Title: Novelas y teatro
Author: Miguel de Cervantes Saavedra
Release date: February 20, 2005 [eBook #15115]
Most recently updated: December 14, 2020
Language: Spanish
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Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte. Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada. La abuela conoció el tesoro que en la nieta tenía, y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire. Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo, y no faltó poeta que se los diese.
Crióse Preciosa en diversas partes de Castilla, y a los quince años de su edad su abuela putativa la volvió a la Corte y a su antiguo rancho, que es adonde ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando en la Corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera entrada que hizo Preciosa en Madrid fué un día de Santa Ana, patrona y abogada de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro muchachas, y un gitano, gran bailarín, que las guiaba; y aunque todas iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal, que poco a poco fué enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecía la belleza y donaire de la Gitanilla, y corrían los muchachos a verla y los hombres a mirarla. Pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, ¡allí fué ello! Allí sí que cobró aliento la fama de la Gitanilla, y de común consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María, delante de la imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas, al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas, cantó un romance.
El cantar de Preciosa fué para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían: "¡Dios te bendiga, la muchacha!" Otros: "¡Lástima es que esta mozuela sea gitana! En verdad en verdad que merecía ser hija de un gran señor."
Acabáronse las vísperas, y la fiesta de Santa Ana, y quedó Preciosa algo cansada; pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta, y de bailadora, que a corrillos se hablaba della en toda la Corte. De allí a quince días volvió a Madrid con otras tres muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas apercebidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos. Nunca se apartaba della la gitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenía por abuela. Pusiéronse a bailar a la sombra en la calle de Toledo, y de los que las venían siguiendo se hizo luego un gran corro; y en tanto que bailaban, la vieja pedía limosna a los circunstantes, y llovían en ella ochavos y cuartos como piedras a tablado; que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.
Acabado el baile, dijo Preciosa:
--Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en extremo, que trata de cuando la Reina nuestra señora Margarita salió a misa en Valladolid y fué a San Llorente: dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitán del batallón.
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:
--Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos.
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto, y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas, y al tono correntío y loquesco cantó el romance.
Apenas lo acabó cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola, que dijo:
--¡Torna a cantar, Preciosica; que no faltarán cuartos como tierra!
Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa, y viendo tanta gente junta, preguntó qué era, y fuéle respondido que estaban escuchando a la Gitanilla hermosa, que cantaba. Llegóse el Tiniente, que era curioso, y escuchó un rato, y por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin; y habiéndole parecido por todo extremo bien la Gitanilla, mando a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas; que quería que las oyese dona Clara su mujer. Hizolo así el paje, y la vieja dijo que sí iria.
Acabaron el baile y el canto y se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vió en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.
--¿Quiérenme dar barato, ceñores?--dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas; que no naturaleza.
A la voz de Preciosa, y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes, y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:
--Entren, entren las gitanillas; que aquí les daremos barato.
--Caro sería ello--respondió Preciosa--si nos pellizcacen.
--No, a fe de caballeros--respondió uno--; bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.
--Si tú quieres entrar, Preciosa--dijo una de las tres gitanillas que iban con ella--, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
--Mira, Cristina--respondió Preciosa--: de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huír de las ocasiones; pero han de ser de las secretas, y no de las públicas.
--Entremos, Preciosa--dijo Cristina--; que tú sabes más que un sabio.
Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vió un papel que traía en el seno, y llegándose a ella se le tomó, y dijo Preciosa:
--¡Y no me le tome, señor; que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído!
--Y ¿sabes tú leer, hija?--dijo uno.
--Y escribir--respondió la vieja--; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel, y vió que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:
--En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro: toma este escudo que en el romance viene.
--Basta--dijo Preciosa---, que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle: si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno; que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la Gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.
Los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuése en casa del señor Teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento a aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor Teniente, como habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de Mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa; y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores; y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:
--¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:
--¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:
--¡Por Dios, tan linda es la Gitanilla, que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
--De tres o cuatro maneras--respondió Preciosa.
--Y ¿eso más?--dijo doña Clara---. Por vida del Tiniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.
--Dénle, dénle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz--dijo la vieja--, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.
Echó mano a la faldriquera la señora Tenienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual visto por Preciosa dijo:
--Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos, la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro; que soy como los sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.
--Donaire tienes, niña, por tu vida--dijo la señora vecina.
Y volviéndose al escudero, le dijo:
--Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele; que en viniendo el doctor mi marido os le volveré.
--Sí tengo--respondió Contreras--; pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís, que cené anoche; dénmelos; que yo iré por él en volandas.
--No tenemos entre todas un cuarto--dijo doña Clara---, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:
--Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
--Antes--respondió Preciosa--se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.
--Uno tengo yo--replicó la doncella---; si éste basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
--¿Por un dedal tantas buenasventuras?--dijo la gitana vieja---. Nieta, acaba presto; que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora Teniente y dijo la buenaventura; y en acabándola encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella las remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata para hacer las cruces. En esto, vino el señor Tiniente, a quien contaron maravillas de la Gitanilla; él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y poniendo la mano en la faldriquera. hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado, y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía, y dijo:
--¡Por Dios que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica; que yo os le daré después.
--¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?
--Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
A lo cual dijo doña Clara:
--Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
--Antes si no me dan nada--dijo Preciosa---, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores; pero trairé tragado que no me han de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced, señor Tiniente; coheche, y tendrá dineros, y no haga usos nuevos; que morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.
--Así lo dicen y lo hacen los desalmados--replicó el Teniente---; pero el juez que da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro.
--Habla vuesa merced muy a lo santo, señor Teniente --respondió Preciosa---; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
--Mucho sabes, Preciosa--dijo el Tiniente---. Calla, que yo daré traza que sus Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
--Querránme para truhana--respondió Preciosa---, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían; pero en algunos palac|más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
--Ea, niña--dijo la gitana vieja--, no hables más; que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado; no te asotiles tanto, que te despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías; que no hay ninguna que no amenace caída.
--¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! --dijo a esta sazón el Tiniente.
Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo la doncella del dedal:
--Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal; que no me queda con qué hacer labor.
--Señora doncella--respondió Preciosa---, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras. Porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversas colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole y pusiéronsele a mirar muy de espacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo. El se llegó a ellas, y hablando con la gitana mayor, le dijo:
--Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
--Como no nos desviemos mucho, ni no nos tardemos mucho, sea en buen hora--respondió la vieja.
Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así en pie, como estaban, el mancebo les dijo:
--Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías (que siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy caballero, como lo puede mostrar este hábito--y apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España---; soy hijo de Fulano--que por buenos respectos aquí no se declara su nombre---; estoy debajo de su tutela y amparo; soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi padre está aquí en la Corte pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso, quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere; y para conservarlo y guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en marmóles, cuya dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda. Mi nombre es éste--y díjoselo---; el de mi padre ya os le he dicho; la casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos también; que no es tan escura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que pienso daros; porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando. Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:
--Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este señor.
--Responde lo que quisieres, nieta--respondió la vieja---; que yo sé que tienes discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
--Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas y aunque de quince años (que, según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. El temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de. muchas obras dudo. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra: pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo; de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa. Y habéis de considerar que en el tiempo de este noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto ahinco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna dellas, no habéis de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:
--No es éste caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse: volveos, señor, a la villa, y considerad de espacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
--Satanás tienes en tu pecho, muchacha--dijo a esta sazón la gitana vieja---: ¡mira que dices cosas, que no las diría un colegial de Salamanca! ¿cómo es esto? que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
--Calle, abuela--respondió Preciosa---, y sepa que todas las cosas que me oye son nonada y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía, y toda la discreción que mostraba, era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del caballero. Finalmente, quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y diósdos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomaste en ninguna manera; a quien la gitana dijo:
--Calla, niña; que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fué indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: "Al cielo rogando, y con el mazo dando." Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar cosidos en el alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las yerbas de Extremadura? Y si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano, como destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes me he visito casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho, que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
--Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los Emperadores; quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que la vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo; que ha mucho que nos esperan, y ya deben de estar enfadadas.
--Así verán ellas--replicó la vieja--moneda déstas como veen al Turco agora. Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
--Sí traigo--dijo él galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por las esquinas: "Víctor, Víctor."
En resolución, concertaron la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuése gitano, Andrés Caballero, porque también había gitanos entre ellos deste apellido.
Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) las dejó, y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho; entró en Madrid, y como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y habiendo andado hasta la mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vió en ellos a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual apenas también hubo visto la Gitanilla cuando dijo:
--Subid, niñas; que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el enamorado Andrés, que cuando vió a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto de perder los sentidos: tanto fué el sobresalto que recibió con su vista. Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para informarse de los criados de las verdades de Andrés. Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los demás:
--Esta debe ser, sin duda, la Gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
--Ella es--replicó Andrés--, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha visto.
--Así lo dicen--dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando--; pero en verdad que se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
--¡Por vida de don Juanico mi hijo--dijo el anciano---, que aún sois más hermosa de lo que dicen, linda gitana!
--Y ¿quién es don Juanico su hijo?--preguntó Preciosa.
--Ese galán que está a vuestro lado--respondió el caballero.
--En verdad que pensé--dijo Preciosa--que juraba vuesa merced por algún niño de dos años. ¡Mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad que pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde, o se le trueca.
--Basta--dijo uno de los presentes--; que sabe la Gitanilla desrayas.
A lo que respondió Preciosa.
--Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino: yo sé del señor don Juanico, sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el bayo, y otro el que le ensilla; el hombre pone, y Dios dispone; quizá pensará que va a Oñez, y dará en Gamboa.
A esto respondió don Juan:
--En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición; pero en lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún desmán que lo estorbase.
--Calle, señorito--respondió Preciosa--, y encomiéndese a Dios; que todo se hará bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que como hablo mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a que no te partieses, sino que sosegases el pecho, y te estuvieses con tus padres, para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra, cuanto más que harta guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho. Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
--Otra vez te he dicho, niña--respondió el don Juan que había de ser Andrés Caballero--, que en todo aciertas sino en el temor que tienes que no debo de ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda; la palabra que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida; pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas.
Subió, en esto, la gitana vieja, y dijo:
--Nieta, acaba; que es tarde, y hay mucho que hacer y más que decir.
--Por vida de Preciosita--dijo el padre de Andrés--que bailéis un poco con vuestras compañeras; aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja cuando dijo:
--Ea, niñas, haldas en cinta y dad contento a estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos, con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa como si allí tuvieran el centro de su gloria.
Despidiéronse las gitanas, y al irse dijo Preciosa a don Juan:
--Mire, señor: cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere; que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
--No es tan libre la del soldado, a mi parecer --respondió don Juan--, que no tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
--Más veréis de lo que pensáis--respondió Preciosa---, y Dios os lleve y traiga con bien, como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron contentísimas. Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.
Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno; halló en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho gusto. El les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a sus barracas. Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:
--Esta se podrá vender el jueves en Toledo.
--Eso no--dijo Andrés--, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
--¡Par Dios, señor Andrés!--dijo uno de los gitanos---, que aunque la mula tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos de manera que no la conociera ni el dueño que la ha criado.
--Con todo eso--respondió Andrés--, por esta vez se ha de seguir y tomar el parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrado donde aun los huesos no parezcan.
--¡Pecado grande!--dijo otro gitano--: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora de manera que se le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.
--En ninguna manera consentiré--dijo Andrés--que la mula no muera, aunque más me aseguren su transformación: yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la tierra. Y si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen cuatro mulas.
--Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero--dijo otro gitano--, muera la sin culpa, y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas, de la espuela.
Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo y unas tenazas, y al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente. A todo se halló presente Preciosa, y otras muchas gitanas, viejas y mozas, que las unas con maravilla, otras con amor, le miraban: tal era la gallarda disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a Preciosa, y puesto delante de Andrés, dijo:
--Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que sabemos que viven en España, te la entregamos por esposa, porque la libre y ancha vida nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te descontente, y si la vees, escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare; que la que escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de dejar por otra. Con nuestras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los ríos: los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas, uvas; las huertas, hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados, caza; sombra las peñas, aire fresco las quiebras, y casas las cuevas. Para nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos; para nosotros son los duros terreros colchones de blandas plumas; el cuero curtido de nuestros cuerpos nos sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando nos conviene: siempre nos preciamos más de mártires que de confesores; para nosotros se crían las bestias de carga en los campos y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay águila, ni ninguna otra ave de rapiña que más presto se abalance a la presa que se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos señalen; y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen; porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos, y de noche hurtamos, o, por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar dónde pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la ambición de acrecentarla, ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales, ni a acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran. Somos astrólogos rústicos, porque como casi siempre dormimos al cielo descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y humedeciendo la tierra, y luego, tras ella, el sol, dorando cumbres (como dijo el otro poeta) y rizando montes; ni tememos quedar helados por su ausencia cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos particularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al yelo, a la esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: "Iglesia, o mar, o casa real", tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, por que no ignoréis la vida a que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.
Calló en diciendo esto el elocuente y viejo gitano, y el novicio dijo que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos, y que sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría coronas e imperios y sólo los desearía para servirla.
A lo cual respondió Preciosa:
--Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío, y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tus dineros no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores no pueden entregarte mi alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que en alcanzando la liebre que sigue, la coge, y la deja, por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien les parece el oropel como el oro; pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada, nadie se puede deshacer della sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y remiralla, y ver en ella las faltas o las virtudes que tiene.
--Tienes razón ¡oh Preciosa!--dijo a este punto Andrés---; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte; que a todo me hallarás dispuesto.
--No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero remitirlo todo a la experiencia deste noviciado.
--Sea ansí--respondió Andrés--. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa, por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.
--Calla, hijo--dijo el gitano viejo--; que aquí te industriaremos de manera, que salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo, que te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho!
--De azotes he visto yo volver a algunos desos vacíos--dijo Andrés.
--No se toman truchas, etcétera--replicó el viejo--: todas las cosas desta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón, al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anegue, han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que es azotado por justicia entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas; que a su tiempo os sacaremos a volar, y en parte donde no volváis sin presa, y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.
--Pues para recompensar--dijo Andrés--lo que yo podía hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del rancho.
Apenas hubo dicho esto cuando arremetieron a él muchos gitanos, y levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el "¡Víctor, víctor, y el grande Andrés!", añadiendo: "¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!"
Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes; que la envidia también se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores como en palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente; repartióse el dinero prometido con equidad y justicia; renováronse las alabanzas de Andrés; subieron al cielo la hermosura de Preciosa. Llegó la noche, acocotaron la mula, y enterráronla de modo, que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla, y freno, y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.
De todo lo que había visto y oído, y de los ingenios de los gitanos, quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa sin entremeterse nada en sus costumbres, o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas injustas que le mandasen, a costa de su dinero. Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba; ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina. Levantaron, pues, el rancho, y diéronle a Andrés una pollina en que fuese; pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba, ella contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho esto, todas las gitanas viejas, y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares, o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fué con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma, y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros habían hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera. Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en compañía de nadie; porque para huír del peligro tenía ligereza, y para acometelle no le faltaba el ánimo; así, que el premio o el castigo de lo que hurtase quería que fuese suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia. Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della; de que no poco se holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón; pero, con todo esto, estaba temerosa de alguna desgracia; que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su Agosto, aunque era por el mes de Septiembre, y desde allí se entraron en Extremadura, por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante, y él, del mismo modo, sí pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. A doquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza; finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades, y al par desta fama corría la de la hermosura de la Gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera iba el aduar rico, próspero y contento. Fueron de parecer los gitanos de ir a Sevilla, pero la abuela de Preciosa dijo que ella no podía ir a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que como oyó el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dió tanta priesa a salir de la tinaja, que dió con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se magulló las carnes, derramóse el agua, y él quedó nadando en ella, y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo; y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: "¡Socorro, señores, que me ahogo", tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y, con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el dedo y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la gitana vieja, y esto dio por excusa para no ir a Sevilla. Los gitanos determinaron de torcer el camino a mano izquierda.
Dejaron, pues, a Extremadura y entráronse en la Mancha, y poco a poco fueron caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra y de otros ejercicios de fuerza, maña y ligereza, y de todo salía vencedor Andrés.
Una mañana se levantó el aduar, y se fueron a alojar en un lugar de la jurisdición de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una desgracia que le puso en punto de perder la vida; y fué que, después de haber dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de costumbre, Preciosa y su abuela, y Cristina con otras dos gitanillas, y Andrés, se alojaron en un mesón de un viuda rica al cual tenia una hija, de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que hermosa, y, por más señas, se llamaba Juana Carducha. Esta, habiendo visto bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se propuso tomar por marido a Andrés si él quisiese, aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo y hallóla en un corral, donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos. Llegóse a él, y con priesa, por no ser vista, le dijo:
--Andrés--que ya sabía su nombre---, yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo, y amén desto, tiene muchos majuelos, y otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti está; respóndeme presto, y si eres discreto, quédate, y verás qué vida nos damos.
Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que ella pedía le respondió:
--Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos sino con gitanas: guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de quien yo no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas. Salióse corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés, como discreto, determinó de poner tierra en medio, y desviarse de aquella ocasión que el diablo le ofrecía, y así, pidió a todos los gitanos que aquella noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron luego por obra, y cobrando sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha ordenó de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía; y así, con la industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata, con otros brincos suyos, y apenas habían salido del mesón, cuando dió voces, diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas; a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo. Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron dijo que preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador; que ella le había visto entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase. Entendió Andrés que por él lo decía, y riéndose, dijo:
--Señora doncella, ésta es mi recámara y éste es mi pollino: si vos halláredes en ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto; de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto, que no pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.
--¿No sospeché yo bien?--dijo a esta sazón la Carducha--. ¡Mirad con qué buena cara se encubre un ladrón tan grande!
A todo callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de la Carducha. En esto, se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del Alcalde, y sin más ni más alzó la mano, y le dió un bofetón, tal, que le hizo volver de su embelesamiento y le hizo acordar que no era Andrés Caballero, sino don Juan y caballero; y arremetiendo al soldado con mucha presteza y más cólera, le arrancó su misma espada de la vaina, y se la envainó en el cuerpo, dando con él muerto en tierra.
Aquí fué el gritar del pueblo; aquí el amohinarse el tío Alcalde; aquí el desmayarse Preciosa, y el turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita, y por acudir Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa; finalmente, tantos cargaron sobre Andrés, que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el Alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano; pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdición. No le llevaron hasta otro día, y en el que allí estuvo pasó Andrés muchos martirios y vituperios, que el indignado Alcalde, y sus ministros, y todos los del lugar le hicieron. Prendió el Alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron. Finalmente, con la sumaria del caso y con una gran cáfila de gitanos, entraron el Alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los cuales iba Preciosa y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho, y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos; que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fué tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora Corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el Corregidor su marido mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí, y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya escuridad y la falta de la luz de Preciosa le trataron de manera, que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a Preciosa con su abuela a que la Corregidora la viese, y así como la vió dijo:
--Con razón la alaban de hermosa.
Y llegándola a sí, la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.
--Quince años--respondió la gitana--, dos meses más a menos.
--Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me ha renovado mi desventura! --dijo la Corregidora.
Tomó, en esto, Preciosa las manos de la Corregidora, y besándoselas muchas veces, se las bañaba con lágrimas y le decía:
--Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fué provocado: llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal, que en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora, que le hagáis guardar su justicia, y que el señor Corregidor no se dé priesa a ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su vida está el de la mía. El ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos han estorbado que aún hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis qué es amor, y algún tiempo le tuvistes, y ahora le tenéis a vuestro esposo, doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.
Estando en esto, entró el Corregidor, y hallando a su mujer y a Preciosa llorosas y encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto como de la hermosura; preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dió Preciosa fué soltar las manos de la Corregidora y asirse de los pies del Corregidor, diciéndole:
--¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! ¡El no tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena; y si esto no puede ser, a lo menos, entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios posibles para su remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase el cielo la salud de gracia.
Con nueva suspensión quedó el Corregidor de oír las discretas razones de la Gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara en sus lágrimas. En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y diversas cosas, y al cabo de toda esta suspensión e imaginación, dijo:
--Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco; que yo haré que estos llantos se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso se salió de donde estaba, dejando a los presentes confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su esposo, con intención de avisar a su padre, que viniese a entender en ella. Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al Corregidor que con su mujer y ella se entrasen en un aposento; que tenía grandes cosas que decirles en secreto. El Corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
--Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo que quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores, primero, si conocéis estas joyas.
Y descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las manos al Corregidor, y en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó lo que podían significar. Mirólos también la Corregidora, pero tampoco dió en la cuenta: sólo dijo:
--Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
--Así es la verdad--dijo la gitana--; y de qué criatura sean lo dice ese escrito que está en ese papel doblado.
Abrióle con priesa el Corregidor, y leyó que decía: "Llamábase la niña doña Costanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña Guiomar de Meneses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de Calatrava. Desparecíla día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana, del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos brincos que en este cofre están guardados."
Apenas hubo oído la Corregidora las razones del papel, cuando reconoció los brincos, se los puso a la boca y dándoles infinitos besos, se cayó desmayada. Acudió el Corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y habiendo vuelto en sí, dijo:
--Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adonde está el dueño, digo, la criatura cuyos eran estos dijes?
--¿Adónde, señora?--respondió la gitana--. En vuestra casa la tenéis: aquella gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna vuestra hija; que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y criadas, todavía llorando; arremetió a ella, y sin decirle nada, con gran priesa le desabrochó el pecho y miró si tenía una señal pequeña, a modo de lunar blanco, con que había nacido, y hallóle ya grande; que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la descalzó, y descubrió un pie de nieve y de marfil, hecho a torno, y vio en él lo que buscaba; que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca se la habían querido cortar, por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana, y el sobresalto y alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron, con toda verdad confirmaron en el alma de la Corregidora ser Preciosa su hija; y así, cogiéndola en sus brazos, se volvió con ella adonde el Corregidor y la gitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas diligencias, y más viéndose llevar en brazos de la Corregidora, y que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la presencia de su marido, y trasladándola de sus brazos a los del Corregidor, le dijo:
--Recebid, señor, a vuestra hija Costanza; que ésta es sin duda: no lo dudéis, señor, en ningún modo; que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto, y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde él instante que mis ojos la vieron.
--No lo dudo--respondió el Corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa--; que los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra; y más, que tantas puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la Gitanilla era hija de sus señores?
El Corregidor dijo a su mujer, y a su hija, y a la gitana vieja que aquel caso estuviese secreto hasta que él le descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él la perdonaba el agravio que le había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores albricias merecía, y que sólo le pesaba de que sabiendo ella la calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.
--¡Ay!--dijo a esto Preciosa--, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que es matador. Pero fuélo del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de mostrar quién era, y matarle.
--¿Cómo que no es gitano, hija mía?--dijo doña Guiomar.
Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se llamaba don Juan de Cárcamo, asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella tenía cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre Preciosa y don Juan estaba hecho de aguardar dos años de aprobación para desposarse o no; puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable condición de don Juan. Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó él Corregidor a la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí, y volvió con otro gitano que los trujo.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil preguntas, a quien respondió con tanta discreción y gracia, que aunque no la hubieran reconocido por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya no se extendería a más él agradecimiento de aquello que sus señores padres quisiesen.
--Calla, hija Preciosa --dijo su padre-- (que este nombre de Preciosa quiero que se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo); que yo, como tu padre, tomo a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre, como era discreta, entendió que suspiraba de enamorada de don Juan, dijo a su marido:
--Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.
Y él respondió:
--Aún hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún tiempo; que en casándola, no será nuestra, sino de su marido.
--Razón tenéis, señor--respondió ella--; pero dad orden de sacar a don Juan, que debe de estar en algún calabozo.
--Si estará--dijo Preciosa--; que a un ladrón, matador, y, sobre todo, gitano, no le habrán dado mejor estancia.
--Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión--respondió el Corregidor---, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta que yo lo quiera.
Llegóse la noche, y siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin las esposas y el piedeamigo; pero no sin una gran cadena que desde los pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó deste modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le traían, en casa del Corregidor, y con silencio y recento le entraron en un aposento donde estaban solamente doña Guiomar, el Corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero cuando Preciosa vió a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón, y se arrimó al brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
--Vuelve en ti niña; que todo lo que vees ha de redundar en tu gusto y provecho.
Con todo esto, quería saber de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que le hallase esposo de Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
--Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio, y ha descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del mundo, la tuviera en tanto, que pusiera término a mis deseos, sin osar desear otro bien sino el del cielo.
--Pues por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y entrego en esperanza, por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento: abrazó a sus suegros; llamólos padres y señores suyos; besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le pedía las suyas.
Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana; volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado. Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque bajase de la querella y perdonase a don Juan.
Dijo el Corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre don Francisco de Cárcamo estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase; pero que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el Arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser muy bien quisto el Corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del desposorio; quedóse la gitana vieja en casa; que no se quiso apartar de su nieta Preciosa.
Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la Gitanilla; supo don Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano, y ser la Preciosa la Gitanilla que él había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más porque vió cuan bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don Fernando de Azevedo. Dió priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el extraño caso, juntamente con la sin igual belleza de la Gitanilla. Y de tal manera escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la mesonera descubrió a la justicia no ser verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su culpa, a quien no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se enterró la venganza y resucitó la clemencia.
En Burgos, ciudad ilustre y famosa, no ha muchos años que en ella vivían dos caballeros principales y ricos: el uno se llamaba don Diego de Carriazo, y el otro, don Juan de Avendaño. El don Diego tuvo un hijo, a quien llamó de su mismo nombre, y el don Juan otro, a quien puso don Tomás de Avendaño. A estos dos caballeros mozos, como quien han de ser las principales personas deste cuento, por excusar y ahorrar letras, les llamaremos con solos los nombres de Carriazo y de Avendaño. Trece años, o poco más, tendría Carriazo, cuando, llevado de una inclinación picaresca, sin forzarle a ello algún mal tratamiento que sus padres le hiciesen, sólo por su gusto y antojo, se desgarró, como dicen los muchachos, de casa de sus padres, y se fué por ese mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo no echaba menos la abundancia de la casa de su padre, ni el andar a pie le cansaba, ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadaba: para él todos los tiempos del año le eran dulce y templada primavera; tan bien dormía en parvas como en colchones; con tanto gusto se soterraba en un pajar de un mesón como si se acostara entre dos sábanas de Holanda. Finalmente, él salió tan bien con el asumpto de pícaro, que pudiera leer cátedra en la facultad al famoso de Alfarache.
En tres años que tardó en parecer y volver a su casa aprendió a jugar a la taba en Madrid, y al rentoy en las Ventillas de Toledo, y a presa y pinta en pie en las barbacanas de Sevilla; pero con serle anejo a este género de vida la miseria y estrecheza, mostraba Carriazo ser un príncipe en sus cosas: a tiro de escopeta, en mil señales, descubría ser bien nacido, porque era generoso y bien partido con sus camaradas. En Carriazo vió el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto. Pasó por todos los grados de pícaro, hasta que se graduó de maestro en las almadrabas de Zahara, donde es el finibusterræ de la picaresca.
El último verano le dijo tan bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales, con los cuales quiso vestirse, y volverse a Burgos y a los ojos de su madre, que habían derramado por él muchas lágrimas. Despidióse de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos; prometióles que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no lo estorbase; dejó con ellos la mitad de su alma, todos sus deseos entregó a aquellas secas arenas, que a él le parecían más frescas y verdes que los campos Elíseos. Y por estar ya acostumbrado de caminar a pie, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates se llegó desde Zahara hasta Valladolid, cantando "Tres ánades, madre". Estúvose allí quince días para reformar la color del rostro, sacándola de mulata a flamenca, y para trastejarse, y sacarse del borrador de pícaro y ponerse en limpio de caballero. Todo esto hizo según y como le dieron comodidad quinientos reales con que llegó a Valladolid, y aún dellos reservó ciento para alquilar una mula y un mozo, con que se presentó a sus padres honrado y contento. Ellos le recibieron con mucha alegría, y todos sus amigos y parientes vinieron a darles el parabién de la buena venida del señor don Diego de Carriazo su hijo.
Entre los que vinieron a ver el recién llegado fueron don Juan de Avendaño y su hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad estrechísima. Contó Carriazo a sus padres, y a todos, mil magníficas y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido en los tres años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por pienso, en las almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la imaginación, especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo donde había prometido a sus amigos la vuelta. Ni le entretenía la caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto: todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le ofrecían anteponía el que había recebido en las almadrabas.
Avendaño su amigo, viéndole muchas veces melancólico e imaginativo, fiado en su amistad, se atrevió a preguntarle la causa, y se obligó a remediarla, si pudiese y fuese menester, con su sangre misma. No quiso Carriazo tenérsela encubierta, por no hacer agravio a la grande amistad que profesaban; y así, le contó punto por punto la vida de jábega, y cómo todas sus tristezas y pensamientos nacían del deseo que tenía de volver a ella: pintósela de modo, que Avendaño, cuando le acabó de oir, antes alabó que vituperó su gusto. En fin, el de la plática fué disponer Carriazo la voluntad de Avendaño de manera, que determinó de irse con él a gozar un verano de aquella felicísima vida que le había descrito, de lo cual quedó sobremodo contento Carriazo, por parecerle que había ganado un testigo de abono que calificase su baja determinación. Trazaron ansimismo de juntar todo el dinero que pudiesen; y el mejor modo que hallaron fué que de allí a dos meses había de ir Avendaño a Salamanca, donde por su gusto tres años había estado estudiando las lenguas griega y latina, y su padre quería que pasase adelante y estudiase la facultad que él quisiese; y que del dinero que le diese habría para lo que deseaban.
En este tiempo propuso Carriazo a su padre que tema voluntad de irse con Avendaño a estudiar a Salamanca. Vino su padre con tanto gusto en ello, que hablando al de Avendaño, ordenaron de ponerles junios casa en Salamanca, con todos los requisitos que pedía ser hijos suyos. Llegóse el tiempo de la partida; proveyéronles de dineros, y enviaron con ellos un ayo que los gobernase, que tenia más de hombre de bien que de discreto. Los padres dieron documentos a sus hijos de lo que habían de hacer, y de como se habían de gobernar para salir aprovechados en la virtud y en las ciencias, que es el fruto que todo estudiante debe pretender sacar de sus trabajos y vigilias, principalmente los bien nacidos. Mostráronse los hijos humildes y obedientes; lloraron las madres; recibieron la bendición de todos; pusiéronse en camino con mulas propias y con dos criados de casa, amén del ayo, que se había dejado crecer la barba, por que diese autoridad a su cargo.
En llegando a la ciudad de Valladolid dijeron al ayo que querían estarse en aquél lugar dos días para verle, porque nunca le habían visto, ni estado en él. Reprehendiólos mucho el ayo, severa y ásperamente, la estada, diciéndoles que los que iban a estudiar con tanta priesa como ellos no se habían de detener una hora a mirar niñerías.
Los mancebitos, que tenían ya hecho su agosto, y su vendimia, pues habían ya robado cuatrocientos escudos de oro que llevaba su mayor, dijeron que sólo los dejase aquel día, en el cual querían ir a ver la fuente de Argales, que la comenzaban a conducir a la ciudad por grandes y espaciosos acueductos. En efecto, aunque con dolor de su ánima, les dió licencia.
Los mancebos, con sólo un criado y a caballo en dos muy buenas y caseras mulas, salieron a ver la fuente de Argales, famosa por su antigüedad y sus aguas. Llegaron, y cuando creyó el criado que sacaba Avendaño de las bolsas del cojín alguna cosa con que beber, vió que sacó una carta cerrada, diciéndole que luego al punto volviese a la ciudad y se la diese a su ayo, y que en dándosela les esperase en la puerta del Campo. Obedeció el criado, tomó la carta, volvió a la ciudad, y ellos volvieron las riendas, y aquella noche durmieron en Mojados, y de allí a dos días, en Madrid, y en otros cuatro se vendieron las mulas en pública plaza, y hubo quien les fiase por seis escudos de prometido, y aun quien les diese el dinero en oro por sus cabales. Vistiéronse a lo payo, con capotillos de dos haldas, zahones o zaragüelles y medias de paño pardo. Ropero hubo que por la mañana les compró sus vestidos, y a la noche los había mudado de manera, que no los conociera su propia madre. Puestos, pues, a la ligera y del modo que Avendaño quiso y supo, se pusieron en camino de Toledo ad pedem litteræ y sin espadas; que también el ropero, aunque no atañía a su menester, se las había comprado.
Dejémoslos ir, por ahora, pues van contentos y alegres, y volvamos a contar lo que el ayo hizo cuando abrió la carta que el criado le llevó y halló que decía desta manera:
"Vuesa merced será servido, señor Pedro Alonso, de tener paciencia y dar la vuelta a Burgos, donde dirá a nuestros padres que, habiendo nosotros sus hijos, con madura consideración, considerado cuán más propias son de los caballeros las armas que las letras, habemos determinado de trocar a Salamanca por Bruselas, y a España por Flandes. Los cuatrocientos escudos llevamos; las mulas pensamos vender. Nuestra hidalga intención y el largo camino es bastante disculpa de nuestro yerro, aunque nadie le juzgará por tal, si no es cobarde. Nuestra partida es ahora; la vuelta será cuando Dios fuere servido, el cual guarde a vuesa merced como puede y estos sus menores discípulos deseamos. De la fuente de Argales, puesto ya el pie en el estribo para caminar a Flandes.--Carriazo y Avendaño."
Quedó Pedro Alonso suspenso en leyendo la epístola, y acudió presto a su valija, y el hallarla vacía le acabó de confirmar la verdad de la carta; y luego al punto, en la mula que le había quedado, se partió a Burgos a dar las nuevas a sus amos con toda presteza, porque con ella pusiesen remedio y diesen traza de alcanzar a sus hijos; pero destas cosas no dice nada el autor desta novela, porque así como dejó puesto a caballo a Pedro Alonso, volvió a contar de lo que les sucedió a Avendaño y a Carriazo a la entrada de Illescas, diciendo que al entrar de la puerta de la villa encontraron dos mozos de mulas, al parecer andaluces, en calzones de lienzo anchos, jubones acuchillados de anjeo, sus coletos de ante, dagas de ganchos y espadas sin tiros; al parecer, el uno venía de Sevilla y el otro iba a ella. El que iba estaba diciendo al otro:
--Esta noche no vayas a posar donde sueles, sino en la posada del Sevillano, porque verás en ella la más hermosa fregona que se sabe: Marinilla la de la venta Tejada es asco en su comparación. Es dura como un mármol y zahareña como villana de Sayago, y áspera como una ortiga; pero tiene una cara de pascua y un rostro de buen año: en una mejilla tiene el sol, y en la otra la luna; la una es hecha de rosas y la otra de claveles, y en entrambas hay también azucenas y jazmines. No te digo más sino que la veas, y verás que no te he dicho nada, según lo que te pudiera decir, acerca de su hermosura.
