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The Project Gutenberg eBook, La Biblia en España, Tomo I (de 3), by George Borrow, Translated by Manuel Azaña

 

 

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Nota de transcripción

Índice


 

 

 

Cubierta del libro

LA BIBLIA EN ESPAÑA


[p. i]

COLECCIÓN GRANADA

VIAJES

BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA


[p. iii]

LA   BIBLIA   EN   ESPAÑA

POR

Borrow

traducción directa del inglés
por Manuel Azaña

TOMO I

Logotipo del editor

COLECCIÓN GRANADA


JIMÉNEZ-FRAUD, Editor.—MADRID


[p. iv]

ES PROPIEDAD

QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA

LA LEY

Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.


[p. v]

NOTA PRELIMINAR

Tomás Borrow, de familia de labradores establecida desde muy antiguo cerca de Liskeard, en Cornwall, se fugó de su casa, siendo todavía mozo, por esquivar las consecuencias de una fechoría juvenil, y sentó plaza de soldado en 1783. Diez años más tarde, cuando era sargento, se casó con Ana Preferment, hija de un agricultor de East Dereham, Norfolk, de abolengo francés probablemente. En 1798, Tomás Borrow obtuvo el grado de capitán, del que no pasó en su carrera militar. En 1800 le nació un hijo, Juan Tomás, que fué pintor y soldado, y acabó por emigrar a Méjico en busca de fortuna, muriendo en aquellas tierras en 1834. El 5 de julio de 1803 nació en East Dereham el hijo segundo del matrimonio Borrow, Jorge Enrique, el cual, treinta y tres años más tarde, había de ser popular en Madrid con el nombre de Don Jorgito el inglés. La infancia de Jorge transcurrió en diferentes poblaciones de Inglaterra y de Escocia, merced a los cambios de guarnición del regimiento en que servía su padre. Viajó primeramente por las provincias de Sussex y Kent, y en 1808 y 1810 estuvo otra vez en su pueblo natal. Jorge era «un niño triste, que gustaba de permanecer horas enteras en un rincón solitario, con la cabeza caída sobre el pecho, dominado por un abatimiento peculiar; a veces sentía una impre[p. vi]sión de miedo muy extraña, hasta de horror, sin causa real». Sus padres le dejaban vagar libremente por los campos. En 1810 conoció a Ambrosio Smith, el gitano a quien después representó en sus escritos con el nombre de Jasper Petulengro, y se juraron fraternidad. El desarrollo mental de Jorge fué algo tardío. Comenzó los estudios de humanidades en Dereham, y los continuó en Edimburgo, después en Norwich, y el año 1815 en la «Academia Protestante» de Clonmel (Irlanda), adonde el regimiento de su padre fué destinado. La vida escolar le curó de sus hábitos insociables y de su reserva. A Jorge le gustaban los estudios, pero no la sujeción de la escuela. Sentía inclinación natural por los idiomas, y los aprendía con desusada facilidad; su memoria era descomunal. Amaba la vida al aire libre y los deportes. Las aventuras, propias o ajenas, reales o soñadas, encandilaban su imaginación. En Irlanda, además de aprender la lengua del país, se había hecho gran jinete. Terminadas las guerras napoleónicas, y licenciado el regimiento, los Borrow se establecieron en Norwich. Jorge leía griego en la Grammar School, y de un emigrado francés tomaba lecciones de este idioma, de italiano y de español; cultivaba, además, la caza y el pugilismo. Los gastos y las costumbres de Jorge le hicieron antipático a su padre; no se le parecía en nada, teníale por un verdadero gitano, y, desentendiéndose de él en lo posible, le dejaba hacer cuanto quería. En 1818, Jorge se encontró de nuevo con Ambrosio Smith, o Jasper Petulengro, y, yéndose con él a un campamento de gitanos, los acompañó por ferias y mercados, se inició en sus costumbres y aprendió su idioma.

Llegado el momento de adoptar una profesión que le diese para vivir, Jorge, dudoso entre la Iglesia y el Foro, se decidió por el último; así se lo aconsejó un amigo, en situación semejante a la suya, diciéndole que la abogacía «era la mejor[p. vii] carrera para quienes (como ellos) no pensaban ejercer ninguna». El padre de Jorge le costeó el aprendizaje, colocándole en 1819 de pasante en casa de unos curiales de Norwich. Pero Jorge debía de tener mediana afición a los pleitos. Aprendió galés, danés, hebreo, árabe, armenio, y en el despacho de sus maestros trabajaba en traducir de esas lenguas al inglés; su amigo William Taylor le enseñó el alemán. Así vivió el pobre cinco años, amarrado a un oficio tan opuesto a su vocación. Quizás la lectura de libros de viajes y aventuras le fué entonces más gustosa y necesaria que nunca, como desquite de la aridez de su empleo. A Jorge Borrow le gustaban mucho Gil Blas, el Peregrino de Bunyan, Sterne, el Childe Harold, y, sobre todos, De Foe. «¡Oh genio de De Foe, yo te saludo!—exclama en su autobiografía—. ¡Cuánto no te debe el mío pobrísimo!»

En 1824, el capitán Tomás Borrow murió, dejando por heredera de sus escasas rentas a su mujer. Jorge, que llegaba entonces a la mayor edad, se marchó a Londres a buscarse la vida en cuanto terminó su contrato de pasantía. Llevaba por todo capital un legajo de traducciones; pero sus esperanzas eran muchas. Su primera estancia en Londres fué poco placentera. Luchaba con la escasez, con la falta de salud, con la inseguridad del trabajo, y padeció además la crisis característica de la juventud al encararse indefensa con la vida, y las amarguras de la vocación que busca a tientas su camino. Jorge se interrogaba acerca del valor de la existencia y de la verdad: «¿Qué es la verdad? ¿Qué es lo bueno y lo malo? ¿Para qué he nacido? ¿Todo perecerá y será olvidado, todo es vanidad?» Y no encontraba respuesta satisfactoria. El futuro misionero era entonces ateo empedernido; su amigo Taylor, además de enseñarle el alemán, le inculcó la irreligión. La tristeza y el descorazonamiento de Jorge fueron tales, que sus amigos temieron verle poner fin a sus días. Por[p. viii] aquella época publicó Borrow algunas traducciones de poesías extranjeras (varios romances españoles[1]); escribió, por encargo de un editor, una colección de «causas célebres»[2], y tradujo para una revista fragmentos de leyendas danesas[3]. Pero en 1825, el periódico en que escribía desapareció; riñó, además, con el editor que le daba trabajo, y se quedó en la calle con sus manuscritos y un puñado de dinero. Supónese que el anuncio de un librero le indujo a escribir, para zafarse de sus apuros del momento, una Vida y aventuras de José Sell, obra publicada, al parecer, con otros cuentos y narraciones en una colección que hoy no se sabe cuál fué. Vendida la obra, Borrow se marchó de Londres, abandonando la literatura, y viajó a pie en busca de salud corporal y de paz para su ánimo. Cuatro meses duró su vida errante. Volvió a encontrar a Jasper Petulengro, y se fué con él a vivir en hermandad con los gitanos, trabajando en hacer herraduras, y preso en las redes honestas de una linda moza de la tribu. Después compró un caballo, y recorrió Inglaterra en busca de aventuras. Cuando estos viajes concluyeron, Jorge Borrow tenía veintidós años. Era alto, flaco, zanquilargo, de rostro oval y tez olivácea; tenía la nariz encorvada, pero no demasiado larga; la boca bien dibujada, y ojos pardos, muy expresivos. Una canicie precoz le dejó la cabeza completamente blanca. Las cejas, prominentes y espesas, ponían en su rostro un violento trazo oscuro.

Jorge Borrow, al escribir, andando el tiempo,[p. ix] sus narraciones autobiográficas, se empeñó en rodear de misterio ciertos años de su vida (1826-1832), y con alusiones más o menos veladas (algunas encontrará el lector en La Biblia en España,) quiso dar a entender que se había visto envuelto en misteriosas aventuras y dado cima a dilatados viajes por países como la India, China y Tartaria. Ignórase, en efecto, lo que Borrow hizo en esos años; pero, en sentir de sus biógrafos más autorizados, es excesivo tanto misterio. Probablemente, Borrow vivió todo ese tiempo sin ocupación fija; viajó un poco, y escribió por gusto y por encargo. En 1826 se publicó una colección de sus traducciones del danés[4] con otras composiciones suyas. Dos años más tarde apareció una traducción de las Memorias de Vidocq[5], atribuída a Borrow; insertó en algunas revistas trabajos de menos importancia. Viajó por la Europa occidental, y parece que estuvo en Madrid, pero este viaje no pudo entrar en el marco de La Biblia en España.

Un gran cambio sobrevino en la vida de Jorge Borrow durante el año 1833, que decidió de su destino. Conocía Jorge Borrow a una familia residente en Oulton Hall, cerca de Lowestoft (Suffolk), de la que formaba parte Mrs. Mary Clarke, de treinta y seis años, viuda de un marino. Un reverendo pastor, relacionado con esa familia, indujo a Jorge Borrow a solicitar de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera un empleo donde pudiera utilizar su conocimiento de los idiomas. Jorge se fué a pie a Londres, y en veintidós horas recorrió una distancia de ciento veinte millas. En su frugal pobreza, Jorge sólo gastó en el viaje cinco peniques y medio, en un litro de cerveza, medio de[p. x] leche, un pedazo de pan y dos manzanas. Los señores de la Sociedad Bíblica, después de examinarle de lenguas orientales durante una semana, le preguntaron si estaba dispuesto a aprender en seis meses la lengua manchú. Aceptó Jorge, y con un buen viático se volvió a Norwich, ya en diligencia; estudió con ahinco y a los seis meses triunfaba en las pruebas a que sus futuros jefes le sometieron. Por aquellos mismos días, Jorge Borrow se retractó de su ateísmo; ya fuese por influjo de Mrs. Clarke, o porque las ideas que le inculcó su amigo Taylor arraigaron poco en su espíritu y se marchitaron al acercarse la treintena, lo cierto es que Borrow profesó un protestantismo tan fanático como el ateísmo que abandonaba. No tardó en asimilarse el «tono misionero» ni en adoptar la jerga propia de sus patronos. Cuando aún se hallaba en curso su nombramiento, uno de secretarios de la Sociedad Bíblica censuraba así el estilo de una carta de Borrow: «Perdóneme usted si, como sacerdote, y mayor que usted en años, aunque no en talento, me atrevo, con la mejor intención, a hacerle una advertencia que podrá no ser inútil.» Acota una frase que ha llamado la atención de algunos de «los excelentes miembros de nuestro Comité»: aquella en que «habla usted de la perspectiva de ser útil a la Divinidad, al hombre y a usted mismo. Sin duda, quiso usted decir la perspectiva de glorificar a Dios; pero el giro de sus palabras nos hizo pensar en ciertos pasajes de la Escritura, tales como Job, XXI, 2, etc.» La respuesta de Borrow debió de ser tal, que el mismo reverendo le escribía: «El espíritu de su última carta es verdaderamente cristiano, en armonía con aquella regla sentada por el mismo Cristo, y de la que Él dió, en cierto sentido, tan prodigioso ejemplo, que dice: El que se humille será ensalzado.» Finalmente, la Sociedad Bíblica aceptó los servicios de Borrow y le envió a Rusia, para donde salió sin dilación, a mediados de año, a colaborar[p. xi] en la transcripción y colación del manuscrito de la Biblia traducida al manchú, y en la impresión del Nuevo Testamento en la misma lengua.

Jorge Borrow estuvo en Rusia hasta septiembre de 1835. Sirvió con celo y buen éxito a la Sociedad Bíblica; visitó Moscú y Nowgorod, y proyectó un viaje a China, a través del Asia, para distribuir el Evangelio por el Oriente. El Gobierno ruso le negó los pasaportes. Ese proyecto de viaje fué, en opinión de uno de sus biógrafos, el único motivo que tuvo Borrow para creer, y hacérselo creer a sus lectores, que había estado en el Oriente remoto[6]. Durante su estancia en Rusia tradujo al ruso unas homilías de la iglesia anglicana, y publicó en San Petersburgo dos colecciones de poesías traducidas por él al inglés: Targum[7] y el Talismán[8].

En octubre de 1835 volvió Jorge Borrow a Inglaterra, y, apenas llevaba un mes en su país, la Sociedad Bíblica decidió utilizar de nuevo sus servicios, enviándole a Lisboa y Oporto con encargo de acelerar la propagación de la Biblia en Portugal. Ni la Sociedad Bíblica ni Jorge Borrow preveían entonces que sus campañas en la Península iban a tener la importancia que después adquirieron. Para la Sociedad, el envío de Borrow a Portugal era un empleo interino, en espera de que se decidiese su viaje a China. Borrow ignoraba si tendría o no en Portugal libertad suficiente para lanzarse a una propaganda intensa, ni si el ánimo[p. xii] de la gente se hallaría bien dispuesto para recibirla. Jorge Borrow se embarcó en Londres el 6 de noviembre de 1835, y llegó a Lisboa el 13 del mismo mes[9]; visitó los alrededores de la capital, hizo una excursión por el Alemtejo, y de estos viajes y de sus conversaciones con el representante de la Sociedad Bíblica en Lisboa nació la determinación de aplazar sus trabajos en Portugal. Borrow resolvió pasar a España. Salió de Lisboa para Badajoz el 1.º de enero de 1836, cruzó la frontera el día 6, detúvose en Badajoz diez días, y por Mérida, Oropesa y Talavera llegó a Madrid. Por el camino fué madurando su plan de campaña: le pareció necesario, ante todo, hacer en España una tirada de la Biblia en castellano, porque sólo podían circular las impresas en el reino. Pero lo difícil no era eso; lo difícil era obtener permiso para imprimirla sin notas. Desde la invención de la imprenta, hasta 1820, no se había impreso en España ninguna traducción de la Biblia descargada de comentarios y notas, y que fuese, por tanto, de tamaño manual y de precio reducido, accesible a todos. En 1790 apareció la traducción de Scio, en diez volúmenes en folio, y en 1823, la de Amat, en nueve volúmenes en cuarto. Al amparo de la fugaz libertad política, instaurada por la Revolución de 1820, se imprimió en Barcelona (1820) el Nuevo Testamento, traducción de Scio, pero sin notas; desde entonces, hasta la llegada de Borrow a España, nada más se había hecho. La propaganda de las Sociedades bíblicas no consiste, esencialmente, en predicar una confesión determinada, sino en difundir la lectura de la Biblia, poniendo al alcance del mayor número el texto genuino de la Escritura. Como, en opinión de los cristianos reformados, los dogmas y prácticas de la Iglesia romana contradicen la letra y el espíritu del libro[p. xiii] sagrado, basta la lectura de su texto auténtico, y la restauración del sentido propio en su inteligencia e interpretación, para minar las bases de la dominación papista. Así, Borrow, abundando en las intenciones de sus directores, y con autorización expresa de ellos, gestionó desde luego el permiso que necesitaba para imprimir el Evangelio sin notas, y, vencidas no pocas dificultades, se dispuso a reimprimir en Madrid la traducción del Nuevo Testamento, de Scio, editada sin notas por la Sociedad Bíblica en Londres, 1826. Borrow y la Sociedad Bíblica desconocían las versiones castellanas de la Biblia, hechas por los antiguos reformistas españoles, libros rarísimos entonces.

Borrow se fué de Madrid a los pocos días de la revolución de La Granja, estuvo en Granada y Málaga (viaje no referido en La Biblia en España), se embarcó en Gibraltar, llegó a Londres el 3 de octubre, instó en la Sociedad Bíblica la inmediata apertura de la campaña de propaganda en España, y, aceptados sus planes, se reembarcó el 4 de noviembre, llegando a Cádiz el 22 del mismo mes. Por Sevilla y Córdoba se dirigió Borrow a Madrid, adonde llegó el 26 de diciembre. No perdió el tiempo. En 14 de enero de 1837 firmaba con Andrés Borrego el contrato para la impresión del Evangelio, y en 1.º de mayo siguiente se publicó el libro[10]. Borrow obtuvo de la Sociedad Bíblica autorización para repartir en persona la obra por pueblos, y, dejando en Madrid encargado de sus asuntos a don Luis de Usoz y Río, emprendió, acompañado de su famoso criado griego, el larguísimo viaje por Castilla la Vieja, Galicia, Asturias y Santander, que duró desde mayo a noviembre de 1837. De regreso en Madrid, imprimió dos[p. xiv] nuevas traducciones parciales del Nuevo Testamento: una traducción del Evangelio de San Lucas al caló[11], hecha por él, y otra del mismo Evangelio al vascuence, por un señor Oteiza[12].

La publicación del Evangelio en caló, la apertura de un Despacho de la Sociedad Bíblica en la calle del Príncipe, los métodos empleados por Borrow para llamar la atención del público hacia su obra y ciertas imprudencias de otros agentes de la Sociedad en España, provocaron la intervención de las autoridades y desencadenaron una borrasca, en la que naufragó la propaganda evangélica y, a la larga, puso fin a los trabajos de Borrow en España; de ella nació también un primer disentimiento entre la Sociedad y su agente, disentimiento que terminó en ruptura. En enero del 38, el jefe político de Madrid secuestró los libros existentes en la tienda abierta por Borrow; en mayo, fué preso Don Jorge por desacato a un agente de la autoridad y por vender libros impresos fuera del reino, introducidos en España con infracción de las leyes vigentes. Borrow cuenta en La Biblia en España la historia del secuestro y de su prisión; pero omite ciertos hechos que influyeron grandemente en aquellas resoluciones del Gobierno, hechos que Borrow no conoció hasta después de salir de la cárcel. Había por entonces en España otro agente de la Sociedad Bíblica, llamado Graydon, que operaba principalmente en las[p. xv] provincias de Levante. Graydon, que imprimió en Barcelona una edición del Nuevo Testamento y otra de la Biblia (A. y N. T.), sin notas, en 1837, no se limitaba, como Borrow, a propagar el libro, sino que repartía folletos, prospectos y opúsculos atacando al Gobierno moderado, al clero español y a sus doctrinas. Esta conducta produjo algunos escándalos en Valencia, Murcia y Málaga; y como Graydon se proclamaba, no sólo agente de la Sociedad Bíblica, sino íntimo colaborador y asociado de Borrow, dió pretexto para que el Gobierno, movido por los curas, desfogara su inquina tratando a don Jorge con extremado rigor. La prisión de Borrow y las reclamaciones del ministro británico produjeron, como puede suponerse, una reunión precipitada del Consejo de ministros, un ofrecimiento de dimisión por parte del jefe político, e interpelaciones en las Cortes censurando al Gobierno... por su lenidad. Excarcelado Borrow, supo por el ministro británico la parte que la conducta de Graydon había tenido en sus persecuciones, y se le ocurrió escribir sendas cartas al Correo Nacional y a la Sociedad Bíblica desautorizando y condenando el proceder de su colega. En la carta al Correo Nacional, publicada el 27 de mayo, se titula «único agente autorizado en España de la S. B.». En la carta a sus directores de Londres, luego de referir las entrevistas del ministro británico con Ofalia, dice respecto de Graydon: «Hasta el momento presente, ese hombre ha sido el ángel malo de la causa de la Biblia en España, y también el mío, y ha empleado tales procedimientos y escogido de tal modo las ocasiones, que casi siempre ha conseguido derribar los planes hacederos trazados por mis amigos y por mí para la propagación del Evangelio de una manera permanente y segura.» La respuesta de la Sociedad fué un cruel desengaño para Borrow: reconocíase en ella que Graydon era tan legítimo representante de la Sociedad Bíblica como él; no se accedía a[p. xvi] desautorizar y condenar su proceder, y, además se le advertía a Borrow que, en adelante, se abstuviese de publicar cartas como la del Correo Nacional. Por su parte, el Gobierno español, tras algunos artículos oficiosos en que se le excitaba a proceder «con mano dura» contra los escarnecedores de la religión, prohibió de Real orden (25 de mayo) la circulación y venta del Nuevo Testamento editado por Borrow.

En relaciones poco cordiales con sus jefes y frente a la hostilidad resuelta de los gobernantes españoles, Borrow no podía ya realizar en la Península una obra duradera ni fructífera. Aquel verano del 38 anduvo don Jorge por La Sagra y por tierras de Segovia. El 24 de agosto llegó a sus manos la orden de sus jefes llamándole a Inglaterra, y, allá se fué, a través de Francia, y en tres o cuatro meses que permaneció en su país zanjó sus diferencias con los directores y logró que le enviaran a España por tercera y última vez. El 31 de diciembre de 1838 desembarcó en Cádiz, y, salvo los tres primeros meses, que pasó en Madrid dedicado a la propaganda, casi todo el año 39 estuvo en Sevilla, en relativa inacción. Allí fueron a buscarle Mrs. Clarke y su hija, a quienes instaló en su propia casa de la Plazuela de la Pila Seca; hizo, solo, un viaje a Tánger, donde le alcanzó la orden del Comité de la Sociedad Bíblica dando por terminada su misión en España, y en Tánger se acaba bruscamente la narración de sus aventuras. De retorno en Sevilla, anunció su matrimonio con Mrs. Clarke (la Señá Biuda con Don Jorgito el Brujo), y comenzó los preparativos para volver a Inglaterra. Una disputa con un alcalde de barrio de Sevilla le costó ir a la cárcel, donde le tuvieron treinta horas; todavía estuvo en Madrid gestionando las reparaciones debidas por ese agravio, y en abril de 1840 se embarcó para Inglaterra con Mrs. Clarke y su hija y su corcel árabe. Apenas tomó tierra, se casó, y fué a instalarse a Oulton[p. xvii] Cottage (Lowestoft), propiedad de su esposa, donde vivió muchos años entregado a las pacíficas tareas literarias.

Lo primero que publicó fué su obra sobre gitanos[13], en la que había trabajado mucho durante su permanencia en España. Contiene una descripción preliminar de los gitanos de diversos países y un estudio de la historia y costumbres de los de España, compuesto de observaciones personales y extractos de libros referentes a ellos. Siguen una colección de poesías populares en caló, recogidas verbalmente por Borrow, y un vocabulario. En The Zincali se aprecia «una fuerte personalidad y una observación extraordinaria»[14]; pero cualquiera puede advertir el desorden con que está compuesto el libro. Es importante para conocer las costumbres de los gitanos, y completa además algunas aventuras que en La Biblia en España sólo están indicadas.

La publicación de The Zincali puso a Borrow en relación con Ricardo Ford, docto en cosas hispánicas, que preparaba por entonces su Manual de España[15]. Ford aconsejó a Borrow que publicase sus aventuras personales y se dejara de extractar libracos españoles. Al saber que tenía entre manos una Biblia en España, insistió en sus advertencias: nada de vagas descripciones, nada de erudición libresca; hechos, muchos hechos, observados directamente; arrojo para no caer en las vulgaridades; no preocuparse del bien decir; evitar las gazmoñerías y la declamación. Borrow se aprovechó[p. xviii] de esos consejos. En su retiro de Oulton ordenó y completó los materiales de que disponía: diarios de viaje, cartas a la Sociedad Bíblica, y en diciembre de 1842 se publicaba la obra[16] que velozmente le llevó a la celebridad.

Su triunfo fué inmenso. En el primer año se agotaron seis ediciones de a mil ejemplares en tres volúmenes, y una edición de diez mil ejemplares en dos tomos. Dos veces reimpresa en Norteamérica aquel mismo año 43, fué traducida al alemán, al francés y al ruso; en 1911 iban publicadas de La Biblia en España más de veinte ediciones inglesas. Borrow saboreó la popularidad; sus escritos posteriores contribuyeron poco a sostenerla. Sus aventuras en España despertaron en el público un deseo muy vivo de conocer otros hechos de la vida del «héroe». Ricardo Ford le aconsejó que escribiese su autobiografía. Don Jorge, sin levantar mano, compuso el Lavengro, historia de su niñez y juventud, continuándola años después[17], hasta la fecha en que comienza aquel misterioso período de su vida, de que ya se hizo mención. La obra defraudó las esperanzas del público; los críticos, con gran indignación del autor, pronunciaron sobre ella un fallo adverso; se aguardaba una narración rigurosamente veraz, y aparecía un revoltijo de sucesos reales e imaginarios más que suficiente para desorientar al lector. Borrow se consoló difícilmente de lo que algunos llamaron su «fracaso». La vanidad herida, no iba a contribuir a suavizarle el humor, cada día más áspero y agrio.[p. xix] Llevaba con impaciencia la vida sedentaria de escritor. Sentía, además, inquietudes religiosas; los antiguos «terrores» le atormentaban. Borrow quería viajar y solicitó empleos fuera de su patria; misiones literarias en Asia, el consulado de Hong-Kong: pero sin resultado. Hizo un viaje por el Oriente de Europa, y recogió nuevos datos acerca de la vida y lenguaje de sus amigos los gitanos en Hungría, Valaquia y Macedonia. Anduvo también por su país; visitó Gales, Escocia y otros lugares, y recogió parte del fruto de estas jornadas en un libro[18] que fué la última obra importante que publicó. Desde 1860 residía en Londres, donde vivió catorce años sin producir nada desde la aparición de Wild Wales, sumido en tanta oscuridad, en tal silencio, que algunos le creían muerto. Estimulado por el deseo de conservar su antigua primacía en los estudios gitanos, que otros cultivaban ya con diferente método, se lanzó a publicar, en 1874, un vocabulario[19] del dialecto de los gitanos ingleses, obra que, al aparecer, era ya anticuada. En suma: Borrow se sobrevivió; tan sólo la muerte—observa Mr. Knapp—podía devolverle la notoriedad perdida. La muerte tardaba en llegar. Borrow se marchó de Londres en 1874, y se refugió en su casa de Oulton; estaba viudo desde 1869. El arriscado Don Jorge de otros tiempos era un anciano de mal humor, que vivía triste y solo en una casa de campo mal cuidada, y se paseaba por el jardín enmarañado cantando poemas de su cosecha. Su extraño continente, su soledad y «sus conversaciones con los gitanos, a quienes permitía acampar en la finca, crearon en torno suyo una especie de leyenda. Los muchachos, en viéndole pasar, le gritaban: ¡Gitano!, o ¡brujo!»[p. xx] Muy cerca ya del fin, su hijastra fué con su marido a vivir en su compañía. En la mañana del 26 de julio de 1881, el matrimonio se fué a Lowestoft a sus asuntos, dejando a Borrow completamente solo; mucho les rogó que no se fueran, porque se sentía morir; pero le dijeron que ya otras veces había expresado igual temor sin fundamento alguno. Cuando volvieron, a las pocas horas, se lo encontraron muerto.

Aunque The Bible in Spain no fuese, en términos absolutos, el mejor libro de Borrow, sería en todo caso, con enorme diferencia respecto de sus otros escritos, el que más títulos tendría a la atención de nuestro público. El mérito intrínseco del libro, y la singular reputación de España, le hicieron popular en Inglaterra y Norteamérica y conocido en varias naciones de Europa, motivos también valederos para su divulgación en nuestro país, con más el de ser los españoles, no lectores distantes, sino parte interesada, actores en las escenas y su tierra marco de aquella narración. No es muy honroso para nuestra curiosidad que hayan transcurrido cerca de ochenta años desde que vió la luz, sin ponerlo hasta hoy, traducido, al alcance de todos. El libro fué compuesto, en su mayor parte, en los lugares mismos que describe. Borrow redactaba un diario de viaje, y remitía, además, a la Sociedad Bíblica cartas de relación de sus aventuras y trabajos. La Sociedad prestó a Borrow esas cartas luego de cerciorarse de que, al aprovecharlas, no cometería ninguna indiscreción. «¡No he revelado los secretos de la Sociedad!», decía después Borrow; en efecto, no mienta su desacuerdo con los directores, y tributa a Graydon, el «ángel malo» de la causa bíblica, ardientes elogios. Las cartas de Borrow a la Sociedad Bíblica[20] son tan extensas como la mitad de[p. xxi] The Bible in Spain; pero sólo aprovechó la tercera parte de ellas en la composición del libro; lo demás salió de sus diarios, fundiéndose todo al calor de su espíritu cuando recordaba y revivía a distancia las impresiones indelebles recibidas. Tres son los temas de la obra: la difusión del Evangelio, Don Jorge el inglés y España. Los tres se enlazan en un conjunto armónico; la propaganda evangélica es el propósito deliberado de que remotamente trae origen el libro, y constituye su armazón interior; todas las idas y venidas de Don Jorge, todos sus pensamientos, van encauzados a la divulgación de la palabra divina; los hombres y las tierras de España, materia de su explicencia, constituyen, no sólo una decoración de fondo, asombrosa por el relieve y color, sino el ambiente en que se mueve y respira un personaje extraordinario, algo distinto de Borrow, pero que es Borrow mismo despojado de toda vulgaridad y flaqueza, elevado a la categoría de un semidiós. De esos temas, el evangélico es el que nos importa menos. España, país de misiones, España, país de idólatras, era un punto de vista nuevo, dentro de nuestro solar, en 1835, e irritante para quienes, dueños de la religión verdadera, habíanla exportado durante siglos. No será hoy menos irritante para buen número de personas el antipapismo de Borrow; pero es improbable que los españoles descontentos, los no conformistas, rompan a gritar: ¡Al campo, al campo, Don Jorge, a propagar el Evangelio de Inglaterra! En el fondo, la preocupación de Borrow es de la misma índole que la de los «idólatras», sus enemigos. La regeneración de España por la lectura del Evangelio sería un programa que acaso hiciera hoy sonreír. El mayor número seguiría la opinión de Mendizábal, que a la insistencia con que Borrow solicitaba el permiso para imprimir el Testamento, salvación única de España, respondía: «¡Si me trajese usted cañones, si me trajese usted pólvora, si me trajese[p. xxii] usted dinero para acabar con los carlistas!» Pero Don Juan y Medio, y los liberales que hicieron la desamortización eclesiástica, no se atrevían a permitir que circulase el Evangelio sin notas. Aunque movido por un fanatismo antipático, en favor de Borrow hablan su osadía personal, la consideración de que luchaba contra un poder omnímodo, irresponsable, y la de que, formalmente, pugnaba por un mínimo de hospitalidad y de libertad, sin las que los hombres en sociedad son como fieras; y eso está siempre bien, hágase como se haga. El libro de Borrow es un precioso documento para la historia de la tolerancia, no en las leyes, sino en el espíritu de los españoles.

The Bible in Spain es un libro autobiográfico. «El principal estudio de Borrow fué él mismo, y en todos sus mejores libros, él es el asunto principal y el objeto principal»[21]. No emplea en esta obra las confidencias, no se confiesa con el lector; su procedimiento consiste en dejar hablar a los que le tratan, para pintar el efecto que su persona y sus hechos causan en el ánimo del prójimo; asomándonos a ese espejo, vemos la imagen de un Don Jorge muy aventajado: subyugaba y domaba a los animales fieros; los gitanos le adoraban; era la admiración de los manolos; temíanle los pícaros; confundía al posadero ruin y a los alcaldillos despóticos; encendía en sus servidores devoción sin límites; era afable y llano con los humildes; trataba a los potentados de igual a igual y hacía bajar los ojos al soberbio; nunca se apartaba de la razón, ni perdía la serenidad; un prestigio misterioso le envuelve; en suma: el héroe y el justo se funden en su persona; es un apóstol que propaga la palabra de Dios, pero sin el delirio de la Cruz, sin romper el decoro; es un caballero andante que se compadece de la miseria, y a cada momento cree uno verle emprender la ruta de Don[p. xxiii] Quijote, pero sin burlas, sin yangüeses, en una España que creyese en él y le tomase en serio. Apóstol y caballero están bajo el amparo del pabellón británico.

Borrow se colocó, o colocó a su héroe, en un escenario sin segundo, de tal fuerza que, para nuestro gusto, el aventurero se borra, se disuelve en el paisaje, o queda a la zaga de la muchedumbre española que suscita. Es difícil encontrar otro caso en que un escritor haya triunfado con más brillantez de la hostil realidad presente. Borrow lucha a brazo partido con la realidad española, la asedia, poco a poco la domina, y con la lentitud peculiar de su procedimiento acaba por poner en pie una España rebosante de vida. No se atuvo a una realidad de «guía oficial». Lo que le importaba era el carácter de los hombres, y no de todos, sino los de la clase popular, donde los rasgos nacionales se conservan más puros. Labradores, arrieros, posaderos, gitanos, curas de aldea, monterillas, mendigos, pastores, pasan ante nosotros, y al verlos gesticular y oírlos hablar, creemos encontrarnos con antiguos conocidos. Unos son pícaros, otros santos; unos son listos, otros muy zotes; casi todos groseros, muchos con sentimientos nobles, pero unidos en general por un aire de familia inconfundible; y la verdad es que, con todas sus picardías o su zafiedad, no puede uno dejar de quererlos. Tuvo además Borrow una espléndida visión del campo, y lo sintió e interpretó de un modo enteramente moderno. Así, don Jorge descubrió y pintó, en realidad, lo que quedaba de España. Arrancados los árboles, agostado el césped, arrastrada en mucha parte la tierra vegetal, asomaba la armazón de roca, con toda su fealdad y su inconmovible firmeza.

El lector apreciará seguramente en La Biblia en España, a pesar de la traducción descolorida, el novelesco interés de algunos pasajes que parecen arrancados de un libro picaresco, el[p. xxiv] movimiento de ciertos cuadros, propios de un «episodio nacional», el sabor de otras escenas de costumbres, los bosquejos de tipos y caracteres, con tantos otros méritos que es innecesario señalar; pero lo mismo ante ellos, que ante los defectos del libro, y frente a la repulsión que ciertos juicios—expresos o sobrentendidos—del autor puedan suscitar en el ánimo de un español, conviene estar prevenido para no incurrir en las descarriadas apreciaciones que acerca de este libro se han proferido en nuestro país. La Biblia en España es un libro de viajes, cierto; pero hay que entenderse acerca de su calidad. No es un informe a la Sociedad bíblica respecto de los progresos del Evangelio en España, ni un «cuadro del estado político, social, etcétera», de la nación, ni un itinerario para recién casados, ni una reseña de las catedrales y otros monumentos pergeñada para uso de los snobs de ambos mundos; La Biblia en España es una obra de arte, una creación, y con arreglo a eso hay que juzgar de su exactitud, del parecido del retrato y de las «invenciones» del autor. Los paisajes, los lugares, las figuras, están notados con puntualidad; es excelente en la inteligencia de las costumbres, y no hay en el libro caricatura ni falsificación de sentimientos. Episodios compuestos, no vistos por Borrow; personajes inventados aglutinando rasgos dispersos, sin duda los ha de haber; pero eso, ¿es ilícito? Pudiera compararse la creación de Borrow a una estatua de mayor tamaño que el natural. La verdad artística del conjunto y su efecto conmovedor son innegables. El libro no es sólo verdadero; es, en ciertos puntos, revelador.

La traducción que hoy ofrecemos al público está hecha siguiendo el texto de la edición de U. R. Burke (1896); hemos aprovechado parte del glosario que la acompaña, poniendo al pie de la página correspondiente las equivalencias del caló y del castellano; las notas de Burke no las[p. xxv] reproducimos todas, porque algunas son innecesarias para el lector español, y otras contienen errores de bulto. De la biografía de Borrow, por Míster Knapp, hemos sacado algunas notas que aclaran el texto, o placen, simplemente, a la curiosidad del lector.

M. A.


[Pg 27]

ÍNDICES

  Páginas.
[Nota preliminar] v
[Índices] 27
[Mapa] 34
[Prólogo] 35
Capítulo primero.— ¡Hombre al agua!— El Tajo.— Las lenguas extranjeras.— La gesticulación.— Calles de Lisboa.— El acueducto.— La Biblia tolerada en Portugal.— Cintra.— Don Sebastián.— Juan de Castro.— Conversación con un cura.— Colhares.— Mafra.— El palacio.— El maestro de escuela.— Los portugueses.— Su ignorancia de las Escrituras.— Los curas rurales.— El Alemtejo. 49
Cap. ii.— Boteros del Tajo.— Peligros de la corriente.— Aldea Gallega.— La hostería.— Ladrones.— Sabocha.— Aventura de un arriero.— Estalagem de ladrões.— Don Gerónimo.— Vendas Novas.— Un Sitio Real.— Los cerdos del Alemtejo.— Monte Moro.— Un cabrero singular.— Los hijos de los campos.— Infieles y saduceos. 68
Cap. iii.— Un comerciante de Evora.— Contrabandistas españoles.— El león y el[p. 28] unicornio.— La fuente.— Confianza en el Todopoderoso.— Reparto de folletos.— La librería en Evora.— Un manuscrito.— La Biblia como guía.— La infame María.— El hombre de Palmella.— El conjuro.— El régimen frailuno.— Domingo.— Volney.— Un auto de fe.— Hombres de España.— Lectura de un folleto.— Nuevos viajeros.— La mata de romero. 87
Cap. iv.— Dilaciones molestas.— El cochero borracho.— Una mula muerta.— Lamentación.— Aventura en un descampado.— El miedo a la oscuridad.— Un fidalgo portugués.— La escolta.— Regreso a Lisboa. 105
Cap. v.— El colegio.— El rector.— La piedra de toque.— Prejuicios nacionales.— Deportes juveniles.— Los judíos de Lisboa.— Creencias corrompidas.— Crimen y superstición. 119
Cap. vi.— El frío en Portugal.— Me libro de una extorsión.— Sensación de soledad.— El perro.— El convento.— Un paisaje encantador.— El castillo morisco.— Plegaria por un enfermo. 134
Cap. vii.— La piedra druídica.— Un joven español.— Soldados rufianes.— Los males de la guerra.— Estremoz.— La disputa.— La atalaya en ruinas.— Vislumbre de España.— Ayer y hoy. 147
[p. 29]Cap. viii.— Elvas.— Longevidad extraordinaria.— La nación inglesa.— Ingratitud portuguesa.— Las fortificaciones.— Un mendigo español.— Badajoz.— La aduana. 161
Cap. ix.— Badajoz.— Antonio el gitano.— Una proposición de Antonio.— Es aceptada.— El desayuno gitano.— Salida de Badajoz.— El borrico del gitano.— Mérida.— La muralla en ruinas.— La comadre.— El país del moro.— Los hombres negros.— La vida en el desierto.— La cena. 173
Cap. x.— La nieta de la gitana.— Proyecto matrimonial.— El alguacil.— El ataque.— Trote largo.— Llegada a Trujillo.— Noche de lluvia.— La selva.— El vivac.— ¡Levántate y anda!— Jaraicejo.— El Nacional.— El caballero Balmerson.— Entre jarales.— Una conversación seria.— ¿Qué es la verdad?— Noticia inesperada. 196
Cap. xi.— El puerto de Mirabete.— Lobos y pastores.— La sutileza de las hembras.— Muerto por los lobos.— Se aclara el misterio.— Las montañas.— La hora tenebrosa.— Un viajero nocturno.— Abarbanel.— Los tesoros ocultos.— El poder del oro.— El arzobispo.— Llegada a Madrid. 224
Cap. xii.— Mi alojamiento en Madrid.— [p. 30]La patrona.— El embajador británico.— Mendizábal.— Baltasar.— Deberes de un Nacional.— Sangre moza.— La ejecución.— La población de Madrid.— Las clases altas.— Las clases bajas.— Las corridas de toros.— El gitano. 244
Cap. xiii.— Intrigas de la Corte.— Quesada y Galiano.— Disolución de las Cortes.— El secretario.— Testarudez aragonesa.— El Concilio de Trento.— El asturiano.— Los tres bandidos.— Benedicto Mol.— El hombre de Lucerna.— El Tesoro. 263
Cap. xiv.— Estado de España.— Istúriz.— Revolución de La Granja.— La revuelta.— Síntomas alarmantes.— Los corresponsales de periódicos.— Arrojo de Quesada.— La escena final.— Fuga de los moderados.— El café. 281
Cap. xv.— El vapor.— El cabo de Finisterre.— La tormenta.— Llegada a Cádiz.— El Nuevo Testamento.— Sevilla.— Itálica.— El anfiteatro.— Los presos.— El encuentro.— El barón Taylor.— La calle y el desierto. 297
Cap. xvi.— Salida para Córdoba.— Carmona.— Las colonias alemanas.— El idioma.— Un caballo haragán.— El recibimiento nocturno.— El posadero carlista.— Buen consejo.— Gómez.— El genovés viejo.— Las dos opiniones. 315
[p. 31]Cap. xvii.— Córdoba.—Los moros de Berbería.— Los ingleses.— Un cura viejo.— El breviario romano.— El palomar.— El Santo Oficio.— Judaísmo.— Los palomares profanados.— Propuesta del posadero. 331
Cap. xviii.— Salida de Córdoba.— El contrabandista.— Treta judaica.— Llegada a Madrid. 347

[p. 33]

LA  BIBLIA  EN  ESPAÑA


[p. 34]

Ilustración mostrando un mapa de los viajes de Borrow por la península

Aumentar
Viajes de Borrow por la Península


[Pg 35]

PRÓLOGO

Muy rara vez se lee el prólogo de un libro, y, en realidad, la mayor parte de los que han visto la luz en estos últimos años, no tienen prólogo alguno. Me ha parecido, sin embargo, conveniente escribir este prefacio, y sobre él llamo humildemente la atención del benévolo lector, porque su lectura contribuirá no poco a la cabal inteligencia y apreciación de estos volúmenes.

La obra que ahora ofrezco al público, titulada La Biblia en España, consiste en una narración de lo que me sucedió durante mi residencia en aquel país, adonde me envió la Sociedad Bíblica, como agente suyo, para imprimir y propagar las Escrituras. No obstante, comprende también algunos viajes y aventuras en Portugal, y concluye dejándome en «el país de los Corahai»,[22] región a la[p. 36] que me pareció oportuno retirarme por una temporada, después de haber sufrido en España considerables ataques.

Es muy probable que si yo hubiese visitado España por mera curiosidad o con el propósito de pasar uno o dos años agradablemente, jamás hubiese intentado dar cuenta detallada de mis actos ni de lo que vi y oí. Yo no soy un turista ni un escritor de libros de viajes; pero la comisión que llevé allá era un poco extraña y me condujo necesariamente a situaciones y posiciones insólitas, me envolvió en dificultades y perplejidades, y me puso en contacto con gente de condición y categoría muy diversas; de suerte que, en conjunto, me lisonjeo pensando que el relato de mi peregrinación no carecerá enteramente de interés para el público, sobre todo, dada la novedad del asunto; pues aunque se han publicado varios libros acerca de España, éste es el único, creo yo, que trata de una obra de misiones en aquel país.

Es verdad que en el libro se encontrarán bastantes cosas muy poco relacionadas con la religión o con la propaganda religiosa; pero no tengo por qué excusarme de haberlas traído aquí a colación. Desde el principio hasta el fin fuí, digámoslo así, a la deriva por España, tierra de antiguo renombre, tierra de maravillas y de misterios, en condiciones tales para conocer sus extraños [p. 37]secretos y peculiaridades como quizás a ningún otro individuo le hayan sido nunca dadas, y ciertamente a ningún extranjero; y si en muchos casos presento escenas y caracteres tal vez sin precedente en una obra de esta índole, sólo haré observar que durante mi estancia en España me vi tan inevitablemente mezclado con ellos, que hubiera sido difícil referir con fidelidad mis andanzas sin dar de tales cosas una referencia tan puntual como la que aquí he puesto.

Es digno de nota que, llamado repentina e inesperadamente a «acometer la aventura de España», no me hallaba yo por completo falto de preparación para tal empresa. España ocupó siempre un lugar considerable en mis ensueños infantiles, y las cosas españolas me interesaban por modo especial, sin presentir que, andando el tiempo, me vería llamado a participar, si bien modestamente, en el drama descomunal de su vida; aquel interés me indujo, en edad temprana, a aprender su noble idioma y a conocer su literatura (apenas digna del idioma), su historia y tradiciones; de modo que al entrar por vez primera en España me sentí más en mi casa que lo que sin esas circunstancias me hubiese sentido.

En España pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron, no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia. Y ahora que la ilusión se ha desvanecido ¡ay![p. 38] para no volver jamás, siento por España una admiración ardiente: es el país más espléndido del mundo, probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso. Si sus hijos son o no dignos de tal madre, es una cuestión distinta que no pretendo resolver; me contento con observar que, entre muchas cosas lamentables y reprensibles, he encontrado también muchas nobles y admirables; muchas virtudes heroicas, austeras, y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy poco vicio de vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española, a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que no tengo la pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia española, de la que me mantuve tan apartado como me lo permitieron las circunstancias; en revanche he tenido el honor de vivir familiarmente con los campesinos, pastores y arrieros de España, cuyo pan y bacallao he comido, que siempre me trataron con bondad y cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección.

«La generosa conducta de Francisco González, y los altos hechos de Ruy Díaz el Cid se cantan todavía entre las asperezas de Sierra Morena»[23].

[p. 39]

El argumento más fuerte que, a mi parecer, puede aducirse como prueba del vigor y de los recursos naturales de España, y de la buena ley del carácter de sus habitantes, es el hecho de que, hoy en día, el país no se halle extenuado ni agotado, y que sus hijos sean aún, hasta cierto punto, un gran pueblo de muy levantados ánimos. Sí; a pesar del desgobierno de los Austrias, brutales y sensuales, de la estupidez de los Borbones, y, sobre todo, de la tiranía espiritual de la corte de Roma, España todavía se mantiene independiente, combate en causa propia, y los españoles no son aún esclavos fanáticos ni mendigos rastreros. Esto es decir mucho, muchísimo; porque España ha sufrido lo que Nápoles no ha tenido nunca que sufrir, y, sin embargo, su suerte ha sido muy diferente de la de Nápoles. Aún hay valor en Asturias; generosidad en Aragón; honradez en Castilla la Vieja, y las labradoras de la Mancha pueden aún poner un tenedor de plata y una nívea servilleta junto al plato de su huésped. Sí; a despecho de los Austrias, de los Borbones y de Roma, todavía media un abismo entre España y Nápoles.

Aunque suene a cosa rara, España no es un país fanático. Algo sé acerca de ella, y afirmo que ni es fanática ni lo ha sido nunca: España no cambia jamás. Cierto que durante casi dos siglos España fué La Verduga de la malvada Roma, el instrumento escogido [p. 40]para llevar a efecto los atroces planes de esa potencia; pero el resorte que impelía a España a su obra sanguinaria no era el fanatismo; otro sentimiento, predominante en ella, la excitaba: su orgullo fatal. Con halagos a su orgullo fué inducida España a despilfarrar su preciosa sangre y sus tesoros en las guerras de los Países Bajos, a equipar la armada Invencible y a otras muchas acciones insensatas. El amor a Roma tenía muy poca influencia en su política; pero halagada por el título de Gonfalonera del Vicario de Cristo, y ansiosa de probar que era digna de él, cerró los ojos y corrió a su propia destrucción al grito de: «¡Cierra, España!»

Cuando sus armas fueron impotentes en el exterior, España se recogió dentro de sí misma. Dejó de ser instrumento de la venganza y de la crueldad de Roma, pero no la dieron de lado. Aunque ya no servía para blandir la espada con buen éxito contra los luteranos, podía ser útil para algo. Aún tenía oro y plata, y aún era la tierra del olivo y de la vid. Dejó de ser el verdugo y se convirtió en el banquero de Roma; y los pobres españoles, que siempre estiman como un privilegio pagar cuentas ajenas, miraron durante mucho tiempo como una gran ventura que les permitieran saciar la rapaz avidez de Roma, que durante el siglo pasado sacó, probablemente, de España más dinero que de todo el resto de la cristiandad.

[p. 41]

Pero la guerra prendió en el país. Napoleón y sus fieros francos invadieron España; siguiéronse saqueos y estragos, cuyos efectos se sentirán, probablemente, durante muchas generaciones. España no pudo ya seguir pagando a Pedro sus cuartos con la holgura de antaño, y desde entonces, Roma, que no respeta a ninguna nación más que en cuanto puede hacer de ella el ministro de su crueldad o de su avaricia, la miró con desprecio. El español tenía aún voluntad de pagar, dentro de lo que sus medios le permitían; pero muy pronto le dieron a entender que era un ser degradado, un bárbaro; más: un mendigo. Ahora bien: a un español podéis sacarle hasta el último cuarto con tal que le otorguéis el título de caballero y de hombre rico, pues la levadura antigua es tan fuerte en él como en los tiempos de Felipe el Hermoso; pero guardaos de insinuar que le tenéis por pobre o que su sangre es inferior a la vuestra. Al conocer, pues, la baja estimación en que había caído, el rústico viejo replicó: «Si soy un bestia, un bárbaro y, además, un pordiosero, lo siento mucho; pero como eso no tiene remedio, voy a gastarme estas cuatro fanegas de cebada, que había reservado para aliviar la miseria del Santo Padre, en una corrida de toros y en otras diversiones convenientes para la reina, mi mujer, y para los príncipes, mis hijos. ¿Yo un mendigo? ¡Carajo! El agua de mi[p. 42] pueblo es mejor que el vino de Roma.»

Veo que en la última carta pastoral dirigida a los españoles, el obispo de Roma se queja amargamente del trato que ha recibido en España por parte de algunos hombres inicuos. «Mis catedrales se arruinan—dice—, insultan a mis sacerdotes y cercenan las rentas de mis obispos.» Se consuela, sin embargo, con la idea de que todo esto es obra de la malicia de unos pocos, y que la generalidad de la nación le ama, sobre todo los campesinos, los inocentes campesinos, que vierten lágrimas al pensar en los sufrimientos de su Papa y de su religión. ¡Desengáñese, Batuschca[24], desengáñese! España estaba dispuesta a luchar por vuestra causa, en tanto que al obrar así acrecentase su gloria; pero no le agrada perder batallas y más batallas en servicio vuestro. No se opone a llevar su dinero a vuestras arcas, en forma de limosnas, esperando, sin embargo, verlas aceptadas con la gratitud y la humildad propias de quien recibe una caridad. Pero al encontrar que no sois humilde ni agradecido, y, sobre todo, al sospechar que tenéis a Austria en mayor estimación, incluso como banquero, España se encoge de hombros y profiere unas palabras algo parecidas a las que ya he puesto en boca de uno de sus hijos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc.

[p. 43]

Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación española le interesó la última guerra[25], la cual, empero, ha sido llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y de principios. Se admitía, generalmente, que Vizcaya era el reducto del carlismo, y que los vizcaínos sentían fanático apego a su religión, a la que creían en peligro. La verdad es que los vascos se cuidaban muy poco de Carlos y de Roma, y tomaron las armas tan sólo por defender ciertos derechos y privilegios que tenían. Por el encanijado hermano de Fernando mostraron siempre soberano desprecio, que su carácter, mezcla de imbecilidad, cobardía y crueldad, merecía de sobra. Usaron su nombre como un cri de guerre solamente. Casi lo mismo puede decirse de sus partidarios españoles, al menos de los que se lanzaron al campo por su causa. Había, sin embargo, una gran diferencia de carácter entre éstos y los vascos, soldados valerosos y hombres honrados. Los ejércitos españoles de don Carlos se componían enteramente de ladrones y asesinos, casi todos valencianos y manchegos, que, mandados por dos forajidos, Cabrera y Palillos, se aprovecharon de la situación perturbada del país para robar y asesinar a la parte honrada de la población. Respecto de la reina[p. 44] regente Cristina, cuanto menos se hable, mejor; tomó en sus manos las riendas del gobierno a la muerte de su marido, y con ellas el mando del ejército. La parte respetable de la nación española, y por modo especial los honrados y estrujados labradores, aborrecían y execraban a las dos facciones. Muchas veces, al caer la noche, compartiendo la frugal comida de un labriego de cualquiera de las dos Castillas, oíamos el lejano tiroteo de los soldados cristinos o de los bandidos carlistas; con lo que comenzaba mi hombre a echar maldiciones a los dos pretendientes, sin olvidar al Santo Padre y a la diosa de Roma, María Santísima. Luego, con la energía de tigre característica del español cuando se excita, levantándose precipitadamente exclamaba: «¡Vamos, don Jorge, al campo, al campo! Me voy con usted y aprenderé la ley de los ingleses. Al campo, pues, desde mañana, a difundir el evangelio de Inglaterra.»

Entre los campesinos españoles fué donde encontré mis defensores más acérrimos; y aún supone el Santo Padre que los labradores de España son amigos suyos y le quieren. ¡Desengáñese, Batuschca, desengáñese!

Pero volvamos al presente libro: está consagrado, como digo, a referir mis sucesos en España mientras anduve por allá empeñado en difundir las Escrituras. Respecto de mis[p. 45] modestos trabajos, he de hacer notar aquí que lo realizado fué muy poca cosa; no tengo la pretensión de haber conseguido brillantes triunfos; cierto que fuí enviado a España, más que nada, a explorar el país y a comprobar hasta qué punto el espíritu del pueblo estaba preparado para recibir las verdades del cristianismo; obtuve, sin embargo, mediante el apoyo de buenos amigos, un permiso del Gobierno español para imprimir en Madrid una edición del libro sagrado, que subsiguientemente repartí por la capital y las provincias.

Durante mi estancia en España, otras personas prestaron muy buenos servicios a la causa del evangelio, y en una obra de esta índole sería injusto pasar en silencio sus esfuerzos. Villano es el corazón que rehusa al mérito su recompensa, y por insignificante que sea el valor de un elogio que brota de una pluma como la mía, no puedo por menos de mencionar, con respeto y estimación, unos pocos nombres relacionados con la propaganda evangélica. Un caballero irlandés, llamado Graydon, se empleó, con celo e infatigable diligencia, en difundir la luz de la Escritura en la provincia de Cataluña y a lo largo de las costas meridionales de España; mientras, dos misioneros de Gibraltar, los señores Rule y Lyon, predicaron la verdad evangélica durante un año entero en una iglesia de Cádiz.[p. 46] Tan buen éxito alcanzaron los esfuerzos de estos dos últimos, animosos discípulos del inmortal Wesley, que, con razón sobrada podemos suponerlo así, de no haber sido reducidos al silencio y desterrados del país por la fracción pseudo-liberal de los Moderados, no sólo Cádiz, pero la mayor parte de Andalucía habría entonces confesado las puras doctrinas del Evangelio y desechado para siempre los últimos restos de la superstición Papista.

Por hallarse más inmediatamente relacionado con la Sociedad Bíblica y conmigo, considero felicísima la oportunidad que se me presenta de hablar de Luis de Usoz y Río, vástago de una antigua y honorable familia de Castilla la Vieja, que me ayudó en la edición española del Nuevo Testamento, en Madrid. Durante mi permanencia en España recibí toda clase de pruebas de amistad de este caballero, que, en mis ausencias por las provincias, y en mis numerosos y largos viajes, me sustituía de buen grado en Madrid y se empleaba cuanto podía en adelantar las miras de la Sociedad Bíblica, sin otro móvil que la esperanza de contribuir acaso con su esfuerzo a la paz, felicidad y civilización de su tierra natal.

