes. La elefantiasis de los griegos es aquí rara; pero la elefantiasis de los árabes está muy extendida entre las clases pobres. Favorecen el desarrollo de esta enfermedad las condiciones climatológicas y la influencia de la humedad del suelo—la inmensa mayoría de los campesinos andan descalzos.—Generalmente el punto de partida del padecimiento es una leuco-flegmasia que aumenta á cada ataque de linfitis, hasta que se manifiesta en toda su horrible deformidad la elefantiasis.
Al alcoholismo y á la locura paga su tributo también el campesino. Resultado de un vicio, el primero, va generalizándose entre hombres y mujeres lo bastante para hacernos temer por la degeneración de la especie, trasmitiéndose, como se trasmite, el envenenamiento alcohólico de padres á hijos. La afición á los alcoholes es general entre las clases proletarias de todas partes, como que obedece á las exigencias del organismo que pide combustible para entretener la vida, [56] cuando los alimentos no se toman en la cantidad necesaria, ni son de calidad nutritiva suficiente. Por lo mismo, pues, que se conoce su causa es más sensible su generalización.
En cuanto á la locura, no son extraños á su manifestación los comunes enlaces entre parientes cercanos; tampoco faltan las monstruosidades para completar esta parte del cuadro patológico que venimos bosquejando.
Llama particularmente la atención de los cirujanos que ejercen en Puerto Rico, la facilidad con que se cicatrizan las heridas de todas clases. Casi ningún campesino ocurre al médico cuando sufre una herida, y aun tratándola del modo peor posible se cicatriza aquella rápidamente. Más frecuentes son las hemorragias tenaces de pequeños vasos que no deberían dar un chorro tan abundante, á tener el herido una sangre más rica en elementos plásticos. Las operaciones se practican con un éxito asombroso en este país, sin que la fiebre ni el delirio traumáticos intensos, ni las supuraciones, ni la absorción purulenta, las compliquen casi nunca.
Entre las enfermedades quirúrgicas, suelen encontrarse con frecuencia casos de úlceras de las piernas, rebeldes á todo tratamiento.
Entre los tumores que más comunmente padecen nuestros campesinos citaremos los fibromas, lipmass, el sarcoma á veces, frecuentemente los quistes, adenomas y cáncer.
He aquí trazada á vuela pluma la patología del campesino puertorriqueño; las enfermedades á que están sujetos esos infelices que viven diseminados por los campos de la isla, en la ignorancia, sin que puedan contar, cuando se enferman, con otra cosa que con la visita del médico, visita que resulta estéril á veces, porque si el pobre campesino consigue los medicamentos prescritos nunca es con la debida oportunidad, y se dan casos de no conseguirlos. En ocasiones hasta el médico les fal[57]ta, porque, aún queriendo cumplir los dignos profesores titulares que casi todas las poblaciones tienen, no pueden hacerlo; carecen del tiempo material para acudir á barrios extremos, á donde se tarda dos ó tres horas en llegar, corriendo pésimos caminos y atravesando peligrosos rios. No es de extrañar que entre una clase sometida á estas circunstancias prosperen tanto los curiosos, curanderos y yerbateros de toda clase.
Desde luego se advierte en la reseña que acabamos de hacer, que un considerable número de las enfermedades en ella citadas no excluye á ninguna clase social, mientras que otras, ménos numerosas, se encuentran más frecuentemente en indivíduos del grupo humano que estudiamos. Algunas hemos visto que son enfermedades propias de éste y de análogos climas, y otras que son comunes á diversas regiones geográficas. Por último, esas dolencias no afectan de igual modo á indivíduos de diversas razas.
Este asunto, como se vé, es interesantísimo: la consideración de la patología humana desde el punto de vista del clima y en cuanto se relaciona con las razas, dá lugar á deducciones de importancia suma; como que el porvenir de toda colonia depende tanto de las circunstancias climatológicas, como de las aptitudes de la raza fundadora para resistir á las morbosas influencias del nuevo suelo. Para Puerto Rico mismo, colonia ya estable, y aún para los campesinos, circunscribiéndonos á nuestro problema, no deja de tener interés la materia de que vamos á ocuparnos.
El paludismo, que hemos dicho se ceba en la po[58]blación rural, si bien no perdona al negro ni al mestizo, hace mayores estragos entre los blancos; no solamente las formas simples de las intermitentes palúdicas, sino también las perniciosas, formas gravísimas del envenenamiento palustre, son más comunes entre estos que entre aquellos. Por rareza se encuentran negros, de raza pura, caquéticos á consecuencia de la malaria. Ya en los mestizos se observan más casos de caquéxia, aunque nunca tantos como entre los jíbaros de orígen caucásico. Y no es que el organismo del hombre de color no resista tanto como el del blanco y sucumba con los grados de intoxicación malárica que éste soporta; nosotros, al ménos, creemos lo contrario: el negro resiste más al envenenamiento, por condiciones orgánicas que le dan esta ventaja; condiciones orgánicas acaso no muy precisadas, pero que probablemente consistirán en una fuerza eliminadora grande que se opone á que su organismo llegue á la dósis de infección necesaria, ó en que los gérmenes del paludismo encuentren un terreno pobre, ya que no estéril por completo, para desarrollarse tan á sus anchas.
Por lo que respecta al paludismo, puede asegurarse que la raza blanca tiene mejores disposiciones que la raza negra para contraerlo, y está en condiciones más desfavorables para exponerse á sus influencias.
Otro tanto puede decirse de la anémia tropical.
La anémia dependiente por modo exclusivo del clima afecta al blanco y deja indemne al negro; excepcionalmente padecerá un negro de anémia debida sólo á la temperatura de la zona tórrida. Habrá sin duda casos de anémia en esta raza, como los hay entre los habitantes de los climas templados, pero desde luego serán la excepción; y de ordinario la anémia, en los sujetos de color, será debida, la generalidad de las veces, á hemorrágias, fiebres ú otras causas.
El hombre blanco, sometido á la acción del calor constante, se vuelve anémico sin que otra causa tenga [59] que influir para ello; obedece esto á condiciones orgánicas por virtud de las cuales no le es dado resistir impunemente á las influencias climatológicas de estas latitudes. Su gasto orgánico es más considerable que el del negro, no puede bastarle la escasa alimentación con que éste se satisface, y como la pérdida del apetito y la debilidad digestiva no le permiten nutrirse como es debido, resulta que, además del calor, causa primera de tales trastornos, contribuyen estas concausas á desarrollar la anémia en un plazo breve.
Por opuestas razones está el oscuro africano ménos expuesto á este padecimiento. Dijimos, al ocuparnos de la anatomía, que la piel del negro es más espesa y que se advierte en ella una turgencia que la hace fresca al tacto; explicamos entónces, dentro de lo posible, estos rasgos diferenciales de razas, á los cuales se unen otros sobre los que vamos á insistir un poco.
Si observamos dos trabajadores, uno blanco y otro negro, sometidos á igual faena en condiciones análogas, notaremos muy pronto que el último empieza á sudar ántes y suda de una manera más copiosa que el primero; de este hecho podemos deducir, sin violencia, que el negro posee un aparato glandular sudorífero más desarrollado y por consiguiente de una actividad funcional superior, como en efecto parece que ocurre.
Las condiciones de la secreción sudoral también son distintas en uno y en otro. Mientras el sudor del blanco apénas hiere el olfato, el del negro tiene un olor penetrante; diferencia debida á la mayor riqueza en ácidos graso valérico, fórmico, butírico y otros que, dando lugar á combinaciones complejas de estos elementos con sales sódicas y de potasa, y aún con otros productos de eliminación cutánea, le comunican ese carácter distintivo que falta de ordinario en el sudor del blanco, en cuya secreción sudoral sólo se advierten trazas de algunos de esos principios.
[60] Pero esa misma riqueza en los ya dichos ácidos, de naturaleza volátil, es un arma defensiva contra el calor. Pocas personas habrán dejado de experimentar la refrigeración que se produce en la piel, cuando se vierte sobre ella una sustancia que se volatiliza rápidamente; pues bien, el sudor del negro, evaporándose con mucha celeridad, á causa de la composición química indicada, ejerce una acción refrigerante bienhechora, que es más tardía y mucho ménos intensa en la piel del blanco.
Ahora bien; sabemos que si por el pulmón se elimina calor, por la piel esta eliminación es casi nueve veces mayor. La transpiraría cutánea, que con la respiración pulmonar y la digestiva constituyen los principales reguladores del calor de la máquina animal, según Lavoisier, son "tres factores que no pueden olvidarse, dice Lacasagne, cuando deseamos apreciar la influencia de la temperatura exterior en los diversos climas."
Si recordamos con Gavarret que "en igualdad de circunstancias, la resistencia del hombre al calentamiento en los diversos medios de temperatura elevada que le rodean se halla en razón directa de la cantidad de vapor acuoso que en el mismo tiempo puede formarse en la superficie de la piel y mucosa respiratoria," comprenderemos fácilmente la mayor resistencia del negro, que suda más y evapora más rápidamente su sudor, para las temperaturas elevadas.
Á esta actividad funcional de la superficie cutánea, además de otras circunstancias en cuyos detalles no entraremos por no hacer prolijo este apartado, débese principalmente que el negro resista, sin anemiarse, altas temperaturas, que conserve sus fuerzas y su salud, allí donde el blanco se anémia y pierde fuerzas y salud. Á beneficio de tales disposiciones orgánicas su actividad nutritiva se mantiene en límites que están en consonancia con el clima tórrido, y á ellas debe el mantener un equilibrio conveniente, al habitante de la zona [61] tórrida, entre la producción y la eliminación del calor.
La escrofulósis, que obedece á causas debilitantes, claro está que ha de ser frecuente en organismos débiles. La pobreza constitucional del jíbaro blanco, castigado por el paludismo y por la anémia, le predisponen al escrofulismo. Por razones fáciles de apreciar y que deben buscarse en las circunstancias á que en no pocos casos deben la existencia gran número de mestizos, se encuentran entre éstos muchos escrofulosos.
Las enfermedades del aparato digestivo, sin que dejen de padecerse por la raza de color, nos han parecido más rebeldes en la raza blanca.
La tuberculosis se halla muy generalizada tanto entre los blancos y los mestizos como entre los negros; pero en los primeros, que tienen mayor capacidad respiratoria que los últimos, un torax más desarrollado, se nota mayor resistencia á los progresos de la enfermedad; en general todas las enfermedades del aparato respiratorio son de marcha insidiosa y grave en el hombre de color.
Lo mismo debe decirse acerca de las enfermedades febriles: la tifoidea, las biliosas, ofrecen mayor gravedad en el negro porque su resistencia individual es menor, desfallece ántes que el blanco. En la misma fiebre amarilla, que sólo por excepción padece el negro, reacciona torpemente, y con dificultad.
En cuanto al tétanos, créese por la generalidad de los observadores que hace mayor estrago en los niños recién nacidos de la raza de color que entre los de la raza blanca. El tétanos, dicho espontáneo, a frigore, si aceptamos como causa inmediata del padecimiento una impresión brusca de aire frio en un cuerpo sudado, compréndese que sea más común en el negro.
Aunque la elefantasis de los árabes no es padecimiento exclusivo de la raza negra, sin duda alguna es [62] más frecuente entre los indivíduos pertenecientes á ella.
De lo poquísimo que en materia tan vasta hemos podido decir, algunas deducciones pueden hacerse. Aparte de las ya hechas en el estudio del paludismo y la anémia, podemos sacar otras consecuencias relativas al trabajo del jíbaro, de lo cual nos ocuparemos en su oportunidad.
Para reconocer la importancia de este estudio sobran razones; pero veamos cómo aún en un terreno tan limitado como lo es el de la Isla de Puerto Rico, el instinto humano se acomoda á la ley de la patología y del clima.
El jíbaro blanco apénas viene, á ménos que esté muy necesitado, á las poblaciones de las costas á buscar trabajo; en cambio el negro abandona el interior y se aglomera en las poblaciones de las costas. ¿Obedece esto á un capricho? No ciertamente; es que en la costa la fiebre amarilla aflige al jíbaro blanco y respeta al negro; y es, además, que el negro es muy sensible al frio y huye del fresco del interior, mientras que el blanco le teme al calor del litoral.
Ya dijimos que en las regiones del Norte de los Estados Unidos de América no prospera el negro. En Europa se ha observado lo mismo; dice el Dr. Baudin que en 1817 fué de guarnición á Gibraltar un batallón de negros, el cual, durante los 22 meses que estuvo allí, perdió un 6.20% de su contingente, mientras los soldados blancos sólo perdieron un 2.14%. Cuando las enfermedades del aparato respiratorio figuran en las estadísticas de morbosidad de los batallones de blancos como 0.53%, en los negros llegaron á un 4.30%. Este hecho es de gran valor, porque se refiere á un clima como el de Gibraltar, suave, puede servirnos sin que resulte inaplicable á Puerto Rico para darnos la explicación del aflujo de negros á la costa. En cuanto la libertad les permitió establecerse á su gusto abando[63]naron las alturas, huyendo instintivamente de las temperaturas frescas de la isla, en donde los blancos se sienten mejor, y buscaron el calor que es necesario al organismo del hombre de color.
En este mismo órden de ideas mucho podría decirse, pero no es la ocasión de tratar tan ámplia materia; procuraremos, no obstante, al ocuparnos de la manera de remediar las malas condiciones físicas del campesino, y dentro de los límites en que nos ha sido dado abarcar este tema, hacer aplicaciones al estudio local que venimos haciendo.
Á tres orígenes podemos referir las causas á que obedece el modo de ser físico del campesino puertorriqueño. Son ellos la herencia, las circunstancias climatológicas y las condiciones higiénicas en que ha vivido y vive todavía el jíbaro.
Por lo que hace relación á la herencia, impórtanos recordar algunas de las circunstancias en que se realizó el descubrimiento de América, empresa, juzgada fabulosa, y para la cual necesitó emplear el audaz marino que la llevó á término feliz toda su constancia. Sin su perseverancia habría desistido ante los desaires con que por todas partes le recibían; aún en la misma España, destinada á dar vida nueva á un mundo, á no ser por la influencia de amigos entusiastas, habrían despedido definitivamente á Cristóbal Colón, como lo habían hecho ya de otras cortes.
Pero el "loco" se obstinaba en revelar un mundo desconocido; y mendigando, iba ofreciendo de puerta en puerta la ignota tierra americana llena de maravillas. Á pesar de la Asamblea de Salamanca, Colón de[64]bía triunfar; los destinos providenciales indefectiblemente se cumplen en la hora precisa y se ejecutan por el destinado á realizarlos. Los Reyes Católicos, que acababan de engrandecer á España con la conquista de Granada, concluyeron por aceptar los planes del ilustre genovés y se aventuraron á ayudarle en la gigante obra. El hallarse á la sazón la corte en Granada, estar la villa de Palos obligada á facilitar á Sus Altezas dos carabelas por seis meses para lo que se les mandase, y el ser "buenos y cursados hombres de mar" los habitantes del célebre puerto citado, fueron circunstancias favorables para la realización del gran acontecimiento.
Las condiciones excepcionales de los españoles para todo género de aventuras guerreras, estaban ya probadas en aquella época de la historia en que España ocupaba un lugar distinguido como nación; roto el último eslabón de la cadena árabe, la independencia, con ser suceso gloriosísimo, no era sino el comienzo de próximas grandezas que había de alcanzar en reinados posteriores. Pero aparte de esto, por circunstancias geográficas del suelo español, eran sus hijos los que estaban mejor dispuestos para soportar la acción del clima tórrido á que debía arribar Colón; y de España, precisamente Andalucía, la región más meridional, de donde convenía que el descubridor sacase los primeros compañeros de fatiga en aquellos gloriosos dias. Seguramente si los primeros europeos que pisaron el suelo americano no hubiesen tenido la ductilidad orgánica que convenía para vivir en las nuevas tierras descubiertas, se habría retardado la conquista de América.
Andaluces eran en su mayor parte los compañeros de Colón, y cuando más tarde se verificó por Ponce de León la conquista de Puerto Rico, la corriente de inmigración andaluza fué la más nutrida de las que llegaban á la Isla. Por las condiciones de esta, relativa[65]mente pobres, y á causa de las riquezas que las otras regiones americanas brindaban, podemos suponer que en Puerto Rico sólo permanecían aquellos inmigrantes obligados por los cargos oficiales que desempeñaban, y los que estaban dotados de un carácter sosegado y preferían á las aventuras guerreras del Continente, la vida en esta isla, fácilmente dominada, en donde la raza indígena había casi desaparecido y mermaba á ojos vistas, y en donde, por consiguiente, salvo las rivalidades entre los dominadores, se gozaba de tranquilidad.
Ahora bien; tales condiciones de carácter suelen, por lo común, ir unidas á un convencimiento íntimo de gran superioridad, ó, por el contrario, á cierta debilidad orgánica. En una época de guerreros como aquella, en la que además existía el incentivo de riquezas nunca soñadas, para los exploradores atrevidos, no hemos de suponer que la gente cuyo temperamento fuese inclinado á la lucha, se quedase en Puerto Rico, haciendo una vida poltrona; las personas, sinó débiles, por lo ménos no tan bien dotadas por la naturaleza como las otras, que encontraban aquí ciertas facilidades en la lucha por la existencia, eran las que aquí permanecían voluntariamente; y que estas facilidades se hallaban, lo confirma D. Alejandro O'Reylly cuando informa acerca de la gente que pobló á Puerto Rico: "Soldados sobradamente acostumbrados á las armas para reducirse al trabajo del campo, Polizones, Grumetes y Marineros desertores, gente por sí muy desidiosa, inaplicada, perezosa"—(y por lo tanto cuya organización física no sería de las más vigorosas, porque el vigor físico y la pereza son incompatibles), "que se mantenía de leche, verduras, frutos y alguna carne conseguidos con muy poco esfuerzo."
Pero aún descartando estas razones, tendríamos bastante para sospechar el influjo de la herencia en la debilidad actual del campesino, con la sola consideración del orígen andaluz de sus progenitores; porque es [66] innegable que los climas cálidos no producen organizaciones tan robustas como los climas templados; y el clima de la Bética, de cuyas excelencias se ocuparon los escritores griegos y romanos, al fin tiene prolongados estíos durante los cuales reina excesivo calor que debilita el organismo. Así, pues, la herencia juega un papel atendible en los caractéres físicos del jíbaro.
Examinemos otro más principal, cual es la influencia climatológica del país.
No se ha hecho todavía un estudio científico, completo, del clima de Puerto Rico. El ilustrado anotador de la Historia de Puerto Rico, D. José J. de Acosta, lamenta, como nosotros, esa falta, pero es justo reconocer que algo ha empezado á hacerse con objeto de subsanarla. La Jefatura de Obras Públicas verifica hace años observaciones meteorológicas, interesantísimas por muchos conceptos, que han de servir de base al estudio deseado. Dichas observaciones sólo se hacen en San Juan, por lo cual entendemos que la temperatura media que en ellas se consigna no debe tomarse como la media de la Isla, pues sabemos cuánto hace variar la temperatura de un paraje su altura sobre el nivel del mar y otras causas que originan los climas parciales dentro de un mismo país, siquiera sea tan pequeño como Puerto Rico; pero así y todo recurriremos á esta fuente, por ser la única que nos merece fé.
La isla de Puerto Rico forma parte del archipiélago de las Antillas. Situada en la zona tórrida, se extiende unos 170 kilómetros de E. á O. y 65 de N. á S. teniendo próximamente una superficie de 10,000 kilómetros cuadrados. Bañadas sus costas por el Mar de las Antillas, hállase entre los 17° 54' y los 18° 30' 40" de latitud N. y su latitud O., según el Mediterráneo de Cádiz, entre los 59° 20' 26" y los 60° 58' 52".
La altura de sus tierras y montañas sobre el ni[67]vel del mar, varía según los accidentes topográficos; así no hay para qué decir que existen en este particular notables diferencias entre las poblaciones de la costa de la Isla y las situadas en el interior; por ejemplo, Cayey á 600 metros de altura sobre el nivel del mar, Aibonito y Adjuntas á 800 metros y aún podríamos citar el Yunque de la sierra de Luquillo á 1,520 metros, la altura de Peñuelas á 908 metros, el Torito de Cayey á 907 metros y otras; pero con las mencionadas bastan á nuestro objeto.
El terreno de la isla también varía. Según la opinión de D. José R. Abad, expuesta en su notable trabajo "Puerto Rico en la Feria Exposición de Ponce," las cordilleras Central y de la Sierra de Luquillo "han constituido, en sus orígenes, una masa más compacta y unida y sus mesetas han sido rotas y disgregadas por las primeras convulsiones volcánicas de orígen submarino."
Encuentra el Sr. Abad "en las vertientes de las altas montañas, mezclas de rocas de granito, mica, feldespato y antracita con las formaciones plutónicas de los terrenos terciarios; en diferentes direcciones de las vertientes de la Cordillera Central grandes conglomerados calizos. En las explanadas estepárias que unen en el interior algunas montañas entre sí y se extienden por el litoral hasta algunas millas del mar, materias terreas saturadas de sales minerales en fusión, particularmente de peróxido de hierro; aparte de esto existen territorios de formación moderna; terrenos de aluvión, formados por los acarreos é inundaciones de los rios, y bancos de arena, terrenos ganados al mar (manglares) y pantanos de agua dulce."
Los vientos reinantes en la isla son distintos según los meses del año en que se observen; el N. y el N. E., frios é impregnados de humedad, dominan durante la estación fresca que suele ser de Noviembre á Febrero, en el resto del año reinan las brisas frescas ó [68] los vientos del Sur, calientes, sobre todo de Julio á Octubre.
Supónese que cada litro de agua produce unos 1,700 litros de vapor. Por este hecho deduciremos cuán cargada de humedad estará por lo común la atmósfera de la isla de Puerto Rico teniendo tan cerca esa gran masa de agua de mar que la rodea, y siendo además el país tan rico en aguas; existen considerable número de rios y siete lagunas, aparte de otros depósitos de agua ménos importantes, que son otros tantos focos de evaporación; así se explica que la media humedad relativa, representada por 100 la saturación, llegue en la capital de la isla á 77. Á esto hay que añadir las lluvias, abundantes en la costa Norte principalmente.
La temperatura media de la capital, calculada en un período de seis años, es de +26° 29' y la correspondiente á los años 1886 y 1887 de +25° 75' y +25° 44' respectivamente, con una presión media barométrica de 762.00 para el año 86 y de 752.50 para el 87.
Fundándonos en estos apuntes, podemos clasificar el clima de Puerto Rico de caliente y húmedo y perteneciente á los climas tórridos que son los comprendidos hasta la línea isoterma +25° á partir del ecuador, como hemos dicho.