Con esto se despidieron los dos mozos de mulas, cuya plática y conversación dejó mudos a los dos amigos que escuchado la habían, especialmente a Avendaño, en quien la simple relación que el mozo de mulas había hecho de la hermosura de la fregona despertó en él un intenso deseo de verla.
En repetir las palabras de los mozos y en remedar y contrahacer el modo y los ademanes con que las decían entretuvieron el camino hasta Toledo; y luego, siendo la guía Carriazo, que ya otra vez había estado en aquella Ciudad, bajando por la Sangre de Cristo, dieron con la posada del Sevillano; pero no se atrevieron a pedirla allí, porque su traje no lo pedía. Era ya anochecido, y aunque Carriazo importunaba a Avendaño que fuesen a otra parte a buscar posada, no le pudo quitar de la puerta de la del Sevillano, esperando si acaso parecía la tan celebrada fregona. Entrabase la noche, y la fregona no salía; desesperábase Carriazo, y Avendaño se estaba quedo; el cual, por salir con su intención, con excusa de preguntar por unos caballeros de Burgos que iban a la ciudad de Sevilla, se entró hasta el patio de la posada; y apenas hubo entrado, cuando de una sala que en el patio estaba vio salir una moza, al parecer de quince años, poco más o menos, vestida como labradora, con una vela encendida en un candelero.
No puso Avendaño los ojos en el vestido y traje de la moza, sino en su rostro, que le parecía ver en él los que suelen pintar de los ángeles; quedó suspenso y atónito de su hermosura, y no acertó a preguntarle nada: tal era su suspensión y embelesamiento. La moza, viendo aquel hombre delante de sí, le dijo:
--¿Qué busca, hermano? ¿Es por ventura criado de alguno de los huéspedes de casa?
--No soy criado de ninguno, sino vuestro--respondió Avendaño, todo lleno de turbación y sobresalto.
La moza, que de aquel modo se vio responder, dijo:
--Vaya, hermano, norabuena; que las que servimos no hemos menester criados.
Y llamando a su señor le dijo:
--Mire, señor, lo que busca este mancebo.
Salió su amo y preguntóle qué buscaba. El respondió que a unos caballeros de Burgos que iban a Sevilla, uno de los cuales era su señor, el cual le había enviado delante por Alcalá de Henares, donde había de hacer un negocio que les importaba, y que junto con esto le mandó que se viniese a Toledo y de esperase en la posada del Sevillano, donde vendría a apearse, y que pensaba que llegaría aquella noche, o otro día, a más tardar. Tan buen color dió Avendaño a su mentira, que a la cuenta del huésped pasó por verdad, pues le dijo:
--Quédese, amigo, en la posada; que aquí podrá esperar a su señor hasta que venga.
--Muchas mercedes, señor huésped--respondió Avendaño---, y mande vuesa merced que se me dé un aposento para mí y un compañero que viene conmigo, que está allí fuera; que dineros traemos para pagarlo tan bien como otro.
--En buen hora--respondió el huésped.
Y volviéndose a la moza, dijo:
--Costancica, di a Argüello que lleve a estos galanes al aposento del rincón, y que les eche sábanas limpias.
--Sí haré, señor--respondió Costanza; que así se llamaba la doncella.
Y haciendo una reverencia a su amo, se les quitó delante. Avendaño salió a dar cuenta a Carriazo de lo que había visto y de lo que dejaba negociado; el cual por mil señales conoció cómo su amigo venía herido de la amorosa pestilencia; pero no le quiso decir nada por entonces, hasta ver si lo merecía la causa de quien nacían las extraordinarias alabanzas y grandes hipérboles con que la belleza de Costanza sobre los mismos cielos levantaba.
Entraron, en fin, en la posada, y la Argüello, que era una mujer de hasta cuarenta y cinco años, superintendente de las camas y aderezo de los aposentos, los llevó a uno que ni era de caballeros ni de criados, sino de gente que podía hacer medio entre los dos extremos. Pidieron de cenar; respondióles Argüello que en aquella posada no daban de comer a nadie, puesto que guisaban y aderezaban lo que los huéspedes traían de fuera comprado; pero que bodegones y casas de estado había cerca, donde sin escrúpulo de conciencia podían ir a cenar lo que quisiesen. Tomaron los dos el consejo de Argüello, y dieron con sus cuerpos en un bodego.
Lo poco o nada que Avendaño comía admiraba mucho a Carriazo. Por enterarse del todo de los pensamientos de su amigo, al volverse a la posada, le dijo:
--Conviene que mañana madruguemos, porque antes que entre la calor estemos ya en Orgaz.
--No estoy en eso--respondió Avendaño---; porque pienso antes que desta ciudad me parta ver lo que dicen que hay famoso en ella, como es el Sagrario, el artificio de Juanelo, las Vistillas de San Agustín, la Huerta del Rey y la Vega.
--Norabuena--respondió Carriazo--: eso en dos días se podrá ver.
--En verdad que lo he de tomar de espacio; que no vamos a Roma a alcanzar alguna vacante.
--¡Ta, ta!--replicó Carriazo---. A mí me maten, amigo, si no estáis vos con más deseo de quedaros en Toledo que de seguir nuestra comenzada romería.
--Así es la verdad--respondió Avendaño.
En estas pláticas llegaron a la posada, y aún se le pasó en otras semejantes la mitad de la noche.
Durmió el que pudo hasta la mañana, la cual venida, se levantaron los dos, entrambos con deseo de ver a Costanza. A entrambos se los cumplió Costanza, saliendo de la sala de su amo, tan hermosa, que a los dos les pareció que todas cuantas alabanzas le había dado di mozo de mulas eran cortas y de ningún encarecimiento. Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes del mismo paño. Los corpiños eran bajos; pero la camisa, alta, plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una coluna de alabastro: que no era menos blanca su garganta; ceñida con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían, sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; el color salía de castaño y tocaba en rubio; pero, al parecer, tan limpio, tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos calabacillas de vidrio, que parecían perlas: los mismos cabellos le servían de garbín y de tocas.
Cuando salió de la sala, se persignó y santiguó, y con mucha devoción y sosiego hizo una profunda reverencia a una imagen de Nuestra Señora, que en una de las paredes del patio estaba colgada; y alzando los ojos, vió a los dos que mirándola estaban, y apenas los hubo visto, cuando se retiró y volvió a entrar en la sala.
Resta ahora por decir qué es lo que le pareció a Carriazo de la hermosura de Costanza; que de lo que le pareció a Avendaño, ya está dicho, cuando la vió la vez primera. No digo más sino que a Carriazo le pareció tan bien como a su compañero; pero enamoróle mucho menos; y tan menos, que quisiera no anochecer en la posada, sino partirse luego para sus almadrabas. Acudieron los mozos de los huéspedes a pedir cebada; salió el huésped de casa a dársela, maldiciendo a sus mozas, que por ellas se le había ido un mozo que la solía dar con muy buena cuenta y razón, sin que le hubiese hecho menos, a su parecer, un solo grano. Avendaño, que oyó esto, dijo:
--No se fatigue, señor huésped: déme el libro de la cuenta; que los días que hubiere de estar aquí, yo la tendré tan buena en dar la cebada y paja que pidieren, que no eche menos al mozo que dice que se le ha ido.
--En verdad que os lo agradezca, mancebo--respondió el huésped---, porque yo no puedo atender a esto; que tengo otras muchas cosas a que acudir fuera de casa. Bajad; daros he el libro, y mirad que estos mozos de mulas son el mismo diablo, y hacen trampantojos un celemín de cebada con menos conciencia que si fuese de paja.
Bajó al patio Avendaño y entregóse en el libro, y comenzó a despachar celemines como agua, y a asentarlos por tan buena orden, que el huésped, que lo estaba mirando, quedó contento; y tanto, que dijo:
--Pluguiese a Dios que vuestro amo no viniese, y que a vos os diese gana de quedaros en casa; que a fe que otro gallo os cantase. Porque el mozo que se me fué, vino a mi casa, habrá ocho meses, roto y flaco, y ahora lleva dos pares de vestidos muy buenos, y va gordo como una nutria. Porque quiero que sepáis, hijo, que en esta casa hay muchos provechos, amén de los salarios.
--Si yo me quedase--replicó Avendaño---, no repararía mucho en la ganancia; que con cualquiera cosa me contentaría a trueco de estar en esta ciudad, que me dicen que es la mejor de España.
--A lo menos--respondió el huésped---, es de las mejores y más abundantes que hay en ella; mas otra cosa nos falta ahora, que es buscar quien vaya por agua al río; que también se me fué otro mozo que con un asno que tengo famoso me tenía rebosando las tinajas, y hecha un lago de agua la casa; y una de las causas porque los mozos de muías se huelgan de traer sus amos a mi posada es por la abundancia de agua que hallan siempre en ella; porque no llevan su ganado al río, sino dentro de casa beben las cabalgaduras en grandes barreños.
Todo esto estaba oyendo Carriazo, el cual, viendo que ya Avendaño estaba acomodado y con oficio en casa, no quiso él quedarse a buenas noches, y más, que consideró el gran gusto que haría a Avendaño si le seguía al humor; y así, dijo al huésped:
--Venga el asno, señor huésped; que también sabré yo cinchalle y cargalle como sabe mi compañero asentar en el libro su mercancía.
--Sí--dijo Avendaño---, mi compañero Lope Asturiano servirá de traer agua como un príncipe, y yo le fío.
Enjaezó Carriazo el asno, y subiendo en él de un brinco, se encaminó al río, dejando a Avendaño muy alegre de haber visto su gallarda resolución.
He aquí tenemos ya (en buena hora se cuente) a Avendaño hecho mozo del mesón, con nombre de Tomás Pedro, que así dijo que se llamaba, y a Carriazo, con el de Lope Asturiano, hecho aguador: transformaciones dignas de anteponerse a las del narigudo poeta.
Al día siguiente caminaba nuestro buen Lope Asturiano la vuelta del río, por la cuesta del Carmen, puestos los pensamientos en sus almadrabas y en la súbita mutación de su estado. O ya fuese por esto, o porque la suerte así lo ordenase, en un paso estrecho, al bajar de la cuesta, encontró con un asno de un aguador, que subía cargado; y como él descendía, y su asno era gallardo, bien dispuesto y poco trabajado, tal encuentro dió al cansado y flaco que subía, que dió con él en el suelo, y por haberse quebrado los cántaros, se derramó también el agua, por cuya desgracia el aguador antiguo, despechado y lleno de cólera, arremetió al aguador moderno, que aún se estaba caballero, y antes que se desenvolviese y apease le había pegado y asentado una docena de palos tales, que no le supieron bien al Asturiano. Apeóse, en fin; pero con tan malas entrañas, que arremetió a su enemigo, y asiéndole con ambas manos por la garganta, dió con él en el suelo, y tal golpe dió con la cabeza sobre una piedra, que se la abrió por dos partes, saliendo tanta sangre, que pensó que le había muerto.
Otros muchos aguadores que allí venían, como vieron a su compañero tan mal parado, arremetieron a Lope y tuviéronle asido fuertemente, gritando:
--¡Justicia, justicia! ¡Que este aguador ha muerto a un hombre!
Y a vuelta destas razones y gritos, le molían a mojicones y a palos. Otros acudieron al caído, y vieron que tenía hendida la cabeza y que casi estaba expirando. Subieron las voces de boca en boca por la cuesta arriba, y en la plaza del Carmen dieron en los oídos de un alguacil, el cual, con dos corchetes, con más ligereza que si volara, se puso en el lugar de la pendencia, a tiempo que ya el herido estaba atravesado sobre su asno, y di de Lope asido, y Lope rodeado de más de veinte aguadores que no le dejaban rodear, antes le brumaban las costillas de manera, que más se pudiera temer de su vida que de la del herido, según menudeaban sobre él les puños y las varas aquellos vengadores de la ajena injuria.
Llegó el alguacil, apartó la gente, entregó a sus corchetes al Asturiano, y antecogiendo a su asno, y al herido sobre el suyo, dió con ellos en la cárcel, acompañado de tanta gente, y de tantos muchachos que le seguían, que apenas podía hender por las calles. Al rumor de la gente, salió Tomás Pedro y su amo a la puerta de casa, a ver de qué procedía tanta grita, y descubrieron a Lope entre los dos corchetes, lleno de sangre el rostro y la boca; miró luego por su asno el huésped, y vióle en poder de otro corchete que ya se les había juntado; preguntó la causa de aquellas prisiones; fuéle respondida la verdad del suceso; pesóle por su asno, temiendo que le había de perder, o, a lo menos, hacer más costas por cobrarle que él valía. Tomás Pedro siguió a su compañero, sin que le dejasen llegar a hablarle una palabra; tanta era la gente que lo impedía y el recato de los corchetes y del alguacil que le llevaba. Finalmente, no le dejó hasta verle poner en la cárcel, y en un calabozo, con dos pares de grillos, y al herido en la enfermería, donde se halló a verle curar, y vió que la herida era peligrosa, y mucho, y lo mismo dijo el cirujano. El alguacil se llevó a su casa los dos asnos, y más cinco reales de a ocho que los corchetes habían quitado a Lope.
Volvióse a la posada lleno de confusión y de tristeza; halló al que ya tenía por amo con no menos pesadumbre que él traía, a quien dijo de la manera que quedaba su compañero, y del peligro de muerte en que estaba el herido, y del suceso de su asno. Díjole más: que a su desgracia se le había añadido otra de no menor fastidio, y era, que un grande amigo de su señor le había encontrado en el camino y le había dicho que su señor, por ir muy de priesa y ahorrar dos leguas de camino, desde Madrid había pasado por la barca de Azeca, y que aquella noche dormía en Orgaz, y que le había dado doce escudos que le diese, con orden de que se fuese a Sevilla, donde le esperaba.
--Pero no puede ser así--añadió Tomás---, pues no será razón que yo deje a mi amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro: mi amo me podrá perdonar por ahora; cuanto más que él es tan bueno y honrado, que dará por bien cualquier falta que le hiciere, a trueco que no la haga a mi camarada. Vuesa merced, señor amo, me la haga de tomar este dinero y acudir a este negocio; y en tanto que esto se gasta, yo escribiré a mi señor lo que pasa, y sé que me enviará dineros que basten a sacarnos de cualquier peligro.
Abrió los ojos de un palmo el huésped, alegre de ver que en parte iba saneando la pérdida de su asno. Tomó el dinero, y consoló a Tomás, diciéndole que él tenía personas en Toledo de tal calidad, que valían mucho con la justicia, especialmente una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie, y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja; la cual lavandera lavaba la ropa en casa...
--Y como ésta pida a su hija, que sí pedirá, hable a la hermana del fraile, que hable a su hermano, que hable al confesor, y el confesor a la monja, y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el Corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso. Y esto ha de ser con tal que el aguador no muera, y con que no falte ungüento para untar a todos los ministros de la justicia; porque si no están untados, gruñen más que carretas de bueyes.
En gracia le cayó a Tomás los ofrecimientos del favor que su amo le había hecho, y los infinitos y revueltos arcaduces por donde le había derivado; y aunque conoció que antes lo había dicho de socarrón que de inocente, con todo eso, le agradeció su buen ánimo y le entregó di dinero, con promesa que no faltaría mucho más, según él tenía la confianza en su señor, como ya le había dicho. En resolución, dentro de quince días estuvo fuera de peligro el herido, y a los veinte declaró el cirujano que estaba del todo sano, y ya en este tiempo había dado traza Tomás como le viniesen cincuenta estudos de Sevilla, y sacándolos él de su seno, se los entregó al huésped con cartas y cédula fingida de su amo; y como al huésped le iba poco en averiguar la verdad de aquella correspondencia, cogía el dinero, que, por ser en escudos de oro, le alegraba mucho. Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez, y en el asno y las costas, sentenciaron al Asturiano. Salió de la cárcel; pero no quiso volver a estar con su compañero. Díjole que lo que pensaba hacer era, ya que él estaba determinado de seguir y pasar adelante con su propósito, comprar un asno y usar el oficio de aguador en tanto que estuviesen en Toledo; que con aquella cubierta no sería juzgado ni preso por vagamundo, y que con sola una carga de agua se podía andar todo el día por la ciudad a sus anchuras, mirando bobas.
--Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama de tener las más discretas mujeres de España, y que andan a una su discreción con su hermosura; y si no, míralo por Costancica, de cuyas sobras de belleza puede enriquecer, no sólo a las hermosas desta ciudad, sino a las de todo el mundo.
--Paso, señor Tomás--replicó Lope--: vámonos poquito a poquito en esto de las alabanzas de la señora fregona, si no quiere que, como le tengo por loco, le tenga por hereje.
--¿Fregona has llamado a Costanza, hermano Lope?--respondió Tomás--. Dios te lo perdone y te traiga a verdadero conocimiento de tu yerro.
--Pues, ¿no es fregona?--replicó el Asturiano.
--Hasta ahora le tengo por ver fregar el primer plato.
--No importa--dijo Lope--no haberle visto fregar el primer plato, si le has visto fregar el segundo, y aun el centésimo.
--Yo te digo, hermano--replicó Tomás--, que ella no friega, ni entiende en otra cosa que en su labor, y en ser guarda de la plata labrada que hay en casa, que es mucha.
--Pues ¿cómo la llaman por toda la ciudad --dijo Lope-- la fregona ilustre, si es que no friega? Mas sin duda debe de ser que como friega plata, y no loza, la dan el nombre de ilustre. Pero, dejando esto aparte, dime, Tomás: ¿en qué estado están tus esperanzas?
--En el de perdición--respondió Tomás--; porque en todos estos días que has estado preso nunca la he podido hablar una palabra.
--Pues ¿qué piensas hacer con el imposible que se te ofrece en la conquista desta Porcia, desta Minerva y desta nueva Penélope, que en figura de doncella, y de fregona, te enamora, te acobarda y te desvanece?
--Haz la burla que de mí quisieres, amigo Lope; que yo sé que estoy enamorado del más hermoso rostro que pudo formar la naturaleza, y de la más incomparable honestidad que ahora se puede usar en el mundo. Costanza se llama, y no Porcia, Minerva o Penélope. No es posible que, aunque lo procuro, pueda un breve término contemplar, si así se puede decir, en la bajeza de su estado, porque luego acuden a borrarme este pensamiento su belleza, su donaire, su sosiego, su honestidad y recogimiento, y me dan a entender que debajo de aquella rústica corteza debe de estar encerrada y escondida alguna mina de gran valor y de merecimiento grande. Finalmente, sea lo que se fuere, yo la quiero bien. Y ya te he dicho, amigo, que puedes hacer tu gusto, o ya en irte a tu romería, o ya comprar el asno y hacerte aguador, como tienes determinado.
Al otro día acudió Tomás a dar cebada, y Lope se fué al mercado de las bestias, que es allí junto, a comprar un asno que fuese tal como bueno.
Habiendo salido aquel día Costanza con una toca ceñida por las mejillas, y dicho a quien se lo preguntó que por qué se la había puesto, que tenía un gran dolor de muelas, Tomás, a quien sus deseos avivaban el entendimiento, en un instante discurrió lo que sería bueno que hiciese, y dijo:
--Señora Costanza, yo le daré una oración en escrito que a dos veces que la rece, se le quitará como con la mano su dolor.
--Norabuena--respondió Costanza--; que yo la rezaré, porque sé leer.
--Ha de ser con condición--dijo Tomás--, que no la ha de mostrar a nadie; porque la estimo en mucho, y no será bien que por saberla muchos se menosprecie.
--Yo le prometo--dijo Costanza--, Tomás, que no la dé a nadie; y démela luego, porque me fatiga mucho el dolor.
--Yo la trasladaré de la memoria--respondió Tomás--, y luego se la daré.
Estas fueron las primeras razones que Tomás dijo a Costanza y Costanza a Tomás en todo el tiempo que había que estaba en casa, que ya pasaban de veinticuatro días. Retiróse Tomás, y escribió la oración, y tuvo lugar de dársela a Costanza sin que nadie lo viese, y ella, con mucho gusto y más devoción, se entró en un aposento a solas, y abriendo el papel, vió que decía desta manera:
"Señora de mi alma: Yo soy un caballero natural de Burgos; si alcanzo de días a mi padre, heredo un mayorazgo de seis mil ducados de renta. A la fama de vuestra hermosura, que por muchas leguas se extiende, dejé mi patria, mudé vestido, y en el traje que me veis, vine a servir a nuestro dueño; si vos lo quisiéredes ser mío, por los medios que más a vuestra honestidad convengan, mirad qué pruebas queréis que haga para enteraros desta verdad; y enterada en ella, siendo gusto vuestro, seré vuestro esposo y me tendré por el más bien afortunado del mundo."
En tanto que Tomás entendió que Costanza se había ido a leer su papel, le estuvo palpitando el corazón, temiendo y esperando, o ya la sentencia de su muerte, o la restauración de su vida. Salió, en esto, Costanza, tan hermosa, aunque rebozada, que si pudiera recebir aumento su hermosura con algún accidente se pudiera juzgar que el sobresalto de haber visto en el papel de Tomás otra cosa tan lejos de la que pensaba había acrecentado su belleza. Salió con el papel entre las manos hecho menudas piezas, y dijo a Tomás:
--Hermano Tomás, esta tu oración más parece hechicería y embuste que oración santa, y así, yo no la quiero creer ni usar della, y por eso la he rasgado, porque no la vea nadie que sea más crédula que yo. Aprende otras oraciones más fáciles, porque ésta será imposible que te sea de provecho.
En diciendo esto, se entró con su ama, y Tomás quedó suspenso; pero algo consolado, viendo que en solo el pecho de Costanza quedaba el secreto de su deseo.
En tanto que esto sucedió en la posada, andaba el Asturiano comprando el asno donde los vendían; y aunque halló muchos, ninguno le satisfizo, puesto que un gitano anduvo muy solícito por encajalle uno que más caminaba por el azogue que le había echado en los oídos que por ligereza suya; pero lo que contentaba con el paso desagradaba con el cuerpo, que era muy pequeño, y no del grandor y talle que Lope quería, que le buscaba suficiente para llevarle a él por añadidura, ora fuesen vacíos o llenos los cántaros. Llegóse a él, en esto, un mozo, y dijole al oído:
--Galán, si busca bestia cómoda para el oficio de aguador, yo tengo un asno aquí cerca, en un prado, que no le hay mejor ni mayor en la ciudad; y aconséjole que no compre bestia de gitanos, porque aunque parezcan sanas y buenas, todas son falsas y llenas de dolamas; si quiere comprar la que le conviene, véngase conmigo y calle la boca.
Creyóle el Asturiano, y díjole que guiase adonde estaba el asno que tanto encarecía. Fuéronse los dos mano a mano, como dicen, hasta que llegaron a la Huerta del Rey, donde a la sombra de una azuda hallaron muchos aguadores, cuyos asnos pacían en un prado que allí cerca estaba. Mostró el vendedor su asno, tal, que le hinchó el ojo al Asturiano, y de todos los que allí estaban fué alabado el asno de fuerte, de caminador y comedor sobremanera. Hicieron su concierto, y sin otra seguridad ni información, siendo corredores y medianeros los demás aguadores, dió diez y seis ducados por el asno, con todos los adherentes del oficio. Hizo la paga real en escudos de oro. Diéronle el parabién de la compra, y de la entrada en el oficio, y certificáronle que había comprado un asno dichosísimo, porque el dueño que le dejaba, sin que se le mancase ni matase, había ganado con él en menos tiempo de un año, después de haberse sustentado a él y al asno honradamente, dos pares de vestidos, y más aquellos diez y seis ducados con que pensaba volver a su tierra.
Amén de los corredores del asno, estaban otros cuatro aguadores jugando a la primera, tendidos en el suelo, sirviéndoles de bufete la tierra y de sobremesa sus capas. Púsose el Asturiano a mirarlos, y vió que no jugaban como aguadores, sino como arcedianos, porque tenía de resto cada uno más de cien reales en cuartos y en plata. Llegó una mano de echar todos el resto, y si uno no diera partido a otro él hiciera mesa gallega. Finalmente, a los dos en aquel resto se les acabó el dinero y se levantaron; viendo lo cual el vendedor del asno, dijo que si hubiera cuarto, que él jugara, porque era enemigo de jugar en tercio. El Asturiano dijo que él haría cuarto. Sentáronse luego, anduvo la cosa de buena manera, y queriendo jugar antes el dinero que el tiempo, en poco rato perdió Lope seis escudos que tenia, y viéndose sin blanca, dijo que si le querían jugar el asno, que él le jugaría. Acetáronle el envite, y hizo de resto un cuarto del asno, diciendo que por cuartos quería jugarle. Dijole tan mal, que en cuatro restos consecutivamente perdió los cuatro cuartos del asno, y ganóselos el mismo que se le había vendido; y levantándose para volverse a entregarse en él, dijo el Asturiano que advirtiesen que él solamente había jugado los cuatro cuartos del asno; pero la cola, que se la diesen, y se le llevasen norabuena.
Causóles risa a todos la demanda de la cola, y hubo letrados que fueron de parecer que no tenía razón en lo que pedía, diciendo que cuando se vende un carnero o otra res alguna, no se saca ni quita la cola, que con uno de los cuartos traseros ha de ir forzosamente. A lo cual replicó Lope que los carneros de Berbería ordinariamente tienen cinco cuartos, y que el quinto es de la cola, y cuando los tales carneros se cuartean, tanto vale la cola como cualquier cuarto; y que a lo de ir la cola junto con la res que se vende viva y no se cuartea, que lo concedía; pero que la suya no fué vendida, sino jugada, y que nunca su intención fué jugar la cola, y que al punto se la volviesen luego con todo lo a ella anejo y concerniente, que era desde la punta del celebro, contada la osamenta del espinazo, donde ella tomaba principio y decendía, hasta parar en los últimos pelos della.
--Dadme vos --dijo uno-- que ello sea así como decís, y que os la den como la pedís, y sentaos junto a lo que del asno queda.
--¡Pues así es! --replicó Lope--. Venga mi cola; si no, por Dios que no me lleven el asno si bien viniesen por él cuantos aguadores hay en el mundo; y no piensen que por ser tantos los que aquí están me han de hacer superchería, porque soy yo un hombre que me sabré llegar a otro hombre y meterle dos palmos de daga por las tripas, sin que sepa de quién, por dónde, o cómo le vino; y más, que no quiero que me paguen la cola rata por cantidad, sino que quiero que me la den en ser y la corten del asno, como tengo dicho.
Al ganancioso y a los demás les pareció no ser bien llevar aquel negocio por fuerza, porque juzgaron ser de tal brío el Asturiano, que no consentiría que se la hiciesen, y uno dellos, que parecía de más razón y discurso, los concertó en que se echase la cola contra un cuarto del asno a una quínola, o a dos y pasante. Fueron contentos, ganó la quínola Lope, picóse el otro, echó el otro cuarto, y a otras tres manos quedó sin asno. Quiso jugar el dinero; no quería Lope; pero tanto le porfiaron todos, que lo hubo de hacer, con que hizo el viaje del desposado, dejándole sin un solo maravedí; y fué tanta la pesadumbre que desto recibió el perdidoso, que se arrojó en el suelo y comenzó a darse de calabazadas por la tierra. Lope, como bien nacido y como liberal y compasivo, le levantó y le volvió todo el dinero que le había ganado, y los diez y seis ducados del asno, y aun de los que él tenía repartió con los circunstantes, cuya extraña liberalidad pasmó a todos; y si fueran los tiempos y las ocasiones del Tamorlán, le alzaran por rey de los aguadores.
Con grande acompañamiento volvió Lope a la ciudad, donde contó a Temas lo sucedido. No quedó taberna, ni bodegón, ni junta de pícaros donde no se supiese el juego del asno, el esquite por la cola y el brío y la liberalidad del Asturiano; pero como la mala bestia del vulgo, por la mayor parte, es mala, maldita y maldiciente, no tomó de memoria la liberalidad, brío y buenas partes del gran Lope, sino solamente la cola; y así, apenas hubo andado dos días por la ciudad echando agua, cuando se vió señalar de muchos con el dedo, que decían: "Este es el aguador de la cola." Estuvieron los muchachos atentos, supieron el caso, y no había asomado Lope por la entrada de cualquiera calle, cuando por toda ella le gritaban, quién de aquí y quién de allí: "¡Asturiano, daca la cola! ¡Daca la cola, Asturiano!" Lope, que se vió asaetear de tantas lenguas y con tantas voces, dió en callar, creyendo que en su mucho silencio se anegara tanta insolencia; mas ni por esas; pues mientras más callaba, más los muchachos gritaban; y así, probó a mudar su paciencia en cólera, y apeándose del asno, dió a palos tras los muchachos, que fué afinar el polvorín y ponerle fuego, y fué otro cortar las cabezas de la serpiente, pues en lugar de una que quitaba, apaleando a algún muchacho, nacían en el mismo instante, no otras siete, sino setecientas, que con mayor ahinco y menudeo le pedían la cola. Finalmente, tuvo por bien de retirarse a una posada que había tomado fuera de la de su compañero, y de estarse en ella hasta que la influencia de aquel mal planeta pasase, y se borrase de la memoria de los muchachos aquella demanda mala de la cola que le pedían.
Seis días se pasaron sin que saliese de casa, si no era de noche, que iba a ver a Tomás y a preguntarle del estado en que se hallaba, el cual le contó que no había podido hablar una sola palabra con Costanza. Lope le contó a él la priesa que le daban los muchachos pidiéndole la cola, porque él había pedido la de su asno, con que hizo el famoso esquite. Aconsejóle Tomás que no saliese de casa, a lo menos, sobre el asno, y que si saliese, fuese por calles solas y apartadas, y que cuando esto no bastase, bastaría dejar el oficio, último remedio de poner fin a tan poco honesta demanda. Retiróse, con esto, a su posada Lope, con determinación de no salir della en otros seis días, a lo menos, con el asno.
Las once serían de la noche, cuando de improviso y sin pensarlo vieron entrar en la posada muchas varas de justicia y, al cabo, el Corregidor. Alborotóse el huésped, y aun los huéspedes; porque así como los cometas cuando se muestran siempre causan temores de desgracias e infortunios, ni más ni menos la justicia, cuando de repente y de tropel se entra en una casa, sobresalta y atemoriza hasta las conciencias no culpadas. Entróse el Corregidor en una sala, y llamó al huésped de casa, el cual vino temblando a ver lo que el señor Corregidor quería. Y así como le vió el Corregidor, le preguntó con mucha gravedad:
--¿Sois vos el huésped?
--Sí, señor --respondió él--; para lo que vuesa merced me quisiere mandar.
Mandó el Corregidor que saliesen de la sala todos los que en ella estaban y que le dejasen solo con el huésped. Hiciéronlo así, y quedándose solos, dijo el Corregidor al huésped:
--¿Dónde está una muchacha que dicen que sirve en esta casa, tan hermosa, que por toda la ciudad la llaman la ilustre fregona?
--Señor --respondió el huésped--, esa fregona ilustre que dicen es verdad que está en esta casa; pero ni es mi criada, ni deja de serlo. --No entiendo lo que decís, huésped, en eso de ser y no ser vuestra criada la fregona.
--Yo he dicho bien --añadió el huésped--; y si vuesa merced me da licencia, le diré lo que hay en esto, lo cual jamás he dicho a persona alguna.
--Primero quiero ver a la fregona que saber otra cosa; llamadla acá --dijo d Corregidor.
Asomóse el huésped a la puerta de la sala, y dijo:
--¿Oíslo, señora? Haced que entre aquí Costancica.
Sin aguardar que otra vez la llamasen, tomó, Costanza, una vela encendida sobre un candelero de plata, y con más vergüenza que temor fué donde el Corregidor estaba.
Así como el Corregidor la vió, mandó al huésped que cerrase la puerta de la sala; lo cual hecho, el Corregidor se levantó, y tomando el candelero que Costanza traía, llegándole la luz al rostro, la anduvo mirando toda de arriba abajo; y como Costanza estaba con sobresalto, habíasele encendido la color del rostro, y estaba tan hermosa y tan honesta, que al Corregidor le pareció que estaba mirando la hermosura de un ángel en la tierra; y después de haberla bien mirado, dijo:
--Huésped, ésta no es joya para estar en el bajo engaste de un mesón. Digo, doncella, que no solamente os pueden y deben llamar ilustre, sino ilustrísima; pero estos títulos no habían de caer sobre el nombre de fregona, sino sobre el de una duquesa.
--No es fregona, señor --dijo el huésped--; que no sirve de otra cosa en casa que de traer las llaves de la plata, que por la bondad de Dios tengo alguna, con que se sirven los huéspedes honrados que a esta posada vienen.
--Con todo eso --dijo el Corregidor--, digo, huésped, que ni es decente ni conviene que esta doncella esté en un mesón. ¿Es parienta vuestra por ventura?
--Ni es mi parienta, ni es mi criada; y si vuesa merced gustare de saber quién es, como ella no esté delante, oirá vuesa merced cosas que, juntamente con darle gusto, le admiren.
--Sí gustaré --dijo el Corregidor--; y sálgase Costancica allá fuera, y prométase de mí lo que de su mismo padre pudiera prometerse; que su mucha honestidad y hermosura obligan a que todos los que la vieren se ofrezcan a su servicio.
No respondió palabra Costanza, sino con mucha mesura hizo una profunda reverencia al Corregidor, y salióse de la sala, y halló a su ama desalada esperándola, para saber della qué era lo que el Corregidor la quería. Ella le contó lo que había pasado, y cómo su señor quedaba con él para contalle no sé qué cosas que no quería que ella las oyese.
No acabó de sosegarse la huéspeda, y siempre estuvo rezando hasta que se fué el Corregidor y vió salir libre a su marido, el cual, en tanto que estuvo con el Corregidor le dijo:
--Hoy hacen, señor, según mi cuenta, quince años, un mes y cuatro días que llegó a esta posada una señora en hábito de peregrina, en una litera, con una niña recién nacida, y acompañada de cuatro criados de a caballo, y de dos dueñas y una doncella, que en un coche venían. Traía asimismo dos acémilas cubiertas con dos ricos reposteros, y cargadas con una rica cama y con aderezos de cocina; finalmente, el aparato era principal, y la peregrina representaba ser una gran señora; y aunque en la edad mostraba ser de cuarenta o pocos más años, no por eso dejaba de parecer hermosa en todo extremo. Venía enferma y descolorida, y tan fatigada, que mandó que luego le hiciesen la cama, y en esta misma sala se la hicieron sus criados. Yo y mi mujer preguntamos a éstos quién era la tal señora y cómo se llamaba, de adónde venía y adónde iba, y por qué causa se vestía aquel hábito de peregrina. A todas estas preguntas, que le hicimos no hubo alguno que nos respondiese otra cosa sino que aquella peregrina era una señora principal y rica de Castilla la Vieja, y que porque había algunos meses que estaba enferma de hidropesía, había ofrecido de ir a Nuestra Señora de Guadalupe en romería, por la cual promesa iba en aquel hábito. En cuanto a decir su nombre, traían orden de no llamarla sino la señora peregrina. Esto supimos por entonces; pero a cabo de tres días que, por enferma, la señora peregrina se estaba en casa, una de las dueñas nos llamó a mí y a mi mujer de su parte; fuimos a ver lo que quería, y a puerta cerrada y delante de sus criadas, casi con lágrimas en los ojos, nos dijo creo que estas mismas razones: "Señores míos, los cielos me son testigos que sin culpa mía me hallo en un riguroso trance y me veo obligada, por cuestión de honra, a apartar de mi lado a esta niña. Y es menester, amigos, busquéis con todo secreto donde llevarla a criar, buscando también mentiras que decir a quien la entregáredes; que por ahora será en la ciudad, y después quiero que se lleve a una aldea. De lo que después se hubiere de hacer, cuando de Guadalupe vuelva lo sabréis, porque el tiempo me habrá dado lugar de que piense y escoja lo mejor que me convenga."