Para concluir, permítaseme declarar que conozco muy bien los defectos y errores del presente libro. Para componerlo me he valido de ciertos diarios que fuí escribiendo[p. 47] durante mi estancia en España y de numerosas cartas escritas a mis amigos de Inglaterra, que han tenido después la bondad de restituírmelas; sin embargo, la mayor parte de él, consistente en descripciones de lugares y escenas, en bosquejos de caracteres, etcétera, se la debo a mi memoria. En varios casos he omitido los nombres de los lugares, o por haberlos olvidado, o por no estar seguro de su ortografía. La obra, tal como hoy está, fué escrita en una aldea solitaria de una apartada región de Inglaterra, donde no tenía libros de consulta, ni amigos cuya opinión o consejo pudiera en ocasiones serme provechoso, y con todas las incomodidades resultantes del quebranto de mi salud. Pero he recibido en ocasión reciente tales muestras de la lenidad y generosidad extremadas del público británico y americano para conmigo, que sin temor me someto nuevamente a su consideración, y confío en que, si en los presentes volúmenes hay poco que admirar, me darán al menos reputación de hombre bien intencionado y que no se emplea en escribir ruindades.

26 de noviembre de 1842.


[Pg 49]

CAPÍTULO PRIMERO

¡Hombre al agua!— El Tajo.— Las lenguas extranjeras.— La gesticulación.— Calles de Lisboa.— El acueducto.— La Biblia tolerada en Portugal.— Cintra.— Don Sebastián.— Juan de Castro.— Conversación con un cura.— Colhares.— Mafra.— El palacio.— El maestro de escuela.— Los portugueses.— Su ignorancia de las Escrituras.— Los curas rurales.— El Alemtejo.

En la mañana del 10 de noviembre de 1835, encontrábame a la altura de la costa de Galicia, cuyas elevadas montañas, doradas por el sol naciente, ofrecían una vista espléndida. Iba con destino a Lisboa; doblamos el cabo Finisterre, y, metiéndonos mar adentro, perdimos rápidamente de vista la tierra. En la mañana del día 11, estando el mar muy alborotado, ocurrió un suceso notable. Hallábame en el castillo de proa departiendo con dos marineros; uno de ellos, que acababa de levantarse de la hamaca, dijo: «He tenido esta noche un sueño extraño y muy poco agradable, porque—continuó señalando al mástil—he soñado[p. 50] que me caía al mar desde la cruceta.» Así se lo oyeron decir varios tripulantes que estaban junto a mí. Un momento después, el capitán del barco, advirtiendo que la borrasca iba en aumento, mandó tomar la gavia, y en el acto, aquel marinero y otros varios treparon a la arboladura. Estaban en la maniobra cuando una racha de viento hizo girar la antena, dando tal golpe a uno de los marineros, que cayó desde la cruceta al mar, cubierto de hirvientes espumas. El marinero emergió en seguida; vi su cabeza asomar en la cresta de una ola muy grande, y en el acto reconocí en aquel desdichado al que poco antes nos había referido su sueño. Nunca olvidaré la mirada de agonía que nos lanzó, mientras el barco, velozmente, le dejaba atrás. Dada la voz de alarma, hubo una gran confusión, y lo menos pasaron dos minutos antes de que el barco se parase; en ese tiempo el marinero se quedó muy lejos a popa; sin embargo, yo no le perdí de vista y observé que luchaba valientemente con las olas. Por fin, se arrió un bote; mas por desgracia no se halló a mano el timón, y sólo se pudo disponer de dos remos, con los que los tripulantes no avanzaban gran cosa en un mar tan alborotado. No obstante, remaron de firme, y habían llegado ya a diez brazas del náufrago, que continuaba luchando por su vida, cuando le perdí de vista; a su regreso dijeron los[p. 51] marineros que le habían visto debajo del agua, a intervalos, hundiéndose cada vez más, con los brazos abiertos, y el cuerpo, al parecer, rígido, pero que se habían encontrado en la imposibilidad de salvarlo. Inmediatamente después, el mar se calmó mucho, como si ya estuviera satisfecho con la presa que acababa de hacer. El pobre muchacho que pereció de tan singular manera era un apuesto joven de veintisiete años, hijo único de una viuda; era el mejor marinero de a bordo, y cuantos le conocieron le querían. Este suceso ocurrió el 11 de noviembre de 1835; el barco era un vapor llamado London Merchant. ¡Verdaderamente admirables son los caminos de la Providencia!

Aquella misma noche entramos en el Tajo y echamos el ancla delante de la antigua torre de Belem; a la madrugada siguiente levamos anclas, y remontando el río como cosa de una legua, anclamos de nuevo a corta distancia del Caesodré[26], o muelle principal de Lisboa. Allí estuvimos algunas horas junto al enorme casco negro de la Rainha Nao, navío de guerra que en otros tiempos cautivaba de tal modo los ojos de Nelson, que de muy buena gana lo hubiera adquirido para su país natal. Mucho después fué navío almirante de la escuadra miguelista, y el[p. 52] intrépido Napier lo capturó unos tres años antes de la fecha a que me refiero.

La Rainha Nao dícese que dió a Napier más quehacer que todos los demás barcos enemigos juntos, y alguien afirmó que si éstos se hubieran defendido con la mitad del coraje que la vieja y belicosa «reina» desplegó, el resultado de la batalla que decidió la suerte de Portugal hubiese sido por completo diferente.

Encontré por demás molesta la operación de desembarcar en Lisboa. Los empleados de la aduana eran extremadamente descorteses, y examinaron cada pieza de mi reducido equipaje con irritante minuciosidad.

Mi primera impresión al tomar tierra en la Península estaba muy lejos de ser favorable; apenas hacía una hora que hollaba su suelo, y ya deseaba de corazón volverme a Rusia, país de donde había salido un mes antes, dejando en él amigos muy queridos y muy vivos afectos.

Después de soportar en la aduana muchos abusos y exacciones, procedí a buscar alojamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio y caro. Al siguiente día tomé un criado portugués. Mi costumbre invariable al llegar a un país consiste en valerme de los servicios de un indígena, con la mira principal de perfeccionarme en la lengua, y como ya conozco casi todos los idiomas y dialectos [p. 53]importantes de oriente y occidente, me pongo con prontitud en condiciones de hacerme entender perfectamente por los naturales. En unos quince días logré hablar en portugués con mucha facilidad.

Los que desean hacerse entender de un extranjero hablándole en su propio idioma tienen que hablar a gritos y vociferar abriendo mucho la boca. ¿Es de extrañar, pues, que los ingleses sean, en general, los peores lingüistas del mundo, ya que siguen un sistema diametralmente opuesto? Por ejemplo, cuando intentan hablar en español—la lengua más sonora que existe—apenas abren los labios, y, con las manos metidas en bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar de aplicarse al indispensable menester de la gesticulación. Con razón los pobres españoles exclaman: estos ingleses tienen un hablar tan cerrado que ni el mismo Satanás los entiende.

Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que aún muestra por doquiera las huellas del terremoto, terrible visita que le hizo Dios hace unos ochenta años. La ciudad se alza sobre siete colinas; la más elevada de todas la ocupa el castillo de San Jorge, punto el más eminente que la mirada descubre al contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las partes más animadas y bulliciosas de la ciudad hállanse en la hondonada que cae al Norte de esa colina. Allí se encuentra la[p. 54] Plaza de la Inquisición[27], la principal de Lisboa, desde la que corren paralelas hacia el río tres o cuatro calles, entre las que se cuentan la del Oro y la de la Plata, así llamadas porque en ellas viven los orífices y los plateros, muy hábiles en su oficio; estas calles son, en conjunto, muy suntuosas. Las casas son grandes y altas como castillos. Inmensas columnas protejen a intervalos la calzada; pero lo que hacen más bien es estorbar. Estas calles son completamente llanas y están bien pavimentadas, en lo cual se diferencian de todas las demás de Lisboa. La calle más singular es, sin embargo, la del Alecrim, o del Romero, que desemboca en el Caesodré. Es muy pendiente, y a ambos lados se alzan los palacios de la más rancia nobleza de Portugal, edificios pesados y adustos, pero grandes y pintorescos, con jardines colgantes aquí y allá, que se asoman a la calle desde gran altura.

Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo entrar aquí en minuciosos detalles acerca de ella; me limitaré a notar que es tan digna de la atención de un artista como la misma Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna catedral gigantesca como la de San Pedro,[p. 55] para atraer las miradas llenándolas de admiración, pero me atrevo a decir que no hay en la antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos que pueda, cualquiera que sea su destino, rivalizar con las obras hidráulicas para el abastecimiento de Lisboa. Aludo al estupendo acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de Lisboa y vierte un arroyuelo de agua fría y deliciosa en una cisterna de piedra dentro del hermoso edificio llamado Madre de las aguas, desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de consagrar una mañana entera a visitar los Arcos y la Mai das agoas, pueden dirigirse a la iglesia y al cementerio británicos; este último es un Père-la-Chaise en miniatura, donde, si se trata de viajeros ingleses, bien podrá perdonárseles que estampen un beso, como hice yo, en la fría tumba del autor de Amelia[28], el genio más singular que nuestra isla ha producido, y cuyas obras, por pura moda, han sido durante mucho tiempo denigradas en público y leídas en secreto. En el mismo cementerio descansan los restos mortales de Doddridge, otro autor inglés, de diferente cuño, pero justamente admirado y estimado. Al desembarcar no tenía yo intención de[p. 56] detenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente en Portugal; mi destino era España, hacia donde me proponía encaminar mis pasos muy en breve, porque la intención de la Sociedad Bíblica era comenzar sus trabajos en este país, con objeto de difundir la palabra de Dios, ya que España había sido hasta entonces una región donde la admisión de la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mismo en Portugal, donde se permitía desde la revolución la entrada y circulación de la Biblia. Poco se había realizado, no obstante, en este país; por tanto, ya que me hallaba en él, determiné hacer algo, a ser posible, por la difusión de aquélla, no sin cerciorarme ante todo personalmente de hasta qué punto la gente estaba preparada para recibirla, y de si el estado de la educación en general le permitiría sacar de ella bastante provecho. Tenía yo a mi disposición un buen repuesto de Biblias y Testamentos; pero ¿querría o podría leerlas el pueblo? El amigo de la Sociedad a quien yo iba recomendado, estaba ausente de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo sentí, porque podía haberme suministrado algunas indicaciones útiles. Con el fin, empero, de no gastar tiempo, me decidí a no esperar su regreso, y al punto empecé a recoger cuantas noticias pude acerca de los extremos a que he aludido. Comencé mis investigaciones a cierta distancia de Lisboa, por saber de sobra que me formaría una[p. 57] idea muy errónea de los portugueses en general si juzgaba de su carácter y opiniones por lo que veía y oía en una ciudad tan sujeta a la influencia extranjera.

Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay en el mundo algún lugar al que con razón pueda llamársele país encantado, es seguramente Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello, se borra con rapidez de la memoria de cuantos ven el Paraíso portugués. No debe suponerse ni por un momento que al hablar de Cintra se alude sólo a la pequeña ciudad de este nombre; por Cintra debe entenderse la región entera: ciudad, palacio, quintas, bosques, rocas, ruinas moriscas, que bruscamente surgen ante los ojos al bordear la ladera de una montaña de aspecto triste, agreste y estéril. Nada tan hosco y repelente como la vista que por el lado suroccidental, hacia Lisboa, presenta el muro de piedra que parece ocultar a Cintra de ojos del mundo; pero el otro lado es como una decoración de mágica hermosura, donde la elegancia artificial y la agreste grandeza, las cúpulas, las torres, los árboles gigantescos, las flores y las cascadas se mezclan de modo que no tiene semejante bajo el sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes cosas hay en Cintra, a las que van unidos recuerdos maravillosos. Aquellas ruinas sobre el picacho, que cubren en parte la escarpada pendiente, fueron en otro tiempo la[p. 58] principal fortaleza de los moros lusitanos, y adonde, mucho después de su expulsión, se permitía que acudiesen, en determinada luna de cada año, los salvajes santones del Magreb a orar en la tumba de un famoso Sidi sepultado en esas rocas. Aquel palacio gris presenció la reunión de las últimas Cortes celebradas por el rey-niño Sebastián antes de partir para su romántica expedición contra los moros, que tan bien supieron vengar en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y a su país. En aquella pequeña y sombría quinta, escondida entre los altos alcornoques, vivió antaño Juan de Castro, virrey de Goa, viejo singular que empeñó los cabellos de la barba de su difunto hijo para levantar dinero con que rehacer los muros ruinosos de una fortaleza amenazada por los salvajes indios. Ante el portal de la quinta hay unos fragmentos de estelas que tienen profundamente grabados versos en sánscrito, sacados de los vedas, tan oscuros como si estuviesen en caracteres rúnicos; son piedras traídas por Castro desde Goa, brillantísimo escenario de su gloria, antes de que Portugal cayera en su profunda decadencia. Cañada abajo, en una abrupta elevación de las rocas, se hallan las ruinas de la casa de un millonario inglés que aquí daba pasto a caprichos de su ánimo antojadizo, tan desordenado, rico y vario en matices como el paisaje circundante. Sí; admirables cosas se[p. 59] ven en Cintra, y admirables son los recuerdos unidos a ellas.

La ciudad de Cintra tiene unos ochocientos habitantes. La mañana siguiente a mi llegada, cuando me disponía a subir a la montaña para visitar las ruinas moriscas, observé que venía hacia mí una persona que, por su traje, me pareció un eclesiástico; era, en efecto, uno de los tres curas del lugar. Al instante le abordé, y no tuve motivo para arrepentirme de ello; le encontré afable y comunicativo.

Después de alabar la hermosura del paisaje, le hice algunas preguntas acerca del grado de instrucción de sus feligreses. Respondió que sentía decir que se hallaban en la mayor ignorancia; en el pueblo bajo había muy pocos que supieran leer o escribir, y respecto a escuelas, sólo existía una en el lugar, donde cuatro o cinco chicos aprendían el alfabeto, pero aún esa estaba ahora cerrada. Díjome, no obstante, que había una escuela en Colhares, como a una legua de allí. Entre otras cosas, me declaró cuánto le sorprendía ver a los ingleses, el pueblo más instruído e inteligente de la tierra, visitar un sitio como Cintra, donde no hay literatura, ciencia ni cosa alguna útil (coisa que presta). Sospecho que las últimas palabras del digno cura encubrían una sátira; fuí, sin embargo, bastante jesuíta para aparentar que las recibía como un fino[p. 60] cumplido, y, quitándome el sombrero, me despedí haciéndole infinidad de reverencias.

El mismo día visité Colhares, romántica aldea, en las inmediaciones de la montaña de Cintra, por el lado del noroeste. A unos campesinos que estaban en la fragua les pregunté por la escuela, y uno de ellos se ofreció en el acto a servirme de guía. Subí por unas escaleras a un pequeño aposento, donde encontré al maestro con una docena de alumnos formados en hilera; me recibió con urbanidad y me hizo sentar en la única banqueta que había en la habitación. Hablamos un poco, y me enseñó los libros que usaba para la instrucción de los chicos; eran unos silabarios muy semejantes a los usados en las escuelas rurales de Inglaterra. Al preguntarle si era costumbre poner las Escrituras en manos de los chicos, me respondió que mucho antes de adquirir capacidad suficiente para entenderlas, los padres retiraban de la escuela a sus hijos para que los ayudasen en las labores del campo; en general, los padres no tenían el menor deseo de que sus hijos aprendieran cosa alguna, por considerar tiempo perdido el empleado en aprender. Dijo que, si bien las escuelas estaban nominalmente sostenidas por el Gobierno, era raro que los maestros cobrasen sus sueldos; por eso, muchos habían últimamente renunciado sus empleos. Me declaró que poseía un ejemplar del Nuevo Testamento;[p. 61] quise verlo, y resultó ser tan sólo un ejemplar de las Epístolas, traducción de Pereira, con muchas notas. Le pregunté si consideraba peligroso leer las Escrituras sin notas; replicó que, ciertamente, no había peligro alguno, pero que la gente no instruída poco provecho podía sacar de la Escritura sin el socorro de las notas, porque en su mayor parte la encontraría ininteligible. En diciendo esto nos estrechamos la mano, y, al partir, le dije que no había pasaje de la Biblia tan difícil de entender como las mismas notas puestas para aclararla, y que nunca hubiese sido escrita si no bastara a iluminar por sí sola el entendimiento de toda clase de personas.

Uno o días después hice una excursión a Mafra, distante de Cintra unas tres leguas. La mayor parte del camino corre por escarpados cerros, a veces peligrosos para las cabalgaduras; no obstante, llegué a mi destino sin novedad.

Mafra es un pueblo grande en las inmediaciones de un edificio inmenso, construído para convento y palacio, algo semejante al Escorial por su estructura; en él se halla la mejor biblioteca de Portugal, con libros de todas las ciencias y en todos los idiomas, muy apropiada a la magnitud y esplendidez del edificio donde se encierra. Ya no había, empero, frailes para cuidarlo, como en otros tiempos; expulsados de allí,[p. 62] algunos mendigaban su sustento, otros habían ido a servir bajo las banderas de don Carlos, en España, y me dijeron que muchos vivían del merodeo como bandidos. Abandonada a dos o tres guardas, la mansión ofrece un aspecto solitario y desolado que, en verdad, oprime el ánimo. Cuando estaba viendo los claustros, se me acercó un muchacho muy apuesto y de rostro inteligente, y me preguntó (supongo que con la esperanza de ganarse una propina) si le permitiría enseñarme la iglesia del pueblo, muy digna de verse, según dijo; rehusé, pero añadí que si me guiaba a la escuela se lo agradecería mucho. Me miró con asombro y aseguró que en la escuela no había nada notable, pues sólo contaba media docena de alumnos, entre los cuales estaba él. Al decirle yo, sin embargo, que no siendo a aquélla, no me llevaría a ninguna otra parte, se decidió de mala gana a acompañarme. Por el camino me contó que el maestro era uno de los frailes recientemente expulsados del convento, hombre muy instruído, que hablaba francés y griego. Pasamos junto a una cruz de piedra, y el muchacho se inclinó y se persignó con mucha devoción. Menciono el detalle porque fué el primer caso de esa índole que observé en los portugueses desde el día de mi llegada. Cuando estuvimos cerca de la casa donde vivía el maestro, el muchacho me la indicó, y fué a esconderse detrás[p. 63] de una tapia, donde esperó a que yo volviera.

Al cruzar el umbral, me hallé frente a un hombre bajo y recio, entre los sesenta y los setenta años de edad, vestido con un jubón azul y unos calzones grises, sin camisa ni chaleco. Me miró con dureza y me preguntó en francés en qué podía servirme. Me disculpé por intrusarme de aquel modo, y le dije que, enterado de que desempeñaba las funciones de maestro, iba a ofrecerle mis respetos y a pedirle permiso para preguntarle algunas cosas referentes a la escuela. Respondió que quien me hubiese dicho que él era maestro de escuela, mentía, porque era fraile del convento, y nada más.

—Entonces, ¿no es verdad—dije yo—que todos los conventos han sido cerrados y expulsados los frailes?

—Sí, sí—dijo suspirando—; es verdad, demasiado verdad.

Guardó silencio un minuto, y al cabo, su buen natural se sobrepuso a la cólera; extrajo una caja de rapé y me ofreció un polvo. Rama de olivo de los portugueses, quien desee estar a bien con ellos no debe negarse a meter el índice y el pulgar en la caja de rapé cuando se la ofrezcan. Tomé, pues, una buena pulgarada, aunque aborrezco el rapé, y pronto estuvimos en la mejor armonía posible. El fraile estaba ansioso de noticias, especialmente de Lisboa y[p. 64] de España. Le conté que los oficiales de la guarnición de Lisboa, el día antes de salir yo de la capital, se habían presentado en masa a la reina e insistido cerca de ella para que exonerase al ministerio, si no quería que depusiesen las espadas; al oirlo, el fraile frotábase las manos, asegurándome que las cosas no permanecerían tranquilas en Lisboa. Cuando le dije, empero, que, en mi opinión, la causa de don Carlos declinaba (hacía poco de la muerte de Zumalacárregui), se enfurruñó, exclamando que eso era imposible, porque Dios, en su justicia, no lo toleraría. Me condolí del pobre hombre, expulsado del insigne convento inmediato, su antiguo hogar, y que, vista su desguarnecida vivienda actual, trocaba en la senectud la abundancia y las comodidades por la escasez y la miseria. Dos o tres veces intenté hacerle hablar de la escuela, pero esquivó el tema, o dijo en pocas palabras que no sabía nada acerca de eso. En cuanto le dejé, salió de su escondite el muchacho y se reunió conmigo; se había escondido temeroso de que su maestro supiera quién me había llevado allí, pues no quería que los extraños descubrieran que era maestro de escuela.

Pregunté al muchacho si él o sus padres conocían la Escritura y si la leían alguna vez; no pareció haberme entendido. Debo hacer notar que era un muchacho de unos quince años, muy despierto, con algunos[p. 65] conocimientos de latín; sin embargo, no conocía la Escritura ni de nombre, y no tengo duda, por mis observaciones ulteriores, que cuando menos los dos tercios de sus compatriotas, no están en asunto de tal importancia mejor instruídos que él. En las puertas de las posadas lugareñas, en los hogares rústicos, en los campos donde trabajan, en las fuentes de piedra al borde de los caminos, donde abrevan sus ganados, he interrogado a la clase más humilde de los hijos de Portugal acerca de la Escritura, de la Biblia, del Viejo y del Nuevo Testamento, y ni una sola vez han sabido a qué me refería ni me han dado una respuesta racional, aunque en todas las demás cosas sus contestaciones fuesen bastante sensatas. Nada, en verdad, me sorprendió tanto como el desembarazo y soltura con que los campesinos portugueses sostienen una conversación, y la pureza del lenguaje en que expresan sus pensamientos, aunque muy pocos saben leer o escribir; mientras que los campesinos ingleses, cuya educación es, en general, muy superior, son en su conversación de una grosería y torpeza rayanas en la brutalidad, y cometen absurdas faltas gramaticales, aunque la lengua inglesa es, en conjunto, de estructura más sencilla que el portugués.

Al regresar a Lisboa, encontré a nuestro amigo, que me recibió con mucha bondad. Los diez días siguientes fueron extraordinariamente[p. 66] lluviosos, impidiéndome hacer excursiones por el país; durante ese tiempo vi con frecuencia a nuestro amigo, y examinamos con mucho detenimiento los mejores medios de difundir los Evangelios. En su opinión, no podíamos, por el momento, hacer cosa mejor que entregar parte de nuestras existencias de libros a los libreros de Lisboa, y emplear al mismo tiempo algunos repartidores que voceasen los libros por las calles concediéndoles cierta ganancia por cada ejemplar vendido. Aceptado este plan, fué puesto en práctica sin tardanza, y con éxito no del todo malo. Pensé enviar algunos repartidores a los pueblos inmediatos, pero nuestro amigo se opuso a ello. Consideraba peligroso el intento, porque los curas rurales, dueños aún de gran ascendiente en sus respectivas parroquias, y, en su mayoría, resueltamente contrarios a la difusión del Evangelio, podían muy bien ser causa de que maltrataran o asesinaran a nuestros emisarios.

Resolví, sin embargo, antes de marcharme de Portugal, establecer depósitos de Biblias en una o dos ciudades principales de provincias. Deseaba yo visitar el Alemtejo, nombre que significa «más allá del Tajo», región muy atrasada según mis noticias. Esta provincia no es bella ni pintoresca, a diferencia de casi todas las demás partes de Portugal; hay en ella muy pocas colinas y[p. 67] montañas. En su mayor parte se compone de páramos cortados por alcores, por sombrías cañadas y pinares enanos; la comarca está infestada de bandidos. La principal ciudad es Evora, de las más antiguas de Portugal, sede, en otro tiempo, de una rama de la Inquisición, todavía más cruel y mortífera que la terrible de Lisboa. Evora está a unas sesenta millas de Lisboa, y a Evora me resolví a ir, con veinte Testamentos y dos Biblias. Ahora se verá lo que allí me sucedió.


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CAPÍTULO II

Boteros del Tajo.— Peligros de la corriente.— Aldea Gallega.— La hostería.— Ladrones.— Sabocha.— Aventura de un arriero.— Estalagem de ladrões.— Don Gerónimo.— Vendas Novas.— Un Sitio Real.— Los cerdos del Alemtejo.— Monte Moro.— Un cabrero singular.— Los hijos de los campos.— Infieles y saduceos.

En la tarde del 6 de diciembre salí para Evora en compañía de mi criado. El paso del río se hace en unas lanchas o faluchos, como les llaman, que prestan servicio regular. Me habían dicho que la corriente sería favorable a eso de las cuatro, pero al llegar a la orilla del Tajo, frente a Aldea Gallega, punto entre el cual y Lisboa circulan las lanchas, me encontré con que la corriente no les permitiría salir antes de las ocho de la noche. Si esperaba hasta esa hora, desembarcaría probablemente en Aldea Gallega hacia la media noche, y no tenía yo muchas ganas de hacer mi entrée en el Alemtejo a tales horas; por tanto, como vi varados allí algunos pequeños botes, que podían salir en[p. 69] cualquier momento, resolví alquilar uno para la travesía, aunque el costo era mucho mayor. Pronto cerré trato con un muchacho de mirar selvático que se ofreció a tomarme a bordo de uno de aquellos botes, del que era copropietario, según dijo. No sabía yo lo peligroso que es cruzar el Tajo por su parte más ancha, precisamente desde enfrente de Aldea Gallega, en cualquier tiempo, pero sobre todo a la caída de la tarde en invierno; que a saberlo no me hubiera aventurado a tanto. El muchacho, y un camarada suyo de aspecto miserable, cuyo único vestido, a pesar de la estación, era un jubón y unos calzones andrajosos, remaron hasta llegar a media milla de la costa; entonces izaron una vela muy grande, y el muchacho que parecía ser el jefe y dirigirlo todo, empuñó el timón y se puso a gobernar el bote. La tarde comenzaba a oscurecer; el sol estaba ya cerca de la raya del horizonte; hacía mucho frío, y las olas del noble Tajo comenzaron a coronarse de espumas. Dije al botero que era casi imposible que el bote llevase tanta vela sin zozobrar, y al oírme, se echó a reír, y comenzó una charla de lo más incoherente. Su pronunciación era la más rápida y áspera que hasta entonces había observado en ningún ser humano; mezclábanse en ella alaridos de hiena con ladridos de perro, pero eso no era, en modo alguno, indicio de su condición natural, alegre y[p. 70] desenvuelta y sin asomos de mala intención, según vi muy pronto. Cuando, para demostrarle el poco caso que le hacía, me puse a cantar Eu que sou contrabandista, se echó a reír con toda su alma, y dándome palmadas en el hombro, me dijo que haría todo lo posible por no ahogarnos. Al otro pobrecillo no parecía repugnarle gran cosa irse a fondo; sentado en la proa del bote, semejaba la estatua del hambre, y cuando las olas, rompiendo por el lado del mar, le mojaban los escasos vestidos, sonreía. De allí a poco me convencí de que había llegado nuestra última hora; el viento era cada vez más fuerte, las olas más hirvientes, el bote se ponía con frecuencia de través, y el agua nos entraba a torrentes por sotavento. A pesar de todo, aquel mozo salvaje, sin soltar el timón, reía y parlaba, y a veces, berreaba un trozo de Quando el rey chegou, canción miguelista, que no se podía cantar en Lisboa sin ir a la cárcel.

La corriente estaba en contra nuestra, pero el viento nos era favorable; emprendimos una carrera vertiginosa, y vi que nuestra única probabilidad de salvación estaba en doblar rápidamente el saliente de la margen del Tajo, donde comienza la ensenada o bahía en que se halla Aldea Gallega, porque entonces ya no tendríamos que luchar con las olas del río, encrespadas por el viento contrario. La voluntad del Todopoderoso[p. 71] nos permitió ganar prontamente aquel refugio, no sin que antes el bote se llenase casi por completo de agua, y nos caláramos hasta los huesos. A eso de las siete de la tarde atracamos en Aldea Gallega, tiritando de frío, y en un estado lamentable.

Esas dos palabras españolas: Aldea Gallega, son el nombre de un pueblo que podrá tener unos cuatro mil habitantes. Era noche cerrada cuando desembarcamos. A poco, comenzaron a volar cohetes aquí y allá, iluminando el espacio en todas direcciones. Cuando íbamos por la calle sucia y desempedrada que conduce al largo o plaza, un estruendo horrible de tambores y gritos nos atronó los oídos. Pregunté la causa de tanto bullicio, y me dijeron que era la víspera de la concepción de la Virgen.

Como no era costumbre de los posaderos proveer al sustento de sus huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo, viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna, entré y pedí al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin tardanza me satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen precio.

Me acosté temprano, porque las mulas que había contratado para llevarnos a Evora, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible en la posada. No pude pegar los ojos en toda[p. 72] la noche. Teníamos debajo una cuadra, en la cual dormían varios almocreves o carreteros con sus mulas. Detrás de nosotros, en el corral, había una pocilga. ¿Cómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las mulas, y los almocreves roncaban de un modo horrible. Oí dar las horas en el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi criado a dar prisa al hombre de las mulas, porque estaba harto de la posada y deseaba marcharme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte, acompañado de un muchacho descalzo, llegó con las bestias, que eran bastante regulares. El viejo, dueño de las mulas, y tío del muchacho, venía dispuesto a acompañarnos hasta Evora.

Cuando salimos, la luna brillaba esplendorosa, y el frío de la mañana era penetrante. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del cual pasamos ante un vasto edificio, de extraño aspecto, situado en una desamparada colina arenosa, a nuestra izquierda. Cinco o seis hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápidamente alcance. Todos llevaban largas escopetas colgadas del arzón, y la boca de los cañones asomaba como a dos pies por debajo de la panza de los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero. Respondióme que los caminos estaban muy[p. 73] malos (quería decir que abundaban los ladrones) y que aquellos hombres iban armados así para su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección de Palmella.

Entramos en una planicie arenosa, salpicada de pinos enanos; el camino era poco más que un sendero, y conforme avanzamos, los árboles fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos leguas, con espacios claros, donde pastaban rebaños de cabras y ovejas; las cencerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con un tintineo apagado y monótono. El sol estaba empezando a salir, pero la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desolado aspecto de la comarca, causaba en mi ánimo una impresión desagradable. Eché pie a tierra y anduve un poco, trabando conversación con el viejo. Al parecer, no sabía hablar más que de «los ladrones» y de las atrocidades que tenían por costumbre cometer en los mismos sitios por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad, horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen trecho.

Al cabo de hora y media salimos del bosque a un terreno quebrado, yermo y bravío, cubierto de mato, o matorrales. Las mulas detuviéronse a beber en un charco de poca hondura; y al mirar a la derecha, vi las[p. 74] ruinas de una pared. Aquello era, según me dijo el guía, lo que quedaba de Vendas Velhas, o Ventas Viejas, antigua guarida de Sabocha, ladrón famoso. Parece que el tal Sabocha tuvo a sus órdenes, unos diez y seis años antes, una partida de cuarenta bandoleros, que infestaban aquellos despoblados y vivían del robo. Durante mucho tiempo, el ventero Sabocha ejerció su atroz oficio sin infundir sospechas, y muchos infelices viajeros fueron asesinados en el silencio de la noche dentro de la venta solitaria regentada por él en aquel bosque; nunca he visto, en verdad, situación más a propósito para robar y matar. La cuadrilla tenía la costumbre de abrevar sus caballos en aquel charco, y quizás allí se lavaban las manos manchadas con la sangre de sus víctimas. El segundo de la cuadrilla era hermano de Sabocha, tipo fortísimo y feroz, famoso sobre todo por su destreza en tirar el cuchillo, con el que solía atravesar a sus enemigos. Al fin se descubrió la connivencia de Sabocha y de los bandidos, y el ventero huyó con la mayor parte de sus socios, cruzando el Tajo para refugiarse en las provincias del Norte; en un encuentro fortuito con la fuerza pública, en el camino de Coimbra, Sabocha y toda su cuadrilla perdieron la vida. Su casa fué arrasada por orden del Gobierno.

Los ladrones frecuentan todavía esas[p. 75] ruinas, y en ellas comen y beben, en acecho de una presa, porque el sitio domina un buen trozo del camino. El viejo me aseguró que, unos dos meses antes, al volver a Aldea Gallega con sus mulas de acompañar a unos viajeros, le había derribado, desnudado y robado un individuo que, a su parecer, salió de aquel nido de asesinos. Díjome que el agresor era joven y de fuerza extraordinaria, con inmensos bigotes y patillas, armado con una espingarda o mosquete. Unos diez días más tarde vió al ladrón en Vendas Novas, en donde nosotros íbamos a pasar la noche. El individuo, al reconocer a su víctima, le llevó aparte, y con horrendas imprecaciones le intimó que no volvería a ver más su casa si intentaba delatarle; el viejo se estuvo en paz, porque tenía muy poco que ganar y sí mucho que perder haciendo que prendieran al ladrón, ya que no hubieran tardado en soltarlo por falta de pruebas, y entonces era inevitable su venganza si no se adelantaban sus compañeros a tomarla.

Me apeé y fuí hasta las ruinas, donde vi los restos de una hoguera y una botella rota. Los hijos del robo habían pasado por allí muy poco antes. Dejé un ejemplar del Nuevo Testamento y algunos folletos, y partimos apresuradamente.

El sol había disipado las nieblas y empezaba a calentar mucho. Llevaríamos[p. 76] próximamente otra hora de camino, cuando sonó un relincho a nuestra espalda, y el guía nos dijo que venía un grupo de hombres a caballo; como nuestras mulas andaban a buen paso, tardaron lo menos veinte minutos en alcanzarnos. El jinete que rompía la marcha era un caballero vestido con elegante traje de camino; un poco detrás seguían un oficial, dos soldados y un mozo de librea. Oí al caballero que parecía principal, preguntar a mi criado, al emparejarse con él, quién era yo, y si francés o inglés. Le dijo que un caballero inglés, de viaje. Preguntó entonces si entendía el portugués, y el criado respondió qué sí, pero que, a su parecer, hablaba yo mejor el italiano y el francés. El caballero espoleó el caballo y me abordó, pero no en portugués, francés ni italiano, sino en el inglés más puro que he oído hablar a un extranjero; no había en su pronunciación ni el más leve acento extranjero, y, a no haber conocido en su rostro que mi interlocutor no era inglés (como todos saben, hay en el semblante de un inglés una particularidad indescriptible que le delata), hubiera creído que se trataba de un compatriota. Continuamos juntos departiendo hasta llegar a Pegões.

Pegões se compone de dos o tres casas y de una posada; hay, además, una especie de barraca donde se alberga media docena de soldados. No hay en todo Portugal un sitio[p. 77] de peor fama que éste, y la posada lleva el apodo de Estalagem de Ladrões o sea, hostería de ladrones; porque los bandidos que campan por los despoblados que se extienden a varias leguas a la redonda, tienen la costumbre de venir a esta posada a gastar el dinero y demás productos de su criminal oficio; allí cantan y bailan, comen conejo guisado y aceitunas, y beben el vino espeso y fuerte del Alemtejo. Una enorme fogata, alimentada por el tronco de un alcornoque, ardía en un fogón bajo, a la izquierda de la entrada de la espaciosa cocina. Arrimadas al fuego cocían varias ollas, cuyo apetitoso olor me recordó que aún no me había desayunado, a pesar de ser cerca de la una y de haber hecho a caballo cinco leguas. Varios hombres, de aspecto siniestro, que si no eran bandidos, fácilmente podían ser tomados por tales, estaban sentados en unos leños al amor de la lumbre. Híceles algunas preguntas indiferentes, a las que contestaron con desembarazo y cortesía, y uno de ellos, que dijo saber de letra, aceptó un folleto que le ofrecí.

Mi nuevo amigo, después de encargar la comida, o más bien almuerzo, me invitó con gran amabilidad a participar en él, y, al mismo tiempo, me presentó a su acompañante el oficial, hermano suyo, que también hablaba inglés, pero con menos perfección. Mi amigo resultó ser don Jerónimo José de[p. 78] Azveto, secretario del Gobierno en Evora; su hermano pertenecía a un regimiento de húsares que tenía el cuartel general en aquella ciudad, pero con patrullas destacadas a lo largo del camino, por ejemplo, en el lugar donde nos encontrábamos detenidos.

En Pegões, el principal artículo de comer parece que son los conejos, muy abundantes en los páramos de las cercanías. Comimos uno frito, con una pringue deliciosa, y luego otro asado, que nos sirvieron entero en una fuente; la posadera, después de lavarse las manos, lo partió, y luego vertió sobre los pedazos una salsa sabrosa. Comí con mucho gusto de ambos platos, sobre todo del último, quizás por la curiosa y para mí nueva manera de aderezarlo. Con unos higos de los Algarves, excelentes, y unas manzanas, concluyó nuestra comida; pero el cuartito reservado en que comimos era de suelo cenagoso, y su frialdad me penetró de modo que ni de los manjares ni de la agradable compañía pude sacar todo el placer que en otro caso hubiera tenido.

Don Jerónimo se había educado en Inglaterra, país en que transcurrió su infancia, lo cual explicaba en mucha parte su dominio de la lengua inglesa, que únicamente se puede aprender bien residiendo en el país durante aquella etapa de la vida. Había, además, huído a Inglaterra poco después de la usurpación del Trono de Portugal por don[p. 79] Miguel, y desde allí fué al Brasil, donde se consagró al servicio de don Pedro, y le acompañó en la expedición que terminó por la caída del usurpador y el establecimiento del Gobierno constitucional en Portugal. Nuestra conversación versó sobre literatura y política, y mi conocimiento de las obras de los escritores más famosos de Portugal fué acogido con sorpresa y contento; nada tan halagüeño para un portugués como observar que un extranjero se interesa por su literatura nacional, de la que, en muchos respectos, se enorgullece con justicia.

A eso de las dos cabalgamos de nuevo y proseguimos juntos nuestro camino a través de un país exactamente igual al que habíamos atravesado antes, áspero y quebrado, con grupos de pinos aquí y allá. La tarde era muy despejada, y los brillantes rayos del sol realzaban la desolación del paisaje. Habríamos avanzado dos leguas, cuando percibimos en lontananza un gran edificio, de majestuosa apariencia, que era, según me dijeron, un palacio real situado al otro extremo de Vendas Novas, pueblo donde íbamos a pernoctar; aún nos faltaba más de una legua para llegar a él, pero a través de la clara y transparente atmósfera de Portugal, parecía mucho más próximo.

Antes de llegar a Vendas Novas pasamos junto a una cruz de piedra, en cuyo pedestal había cierta inscripción conmemorativa[p. 80] de un asesinato horrible cometido en aquel lugar en la persona de un lisboeta; la cruz parecía ya antigua y estaba cubierta de musgo; la inscripción era, en su mayor parte, ilegible, al menos para mí, que no podía gastar mucho tiempo en descifrarla. Llegados a Vendas Novas y encargada la cena, mi nuevo amigo y yo fuimos dando un paseo a ver el palacio. Fué edificado por el difunto rey de Portugal, y su aspecto exterior es poco notable. El edificio, largo y con dos alas, consta de dos pisos tan sólo, aunque parece mucho más alto por estar situado en una elevación del terreno; tiene quince ventanas en el piso alto y doce en el bajo, con una puerta mezquina, algo así como la puerta de un granero, a la que se llega por un solo peldaño. El interior corresponde al exterior, y no hay en él nada interesante para el curioso, excepto las cocinas, magníficas en verdad, y tan grandes, que puede condimentarse en ellas al mismo tiempo comida suficiente para todos los habitantes del Alemtejo.

Pasé la noche con toda comodidad en una cama limpia, lejos de todos aquellos ruidos tan frecuentes en las posadas portuguesas, y a las seis de la mañana del siguiente día continuamos el viaje, que esperábamos terminar antes de ponerse el sol, porque Evora sólo dista diez leguas de Vendas Novas. Si la mañana anterior había sido fría,[p. 81] ésta lo era mucho más, tanto que, poco antes de salir el sol, no pude resistir más a caballo, y, echando pie a tierra, corrí y anduve hasta llegar a unas casuchas en el límite de los desolados páramos. En una de aquellas casas se encontraron los emisarios de don Pedro y los de don Miguel, y allí se concertó la renuncia de este último a la corona en favor de doña María de la Gloria; Evora fué el postrer reducto del usurpador, y las parameras del Alemtejo el último teatro de las luchas que tanto tiempo agitaron al infortunado Portugal. Contemplé, pues, con mucho interés aquellas miserables chozas, y no dejé de esparcir por los contornos algunos de los preciosos folletitos que, con una corta cantidad de Testamentos, llevaba en mi saco de noche.

El paisaje comenzó desde allí a mejorar; dejamos atrás los agrestes matorrales y atravesamos colinas y valles cubiertos de alcornoques y de azinheiras, las cuales producen bellotas dulces o bolotas, tan agradables como las castañas, y principal alimento en invierno de los numerosos cerdos que cría el Alemtejo. Los cerdos son muy hermosos: de patas cortas, corpulentos, de color negro o rojo oscuro; de la excelencia de su carne puedo dar testimonio, porque muchas veces la he saboreado con deleite en mis viajes por esta provincia; el lombo, o lomo, asado en el rescoldo, es[p. 82] delicioso, especialmente comiéndolo con aceitunas.

Nos hallábamos a la vista de Monto Moro, que, como su nombre indica, fué en otro tiempo una fortaleza de los moros. Es una colina alta y escarpada, en cuyas cúspide y vertiente yacen muros y torreones en ruinas. Por el lado de Poniente, en un profundo barranco o valle, corre un delgado arroyo, cruzado por un puente de piedra; más abajo hay un vado, que atravesamos para subir a la ciudad, la cual comienza casi al pie de la montaña, por el Norte, y va faldeando hacia el Noreste. La ciudad es sumamente pintoresca, con muchas casas antiquísimas, construídas a la manera morisca. Tenía grandes deseos de examinar los restos de la fortaleza mora en la parte alta del monte; pero el tiempo urgía, y la brevedad de nuestra estada en el lugar no me consintió satisfacer ese gusto.

Monte Moro es cabeza de una cadena de colinas que cruza esta parte del Alemtejo, y que aquí se bifurca hacia el Este y el Sureste; en la primera dirección está el camino directo a Elvas, Badajoz y Madrid; en la segunda, el camino a Evora. La tercera montaña de la cadena que bordea el camino de Elvas es muy hermosa. Se llama Monte Almo; hállase cubierta de alcornoques hasta la cima, y un arroyo rumoroso corre al pie. Bajo los rayos gloriosos del sol, brillaban las[p. 83] verdes praderas, donde pacían rebaños de cabras, haciendo sonar alegremente sus campanillas. El tout ensemble semejaba un lugar encantado. Para que nada faltase en el cuadro, encontré debajo de una azinheira a un hombre, un cabrero, cuyo aspecto me hizo recordar al pastor salvaje mencionado en cierta balada danesa.

«Sobre sus hombros tenía un jabalí—en su seno dormía un oso negro, etc.»

El cabrero tenía en un hombro un animal, que, según me dijo, era una lontra, o nutria, acabada de cazar en el arroyo inmediato; una cuerda, atada por un extremo al brazo del cazador, la rodeaba el cuello. A su izquierda había un saco, por cuya boca asomaban las cabezas de dos o tres animales bastante extraños; a su derecha se agazapaba un lobezno gruñón que estaba domesticando. Todo su aspecto era de lo más salvaje y fiero. Tras unas pocas palabras, como las que generalmente suelen cambiar los que se encuentran en un camino, le pregunté si sabía leer, y no me contestó. Traté entonces de averiguar si tenía alguna idea de Dios o de Jesucristo, y mirándome fijamente al rostro por un momento, se volvió luego hacia el sol, ya próximo al ocaso, hízole una reverencia, y de nuevo clavó en mí su mirada. Creo que entendí bien esta muda respuesta, la cual significaba, probablemente, que Dios era el autor de[p. 84] aquella gloriosa luz que alumbra y alegra toda la creación. Satisfecho con esta creencia, le dejé, y me apresuré a dar alcance a mis compañeros, que me habían tomado considerable delantera.

Siempre he encontrado en el ánimo de campesinos más determinada inclinación a la religión y a la piedad que en los habitantes de las ciudades y villas; la razón es obvia: aquéllos están menos familiarizados con las obras de los hombres que con las de Dios; sus ocupaciones, además, son sencillas, no requieren tanta habilidad o destreza como las que atraen la atención del otro grupo de sus semejantes, y son, por tanto, menos favorables para engendrar la presunción y la suficiencia propia, tan radicalmente distintas de la humildad de espíritu, fundamento verdadero de la piedad. Los que se burlan de la religión y la escarnecen, no salen de entre sencillos hijos de la naturaleza; son más bien la excrecencia de un refinamiento recargado, y aunque su influjo pernicioso llega ciertamente a los campos, y corrompe en ellos a muchos hombres, la fuente y el origen del mal está en los grandes centros, donde la población se apiña y donde la naturaleza es casi desconocida. No soy de los que van a buscar la perfección humana en la población rural de ningún país; la perfección no existe en hijos del pecado, dondequiera que residan; pero mientras el[p. 85] corazón no se corrompe, hay esperanza para el alma, porque hasta Simón Mago se convirtió. Pero una vez que la incredulidad endurece el corazón, y la prudencia según la carne refuerza la incredulidad, hace falta para ablandarlo que la gracia de Dios se manifieste con exuberancia desusada, porque en el libro sagrado leemos que el fariseo y el mago llegaron a ser receptáculos de gracia; pero en ninguna parte se menciona la conversión del burlón Saduceo; ¿y qué otra cosa es un incrédulo moderno más que un Saduceo de última hora?

La noche cerró antes que llegásemos a Evora, y después de despedirme de mis amigos, que amablemente me ofrecieron su casa, me dirigí con mi criado al Largo de San Francisco, donde, según dijo el arriero, estaba la mejor hostería de la ciudad. Entramos a caballo en la cocina, a continuación de la cual estaba la cuadra, como es uso en Portugal. Gobernaban la casa una vieja que parecía gitana, y su hija, muchacha de unos diez y ocho años, hermosa y fresca como una flor. La casa era grande. En el piso alto había un vasto aposento, a modo de granero, que ocupaba casi toda la longitud del edificio; en el extremo había una divisoria para formar una alcoba de regular comodidad, pero muy fría; el piso era de baldosa, como el de la espaciosa sala contigua, donde los arrieros solían dormir en las mantas y[p. 86] enjalmas de sus malas. Después de cenar me acosté, y luego de ofrecer mis devociones a Aquel que me había protegido en un viaje tan peligroso, me dormí profundamente hasta el otro día[29].


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CAPÍTULO III

Un comerciante de Evora.— Contrabandistas españoles.— El león y el unicornio.— La fuente.— Confianza en el Todopoderoso.— Reparto de folletos.— La librería en Evora.— Un manuscrito. La Biblia como guía.— La infame María.— El hombre de Palmella.— El conjuro.— El régimen frailuno.— Domingo.— Volney.— Un auto de fe.— Hombres de España.— Lectura de un folleto.— Nuevos viajeros.— La mata de romero.

Evora es una pequeña ciudad murada, pero sin un sistema defensivo, y no resistiría un sitio de veinticuatro horas. Tiene cinco puertas; delante de la del Suroeste se halla el paseo principal, donde también se celebra una feria el día de San Juan. Las casas son, en general, muy antiguas, y muchas están vacías. Cuenta unos cinco mil habitantes; pero con sobrada capacidad para doble número de gente. Los dos edificios principales son la Seo, o catedral, y el convento de San Francisco, en la misma plaza en que, frente a él, se hallaba mi posada. A mano derecha, entrando por la puerta del Suroeste,[p. 88] hay un cuartel de caballería. Por el Sureste, a unas seis leguas de distancia, descúbrese una cadena de montañas azules; la más alta, llamada Serra Dorso, pintoresca, bella, alberga en sus escondrijos muchos lobos y jabalíes. Como a legua y media más allá de esa montaña, está Estremoz.

El día siguiente a mi llegada lo empleé principalmente en visitar la ciudad y sus cercanías, y al vagar de un lado para otro, trabé conversación con diversas personas. Algunas eran de la clase media, comerciantes o artesanos, y todos constitucionalistas, o se llamaban tales; pero tenían muy pocas cosas que decir, salvo unos cuantos lugares comunes acerca de la vida de frailes, de su hipocresía y holgazanería. Quise obtener noticias respecto del estado de la instrucción en la localidad, y de sus respuestas deduje que el nivel debía de estar muy bajo, porque, al parecer, no había escuelas ni librerías. Si les hablaba de religión, mostraban grandísima indiferencia por el asunto, y, haciéndome una cortés inclinación de cabeza, se marchaban lo antes posible.

Fuí a ver a un comerciante para quien llevaba yo una carta de presentación, y se la entregué en su tienda, donde le encontré detrás del mostrador. En el curso de nuestra conversación averigüé que le habían perseguido mucho durante el antiguo régimen,[p. 89] al que profesaba aversión sincera. Díjele que la ignorancia del pueblo en materia de religión había sido el sostén del antiguo régimen, y que el mejor modo de impedir su retorno sería llevar la luz a todos los espíritus. Añadí que había llevado a Evora un pequeño repuesto de Biblias y Testamentos, y deseaba entregárselos a un comerciante respetable para su venta, y que si él deseaba contribuir a extirpar las raíces de la superstición y de la tiranía, no podía hacer cosa mejor que encargarse de tales libros. Se declaró dispuesto a ello, y me fuí, determinado a entregarle la mitad de los que tenía. Volví a mi posada y me senté en un leño, debajo de la inmensa campana de la chimenea de la sala común; dos hombres de rostro huraño estaban arrodillados en el suelo. Tenían ante sí un buen montón de objetos de hierro viejo, latón y cobre, que iban clasificando, y colocábanlos después en sacos. Eran contrabandistas españoles de ínfima categoría, y ganaban miserablemente su vida llevando de matute tales desechos desde Portugal a España. No hablaban ni una palabra, y cuando me dirigí a ellos en su lengua natal, me contestaron con una especie de gruñido. Estaban tan sucios y mohosos como el hierro en que traficaban; en la cuadra del piso bajo tenían cuatro miserables borriquillos.

La posadera y su hija me trataban con[p. 90] amabilidad extremada, y por adularme me hicieron algunas preguntas respecto de Inglaterra. Un hombre con traje algo parecido al de los marineros ingleses, sentado frente a mí debajo de la campana, dijo: «Yo aborrezco a los ingleses porque no están bautizados y son gente sin ley.» Se refería a la ley de Dios. Me eché a reír y le dije que, según la ley inglesa, a nadie sin bautizar podía dársele sepultura en tierra sagrada; a lo cual repuso: «Entonces sois más rigurosos que nosotros.» Luego, añadió: «¿Qué significan el león y el unicornio que vi el otro día en un escudo a la puerta del cónsul inglés en Setubal?» Respondí que eran las armas de Inglaterra. «Sí; pero ¿qué representan?» Dije que no lo sabía. «Entonces—replicó—, no conoce usted los secretos de su propio país.» A lo cual: «Supóngase—le contesté—, que le dijese a usted que representan el león de Bethlehem y la bestia cornuda de abismos ardientes, luchando por el predominio en Inglaterra, ¿qué diría?» «Diría—repuso—, que me daba usted una respuesta perfecta.» Aquel hombre y yo llegamos a ser grandes amigos. Venía de Palmella, no lejos de Setubal; llevaba unos cuantos caballos y mulas, y era tratante en cebada y trigo. De nuevo volví a pasearme y a vagar por los alrededores de la ciudad.

Como a media milla de las murallas, por el lado Sur, hay una fuente de piedra,[p. 91] donde los arrieros y demás gentes que acuden a la ciudad, acostumbran a dar agua a sus bestias. Allí me estaba sentado unas dos horas, hablando con todo el que hacía alto en la fuente. Hago notar que durante mi estancia en Evora repetí a diario esta visita, deteniéndome en ella el mismo tiempo; gracias a este plan, creo que hablé, por lo menos, con unos doscientos portugueses acerca de asuntos tocantes a su salvación eterna. Descubrí que muy pocos de aquellos a quienes hablé habían recibido educación literaria, ninguno había leído la Biblia, no más de media docena tenían una ligerísima noticia de lo que son los libros santos. Casi todos eran fanáticos papistas y miguelistas de corazón. Por tanto, cuando me decían que eran cristianos, negábales yo la posibilidad de que lo fueran, pues ignoraban a Cristo y sus mandamientos, y ponían la esperanza de su salvación en reglas externas y prácticas supersticiosas inventadas por Satanás para mantenerlos en tinieblas y que al cabo cayesen en el abismo que les tenía preparado. Díjeles muchas veces que el Papa, a quien reverenciaban, era un insigne impostor y el principal ministro de Satanás en la tierra, y que los frailes y monjes, cuya ausencia lamentaban, a quienes estaban acostumbrados a confesar sus pecados, eran agentes subalternos suyos. Cuando me pedían pruebas, aducía invariablemente la[p. 92] ignorancia de mis oyentes respecto de las Escrituras, y decía que si sus guías espirituales hubiesen realmente sido ministros del Señor, no hubieran dejado a sus rebaños ignorar su palabra.

Desde entonces acá, me ha sorprendido muchas veces el no recibir insultos ni malos tratos de la gente cuya superstición atacaba yo de ese modo; en verdad, nada malo me sucedió, y me inclino a creer que la extremada audacia que yo desplegaba, confiado en la protección del Todopoderoso, puede haber sido la causa de ello. Lo mejor frente al peligro es mirarlo cara a cara, y así generalmente se desvanece como las nieblas de la mañana a la luz del sol; mientras que, desanimándose, el peligro se hace de fijo mayor. Abrigo la viva esperanza de que mis palabras llegaron muy adentro en el corazón de algunos de mis oyentes, porque vi a muchos de ellos marcharse abstraídos y pensativos. En ocasiones repartía entre estas gentes algunos folletos, pues aunque fuesen incapaces de sacar de ellos personalmente gran provecho, pensé que servirían de instrumento para que en lo futuro cayeran en otras manos y alguien los utilizara para su salvación. ¡Cuánto libro abandonado a las olas aborda a remotas playas, y allí sirve de bendición y consuelo a millones de gentes que ignoran su procedencia!

Al siguiente día, viernes, fuí a visitar en[p. 93] su casa a mi amigo don Jerónimo Azveto. No le encontré, pero me dijeron que le buscase en la Seo, o palacio episcopal, en uno de cuyos aposentos le hallé, en efecto, escribiendo con otro señor, a quien me presentó; era el gobernador de Evora, que me recibió con toda bondad y cortesía. Después de hablar un rato salimos juntos a visitar un edificio antiguo, del que se decía que en tiempos pasados fué templo de Diana. Parte de él era evidentemente de construcción romana; no había lugar a error ante las bellas y elegantes columnas que sostenían la cúpula, bajo la que probablemente se cumplían sacrificios a la divinidad más poética y atrayente de los gentiles; pero los antiguos intercolumnios habían sido macizados en tiempos modernos, y el resto del edificio parecía ser de fines de la Edad Media. Estaba situado en un extremo de la antigua casa de la Inquisición, y fué residencia del obispo antes de construirse la Seo actual.