Pero teniendo en cuenta que por cada 200 metros de elevación disminuye un grado la temperatura, y que se admite que en las ascensiones á las altas montañas, una subida de 100 metros equivale á un cambio de lugar de 1 ó 2 grados hacia los polos[6] convendremos en que en el interior de la isla deben existir climas parciales cuya medida anual acaso no llegue á +25° y por consiguiente puedan clasificarse entre los climas cálidos.
[69] Sostiene el ya citado Sr. Abad que en las alturas de la Cordillera Central el termómetro suele bajar hasta +2° centígrados, y á nosotros nos han asegurado personas que nos merecen entera fé, haber visto la columna termométrica bajar á +12° en Cayey y á +8° en Aibonito. Aunque estos datos, que confirman lo que dijimos en el párrafo anterior, no se les estima de rigurosa exactitud, merecen citarse pues son temperaturas posibles á la sombra; no obstante conviene tener presente que durante el dia, que son las horas hábiles para el trabajo del campesino, nunca baja tanto el termómetro, manteniéndose, con frecuencia, más bien á alturas de +30 grados al sol aún en Diciembre.
Por fortuna tenemos un auxiliar poderosísimo para moderar la temperatura, en la superficie líquida que rodea la Isla. "La temperatura de una comarca, dice Rochard, es tanto más uniforme cuanto más se deja sentir la influencia del mar. En pleno mar, no se conocen los grandes frios ni los calores fuertes." Puerto Rico se encuentra en este caso; y así vemos cuan insignificantes diferencias se observan en sus estaciones; de modo que, si la latitud isotérmica por una parte hace ménos rudos los efectos de la latitud geográfica, por otro lado el mar modifica favorablemente las condiciones de esta última.
Bajo el influjo favorable de semejantes circunstancias, fácilmente comprenderemos que la raza blanca procedente de las regiones cálidas de Europa (Estados del Sur) pueda subsistir por sus solas fuerzas, como en efecto lo ha demostrado la experiencia que subsiste.
Un país cuya densidad de población es de 82.6 por kilómetro cuadrado no parece que debe reunir condiciones muy desfavorables para la vida. Puerto Rico ha aumentado su población en el espacio de 36 años en un 76½ por ciento, y esto en un período comprendido desde 1846 hasta 1883 en que ya habían cesado las fuertes inmigraciones procedentes de la América [70] del Sud y de algunas Antillas, y en que la misma europea ha ido disminuyendo de una manera considerabilísima. Podemos, por estos elocuentes datos, deducir que Puerto Rico reune buenas condiciones para la vida.
Para la población negra la cosa no tiene duda; para la población blanca y mestiza, que lejos de disminuir ha aumentado también, es evidente. Mas tan bellos resultados no son absolutos. Si hemos visto que en Andalucía, clima más benigno que el de Puerto Rico, el hombre se debilita, no hay para qué decir que en este último país ocurre lo mismo de una manera algo más acentuada.
Así lo confirman las razones expuestas con motivo de la anémia térmica, la cual ha tenido que sufrir el blanco originario y sus descendientes; si bien estos hayan debido nacer, orgánicamente constituidos, en mejores condiciones para soportarla que sus padres.
Y vamos á tratar de la falta de higiene, tercera causa y la más esencial de todas á nuestro juicio.
Siempre se ha atribuido al terreno una gran influencia patogénica, y así es en efecto: el suelo, las sustancias vegetales, la humedad y el calor son, según M. Colin, los cuatro elementos necesarios para la producción de la malaria. Pettenkofer ha llamado la atención sobre la influencia que en la generación de la cólera y de la fiebre tifoidea ejerce el terreno.
Suelo muy fértil, de comarcas cálidas, que permanezca infecundo para la agricultura ó no tenga toda la vegetación que puede alimentar, seguramente es foco de paludismo. Pantanos de cualquiera clase en los que no se renueve el agua y queden bajo la acción del sol detritus vegetales, sin duda alguna serán focos del miasma palustre. Ya dijimos oportunamente cuál es la enfermedad que más castiga al campesino—las fiebres intermitentes palúdicas—y esto precisamente no es debido más que á una transgresión de la higiene, [71] que consiste en que no se han verificado jamás trabajos de desecación y de drenaje.
El jíbaro edifica en cualquier terreno su casa y vive respirando dia y noche el veneno que le vuelve caquéctico.
Incidentalmente hemos hablado de la alimentación del campesino y de su insuficiencia en calidad y en cantidad; también mencionamos lo mal que viste; fáltanle á su vestido habitual prendas como el calzado que le preserve de la humedad del suelo; y si durante el verano y para trabajar bajo el ardiente sol en los campos necesita usar ropas ligeras, cuando no se encuentra sometido á este trabajo y el tiempo se torna frio ó lluvioso, debería usarla de más abrigo y no lo hace así. Si un chaparrón le cae encima y le empapa los vestidos probablemente los dejará secarse encima de su cuerpo.
En la estación lluviosa y en las comarcas en donde se cultiva café, hemos visto á mujeres, niños y hombres que después de haber permanecido bajo las sombras en el cafetal, húmedo y frio, recogiendo el preciado grano, mientras la lluvia menuda de los dias de Norte azotaba sus mojados cuerpos mal alimentados, sin bastante abrigo, pálidos, con los piés macerados por el agua, retornaban del trabajo con más aspecto de enfermos que de trabajadores; y no obstante, en tan pésimas condiciones habíanse procurado con su trabajo el pan que debían comer al dia siguiente.
El tabaco mascado (para no pasmarse), y el trago de ron (para calentarse), son los únicos medios que utiliza el campesino para combatir esas influencias. Medios que desde luego se convierten en daño de su organismos debilitado.
El agua que consume el campesino tampoco es siempre de buena calidad; constituyendo por sus pésimas condiciones, el vehículo de gérmenes de enfermedades; por último, como la generalidad de las madres [72] por desgracia están anémicas, no se encuentran en las condiciones debidas para servir debidamente de nodrizas á sus hijos.
Para terminar, diremos que los instintos sexuales despiertan muy prematuramente en los campesinos y que las funciones de la generación las ejercen abusivamente contribuyendo ambas cosas á aumentar su pobreza orgánica.
Ante el cúmulo de faltas contra las prescripciones de la higiene que hemos enumerado rápidamente, sobran comentarios. Es patente la tercer causa determinante del estado físico actual del jíbaro.
De las consideraciones que hasta aquí llevamos hechas, concluimos: que el campesino puertorriqueño, de orígen africano, sin perjuicio de las pequeñas modificaciones que haya podido determinarle el nuevo clima, conserva, físicamente considerado, los caractéres esenciales de raza y subsiste bien, principalmente en las regiones más cálidas de la Isla.
El mestizo no vive mal tampoco en Puerto Rico. Por virtud de su herencia africana soporta bien el clima tropical, goza de cierta inmunidad contra algunas enfermedades —fiebre amarilla, etc.—y por lo que en su sangre tiene de la europea ostenta modificaciones orgánicas—color más claro, formas más esbeltas—que los negros, y mejor aptitud y fortaleza para el trabajo que el blanco; en cambio le hallamos propenso á las manifestaciones escrofulosas.
Tanto los negros como los mestizos son aptos para las faenas agrícolas y toleran perfectamente la in[73]fluencia del espléndido sol de Borínquen; pero la aptitud del mulato,—cierta en lo que depende de sus apropiadas condiciones orgánicas y de la consecuente adaptación al clima,—por otras razones se encuentra tan disminuida, que tal como es en la actualidad el elemento mestizo, carece, á nuestro juicio, de cualidades y vitalidad suficientes para considerarle como un grupo en cuyo tipo se haya de cumplir, con respecto á Puerto Rico, la profecía de Mr. Quatrefages, de que "la posesión definitiva del suelo pertenece á las razas mestizas."
Vemos á los mestizos trabajar junto á los negros con mayor inteligencia, y aún soportar el género de vida que á estos les basta; les vemos reproducirse, pero no ofrecen un conjunto en cuyos indivíduos se observen cualidades preeminentes: no exceden al negro en organización respecto del clima, ni tienen tampoco grandes ventajas positivas sobre el blanco en este concepto.
Forman—tal nos lo parece—una agrupación transitoria, en que los tipos más fuertes, bellos é inteligentes se funden en la raza blanca, mientras que el linfatismo, la tísis y otras causas segregan á los de condiciones opuestas, limitando su reproducción hasta la esterilidad misma que anula el tipo.
En esta cuestión del cruzamiento, lo que pasa á nuestra vista nos dice que en ninguno de los tres elementos que forman la actual sociedad que habita nuestra isla, se encuentra el tipo definitivo que ha de subsistir, supuesto que alguno haya de excluir á los otros; pero indudablemente la selección, hoy por hoy, se indica en el sentido de dar la prelación á la sangre europea. En efecto; observamos una tendencia firme en el negro criollo á cruzar su sangre; si en el africano existe fuerte el instinto de raza á reproducirla, en el criollo, su descendiente, y de un modo más manifiesto en la mujer, se nota el vivo deseo de obtener descendencia de color más claro. El mestizo á su vez busca[74] cualidades morfológicas é intelectuales que le eleven, y solicita y acepta gustoso la mezcla de su sangre con la del blanco mientras rechaza las uniones con tipos inferiores al suyo; es que aspira constantemente, á borrar ó á atenuar cuando ménos los rasgos africanos, conociendo que así se le facilita el medio de franquear el límite que le separa de la raza blanca, en donde, subsistentes como están las preocupaciones del color, es preciso que los signos exteriores apreciables de un orígen africano estén disminuidos notoriamente, para ser aceptado sin viva protesta.
La preocupación del color concurre, pues, al mejoramiento de las razas llamadas inferiores; y esa misma preocupación que tienen las familias blancas para aceptar en su seno á una persona de color, la tiene el mestizo para unirse con elementos inferiores, y aún mayor á veces es en él esta prevención, hija legítima de ese anhelo instintivo del hombre hacia el perfeccionamiento. De suerte que en la sucesión de los tiempos, á beneficio de esta evolución ascendente, lenta, pero contínua, surgirá el tipo orgánico que hoy no encontramos, y procederá de un cruzamiento en el cual predominará la sangre europea.
En un concienzudo estudio del Dr. J. Orgeás, titulado "La patología de las razas humanas y el problema de la colonización," estudio que nos ha suministrado muchos datos para la redacción de esta parte de nuestro trabajo, dice el competente médico de la marina francesa: "Se puede afirmar que en todas las antiguas colonias de esclavos de la zona tórrida, el porvenir no pertenece á los mestizos, como se ha pretendido. Á consecuencia de las revoluciones políticas hacia las cuales tiende fatalmente el antagonismo de las razas, revoluciones que no son sino una cuestión de tiempo, y de las cuales todos estos países serán teatro más ó ménos tarde, la selección natural hecha por el clima, las condiciones diversas de la vida y las luchas políticas,[75] traerán poco á poco la disminución del número de los mestizos y acaso en un porvenir lejano su desaparición casi completa, para no dejar subsistir sino la raza pura mejor adaptada al medio."
Nosotros, refiriéndonos á Puerto Rico, diferimos en cuanto á la conclusión final que asigna al elemento negro esa estabilidad definitiva, deducida de lo que parece ocurrir en Haití y otras colonias; y pensamos así, porque ni el elemento africano ha predominado nunca en esta isla, ni el elemento europeo ha dejado de adaptarse á Puerto Rico, por las circunstancias especiales del clima. Si cuando el terreno permanecía vírgen, sin cultivo la mayor parte del territorio, pudo permanecer el español y dejar descendientes que subsisten después de cerca de tres siglos, con razón podemos esperar lo mismo hoy que la civilización ha penetrado en nuestra isla, y por lo tanto el aumento del cultivo ha hecho disminuir la insalubridad del suelo y ofrece mejores elementos para el trabajo.
Mientras de las provincias españolas arriben, como hasta aquí, elementos blancos adaptables al clima,—y la experiencia demuestra que lo son en su mayor parte casi todos los peninsulares y los procedentes de las islas Baleares y las Canarias,—el predominio pertenece á la raza blanca, que aún en los campos mismos se establece y subsiste sin dificultad.
Seguramente ella se dejará invadir por sangre extraña, confirmándose el hecho observado por los antropólogos y consignado por Mr. Ed. B. Tylor en las siguientes palabras: "En estos últimos siglos se ha comprobado perfectamente que no sólo donde viven juntas dos distintas razas se produce una, nueva ó mixta, sino que una gran parte de la población del mundo debe su existencia al cruzamiento," pero en la mezcla, siendo invariables los factores que hemos estudiado, habrá mucha más sangre europea que la que tiene el mestizo de[76] nuestros dias; la suficiente, quizá, para ocultar mucho la sangre africana.
Del campesino blanco hemos dicho que ha conservado caractéres físicos de sus progenitores que no permiten dudar de su orígen; al adaptarse, ha acentuado algunos rasgos de sus ascendientes meridionales, tales como su color más pálido y moreno, menor actividad, etc., y ha adquirido algunas modificaciones no muy precisadas aún. Á causa de las influencias que en su oportunidad hemos señalado, se nos presenta con aspecto de convaleciente, tanto que,—si no de un modo absoluto,—en tésis muy general pudiera decirse que nuestro campesino blanco está enfermo. Pero esto obedece, insistimos en ello, á circunstancias secundarias perfectamente remediables. Reconocemos la influencia del clima en el modo de sér individual; inspirándonos en las ideas de Montesquieu y de muchos otros ilustres sabios, la aceptamos no sólo como un principio determinante de las cualidades orgánicas, sino hasta de la moral misma; pero también hallamos en otras causas la pobreza orgánica del jíbaro, pues como ha dicho brillantemente el insigne Castelar, "conocemos el estrecho parentesco que existe entre la naturaleza y el alma. Los minerales nos dan la base de nuestro esqueleto. El hierro penetra en nuestras venas, colora y enciende la sangre. Con sólo mirar al cuerpo humano se ven relaciones y armonías con las plantas. La relación es mayor en las esferas superiores de la vida. Todas las especies animales tienen afinidades físicas, químicas, fisiológicas con el cuerpo que las reune, las corona y las completa. Por todas partes nos sentimos unidos con el Universo, y en relación, así con la estrella lejana, perdida en los abismos del cielo, como con la humilde florecilla hollada por nuestros piés," de modo que, sin negar al clima su influjo como medio, damos á éste la latitud que le corresponde.
Visto así el asunto, ¿nos es dado modificar el la[77]mentable modo de sér del jíbaro? Sí; y cuanto digamos útil para el blanco, debe entenderse como dicho para los miembros de las otras razas.
De las causas que hemos analizado, la ascendencia no es modificable; en cuanto á las condiciones climatológicas, algo podemos hacer, pues es sabido que los climas cambian, dentro de ciertos límites, por virtud de accidentes que á primera vista parecían incapaces de producir variaciones: así se ha visto que la destrucción de un monte vecino alteraba por completo el clima de una localidad; de manera que, repoblando de árboles algunas comarcas en que indebidamente se había destruido el arbolado, se han obtenido modificaciones favorables en este sentido. Impórtanos, por lo tanto, no obrar inspirados sólo por el capricho ó la utilidad de momento, y atenernos á lo que la ciencia aconseja, reconociendo en el revestimiento y cultivo del suelo una importante influencia modificadora del clima. "La influencia de las selvas sobre la temperatura del suelo, dice Arnould, ha sido expresamente estudiada por Ebermayer (de Aschaffembourg). La temperatura media anual, la cual decrece de la superficie á la profundidad y que baja medio grado de 1 á 4 piés, es todavía más baja en los terrenos poblados; el grado observado en la profundidad de éste es generalmente 21 por 100 más baja que en el suelo descubierto, en condiciones por lo demás iguales," y también añade: "De una manera general se puede admitir esta fórmula ya antigua: que el revestimiento vegetal del suelo impide el acceso de los rayos del sol, pero es también un obstáculo á la pérdida del calórico de la tierra; por consecuencia atenúa los extremos de la temperatura en la superficie... Las observaciones agrícolas de Montsouris indican bien la influencia del cesped con relación á la temperatura. Las mínimas son mucho más bajas en la superficie del cesped que á la altura de dos metros bajo resguardo."
No puede negarse que sobre las condiciones de[78] vida del jíbaro nos es dado influir de un modo mucho más eficaz que sobre la determinante anterior, y cambiarlas á tal punto, que de enfermos se tornen, no digamos en campesinos de la robustez de aquellos de los climas templados, pero sí en hombres relativamente vigorosos.
Y que esto no es utópico nos lo demuestra la observación de lo que pasa á nuestro alrededor. En la capital, y nótese que elegimos una población en que el calor domina casi todo el año, encontramos junto al negro y al mulato, compitiendo en los trabajos de carga y descarga del muelle, carretaje, albañilería, herrería, etc., al europeo y al criollo blanco; y entre estos últimos algunos jíbaros que no tienen el aspecto de enfermos.
Multitud de sirvientes de ambos sexos han acudido últimamente á este centro de población empujados por la crísis agrícola; casi todos esos desgraciados jíbaros llegan á nuestras casas anémicos; muchos con el vientre recrecido, la respiración anhelante, cansones aún para las faenas ménos fuertes del servicio. Durante los primeros dias la alimentación les hace daño; toda una série de trastornos digestivos se presenta en ellos á causa del cambio radical á que se someten sus estómagos mal habituados; acaso se les desarrollen calenturas intermitentes; en una palabra, el sirviente que se nos entra por la puerta es un enfermo. Pero este enfermo resiste el cambio de régimen, su estómago se acostumbra á los hasta entónces desconocidos alimentos, y á la regularidad de las comidas; el cuerpo se acomoda á reposar en mejor cama y en más abrigada casa, las intermitentes se curan, y al cabo de poco tiempo aquel jíbaro color de cera, incapaz para el trabajo, se ha vuelto robusto, ágil, ha mejorado de color, y hasta su aspecto general es mejor que el de los habituales vecinos de la ciudad.
No ménos significativo es el tercer hecho en que[79] nos apoyamos para sostener nuestro aserto. Existían las milicias disciplinadas, suprimidas por motivos que no hemos de analizar, con perjuicio de los hábitos viriles de los campesinos. Compuestas estas tropas de jíbaros que vivían en sus casas, con la única obligación de concurrir una vez por semana ó cada quince dias al ejercicio, hemos de convenir en que su aspecto marcial dejaba mucho que desear; sobre no estar convenientemente equipados, parecían una tropa de convalecientes, casi en su totalidad; pues bien, esos mismos hombres, á causa de las necesidades de la guerra de Santo Domingo, fué preciso utilizarlos para el servicio de guarnición de San Juan y de otras poblaciones de la Isla, y al clima rudo de la Capital vino un batallón de milicianos, que desde luego fué sometido al régimen militar de las tropas de línea: acuartelamiento, buena alimentación, vestido apropiado con uso forzoso de calzado. Al ejercicio semanal sucedieron los ejercicios casi diarios, al descanso en el bohío, las guardias; en una palabra: el cambio de género de vida fué radical. Hubieron de prestar un servicio árduo y desacostumbrado para ellos; porque como sólo eran cinco compañías, unos seiscientos cazadores de milicias, y las demás tropas estaban escasas, sobre ellos pesaba todo el servicio de la plaza. No obstante esto, cuatro meses después de sometidos al nuevo régimen llamaba la atención general el cambio verificado en aquellos hombres: ninguna persona extraña hubiera podido entónces, por el sólo aspecto, distinguir los soldados de milicias de los otros. El color anémico había desaparecido, robusteciéronse notablemente, y en el Hospital Militar apénas había milicianos enfermos. Resumiendo: aquellos jíbaros, en muy poco tiempo de buen régimen, se rehicieron orgánicamente y adquirieron la gallardía marcial de los soldados españoles europeos.
Estos hechos nos parecen elocuentísimos para[80] probar lo que venimos sosteniendo; esto es, que el clima no es el culpable único de la debilidad del campesino; y no en vano nos interesamos en consignar esto, pues frecuentemente hemos oido decir: "¿Qué hemos de hacer contra la influencia de este clima tan debilitante? El jíbaro es como debe ser, y ello no tiene remedio." Sí que le tiene; pues sobre otros motivos descansa más principalmente la decadencia física que presenciamos, y prueba de ello es que entre esa misma población débil encontramos ejemplares de hombres fuertes y sanos.
Si á un higienista europeo dijéramos que en los campos de Puerto Rico, entre labradores, se encuentran las naturalezas más pobres; que la población rural es tan poco vigorosa, sino ménos que la urbana, encontraría el hecho sorprendente; porque si bien es verdad que en Europa, en los campos, se desconoce la higiene más que en las ciudades, es precisamente en el campo en donde se encuentran las personas más sanas, los hombres de fuerzas físicas más notables, el elemento viril de las naciones; y si entre nosotros no ocurre lo propio, débese á que á las condiciones climatológicas, indudablemente inferiores á las de los países europeos, se une, no ya el desconocimiento de la higiene, sino el llevar un género de vida en completa contradicción con los saludables preceptos higiénicos. ¿Cómo conseguir que el campesino cambie de modo de vivir? Mejorando su alimentación y sus costumbres domésticas.
Desde luego, sobre la generalidad de los jíbaros ya adultos, la reforma ofrecerá dificultades; pero sí se puede alcanzar, dentro de algún tiempo, educando la generación del porvenir. Ni es cosa de imponer un sistema por la fuerza, ni la persecución es practicable; pero educando al niño llevará á la casa de sus padres la semilla que ha de fructificar. El maestro de escuela, además de los conocimientos de la educación ordinaria, debe instruir á[81] sus discípulos en las nociones de higiene, que les hagan comprender cuán mal sano es el género de vida que siguen sus padres, y así influir en que este sea sustituido por otro más racional.
"El niño es el padre del hombre," ha dicho Wordsworth; el niño es por tanto el terreno donde nuestra labor deberá actuar para que sea fructífera, pues como dice Fonssagrives: "el terreno está vírgen, la tabla está lisa y la higiene puede labrar en ella, con entera libertad, su programa de educación. El niño es, entre sus manos, la materia de lo factible; es el pedazo de mármol de la fábula, del que saldrá una estátua viva, hermosa de formas, armoniosa de proporciones, en la que todo estará colocado y dispuesto para el vigor y la longevidad, ó bien una obra disforme, defectuosa, sin belleza, sin porvenir y sin duración." Este hermoso párrafo explica por qué es la escuela el fundamento más importante de cuanto nos es dado hacer para mejorar las condiciones físicas de la población rural puertorriqueña, porque la fuerza, como ántes indicamos, las medidas que tendiesen á obligar al jíbaro á mejorar su alimentación y sus hábitos malsanos serían un absurdo; y la persuasión tampoco podría ejercerse sino acaso muy imperfectamente sobre un grupo de séres no preparados para sacar provecho de una propaganda conducente á esos fines.