Aquí dió fin a su razonamiento la lastimada peregrina, y principio a un copioso llanto, que, en parte, fué consolado por las muchas y buenas razones que mi mujer le dijo. Finalmente, ésta se fué a buscar donde llevar la niña, que era la más hermosa que mis ojos hasta entonces habían visto, y es esta misma que vuesa merced acaba de ver ahora.
Fué la madre a su romería. Cuando volvió, estaba ya la niña dada a criar por mi orden, con nombre de mi sobrina, en una aldea dos leguas de aquí. En el bautismo se le puso por nombre Costanza; que así lo dejó ordenado su madre, la cual, contenta de lo que yo había hecho, al tiempo de despedirse me dió una cadena de oro, que hasta agora tengo, de la cual quitó seis trozos, los cuales dijo que traería la persona que por la niña viniese. También cortó un blanco pergamino a vueltas y a ondas, a la traza y manera como cuando se enclavijan las manos y en los dedos se escribe alguna cosa, que estando enclavijados los dedos se pueden leer, y después de apartadas las manos queda dividida la razón, porque se dividen las letras, que en volviendo a enclavijar los dedos, se juntan y corresponden de manera, que se pueden leer continuadamente: digo que el un pergamino sirve de alma del otro, y encajados se leerán, y divididos no es posible, si no es adivinando la mitad del pergamino; y casi toda la cadena quedó en mi poder, y todo lo tengo, esperando el contraseño hasta ahora, puesto que ella me dijo que dentro de dos años enviaría por su hija, encargándome que la criase, no como quien ella era, sino del modo que se suele criar una labradora; que la perdonase el no decirme su nombre, ni quién era; que lo guardaba para otra ocasión más importante. En resolución, dándome cuatrocientos escudos de oro y abrazando a mi mujer con tiernas lágrimas, se partió, dejándonos admirados de su discreción, valor, hermosura y recato. Costanza se crió en el aldea dos años y luego la truje conmigo, y siempre la he traído en hábito de labradora, como su madre me lo dejó mandado. Quince años, un mes y cuatro días ha que aguardo a quien ha de venir por ella, y la mucha tardanza me ha consumido la esperanza de ver esta venida; y si en este año en que estamos no vienen, tengo determinado de prohijalla y darle toda mi hacienda, que vale más de seis mil ducados, Dios sea bendito.
Resta ahora, señor Corregidor, decir a vuesa merced, si es posible que yo sepa decirlas, las bondades y las virtudes de Costancica. Ella, lo primero y principal, es devotísima de Nuestra Señora; confiesa y comulga cada mes; sabe escribir y leer; no hay mayor randera en Toledo; canta a la almohadilla como unos ángeles; en ser honesta no hay quien la iguale. Pues en lo que toca a ser hermosa, ya vuesa merced lo ha visto.
Calló el huésped, y tardó un gran rato el Corregidor en hablarle; tan suspenso le tenía el suceso que el huésped le había contado. En fin, le dijo que le trujese allí la cadena y el pergamino; que quería verlo. Fué el huésped por ello, y trayéndoselo, vió que era así como le había dicho. Tuvo por discreta la señal del conocimiento y juzgó por muy rica a la señora peregrina que tal cadena había dejado al huésped; y teniendo en pensamiento de sacar de aquella posada la hermosa muchacha cuando hubiese concertado un monasterio donde llevarla, por entonces se contentó de llevar sólo el pergamino, encargando al huésped que si acaso viniesen por Costanza, le avisase y diese noticia de quién era el que por ella venía, antes que le mostrase la cadena, que dejaba en su poder. Con esto, se fué, tan admirado del cuento y suceso de la ilustre fregona como de su incomparable hermosura.
Todo el tiempo que gastó el huésped en estar con el Corregidor y el que ocupó Costanza cuando la llamaron, estuvo Tomás fuera de si, combatida el alma de mil varios pensamientos, sin acertar jamás con ninguno de su gusto; pero cuando vio que el Corregidor se iba y que Costanza se quedaba, respiró su espíritu y volviéronle los pulsos, que ya casi desamparado le tenían. No osó preguntar al huésped lo que el Corregidor quería, ni el huésped lo dijo a nadie sino a su mujer; con que ella también volvió en si, dando gracias a Dios que de tan grande sobresaltó la había librado.
El día siguiente, cerca de la una, entraron en la posada con cuatro hombres de a caballo dos caballeros ancianos de venerables presencias, habiendo primero preguntado uno de dos mozos que a pie con ellos venían si era aquella la posada del Sevillano; y habiéndole respondido que sí, se entraron todos en ella. Apeáronse los cuatro y fueron a apear a los dos ancianos, señal por do se conoció que aquellos dos eran señores de los seis. Salió Costanza con su acostumbrada gentileza a ver los nuevos huéspedes, y apenas la hubo visto uno de los dos ancianos cuando dijo al otro:
--Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos a buscar.
Tomás, que acudió a dar recado a las cabalgaduras, conoció luego a dos criados de su padre, y luego conoció a su padre y al padre de Calmazo, que eran los dos ancianos a quien los demás respectaban; y aunque se admiró de su venida, consideró que debían de ir a buscar a él y a Carriazo a las almadrabas: que no habría faltado quien les hubiese dicho que en ellas, y no en Flandes, los hallarían; pero no se atrevió a dejarse conocer en aquel traje: antes, aventurándolo todo, puesta la mano en el rostro, pasó por delante dellos y fué a buscar a Costanza, y quiso la buena suerte que la hallase sola; y apriesa y con lengua turbada, temeroso que ella no le daría lugar para decirle nada, le dijo:
--Costanza, uno de estos dos caballeros ancianos que aquí han llegado ahora es mi padre, que es aquel que oyeres llamar don Juan de Avendaño: infórmate de sus criados si tiene un hijo que se llama don Tomás de Avendaño, que soy yo, y de aquí podrás ir coligiendo y averiguando que te he dicho verdad en cuanto a la calidad de mi persona, y que te la diré en cuanto de mi parte te tengo ofrecido. Y quédate adiós; que hasta que ellos se vayan no pienso volver a esta casa.
No le respondió nada Costanza ni él aguardó a que le respondiese, sino volviéndose a salir, cubierto como había entrado, se fué a dar cuenta a Carriazo de cómo sus padres estaban en la posada. Dió voces el huésped a Tomás, que viniese a dar cebada; pero como no pareció, dióla él mismo. Uno de los dos ancianos llamó aparte a una de las dos mozas gallegas, y preguntóle cómo se llamaba aquella muchacha hermosa que habían visto, y que si era hija o parienta del huésped, o huéspeda de casa. La Gallega le respondió:
--La moza se llama Costanza; ni es parienta del huésped ni de la huéspeda, ni sé lo que es.
El caballero, sin esperar a que le quitasen las espuelas, llamó al huésped, y retirándose con él aparte en una sala, le dijo:
--Yo, señor huésped, vengo a quitaros una prenda mía que ha algunos años que tenéis en vuestro poder; para quitárosla os traigo mil escudos de oro, y estos trozos de cadena, y este pergamino.
Y diciendo esto, sacó los seis de la señal de la cadena que él tenía. Asimismo conoció el pergamino, y alegre sobremanera con el ofrecimiento de los mil escudos, respondió:
--Señor, la prenda que queréis quitar está en casa; pero no está en día la cadena ni el pergamino con que se ha de hacer la prueba de la verdad que yo creo que vuesa merced trata; y así, le suplico tenga paciencia; que yo vuelvo luego.
Y al momento fué a avisar al Corregidor de lo que pasaba, y de como estaban dos caballeros en su posada, que venían por Costanza.
Acababa de comer el Corregidor, y con el deseo que tenía de ver el fin de aquella historia, subió luego a caballo y vino a la posada del Sevillano, llevando consigo el pergamino de la muestra. Y apenas hubo visto a los dos caballeros, cuando, abiertos los brazos, fué a abrazar al uno, diciendo:
--¡Válame Dios! ¿Qué buena venida es ésta, señor don Juan de Avendaño, primo y señor mío?
El caballero le abrazó asimismo, diciéndole:
---Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo, y con la salud que siempre os deseo. Abrazad, primo, a este caballero, que es el señor don Diego de Carriazo, gran señor y amigo mío.
--Ya conozco al señor don Diego --respondió el Corregidor--, y le soy muy servidor.
Y abrazándose los dos, después de haberse recebido con grande amor y grandes cortesías, se entraron en una sala, donde se quedaron solos con el huésped, el cual ya tenía consigo la cadena, y dijo:
--Ya el señor Corregidor sabe a lo que vuesa merced viene, señor don Diego de Carriazo: vuesa merced saque los trozos que faltan a esta cadena, y el señor Corregidor sacará el pergamino, que está en su poder, y hagamos la prueba que ha tantos años que espero a que se haga.
--Desa manera --respondió don Diego--, no habrá necesidad de dar cuenta de nuevo al señor Corregidor de nuestra venida, pues bien se verá que ha sido a lo que vos, señor huésped, habréis dicho.
--Algo me ha dicho; pero mucho me quedó por saber. El pergamino, hele aquí. Sacó don Diego el otro, y juntando las dos partes se hicieron una, y a las letras del que tenía el huésped, que eran E T E L S Ñ V D D R, respondían en el otro pergamino éstas: S A S A E AL ER A E A, que todas juntas decían: ÉSTA ES LA SEÑAL VERDADERA. Cotejáronse luego los trozos de la cadena, y hallaron ser las señas verdaderas.
--¡Esto está hecho! --dijo el Corregidor--. Resta ahora saber, si es posible, quién son los padres desta hermosísima prenda.
--El padre --respondió don Diego-- yo lo soy; la madre ya no vive: basta saber que fué tan principal que pudiera yo ser su criado.
A estas razones llegaba don Diego cuando oyeron que en la puerta de la calle decían a grandes voces:
--Díganle a Tomás Pedro, el mozo de la cebada, cómo llevan a su amigo el Asturiano preso; que acuda a la cárcel, que allí le espera.
A la voz de cárcel y de preso, dijo el Corregidor que entrase el preso y el alguacil que le llevaba. Dijeron al alguacil que el Corregidor, que estaba allí, le mandaba entrar con el preso, y así lo hubo de hacer.
Venía el Asturiano todos los dientes bañados en sangre, y muy mal parado, y muy bien asido del alguacil, y así como entró en la sala, conoció a su padre y al de Avendaño. Turbóse, y por no ser conocido, con un paño, como que se limpiaba la sangre, se cubrió el rostro. Preguntó el Corregidor que qué había hecho aquel mozo, que tan mal parado le llevaban. Respondió el alguacil que aquel mozo era un aguador que le llamaban el Asturiano, a quien los muchachos por las calles decían: "¡Daca la cola, Asturiano; daca la cola!", y luego en breves palabras contó la causa porque le pedían la tal cola, de que no riyeron poco todos. Dijo más, que saliendo por la puente de Alcántara, dándole los muchachos priesa con la demanda de la cola, se había apeado del asno, y dando tras todos, alcanzó a uno, a quien dejaba medio muerto a palos; y que queriéndole prender se había resistido, y que por eso iba tan mal parado.
Mandó el Corregidor que se descubriese el rostro, y porfiando a no querer descubrirse, llegó el alguacil y quitóle el pañuelo, y al punto le conoció su padre, y dijo todo alterado:
--Hijo don Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿Qué traje es éste? ¿Aún no se te han olvidado tus picardías?
Hincó las rodillas Carriazo, y fuese a poner a los pies de su padre, que, con lágrimas en los ojos, le tuvo abrazado un buen espacio. Don Juan de Avendaño, como sabía que don Diego había venido con don Tomás su hijo, preguntóle por él; a lo cual respondió que don Tomás de Avendaño era el mozo que daba cebada y paja en aquella posada. Con esto que el Asturiano dijo se acabó de apoderar la admiración en todos los presentes, y mandó el Corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la cebada.
--Yo creo que no está en casa--respondió el huésped--; pero yo le buscaré.
Y así, fué a buscalle.
Preguntó don Diego a Carriazo que qué transformaciones eran aquéllas, y qué les había movido a ser él aguador y don Tomás mozo de mesón. A lo cual respondió Carriazo que no podía satisfacer a aquellas preguntas tan en público; que él respondería a solas.
Estaba Tomás Pedro escondido en su aposento, para ver desde allí, sin ser visto, lo que hacían su padre y el de Carriazo. Teníale suspenso la venida del Corregidor y el alboroto que en toda la casa andaba. No faltó quien le dijese al huésped como estaba allí escondido; subió por él, y más por fuerza que por grado, le hizo bajar; y aun no bajara si el mismo Corregidor no saliera al patio y le llamara por su nombre, diciendo:
--Baje vuesa merced, señor pariente; que aquí no le aguardan osos ni leones.
Bajó Tomás, y con los ojos bajos y sumisión grande se hincó de rodillas ante su padre, el cual le abrazó con grandísimo contento, a fuer del que tuvo el padre del Hijo Pródigo cuando le cobró de perdido.
Ya, en esto, había venido un coche del Corregidor, para volver en él, pues la gran fiesta no permitía volver a caballo. Hizo llamar a Costanza, y tomándola de la mano, se la presentó a su padre, diciendo:
--Recebid, señor don Diego, esta prenda, y estimalda por la más rica que acertáredes a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano a vuestro padre, y dad gracias a Dios, que con tan honrado suceso ha enmendado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.
Costanza, que no sabía ni imaginaba lo que le había acontecido, toda turbada y temblando, no supo hacer otra cosa que hincarse de rodillas ante su padre, y tomándole las manos se las comenzó a besar tiernamente, bañándoselas con infinitas lágrimas que por sus hermosísimos ojos derramaba.
En tanto que esto pasaba, había persuadido el Corregidor a su primo don Juan que se viniesen todos con él a su casa; y aunque don Juan lo rehusaba, fueron tantas las persuasiones del Corregidor, que lo hubo de conceder; y así, entraron en el coche todos. Pero cuando dijo el Corregidor a Costanza que entrase también en el coche, se le anubló el corazón, y ella y la huéspeda se asieron una a otra, y comenzaron a hacer tan amargo llanto que quebraba los corazones de cuantos le escuchaban.
El Corregidor, enternecido, mandó que asimismo la huéspeda entrase en el coche, y que no se apartase de su hija, pues por tal la tenía, hasta que saliese de Toledo. Así, la huéspeda y todos entraron en el coche, y fueron a casa del Corregidor, donde fueron bien recebidos de su mujer, que era una principal señora. Comieron regalada y sumptuosamente, y después de comer contó Carriazo a su padre cómo por amores de Costanza don Tomás se había puesto a servir en el mesón, y que estaba enamorado de tal manera della, que sin que le hubiera descubierto ser tan principal como era siendo su hija, la tomara por mujer en el estado de fregona. Vistió luego la mujer del Corregidor a Costanza con unos vestidos de una hija que tenía de la misma edad y cuerpo de Costanza, y si parecía hermosa con los de labradora, con los cortesanos parecía cosa del cielo: tan bien la cuadraban, que daba a entender que desde que nació había sido señora y usado los mejores trajes que el uso trae consigo.
Entre el Corregidor y don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño se concertaron en que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don Diego de Carriazo casase con la hija del Corregidor.
Desta manera quedaron todos contentos, alegres y satisfechos, y la nueva de los casamientos y de la ventura de la fregona ilustre se extendió por la ciudad, y acudía infinita gente a ver a Costanza en el nuevo hábito, en el cual tan señora se mostraba como se ha dicho.
Un mes se estuvieron en Toledo, al cabo del cual se volvieron a Burgos don Diego de Carriazo y su mujer, su padre y Costanza, con su marido don Tomás. Quedó el Sevillano rico con los mil escudos, y con muchas joyas que Costanza dio a su señora: que siempre con este nombre llamaba a la que la había criado. Dio ocasión la historia de la fregona ilustre a que los poetas del dorado Tajo ejercitasen sus plumas en solenizar y en alabar la sin par hermosura de Costanza, la cual aún vive en compañía de su buen mozo de mesón, y Carriazo ni más ni menos, con tres hijos, que sin tomar el estillo del padre ni acordarse si hay almadrabas en el mundo, hoy están todos estudiando en Salamanca; y su padre, apenas vee algún asno de aguador, cuando se le representa y viene a la memoria el que tuvo en Toledo, y teme que cuando menos se cate ha de remanecer en alguna sátira el "¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!"
Donde el capitán da cuenta de las grandes fiestas que acostumbraba a hacer en su reino el rey Policarpo.
--"Una de las islas que están junto a la de Hibernia me dio el cielo por patria: es tan grande, que toma nombre de reino, el cual no se hereda, ni viene por sucesión de padre a hijo; sus moradores le eligen a su beneplácito, procurando siempre que sea el más virtuoso y mejor hombre que en él se hallara; y sin intervenir de por medio ruegos o negociaciones, y sin que los soliciten promesas ni dádivas, de común consentimiento de todos sale el rey y toma el cetro absoluto del mando, el cual le dura mientras le dura la vida o mientras no se empeora en ella. Y con esto, los que no son reyes procuran ser virtuosos para serlo, y los que lo son, pugnan serlo más para no dejar de ser reyes; con esto se cortan las alas a la ambición, se atierra la codicia, y aunque la hipocresía suele andar lista, a largo andar se le cae la máscara y queda sin el alcanzado premio; con esto los pueblos viven quietos, campea la justicia y resplandece la misericordia, despáchanse con brevedad los memoriales de los pobres, y los que dan los ricos, no por serlo son mejor despachados; no agobian la vara de la justicia las dádivas ni la carne y sangre de los parentescos: todas las negociaciones guardan sus puntos y andan en sus quicios; finalmente, reino es donde se vive sin temor de los insolentes y donde cada uno goza lo que es suyo.
"Esta costumbre, a mi parecer justa y santa, puso el cetro del reino en las manos de Policarpo, varón insigne y famoso, así en las armas como en las letras, el cual tenía cuando vino a ser rey dos hijas de extremada belleza, la mayor llamada Policarpa y la menor Sinforosa; no tenían madre, que no les hizo falta cuando murió sino en la compañía: que sus virtudes y agradables costumbres eran ayas de sí mismas, dando maravilloso ejemplo a todo el reino. Con estas buenas partes, así ellas como el padre se hacían amables, se estimaban de todos. Los reyes, por parecerles que la malencolía en los vasallos suele despertar malos pensamientos, procuran tener alegre el pueblo y entretenido con fiestas públicas y a veces con ordinarias comedias; principalmente solenizaban el día que fueron asumptos al reino con hacer que se renovasen los juegos que los gentiles llamaban Olímpicos, en el mejor modo que podían. Señalaban premio a los corredores, honraban a los diestros, coronaban a los tiradores y subían al cielo de la alabanza a los que derribaban a otros en la tierra. Hacíase este espectáculo junto a la marina, en una espaciosa playa, a quien quitaban él sol infinita cantidad de ramos entretejidos que la dejaban a la sombra; ponían en la mitad un suntuoso teatro, en el cual, sentado el rey y la real familia, miraban los apacibles juegos. Llegóse un día déstos, y Policarpo procuró aventajarse en magnificencia y grandeza en solenizarle sobre todos cuantos hasta allí se habían hecho; y cuando ya el teatro estaba ocupado con su persona y con los mejores del reino, y cuando ya los instrumentos bélicos y los apacibles querían dar señal que las fiestas se comenzasen, y cuando ya cuatro corredores, mancebos ágiles y sueltos, tenían los pies izquierdos delante y los derechos alzados, que no les impedía otra cosa el soltarse a la carrera sino soltar una cuerda que les servía de raya y de señal, que en soltándola habían de volar a un término señalado, donde habían de dar fin a su carrera, digo que en este tiempo vieron venir por la mar un barco que le blanqueaban los costados el ser recién despalmado, y le facilitaban el romper del agua seis remos que de cada banda traía, impelidos de doce, al parecer, gallardos mancebos, de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos; venían vestidos de blanco todos, sino el que guiaba el timón, que venía de encarnado, como marinero. Llegó con furia el barco a la orilla, y el encallar en ella y el saltar todos los que en él venían en tierra fué una misma cosa. Mandó Policarpo que no saliesen a la carrera hasta saber qué gente era aquélla y a lo que venía, puesto que imaginó que debían de venir a hallarse en las fiestas y a probar su gallardía en los juegos. El primero que se adelantó a hablar al rey fué el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas, desembarazadas y limpias, mostraban ser de nieve y de grana; los cabellos, anillos de oro; y cada una parte de las del rostro tan perfecta, y todas juntas tan hermosas, que formaban un compuesto admirable. Luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista y aun los corazones de cuantos le miraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo. Lo que dijo al rey:
"--Señor, estos mis compañeros y yo, habiendo tenido noticia destos juegos, venimos a servirte y hallarnos en ellos, y no de lejas tierras, sino desde una nave que dejamos en la isla Scinta, que no está lejos de aquí; y como el viento no hizo a nuestro propósito para encaminar aquí la nave, nos aprovechamos de esta barca y de los remos y de la fuerza de nuestros brazos. Todos somos nobles y deseosos de ganar honra, y por la que debes hacer, como rey que eres, a los extranjeros que a tu presencia llegan, te suplicamos nos concedas licencia para mostrar o nuestras fuerzas o nuestros ingenios, en honra y provecho nuestro y gusto tuyo.
"--Por cierto--respondió Policarpo--, agraciado joven, que vos pedís lo que queréis con tanta gracia y cortesía, que sería cosa injusta el negároslo. Honrad mis fiestas en lo que quisiéredes; dejadme a mí el cargo de premiároslo: que, según vuestra gallarda presencia muestra, poca esperanza dejáis a ninguno de alcanzar los primeros premios.
"Dobló la rodilla el hermoso mancebo y se inclinó la cabeza en señal de crianza y agradecimiento, y en dos brincos se puso ante la cuerda que detenía a los cuatro ligeros corredores; sus doce compañeros se pusieron a un lado, a ser espectadores de la carrera. Sonó una trompeta, soltaron la cuerda, y arrojáronse al vuelo los cinco; pero aún no habrían dado veinte pasos, cuando, con más de seis se les aventajó el recién venido, y a los treinta, ya los llevaba de ventaja más de quince; finalmente, se los dejó a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes, especialmente de Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no sólo de los ojos de cuantos le miraban. Comenzó luego la invidia a apoderarse de los pechos de los que se habían de probar en los juegos, viendo con cuánta facilidad se había llevado el extranjero el precio de la carrera. Fué el segundo certamen el de la esgrima: tomó el ganancioso la espada negra, con la cual, a seis que le salieron, cada uno de por sí, les cerró las bocas, mosqueó las narices, les selló los ojos y les santiguó las cabezas, sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y de común consentimiento le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dio de sí muestra el mozo: descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra. Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla, y haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza, que, pasando los límites de la marina, fué menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta monstruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda. Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas, y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse.
"Uno, que presumía de certero, se adelantó y tomó la mano, creo yo, pensando derribar la paloma antes que otro; tiró, y clavó su flecha casi en el fin de la lanza, del cual golpe, azorada la paloma, se levantó en el aire; y luego, otro no menos presumido que el primero, tiró con tan gentil certería, que rompió el hilo donde estaba asida la paloma, que suelta y libre del lazo que la detenía, entregó su libertad al viento y batió las alas con priesa. Pero el ya acostumbrado a ganar los primeros premios disparó su flecha; y, como si mandara lo que había de hacer, y ella tuviera entendimiento para obedecerle, así lo hizo, pues, dividiendo el aire con un rasgado y tendido silbo, llegó a la paloma y le pasó el corazón de parte a parte, quitándole a un mismo punto el vuelo y la vida. Renováronse con esto las voces de los presentes y las alabanzas del extranjero; el cual en la carrera, en la esgrima, en la lucha, en la barra y en el tirar de la ballesta, y entre otras muchas pruebas que no cuento, con grandísimas ventajas se llevó los primeros premios, quitando el trabajo a sus compañeros de probarse en ellas. Cuando se acabaron los juegos, sería el crepúsculo de la noche; y cuando el rey Policarpo quería levantarse de su asiento, con los jueces que con él estaban, para premiar al vencedor mancebo, vió que, puesto de rodillas ante él, le dijo:
"--Nuestra nave quedó sola y desamparada; la noche cierra algo escura; los premios que puedo esperar, que por ser de tu mano se deben estimar en lo posible, quiero, ¡oh gran señor!, que los dilates hasta otro tiempo, que con más espacio y comodidad pienso volver a servirte.
"Abrazóle el rey, preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba Periandro. Quitóse en esto la bella Sinforosa una guirnalda de flores con que adornaba su hermosísima cabeza, y la puso sobre la del gallardo mancebo, y, con honesta gracia, le dijo al ponérsela:
"--Cuando mi padre sea tan venturoso de que volváis a verle, veréis cómo no vendréis a servirle sino a ser servido."
Cuenta Periandro el suceso de su viaje.
--"El principio y preámbulo de mi historia, ya que queréis, señores, que os la cuente, quiero que sea éste: que nos contempléis a mi hermana y a mí, con una anciana ama suya, embarcados en una nave cuyo dueño, en el lugar de parecer mercader, era un gran corsario. Las riberas de una isla barríamos; quiero decir que íbamos tan cerca de ella que distintamente conocíamos, no solamente los árboles, pero sus diferencias. Mi hermana, cansada de haber andado algunos días por el mar, deseó salir a recrearse a la tierra; pidióselo al capitán, y como sus ruegos tienen siempre fuerza de mandamiento, consintió el capitán en el de su ruego, y en la pequeña barca de la nave, con solo un marinero, nos echó en tierra a mí y a mi hermana y a Cloelia, que éste era el nombre de su ama. Al tomar tierra vio él marinero que un pequeño río, por una pequeña boca, entraba a dar al mar su tributo; hacíanle sombra por una y otra ribera gran cantidad de verdes y hojosos árboles, a quien servían de cristalinos espejos sus transparentes aguas. Rogámosle se entrase por el río, pues la amenidad del sitio nos convidaba. Hízolo así, y comenzó a subir por el río arriba, y habiendo perdido de vista la nave, soltando los remos, se detuvo y dijo: "Mirad, señores, del modo que habéis de hacer este viaje, y haced cuenta que esta pequeña barca que ahora os lleva es vuestro navío, porque no habéis de volver más al que en la mar os queda aguardando, si ya esta señora no quiere perder la honra y vos que decís que sois su hermano, la vida." Díjome, en fin, que el capitán del navío quería darme a mí la muerte, y que atendiésemos a nuestro remedio, que él nos seguiría y acompañaría en todo lugar y en todo acontecimiento. Si nos turbamos con esta nueva júzguelo el que estuviere acostumbrado a recebirlas malas de los bienes que espera. Agradecíle el aviso y ofrecíle la recompensa cuando nos viésemos en más felice estado. "Aun bien--dijo Cloelia--, que traigo conmigo las joyas de mi señora." Y aconsejándonos los cuatro de lo que hacer debíamos, fué parecer del marinero que nos entrásemos el río adentro; quizá descubriríamos algún lugar que nos defendiese, si acaso los de la nave viniesen a buscarnos. "Mas no vendrán--dijo--, porque no hay gente en todas estas islas que no piense ser cosarios todos cuantos surcan estas riberas, y en viendo la nave o naves luego toman las armas para defenderse, y si no es con asaltos nocturnos y secretos, nunca salen medrados los cosarios." Parecióme bien su consejo; tomé yo el un remo y ayúdele a llevar el trabajo. Subimos por el río arriba, y habiendo andado como dos millas, llegó a nuestros oídos el son de muchos y varios instrumentos formado, y luego se nos ofreció a la vista una selva de árboles movibles que de la una ribera a la otra ligeramente cruzaban; llegamos más cerca, y conocimos ser barcas enramadas lo que parecían árboles, y que el son le formaban los instrumentos que tañían los que en ellas iban. Apenas nos hubieron descubierto, cuando se vinieron a nosotros y rodearon nuestro barco por todas partes. Levantóse en pie mi hermana, y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, tomados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio su ama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra; que, como después supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas venían, los cuales, a voces, como dijo el marinero, que las entendía, decían: "¿Qué es esto? ¿Qué deidad es ésta que viene a visitarnos y a dar el parabién al pescador Carino y a la sin par Selviana de sus felicísimas bodas?" Luego dieron cabo a nuestra barca y nos llevaron a desembarcar no lejos del lugar donde nos habían encontrado.
"Apenas pusimos los pies en la ribera, cuando un escuadrón de pescadores, que así lo mostraban ser en su traje, nos rodearon, y uno por uno, llenos de admiración y reverencia, llegaron a besar las orillas del vestido de Auristela, mi hermana, la cual, a pesar del temor que la congojaba de las nuevas que la habían dado, se mostró a aquel punto tan hermosa, que yo disculpo el error de aquellos que la tuvieron por divina. Poco desviados de la ribera, vimos un tálamo en gruesos troncos de sabina sustentado, cubierto de verde juncia, y oloroso con diversas flores, que servían de alcatifas al suelo; vimos ansimismo levantarse de unos asientos dos mujeres y dos hombres, ellas mozas y ellos gallardos mancebos; la una, hermosa sobremanera, y la otra, fea sobremanera; el uno, gallardo y gentil hombre, y el otro, no tanto; y todos cuatro se pusieron de rodillas ante Auristela, y el más gentil hombre dijo: "¡Oh, tú, quienquiera que seas, que no puedes ser sino cosa del cielo! Mi hermano y yo, con el extremo a nuestras fuerzas posible, te agradecemos esta merced que nos haces honrando nuestras pobres y ya de hoy más ricas bodas. Ven, señora, y si, en lugar de los palacios de cristal que en el profundo mar dejas, como una de sus habitadoras, hallares en nuestros ranchos las paredes de conchas y los tejados de mimbres, o, por mejor decir, las paredes de mimbres y los tejados de conchas, hallarás, por lo menos, los deseos de oro y las voluntades de perlas para servirte. Y hago esta comparación, que parece impropia, porque no hallo cosa mejor que el oro ni más hermosa que las perlas." Inclinóse a abrazarle Auristela, confirmando con su gravedad, cortesía y hermosura la opinión que della tenían. El pescador menos gallardo se apartó a dar orden a la demás turba a que levantasen las voces en alabanzas de la recién venida extranjera y que tocasen todos los instrumentos en señal del regocijo. Las dos pescadoras, fea y hermosa, con sumisión humilde, besaron las manos a Auristela, y ella las abrazó cortés y amigablemente. El marinero, contentísimo del suceso, dió cuenta a los pescadores del navío que en el mar quedaba, diciéndoles que era de cosarios, de quien se temía que habían de venir por aquella doncella, que era una principal señora, hija de reyes; que para mover los corazones a su defensa le pareció ser necesario levantar este testimonio a mi hermana. Apenas entendieron esto, cuando dejaron los instrumentos regocijados y acudieron a los bélicos, que tocaron "¡Arma, arma!" por entrambas riberas.
"Llegó en esto la noche; recogímonos al mismo rancho de los desposados, pusiéronse centinelas hasta la misma boca del río, cebáronse las nasas, tendiéronse las redes y acomodáronse los anzuelos, todo con intención de regalar y servir a sus nuevos huéspedes; y, por más honrarlos, los dos recién desposados no quisieron aquella noche pasarla con sus esposas, sino dejar los ranchos solos a ellas, y a Auristela y a Cloelia, y que ellos, con sus amigos, conmigo y con el marinero, se les hiciese guarda y centinela; y aunque sobraba la claridad del cielo por la que ofrecía la de la creciente luna, y en la tierra ardían las hogueras que el nuevo regocijo había encendido, quisieron los desposados que cenásemos en el campo los varones y dentro del rancho las mujeres. Hízose así, y fué la cena tan abundante, que pareció que la tierra se quiso aventajar al mar, y el mar a la tierra, en ofrecer la una sus carnes y la otra sus pescados.
"Pasóse la noche; vino el día, cuya alborada fué regocijadísima, porque con nuevos y verdes ramos parecieron adornadas las barcas de los pescadores; sonaron los instrumentos con nuevos y alegres sones; alzaron las voces todos, con que se aumentó la alegría; salieron los desposados para irse a poner en el tálamo donde habían estado el día de antes; vistiéronse Selviana y Leoncia de nuevas ropas de boda.
"Celebróse la fiesta, y luego salieron de entre las barcas del río cuatro despalmadas, vistosas por las diversas colores con que venían pintadas, y los remos, que eran seis de cada banda, ni más ni menos; las banderetas, que venían muchas por los filaretes, ansimismo eran de varios colores; los doce remeros de cada una venían vestidos de blanquísimo y delgado lienzo, de aquel mismo modo que yo vine cuando entré la vez primera en esta isla. Luego conocí que querían las barcas correr el palio, que se mostraba puesto en el árbol de otra barca, desviada de las cuatro como tres carreras de caballo; era el palio de tafetán verde, listado de oro, vistoso y grande, pues alcanzaba a besar y aun a pasearse por las aguas. El rumor de la gente y el son de los instrumentos era tan grande, que no se dejaba entender lo que mandaba el capitán del mar, que en otra pintada barca venía. Apartáronse las enramadas barcas a una y otra parte del río, dejando un espacio llano en medio, por donde las cuatro competidoras barcas volasen, sin estorbar la vista a la infinita gente que desde el tálamo y desde ambas riberas estaba atenta a mirarlas; y estando ya los bogadores asidos de las manillas de los remos, descubiertos los brazos, donde se parecían los gruesos nervios, las anchas venas y los torcidos músculos, atendían la señal de la partida, impacientes por la tardanza, y fogosos, bien ansí como lo suele estar el generoso can de Irlanda, cuando su dueño no le quiere soltar de la trailla a hacer la presa que a la vista se le muestra.
"Llegó, en fin, la señal esperada, y a un mismo tiempo arrancaron todas cuatro barcas, que no por el agua, sino por el viento parecía que volaban. La que traía por insignia a la Buena Fortuna, cuando estaba desmayada y casi para dejar la empresa, apretó, como decirse suele, los puños, y, deslizándose por un lado, pasó delante de todas. Cambiáronse los gritos de los que miraban, cuyas voces sirvieron de aliento a sus bogadores, que, embebidos en el gusto de verse mejorados, les parecía que, si los que quedaban atrás entonces les llevaran la misma ventaja, no dudaran de alcanzarlos ni de ganar el premio, como lo ganaron, más por ventura que por ligereza. En fin: la Buena Fortuna fué la que la tuvo buena entonces.