Dentro de la Seo, donde vive ahora el gobernador, hay una magnífica biblioteca, que ocupa una inmensa pieza abovedada, como la nave de una catedral; en un aposento contiguo hay una colección de cuadros de autores portugueses, principalmente retratos, entre los que se halla el de don Sebastián. Quiero creer que el pintor no le hizo justicia, porque le representó en figura de un tosco mancebo como de diez y ocho años,[p. 94] abotagado y bobo, con ojos saltones, y una golilla en torno del cuello corto y apoplético.

Me enseñaron varios misales con bellas miniaturas, y otros manuscritos, uno de cuales atrajo sobre todo mi atención, por motivos que se adivinan con sólo decir que su título era:

«Forma sive ordinatio Capelle ilustrissimi et xianissimi principis Henrici Sexti Regis Anglie et Francie am dm Hibernie descripta serenissio principi Alfonso Regi Portugalie illustri per humilen servitoren sm Willm. Sav. Decanu capelle supradicte.»

¡Me pareció oír la voz de mi amada tierra natal en los tiempos pasados! La biblioteca y la colección de cuadros las formó uno de los últimos obispos, varón muy ilustrado y piadoso.

Por la noche cené con don Jerónimo y su hermano; éste nos dejó en seguida para cumplir sus deberes de militar. Mi amigo y yo hablamos con detenimiento de cosas importantes. Empezó lamentándose de la ignorancia en que estaban sumidos sus conterráneos, y me dijo que tanto él como su amigo el gobernador se proponían establecer un colegio en aquellos contornos, habiéndose dirigido al Gobierno en demanda de autorización para utilizar un convento vacío, llamado el Espinheiro, o el espino, distante una legua de allí, y esperaban ver aceptada su propuesta. Ya le había yo dicho a don[p. 95] Jerónimo mi calidad y mis propósitos; y al manifestarle ahora mi contento por los planes que abrigaba, le rogué con las más vivas instancias que usase de su valimiento para que la educación dada a los muchachos tuviera por base el conocimiento de las Escrituras, y añadí que la mitad de las Biblias y Testamentos llevados por mí a Evora la ponía gustoso a su disposición. Al instante me tendió la mano, y aceptó mi oferta con gran placer, prometiéndose hacer cuanto pudiera en pro de mis intenciones, también suyas en muchos respectos. Entonces añadí que yo no había ido a Portugal con la idea de propagar los dogmas de una secta particular, sino con la esperanza de difundir la Biblia, manantial de cuanto es útil y conducente al bien de la sociedad; que no me importaba lo que la gente profesara, con tal que tuviese por guía la Biblia, porque allí donde se leen las Escrituras, ni la superchería clerical ni la tiranía duran mucho; aduje como ejemplo mi propio país, cuya libertad y prosperidad se deben a la Biblia, y donde cabalmente el último perseguidor del libro, la sanguinaria e infame María Tudor, fué también el último tirano que se sentó en el trono. Me separé de mi amigo ya muy entrada la noche, y a la mañana siguiente le envié los libros, en la firme y confiada esperanza de que una aurora radiante y gloriosa iba a disipar las lúgubres sombras de la[p. 96] noche que durante tanto tiempo habían envuelto al Alemtejo.

Al siguiente día de este interesante suceso, sábado, hablé de nuevo con el hombre de Palmella. Le pregunté si nunca en sus viajes le habían atacado los ladrones; me respondió que no, pues, en general, viajaba acompañado. «Sin embargo—añadió—cuando viajo solo tampoco tengo miedo, porque voy bien protegido.» Supuse que llevaría buenas armas, y así se lo dije. «No más arma que esta»—repuso, mostrándome uno de esos enormes cuchillos de manufactura inglesa, de que suelen estar provistos los campesinos portugueses. Esos cuchillos se emplean para muchos usos, y me parecen un arma bastante más eficaz que el puñal. «Pero no es este cuchillo—continuó el hombre—lo que me da más confianza.» «¿Pues qué es?» «Esto—contestó, y extrajo del seno un escapulario que llevaba colgado del cuello con un cordón de seda—. Aquí llevo una oraçam, o plegaria, escrita por una persona de virtud, y mientras no se aparte de mí no me ocurrirá nada.» Como la curiosidad es el principal rasgo de mi carácter, dije al momento al hombre aquel, con gran calor, que si me dejaba leer la oración me proporcionaría un placer vivísimo. «Bueno—contestó—; somos amigos, y voy a hacer por usted lo que haría por muy pocos.» Me pidió el cortaplumas, y sin[p. 97] descoser el envoltorio sacó un pedazo de papel, bastante grande, cuidadosamente ajustado a él. Corrí a mi aposento para examinarlo. Estaba escrito con garrapatos casi ilegibles, y tan manchado de sudor, que me costó mucho trabajo descifrar su contenido; al cabo conseguí hacer la siguiente transcripción literal del conjuro, escrito en mal portugués, pero que me impresionó en aquella ocasión, por tratarse de la composición más extraordinaria que había visto:

El conjuro.—«Justo juez y divino Hijo de la Virgen María, que naciste en Belén, Nazareno, y fuiste crucificado entre la muchedumbre de los judíos, te suplico, Señor, por tu sexto día, que mi cuerpo no sea preso por la justicia ni reciba de sus manos la muerte, la paz sea con nosotros, la paz de Cristo, venga a mí la paz, la paz sea con nosotros, dijo Dios a sus discípulos. Si la maldita justicia recela de mí, o pone en mí sus ojos, para apoderarse de mí o robarme, que sus ojos no puedan verme, que su boca no pueda hablarme, que sus oídos no puedan oírme, que sus manos no puedan agarrarme, que sus pies no puedan seguirme; de suerte que, armado con las armas de San Jorge, cubierto con el manto de Abraham y embarcado en el arca de Noé, no puedan verme, ni oírme, ni verter la sangre de mi cuerpo. Te conjuro, además, Señor, por aquellas tres benditas cruces, por aquellos[p. 98] tres benditos cálices, por aquellos tres benditos sacerdotes, por aquellas tres hostias consagradas, que me des aquella dulce compañía que diste a la Virgen María desde las puertas de Belén a los portales de Jerusalem, para que pueda yo ir y venir alegre y gustoso con Jesucristo, el Hijo de la Virgen María, madre, y, sin embargo, siempre virgen.»

La posadera y su hija llevaban pendientes del cuello otros escapularios con amuletos semejantes, para librarse, según decían, de todo maleficio. La creencia en la brujería está muy extendida entre los campesinos del Alemtejo, y creo que entre todos los de Portugal. Esta es una de las reliquias del régimen frailuno, que en todos los países donde ha existido parece haberse propuesto embotar el entendimiento del pueblo para extraviarlo con más facilidad. Todos esos amuletos estaban confeccionados por frailes, que se los vendían a sus entontecidos penitentes.

Los monjes de las iglesias griega y siria trafican también con estas cosas, aun sabiendo que son nocivas, y anteponen ese comercio a la difusión del saludable bálsamo del Evangelio, porque de aquél sacan muy buenas ganancias y mantienen así el engaño que les permite vivir regaladamente.

La mañana del domingo fué muy hermosa, y la explanada que hay delante del[p. 99] convento de San Francisco se llenó de gente que iba a misa o volvía de oírla. Cumplidas mis devociones matinales me desayuné, y bajé a la cocina; una muchacha llamada Gerónima estaba sentada al amor de la lumbre. Le pregunté si había oído misa, y me respondió que ni la había oído ni pensaba oírla. Inquirí el motivo y replicó que desde la expulsión de los frailes de sus iglesias y conventos, había dejado de oír misa y de confesarse, porque los curas no tenían en tal ministerio poder espiritual, y, por tanto, se abstenía de ir a molestarlos. Dijo que los frailes eran unos santos varones, muy caritativos, que a diario daban de comer en el convento de enfrente a cuarenta pobres con las sobras de la comida del día anterior, y ahora a esa gente se la dejaba morirse de hambre. Contesté que como vivían de la enjundia de la tierra, bien podían permitirse los frailes arrojar unos pocos huesos a sus pobres, haciéndolo así por política, con la esperanza de ganar amigos para los casos de apuro. La muchacha me dijo después que, como domingo, tal vez desearía yo entretenerme viendo algún libro, y sin esperar respuesta me trajo unos cuantos. Eran en su mayoría narraciones populares de vidas y milagros de santos, pero entre ellos había una traducción del libro de Volney, Las ruinas. Pregunté cómo había adquirido tal obra. Díjome que un joven, ardiente constitucionalista, se[p. 100] la había dado unos meses antes, con muchas instancias para que la leyese, ponderándosela como uno de los mejores libros del mundo. Repuse que el autor, enviado de Satán, enemigo de Jesucristo y del alma humana, había escrito la obra con el único propósito de mofarse de la religión y de inculcar la doctrina de que no hay vida futura ni premio para el virtuoso ni castigo para el malo. La muchacha, sin responder palabra, se fué a otro aposento, del que volvió con el delantal lleno de astillas y otra leña menuda, volcándola en la lumbre, que levantó viva llama. Entonces, tomando de mis manos el libro, lo echó en la hoguera, se sentó, sacó del bolsillo un rosario y estuvo rezando hasta que el volumen quedó consumido. Fué esto un auto de fe en el mejor sentido de la palabra.

El lunes y el martes hice mis acostumbradas visitas a la fuente, y también recorrí los alrededores, montado en una mula, para repartir folletos. Dejé caer una buena porción de ellos en los paseos preferidos por la gente de Evora, porque era dudoso que los aceptaran si yo se los ofrecía en propia mano, mientras que si los veían tirados por el suelo, pensaba yo que la curiosidad acaso los indujera a cogerlos y leerlos.

En la tarde del martes fuí a despedirme de mi amigo Azveto, pues mi intención era salir de Evora el jueves siguiente y regresar[p. 101] a Lisboa; con esta mira alquilé una calesa, cuyo dueño me dijo que había servido como soldado en la grand’armée de Napoleón y asistido a la campaña de Rusia. Tenía toda la estampa de un borracho. Su rostro era carbuncoso, y su aliento apestaba a aguardiente. Muchos deseos tenía de hablar conmigo en francés, enorgulleciéndose de poseer ese idioma; pero yo rehusé, y le dije que me hablase en la lengua del país o no cruzaría la palabra con él.

El miércoles empeoró el tiempo y, a ratos, llovió. Al bajar a la cocina me encontré con que mi amigo el de Palmella se había marchado; pero habían llegado varios contrabandistas de España. Casi todos eran muy apuestos, y, a diferencia de los dos que vi la semana anterior, locuaces y expansivos; sólo hablaban su lengua natal y parecían sentir gran desprecio por el portugués. La magnífica entonación del español resonaba muy ventajosamente junto al dialecto chillón de Portugal. Pronto trabé con ellos un grave coloquio, y descubrí con alegría que todos sabían leer. Ofrecí al más viejo, hombre de unos cincuenta años de edad, un folleto en español, y después de examinarlo un rato con mucha atención, se alzó de su asiento y, poniéndose en medio del cuarto, comenzó a leer en alta voz, despacio y con gran énfasis. Sus compañeros le rodearon, y de vez en cuando manifestaban su[p. 102] conformidad con lo que oían. En ocasiones, el lector acudía a mí en demanda de explicación de algún pasaje que no entendía bien, por referirse a determinados textos de la Escritura, ya que ninguno de la cuadrilla había visto nunca el Antiguo ni el Nuevo Testamento. Continuó leyendo más de una hora, hasta acabar el folleto; al concluir, todos clamaron por otros parecidos, y se los di con mucho gusto.

Casi todos aquellos hombres hablaban del clericalismo y del régimen frailuno con odio profundo, hasta preferir la muerte a someterse de nuevo al yugo que había oprimido sus cuellos. Híceles muchas preguntas acerca de la opinión de sus parientes y amigos sobre ese punto, y me aseguraron que en la parte de la frontera española frecuentada por ellos, todos eran de la misma opinión, importándoles tan poco el Papa y sus frailes como don Carlos, porque éste era un chicotito y un tirano, y los otros, ladrones y salteadores. Díjeles que no debían confundir la religión con la superstición clerical, ni olvidar por odio a ésta que hay un Dios y un Cristo en quien hemos de buscar nuestra salvación, y cuya palabra estaban obligados a meditar en todo momento; expresáronse, al oírme, como muy devotos creyentes en Cristo y en la Virgen.

Estos hombres eran, en muchos respectos,[p. 103] más ilustrados que los campesinos del contorno, pero en otros se hallaban en iguales tinieblas; creían en brujerías y en el poder de hechizos y ensalmos. La noche fué muy borrascosa. A eso de las nueve oímos un galope que se acercaba, y a poco llamaron a la puerta; abrieron, y se precipitó en la cocina, todo azorado, un hombre montado en un jumento; llevaba una raída chaqueta de piel de carnero de las llamadas en español zamarras, con calzones de lo mismo; desde las rodillas para abajo tenía las piernas desnudas. Alrededor del sombrero llevaba atada una gran cantidad de la hierba llamada en inglés rosemary, romero en español, y en portugués rústico alecrim, palabra de origen escandinavo (ellegren), que significa planta mágica, llevada probablemente al Sur por los vándalos. El recién llegado parecía loco de terror, y contó que las brujas le habían venido persiguiendo y revoloteando en torno de su cabeza desde hacia dos leguas. Aquel hombre traía de la frontera de España harina y otros artículos; dijo que su mujer venía tras él y estaba a punto de llegar. Llegó, en efecto, un cuarto de hora después, chorreando agua y montada también en un borrico. Pregunté a mis amigos los contrabandistas qué significaba el romero, y me dijeron que era bueno contra las brujas y las desventuras del camino. No me entretuve en combatir[p. 104] esta superstición, porque la calesa iría a buscarme a las cinco de la mañana y deseaba yo aprovechar el poco tiempo que podía consagrar el sueño.


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CAPÍTULO IV

Dilaciones molestas.— El cochero borracho.— Una mula muerta.— Lamentación.— Aventura en un descampado.— El miedo a la oscuridad.— Un fidalgo portugués.— La escolta.— Regreso a Lisboa.

Me levanté a las cuatro, y después de tomar un refrigerio, bajé a la cocina, donde vi al hombre que me había llamado la atención la víspera y a su mujer, durmiendo al amor de la lumbre aún encendida. Se despertaron en seguida y comenzaron a preparar su desayuno, consistente en sardinhas saladas, asadas en el rescoldo. Al mismo tiempo, la mujer cantaba trozos de una bella canción, muy conocida en España, que comienza así:

En Belén tocan a fuego; Del portal salen las llamas, Porque dicen que ha nacido El Redentor de las almas.

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Al saber que me marchaba, la mujer me dijo: «Voy a darle a usted un poco de romero del de mi marido, para que le ampare contra los peligros y le libre de cualquier mal suceso.» Tuve la debilidad de permitir que me pusiera unas ramitas en el sombrero; estando en esto llegó el calesero con las mulas, dije adiós a mi servicial posadera, y subí al carruaje con mi criado.

Entonces puse atención en las mulas que nos llevaban; nunca había visto otras tan buenas como aquéllas; la de más alzada tendría poco menos de diez y seis palmos. El calesero las quería, según nos dijo en detestable francés, más que a su propia mujer y a sus hijos. Doblamos la esquina del convento y seguimos calle abajo hacia la puerta del Suroeste. El cochero hizo alto delante del portal de una casona, y se apeó diciendo que por ser aún muy temprano, no se atrevía a continuar, pues si los ladrones residentes en la ciudad estaban sobre aviso, nos robarían, probablemente, y a él le matarían, pero que los moradores de aquella casa iban a salir para Lisboa un cuarto de hora más tarde, y esperándolos podíamos aprovechar su escolta de soldados y ponernos al abrigo de todo peligro. Respondí que yo no tenía miedo, y le mandé seguir, pero se negó, y, dejándonos en la calle, fuése. Una hora llevábamos esperando, cuando llegaron dos carruajes a la puerta de la casa;[p. 107] pero como la familia no estaba, al parecer dispuesta todavía, el cochero se apeó también y se fué. Pasó otra media hora; al fin salió la familia. Colocados los equipajes, preguntaron por el cochero, que no parecía por parte alguna. Le buscaron, pero en vano más de otra hora pasó antes de encontrar un sustituto. La escolta tampoco había comparecido, y fué preciso enviar por dos veces un criado al cuartel en busca de los soldados. Al fin, todo se arregló, y la familia se puso en marcha.

En todo ese tiempo no habíamos vuelto a ver a nuestro cochero, y ya estaba yo harto convencido de que nos había abandonado definitivamente, cuando, pasados unos minutos más, le vi venir tambaleándose calle arriba, borracho, y empeñado en cantar la Marsellesa. Sin decirle nada, me puse a observarlo. Estuvo un rato mirando fijamente a las mulas y mascullando disparates inconexos en francés. Al cabo, dijo: «No estoy tan borracho que no pueda guiar»; y tomando a las mulas por el ramal, echó a andar hacia la puerta. En cuanto salimos de la ciudad intentó repetidas veces, sin conseguirlo, montar en la mula más pequeña, que iba ensillada; al fin se salió con la suya, y en el acto emprendimos, camino abajo, una carrera desenfrenada. Llegamos a un sitio donde arrancaba un carril angosto y pedregoso; echando por él, nos[p. 108] ahorrábamos el rodeo que, en otro caso. habríamos de dar en torno de los muros de la ciudad antes de salir al camino de Lisboa, que cae al Noreste. El cochero dijo: «Voy a tomar el carril, y en un minuto alcanzaremos a esa familia»; y en él entramos, efectivamente. Apenas tenía anchura bastante para dar paso al carruaje, y era, además, muy escarpado y quebrado; avanzamos subiendo y bajando, con mucho crujir de ruedas y unas sacudidas tan violentas, que corríamos peligro de vernos lanzados como por una honda. Comprendí que de continuar en el coche, se haría pedazos con nuestro peso, y dirigiéndome al cochero en portugués, le mandé parar; pero el hombre fustigó y espoleó a las mulas con más brío. Entonces, mi criado me suplicó por el amor de Dios que le hablase en francés, pues si algo podía apaciguarle, era eso. Seguí el consejo, y le rogué que nos permitiese apearnos y andar hasta la salida del sitio peligroso. El resultado confirmó las previsiones de Antonio. El cochero paró instantáneamente y dijo: «Señor, usted es el amo; no tiene usted más que mandar y yo obedeceré.» Nos apeamos y fuimos andando hasta la carretera, donde volvimos a montar.

Apenas ocupamos nuestros asientos, el cochero lanzó las mulas a galope tendido, con idea de alcanzar a la familia, que nos llevaba como un cuarto de milla de ventaja.[p. 109] La capa se le escurrió de los hombros, y al querer ponérsela de nuevo, soltó el ramal con que guiaba a la mula más alta; la cuerda se le enredó en las patas al pobre animal, que cayó pesadamente de cabeza al suelo; después de patalear un poco, la mula quedó tendida cuan larga era, atravesada en el camino, con las varas del carruaje sobre las costillas. Yo salí despedido contra el lodo, y el borracho del cochero cayó sobre el cuerpo de la mula muerta.

El suceso me enfureció, y comencé a gritar: «¡Borracho! ¡Renegado! Que hasta te avergüenzas de hablar la lengua de tu país; ahora que has destruído el sostén de tu vida, ya puedes morirte de hambre.» «Paciencia», me contestó, y empezó a dar patadas a la mula en la cabeza, para hacerla levantar; de un empellón le aparté de allí, y tomando la navaja que se le había caído del bolsillo, corté los tiros del carruaje, pero la vida había volado, y el velo de la muerte empañaba ya los ojos de la mula.

El individuo aquel, en el atolondramiento de la borrachera, pareció al pronto dispuesto a despreciar tal pérdida, diciendo: «Se ha matado la mula; esa era la voluntad de Dios. ¿Qué le voy a hacer? Paciencia.» Al mismo tiempo envié a Antonio a la ciudad para que alquilase otras mulas, y después de descargar mis maletas del carruaje, esperé al borde del camino su regreso.

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Los vapores del alcohol comenzaron a disiparse en el cerebro del cochero; entonces, cruzando las manos, exclamó: «Virgen bendita, ¿qué va a ser de mí? ¿Cómo voy a ganarme la vida? ¿Dónde podré hacerme con otra mula? Mi mula, mi mejor mula, se ha matado; se ha caído al suelo y se ha muerto de repente. He visto muchos animales en los países donde he vivido, pero una mula como ésta, no la he visto nunca; ¡y se ha matado! ¡Mi mula se ha matado! Se ha caído y se ha muerto de repente.» En este tono continuó durante mucho rato, y sus lamentaciones tenían siempre el mismo estribillo: «Mi mula se ha matado; se ha caído y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó la collera a la mula muerta y se la puso a la otra, metiéndola con algún trabajo en varas.

Un muchacho de unos trece años, muy guapo, llegó de la ciudad corriendo como una liebre; se detuvo ante la mula muerta, y rompió a llorar. Era hijo del cochero, y sabía por Antonio lo sucedido. Aquello era demasiado para el pobre hombre; acudió a su hijo, diciéndole: «No llores. Nos hemos quedado sin pan; pero Dios lo ha querido. ¡La mula se ha matado!» Se dejó caer después al suelo, lanzando lastimeras quejas: «Yo hubiera sobrellevado esta pérdida—decía—pero el ver llorar a mi hijo, me vuelve loco.» Le socorrí con algún dinero,[p. 111] y le dije algunas palabras de consuelo. Le aseguré que si dejaba la bebida, era indudable que Dios se apiadaría de él y le remediaría. Por fin se tranquilizó un poco, y después de colocar las maletas en el coche, volvimos a la ciudad, donde aguardaban nuestra llegada a la posada dos excelentes mulas de paso. No vi a la española, y por eso no pude decirle de cuán poco me había servido el romero en aquel caso.

Algunos borrachos he conocido en Portugal, pero, sin excepción, eran individuos que, después de viajar fuera de su tierra, como aquel cochero, regresaban llenos de desprecio hacia su patria y manchados con los peores vicios de los países donde habían vivido. A mis compatriotas que por acaso lean estas líneas, les recomiendo vivamente que si su destino los lleva a España o Portugal, no tomen a su servicio ni traten individuos de las clases bajas que hablen otra lengua que la suya materna, porque muy probablemente serán bandidos desalmados o borrachos. Invariablemente, estas gentes dicen de su país natal todo el mal posible; y yo tengo la opinión, fundada en la experiencia, de que un individuo capaz de tal bajeza, no vacilará en cometer cualquier villanía, porque después del amor a Dios, el amor a la patria es el mejor preservativo contra el crimen. Quien se enorgullece de[p. 112] su patria, tiene especial cuidado en no hacer cosa que pueda deshonrarla.

Tomamos el camino de Lisboa, y llegamos a Monte Moro a eso de las dos. Comimos allí lo que permitían los recursos del lugar, y proseguimos el viaje hasta llegar a un cuarto de legua de las chozas enclavadas en la linde del despoblado que habíamos cruzado a la ida. Allí nos alcanzó un jinete; era un hombre robusto, de mediana estatura, y montaba un buen caballo español. Llevaba puesto un sombrero de alas anchas y caídas, jubón de paño azul, con botonadura de tachones de plata y broches del mismo metal, calzón de cuero amarillo y botas fuertes; de la silla llevaba colgado un trabuco. Me preguntó si pensábamos pernoctar en Vendas Novas, y al contestarle que sí, manifestó deseos de seguir en nuestra compañía. Miró luego al sol, que ya se hundía rápidamente en el horizonte, y nos rogó que avivásemos para aprovechar la luz todo lo posible, porque el páramo era lugar temeroso en la oscuridad. Se puso a la cabeza de todos, y salimos al trote largo; el mozo o arriero que nos acompañaba venía detrás corriendo, sin dar la menor señal de fatiga.

Entramos en el páramo, y apenas habíamos avanzado una milla, la noche cerró por completo. Ibamos por un sendero bordeado de altas malezas, cuando el jinete me rogó que pasase yo delante, y él me seguiría,[p. 113] porque era incapaz de afrontar la oscuridad. Le pregunté el motivo de su temor, y me respondió que en otro tiempo no le causaban miedo alguno las tinieblas, pero que desde hacía unos años temíalas mucho, sobre todo en lugares inhabitados. Accedí a sus deseos, pero como desconocía el camino y apenas me veía los dedos de la mano, nos perdíamos a cada paso; impacientábase el hombre, y acabó por colocarse de nuevo a nuestra cabeza. Anduvimos así un buen trecho y otra vez se detuvo el miedoso, diciendo que no podía resistir el influjo de las tinieblas; temblábanle las patas al caballo, contagiado, al parecer, del terror de su amo. Le aconsejé que invocara el nombre de Jesús Nuestro Señor, capaz de transformar la noche en día; al oírme, lanzó un terrible alarido, y enarbolando el trabuco, lo disparó al aire. El caballo arrancó a todo correr, y mi mula, una de las más ligeras de su casta, se espantó y salió disparada, pisándole los cascos al caballo. Antonio y el mozo se quedaron muy atrás. Corríamos como un torbellino, iluminándose el sendero con las chispas arrancadas a las piedras por las herraduras de los animales. Yo no sabía adónde íbamos; pero las cabalgaduras conocían el camino, y en poco tiempo nos pusieron en Vendas Novas, donde nuestros compañeros nos alcanzaron.

Me pareció que el hombre aquel era un[p. 114] cobarde; opinión injusta, porque durante el día era valiente como un león, y nada temía. Unos cinco años antes le habían atacado dos ladrones en el páramo, y a entrambos dominó, los ató, y los entregó a la justicia. Pero de noche, el rumor de una hoja le aterrorizaba. He conocido casos análogos en personas de extraordinaria valentía. En cuanto a mí, confieso que no soy hombre de un valor inusitado, pero los peligros de la noche no me intimidan más que los que pueden sobrevenir en pleno día. El individuo de que he hablado era un labrador de Evora, persona de muy buena posición.

Encontré la posada de Vendas Novas llena de gente, y con alguna dificultad obtuvimos alojamiento y cena. Ocupaba la posada la familia de cierto fidalgo de Estremoz, el cual iba a Lisboa custodiando una gran suma de dinero, según nos dijeron; probablemente, las rentas de sus estados. Llevaba una guardia de veinticuatro servidores, armados con sendos rifles; eran sus pastores, porqueros, vaqueros y cazadores, mandados por el hijo y el sobrino del fidalgo, ambos jóvenes, vestido el último de uniforme. A pesar de tan numerosa guardia, al fidalgo le apuraba mucho, al parecer, el temor de que le robasen en el descampado, entre Vendas Novas y Pegões, porque solicitó del oficial que mandaba la tropa destacada en este punto, una escolta de cuatro soldados. Había[p. 115] en el séquito del hidalgo varias mujeres, hijas ilegítimas suyas, según averigüé; el hombre era de costumbres depravadas y acérrimo partidario de Don Miguel. A poco de llegar, y cuando mi compañero de viaje y yo estábamos en la cocina, sentados a la lumbre, se nos acercó el hidalgo; podía tener unos sesenta años, y era de aventajada estatura, pero muy encorvado. Su rostro era bastante desagradable; tenía la nariz larga y ganchuda; los ojos, pequeños, penetrantes y vivos, y lo que menos me gustó en él fué su perpetua sonrisa burlona, signo seguro, a mi entender, de un corazón perverso y desleal. Me dirigió la palabra en español, idioma que el hidalgo hablaba con facilidad por residir no lejos de la frontera; pero, contra mi costumbre, me mantuve reservado y en silencio.

A la mañana siguiente me levanté a las siete, y hallé que la familia de Estremoz se había puesto en camino unas horas antes. Me desayuné con mi compañero de la noche pasada, y emprendimos la última jornada de aquel viaje. Como había salido el sol, sus miedos se desvanecieron; era capaz de habérselas con todos los ladrones del Alemtejo. Llevaríamos andada una legua, cuando al mozo que nos acompañaba le pareció ver unas cabezas entre los matorrales. En el acto, nuestro jinete empuñó el trabuco, y obligando al caballo a dar dos o tres[p. 116] brincos, apuntó hacia el sitio indicado por el mozo; pero las cabezas no volvieron a aparecer, y todo fué, probablemente, una falsa alarma.

Reanudamos la marcha, y la conversación giró, como era de esperar, en torno de los ladrones. Mi compañero, que parecía conocer palmo a palmo el terreno por donde íbamos, tenía algo que contar acerca de cada vericueto, o de cada grupo de pinos que encontrábamos. Llegamos a una pequeña eminencia, en cuya cima crecían tres majestuosos pinos; como media legua más lejos había otra elevación semejante. Estas dos alturas dominaban una parte del camino de Pegões a Vendas Novas, en forma que desde ellas se columbraba a cuantos iban y venían entre estos dos puntos. Al decir de mi amigo, aquellas colinas eran puestos predilectos de los ladrones. Cómo dos años antes, una cuadrilla de seis bandidos a caballo estuvo allí tres días, y desvalijó a cuantos venían por ambos lados. Los caballos, con la silla y el freno puestos, estaban atados al tronco de los árboles, y dos centinelas, encaramados en las ramas más altas, daban el alerta al acercarse los viajeros. Cuando los veían a distancia conveniente, montaban de un salto en los caballos, y a galope tendido caían sobre su presa, gritando: ¡Réndete, pícaro! ¡Réndete, pícaro! Nosotros pasamos sin tropiezo, y a eso de un cuarto de legua antes de[p. 117] Pegões, dimos alcance a la familia del fidalgo.

Si hubiesen llevado las riquezas de la India a través de los desiertos de Arabia, no habrían tomado mayores precauciones. El sobrino, sable en mano, cabalgaba a la cabeza, con pistolas en el arzón y el consabido trabuco español pendiente de la silla. Marchaban tras él seis hombres en hilera, fusil al hombro, con sendas hachas pendientes de la faja, destinadas probablemente a tajar a los bandoleros hasta la cintura, en cuanto se aventurasen a luchar cuerpo a cuerpo. Seguían seis vehículos, dos de ellos calesas, en las que iban el fidalgo y sus hijas; los otros eran carros de toldo, y parecían cargados con el menaje casero. Cada vehículo llevaba a los lados un campesino armado, y el hijo del fidalgo, mancebo de diez y seis años, mandaba la retaguardia, de una fuerza igual a la vanguardia conducida por su primo. Los soldados, de caballería ligera, por fortuna, y muy bien montados, galopaban en todas direcciones alrededor del convoy, con objeto de descubrir al enemigo en su escondite, caso de estar emboscado en las cercanías.

No pude por menos de pensar, cuando di alcance a esta comitiva, en la imprudencia de tanto aparato bélico; pues si bien se proponía amedrentar a los ladrones, podía igualmente servir para atraerlos, advirtiéndoles del paso de inmensas riquezas por[p. 118] aquellos lugares. No sé cómo se habrían portado los soldados y los campesinos en caso de ataque, pero me inclino a creer que si tres hombres como Ricardo Turpin les hubiesen acometido súbitamente, saliendo al galope de entre los matorrales que cubren aquellas colinas, ni el número ni la resistencia de los defensores bastaran a impedir que los asaltantes se llevasen el contenido de las cajas que tintineaban en la grupa de los caballos.

Desde aquel momento, nada digno de mención nos sucedió hasta Aldea Gallega, donde pasamos la noche; a las tres de la mañana siguiente, tomamos la barca para Lisboa, y llegamos aquí a las ocho. Así terminó mi primera excursión por el Alemtejo.


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CAPÍTULO V

El colegio.— El rector.— La piedra de toque.— Prejuicios nacionales.— Deportes juveniles.— Los judíos de Lisboa.— Creencias corrompidas.— Crimen y superstición.

Una tarde me dijo Antonio: «Me parece, Senhor, que a su merced le gustaría ver el colegio de los... ingleses»[30]. «Lléveme allá, sin falta»—le contesté yo—. Condújome por varias calles, y nos detuvimos ante un edificio situado en uno de los puntos más altos de Lisboa. Llamamos, y un a modo de portero vino en seguida a preguntar lo que queríamos. Antonio se lo explicó. Vaciló un instante y nos mandó entrar, llevándonos a un lóbrego vestíbulo de piedra, donde nos dejó después de invitarnos a tomar asiento. De allí a poco salió un personaje venerable, como de setenta años de[p. 120] edad, vestido con una ropa flotante a manera de sobrepelliz, y tocado con la gorra colegial. A pesar de sus años, había en las facciones de aquel hombre un tenue matiz rojizo, característico del inglés. Se acercó a nosotros lentamente y en nuestro idioma me preguntó en qué podía servirme. Díjele que, como viajero inglés, tendría un placer muy vivo en visitar el colegio, si era costumbre enseñárselo a los extraños. No opuso inconveniente alguno a mis deseos, pero me declaró que no llegaba en muy buena ocasión, por ser la hora de la comida. Me excusé, y al querer retirarme, el anciano me rogó que aguardara unos minutos, hasta que, terminada la comida, los directores del colegio pudieran tener el gusto de acompañarme.

Nos sentamos en el poyo de piedra, y después de examinarme atentamente un poco de tiempo, el anciano clavó los ojos en Antonio. «¿Qué es lo que veo?—dijo al fin—. Tengo la seguridad de que esa cara no me es desconocida.» «Así es, reverendo padre»—contestó Antonio levantándose y haciendo una profunda reverencia—. «Yo servía en casa de la condesa de..., en Cintra, cuando vuestra reverencia era su director espiritual.» «Cierto, cierto—dijo el anciano varón, suspirando—. Ahora le recuerdo a usted perfectamente. ¡Ah! Las cosas han cambiado mucho desde entonces, Antonio;[p. 121] nuevo gobierno, nuevo sistema, y podría decir nueva religión.» Entonces, mirándome de nuevo, me preguntó adónde era mi viaje. «Voy a España—le dije—, y de paso me he detenido en Lisboa.» «¡España, España!—exclamó el viejo—. Ciertamente, ha escogido usted una ocasión singular para ir a España, habiendo como hay allí ahora guerras enconadas, alborotos y efusión de sangre.» «Me parece que la causa de don Carlos está ya vencida—contesté—; ha perdido el único general capaz de llevar sus huestes a Madrid. Zumalacárregui, que era su Cid, ha muerto.» «No se forje usted ilusiones. Con perdón de usted, joven, creo que el Señor no permitirá que triunfe tan fácilmente el poder de las tinieblas. La causa de don Carlos no está vencida. Su triunfo no depende de la vida de un frágil gusano como el que acaba usted de nombrar». Departimos así un breve rato y luego se levantó, diciendo que ya debía de haber concluído la comida.

Aún no hacía cinco minutos que nos había dejado solos, cuando entraron en el vestíbulo tres individuos que se me acercaron pausadamente.—Estos son los directores del colegio, dije entre mí; y lo eran, en efecto. El primero de aquellos varones, a quien los otros dos trataban con notable deferencia, era delgado y seco, de estatura más que regular, muy pálido de tez, las facciones [p. 122]demacradas, pero bellas, y de ojos oscuros y chispeantes; podía tener unos cincuenta años. Sus dos compañeros estaban en plena juventud. El uno, más bien bajo, tenía en su sombrío semblante aquella expresión dolorida tan frecuente en los [católicos] ingleses; el otro era un mocetón coloradote, con cara de buena persona. Los tres llevaban el birrete peculiar del colegio y sotanas de seda. El de más edad se acercó a mí, y tomándome la mano me dirigió, con voz clara y de timbre argentino, las siguientes razones:

—Bien venido seáis, señor, a nuestra pobre casa. Siempre nos alegra mucho recibir en ella a los compatriotas que vienen de nuestro amado país natal. En verdad, este contento se aminora mucho al considerar que aquí nada hay digno de la atención del viajero; nada notable hay en esta casa, salvo, quizás, su organización: yo iré explicándosela a usted en el curso de nuestra visita. Pero ante todo, permítanos usted que nos presentemos nosotros mismos; yo soy el rector de este humilde asilo inglés; este señor es nuestro profesor de humanidades, y éste (señalando al mocetón), es nuestro profesor de lenguas sabias, hebreo y siriaco.

Yo.—Saludo a todos ustedes humildemente, y les ruego me excusen si me permito preguntar quién era aquel venerable señor que se ha tomado la molestia de[p. 123] acompañarme hasta que ustedes han tenido comodidad para venir.

El rector.—¡Oh! Es nuestro limosnero, nuestro capellán; persona digna de la mayor admiración. Vino a este país antes de nacer ninguno de nosotros, y aquí ha estado siempre desde entonces. Ahora, subamos, si gustáis, a visitar nuestra pobre casa. Pero, querido señor, ¿por qué permanece usted descubierto en este vestíbulo, tan frío y tan húmedo?

Yo.—La explicación es muy fácil; se trata de una costumbre ya muy arraigada. Acabo de llegar de Rusia, donde he estado algunos años. Los rusos se quitan el sombrero indefectiblemente cuando entran bajo techado, ya sea en una choza, en una tienda o en un palacio. No hacerlo así, parecería grosería o barbarie; la razón es que en cada aposento de las casas rusas hay un cuadrito de la Virgen colgado en un rincón, muy cerca del techo, y en prueba de respeto, los que entran se quitan el sombrero.

Los tres señores cambiaron rápidas ojeadas de inteligencia. Había tropezado en su Shibbolet, y descubrían en mí un Ephraimita, no un hijo de Galaad[31]. Sin duda,[p. 124] hasta aquel momento me habían tenido por uno de los suyos, miembro, y acaso sacerdote, de su antigua, grandiosa e imponente religión. Era muy natural su error, lo confieso. ¿Qué motivos podía tener un protestante para entrometerse en aquel retiro? ¿Qué interés podía moverle a conocer la organización de la casa? Sin embargo, lejos de disminuir sus atenciones para conmigo después de tal descubrimiento, aquellos señores aumentaron visiblemente su cortesía, si bien un observador escrupuloso hubiera quizás percibido una leve sombra en la cordialidad de sus maneras.

El rector.—¿Debajo del techo en cada aposento? Creo que es eso lo que ha dicho usted. Es, en verdad, muy agradable e interesante: un cuadro de la «santa» Virgen en cada aposento. La noticia es tan inesperada como agradable. Desde este momento tendré de los rusos una opinión mucho más elevada que hasta aquí. Es un ejemplo muy digno de imitación. Quisiera sinceramente que también nosotros tuviéramos la costumbre de poner una «imagen» de la «santa» Virgen en cada rincón de nuestras casas, cerca del techo. ¿Qué decís a esto, señor[p. 125] profesor de humanidades, qué decís de la noticia que con tanta amabilidad nos ha dado este excelente caballero?

El profesor de humanidades.—Digo que es placentera y de grandísimo consuelo; pero declaro que no me coge enteramente desprevenido. La adoración de la Santa Virgen se extiende cada día más por países donde estaba olvidada o era hasta aquí desconocida. El doctor W..., cuando pasó por Lisboa, me dió algunos detalles interesantísimos respecto de los trabajos de la propaganda en la India. Hasta Inglaterra, nuestra amada patria...

Mis corteses amigos me enseñaron toda su «pobre casa». Cierto, no parecía ser muy rica; espaciosa, sí, pero casi en ruinas. La biblioteca era pequeña y no poseía nada notable. Desde las azoteas se descubría un vasto y hermoso panorama del Tajo y de la mayor parte de Lisboa. Pero yo no había ido buscando a tal lugar obras de arte, ni libros raros, ni hermosas vistas; visité aquella singular y antigua mansión para conversar con sus habitantes, porque mi estudio favorito, y podría decir único, es el hombre. Aquellos señores resultaron bastante parecidos a como yo me los figuraba, pues no era la primera vez que visitaba un establecimiento [católico] inglés en tierra extraña. Llenos de amabilidad y cortesía recibieron al compatriota hereje y aunque el adelanto[p. 126] de su propia religión era para ellos un objeto de primordial importancia, no tardé en observar que, con una inconsecuencia bastante divertida, conservaban en grado portentoso algunos prejuicios nacionales casi extinguidos ya en la madre patria, y movidos por ellos llegaban a censurar y desdorar a sus mismos correligionarios. Hablé de los [católicos] ingleses, de su elevada respetabilidad, y de la lealtad que uniformemente han guardado a sus soberanos, aunque de religión diferente y no obstante haber sufrido no pocas persecuciones e injusticias.

El Rector.—Me regocija mucho oírle a usted hablar así, carísimo señor; veo que conoce usted bien al venerable gremio de mis correligionarios ingleses; cierto: nunca faltaron a la lealtad, y aunque les achacaron conjuraciones y complots, de sobra se sabe ya que todo eso eran calumnias inventadas por enemigos de su religión. Durante las guerras civiles los [católicos] ingleses vertieron de buen grado su sangre y prodigaron sus riquezas por la causa del mártir infeliz, aunque éste no los favoreció nunca y los miró siempre con desconfianza. Actualmente, los [católicos] ingleses son los súbditos más fieles de nuestro gracioso soberano. Mucho me contentaría poder decir otro tanto de nuestros hermanos irlandeses; pero su conducta ha sido detestable. Realmente, ¿podía[p. 127] esperarse otra cosa? Los verdaderos [católicos] se avergüenzan de ellos. Hay entre los irlandeses algunas personas que son el oprobio de la iglesia que pretenden servir. ¿De dónde sacan que nuestros cánones aprueben su proceder, ni sus inconsideradas expresiones respecto de quien es su soberano por derecho divino y no puede errar? Y, sobre todo, ¿en qué autoridad se apoyan para inflamar las pasiones de una turba vil contra la nación destinada naturalmente a gobernarla?

Yo.—Creo que hay un colegio irlandés en Lisboa.

El Rector.—Así es; pero vive lánguidamente; tiene muy pocos alumnos, o ninguno.

Miré desde una ventana, a gran altura, y vi que en un patio, debajo de nosotros, estaban jugando veinte o treinta apuestos muchachos. «Eso me parece muy bien», exclamé; «estos muchachos no dejarán de ser buenos sacerdotes porque dediquen un rato a los deportes. La educación puritana, demasiado rígida y seria, no me gusta; a mi parecer fomenta el vicio y la hipocresía.»

Fuimos después al aposento del rector, donde había colgado, encima de un crucifijo, un pequeño retrato.

Yo.—Este fué un grande hombre, prodigioso y sin tacha. En mi opinión, la compañía que fundó, tan censurada por muchos, ha producido infinitamente más beneficios que daños.

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El Rector.—¿Qué es lo que oigo? ¿Usted, inglés y protestante, habla con admiración de Ignacio de Loyola?

Yo.—Nada diré respecto de la doctrina de los jesuítas, porque, como acaba usted de decir, soy protestante; pero estoy dispuesto a sostener que no hay en el mundo gente a quien, en general, pueda encomendársele con más confianza la educación de la juventud. Su sistema moral y su disciplina, son verdaderamente admirables. Sus discípulos, cuando llegan a la edad viril, rara vez son viciosos ni licenciosos, y, en general, son hombres instruídos y de ciencia, poseedores de todas las prendas de una educación esmerada. Me parece execrable la conducta de los liberales de Madrid, que asesinaron el año pasado a los indefensos padres, por cuyas solicitud y sabiduría se han desarrollado dos de los más brillantes talentos de la España actual: Toreno y Martínez de la Rosa, gala de la causa liberal y de la literatura moderna de su país...

En la parte baja de las calles del oro y de la plata, de Lisboa, puede verse a diario cierta caterva de hombres de extraña catadura, que no parecen portugueses ni europeos. Congréganse en pequeños grupos junto a las columnas de la calle a eso del mediodía. Su vestidura consiste, generalmente, en una túnica azul sujeta a la cintura por un ceñidor rojo, anchos calzones o pantalones de lienzo,[p. 129] y un bonete colorado con una borlita de seda azul en lo alto. Al pasar entre los grupos se les oye hablar en español o en portugués corrompidos, y, a veces, en una lengua áspera y gutural, en la que cuantos han viajado por Oriente reconocen el arábigo o alguno de sus dialectos. Aquellas gentes son los judíos de Lisboa. Un día me metí en uno de los grupos y pronuncié un beraka o bendición. En diversas partes del mundo he vivido en contacto con la raza hebrea, y conozco bien sus maneras y fraseología. Tenía yo muy vivos deseos de conocer la situación de los judíos portugueses, y aproveché la oportunidad que se me ofreció. «—Este hombre es un rabí poderoso—dijo una voz en arábigo—; nos importa tratarle con bondad». Diéronme la bienvenida, y, favoreciendo su error, en pocos días me enteré de cuanto a sus personas y a su tráfico en Lisboa concernía.

Los judíos de Europa están al presente divididos en dos clases (o sinagogas, como las llaman algunos): la portuguesa y la alemana. La más famosa de las dos es la portuguesa. A los judíos de esta clase se les considera generalmente más civilizados que los otros, mejor educados y más profundamente versados en la lengua de la Escritura y en las tradiciones de sus mayores.

En Londres hay un hermoso edificio llamado la sinagoga de los judíos portugueses,[p. 130] donde los ritos de la religión hebraica se cumplen con todo el esplendor y magnificencia posibles. Conociendo estas cosas, era natural que, al llegar a Portugal, esperase uno encontrarse en el cuartel general de aquel judaísmo, al que por costumbre se asociaban en mi ánimo muchas cosas respetables e imponentes. Experimenté, pues, sorpresa considerable al oír a los seres a quien he tratado de describir más arriba dar esta cuenta de sí mismos: «Nosotros no somos de Portugal, venimos de Berbería; algunos, de Argel; y otros, de Levante; pero los más, de Berbería, allá lejos»; y señalaban al Suroeste.

—¿Y dónde están los judíos de Portugal—pregunté—, hijos auténticos de este país?

—No conocemos a nadie fuera de nosotros—respondieron los berberiscos—; pero hemos oído decir que aquí hay otros judíos; si así es, no quieren tratarse con nosotros, y hacen bien, porque somos malísima gente, ¡oh Tsadik!, todos ladrones, sin excepción. Cada año viene de Swirah un barco cargado de ladrones: es el que nos trae a nosotros a Portugal.

—¿Y vuestras esposas y familias?—dije yo—; ¿dónde están?

—En Swirah, en Salee, o en otros lugares de donde venimos; nunca traemos a nuestras mujeres ni a nuestras familias.[p. 131] Muchos de nosotros se han escapado de allí con lo puesto por salvar la vida, huyendo de los castigos merecidos por nuestros delitos. Algunos viven en pecado con las hijas del Nazareno, porque somos una casta depravada, ¡oh Tsadik!, y no guardamos los preceptos de la ley.

—¿Tenéis sinagogas y doctores?

—Sí, ¡oh varón justo!; pero poco puede decirse de unas y otros. Nuestros chenourain son lugares infectos, y nuestros doctores están como nosotros presos en el galoot del pecado. Uno de ellos tiene en su casa una hija del Nazareno: es de Swirah, y de tal país no puede venir nada bueno.

—¿Y escucháis la palabra de vuestros doctores, aunque son tan depravados como decís?

—¿Cómo podríamos vivir si no lo hiciéramos así? Nuestros doctores son malísima gente, y viven del fraude como nosotros; con todo, son nuestros superiores y hay que temerlos y obedecerlos. Los ángeles están a su mandar; disponen de sortilegios, de palabras mágicas y del Shem Hamphorash[32]. Si no diéramos oídos a sus palabras, podrían sumir nuestras almas en la consternación, reducirlas a niebla, a fango, como tú podrías también, ¡oh varón justo!

[p. 132]

Tales fueron las cosas extraordinarias que de sí mismos me contaron aquellos judíos, y no tuve motivos para ponerlas en duda, pues por diferentes caminos fuí luego comprobándolas. ¡Qué buena pareja hacen el delito y la superstición! Aquellos miserables que quebrantaban sin escrúpulo los mandamientos eternos de su Hacedor, no se atreverían a comer de los animales de uña indivisa[33] ni del pez sin escamas. Desdeñan las amenazas de los santos profetas contra los hijos del pecado, y tiemblan al oír una palabra cabalística pronunciada por alguno que quizás los aventaja en infamia; como si, según se ha hecho notar acertadamente, Dios fuese a delegar el ejercicio de su poder en los fautores de la iniquidad.

Es absolutamente cierto que en otro tiempo los judíos de Portugal gozaron merecida fama de riqueza, saber y finas maneras; pero la Inquisición hizo en ellos pavoroso estrago. Los que se libraron del auto da fe sin convertirse a la idolatría papista, se refugiaron en países extranjeros, sobre todo en Inglaterra, donde aún se los conoce con su nombre de origen. Actualmente, si bien todas las religiones están toleradas en[p. 133] Portugal, no se ve por parte alguna a los auténticos judíos portugueses, y en su lugar se encuentra por las calles de Lisboa a la ralea berberisca, gente proscrita, que no oculta su propia degradación.


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CAPÍTULO VI

El frío en Portugal.— Me libro de una extorsión.— Sensación de soledad.— El perro.— El convento.— Un paisaje encantador.— El castillo morisco.— Plegaria por un enfermo.

Unos quince días después de mi regreso de Evora y terminados los indispensables preparativos, emprendí el viaje a Badajoz, donde pensaba tomar la diligencia para Madrid. Badajoz está a unas cien millas de Lisboa y es la principal ciudad fronteriza de España por la parte del Alemtejo. Para llegar a ella, tenía que rehacer hasta Monte Moro el camino ya recorrido en mi excursión a Evora; por tanto, poca diversión podía prometerme de la novedad de los sitios. Además de eso, iba a hacer el viaje muy solo, sin otra compañía que la del arriero, porque no pensaba retener a mi criado más que hasta Aldea Gallega, para donde salí a las cuatro de la tarde. Escarmentado por la primera travesía, no me embarqué ahora en un bote, sino en uno de los faluchos que[p. 135] hacen el servicio regular de pasajeros, y así llegue a Aldea Gallega, después de seis horas de viaje; el barco iba muy cargado, no había viento, y los marineros no pudieron soltar los pesados remos ni un instante. La travesía fué el reverso de la primera—completamente segura, pero tan lenta y fatigosa, que cien veces deseé verme de nuevo bajo la conducta de aquel marinerillo bárbaro, galopando sobre las olas hirvientes impelidas por el huracán. Desde las ocho hasta las diez el frío fué verdaderamente terrible, y aunque iba yo empaquetado en un excelente shoob de pieles, de mucho abrigo, con el que había desafiado los hielos del invierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al pisar de nuevo el Alemtejo, me alegré aun más que la vez primera, cuando desembarqué luego de escapar de una horrorosa tempestad.

Me alojé por aquella noche en una casa en que me había presentado, a nuestro regreso de Evora, aquel amigo mío que se asustaba de la oscuridad; en ella se encontraba mejor acomodo que en la posada de la Plaza, si bien me hacían pagar por todo precios inhumanos. Mi primer cuidado fué buscar mulas que nos llevasen con el equipaje a Elvas, desde donde sólo hay tres leguas cortas hasta Badajoz. Los dueños de la casa dijéronme que podían poner a mi disposición dos mulas excelentes; pero cuando[p. 136] pregunté el precio tuvieron la desvergüenza de pedirme cuatro moidores. Les ofrecí tres, que era ya demasiado, pero no los aceptaron; sabían que yo era inglés, y, por tanto, la oportunidad de ponerme a contribución les pareció excelente; porque no podían figurarse que una persona tan rica como un inglés «debe» ser, se determinara a salir a la calle en noche tan fría, sólo por buscar un ajuste más razonable. Se equivocaron de medio a medio, y díjeles que, antes de fomentar su picardía, me daría el gusto de volverme a Lisboa; al oírme, rebajaron el precio a tres moidores y medio; pero yo, sin responder palabra, salí con Antonio y me dirigí a la casa del viejo que nos había llevado la otra vez a Evora. Llamamos muchas veces, porque el hombre estaba acostado; al fin se levantó y nos abrió; pero, al oír nuestra petición, dijo que sus mulas habían ido de nuevo a Evora con el muchacho, para traer unas mercancías. Nos recomendó, sin embargo, a un vecino suyo, alquilador de mulas, y con él ajustó Antonio dos buenas caballerías por dos moidores y medio. Digo que las ajustó Antonio, porque yo me estuve aparte y sin hablar, mientras el dueño, a medio vestir, con una luz en la mano y tiritando de frío, nos llevó a ver sus bestias, y el hombre no se enteró de que eran para un extranjero hasta después de cerrar el trato y de recibir una cantidad en señal. Me volví[p. 137] a mi alojamiento muy satisfecho, y después de cenar un poco me fuí a acostar, sin hacer gran caso de los posaderos, que me apuñalaban con la mirada de sus ojillos judaicos.

A las cinco de la mañana siguiente llegaron las mulas a la puerta de la casa. Con ellas venía un muchacho de diez y nueve o veinte años. Era bajo, pero sumamente recio, y poseía la cabeza más grande que he visto nunca sobre los hombros de un mortal; cuello, no lo tenía; al menos no pude descubrir nada digno de ese nombre. Era su rostro de fealdad repulsiva y en cuanto le dirigí la palabra, descubrí que era idiota. Tal iba a ser mi compañero en un viaje de cien millas y de cuatro días, a través de una de las regiones más agrestes y peor afamadas del reino. Me despedí de mi criado casi con lágrimas en los ojos, porque siempre me había servido con suma fidelidad y mostrado un celo y un deseo de contentarme que me llenaban de satisfacción.

Partimos, yendo el imbécil del guía sentado en la mula de carga, encima del equipaje, con las piernas cruzadas. Acababa de ponerse la luna. La mañana era profundamente oscura y el frío, como siempre, penetrante. No tardamos en llegar al lúgubre bosque, ya atravesado por mí otra vez, y por él caminamos algún tiempo, lenta y tristemente. No se oía más ruido que el de las[p. 138] mulas. Ni un soplo de aire movía las ramas desnudas. En los matorrales no se rebullía animal alguno, ni volaban sobre nosotros pájaros, ni siquiera las lechuzas. Todo parecía desolado y muerto. En mis numerosos y lejanos viajes, nunca he tenido sensación de soledad ni deseo de conversar y de cambiar ideas tan vivos y fuertes como en aquel momento. Era inútil hablar al arriero idiota; conocía muy bien el camino, pero a cualquier pregunta que se le hacía no daba otra respuesta que una risa imbécil. Al verme en tal estado, hice lo que muchas personas hacen cuando se ven privadas de todo consuelo humano: volví mi corazón a Dios y comencé a comunicar con Él por la oración, con lo que mi alma se vió pronto confortada y tranquila.

Hicimos nuestro camino sin novedad, ni tropezamos con ladrones, ni vimos ser viviente hasta llegar a Pegões; desde este punto hasta Vendas Novas, tuvimos la misma suerte. Los dueños de la posada de este lugar me conocían bien, por haber pasado dos noches bajo su techo; y al verme aparecer de nuevo me dieron la bienvenida con mucha amabilidad. El nombre de este posadero es, o era, José Díaz Azido, y a diferencia de la generalidad de sus compañeros de profesión en Portugal, es un hombre honrado; los extranjeros, al alojarse en esta posada, pueden estar seguros de que no los saquearán[p. 139] ni robarán sin piedad a la hora de pagar la cuenta, ni les cobrarán un solo re más que a un portugués en iguales circunstancias. En este pueblo pagué exactamente la mitad de lo que me pidieron en Arroyolos, donde pasé la noche siguiente con muchas menos comodidades de todo orden.