Hemos de ampararnos, pues, de la educación, y confiar en el porvenir sirviéndonos de enseñanza el pasado, cuyas consecuencias tocamos no sólo nosotros, sino pueblos que exceden en adelante al nuestro. Higienista tan eminente como el ya citado Arnould nos lo dice respecto de Francia: "La ignorancia de las primeras nociones de higiene, la pureza y multiplicidad de las preocupaciones y supersticiones más groseras, constituyen en verdad una razón por la cual los campesinos no evitan muchas plagas que sólo tratan de eliminar únicamente cuando han invadido el grupo. Nuestros pueblos y al[82]deas están siempre dominados por los vendedores de amuletos contra el trueno, el rayo y la calentura, por los curanderos y farsantes de todo género; creen que las costras que aparecen en la cabeza de los niños les sirven de protección, que los piojos son necesarios para la salud, etc." ¿Qué es todo este cúmulo de creencias, si no el resultado de un ignorantismo de que no puede ser culpable la generación actual? ¿Qué si no consecuencia legítima de análogo ignorantismo en que ha vivido hasta el dia nuestro jíbaro, es el estado de decadencia física que hemos indicado? Por fortuna nuestro siglo ha roto con todas las rutinas, y amparado por la ciencia busca el bien social de todas las clases en la educación; en nuestro país mismo hemos logrado el aumento de escuelas en estos últimos años, lo cual ha sido dar un paso trascendental en la senda del progreso, por mucho que dichos establecimientos de enseñanza no satisfagan de una manera cumplida las exigencias de un programa completo de educación.
El remedio, no es permitido dudarlo, es la escuela; pero ésta debe reunir ciertas condiciones para que sirva á su objeto como es debido. "El niño (decía el doctor Remolar, catedrático de higiene de la Universidad de Valladolid, prematuramente perdido para la ciencia), desde que tiene seis años hasta los doce, trece ó catorce, pasa muchas horas de cada dia en la escuela primaria; ¿cuál no será, pues, la influencia que sobre él ejerza la escuela, según que su construcción, su mobiliario y la organización de la enseñanza se ajusten ó no á los preceptos de la higiene?"
Refiriéndose á la ignorancia del campesino francés exclama Arnould: "Hay en este estado de cosas, si no un remedio inmediato, por lo ménos una garantía de mejoramiento progresivo é indefinido en la escuela de instrucción primaria con la enzeñanza gratuita, obligatoria y (digámoslo únicamente en nombre de la higiene) láica. Para esto es preciso que la escuela realice dos[83] condiciones: 1.ª, que produzca una instrucción sólida, recta, escrupulosamente respetuosa de la verdad, en la cual las nociones de higiene se asocien á las lecciones de cosas y hechos (sobre todo agricultura é higiene rural); 2.ª, que sea un ejemplo y una aplicación patente de la higiene."
Pero mientras que la educación realice su obra, ¿hemos de abandonar al campesino á su propio instinto? No; todos los medios racionales capaces de hacer penetrar en la familia jíbara costumbres más apropiadas á las conveniencias de su salud, deben adoptarse. Quisiéramos escuelas de adultos, á ser posible, en cada barrio rural. Con perseverante solicitud llevaríamos al ánimo del campesino las nociones de cuanto le fuese útil conocer; entre otras cosas la conveniencia que le reportaría el aposentarse mejor, en casa más abrigada, bien situada, de más número de compartimientos, limpia, en la que no le sirviera al propio tiempo su dormitorio, de depósito de frutos.
Ilustrarles, aprovechando todos los recursos para hacerles comprender las ventajas de vestirse mejor, de calzarse, es, no solamente trabajar en beneficio de esas pobres gentes, sino también contribuir al desarrollo de nuestra cultura en general; que "el traje, como la arquitectura de un país, permite juzgar el estado social de sus habitantes."
Bien aposentado y bien vestido el jíbaro, necesitaría además sustituir su actual alimentación por otra más reparadora. En Europa la alimentación, casi en todos los campos, es esencialmente vegetal, pero suele intervenir en ella la grasa para compensar en parte la falta de carne; sin embargo, recordamos que en unas notas sobre la higiene provincial de León, escritas por el Dr. García Ponce, hemos leído lo siguiente: "Muchas, muchísimas aldeas de esta provincia tienen por única base de alimentación general un pan mal amasado, mal cocido, de harina negra de centeno, y algunas patatas y verduras que se[84] desprecian en los mercados de otros pueblos algo más importantes. Muchas aldeas hay donde ni aún el mal pan se come, y este se sustituye por patatas y coles." Como se vé, el problema de la alimentación insuficiente no es nuestro solo, pero como el nuestro es el que nos importa estudiar en estos momentos, á él nos referimos, insistiendo en dejar sentado que la alimentación en los campos de Puerto Rico es casi exclusivamente vegetal y de escaso poder nutritivo por lo común.
Mucho ganaría el jíbaro si prefiriese la carne al bacalao; si asociase al arroz y mejor al maiz, ya que no siempre la carne fresca, por lo ménos un poco de tocino; si en lugar del pescado salado y el bacalao que á veces consume de mala calidad, optase por el tasajo, de todos modos algo más nutritivo, y que puede adquirir á un precio cómodo.
"El ideal de la alimentación sería, según Arnould, encontrar para cada dia una mezcla de sustancias alimenticias tal que, con la menor cantidad de cada una, el cuerpo recibiese todo lo más completamente y en el más completo equilibrio todos los materiales de restitución, sin fatiga para el estómago y sin pérdida económica." ¡Cuán lejos está de este ideal la alimentación de nuestros jíbaros! Si alguno come lo bastante para restituir sus fuerzas, es á beneficio de una alimentación voluminosa que fatiga el estómago y que tolera gracias al hábito.
Compárese la alimentación de nuestro labriego con la de un robusto agricultor lorenés, constituida próximamente como sigue:
Albumina. | Grasa. | Hidrocarbonados. | ||
Pan | 1,250 grms. | 103 | --- | 551 |
Tocino | 125 grms. | 2 | 118 | --- |
Legumbres frescas[85] | 250 grms. | 5 | --- | 30 |
Queso | 60 grms. | 20 | 14 | 20 |
Total | 130 | 132 | 601 |
Además medio litro de vino ligero.
No hay punto de comparación. El labrador puertorriqueño acaso no tenga necesidad de una ración alimenticia tal; por su orígen y por el clima que habita no tiene que satisfacer exigencias orgánicas imperiosas; pero no puede negarse que su alimento actual es insuficiente, y le convendría, y fácilmente lo podría conseguir, adoptar una fórmula alimenticia mejor acomodada á las necesidades nutritivas y á las condiciones del trabajo.
Y no es solamente del interés exclusivo del jíbaro el alimentarse mejor, sino que á la sociedad toda le importa que así sea, porque un trabajador que se alimenta mal ha de buscar fatalmente en el alcohol, que es un alimento nervino, las fuerzas y energías que no puede proporcionarle una alimentación insuficiente; y de esta inclinación se va fácilmente al vicio con todas sus terribles consecuencias.
Supongamos que, comprendida esta necesidad, se quisiera encontrar una ración alimenticia conveniente ó por lo ménos muy cercana de la conveniencia. ¿Cómo se formularía?
Sin creer que vamos á dar la solución definitiva del problema, nosotros propondríamos una bajo las bases siguientes:
Albumina. | Grasa. | Hidrocarbonados. | ||
Maiz | 180 grms. | 14.40 | 9.00 | 131.40 |
Arroz[86] | 125 grms. | 6.25 | 00.87 | 105.62 |
Habichuelas | 90 grms. | 20.25 | 1.80 | 48.60 |
Carne de mamíferos | 125 grms. | 21.87 | 5.00 | 00.00 |
Verduras y legumbres | 500 grms. | 10.00 | 00.00 | 60.00 |
Tocino | 7 grms. | 00.12 | 9.00 | 00.00 |
Queso | 30 grms. | 9.75 | 10.08 | 7.30 |
Grasa | 30 grms. | 00.00 | 30.00 | 00.00 |
Total | 82.64 | 65.75 | 352.92 |
Esta fórmula, como se vé, no dista mucho en sus proporciones de la de Moleschott, de que hablamos en los comienzos de este estudio:
Albumina. | Grasa. | Hidrocarbonados. |
130 grms. | 84 grms. | 400 grms. |
Y aún se acerca más á la Voit, quien quisiera que cada comida suministrase al obrero:
Albumina. | Grasa. | Hidrocarbonados. |
59 grms. | 34 grms. | 160 grms. |
Adviértase que no es un arreglo caprichoso el que preside á la combinación que á título de una de tantas proponemos. En primer lugar todas las sustancias elegidas son del gusto del jíbaro y con ellas puede preparar un guiso ó rancho aceptable, y á los cuales son aficionados los campesinos; además, todas están al alcance de los recursos del labriego, como se deduce del precio de la ración que no es exorbitante, aún ha[87]biéndolo calculado á tipo alzado y como se adquieren aquellas sustancias al por menor:
6 | onzas | de harina de maiz cuestan | 1½ | centavos |
4 | " | de arroz | 1½ | " |
3 | " | de habichuelas | 1½ | " |
4 | " | de carne | 2½ | " |
1 | " | de legumbres | 3 | " |
¼ | " | de tocino | ¼ | " |
1 | " | de queso | 2 | " |
1 | " | de manteca | 1¼ | " |
Total | 13½ | centavos |
Si por habitar los campesinos lejos de las poblaciones les es embarazoso adquirir cada dia la carne fresca, no es difícil conservarla con una preparación cualquiera; ni hay motivo alguno que justifique en la casa del jíbaro la carencia de aves de corral y de otros animales domésticos con que suplirla.
Á la suma que hemos obtenido como precio de la ración, habría que añadir el valor de la sal y otros accesorios de la preparación; pero muchos de los condimentos puede cultivarlos nuestro campesino, y aún las mismas sustancias principales—legumbres, maiz—para las necesidades de la casa, podría obtenerlas con su propio trabajo, sin perjudicarse en el que verifica á jornal. La manteca, el tocino y algo de carne no le serían onerosos si imitase la costumbre, seguida en algunas comarcas españolas, de criar un cerdo para sacrificarlo y guardar lo necesario para el consumo de la familia.
Por lo que atañe al Gobierno, tócale papel esencial en la resolución del problema que analizamos, suprimiendo ó reduciendo los arbitrios sobre los artículos de consumo de primera necesidad.
"Entre todos los impuestos que tiene la Nación, el de consumos—como dice muy bien el Dr. Her[88]nández Iglesias en su discurso leído en la Sociedad de Higiene,[7]—debe ser por lo ménos reducido. En buen hora que la industria, el arte y la ciencia contribuyan equitativamente á levantar las cargas del Estado; pero en los artículos que el hombre consume para alimentarse, por lo ménos en aquellos que son de absoluta necesidad, no parece natural ni razonable exigir impuesto alguno."
"Si la industria, la ciencia ó el arte han contribuido en razón de sus recolecciones, el comercio ha pagado al comprar el artículo industrial más el importe de la contribución; pero como el comercio es industria que rinde producto al ramo, por razón de esos rendimientos es claro que debe contribuir; mas el consumidor, el viviente que come, ¿qué cobra por haber comido? ¿No ha pagado, al comprar su comestible, el precio natal de éste y los recargos derivados de las contribuciones? Pues así como el hombre no paga, ni pagar debe impuesto alguno por la ropa que compra para su uso, así es antisocial pagar contribución por comer. Esto equivale á decir al hombre que no tiene derecho para morir, puesto que el suicidio es un crímen justísimamente reprobado, y disputarle el derecho de la vida; porque no se puede vivir sin comer, y por comer no sólo hay que pagar el alto precio que de dia en dia toman los alimentos, sino un impuesto de consumos, impuesto verdadero en toda la extensión de la palabra."
En Puerto Rico, la carne, por ejemplo, alimento tan necesario y tan útil, estaría barata como en ninguna parte. Por circunstancias favorables del suelo, desde la primera introducción de ganado en la isla hasta la fecha, éste ha prosperado de modo tal, que hemos podido surtir á otros pueblos vecinos; cesó la exportación, coincidiendo con la baja de precios del azúcar y la consiguiente con[89]versión de algunas haciendas en hatos; con esto bajó el precio del ganado considerablemente, no obstante lo cual en casi todas las carnicerías de la isla se vende cara la carne, gracias á los excesivos recargos municipales que pesan sobre este artículo. Si sobre él no pesase tan enorme contribución, y se suprimiesen todos aquellos procedimientos que obstaculizan la matanza y favorecen las combinaciones de los especuladores en perjuicio del consumidor, de seguro que la carne estaría en Puerto Rico al alcance de las fortunas más reducidas, porque no habiendo otro medio, como no le hay, de consumir el ganado, sino llevándole al matadero, la abundancia abarataría el producto favoreciéndose por este medio la mejor alimentación del campesino.
En la fórmula propuesta se nota la ausencia del pan de trigo, omisión que hemos cometido exprofeso para hacer más accesible al pobre dicha ración alimenticia; pues por lo demás estamos convencidos de que al jíbaro le gusta el pan y lo adquiere cada vez que sus recursos se lo permiten, siquiera no sea de buena calidad; de modo que, á poco que los derechos fiscales se modificasen, la introducción de la harina de trigo aumentaría, y se podría comer en Puerto Rico pan fabricado con harinas americanas á un precio compatible con todas las fortunas.
Pero, en fin, le hemos sustituido con el maiz, cereal que el jíbaro podría consumir en más cantidad, desechando la preocupación de que es caliente. El maiz, en cantidad proporcionada, sano y bien maduro, no puede ocasionar perjuicios á la salud, sobre todo no constituyendo un alimento exclusivo.
En la ración que venimos analizando hemos mezclado verduras y legumbres, abrazando en estos nombres todas esas sustancias que el jíbaro tiene tan á mano en nuestros campos—plátanos, ñames, papas, habas, castañas, etc.,—y haciendo un cálculo aproximado de su [90] composición. Como complemento á la ración, añádase alguna fruta y un poco de café con leche, que es una excelente bebida; bajo tal régimen, no dudamos que el campesino puertorriqueño cambiaría de aspecto.
Seguramente que alguien habrá sonreído con desconsuelo cuando hemos dicho que el jíbaro podrá cultivar en un huertecillo alrededor de su casa muchas de las sustancias que hemos indicado, así como criar el cerdo, etc., y habrá pensado: "todo eso que no entra en los hábitos del campesino, es imposible que lo adopte, porque las contribuciones acabarían con él." Por desgracia tenemos que tomar en cuenta esa circunstancia; desearíamos ver desaparecer toda contribución sobre esa clase de productos, á no ser que fuese tan leve que en nada aminorase la buena voluntad del campesino. Estamos perfectamente de acuerdo con el Dr. García Ponce, cuando en el ántes citado trabajo dice: "Suben á tal punto las cargas que pesan sobre la Agricultura, la heredad y la Industria, que no sólo matan á ésta y al estímulo del trabajo, sino que aniquilan á la sociedad. Si no es posible gobernar sin contribuciones, con tantas puede llegar el dia en que no haya á quien gobernar. La Nación debe enriquecerse con las economías del Tesoro, y no con las cargas del contribuyente que necesita del fruto de su trabajo para la conservación de su vida y salud, fuente de riqueza y poderío de los pueblos."
Estúdiese con deseo de acierto por la Administración este asunto, y se verá cómo es posible descargar de ciertas contribuciones al pobre labrador. El catastro, hecho debidamente, acaso descubriría riqueza imponible suficiente para sustituir la tributación que gravita sobre los infelices que no pueden mantener fuera del alcance del ojo fiscal su escasa propiedad.
Con el auxilio del gobierno, como hemos dicho, y muy especialmente con el impulso de la enseñanza, el [91] problema de la regeneración de la familia rural borinqueña no parece tan difícil de resolver. La instrucción del campesino, elevándole en el concepto de sí propio, le predispondrá á adoptar mejores costumbres, y la higiene le enseñará que debe ser sóbrio en las bebidas alcohólicas y aún desechar aquellas cuya pureza no esté garantida, porque en la cuestión del alcohol no sólo hay que temer los excesos, sino también la calidad de la bebida.
En el aprendizaje de la higiene encontrará que los placeres del amor deben ser satisfechos sin desenfreno, y comprenderá que las uniones entre parientes son disparates en perjuicio de la prole, que á menudo nace enferma; la consanguinidad, que no es un obstáculo en nuestros campos para las uniones legítimas é ilegítimas, es sin duda alguna un mal grave que nos importa cortar, por el bien de la descendencia.
Todo esto, bien lo sabemos, es obra larga; pero no nos desanimemos para caer en el mismo vicio que criticamos en el campesino, en esa imprevisión y egoísmo que le inducen á no sembrar lo que no pueda él mismo cosechar y pronto; sembremos y que recojan las generaciones venideras.
La gimnasia en la escuela es necesaria para la obra que aconsejamos; el profesor, sin ser gimnasta, puede á poca costa hacer que sus discípulos se desarrollen física á la par que intelectualmente. Aparte de esto, los ayuntamientos podrían instituir certámenes públicos de gimnasia, como se verifican exámenes para conocer el adelanto intelectual de los niños, y también asignar premios á la familia jíbara que presentase niños más robustos y sanos.
La propagación de la vacuna para alejar las epidemias de viruela; la construcción de canales, los desagües, las plantaciones de árboles, la desecación de los pantanos para acabar con el paludismo. Una legislación sanitaria, de que hoy carecemos, para evitar los [92] desastres de la alimentación malsana, y que protegiese á los jíbaros contra la codicia de los mercaderes poco escrupulosos en vender comestibles capaces de alterar la salud.
Reglamentar las industrias mal sanas, sujetando á un plan higiénico la construcción de mataderos, hospitales, cementerios, etc.; regular el uso de las corrientes de agua; dar protección á los niños, hé aquí una série de medidas que son un deber de toda sabia administración.
Higiene y medidas de protección administrativa; instrucción y estímulo por medio de recompensas; tal es el modo de llegar á algo positivo. No pedimos una obra de titanes, es sencillamente un plan racional que al cabo ha de traducirse en beneficio para el mismo gobierno que recogerá el fruto, en el aumento de la producción imponible, que necesariamente debe seguir á la robustez y salud de los productores; pero aunque la obra fuese más árdua no desistiríamos de pedir que se llevase á cabo en bien de una sociedad que está pidiendo reformas para ostentarse tal como debe ser. ¿Exige algún sacrificio el agregar á la enseñanza el aprendizaje de la higiene? ¿Acaso el aumento de escuelas no coincide en las naciones cultas con su engrandecimiento? La protección de una clase ignorante, ¿no es un deber administrativo? Los premios, las obras de saneamiento del suelo, la gimnasia, ¿consumirán de peor manera el dinero que otras obras que se emprenden cada dia sin justificada utilidad?
Los remedios que hemos propuesto bajo una forma elemental no son difíciles de llevar á la práctica; si no se continúa esperando el remedio del cielo y se empieza la obra, los resultados no tardarán tanto en obtenerse como podríamos figurarnos. Decididamente ya es tiempo de pensar en el mejoramiento de una clase importante de la sociedad puertorriqueña, y dejar de lado las lamentaciones y recriminaciones inútiles [93] que no mejoran nada y acaso culpan indirectamente á algunos de los que más descontentos se muestran con la decadencia de un hombre inculto, que hasta aquí ha vivido sin otra guía que su propio instinto.
Si en todas partes deja que desear el desarrollo intelectual del campesino, en Puerto Rico este mal es de una evidencia desconsoladora. Bien es cierto que ha habido bastantes motivos para explicarnos el atraso que deploramos, atraso que no es más que el resultado lógico de la lentitud con que se realiza el progreso general del país; pues como ha dicho acertadamente el Sr. Don José R. Abad, en su Memoria acerca de la Feria-exposición de Ponce, "la historia de la Agricultura es la historia de la Civilización; los progresos de ésta determinan los progresos de aquella y cada nuevo misterio de la fuerza de la naturaleza, arrancado á los arcanos de lo desconocido por el ingenio del hombre, ha sido una nueva conquista al servicio de su bienestar social."
Ahora bien, es indudable que la cultura de Puerto Rico se ha verificado muy pausadamente; el desarrollo de la agricultura ha debido guardar, y así ha sido en efecto, una perfecta relación con este tardo incremento de los demás principios civilizadores. Mas el atraso del arte de cultivar la tierra no es sino una consecuencia de la deficiencia intelectual de los agricultores, por lo cual no es un absurdo deducir de aquél el poco[95] camino que en la senda de su ilustración ha recorrido el grupo que venimos estudiando.
Al jíbaro hay que asignarle papel esencialísimo en los adelantos agrícolas, porque es innegable que el esfuerzo del hombre de mejor voluntad y más versado en los conocimientos agronómicos fracasa si al llevarlos á la práctica se encuentra con brazos inútiles por su impericia, ó, lo que es peor, rebeldes á todo lo que no sea rutinario.
En el exámen que emprendemos es, por tanto, acertado investigar las prácticas agrícolas del bracero desde los tiempos cercanos á la conquista, y compararlas con las que actualmente ha adoptado.
Al escudriñar en la historia la marcha que la agricultura ha seguido en nuestro país, nos encontramos huellas verdaderamente asombrosas. En el siglo pasado, el ilustre Fray Íñigo Abad, autor de la Historia de Puerto Rico, decía en el capítulo titulado Estado de la Agricultura de esta Isla: "La Agricultura, que es la primera de las artes y la verdadera riqueza de un Estado, está muy en los principios en esta Isla. Por la mayor parte se reduce al cultivo, de las legumbres y frutos de primera necesidad, sin ofrecer al comercio objeto digno de atención.
"Apenas conocen instrumento, ni medio útil para ejercerla. Con una hacha, ó más regularmente con fuego, baten los árboles. Un sable, que llaman machete, acaba de desmontar la maleza, y limpiar la tierra; con la punta del sable, ó de un palo hacen pequeños hoyos ó surcos, en donde ponen la planta del tabaco, café, arroz, cazabe, plátanos, maiz, frixoles, batatas ú otras legumbres que son los objetos de sus cosechas, á los que dedican solamente algunos pedazos de las tierras llanas."
Como lo hace notar el comentador de Fray Íñigo, el erudito Sr. Acosta, en esa época todavía el labrador puertorriqueño no conocía el arado. Servíase de igual[96] instrumento que los salvajes errantes australianos usan, según Tylor, para plantar y desenterrar las raices comestibles, ó sea de un palo puntiagudo; utensilio de labranza tan primitivo que se han encontrado de él algunos ejemplares pertenecientes á los primeros pobladores del mundo americano. Desconocer el arado en el siglo diez y ocho es casi inconcebible en un pueblo civilizado; siendo así, que en el valle del Nilo fué ya conocido, siquiera fuese rudimentario, ese beneficioso útil de labranza, perfeccionado algo por los romanos y que después de sucesivas evoluciones ha llegado en nuestros dias á adquirir un grado de perfección notable, gracias á las aplicaciones que el descubrimiento del vapor ha permitido hacer.