--"La fiesta de mis pescadores, tan regocijada como pobre, excedió a las de los triunfos romanos: que tal vez en la llaneza y en la humildad suelen esconderse los regocijos más aventajados. Pero como las venturas humanas estén por la mayor parte pendientes de hilos delgados, y los de la mudanza fácilmente se quiebran y desbaratan, como se quebraron las de mis pescadores, y se retorcieron y fortificaron mis desgracias, aquella noche la pasamos todos en una isla pequeña que en la mitad del río se hacía, convidados del verde sitio y apacible lugar. Holgábanse los desposados, y ordenaron que en aquella isla del río se renovasen las fiestas y se continuasen por tres días. La sazón del tiempo, que era la del verano, la comodidad del sitio, el resplandor de la luna, el susurro de las fuentes, la fruta de los árboles, el olor de las flores, cada cosa déstas de por sí, y todas juntas, convidaban a tener por acertado el parecer de que allí estuviésemos el tiempo que las fiestas durasen.
"Pero apenas nos habíamos reducido a la isla, cuando, de entre un pedazo de bosque que en ella estaba, salieron hasta cincuenta salteadores armados a la ligera, bien como aquellos que quieren robar y huír, todo a un mismo punto; y como los descuidados acometidos suelen ser vencidos con su mismo descuido, casi sin ponernos en defensa, turbados con el sobresalto, antes nos pusimos a mirar que acometer a los ladrones, los cuales, como hambrientos lobos, arremetieron al rebaño de las simples ovejas, y se llevaron, si no en la boca, en los brazos, a mi hermana Auristela, a Cloelia, su ama, y a Selviana y a Leoncia, como si solamente vinieran a ofendellas, porque se dejaron muchas otras mujeres a quien la naturaleza había dotado de singular hermosura. Yo, a quien el extraño caso más colérico que suspenso me puso, me arrojé tras los salteadores, los seguí con los ojos y con las voces, afrentándolos, como si ellos fueran capaces de sentir afrentas, solamente para irritarlos a que mis injurias les moviesen a volver a tomar venganza de ellas: pero ellos, atentos a salir con su intento, o no oyeron, o no quisieron vengarse, y así se desaparecieron; y luego los desposados y yo, con algunos de los principales pescadores, nos juntamos, como suele decirse, a consejo, sobre qué haríamos para enmendar nuestro yerro y cobrar nuestras prendas. Uno dijo: "No es posible sino que alguna nave de salteadores está en la mar, y en parte donde con facilidad ha echado esta gente en tierra, quizá sabidores de nuestra junta y de nuestras fiestas. Si esto es ansí, como sin duda lo imagino, el mejor remedio es que salgan algunos barcos de los nuestros, y les ofrezcan todo el rescate que por la presa quisieren, sin detenerse en él, tanto más cuanto que las prendas de esposas, hasta las mismas vidas de sus mismos esposos merecen en rescate." "Yo seré--dije entonces--el que haré esa diligencia: que, para conmigo, tanto vale la prenda de mi hermana como si fuera la vida de todos los del mundo." Lo mismo dijeron Carino y Solercio, ellos llorando en público, y yo muriendo en secreto.
"Cuando tomamos esta resolución, comenzaba anochecer; pero, con todo eso, nos entramos en un barco los desposados y yo, con seis remeros; pero, cuando salimos al mar descubierto, había acabado de cerrar la noche, por cuya escuridad no vimos bajel alguno. Determinamos de esperar el venidero día, por ver si con la claridad descubríamos algún navío, y quiso la suerte que descubriésemos dos, el uno que salía del abrigo de la tierra, y el otro que venía a tomarla; conocí que el que dejaba la tierra era el mismo de quien habíamos salido a la isla, así en las banderas como en las velas, que venían cruzadas con una cruz roja; los que venían de fuera las traían verdes, y los unos y los otros eran cosarios. Pues como yo imaginé que el navío que salía de la isla era el de los salteadores de la presa, hice poner en una lanza una bandera blanca de seguro; vine arrimando al costado del navío, para tratar del rescate, llevando cuidado de que no me prendiese. Asomóse el capitán al borde, y cuando quise alzar la voz para hablarle, puedo decir que me la turbó y suspendió y cortó en la mitad del camino un espantoso trueno que formó el disparar de un tiro de artillería de la nave de fuera, en señal de que desafiaba a la batalla al navío de tierra. Al mismo punto le fué respondido con otro no menos poderoso, y, en un instante, se comenzaron a cañonear las dos naves, como si fueran de dos conocidos y irritados enemigos. Desvióse nuestro barco de en mitad de la furia, y desde lejos estuvimos mirando la batalla; y habiendo jugado la artillería casi una hora, se aferraron los dos navíos con una no vista furia. Los del navío de fuera, o más venturosos, o, por mejor decir, más valientes, saltaron en el navío de tierra, y en un instante desembarazaron toda la cubierta, quitando la vida a sus enemigos, sin dejar a ninguno con ella.
"Viéndose, pues, libres de sus ofensores, se dieron a saquear el navío de las cosas más preciosas que tenía, que por ser de cosarios no era mucho, aunque en mi estimación eran las mejores del mundo, porque se llevaron de las primeras a mi hermana, a Selviana, a Leoncia y a Cloelia, con que enriquecieron su nave, pareciéndoles que en la hermosura de Auristela llevaban un precioso y nunca visto rescate. Quise llegar con mi barca a hablar con el capitán de los vencedores; pero como mi ventura andaba siempre en los aires, uno de tierra sopló y hizo apartar el navío. No pude llegar a él ni ofrecer imposibles por el rescate de la presa, y así fué forzoso el volvernos, sin ninguna esperanza de cobrar nuestra pérdida; y, por no ser otra la derrota que el navío llevaba que aquella que el viento le permitía, no podimos por entonces juzgar el camino que haría, ni señal que nos diese a entender quiénes fuesen los vencedores, para juzgar siquiera, sabiendo su patria, las esperanzas de nuestro remedio. El voló, en fin, por el mar adelante, y nosotros, desmayados y tristes, nos entramos en el río, donde todos los barcos de los pescadores nos estaban esperando. No sé si os diga, señores, lo que es forzoso deciros: un cierto espíritu se entró entonces en mi pecho, que, sin mudarme el ser, me pareció que le tenía más que de hombre, y así, levantándome en pie sobre la barca, hice que la rodeasen todas las demás y estuviesen atentos a éstas o otras semejantes razones que les dije: "La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento; los cobardes, aunque nazcan ricos, siempre son pobres, como los avaros mendigos. Esto os digo ¡oh amigos míos! para moveros y incitaros a que mejoréis vuestra suerte y a que dejéis el pobre ajuar de unas redes y de unos estrechos barcos, y busquéis los tesoros que tiene en sí encerrados el generoso trabajo: llamo generoso al trabajo del que se ocupa en cosas grandes. Si suda el cavador rompiendo la tierra, y apenas saca premio que le sustente más que un día, sin ganar fama alguna, ¿por qué no tomará, en lugar de la azada, una lanza, y, sin temor del sol ni de todas las inclemencias del cielo, procurará ganar con el sustento fama que le engrandezca sobre los demás hombres? La guerra, así como es madrastra de los cobardes, es madre de los valientes, y los premios que por ella se alcanzan se pueden llamar ultramundanos. ¡Ea, pues, amigos, juventud valerosa, poned los ojos en aquel navío que se lleva las caras prendas de vuestros parientes, encerrándonos en estotro que en la ribera nos dejaron, casi, a lo que creo, por ordenación del cielo! Vamos tras él, y hagámonos piratas, no codiciosos, como son los demás, sino justicieros, como lo seremos nosotros. A todos se nos entiende el arte de la marinería; bastimentos hallaremos en el navío, con todo lo necesario a la navegación, porque sus contrarios no le despojaron más que de las mujeres; y si es grande el agravio que hemos recebido, grandísima es la ocasión que para vengarle se nos ofrece. Sígame, pues, el que quisiere, que yo os suplico, y Carino y Solercio os lo ruegan, que bien sé que no me han de dejar en esta valerosa empresa."
"Apenas hube acabado de decir estas razones, cuando se oyó el murmureo por todas las barcas, procedido de que unos con otros se aconsejaban de lo que harían, y entre todos salió una voz que dijo: "Embárcate, generoso huésped, y sé nuestro capitán y nuestra guía, que todos te seguiremos." Esta tan improvisa resolución de todos me sirvió de felice auspicio, y, por temer que la dilación de poner en obra mi buen pensamiento no les diese ocasión de madurar su discurso, me adelanté con mi barco, al cual siguieron otros casi cuarenta; llegué a reconocer el navío: entré dentro, escudriñéle todo, miré lo que tenía y lo que le faltaba, y hallé todo lo que me pudo pedir el deseo que fuese necesario para el viaje. Aconsejéles que ninguno volviese a tierra, por quitar la ocasión de que el llanto de las mujeres y el de los queridos hijos no fuese parte para dejar de poner en efeto resolución tan gallarda. Todos lo hicieron así, y desde allí se despidieron con la imaginación de sus padres, hijos y mujeres. ¡Caso extraño, y que ha menester que la cortesía ayude a darle crédito! Ninguno volvió a tierra, ni se acomodó de más vestidos de aquellos con que había entrado en el navío, en el cual, sin repartir los oficios, todos servían de marineros y de pilotos, excepto yo, que fuí nombrado por capitán por gusto de todos. Y, encomendándome a Dios, comencé luego a ejercer mi oficio, y lo primero que mandé fué desembarazar el navío de los muertos que habían sido en la pasada refriega, y limpiarle de la sangre de que estaba lleno; ordené que se buscasen todas las armas, ansí ofensivas como defensivas, que en él había, y, repartiéndolas entre todos, di a cada uno la que, a mi parecer, mejor le estaba; requerí los bastimentos, y, conforme a la gente, tanteé para cuántos días serían bastantes, poco más o menos. Hecho esto, y hecha oración al cielo, suplicándole encaminase nuestro viaje y favoreciese nuestros tan honrados pensamientos, mandé izar las velas, que aún se estaban atadas a las entenas, y que las diéramos al viento, que, como se ha dicho, soplaba de la tierra, y, tan alegres como atrevidos, y tan atrevidos como confiados, comenzamos a navegar por la misma derrota que nos pareció que llevaba el navío de la presa.
"Veisme aquí, señores que me estáis escuchando, hecho pescador y casamentero rico con mi querida hermana, y pobre sin ella, robado de salteadores y subido al grado de capitán contra ellos: que las vueltas de mi fortuna no tienen un punto donde paren ni términos que las encierren.
--"Dos meses anduvimos por el mar sin que nos sucediese cosa de consideración alguna, puesto que le escombramos de más de sesenta navíos de cosarios que, por serlo verdaderos, adjudicamos sus robos a nuestro navío y le llenamos de innumerables despojos, con que mis compañeros iban alegres, y no les pesaba de haber trocado el oficio de pescadores en el de piratas, porque ellos no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado.
"Sucedió, pues, que un porfiado viento nos salteó una noche, que, sin dar lugar a que amainásemos algún tanto o templásemos las velas, en aquel término que las halló, las tendió y acosó, de modo que, como he dicho, más de un mes navegamos por una misma derrota; tanto, que, tomando mi piloto el altura del polo donde nos tomó el viento, y tanteando las leguas que hacíamos por hora, y los días que habíamos navegado, hallamos ser cuatrocientas leguas, poco más o menos. Volvió el piloto a tomar la altura, y vió que estaba debajo del norte, en el paraje de Noruega, y con voz grande y mayor tristeza dijo: "Desdichados de nosotros, que si el viento no nos concede a dar la vuelta para seguir otro camino, en éste se acabará el de nuestra vida, porque estamos en el mar glacial, digo, en el mar helado; y si aquí nos saltea el hielo, quedaremos empedrados en estas aguas." Apenas hubo dicho esto, cuando sentimos que el navío tocaba por los lados y por la quilla como en movibles peñas, por donde se conoció que ya el mar se comenzaba a helar, cuyos montes de hielo, que por dentro se formaban, impedían el movimiento del navío. Amainamos de golpe, porque, topando en ellos, no se abriese, y en todo aquel día y aquella noche se congelaron las aguas tan duramente y se apretaron de modo que, cogiéndonos en medio, dejaron al navío engastado en ellas, como lo suele estar la piedra en el anillo. Casi como en un instante comenzó el hielo a entumecer los cuerpos ya entristecer nuestras almas, y haciendo el miedo su oficio, considerando el manifiesto peligro, no nos dimos más días de vida que los que pudiese sustentar el bastimento que en el navío hubiese, en el cual bastimento desde aquel punto se puso tasa y se repartió por orden, tan miserable y estrechamente, que desde luego comenzó a matarnos la hambre. Tendimos la vista por todas partes, y no topamos con ella en cosa que pudiese alentar nuestra esperanza, si no fué con un bulto negro que, a nuestro parecer, estaría de nosotros seis o ocho millas; pero luego imaginamos que debía de ser algún navío a quien la común desgracia de hielo tenía aprisionado. Este peligro sobrepuja y se adelanta a los infinitos en que de perder la vida me he visto, porque un miedo dilatado y un temor no vencido fatiga más el alma que una repentina muerte: que en el acabar súbito se ahorran los miedos y los temores que la muerte trae consigo, que suelen ser tan malos como la misma muerte. Esta, pues, que nos amenazaba, tan hambrienta como larga, nos hizo tomar una resolución, si no desesperada, temeraria, por lo menos, y fué que consideramos que, si los bastimentos se nos acababan, el morir de hambre era la más rabiosa muerte que puede caber en la imaginación humana; y así, determinamos de salirnos del navío y caminar por encima del yelo, y ir a ver si en el que se parecía habría alguna cosa de que aprovecharnos, o ya de grado, o ya por fuerza.
"Púsose en obra nuestro pensamiento, y en un instante vieron las aguas sobre sí formado, con pies enjutos, un escuadrón pequeño, pero de valentísimos soldados, y siendo yo la guía, resbalando, cayendo y levantando, llegamos al otro navío, que lo era casi tan grande como el nuestro. Había gente él que, puesta sobre el borde, adevinando la intención de nuestra venida, a voces comenzó uno a decirnos: "¿A qué venís, gente desesperada? ¿Qué buscáis? ¿Venís, por ventura, a apresurar nuestra muerte y a morir con nosotros? Volveos a vuestro navío, y si os faltan bastimentos, roed las jarcias y encerrad en vuestros estómagos los embreados leños, si es posible, porque pensar que os hemos de dar acogida será pensamiento vano y contra los preceptos de la caridad, que ha de comenzar de sí mismo. Dos meses dicen que suele durar este yelo que nos detiene; para quince días tenemos sustento; si es bien que le repartamos con vosotros, a vuestra consideración lo dejo." A lo que yo le respondí: "En los apretados peligros toda razón se atropella; no hay respeto que valga ni buen término que se guarde. Acogednos en vuestro navío de grado, y juntaremos en él el bastimento que en el nuestro queda, y comámoslo amigablemente, antes que la precisa necesidad nos haga mover las armas y usar de la fuerza." Esto le respondí yo, creyendo no decían verdad en la cantidad del bastimento que señalaban; pero ellos, viéndose superiores y aventajados en el puesto, no temieron nuestras amenazas ni admitieron nuestros ruegos; antes arremetieron a las armas y se pusieron en orden de defenderse. Los nuestros, a quien la desesperación, de valientes, hizo valentísimos, añadiendo a la temeridad nuevos bríos, arremetieron al navío y casi sin recebir herida le entraron y le ganaron, y alzóse una voz entre nosotros que a todos les quitásemos la vida por ahorrar de balas y de estómagos por donde se fuese el bastimento que en el navío hallásemos. Yo fuí de parecer contrario, y, quizá por tenerle bueno, en esto nos socorrió el cielo, como después diré, aunque primero quiero deciros que este navío era el de los cosarios que habían robado a mi hermana y a las dos recién desposadas pescadoras. Apenas le hube reconocido, cuando dije a voces: "¿Adónde tenéis, ladrones, nuestras almas? ¿Adónde están las vidas que nos robastes? ¿Qué habéis hecho de mi hermana Auristela y de las dos, Selviana y Leoncia, partes, mitades de los corazones de mis buenos amigos Carino y Solercio?" A lo que uno me respondió: "Esas mujeres pescadoras que dices las vendió nuestro capitán, que ya es muerto, a Arnaldo, príncipe de Dinamarca."
--"En tanto que los míos andaban escudriñando y tanteando los bastimentos que había en el empedrado navío, a deshora, y de improviso, de la parte de tierra descubrimos que sobre los hielos caminaba un escuadrón de armada gente, de más de cuatro mil personas formado. Dejónos más helados que el mismo mar vista semejante, aprestando las armas, más por muestra de ser hombres que con pensamiento de defenderse. Caminaban sobre sólo un pie, dándose con el derecho sobre el calcaño izquierdo, con que se impelían y resbalaban sobre el mar grandísimo trecho, y luego, volviendo a reiterar el golpe, tornaban a resbalar otra gran pieza de camino; y desta suerte, en un instante fueron con nosotros y nos rodearon por todas partes, y uno de ellos, que, como después supe, era el capitán de todos, llegándose cerca de nuestro navío, a trecho que pudo ser oído, asegurando la paz con un paño blanco que volteaba sobre el brazo, en lengua polaca, con voz clara, dijo: "Cratilo, rey de Bituania y señor destos mares, tiene por costumbre de requerirlos con gente armada, y sacar de ellos los navíos que del hielo están detenidos, a lo menos la gente y la mercancía que tuvieren, por cuyo beneficio se paga con tomarla por suya. Si vosotros gustáredes de acetar este partido, sin defenderos, gozaréis de las vidas y de la libertad, que no se os ha de cautivar en ningún modo; miradlo, y si no, aparejaos a defenderos de nuestras armas, continuo vencedoras."
"Contentóme la brevedad y la resolución del que nos hablaba. Respondíle que me dejase tomar parecer con nosotros mismos, y fué el que mis pescadores me dieron, decir que el fin de todos los males, y el mayor de ellos, era el acabar la vida, la cual se había de sustentar por todos los medios posibles, como no fuesen por los de la infamia; y que, pues en los partidos que nos ofrecían no intervenía ninguna, y del perder la vida estábamos tan ciertos, como dudosos de la defensa, sería bien rendirnos y dar lugar a la mala fortuna que entonces nos perseguía, pues podría ser que nos guardase para mejor ocasión. Casi esta misma respuesta di al capitán del escuadrón, y al punto, más con apariencia de guerra que con muestras de paz, arremetieron al navío, y en un instante le desvalijaron todo, y trasladaron cuanto en él había, hasta la misma artillería y jarcias, a unos cueros de bueyes que sobre el hielo tendieron; liándolos por encima, aseguraron poderlos llevar tirándolos con cuerdas, sin que se perdiese cosa alguna. Robaron ansimismo lo que hallaron en el otro nuestro navío, y, poniéndonos a nosotros sobre otras pieles, alzando una alegre vocería, nos tiraron y nos llevaron a tierra, que debía de estar desde el lugar del navío como veinte millas. Paréceme a mí que debía de ser cosa de ver caminar tanta gente por cima de las aguas a pie enjuto, sin usar allí el cielo alguno de sus milagros.
"En fin, aquella noche llegamos a la ribera, de la cual no salimos hasta otro día por la mañana, que la vimos coronada de infinito número de gente, que a ver la presa de los helados y yertos habían venido. Venía entre ellos, sobre un hermoso caballo, el rey Cratilo, que, por las insignias reales con que se adornaba, conocimos ser quien era; venía a su lado, asimismo a caballo, una hermosísima mujer, armada de unas armas blancas, a quien no podían acabar de encubrir un velo negro con que venían cubiertas. Llevóme tras sí la vista, tanto su buen parecer como la gallardía del rey Cratilo, y, mirándola con atención, conocí ser la hermosa Sulpicia, a quien la cortesía de mis compañeros pocos días antes habían dado la libertad que entonces gozaba. Acudió el rey a ver los rendidos, y, llevándome el capitán asido de la mano, le dijo: "En este solo mancebo ¡oh valeroso rey Cratilo! me parece que te presento la más rica presa que en razón de persona humana hasta agora humanos ojos han visto." "¡Santos cielos! --dijo a esta sazón la hermosa Sulpicia, arrojándose del caballo al suelo--. O yo no tengo vista en los ojos, o es éste mi libertador, Periandro." Y el decir esto y añudarme el cuello con sus brazos, fué todo uno, cuyas extrañas y amorosas muestras obligaron también a Cratilo a que del caballo se arrojase y con las mismas señales de alegría me recibiese. Entonces la desmayada esperanza de algún buen suceso estaba lejos de los pechos de mis pescadores; pero cobrando aliento en las muestras alegres con que vieron recebirme, les hizo brotar por los ojos el contento y por las bocas las gracias que dieron a Dios del no esperado beneficio: que ya le contaban, no por beneficio, sino por singular y conocida merced. Sulpicia dijo a Cratilo: "Este mancebo es un sujeto donde tiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma liberalidad; y aunque yo tengo hecha esta experiencia, quiero que tu discreción la acredite, sacando por su gallarda presencia--y en esto bien se vee que hablaba como agradecida, y aun como engañada--en limpio esta verdad que te digo. Este fué el que me dió libertad después de la muerte de mi marido; éste el que no despreció mis tesoros, sino el que no los quiso; éste fué el que, después de recebidas mis dádivas, me las volvió mejoradas, con el deseo de dármelas mayores, si pudiera; éste fué, en fin, el que, acomodándose, o, por mejor decir, haciendo acomodar a su gusto el de sus soldados, dándome doce que me acompañasen, me tiene ahora en tu presencia." Yo, entonces, a lo que creo, rojo el rostro con las alabanzas, o ya aduladoras o demasiadas, que de mí oía, no supe más que hincarme de rodillas ante Cratilo, pidiéndole las manos, que no me las dió para besárselas, sino para levantarme del suelo. En este entretanto, los doce pescadores que habían venido en guarda de Sulpicia, andaban entre la demás gente buscando a sus compañeros, abrazándose unos a otros, y, llenos de contento y regocijo, se contaban sus buenas y malas suertes: los del mar, exageraban su yelo, y los de la tierra, sus riquezas. "A mí--decía el uno--me ha dado Sulpicia esta cadena de oro." "A mí--decía otro--esta joya, que vale por dos de esas cadenas." "A mí--replicaba éste--me dió tanto dinero." Y aquél repetía: "Más me ha dado a mí en este solo anillo de diamantes que a todos vosotros juntos."
"A todas estas pláticas puso silencio un gran rumor que se levantó entre la gente, causado del que hacia un poderosísimo caballo bárbaro, a quien dos valientes lacayos traían del freno, sin poderse averiguar con él. Era de color morcillo, pintado todo de moscas blancas, que sobremanera le hacían hermoso; venía en pelo, porque no consentía ensillarse del mismo rey; pero no le guardaba este respeto después de puesto encima, no siendo bastantes a detenerle mil montes de embarazos que ante él se pusieran, de lo que el rey estaba tan pesaroso, que diera una ciudad a quien sus malos siniestros le quitara. Todo esto me contó el rey breve y sucintamente.
--"La grandeza, la ferocidad y la hermosura del caballo que os he descrito tenían tan enamorado a Cratilo, y tan deseoso de verle manso, como a mí de mostrar que deseaba servirle, pareciéndome que el cielo me presentaba ocasión para hacerme agradable a los ojos de quien por señor tenía, y a poder acreditar con algo las alabanzas que la hermosa Sulpicia de mí al rey había dicho. Y así, no tan maduro como presuroso, fuí donde estaba el caballo, y subí en él sin poner el pie en el estribo, pues no le tenía, y arremetí con él, sin que el freno fuese parte para detenerle, y llegué a la punta de una peña que sobre la mar pendía, y, apretándole de nuevo las piernas, con tan mal grado suyo como gusto mío, le hice volar por el aire y dar con entrambos en la profundidad del mar; y en la mitad del vuelo me acordé que, pues el mar estaba helado, me había de hacer pedazos con el golpe, y tuve mi muerte y la suya por cierta. Pero no fué así, porque el cielo, que para otras cosas que él sabe me debe de tener guardado, hizo que las piernas y brazos del poderoso caballo resistiesen el golpe, sin recebir yo otro daño que haberme sacudido de sí el caballo y echado a rodar, resbalando por gran espacio. Ninguno hubo en la ribera que no pensase y creyese que yo quedaba muerto; pero cuando me vieron levantar en pie, aunque tuvieron el suceso a milagro, juzgaron a locura mi atrevimiento.
"Volví a la ribera con el caballo, volví asimismo a subir en él, y, por los mismos pasos que primero, le incité a saltar segunda vez; pero no fué posible, porque, puesto en la punta de la levantada peña, hizo tanta fuerza por no arrojarse, que puso las ancas en el suelo y rompió las riendas, quedándose clavado en la tierra. Cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lleno de miedo, que le volvió de león en cordero y de animal indomable en generoso caballo, de manera que los muchachos se atrevieron a manosearle, y los caballerizos del rey, enjaezándole, subieron en él y le corrieron con seguridad, y él mostró su ligereza y su bondad, hasta entonces jamás vista; de lo que el rey quedó contentísimo y Sulpicia alegre, por ver que mis obras habían respondido a sus palabras.
"Tres meses estuvo en su rigor el yelo, y éstos se tardaron en acabar un navío que el rey tenía comenzado para correr en convenible tiempo aquellos mares, limpiándolos de cosarios, enriqueciéndose con sus robos. En este entretanto, le hice algunos servicios en la caza, donde me mostré sagaz y experimentado, y gran sufridor de trabajos; porque en ningún ejercicio corresponde así al de la guerra como el de la caza, a quien es anejo el cansancio, la sed y la hambre, y aun a veces la muerte. La liberalidad de la hermosa Sulpicia se mostró conmigo y con los míos extremada, y la cortesía de Cratilo le corrió parejas. Los doce pescadores que trujo consigo Sulpicia estaban ya ricos, y los que conmigo se perdieron, estaban ganados. Acabóse el navío; mandó el rey aderezarle y pertrecharle de todas las cosas necesarias largamente, y luego me hizo capitán dél, a toda mi voluntad, sin obligarme a que hiciese cosa más de aquella que fuese de mi gusto. Y después de haberle besado las manos por tan gran beneficio, le dije que me diese licencia de ir a buscar a mi hermana Auristela, de quien tenía noticia que estaba en poder del rey de Dinamarca. Cratilo me la dió para todo aquello que quisiese hacer, diciéndome que a más le tenía obligado mi buen término, hablando como rey, a quien es anejo tanto el hacer mercedes como la afabilidad y, si se puede decir, la buena crianza. Esta tuvo Sulpicia en todo extremo, acompañándola con la liberalidad, con la cual, ricos y contentos, yo y los míos nos embarcamos, sin que quedase ninguno.
"La primer derrota que tomamos fué a Dinamarca, donde creí hallar a mi hermana, y lo que hallé fueron nuevas de que, de la ribera del mar, a ella y a otras doncellas las habían robado cosarios. Renováronse mis trabajos, y comenzaron de nuevo mis lástimas, a quien acompañaron las de Carino y Solercio, los cuales creyeron que en la desgracia de mi hermana y en su prisión se debía de comprehender la de sus esposas.
"Barrimos todos los mares, rodeamos todas o las más islas destos contornos, preguntando siempre por nuevas de mi hermana, pareciéndome a mí, con paz sea dicho de todas las hermosas del mundo, que la luz de su rostro no podía estar encubierta por ser escuro el lugar donde estuviese, y que la suma discreción suya había de ser el hilo que la sacase de cualquier laberinto. Prendimos cosarios, soltamos prisioneros; restituímos haciendas a sus dueños, alzámonos con las mal ganadas de otros, y con esto, colmando nuestro navío de mil diferentes bienes de fortuna, quisieron los míos volver a sus redes y a sus casas y a los brazos de sus hijos, imaginando Carino y Solercio ser posible hallar a sus esposas en su tierra, ya que en las ajenas no las hallaban. Antes desto llegamos a aquella isla, que, a lo que creo, se llama Scinta, donde supimos las fiestas de Policarpo, y a todos nos vino voluntad de hallarnos en ellas. No pudo llegar nuestra nave, por ser el viento contrario, y así, en traje de marineros bogadores, nos entramos en aquel barco luengo, como ya queda dicho. Allí gané los premios, allí fuí coronado por vencedor de todas las contiendas, y de allí tomó ocasión Sinforosa de desear saber quién yo era, como se vió por las diligencias que para ello hizo. Vuelto al navío, y resueltos los míos de dejarme, les rogué que me dejasen el barco, como en premio de los trabajos que con ellos había pasado. Dejáronmele, y aun me dejaran el navío, si yo le quisiera, diciéndome que, si me dejaban solo, no era otra la ocasión, sino porque les parecía ser sólo mi deseo, y tan imposible de alcanzarle, como lo había mostrado la experiencia en las diligencias que habíamos hecho para conseguirle.
"En resolución: con seis pescadores que quisieron seguirme, llevados del premio que les di y del que les ofrecí, abrazando a mis amigos, me embarqué, y puse la proa en una isla bárbara, de cuyos moradores sabía ya la costumbre y la falsa profecía que los tenía engañados, la cual no os refiero porque sé que la sabéis. Di al través en aquella isla; fuí preso y llevado donde estaban los vivos enterrados: sacáronme otro día para ser sacrificado; sucedió la tormenta del mar; desbaratáronse los leños que servían de barcas; salí al mar ancho en un pedazo dellas, con cadenas que me rodeaban el cuello y esposas que me ataban las manos; caí en las misericordiosas del príncipe Arnaldo, que está presente, por cuya orden entré en la isla para ser espía que investigase si estaba en ella mi hermana, no sabiendo que yo fuese hermano de Auristela, la cual otro día vino en traje de varón a ser sacrificada. Conocíla, dolióme su dolor, previne su muerte con decir que era hembra, como ya lo había dicho Cloelia, su ama, que la acompañaba; y el modo cómo allí las dos vinieron, ella lo dirá cuando quisiere. Lo que en la isla nos sucedió, ya lo sabéis, y con esto y con lo que a mi hermana le queda por decir, quedaréis satisfechos de casi todo aquello que acertare a pediros el deseo en la certeza de nuestros sucesos."
En un lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo, y en mitad de la plaza dél, había mucha gente junta, todos atentos mirando y escuchando a dos mancebos que, en traje de recién rescatados de cautivos, estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo; parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pesada desventura; y uno dellos, que debía de ser de hasta veinticuatro años, con voz clara y en todo extremo experta lengua, crujiendo de cuando en cuando un corbacho, o, por mejor decir, azote que en la mano tenía, le sacudía de manera que penetraba los oídos y ponía los estallidos en el cielo, bien así como hace el cochero, que, castigando o amenazando sus caballos, hace resonar su látigo por los aires.
Entre los que la larga plática escuchaban, estaban los dos alcaldes del pueblo, ambos ancianos, pero no tanto el uno como el otro. Por donde comenzó su arenga el libre cautivo, fué diciendo:
--Esta, señores, que aquí veis pintada, es la ciudad de Argel, gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de cosarios, y amparo y refugio de ladrones, que, deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado, salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar las apartadas islas, que, por estar rodeadas del inmenso mar Océano, pensaban estar seguras, a lo menos de los bajeles turquescos. Este bajel que aquí veis reducido a pequeño, porque lo pide así la pintura, es una galeota de ventidós bancos, cuyo dueño y capitán es el turco que en la crujía va en pie, con un brazo en la mano, que cortó a aquel cristiano que allí veis, para que le sirva de rebenque y azote a los demás cristianos que van amarrados a sus bancos, temeroso no le alcancen estas cuatro galeras que aquí veis, que le van entrando y dando caza. Aquel cautivo primero del primer banco, cuyo rostro le disfigura la sangre que se le ha pegado de los golpes del brazo muerto, soy yo, que servía de espalder en esta galeota; y el otro que está junto a mí es éste mi compañero, no tan sangriento, porque fué menos apaleado. Escuchad, señores, y estad atentos: quizá la aprehensión deste lastimero cuento os llevará a los oídos las amenazadoras y vituperosas voces que ha dado este perro de Dragut, que así se llamaba el arráez de la galeota, cosario tan famoso como cruel, y tan cruel como Falaris o Busiris, tiranos de Sicilia; a lo menos, a mí me suena agora el rospeni, el manahora y el denimaniyoc, que, con coraje endiablado, va diciendo que todas éstas son palabras y razones turquescas, encaminadas a la deshonra y vituperio de los cautivos cristianos: llámanlos de judíos, hombres de poco valor, de fee negra y de pensamientos viles, y, para mayor horror y espanto, con los brazos muertos azotan los cuerpos vivos.
Parece ser que uno de los dos alcaldes había estado cautivo en Argel mucho tiempo, el cual, con baja voz, dijo a su compañero:
--Este cautivo, hasta agora, parece que va diciendo verdad, y que en lo general no es cautivo falso; pero yo le examinaré en lo particular, y veremos cómo da la cuerda; porque quiero que sepáis que yo iba dentro desta galeota, y no me acuerdo de haberle conocido por espalder de ella, si no fué a un Alonso Moclin, natural de Vélez-Málaga.
Y volviéndose al cautivo, le dijo:
--Decidme, amigo, cúyas eran las galeras que os daban caza, y si conseguistes por ella la libertad deseada.
--Las galeras--respondió el cautivo--eran de don Sancho de Leyva; la libertad no la conseguimos, porque no nos alcanzaron; tuvímosla después, porque nos alzamos con una galeota que desde Sargel iba a Argel cargada de trigo; venimos a Orán con ella, y desde allí a Málaga, de donde mi compañero y yo nos pusimos en camino de Italia, con intención de servir a su majestad, que Dios guarde, en el ejercicio de la guerra.
--Decidme, amigos--replicó el alcalde--: ¿cautivastes juntos? ¿Llevaron os a Argel del primer boleo, o a otra parte de Berbería?
--No cautivamos juntos--respondió el otro cautivo--, porque yo cautivé junto a Alicante, en un navío de lanas que pasaba a Génova; mi compañero en los Percheles de Málaga, adonde era pescador. Conocímonos en Tetuán, dentro de una mazmorra; hemos sido amigos, y corrido una misma fortuna mucho tiempo; y, para diez o doce cuartos que apenas nos han ofrecido de limosna sobre el lienzo, mucho nos aprieta el señor alcalde.
--No mucho, señor galán--replicó el alcalde--, que aún no están dadas todas las vueltas de la mancuerda; escúcheme y dígame: ¿Cuántas puertas tiene Argel, y cuántas fuentes, y cuántos pozos de agua dulce?