A las doce del siguiente día llegamos a Monte Moro, y como no tenía gran prisa, decidí visitar las ruinas yacentes en la cima y la falda de la soberbia montaña erguida sobre la ciudad. Después de pedir algo de comer en la posada donde paramos, subí cerro arriba hasta llegar a un ancho muro o parapeto que, a cierta altura, ciñe la montaña entera. Por un tosco puente de piedra crucé un pequeño foso o trinchera; pasé al pie de una gruesa torre, y atravesando el arco de una puerta me encontré en la parte cercada de la montaña. A mano izquierda había una iglesia, bien conservada y destinada aún al culto; pero no pude verla, porque la puerta estaba cerrada con llave y no vi por allí a nadie que pudiera abrirla.

Pronto comprendí que mi curiosidad me había llevado a un lugar verdaderamente extraordinario, muy superior al escaso talento descriptivo de que estoy dotado. Anduve dando traspiés sobre las ruinas, y en un momento determinado me di cuenta de que caminaba sobre bóvedas, deteniéndome de pronto ante un ancho agujero en el que[p. 140] hubiera caído si llego a dar un paso más en mi distraída marcha. Seguí un buen trecho a lo largo del muro por el lado oriental, cuando de pronto oí un tremendo ladrido y apareció un perrazo como los que guardan los rebaños en aquellas campiñas; dando saltos se me acercó, dispuesto a atacarme «con los ojos hechos brasas y enseñando los colmillos». Si hubiese huído o hubiese empleado un modo de defensa distinto del que, sin falta alguna, acostumbro a usar en tales circunstancias, el perro me hubiera mordido probablemente; lo que hice fué inclinarme hasta casi pegar la barba con las rodillas, mirando al perro fijamente en los ojos, y ocurrió, como dice John Leyden en la más hermosa balada que la «Tierra del Brezo» ha producido, «que el perro salió huyendo, como herido por un conjuro mágico».

Es un hecho conocido de mucha gente, y comprobado con frecuencia, según creo, que ningún perro o animal mayor y fiero, de cualquier especie que sea, con excepción del toro, que cierra los ojos y embiste a ciegas, se atreve a atacar a un hombre que le haga cara con firme y sereno continente. Digo un animal mayor y fiero, porque es más fácil repeler a un sabueso o a un oso de Finlandia de la manera dicha, que a un perro sin raza o a un perdiguero, contra el que un palo o una piedra son mucho mejor[p. 141] defensa. Nada de esto asombrará a quien considere que una serena mirada de reproche le basta a la razón para mitigar los excesos de los hombres fuertes y valerosos, mientras que ese medio sólo sirve para aumentar la insolencia de los débiles y de los necios, fáciles de amansar, en cambio, como palomas si se les infligen castigos que, aplicados a los primeros, exacerbarían su cólera, haciéndola más terrible, y, como pólvora arrojada en una hoguera, les induciría, en loca desesperación, a sembrar el estrago en torno suyo.

A los ladridos del perro, surgió de una especie de paseo un viejo, su amo, a mi parecer, a quien hice varias preguntas acerca del lugar. El hombre, bastante cortés, me contó que había servido como soldado en el ejército inglés, al mando del «gran lord», durante la guerra de la península. Me dijo que había un convento de monjas un poco más lejos, y como se mostrara dispuesto a llevarme a él, echamos a andar hacia la parte Sureste de la muralla, donde se aparecía un vasto edificio ruinoso.

Entramos en cierto lóbrego aposento de piedra, en uno de cuyos rincones había una especie de ventana cerrada por una tabla giratoria, por donde se entregaban y recibían los objetos en el convento. El viejo tocó la campana, y, sin decir palabra, se retiró, dejándome algo perplejo; pero, un instante después oí, sin poder ver a quien me hablaba,[p. 142] una suave voz femenina preguntándome mi condición y el motivo de mi visita. Dime a conocer como un inglés que, de paso en Monte Moro, camino de España, había subido al cerro a visitar las ruinas. La voz me respondió: «Supongo que será usted militar, e irá a pelear contra el rey, como todos sus compatriotas.» «No—dije yo—; no soy hombre de guerra, soy un cristiano; no voy a verter sangre, sino a procurar la difusión del evangelio de Cristo en un país que le desconoce»; a esto me respondió una risita ahogada. Pregunté después si había en el convento ejemplares de las Sagradas Escrituras; aquella voz amigable no supo darme noticias sobre el particular, y casi no me atrevo a creer que mi interlocutora entendiese la pregunta. Me contó que el oficio de abadesa era anual; cada año tenían superiora nueva. Al preguntar si a las monjas no se les hacía muy pesado el tiempo, me declaró que, cuando no tenían cosa mejor en qué ocuparse, se entretenían haciendo quesadillas para el consumo de aquellos contornos. Di las gracias a la voz por sus noticias, y me fuí. Según iba andando pegado al muro del convento hacia el Suroeste, sonaron sobre mi cabeza nuevas y más fuertes risas ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o cuatro ventanas los rostros melancólicos y los flotantes cabellos negros de las monjas, ansiosas de ver al forastero. Me besé la[p. 143] mano repetidas veces, y proseguí la marcha; a poco llegué al extremo Suroeste de aquella montaña tan fértil en curiosidades. Allí encontré los restos de un gran edificio, construído, al parecer, en forma de cruz. En su parte oriental subsiste una torre entera; el lado Oeste, todo en ruinas, cae al borde de la colina, mirando al valle por cuyo fondo corre el arroyo ya mencionado en otra ocasión.

El día era muy caluroso, a pesar del frío de las noches anteriores; el radiante sol de Portugal alumbraba un paisaje de arrebatadora hermosura. Bosquecillos de alcornoques cubrían el lado opuesto del valle y las pendientes lejanas, formando deliciosas perspectivas, donde pacían los rebaños; las aguas del arroyo se estrellaban en los pedruscos del cauce y hacían un suave murmullo que llegaba hasta mi oído, bañándome el alma en delicias. Sentado en las ruinas del muro permanecí extático, vertiendo lágrimas de felicidad; porque de todos los placeres que por la bondad de Dios gozan sus hijos, ninguno tan caro a ciertos corazones como la música de los bosques y de los arroyos y la contemplación de las bellezas de su gloriosa creación. Transcurrió una hora, y aún permanecía yo sentado en la muralla; las escenas de mi vida pasada flotaban ante mis ojos en fantástica e impalpable formación, y por entre ellas [p. 144]asomaban aquí y allá los árboles, las colinas y demás objetos del panorama que realmente tenía frente a mí. El sol me quemaba el rostro, pero yo no hacía caso de ello; hubiera permanecido allí hasta la noche, creo yo, sumido en una de esas ensoñaciones, buenas tan sólo para debilitar el ánimo, lo confieso, y para malgastar muchos minutos que podrían emplearse mejor, si el disparo de la escopeta de un cazador, despertando los ecos de los bosques, de las montañas y de las ruinas, no me hubiese hecho ponerme en pie y recordar que aún me faltaban tres leguas para llegar a la hostería donde me proponía pasar la noche.

Guié mis pasos hacia la posada, siguiendo a lo largo de una especie de parapeto. Poco antes de llegar a la puerta de entrada, observé a mano derecha una cripta vaciada en la vertiente del monte; tres columnas sostenían la techumbre, pero había cedido un poco hacia el fondo, de suerte que la luz penetraba en el interior por una hendidura abierta en lo alto. Aquello podía haber sido edificado para servir de capilla o de cementerio, me inclino a creer que de esto último; pero, seguramente, no era obra de moros. En mis correrías por aquellos lugares, nada vi que me recordase a tan singularísimo pueblo. En el cerro donde yacen estas ruinas hubo, sin duda alguna, un poderoso castillo de los moros, quienes al invadir la[p. 145] península ocuparon casi todos los lugares altos y naturalmente fuertes, poniéndolos en estado de defensa; pero es probable que perdieran muy pronto el cerro visitado ahora por mí, y que los muros y edificios cuyos despojos lo cubren, fuesen labrados por los cristianos después de reconquistar la posición del poder de los terribles enemigos de su fe. Monte Moro presenta cierta lejana semejanza con Cintra, que puede traer a la mente del viajero el recuerdo de este último lugar; sin embargo, hay en Cintra una nota agreste y ruda que no existe en Monte Moro. Allí los peñascos gigantescos se apilan en forma tal, que parecen amenazar con la destrucción inminente de cuanto los rodea; las ruinas aún adheridas a los peñascos, más parecen nidos de águilas que restos de habitaciones humanas, incluso de moros; mientras que las ruinas de Monte Moro están asentadas, comparativamente, con más holgura en el ancho lomo de un cerro, grande y levantado, pero sin peñascos ni precipicios, al que puede subirse por todos lados sin gran dificultad. Viva satisfacción me produjo la visita a ese monte; muchas cosas he de ver en mis viajes para olvidar la voz en el convento medio derruído, las murallas entre cuyos escombros divagué, y el parapeto donde estuve sentado una hora, sumido en mi arrobador ensueño, bajo los rayos brillantes del sol.

[p. 146]

Volví a la posada, y restauré mis fuerzas con té y unas quesadillas muy dulces y agradables, obra de las monjas del convento. Al observar el semblante triste y preocupado de la gente de la casa, pregunté el motivo a la huéspeda, sentada casi sin movimiento en el suelo junto a la lumbre; díjome que su marido estaba en peligro de muerte a causa de una enfermedad, que, por los síntomas, debía de ser una especie de cólera; el médico no abrigaba esperanzas de salvación. La animé a confiar en el poder de Dios, capaz de restaurar al enfermo en pocas horas, trayéndole desde el borde de la tumba a la plena salud, y así debía ella pedírselo fervorosamente al Todopoderoso. Añadí que, si no sabía hacer la oración propia del caso, yo estaba dispuesto a orar por ella, con tal que se uniese en espíritu a mi súplica. Entonces ofrecí una breve plegaria en portugués, pidiendo al Señor que, si así convenía, librara a aquella familia de la grave aflicción que pesaba sobre ella. La mujer escuchó muy atenta, con las manos devotamente juntas, hasta el fin de la oración, y después me miró con asombro, al parecer, pero sin pronunciar palabra por donde yo pudiera colegir si lo dicho por mí le había o no desagradado. Me despedí luego de la familia, y, montando en la mula, salí para Arroyolos[34].


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CAPÍTULO VII

La piedra druídica.— Un joven español.— Soldados rufianes.— Los males de la guerra.— Estremoz.— La disputa.— La atalaya en ruinas.— Vislumbre de España.— Ayer y hoy.

Legua y media llevaríamos andada, cuando una tromba de aire se desencadenó por el Norte, levantando inmensas nubes de polvo; felizmente, el huracán no nos daba de cara, pues en otro caso nos hubiera sido difícil seguir adelante, por su extremada violencia. Habíamos dejado el camino para utilizar un pequeño atajo practicable para las caballerías, pero que, como otros muchos, no podía recorrerse en carruaje.

Cruzábamos unos arenales cubiertos de maleza y de pedruscos que formaban una espesa capa sobre el suelo. Estas son las piedras de que están formadas las sierras de España y Portugal; singulares montañas que se alzan en horrenda desnudez, como huesos de un esqueleto gigante descarnado. Muchos de aquellos pedruscos emergían del[p. 148] suelo; muchos yacían sueltos en la superficie, removidos acaso de sus lechos por las aguas del diluvio. Mientras nos fatigábamos caminando por tan agrestes lugares, descubrí, un poco hacia mi izquierda, un amontonamiento de piedras de aspecto singular y hacia ellas guié mi mula. Era un altar druida, el más bello y completo de cuantos yo había visto hasta entonces. Era circular; constituíanlo unas piedras sumamente anchas y recias en la base, que se iban adelgazando hacia el remate, trabajado por la mano del artista en forma parecida al festón o borde de una concha. Encima estaba puesta otra piedra lisa muy ancha, inclinada hacia el Sur, donde se abría una puerta. En el interior, capaz para tres o cuatro hombres, crecía un espino pequeño.

Contemplé con veneración y temor respetuoso aquel altar donde los primeros pobladores de Europa ofrecieron su culto al Dios ignoto. Los templos que los romanos, poderosos y diestros, levantaron en una edad comparativamente moderna, yacen hechos polvo no lejos de allí. Las iglesias de los godos arrianos, herederos de su poder, no se encuentran por parte alguna, como si se las hubiera tragado la tierra. ¿Y qué ha sido y dónde están las mezquitas del moro, conquistador de los godos? Sus ruinas mohosas se disipan poco a poco sobre las rocas. No así la piedra druídica: allí se está,[p. 149] batida por los vientos, tan firme y tan acabada de hacer como el día en que, hace acaso treinta siglos, fué erigida por medios hoy desconocidos. Sacudida por los terremotos, la piedra del remate no se ha caído; oleadas de lluvia la han inundado sin conseguir barrerla de su asiento; el candente sol reverbera en su superficie sin agrietarla ni desmenuzarla; y el tiempo, antiquísimo, implacable, ha desgastado contra ella su férreo diente, con tan escaso efecto como pueden observar cuantos la visiten. Allí permanece la piedra; quien desee estudiar la literatura, la ciencia y la historia de los antiguos celtas y cimbrios, puede colegir, contemplando esa piedra y meditando ante ella, todo lo que de tales hombres se sabe. Los romanos dejaron tras de sí sus escritos inmortales, su historia, su poesía; los godos, su liturgia, sus tradiciones y el germen de instituciones muy nobles; los moros, su caballerosidad, sus descubrimientos en medicina y las bases del comercio moderno. ¿Qué memoria queda de las razas druídicas? ¡Hela aquí, en ese rimero de piedra eterna!

Llegamos a Arroyolos a cosa de las siete de la noche. Me instalé en un espacioso aposento de dos camas, y cuando me disponía a sentarme para cenar, vino la huéspeda a preguntarme si no tendría inconveniente en que un joven español pasase la noche en mi cuarto. Díjome que el joven acababa de[p. 150] llegar con unos arrieros, y no había en la casa otro sitio donde aposentarlo. Accedí, y a la media hora apareció el español, después de cenar con sus compañeros. Era un mancebo de diez y siete años, que por su buena presencia denotaba ser persona de distinción. Me saludó en su lengua natal, y al ver que le entendía, comenzó a hablar con volubilidad asombrosa. En cinco minutos me refirió que, movido del deseo de ver mundo, se había desgarrado de su familia, gente opulenta de Madrid, con ánimo de no volver hasta haber recorrido varios países. Le contesté que si decía verdad había cometido una acción mala e insensata: mala, por el dolor con que amargaba a las personas a quienes debía honrar y amar, e insensata, pues se exponía a inconcebibles miserias y trabajos que muy pronto le harían maldecir la resolución tomada; hícele ver que en país extranjero le recibirían bien mientras tuviera dineros para gastar, y en cuanto se le acabasen, le tratarían como a un vagabundo, y acaso le dejarían morirse de hambre. Repuso que, como llevaba consigo una cantidad considerable, cien duros nada menos, tenía dinero para mucho tiempo, y cuando se le acabara, podría quizás ganar más. «Con esos cien duros—le dije—apenas podrá usted vivir tres meses en este país, si no le roban a usted antes; y creer que va usted a ganar dinero honradamente es tan razonable como[p. 151] si pensara usted ir a buscarlo en la cima de las montañas.» El muchacho no tenía aún bastante experiencia para seguir mis consejos. A poco, cambiamos de conversación. A las cinco de la mañana siguiente se me acercó a la cama para despedirse porque los arrieros hacían ya preparativos de marcha. Díjele la fórmula usual en España: «Vaya usted con Dios», y no le volví a ver más.

A las nueve, después de pagar un precio exorbitante por muy escasas comodidades, salí de Arroyolos, ciudad o lugar grande, situado en una elevación del terreno y visible desde muy lejos. Puede envanecerse de las ruinas de un vasto castillo antiguo, obra de moros, al parecer, colocado en una colina, a la izquierda del camino, según se va a Estremoz.

A una milla de Arroyolos di alcance a una fila de carros con bastimentos y municiones para España, escoltados por un destacamento de soldados portugueses. Seis o siete soldados iban de avanzada, muy separados del convoy: eran unos tunantes de malísima catadura, en cuyos rostros lívidos, horrendos, estaban escritos el homicidio y todos los demás crímenes prohibidos por la ley de Dios. Al pasar a su lado, uno de ellos comenzó a maldecir a los extranjeros, y con voz áspera y gruñona, dijo: «Ahí va ese francés a caballo (iba en mula) con un hombre[p. 152] (el idiota) para cuidarle todo por ser rico, mientras un pobre soldado como yo, tiene que andar a pie. De buena gana le mataría de un tiro. ¿En qué vale más él que yo? Pero es extranjero; el diablo protege a los extranjeros, y odia a los portugueses.» Continuó el soldado vomitando injurias, y ya le había sacado yo lo menos cuarenta varas de delantera, cuando me eché a reír, sin pensar que lo más prudente era permanecer tranquilo; un momento después, en efecto, ¡paf!, ¡paf!, dos balas bien dirigidas me silbaron en los oídos. Hallábame justamente al borde de un pequeño arroyo, sobre el que había un puente a muy considerable distancia por mi izquierda; metí espuelas a la mula, lanzándola a través del cauce, seguido muy de cerca por el aterrorizado guía, y una vez en la otra orilla galopé por la planicie arenosa hasta ponerme en salvo.

Aquellos individuos, con aspecto de bandidos, por sus acciones mejoraban su facha. Encontrárselos en un lugar solitario, no será nunca para el viajero motivo de alabar su buena fortuna. Los carreteros eran españoles, de las cercanías de Badajoz, enviados a Portugal para transportar los bastimentos. Uno de ellos, a quien volví a encontrar en Badajoz, me contó que toda la escolta era de la misma calaña; a él y a sus compañeros los habían robado muchas cosas,[p. 153] amenazándolos de muerte si los denunciaban. Espanta imaginar lo que sería un ejército compuesto de tales seres, enviado a un país extranjero para conquistarlo o defenderlo; no obstante, cuando escribo estas páginas, España aguarda el socorro armado de Portugal. Quiera Dios misericordioso que las tropas enviadas en su apoyo sean de diferente cuño: aun así, temo, vista la relajación de la disciplina en el ejército portugués, comparado con el inglés o el francés, que a los habitantes pacíficos de las provincias asoladas por la guerra les parezca que los lobos se han juntado para cazar a perros y echarlos del redil. No quisiera morirme sin ver el día en que no se tolere la soldadesca en ningún país civilizado, o, cuando menos, cristiano.

Prosiguiendo mi camino hacia Estremoz, pasé junto a Monte Moro Novo, colina alta y polvorienta, coronada por un edificio antiguo, morisco probablemente. El país era desolado y desierto, por más que de vez en cuando se descubría algún valle poblado de alcornoques y azinheiras. Después del mediodía, el viento, muy encalmado durante la noche y la mañana anteriores, volvió a soplar con tal fuerza que casi me aturdía, aunque nos daba de espaldas.

A las cuatro de la tarde, al remontar una cuesta, descubrí con profunda alegría la ciudad de Estremoz, asentada en una colina,[p. 154] a menos de una legua de distancia. Desde donde yo estaba, se dominaba un panorama de singular belleza. El sol se ponía entre rojas y tormentosas nubes, y sus rayos reverberaban en los pardos muros de la encumbrada ciudad adonde íbamos. Hacia el Suroeste, no muy lejos, alzábase Serra Dorso, la montaña más hermosa del Alemtejo, ya vista por mí desde Evora.

El idiota de mi guía volvió su rostro imbécil hacia la sierra, y sintiéndose súbitamente inspirado, abrió la boca por vez primera durante el día, casi podría decir desde que salimos de Aldea Gallega, y comenzó a explicarme las extrañas cazas que podían hacerse en aquellos montes. También me describió con gran minuciosidad un perro maravilloso que había por allí, adiestrado en la caza de lobos y jabalíes, y cuyo dueño se había negado a venderlo en veinte moidores.

Al cabo, llegamos a Estremoz; nos alojamos en la posada principal, que mira a una explanada o plaza del mercado, centro de la ciudad, y tan ancha, que a mi parecer podrían evolucionar en ella diez mil soldados con toda holgura.

El terrible frío no me consintió permanecer en la habitación a que me llevaron, y entré en una especie de cocina abierta a un lado del pasadizo abovedado que, en los bajos de la casa, llevaba al corral y a las[p. 155] cuadras. Una impetuosa ráfaga caliente se precipitaba a través del pasadizo, como el agua por el caz de un molino. Un enorme tronco de alcornoque ardía en el fogón, debajo de la espaciosa campana, y en torno de la lumbre se acurrucaba una ruidosa turba de campesinos y labradores de las inmediaciones y tres o cuatro matuteros españoles. Me costó trabajo conseguir puesto; los españoles y los portugueses rara vez hacen sitio a un extraño, y como no se les pida o se los empuje, prefieren quedársele a uno mirando con expresión que parece significar: «sé muy bien lo que usted necesita, pero prefiero permanecer donde estoy.»

Entonces observé por vez primera cierto cambio en el modo de hablar, menos sibilante y más gutural; para dirigirse unos a otros empleaban los interlocutores el término español de cortesía usted, en lugar del hinchado vossem se portugués. Esto es un resultado de la comunicación constante con los naturales de España, que nunca consienten en hablar portugués, ni aun en Portugal, y persisten en emplear su magnífico idioma materno, que acaso andando el tiempo acabarán por adoptar todos los portugueses. Esto facilitaría mucho la unión de ambos países, separados hasta hoy por la natural terquedad humana.

Poco tiempo llevaba yo sentado a la lumbre, cuando un individuo, montado en un[p. 156] caballo fino y nervioso, se precipitó por el pasadizo desde la cuadra a la cocina, y empezó a lucir sus habilidades de caballista, obligando al animal a encabritarse y a girar velozmente sobre las patas, con manifiesto peligro de cuantos se hallaban en el aposento. Salió después a la explanada, donde se entretuvo galopando, y al cabo de media hora volvió, dejó el caballo en la cuadra y vino a sentarse junto a mí, hablándome en una jerigonza ininteligible, que a él se le antojaba francés.

Estaba el hombre medio borracho, y pronto lo estuvo tres cuartos, a fuerza de trasegar vaso tras vaso de aguardiente. Viendo mi mutismo, se dirigió en mal español a uno de los contrabandistas; éste, o no le entendió o no quiso entenderle, pero al fin, perdiendo la paciencia, le llamó borracho y le mandó callarse. Exasperado por tal desprecio, asió el beodo el vaso en que bebía, arrojándolo a la cabeza del español, quien brincó como un tigre, desenvainó un cuchillo y tiró de abajo a arriba un tajo a las mejillas de su agresor; indudablemente, le hubiese cortado la cara, de no haber detenido yo a tiempo el brazo del matutero, reduciendo así el daño a un arañazo en la mandíbula inferior, del que brotó un poco de sangre.

Los compañeros del español se metieron por medio, y con gran trabajo se lo llevaron a un pequeño aposento en lo más apartado[p. 157] de la casa, donde ellos dormían y guardaban además los arreos de sus mulas. El borracho comenzó entonces a cantar o más bien a berrear la Marsellesa; después de molestarnos más de una hora, se le pudo persuadir que montase a caballo y se fuera, acompañado por un vecino suyo. Era el tal un tratante en cerdos de aquellos contornos, pero había sido antaño soldado en el ejército de Napoleón, donde, como el cochero borracho de Evora, supongo que adquiriría sus hábitos de embriaguez y su francés rudimentario.

Desde Estremoz a Elvas hay seis leguas. A las nueve de la mañana siguiente emprendí la marcha. El camino corría al principio por terreno cerrado, pero no tardamos en salir a unas llanuras yermas y desabrigadas, en las que el viento, que no dejaba de perseguirnos, gemía tristemente. No encontramos alma viviente en el camino. El paisaje era en extremo desolado. En el cielo, gris oscuro, no se vislumbraba ni un rayo de sol. A gran distancia delante de nosotros, sobre una elevación del terreno, se alzaba una torre, único objeto que rompía la uniformidad del desierto. Dos horas después de haberla columbrado, llegamos al pie de la altura donde estaba la torre; allí mana una fuente y vierte sus aguas transparentes y puras en un pilón de piedra. Hicimos alto para dar de beber a las mulas.

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Eché pie a tierra, y separándome del guía, emprendí la subida hacia la torre. La cuesta era muy suave, mas no dejé de pasar algún trabajo, por estar el piso cubierto de piedras afiladas, que, pasándome el calzado, me hirieron dos o tres veces en los pies; además, la distancia resultó ser mucho mayor de lo que yo supuse. Al fin llegué a las ruinas, pues no otra cosa había allí. Me encontré con una de esas torres vigías, llamadas en portugués atalaias; era cuadrada, rodeábala un muro, derruído en grandes trechos. La torre, cuya parte inferior estaba toda macizada, no tenía puerta; pero en una de sus caras había unas hendiduras entre las piedras para apoyar los pies, y trepando por tan tosca escalera llegué a un aposento pequeño, de unos cinco pies en cuadro, con el techo hundido. Dominábase desde allí una extensa vista en todas direcciones; aquel era evidentemente el alojamiento de los encargados de vigilar la frontera y de dar la alarma—encendiendo hogueras, acaso—al aparecer los enemigos. Un puñado de hombres resueltos podía defenderse en tan pequeña fortaleza contra asaltantes numerosos, expuestos en la subida a los tiros de la torre.

Ya iba a marcharme cuando, detrás de una parte del muro no recorrida por mí, sonó un grito extraño; acudí presuroso y me encontré con una miserable criatura, harapienta, sentada en una piedra. Era un loco,[p. 159] como de treinta años de edad, creo que sordo-mudo. Clavado en su asiento, desvariaba y gesticulaba, retorciendo su ruda fisonomía en espantables contorsiones. Solo aquello faltaba para completar la escena. Unos bandidos hubieran estado fuera de lugar en tan melancólica desolación. Pero el loco, sentado en la piedra detrás de las ruinas batidas por el viento, contemplando los marchitos chaparrales, sobre los que gravitaba un cielo hosco y pesado, componía un cuadro de tristeza y miseria como no lo habrá concebido poeta o pintor alguno en sus delirios más sombríos. No es este el primer caso en que me ha tocado comprobar que la realidad sobrepuja a veces a la fantasía.

Monté de nuevo en la mula y caminamos hasta que, al llegar a lo alto de otra colina, exclamó el guía súbitamente: «¡Allí está Elvas!» Miré en la dirección que me indicaba, y vi una ciudad encaramada en un alto cerro. Separado de éste por un profundo valle, hacia la izquierda, había otro cerro mucho más alto, donde está la famosa fortaleza de Elvas, reputada por la más poderosa de Portugal. Entre ambos cerros, pero muy al fondo, y lejos, en dirección de España, columbré las vertientes sombrías y la cima nebulosa de una soberbia montaña, que, según más adelante supe, era Alburquerque, una de las mayores de Extremadura.

El camino entraba allí en paraje cultivado;[p. 160] por entre setos vivos llegamos a un sitio donde el terreno descendía suavemente. A la derecha arrancaba el acueducto que provee de agua a la ciudad; tenía allí escasamente dos pies de altura, pero según íbamos descendiendo, las proporciones de la fábrica crecían, hasta ser colosales. Cerca del fondo del valle, el acueducto torcía a la izquierda, salvando el camino con uno de sus arcos: al pasar por debajo, alcé los ojos para mirarlo. El agua corría a cien pies de altura sobre mi cabeza; la inmensidad de la obra realizada para transportarla me llenó de admiración. Con todo, cierto detalle rebaja mucho las pretensiones de grandeza y magnificencia de este acueducto: el agua no corre, como en el de Lisboa, sobre un solo orden de arcos gigantescos, posados en el valle como piernas de titanes, sino sobre tres órdenes de arcos superpuestos. El gasto y el trabajo necesarios para levantar tan insigne máquina, debieron de ser enormes; y cuando se piensa en la relativa facilidad con que la industria moderna obtendría igual resultado, no puede uno por menos de alegrarse de vivir en tiempos en que es innecesario esquilmar la riqueza de una provincia para proveer a una ciudad, construída en un cerro, de un indispensable elemento de vida.


[Pg 161]

CAPÍTULO VIII

Elvas.— Longevidad extraordinaria.— La nación inglesa.— Ingratitud portuguesa.— Las fortificaciones.— Un mendigo español.— Badajoz.— La aduana.

A mi llegada a la puerta de Elvas un oficial salió de una especie de cuerpo de guardia, y después de hacerme varias preguntas, me envió, acompañado de un soldado, a la oficina de policía, donde mi pasaporte había de ser visé, porque en la frontera son muy exigentes en ese particular. Arreglado el asunto, me instalé en una hostería próxima a aquella puerta; me la había recomendado el posadero de Vendas Novas, y su dueño se llamaba José Rosado. Era la mejor de Elvas, pero muy inferior en comodidades a cualquier figón inglés. Acosado por el frío, me refugié gustoso en una cocina interior, alumbrada tan sólo, una vez cerrada la puerta, por el resplandor del fuego que ardía débilmente en el fogón. Una mujer de edad, sentada en una silla junto a la lumbre, pasaba[p. 162] las cuentas de su rosario; discerní en su rostro, en cuanto la escasa luz del aposento me lo permitía, una expresión singular, extraordinaria. Hícele algunas preguntas sin importancia, y me contestó; pero parecía ligeramente sorda. Comenzaba a encanecer, y le dije que, si bien la creía de más edad que yo, no tenía seguramente el pelo tan blanco como el mío.

—¿Qué edad tiene usted, caballero?—preguntó, dándome el título usualmente empleado en España para denotar un grado de respeto extraordinario—. Respondí que iba a cumplir treinta años. «Entonces—dijo—tenía usted razón al suponer que soy más vieja; tengo más años que su madre de usted y que la madre de su madre; hace más de cien años era yo una chicuela, y jugaba con otras de mi edad por esos campos.» «En tal caso—respondí—se acordará usted, sin duda, del terremoto.» «Sí—contestó—; si de algo me acuerdo, es de eso; cuando ocurrió, estaba yo en la iglesia de Elvas oyendo misa, y el cura se cayó al suelo, y dejó también caer la Hostia de las manos. Aún me acuerdo de cómo temblaba el suelo; todos nos mareamos; las casas se tambaleaban como si estuviesen borrachas. Ochenta años han pasado sobre mí desde el temblor de tierra, y entonces ya tenía yo más edad que usted tiene ahora.»

Miré con asombro a tan extraordinaria[p. 163] mujer, y apenas podía dar crédito a sus palabras. Sin embargo, me aseguraron que, positivamente, tenía más de ciento diez años, y pasaba por ser la persona más vieja de Portugal. Conservaba todas sus facultades tan despejadas como la generalidad de la gente al rayar en la mitad de aquellos años. Era pariente de los dueños de la hostería.

Conforme avanzaba la noche, fueron entrando varias personas para calentarse a la lumbre y gozar de la conversación; la casa era una especie de mentidero, donde llevaba la voz cantante el huésped, hombre de cierta sagacidad y experiencia, antiguo soldado del ejército británico. Entre otros, vino el oficial que mandaba en la puerta de la ciudad. Después de cambiar algunas palabras, este caballero, joven de unos veinticinco años, bien parecido, rompió en declamaciones violentas contra la nación inglesa y su gobierno, quienes, si en todo tiempo habían demostrado su egoísmo y su falacia, seguían ahora, respecto de España, una conducta sobremanera ignominiosa, pues estando en su mano acabar de golpe la guerra civil, enviando un poderoso ejército de socorro, preferían mandar un puñado de tropas, con objeto de prolongar la lucha y aprovecharse de sus ventajas. Después de cumplimentarle irónicamente por su cortesía y urbanidad, pregunté al oficial si entre las acciones egoístas de la nación y del gobierno[p. 164] ingleses, se contaba la de haber derrochado centenares de millones de libras esterlinas y vertido un océano de preciosa sangre para sostener la campaña de la península contra Napoleón. «Seguramente—dije—el fuerte de Elvas, y más aún el vecino castillo de Badajoz, dicen mucho respecto del egoísmo inglés, y cada vez que los mire se confirmará usted en la opinión que acaba de exponer. En cuanto a la guerra actual, le diré a usted que la gratitud de España a Inglaterra, después de la expulsión de los franceses gracias a nuestros ejércitos—gratitud demostrada en los estorbos puestos al comercio inglés y en las misas de acción de gracias ofrecidas al abandonar las costas españolas los herejes británicos—, no puede inducir a Inglaterra a arruinarse por el propósito de expulsar a don Carlos de sus montañas. Por deferencia al superior entendimiento de usted—continué, dirigiéndome al oficial—, quisiera creer que la prolongación indefinida de la guerra reporta grandes provechos a mi país; pero me haría usted un favor insigne explicándome el proceso químico en virtud del que la sangre vertida en las montañas españolas va a parar al tesoro inglés convertida en monedas de oro.»

Como tardara en contestarme, tomé de sobre la mesa un plato con fruta, y pregunté: «¿Cómo se llaman estas frutas?» «Granadas y bolotas»—respondió—. «Muy bien; un[p. 165] rústico inglés que no haya salido nunca de su país, no hubiese podido darme esa respuesta, a pesar de hallarse tan familiarizado con las granadas y las bolotas como vuestra señoría con la línea de conducta que le incumbe tomar a Inglaterra en su política interior y exterior.»

Esta réplica mía era impropia de un cristiano, lo confieso, y me demostró cuántas reliquias de mi antiguo carácter quedaban en el fondo de mi alma; con todo, séame permitido decir que, probablemente, ninguna otra provocación me hubiera inducido a responder con tanta cólera; pero no pude dominarme al oír tratar con injusticia a mi gloriosa tierra. Y ¿por quién? ¡Por un portugués! Por un hijo del país libertado de horrible esclavitud dos veces gracias al esfuerzo inglés. A no ser por Wellington y sus héroes, Portugal sería francés a estas fechas; a no ser por Napier y sus marinos, don Miguel reinaría en Lisboa. Volviendo al oficial, diré que todos se le rieron, y un momento después se fué.

Al día siguiente entré en relación con un comerciante respetable, llamado Almeida, hombre de talento, aunque algo brusco de modales. Manifestó profunda aversión al sistema papista que durante tanto tiempo había mantenido en mortales tinieblas a su infortunado país; y apenas supo que yo era portador de cierta cantidad de Testamentos,[p. 166] con intención de dejarlos allí para su venta, expresó vivos deseos de hacerse cargo de los libros, y se ofreció a trabajar cuanto pudiese para colocarlos entre sus numerosos parroquianos. Al enseñarle un ejemplar, le dije: «En la portada va el nombre de usted.» Porque, en efecto, la edición portuguesa de la Sagrada Escritura que la Sociedad Bíblica repartía la hizo un protestante llamado Almeida, y se publicó por vez primera en 1712; el comerciante sonrió, y me dijo que le honraba mucho tener alguna relación, aunque sólo fuese por el nombre, con el traductor. Echó a broma la propuesta de remunerarle por su trabajo, asegurándome que el solo hecho de poder colaborar en una obra tan santa y útil como la difusión de la Escritura, era para él suficiente recompensa.

Terminado este asunto, di un vistazo a los alrededores de Elvas, y subí paseando, cerro arriba, hasta el fuerte, al Norte de la ciudad. La parte baja del cerro está poblada de azinheiras, que le dan amenidad; por unas piedras varadas en el cauce crucé el arroyuelo que corre al pie. Al llegar a la entrada del fuerte, un centinela me cortó el paso; pero tuvo la amabilidad de decirme que, con dar mi nombre al oficial comandante, me permitirían visitar el interior. Envié, pues, mi tarjeta al oficial con un soldado que vagaba por allí, y, sentándome en una piedra, aguardé; volvió a poco; me preguntó[p. 167] si yo era inglés, y al oír mi respuesta afirmativa, dijo: «En tal caso, señor, no puede usted entrar; no es costumbre enseñar el fuerte a los extranjeros.» Respondí que lo mismo me daba visitarlo o no; y después de contemplar a Badajoz en la lejanía, desde el lado oriental del cerro, desanduve el camino recorrido a la subida.

Tales son los provechos que se obtienen con proteger a una nación y con derrochar la sangre y el dinero en su defensa. Los ingleses nunca han estado en guerra con Portugal; se han batido por mar y por tierra, siempre con buen éxito, en favor de su independencia; se han obligado, por un tratado de comercio, a beber sus vinos, tan ordinarios y adulterados, que en ninguna otra parte los quieren, y, sin embargo, son los más impopulares de cuantos extranjeros visitan este país. Los franceses han asolado Portugal y vertido la sangre de sus hijos como si fuese agua; no compran sus productos; desprecian sus vinos; pero no hay aquí mala disposición para los franceses. La razón de esto no es ningún misterio; lo propio, no ya de los portugueses, sino de la corrupción del hombre, es aborrecer a los bienhechores que con sus beneficios lastiman del modo más generoso su miserable vanidad.

En ningún país son tan populares los ingleses como en Francia; y es que, si bien[p. 168] los franceses han sido con frecuencia tratados rudamente por los ingleses y ocupada su capital por un ejército inglés, nunca han estado sometidos a la supuesta ignominia de recibir de ellos asistencia y socorro.

Las fortificaciones de Elvas son un modelo en su género; a primera vista pudiera creerse que la ciudad, si estuviera bien guarnecida, sería capaz de retar a cualquier enemigo; pero tiene un punto flaco: un cerro la domina por Occidente, a media milla de distancia, desde donde un general experto no dejaría de cañonearla, probablemente con buen éxito. Es la última ciudad de Portugal por aquella parte, y apenas si la separan dos leguas de la frontera española. Fué construída, evidentemente, para rivalizar con Badajoz, al que mira desde su altura a través de la planicie arenosa por donde van las lentas aguas del Guadiana. Pero aunque Elvas es una ciudad fuerte, apenas tiene valor como defensa de la frontera, abierta por todas partes, de tal modo, que un ejército invasor dispuesto a esquivar esta plaza, no tendría la menor necesidad de aproximarse ni a doce leguas de sus muros. Son tan extensas sus fortificaciones que no harían falta menos de diez mil hombres para guarnecerla, fuerza que, en caso de invasión, estaría mejor empleada en afrontar al enemigo en campo raso. Durante su ocupación de Portugal, los franceses pusieron en la plaza una corta[p. 169] guarnición, que se retiró al castillo al acercarse los ingleses, y capituló poco después.

Como ya no me detenía cosa alguna en Elvas, dispúseme a cruzar la frontera de España. El guía idiota tomó el camino de vuelta a Aldea Gallega, y el 5 de enero, montado en una triste mula, sin riendas ni estribos, guiándola con el ramal, y seguido por un muchacho que había de acompañarme montado en otra, bajé presuroso desde Elvas al llano, con ansia de llegar a la romántica, a la caballeresca y vieja España. Era innecesario, y así lo comprendí en seguida, azuzar a mi mula, pues con todas sus mataduras, reparada de la vista y coja, andaba ligera como el viento.

En poco más de media hora llegamos a un arroyo, cuyas aguas corrían impetuosas entre márgenes escarpadas. Un hombre, al borde del arroyo, me indicó el vado en el agrio dialecto de Portugal; y cuando aún estaba yo chapoteando en el agua, una voz me saludó desde la otra orilla en el espléndido idioma de España, de esta manera: ¡Oh señor caballero, que me dé usted una limosna por amor de Dios, una limosnita para que yo me compre un traguillo de vino tinto! Un momento después pisé suelo español, porque el arroyo, llamado Acaia, sirve allí de límite a los dos reinos; arrojé al mendigo una monedilla de plata, y gritando ¡Santiago y cierra España!, seguí mi camino más de prisa[p. 170] todavía, prestando poca atención, como dice Gil Blas, al torrente de bendiciones derramado por el mendigo a mis espaldas; con todo, nunca se vió limosna otorgada con menos discernimiento, porque, según más adelante averigüé, aquel tipo era un borracho perdido que se instalaba todas las mañanas junto al vado para sacar a los viajeros unos cuartos y gastárselos por las noches en las tabernas de Badajoz. Pagaba con bendiciones a quien le daba limosna, y con maldiciones a quien se la negaba; e igual facundia y habilidad tenía en el empleo de las unas que de las otras.

Badajoz estaba ya a la vista, a poco más de media legua de distancia. Pronto torcimos a la izquierda para tomar el puente de arcos que atraviesa el Guadiana, río muy famoso en romances y cantares, pero nada ameno en realidad, poco profundo y muy lento, aunque de razonable anchura; sus orillas blanqueaban con las ropas puestas a secar al sol, que lucía resplandeciente. Desde gran distancia oí cantar a las lavanderas, y el tema de sus cánticos parecía ser las alabanzas del río en que estaban descrismándose, porque al acercarme oí distintamente: Guadiana, Guadiana, repetido a coro por muchas mujeres, las unas mozas, las otras de edad, de mejillas tostadas, cuyas voces fuertes y claras, multiplicaba el eco por todas partes. Pensé que había cierta semejanza[p. 171] entre mi tarea y la suya; yo estaba en vías de curtir mi tez septentrional exponiéndome al candente sol de España, movido por la modesta esperanza de ser útil en la obra de borrar del alma de los españoles, a quienes conocía apenas, alguna de las impuras manchas dejadas en ella por el papismo, así como las lavanderas se quemaban el rostro en la orilla del río para blanquear las ropas de gentes que desconocían. A mi mente acudieron con mucha fuerza las palabras de un poeta oriental: «Día tras día, y noche tras noche, me fatigaré en socorro de mis hermanos sin fortuna, como las lavanderas curten su faz al sol por limpiar unas ropas que no son suyas.»

Cruzado el puente, llegamos a la puerta Norte de Badajoz, y de una especie de garita salió a nosotros un individuo tocado con un sombrero andaluz de copa puntiaguda, y embozado en una de esas inmensas capas, muy conocidas de cuantos han viajado por España, que sólo un español sabe llevar en forma que sienten bien. Sin pronunciar palabra asió del ramal de la mula, y entrándose por la puerta de la ciudad, nos llevó por una calle muy sucia, llena de gente embozada también en largas capas. Pregntéle qué se proponía, y no se dignó contestar; pero el muchacho, mi acompañante, dijo que era un guarda-puertas y nos llevaba a la aduana, o alfandega, para el registro del equipaje.[p. 172] Llegados a la aduana, el guarda, sin romper su adusto silencio, comenzó a echar las maletas desde la mula de carga al suelo y a desatarlas. Ya iba a reprenderle como su brutalidad merecía; pero antes de que pudiera abrir la boca, apareció en la puerta un personaje, alto y de edad madura, en quien no tardé en reconocer al jefe de la aduana. Después de mirarme un momento, me preguntó en mi idioma si yo era inglés. Al oír mi respuesta afirmativa, preguntó al guarda cómo se había atrevido a cometer la insolencia de poner las manos en el equipaje sin orden superior, y severamente le mandó atar de nuevo las maletas y cargarlas en la mula, como lo hizo, en efecto, sin pronunciar palabra. Preguntóme después lo que contenían las maletas: ropas de vestir—contesté yo—, y pidiéndome perdón por la insolencia de su subordinado, me dijo que era libre de ir adonde tuviera por conveniente. Le di las gracias por su extremada cortesía, y guiando el muchacho, fuí directamente a la fonda de las Tres Naciones, que me habían recomendado en Elvas[35].


[Pg 173]

CAPÍTULO IX

Badajoz.— Antonio el gitano.— Una proposición de Antonio.— Es aceptada.— El desayuno gitano.— Salida de Badajoz.— El borrico del gitano.— Mérida.— La muralla en ruinas.— La comadre.— El país del moro.— Los hombres negros.— La vida en el desierto.— La cena.

Hallábame ya en Badajoz, en España, país que durante los cuatro años siguientes iba a ser teatro de mis trabajos; pero no nos anticipemos a los acontecimientos. Los alrededores de Badajoz no me predispusieron gran cosa en favor del país a que acababa de llegar. Aquellas planicies parduscas, apenas producen otra cosa que el arbusto llamado en español carrasco; sin embargo, unas montañas azuladas se yerguen en la lejanía y animan un poco la entonación monótona del paisaje.

En Badajoz, capital de Extremadura, fué donde, por vez primera, tropecé con los singularísimos Zincali, o gitanos españoles. Allí fué donde encontré al indómito Paco,[p. 174] hombre que tenía un brazo seco y manejaba las cachas[36] con la mano izquierda; a su astuta mujer, Antonia, diestra en hokkano baró[37], o engaño maestro, a su suegro, el feroz gitano Antonio López, y a otros muchos individuos del Errate, o sangre gitana, poco menos notables que éstos. Aquí fué donde, por vez primera, prediqué el Evangelio al pueblo gitano, y comenzé la traducción del Nuevo Testamento al idioma de los gitanos españoles, traducción que, en parte, se imprimió más tarde en Madrid.

Permanecí tres semanas en Badajoz, y me dispuse a salir para Madrid; un anochecido estaba yo en mi aposento arreglando mi escaso equipaje, cuando entró Antonio el gitano, vestido con su zamarra y tocado con el puntiagudo sombrero andaluz.

Antonio.—Buenas noches, hermano; me han dicho que callicaste[38] te propones salir para Madrilati[39].

Yo.—Así es; no puedo estar aquí más tiempo.

Antonio.—El camino hasta Madrilati es largo; el país está en guerra, y en el campo abundan los chories[40]. ¿No te amedrenta el viaje?

[p. 175]

Yo.—Yo no tengo miedo; ningún hombre puede eludir su destino; lo que haya de ser de mi cuerpo y de mi alma, escrito está en un gabicote[41] desde mil años antes de la creación del mundo.

Antonio.—Yo, personalmente, tampoco tengo miedo, hermano; la noche oscura es para mí igual que el día claro, y el carrascal silvestre lo mismo que la plaza del mercado o que el chardi[42]; llevo en el pecho el bar lachí[43], la piedra preciosa a que se pega la aguja.

Yo.—Supongo que te refieres al imán. ¿Crees que una piedra inerte puede preservarte de los peligros que amenacen tu vida?

Antonio.—Hermano, cuento ya cincuenta años de edad, y aquí me tienes vivo y sano. ¿Cómo podría ser eso si el bar lachí no tuviera poder alguno? He sido soldado y contrabandista, y he matado y robado también a los Busné[44]. Las balas del Gabiné[45] y del jara canallis[46] me han zumbado en los oídos sin tocarme por llevar conmigo el bar lachí. Veinte veces he hecho cosas que, según la[p. 176] ley busné debían haberme llevado al filimicha[47]; sin embargo, nunca me ha estrujado el cuello el frío garrote. Hermano, confío en el bar lachí, como los Caloré[48] de otro tiempo: aunque me viera en el golfo de Bombardó[49] sin una tabla a qué agarrarme, no tendría miedo; porque llevando tan preciosa piedra, ella me sacaría sano y salvo a la costa. El bar lachí es poderoso, hermano.

Yo.—No vamos a discutir por eso, y menos ahora, en el momento de marcharme de Badajoz; despidámonos rápidamente, y ya no volveremos a vernos más.

Antonio.—Hermano, ¿sabes a lo que vengo?

Yo.—Lo ignoro, como no sea a desearme feliz viaje; no soy bastante gitano para adivinar los pensamientos de la gente.

Antonio.—Toda la noche pasada he estado despierto, pensando en los asuntos de Egipto; cuando me levanté esta mañana, tomé el bar lachí, y raspándolo con un cuchillo saqué un poco de polvo, y me lo bebí con aguardiente, según tengo costumbre de hacer después de tomar una resolución. Luego me dije: estoy haciendo falta en la raya de Castumba[50] para cierto negocio. El Caloró[51][p. 177]forastero va a marcharse a Madrilati; el camino es largo, y pudiera caer en malas manos, quizás en las de gente de su propia sangre, porque he de decirte, hermano, que los Calés abandonan ya las ciudades y aldeas y se echan al campo en cuadrillas para saquear a los Busné; no hay ley ninguna en estas tierras, y ahora o nunca es la ocasión de que los Caloré vuelvan a ser lo que fueron en tiempos pasados. De manera que me dije: el Caloró forastero puede caer en manos de los de su misma sangre y ser maltratado por ellos, que sería una vergüenza. De consiguiente, iré con él por el Chim del Manró[52] hasta la raya de Castumba, y desde la raya de Castumba dejaré que el Caloró de Londres siga su camino a Madrilati, porque hay menos peligro en Castumba que en Chim del Manró, y después podré ocuparme de los asuntos de Egipto que allí me reclaman.

Yo.—Ese plan promete mucho, amigo mío. ¿En qué forma piensas que hagamos el viaje?

Antonio.—Te lo diré, hermano. Tengo en la cuadra un gras[53], el mismo que compré en Olivenza, como te dije en otra ocasión; es bueno y ligero, y me costó, a mí que[p. 178] soy gitano, cincuenta chulé[54]; tú puedes ir en el gras; yo montaré en el macho.

Yo.—Antes de responder desearía que me dijeses qué asuntos son esos que te obligan a ir a Castumba; tu yerno Paco me tiene dicho que los gitanos no acostumbran ya a viajar.

Antonio.—Es un asunto de Egipto, hermano, y no puedo decirte más. Acaso se trata de un caballo o de un borrico, acaso de una mula o de un macho; lo que sea, no se refiere a ti; por tanto, te aconsejo que no preguntes nada. Dosta[55]. Volviendo a lo de antes: eres libre de rechazar mi ofrecimiento; hay un drungruje[56] de aquí a Madrilati, y puedes viajar en el birdoche[57] o con los dromalis[58]; pero te advierto, como hermano, que hay chories en el drun, y algunos de ellos son del Errate.

La verdad es que pocas personas en mi situación hubiesen aceptado la propuesta del singular gitano. Sin embargo, el plan no dejaba de tener atractivos para mí. Dada mi afición a las aventuras, no podía satisfacerla de mejor ni más fácil modo que poniéndome en manos de tal guía. Otros en mi caso hubiesen recelado una traición, pero yo[p. 179] estaba tranquilo sobre ese punto, y no creía que el gitano abrigase la más ligera mala intención en contra mía; le vi plenamente convencido de que yo era uno de los del Errate, y los rasgos más fuertes de su carácter eran el amor a su raza y el odio a los Busné. Deseaba yo, además, aprovechar todas las ocasiones de conocer a fondo las costumbres de los gitanos españoles, y allí se me presentaba una excelente, apenas llegado a España. Total: que resolví acompañar al gitano. «Iremos juntos—le dije—. Mi equipaje lo mandaré a Madrid por el birdoche.» «Muy bien hecho, hermano—contestó—, y así el gras andará más ligero. La verdad es que para nada necesitas llevar equipaje. ¡Cómo se reirían los Busné si se encontraran en el camino a dos Calés viajando con equipaje!»

Durante mi estancia en Badajoz, tuve poco trato con los españoles; lo más del tiempo se lo consagré a los gitanos, raza ya conocida y tratada por mí en diversas partes del mundo, y con quienes me encontraba más a mis anchas que con los silenciosos y reservados hombres de España; medio siglo puede estar un extranjero entre españoles sin que le dirijan media docena de palabras, a no ser que partan de él los primeros pasos para intimar, y aun así, puede verse rechazado con un encogimiento de hombros y un no entiendo, porque entre los muchos[p. 180] prejuicios profundamente arraigados en este pueblo se cuenta la singular idea de que ningún extranjero es capaz de aprender su lengua, idea a que siguen aferrados aunque le oigan hablar en ella corrientemente; todo lo más que en tal caso conceden, es esto: Habla cuatro palabras, y nada más.

Una mañana temprano, antes de salir el sol, me encontré frente a la casa de Antonio, pequeña y mísera construcción, situada en una calle sucia. La mañana era profundamente oscura; la calle estaba, sin embargo, parcialmente iluminada por un montón de paja ardiendo, en torno del que dos o tres hombres parecían muy ocupados en sostener un objeto sobre la llama. Un instante después se abrió la puerta de la casa del gitano, y apareció Antonio. Echó una mirada en dirección de la hoguera, y exclamó: «El puerco ha dado muerte a su hermano. Que todo Busnó corra la misma suerte. Entremos, hermano, y comeremos el corazón del puerco.» No entendí bien estas palabras, pero siguiendo al gitano, llegamos a un aposento bajo, donde había un brasero encendido, a su lado una tosca mesa cubierta con grosero mantel, y sobre ella un pan y un puchero que despedía agradable olor. «En esta puchera—dijo Antonio—, está el corazón del balichó[59]; comamos.» Nos sentamos[p. 181] a la mesa y comimos, Antonio vorazmente. Cuando terminó, se puso en pie y me dijo: «¿Has traído el li[60]. «Aquí está—contesté, enseñándole mi pasaporte—. «Bueno; puedes necesitarlo—repuso—. Yo no lo necesito; mi pasaporte es el bar lachí. Ahora un vaso de repañí[61], y al camino.»

Salimos del cuarto; Antonio cerró la puerta con llave, que escondió luego debajo de una baldosa, en un rincón del pasillo. «Espérame en la calle, hermano, mientras voy a la cuadra a buscar las caballerías.» Le obedecí. El sol no había salido aún; el frío era cortante; pero la luz grisácea del alba me permitía ya distinguir los objetos con suficiente claridad. No tardé en oír las pisadas de los animales, y un momento después apareció Antonio llevando el caballo por la brida; el macho iba detrás. Miré al caballo y no pude contener un movimiento de asombro. Hasta donde me fué posible examinarlo, me pareció el bicho más raro que había visto en mi vida. Era de espectral blancura, muy corto de cuerpo, pero con unas patas de desmesurada longitud, y altísimo de cruz. «Estás mirando el grasti—dijo Antonio—. Tiene diez y ocho años, pero es el mejor de Chim del Manró, ni más ni menos; hace mucho tiempo que le tenía echado el[p. 182] ojo, y le compré para emplearlo en los negocios de Egipto. Monta, hermano, monta, y dejemos los foros[62]; ya van a abrir la puerta de la ciudad.»

Cerró la de su casa, y se guardó la llave en la faja. Menos de un cuarto de hora después, habíamos dejado Badajoz a nuestra espalda. «No me parece muy bueno este caballo—dije a Antonio, cuando íbamos ya por el campo—. Apenas si puedo hacerle andar.»

«Es el caballo más ligero que hay en Chim del Manró, hermano—dijo Antonio—. Lo mismo al galope que al trote largo ninguno le aventaja; pero tiene diez y ocho años y las coyunturas entumecidas, sobre todo por la mañana; pero deja que entre en calor y que el genio del viejo reviva, y no podrás contenerlo con el freno ni con la brida. Ese caballo lo compré para los asuntos de Egipto, hermano.»