Por fortuna al comienzo de este siglo se inicia el progreso del cultivo de la tierra borinqueña, á beneficio, según explica el Sr. Acosta, de la supresión de algunas absurdas disposiciones como la relativa al abasto forzado de carne; por virtud de la sabia administración del nunca bastante alabado Don Alejandro Ramirez, y á merced de la cédula de 15 de Agosto de 1815, que favoreció la inmigración en el país de gente entendida en las prácticas agrícolas.
Esto no obstante, el adelanto es poco notable, comparado con el florecimiento que en otras partes ostenta la agricultura; es grande tal vez teniendo presente los tiempos á que hemos hecho alusión, pero no lo es para la época que alcanzamos. Corroborada está nuestra afirmación por persona tan competente como el Sr. Abad, quien dice refiriéndose al concurso verificado en Ponce en época recientísima: La exhibición de plátanos, frutos, semillas y granos comprendida en la sección cuarta, adoleció de todos los defectos inherentes y propios de una agricultura rudimentaria. Como se puede deducir de esta apreciación la senda del progreso apénas ha sido hollada sino muy tímidamente por nuestro campesino; y así es la verdad. Veamos si[97] no, ¿qué perfección han alcanzado sus utensilios de labranza? ¿qué conocimientos tiene acerca de las formas de cultivo? ¿qué aprecio hace del empleo de los abonos y de sus clases? ¿qué sabe ó procura saber de las condiciones de los animales que le son útiles? ¿qué sabe de la selección, del cruzamiento, de la influencia del establo en la crianza? ¿qué conoce de la diversa aptitud de las tierras laborables? ¿qué del influjo que las circunstancias meteorológicas del país determinan en su agricultura? ¿qué de los fecundos resultados que reporta la armonía entre la producción animal y la vegetal? En una palabra: salvo lo rutinario, ¿qué alcanza de cuanto la ciencia agrícola enseña, siquiera sea elemental, y por serlo se halle vulgarizado entre los labriegos de otros países?
Hay que confesarlo con dolor; muy pobre es, sin duda, el caudal de experiencia del jíbaro en lo que toca á este particular, pobreza que no por ser motivada es ménos sensible, en una época como la presente en que el movimiento científico ha dado á la agricultura leyes naturales que la han hecho engrandecer. Tal deficiencia resalta evidentemente cuando comparamos los elementos de que se vale para verificar su labor el campesino puertorriqueño, con los que tiene á su disposición el labriego norteamericano, por ejemplo. Mientras que el yankee tala, ara, siembra y recolecta, utilizando para ejecutar todas estas operaciones instrumentos perfeccionados, á beneficio de los cuales realiza su trabajo, hasta con cierta comodidad, el jíbaro, rutinero en sus prácticas y desconocedor de otros aperos que los primitivos, se fatiga en faenas que á aquél le son fáciles; y no es sólo que el labrador de Puerto Rico necesite producir mayor cantidad de trabajo muscular y que gaste más tiempo en sus faenas, sino que á la postre los productos con que la tierra corresponde á sus afanes, acaso no resistan la competencia de la producción norteamericana, obtenida—gracias al empleo hábil de máquinas y de buenos instrumentos de mano—con ménos costo.[98] Así se explica que nuestra isla pague tributo á otros países comprándoles frutos como maiz, arroz, patatas y otros que la tierra borinqueña puede producir en cantidad suficiente para anularlos de la importación, y que al labrador le sería dado cosechar con beneficio positivo de sus intereses, decidiéndose á pisar nuevas sendas en el cultivo de sus campos.
Que el bienestar del país depende en gran parte de la prosperidad de su agricultura, es una tésis que no ha menester demostración. Preciso es, pues, tratar de que la producción agrícola reporte utilidades ciertas, en cuanto sea posible; y para conseguirlo, además de huir de todo cuanto por deficiente en la práctica pueda disminuir lo producible, conviene facilitar al jornalero agrícola su trabajo, con arreglo á los buenos principios de economía rural: que en parte alguna como en la zona tórrida y concretándonos á nuestros intereses, en Puerto Rico—dada la pobreza física que hemos advertido en una buena parte de la población rural,—es conveniente ahorrar esfuerzos musculares excesivos al hombre, para que, haciéndole ménos fatigosas las operaciones de la labranza, pueda ejecutarlas sin que le atemorice lo rudo de las labores que por necesidad han de practicarse bajo la acción de este sol tropical de una esplendidez que embriaga el alma, pero que á la vez enerva el cuerpo.
No es indiferente pedir en este clima al jornalero, más ó ménos horas de trabajo, ni que lo ejecute suave ó rudamente; arar ó sembrar utilizando el vapor ó la fuerza animal, con instrumentos perfeccionados, exije ménos cantidad de trabajo personal que el hacerlo como en los tiempos primitivos, teniendo que ir poco á poco para abrir un imperfecto surco y depositar en él la semilla; pero la desventaja resalta más, considerando que la temperatura habitual de nuestro suelo no permite un desarrollo considerable de fuerzas, continuado por muchas horas, sin perjuicio para [99] la salud; de modo que, instintivamente, el hombre siente aquí repugnancia por los trabajos muy fuertes. Añádase á esto la miseria orgánica del jíbaro, ya indicada, y desde luego apreciaremos la importancia que tiene para la riqueza agrícola el que sus brazos utilicen los ventajosos sistemas é instrumentos que la civilización nos ha proporcionado.
Pero nuestro labriego no se halla preparado ni aun para poder darse cuenta de la utilidad de los procedimientos modernos. No es culpa suya; mas por desgracia es así. Al estudiar las clases jornaleras puertorriqueñas, uno de los observadores más conspícuos de nuestras costumbres, Don Salvador Brau, dice:
"El jornalero labrador ignora las teorías más rudimentarias de la ciencia agronómica; las diferentes fases de la luna y los periódicos movimientos de las mareas constituyen para él, como para casi todos los pequeños propietarios rurales, el texto sagrado de sus doctrinas.
"Con arrojar la semilla en un surco apénas abierto por un grosero arado, digno de figurar en un museo de curiosidades prehistóricas, cree, por lo común, el labriego de nuestra tierra, haber practicado, casi completamente, cuanto cabe practicar en materia de agricultura. Las fuerzas de la naturaleza se encargarán de lo demás."
Nos pesa tener que insistir tanto en señalar el atraso de nuestro campesino, precisamente en lo que le incumbe más de cerca; pero es cumplir con un deber hacerlo y lo cumplimos, corroborando lo que, cuantos escritores han tratado este asunto en Puerto Rico, han dicho ántes que nosotros.
Si pasamos á examinar las manifestaciones de la industria, no seremos más afortunados en el descubrimiento de los progresos que anhelamos para nuestra clase rural. Refractario el campesino á toda innovación, mira con desconfianza los pocos adelantos que[100] la industria azucarera ha adoptado en el país, y hay que verle menospreciarlos y sonreír maliciosamente, dándose aire de perspicaz, cuando por desgracia es testigo de algún fracaso de las empresas progresistas; entónces atribuye el mal éxito á los inventos nuevos, y ni siquiera se le ocurre, ni puede comprender, que en muchas de estas ruinas intervienen como factores, ya una ilustración profesional incompleta, ya falta de aptitudes agrícolas y de crédito, con frecuencia los excesos de la usura y acaso la misma ignorancia de los brazos que ha sido preciso utilizar.
En las manifestaciones industriales que por pequeñas son casi usufructo del campesino pobre, tampoco nos es dado señalar adelanto alguno de nota. Hoy sigue obteniendo, por ejemplo, las harinas de maiz y de arroz, las féculas de yuca, etc., en cantidades limitadas y por procedimientos antiguos; lo mismo hace para la obtención de aceites como el de coco, ricino y otros, productos que trae al mercado llenos de impurezas; el jabón, llamado de la tierra, pone de manifiesto también lo elemental de estas pequeñas industrias en nuestro país.
Estas apreciaciones no son personales. Todo aquel que se haya dedicado á observar nuestra actual sociedad, ha podido deducir de sus observaciones que Puerto Rico está aún en mantillas en lo relativo á procedimientos industriales; de manera que, si por su parte el labrador no sustituye sus añejas malas prácticas, ni mejora las especies vejetales que cultiva, ni se preocupa de los estancamientos de agua, dañosos á los terrenos que labra, haciendo á lo sumo zanjas al descubierto que desaguan mal, ni aprecia el valor de los abonos que desperdicia mientras presencia impasible cómo se agotan sus tierras, á las que sigue pidiendo lo que ya no pueden dar, en lo que respecta al industrial se advierte análoga falta de discernimiento.
El fabricante de cal, por utilizar los imperfectos y [101] anticuados hornos pierde en rendimientos; el ladrillero sigue fabricando los ladrillos á mano; el carbonero, sobre contribuir á la destrucción inconveniente de los montes y quemar sin consideración maderas útiles, si llega el caso, persiste en hacer sus viejos hornos en los cuales el producto de su explotación disminuye.
La industria pecuaria no se rige en Puerto Rico por ningún procedimiento científico, y tan confiados se muestran los campesinos en las fuerzas naturales, que ni siquiera las epizootias les preocupan; el contagio no existe para ellos; así no es extraño que por falta de aislamiento se desarrollen epidemias de muermo y de pústula maligna que causan destrozos en esta riqueza y aún hacen víctimas entre los hombres dedicados á la ganadería.
Entre los productos procedentes de animales vivos ó muertos que explota el campesino, los quesos—cuya fabricación más general es rudimentaria—son de buen gusto, pero de poca duración; la mantequilla, á causa de su defectuosa preparación, no se conserva por mucho tiempo sin aranciarse; la manteca de cerdo no puede competir en precio y cantidad con la extranjera, si bien la aventaja en pureza: la cera, amarilla y la miel se recogen en corta cantidad, sin que nadie se haya cuidado gran cosa de las abejas.
Otras industrias rurales como los tejidos de cortezas, de bejucos y paja—sogas, aparejos, cestos y sombreros—aunque pobres, dejan ver ciertas favorables disposiciones dignas de ser alentadas.
La fabricación de dulces con frutas del país, se reduce á las conservas de naranjas, ordinaria y de mejor calidad, pasta de guayabas, yuca, etc., y no se ofrecen á la venta tan bien acondicionadas como fuera de desear.
La panificación de la yuca, cazabe, no ha adelantado mucho desde los tiempos indios hasta nosotros. Otros productos, que se presentan en forma de panes,[102] de maiz, batata, etc., no ofrecen particularidades que admirar.
Lo propio hay que decir de la limitadísima industria forestal—resina de tabanuco, aceite de palo.—Como hemos podido ver, existe un atraso notorio en todo lo que se refiere á los diversos ramos de la producción agrícola, atraso lamentable cuyas causas trataremos de explicar oportunamente.
Veamos ahora si las casas que habita el grupo rural puertorriqueño corresponden con el pobre progreso que en él venimos señalando, pues sabido es que existe relación directa entre el grado de cultura del hombre y la vivienda que para sí construye, pudiendo deducirse de las condiciones de ésta el desenvolvimiento de aquella. Desde el refugio natural que contra la intemperie ofrecieran al hombre primitivo un árbol ó una roca saliente, hasta las modernas casas en que se aloja el hombre civilizado de nuestros dias, hay una escala ascendente que manifiesta las gradaciones del desarrollo intelectual de la especie humana. Marca el primer paso en las construcciones artificiales de casas, la sencilla pantalla inclinada, por el estilo de la que algunos picapedreros usan para defenderse de la acción del sol: siguen á tan imperfecta defensa las chozas rudimentarias de hojas de palma ó de tiernos árboles, é iníciase luego el primer adelanto, en materia de construcciones, con las chozas edificadas sobre postes ó paredes forradas de zarza, lodo y otros groseros materiales. Á la cabaña de forma redondeada y de techo en pabellón, sucede—en época de más progreso—la de forma cuadrada y techo en caballete, apoyado sobre las paredes y sostenido por vigas; la madera seca es sustituida por la piedra tosca al principio y luego labrada. Nace el arte de la albañilería que utiliza más variados elementos de construcción; entre otros el cemento, el ladrillo, los metales mismos, y llega por último el hermoso período en que la arquitectura, en su apogeo, hace surgir esos [103] asombrosos monumentos, libros de piedra en que los arquitectos de pasadas edades han dejado escritos los mejores y más bellos capítulos de la civilización antigua de los pueblos.
Hecha esta rapidísima excursión en el arte de las construcciones, nos será fácil de apreciar, conocida la vivienda del campesino puertorriqueño, su estacionamiento, puesto que aún construye su bohío de madera y yagua, sin que jamás emplée la piedra, ni siquiera el adobe; y aunque se explique que prefiera aprovechar para hacer su casa aquellos materiales que ménos trabajo le cuesta adquirir, como son troncos, cañas, paja, etc., no podemos darnos satisfactoria cuenta de que esa cabaña siga siendo como en los viejos tiempos endeble, de poco resguardo, y sin ninguna comodidad, ni casi separación interior que evite esa amalgama en que viven padres, hijos y hermanos, tan perjudicial para las buenas costumbres.
Ya el indio borincano construía poco más ó ménos como hoy construye el jíbaro; lo cual basta para hacernos evidente el pobre adelanto de éste, quien, después de tres siglos, en nada ha mejorado las condiciones de la morada que servía á una raza incivil. "Las casas—dice nuestro tantas veces citado historiador Fray Íñigo—las construían (los indios) sobre vigas ó troncos de árboles que fijaban dentro de la tierra á distancia de dos ó tres pasos uno de otro, en figura oval, cuadrilátera ó cuadrilonga, según la disposición del terreno: sobre dichos troncos formaban el piso que era de cañas ó varas; alrededor de este piso hacían las paredes ó tabiques de las casas que eran asímismo de cañas, cruzando sobre ellas al través muchas latas que hacían de las hojas de las palmas con que aseguraban la obra. Todas las cañas que formaban los tabiques se juntaban arriba en el centro de la casa afianzándolas unas con otras quedando el techo en figura de pabellón."
"Otras casas construían también sobre troncos de [104] árboles y de los mismos materiales; pero más fuertes y de mejor disposición. Desde la tierra hasta el piso que formaban sobre los troncos, dejaban sin cercar una parte que servía de zaguán: en lo alto dejaban ventanas y corredores que hacían de cañas: el techo estaba á dos vertientes, mediante un caballete que ponían sobre porciones cubiertas de hoja de palma. Toda la fábrica de aquellas casas se aseguraba, en lugar de clavos, con bejucos silvestres que son flexibles y de gran duración."
Es indudable que estas edificaciones indias descubren un cierto grado de adelanto en los aborígenes; pues, según Tylor, todos los viajeros africanos convienen en que la casa con esquinas cuadradas indica un gran paso en la civilización de los pueblos; pero encontrar á la raza que sustituyó á aquellos construyendo y habitando iguales moradas, ántes bien significa un atraso, toda vez que los conquistadores por traer ideas de construcciones superiores debieron mejorar los ranchos indios. Podríamos añadir que quizá no fué la mejor de las casas borinqueñas la copiada por los conquistadores y sus descendientes; pues leemos en W. Irving, que, cuando los españoles pisaron por vez primera este suelo, "encontraron un lugar indio construido como de ordinario, alrededor de la plaza, parecida á un mercado y con una casa muy grande y bien concluida," de modo que, como los europeos no habían de llamar bueno á cualquier edificio de salvajes, y tuvieron lugar de examinarlo detenidamente, y de cerca, porque lo hallaron desierto, como todo el lugar, podemos deducir que los aborígenes construían mejores casas de las que pueden darnos idea la generalidad de los bohíos primitivos, aun imitados por el campesino de nuestros dias.
Lo defectuoso de la casa del jíbaro coincide con un ornamento también pobrísimo del interior de ella. La hamaca, usada por el indio, y mueble indispensable al jíbaro, acaso algún lecho de tablas, y raras ocasiones algo donde sentarse, es casi todo lo que en un bohío se [105] encuentra. No pretendemos hallar comodidades dentro de las humildes viviendas del campesino, pero lo mísero de semejante menaje es de sentirse, tanto por lo que revela de la cultura de su dueño, cuanto porque como dice un higienista, el Dr. Billandeau, no es indiferente habitar una casa que agrade, pues hay en las condiciones de suficiencia y hasta en el adorno de la habitación, una fuente de goces de que disfrutamos sin darnos cuenta y que nos liga al hogar, alejándonos de peligrosas aficiones.
Digamos algo acerca del lenguaje del jíbaro, ya que la palabra, expresión total de la vida del espíritu, como la considera Revilla, puede darnos valiosos datos en lo relativo á esta parte de nuestro trabajo.
Es el habla del campesino defectuosa, como la de aquellas personas que no han recibido instrucción alguna; todavía emplea palabras ya olvidadas en el moderno castellano, y la impureza é impropiedad de su lenguaje son notorias. Á los defectos de pronunciación, que citaremos en breve, hay que añadir un cierto dejo en el modo de hablar, dejo que, más ó ménos acentuado, parece común de todos los habitantes de la América española y aún de las Canarias y por lo tanto de los puertorriqueños en general, pero que entre los jíbaros es notablemente más pronunciado.
Aunque en nuestros campesinos se corrobora la observación de que las personas habituadas á vivir en el campo hablan en alta voz, nótase á menudo que esta no tiene la intensidad, el vigor que es casi general entre la gente ruda; hecho que, si bien no es absoluto, puede explicarse por el empobrecimiento orgánico, al cual corresponde un aparato respiratorio en cierto modo débil. No predominan en el tono de voz de los jíbaros los sonidos graves; ántes bien pueden estos referirse á las escalas de barítono, tenor y aún contralto; no siendo raras las voces de falsete.
[106] El alfabeto fonético del campesino carece de la c suave, así como de la ll, v, x y z. La c, al unirla con las e é i, y la z, casi siempre las transforma en s, v. gr. serro, simarrón, sanja, sumo. Cambia la ll en ñ y á veces en y, como en ñaman, cabayo; la v en b como en bira. La d final, y la de las terminaciones de los participios de pretérito, no suenan; así dice: mitá, comprao. La rr con frecuencia la arrastra dándole sonido de j; como en ajrój por arroz; la r la convierte en l muchas veces, otras en j, v. gr.: amol, cajne; y por último, según nos lo ha hecho notar nuestro buen amigo y excelente poeta Don Luis Muñoz Rivera, á la s le dan casi constantemente un sonido de j suave; por ejemplo: loj, pejroj, ejtán. Á veces ocurre lo propio con la z, como cuando dicen ajoraoj por azorados. La h es una j fuerte siempre, v. gr.: jacer por hacer.
Si bajo su aspecto físico, el lenguaje del jíbaro está lleno de defectos, desde el punto de vista físico-espiritual, evidencia de ordinario la pobreza de su desarrollo intelectual, por mucho que á las veces revele agudezas que demuestran una inteligencia fácil de cultivar.
Una vez hecho este breve exámen, vamos á dar comienzo á la investigación del estado en que se encuentran en la clase rural las artes útiles; y empezaremos por la más hermosa de todas: la poesía. Producto esta de la imaginación y del sentimiento, la encontramos, ya que no revestida de sus mejores galas, embellecida con el ropaje natural de la espontaneidad y sencillez que en todas partes ostenta la poesía popular. En muchos de los cantares jíbaros se descubre una naturaleza poética rica en fantasía y no exenta de imaginación y viveza, como no podía ménos de suceder tratándose de meridionales descendientes de españoles, quienes poseen como pocos aquellas preciosas dotes.
Sensible es que la escasa ilustración del jíbaro sea causa de que esa fuente de belleza no de cuanto podría[107] dar de sí; al cabo la imaginación no basta para producir lo bello, si no vienen en su auxilio otras facultades del espíritu convenientemente cultivadas. De esta deficiencia nace que el campesino cante asuntos pocos dignos y que en sus canciones se hallen dislates tan grandes que, á juzgar por ellos, habría que negar á sus autores hasta el sentido común. Encuéntranse décimas glosadas que están llenas de obscenidades; otras hay disparatadas, sin piés ni cabeza, como vulgarmente se dice, que no son más que palabras vacías de sentido, por mucho que la presunción del autor las titule de argumento.
No obstante, otras veces acierta el inculto poeta. Hemos oido algunos villancicos, llamados aguinaldos, bastante bellos é ingeniosos. Entre sus cantares los hay capaces de despertar la emoción estética. Casi siempre el motivo de ellos es el amor y los sentimientos que de esta pasión dependen; pero no desdeña su inspiración otros asuntos. Sus coplas recuerdan la rica poesía popular española, y es fácil de hallar en ellas su filiación andaluza las más de las veces, sin que falten cantares de otras provincias de la Metrópoli, tan pródiga en hermosos villancicos, alegres seguidillas, picarescas coplas, etc.
Para dar una ligera idea de nuestra poesía popular, reproducimos á continuación algunos cantares, sugetándonos á la ortografía propia del jíbaro[8].
Galano requiebro que por su concepto es digno de la dama de más delicado gusto.
Bien expresan los siguientes cantares la intensidad del sentimiento amoroso:
La pertinacia del amor verdadero se pinta en el siguiente cantar, no ménos naturalmente que los afectos expresados en las cuartetas anteriores:
Bella cuarteta es esta en la que el poeta utiliza la perífrasis, para advertir á una novia cuyo galán no parece serle muy fiel:
Lo exclusivo del afecto amoroso y el desprecio de[109] la vida, de que suelen hacer gala los enamorados infelices, unas veces de veras, otras pro fórmula, palpitan en estos cantares:
También sabe expresar en sus cantares cierto pesimismo irónico, del que hay frecuentes casos en la poesía popular española: véanse estos dos ejemplos:
Epígramas hay, como el siguiente, que velando de un modo conveniente la idea, hieren sin embargo donde se propuso el autor:
Otros son más transparentes y desenfadados, como de ellos es ejemplo el que sigue:
Manifestación, algo fanfarrona, del sentimiento patrio, avivado con motivo de las invasiones inglesas, de que nos habla nuestra historia provincial, es el cantar que dice así:
Basta con lo expuesto para dejar demostrado que, á pesar de ser pobre el desarrollo intelectual del jíbaro, este infeliz anémico mantiene vivo, allá en su alma, el culto de la poesía, y puede y sabe sentir la belleza y producirla á veces.
Para terminar, y por tratarse de otra forma de expresión poética, diremos que los cuentos de los jíbaros adolecen de exceso de fantasmagoría y no se encuentra en ellos cosa que llame la atención. Duendes, pájaros de mal agüero, varitas de virtud, transformaciones milagrosas, tránsitos repentinos, sin que intervengan el esfuerzo propio, de la miseria á la riqueza; nada, en una palabra, en los que conocemos al ménos, que por este concepto revelen valor intelectual.
