Title: Amaury
Author: Alexandre Dumas
Translator: Florencio S. de Yarza
Release date: April 4, 2008 [eBook #24988]
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net
POR
Traducción por Florencio S. de Yarza
La Nación
Buenos Aires
1911
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV, XXV, XXVI, XXVII, XXVIII, XXIX, XXX, XXXI, XXXII, XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXVIII, XXXIX, XL, XLI, XLII, XLIII, XLIV, XLV, XLVI, XLVII, XLVIII, XLIX, L, LI, LII, LIII, CONCLUSIÓN |
Existe en Francia una cosa tan peculiar, tan genuina del carácter nacional, que con dificultad se encuentra en otro país cualquiera: la conversación, en cuya especialidad no hay nadie que pueda competir con los franceses.
En el resto del globo se discute, se argumenta, se perora; sólo en Francia se conversa por costumbre.
No pocas veces, estando yo en Italia, en Alemania o en Inglaterra, me ha ocurrido anunciar de pronto que al día siguiente me volvía a París. Si alguno, admirado de tan súbita resolución, me preguntaba:
—¿A qué vas a París?
Yo le respondía sencillamente:
—A conversar.
Y no era flojo su asombro al saber que yo, ahito de conversación, pensaba en hacer un viaje de centenares de leguas sólo por darme el gusto de conversar.
Nadie podía explicarse un capricho semejante; sólo me comprendían los franceses. Estos solían exclamar:
—¡Qué dicha! ¡qué placer!
Y sucedía a veces que alguno de ellos se venía conmigo.
A decir verdad no hay nada más grato que esas minúsculas tertulias que en un salón elegante improvisan unas cuantas personas charlando a su sabor, dando vueltas a una idea mientras dura el hechizo que produjo, para abandonarla después de sacar de ella todo el partido posible, cediendo al atractivo de otra nueva que a su vez surge en medio de las bromas de unos, de los discreteos de otros y de las agudezas de todos, lo cual no obsta para que súbitamente, al llegar al punto culminante de su desenvolvimiento, se desvanezca como pompa de jabón tocada por la dueña de la casa, que mientras sirve el te lleva de grupo en grupo el hilo de la charla general, recopilando opiniones, pidiendo pareceres, planteando problemas y obligando casi siempre a cada corrillo a verter su correspondiente frase en ese tonel de las Danaides que se llama «la conversación».
Por el estilo del salón que describo hay en París cinco o seis en los cuales no se baila, ni se carta, ni se juega, y sin embargo no se sale de ellos nunca antes del amanecer.
Cuéntase entre estos salones el de un buen amigo mío, el conde M... Digo amigo mío y en realidad no haría mal en decir amigo de mi padre, pues es el caso que el conde de M... quien por nada de este mundo es capaz de confesar motu proprio su edad (ni, por otra parte, tampoco hay quien le pregunte sobre ella), no dejará de tener sus sesenta y tantos años bien cabales, aunque no represente más allá de los cincuenta, gracias al extremado esmero con que cuida su persona. Es uno de los últimos y más genuinos representantes del tan calumniado siglo xviii, lo cual debe sin duda explicar la escasez de sus creencias, circunstancias que (dicho sea en su honor), no le ha hecho caer, como a la mayoría de los incrédulos, en el afán de empeñarse en que los demás dejen de creer también.
Puede decirse que hay en él dos principios, uno hijo del corazón y otro del entendimiento, que mutuamente se repelen. Es egoísta por sistema y generoso por naturaleza. Nacido en tiempo de nobles y filósofos, el instinto aristocrático viene a equilibrar en su espíritu la independencia del pensador. Conoció a los hombres más conspicuos del pasado siglo. Fue bautizado por Rousseau con el título de ciudadano; Voltaire le auguró que sería poeta; Franklin le recomendó simplemente que fuese un hombre honrado y bueno.
Juzga el año terrible, el cruento 93, como juzgaba San Germán las proscripciones de Sila y las matanzas de Nerón. Con escéptica mirada ha presenciado el desfile de los asesinos, de los septembristas, y de los guillotinadores, primero en carro y luego en carreta. Ha conocido a Florián y a Andrés Chénier, a Demoustier y a Madama de Stael, a Bertin y a Chateaubriand; ha rendido homenaje a madama Tallién, a madama Récamier, a la princesa Borghése, a Josefina, y a la duquesa de Berry. Ha asistido al encumbramiento de Bonaparte y a la caída de Napoleón. El padre Maury y Talleyrand le llaman discípulo: es un diccionario de fechas, un catálogo de acontecimientos, un archivo de anécdotas, una mina de agudezas.
Nunca ha querido escribir por temor de perder su preeminencia, pero en cambio presume de narrador.
He ahí por qué su salón, como he dicho más arriba, es uno de los cinco o seis salones de París en los que, sin haber juego, música, ni baile, se pasan de un modo grato las horas hasta bien entrada ya la madrugada. Cierto es que en las esquelas de invitación escribe de su puño y letra: Se conversará, como otros estampan: Se bailará. Fórmula es ésta que suele alejar a banqueros y agiotistas; pero que atrae a los hombres de ingenio, siempre gustosos de hablar; a los artistas, dispuestos a escuchar, y a los misántropos de todo género, que nunca complacieron a la dueña de la casa bailando un solo, con el fútil pretexto de que la contradanza recibe ese nombre por ser lo contrario de lo que se llama danza.
Es innegable, además, que posee un admirable talento para cortar con una sola palabra, ya el desarrollo de cualquiera teoría que esté en pugna con el modo de pensar del auditorio, ya toda discusión que tienda a hacerse pesada.
Cierto día, un joven melenudo y de barbuda faz hacía en su presencia desmedidos elogios de Robespierre, declarándose acendrado partidario de su sistema, lamentando su prematuro fin y augurando su rehabilitación como un acto de justicia.
—Ese grande hombre no ha sido bien comprendido—dijo al terminar su perorata.
—Pero sí guillotinado, afortunadamente—replicó el conde de M...
Esta frase dio fin a la conversación por aquel día.
Hace un mes próximamente asistí yo a una de estas reuniones. A última hora se había hablado ya de tantas cosas que, agotados los temas, vínose a tratar de amor. A la sazón, la conversación se había hecho general y entre los grupos cruzábanse algunas palabras sueltas.
—¿Quién habla por ahí de amor?—preguntó el conde de M...
—El doctor P...—contestó una voz.
—¡Ah! ¡Es curioso! ¿Y qué dice el doctor?
—Que el amor es una congestión cerebral de carácter benigno que se puede curar poniendo al enfermo a dieta, aplicándole sanguijuelas y usando de sangrías moderadas.
—¿Así opina usted, doctor?
—Claro que sí; por más que conceptúo preferible la posesión. Ese sí que es el remedio más eficaz.
—Está bien; pero supongamos que ésta no se consigue y que en tal trance no acudimos a usted, que ha hallado la panacea universal, sino a alguno de sus colegas, menos prácticos que usted en la terapéutica, y que le espetamos esta pregunta concreta: «¿Podemos morirnos de amor?»
—Eso no se pregunta a los médicos, sino a los enfermos—repuso el doctor.—Respondan ustedes, señoras, y ustedes también, caballeros.
Arduo por demás era el problema y, como no podía menos de esperarse, dividiéronse las opiniones. Los jóvenes, que creían tener sobrado tiempo para morir de desesperación, respondieron que sí; los viejos, cuya vida pendía ya de un ataque de gota o de un simple catarro, contestaron que no; las mujeres se limitaron a hacer un gesto de duda. Eran demasiado altivas para negar y sobrado sinceras para afirmar.
A todo esto empeñábanse todos en explicar sus votos respectivos; así, que no había manera de entenderse.
—¡Ea!—dijo el conde de M...—Yo voy a dilucidar la cuestión.
—¿Usted?
—Sí, señores, yo mismo.
—¿Cómo?
—Explicándoles a ustedes el amor que mata y el amor que no trunca la existencia.
—¿Así, pues, hay varios amores?—preguntó una mujer que era tal vez, de todas las presentes, la que menos debiera haber hecho tal pregunta.
—Sí, señora—respondió el conde.—Crea usted que costaría trabajo enumerarlos. Pero vamos al asunto. Aún no son las doce; de modo que disponemos de unas horas. Está cayendo una copiosa nevada; aquí nos calentamos ante un fuego magnífico, y ustedes forman un auditorio muy de mi gusto; conque, prepárense a oírme. ¡Augusto! Ordene usted que cierren bien las puertas y tráigame aquel manuscrito que usted sabe.
Obedeció el interpelado, que era el secretario del conde, joven amable y distinguido, del cual se susurraba que podía ser acreedor a un título más íntimo; y, a la verdad, el paternal cariño que el conde le mostraba parecía justificar esta creencia.
La palabra manuscrito originó un movimiento de impaciente curiosidad y todo el mundo se dispuso a escuchar con religiosa atención.
—Perdonen ustedes—dijo el conde.—No hay novela sin prólogo, y yo debo concluir el mío. Adelantándome a toda sospecha he de advertir en primer término que nunca inventé yo nada. Explicaré cómo ha venido a mis manos ese manuscrito. Hace año y medio fui nombrado albacea de un amigo mío, y al registrar y clasificar sus papeles me topé con unas Memorias. El, como médico que era, escribió en ellas una especie de autopsia... (No hay que asustarse, señoras; me refiero a una autopsia moral, a una de esas autopsias del corazón que a ustedes les gustan tanto.) Con esas Memorias encontré otro diario de distinta letra, unido a sus recuerdos del mismo modo que la biografía de Kressler anda confundida con las meditaciones del gato Muur. Yo conocía aquella letra: era la de un joven a quien había visto muchas veces en casa de mi amigo, por ser éste tutor del tal mancebo. Los dos manuscritos, que sueltos resultaban incomprensibles, completábanse mutuamente constituyendo una historia que me pareció muy... ¿cómo diré?... muy humana. Interesome mucho, a causa tal vez del escepticismo que me atribuyen... ¡Felices aquéllos a quienes se crea una reputación, sea cual fuere!... Decía, pues, que a causa del escepticismo que se me atribuye, casi nunca encuentro cosas que me interesen, y viendo que ese relato me había subyugado el corazón en absoluto... (perdone usted, doctor; yo bien sé que propiamente hablando, esa víscera nada tiene que ver en tales asuntos; pero por fuerza hay que valerse del lenguaje corriente para hacerse entender). Juzgué pues, que una historia que de tal modo me había cautivado tenía que embelesar también a mis contemporáneos. Y además, ¿a qué ocultarlo? no era la vanidad del todo ajena a mi propósito: ambicionaba el título de escritor aunque para alcanzarlo hubiese de perder mi fama de hombre de ingenio, como le sucedió a M... aquel consejero de Estado a quien todos ustedes conocen. Me puse a la tarea de ordenar ambos diarios y enumerar sus hojas colocándolas de modo que la narración fuese inteligible; borré después los nombres propios, que sustituí por otros muy diferentes, y puse todo el relato en tercera persona, acabando por encontrarme con dos tomos bastante voluminosos...
—Que usted no hizo imprimir porque aún viven los personajes de esa historia. ¿No es así?
—Ni por pienso. De los dos personajes principales, el uno murió ya hace año y medio, y el otro salió de París hace dos semanas; y yo les creo a ustedes sobrado atareados y olvidadizos para conocer a un muerto y a un ausente, por mucha semejanza que exista en los retratos. Dista mucho de ser ése el motivo que me ha impulsado a ocultar los nombres de ellos.
—¿Pues cuál es?
—¡Chitón! No se lo digan ustedes a Lamennais, ni a Béranger, ni a Alfredo de Vigny, ni a Soulié, ni a Balzac, ni a Deschamps, ni a Sainte-Beuve, ni a Dumas. Me han dicho que cuente con uno de los primeros sillones que queden vacantes en la Academia a condición de que siga sin escribir absolutamente nada. Así que esté nombrado, recobraré mi libertad de acción y haré de mi capa un sayo. Augusto—prosiguió el conde, dirigiéndose al joven, que acababa de entrar con el manuscrito,—siéntese usted y lea: le escuchamos.
Obedeció Augusto, tomando asiento en el acto, y cuando todos nos hubimos acomodado bien para ser, como suele decirse, todo oídos y no perder detalle del relato, el joven comenzó así su lectura:
Al dar las diez de la mañana de uno de los primeros días de mayo del año 1838, se abrió la puerta cochera de un pequeño palacio de la calle de los Maturinos para dar paso a un joven montado en magnífico corcel de pura raza inglesa. Tras él y a la debida distancia salió un criado vestido de negro y montado también en un caballo de pura sangre, pero visiblemente inferior al primero.
No había más que ver a aquel jinete para clasificarlo entre los que, sirviéndonos de una palabra de la época, llamaremos lechuguinos. Era un joven que aparentaba tener unos veinticuatro años, y vestía con estudiada sencillez, que revelaba en él esos hábitos aristocráticos que se adquieren desde la cuna y que no puede crear la educación en aquellos que no los posean ya de un modo natural.
Forzoso es reconocer que su fisonomía estaba en perfecta consonancia con su apostura y su traje, y que no era fácil el imaginar facciones más elegantes que las de su rostro orlado de negros cabellos y negras patillas que le servían de marco y al que prestaba un carácter altamente distinguido la mate y juvenil palidez que lo cubría. Cierto es que dicho joven, último representante de una de las más linajudas familias de la monarquía, llevaba uno de esos antiguos apellidos que van de día en día extinguiéndose, hasta el punto de que muy pronto no figurarán ya sino en la historia. Se llamaba Amaury de Leoville.
Si del examen externo, esto es, del aspecto físico, pasáramos al del ente moral, veríamos en su sereno semblante reflejado fielmente su espíritu. La sonrisa que de vez en cuando erraba por sus labios como si a ellos quisieran asomarse las impresiones de su alma, era la sonrisa del hombre feliz.
Vayamos en pos de ese hombre privilegiado que recibió de la suerte, con el don de una ilustre prosapia, los de la fortuna, la distinción, la belleza y la dicha, porque es el protagonista de nuestra historia.
Salió de su casa al trote corto, y a este paso llegó al bulevar: dejó atrás la Magdalena, y tomando por el arrabal de San Honorato entró en la calle de Angulema.
Allí acortó el paso mientras fijaba con persistencia su mirada, que hasta entonces había vagado al azar, en un punto de la calle.
Lo que tanto atraía su atención era un lindo palacio situado entre un florido patio y uno de los extensos jardines, ya muy raros en París, que los ve desaparecer poco a poco para ceder el puesto a esos gigantes de piedra sin aire, sin espacio y sin verdor, llamados casas, con notoria impropiedad. Frente al edificio se detuvo el caballo, como obedeciendo a la costumbre; pero el joven, tras de lanzar una intensa mirada a las ventanas, que aparecían cerradas o imposibilitaban toda investigación indiscreta, siguió su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza y consultando con frecuencia el reloj como queriendo asegurarse de que no era aún la hora en que debían serle abiertas las puertas de aquella hermosa mansión.
No le quedaba otro recurso que el de matar el tiempo de algún modo. Desmontó, pues, en casa de Lepage y se entretuvo en romper algunos muñecos, cuya suerte corrieron después varios huevos, sirviéndole por último, de blanco, hasta las moscas.
Como los ejercicios de destreza aguijonean el amor propio, el joven, aun sin otros espectadores que los criados, estuvo cerca de una hora consagrado a este deporte. Después volvió a montar a caballo, dirigiose al trote hacia el Bosque de Bolonia, y habiéndose tropezado con un amigo en la alameda de Madrid le habló de las últimas carreras y de las próximas a celebrarse en Chantilly, y así conversando transcurrió otra media hora.
Encontráronse en la puerta de San Jaime con un tercer paseante, el cual, recién llegado del Oriente, les relató de un modo tan interesante la vida que había llevado en el Cairo y en Constantinopla, que en tan amena conversación pasó una hora o quizá más. Entonces nuestro héroe ya manifestó impaciencia, y despidiéndose de sus amigos, se dirigió al galope a la esquina de la calle de Angulema que da a los Campos Elíseos.
Detúvose en aquel sitio, consultó el reloj, y viendo que señalaba la una, se apeó, dejó el caballo a cargo del criado, adelantose hacia la casa ante cuya fachada se había detenido tres horas, y llamó a la puerta.
Si Amaury hubiese abrigado algún temor, no habría dejado de parecerle bien extraño a quien hubiere observado la sonrisa con que le recibían todos los criados, desde el conserje que acudió a abrirle la verja hasta el ayuda de cámara que al pasar encontró en el vestíbulo, sonrisa reveladora de que lo consideraban como miembro de la familia que habitaba en el palacio.
Por eso al preguntar el joven si el señor de Avrigny estaba visible, le contestó el criado, como quien habla a una persona con la cual no rezan ciertas trabas impuestas por conveniencias sociales:
—No lo está, señor conde, pero en el saloncito encontrará usted a las señoras.
Y como se dispusiese a adelantarse para anunciarle, el joven le indicó que era cosa innecesaria. Amaury, a fuer de buen conocedor del terreno, llegó en seguida a la puerta del saloncito en cuestión, que precisamente estaba entreabierta, y antes de entrar permaneció un instante en el umbral como fascinado por el cuadro que se ofrecía ante su vista.
Dos lindas jóvenes, que contarían de unos diez y ocho a veinte años, bordaban en un mismo bastidor, casi enfrente la una de la otra mientras que una inglesa, situada junto a la ventana, las contemplaba con curiosidad cariñosa, olvidándose de reanudar la lectura del libro que tenía en la mano a la sazón.
Justo es reconocer que nunca el arte pictórico reprodujo un grupo más seductor que el que formaban, casi juntas, las cabezas de aquellas dos criaturas, tan diametralmente opuestas en sus rasgos físicos y en su carácter, que no parecía sino que el propio Rafael las había unido para hacer un estudio de dos tipos graciosos en igual medida, aunque ofreciendo con su unión el contraste más vivo.
Era la una, en efecto, rubia y pálida con largos bucles a la inglesa, ojos de cielo y cuello de cisne; un tipo, en fin, que traía a la memoria a aquellas delicadas y vaporosas vírgenes osiánicas prestas a deslizarse sobre las nieblas que coronan las cimas de las áridas montañas escocesas o a esfumarse entre las brumas que invaden las llanuras británicas; una de esas visiones que tienen a un tiempo naturaleza de mujer y de hada, sólo vislumbradas por el genio de Shakspeare, que logró transportarlas del mundo de la fantasía al de la realidad; portentosas creaciones que nadie había alcanzado adivinar antes que él, que nadie ha repetido después, y a las que él puso los dulces nombres de Cordelia, Ofelia o Miranda.
Tenía la otra, en cambio, negros cabellos cuya doble trenza servía de orla al ovalado rostro; con sus ojos brillantes, sus labios purpurinos y sus vivos y resueltos ademanes, semejaba una de aquellas doncellas doradas por el sol del Mediodía, a las cuales reunía Bocaccio en la villa Palmieri para leerles los alegres cuentos de su Decamerón. Rebosaba su cuerpo vida y salud; chispeábale en la mirada el donaire cuando éste no brotaba de sus labios; su tristeza, si alguna vez la sentía, nunca llegaba a velarle por completo la expresión risueña que animaba habitualmente su rostro, y aun al través de su melancolía dejábase adivinar su sonrisa como se presiente el sol tras una nube de estío.
Así eran las dos jóvenes que, inclinadas sobre el mismo bastidor, hacían surgir sobre el lienzo un ramo de flores en el cual, fieles a su temperamento, ponía la una lirios y jacintos de suave blancura, mientras la otra lo adornaba con claveles y tulipanes que le prestaban animación con sus encendidos tonos.
Pasados unos instantes de muda contemplación, empujó Amaury la puerta, y penetró en la sala.
Al oír el ruido las dos jóvenes volvieron la cabeza, lanzando un grito como gacelas sorprendidas por el cazador, al tiempo que animó un fugitivo rubor las mejillas de la rubia y una suave palidez blanqueó ligeramente el rostro de la morena.
—Ya veo que he hecho mal en no dejar que me anunciasen—dijo el joven, adelantándose hacia la rubia, sin cuidarse de su amiga—pues te he asustado, Magdalena. Perdona mi ligereza: siempre me conceptúo hijo adoptivo del señor de Avrigny y procedo en esta casa como si todavía fuese uno de sus comensales.
—Haces muy bien, Amaury—respondió Magdalena.—Además, creo que aunque quisieras obrar de otro modo no sabrías, pues no se pierden así en pocas semanas las costumbres adquiridas en el transcurso de diez y ocho años. Pero, ¿no le dices nada a Antoñita?...
Amaury se apresuró a estrechar la mano a la morena, diciéndole sonriente:
—Perdóneme usted, querida Antoñita; ante todo tenía que presentar mis disculpas a la que había asustado mi torpeza: he oído el grito de Magdalena e instintivamente he corrido hacia ella.
Y volviéndose hacia el aya, añadió:
—Señora Braun, tengo el honor de saludarla.
Con cierta expresión de tristeza sonrió Antoñita al estrechar la mano del joven, pensando que también ella había gritado, sin que su voz llegase a los oídos de Amaury.
La institutriz no había visto nada, o mejor dicho, lo había visto todo, pero habíase detenido su mirada en la superficie de las cosas sin querer profundizar.
—No se excuse, conde—dijo;—antes bien, convendría que con frecuencia se hiciese lo que usted hizo, para curar a esa criatura de su impresionabilidad nerviosa. Debe eso consistir en su cavilosa imaginación. Creo yo que se ha construido para sí un mundo aparte en el cual busca refugio tan pronto como dejan de sujetarla al mundo material. No sé qué es lo que pasa en ese mundo; pero si esto continúa acabará de seguro por abandonar los dos, y entonces su existencia será el sueño y en sueño se convertirá su vida.
Magdalena clavó en el rostro del joven una amorosa mirada que parecía decirle:
—De sobras sabes tú en quién pienso cuando estoy tan abstraída: ¿verdad, Amaury?
Antonia, que sorprendió esta mirada se levantó, pareció quedar perpleja un instante y después, abandonando definitivamente su interrumpida labor, sentose al piano y se puso a ejecutar de memoria una fantasía de Thalberg.
Magdalena continuó bordando y Amaury ocupó un asiento a su lado.
El joven dijo a su amada en voz baja:
—¡Es un horrible tormento, Magdalena, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?
—No sé qué pensar, Amaury—respondió Magdalena.—Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.
—¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoñita que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.
—Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.
—También yo lo sé, Magdalena; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte ante personas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. No acierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejante tiranía.
Magdalena se levantó y dijo sonriente:
—Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoy pintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.
Antonia dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia repuso:
—Magdalena, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Magdalena, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.
Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Magdalena y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.
Siguióla Amaury con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Magdalena, exclamando con acento apasionado:
—¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Magdalena: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.
—¡Sí, Amaury, lo sé!—dijo la joven, exhalando un gozoso suspiro de esos que parecen aliviar un corazón oprimido.—Al verme así tan endeble, me parece que únicamente tu amor me da la vida. ¡Qué singular es lo que me pasa, Amaury! Viéndote a mi lado, respiro mejor y me siento más fuerte. Antes de tu llegada y después de tu partida noto que me falta el aire, y tus ausencias son demasiado prolongadas desde que no vives en nuestra compañía. ¿Cuándo voy a tener el derecho de no separarme de ti, que eres mi alma y mi existencia?
—Oyeme, Magdalena: ocurra lo que quiera, esta misma noche pienso escribir a tu padre.
—¿Y qué ha de ocurrir, sino que al fin se realizarán los sueños de toda nuestra vida? Desde que cumplimos tú veinte años y yo diez y ocho, ¿no venimos considerándonos destinados el uno al otro? Escribe a mi padre sin temor, que no habrá de resistir a nuestros ruegos.
—Bien quisiera yo participar de tu confianza, Magdalena... Pero por desdicha veo de algún tiempo a esta parte a tu padre muy cambiado para mí. Al cabo de haberme tratado durante quince años como si fuera su propio hijo, viene a mirarme ahora como si fuera un extraño. Después de haber vivido a tu lado como un hermano, hoy mi entrada te asusta y lanzas un grito al verme...
—Me arrancó el gozo ese grito, Amaury; jamás me sorprende tu presencia, puesto que siempre la aguardo; pero estoy tan débil y soy tan nerviosa, que todas las impresiones me causan un efecto extraordinario. Pero no te preocupes por eso; acostúmbrate a tratarme como a aquella pobre sensitiva que días pasados atormentábamos por puro entretenimiento, olvidándonos de que tiene vida como nosotros y de que tal vez le hacíamos mucho daño. Ten en cuenta que yo soy lo mismo que ella. Tu presencia me da el bienestar que sentía en mi niñez al sentarme en el regazo de mi madre. Cuando Dios me la quitó te puso junto a mí para que la reemplazaras. A ella debo mi primera existencia; a ti te soy deudora de la segunda. Ella hizo que brillase para mí la luz del mundo; tú, en cambio, me hiciste ver la del alma. Amaury, para que renazca eternamente tuya, mírame siempre: no apartes de mí tus ojos.
—¡Oh! ¡siempre, siempre!—exclamó Amaury cubriendo sus manos de besos ardientes y apasionados.—Magdalena: ¡te amo! ¡te amo con frenesí!
Mas al sentir estos besos la pobre niña levantose temblorosa y febril, y con la mano puesta sobre el corazón, exclamó:
—¡Oh! así, no. Tu voz apasionada me trastorna; tus labios me abrasan. Trátame con miramiento. Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta.
—Haré lo que tú quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío! Tus mejillas vuelven a tener su color natural; ya ha desaparecido de ellas el brillo extraño que me sorprendió cuando entré y la triste palidez que las cubría entonces. Ya te encuentras mejor, Magdalena; ya estás bien, hermana mía.
Magdalena se dejó caer en la butaca, inclinando el rostro, medio oculto por sus blondos cabellos, cuyos bucles acariciaban con leve roce la frente del mancebo.
Confundíanse sus alientos.
—Sí, Amaury, sí—dijo la joven.—Tú me haces ruborizar y palidecer a tu antojo. Eres para mí lo que el sol para las flores.
—¡Oh! ¡Qué placer! ¡Qué feliz soy al poder vivificarte así, con la mirada, al poder reanimarte con una palabra! ¡Te amo, Magdalena, te amo!
Reinó el silencio un momento, durante el cual parecía haberse concentrado toda el alma de Amaury en su mirada.
Oyose de pronto un leve ruido. Magdalena alzó la cabeza. Amaury se volvió y vieron al señor de Avrigny que les miraba de hito en hito con manifiesta severidad.
—¡Mi padre!—exclamó Magdalena echándose hacia atrás.
—¡Mi querido tutor!—dijo Amaury levantándose para saludarle y sin poder disimular su turbación.
El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con calma los guantes, dejó el sombrero sobre una butaca, y sólo entonces rompió el glacial silencio que tuvo un rato en tortura a nuestros dos jóvenes, para decir con acritud:
—¡Ya estás aquí otra vez, Amaury! ¡A fe mía que vas a hacer un gran diplomático si sigues estudiando la política en los tocadores y las necesidades y los intereses de tu país viendo bordar a las niñas! A ese paso no serás por mucho tiempo simple agregado; pronto te nombrarán primer secretario en Londres o en San Petersburgo, si así te engolfas en la ciencia de los Talleyrand y los Metternich haciendo compañía a una colegiala.
—Señor de Avrigny—contestó Amaury con acento en el cual vibraban a la vez el amor filial y el orgullo herido.—Quizás a sus ojos descuide yo algún tanto los estudios a que usted me ha destinado; pero puedo decirle que el ministro nunca ha observado en mí esa falta y que ayer mismo leyendo un trabajo que me había encomendado...
—¡Hola! ¿Conque el ministro te ha encomendado un trabajo?... ¿Y sobre qué, vamos a ver? ¿sobre la formación de un nuevo Jockey-club, sobre los principios del boxeo o de la esgrima, sobre las reglas del sport en general o del steeple-chase en particular? ¡En tal caso, ya me explico la satisfacción que muestras!
—Pero, querido tutor—repuso Amaury, sin poder reprimir una ligera, sonrisa,—habré de hacerle observar que todos esos conocimientos superfluos que usted me critica los debo a su cuidado casi paternal. Usted me ha dicho siempre que la esgrima y la equitación, unidas al conocimiento de algunos idiomas extranjeros, vienen a completar la educación de un noble en nuestra época.
—Así es, no lo niego, cuando esas cosas se tornan como una distracción a trabajos serios; pero no cuando se juzgan éstos como un pretexto para divertirse. Veo que eres el prototipo de los hombres de nuestro siglo, que creen poseer la ciencia infusa; que con pasarse una hora por la mañana en la Cámara, otra en la Sorbona por la tarde y otra en el teatro por la noche, se consideran capaces de eclipsar la gloria de Mirabeau, de Cuvier y de Geoffroy, juzgando todas las cosas desde la altura de su ingenio y dejando caer con desdén sus fallos de salón en la balanza donde se pesan los destinos de la humanidad... ¿Conque ayer te felicitó el ministro? ¡Enhorabuena! Vive de esas gloriosas esperanzas, descuenta esos pomposos elogios, y el día en que llegue la ocasión te traicionará la suerte. Porque a los veintitrés años, dirigido por un tutor bonachón, te ves doctor en derecho, bachiller en letras y agregado de embajada; porque asistes de uniforme a las fiestas palatinas; porque te han prometido la cruz de la Legión de honor, lo mismo que a otros muchos que aún no la tienen, crees ya haberlo hecho todo y que lo demás te lo ofrecerá la suerte. Tú razonas así:—Soy rico, y por lo tanto, tengo derecho a ser inútil; y con arreglo a tan luminoso raciocinio tu título de nobleza ha venido a parar en privilegio de holgazanería.
—¡Padre mío!—exclamó Magdalena, atemorizada por la irritación creciente del señor de Avrigny.—¿Qué es lo que dice usted? ¡Nunca le he visto tratar a Amaury de ese modo!
—¡Señor de Avrigny!—decía el joven, aturdido por las palabras de su antiguo tutor.
—¡Qué es eso!—repuso el padre de Magdalena con acento más tranquilo, pero más mordaz todavía.—Te ofenden mis reproches porque son justos, ¿no es cierto? Pues no tendrás más remedio que habituarte a ellos si sigues llevando esa vida ociosa, o renunciar a tratarte con un tutor regañón y descontentadizo. Tu emancipación es de fecha muy reciente. Las atribuciones que tu padre me legó sobre ti han dejado ya de existir para la ley, pero subsisten todavía moralmente, y debo advertirte que en esta época turbulenta en que las riquezas y las distinciones dependen de un capricho de la muchedumbre o de una revuelta popular, nadie puede contar sino consigo mismo y que a despecho de tu opulencia y de tu título de conde, un padre de familia de elevada alcurnia y de cuantioso caudal, obraría con acierto si te negara la mano de su hija, conceptuando como insuficientes garantías tus triunfos en las carreras y tus grados obtenidos en el Jockey-club como hombre diestro en deportes.
El señor de Avrigny se excitaba, más y más con sus propias palabras y paseábase por la estancia visiblemente agitado, sin mirar a su hija, que temblaba como la hoja en el árbol, ni a Amaury que le escuchaba de pie y frunciendo el entrecejo.
La mirada del joven, que a duras penas lograba reprimir su enojo, vagaba del señor de Avrigny, cuya irritación no atinaba a explicarse, a Magdalena, estupefacta, como él.
—¿Aún no has comprendido—prosiguió el doctor interrumpiendo sus paseos y parándose delante de ellos,—por qué te he rogado que no permanecieses por más tiempo con nosotros? Pues fue porque no le está bien a un joven rico y de ilustre prosapia consumir así el tiempo entre muchachas; porque lo que es natural a los doce años resulta ridículo a los veintitrés; porque, al fin y a la postre, mi hija puede salir perjudicada de esas visitas tan repetidas.
—¡Caballero! ¡caballero!—exclamó Amaury.—¡Tenga usted compasión de Magdalena! ¿No ve que la está matando?
Era verdad. Magdalena se había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida.
—¡Oh! ¡hija mía!—gritó Avrigny, demudándose como ella.—¡Ah! ¡Tú le das la muerte, Amaury!
Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo.
Amaury siguió al doctor.
—¡No entres!—dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta.
—Magdalena necesita asistencia.
—¿Acaso no soy médico?
—Perdone usted, caballero; yo pensaba... no quería irme sin saber...
—Gracias por tu cuidado. Pero tranquilízate: yo estoy aquí para asistirla. Puedes irte cuando quieras.
—¡Adiós! ¡Hasta la vista!
—¡Adiós!—repitió el doctor lanzándole una mirada glacial.
Después empujó la puerta, que volvió a cerrarse en seguida.
Amaury quedó como clavado en el sitio en que estaba, inmóvil y como aturdido.
De pronto se oyó la campanilla que llamaba a la doncella, y al propio tiempo entró Antoñita seguida de la señora Braun.
—¡Dios eterno!—exclamó Antoñita.—¿Qué le pasa, Amaury, que está usted tan pálido? ¿Y Magdalena? ¿en dónde está?
—¡En su cama! ¡muy enferma!—exclamó el joven.—Entre usted a verla, señora Braun, que la necesita.
La inglesa corrió a la estancia que Amaury le indicaba con la mano mientras que Antoñita le preguntaba:
—¿Y usted por qué no entra?
—Porque me han cerrado la puerta y me han echado de esta casa.
—¿Quién?
—¡El! ¡el padre de Magdalena!
Y tomando el sombrero y los guantes, Amaury huyó como un loco del palacio de Avrigny.
Cuando Amaury entró en su casa encontró a un amigo que le estaba aguardando. Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje.
Se llamaba Felipe Auvray.
Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar.
Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe.
—¡Gracias a Dios!—dijo éste al ver a Amaury.—Una hora hace que te aguardo. Ya lo habría dejado para mejor ocasión si no fuese porque tengo que pedirte un gran favor, contando con tu amistad.
—Ya sabes, Felipe—respondió Amaury,—que te considero como mi mejor amigo. Así, no habrás de enojarte por lo que ahora te diré. ¿Tienes que pagar una deuda de juego o batirte en duelo? Esas son las dos únicas cosas que no admiten demora. ¿Has de pagar hoy? ¿Has de batirte mañana? En cualquiera de esos casos dispón en el acto de mi bolsa y de mi persona.
—Nada hay de lo que imaginas—respondió Felipe.—Venía a hablarte de un asunto bastante más importante, pero no de tanta urgencia.
—Entonces debo decirte francamente que estoy en una situación de ánimo nada a propósito para prestar atención a tus palabras, no obstante el gran interés que me inspira todo cuanto te concierne.
—Siendo así, permíteme que te pregunte a mi vez si por mi parte puedo prestarte ayuda de algún modo.
—No es fácil, por desgracia. Lo más que puedes hacer es diferir por dos o tres días la confidencia que querías hacerme ahora. Necesito estar solo.
—¡Es posible que no seas feliz tú, Amaury, con un apellido ilustre y una fortuna que nada tiene que envidiar a las primeras de Francia! ¡Se puede ser desgraciado siendo conde de Leoville y poseyendo cien mil francos de renta! A fe mía que no lo creyera si no lo oyese de tu propia boca.
—¡Y sin embargo, así es, amigo mío! soy desgraciado, ¡muy desgraciado! y tengo para mí, que cuando a nuestros amigos les aqueja un infortunio estamos en el caso de dejarlos a solas con su aflicción. Si no comprendes esto, Felipe, será porque jamás te ha herido la desgracia.
—Puesto que me lo pides, lo haré, contra mis deseos.—¿Quieres estar solo? pues solo te dejo. ¡Adiós, Amaury! ¡adiós, amigo mío!
—¡Adiós!—respondió Amaury, dejándose caer en un sillón.
Y añadió:
—Di a mi ayuda de cámara que no quiero ver a nadie y que no permita que se me moleste sin que yo llame. No estoy para soportar la menor molestia ni deseo contemplar un rostro humano.
Auvray cumplió el encargo, y salió devanándose los sesos por atinar con la causa de aquella misantropía que de un modo tan brusco había hecho presa en el alma de su amigo.
Este, perplejo y malhumorado, evocaba entretanto sus recuerdos, pugnando por explicarse la razón del extremado rigor que el señor de Avrigny había usado con él.
Según ya hemos dicho, Amaury era un hombre que podía considerarse, en todos conceptos, nacido con buena estrella.
Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.
A mayor abundamiento, su fortuna, manejada con gran tacto por tutor tan cuidadoso, aumentó durante su menor edad en más de un tercio.
Pero el doctor no se había limitado a velar por el patrimonio de su pupilo, sino que había dirigido personalmente su educación como pudiera haberlo hecho tratándose de un hijo.
Resultó de ello que Amaury, criado junto a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano.
Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.
El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.
Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.
Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.
Así las cosas, acababan de cumplir, Magdalena veinte años y Amaury veintidós cuando cambió súbitamente el humor del doctor Avrigny que comenzó a mostrarse grave y severo desde entonces.
Al pronto se atribuyó este cambio de carácter a la circunstancia de haberse muerto una hermana a la cual quería acendradamente, y que le legaba, para que velase por ella, una hija de la edad de Magdalena, su mejor amiga, y su inseparable compañera de estudios y de recreos. Pero, con el transcurso del tiempo, el semblante del doctor fue acusando cada vez más severidad y llegose a notar que su mal humor solía desahogarse, deshaciéndose en reproches sobre Amaury. No pocas veces alcanzaba el chubasco a Magdalena, a aquella hija adorada, a la cual había prodigado a raudales un amor del que sólo parecía susceptible un corazón materno. Desde entonces se observó que la jovial y aturdida Antoñita era la predilecta del doctor y que ella y no Magdalena poseía el privilegio de decirle cuanto le venía en gana.
Delante de Amaury, no cesaba el doctor de encomiar las cualidades de Antoñita, dejando traslucir en más de una ocasión el agrado con que vería que Amaury renunciase a los planes que él mismo había trazado respecto a su pupilo y a Magdalena, para dedicarse a aquella sobrina que había prohijado, y en la cual parecía haber concentrado ya todo el afecto.
Para Amaury y Magdalena, a quienes la fuerza de la costumbre no les dejaba ver la verdadera causa de las rarezas del doctor, no obedecían éstas a otra causa, que a pasajeras contrariedades, y estaban muy lejos de advertir la pesadumbre real que motivaba aquella metamorfosis.
Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó:
—¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón? Hasta hoy, había creído que esos pasos coreográficos, sólo estaban reservados a los pastorcillos de la Opera; pero por lo visto andaba yo equivocado.
—¡Pero, papá!—osó decir Magdalena, que acababa de advertir que el doctor hablaba en serio.—Ayer aún...
—Una cosa era ayer, y otra es hoy—replicó con sequedad Avrigny.—Sujetarse de ese modo a lo pasado es renunciar a dirigir lo futuro. Para sentir tal afición a las costumbres de la infancia no valía la pena de haber abandonado las muñecas y juguetes. A aquel de los dos que no alcance a comprender que el tiempo transforma los deberes y conveniencias sociales, yo cuidaré de hacérselo bien presente.
—Permítame usted, querido tutor—repuso Amaury,—que le tache de ser demasiado severo con nosotros. Hoy se queja de nuestras niñerías, y yo recuerdo haberle oído decir muchas veces, que entre las plagas de nuestro siglo se contaba el afán de los niños por echarla ya de hombres.
—¿Lo dije así? Sería indudablemente por esos mozalbetes recién salidos del colegio, que la echan de políticos altruistas; por esos Richelieu de veinte años que alardean de misántropos; por esos poetas en capullo para quienes la desilusión es una décima musa. Pero tú, querido Amaury, ya que no por tu edad, por tu posición, debes pretender algo más serio. Y si en realidad no es así, aparéntalo siquiera. Pero he venido para hablarte de cosas graves. Retírate, Magdalena.
La joven salió, dirigiendo a su padre una mirada preñada de súplicas que en otro tiempo hubiera desarmado su enojo por completo. Indudablemente recordó el doctor por quién intercedían aquellos hermosos ojos, pues permaneció irritado e inmutable. Dio algunos paseos por el aposento sin pronunciar palabra, mientras que Amaury le seguía anhelosamente con la vista. Por último se paró ante su pupilo y, sin atenuar la expresión de severidad, manifiesta en su rostro, le dijo:
—Escúchame, Amaury. Quizás he tardado más de lo conveniente en decirte lo que vas a oír, y es que un joven de veintidós años, como tú, no puede vivir bajo un mismo techo que dos señoritas con las que no le une ningún vínculo de parentesco. Esta separación es para mí muy penosa. Difiriéndola por más tiempo, incurriría yo en una falta imperdonable. Ahórrate reflexiones que serían de todo punto inútiles y no se te ocurra hacer objeción alguna, pues mi resolución es inquebrantable.
—Pero, querido tutor—dijo Amaury con acento conmovido,—creía yo que la costumbre de verme a su lado y de llamarme hijo le había hecho ya considerarme como individuo de su familia, o por lo menos como digno de ingresar en ella. ¿Me habrá cabido la desgracia de ofenderle involuntariamente? ¿Me condena a alejarme de aquí por haberme retirado su estimación?
—Querido Amaury—repuso el doctor,—siempre he creído, que una vez ya arregladas contigo las cuentas de la tutela, quedábamos en paz.
—Pues se equivoca usted, señor de Avrigny—replicó Amaury,—porque al menos yo no creeré nunca haberle pagado. Ha sido usted para mí más que un tutor fiel un padre cariñoso y previsor; me ha educado, ha hecho de mí lo que soy, me ha inculcado los sentimientos más nobles y generosos; ha sido a la vez, tutor, padre, mentor, guía y amigo. Así, debo ante todo obedecerle con respeto, y en virtud de ello me retiro. Adiós, padre mío; confío en que algún día se acordará usted de su hijo.
Diciendo estas palabras, se acercó Amaury al doctor, tomole la mano casi a la fuerza, y después de besársela salió.
Al otro día hízose anunciar en casa de su tutor, como si hubiera sido un extraño, y esforzándose por aparecer sereno, participole con firmeza desmentida a las claras por sus húmedos ojos, que había alquilado un pequeño palacio en la calle de los Maturinos y que su visita era ya de despedida.
Magdalena, que presenciaba esta entrevista, dobló la cabeza, abatida por el paternal capricho, como lirio que troncha el cierzo helado, y cuando alzó la vista para mirar a Amaury, su padre la vio tan demudada que se estremeció de espanto.
Quizás comprendió el señor de Avrigny que su inexplicable rigor había de parecer odioso a su hija, pues deponiendo su actitud severa tendió la mano al joven, diciéndole:
—Amaury, no has interpretado bien mi pensamiento. Tu partida no reviste el carácter de un destierro. Aquí estarás siempre en tu casa y cuando vengas a vernos te recibiremos con los brazos abiertos.
Un destello de alegría brilló en los hermosos ojos de Magdalena y por sus descoloridos labios vagó una débil sonrisa al oír las palabras de su padre.
Pero Amaury, adivinando que el doctor hacía esta concesión exclusivamente a su hija, saludó con humildad a su tutor y besó la mano de Magdalena, revelando su semblante tan profunda tristeza que en esta acción el amor parecía ceder su puesto al pesar.
Sólo a partir de aquel día, sólo cuando se vieron separados, comprendieron ambos jóvenes cuánto se amaban y hasta qué punto la intensidad de su afecto hacía que el uno fuese indispensable a la existencia del otro.
Los vehementes deseos de volverse a ver después de separarse, la sensación de grata sorpresa al encontrarse de nuevo, las pueriles tristezas y las misteriosas alegrías, síntomas de esa enfermedad del alma que llaman amor, todo lo fueron sucesivamente experimentando los dos jóvenes, sin que ni una sola circunstancia escapara a la escrutadora mirada, del doctor, quien en más de una ocasión había parecido como que se arrepentía de haber sido condescendiente con Amaury, cuando ocurrió la escena que queda relatada.
El joven recordaba, uno por uno todos estos acontecimientos, y hacía mil conjeturas sin lograr hallar, por más que consultase su conciencia y sondeara su memoria, una explicación razonable de aquel cambio repentino.
Ocurriósele entonces la única idea que podía explicar de una manera plausible la conducta de su tutor, esto es, supuso que, como por considerar que su enlace con Magdalena, era ya asunto resuelto, no había hablado nunca de ello al doctor, éste podía haber creído que su pupilo, viniendo en su casa primero y frecuentándola después, abrigaba propósitos muy diferentes de los que al principio se había imaginado.
Creyó que esta informalidad había ofendido al señor de Avrigny, y se decidió a escribirle oficialmente pidiéndole la mano de Magdalena.
Tan pronto como se resolvió a hacerlo, puso manos a la obra, escribiendo esta epístola:
«Señor de Avrigny:
»He cumplido veintitrés años, me llamo Amaury de Leoville y llevo, por lo tanto, uno de los apellidos más antiguos de Francia, venerado en los consejos e ilustre en los ejércitos.
»A fuer de hijo único, heredé de mis padres una fortuna de tres millones de francos en bienes raíces, que me producen más de cien mil de renta.
»Enumero estas circunstancias, que son hijas del acaso y no debidas a mi propio mérito, considerando que con este patrimonio, con la nobleza de mi estirpe, y con la protección de los que me aman puedo escalar la cumbre de la carrera de la diplomacia, a la que me he consagrado.
»Caballero: tengo el honor de pedir a usted la mano de su hija, la señorita Magdalena de Avrigny.»
«Querido tutor:
»Terminada mi carta oficial al señor de Avrigny, carta descarnada y seca como todo formalismo, ¿permite usted a su hijo que le hable con el lenguaje de la gratitud y de los sentimientos que llenan su corazón?
»Amo a Magdalena y ella corresponde a mi afecto. Si hemos tardado tanto en hacerle a usted esta confesión, es porque nosotros no habíamos sondeado aún nuestras almas.
»Este amor ha ido tomando cuerpo tan lentamente y se ha revelado de un modo tan súbito, que nos sorprendió a los dos como un trueno que estallara en un día despejado. Me he educado junto a ella y bajo la vigilancia de usted, y cuando el novio sustituyó al hermano, no supo darse cuenta de este cambio.
»Se lo demostraré a usted.
»Me acuerdo aún de los juegos y las caricias de nuestra niñez, pasada en la hermosa quinta que usted posee en Ville d'Avray, ante los benévolos ojos de la señora Braun.
»Magdalena y yo aprendimos allí a tutearnos. Corríamos por las extensas alamedas en cuyo fondo se ocultaba el sol; saltábamos bajo los corpulentos castaños del parque en las hermosas noches de verano; dábamos deliciosos paseos por el agua y emprendíamos largas excursiones por el bosque.
»¡Oh! ¡Qué feliz tiempo aquél!
»¿Por qué nuestras existencias, confundidas en su aurora, han de separarse sin haber llegado siquiera a la mitad de su carrera?
»¿Por qué no he de ser para usted en realidad un hijo, como lo soy ya de nombre?
»¿Por qué no hemos de seguir Magdalena y yo haciendo la misma vida?
»Me parece todo ello tan natural, tan sencillo, que mi imaginación inventa mil obstáculos; pero ¿existen realmente, querido tutor?
»Quizás me juzga usted joven y frívolo en demasía; pero le llevo a ella dos años y la frivolidad no es elemento esencial de mi carácter.
»Hasta me atrevo a decirle que si soy frívolo no lo soy por naturaleza, sino porque usted me ha aconsejado que lo sea.
»Dispuesto estoy a renunciar a todos los placeres cuando usted lo quiera; bastará para ello una palabra suya o una indicación de Magdalena, pues la amo tanto cuanto a usted le respeto, y la haré dichosa, se lo aseguro.
»¡Sí! ¡muy dichosa! ¿Me considera usted muy joven? ¡Mejor! Así podré dedicar más tiempo a amarla. Mi vida entera le pertenece.
»Usted, que adora a su hija, sabe de sobra que cuando se ama a Magdalena es para siempre.
»¿Acaso sería posible dejar de amarla? Fuera insensato quien tal imaginara. Verla, contemplar su hermosura, y los inmensos tesoros de bondad y de fe, de amor y castidad, que encierra su alma equivale a quedar subyugado, confesando que no hay en el mundo mujer que se le iguale. Creo que ni en el Cielo hay un ángel que pueda serle comparado. ¡Oh, tutor, padre mio! La quiero con toda mi alma. Escribo con esta incoherencia porque expreso las ideas tal y como se me agolpan a la mente. De sobra comprenderá usted que este amor me enloquece.
«Confíemela, querido tutor. No nos separaremos de su lado para que pueda usted ser nuestro guía. Usted no nos abandonará; velará por nuestra dicha, y si algún día ve asomar a los ojos de Magdalena una lágrima, una sola lágrima de pena o de tristeza cuya causa sea yo, eche mano a una pistola y levántame la tapa de los sesos: lo tendré muy merecido.
»Pero no, no haya cuidado: Magdalena no tendrá por qué llorar.
»¿Quién sería capaz de hacer verter a ese ángel, a un ser tan bueno y delicado, a quien una palabra algo severa lastima, a quien un pensamiento celoso causaría la muerte? Sería una infamia, y ya me conoce usted, querido tutor, y sabe que no soy ningún infame.
»Su hija será feliz, padre mío. Ya ve que le llamo padre: ésa es otra costumbre que usted no querrá extirpar. Pero de algún tiempo a esta parte me mira y me habla con una severidad a la cual no me tenía acostumbrado, sin duda por mi tardanza en decirle lo que hoy le escribo, ¿no es verdad?
»Sí es así, me lisonjeo de haber hallado para justificarme un medio muy sencillo que me ha proporcionado usted mismo.
»Está enfadado conmigo porque cree que no le he sido franco, porque le he ocultado como un agravio este amor que no debía ni podía ofenderle. Lea usted en mi corazón y verá si hay que culparme.
»No ignora usted que por la noche escribo mis actos y pensamientos de todo el día, siguiendo una costumbre que me hizo usted adoptar desde la infancia y que usted mismo, atareado por tan graves ocupaciones, no ha descuidado jamás.
«Siempre que uno está así solo y frente a frente consigo mismo, se juzga con imparcialidad, y al día siguiente se conoce mejor. Esta meditación renovada cada día, este examen de la propia conducta, bastan para dar unidad a la vida y rectitud de proceder.
«Constantemente he seguido hasta hoy esta práctica que usted mismo me enseñó, y nunca he comprendido su utilidad mejor que ahora, ya que gracias a ella podrá usted leer en mi alma como en un libro exento de falsía, si no de toda reprensión.
»Vea usted en este espejo mi amor siempre presente aunque para mí invisible, pues a decir verdad no supe hasta qué punto amaba yo a Magdalena sino el día en que usted me separó de ella, en el momento en que comprendí que podía perderla, y cuando usted me conozca, como yo me conozco, entonces juzgará si soy digno aún de su aprecio.
»Ahora, padre mío, aunque confiando en esta prueba y en su afecto espero con angustia el fallo que va a dictar sobre mi suerte.
»En sus manos está mi destino. No lo rompa, se lo ruego como se lo ruego al Altísimo.
»¡Ah! ¿Cuándo podré saber si la sentencia pronunciada por usted es de muerte o es de vida? Una noche es a veces infinita y ocasiones hay en que una hora puede convertirse en un siglo.
»Adiós, querido tutor. ¡Haga el Cielo que el padre enternezca al juez! ¡Adiós!
»Perdone a la fiebre que me devora el desorden y la incoherencia de esta carta, que comienza con la frialdad de un documento comercial y que quiero terminar con un grito salido de lo más hondo de mi pecho y que debe hallar eco en el suyo.
»Amo a Magdalena, padre mío, y no podría vivir si usted o Dios me separase de ella.
»Su adicto y agradecido pupilo
»Amaury de Leoville.»
Después, Amaury tomó el diario en el cual apuntaba día por día los pensamientos, las sensaciones y los hechos más notables de su vida, encerró en un sobre el manuscrito y la carta, y llamando al criado le hizo llevar el paquete a su destino, mientras él quedaba con el corazón agitado por la ansiedad y la incertidumbre.
Cuando Amaury cerraba la carta que queda transcrita, el señor de Avrigny salía de la estancia de su hija para encerrarse en su despacho.
El doctor estaba pálido y tembloroso y en su semblante notábanse las huellas de un profundo pesar. Se acercó en silencio a una mesa atestada de papeles y libros, inclinó la cabeza, que ocultó entre las manos, lanzó un hondo suspiro y permaneció largo rato sumido en profundas reflexiones.
Abandonó su asiento, dio unos paseos por la habitación presa de viva inquietud, se detuvo ante una papelera, sacó del bolsillo una llavecita, y tras una corta vacilación abrió con ella un mueble y extrajo de él un cuaderno.
Aquel cuaderno era el diario del doctor. En él escribía el señor de Avrigny todo cuanto le pasaba cotidianamente, lo mismo que hacía Amaury en el suyo.
El doctor permaneció un momento en pie, leyendo las últimas líneas que había escrito el día anterior. Luego, como quien acaba de tomar una resolución penosa, sentose, tomó la pluma y escribió lo que sigue:
«Viernes, 12 de mayo, a las cinco de la tarde.
»Gracias al Cielo, está mejor Magdalena. Ahora reposa.
»He hecho cerrar todos los postigos de su aposento, y a la débil luz de la lamparilla he visto cómo su tez recobraba poco a poco el color de la vida y su respiración, ya tranquila, levantaba su pecho a intervalos iguales. Entonces he besado su frente, húmeda y enardecida, y he salido de puntillas, procurando no hacer ruido.
»A su lado quedan Antonia y la señora Braun. Estoy, pues, aquí a solas con mi conciencia para juzgarme y condenarme yo mismo.
»Reconozco que he sido injusto y cruel; he herido sin compasión dos corazones puros, generosos y que me aman. He causado un desmayo de pena a mi hija, criatura tan delicada que basta un soplo para hacerla caer al suelo.
»He vuelto a despedir de mi casa a mi pupilo, al hijo de mi mejor amigo, a Amaury, excelente muchacho que de seguro se empeña todavía en disculpar mi crueldad. Y todo, ¿por qué razón?
»¿Qué es lo que motiva esta injusticia y esta perversidad? ¿Qué causa reconoce tan inútil barbarie con unos seres a quienes yo quiero tanto?
»Todo es porque estoy celoso.
»Habrá quien no me comprenda; pero no sucederá así con los padres. Tengo celos de mi hija, de su amor a otro, de lo porvenir, del destino de su vida.
»Hay que confesarlo, por triste que sea. Aun los que se juzgan más buenos (y todos creemos contarnos entre ellos) tienen en su alma execrables misterios y vergonzosas reservas. Los conozco como Pascal.
»En el ejercicio de mi profesión he sondeado muchos corazones y he penetrado muchas conciencias en el lecho del dolor; pero explicarse con la conciencia propia es tarea algo más ardua.
»Al reflexionar como ahora lo hago en mi estudio, lejos de mi hija y dueño de toda, mi serenidad, me prometo vencerme y curarme de este mal. Pero luego sorprendo una mirada amorosa que Magdalena dirige a Amaury, comprendo que ocupo sólo un lugar secundario en el corazón de mi hija, que posee el mío por entero, y el egoísta sentimiento paternal triunfa, me ciego, y en mi irritación llego a perder la cabeza.
»Y, bien mirado, el caso es muy natural. El tiene veintitrés años y ella poco más de veinte: son jóvenes y hermosos, y el amor inflama sus corazones.
»Antes, cuando Magdalena era niña, pensé mil veces con gusto en esta unión, y hoy tengo que preguntarme si mis actos son razonables y dignos de un hombre que en el mundo de la ciencia ocupa un lugar tan envidiable.
»Sí, me reputan de lumbrera científica, porque he penetrado un poco más que otros de mis compañeros en los misterios del organismo humano; porque cuando tomo el pulso del enfermo suelo adivinar el mal que padece; porque he tenido en ocasiones la suerte de curar ciertas dolencias que otros más ignorantes que yo tenían por incurables.
»Pero encomiéndeseme la curación de la más leve enfermedad moral y se estrellará mi orgullo en el escollo de la impotencia.
»¡Ah! ¡Es que hay otros males que no alcanza a curar la ciencia humana! Así perdí a la única mujer que ha sido dueña de mi cariño, a la madre de Magdalena.
»¡Oh, Avrigny! Tu esposa, joven, bella, a la cual amabas con locura y por la cual eras correspondido, abandona este mundo y vuela al Cielo, dejándote como único consuelo, como esperanza suprema un ángel, imagen suya que semeja su alma rejuvenecida y un resurgimiento de su hermosura y entonces te aferras a ese gozo postrero como un náufrago a los restos del navío, y besas esas manecitas que te ligan a la vida y te hacen más amable la existencia.
»Juzgabas tú que tu dicha se había ya disipado; pero viene otra a sustituirla; aún puedes recobrarla gozando de la felicidad que vas a dar. Al ocurrirte tan consoladora idea te consagras con alma y vida a las de tu tierna hija. Cuando la ves respirar te parece que respiras tú mismo.
»Tu triste vida se anima con su presencia y se cubre de flores a su paso este mundo que sin ella habría sido para ti un desolado desierto.
»Desde que la recibiste de los brazos de su madre moribunda no la has perdido de vista ni un momento; tu mirada la ha seguido siempre; de día mientras jugaba, de noche mientras dormía, a cada instante has interrogado su aliento y su pulso, alarmándote cada vez que cubría su rostro una súbita palidez o un repentino rubor. Su fiebre ha inflamado tus arterias, su tos te ha desgarrado el pecho; has gritado cien veces a la muerte, a ese espectro que siempre anda en torno nuestro, invisible para todos, menos para nosotros los míseros privilegiados de la ciencia; has gritado cien veces a ese espectro, que tocando tu flor puede troncharla y con su soplo puede matar tu resurrección y tu dicha:
»¡Arrástrame contigo, pero déjala vivir!
»Y ha huido la muerte, no por acceder a tus ruegos, sino por no haber sonado aún la hora, y a medida que iba alejándose te has sentido renacer, lo mismo que al acercarse te sentiste morir.
»Mas no es suficiente que tu hija haya recobrado la vida; hay que criarla y educarla para la sociedad.
»Posee una hermosura, ideal; pero hay que realzar con la gracia su belleza.
»Tiene un corazón hermoso; pero hay que enseñarle cómo se ha de hacer para practicar el bien.
»Su imaginación es viva; pero hay que enseñarle de qué modo se debe usar el ingenio.
»Constantemente te dedicas a construir ese pensamiento, a formar ese corazón, a esculpir esa alma. ¡Cómo te asombras luego de tu propia creación y qué natural te parece que sea el pasmo de la sociedad entera!
»Quizá los demás la juzgan vacilante; pero para ti anda con paso seguro.
»No balbucea, que ya habla.
»No deletrea, que lee.
»Te empequeñeces para ser de su estatura y te admiras de encontrar en los cuentos de Perrault más interés que en la Iliada.
»Un hombre ilustre, sabio, poeta o estadista, te hablará quizá en tu jardín de los abstrusos problemas de la ciencia, de las concepciones poéticas más sublimes, de los cálculos políticos más ingeniosos. Le parece que estás pendiente de sus palabras porque inclinas la cabeza con ademán pensativo...
»¡Pobre estadista! ¡pobre poeta! ¡pobre sabio!
»Estás a cien leguas de lo que te está diciendo, sin atender a otra cosa que a la hija adorada que juega junto a ese maldito estanque en el cual podría caer corriendo y sin pensar más que en el fresco de la noche que pueda helarla, porque recuerdas que su madre, a los veintidós años, sucumbió víctima de una de esas enfermedades que siegan en flor la vida.
»No obstante, tu Magdalena ha crecido, su espíritu se ilustra, su imaginación se ensancha y te entiende cuando le hablas de los poetas, de los campos, de Dios Todopoderoso. Empieza a quererle de otro modo que por el solo instinto, y empieza a oírse a su paso un lisonjero rumor de alabanzas que su hermosura y gentileza arrancan a quien le ve.
»Opinan todos que es la más encantadora; mas, para que nada le falte, es preciso que también disponga de riquezas. Para ti nada necesitas; pero para ella todo es mezquino según lo que merece.
»¡Conque, manos a la obra! Conviértete por ella en ambicioso y avaro, créale una aureola con tu gloria y un tesoro con tus sudores; las rentas del Estado están sujetas a fluctuaciones que pueden ser causa de depreciación de su valor; cómprale esa hermosa granja; con dos años de trabajo puedes proporcionársela.
»Y no ya la riqueza, sino hasta el lujo, es preciso procurarle.
»Esos lindos piececitos que apenas pueden llevarla, están pidiéndote un coche. Es cuestión de un mes de economía; no es, pues, cosa de oponer ningún reparo.
»Cuando sientas fatigado tu cuerpo, dile que te mire; cuando sientas cansado tu espíritu, haz que te sonría.
»Ya tiene granja y coche; ahora le faltan joyas.
»¿Qué padre hay que repare en la fatiga del cuerpo y del alma para lograr que su hija se atavíe con riqueza? Cada arruga de tu frente tiene el valor de una perla, cada una de tus canas puede comprarle un rubí; si agregas algunas gotas de tu sangre completarás su aderezo. Merced al sacrificio de unos años de tu vida tu hija estará deslumbradora como una reina, y será un modelo de belleza y distinción.
»A la postre todos estos esfuerzos, todos estos cuidados, todos estos trabajos son otros tantos goces, y en plazo no lejano obtendrá la recompensa. Pronto la niña será mujer. ¡Cuál no será tu alegría cuando veas que su entendimiento comprende todas tus ideas y su corazón todo tu amor!
»Entonces tendrás ya una amiga, una confidente, una compañera: más que todo eso, porque ningún sentimiento terrenal podrá mezclarse con ese amor mutuo que habrán de profesarse padre e hija. Su presencia será la de un ángel que por permisión divina habita en la tierra.
»Ten aún un poco de paciencia y cosecharás lo que sembraste, y tus privaciones te valdrán cuantiosas riquezas, y tus pesares se convertirán en inefables alegrías.
»Mas he aquí que en un momento dado pasa un extraño, ve a tu hija, le desliza unas cuantas palabras al oído, y no bien las ha escuchado cuando le consagra un amor más intenso que el que te profesa a ti y te deja por él y entrega para siempre a ese extraño su vida, que es la tuya. Cúmplese así la ley de la Naturaleza; ésta mira siempre a lo futuro.
»¡Y, ay de ti, si profieres una queja! Estrecha con la sonrisa en los labios la mano de tu yerno, es decir, de ese ladrón de felicidad que viene a robarte tu dicha, si no quieres resignarte a que se diga de ti:
»He ahí a Sganarelle, que no permite que su hija Lucinda se case con Clitandro.
»Pues Molière ha escrito a propósito de esto una terrible comedia, intitulada el amor médico, en la cual como en todas sus producciones, la jovialidad sólo sirve de máscara para cubrir un rostro bañado en amargo llanto.
»Ya pueden ponderar hasta el colmo los amantes el martirio que les causan sus celos. ¿Qué supone la ira de un Otelo si se la compara con la desesperación de Brabantio y de la Sachette?
»¡Oh! ¡Los amantes! ¿Acaso vivieron veinte años de la vida del ser que ellos idolatran?
»¿Por ventura, después de crearlo una vez, lo perdieron para salvarlo otras veinte?
»¿Acaso es para ellos su sangre y su alma, como para nosotros los padres lo es nuestra hija? ¡Nuestra hija! Esas dos palabras lo expresan todo.
»Cuando les traiciona por otro, exclaman a voz en grito que aquello es un crimen; pero cuando antes nos hizo traición por ellos les pareció la cosa más natural.
»Y aún me dejo por decir lo más terrible, lo más doloroso; y es que nuestro abandono y nuestra pena no tienen ya lenitivo, mientras que los amantes si pierden su amor conservan la posesión de lo presente y esperan en lo futuro.
»Nosotros los padres damos nuestro adiós de una vez a lo venidero, a lo actual y a lo pasado.
»A los amantes les acompaña la juventud, en tanto que a los padres nos acecha la vejez.
»Lo que para ellos es su primera pasión para nosotros es nuestro último sentimiento.
»Cuando a un marido le engañan, cuando a un amante le venden, encuentra a su placer mil queridas, y sucesivos amores llegan a hacerle olvidar el primero.