A eso del mediodía llegamos a una aldea, en las inmediaciones de un cerro pedregoso. «Aquí no hay casa Caló—dijo Antonio—; tenemos que ir a la posada de los Busné, donde comeremos todos, hombres y bestias.» Entramos en la cocina, nos sentamos a la mesa y pedimos pan y vino. Había en la cocina dos individuos de mala catadura, fumando unos cigarros; y como se me[p. 183] ocurriera decir no sé qué cosa a Antonio en caló, uno de aquellos tipos, notable por sus inmensos bigotes, exclamó: «¿Qué es lo que oigo? ¿Te atreves a hablar en caló delante de mí, que soy chalan y nacional? Malditos gitanos, ¿cómo os atrevéis a entrar en esta posada y a hablar en esa lengua delante de mí? ¿No está prohibida por la ley, como os está prohibido entrar en el mercado? Amigo, como vuelva yo a oír de tu boca una palabra en caló te muelo los huesos a palos, y de un puntapié vas volando al tejado.»

«Haría usted muy bien—dijo su compañero—, porque la insolencia de estos gitanos es ya inaguantable. Estando en Mérida o Badajoz, voy al mercado, y allí me veo en un rincón a los malditos gitanos charlando en una lengua ininteligible. «Señor gitano—le digo a uno de ellos—, ¿cuánto quiere usted por ese burro?» «Diez duros, Caballero nacional, me responde. Es el mejor burro de toda España.» «Quisiera verlo andar»—replico yo—. «Ahora mismo»—contesta—, y salta sobre el burro y le hace salir andando, no sin haberle murmurado antes al oído no sé qué cosas en caló; el burro tenía un paso magnífico, como yo no había visto otro. «Creo que me conviene»—digo al fin, y después de examinarlo un rato, saco el dinero y le pago—. «Me voy a mi casa»—dice el gitano, y desaparece rápidamente—. «Y yo a mi pueblo»—contesto[p. 184] yo—, y montado en el burro, le digo: Vámonos, pero el burro se está quieto. En vano le arreo con una varita. «¿Qué significa esto?»—exclamo—; y me pongo a darle espolazos. Pero el maldito, apenas siente la picadura, al primer corcovo me tira por las orejas en medio del fango. Me pongo en pie y veo al burro contemplándome atentamente, y a la canaille gitana mirándome de través con sus ojos velados. «¿Dónde está el tunante que me ha vendido esta alhaja?»—grito—. «Se ha ido a Granada»—dice uno—. «Se ha ido a ver a su familia de Morería»—añade otro—. «Le acabo de ver corriendo por el campo en dirección de... perseguido muy de cerca por el diablo»—exclama un tercero—. En suma, me han robado. Quiero deshacerme del burro, pero no hay quien lo compre; es un burro caló, y todos le huyen. Al cabo, los gitanos me ofrecen treinta reals por él; y después de regatear mucho, me doy por contento vendiéndoselo en dos duros. Todo ello es una pura estafa; el burro vuelve a su dueño y la cuadrilla se reparte la ganancia; es una infamia que se evitaría, a mi parecer, con sólo prohibir hablar el caló; porque, ¿qué otra cosa sino las palabras en caló dichas a su oído, pudo inducir al jumento a portarse de tan inconcebible manera?»

Ambos parecían completamente convencidos de la exactitud de esta conclusión, y[p. 185] continuaron fumando hasta consumir los cigarros; entonces se levantaron, se atusaron las patillas, nos miraron con fiero desden, y arrojando al suelo las puntas de los cigarros, salieron de la habitación a paso largo.

—Esta gente no me parece muy amiga de los gitanos ni del lenguaje caló—dije a Antonio cuando los dos matones se fueron.

—Malos muermos les cojan los hocicos—dijo Antonio—. Ya se ve que algunos de los nuestros los han jonjabadoed[63]. Sin embargo, has hecho mal, hermano, en hablarme en caló en esta posada; es lenguaje prohibido, porque, como ya te he dicho, el rey ha destruído la ley de los Calés[64]. Vámonos de aquí, hermano, antes que esos juntunes[65] nos echen encima a la justicia.

Al atardecer llegábamos cerca de un pueblo grande.

—Esta es Mérida—dijo Antonio—, que, según cuentan los busné, fué antaño una gran ciudad de los corahai[66]; pasaremos aquí la noche, y quizás dos o tres días, porque tengo que arreglar algunos asuntos de Egipto. Ahora, hermano, échate a un lado[p. 186] del camino con el caballo, y espera junto a esa tapia hasta mi vuelta. Tengo que adelantarme para ver cómo están las cosas.

Me apeé del caballo y me senté en una piedra, junto a la pared en ruinas indicada por Antonio. El sol declinaba y el viento era muy sutil; me arropé bien en una capa de gitano, andrajosa y vieja, que Antonio me dió, y como sentía algún cansancio, caí en un sopor que duró casi una hora.

—¿Es su merced el Caloró de Londres?—dijo muy cerca de mí una voz desconocida.

Me desperté sobresaltado; vi un rostro de mujer casi debajo del ala de mi sombrero. A pesar de la poca luz, observé que sus facciones eran horriblemente feas, casi negras; pertenecían a una gitana vieja, lo menos de setenta años, que se apoyaba en un palo.

—¿Es su merced el Caloró de Londres?—repitió.

—Yo soy el que usted busca. ¿Y Antonio?

Curelando, curelando; baribustres curelós terela[67]—dijo la vieja—. Venga conmigo. Caloró de mi garlochín[68], venga conmigo a mi ker[69]; en seguida llegamos.

Eché por el camino, detrás de la gitana,[p. 187] hasta llegar a la ciudad, ruinosa y medio desierta; remontamos una calle, torcimos luego por una callejuela angosta y lóbrega, y, a poco, mi guía abrió la puerta de una casa bastante capaz y muy estropeada.

—Entra—me dijo.

—¿Y el gras?—pregunté.

—Hazle entrar también, chabó[70] mío; en la cuadra, aunque pequeña, hay sitio para el gras.

Atravesamos un vasto patio, y nos detuvimos ante una puerta muy ancha.

—Entra, hijo de Egipto—dijo la bruja—; entra; esa es la cuadra.

—Esto está más negro que la pez—dije yo—, y es muy a propósito para lo que yo me sé; trae una luz, o no entro.

—Dame el solabarri[71]—respondió la vieja—, y yo encerraré el caballo, chabó de Epipto, y le ataré al pesebre.

Entró con él en la cuadra, y la oí trajinar en la oscuridad; no tardé en oír rebullirse también al caballo.

Grasti terelamos[72]—dijo la gitana, al reaparecer con la brida en la mano—. El caballo se ha soltado él solo; a pesar del viaje no se ha resentido. Ahora, Caloró mío, vamos a mi casita.

[p. 188]

Entramos en la casa, en un aposento muy capaz y tenebroso, donde no había otra luz que el débil resplandor de un brasero, puesto al fondo, junto al que se acurrucaban dos bultos oscuros.

—Estas son callees[73]—dijo la gitana vieja—. Una es mi hija; la otra es su chabí[74]. Siéntate, Caloró de Londres, y que te oigamos el metal de la voz.

Miré en busca de una silla, pero no la había; cerca de mí, empero, descubrí en el suelo el remate de una columna rota; rodándolo, lo acerqué al brasero, y me senté.

—Esta casa es muy hermosa, madre de los gitanos—dije yo, por satisfacer su deseo de oírme hablar—. Es muy hermosa, pero algo fría y húmeda; por lo grande puede servir de sobra para alojar a los hundunares.[75]

—Hay muchas casas de sobra en estos foros, muchas casas de sobra en Mérida, Caloró de Londres, algunas tal como las dejaron los corahanós[76]. ¡Ah! Qué gran pueblo son los corahanós. Muchas veces me entran ganas de volver otra vez a su chim.

—¡Cómo! Madre—dije yo—, ¿has estado en tierra de moros?

[p. 189]

—Dos veces, Caloró mío, dos veces he estado en la tierra de los Corahai. La primera vez, hace más de cincuenta años; entonces estaba yo con los sesé[77], porque mi marido era soldado del Crallis de España, y Orán pertenecía en aquellos tiempos a España.

—Entonces no estuviste con los verdaderos moros, sino con los españoles que ocupaban una parte de su país.

—Estuve con los verdaderos moros, mi Caloró de Londres. ¿Quién conoce a los moros mejor que yo? Hace unos cuarenta años estaba yo con mi ro[78], en Ceuta, porque era soldado del rey, cuando un día me dijo: «Estoy cansado de vivir aquí, que no hay pan, y agua menos aún; he decidido escaparme y volverme corahanó; esta noche mataré al sargento y huiré al campo moro.»

—Hazlo—respondí—, chabó mío, y en cuanto pueda te seguiré y me haré corahani.

Aquel a misma noche mató a su sargento, que cinco años antes le había llamado Caló, y le había maldecido; echó a correr, saltó por la muralla, y sin que le tocaran los tiros que le tiraron, se puso en salvo en la tierra de los corahai. Yo me quedé en el[p. 190] presidio de Ceuta, de cantinera, vendiendo vino y repañi a los soldados. Dos años pasaron sin tener noticias de mi ro. Un día entró en mi cachimani[79] un desconocido; iba vestido como un corahanó, pero más parecía un callardó[80]; y, sin embargo, tampoco era un callardó, a pesar de ser casi negro; según estaba mirándole, pensé que se parecía un poco a los del Errate, y me dijo: «Zincali[81]; chachipé»[82]; luego, en una lengua tan rara que apenas le pude entender, me dijo al oído. «Tu marido está esperándote; ven conmigo, hermanita, y te llevaré con él.» «¿Dónde está?»—pregunté—. Y señalando hacia el Poniente, dijo: «Está por allá, muy lejos; ven conmigo; tu ro te espera.» Tuve un poco de miedo, pero me acordé de mi marido, y ya deseé verme en la tierra de los corahai; tomé, pues, el poco parné[83] que tenía, eché la llave al cachimani y me fuí con el desconocido. En la puerta nos dió el alto el centinela; pero le convidé a repañi, y nos dejó pasar; en un instante llegamos a la tierra de los corahai. A una legua de la ciudad, al pie de un cerro, encontramos a cuatro personas, hombres y mujeres, tan[p. 191] negros como mi desconocido guía, y se unieron a nosotros, saludándome, y llamándome hermanita. Eso fué lo único que entendí de toda su habla, que era muy cerrada. Quitáronme las ropas que llevaba y me dieron otras, con las que me vestí como una corahani; y luego emprendimos la marcha, que duró muchos días, por desiertos y aldeas; más de una vez me pareció encontrarme entre los del Errate, porque sus costumbres eran las mismas; los hombres querían hokkawar con mulos y burros; las mujeres decían bají[84]. Al cabo llegamos a una ciudad grande, y el hombre negro que me había ido a buscar, dijo; «Entra ahí, hermanita, y encontrarás a tu ro.» Me llegué a la puerta, y vi estar dentro un corahanó armado; le miré a la cara, y reconocí a mi marido.

Era aquella una ciudad muy extraña, llena de gentes que habían sido antes candoré[85], pero renegadas y convertidas en corahai. Había allí sesé y laloré[86], y hombres de otras naciones, y entre ellos algunos del Errate de mi mismo país; todos eran soldados del Crallis de los corahai, y le servían en sus guerras. Mucho tiempo estuve con mi ro en aquella ciudad, yendo a veces con[p. 192] él a las guerras; muchas veces le pregunté acerca de los hombres negros que me habían llevado hasta allí, y me dijo que había tenido algunos tratos con ellos, y los creía del Errate. En fin, hermano, para no alargar, a mi marido le mataron en la guerra, delante de una ciudad sitiada por el rey de los corahai, yo quedé piulí[87], y volví a la ciudad de los renegados, como la llamaban, y me gané la vida como pude. Un día, estando yo sentada, llorando, se me plantó delante el mismo hombre negro a quien no había vuelto a ver desde el día que me llevó a juntarme con mi ro, y me dijo: «Ven conmigo, hermanita, ven conmigo; el ro está muy cerca.» Fuí con él, y fuera de la ciudad, en el desierto, estaban los mismos hombres y mujeres negros que la otra vez había visto. «¿Dónde está mi ro?»—pregunté.—«Aquí está, hermanita—dijo el hombre negro—, aquí está; desde hoy yo soy el ro, y tú la romí[88]. Ven, y vámonos de aquí, que no faltan quehaceres.»

Me marché con él, y fué mi ro, y vivimos por los desiertos y hokkawared y choried, y dije bají; yo pensaba: «Esto me gusta; seguramente estoy entre los del Errate, en un país mejor que el mío.» Muchas veces les pregunté si eran del Errate, y se reían, di[p. 193]ciéndome que muy bien podía ser porque no eran corahai; pero nunca me dieron más clara cuenta de sí.

Bueno; esto duró unos cuantos años, y tuve del hombre negro tres chai[89]; dos, murieron; pero la más joven, vive; es la Callí que estás viendo al lado del brasero. Así vivíamos errantes, y choried, y decíamos bají. Ocurrió que una vez, en tiempo de invierno, nuestra pandilla intentó atravesar un río muy ancho y muy profundo, como muchos otros que hay en Chim del Corahai, y el bote volcó con la rapidez de la corriente, y todos se ahogaron menos yo y mi chabí, a quien llevaba en el seno. Ya no me quedaba ningún amigo entre los corahai; fuí errante por los despoblados, implorando y llorando hasta quedarme casi lilí[90]. De este modo llegué a la costa; allí hice amistad con el capitán de un barco, y volví a esta tierra de España. Ahora que estoy aquí, deseo muchas veces volver a vivir con los corahai

Al llegar aquí, rompió a reír a carcajadas, y así estuvo un rato largo; cuando se cansó, les llegó el turno de reír a su hija y a su nieta; y tanto rieron, que las tuve a todas por locas.

Horas y horas fueron pasando, y aún estábamos acurrucados junto al brasero, del[p. 194] que todo calor había volado mucho tiempo hacía; el leve fulgor que iluminaba el aposento también desapareció; sólo quedaba en el brasero un rescoldo moribundo. La habitación estaba en las más densas tinieblas; las tres mujeres permanecían inmóviles y en silencio; sentí un escalofrío, y empecé a encontrarme a disgusto.

—¿Vendrá aquí Antonio esta noche?—pregunté al fin.

No tenga usted cuidao, mi Caloró de Londres—dijo la gitana vieja con tono desabrido—. Pepindorio[91] ha estado aquí alguna vez.

Ya iba a levantarme, con intención de huir de la casa, cuando sentí posarse una mano en mi hombro, y oí la voz de Antonio, que decía:

—No te asustes, hermano; soy yo. Pronto traerán luz, y cenaremos.

La cena fué bastante frugal: pan, queso y aceitunas; Antonio, empero, sacó una bota de excelente vino. Despachamos los manjares a la luz de una lámpara de barro puesta en el suelo.

—Ahora—dijo Antonio a la más joven de las tres mujeres—tráeme el pajandi[92], que voy a cantar una gachapla[93].

[p. 195]

La muchacha trajo la guitarra, y el gitano, después de templarla con cierto trabajo, rascó vigorosamente las cuerdas y se puso a cantar:

—Gitano, ¿por qué vas preso? —Señor, por cosa ninguna: Porque he cogío un ramá Y etrás se bino una mula.
Caminito de Antequera Preso llevan a un gitano, Porque se encontró una capa Antes de perderla el amo.

El canto y la música duraron mucho tiempo. Las dos mujeres jóvenes no se cansaban de bailar, mientras la vieja hacía a veces restallar sus dedos o medía el compás golpeando en el suelo con el palo. Al fin, Antonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:

—Veo que el Caloró de Londres está cansado; basta, basta; mañana continuaremos. Ahora vámonos al charipé[94].

—Con muchísimo gusto—dije yo—. ¿Dónde vamos a dormir?

—En la cuadra, en el pesebre. Aunque en la cuadra haga frío, estaremos bastante abrigados en el bufa[95].[*]


[Pg 196]

CAPÍTULO X

La nieta de la gitana.— Proyecto matrimonial.— El alguacil.— El ataque.— Trote largo.— Llegada a Trujillo.— Noche de lluvia.— La selva.— El vivac.— ¡Levántate y anda!— Jaraicejo.— El Nacional.— El caballero Balmerson.— Entre jarales.— Una conversación seria.— ¿Qué es la verdad?— Noticia inesperada.

Tres días estuvimos en casa de las gitanas. Todas las mañanas, muy temprano, Antonio se marchaba, montado en el macho, y volvía ya muy entrada la noche. La casa era grande y estaba ruinosa; la única parte habitable, además de la cuadra, era aquella especie de zaguán donde cenamos, y en el que dormían las gitanas, en unos felpudos y colchonetas puestos en un rincón. Una mañana, cuando Antonio ensillaba el macho y se disponía a partir, supuse yo, por los negocios de Egipto, le dije:

—Esta casa es muy extraña, y no lo es menos la gente que vive en ella. La gitana abuela tiene todo el aspecto de una sowanee[96].

[p. 197]

—¿Cómo el aspecto?—exclamó Antonio—. ¿Pues acaso no lo es? Más cosas ocultas y más palabras misteriosas sabe que todo el Errate de aquí y de Cataluña. Ha vivido en tierra de moros, y sabe hacer más draos[97], venenos y filtros que ninguna persona viviente. Una vez hizo una especie de pasta, y me convenció de que la probara; poco después sentí como si el alma se me separase del cuerpo, y estuve una noche entera vagando por montes y selvas horribles, entre monstruos y duendes. En la tierra de los corahai aprendió muchas cosas que ya quisiera yo saber.

—¿Hace mucho tiempo que la conoces? Estás en esta casa como en la tuya.

—¿Que si la conozco? Mi hermano se casó con la hija, la Callí negra, de quien tuvo esa chabí hace diez y seis años, poco antes de ser ahorcado por los busné.

Por la tarde, hallándome sentado en el zaguán con la gitana vieja, mientras las dos Callees andaban por la ciudad y sus cercanías diciendo la buenaventura, su principal ocupación, me dijo la vieja:

—¿Estás casado, mi caloró de Londres? ¿Eres un ro?

Yo.—¿Por qué me lo preguntas, o Dai de los Calés?[98].

[p. 198]

La gitana vieja.—Porque ya es tiempo de que la chabí pierda su lacha[99] y tenga un ro. Lo mejor que puedes hacer es tomarla por romí, mi caloró de Londres.

Yo.—Soy extranjero en estas tierras, oh madre de los gitanos, y apenas puedo ganar para mí, menos aún para una romí.

La gitana.—No necesita que nadie la mantenga, mi caloró de Londres; siempre que quiera puede ganar para ella y su ro. Sabe hokkawar, decir bají, y pocos la igualan en robar a pastesas[100]. Una vez en Madrilati, adonde, según me han dicho, vas tú, ganaría mucho dinero; debes llevarla allá, porque en estos foros está nahí[101], no se puede ganar nada; pero en los foros baró[102] sería otra cosa: iría vestida de lachipe[103] y sonacai[104], y tú tendrías un buen gra negro para montar; después de ganar mucho dinero podríais volver aquí y vivir como Crallis y todo el Errate de Chim del Manró doblaría ante vosotros la cabeza. ¿Qué dices, mi caloró de Londres, qué dices de este plan?

Yo.—Me parece muy acertado, madre; al menos, no faltarán gentes que lo encuentren tal; pero yo soy de otro chim, ya lo sabes,[p. 199] y no me siento inclinado a pasar toda mi vida en este país.

La gitana.—Entonces vuelve a tu tierra, Caloró mío, la chabí puede cruzar el pañí[105]. ¿No puede hacer negocio en Londres con los otros Caloré? ¿Y por qué no os vais a la tierra de los Corahai? En tal caso, yo os acompañaría; yo y mi hija, la madre de la chabí.

Yo.—¿Y qué íbamos a hacer en la tierra de los Corahai? Creo que es un país pobre y salvaje.

La gitana.—¡El Caloró de Londres me pregunta lo que íbamos a hacer en la tierra de los Corahai! ¡Aromali![106]. Empiezo a creer que estoy hablando con un lilipendi[107]. ¿Es que no hay allí caballos para chore? Sí, los hay, y mejores que los de esta tierra, y asnos y mulas. En la tierra de los Corahai puedes hokkawar y chore tanto como aquí o en tu tierra, o no eres Caloró. ¿No podéis uniros a la gente negra que vive en los despoblados? Sí que podéis, y muy contentos que se pondrían teniendo con ellos unos Errate de España y de Londres. Tengo setenta años, pero no quiero morirme en este Chim, sino allá lejos, donde duermen mis dos roms. Llévate a la chabí a Madrilati a ganar el parné, y cuando lo hayáis ganado,[p. 200] vuelve aquí y daremos un banquete a todos los Busné de Mérida y les echaré drao en la comida y reventarán como perros... En cuanto hayan comido, los dejaremos, para ir a la tierra del Moro, mi Caloró de Londres.

Durante todo el tiempo que estuve en Mérida, no me moví de casa de las gitanas, ateniéndome al parecer de Antonio, que me aconsejó esa conducta como la más conveniente. El tiempo se me hacía un poco pesado, pues mi única diversión era conversar con las mujeres, y con Antonio cuando volvía por la noche. En estas tertulias, la abuela era la oradora principal, y me llenaba de asombro narrándome maravillosas historias de la tierra del moro, fugas de presidio, robos y una o dos aventuras de envenenamiento, en las que se había visto complicada, según me dijo, en su primera juventud.

Había, a veces, en sus ademanes y modales algo muy singular; en más de una ocasión observé que, en lo más animado de su charla, se callaba de pronto, quedábase mirando fijamente al espacio, y extendía las manos como si quisiera rechazar a un ser invisible; girábanle horriblemente los ojos en las órbitas, y una vez cayó de espaldas, con fuertes convulsiones, sin que su hija y su nieta hicieran gran caso de ello, limitándose a decir que estaba lilí y que pronto volvería en su acuerdo.

[p. 201]

Al anochecer del tercer día, cuando las tres mujeres y yo estábamos sentados en torno del brasero conversando según costumbre, entró en la habitación un tipo de miserable aspecto, envuelto en una capa mugrienta. Fué derecho al sitio donde estábamos, sacó un cigarro de papel, lo encendió en las ascuas, y, después de tirarle un par de chupadas, me miró, y dijo:

Carracho, ¿quién es este nuevo compañero?

En el acto comprendí que el recién llegado no era gitano; las mujeres no dijeron nada, pero oí a la abuela rezongar como un gato viejo cuando le incomodan. El individuo repitió:

Carracho, ¿cómo ha venido aquí este compañero?

No le penela chi, min chaboró—me dijo en voz baja la Callee negra—; sin un balichó de los chineles[108]. Y, volviéndose al preguntante, continuó en voz alta: Es uno de los nuestros que viene con matute de Portugal y a ver a sus hermanos de aquí.

—Entonces me dará algo de tabaco—respondió el individuo—. Supongo que habrá traído.

—No tiene tabaco—dijo la Callee negra—. No ha traído más que hierro viejo. El[p. 202] único tabaco que hay en casa es este cigarro; tómalo, te lo fumas, y te vas.

Al decir esto, se sacó un cigarro del zapato y se lo ofreció al alguazil.

—No me voy—dijo éste guardándose el cigarro—. Tenéis que darme algo mejor. Hace ya tres meses que no me dais nada. El último regalo fué un pañuelo inservible; por tanto, o me dais algo que sea bueno, o vais todos a la cárcel.

—¡El Busnó quiere prendernos!—dijo la Callee negra—. ¡Ja, ja, ja!

—¡El Chinel quiere prendernos!—dijo con fisga la más joven—. ¡Je, je, je!

—¡El Bengui[109] quiere llevarnos al estaripel![110]—refunfuñó la abuela—. ¡Jo, jo, jo!

Las tres mujeres se levantaron y dieron muy despacio una vuelta en torno del alguacil, mirándole fijamente a la cara; el hombre pareció muy asustado, y pensó en la fuga. De pronto, las dos más jóvenes le agarraron por las manos, y mientras él forcejeaba para soltarse, la vieja le decía:

—Necesitas tabaco, hijo, y vienes a casa de los gitanos para asustar a las Callees y al Caloró forastero, que no tienen más plako[111]; la verdad, hijo, no podemos darte tabaco, y lo siento mucho; pero, en[p. 203] cambio, tenemos polvo abundante a tu servicio.

Al decir esto, se metió la mano en un bolsillo, y, sacando un puñado de una especie de polvo de tabaco, se lo arrojó a los ojos al alguacil; pateaba éste y bramaba, pero las dos Callees le sujetaban fuertemente. Al fin, consiguió soltarse, y trató de desenvainar un cuchillo que llevaba en la faja; pero las hembras jóvenes se arrojaron sobre él como furias, mientras la vieja le sacudía con el palo en la cara; pronto cedió de buen grado el campo, y se retiró abandonando el sombrero y la capa, que la chabí recogió y tiró a la calle detrás de él.

—Este es un mal asunto—dije yo—. El tipo ese irá, naturalmente, a buscar a demás de la justicia, y vendrán para meternos en el estaripel.

¡Ca!—dijo la Callee negra mordiéndose la uña del dedo pulgar—. Tiene más motivos para temernos que nosotras a él. Podemos mandarle a la filimicha, y, sobre todo, tenemos aquí amigos, muchos, muchos.

—Sí—murmuró la vieja—. Las hijas del bají tienen amigos, mi Caloró de Londres, entre los Busné, baributre, baribú[112].

Ninguna otra cosa digna de mención me ocurrió en la casa de los gitanos. Al día siguiente, Antonio y yo cabalgamos de nuevo. Lo menos recorrimos trece leguas antes[p. 204] de llegar a la venta, donde dormimos. Al otro día madrugamos mucho, porque, según dijo Antonio, teníamos que hacer una jornada muy larga. «¿Adónde vamos hoy?—pregunté—.» «A Trujillo.»

Cuando el sol salió, tristemente, entre nubes que amenazaban lluvia, nos hallábamos en las inmediaciones de una cadena de montañas que corría a nuestra izquierda, llamada, según me dijo Antonio, Sierra de San Selvan. El camino atravesaba vastas llanuras, donde crecían arbustos raquíticos. De vez en cuando veíamos alguna triste aldea, con su iglesia antigua y destrozada. Casi todo el día estuvo lloviznando; el polvo de los caminos se hizo barro, y nuestra marcha fué más penosa. Al atardecer salimos a un yermo sembrado de enormes peñas y pedruscos. El sitio era muy agreste. A cierta distancia se elevaba ante nosotros una colina de forma cónica, muy escabrosa, que parecía ser ni más ni menos que un gigantesco rimero de piedras de igual clase que las esparcidas por el yermo. La lluvia cesó, pero un viento muy fuerte se alzó gemebundo a nuestra espalda. Mucho trabajo me había costado durante todo el viaje marchar al mismo compás que la mula de Antonio; mi caballo era de paso lento, y no descubrí ni el menor vestigio del genio que, según el gitano, dormitaba en él. Al llegar a un sitio bastante despejado, dije:

[p. 205]

—Voy a probar si este caballo tiene alguna de las cualidades que me has dicho.

—Está bien—contestó Antonio—; y, arreando a la mula, rápidamente me dejó atrás.

Tiré del freno al caballo, por buscarle el genio, y el animal se detuvo, se puso de manos, y se negó a seguir adelante. «Suéltale las riendas y tócale con el látigo»—me gritó Antonio—. Así lo hice, y en el acto el caballo salió al trote, que paulatinamente fué aumentando en rapidez hasta convertirse en un frenético trote largo; sus remos recobraron toda su agilidad, y meneaba las manos de un modo maravilloso. La mula de Antonio, de genio y ligera, trató de seguirle por un momento; pero, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó muy atrás. Aquel tremendo trote duraba ya una milla, cuando el caballo, entrando cada vez más en calor, salió de pronto al galope. ¡Viva! Corríamos más impetuosos y ciegos que una liebre; iba el caballo, literalmente, ventre à terre, y me costó mucho trabajo guiarle entre los pedruscos, contra los que nos hubiéramos hecho pedazos los dos si llega a dar un tropezón en su furiosa carrera.

Así me llevó hasta el pie del cerro, donde aguardé a que el gitano me alcanzara. Dejamos a nuestra derecha el cerro, que parecía inaccesible, y pasamos por una aldehuela mísera. Se puso el sol; la noche nos envolvió en tinieblas, pero nosotros continuamos[p. 206] la marcha casi tres horas más, hasta que oímos ladrar perros y percibimos dos o tres luces a lo lejos.

—Este es Trujillo—dijo Antonio, que llevaba largo rato sin hablar.

—Me alegro mucho—contesté—. Estoy muy cansado y dormiré bien en Trujillo.

—Eso será si podemos—dijo el gitano, avivando el paso de la mula.

No tardamos en entrar en la ciudad, muy triste y oscura. Sin saber adonde íbamos, seguí los pasos del gitano, que me guió por calles y plazas lóbregas, donde maullaban los gatos. «Esta es la casa»—dijo al fin, apeándose ante una humilde choza—. Llamó, y no le contestaron; volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta; sacudió la puerta, y trató de abrirla, pero estaba cerrada con llave y bien atrancada. «¡Caramba!—exclamó—. No están; ya me lo temía yo. ¿Qué vamos a hacer ahora?»

—En eso no hay gran dificultad. Si tus amigos no están, vámonos a la posada.

—No sabes lo que dices—replicó el gitano—. Yo no me atrevo a ir a la mesuna[113] ni a entrar en más casa de Trujillo que ésta. Bueno, no hay remedio, seguiremos el viaje, y, entre nosotros, cuanto antes mejor; a mi planoró[114] le ahorcaron en Trujillo».

[p. 207]

Echó yesca, encendió un cigarro, montó en la mula, y anduvimos por calles y callejuelas tan tristes como las que ya habíamos atravesado, no tardando en vernos de nuevo fuera de poblado.

No me hizo mucha gracia la resolución del gitano, lo confieso; tenía yo muy poca gana de marcharme de Trujillo y aventurarme por sitios desconocidos, de noche, con lluvia y niebla, porque el viento se había echado y el agua caía otra vez con fuerza. Estaba, sobre todo, cansadísimo, y lo que más me apetecía era tumbarme en un abrigado pesebre y entregarme al sueño arrullado por el agradable rumor de caballos y mulas comiéndose el pienso. Pero, como viajero experimentado, me guardé muy bien de disputar con mi guía en tales circunstancias, y una vez que me había puesto en sus manos, le seguí sin replicar, pegado a la grupa de su cabalgadura, alumbrados tan sólo por el fulgor del cigarro del gitano; cuando Antonio escupió la colilla en un lodazal, quedamos en profundas tinieblas.

Mucho tiempo caminamos de ese modo: el gitano, en silencio; yo, callado; y la lluvia, cada vez más densa. Algunas veces me parecía oír gritos lúgubres, algo así como el silbido de la lechuza. «Hace una noche poco a propósito para andar por el campo»—dije por fin a Antonio—. «Así es, hermano—me contestó—. Pero prefiero andar por[p. 208] estos sitios en noches como ésta a verme en el estaripel de Trujillo».

Otra legua por lo menos llevaríamos andada cuando me pareció que debíamos de estar cerca de un bosque[115], porque de vez en cuando distinguía grandes troncos de árboles. Súbitamente, Antonio detuvo la mula. «Hermano—me dijo—, mira hacia la izquierda y dime si ves una luz; tus ojos ven más que los míos.» Hice como me ordenaba, y, al pronto, nada vi; pero, adelantándome un poco, percibí claramente a cierta distancia entre los árboles un fuerte resplandor. «Lo que veo no puede ser una luz—dije—, sino la llama de una hoguera.» «Es lo más probable»—respondió Antonio—. «Por aquí no hay queres[116]; se trata, sin duda, de una hoguera encendida por durotunes[117]. Vamos a buscarlos, porque, como dices tú, es lastimoso andar de noche con lluvia y lodo.»

Nos apeamos, entrándonos por el bosque, guiando con cuidado a las caballerías por entre los árboles y matorrales. A los cinco minutos llegamos a una plazoleta, en la que, en el lado opuesto al de nuestra llegada, ardía una hoguera, y en pie, o sentadas junto a ella, estaban dos o tres personas; nos[p. 209] habían oído acercarnos, y una de ellas gritó: «¿Quien vive?» «Yo conozco esa voz»—dijo Antonio—; y, dejándome allí con el caballo, avanzó rápidamente hacia la hoguera. Al instante oí un ¡hola! y una risotada, y, poco después, la voz de Antonio llamándome. Me acerqué a la hoguera, y encontré a dos mozos muy atezados y una mujer, como de cuarenta años, aún más negruzca, sentada en las mantas y enjalmas de las mulas. Vi también un caballo y dos burros atados a los árboles. Aquello era, en efecto, un vivac gitano... «Adelante, hermano, y déjate ver—me dijo Antonio—. Estás entre amigos. Estos son del Errate, los que yo buscaba en Trujillo, y en cuya casa hubiéramos dormido.»

—¿Y por qué razón se han marchado de Trujillo y se han venido al monte a pasar una noche como esta?

—Por los asuntos de Egipto, hermano; no lo dudes—replicó Antonio—. Y esos asuntos no nos importan; ¡calla [la] boca! Ha sido una suerte que los encontremos aquí, porque en otro caso no hubiéramos tenido cena nosotros ni pienso los caballos.

—Mi ro está preso en un pueblo que hay ahí—dijo la mujer, señalando con la mano en una dirección determinada—. Está preso por choring una mailla[118]. Hemos venido a ver qué podemos hacer por él; ¿y dónde[p. 210] íbamos a alojarnos mejor que en el monte, que no se paga nada? Me figuro que no será la primera vez que el Caloré ha dormido al pie de un árbol.

Uno de los muchachos trajo cebada para las caballerías en un talego, que colgamos sucesivamente de la cabeza del caballo y de la mula; en él metieron el hocico los pobres animales, y los dejamos regalarse hasta que nos pareció que habían saciado el hambre. Arrimado a la lumbre borbotaba un puchero, medio lleno de tocino, garbanzos y otras sustancias; vaciáronlo en una escudilla de madera, y Antonio y yo cenamos. Los otros gitanos se negaron a acompañarnos, dándonos a entender que habían comido antes que llegásemos; pero hicieron cumplido honor a la bota de Antonio, que tuvo la precaución de llenarla antes de salir de Mérida.

Estaba yo a tales horas completamente rendido de cansancio y de sueño. Antonio me arrojó una inmensa manta de caballo que llevaba, con otras varias, debajo del albardón de la mula; me arropé bien, y me eché en el suelo, con la cabeza apoyada en un lío de ropa, y los pies todo lo cerca que pude ponerlos de la lumbre.

Antonio y los otros gitanos se quedaron sentados y hablando alrededor de la hoguera. Escuché un poco; pero no los entendía bien, y lo que entendía no me importaba.[p. 211] La llovizna continuaba; pero no hice gran caso de ello, y no tardé en dormirme.

Estaba saliendo el sol cuando me desperté. Me costó bastante trabajo ponerme en pie; tenía los miembros entumecidos, y la cabeza cubierta de escarcha; durante la noche había cesado de llover, y la helada era bastante fuerte. Miré en torno, y no vi a Antonio ni a los otros gitanos. Las caballerías de estos últimos habían desaparecido, y también el caballo que montaba yo; pero la mula de Antonio permanecía aún atada al árbol. Esta circunstancia disipó ciertos temores que empezaban a surgir en mi ánimo. «Se habrán ido a los asuntos de Egipto—me dije—, y no tardarán en volver.» Recogí como pude los rescoldos de la hoguera, y, amontonando un poco de leña, pronto se alzó viva llama, a la que arrimé el puchero con los restos de la cena de la noche pasada. Mucho tiempo estuve esperando a que volviesen mis compañeros; pero como no asomaban por parte alguna, me senté y me puse a comer. No había terminado, cuando oí el ruido de un caballo que se acercaba rápidamente, y, un momento después, apareció Antonio entre los árboles dando muestras de agitación. Se tiró del caballo, y al instante se puso a desatar la mula. «¡Monta, hermano, monta!»—dijo mostrándome el caballo—. «Iba con la Callee y los chabés al pueblo donde su ro está preso;[p. 212] pero el chinobaró[119] los ha cogido, con las caballerías, y me hubiera echado mano a mí también; pero metí espuelas al grasti, le solté las riendas y escapé. Monta, hermano, monta, o en un abrir y cerrar de ojos tendremos aquí a toda la canaille rústica.»

Hice como me ordenaba; en seguida salimos al camino del día anterior, y corrimos por él a toda prisa; el caballo sacó su trote más veloz, y la mula, con las orejas tiesas, galopaba intrépidamente a su lado.

—¿Qué pueblo es aquel que hay allí?—pregunté señalando a un cerro, cuando llevábamos una hora de camino, y al disponernos a entrar en un valle profundo.

—Es Jaraicejo—dijo Antonio—. Un sitio que ha sido siempre malo para la gente Caló.

—Pues, si es malo, supongo que no pasaremos por él.

—No tenemos más remedio que pasar, por varias razones: primera, porque el camino atraviesa Jaraicejo; y segunda, porque necesitamos comprar provisiones para nosotros y las bestias; al otro lado de Jaraicejo hay un despoblado donde no encontraríamos nada.

Cruzamos el valle, subimos el cerro, y, cuando estábamos cerca del pueblo, el gitano dijo:

—Hermano, lo mejor es pasar por el[p. 213] pueblo separados. Yo iré delante; sígueme poco a poco, y, una vez en Jaraicejo, compras pan y cebada; tú no tienes nada que temer. En el despoblado te espero.

Sin aguardar mi respuesta arrancó presuroso, y no tardé en perderle de vista. Seguí mi camino muy despacio, y entré en el pueblo, asaz viejo y ruinoso; apenas tenía más que una calle, y al avanzar por ella, vino a mí corriendo un hombre con una sucia gorra de cuartel en la cabeza y un fusil en la mano.

—¿Quién es usted?—me dijo en tono algo desapacible—. ¿De dónde viene usted?

—Vengo de Badajoz y Trujillo—respondí—. ¿Por qué me lo pregunta usted?

—Soy de la guardia nacional—contestó el hombre—, y estoy encargado de vigilar a los forasteros; me han dicho que un gitano acaba de pasar a caballo por el pueblo; su suerte ha sido que en aquel momento había entrado yo en mi casa. ¿Viene usted con él?

—¿Tengo yo aspecto de viajar en compañía de gitanos?

El nacional me miró de pies a cabeza, y luego me clavó los ojos en el rostro, con una expresión que parecía querer decir: «Sí, señor; bastante.» Realmente, mi atavío no era muy a propósito para disponer a la gente en mi favor. Llevaba un sombrero andaluz muy viejo, que, por su estado, parecía como si le hubiesen pisoteado; una capa mugrienta,[p. 214] que acaso había servido a doce generaciones, me cubría el cuerpo; lo demás de mi atuendo no era de mejor calidad, y todo lo que de él parecía estaba manchado de barro, y de barro llevaba también salpicado el rostro, sombreado además por una barba de ocho días.

—¿Tiene usted pasaporte?—me preguntó al fin el nacional.

Recordé haber leído que el mejor modo de conquistar la voluntad de un español es tratarle con ceremoniosa cortesía. Eché, pues, pie a tierra, y, quitándome el sombrero, hice una profunda reverencia al soldado constitucional, diciéndole:

Señor nacional, ha de saber usted que yo soy un caballero inglés que viaja por su gusto. Tengo pasaporte, y, en cuanto usted lo examine, verá que se halla perfectamente en regla; está expedido por el gran Lord Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien naturalmente habrá usted oído hablar; al pie del pasaporte está su firma manuscrita; véala y regocíjese, porque acaso no vuelva a presentársele a usted otra ocasión de verla. Como yo tengo ilimitada confianza en el honor de todos los caballeros, dejaré el pasaporte en manos de usted mientras voy a comer a la posada. Cuando le haya usted revisado, será usted seguramente tan amable que vaya a devolvérmelo. Caballero, beso a usted la mano.

[p. 215]

Le hice una nueva reverencia, que él me pagó con otra más profunda todavía, y, mientras miraba tan pronto al pasaporte como a mi persona, me fuí a la posada, guiado por un mendigo que hallé al paso.

Di un pienso al caballo y me proveí de pan y de cebada, como el gitano me aconsejó; compré también tres hermosas perdices a un cazador que estaba bebiendo vino en la posada. Quedó muy contento con el precio que le pagué, y me invitó a tomar una copita; acepté, y hablando estábamos, sentados a la mesa, cuando llegó el nacional con mi pasaporte en la mano, sentándose a nuestro lado.

Nacional.¡Caballero! Le devuelvo a usted el pasaporte; está completamente en regla. Me alegro mucho de haberle conocido, y espero que me dará usted ciertas noticias acerca de la guerra.

Yo.—Tendré mucho gusto en dar a un caballero tan cortés y tan honrado como usted todas las noticias que sepa.

Nacional.—¿Qué hace Inglaterra? ¿Va, al fin, a prestar ayuda a mi país? Si ella quisiera, podía acabar la guerra en tres meses.

Yo.—No se preocupe, señor nacional. La guerra se acabará, sin duda ninguna. ¿Ha oído usted hablar de la legión inglesa que milord Palmerston ha enviado a España? Pues deje usted el asunto en sus manos, y no tardará en ver los resultados.

[p. 216]

Nacional.—Me parece a mí que ese Caballero Balmerson debe de ser un hombre muy cabal.

Yo.—Eso no tiene duda.

Nacional.—He oído decir que es un gran general.

Yo.—Tampoco eso tiene duda. En algunas cosas ni Napoleón ni El Serrador pueden medirse con él. Es mucho hombre.

Nacional.—Me agrada oírlo. ¿Vendrá a mandar la legión en persona?

Yo.—Creo que no; pero ha enviado para mandarla a un amigo suyo que pasa por ser casi tan versado en cosas militares como él.

Nacional.—Mucho me complace oírlo. Veo que la guerra acabará pronto. Caballero, le agradezco su cortesía y las noticias que me ha dado. Le deseo un viaje feliz. Confieso que me sorprende ver a un caballero de su país de usted viajar solo y de esa manera por estas regiones. Los caminos están muy poco seguros, y han ocurrido, no hace mucho, varios accidentes y más de dos muertes en las cercanías. El despoblado tiene malísima fama; vaya usted prevenido, Caballero. Siento que el gitano ese haya podido pasar; si se le encuentra usted, al menor gesto sospechoso péguele un tiro o atraviésele sin vacilar; es un ladrón muy conocido, contrabandista y asesino; más muertes ha hecho que dedos tiene en las manos. Caballero, si usted me lo permite, le proporcio[p. 217]naremos una escolta hasta la bajada del puerto. ¿No quiere usted? Entonces, ¡adiós! Un momento: antes de marcharme, deseo ver de nuevo la firma del Caballero Balmerson.

Otra vez le mostré la firma, que estuvo contemplando con profunda reverencia, y hasta le hizo un rápido saludo con la gorra. Después, nos dimos un abrazo y nos separamos.

Monté a caballo y guié hacia el despoblado, marchando, al principio, muy despacio. Pero, en cuanto me vi en el campo, puse el caballo al trote largo, y, durante cierto tiempo, anduve con tremendo compás, esperando alcanzar al gitano de un momento a otro; sin embargo, no le veía por ninguna parte, ni me encontré a un solo ser humano. El camino, angosto y arenoso, serpenteaba entre las espesas retamas y chaparros que cubrían el despoblado, tan altos, a veces, como un hombre. Al fondo, en la dirección que yo llevaba, había un cerro alto y desnudo. El despoblado tenía lo menos tres leguas; lo atravesé casi todo, acercándome ya al pie del cerro, y, cuando empezaba a sentirme muy intranquilo, pensando que acaso me había dejado atrás al gitano, metido entre los chaparros, oí súbitamente un ¡Hola! muy conocido, y vi aparecer en medio de unas matas de retama una cabeza ruda y atezada, y unos ojos que me miraban con fijeza.

[p. 218]

—Mucho has tardado, hermano—me dijo—. Casi he creído que me habías engañado.

Me rogó que me apease, y llevó el caballo detrás de un espesar, donde estaba la mula atada a una estaquilla. Entregué a Antonio el pan y la cebada, y le referí lo sucedido con el nacional.

—Quisiera tenerle aquí—exclamó el gitano al oír los epítetos que el otro le había prodigado—para que mi chulí[120] y su carló[121] se conociesen mejor.

—¿Y qué haces aquí, en este desierto, entre estas matas?

—Estoy esperando un emisario que ha de venir de muy lejos, y hasta que pase no puedo seguir adelante ni retroceder. Estoy aquí por los asuntos de Egipto, hermano.

Como esta era la expresión que invariablemente empleaba para esquivar mis preguntas, guardé silencio. Dimos pienso a los animales, y luego hicimos nosotros una frugal colación de pan y vino.

—¿Por qué no guisamos esas perdices?—pregunté—. Aquí hay de sobra con qué encender lumbre.

—El humo podría descubrirnos, hermano—dijo Antonio—. Me interesa estar[p. 219] escondido aquí hasta que llegue el emisario.

Era ya muy entrada la tarde. El gitano, echado detrás de un matorral, se levantaba a veces para mirar afanosamente a la colina que teníamos delante; al cabo, lanzando una exclamación de contrariedad y de impaciencia, se dejó caer al suelo, y en él estuvo tendido mucho rato, absorto, al parecer, en sus reflexiones; por último, levantó la cabeza y me miró a la cara.

Antonio.—Hermano, no puedo adivinar asuntos que te traen a esta tierra.

Yo.—Quizás los mismos que te traen a este despoblado; asuntos de Egipto.

Antonio.—No tal, hermano. Es verdad que hablas la lengua de Egipto; pero ni tus maneras ni tus palabras son las de un Caló ni de un Busné.

Yo.—¿No me oíste hablar en los foros acerca de Dios y Tebleque?[122] He venido a tierras de España para explicar la palabra divina a los Calés y a los gentiles.

Antonio.—¿Y quién te envía con esa misión?

Yo.—No me entenderías aunque te lo dijese. Has de saber, sin embargo, que muchas gentes de países extranjeros lamentan las tinieblas en que yace España, y las crueldades, robos y muertes que la afean.

Antonio.—Esas gentes, ¿son Caloré o Busné?

[p. 220]

Yo.—¿Qué más da? Los Caloré y los Busné son hijos del mismo Dios.

Antonio.—Mientes, hermano; ni vienen del mismo padre ni son del mismo Errate. Hablas de robos, crueldades y muertes; pero es que hay demasiados Busné, hermano; si no hubiera Busné, no habría ni robos ni muertes. Los Caloré no se roban ni se matan unos a otros; los Busné, sí; ni son crueles con los animales, porque su ley se lo prohibe. Un día, siendo yo chico, pegué a una burra; pero mi padre me sujetó la mano, y, reprendiéndome, dijo: «¡No hagas daño a ese animal, porque dentro de él está el alma de tu propia hermana!»

Yo.—¿Es posible que creas en una doctrina tan bárbara, Antonio?

Antonio.—A veces, sí; a veces, no. Algunos hay que no creen en nada, ni siquiera en que viven. Hace mucho tiempo, conocí yo a un Caloré viejo, muy viejo, tenía más de cien años, y una vez le oí decir que todo lo que creemos ver es mentira; que no hay mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos, ni mulas, ni olivos. Pero ¿adónde vamos a parar por este camino? Te he preguntado por qué vienes a este país, y me dices que por la gloria de Dios y Tebleque. ¡Disparate! Eso se lo cuentas a los Busné. No hay duda que tendrás muy buenas razones para venir aquí, porque, en otro caso, no habrías venido. Algunos dicen que eres un espía de[p. 221] los Londoné[123]. Tal vez; pero no me importa. Levántate, y dime, hermano, si ves a alguien bajar del puerto.

—Veo una cosa a lo lejos—repliqué—como una mancha en la vertiente del cerro.

El gitano se puso en pie, y ambos miramos con atención, pero la distancia no nos permitió al principio ver claramente si aquel objeto se movía o no. Un cuarto de hora después se disiparon nuestras dudas, porque el objeto que observábamos había llegado al pie del cerro y columbramos una persona montada en un animal, cuya especie aún no pudimos reconocer.

—Es una mujer—dije yo al cabo—montada en un asno rucio.

—Entonces es mi emisario—dijo Antonio—; no puede ser otro.

La mujer y el burro llegaron al llano, y por un rato desaparecieron a nuestra vista entre las leñas y malezas del monte. No tardaron en aparecer a una distancia como de cien varas. El burro era un hermoso animal, de pelo gris plateado, que venía retozando, moviendo el rabo, y con paso tan ligero que parecía no tocar el suelo con las patas. En cuanto nos vió, se paró en seco, dió media vuelta, e intentó marcharse por donde había venido; pero al sentirse dominado, se puso de manos, y hubiera concluído por[p. 222] tirar al suelo a la mujer, si ella misma no se apea con ligereza. La mujer traía el cuerpo enteramente envuelto en los amplios vuelos de una capa de hombre. Corrí a prestarle ayuda, cuando, al volver hacia mí su rostro, reconocí en el acto las finas y correctas facciones de Antonia, hija de mi guía, a quien yo había visto en Badajoz. Sin dirigirme la palabra, se acercó a su padre y le dijo en voz baja algo que no pude percibir. Antonio se echó atrás, con un estremecimiento, y vociferó: «¡Todos!» «Sí», respondió ella en voz más alta, repitiendo probablemente las palabras que antes no pude cazar: «A todos los han cogido.»

El gitano se quedó consternado, al parecer; y como yo no tenía ninguna gana de asistir a una conversación que, probablemente, iba a versar sobre los asuntos de Egipto, me aparté de allí, metiéndome entre los matorrales. Estuve solo un buen rato; a veces llegaban hasta mí exclamaciones y juramentos. A la media hora volví; los gitanos se habían salido del camino, y estaban sentados en el suelo, detrás de las mismas retamas que ocultaban a las caballerías. Torvo el semblante, el gitano empuñaba un cuchillo desnudo, y de vez en cuando clavábalo en la tierra, exclamando: ¡Todos! ¡Todos!

—Hermano—dijo al fin—no puedo ir ya más lejos contigo; el asunto que me[p. 223] llevaba a Castumba está ya arreglado. Desde ahora viajarás solo y entregado a tu bají.

—Confío en Undevel[124]—contesté—que escribió mi destino mucho tiempo ha. Pero, ¿cómo voy a arreglarme sin caballo? Porque, sin duda, tu necesitarás el tuyo.

El gitano pareció reflexionar.

—Es verdad, necesito el caballo, hermano—me dijo—y también el macho, pero como no vas a ir en pindré[125], le compras a Antonia la burra que yo le di cuando la envié a esta expedición.

—Me parece que la burra está sin domar y resabiada.

—Así es, hermano, y por eso la compré; las caballerías resabiadas y mal domadas suelen tener muy buenos pies. Tu eres Caló, hermano, y podrás montarla. Así que, le das a mi hija Antonia un baria[126] de oro por la burra, y si te parece conveniente, véndela en Talavera o en Madrid, porque las bestias extremeñas son muy apreciadas en Castumba.

Menos de una hora después, iba yo por la otra vertiente del puerto, montado en la burra cerril.


[Pg 224]

CAPÍTULO XI

El puerto de Mirabete.— Lobos y pastores.— La sutileza de las hembras.— Muerto por los lobos.— Se aclara el misterio.— Las montañas.— La hora tenebrosa.— Un viajero nocturno.— Abarbanel.— Los tesoros ocultos.— El poder del oro.— El arzobispo.— Llegada a Madrid.

Bajaba yo del puerto de Mirabete pensando a ratos en el propósito que me había llevado a España, y admirando otros uno de los más hermosos panoramas del mundo. Ante mí se extendían inmensas planicies limitadas en la lejanía por montañas gigantescas, y a mis pies serpenteaba entre márgenes escarpadas la vena angosta y profunda del Tajo. El sol poniente doraba el paisaje. El día, aunque frío y ventoso, era despejado, brillante. En una hora llegué al río por junto a los restos de un magnífico puente volado en la guerra de la Independencia, y no reconstruído.

Crucé el Tajo en una barca; el paso fué un poco difícil por la rapidez de la corriente, engrosada con las últimas lluvias.

[p. 225]

—¿Estoy ya en Castilla la Nueva?—pregunté al barquero al llegar a la otra orilla.

—La raya está a unas cuantas leguas de aquí—contestó—. Usted parece extranjero. ¿De dónde viene usted?

—De Inglaterra.

Y sin aguardar otra respuesta, monté en la burra y seguí mi camino. La burra meneó los remos con presteza, y poco después de cerrar la noche llegué a una aldea distante unas dos leguas de la orilla del río.

Me alojé en una venta. Ardía en la cocina una buena fogata, en la que se quemaba un tronco de olivo casi entero. Allí me senté, y me entretuve en examinar la diversa catadura de los presentes. Había un cazador con su escopeta; un par de pastores, con enormes perros, de los famosos de Extremadura; un soldado licenciado que volvía de la guerra, y un mendigo, que después de pedir una limosna por las siete llagas de María Santísima, se sentó con nosotros y se instaló muy a sus anchas. La ventera era una mujer activa y servicial, que se ocupó en aderezarme la cena, consistente en las perdices compradas en Jaraicejo, que el gitano, al despedirse de mí, me aconsejó que me llevara. Mientras las guisaban estuve al amor de la lumbre oyendo la conversación de aquella gente.

—Más quisiera ser lobo—dijo uno de los pastores—u otra cosa cualquiera, que[p. 226] pastor. Bonita vida la nuestra, siempre en el campo, entre carrascales, pasando frío y hambre por una peseta diaria. Un lobo se da mejor vida y es más temido que un mísero pastor.

—Pero muchas veces—dije yo—lo pasa muy mal, y cuando los pastores y perros caen sobre él, paga con la cabeza todas sus hazañas.

—Eso ocurre muy pocas veces, señor viajero—dijo el pastor—. El lobo acecha las ocasiones, y es muy raro que se meta en un mal paso. Y lo que es atacarle, crea usted que es muy poco agradable. Tiene garras y dientes, y al hombre o al perro que los prueban una vez, les quedan muy pocas ganas de ponerse nuevamente a su alcance. Estos perros míos se atreverían, uno a uno, con un oso, aunque es un animal mucho más fuerte, y en cambio los he visto yo huír del lobo, a pesar de que los azuzábamos.

—El lobo es muy peligroso, y, además, muy astuto. Sabe más que nadie y conoce el punto vulnerable de cada animal. Vea usted, pongo por caso, cómo ataca a los terneros: saltándoles al cuello y desgarrándoles las venas con uñas y dientes. Pero ¿ataca así a un caballo? Me figuro que no.

—En efecto—dijo el otro pastor—sabe muy bien lo que hace, y a los caballos se les sube de un brinco en las ancas y desjarreta en seguida. ¡Qué miedo siente[p. 227] un caballo al pasar cerca de la madriguera del lobo! Mi amo iba el otro día al despoblado por lo alto del puerto, en el trotón andaluz, que le ha costado quinientos duros; de pronto, el caballo se paró y se puso a sudar y a temblar como una mujer a pique de desmayarse. Mi amo no podía adivinar el motivo, hasta que oyó unos gruñidos entre las matas; disparó la escopeta y espantó a los lobos, que salieron huyendo; pero me ha dicho que al caballo aún no se le ha pasado el susto.