Digamos algo, aunque brevemente, acerca de los instrumentos musicales campestres: la maraca, especie de sonaja de orígen indio, que por su nombre y por el ruido que produce, podría compararse con la matraca, tosco y primitivo representante del instrumental de casi todos los pueblos no civilizados; el güiro, desapacible instrumento para oidos no acostumbrados al guachapeo seco que ocasiona el raspear sobre su lineada superficie; y algunas derivaciones de la guitarra y de la bandurria, es cuanto en el particular se ofrece á nuestra consideración. Son estas derivaciones: el tiple, guitarrillo de cinco cuerdas, que ofrece la inexplicable particularidad de tener la prima y la quinta iguales, lo que dá lugar á una combinación anómala de sonidos; el cuatro, que tiene cinco cuerdas dobles, colocadas de dos en dos, se templa como la bandurria y se toca como esta; la bordonúa lleva seis cuerdas, y la vihuela hasta diez, pues en esto entra por mucho el capricho del constructor. Ninguno de estos instrumentos obedece en su construcción á una idea artística racional; el poco valor material de ellos hace que sólo los construyan los mismos jíbaros, quienes la mayor parte de las veces se valen de útiles poco apropiados. Sería interesante señalar el proceso de desviación que en esta provincia han seguido los citados instrumentos nacionales de cuerda; en ellos subsiste la idea que preside á la construcción de guitarras y bandurrias; pero la carencia de utensilios para fabricarlos iguales á los modelos que de la Metrópoli trajeron los españoles, ha debido influir en la imperfección de aquellos.
Imperfectos y todo se pueden ejecutar en ellos tocatas agradables. Manos hábiles saben arrancar á tan toscos instrumentos musicales airosas melodías, sin embargo de que debe de ofrecer serias dificultades, cuando ménos, el producir con ellos modulaciones. Hay tocadores que con una maestría sorprendente, ha[112]cen verdaderos alardes, produciendo, sobre todo con el cuatro, inesperadas melodías.
Acompañándose con estos rudos instrumentos, canta el jíbaro sus languidísimas coplas eróticas, ó sus animados villancicos durante la época de aguinaldos.
Orquesta tan menguada basta al jíbaro para sus bailes, de los cuales, algunos es lástima que vayan cayendo en desuso. El seis, así llamado acaso en recuerdo de los seises que bailaban delante de los altares, según un rito cristiano ya olvidado, es un baile de figuras, de cierto donaire, que es sensible vaya perdiendo sus reminiscencias de la antigua danza, de figuras como la española, hoy sustituida por el merengue sensual, al que también se ajusta el seis. El sonduro, las cadenas, caballos, puntillanto, fandanguillo, y tal vez algunas otras variedades que nos son desconocidas, van quedando relegadas al más injustificado olvido.
El baile llamado caballo, exije que los bailadores den vueltas vertiginosas de vals; en el sonduro el zapateo ha de ser fuerte, tanto, que á veces los bailadores solían poner chapas de hierro al calzado para hacer más ruido; las cadenas son un baile de combinaciones muy bonitas y de música linda, que se asocia al canto; el puntillanto es una especie de zorcico zapateado, de una música agradable en sumo grado: parece una combinación de los compases ternario y cuaternario, de un efecto bellísimo. También es danza de figuras que apénas se conoce ya en algunos barrios del interior.
La danza moderna tiende á anular todos estos bailes; en sociedad se anularon los de figuras; y en los campos va sucediendo lo mismo con perjuicio de los caractéres propios del baile; porque en último término éste, aparte de ser un ejercicio plausible, tiene su aspecto espiritual. Ha servido para expresar por medio de la música los sentimientos más [113] elevados: el religioso, el del amor, el guerrero; hoy sólo expresa la pasión amorosa, pero representada por medio de la moderna danza, resulta algo brutal. En la danza de figuras la pantomima desarrollaba el proceso amoroso más lógicamente; las parejas colocadas unas frente á otras, se saludaban, paseaban, se daban las manos, y por último, después de varias figuras, llegaba el baile íntimo, por vueltas de vals. En el merengue todo preliminar está casi abolido; el caballero invita á la dama y en seguida se establece la intimidad de un abrazo, que por cierto dura largo tiempo, sin que apénas esfuerzo físico distraiga la atención; porque para bailar la danza no es preciso ejecutar movimientos que, cansando el cuerpo, aparten del baile toda voluptuosidad posible, sobre todo hallándose la pareja solicitada por una música de languidez dulce y predisponente.
No queremos decir que esto ocurra siempre que se baile la moderna danza; pero no puede desconocerse el peligro de la posibilidad. Es posible bailar inocente y correctamente el merengue, pero en este baile se reunen una porción de circunstancias, contra las cuales es bueno estar prevenido; si al baile hay que concederle título de utilidad, es á condición de que en vez de enervar produzca sano placer. Báilese la danza en hora buena, pero no tan exclusivamente que ella anule á otras danzas más bellas y espirituales.
El baile, considerado como arte recreativo, tiene entre los jíbaros escasa representación: entre los niños, la gallina ciega, la peonza, el hoyuelo, los volantines y otros juegos propios de la infancia. Entre los adultos las bochas, bolos, algo en desuso. Sensible es que no exista ningún juego que ejercite el sistema muscular del campesino; el juego de pelota, que por ser nacional y haberse usado también entre los indios, debía existir, nadie lo juega; en cambio los gallos y los juegos de azar, de los que trataremos oportunamente, dominan al jíbaro.
[114] Los juegos de carnaval conservan aun en nuestro pueblo el carácter que tenían en España en el siglo XVII. Enharinamientos, pintarrajeos, mojaduras, lanzar cascarones de huevos, á guisa de proyectiles, sobre los transeúntes, es lo que constituye nuestra diversión en Carnestolendas; manera de divertimiento enojosa y poco culta por cierto.
Como ha podido apreciarse por esta breve reseña, existen algunas buenas disposiciones naturales, sobre todo en el jíbaro descendiente de la raza blanca, de cerebro bastante bien organizado, para que, desarrolladas dichas aptitudes, mejoren las condiciones intelectuales del grupo rural; como hasta ahora nada se ha hecho para procurarlo, lo mismo el campesino de filiación caucásica que el de orígen africano ó mixto, vegetan más que viven en cuanto se refiere á la vida de la inteligencia; la fuerza intelectual sólo existe latente. Nuestro campesino es capaz de ser educado por medio del estudio, pues tiene disposiciones muy favorables para ello; pero estas facultades permanecen estériles por falta de instrucción y no por incapacidad para la educación. Á cada paso podemos comprobarlo en niños nacidos en los más humildes bohíos, que han alcanzado un desarrollo intelectual sobresaliente, cuando se les ha llevado oportunamente á la escuela.
La investigación histórica nos enseña que las generaciones que precedieron á la nuestra muy poco pudieron legar de cuanto la vida del espíritu necesita para su desarrollo; circunstancia que explica el retraso general de Puerto Rico, y que á su vez constituye una causa eficiente del escasísimo progreso que hallamos en el grupo rural.
[115] Sabido es que nuestra Isla, corno toda la América, debe su vida moderna á la conquista. Por una parte hombres de armas y por otra aventureros echaron los cimientos de esta sociedad. Ni los unos ni los otros se preocuparon del porvenir intelectual del país, ni era la ocasión de que tales ideas surgieran; los hombres de letras no coexisten de ordinario con los conquistadores, y no eran los guerreros de aquella época personas tan ilustradas que se cuidasen de algo más que de domar la fiereza de los indios, que luchaban como podían para rechazar la invasión extranjera. La anécdota de Pizarro y el Inca Atahualpa, si no dá la medida exacta de la instrucción de todos los conquistadores, nos pone en autos de que no precisaba saber leer para dominar un vasto imperio. Es verdad que las comunidades religiosas enviaron á estas tierras personas ilustradas, y que trajeron la nota humanitaria y un principio civilizador distinto del generalmente adoptado; pero por lo común, creencias muy estrechas y el exclusivismo de la época determinaban en el espíritu de los misioneros la idea única de convertir á la fé católica los salvajes.
El incremento de esta sociedad se hubo de resentir de tales circunstancias de orígen, y también de la poca importancia que Puerto Rico tenía con relación á otras colonias, pues es claro que esta isla si no acogía en su seno lo peor, indudablemente tampoco recibía lo más florido de la emigración española; y aunque los tiempos no eran á propósito para que la Metrópoli nos enviase grandes luces, pues ella misma no poseía un gran caudal de cultura,—entre otras causas porque el pensamiento estaba esclavizado por la intransigencia,—es muy probable que las personas que huían de la Península, porque su desarrollo intelectual era incompatible con la época, al emigrar buscaran, para establecerse, los mejores territorios de los países descubiertos. Por lo demás, como dice G. G. Cour[116]celle-Seguin, "la libertad de pensar, proscrita en España, no podía hallar refugio en las colonias españolas.... El letargo de las inteligencias pesaba necesariamente sobre la industria, alimentaba las preocupaciones hostiles al trabajo y hacía imposible todo progreso económico."
Los colonizadores de los primeros tiempos, guerreros, catequistas y aventureros, no trajeron, pues, á esta colonia los elementos de una civilización tan completa que hiciese injustificado nuestro atraso. Ocupó su ánimo la idea de dominar y convertir á los indios primero, y luego, cuando las exploraciones del suelo descubrieron su riqueza en metales preciosos, la explotación de las minas; las ciencias y las artes estaban fuera de su lugar. La misma agricultura permanecía olvidada. ¿Quién siembra cuando la tierra produce directamente el precioso metal? Más tarde, estando las minas ya flacas, la tierra, aun vírgen, daba de sí, sin necesidad de arañarla siquiera, sávia bastante á las semillas para que las plantas alcanzaran vida exuberante, y los pastos naturales sobraban para que el ganado se multiplicase de un modo fabuloso. Todo conspiraba á que la vida intelectual durmiese.
Sucédense largos años durante los cuales la enseñanza primaria apénas existe en Puerto Rico, y en la misma Península es deficiente, á tal extremo que—refiriéndose al año 1838—ha podido decir el esclarecido Don Eduardo Benot en una conferencia dada en el Ateneo de Madrid, acerca del ilustre literato D. Alberto Lista, lo siguiente:
"Yo aprendí en la escuela mejor de Cádiz donde sólo me enseñaron (es verdad que muy bien) á leer, escribir y contar. ¿Y sabéis por qué era esa escuela la mejor? Porque en ella se enseñaba el carácter de letra inglesa y además los quebrados comunes y las fracciones decimales....... ¿Geografía? ¿Historia? ¿Física? ¿Química? ¿Historia natural? ¡Oh! eso no [117] había donde aprenderlo. Este era el estado de la enseñanza en Cádiz, entónces indisputablemente la ciudad más culta de toda la Península..."
De Puerto Rico cuanto digamos es poco, relativo á esta materia; el año 1765 informaba al Gobierno el General señor Conde de O'Reylly diciéndole:
"Para que se conozca mejor cómo han vivido y viven hasta ahora estos naturales, conviene saber que en toda la Isla no hay más que dos escuelas de niños, que fuera de Puerto Rico y la villa de San Germán pocos saben leer..."
La instrucción, sin embargo, no mejoró en seguida como era de esperarse después de este tristísimo y desconsolador informe oficial. Dos interesantes "Memorias," justamente premiadas por este Ateneo, nos permiten apreciar la lentitud con que la enseñanza ha progresado en esta tierra. En una de ellas, trabajo excelente por muchos conceptos de nuestro querido amigo y compañero el doctor Don Martín Travieso y Quijano, encontramos este párrafo que no podemos ménos de transcribir:
"Triste, muy triste, verdaderamente desconsolador es el pasado de la instrucción en Puerto Rico. El ánimo se contrista al ver, que cerca de tres siglos habían transcurrido desde el descubrimiento de esta Antilla por el inmortal Cristóbal Colón en 1493, y apénas si la instrucción había sido planteada en este territorio, no había dado señales de vida, nadie había pensado en los inmensos beneficios que se derivan de ella."
En el otro luminoso trabajo, debido á la pluma de nuestro colega y buen amigo el doctor Don Gabriel Ferrer, vemos que: "en Diciembre de 1864, esto es, un año y medio ántes de publicarse el Decreto orgánico anterior, reciban enseñanza primaria en las Escuelas públicas, los siguientes alumnos:
Niños[118] | 2,840. |
Niñas | 1,347. |
Total | 4,187 alumnos." |
Por entónces la Isla tenía seguramente más de medio millón de habitantes, pero un cálculo basado en esta cifra nos dá sólo un 8,374 por 1,000 habitantes que recibieran instrucción, estando ya bien pasada la mitad del siglo de las luces.
Añádase que hasta esa época no todos los profesores dedicados al magisterio tenían una aptitud indiscutible, y nos daremos cuenta de cómo no podía ménos de ser mala la instrucción en los campos de la Isla, ya que la general adolecía de tantas deficiencias.
En nuestros dias las cosas relativas á la educación han mejorado por fortuna; el progreso iniciado con la reglamentación de la instrucción primaria en 1838 se acrecienta desde 1875 con el impulso que le dieron el señor Marqués de la Serna primero y luego el señor Conde de Caspe. Desde entónces se comprueba un aumento considerable de alumnos en las escuelas, que también han aumentado; pero ese poder civilizador del maestro de escuela no resulta todo lo eficaz que debiera en los campos, á causa de la falta de grupo de población, pues los jíbaros viven, como es sabido, diseminados por nuestros hermosos campos, dificultando la enseñanza y siendo esto mismo otra causa de la pobreza de cultura de los campesinos.
Aparte de esto conviene hacer constar que hasta aquí se ha trabajado más por la instrucción de los varones que de las niñas, y que las escuelas de adultos en los campos son desconocidas, circunstancia que seguramente contribuye á retardar la reforma intelectual de los habitantes de nuestros campos.
Como se vé, las causas principales del atraso señalado proceden de dos fuentes: una de ellas de los [119] orígenes mismos de la sociedad en que vivimos; otra, del abandono en que se ha tenido la instrucción primaria, y acaso de su defectuoso encauzamiento.
Tales circunstancias han actuado, como es natural, más principalmente sobre la clase ménos atendida, la rural.
Concretándonos ahora á los trabajos agrícolas, el atraso lo hallamos determinado al propio tiempo por motivos especiales.
"Los primeros colonos españoles—dice el ántes citado Courcelle—no tenían práctica de la agricultura. Así no sólo la sociedad no contenía ningún elemento de progreso agrícola, sino que el punto de partida de la agricultura era más atrasado que el cultivo europeo contemporáneo."
Sentado esto, no podía esperarse un rápido progreso de la clase rural. El desconocimiento de las prácticas agrícolas, se hubo de suplir con el buen juicio de los improvisados agricultores; la experiencia trasmitida de padres á hijos hubo de crearlas; de aquí que aún hoy sea infantil nuestra agricultura. Fijémonos en uno de los instrumentos agrícolas más usados por nuestro jíbaro: el machete. No se puede ocultar que ántes que otra cosa parece un arma de guerra: y en efecto, arma debió ser en un principio y no apero de labranza.
Los primeros colonos, que no eran agricultores precisamente, cuando se dedicaron al cultivo copiaron á las indias; las veían escarbar con un palo puntiagudo la tierra para sembrar y arrancar las raices, y ellos para hacer lo propio se valieron de su espada, que también les servía para cortar ramas, etc. Después la espada se fué acortando y modificando para ajustarse al nuevo oficio á que se destinó, hasta adquirir su forma actual; pero todavía conserva rasgos característicos de su primitivo uso, y aun llevan el machete [120] al cinto los campesinos como debieron llevar los soldados su espada en todas ocasiones.
Otro motivo de atraso agrícola depende de la clase de cultivo adoptado cuando se introdujo la caña de azúcar. Al principio, cuando se podía disponer de todas las tierras de la isla, el cultivo extensivo era lo natural. Después, así que la propiedad limitó la porción de terrenos comunes, y en la época en que el precio del azúcar despertaba la ambición de los hacendados de caña, proporcionándoles fortunas fabulosas, el deseo de poseer mucho terreno, sin mirar si podía ó no cultivarlo, era, hasta cierto punto, lógica pretensión en el propietario, que no conocía otro medio de sacar mayor producto á su predio sino aumentándolo en extensión. Como para cultivar la caña son mejores las tierras de las llanuras, los propietarios ricos fueron desalojando, como pudieron, á los jíbaros y llevándolos á los terrenos quebrados, en los cuales las condiciones topográficas dificultan el empleo de los instrumentos de labranza perfeccionados, que de ordinario se usan en los llanos.
Claro es que por su parte el hacendado, ateniéndose á las grandes extensiones de terrenos, descuidó el conocimiento de los abonos, el estudio de los arados, etc. y no enseñó á sus braceros nada capaz de despertar en ellos ideas nuevas en el cultivo de la tierra; de modo que por ninguna parte encontró la clase jornalera de nuestros campos luces que dirigieran sus pobres conocimientos agrícolas. Á todo esto, ténganse en cuenta las dificultades de comunicación que había con la metrópoli, la prohibición de tratos comerciales con el extrangero, el aislamiento de los habitantes de esta isla entre sí, y se comprenderá que la industria, las artes y todo haya llevado una vida lánguida en esta provincia.
Estos casos explican cómo el jíbaro copió la casa y el mobiliario del indio, y hasta el vestido mismo, puesto que este consiste en la menor cantidad posible de ropas [121] compatible con el pudor natural y con el calor del clima, viniendo á darse el desgraciado caso de que si el europeo dominó la tierra y destruyó la raza que en ella vivía, el espíritu de ésta ha persistido hasta nuestros dias en muchos particulares, como una dominación póstuma sobre los hijos de los dominadores que, faltos de escuela, han tenido sus facultades enteramente dormidas, viviendo en una ignorancia crasa, incapaz de producir ningún género de progreso, como hemos podido apreciar en el presente análisis.
Cultivar las facultades intelectuales, instruir: hé aquí el gran afán de los pensadores modernos; hé aquí el único medio de mejorar, mejor aun, de cambiar favorablemente las condiciones intelectuales de la familia rural borinqueña.
La enseñanza: esa es la palanca que ha de remover la ignorancia del campesino. El maestro de escuela: ese es el que ha de aplicar el remedio al mal que lamentamos. El gobierno es el llamado á interesarse sinceramente en el progreso de la educación. Le debe esta reparación al pueblo puertorriqueño; tiene con él contraída una deuda intelectual, y sólo puede pagársela favoreciendo por todos los medios la enseñanza; factor el más poderoso de la educación individual y social de nuestra época.
"Si la enseñanza primaria es necesaria á la niñez, si es un hecho indiscutible que un pueblo se encontrará más próximo á su perfeccionamiento cuanto mayor sea el número de sus indivíduos que adquieran los rudimentos del saber, es indudable que por esta sóla cir[122]cunstancia el nuestro se encuentra todavía muy distante del término deseado."[9]
El mal está terminantemente expresado. El remedio lo precisa otro autor en las siguientes líneas:
"Abandonemos la indiferencia que nos consume. Hora est jam nos de somno surgere. Pidamos luz, pero pidámosla ámplia como la del sol que ilumina con sus rayos todo el organismo universal. Procuremos que luzca sus facetas el diamante pulimentado, mas sin despreciar por eso el cuarzo modestísimo. La suntuosidad del mármol no aminora la utilidad de la arcilla. Rindamos culto á la ciencia en sus más supremas manifestaciones, pero no olvidemos que las escuelas elementales son aun una palabra hueca para la mayoría de nuestra población. Solicitemos que esas escuelas extiendan su regenerador influjo hasta el predio rústico: caiga el refrigerante rocío de la instrucción en la agotada inteligencia de la mujer campesina."[10]
Cierto; ese es el remedio: la escuela elemental prodigada y la escuela elemental para la mujer con preferente cuidado. Hora es ya de salir de nuestro sueño, hora es de que administración y administrados coadyuvemos á plantear la educación elemental; hora es ya de que padres del pueblo y padres de familia nos amparemos en brazos de la educación, como refugio de salvación para un pueblo que yace en la oscuridad; que si la administración dispone de amplios elementos para derrotar la ignorancia, el más modesto esfuerzo individual puede, por su parte, disminuirla, llevando el pan del saber lo mismo á los hijos que á los sirvientes y braceros. Cada criado que en los ratos de ocio aprende á leer es un sér que se eleva y elevará á su familia.
¿Cómo debe ser esta educación? "Es más complicado—pero mucho más—de lo que parece, organi[123]zar un sistema de enseñanza que aspire á dirigir la educación nacional," ha dicho uno de los pensadores modernos que con mayor lucidez han tratado esta cuestión en nuestros tiempos, D. Francisco Giner, el cual se expresa en los siguientes términos: "Sigue nuestra enseñanza el impulso de las ideas reinantes. Según esta se halla concedida, organizada y desempeñada como una mera función intelectual, ó sea que atienda á la inteligencia del alumno tan sólo, no á la integridad de la naturaleza ni á despertar las energías radicales de su sér, ni á corregir la formación de sus sentimientos, de su voluntad, de su ideal, de sus aspiraciones, de su moralidad y de su carácter." La clase de educación que nosotros desearíamos es precisamente la opuesta. Nosotros querríamos pedagogos que tuviesen una idea exacta de la naturaleza humana para no perturbarla inútilmente, pedagogos que despertaran en el alma del alumno todas sus energías, y dirigiesen sus sentimientos, su voluntad, su ideal, sus aspiraciones, su moralidad, su carácter; así nos satisface la educación elemental.
Esta es la que solicitamos para nuestros campesinos precisamente, porque nadie está más necesitado que él de que se mejoren todas esas facultades que la educación debe cultivar.
Por fortuna los ilustrados profesores de la Isla lo comprenden también así, y es probable que dentro de plazo breve notemos los resultados de sus trabajos.
¿Á cuál de los dos sexos convendría educar ántes? Suponiendo que por este concepto—el del sexo—pudieran existir preferencias, desde luego nos decidiríamos por la enseñanza de las niñas; pero como creemos que ambos sexos tienen igual derecho á la instrucción, y en los distritos rurales de Puerto Rico ambos sexos están igualmente necesitados de ella, se nos ocurre que, á imitación de los Estados Unidos del Norte—como ya ha demostrado el ántes citado autor de La[124] Campesina—podrían las escuelas mixtas salvar todas las dificultades. Agrupemos los niños de ambos sexos bajo la dirección de la mujer "teniendo confianza en la naturaleza humana;" demos á esta educación un carácter racional y práctico, y la base de nuestro perfeccionamiento será sólida.
La mujer es la llamada á salvar á la sociedad educándose y sirviendo á la vez de preceptora; "los profesores más escogidos fracasan frecuentemente, donde una yankee realiza prodigios. La infancia pertenece á la mujer," ha dicho Laboulaye. Apliquemos el conocimiento de esta verdad y nos habremos salvado.