»Mas ¡ay! un padre ¿podrá encontrar otra hija?
»¡Que se atrevan ahora todos esos jóvenes paliduchos a comparar con el nuestro su infortunio!
»El amante asesina, cuando el padre se sacrifica; el amor del primero no es más que orgullo, mientras que el del segundo es todo abnegación; ellos aman a sus esposas y a sus queridas en beneficio propio, con un cariño egoísta; nosotros queremos a nuestras hijas pensando únicamente en labrar su felicidad.
»Hagamos, pues, el último sacrificio, el más cruento de todos, aunque nos cueste la vida. Ni la menor sombra de egoísmo debe manchar lo más desinteresado, misericordioso y divino que posee el alma humana: el amor de padre.
»Consagrémonos ahora más que nunca a esa hija que se aleja de nosotros; mostrémosle tanto o más cariño cuanto más indiferencia y frialdad veamos en ella; queramos al que ella quiere, entreguémosla al que viene a robárnosla.
»¿Qué vale nuestra pena, si a costa de ella podemos darle la dicha?
»¿No lo hace así el propio Dios de cuyo amor inmenso participan también los que no le aman, Dios que no es otra cosa que un gran corazón paternal?
»Queda así, pues, decidido: dentro de tres meses Magdalena será la esposa de Amaury, a no ser que...
»¡Oh! ¡Dios mío! no me atrevo a proseguir...»
Así era en efecto. La pluma se le cayó de la mano, lanzó un profundo suspiro o inclinó la cabeza, presa de profundo abatimiento.
Se abrió en esto la puerta del despacho para dar paso a una joven que se aproximó de puntillas al doctor y después de contemplarle un instante con melancólica expresión a la que no parecía habituado su semblante risueño, le dio en la espalda una palmada cariñosa.
El doctor se estremeció y levantó la cabeza.
—¡Cómo! ¡Antoñita! ¿eres tú?—exclamó.—¡Bien venida seas, hija mía!
—No sé si dirá usted eso mismo dentro de muy poco rato, tío.
—¿No? ¿por qué no he de decirlo?
—Porque vengo a reñirle.
—¿Reñirme, tú?
—Sí, yo misma.
—¡A ver! Explícate; dime por qué.
—Querido tío, lo que tengo que decirle es cosa muy seria.
—¿De veras?
—Mire usted si lo será, que casi no me atrevo...
—En verdad, tiene que ser algo muy serio para que te dé tanto reparo a ti, querida sobrina. Pero veamos, ¿de qué se trata?
—De cosas que no son propias ni de mi edad, ni de mi posición.
—Vamos, habla de una vez, tontuela. Ya sé yo que tu jovialidad encubre una inteligencia sesuda y grave y que tras de tu frivolidad aparente escóndese un carácter más prudente y razonable que el nuestro. Habla, pues, sin recelo, máxime si, como supongo, vienes a hablarme de mi hija...
—Sí, tío, precisamente vengo a hablarle a usted de Magdalena.
—¿Y qué tienes que decirme?
—Tengo que decirle, tío, mejor dicho, debo decirle a usted... perdóneme si soy tan atrevida, pero debo decirle que quiere demasiado a mi prima y acabará por matarla...
—¡Yo! ¡Matarla, yo! ¿Qué es lo que estás diciendo?
—Digo, tío, que su lirio, como usted la llama, es cosa muy frágil, muy delicada, y que combatido por dos amores a la vez no resistirá, sino que habrá de quebrarse.
—No te entiendo, Antoñita, si no te explicas mejor.
—Sí que me entiende usted, tío—dijo la joven rodeando con sus brazos el cuello de Avrigny.—¡Ya lo creo que me entiende!... Tan bien como yo le he comprendido.
—¿Pero estás loca, chiquilla?—exclamó el doctor, aterrado.—¿Que tú me has comprendido, dices?
—Sí, señor.
—¡No puede ser!
—Tío—dijo la joven sonriendo tan melancólicamente que no se comprendía cómo podían sonreír así aquellos labios tan sonrosados—tío, no hay corazón impenetrable para los ojos de los que aman; yo que le quiero a usted he alcanzado a leer en el suyo.
—¿Y qué has visto en él?
Antonia miró a su tío e hizo un gesto de vacilación.
—¡Vamos! ¡habla!—ordenó el doctor.—¡No me martirices más con tus reticencias!
Antonia, acercando sus labios al oído de Avrigny le dijo en voz muy baja:
—Está usted celoso, tío.
—¿Yo?—exclamó el doctor.
—Sí—afirmó la joven—y esos celos llegan a hacerle obrar mal.
—¡Dios de bondad!—exclamó el doctor inclinando la cabeza con profundo abatimiento.—Yo creía que sólo Tú, con tu omnisciencia infinita, conocías mi secreto.
—¿Acaso hay en ello algo que pueda causar horror? Los celos constituyen una pasión execrable, pero que no es tan difícil de vencer, después de todo. Yo también he tenido celos de Amaury.
—¿Tú? ¿Celos de Amaury, dices?
—Sí—repuso Antoñita bajando a su vez la frente;—los tenía porque él venía a robarme a mi hermana y porque cuando vivía con nosotros mi prima sólo tenía ojos para él y ni siquiera se acordaba de que yo estaba con ellos.
—¿Así, pues, has sentido tú lo mismo que siento yo?
—Poco más o menos, sí; pero gracias a Dios yo he logrado dominarme, puesto que vengo a decirle: «Tío, los dos se aman con locura y es conveniente casarlos, porque separarlos sería la muerte de ambos.»
El doctor movió la cabeza tristemente y sin despegar sus labios mostró a Antoñita las últimas líneas que acababa de trazar. Su sobrina las leyó en voz alta, y dijo:
—Tranquilícese usted, tío; Magdalena no ha sufrido ni un solo acceso de tos.
—¡Dios mío!—exclamó Avrigny mirando a su sobrina con asombro manifiesto.—¡Todo lo adivina esta criatura! ¡Lo ha comprendido todo!
—Sí, tío, sí, he llegado a comprender toda la ternura que encierra su corazón. Mas reflexione que si Magdalena se ha de casar alguna vez, ¿no hemos de preferir todos que se case con Amaury? ¿Es que habremos de creer que su dicha constituirá nuestra desgracia? ¿Acaso hemos de echarle en cara su alegría? Dejemos que sean felices y no tratemos de oponernos insensatamente a su destino. No por eso irá usted a quedarse solo, porque tendrá en su compañía a su sobrina, a su Antoñita, que tanto le quiere, que a nadie ama más que a usted y que jamás se separará de su lado. No sabrá reemplazar a Magdalena, demasiado lo comprendo, pero sí será otra hija, aunque no tan rica ni tan hermosa, que no se enamorará como ella, pues aunque la pretendiesen y poseyera las dotes de Magdalena no habrá de querer a nadie, porque le consagrará toda su vida y le consolará... Así como usted será a su vez su consuelo.
—Pues Felipe Auvray, ese amigo de Amaury ¿no está enamorado de ti? Y tú ¿no le correspondes?
—¡Tío!... ¡Tío!...—exclamó Antoñita, como queriendo reconvenirle.
—Está bien, no hablemos de ello. Todo se hará como quieras, que en resumen es lo mismo que yo tenía en proyecto. Pero es necesario hacer que se explique Amaury, porque hemos podido equivocarnos... Si así fuera... Si no amase a Magdalena...
—No es posible equivocarse, tío, y usted está bien seguro de su amor... como también lo estoy yo.
Avrigny no replicó porque su convicción era la misma de su sobrina.
Se abrió de pronto la puerta del aposento y José, el ayuda de cámara del doctor, entró para anunciarle que el criado del conde Amaury de Leoville traía para él una carta de parte de su amo.
Avrigny y su sobrina cambiaron una mirada de inteligencia, pues los dos supusieron en el acto cuál sería el contenido de la misiva de Amaury.
El doctor dijo al criado:
—Venga la carta y di a Germán que espere un momento y podrá llevarse la respuesta.
Pocos instantes después tenía Avrigny la carta entre sus manos sin atreverse a abrirla.
—¡Valor, tío!—díjole Antoñita para darle ánimo.
Obedeció maquinalmente el doctor, abrió la carta y después de leerla de un tirón alargóla a su sobrina que con un gracioso ademán la rechazó y le dijo:
—¿Para qué, tío? ¡Si ya me imagino lo que dice!
—Tienes razón—asintió el padre de Magdalena, contestando a Antonia con las palabras de Hamlet a Polonio (Words, Words, Words):—¡Palabras, palabras, palabras!
—¿Sólo palabras ha visto usted en esa carta?—preguntó con viveza Antonia arrebatándosela y devorándola de una ojeada.
—Palabras solamente—replicó el doctor;—palabras con que esos artistas de la frase saben suplantarnos en el corazón de nuestras hijas que no tienen empacho en sacrificar a esa retórica huera el cariño que les profesamos.
—Tío—dijo con gravedad Antonia devolviéndole la carta;—créame usted: Amaury quiere a Magdalena con amor puro y sincero. Y yo, que he leído esta carta como usted, he visto algo más en ella y le respondo que la ha escrito con el corazón, no con el entendimiento.
—Entonces...
Antonia ofreció a su tío una pluma que él aceptó para escribir acto continuo:
«Querido Amaury: Ven a verme mañana. Te aguardaré a las once.
»Tu padre,
»Leopoldo de Avrigny.»
—¿Y por qué no le cita usted para esta misma noche?—preguntó Antoñita, que por encima del hombro de su tío leía lo que éste iba escribiendo.
—Porque serían muchas emociones juntas, para mi pobre hija. Ahora irás a decirle que le he escrito ya y que crees que vendrá mañana por la mañana.
Y haciendo entrar al ayuda de cámara de Leoville le entregó la respuesta.
Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emoción sufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un sopor profundo, era ya bien entrada la mañana.
Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.
Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plena florescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estancia embalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.
Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y sus perfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que le diesen su jazmín acostumbrado.
Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto.
La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era más hermosa y más rica que su prima.
Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar de correr en busca de sus flores paseábase lentamente en actitud meditabunda y casi triste.
Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la que se revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que había desaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos del edificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.
—¿Qué tienes, hija mía?—preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena.
—Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz—contestó la joven.—Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente... Que el aire matinal es demasiado frío... ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?
—No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tu constitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una flor de invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se las tiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué es lo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseer sus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No las acaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de los cristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y de la lluvia, que tronchan las demás flores.
—No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía... ¡Oh! Observe usted cómo abrasa.
Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.
—Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuando hagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frente te permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tu invernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o a Nápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacer lo que quieras.
—Pero... ¿vendrá él con nosotros?—preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.
—Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.
—¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?
—No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.
—Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.
—¿Quién habla de morir, hija, mía?—dijo el doctor acariciando sus manos.—No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.
—¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija.
Avrigny lanzó un suspiro.
—¡Ay!—murmuró.—Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia que imaginas, aún viviría tu madre, hija mía... Pero ¿quieres decirme en qué piensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diez y Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.
—Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentro de un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora me llamará, como siempre, perezosa!
—Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.
—Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama. Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.
—¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sin participármelo?
—No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que lo que me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es un malestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en paz algunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada... Te tengo a mi lado y pronto veré a Amaury... Soy feliz y me encuentro muy a gusto.
—Mira: ahí tienes a Amaury.
—¿En dónde está?
—En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado la hora—dijo sonriéndose el doctor;—yo le decía en mi carta que viniera a las once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a las diez.
—¡Que está con Antoñita en el jardín!—exclamó Magdalena incorporándose para mirar en aquella dirección.—Es cierto... ¡Papá, llama a Antoñita en seguida, por favor! Quiero vestirme y necesito su ayuda.
Avrigny se aproximó a la ventana y llamó a su sobrina.
Amaury, sorprendido, no queriendo que se notase en la casa su prematura llegada, se escondió rápidamente tras un grupo de árboles, creyendo que así no sería visto.
Poco después entró Antoñita en el dormitorio de Magdalena y el doctor se retiró mientras su hija se disponía a vestirse; y una hora más tarde Antoñita quedaba en el aposento en tanto que su prima y el doctor aguardaban a Amaury en el mismo saloncito donde ocurrió la escena de la víspera.
Un criado anunció al conde de Leoville y al entrar éste el doctor se adelantó a recibirle sonriente; Amaury le estrechó la mano con timidez y Avrigny, le condujo ante Magdalena, que le miraba asombrada.
—Hija mía—le dijo;—te presento a Amaury de Leoville, tu prometido. Amaury—añadió volviéndose hacia el joven,—he aquí a Magdalena de Avrigny, tu futura esposa.
Magdalena lanzó un grito de alegría y Amaury cayó de hinojos. Mas de pronto levantose porque acababa de ver que Magdalena vacilaba y estaba a punto de desplomarse.
El señor de Avrigny se apresuró a acercar una butaca en la que Magdalena se dejó caer más bien que se sentó, porque, en efecto, sentíase desfallecer por momentos. Tantas emociones trastornaban su espíritu aniquilando sus fuerzas, y para ella el gozo era casi tan peligroso como la pena.
Al volver a abrir los ojos vio a Amaury arrodillado junto a ella y a su padre estrechándola contra su pecho. Besaba el uno sus manos y el otro prodigábale cuidados, llamándola con los nombres más cariñosos. Su primer beso fue para su padre; su primera mirada fue para su prometido.
Los dos sintieron a un tiempo el torcedor de los celos.
—Querido Amaury—dijo el señor de Avrigny,—hoy eres mi prisionero y tenemos que pasar juntos el día haciendo proyectos, y forjando novelas... Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tu intimidad, a un padre tan déspota como yo.
—Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), su frialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi falta de franqueza con usted.
—Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso—repuso sonriéndose el doctor.—Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor. Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos, ¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable y desnaturalizado.
A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar la época, en que había de celebrarse la boda.
Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente a todo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo someterse a las razones que le expuso el padre de Magdalena.
Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía con razón:
—La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresas especialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de ello esgrimiendo el arma de la calumnia.
En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso para poder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.
Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquella formalidad.
En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y para dos meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.
De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegase los labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí se habló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban a su semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada en su rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a su padre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coquetería encantadora los honores de su gracia.
Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y con un ademán indicó a Amaury que le siguiese:
—Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te las entiendes conmigo—dijo a su hija al disponerse a salir.
—Gracias a usted, hoy entro en convalecencia, y ya considero que he recobrado la salud de un modo definitivo. ¡Qué bueno es usted, papá! Pero, dígame, ¿adonde se lleva a Amaury? ¿Por qué no se queda aquí?
—Porque ahora lo necesito. Lo siento mucho, pero es una ausencia necesaria. A la poesía del amor sigue la prosa del matrimonio. Mas no te apenes, por eso, hija mía, porque, si te dejamos un momento, lo hacemos para tratar de tu dicha.
Amaury se acercó a ella, y besando sus cabellos le dijo en voz muy baja:
—Te prometo volver en seguida.
El doctor había pensado que tenían que fijar las condiciones del contrato. Conocía él muy bien la fortuna de Amaury, casi doblada por su integérrima administración; pero el joven no tenía la menor idea de la cuantía de la de su suegro, que, dicho sea de paso, casi igualaba a la suya.
Avrigny, señaló la cantidad de un millón de francos como dote de su hija. Al saberlo Amaury, creyó atinar con la causa de aquella sistemática oposición que a su amor había hecho el padre de Magdalena; pensó que quizás esperaba proporcionarle a ésta un esposo, si no más rico que él, por lo menos en situación más brillante que la suya; que ocupase un puesto conquistado por sus méritos en lugar de una posición heredada de sus padres. Y como esta explicación era la más razonable, a ella se atuvo Leoville.
Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas. Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienen cerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante sí precipítanse en él sin reflexionar jamás.
Media hora escasa duró la conferencia entre Amaury y el doctor, pues viendo éste la impaciencia del joven, se compadeció de él, y fingiendo que no la advertía, dio por terminado el asunto, y dejó en libertad a su antiguo pupilo, que se apresuró a volver al salón, en busca de Magdalena.
Pero la joven estaba a la sazón en el jardín, adonde había bajado, dejando sola a Antoñita, y ante ésta, se encontró Amaury cuando entró en la vasta pieza.
Antonia hizo ademán de retirarse en el acto, pero comprendiendo que, si se marchaba de aquel modo, parecía rehuir la presencia de Leoville como si se sintiese pesarosa de su dicha, se detuvo y volviendo la cabeza le dijo, sonriendo de un modo encantador:
—¿Es usted feliz ya, Amaury?
—¡Mucho, Antoñita! Aunque me había dejado usted adivinar algo esta mañana, no podía yo sospechar en modo alguno la realidad. ¿Y usted?—agregó, acompañándola hasta su asiento. Dígame: ¿Cuándo podré felicitarla yo a usted?
—¿Felicitarme a mí? ¿De dónde saca usted que pueda ocurrir tal cosa? ¿Es posible que llegue nunca ese caso?
—Sí, Antoñita; casándose usted. Ni su linaje, ni su edad, ni su figura dan motivo para suponer ni por asomo que pueda usted quedarse para vestir imágenes.
—Pues oiga usted lo que voy a decirle ahora, en este momento cuya solemnidad dará suficiente valor a mis palabras para que queden por siempre grabadas en su memoria: No me casaré jamás.
Y al pronunciar Antoñita estas palabras era su acento tan grave y revelaba tal resolución, que Amaury quedó asombrado al oírla.
—¡Vaya! ¡vaya!—exclamó procurando tomar en broma la afirmación de Antoñita.—¡A otro perro con ese hueso! ¿Va usted a decirme eso a mí que conozco tanto al feliz mortal que habrá de hacerle mudar de intención?
—¡Oh! ¡Ya sé, ya, adónde quiere usted ir a parar!—repuso Antonia con melancólica sonrisa,—pero se equivoca usted Amaury; esa persona a que se refiere no ha puesto nunca en mí sus ojos ni ha pensado en mí para nada. No hay nadie que pretenda a una huérfana que carece de bienes de fortuna, y yo, si he de serle franca, tampoco amo a ningún hombre...
—Ahora es usted quien se engaña—replicó Amaury,—pues no puede usted ser pobre, siendo la sobrina, del doctor Avrigny, y la hermana de Magdalena. Cuenta usted, Antonia, con doscientos mil francos de dote, y en estos tiempos, ese capital, representa, muchas veces, el triple de la fortuna de las hijas de algunos pares de Francia.
—No ignoro yo que mi tío tiene un corazón muy noble, y no necesitaba esta prueba para convencerme de ello; pero por eso mismo no hay razón alguna para que yo pague con ingratitud sus beneficios. Mi tío quedará solo, y cuando esto ocurra no me separaré de su lado mientras él me lo permita. Después, mi destino futuro está en Dios.
Con tal convicción se expresaba Antoñita, que Amaury comprendió que por el momento, al menos, era inútil hacer ninguna objeción; así, que se limitó a estrecharle la mano en silencio, con ternura, porque amaba a Antoñita con cariño de hermano. Pero la joven retiró la mano con rapidez, y Amaury volvió la cabeza, sospechando que algún motivo debía tener para ello.
Entonces vio a Magdalena que estaba contemplándoles, tan pálida como la rosa blanca que acababa de cortar en el jardín, y que con infantil coquetería lucía en los cabellos.
Leoville corrió hacia ella y le preguntó en voz baja:
—¿Qué te pasa, Magdalena? ¿Estás indispuesta? ¿Qué tienes?
—No me pasa nada, Amaury—respondió la pobre niña.—Me encuentro bien: quien debe estar indispuesta es Antoñita; mira qué triste parece.
—Sí, está triste, precisamente yo le preguntaba ahora la causa de esa tristeza... ¿Sabes cuál es?... Dice que nunca se casará. ¿Será que está enamorada?
—Sí—respondió Magdalena de un modo singular;—creo que has acertado. Pero dejemos esto y acerquémonos a ella, pues nuestras conversaciones en voz baja, le causan gran pesadumbre.
Efectivamente, Antoñita parecía estar inquieta, como si fuese presa de una viva desazón. Aproximáronse a ella, mas no lograron que se sentase de nuevo. Dijo que tenía que escribir una carta, y se retiró a su cuarto.
Así que hubo salido del salón, respiró Magdalena con más libertad, y volvieron ella y Amaury a forjarse nuevos planes. Proyectaron largos viajes por Italia, y en medio de sus protestas de amor no menos nuevas por ser siempre repetidas, prometiéronse prolongar aquellos dulces coloquios durante toda su vida.
De este modo sorprendioles la noche cuando ellos imaginaban no haber pasado juntos sino muy pocos instantes.
De su arrobamiento vinieron a sacarles Antonia y el doctor que aparecieron cada uno por su lado y se acercaron a ellos sonriendo. Amaury estaba, de nuevo a los pies de su amada, pero esta vez Avrigny, lejos de irritarse como la víspera, le indicó que no se moviese y tras de contemplar un momento aquel hermoso grupo, les tendió sus manos, exclamando:
—¡Hijos míos!
Antoñita, por su parte, ya fuese debido a su fuerza de voluntad o a versatilidad de humor, estuvo como nunca, encantadora, haciendo gala de su jovialidad y de su gracia. Quizás un frío observador habría considerado algo febril aquella animación y algo aparente aquella franca alegría.
Los dos novios, absorbidos en sus propios sentimientos, no tenían tiempo para analizar los ajenos. Sólo de vez en cuando Magdalena hacía recordar a Amaury, tocándole en el codo, que estaban en presencia de su padre. Entonces la conversación se hacía general, no siendo ella la que menos ponía de, su parte en tal empeño; pero pronto triunfaba el sentimiento predominante, dando motivo al doctor para evaluar con amargura el sacrificio que había hecho al otorgarle la limosna de una caricia, de una mirada, o de una simple palabra.
No tuvo valor para ver cómo le escatimaba su amor filial y apenas dieron las nueve pretextó la fatiga de la víspera para retirarse a descansar dejando en su lugar a la señora Braun.
Pero antes de marcharse, al dar a su hija el beso de despedida, apoderose de una de sus manos y le tomó disimuladamente el pulso. Una ráfaga de indecible alegría, iluminó en el acto el contraído semblante del doctor. El pulso era normal; circulaba la sangre con regularidad perfecta; la arteria no denunciaba la más leve agitación y los hermosos ojos de Magdalena no brillaban ya con el fulgor de la fiebre, sino con el resplandor de la felicidad.
Volviose Avrigny hacia Amaury, y estrechándole en sus brazos le deslizó al oído estas palabras:
—¡Si tú pudieras salvarla!...
Y gozoso casi en igual medida que los novios se dirigió a su despacho para trasladar a su diario las impresiones de aquel día, uno de los más memorables de su vida.
No tardó en retirarse Antoñita, cuya desaparición no advirtieron ni Amaury ni Magdalena, y aun podría asegurarse que ambos la creían presente cuando al dar las once se les acercó la señora Braun, para recordar a Magdalena que su padre no permitía que se acostase más tarde.
Hubieron, pues, de separarse por fuerza, no sin hacerse las más tiernas promesas para el día siguiente.
Al volver Amaury a casa, se conceptuaba el más dichoso de los mortales. Había pasado un día de felicidad completa, de esos que hacen época en la existencia de un hombre; uno de esos días que no son oscurecidos por la más ligera nube, y en que todos los accidentes de la vida ordinaria confúndense de un modo armónico lo mismo que los detalles de un magnífico paisaje se confunden con el cielo.
Ni una leve ondulación había turbado la tranquila superficie del lago de aquel día, ni una sombra había venido a oscuraecer los perdurables recuerdos que debía dejar en su memoria.
Leoville entró en su casa, casi asustado de tanta dicha, tratando vanamente de adivinar de dónde podría venir la primera nube capaz de empañar el cielo radiante de su felicidad.
Para Amaury la velada que acabamos de describir, tuvo su continuación en los deliciosos sueños que ocuparon su imaginación aquella noche.
Así, por la mañana despertó en la mejor disposición de ánimo para recibir a su amigo Felipe, que no tardó en presentarse.
Cuando Germán entró anunciando su visita, recordó Amaury que dos días antes había estado Auvray a verle para pedirle un favor y que no encontrándose dispuesto a pensar en otra cosa que en los asuntos que a él le preocupaban, había diferido para otro día aquella conferencia.
Felipe volvía con la perseverancia que formaba parte de su carácter, a preguntar a Amaury si podía al fin oírle.
Leoville, que aquel día habría contribuido de buen grado a hacer dichoso a todo el mundo, ordenó que le hiciesen entrar en seguida y le recibió sonriente. Felipe, en cambio, entró muy serio y con aire grave y acompasado. Aún cuando era muy temprano, pues no habían dado las nueve, vestía de rigurosa etiqueta.
Permaneció de pie, hasta que el criado hubo salido, y luego con solemne ademán preguntó a su amigo:
—¿Vengo en mejor ocasión que anteayer? ¿Estás hoy dispuesto a concederme una audiencia?
—Amigo Felipe—contestó Amaury,—no me guardes rencor por esta pequeña dilación; harías muy mal en ello, pues ya pudiste advertir el otro día que no estaba yo para escuchar confidencias. Hoy sí que vienes en ocasión muy oportuna. Por lo tanto, siéntate y dime qué asunto es ese que hace que vengas tan serio, tan estirado y tan correcto.
Auvray sonrió con satisfacción, y luego haciendo un gesto teatral, como actor que se prepara para declamar un largo parlamento, dijo:
—Suplícote no olvides que soy abogado, lo cual quiere decir que debes escucharme con paciencia, sin interrumpirme ni replicar hasta el fin de mi discurso. Desde luego te prometo que éste no pasará de un cuarto de hora.
—Convenido—dijo riendo Amaury,—pero ten mucho cuidado, porque te escucharé reloj en mano. Mira: señala en este momento las nueve y diez minutos.
Felipe sacó también el suyo, comparó los dos cronómetros con cómica gravedad, que era habitual en él, y repuso:
—Tu reloj adelanta cinco minutos.
—O los atrasa el tuyo. Ya te he dicho muchas veces que me pareces tú aquel hombre de quien se dice que vino al mundo con un día de retraso, y en toda su vida no pudo ya recobrarlo.
—Ya lo sé. Sí; ésa es mi costumbre, hija de la maldita irresolución propia de mi carácter, que me hace titubear sin resolverme a hacer una cosa hasta que los demás ya la han hecho; de dónde resulta que en todos mis asuntos cualquiera me gana siempre por la mano. Pero en esta ocasión confío, Deo volente, en llegar con oportunidad al fin que me propongo.
—Pues si pierdes el tiempo perorando inútilmente no será nada extraño que haya quién lo aproveche y tú te quedes rezagado como siempre.
—Si así sucede la culpa será tuya, porque yo te he suplicado que no me interrumpas y no parece sino que te ha faltado tiempo para hacerlo.
—Está bien. Habla, pues; ya te escucho. Veamos qué es lo que tienes que contarme.
—Se trata de una historia que tú conoces tan bien como yo; pero debo forzosamente empezar por recordártela para llegar a mi objeto.
—¡A ver si vamos a representar ahora la escena de Augusto y Cinna! ¡Tendría gracia! ¿Te imaginas que conspiro?
—¡Vaya! Ya me has interrumpido dos veces, a pesar de haberme empeñado tu palabra. Después te quejarás de que mi discurso ha durado más de lo convenido, y te creerás con derecho para hacerme objeto de tus reproches.
—No temas, Felipe; me acordaré de que eres abogado.
—Ea, dejémonos de bromas y hablemos en serio porque el asunto es grave.
—¡Muy bien! Mírame—repuso Amaury, afirmando los codos sobre el lecho con seriedad afectada.—¿Qué te parece? ¿Estoy bien de este modo? Pues yo te juro que no haré ni un movimiento mientras tu hables... Conque, empieza cuando quieras.
—Escúchame, Amaury—dijo Felipe.—¿Te acuerdas del primer curso de leyes que estudiamos juntos? Salíamos de clase abarrotados de filosofía, sabios como Sócrates y sensatos como Aristóteles. El corazón de Hipólito habría envidiado al nuestro pues si nosotros amábamos a alguna Aricia, no era más que en sueños, y así en los exámenes hubo tres bolas blancas, símbolos de nuestra inocencia, que recompensaron nuestra aplicación y que colmaron de alegría a nuestra familia. De mí, yo sé decir que, emocionado por las alabanzas de mis profesores y las muestras de cariño de mis padres, había hecho ya nada menos que un propósito firme de morir envuelto en virginal vestidura, lo mismo que San Anselmo; pero no contaba con el diablo, con el mes de abril, y con mis diez y ocho años, que habían de dar al traste con mi buena intención. En suma, que muy pronto cayó por tierra mi plan al choque de una violenta contrariedad. Yo hasta entonces había visto siempre ante mis ventanas otras dos en las que de vez en cuando aparecía el rostro avinagrado de una vieja fea y gruñona, verdadero tipo de clásica dueña española que parecía vivir sin otra compañía que un perro tan asqueroso como ella; por lo menos nunca vi asomarse a las ventanas, exceptuando a la vieja, otro ser viviente que aquel animalito, el cual, cuando por casualidad su dueña abría la ventana, corría a poner las patas sobre el alféizar y me miraba con ojos curiosos al través de su pelaje ensortijado por el fango. El perro y la vieja me inspiraban horror, e indudablemente, el tener yo siempre cerrada herméticamente mi ventana para no verlos, fue la causa principal de que yo obtuviese al terminar el curso un resultado tan brillante en la carrera de los Cuyacios y los Delvincourt.
Pero ¡ay! un día, allá a principios de marzo, vi con júbilo una plancha en la cual había escritas estas consoladoras palabras:
cuarto y gabinete por alquilar para el mes de abril
Era indudable que iba a verme libre de la vecindad de aquella horrible vieja, y que por fin vendría un ser humano a sustituir a la espantosa bruja que durante dos años había afeado mi perspectiva con el espectro de Medusa.
Ya aguardaba yo impaciente la fecha del 1.º de abril cuando la víspera me escribió mi excelente tío, el mismo que me ha dejado veinte mil francos de renta, invitándome a pasar el día siguiente, que era festivo, en su quinta de Enghien.
Como yo no andaba muy al corriente de mis estudios, pasé en vela buena parte de la noche a fin de encontrarme el lunes al nivel de los demás compañeros, y ¡claro está! a la mañana siguiente en lugar de levantarme a las siete, lo hice a las ocho y en vez de partir a las ocho lo hice a las nueve, por lo que no me fue posible llegar a las diez, como debía, sino a las once bien dadas, cuando estaban ya acabando de almorzar. Ya supondrás que el retardo no me quitó el apetito. Me senté, pues, a la mesa, prometiendo a los demás comensales que pronto los alcanzaría; pero por más que hice y por bien que jugué mis mandíbulas, no logré impedir que todos concluyeran antes que yo, y como hacía un día espléndido y figuraba en el programa un paseo por el lago, me manifestaron que salían a dar una vuelta mientras yo terminaba de almorzar y concediéronme diez minutos, asegurándoles yo que aún me sobraría tiempo.
Pero quiso el diablo que me sirviesen el café hirviendo, y entre soplar, hacer gestos y tomarlo poco a poco, perdí muy cerca de una hora. Por si algo faltaba, para colmo de desdichas, había en la comitiva un matemático, uno de esos hombres que por lo ordenados guardan gran analogía con un cuadrante solar, que supeditan, todos sus actos a su reloj, tan fijo como el sol. Así que hubieron pasado los diez minutos que me fueron concedidos, consultó mi hombre su cronómetro y haciendo notar que yo no había cumplido mi palabra se dirigió a la orilla y dio comienzo el embarco.
A la sazón salía, yo de la casa, y al ver la jugarreta que iban a hacerme, eché a correr, llegando al embarcadero en el preciso momento en que la barca se apartaba de la orilla. Saludáronme las carcajadas de todos, esto picó mi amor propio, medí con la vista la distancia a que se hallaba la barca, y viendo que no me separaban de ella más de unos cuatro pies, salté y... ¡zas!... ¡dí con mi cuerpo en el lago!
—¡Pobre Felipe! Gracias a que sabes nadar como un pez, pues de otro modo...
—Esa circunstancia me valió—interrumpió Auvray.—Mas, como el agua estaba helada, volví a la orilla aterido y tiritando de frío, mientras que el matemático calculaba de seguro, cuántos milímetros me habían faltado para caer en el bote y evitarme el chapuzón. A consecuencia de aquel baño intempestivo, tomado en tan malas condiciones, pasé tres días en la quinta, con una fiebre muy alta. El mismo día en que el médico me declaró radicalmente curado, obligome mi tío a volver a París sin perder tiempo, pues mi ausencia podía perjudicarme para los exámenes, y entré en mi casa a las diez de aquella noche, no sin ir antes a llamar a tu puerta; pero o tú estabas fuera o te habías acostado. Por cierto que después he recordado esta circunstancia muchas veces.
—Pero, ¿querrás decirme adonde diablos vas a parar?
—Pronto lo verás. Prosigo. Me metí en la cama respetando tu ausencia, tu sueño o lo que fuere; dormí como un lirón, y por la mañana me despertó el piar de los gorriones, cosa que me produjo la ilusión de que estaba aún en el campo; así, que abrí los ojos creyendo ver el verdor, las flores y los pájaros y me quedé sorprendido cuando me encontré, con que desde mi cuarto vi todo eso. Aun vi más, porque al través de los vidrios y entre rosas y claveles contemplé a la modistilla más linda y más retrechera que puedas tú imaginarte, distribuyendo comida a varios pájaros de especie diferentes, que merced sin duda al dulce gobierno de su dueña, convivían en paz dentro de una misma jaula. Parecía un cuadro de Mieris. No ignoras tú que los cuadros me gustan con delirio: te explicarás, pues, perfectamente, que yo me estuviera allí más de una hora contemplando aquel que me parecía tanto más encantador cuanto que venía a destruir el efecto que durante dos años me había causado la odiosa visión de la vieja y el perro. Mientras yo estuve fuera, mi Fisifona se había largado, cediendo su puesto a la gentil griseta. Sin pasar de aquel día, decidí enamorarme con locura de mi encantadora vecina, y no desperdiciar la primera ocasión que se me ofreciera para declararle mi pasión.
—¡Ah! Ya te veo venir, amigo Felipe—dijo Amaury riendo;—pero ya creía yo que habías olvidado aquella aventura en la que tuve la desgracia de ser tu rival, llevándote dos días de delantera.
—Ni mucho menos, Amaury; antes bien, la recuerdo con todos sus detalles y como tú no conoces éstos, me permitirás que te los cuente para que sepas hasta dónde llegan tus culpas para con tu amigo Felipe.
—Pero, hombre, ¿habrás sido capaz de venir a provocarme a un duelo retrospectivo?
—¡Qué disparate! No vengo más que a pedirte un favor, y si te cuento esa historia es con el fin de que a la amistad inquebrantable que existe entre nosotros y que debe moverte a prestarme ayuda se sume el deseo de reparar ciertos agravios.
—Muy bien; pero volvamos a Florencia.
—¿Florencia se llamaba?—preguntó Felipe.—No lo sabía yo. Me gusta mucho ese nombre, casi tanto como me gustaba ella. Volvamos, pues, a Florencia. Te decía que tomé dos decisiones a un tiempo, cosa muy extraña en mí, que apenas sé tomar una. Verdad es que, si alguna vez lo hago, no hay nadie que persevere más en su propósito ni que siga su camino tan impertérritamente como yo... ¡Por vida de!... Se me figura que acabo de soltar un adverbio.
—Tienes perfecto derecho a hacerlo—repuso Amaury con gravedad.
—El primer propósito era el de enamorarme, como un loco, de mi hermosa vecina—continuó Felipe,—y como era el más factible, lo puse en práctica aquel mismo día. Consistía el segundo en declararle mi pasión a la primera oportunidad, y eso ya no era tan fácil; como que era necesario primeramente encontrar la ocasión y después atreverse a aprovecharla.
Tres días tuve que estar en constante espionaje; el primero, oculto detrás de mis cortinas, porque temía asustarla dejándome ver súbitamente; al otro día ya la contemplé pegado a los cristales, pero aun no me atreví a abrir mi ventana; al tercero ya la abrí, y observé gozoso que no la espantaba mi osadía.
Aquella misma tarde la vi echarse sobre los hombros un chal, y abrocharse las botas. Mi vecina iba a salir, y como eso precisamente era lo que esperaba ansioso, me preparé a seguirla adondequiera que fuese.
Auvray prosiguió:
—Mi plan ya estaba trazado. Tenía que armarme de valor para detenerla y ofrecerme a compañarla, declarándole por el camino mi pasión, y explicándole con fuego los estragos que en mi pobre corazón habían hecho en tres días su nariz arremangada y su graciosa sonrisa. Tomé, pues, el bastón, el sombrero y el gabán y en cuatro brincos me planté en la calle, sin que me fuera dable evitar, a pesar de mi presteza, que ella ya me llevase unos treinta pasos de delantera. Me lancé como una flecha en seguimiento suyo, y poco a poco logré acortar la distancia. En la esquina de la calle de San Jaime, llevaba yo ganados diez pasos; en la calle de Racine eran ya veinte, y después de atravesar un patio, emprendió la ascensión por una escalera, cuyos últimos escalones alcanzaban a verse desde la calle. Pasome por la mente la idea de aguardarla en el patio, pero la deseché pronto, considerando que el portero, que a la sazón estaba barriendo me preguntaría adónde iba y yo no sabría responderle ni siquiera explicarle a quién seguía, puesto que ignoraba el nombre de la joven. Hube, pues, de contentarme con esperar paseando por la acera de enfrente como pudiera hacerlo un centinela, y he de confesar que si alguna afición hubiera tenido yo a la guardia nacional la habría perdido entonces.
Así pasó una hora, y otra, y otra más, y mi griseta no se dejaba ver por parte alguna.
—¿Será que la habré espantado?—me pregunté.
A todo esto se acercaba ya la noche y yo, mísero de mí, no disponía del poder de Josué para detener el sol a mi placer. De repente, a la escasa luz del farol que alumbraba la escalera, alcancé a ver el vestido de mi fugitiva, pero ésta no iba sola, pues también vi la capa de un hombre que bajaba en su compañía.
—¿Será su amante? ¿Será su hermano?—pensé.
Muy bien podía ser lo primero, pero tampoco era descabellado suponer que fuera lo segundo, y recordando a la sazón la famosa máxima del sabio: «En la duda abstente», yo me abstuve. Los dos pasaron junto a mí sin verme, pues la oscuridad no podía ser más densa.
Aquel acontecimiento me hizo cambiar de plan. Así como así, en mi fuero intento, renegaba de mi pusilanimidad, temiendo que en el instante en que hubiera de dirigirle la palabra me abandonara el valor de que venía haciendo tan gran acopio, y, por lo tanto, juzgué que era mejor declararme por escrito.
Y así como lo pensé lo hice en seguida; apenas llegué a casa, sentome ante mi mesa, pluma en ristre. Pero trazar una epístola amorosa de la que dependía el juicio que yo iba a merecer a mi vecina y, por lo tanto, la mayor o menor rapidez con que yo debía captarme su voluntad, no era empresa muy fácil que digamos. Además, era la primera vez que yo me metía en tales aventuras. Así, me pasé hasta la madrugada trazando una serie de borradores que al releerlos luego me parecieron detestables. A la mañana siguiente hice unos cuantos más, y por fin adopté este último ensayo.
Y al decir esto Auvray, sacó su cartera y de ella un papel que desdobló y leyó en voz alta. He aquí lo que decía aquella carta:
«Señorita:
»Verla a usted es adorarla; yo la he visto y la adoro. Por las mañanas la veo distribuyendo el alimento a sus pájaros, demasiado dichosos, porque les da de comer una mano tan linda; la veo regar sus rosas, menos rosadas que sus mejillas, y sus claveles, que no tienen la fragancia de su aliento, y aquellos breves instantes bastan para llenar mis días de ilusiones y mis noches de ensueños.
»Señorita, usted no me conoce y yo ignoro también quién es usted, pero me basta vislumbrarla un segundo para juzgar que bajo tan seductora apariencia se oculta un alma llena de pasión y de ternura. Su espíritu no puede menos de ser tan poético como su hermosura y sus sueños son de fijo tan dulces como sus miradas. ¡Feliz aquél que pueda dar realidad a esas encantadoras ilusiones! ¡Triste de quien se atreva a destruir tan dulces quimeras!»
—¿Qué te parece? ¿Verdad que logré imitar perfectamente en ese borrador el estilo de la época?—preguntó Felipe con visible satisfacción de sí mismo.
—Lo mismo iba yo a decirte: pero he recordado a tiempo que no te debía, interrumpir—contestó Amaury.
Auvray continuó:
«Ya ve usted señorita, que la conozco. ¿Y a usted, jamás le ha dicho su instinto de mujer que muy cerca de usted, en la casa de enfrente, había un joven que poseyendo algunos bienes, vive solo y aislado y necesita un corazón amante y cariñoso que sepa comprenderle? ¿No ha adivinado usted que aquí había un hombre capaz de dar su sangre, su vida, y su alma al ángel que bajase del Cielo para llenar el vacío de su triste existencia, y cuyo amor no sería un capricho profano y ridículo, sino una adoración eterna? Señorita, si usted no me ha visto, ¿por qué no me habrá siquiera presentido?»
Volvió a detenerse Felipe para mirar a Amaury, como pidiéndole su opinión sobre este segundo período de la carta.
Leoville hizo un gesto de aquiescencia, y Auvray prosiguió:
«Perdone usted, señorita, si no he sabido resistir al ardiente deseo de declararle la volcánica pasión que su sola presencia me ha inspirado: perdone mi atrevimiento, pero no podía menos de revelarle este amor que de hoy más habrá de llenar mi vida. No le ofenda la ingenua sencillez de quien le profesa tanto amor como respeto y si quiere creer en la sinceridad de este pobre corazón que ya es suyo por entero, permítame que le manifieste de palabra toda la ternura y veneración que siento por usted.
»Por favor, señorita, déjeme ver de cerca a mi ídolo. No pido que me conteste, no me atrevo a exigir tanto; pero será suficiente una palabra, una seña, un ademán, la más leve indicación para que yo vuele a sus pies, y pase a su lado la existencia.
»Felipe Auvray.
»Calle de San Nicolás, 5.º piso. Hay una pata de liebre en el cordón de la campanilla.»
—¿Has comprendido, Amaury? No le pedía respuesta, porque no me juzgase muy osado; pero le daba las señas de mi habitación por si se compadecía de mí y me contestaba sin pedirle yo que lo hiciese.
—No era mala precaución—repuso Amaury.
—No, no era mala, pero en cambio era excusada, amigo Amaury. Concluida la apasionada epístola, no faltaba otra cosa que llevarla a su destino: pero, ¿cómo iba a hacerla llegar a manos de mi vecina?... ¿Valiéndome del correo? No conocía el nombre de mi deidad. ¿Comisionando al portero para que se la entregase mediante una propina de tres francos? Yo no fiaba mucho en ese medio porque había oído hablar muchas veces que hay porteros incorruptibles. ¿La enviaría por un demandadero? Este medio me resultaba prosaico y hasta un tanto peligroso, pues podía suceder perfectamente que encontrase allí al hermano, es decir, al individuo aquel que la acompañaba la noche en que la seguí, y que en medio de mi ilusión, creía yo que no podía ser más que su hermano. Costábame trabajo el resignarme a creer que fuese un amante.
Pensé contarte entonces mi aventura, pero me arrepentí en el acto porque se me ocurrió que tú, como más experto que yo en lides de amor, te burlarías de mis perplejidades. En suma, paralizado por ellas, tuve tres días la carta cerrada sobre mi mesa sin saber qué hacer con ella. Por fin, cuando ya anochecía el tercero y mientras yo entristecido por su ausencia, pues había salido aquella tarde, contemplaba su habitación desierta, vi desprenderse de sus rosales una hoja que empujada por el viento cayó revoloteando hasta la calle.
La manzana que a Newton le cayó en la nariz, fue para el sabio una revelación de la gravitación universal. Del mismo modo una hoja flotando a merced del viento, me reveló a mí el medio de correspondencia que debía emplear. Envolví con la carta el primer objeto pesado que hallé a mano, y lo tiré con habilidad a la habitación de mi vecina, hecho lo cual y asombrado de mí mismo por este rasgo de audacia, cerré prestamente la ventana y aguardé temblando por las consecuencias que podía tener el acto de osadía perpetrado, porque si mi vecina regresaba con su hermano, y éste leía la carta, quedaría muy comprometida la infeliz muchacha.
Oculto tras de las cortinas, y con el corazón lleno de angustia, esperé su vuelta. De pronto vi que entraba, y al advertir que no le acompañaba nadie, respiré con libertad. Ligera y juguetona como siempre, recorrió en todos sentidos su aposento sin tropezar con mi carta, hasta que por último quiso la casualidad que pusiera el pie encima. Entonces se inclinó para recogerla.
Yo estaba en ascuas. Latía mi corazón con violencia inusitada y comparábame con la Lauzun, Richelieu y Lovelace.
Como ya te he dicho antes, comenzaba a anochecer. Mi vecina se acercó a la ventana como queriendo averiguar de dónde podían haber arrojado la misiva, y luego se dispuso a leerla. Entonces creí llegada la ocasión de darme a ver, y a mi vez me asomé yo a mi ventana. Al oír el ruido que hice al abrirla, volviose mi vecina y paseó su mirada con cierto asombro no exento de curiosidad, de la carta a mi persona y de ésta a la carta.
Con elocuente mímica supe indicarle que era yo su autor, y cruzando las manos, le rogué que la leyera.
Quedó perpleja un instante, mas se decidió muy pronto.
—¿A qué?
—A leerla, hombre, a leerla.
Comenzó por abrir la carta con la punta de los dedos; me miró sonriendo, leyó unas cuantas líneas, volvió a sonreír, y por último, aumentando su jovialidad, prorrumpió en una franca carcajada que a mí me dejó desconcertada. Con todo, como acabó de leer la carta de cabo a rabo, ya iba yo recobrando una ligera esperanza, cuando súbitamente vi que la rasgaba. Estuve a punto de gritar, pero en seguida pensó que quizás tomaba tal precaución por miedo a que la carta cayese en manos de su hermano. Entonces juzgué que obraba bien y hasta aplaudí su idea por más que se me antojaba que era demasiado cruel el encarnizamiento con que se cebaba en mi desventurada epístola. Que la hubiese roto en cuatro pedazos, pase; en ocho, aún podía tolerarse; pero que la rasgase en y diez y seis, en treinta y dos, en sesenta y cuatro, que la redujese a imperceptibles trozos, era ya refinamiento, y convertirla en un puñado de átomos, era dar muestra de insigne perversidad.
Y es el casó que así lo hizo, y sólo cuando por ser ya los fragmentos muy pequeños le fue imposible hacer una nueva división, abrió la mano, y envolvió a los transeúntes en aquella nevada intempestiva; hecho esto volvió a reírse en mis barbas y cerró la ventana, mientras una importuna ráfaga de viento me traía un fragmento de mi carta y una muestra con él de mi elocuencia. ¿A qué no imaginas cuál era? ¡Pues nada menos que aquel que contenía la palabra ridículo!
Sentí que la furia me cegaba; pero, como al fin y a la postre ninguna culpa tenía ella de este último incidente, únicamente achacable al viento inoportuno, cerré también mi ventana con dignidad, y me puse a discurrir, buscando el medio de vencer aquella, resistencia desusada en la honorable corporación de las grisetas.
Los primeros planes que ideé se resintieron, como es natural, del estado de exaltación en que me encontraba yo; así, no se me ocurrieron más que feroces combinaciones y proyectos tan locos como salvajes, mientras pasaba revista en mi memoria a todas las catástrofes amorosas ocurridas en el mundo desde Otelo hasta Ansony.
Pero antes de adoptar ningún plan definitivo decidí acostarme con el fin de que el sueño amansase mi furor, teniendo por bueno aquel proverbio que dice que «la noche es buena consejera». Y así debe ser en efecto, porque al otro día me levanté completamente tranquilo; aquellos planes sanguinarios de la víspera, se habían trocado en resoluciones mucho más parlamentarias, y yo me resolví a aguardar la noche para llamar a su puerta, y una vez que me abriese arrojarme a sus pies, y repetirle verbalmente lo que ya le había dicho en mi carta. Si rechazaba mi amor, estando con ella a solas, siempre tenía el recurso de apelar a los medios más violentos. No podía ser este plan más atrevido; pero en cambio su autor lo era bien poco.
Dispuesto a ponerlo en práctica aquella noche, llegué valientemente hasta el pie de la escalera, pero de allí no pasé. A la noche siguiente, subí hasta el segundo piso; pero allí me detuvo mi falta de decisión. A la tercera llegué hasta el rellano de su propio piso, pero me quedé delante de su puerta, sin atreverme a llamar. Me pasaba a mí lo mismo que a Querubín: No me atrevía a atreverme.
Pero a la cuarta noche, juré acabar de una vez y no ser por más tiempo tan necio y tan cobarde. Entré en un café, tomé hasta seis tazas de este brebaje, y reanimado mi valor por aquellos tres francos de energía, subí sin retenerme los tres pisos, y con mano temblorosa y febril ademán, sin querer pensar en nada por miedo de arrepentirme, tiré del cordón de la campanilla, cuyo sonido me heló la sangre en las venas.
Diéronme entonces tentaciones de echar a correr, pero me quedé como clavado en el suelo, retenido allí por mi propio juramento. No tardé en oír pasos... Alguien abrió... Lancéme al interior de una habitación oscura como boca de lobo, abrí una puerta por cuyos intersticios se filtraba la luz y exclamé con acento de resolución suprema:
—¡Señorita!
Pero en el acto, me sentí asido por una mano varonil que me puso delante de mi hermosa vecina, y mientras ésta se levantaba de su asiento haciendo un mohín lleno de gracia, mi amigo Aumary, le dijo:
—Vida mía, tengo el gusto de presentarte a mi amigo, Felipe Auvray. Es vecino tuyo y hace tiempo que desea conocerte.
Ya conoces el resto de la aventura. Pasé allí diez minutos, sin lograr reponerme de mi aturdimiento, y abrumado al fin por el peso del ridículo balbuceé algunas excusas y me retiré acompañado por las carcajadas de Florencia que no pudo contener la hilaridad al ofrecerme su casa.
—¿Y a qué viene el recordar ahora tales cosas? A raíz de aquel suceso, me pusiste mala cara, y tardó bastante en pasársete el enfado; pero creí que ya me habías perdonado, en gracia a que tú mismo tuviste la culpa de lo que te pasó entonces.
—De sobra lo sé y nunca te guardé rencor por ello. Pero debes reconocer que esas cosas no sirven de gusto a nadie, y como tú, queriendo resarcirme en cierto modo de la amarga impresión que dejó en mi ánimo la desdichada aventura te opusiste a presentarme a tu tutor y contrajiste solemne compromiso de hacerme en adelante cuantos favores pudieses, he creído conveniente recordarte tu crimen para recordarte tu promesa, ya que hoy necesito que me ayudes.
—Habla, Felipe—dijo Amaury, pugnando por contener la risa.—Estoy arrepentido de mi culpa, tengo en cuenta el compromiso y aguardo la ocasión de expiar aquel pecado... involuntario.
—Bueno. Sabe, pues, que ha llegado el momento—dijo Felipe con gravedad.—Amaury: estoy enamorado.
—¡Diablo! ¿Lo dices en serio?
—Sí; y esta vez no es un amor pasajero, sino una afección honda y duradera que llenará mi vida.
Amaury se sonrió, pensando en Antoñita.
—¿Y de seguro quieres pedirme que te sirva de intérprete cerca de tu ídolo? ¡Desdichado! Me haces temblar... Pero prosigue. ¿Cómo te has enamorado? ¿y de quién?...
—Ya no se trata de una modistilla cuyo amor se busca por capricho, sino de una señorita de noble alcurnia a la que sólo puedo unirme en matrimonio. Mucho he titubeado en decírtelo a ti, que eres mi mejor amigo, pero al fin tenía que hacerlo y he creído llegado el momento oportuno. No poseo títulos de nobleza, pero tampoco soy de origen oscuro, pues pertenezco a una familia distinguida; hace poco heredé de mi buen tío veinte mil francos de renta y su quinta de Enghien, y estas circunstancias me animan a decirte a ti, que más que amigo eres para mí un hermano y además estás propicio a darme reparación de las pasadas ofensas: «Amaury, ¿quieres pedir en mi nombre a tu tutor la mano de su hija Magdalena?
—¡Cómo! ¿qué es lo que dices?—exclamó Amaury, con la estupefacción pintada en el semblante.
—Digo—respondió Felipe sin abandonar su aire solemne,—que suplico a mi amigo y hermano Amaury, recordándole sus compromisos, que pida para mí la mano de...
—¿De Magdalena?
—Si.
—¿De Magdalena de Avrigny?
—Sí; de la hija de tu tutor.
—Pero ¿no estabas enamorado de Antoñita?
—¿Yo? ¡Ca, hombre!
—Así, pues, ¿amas a Magdalena?
—¡Claro está! Por eso vengo a pedirte...
—¡Calla, desgraciado! ¡Está de Dios que siempre llegues tarde! Yo también la amo.
—¿Qué dices? ¿Que tú la amas?
—Sí, y es el caso...
—¿Qué?...
—Que ayer mismo pedí y obtuve su mano.
—¿La mano de Magdalena?
—Sí: la mano de Magdalena.
Felipe se llevó las manos a las sienes como temiendo que su cabeza estallara; luego, aturdido, sin darse cuenta de sus actos, se levantó vacilante, tomó maquinalmente el sombrero y con paso de autómata salió sin despegar ya los labios, como si aquel golpe le hubiese dejado mudo.
Amaury, compadecido de su amigo, estuvo tentado a correr tras él para detenerle y prodígarle consuelos; pero en aquel instante oyó las diez y se acordó de que a las once le esperaba Magdalena.
diario del doctor avrigny
15 de mayo
«Por lo menos no me separaré de mi hija; se quedarán a mi lado; yo iré a donde ellos vayan y viviré con ellos.
»Proyectan pasar el invierno en Italia, o para hablar con más propiedad, mi prudente previsión les ha sugerido ese propósito. Así, pues, presentaré mi dimisión de médico de cámara y me iré con mis hijos.
»Magdalena es rica y yo también lo soy. ¡Qué puedo necesitar yo, si lo que guardé fue para ella!
»Seguro estoy de que mi partida causará a muchos gran sorpresa y que tratarán de retenerme en nombre de la ciencia, diciéndome que no debo dejar abandonada mi clientela, pero, ¿qué importa?
»Para mí la única persona en quien tengo que pensar es Magdalena; eso no sólo constituye una dicha sino que es además un deber. Mis hijos necesitan de mí y a ellos me debo. Les serviré de cajero; es necesario que Magdalena sea la más deslumbradora entre todas, ya que es la más hermosa, sin que su fortuna disminuya por tal causa.
»Nos procuraremos en Nápoles, en Villa Reale, un palacio cuya fachada dé al Mediodía. Allí mi hija florecerá como una planta lozana restituida al suelo natal.
»Yo dirigiré su casa, organizaré sus saraos, haré el papel de intendente y les descargaré del peso de todos los cuidados materiales que la vida social lleva consigo.
»Sólo habrán de pensar en ser felices y en quererse... Ya es bastante ocupación, después de todo.
»Quiero además que este viaje, que para ambos es de puro recreo, sea provechoso para Amaury y le sirva para adelantar en su carrera; así, sin enterarles de nada, ayer mismo pedí al ministro que le encomendase una importante comisión secreta y mi pretensión fue atendida.
»Todo lo que treinta años de trato con los hombres más eminentes y de observación constante en el orden físico y en el moral me han producido en influencia y en conocimientos, lo pondré a su disposición para que se sirva de ello.
»Y no sólo me propongo ayudarle en el cumplimiento de la misión que le encargan, sino que su trabajo lo llevaré a cabo yo mismo. Sembraré para él a fin de que sólo tenga que tomarse el trabajo de recoger la cosecha.
»Todo lo que yo le doy pertenece a mi hija, como le pertenecen mi fortuna, mi vida y mi pensamiento, que ya le había dado antes.
»Todo será para ellos; yo no quiero reservarme para mí otra, cosa que el derecho de mirar de vez en cuando a Magdalena, escucharla cuando me hable y verla hermosa y satisfecha.
»No me separaré de ella y me olvidaré, como me olvido ya, del instituto, de los clientes y hasta del rey, que hoy ha enviado a preguntar por mi salud. Todo lo olvidaré menos mis hospitales; los demás enfermos son ricos v pueden acudir a otro médico, pero mis pobres no; si éstos no me tuvieran a mí ¿quién los asistiría?
»Y el caso es que no tendré más remedio que dejarles, cuando me vaya con mi hija. Algunas veces me pregunto si tengo derecho a abandonarles; pero no paso a creer que haya nadie en el mundo que tenga sobre mí más derecho que mi hija.
»Parece increíble la facilidad con que dudamos a veces de las cosas más simples. Ya rogaré a Cruveilhier o a Jaubert que ocupen mi lugar.»
16 de mayo.
«Tan felices son que en mí se refleja su júbilo. No dejo de comprender que el aumento de amor hacia mí que en ella advierto no es otra cosa que un desbordamiento del que le profesa a él; pero a veces lo echo en olvido, como quien viendo una representación dramática, llega a imaginarse que presencia escenas de la realidad.
»Hoy le he visto venir tan regocijado que me privé de entrar en la habitación de mi hija para no obligarles a que se hiciesen violencia delante de mí.
»¡Ah! Son tan escasos en la vida estos momentos que, como dicen muy bien los italianos, es un crimen ponerles tasa cuando se tiene la dicha de disfrutarlos.
»Unos minutos después paseaban los dos por el jardín. Este es su edén. En él están más aislados, sin que por eso estén solos; pero abundan los árboles tras de los cuales pueden estrecharse la mano, y recodos en que pueden acercarse el uno al otro.
»Contemplábales yo oculto tras de mi ventana y veía por entre las lilas buscarse sus manos y confundirse sus miradas. También ellos parecían nacer y florecer, como las plantas que los rodeaban. ¡Oh, primavera, juventud del año! ¡Oh juventud, primavera de la vida!
»A pesar de todo no puedo pensar, sin estremecerme, en las emociones, por agradables que sean, que esperan a mi pobre hija. Es tan delicada, y tan débil de cuerpo y de espíritu que una alegría la trastorna tanto como a otros una pena.
»¿Obrará el novio con la prudencia del padre? ¿La tasará ciertas cosas como yo, que le taso el viento que puede perjudicarla? ¿Encerrará a la delicada flor en una atmósfera tibia y embalsamada sin sobra de sol y sin vientos tempestuosos?
»Ese joven fogoso y apasionado puede destruir en un mes con sus locos transportes mi compleja tarea de diez y siete años de cuidado constante.
»Navega pues, supuesto que es preciso, frágil barquilla mía; ve a desafiar la tempestad. Afortunadamente yo seré tu piloto; yo sabré gobernarte y no te abandonaré a merced de las olas.
»¿Qué sería de mi vida, pobre hija mía, si te abandonara yo?
»Pensando en lo delicada y endeble que es tu constitución, siempre creería verte enferma, o amenazada de estarlo. ¿Quién podría decirte a todas horas:—Mira, Magdalena, que ese sol del mediodía quema demasiado.—Mira, que esa brisa nocturna es fría con exceso.—Magdalena, cúbrete la cabeza con un velo.—Magdalena, échate un chal sobre los hombros?
»No; nadie te hablará así. El te amará, pero no pensará en otra cosa que en quererte, mientras que yo pensaré en hacer que vivas.»
17 de mayo
«¡Desdichado de mí!
»Se desvanecieron otra vez mis sueños; volaron todas mis ilusiones.
»Cuando me levanté confiaba en pasar un día feliz, y Dios había dispuesto que fuese de aflicción y de dolor.
»Amaury ha venido como siempre esta mañana. Los he dejado muy contentos bajo la vigilante mirada de la señora Braun y he salido a mis quehaceres acostumbrados.
»Me he pasado todo el día pensando en el gozo con que anunciaría a Amaury la comisión que logré para él y los planes que he forjado. Cuando llegué a casa eran más de las cinco y se disponían a sentarse ya a la mesa.
»Amaury había salido para volver más pronto indudablemente, y se conocía que no hacía mucho rato porque el semblante de Magdalena, estaba, radiante aún de felicidad.
»¡Pobre hija mía! A creerla, nunca se encontró mejor.
»¿Me habré equivocado yo? Este amor que a mí me asustaba, tanto, ¿habrá venido a dar vigor a esa complexión enfermiza y enclenque, cuya destrucción temía? La Naturaleza está llena de abismos que la mirada más escrutadora jamás alcanzará a sondear.
»Todo el día había estado pensando en la dicha que les tenía preparada, lo mismo que el niño que guarda una sorpresa para una persona a quien ama y que siempre está a punto de revelar el secreto. Temiendo descubrir el mío a Magdalena, dejé a ésta en el salón y descendí al jardín. Mientras me paseaba oía vagamente la sonata que estaba tocando al piano; era una melodía que ejecutada por mi hija me llenaba de gozo el corazón.
»Aquel arrobamiento duró como un cuarto de hora.
»Complacíame yo en aproximarme a aquella fuente de armonía, y después de deleitarme un instante me alejaba de ella para dar la vuelta al jardín.
»Cuando llegaba al límite de éste, casi yo no oía el piano, y únicamente llegaban a mis oídos las notas más agudas bastante amortiguadas por la distancia. Después, al regresar, entraba de nuevo en el círculo armonioso, del cual volvían a alejarme mis paseos en dirección opuesta.
»A todo esto iba cerrando la noche.
»Súbitamente cesó de oírse el piano. Yo sonreí, adivinando la causa de ello: Amaury acababa de llegar.
»Entonces volví al salón, pero por otro camino; por una senda oscura, a lo largo del muro.
»En ella encontré a Antoñita, que estaba sentada en un banco, sola y muy pensativa. Dos días hacía que tenía el propósito de hablarla, y juzgando el momento favorable, me detuve ante ella.
»¡Pobre Antonia! Había creído yo que en cierto modo iba a ser un estorbo para la feliz existencia que pensábamos pasar; que los sentimientos más íntimos no debían ser manifestados entre testigos y por lo tanto, juzgaba muy conveniente que ella no viniese con nosotros.
»Pero tampoco podía yo dejar aquí sola a la pobre criatura. Quería separarme de ella; mas dejándola disfrutando también de una dicha análoga a la nuestra. El cariño que yo siento hacia ella y el que profesé a mi hermana, me obligaban a obrar así.
»Cuando me vio, alzó la vista y me dijo sonriendo:
»—Ya ve usted cómo no me engañaba cuando le dije que la felicidad de ellos le haría dichoso.
»—Sí, hija mía, pero eso no es bastante; has de serlo tú también.
»—¿Yo? ¡Si ya lo soy! ¿Me falta algo, por ventura? Usted me quiere como un padre; Magdalena y Amaury me quieren como una hermana: ¿qué más puedo desear?
»—Una persona que te quiera como esposa, Antoñita; y ya me parece que he encontrado esa persona.
»—¡Tío!—exclamó Antoñita con acento que parecía suplicarle que no prosiguiese.
»—Escúchame, querida sobrina, y ya responderás luego.
»—Hable usted, tío.
»—¿Conoces a Julio Raymond?
»—¿Quién? ¿Ese joven que es procurador de usted?
»—Sí, el mismo. ¿Qué te parece?
»—Me parece muy simpático... aun cuando procurador.
»—¡Vaya! déjate de bromas. ¿Te repugnaría ese joven?
»—Para que a una mujer le cause repugnancia un hombre, tiene que amar a otro, y como yo no me encuentro en ese caso, todos me son igualmente indiferentes.
»—Pues bien, Antoñita: sabe que ayer vino Julio a verme; si tú no has fijado en él tus ojos, él en cambio pronto ha puesto en ti los suyos... Te advierto, que es un hombre destinado a tener gran porvenir; ya se ha labrado por sí mismo una fortuna, y quiere compartirla contigo. Por lo pronto comienza por dotarte en doscientos mil francos...
