En las cercanías de Belén se para
el cortejo. ¿A causa? A causa de que
una dulce niña de belleza rara
surge ante los magos, toda ensueño y fe.
—¡Oh, Reyes!—les dice—Yo soy una niña
que oyó a los vecinos pastores cantar,
y desde la próxima florida campiña
miró vuestro regio cortejo pasar.
Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno,
que el mundo está lleno de gozo por él,
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno,
que hace al sol más sol, y a la miel más miel.
Aun no llega el día ... ¿Dónde está el establo?
Prestadme la estrella para ir a Belén.
No tengáis cuidado que la apague el diablo;
con mis ojos puros la cuidaré bien.
Los magos quedaron silenciosos. Bella
de toda belleza, a Belén tornó
la estrella; y la niña, llevada por ella
al establo, cuna de Jesús, entró.
Pero cuando estuvo junto a aquel infante,
en cuyas pupilas miró a Dios arder,
se quedó pasmada, pálido el semblante,
porque no tenía nada que ofrecer.
La Madre miraba su niño-lucero;
las dos bestias buenas daban su calor;
sonreía el santo viejo carpintero;
y la niña estaba temblando de amor.
Allí había oro en cajas reales,
perfumes en frascos de hechura oriental,
inciensos en copas de finos metales,
y quesos, y flores, y miel de panal.
Se puso rosada, rosada, rosada ...
ante la mirada del niño Jesús.
(Felizmente que era su madrina una hada,
de Anatole France o el doctor Mardrús.)
¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella!
¿Qué dar a ese tierno, divino Señor?
Le hubiera ofrecido la mágica estrella,
la de Baltasar, Gaspar y Melchor ...
Mas a los influjos del hada amorosa,
que supo el secreto de aquel corazón,
se fué convirtiendo poco a poco en rosa,
en rosa más bella que las de Sarón.
La metamorfosis fué santa aquel día.
(La sombra lejana de Ovidio aplaudía),
pues la dulce niña ofreció al Señor,
que le agradecía y le sonreía,
en la melodía de la Epifanía,
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.