—Sin embargo, las yeguas saben, cuando llega el caso, chasquear al lobo—replicó su compañero—. Las yeguas, como todas las hembras, son muy astutas y maliciosas. Si están, pongo por caso, pastando en el campo con sus crías, y se da la señal de que viene el lobo, se asustan y corren un poco, pero al momento se reunen y se forman en corro, poniendo dentro a los potros. Llega el lobo, esperando darse un banquete de carne de caballo, pero se lleva chasco; las yeguas son tan listas como él. Todas le hacen cara, esconden la grupa, y cuando el lobo se pone a dar vueltas trotando y aullando alrededor del corro, se alzan de manos dispuestas a aplastarlo contra el suelo, en cuanto intente hacerles, a ellas o a su cría, el menor daño.

—Peor que el lobo—dijo el soldado—es la loba; porque como ha dicho muy bien[p. 228] el señor pastor, las hembras tienen más malicia que los machos. Es cosa sorprendente ver a una de esas diablas dirigir una manada de machos. Van tras ella, repitiendo todo lo que hace; parecen embrujados y no tienen más remedio que imitarla. Una vez viajaba yo con un compañero por las montañas de Galicia, cuando de pronto oímos un aullido. «Son los lobos—dijo mi compañero—. Echémonos fuera del camino.» Así lo hicimos, y remontamos un poco la falda del cerro, hasta llegar a una explanada plantada de vides, como se usa en Galicia. A poco apareció una loba muy grande, de pelo gris, deshonesta, guiando a dentelladas y gruñidos una manada de demonios que la seguían muy pegados a ella, con el rabo enhiesto y los ojos como brasas. ¿Qué creerán ustedes que hizo el maldito animal? En lugar de seguir por el camino, echó hacia donde nosotros estábamos, y como ya no había remedio, nos estuvimos quietos y en silencio. Yo estaba el primero, y la loba me pasó tan cerca, que me rozó con el pelo las piernas; no me hizo caso, sin embargo, y siguió adelante, sin mirar a derecha ni izquierda, y todos los demás lobos pasaron trotando junto a mí, sin hacerme el menor daño y sin mirarme siquiera. No puedo decir lo mismo de mi pobre compañero, que estaba un poco más lejos, y, a mi parecer, no tan en la dirección de los[p. 229] lobos como yo. Después de pasar muy cerca de él, bruscamente la loba dió media vuelta y le mordió. Nunca olvidaré lo que ocurrió luego; en un instante doce lobos se arrojaron sobre él y le despedazaron, aullando de un modo horrible. En un santiamén le devoraron, y sólo quedó de él la calavera y unos cuantos huesos; después, los lobos se fueron como habían venido. Tengo motivo para agradecer a mi señora la loba, que hiciese menos caso de mí que de mi compañero.

Oyendo esta y otras conversaciones por el estilo, me adormilé al amor de la lumbre, y así estuve gran rato, hasta que me despertó una voz que decía muy alto: «Los han cogido a todos». Eran las mismas palabras que tanta confusión produjeron a Antonio el gitano cuando se las oyó a su hija en el despoblado. Miré en torno mío, y vi que seguían allí los mismos individuos a cuya conversación asistí antes de amodorrarme; pero ahora el orador era el mendigo, y hablaba con mucho calor.

—Dispense usted, caballero—dije yo—, pero no he oído lo que ha dicho usted al principio. ¿Quiénes son esos que han cogido?

—Una cuadrilla de malditos gitanos, caballero—replicó el mendigo, devolviéndome el título que yo cortésmente le había dado—. Más de quince días han tenido[p. 230] infestada la raya de Castilla, y han robado y matado a muchos señores viajeros como usted. Parece que la canaille gitana trata de aprovechar los disturbios de estos tiempos, y se ha constituído en facción. Dicen que a esa cuadrilla iban a juntársele muchos de sus hermanos de raza, y lo creo, porque todos los gitanos son ladrones; pero, gracias a Dios, han acabado con ellos antes de que llegaran a ser demasiado temibles. Yo mismo los he visto llevar a la cárcel de... ¡Gracias a Dios! Todos están presos.

—Está aclarado el misterio—me dije, y me puse a despachar la cena, ya servida.

La jornada siguiente me llevó a una ciudad de cierta importancia, la primera entrando en Castilla la Nueva por aquella parte, cuyo nombre he olvidado[127]. Pasé la noche, como de costumbre, en la misma cuadra que mi caballería, echado cerca de ella en el pesebre. Como viajaba en borrico, juzgué necesario contentarme con un lecho proporcionado a mis medios de locomoción, para no suscitar en la gente con quien trababa, la sospecha, viéndome demasiado exigente o delicado, de que yo fuese hombre más principal de lo que mi atavío y equipaje permitían suponer. Me levanté antes del alba y continué mi camino, esperando[p. 231] llegar con luz del sol a Talavera, de la que me separaban, según me dijeron, diez leguas. El camino seguía una planicie ininterrumpida, plantada casi toda de olivares. A pocas leguas de distancia por la izquierda, se alzaban las grandes montañas que ya he mencionado. Corrían hacia el Este, formando una cordillera al parecer interminable, paralela al camino; las cumbres y vertientes estaban cubiertas de nieve deslumbradora, barrida por el viento que llegaba hasta mí, a través de la vasta y melancólica planicie, en ráfagas cruelmente frías.

—¿Qué montañas son esas?—pregunté a un barbero-sangrador, que, montado en una burra del mismo pelo que la mía, emparejó conmigo a eso del mediodía, y me acompañó durante unas cuantas leguas—. «Se llaman de diverso modo, caballero—respondió el barbero—, según los nombres de los lugares inmediatos. Aquellas de allá lejos son la serranía de Plasencia; las que hay frente a Madrid son las montañas de Guadarrama, por un río de este nombre que en ellas nace. La cordillera es muy grande, caballero, y separa los dos reinos; del lado de allá está Castilla la Vieja. Son magníficas estas montañas, y aunque nos mandan muchísimo frío, a mí me agrada contemplarlas, cosa que no es de extrañar, pues he nacido en ellas, aunque ahora, por mis pecados, vivo en un pueblo del llano. No hay en toda España cordillera[p. 232] como ésta, caballero; tiene sus secretos, sus misterios. Muchas cosas singulares se cuentan de esas montañas y de lo que ocultan en sus profundos escondrijos, porque ha de saber usted que la cordillera es muy ancha, y se puede andar por ella días y días sin llegar a término. Muchos se han perdido en ella y no ha vuelto a saberse nada de su paradero. Entre otras rarezas, cuentan que en ciertos sitios hay profundas lagunas habitadas por monstruos, tales como serpientes corpulentas, más largas que un pino, y caballos de agua que a veces salen de allí y cometen mil estropicios. Es cosa averiguada que, allá lejos, hacia el Oeste, en el corazón de la montaña, hay un valle maravilloso, tan estrecho, que en él sólo se le ve la cara al sol en pleno mediodía. Este valle permaneció desconocido durante miles de años; nadie soñaba su existencia. Pero, al cabo, hace mucho tiempo, unos cazadores entraron en él casualmente, y, ¿sabe usted lo que encontraron, caballero? Encontraron una pequeña nación o tribu de gente desconocida, que hablaba una lengua ignorada y que acaso vivía allí desde la creación del mundo sin tratarse con las otras criaturas humanas, y sin saber de la existencia de otros seres cerca de ellos. Caballero, ¿no ha oído usted hablar nunca del valle de las Batuecas? Se han escrito muchos libros acerca de este valle y de sus habitantes. A mí me enorgullecen[p. 233] esas montañas, caballero; si yo fuera hombre independiente, sin mujer y sin hijos, compraría una burra como la de usted—excelente, por lo que veo, y mucho mejor que la mía—y me iría a recorrer esas montañas hasta descubrir todos sus misterios y haber visto las maravillas que contienen.»

No cesé en todo el día de avivar el paso de la burra, y sólo me detuve una vez para echarle un pienso; pero, aunque el animalito se portó muy bien, llegó la noche y aún faltaban dos leguas hasta Talavera. Al ponerse el sol arreció el frío; me arropé lo mejor posible con la capa vieja del gitano, que aun traía conmigo; pero resultó escasa defensa contra la inclemente noche. El camino, siempre por terreno llano, estaba medio borrado, y en la oscuridad era a veces difícil encontrarlo, sobre todo por los muchos atajos y veredas que lo cruzaban. Seguí adelante, empero, como pude, y cuando dudaba de la dirección que debía tomar, me abandonaba al instinto de mi cabalgadura. Salió al fin la luna, y a su débil luz distinguí de pronto un bulto que se movía a muy corta distancia delante de mí. Aligeré el paso de la burra, y no tardé en ponerme a su lado. El bulto continuó sin alterar su marcha un momento ni mirar. La silueta era de hombre, el más alto y corpulento que hasta entonces había yo encontrado en España, vestido también de un modo[p. 234] desusado en el país. Llevaba un sombrero bajo de copa y ancho de alas, muy semejante al de los carreteros ingleses; envolvíase el cuerpo en una especie de túnica larga y suelta, de cutí ordinario, abierta por delante, lo que permitía ver, en ocasiones, el resto de su traje, compuesto de un jubón y unos calzones de pana. Como he dicho, el ala de su sombrero era ancha; pero, aun siéndolo, no bastaba para cubrir un inmenso matorral de pelo negro como el carbón, espeso y rizado, que se desbordaba por todos lados. Colgadas del hombro izquierdo llevaba unas alforjas, y en la mano derecha una pértiga.

Había algo extraño en todo su continente; pero lo más chocante era la tranquilidad con que seguía andando sin ocuparse de mí, aunque, naturalmente, se daba cuenta de mi proximidad; miraba con fijeza al camino delante de sí, salvo cuando alzaba su ancha faz y clavaba sus grandes ojos en la luna, que ya brillaba con fuerza en el cielo.

—Está fría la noche—díjele al fin—. ¿Es este el camino de Talavera?

—Este es el camino de Talavera, y la noche está fría.

—Yo voy a Talavera—añadí—; supongo que usted también.

—Allí voy yo; usted también va, bueno.

La entonación con que pronunció estas[p. 235] palabras era, en su línea, tan extraña y singular, como el aspecto del hombre que las decía; no era exactamente la de una voz española, y, sin embargo, había algo en ellas que a duras penas podía ser extranjero; la pronunciación era también correcta, y el lenguaje, aunque insólito, sin faltas. Me chocó, sobre todo, la manera como había dicho la palabra bueno; algo parecido había oído yo en otra ocasión, pero no podía recordar cuándo ni dónde. Hubo una pausa. El desconocido andaba con paso arrogante y con perfecta indiferencia; al parecer estaba dispuesto a no buscar ni esquivar la conversación.

—¿No le da a usted miedo viajar por estos caminos, de noche?—le pregunté—. Dicen que están llenos de ladrones.

—¿Y no le debía dar a usted más miedo viajar por estos caminos, de noche? ¿A usted, que desconoce el país? ¿A usted que es un extranjero, un inglés?

—¿Cómo sabe usted que soy inglés?—pregunté lleno de sorpresa.

—No es cosa difícil; se lo he conocido en el acento.

—Ya que habla usted de eso—dije yo—, ¿y si su acento me descubriese también quién es usted?

—No puede ser—replicó mi compañero—; usted no sabe nada de mí, ni puede saberlo.

—No lo diga usted con tanta seguridad,[p. 236] amigo mío; yo estoy enterado de muchas más cosas de las que usted se figura.

¿Por ejemplo?—dijo el desconocido.

—Por ejemplo—repliqué—; usted habla dos idiomas.

El hombre anduvo un poco en actitud reflexiva, y luego dijo en voz baja: Bueno.

—Usted tiene dos nombres—continué—: uno, para el interior de su casa, y otro, para la calle. Ambos son buenos; pero el del hogar es el que usted más quiere de los dos.

Anduvo otros cuantos pasos en la misma actitud que antes; de pronto, se volvió, y tomando nuevamente las riendas de la burra, la detuvo. Entonces contemplé de lleno su rostro y toda su persona; aún se me aparecen a veces en sueños sus formas hercúleas y sus facciones desmesuradas. Le vi plantado ante mí, bañado por la luz de la luna, mirándome a la cara con sus profundos y tranquilos ojos. Al cabo me dijo: «¿Es usted uno de los nuestros?»

*        *        *        *        *

Era ya muy entrada la noche cuando llegamos a Talavera. Fuimos a una casona lóbrega, la posada principal de la ciudad, según me dijo mi compañero. Entramos en la cocina, en uno de cuyos extremos ardía una buena lumbre. «Pepita—dijo mi compañero a una linda muchacha que salió a nuestro encuentro sonriendo—, un brasero y un cuarto[p. 237] reservado. Este caballero es un amigo mío y cenaremos juntos.» Pronto estuvo dispuesta la habitación, en la que había dos alcobas con sendas camas. Después de una cena que, por encargo de mi compañero, fué excelentísima, nos sentamos junto al brasero y comenzamos a hablar.

Yo.—Claro está que usted ha hablado con otros ingleses, porque en otro caso no me hubiera reconocido por el tono de la voz.

Abarbanel[128].—Cuando estalló la guerra de la Independencia, siendo yo un muchacho, vino al lugar en que yo vivía con mi familia un oficial inglés, encargado de instruir a reclutas; se alojó en casa de mi padre y me cobró gran afecto. Al marcharse me fuí con él, con permiso de mi padre, y le acompañé por ambas Castillas como camarada y criado a la vez. Juntos estuvimos casi un año, y cuando, súbitamente, le mandaron volver a su país, quiso llevarme consigo; pero mi padre no lo consintió en modo alguno. Veinticinco años han pasado sin ver ningún inglés; a pesar de ello, le he conocido a usted en plena oscuridad.

Yo.—¿Y qué género de vida hace usted, y cuáles son sus medios de subsistencia?

Abarbanel.—Vivo sin dificultad alguna, como creo que vivieron mis antepasados, y[p. 238] como vivió, con toda certeza, mi padre, cuya misma ruta he seguido. A su muerte, tomé posesión de la herencia; era yo hijo único, los bienes, muchos; hubiera podido vivir sin trabajar; pero a fin de no llamar la atención, seguí el oficio de mi padre, que era longanicero. A veces he tratado también en lana; pero sin gran empeño por falta de estímulo. Con todo, he tenido buena suerte; en ocasiones, una suerte extraordinaria, y he ganado más que muchos otros entregados por completo al comercio y que se matan a trabajar.

Yo.—¿Tiene usted hijos? ¿Está usted casado?

Abarbanel.—Soy casado, pero sin hijos. Tengo mujer y una amiga, o, más bien, dos mujeres, porque con ambas estoy casado; pero a una le llamo amiga por guardar las apariencias; quiero vivir tranquilo, y no tengo gana de ofender los prejuicios de la gente que me rodea.

Yo.—Dice usted que es rico. ¿En qué consisten sus riquezas?

Abarbanel.—En oro, plata y piedras preciosas, pues he heredado todo lo que mis abuelos atesoraron. La mayor parte está escondido debajo de tierra; la verdad es que ni siquiera he visto la décima parte de ello. Tengo monedas de oro y plata anteriores al tiempo de Fernando el Maldito y Jezabel; también tengo sumas importantes dadas a[p. 239] préstamo. Vivimos muy apartados, sin embargo, y nos hacemos pasar por pobres, incluso por miserables; pero en ciertas ocasiones, en nuestras fiestas, una vez cerradas y atrancadas las puertas, y después de soltar los perros fieros en el corral, comemos en vajillas como ya las quisiera para sí la Reina de España, y hacemos las abluciones en salvillas de plata modeladas y repujadas antes del descubrimiento de América, aunque vayamos siempre groseramente vestidos y nuestras comidas sean de ordinario muy modestas.

Yo.—Además de usted y de sus mujeres, ¿hay en su casa alguna otra persona de su gremio?

Abarbanel.—Mis dos criados son también de los nuestros; uno es joven, y pronto se marchará a casarse lejos de aquí; el otro es viejo, y viene por este mismo camino detrás de mí con un carro y una mula.

Yo.—¿Y adónde se dirige usted ahora?

Abarbanel.—A Toledo, donde a veces trafico como longanicero. Me gusta viajar, aunque sin alejarme mucho de mi casa. Desde que me separé del inglés no he vuelto a salir de Castilla la Nueva. Me gusta ir a Toledo y pensar allí en los tiempos que fueron; acabaría por establecerme en esa ciudad, si no hubiera en ella tantos malditos que me miran con malos ojos.

Yo.—¿Le conocen a usted por lo que real[p. 240]mente es? ¿Le molestan las autoridades?

Abarbanel.—La gente sospecha, naturalmente, lo que yo soy, pero como en casi todo me acomodo a sus costumbres, no se mezclan en mis asuntos. Es verdad que algunas veces, cuando entro en la iglesia a oír misa, me miran por encima del hombro, como diciendo: «¿A qué vienes aquí?» Algunas veces se santiguan al pasar a mi lado; pero como se limitan a eso, no me preocupo gran cosa de ellos. Con las autoridades estoy en muy buenas relaciones. Muchos de los que desempeñan puestos elevados tienen dinero mío prestado, de modo que hasta cierto punto los tengo en mi poder; y la gente menuda, alguaciles y corchetes, está siempre dispuesta a favorecerme, en consideración a unos cuantos duros que reparto de vez en cuando entre ellos; de modo que, en conjunto, las cosas no pueden ir mejor. Cierto que antiguamente no ocurría así; sin embargo, yo no sé por qué sería, pero aunque otras familias lo pasaron muy mal, la nuestra disfrutó siempre de relativa tranquilidad. La verdad es que mi familia ha sabido conducirse siempre por modo maravilloso. Puedo decir que hay en ella una sagacidad parecida a la de la serpiente. Siempre hemos tenido amigos; con respecto a los enemigos, es la verdad que nunca nos han hecho daño impunemente, porque es regla de mi casa no olvidar las injurias y no escatimar esfuerzos[p. 241] ni gastos para arruinar y destruir al que nos perjudica.

Yo.—¿Se meten con usted los curas?

Abarbanel.—Los curas me dejan en paz, sobre todo en nuestro mismo pueblo. Poco después de la muerte de mi padre, uno muy exaltado trató de jugarme una mala pasada; pero yo me las arreglé para pagarle en la misma moneda, y logré que le encarcelaran acusado de blasfemia, y en la cárcel estuvo mucho tiempo, hasta que se volvió loco y murió.

Yo.—¿Tienen ustedes en España alguna persona que haga cabeza, investida de la suprema autoridad?

Abarbanel.—Tanto como eso, no. Hay, sin embargo, ciertas familias virtuosas que gozan de mucha consideración: la mía es una de ellas—la principal, puedo decir—. Especialmente, mi abuelo era un varón justo; y oí contar a mi padre que una noche un arzobispo fué secretamente a nuestra casa, sólo para tener el gusto de besar la mano a mi abuelo.

Yo.—¿Cómo es posible eso? ¿Qué veneración puede sentir un arzobispo por uno como usted o como su abuelo?

Abarbanel.—Más de lo que usted se figura. El arzobispo era de los nuestros, o por lo menos lo había sido su padre, y él no podía olvidar lo que aprendió a reverenciar en la infancia. Dijo que había intentado[p. 242] inútilmente olvidarlo; que el ruals se cernía siempre sobre él, y que desde la niñez los terrores conturbaban su ánimo, hasta llegar al punto de no poder sufrirse a sí mismo. Por esto fué a ver a mi abuelo, con quien permaneció toda una noche, y luego se volvió a su diócesis, donde murió poco después, en gran opinión de santo.

Yo.—Me sorprende lo que usted dice. ¿Tiene usted algún motivo para suponer que entre el clero católico hay muchos de los vuestros?

Abarbanel.—No lo supongo, lo sé. Hay muchos como yo en el clero, y no de rango inferior tan sólo. Algunos de los más sabios y famosos clérigos de España han sido de los nuestros, o al menos de nuestra sangre, y muchos de ellos, hoy en día, piensan como yo. Hay una fiesta especial en el año, en la cual, cuatro dignatarios eclesiásticos vienen sin falta a visitarme; y cuando, tomadas las necesarias precauciones, se cumplen las ceremonias preparatorias, se sientan en el suelo y blasfeman.

Yo.—¿Son ustedes muchos en las ciudades importantes?

Abarbanel.—De ningún modo; rara vez vivimos en las ciudades grandes; sólo vamos a ellas para nuestros negocios, y preferimos vivir en los pueblos. Cierto que no somos mucha gente; en pocas provincias de España contaremos más de veinte familias.[p. 243] Ninguno de los nuestros es pobre. Los que sirven, lo hacen por conveniencia más que por necesidad, porque sirviendo unos en casa de otros, se adiestran en tráficos diferentes. No es raro tampoco que el tiempo que se sirve sea el del noviazgo, y los criados se casan a veces con las hijas de sus amos.

Continuamos hablando casi toda la noche; a la mañana siguiente me dispuse a partir, pero mi compañero me aconsejó que me quedase allí todo el día. «Y si quiere usted hacerme caso—añadió—, no debe usted ir más lejos de ese modo. Esta noche pasará por aquí la diligencia de Extremadura a Madrid. Váyase en ella; es el modo más rápido y seguro de viajar. Yo le compraré a usted la burra. Mi criado, que ya ha venido, la ha visto y me dice que puede sernos útil. Pasaremos el día juntos, como hermanos, y luego nos iremos cada uno por nuestro lado.» Así lo hicimos. Cuando llegó la diligencia me metí en ella, y en la mañana del segundo día llegué a Madrid.


[Pg 244]

CAPÍTULO XII

Mi alojamiento en Madrid.— La patrona.— El embajador británico.— Mendizábal.— Baltasar.— Deberes de un Nacional.— Sangre moza.— La ejecución.— La población de Madrid.— Las clases altas.— Las clases bajas.— Las corridas de toros.— El gitano.

Llegué a Madrid en los comienzos de febrero de 1837. Estuve breves días en una posada, y me mudé a la habitación que alquilé en el núm. 3 de la calle de la Zarza[129], calle oscura y sucia, no obstante hallarse pegada a la Puerta del Sol, punto céntrico de Madrid, donde desembocan cuatro o cinco de las vías principales, y sitio de reunión, en todas las épocas del año, de los vagos de la capital, pobres o ricos.

La casa en que me alojé, era bastante singular. Ocupaba yo la parte delantera del[p. 245] primer piso; mis habitaciones consistían en una sala inmensa con un cuarto pequeño al lado, para dormir. La sala, a pesar de su tamaño, tenía muy pocos muebles: unas cuantas sillas, una mesa y un sofá componían todo su ornamento. Era muy fría y aireada, gracias a las corrientes que se colaban por tres grandes ventanas y por diversas puertas. La señora de la casa, acompañada por sus dos hijas, me condujo a mi aposento. «¿Ha visto usted nunca—me preguntó—un cuarto tan hermoso como éste? ¿Verdad que es digno de un príncipe? El invierno pasado vivió aquí el gran general Espartero.»

La patrona era una mujer de desmesurada gordura, natural de Valladolid, en Castilla la Vieja. «¿Tiene usted alguna otra familia además de estas hijas?»—le pregunté—. «Dos hijos. Uno es oficial del ejército, y padre de este niño»—me contestó señalando a un muchacho de unos doce años, con cara de travieso pero listo, que brincaba por el aposento; «el otro es el nacional más famoso de Madrid. Es sastre de oficio y se llama Baltasar. Tiene gran influencia con los otros nacionales por el liberalismo de sus opiniones, y a una palabra suya toman las armas y acuden furiosos a la Puerta del Sol. Al presente, guarda cama; hace una vida muy desarreglada, y es muy amigo de toreros y de gentes peores aún.»

Como el principal motivo de mi visita a[p. 246] la capital de España era el deseo de obtener permiso del Gobierno para imprimir en castellano el Nuevo Testamento y difundirlo por el país, comencé, sin pérdida de tiempo, a dar los pasos que me parecieron necesarios.

Era yo completamente desconocido en Madrid, y no llevaba cartas de presentación para ninguna persona influyente que pudiera valerme en mi empresa, de suerte que, si bien abrigaba esperanzas de buen éxito, confiando en la protección del Omnipotente, esas esperanzas sufrían pasajeros desmayos y las oscurecían con frecuencia las nubes del desaliento.

Por entonces era primer ministro en España Mendizábal, y se le tenía por hombre de poder casi ilimitado, en cuyas manos estaban los destinos del país. Consideré, pues, que si lograba por cualquier medio poner de mi parte a hombre tan poderoso, no tendría que temer molestia alguna por otro lado, y resolví acudir a él.

Antes de dar ese paso, me pareció prudente avistarme con Mister Villiers, embajador de Inglaterra en Madrid, y, con la libertad aneja a mi condición de súbdito británico, pedirle consejo en el asunto. Me recibió con mucha bondad, y tuvimos una conversación agradable acerca de varios temas antes de abordar el que a mí me preocupaba hondamente. Díjome que si yo[p. 247] deseaba una entrevista con Mendizábal, él se ofrecía a procurármela, pero al mismo tiempo me advirtió con franqueza que no esperaba de ella ningún resultado bueno, porque le constaba la violenta predisposición de Mendizábal contra la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, y era lo más probable que en lugar de favorecerlo, contrariase cualquier intento de la Sociedad para introducir el Evangelio en España. Resolví, a pesar de todo, hacer la prueba, y antes de separarme del embajador obtuve una carta de presentación para Mendizábal.

Una mañana, temprano, acudí a Palacio, en una de cuyas alas estaba el despacho del primer ministro. El frío era cruel; el Guadarrama, sobre el que hay una hermosa vista desde la explanada del Palacio, estaba cubierto de nieve. Casi tres horas estuve tiritando de frío en una antecámara, con varias personas más que, como yo, aguardaban audiencia del poderoso. Al cabo se presentó el secretario particular, y después de hacer diversas preguntas a los otros, se dirigió a mí, interrogándome acerca de mi calidad y mis pretensiones. Díjele que yo era un inglés, portador de una carta del ministro británico. «Si usted no se opone, yo se la entregaré personalmente a su excelencia»—me dijo—. En oyendo esto, le alargué la carta y desapareció. Entraron antes que yo varias personas, pero[p. 248] me llegó el turno, al fin, y me introdujeron en el despacho de Mendizábal.

El ministro estaba detrás de una mesa cubierta de papeles, examinándolos con intensa atención. No se enteró de mi presencia, y tuve tiempo suficiente para contemplarlo. Era un hombre corpulento, atlético, un poco más alto que yo, que mido descalzo seis pies y dos pulgadas; de tez sonrosada, facciones finas y correctas, nariz aguileña y dientes de espléndida blancura; aunque apenas frisaba en los cincuenta años, tenía el pelo muy canoso. Vestía una lujosa bata de mañana, con una cadena de oro alrededor del cuello, y calzaba chinelas de tafilete.

Su secretario, hombre de buena presencia y de expresión inteligente, que, según supe después, se había conquistado un nombre en la literatura española y en la inglesa, permanecía en pie junto a la mesa, con papeles en las manos.

Después de hacerme esperar en pie un cuarto de hora, Mendizábal alzó súbitamente sus ojos penetrantes y clavó en mí una mirada escrutadora, poco común. «He visto un mirar muy parecido a ese entre los Beni-Israel—dije entre mí...

Nuestra entrevista duró casi una hora; la conversación fué de singular interés. Mendizábal, como ya me habían advertido, era, en efecto, ardiente enemigo de la Sociedad[p. 249] Bíblica, de la que hablaba con odio y desprecio; estaba también muy lejos de ser un amigo de la religión cristiana, con quien me fuese fácil contar. Sin desanimarme por eso, le insté mucho en favor del asunto que allí me llevaba, y tuve tanta fortuna, que ofreció permitirme imprimir las Escrituras si, como esperaba, de allí a unos meses el país estaba más tranquilo.

Cuando ya me marchaba, me dijo: «No es esta la primera petición de ese género que me hacen. Desde que estoy en el gobierno, no se harta de importunarme con esas cosas una bandada de ingleses, desparramados hace poco por España, que se llaman a sí mismos cristianos evangélicos. Todavía la semana pasada, un individuo jorobado se abrió paso hasta mi despacho, donde yo trataba asuntos importantes, y me dijo que Cristo estaba para llegar de un momento a otro... y ahora viene usted y casi me convence, para indisponerme aun más con el clero, como si todavía no me odiase bastante. ¿Qué singular desvarío les impulsa a ustedes a ir por mares y tierras con la Biblia en la mano? Lo que aquí necesitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino cañones y pólvora para acabar con los facciosos, y, sobre todo, dinero para pagar a las tropas. Siempre que venga usted con esas tres cosas, se le recibirá con los brazos abiertos; si no, habrá usted de permitirnos[p. 250] prescindir de sus visitas, por mucho honor que nos dispense con ellas.

Yo.—Los disturbios de este infortunado país no acabarán hasta que el Evangelio circule libremente.

Mendizábal.—Esperaba la respuesta, porque he vivido trece años en Inglaterra y conozco algo la fraseología de sus buenos correligionarios. Ahora, déjeme, se lo ruego; como ve usted, estoy muy ocupado. Vuelva cuando quiera, pero no antes de tres meses.»

Una mañana, mientras me desayunaba con los pies encima del brasero, entró la patrona en mi aposento y me dijo: «Don Jorge, aquí está mi hijo Baltasarito, el nacional. Ya se levanta de la cama, y al saber que teníamos un inglés en casa, me ha pedido que le presente, porque tiene mucha afición a los ingleses por sus ideas liberales. Aquí le tiene usted, ¿qué le parece?»

Me guardé de decir a su madre mi opinión. A mi parecer, hacía muy bien en llamarle Baltasarito, porque jamás el antiguo y sonoro nombre de Baltasar se habría dado a sujeto tan exiguo. Podría tener hasta cinco pies y una pulgada de altura, y era más bien corpulento para su talla; el rostro amarillento y enfermizo, pero con cierta expresión de fanfarronería; los ojos pardos, muy oscuros, eran vivos y brillantes. Iba vestido, o más bien desvestido, malamente,[p. 251] con una gorra de cuartel y un capote de reglamento, viejo y muy holgado, que hacía las veces de bata.

—Celebro mucho conocerle, señor nacional—le dije en cuanto su madre se retiró, y así que Baltasar se hubo sentado y encendido, claro está, un cigarro de papel en el brasero—. Me alegro mucho de haberle conocido, sobre todo porque, según me ha dicho su señora madre, tiene usted gran influencia con los nacionales. Yo, como extranjero, puedo tener necesidad de un amigo; la fortuna me favorece al proporcionarme uno que es miembro de tan poderoso cuerpo.

Baltasar.—Sí, tengo bastante mano con los otros nacionales; en Madrid no hay ninguno más conocido que Baltasar, ni más temido por los carlistas. ¿Dice usted que puede hacerle falta un amigo? Pues ya sabe que dispone de mí para cuanto se le ofrezca. Tanto yo, como los demás nacionales, nos enorgulleceremos sirviéndole a usted de padrinos, si tiene entre manos algún lance de honor. Pero, ¿por qué no se hace usted de los nuestros? Le recibiríamos a usted con mucho gusto en el cuerpo.

Yo.—¿Son muy duras las obligaciones de un nacional?

Baltasar.—Nada de eso. Estamos de servicio una vez cada quince días, y luego suele haber alguna revista de poca dura[p. 252]ción. Las obligaciones son ligeras y privilegios grandes. Por ejemplo: yo he visto a tres compañeros míos pasearse un domingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos. Más aún; tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y cuando tropezamos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él, y a cuchilladas o bayonetazos, le dejamos, por lo común, en el suelo revolcándose en su sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer tales cosas.

Yo.—Supongo que todos los nacionales serán de opinión liberal.

Baltasar.—¡Así debiera ser! Pero hay algunos, don Jorge, que no nos parecen muy de fiar. Son pocos, sin embargo, y a casi todos los conocemos. La vida que llevan es poco envidiable, porque cuando están de guardia, nos burlamos de ellos, y con frecuencia los damos de palos. La ley obliga a todos los hombres de cierta edad a servir en el ejército o a alistarse en la guardia nacional; por eso hay en nuestras filas algunos de esos godos.

Yo.—¿Hay muchos carlistas en Madrid?

Baltasar.—Entre la gente joven, no; la mayor parte de los carlistas madrileños capaces de llevar las armas, se fueron hace tiempo a la facción. Los que quedan son casi todos viejos o curas, buenos tan sólo para reunirse en algún café apartado y[p. 253] proyectar fantásticos complots. ¡Que hablen, don Jorge, que hablen! Los destinos de España no dependen de los deseos de ojalateros y pasteleros, sino de las manos de los nacionales, intrépidos y firmes, como yo y mis amigos, don Jorge.

Yo.—Por su señora madre he sabido, con pena, que hace usted una vida muy desordenada.

Baltasar.—¡Cómo! ¿Se lo ha dicho a usted, don Jorge? ¡Qué quiere usted, don Jorge! Soy joven, y la sangre joven hierve en las venas. Los nacionales me llaman el alegre Baltasar, y mi popularidad se funda en la jovialidad de mi carácter y en mis ideas liberales. Cuando estoy de guardia, llevo siempre la guitarra, ¡y si viera usted qué función se arma! Mandamos por vino, y los nacionales se pasan la noche bebiendo y bailando, mientras Baltasarito toca la guitarra y canta canciones de Germania.

Una romí sin pachí
le penó a su chindomar; etc.

Esto es gitano, don Jorge. Me lo han enseñado los toreros de Andalucía; todos hablan gitano, y muchos lo son de raza. Montes, Sevilla, Poquito Pan son amigo míos. No hay función de toros, don Jorge, en que no esté Baltasar con su amiga. En el invierno no se dan corridas de toros, don Jorge,[p. 254] que si no, le llevaría a usted a una; por suerte, mañana hay una ejecución; una función de la horca, e iremos a verla, don Jorge.

Fuimos a ver la ejecución, que no se me olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos jóvenes, dos hermanos, culpables de haber escalado de noche la casa de un anciano y asesinádole cruelmente para robarle. En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. Para ello, los sientan en una especie de banco, con un palo detrás, al que se fija un collar de hierro, provisto de un tornillo; con el collar se le abarca el cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta con el tornillo hasta que el paciente expira. Mucho tiempo llevábamos ya esperando entre la multitud, cuando apareció el primer reo, montado en un asno, sin silla ni estribos, de modo que las piernas casi le arrastraban por el suelo. Vestía una túnica de color amarillo azufre, con un gorro encarnado, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza. Sostenía entre las manos un pergamino, en el que había escrito algo, supongo que la confesión de su delito. Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con la iglesia, confesado sus culpas y[p. 255] recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. Sin mostrar el más leve temor, el reo se apeó, y subió sin ayuda al cadalso, donde le sentaron en el banquillo y le echaron al cuello el corbatín fatal. Uno de los curas comenzó entonces a decir el Credo en voz alta, y el reo repetía las palabras. De pronto, el ejecutor, colocado detrás de él, dió vueltas al tornillo, de prodigiosa fuerza, y casi instantáneamente aquel desdichado murió. A tiempo que el tornillo giraba, el cura comenzó a gritar, pax et misericordia et tranquillitas, y gritando continuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer retemblar los altos muros de Madrid. Luego se inclinó, puso la boca junto al oído del reo, y de nuevo clamó, como si quisiera perseguir a su alma en su marcha hacia la eternidad y consolarla en el camino. El efecto era tremendo. Yo mismo me excité tanto, que involuntariamente exclamé: ¡Misericordia! Y lo mismo hicieron otros muchos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cristo; todos los pensamientos se concentraban en el cura, que en tal momento parecía el más importante de todos los seres vivos, con poder suficiente para abrir y cerrar las puertas del cielo o del infierno, según lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del sistema papista imperante, cuyo principal designio fué siempre mantener el ánimo del pueblo todo lo apartado de Dios que[p. 256] podía, y en concentrar en el clero sus esperanzas y temores. La ejecución del segundo reo, fué enteramente igual; subió al patíbulo a los pocos minutos de haber expirado su hermano.

He visitado casi todas las capitales importantes del mundo; pero, en conjunto, ninguna me ha interesado tanto como la villa de Madrid, donde a la sazón me hallaba. No hablo de sus calles ni edificios, de sus plazas ni de sus fuentes, aunque algo de esto hay en Madrid digno de nota; Petersburgo tiene calles más hermosas; París y Edimburgo, edificios más suntuosos; Londres, plazas más bellas, y Shiraz puede alabarse de poseer fuentes más lujosas, aunque no aguas más frescas. ¡Pero la población!... Cercados por un muro de tierra que apenas mide legua y media a la redonda, se agolpan doscientos mil seres humanos, que forman, con toda seguridad, la masa viviente más extraordinaria del mundo entero; y no se olvide nunca que esta masa es estrictamente española. La población de Constantinopla es harto singular, pero han contribuído a formarla veinte naciones—griegos, armenios, persas, polacos, judíos; estos últimos de origen español, dicho sea de paso, y que aún hablan entre sí el castellano antiguo. Pero la población de Madrid, en su totalidad, sin otra excepción que un puñado de extranjeros, principalmente sastres, guante[p. 257]ros y perruquiers franceses, es española neta, aunque buena parte de ella no haya nacido en la capital. Aquí no hay colonias de alemanes, como en San Petersburgo; ni factorías inglesas, como en Lisboa; ni multitudes de yanquis insolentes callejeando, como en la Habana, con un aire que parece decir: «Este país será nuestro en cuanto queramos apoderarnos de él»; sino una población inculta, sorprendente, formada por muy varios elementos, pero española, y que lo seguirá siendo mientras la ciudad exista. ¡Salud, aguadores de Asturias, que, con vuestro grosero vestido de muletón y vuestras monteras de piel, os sentáis por centenares al lado de las fuentes, sobre las cubas vacías, o tambaleándoos bajo su peso, una vez llenas, subís hasta los últimos pisos de las casas más altas! ¡Salud, caleseros de Valencia, que, recostados perezosamente en vuestros carruajes, picáis tabaco para liar un cigarro de papel, en espera de parroquianos! ¡Salud, mendigos de la Mancha, hombres y mujeres que, embozados en burdas mantas, imploráis la caridad indistintamente a las puertas de los palacios o de las cárceles! ¡Salud, criados montañeses, mayordomos y secretarios de Vizcaya y Guipúzcoa, toreros de Andalucía, reposteros de Galicia, tenderos de Cataluña! ¡Salud, castellanos, extremeños y aragoneses, de cualquier oficio que seáis! Y, en fin, vosotros, los veinte[p. 258] mil manolos de Madrid, hijos genuinos de la capital, hez de la villa, que con vuestras terribles navajas causasteis tal estrago en las huestes de Murat el día Dos de Mayo, ¡salud! Y a las clases más elevadas—a los caballeros, a las señoras—, ¿las pasaré en silencio? En verdad tengo poco que decir de ellos. Apenas los traté, y lo que vi de sus costumbres no era muy a propósito para sublimarlos en mi imaginación. Yo no soy de los que, vayan donde vayan, siguen la inveterada práctica de vilipendiar a las clases altas y de exaltar a su costa al populacho. En muchas capitales, la parte más notable e interesante de la población es precisamente la aristocracia. Tal ocurre en Viena, y más especialmente en Londres. ¿Quién puede rivalizar con el aristócrata inglés en prestancia, fuerza y valentía? ¿Quién monta mejores caballos? ¿Quién goza de posición más sólida? ¿Quién más amable que su esposa, su hermana o su hija? Pero tratándose de la aristocracia española, así de las señoras como de los caballeros, cuanto menos se diga en cada uno de los puntos aludidos, será mejor. Sin embargo, sé muy poco acerca de ellos, lo confieso; quizás tengan sus admiradores, a los que cedo la tarea de escribir su panegírico. Le Sage los describió tales como eran hace casi dos siglos; sus rasgos son poco seductores, y no creo que hayan mejorado desde que el inmortal francés los re[p. 259]trató. Hablaré, pues, con más gusto de las clases bajas, no sólo de Madrid, pero de toda España. Un español de la clase baja, sea manolo, labriego o arriero, me parece mucho más interesante que un aristócrata. Es un ser poco común, un hombre extraordinario. Le faltan, es cierto, la amabilidad y la generosidad del mujik ruso, capaz de dar su único rouble antes que el forastero pase necesidad; tampoco tiene su tranquilo valor, que le hace invulnerable al miedo y le impulsa, al mando de su zar, a arrostrar cantando una muerte cierta. En el carácter español hay menos abnegación y más dureza; le anima, en cambio, un sentimiento de altiva independencia que roba la admiración. Es ignorante, por supuesto; pero, cosa singular, invariablemente he encontrado en las clases más bajas y peor educadas, mayor generosidad de sentimientos que en las altas. Mucho tiempo ha sido moda hablar del fanatismo de los españoles y de su mezquino recelo de los extranjeros. Esto es verdad hasta cierto punto; pero es verdad, principalmente, respecto de las clases altas. Si el valor o el talento de los extranjeros nunca han alcanzado en España el premio merecido, la gran masa de los españoles no tiene la culpa de ello. He oído calumniar a Wellington en el mismo soberbio teatro de sus triunfos; pero nunca por los soldados viejos de Aragón y de Asturias, que le ayudaron[p. 260] a vencer a los franceses en Salamanca y en los Pirineos. He oído criticar el modo de montar de un jockey inglés; pero el crítico era el necio heredero de los Medinaceli, no un picador de la plaza de Madrid.

A propósito de picadores: un día, poco después de mi llegada a Madrid, estuve un par de horas callejeando, en viaje de exploración, por un barrio famoso a causa de los robos y muertes que en él se cometían, y, al sentirme cansado, entré en un tabernucho a refrigerarme. Había muchos parroquianos, todos con cara de bandidos; a mi saludo contestaron quitándose los sombreros con mucha ceremonia y abriéndome calle hasta el mostrador. Vacié un vaso de val de peñas, y ya iba a pagar y a marcharme, cuando un individuo de horrible catadura, vestido con un coleto de ante fuerte, zajones y botas de montar que le pasaban de las rodillas, y tocado con un sombrero claro, cuyas alas tenían lo menos vara y media de circunferencia, se abrió paso entre la gente, y, encarándose conmigo, dijo con voz de trueno:

¡Otra copita! ¡Vamos, inglesito, otra copita!

—Gracias, mi buen señor; es usted muy amable. Parece que me conoce usted; pero yo no tengo el honor de conocerle.

—¿No me conoce?—replicó el tal—. ¡Soy Sevilla, el torero! Yo le conozco a usted mucho; usted es el amigo de Baltasarito, el[p. 261] nacional, que es amigo mío y muy buena persona.

Volviéndose entonces a la compañía, dijo con voz sonora, arrastrando la última sílaba de cada palabra, según costumbre de la gente rufianesca en toda España:

—Caballeros valientes: Este caballero es amigo de un amigo mío. Es mucho hombre. No hay en España quien le iguale. Aunque es inglesito, habla gitano cerrado.

—No lo creemos—replicaron varias voces graves—. No es posible.

—¿Decís que no es posible? Pues yo os digo que sí. Ven acá, Balseiro; tú, que te has pasado la vida en presidio y te estás alabando siempre de hablar el gitano cerrado, aunque no sabes palabra, ven acá y habla con su merced en gitano cerrado.

Un hombre pequeño, enclenque, pero vivaracho, se adelantó. Iba en mangas de camisa y llevaba una montera; era guapo, pero con cara de demonio.

Habló unas pocas palabras en la corrompida jerga gitana de las cárceles, preguntándome si había estado alguna vez en el calabozo, y si sabía lo que era una gitana[130].

—Vamos, inglesito—gritó Sevilla con voz tonante—, respóndele al monró[131] en gitano cerrado.

[p. 262]

Contesté al ladrón, porque lo era en efecto, y de los que han dejado nombre duradero en la historia de la picardía madrileña; le contesté con alguna extensión en el dialecto de los gitanos extremeños.

—Creo que es gitano cerrado—musitó Balseiro—, o si no, será inglés, porque no entiendo ni una palabra.

—¿No te decía yo—exclamó el picador—que no sabes ni palabra del gitano cerrado? Pero el inglesito sí lo sabe, y yo entiendo todo lo que dice; vaya, no hay nadie como él para el gitano cerrado. Además, es muy buen jinete; después de mí, no hay quien le iguale; sólo él sabe montar con las acciones de los estribos muy cortas. Inglesito, si necesitas dinero, dispón de mi bolsillo; todo cuanto tengo está a tu servicio, y no creas que es poco: acabo de ganar cuatro mil chulés a la lotería. Animo, inglés, otra copa; yo lo pago todo; yo, Sevilla.

Y se golpeaba una y otra vez el pecho con la mano, mientras repetía: «¡Yo, Sevilla! ¡Yo...!»


[Pg 263]

CAPÍTULO XIII

Intrigas de la Corte.— Quesada y Galiano.— Disolución de las Cortes.— El secretario.— Testarudez aragonesa.— El Concilio de Trento.— El asturiano.— Los tres bandidos.— Benedicto Mol.— El hombre de Lucerna.— El Tesoro.

Mendizábal me había dicho que volviera a verle pasados tres meses, dándome esperanzas de no oponerse personalmente a la publicación del Nuevo Testamento; pero antes de que transcurrieran los tres meses cayó en desgracia, y dejó de ser primer ministro.

Para derribarlo se urdió una intriga, dirigida por Istúriz y Alcalá Galiano, gaditanos como Mendizábal, de quien hasta entonces se llamaron amigos. Ambos habían sido liberales egregios, y miembros importantes de aquellas Cortes que, huyendo de la invasión de Angulema, se llevaron a Fernando desde Madrid a Cádiz, y le tuvieron preso hasta que esta ciudad inexpugnable tuvo por conveniente rendirse; los dos personajes se[p. 264] refugiaron en Inglaterra, donde pasaron considerable número de años.

Por el tiempo a que me refiero, hallábanse Istúriz y Galiano sumamente pobres, sin que del apoyo a Mendizábal pudiesen esperar mejoras inmediatas; y considerándose, además, tan buenos y capaces como él para gobernar a España en las circunstancias dadas, resolvieron separarse del partido de su amigo, a quien habían apoyado hasta allí, y levantar bandera propia.

En consecuencia, formaron en las Cortes una oposición contra Mendizábal; los miembros de esa oposición tomaron el nombre de moderados para distinguirse de Mendizábal y sus secuaces, ultraliberales. Los moderados contaban con el apoyo de la reina regente Cristina, deseosa de un poder algo mayor que el que los liberales parecían dispuestos a concederle, y, además, enemiga personal del ministro. Veíanse también apoyados por Córdova, que entonces mandaba el ejército y estaba descontento de Mendizábal, porque el ministro no servía con suficiente presteza las demandas pecuniarias del general, aunque se decía que la mayor parte del dinero enviado para pagar a las tropas no se empleaba en eso, sino en fondos públicos franceses, a nombre y para uso y provecho del nombrado Córdova.

Pero no voy a escribir una historia de sucesos políticos que presencié entonces;[p. 265] baste decir que Mendizábal, viéndose contrariado en todos sus proyectos por la Gobernadora, que no aceptaba ninguna de las medidas propuestas por el ministro, y por el general, que permanecía inactivo y se negaba a atacar al enemigo, ya repuesto del contratiempo que le causó la muerte de Zumalacárregui y en considerable auge sus armas, dimitió, abandonando por el momento el campo a sus adversarios, aunque contaba en las Cortes con inmensa mayoría, y aunque la opinión del país, al menos en su parte liberal, le era favorable.

Se constituyó un gabinete presidido por Istúriz, en el que Galiano fué ministro de Marina, y un cierto duque de Rivas ministro de lo Interior. Estos eran los jefes del gobierno moderado; pero, impopulares en Madrid, y temerosos de los nacionales, buscaron el concurso de un hombre llamado Quesada, aborrecedor de la milicia nacional y que a nada temía; hombre asaz estúpido, pero gran guerrero, que en cierta época de su vida mandó una legión llamada Ejército de la Fe, cuyas hazañas en ambas vertientes del Pirineo son harto conocidas para que necesite recordarlas. Quesada fué nombrado capitán general de Madrid.

El más inteligente de los nuevos ministros era, con mucho, Galiano, a quien me presentaron poco después de mi llegada a Madrid. Hombre de muchas letras, conocía a fondo[p. 266] las de su país. Orador ante todo, de palabra fácil, elegante e impetuoso, era para el partido moderado, dentro de las Cortes, lo que Quesada fuera de ellas; es decir, el hombre de combate. Difícil sería decir por qué le hicieron ministro de Marina, ya que España no tiene ninguna; acaso lo fué por su dominio del inglés, idioma que hablaba y escribía tan bien como el suyo propio, habiéndose ganado la vida durante su estancia en Inglaterra, principalmente, escribiendo artículos para los periódicos y revistas; ocupación muy honrosa, pero que pocos de los extranjeros desterrados en Inglaterra son capaces de desempeñar.

Galiano era hombre muy pequeño e irritable, enemigo encarnizado de cuantos se atravesaban en el camino de su prosperidad. Odiaba a Mendizábal con rencor no disimulado, y siempre hablaba de él con infinito desprecio. «Temo que me cueste bastante trabajo arrancar a Mendizábal el permiso de imprimir el Nuevo Testamento»—le dije un día—. «Mendizábal es un asno—replicó Galiano—. Calígula hizo cónsul a su caballo, y creo que esto es lo que ha inducido a lord... a enviarnos a ese burro de la Bolsa de Londres para que sea nuestro ministro.»

Sería mucha ingratitud de mi parte no confesar aquí cuánto debo a Galiano, que me ayudó con todo su poder en el asunto que me llevaba a España. Poco después de[p. 267] formarse el ministerio moderado fuí a verle, y le dije que «entonces o nunca era la ocasión de hacer un esfuerzo en favor mío.» «Lo haré—me respondió con tono áspero, porque siempre habla con aspereza, lo mismo a los amigos que a los enemigos—; pero tenga usted paciencia unos cuantos días; estamos ahora muy ocupados. Nos han derrotado en las Cortes, y esta tarde intentaremos disolverlas. Dicen que esos canallas se negarán a marcharse; pero Quesada estará a la puerta para arrojarlos a la calle si oponen alguna resistencia. Vaya usted por allí, y acaso vea una función

Después de un debate de una hora, fueron disueltas las Cortes sin necesidad de recurrir a la ayuda del temible Quesada. Galiano, sin nuevas dilaciones, me dió una carta para su colega el duque de Rivas, a cuyo departamento incumbía, según me dijo, conceder o negar el permiso para imprimir el libro. El duque era un hombre joven y apuesto, de unos treinta años, andaluz por su cuna, como sus dos colegas ya nombrados. Había publicado varias obras—tragedias, según creo—, y gozaba de cierta reputación literaria. Me recibió con suma afabilidad, y enterado de mi pretensión, respondió, haciéndome una cortesía seductora y con un gesto genuinamente andaluz: «Vea a mi secretario; vea a mi secretario; él hará por usted el gusto

[p. 268]

Fuí a ver al secretario, un aragonés llamado Oliban, que no era guapo, ni de elegantes maneras, ni afable. «¿Desea usted un permiso para imprimir el Nuevo Testamento?» «Sí, señor.» «¿Y le ha hablado usted de esto a su excelencia?» «En efecto.» «Supongo que intenta usted imprimirlo sin notas»,—continuó Oliban—. «Sí.» «Entonces, su excelencia no puede darle a usted el permiso—dijo el secretario aragonés—; el Concilio de Trento ordenó que en ningún país cristiano pueda imprimirse parte alguna de la Escritura sin las notas de la iglesia.» «¿Cuántos años hace de eso?»—pregunté yo. «No sé cuántos años hace—repuso Oliban—; pero tal es el decreto del Concilio.» «¿Es que en España rigen ahora los decretos del Concilio de Trento?»—inquirí—. «Rigen en algunos puntos, y este es uno de ellos—respondió el aragonés—; pero, dígame, ¿quién es usted? ¿Le conoce el embajador de su país?» «¡Oh!, sí, y tiene mucho interés por este asunto.» «¿De veras?—dijo Oliban—; entonces, el caso varía. Si puede usted demostrarme que su excelencia se interesa por el asunto, yo no pondré dificultades.»

El ministro británico hizo cuanto yo podía desear, y mucho más de lo que me atrevía a esperar. Tuvo una entrevista con el duque de Rivas, y hablaron detenidamente de mi asunto; el duque fué todo sonrisas y cor[p. 269]tesía. Escribió, además, una carta particular al duque y me la dió, encargándome que yo mismo se la entregase la primera vez que fuese a verle; y para remate de todo, me escribió y dirigió otra carta en la que me dispensaba el honor de decirme que me tenía en gran aprecio, y que su mayor placer sería que yo obtuviese el permiso tan buscado. Fuí a ver al duque, y le entregué la carta; estuvo diez veces más bondadoso y afable aún que antes; leyó la carta, sonrió con la mayor dulzura, y luego, como poseído de súbito entusiasmo, extendió los brazos de un modo casi teatral, exclamando: «Al secretario; él hará por usted el gusto.» De nuevo me precipité al secretario, que me recibió con frialdad glacial. Le referí las palabras de su jefe, y le entregué la carta que me había escrito el ministro británico. El secretario la leyó con atención, y me dijo que, evidentemente, su excelencia se «había» tomado interés en el asunto. Me preguntó después mi nombre, y, tomando una hoja de papel, se sentó como si fuese a escribir el permiso. Yo estaba en mis glorias. De pronto, el secretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció reflexionar un momento, y poniéndose la pluma detrás de la oreja, dijo: «Entre los decretos del Concilio de Trento, se cuenta uno...»

—¡Oh Dios mío!—exclamé.

—Es un hombre singular ese Oliban—dije[p. 270] un día a Galiano—; no puede usted imaginarse lo me está haciendo pasar; no se cansa de hablarme del Concilio de Trento.

—En el Trento quisiera yo verle metido hasta la cintura por decir tales tonterías. Sin embargo, procuraremos no desagradar a Oliban; es de los nuestros y nos ha prestado buenos servicios; es, además, hombre inteligente; pero, como buen aragonés, si se le mete una idea en la cabeza, cuesta mucho trabajo arrancársela. No obstante, iremos a verle; es antiguo amigo mío, y no dudo que le haremos entrar en razón.

