Title: La Gente Cursi: Novela de Costumbres Ridículas
Author: Ramón Ortega y Frías
Release date: December 24, 2014 [eBook #47768]
Language: Spanish
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Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público
URBANO MANINI, EDITOR, MADRID
NOVELA DE COSTUMBRES RIDÍCULAS
ORIGINAL DE
D. RAMON ORTEGA Y FRIAS
ADMINISTRACION
Calle de SERRANO, Núm. 14, Barrio de Salamanca
MADRID.—1872
Esta obra es propiedad de D. Urbano Manini, y nadie sin su consentimiento podrá reimprimirla ni traducirla.
Queda hecho el depósito que marca la ley.
Imprenta de José A. Muñoz, Almirante, 7
Hay quien tiene al ridículo más miedo que á la muerte, así como hay quien pone todo su empeño en caer en el ridículo más lastimoso.
Sabemos que es trabajo perdido hacer advertencias á los tontos y á los nécios; pero de estos los hay de dos clases: los que lo son por naturaleza, y los que pudiéramos llamar contagiados. Si los primeros son incurables, porque no puede modificarse su organizacion, para los segundos hay remedio, y hé aquí por qué escribimos este libro.
No temas, lector, que te fatiguemos con disertaciones morales ó científicas, pues sabemos demasiado bien que una obra como la presente es preciso que ante todo encierre el interés del[6] drama, y que si se escribe con el buen fin de enseñar, de corregir vicios sociales, es preciso que enseñe recreando, que corrija deleitando.
Por más que los tipos que vamos á presentarte, amado lector, estén copiados del natural, y aunque son verdaderos casi todos los episodios que vamos á darte á conocer, este libro es al fin una novela, que unas veces te hará reir y otras llorar; una novela cuyo artificio habrás de seguir detalle por detalle, paso á paso, hasta el desenlace, que de seguro desearás conocer. Léela como quien no piensa más que en solazarse y en matar el tiempo, que es cosa que saben hacer muy bien los españoles, y aunque no quieras habrás de pensar alguna vez en lo que nunca has pensado; tal vez comprenderás lo que no has comprendido, porque no te has tomado la molestia de examinarlo, y tambien sucederá que al leer alguna página digas: «Esto ya lo sabia yo;» lo cual no ha de desagradarme, pues es precisamente lo que busco, lo que deseo, lo que me propongo.
Lo que no es de todos tiempos, lo que no es un vicio social engendrado por las pasiones inherentes á nuestra naturaleza, sino consecuencia de las costumbres de una época ó de los extravíos de una generacion, no tiene nombre en ningun idioma, y como es preciso que lo tenga, se le pone, y esto no lo hacen las academias lite[7]rarias, ni los sábios aisladamente, ni siquiera los hombres de mediana ilustracion, sino la masa popular, el vulgo, y entre el vulgo el más ignorante quizá de sus indivíduos. La nueva palabra, rechazada primero porque no reconoce una etimología griega, ni siquiera latina, hace fortuna á despecho de las eminencias científicas, se acepta, y todos la usan como absolutamente indispensable para hacerse comprender.
Decimos esto, para justificar el título de la presente obra.
Hay en la sociedad un crecido número de indivíduos que han llegado á formar verdadera clase, y que no tenian calificacion. Este tipo, que no se parece á ninguno, es digno de ser estudiado. Como no tenia nombre, se le puso. ¿Quién? No lo sabemos, aunque sí tenemos la seguridad de que se fraguó en la cabeza de un hijo de la risueña Andalucía.
¿Qué significa este nombre?
Nada por su etimología, y sin embargo, dice mucho al oido y es preciso reconocerle un gran mérito. La combinacion y sonido de las sílabas de una palabra expresa por sí una idea triste ó alegre, una cosa sublime ó grotesca, delicada ó ruda, y esto sucede con el calificativo de las gentes que nos proponemos pintar. Los que no conozcan nuestro idioma, no pueden comprender lo que significa la palabra cursi; pero al oirla[8] pronunciar no ha de quedarles duda de que se refiere á algo que es ridículo, grotesco ó cosa por el estilo, y en esto precisamente consiste el mérito de la calificacion.