»—Mire usted, tío—repuso Antonia interrumpiéndole,—todo eso que usted me dice, no deja de ser, y así lo reconozco, muy noble, y muy hermoso y yo no puedo menos de darle por ello las gracias más cumplidas. No negaré que Julio es entre los hombres de su clase, una excepción muy digna de estima; pero ya le he dicho a usted en más de una ocasión, que no tengo otro deseo que quedarme a su lado, viviendo en su compañía, mientras usted lo permita. Ni concibo ni quiero otra felicidad, y si usted no dispone otra cosa, ésa es la que yo elijo.
»Traté de insistir, queriendo convencerla de las ventajas que le aportaba ese enlace. Yo le proponía un joven rico, y considerado; mi vida no podía ser muy larga; ¿qué sería de ella, cuando le faltasen mi apoyo y mi cariño?
»Me escuchó con calma, que revelaba su resolución, y cuando hube terminado, me contestó:
»—Tío, yo le debo a usted obediencia como se la debía a mis padres, ya que al morir éstos me confiaron a usted. Ordene, pues, y me apresuraré a obedecerle; pero no intente convencerme, porque mi situación de ánimo es tal, que mientras sea dueña de mi voluntad no aceptaré partido alguno, así se trate de un millonario o de un príncipe.
»Tan gran firmeza revelaban su voz, sus ademanes y hasta sus menores gestos, que el insistir yo, habría significado tanto como querer convertir la persuasión en mandato. Así, pues, díjele que podía disponer libremente de su mano, le dí cuenta de los planes que iba a exponer a mis hijos, y le anuncié que vendría con nosotros, al oír lo cual movió la cabeza y me respondió que quedaba muy agradecida a mi buena intención, pero que no podía aceptar mi oferta. Protesté yo, y entonces ella repuso:
»—Oiga usted, tío. Dios, que manda en los destinos del mundo, ha dispuesto para unos la felicidad, y para otros la desdicha. Mi suerte es la soledad. De muy joven he perdido ya mis padres. La animación y el ruido de un largo viaje, y el variado espectáculo de pueblos y paisajes no me convienen a mí. Me quedaré aquí en París, y acompañada de nuestra aya, esperaré el regreso de ustedes. Sólo dejaré mi aposento para ir a misa, o para salir a dar un paseo por la noche a este jardín, y cuando ustedes vuelvan me encontrarán donde me han dejado, y yo les recibiré con la misma calma en mi corazón, e igual sonrisa en mis labios; lo cual no podría ser si usted se empeñara en introducir en mi existencia el cambio de lo que me hablaba, que la convertiría en cosa muy distinta de lo que debe ser.
»No quise insistir más; pero hube de preguntarme qué era lo que podría impulsar a Antoñita a convertirse en religiosa cambiando en celda la habitación de una joven como ella, hermosa, gentil, llena de gracia y que poseía un dote de doscientos mil francos.
»Mas, ¿para qué había de entretenerme en buscar la razón de tan inexplicables caprichos, y en apiadarme de Antonia, en vez de ir al salón directamente?
»No sé cuánto tiempo habría estado yo allí contemplando a mi sobrina, es decir a mi segunda hija, a no haber sido porque ella algo confusa quizá por mis miradas y queriendo esquivar mis futuras preguntas, me pidió permiso para retirarse a su aposento.
»—No, hija mía, no—le dije;—yo soy quien se retira. Tú puedes tomar el fresco sin cuidado. ¡Ojalá pudiera Magdalena hacer lo mismo!
»—Tío—repuso Antoñita levantándose,—le juro por las estrellas que tachonan el cielo y por la luna que nos alumbra con su suave resplandor, que si me fuese factible el dar mi salud a Magdalena, se la daría con toda mi voluntad. ¿No sería mejor que el peligro en que se encuentra, lo corriese una triste huérfana como yo, que no ella rodeada de riquezas y de afecto?
»Abracé a Antoñita, que había pronunciado estas palabras en un tono de sinceridad que no dejaba lugar a la más leve sombra de duda; y mientras ella volvía a tomar asiento en su banco, yo me dirigí hacia la escalinata para subir al salón.
»Al poner el pie en la primera grada, oí la voz de Magdalena, suave como el cántico de un ángel, y esto vino a disipar mi tristeza. Instintivamente me detuve para escuchar embelesado, sin parar mientes en lo que pudiera hablar: pero algunas palabras que llegaron distintamente a mis oídos lograron excitar mi curiosidad, y entonces ya no me contenté con oír, sino que quise escuchar y enterarme de la conversación que arriba se sostenía.
»Detrás de la cortina, que para interceptar el aire de la noche, había sido corrida ante la ventana que da al jardín, abierta a la sazón, veía yo la sombra de sus dos cabezas, inclinada y muy juntas.
»Como si temieran ser oídos, hablaban en voz baja. Yo les escuché inmóvil, petrificado, reteniendo el aliento y con el pecho oprimido, pues sus palabras caían sobre mi corazón como gotas de agua helada.
»—Voy a ser feliz, Magdalena—decía Amaury.—Todos los días podré ver tu adorable cabeza encerrada en el marco que mejor le sienta: el claro cielo de Nápoles y Sorrento.
»—Sí, Amaury—contestaba Magdalena.—Y yo podré decir como Mignon: ¡Qué hermoso es el país en que florece el naranjo! Pero tu amor, que refleja el paraíso, es para mí aún más hermoso.
»—¡Ay!—suspiró Amaury.
»—¿Qué te pasa?—le preguntó Magdalena.
»—¿Por qué la dicha va siempre acompañada de una sombra que por muy leve que sea, lleva, la inquietud consigo?
»—¿Qué quieren decir con eso? ¡Explícate!
»—Quiero decir que para nosotros sería Italia un edén en donde yo repetiría contigo las palabras de Mignon: Sí, aquí debemos amar; aquí debemos vivir, a no ser por una cosa que llenará de turbación nuestra, existencia e infundirá tristeza a nuestro cariño.
»—¿Qué cosa es esa?
»—No oso decírtela, Magdalena.
»—Pues, quiero que me la digas. Habla.
»—Es que creo que para ser completamente dichosos, deberíamos estar solos los dos; creo que el amor es una flor delicada y pura, que con la presencia de un tercero se agosta y se marchita, y que para vivir confundidos en una sola alma y en un solo pensamiento no deberíamos ser tres...
»—¿Qué quieres decir, Amaury?
»—¿No me comprendes, Magdalena?...
»—¿Lo dices porque nos acompaña mi padre? ¿No consideras que sería una ingratitud dejarle sospechar, siendo como es el autor de nuestra dicha, que ésta no es completa por impedirlo su presencia? Considera que mi padre no es una persona extraña; no es un tercero, no; nos ama tanto a ti como a mí, y en la misma moneda debemos los dos pagarle.
»—Está bien, Magdalena—dijo Amaury fríamente.—Puesto que disentimos en ese punto, no hablemos más de ello; olvida mis palabras, y hazte cuenta que no te he dicho nada.
»—¿Te has enojado, Amaury?—repuso con viveza Magdalena.—Perdóname si te he puesto de mal humor. ¿No sabes acaso que el amor filial es muy diferente del que se tiene al marido?
»—Ya lo sé; pero el amor de un padre no es celoso ni absorbente como el del esposo; lo que para él es una costumbre es para mi necesidad. La Biblia, que es el gran libro de la humanidad, dijo ya hace veinticinco siglos: Dejarás a tus padres para»seguir a tu esposo.
»Tentaciones me dieron de interrumpirles, gritando:
»—También la Biblia dijo a propósito de Raquel: ¡No quiso que la consolasen, porque sus hijos habían dejado de existir!
»Yo estaba como clavado en el suelo, saboreando la triste satisfacción de oír la defensa que de mí hacía mi hija, por más que a mi juicio aquello no bastaba, pues habría preferido oírla declarar a Amaury, que tenía necesidad de mí, como yo de ella, y aún confiaba en que llegaría, a hacerlo; pero lejos de eso contestó:
»—Tal vez estés en lo cierto; pero no podemos evitar que nos acompañe sin causarle una gran pena, y debemos considerar que, si alguna vez puede ser un estorbo para la expansión de nuestro cariño, en cambio otras completará nuestros recuerdos y nuestras impresiones.
»—No lo creas, Magdalena. Tienes que desengañarte. Cuando estemos en presencia de tu padre, ¿crees que podré expresarte como ahora mi pasión? Cuando nos paseemos los tres juntos bajo los floridos naranjos de que hablábamos hace un momento, o a orillas del mar límpido y sereno, ¿ crees que podré rodear con mi brazo tu cintura, o imprimir en tus labios un beso apasionado?
»¿No menguará él con su gravedad nuestro júbilo? ¿Acaso su edad le dejará comprender nuestras locuras? Ya verás cómo su severidad habitual envolverá en su sombra toda nuestra alegría, mientras que si los dos nos encontrásemos solos, ¡cuántas cosas nos diríamos! y ¡ cuánto callaríamos!»Pero con tu padre nunca tendremos libertad; habremos de callar, cuando queramos hablar y habremos de hablar cuando más deseos tengamos de callar. Con él habrá que hablar siempre, y siempre de los mismos asuntos; no habrá que pensar en aventuras ni en excursiones arriesgadas, ni en nada que nos reserve ignotos atractivos; siempre iremos por el camino trillado, siempre sujetos a la regla y a las conveniencias. No sé si sé expresarme, Magdalena; hacia tu padre siento a un tiempo gratitud, respeto y cariño acendrado; pero has de convenir conmigo en que un compañero de viaje, debe inspirar otro sentimiento que el de la veneración. No hay cosa más incómoda en semejantes circunstancias que las reverencias del respeto. A ti, con tu amor filial y tu virginal castidad, no se te había ocurrido pensar nunca en esto, y ahora piensas en ello por primera vez, según me revela tu rostro meditabundo. Cuanto más medites acerca de esta cuestión, más claramente verás que estoy en lo cierto, y que cuando viajan tres juntos siempre hay por lo menos dos que se aburren.
»Yo aguardaba con angustia la respuesta de mi hija que no se hizo esperar. Después de cortos instantes de silencio, dijo:
»—Y aun cuando yo pensase como tú, ¿qué íbamos a hacerle? Todo está ya preparado para ese viaje; de modo que aunque tuvieras razón ya no habría tiempo. Por otra parte, ¿quién se atrevería a decirle a mi padre que es para nosotros un estorbo? ¿Lo harías tú? Yo, jamás.
»—Bien lo sé; precisamente por eso me desespero. Ya que tu padre posee una gran inteligencia y una sutil penetración que le permite leer a fondo en lo más recóndito de nuestra naturaleza, bien podría tener igual privilegio respecto a nuestra mente y no caer en esa cargante manía senil, propia de todo anciano, de querer imponerse a los jóvenes a toda costa. No quisiera agraviarle al acusarle; pero no es posible desconocer que se obedecen lamentablemente los padres que, no sabiendo adivinar los sentimientos de sus hijos ni contando con su edad, se empeñan en someterlos a los gustos y caprichos de la de ellos. Ya ves; nosotros tenemos en perspectiva un viaje que habría podido ser delicioso y que por una falta...
»—¡Calla!—exclamó Magdalena.—¡Calla! No soy dueña de enfadarme por esas exigencias que después de todo nacen de tu mismo amor; pero...
»—¿Qué? Las crees fuera de razón en absoluto, ¿verdad?—repuso Amaury en tono ligeramente irónico.
»—No digo tanto... Mas hablemos bajo, porque tengo miedo hasta de oír mi propia voz. Lo que ahora te diré creo que es una impiedad manifiesta.
»Y Magdalena bajó la voz, en efecto, para decir:
»—Oye, Amaury; lejos de creer que tus exigencias son insensatas, pienso también como tú, y si no te he dicho nada, es porque no tenía valor para confesarme a mí misma una cosa semejante. Pero tanto te suplicaré y tanto habré de repetirte que te quiero, que al fin tendrás que hacer algo por mí. No tendrás más remedio que resignarte como me resigno yo también.
»Me fue imposible oír más. Las últimas palabras hirieron mi corazón, como pudiera hacerlo la punta aguda y fría de un puñal, y no pude resistir aquella situación.
»Comprendía entonces cuán ciego y egoísta había sido. Yo, que había visto que Antoñita me estorbaba, no me había dado cuenta de que yo a ellos les estorbaba a mi vez.
»Afortunadamente la reacción fue tan rápida, como el golpe. Con semblante tranquilo y disimulando mi tristeza, subí la escalinata y penetré al salón.
»Al verme, se levantaron los dos. Besé a mi hija en la frente, y estreché la mano a Amaury.
»—¡Hijos míos! Soy portador de una nueva bastante desagradable—les dije.
»Aun cuando mi acento debía revelarles que no se trataba de una desgracia muy grande, sobre todo para ellos, vi que ambos temblaban.
»—Sí, hijos míos, sí, me veo obligado a renunciar a mi sueño dorado, que consistía en hacer el viaje los tres juntos. Yo me quedaré aquí, porque el rey se niega a concederme el permiso que yo le había pedido, dignándose decirme que le soy útil y hasta indispensable, y rogándome, por lo tanto, que me quede. ¿Qué podía responder yo? El ruego de un rey es una orden para el vasallo.
»—Es usted muy malo, papá—dijo Magdalena,—puesto que prefiere agradar al rey a darle gusto a su hija.
»—¡Qué vamos a hacerle, querido tutor! No hay más remedio que bajar la cabeza ante una imposición de esa índole—dijo a su vez Amaury, sin poder ocultar su gozo bajo la apariencia de la pena.—Aun cuando usted esté lejos de nosotros, siempre pensaremos en usted, y lo tendremos presente.
»Intentaron darle vueltas a este tema; pero yo imprimía a la conversación otro giro; me apenaba mucho su inocente hipocresía.
»Comuniqué a Amaury lo que tenía que decirle; mi misión diplomática obtenida para él, y la idea de hacer que este viaje de recreo fuese de provechosa utilidad a su carrera.
»Me pareció que quedaba muy agradecido a mis gestiones; pero, a decir verdad, lo que entonces le absorbía por completo era su amor y no otra cosa. Al retirarse le acompañó Magdalena hasta la puerta, y por casualidad no se fijó en que a la sazón estaba yo detrás de ésta.
»—¿Verdad—le dijo,—que los acontecimientos parece que adivinan nuestros deseos y se adelantan a ellos?... ¿Qué piensas de todo esto?
»—Pienso que no habíamos contado con la ambición y que los que calumnian a esa debilidad humana hacen muy mal en ello... ¡Cuántos defectos hay que a veces son más beneficiosos que las propias virtudes!
»Así, creerá mi hija que me quedo en París por ambición.
»¡Todo sea por Dios! Quizás esto sea lo mejor.»
En los días sucesivos nada vino ya a turbar la alegría de los novios, y durante una semana pudo verse asomar a todos los labios la sonrisa, sin que la menor sombra flotase en el ambiente ni pudiese vislumbrarse que entre los cuatro corazones reunidos allí había dos amargados por la pena que allá en la soledad hacía a sus semblantes recobrar la triste expresión oculta bajo la ficción del disimulo.
Cierto es que el padre de Magdalena tan alarmado como antes por el estado de su hija, no la perdía de vista en los contados momentos que pasaba en casa.
Desde que había quedado acordado su casamiento, Magdalena estaba a juicio de todos más robusta que nunca; pero los ojos del médico y del padre alcanzaban a ver en ella síntomas de dolencia física y moral que a todas horas se manifestaban claramente.
No podía negarse que las mejillas, generalmente pálidas de Magdalena, habían recobrado el color de la salud; pero este color, sobrado vivo quizá, se concentraba demasiado en los pómulos, dejando el resto del semblante envuelto en una palidez que dejaba trasparentarse una red de azuladas venas casi imperceptibles en otra persona cualquiera y que marcaba una huella sensible en el cutis de la joven.
El fuego de la juventud y del amor brillaba en sus ojos, pero en sus fulgores, el doctor sabía advertir a veces algún que otro relámpago de fiebre.
Pasábase el día saltando por el salón o corriendo locamente por el jardín, como la muchacha más animada y robusta; pero, por la mañana antes de llegar Amaury y por la noche cuando éste se marchaba, parecía extinguirse todo el ardor juvenil que sólo la presencia de su novio parecía reanimar, y su débil cuerpo, libre de toda traba femenina, doblábase como una caña y necesitaba apoyo, no ya para andar, sino hasta para permanecer en reposo.
Su propio carácter, suave y benévolo de ordinario, parecía haber sufrido recientemente, aunque respecto a una sola persona, ciertas modificaciones. Si aparentemente Antonia, a quien Magdalena había considerado como hermana suya desde que su padre la había prohijado dos años antes, seguía siendo la misma para la hija del doctor, ésta, a los ojos escrutadores de su padre que era observador profundo, había cambiado mucho para con su prima.
Siempre que la graciosa morenita, con su cabellera negra como el ébano, sus ojos rebosantes de vida, sus labios purpurinos y su aire de vigorosa y alegre juventud entraba en el salón, dominaba a Magdalena un sentimiento instintivo de pesar que habría tenido semejanza con la envidia, si su corazón angelical hubiera sido capaz de abrigar tal sentimiento; y esa desnaturalizaba en su ánimo todos los actos de su prima.
Cuando Antonia se quedaba en su cuarto y Amaury preguntaba por ella, bastaba aquella simple muestra de interés debido a la amistad para provocar una respuesta agria y desabrida.
Cuando Antonia estaba presente y a Amaury se le ocurría mirarla, poníale mala cara Magdalena, y le hacía bajar con ella al jardín.
Cundo estaba en él Antonia y Amaury, ignorante de ello, proponía a su novia bajar a dar un paseo, siempre encontraba Magdalena un pretexto para no abandonar el salón, ya brillase un sol abrasador, ya reinase una vivificadora brisa.
En suma, Magdalena tan encantadora, tan graciosa, tan amable para todos, cometía en menoscabo de su prima todas esas faltas que un niño mimado suele cometer con cualquier otro niño que le estorba o molesta.
Cierto es que Antonia por propio instinto y conceptuando como cosa muy natural el proceder de su prima, aparentaba no dar ninguna importancia a aquellos actos que tiempo atrás habrían herido tanto su corazón como su orgullo; antes bien, parecía que las faltas de Magdalena le inspiraban compasión. Siendo ella quien debía perdonar parecía que era quien imploraba perdón, por culpas imaginarias. Todos los días antes de llegar Amaury y después de partir éste, se acercaba a su prima, y entonces, como si Magdalena se hubiese dado cuenta de su injusticia le estrechaba la mano con efusión, o se colgaba de su cuello deshecha en llanto.
¿Habría entre sus dos corazones alguna misteriosa comunicación desconocida para todos?
Siempre que el doctor trataba de excusar a Magdalena, Antoñita sonriendo hacíale callar en el acto.
Acercábase ya a todo esto la noche del baile. El día anterior las dos jóvenes hablaron mucho de los trajes que habían de lucir, y con asombro de Amaury, Magdalena pareció preocuparse bastante menos del suyo que del de su prima. Quiso proponer Antonia que vistiesen iguales, según su costumbre, es decir, un vestido de tul blanco con transparente de raso; pero empeñose Magdalena en que el color que mejor sentaba a Antonia era el de rosa, y la interesada aceptó en el acto el parecer de su prima, no volviendo a hablarse ya del asunto. Al otro día, fijado para la solemne fiesta en que el doctor debía hacer pública entre sus convidados la dicha de sus hijos, Amaury no se separó apenas de Magdalena mientras ésta preparaba su tocado con visible agitación y cuidado singular, sobre todo para Amaury, que conocía la natural sencillez de la hija del doctor. ¿A qué obedecía aquella prolijidad y aquel deseo de agradar? ¿Olvidaba acaso que para él siempre sería la más hermosa de todas?
El joven dejó a Magdalena a las cinco para volver a las siete. Quería que antes de llegar los convidados y de verse obligada Magdalena a atender a unos y a otros le dedicase a él por lo menos una hora; quería contemplarla a su placer y hablarla, en voz muy queda sin que nadie tuviera que escandalizarse de ello.
Al entrar Amaury no le quedaba a la joven por hacer otra cosa que ceñirse una corona de camelias de nívea blancura que preparada tenía sobre la mesa; pero, se quejaba de no estar bien vestida. Su palidez asustó a Amaury. Habiendo sufrido durante el día múltiples desazones que acabaron con sus fuerzas, sólo se sostenía gracias a una violenta reacción moral y a la energía que le prestaban los nervios.
No recibió a Amaury con su sonrisa acostumbrada; lejos de ello, se le escapó, al verle entrar, un movimiento de despecho, y le dijo:
—De seguro esta noche te pareceré muy fea ¿verdad? Hay días horribles en los que no hago cosa derecha, y hoy es uno de esos. Luzco un peinado risible y un vestido muy mal hecho: en fin, parezco un espantajo.
La costurera que la ayudaba hacía vivas protestas, sin salir de su asombro.
—¿Tú, un espantajo?—exclamó Leoville.—¡Calla! ¡calla! Yo te aseguro que el peinado te sienta a las mil maravillas, que el traje es elegantísimo y que tú eres tan hermosa como un ángel.
—Pues entonces la culpa no es de la modista ni del peluquero, sino exclusivamente mía. ¡Dios de bondad! ¿Cómo haces, Amaury, para tener un gusto tan detestable como el de quererme a mí?
Acercósele Amaury y quiso besar su mano; pero Magdalena fingió no advertir su ademán a pesar de haber delante un espejo y señalándole a la costurera una arruga casi invisible del corpino, dijo:
—Hay que quitarla en seguida, porque, si no, tiro en el acto este traje y me visto con el primero que encuentre a mano.
—No se enfade, señorita; esto es obra de un instante; pero, eso sí, tiene que quitárselo.
—Ya lo estás oyendo, Amaury; tienes que dejarnos solas. No quiero presentarme con este pliegue que me afea horriblemente.
—¿Y prefieres que te deje, Magdalena? En fin, hágase tu voluntad. Ya te obedezco: no quiero que se me acuse de un crimen de lesa belleza.
Y Amaury se retiró a la habitación contigua, sin que Magdalena, ocupada real o aparentemente en el arreglo del vestido, tratase de detenerle. Como aquella compostura no debía durar mucho, Leoville echó mano a una revista que encontró sobre la mesa y se puso a hojearla por puro entretenimiento. Mientras su mirada recorría las líneas impresas, su espíritu estaba ausente, preso en la vecina estancia, de la cual solamente le separaba una puerta; así, pues, escuchaba las frases con que Magdalena seguía expresando su indignación contra el peluquero y las reprensiones que dirigía a la costurera, y hasta oía cómo su impaciente piececito golpeaba el pavimento del tocador.
De pronto se abrió la puerta situada frente a esta pieza y apareció la prima de Magdalena. Siguiendo el consejo de ésta se había puesto Antoñita un sencillo traje de crespón rosado sin adornos ni flores, y no ostentaba ni aun la más insignificante joya: no podía estar vestida con más sencillez ni ver realzada de un modo más adorable su belleza hechicera.
—¡Cómo!—exclamó la joven al ver a Leoville.—¿Estaba usted ahí? No lo sabía yo.
E hizo ademán de retirarse acto seguido.
—¡No se vaya usted!—dijo Amaury con viveza.—Déjeme siquiera que la felicite; esta noche está usted encantadora.
—¡Chist!—repuso Antonia en voz muy baja.—No diga usted esas cosas.
—¿Con quién estás hablando, Amaury?—preguntó Magdalena, apareciendo entonces en la puerta, arrebujada en un amplio chal de cachemira y lanzando una rápida mirada a su prima, que dio un paso pretendiendo retirarse.
—Ya lo estás viendo, Magdalena: hablo con Antoñita, y estaba felicitándola por su elegancia.
—Tan sinceramente como acababas de felicitarme a mi, de seguro. Más te valdría, Antoñita, venir a ayudarme que no escuchar sus falaces lisonjas.
—¡Si acababa de entrar en este mismo instante! A haber sabido que me necesitabas habría venido mucho antes.
—¡Calle! ¿Quién te ha hecho ese traje?
—¿Quién, me lo ha de hacer? Yo misma. Ya sabes que lo tengo por costumbre.
—Y haces perfectamente: nunca te hará una modista un vestido semejante.
—He querido hacer el tuyo y tú no lo has consentido.
—¿Quién te ha vestido?
—Yo.
—¿Y quién te ha peinado?
—Yo. ¿No ves que voy peinada como siempre?
—Es cierto—asintió Magdalena con amarga expresión.—Tu hermosura no necesita de adornos que la realcen.
—Oye, Magdalena,—repuso Antonia acercándose a su prima y deslizando en su oído estas palabras que Amaury no pudo oír:—Si por cualquier motivo no quieres que se me vea en el baile, dímelo francamente y me volveré a mi habitación.
—¿Y con qué derecho y por qué razón habría yo de privarte de ese gusto?—preguntó Magdalena en voz alta.
—Yo te juro que eso no constituye ningún gusto para mi.
—Pues, hija, yo creía—repuso con sequedad Magdalena—que todo aquello que para mí era una dicha lo era también para mi amiga y mi prima, para mi buena Antoñita.
—¿Necesito acaso el son de los instrumentos, el resplandor de las luces y el bullicio del baile para participar de tu dicha? No, Magdalena, no; yo te vuelvo a jurar que en la soledad de mi cuarto elevo mis preces al Altísimo y hago votos por tu felicidad como pudiera hacerlos en la fiesta más solemne. Esta noche, además, no me encuentro bien del todo; estoy algo indispuesta.
—¿Que estás indispuesta, tú, con tal brillo en esos ojos y tal animación en esa tez? ¿Pues cómo estaré yo entonces, con esta palidez en el rostro y este cansancio en los ojos?
—Señorita—dijo entonces la modista,—ya está arreglado el vestido.
—¿No querías que te ayudase?—preguntó Antonia con timidez.—¿Qué hacemos? Dime.
—Haz tú lo que te plazca—contestó la hija del doctor;—creo que no soy yo quien debo ordenarte nada. Puedes venir conmigo, si quieres; puedes quedarte con Amaury, si eso te agrada más.
Y así que hubo pronunciado estas palabras, abandonó la estancia para entrar en su tocador, haciendo un ademán de displicencia que no pasó inadvertido para Amaury de Leoville.
—Aquí estoy—dijo Antonia, siguiendo a Magdalena y cerrando tras sí la puerta del tocador.
—¿Qué le pasará hoy a Magdalena?—exclamó Amaury, exteriorizando su pensamiento en voz alta.
—Es que sufre—respondió alguien detrás de él.—Tantas y tan repetidas emociones le producen fiebre y la fiebre la trastorna.
—¡Usted!—exclamó Amaury al ver al doctor, pues no era otro el que había pronunciado las anteriores palabras, después de haber asistido a la escena antes descrita, oculto tras de la puerta.—No trataba de reprochar su conducta a Magdalena; era sólo una pregunta que a mí mismo me dirigía, temiendo haber sido causa de su enfado.
—Tranquilízate, Amaury; ni tú ni Antoñita tienen culpa de nada. En caso de ser tú culpable lo serías solamente de ser amado por mi hija con entusiasmo excesivo.
—¡Cuán bueno es usted que así trata de tranquilizarme, padre mío!
—Ahora, Amaury, vas a prometerme no hacerla bailar demasiado y estar en todo momento a su lado procurando distraerla con tu conversación.
—Se lo prometo a usted.
Oyose entonces la voz de Magdalena, que decía, reprendiendo a la modista:
—¡Por la Virgen Santísima! ¡Cuidado que está usted hoy torpe! ¡Vaya! ¡Deje usted que me ayude únicamente Antoñita y acabemos de una vez!
Al cabo de un instante de silencio exclamó:
—¿Pero qué haces, Antoñita?
Y a esta exclamación siguió un ruido parecido al que se produce cuando se rasga una tela.
—No hay que apurarse, no ha sido nada—dijo Antoñita riendo:—un alfiler que ha resbalado sobre el raso. No pases pena: esta noche serás la reina del baile.
—¡La reina del baile, dices! ¡Qué broma más generosa! Puede ser reina del baile, aquella a quien todo sienta bien y a quien todo la hermosea; pero no la que es tan difícil de adornar y embellecer como yo.
—¡Qué cosas dices, Magdalena!—repuso Antonia en son de reprensión cariñosa.
—La verdad. Quien pronto podrá burlarse de mí en el salón y aniquilarme con sus sarcasmos y coqueterías no procede de un modo muy noble persiguiéndome hasta mi cuarto para entonar en mi presencia un canto anticipado de triunfo.
—¡Cómo! ¿Me despides, Magdalena?—preguntó Antonia, con los ojos preñados de lágrimas.
La hija del doctor no se dignó responder y su prima salió del aposento prorrumpiendo en sollozos.
El señor de Avrigny detúvola al pasar. Amaury, estupefacto, estaba como clavado en su asiento.
—Ven, hija mía; ven conmigo, Antoñita—dijo en voz baja el doctor.
—¡Ay, padre mío! ¡Soy muy desgraciada!—gimió la pobre joven.
—No digas eso, hija mía; di más bien que Magdalena es injusta; pero debes perdonarla, porque es la fiebre y no ella, quien habla por su boca; más que vituperio merece compasión. Con la salud recobrará la razón; entonces reconocerá su yerro, y arrepentida pedirá perdón por su injusta cólera.
Al oír Magdalena el rumor de este diálogo sostenido en voz baja, debió creer que Antonia conversaba con Amaury, y abriendo la puerta bruscamente, dijo con imperioso acento:
—¡Amaury!
Como movido por un resorte se levantó el joven. Magdalena vio entonces que estaba solo, y paseando la mirada en torno suyo vio a su padre y a Antonia en el fondo de la estancia. Se sonrojó levemente al darse cuenta de su error, mientras Amaury tomándola de la mano la hacía volver al tocador y le decía con acento que revelaba, una penosa ansiedad.
—¡Magdalena! ¡Magdalena mía! ¿Qué tienes? ¡No te conozco esta noche!
Ella se dejó caer en un asiento y rompió a llorar.
—¡Sí! ¡Sí!—exclamó.—Soy muy mala, ¿verdad que soy muy mala?... Sé que todos piensan eso y nadie se atreve a decírmelo... ¡Sí! ¡soy mala! he ofendido a mi pobre prima; no hago otra cosa que causar pesadumbre a aquellos que más me quieren... Pero es que nadie comprende que todo se vuelve contra mí, que todo me molesta, y la menor cosa me hace sufrir, hasta las más indiferentes y las más gratas. Me causan enojo los muebles en que tropiezo, el aire que respiro, las palabras que me dirigen, todo en fin, ¡todo! No sé a qué achacar este mal humor que me domina; no sé por qué mis nervios debilitados sufren una impresión desagradable al percibir la luz, la sombra, el silencio y el ruido... Yo no sé... A una negra melancolía sucede en mi ánimo una cólera injusta e inmotivada. Yo temo volverme loca... A estar enferma o ser desgraciada no me sorprendería nada de esto; pero, siendo felices como lo somos nosotros... ¿verdad, Amaury?... ¡Oh, Dios mío!... Dime que somos felices...
—Sí, Magdalena; sí, vida mía, sí, somos felices... ¿Pues no hemos de serlo? Nos queremos; dentro de un mes nos uniremos para siempre... ¿Podrían pedir más dos elegidos a quienes por permisión divina les fuese factible regular a su gusto la existencia?
—¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias! Bien sé que cuento con tu perdón; pero Antoñita, mi pobre prima, a quien he tratado de un modo tan cruel...
—También ella te perdona, Magdalena; yo te lo aseguro. No te apesadumbres por ello; todos tenemos momentos de mal humor y tristeza. A veces la lluvia, la tempestad, una nube que nos intercepta el sol, nos produce un malestar cuya causa no sabemos explicarnos y que determina nuestras alternativas de temperatura moral, si así puede llamarse el fenómeno... Venga usted, querido tutor—añadió volviéndose hacia el señor de Avrigny,—venga usted a decirle que todos conocemos la bondad de su alma y que ni nos ofende un antojo suyo ni nos alarma uno de sus arranques impetuosos.
El doctor, antes de responder se acercó a su hija, la examinó atentamente y le tomó el pulso. Pareció reflexionar un instante y luego dijo con grave acento:
—Hija mía, voy a pedirte un sacrificio y es preciso que me prometas no negármelo en modo alguno.
—¡Dios mío! ¡me asusta usted, papá!—exclamó Magdalena.
Amaury palideció porque vislumbró vivos temores en el acento de súplica del doctor, cuyo rostro iba adquiriendo por momentos una expresión muy sombría.
—Dígame, papá, ¿qué exige usted de mi? ¿qué quiere usted que haga?—preguntó temblando Magdalena.—¿Es que estoy más enferma de lo que pensábamos?
—¡Hija mía!—respondió el doctor, tratando de esquivar esta pregunta.—No me atrevo a pedirte que dejes de asistir al baile aunque eso sería lo más conveniente, porque dirías que te pido demasiado... Pero sí te ruego que no bailes, sobre todo el vals... No es que estés enferma; pero te veo tan nerviosa y agitada que no puedo permitir que te entregues a un ejercicio que habría de exacerbar tu excitación. ¿Conque, me lo prometes, Magdalena? Di, hija mía.
—¡Es muy triste y costoso de hacer lo que usted me pide, papá!—repuso Magdalena, haciendo un mohín de desagrado.
—Yo no bailaré—le dijo Amaury al oído.
Como Amaury decía muy bien, Magdalena era la bondad personificada, y si tenía aquellos arranques de mal humor era tan sólo obrando a impulsos de la fiebre. Conmoviose hondamente ante las muestras de abnegación de los que la rodeaban, y enternecida y pesarosa, dijo, mientras a sus labios asomaba, para extinguirse en el acto, una fugitiva sonrisa:
—Está bien: me sacrifico. Debo a todos una reparación y quiero demostrar que no siempre soy caprichosa y egoísta. Papá, no bailaré. Y a ti, Amaury, como tienes que cumplir con los deberes que impone la sociedad, te autorizo para bailar cuanto quieras, a condición de que no lo hagas a menudo y que de vez en cuando me acompañes, ya que la facultad y la paternidad se han confabulado para condenarme a representar un papel pasivo en la fiesta de esta noche.
—¡Gracias, hija mía, gracias!—exclamó el doctor sin poder contener su júbilo.
—¡Eres adorable! ¡Te adoro, Magdalena!—le dijo Amaury en voz baja.
Entró entonces un criado para anunciar que comenzaban a llegar los invitados. Había que bajar, pues, al salón. Pero Magdalena no quiso hacerlo sin que antes fuesen en busca de su prima. Apenas manifestó este deseo cuando apareció en el umbral Antoñita con los ojos húmedos aún por el llanto, pero con su sonrisa más encantadora, dibujada en los labios.
—¡Hermana mía!—exclamó Magdalena adelantándose hacia ella para abrazarla.
Al mismo tiempo su prima le echó los brazos al cuello y la colmó de besos. Así reconciliadas, entraron luego en el baile unidas de la mano: Magdalena tan pálida y demudada como Antoñita animada y jovial.
Todo fue a las mil maravillas al principio.
A despecho de la postración y la palidez de Magdalena, la hermosura soberana y la perfecta distinción de la joven hacíanla ser sin disputa reina de la fiesta. Únicamente Antoñita por su gracia atractiva y por la animación de su carácter, podía alegar derechos a compartir con ella su trono.
Para que nada faltara, los primeros acordes de la orquesta produjeron en Magdalena un efecto magnético, haciéndole recobrar el color y la sonrisa y reavivando a impulsos de su mágica influencia aquellas fuerzas que momentos antes parecían agotadas.
Y aún había otra circunstancia que henchía su corazón de indecible alegría. Su padre presentaba a Amaury por yerno a cuantas personas notables entraban en el salón y todo el mundo, al mirar alternativamente a Magdalena y a su novio, parecía decir de un modo unánime que era muy feliz aquel que se iba a unir con una joven tan encantadora.
Amaury había cumplido su palabra con rigurosa exactitud. Sólo había bailado dos o tres veces con otras tantas damas a las que sin pecar de grosero no habría podido dejar de invitar al baile; pero en cuanto estaba libre volvía en seguida al lado de Magdalena, que estrechándole la mano con cariño le manifestaba así su gratitud mientras su muda mirada le decía elocuentemente cuán dichosa se juzgaba.
También Antoñita se acercaba alguna vez a su prima como vasalla que rindiera homenaje a su reina, preguntándole por su salud y burlándose con ella de esas fachas ridículas que suelen verse hasta en los salones más distinguidos ni más ni menos que si fuesen allí para ofrecer un tema de conversación a los que no tienen asuntos de que hablar.
Al alejarse Antoñita después de una de esas visitas que hacía a Magdalena, Amaury, que acompañaba a ésta, le dijo:
—Ya que eres tan magnánima, ¿no te parece, Magdalena, que para que la reparación sea completa debo bailar con tu prima?
—¡Naturalmente!—respondió Magdalena.—No había pensado en eso y se resentiría ella...
—¡Cómo! ¿Que se resentiría?
—¡Claro está! Creería que yo me opongo a que bailes tú con ella.
—¡Qué niñería!—replicó Amaury.—¿Cómo supones que iría a ocurrírsele idea tan insensata?
—Tienes razón—repuso Magdalena esforzándose para reír.—Sería una hipótesis absurda; pero, de todos modos, como que es cosa que entra en el terreno de la posibilidad ha sido una buena idea la que has tenido al pensar en invitarla. Ve, pues, sin perder tiempo; ya ves que la rodea una corte de adoradores.
Amaury, sin advertir el mal humor que ligeramente se traslucía en el acento con que Magdalena pronunció las anteriores palabras, las tomó al pie de la letra y se dirigió hacia Antonia. Poco después, tras de sostener con ella un largo coloquio, volvió adonde estaba Magdalena, que no lo había perdido de vista ni un instante y así que lo vio a su lado le preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar:
—¿Qué baile te ha concedido?
—Por lo visto—contestó Leoville—si tú eres la reina del baile, ella es la virreina y yo he llegado tarde; me ha enseñado su carnet tan atestado de nombres que ya no había manera de añadir allí ninguno.
—¿Es decir que no hay medio posible?—repuso Magdalena con viveza.
—Sí, pero por especial merced, pues en virtud de pedírselo yo en tu nombre va a sacrificar a uno de sus adoradores, me parece que a mi amigo Felipe Auvray, y tengo el número cinco.
—¡El número cinco!—dijo Magdalena.—Y después de meditar un momento, añadió:
—¡Así, bailarás un vals!
—Puede ser—contestó Amaury en tono indiferente.
A partir de aquel instante estuvo Magdalena distraída y visiblemente preocupada, tanto que casi no respondía a las palabras de Amaury. Seguía con la mirada a Antoñita, que habiendo recobrado con el bullicio, la luz y el movimiento, su habitual jovialidad, parecía infundir a su paso una corriente de alegría en el ambiente de aquel salón que atravesaba ligera y gentil como una sílfide.
Felipe Auvray parecía estar enojado con Amaury. En un principio había decidido no asistir al baile por juzgarse lastimado en su dignidad; pero, más fuerza que esta consideración había hecho en su ánimo el deseo de poder decir al día siguiente que había estado en el gran baile con que el doctor Avrigny celebraba el enlace de su hija, y no pudiendo resistir a los requerimientos de su amor propio, había ido como todos.
Ya en casa del doctor y después de lo que había pasado entre él y Amaury, dispúsose a mostrarse tan rendido y obsequioso con Antoñita como indiferente y frío con Magdalena.
Pero, como Amaury había guardado bien el secreto, su reserva y su galantería pasaron inadvertidas para todo el mundo.
En cierta ocasión, el señor de Avrigny, que desde lejos observaba a Magdalena, se aproximó a ella después de un baile, y le dijo:
—Harías bien en retirarte, hija mía, pues no te conviene permanecer más tiempo en el salón.
—¡Pero si me encuentro aquí muy bien!—respondió ella con viveza.—Me distraigo con el baile y en ningún sitio creo que estaré mejor.
—¡Pero Magdalena!
—No me mande usted que me retire, papá, se lo suplico; se engaña usted si cree que no estoy buena. ¡Ojalá estuviese siempre como hoy!
Efectivamente, Magdalena, en medio de su excitación nerviosa, estaba encantadora, y todos a su alrededor lo repetían.
A medida que el tiempo pasaba y se acercaba el vals que Antoñita había prometido a Amaury, la pobre niña miraba a Magdalena con inquietud manifiesta. Más de una vez chocaron sus miradas con las de ella y cuando esto sucedía Antonia inclinaba su cabeza al mismo tiempo que en los ojos de Magdalena brillaba el fulgor de un relámpago.
Al terminar el baile que hacía el número cuatro, es decir, el anterior al vals que tenía comprometido con Amaury, Antonia fue a sentarse al lado de su prima para hacerle compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.
El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos:
—¿Quieres algo, Magdalena? Dime, hija mía, lo que deseas, porque todo es preferible al oculto pesar que aflige tu corazón.
—¿Habla usted de veras, papá?—exclamó Magdalena, en cuyos ojos brilló un destello de alegría.—¿Va usted a complacerme?
—Sí, aunque sea contra mi voluntad.
—Así, pues, ¿me permitirá bailar un vals, uno solo, con Amaury?
—Sí; si así lo quieres, sea—dijo el doctor.
—Ya lo oyes, Amaury: bailaremos el próximo vals.
—Pero recuerda, Magdalena—repuso Amaury, gozoso y turbado a un tiempo,—que precisamente ése es el vals que debía bailar con Antoñita...
Magdalena volvió vivamente la cabeza y sin pronunciar palabra interrogó a su prima con una muda mirada. Antonia contestó en el acto:
—Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito.
Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas. Cuando Amaury pasó junto al doctor, éste le dijo en voz baja:
—¡Ten prudencia!
—Pierda usted cuidado—repuso Leoville;—daremos muy pocas vueltas.
Y se lanzaron en medio del torbellino, perdiéndose muy pronto entre las otras parejas.
Bailaban un vals de Weber cuyo compás, que al principio era lento y moderado, se animaba gradualmente hasta el final, en que terminaba de un modo vertiginoso. Ardiente y grave a la vez, como trasunto del genio de su autor, era uno de esos valses que arrebatan y a la vez invitan a meditar.
Amaury hacía lo posible para sostener a Magdalena; pero a las pocas vueltas notó que flaqueaban sus fuerzas y le dijo con cariñoso interés:
—¿Quieres sentarte a descansar, Magdalena?
—¡No! ¡no!—contestó la hija del doctor.—No pases cuidado: me siento con fuerzas suficientes para continuar. Si papá ve que nos detenemos no me dejará bailar más.
Y aferrándose al brazo de Amaury, a quien comunicó sus ardientes ímpetus, siguió con increíble ligereza el ritmo del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.
No es fácil imaginarse pareja más admirable que la formada por aquellos dos jóvenes, a quienes la Naturaleza había colmado de dones con prodigalidad, que enlazados se deslizaban a lo largo del salón con rauda ligereza como si sus pies tocasen apenas el pavimento. Magdalena, dechado de elegancia y distinción, apoyábase en su novio y éste, radiante de felicidad, olvidándose de los espectadores, del bullicio del baile, del ritmo de la música, y anegando sus miradas en los ojos entornados de Magdalena, confundiendo con ella su aliento y escuchando los latidos de sus corazones, unidos por misteriosa corriente magnética, sintiose contagiado por la embriaguez que dominaba a su novia y le trastornó el vértigo. Olvidó la recomendación del doctor y su promesa; extinguiose su memoria para dejar paso al delirio más extraño y a partir de aquel instante ni vio ni oyó nada más de cuanto le rodeaba; toda su alma la tenía concentrada en Magdalena, cuyo flexible talle oprimía con su brazo. Ya no se deslizaban; parecían volar en alas de aquel compás febril que parecía empujarlos como un huracán, y así y todo, Magdalena repetía a cada, instante:—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos, más de prisa!—Y Amaury obedecía, estrechando su talle con más fuerza.
Ya no era la pálida y desencajada Magdalena quien decía esas palabras, sino una joven vigorosa, radiante de belleza, cuyos ojos lanzaban rayos de fuego y en cuya frente brillaba el esplendor de la vida. Ya habían cesado de bailar los más resistentes y ellos seguían valsando, y aun no contentos con esto, aceleraban el compás en medio de su vértigo sin ver ni oír ya nada, ciegos de amor y ebrios de dicha. Las luces, los convidados, el salón, todo les parecía que rodaba en torno suyo. En una o dos ocasiones creyó Amaury oír la voz del doctor que le decía angustiado:
—¡Bastante, Amaury, bastante! ¡Mira que vas a matarla!
Pero en el acto oía también la voz de Magdalena, que con nervioso acento repetía:
—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos más de prisa!
Los dos novios parecían no pertenecer ya a la tierra. Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.
Mas, súbitamente, Amaury sintió que hacía presión sobre su brazo todo el peso del cuerpo de su amada, entonces se detuvo asustado al verla con el talle doblado hacia atrás, lívido el rostro, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Se había desmayado.
Amaury no pudo contener un grito. El corazón de Magdalena no latía; hubiérase dicho que la muerte lo había paralizado.
Sintió el joven que la sangre se helaba en sus venas y quedó un momento inmóvil, como clavado en el suelo, mudo de estupor, inconsciente de cuanto le rodeaba; luego se repuso un tanto y al volver a darse cuenta de lo que había pasado alzó a Magdalena como una pluma y la llevó en sus brazos lejos de aquel salón en el que se saboreaba una felicidad que podía costar tan cara.
El doctor corrió en pos de ellos y cuando alcanzó a Amaury no le dirigió la menor reconvención.
Le acompañó al tocador, tomó allí una luz y pasando delante le guió al cuarto de su hija. Amaury dejó a Magdalena sobre su lecho y el señor de Avrigny se consagró por entero a prestarla sus cuidados, tomándole el pulso con una mano mientras con la otra le hacía respirar algunas sales.
No tardó Magdalena en recobrar sus sentidos, y aunque su padre estaba inclinado ante ella mientras que Amaury permanecía casi invisible arrodillado junto a la cama, a éste fue a quien buscó con su mirada apenas abrió los ojos.
—¡Amaury! ¡Amaury!—exclamó.—¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos muertos o vivos? ¿Nos encontramos en el Cielo con los ángeles o no hemos abandonado aún la tierra?
El joven no pudo reprimir un sollozo. Entonces Magdalena le miró con sorpresa.
—Amaury—dijo el doctor—vuelve al salón y encárgate de despedir a los invitados. Entre Antoñita y las doncellas desnudarán y acostarán a Magdalena: yo te tendré al corriente de su estado. Si no quieres alejarte de ella haré que te preparen una cama en tu antigua habitación.
Amaury, después de besar la mano a Magdalena que sonrió y le siguió con la vista hasta la puerta, salió del aposento. Cuando llegó al salón ya se habían marchado todos los convidados. Entonces ordenó que le arreglasen su cuarto y se acercó al de Magdalena, deteniéndose junto a la puerta y procurando escuchar desde allí lo que adentro se hablaba.
Poco rato después salió el doctor y estrechándole la mano le dijo:
—Ya está mejor. Yo me quedo a velarla toda la noche; vete tú a descansar y mañana veremos.
Amaury se dirigió al aposento que ocupaba cuando vivía en la casa; pero a fin de poder responder al primer llamamiento que se le hiciera, en lugar de acostarse en el lecho prefirió arrellanarse en un sillón junto al fuego que ardía en la chimenea.
El doctor por su parte se fue a su biblioteca y allí pasó mucho rato hojeando los libros de los profesores más eminentes del mundo; pero a cada momento movía la cabeza con cierto desaliento porque nada nuevo para él encontraba en todas aquellas obras. Sólo al llegar a un reducido volumen que, encuadernado en piel de zapa y ostentando sobre la tapa una cruz de plata, ofrecía más bien todo el aspecto de un devocionario que el de una obra científica, se detuvo en sus investigaciones y tomándolo fue a sentarse junto a la cabecera de Magdalena, que a la sazón dormía.
Aquel libro era la Imitación de Cristo.
Nada podía esperar ya de los hombres el doctor; no le restaba otra cosa que su confianza en Dios.
diario del doctor avrigny
22 de mayo, por la noche.
«Queda entablada la lucha entre el médico y la muerte. De nuevo tengo que infundir la vida en el cuerpo aniquilado de mi hija. Si Dios me ayuda confío en conseguirlo; pero, si me abandona a mis propias fuerzas, no habrá remedio para Magdalena y mi pobre hija morirá.
»Ahora su sueño es febril y agitado, pero siquiera duerme, pronunciando sin cesar el nombre de Amaury.
»¡Oh! ¡Yo soy culpable de todo! ¿Por qué he permitido que bailara?... Y sin embargo, si otra vez me encontrase en iguales circunstancias volvería a proceder como esta noche lo he hecho.
»Es preciso tratar el alma de mi hija con más delicadeza y más cuidado que su cuerpo, porque la pena que a veces le causan sus pensamientos es mucho más temible que la dolencia de su pecho. Antes se habrá desmayado de celos, que de desfallecimiento físico.
»¡Sucumbió a los celos!... ¡Dios mío! ¡Era verdad lo que yo tanto temía!... Tiene celos de su prima... ¡Pobre Antonia! Ella lo ha advertido tan pronto como yo y en todos sus actos ha mostrado toda la bondad y la abnegación de que su alma es capaz.
»Amaury es el único que ignora todo esto; él no ha sabido ver nada. En verdad hay que convenir en que el hombre a veces es rematadamente ciego.
»Tentaciones me han dado de enterarle de lo que pasa; pero he tenido miedo de que ahora se fijase más que antes en Antonia... No, no, vale más que no sepa una palabra.
»¡Hija mía!
»Me pareció que despertaba. Acaba de murmurar palabras incoherentes, que no he podido entender, y ha vuelto a dejar caer la cabeza sobre el almohadón, sumida en su sopor.
»Estoy muy inquieto y como sobresaltado. Desearía hacer que despertase cuanto antes... Quisiera averiguar si está mejor... Pero me detiene el temor de encontrar que se ha agravado.
»Esperemos, pues, y velaré entretanto... ¡Dios mío! Cada vez que pienso en que se ha repetido el caso de que Amaury la hiera sólo con tocarla... ¡Ese hombre acabará por matarla! Cuando pienso en que si no le conociera ella podría vivir... Pero, no, no; si no fuera él sería otro; así lo exige de un modo implacable la ley de la Naturaleza. Tanto los corazones como las almas se buscan unos a otros. ¡Desgraciados de aquéllos cuyo corazón y cuya alma se encierran en un cuerpo débil y sin resistencia! Esos sucumben al choque que los despedaza.
»¡No y no! Ese casamiento es un sueño irrealizable; es un proyecto utópico. Mi hija sería víctima de su propia dicha. ¿No la tengo ahí moribunda por haber sido feliz un solo instante?»
30 de mayo.
«En los ocho días transcurridos nada he tenido que apuntar en mi diario.
»¡Ocho días, durante los cuales he vivido pendiente de los latidos de su corazón y de las alteraciones de su pulso! ¡Ocho días, durante los cuales no he salido de casa, no me he movido de este aposento ni me he apartado siquiera de la cabecera de esa cama; y, no obstante, jamás han pasado para mí en tan poco tiempo tantos sucesos, jamás he sufrido tantas emociones ni me han asaltado tantas ideas! He dejado abandonados a todos mis enfermos para pensar en uno solo.
»En esos días, el rey me ha enviado a buscar dos veces, participándome que estaba indispuesto y que necesitaba de mis servicios. Yo he respondido a su mensajero:
»—Diga usted al rey que mi hija se está muriendo.
»Gracias a Dios, está ya un poco mejor. Hora era de que la Parca comenzara ya a cansarse. Jacob no había combatido más que una noche, mientras que yo llevo ocho días con sus noches luchando contra la muerte.
»¡Oh, Dios eterno! ¿Quién sería capaz de describir la angustia de aquellos instantes en que creía próximo mi triunfo; en que veía cómo la Naturaleza, (¡admirable auxiliar del arte, por la permisión divina!) vencía a la enfermedad; en que tras una crisis que podría muy bien calificarse de batalla, lograba yo descubrir una leve mejoría que venía a henchir mi corazón de esperanza... y un simple acceso de tos o un nuevo ataque de la fiebre se encargaba de desvanecer tan gratas ilusiones?
»Todo volvía entonces a ser materia de duda, y yo descendía de nuevo abatido por el desaliento al abismo de la desesperación, al ver que el enemigo ahuyentado un instante reanudaba el combate con más encarnizamiento que nunca.
»El horrible buitre que con su pico y sus garras destroza el pecho de mi hija volvía a hacer presa en ella y entonces yo, prosternado y con la frente inclinada, invocaba a Dios diciendo:—¡Dios mío, escucha mis súplicas! ¡no me abandones! ¡Si tu providencia infinita no ayuda a mi ciencia desmedrada y estéril, mi hija y yo estamos perdidos!
»Gozo fama de ser médico muy entendido; hay en París centenares de personas que a mi saber y a mis desvelos deben su vida; yo, que he devuelto tantas esposas a sus maridos, tantas madres a sus hijos, tantos hijos a sus padres, tengo en estos momentos a mi hija moribunda, y no soy dueño de decir: ¡La salvaré!
«No pasa día sin que tropiece en la calle con personas, que ni siquiera se cuidan de saludarme, porque creen haberme pagado bien con su dinero, y sin embargo, a haberlas yo abandonado, ahora reposarían para siempre en el fondo del sepulcro, en vez de pasear a la luz del sol... ¡Y yo, que he sabido combatir a la muerte y llegar a humillarla en pro de seres extraños y hasta desconocidos para mí, tendré que sucumbir forzosamente ahora que lucho por la vida de mi hija, que es mi propia existencia!
»¡Oh! ¡Qué amargo sarcasmo! ¡Qué lección tan terrible recibe del destino mi vanidad de sabio!
«¡Ah! Es que las enfermedades de todos esos a quienes yo he curado eran terribles, sí, pero no mortales necesariamente; eran enfermedades para todas las cuales hay remedios conocidos. El tifus se cura con caldo y agua de Sedlitz; las meningitis más graves, con tratamientos antiflogísticos; las afecciones del corazón más rebeldes, con el método de Valsava; pero ¡ay! la tisis... No hay más que una enfermedad, sólo una, que ni el mismo Dios puede curar, si no es haciendo un milagro, y precisamente es ésa la que me arrebata a mi hija.
»Con todo, tengo yo noticia de dos o tres ejemplos de tisis de segundo grado, que ha sido radicalmente curada, y yo mismo he presenciado un caso en el hospital. Tratábase de un pobre huérfano, sobre cuya tumba no habría llorado nadie. Creo yo que Dios se apiadó de él porque lo vio tan solo, tan abandonado en este mundo.
»Muchas veces doy gracias al Altísimo por haber infundido en mi alma la vocación que me hizo abrazar esta carrera, que hoy me permite velar por la vida de mi hija.
»¿Puede haber alguien capaz de tener, como yo tengo, la paciencia de permanecer día y noche a la cabecera de mi enferma sin guiarle otro estímulo que el sentimiento altruista de la ciencia? ¿Habría alguien capaz de hacer por el oro o por la gloria lo que por amor paternal estoy yo haciendo? No; no hay nadie capaz de eso. Si yo la abandonase un momento y no estuviese a su lado para prever y combatir los riesgos que puedan presentarse, ya habría sido amenazada su existencia varias veces.
»Cierto es también que constituye un suplicio muy superior a todos los del infierno del Dante el ver con tal claridad en el pecho de una hija los dos fieros adversarios, los dos principios de vida y de muerte, cuando la vida, vencida, aniquilada, retrocede paso a paso para ir abandonando el campo poco a poco a su enemigo implacable y eterno.
»Afortunadamente el progreso del mal parece haberse detenido por ahora y me deja respirar con libertad un instante.
»Espero. ¿Podré también confiar? ¡Dios lo sabe!»
5 de julio
«Sigue muy mejorada y esta mejoría la debo a Amaury y a Antoñita. Amaury se ha portado como hombre capaz de todo sacrificio por la mujer a quien ama. Verdad es que él fue el causante del mal; pero justo es reconocer que no podía hacer más por llevar a la cima la empresa de repararlo. Ha dedicado a Magdalena todo el tiempo que le ha sido posible, consagrándose a cuidarla y reanimándola con su cariño y su tierna solicitud; y estoy seguro de que ella sola ha ocupado su pensamiento en todo instante.
»Mas yo advertía una cosa; cuando Amaury y Antoñita me acompañaban cerca de Magdalena, ésta parecía inquieta; miraba alternativamente al uno y al otro como si quisiera sorprender sus miradas y sus gestos, y como casi siempre tenía su mano en la mía, sin que ella se diese cuenta, yo sentía en su pulso latir los celos.
»Si se le aproximaba uno solo de los dos, volvía el pulso a su estado normal. Mas si los dos dejaban la habitación, ¡qué horrible debía ser el sufrimiento de mi pobre hija! ¡Cómo se recrudecía su estado febril hasta que alguno de ellos volvía a acompañarnos!
»Yo no podía hacer que Amaury se alejase, porque ella necesita como el aire su presencia. Ya veremos más adelante.
»Y tampoco era dueño de alejar de aquí a Antoñita. ¿Cómo podía decirle a esa pobre criatura, casta como la pura luz del cielo:—¡Vete!, Antoñita?
»Pero ella, que todo lo adivina, entró ayer en mi despacho y me dijo:
—Tío, creo que usted dijo un día que en cuanto volviera el buen tiempo y Magdalena estuviese algo mejor, la llevaría a su quinta de Ville-d'Avray. Pues bien, Magdalena se encuentra ya mejor, y estamos ya en primavera, y si hemos de ir allá, hay que visitar primeramente la quinta, que está deshabitada desde el año pasado, y sobre todo, tenemos que preparar con especial cuidado la habitación de mi prima. Deje a mi cargo esas cosas, que yo lo arreglaré todo.
»Adivinando yo su intención, en cuanto comenzó a hablar, la miré fijamente clavando mis ojos en los suyos, que acabaron por bajar su mirada, mientras su rostro se teñía de vivo carmín. Cuando volvió a alzar la vista, arrojose llorando en mis brazos y yo la estreché contra mi pecho.
»—¡Tío! ¡tío!—exclamó con voz ahogada por los sollozos.—No tengo yo la culpa, se lo juro. Amaury no ha puesto en mí sus ojos, ni siquiera le he llamado la atención, y desde que Magdalena está enferma se ha olvidado hasta de sí mismo para pensar sólo en ella; y a despecho de todo eso está celosa, y esos celos la matan. ¡Pobre Magdalena! Usted, tío, sabe lo que ocurre tan bien como yo; es un sentimiento que se revela en sus miradas ardientes, en su voz temblorosa, en sus movimientos bruscos. Ya ve usted que debo partir; lo comprende usted muy bien y si no fuera tan bueno, ya me lo habría indicado usted mismo.
»Por toda respuesta, imprimí un beso en su frente.
»Poco después entrábamos en el dormitorio de Magdalena, a la cual encontramos inquieta y visiblemente agitada.
»No nos costó mucho trabajo adivinar la causa; Amaury se había marchado hacía media hora y mi hija creía indudablemente que estaba con Antoñita.
»Me incliné hacia ella y le dije:
»—Hija mía, puesto que estás ya mucho mejor y de aquí a quince días podremos irnos al campo, tu prima se ha ofrecido a aposentarnos, yendo antes que nosotros para prepararlo todo en la quinta.
»—¿Qué dice usted, papá?—exclamó Magdalena.—¿Que Antoñita va a Ville d'Avray?
»—Sí, Magdalena—contestó su prima.—Ahora tú ya estás mejor, como acabas de oír de labios de tu padre, y tu doncella y la señora Braun y Amaury bastarán para cuidarte. Creo que no necesita más un convaleciente. Mientras tanto yo iré allí, prepararé tu cuarto, cuidaré tus flores, arreglaré tus invernaderos; en fin, pondré todo en orden y verás como cuando tú llegues lo encuentras a medida de tus deseos.
»—¿Y cuándo partes?—preguntó Magdalena con una emoción que no pudo ocultar.
»—Dentro de breves momentos. Ya hemos dado orden de que enganchen.
»Magdalena, impulsada por el remordimiento, por la gratitud, o quizás a la vez por ambas cosas, abrió entonces sus brazos a Antoñita y las dos primas se abrazaron con efusión. Hasta me pareció oír que mi hija deslizaba al oído de Antoñita esta palabra:—¡Perdón!
»Después, Magdalena pareció reunir sus fuerzas para preguntar:
»—¿No vas a aguardar a Amaury? ¿Vas a marcharte sin despedirte de él?
»—¿Despedirme? ¿Qué necesidad hay de eso, si hemos de volver a vernos de aquí a dos o tres semanas? Hazlo tú en mi nombre, que eso le gustará más.
»Y después de pronunciar estas palabras, salió de la habitación.
»Poco después, oímos rodar el coche que la llevaba, al mismo tiempo que José entraba a anunciarnos que acababa de partir.
»En aquel momento yo, que tomaba el pulso a Magdalena, noté un cambio muy sensible cuando ella oyó la noticia.
»De noventa pulsaciones, bajó setenta y cinco; luego fortalecida de aquellas emociones que a cualquier observador superficial habrían parecido bastante menos intensas, se durmió, tal vez con el sueño más tranquilo que había podido conciliar desde la noche fatal en que Amaury la llevó desde el salón al lecho en que aun estaba acostada.
»Como yo ya suponía que Amaury volvería pronto, adopté la precaución de abrir la puerta con cuidado para que no la despertase el rumor de su llegada.
»Esta no se hizo esperar. Cuando él entró, le indiqué con una seña que se sentase en el lado hacia el cual tenía vuelta la cara mi hija, para que pudiese verle así que abriera los ojos, ¡Ay de mí! Bien sabe Dios que ya no estoy celoso. ¡Quiera El que no se cierren sus ojos, sino después de gozar de dilatada existencia, y no importa que todas sus miradas las dedique a su novio!
»Desde este momento se afirma la mejoría.
9 de junio.
»Acentúase cada vez más la mejoría...¡Gracias, gracias, Dios mío!
10 de junio.
»Su vida está ahora en manos de Amaury. Si consiente en lo que le pido, está salvada.»
Para relatar los anteriores sucesos nos hemos valido del diario del doctor, por ser éste el mejor medio de enterarnos de todo lo ocurrido a la cabecera del lecho de su hija y de compenetrarnos con el estado de ánimo de los que en ella tenían cifradas sus más caras afecciones.
El señor de Avrigny no se equivocaba al decir que estaba mejor la enferma. Gracias a los cuidados del padre y a la ciencia del sabio se había operado el milagro, y por aquella vez la muerte había sido vencida.
Con todo, el doctor, a pesar de toda su ciencia o tal vez a causa de ella, que le descubría todos los misterios del organismo humano, había vislumbrado interpuesta entre él y la enfermedad, una tercera influencia que él se consideraba impotente para combatir y que tan pronto venía en auxilio del mal con en el del médico. Esta tercera influencia la representaba Amaury; por eso había estampado en su diario que en manos de él estaba la vida de Magdalena.
Así, obrando en consecuencia, al día siguiente a aquél en que había escrito esta triste confesión envió a Amaury un recado diciéndole que le aguardaba, pues necesitaba hablarle. El joven, que aún no se había acostado, acudió inmediatamente al despacho del doctor.
El padre de Magdalena, sentado junto a la chimenea con la cabeza oculta entre las manos, estaba abstraído en tan hondas reflexiones que no lo oyó entrar ni notó su presencia cuando llegó adonde él estaba, hasta que Amaury, después de contemplarle un momento, le preguntó con acento de inquietud:
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me ha hecho usted llamar? ¿Ha recaído Magdalena?
—No, hijo mío, no—respondió el doctor.—Precisamente porque está mucho mejor he querido hablar contigo. Siéntate, pues, y hablaremos.
Obedeció Amaury sin replicar, mas no libre de inquietud, porque el acento del doctor, por lo solemne, le revelaba que iba a tratarse allí de algún asunto muy serio.
Efectivamente, tan pronto como Amaury se acomodó en un asiento, le tomó el doctor la mano y mirándole fijamente, le dijo:
—Escúchame, Amaury: tú y yo somos como dos soldados que han peleado juntos en el campo de batalla; nos conocemos mutuamente, tenemos perfecta idea de nuestro valor y de nuestras fuerzas, y así podemos hablarnos con toda sinceridad, con absoluta franqueza.