Al día siguiente fuí a buscar a Galiano al Ministerio de Marina o Almirantazgo (¿cómo se debe decir?), y desde allí fuimos al Ministerio de lo interior, instalado en un edificio magnífico, antigua casa de la Inquisición. Nos avistamos con Oliban. Galiano se lo llevó al hueco de una ventana, y hablaron detenidamente, pero en voz muy baja, y como la habitación era inmensa, no pude oír palabra. Al cabo, Galiano se me acercó y dijo: «Hay alguna dificultad para resolver el asunto de usted; pero ya sabe Oliban que es usted amigo mío, y dice que eso le basta; quédese aquí con él, y hará cuanto sea necesario en favor de usted. Es asunto arreglado. ¡Adiós!» En diciendo esto, se marchó, dejándome con Oliban. El secretario comenzó acto seguido a escribir no sé qué cosa, y, al terminar, sacó una caja de[p. 271] cigarros, encendió uno, después de ofrecerme otro que rehusé, porque no fumo, y apoyando los pies en la mesa me dirigió en francés el siguiente discurso:

—Me alegro mucho de ver a usted en esta capital, y aún de verle trabajar en ese asunto. Considero un oprobio para España que no circule ninguna edición del Evangelio, al menos en condiciones tales que puedan adquirirla los más ricos y más pobres; una edición descargada de notas de invención humana, que aumentan el volumen del libro hasta hacerlo inmanejable. Para mí es indudable que una edición como la que usted intenta imprimir, ejercería una influencia muy beneficiosa en el espíritu del pueblo, que, entre nosotros, no conoce la religión a fondo ni en su pureza. ¿Cómo va a conocerla, visto que le han mantenido siempre cuidadosamente apartado del Evangelio, como si la civilización pudiera existir donde la luz evangélica se apaga? La regeneración moral de España depende de la libre circulación de la Escritura, tarea en que sólo Inglaterra, su afortunada patria de usted, puede empeñarse, por el nivel elevado de su civilización y la prosperidad sin rival de que al presente goza. La razón me obliga, en efecto, a reconocer todo esto, pero...

—«Ahora es ella»—pensé yo.

—«Pero...» Y una vez más comenzó a[p. 272] hablarme del fastidioso Concilio de Trento; me pareció, pues, que lo de escribir en un papel, la oferta del cigarro, y la enojosa y larga arenga no eran sino—¿cómo lo llamaré?—mera Φλυαρία.

Andaba ya por entonces muy entrada la primavera; las vertientes, aunque no las cumbres, del Guadarrama estaban desde tiempo atrás limpias de nieve; los árboles del Prado lucían ya su verde pompa, y toda la campiña de los alrededores de Madrid mostrábase alegre y risueña. Aún no habían llegado calores estivales, y el tiempo era, en verdad, delicioso.

Hacia el Oeste, al pie de la colina en que se alza Madrid, un canal corre durante unas cuantas leguas paralelo al Manzanares, del que le separan fértiles y amenas praderas. Las márgenes del Canal, empezado por Carlos III y no concluído hasta el día, están plantadas de hermosos árboles y constituyen el paseo más ameno de las inmediaciones de la capital. Allí iba yo a perder horas y horas, mirando los bancos de peces dorados y plateados que emergían al sol en la superficie de las aguas verdosas, o escuchando, no el trinar de los pájaros—porque no es España la tierra de esos cantores alados—, sino la charla de un naranjero, que, además de naranjas, vendía agua junto a una casilla de registro abandonada, frontera precisamente al puente de tablas que cruzaba[p. 273] el canal; allí había instalado su tenducho el naranjero por parecerle la posición favorable para su comercio. Era asturiano, como de cincuenta años, y de unos cinco pies de alto. Yo le compraba muchas naranjas, y no tardó en sentir gran amistad por mí ni en contarme su historia; ninguna cosa notable había en ella; el suceso más importante era una aventura que le ocurrió en la sierra de Granada, donde cayó en poder de unos gitanos que le dejaron en cueros y luego le despidieron dándole de palos. «He corrido toda España—me dijo—, y en conclusión opino que sólo hay dos sitios donde se puede vivir: Málaga y Madrid. En Málaga va todo muy barato, y hay tal abundancia de pescado, que muchas veces lo he visto amontonado en la orilla del mar; en Madrid, como está la corte, corre el dinero, y nunca me acuesto sin cenar. Lo único que me importa es vender naranjas, y mi único deseo es que, cuando muera, me entierren allí.» Al decir esto, señalaba al otro lado del Manzanares, donde, en el declive de una suave colina, como a una legua de distancia, brillaban al sol los blancos muros del Campo Santo.

El asturiano era un individuo muy zumbón, y aunque apenas sabía leer ni escribir, nada ignorante de las cosas del mundo; tenía muchas y exactas noticias de infinito número de personas, y poca gente pasaba[p. 274] junto a su puesto de quien él no conociese los nombres, el carácter y la historia. «Esos dos son gente muy principal—decía señalando a un caballero y una dama magníficamente ataviados, que se apearon de un coche, y pasaron cogidos del brazo por el puente de madera, seguidos de dos sirvientes—; son el Infante Francisco Paulo y su mujer la Napolitana, hermana de nuestra Cristina. Él es una buena persona; pero su mujer, vaya, es la de peor genio de Madrid; sabe decir carrajo tan bien y con tan excelente entonación como el carretero de la Mancha de peor temple. No la salude usted, amigo; no tiene educación ni guarda la etiqueta; una vez la saludé y no me hizo caso alguno, como si yo no fuese asturiano y noble, de mejor sangre que ella... ¡Buenos días, señor don Francisco! ¿Qué tal? Hace un tiempo hermoso. Vaya su merced con Dios... Esos tres individuos que han bebido agua son tres bandidos, tres verdaderos hijos del presidio. Los trato con amabilidad y me pagan o no, según les parece; no se puede uno poner a malas con ellos. He tenido ya algún disgusto por causa suya: figúrese usted que hará cosa de un año robaron a un señor un poco más abajo del segundo puente; y, dicho sea de paso, le aconsejo a usted, hermano, que no vaya por allí, como creo que va muy a menudo; es un sitio peligroso. Pues, como digo, robaron y[p. 275] maltrataron a un señor; pero un hermano suyo, escribano, se puso pronto sobre la pista, y los prendió a todos. Necesitaba que alguien los identificara, y quiso la casualidad que el día del robo estuviesen en mi puesto bebiendo agua, como acaban de hacer ahora. En cuanto el escribano lo supo me llamó a la cárcel para carearme con ellos. Demasiado bien los conocí, pero como he aprendido en mis viajes a cerrar los ojos o a abrirlos según convenga, dije al escribano que no me era posible afirmar que hubiese visto a tales hombres anteriormente. El escribano, furioso, me amenazó con el calabozo; pero yo le dije que hiciera su gusto, que no me importaba. Vaya, no era cosa de exponerme a la venganza de los tres presos y a la de sus amigos; vivo demasiado cerca de la Plaza de la Cebada para eso... ¡Buenos días, señoritos! Naranjas de Murcia, como ustedes ven: la verdadera sangre del dragón... ¡Agua fresca! Estos dos jóvenes son los hijos de Gabiria, intendente de la reina, el hombre más rico de Madrid; son guapos chicos y me compran mucha fruta. Su padre los quiere más que a todas sus riquezas, según dicen. Aquella vieja que está tirada debajo de un árbol es la tía Lucila; ha hecho varias muertes, y como me debe dinero, espero que algún día la veré ahorcar. Este hombre fué de la guardia walona; «señor don Benito Mol, ¿cómo está usted?»

[p. 276]

El personaje últimamente nombrado, absorvió en el acto mi atención. Era un anciano corpulento, de más que mediana estatura, con el cabello blanco y las facciones algo encendidas; tenía los ojos grandes y azules, y siempre había en ellos, cuando los clavaba en alguien, una expresión de ansiedad, como si esperase recibir noticias importantes. Iba modestamente vestido, con chaqueta y pantalón de paño vasto, de tinte rojizo. Tocábase con un sombrero inmenso pero tan maltratado, que el borde de las alas tenía tantos dentellones como una sierra. Contestó al saludo del naranjero, hízome una cortesía, y luego exhibió dos pastillas de jabón de olor que trató de vendernos; hablaba una jerga áspera y destemplada que quería ser español, pero que se parecía más al valenciano o al catalán. Preguntéle quién era, y pasó entre los dos el siguiente coloquio:

—Soy suizo, de Lucerna; me llamó Benedicto Mol, y fuí soldado en la guardia walona; ahora soy jabonero, para servirle.

—Habla usted bastante mal el español—dije yo—. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—Cuarenta y cinco años—repuso Benedicto—; pero cuando licenciaron la guardia me fuí a Menorca, donde olvidé el español sin aprender el catalán.

—¿Le gustaba a usted servir al rey de España?

[p. 277]

—No tanto, que no me hubiera alegrado dejarlo hace cuarenta años; nos pagaban mal y nos trataban peor. Pero, si no me equivoco, usted es alemán; le hablaré a usted en mi lengua natal... Hubiera abandonado el servicio de España, como abandoné el del Papa, a quien serví antes de venir a este país, siendo muy joven; pero me casé con una mujer de Menorca, de quien tuve dos hijos; esto fué lo que me retuvo tanto tiempo por allá; antes de salir de Menorca mi mujer murió, y mis hijos se fueron cada uno por su lado y no sé qué ha sido de ellos. Mi intención es volver pronto a Lucerna y vivir allí a lo duque.

—Por lo visto, ha reunido usted un buen capital en España—dije yo, mirando a su sombrero y a lo demás de su atavío.

—Ni un cuart, ni un cuart; estas pastillas de jabón son todo lo que poseo.

—Quizás sea usted de buena familia y piense vivir de sus rentas.

—Ni un heller, ni un heller. Mi padre era el verdugo de Lucerna; cuando se murió, embargaron su cadáver para pagar sus deudas.

—Entonces—dije yo—se propone usted, sin duda, dedicarse a la fabricación de jabones en Lucerna. Hará usted muy bien, amigo mío, no conozco ocupación más honrosa y útil.

—No tengo la menor intención de dedicarme a eso en Lucerna—replicó Benedicto—.[p. 278] Y como veo que es usted alemán, lieber Herr, y me agrada su aspecto y su modo de expresarse, le diré a usted en confianza que apenas si conozco el oficio, y ya me han despedido de varias fábricas por mi impericia; las dos pastillas de jabón que llevo en el bolsillo no las he fabricado yo. In kurzem, tan mal enterado estoy del oficio de jabonero, como del de sastre, albeitar o zapatero que también he desempeñado.

—Pues no comprendo por qué espera usted vivir hecho un Herzog en su país, como no crea usted que los habitantes de Lucerna le mantendrán con esplendor a expensas del tesoro público, en consideración a servicios prestados al Papa y al Rey de España.

Lieber Herr—dijo Benedicto—los habitantes de Lucerna no gustan de mantener a sus expensas a los soldados del Papa ni a los del rey de España. Muchos de la antigua guardia que han vuelto allá, piden limosna por las calles. Pero yo iré en un coche tirado por seis mulas, con un tesoro, un gran Schatz, que hay en la iglesia de Santiago de Compostela.

—Supongo que no se propondrá usted robar la iglesia—dije yo—, pero si lo hace, creo que sufrirá usted un desengaño. Mendizábal y los liberales le han ganado a usted por la mano. Según me dicen, ya no quedan en las catedrales españolas más tesoros[p. 279] que unos pocos ornamentos mezquinos y unos cuantos utensilios de plata.

—Mi buen Herr alemán—dijo Benedicto—, no se trata del Schatz de la iglesia, sino de otro, cuya existencia sólo yo conozco. Pronto hará treinta años que, entre otros soldados enviados por enfermos a Madrid, vino uno de mis compañeros de la guardia walona, que había ido con los franceses a Portugal; estaba muy enfermo y no tardó en morir. Pero antes de exhalar el último suspiro me mandó llamar, y en su lecho de muerte me dijo que él, con otros dos soldados, ya muertos, había enterrado en cierta iglesia de Compostela un gran botín traído de Portugal. Consistía en moidores de oro y en un paquete de diamantes del Brasil, muy gruesos, encerrado todo ello en una olla de cobre. Le escuché con avidez, y puedo decir que desde aquel momento no he dejado de pensar, ni de día ni de noche, en el Schatz. Es muy fácil de encontrar, pues el moribundo me hizo una descripción tan minuciosa del escondite, que, una vez en Compostela, sin dificultad alguna pondría la mano en él; muchas veces he estado ya a punto de emprender el viaje, pero siempre ha venido algo imprevisto a estorbármelo. Cuando mi mujer murió, salí de Menorca decidido a ir a Santiago, pero al llegar a Madrid, caí en manos de una vascongada que me persuadió a que viviese con ella, y así lo he hecho du[p. 280]rante varios años. Es una Hax[132] muy grande, y dice que si la abandono, me echará un sortilegio del que no me libraré nunca. Dem Got sey Dank, ahora está en el hospital, para morirse de un día a otro. Tal es mi historia, lieber Herr.

He referido con todo cuidado la anterior conversación, porque en el curso de este relato haré frecuente mención del suizo; sus aventuras subsiguientes fueron de lo más extraordinario, y la última de todas causó gran sensación en España.


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CAPÍTULO XIV

Estado de España.— Istúriz.— Revolución de La Granja.— La revuelta.— Síntomas alarmantes.— Los corresponsales de periódicos.— Arrojo de Quesada.— La escena final.— Fuga de los moderados.— El café.

Entretanto, las cosas no iban bien para los moderados; impopulares en Madrid, lo eran aún más en las otras ciudades importantes de España; en la mayor parte de ellas se constituyeron juntas administrativas locales que se declararon independientes de la reina y de sus ministros y rehusaron pagar las contribuciones, no tardando en verse el Gobierno muy apurado de dinero. No se pagaba al ejército y la guerra languidecía, quiero decir por parte de los cristinos; porque los carlistas la proseguían con mucho vigor; sus guerrillas, en partidas, recorrían el país en todas direcciones, mientras una fuerza importante, al mando del famoso Gómez, daba la vuelta a España entera. Para remate de todo, se esperaba una insurrección[p. 282] en Madrid de un día para otro, y, por precaución, fueron desarmados los nacionales, medida que aumentó enormemente su odio al Gobierno moderado, y, sobre todo, a Quesada, a quien se atribuyó esa iniciativa.

Con respecto a mis asuntos, no desperdiciaba yo ocasión de adelantar mis pretensiones; pero el secretario aragonés seguía machacando en el Concilio de Trento, y consiguió frustrar todos mis esfuerzos. Por las muestras, había contagiado a su jefe sus ideas personales sobre el asunto, porque el duque, al verme en sus audiencias, no me hacía más caso que dedicarme una mirada desdeñosa; y en cierta ocasión, como me adelantase hacia él para hablarle, se escapó por la puerta más próxima. No le volví a ver desde entonces; me disgustó su modo de tratarme, y me abstuve de hacer nuevas visitas a la Casa de la Inquisición. El pobre Galiano continuaba dándome pruebas de su inquebrantable amistad; pero me confesó francamente que no había ya esperanza de conseguir nada en las altas esferas. «El duque—me dijo—opina que no puede accederse a su petición; el otro día suscité el asunto en Consejo, y sacó a relucir los decretos de Trento, y habló de usted como de un individuo enfadoso e importuno; le respondí yo con cierta acritud y hubo entre nosotros su poquito de función, de lo que [p. 283]se rió mucho Istúriz. Y entre paréntesis—continuó—, ¿qué necesidad tiene usted de un permiso en regla que, al parecer, nadie puede otorgar? Lo mejor que puede usted hacer, dadas las circunstancias, es imprimir la obra, en la inteligencia de que nadie le molestará a usted cuando intente repartirla. Le aconsejo a usted encarecidamente que hable con Istúriz acerca del asunto. Yo le prepararé, y respondo de que le recibirá cortésmente.»

Pocos días después, en efecto, tuve una entrevista con Istúriz en su despacho de Palacio; para ser breve, sólo diré que le hallé muy bien dispuesto en favor de mis planes. «He vivido mucho tiempo en Inglaterra—dijo—; la Biblia es allí libre, y no veo razón para que no lo sea en España. No quiero aventurarme a decir que Inglaterra debe su prosperidad al conocimiento que, más o menos, todos sus hijos tienen de la Sagrada Escritura; pero estoy cierto de una cosa, y es que la Biblia no ha causado daño en aquel país, ni creo que pueda producirlo en España. No deje usted, pues, de imprimirla, y difúndala por España todo lo posible.» Me retiré muy satisfecho de la entrevista; si no un permiso escrito de imprimir el libro sagrado, había obtenido algo que, en cualesquiera circunstancias, consideraba yo casi equivalente: el tácito convenio de que mis empeños bíblicos serían tolerados en España; abrigaba la firme esperanza de que, [p. 284]cualquiera que fuese la suerte del Ministerio, ningún otro, y menos uno liberal, se atrevería a ponerme obstáculos, sobre todo porque el embajador inglés era amigo mío y conocía todos los pasos dados por mí en el asunto.

Dos o tres cosas relacionadas con mi entrevista con Istúriz me impresionaron como muy dignas de nota. Primero, la extremada facilidad con que obtuve audiencia del primer ministro de España. El portero me hizo pasar de buenas a primeras, sin necesidad de anunciarme y sin hacerme esperar. Segundo, la soledad reinante en aquel lugar, tan distinta del bullicio, ruido y actividad observados por mí mientras aguardaba a ser recibido por Mendizábal. Ya no había allí afanosos pretendientes en espera de una entrevista con el grande hombre; si se exceptúa a Istúriz y al empleado, a nadie vi. Pero lo que me produjo impresión más profunda fué la actitud del ministro, quien, cuando yo entré, estaba sentado en un sofá con los brazos cruzados y los ojos clavados en el suelo. Era extremada la depresión del tono de su voz, melancólico el aire de sus morenas facciones, y, en general, tenía todo el aspecto de una persona que, para librarse de las miserias de esta vida, medita el acto de suma desesperanza: el suicidio.

Pocos días bastaron para demostrar que, en efecto, a Istúriz le sobraban motivos para[p. 285] entristecerse: menos de una semana después estalló la llamada revolución de La Granja. La Granja es un sitio real enclavado en pinares de la vertiente Norte del Guadarrama, a unas doce leguas de Madrid. La reina gobernadora Cristina se había ido a La Granja, por apartarse del descontento de la capital y gozar del aire campestre y de las delicias de aquel famoso retiro, monumento del gusto y de la magnificencia del primer Borbón que ocupó el trono de España. Pero no la dejaron tranquila mucho tiempo; sus mismos guardias estaban descontentos, inclinándose a los principios de la Constitución de 1823 (sic), y no a los del gobierno monárquico absoluto, que los moderados intentaban resucitar en España. Una madrugada, un grupo de soldados de la guardia, capitaneados por cierto sargento García, entraron en las habitaciones de la reina y le pidieron que suscribiese aquella Constitución y jurase solemnemente mantenerla. Cristina, mujer de mucho temple, rehusó complacerlos y los mandó marcharse. Siguió una escena violenta y tumultuosa; pero como la reina se mantenía firme, lleváronla los soldados a uno de los patios del palacio, donde estaba Muñoz, su amante, atado y con los ojos vendados. «Jura la Constitución, bribona», vociferaba el atezado sargento. «Jamás», exclamó la animosa hija de los Borbones de Nápoles. «Entonces morirá tu cortejo», replicó[p. 286] el sargento. «Adelante, muchachos; preparad las armas, y metedle cuatro balas en la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pusieron a Muñoz junto al muro, le obligaron a arrodillarse, alzaron los soldados los fusiles, y un momento después hubieran enviado al infeliz a la eternidad, si la reina, olvidándose de todo, menos de los sentimientos de su corazón de mujer, no se hubiera adelantado dando un chillido y gritando: «¡Alto, alto! Firmaré...»

Al día siguiente de este suceso entraba yo en la Puerta del Sol a eso del mediodía. Siempre hay allí a tales horas gran gentío, pacífico e inmóvil de ordinario, compuesto de desocupados que fuman tranquilamente, o escuchan o comentan las noticias—casi siempre insípidas—de la capital; pero el día de que hablo la multitud no estaba tranquila. La gente vociferaba y gesticulaba, y muchos corrían gritando: ¡Viva la Constitución!; grito que se hubiera pagado con la vida algunos días antes, porque la ciudad había estado unas cuantas semanas sometida a los rigores de la ley marcial. A veces oíanse estas palabras: «¡La Granja! ¡La Granja!», seguidas siempre del grito de: «¡Viva la Constitución!» Frente a la Casa de Postas estaban formados en línea hasta doce dragones a caballo, algunos de los cuales arrojaban continuamente sus gorras al aire, sumándose a las aclamaciones generales,[p. 287] animados por el ejemplo de su comandante, oficial joven y guapo, que blandía la espada y gritaba con júbilo: «¡Viva la reina constitucional! ¡Viva la Constitución!»

La multitud engrosaba por momentos; varios nacionales, de uniforme, pero sin armas, porque, como ya he dicho, se las habían quitado, aparecieron. De pronto, descubrí entre los grupos a Baltasar, vestido como la primera vez que le vi: con un gran capote de regimiento, ya viejo, y la gorra de cuartel. «¿Qué ha sido del Gobierno moderado?—le pregunté—. ¿Han destituído y reemplazado ya a los ministros?» «Aún no, don Jorge—dijo el soldadito y sastre—, aun no; esos pícaros se sostienen todavía apoyados en Quesada, que es un toro bravo, y en un poco de infantería que les sigue fiel. Pero no hay que temer, don Jorge; la reina es nuestra, gracias al valor de mi amigo García; y si el toro bravo se presenta aquí, ¡oh!, don Jorge, verá usted entonces lo que es bueno; vengo prevenido...» Al decir esto entreabrió el capote y me dejó ver un retaco que llevaba oculto, pendiente de una correa; y, haciendo un guiño con los ojos, y con la cabeza un movimiento significativo, se perdió entre la multitud.

Un instante después vi avanzar un pequeño pelotón de soldados por la calle Mayor, o calle principal que corre desde la Puerta del Sol en dirección a Palacio; podían ser[p. 288] unos veinte hombres, y a su cabeza marchaba un oficial con la espada desnuda. Debían de haberlos reunido con gran precipitación, porque muchos de ellos llevaban traje de faena y gorra de cuartel. Conforme avanzaban, marchando lentamente, ni el oficial ni los soldados hacían el menor caso de los gritos de la multitud, que, agolpándose en torno suyo, no cesaba de vociferar: «¡Viva la Constitución!»; todo lo más respondían con alguna ojeada hostil; y marcharon, fruncidas las cejas y apretados los dientes, hasta llegar frente al pelotón de caballería, donde hicieron alto y formaron las filas.

—Estos hombres no traen buenas intenciones—dije a mi amigo D..., del Morning Chronicle, que acababa de reunirse conmigo—. Y tenga usted por seguro que si se lo mandan, empezarán a hacer fuego sin mirar dónde dan. Pero ¿en qué están pensando esos dragones, que evidentemente son del bando contrario, a juzgar por sus gritos? ¿Por qué, estando detrás de los infantes, no les dan una carga y los desbaratan? En seguida la gente les quitaría los fusiles. Yo no soy liberal, pero ya que usted lo es, ¿cómo no se acerca al inexperto joven que manda los caballos, y le da usted a tiempo un buen consejo?

D... volvió hacia mí su ancho semblante, coloradote y placentero como de buen inglés, y dirigiéndome una mirada maliciosa,[p. 289] que parecía significar... (lo que el amable lector crea más del caso), me agarró del brazo y dijo: «Salgamos de esta barahunda, y a ver si se encuentra una ventana donde instalarnos, y desde donde yo pueda describir lo que suceda en la plaza, porque creo como usted que va a pasar algo grave.» En el último piso de una casa bastante grande, frente por frente a la de Correos, había papeles en señal de que se alquilaban habitaciones; subimos al instante, y contratamos con la inquilina del étage el uso de la habitación de la calle por aquel día; atrancamos la puerta, y el reporter requirió cuaderno y lápiz, dispuesto a tomar notas de los sucesos que ya se cernían sobre la plaza.

¡Qué hombres tan extraordinarios son por lo general los corresponsales de los periódicos ingleses! De seguro que si hay alguna clase de hombres que merezca llamarse cosmopolita, es ésta, formada por gente que ejerce su profesión en cualquier país indistintamente, y se acomoda a voluntad a los usos de todas las clases sociales; a cuya fluidez de estilo como escritores sólo supera su facilidad de palabra en la conversación, y a su conocimiento de las letras clásicas, su experiencia del mundo, adquirida por una temprana iniciación en el bullicioso teatro de la vida. La actividad, energía y valor que a veces han de desplegar en sus tareas informativas, son en verdad notables.[p. 290] En París, durante los tres días[133], los vi mezclados con la canaille y los gamins detrás de las barricadas, mientras la metralla llovía por todas partes y los desesperados coraceros estrellaban sus fogosos caballos contra unos parapetos tan débiles en apariencia. Allí permanecían, tomando notas en un cuaderno con tanta tranquilidad como si estuvieran haciendo información en un mitin de Covent Garden o de Finsbury Square. En España, varios de ellos acompañan a las guerrillas de los cristinos o de los carlistas en algunas de sus expediciones más arriesgadas, exponiéndose al peligro de las balas enemigas, a las inclemencias del invierno y a los rigores del sol estival.

Apenas llevábamos cinco minutos en la ventana, cuando oímos de pronto el ruido de los cascos de unos caballos que bajaban corriendo por la calle de Carretas. La casa en que estábamos se hallaba, como ya he dicho, enfrente de la de Correos, por cuya izquierda, mirando desde el Norte, desemboca aquella vía en la Puerta del Sol; a medida que el ruido se acercaba, apagábase el griterío de la multitud, como si un temor pánico se apoderase de ella; una o dos veces, sin embargo, percibí estas palabras «¡Quesada! ¡Quesada!» Los soldados de Infantería permanecieron en calma e inmóviles, pero[p. 291] los de caballería, y el joven oficial que mandaba, mostraron confusión y miedo a la vez, cambiando unos con otros palabras precipitadas.

De pronto, la gente que estaba hacia la desembocadura de la calle de Carretas, retrocedió en desorden, dejando un vasto espacio libre, en el que al instante se precipitó Quesada a galope tendido, espada en mano y con uniforme de general, montado en un pura sangre inglés, bayo claro, con tal ímpetu, que recordaba a un toro manchego lanzándose al redondel al ver de súbito abierta la puerta del toril.

Seguíanle muy de cerca dos oficiales a caballo, y, a corta distancia, otros tantos dragones. Casi en menos tiempo que se emplea en contarlo, unos cuantos alborotadores rodaron por el suelo a los pies de los caballos de Quesada y de sus dos amigos, porque los dragones hicieron alto en cuanto entraron en la Puerta del Sol. Era un hermoso espectáculo ver a tres hombres, a fuerza de valor y de maestría en la equitación, sembrar el terror en otros tantos miles, cuando menos. Vi a Quesada meterse a caballo por entre la densa multitud y luego desembarazarse de ella por modo magistral; el populacho estaba completamente atemorizado, y retrocedía, retirándose por la calle del Comercio y la calle de Alcalá. Le vi también lanzarse de golpe contra dos naciona[p. 292]les que intentaban escaparse, separarlos de la multitud, envolverlos, y empujarlos en otra dirección, golpeándolos despreciativamente con el sable de plano. El general gritaba ¡Viva la reina absoluta! cuando, precisamente debajo de mí, en medio de unos grupos que aún no habían cedido el campo, acaso porque no tenían por dónde escapar, vi brillar por un instante el cañón de un trabuco, sonó luego una detonación aguda, y una bala estuvo a punto de enviar a Quesada al otro mundo: tan cerca le pasó que le rozó el sombrero. Percibí fugazmente, hacia el sitio de donde partió el tiro, una gorra de cuartel muy conocida, luego la gente echó a correr, y el tirador, quienquiera que fuese, desapareció favorecido por la confusión que se movió.

Quesada mostró inmenso desprecio ante el peligro que acababa de correr. Echó en torno suyo una mirada fiera y rápida, y dejando a los dos nacionales, que se fueron cabizbajos, como perros azotados por su amo, se dirigió al joven oficial que mandaba la caballería y que tan activo se había mostrado dando gritos en favor de la Constitución; díjole unas pocas palabras con gesto amenazador, y el oficial evidentemente se sometió, pues, obedeciendo tal vez sus órdenes, resignó el mando del pelotón y se fué muy abatido; hecho esto, Quesada se apeó, y estuvo paseandose arriba y abajo delante[p. 293] de la Casa de Postas, con un aire que parecía retar a toda la humanidad.

Aquél fué el día glorioso de la vida de Quesada, y también su día postrero. Digo ésto, porque nunca se había producido en forma tan brillante, y porque ya no debía ver el ocaso de otro sol. No se recuerda acción de conquistador o de héroe alguno que pueda compararse con esta escena final de la vida de Quesada. ¿Quién, por sólo su impetuosidad y su desesperado valor ha detenido una revolución en plena marcha? Quesada lo hizo; contuvo la revolución en Madrid un día entero, y restituyó las turbas hostiles y alborotadas de una gran ciudad al orden y a la quietud perfectos. Su irrupción en la Puerta del Sol fué de un arrojo tan tremendo y oportuno que no tiene par. Tanta admiración me produjo el valor del «toro bravo», que durante su acometida grité muchas veces: «¡Viva Quesada!», y le deseé buena fortuna. Esto no quiere decir que yo pertenezca a ningún partido o sistema político. ¡No! ¡No! He vivido tanto tiempo con Romany Chals[134] y Petulengres[135] que no puedo[p. 294] tener más política que la política de los gitanos, y bien sabido es que al llegar las elecciones, los hijos de Roma se declaran por los dos bandos opuestos, mientras el resultado es dudoso, augurando el triunfo a los dos; y cuando la pelea concluye y la batalla está ganada, se alistan sin falta en las filas del vencedor. Pero, lo repito, mi interés por Quesada nació al contemplar la firmeza de su corazón y su maestría de jinete. La tranquilidad quedó restablecida en Madrid para el resto del día; el pelotón de infantes vivaqueó en la Puerta del Sol. No se oyeron más gritos de viva la Constitución; la revuelta parecía efectivamente dominada en la capital. Es lo más probable que si los jefes del partido moderado llegan a tener confianza en sí mismos por cuarenta y ocho horas más, su causa hubiera triunfado y los soldados revolucionarios de La Granja se hubieran dado por contentos devolviendo a la reina su libertad y aceptando una avenencia, porque se sabía que varios regimientos leales se acercaban a Madrid.

Pero los moderados no tuvieron confianza; aquella misma noche sus corazones desfallecieron y huyeron en varias direcciones: Istúriz y Galiano, a Francia; el duque de Rivas, a Gibraltar. El pánico de los colegas contagió al mismo Quesada, que huyó vestido de paisano. Pero no tuvo tanta suerte como los otros: reconocido en una aldea, a[p. 295] tres leguas de Madrid, fué preso por unos amigos de la Constitución. En el acto se envió a la capital noticia de la captura, y una copiosa turba de nacionales, los unos a pie, los otros a caballo, algunos en carruajes, se puso en marcha al instante. «Vienen los nacionales»—dijo un paisano a Quesada. «Entonces—respondió—estoy perdido»; y luego se preparó para la muerte.

Hay en la calle de Alcalá, de Madrid, un café famoso[136] capaz para varios cientos de personas. En la tarde de aquel mismo día estaba yo sentado en el café consumiendo una taza del oscuro brebaje, cuando sonaron en la calle ruidos y clamores estruendosos; causábanlos los nacionales, que volvían de su expedición. A los pocos minutos entró en el café un grupo de ellos; iban de dos en dos, cogidos del brazo, y pisaban recio a compás. Dieron la vuelta al espacioso local, cantando a coro con fuertes voces la siguiente bárbara copla:

¿Qué es lo que abaja
por aquel cerro?
Ta ra ra ra ra.
Son los huesos de Quesada,
que los trae un perro.
Ta ra ra ra ra.

Pidieron después un gran cuenco de café, y, colocándolo sobre una mesa, los nacionales se sentaron en torno. Hubo un momento[p. 296] de silencio, interrumpido por una voz tonante: «¡El pañuelo!» Sacaron un pañuelo azul, en el que llevaban algo envuelto; lo desataron, y aparecieron una mano ensangrentada y tres o cuatro dedos seccionados, con los que revolvían el contenido del cuenco. «¡Tazas, tazas!»—gritaron los nacionales...

—¡Eh! Don Jorge—gritó Baltasarito, viniendo hacia mí con una taza de café—, hágame usted el obsequio de beber por este suceso glorioso. Hoy es un día afortunado para España y para los valientes nacionales de Madrid. He visto más de una función de toros, pero ninguna me ha causado tanto placer como ésta. Ayer el toro hizo de las suyas, pero hoy los toreros han podido más, como usted ve, don Jorge. Hágame el favor de beber; ahora voy a ir en una carrera a mi casa a buscar mi pajandi para divertir a compañeros tocando y cantar una copla. ¿Qué copla? ¿Una copla en gitano?

Una noche sinava en tucue[137].

¿Mueve usted la cabeza, don Jorge? ¡Ja, ja, ja! Soy joven, y la juventud es la edad de las diversiones. Bueno, bueno; en obsequio a usted, que es inglés y monró[138], no cantaré eso, sino una canción liberal patriótica: el himno de Riego. ¡Hasta después, don Jorge!


[Pg 297]

CAPÍTULO XV

El vapor.— El cabo de Finisterre.— La tormenta.— Llegada a Cádiz.— El Nuevo Testamento.— Sevilla.— Itálica.— El anfiteatro.— Los presos.— El encuentro.— El barón Taylor.— La calle y el desierto.

En los primeros días de noviembre[139] surqué de nuevo el mar con rumbo a España. Había vuelto a Inglaterra poco después de los sucesos referidos en el capítulo anterior, con objeto de consultar a mis amigos y trazar el plan de mi campaña bíblica en España. Resolvimos imprimir en Madrid el Nuevo Testamento lo antes posible, y se convino que yo me encargaría de la tarea un tanto ardua de distribuirlo. Breve fué mi estancia en Inglaterra; el tiempo era precioso y ansiaba yo encontrarme de nuevo en el campo de acción. Me embarqué en el Támesis, a bordo del vapor M... La travesía hasta Falmouth fué muy desagradable. El barco iba atestado de pasajeros, pobres tísicos en su mayoría o gente valetudinaria que[p. 298] huía de las frías celliscas invernales de Inglaterra a las costas soleadas de Portugal y Madeira. Nunca me ha cabido en suerte viajar en un barco más incómodo, sobre todo de vapor. Los camarotes eran muy pequeños y faltos de ventilación; el mío era de los peores, porque los demás estaban tomados desde antes de llegar yo a bordo; para evitar la asfixia que me amenazaba en cuanto entraba en él, hice el viaje echado en el suelo de una de las cámaras. Estuvimos en Falmouth veinticuatro horas, haciendo carbón y reparando la máquina, que tenía desperfectos importantes.

El lunes 7 zarpamos con rumbo al golfo de Vizcaya. Había mar gruesa, el viento era fuerte y contrario; sin embargo, en la mañana del cuarto día teníamos a la vista las rocas de la costa Norte del cabo de Finisterre. Debo hacer notar aquí que este viaje era el primero que el capitán hacía a bordo de nuestro barco y que conocía muy poco o nada la costa a que nos dirigíamos. Le buscaron a última hora, apresuradamente, porque su predecesor renunció el mando, fundándose en que el barco no podía aguantar la mar y en las frecuentes averías de la máquina. Si yo hubiera sabido todo esto al ver que el barco se acercaba cada vez más a la costa, hasta colocarse a unos cientos de varas de distancia de ella, mi alarma hubiese sido mucho mayor de lo que fué. No dejé,[p. 299] con todo, de sentir profunda sorpresa, pues como las dos veces que había cruzado por allí en barco de vapor, había visto el cuidado con que los capitanes se mantenían lejos de la costa, no pude adivinar la razón de aproximarnos tanto a una zona peligrosísima. El viento soplaba con fuerza hacia la costa, si puede llamarse así a los abruptos y escarpados precipicios en que rompía la marejada con fragor de trueno, alzando nubes de espuma y de agua pulverizada a la altura de una catedral. Fuimos costeando lentamente, y doblamos varios elevados promontorios, apilados algunos por la mano de la naturaleza en formas muy fantásticas. Al anochecer, teníamos cerca por la proa el cabo de Finisterre, escarpada y sombría montaña de granito, cuya ceñuda cima pueden ver desde muy lejos cuantos atraviesan el Océano. La corriente en aquellos parajes era terrible, y aunque las máquinas trabajaban con toda su fuerza avanzábamos poco o nada.

A eso de las ocho de la noche, el viento se convirtió en huracán, el trueno retumbó pavorosamente, y la única luz que alumbraba nuestro camino era la de las rojas culebrinas expelidas a intervalos de su seno por las nubes gruesas y negras que rodaban a poca altura sobre nuestras cabezas. Hacíamos los mayores esfuerzos para doblar el cabo, que a la luz de los relámpagos surgía a sotavento, iluminado por las frecuentes[p. 300] exhalaciones que vibraban en torno de su cima, cuando, de súbito, la máquina se rompió con un gran crujido, y las palas de que pendía nuestra existencia dejaron de funcionar.

No intentaré pintar la escena de horror y confusión que se produjo; puede ser imaginada, pero no descrita. El capitán—justo es reconocerlo—desplegó la mayor frialdad e intrepidez; tanto él como la tripulación hicieron todo lo imaginable por arreglar la máquina, y cuando vieron la inutilidad de sus esfuerzos izaron las velas y realizaron todas las maniobras posibles para salvar el barco de una destrucción inminente. Pero nada aprovechaba; por desgracia, teníamos la costa a sotavento, y hacia ella nos impelía la rugiente tempestad. Me hallaba yo en tales instantes cerca del timón y pregunté al timonel si había alguna esperanza de salvar el barco, o al menos nuestras vidas. «La situación es apurada, señor—me respondió—. Con esta mar los botes zozobrarán en un minuto; antes de una hora el barco chocará contra el Finisterre, donde el buque de guerra más fuerte del mundo se haría pedazos instantáneamente. Ninguno de nosotros verá el día de mañana.» De igual modo, el capitán informó a los demás pasajeros del peligro que corríamos y les dijo que se preparasen; ordenó luego cerrar las escotillas y que no se permitiese a nadie permanecer sobre cubierta; yo seguí en mi puesto, no[p. 301] obstante, casi ahogado por el agua de las inmensas olas que rompían contra el barco por barlovento y lo anegaban. Las pipas de agua potable se soltaron de sus amarras, y una de ellas me tiró al suelo y aplastó un pie al desdichado timonel, cuyo puesto ocupó en el acto el capitán. Estábamos ya cerca de las rocas, cuando los elementos entraron en hórrida convulsión. Los relámpagos nos envolvían con sus resplandores; los truenos retumbaban con el fragor de un millón de cañones; el Océano parecía vomitar sus heces más profundas, cuando, en medio de tal desquiciamiento, el vendaval saltó súbitamente de cuadrante y nos apartó de la horrible costa aún más de prisa que nos había empujado hacia ella.

Los marineros más viejos de a bordo reconocieron que nunca se habían librado de la muerte por modo tan providencial. Desde el fondo de mi corazón dije: «Padre nuestro, santificado sea tu nombre.»

Al día siguiente estuvimos a punto de naufragar, porque con la gran marejada nuestro barco, no destinado para navegar a la vela, trabajaba mucho y hacía agua. Las bombas funcionaron sin cesar. También tuvimos fuego a bordo, pero se logró sofocarlo. Por la tarde, la máquina de vapor quedó parcialmente arreglada, y el día 13 llegamos a Lisboa, donde en pocos días se terminaron las reparaciones necesarias.

[p. 302]

En Lisboa encontré a mi excelente amigo W.[140] bueno y sano. Durante mi ausencia había trabajado lo posible para fomentar la venta del libro sagrado en portugués; su celo y aplicación eran, en verdad, admirables. Por desgracia, las perturbaciones sufridas por el país en los seis últimos meses habían estorbado sus esfuerzos. Los ánimos de las gentes estaban tan preocupados con la política, que no les quedaba apenas tiempo para pensar en su salvación. La historia política de Portugal presenta en estos últimos tiempos un sorprendente paralelo con la del país vecino. En ambos, la corte y el partido democrático han luchado por la supremacía; en ambos ha triunfado el último, y dos personas de viso han caído víctimas del furor popular: Freire, en Portugal, y Quesada, en España. Las noticias de este país, que recibí en Lisboa, eran pésimas. Las hordas de Gómez devastaban Andalucía, que yo estaba a punto de visitar de paso para Madrid; los carlistas habían saqueado a Córdoba, y ocupádola tres días, abandonándola después. Me dijeron que si persistía en entrar en España por donde me había propuesto, caería probablemente en manos de los facciosos en Sevilla. No me arredré, a pesar de todo, con plena confianza[p. 303] en que el Señor me abriría camino hasta Madrid.

Reparadas las averías del barco, subimos de nuevo a bordo, y en dos días llegamos sin novedad a Cádiz. Reinaba en la ciudad gran confusión. Decíase que por los alrededores campaban numerosas partidas carlistas. Era de temer un ataque y acababa de proclamarse en la ciudad el estado de sitio. Me alojé en el hotel Francés, en la calle de la Niveria,[141] y me dieron para dormir una especie de desván o guardilla, pues la casa, famosa por su excelente table d’hôte, estaba llena de huéspedes. Me vestí y salí a dar una vuelta por la ciudad. Entré en varios cafés; el ruido de las conversaciones era en todos ensordecedor. En uno de ellos, seis oradores nada menos hablaban al mismo tiempo; el tema era la situación del país y las probabilidades de una intervención franco-inglesa. De pronto, el orador a quien yo escuchaba, me pidió mi opinión por ser extranjero y, al parecer, recién llegado. Contesté que no podía aventurarme a adivinar los planes de aquellos Gobiernos en tales circunstancias; pero que, en mi opinión, no sería malo que los españoles se esforzasen algo más por su parte y llamasen menos a Júpiter en su ayuda. Como no tenía ganas[p. 304] de hablar de política me fuí en seguida del café, en busca de los barrios donde vive principalmente la clase baja.

Entré en conversación con varios individuos; pero a todos los encontré muy ignorantes; ninguno sabía leer ni escribir, y sus ideas religiosas no eran nada satisfactorias; los más profesaban un indiferentismo completo. Fuí después a una librería, e hice algunas preguntas acerca de la demanda de libros de literatura; dijéronme que era muy escasa. Mostré un ejemplar de una edición londinense del Nuevo Testamento en español, y pregunté al librero si, en su opinión, un libro de tal especie tendría venta en Cádiz; respondió que el papel y la impresión eran magníficos; pero que era un libro nada buscado y muy poco conocido. No proseguí mis averiguaciones en otras librerías, pensando que, probablemente, ningún librero me daría buenos informes de una publicación en que no estaba interesado. Además, yo sólo tenía dos o tres ejemplares del Nuevo Testamento, y no hubiera podido servir ningún pedido, aunque me lo hubiesen hecho.

El día 24, muy temprano, me embarqué para Sevilla en el vaporcito español Betis. La mañana era húmeda, y la densa niebla que envolvía el paisaje me impidió observar aquellos contornos. A las seis leguas de recorrido llegamos a la punta Noreste de la[p. 305] bahía de Cádiz y pasamos junto a Sanlúcar, ciudad antigua, próxima a la desembocadura del Guadalquivir. De pronto la niebla se deshizo, y el sol de España fulguró radiante, animándolo todo, y en especial a mí, que yacía sobre cubierta en lánguido y melancólico estupor. Entramos en «El gran río», que tal es la traducción de Wady al Kebir, nombre dado por los moros al antiguo Betis. Anclamos durante unos minutos en Bonanza, pueblecito situado en la terminación del primer brazo del río; tomamos varios pasajeros y continuamos el viaje. El Guadalquivir no ofrece nada de gran interés a los ojos del viajero: las márgenes son bajas, sin árboles; el país adyacente, raso; sólo a gran distancia se columbra la cadena azul de unas sierras altas. El agua es turbia y fangosa, muy parecida por el color a la de un cenagal. La anchura media del cauce es de 150 a 200 varas. Pero es imposible viajar por este río sin recordar que por él navegaron romanos, vándalos y árabes, y que ha presenciado sucesos de universal resonancia, cantados en poesías inmortales. Fuí repitiendo versos latinos y fragmentos de romances viejos españoles hasta que llegamos a Sevilla, a eso de las nueve de una hermosa noche de luna.

Sevilla encierra noventa mil habitantes, y está situada en la orilla oriental del Guadalquivir, a unas diez y ocho leguas de la [p. 306]desembocadura; la cercan elevadas murallas moriscas bien conservadas, y tan sólidamente construídas, que probablemente desafiarán aún por muchos siglos las injurias del tiempo. Los edificios más notables son la catedral y el Alcázar, o palacio de los reyes moros. La torre de la catedral, llamada La Giralda, pertenece a la época de los moros, y formó parte de la gran mezquita de Sevilla; se calcula su altura en unos ciento quince metros, y se sube hasta el remate, no por escalera, sino por una rampa abovedada a manera de plano inclinado. La rampa es muy poco empinada, de suerte que puede subirse por ella a caballo, proeza cumplida, según dicen, por Fernando VII. Desde lo alto de la torre se descubre una vista muy extensa, y en días claros se columbra la Sierra de Ronda, aunque dista más de veinte leguas. La catedral, insigne monumento gótico, pasa por ser el más hermoso de su género en España. En las capillas dedicadas a diferentes santos están algunos de los cuadros más espléndidos que el arte español ha producido; la catedral de Sevilla es ahora más rica en pinturas de primer orden que nunca lo fué, porque han llevado a ella muchos lienzos de los conventos suprimidos, especialmente de Capuchinos y San Francisco.

Todo el que visite Sevilla debe dedicar especial atención al Alcázar, espléndido[p. 307] ejemplar de la arquitectura mora. Contiene muchos salones magníficos, especialmente el llamado de Embajadores, superior en todos aspectos al del mismo nombre de la Alhambra de Granada. Este palacio fué la residencia favorita de Pedro el Cruel, quien lo restauró con cuidado sin alterar su carácter ni disposición moriscos. Probablemente permanece en un estado poco distinto del que tenía a la muerte de aquel rey.

En la orilla derecha del río se halla Triana, importante arrabal que se comunica con Sevilla por un puente de barcas, porque a causa de las violentas inundaciones a que está sujeto el río no hay puente permanente sobre el Guadalquivir. En el arrabal vive la hez de la población, y abundan los gitanos. Como a legua y media hacia el Noroeste se encuentra el pueblo de Santiponce; a los pies y en la ladera de una colina que hay más arriba, se ven las ruinas de la antigua Itálica, cuna de Silio Itálico y de Trajano, de quien el barrio de Triana deriva su nombre.

Una hermosa mañana me encaminé allá, y después de subir a la colina dirigí mis pasos hacia el Norte. No tardé en llegar a los que en otro tiempo fueron los baños, y andando un poco más al anfiteatro, enclavado entre las suaves laderas de una especie de hondonada. El anfiteatro es, con mucho, la reliquia más importante de Itálica; es de forma[p. 308] oval, y tiene sendas puertas de entrada al Este y al Oeste.

Vense por todas partes restos de la gradería de piedra gastada por el tiempo, desde la que millares de seres humanos contemplaban antaño la arena donde los gladiadores clamaban y los leones y leopardos rugían; todo alrededor, debajo de la gradería, hay una excavación abovedada desde la que, por diversas puertas, los hombres y las fieras se lanzaban al combate. Muchas horas pasé en sitio tan singular, abriéndome paso a través de las hierbas y arbustos silvestres para llegar a las cavernas, albergue ahora de víboras y otros reptiles, cuyos silbidos oí.

Satisfecha mi curiosidad, dejé las ruinas, y volviendo por otro camino llegué a un sitio donde yacía un caballo muerto medio devorado; sobre él se posaba un buitre enorme de ojos brillantes, que, al acercarme, alzó pausadamente el vuelo y fué a posarse en la puerta oriental del anfiteatro, donde lanzó un grito ronco, como de cólera, por haberle interrumpido el festín de carroña.

Gómez no había atacado aún a Sevilla; cuando yo llegué decíase que andaba por los alrededores de Ronda. La ciudad estaba sobre las armas; tapiáronse varias puertas, se abrieron trincheras, se levantaron reductos; pero estoy convencido de que la ciudad no hubiera resistido seis horas un ataque vigoroso. Gómez había mostrado ser un hombre[p. 309] de lo más extraordinario; con su pequeño ejército de aragoneses y vascos dió, en los últimos cuatro meses, la vuelta a España. Muchas veces se vió rodeado por fuerzas triples en número que las suyas y en lugares donde se tenía por imposible que pudiese escapar; pero siempre había chasqueado a sus enemigos, de los que parecía reírse. La Prensa de Sevilla publicaba continuamente noticias absurdas de victorias ganadas contra Gómez; entre otras cosas se dijo que su ejército había sido exterminado, muerto el mismo Gómez, y que mil doscientos prisioneros estaban en camino de Sevilla. Yo vi a los prisioneros: en lugar de mil doscientos desesperados, vi pasar una veintena de miserables, aspeados, harapientos, muchos de ellos mozalbetes de catorce a diez y seis años. Eran, evidentemente, merodeadores que, no pudiendo seguir al ejército, se habían dejado coger desperdigados por montes y llanos. Luego se supo que no se había dado batalla alguna contra Gómez, y que su muerte era una fantasía. El gran defecto de Gómez era no saber aprovecharse de las circunstancias; después de derrotar a López pudo haber marchado sobre Madrid y proclamar allí a don Carlos; después del saqueo de Córdoba pudo haberse apoderado de Sevilla.

Había en Sevilla varias librerías, en dos de las cuales encontré ejemplares del Nuevo[p. 310] Testamento en español, traídos de Gibraltar dos años antes, habiéndose vendido en ese lapso de tiempo seis ejemplares en una de las librerías, y cuatro en la otra. En mis paseos por la ciudad y sus cercanías me acompañaba generalmente un genovés de edad provecta que desempeñaba en la Posada del Turco, donde yo vivía, algo así como las funciones de valet de place. Al saber que yo me proponía imprimir en Madrid el Nuevo Testamento, díjome que en Andalucía podría colocarse buen número de ejemplares. «Conozco el comercio de libros—continuó—. En otros tiempos tuve en Sevilla una pequeña librería. En un viaje que hice a Gibraltar adquirí varios ejemplares de la Escritura, y aunque parte de ellos me los confiscaron los empleados de la Aduana, pude vender los otros a buen precio y me quedó una ganancia considerable.»

Volvía yo de cierta excursión por el campo, una gloriosa y radiante mañana del invierno andaluz, y me dirigía a la posada, cuando al pasar junto al portal de una casona lóbrega, cerca de la puerta de Jerez, dos individuos, vestidos con zamarras, salieron de la casa a la calle; ya iban a cruzarse conmigo, pero uno de ellos, mirándome a la cara, retrocedió vivamente, y en un francés purísimo y armonioso exclamó: «¿Qué es lo que veo? Si mis ojos no me engañan es él; sí, el mismo a quien vi por vez[p. 311] primera en Bayona, y mucho tiempo después bajo los muros de ladrillo de Novogorod; luego junto al Bósforo, y más tarde en... en... Mi querido y respetable amigo: ¿dónde tuve yo la fortuna de ver últimamente su inolvidable y singular fisonomía?»

Yo.—Fué en el Sur de Irlanda, si no me engaño. Allí le presenté a usted al brujo que domaba potros con sólo murmurarles unas palabras al oído. Pero ¿qué le trae a usted por Andalucía? Aquí es donde menos podía yo esperar encontrarle a usted.

El barón Taylor.—Y ¿por qué razón, mi respetable amigo? ¿No es España la tierra del arte? Y dentro de España, ¿no es Andalucía la región donde el arte ha producido sus monumentos más bellos e inspirados? Ya me conoce usted lo bastante para saber que mi pasión son las artes, y que no concibo placer más elevado que el de contemplar con arrobamiento un hermoso cuadro. Venga usted conmigo, puesto que usted tiene también un alma noble y sensible capaz de apreciar lo bello; venga usted conmigo y le enseñaré un cuadro de Murillo que... Pero antes permítame usted que le presente a un compatriota suyo. Querido señor W.—dijo volviéndose a su compañero, un caballero inglés que, como toda su familia, me colmó más adelante de infinitas atenciones y obsequios en mis diversos viajes a Sevilla—: permítame usted que le presente a mi amigo[p. 312] más querido y respetado, hombre que conoce las costumbres de los gitanos mejor que el Chef des Bohémiens à Triana, consumado caballista, y que, lo digo en honor suyo, maneja el martillo y las tenazas, y hierra un caballo como el mejor herrero de la Alpujarra.[142]

En el curso de mis viajes he adquirido muchas amistades y relaciones; pero ninguna tan interesante como la del barón Taylor; por nadie siento yo consideración ni estima más altas. A sus relevantes prendas personales y a sus cultivados talentos, reúne un corazón de tan rara bondad que continuamente le induce a buscar las ocasiones de hacer bien a sus semejantes y de contribuir a su felicidad; acaso no existe quien conozca mejor que él la vida y el mundo en sus múltiples aspectos. Sus hábitos y modales son de la más exquisita elegancia y fina cortesía; pero su condición es tan flexible que[p. 313] se acomoda de buen grado a todo género de compañía, por lo que es acogido dondequiera con predilección. Hay un misterio en su vida que aumenta en no pequeño grado la impresión que sus méritos personales producen en todas partes.

Nadie puede decir, con positivo fundamento, quién es el barón Taylor; se susurra que es un retoño de sangre real; y ¿quién puede, en efecto, contemplar por un momento su graciosa figura, su rostro inteligente y de líneas tan características, sus ojos grandes y expresivos, sin convencerse de que no es un hombre vulgar ni de vulgar linaje? Aunque por su talento y elocuencia hubiera podido alcanzar rápidamente una elevada posición en el Estado, se ha contentado hasta ahora, quizás sabiamente, con una relativa oscuridad, dedicándose por modo principal al estudio de las artes y de la literatura, de las que es liberal protector. Con todo, la ilustre casa a que, según se dice, pertenece, le ha mandado con misiones importantes y delicadas a diferentes países, y en todas ha visto sus esfuerzos coronados por el buen éxito más completo. Cuando yo le encontré en Sevilla estaba coleccionando obras maestras de pintura española para adornar los salones de las Tullerías.

El barón Taylor ha visitado la mayor parte del globo, y es cosa notable que siempre estamos encontrándonos en los lugares más[p. 314] imprevistos y en circunstancias singulares. Dondequiera que me encuentra, sea en la calle o en el desierto, sea en un salón brillante o entre las haimas de los beduínos, sea en Novogorod o en Stambul, exclama, alzando los brazos: «¡O ciel! ¡Otra vez tengo la fortuna de ver a mi querido y respetabilísimo amigo Borrow!»


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CAPÍTULO XVI

Salida para Córdoba.— Carmona.— Las colonias alemanas.— El idioma.— Un caballo haragán.— El recibimiento nocturno.— El posadero carlista.— Buen consejo.— Gómez.— El genovés viejo.— Las dos opiniones.