Desearíamos ver la educación en manos de la mujer. Como Juan Jacobo Rousseau, creemos que "la primera educación es la más importante y esta pertenece indudablemente á las mujeres. Eduquemos mujeres y hagamos que esa educación sea tan ámplia que le permita desempeñar cumplidamente las sagradas obligaciones de la maternidad que no se limitan á cuidar y alimentar á sus hijos, sino que tienen por principal objeto la educación de los mismos."[11]
Cuando este ideal se realice, cuando la madre esté bastante instruida para cumplir con el noble encargo de alimentar la inteligencia de su hijo como le alimenta el estómago con el blanco y nutritivo néctar de sus pechos, entónces, como ha dicho Emilio de Gerardín, el maestro de instrucción primaria desaparecerá y será felizmente reemplazado por la madre.
Además de la instrucción general de que tan necesitado está el campesino, urge la enseñanza elemental agrícola en las escuelas primarias. No se puede prescindir de ella, tratándose de establecimientos de enseñanza para las clases rurales, so pena de que la educación sea deficiente. Esto aparte de la escuela de agricultura más ó ménos modesta, pero en donde [125] se instruya á la juventud con arreglo á los modernos adelantos de la ciencia agronómica, á fin de que sea capaz de comprender las ventajas que reportaría á la explotación de la tierra el abandono de las prácticas rutinarias. La educación de peritos agrónomos, de capataces de cultivo, etc., es tan necesaria como la de obreros agrícolas. De poco valdrían los rudimentos de agricultura enseñados al obrero en las escuelas elementales, si dejamos en la ignorancia de aquella ciencia á las personas llamadas á dirigirlos.
Sólo llevando á los campos gente capaz de comprender el adelantamiento de la agricultura á beneficio de la Ciencia, lograremos sacar á las industrias y demás manifestaciones agrícolas del atraso en que se encuentran.
Escuelas, escuelas para niñas, profesoras instruidas, madres educadas, agricultores inteligentes, hé aquí los medios de mejorar las condiciones intelectuales del campesino y su familia.
Una dificultad que no podemos ocultar ofrece la propagación de la enseñanza en nuestro suelo, y consiste en la diseminación en que viven nuestros campesinos. Alemania, acaso sin tener en grado tan alto este inconveniente, tiene los profesores ambulantes que llenan, en la medida de lo posible, su misión civilizadora.
Nos parece que oimos decir á alguien: "Los presupuestos están muy recargados á causa de las escuelas que se han creado, y aun se pide más; esto sería la ruina." Desengáñense los espíritus timoratos que ven las cosas por ese lado: lo que no se emplea en escuelas se gasta en cárceles y en presidios; y cuanto dinero se emplea en propagar la instrucción es como si se diese con interés usurario á la sociedad, que, educada, renumera espléndidamente, desarrollando todas sus fuentes de producción, dormidas mientras reina la ignorancia.
[126] Como todo cuanto tienda á facilitar la instrucción ha de ser beneficioso al mejoramiento del campesino, el procurar por medios racionales su agrupamiento en aldeas es una idea feliz, de la cual trataremos más adelante: el cumplimiento de los preceptos de la enseñanza obligatoria por parte de las autoridades locales, es una necesidad con cuya falta no se debería transigir, pues para algo se han dictado. Si las escuelas públicas no pueden admitir mayor número de alumnos del que hoy asiste á ellas, no hay más remedio que multiplicar las escuelas; eso sí, que se emplée el dinero bien, es decir, que cada maestro cumpla con las obligaciones de su grandioso ministerio, y todo lo demás es secundario.
Llegamos á la parte más escabrosa, para nosotros, del tema que venimos desarrollando. Como hombres imparciales tenemos que exponer nuestras observaciones tales como nos impresionan; como puertorriqueños sentiremos, más de una vez, abordar las delicadas cuestiones de moral relacionadas con nuestros campesinos, pues si en lo que respecta á condiciones físicas é intelectuales hemos encontrado deficiencias lamentables, no son menores las que hallamos respecto de moralidad.
Entremos, sin embargo, en el asunto. Reviste de por sí sobrada importancia el cumplimiento del deber y el ejercicio del derecho, actos que compendian la vida moral del hombre, para excusarnos de estudiar el jíbaro en cuanto se relaciona con tan interesante materia.
Empezaremos por el análisis de los deberes para con Dios.
[127] La creencia en Dios es general entre los campesinos; puede asegurarse que en nuestros campos no es conocido el ateísmo; pero por desgracia abundan los errores en lo referente á los atributos del Sér Supremo. Existe confusión en el modo de apreciar sus cualidades, á causa, sin duda, del poco desarrollo intelectual que hemos reconocido en nuestra gente de campo. La naturaleza divina del Omnipotente no es concebida con bastante pureza. Reconocen, es cierto, la existencia de un Sér Superior, pero suelen atribuirle cualidades humanas que desdicen de la majestuosa grandeza con que debieran comprenderle, concepción hasta la cual no es extraño que no se eleve la gente ruda, cuando vemos á menudo que personas algo más educadas atribuyen al Hacedor caractéres que tienen más de humanos que de divinos.
En los asuntos del culto, hemos de decir que el campesino, aunque católico, se muestra indiferente hacia ciertas prácticas, reconocidas como esenciales dentro del catolicismo, mientras dedica escrupulosa atención á otras que no lo son tanto. Así, por ejemplo, quizá se apresure á ofrecer un ex voto á alguna imagen de su devoción, mientras deje de cumplir con algunos de los sacramentos; apréndese de memoria oraciones que pueden calificarse de ridículas, y quizás no sabe el sencillo Padre Nuestro.
Algunos de sus actos piadosos revisten formas supersticiosas, y en sus oraciones suele pedir á Dios ó á los santos mercedes que sólo pueden disculparse por la ignorancia del peticionario. Quién guarda cuidadoso una oración, á guisa de amuleto, contra las enfermedades ó el mal de ojo; quién pide con fervor al cielo que Santa Lucía ciegue á tal ó cual persona, ó bien alguna otra majadería indigna de la atención Suprema. Que el necesitado dirija sus plegarias á lo alto es tan natural, como absurdo es pretender cambiar las leyes de la naturaleza en provecho propio. Orar es útil y con[128]solador para el creyente: útil, porque es un tributo dirigido á Dios; consolador, porque aviva la esperanza en la adversidad; pero la oración y su objeto deben estar purificados de todo lo que no sea racional y digno.
Se vé que el jíbaro es católico, pero carece de una instrucción religiosa que le ayude á dar cumplimiento debido á sus obligaciones de tal, y á esto se debe lo poco diligente que se muestra para el matrimonio, la manera con que celebra las fiestas, el carácter profano que revisten sus fiestas de cruz, su creencia en hechizos, mal de ojo, brujerías, la veneración y confianza algo gentílica que profesa á tal imagen, medalla, escapulario ú otras cosas, más ó ménos absurdas, formas de culto que la sana razón rechaza, pero que prosperan entre los infelices á quienes no ha llegado hasta la fecha el pan intelectual.
Cuando se advierte esta falta, y se considera que el campesino ha vivido casi aislado y en roce con una raza, como la africana, portadora de ciertas creencias, no extraña esta confusión en materia religiosa. Añádase á esto una imaginación fantaseadora, y nos explicaremos perfectamente cómo el espiritismo (cuyo valor no discutimos, pero que bajo la forma algo quimérica en que se propaga entre el vulgo nos parece que no resiste un exámen sério), encuentre adeptos entre esas masas que por su orígen, leyes y costumbres debieran ser depositarias escrupulosas de la doctrina católica, única legal durante largos años en este territorio, pero en la cual están indudablemente poco ó nada instruidos nuestros jíbaros.
En la crísis actual que atraviesan todos los pueblos cultos, en cuanto á las creencias religiosas, es más que nunca necesario que el que se llame católico, así pertenezca á la clase ménos acomodada, pueda ostentar su fé despojada de todo error ó absurdo que la debilite ante los ojos de los que no profesan el mismo culto y [129] ante el propio exámen; pues aun para el hombre ménos instruido llega un dia en que desea encontrar el fundamento de ciertas cosas, y entónces corren igual riesgo las creencias verdaderas y las falsas, por estar acompañadas las primeras de superfluidades que á nada conducen ni aportan un ápice al mejoramiento moral del indivíduo.
Después de los deberes para con Dios vienen, en el órden natural, los deberes del hombre para consigo mismo, y como primordial el perfeccionamiento de sus facultades; pero como no es dable exigir el cumplimiento de un deber cuando se desconoce, y desconocida tiene que ser para el jíbaro semejante prescripción, toda vez que su incultura es notoria, de aquí que no hagamos sino señalar el hecho, sin inculpar al campesino por su indiferencia hacia todo cuanto se relaciona con su mejoramiento.
Su inteligencia inculta, su voluntad, educada en un medio más apropiado para debilitarla que para favorecerla; en una palabra, el cultivo de sus facultades todas, abandonado ó mal dirigido, han debido conducir al campesino á esa falta de emulación, á ese abatimiento moral que en él se advierte.
El deber de conservar la vida es universalmente reconocido: el suicidio es un acto reprobado que no tiene explicación más satisfactoria que un profundo trastorno de las facultades humanas, un desorden patológico durante el cual el raciocinio perturbado deja al hombre inerme contra el vértigo que lo impulsa hacia la sima de su aniquilamiento. No nos dice la estadística que exista entre los campesinos puertorriqueños mayor número de suicidas que entre los demás grupos sociales.
Es innegable que el hombre de campo de Puerto Rico no atiende á sus necesidades corporales como es debido. No es á él á quien hay que predicar la templanza en las comidas, sino que, por el contrario, será[130] preciso convencerle de la necesidad en que está de alimentarse mejor; pero no hay que atribuir esto á una tendencia contraria á la conservación de la vida, sino á las ventajas que encuentra en ser sóbrio y al abuso, posible en este clima, de una sobriedad á que le predispone la raza, las condiciones climatológicas y las circunstancias que le rodean; pues no cabe duda que cuando el trabajo no produce al hombre lo suficiente y no puede forzar la cantidad de labor más allá de ciertos límites, si vé que la vida se le sostiene con una alimentación escasa, á ella se atiene, exagerando esta ventaja en perjuicio de la economía, y haciendo de la alimentación defectuosa regla ó costumbre invariable.
Reconocen todos los moralistas el derecho del hombre á repeler las agresiones injustas, á defenderse contra los obstáculos dañosos á su persona, en virtud de la potestad indiscutible que á todos nos asiste de mirar por nuestro bien y de conservar la vida; el ejercicio de este derecho no es indiferente al jíbaro: él sabe y tiene brios para rechazar los ataques injustificados, pero por lo general se muestra prudente contra los agresores, si son estos de los privilegiados por la fortuna ó la posición oficial; frente á otro campesino ó convencido de que por la justicia le será reconocido el derecho que tuvo de atender á su propia defensa, procederá con valentía y resolución.
Frecuentes son entre los jíbaros los combates singulares y privados, á los que dan á menudo cierta forma caballeresca, puesto que hasta precede á la lucha la designación de hora y sitio. Tienen estas luchas algo del duelo, adoptado aun en nuestro siglo por la gente culta; que en medio de los campos como en las ciudades, el hombre, ante ciertas deficiencias jurídicas, prefiere confiar á su propio esfuerzo ántes que á la autoridad pública el castigo de las injurias, sometiéndose á una costumbre inmoral á todas luces y de [131] la cual resultan muchísimas desgracias sin satisfacer casi nunca al ofendido.
Pasemos al tercer grupo de los que constituyen la vida moral del hombre; á los deberes para con sus semejantes. Suele el jíbaro no mostrarse muy escrupuloso en cuanto se relaciona con algunos deberes nacidos del amor al prójimo; creemos que no tiene una idea clara del valor de ciertos actos, dado el poco respeto que aparenta profesar á la propiedad ajena cuando se trata de cosas de poco precio. Sin que esto quiera decir que el robo no sea un acto repulsivo para la generalidad de los campesinos, reconocemos que el concepto del dominio estable privado no parece que lo extiendan á aquellas cosas que por causa de la facilidad con que se producen valen poco; así, entendemos que un jíbaro no cree violar ningún derecho cuando se apropia un ave de corral, un racimo de plátanos ú otra pequeñez, que no por serlo deja, sin embargo, de ser propiedad ajena y por lo tanto nos está vedado utilizarla sin consentimiento de su dueño, ó si lo cree, no es porque esté convencido de que practica un acto reprobado, sino porque sabe que si le sorprenden le castigan. Seguramente no todos los jíbaros profesan este comunismo, pero sí hay muchos que no muestran escrúpulo en practicarlo, ya en esta forma, ya tomando á préstamo dinero sin intención de pagar la deuda ó bien comprando algo cuyo importe no satisfacen. Digamos de paso que estos defectos morales, en lo que se refiere á la falta de formalidad en los tratos principalmente, no son del todo exclusivos del campesino, sino que se encuentran harto generalizados en todo el país.
Esta falta de respeto á los bienes ajenos la manifiesta el campesino también cuando se quiere vengar de alguna ofensa; entónces suele mutilar algún animal de la propiedad de su enemigo; si bien en este caso la intención del hecho no es obtener un beneficio, sino[132] la satisfacción del pesar que ha de producir á su enemigo perjudicándole en sus bienes.
Los homicidios, las heridas, las lesiones corporales son delitos que se encuentran en la familia rural como en todas partes, pero no hay en el jíbaro inclinación hacia estos actos reprobados; al contrario, el carácter general del campesino es dulce, inofensivo, y muéstrase ántes inclinado al perdón de la ofensa que al asesinato para vengarla.
En cuanto á sus costumbres, principalmente en lo que afecta á la familia, de la cual trataremos más adelante, existen vicios que nada tienen de la sencillez bucólica, cantada por los poetas de otro tiempo.
Los deberes de humanidad, en cambio, son perfectamente cumplidos por nuestro campesino. En este particular llega hasta lo sublime; el jíbaro no tiene nada suyo cuando se trata de ejercer la caridad. El forastero hallará la hospitalidad más ámplia en el humilde bohío, aun cuando se trate de un desconocido y á veces de un enemigo; la familia del campesino puertorriqueño obsequiará con cuanto tiene al huesped que llama á su puerta, sin interés alguno; cuando se trata de remediar una necesidad, de salvar de un peligro á alguien, de servirle en casos de enfermedad, ninguna consideración detiene á nuestros jíbaros, ni aún los perjuicios que de ello puedan resultarles. ¡Ojalá que su moralidad pudiera medirse en todas ocasiones por la expresión de estos generosos sentimientos tan desarrollados en su corazón!
Al examinar en sus bases constitutivas la familia rural borinqueña, nos vienen, desde luego, á la memoria las frases que con motivo de este delicado asunto dijo el señor conde de Caspe, siendo Gobernador de esta Provincia:
"Completamente diseminada la población rural en chozas aisladas, falta de toda instrucción religiosa y de freno moral, sin que la eficacia del Sacra[133]mento ni la sanción de la ley vengan á legitimar muchas uniones, más ó ménos duraderas, creadas sobre la sóla y deleznable base del apetito sensual, puede decirse en verdad que la familia de los campos de Puerto Rico no está moralmente constituida."
Triste es tener que confesar que la aserción del gobernante no carece de exactitud. Si la sociedad conyugal se ha de fundar en la unión, legitimada en alguna forma, del hombre y la mujer; si el matrimonio es el lazo que resulta del contrato legítimo que une por vida á los cónyuges; si ha de representar la perfecta fusión en uno sólo de dos séres que se complementan física y moralmente, la familia, en tésis general, no está constituida en los campos puertorriqueños.
¡Y á cuán tristes consideraciones se presta semejante estado de cosas!
Como dice Samuel Smiles, tratando de la familia, "de esa fuente, pura ó impura, emanan los principios y las máximas que gobiernan en la sociedad. La familia es la primera y la más importante escuela del carácter; y en el seno de ella es donde todo sér humano recibe su mejor ó su peor educación moral."
Véase, pues, cuánto importa que la familia esté constituida sobre bases regulares; que reine en ella estricta moralidad; que el hogar doméstico sea arca de los puros afectos, que despierta esa necesidad ineludible de amar que solicita á todos los séres creados, y no templo del brutal sensualismo que enerva y envilece los caractéres.
Sin negar que el amor se rebela, en determinados casos, contra todas las conveniencias sociales, instituir la excepción en regla general de conducta sería una aberración; por otra parte, es sabido que el sentimiento amoroso regulado y sostenido por principios morales, no sólo ejerce influencia benéfica sobre la sociedad, sino también sobre el indivíduo; y no ya en la esfera de la moralidad, sino que su acción se extiende hasta lo físico. [134] En ambos conceptos hay que convenir en que el Cristianismo ha trazado admirablemente las condiciones que debe reunir la familia; condenando la poligámia, el concubinato y el adultério, execrando la sensualidad, ha hecho respetable el hogar cristiano; declarando á la mujer la compañera y no la hembra del hombre, la ha restituido al rango que sociedades ménos perfectas le habían negado.
Ahora bien, desde el momento en que por uno ú otro motivo el hombre menosprecia esas condiciones, incurre en un error moral que redunda en su desprestigio; cuando el error se encuentra generalizado, hasta perturba el progreso social. Á esa trasgresión en la moral de la familia, hay que atribuir algunos de los males físicos, intelectuales y morales que mantienen en una languidez sensible á una parte importante de la sociedad á que nos referimos; porque no es exagerado decir que en nuestros campos, principalmente, existe gran despreocupación en ese particular. Colocado el jíbaro en medio de una naturaleza exuberante de vida, aislado, ignorante, una vez que su instinto genésico despierta satisface su afectividad con la misma llaneza que los séres que le rodean entonan de contínuo esos himnos de amor que renuevan la vida por doquiera.
Tal despreocupación no es siempre hija del desenfreno; no es el descaro del vicio quien la produce en todas las ocasiones, sino más bien el desconocimiento del valor moral que el acto de la reproducción tiene, según se llene dentro ó fuera de las reglas que la sociedad actual acata. Hay un cierto infantilismo, sobre todo en la mujer, semejante al que debió reinar en los primeros tiempos de la vida humana, cuando el deseo de la propagación de la especie era lo único que regía en los impulsos amatorios. Sin pasarnos por la mente el disminuir la gravedad del mal que estudiamos y somos los primeros en deplorar, creemos que en jus[135]ticia puede interpretarse del modo expresado la corruptela que sobre este punto existe en nuestro país, país que, sin duda alguna, por sus condiciones climatológicas, predispone al desarrollo temprano y fogoso de las pasiones.
No, no es impudencia lo que en la mujer jíbara hace que sea madre sin ser esposa, pues la gran mayoría de estas madres solteras jamás llega á prostituirse, sino que lleva una vida marital que en nada mejora sus condiciones de pobreza. Por mucha que sea su miseria tampoco abandona al hijo, y esto es también una prueba de que su corazón no está viciado por la impudicia, como podría deducirse de la facilidad con que se rinde á los galanteos. Conviene dejar sentados estos particulares, que en concepto nuestro establecen alguna diferencia entre el concubinado de algunas jíbaras y el amancebamiento vulgar.
En el hombre hay que reconocer que el sensualismo juega no escaso papel en estas uniones libres, pues á menudo le vemos, casado ó soltero, sosteniendo una ó más concubinas, y hay quien mantiene bajo el mismo techo esposa y querida: que á tal extremo ha llegado el espantoso desbarajuste moral que reina en esta sociedad tan minada por la falta de educación como por la sobra de influencias depresivas en que ha venido desarrollándose. Es cosa que á nadie que haya meditado un poco acerca de este asunto puede ocultarse: muchos son los elementos que han determinado en el jíbaro de ambos sexos este desquiciamiento que á fuerza de generalizarse ya no sorprende sino á los forasteros; todo el que no habita en el país, tiene por necesidad que impresionarse ante el espectáculo de un amor libre que aquí, por la fuerza de la costumbre, miramos sin que nos alarme.
Un observador que no sea superficial podrá no obstante distinguir en el fondo de este cuadro poco halagüeño, algo que le diga: no estoy viendo sacerdo[136]tisas de una prostitución vil é interesada, sino á mujeres sin cultura moral ni intelectual, que aceptan, sin escrúpulos ni preocupaciones, el papel que la naturaleza les ha asignado en la perpetuación de la especie; que obedecen á esa ley poderosa que aproxima los sexos, ley cuyo cumplimiento sólo la educación podría regular debidamente: que como ha dicho con su acierto acostumbrado, nuestro aplaudido escritor D. Salvador Brau, "en estas uniones ilícitas, si bien una parte corresponde al vicio, entra por mucho en ellas la ignorancia."
Volviendo ahora á los matrimonios legítimos, que sin duda existen en el campo, y á los deberes mútuos de los esposos, diremos que la fidelidad conyugal es respetada, hablando en tésis general, por la mujer; ella sabe guardar la fé jurada, someterse á la voluntad del marido y cumplir, hasta el sacrificio, con las obligaciones domésticas. No así el hombre, más despreocupado de ordinario tanto en lo de ser fiel á su compañera como en procurarla lo necesario para la vida; pues por desgracia, ya porque mantiene más de una casa, ya porque el vicio del juego suele dominarle, es harto común que en muchos bohíos reine escasez y hasta miseria.
Unida á la sociedad conyugal está la sociedad paterna, cuyo objeto es la educación de los hijos. Entre nuestros campesinos, el cumplimiento de este deber se resiente de las deficiencias paternas de que venimos dando cuenta. Los padres cuidan de sus hijos, los alimentan y visten aunque imperfectamente, como lo hacen consigo mismo; pero respecto á instrucción, ni siquiera piensan que sus criaturas la necesiten: es un deber que nadie cumplió con ellos y que desconocen por completo.
Cuando el vínculo del matrimonio se halla relajado ó está sustituido por el concubinato, hay que lamentar además de la carencia del pan intelectual, el ejemplo de inmoralidad dado por los padres á tiernos séres ne[137]cesitados, más que de otra cosa, de ver en el hogar costumbres puras que le preparen convenientemente para su entrada en la vida social, á donde no podrán ménos de llevar las mismas ideas que por el ejemplo adquirieron en la casa paterna.
En general las madres puertorriqueñas suelen mostrarse algo débiles en la dirección de sus hijos, pero en las campesinas esta debilidad raya en abandono ante los caprichos infantiles; y es que el carácter del amor materno tiene en ellas mucho de instintivo, y tal cariño no es suficiente para llenar los deberes de la maternidad, pues para algo le ha sido dada al hombre la inteligencia. Una mujer inculta querrá á sus hijos tanto como otra cuya inteligencia haya sido cultivada, pero esta le aventajará en conocer las leyes por que debe guiarse para dirigir el desarrollo físico y moral de su familia, y por virtud de sus aptitudes librará de una muerte temprana á su hijo y le preparará para que en su espíritu se vayan infiltrando las virtudes que cuando hombre le han de valer la consideración de sus semejantes.