—¡Ay!—repuso el joven.—Desgraciadamente, en esta larga lucha en la que todos aguardamos que usted triunfe, le he servido de muy poco; ha tenido usted en mí un mal auxiliar. Cierto es que si la intensidad del amor y el fervor de la oración constituyesen méritos a los ojos de Dios y sirviesen de ayuda a la ciencia, yo también podría atribuirme en cierto modo la gloria de haber contribuido a que Magdalena hoy esté convaleciente.
—Lo sé, Amaury, lo sé. Por eso, porque sé hasta qué punto la quieres, espero de ti, en bien de ella, un ligero sacrificio.
—Hable usted. Estoy dispuesto a todo, menos a renunciar a ser su esposo.
—No temas, hijo mío. Magdalena es tuya, o mejor dicho, no pertenecerá nunca a otro hombre.
—¿Qué quiere usted decir?
—Oye, Amaury; escucha en mis palabras la observación del médico y no el reproche de un padre. Yo comencé a temer por la salud de mi hija el mismo día en que nació; pero las dos veces en que más seriamente me ha alarmado desde que está en el mundo han sido: una, cuando le declaraste tu amor, y la otra...
—No me la recuerde usted, padre mío. ¡Cuántas noches, mientras usted velaba a su cabecera y yo lloraba en mi cuarto, me ha asaltado ese recuerdo, causándome la tristeza propia del remordimiento! Pero por fuerza tendrá usted que perdonarme, porque junto a Magdalena pierdo la razón, todo lo olvido, el amor me trastorna...
—De todo corazón te perdono, hijo mío, porque si así no fuera no la querrías. ¿Ves? En eso consiste la diferencia que hay entre tu amor y el mío; yo presiento las desgracias futuras y tú olvidas las pasadas. Por eso me parece conveniente y hasta juzgo que es preciso que apartes de ella, siquiera sea temporalmente, tu amor ciego y egoísta, para que por su salud pueda velar tan sólo el cariño previsor y desinteresado de su padre.
—¿Qué dice usted? ¿Que abandone a Magdalena? ¡Imposible!
—Por unos cuantos meses solamente.
—Pero considere usted que Magdalena me quiere tanto como yo a ella; no, tanto no, porque eso no puede ser. (Estas palabras de Amaury hicieron sonreír al doctor.) ¿No teme usted que esa ausencia le perjudique aún más que mi presencia?
—No, porque aguardará tu vuelta y para las heridas del alma no hay bálsamo más eficaz que la esperanza.
—Pero, ¿adonde iré? ¿Y con qué pretexto?
—Por pretexto no te apures no hace falta, porque existe una razón justísima. Yo conseguí para ti una misión que debías cumplir en la corte de Nápoles, y en su virtud tú dirás o, aun mejor, lo diré yo, y así quedas exento de responsabilidad, que en provecho de tu carrera tienes que desempeñar esa comisión inmediatamente. Si mi hija se queja, yo le diré que calle, que iremos a recibirte cuando regreses y, en vez de tres meses, la separación no llegará a seis semanas.
—¿De veras? ¿Lo hará usted así?
—Sí, hijo mío; ya lo verás. A Magdalena le conviene el clima de Italia, con su hermoso cielo y su aire tibio y suave. La llevaré a Niza, porque ese viaje es poco costoso y puede hacerse sin gran fatiga, remontando el Sena, siguiendo el canal de Briare y bajando luego el Saona y el Ródano. Desde allí te escribiré que aceleres o dilates tu regreso, según como esté mi hija. De este modo la ausencia es, y así lo debes comprender, bastante soportable, endulzada por la esperanza de una reunión próxima, y yo veré a Magdalena libre de esas fuertes emociones y de esas terribles sacudidas debidas a tu presencia, que la postran y la matan. Fija bien en tu memoria, lo que ahora voy a decirte y tenlo siempre muy en cuenta: La he salvado ya dos veces; pero a la tercera crisis no habrá remedio para ella y sucumbirá forzosamente. Esa crisis tiene que sobrevenir con tu presencia.
—¡Oh! ¡Es horrible! ¡Qué situación, Dios mío!
—Te lo pido, pues, no ya por ti ni por mí, sino por ella. Te pido que me ayudes a salvarla y lo harás si comparas esa separación tan corta con la separación eterna, impuesta por la muerte.
—¡Qué remedio!... Haré lo que usted quiera, padre mío.
—No esperaba menos de ti, Amaury. ¡Gracias, hijo mío, gracias!—exclamó el doctor sonriendo por primera vez desde hacía quince días.—Ahora es cuando a modo de recompensa por tu abnegación puedo decirte: Esperemos.
Al otro día, el doctor, seguro ya de que Magdalena no sufriría por el momento ninguna recaída, comenzó a salir de casa para dedicarse a sus quehaceres habituales. Tenía que ir a palacio para explicar al rey su conducta y debía también visitar al ministro de Negocios Extranjeros para recordarle su promesa relativa a la misión que se encargaría a Amaury.
Con sobrada razón podía haber dicho el doctor que el enfermo era él, pues en aquellos quince días había envejecido quince años, y aunque no pasaba de los cincuenta y cinco, había encanecido su cabeza por completo.
Cuando regresó a su casa llevaba la seguridad de que el día que quisiese tendría a su disposición la carta diplomática.
Al entrar se encontró con Felipe en el umbral.
Desde la noche del baile, Auvray había ido todos los días, sin faltar uno, a informarse del estado de Magdalena. Solía recibirle Antoñita, y después que ésta partió, era José quien le daba las noticias. No quiso preguntarle nada a Amaury, porque, según su modo de ver las cosas, exigíale su dignidad que le pusiera mala cara; pero Leoville no advirtió nada de esto, porque no se acordaba ya de la existencia de su antiguo amigo.
El señor de Avrigny, que estaba enterado de las atenciones o interés de Felipe, le dio las gracias mientras le estrechaba la mano cariñosamente. Después se dirigió al cuarto de su hija.
Transcurría a la sazón el mes de junio, y hacía un hermoso día, digno de servir de despedida a la primavera, próxima ya a dejar paso al estío. El doctor había permitido que al mediodía, por ser aquélla la hora de más calor y no ofrecer peligro para la enferma, se abriesen por primera vez las ventanas del aposento de Magdalena; de modo que encontró a ésta sentada en su cama con el deseo retratado en el semblante de respirar aquel aire que le estaba vedado todavía y contemplar de cerca aquel frondoso verdor del parque, bajo cuya sombra no podía correr aún; pero en cambio ya que nada de esto le estaba permitido, había hecho cubrir su cama de flores, como se hace con los palios en la poética fiesta del Corpus.
Amaury se había prestado a ello y le llevaba del jardín al lecho las flores que ella quería.
—¡Papá!—exclamó al ver al doctor.—¡No puede usted imaginarse cuánto le agradezco la sorpresa que Amaury, con el permiso de usted, me ha dado al devolverme el aire y las flores! Me parece que respiro con más libertad y me comparo con aquel pobre pajarillo que usted puso con un rosal en el interior de la campana neumática. ¿Recuerda usted? Cuando se le retiraba el rosal parecía pronto a morirse, y cuando se le devolvía parecía también que se le restituía la vida. Diga usted, papá: Cuando a mí me falta aire y me ahogo, como aquella infeliz avecilla, ¿no se me podría también devolver la vida rodeándome de flores?
—Sí, Magdalena; sí, hija mía; ya lo haremos así—asintió el doctor.—No pases pena: yo te llevaré a un país en que no mueren jamás ni las flores, ni las niñas y allí vivirás tú entre rosas como una abeja o un pájaro.
—¿Adónde me llevará usted, papá? ¿A Nápoles?
—No, hija mía, porque a Nápoles está demasiado lejos para ir allá de un tirón sin hacer ni un descanso. Además, Nápoles ofrece el inconveniente del sirocco, que agosta las flores, y la tenue ceniza del Vesubio, que abrasa los pulmones de las niñas. No llegaremos allí; nos detendremos en Niza...
Antes de proseguir, el doctor pareció titubear, consultando a su hija con la mirada.
—¿Y qué?...—preguntó Magdalena, mientras su novio bajaba la cabeza.
—Amaury seguirá su viaje hasta Nápoles.
—¿Cómo es eso? ¿Nos deja?—exclamó Magdalena.
—No, hija mía, porque eso no es dejarnos—repuso el doctor, con viveza.
Y muy despacio y adoptando toda suerte de precauciones oratorias, dio cuenta a Magdalena de su plan, que, como ya sabemos, consistía en llegar hasta Niza y aguardar la vuelta de Amaury en aquel invernadero de Europa, en la estación de invierno más espléndida del mundo.
Escuchole Magdalena con la cabeza baja y como absorbida por un pensamiento fijo, y cuando acabó de hablar le preguntó:
—¿Vendrá también con nosotros Antoñita?
—Siento en el alma, hija mía—respondió el doctor,—verme obligado a separarte de tu amiga, de tu hermana; pero fácilmente se te alcanzará que no puedo dejar a cargo de personas extrañas la vigilancia y el cuidado de mis casas de París y de Ville d'Avray. Tu prima, por lo tanto, tendrá que quedarse aquí.
En los ojos de Magdalena brilló un rayo de júbilo: sentíase consolada de la ausencia de su novio con la ausencia de Antoñita.
—¿Y cuándo partiremos?—preguntó con cierta impaciencia.
Al oír esta pregunta, alzó Amaury la frente y la miró sorprendido... Como su pasión egoísta y ciega no le había dejado adivinar los misterios que el cariño paternal del doctor había logrado descubrir, todo era para él, motivo de asombro, porque todo lo ignoraba.
—La fecha de la partida, depende de ti, hija mía—respondió el señor de Avrigny,—tan pronto como puedas soportar el traqueteo del coche, después que hayas probado tus fuerzas, dando algunos paseos por el jardín apoyada en mi brazo o en el de Amaury, emprenderemos el viaje.
—Pues no tengas cuidado, papá. Haré lo que me mandes y pronto estaré dispuesta para la marcha.
El señor de Avrigny no se había equivocado en sus presunciones: de Ville d'Avray a París, había aún poca distancia.
amaury a antonia
«Me ruega usted, Antoñita, que la entere de todos los pormenores relativos a la convalecencia de Magdalena, y me explico su curiosidad: no le basta saber que está mejor, sino que quiere saber cómo ha recobrado la salud. A decir verdad no podría usted encontrar un narrador más apropiado que yo, porque, no estando usted aquí para poder hablar de ella, los dos, me conceptúo dichoso al escribirle. ¡Cosa extraña! Con su padre, que la quiere tanto como yo, me siento, no sé por qué, sin esa confianza que usted me inspira. No sé si será la diferencia de edad o la gravedad de su carácter la causa de ello; pero el hecho es que con usted no me ocurre nada de eso; con usted, Antoñita, hablaría yo sin cesar toda la vida.
»Una semana después de marcharse usted aún seguía yo preguntándome todas las noches: ¿Viviré o moriré? porque entonces estaba en peligro Magdalena. Ahora, querida Antoñita ya le puedo decir: Viviré, porque le puedo anunciar que vivirá.
»Crea usted, Antoñita, que mi amor hacia Magdalena no es vulgar ni pasajero; mi unión con ella no era matrimonio de conveniencia, ni siquiera lo que se ha dado en llamar un matrimonio de inclinación: me unía una pasión única, sin ejemplo: y si ella moría tenía yo que morir también con ella.
»La misericordia de Dios no lo ha querido, ¡Gracias, Dios mío!
»Su padre no ha podido responder de su vida hasta anteayer, y aun eso con una condición muy extraña; con la condición de que yo me separe de Magdalena siquiera temporalmente.
»Al pronto yo temí que esta noticia envolviese nuevos peligros para Magdalena; pero, indudablemente, a la pobre ya no le quedan fuerzas para experimentar sensaciones muy vivas, porque al saber que nos reuniríamos en Niza, donde ella me aguardaría, casi manifestó prisa por partir, cosa que me causó gran extrañeza, acrecentada por la circunstancia de haberle dicho su padre que usted no podría acompañarla.
»Hay que reconocer que los enfermos parecen niños grandes. Desde ayer es para ella ese viaje un motivo de extraordinaria alegría.
»Cierto es que ella se imagina que partiremos juntos, siendo así que se engaña porque su padre acaba de anunciarme que debo yo ponerme en camino dentro de una semana, y aun dando por sentado que siga la mejoría, no es de esperar que Magdalena esté en disposición de emprender el viaje antes de tres semanas o de un mes, tal vez.
»No sé cómo hará su padre para lograr que ella me deje marchar; pero él me ha dicho que eso corre de su cuenta, y ya debe tener su plan trazado.
»Hoy ha sido el primer día en que Magdalena, ha podido al fin abandonar el lecho; su padre la ha trasladado desde su cama a un sillón preparado ex profeso junto a la ventana, y tan débil está aún que se habría desmayado en el camino si la señora Braun no le hubiera dado a respirar un frasco de esencias. A mí me dejaron entrar cuando ya estuvo sentada, y entonces ¡oh Dios mío! sólo entonces me fue dable apreciar los estragos que la terrible enfermedad ha causado a mi pobre Magdalena.
»Aun así está hermosa, más hermosa que nunca, pues con su larga bata abrochada hasta el cuello, se asemeja a uno de esos ángeles tan bellos, de diáfana cabeza y cuerpo inmaterial del Beato Angélico. Pero esos ángeles tan hermosos están ya en el Cielo, mientras que Magdalena (y a Dios le damos gracias por ello), está aún con nosotros. Así resulta que lo que en ellos es una belleza divina, en Magdalena es un belleza que casi espanta.
»¡Y qué dichosa se sentía, de estar allí tan cerca de la ventana! Hubiera dicho cualquiera que veía el cielo por primera vez, que por primera vez, también, aspiraba aquel aire tan puro y respiraba el aroma de aquellas flores. Al través de su cutis blanco y transparente veíamos cómo volvía a la vida. ¡Dios eterno! No sé si sucumbirá a los goces y a los pesares humanos, sin poderlos resistir. También su padre parece temer lo mismo, porque a cada momento se le acerca y, so pretexto de estrecharle la mano, le toma el pulso.
«Anoche se mostraba muy contento porque durante el día había acusado el pulso tres o cuatro pulsaciones menos por minuto que los días anteriores.
»A media tarde, cuando ya el sol no daba en el jardín la ordenó acostarse, sin escuchar sus súplicas. El mismo la transportó al lecho, comprobando gozoso que ella soportaba mejor que la primera vez ese transporte. No hubo necesidad de hacerla respirar esencias, lo cual era buena prueba de que el aire y el sol habían contribuido a devolver cierto vigor a su cuerpo.
«Cuando la acostaban, tocaba yo en el salón una melodía de Schubert. Ya estaba a punto de terminarla, cuando la señora Braun vino de su parte, a pedirme que siguiese. Por primera vez volvía Magdalena a oír música desde la terrible noche en que la música pudo costarle la vida. Accedí a su ruego, y cuando al terminar entré en su cuarto, la encontré sumida en una especie de arrobamiento.
»—¡Oh! No puedes imaginarte, Amaury—me dijo—los crueles encantos que yo encuentro en la terrible enfermedad que tanto alarma a todo el mundo, pues me parece que no sólo mis sentidos corporales han duplicado su virtud de percibir, sino que en mí se han despertado nuevos sentidos que pudiéramos llamar sentidos del alma. Ahora mismo, en esa música que acabas de hacerme oír y que he escuchado tantas veces, he percibido nuevas melodías que no sospeché jamás y el aroma de mis flores me produce sensaciones que nunca conocí y que quizá no vuelva ya a percibir cuando haya recobrado la salud por completo. Cuando ayer... (no vayas a burlarte de mí, Amaury) una silvia cantaba en un arbolito, en el cual había un nido, ¿sabes lo que se me ocurrió pensar mientras la oía cantar? Que si así como estoy contigo y con mi padre, hubiera estado sola, habría concentrado mi espíritu en aquel canto, aplicando a interpretar todas mis facultades, segura de llegar a comprender lo que aquel pájaro decía a su hembra y a sus hijuelos.
»Yo miraba al padre de Magdalena, y asustado de oír aquellas ideas que me parecían hijas del delirio, buscaba en sus ojos una respuesta a mis dudas y a mis inquietudes; pero él, con un ademán procuró tranquilizarme, y poco después abandonó el aposento.
»Entonces Magdalena se inclinó hacia mí y dijome al oído:
»—Amaury, ¿quieres tocar aquel vals de Weber que bailamos juntos?
»Yo me asusté ante la idea de hacerle oír la misma melodía que la había causado una crisis nerviosa tan terrible, y no hallé otro medio de excusarme que decirle que no la sabía de memoria.
»—No importa. Mañana la enviarás a buscar y la tocarás. ¿Verdad que lo harás así?
»Yo se lo prometí, sin saber lo que decía.
»¿Tendrá razón su padre al decir que las emociones más perjudiciales son las que más apetece?
»Al despedirme por la noche me hizo prometer de nuevo que al otro día la complacería tocando el famoso vals de Weber.
»Ha pasado bien la noche última, durmiendo con un sueño más tranquilo y reparador que el de costumbre. Tres veces, desde las diez de la noche al amanecer, ha entrado su padre en el dormitorio y siempre la ha encontrado descansando. La señora Braun, que la velaba, ha asegurado que en toda la noche no se despertó más que dos veces, y después de tomar un calmante, dando muestras de sentirse muy aliviada, había vuelto a dormirse.
»Cuando esta mañana me ha explicado el doctor cómo había pasado la noche su hija, según suele hacerlo cotidianamente antes de entrar yo en su cuarto, le dí cuenta de la obstinación que mostraba Magdalena por oír el vals en cuestión. Reflexionó unos instantes, al cabo de los cuales, respondió:
»—¡Ya te lo decía yo! ¡Ya ves cómo eran ciertos mis temores! Mientras tú no te vayas, siempre tendrá esa necesidad de emociones fuertes que me da tanto cuidado. No tomes a mal lo que te digo, Amaury; pero, he de confesarte con noble sinceridad que daría yo algo bueno por verte ya lejos de ella.
»—Pero, ¿qué hago? ¿Toco o no toco el vals?
»—Tócalo. Yo estaré a tu lado. Haz caso de lo que yo te recomiende y no accedas a los ruegos que ella pueda hacerte.
»Me dirigí al cuarto de Magdalena y encontré a ésta con el rostro radiante y haciendo gala de tener muy buen humor. La fiebre había seguido en su marcha descendente.
»—¡Ay, Amaury!—me dijo.—¡Si supieras qué bien he dormido y con qué fuerzas me siento! Tan bien estoy, que si consintiese en ello mi tiranuelo (y al decir esto, envolvió a su padre en una mirada de amor inefable), creo que andaría, o más bien, sería capaz de volar, más ligera que un pájaro. Pero él con su pretensión de conocerme mejor que yo misma, me tiene aquí sujeta a este maldito sillón.
»—Te has olvidado ya, Magdalena—le repliqué,—que hace dos días reducíase toda tu ambición a sentarte en ese maldito sillón como tú dices, y ahí, junto a la ventana, creías estar en un paraíso terrenal. Así pasaste ayer todo el día y te diste por muy contenta con ello.
»—Tienes razón, pero lo que ayer tenía yo por bueno no lo es ya hoy. Si hoy tú sólo me quisieras lo mismo que ayer no me daría por satisfecha; para mí, las sensaciones que no aumentan disminuyen. ¿A ver si adivinas en dónde querría yo estar ahora? ¿Quieres que te lo diga? Pues quisiera estar bajo un grupo de rosales, tendida sobre»el césped, que se me figura suave como el terciopelo.
»—Me complace tu ambición por lo modesta—dijo el doctor.—De aquí a tres días, podrás satisfacer tus deseos.
»—¡De veras!—exclamó Magdalena, palmoteando como un niño a quien se le promete un juguete deseado con ansia mucho tiempo.
»Y aun hoy mismo te dejaré ir sin el auxilio de nadie a sentarte en el maldito sillón. Hay que ensayar las piernas antes que las alas. La señora Braun y yo marcharemos a tu lado por si acaso hubiera que sostenerte.
»—Tal vez sea acertada esa previsión, papá, porque si he de ser franca, he de confesar que soy como esos cobardes que alardean de su valor si están lejos del peligro, y en cuanto se les presenta la ocasión de demostrarlo cambian en el acto de lenguaje y de actitud. ¿Cuándo me levantaré hoy? ¿Habré de aguardar, como ayer, al mediodía? Eso es mucho, papá; considere usted que ahora son las diez escasas.
»—Bien, hija mía; hoy permitiré que te levantes una hora antes, y como hace muy buen día y la temperatura es agradable, abriremos la ventana para que respires el aire puro del exterior.
»Mientras abrían la ventana, y el aire y el sol inundaban el aposento, inclinose a mi oído Magdalena para decirme:
»—¿Y el vals?...
»Le respondí con una seña afirmativa y con ella pareció quedar tranquila y satisfecha.
»Pronto entraron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Ya sabe usted, Antoñita, que antes su tío y yo hacíamos las comidas separados, para poder relevarnos a la cabecera de la enferma; pero desde que ésta convalece, tal precaución es inútil, y hace unos cuantos días que comemos juntos.
«Próximamente a las once se levantó de la mesa el padre de Magdalena, diciendo:
»Cuando se quiere que los niños y los enfermos, hagan lo que se les manda, no hay más remedio que cumplirles fielmente lo que se les promete. Ahora la ayudaré a levantarse y tú podrás entrar dentro de unos diez minutos.
«Efectivamente, poco después encontraba yo a Magdalena sentada junto a la ventana, y, al parecer, muy contenta, contemplando el jardín.
«Entre su padre y la señora Braun la habían ayudado a trasladarse desde el lecho hasta el sillón. Cierto es que sin el apoyo que ambos le prestaron quizás se habría visto apurada para llegar hasta allí, pero, ¡cuánta, diferencia no había entre aquel día y la víspera, cuando hubo que llevarla en brazos! Me senté a su lado y a los pocos instantes dio muestras de sentir cierta impaciencia.
»El doctor, que parece leer por arte de magia en lo más hondo de su corazón, la comprendió en el acto y levantándose dijo:
»—Amaury, permanecerás aquí con Magdalena sin separarte de ella, ¿verdad? Yo tengo que ausentarme por un par de horas. Prométeme no abandonarla hasta que yo vuelva.
»—Váyase usted confiado. No la dejaré.
»El señor de Avrigny dio un beso a su hija y salió del aposento.
»—¡Vamos! ¡Pronto! ¡Pronto, Amaury!—exclamó ésta, acto continuo.—Ve a tocar el vals de Weber. Esta idea me obsesiona y no puedo desterrarla de mi mente: toda la noche he estado oyendo ese vals.
»—Pero, ¡si no puedes acompañarme al salón, Magdalena!
»—Demasiado lo sé, pues, por desgracia, casi no puedo tenerme en pie; pero tú dejarás todas las puertas abiertas y así podré oírte bien.
»Recordé la recomendación de su padre, y seguro de que estaría muy cerca velando por su hija, me levanté para ir a sentarme al piano. Con las puertas abiertas podía yo ver desde allí a Magdalena, que en medio de los cortinajes que servían de marco a su figura, parecía un cuadro de Greuze. Vi que me hacía una seña con la mano; púseme el papel delante y me preparé a tocar.
»—Empieza.—oí que decía una voz detrás de mí.
»—Volví la cabeza y vi al doctor.
»El vals, como usted ya sabe, Antoñita, era uno de esos enloquecedores motivos de melancólico ardor que nadie sabía desarrollar sino el autor de Freyschutz, con su poderoso genio.
»Yo no la sabía de memoria; tenía que ir, por lo tanto, descifrando las notas mientras tocaba. No obstante, creí ver, como a través de una espesa niebla, que Magdalena se alzaba de su sillón, y al volverme vi que no me había engañado. Quise entonces detenerme, pero su padre, que lo vio, me contuvo, diciendo:
»—Continúa.
»Y yo continué, sin que la interrupción fuese advertida por ella, cuya poética naturaleza parecía animarse con la armonía e iba adquiriendo fuerzas a medida que el compás se aceleraba.
»Permaneció un instante en pie e inmóvil, y echando a andar de pronto, aquella débil enferma, que para ir de la cama a la butaca había necesitado ayuda de dos personas, avanzó con paso seguro, deslizándose sobre el pavimento como una sombra, sin buscar apoyo ni en la pared ni en los muebles. Yo me volví hacia el doctor y viéndole muy pálido y demudado, quise parar otra vez; pero él volvió a prohibírmelo, diciendo:
»—Continúa. Acuérdate del violín de Cremona.
»Y continué de nuevo. El compás se aceleraba por momentos y cuanto más aumentaba la rapidez, más de prisa caminaba Magdalena, acercándose a mí, hasta llegar a poner sobre mi hombro su diestra. Entonces su padre, que había salido pocos momentos antes, volvió a entrar por una puerta situada a nuestra espalda y repitió por tercera vez:
»—Continúa, continúa. ¡Bravo, hija mía! ¿Pues no decías esta mañana que estabas tan extenuada y tan débil?...
»Y el pobre padre, lleno de mortal angustia, reía y temblaba a la vez.
»—Parece cosa de magia, papá—contestó Magdalena.—El efecto que me causa la música es realmente maravilloso, tanto, que a mi juicio existen melodías capaces de hacerme abandonar la sepultura. Así me explico cómo comprendía tan bien las escenas de las monjas de Roberto el Diablo y las Willis de la Gisela.
»—Así lo creo; pero no conviene abusar de esa facultad—replicó el doctor.—Apóyate en mi brazo y tú, Amaury, continúa: esa música es admirable. Pero después—me dijo en voz baja,—procura pasar de ese vals a alguna melodía vaga que vaya expirando como un eco que se pierde en lontananza.
»Comprendí su intención, y obedecí. La misma música que había causado en ella tal exaltación, debía sostenerla hasta el momento en que llegase a su sillón; mas entonces debía decrecer ya por grados, pues, cesando de repente, podía producirle un efecto desastroso que determinase una agravación del mal.
«Efectivamente, Magdalena volvió a sentarse sin aparentar cansancio, y con semblante tranquilo y revelando alegría, se acomodó en el sillón. Yo comencé a retardar el compás y la vi inclinar hacia atrás la cabeza, y cerrar los ojos. El doctor, que no la perdía de vista y la contemplaba fijamente, me indicó que tocase piano pianísimo; entonces reemplacé el vals por algunos acordes que poco a poco fueron apagándose hasta quedar extinguidos, como el lejano canto de un pájaro que huye cruzando el espacio, hacia lugares remotos.
«Después me levanté y quise acercarme a Magdalena; pero su padre me salió al paso y me dijo:
»—Ahora duerme; no vayas a despertarla.
»Y llevándome a la antesala, agregó:
»—Ya ves, Amaury, que es indispensable tu partida. Si eso hubiese sucedido en mi ausencia, si yo no llego a estar aquí para dirigirte, ¡sabe Dios lo que sería de Magdalena a estas horas! Sólo el pensarlo me aterra. Créeme: a toda costa es preciso que te marches.
»—Pero Magdalena se figura que aún tardaré en partir... ¿Cómo vamos a decirle?...
»—No pases pena; ella misma te pedirá que te vayas.
»Y después que hubo pronunciado estas palabras, el señor de Avrigny entró en el cuarto de su hija.
»Yo, entonces, me volví al mío y me puse a escribir a usted esta carta. ¿Cómo le parece a usted, Antoñita, que se las arreglará el doctor para que su misma hija me ordene que parta?»
amaury a antonia
«Mi partida se ha fijado para dentro de seis días y la misma Magdalena ha sido quien me ha rogado que parta. No me había, pues, engañado el doctor al prevenírmelo así.
»Ayer por la mañana estábamos reunidos en la misma sala en que ocurrió la escena aquella del piano (que afortunadamente no dio malos resultados, pues Magdalena cada día está mejor), cuando el señor de Avrigny, después de hablar mucho rato de usted con ella en términos que no repetiré por no herir su rara modestia, anunció que el lunes regresaría usted de Ville d'Avray.
»Al oírlo se estremeció Magdalena y palideció densamente. Miré al doctor, y viendo que tenía una mano de ella entre las suyas comprendí que aquella sensación no debía haber pasado para él inadvertida.
»Al otro día debía Magdalena bajar al jardín para disfrutar allí, entre las flores, el aire y los aromas que con tanto afán apetecía en los días, anteriores. Pero vea usted, Antoñita, cuán razonable era la comparación que su tío establecía entre los enfermos y los niños: ya no parecía causarle impresión alguna la promesa que le había hecho su padre; semejante a una nube, había pasado sobre su espíritu, y ya su pensamiento se hallaba exclusivamente ocupado por un solo objetivo.
»Proponíame yo aprovechar el primer momento en que estuviese a solas con ella para preguntarle qué era lo que causaba su ensimismamiento, cuando entró José trayéndome una carta que abrí en seguida. El ministro de Negocios Extranjeros me escribía rogándome que pasase a su despacho porque tenía que hablarme.
»Apenas leí la carta se la entregué a Magdalena. Mientras ella la leía a su vez sentía yo cierta inquietud. Comprendía la correlación que podía tener aquella carta con lo que el doctor me había dicho la víspera a propósito de mi viaje, y no podía menos de temblar, mirando a Magdalena. ¡Pero cuál no sería mi asombro cuando vi que se alegraba su semblante!
»Creí que en el mensaje no había, visto otra cosa que un suceso ordinario y no quise revelarle la verdad. Me despedí, diciendo que volvería en seguida, y salí dejándola a solas con su padre.
»No me engañaban mis presentimientos. El ministro, que se mostró conmigo tan amable y complaciente como siempre, me dijo que me llamaba porque había querido manifestarme personalmente que mi comisión, por virtud de imprevistos acontecimientos políticos, se había hecho muy urgente y yo debía disponerme para el viaje; pero, defiriendo a mis compromisos contraídos con la familia de Avrigny me concedía, fiando en mi discreción, el tiempo que necesitase para preparar a mi novia y a su padre.
»Le dí las gracias por sus atenciones y le prometí responderle el mismo día fijando la fecha de mi partida.
»Volví a casa muy preocupado, no sabiendo cómo darle a Magdalena tal noticia. Cierto es que confiaba en el doctor, porque me había prometido librarme de este apuro; pero casualmente acababa de salir hacía muy poco rato y Magdalena había dado orden de que cuando yo llegara me hiciesen entrar en su habitación.
»Yo escuchaba perplejo estas explicaciones que me daba la doncella, cuando sonó la campanilla de Magdalena, que preguntaba si había yo regresado.
»No había excusa posible; así, que me dirigí en el acto a su aposento. Ella debió conocerme por el rumor de mis pasos, porque al entrar yo la vi con los ojos fijos en la puerta, revelando en su»mirada la más profunda ansiedad. Al verme llegar, me dijo:
»—Ven, ven, Amaury. ¿Has visto ya al ministro?
»—Sí—le contesté, con cierta vacilación.
»—Ya sé para qué te ha llamado: para decirte lo mismo que le dijo ayer a papá a quien vio en palacio: que debías partir en seguida.
»—¡Magdalena! ¡amada mía!—exclamé.—¡Te juro que estoy dispuesto a renunciar a esta comisión y aun a mi propia carrera, si es preciso, antes que abandonarte!
»—¿Qué dices, Amaury?—replicó Magdalena, con viveza.—¡Eso es una locura! No, no, Amaury; hay que tener juicio y pensar con sensatez. Jamás me perdonarla yo el haber interrumpido tu carrera precisamente cuando ésta empieza a infundir las más lisonjeras esperanzas.
»Yo la miré asombrado, no atreviéndome a dar crédito a mis oídos. Ella entonces me dijo, sonriendo:
»—¿Verdad que no aciertas a explicarte cómo te habla de un modo tan razonable una mujer tan excéntrica y tan caprichosa como yo? Pues ahora te diré lo que acabamos de acordar papá y yo.
»Me acerqué a ella, me senté a sus pies como siempre, y mientras acariciaba sus demacradas manos entre las mías, prosiguió:
»—Aún no estoy bastante fuerte para soportar las fatigas del viaje, pero papá asegura que dentro de quince días podré ponerme en camino sin ningún inconveniente. Así, pues, tu marcharás y yo iré tras de ti; mientras tú cumples en Nápoles tu comisión, yo iré a aguardarte a Niza, adonde llegarás casi al mismo tiempo que yo, gracias al vapor. ¡Oh! ¡Qué hermosa invención es la del vapor! ¿verdad? Para mí, Fulton ha sido el hombre más grande de las edades modernas.
»—¿Y cuándo debo partir?—le pregunté.
»—El domingo por la mañana—respondió sin titubear Magdalena.
»Me acordé, Antoñita, de que usted llegaba el lunes de Ville d'Avray y pensé en que no la vería antes de mi marcha. Iba a decirle esto a Magdalena, cuando prosiguió diciendo:
»—Partes de aquí el domingo por la mañana; tomas la posta hasta Châlons (escúchame: todo esto me lo ha explicado papá); desde Châlons sigues tu viaje por el río hasta Marsella, y de aquí, en un buque del Estado que sale el día primero de cada mes, vas a Nápoles en seis días. Te concedo el plazo de diez días para desempeñar tu comisión. En diez días puede hacerse mucho ¿no te parece? Al expirar ese plazo emprendes el viaje de vuelta, y a fines de julio llegas a Niza, en donde estaremos aguardándote desde el 15 o el 20. Sólo se trata de seis semanas de ausencia, pasadas las cuales nos reuniremos bajo aquel hermoso cielo para no volver a separarnos ya más. Niza constituirá nuestra tierra de promisión, nuestro paraíso recobrado. Después que las suaves brisas de Italia me hayan acariciado dulcemente devolviéndome la salud del cuerpo y me haya restaurado tu amor el vigor del espíritu, nos casaremos; entonces papá volverá a París y nosotros seguiremos nuestro viaje. ¿Qué te parece? ¿Verdad que es un proyectó magnífico?
»—Si, Magdalena; solamente es de sentir que comience por una separación.
»—Ya te lo he dicho antes, Amaury: esa separación la exige tu carrera y yo acato esa exigencia con la abnegación debida.
»Yo estaba cada vez más sorprendido, sin acertar a explicarme en modo alguno una serenidad y una sensatez como aquéllas en una niña tan mimada y caprichosa como Magdalena; pero ni interrogándola ni pidiéndole toda suerte de explicaciones, pude lograr esclarecer el misterio. Ella me repitió sin cesar que por propia voluntad se sacrificaba para complacer al ministro, merced al cual lograría yo ascensos en mi carrera.
»¿No le causa a usted todo esto tanta extrañeza como a mí, querida Antoñita? A causa de ello he estado pensativo todo el día. ¡Yo no hubiera osado hablar a Magdalena de ese viaje y ella se me anticipa, salvando todo obstáculo y allanando toda dificultad!
»¡Oh! ¡Qué razón tienen los que dicen que el corazón de la mujer es un arcano!
»Ayer pasamos todo el día ideando proyectos y trazando planes. Magdalena recobra poco a poco el buen humor a medida que su salud y sus fuerzas se restablecen.
»Su padre se mira en ella. Ya he visto dibujarse en sus labios algunas sonrisas que han ensanchado mi corazón henchiéndole de gozo.»
amaury a antonia
«Hoy hemos celebrado una gran solemnidad: Magdalena debía bajar al jardín, según su padre se lo había prometido.
»Hacía un tiempo delicioso. Nunca he visto un cielo más espléndido ni más alegre; la Naturaleza parecía haberse adornado con sus más hermosas galas y el rigor de la temperatura era templado por el soplo de la brisa.
»Yo, para prevenir cualquier accidente, propuse al doctor que entre los dos transportásemos a Magdalena, sentada, en su sillón; y aunque ella se opuso en un principio, ofendida en su amor propio de convaleciente y creyendo inútil semejante precaución, accedió al fin cuando le hicimos formal promesa de permitirle pasear por el jardín. Entonces procedimos a llevarla con exquisito cuidado, y poco después se encontraba a sus anchas en el lugar anhelado que los días anteriores sólo le era dable contemplar sentada ante la ventana.
»Si usted, querida Antoñita, hubiese estado entre nosotros, habría disfrutado del hermoso espectáculo de la juventud que vuelve a la vida con nuevos alientos, con ansias de amor y de dicha. Dilatábase su pecho, por tanto tiempo oprimido, como si quisiera hacer provisión del aire puro que respiraba. Desde su asiento alcanzaba a cortar las flores que echaba a brazadas sobre su regazo, las estrechaba contra su seno y las besaba como amigas de las cuales la separase una larga ausencia que la hubiese hecho temer no volverlas a ver ya. Dando libre expansión a los sentimientos que llenaban su alma, prorrumpía en exclamaciones admirando la Naturaleza, daba gracias a Dios y vertía copioso llanto de gratitud hacia su padre. Era una flor más entre aquellas de que estaba rodeada; un hermoso lirio, humedecido por el beso del rocío.
»Su padre y yo estábamos enternecidos y veíamos con lágrimas en los ojos aquella dicha inefable y ultra-terrena. ¡Allí, sólo faltaba usted, Antoñita!
»No bastándole a Magdalena aquella, contemplación tranquila y reposada, me indicó que me acercase y, levantándose, se apoyó en mi brazo. Entonces el doctor hizo un ademán y ella dijo, como queriendo contestar de antemano a una objeción que esperaba:
»—Recuerde usted, papá, su promesa. Me dijo usted que me permitiría pasear por el jardín.
»—Sí, y lo permito con gusto; pero procura no andar muy de prisa.
»—Padre mío—dije yo,—recomiende usted a Magdalena que vaya apoyada en mí.
»Me respondió con un simple movimiento de cabeza y yo entonces creía que estaba celoso porque Magdalena, al levantarse del sillón buscó apoyo en mi brazo; pero si así fue pasó aquella impresión con la rapidez del relámpago, pues en el acto nos indicó con una seña que podíamos emprender el paseo.
»No nos alejamos mucho.
»Magdalena parecía ver por vez primera los árboles, las flores y el césped que adornaban el jardín. Arrancábanle exclamaciones de asombro los insectos, las aves y los reptiles; sorprendíanle, en fin, todas las manifestaciones de la Naturaleza, que, justo es reconocerlo, nunca había semejado ser tan viviente como entonces.
»Las hierbas, los arbustos, todo parecía poblarlo un mundo de seres alegres y animados, que con sus ruidos, sus gritos y sus cantos parecían entonar un himno de gracias a Dios, que los había creado.
»Dimos la vuelta entera al jardín (¿lo creería usted, Antoñita?) sin pronunciar palabra. Únicamente Magdalena lanzó algunas exclamaciones de entusiasmo; yo no hacía otra cosa que contemplarla.
»En una ocasión volví la cabeza para buscar con la mirada a su padre, y a través del follaje le vi sentado en el mismo sillón de Magdalena y besando las flores que ella había besado también momentos antes.
»Terminábamos nuestra vuelta cuando él nos salió al paso y examinando a su hija vio con satisfacción que había soportado muy bien la fatiga de aquel pequeño esfuerzo; pero, aunque ella, se empeñó en dar otra vuelta, el doctor fue inflexible y la obligó a sentarse nuevamente.
»Permanecimos en el jardín hasta las tres de la tarde. En aquellas horas pasadas al aire libre Magdalena pareció recobrar más que nunca sus debilitadas fuerzas; ahora creo poder separarme de ella sin temor a que sobrevengan complicaciones de ningun género.
»No terminaré despidiéndome de usted, amiga mía, porque con ese motivo pienso escribirle una carta muy extensa en la que habré de hacerle mis recomendaciones: entre todas, la primera debe ser la de hablarle de mí a Magdalena todos los días, sin olvidar ni uno solo.»
Sábado, a las cinco de la tarde.
«Me marcho mañana, querida Antoñita. No le he escrito a usted en estos cuatro días transcurridos, porque no podía comunicarle otra cosa que la mejoría de Magdalena, y de eso ya está usted bien enterada por dos cartas que le ha escrito su tío.
»Todos los días ha ensayado Magdalena sus fuerzas bajo la vigilancia constante del doctor, que es un verdadero modelo de padres.
»A la hora presente se levanta sola, sin ayuda de nadie va al jardín y tampoco la necesita para volver a casa; yo casi tengo celos de su salud, porque gracias a ella ya no tiene que buscar el sostén de mi brazo, en el que antes se apoyaba.
»Por lo demás, debo decirle a usted que tiene en ella una amiga sincera que la quiere con amor acendrado, según yo he tenido ocasión de observarlo por mí mismo.
»Cuando al pensar en mi próxima partida se oscuraece su frente, su padre sólo tiene que decirle:
»—¡Vamos, ánimo, hija mía, que no te quedarás sola; yo seguiré a tu lado y el lunes vendrá Antoñita!
»Entonces se despeja su frente y contesta al punto:
»—Si, sí: es precisa esa partida.
»Hoy mismo lo repetía, aun sabiendo que debo marchar mañana.
»Sin embargo, he observado que a su padre le inquieta la proximidad del momento de mi marcha.
»Esta tarde, al separarme de Magdalena, me ha seguido y, llamándome aparte, me ha dicho:
»—Amaury, mañana partes. Ya has visto que Magdalena es más razonable de lo que te imaginabas y has tenido ocasión de observar cómo va recobrando la salud cuando no sufre ninguna fuerte emoción. Por lo tanto procurarás dominarte y evitarle en lo posible la impresión que ha de causarle tu marcha. Aparenta frialdad, si es preciso, pues la expansión de tu amor es lo que me da más miedo. Ya has podido notar dos veces sus efectos: una, cuando estuvo a punto de desmayarse al declararle tu pasión; la otra, cuando el bailar contigo la puso al borde del sepulcro. Tú ejerces sobre su naturaleza, nerviosa y delicada, una influencia fatal; tus palabras, tu aliento y hasta tu presencia, la trastornan. Trátala como a una flor, y así como yo procuro rodearla de una atmósfera templada, rodéala tú también de un amor suave y sereno. Ya se me alcanza lo difícil que es esto para un hombre joven y fogoso como tú; pero considera que en lo que te pido va su propia vida y que, si vuelve a repetirse la crisis, ya no respondo de nada. Además, en el momento de la despedida yo estaré también presente y te infundiré valor.
»Le prometí lo que quiso. ¿Qué otra cosa podía hacer?
»Tampoco a mí se me esconde que la vida de mi pobre Magdalena está pendiente de un hilo que puede romper cualquiera emoción violenta, y yo la quiero demasiado para negarme a hacer por ella, ya que es preciso, el sacrificio de aparentar que no la quiero tanto como la adoro realmente.
»Al separarme del doctor subí a mi cuarto para escribirle a usted esta carta que ahora dejo interrumpida y continuaré más tarde, pues acabo de recibir recado de Magdalena diciéndome que me aguarda, y corro a verla.»
A las diez.
«Puede usted reñirme, Antoñita; bien lo merezco porque temo haber cometido una gran locura.
»Magdalena estaba sola. Me llamaba, para decirme que quería hablar conmigo antes de mi marcha, y para ello me pedía con adorable inocencia una cita que otra cualquiera, habría rehusado concederme de seguro si yo hubiera osado pedírsela.
»Quizá no me crea usted, Antoñita, pero le aseguro por mi honor que acordándome de la promesa que yo había hecho al doctor, quise en un principio renunciar a aquella hora de dicha con que Magdalena me brindaba y por la cual habría dado gustoso en cualquiera otra ocasión un año de mi vida.
»Tratando de resistir a mi propio deseo le respondí que la señora Braun, obedeciendo a instrucciones del señor de Avrigny, no se prestaría en modo alguno a secundar nuestros planes.
»—¿Y qué necesidad tenemos de la señora Braun?—repuso Magdalena.
»—No olvides que sólo la separa de ti un simple tabique y que tan pronto como oiga el más leve rumor entrará creyendo que no te sientes bien y me encontrará contigo.
»—Así ocurriría, no lo dudo, si tú vinieras aquí.
»—¡Cómo! ¿Pues adonde he de ir?
»—Al jardín. Yo bajaría a reunirme contigo a la hora en que conviniéramos.
»—¿Qué dices? ¡Al jardín! Pero ¿lo has pensado bien? ¿Y el relente de la noche?
»—No le tengo miedo. Ya oíste decir ayer a mi padre que sólo es peligroso al anochecer y que a medida que avanza la noche se siente el mismo calor que hace durante el día. Sin embargo a guisa de precaución bajaré bien embozada en mi chal.
»Yo sentíame arrastrado contra mi voluntad por sus palabras; pero aun hallé fuerzas para insistir todavía diciéndole:
»—¿Y te parece bien que nos veamos solos y a deshora?
»—Haciéndolo así durante el día no veo la razón para que no lo podamos hacer de igual modo por la noche—me contestó con candidez admirable.
»—Sí—repuse algo confuso;—pero de día...
»—¿Qué diferencia hay?—preguntó.
»—Una muy grande—repliqué sonriendo a pesar mío.
»—¿No te quejabas estos días atrás de que en nuestro viaje sería molesta para nosotros la presencia de mi padre? Al decir eso bien tendrías el propósito de que viajásemos solos los dos día y noche...
»—Sí; pero contaba con que estuviéramos ya casados para entonces.
»—Ya sé que las casadas gozan ciertos privilegios negados a las solteras, ¡como si al casarse quedase una niña alocada convertida ipso facto en mujer juiciosa!... Pero, ¿no nos hemos desposado? ¿No es público y notorio que nuestro casamiento se celebrará muy pronto? ¿No estaríamos ya casados a estas horas si yo no hubiese caído enferma de gravedad?
»No era fácil responder a estas preguntas. Ella prosiguió con más ahinco al ver que yo callaba:
»—¿Irás a negármelo? ¿Serás capaz de darme un chasco como ése la víspera de tu marcha, cuando tienes que decirme tantas cosas y hacerme tantas promesas? ¡Si supieras qué triste voy a quedar después que tú te vayas! ¿Qué menos puedes hacer que dejarme al partir el recuerdo de esas palabras tiernas y cariñosas que me hacen tan dichosa pronunciándolas tus labios?
»No pude resistir más, y juzgando que mi posición era ya ridícula y mi rigor impertinente me juré velar por los dos y le prometí acudir al jardín así que diesen las once.
»Hay que ser justo, Antoñita, y reconocer que para negarse a acceder a su demanda se habría necesitado poseer toda la discreción de los siete sabios de Grecia, y quizá me quede corto.
»Me limité a recomendarla que no se olvidase de bajar bien abrigada. Así acababa de prometérmelo cuando entró su padre a verla.
»Cuando, a las diez, salimos juntos del aposento, me dijo el doctor:
»—Ya has tenido ocasión de ver que he fiado en tu palabra, porque te he dejado solo con ella. Comprendí que tenías que decirle muchas cosas. Te doy las gracias porque has sabido proceder con una cordura cuya mejor recompensa es la tranquilidad que ahora goza Magdalena, merced a la cual pasará una buena noche. Mañana por la mañana podrás pasar una hora en su compañía, y dentro de mes y medio volverás a encontrar en Niza a tu futura esposa ya restablecida y muy contenta de reunirse contigo.
»Al escuchar sus palabras sentí el aguijón del remordimiento y estuve a punto de revelárselo todo; pero pensé en Magdalena para quien el disgusto que ello le hubiera ocasionado habría sido más pernicioso que la entrevista en proyecto, y esta consideración me dio fuerzas para abstenerme de decir nada a su padre.
»Por lo demás, cuando sea necesario yo velaré sobre mí y sabré dominarme.
»Oigo dar las once. ¡Buenas noches, Antoñita! La dejo a usted para ir en busca de Magdalena, que ya me estará aguardando.»
A las 2 de la madrugada.
«Tan pronto como llegue a sus manos esta carta póngase en camino y venga, porque nos hace mucha falta su presencia.
»¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Magdalena se muere sin remedio! ¡Oh! ¡Qué miserable soy! ¡Venga, venga usted a escape!
»Amaury.»
el doctor avrigny a antonia
«Aunque te necesitamos y por mucho que te alarmes cuando sepas el estado de Magdalena, no vengas, Antoñita, no vengas, hija mía, hasta que ella misma se decida a llamarte. Desgraciadamente estoy temiendo que no tardará mucho en hacerlo. ¡Ten compasión de mí, tú que sabes hasta qué punto la quiero!
»Tu tío
»Leopoldo de Avrigny.»
Veamos lo que había acontecido.
Cuando terminó su carta Amaury salió de su cuarto teniendo la fortuna de no tropezar con nadie. Atravesó el salón, se paró un momento a escuchar junto a la puerta del cuarto de Magdalena y no oyendo ningún ruido supuso que habría aparentado que se acostaba para engañar a la señora Braun. Entonces se dirigió a la escalinata y bajó al jardín.
Por las ventanas del aposento de Magdalena no salía ni un rayo de luz. En medio de la oscuridad en que estaba envuelto el edificio, tan sólo una ventana aparecía iluminada en aquella amplia fachada: la del doctor Avrigny.
Amaury dirigió a ella su mirada, sintiendo en su pecho la inquietud de un vago remordimiento.
Por Magdalena velaban a un mismo tiempo su padre y su novio; pero ¡cuán diferente era el objeto de esta vela! Velaba el uno por amor desinteresado, consultando la ciencia para tratar de arrebatarle a la muerte su presa casi segura; velaba el otro por un amor egoísta que había aceptado la cita solicitada sabiendo lo fatal que podía ser aquella entrevista para la que la pedía.
Hubo un momento en que Amaury sintió vehementes deseos de retroceder y de decirle a Magdalena a través de la puerta de su cuarto:
—¡No salgas, Magdalena! Tu padre vela y podría venir a sorprendernos...
Pero en aquel momento se apagó la luz del doctor y apareció en la escalinata una sombra que después de estar inmóvil un momento se deslizó hasta el jardín. Amaury, comprendiendo que aquella sombra era Magdalena, se precipitó hacia ella y la detuvo.
La joven ahogó un grito que estuvo a punto de arrancarle la presencia de su novio y sintiendo instintivamente que obraba mal se apoyó temblando en el brazo de Amaury. Este sentía latir aquel pobre corazón que buscaba en él su apoyo.
Detuviéronse ambos un instante sin proferir palabra y casi sin aliento, embargados por una intensa emoción.
Luego Amaury la condujo al frondoso sitio lleno de flores en donde ella acostumbraba sentarse cuando bajaba al jardín durante el día; la hizo sentarse en el banco y él tomó asiento a su lado.
Magdalena estaba en lo firme al no temer el relente de la noche. Era una magnífica noche de estío, templada y serena, una de esas noches en las que innúmeras estrellas semejan en su constante centelleo extensa polvareda de diamantes. La brisa suave y acariciadora como un soplo de amor, arrancaba a la arboleda misteriosos murmullos.
La rumorosa capital parecía descansar a la sazón; su ensordecedor ruido había cedido el paso a ese murmullo apagado y armonioso que por lo incesante parece la respiración de la ciudad dormida.
Allá, al extremo del jardín, cantaba un ruiseñor cuyos acentos suaves y melodiosos al principio convertíanse de pronto en brillante cascada de notas claras y agudas. Era aquélla una de esas noches armoniosas que parecen hechas ex profeso para los ruiseñores, los poetas y los amantes, y que en una naturaleza tan nerviosa como la de Magdalena no podía menos de causar una impresión muy profunda.
La hija del doctor parecía respirar aquella brisa, contemplar aquel cielo fulgurante, oír aquellos acentos y aspirar las embalsamadas emanaciones de aquella vívida naturaleza por la primera vez en su vida y al mirar al firmamento, sumergida en éxtasis delicioso, corrían por sus mejillas dos lágrimas semejantes a dos gotas de rocío caídas del cáliz de alguna flor de las que el aire mecía sobre su cabeza acariciándola blandamente.
También Amaury sentía en alto grado el influjo de aquella noche cuyas ardientes emanaciones aspiraba también él; pero lo que derramaba sobre Magdalena una suave languidez hacía circular torrentes de fuego por las venas de su novio.
Los dos permanecieron un rato silenciosos, hasta que por fin rompió ella a hablar diciendo:
—¡Qué noche más hermosa! ¿Te parece a ti que en Niza, cuyo clima tanto pondera todo el mundo, puede haberlas como ésta? Podría creerse que antes de separarnos Dios ha querido ofrecernos esta compensación para que en nuestro pecho guardemos un recuerdo tan sublime.
—Si, tienes razón, Magdalena, pues a mi se me figura que hoy empiezo a vivir y que ahora es cuando empiezo a quererte. Esta noche con sus armonías despierta en mi corazón ciertas fibras que hasta hoy estaban aletargadas. Si alguna vez he dicho que te amaba hazte cuenta que mentía o al menos no lo dije como debía decírtelo, como te lo diré ahora. Escucha, Magdalena: ¡te amo! ¡te amo!
Y efectivamente, Amaury pronunció estas palabras con tal acento de pasión, que Magdalena sintió estremecerse todo su cuerpo.
—¡También yo—dijo, apoyando la frente en el hombro de su novio,—también yo te amo!
Amaury cerró un momento los ojos, sintiéndose desfallecer, ebrio de dicha.
—¡Dios mío!—dijo.—Cada vez que pienso en que mañana me he de separar de ti, Magdalena adorada, cada vez que pienso en que al volver a verte habrá un tercero ahí cuya presencia me prive de caer a tus pies, de estrecharte contra mi pecho, te juro que estoy tentado a abandonarlo todo por ti.
Y al decir esto Leoville ceñía con su brazo el talle de Magdalena, que se dobló acercándose más a su novio.
—No, no, de ningún modo—dijo en voz baja.—Tiene razón mi padre: debes marchar. Tienes que dejarme recobrar las fuerzas para poder soportar nuestro amor que, como sabes muy bien, ha estado a punto de hundirme en el sepulcro. He podido morirme, y si esto hubiera ocurrido, en lugar de estar ahora junto a ti, alegre y dichosa, estaría a estas horas tendida en el fondo de una tumba... Pero, ¿qué tienes, amor mío?
—No me hables así, Magdalena, no me digas nada de eso: harías que perdiera la razón.
—No; soy feliz y afortunadamente salvada y vuelta al mundo, estoy aquí a tu lado en esta noche plácida en que todo parece hablarnos con el lenguaje del amor. ¿No te imaginas oír a los ángeles murmurando palabras parecidas a las nuestras?
Y enmudeció, como queriendo escuchar las fantásticas voces del espacio.
Se alzó entonces una leve brisa y los ondulantes cabellos de Magdalena acariciaron el rostro de Amaury, quien sintiéndose muy débil para resistir una sensación tan fuerte, echó hacia atrás la cabeza y exhaló un hondo suspiro.
—¡Magdalena!—murmuró.—¡Por favor! ¡Ten compasión de mí!
—¡Que tenga compasión de ti! Pues ¿acaso no eres feliz? Yo me creo sumergida en un éxtasis divino. ¿No será esta misma la felicidad que nos aguarda en el Cielo? ¿Podrá existir en el mundo otra mayor?
—¡Sí, sí que existe!—exclamó Amaury, volviendo a abrir los ojos y viendo que la hermosa cabeza de la joven se inclinaba hacia él.—Sí, Magdalena mía: existe otra mayor todavía.
Y ciñole el cuello con sus brazos. Juntáronse sus cabezas, y sus cabellos y sus alientos se confundieron.
—¿Y cuál es, Amaury?—preguntó Magdalena.
—La de expresarse dos su amor juntos y en un mismo beso... ¡Te amo, Magdalena!
—¡Te amo... Am!...
Sus labios buscaron los de Amaury, que llegaron a rozar los de su amada; pero la última palabra, que más bien era un grito de amor indecible, acabó en un lamento de acerbo dolor.
Amaury retrocedió asustado, con el rostro bañado en sudor frío. Magdalena, cayendo hacia atrás, había vuelto a quedar sentada oprimiéndose el pecho con una mano y llevándose el pañuelo a los labios con la otra.
Por la mente de Amaury cruzó una idea espantosa y cayendo a los pies de Magdalena rodeóle la cintura con su brazo, le arrancó el pañuelo de la boca y examinándolo pudo observar en medio de la semioscuridad que tenía algunas manchas de sangre.
Tomó entonces en brazos a Magdalena y corriendo como un loco la llevó a su aposento, la depositó jadeante y afónica sobre el lecho y tiró con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla en demanda de socorro.
Pero en seguida, temiendo la mirada del desdichado padre de Magdalena y comprendiendo que no tendría fuerzas para soportarla huyó de la habitación, y como si acabara de cometer un crimen fue a refugiarse, en la suya.
Allí estuvo más de una hora mudo, sin aliento, escuchando por la entornada puerta los ruidos de la casa, sin atreverse a bajar para adquirir noticias y sufriendo las torturas de la desesperación y de la incertidumbre.
Oyó al fin ruido de pasos que subían la escalera y se acercaban luego a su cuarto, a cuya puerta llamó José.
—¿Cómo está Magdalena?—preguntó Amaury con anheloso acento.
—«Esta vez le costará la vida y la habrás muerto tú.»
Tal fue la contestación que el fiel criado puso en su mano y que parecía dictada por su propia conciencia.
Fácil es de comprender cuán terrible debió ser para Amaury aquella noche. Como su cuarto estaba situado sobre el de Magdalena se la pasó toda entera con el oído pegado al suelo, levantándose tan sólo para abrir de vez en cuando la puerta por si pasaba algún criado a quien poder pedir noticias.
Oía a veces rumor de idas y venidas reveladoras de nuevas crisis o accesos de tos que desgarraban su pecho.
Ya amanecía cuando fue extinguiéndose el ruido poco a poco, lo cual hizo creer a Amaury que Magdalena había acabado por dormirse. Queriendo asegurarse de ello bajó al saloncito y estuvo escuchando un rato junto a la puerta de su aposento, sin atreverse a entrar ni a volverse. Parecía estar clavado en el suelo.
De pronto dio un paso atrás. Acababa de abrirse la puerta y el doctor salió del cuarto de su hija.
El sombrío semblante del señor de Avrigny adquirió una expresión de severidad terrible al ver a Amaury ante sí. El joven sintió que sus piernas flaqueaban y cayó de hinojos pronunciando con ahogada voz esta palabra:—¡Perdón!
Así estuvo un rato con los brazos extendidos y la frente inclinada, sollozando y regando el suelo con sus lágrimas.
Por fin el doctor le tomó la mano y le obligó a levantarse.
—Levanta, Amaury—le dijo.—No tienes tú la culpa, sino la Naturaleza que hace que el amor sea una atracción que da a unos la vida y un contacto que a otros les causa la muerte. Ya lo había yo previsto, y por eso tenía tanto empeño en que partieras cuanto antes.
—¡Padre mío! ¡Sálvela usted!—gritó Amaury.—¡Sálvela, aunque yo no la vuelva a ver más!
—No es necesario que me lo ruegues para salvarla si puedo—repuso el doctor;—pero, en esta ocasión, no debes dirigirme a mí ese ruego, sino a Dios, que es el único que puede hacer el milagro.
—¿Qué dice usted? ¿Se perdió toda esperanza? ¿Estamos condenados de un modo irrevocable?
—Yo haré en lo posible ensayar la ciencia humana; pero de antemano te declaro que nada puede hacer contra esa enfermedad cuando llega al grado a que ha llegado ya la que mina a Magdalena.
Y de los secos párpados del anciano rodaron dos gruesas lágrimas al pronunciar estas palabras.
Amaury estaba enloquecido. Retorcíase los brazos con tal desesperación que el doctor se compadeció de él y abrazándole le dijo:
—Oye, Amaury. Nuestra misión redúcese ya ahora a endulzar su muerte en lo posible, yo con mi ciencia y tú con tu amor: cumplamos nuestro deber con fidelidad. Ahora sube a tu cuarto; ya te llamaré cuando puedas ver a Magdalena.
El joven, que esperaba oír de labios del doctor los más acerbos reproches, quedó confundido por su triste magnanimidad. Habría preferido que le maldijese a verse tratado con aquella sombría benevolencia.
Volviose a su habitación y quiso escribir a Antonia; pero no pudiendo coordinar sus ideas, arrojó la pluma, y con la frente apoyada sobre el borde de la mesa, quedó inmóvil y sin conciencia de sí mismo hasta que vino a sacarle de su marasmo la voz de José, diciéndole que le aguardaba el doctor.
Sin despegar los labios se levantó Amaury y siguió al criado. Pero al llegar a la puerta del cuarto de Magdalena no pudo menos de detenerse: sus fuerzas decaían y comprendió que le faltaba valor para presentarse ante ella.
—Entra, Amaury, entra—dijo Magdalena, esforzándose para hacer oír su voz.
La infeliz había conocido los pasos de Amaury.
Este estuvo a punto de precipitarse en el aposento; pero, dándose cuenta en el acto de que así podría causar un efecto fatal en el ánimo de su amada, procuró revestir su semblante con una expresión serena, y empujando la puerta con suavidad, entró sonriente, aunque la desesperación más sombría embargaba su alma.
Magdalena extendió hacia él sus brazos, tratando de incorporarse pero aquel esfuerzo superaba a su energía y volvió a caer sin fuerzas sobre la almohada.
Cuando vio esto Amaury se desvaneció su aparente tranquilidad y aterrado por su palidez y enflaquecimiento lanzó un grito y se abalanzó a abrazarla.
Levantose el padre de Magdalena; pero ésta hizo un ademán de súplica tan insinuante que volvió a sentarse ocultando la frente entre sus manos.
Reinó un largo silencio que sólo interrumpía Amaury con sus sollozos. Las cosas volvían al mismo estado que dos semanas atrás; pero con la diferencia de que el nuevo accidente había sido una grave recaída.
amaury a antonia
«¿Viviré o moriré?
»Esta es la pregunta que me hago día por día al ver cómo pierde fuerzas Magdalena y se desvanecen todas mis ilusiones. Le juro a usted, Antoñita, que al entrar por la mañana en su cuarto no le pregunto a su padre por mera fórmula:
»—¿Cómo vamos?
»Así, que al responderme:—«Está peor», me asombro de que no me diga.—«¿Estás peor?»
»Ya no puedo recrearme en mis ensueños. Mi incredulidad se rebeló en un principio contra el fallo de la ciencia; pero hoy mi esperanza va debilitándose. Antes del otoño Magdalena ya no será de este mundo.
»Pero crea usted, Antoñita, que tendrán que abrir dos tumbas.
»¡Oh, Dios mío! No pretendo blasfemar, pero considero que habrá sido bien triste y bien miserable mi destino en esta vida. Habré llegado hasta el umbral de toda felicidad para caer al pisarlo; habré columbrado todas las alegrías para no alcanzar ninguna; me habré visto desposeído de todos los dones de la suerte, que me habrán sido arrebatados uno a uno. Siendo rico, joven y amado, ¿podía desear yo otra cosa que vivir? ¡Y lejos de eso moriré cuando Magdalena, que es mi vida, exhale el postrer aliento!...
»Al pensar que soy yo quien.. ¡Dios mio! ¿Por qué me faltó el valor para negarle aquella última entrevista? Es que me embargó el temor de que creyera que no la amaba y de que se entibiara su cariño. Casi estoy por decir que prefiero lo ocurrido pues así estoy seguro de morir cuando ella muera.
»¡Oh, Antoñita! ¡Qué corazón tan grande el de su tío! Desde que me escribió aquellas palabras no ha vuelto a dirigirme ni un reproche. Sigue llamándome hijo como si adivinase que soy el prometido de Magdalena, no sólo en este mundo sino también en el otro.
»¡Pobre Magdalena! Ignora que están contadas nuestras horas. Merced al raro privilegio que tiene su enfermedad no advierte el peligro: habla del porvenir, forja proyectos, traza planes, y su fantasía inventa las cosas más novelescas.
»Jamás la he visto tan encantadora ni tan tierna y cariñosa para conmigo. Sólo me riñe porque no la ayudo a levantar castillos en el aire.
»Hoy por la mañana me ha dado un susto muy grande.
»—Amaury—me dijo,—ahora que estamos solos dame papel y tinta. Voy a escribir.
»—¿Qué dices? ¿Qué vas a escribir estando tan débil como estás?
»—Ya me sostendrás tú, Amaury.