--¡La pregunta es boba!--respondió el primer cautivo--; tantas puertas tiene como tiene casas, y tantas fuentes, que yo no las sé, y tantos pozos que no los he visto, y los trabajos que yo en él he pasado me han quitado la memoria de mí mismo; y si el señor alcalde quiere ir contra la caridad cristiana, recogeremos los cuartos y alzaremos la tienda, y a Dios aho, que tan buen pan hacen aquí como en Francia.
Entonces el alcalde llamó a un hombre de los que estaban en el corro, que al parecer servía de pregonero en el lugar, y tal vez de verdugo cuando se ofrecía, y dijóle:
--Gil Berrueco, id a la plaza, y traedme aquí luego los primeros dos asnos que topáredes; que, por vida del rey nuestro señor, que han de pasear las calles en ellos estos dos señores cautivos, que con tanta libertad quieren usurpar la limosna de los verdaderos pobres, contándonos mentiras y embelecos, estando sanos como una manzana y con más fuerzas para tomar una azada en la mano, que no un corbacho para dar estallidos en seco. Yo he estado en Argel cinco años esclavo, y sé que no me dais señas dél en ninguna cosa de cuantas habéis dicho.
--¡Cuerpo del mundo!--respondió el cautivo--. ¿Es posible que ha de querer el señor alcalde que seamos ricos de memoria, siendo tan pobres de dineros, y que, por una niñería que no importa tres ardites, quiera quitar la honra a dos tan insignes estudiantes como nosotros, y juntamente quitar a su majestad dos valientes soldados, que íbamos a esas Italias y a esos Flandes a romper, a destrozar, a herir y a matar los enemigos de la santa fe católica que topáramos? Porque, si va a decir verdad, que en fin es hija de Dios, quiero que sepa el señor alcalde que nosotros no somos cautivos, sino estudiantes de Salamanca, y, en la mitad y en lo mejor de nuestros estudios, nos vino gana de ver mundo y de saber a qué sabía la vida de la guerra, como sabíamos el gusto de la vida de la paz. Para facilitar y poner en obra este deseo, acertaron a pasar por allí unos cautivos, que también lo debían de ser falsos como nosotros agora; les compramos este lienzo y nos informamos de algunas cosas de las de Argel, que nos pareció ser bastantes y necesarias para acreditar nuestro embeleco; vendimos nuestros libros y nuestras alhajas a menosprecio, y, cargados con esta mercadería, hemos llegado hasta aquí; pensamos pasar adelante, si es que el señor alcalde no manda otra cosa.
--Lo que pienso hacer es--replicó el alcalde--daros cada cien azotes, y, en lugar de la pica que vais a arrastrar en Flandes, poneros un remo en las manos que le cimbréis en el agua en las galeras, con quien quizá haréis más servicio a su majestad que con la pica.
--¿Querráse--replicó el mozo hablador--mostrar agora el señor alcalde ser un legislador de Atenas, y que la riguridad de su oficio llegue a los oídos de los señores del Consejo, donde, acreditándole con ellos, le tengan por severo y justiciero, y le cometan negocios de importancia, donde muestre su severidad y su justicia? Pues sepa el señor alcalde que summum jus, summa injuria.
--Mirad cómo habláis, hermano--replicó el segundo alcalde--, que aquí no hay justicia con lujuria: que todos los alcaldes deste lugar han sido, son y serán limpios y castos como el pelo de la masa; y hablad menos, que os será sano.
Volvió en esto el pregonero, y dijo:
--Señor alcalde, yo no he topado en la plaza asnos ningunos, sino a los dos regidores Berrueco y Crespo, que andan en ella paseándose.
--Por asnos os envié yo, majadero, que no por regidores; pero volved y traeldos acá, por sí o por no, que quiero que se hallen presentes al pronunciar desta sentencia, que ha de ser, sin embargo, y no ha de quedar por falta de asnos; que, gracias sean dadas al cielo, hartos hay en este lugar,
--No le tendrá vuesa merced, señor alcalde, en el cielo--replicó el mozo--si pasa adelante con esa reguridad. Por quien Dios es, que vuesa merced considere que no hemos robado tanto que podemos dar a censo ni fundar ningún mayorazgo; apenas granjeamos el mísero sustento con nuestra industria, que no deja de ser trabajosa, como lo es la de los oficiales y jornaleros. Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos si tuviéramos oficio. Castíguense los que cohechan, los escaladores de casas, los salteadores de caminos, los testigos falsos por dineros, los mal entretenidos en la república, los ociosos y baldíos en ella, que no sirven de otra cosa que de acrecentar el número de los perdidos, y dejen a los míseros que van su camino derecho a servir a su majestad con la fuerza de sus brazos y con la agudeza de sus ingenios, porque no hay mejores soldados que los que se trasplantan de la tierra de los estudios en los campos de la guerra; ninguno salió de estudiante para soldado que no lo fuese por extremo, porque cuando se avienen y se juntan las fuerzas con el ingenio, y el ingenio con las fuerzas, hacen un compuesto milagroso, con quien Marte se alegra, la paz se sustenta y la república se engrandece.
Admirados estaban todos los circunstantes, así de las razones del mozo, como de la velocidad con que hablaba, el cual, prosiguiendo, dijo:
--Espúlguenos el señor alcalde, mírenos y remírenos, y haga escrutinio de las costuras de nuestros vestidos, y si en todo nuestro poder hallare seis reales, no sólo nos mande dar ciento, sino seis cuentos de azotes. Veamos, pues, si la adquisición de tan pequeña cantidad de interés merece ser castigada con afrentas y martirizada con galeras; y así, otra vez digo que el señor alcalde se remire en esto, no se arroje y precipite apasionadamente a hacer lo que, después de hecho, quizá le causara pesadumbre. Los jueces discretos castigan, pero no toman venganza de los delitos; los prudentes y los piadosos mezclan la equidad con la justicia, y, entre el rigor y la clemencia, dan luz de su buen entendimiento.
--Por Dios--dijo el segundo alcalde--, que este mancebo ha hablado bien, aunque ha hablado mucho, y que, no solamente no tengo de consentir que los azoten, sino que los tengo de llevar a mi casa y ayudarles para su camino, con condición que le lleven derecho, sin andar surcando la tierra de una en otras partes, porque, si así lo hiciesen, más parecerían viciosos que necesitados.
Ya el primer alcalde, manso y piadoso, blando y compasivo, dijo:
--No quiero que vayan a vuestra casa, sino a la mía, donde les quiero dar una lición de las cosas de Argel, tal, que de aquí adelante ninguno les coja en mal latín en cuanto a su fingida historia.
Los cautivos se lo agradecieron, y los circunstantes alabaron su honrada determinación.
Llegóse el día, y tomaron los peregrinos el camino de Valencia; los cuales, otro día, al salir de la aurora, que por los balcones de Oriente se asomaba, barriendo el cielo de las estrellas y aderezando el camino por donde el sol había de hacer su acostumbrada carrera, Bartolomé, que así creo se llamaba el guiador del bagaje, viendo salir el sol tan alegre y regocijado, bordando las nubes de los cielos con diversas colores, de manera que no se podía ofrecer otra cosa más alegre y más hermosa a la vista, y con rústica discreción dijo:
---Verdad debió de decir el predicador que predicaba los días pasados en nuestro pueblo cuando dijo que los cielos y la tierra anunciaban y declaraban las grandezas del Señor. Pardiez que, si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer viendo la inmensa grandeza destos cielos, que me dicen que son muchos, o, a lo menos, que llegan a once, y por la grandeza deste sol que nos alumbra, que, con no parecer mayor que una rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra, y más que, con ser tan grande, afirman que es tan ligero que camina en venticuatro horas más de trecientas mil leguas. La verdad que sea, yo no creo nada desto; pero dícenlo tantos hombres de bien, que, aunque hago fuerza al entendimiento, lo creo. Pero de lo que más me admiro es que debajo de nosotros hay otras gentes, a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas, los que andamos acá arriba, traemos puestos los pies, cosa que me parece imposible; que, para tan gran carga como la nuestra, fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce.
Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo, y díjole:
--Buscar querría razones acomodadas ¡oh Bartolomé! para darte a entender el error en que estás y la verdadera postura del mundo, para lo cual era menester tomar muy de atrás sus principios; pero acomodándome con tu ingenio, habré de coartar el mío y decirte sola una cosa: y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es centro del cielo; llamo centro un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar; tampoco me parece que has de entender esto; y así, dejando estos términos, quiero que te contentes con saber que toda la tierra tiene por alto el cielo, y en cualquier parte della donde los hombres estén han de estar cubiertos con el cielo; así que, como a nosotros el cielo que ves nos cubre, asimismo cubre a los antípodas que dicen, sin estorbo alguno, y como, naturalmente, lo ordenó la Naturaleza, mayordoma del verdadero Dios, criador del cielo y de la tierra.
No se descontentó el mozo de oír las razones de Periandro, que también dieron gusto a Auristela, a la condesa y a su hermano. Con estas y otras cosas iba enseñando y entreteniendo el camino Periandro.
De allí a algunos días, llegó nuestro hermoso escuadrón a un lugar de moriscos, que estaba puesto como una legua de la marina, en el reino de Valencia. Hallaron en él, no mesón en que albergarse, sino todas las casas del lugar con agradable hospicio los convidaban; viendo lo cual, Antonio dijo:
--Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen unos santos.
--Con palmas--dijo Periandro--recibieron al Señor en Jerusalén los mismos que de allí a pocos días le pusieron en una cruz. Agora bien: a Dios y a la ventura, como decirse suele, acetemos el convite que nos hace este buen viejo, que con su casa nos convida.
Y era así verdad, que un anciano morisco, casi por fuerza, asiéndolos por las esclavinas, los metió en casa, y dio muestras de agasajarlos no morisca, sino cristianamente. Salió a servirlos una hija suya, vestida en traje morisco, y en él tan hermosa, que las más gallardas cristianas tuvieran a ventura el parecería: que en las gracias que Naturaleza reparte, también suele favorecer a las bárbaras de Citia, como a las ciudadanas de Toledo. Esta, pues, hermosa y mora, en lengua aljamiada, asiendo a Costanza y a Auristela de las manos, se encerró con ellas en una sala baja, y, estando solas, sin soltarles las manos, recatadamente miró a todas partes, temerosa de ser escuchada, y, después que hubo asegurado el miedo que mostraba, les dijo:
--¡Ay, señoras, y cómo habéis venido como mansas y simples ovejas al matadero! ¿Veis este viejo, que con vergüenza digo que es mi padre, véisle tan agasajador vuestro? Pues sabed que no pretende otra cosa sino ser vuestro verdugo. Esta noche se han de llevar en peso, si así se puede decir, diez y seis bajeles de cosarios berberiscos, a toda la gente de este lugar, con todas sus haciendas, sin dejar en él cosa que les mueva a volver a buscarla. Piensan estos desventurados que en Berbería está el gusto de sus cuerpos y la salvación de sus almas, sin advertir que, de muchos pueblos que allá se han pasado casi enteros, ninguno hay que dé otras nuevas sino de arrepentimiento, el cual les viene juntamente con las quejas de su daño. Los moros de Berbería pregonan glorias de aquella tierra, al sabor de las cuales corren los moriscos de ésta, y dan en los lazos de su desventura. Si queréis estorbar la vuestra y conservar la libertad en que vuestros padres os engendraron, salid luego de esta casa y acogedos a la iglesia, que en ella hallaréis quien os ampare, que es el cura, que sólo él y el escribano son en este lugar cristianos viejos. Hallaréis también allí al jadraque Jarife, que es un tío mío, moro sólo en el nombre, y en las obras cristiano. Contaldes lo que pasa, y decid que os lo dijo Rafala, que con esto seréis creídos y amparados; y no lo echéis en burla, si no queréis que las veras os desengañen a vuestra costa: que no hay mayor engaño que venir el desengaño tarde.
El susto, las acciones con que Rafala esto decía, se asentó en las almas de Auristela y de Constanza, de manera que fué creída, y no le respondieron otra cosa que fuese más que agradecimientos. Llamaron luego a Periandro y a Antonio, y, contándoles lo que pasaba, sin tomar ocasión aparente, se salieron de la casa con todo lo que tenían. Bartolomé, que quisiera más descansar que mudar de posada, pesóle de la mudanza; pero, en efeto, obedeció a sus señores. Llegaron a la iglesia, donde fueron bien recebidos del cura y del jadraque, a quien contaron lo que Rafala les había dicho. El cura dijo:
--Muchos días ha, señores, que nos dan sobresalto con la venida de esos bajeles de Berbería; y aunque es costumbre suya hacer estas entradas, la tardanza de ésta me tenía ya algo descuidado. Entrad, hijos, que buena torre tenemos, y buenas y ferradas puertas la iglesia, que, si no es muy de propósito, no pueden ser derribadas ni abrasadas.
--¡Ay--dijo a esta sazón el jadraque--, si han de ver mis ojos, antes que se cierren, libre esta tierra destas espinas y malezas que la oprimen! ¡Ay, cuándo llegará el tiempo que tiene profetizado un abuelo mío, famoso en la astrología, donde se verá España de todas partes entera y maciza en la religión cristiana, que ella sola es el rincón del mundo donde está recogida y venerada la verdadera verdad de Cristo! Morisco soy, señores, y ojalá que negarlo pudiera; pero no por esto dejo de ser cristiano: que las divinas gracias las da Dios a quien él es servido, el cual tiene por costumbre, como vosotros mejor sabéis, de hacer salir su sol sobre los buenos y los malos, y llover sobre los justos y los injustos. Digo, pues, que este mi abuelo dejó dicho que, cerca de estos tiempos, reinaría en España un rey de la Casa de Austria, en cuyo ánimo cabría la dificultosa resolución de desterrar los moriscos de ella, bien así como el que arroja de su seno la serpiente que le está royendo las entrañas, o bien así como quien aparta la neguilla del trigo, o escarda o arranca la mala yerba de los sembrados. Ven ya, ¡oh venturoso mozo, y rey prudente!, y pon en ejecución el gallardo decreto de este destierro, sin que se te oponga el temor que ha de quedar esta tierra desierta y sin gente, y el de que no será bien la que en efeto está en ella bautizada; que, aunque éstos sean temores de consideración, el efeto de tan grande obra los hará vanos, mostrando la experiencia, dentro de poco tiempo, que, con los nuevos cristianos viejos que esta tierra se poblare, se volverá a fertilizar y a poner en mucho mejor punto que agora tiene. Tendrán sus señores, si no tantos y tan humildes vasallos, serán los que tuvieren católicos, con cuyo amparo estarán estos caminos seguros, y la paz podrá llevar en las manos las riquezas, sin que los salteadores se las lleven.
Esto dicho, cerraron bien las puertas, fortaleciéronlas con los bancos de los asientos, subiéronse a la torre, alzaron una escalera levadiza, llevóse el cura consigo el Santísimo Sacramento en su relicario, proveyéronse de piedras, armaron dos escopetas, dejó el bagaje mondo y desnudo a la puerta de la iglesia Bartolomé el mozo, y encerróse con sus amos; y todos, con ojo alerta y manos listas, y con ánimos determinados, estuvieron esperando el asalto, de quien avisados estaban por la hija del morisco. Pasó la media noche, que la midió por las estrellas el cura; tendía los ojos por todo el mar que desde allí se parecía, y no había nube que con la luz de la luna se pareciese, que no pensase sino que fuesen los bajeles turquescos; y, aguijando a las campanas, comenzó a repicallas tan apriesa y tan recio, que todos aquellos valles y todas aquellas riberas retumbaban, a cuyo son los atajadores de aquellas marinas se juntaron y las corrieron todas; pero no aprovechó su diligencia para que los bajeles no llegasen a la ribera y echasen la gente en tierra. La del lugar, que los esperaba, cargados con sus más ricos y mejores alhajas, adonde fueron recebidos de los turcos con grande grita y algazara, al son de muchas dulzainas y de otros instrumentos, que, puesto que eran bélicos, eran regocijados, pegaron fuego al lugar, y asimismo a las puertas de la iglesia, no para esperar a entrarla, sino por hacer el mal que pudiesen; dejaron a Bartolomé a pie, porque le dejarretaron el bagaje; derribaron una cruz de piedra que estaba a la salida del pueblo, llamando a grandes voces el nombre de Mahoma; se entregaron a los turcos, ladrones pacíficos y deshonestos públicos. Desde la lengua del agua, como dicen, comenzaron a sentir la pobreza que les amenazaba su mudanza, y la deshonra en que ponían a sus mujeres y a sus hijos. Muchas veces, y quizá algunas no en vano, dispararon Antonio y Periandro las escopetas; muchas piedras arrojó Bartolomé, y todas a la parte donde había dejado el bagaje, y muchas flechas el jadraque; pero muchas más lágrimas echaron Auristela y Constanza, pidiendo a Dios, que presente tenían, que de tan manifiesto peligro los librase, y ansimismo que no ofendiese el fuego a su templo, el cual no ardió, no por milagro, sino porque las puertas eran de hierro, y porque fué poco el fuego que se les aplicó. Poco faltaba para llegar el día, cuando los bajeles, cargados con la presa, se hicieron al mar, alzando regocijados lilíes, y tocando infinitos atabales y dulzainas, y en esto vieron venir dos personas corriendo hacia la iglesia, la una de la parte de la marina, y la otra de la de tierra, que, llegando cerca, conoció el jadraque que la una era su sobrina Rafala, que, con una cruz de caña en las manos, venía diciendo a voces:
--Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios!
La otra conocieron ser el escribano, que acaso aquella noche estaba fuera del lugar, y, al son del arma de las campanas, venía a ver el suceso, que lloró, no por la pérdida de sus hijos y de su mujer, que allí no los tenía, sino por la de su casa, que halló robada y abrasada. Dejaron entrar el día y que los bajeles se alargasen, y que los atajadores tuviesen lugar de asegurar la costa, y entonces bajaron de la torre y abrieron la iglesia, donde entró Rafala, bañado con alegres lágrimas el rostro, y acrecentando con su sobresalto su hermosura, hizo oración a las imágenes y luego se abrazó con su tío, besando primero las manos al cura. El escribano, ni adoró ni besó las manos a nadie, porque le tenía ocupada el alma el sentimiento de la pérdida de su hacienda. Pasó el sobresalto, volvieron los espíritus de los retraídos a su lugar, y el jadraque, cobrando aliento nuevo, volviendo a pensar en la profecía de su abuelo, casi como lleno de celestial espíritu, dijo:
--¡Ea, mancebo generoso; ea, rey invencible; atropella, rompe, desbarata todo género de inconvenientes, y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada desta mi malla casta, que tanto la asombra y menoscaba! ¡Ea, consejero tan prudente como ilustre, nuevo Atlante del peso de esta monarquía, ayuda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras, cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las zarzas, las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana! Que si los pocos hebreos que pasaron a Egipto multiplicaron tanto, que en su salida se contaron más de seiscientas mil familias, ¿qué se podrá temer de éstos, que son más y viven más holgadamente? No los esquilman las religiones, no los entresacan las Indias, no los quintan las guerras; todos se casan, todos, o los más, engendran, de do se sigue y se infiere que su multiplicación y aumento ha de ser innumerable. ¡Ea, pues, vuelvo a decir; vayan, vayan, señor, y deja la taza de tu reino resplandeciente como el sol y hermosa como el cielo!
Dos días estuvieron en aquel lugar los peregrinos, volviendo a enterarse en lo que les faltaba, y Bartolomé se acomodó de bagaje, los peregrinos agradecieron al cura su buen acogimiento y alabaron los buenos pensamientos del jadraque, y, abrazando a Rafala, se despidieron de todos y siguieron su camino.
QUE PASO ENTRE CIPION Y BERGANZA, PERROS DEL HOSPITAL DE LA RESURRECCIÓN, QUE ESTÁ EN LA CIUDAD DE VALLADOLID, FUERA DE LA PUERTA DEL CAMPO, A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN LOS PERROS DE MAHUDES
CIPIÓN.--Berganza, amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y retirémonos a esta soledad y entre esas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.--Cipión hermano, óyote hablar, y sé que te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de naturaleza.
CIPIÓN.--Así es la verdad, Berganza, y viene a ser mayor este milagro en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella, que la diferencia que hay del animal bruto al hombre, es ser el hombre animal racional, y el bruto, irracional.
BERGANZA.--Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y el decirlo tú y entenderlo yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien es verdad que en el discurso de mi vida diversas y muchas veces he oído decir grandes prerrogativas nuestras; tanto, que parece que algunos han querido sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas, que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento, capaz de discurso.
CIPIÓN.--Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo de la amistad.
BERGANZA.--Bien sé que ha habido perros tan agradecidos, que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores, sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida. Sé también que después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN.--Ansí es; pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos. Pero sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; no sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della, y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.--Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un hueso, tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la memoria, y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban. Empero ahora, que tan sin pensado me veo enriquecido deste divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a decir todo aquello que se me acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.--Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche estuviéremos con habla, yo te contairé la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.--Siempre, Cipión, te he tenido por discreto y por amigo, y ahora más que nunca, pues como amigo quieres decirme tus sucesos y saber los míos, y como discreto has repartido el tiempo, donde podamos manifestallos.
CIPIÓN.--Habla hasta que amanezca, o hasta que seamos sentidos; que yo te escucharé de muy buena gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.--Paréceme que la primera vez que vi el sol fué en Sevilla, y en su matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne; por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella confusión, a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fué uno llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería: este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas. Con mucha facilidad salí un águila en esto. Un día puse pies en polvorosa, y tomando el camino en las manos y en los pies, por detrás de San Bernardo, me fuí por aquellos campos de Dios, adonde la fortuna quisiese llevarme. Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro día me deparó la suerte un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como le vi, creí que había hallado en él el centro de mi reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado guardaban cuando diciendo: "¡To, to!" me llamó, y yo, que otra cosa no deseaba, me llegué a él, bajando da cabeza y meneando la cola. Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre una yegua rucia a la jineta, con lanza y adarga, que más parecía atajador de la costa que señor de ganado. Preguntó al pastor: "¿Qué perro es éste, que tiene señales de ser bueno?" "Bien lo puede vuesa merced creer--respondió el pastor--, que yo le he cotejado bien, y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un gran perro. Agora se llegó aquí, y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los rebaños de la redonda." "Pues así es--respondió el señor--, ponle luego el collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la ración que a los demás, y acaríciale porque tome cariño al hato y se quede en él." En diciendo esto se fué, y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas en leche. Y asimismo me puso nombre y me llamó Barcino. Vime harto y contento con el segundo amo y con el nuevo oficio; mostréme solícito y diligente en la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a pasarlas, o ya a la sombra de algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a la de alguna mata, a la margen de algún arroyo de los muchos que por allí corrían. Y estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido en el Matadero. Pero habrélas de callar, porque no me tengáis por largo y por murmurador.
CIPIÓN.--Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos que era difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que murmures un poco de luz, y no de sangre; quiero decir que señales, y no hieras ni des mate a ninguno en cosa señalada; que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.--Yo tomaré tu consejo, y esperaré con gran deseo que llegue el tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan bien sabe conocer y enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se puede esperar que contará los suyos de manera que enseñen y deleiten a un mismo punto. Digo, pues, que yo me hallaba bien con el oficio de guardar ganado, por parecerme que comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz y madre de todos los vicios, no tenía que ver conmigo, a causa que si los días holgaba, las noches no dormía, dándonos asaltos a menudo y tocándonos a arma los lobos; y apenas me habían dicho los pastores: "¡Al lobo, Barcino!", cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que me señalaban que estaba el lobo; corría los valles, escudriñaba los montes, desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y a la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni rastro dél, anhelando, cansado, hecho pedazos y los pies abiertos de los garranchos, y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o un carnero degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver de cuán poco servía mi mucho cuidado y diligencia. Venía el señor del ganado; salían los pastores a recebirle con las pieles de la res muerta; culpaba a los pastores par negligentes, y mandaba castigar a los perros por perezosos; llovían sobre nosotros palos, y sobre ellos reprehensiones; y así, viéndome un día castigado sin culpa, y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él; que pues el lobo allí venía allí sería más cierta la presa. Cada semana nos tocaban a rebato, y en una escurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que el ganado se guardase. Agácheme detrás de una mata, pasaron los perros, mis compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores del aprisco y le mataron, de manera que verdaderamente pareció a la mañana que había sido su verdugo d lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los pastores eran los lobos, y que despedazaban el ganado los mismos que le habían de guardar. Al punto hacían saber a su amo la presa del lobo, dábanle el pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo más y lo mejor. Volvía a reñirles el señor, y volvía también el castigo de los perros. No había lobos; menguaba el rebaño; quisiera yo descubrillo; hallábame mudo; todo lo cual me traía lleno de admiración y de congoja. "¡Válame Dios!--decía entre mí--. ¿Quién podrá remediar esta maldad? ¿ Quién será poderoso a dar a entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el que os guarda os mata?"
CIPIÓN.--Y decías muy bien, Berganza; porque no hay mayor ni más sotil ladrón que el doméstico, y así, mueren muchos más de los confiados que de los recatados; pero el daño está en que es imposible que puedan pasar bien las gentes en el mundo si no se fía y se confía. Mas quédese aquí esto, que no quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA.--Paso adelante, y digo que determiné dejar aquel oficio, aunque parecía tan bueno, y escoger otro, donde por hacerle bien, ya que no fuese remunerado, no fuese castigado. Volvíme a Sevilla, que es amparo de pobres y refugio de desechados; que en su grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes. Arriméme a la puerta de una gran casa de un mercader, hice mis acostumbradas diligencias, y a pocos lances me quedé en ella. Recibiéronme para tenerme atado detrás de la puerta de día, y suelto de noche; servía con gran cuidado y diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los que no eran muy conocidos; no dormía de noche, visitando los corrales, subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía y de las cosas ajenas. Agradóse tanto mi amo de mi buen servicio, que mandó que me tratasen bien y me diesen ración de pan y los huesos que se levantasen o arrojasen de su mesa, con las sobras de la cocina, a lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos saltos cuando veía a mi amo, especialmente cuando venía de fuera; que eran tantas las muestras de regocijo que daba, y tantos los saltos, que mi amo ordenó que me desatasen y me dejasen andar suelto de día y de noche. Como me vi suelto, corrí a él, rodéele todo, sin osar llegarte con las manos, acordándome de la fábula de Isopo, cuando aquel asno tan asno, que quiso hacer a su señor las mismas caricias que le hacía una perrilla regalada suya, que le granjearon ser molido a palos. Parecióme que en esta fábula se nos dio a entender que las gracias y donaires de algunos no están bien en otros. Este mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban con autoridad, con ayo y con pajes que les llevaban los libros y aquel que llaman vademecum. El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado.
CIPIÓN.--Hais de saber, Berganza, que es costumbre y condición de los mercaderes de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que en sí mismos. Y como ellos por maravilla atienden a otra cosa que a sus tratos y contratos, trátanse modestamente; y como la ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos, y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya.
BERGANZA.--Ambición es, pero ambición generosa, la de aquel que pretende mejorar su estado sin perjuicio de tercero.
CIPIÓN.--Pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.
BERGANZA.--Ya hemos dicho que no hemos de murmurar.
CIPIÓN.--Sí, que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA.--Ahora acabo de confirmar por verdad lo que muchas veces he oído decir. Acaba un maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de caluniar veinte buenos, y si alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde que él no ha dicho nada; y que si ha dicho algo, no lo ha dicho por tanto; y que si pensara que alguno se había de agraviar, no lo dijera.
CIPIÓN.--Así es verdad, y yo confieso mi yerro, y quiero que me le perdones, pues te he perdonado tantos; echemos pelillos a la mar, como dicen los muchachos, y no murmuremos de aquí adelante; y sigue tu cuento, que le dejaste en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo iban al estudio de la Compañía de Jesús.
BERGANZA.--Digo que los hijos de mi amo se dejaron un día un cartapacio en el patio, donde yo a la sazón estaba; así del vademecum y fuíme tras ellos, con intención de no soltalle hasta el estudio. Sucedióme todo como lo deseaba: que mis amos, que me vieron venir con el vademecum en la boca, asido sotilmente de las cintas, mandaron a un paje me le quitase; mas yo no lo consentí, ni le solté hasta que entré en el aula con él, cosa que causó risa a todos los estudiantes. Lleguéme al mayor de mis amos, y, a mi parecer, con mucha crianza, se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas a la puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leía. No sé qué tiene la virtud, que, con alcanzárseme a mí tan poco, o nada, della, luego recibí gusto de ver el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura, y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios, y les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados. Mis amos gustaron de que les llevase siempre el vademecum, lo que hice de muy buena voluntad; con lo cual tenía una vida de rey, y aun mejor, porque era descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y domestiquéme con ellos de tal manera, que me metían la mano en la boca y los más chiquillos subían sobre mí; arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los volvía a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en darme de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que cuando me daban nueces o avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno. Tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que más de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo almorzase, Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo que más se puede encarecer para decir que era buena. Desta gloria y desta quietud me vino a quitar una señora que, a mi parecer, llaman por ahí razón de estado, que cuando con ella se cumple se ha de descumplir con otras razones muchas. Es el caso que a aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay de lición a lición la ocupaban los estudiantes, no en repasar las liciones, sino en holgarse conmigo; y así, ordenaron a mis amos que no me llevasen más al estudio; obedecieron, volviéronme a casa y a la antigua guarda de la puerta, y, sin acordarse señor el viejo de la merced que me habían hecho de que de día y de noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena y el cuerpo a una esterilla que detrás de la puerta me pusieron. ¡Ay, amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el pasar de un estado felice a un desdichado! Mira: cuando las miserias y desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto con la muerte, o la continuación dellas hace un hábito y costumbre en padecellas, que suele en su mayor rigor servir de alivio; mas cuando de la suerte desdichada y calamitosa, sin pensarlo y de improviso, se sale a gozar de otra suerte próspera, venturosa y alegre, y de allí a poco se vuelve a padecer la suerte primera, y a los primeros trabajos y desdichas, es un dolor tan riguroso, que si no acaba la vida es por atormentarla más viviendo. Digo, en fin, que volví a mi ración perruna, y a los huesos que una negra de casa me arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos romanos; que, como sueltos y ligeros, érales fácil quitarme lo que no caía debajo del distrito que alcanzaba mi cadena. Cipión hermano, así el Cielo te conceda el bien que deseas, que, sin que te enfades, me dejes ahora filosofar un poco; porque si dejase de decir las cosas que en este instante me han venido a la memoria de aquellas que entonces me ocurrieron, me parece que no sería mi historia cabal ni de fruto alguno.
CIPIÓN.--Advierte, Berganza, no sea tentación del demonio esa gana de filosofar que dices te ha venido; porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprehensión, y el descubrir los defetos ajenos, buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante que, si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias. Y debajo de saber esto, filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA.--Seguro puedes estar, Cipión, de que más murmure, porque así lo tengo prosupuesto. Es, pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso, y la ociosidad sea madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria algunos latines que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fuí con mis amos al estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado de entendimiento, y determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones que se me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se suelen aprovechar algunos ignorantes. Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.
CIPIÓN.--Por menor daño tengo ése que el que hacen los que verdaderamente saben latín, de los cuales hay algunos tan imprudentes, que hablando con un zapatero o con un sastre arrojan latines como agua.
BERGANZA.--Deso podemos inferir que tanto peca el que dice latines delante de quien los ignora como el que los dice ignorándolos.
CIPIÓN.--Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester, hermano Berganza.
BERGANZA.--Así es, porque también se puede decir una necedad en latín como en romance.
CIPIÓN.--Dejemos esto, y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA.--Ya las he dicho: éstas son que acabo de decir.
CIPIÓN.--¿Cuáles?
BERGANZA.--Estas de los latines y romances, que yo comencé y tú acabaste.
CIPIÓN.--¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va ello! Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración, y dale el nombre que quisieres; que ella dará a nosotros el de cínicos, que quiere decir perros murmuradores; y por tu vida que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA.--¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN.--Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
BERGANZA.--Habla con propiedad; que no se llaman colas las del pulpo. Y digo que, no contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios y de la vida que en ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la mezquinidad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y descanso tenía. Mira, Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra. Dígolo porque la negra de casa, una vez, me trujo una esponja frita con manteca; conocí su maldad; vi que era peor que comer zarazas, porque a quien la come se le hincha el estómago y no sale dél sin llevarse tras sí la vida; y acordé de poner tierra en medio. Halléme un día suelto, y sin decir a Dios a ninguno de casa, me puse en la calle; por un agujero de la muralla salí al campo, y antes que amaneciese me puse en Mairena, que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla. Quiso mi buena suerte que hallé allí una compañía de soldados, que, según oí decir, se iban a embarcar a Cartagena. Estaban en ella cuatro rufianes, y el atambor era uno que había sido corchete, y gran chocarrero, como lo suelen ser los más atambores. Determiné de acomodarme con él, si él quisiese, y seguir aquella jornada, aunque me llevase a Italia o a Flandes; porque me parece a mí, y aun a ti te debe parecer lo mismo, que puesto que dice el refrán: "Quien necio es en su villa, necio es en Castilla", el andar tierras y comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.
CIPIÓN.--Es eso tan verdad, que me acuerdo haber oído decir a un amo que tuve de bonísimo ingenio, que al famoso griego llamado Ulises le dieron renombre de prudente por sólo haber andado muchas tierras y comunicado con diversas gentes y varias naciones; y así, alabo la intención que tuviste de irte donde te llevasen.