En cuanto se refiere á los deberes de los hijos para con sus padres, hemos de decir que los casos de ingratitud hacia los beneficios y el amor paternos son raros. Los hijos de los campesinos son de ordinario de buena índole y profesan á sus padres el respeto y cariño que les es debido.
Réstanos apuntar algo acerca de las relaciones del jíbaro con las personas á quienes sirve. Cuando el campesino se decide á prestar sus servicios, lo hace con buena voluntad; pero en honor de la verdad no se impone la obligación de ser estricto cumplidor de lo convenido, ni se afana por los objetos confiados á su custodia; trabaja y lo hace como pocos obreros, si se tiene en cuenta su insuficiente alimentación, pero mantiene una cierta independencia que á veces se traduce en falta de asistencia al trabajo [138] á que se comprometió, y esto sin más razón que los impulsos de su voluntad. Mucho se ha hablado de la holgazanería del jíbaro, pero nadie ha demostrado que tal vicio sea tan general como se ha pretendido injustamente, siendo por el contrario fácil de probar que la generalidad ama el trabajo mucho más de lo que sería de esperar, dadas las condiciones en que ha vivido ese pobre hombre abandonado durante siglos á sus instintos en un clima enervante, como lo es el de nuestro país, y sin tener acerca del trabajo más que el desfavorable concepto de que es un castigo impuesto al hombre para llenar sus necesidades personales; idea poco apropiada para despertar por sí sóla el amor hacia una ley natural, cuyo cumplimiento procura tantos beneficios al hombre.
Réstanos para completar esta ligera reseña moral del campesino puertorriqueño, considerarle en sus relaciones con la sociedad civil.
Desde luego conviene repetir que la familia rural vive aquí desparramada por los campos de la Isla con grave perjuicio para su propio bienestar; vive en estado poco ménos que antisocial, pues algunas conglomeraciones de bohíos que se encuentran en determinados barrios apénas pueden servir de excepción á la regla general. No hemos de esforzarnos en demostrar la conveniencia de que el hombre viva en sociedad con sus semejantes; muchos son los grandes pensadores que han demostrado la utilidad de ello, y las razones en que apoyan su decisión son harto conocidas para que las reproduzcamos. Filósofos de las más opuestas ideas convienen, salvo raras excepciones, en declarar al hombre un sér sociable, por necesidad: "Un solo hombre, dice Santo Tomás, no puede por sí solo llegar al conocimiento de todas las cosas; luego al hombre le es necesario vivir con otros muchos, para que los unos sean ayudados por los otros." Por su parte Spinosa, á quien podría suponérsele predispuesto contra la vida social, dado su[139] voluntario encierro en su gabinete de la Haya, dice: "No solamente es útil la sociedad á los hombres para la seguridad de la vida; proporciónales otras muchas ventajas y la necesitan todos por otras muchas razones... Así vemos á los hombres que viven en la barbárie arrastrar una vida miserable y casi brutal." Es indudable que ese aislamiento, aun cuando no sea absoluto, como no lo es el del jíbaro, perjudica á su desarrollo moral entorpeciendo y retardando la acción de los elementos civilizadores que, á pesar de todo, van actuando sobre nuestra sociedad. Quien vive separado del trato y compañía de los otros, se priva del ejemplo, del estímulo y de las relaciones de los buenos, y necesita mayor fuerza de voluntad para no infringir las leyes morales; toda vez que no tiene que preocuparse de las censuras de sus convecinos.
De la precisión de vivir en sociedad y de la dificultad de conseguir que los deseos de todos los hombres estén regulados siempre por la razón, surge la necesidad de que existan leyes y personas encargadas de su cumplimiento, á las cuales debemos acatar. Es el jíbaro naturalmente inclinado á reconocer y prestar obediencia á la autoridad; cierto es que suele temerla más que amarla, pero esto depende de que, á causa del sistema político colonial adoptado, por lo común se ha entendido que gobernar es hacer sentir el peso del poder hasta el extremo de no desautorizar en ningún caso los actos del gobernante, en vez de levantar el prestigio de la autoridad sustentando la justicia, la rectitud, el imperio sobre sí mismo; en una palabra, sosteniendo al que gobierna rectamente procurándose el cariño de los gobernados por medio de las virtudes que dignifican el carácter del hombre, y al modo que persona tan poco sospechosa como don Juan Ortiz y Lara, lo explica en el siguiente párrafo:
"Los príncipes (léase cualquier autoridad) deben mirar la autoridad que ejercen, con relación al bien de la [140] sociedad, para la cual les ha sido otorgada; y por lo mismo reputarse obligados á respetar y hacer que se cumplan todos los derechos; á proveer á la prosperidad pública, y atender particularmente á la honestidad de las costumbres, á que reinen por todas partes la verdad y la justicia." ¿Se ha practicado siempre, especialmente tratándose de pobres campesinos, esta sana doctrina? Respondan á esta pregunta esa desconfianza y ese temor invencibles que tiene el jíbaro de verse en relaciones con cualquier autoridad administrativa ó judicial; desconfianza y temor que no han podido tomar cuerpo en su espíritu sino cuando la experiencia de sus antepasados y la suya propia le han llevado al convencimiento de que en numerosos casos el último ministril puede más por sólo su carácter oficial que él con la asistencia de toda la razón.
Respecto á formas de gobierno poco ó nada se preocupa de ellas el campesino; muestra, sin embargo, cierta natural inclinación á la democracia; pero sin que pueda decirse que tiene conciencia clara, noción completa de la superioridad del régimen democrático sobre los otros.
Ni el comunismo, ni el socialismo han hecho prosélitos en nuestros campos; á lo ménos el comunismo en el sentido en que se toma de ordinario la palabra; pues esa especie de comunidad que parece practicar el jíbaro en cuanto se relaciona con los productos de poco valor, de que ántes hicimos mención, no la atribuimos sino á que no sabe apreciar el derecho de propiedad en toda su escrupulosa latitud.
En cuanto á las virtudes sociales, en el carácter del campesino brillan algunas, si bien se encuentran deficiencias que son de lamentar.
Entre las que le enaltecen no es la que ménos el amor á la patria, ya tomemos esta voz en su sentido académico, ya la interpretemos como la tierra de nuestros padres. En nuestra historia provincial podemos[141] encontrar hechos que justifican nuestro aserto. Desde los remotos tiempos en que España mantenía guerras contra Inglaterra y Holanda, hasta nuestros dias, el jíbaro ha sido un buen soldado español dispuesto á morir por su patria; llamado por el Gobierno ó voluntario, ha sabido acudir siempre al puesto del deber: desde este punto de vista, discutir su amor á la patria española sería cerrar los ojos ante la verdad.
Tratándose de su provincia, el cariño que profesa al terruño es extraordinario; tiene tal apego á su pequeña isla, que ningún otro país le atrae; en ninguna parte que se halle olvida su tierra. Este cariño, sin embargo, es hasta cierto punto vicioso; por lo ménos es deficiente; es un afecto en el que notamos carencia de ideales elevados, que se conforma con todo lo establecido, que le falta el noble deseo de la prosperidad del país, que no tiene la aspiración cabal de su engrandecimiento. Ya ántes hemos dicho que en lo referente al progreso material, el campesino es rutinario, y en cuanto al mejoramiento social es indiferente ó no tiene entusiasmo sólido. Y no se nos diga que la pequeñez del territorio mata todo ideal, pues unas leguas más ó ménos de suelo no pueden afectar á estas cuestiones; una provincia, como una nación, será respetable en mayor ó menor grado, según sea el carácter de sus habitantes más ó ménos digno y elevado; pero no según tenga tantos ó cuantos kilómetros de extensión. Nada de cuanto pudiera moralmente engrandecer á Puerto Rico puede estar entorpecido por lo reducido del territorio; ni esta causa debe hacer olvidar á sus hijos que la única manera de querer al país es procurar por todos los medios su adelantamiento. Leemos en el capítulo La influencia del carácter, por Smiles: "Para que una nación sea grande, no es necesario que tenga grandes dimensiones, aunque suele confundirse á menudo el grandor con la grandeza. Puede una nación ser muy grande en el punto de vista [142] del territorio y de la población, y estar, sin embargo, desprovista de verdadera grandeza. Pequeño era el pueblo de Israel, pero ¡cuán grande no ha sido su existencia y cuánta influencia no ha ejercido en los destinos del mundo! No era grande la Grecia; la población entera del Atica era menor que la del condado de Lancaster; Aténas era ménos populosa que Nueva York; pero ¡cuánta grandeza en las artes, en la literatura, en la filosofía, en el patriotismo!"
Siendo esto lo cierto, y complaciéndonos de que en todas las esferas sociales de nuestro pequeño mundo existiese vivísimo el deseo del mejoramiento material y moral de Puerto Rico, aclararemos que no olvidamos el medio en que se ha desarrollado esta sociedad, que no pedimos lo imposible, sino que lamentamos, en la clase que venimos estudiando, que no exista el culto de ese patriotismo sério y racional que eleva á los pueblos; ni es esto decir que sólo entre los campesinos se eche de ménos. Esto sentado, y como un particular del asunto á que nos referimos, hemos podido notar, á veces, que no obstante la inclinación de nuestro campesino hacia las ideas liberales, las personas que luchan, en el campo de la política, por el triunfo de estas ideas, desconfían, temen, aparte de los manejos que quitan virtualidad al sistema electoral de nuestros dias, porque no pueden contar con que todos los electores jíbaros tengan tal firmeza de convicciones que desafíen en todos los casos no ya las amenazas y coacciones, sino cierto egoísmo, á veces pereza, y, en ocasiones, aunque raras, la tentación de un interés mezquino; por eso es que en tal ó cual época han podido ser utilizados algunos votos en contra de las ideas que en circunstancias análogas habían ostentado aquellos mismos electores, sin que signifique esto, que han renunciado á ellas, sino que han transigido cuando ménos se esperaba, pues es sabido que el abstenerse ó votar en tal ó cual sentido uno de estos jíbaros, depende de la influencia que sobre él[143] ejerza quien le habla. Quizá sea este un vicio común á muchas regiones, pero no está de más señalarlo en la nuestra, ya que comprueba falta de entusiasmo é indiferencia por tales asuntos en una parte, no despreciable, de la población rural.
Cumple á nuestro propósito decir algo ahora acerca de otras cualidades del campesino borinqueño. Liberal con sus huéspedes, desprendido, no deja de ser algo interesado en los obsequios que hace fuera de su casa; en su bohío la hospitalidad es noble, pero fuera de allí el hombre de campo aparece, como en todas partes, cuidadoso de su utilidad ántes que otra cosa; sin embargo, no es tacaño; por su mal, es hasta pródigo y está desprovisto de todo espíritu de ahorro. Su dinero se consume en la gallera ó en el juego de naipes, vicio alentado en este país hasta por bandos gubernativos, como el de galleras, y por instituciones oficiales, como la lotería, que desvían el espíritu inculto del pobre del verdadero camino que conduce á la riqueza, ó sea del trabajo honrado.
La amistad, esa pasión sublime, ese sentimiento de las grandes almas como la llama Lacépede, es una virtud que profesa el campesino; el cariño mútuo entre ellos cuando se llaman amigos, es, en tésis general, sincero, y en determinados casos, como por ejemplo, entre compadres, reviste caractéres particulares de seriedad; el compadrazgo es un lazo que respetan los jíbaros escrupulosamente.
Es algo huraño el jíbaro, más por ser reservado que por falta de afabilidad; sus maneras se resienten de la falta de instrucción, pero en ellas se puede advertir más timidez que grosería, y es esto tan exacto que vencida aquella, lejos de mostrársenos rudo le hallamos cortés en cuanto es posible, dado el ningún cultivo que han recibido estas sencillas gentes habituadas á la soledad de sus campos.
Para concluir, vamos á señalar un defecto bastante [144] común entre los campesinos, cual es el poco respeto que profesan á la verdad. Desconfiados por naturaleza, por lo ménos disimulan la verdad. La desconfianza ha nacido y tomado cuerpo á causa de ciertos vicios del régimen colonial, y ella les ha hecho astutos. Se han visto tan á menudo engañados, que no sólo dudan de todo, sino que han erigido en sistema la costumbre de ocultar sus ideas. Es casi general el caso de que un campesino, al dirigirse con un objeto dado á otra persona, procure desviar la atención de esta ántes de llegar á manifestarle la verdadera intención que le anima; se ha habituado á la línea curva, quizá por no haberle ido siempre bien cuando ha marchado por la línea recta.
Hé aquí á grandes rasgos apuntados los caractéres más salientes de las condiciones morales del campesino puertorriqueño. Por ellos hemos podido ver que no es un malvado. Adviértese, por el contrario, que posee ciertas virtudes, que tiene una índole benigna, que existe en él la tendencia al bien, aunque maleada por circunstancias que estudiaremos en el capítulo inmediato; gérmenes que sólo esperan para desarrollarse una educación racional. La tierra está dispuesta; sólo falta el jardinero que venga á sembrar las flores (y ojalá sea pronto) para poder aplicarles aquella bellísima frase de una fábula oriental citada por S. Smiles: "arcilla vulgar era yo ántes que en mí hubieran sembrado rosas."
Sin atribuir al clima una influencia exclusiva é incontrastable en la determinación del carácter moral de las razas, no puede negarse que las condiciones climatológicas tienen cierta importancia en los rasgos morales característicos que distinguen á los pueblos entre sí, como la tienen el género de alimentación y el gobierno, siquiera los tres factores no basten para explicar satisfactoriamente la diferencia de caractéres que se advierte, por ejemplo, entre un habitante del Norte, melancólico de ordinario, y otro del Mediodía, impresionable y alegre por lo común. Al clima de Puerto Rico hay, pues, que asignarle una parte en el modo de ser moral del campesino, sin perjuicio de reconocer que otras causas, especialmente la falta de cultura intelectual y moral, han aportado su contingente á la formación del mundo moral que estudiamos.
Causa más importante que la anterior lo es sin duda la heterogeneidad de las razas que en la génesis de esta sociedad se encontraron en el suelo de Boriquén. De aquellas tres razas, la india, como es sabido, desapareció muy pronto; pero no sin que dejara en la sangre de los nuevos pobladores parte de la suya, legándonos así algo del tipo moral indio que nos han descrito nuestros historiadores, legado de buenas y de malas cualidades que no pueden desconocerse en el moderno boricano, y que acusan con frecuencia su parentesco, aunque lejano, con la raza indígena.
Pero es indudable que la raza negra ha actuado más poderosamente que la india, en lo que respecta á ciertas [146] condiciones morales que encontramos en el jíbaro; no sólo porque desde los tiempos cercanos á la conquista ha persistido en la isla al lado de la blanca, sino porque vino en calidad de esclava, trayendo, por consecuencia de esta nefanda circunstancia, honda perturbación en el sentido moral de este pueblo, ya desde las fuentes de su nacimiento.
Amén de algunas de las deficiencias de moralidad del negro, trasmitidas al campesino, á causa de las relaciones que con él tenía en los trabajos de campo, es de todo punto incontrovertible que la esclavitud, el hecho sólo de esta degradante institución, ha debido ser causa poderosísima, capaz de producir resultados dañosos en la índole moral del hombre de campo; que la atmósfera malsana donde necesariamente hay que ahogar el sentimiento moral que protesta contra la venta de seres racionales, obscurece también los demás sentimientos, y no sólo envenena á los amos y á los esclavos, sino que se difunde por todo el cuerpo social emponzoñándole.
El estado de servidumbre contraría todo progreso moral; y esto es de tal evidencia, que hasta un escritor tan del gusto de los esclavistas como lo era D. José Ferrer de Couto, lo consigna así en el siguiente párrafo, que parece una protesta contra el propio libro Los negros, de donde lo reproducimos:
"Y sin embargo—dice—la esclavitud, si tal fuese en realidad el trabajo organizado de los negros, no se debiera tolerar en pleno siglo XIX, por ser contraria á la ley de Dios y contraria también á los progresos morales de los hombres."
Pero la esclavitud no se limitó á detener el progreso moral solamente, sino que pervirtió las bases de la moral misma, llevando el hálito de inmoralidad que salía de los cuarteles de las haciendas hasta el seno de la familia. La preocupación de aumentar el número de esclavos por la natalidad, hacía que se toleraran,[147] si no era que se favorecían, las uniones puramente brutales entre los dos sexos; esto sin contar con los caprichos del amo por tal ó cual de sus esclavas, y la facilidad con que podía el hijo de familia satisfacer su sensualidad, tempranamente despierta en aquel medio, sin moverse del predio que la pobre esclava regaba con el sudor de su frente, al propio tiempo que saciaba los apetitos voluptuosos de los dueños de la propiedad y hasta de los mayordomos que las hacían trabajar. Ejemplos tales no podían sino servir de estímulo al campesino y hacer que le fuera ménos repulsiva la ilegitimidad en los consorcios.
En otro órden de ideas, la esclavitud degrada el trabajo, y por lo tanto el hombre libre cree humillarse dedicándose al oficio del siervo, y se desdeña de trabajar á su lado para que no le confundan con él; y hé aquí otro motivo que debemos tener en cuenta para darnos explicación de por qué el campesino ha podido ser juzgado como holgazán por algunas personas que desconocieron ó callaron este y otros motivos nada favorables para la dignificación del trabajo.
Tócanos ahora tratar acerca de la raza blanca que aquí ha ejercido su influencia, tanto trasmitiendo á sus descendientes los caractéres que le eran propios, cuanto encauzando por el medio más potente de todos, por el gobierno que siempre estuvo á su cargo, la índole moral del pueblo.
Por lo que á lo primero atañe, conviene no olvidar la calidad y cualidades de las personas que, según el conde de O' Reylly, poblaron este país. Dice el perspicaz comisionado del gobierno metropolítico, que la isla fué poblada "con algunos soldados sobradamente acostumbrados á las armas para reducirse al trabajo del campo," y además "polizones, grumetes y marineros que desertaban de cada embarcación que allí tocaba," Es decir, con gentes cuyas condiciones morales dejaban sin duda bastante que desear.
[148] Sin que esto quiera decir que todo el elemento blanco llegado á Puerto Rico fuera de la misma clase, es necesario, sin embargo, hacer constar que una parte de él, y precisamente la que al principio hubo de desparramarse por los campos, estaba así constituida.
Réstanos tratar de cómo ha influido el gobierno de la isla en el desenvolvimiento moral de sus habitantes. Para ello importa tener en cuenta que la necesidad de consolidar la conquista imponía desde luego el gobierno militar; muy pronto surgieron en la isla conflictos entre los mismos vencedores, de los cuales la pasión se amparó esgrimiendo toda clase de armas; cuando se recuerda que el propio Cristóbal Colón fué acusado de sedicioso, no se puede dudar que otras personas ménos importantes lo fuesen del mismo modo, originándose así la suspicacia que casi siempre ha informado al gobierno metropolítico en los problemas americanos; si á esto se añade la justificación que á tal suspicacia trajeron las guerras de la independencia de todo el continente descubierto por el ilustre genovés, nada sorprendente se nos presentará el hecho de la perpetuación del gobierno militar en esta Antilla, sólo interrumpido por brevísimo lapso de tiempo.
Ahora bien; el gobierno militar, en tésis general, se hace despótico y se muestra poco hábil en la dirección de los negocios civiles. Sabido es que en los pueblos regidos militarmente se suele entronizar el despotismo, y, si éste dura, los ciudadanos se convierten en esclavos viles, buenos sólamente para arrastrarse á los piés del déspota su Señor.
Para honra de España, Puerto Rico no ha sido gobernado por jefes al estilo asiático; pero es un hecho cierto que los gobernadores militares han sido la regla, y que han gozado de facultades suficientes para que pudieran contagiarse de un despotismo, siquiera modificado por la ingénita hidalguía española, no por eso ménos dañoso á los intereses de la colonia.
[149] Este régimen, la suspicacia creciente contra toda manifestación de descontento de los actos gubernamentales, ó contra los que creían que estas tierras debían someterse á un gobierno más en armonía con los progresos sociales, la sospecha de separatismo, de la que no se ha visto libre nuestra isla, con ser tan pequeña, permitieron que adquiriesen preponderancia ciertos elementos, más preocupados de su interés personal que del progreso de la tierra donde acaso dejaban hijos que debían ser víctimas de tales preocupaciones y propagandas.
Cuando el interés se ha referido á la adquisición de una fortuna labrada sin la ayuda de privilegios irritantes ó conquistada por el trabajo honrado que no explota nunca al proletario, tal interés ha sido, por lo ménos, indiferente, si no simpático á los progresos humanos; pero cuando se ha viciado el fundamento de las riquezas, como ocurrió por virtud de la servidumbre, y se han explotado las preocupaciones políticas y aun la justicia misma en beneficio particular, entónces puede haber interesados en que no se difunda la cultura, enemiga de todas estas concupiscencias.
Ya hemos reconocido lo que se ha dificultado la llegada del pan intelectual hasta el campesino, á causa de su diseminación; esto no obstante, puede afirmarse que no ha sido ella la causa del olvido en que se le ha tenido, ya que, como queda dicho, hasta hace muy poco tiempo la instrucción pública en Puerto Rico estuvo casi abandonada, y no hay que dudar que el sentido moral esté subordinado, por lo común, al desarrollo natural ó adquirido de nuestras facultades intelectuales.
De esa fuente dimanan ciertos vicios de carácter que hemos encontrado en la clase rural; ella ha favorecido el caciquismo, entronizándole, y ha dejado al jíbaro á merced de sus instintos groseros en mengua de las virtudes que el civismo alienta, cuando no se le extingue ahogando sus más puras manifestaciones en el seno[150] de preocupaciones sin cuento; estas fuerzas desviadas se dirigen entónces torcidamente ó se atrofian en los placeres que debilitan el alma y hacen al hombre cada dia más indiferente á los ideales de la dignidad humana. Una vez que el vicio ha obscurecido toda noble aspiración, y cuando ya el hombre sólo busca su bienestar físico á la manera que lo entiende, no se muestra asiduo trabajador ó cae en el abatimiento, se fulminan crueles acusaciones contra él, olvidando las causas que á tal condición le llevaron. Por espacio de cuatro siglos se ha estado preparando el vicioso gérmen de la condición actual del campesino, y aun hay quien pretende corregir el daño con nuevos medios coercitivos; quien todavía sueña con las libretas de jornaleros, ó más platónico echa de ménos los rigores de un invierno para reformar á un sér que sólo necesita educación y el régimen político civilizador á que por fortuna vamos llegando, gracias al progreso social y político que alcanza la Metrópoli, progreso que concluirá por encauzar debidamente la dirección de los negocios públicos de este pueblo, acaso el más saturado de sávia española entre todos cuantos ha fundado nuestra patria.
Sólo nos resta, en la investigación de estas causas, tratar sobre la falta de educación religiosa que se nota en el jíbaro. Ya sea por las dificultades antedichas relacionadas con el desparramamiento de las chozas rústicas, ya por otra causa, ello es que semejante falta se deja sentir.