»Quedé inmóvil y mudo, aterrado al pensar que mi pobre Magdalena, advertida, quizá por un fatal presentimiento, de su cercano fin, quería escribir su última voluntad.
»Pero no tuve más remedio que prepararle todo para que escribiera. Desgraciadamente no me había engañado en mis presunciones: estaba tan débil que a pesar de sostenerla yo la acometió el vértigo y cayéndosele la pluma de la mano se desplomó de nuevo sobre la almohada.
»Reposó un momento, y luego me dijo, con voz débil:
»—Tenías razón, Amaury: yo no puedo escribir. Hazlo tú, que yo te dictaré.
»Tomé la pluma y con la frente bañada en angustioso sudor me dispuse a obedecerla.
»Me dictó un plan de vida, distribuyendo el tiempo que íbamos a pasar juntos.
»Su padre quiere celebrar mañana una consulta con algunos compañeros, pues a pesar de ser médico tan eminente no tiene ya confianza en sí mismo. Mañana, seis hombres vestidos de negro, seis jueces, pronunciarán sentencia de vida o muerte, sobre nuestra pobre enferma. ¡Terrible tribunal, encargado de adivinar los fallos de Dios!
»He ordenado que me avisen su llegada. Ellos no verán a Magdalena, porque el doctor teme que al verlos se dé cuenta de su verdadero estado, y ni siquiera sabrán que se trata de la hija de su compañero, porque él ha temido que oculten la verdad si conocen esta circunstancia.
»Yo pienso asistir a la junta, escondido en cualquier parte.
»Ayer pregunté al padre de Magdalena qué propósito le guiaba al pedir esa consulta.
»—No persigo un propósito, sino una esperanza—repuso.
»—¿Y cuál es?—le pregunté con ansiedad.
»—La de que pueda haberme engañado al hacer el diagnóstico o al tratar la enfermedad; por eso he llamado a los que mantienen los sistemas combatidos por mí más rudamente. ¡Ojalá me confundan y resulte yo al lado de ellos más ignorante que un patán de aldea! Si alguno fuera capaz de devolvernos a Magdalena, lejos de hacer lo que esos clientes que le prometen a uno la mitad de su fortuna para enviarle luego veinticinco luises por medio de un lacayo, yo, al salvador de mi hija, le diría:—Es usted el Dios de la medicina y suyos son la gloria, la clientela y los honores que yo le he usurpado y que usted solo merece. Pero ¡ay! mucho me temo acertar en mis tristes vaticinios... Me parece que Magdalena despierta; voy a verla. Hasta mañana, Amaury.
»Hoy a las diez me avisó José que los médicos estaban ya reunidos en el despacho del doctor.
»Me dirigí a la biblioteca y allí pude convencerme de que me era fácil verlo y oírlo todo desde aquel sitio.
»En el despacho estaban reunidos los profesores más eminentes de la Facultad, los príncipes de la ciencia médica, seis hombres que no tienen quien les iguale en toda Europa, y no obstante, todos ellos, al entrar el padre de Magdalena, se inclinaron con respeto como súbditos que rinden vasallaje a su señor.
»El doctor aparentaba perfecta tranquilidad; pero yo, que hace dos meses le veo constantemente ocupado en su obra salvadora, conocí en la contracción de sus labios y en su voz, alterada por la emoción, que en su alma se libraba una batalla muy ruda.
»Expuso a sus colegas el motivo de la junta; les refirió la muerte de su esposa, la delicada constitución de su hija, los cuidados, las minuciosas precauciones de que había rodeado su vida desde el momento del nacimiento hasta el presente, y les enteró de los temores que a él le había inspirado al acercarse a la edad de las pasiones y del cariño que a mí me profesaba. Habló de esto sin nombrarnos a ninguno de los dos.
»Explicó la resistencia de un padre a consentir en que su hija se casara, los múltiples accidentes que habían puesto en riesgo su vida, y por fin llegó al terrible episodio en que otra vez amenazó la muerte a aquella criatura a quien, desde que nació, consideraba como presa legítima.
»Cuando así se expresaba me acometió tan gran temor de que me acusara que temblando como un azogado busqué instintivamente apoyo en la pared. Pero no hizo tal cosa, contentándose con referir el hecho simplemente.
»De la historia de la enferma, pasó luego a la de la enfermedad, enumerando una por una todas sus peripecias, analizando todos sus fenómenos, mostrándoles la muerte en el pecho de su hija, haciendo, por decirlo así, la autopsia de aquel cadáver viviente con tanta claridad, con tanta precisión, que hasta yo, completamente ajeno a la medicina, podía seguir paso a paso los progresos de aquella destrucción que me llenaba de horror.
»¡Desgraciado padre, que todo lo ha visto y averiguado y ha tenido fuerza para resistirlo todo!
»A medida que él hablaba, pintábase la admiración en el semblante de sus oyentes, y a cada pausa que hacía le felicitaban todos con sincero entusiasmo. Al terminar su análisis, después de haber relatado la enfermedad de su hija con todo lujo y pormenores y dejar ya trazado el exacto inventario del sufrimiento que nos tortura a los tres, le proclamaron unánimes su maestro.
»Razón tenían para ello. Nada se había escapado a su penetración y a su sabiduría; su poder de investigación le daba el don de la clarividencia, y casi le igualaba con el propio Dios.
»El se enjugaba mientras tanto la sudorosa frente, sintiendo desvanecerse su última esperanza. Afirmábase en su ánimo la convicción que tenía de no haberse equivocado.
»Pero, si no existía error en el diagnóstico, podía haberlo en el tratamiento, y aferrado a esta esperanza comenzó a exponer los medios que había puesto en práctica para combatir el mal; los sistemas, ya propios, ya ajenos, que había seguido, y las armas esgrimidas contra la horrible dolencia, imposible de vencer. ¿Qué otra cosa le quedaba por hacer?
»Dijo que había pensado en apelar a un remedio que luego le pareció demasiado fuerte, y lo desechó, para recurrir a otro, que más tarde le pareció insuficiente. Por eso pedía la ayuda de sus colegas, confesando que se veía reducido a la impotencia, detenido ante la insuperable valla que constituye el límite de la ciencia humana, imposible de salvar.
»Los doctos consejeros estuvieron callados un momento, mientras la frente del doctor se iluminaba con un rayo de esperanza. ¡Pobre padre! Quizás se vanagloriaba de haberse engañado, y creía que sus sabios colegas, ilustrados por sus preciosos análisis, antes de hablar callaban y se recogían para proponer al fin algún remedio capaz de salvar a su hija.
»Pero, ¡ay! aquel silencio motivábalo únicamente la admiración, demostrada bien pronto por los elogios de que todos aquellos hombres hicieron objeto al doctor Avrigny, a quien consideraban como honra y paz de la Francia médica.
»Todos convinieron en que él, en aquella guerra admirable del hombre contra la Naturaleza, había probado todo cuanto humanamente podía probar la ciencia, cuyos recursos quedaban ya agotados. Si la enfermedad no hubiese sido esencialmente mortal, el enfermo habría curado, gracias a los medios usados por el doctor; pero, aunque éste hiciese nuevos milagros, no había remedio; el paciente no podía vivir más allá de quince días.
»Cuando oyó esta sentencia el doctor Avrigny palideció; faltáronle las fuerzas y rompiendo en sollozos cayó en su asiento.
»—¿Qué interés le inspira a usted la enferma?—le preguntaron sus colegas.
»—Ahora ya pueden saberlo ustedes: ¡esa enferma—contestó el pobre padre,—es mi hija!
»No pude resistir más, y entrando en el despacho fui a arrojarme en sus brazos.
»Todos se retiraron entonces silenciosamente, salvo uno que se acercó al padre de Magdalena, cuando éste alzó la cabeza. Era un médico presuntuoso y exclusivista, un hombre engreído que hasta entonces había combatido al doctor Avrigny y pasaba por ser gran detractor suyo. Aquel hombre, con amistosa y respetuosa expresión le dijo:
»—Yo también tengo a mi madre moribunda como usted tiene a su hija. También yo, como usted, he hecho cuanto era posible hacer para devolverle la salud. Al entrar en esta casa estaba yo convencido de que para ella no había ningún remedio; pero aquí, al oírle a usted, he variado de opinión: Le confío a usted, señor de Avrigny, la vida de mi madre: usted la salvará.
»El doctor estrechó la mano a su colega lanzando un suspiro de tristeza.
»Después de esta escena fuimos los dos al cuarto de Magdalena, que nos recibió alegre y sonriente. ¡Estaba bien lejos de imaginarse que nosotros la considerábamos ya desde entonces como un cadáver, pues acabábamos de oír su sentencia de muerte!»
amaury a antonia
«Anoche, Antoñita, tenía que velar su tío; pero, aunque a mí no me tocaba hacerlo, no pude conciliar el sueño ni por un instante.
»Creo que en cinco semanas no habré dormido en junto unas cuarenta y ocho horas. ¡Gracias a que muy pronto descansaré por toda una eternidad!
»Hoy, cualquiera que viese mi rostro demacrado y mi frente rugosa, no reconocería en mí, a aquel joven apasionado, alegre, lleno de vida y henchido de esperanza hace dos meses. Estoy aniquilado, envejecido; en cuarenta días he vivido cuarenta años.
»Viendo que no podía dormir, esta mañana me he levantado a las siete y he bajado cuando el doctor salía del cuarto de su hija. Casi no me ha visto. Parece dominado por una idea fija y en seis semanas no ha añadido una palabra al diario en que siempre ha apuntado los sucesos culminantes de su vida.
»Transcurren ahora los días lentos y tristes, sin acontecimientos que vengan a romper la monotonía del dolor. Al día siguiente de la recaída de Magdalena, escribió su padre:
»¡Ha recaído!
»Y nada más... ¡Oh! ¡De sobra sé lo que tendrá que escribir después de esas dos palabras!
»Le detuve al pasar y le pregunté por Magdalena.
»—No está mejor, pero ahora duerme—contestó con aire distraído, casi sin mirarme.—La señora Braun está haciéndole compañía; yo voy a preparar el medicamento.
»Desde la noche del baile, el doctor ha convertido su habitación en farmacia, y todas las medicinas las prepara él por sí mismo.
»Quise dirigirme al cuarto de Magdalena, pero él me detuvo diciéndome estas palabras:
»—No entres: se despertaría.
»Y siguió su camino sin preocuparse más de mí, con la frente baja, la mirada fija y un dedo sobre los labios, absorbido su pensamiento por una idea exclusiva.
»Yo, no sabiendo qué hacer hasta que Magdalena despertase, ensillé a Sturm y salí a dar un paseo. Llevaba un mes confinado en la casa y necesitaba respirar el aire libre.
»Al llegar al bosque y cruzar la Avenida de Madrid, vino a mi mente el recuerdo de un paseo que hace tres meses hice en circunstancias bien distintas. Pisaba yo aquel día el umbral de la felicidad, mientras que hoy me encuentro al borde de la desesperación más profunda.
»Aún no ha entrado el otoño, y ya empiezan a desprenderse las hojas. El estío ha sido muy riguroso, cálido y seco, sin brisas templadas ni refrescantes lluvias, y la próxima estación parece anticiparse como si desease marchitar y aniquilar las flores de Magdalena.
»Eran poco más de las diez, hacía una mañana fría y nebulosa, y aun así me pareció que había en aquellos sitios excesiva concurrencia. Fuime hacia Marly y a las once volví a casa, rendido por el cansancio y la pena. Sin embargo, pude observar que la fatiga corporal es casi siempre un alivio para los dolores del alma.
»A la sazón acababa de despertar Magdalena.
»¡Pobre amor mío! Ella no sufre: se muere poco a poco, sin advertirlo siquiera.
»Me ha reñido por mi prolongada ausencia, diciéndome que ha pasado mucha inquietud, mientras yo falté de casa. Pero de usted nunca me habla. ¿Cómo se explica ese silencio, Antoñita?
»Me acerqué a su cabecera y procuré excusarme diciéndole que había salido porque creí que dormía.
»Interrumpiéndome, me dio a besar su mano abrasadora y luego me suplicó que le leyese algunas páginas de Pablo y Virginia.
»Precisamente fui a abrir el libro por el pasaje donde se describe la despedida de los dos niños. Mientras leía costábame gran trabajo el reprimir los sollozos que me ahogaban.
»De vez en cuando entraba el doctor a ver a su hija y en seguida se marchaba, con aire preocupado. Reñíale cariñosamente Magdalena, al verle tan cabizbajo; pero él no la escuchaba ni le contestaba. No parece sino que a fuerza de estudiar la enfermedad ha acabado por no ver ya a la enferma. A última hora ha vuelto a entrar para administrarle un calmante, y después de recomendarle un reposo absoluto, me ha hecho salir con él para dejarla descansar un rato.
»Por la noche me tocaba a mí velar.
»El doctor, la señora Braun y yo, nos relevamos por turno en compañía de una enfermera que nos ayuda a cuidar a Magdalena. A pesar de sentirme rendido de pena y de cansancio, reclamé mi derecho y el señor de Avrigny, se retiró sin hacer la menor observación.
»Poco después, Magdalena se ha dormido con un sueño tan tranquilo como si sus días no estuviesen ya contados. Yo estaba despierto; el sueño huía ante los negros pensamientos que me dominaban. No obstante, a media noche sentí nublarse mis ojos y aletargarse mi cabeza que después de luchar un instante con el sueño dejé caer sobre el borde del lecho de mi amada.
»Entonces soñé, y mi ensueño fue tan delicioso, que me desquitó con creces de las terribles vigilias que acababa de pasar... Era una noche del mes de julio, plácida y serena, y a la luz de la luna, Magdalena y yo nos paseábamos en un país extraño, pero que a mí me era desconocido. Conversábamos a orilla del mar, siguiendo la ondulada línea de una preciosa bahía, y admirando desde la playa, los espléndidos efectos de luz que el astro de la noche prestaba a las argentadas ondas. Yo le daba el nombre de esposa y ella repetía el mío con voz suave, angelical.
»Desperté de pronto y la visión desapareció en el acto, volviendo a contemplar mis atónitos ojos el aposento a media luz, el blanco techo, la triste lamparilla y a mi lado el doctor, que silencioso y grave, con semblante impasible, pero con mirada terriblemente profunda, contemplaba a Magdalena dormida.
»—Ya ves que has hecho mal en reclamar tu turno—me dijo fríamente.—No me extraña, porque a los veintitrés años hay que dormir mucho más que a los sesenta. Vete a descansar, Amaury; ya quedaré yo velando.
»Sus palabras no eran de acritud ni burla; antes al contrario, las dijo con acento de compasión paternal por mi poca fortaleza. Pero al oírle sentí, sin saber por qué, una sorda irritación semejante a un sentimiento de celos o de envidia.
»Es que ese hombre tiene algo de sobrehumano, viene a ser un espíritu intermedio entre el hombre y la divinidad, en quien no hacen mella las emociones terrestres ni las necesidades de la materia parecen existir. Ni siquiera le han hecho un día la cama durante el mes que acaba de transcurrir; él vela incesantemente, siempre meditabundo y siempre buscando un remedio imaginario. Es un hombre de hierro.
»En vez de subir a mi cuarto, he preferido bajar al jardín para sentarme en el mismo banco donde estuvimos juntos la otra noche. Allí volví a recordar aquella escena con todos sus pormenores... Sólo a través de la ventana de su cuarto se veía una débil claridad, y yo, contemplando aquella luz vacilante, la comparaba instintivamente con el resto de vida que aun anima a mi pobre Magdalena, cuando se extinguió de pronto...
»No pude menos de temblar, sugestionado por aquella fatal coincidencia en la que creí ver la imagen de mi propio destino. De igual modo va apagándose el único rayo de luz que ha rasgado las tinieblas de mí vida... Me volví a mi cuarto llorando como un niño.»
amaury a antonia
«No estaba yo en lo cierto, Antoñita; también su tío tiene momentos de desesperación y abatimiento profundos. Cuando entré esta mañana en su despacho estaba con los brazos apoyados en la mesa y el rostro oculto entre ellos. Creyendo yo que le había sorprendido durmiendo sentía amenguarse mi pasada humillación y veía al doctor depender como todos de su condición humana, cuando me dí cuenta de que me había engañado, porque al oír mis pasos alzó la cabeza y volvió hacia mí su rostro bañado en llanto.
»Sentí entonces que el corazón se me oprimía y me quedé sin aliento. Era aquélla la primera vez que le veía llorar, y esto me revelaba que ya no había esperanza.
»—¡Estamos, pues, perdidos!—exclamé.—¿No conoce usted ningún recurso? ¿No puede inventar ningún remedio?
»—Todo es inútil ya—me respondió.—Ayer preparé un nuevo medicamento que resultó también ineficaz como los otros. ¡Oh! ¡Luego dicen que la ciencia!... ¡La ciencia! ¿Qué es la ciencia?—continuó abandonando el asiento para pasear, agitado, por la estancia.—¡Ja! ¡ja! No es más que una sombra vana, una palabra huera y vacía de sentido... ¡Se comprenderla su impotencia para vencer la naturaleza si se tratase de devolver la vida a una vejez gastada, de reanimar una sangre empobrecida por la edad; pero se trata de una criatura que entra ahora en la vida, de una existencia joven y fresca a quien queremos salvar de las garras de la muerte y... y ya lo estás viendo: tan imposible es eso en este caso como lo es en el primero!
»Y el desolado padre, cuya agitación iba en aumento, se retorcía las manos con dolor, mientras yo le contemplaba mudo y aterrado.
»Y, sin embargo—continuó como hablando consigo mismo,—¡si todos cuantos cultivaron la Medicina hubieran cumplido con su deber trabajando con el mismo ahinco que yo, algo más adelantada estaría hoy esta ciencia! ¡Ah, miserables! ¿Para qué me sirve el estado en que hoy se encuentra? Solamente para hacerme saber que le restan a mi hija ocho o diez días de vida.
»Al oírle proferir estas palabras no fui dueño de mí mismo, y se me escapó un grito de dolor, al cual respondió él con rabiosa excitación:
»—¡Oh! ¡Pero no, no! Yo he de salvarla: yo encontraré un filtro, un elixir, el secreto de prolongarle la vida, así haya de componerlo con la sangre de mis venas. ¡Yo le encontraré, sí, y mi hija vivirá!
»Le sostuve con mis brazos porque temí que se desplomase.
»—Oye, Amaury—me dijo.—dos ideas atenacean mi cerebro y amenazan volverme loco. La primera es la de que si en un instante con el pensamiento pudiese trasladar a mi hija a un clima más benigno, a Niza, a Madera o a Palma, tal vez se salvaría. ¡Oh! ¿Por qué Dios no me ha dado un poder igual a mi amor, el poder de disponer del tiempo, de suprimir el espacio, de trastornar el mundo?... ¡Oh, rabia!... La otra idea es que en cuanto se muera mi hija se descubrirá tal vez, o acaso descubriré yo mismo el remedio que con tanto afán buscamos. Si así ocurriera y fuese yo quien lo hallara, juro por mi nombre no revelarlo a nadie en este mundo. ¿Qué me importan a mí las hijas de los demás? ¿Vienen acaso sus padres a salvar ahora a la mía?
»Cuando el doctor se expresaba de este modo, entró la señora Braun a decirnos que había despertado Magdalena. Entonces, Antoñita, he tenido ocasión de ver el maravilloso dominio que tiene ese hombre sobre su voluntad. Gracias a un vigoroso esfuerzo de esta facultad supo revestir su trastornada fisonomía con la expresión seria y grave que le es habitual.
»Pero esa aparente calma va siendo más sombría cada vez.
»Me preguntó si le acompañaba; pero yo no poseo su energía ni su estoicismo admirable; y necesitando mucho más tiempo que él para cubrir con la máscara mi rostro, pasé más de media hora en esta triste labor.
»Esa media hora es la que le dedico a usted escribiéndole, Antoñita.»
amaury a antonia
«¡Qué ángel va a abandonar este mundo!
»Al contemplar yo esta mañana a Magdalena adornada de esa suprema belleza que los últimos fulgores de la vida prestan a los moribundos, pensaba:
»—¡Oh! esa belleza, esas miradas y esa sonrisa iluminadas por un amor profundo, todo eso, ¿no es el alma?... ¿Y acaso puede morir el alma?
»Y no obstante, Magdalena morirá.
»¡Y dejará esta vida y se eclipsará sin haberme pertenecido! ¡Y el día del Juicio, el arcángel que ha de llamar a Magdalena para convertirla en un serafín como él no le dará mi nombre!...
»¡Desventurada Magdalena! Ya va viendo acercarse a su ocaso el sol de su existencia y empiezan a asaltarla tristes presentimientos. Hoy, antes de entrar en su cuarto, me detuve un momento en el umbral, según suelo hacerlo, para reunir mis energías, y oí que le decía a su padre con voz infantil, llena de ternura:
»—¡Estoy muy mala!... ¿Pero usted, papá, me salvará? Porque si yo muriera—añadió en voz baja,—moriría él también.
»—Sí, Magdalena mía, sí: si tú mueres, también yo moriré.
»Entonces entré y me senté a su cabecera. Iba a contestarle su padre, pero ella con un ademán le suplicó que callase; cree la infeliz que a mí se me oculta su estado y no quiere darme a conocer sus presentimientos y sus temores. Al poco rato me ha rogado que saliese del saloncito y que volviese a tocar aquel vals de Weber a que tanta afición muestra.
»Yo no me decidía a hacerlo; pero el doctor me indicó con una seña que accediese a su súplica y entonces obedecí.
»Pero, ¡ay! esta vez no se levantó mi pobre Magdalena para venir hacia mí sostenida por el mágico poder de esa sugestiva melodía. Casi no logró incorporarse en el lecho, y al extinguirse la última nota lanzó un suspiro y con los ojos cerrados se desplomó sobre la almohada.
»Asaltáronle luego pensamientos más graves y rogó a su padre que llamase al cura párroco de Ville d'Avray que le administró la primera comunión, y al cual, según dijo, vería con mucho gusto. Entonces el doctor se trasladó a su despacho para escribir al cura y yo quedó acompañando a mi amada.
»¡Oh! ¡Qué tristeza causa todo esto, Dios mío! Hay momentos en que se desea la muerte más que la vida.
»Pero, ¿cómo se explica, querida Antoñita, que no hable de usted jamás, y que tampoco su padre le recuerde que existe usted en el mundo?
»A no ser por la prohibición que usted me hizo de pronunciar su nombre en presencia de ella, ya sabría a estas horas cuál es el motivo de un silencio tan extraño.»
el doctor avrigny al cura párroco de ville d'avray
«Señor cura:
»Mi hija va a morir, y antes de comparecer en la presencia de Dios, desearía ver al sacerdote que inculcó en su alma inocente la sagrada doctrina de Cristo. Le suplico, padre mío, que venga lo antes posible. Le conozco a usted lo bastante para saber que no tengo que añadir ni una palabra más, porque cuando el afligido acude a usted en demanda de auxilio jamás necesita hacerlo más que una sola vez.
»Aún espero de su bondad, otro favor. No le sorprenda mi petición, padre mío: olvídese de que se la hace un hombre a quien inmerecidamente tiene todo el mundo por una lumbrera médica de los tiempos actuales.
»El favor que quiero pedir a usted, consiste en esto:
»Creo recordar que en Ville d'Avray hay un pobre pastor, llamado Andrés, que posee recetas maravillosas y que, a creer lo que dicen los aldeanos, ha devuelto la salud a muchos enfermos que la Facultad había desahuciado. Tengo una idea vaga de todo esto, y estoy seguro de que yo no lo he soñado. Oí referir esas curas maravillosas en una época en que yo era feliz y por lo tanto incrédulo.
»Tráigame, pues, a ese hombre, se lo suplico.
»Leopoldo de Avrigny.»
El padre de Magdalena encargó de llevar esta carta a un criado montado en buen caballo, y aquella misma tarde cerca del anochecer llegaron el cura y el pastor, quienes al recibir el mensaje se apresuraron acudir al llamamiento.
Era el tal Andrés un aldeano tosco, sin instrucción y reconocíase en su aspecto esta circunstancia de modo tal que si el doctor había llegado a abrigar alguna esperanza en los recursos de aquel hombre, a las primeras palabras hubo de convencerse de que tal ilusión no era más que una quimera. Sin embargo, le acompañó al cuarto de su hija, so pretexto de que venía a avisarle que el cura no tardaría en llegar. Magdalena que en su niñez había visto con frecuencia a aquel pastor en la quinta, se alegró mucho al verle.
Cuando salió de la estancia después de ver a la enferma le pidió el doctor su opinión sobre el estado de Magdalena. Respondiole el patán con la osadía y la necedad de su ignorancia que a su juicio estaba en verdad muy grave; pero con el auxilio de las hierbas que traía ex profeso había triunfado no pocas veces en casos más extremos aún que aquél. Y al hablar así puso de manifiesto los hierbajos en cuestión cuya virtud, según él, debía reduplicarse por razón de las épocas del año en que había buscado en el campo aquellas plantas.
El padre de Magdalena las examinó con rápida mirada, y quedó convencido que el efecto que de ellas esperaba no sería otro que el de una tisana ordinaria; pero, como al fin y al cabo no podían perjudicar a la enferma, dejó que el pastor las preparase y él fue a reunirse con el cura.
—El remedio de Andrés—dijo al párroco—es pueril y ridículo, pero le dejo hacer porque eso no envuelve ningún peligro, ni influirá para nada en la hora de la muerte de mi hija, que ocurrirá en la noche del jueves al viernes, o a lo sumo en la mañana del viernes. Tengo bastante experiencia profesional—añadió con amargura—para estar bien seguro de que no me equivoco en mis tristes augurios. Ya ve usted, señor cura, que ninguna esperanza me resta ya en este mundo.
—Espere usted en Dios; confíe en El—repuso el cura.
—A eso quería yo venir a parar—dijo el doctor con cierta vacilación.—Yo siempre he creído en Dios, siempre he confiado en El, sobre todo desde que su bondad infinita me concedió una hija; y a pesar de ello he de confesarle a usted que con sobrada frecuencia ha venido la duda a turbar mi contristado espíritu. Todo aquél que analiza tiene que ser escéptico por necesidad; a fuerza de ver materia, y nada más que materia, se llega a dudar de que pueda existir un alma y quien duda del alma está a dos pasos de dudar del Creador... Cuando se niega la sombra se niega también el sol. En algunas ocasiones mi miserable vanidad humana ha osado someter a su impío examen, a su análisis, hasta el mismo Dios. ¡Oh! No se escandalice usted, padre mío, porque bien arrepentido estoy al presente de mis necias rebeldías que ahora juzgo culpables y odiosas. Hoy creo...
—Crea usted, amigo mío, y se salvará—dijo el cura.
—En esa promesa del Evangelio confío, padre mío. Sí, creo en Dios omnipotente y en su bondad y misericordia infinitas; creo que el Evangelio no sólo encierra símbolos sino también hechos ciertos; creo que las parábolas de Lázaro y de la hija de Jairo no aluden a la resurrección de las sociedades sino que refieren sucesos de orden individual, reales y verdaderos; creo por último en el poder que el Divino Redentor legó a los apóstoles, y por lo tanto, en los milagros obrados por su intercesión divina.
—Entonces es usted feliz, hijo mío.
—¡Sí, lo soy!—exclamó el doctor cayendo de hinojos,—porque poseyendo esa fe ciega puedo postrarme a sus pies y decirle: «Padre mío, nadie mejor que usted merece que rodee su cabeza la aureola de los santos, puesto que ha consagrado a curar a los enfermos y a socorrer a los pobres su existencia entera. Todas sus acciones son puras y benditas a los ojos de Dios. Es un santo, y pues lo es, haga un milagro: devuélvale a mi hija la vida y la salud...» Pero ¿qué hace, padre mío?
El cura se había levantado, con la tristeza retratada en el semblante.
—¡Ay!—exclamó.—Me apena muy de veras su dolor; le compadezco y siento en el alma no poseer la virtud que me atribuye, pues no me es dable otra cosa que elevar mis preces a Aquel que dispone de los destinos humanos.
—Así, pues, todo es inútil—dijo el señor de Avrigny, levantándose también.—Dios dejará morir a mi hija del mismo modo que dejó morir a mi hijo.
Y salió detrás del cura, que horrorizado al oírle blasfemar de aquel modo, abandonó el despacho precipitadamente.
Como era de esperar, ningún efecto produjo el brebaje de Andrés. Magdalena durmió con sueño febril e inquieto, viéndose en su pesadilla bien a las claras el influjo de la agonía que se avecinaba ya. Al rayar el alba se despertó, lanzó un grito y extendiendo los brazos hacia su padre, exclamó:
—¡Papá! ¡papá! ¿Verdad que no moriré?
Abrazóla el doctor respondiéndole con las lágrimas que brotaban de sus ojos. Magdalena pareció tranquilizarse a costa de un gran esfuerzo y preguntó por el cura.
—Ya ha venido—respondió el señor de Avrigny.
—Quiero verle en seguida—dijo Magdalena.
Entonces su padre envió a llamar al sacerdote, que no tardó en presentarse.
—Señor cura—díjole Magdalena,—supliqué a papá que le llamase porque siendo mi director espiritual de siempre, quiero confesarme con usted. ¿Está dispuesto a escucharme?
El sacerdote hizo un signo afirmativo. Magdalena volviose hacia su padre y le dijo:
—Papá, déjeme usted sola un instante con este otro padre que es padre de todos.
El doctor obedeció y después de besarle la frente salió del aposento.
Junto a la puerta estaba Amaury. El padre de Magdalena, sin despegar los labios le llevó de la mano al oratorio de su hija; allí se arrodilló ante la cruz y obligando también al joven a arrodillarse le dijo:
—¡Oremos, hijo mío!
—¡Dios eterno! ¿Ha muerto ya Magdalena?—gritó Amaury.
—No. Tranquilízate; aún la tendremos veinticuatro horas en nuestra compañía y yo te prometo que tú estarás presente cuando muera.
Amaury dejó caer la cabeza sobre el reclinatorio, prorrumpiendo en sollozos.
Haría un cuarto de hora que allí estaban de ese modo cuando se abrió la puerta del oratorio y entró el sacerdote. Al ruido de sus pasos volvió Amaury la cabeza y le preguntó:
—¿Qué hay?
—¡Es un ángel!—contestó el párroco de Ville d'Avray.
El señor de Avrigny alzó a su vez la cabeza y preguntó:
—¿A qué hora se le administrará la extremaunción?
—A las cinco de la tarde. Magdalena quiere que a esta última ceremonia pueda asistir Antoñita.
—¿Es decir, que mi hija sabe ya que va a morir?
Se levantó y salió para ordenar que fuesen en seguida a buscar a su sobrina; después de dada esta orden volvió adonde la guardaban Amaury y el sacerdote y dirigiose con ellos al cuarto de Magdalena.
Hacia las cuatro de la tarde llegó Antoñita. A la sazón no podía darse espectáculo más triste que el que ofrecía la habitación de la enferma. A un lado de la cama veíase al doctor con semblante abatido, desesperado, oprimiendo la mano de su hija, mirándola con la misma fijeza con que el jugador mira la carta en que arriesga su fortuna y buscando como él un postrer recurso en lo más hondo de su inteligencia.
Al otro lado Amaury, tratando de sonreír no hacía en realidad otra cosa que llorar.
A los pies de la cama el sacerdote, con semblante noble y grave, contemplaba a la pobre moribunda elevando de vez en cuando sus ojos hacia el Cielo adonde su espíritu habría de volar pronto.
Súbitamente apareció Antoñita en el marco de la puerta, quedándose en la sombra que envolvía uno de los ángulos del cuarto.
—No intentes ocultarme tu llanto, Amaury—decía Magdalena con acento cariñoso.—Si no viese las lágrimas en tus ojos me avergonzaría yo de las que asoman a los míos. Si lloramos, no es nuestra la culpa: ¡Es que es muy triste separarse a nuestra edad, cuando la vida nos parecía tan buena y veíamos el mundo tan hermoso! Pero lo más terrible, lo que más me horroriza, es dejar de verte, Amaury, no estrechar ya tu mano, no expresarte mi agradecimiento por tu amor, no dormirme esperando que te me aparezcas en mis sueños. Déjame que te contemple por última vez para poder acordarme de ti en la eterna noche de mi sepulcro.
—Hija mía—dijo el sacerdote.—En compensación de las cosas que abandona usted en este mundo, gozará la gloria del paraíso.
—¡Ay! ¡Yo lo tenía en su amor!—suspiró Magdalena.
Y alzando la voz, añadió:
—¿Quién te querrá como yo te quiero? ¿Quién te comprenderá como yo he llegado a comprenderte? ¿Quién sabrá someterse como yo a tu suave autoridad, amado mío? ¿Quién cifrará como yo su amor propio y su orgullo en tu amor? ¡Oh! Si yo conociese alguna capaz de eso, te juro, Amaury, que le legaría con gusto tu cariño, porque ahora ya no me atormentan los celos... ¡Pobre amor mío! Tengo tanta compasión de ti como de mí misma, porque el mundo va a parecerte tan desierto como mi sepultura.
Amaury sollozaba; por las mejillas de Antoñita rodaban gruesas lágrimas; el sacerdote, para no llorar, procuraba recogerse en la oración.
—¡No hables tanto, Magdalena: te fatigas demasiado!—dijo con acento de ternura el doctor, único de los presentes a quien su amor había dado fuerzas para conservar la serenidad.
Volviose hacia él la moribunda y le dijo con su voz más cariñosa:
—¿Qué podría decirte, padre mío, a ti que, desde hace dos meses, dices y haces cosas tan sublimes; a ti, que de un modo tan admirable has sabido prepararme para no quedar vislumbrada ante la bondad celeste; a ti, cuyo amor es tan magnánimo que no has sentido los celos, o, lo que tiene aún más mérito, has logrado aparentar no sentirlos? Ahora ya sólo Dios podría inspirarte celos. Tu abnegación es sublime: me admira... Y me causa envidia—agregó, bajando la voz.
—Hija mía—dijo el ministro de Dios,—su amiga, su hermana Antoñita ha acudido a su llamamiento. Acaba de llegar; ahí está.
Antonia, al verse descubierta, lanzó un grito y vertiendo abundantes lágrimas se acercó a la enferma. Magdalena hizo un movimiento instintivo para echarse hacia atrás; pero, luego se rehizo y, dominando aquel mal impulso abrió los brazos para recibir a su prima que se arrojó en ellos con efusión, quedando así abrazadas un buen rato hasta que Antoñita se desprendió y retrocediendo fue a ocupar el puesto del sacerdote, que acababa de dejar la habitación.
A despecho de las inquietudes y desazones de aquellos dos meses y de la profunda pena de aquel momento, Antonia estaba más hermosa que nunca; rebosante de vida, parecía destinada a disfrutar una existencia prolongada y feliz y podía creerse con derecho al amor de un corazón tierno y apasionado. Así, podía sin dificultad interpretarse el primer movimiento de Magdalena como un impulso de celos revelado también por la involuntaria mirada en que envolvió a la vez a su hermosa prima y a su desesperado novio que iba a dejar al lado de ella.
Su padre, para quien nada pasaba inadvertido, se inclinó y le dijo en voz muy baja:
—Tú misma la has llamado; no ha hecho más que obedecerte.
—Sí, papá, y me alegro mucho de verla.
Y la infeliz moribunda miró a Antonia, sonriéndose con angélica resignación.
Amaury no supo ver en aquel ímpetu de Magdalena otra cosa que un sentimiento de celos, muy natural en un ser ya aniquilado respecto a otro lleno de vigor y de vida. El mismo, comparando a la una con la otra, sintió algo parecido (o al menos así lo creyó él) al sentimiento experimentado por la hija del doctor, esto es, un sentimiento de odio y de cólera contra la insultante belleza, causa de aquel cruel contraste, y hasta le pareció que si no hubiese de morir como tenía resuelto, llegaría a aborrecer a Antoñita, por considerarla como viviente ironía, con la misma intensidad con que amaba a Magdalena.
Disponíase a tranquilizar a la moribunda deslizando un juramento en su oído cuando se oyó una campanilla que le hizo estremecerse y quedar como clavado en su sitio.
Era el sacerdote que volvía en compañía del sacristán de San Felipe de Roule y de dos monaguillos para administrar a Magdalena los últimos sacramentos.
Todos callaron al sonar la campanilla y se postraron de hinojos. Únicamente Magdalena se incorporó como disponiéndose a recibir la visita del Señor.
Entró el sacristán con la cruz, luego los monaguillos con la vela en la mano, y por fin el venerable sacerdote portador del santo Viático.
—Padre mío—dijo Magdalena,—los pensamientos pecaminosos pueden llegar a combatir nuestra alma hasta los umbrales de la eternidad.—Temo mucho haber pecado desde que me confesó esta mañana y le agradeceré a usted que antes de recibir el cuerpo del Señor, se digne permitirme que le manifieste mis dudas.
Se apartaron Amaury y el doctor para dejar que el párroco se acercase a la enferma, la cual en voz muy baja y mirando alternativamente a su prima y a Amaury, le dijo algunas palabras. El santo varón, por toda respuesta la bendijo. Después de esto comenzó la santa ceremonia.
Solamente aquel que se haya arrodillado en momentos semejantes al pie del lecho de muerte de una persona querida es capaz de saber el efecto que causan en nuestra alma las palabras que en tal caso pronuncia el sacerdote y repiten los presentes. Amaury, con el corazón próximo a estallar, retorciéndose los brazos y vertiendo amargo llanto, semejaba la estatua de la desesperación y del dolor.
El señor de Avrigny, mudo e inmóvil, sin lanzar ni un suspiro ni derramar ni una lágrima, mordía el pañuelo, tratando de recordar las plegarias recitadas en su niñez y olvidadas hacía ya mucho tiempo.
Antonia, débil mujer, no podía contener los sollozos que la ahogaban.
Transcurrió la ceremonia en medio de aquellas tres penas manifestadas de un modo tan diferente. Terminó el sacerdote su triste misión acercándose a Magdalena, que, incorporada, con las manos cruzadas y los ojos alzados al cielo recibió en sus secos labios la sagrada hostia.
Luego, abatida por este esfuerzo, se desplomó en su lecho, diciendo con apagado acento:
—¡Dios mío! No permita Tu bondad que nunca sepa que cuando he visto a mi prima he sentido deseos de que ella muriese también conmigo.
El ministro del Señor, acompañado de su séquito, salió de la estancia.
Reinó en ésta un silencio que nadie se atrevía a interrumpir. Magdalena, que aún seguía con los brazos cruzados, lanzó una intensa mirada a su padre y otra a Amaury. Antonia oraba en voz baja.
Entonces comenzó una vela silenciosa y triste. La enferma quiso hablar por vez postrera para despedirse de los seres más queridos de su corazón, pero su debilidad era tan grande y sus fuerzas decaían de tal modo, que sólo a costa de un esfuerzo sobrehumano, logró articular algunas palabras. El doctor, inclinando hacia ella su encanecida cabeza, le suplicó que callase: bien claramente veía que todo había acabado y ya sólo deseaba retardar cuanto pudiera la eterna separación. El, que en los comienzos de la enfermedad había pedido a Dios la vida de su hija, que después le había rogado que le concediese algunos años, luego algunos meses y más tarde solamente algunos días, contentábase con pedir para ella unas horas más de vida.
—Tengo frío—dijo Magdalena con voz apagada.
Antonia se acostó entonces sobre los pies de su prima e intentó calentárselos con su aliento a través de la sábana. Magdalena murmuraba algo entre dientes sin que lograse hacer salir de sus labios un sonido articulado.
No es posible describir la angustia y el dolor que oprimían aquellos tres corazones. Quien en una noche terrible y suprema como aquélla haya velado a su hija o a su madre comprenderá lo que nosotros no sabríamos explicarle; y aquellos a quienes su buena fortuna no haya puesto en tales trances pueden bendecir a Dios por no verse en el caso de tener que comprenderlos.
Amaury y Antonia no apartaban su mirada del doctor. Es tan costoso para el hombre el renunciar a toda esperanza, que ellos no se resignaban a creer que todo hubiese acabado y de un modo instintivo buscaban en el rostro del señor de Avrigny algún rayo de esa ilusoria esperanza.
Pero el padre de Magdalena permanecía grave y sombrío, sin que ningún resplandor iluminase su rostro impasible ni el rayo de esperanza deseado viniese a desdoblar las arrugas de su frente ceñuda.
Hacia las cuatro de la madrugada se aletargó la enferma. Amaury, al verla cerrar los ojos, se puso en pie de un salto, pero el doctor le detuvo diciéndole estas palabras:
—Ahora duerme; aún le queda una hora de vida.
Efectivamente, Magdalena dormitaba con el último sueño de la vida mientras el crepúsculo ahuyentaba las sombras de la noche y las estrellas se eclipsaban una a una ante la limpia claridad de la rosada aurora.
El señor de Avrigny tomó el pulso a su hija, notando que ya desaparecía poco a poco de las extremidades.
A las cinco oyose la campana de una iglesia próxima que tocaba el angelus, llamando a la oración a los fieles.
Un pajarillo se posó en la ventana, entonó un gorjeo y emprendió el vuelo de nuevo, perdiéndose en los aires.
Magdalena abrió los ojos, quiso incorporarse exclamando:—«¡Aire! ¡aire! ¡Me ahogo!» y se desplomó lanzando un suspiro.
Era el último. Magdalena de Avrigny ya no existía.
Levantose el doctor y con voz ahogada dijo:
—¡Adiós, Magdalena! ¡Adiós, hija mía!
Amaury lanzó un grito terrible.
Antonia sollozaba como si su pecho fuera a desgarrarse.
Era verdad, Magdalena ya no existía... Se había eclipsado con las estrellas del cielo; suavemente había pasado del sueño a la muerte sin esfuerzo, sin exhalar más que un suspiro.
Los tres contemplaron en silencio a la pobre criatura. Luego, viendo Amaury que sus hermosos ojos habían quedado abiertos, quiso cerrárselos, pero el doctor detuvo su ademán diciéndole:
—Lo haré yo, que soy su padre.
Prestó a la muerta este servicio piadoso y terrible, y después de contemplarla un instante con muda y dolorosa mirada, cubrió con la sábana a guisa de sudario aquel hermoso rostro helado por el soplo de la muerte.
Y entonces los tres, arrodillados y llorosos, oraron en la tierra por la que en el mismo instante también oraba por ellos en el Cielo.
Cuando Amaury volvió a su cuarto encontró en derredor suyo en los muebles, en los cuadros, hasta en el aire, recuerdos tan amargos que, no pudiendo resistirlos y loco de dolor, se lanzó a la calle, saliendo a pie, sin objeto, sin propósito deliberado, sin otra idea que la de llevar lejos de allí a cualquier parte la pena que le abrumaba.
Eran las seis y media de la mañana.
Caminaba con la cabeza baja, y en medio de las tinieblas en que su alma se agitaba sólo distinguía la figura de Magdalena envuelta en un sudario, y en la soledad de su espíritu sólo oía un eco que sin cesar repetía esta palabra: «¡Morir! ¡Morir!»
En el bulevar de los Italianos, a donde llegó sin saber cómo, le cerraron el paso tres antiguos amigos, alegres camaradas de su vida de soltero que con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos revelaban bien a las claras hallarse en ese estado de expansiva animación que raya en la embriaguez.
—¡Caramba, chico! ¡Pues no es Amaury!—exclamó uno de ellos con estentórea voz, hija de su despreocupación del momento.—¿De dónde sales, di? ¿Y adónde vas ahora? ¿Dónde te has metido en estos dos meses, que no te has dejado ver en ninguna parte?
—¡Poco a poco!—dijo otro interrumpiendo al primero.—Todas esas preguntas están muy en su punto; pero vayamos por partes. Ante todo tenemos que justificarnos a los ojos de Amaury, que es hombre bien nacido, de nuestro crimen. ¡Miren que andar por las calles a las siete de la mañana! Chico, no vayas a imaginarte que hemos madrugado tanto: lo que ocurre es que aún no nos hemos acostado, ¿entiendes? Ahora nos vamos a la cama... Los tres hemos pasado... (es decir, tres y tres, ¿eh?)... hemos pasado la noche en casa de Alberto, donde nos hemos regalado con un festín digno de Sardanápalo y ahora nos volvemos santamente a nuestras casas a pie, como puedes ver, para tomar un poco el aire de la mañana.
—Todo lo cual demuestra—agregó el tercero, que estaba más borracho que ninguno—la verdad que se encierra en aquel aforismo político (¡oh! ¡es un gran apotegma!) de Talleyrand: Cuando uno ha sido siempre feliz...
Amaury les miraba aturdido y como alelado, sin entender lo que hablaban.
—Ya estás enterado—repuso el primero que había tomado la palabra;—ahora estás tú en el deber de justificar tu madrugón y de decirnos por qué te has eclipsado estos dos meses.
—¡Bah! Eso lo diré yo mismo, señores—saltó el segundo,—porque, a Dios gracias, no ando mal de memoria, lo cual, dicho sea de paso, viene a probar lo que digo hace ya rato y es que habiendo bebido por dos soy el que está más sereno de los tres. Yo sé por qué no hemos visto a Amaury en tanto tiempo y ahora lo diré. Recuerdo muy bien que nuestro amigo está enamorado de la hija del doctor Avrigny y acaricia respecto a ella proyectos matrimoniales.
—¡Ah, sí! ¡Yo también me acuerdo ahora! Y hasta me parece que el suegro, el día del baile, señaló para hoy (¿no es hoy once de septiembre?) la boda de su hija con Amaury.
—Sí; pero te olvidas de que aquella misma noche la novia se puso enferma.
—Pero aquella indisposición sería pasajera y no habrá sido nada...
—No, señores—contestó Amaury.
—¿Ya está buena?
—Ha muerto.
—¿Cuándo?
—Hace una hora.
—¡Demonio!—exclamaron estupefactos los tres.
—¡Conque ha muerto! ¡Y hace una hora! ¡Qué fatal coincidencia! ¡Yo que iba ahora mismo a pedirte que nos acompañaras a almorzar!...
—No puede ser. Yo, lejos de almorzar con mis amigos, les invito a mi vez a que me acompañen mañana en el entierro de la que fue mi prometida.
Y, despidiéndose de ellos, se alejó con rapidez.
—Está loco rematado—dijo uno, al ver cómo se alejaba.
—O es demasiado discreto—repuso otro.
—¡Pchs!... Lo mismo da—agregó el llamado Alberto.
—En fin, no importa... Pero dejemos a un lado el género triste; hay que convenir en que es muy poco agradable eso de tropezarse después de beber bien, con un novio que acaba de enviudar.
—¿Asistirás al entierro?
—Creo que no podemos excusarnos—observó Alberto.
—No hay que olvidar que mañana la Grisse vuelve a cantar el Otelo.
—Tienes razón; ya no me acordaba. Concurriremos a la iglesia para que nos vean; la cuestión es que Amaury no pueda quejarse de que faltamos.
Y dicho esto, prosiguieron su interrumpido camino.
Cuando Amaury se separó de ellos asaltó su cerebro una idea que ya otras veces había acudido a su mente aunque con más vaguedad. El joven pensó en morir.
¿Qué le quedaba que hacer en este mundo? Muerta Magdalena, ¿qué lazo podía unirle a esta mísera existencia? ¿No lo había perdido todo con su amada? No le restaba otra cosa que reunirse con ella, como ya se lo había prometido a sí mismo tantas veces desde que estuvo seguro de que no había remedio.
Amaury razonaba de este modo:
Una de dos: o hay otra vida o no la hay. Si es verdad que la hay, volveré a ver a Magdalena y con ella recobraré la felicidad perdida. Y si esa vida no existe, al extinguirse la mía todo acaba, mis lágrimas se secan y yo no siento ya mi desdicha. De todos modos he de salir ganando, pues nada perderé al dejar la vida que para mí nada vale.
Tomado ya este partido, le convenía a Amaury aparecer tranquilo y casi alegre. No había por qué interrumpir su vida ordinaria y además no quería que al saberse su muerte se dijera de él que se había suicidado a impulsos de la desesperación, en un rapto de locura. Lejos de eso tenía empeño en que todo el mundo considerase su acto bien premeditado, como prueba de valor y no como signo de cobardía.
Según su plan debía ordenar sus asuntos, escribir sus últimas disposiciones y visitar a sus amigos anunciándoles únicamente que iba a emprender un viaje de larga duración. Asistiría al día siguiente al entierro de su amada y por la noche concurriría al teatro para oír desde su palco el último acto de Otelo, aquella romanza del Sauce, aquel último canto del cisne, obra maestra de Rossini que tanto gustaba a Magdalena. Después regresaría a casa y allí se levantaría la tapa de los sesos.
Hay que advertir que Amaury poseía un alma recta, un corazón sincero y sin doblez; así, que combinaba uno por uno los detalles de su próximo fin, sin echar de ver la afectación que pudiera haber en tales preparativos, sin fijarse en que había otros modos de morir, quizás mucho más sencillos.
A sus años no podía menos de parecerle grande y a la vez muy natural todo lo que pensaba hacer y buena prueba de ello es que, persuadido de que ya no había de vivir más que dos días dominó su pena, y al volver a casa se acostó, y, rendido por tantas y tantas emociones como el joven acababa de sufrir, se durmió tranquilamente.
Despertose a las tres, se vistió con esmero, visitó a sus amigos, anuncioles su viaje, abrazó a unos, estrechó la mano a otros, regresó a casa y comió solo (pues no vio en todo el día al doctor ni a su sobrina), aparentando en todos sus actos una calma tan terrible que los criados dudaban de que estuviera en su juicio.
A las diez fue a su casa y se puso a redactar su testamento, dejando la mitad de su fortuna a Antoñita, un legado de cien mil francos a Felipe, que todos los días había ido a enterarse del curso de la enfermedad de Magdalena, y distribuyendo el resto en diferentes mandas.
Después siguió escribiendo su diario, continuándolo hasta aquel mismo instante y anunciando en él su propósito de quitarse la vida, sin perder la tranquilidad, sin la menor emoción, con pulso firme.
Cuando acabó su tarea eran las ocho de la mañana. Tomó sus pistolas y después de cargarlas con dos balas se las guardó bajo la levita, montó en su carruaje y fue a casa del doctor. El señor de Avrigny no había salido desde el día anterior de la habitación de su hija.
En la escalera tropezose Amaury con Antonia, que se dirigía a su cuarto y tomándole la mano la besó en la frente sonriendo.
Su tranquilidad asustó a la joven, que le siguió con la vista hasta que él hubo entrado en su aposento.
Amaury metió las pistolas en un cajón de la mesa, cerró éste y guardose la llave en el bolsillo. Hecho esto se vistió para el entierro y al bajar luego al salón se encontró con el doctor que había pasado la noche velando el cuerpo de su hija. El infeliz padre, al salir del cuarto de Magdalena con los ojos hundidos y el rostro lívido, como un espectro que saliera del sepulcro, retrocedió cegado por el vivo resplandor de la luz del día.
—Ya van pasadas veinticuatro horas—dijo con ademán meditabundo.
Y estrechó la mano a Amaury, contemplándole en silencio. Quizás pensaba demasiadas cosas para poder expresarlas.
Sin embargo, el día anterior había dictado sus disposiciones con una calma inaudita, con una impasibilidad aterradora. Según sus órdenes el cuerpo de Magdalena, después de estar expuesto en una capilla ardiente a la puerta de la casa, debía ser conducido a San Felipe, en donde al mediodía se celebraría el oficio de difuntos, y de allí sería transportado a Ville d'Avray.
A las once y media llegaron los coches de luto. En el primero de ellos entraron Amaury y el doctor que, rompiendo con la costumbre que no permite a los padres seguir el cadáver de sus hijos, quiso formar parte del cortejo fúnebre.
Llegaron a la iglesia, cuyas naves, coros y capillas, estaban enteramente adornados con blancas colgaduras. El padre y el novio fueron los únicos que entraron en el coro con el cuerpo de la muerta. Los amigos y los curiosos (si es que puede establecerse semejante distinción) fueron a colocarse en las naves laterales para presenciar desde allí la fúnebre ceremonia.
Esta se celebró con gran pompa, contribuyendo a prestar relieve al acto la circunstancia de que Thalberg, que era amigo de Amaury y del doctor, había querido encargarse del órgano, por lo cual, el oficio de difuntos revestía en aquella ocasión los caracteres de un gran acontecimiento artístico.
Véase cómo aquellos tres elegantes de la víspera, que tenían que asistir a oír el Otelo en los Bufos, disfrutaban aquel día de dos conciertos en vez de uno.
Pero, entre aquella muchedumbre que llenaba los ámbitos de la iglesia, sólo el padre y el novio sintieron penetrar en sus corazones las terribles palabras de las plegarias que con lúgubre armonía se elevaban al Cielo entre nubes de incienso; y, particularmente el doctor se apropiaba con avidez el sentido de los versículos más tristes y en el fondo de su alma repetía las palabras del sacerdote que oficiaba:
«Daré el reposo a los justos—dice el Señor—porque hallaron gracia a mis ojos y les conozco por su nombre.
¡Felices aquellos que mueren en mí, pues descansarán de sus trabajos y les seguirán sus obras!»
¡Con cuánto fervor exclamaba el pobre padre:—«Señor, liberta mi vida, porque es muy largo mi destierro. ¡Yo aguardo, Señor, esa liberación; mi alma te desea de igual modo que la tierra abrasada por la sequía desea la lluvia; del mismo modo que el ciervo sediento busca con ansia el agua de los torrentes, así mi corazón te echa de menos, Señor!»
Pero lo que más conmovió a los dos fue el imponente Dies iræ, cuando resonó bajo las bóvedas del templo, tocado por el eminente Thalberg.
El fogoso Amaury repitió en su fuero interno aquel himno de cólera como respondiendo a un impulso de su propio corazón; el doctor escuchó profundamente abatido el espantable clamor de aquel canto apocalíptico e inclinó la frente bajo el peso de las terribles amenazas que envolvía.
Mientras que el novio veía expresada por la música su propia desesperación y se complacía en desear el aniquilamiento y la destrucción de este mundo miserable que para él carecía de valor desde que Magdalena lo había abandonado, el alma angustiada del padre, menos colérica que la juvenil de Amaury, tembló ante el versículo, revelador de la majestad de Dios tonante que acababa de absolver a su hija y muy pronto debía juzgarle a él mismo. ¡Qué pequeño, y qué humilde se sintió en aquella ocasión el soberbio doctor, el sabio entre los sabios!
Examinó, aterrado, su conciencia y al verla llena de culpas tuvo miedo, no de ser herido por el rayo de la cólera divina, sino de verse separado de su hija.
Pero ¡ah! cuando al versículo amenazador siguió el de la esperanza ¡con qué fe, con qué fervor escuchó la promesa de la infinita misericordia! ¡cómo, vertiendo copioso llanto, rogó a Dios, invocando su clemencia, que olvidase su justicia, recordando sólo su misericordia y su magnanimidad!
Después de la ceremonia, salió Amaury de la iglesia con la cabeza erguida, como desafiando al universo mientras que el doctor caminaba con la frente inclinada, como queriendo desarmar con su humildad la cólera celeste.
Magdalena, según ya hemos dicho, debía de ser enterrada en Ville d'Avray, porque al doctor le parecía que allí, en un cementerio de aldea, oscuro y desierto, le pertenecería su hija más que en una necrópolis de la gran ciudad.
Los convidados que formaban el cortejo y que venían a ser los mismos que concurrieron al baile, no se sentían con ánimo de acompañar a la muerta hasta su última morada. Habrían transigido con ir al cementerio del Père Lachaise por tratarse de un paseo; pero no era cosa de ir hasta Ville d'Avray, con lo cual perdían un día entero, y un día tiene en París gran valor.
Por eso, conforme a las previsiones del doctor, sólo tres o cuatro amigos muy adictos, entre ellos Felipe de Auvray, ocuparon el tercer coche del duelo. En el primero iba el clero; al segundo subieron el doctor y Amaury.
A la puerta de la iglesia de Ville d'Avray esperaba a la comitiva el cura párroco. En aquella iglesia en que Magdalena había comulgado por vez primera debía hacer su última estación antes de que su cuerpo descendiese a la fosa.
No hubo allí pompa ni boato, ni órganos ni cantos: todo se redujo a una sencilla oración, a un postrer adiós murmurado, por decirlo así, en voz baja al oído de la virgen que había volado al Cielo, y todos continuaron su camino a pie hasta la puerta del cementerio adonde llegaban cinco minutos más tarde.
El sencillo cementerio de Ville d'Avray es un admirable campo de reposo, tranquilo, casi ameno. En lugar de suntuosos panteones e hipócritas epitafios sólo hay cruces de madera y simples inscripciones. No es imponente, pero sí enternecedor. Al entrar en él se respira paz y recogimiento, y el visitante se siente tentado a exclamar como Lutero en Worts:
—Les envidio porque reposan: envideo quia quiescunt.
Pero cuando Lutero pronunció esas palabras no entraba en el cementerio siguiendo el cortejo fúnebre de una persona querida: hablaba el filósofo, no el padre o el esposo.
¿Quién podría describir las torturas de un alma en tales circunstancias? El canto de los sacerdotes; el espectáculo de la fosa recién abierta; el rumor de la tierra que cae sobre el ataúd, producen emociones que llenan de horror el ánimo más esforzado.
El señor de Avrigny asistió al sepelio, arrodillado y con la frente inclinada. Amaury se quedó en pie pero tuvo que apoyarse en un ciprés, sintiendo que las piernas no querían sostenerle.
Cuando la tumba quedó cubierta de tierra pusieron sobre ella una gran losa de mármol blanco, que ostentaba este doble epitafio:
Aquí yace Magdalena de Avrigny
muerta en 10 de septiembre de 1839
a los 20 años, 8 meses y 5 días de edad.
Aquí yace el doctor Avrigny,
su padre,
muerto en el mismo día
y enterrado en...
Habían dejado la fecha en blanco; pero el doctor confiaba en que estaría llena antes de un año.
Plantáronse rosales blancos alrededor de la tumba porque Magdalena había tenido siempre gran afición a las rosas blancas y el doctor daba a su hija esas flores a fin de que en vida y muerte su cuerpo siempre fuese todo rosas.
Cuando todo acabó, el doctor se despidió de su hija enviándole un beso y diciendo a media voz:
—Hasta mañana, hija mía... Hasta mañana... y para no separarme ya de ti.
Y acompañado de sus amigos salió con paso seguro del cementerio, cuya puerta cerró el sacristán tras de ellos.
—Señores—dijo entonces el padre de Magdalena a sus escasos acompañantes:—ya han visto ustedes por la inscripción de la losa, que el hombre que les habla ya no es un ser viviente. Yo desde hoy, ya no pertenezco a la tierra, sino a mi hija solamente; desde mañana nadie volverá a verme ni yo tampoco veré a nadie en París. Aquí viviré solo y retirado y en esa casa que ahí tengo y cuyas ventanas, como ustedes ven, dan a este cementerio, aguardaré resignado hasta que Dios señale la fecha que en la losa dejé en blanco. Reciban, pues, señores, por vez postrera, el sincero testimonio de mi agradecimiento y mi cordial despedida.
Habló con voz tan firme y con tal convicción que nadie osó responderle, y después de estrechar en silencio y con muestra de tristeza su mano, se alejaron respetuosamente todos.
Cuando partió el coche que los llevaba, se volvió el doctor hacia Amaury, que estaba a su lado de pie y con la cabeza descubierta.
—Ya lo has oído, Amaury—dijo.—Desde mañana no viviré ya en París; no volveré allí jamás. Pero hoy tengo que regresar contigo a casa para dictar mis disposiciones y dejar mis asuntos arreglados.
—Lo mismo que yo—contestó Amaury con frialdad.—Usted no ha pensado en mí para hacer el epitafio de Magdalena; pero he visto con júbilo que a su lado hay sitio para dos.
—¡Ah!—exclamó el doctor mirándole de hito en hito, pero sin manifestar asombro por sus palabras.
Y echando a andar, agregó:
—Ven.
Subieron al último coche que les estaba aguardando y emprendieron el regreso hacia París.
Ya en la capital, Amaury mandó parar el coche en el Arco de la Estrella.
—Perdone, usted—dijo el señor de Avrigny;—yo también tengo que hacer esta noche. ¿Tendré el gusto de verle?
El padre de Magdalena contestó con un signo afirmativo.
El joven se apeó, y el coche siguió rodando en dirección a la calle de Angulema.
Acababan de dar las nueve de la noche.
Amaury tomó un simón, y poco después entraba en su palco del teatro de los Italianos.
La sala, resplandeciente de luces y de diamantes, parecía un ascua de oro. El joven, pálido y grave, desde el fondo del palco contemplaba aquel brillo y aquella esplendidez con mirada indiferente, con desdeñosa sonrisa.
Su presencia causó una gran sorpresa; pero la austeridad de su semblante y su aire grave imponían tal respeto aún a sus más íntimos amigos, que nadie se atrevió a dirigirle la menor pregunta.
Nadie conocía su fatal propósito, y no obstante, todos temieron que Amaury fuese quizás a dirigir al mundo su último saludo como los antiguos gladiadores romanos saludaban al César con las famosas palabras: «¡Ave, César! ¡morituri te salutant!»
Presenció el tercer acto de Otelo, aquel terrible acto cuya música parecía ser digna continuación del Dies iræ de la mañana, en la que Rossini parecía completar a Thalberg; y al llegar a la escena en que el moro se suicida después de asesinar a Desdémona, tan en serio tomó la tragedia que estuvo a punto de gritar como Aria a Petus:
—¿Verdad, Otelo, que no hace daño?
Después de la función, Amaury subió a otro coche de punto, y se hizo llevar a casa del señor de Avrigny.
Los criados le aguardaban. Se dirigió al despacho de su antiguo tutor, llamó a la puerta y oyó una voz que le respondió desde adentro:
—¿Eres tú, Amaury?
El joven, después de responder afirmativamente, entró.
El señor de Avrigny, que estaba sentado ante su mesa de trabajo, se levantó para salir a su encuentro.
—No he querido acostarme sin venir a dar a usted un abrazo—le dijo Amaury en tono tranquilo.—¡Adiós, padre mío!
Su tutor le miró con fijeza y abrazándole respondió:
—¡Adiós, Amaury!
Al estrecharle contra su pecho le había puesto la mano sobre el corazón, notando que sus latidos acusaban perfecta tranquilidad. El joven, sin advertir nada, se dispuso a retirarse, y ya iba a traspasar el umbral del aposento, cuando el doctor le llamó de nuevo, diciéndole con voz ahogada por la emoción:
—Oye, Amaury, una palabra.
—¿Tiene usted algo que mandarme?
—Aguárdame en tu habitación. Allí acudo dentro de cinco minutos, pues tengo que hablarte, Amaury.
—Está bien. Le esperaré, padre mío.
Y después de hacer una ligera inclinación de cabeza, salió, dirigiéndose a su cuarto. Lo primero que hizo, así que entró, fue abrir el cajón de la mesa donde había dejado las pistolas, y al ver que estaban intactas, se sonrió, alzando los gatillos. Pero en el mismo instante oyó pasos, y comprendiendo que se acercaba el doctor, escondió otra vez sus armas.
El padre de Magdalena abrió la puerta, la cerró de nuevo y, acercándose en silencio al joven, púsole la mano en el hombro.
Amaury aguardaba que el doctor le dijese algo; pero, viendo que callaba, rompió al fin aquel silencio solemne para preguntar:
—¿Dice usted que tiene que hablar conmigo?
—Sí.
—Hable, pues: ya le escucho.
—¿Te imaginas, hijo mío, que no he comprendido que tratabas de matarte... esta noche... ahora mismo?
Amaury se sintió estremecer de pies a cabeza y dirigió instintivamente los ojos al cajón donde estaban las pistolas.
—Si, querías matarte—continuó el doctor,—y guardas el instrumento de muerte, las pistolas, el puñal o el veneno, ahí mismo, en ese cajón. Aun cuando no has mostrado intranquilidad, o quizás por eso mismo, lo eché de ver en seguida. Es muy grande y muy extraordinario lo que me pasa; te amo con el mismo cariño que profesabas a mi hija y ahora veo que hacía muy bien en quererte y que tú eras digno de ella. ¿Verdad que no se puede vivir sin su presencia? Ya verás cómo nos entenderemos; pero no quiero que te suicides.