BERGANZA.--Es, pues, el caso que el atambor, por tener con qué mostrar más sus chacorrerías, comenzó a enseñarme a bailar al son del atambor y a hacer otras monerías, tan ajenas de poder aprenderlas otro perro que no fuera yo, como las oirás cuando te las diga. En menos de quince días, con mi buen ingenio y con la diligencia que puso el que había escogido por patrón, supe saltar por el Rey de Francia y no saltar por la mala tabernera; enseñóme a hacer corvetas como caballo napolitano, y a andar a la redonda como mula de atahona, con otras cosas que, si yo no tuviera cuenta en no adelantarme a mostrarlas, pusiera en duda si era algún demonio en figura de perro el que las hacía. Púsome nombre del perro sabio y no habíamos llegado al alojamiento cuando, tocando su atambor, andaba por todo el lugar pregonando que todas las personas que quisiesen venir a ver las maravillosas gracias y habilidades del perro sabio, en tal casa, o en tal hospital, las mostraban, a ocho, o a cuatro maravedís, según era el pueblo, grande o chico. Con estos encarecimientos no quedaba persona en todo el lugar que no me fuese a ver, y ninguno había que no saliese admirado y contento de haberme visto. Triunfaba mi amo con la mucha ganancia; y viendo cuán bien sabía imitar el corcel napolitano, hízome unas cubiertas de guadamací y una silla pequeña, que me acomodó en las espaldas, y sobre ella puso una figura liviana de un hombre, con una lancilla de correr sortija, y enseñóme a correr derechamente a una sortija que entre dos palos ponía; y el día que había de correrla pregonaba que aquel día corría sortija el perro sabio, y hacía otras nuevas y nunca vistas galanterías, las cuales de mi santiscario, como dicen, las hacía, por no sacar mentiroso a mi amo. Llegamos, pues, por nuestras jornadas contadas a Montilla, villa del famoso y gran cristiano Marqués de Priego, señor de la casa de Aguilar y de Montilla. Alojaron a mi amo, porque él lo procuró, en un hospital, echó luego el ordinario bando, y como ya la fama se había adelantado a llevar las nuevas de las habilidades y gracias del perro sabio, en menos de una hora se llenó el patio de gente. Alegróse mi amo viendo que la cosecha iba de guilla, y mostróse aquel día chacorrero en demasía. Lo primero en que comenzaba la fiesta era en los saltos que yo daba por un aro de cedazo, que parecía de cuba; conjurábame por las ordinarias preguntas, y cuando él bajaba una varilla de membrillo que en la mano tenía, era señal del salto; y cuando la tenía alta, de que me estuviese quedo. El primer conjuro deste día--memorable entre todos los de mi vida--fué decirme: "Ea, Gavilán amigo, salta por la pompa y aparato de doña Pimpinela de Plafagonia. ¿No te cuadra el conjuro, hijo Gavilán? Pues salta por el bachiller Pasillas, que se firma licenciado sin tener grado alguno. ¡Oh, perezoso estás! ¿Por qué no saltas? Pero ya entiendo y alcanzo tus marrullerías: ahora salta por el licor de Esquivias, famoso al par del de Ciudad Real, San Martín y Ribadavia." Bajó la varilla y salté yo, y noté sus malicias y malas entrañas. Volvióse luego al pueblo, y en voz alta dijo: "No piense vuesa merced, senado valeroso, que es cosa de burla lo que este perro sabe; veinte y cuatro piezas He tengo enseñadas, que por la menor dellas volaría un gavilán; quiero decir que por ver la menor se pueden caminar treinta leguas. Sabe bailar la zarabanda y chacona mejor que su inventora misma; bébese una azumbre de vino sin dejar gota; entona un sol fa mi re tan bien como un sacristán; todas estas cosas, y otras muchas que me quedan por decir, las irán viendo vuesas mercedes en los días que estuviere aquí la compañía; y por ahora dé otro salto nuestro sabio, y luego entraremos en lo grueso. Con esto suspendió el auditorio que había llamado senado, y les encendió el deseo de no dejar de ver todo lo que yo sabía. Volvióse a mí mi amo, y dijo: "Volved, hijo Gavilán, y con gentil agilidad y destreza deshaced los saltos que habéis hecho; pero ha de ser a devoción de la famosa hechicera que dicen que hubo en este lugar." Apenas hubo dicho esto, cuando alzó la voz la hospitalera, que era una vieja, al parecer, de más de sesenta años, diciendo: "¡Bellaco, charlatán, embaidor, aquí no hay hechicera alguna! Si lo decís por la Camacha, ya ella pagó su pecado, y está donde Dios se sabe; si lo decís por mí, chacorrero, ni yo soy ni he sido hechicera en mi vida; y si he tenido fama de haberlo sido, merced a los testigos falsos, y a la ley del encaje, y al juez arrojadizo y mal informado, ya sabe todo di mundo la vida que hago, en penitencia, no de los hechizos que no hice, sino de otros muchos pecados, otros que, como pecadora, he cometido. Así que, socarrón tamborilero, salid del hospital; si no, por vida de mi santiguada que os haga salir más que de paso." Y con esto comenzó a dar tantos gritos y a decir tantas y tan atropelladas injurias a mi amo que le puso en confusión y sobresalto; finalmente, no dejó que pasase adelante la fiesta en ningún modo. No le pesó a mi amo del alboroto, porque se quedó con los dineros, y aplazó para otro día y en otro hospital lo que en aquél había faltado. Fuése la gente maldiciendo a la vieja, añadiendo al nombre de hechicera el de bruja. Con todo esto, nos quedamos en el hospital aquella noche; y encontrándome la vieja en el corral solo, me dijo: "¿Eres tú, hijo Montiel? ¿Eres tú, por ventura, hijo?" Alcé la cabeza y miréla muy de espacio; lo cual, visto por ella, con lágrimas en los ojos se vino a mí, y me echó los brazos al cuello. Esto que ahora te quiero contar te lo había de haber dicho al principio de mi cuento, y así excusáramos la admiración que nos causó el vernos con habla. Porque has de saber que la vieja me dijo: "Hijo Montiel, vente tras mí, y sabrás mi aposento, y procura que esta noche nos veamos a solas en él, que yo dejaré abierta la puerta; y sabe que tengo muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho." Bajé yo la cabeza en señal de obedecerla, por lo cual ella se acabó de enterar en que yo era el perro Montiel que buscaba, según después me lo dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche, por ver en lo que paraba aquel misterio o prodigio de haberme hablado la vieja; y como había oído llamarla de hechicera, esperaba de su vista y habla grandes cosas. Llegóse, en fin, el punto de verme con ella en su aposento, que era escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con la débil luz de un candil de barro que en él estaba; atizóle la vieja y sentóse sobre una arquilla, y llegóme junto a sí, y, sin hablar palabra, me volvió a abrazar. Lo primero que me dijo fué:
"Bien esperaba yo en el Cielo que antes que estos mis ojos se cerrasen con el último sueño te había de ver, hijo mío, y ya que te he visto, venga la muerte y lléveme desta cansada vida. Has de saber, hijo, que en esta villa vivió la más famosa hechicera que hubo en el mundo, a quien llamaron la Camacha de Montilla; tuvo fama que convertía los hombres en animales, lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga. Sea lo que fuere, lo que me pesa es que yo ni tu madre, que fuimos discípulas de la buena Camacha, nunca llegamos a saber tanto como ella.
"Tu madre, hijo, se llamó la Montiela, que después de la Camacha fué famosa; yo me llamo la Cañizares, si ya no tan sabia como las dos, a lo menos de tan buenos deseos como cualquiera dellas. Tu madre no murió de enfermedad alguna, sino de dolor de que supo que la Camacha, su maestra, de envidia que la tuvo porque se le iba subiendo a las barbas en saber tanto como ella, o por otra pendenzuela de celos, que nunca pude averiguar, un día, convirtió a sus tres hijos en perros. La Camacha se fué y se llevó los cachorros; yo me quedé con tu madre, la cual no podía creer lo que le había sucedido. Llegóse el fin de la Camacha, y estando en la última hora de su vida llamó a tu madre y le dijo que no tuviese pena: que ellos volverían a su ser cuando menos lo pensasen. Tomólo tu madre de memoria, y yo lo fijé en la mía para si sucediese tiempo de poderlo decir a alguno de vosotros; y para poder conoceros, a todos los perros que veo de tu color los llamo con el nombre de tu madre, no por pensar que los perros han de saber el nombre, sino por ver si respondían a ser llamados tan diferentemente como se llaman los otros perros. Y esta tarde, como te vi hacer tantas cosas, y que te llaman el perro sabio, y, también, como alzaste la cabeza a mirarme cuando te llamé en el corral, he creído que tú eres hijo de la Montiela, a quien con grandísimo gusto doy noticia de tus sucesos. Lo que has de hacer, hijo, es encomendarte a Dios allá en tu corazón, y espera que éstas, que no quiero llamarlas profecías, sino adivinanzas, han de suceder presto y prósperamente; que, pues la buena de la Camacha las dijo, sucederán, sin duda alguna, y tú y tu hermano, si es vivo, os veréis como deseáis.
"De lo que a mí me pesa es que estoy tan cerca de mi acabamiento que no tendré lugar de verlo."
Finalmente, me dijo que aquella noche pensaba untarse para ir a uno de sus usados convites, y que cuando allá estuviese, pensaba preguntar a su dueño algo de lo que estaba por sucederme.
Levantóse y tomando el candil se entró en otro aposentillo más estrecho; seguíla, combatido de mil varios pensamientos y admirado de lo que había oído y de lo que esperaba ver. Colgó la Cañizares el candil de la pared, y con mucha priesa, sacando de un rincón una olla vidriada, metió en ella la mano, y murmurando entre dientes, se untó desde los pies a la cabeza, que tenía sin toca. Antes que se acabase de untar me dijo que, ora se quedase su cuerpo en aquel aposento sin sentido; ora desapareciese dél, que no me espantase, ni dejase de aguardar allí hasta la mañana, porque sabría las nuevas de lo que me quedaba por pasar hasta ser hombre. Díjele bajando la cabeza que sí haría, y con esto acabó su untura, y se tendió en el suelo como muerta. Llegué mi boca a la suya, y vi que no respiraba poco ni mucho.
Quise morderla, por ver si volvía en sí, y no hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con todo esto, la así de un carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas ni por esto dió muestras de tener sentido. Allí, con mirar al cielo y verme en parte ancha, se me quitó el temor; a lo menos se templó de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo que paraba la ida y vuelta de aquella mala hembra y lo que me contaba de mis sucesos. Se pasó la noche y se vino d día, que nos halló a los dos en mitad del patio, ella no vuelta en sí, y a mí junto a ella, en cuclillas, atento, mirando su espantosa y fea catadura. Acudió la gente del hospital, y viendo aquel retablo, unos decían: "Ya la bendita Cañizares es muerta; mirad cuán desfigurada y flaca la tenía la penitencia"; otros, más considerados, la tomaron el pulso, y vieron que le tenía, y que no era muerta, por do se dieron a entender que estaba en éxtasis y arrobada, de puro buena. Otros hubo que dijeron: "Esta vieja, sin duda, debe de ser bruja, y debe de estar untada; que entre los que la conocemos, más fama tiene de bruja que de santa." Curiosos hubo que se llegaron a hincarle alfileres por las carnes, desde la punta hasta la cabeza; ni por eso recordaba la dormilona, ni volvió en sí hasta las siete del día; y como se sintió acribada de los alfileres y mordida de los carcañares, y magullada del arrastramiento fuera de su aposento, y a vista de tantos ojos que la estaban mirando, creyó, y creyó la verdad, que yo había sido el autor de su deshonra; y así, arremetió a mí, y echándome ambas manos a la garganta, procuraba ahogarme, diciendo: "¡Oh, bellaco, desagradecido, ignorante y malicioso! Y ¿es este el pago que merecen las buenas obras que a tu madre hice y de las que te pensaba hacer a ti?" Yo, que me vi en peligro de perder la vida entre las uñas de aquella fiera arpía, sacudíme, y asiéndola la zamarreé y arrastré por todo el patio; y ella daba voces, que la librasen de los dientes de aquel maligno espíritu.
Con estas razones de la mala vieja creyeron los más que yo debía de ser algún demonio de los que tienen ojeriza continua con los buenos cristianos, y unos acudieron a echarme agua bendita, otros no osaban llegar a quitarme, otros daban voces que me conjurasen; la vieja gruñía; yo apretaba los dientes; crecía la confusión, y mi amo, que ya había llegado al ruido, se desesperaba, oyendo decir que yo era demonio. Otros, que no sabían de exorcismos, acudieron a tres o cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a santiguarme los lomos; escocióme la burla, solté la vieja, y en tres saltos me puse en la calle y en pocos más salí de la villa, perseguido de una infinidad de muchachos, que iban a grandes voces diciendo: "¡Apártense, que rabia el perro sabio!" Otros decían: "¡No rabia, sino que es demonio en figura de perro!" Con este molimiento, a campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas que me habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo cuando despertó de su maldito sueño. Dime tanta priesa a huir y a quitarme delante de sus ojos, que creyeron que me había desaparecido como demonio; en seis horas anduve doce leguas, y llegué a un rancho de gitanos, que estaba en un campo junto a Granada; allí me reparé un poco, porque algunos de los gitanos me conocieron por el perro sabio, y con no pequeño gozo me acogieron y escondieron en una cueva, porque no me hallasen si fuese buscado, con intención, a lo que después entendí, de ganar conmigo, como lo hacía el atambor mi amo. Veinte días estuve con ellos.
CIPIÓN.--Antes, Berganza, que pases adelante, es bien que reparemos en lo que te dijo la bruja, y averigüemos si puede ser verdad la grande mentira a quien das crédito. Mira, Berganza, grandísimo disparate sería creer que la Camacha mudase los hombres en bestias; todas estas cosas y las semejantes son embelecos, mentiras o apariencias del demonio; y si a nosotros nos parece ahora que tenemos algún entendimiento y razón, pues hablamos siendo verdaderamente perros, o estando en su figura, ya hemos dicho que éste es caso portentoso y jamás visto, y que aunque le tocamos con las manos no le habernos de dar crédito, hasta tanto que el suceso dél nos muestre lo que conviene que creamos. ¿Quiéreslo ver más claro? La Camacha fué burladora falsa, y la Cañizares embustera, y la Montiela tonta, maliciosa y bellaca, con perdón sea dicho, si acaso es nuestra madre, de entrambos o tuya; que yo no la quiero tener por madre.
BERGANZA.--Digo que tienes razón, Cipión hermano, y que eres más discreto de lo que pensaba; y vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí hemos pasado, y lo que estamos pasando, es sueño, y que somos perros; pero no por esto dejemos de gozar deste bien de la habla que tenemos y de la excelencia tan grande de tener discurso humano todo el tiempo que pudiéremos.
CIPIÓN.--De buena gana te escucho, por obligarte a que me escuches cuando te cuente, si el cielo fuere servido, los sucesos de mi vida.
BERGANZA.--Al cabo de veinte días los gitanos me quisieron llevar a Murcia. No me pareció bien el viaje que llevaban, y así, determiné soltarme, como lo hice, y saliéndome de Granada di en una huerta de un morisco, que me acogió de buena voluntad, y yo quedé con mejor, pareciéndome que no me querría para más de para guardarle la huerta, oficio, a mi cuenta, de menos trabajo que el de guardar ganado; y como no había allí altercar sobre tanto más cuanto al salario, fué cosa fácil hallar el morisco criado a quien mandar y yo amo a quien servir. Estuve con él más de un mes, no por el gusto de la vida que tenía, sino por el que me daba saber la de mi amo, y por ella la de todos cuantos moriscos viven en España. ¡Oh, cuántas y cuáles cosas te pudiera decir, Cipión amigo, desta morisca canalla, si no temiera no poderlas dar fin en dos semanas! Como mi amo era mezquino, como lo son todos los de su casta, sustentábame con pan de mijo y con algunas sobras de zahinas, común sustento suyo; pero esta miseria me ayudó a llevar el Cielo por un modo tan extraño como el que ahora oirás. Cada mañana, juntamente con el alba, amanecía sentado al pie de un granado, de muchos que en la huerta había, un mancebo, al parecer estudiante, vestido de bayeta, no tan negra ni tan peluda, que no pareciese parda y tundida. Ocupábase en escribir en un cartapacio, y de cuando en cuando se daba palmadas en la frente y se mordía las uñas, estando mirando al cielo; y otras veces se ponía tan imaginativo que no movía pie ni mano, ni aun las pestañas: tal era su embelesamiento. Una vez me llegué junto a él sin que me echase de ver; oíle murmurar entre dientes, y al cabo de un buen espacio dió una gran voz, diciendo: "¡Vive el Señor que es la mejor octava que he hecho en todos los días de mi vida!" Y escribiendo apriesa en su cartapacio, daba muestras de gran contento; todo lo cual me dio a entender que el desdichado era poeta. Hícele mis acostumbradas caricias, por asegurarle de mi mansedumbre; écheme a sus pies, y él, con esta seguridad, prosiguió en sus pensamientos y tornó a rascarse la cabeza y a sus arrobos, y a volver a escribir lo que había pensado. Después de haber escrito algunas coplas de una comedia, con mucho sosiego y espacio sacó de la faldriquera algunos mendrugos de pan y obra de veinte pasas, que, a mi parecer, entiendo que se las conté, y aun estoy en duda si eran tantas, porque juntamente con ellas hacían bulto ciertas migajas de pan que las acompañaban. Sopló y apartó las migajas, y una a una se comió las pasas y los palillos, porque no le vi arrojar ninguno, ayudándolas con los mendrugos, que, morados con la borra de la faldriquera, parecían mohosos, y eran tan duros de condición, que aunque él procuró enternecerlos paseándolos por la boca una y muchas veces, no fué posible moverlos de su terquedad; todo lo cual redundó en mi provecho, porque me los arrojó, diciendo: "¡To, to! Toma, que buen provecho te hagan." "¡Mirad --dije entre mí--qué néctar o ambrosía me da este poeta, de los que ellos dicen que se mantienen los dioses y su Apolo allá en el cielo!" En fin, por la mayor parte, grande es la miseria de los poetas; pero mayor era mi necesidad, pues me obligó a comer lo que él desechaba. En tanto que duró la composición de su comedia, no dejó de venir a la huerta, ni a mí me faltaron mendrugos, porque los repartía conmigo con mucha liberalidad, y luego nos íbamos a la noria, donde, yo de bruces y él con un canjilón satisfacíamos la sed como unos monarcas. Pero faltó el poeta, y sobró en mí la hambre, tanto, que determiné dejar al morisco y entrarme en la ciudad a buscar ventura, que la halla el que se muda. Al entrar de la ciudad vi que salía del famoso monasterio de San Jerónimo, mi poeta, que, como me vio, se vino a mí con los brazos abiertos, y yo me fuí a él con nuevas muestras de regocijo por haberle hallado. Luego al instante comenzó a desembaular pedazos de pan, más tiernos que los que solía llevar a la huerta, y a entregarlos a mis dientes sin repasarlos por los suyos, merced que con nuevo gusto satisfizo mi hambre. Los tiernos mendrugos y el haber visto salir a mi poeta del monasterio dicho me pusieron en sospecha de que tenía las musas vergonzantes, como otros muchos las tienen. Encaminóse a la ciudad, y yo le seguí, con determinación de tenerle por amo, si él quisiese, imaginando que de las sobras de su castillo se podía mantener mi real. De lance en lance vine a parar en casa de un autor de comedías y con una compañía llegué a esta ciudad de Valladolid, donde en un entremés me dieron una herida que me llegó casi al fin de la vida; no pude vengarme, por estar enfrenado entonces, y después, a sangre fría, no quise; que la venganza pensada arguye crueldad y mal ánimo. Cansóme aquel ejercicio, no por ser trabajo, sino porque veía en él cosas que juntamente pedían enmienda y castigo; y como a mí estaba más el sentillo que el remediallo, acordé de no verlo, y así, me acogí a sagrado, como hacen aquellos que dejan los vicios cuando no pueden ejercitallos, aunque más vale tarde que nunca. Digo, pues, que viéndote una noche llevar la linterna con el buen cristiano Mahudes, te consideré contento y justa y santamente ocupado; y lleno de buena envidia quise seguir tus pasos, y con esta loable intención me puse delante de Mahudes, que luego me eligió para tu compañero y me trujo a este hospital. ¿Ves cuan larga ha sido mi plática? ¿Ves mis muchos y diversos sucesos? ¿Consideras mis caminos y mis amos tantos? Pues todo lo que has oído es nada, comparado a lo que te pudiera contar.
CIPIÓN.--Y con esto pongamos fin a esta plática; que la luz que entra por estos resquicios muestra que es muy entrado el día, y esta noche que viene, si no nos ha dejado este grande beneficio de la habla, será la mía, para contarte mi vida.
BERGANZA.--Sea ansí, y mira que acudas a este mismo puesto.
(Salen CHANFALLA y la CHERINOS.)
CHANFALLA.--No se te pasen de la memoria, Chirinos, mis advertimientos, principalmente los que te he dado para este nuevo embuste.
CHIRINOS.--Chanfalla ilustre, lo que en mí fuere, tenlo como de molde; que tanta memoria tengo como entendimiento, a quien se junta una voluntad de acertar a satisfacerte que excede a las demás potencias.
CHANFALLA.--Chirinos, poco a poco estamos ya en el pueblo, y estos que aquí vienen deben de ser, como lo son sin duda, el Gobernador y los Alcaldes. Salgámosles al encuentro, y date un filo a la lengua en la piedra de la adulación; pero no despuntes de aguda.
(Salen el GOBERNADOR y BENITO REPOLLO, alcalde;JUAN Tostado, regidor, y PEDRO CAPACHO, escribano.)
Beso a vuesas mercedes las manos. ¿Quién de vuesas mercedes es el Gobernador de este pueblo?
GOBERNADOR.--Yo soy el Gobernador; ¿qué es lo que queréis, buen hombre?
CHANFALLA.--A tener yo dos onzas de entendimiento, hubiera echado de ver que esa peripatética y anchurosa presencia no podía ser de otro que del dignísimo Gobernador de este honrado pueblo.
GOBERNADOR.--Y bien, ¿qué es lo que queréis, hombre honrado?
CHIRINOS.--Honrados días viva vuesa merced que así nos honra; en fin, la encina da bellotas, el pero, peras; la parra, uvas, y el honrado, honra, sin poder hacer otra cosa.
BENITO.--Sentencia ciceronianca, sin quitar ni poner un punto.
CAPACHO.--Ciceroniana quiso decir el señor alcalde Benito Repollo.
BENITO.--Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más veces no acierto; en fin, buen hombre, ¿qué queréis?
CHANFALLA.--Yo, señores míos, soy Montiel, el que trae el Retablo de las Maravillas; hanme enviado a llamar de la corte los señores cofrades de los hospitales, porque no hay autor de comedias en ella, y perecen los hospitales; y con mi ida se remediará todo.
GOBERNADOR.--Y ¿qué quiere decir Retablo de las Maravillas?
CHANFALLA.--Por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado Retablo de las Maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo debajo de tales paralelos, rumbos, astros y estrellas; con tales puntos, caracteres y observaciones, que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran, que tenga alguna raza de confeso, o sea hijo de padres ladrones; y el que fuere contagiado destas dos tan usadas enfermedades, despídase de ver las cosas jamás vistas ni oídas de mi Retablo.
BENITO.--Ahora echo de ver que cada día se ven en el mundo cosas nuevas. Y ¡qué! ¿se llamaba Tontonelo el sabio que el Retablo compuso?
CHERINOS.--Tontonelo se llamaba, nacido en la ciudad de Tontonela; hombre de quien hay fama que le llegaba la barba a la cintura.
BENITO.--Por la mayor parte, los hombres de grandes barbas son sabihondos.
GOBERNADOR.--Señor regidor Juan Tostado, yo determino, debajo de su buen parecer, que esta noche se despose la señora Teresa Tostada, su hija, de quien yo soy padrino, y en regocijo de la fiesta, quiero que el señor Montiel muestre en vuestra casa su Retablo.
JUAN.--Eso tengo yo por servir al señor Gobernador, con cuyo parecer me convengo, entablo y arrimo, aunque haya otra cosa en contrario.
CHIRINOS.--La cosa que hay en contrario es, que si no se nos paga primero nuestro trabajo, así verán las figuras como por el cerro de Ubeda. ¿Y vuesas mercedes, señores Justicias, tienen conciencia y alma en esos cuerpos? Bueno sería que entrase esta noche todo el pueblo en casa del señor Juan Tostado, o como es su gracia, y viese lo contenido en el tal retablo, y mañana, cuando quisiésemos mostralle al pueblo, no hubiese ánima que le viese: no, señores, no, señores; ante omnia nos han de pagar lo que fuere justo.
BENITO.--Señora autora, aquí no os ha de pagar ninguna Antona, ni ningún Antoño; el señor regidor Juan Tostado os pagará más que honradamente, y si no el Concejo. ¡Bien conocéis el lugar por cierto! Aquí, hermana, no aguardamos a que ninguna Antona pague por nosotros.
CAPACHO.--¡Pecador de mí, señor Benito Repollo, y qué lejos da del blanco! No dice la señora autora que pague ninguna Antona, sino que le paguen adelantado, y ante todas cosas, que eso quiere decir ante omnia.
BENITO.--Mirad, escribano Pedro Capacho; haced vos que me hablen a derechas, que yo entenderé a pie llano; vos, que sois leído y escribido, podéis entender esas algarabías de allende, que yo, no.
JUAN.--Ahora bien, ¿contentarse ha el señor autor con que yo le dé adelantados media docena de ducados? Y más, que se tendrá cuidado que no entre gente del pueblo esta noche en mi casa.
CHANFALLA.--Soy contento; porque yo me fío de la diligencia de vuesa merced y de su buen término.
JUAN.--Pues véngase conmigo, recibirá el dinero y verá mi casa y la comodidad que hay en ella para mostrar ese Retablo.
CHANFALLA.--Vamos, y no se les pase de las mientes las calidades que han de tener los que se atrevieren a mirar el maravilloso Retablo.
BENITO.--A mi cargo queda eso, y séle decir que por mi parte puedo ir seguro a juicio, pues tengo el padre alcalde; cuatro dedos de enjundia de cristiano viejo rancioso tengo sobre los cuatro costados de mi linaje: miren si veré el tal Retablo.
CAPACHO.--Todos le pensarnos ver, señor Benito Repollo.
JUAN.--No nacimos acá en las malvas, señor Pedro Capacho.
GOBERNADOR.--Todo será menester, según voy viendo, señores Alcalde, Regidor y Escribano.
JUAN.--Vamos, autor, y manos a la obra; que Juan Tostado me llamo, hijo de Antón Tostado y de Juana Macha; y no digo más en abono, y seguro que podré ponerme cara a cara y a pie quedo delante del referido Retablo.
CHERINOS.--Dios lo haga.
(Entranse JUAN Tostado y CHANFALLA.)
GOBERNADOR.--Señora autora, ¿qué poetas se usan ahora en la Corte, de fama y rumbo, especialmente de los llamados cómicos?; porque yo tengo mis puntas y collar de poeta, y pícome de la farándula y carátula. Veinte y dos comedias tengo, todas nuevas, que se ven las unas a las otras; y estoy aguardando coyuntura para ir a la Corte y enriquecer con ellas media docena de autores.
CHERINOS.--A lo que vuesa merced, señor Gobernador, me pregunta de los poetas, no le sabré responder; porque hay tantos, que quitan el sol; y todos piensan que son famosos. Los poetas cómicos son los ordinarios y que siempre se usan, y así no hay para qué nombrallos. Pero dígame vuesa merced, por su vida: ¿cómo es su buena gracia? ¿Cómo se llama?
GOBERNADOR.--A mí, señora autora, me llaman el Licenciado Gomecillos.
CHERINOS.-->¡Válame Dios! ¿Y que vuesa merced es el señor Licenciado Gomecillos, el que compuso aquellas coplas tan famosas de Lucifer estaba malo, y tómale mal de fuera?
GOBERNADOR.--Malas lenguas hubo que me quisieron ahijar esas coplas, y así fueron mías como del Gran Turco. Las que yo compuse, y no lo quiero negar, fueron aquellas que trataron del diluvio de Sevilla; que puesto que los poetas son ladrones unos de otros, nunca me precié de hurtar nada a nadie: con mis versos me ayude Dios, y hurte el que quisiere.
(Vuelve CHANFALLA.)
CHANFALLA.--Señores, vuesas mercedes vengan, que todo está a punto, y no falta más que comenzar.
CHIRINOS.--¿Está ya el dinero in Corbona?
CHANFALLA.--Y aun entre las telas del corazón.
CHIRINOS.--Pues doyte por aviso, Chanfalla, que el Gobernador es poeta.
CHANFALLA.--¿Poeta? ¡Cuerpo del mundo! Pues dale por engañado, porque todos los de humor semejante son hechos a la macacona, gente descuidada, crédula y no nada maliciosa.
BENITO.--Vamos, autor, que me saltan los pies por ver esas maravillas.
(Entranse todos.)
(Salen JUANA Tostada y TERESA REPOLLA, labradoras; la una como desposada, que es la Tostada.)
TOSTADA.--Aquí te puedes sentar, Teresa Repolla amiga, que tendremos el Retablo enfrente; y pues sabes las condiciones que han de tener los miradores del Retablo, no te descuides, que sería una gran desgracia.
TERESA.--Ya sabes, Juana Tostada, que soy tu prima, y no digo más. Tan cierto tuviera yo el cielo como tengo cierto ver todo aquello que el Retablo mostrare. Por el siglo de mi madre, que me sacase los mismos ojos de mi cara, si alguna desgracia me aconteciese bonita soy yo para eso.
JUANA Tostada.--Sosiégate, prima, que toda la gente viene.
(Entran el GOBERNADOR, BENITO REPOLLO, JUAN Tostado, PEDRO CAPACHO, el autor y la autora y otra gente del pueblo, y un sobrino de Benito que ha de ser aquel gentilhombre que baila.)
CHANFALLA.--Siéntense todos; el Retablo ha de estar detrás de este repostero, y la autora también.
GOBERNADOR.--El señor Montiel comience su obra.
BENITO.--Poca balumba trae este autor para tan gran Retablo.
JUAN.--Todo debe de ser de maravillas.
CHANFALLA.--Atención, señores, que comienzo:--¡Oh tú, quienquiera que fuiste, que fabricaste este Retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó renombre de las Maravillas! Por la virtud que en él se encierra, te conjuro, apremio y mando que luego incontinente muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer, sin escándalo alguno. Ea, que ya veo que has otorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. ¡Tente, valeroso caballero, tente, por la gracia de Dios Padre; no hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanto y tan noble gente como aquí se ha juntado!
BENITO.--¡Véngase, cuerpo de tal, conmigo! Bueno sería que, en lugar de habernos venido a holgar, quedásemos aquí hechos plasta. ¡Téngase, señor Sancho, pesia a mis males, que se lo ruegan buenos!
CAPACHO.--¿Veisle vos, Tostado?
JUAN.--Pues ¿no le había de ver? ¿Tengo yo los ojos en el colodrillo?
CAPACHO [aparte].--Milagroso caso es éste: así veo yo a Sansón ahora como el Gran Turco. Pues en verdad que me tengo por legítimo y cristiano viejo.
CHIRINOS.--¡Guárdate, hombre, que sale el mesmo toro que mató al ganapán en Salamanca! ¡Échate, hombre; échate, hombre; ¡Dios te libre! ¡Dios te libre!
CHANFALLA.--¡Échense todos, échense todos! ¡Húchoho! ¡húchoho! ¡húchoho!
(Echanse todos y alborótanse.)
BENITO.--El diablo lleva en el cuerpo el torillo; sus partes tiene de hosco y de bragado; si no me tiendo, me lleva de vuelo.
JUAN.--Señor autor, haga, si puede, que no salgan figuras que nos alboroten, y no lo digo por mí, sino por estas mochachas que no les ha quedado gota de sangre en el cuerpo de la ferocidad del toro.
Tostada.--Y ¡cómo, padre! No pienso volver en mí en tres días; ya me vi en sus cuernos, que los tiene agudos como una lesna.
JUAN.--No fueras tú mi hija y no lo vieras.
GOBERNADOR [aparte].--Basta que todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla.
CHIRINOS.--Esa manada de ratones que allá va, deciende por línea recta de aquellos que se criaron en el arca de Noé; dellos son blancos, dellos albarazados, dellos jaspeados, y dellos azules, y finalmente, todos son ratones.
Tostada.--¡Jesús! ¡Ay de mí! ¡Ténganme que me arrojaré por aquella ventana! ¿Ratones? ¡Desdichada! Amiga, apriétate las faldas y mira no te muerdan; y ¡monta que son pocos! Por el siglo de mi abuela, que pasan de milenta.
REPOLLA.--Yo sí soy la desdichada, porque se me entran sin reparo ninguno; un ratón morenico me tiene asida de una rodilla. ¡Socorro venga del cielo, pues en la tierra me falta!
CHANFALLA.---Esta agua, que con tanta priesa se deja descolgar de las nubes, es de la fuente que da origen y principio al río Jordán; toda mujer a quien tocare en d rostro se le volverá como de plata bruñida, y a los hombres se les volverán las barbas como de oro.
Tostada.--¿Oyes, amiga? Descubre el rostro, pues ves lo que te importa. ¡Oh, qué licor tan sabroso! Cúbrase, padre, no se moje.
JUAN.--Todos nos cubrimos, hija.
BENITO.--Por las espaldas me ha calado el agua hasta la canal maestra.
CAPACHO [aparte].--Yo estoy más seco que un esparto.
GOBERNADOR [aparte].--¿Qué diablos puede ser esto, que aún no me ha tocado una gota, donde todos se ahogan? C|empiezo a pensar mal de la honradez de mis padres.
CAPACHO.--Fresca es el agua del santo río Jordán; y aunque me cubrí lo que pude todavía me alcanzó un poco en los bigotes, y apostaré que los tengo rubios como un oro.
BENITO.--Y aun peor cincuenta veces.
CHERINOS.--Allá van hasta dos docenas de leones rampantes y de osos colmeneros; todo viviente se guarde; que, aunque fantásticos, no dejarán de dar alguna pesadumbre, y aun de hacer las fuerzas de Hércules, con espadas desenvainadas.
JUAN.--Ea, señor autor, ¡cuerpo de nos! ¿Y agora nos quiere llenar la casa de osos y de leones?
BENITO.--¡Mirad qué ruiseñores y calandrias nos envía Tontonelo, sino leones y dragones! Señor autor, y salgan figuras más apacibles, o aquí nos contentamos con las vistas, y Dios le guíe, y no pare más en el pueblo un momento.
Tostada.--Señor Benito Repollo, deje salir ese oso y leones, siquiera por nosotras, y recebiremos mucho contento.
JUAN.--Pues, hija, de antes te espantabas de los ratones, ¿y agora pides osos y leones?
Tostada.--Todo lo nuevo aplace, señor padre.
CHIRINOS.--Esa doncella que agora se muestra tan galana y tan compuesta, es la llamada Herodías, cuyo baile alcanzó en premio la cabeza del Precursor de la vida; si hay quien la ayude a bailar verán maravillas.
BENITO.--Esta sí ¡cuerpo del mundo! que es figura hermosa, apacible y reluciente. Sobrino Repollo, tú que sabes de achaque de castañetas, ayúdala y será la fiesta de cuatro capas.
SOBRINO.--Que me place, tío Benito Repollo.
(Tocan la Zarabanda.)
CAPACHO.--¡Toma mi abuelo, si es antiguo el baile de la Zarabanda y de la Chacona!
BENITO.--¡Ea, sobrino! ... Pero diga, señor autor, si esa Herodías es judía, ¿cómo vee estas maravillas?
CHANFALLA.--Todas las reglas tienen excepción, señor Alcalde.
(Suena una trompeta o corneta dentro del teatro, y entra un furrier de compañías.)
FURRIER.--¿Quién es aquí el señor Gobernador?
GOBERNADOR.--Yo soy: ¿qué manda vuesa merced?
FURRIER.--Que luego, al punto, mande hacer alojamiento para treinta hombres de armas, que llegarán aquí dentro de media hora, y aun antes, que ya suena la trompeta. Y adiós.
(Vase.)
BENITO.--Yo apostaré que los envía el sabio Tontonelo.
CHANFALLA.--No hay tal; que esta es una compañía de caballos, que estaba alojada dos leguas de aquí.
BENITO.--Ahora yo conozco bien a Tontonelo, y sé que vos y él sois unos grandísimos bellacos; y mirá que os mando que mandéis a Tontonelo no tenga atrevimiento de enviar estos hombres de armas, que le haré dar docientos azotes en las espaldas, que se vean unos a otros.