Cierto es que la acción del sacerdote no puede ser tan inmediata como lo es en otros países, donde las aldeas más insignificantes tienen su cura, especie de patriarca, inamovible las más de las veces, cuya respetabilidad va creciendo entre los feligreses á medida que entre ellos permanece; pero creemos que, aún dentro de nuestro medio social, puede hacerse en beneficio del campesino algo más que decir la misa y aplicar [151] los sacramentos; el jíbaro es dócil y tiene respeto al sacerdote, cualidades que éste puede dirigir y educar provechosamente.
Sea esto posible ó no, lo que nos importa por el momento es señalar la deficiencia de una educación religiosa racional que encontramos en el jíbaro, y que constituye otra de las causas que han contribuido á empobrecerle moralmente.
Á la falta de esta educación hay que añadir que el mal ejemplo es tanto más pernicioso, cuanto de más alto viene; el jíbaro, aunque dócil y respetuoso por naturaleza, al fin tiene ojos para ver y cerebro para discurrir. Si—por ejemplo—vé á su director espiritual en la casa de juego ó entregado al concubinato, discurrirá que no es tan malo esto cuando quien entiende de tales cosas las practica; y no hay que negar que, por desgracia, casos de esta naturaleza han podido ser señalados en nuestra isla.
Hemos terminado el exámen de las causas que más principalmente han contribuido al desnivelamiento moral que en cierto modo descubrimos en nuestra población rural.
Pasemos ahora á examinar cuáles son los medios capaces de levantar las cualidades morales del campesino, despertando sus aptitudes y haciendo vigorosas las virtudes que en él existen.
Las causas que hemos considerado como determinantes del carácter moral del campesino, pueden dividirse en dos clases. En una agruparemos aquellas que, como el clima y la herencia, no pueden ser removidas y cuyos efectos sólo nos es dado modificar, en parte, á beneficio de los medios que influyen sobre las otras, únicas susceptibles de ser dominadas por nuestro propio esfuerzo, como lo son las referentes á la educación y al régimen político social.
De entre estas últimas podemos descartar la esclavitud, que por fortuna ha desaparecido; y aun cuando la redentora ley de la abolición no haya podido purificar de pronto, ni en absoluto, la atmósfera que alimentó por tantos años aquella institución, es evidente que hemos logrado, al quebrantar las cadenas de los esclavos, romper el más fuerte valladar que entorpecía nuestra cultura. Bendigamos y guardemos eterno agradecimiento á los legisladores del memorable 22 de Marzo de 1873. Gracias á ellos nacen libres é iguales todos los hombres que ven la luz primera en nuestro suelo, sin que el color de la piel ni la condición social de sus antepasados les impidan el goce de sus derechos indiscutibles; gracias á aquel acto de justicia, nuestros hijos no oyen ya el crujir del látigo al azotar las espaldas del esclavo.
¡Felices tiempos! ¡Dichosos los que los hemos alcanzado, siquiera no podamos hacer otra cosa que admirar á cuantos con ánimo esforzado lucharon uno y otro dia por devolver á los negros sus derechos de [153] hombres, y siquiera, á causa del veneno que nos queda en nuestro organismo inficionado, no hagamos sino ir preparando, entre caidas lastimosas y esfuerzos de convalescientes, la regeneración social de esta tierra adorada donde nacimos!
Por lo que se refiere al régimen político, fundadamente hay que esperar que sigan cambiando aquellas condiciones que hacen inferior, políticamente considerado, al español nacido en Puerto Rico, relativamente á su hermano peninsular. Toda restricción en este sentido es injusta y despótica. Por otra parte, los tiempos actuales, pese á quien pese, son de libertad; como dice el ilustre Monseñor Guilbert: "Un movimiento democrático arrastra al mundo moderno con fuerza irresistible que nada contendrá. No es solamente entre nosotros, en Francia, donde la tierra trepida bajo nuestras plantas; es también en nuestra vieja Europa, como en América y en el extremo Oriente." Este movimiento invasivo de las ideas modernas, llegando hasta el bohío del campesino levantará su espíritu, haciéndole patente que el reinado del derecho ha sustituido al de los privilegios; demostrándole que la vieja máxima que nos enseña que todos somos hijos de un mismo Padre es una verdad en la práctica, como lo es en el dicho; dándole á conocer la Justicia, una, imparcial, en toda su majestuosa respetabilidad, para que la ame en vez de huirla; asegurándole que el fruto de su trabajo no irá al fisco para mantener inútiles servicios; diciéndole que sus hijos no seguirán creciendo en la ignorancia; probándole que sólo tendrá que temer cuando falte á sus deberes; en una palabra: enseñándole que si tiene sagrados deberes que cumplir, también puede gozar derechos más nobles y dignos del hombre que los de ir á la gallera y entregarse al baile.
Se nos dirá, tal vez, que hay cierto optimismo en esperar que cambien tan radicalmente los desacredi[154]tados procedimientos coloniales, y que este cambio se opere tan pronto como fuera de desear. Por de pronto debemos responder que proponemos aquellos medios que á nuestro juicio mejorarían el estado moral del campesino, recomendamos lo que de buena fé nos parece justo, y á eso nos limitamos; pero aun podríamos aplicar á nuestra tésis las siguientes palabras de Spencer: "Así como respecto del gobierno político, conviene saber dónde está la justicia, aunque en la actualidad no sea posible practicarla en toda su pureza, á fin de encaminar hacia ella, y no en sentido opuesto, las reformas que efectuamos, de igual manera conviene tener presente un ideal de gobierno doméstico para tratar de acercarnos á él gradualmente, sin temer nada de la realización de semejante ideal. El instinto conservador de la sociedad es, por lo general, demasiado vivo para permitir un cambio muy rápido. Tal como se hallan las cosas, la sociedad no puede aceptar ninguna idea superior á su cultura hasta haberse elevado á su nivel; la podrá aceptar nominalmente, pero no en realidad. Aún después que una verdad ha sido reconocida generalmente como tal, la persistencia de los obstáculos que impiden conformarse con ella, sobrevive todavía á la paciencia de los filántropos y hasta de los filósofos." Esta manera de ver las cosas puede ajustarse perfectamente á nuestro modo de sér social, y nos alienta para aguardar, sin impaciencias, que al progreso político de la Metrópoli vaya unido el nuestro. Aparte de esto, conviene recordar que de cuantos medios existen capaces de influir en el estado moral del grupo que estudiamos, ni uno solo hay tan poderoso que, aun planteándose en seguida, pueda en el acto patentizar sus efectos. Cuatro siglos de régimen colonial no podrían borrarse en un dia, por muy radical que fuese el cambio.
Pasemos ahora á indicar otro poderoso medio de mejoramiento, cual es el que se refiere á la educación [155] moral que debe recibir el campesino, si se le quiere elevar por este concepto. Considerando la educación religiosa tanto más necesaria cuanto más deficiente es la cultura intelectual, estimamos conveniente que á las creencias religiosas de la familia rural vaya unida una enseñanza adecuada al fin que nos proponemos; porque si no es discutible que á veces coinciden en un indivíduo una gran perversión moral con un gran desarrollo intelectual, tampoco se puede negar que sólo la falta de cultura de las facultades de la inteligencia explica los ejemplos de malhechores de la peor especie, en los que la devoción coexistía con la inmoralidad; prueba de que estos desgraciados sólo habían recibido de la instrucción religiosa poco de lo esencial, y ateniéndose á ello y faltos de la luz que una inteligencia educada les habría dado, creían de buena fé que eran compatibles las plegarias á la Vírgen, con una vida de robos y crímenes, y hasta que las influencias celestiales podrían venir en ayuda de ellos para sacarles airosos de las más innobles empresas.
Ahora bien; nuestros jíbaros han nacido cristianos, por tales se tienen, y nada más lógico que pensar en la influencia que en asunto de moral pueden ejercer los ministros del cristianismo, de esa religión del amor y de la fraternidad, que enseña á respetar el deber y á amar el derecho; plácenos reconocer que el sacerdote puede contribuir á desarrollar el sentido moral del jíbaro enseñándole que para ser admitido en el reino de Dios, no bastan las oraciones y las prácticas del culto si á ellas no va unida la práctica de una moral severa. Bien sabemos que no pedimos ninguna cosa extraordinaria, ni novedad alguna; pero ello es que el procedimiento aun cuando no sea nuevo, tenemos motivo para creerle necesario, y por lo tanto estamos en el derecho de apuntarlo, toda vez que la doctrina evangélica, compendio el más hermoso de moral, siendo la doctrina que al través de los siglos ha reinado[156] en este suelo, ha debido darnos jornaleros sanos de espíritu, y, según hemos podido deducir, los sentimientos morales del campesino dejan bastante que desear en determinados puntos, aún sin exagerar sus vicios. No acusamos á nadie, sólo indicamos que la acción moralizadora de la religión ha sido poco eficaz, probablemente á causa de no haberse insistido lo bastante en la enseñanza moral, y lamentamos que una fuerza tan poderosa como la Religión no haya sido aquí todo lo provechosa que debiera.
Conviniendo, sin embargo, en que la acción del sacerdote, por varias razones, no es hoy, por sí sola, suficiente, desearíamos que en las escuelas se diera á la educación moral toda la importancia que reclama, tanto bajo el aspecto religioso como bajo el aspecto filosófico; es decir: que sin descartarla de la religiosidad se la enseñara como uno de los elementos de una buena educación, llevando á la conciencia del jíbaro el deber en que está de ajustar su conducta á los sanos principios morales, tanto por ser un deber, cuanto porque las virtudes que honran al hombre y le hacen mejor, son una conveniencia para el mismo, ya desde el punto de vista de la respetabilidad con que le reviste, ya mirando á la utilidad que aun en el órden puramente material reportan.
Y de nuevo repetimos lo que al tratar del modo de mejorar intelectualmente al campesino dijimos; escuelas, muchas escuelas, y á ser posible, ponerlas bajo la dirección de la mujer; pues sin negar al hombre capacidad para ejercer el profesorado de la infancia, es incuestionable que la mujer, poseedora de esos delicadísimos sentimientos, de esa dulzura, de ese tesoro de amor que la naturaleza ha depositado en su organismo, previendo la maternidad, es más apta por este concepto para realizar su empeño. Todo en su sér conspira para hacerla capaz de realizar esta obra; la de sembrar en el corazón del hombre los gérmenes [157] de las virtudes que luego le han de dar realce merecido.
De todos modos, encomendadas á uno ó á otro sexo las escuelas, lo importante es la multiplicación de estas, y que el programa de enseñanza atienda como es debido á la cultura moral del alumno; es preciso contar para ello con el profesor y atenernos á sus esfuerzos, con tanto más motivo cuanto que en la escuela hay que contrarrestar las deficiencias de moralidad que en la casa de los padres existan, y por el apuntamiento que hemos hecho háse visto que existen en no escaso número tales deficiencias, que, lejos de ser los padres guías de sus hijos, hay que invertir los términos y hacer del hijo, por medio de la instrucción, un modificador saludable de los hábitos paternos, ya que sobre estos es más difícil actuar por haberse desarrollado en la ignorancia; hoy por hoy debemos educar los padres del porvenir y sobre todo las madres; después acaso la labor del preceptor sea ménos ruda, pero por el momento no cabe contar con fuerza más poderosa que con la del educador.
Una vez señaladas la conveniencia de un cambio en los procedimientos administrativos, de una instrucción religiosa y de una educación moral en las escuelas, vamos á indicar, siquiera brevemente, algunos otros medios, ya en un sentido ménos general del que hasta ahora lo hemos hecho, ya de una esfera más relacionada con el elemento rural motivo de nuestras investigaciones, porque si al Gobierno hay que pedirle algo en la obra del progreso social de los pueblos y algo importante, no todo ha de esperarse de arriba; mucho pueden hacer las corporaciones que más inmediatamente están en relación con los campesinos y hasta los mismos particulares pueden contribuir al objeto en que todos estamos interesados.
Á las acciones reunidas del sacerdote y del maestro debe agregarse la acción individual; la obra de morali[158]zar á un pueblo es tan grande y de tanta trascendencia, que pedir ejemplos de moral al que sobresale del nivel de las clases populares es asegurar el éxito de la empresa. De las montañas baja el alud á los valles; de las montañas baja también la corriente de agua fresca y cristalina que los fertiliza.
Además del ejemplo, algo práctico pueden hacer esas personas que están más en contacto con el jíbaro; despertar el espíritu del ahorro fundando sociedades que adquieran la confianza del bracero, y que les sirvan de prueba tangible de la utilidad que reporta el ahorro, considerando el trabajo como nobilísima virtud que debemos amar, honrando al bracero laborioso, distinguiéndole, ayudándole en sus necesidades para que aprecie el fruto de su honrado proceder cuando más falta puede hacerle el esfuerzo de sus brazos, en vez de echar de ménos bandos de política y de buen gobierno que se explicaban en otros tiempos pero que hoy están justamente desechados por injustos é incapaces de producir el bien.
Los municipios deberían además de atender preferentemente á la creación de las escuelas rurales, organizar diversiones que sustituyan á la gallera y al juego: si al principio se mostrasen refractarios los campesinos, luego gustarían de ellas. Los pueblos como los indivíduos tienen sus necesidades y una de ellas es la de distraerse; organícense distracciones instructivas, decorosas, y se habrá matado el juego; para lo cual convendría también que la lotería no existiese.
Contra el progresivo desarrollo de la embriaguez, échese mano de las Sociedades de Templanza; prémiese la temperancia, la asiduidad en el trabajo, la virtud en todas sus manifestaciones, despertando la emulación y encauzando el espíritu de esas pobres gentes, con procedimientos dulces, por el camino que deben ir.
Como las Sociedades de Templanza, las Socieda[159]des cooperativas son un medio moralizador de una fuerza que todo el mundo reconoce; que entre nosotros habría que vencer dificultades para aclimatar estos hábitos es innegable, pero tal razón sólo es buena para permanecer en la inercia. Nada que de los esfuerzos humanos dependa es imposible de realizar; la cuestión está en ajustarse á las condiciones que nos rodean cuando intentamos alguna cosa, y el éxito no podrá ménos de coronar nuestra diligencia.
La creación de las aldeas, de que se ha venido ocupando últimamente el Gobierno, es una obra útil para el mejoramiento del campesino; pero no nos forjemos ilusiones: las aldeas son como una semilla, las aldeas nacen espontáneamente cuando caen en buen terreno, cuando se fundan en zonas apropiadas. Si elegimos un sitio cualquiera, fabricamos veinte casas, traemos veinte familias á ellas, siempre que estas familias carezcan de medios hábiles para procurarse la subsistencia en el mismo lugar ó en sus cercanías, de seguro abandonarán las casas; al fin y al cabo la casa es lo de ménos para gente que la estiman en poco, para quien con casi nada fabrica una casa en muy pocas horas.
Para nosotros esas aldeas, si han de tener condiciones de viabilidad, deben reunir muchas circunstancias favorables. La bondad del sitio, la favorable disposición del terreno y la vecindad de una fábrica, hacienda, etc., en donde el aldeano encuentre ocupación.
Indudablemente á los grupos rurales se les ha dado muchísima importancia, y con razón en estos últimos tiempos; sin negársela, creemos, no obstante, que los esfuerzos directos serán inútiles; creemos que se hará más fundando colonias agrícolas y obreras en lugares bien elegidos, que levantando casas al capricho, aunque sea en un páramo; de semejantes aldeas, muy pronto no quedará ni el recuerdo del sitio en que se fundaron.
Para terminar, diremos que es indispensable pro[160]curar por todos los medios hábiles, que le sean agradables al labrador las ocupaciones agrícolas, no sólo protegiendo y premiando el trabajo libre del bracero, sino fomentando el desarrollo de las pequeñas propiedades; el hombre de campo ama la tierra como un enamorado, quiere poseerla á pesar de todas las contrariedades, los trabajos campestres en que el humilde labrador funda su esperanza le absorben, y cuanto mayor fuere el número de estos pequeños propietarios, más estímulo habría para el trabajo; pero sería preciso que los braceros viesen que sus compañeros de fatigas elevados al rango de propietarios no se arruinaban por causa de los excesivos impuestos.
Precisamente el número de estos labradores, pequeños propietarios, disminuye cada dia, no sólo porque al jíbaro casi le conviene más alquilarse, sino porque se ha favorecido el desarrollo de las extensas posesiones agrícolas hasta en el reparto de los terrenos baldíos, en el que resultan beneficiados los acaparadores de mucha extensión de tierra, reproduciendo, hasta cierto punto, algo de lo que ocurrió cuando las ya extinguidas manos muertas; esto es, que la tierra no pudo ser explotada tan fácilmente como lo es cuando se encuentra más repartida la propiedad agrícola.
Tal es, en pocas palabras, el conjunto de medios que nos parecen más acertados para mejorar moralmente al campesino; no es labor fácil ni de un dia el reformar todo lo que debe reformarse con objeto de conseguir la transformación de las costumbres de un pueblo; pero hay que acometer la obra cuyo término nos ofrece la más hermosa y saludable consecuencia, cual es el progreso de esta tierra á la que nos debemos.
Todos los que aspiramos al bien de los demás, que es el nuestro propio, debemos en la esfera en que estamos colocados aportar á esta obra de engrandeci[161]miento del país en que nacimos nuestro óbolo, y cuando hayamos cumplido nuestra tarea, encomendarla á nuestros hijos y trasmitir esta aspiración á nuestros sucesores, convencidos, como debemos estarlo, de que ni los derechos políticos más extensos, ni nada podrá resucitar á un pueblo, darle virilidad, si está corrompido, y que hasta la misma libertad peligra cuando se olvida la práctica de las virtudes, que dan á los pueblos elevación y carácter moral.
Sintetizando lo dicho, entendemos que el campesino puertorriqueño adolece—en el órden físico—de faltas dependientes de su género especial de vida, tanto ó más que del clima de este país.
Que dicho género de vida puede y debe cambiarse por otro que tienda á mejorar aquellas condiciones, siendo el más importante de los medios para conseguirlo, la higiene; su enseñanza en las escuelas de instrucción primaria. Además, es preciso, por medios indirectos, mejorar la alimentación del campesino, oponerse á todo aquello que haga subir el precio de los alimentos de primera necesidad, suprimiendo los derechos de consumo, castigando el expendio de sustancias alimenticias de mala calidad y matando los privilegios.
Dirigir la educación física por medio del gimnasio en la escuela, organizando juegos gimnásticos adecuados á la época y hasta utilizando el sistema de premios al mejor desarrollo físico de los niños, etc.
El estado intelectual del campesino no es mejor que el físico. Las causas de ello están perfectamente explicadas en la falta de educación en que se ha tenido y aun se tiene á la familia rural.
Las escuelas, la educación en general, y en especial la de la mujer, remediarán este atraso.
[163] El nivel moral del campesino es poco satisfactorio, y obedece, como hemos podido ver, á múltiples y complejas, causas de las cuales unas han cesado y otras persisten aun.
Para levantar este nivel es necesario que todos trabajemos; la administración ganándose la confianza del campesino, haciendo cesar los abusos que, cometidos en perjuicio del campesino pobre, han viciado su carácter; prodigando la educación, favoreciendo el trabajo honrado, tratando por todos los medios que están á su alcance de elevarle moralmente. El jíbaro, justo es confesarlo, ha sido tratado de un modo tal, que su desconfianza hacia el poder está plenamente explicada. "Gracias á Dios nunca he tenido que ver la cara á la justicia," dice el campesino puertorriqueño, no porque se vanagloríe de no haber cometido falta penable solamente, sino expresando que desconfía del éxito que habría alcanzado en caso que hubiese tenido que entrar en relaciones con razón ó sin ella con la justicia.
Esa desconfianza, las decepciones que le han aflijido le han hecho huraño, y le han inducido á huir de la sociedad buscando la libertad donde únicamente puede hallarla, entre sus bosques y montañas; aislándose, en una palabra, con perjuicio de su educación.
Hemos terminado nuestro estudio: en él hemos tratado de compendiar lo esencial, al ménos, de cuanto abarca el vasto problema social que encierra el tema propuesto. Al hacerlo hemos tenido que decir con franqueza ciertas cosas, bien que sin ánimo de herir á nadie; hicimos ni más ni ménos que lo que hubiera hecho una persona encargada de mostrar al médico el mal de que padece un miembro de su familia, descubrirlo y decir lo que sepa sobre las causas que lo motivaron. Si al descubrirle se ha enrojecido el paciente, mejor; conoce su estado; hará un esfuerzo para ayudar al médico. Si el médico apre[164]cia las causas, el remedio le vendrá á las manos. Todos habrán ganado en ser francos.
Nosotros estamos satisfechos del fin que nos hemos propuesto, de la honradez que nos movió á tomar la pluma; pero desconfiamos de las condiciones de una obra superior á nuestras fuerzas y ejecutada con una precipitación que perjudica siempre á esta clase de trabajos. La ofrecemos, no obstante, persuadidos de que todo lo que tienda á mejorar nuestro estado social es digno de atención y obliga lo mismo al sabio que al último de los obreros.
Creyéndonos el último de todos, sólo aspiramos á que se nos reconozca la buena voluntad que nos ha guiado, siquiera á esa buena voluntad vaya unido también el interés que recuerda aquella máxima de Jorge Herbert: "Formaos una buena sociedad, y sereis uno de sus miembros."
FIN.
[1] Don Manuel Fernández Juncos.—Estudio de costumbres.
[2] Don José Pablo Morales.—Almanaque Aguinaldo.
[3] Don Salvador Brau.—La Campesina.
[4] Tres causas de atraso, artículos publicados en La Salud, por el autor.
[5] Estudios sobre el Paludismo, artículos publicados en El Eco Médico Farmacéutico, de Puerto Rico.
[6] Lacasagne.—Resumen de Higiene privada y social.
[7] Notas sobre la higiene provincial de León.
[8] Debemos á los Sres. Don Luis Muñoz Rivera y Don José Negrón Sanjurjo agradecimiento por habernos hecho conocer algunos bellos ejemplos de nuestra poesía popular. Reciban por éste valioso obsequio nuestra expresiva gratitud y reconocimiento.
[9] Memoria sobre instrucción pública premiada por el Ateneo, escrita por el Dr. Don Gabriel Ferrer.
[10] La Campesina.—Disquisiciones sociológicas por Don Salvador Brau.
[11] Memoria sobre instrucción pública, premiada por el Ateneo y escrita por el Dr. Don M. Travieso.
Inocencia (novela). 50 ctvs.
D. Francisco J. Hernández (biografía). 25 ctvs.
Cartilla de Higiene, para las escuelas públicas. Única declarada de texto en esta Isla. 25 ctvs.
Los animales vertebrados útiles y los dañinos á la agricultura del país. (Memoria premiada en el Certámen del Ateneo.) 40 ctvs.
Episodio Puertorriqueño (época de la invasión de Drake).