—Pero si...
—Déjame hablar, hijo mío.
—¿Crees que pienso recomendarte consuelo y distracciones? Eso es muy convencional y poco digno de nuestra profunda pena. No; no esperes tal cosa. Yo también, como tú, pienso que habiendo abandonado Magdalena la tierra, no nos queda otro recurso que ir a buscarla en el Cielo. Mas al reflexionar acerca de ello, he visto que si ése es el camino más corto es también el menos seguro, porque no es el que Dios nos ha marcado.
—Pero, padre mío...
—Calla y no me interrumpas. Esta mañana has oído en la iglesia el Dies iræ. ¿No es verdad que lo has oído?
Amaury se pasó la mano por su ardorosa frente y no contestó.
—Pues bien—prosiguió el doctor,—ya sabrás que ese canto es capaz de impresionar el corazón del hombre más impávido. Yo, de mí sé decir que me ha hecho meditar, y tengo miedo. Si lo que en él se dice fuese cierto; si el Señor, irritado por la destrucción de su obra, no admitiese entre sus elegidos a los que así delinquen; si nos separase de Magdalena... ¡Oh! ¡Cuando pienso en que esto pudiera ser!... Aunque sólo hubiera una probabilidad muy remota de que esa amenaza pudiera realizarse sería yo capaz de sufrir, para evitarla, los tormentos más crueles; viviría, si fuera preciso, diez años más... Sí, diez años más de sufrimiento, a cambio de la esperanza de reunirme con ella en la eternidad.
—¡Ay! ¡Vivir! ¡vivir!—exclamó Amaury con doloroso acento.—¿Cómo vivir sin aire, sin sol, sin amor? ¿Cómo vivir sin ella?
—No hay más remedio, Amaury; oye bien esto: En nombre de Magdalena, en su sagrado nombre, yo, su padre, te prohíbo suicidarte.
Amaury se cubrió el rostro con las manos. Estaba desesperado.
—Escucha, hijo mío—prosiguió el doctor después de una breve pausa:—en mi mente se agita una idea, que ha venido a iluminar mi entendimiento mientras yo oía caer la tierra sobre el féretro de mi hija. Desde aquel momento me siento ya más tranquilo; voy a explicártela, Amaury, y luego, invitándote a reflexionar y recordándote mi prohibición te dejaré solo, seguro de volverte a ver mañana para conferenciar contigo y con Antoñita antes de volverme yo a Ville d'Avray.
—Hable usted.
—Amaury—dijo el doctor en tono solemne,—abandonémonos a nuestro dolor y no dudemos de la eficacia de nuestra desesperación, porque eso sería demostrar que no es muy honda. No olvides, hijo mío, estas palabras, las últimas que he creído escuchar de labios de Magdalena: ¿A qué matarse, cuando la muerte viene por si sola?
Y el desventurado padre, así que hubo pronunciado las palabras que quería grabar en la memoria de Amaury, se retiró tan lenta, y gravemente como había entrado.
Nada importa morir cuando gravitan sobre nosotros el peso del tiempo y los achaques, cuando se está ya aniquilado a fuerza de vivir. Nada importa morir cuando murieron ya sentimientos, ilusiones y esperanzas; cuando los afectos se extinguieron uno a uno, cuando el fuego que ardía en nuestra alma se convirtió en ceniza... Ya no queda más que el cuerpo... ¿Qué importa que éste tarde más o menos en seguir al espíritu si le abandonó cuanto lo purificaba, si desapareció cuanto le sonreía? Al árbol sólo le queda una raíz incapaz de sostenerle; la existencia es tan menguada, que está dispuesta a cesar a la menor sacudida; el frío de la vejez, es precursor del hielo del sepulcro...
Pero morir en plena juventud, ¿qué digo morir? matarse, arrancar de una vez todas las raíces, romper todos los hilos que nos ligan a este mundo, aniquilar todos los sueños de nuestra imaginación, ahogar todo nuestro amor, después de apurar el primer sorbo, abdicar del vigor y de la fuerza que da vida a nuestro cuerpo, renunciar a la felicidad que vislumbramos a través de un horizonte risueño y dilatado, abandonar la vida cuando apenas se ha comenzado a vivir, llevándose consigo creencias, sentimientos, ilusiones y quimeras, eso sí que constituye un sufrimiento espantoso; eso sí que es morir de veras. Así, no es de extrañar que, contra toda reflexión, nuestro instinto se aferré con tanta fuerza a la vida; que, contra todo valor, tiemble la mano al empuñar el arma homicida, que, contra todo esfuerzo sobre la voluntad, ésta se resista y a pesar del valor se tenga miedo.
—¡Ah! No es solamente la duda la que inspira a Hamlet sus famosas reflexiones:
—Ser o no ser: he ahí el problema. ¿Qué es más de admirar? ¿La resignación que de rodillas acata los caprichos de la ciega Fortuna o la fuerza que lucha en el mar proceloso y encuentra el término de sus males en ese terrible combate con los embravecidos elementos? ¡Morir! Sólo dormir, y después... cesar de sufrir, escapar a las tristes contingencias que son propias de la vida. ¡Dormir! Pero al dormir, ¡quién sabe! quizá se sueñe... ¡Quizá!... Ese es el misterio... ¿Qué ensueños vendrán a poblar el sueño de la tumba cuando en nuestra frente no resplandezca ya la animación de la vida?
¡La vida! Esta palabra es la esfinge; ella envuelve la duda que nos lleva por el camino trillado. ¡Ah! ¿Quién sería capaz de sufrir tanta vergüenza, de soportar el insulto del poderoso, el ultraje del orgullo, las desconocidas torturas del amor desdeñado, las artes de la intriga y tantas y tantas vejaciones de que somos objeto a cada paso si para darnos la paz bastara la aguda punta de un acero bien templado? ¿Quién no arrojaría su pesado fardo? ¿quién regaría con su llanto y su sudor el tenebroso camino sin las misteriosas sombras que más allá de los umbrales del sepulcro se alzan para acobardarle? ¡Ese mundo ignoto del cual jamás volvió ningún viajero lleno de horror, la voluntad, y hace que el espíritu espantado se detenga prefiriendo el dolor que le abruma al reposo inseguro de la tumba!... Luego nos arrastra el tiempo, la reflexión debilita nuestro propósito y convirtiéndose el héroe en cobarde acabamos por humillarnos, resignándonos a proseguir nuestra triste tarea en esta vida.
¡Ah! No se avergüencen, no se sonrojen aquellos que como Hamlet, conturbado el ánimo y armada la diestra de un puñal lo han acercado mil veces a su pecho para apartarlo de él otras tantas: el mismo Dios les infundió ese amor innato a la existencia para que no abandonen este mundo que necesita que vivan.
Nunca el soldado lanzándose con sublime arrojo contra el arma enemiga, nunca el mártir al entrar en el circo con santa resignación estuvieron más dispuestos a morir que Amaury al volver a la casa donde había muerto su amada.
Preparada estaba el arma, escrito el testamento y tomada la fatal resolución de un modo tan firme que el joven fríamente podía pensar en ella como sí se tratase de un hecho ya consumado. No se engañaba a sí mismo; a no haber experimentado la necesidad irresistible de dar el último abrazo al hombre que habría sido un padre para él, no habría titubeado y con heroica fe se habría levantado la tapa de los sesos.
Pero el tono solemne del doctor, la gravedad de sus palabras, el sagrado nombre de Magdalena, le hicieron meditar, y cuando se encontró solo en su cuarto, permaneció un rato inmóvil, recogido en sí mismo, pareció luego volver a la vida que poco antes quería abandonar tan decidido y al fin, levantándose, púsose a pasear por la estancia, asaltado por la ansiedad y las dudas que embargaban su espíritu.
¿No era cosa cruel la vida sin finalidad, sin horizonte, sin esperanzas? ¿No era preferible concluir de una vez? El lo juzgaba indudable.
Pero, ¿y si la vida no vuelve a comenzar en la eternidad para el suicida, si el xiiiº canto de Dante no es un sueño, si los que obraron con violencia contra sí mismos (violenti contra loro stessi) como dice el poeta, son en realidad precipitados al antro infernal en donde él los ha visto? ¿Y si Dios no quiere que desertemos de las filas del numeroso ejército de los que en la tierra sufren y aleja de su augusta presencia a los réprobos de la vida, y renegados de la humanidad? ¿y si consumando su propósito debía privarse de ver a Magdalena en la otra vida? Si todo esto era verdad, el señor de Avrigny tenía razón y había que obedecerle. Aun cuando la probabilidad de que todo eso pudiera suceder fuese muy remota, era preferible sufrir mil años de vida y dejar que la desesperación hiciera el oficio de puñal, fiar en la amargura de las lágrimas más que en la ponzoña del opio, morir al cabo de un año y no matarse en un instante.
Bien mirado, el resultado era el mismo, porque la pena de Amaury no podía perdonar; la herida era mortal y la muerte inevitable. Por lo tanto, únicamente los medios y el tiempo podían constituir materia de discusión en aquel caso.
Amaury solía decidirse muy pronto y nunca dilataba la resolución de los asuntos que dependían de su voluntad directamente. Así, al cabo de una hora estaba tan dispuesto a vivir como decidido a morir había estado poco antes.
Únicamente necesitaba para ello un poco más de energía.
Entonces volvió a sentarse, y se puso a considerar su nueva posición con ánimo sereno. Comprendió que por su parte debía acudir en ayuda de su propio pesar huyendo del mundo para abandonarse a su dolor. Para ello no tenía, en verdad, que hacer grandes esfuerzos. Aquella noche había visto él la sociedad dominado por la idea de que iba a separarse de ella para siempre; pero no haciéndolo así, las frías amistades y los placeres y consuelos convencionales y falsos que la sociedad podía ofrecerle no eran otra cosa que otros tantos suplicios.
Lo importante, lo que urgía, era verse libre de esas amargas compensaciones que la sociedad ofrece a las penas vulgares. De ese modo podía absorberse en sus ideas, ver tan sólo lo pasado, evocar constantemente el recuerdo de sus desvanecidas esperanzas y sus marchitas ilusiones, irritando sin cesar su herida para no dejar que se cicatrizara y apresurar así la mortal curación apetecida.
Y aun prometíase encontrar amargos goces en estas evocaciones de la dicha perdida, y, contaba con disfrutar cierta dolorosa voluptuosidad al soñar su imaginación con aquella retrospectiva existencia.
Le bastó sacar de su pecho el ramo, ya marchito, que había lucido Magdalena en su cintura la fatal noche del baile para que las lágrimas brotasen de sus ojos a raudales, y aquel llanto, derramado después de la febril irritación que excitaba sus nervios hacía cuarenta y ocho horas, fue para él tan benéfico como es para la tierra la lluvia después de un caluroso día de verano.
A él debió el encontrarse al despuntar la aurora tan quebrantado y tan rendido que repitió con la misma convicción que el doctor lo había hecho la víspera estas palabras:
—«¿A qué matarse cuando la muerte viene por sí sola?»
Serían las ocho de la mañana cuando José subió a avisar a Amaury que el doctor le aguardaba en el salón. Bajó el joven en seguida, y al verle entrar el padre de Magdalena se adelantó hacia él con los brazos abiertos, exclamando:
—¡Gracias, hijo mío! Ya confiaba yo en ti y sabía que no me equivocaba al contar con tu valor.
Amaury respondió a esta lisonja con un triste movimiento de cabeza, y sonriéndose con amargura se disponía a replicar cuando entró Antonia, llamada también por su tío.
Reinó en la estancia un silencio que todos parecían temerosos de romper. El doctor hizo por fin una seña a los dos jóvenes para que se sentasen y, colocándose entre ambos les dijo con triste y bondadoso acento:
—Hijos míos, cuando se posee hermosura, juventud y atractivos, se vive en plena primavera, en perspectiva de un tiempo mejor; la existencia es opulenta y muy grata. Sólo la contemplación de los dos seres a quienes más quiero y en quienes se cifran todos mis amores de este mundo, hace penetrar un rayo de gozo en mi triste corazón lacerado por la pena... Ya sé que soy amado, sé que se me corresponde, pero hay que perdonarme: no puedo quedarme aquí; necesito vivir solo.
—¿Qué dice, usted? ¿que nos deja? ¡Oh, tío! ¿Cómo puede ser eso? Explíquese—exclamó Antoñita.
—Déjame hablar, hija mía—dijo el señor de Avrigny.—Digo que aquí está la vida representada por Amaury y por ti, y a mí me reclama la muerte. Los dos amores que me quedan en este mundo no pueden compensar el que tengo allá, en el otro. Justo es que nos separemos porque nuestras miradas deben dirigirse hacia puntos muy distintos; las de Amaury y las tuyas hacia lo futuro, que aún contiene promesas y esperanzas; las mías hacia lo pasado, donde está concentrada mi existencia. Nuestros caminos son muy diferentes, y mi determinación inquebrantable y sorda a toda súplica es la de vivir desde hoy completamente solo, aislado en absoluto de la sociedad humana. Parecerá que lo que estoy diciendo es egoísta, y pido perdón por ello; pero no hay otro remedio; no es cosa de entristecer con mi desesperación la juventud floreciente de los dos hijos que me restan. Lo mejor que podemos hacer es separarnos y seguir cada cual nuestro camino que respectivamente habrá de conducirnos a la vida y a la tumba.
El doctor hizo aquí una breve pausa y luego prosiguió:
—Ahora voy a decir cómo pienso emplear los pocos días que me restan de existencia. Desde hoy viviré solo con José, mi criado más antiguo, en Ville d'Avray. No saldré de casa sino para visitar la tumba de Magdalena, que no tardará también en ser la mía, y no recibiré a nadie, ni a mis mejores amigos, que deben considerarme como muerto desde este día porque yo no pertenezco ya a este mundo. Únicamente el día primero de cada mes podrán verme dos personas que me contarán sus cosas y a quienes yo explicaré mi estado. ¿Necesitaré decir quiénes son esos dos seres que gozarán de tan exclusivo privilegio?...
—¡Ay! ¿Qué será de mí sin usted, querido tío?—exclamó Antonia, anegada en lágrimas.—¿Qué voy a hacer yo, sola y abandonada? ¡Pobre de mí!
—¿Cómo puedes imaginar que no haya pensado en ti, hija mía, en ti que siempre has sido para Magdalena una hermana tan cariñosa y tan adicta? Considerando que Amaury posee una fortuna cuantiosa y más que suficiente para él te lego en mi testamento para después de mi muerte todos mis bienes y desde hoy mismo todos los de mi hija.
Antonia hizo un ademán, como queriendo rechazar donación tan generosa.
—No me digas nada—prosiguió el doctor;—de sobra sé que te es indiferente todo esto y que tu noble corazón sólo desea cariño. Escucha, pues, Antoñita: a ti te conviene casarte, ¿estamos?
Antonia intentó replicar; pero el señor de Avrigny, le impuso silencio con un gesto.
—¿Serás capaz de negarte a cumplir los sagrados deberes de esposa y de madre sólo por no poder ser útil a tu tío? ¿Qué vas a responder cuando Dios te pida cuenta de tus actos? ¡Tienes que casarte, Antonia! Y cuenta que puedes tener aspiraciones muy altas. Aunque yo viva apartado de la sociedad no dejaré de conservar en ella mi influencia y mis amigos y podré proponerte un buen partido. A propósito: ¿te acuerdas de que el año pasado el conde de Mengis, uno de mis amigos más antiguos, me pidió para su hijo único la mano de Magdalena? Yo se la negué, pero a falta de mi hija creo que no vacilará en aceptar a mi sobrina que es tan joven, tan rica y tan hermosa como ella. ¿Qué te parece, Antoñita, el vizconde de Mengis? Ya le conoces por haberle visto aquí muchas veces y sabes que es noble, elegante, inteligente e instruido.
El doctor calló, esperando la respuesta de Antonia; pero ésta permaneció muda, como perpleja y avergonzada, mientras Amaury la miraba emocionado, porque para él también revestía excepcional interés lo que ella contestase. De sus dos compañeros de dolor, el uno se retiraba para sufrir a solas, y era muy natural que tuviese interés en saber si Antoñita, cuya pena tanto se asemejaba a la suya, abandonaría también a su triste compañero de infortunio y dejándole llorar solo destruiría del todo lo que aún le recordaba su dichosa infancia, sus amores con Magdalena y su familia de antaño.
Así, al mirar a Antoñita, no podía Amaury disimular su ansiedad. La joven vio su mirada y, como si la hubiese comprendido, dijo con voz temblorosa:
—Tío mío, le agradezco en el alma lo que por mí quiere hacer y recibo de rodillas sus paternales consejos, tan sagrados para mí; pero déjeme tiempo para pensar en ellos. Usted no quiere tener ya la menor relación con este mundo y siento que se haya hecho violencia para volver de nuevo su pensamiento a los dos únicos seres que le interesan en la tierra. ¡Dios se lo pague, tío! Sus deseos serán siempre órdenes para mí. No he de oponerme a ellos; sólo le pido una dilación. No quiera usted que me case vestida de luto; permítame poner un intervalo entre el tiempo venidero que usted vaticina tan dichoso y el pasado que tantas lágrimas me hace derramar. Mientras tanto, ya que le han de servir de molestia mis cuidados, ¡Dios mío! ¡quién habría podido suponerlo! he trazado ya mi plan y se lo voy a exponer, decidida a llevarlo a la práctica si me da su aprobación. Yo me quedaré aquí entre el recuerdo de Magdalena, del mismo modo que usted se queda a vivir junto al sepulcro. Custodiaré esos recuerdos a los que rendiré culto resucitando en mi imaginación a cada instante los días que ya pasaron. Confío en que la señora Braun no tendrá inconveniente en hacerme compañía y hablaremos de Magdalena como de una ausente con la cual habremos de reunimos un día. Sólo saldré para ir a la iglesia; sólo recibiré a los amigos más antiguos de usted, a los más adictos, a los que usted mismo me indique; yo seré entre usted y ellos un postrer lazo que les permitirá creer que no le han perdido por completo. ¡Ah! Esa vida sin ser feliz, porque eso es imposible, aún podría ofrecer algunos atractivos para mí... Tío, ¿tiene confianza en mí? ¿me cree usted digna de guardar esos preciosos recuerdos? Si es así, si no le inspiran recelos mi juventud y mi inexperiencia, déjeme elegir esa existencia, única que yo apetezco, única que me conviene.
—Si ésa es tu voluntad, hágase lo que deseas; yo apruebo en todo tu plan—dijo el doctor, enternecido.—Cuida esta casa, que desde hoy es tuya, y quédate en ella con todos nuestros criados, que tanto te quieren, y con la señora Braun, que te ayudará a dirigirla, como lo hacía en vida de Magdalena. Al comenzar cada trimestre recibirás el dinero que te haga falta, y si necesitas además de mis consejos ya sabes, hija mía, que todos los meses he de consagrarte un día. Entre mis buenos amigos, tampoco dejará de haber alguno que a instancias mías pueda servirte de tutor y de guía, reemplazándome a mí cuando yo muera. ¿Querrás estar bajo la tutela del conde de Mengis y su esposa, él tan bueno y tan afectuoso como un padre, y ella tan digna y tan cariñosa mujer que para ti casi sería una madre? No quiero hablarte de su hijo, porque antes ya eludiste esta cuestión y además actualmente viaja por el extranjero.
—Tío, no es menester que le diga que, cualesquiera que sean las personas que me designe...
—Bien; pero sepamos antes si tienes que decirme algo contra las que acabo de citarte.
—¡De ningún modo! Dios es sabedor de que después de usted son las que más merecen mi cariño.
—Siendo así, no hay más que hablar. El conde y su esposa te protegerán y sabrán aconsejarte. Queda, pues, así, hija mía, regulada por el momento tu existencia. ¿Y tú, Amaury? ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es tu plan?
Al oír esto fue Antonia quien alzó la cabeza aguardando una respuesta de Amaury con la misma ansiedad que éste había aguardado antes la de su compañera de la infancia.
—Veo, querido tutor—dijo Amaury con voz bastante segura,—que los grandes sufrimientos se soportan de distinto modo según los temperamentos. Usted va a vivir junto al sepulcro de Magdalena. Antonia no quiere abandonar la estancia que parece llenar aún con su espíritu. Yo, llevo a Magdalena en mi corazón, y me son por completo indiferentes los lugares en donde yo pueda estar. La llevaré conmigo a todas partes, porque en mi alma está enterrada y sólo procuraré que el mundo burlón e impío no profane mi dolor con su contacto. Del mismo modo que ustedes, yo a mi vez quiero estar solo. Cada uno de los tres puede tener por su parte a Magdalena aunque miles de leguas nos separen a unos de otros.
—¿Es decir que te propones viajar?—preguntó el doctor.
—Deseo vivir con mi pena; quiero saborear mi dolor sin que nadie se crea autorizado para ofrecerme consuelo; quiero sufrir libremente, y puesto que nada me obliga a permanecer en París, donde ya no he de verle a usted más, me iré muy lejos de aquí, a un país en donde todo sea extraño para mí, en donde pueda yo recogerme en mis pensamientos sin que nadie me importune.
—¿Y a dónde se marcha usted?—preguntó Antonia con acento de tristeza.—¿A Italia?
—¡Oh! ¡Italia! ¡Italia!—exclamó Amaury estremeciéndose.—Allí debíamos ir ella y yo. ¡No! ¡no! ¡De ningún modo! Italia con su cielo sereno, con su clima templado, con las bellezas que a cada paso puede ofrecer al viajero, constituiría para mi dolor una cruel ironía. ¡Al pensar en que nos disponíamos a ir los dos a ese país encantador y en que ahora deberíamos estar en Niza!... ¡Oh! ¡Cuán diferente, Dios mío!...
Amaury se interrumpió: los sollozos ahogaron su voz. Levantose el doctor y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
—Vamos, Amaury; sé hombre.
—¡Amaury! ¡Hermano mío!—dijo Antonia tendiéndole la mano.
Pero el corazón del joven, rebosante ya de hiel, tenía que desbordarse y su dolor, contenido hasta entonces, hizo explosión de pronto.
El doctor y Antoñita se miraron y dejaron libre curso a aquella expansión que no podía menos de proporcionar alivio a Amaury viniendo a calmar en parte su terrible excitación nerviosa.
Cuando el joven pudo hablar, ya algo más tranquilo, después que por sus pálidas mejillas corrieron a raudales las lágrimas, dijo:
—Perdónenme ustedes si aumento su dolor con la expansión del mío. ¡Si supieran lo que sufro!...
El anciano se sonrió con tristeza.
—¡Pobre Amaury!—dijo en voz baja Antoñita.
—Ya estoy sereno—agregó Leoville.—Decía que no me conviene el sol ardiente de Italia, sino las nieblas invernales del Norte; quiero contemplar una naturaleza triste y desolada como está mi alma; nada más a propósito que Holanda con sus pantanos, el Rhin con sus ruinas, Alemania con su cielo nuboso. Por eso esta misma noche, con el permiso de usted, querido tutor, partiré para Amsterdam y La Haya, de donde regresaré por Colonia e Heidelberg.
Antonia escuchaba con inquieto afán las palabras de Amaury, pronunciadas con singular amargura. El doctor, que al ver terminado el acceso nervioso del joven había vuelto a sentarse para quedar abstraído en sus tristes pensamientos, cuando aquél cesó de hablar se pasó la mano por la frente como queriendo apartar de sí la nube que el dolor interponía entre las ideas que ocupaban su mente y el mundo exterior, y repuso:
—Resumiendo: tú, Amaury, te vas a Alemania llevándote contigo a Magdalena; tú, Antoñita, te quedas en esta casa, en la que ella ha vivido; yo, me vuelvo a Ville d'Avray, en donde reposa su cuerpo. Pero como tengo que quedarme aún algunas horas en París para escribir a mi amigo el conde de Mengis y dictar algunas disposiciones, si no hay nada más que hablar, hijos míos, separémonos ahora y a las cinco volveremos a reunimos para comer juntos como lo hacíamos antes, en otro tiempo mejor. Después, cada cual se marchará por su lado.
—Hasta la tarde, pues, querido tutor. Adiós, Antoñita—dijo Amaury.
—Hasta la tarde—repitió Antonia.
—Hasta luego, hijos míos.
Amaury salió, el doctor se retiró a su despacho, y Antoñita, no teniendo ya que esforzarse para aparecer serena, se dejó caer en una butaca sollozando.
Amaury fue puntual. A las cinco en punto, después de haber empleado el día en hacer refrendar su pasaporte, en recoger algunos fondos de manos de su banquero, en disponer su carroza de viaje para las seis y media de aquella tarde y en llevar a cabo otras varias diligencias, llegó a casa del doctor.
El momento fue terrible cuando al sentarse a la mesa fijaron los tres sus ojos en aquel sitio vacío que otro tiempo ocupaba Magdalena.
Amaury estuvo a punto de dejar que estallara de nuevo su dolor, pero haciendo un esfuerzo para dominarse se levantó y cruzando rápidamente el salón dirigiose al jardín.
Poco después dijo el doctor a su sobrina:
—Antoñita, ve a buscar a tu hermano.
Antonia bajó al jardín. Allí encontró a Amaury sentado en el mismo banco en que había dado a Magdalena el último beso que fue la causa de su muerte y mordiendo desesperado el pañuelo como queriendo impedir que se escapasen de su pecho los sollozos que le ahogaban.
—Amaury—dijo la joven tendiéndole la mano que él, emocionado, estrechó en silencio—nos da usted mucha pena a mi tío y a mí.
Leoville, sin contestar, se levantó y dejándose conducir como un niño por Antonia la siguió, volviendo con ella al comedor.
Sentáronse de nuevo a la mesa, pero Amaury se negó a probar bocado. El doctor quiso hacerle tomar una taza de caldo, pero fue inútil su empeño; el joven contestó que le era de todo punto imposible tornar ningún alimento y volvió a caer en su abstracción.
Tras de las escasas palabras pronunciadas reinó un largo silencio durante el cual el doctor con la cabeza hundida entre las manos, no veía nada de cuanto pasaba en torno suyo. Mas los dos jóvenes, quizá porque en sus corazones se encerraba un tesoro de ternura, pensaban al mismo tiempo que en la muerta en los dos caros afectos que muy pronto tendrían que abandonar. Miráronse y debieron leer recíprocamente en sus almas y a un mismo tiempo el sentimiento de pena por la muerta y de dolor por la ausencia que sobre ellos se cernía, pues Amaury dijo, rompiendo el silencio:
—De los tres yo quedaré más abandonado que ninguno. Ustedes podrán verse una vez cada mes, pero yo... ¡triste de mí!... ¿Quién me traerá noticias suyas? ¿Quién les dará a ustedes las mías?
El doctor, como si despertase de un sueño, alzó la cabeza al oír esta queja del joven y repuso:
—No pienses en escribirme, Amaury, pues te prevengo que no habré de admitir ninguna carta.
—¡Ya lo están viendo ustedes!—exclamó Leoville.
—Nadie te priva de escribir a Antoñita, ni nadie le prohíbe contestarte. Puedes, pues, dirigirte a ella.
—¿Lo permite usted?—preguntó Amaury, mientras que Antoñita fijaba en su tío con ansiedad la mirada.
—¿Y por qué razón he de prohibir que dos hermanos se comuniquen su dolor y rieguen una misma tumba con sus lágrimas?
—¿Y usted consiente, Antoñita?—preguntó Amaury.
—Si eso puede proporcionarle algún consuelo...—murmuró la joven bajando los ojos, mientras sus mejillas se teñían de un vivo rubor.
—¡Oh! ¡Gracias! ¡gracias, Antoñita! Merced a usted mi partida será, si no menos triste, por lo menos más tranquila.
La comida acabó sin que entre aquellas tres personas que tan oprimidos sentían sus corazones se pronunciase una palabra más. La emoción que embargaba sus almas hacía enmudecer sus labios.
Cuando a las seis y media José entró a anunciar que en el patio aguardaba la silla de posta de Amaury, que acababa de llegar, y la del doctor, que ya estaba esperando hacía rato, el señor de Avrigny se sonrió; Amaury lanzó un suspiro y Antonia palideció densamente.
Se levantó el anciano, pero ambos jóvenes se abalanzaron hacia él, y al volver a caer en su sillón, agobiado por el pesar y hondamente conmovido, se encontró con que los dos estaban a su lado arrodillados.
—Abráceme usted, querido tutor—exclamó Amaury.
—Deme usted su bendición, tío mío—suplicó Antonia.
El doctor, con los ojos arrasados en lágrimas, los estrechó en sus brazos y exclamó elevando los ojos al cielo:
—¡Oh, mis dos últimos amores en la tierra!... ¡Dios mío! ¡Haz que sean felices y gocen tranquilidad; sí, que vivan tranquilos en este mundo, y alcancen la dicha eterna en el otro!
Les besó la frente. Uniéronse las manos de los jóvenes, y ambos se estremecieron, mirándose conmovidos y con la turbación de su ánimo reflejada en el semblante.
—Dale un beso, Amaury—dijo el doctor, acercando a los labios del joven la frente de Antoñita.
—¡Adiós, Antoñita!
—¡Adiós, Amaury! ¡Hasta la vista!
Despidiéronse con temblorosa voz, ahogada por la emoción.
El doctor, que en aquella ocasión era entre los tres el más dueño de sí mismo, se levantó para poner término al dolor de aquella separación que desgarraba su alma. Ellos hicieron lo propio y después de contemplarse en silencio estrecháronse por última vez la mano, mientras el doctor decía:
—¡Ea! ¡en marcha, Amaury! ¡Adiós!
—En marcha—repitió Amaury de un modo maquinal.—No se olvide de escribirme, Antoñita. ¿Lo hará usted así?
La joven no se sintió con fuerzas para contestar ni para seguirles. Los dos se despidieron de ella con un ademán y salieron precipitadamente.
Pero, merced a una extraña reacción, Antoñita, tan pronto como ellos desaparecieron recobró toda su energía y corriendo a la ventana de la estancia que daba al patio la abrió. Aun pudo ver que se abrazaban de nuevo y cambiaban algunas palabras que ella logró adivinar más bien que oyó.
—¡A Ville d'Avray, a reunirme con mi hija!—decía el doctor.
—¡A Alemania, llevándome a mi amada!—respondía Amaury.
—¡Y yo—exclamó Antonia,—aquí en esta casa desierta me quedo con mi hermana... y con el remordimiento de mi amor!—agregó separándose de la ventana para no ver la partida de los coches y con la mano puesta sobre el corazón como queriendo amortiguar sus latidos.
amaury a antonia
«Lille, 16 de septiembre.
»Por una casualidad, querida Antoñita, me veo precisado a detenerme en Lille unas cuantas horas y aprovecho la ocasión para escribirle esta carta.
»Cuando entrábamos en la ciudad se ha roto el eje del coche, y a causa de este contratiempo he tenido que meterme en la posada más cercana. Vea usted por qué mi egoísmo aumenta hoy su pena haciendo gravitar sobre ella todo el peso de la que a mí me devora.
»Antes de salir de París, sentí que no podía alejarme sin ir a despedirme de Magdalena; así, después de traspasar la barrera, he hecho que mi carruaje diese la vuelta a los bulevares exteriores y a las dos horas estaba yo en Ville d'Avray.
»Llegué al cementerio, que, como usted sabe, está rodeado por una tapia muy baja. No queriendo yo enterar a nadie de mi visita escalé la tapia en lugar de ir a pedir la llave al sacristán.
»Serían las ocho y media de la noche y reinaba en el fúnebre recinto la oscuridad más completa. Avancé con sigilo en las tinieblas procurando orientarme y llegué hasta la tumba de Magdalena... Pero, ¡cuál no sería mi sorpresa cuando vi una sombra humana tendida sobre la sepultura! Dí un paso más y reconocí al doctor. He de confesarle, Antoñita, que sentí un impulso de cólera al ver que aquel hombre, que mientras vivió su hija no se separaba de ella, me la disputaba ahora hasta en el sepulcro.
»Me apoyó en un ciprés y resolví aguardar a que él se hubiese marchado.
»De rodillas, con la cabeza inclinada casi hasta tocar en tierra, el señor de Avrigny, murmuraba:
»—Magdalena, si es verdad que hay otra vida, si el alma no muere con el cuerpo que le sirve de envoltura, si por la misericordia divina les es permitido a los muertos visitar a los vivos, yo te suplico que te me aparezcas tan pronto y tan frecuentemente como puedas, porque hasta el momento en que haya de ir a reunirme contigo yo, hija mía, te aguardaré a todas horas esperando siempre verte.
»Lo que el doctor estaba diciendo a su hija, era lo mismo que yo quería pedirle. ¡Oh! Siempre aquel hombre había de anticipárseme en todo.
»Pronunció algunas palabras más en voz baja; se levantó y yo no pude contener mi asombro al verle dirigirse en derechura hacia mí. Me había visto y me había conocido.
»—Querido Amaury—me dijo,—aquí te dejo a solas con Magdalena, pues me doy perfecta cuenta de esos celos que tienes de mis lágrimas y comprendo el egoísmo de tu dolor que te hace desear mi partida para arrodillarte tú también sobre la tumba. Tengo además en cuenta que tú te vas y no podrás verla ya hasta tu vuelta, mientras que yo vivo ahí cerca y podré ver esa sepultura mañana, pasado, todos los días y en todos los instantes que yo quiera. ¡Adiós, Amaury, adiós!
»Y alejándose con lentitud sin aguardar mi respuesta, desapareció en la oscuridad.
»A mi vez me arrojé sobre la tumba, y repetí su plegaria, no con su voz grave y resignada, sino con el llanto y los sollozos de mi desesperación y mi dolor.
»¡Oh, Antonia! ¡Qué alivio tan grande me proporcionó aquella explosión de mi pena! Me era indispensable aquella postrera crisis y sólo al recordarla, lloro y sollozo tanto que no sé si podrá usted leer esta carta cuyas líneas llegarán a sus manos empapadas en mis lágrimas ardientes.
»Ignoro cuánto tiempo estuve en el cementerio, quizás no habría salido de aquel sagrado recinto si el postillón, desde lo alto de la tapia, no me hubiera avisado que ya era hora de que volviese a mi coche.
»Entonces rompí una rama de los rosales que adornan el sepulcro, y me alejé de allí, cubriendo de besos aquellas flores en cuyo aroma creía yo respirar el puro aliento de mi pobre Magdalena.»
diario del doctor avrigny
«¡Oh, Antoñita! ¡qué ángel perdimos al perder a Magdalena!
»La aguardé toda la noche y luego todo el día y toda la noche siguiente y no ha acudido.
»Afortunadamente, pronto iré yo a reunirme con ella.»
amaury a antonia
«Ostende, 20 septiembre.
»Me encuentro en Ostende.
»Estando ella y yo en Ville d'Avray cuando ella sólo contaba nueve años y yo doce concebimos un día un proyecto cuya sola idea nos llenaba de temor y regocijo. Nos proponíamos ir solos y de ocultis al otro lado del bosque, a casa de un floricultor de Glatigny en busca de un ramo para ofrecérselo al doctor en el día de su santo.
»¿Se acuerda usted de Magdalena cuando tenía esa edad? ¿Se acuerda usted de aquel querubín rubio y hermoso al que sólo parecía que le faltaban las alas?
»¡Ay! ¡querida Magdalena!
»El proyecto era grave y demasiado seductor para que dejáramos de ponerlo en planta; así, que la víspera de la fiesta, aprovechando la ausencia del padre de Magdalena, que había tenido que ir a París por asuntos de su profesión y favorecidos por la esplendidez del día, salimos corriendo del jardín al parque y de éste al bosque sin que nadie nos viese.
»Al vernos fuera de casa nos detuvimos medrosos, mirándonos el uno al otro, como perplejos ante nuestro atrevimiento.
»Aún me parece estar viendo a Magdalena con su traje de seda blanca, con su cinturón de color azul celeste.
»El camino no me era del todo desconocido, porque alguna vez había paseado por él con la familia del doctor. Ella lo conocía menos porque nunca se fijaba en el terreno que pisaba, entretenida en la caza de mariposas, pájaros y flores silvestres. A pesar de todo nos internamos en el bosque resueltos a atravesarlo, y yo, orgulloso de la responsabilidad que aquel acto implicaba para mí, ofrecí el brazo a Magdalena, que se apoyó en él temblorosa y quizá algo arrepentida de su propia osadía. Pero los dos éramos demasiado presuntuosos para volver atrás, y guiándonos por las indicaciones de los postes, seguimos nuestro camino hacia Glatigny.
»Me acuerdo de que se nos antojó muy largo el camino; que tomamos a un corzo por un lobo, y a unos pacíficos campesinos por feroces bandoleros. Pero, como ni el lobo nos atacó ni los bandidos se preocuparon para nada de nosotros, recobramos toda nuestra presencia de ánimo y andando a buen paso, al cabo de una hora llegamos a Glatigny.
»Allí preguntamos dónde vivía el famoso jardinero y nos guiaron hasta su casa, que estaba situada a un extremo del pueblo. Penetramos en ella y nos encontramos en medio de preciosos parterres y macizos de flores, de entre los cuales salió un anciano de aspecto bondadoso, que al vernos se sonrió y nos preguntó qué queríamos.
»—Venimos a comprar flores—contesté yo.
»Y sacando con majestad del bolsillo dos monedas de a cinco francos, suma de nuestras dos fortunas reunidas, añadí:
»—Podemos gastar todo esto.
»Magdalena se había quedado detrás de mí, presa de la mayor turbación.
»—¿Todo ese dinero es para invertirlo en flores?—preguntó el jardinero.
»—Sí—contestó Magdalena, adelantándose entonces,—y queremos que sean las más hermosas que haya, para festejar con ellas a mi padre, el doctor Avrigny en el día de su santo, que es mañana.
»—¡Ah! Si son para el señor doctor—repuso el buen viejo—por fuerza han de ser las más hermosas. Ahora mismo voy a abrir los invernáculos donde están las más raras y allí hay de sobra donde elegir, si no bastan las de los parterres.
»—¡Ay, qué gusto!—exclamé palmoteando de alegría.—¿Y podemos llevarnos las que queramos?
»—¿Todas, todas?—preguntó Magdalena.
»—Todas... mientras haya fuerzas para cargar con ellas, hijos míos.
»—¡Oh! ¡Es que tenemos más fuerza de la que usted cree!
»—Sí; pero el camino es largo de aquí a Ville d'Avray.
»Nosotros ya no escuchábamos al jardinero. Habíamos comenzado a hacer nuestra cosecha de flores y sólo nos preocupábamos de cobrar un buen botín en aquel saqueo que debió dejar arruinadas a mariposas y abejas.
»A cada instante volvíamos la cabeza para preguntar al jardinero:
»—¿Puedo cortar ésta?
»—Sí.
»—¿Y ésta?
»—También.
»—¿Y esta otra?
»—También; y lo mismo las demás.
»Estábamos trastornados de alegría. En poco rato reunimos no dos ramos, sino dos gavillas de flores.
»—¿Y quién va a cargar con todo eso?—me dijo el jardinero.
»—Nosotros. Vea usted—replicamos levantando en alto cada uno su ramo.
»—Pero eso de atravesar solos el bosque... ¡Es extraño que el señor de Avrigny haya concedido tal libertad a sus hijos!...
»—¿Y por qué no?—repuse con mucho orgullo.—Ya saben en casa que yo conozco el camino.
»—De todos modos no estaría de más el volver acompañados.
»—¡Oh! Muchas gracias, pero es inútil. No hay necesidad de que nadie se moleste por nosotros que sabremos regresar lo mismo que hemos sabido venir.
»—Bien, bien, amiguitos: no hay más que hablar. ¡Feliz viaje! Sólo quiero que el doctor sepa que le envía esas flores el jardinero de Glatigny, cuya hija vive porque él le salvó la vida.
»Con los brazos cargados de flores y el corazón rebosante de alegría salimos de casa del jardinero y emprendimos el camino hacia la quinta de Ville d'Avray.
»Ya lo ve usted, Antoñita: el doctor Avrigny, que en cierta ocasión supo salvar a la hija de aquel hombre, no ha logrado salvar ahora a su propia hija.
»Una idea tan sólo nos preocupaba llevando cierta intranquilidad a nuestro ánimo: la de que hubiese vuelto el doctor y al preguntar por nosotros se hubiera descubierto la escapatoria... Nos habíamos entretenido unas dos horas en casa del jardinero; por lo tanto hacía más de tres que faltábamos de la nuestra.
»Para colmo de desdichas se me ocurrió la mala idea de echar por un atajo que nos debía ahorrar buena parte del camino. Magdalena no tenía ya miedo y además confiaba en mí de un modo absoluto; así, que no hizo la menor observación y me siguió sin temor por una senda que yo creía conocer, la cual me condujo a otra, y ésta a una encrucijada, para ir por fin a perdernos en un dédalo de caminos muy pintorescos, pero no menos desiertos. Anduvimos una hora al azar, y al fin no tuve más remedio que confesar que me había extraviado, que no sabía dónde estábamos ni qué dirección había que seguir.
»Magdalena rompió a llorar.
»¡Figúrese usted cómo estaría yo, Antoñita! La tarde declinaba; debía ser ya la hora de comer y los dos empezábamos a sentirnos fatigados bajo el peso de los ramos que agotaban nuestras fuerzas.
»Yo pensaba en Pablo y Virginia, en aquellos dos muchachos extraviados también como nosotros, pero que siquiera contaban con Domingo y su perro. Cierto es que los bosques de la isla de Francia son más solitarios que los de Ville d'Avray; pero para nosotros, dada nuestra situación de ánimo, en aquel instante, no había entre aquéllos y éstos la menor diferencia.
»Con todo, convencidos de que las lamentaciones no nos sacarían del apuro, sacamos fuerzas de flaqueza y caminamos una hora más. Pero todo fue inútil; nuestro intrépido esfuerzo se estrelló contra la fatalidad que nos había metido en aquel laberinto cada vez más intrincado. Magdalena acabó por caer rendida al pie de un árbol y yo comencé a sentir que mis fuerzas también me abandonaban.
»Hacía un cuarto de hora que estábamos así desesperados, abatidos, sin saber qué partido tomar, cuando oímos un rumor a nuestra espalda y volviendo la cabeza vimos a una pordiosera que venía hacia nosotros con un niño de la mano.
»No pudimos contener un grito de alegría juzgándonos ya en salvo. Me levanté y corrí hacia ella rogándole que nos enseñara el camino que teníamos que seguir; pero la impaciencia de la miseria se sobrepuso a la del miedo, pues en lugar de responderme y casi sin dejarme hablar, me interrumpió para implorar con voz lastimera:
»—¡Caballero, señorita, tengan ustedes compasión de mí y de mi hijo! ¡Una limosna por el amor de Dios, y que El les premie a ustedes su caridad como se merecen!
»Me eché mano al bolsillo y lo mismo hizo Magdalena, pero habíamos gastado en flores todo nuestro dinero y no nos quedaba nada. Al darnos cuenta de ello nos miramos los dos con cierto embarazo que la mendiga debió tomar por vacilación, porque continuó diciendo:
»—¡Tengan piedad de nosotros! Enviudé hace tres meses; la enfermedad de mi esposo acabó con nuestros pocos ahorros y hoy no puedo mantener a este niño y a un hermanito suyo que he dejado en la cuna. ¡Pobrecillo! El angelito no ha probado bocado desde ayer, porque no encuentro ni limosna ni trabajo. ¡Caballero, señorita, ustedes que deben ser bondadosos, compadézcanse de estos desgraciados!
»Magdalena y yo estábamos conmovidos. Teníamos hambre, porque desde la mañana no habíamos comido nada, y aquella pobre criatura, aquel niño infeliz, de menos edad y más débil que nosotros, no había probado bocado desde el día anterior.
»—¡Sí, que son muy desgraciados! ¡Dios mío!—exclamó Magdalena con los ojos arrasados en lágrimas. Pero con su prontitud y su gracia peculiares dijo poniéndose en pie:
»—Mire usted, buena mujer: nosotros no llevamos dinero encima y nos hemos perdido en el camino de Glatigny a Ville d'Avray; pero, si usted nos guía y nos acompaña a casa del doctor Avrigny, que es nuestro padre, éste sabrá recompensarle tal favor, pues si hay alguien en el mundo capaz de socorrerla, es él, créalo usted.
»—¡Dios mío! ¡Gracias, por mis hijos, señorita!—respondió la mujer con reconocimiento.—Pero, ¿cómo han podido ustedes extraviarse? ¡Si están a dos pasos de Ville d'Avray!... Tomando esa senda de la izquierda verán en seguida las primeras casas de la población.
»Estas palabras nos devolvieron como por encanto la alegría y el humor, si bien, a decir verdad, pronto nos echamos a temblar pensando en el recibimiento que nos aguardaba. Confieso por mi parte sin empacho que seguía cabizbajo y preocupado a mi intrépida compañera que me precedía conversando con su protegida y haciéndole preguntas acerca de su desdichada situación.
»Al entrar en el parque oímos la voz de la señora Braun que nos llamaba con insistencia. Detúvose Magdalena y volviéndose hacia mí me dijo:
»—¿Qué vamos a hacer? ¿Qué diremos ahora?
»La señora Braun, que acababa de echarnos la vista encima, venía corriendo hacia nosotros.
»—¡Hola, traviesos! ¡Ya es hora que nos veamos!—gritó,—¡Ay, Dios mío! ¡Qué mal rato he pasado!... ¡El señor de Avrigny, que acaba de llegar, preguntando por sus hijos, mientras los caballeretes andan perdidos por ahí de ceca en meca! Por fortuna todo ha pasado ya, y no hay necesidad de decir ni una palabra. Si él se enterase de esta escapatoria se enfadaría conmigo y me echaría una reprensión que no merezco, puesto que no tengo la menor culpa de nada.
»—¡Qué suerte!—exclamé.
»—¿Y esa infeliz que ha venido con nosotros?—preguntó Magdalena.
»—¿Qué?
»—Que se le debe dar la recompensa que le hemos ofrecido, y para ello no hay más remedio que confesar que nos habíamos perdido y que ella nos ha guiado hasta nuestra casa.
»—Sí, pero nos va a reñir—dije yo.
»—Pero tanto ella como su hijo están hambrientos—replicó Magdalena.—¿No vale más que nos riñan y que esos pobres coman? ¿No lo crees tú así también?
»¡Oh, Magdalena! ¡amada mía! ¡Qué bien retratan su alma esas palabras!
»El doctor, en lugar de reprendernos, nos colmó de besos. Aquella pobre viuda, después de obtener informes de ella, quedó colocada en la granja de Maursan, en donde hoy hay tres corazones más que ruegan a Dios por el alma de nuestra querida Magdalena.
»¡Y pensar que no han transcurrido más que diez años desde que tuvo lugar esta aventura!
»Esto es todo lo que acierto a escribirle hoy, Antoñita, y cuenta que tengo enfrente la inmensidad del mar...
»¡Ay! También es inmenso mi dolor que se recrea en estos recuerdos de la niñez del mismo modo que el Océano infinito se recrea en juguetear con esos pequeños seres que pululan a millares, entre las rocas que azota con sus olas encrespadas...
»Nessum maggior dolore
che ricordarsi del tempo felice
nella miseria!...
»Amaury.»
diario del doctor avrigny
«¡Qué cosa más rara! Antes de ser padre negaba yo que existiera otra vida.
»A partir del día en que nació Magdalena esperé. Desde el día en que ella murió creí.
»¡Gracias, Dios mío, por haberme dado la fe allí donde pude no haber hallado otra cosa que la desesperación!»
antonia a amaury
«3 de octubre.
»Nada tengo, Amaury, que decirle a usted de mí. Solamente le hablaré de mi tío, de Magdalena y de usted.
»Anteayer, 1.º de octubre, vi a mi tío, cumpliendo con el acuerdo que, como usted recordará, tomamos, de vernos el día 1.º de cada mes.
»Pero con frecuencia me da noticias suyas el anciano José que viene a París enviado por él para llevarle las mías.
»En nuestra entrevista hablamos poco. Mi tío parecía distraído, y yo, temiendo contrariarle, me contentaba con mirarle de vez en cuando a hurtadillas.
»Está muy cambiado, aunque para las personas indiferentes tal vez pasaría inadvertido este cambio. Pero a mí no se me oculta: yo veo más arrugas en su frente, menos brillo en su mirada y más preocupación en toda su actitud. Aunque parece increíble, se ha desmejorado aun más de lo que estaba cuando murió Magdalena, después de abatir su cuerpo y su espíritu los dos meses mortales que duró la enfermedad.
»Cuando me vio, me dio un abrazo, y preguntóme si tenía algo que contarle de mi nueva vida. Yo le respondía que nada, que únicamente había recibido dos cartas de usted; y al querer entregarle la segunda, diciéndole que en toda ella encontraría recuerdos de Magdalena, se negó a tomarla a pesar de mi insistencia, y me dijo:
»—Ya sé yo lo que dice. Amaury vive como yo en el pasado; pero como le llevo treinta y cinco años de delantera es indudable que llegaré yo primero.
»Después de esto sólo me dirigió la palabra para hablarme de asuntos generales. ¡Santo Dios! Me da miedo su abstracción; me espanta el ver su indiferencia hacia las cosas relacionadas hasta con su propia vida.
»Cuando acabó la comida durante la cual casi no hablamos, le abracé llorosa y él me acompañó hasta el coche que a la señora Braun y a mí nos volvió a nuestra casa de París.
»Tal fue, Amaury, la entrevista que celebré con mi tío. Siempre que José viene a París, le pregunto por su amo, y como mi tío, para quien todo es indiferente, no le ha prohibido que responda a mis preguntas, me entero de lo que hace y sé cómo vive.
»Todas las mañanas, sin preocuparse para nada del tiempo que pueda hacer, baja al cementerio para dar, según él dice, los buenos días a Magdalena.
»Después de pasar una hora junto a la tumba, vuelve a casa, se desayuna, se retira a su despacho y abre los cuadernos en que desde que es hombre viene escribiendo el diario de su vida. En ellos, durante los veinte años que ha vivido Magdalena, no se ha olvidado nunca de apuntar las acciones de su hija juntamente con las suyas, puesto que la vida del uno ha sido la del otro. De ese modo puede decir a todas horas: «Hoy hace tantos años que estaba aquí o allá, que hicimos tal cosa juntos; que hablamos de tal asunto, etc.»
»Así vuelven a pasar ante su vista todas las escenas del pasado, cuyos recuerdos le hacen llorar y sonreír a un tiempo; por más que siempre acaba por llorar, porque la conclusión siempre es la misma: él recuerda sus gracias, su hermosura, sus encantos, y siempre ha de acabar pensando en que todos esos dones se han desvanecido al soplo de la muerte. Y si alguna vez le parece eso increíble, bástale abrir la ventana y la vista de su tumba le muestra la cruel realidad.
»Así se pasa las horas mi pobre tío saboreando las emociones que le causa esta penosa revista. Ninguna noche se acuesta sin despedirse de Magdalena; cuando se levanta va a darle los buenos días y en el resto del día siempre lleva en la mano una rosa blanca cortada de los rosales de su tumba y que al retirarse a descansar conserva hasta la mañana siguiente en un jarro de Bohemia que Magdalena tenía siempre en su cuarto.
»Con frecuencia habla también al retrato de su hija, a aquel famoso retrato de Champmartín por cuya posesión manifestaba usted tanto interés.
»Nunca abre un libro, ni una carta, ni lee periódicos, ni recibe a nadie. Ha muerto para el mundo de los vivos: únicamente vive él para la muerta.
»Ya está usted tan enterado como yo de lo que ocurre en Ville d'Avray. Allí llora mi tío a Magdalena como yo la lloro en mi casa de la calle de Angulema, como usted, allí donde se encuentra, la llora del mismo modo. ¿Quién sería capaz de haberla conocido y no llorarla?
»Mucho le agradezco a usted que me hable de ella; hábleme siempre de ella, usted que la ha conocido mejor que yo.
»Al recordarla ahora se me figura una aparición celeste que me visita en sueños. ¿Acaso no era una santa que Dios nos presentaba para servirnos de ejemplo? Usted, Amaury, conoce una de sus buenas acciones; pero yo, podría citarle mil que le ayudé a practicar, y no son pocos los pobres que a estas horas deben bendecir su nombre.
»Antes, sólo elevaba mis oraciones a Dios; ahora, le ruego a Dios, pero también le ruego a ella.
»Hábleme de Magdalena con frecuencia, con mucha frecuencia, pero hábleme también de usted. ¡Ay! Le hago esta recomendación con el corazón palpitante y temblándome la mano porque temo ofenderle o incurrir en su desagrado. Quizás la achacará usted a curiosidad o a indiscreción de mi parte.
»Para poner las manos en una heridas como las suyas hay que tenerlas muy suaves y muy delicadas. Magdalena habría escrito esta carta con gracia incomparable, con sin igual ternura; pero, ¿en dónde se podría encontrar otra como ella? Yo sólo puedo hablarle con el instinto de mi corazón y con mi amistad antigua y sincera, con mi hondo afecto de hermana.
»¡Oh, Dios mío! ¿Qué no daría yo por ser en realidad su hermana? ¡Ah! Si lo fuera, me escucharía usted cuando yo le dijera:
»—Amaury, hermano mío, no seré yo quien te aconseje que olvides y traiciones un recuerdo sagrado. Sé que tu corazón ha muerto para el amor y que ninguna mujer habrá ya de conmoverte. Justo es que seas fiel a tu muerta adorada; así obras con lealtad y así debes portarte. Pero aun siendo el amor la cosa más sublime que existe sobre la tierra, ¿no hay nada ya fuera de él? ¿Acaso no valen nada el arte, la ciencia, la política y tantas y tantas manifestaciones de la actividad humana en que se cifran las mas nobles ambiciones?
»—Sí, Amaury, piénselo bien. Usted es joven, es rico, disfruta de una posición brillante y por lo mismo tiene grandes deberes que cumplir para con sus semejantes; ha de procurar ser útil a la humanidad. Aun concretándose simplemente a hacer limosnas podría considerar que la caridad es una de las múltiples formas del amor, cuya manifestación reviste tantos matices.
»Usted puede hacer la felicidad de muchos, porque es rico, y lo es ahora doblemente porque su hermana Antoñita lo es también. No me he atrevido a rechazar de un modo categórico la proposición de mi tío por no causarle aflicción; pero mi vida es muy triste para consentir en asociarla con otra. De ninguna manera podría yo emplear esta fortuna mejor que en otorgar beneficios o estimular nobles ambiciones; y para ello, ¿a quién he de confiarla sino a usted? En ningunas manos puede estar mejor que en las suyas, hermano mío. Yo...
»Pero hablemos de usted y no de mí. ¡Qué no daría, yo por saber enternecerle!
»¿No es verdad que ha abandonado ya su idea de morir? Eso sería horrible; cometería usted un crimen. Mi tío llega ya al término de su vida, mientras que usted está aún al principio de la suya. Pocos conocimientos tengo yo en estos asuntos, pero creo que entre la suerte de ambos y entre los deberes respectivos de uno y otro, media una enorme distancia. Ya sé que usted no ha de amar, pero aun puede ser amado y ¡debe ser tan grato el verse amado!
»No muera usted, Amaury, no muera usted. Piense constantemente en Magdalena; pero cuando se encuentre a orillas del Océano contemple ese Océano al mismo tiempo que recuerda su dolor. ¡Dios mío! ¿Por qué he de carecer de elocuencia para poder convencerle? Déjese convencer siquiera por las grandes cosas que admiran sus ojos, por esa eterna Naturaleza cuyos inviernos son nuncio de primavera y la muerte es siempre en ella el prólogo de una resurrección esplendorosa.
»¿No es verdad que, al parecer, bajo esas nieves y esos hielos invernales no puede estar latente la vida para hacer su aparición pujante y vigorosa algo más tarde? Pues así también palpita con ardiente actividad la vida humana bajo las penas que inútilmente pugnan por aniquilarla y destruirla. No sea usted ingrato rechazando los dones que Dios le envíe; déjese consolar si le agrada que le consuelen; permítase a sí mismo vivir y obedézcale si le ordena que viva.
»Perdóneme usted, Amaury, si le hablo de un modo tan expansivo y con tan abierta franqueza. Al pensar que está tan lejos, tan desesperado y solo, siento en mi alma una compasión y una ternura fraternales (iba a decir maternales), y estos afectos que su desgracia me inspira, me infunden fuerza y valor para dirigir esta súplica al amigo de mi niñez, para lanzar este grito al novio de Magdalena:
»¡No muera usted, Amaury! ¡No muera usted!
»Antonia de Valgenceuse.»
amaury a antonia
«15 de octubre.
»Estoy ahora en Amsterdam.
»Por mucha que sea mi indiferencia hacia el mundo exterior, querida Antonia, por honda que sea mi abstracción, por atraído que me sienta hacia el abismo en que se hundieran todas mis ilusiones, no puedo menos de admirar a este pueblo holandés tan activo y flemático, metódico y codicioso, sedentario y nómada al mismo tiempo, que tan fácilmente se traslada a las costas asiáticas, pero que antes va a Java, al Malabar o al Japón que a París.
»Los holandeses vienen a ser los chinos de Europa y los castores de la humanidad.
»Recibí en Amberes su carta, cuya lectura fue muy grata para mi, querida Antoñita. Sus consuelos son muy tiernos y mi herida muy profunda. Mas no importa: siga usted escribiéndome y hábleme de su persona. Le suplico que así lo haga. Hace usted mal en creer que me pueda ser indiferente aquello que le concierne.
»Dice usted que su tío está cambiado. No debe usted inquietarse por eso, Antoñita. A cada cual se le ha de desear lo que más apetece, y siendo así que cuanto más abatido se siente él está más contento, tenga usted por seguro que cuanto peor le parezca que se encuentra tanto mejor juzgará estar el doctor.
»Quiere usted que le hable de Magdalena, y si he de decir verdad no sabría de qué hablar si no hablo de ella; nada hay capaz de alegrar mi entristecido corazón tanto como su recuerdo, que siempre vive en mi pecho.
»¿Quiere usted que le explique cómo nos revelamos mutuamente nuestro amor al mismo tiempo que este sentimiento se nos reveló a nosotros mismos?
»Hace de esto unos dos años y medio.
»Era una tarde de primavera. Estábamos los dos sentados en el jardín, en la plazoleta de los tilos que usted puede ver a todas horas desde la ventana de su cuarto. Ambos nos sentíamos con humor para charlar y tras de recordar todo el pasado nos complacíamos en tratar de adivinar lo que nos reservaba el porvenir.
»Ya sabe usted que mi amada Magdalena ocultaba bajo su melancólica apariencia un corazón que no estaba reñido con la jovialidad y la alegría. No tardamos mucho rato en venir a parar al tema eterno y hablamos del matrimonio, aunque sin hablar ni una palabra de amor.
»¿Qué cualidades había que poseer para conquistar el corazón de Magdalena? ¿A qué encantos podría rendirse el mío?
»Contestando a estas preguntas enumerábamos las perfecciones que exigiríamos en la persona objeto de nuestro amor y pudimos comprobar que se asemejaban mucho.
»—Ante todo—decía yo,—querría conocer a fondo a la persona elegida y saber de memoria todas las circunstancias de su existencia.
»—Yo también—repuso Magdalena.—Cuando pretende nuestro amor un desconocido, éste oculta bajo su negro frac un tipo convencional y no pudiendo nosotras leer en un rostro humano, si no logramos adivinar lo que encubre su máscara resulta que no conocemos al marido hasta después de casadas.
»—Entonces, eso es cosa resuelta—agregué yo.—A mí me gustaría cerciorarme, por una prolongada intimidad, de todas las cualidades que poseyera la dueña de mi corazón. No hay que decir que exigiría (y soy parco) las tres esenciales, a saber: hermosura, bondad e inteligencia; no se puede pedir menos.
»—Ni podría desearse más—repuso Magdalena.
»—¿Sabes que lo que dices acusa poca modestia?
»—No la creas. Yo, por mi parte, no me atrevería a exigir de un esposo las condiciones correspondientes a las que quieres tú exigir de una mujer: elegancia, abnegación y superioridad de espíritu.
»—¡Ya te costaría tiempo el encontrar las tres juntas!
»—Hasta en la modestia es mala la afectación... Pero, en fin, acaba de trazar el retrato de tu novia ideal.
»—¡Oh! No tengo que añadir sino dos o tres rasgos secundarios. Quizá mi deseo sea una puerilidad, pero me agradaría que hubiera nacido como yo en noble cuna.
»—Si hablases de eso a mi padre, él, que a la nobleza de su estirpe une la distinción de su talento, te expondría algunas teorías sociales elevadas, a las que yo me adhiero instintivamente, deseando para mí un esposo cuya ilustre prosapia no desdiga de la mía.
»—Y por último—agregué—aunque no peco de codicioso querría, en pro de nuestra igualdad moral, a fin de evitar todas aquellas cuestiones afectas a intereses materiales, que la elegida de mi corazón fuese poco más o menos tan rica como yo. ¿No piensas también así, Magdalena?
»—Sí, Amaury; aunque nunca me he preocupado por eso, toda vez que mis riquezas bastarían para los dos, comprendo por lo que dices que está muy puesto en razón.
»—Sólo una cosa me falta saber ahora.
»—¿Y qué es?
»—Si al encontrar al hada de mis ensueños y hacerla reina de mi albedrío querrá ella que reine yo en el suyo.
»—¿Por qué no?
»—¿Serías tú capaz de responderme de eso?
»—En absoluto: yo te respondo por ella. Pero y a mí ¿él me querría?
»—Te adorará, Magdalena: yo te lo aseguro.
»—Veamos. Llevemos esta ilusión al campo de la realidad; busquemos en torno nuestro. Dime si entre las personas que nos tratan hay alguna de quién tú sepas positivamente que reúne las circunstancias que cada cual exigimos. Yo...
»Se interrumpió ruborosa y ambos instintivamente cruzamos una mirada. Nuestro espíritu comenzaba a vislumbrar la verdad. Fijé mis ojos en los de Magdalena y repetí, como si a mí mismo me hiciese aquella pregunta:
»—Una amiga muy conocida y muy querida desde la niñez...
»—Un amigo cuyo corazón no tuviese secreto para mí...—dijo Magdalena.
»—Buena, cariñosa, inteligente.
»—Elegante, generoso, de superiores dotes...
»—Rica y noble...
»—Noble y rico...
»—En suma: todas tus perfecciones y todos tus encantos, Magdalena.
»—En suma, todas tus cualidades, Amaury.
»—¡Oh!—exclamé con el corazón palpitante de gozo.—¡Si me amase una mujer como tú!...
»—¡Dios mío!—exclamó Magdalena palideciendo.—¡Habías pensado en mí!
»—¡Magdalena!
»—¡Amaury!
»—¡Sí! ¡sí! ¡Te amo, Magdalena!
»—¡Te amo, Amaury!
»Esta doble exclamación abrió nuestras almas y ambos leímos a un tiempo en nuestros corazones, rebosantes de amor.
»¡Ay! ¡Qué mal hago, Antoñita, en evocar estos recuerdos! ¡Son muy gratos, pero son muy dolorosos también!
»Tenga usted la bondad, cuando me conteste, de dirigirme la carta a Colonia, desde donde le escribiré mi próxima.
»¡Adiós, hermana mía! Ámeme un poco y compadezca mucho a su hermano,
»Amaury»
—¡Es muy singular lo que me sucede!—decía para sí Amaury mientras cerraba la carta repitiendo in mente su contenido.—De cuantas mujeres conozco, Antoñita sería la única capaz de dar realidad a los ensueños que acariciaba yo en otro tiempo, si esos ensueños no hubiesen dejado de existir con Magdalena. También Antonia es una amiga de la infancia, hermosa, buena, inteligente, noble y rica... Pero, no es menos cierto—añadió con melancólica sonrisa—que ni yo amo a Antoñita ni ella me ama a mí.
antonia a amaury
«5 de noviembre.
»He estado otra vez en casa de mi tío; le he vuelto a ver y he pasado en su compañía un día parecido al del mes pasado. Hemos hallado en su persona los mismos síntomas de abatimiento y he dicho y he escuchado casi las mismas palabras que en la anterior entrevista; así, que casi no puedo decir a usted nada nuevo que se refiera a su estado, pues de sobra lo conoce.