Después de estar unos quince días en Sevilla salí para Córdoba. Hacía ya algún tiempo que no circulaba la diligencia, debido al turbulento estado de la provincia. No tuve, pues, más remedio que hacer el viaje a caballo. Tomé dos en alquiler y ajusté al genovés viejo, de quien ya he hablado, para que me acompañase hasta Córdoba y se volviera después con las cabalgaduras. Aunque estábamos en pleno invierno, el tiempo era despejado, los días soleados y radiantes, si bien por las noches se dejaba sentir el frío. Pasamos por Alcalá, ciudad pequeña, famosa por las ruinas de un inmenso castillo moro, que desde lo alto de una colina rocosa domina un río pintoresco. La primera noche dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a siete leguas de Sevilla. Muy de mañana[p. 316] montamos de nuevo y partimos. Acaso no haya en toda España un monumento de los antiguos moros tan hermoso como el lado oriental de esta ciudad de Carmona, sita en la cima de un alto cerro, mirando a una extensa vega, inculta leguas y leguas, donde sólo se crían jaras y carrasco. Por aquella parte se levantan unas sombrías murallas, muy altas, con torres cuadradas a muy cortos intervalos, y de tan sólida estructura que parecen desafiar las injurias del tiempo y de los hombres. En la época de los moros esta ciudad era considerada como la llave de Sevilla, y no se sometió a las armas cristianas sin sufrir un largo y desesperado asedio; la toma de Sevilla siguió poco después. La vega, en que a la sazón entrábamos, forma parte del gran despoblado de Andalucía, antaño risueño jardín, transformado en lo que ahora es desde que por la expulsión de moros de España fué sangrada esta tierra de la mayor parte de su población. Desde aquí hasta Sierra Morena, que separa la Mancha y Andalucía, las ciudades y pueblos son escasos, muy apartados unos de otros, y aun algunos de ellos datan sólo de mediados del pasado siglo, cuando un ministro español intentó poblar este desierto con hijos de un país extranjero.

A eso de mediodía llegamos a un sitio llamado Moncloa, donde hay una venta y un edificio de aspecto desolado con cierta[p. 317] apariencia de château; una palmera solitaria yergue su cabeza por encima del muro exterior. Entramos en la venta, atamos los caballos al pesebre, y después de mandar que los echaran un pienso fuimos a sentarnos a la lumbre. El ventero y su mujer vinieron también a sentarse a nuestro lado. «Esta gente es muy mala—me dijo el viejo genovés en italiano—; como la casa, nido de ladrones; algunas muertes se han cometido en ella, si es verdad todo lo que se cuenta». Miré con atención a los venteros: eran jóvenes; el marido representaba veinticinco años; era un patán de corta estatura, muy recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza; tenía correctas facciones, pero de expresión sombría, y en sus ojos brillaba un fuego maligno. Su mujer se le asemejaba un poco, pero su semblante era más abierto y parecía de mejor humor; lo que más me chocó en la ventera fué el color de su pelo, castaño claro, y su tez, blanca y sonrosada, tan diferentes del pelo negro y atezado rostro que en general distinguen a los naturales de la provincia. «¿Es usted andaluza?—pregunté a la ventera—. Casi estoy por decir que me parece usted alemana».

La ventera.—No se equivocaría mucho su merced. Es verdad que soy española, pues en España he nacido; pero también es verdad que soy de sangre alemana, puesto que mis abuelos vinieron de Alemania, así[p. 318] como la de este caballero, mi señor y marido.

Yo.—¿Y cómo fué venir sus abuelos de usted a este país?

La ventera.—¿No ha oído nunca su merced hablar de las colonias alemanas? Hay bastantes por estas partes. En tiempos antiguos el país estaba casi desierto, y era muy peligroso viajar por él, debido a muchos ladrones. Hará cien años, un señor muy poderoso envió mensajeros a Alemania para decir a la gente de allá que estas tierras tan buenas estaban sin cultivo por falta de brazos, y prometiendo a cada labrador que quisiera venir a labrarlas una casa y una yunta de bueyes, con lo necesario para vivir un año. De resultas de esta invitación muchas familias pobres de Alemania vinieron a establecerse en ciertos pueblos y ciudades prevenidos para el caso, que aún llevan el nombre de Colonias Alemanas.

Yo.—¿Cuantas habrá?

La ventera.—Varias. Unas por este lado de Córdoba y otras al otro. La más próxima es Luisiana, que está de aquí dos leguas; de allá venimos mi marido y yo. La siguiente es Carlota, a unas diez leguas de distancia; esas son las dos únicas que yo he visto; pero hay otras más lejos, y algunas, según he oído decir, están en el riñón de la sierra.

Yo.—¿Hablan todavía los colonos el idioma de sus antepasados?

[p. 319]

La ventera.—Sólo hablamos español, o más bien andaluz. Verdad que algunos, muy viejos, saben unas pocas palabras de alemán aprendidas de sus padres, nacidos en aquella tierra; pero la última persona de la colonia capaz de entender una conversación en alemán fué la tía de mi madre, porque vino aquí de muy joven. Siendo yo una chica, recuerdo haberla oído hablar con un viajero, compatriota suyo, en una lengua que me dijeron era el alemán; se entendían, pero la vieja confesaba que se le habían olvidado muchas palabras; ya hace años que se ha muerto.

Yo.—¿De qué religión son los colonos?

La ventera.—Son cristianos, como los españoles, como antes lo fueron sus padres. Por cierto he oído decir que venían de unas partes de Alemania donde la religión se practica mucho más que en la misma España.

Yo.—Los alemanes son el pueblo más honrado de la tierra, y como ustedes son sus legítimos descendientes claro está que los robos serán aquí desconocidos.

La ventera me echó una rápida mirada, miró después a su marido y sonrió; el ventero, que hasta entonces había estado fumando sin proferir palabra, aunque con semblante singularmente adusto y descontento, arrojó la punta del cigarro a la lumbre, se puso en pie y, murmurando: ¡Disparate! ¡conversación!, se marchó.

[p. 320]

«Ha ido usted a poner el dedo en la llaga, signore—dijo el genovés cuando ya habíamos dejado atrás Moncloa—. Si fueran gente honrada no podrían tener esa venta. Yo no sé cómo serían los colonos cuando llegaron aquí; pero lo que es ahora, sus costumbres no son ni pizca mejores que las de andaluces, y acaso sean algo peores, si es que hay entre ellos alguna diferencia».

A los tres días de salir de Sevilla, ya cerca de anochecer, llegamos a la Cuesta del Espinal, a unas dos leguas de Córboba, desde donde pudimos columbrar los muros de la ciudad, bañados por los últimos rayos del sol poniente. Como aquellos contornos estaban, según me dijo el guía, infestados de bandidos, hicimos lo posible por llegar a la población antes de cerrar la noche. No lo conseguimos, empero, y antes de recorrer la mitad de la distancia nos envolvieron densas tinieblas. La ruindad de los caballos nos había retrasado considerablemente durante el viaje; sobre todo, el caballo de mi guía era insensible al látigo y a la espuela; además, el genovés no era jinete, y acabó por confesar que hacía treinta años no montaba a caballo. Los caballos conocen en seguida las facultades de quien los monta, y el del genovés resolvió aprovecharse de la timidez y debilidad del pobre viejo. Pero casi todo tiene remedio en este mundo. Cansado de andar a paso de tortuga, até las riendas[p. 321] del caballo remolón a la grupa del mío, y sin escatimar espolazos ni palos le obligué a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo más remedio que aligerar los remos. Por dos veces intentó arrojarse al suelo, con gran espanto de su anciano jinete, que me suplicaba una y otra vez que hiciese alto y le permitiera apearse; pero yo, sin hacerle caso, continué dando espolazos y palos con infatigable energía y tan buen éxito que en menos de media hora vimos unas luces muy cerca de nosotros, y al instante llegamos a un río, cruzamos un puente, encontrándonos a la puerta de Córdoba sin habernos roto la nuca ni haberse perniquebrado los caballos.

Atravesamos toda la ciudad para llegar a la posada; las calles estaban oscuras y casi desiertas. La posada era un vasto edificio, de cuyas ventanas, bien defendidas con rejas, no se escapaba el menor rayo de luz; el silencio de la muerte parecía envolver no sólo la casa, sino la calle entera. Largo rato golpeamos la puerta sin obtener contestación; entonces comenzamos a llamar a voces. Al cabo alguien nos preguntó desde dentro lo que queríamos. «Abra usted la puerta y lo verá», respondí. «No haré tal—replicó el de dentro—hasta no saber quiénes son ustedes». «Somos viajeros de Sevilla». «¿Son ustedes viajeros? ¿Por qué no lo han dicho antes? No estoy aquí de portero para dejar a los viajeros en la calle, ¡Jesús, María! Ni[p. 322] hay tantos en la casa que no podamos admitir alguno más. Entre, caballero, y sean bienvenidos usted y su compañía.»

Abrió la puerta, dándonos entrada a un espacioso patio; en seguida afianzó nuevamente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por qué toma usted tantas precauciones?—le pregunté—. ¿Teme usted que los carlistas le hagan una visita?» «Los carlistas no nos dan miedo—respondió el portero—. Ya han estado aquí y no nos han hecho daño alguno. A quien tememos es a ciertos pícaros de esta ciudad, que están reñidos con el amo, y le asesinarían con toda su familia si se les presentase ocasión.»

Iba yo a preguntar la razón de esta enemiga, cuando un hombre corpulento bajó corriendo, con una luz en la mano, la escalera de piedra que conducía al interior de la casa. Dos o tres mujeres también con luces, le seguían. Detúvose en el último escalón, y exclamó: «¿Quién ha venido?» Luego adelantó la lámpara hasta que la luz me dió de lleno en el rostro.

«¡Hola!—exclamó—. ¿Es usted? ¡Quién iba a pensar—dijo volviéndose a la mujer que estaba a su lado, tan recia como él, de atezado rostro, y próximamente de su misma edad, rayana, al parecer, en los cincuenta—que en el preciso momento de suspirar por un huésped se detendría a nuestras puertas un inglés! porque a un inglés le[p. 323] reconozco yo a una milla de distancia, hasta en la oscuridad. Juanito—gritó al portero—: esta noche no abras la puerta a nadie más, sea quien sea. Si los nacionales vienen a alborotar, diles que está aquí el hijo de Belington dispuesto a caer sobre ellos espada en mano si no se retiran, y si llegan más viajeros, cosa que no es de esperar, porque desde hace más de un mes no ha venido ninguno, les dices que no hay cuartos porque los ocupa todos un caballero inglés y su acompañamiento.»

Descubrí sin tardanza que mi amigo el posadero era un insigne carlista. No había yo concluído de cenar—mientras él y toda su familia, alrededor de la mesita a que me senté, observaban mis movimientos, sobre todo la manera de usar el cuchillo y el tenedor y de llevarme los manjares a la boca—cuando se puso a hablarme de política. «Yo no soy de un partido determinado, don Jorge—dijo, pues me había preguntado mi nombre con el fin de darme el tratamiento debido—; yo no soy de un partido determinado, y no estoy por el rey Carlos ni por la chica Isabel; sin embargo, llevo en este maldito pueblo cristino una vida de perro, y hace mucho tiempo que me habría marchado si no fuese porque he nacido aquí y porque no sé adónde ir. Desde que empezaron estos desórdenes, me da miedo salir a la calle, porque en cuanto la canaille de Córdoba me ve doblar[p. 324] una esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al carlista!», y corren detrás de mí vociferando y me amenazan con piedras y palos; de manera que, si no me pongo en salvo metiéndome en casa, empresa difícil con mis diez y pico arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo reconocerá usted don Jorge, no es ni agradable ni decente. Ese mozo que ve usted ahí—continuó, señalando a un joven moreno que estaba detrás de mi silla, empleado en servirme—es mi cuarto hijo; está casado, y no vive con nosotros, sino cien varas más abajo en esta calle. Le hemos llamado de prisa y corriendo para servir a su merced, como es su obligación; pues bien: ha estado a punto de perecer en el camino. Antes de marcharse tendrá que escudriñar la calle para ver si hay moros en la costa, y entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas! ¿De dónde sacan que mi familia y yo somos carlistas? Cierto que mi hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de tres años. ¿Podía yo evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que mi segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en Córdoba. ¡Dios le proteja! Pero yo no le mandé alistarse. Tan lejos estoy de ser carlista, que gracias a mí ese mozo que está presente no se marchó con su hermano, aunque tenía muy buenas ganas de hacerlo, porque es valiente y buen[p. 325] cristiano. Quédate en casa—le dije—, porque ¿cómo me voy a arreglar si os vais todos? ¿Quién va a servir a los huéspedes, si Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por lo menos hasta que tu hermano, mi hijo tercero, vuelva; porque ha de saberse, y para vergüenza mía lo digo, don Jorge, que yo tengo un hijo sargento en el ejército cristino, muy en contra de la inclinación personal del pobre muchacho, que no gusta de la vida militar; años llevo solicitando su licencia, y he llegado a aconsejarle que se haga una mutilación para que le libren en seguida. Así que le dije a éste: quédate en casa, hijo mío, hasta que tu hermano venga a ocupar tu puesto y no se nos coma el pan un extraño, que además podría venderme y hacerme traición; de modo que, como usted ve, don Jorge, mi hijo se quedó en casa a petición mía, y aún me llaman carlista.»

—¿Cómo se portaron Gómez y sus partidas cuando estuvieron en Córdoba? Porque usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido.

—¡Admirablemente bien! Lo que yo quisiera es que aún estuviesen aquí. Como ya le he dicho a usted, don Jorge, yo no soy de ningún partido; pero confieso que nunca en mi vida he sentido placer mayor que cuando se nos entraron por las puertas. ¡Entonces había que ver a esos perros de nacionales correr por las calles para ponerse en salvo! ¡Había que verlo, don Jorge! Los que me[p. 326] encontraban a la vuelta de una esquina se olvidaban de gritar: ¡Hola, carlista!, y de sus amenazas de apalearme. Algunos saltaron las murallas y huyeron no se sabe adónde; otros se refugiaron en la casa de la Inquisición, que tenían fortificada, y se encerraron en ella. Ha de saber usted, don Jorge, que todos los jefes carlistas: Gómez, Cabrera y el Serrador, se alojaron en esta casa; y ocurrió que, estando yo de conversación con Gómez en este mismo cuarto donde estamos ahora, entró Cabrera hecho una furia; Cabrera es menudo de cuerpo, pero tan vivo y valiente como un gato montés. «Esa canaille—dijo al entrar—de la casa de la Inquisición no quiere rendirse; si me da usted la orden, general, escalo la casa con mi gente y paso a cuchillo a los que están dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debemos ahorrar sangre siempre que sea posible. Que les disparen unos cuantos tiros de fusil, y eso bastará.» Así fué, en efecto, don Jorge, porque a las pocas descargas su corazón desfalleció y se rindieron a discreción; después de desarmarlos, se les permitió volver a sus casas. Pero en cuanto se fueron los carlistas, todos esos individuos volvieron a ser tan valientes como antes, y de nuevo, en cuanto me ven doblar una esquina, me gritan: ¡Hola, carlista! Para guardarse de ellos, mi hijo, ahora que ya ha terminado de servir a su merced, tendrá que ir desde aquí a[p. 327] su casa volando como una perdiz, no sea que se los encuentre en la calle y le cosan a puñaladas.»

—Usted que ha visto a Gómez, dígame: ¿qué clase de hombre es?

—Es de estatura regular, grave y sombrío. El más notable de todos por su aspecto es el Serrador, especie de gigante, tan alto, que cuando entraba por la puerta del portal siempre daba con la cabeza en el dintel. El que menos me gusta es Palillos, bandido feroz y tétrico, a quien conocí de postillón. En otro tiempo venía muchas veces a mi casa; ahora es capitán de los ladrones de la Mancha, pues aunque se intitula realista, es un bandolero, ni más ni menos. Es una deshonra para la causa que se permita a tales hombres mezclarse con la gente honrada. Yo le odio, don Jorge; debido a él, vienen a mi casa tan pocos parroquianos. Los viajeros temen ahora atravesar la Mancha, no sea que caigan en su poder. ¡Así le ahorquen, don Jorge, sean los cristinos o los realistas; lo mismo me da!

—Cuando llegué conoció usted al momento que era inglés. ¿Es que vienen a Córdoba muchos compatriotas míos?

¡Toma!—respondió el posadero—, son mis mejores parroquianos; he tenido en casa ingleses de todas categorías, desde el hijo de Belington hasta un médico joven que curó a esta chica, hija mía, del dolor de oídos.[p. 328] ¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con Gómez vinieron dos que servían como voluntarios. ¡Vaya, qué gente! ¡Qué magníficos caballos montaban, y cómo desparramaban el oro! Venía con ellos un portugués muy noble, pero pobrísimo, un miguelista; según me dijeron, los dos ingleses le sostenían por devoción a la causa realista. El portugués estaba siempre cantando:

El rey chegou, el rey chegou,
E en Belem desembarcou.

Fueron unos días magníficos, don Jorge. Y entre paréntesis, se me ha olvidado preguntar de qué partido es su merced.

A la siguiente mañana, cuando estaba vistiéndome, el viejo genovés entró en mi cuarto:—Signore—me dijo—, vengo a decirle adiós. Ahora mismo me vuelvo a Sevilla con los caballos.

—¿Por qué tanta prisa?—respondí—. Mejor sería que se quedase usted aquí hasta mañana; usted y los caballos necesitan reposo. Descanse usted hoy, y yo pagaré el gasto.

—Gracias, signore; pero me voy inmediatamente; no puedo quedarme en esta casa.

—¿Qué le ocurre a la casa?—pregunté.

—De la casa nada tengo que decir—replicó el genovés—; de quien me quejo es de sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a desayunarme, y me encontré en la cocina al[p. 329] posadero y a toda su familia. Bueno: me senté y pedí un chocolate, que me trajeron; pero, antes de tomármelo, el posadero empezó a hablar de política. Al principio me dijo que no estaba con ninguno de los dos bandos; pero es tan furibundo carlista como el mismo Carlos V, porque, en cuanto se enteró de que yo soy del bando contrario, me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha de saber usted, signore, que, en tiempos de la anterior Constitución, tuve yo un café en Sevilla, al que concurrían los liberales más notorios, y fué causa de mi ruina, pues como admirador de sus opiniones, abrí a mis parroquianos el crédito que se les antojó, lo mismo en café que en licores, y, de esta suerte, al tiempo de ser derrocada la Constitución y restaurado el despotismo ya les había fiado cuanto tenía. Es posible que muchos de ellos me hubiesen pagado, porque no creo que abrigasen malas intenciones contra mí; pero llegó la persecución, los liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastante natural, pensaron en su propia seguridad más que en pagarme los cafés y los licores; a pesar de eso, soy partidario de sus ideas, y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuanto el posadero, como ya he dicho a su merced, se enteró de mis opiniones, me miró como una fiera y «Salga usted de mi casa—exclamó—; no quiero espías en ella»; añadiendo algunas expresiones irrespetuosas[p. 330] para la joven reina Isabel y para Cristina, a quien considero compatriota mía, a pesar de ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le devolví el cumplido diciendo que Carlos es un pillo y la princesa de Beira otra que tal. Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, antes de llevármelo a los labios, la posadera, más furibunda carlista aún que su marido, si cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la jícara y, tirándola por el aire, que casi dió con ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí, perro negro! ¡En mi casa no vuelves a catar cosa ninguna! ¡Colgado como un cerdo te vea yo!» Comprenderá su merced que no puedo estar aquí más tiempo. Se me olvidaba decir que el bribón del posadero asegura que usted le ha confesado ser de su misma opinión, pues en otro caso no le hubiera hospedado a usted.

—Mire, buen hombre—respondí—: yo soy, invariablemente, de la misma opinión política de la gente a cuya mesa me siento o bajo cuyo techo duermo, o, por lo menos, jamás digo cosa alguna que pueda inducirles a sospechar lo contrario. Gracias a este sistema me he librado más de una vez de reposar en almohadas sangrientas o de que me sazonasen el vino con sublimado.


[Pg 331]

CAPÍTULO XVII

Córdoba.— Los moros de Berbería.— Los ingleses.— Un cura viejo.— El breviario romano.— El palomar.— El Santo Oficio.— Judaísmo.— Los palomares profanados.— Propuesta del posadero.

Poco hay que decir de Córdoba, ciudad pobre, sucia y triste, llena de angostas callejuelas, sin plazas ni edificios públicos dignos de atención, salvo y excepto su Catedral, dondequiera famosa; su emplazamiento es, sin embargo, bello y pintoresco. Corre por un lado el Guadalquivir, que, si bien poco profundo en estos lugares y lleno de bancos de arena, no deja de ser un río deleitoso; por el otro se alzan las escarpadas vertientes de Sierra Morena, plantadas de olivares hasta la cima. La ciudad está rodeada de altas murallas moriscas, que pueden tener hasta tres cuartos de legua de desarrollo; a diferencia de Sevilla y de la mayoría de las ciudades de España, carece de arrabales.

La Catedral, único edificio notable de Córdoba, como ya he dicho, es acaso el templo más extraordinario del mundo. Fué[p. 332] en su origen, como todos saben, una mezquita, erigida en los días más brillantes de la dominación árabe en España. Era de planta cuadrangular y de techo bajo, sostenido por infinidad de redondas columnas de mármol, pequeñas y finas, muchas de las cuales subsisten aún, y ofrecen al primer golpe de vista la apariencia de un bosque de mármol; la mayor parte de ellas, sin embargo, fueron quitadas cuando los cristianos, después de expulsar a los muslimes, quisieron transformar la mezquita en catedral, como, en efecto, la transformaron parcialmente, levantando una cúpula y despejando en el interior un cierto espacio para hacer el coro. Tal como hoy está el templo, parece pertenecer en parte a Mahoma, y en parte al Nazareno; y aunque la mezcla de la pesada arquitectura gótica con el aéreo y delicado estilo de los árabes produce un efecto algo raro, todavía el edificio es magnífico y grandioso, y muy adecuado para suscitar el respeto y la veneración en el ánimo del visitante.

Los moros de Berbería parecen cuidarse muy poco de las hazañas de sus antepasados: sólo piensan en las cosas del día presente, y únicamente hasta donde esas cosas les conciernen de un modo personal. El entusiasmo desinteresado y la admiración por cuanto es grande y bueno, señales verdaderas e inconfundibles de un alma noble, son[p. 333] sentimientos que en absoluto desconocen. Asombra la indiferencia con que cruzan ante los restos de la antigua grandeza mora en España. Ni se exaltan ante las pruebas de lo que en otro tiempo fueron los moros, ni la conciencia de su situación actual les entristece. Vienen a Andalucía a vender perfumes, babuchas, dátiles y sedas de Fez y Marruecos; eso es lo que más les interesa, aun cuando la mayor parte de estos hombres estén lejos de ser unos ignorantes y hayan oído y leído lo que ocurría en España en los antiguos tiempos. Una vez hablaba yo en Madrid con un moro bastante amigo mío acerca de su visita a la Alhambra de Granada. «¿No lloró usted—le pregunté—, al pasar por aquellos patios, al acordarse de los Abencerrajes?» «No—respondió—. ¿Por qué había de llorar?» «¿Y por qué fué usted a ver la Alhambra?»—pregunté. «Fuí a verla porque estando en Granada para asuntos míos un compatriota de usted me rogó que le acompañase a la Alhambra y le tradujese unas inscripciones. Es seguro que espontáneamente no se me hubiese ocurrido ir, porque la subida es penosa.» El hombre que me hablaba así compone versos y no es en modo alguno un poeta despreciable. Otra vez, estando yo en la catedral de Córdoba, entraron tres moros y la atravesaron pausadamente, dirigiéndose a la puerta situada en el lado frontero. Todo su interés por aquel[p. 334] lugar se tradujo en dos o tres ojeadas ligeras a las columnas, diciendo uno de ellos: «Huáje del Mselmeen, huáje del Mselmeen» (Cosas de los moros, cosas de los moros); y la única muestra de respeto que dieron por el templo donde en su tiempo se prosternaba Abderrahman el Grande fué que, al llegar a la puerta, se volvieron de cara y salieron andando hacia atrás; sin embargo, aquellos hombres eran hajis y talibs, hombres asimismo de grandes riquezas, que habían leído y viajado, que habían estado en la Meca y en la gran ciudad de la Nigricia[143].

Me detuve en Córdoba mucho más de lo primeramente calculado, porque no cesaba de recibir noticias acerca de la inseguridad del camino de Madrid. En poco tiempo escudriñé todos los rincones y escondrijos de aquella antigua ciudad y adquirí algunas amistades entre la gente del pueblo, que es mi modo de proceder habitual cuando llego a una población desconocida. Varias veces subí a Sierra Morena, acompañado por el hijo del posadero, aquel buen mozo de quien ya he hablado. Los posaderos, convencidos de que yo participaba de sus opiniones, me trataban con extremada cortesía; cierto que, en cambio, hube de prestar oídos a vastos planes carlistas, verdaderas traiciones contra[p. 335] los poderes constituídos en España; pero todo lo llevé con paciencia.

Don Jorgito—díjome un día el posadero—, yo quiero mucho a los ingleses; son mis mejores parroquianos. Es una lástima que no haya más unión entre España e Inglaterra y que no vengan más ingleses a visitarnos. ¿No se podría hacer un casorio? El rey entraría en seguida en Madrid. ¿Por qué no se hacen las bodas del hijo de don Carlos con la heredera de Inglaterra?

—De esa manera—respondí—vendrían seguramente muchos ingleses a España, y no sería la primera vez que el hijo de un Carlos se casa con una princesa de Inglaterra.

El huésped meditó un momento, y luego exclamó:

Carracho, Don Jorgito, si se hiciera ese matrimonio, el rey y yo tendríamos motivo para tirar el sombrero al aire.

La casa o posada en que yo vivía era sumamente espaciosa, con infinidad de habitaciones grandes y chicas, pero desamuebladas en su mayoría. Mi cuarto estaba al final de un corredor inmensamente largo, como el que por modo admirable se describe en la leyenda maravillosa de Udolfo[144]. Durante uno o dos días creí que era yo el único huésped en la casa. Pero una mañana[p. 336] vi sentado en el corredor, junto a una ventana, a un anciano de singular aspecto, que leía con atención en un pequeño y abultado volumen. Sus vestidos eran de grosera tela azul, y llevaba un amplio sobretodo encima de un chaleco adornado con varias filas de botoncitos de nácar; tenía calados los espejuelos. Aunque le veía sentado, me di cuenta de que su estatura rayaba en lo gigantesco.

—¿Quién es ese hombre?—pregunté al posadero, al encontrarle poco después—. ¿Es otro huésped de la casa?

—No puedo decir que sea precisamente un huésped, Don Jorge de mi alma—replicó—; pues, aunque pára en mi casa, no me da nada a ganar. Ha de saber usted, Don Jorge, que éste es uno de dos curas que había en un pueblo bastante grande[145] no lejos de aquí. Al entrar en el pueblo las tropas de Gómez, su reverencia salió a su encuentro revestido, con un libro en la mano, y, a petición de los soldados, proclamó a Carlos Quinto en la plaza del mercado. El otro cura era un liberal violento, un negro rematado, y los realistas le echaron mano, disponiéndose a ahorcarlo. Intervino su reverencia y obtuvo gracia para su colega, a condición de que gritase ¡Viva Carlos Quinto!, y así lo hizo para salvar la vida. Bueno;[p. 337] pues en cuanto los realistas se fueron, el cura negro montó en una mula, vino a Córdoba y delató a su reverencia, a pesar de deberle la vida. Prendieron a su reverencia, trajéronle a Córdoba, y seguramente le habrían metido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se presentaría cuando le llamaran a responder de los cargos aportados contra él; y en mi casa está, aunque no pueda llamarle mi huésped, pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos huevos, un poco de leche y pan, se la traen a diario del pueblo. En cuanto a su dinero, no sé de qué color es, aunque, según dicen, tiene buenas pesetas. Con todo, es un santo; siempre está leyendo y rezando, y es, además, del partido de los buenos. Por eso le tengo en mi casa, y saldría fiador suyo aunque fuese veinte veces más avaro de lo que parece.

Al siguiente día, al pasar otra vez por el corredor, vi al viejo sentado en el mismo sitio, y le saludé. Me devolvió el saludo con mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo en sus rodillas, como si quisiera trabar conversación. Después de cambiar breves palabras, tomé el libro para examinarlo.

—No podrá usted sacar mucho provecho de este libro, Don Jorge—dijo el viejo—. No puede usted entenderlo, porque no está escrito en inglés.

[p. 338]

—Ni en español—repliqué—. Pero, respecto a poder entenderlo o no, ¿qué dificultad puede haber en una cosa tan sencilla? Este es el breviario romano escrito en latín.

—¿Pero entienden los ingleses el latín?—exclamó—. ¡Vaya! ¿Quién hubiera pensado que los luteranos pudiesen entender la lengua de la Iglesia? ¡Vaya! Cuanto más vive uno, más aprende.

—¿Cuántos años tiene vuestra reverencia?—pregunté.

—Ochenta, Don Jorge; ochenta años largos.

Esta fué la primera conversación que tuvimos su reverencia y yo. No tardó en sentir notable inclinación por mí, y me hacía el favor de acompañarme no pocos ratos. A diferencia de nuestro amigo el posadero, el cura no gustaba de hablar de política, cosa que no dejó de sorprenderme, conociendo yo, como conocía, la resuelta y peligrosa parte que había tomado en la última irrupción carlista en las cercanías. En cambio, le gustaba mucho platicar acerca de asuntos eclesiásticos y de los escritos de los Padres.

—He formado en mi casa una pequeña librería, Don Jorge, con todos los escritos de los Padres que me ha sido dable encontrar; su lectura me sirve de entretenimiento y de consuelo. Cuando pasen estos tristes días, Don Jorge, espero que, si continúa usted por estas partes, irá a visitarme, y le[p. 339] enseñaré mi modesta colección de los Padres, y también un palomar, donde crío muchas palomas, que me producen no pequeño solaz y algún provecho.

—Supongo que al hablarme de su palomar—repuse—, alude usted a su parroquia, y que por la cría de las palomas representa usted el cuidado que toma por las almas de sus feligreses, inculcándoles el temor de Dios y la obediencia a la ley revelada, ocupación que, naturalmente, le produce a usted muchos solaces y consuelos espirituales.

—Hablaba sin metáfora, Don Jorge—replicó mi interlocutor—. Al decir que crío muchas palomas, no pretendo significar sino que yo proveo de pichones el mercado de Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves son muy apreciadas, y creo que no hay en todo el reino otras más gordas ni mejor cebadas. Si fuera usted a mi pueblo, Don Jorge, tendría que hacer alto en una venta donde las probaría seguramente, porque en mi jurisdicción no consiento más palomares que el mío. Respecto de las almas de mis feligreses, creo que cumplo con mi deber en cuanto está de mi parte. Las cosas espirituales me deleitan sobremanera, y por esta razón me incorporé a la Santa Casa de Córdoba, en la que he servido durante muchos años.

—¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor?—exclamé un poco asombrado.

[p. 340]

—Desde los trece años hasta que se suprimió el Santo Oficio en estos desventurados reinos.

—Me sorprende y me alegra el saberlo—repuse yo—. Nada tan placentero para mí como hablar con un sacerdote que perteneció antaño a la Santa Casa de Córdoba.

El viejo, mirándome fijamente, contestó:

—Ya le comprendo a usted, Don Jorge. He adivinado hace rato que usted es de los nuestros. Es usted un santo varón y muy instruído; aunque crea conveniente hacerse pasar por inglés y luterano, he penetrado su verdadera condición. Ningún luterano se tomaría por las cosas de la Iglesia el interés que usted demuestra; y a lo de ser inglés, digo que ninguno de esa nación puede hablar el castellano, y menos el latín. Creo que usted es de los nuestros: un sacerdote misionero; y me confirmo en esta idea, sobre todo, porque le veo a usted en frecuente conversación con los gitanos; parece que hace usted propaganda entre ellos. Pero viva usted prevenido, Don Jorge; desconfíe de la fe de Egipto; son malos penitentes y me gustan poco. No le aconsejaría yo a usted que se fiara de ellos.

—No lo intento siquiera—repliqué—; sobre todo en lo tocante al dinero. Pero, volviendo a cosas más importantes, dígame: ¿de qué delitos conocía la Santa Casa de Córdoba?

[p. 341]

—Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos en que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales.

—¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito?

¡Qué sé yo!—dijo el viejo encogiéndose de hombros—. La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, Don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?

—¿Ocurrieron en su tiempo de usted muchos casos de brujería?

—Uno o dos, Don Jorge; eran poco frecuentes. El último caso que recuerdo ocurrió en un convento de Sevilla. Cierta monja tenía la costumbre de salir volando por la ventana al jardín y de revolotear en él sobre los naranjos. Se tomó declaración a varios testigos, y en el proceso, instruído con toda formalidad, quedaron, a mi entender, bastante bien probados los hechos. Pero de lo que sí estoy cierto es de que la monja fué castigada.

—¿Les daba a ustedes mucho que hacer el judaísmo en estas partes?

—¡Oh! Lo que más trabajo daba a la Santa Casa era, en efecto, el judaísmo; sus[p. 342] brotes y ramificaciones son numerosos, no sólo por aquí, sino en toda España; lo más singular es que hasta en el clero descubríamos continuamente casos de judaísmo de ambas especies que, por obligación, teníamos que castigar.

—¿Hay más de una especie de judaísmo?—pregunté.

—Siempre he dividido el judaísmo en dos clases: negro y blanco; por judaísmo negro entiendo la observancia de la ley de Moisés con preferencia a los preceptos de la Iglesia; en el judaísmo blanco entra todo género de herejía, como luteranismo, francmasonería y otros por el estilo.

—Comprendo fácilmente—dije yo—que muchos sacerdotes acepten los principios de la Reforma, y que no pocos se hayan dejado extraviar por las engañosas luces de la filosofía moderna; pero es casi inconcebible que dentro del clero haya judíos que sigan en secreto los ritos y prácticas de la ley antigua, aunque ya antes de ahora me han asegurado que el hecho es cierto.

—Crea usted, Don Jorge, que en el clero hay abundancia de judaísmo, lo mismo del negro que del blanco. Recuerdo que una vez estábamos registrando la casa de un eclesiástico acusado de judaísmo negro, y, después de buscar mucho, encontramos debajo del piso una caja de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había[p. 343] guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos, y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres hebreos, antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglorió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y atacando el culto a María Santísima como una idolatría grosera.

—Y aquí entre nosotros, ¿qué opina usted de esa adoración a María Santísima?

—¿Qué opino yo? ¡Qué sé yo!—dijo el viejo, encogiéndose de hombros aún más que la vez primera—. Pero le diré a usted que, bien mirado, me parece justa y natural. ¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar mi iglesia, y la contemple tal como en ella está, tan bonita, tan guapita, tan bien vestida y gentil, con aquellos colores, blanco y carmín, tan lindos, no necesitará preguntar por qué se adora a María Santísima. Y, sobre todo, Don Jorgito mío, eso es cosa de la Iglesia y forma parte importante de su sistema.

—¿Y tuvo usted que entender en muchos casos de delitos carnales?

—Entre los seglares, no muchos; sobre los clérigos ejercíamos una rigurosa vigilancia. Pero, en general, éramos tolerantes en estas materias, conociendo las muchas flaquezas de la naturaleza humana. Rara vez castigábamos, salvo en los casos en que la gloria de la Iglesia y la lealtad a María[p. 344] Santísima hacían absolutamente inexcusable el castigo.

—¿Cuáles eran esos casos?—pregunté.

—Aludo a la profanación de los palomares, don Jorge, y a la introducción en ellos de carne de contrabando para fines que no eran ni apropiados ni decentes.

—Vuestra reverencia me perdonará; pero no acabo de entender.

—Me refiero, don Jorge, a ciertos actos de perversión practicados por algunos clérigos en apartados y lejanos palomares, en olivares y huertos; actos condenados, si no recuerdo mal, por San Pablo en su primera carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted entendido, don Jorge, porque es usted hombre versado en cosas de iglesia.

—Creo que le he entendido a usted—repliqué.

Después de permanecer unos cuantos días más en Córdoba, resolví continuar mi viaje a Madrid, aunque seguían diciéndome que los caminos estaban muy inseguros. Me pareció inútil quedarme allí más tiempo en espera de que se restableciera la normalidad, cosa que podía no ocurrir nunca. Consulté, pues, con el posadero respecto del mejor modo de hacer el viaje. «Don Jorgito—respondió—, creo que puedo darle a usted un buen consejo. Usted tiene ganas de marcharse, según me dice, y yo no acostumbro a retener a mis huéspedes más tiempo[p. 345] del que buenamente quieren estar en mi casa; proceder de otro modo sería impropio de un posadero cristiano; eso se queda para los moros, los cristinos y los negros. Para facilitarle a usted el viaje, don Jorge, tengo un plan en la cabeza, y ya, antes de que me preguntase, había resuelto proponérselo a usted. Mi cuñado tiene dos caballos, y cuando se le ofrece los da en alquiler; usted puede alquilarlos, don Jorge, y mi cuñado en persona le acompañará para servirle y darle conversación, por lo que le pagará usted cuarenta duros. Pero, y esto es lo importante, como en el camino hay muchos ladrones y malos sujetos, tales como Palillos y su gente, hará usted una obligación, don Jorge, comprometiéndose, si los roban y desvalijan a ustedes, y si los ladrones se quedan con los caballos de mi cuñado, a hacerle bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo que por seguirle a usted haya perdido. Este es mi plan, don Jorge, y no dudo que su merced lo apruebe, porque está trazado para favorecerle, y no con miras de lucro para mí ni los míos. En mi cuñado tendrá usted un gran compañero de viaje; es un hombre muy formal, pertenece al partido de los buenos, y ha viajado también mucho; porque, entre nosotros, don Jorge, es un poco contrabandista, y con frecuencia trae de contrabando diamantes y piedras preciosas de Portugal a España, para colocarlas en Cór[p. 346]doba o en Madrid. Conoce todos los atajos, don Jorge, y le respetan mucho en las ventas y posadas del camino. Ahora venga esa mano para cerrar el trato, y en seguida iré a buscar a mi cuñado para decirle que se disponga a salir con su merced pasado mañana.»


[Pg 347]

CAPÍTULO XVIII

Salida de Córdoba.— El contrabandista.— Treta judaica.— Llegada a Madrid.

Salí de Córdoba una radiante mañana en compañía del contrabandista, que iba montado en un hermoso caballo de media alzada, una jaca, de la renombrada casta cordobesa; era el animal de color bayo claro, lucero, de remos fuertes, pero elegantes, y con una larga cola negra que le arrastraba por el suelo. El otro caballo, destinado a llevarme a Madrid, era de muy diferente estampa, que no predisponía en favor suyo. Por muchos rasgos se parecía sumamente a un cerdo, sobre todo por la curvatura del lomo, por la cortedad del cuello y por la manera de llevar siempre la cabeza junto al suelo; su perpetuo husmear y su rabo eran también enteramente los de un cerdo. Su piel más parecía cubierta de ásperas cerdas que de pelo; y en cuanto al tamaño, muchos cerdos de Westfalia he visto tan altos como él. No me agradaba mucho la idea de exhibirme a lomos de tan singularísimo cuadrúpedo, y[p. 348] me puse a mirar fijamente al excelente animal en que mi guía había tenido por conveniente instalarse. El hombre interpretó mis miradas, y me dió a entender que por llevar el equipaje le correspondía el mejor caballo, alegación que me pareció harto bien fundada para oponerle reparo alguno.

Resultó que el contrabandista no era, ni con mucho, un compañero de camino tan agradable como las manifestaciones del posadero de Córdoba me habían hecho suponer. Durante el día, cabalgaba taciturno y en silencio, y apenas respondía a mis preguntas más que con monosílabos; por las noches, empero, después de comer bien y beber en proporción a mis expensas, consentía en mostrarse a veces más sociable y comunicativo. «Me he quitado del contrabando—me dijo en una de estas ocasiones—a causa de una estafa que me hicieron en Lisboa: un judío, a quien conocía yo desde mucho tiempo atrás, me encajó por bueno un brillante falso. Lo hizo con una habilidad extraordinaria, porque no soy yo tan novato que no sepa conocer las piedras buenas; al parecer, el judío tenía dos, y las cambió con mucha destreza, guardándose la buena, comprada por mí, y substituyéndola con otra, muy bien imitada, pero que no valía cuatro duros. Descubrí la estafa cuando había cruzado ya la frontera, y aunque volví allá a escape, no pude dar con el bandido;[p. 349] uno de sus rabinos me dijo que el tal había muerto y que acababan de enterrarle; pero bien conocí que mentía, porque al decírmelo le retozaba la risa en los ojos. Desde entonces renuncié al contrabando.»

No intentaré describir minuciosamente los varios incidentes de este viaje. Dejando a nuestra derecha las montañas de Jaén, pasamos por Andújar y Bailén, y al tercer día llegamos a La Carolina, pequeña pero linda ciudad en las faldas de Sierra Morena, habitada por los descendientes de los colonos alemanes. A dos leguas de este lugar entramos en el desfiladero de Despeñaperros, que aun en tiempos normales tiene muy mala fama por los robos que continuamente se perpetran en sus escondrijos, y que en la época de que voy hablando era, según decían, un hormiguero de bandidos. Creíamos, pues, que nos robarían, o que quizás nos dejarían desnudos en el monte o nos maltratarían de cualquier otro modo; pero la Providencia intervino en favor nuestro. Al parecer, el día antes de nuestra llegada los bandidos habían cometido una espantosa muerte y robado hasta cuarenta mil reales, botín que probablemente los satisfacía por algún tiempo; lo cierto es que nadie nos molestó. A nadie vimos en el desfiladero, aunque a ratos llegaban hasta nosotros voces y silbidos. Entramos en la Mancha, donde temía yo caer en manos de Palillos y Orejita. La[p. 350] Providencia me protegió de nuevo. El tiempo había sido hasta entonces delicioso; súbitamente, el Señor sopló un viento helado, tan riguroso que era casi irresistible. Ningún ser humano, salvo nosotros, se aventuraba a salir. Atravesamos llanuras cubiertas de nieve, y pasamos por ciudades y pueblos que parecían desiertos. Los ladrones se estuvieron encerrados en sus cuevas y chozas; pero el frío a poco nos mata. Llegamos a Aranjuez el día de Navidad, ya tarde, y fuí a casa de un inglés, donde ingerí casi un cuartillo de aguardiente: no me hizo más efecto que si fuese agua tibia.

Al siguiente día llegamos a Madrid, y tuve la fortuna de encontrarlo todo tranquilo y en orden. El contrabandista estuvo conmigo dos días más, al cabo de los cuales se volvió a Córdoba montado en el grotesco animal que me había traído a mí todo el viaje; la jaca se la compré yo, porque en el camino aprecié sus facultades, y pensé que podría utilizarla en mis excursiones futuras. El contrabandista quedó tan contento del precio que le pagué por el caballo, y del trato que en general había recibido de mí mientras me acompañó, que de muy buena gana se hubiera quedado a servirme como criado, y así me lo pidió, asegurándome que si yo consentía en ello, dejaría a su mujer y a sus hijos, y me seguiría por el mundo entero. No quise acceder a su petición, aunque[p. 351] necesitaba un criado; le hice, pues, volver a Córdoba, donde, según supe más tarde, murió repentinamente a la semana de haber llegado.

Su muerte ocurrió de singular manera: un día tomó el hombre la bolsa de su dinero, y después de contarlo le dijo a su mujer: «Con el viaje del inglés y la venta de la jaca he hecho noventa y cinco duros; a poca suerte que tenga, puedo doblarlos arriesgándolos en el contrabando. Mañana me voy a Lisboa a comprar diamantes. Vamos a ver si hay que herrar el caballo.» Se levantó, encaminándose a la puerta con intención de ir a la cuadra; pero antes de trasponer el dintel, cayó muerto al suelo. Así son las cosas de este mundo. Bien dice el sabio: «Nadie está seguro del mañana.»

FIN DEL TOMO PRIMERO


NOTAS

[1] «Bernard’s Address to his army», a ballad from the Spanish; «The singing Mariner», a ballad from the Spanish; «The french Princess», a ballad from the Spanish. En «Monthly Magazine», volumen 57. (1824).

[2] «Celebrated Trials, and Remarkable Cases of Criminal Jurisprudence, from the earliest records to the year 1825». Seis volúmenes. Knight and Lacey. London, 1825.

[3] «Danish Traditions and Superstitions». En «Monthly Magazine», vols. 58, 59, 60.

[4] «Romantic Ballads», Translated from the Danish and Miscellaneous pieces, by George Borrow. Norwich, S. Wilkin. 1826.

[5] «Memoirs of Vidocq», principal agent of the French police until 1827. Writen by himself. Translated from the French. 4 vols. London, Whittaker, Treacher and Arnot. 1828-29.

[6] «¿No le ha chocado a usted nunca—le escribía en una ocasión su amigo el danés Hasfeldt—cuánto se parece usted al buen hidalgo Don Quijote de la Mancha? A mi juicio, podría usted pasar fácilmente por hijo suyo.» W. Knapp: Life, writings and correspondence of George Borrow. London, Murray, 1899. Vol. I, pág. 190.

[7] «Targum, or Metrical translations from thirty languages and dialects», by George Borrow. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.

[8] «The Talisman», from the Russian of Alexander Pushkin, with other pieces. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.

[9] Fechas establecidas por Mr. Knapp, separándose de las que Borrow da en La Biblia en España.

[10] El Nuevo Testamento, traducido al español de la Vulgata Latina, por el Rmo. P. Phelipe Scio de S. Miguel, de las Escuelas Pías, obispo electo de Segovia. Madrid. Imprenta a cargo de don Joaquín de la Barrera, 1837. En 8.º, 534 págs.

[11] Embeo e Majaró Lucas. Brotoboro rodado andré la chipé griega, acána chibado andré o Romanó, o chipé es Zincales de Sesé.

El Evangelio según S. Lucas, traducido al Romaní, o dialecto de los gitanos de España. [Madrid], 1837. En 16.º, 177 págs.

Segunda edición: Criscote e Majaró Lucas, chibado andré o Romanó, o chipé es Zincales de Sesé.

El Evangelio según S. Lucas, traducido al romaní, o dialecto de los gitanos de España. Lundra, 1872. En 16.º, 177 págs.

[12] Evangelioa San Lucasen Guissan. El Evangelio según S. Lucas, traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía Tipográfica, 1838. En 16.º, 176 págs.

[13] The Zincali; or An Account of the Gypsies of Spain. With an original collection of their Songs and Poetry, and a copious Dictionary of their Language. By George Borrow... In two volumes. London, John Murray, 1841.

[14] E. Thomas: George Borrow, the man and his books. I. V. London, Chapman and Hall, 1912.

[15] Hand-Book for Travellers in Spain and Readers at Home. London, Murray, 1845. 2 vols. 8.º «Las ediciones posteriores están abreviadas o adaptadas a los itinerarios del ferrocarril. El verdadero «Ford» no ha vuelto a parecer.» (Knapp.)

[16] The Bible in Spain; or the Journeys, Adventures, and Imprisonments of an Englishman, in an attempt to circulate the Scriptures in the Peninsula. By George Borrow, author of «The Gypsies of Spain». In three volumes. London, John Murray, 1843.

[17] Lavengro; the Scholar—the Gypsy—the Priest. By George Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1851.

The Romany Rye; a sequel to «Lavengro». By George Borrow... In two volumes. London, John Murray, 1857.

[18] Wild Wales: its people, Language, and Scenery. By George Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1862.

[19] Romano Lavo-Lil: Word-Book of the Romany, or English Gypsy Language... By George Borrow. London, John Murray, 1874.

[20] «Letters of George Borrow to the Bible Society», edited by T. H. Darlow, 1911.

[21] Ed. Thomas, cap. II.

[22] En gitano: moros del norte de África. Los vocablos no ingleses empleados por Borrow en The Bible in Spain se estampan en esta traducción con letra cursiva.

[23]

«Om Frands Gonzales, of Rodrik Cid, End siunges i Sierra Murene!»

Krönike Riim. Por Severin Grundtvig. Copenhague, 1829.

[24] Palabra rusa equivalente a padrecito.

[25] La primera guerra carlista.

[26] Caes do Sodré, ahora Praça dos Romulares. (Nota de U. R. Burke.)

[27] Es el Terreiro do Paço.

[28] H. Fielding.

[29] El Monte Moro de que habla Borrow en este capítulo y describe después en el VI es Montemôr, o Montemayor. (Knapp).

[30] La palabra suprimida parece ser «católicos». Borrow gustaba de éste, al parecer, insignificante misterio. (Nota del editor U. R. Burke.)

[31] Galaad, nieto de Manasés, padre de los galaaditas. Los israelitas de la tribu de Ephraim se amotinaron contra galaaditas y fueron vencidos. El modo de pronunciar la palabra Shibbolet (espiga) servía a los galaaditas para descubrir a los fugitivos de Ephraim que trataban de ocultar su origen; y una vez descubiertos, los degollaban. V. Libro de los jueces, XII, 1 a 6. (N. del T.)

[32] El nombre que no puede pronunciarse; es decir, Jehovah o Yahweh. (Nota de Burke.)

[33] «Todo animal que tiene la uña hendida en dos partes y rumia le podéis comer. Mas no debéis comer de los que rumian y no tienen la uña hendida... a éstos los tendréis por inmundos». Deuteronomio, XIV, 6 y 7 (N. del T.).

[34] Es Arrayolos. (Knapp).

[35] La fonda estaba en la calle de la Moraleja, núm. 30. (Knapp).

[36] Tijeras.

[37] Hok, fraude. Hokkano (en la lengua de gitanos ingleses): mentira; baró, grande.

[38] Ayer, mañana.

[39] Madrid.

[40] Chor, ladrón.

[41] Libro.

[42] Feria.

[43] Lit: piedra buena (talismán). Lachó: bueno.

[44] Busnó (pl. busné): el que no es gitano.

[45] Francés.

[46] Guardas o empleados del resguardo.

[47] La horca.

[48] Caló, Caloró (pl. Calés, Caloré): el que es del kalo rat, o sangre negra; un gitano.

[49] León.

[50] Castilla.

[51] Gitano.

[52] Chim: reino, comarca; Manró: pan, trigo. Chim del Manró: tierra del trigo: Extremadura.

[53] Grà, gras, graste, gry: caballo.

[54] Chulí (pl. Chulé): un duro.

[55] Basta.

[56] Drun, drom: camino. Drungruje o drunji: camino real.

[57] Galera.

[58] Arrieros.

[59] Cerdo.

[60] Li o Lil: papel, carta, libro.

[61] Aguardiente.

[62] Foro: pueblo, ciudad.

[63] Engañado. Terminación inglesa añadida a la terminación española de la palabra romani jonjabar, engañar. Jojana: engaño.

[64] El crallis ha nicobado la liri de los Calés.

[65] Juntuno: espía.

[66] Los moros.

[67] Negociando, negociando; tiene muchos negocios que hacer.

[68] Corazón.

[69] O Quer: Casa.

[70] Chabó, chabé, chaboró: mozo, joven, individuo.

[71] Brida.

[72] Terelar: atar.

[73] Callee, callí, fem. de caló.

[74] Muchacha; fem. de chabó.

[75] Soldados.

[76] Corahano: moro; fem. corahani.

[77] Pl. de sesó: español.

[78] Ro, rom: marido; un gitano casado. Roma, los maridos, nombre genérico del pueblo gitano, o Romani.

[79] Taberna.

[80] Mulato.

[81] Gitanos.

[82] La verdad.

[83] Parnó: blanco; parné: moneda de plata. En general: dinero.

[84] Fortuna. Penar bají: decir la buena ventura.

[85] Pl. de Candory: cristiano.

[86] Portugueses.

[87] Viuda.

[88] Gitana casada.

[89] Pl. irreg. de chabó.

[90] Fem. de liló: tonto, loco.

[91] Antonio.

[92] Guitarra.

[93] Copla.

[94] Cama.

[95] Pesebre.

[96] Hechicera.

[*] Borrow se detuvo en Mérida por la boda gitana descrita en The Zincali. (Knapp).

[97] Venenos.

[98] ¡Oh madre de los gitanos!

[99] Doncellez.

[100] Con las manos.

[101] Perdida.

[102] Grande.

[103] Seda.

[104] Oro.

[105] Agua.

[106] Verdaderamente.

[107] Simple.

[108] No le digas nada, mozo mío; es un perro alguacil.

[109] Beng; Bengui: el diablo.

[110] Cárcel.

[111] Tabaco.

[112] Mucho; abundante.

[113] Posada.

[114] Plan, Planoró, Plal: Hermano, camarada.

[115] Estaba en Las Gamas, cerca de Carrascal. (Knapp).

[116] Pueblos.

[117] Pastores.

[118] Mailla, burra.

[119] Una autoridad.

[120] Cuchillo.

[121] Corazón.

[122] El Salvador, Jesús.

[123] Ingleses.

[124] Dios.

[125] Pinró, Pindró (pl. Pindré): pie.

[126] Onza.

[127] Oropesa, sin duda alguna, anota Burke. La Calzada de Oropesa, según Knapp.

[128] Este es un nombre puesto a capricho por Borrow a su interlocutor. (Nota de Burke.)

[129] Iba desde la de Preciados a la del Arenal; desde la calle de la Zarza salía a la Puerta del Sol el callejón del Cofre, o de Cofreros. Desaparecieron al ensanchar la Puerta del Sol.

[130] Doce onzas de pan, o libra corta, ración de la cárcel. (Nota de Borrow.)

[131] Amigo.

[132] Bruja. En alemán, Hexe. (Nota de Borrow.)

[133] Los de la Revolución de julio de 1830.

[134] Romano Chal, gitano.

[135] Palabra compuesta del griego moderno πέταλον y del sánscrito kara; significa literalmente «Señor de la herradura», o sea el hacedor de ellas; es una de las denominaciones secretas de «Los forjadores», tribu de los gitanos ingleses. (Nota de Borrow). Petulengro y Petalengro (en gitano inglés) forjador de herraduras. (Glosario de Burke).

[136] Era el Café Nuevo (Knapp).

[137] Una noche, estando contigo.

[138] Amigo.

[139] 1836.

[140] Era un comerciante, John Wilby, representante de la Sociedad Bíblica (Knapp).

[141] Se alojó en la Posada Francesa, en la calle de San Francisco y de la Neveria, hoy Hotel de París (Knapp).

[142] El amigo del barón Taylor era John Wetherell, hijo de un famoso curtidor de pieles de igual nombre. En 1874 el gobierno español indujo a John Wetherell a establecer en Sevilla una manufactura de curtidos finos, concediéndole para su instalación el convento de Jesuítas y una extensión de terreno; le aseguró además ciertos privilegios y contratas para el ejército. Wetherell llevó a Sevilla máquinas y obreros ingleses; pero la empresa se hundió porque el gobierno no pagó las contratas y retiró la protección ofrecida. Wetherell murió arruinado. (Knapp).

[143] Alude, probablemente, a Khartum, capital del Sudán. (Nota de Burke.)

[144] The mystery of Udolpho, por Mrs. Radcliffe (1764-1823). (Nota de Burke.)

[145] Puente. (Nota de Burke.)


Nota de transcripción

 

 

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 51019 ***