CHANFALLA.--Digo, señor alcalde, que no los envía Tontonelo.
BENITO.--Digo que los envía Tontonelo, como ha enviado las otras sabandijas que yo he visto.
CAPACHO.--Todos las habernos visto, señor Benito Repollo.
BENITO.--No digo yo que no, señor Pedro Capacho.
(Vuelve el furrier.)
FURRIER.--Ea, ¿está ya hecho el alojamiento?, que ya están los caballos en el pueblo.
BENITO.--¿Qué, todavía ha salido con la suya Tontonelo? Pues yo os voto a tal, autor de humos y de embelecos, que me lo habéis de pagar.
CHANFALLA.--Séanme testigos que me amenaza el alcalde.
CHIRINOS.--Séanme testigos que dice el Alcalde que lo que manda S.M. lo manda el sabio Tontonelo.
BENITO.--Atontoneleada te vean mis ojos, plega a Dios todopoderoso.
GOBERNADOR.--Yo para mí tengo que verdaderamente estos hombres de armas no deben de ser de burlas.
FURRIER.--¿De burlas habían de ser, señor Gobernador? ¿Está en su seso?
JUAN.--Bien pudieran ser atontonelados; como esas cosas habemos visto aquí. Por vida del autor, que haga salir otra vez a la doncella Herodías, por que vea este señor lo que nunca ha visto; quizá con esto le cohecharemos para que se vaya presto del lugar.
CHANFALLA.--Eso en buen hora, y veisla aquí a de vuelve, y hace de señas a su bailador a que de nuevo la ayude.
SOBRINO.--Por mí no quedará, por cierto.
BENITO.--Eso sí, sobrino, cánsala, cánsala; vueltas y más vueltas; ¡vive Dios, que es un azogue la muchacha! ¡Al hoyo, al hoyo! ¡A ello, a ello!
FURRIER.--¿Está loca esta gente? ¿Qué diablos de doncella es ésta y qué baile y qué Tontonelo?
CAPACHO.--¿Luego no vee la doncella herodiana el señor furrier?
FURRIER.--¿Qué diablos de doncella tengo de ver?
CAPACHO.--Basta: de ex illis es.
GOBERNADOR.--De ex illis es, de ex illis es.
JUAN.--De ellos es, de ellos, el señor furrier; de ellos es.
FURRIER.--Por Dios vivo, que si echo mano a la espada, que los haga salir por las ventanas, que no por la puerta.
CAPACHO.--Basta, de ex illis es.
BENITO.--Basta; de ellos es, pues no vee nada.
FURRIER.--¡Canalla! Si otra vez me dicen que soy de ellos no les dejaré hueso sano.
BENITO.--Nunca los confesos ni ladrones fueron valientes; y por eso no podemos dejar de decir: de ellos es, de ellos es.
FURRIER.--¡Cuerpo de Dios con los villanos! Esperad.
(Mete mano a la espada y acuchíllase con todos, y la Cherinos descuelga la manta y dice:)
El diablo ha sido la trompeta y la venida de los hombres de armas; más parece que los llamaron con campanilla.
CHANFALLA.--El suceso ha sido extraordinario; la virtud del Retablo se queda en su punto, y mañana lo podemos mostrar al pueblo; y nosotros mismos podemos cantar el triunfo de esta batalla diciendo: ¡Vivan Chirinos y Chanfalla!
FIGURAS SIGUIENTES:
CIPIÓN, romano.
IUGURTA, romano.
Gayo MARIO, romano.
QUINTO FABIO, romano.
CUATRO SOLDADOS ROMANOS.
DOS NUMANTINOS, EMBAJADORES.
TEÓGENES, numantino.
CARAVINO, numantino.
CUATRO GOBERNADORES NUMANTINOS.
MARANDRO, numantino.
DOS SACERDOTES NUMANTINOS.
UN HOMBRE NUMANTINO.
Un Demonio.
CUATRO MUJERES DE NUMANCIA.
LIRA, doncella.
DOS CIUDADANOS NUMANTINOS.
UNA MUJER DE NUMANCIA.
UN HIJO SUYO.
Otro hijo de aquélla.
UNA MUJER DE NUMANCIA.
UN SOLDADO NUMANTINO.
GUERRA.
ENFERMEDAD.
HAMBRE.
VARIATO, muchacho, que es el
que se arroja de la torre.
UN NUMANTINO.
ERMILIO, soldado romano.
Entra CIPIÓN, y IUGURTA y MARIO y un alarde de soldados armados a lo antiguo, sin arcabuces, y CIPIÓN se sube sobre una peña que estará allí, y dice:
CIP. En el fiero ademán, en los
lozanos
Marciales aderezos y
vistosos,
Bien os conozco, amigos, por
romanos:
Romanos, digo, fuertes y
animosos;
Mas en las blancas y delicadas manos,
Y en las teces de rostros tan
lustrosos,
Allá en Bretaña
parecéis criados,
Y de padres flamencos
engendrados.
El general
discuido vuestro, amigos,
El no mirar por lo que tanto
os toca,
Levanta los caídos
enemigos,
Que vuestro esfuerzo y
opinión apoca.
Desta ciudad los muros son
testigos,
Que aun hoy está cual
bien fundada roca,
De vuestras perezosas fuerzas
vanas,
Que sólo el nombre
tienen de romanas.
¿Paréceos, hijos, que es gentil hazaña
Que tiemble del romano nombre
el mundo,
Y que vosotros solos en
España
Le aniquiléis y
echéis en el profundo?
¿Qué flojedad es
ésta tan extraña?
¿Qué flojedad?
Si yo mal no me fundo,
Es flojedad nacida de
pereza,
Enemiga mortal de
fortaleza.
¿Pensáis que sólo atierra la
muralla
El almete y la acerada
punta,
Y que sólo atropella la
batalla
La multitud de gentes y armas
junta?
Si esfuerzo de cordura no
señala
Que todo lo previene y lo
barrunta,
Poco aprovechan muchos
escuadrones,
Y menos infinitas
municiones.
Si a militar
concierto se reduce
Cualque pequeño ejército que sea,
Veréis que como sol
claro reluce,
Y alcanza las victorias que
desea;
Pero si a flojedad él
se conduce,
Aunque abreviado el mundo en
él se vea,
En un momento quedará
deshecho
Por más reglada mano y
fuerte pecho.
Avergonzaos,
varones esforzados,
Porque, a nuestro pesar, con
arrogancia,
Tan pocos españoles, y
encerrados,
Defiendan este nido de
Numancia.
Deciséis años
son, y más, pasados,
Que mantienen la guerra y la
ganancia
De haber vencido con feroces
manos
Millares de millares de
romanos.
No me huela el
soldado otros olores
Que el olor de la pez y de
resina,
Ni por golosidad de los
sabores
Traiga siempre aparato de
cocina:
Que el que usa en la guerra
estos primores,
Muy mal podrá sufrir la
cota fina;
No quiero otro primor ni otra
fragancia,
En tanto que español
viva en Numancia.
En blandas camas,
entre juego y vino,
Hállase mal el
trabajoso Marte;
Otro aparejo busca, otro
camino;
Otros brazos levantan su
estandarte;
Cada cual se fabrica su
destino;
No tiene allí fortuna
alguna parte;
La pereza fortuna baja cría;
La diligencia, imperio y
monarquía.
Estoy con todo
esto tan seguro
De que al fin
mostraréis que sois romanos,
Que tengo en nada el defendido
muro
Destos rebeldes
bárbaros hispanos,
Y así, os prometo por
mi diestra y juro
Que, si igualáis al
ánimo las manos,
Que las mías se
alarguen en pagaros,
Y mi lengua también en
alabaros.
Míranse los soldados unos a otros, y hacen señas a uno dellos, que se llama GAYO MARIO, que responda por todos, y dice:
GAYO. Si con atentos ojos has mirado,
Inclito general, en los
semblantes
Que a tus breves razones han
mostrado
Los que tienes agora
circunstantes,
Cuál habrás
visto sin color, turbado,
Y cuál con ella,
indicios bien bastantes
De que el temor y la
vergüenza a una
Nos aflige, molesta e
importuna:
Vergüenza, de
mirar ser reducidos
A término tan bajo por
su culpa,
Que viendo ser por ti
reprehendidos,
No saben a esa falta hacer
disculpa;
Temor, de tantos yerros
cometidos;
Y la torpe pereza que los
culpa
Los tiene de tal modo, que se
holgaran
Antes morir que en esto se
hallaran.
Pero el lugar y
tiempo que los queda
Para mostrar alguna
recompensa,
Es causa que con menos fuerza
puedan
Fatigarte el rigor de tal
ofensa.
De hoy más, con presta
voluntad y leda,
El más mínimo
déstos cuida y piensa
De ofrecer sin revés a
tu servicio
La hacienda, vida, honra en
sacrificio.
Admite, pues, de
sus intentos sanos
Al justo ofrecimiento,
señor mío,
Y considera al fin que son
romanos,
En quien nunca faltó
del todo brío.
Vosotros levantad las diestras
manos,
En señal que
aprobáis el voto mío.
S.1.° Todo lo que habéis dicho
confirmamos.
S.2.° Y lo juramos todos.
TODOS.
Sí juramos.
CIP. Pues, arrimado a tal ofrecimiento,
Crece ya desde hoy mi
confianza,
Creciendo en vuestros pechos
ardimiento,
Y del viejo vivir nuestra
mudanza.
Vuestras promesas no se lleve
el viento;
Hacerlas verdaderas con la
lanza;
Que las mías
saldrán tan verdaderas,
Cuanto fuere el valor de
vuestras veras.
S.1.° Dos numantinos con seguro vienen
A darte, Cipión, una
embajada.
CIP. ¿Por qué no llegan ya? ¿En
qué se detienen?
SOL. Esperan que licencia les sea dada.
CIP. Si son embajadores,
ya la tienen.
SOL. Embajadores son.
CIP.
Daldes entrada.
Entran dos numantinos, embajadores.
N.1.° Si nos das, gran señor,
grata licencia,
Decirte he la embajada que
traemos;
Do estamos, o
ante sola tu presencia,
Todo a lo que venimos te
diremos.
CIP. Decid; que adonde quiera doy audiencia.
N.1.° Pues con ese seguro que tenemos,
De tu real grandeza
concedido,
Daré principio a lo que
soy venido.
Numancia, de quien
yo soy ciudadano,
Inclito general, a ti me
envía,
Como al más fuerte
capitán romano
Que ha cubierto la noche y
visto el día,
A pedirte, señor, la
amiga mano,
En señal de que cesa la
porfía
Tan trabada y cruel de tantos
años,
Que ha causado sus propios y
tus daños.
Dice que nunca de
la ley y fueros
Del Senado romano se
apartara,
Si el insufrible mando
y desafueros
De un cónsul y otro no
le fatigara.
Ellos con duros estatutos
fieros,
Y con su extraña
condición avara,
Pusieron tan gran yugo a
nuestros cuellos,
Que forzados salimos del y
dellos,
Y, en todo el
largo tiempo que ha durado
Entrambas partes la contienda, es cierto
Que ningún general
hemos hallado
Con quien poder tratar
algún concierto.
Empero agora, que ha querido
el hado
Reducir nuestra nave a tan
buen puerto,
Las velas de la gavia
recogemos,
Y a cualquiera partido nos
ponemos.
No imagines que
temor nos lleva
A pedirte las paces con
instancia,
Pues la larga experiencia ha
dado prueba
Del poder valeroso de
Numancia.
Tu virtud y valor es quien nos
ceba,
Y nos declara, que será
ganancia
Mayor que cuantas desear
podemos
Si por señor y amigo te
tenemos.
A esto ha sido la
venida nuestra.
Respóndenos,
señor, lo que te place.
CIP. ¡Tarde de arrepentidos dais la muestra!
Poco vuestra amistad me
satisface.
De nuevo ejercitad la fuerte
diestra,
Que quiero ver lo que la
mía hace;
Quizá que ha puesto en
ella la ventura
La gloria nuestra y vuestra
sepoltura.
A
desvergüenza de tan largos años,
Es poca recompensa pedir
paces.
Seguid la guerra y renovad los
daños.
Salgan de nuevo las valientes
haces.
N.1.° La falsa confianza mil engaños
Consigo trae; advierte lo que
haces,
Señor, que esa arrogancia que nos muestras,
Remunera el valor en nuestras
diestras;
Y pues niegas la
paz que con buen celo
Te ha sido por nosotros
demandada,
De hoy más la causa
nuestra con el cielo
Quedará por mejor
calificada,
Y antes que pises de Numancia
el suelo,
Probarás dó se
extiende la indignada
Fuerza de aquel que,
siéndote enemigo,
Quiere ser tu vasallo y fiel
amigo.
CIP. ¿Tenéis más que
decir?
N.
No: mas tenemos
Que hacer, pues tú,
señor, ansí lo quieres,
Sin querer la amistad que te
ofrecemos,
Correspondiendo mal de ser
quien eres.
Pero entonces verás lo
que podremos
Cuando nos muestres tú
lo que pudieres;
Que es una cosa razonar de
paces,
Y otra romper por las armadas
haces.
CIP. Verdad decís; y ansí,
para mostraros
Si sé tratar en paz y
hablar en guerra,
No os quiero por amigos
aceptaros,
Ni lo seré jamás
de vuestra tierra.
Y con esto podéis luego
tornaros.
N. ¿Que en esto tu querer,
señor, se encierra?
CIP. Ya te he dicho que sí.
N.2.° Pues,
¡sus!, al hecho;
Que guerra ama el numantino
pecho.
Salen TEÓGENES y CARAVINO, con otros tres numantinos, gobernadores de Numancia, y siéntanse.
TEÓG. Paréceme, varones
esforzados,
Que en nuestros
daños con rigor influyen
Los tristes signos y
contrarios hados,
Pues nuestra fuerza humana
desminuyen.
Tiénennos los romanos
encerrados,
Y con cobardes manos nos
destruyen.
Ni con matar muriendo no hay
vengarnos,
Ni podemos sin alas
escaparnos.
Mirá si
imagináis algún remedio
Para salir de tanta
desventura,
Porque este largo y trabajoso
asedio
Sólo promete presta
sepoltura.
El ancho foso nos estorba el
medio
De probar con las armas la
ventura,
Aunque a veces valientes,
fuertes brazos,
Rompen mil
contrapuestos embarazos.
CAR. ¡A Júpiter pluguiera
soberano
Que nuestra juventud sola se
viera
Con todo el cruel
ejército romano
Adonde el brazo rodear
pudiera,
Que allí al valor de la
española mano
La misma muerte poco estorbo
hiciera
Para dejar de abrir franco
camino
A la salud del pueblo
numantino!
Mas pues en tales
términos nos vemos,
Que estamos como damas
encerrados,
Hagamos todo cuanto hacer
podemos
Para mostrar los ánimos
osados:
A nuestros enemigos
convidemos
A singular batalla; que,
cansados
Deste cerco tan largo, ser
podría
Quisiesen acabarle por tal
vía.
Y cuando este
remedio no suceda
A la justa medida del
deseo,
Otro camino de intentar nos
queda,
Aunque más trabajoso a
lo que creo:
Este foso y muralla que nos
veda
El paso al enemigo que
allí veo,
En un tropel de noche le
rompamos,
Y por ayuda a los amigos
vamos.
N.1.° O sea por el foso, o por la
muerte,
De abrir tenemos paso a
nuestra vida;
Que es dolor insufrible el de
la muerte,
Si llega cuando más
vive la vida.
Remedio a las miserias es la
muerte,
Si se acrecientan ellas con la
vida,
Y suele tanto más ser
excelente
Cuando se muere más
honradamente.
N.2.° Esta insufrible hambre
macilenta,
Que tanto nos persigue y nos
rodea,
Hace que en vuestro parecer
consienta,
Puesto que temerario y duro
sea;
Muriendo, excusaremos tanta
afrenta;
Y quien morir de hambre no desea,
Arrójese conmigo al
foso, y haga
Camino su remedio con la
daga.
N.3.° Primero que vengáis al
trance duro
Desta resolución que
habéis tomado,
Paréceme ser bien que
desde el muro
Nuestro fiero enemigo sea
avisado,
Diciéndole que
dé campo seguro
A un numantino y a otro su
soldado,
Y que la muerte de uno sea
sentencia
Que acabe nuestra antigua
diferencia.
Son los romanos
tan soberbia gente,
Que luego aceptarán
este partido;
Y si lo aceptan, creo
firmemente
Que nuestro amargo
daño ha fenecido,
Pues está un
numantino aquí presente,
Cuyo valor me tiene
persuadido
Que él solo contra tres
de los romanos
Quitará la victoria de
las manos.
Para morir,
jamás le falta tiempo
Al que quiere morir
desesperado.
Siempre seremos a sazón
y a tiempo
Para mostrar muriendo el pecho
osado;
Mas, porque no se pase en
balde el tiempo,
Mira si os cuadra lo que he
demandado,
Y, si no os parece, dad un
modo
Que mejor venga y que convenga
a todo.
TEÓG. Yo desde aquí me
ofrezco, si os parece
Que puede de mi esfuerzo algo
fiarse,
De salir a esta duda que se ofrece,
Si por ventura viene a
efectuarse.
CAR. Más honra tu valor claro merece;
Bien pueden de tu esfuerzo
confiarse
Más difíciles
cosas, y aun mayores,
Por ser el que es mejor de los
mejores.
Y pues
tú ocupas el lugar primero
De la honra y valor con causa
justa,
Yo, que en todo me cuento por
postrero,
Quiero ser el
heraldo de esta justa.
N.1.° Pues yo con todo el pueblo me prefiero
Hacer de lo que Júpiter
más gusta,
Que son los sacrificios y
oblaciones,
Si van con enmendados
corazones.
N.2.° Vámonos, y
con presta diligencia
Hagamos cuanto aquí
propuesto habernos.
Antes que la pestífera
dolencia
De la hambre nos ponga en los
extremos.
Si tiene el cielo dada la
sentencia
De que en este rigor fiero
acabemos,
Revóquela, si acaso lo
merece
La presta enmienda que
Numancia ofrece.
Vanse.
Salen dos numantinos vestidos como sacerdotes antiguos, y han de traer asido de los cuernos en medio un carnero grande, coronado de oliva y otras flores, y un paje con una fuente de plata y una toalla, y otro con un jarro de agua, y otros dos con dos jarros de vino, y otro con otra fuente de plata con un poco de incienso, y otros con fuego y leña, y otro que ponga una mesa con un tapete donde se ponga todo lo que hubiere en la comedia, en hábitos de numantinos; y luego los sacerdotes, dejando el uno el carnero de la mano, diga, y han de entrar TEÓGENES y muchos numantinos.
S.1.° Señales ciertas de
dolores ciertos
Se me han presentado en el
camino,
Y los canos cabellos tengo
yertos.
S.2.° Si acaso yo no soy mal
adivino,
Nunca con bien saldremos de
esta impresa.
¡Ay, desdichado pueblo
numantino!
S.1.° Hagamos nuestro oficio con la
priesa
Que nos incitan los
agüeros tristes.
Poned, amigos, hacia
aquí esa mesa.
S.2.° El vino, incienso y agua que
trujistes
Poneldo encima, y apartaos
afuera,
Y arrepentíos de cuanto
mal hicistes;
Que la
oblación mejor y la primera
Que se ha de ofrecer al alto
cielo
Es el alma limpia y voluntad
sincera.
S.1.° El fuego no le hagáis vos
en el suelo,
Que aquí viene brasero
para ello,
Que así lo pide el
religioso celo.
S.2.° Lavaos las manos y limpiaos el
cuello.
Dad acá el agua:
¿el fuego no se enciende?
N. No hay quien pueda,
señores, encendello.
S.2.° ¡Oh Júpiter!
¿Qué es esto que pretende
De hacer en nuestro
daño el hado esquivo?
¿Cómo el fuego
en la tea no se enciende?
N. Ya parece,
señor, que está algo vivo.
S.2.° Quítate afuera. ¡Oh flaca llama
escura,
Que dolor en mirarte tal
recibo!
¿No miras
cómo el humo se apresura
A caminar al lado de
Poniente,
Y la amarilla llama, mal
segura,
Sus puntas
encamina hacia el Oriente?
¡Desdichada
señal, señal notoria
Que nuestro mal y daño
está patente!
S.1.° Aunque lleven romanos la
victoria
De nuestra muerte, en humo ha
de tornarse
Y en llamas vivas nuestra
muerte y gloria.
S.2.° Pues debe con el vino ruciarse
El sacro fuego, dad acá
ese vino,
Y el incienso también
que ha de quemarse.
Rocía el fuego con el vino a la redonda, y luego pone el incienso en el fuego, y dice:
Al bien del
triste pueblo numantino
Endereza, ¡oh gran
Júpiter!, la fuerza
Propicia, del
contrario amargo sino.
Ansí como
este ardiente fuego fuerza
A que en humo se vaya el sacro
incienso,
Así se haga al enemigo
fuerza
Para que en humo,
eterno padre inmenso,
Todo su bien, toda su gloria
vaya,
Ansí como tú
puedes y yo pienso;
Tengan los cielos
su poder a raya,
Ansí como esta
víctima tenemos,
Y, lo que ella ha de haber,
él también haya.
S.1.° Mal responde el agüero; mal
podremos
Ofrecer esperanza al pueblo
triste,
Para salir del mal que
poseemos.
Hácese ruido debajo del tablado con un barril lleno de piedras, y dispárese un cohete volador.
S.2.° ¿No oyes un ruido,
amigo? Di, ¿no viste
El rayo ardiente que
pasó volando?
Presagio
verdadero de esto fuiste.
S.1.° Turbado estoy; de miedo estoy
temblando.
¡Oh qué
señales!, a lo que yo veo,
¡Qué amargo fin
están pronosticando!
¿No ves un
escuadrón airado y feo?
¿Vees unas
águilas feas que pelean
Con otras aves en marcial
rodeo?
S.2.° Sólo su esfuerzo y su rigor
emplean
En encerrar las aves en un
cabo,
Y con astucia y arte las
rodean.
S.1.° Tal señal
vitupero y no la alabo,
¿Aguilas imperiales
vencedoras?
¡Tú verás
de Numancia presto el cabo!
S.2.° Aguilas, de gran mal
anunciadoras,
Partíos, que ya el
agüero vuestro entiendo,
Ya en efecto
contadas son las horas.
S.1.° Con todo, el sacrificio hacer
pretendo
De esta inocente
víctima, guardada
Para pagar el dios del gesto
horrendo.
S.2.° ¡Oh gran
Plutón, a quien por
suerte dada
Le fué la
habitación del reino oscuro
Y el mando en la infernal
triste morada!
Atapa la profunda
escura boca
Por do salen las tres fieras
hermanas
A hacernos el daño que
nos toca,
Y sian de
dañarnos tan livianas
Sus intenciones, que las lleve
el viento,
Como se lleva el pelo de estas
lanas.
Quita algunos pelos del carnero y échalos al aire.
S.1.° Y ansí como te baño y
ensangriento
Este cuchillo en
esta sangre pura,
Con alma limpia y limpio
pensamiento,
Ansí la
tierra de Numancia dura
Se bañe con la sangre
de romanos,
Y aun los sirva también
de sepoltura.
Sale por el hueco del tablado un DEMONIO hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatar el carnero y volverse a disparar el fuego y todos los sacrificios.
S.2.° Mas ¿quién me ha arrebatado
de las manos
La víctima?
¿Qué es esto, dioses santos?
¿Qué prodigios
son estos tan insanos?
No
os han enternecido ya los llantos
Deste pueblo lloroso y
afligido,
Ni la arpada voz de aquestos
cantos;
Antes creo que se
han endurecido,
Cual pueden inferir en las
señales
Tan fieras como aquí
han acontecido.
Nuestros vivos
remedios son mortales;
Toda nuestra pereza es
diligencia,
Y los bienes ajenos,
nuestros males.
NUM. En fin, dado han los cielos la
sentencia
De nuestro fin amargo y
miserable.
No nos quiere valer ya su
clemencia;
Lloremos, pues es
fin tan lamentable,
Nuestra desdicha; que la edad
postrera
Dél y de nuestras
fuerzas siempre hable.
Salen CIPIÓN, IUGURTA, y MARIO, romanos.
CIP. En forma estoy contento en mirar
cómo
Corresponde a mi gusto la
ventura,
Y esta libre nación
soberbia domo
Sin fuerzas, solamente con
cordura.
En viendo la ocasión,
luego la tomo,
Porque sé cuánto
corre y se apresura,
Y si se pasa; en cosas de la
guerra,
El crédito consume y
vida atierra.
Juzgaba de
ésa el loco desvarío
Tener los enemigos
encerrados,
Y que era mengua del romano
brío
No vencellos con modos
más usados.
Bien sé que lo
habrán dicho; mas yo fío
Que, los que fueren
plácticos soldados
Dirán que es de tener
en mayor cuenta
La victoria que menos
ensangrienta.
¿Qué
gloria puede haber más levantada,
En las cosas de guerra que
aquí digo,
Que, sin quitar de su lugar la
espada,
Vencer y sujetar al
enemigo?
Que, cuando la victoria es
granjeada
Con la sangre vertida del amigo,
El gusto mengua que causar
pudiera
La que sin sangre tal ganada
fuera.
Tocan una trompeta del muro de Numancia.
IUG. Oye, señor, que de Numancia
suena
El son de una trompeta, y me
aseguro
Que decirte, algo desde
allá se ordena,
Pues el salir acá lo
estorba el muro.
Caravino se ha puesto en una
almena,
Y una señal ha hecho de
seguro:
Lleguémonos más
cerca.
CIP.
Ea, lleguemos.
No más: que desde
aquí lo entenderemos.
Pónese CARAVINO en la muralla, con una bandera o lanza en la mano, y dice:
CAR. ¡Romanos!; ¡Ah,
romanos! ¿Puede acaso
Ser de vosotros esta voz
oída?
MAR. Puesto que más abajas, y hables paso,
De cualquier tu razón
será entendida.
CAR. Decid al general que alargue el paso
Al foso, porque viene
dirigida
a él una embajada.
CIP.
Dila presto,
que yo soy
Cipión.
CAR.
Escucha el resto.
Dice Numancia, general
prudente,
Que consideres bien que ha
muchos años
Que entre la nuestra y tu
romana gente
Duran los males de la guerra extraños,
Y que, por evitar que no se
aumente
La dura pestilencia destos
daños,
Quiere, si tú
quisieres, acaballa
Con una breve y singular
batalla.
Un soldado se
ofrece de los nuestros
A combatir cerrado en
estacada
Con cualquiera esforzado de
los vuestros,
Para acabar contienda tan
trabada;
Y al que los hados fueren tan
siniestros,
Que allí le
dejen sin la vida amada,
Si fuere d nuestro,
darémoste la tierra;
Si el tuyo fuere,
acábese la guerra:
Y por seguridad
deste concierto,
daremos a tu gusto las
rehenes.
Bien sé que en
él vendrás, porque estás cierto
De los soldados que a tu cargo
tienes,
Y sabes que el menor, a campo
abierto,
Hará sudar el pecho,
rostro y sienes
Al más aventajado de
Numancia;
Ansí que está
segura tu ganancia.
Porque a la ejecución
se venga luego,
Respóndeme,
señor, si estás en ello.
CIP. Donaire es lo que dices, risa y juego,
Y loco el que piensa de
hacello.
Usad el medio del humilde
ruego,
Si queréis que se
escape vuestro cuello
De probar el rigor y filos
diestros
Del romano cuchillo y brazos
nuestros.
La fiera
que en la jaula está encerrada
Por su selvatoquez y fuerza
dura,
Si puede allí con mano
ser domada,
Y con el tiempo y medios de
cordura,
Quien la dejase libre y
desatada
Daría grandes muestras
de locura.
Bestias sois, y, por tales,
encerradas
Os tengo donde habéis
de ser domadas.
Mía
será Numancia a pesar vuestro,
Sin que me cueste un
mínimo soldado,
Y el que tenéis
vosotros por más diestro,
Rompa por ese foso
trincheado;
Y si en esto os parece que yo
muestro
Un poco mi valor
acobardado,
El viento lleve agora
esta vergüenza,
Y vuélvala la fama
cuando venza.
Vanse CIPIÓN y los suyos, y dice CARAVINO.
CAR. ¿No escuchas más,
cobarde? ¿Ya te ascondes?
¿Enfádate la
igual justa batalla?
Mal con tu nombradía
correspondes;
Mal podrás de este modo
sustentalla;
En fin, como cobarde me
respondes.
Cobardes sois, romanos, vil
canalla,
Con vuestra muchedumbre
confiados,
Y no en los diestros brazos
levantados.
En formado
escuadrón, o manga suelta
En la campaña rasa, do
no pueda
Estorbar la mortal fiera
revuelta
El ancho foso y muro que la veda,
Será bien que, sin dar
el pie la vuelta?
Y sin tener jamás la
espada queda,
Ese ejército
mucho bravo vuestro
Se viera con el poco flaco
nuestro;
Mas, como siempre
estáis acostumbrados
A vencer con ventajas y con
mañas,
Estos conciertos, en valor
fundados,
No los admiten bien vuestras
marañas;
Liebres en pieles fieras
disfrazados,
Load y engrandeced vuestras
hazañas,
Que espero en el gran
Júpiter dejaros
Sujetos a Numancia y a sus
fueros.
Vase, y torna a salir fuera con TEÓGENES, y CARAVINO, y MARANDRO, y otros.
TEÓG. En términos nos tiene
nuestra suerte,
Dulces amigos, que
sería ventura
De acabar nuestros
daños con la muerte;
El desafío
no ha importado un cero;
¿De intentar qué
me queda? No lo siento,
Uno es aceptar el fin
postrero.
Esta noche se
muestre el ardimiento
Del numantino acelerado
pecho,
Y póngase por obra
nuestro intento.
El enemigo muro
sea deshecho;
Salgamos a morir a la
campaña,
Y no como cobardes en
estrecho.
Bien sé que
sólo sirve esta hazaña
De que a nuestro morir se mude el modo,
Que con ella la muerte se
acompaña.
CAR. Con este parecer yo me acomodo;
Morir quiero rompiendo el
fuerte muro,
Y deshacello por mi mano
todo;
Mas tienen una
cosa mal siguro:
Que, si nuestras mujeres saben
esto,
De que no haremos nada os
aseguro.
Cuando otra vez
tuvimos presupuesto
De huírnos y dejallas,
cada uno
Fiado en su caballo y vuelo
presto,
Ellas, que el
trato a ellas importuno
Supieron, al momento nos
robaron
Los frenos, sin dejarnos
sólo uno.
Entonces el
huír nos estorbaron,
Y ansí lo harán
agora fácilmente,
Si las lágrimas
muestran que mostraron.
MAR. Nuestro disinio a todas es
patente,
Todas lo saben ya, y no queda
alguna
Que no se queje dello
amargamente,
Y dicen que, en la
buena o ruin fortuna,
Quieren en vida o muerte
acompañaros,
Aunque su
compañía os sea importuna.
Entran cuatro mujeres de Numancia, cada una con un niño en brazos y otros de las manos, y LIRA, doncella.
Veislas
aquí do vienen a rogaros
No las dejéis en tantos
embarazos;
Aunque seáis de acero
han de ablandaros;
Los tiernos hijos
vuestros en los brazos
Las tristes traen: ¿no
veis con qué señales
De amor les dan los
últimos abrazos?
M.1.ª ¿Qué
pensáis, varones claros?
¿Revolvéis
aún todavía
En la triste
fantasía
De dejarnos y ausentaros?
¿Y a los
libres hijos vuestros
Queréis esclavos
dejallos?
¿No será mejor
ahogallos
Con los propios brazos
vuestros?
No
apresuréis el camino
Al morir, porque su
estambre
Cuidado tiene la hambre
De cercenarla contino.
M.3.ª Hijos de estas tristes
madres,
¿Qué es esto?
¿Cómo no habláis
Y con lágrimas
rogáis
Que no os dejen vuestros
padres?
Baste que la
hambre insana
Os acaben con dolor,
Sin esperar el rigor
De la aspereza romana.
Decildes que os
engendraron
Libres, y libres nacistes,
Y que vuestras madres
tristes
También libres os
criaron.
Decildes que, pues
la suerte
Nuestra va tan
decaída,
Que, como os dieron la vida,
Ansí mismo os den la
muerte;
¡Oh muros de
esta ciudad!
Si podéis hablar,
decid,
Y mil veces repetid:
"¡Numantinos,
libertad
Los templos, las
casas vuestras
Levantadas en concordia!
Hoy piden misericordia
Hijos y mujeres vuestras.
Ablandad, caros
varones,
Esos pechos diamantinos,
Y mostrad, cual
numantinos,
Amorosos corazones;
Que no por romper
el muro
Se remedia un mal
tamaño;
Antes en ello está el
daño
Más propincuo y
más seguro."
LIRA. También las tristes
doncellas
Ponen en vuestra defensa
El remedio de su ofensa
Y el alivio a sus
querellas.
Desesperación notoria
Es ésta que hacer
queréis,
Adonde sólo
hallaréis
Breve muerte y larga
gloria.
Mas ya que salga
mejor
Que yo pienso esta
hazaña,
¿Qué ciudad hay
en España
Que quiera daros favor?
Mi pobre ingenio
os advierte
Que si hacéis esta
salida,
Al enemigo dais vida
Y a toda Numancia muerte.
De vuestro acuerdo
gentil
Los romanos
burlarán;
Pero, decidme:
¿qué harán
Tres mil con ochenta mil?
Aunque tuviesen
abiertos
Los muros y su defensa,
Seríades con ofensa
Mal vengados y bien
muertos.
Mejor es que la
ventura
O el daño que el cielo
ordena,
O nos salve o nos condena
Dé la vida o
sepoltura.
TEÓG. Limpiad los ojos húmidos
del llanto,
Mujeres tiernas, y tené
entendido
Que vuestra angustia la
sentimos tanto,
Que responde al amor nuestro
subido.
Ora crezca el dolor, ora el
quebranto
Sea por nuestro bien
disminuído,
Jamás en muerte o vida
os dejaremos;
Antes en muerte y vida os
serviremos.
Pensábamos
salir al foso, ciertos
Antes de allí morir que
de escaparnos,
Pues fuera quedar vivos aunque
muertos,
Si muriendo pudiéramos
vengarnos;
Mas, pues nuestros disinios descubiertos
Han sido, y es locura
aventurarnos,
Amados y hijos y mujeres
nuestras,
Nuestras vidas serán de
hoy más las vuestras.
Sólo se ha
de mirar que el enemigo
No alcance de nosotros triunfo
o gloria;
Antes ha de servir él
de testigo
Que aprueben y determinen la
historia;
Y si todos venís en lo
que digo,
Mil siglos durará
nuestra memoria,
Y es que no quede cosa
aquí en Numancia
De do el contrario pueda hacer
ganancia.