»Ni tampoco tengo nuevas noticias que darle en todo lo que a mí afecta.
»Con la bondad que le caracteriza me dice usted que quiere saber de mí.—¿Qué puedo yo decirle, Amaury? Sólo Dios ve y juzga mis pensamientos; y mis acciones se repiten a diario con una uniformidad, con una monotonía desesperante.
»Durante el día me ocupo en los quehaceres domésticos y en las labores propias de mi sexo: a ratos bordo y a ratos toco el piano.
»Algunas veces vienen a visitarme los antiguos amigos de mi tío y su presencia rompe en tales ocasiones esta monotonía de mi vida. Pero, si he de ser sincera, diré que sólo dos nombres oigo pronunciar con agrado.
»Es el primero el del conde de Mengis, pues él y su esposa se muestran conmigo muy amables y me tratan como a una hija.
»El segundo nombre, Amaury, es el de su amigo Felipe Auvray. Este es el único que sin ser sesentón tiene entrada en mi casa, y yo le recibo en presencia de la señora Braun, naturalmente. Y si goza tal privilegio, bien sabe Dios que no lo debe a su insulsa conversación, sino a la circunstancia de ser amigo de usted, hermano mío.
»El me habla poco de usted, pero en cambio le hablo yo, y como él le conoce tanto, aprovecho esa circunstancia y aun abuso de ella siempre que viene a verme. Cuando entra me saluda, y si hay otra visita guarda silencio con aire meditabundo y se contenta con mirarme de un modo tan insistente que yo acabo por sentirme desazonada y molesta.
»Si me encuentra sola con la señora Braun se muestra más animado; pero así y todo, me veo obligada a soportar casi todo el peso de la conversación, que indefectiblemente recae sobre Magdalena o sobre usted.
»No debo ocultar esta confesión a un hombre de sentimientos tan nobles y delicados como usted... El cariño es el alimento del alma, y usted constituye el único afecto de mi infancia, el único que hoy tengo y el único que me resta en lo futuro.
»Con toda sinceridad le declaro que me consume este aislamiento en que vivo, y del cual me quejo a usted porque en mi alma no cabe el disimulo... ¿Obro bien? No lo sé; pero yo quisiera distraerme, salir, frecuentar la sociedad... vivir, en suma.
»Estas habitaciones me dan frío; en ellas tengo miedo, y al encontrarme ante un busto marmóreo o uno de esos inmóviles retratos que adornan sus paredes, resurge en mí la Antoñita de siempre. ¡Temo que soy la misma, Amaury!
»El melancólico y tristón Felipe, goza el privilegio de que me río de él para mi fuero interno cuando le tengo en mi presencia, y con la señora Braun cuando se ha marchado... A ése no tengo que respetarle...
»Puede usted reñirme por esta tendencia a la burla que yo misma me echo en cara, sobre todo tratándose de uno de sus mejores amigos. Puede usted reñirme, Amaury, pues es el único capaz de corregir mis defectos si así se lo propone... Pero no me gusta oírle hablar de usted: querría oírle a usted mismo.
»¿Cuál es ahora su disposición de ánimo? ¿En qué piensa? ¿Qué siente?
»¡Oh! ¡Cuán triste es mi posición, colocada entre usted y mi tío!... Me espantan, me aniquilan, esos dos grandes dolores...
»Tenga usted en mí, hermano mío, un poco de confianza y no deje que mi alma se consuma en tan triste soledad. Un espíritu débil que se asusta y que llora merece alguna condescendencia.
»A veces llego a envidiar la suerte de Magdalena. Ella dejó este mundo siendo amada y ahora es feliz allá arriba, mientras que yo vivo enterrada en la soledad y el olvido, más odiosos que la tumba...
»Antonia de Valgenceuse.»
amaury a antonia
«Colonia, 10 de diciembre.
»Se queja usted, Antoñita, de que le hablo poco de mí. Ahora mismo voy a castigarla escribiéndole una carta egoísta hasta la exageración. Comenzaré por dedicarme dos o tres páginas, y así tendré el derecho de consagrarle luego algunas líneas. ¿Quedará usted con ello satisfecha?
»Ya estoy en Colonia, o mejor dicho frente a Colonia: en Deutz.
»Desde mi balcón de la fonda de Bellevue veo el Rhin y la ciudad. Esta, al ponerse el sol, ofrece un aspecto por demás fantástico. El astro del día se oculta detrás de ella y enciende el fondo del cuadro haciendo destacarse las casas y las agujas de las iglesias entre maravillosos efectos de claroscuro. El río corre, y sus aguas presentando variados reflejos, ya rojos, ya oscuros, siniestros casi siempre, completan la sorprendente belleza de la espléndida puesta de sol.
»Yo me extasío ante ese cuadro que la catedral domina con sus dos ciclópeas torres.
»Cuando los arquitectos inspirados por la fe y pagados por la vanidad humana hayan terminado su obra, ya el sol no podrá hacer brillar la majestad de Dios al través del edificio transformando en horno resplandeciente el abismo que forman los dos sublimes fragmentos de esa magna obra del hombre.
»Contemplo el cuadro con el interés de un artista.
»Lo confieso: me gusta esta ciudad que a un tiempo es antigua y es moderna, que es venerable y coqueta, que piensa y ejecuta. ¡Ah! ¿Por qué Magdalena no ha de estar aquí conmigo para contemplar juntos esa puesta de sol incomparable?...
»Mi banquero me ha obligado a aceptar un vale que me da entrada en el Casino. No asisto, por supuesto, a las veladas que allí se celebran; pero durante el día me paso largos ratos hojeando los periódicos en el salón de lectura.
»He de confesarle a usted, Antoñita, que al principio me causaban indecible repugnancia aquellas doce columnas que haciéndose eco de cuanto ocurre en el mundo no me decían ni una palabra de lo que a mí me interesaba. Esa sociedad parisiense que ríe y se divierte sin cesar, y todo ese equilibrio europeo incapaz de alterarse por el más hondo dolor individual, me ponían colérico. Pero al fin hube de pensar:
»—¿Qué puede importarle a ese mundo indiferente la muerte de mi pobre Magdalena? Todo se reduce a que haya en la tierra una mujer menos y en el Cielo un ángel más...
»¡Cuán egoísta soy! ¡Empeñarme en verme acompañado en mi tristeza, siendo así que no comparto la tristeza ajena!
»Por fin he llegado a recorrer con mi vista las columnas de esos periódicos que me causaban enojo y hoy los leo con cierta curiosidad...
»¿Sabe usted que casi hace ya tres meses que falto de París? ¡Con qué rapidez transcurre el tiempo lo mismo para el dolor que para el gozo!... ¡Ah! A veces esta idea pone espanto en mi ánimo. Aún me parece ver a Magdalena, postrada en su lecho de agonía, dándome una mano a mí y otra a su padre, mientras que usted trataba en vano de dar calor a sus pies, invadidos ya por el frío de la muerte...
»Existe, Antoñita, una gran verdad que sólo sabemos apreciar cuando estamos en el extranjero, y es que la única vida que tiene realidad es la vida de París. En los demás países del mundo se vegeta con más o menos actividad, pero se vegeta al fin. Únicamente en París se agita el espíritu y progresan las ideas.
»A pesar de reconocerlo así, Antoñita, yo sería capaz de permanecer aquí mucho tiempo si a mi lado hubiese una persona con quien hablar de ella, si compartiese usted conmigo la contemplación de estos cuadros magníficos que a mi vista se ofrecen de continuo.
»¡Ah! ¡Si yo pudiese estrechar una mano cariñosa en esas horas de mudo arrobamiento que paso de pie ante mi balcón!... ¡si me fuese dable el ver reflejadas en una tierna mirada todas mis impresiones!... ¡si hubiese un alma a quien poder confiar mis pensamientos!...
»Pero ¡ay!... mi destino no lo quiere. ¡Estoy condenado a vivir y morir solo!...
»Me pregunta usted, Antonia, qué me pasa... ¿Qué quiere que yo le diga? ¿Debo entristecer con mis penas un corazón que con toda sinceridad se rebela abiertamente contra la soledad que le hiela y manifiesta deseos de compartir la vida de otro corazón que sienta lo que siente él?
»¡Quiera Dios que se cumpla su deseo! ¡Ojalá encuentre usted esa alma que la suya está buscando y al disfrutar todas las dichas del amor no llegue a conocer sus tempestades! Porque, ¿qué sería de usted, Antoñita, si se viese arrollada por la ola del infortunio, cuando yo, que soy hombre, he sucumbido a su empuje irresistible?
»¡Ah! Usted, Antoñita, no conoce aún el amor. El amor es fuente de goces y de dolores, es embriaguez y fiebre, es elixir de vida y es ponzoña a un mismo tiempo. Al embriagar mata. Cuando amamos, nuestro corazón deja de latir en nuestro pecho para latir en el de otro... Renunciamos a nosotros mismos para confundir nuestra existencia con otra formando entre las dos una sola... Gozamos anticipadamente en la tierra de las dichas celestiales...
»Pero cuando la muerte arrebata una de las dos mitades de nuestra alma trocando nuestro dulce paraíso en un infierno de desesperación y de dolor, entonces todo ha concluido. A aquel que sobrevive sólo le resta una esperanza: la muerte, que al fin y al cabo reúne en su día a los seres que ella misma ha separado.
»Usted, Antoñita, rebosante de vida y juventud, dotada de gracia y de hermosura, tiene derecho a disfrutar la dicha que de seguro le reserva el porvenir. No se deje, pues, dominar por el dolor que a su tío y a mí nos arrastra hacia el sepulcro... El sentimiento de haber perdido a una hermana no debe abrir en su alma un abismo tan profundo como lo abre la pérdida de una novia, o de una hija.
»¡Y sin embargo, pudiendo reemplazar con creces su afecto, está usted tan triste!... ¡Pobre Antoñita! Comprendo lo que le pasa, conozco bien su mal. La devora el amor; su espíritu, queriendo desplegar la actividad que hasta hoy se mantuvo en él latente, se revuelve y se agita anheloso de tomar parte en las grandiosas luchas pasionales. Tiene usted ansia de vida porque ésta es para su ingenua inocencia un libro del que apenas ha alcanzado a vislumbrar el prólogo, y que en sus páginas encierra un misterio que lo atrae... En descifrarlo quiere usted ejercitar las portentosas facultades con que Dios la dotó... Nada hay más justo, Antoñita: es muy legítimo y natural su deseo.
»No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino y de su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en su seno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumba de Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por su felicidad.
»Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerla dichosa?... ¡Ay! Como el suyo hay pocos, por desgracia, y una decepción en esa materia, sería cosa terrible... Se aventura en ese albur la existencia entera, y el peligro de errar aumenta con la amplitud del campo en que se puede elegir... Hay que fiar la suerte de toda la vida al capricho del azar, hay que seguir los impulsos de un instinto que puede ser falaz, y eso es muy triste, Antoñita...
»Sea usted muy circunspecta; proceda con mucho tiento, y no olvide que va en ello su felicidad... ¡Ah! Si yo estuviera en París la guiaría como un hermano cariñoso, y a fe que habría de ser bien descontentadizo y que sería preciso que el candidato a su mano reuniese en su persona prendas no muy comunes para que yo le apoyase...
»A usted, Antoñita, nada le falta. Posee gracia, hermosura, fortuna, nobleza; atesora todos los encantos de la Naturaleza avalorados por su primorosa educación moral. Y no sería cosa de entregar una joya tan preciada a un hombre incapaz de comprender su valor.
»Aunque sea a través de la distancia, tómeme por confidente, Antoñita. Yo procuraré hacerme cargo de las cosas y prevenir los acontecimientos, pues desde lejos, lo mismo que desde cerca, soy de usted en cuerpo y alma.
»Amaury.»
»P. S. Tenga mucho cuidado con Felipe. Le conozco bien y sé que es muy capaz de enamorarse de usted.
»Es un ente ridículo; pero su propia ridiculez puede comprometerla. Yo le comparo a una máquina que tarda en calentarse, pero que, cuando al fin hierve, es siempre de temer una explosión.
»Con toda sinceridad le confieso que no quisiera ver esa prosa mezclada a la poesía, sobrado delicada para no empañarse a su contacto.»
diario del doctor avrigny
«Dios me ha escuchado al fin. ¡Gracias, Dios mío! Noto ya en mi ser un germen de destrucción que dentro de pocos meses me conducirá indefectiblemente al sepulcro.
»Creo que no ofendo a Dios dejándome aniquilar por la enfermedad que El me envía; no hago más que acatar sus designios.
¡Señor! ¡Señor! ¡Cúmplase Tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo!
»¡Magdalena, hija mía, aguárdame!»
antonia a amaury
«6 de enero.
»¡Qué bien siente usted el amor, Amaury y cómo sabe expresarlo! Siempre que leo su carta (y lo he hecho ya muchas veces) pienso en lo feliz que era la mujer que logró inspirarle esa pasión y me causa honda tristeza el considerar que toda su ternura y toda su abnegación carecen ya de objetivo en este mundo.
»Me aconseja usted que frecuente la sociedad y busque en ella un afecto capaz de llenar mi corazón... ¿Para qué? ¿Quién habría, entre todos cuantos me dirigiesen palabras de amor, que pudiera ser para mí un amigo como usted lo ha sido para Magdalena y sigue siéndolo, aun separado de ella por la tumba? ¡Ay! No hay que hacerse ilusiones: esas almas caballerescas constituyen en nuestra época raros casos de atavismo. Sólo veo en torno mío hombres dominados por bajas pasiones, indiferentes a todo lo que no sea dar satisfacción a su egoísmo e incapaces de sentir y comprender el amor en toda su grandeza.
»Así, he decidido, hermano mío, que todos mis bienes vayan a los pobres cuando mi alma abandone su envoltura carnal. Por eso, Amaury, soy tan chancera y jovial; riendo, me eximo de pensar y tomo a chacota lo que de otro modo me pondría triste y de mal humor.
»Pero dejemos a un lado ideas tan poco alegres y hablemos de Felipe Auvray.
»Esto sí que es ya otra cosa. Acertó usted, Amaury, al decir que era capaz de amarme: Felipe me ama. Aún no me ha declarado su amor y doy gracias por ello a la prudencia de su carácter, que no le deja llegar a tamaño atrevimiento; pero eso salta a la vista y estaría yo ciega si no lo hubiera advertido.
»Le cree usted capaz de comprometerme, pero nada hay más lejos de la verdad. La triste figura que el pobre mozo hace siempre en mi presencia basta para dar a comprender a cualquiera que si tiene trazas de comprometer a alguien, es solamente a sí mismo. Estoy segura de que lucha con su pasión de un modo desesperado.
»No me es molesto, aunque él lo está muchas veces, y hay momentos en que me mueve a lástima.
»¡Pobre muchacho! Le aseguro a usted, Amaury, que no es nada peligroso, y le prometo que han de pasar más de seis meses antes que el apocado Felipe se atreva a hacerme la menor insinuación amorosa.
»No he creído necesario hablarle, a mi tío de asunto tan baladí. No es cosa de molestarle con tan poco fundamento; el pobre está cada día más abatido y es muy de temer que no tarde mucho en reunirse con su hija. En eso cifra él toda su dicha, que a mí me arrancará muchas lágrimas el día en que él la alcance.
»Es indudable que está herido mortalmente, no sé si a causa de la pena o de alguna dolencia originada por la concentración de su dolor.
»Acerca de esto consulté un día al doctor Gastón, aquel médico joven a quien usted concede gran talento, y él me dijo que todo trastorno moral en que se complazca el enfermo tiene grave transcendencia, sobre todo a una edad ya avanzada. Me preguntó si podría conversar siquiera cinco minutos con mi tío, asegurándome que con ello tendría suficiente para examinar al doctor Avrigny y ver por los síntomas que le ofrezca si además de la pena que le consume padece en efecto una verdadera enfermedad física.
»Yo le prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para que celebrase esa entrevista, pero aun no lo he logrado hasta la fecha. He dicho a mi tío que el doctor Gastón a quien él ha hecho nombrar médico de palacio y que es uno de sus discípulos más queridos tenía que consultarle acerca del tratamiento que debía adoptar para con un cliente suyo; pero él, lejos de caer en la red me contestó:
»—Ya sé de quién se trata y no veo la necesidad de tal consulta. Dile, hija mía, que es inútil todo remedio, pues la enfermedad de ese cliente es mortal.
»Y al ver que yo no podía contener mis lágrimas, agregó:
»—No llores, Antoñita, no te intereses por esa persona. Aún le restan algunos meses de vida y entretanto estará Amaury de vuelta.
»¡Dios mío! ¡Me asusto al pensar en que mi tío pueda morir estando usted tan lejos y yo aquí sola, absolutamente sola!
»Echaba usted de menos una compañera con quien compartir el arrobamiento que le produce la contemplación de los magníficos espectáculos que la Naturaleza le ofrece a cada instante... ¿No me es a mí más necesario un amigo que confunda sus lágrimas con las mías? Yo tengo, sí, ese amigo; pero me separan de él la distancia y sus propios pesares, que lo alejan de mí más que la distancia...
»¿Por qué está usted tan lejos y tan solo, Amaury, amigo mío? ¿Por qué se condena voluntariamente a una soledad tan triste? ¿Qué ventajas le reporta el permanecer extraño a cuanto hay en torno suyo? Si usted regresase sufriríamos siquiera los dos juntos...
»¡Oh! ¡Vuelva, vuelva, usted, Amaury!... Se lo ruega su hermana,
»Antonia.»
antonia a amaury
«2 de marzo.
«Habiéndome dicho el señor conde de Mengis que un sobrino suyo al pasar por Heidelberg se enteró de que usted estaba en esa ciudad le escribo esta carta confiando en que será más afortunada que las anteriores cuya contestación aguardo todavía.
»¿Qué es lo que le pasa, Amaury? Hace cerca de dos meses que nada sé de usted. Le he escrito en ese tiempo tres cartas y en todas le manifestaba mi creciente angustia. ¿Las ha recibido usted? ¡Oh! Si hubiesen llegado a sus manos, estoy segura de que no habría permanecido tan callado sabiendo cuánta pesadumbre me causa su silencio.
»Al saber ahora que aún vive y a dónde debo dirigirle mis cartas escribo por cuarta vez. Si ésta no obtiene respuesta inferiré que soy importuna y no volveré a molestarle de nuevo.
»¡Ay! ¡Cuán desgraciada soy, Amaury! Tres personas había que me amaban, y de ellas, una ha muerto, otra está al borde del sepulcro y la tercera me olvida...
»¿Es posible que quien posee un corazón tan noble y tan generoso tenga tan poca compasión de los que sufren?
»Si usted demora su vuelta y mi tío muere antes de que ésta se verifique, yo ingresaré en un convento.
»Si no contesta a esta carta ya no volveré a escribir. ¡Amaury, tenga usted compasión de su hermana!
»Antonia.«
amaury a antonia
«10 de marzo.
»No he recibido esas cartas de que usted me habla, Antoñita, o por mejor decir, no he querido recibirlas.
»La penúltima de ellas me causó una impresión tan terrible que salí de Colonia sin itinerario fijo, impulsado solamente por la idea de huir del mundo entero, hasta de usted misma...
»¿Conque, el doctor Avrigny está en camino de desligarse de la mísera existencia antes que yo? ¡Siempre ese hombre me ha de aventajar en todo! ¡Magdalena nos aguardaba a los dos y el que pretendía amarla con más vehemencia será el último en reunirse con ella!
»¿Por qué su tío, Antoñita, no permitió que me quitase la vida? ¿Por qué detuvo mi brazo con aquel falaz argumento:? «¿A qué matarnos, si la muerte ha de venir por si sola?»
»En parte no le faltaba razón, puesto que él se está muriendo; pero o nuestras naturalezas son distintas o él tiene la edad en su favor. Lo cierto es que yo no puedo morir. ¡Oh, Antonia! Usted con su carta ha hecho brillar esta terrible luz en mi espíritu. Poco a poco y sin darme cuenta de ello he ido cediendo a las imperiosas exigencias de la naturaleza y de la vida que de consuno reclamaban sus derechos.
»De día en día ha ido siendo más frecuente mi contacto con la sociedad que me rodea, hasta que en una ocasión eché de ver que sólo me distinguía de los demás hombres con quienes estaba reunido la gasa que ostentaba en el sombrero. Al volver a casa encontré la carta en que usted me pinta al padre de Magdalena próximo a reunirse con su hija, mientras yo cada vez llevo más alta la frente y me intereso más por las cosas terrenales.
»¿Serán acaso distintos el amor de padre y el de amante? ¿Será el uno un amor del cual se muere y el otro un amor que no nos mata?
»He huido de Colonia porque allí había adquirido algunas relaciones y sin quererlo yo mismo comenzaba a distraerme. He roto con todo y he venido a refugiarme en Heidelberg, para escrutar aquí mi espíritu y juzgar en la soledad y el silencio la metamorfosis que en mí se ha efectuado durante estos seis meses. ¿Se habrán agotado mis lágrimas a fuerza de llorar y se habrá cerrado mi herida por no tener ya sangre que verter? ¿Sería posible que yo llegase a curar? ¡Oh! ¡Mísera humanidad! ¿Tan flacos somos que nada, ni siquiera el dolor, perdura en nosotros?
»No lo sé. Sólo tengo por cierto que yo no puedo morir entregándome a mi pena.
»Queriendo sustraerme al bullicio de las poblaciones, me interno a veces en las montañas y en el hermoso valle de Necker, en donde la naturaleza inerte y majestuosa me brinda una paz y una tranquilidad que la naturaleza viva y alegre de la ciudad no puede ofrecerme; pero también allí veo en los brotes de las plantas los preludios de la primavera, también allí se manifiesta la vida con todas sus energías en el renacimiento universal que me rodea. Al buscar la muerte, encuentro por doquier el esplendor de la vida, que se me muestra pujante y vigorosa. ¡Oh, sarcasmo cruel! ¡Cuántas veces me echo en cara mi ruin cobardía y cuan odiosa se me hace esa necia sociedad a la cual me creí superior en un instante de insensato orgullo!
»Hasta siento a veces tentaciones de ir a hacerme matar en África, ante el temor de que me falte la fuerza de ánimo suficiente para darme la muerte por mí mismo.
»No sé si tengo cabal el juicio. Perdone usted, Antonieta, estas incoherencias y con ellas mi silencio y el mal efecto que haya podido causarle. Tenga usted en cuenta mis sufrimientos.
»¿Recuerda usted el consejo que da Hamlet a Ofelia? Pues así como él le dice: Ingresa en un convento», yo también siento deseos de decirle a »usted: «Get thee to a nunnery.»
»Sí, Antoñita. Enciérrate en un convento, porque en el mundo no hay juramentos eternos, ni dolores profundos ni amor duradero: todo aquí es falso y fugaz. Tropezarás con un hombre que parecerá que te ama, que así te lo jurará de buena fe, quizá, que querrá morir contigo si tu mueres, pero que lejos de ir a buscarte a la tumba, volverá a los pocos meses a verse pletórico de vida y de salud. Get thee to a nunnery.
»Deseo ver al padre de Magdalena antes que vaya a reunirse con su hija, para caer de hinojos a sus pies y pedirle perdón. Iré, pues, a París; no sé cuándo, pero será antes del mes de mayo, yo se lo aseguro a usted.
»Se acerca ya el buen tiempo; iniciarase la era de los viajes, y a las orillas del Rhin, vendrá a reunirse una sociedad de la que yo quiero huir a toda costa. El mejor medio para evitar su encuentro, es refugiarme en ese París que todo el mundo abandona en el verano.
»Además, allí me lleva el deseo de verla a usted, a quien debo una expiación por mis culpas. Sus cartas, esas cartas que me han seguido y a las que no he contestado, han conmovido mi ser. Al leerlas paréceme tener delante a una hermana cariñosa, encantadora en su tristeza, risueña y llorosa a un tiempo, pidiéndome estrecha cuenta por el abandono de que en medio de mi dolor egoísta la hacía objeto, olvidándome del suyo.
»Sí, Antoñita; quiero que usted me perdone, y para ello debo confiarle mi suerte, someterme a sus generosas inspiraciones, y poner en sus manos este pobre corazón abatido por el infortunio, lacerado por la pena.
»Amaury.»
diario del doctor avrigny
«El doctor Gastón ha venido a visitarme pretextando querer celebrar conmigo una junta; pero en realidad, con el solo propósito de verme. Ya me explico su deseo: Antoñita le ha dicho que estoy enfermo y él ha querido examinarme.
»Pero yo, sospechando la verdad, me he negado a recibirle. Quiero guardar para mí solo, substrayéndolo a toda mirada extraña, el tesoro que Dios se digna enviarme.
»Mucho tiempo he pasado en la incertidumbre; pero hoy ya los síntomas no ofrecen la menor duda: estoy atacado de una cerebritis, de una de esas raras dolencias que siguen casi siempre a un dolor moral intenso.
»Se me presenta magnífica ocasión de hacer en mi propio cuerpo estudios que habrán de ser sumamente curiosos para la ciencia, pues nada hay más interesante para el médico que seguir las fases que una enfermedad recorre libremente al través de un organismo humano sin tropezar con trabas que traten de detener sus progresos.
»Atravieso el primer período. En ocasiones noto que momentáneamente he perdido la memoria, y a este fenómeno suceden extrañas exaltaciones, dolores de cabeza, tan agudos como pasajeros, y contracciones parciales, que con frecuencia, y cuando menos lo espero, me hacen caer en mi asiento o privan de movimiento a mis brazos cuando los alargo en busca de algún objeto.
»De aquí a dos o tres meses todo habrá terminado y no sufriré ya.
»¡Dos o tres meses! ¡Qué largo es ese plazo!
»Mas, ¡cuán ingrato soy! ¡Perdóname, Dios mío!
El 1.º de mayo hacia las once de la mañana como tenía de costumbre, llegó Antoñita a Ville d'Avray, encontrando al doctor Avrigny inclinado un grado más, hacia la sepultura.
Desde algún tiempo acá notaba en aquella inteligencia, antes vigorosa, extrañas distracciones y algo así como un principio de insania.
El espíritu se perturba como la vista a fuerza de mirar siempre hacia un mismo objeto y así la única idea que irradiaba en las tinieblas de aquella triste existencia, la arrastraba como un fuego fatuo hacia los abismos de la locura a fuerza de contemplar la muerte.
No obstante, el 1.º de mayo, haciendo un supremo esfuerzo, y como estimulado por la rapidez del tiempo, quiso informarse con mayor solicitud aún que en las anteriores visitas de la vida presente y de los proyectos que su sobrina había trazado para el porvenir.
Antonia procuraba evadir la conversación siempre enojosa; pero el doctor insistió diciendo con alegre y serena sonrisa:
—Oye, Antoñita, no trates de engañarme, hazte cargo de la realidad. Presiento ya mi fin, y mi alma que, en efecto, está más impaciente que el cuerpo, empieza por abandonar a intervalos este mundo para volar al otro en ensueños y divagaciones. Este es mi estado y podrás creerme que me congratulo de ello, porque el hecho de que un cerebro se rebele contra mi voluntad es un síntoma de lúcido y antes de que me abandone del todo, quiero pensar en ti, querida hija de mi hermana, para que tu madre me reciba allá arriba con satisfacción. Primeramente: ¿A quién sueles recibir en tu casa, Antoñita?
La sobrina del doctor empezó a nombrar a aquellas de sus antiguas amistades que no habían cesado de visitar la casa de la calle de Angulema, citando por último a Felipe Auvray.
El enfermo recapacitó.
—¿Ese Felipe Auvray no es amigo de Amaury?
—Sí, señor.
—¿Uno muy elegante?
—¡Oh! no, tío.
—Pero joven y de gran posición, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Noble?
—No.
—¿Te ama?
—Lo sospecho.
—¿Y tú a él?
—Ni un comino.
—A eso se llama contestar categóricamente. Pero, ¡vamos! ¿no amas a otro?
—Mi pecho no alberga otro amor que el de usted, tío—respondió la joven suspirando.
—Antoñita, eso no basta. Dentro de un mes o dos yo voy a dejar de existir, y si sólo me amas a mí no quedará nadie que te ame.
—¡Oh! tío de mi alma, espero que se habrá usted equivocado.
—No lo creas, hija mía; no me equivoco: mis fuerzas me abandonan de día en día. Todas las mañanas cuando voy a despedirme de mi pobre Magdalena, me da el brazo José, que tiene cinco años más que yo. Afortunadamente—prosiguió volviéndose al cementerio,—esa ventana abre por casualidad sobre su tumba, de suerte que a lo menos podré contemplarla en el momento de morir.
En aquel momento dirigió los ojos hacia el lugar donde reposaba Magdalena, y levantose de súbito, apoyando la mano sobre uno de los brazos de su butaca con una fuerza insólita, exclamando con visible emoción:
—¿Quién es aquel que está ante la tumba de Magdalena? Dime, ¿quién es?
Después sentose de nuevo, diciendo:
—¡Ah! no es un extraño: es él.
—¿Quién?—exclamó Antoñita precipitándose al exterior.
—¡Amaury!—respondió el doctor.
—¡Amaury!—repitió Antoñita, apoyándose en el muro, porque se sintió desvanecer.
—Sí. A su vuelta, ha querido hacer a esa tumba su primera visita.
Y dicho esto volvió a quedar el doctor en su inamovilidad y silencio de costumbre.
Antoñita quedó asimismo muda e inmóvil, mas por una causa totalmente diversa. El doctor no sentía nada; ella, en cambio, sentía excesivamente.
El que acababa de llegar era, efectivamente, Amaury, quien se había hecho llevar en seguida al cementerio. Una vez allí se arrodilló sobre la tumba, oró durante diez minutos y luego dirigiose hacia la la puerta con ánimo de retirarse.
Antoñita experimentó un extraño desfallecimiento, pues comprendió que iba a entrar en la estancia.
Efectivamente, unos segundos después, oyéronse los pasos de alguien que subía la escalera, abriose la puerta y apareció Amaury.
A pesar de estar advertida, Antoñita no pudo reprimir un grito que pareció despertar al doctor de su letargo y de su postración.
—¡Amaury!—exclamó Antoñita.
—¡Amaury!—dijo tranquilamente el doctor, cual si se hubiese separado la víspera de su pupilo.
Tendiole la mano y Amaury se le acercó y se postró ante él de hinojos.
—Bendígame, padre mío,—dijo.
El doctor puso, sin decir palabra, las manos sobre su cabeza.
Amaury permaneció unos momentos en esta posición mientras sus ojos vertían abundantes lágrimas. Antoñita hacía lo mismo; sólo el viejo permanecía impertérrito.
Por fin, levantose el joven y acercándose a Antoñita le besó la mano. Luego, los tres se contemplaron un instante en el mayor silencio.
El efecto que el doctor produjo a Amaury era de los más deplorables. Después de ocho meses de ausencia le encontraba más cambiado que si hubiesen transcurrido ocho años. Su pecho se había encorvado, su frente estaba llena de arrugas, la voz le temblaba, y sus cabellos se habían puesto blancos como la nieve.
No era ya más que una ruina.
Respecto a Antoñita, no parecía sino que el tiempo, al trazar cada día una nueva arruga en el rostro del anciano, había añadido una gracia más al bello semblante de la joven.
En efecto, Antoñita estaba más encantadora que nunca y nada había más hechicero que la elegante y ondulosa línea de su talle. Las rosadas ventanas de su graciosa nariz, aspiraban ávidamente la vida, y sus negros y rasgados ojos, parecían tan capaces de expulsar la melancolía como el gozo, tan fáciles para la ternura como para la tristeza. Su cutis tenía la frescura y el aterciopelado del albérchigo; su boca el carmín de la cereza; sus manos eran diminutas, blancas, mórbidas y venosas; sus pies minúsculos.
Amaury la estaba contemplando y no acertaba a reconocerla. Era una hurí, una musa, un hada, que aparecía de pronto ante sus ojos.
Consistía esto en que antaño, cuando Antoñita estaba cerca de Magdalena, la miraba raras veces y sin ninguna atención.
Por su parte, Antoñita le encontraba muy cambiado, quizá mejorado. La soledad no le había perjudicado, y el pesar, en vez de ajar su semblante, había impreso en él un sello de gravedad que no le sentaba mal. El hábito de pensar, que su turbulenta ociosidad no conocía, había dotado su mirada de una expresión más profunda y ensanchado su frente. Además las largas excursiones por las montañas, habían fortificado su organismo, como las ideas y reflexiones lo habían hecho a su vez con su energía moral y su voluntad. La palidez de su rostro le hacía más espiritual, más serio y sencillo, más hombre, en una palabra.
Al través de sus entornados ojos, Antoñita le contemplaba y sentía agitarse en su espíritu mil confusos pensamientos.
El doctor rompió el silencio.
—Te encuentro mejor, Amaury—dijo,—y tú también debes encontrarme mejor a mi, ¿no es verdad?—añadió con intención.
—Efectivamente—respondió el joven:—es usted muy dichoso y le doy por ello mi enhorabuena. ¡Qué le vamos a hacer! Es la voluntad de Dios manifestada por la Naturaleza que no tiene el hábito de obedecerme como a usted. Ahora—añadió con gravedad,—estoy resuelto a vivir mientras al Señor le plazca.
—¡Oh! ¡Gracias, Dios mío!—dijo Antoñita con las lágrimas en los ojos.
—¡Vas a vivir!—repuso el doctor.—Está bien. Así te he conocido yo siempre, sincero y animoso. Apruebo tu resolución. ¡Vive!
A decir verdad no ocultaré que casi me avergüenza el pensar que el dolor del padre ha sido más intenso y más mortífero que el del novio, pero al reflexionarlo con detención pienso que quizá no es cosa tan admirable, el sucumbir de pena, como el vivir en la viudez solo, grave y resignado, tratando con generosa, bondad a los demás hombres, tomando parte en sus actos sin menospreciarles, y en sus ideas sin que ejerzan en el ánimo influjo alguno.
—Esa, padre, es la vida, que quiero llevar, ése es el papel que en efecto me está reservado para el porvenir—dijo Amaury.—¿No es verdad que el que haya aguardado más, será el que más habrá apurado el cáliz de amargura?
—Perdónenme—exclamó Antoñita, sintiéndose conmovida, por aquel pugilato de estoicos.—Bien está que hablen así dos hombres, fuertes, grandes y superiores, pero, tengan en cuenta que yo estoy aquí y no puedo oír estas cosas sin gran pesar de mi alma. Atiendan a que están ante una mujer débil y medrosa, que no entiende nada de estas cosas, pero a quien trastorna el tono en que están pronunciadas.
Dejemos a Dios estas altas cuestiones de la vida y de la muerte, y hablemos de su regreso, Amaury, de la alegría con que le vemos después de haberle esperado tanto tiempo.
Y diciendo esto la encantadora joven estrechó candorosamente las manos de Amaury. Luego estampó un beso en las pálidas mejillas del doctor, logrando así que aquellos dos filósofos se atemperaran a su humor más plácido y más sereno.
—¡Vamos!—exclamó el doctor,—ya que este día pertenece a mis hijos por entero, hay que aprovecharlo bien. Muy pronto me veré en la imposibilidad de repetir semejante oferta.
De este modo pudieron Amaury y Antoñita renovar sus antiguas conversaciones. Enterose el doctor de los propósitos del joven, poniendo freno con la exquisita benignidad del talento reflexivo a las exageraciones e instransigencias de la mocedad, y acogiendo las ilusiones y ensueños con la amable sonrisa de la duda a que le daba derecho su experiencia. En fin, no podía menos de ver con singular contento cuán nobles cualidades atesoraba aquel corazón de valor inestimable, que no podía apreciar su propio poseedor.
Con acento de entusiasmo hablaba Amaury de su desilusión, con vehemencia de sus extinguidas pasiones, diciendo que no quería vivir más para sí, sino para los demás, pues no aceptaba la existencia ni podía comprenderla sin una total consagración al amor del prójimo.
El doctor aprobaba, tácitamente todas estas utopías y movía la cabeza con grave continente al oír tales ensueños. Su discreción ocultaba su juicio, pero su penetración lo veía todo y lo apreciaba en su justo valor.
Después de comer tocole el turno a Antoñita, que estaba entusiasmada de ver a Amaury, tan noble, tan generoso y tan vehemente. Trató de su suerte como había tratado antes Amaury de la suya. Por la noche cuando volvieron a encontrarse solos, dijo el doctor las siguientes palabras:
—Amaury, el infortunio ha madurado completamente tu juicio. A ti te la confío para cuando yo haya dejado de existir. Lejos del mundanal bullicio podrás en adelante juzgar a los hombres con mayor serenidad, aconséjala, guíala, sé su hermano, en una palabra.
—¡Su hermano, sí!—exclamó Amaury con efusión,—un hermano adicto en cuerpo y alma, se lo juro. Acepto, querido tutor, con gratitud, estos deberes paternales que me impone su tierna solicitud, y a pesar de mi juventud, prometo no abandonarla hasta que tenga a su lado un marido digno de ella, que la ame de corazón.
Al oír estas palabras bajó Antoñita los ojos con aire triste y meditabundo, mientras el doctor decía con viveza.
—Cabalmente de eso estábamos hablando a tu llegada, Amaury. Sería para mí la dicha más grande verla ante de abandonar este mundo, feliz y amada en casa de un esposo amante y digno de ella. Vamos a ver, Amaury, ¿no conoces a alguno que pudiese llenar este fin?
Amaury permaneció silencioso.
—¿Qué contestas a eso?—insistió el anciano.
—Que es ésta una cuestión muy grave y vale la pena de meditarla con calma. Conozco a la mayoría de los jóvenes de la nobleza...
—Vamos a ver: nombra algunos.
El joven buscó los ojos de Antoñita para interrogarla, pero ésta apartó rápidamente la mirada.
—Arturo de Lancy, por ejemplo—dijo Amaury al verse en la precisión de contestar.
—No me disgusta—respondió el doctor;—es joven capaz y arrogante, tiene buen apellido y además brillante posición.
—Es verdad: pero no me atrevería a recomendar este partido a Antoñita; es un libertino de costumbres muy relajadas que cifra todo su orgullo en la pretensión de pasar plaza de seductor como Novelace o don Juan Tenorio. Eso podrá satisfacer a los alocados como él; pero, francamente, sería una garantía muy débil para la futura felicidad de Antoñita.
Esta respiró, dirigiendo a Amaury una mirada de agradecimiento.
—No hablemos más de él—dijo el doctor.—Cítanos otro.
—Gastón de Sommervieux...
—Tampoco me desagrada, es tan noble y rico como franco, y tengo entendido que es un joven modesto, serio y de buenas costumbres.
—Ciertamente, pero ya que le enumeraron a usted todas sus cualidades podían haber añadido un defecto capital. En toda su afectación y aparatosa dignidad no hay más que un brillo superficial, y puedo garantizarle que es un necio completo y un personaje vulgar.
—¡Calla!—exclamó el doctor como evocando un remoto recuerdo.—¿No me presentaste un día a un tal Leoncio de Guerignou?
—Sí—respondió Amaury, sonrojándose.
—Ese joven me parecía destinado a hacer brillante carrera. ¿No es consejero de Estado?
—Es cierto; pero no es rico.
—Antoñita lo es por los dos.
—Además—prosiguió Amaury, no sin cierta acritud,—parece que su padre no desempeñó un papel muy honroso en la Revolución.
—Su abuelo, querrás decir en todo caso; y además, aunque esas hablillas tuviesen fundamento, hoy no se hace ya a los hijos responsables de las faltas de los padres. Así es que puedes presentar ese joven a Antoñita por medio del señor de Mengis y si le place...
—¡Ah! ¡qué olvidadizo soy!—exclamó Amaury, dándose una palmada en la frente.—Está visto que unos meses de ausencia han bastado para hacerme perder por completo la memoria. Olvidaba que Leoncio juró vivir y morir en el celibato. Es un propósito monomaníaco y las más adorables y aristocráticas beldades del barrio de San Germán se han estrellado en su sistemática esquivez.
—¡Pues bien!—dijo el doctor.—¿Tendremos que acudir a Felipe de Auvray?
—Ya le he dicho, tío mío...—interrumpió Antoñita.
—Deja hablar a Amaury, hija mía.
—Querido tutor—contestó Amaury con visible malhumor,—no me pregunte nada que ataña a ese Felipe a quien no volveré a ver en mi vida. Antoñita le ha recibido a pesar de mis consejos y puede recibirle todavía, si le parece bien, pero yo no podré perdonarle su indigno modo de olvidar.
—¿Olvidar a quién?—preguntó el anciano.
—A Magdalena, señor.
—¡Cómo! ¿Magdalena?—exclamaron a un tiempo el doctor y Antoñita.
—Sí. En dos palabras van a conocer a ese hombre: Amaba a Magdalena; él mismo lo confesó y hasta me suplicó que la pidiese para él en matrimonio, precisamente el mismo, día en que acababa usted de concederme su mano. ¡Pues bien! hoy ama a Antoñita como había amado a Magdalena y como había amado a otras diez. Juzgue, pues, de la confianza que puede merecer un carácter tan voluble que borra en menos de un año una pasión que él aseguraba ser eterna.
Antoñita bajó la cabeza ante esta profunda indignación de Amaury y permaneció como aterrada.
—Eres muy severo, Amaury—dijo el doctor.
—¡Oh! sí muy severo—añadió tímidamente Antoñita.
—¿Le defiende usted, Antoñita?—exclamó vivamente Amaury.
—Defiendo a nuestra pobre naturaleza humana—contestó la joven.—No todos los hombres, Amaury, tienen su alma inflexible y su inmutable constancia. Debe usted ser más generoso compadeciendo las debilidades de que no participa.
—Según eso—replicó Amaury,—Felipe encuentra indulgencia en su corazón... Y es Antoñita...
—Quien tiene razón—dijo el doctor terminando la frase.—- Condenas con demasiado rigor, Amaury.
—Pero me parece...—replicó éste con vehemencia.
—Sí—interrumpió el anciano,—tu apasionada edad no es clemente, lo sé, y no quiere transigir con las debilidades del corazón humano. Yo en mi vejez, he aprendido a ser indulgente y ya experimentarás quizá algún día a tu costa que las más indomables voluntades se doblegan con el tiempo y que en el juego terrible de las pasiones el más fuerte no puede responder de sí mismo; el más orgulloso no puede decir: «Yo seré el mismo mañana.»
No juzguemos, pues, severamente a nadie, a fin de no serlo a nuestra vez; el destino es el que nos conduce y no nuestra voluntad.
—¿De ese modo—exclamó Amaury,—me supone capaz de olvidar algún día a Magdalena?
Antoñita palideció.
—Nada supongo, Amaury—dijo el anciano meneando la cabeza;—- he vivido, he visto y sé. Sea de esto lo que quiera, puesto que has aceptado el papel de padre joven de Antoñita, procura, amigo mío, ser ante todo misericordioso y bueno.
—Y no me reprenda—añadió Antoñita con ligero acento de amargura,—el haber confesado un instante que después de haber amado a Magdalena podía amarse a otra. No me reprenda: estoy arrepentida.
—¡Ah! ¿Quién puede reprenderla, Antoñita, ángel de dulzura?—dijo Amaury, que no había reparado en el amargo sentimiento que habían inspirado sus palabras en la joven.
En aquel momento José, fiel a la consigna dada, vino a anunciar que ya era la hora de partir y que estaba listo el coche que debía conducir a Antoñita.
—¿Acompaño a Antoñita?—preguntó Amaury al doctor.
—No, amigo mío—replicó el doctor.—A pesar de tus funciones paternales, eres muy joven todavía, y es preciso conservar ante el mundo el más estricto decoro.
—Pero le advierto—dijo Amaury.—que ya he despachado el carruaje en que he venido.
—No tengas cuidado: queda otro coche a tus órdenes. Aun hay más: como no puedes continuar viviendo en la calle de Angulema y como sin duda quieres visitar a Antoñita en París, te suplico que no le hagas visita alguna sin ir acompañado de alguno de mis más íntimos amigos. Mengis, por ejemplo, va a verla tres veces por semana y a horas fijas. El puede acompañarte y lo hará con mucho gusto, como lo ha hecho siempre con Felipe.
—De ese modo, ¿se me considera como una persona extraña?
—No, Amaury; eres mi hijo, a mis ojos y a los de Antonia; pero a los del mundo, eres un joven de veinticinco años y nada más.
—No dejará de ser divertido, encontrarme sin cesar a ese Felipe que no puedo sufrir y que pensaba no volver a ver jamás.
--- ¡Oh! déjele venir—exclamó Antoñita,—aunque no sea más que para hacerse cargo del recibimiento que le hago y convencerse de que es muy difícil el tratar de desanimarle cuando persiste en sus visitas.
—¿De veras?—dijo Amaury.
—Juzgará usted mismo.
—¿Cuándo?
—Desde mañana, el conde de Mengis y su esposa quieren consagrar a su pobre reclusa las tertulias de los martes, jueves y sábados. Venga mañana que es sábado.
—Mañana...—murmuró Amaury vacilando.
—¡Oh! venga, venga, se lo suplico—insistió Antoñita.—Hace tanto tiempo que no nos vemos que debemos tener muchas cosas que decirnos.
—Ve, Amaury, ve—dijo el anciano.
—Pues bien, hasta mañana, Antoñita—dijo el joven.
—Hasta mañana, hermano mío—respondió Antoñita.
—Y yo, hijos míos, hasta dentro de un mes—dijo el doctor, que había escuchado su discusión con melancólica sonrisa;—y si durante este mes soy necesario por cualquier motivo, tendré abierta mi casa para ambos.
Y apoyado en el brazo de José, los acompañó hasta sus coches respectivos.
Cuando se disponían a partir, les dio un abrazo, y les dijo:
—Adiós, amigos míos.
—Adiós, nuestro buen padre—contestaron los jóvenes.
—¡Amaury—exclamó Antoñita, en tanto que José cerraba la portezuela,—acuérdese de los martes, jueves y sábados!
Y dirigiéndose al cochero, le dijo:
—Calle de Angulema.
—Calle de Maturinos—dijo Amaury al suyo.
—Y yo—murmuró el doctor, después de haberlos visto alejarse,—y yo al sepulcro de mi hija.
—Y apoyado en el brazo de su fiel criado, el anciano tomó el camino del cementerio para ir, como todos los días, a dar las buenas noches a Magdalena.
Al siguiente día se presentó Amaury en casa del conde de Mengis, el cual no era un extraño para él, por haberle visto más de veinte veces en casa del doctor Avrigny. Verdad es que sus relaciones habían sido frías y puramente corteses; hay cierto imán que atrae a la juventud hacia la juventud, mientras que por el contrario hay cierta repulsión que aleja al joven del viejo.
Una carta de Antoñita precedió a Amaury en casa del conde, pues la joven había querido advertir a su anciano amigo de las intenciones del doctor Avrigny, en cuanto al papel de protector que había dado, o más bien dejado tomar a su pupilo, y prevenir de este modo preguntas, dudas o admiraciones que hubieran podido embarazar u ofender a Amaury.
—Me alegro mucho—le dijo el conde,—- de que mi pobre y querido doctor me haya dado por compañero en la tutela oficiosa de Antoñita un segundo que merced a su juventud, sabrá leer mejor que yo en un corazón de veinte años y que, por el privilegio que goza de ver a Avrigny, podrá instruirse sobre los planes de mi amigo.
—¡Ay, caballero!—respondió Amaury con triste sonrisa.—Mi juventud ha envejecido mucho desde que no tengo el honor de verle y he echado de menos tantas cosa en mi propio corazón durante los seis meses que acaban de transcurrir, que no sé en verdad si será bastante hábil para sondear el corazón de los demás.
—Sí, ya sé—respondió el conde,—la desgracia que le ha sobrevenido y comprendo cuán terrible ha sido para usted ese golpe. Su amor a Magdalena era uno de esos amores fuertes que ocupan todo el lugar en la vida; pero cuanto más amase a Magdalena más imperioso es el deber que tiene de velar sobre su prima, sobre su hermana, porque así era, si mal no recuerdo, como Magdalena llamaba a nuestra querida Antoñita.
—Sí, señor; Magdalena amaba santamente a nuestra pupila, aunque durante los últimos tiempos esta amistad pareció entibiarse. Pero el mismo Avrigny decía que esto era una aberración de su enfermedad, un capricho de su delirio.
—Pues bien, hablemos seriamente. Nuestro querido doctor desea casarla, ¿no es eso?
—Así lo creo.
—Y yo estoy seguro. ¿No le ha hablado a usted de cierto joven?
—Me ha hablado de varios.
—¿Pero del hijo de uno de sus amigos?
Amaury vio que no podía retroceder.
—Ayer pronunció delante de mí el nombre del vizconde Raúl de Mengis.
—¿De mi sobrino? Sí; sé que tal es el deseo de nuestro querido Avrigny. ¿También sabe que yo pensé en Raúl para Magdalena?
—Sí, señor.
—Ignoraba que Avrigny estuviese comprometido con usted; pero a la primera palabra que me dijo de este compromiso, retiré, como sabe, mi petición. Confiésole que casi la he renovado respecto a Antoñita, y mi pobre anciano amigo me ha contestado que por su parte no pondría inconveniente alguno a este proyecto. ¿Podré obtener el asentimiento de usted como he obtenido el suyo?
—Sin duda ninguna, señor conde—replicó Amaury con cierta turbación;—y si Antoñita ama a su sobrino... Pero perdone, ¿no estaba agregado el vizconde a la embajada de San Petersburgo?
—En efecto, ejerce en ella el cargo de secretario segundo; pero ha obtenido licencia.
—Entonces, ¿va a venir?—preguntó Amaury, no sin cierta brusquedad.
—Llegó ayer, y voy a tener el honor de presentárselo, porque hele aquí que entra.
Efectivamente apareció a la sazón en el umbral de la puerta un joven alto, moreno, de semblante tranquilo y frió y vestido con elegancia; lucía en su solapa la cinta de la Legión de honor, de la estrella Polar de Suecia y de Santa Ana de Rusia.
Amaury, a la primera ojeada, detalló todas las ventajas físicas de su compañero en diplomacia.
Ambos jóvenes, cuando el conde de Mengis pronunció sus nombres, se saludaron fríamente; pero como para ciertas personas, la frialdad es uno de los elementos de los buenos modales, el conde no observó ese desvío que su sobrino y Amaury se manifestaban, al parecer por instinto, el uno al otro.
Sin embargo, cambiaron algunas frases corrientes. Amaury conocía mucho al embajador que protegía a Mengis. Hablaron principalmente del concepto de que disfrutaba la legación francesa en la corte del imperio moscovita, haciendo el vizconde grandes elogios del Zar.
Al empezar a languidecer el diálogo, anunciaron a Felipe Auvray.
Como hemos dicho, tenía la costumbre de ir a casa del conde de Mengis los martes, jueves y sábados, para acompañarle a visitar a Antoñita; costumbre que había acabado por hacerse muy agradable a la anciana condesa.
Amaury recibiole no solamente con frialdad, sino con altanería.
Felipe, al ver a su antiguo camarada, cuyo regreso ignoraba, se dirigió hacia él alborozado, acercándosele con afectuosa familiaridad; pero Amaury no correspondió más que con un ligero movimiento de cabeza, y como el otro siguiese cumplimentándole muy cortés y obsequioso, le volvió completamente la espalda y apoyose en la chimenea, aparentando concentrar toda su atención sobre unos objetos de fantasía que decoraban la sala.
Sonriose imperceptiblemente el vizconde, mirando a Felipe, quien con ojos azorados y con el sombrero en la mano, permanecía clavado en su sitio como pidiendo el socorro de un alma caritativa.
Por fortuna entró en esto la condesa, y Felipe, sintiéndose salvado, acercose presuroso a ofrecerle sus respetos.
—Señores—dijo el conde,—no cabemos los cinco en el coche; pero, si no me equivoco, Amaury ha traído su cupé.
—Así es—exclamó Amaury.—Puedo ofrecer un asiento al señor vizconde.
—Iba a pedirle ese favor—dijo el señor de Mengis.
—Ambos jóvenes se saludaron.
Amaury, como puede inferirse, se apresuró tanto a ofrecer al vizconde su asiento en su cupé, temeroso de que le endosaran a Felipe.
Pero, al fin, se arregló todo. Felipe subió a la vetusta berlina de los condes, y Raúl y Amaury siguieron en el cupé de este último.
Llegaron a la casita de la calle de Angulema en la cual Amaury no había puesto los pies hacía ocho meses: los criados eran los mismos y al verle prorrumpieron en exclamaciones de alegría, a las cuales respondió Amaury vaciando sus bolsillos con amarga sonrisa.
El conde de Mengis detúvose en la sala, y dijo:
—Señores, les prevengo que van a encontrar al lado de Antoñita a seis de mis contemporáneos a quienes tiene encantados, y que han tomado la resolución de consagrarle con puntualidad tres noches por semana; es preciso además que para agradar a Antonia los jóvenes complazcan a los viejos. Ahora, señores, ya están avisados.
Entremos, si les place.
Ya se comprenderá que tertulias formadas por una joven de veinte años y por ancianos de setenta serían muy sobrias y sobre todo poco ruidosas; dos mesas de juego en un rincón, los bastidores de bordar de Antonia y de la señora Braun en medio del salón y sillones al rededor para los que preferían al wist o al boston, la conversación; tales eran los accesorios de aquellas sencillas reuniones.
A las nueve se tomaba el te; a las once cada uno estaba ya en su casa.
Ya sabemos que Felipe era el único joven que hasta entonces había sido admitido en aquel santuario. Pues así y todo, con elementos tan monótonos, Antoñita había hecho confesar a sus amigos sexagenarios que jamás habían gozado de mejores tertulias que las de su casa, aun en tiempos en que sus cabellos blancos eran negros o rubios. Ciertamente, era un hermoso triunfo y para alcanzarlo había necesitado Antoñita valerse de su encanto seductor, de su carácter risueño y de su amabilidad exquisita.
La impresión de Amaury al entrar en el salón fue profunda. Antonia estaba sentada en el mismo sitio donde acostumbraba sentarse, pero también era donde se sentaba Magdalena. Un año había transcurrido, cuando Amaury entrando de puntillas en el salón, asustó a las dos primas que lanzaron al verle un chillido. ¡Ay! esta vez nadie gritó; solamente Antoñita al escuchar los nombres sucesivos de las personas que entraban, no pudo menos de ruborizarse y temblar oyendo el de Amaury. Pero como puede suponerse no debían limitarse a esto las emociones de los dos jóvenes. Recuérdese que el salón caía al jardín. El jardín, pues, debía encerrar para Amaury un mundo de recuerdos. En tanto que se organizaban las partidas del wist y del boston, mientras que los aficionados a la charla se agrupaban alrededor de Antoñita y de la señora Braun, Amaury, que no podía olvidar completamente que estaba a inedias en su casa, se deslizó y salió al corredor y desde allí al jardín.
El cielo estaba estrellado; el aire era tibio y embalsamado. Sentíase a la primavera batir sus alas al cernirse sobre el mundo. La, Naturaleza esparcía por toda la creación esa vida que se respira con las primeras brisas de mayo. Después de algunos días magníficos y de algunas noches serenas, las flores se apresuraban a abrir sus cauces y las lilas estaban casi agostadas.
Así, que Amaury no encontró en aquel jardín las emociones que iba a buscar en él. Allí como en Heidelberg su vida estaba en todas partes y en todo. El recuerdo de Magdalena moraba en aquel jardín indudablemente, pero tranquilo y consolador. Magdalena era la que le hablaba en la brisa, la que le acariciaba en el perfume de las flores, la que sujetaba su vestido a las espinas de aquel rosal, cuyas rosas había ella arrancado tantas veces. Pero todo esto distaba mucho de ser triste y melancólico y más bien toda aquella emanación de la joven era alegre y parecía gritar a Amaury:
«—No te muerto, Amaury. Hay dos existencias: una sobre la tierra y otra en el Cielo. ¡Desgraciados los que están todavía encadenados a la tierra y bienaventurados los que se encuentran ya en el Cielo!»
Amaury creía hallarse bajo el peso de un encanto; avergonzábase de sí mismo al sentir tan dulce impresión por verse en aquel jardín, paraíso de su infancia, unida con la de Magdalena. Visitó el bosque de tilos donde por primera vez se dijeron que se amaban y los recuerdos de este primer amor le parecieron llenos de encantos, pero desnudos de toda doliente impresión. Sentose entonces bajo el pabellón de lilas, en aquel banco fatal donde había dado a Magdalena el mortal beso.
Trató de llenar su memoria con los detalles más punzantes de su enfermedad: habría dado cualquier cosa por sentir correr nuevamente por sus mejillas las copiosas lágrimas que seis meses antes habían brotado de sus ojos; pero éstos se habían secado ya. Sintió que se apoderaba de su ser una voluptuosa languidez; cerró los ojos; se concentro en sí mismo; oprimiose el corazón para sacar de él algunas lágrimas; pero todo fue inútil.
Parecía que Magdalena estaba a su lado; el aire que pasaba sobre su rostro era el soplo de la joven; racimos de ébano que acariciaban su frente eran sus cabellos flotantes; la ilusión era extraordinaria, inaudita, viva; parecíale sentir hundirse el banco en el cual estaba sentado, como si un dulce peso hubiese venido a aumentar el suyo; su boca estaba jadeante, su pecho se levantaba y hundía; la ilusión era completa. Murmuró algunas palabras incoherentes y alargó la mano...
Otra mano tomó la suya.
Amaury abrió los ojos y lanzó un grito de terror. Una mujer estaba a su lado.
—¡Magdalena!—exclamó.
—¡Ay! no—respondió una voz;—es Antoñita.
—¡Oh, Antoñita!—exclamó el joven estrechándola contra su corazón y hallando en la plenitud de una alegría sobrado grande tal vez, las lágrimas que había buscado en vano en su dolor.—Ya lo ve usted; estaba pensando en ella.
Este era el grito del orgullo satisfecho; había allí una persona para ver llorar a Amaury y Amaury lloraba. Había una persona a la cual podía contar lo que sufría y lo dijo con tan sincero acento que casi llegó a imaginarse que él mismo creía en la sinceridad de su dolor.
—Sí—dijo Antoñita,—por lo mismo que he sospechado que estaba usted aquí entregado al dolor, he venido a suplicarle que venga a la sala.
—Iré. Deje usted solamente que se sequen mis lágrimas.
Comprendiendo Antoñita que podía notarse su ausencia desapareció más ligera que una gacela. Amaury siguió con los ojos la estela de su vestido blanco y viola subir la escalera, rápida y fugitiva como una sombra; en seguida se cerró tras ella la puerta que daba acceso a la casa.
Diez minutos después, cuando Amaury entró en el salón, el conde de Mengis fijó en él su mirada compasiva y dijo a su mujer que reparase en los ojos enrojecidos del joven.
Creemos haber hecho en el último capítulo el elogio del constante buen humor de Antoñita, y, una de dos; o han sido prematuras nuestras apreciaciones, o la llegada de los flamantes huéspedes turbó el estado de beatitud y calma de su espíritu, que repentinamente se tornó caprichoso y versátil.
Es lo cierto que en el breve, transcurso de un mes cambiaron tres veces de objeto las atenciones y preferencias de Antoñita, y a fuer de meros cronistas nos limitaremos a consignarlo así.
Como reinaron los emperadores bizantinos, cuya historia está formada por tres períodos, a saber: triunfo, decadencia y ruina, así Amaury, Raúl y Felipe gozaron sucesivamente durante diez días cada uno la privanza de Antoñita.
De tan efímeros reinados vamos a dar algunas noticias incompletas, que seguramente el lector sabrá complementar con discreción y perspicacia.
En las cuatro veladas que siguieron a la ya consignada, el que obtuvo mejor acogida fue, sin duda, Amaury, a pesar de la inteligencia y habilidad con que Raúl desplegó las galas de su ingenio para hacerse agradable. En cuanto a Felipe, diremos que pasó inadvertido, anulado en absoluto, por el brillo de sus dos rivales, y por lo que toca a Antoñita será justo consignar que, otorgando el premio de sus atenciones a tenor del mérito de los solicitantes, estuvo encantadora con el primero, graciosamente amable con el segundo, y fríamente cortés con el tercero.
Organizadas las partidas de juego y generalizada la conversación, procuraba siempre Amaury ocupar el asiento más próximo a Antoñita, y acontecía que en medio de la garrulería de los demás, ellos dos, conversando en voz baja parecían silenciosos; tan quedamente departían.
Como Antoñita manifestase deseos de leer un libro italiano titulado Le Ultime Lettere di Jacopo Ortis, Amaury, que tenía esa obra en su biblioteca, y entre las más estimadas por cierto, fue al día siguiente a entregársela a la señora Braun; pero habiéndose encontrado por casualidad con Antonia en la antesala, no pudo menos de cambiar con ella algunas palabras.
Otro día, encargose Amaury de buscar autógrafos notables para llenar un álbum de Antoñita; algún tiempo después, como tardase mucho Froment Messrice, el Benvenuto Cellini de la época, en cincelar una pulsera para la joven, Amaury se la llevó triunfalmente después de arrebatársela al artista, y por fin, cierta noche que jugaba distraído con una llavecita de oro se la guardó por distracción en el bolsillo, viéndose obligado al otro día por la mañana a devolverla por si Antoñita la necesitaba.
No paró todo en esto. Durante su viaje por Alemania, Amaury no había montado a caballo, o por lo menos no lo había hecho en caballo de su gusto y estaba deseoso de cabalgar, tanto como puede estarlo un buen jinete privado por largo tiempo de su ejercicio favorito; así, todas las mañanas salía a pasear sobre su fiel Sturm, dando sus matinales paseos a capricho del noble bruto que parecía seguir con fruición el mismo camino que en otro tiempo. Así, pues, nadie extrañará, que Antoñita, ya que ella madrugaba más que la pobre Magdalena, contestase cotidianamente desde la ventana por donde pocos meses antes había presenciado la partida del joven y de su tío, al amable saludo de Amaury, saludo siempre acompañado de una seña o de una sonrisa.
Desde aquel instante el inteligente Sturm disponíase a cambiar la marcha, y apenas doblaba la esquina partía al galope, repitiéndose los mismos hechos a la vuelta. El instinto de Sturm era admirable.
Después del interminable invierno que había pasado Amaury en Alemania, sentíase renacer a nueva vida y era su corazón tan sensible como en la adolescencia. Se sentía feliz, aunque no acertaba a dar con la causa de su dicha, y alzaba con gallardía su frente tanto tiempo inclinada bajo el peso del dolor y el desengaño, hallándose más dispuesto a la indulgencia con los demás y más enamorado de la existencia.
Pero un día desvaneciose el encanto. Habiéndose mostrado Amaury más galante que nunca y más delicadamente afectuoso con Antoñita, renovando sus apartes con más frecuencia que otras veces y prolongándolos como nunca, el conde, que aunque parecía absorto en el juego, lo veía todo, acercose a Antoñita al despedirse y le dijo después de besarla en la frente:
—Oiga, usted, hipocritilla: ¿Por qué tenía tan callado que Amaury, el inconsolable disfrazado de hermano, procedía como novio tratando de pasar por tutor para mejor cortejar a su pupila? ¡Qué diantre! Todavía no es tan viejo que pueda asemejarse a un Bartolo, ni yo tan necio que me resigne a desempeñar el papel de Geronte. ¡Vaya! ¡vaya!... Pero no se sonroje usted por eso, porque nada de censurable hay en que él la ame.
—Si fuese cierto, señor conde, lo que usted dice—afirmó con entereza. Antoñita si bien cubrió su semblante una fugitiva palidez,—no haría bien en ello, porque yo no le amo.
Un movimiento repentino del conde reveló en éste la sorpresa y la duda que le produjeron las palabras de su interlocutora; pero al ver que alguien se les acercaba, se retiró prudentemente sin hablar más. Desde aquel momento empezó el período de triunfo para Raúl, y el de decadencia para Amaury. Como aquél era después de éste el más próximo y asiduo de todos los admiradores de Antoñita, ella le dedicó sus más amables sonrisas, sus más insinuantes miradas, sus más expresivas palabras y animadas conversaciones. Esto causó desde luego la estupefacción de Amaury, quien al siguiente día, al llevar a Antoñita una romanza que ella le había pedido hacía una semana, fue recibido por la señora Braun; y aunque no dejó de volver los días siguientes con varios pretextos, no pudo ver a la graciosa y tornadiza joven, sino a la fría y enjuta señora de compañía.