En medio de la
plaza se haga un fuego,
En cuya ardiente llama
licenciosa
Nuestras riquezas todas se
echen luego,
Desde la pobre a la más
rica cosa;
Y esto podréis tener a
dulce juego,
Cuando os declare la
intención honrosa
Que se ha de efectuar
después que sea
Abrasada cualquier rica
presea.
Y para entretener
por algún hora
La hambre que ya roe nuestros
huesos,
Haréis descuartizar
luego a la hora
Esos tristes romanos que
están presos.
Y sin del chico al grande
hacer mejora,
Repártase entre todos,
que con esos
Será nuestra comida
celebrada
Por España, cruel,
necesitada.
CAR. Amigos, ¿qué os parece?
¿Estáis en esto?
Digo que a mí me tiene satisfecho,
Y que a la ejecución se
venga presto
De un tan extraño y tan
honroso hecho.
TEÓG. Pues yo de mi intención os
diré el resto:
Después que sea lo que
digo hecho,
Vamos a ser ministros todos
luego
De encender el ardiente y rico
fuego.
M.1.ª Nosotras desde aquí ya
comenzamos
A dar con voluntad nuestros
arreos,
Y a las vuestras las vidas
entregamos
Como se han entregado los
deseos.
LIRA. Pues caminemos presto; vamos, vamos,
Y abrásense en un punto
los trofeos
Que pudieran hacer ricas las
manos,
Y aun hartar la codicia de
romanos.
Vanse todos, y salen dos NUMANTINOS.
N.1.° ¡Derrama, dulce hermano,
por los ojos
El alma en llanto amargo
convertida!
¡Venga la muerte y lleve
los despojos
De nuestra miserable y triste
vida!
N.2.° Bien poco durarán estos enojos;
Que ya la muerte viene
apercebida
Para llevar en presto y breve
vuelo
A cuantos pisan de Numancia el
suelo.
En la plaza mayor
ya levantada
Queda un ardiente y cudiciosa
hoguera,
Que de nuestras riquezas
menistrada,
Sus llamas suben a la cuarta
esfera.
Allí, con triste priesa acelerada
Y con mortal y tímida
carrera,
Acuden todos, como santa
ofrenda,
A sustentar las llamas con su
hacienda.
Allí la
perla del rosado Oriente,
Y el oro en mil vasijas
fabricado,
Y el diamante y rubí
más excelente,
Y la estimada púrpura y
brocado,
En medio del rigor fogoso
ardiente
De la encendida llama se ha
arrojado:
Despojos que pudieran los
romanos
Hinchir los senos y ocupar las
manos.
Aquí salen con cargas de ropa por una parte y éntranse, por otra.
Vuelve al triste
espectáculo la vista;
Verás con cuánta
priesa y cuánta gana
Toda Numancia en numerosa
vista
Aguija a sustentar la llama
insana;
Y no con verde leño o
seca arista,
No con materia al consumir
liviana,
Sino con sus haciendas mal
gozadas,
Pues se guardaron para ser
quemadas.
N.1.° Si con esto acabara nuestro
daño,
Pudiéramos llevallo con
paciencia;
Mas, ¡ay!, que se ha de
dar, si no me engaño,
De que muramos todos cruel
sentencia.
¡Primero que el rigor
bárbaro extraño
Muestre en
nuestras gargantas su inclemencia,
Verdugos de nosotros nuestras
manos
Serán, y no los pérfidos romanos!
Han ordenado que
no quede alguna
Mujer, niño ni viejo
con la vida,
Pues al fin la cruel hambre
importuna
Con más fiero rigor es
su homicida.
Sale una mujer con una criatura en los brazos y otra de la mano, y ropa para echar en el fuego.
MADR. ¡Oh duro vivir molesto!
¡Terrible y triste
agonía!
HIJO. Madre, ¿por ventura, habría
Quien nos diese pan por
esto?
MADR. ¿Pan, hijo? ¡Ni aun otra
cosa
Que semeje de comer!
HIJO. Pues ¿tengo de fenecer
De dura hambre rabiosa?
¡Con poco
pan que me deis,
Madre, no os pediré
más!
MADR. Hijo, ¡qué pena me das!
HIJO. ¿Por qué, madre, no
queréis?
MADR. Sí quiero; mas
¿qué haré,
Que no sé donde
buscallo?
HIJO. Bien podréis, madre, comprallo;
Si no, yo lo
compraré.
Mas, por quitarme
de afán,
Si alguno conmigo topa,
Le daré toda esta
ropa
Por un pedazo de pan.
MADR. ¿Qué mamas, triste
criatura?
¿No sientes que, a mi
despecho,
Sacas ya del flaco pecho,
Por leche, la sangre pura?
Lleva la carne a
pedazos,
Y procura de hartarte,
Que no pueden ya llevarte
Mis flacos, cansados
brazos.
Hijos, mi dulce
alegría,
¿Con qué os
podré sustentar,
Si apenas tengo qué os
dar
De la propia sangre
mía?
¡Oh hambre
terrible y fuerte,
Cómo me acabas la
vida!
¡Oh guerra,
sólo venida
Para causarme la muerte!
HIJO. ¡Madre mía, que me
fino!
Aguijemos. ¿A dó
vamos,
Que parece que alargamos
La hambre con el camino?
MADR. Hijo, cerca está la plaza
Adonde echaremos luego
En mitad del vivo fuego
El peso que te
embaraza.
Tocan al arma con gran priesa, y a este rumor sale CIPIÓN, y IUGURTA, y MARIO, alborotados.
CIP. ¿ Qué es esto,
capitanes? ¿Quién nos toca
Al arma en tal sazón?
¿Es, por ventura,
Alguna gente desmandada y loca
Que viene a demandar su
sepoltura?
Mas no sea algún
motín el que provoca
Tocar al arma en recia
coyuntura:
Que tan seguro estoy del
enemigo,
Que tengo más temor al
que es amigo.
Sale QUINTO FABIO con el espada desnuda, y dice:
QUIN. Sosiega el pecho, general
prudente,
Que ya de esta arma la
ocación se sabe,
Puesto que ha sido a costa de
tu gente,
De aquel en quien más
brío o fuerza cabe.
Dos numantinos con soberbia
frente,
Cuyo valor será
razón se alabe,
Saltando el ancho foso y la
muralla,
Han movido a tu campo cruel
batalla.
A las primeras
guardas envistieron,
Y en medio de mil lanzas se
arrojaron,
Y con tal furia y rabia
arremetieron,
Que libre paso al campo les
dejaron.
Las tiendas de Fabricio
acometieron,
Y allí su fuerza y
su valor mostraron
De modo, que en un punto seis
soldados
Fueron de agudas puntas
traspasados.
Con presta
diligencia discurriendo
Iban de tienda en tienda,
hasta que hallaron
Un poco de bizcocho, el cual
cogieron;
El paso, y no el furor,
atrás tornaron.
El uno de ellos se
escapó huyendo;
nbsp;
Al otro mil espadas le acabaron,
Por donde infiero que la
hambre ha sido
Quien les dió
atrevimiento tan subido.
CIP. Si, estando deshambridos y
encerrados,
Muestran tan demasiado
atrevimiento,
¿Qué hicieran
siendo libres y enterados
En sus fuerzas primeras y
ardimiento?
¡Indómitos!
¡Al fin seréis domados,
Porque contra el furor vuestro
violento
Se tiene de poner la industria
nuestra,
Que de domar soberbios es
maestra!
Vanse todos.
Sale una mujer, armada con una lanza en la mano y un escudo, que significa la GUERRA, y trae consigo la ENFERMEDAD y la HAMBRE: la ENFERMEDAD arrimada a una muleta y rodeada de paños la cabeza, con una máscara amarilla; y la HAMBRE saldrá con un desnudillo de muerte, y encima, una ropa de bocací amarilla y una máscara descolorida.
GUERR. Hambre, Enfermedad, ejecutores
De mis terribles mandos y
severos,
De vidas y salud
consumidores,
Con quien no vale ruego, mando
o fieros,
Pues ya de mi intención
sois sabidores,
No hay para qué de
nuevo encareceros
De cuánto gusto me
será y contento
Que luego, luego,
hagáis mi mandamiento.
La fuerza
incontrastable de los hados,
Cuyos efectos nunca salen
vanos,
Me fuerzan que de mí
sean ayudados
Estos sagaces mílites
romanos.
Ellos serán un tiempo levantados,
Y abatidos también
estos hispanos;
Pero tiempo vendrá en
que yo me mude,
Y dañe al alto y al
pequeño ayude;
Que yo, que soy la
poderosa Guerra,
De tantas madres desterrada en
vano,
Aunque quien me maldice a
veces yerra,
Pues no sabe el valor de esta
mi mano,
Sé bien que en todo el
orbe de la tierra,
Seré llevada del valor
hispano
En la dulce ocasión que
estén reinando
Un Carlos, y un Filipo, y un
Fernando.
ENF. Si ya la Hambre, nuestra amiga
querida.
No hubiera tomado con
instancia
A su cargo de ser fiera
homicida
De todos cuantos viven en
Numancia,
Fuera de mí tu
voluntad cumplida,
De modo que se viera la
ganancia
Fácil y rica que
el romano hubiera,
Harto mejor de aquello que se
espera.
Mas ella, en
cuanto su poder alcanza,
Ya tiene tal el pueblo
numantino,
Que de esperar alguna buena
andanza,
Le ha tomado las sendas y el
camino;
Mas del furor la rigurosa
lanza,
La influencia del contrario
sino,
Le trata con tan áspera
violencia,
Que no es menester hambre ni
dolencia.
El Furor y la
Rabia, tus secuaces,
Han tomado en su pecho tal asiento,
Que, cual si fuese de romanas
haces,
Cada cual de esa sangre
está sediento.
Muertos, incendios, iras son
sus paces;
En el morir han puesto su
contento,
Y, por quitar el triunfo a los
romanos,
Ellos mesmos se matan con sus
manos.
HAMBR. Volved los ojos, y veréis ardiendo
De la ciudad los encumbrados
techos.
Escuchad los suspiros que
saliendo
Van de mil tristes, lastimados
pechos.
Oíd la voz y lamentable
estruendo
De bellas damas a quien, ya
deshechos
Los tiernos miembros de ceniza
y fuego,
No valen padre, amigo, amor ni
ruego.
Cual salen las
ovejas descuidadas,
Siendo del fiero lobo
acometidas,
Andar aquí y
allí descarriadas,
Con temor de perder las
simples vidas,
Tal niños y mujeres
desdichadas,
Viendo ya las espadas
homicidas,
Andan de calle en calle,
¡oh hado insano!,
Su cierta muerte dilatando en
vano.
No hay plaza, no hay
rincón, no hay calle o casa
Que de sangre y de muertos no
esté llena;
El hierro mata, el duro fuego
abrasa,
Y el rigor ferocísimo
condena.
Presto veréis que por
el suelo tasa
Hasta la más subida y
alta almena,
Y las casas y templos más preciados
En polvo y en cenizas son
tornados.
Venid;
veréis que en los amados cuellos
De tiernos hijos y mujer
querida,
Teogenes afila agora y prueba
en ellos
De su espada cruel corte
homicida,
Y cómo ya,
después de muertos ellos,
Estima en poco la cansada
vida,
Buscando de morir un modo
extraño,
Que causó en el suyo
más de un daño.
GUERR. Vamos, pues, y ninguno se descuide
De ejecutar por eso
aquí su fuerza,
Y a lo que digo sólo
atienda y cuide,
Sin que de mi intención
un punto tuerza.
Vanse, y sale TEÓGENES con dos espadas desnudas y ensangrentadas las manos.
TEÓG. Sangre de mis
entrañas derramada,
Pues sois aquella de los hijos
míos;
Mano, contra ti mesma
acelerada,
Llena de honrosos y crueles
bríos;
Fortuna, en daño
mío conjurada;
Cielos, de justa piedad
vacíos:
Ofrecedme en tan dura, amarga
suerte,
Alguna honrosa, aunque cercana
muerte.
Valientes
numantinos, haced cuenta
Que yo soy algún
pérfido romano,
Y vengad en mi pecho vuestra
afrenta,
Ensangrentando en él
espada y mano.
Una de estas espadas os
presenta
Mi airada furia y mi dolor insano;
Que, muriendo en batalla, no
se siente
Tanto el rigor del
último accidente.
Vase, y sale CIPIÓN, y IUGURTA, y QUINTO FABIO, y MARIO, y ERMILIO y otros soldados romanos.
CIP. Si no me engaña el
pensamiento mío,
O salen mentirosas las
señales
Que habéis visto
en Numancia, del estruendo
Y lamentable son, y ardiente
llama,
Sin duda alguna que
recelo y temo
Que el bárbaro furor
del enemigo
Contra su propio pecho no se
vuelva.
Ya no parece gente en la
muralla,
Ni suenan las usadas
centinelas;
Todo está en calma y en
silencio puesto,
Como si en paz tranquila y
sosegada
Estuviesen los fieros
numantinos.
MAR. Presto podrás salir de aquesa duda,
Porque, si tú lo
quieres, yo me ofrezco
De subir sobre el muro, aunque
me ponga
Al riguroso trance que se
ofrece,
Sólo por ver aquello
que en Numancia
Hacen nuestros soberbios
enemigos.
CIP. Arrima, pues, ¡oh Mario!, alguna
escala
A la muralla, y haz lo que
prometes.
MAR. Id por la escala luego, y vos, Ermilio,
Haced que mi rodela se me
traiga,
Y la celada blanca de las
plumas;
Que a fe que tengo de perder la vida
O sacar de esta duda al campo
todo.
ERM. Ves aquí la rodela y la celada;
La escala vesla allí:
la trajo Limpio.
MAR. Encomiéndame a Júpiter inmenso,
Que yo voy a cumplir lo
prometido.
IUG. Alza más la rodela, Mario,
Encoge el cuerpo, y encubre la
cabeza.
¡Animo, que
ya llegas a lo alto!
¿Qué ves?
MAR. !Oh
santos dioses! Y ¿ qué es esto?
IUG. ¿De qué te admiras?
MAR. De
mirar de sangre
Un rojo lago, y de ver mil
cuerpos
Tendidos por las calles de
Numancia,
De mil agudas puntas
traspasados.
CIP. ¿Qué? ¿No hay ninguno
vivo?
MAR.
¡Ni por pienso!
A lo menos, ninguno se me
ofrece
En todo cuanto alcanzo con la
vista.
CIP. Salta, pues, dentro, y mira por tu vida.
Salta MARIO en la ciudad. Síguele Iugurta y al poco rato torna a salir el primero por la muralla, y dice:
MAR. En balde, ilustre general prudente,
Han sido nuestras fuerzas
ocupadas.
En balde te has mostrado
diligente,
Pues en humo y en
viento son tornadas
Las ciertas esperanzas de
victoria,
De tu industria contino aseguradas.
En lamentable fin la triste
historia
De la ciudad invicta de
Numancia
Merece ser eterna en la
memoria;
Sacado han de su
pérdida ganancia;
Quitádote han el
triunfo de las manos,
Muriendo con magnánima
constancia;
Nuestros disinios
han salido vanos,
Pues ha podido más su
honroso intento
Que toda la potencia de
romanos.
El fatigado pueblo
en fin violento
Acaba la miseria de su
vida,
Dando triste remate al largo
cuento.
Numancia
está en un lago convertida,
De roja sangre y de mil
cuerpos llena,
De quien fué su rigor
propio homicida.
De la pesada y sin
igual cadena
Dura de esclavitud se han
escapado
Con presta audacia, de temor
ajena.
En medio de la
plaza levantado
Está un ardiente fuego
temeroso,
De sus cuerpos y haciendas
sustentado.
Al tiempo
llegué a verlo, que el furioso
Teogenes, valiente
numantino,
De fenecer su vida
deseoso,
Maldiciendo su
corto amargo sino,
En medio se arrojaba de la
llama,
Lleno de temerario
desatino,
Y al arrojarse
dijo: "Clara fama,
Ocupa aquí tus lenguas y tus ojos
En esta hazaña, que a
contar te llama.
¡Venid,
romanos, ya por los despojos
Desta ciudad, en polvo y humo
vueltos,
Y sus flores y frutos en
abrojos!"
De allí,
con pies y pensamientos sueltos,
Gran parte de la tierra he
rodeado,
Por las calles y pasos
más revueltos,
Y un solo
numantino no he hallado
Que poderte traer vivo
siquiera,
Para que fueras dél
bien informado
Por qué
ocasión, de qué suerte o manera
Acometieron tan grave
desvarío,
Apresurando la mortal
carrera.
CIP. ¿Estaba, por ventura, el pecho
mío
De bárbara arrogancia y
muertes lleno,
Y de piedad justísima
vacío?
¿Es de mi
condición, por dicha, ajeno
Usar benignidad con el
rendido,
Como conviene al vencedor que
es bueno?
¡Mal, por cierto, tenían conocido
El valor en Numancia de mi
pecho,
Para vencer y perdonar
nacido!
QUIN. Iugurta te hará más
satisfecho,
Señor, de aquello que
saber deseas,
Que vesle vuelve lleno de
despecho.
Asómase IUGURTA a la muralla.
IUG. Prudente general, en vano
empleas
Más aquí tu valor. Vuelve a otra parte
La industria singular de que
te arreas.
No hay en Numancia
cosa en que ocuparte.
Todos son muertos, y
sólo uno creo
Que queda vivo para el trunfo
darte,
Allí en
aquella torre, según veo.
Yo vi denantes un muchacho;
estaba
Turbado en vista y de gentil
arreo.
CIP. Si eso fuese verdad, eso bastaba
Para trunfar en Roma de
Numancia,
Que es lo que más agora
deseaba.
Lleguémonos
allá, y haced instancia
Como el muchacho venga
aquestas manos
Vivo, que es lo que agora es
de importancia.
Dice VARIATO, muchacho, desde la torre:
VAR. ¿Dónde venís,
o qué buscáis, romanos?
Si en Numancia queréis
entrar por fuerte,
Haréislo sin contraste,
a pasos llanos;
Pero mi lengua
desde aquí os advierte
Que yo las llaves mal
guardadas tengo
Desta ciudad, de quien
trunfó la muerte.
CIP. Por ésas, joven, deseoso
vengo,
Y más de que tú
hagas insperiencia,
Si en este pecho piedad
sostengo.
VAR. ¡Tarde, cruel, ofreces tu
clemencia,
Pues no hay con quien usarla:
que yo quiero
Pasar por el rigor de la
sentencia
Que con suceso
amargo y lastimero
De nuestros padres y patria tan querida
Causó el último
fin terrible y fiero!
QUIN. Dime: ¿tienes,
por suerte, aborrecida,
Ciego de un temerario
desvarío,
Tu floreciente edad y tierna
vida?
CIP. Tiempla, pequeño joven, templa
el brío;
Sujeta el valor tuyo, que es
pequeño,
Al mayor de mi honroso
poderío;
Que desde
aquí te doy la fee y empeño
Mi palabra, que solo de ti
seas
Tú mismo el propio, el
conocido dueño;
Y
que de ricas joyas y preseas
Vivas lo que vivieres
abastado,
Como yo podré darte y
tú deseas,
Si a mí te entregas y
te das de grado.
VAR. Todo el furor de cuantos ya son
muertos
En este pueblo y en polvo
reducido,
Todo el huir los
pactos y conciertos,
Ni el dar a sujeción
jamás oído,
Sus iras, sus rancores
descubiertos,
Está en mi pecho
solamente unido.
Yo heredé de Numancia
todo el brío;
Ved, si pensáis
vencerme, es desvarío.
Patria querida,
pueblo desdichado,
No temas, ni imagines que
admire
De lo que debo ser de ti
engendrado,
Ni que promesa o miedo me
retire,
Ora me falte el suelo, el
cielo, el hado,
Ora vencerme todo el mundo
aspire;
Que imposible será que yo no haga
A tu valor la merecida
paga.
Que si a
esconderme aquí me trujo el miedo
De la cercana y espantosa
muerte,
Ella me sacará con
más denuedo,
Con el deseo de seguir tu
suerte;
De vil temor pasado, como
puedo,
Será la enmienda agora
osada y fuerte,
Y el temor de mi edad tierna,
inocente
Pagaré con morir
osadamente.
Yo os aseguro,
¡oh fuertes ciudadanos!,
Que no falte por mí la
intención vuestra
De que no triunfen
pérfidos romanos,
Si ya no fuere de ceniza
nuestra.
Saldrán conmigo sus
intentos vanos,
Ora levanten
contra mí su diestra,
O me aseguren con promesa
incierta
A vida y a regalos ancha
puerta.
Tened, romanos,
sosegad el brío,
Y no os canséis
en asaltar el muro;
Con que fuera mayor el
poderío
Vuestro, de no vencerme estad
seguro.
Pero muéstrese ya el
intento mío,
Y si ha sido el amor perfecto
y puro
Que yo tuve a mi patria tan
querida,
Asegúrelo luego esta
caída.
Arrójase el muchacho de la torre, y dice CIPIÓN:
CIP. ¡Oh! ¡Nunca vi tan
memorable hazaña!
¡Niño de anciano
y valeroso pecho,
Que, no sólo a Numancia, mas a España
Has adquirido gloria en este
hecho!
Con tal vida y virtud heroica,
extraña,
Queda muerto y perdido mi
derecho.
Tú con esta
caída levantaste
Tu fama, y mis victorias
derribaste.
Que fuera viva y
en su ser Numancia,
Sólo porque vivieras me
holgara;
Tú solo me has llevado
la ganancia
Desta larga contienda, ilustre
y rara;
Lleva, pues, niño,
lleva la ganancia
Y la gloria que el cielo te
prepara,
Por haber,
derribándote, vencido
Al que, subiendo, queda
más caído.
Salen MARTÍN CRESPO, alcalde, recién elegido; su mozo Pedro de Urdemalas y SANCHO MACHO y DIEGO TARUGO, regidores.
TAR. Plácenos, Martín
Crespo, del suceso;
Desechéisla por otra de
brocado,
Sin que jamás un voto
os salga avieso.
ALC. Diego Tarugo, lo que me ha costado
Aquesta vara, sólo Dios
lo sabe,
Y mi vino y capones y
ganado.
El que no te
conoce, ese te alabe,
deseo de mandar.
SANCH.
Yo aqueso digo;
Que sé que en él
todo cuidado cabe.
Véala yo en
poder de mi enemigo,
Vara que es por presentes
adquirida.
ALC. Pues ahora la tiene un vuestro amigo.
SANCH. De vos, Crespo, será tan bien regida,
Que no la doble dádiva
ni ruego.
ALC. No, juro a mí, mientras tuviere vida.
Cuando mujer me
informe, estaré ciego;
Al ruego del hidalgo, sordo y
mudo;
Que a la severidad todo me
entrego.
TAR. Ya veo
en vuestro tiempo, y no lo dudo,
Sentencias de Salmón,
el rey discreto,
Que el niño
dividió con hierro agudo.
ALC. Al menos de mi parte, yo prometo
De arrimarme a la ley en
cuanto pueda,
Sin alterar un mínimo
decreto.
SANCH. Como yo lo deseo, así suceda,
Y adiós.
ALC.
Fortuna os tenga, Sancho Macho,
En la empinada cumbre de su
rueda.
TAR. Sin que el temor o amor os ponga
empacho,
Juzgad, Crespo, terrible y
brevemente,
Que la tardanza en toda cosa
tacho;
Y adiós quedad.
ALC. En
fin, sois buen pariente.
Entranse SANCHO MACHO y DIEGO TARUGO.
Pedro, que
escuchando estás,
¿Cómo de mi buen
suceso
El parabién no me
das?
Ya soy alcalde y confieso
Que lo seré por
demás,
Si tú no me
das favor,
Y muestras algún
primor
Con que juzgue rectamente;
Que te tengo por prudente,
Más que a un cura y a
un doctor.
PEDR. Es aqueso tan verdad,
Cual lo dirá la
experiencia,
Porque con facilidad
Luego os mostraré una
ciencia,
Que os dé nombre y
calidad.
Llegaraos Licurgo
apenas,
Y la celebrada Atenas
Callará sus doctas
leyes:
Envidiaros han los reyes
Y las escuelas más
buenas.
Yo os
meteré en la capilla
Dos docenas de sentencias
Que al mundo den
maravilla,
Todas con sus diferencias
Civiles o de rencilla;
Y la que primero a
mano
Os viniere, está bien
llano
Que no ha de haber más
que ver.
ALC. Desde hoy más, Pedro, has de ser,
No mi mozo, mas mi
hermano.
Ven, y
mostrarásme el modo
Como yo ponga en efeto
Lo que has dicho, en parte, o
todo.
PEDR. Pues más cosas te prometo.
ALC. A cualquiera me acomodo.
Entranse el ALCALDE y PEDRO.
Salen otra vez SANCHO MACHO y TARUGO.
SANCH. Mirad, Tarugo, bien siento,
Que aunque el parabién
le distes
A Crespo de su contento,
Otro paramal tuvistes
Guardado en el
pensamiento;
Porque, en efeto,
es mancilla
Que se rija aquesta villa
Por la persona más
necia
Que hay desde Flandes a
Grecia,
Y desde Egipto a Castilla.
TAR. Hoy mostrará la
experiencia,
Buen regidor Sancho Macho,
Adónde llega la
ciencia
De Crespo, a quien yo no
tacho
Hasta la primera
audiencia;
Y pues agora ha de
ser,
Soy, Macho, de parecer,
Que le oigamos.
SANCH. Sea
así,
Aunque tengo para
mí
Que un simple en él se
ha de ver.
Entran LAGARTIJA y HORNACHUELOS, labradores.
HORN. ¿De quién,
señores, sabremos
Si el alcalde en casa
está?
TAR. Aquí los dos le atendemos.
LAG. Señal es que aquí saldrá.
SANCH. Tan cierta, que ya le vemos.
Salen el ALCALDE y REDONDO, escribano, y PEDRO.
ALC. ¡Oh valientes regidores!
RED. Siéntense vuesas mercedes.
ALC. Sin ceremonia, señores.
TAR. En cortés
exceder puedes
A los corteses mayores.
ALC. Siéntese aquí el
escribano,
Y a mi izquierda y diestra
mano
Los regidores
estén;
Y tú, Pedro,
estarás bien
A mis espaldas.
PEDR.
Es llano.
Aquí en tu capilla
están
Las sentencias suficientes
A cuantos pleitos
vendrán,
Aunque nunca pares mientes
A la relación que
harán.
Y si alguna no
estuviere,
A tu asesor te refiere;
Que yo lo seré de
modo
Que te saque bien de todo,
Y sea lo que se fuere.
RED. ¿Quieren algo,
señores?
LAG. Sí
querríamos.
RED. Pues digan, que aquí está el
señor alcalde,
Que les hará justicia
rectamente.
ALC. Perdónemelo Dios lo que ahora digo,
Y no me sea tomado por
soberbia:
Tan tiestamente pienso hacer
justicia,
Como si fuese un sonador
romano.
RED. Senador, Martín Crespo.
ALC. Allá
va todo.
Digan su pleito apriesa y
brevemente;
Que apenas me le habrán dicho, en mi ánima,
Cuando les dé sentencia
rota y justa.
RED. Recta, señor alcalde.
ALC. Allá
va todo.
HORN. Prestóme Lagartija tres reales;
Volvíle dos; la deuda
queda en uno,
Y él dice que le debo
cuatro justos:
Este es el pleito, brevedad, y
dije.
¿Es aquesto verdad,
buen Lagartija?
LAG. Verdad; pero yo hallo por mi cuenta,
O que yo soy un asno, o que
Hornachuelos
Me queda a deber cuatro.
ALC.
¡Bravo caso!
LAG. No hay más en nuestro pleito, y me
rezumo
En lo que sentenciare el
señor Crespo.
RED. Rezumo por resumo: allá va todo.
ALC. ¿Qué decís vos a esto,
Hornachuelos?
HORN. No hay que decir: yo en todo me arremeto
Al señor Martín
Crespo.
RED.
Me remito,
Pese a mi abuelo.
ALC. Dejadle
que arremeta;
¿Qué se os da a
vos, Redondo?
RED. A
mí nonada.
ALC. Pedro, sácame, amigo, una sentencia
Desa capilla, la que
está más cerca.
RED. Antes de ver el pleito ¿hay ya
sentencia?
ALC. Ahí se podrá ver quién es
Callejas.
PEDR. Léase esta sentencia, y punto en boca.
RED. "En el pleito que
tratan N. y F..."
PEDR. Zutano con Fulano significan
La N. con la F. entre dos
puntos.
RED. Así es verdad, y digo, "que en el
pleito
Que trata este Fulano con
Zutano,
Que debo condenar, fallo y
condeno
Al dicho puerco de Zutano a
muerte,
Porque fué matador de
la criatura
Del ya dicho Fulano". Yo no
atino
Qué disparate es
éste deste puerco,
Y de tantos Fulanos y
Zutanos;
Ni sé cómo es
posible que esto cuadre
Ni esquine con el pleito de
estos hombres.
ALC. Redondo está en lo cierto: Pedro amigo,
Mete la mano y saca otra
sentencia;
Podría ser que fuese de
provecho.
PEDR. Yo, que soy asesor vuestro, me atrevo
De dar sentencia luego cual
convenga.
LAG. Por mí, mas que la dé un jumento
nuevo.
SANCH. Digo que el asesor es extremado.
HORN. Sentencia, norabuena.
ALC. Pedro,
vaya,
Que en tu magín mi
honra deposito.
PEDR. Deposite primero Hornachuelos,
Para mí el asesor, doce
reales.
HORN. Pues sola la mitad importa el pleito.
PEDR. Así es verdad; que Lagartija el bueno
Tres reales de a dos os
dió prestados,
Y destos le volvistes dos
sencillos,
Y por aquesta cuenta debéis cuatro,
Y no, cual decís vos,
no más de uno.
LAG. Ello es ansí, sin que le falte cosa.
HORN. No lo puedo negar, vencido quedo,
Y pagaré los doce con
los cuatro.
RED. Ensúciome en Catón y en
Justiniano,
¡Oh Pedro de Urde,
montañés famoso,
Que así lo muestra el
nombre y el ingenio!
HORN. Yo voy por el dinero, y voy corrido.
LAG. Yo me contento con haber vencido.
Entranse LAGARTIJA y HORNACHUELOS.
Salen CLEMENTE y CLEMENCIA, hija de Martín Crespo, como pastor y pastora, embozados.
CLEM. Permítase que hablemos embozados
Ante tan justiciero
ayuntamiento.
ALC. Mas que habléis en un costal atados,
Porque a oír, y no a
ver, aquí me siento.
CLEM. Los siglos, que renombre de dorados
Les dió la
antigüedad, con justo intento,
Ya se ven en los nuestros,
pues que vemos
En ellos de justicia los
extremos.
Vemos un Crespo alcalde.
ALC.
Dios os guarde.
Dejad aquesas lonjas a una
parte.
RED. Lisonjas decir quiso.
ALC. Y
porque es tarde,
De vuestro intento en breve
nos dad parte.
CLEM. Con verdadera
lengua, cierto alarde
Hace de lo que quiero, parte a
parte.
ALC. Decid; que ni soy sordo, ni lo he sido.
CLEM. Desde mis tiernos años,
De mi fatal estrella
conducido.
Sin las nubes de
engaños,
El sol, que en este velo
está escondido,
Miré para adoralle,
Porque esto hizo el que
llegó a miralle.
Sus rayos se
imprimieron
En lo mejor del alma, de tal
modo,
Que en sí la
convirtieron.
Todo soy fuego, yo soy fuego
todo,
Y con todo, me hielo,
Si el sol me falta, que me
eclipsa un velo.
Grata
correspondencia
Tuvo mi justo y mi cabal
deseo;
Que amor me dió
licencia
A hacer de mi alma rico
empleo.
En fin, esta pastora,
Así como la adoro, ella
me adora.
A hurto de su
padre,
Que es de su libertad duro
tirano,
Que ella no tiene madre,
De esposa me entregó la
fe y la mano
Y agora, temerosa
Del padre, no confiesa ser mi
esposa.
Teme que el padre
rico
Se afrente de mi humilde
medianía,
Porque hace el pellico
Al monje en esta edad de
tiranía.
El me sobra en riqueza,
Pero no en la que da
naturaleza.
Como él, yo
soy tan bueno:
Tan rico no; y a su riqueza
igualo
Con estar siempre ajeno
De todo vicio perezoso y
malo,
Y entre buenos es fuero
Que valga la virtud más
que el dinero.
Pido que ante ti
vuelva
A confirmar el sí de
ser mi esposa,
Y en serlo se resuelva,
Sin estar de su padre
temerosa,
Pues que no aparta el
hombre
A los que Dios juntó en
su gracia y nombre.
ALC. ¿Qué respondéis a
esto,
Sol, que entre nubes se
cubrió a deshora?
CLEM. Su proceder honesto
La tendrá muda, por mi
mal, agora;
Pero señales puede
Hacer, con que su intento
claro quede.
ALC. ¿Sois su esposa, doncella?
PEDR. La cabeza bajó; señal bien clara
Que no lo niega ella.
SANCH. Pues ¿en qué, Martín Crespo, se
repara?
ALC. En que de mi capilla
Se saque la sentencia, y en
oílla.
Pedro,
sácala al punto.
PEDR. Yo sé que
ésta saldrá pintiparada,
Porque, a lo que barrunto,
Siempre fué la verdad
acreditada
Por atajo o rodeo,
Y esta sentencia lo
dirá que leo.
Saca un papel de la capilla, y léele Pedro.
"Yo, Martín Crespo,
alcalde, determino
Que sea la pollina del
pollino."
RED. Vaso de suertes es vuestra
capilla:
Y ésta que ha sido
agora pronunciada,
Aunque es para entre bestias,
maravilla,
Y aun da muestras de ser cosa
pensada.
CLEM. El alma en Dios, y en tierra la
rodilla,
La vuestra besaré, como
a extremada
Coluna que sustenta el
edificio
Donde moran las ciencias y el
juicio.
ALC. Puesto que redundara esta
sentencia,
Hijo, en haberos dado el alma
mía,
Porque no es otra cosa mi
Clemencia,
Me fuera de gran gusto y
alegría;
Y alégrenos agora la
presencia
Vuestra, que está en
razón y en cortesía,
Pues ya lo desleído y
sentenciado
Será sin duda alguna
ejecutado.
CLEM. Pues con ese seguro, padre
mío,
El velo quito y a tus pies me
postro.
Mal haces en usar deste
desvío,
Pues soy tu hija y no
espantable monstro;
Tú has dado la sentencia a tu albedrío,
Y si es injusta, es bien que
te dé en rostro;
Pero si justa es, haz que se
apruebe,
Con que a debida
ejecución se lleve.
ALC. Lo que escribí, escribí:
bien dices, hija;
Y así, a Clemente
admito por mi hijo,
Y el mundo deste proceder
colija,
Que más por ley que por
pasión me rijo.
SANCH. No hay alma aquí que no se regocija
De vuestro no pensado
regocijo.
TAR. Ni lengua que a Martín Crespo no alabe
Por hombre
ingeniosísimo y que sabe.
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