Por más que siguió pasando como antes todas las mañanas por delante de la ventana, ésta no se abrió, y sus cortinas siempre corridas parecían indicar que tenían la misión de velar el rostro de su bella propietaria. No hay que decir si Amaury estaría desesperado, mientras Felipe representaba como siempre su papel secundario, pasivo y silencioso.
Amaury se aproximó a él en cierto modo y le mostró algo mejor semblante, por lo cual el buen muchacho no sabía cómo demostrar su agradecimiento, pues en presencia de su antiguo compañero parecía un culpable necesitado de ajena indulgencia: le oía con respetuosa y afectada atención, aprobando en silencio cuanto Amaury le contaba.
Este no paraba mientes en tan deferente amabilidad y no tenía ojos sino para fijarse en los galanteos cada día más asiduos de Raúl de Mengis, y en sus progresos, visibles por momentos.
Antoñita se preocupaba de él casi exclusivamente, y le trataba con más intimidad que a los otros, al paso que colocaba en segundo lugar a Felipe; y por lo que toca a Amaury casi no podría decirse que fuese el tercero en la serie de las preferencias de Antoñita, por lo que el grave tutor juzgó que era impertinente semejante conducta, y a la quinta noche, aprovechando un momento de general distracción, acercose a Antoñita, y en voz baja y con amargo acento le dijo:
—¿Sabe usted, Antonia, que manifiesta honrar con muy poca confianza a un amigo y a un hermano, ya que tal me considero? Conoce usted, sin duda, el proyecto del conde de Mengis y aprueba su plan de casarla con su sobrino...
Antoñita manifestó su desagrado con un ademán.
—¡Si no lo censuro! pero entiendo que no hay motivo para que se aparte usted de mí, rehuyendo mi presencia como la de un importuno que la molestase, sólo por haber hallado el hombre que sin duda llena sus aspiraciones. Yo apruebo su elección, pues opino que no es posible hallar un hombre a la vez más inteligente, noble y rico que el vizconde de Mengis.
Escuchaba estas palabras con asombro Antoñita, pero no sabia con qué razones interrumpirlas ni impugnarlas; sólo cuando Amaury hubo concluido pudo exclamar:
—¡Casarme con el vizconde!...
—¿Y por qué no? ¿A qué fingir así?—dijo Amaury.—Yo no he de hallar extraño que le haya dicho a usted lo mismo que a mí me ha revelado; máxime, cuando sus propósitos armonizan con los de usted y también, según parece, con sus inclinaciones.
—Pero, Amaury, yo le juro a usted...
—¡Extraño tesón! no hay para qué jurar ni negar nada; insisto en que tiene usted razón y en que no podía ser su elección más acertada.
Por más que quiso replicar Antoñita, no le fue posible, pues sus invitados se aproximaron para despedirse, y se fue Amaury con ellos sin que le fuese dable agregar a lo dicho una palabra.
El día siguiente lo pasó Amaury esperando una carta que, según él suponía, no dejaría Antoñita de enviarle para pedirle explicaciones acerca de sus palabras de la noche anterior; pero en vano se cansó de aguardar.
A la noche siguiente, que era jueves, dio principio el tercer período, de auge y bienandanza para Felipe, y de caída terrible para Raúl, sin ventaja alguna para Amaury, el primer desahuciado.
No se atrevía Felipe a dar crédito a la realidad, y era realmente gracioso ver al pobre muchacho en el pináculo de la dicha comunicando sus impresiones de felicidad a dos censores tan adustos, a dos rivales tan formidables como Amaury de Leoville y Raúl de Mengis.
El infeliz no tan sólo no supo colocarse a la altura de su inmerecida suerte, sino que se hallaba como asustado de tanta fortuna, confesándose indigno de ella, y evitando las distinciones de que era objeto por parte de Antoñita, con un gesto que imploraba la clemencia de sus dos rivales, quienes por su parte aparentaban, no enterarse de nada, mostrando por sistema una indiferencia glacial.
Esto no era obstáculo para que cada uno de lo desairados hiciese acerca del caprichoso y raro proceder de Antoñita, comentarios nada favorables para el último agraciado.
¿Era posible que Antoñita prefiriese a un hombre como aquél, indigno de ella, tan altiva, tan aristocrática y tan... burlona?
Tan inverosímil fenómeno sólo podía explicarse por una humorada un tanto extravagante, y pensando que sería una broma pasajera esperaron impacientes la noche del sábado.
Pero el sábado llegó, y continuó el programa iniciado el jueves; es decir, las atenciones de Antoñita, y el visible favor de que Felipe disfrutaba, y su penosa turbación por esa causa.
No cabía duda de que era él el pretendiente preferido, y era esto tan evidente que el pobre chico no sabía ni lo que le pasaba, y si le hubiesen obligado a decir lo que sentía, habría confesado que siete meses de desdenes no le habían atormentado tanto como aquellas dos veladas de favor.
Ocioso es decir que por más que el modesto Felipe procuraba mostrarse humilde como nunca ante su amigo Amaury, no conseguía ser tratado por éste de otro modo que con una altivez antipática y humillante, sin que hubiese una sola atenuante a semejante actitud por parte de Leoville para con su antiguo amigo.
En tres consecutivas ocasiones, al pasar a caballo por delante de la casa de su pupila, había visto el severo tutor a un individuo que rondaba alrededor del edificio y que al verle escurrió el bulto, no sin que Amaury notase una perfecta semejanza entre él y su ex amigo Felipe.
Este encuentro, que se repitió muchas veces, siempre que pasaba Amaury por la calle de Angulema, le hizo indignarse en sumo grado, pues habría razón para pensar que muy grande y manifiesta debía ser la preferencia de una dama para que un hombre tan tímido como Felipe venciese su natural poquedad con tan inusitado atrevimiento.
¡Cómo creer aquello en Antoñita! Parecía mentira que coquetease con semejante majadero; y era lo peor que aquellas ligerezas acabarían por comprometerla. No; él no debía consentirlas en su carácter de tutor, y amigo y hermano, por lo que decidió pedirle en forma solemne una explicación categórica de su conducta, como lo hubiera hecho en tal caso el doctor Avrigny.
Mientras esto llegaba, proponíase pasar por la calle de Angulema unas diez veces diarias para convencerse de que era Felipe y no otro quien estaba comprometiendo a su pupila.
No menos excitado y estupefacto ante estos hechos se hallaba Raúl de Mengis, quien se dedicó en los primeros momentos de su caída a estudiar las causas de las bruscas variaciones que acusan los barómetros femeninos, dándose luego a observar lo que pasaba a su alrededor con la penetración y perspicacia de un diplomático, hasta que un día el conde, a últimos de mayo habiéndole visto ganar en favor tanto que le creyó en el apogeo de la dicha, preguntole cómo le iba con Antoñita, a lo que Raúl respondió sin rodeos:
—De tal modo me va, querido tío, que a mi juicio, si me ha obligado usted a hacer un viaje de ochocientas leguas para casarme en la calle de Angulema, creo que ha sido inútilmente; debo manifestarle con toda franqueza que renuncio generosamente a la mano de una Isabel que todas las mañanas tiene rondando al pie de sus balcones un Leandro como Felipe y un Lindoro como Amaury.
—Raúl—dijo con severidad el conde,—no se debe juzgar por las apariencias.
—Querido tío—repuso Raúl,—no me fío precisamente de la policía de la embajada, sino de mis propios ojos, que esta vez no me engañan.
No le pidió el conde explicaciones, como era de esperar, concretándose a reprenderle ásperamente, y decirle que no consentía que se pusiese en tela de juicio la intachable reputación de su protegida.
Ante tal actitud, Raúl se abstuvo de proseguir, pues además de ser naturalmente discreto, estaba habituado a tratar al conde de Mengis con todo el respeto que un sobrino de buena educación debe profesar a un tío que teniendo cincuenta mil libras de renta se ha dignado instituirle su heredero universal.
Tenía Raúl la costumbre de ir todas las mañanas a ver a un amigo que vivía frente a la casa del doctor Avrigny, y fumar en su compañía un cigarrillo mientras tenían un rato de conversación. Así, si bien le era imposible saber lo que pasaba en la casa de la otra acera, porque sus cortinas estaban tan corridas para él como para el resto de los mortales, no dejó de enterarse minuciosamente de cuanto pasaba en la calle.
Por más que el conde no concedió o pareció no conceder en el primer momento importancia a las revelaciones de su sobrino, tal preocupación le causaron que en seguida escribió a Amaury, solicitando una entrevista con él. Esto sucedía un jueves, 30 de mayo.
Recibió Amaury la carta en el momento de disponerse a salir de su casa, y lo hizo inmediatamente para satisfacer los deseos de un anciano por quien sentía un respeto rayano en veneración, a cambio de un afecto casi paternal.
—Mucho le agradezco—dijo el conde al verle—la diligencia que ha puesto en el cumplimiento de mis deseos. Pocas palabras tengo que decirle, pues bien creo que me comprenderá sin necesidad de prolijas explicaciones. Usted ha prometido al doctor Avrigny velar por su sobrina y ser para ella consejero fiel, guía y hermano, ¿no es así?
—Sí, señor, y espero cumplir mis promesas.
—Entonces, su reputación será para usted, no sólo respetable, sino muy preciosa.
—Más que la mía propia, señor conde.
—En tal caso quiero que sepa usted que hay un joven que compromete a Antoñita pasando y repasando por delante de la casa que habita, y hasta llega en su audacia a pararse y mirar con toda fijeza y descaro hacia los balcones.
—Tengo que contestarle, señor conde, que eso que usted me comunica es cosa vieja para mí—dijo Amaury, frunciendo las cejas.
—Pero quizá—continuó el conde—con el propósito de hacer comprender a uno de los dos culpables lo grave del asunto, cree usted, o finge creer que nadie, excepto usted (y el conde subrayó esta palabra) está enterado de estas cosas.
—Es la verdad, señor conde—repuso Amaury, con grave acento—que yo creía ser el único conocedor de todas esas inconveniencias; pero, según veo, estaba equivocado.
—Siendo así, ya comprenderá usted, querido Leoville, que por más que la honra, de Antoñita está a cubierto de toda sospecha y no habrá de sufrir menoscabo por lo que el vulgo pueda suponer, acaso sería conveniente...
—Que cesen esas demostraciones—interrumpió Amaury,—en lo cual somos ambos de la misma opinión.
—Este era mi propósito al hacerle molestarse en venir a mi presencia y espero me perdonará la franqueza de que abuso.
—Antes bien se la agradezco, caballero; y yo doy a usted mi palabra de honor de que, muy pronto, todo eso habrá terminado.
—Basta, amigo mío; a tal promesa cerraré de hoy más mis ojos y mis oídos.
—Por mi parte no puedo menos de agradecerle que me haya llamado con toda confianza y elegido para encargarme la misión de acabar con las audacias de un impertinente.
—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
—Tengo el honor de saludarle, señor conde—dijo Amaury, haciéndolo gravemente.
—Perdone usted, Leoville. Temo que me haya comprendido mal, o mejor dicho, que no me haya comprendido.
—Sí, señor conde; le he comprendido perfectamente—dijo Amaury.
Y salió, saludando por segunda vez y haciendo con la mano un ademán para indicar que no había que agregar una palabra a lo que habían hablado.
Cuando subía al cupé pensaba casi en voz alta:
—¡Ah, miserable Felipe! (Amaury no sospechaba que la reprimenda había sido para él).—¿Conque era su señoría el que rondaba la calle de Angulema? ¿Conque eres tú el que pones en lenguas la reputación de Antoñita? A fe mía que tengo hace mucho tiempo fuertes ganas de darte un buen tirón de orejas, y pues me lo aconseja un hombre tan respetable como el conde de Mengis, voy a saborear ese placer.
Embebido en estas divagaciones no daba ninguna orden a su lacayo, que las esperaba sombrero en mano, hasta que cansado de aguardar, preguntó:
—¿A dónde, señorito?
—A casa del señor Felipe Auvray—contestó Amaury en tono que no tenía nada de pacífico.
Como Felipe, que no quería renunciar a sus antiguas costumbres, seguía viviendo en el barrio Latino, era larga la distancia que habla que recorrer, y Amaury tenía tiempo para que se transformase en cólera todo el mal humor que había sacado de casa del conde. Así, cuando Orestes llegó a la casa de su antiguo Pílades, llevaba su alma en tal estado que sin abusar de la metáfora puede decirse que rugía en ella una tempestad furiosa.
Sacudió violentamente el cordón de la campanilla, sin fijarse en el hecho de que la pata de liebre de la calle de San Nicolás se había trocado en pata de ganso.
Abrió la puerta una gorda maritornes, pues Felipe, siempre infantil y candoroso, había conservado la costumbre de hacerse servir por una mujer.
En aquellos momentos estaba en su despacho, con los codos apoyados en la mesa, la cabeza entre las manos, y los dedos ferozmente hundidos en el cabello, embebido en la formidable cuestión de la pared medianera.
La obesa servidora que no se tomó ni aun la molestia de enterarse del nombre del visitante echó a andar delante de él pasillo adentro y abrió la puerta del despacho anunciando la visita con esta sencilla fórmula:
—Señorito, aquí hay un caballero que pregunta por usted.
Levantó Felipe la cabeza al tiempo que lanzaba un profundo suspiro revelador de la existencia de su melancolía hasta en las cuestiones de propiedad, y dejó escapar una exclamación de sorpresa al ver a su antiguo amigo.
—¡Cómo! ¿eres tú, querido Amaury? ¡Cuánto me alegro de tu venida!
Amaury, al parecer insensible a tan calurosas demostraciones, le dijo fríamente:
—¿Sabes a qué vengo aquí?
—Hombre, no; lo único que sé es que desde hace unos días tengo el propósito de hacerte una visita, y por una u otra causa no te la hago.
—Comprendo tu vacilación—dijo Amaury, sonriendo desdeñosamente.
—¿Sí?—preguntó Felipe palideciendo.—Entonces sabrás...
—Lo que sé es que el doctor Avrigny me ha encargado de reemplazarle en la guarda de su sobrina y que tengo el encargo de velar por su reputación. También sé que le he visto a usted tres o cuatro veces en la calle de Angulema bajo las ventanas de Antoñita, y en vista de todo, esto, que le hace aparecer culpable cuando menos de ligereza, vengo a pedirle cuenta de su conducta.
—Querido amigo: ya tenía yo ganas de verte para que hablásemos precisamente de esas menudencias.
—¡Cómo! ¿menudencias llama usted a cosas que atañen a la honra, a la reputación, al porvenir de una persona?
—No te enfades por mi manera de expresarme; ya comprendo que no he debido llamar menudencias a cosas graves, porque grave es en verdad un asunto de amor, de verdadero amor.
—¡Acabáramos! ¿Conque ama usted a Antoñita?
Muy compungidamente Felipe contestó que sí.
Amaury se cruzó de brazos, alzando la vista con verdadera indignación.
—Con honradas intenciones, por supuesto...
—¿Ama usted a Antoñita?
—Sí, mi buen amigo; puede que no sepas que se me ha muerto otro tío, de modo que hoy poseo una renta de cincuenta mil libras...
—No hablo de eso.
—Perdona; yo creo que esta circunstancia no me perjudica.
—Está bien; pero lo que da mal cariz a esta cuestión es el hecho de haber usted amado a Magdalena ocho meses hace con tanta vehemencia como en la actualidad ama a Antoñita.
—¡Oh, Amaury!—dijo lastimeramente Felipe.—Estás abriendo la herida de mi corazón, desgarrando mi atormentada conciencia; concédeme siquiera diez minutos de audiencia y al cabo de ellos me compadecerás lejos de culparme.
Indicole Amaury con un ademán que estaba dispuesto a prestarle atención, no sin hacer cierta mueca, que revelaba su prematura incredulidad para cuanto le iba a decir. Y Felipe habló así:
—Si es verdadera la máxima evangélica que recomienda la indulgencia y el perdón para los que mucho han amado, yo debo merecer absolución por todas mis culpas, pues siendo de complexión amorosa, como decía nuestro grave Molière, he amado con frecuencia suma y ardiente apasionamiento, sin ser correspondido, lo que constituye una causa, eximente, más que atenuante. Pasando por alto las que tú ignoras, bien sabes que amé a Florencia y a Magdalena, pero ellas no se han enterado a no ser que tú te hayas encargado de comunicárselo. ¡Ah! Mi amor hacia Magdalena era tan profundo como respetuoso. Acaso no lo creas al ver que esta pasión no me ha impedido sentir otra; pero no puedes figurarte a costa de cuántas angustias y dolores ha tomado cuerpo en mi pecho este nuevo amor.
De igual modo que al enamorarme de Magdalena, en el primer momento yo mismo no me dí cuenta (y sírvate de enseñanza por si algún día te ves en mi caso), lo hubiera negado con toda sinceridad, y hasta me hubiese estremecido de horror ante la prueba de ello; pero yendo diariamente a visitar a Antonia y al hablarle de Magdalena, de su gracia, de su belleza, notaba que Antoñita era tan bella como la prima; y, es claro, ¿te parece posible Amaury, pasar mucho tiempo al lado de tanta gracia y hermosura sin enamorarse uno perdidamente?
Amaury, cada vez más abismado en sus pensamientos, no respondió a la pregunta sino con una especie, de suspiro que más bien parecía un gemido, cuya explicación esperó Felipe en vano durante unos momentos, prosiguiendo después:
—Te voy a explicar los indicios que sirvieron a tu pobre y débil amigo para conocer que estaba enamorado nuevamente.
Y exhalando un suspiro más hondo aún que el de Amaury, prosiguió:
—Al principio, como a pesar mío y casi inconscientemente, las piernas me llevaban hacia la calle de Angulema, y cada vez que salía de casa por la mañana para ir al Palacio de Justicia y por la tarde para dirigirme a la Opera Cómica (ya sabes que siempre me ha gustado este género genuinamente nacional) me encontraba sin saber cómo, tras una caminata de una hora, frente a la casa del doctor Avrigny, no con la esperanza de ver a la dama de mis pensamientos ni con otro motivo ni idea preconcebida, sino porque me había impulsado la fuerza irresistible del amor. ¿Por qué no confesarlo?
Se interrumpió Felipe un momento en medio de su perorata, esperando conocer en el semblante de Amaury la impresión que le producían sus palabras, de cuya elocuencia por su parte no estaba descontento; pero sólo pudo notar que su oyente añadió un pliegue a los muchos que ya surcaban su frente, y exhaló un suspiro aún más profundo que el anterior. Esto le hizo creer que su auditorio estaba conmovido por la fuerza emocional de su discurso y cobrando más ánimo, continuó así:
—El segundo de los síntomas que me hicieron conocer el estado de mi alma fue una viva pasión de celos; pues cuando en los primeros días del mes corriente Antoñita se mostraba contigo tan insinuante, no pude impedir que germinase en mi corazón un odio feroz contra mi amigo de la infancia; odio, pronto apagado por la reflexión de que no te sería fácil corresponder a ese amor hallándote tan influido por el recuerdo de otro amor que absorbía tu alma.
Estas palabras hicieron a Amaury estremecerse.
—¡Sí, amigo mío! Aquello no fue más que una sospecha fugaz como el relámpago, que apenas nace muere: lo que me produjo más que odio, más que despecho, más que cólera, fue el conocimiento de las ventajas que por momentos ganaba el fatuo Mengis en el corazón de aquella que tan absoluta y súbitamente se había hecho dueña de mi voluntad y de mis sentimientos. No dejaba de observar un momento a mi rival, y veía cómo se apoyaba con familiaridad en el respaldo de su butaca, y le hablaba en voz baja, y se reían y, en fin, otras muchas cosas que apenas hubiese podido tolerarte a ti, al amigo de la infancia. La irritación, los celos terribles que todo esto despertaba en mí, fueron la prueba de mi apasionamiento... ¡Pero tú no me escuchas, Amaury!
Es de creer que, al contrario, Amaury escuchábale demasiado bien, pues el rostro se le encendía como si le caldeasen ondas de fuego, lo cual hacía presumir que cada palabra de las que había oído repercutía dolorosamente en su corazón. Taciturno y sombrío, ensimismose de modo que sentía latir su corazón y le zumbaban los oídos al circular la sangre en impetuosa carrera por las arterias cerebrales.
Muy acobardado por tan inquietante silencio, Felipe continuó:
—No aseguro que todo eso no indique un completo olvido de pasados juramentos y una flagrante traición al recuerdo de Magdalena; pero no es creíble que todos puedan ser como tú, modelos de constancia. Además ella te amaba, estaba dispuesta a ser tu esposa, y a tu vez te disponías a ser su compañero de por vida, idea grata a la cual ya te habías acostumbrado, mientras que yo no había pensado ni esperado nada semejante, sino de una manera fugaz, pues tú me arrebataste la esperanza, no bien que fue nacida. No pienses que trato de atenuar mi culpa; por mucho que la execres no he de quejarme de ello; pero escúchame un momento más y dime luego si no existen circunstancias que atenúan el delito que he cometido, dejando de amar a Magdalena para amar a Antoñita.
—Hable usted; ya le escucho—dijo con viveza Amaury, aproximando su silla para oír mejor a Felipe.
Y el émulo de Cicerón y de M. Dupín, envanecido por la impresión que su dialéctica y su retórica parecían producir en el ánimo de su interlocutor, prosiguió diciendo:
—En primer lugar, mi traición a Magdalena no era tan grave como parecía, puesto que el objeto de mi nuevo amor era una persona que había vivido siempre a su lado, una amiga, prima, hermana pudiéramos decir, en quien me parece continuar mis pristinos amores, pues me retrata constantemente a Magdalena en sus gestos, en sus palabras. Amar a la segunda es como seguir amando a la primera.
—Has dicho bien—respondió el pensativo Amaury, con el rostro algo más sereno.
—Ya ves, pues, que tenía razón—contestó Felipe con regocijo.—Ahora, y en segundo lugar, no podrás menos de convenir conmigo en que el amor es el más espontáneo y libre de nuestros sentimientos, y el que nace más ajeno a la influencia de nuestra voluntad.
—¡Es muy cierto!—asintió Amaury.
—Todavía no he terminado—dijo Felipe con creciente entusiasmo.—En tercer lugar, ya que mi juventud y mi vehemente facultad amorosa han hecho resurgir en mí el amor intenso y vivaz, ¿estoy obligado a matar un instinto noble, natural, legítimo, casi divino, por dejarme llevar de preocupaciones y convencionalismos opuestos al orden de la Naturaleza, y por tanto no posibles en lo humano y dignos de que Basón les llamara errores fort?
—¡Claro está que no!—masculló Amaury.
—En tal caso—concluyó Felipe, con acento triunfal,—debes confesar que no es tan grave mi delito, y hasta disculpar mi amor hacia Antoñita.
—¿Y a mí qué me importa que la ames o no?—dijo Amaury.
A tal grosería contestó Felipe sonriendo con la mayor impertinencia:
—Querido Amaury, eso es cuenta mía.
—¡Cómo! ¿Después de comprometer con tus audacias e impertinencias a Antoñita, te atreverás a decir que ella te corresponde?
—No digo nada, querido Amaury, sino que buscando del mal el menos, si bien la comprometo con mis paseos por la calle de Angulema (ya comprendo que a ellos te refieres), por lo menos no la comprometo con mis palabras.
—Señor Auvray, ¿tendría usted bastante audacia para decir en mi presencia que le ama?
—Antes a ti que a otro: al fin eres su tutor.
—Está muy bien, pero se lo callaría usted.
—No veo el motivo si ello fuera verdad—dijo Felipe que empezaba a salir de sus casillas.
—Le repito a usted que no se atrevería a decirlo.
—Y yo le repito a usted que como ello fuese verdad me juzgaría tan orgulloso que se lo haría saber a todo el mundo, y lo publicaría a gritos...
—¡Cómo! ¿Te atreves a decir?...
—La verdad.
—¿Se atreve usted a afirmar que Antoñita le ama?
—Me atrevo a decir que ha hecho buena acogida a mis pretensiones y que ayer mismo...
—¡Acaba!
—Me autorizó para pedir su mano al doctor Avrigny.
—¡No es verdad!—exclamó Amaury.
—¿Cómo que no es verdad? ¿Usted se fija en que es un categórico mentís el que acaba de darme?
—Ya lo creo.
—¡Y me lo da deliberadamente!
—Por supuesto.
—¿Y no retira usted ese insulto inmotivado que acaba de dirigirme?
—¡De ningún modo!
—¡Basta, Amaury!—dijo entonces Felipe animándose por grados.—Te concedo que a pesar de mis atenuantes soy algo culpable en el fondo; pero entre amigos y personas de cultura social se trata al prójimo con más tolerancia. Eso, dicho en el Palacio de Justicia, como allí es costumbre, puede pasar; pero aquí, de ningún modo; no puedo tolerarlo ni aun viniendo de ti, y si te ratificas...
—Mira si lo hago, que repito que mientes.
—¡Amaury!—gritó Felipe exasperado.—Te advierto que, aunque abogado, tengo algún valor además del cívico, y me siento capaz de batirme.
—¡Acabáramos! Ya ve usted que hasta le concedo la ventaja de la elección de armas, porque soy yo el ofensor.
—Me son indiferentes, pues no he tenido hasta hoy en mi mano una pistola ni una espada.
—Yo llevaré unas y otras al terreno, y sus testigos elegirán. Indique usted la hora.
—A las siete de la mañana, si te conviene.
—¿Sitio?
—El bosque de Bolonia.
—¿Avenida?
—De la Muette.
—Está muy bien. Creo que tendremos bastante con un solo testigo para los dos, pues cuanto menos publicidad demos al lance, tanto menos padecerá la reputación de Antonia. Se trata de calumnias y...
—¿Cómo calumnias? ¿Te atreves a sostener que yo he calumniado a Antoñita?
—No sostengo sino que mañana a las siete estaré en el bosque de Bolonia, avenida de la Muette, con un testigo, y armas. ¡Hasta mañana!
—Mejor hasta la noche; pues hoy es jueves, día de recepción en casa de Antoñita, y por nada me privaría de verla.
—Está bien; a la noche la veremos, y mañana nos veremos.
Dicho esto, Amaury se alejó furioso y regocijado al mismo tiempo.
Nunca Felipe había pasado una velada tan feliz y a la vez tan dolorosa como lo fue aquélla para él. Feliz, porque Antoñita no tuvo sino dulzura y amabilidad para su adorador, y dolorosa por la perspectiva de aquel lance a que le arrastraba Amaury. Gracias a que algo se lo hacía olvidar la incesante y gratísima conversación de Antoñita.
Amaury, por su parte, no dejaba de mirarlos a hurtadillas con frecuencia, y al verlos tan entretenidos conversando y sonriéndose, no dejaba de prometerse con cierta satisfacción cruel que se las pagarían todas juntas, principalmente su amigo Felipe, quien por su parte embobecido por las preferencias de Antoñita y atormentado por el remordimiento, casi había echado en olvido su próximo duelo.
Aunque se sintiese en cierto modo pesaroso de su triunfo, era éste tan notorio, que no había más remedio que saborear la amarga dicha y tomar con calma las cosas. No dejaba de pensar a cada coquetona sonrisa de Antoñita que acaso a la mañana siguiente le costaría demasiado cara; pero aun así le parecía deliciosa, tanto como terrible la primera que el adversario le lanzaría sobre el terreno y que él veía con toda realidad en su imaginación.
Estaba escrito que el calavera sería infiel a la memoria de la pobre muerta, pues el recuerdo de Magdalena en lo pasado y la visión del fúnebre porvenir que le preparaba la venganza de Amaury se fueron esfumando tras del gozo que le producía su triunfo del presente, y no se volvió a dar cuenta exacta de su nada envidiable situación hasta que llegado el momento de retirarse, Antoñita le tendió la mano dándole las buenas noches de una manera encantadoramente afectuosa.
Sobrecogido entonces por un triste presentimiento aquella mano que acaso no volvería a estrechar la besó repetidas veces mientras con visible agitación y de un modo incoherente decía:
—Señorita, ¡cuánta dicha! Su amor... su bondad... Prométame que si mañana sucumbo pronunciando su nombre me dedicará un recuerdo, una lágrima, una palabra de compasión...
—¿A qué se refiere usted?... ¿Qué quiere usted decir?—preguntó Antoñita, sorprendida y asustada.
Felipe no contestó, contentándose con dirigirle una patética mirada, y salió en trágica actitud, con sentimiento de haber hablado demasiado.
Antoñita, que no podía permanecer indiferente después de lo que había oído, pues comprendía que algo muy grave indicaban las incoherentes palabras de Felipe, dirigiose a Amaury presurosa y cuando éste tomaba el sombrero para retirarse, y sin aparentar inquietud; pero con el firme propósito de conjurar cualquier peligro que por parte de Amaury pudiese amenazar a su preferido, le dijo:
—No olvide usted que mañana es el primero de junio, y debemos ir a visitar a mi tío.
—No lo he olvidado—contestó Amaury.
—Entonces nos encontraremos allí como de costumbre. A las diez, ¿no es así?
—Sí, a las diez—repitió distraídamente Amaury;—pero si no pudiese ir hasta las doce, yo le rogaría que dijese usted a su tío que tal vez me retenga en París algún asunto urgente.
Estas palabras fueron dichas con tan fría entonación que Antoñita no pudo menos de estremecerse; pero no dijo palabra, y acercándose al conde de Mengis le rogó que permaneciese aún en la casa unos cuantos minutos.
Así lo hizo el conde, y cuando Antoñita, pudo hablarle a solas, le enteró de las palabras de Felipe, de las reticencias de Amaury, y de sus tristes presunciones.
No dejó de alarmarse el conde al relacionar lo que acababa de oír con algo que había oído de boca de Amaury aquella misma mañana; pero prudentemente ocultó su zozobra para no aumentar los temores de Antoñita, y afectando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir, prometió que al día siguiente se ocuparía de tan importante asunto, avistándose con aquel par de insensatos.
En efecto, muy de mañana, mandó enganchar y se hizo conducir a escape a casa de Amaury, a quién no encontró; le dijeron que acababa de montar a caballo y que, haciéndose seguir tan sólo de su groom inglés, había partido con tal precaución y silencio que ni siquiera dejó dicho adónde iba.
Al conde le faltó entonces tiempo para lanzarse en busca de Felipe.
Pero tampoco le halló en casa. Sólo vio al portero, de pie en el umbral de la puerta, refiriéndole a un su amigo, que, una hora antes, había visto salir al señor de Auvray junto con su procurador, y que éste, en vez del consabido rollo de papel sellado, que era la característica de su grave personalidad y profesión llevaba bajo el brazo aquel día un par de espadas y una caja de pistolas. Este relato hubo de repetirlo el bueno del portero en obsequio al conde, añadiendo finalmente que el señor de Auvray y su acompañante habían tomado un simón, y que él les oyó dar esta orden al auriga:
—¡Volando al Bosque de Bolonia... avenida de la Muette!
El conde no quiso saber más; repitió estas señas a su cochero y partieron al galope.
Pero eran ya las seis y media y la cita se había pactado para las siete. ¡Era un contratiempo muy sensible!
Y efectivamente, daban las siete en punto cuando Felipe y su apoderado, que le acompañaba en calidad de testigo, llegaban a la Muette, descendiendo de su alado vehículo. Casi en el mismo instante, fieles a la consigna, Amaury y su amigo Alberto se presentaban también en el lugar de la acción, aquél apeándose de a caballo, y saltando de su elegante cabriolé el otro.
No tardaron en ponerse a discusión las condiciones del duelo. El amigo de Felipe, que estaba algo avezado a esos trotes, acortó mucho los preparativos.
En su concepto su apadrinado era el ofendido, y como tal tenía derecho a la elección de armas: debían, a mayor abundamiento, servirse de las espadas o pistolas que, a prevención, habían llevado Felipe y él.
Alberto, advertido de antemano por Amaury para que accediese a todas las peticiones de la parte contraria, aunque rayaron en exigencias, se avino desde luego a todo, sin oponer más objeciones que las que son de rigor en tales casos.
Convinose, pues, en que el encuentro se verificaría a espada y con las propias armas de Felipe, dos espadas militares magníficas.
Una vez puestos de acuerdo Alberto y el procurador, aquél ofreció a éste un cigarro de su preciosísima petaca, pero viendo que rehusaba la fineza, púsose a encender tranquilamente su habano y luego, acercándose a Amaury, díjole sin recatar la voz y como para vengarse del desaire curialesco:
—Ea, ya está todo listo y a punto; el duelo va a ser a espada. Conque buena mano ¡y no te dé lástima ese pobre diablo!
Amaury sonrió e hizo un saludo; quitose el sombrero, que depositó en tierra; despojose del frac, el chaleco y los tirantes, y al serle entregada el arma volvió a saludar con verdadera elegancia, sin pizca de afectación. Felipe le imitó en todo con simiesca exactitud, pero al tomar la espada lo hizo en tan ridícula y deplorable forma que pareció que recibía un bastón.
Los dos se aproximaron simultáneamente, cruzáronse los aceros a seis pulgadas de la punta y luego de separarse un tanto los padrinos a derecha e izquierda respectivamente, comenzó la brega en seguida que se oyó la frase sacramental:
—¡Pueden empezar, caballeros!
Ni corto ni perezoso, Felipe fue el primero en tirarse a fondo con intrépida torpeza, que Amaury aprovechó para darle un bote y desarmarle, arrancándole de la mano el arma, que fue a parar buen trecho lejos de su dueño.
—Le hacía a usted algo más diestro, Felipe—dijo Amaury con tono irónico, no exento de amargura, porque en el fondo le repugnaba aquella superioridad que no deseaba.
—Perdone usted—repuso su adversario,—me parece haberle dicho antes algo de eso. Desconozco el manejo de la espada.
—Siendo así, que nos traigan las pistolas—replicó Amaury—hay que nivelar las fuerzas.
—Amaury—intervino Alberto por oficiosidad—¿estás realmente decidido a seguir adelante?
—Pregúntaselo más bien a Felipe.
Alberto comprendió la indicación y dirigiéndose solamente a su adversario repitió la pregunta.
—¡Pues no he de querer continuar!—prorrumpió Felipe.—Amaury me ha ultrajado y, a menos que no me dé amplias explicaciones, no cejaré en mi empeño.
—Pues bien, yo me lavo las manos—contestó Alberto;—he pretendido evitar el derramamiento de sangre; mas ante tal obstinación hay que bajar la cabeza. Pueden, pues, acribillarse, ya que ese es su gusto.
A una seña suya se le acercó el groom de Amaury, le entregó el cigarro y púsose a cargar flemáticamente las pistolas.
A todo esto Amaury se paseaba entretenido en hacer saltar con la punta de la espada los botones de oro de las margaritas silvestres.
—Alberto—exclamó de pronto volviéndose hacia su amigo—puesto que este caballero es el insultado supongo que disparará primero.
—¡Claro!—repuso Alberto, impávido, sin cesar en su operación.
Amaury, con la misma calma, tornó a su pueril tarea de arrancarles el corazón de oro a las inocentes florecillas.
Colocado que hubo las armas, Alberto entró en negociaciones con el procurador de Felipe, conviniendo ambos en que los dos adversarios se colocarían a cuarenta pasos de distancia pudiendo avanzar cada uno hasta diez, lo que reducía el trayecto a veinte pasos. Después de fijar en el suelo dos bastones a fin de señalar el punto de parada a cada uno de los combatientes, separáronse los padrinos, que al llegar a su respectivo puesto dieron las tres palmadas de rúbrica, para indicar a aquéllos que podían avanzar.
No bien adelantaron cuatro pasos, Felipe disparó. Amaury no hizo el menor movimiento; sólo Alberto dejó caer el cigarro y corrió a buscar su sombrero.
Extrañado Amaury e inquieto por la dirección que, según suponía, había tomado la bala, preguntó a su amigo:
—¿Qué ocurre?
—Nada—contestó Alberto dando vueltas a su sombrero entre los dedos e introduciendo el pulgar en un agujero que acababa de descubrir en el fieltro.—Una de dos; o este caballero se figura que juega a la carambola, o de otro modo desconoce por completo lo que tiene entre manos.
—¿Qué significa esto?—interpeló Amaury,—vacilando entre el temor y la duda de si su amigo se permitía alguna chanza.
Alberto le sacó de esta situación diciéndole:
—Sucede que no eres tú, sino yo el que se bate con este caballero, y a juzgar por la destreza que ha demostrado al dispararme, se ve que es un enemigo peligroso. Venga la pistola y concluyamos; quiero ver si gozo de tan buena puntería como él.
Felipe no sabía qué hacer ni qué excusa presentar; era tan grotesca su actitud y tan francas y ridículas sus palabras, que los demás rompieron a reír estrepitosamente.
Vino a sacarle al pobre Felipe de aquel apuro un coche que, apareciendo por una avenida transversal al trote largo, se detuvo en la de la Muette, al mismo tiempo que asomando medio cuerpo por la portezuela, gritaba un caballero con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Alto, señores, alto; deténganse ustedes!
Era el anciano conde de Mengis, a quien reconocieron al punto Felipe y Amaury.
Este arrojó el arma y se acercó a Alberto, quien a su vez acercose a Felipe, el cual aún conservaba la pistola descargada en la mano.
—¡Diantre, señor de Auvray, deme usted pronto esa arma!—exclamó el procurador.—Existe una ley contra los desafíos.
Felipe se la entregó maquinalmente, mientras se deshacía en protestas exageradas para convencer a Alberto de que si le había agujereado el sombrero había sido sin intención deliberada...
—¡Soberbia carrera acabo de emprender por vuestra culpa, caballeritos!—dijo el conde bajando del coche.
A Dios gracias llego a tiempo de evitar un desastre. Porque supongo que la detonación que acabo de oír no ha tenido consecuencias.
—Salvo el orificio que mi torpeza ha abierto en el sombrero de este señor—dijo humildemente Felipe,—no ha sido nada; y aun ello se debe a mi falta de maestría en el manejo de las armas.
—Pero, ¿se ha batido usted con este caballero?—preguntó asombrado el conde.
—No, señor, con Amaury; pero sin duda se me ha desviado el cañón y sin saber cómo el proyectil, dirigido a Amaury, ha estado a punto de matar a este caballero.
El conde juzgó que era hora de tratar en serio un negocio que le parecía muy grave; así, dijo cambiando de tono:
—Tengan la bondad, señores, de dejarme hablar sólo unos minutos con los señores de Auvray y de Leoville.
Alberto y el procurador se inclinaron, alejándose a una discreta distancia para que se quedaran solos los tres.
—¿Cómo así, señores?—dijo el de Mengis a los jóvenes.—¿Por qué han llevado acabo ese duelo? Usted no me prometió esto, Amaury. Le ruego que me diga el motivo que le indujo a tener ese encuentro con Felipe, faltando a su palabra.
—Felipe comprometió a Antoñita, y por eso me bato con él.
—Y usted, Felipe, ¿por qué causa se batió con su amigo?
—Porque Amaury me ha ofendido gravemente.
—Repito que usted estaba comprometiendo a Antoñita, y por eso le he insultado. El propio señor conde me advirtió que...
—Dispénseme, señor Auvray, le suplico me deje decirle dos palabras a Amaury.
—¿Y bien, señor conde?...
—No se aleje usted mucho; tengo que hablarle también.
Felipe saludó y se apartó unos pasos.
—Usted no me comprendió, por lo visto, Amaury—dijo el conde al quedar solo con éste.—Felipe no era el único que comprometía a Antoñita.
—¡Cómo!—exclamó Amaury—hay otra persona que se haya atrevido...
—Desgraciadamente, sí, y esa otra persona es usted, Amaury. Felipe comprometía a Antoñita con sus paseos a pie y usted con los suyos a caballo.
—¡Qué dice usted!—exclamó Amaury.—¿Es posible que alguien sospechara siquiera que yo quería a Antoñita?
—No ha faltado quien haya hecho esta conjetura; sepa usted que mi sobrino, único pretendiente formal a la mano de la señorita de Valgueceuse, se ha retirado, no por ceder el terreno al señor de Auvray, sino por usted, amigo mío.
—¿Por mí?—murmuró Amaury, aterrado.—¡Por mí!...
—¿Qué le extraña a usted?
—¿Dice usted que su sobrino se retira ante mí?
—En efecto, como no declare usted de un modo categórico que no abriga pretensión alguna a la mano de Antoñita.
—Haré más, si es preciso—repuso Amaury violentándose interiormente.—Soy pronto en mis decisiones: antes de anochecer sabrá usted si fui digno de la confianza que depositó en mí y si merezco el consejo que ahora mismo me está dando.
E hizo un ademán de retirarse, después de dirigir un saludo al conde.
—¿Se va usted sin decir nada a Felipe?—insinuó el anciano, deseando que terminase allí el lance.
—Cierto; le debo una satisfacción y voy a dársela—dijo Amaury.
—Felipe, acérquese usted—dijo el conde.
—Querido amigo—continuó Amaury dirigiéndose a Felipe,—después de haber disparado contra mí o con esta intención al menos, debo decirle que siento infinito la ofensa que haya podido inferirle y que ha motivado el lance.
—Amigo Amaury—repuso Felipe estrechándole francamente la mano,—no he pretendido matarte, ni siquiera agujerear el sombrero de tu amigo, percance que yo lamento en el alma.
—Muy bien, muy bien—exclamó satisfecho el conde;—así se hace. Desde hoy, a seguir siendo siempre buenos amigos. Se acabaron las rencillas.
Los aludidos se estrecharon efusivamente las manos.
—Señor conde—dijo luego Amaury,—me parece haberle oído decir que tenía que hablar con Felipe. Yo me marcho para poner en práctica la idea que he concebido.
Dicho esto saludó y se retiró con lentitud, como si en su ánimo influyese la gravedad del paso que iba a dar. Habló un instante con Alberto, a quien tuvo presente su agradecimiento, montó a caballo y se alejó al galope.
—Ahora que podemos hablar con entera franqueza, puesto que estamos solos—dijo el conde a Felipe,—le diré a usted que Amaury tenía razón al juzgar su conducta como comprometedora para Antoñita. Tan cierto es esto, que con otra, aventura como ésta, difícilmente lograría casarse, aun contando con una belleza y una fortuna como las que ella posee.
—Señor conde—contestó Felipe.—Hace poco he confesado mi culpa y ahora lo hago de nuevo. Suelo titubear mucho antes de tomar una resolución, pero así que me decido no hay nada capaz de detenerme en mi propósito. Ya sé cómo debo reparar mis yerros. Caballero, tengo el honor de presentarle mis respetos.
—¿Qué se propone usted hacer?—preguntó el conde de Mengis, temeroso de que Felipe se dispusiese a cometer alguna nueva simpleza.
—No le dé a usted cuidado, señor conde. Yo le aseguro que quedará contento de mí.
Y después de saludarle con gravedad se separó del anciano, para ir a reunirse con su padrino.
—Amigo mío—dijo a éste,—es necesario que se vaya usted a pie hasta la barrera de la Estrella o que apechugue con el ómnibus, pues yo necesito el coche para una carrera más larga que todo eso.
—¡Eh! ¡Caballero! ¡Alto ahí!—exclamó Alberto, que aún conservaba en la mano la pistola de Amaury.—¿Será usted capaz de irse sin que dispare contra usted?
—¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Perdone usted, caballero... ¿Quiere usted medir la distancia?...
—No hay necesidad—repuso Alberto.—Ya está usted bien ahí mismo; no se mueva.
Felipe se quedó parado y tieso como un poste al ver que Alberto le apuntaba.
—¿Qué va usted a hacer?—exclamaron corriendo hacia él, el procurador y el conde de Mengis.
Pero no tuvieron tiempo de impedir que disparara. Sonó el tiro y el sombrero de Felipe rodó sobre la hierba, con un agujero en el mismo sitio en que lo tenía, el de Alberto, horadado, como sabemos, por la bala de Felipe.
—Ahora estamos en paz—dijo riendo Alberto.—Puede usted irse, cuando guste, a sus quehaceres.
Auvray saludó, recogió su sombrero, saltó al simón, dijo algunas palabras al cochero, y el pesado vehículo partió por el camino de Boulogne.
Alberto ofreció al procurador un cigarro y un asiento en su tílburi, e inútil es decir que el curial aceptó ambas cosas.
El conde por su parte, dirigiose al otro extremo de la avenida en donde le aguardaba su carruaje, y al tiempo de montar en él murmuró:
—A fe mía, bien puede afirmarse que la generación llamada a suceder a la nuestra, es una generación de necios o de dementes.
Serían las diez y media de aquella misma mañana, es decir, una hora después de los sucesos que acabamos de narrar cuando Amaury se apeaba de su caballo a la puerta del doctor Avrigny, en el mismo instante en que también se detenía ante ella ti coche de Antoñita.
La joven, al ver a Amaury que le ofrecía la mano para ayudarla a echar pie a tierra, no fue dueña de contener un grito de alegría, al mismo tiempo que sus pálidas mejillas, se teñían de un vivo rubor.
—¡Amaury! ¡Usted aquí! ¡Dios mío! ¡Qué pálido viene! ¿Está usted herido?
—No, Antoñita; tranquilícese usted—contestó Amaury.—Nadie ha resultado herido: ni Felipe ni yo...
—¿Cuál es, pues, la causa—interrumpió Antoñita—de ese aire tan sombrío y tan meditabundo?
—Tengo que hablarle a su tío de asuntos muy importantes.
—¡Ay! También yo...—dijo Antonia suspirando.
Subieron en silencio y precedidos por José entraron en la estancia donde el doctor los aguardaba.
Al verle no fueron dueños de reprimir un ademán de sorpresa y cambiaron una mirada llena de secretos temores. ¡Le encontraban tan ajado, tan decrépito!...
Pero él estaba tan tranquilo como ellos alarmados.. El que iba a abandonar este mundo se disponía a hacerlo con júbilo, y en cambio estaban tristes los que aquí quedaban.
—¡Por fin veo a mis hijos!—exclamó besando en la frente a Antonia y estrechando la mano a Amaury.—¡Cuán impaciente estaba y qué grande es ahora mi satisfacción por la dicha que el Cielo me depara! Quiero que unos a otros nos consagremos este día y no nos separemos hasta la noche... Pero, ¿qué pasa?; ¿a qué viene ese aire tan contristado?... ¿Será por verme próximo ya a terminar mi viaje?
—¡Oh! Pensamos conservarle aún mucho tiempo—respondió Amaury, sin acordarse de que hablaba a un hombre distinto de los demás.—Pero yo tengo que hablarle de cosas muy importantes y creo que también Antoñita quiere hablar con usted de algún asunto grave.
—¡Muy bien! Pues aquí estoy—repuso el señor de Avrigny, revistiendo de seriedad su semblante y mirándoles con cariñoso interés.—Tú, Amaury, siéntate en esa silla, a mi derecha, y tú, Antoñita, ocupa esa butaca a este otro lado. ¡Ajajá! Ahora, vengan las manos. ¿No es verdad que estamos muy bien así, con un tiempo tan hermoso, bajo un cielo tan puro, y a dos pasos de la tumba de nuestra inolvidable Magdalena?
Los dos jóvenes miraron instintivamente hacia el cementerio como queriendo pedir a aquella tumba el valor que les faltaba; pero ambos guardaron un religioso silencio.
—¡Ea!—dijo el doctor.—Ya escucho. Comienza tú, Antoñita.
—¡Pero, tío!...—suplicó la joven con embarazo.
—Ya comprendo, Antoñita—repuso Amaury, abandonando su asiento.—Perdone usted; me retiro.
Y salió del aposento, acompañado por una afectuosa mirada del doctor, sin que Antonia, muy ruborosa y turbada, intentase detenerle.
—Ya estamos solos, hija mía; puedes, pues, hablar. ¿Qué quieres?—dijo el señor de Avrigny tan pronto como hubo salido Amaury.
—Tío mío—respondió Antoñita con voz temblorosa y sin alzar la vista para mirar al doctor.—Siempre le he oído decir que deseaba verme unida a un hombre cuyo amor me hiciese dichosa. Mucho tiempo he vacilado antes de hacer mi elección, pero al fin me he decidido. No se trata de una proporción brillante, pero estoy segura de ser amada y de que sabré cumplir sin esfuerzo con mis deberes de esposa. Usted conoce muy bien al hombre que he elegido por marido: es...—prosiguió Antoñita con voz ahogada lanzando una furtiva mirada al sepulcro de Magdalena como si quisiera pedirle aliento para hacer tal confesión,—es... Felipe Auvray.
Mientras hablaba Antonia, contemplábala el doctor sin querer interrumpirla; pero entreabría sus labios una benévola sonrisa y parecía tentado a hacerle alguna advertencia.
—¡Conque, Felipe Auvray!—repitió después de un momento de silencio.—¿A ése eliges entre todos los jóvenes que te rodean?
—Sí, tío; él será mi esposo—continuó Antoñita, bajando aún más la voz.
—Pero, si la memoria no me es infiel, tú has dicho muchas veces que no podían tomarse en serio sus pretensiones, y hasta se me figura que te tenían sin cuidado las torturas que le hacías sufrir con tus desdenes.
—Así es, tío mío; pero de entonces acá he cambiado de opinión, y esa constancia y esa abnegación de un amor sin esperanza me ha enternecido hasta tal punto que...
Antoñita se interrumpió como si tuviese que hacer un gran esfuerzo para acabar la frase, y por fin, dijo:
—...estoy decidida a ser su esposa.
—Está bien, Antoñita—dijo el señor de Avrigny, y puesto que ésta es tu resolución...
—Sí, padre mío, ésa es mi resolución inquebrantable—contestó la joven pugnando en vano por contener los sollozos que la ahogaban.
—Hágase tu voluntad, hija mía... Ahora, déjame un momento a solas para que entre Amaury, que también parece que tiene que decirme algo importante. Ya te llamaré después.
Y el doctor despidió a su sobrina estampando un prolongado beso en su frente virginal.
Así que salió Antoñita, el señor de Avrigny llamó a Amaury en voz alta.
—Ven, hijo mío—díjole al verle entrar,—y dime tú también lo que tengas que decirme.
—En dos palabras voy a decirle a usted, no lo que me ha traído a verle, pues lo que me trae aquí es el deseo de aprovechar este único día que nos concede en un mes, sino el asunto de que tengo que hablarle...
—Habla, hijo mío, habla—dijo el doctor reconociendo en la voz de Amaury los mismos síntomas de turbación que ya había reconocido en la de Antonia.—Habla: te escucho con toda mi alma.
—Señor—continuó Amaury,—a pesar de mi juventud ha querido usted que le reemplace cerca de Antoñita; me ha nombrado, en fin, su segundo tutor.
—Sí, porque veía en ti una amistad de hermano para con ella.
—También me invitó a que buscase entre mis amigos algún joven noble y rico que fuese digno de ella.
—Es verdad.
—Pues bien—siguió diciendo Amaury;—después de haber pensado maduramente en el hombre que convenía a Antoñita por su nombre y su riqueza, acabo de pedir la mano de su sobrina para...
Amaury se detuvo sin aliento.
—¿Para quién?—preguntó el doctor mientras Amaury se afirmaba en su resolución, dirigiendo una larga mirada hacia el cementerio.
—Para el vizconde Raúl de Mengis—dijo Amaury.
—Está bien—dijo el doctor.—La proposición es grave y merece tomarse en consideración.
Volviéndose en seguida exclamó:
—¡Antoñita!
Esta abrió tímidamente la puerta.
—Ven acá, hija mía—dijo alargándole una mano, mientras que con la otra obligaba a Amaury a permanecer en su asiento;—ven y siéntate aquí. Ahora dame tu mano; Amaury ya me ha dado la suya.
Antoñita obedeció.
El doctor miró con gran ternura a ambos, que mudos y trémulos aguardaban, y después besoles en la frente, diciendo:
—He podido contemplar dos corazones generosos, y me alegro de lo que pasa.
—Pero, ¿qué sucede?—preguntó temblando Antoñita.
—Sucede que Amaury te ama y que tú amas a Amaury.
Los dos lanzaron un grito de sorpresa, y quisieron levantarse.
—¡Tío mío!—dijo Antoñita.
—¡Señor!—exclamó el joven.
—Hay que dejar hablar al padre, al anciano, al moribundo—contestó el doctor con extraña solemnidad,—sin interrumpirle; y ya que estamos los tres reunidos como hace nueve meses en el momento en que Magdalena acababa de expirar, voy a trazar la historia de ese amor en este tiempo. He leído lo que tú has escrito, Amaury; he oído lo que tú has dicho, Antoñita. Todo lo he observado y estudiado bien en mi soledad y después de la vida agitada que Dios me ha dado, conozco no solamente las enfermedades, sino también las pasiones, que son dolores del alma: así es que repito (y ésta es una felicidad por lo cual me felicito), que es real y verdadero ese amor. Y para que no haya dudas voy a probarlo ahora mismo.
Los dos jóvenes permanecieron como petrificados. El doctor continuó:
—Amaury, tienes un corazón muy noble y un alma leal y sincera. A raíz de la muerte de mi hija, estabas firmemente resuelto a suicidarte y al marchar concebiste la esperanza de morir. En tus primeras cartas se veía un profundo hastío de la vida. Nada mirabas sino dentro de ti mismo, no fijabas la atención en lo que te rodeaba... Pero, después, poco a poco los objetos exteriores han acabado por interesarte, el don de admirar, el entusiasmo, que tiene raíces tan vivas en las almas de veinte años, han principiado a renacer y reverdecer en tu pecho.
Entonces te cansaste de la soledad y pensaste en lo venidero, tu naturaleza tierna ha llamado vagamente y sin darte tú cuenta de ello, al amor, y como eres de esos hombres en quienes los recuerdos ejercen un poder sin límites, la primera figura que ha aparecido en tus sueños, ha sido la de una amiga de tu infancia. Precisamente la voz de esta amiga era la única que llegó hasta ti durante el destierro, y como las palabras que decía eran dulces y seductoras, te dejaste arrastrar por tus secretas esperanzas; volviste a París, a ese mundo con el cual creías hace nueve meses haber roto para siempre.
Te embriagaste allí con la presencia de la que era para ti el universo, y excitado por los celos, animado por la resistencia que tú mismo te oponías, iluminado por algún acontecimiento fortuito que tal vez en el momento en que ni siquiera lo sospechabas, ha alumbrado tus propios sentimientos, has leído con espanto en tu propio corazón, y convencido de que si continuabas luchando sucumbirías en la lucha, has tomado un partido extremo, una resolución desesperada; has venido, en fin, a pedirme la mano de Antoñita para Raúl.
—¿Mi mano para Raúl?—exclamó Antonia.
—Sí, para Raúl de Mengis, que sabías que ella no amaba, con la vaga esperanza tal vez, de que en el momento de que propusiera este casamiento, había de confesar que te amaba.
Amaury cubriose el rostro con las manos, y lanzó un gemido.
—Me parece que he hecho perfectamente la autopsia de tu corazón, y el análisis de tus sentimientos. Enorgullécete, Amaury, porque esos sentimientos son los de un joven honrado y tu corazón es hidalgo.
—¡Oh, padre mío, padre mío!—exclamó Amaury—en vano trataríamos de ocultarle algo: nada se escapa a su mirada que, como la de Dios, sondea los más secretos pliegues del alma.
—Por lo que atañe a ti, Antoñita—continuó el doctor,—ya es otra cosa. Tú amas a Amaury desde que le conociste.
—No hay por qué negarlo, hija mía—agregó, al ver que Antonia se estremecía e inclinaba la frente como tratando de ocultar su rubor.—Ese amor oculto ha sido siempre demasiado sublime y generoso para que te avergüences de él. Tú has sufrido mucho. Celosa e indignada contra ti misma por tus celos, hallaste una tortura y un remordimiento en lo que hay de más santo en el mundo, en un amor virginal.
Mucho has sufrido y sin un testigo de tu pena, sin un confidente de tus lágrimas, sin un sostén de tu debilidad que te gritase: «¡Animo! ¡eso que has hecho es grande y hermoso!»
Una persona, sin embargo, contemplaba, y admiraba tu heroico, silencio. Esa persona era tu anciano tío, que muchas veces ha sentido asomarse las lágrimas a sus ojos y ha abierto los brazos dejándoles caer luego con un suspiro; y hasta cuando Dios llamó a su rival... a tu hermana, quise decir (Antonia, hizo un movimiento), hasta entonces te reprendiste toda esperanza, como un delito.
No obstante, Amaury sufría, y como su pesar te atormentaba a ti, no pudiste menos de consolarle con todo tu poder, transformándote, aunque de lejos, en hermana de la caridad de su enfermo espíritu. Después volviste a verle, y entonces fue más dolorosa y terrible que nunca la lucha que hubo de sostener tu alma. Por último, un día comprendiste que él también te amaba, y para resistir esta última prueba, para permanecer fiel hasta el fin a tus grandes quimeras de abnegación y de respeto a los muertos, pierdes tu vida, la das al primero que llega, buscas a Felipe para huir de Amaury; y sin hacer feliz al uno hieres mortalmente el corazón del otro, sin hablar de tu propio corazón, que también sacrificas y ofreces en holocausto.
Pero, por fortuna—continuó el doctor mirándoles alternativamente,—por fortuna me hallo todavía entre los dos para evitar los efectos de este recíproco engaño, para salvar a dos almas de su doble error gritándoles que se aman.
El padre de Magdalena hizo una pausa mirando primero a Amaury, sentado a su derecha, después a Antonia, sentada a su izquierda, ambos confundidos, con los ojos bajos y sin atreverse a dirigir sus miradas ni hacia él ni hacia ellos mismos. Sonriose y prosiguió diciendo con su bondad paternal.
—Hijos míos, no hay motivo para permanecer así delante de mí, mudos y cabizbajos, como quien se juzga culpable y demanda perdón. No; no hay que arrepentirse de amar; no, no se debe ofender a la muerta venerada, cuya tumba vemos desde aquí. En el Cielo, desde donde ahora nos contempla, desaparecen las miserables pasiones y los mezquinos celos, y su perdón es mucho más absoluto y menos personal que el mío; porque, si es preciso decir la verdad, Amaury, si es preciso abrirte el alma del hombre que aquí hace ahora de juez no te absuelvo tan fácilmente, sino con una especie de alegría vanidosa y de ávaro egoísmo.
Ciertamente, yo soy tan culpable y menos puro que tú, al decirme orgullosamente, como lo hago, que voy a ser el único en reunirme con mi hija. Virgen en la tierra, virgen en el Cielo, será de este modo exclusivamente mía y sabrá que yo la amaba mejor. Está mal hecho y no es justo—prosiguió como hablando para sí;—el padre es ya un anciano y el novio es joven. Yo he recorrido ya el camino de mi vida y puedo considerarme llegado al término de un viaje tan largo y tan doloroso mientras que los demás comienzan ahora su peregrinación al través de la existencia, vislumbrando en lo venidero lo que yo ya he tenido en lo pasado. A esa edad no se muere, sino que se vive de amor, por el contrario.
Así, pues, hijos míos, no hay que tener injustificados reparos, ni hay que luchar contra los propios intereses, ni empeñarse en ir contra las leyes de la Naturaleza, ni rebelarse contra Dios, que rige nuestro destino y nuestros actos. ¡Bastante hemos luchado, sufrido y expiado! Para ambos guarda amor y felicidad lo venidero, y yo bendigo ese amor en nombre de Magdalena. ¡He aquí mis brazos!
Al oír estas palabras los dos jóvenes deslizáronse de sus asientos y cayeron de hinojos a los pies del doctor, que poniendo las manos sobre sus cabezas, alzó los ojos al cielo brillándole de gozo la mirada mientras sus labios parecían murmurar una oración de gracias al Altísimo. Ellos, en tanto, con timidez y en voz baja se decían:
—¿Es cierto que me amaba usted hace ya tiempo, Antoñita?
—Así, pues, su amor ¿no era una ilusión, Amaury?
—¿No está usted viendo mi alegría?—exclamaba éste.
—Y usted ¿no ve mis lágrimas?—replicaba ella.
Y en palabras entrecortadas, apretones de manos y miradas de intensa ternura, desbordábase su amor por tanto tiempo contenido, mientras el bondadoso anciano, presto a dejar ya esta vida, desde el borde de su tumba impetraba de Dios bendiciones sobre la cabeza de los que aun debían disfrutar los goces de la existencia.
—Ea, hijos míos, yo no estoy para sufrir emociones—dijo el señor de Avrigny.—Ahora soy completamente feliz con esta unión, y me iré muy tranquilo al otro mundo. Pero no tenemos tiempo que perder; por lo menos yo, no puedo tener más prisa. La boda se habrá de efectuar dentro de este mismo mes. Como yo no puedo ni quiero salir de Ville d'Avray enviaré poderes e instrucciones al conde de Mengis para que me represente. Dentro de un mes, Amaury, el 1.º de agosto, me traerás a tu esposa y aquí pasaremos, como hoy, el día los tres juntos.
En aquel instante, mientras Amaury y Antonia, muy emocionados contestaban al doctor cubriendo de besos y de lágrimas sus manos, se oyó un gran rumor en el vestíbulo y abriéndose la puerta de la estancia entró el criado José.
—¿Quién viene ahora a molestarnos?—preguntó Avrigny.
—Señor—respondió el sirviente—es un caballero que ha venido en un simón y dice que necesita verle a usted a toda costa para hablarle de un asunto del cual depende la felicidad de la señorita Antonia. Pedro y Jaime se han visto muy apurados para contenerle. En fin, ahí le tiene usted.
Efectivamente, cuando el fiel José pronunciaba estas palabras, entró Felipe, encendido y jadeante: saludó al doctor y a su sobrina y estrechó la mano a Amaury. José se retiró discretamente.
—¡Ah! ¿Estás aquí, amigo Amaury?—dijo Felipe.—Me alegro mucho; así podrás decirle luego al conde de Mengis cómo sabe Felipe Auvray reparar los desaciertos que le hace cometer su torpeza.
Amaury y Antoñita cambiaron una mirada y Felipe, avanzando con gravedad hacia el doctor le dijo solemnemente:
—Pídole mil perdones, señor de Avrigny, por presentarme aquí con tal desaliño en el traje, que hasta traigo agujereado el sombrero; pero las circunstancias que me obligan a venir son tan especiales que no admiten dilación. Caballero, tengo el honor de pedirle la mano de su sobrina la señorita Antonia de Valgenceuse.
—Y yo a mi vez, caballero—contestó el doctor—tengo el honor de invitarle a usted a la boda de mi sobrina, la señorita Antonia de Valgenceuse, con el conde Amaury de Leoville, la cual habrá de celebrarse a fines de este mes.
Felipe de Auvray lanzó un grito agudo, desgarrador, indefinible, y sin saludar, sin despedirse de nadie, huyó de aquella casa como un loco, y un momento después el simón llevaba al desesperado mozo camino de París.
El desdichado Felipe había llegado, como siempre, con media hora de retraso.
Era el día 1.º de agosto. Los dos esposos, instalados en su lindo palacio de la calle de los Maturinos, no observaban en medio de su arrulladora conversación de recién casados, que el día avanzaba a pasos agigantados.
—Oye, Amaury—dijo de pronto Antoñita.—Tenemos que marcharnos; ya son cerca de las doce y mi tío nos aguarda.
—Ya no les aguarda, señorita—dijo a su espalda la voz de José.—El señor de Avrigny, que sintiendo agravarse su enfermedad estos días me prohibió en absoluto comunicárselo a ustedes para no entristecerlos, dejó de existir ayer a las cuatro de la tarde.
A aquella misma hora, Antoñita y Amaury habían recibido la bendición nupcial en la iglesia de Santa Cruz de Autin.
———
Al concluir el secretario del conde de M... la lectura del manuscrito, reinó un sepulcral silencio que al fin hubo de romper el conde para decir:
—Ya ven ustedes ahora cuál es el amor del cual se muere y cuál es aquél que no consigue matarnos.
—Sí—repuso un joven,—pero, ¿y si yo dijese que cuando ustedes quieran puedo contarles una historia en la cual el novio muere sin remedio y el padre es allí el superviviente?
—Eso nos demostraría—dijo el conde riendo—que, si las historias pueden probar mucho en literatura, no prueban en moral absolutamente nada.
FIN