No busqueis otra, porque no la tenemos en nuestra rica lengua, y en vano le buscarán equivalente en otro idioma los que quieran honrar una vez más nuestro ingenio y traducir este libro.
El tipo que nos ocupa lo encontrareis en todas las clases de la sociedad; pero donde abunda es en esa clase desgraciada que está entre el obrero y el aristócrata, entre el capitalista y el mendigo; esa clase que es rica y se muere de hambre; que es pobre y gasta como los ricos; que tiene todas las necesidades y ningun recurso, y que disponiendo de grandes recursos, sabe hacer abstraccion de todas las necesidades.
El cursi no puede equivocarse, no puede confundirse, no puede pasar desapercibido. Se distingue por sus maneras, por su lenguaje, por sus gustos, por sus inclinaciones y hasta por su aspecto, y si no hubiera de acusársenos de exagerados, diríamos que se les conoce hasta en la sombra que proyectan.
¿No es esto verdad?
Serian dignos de compasion si no fuesen dichosos, porque á pesar de lo mucho que en ocasiones sufren, creen que representan un gran[9] papel, sienten halagado su amor propio, y son así felices.
Los que no tienen talento, ni corazon, ni vergüenza, son dichosos; esto nadie lo ignora.
La criatura cursi tiene corazon, pero nada más, y el corazon, sin el compensador unas veces de la inteligencia, y otras de la dignidad ó de la voluntad, sin algunas virtudes; el corazon, repetimos, es como la barquilla sin timon, velas ni remos, que flota á merced del revuelto oleaje y concluye por sumergirse ó estrellarse en las rocas.
Vamos á concluir, porque ya hemos dicho bastante para advertencia ó aclaracion.
Particularmente la mujer de la clase que intentamos retratar, tiene un porvenir bien triste, pues por las condiciones de su carácter y por las circunstancias de su manera de vivir, se acerca, aunque lentamente, á un abismo, sin que de ello se aperciba hasta que está en el fondo de donde no puede salir. El niño que corre tras la mariposa, cree que un paso más no tiene importancia, y paso tras paso se aleja tanto, que cuando quiere volver á su hogar no encuentra el camino.
Así van, lo mismo el hombre que la mujer, hasta el último extremo de todos los extravíos, y hasta el crímen.
Y aquí principia nuestra historia.
Las nueve de la noche habian dado.
El mes de Julio principiaba.
En Madrid, en Julio y á las nueve de la noche, el calor sofoca bastante para que se comprenda cómo los que habitan cerca del Ecuador pasan la existencia en dulcísima ociosidad, y á trueque de no moverse se resignan á no comer.
Dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios; pero nos parece que este refran no es aplicable con exactitud á todos los climas.
Permítasenos creer que en los países donde la temperatura es muy elevada, la ociosidad, en vez de ser madre de todos los vicios, es fuente de todas las delicias.
Salvo algunas calles, no más que algunas del centro de la Villa tres veces coronada, se veian en las demás muchas criaturas que se habian acomodado en las aceras para aspirar el ambiente, si no fresco, al ménos puro de la noche, y decimos puro, en cuanto es posible en una poblacion como Madrid, donde respiran y bullen sin cesar más de trescientas mil personas.
Abiertos estaban todos los balcones, y abiertas de par en par las puertas de los cafés y horchaterías.
Los afortunados que pueden ir en coche, recostábanse indolentemente sobre los blandos almohadones de sus vehículos, y los que no tienen[11] otros medios de locomocion que sus piés, iban y venian flojamente, y de vez en cuando sacaban el pañuelo para limpiar el sudor que corria por sus rostros.
Ya estaba el Prado lleno de paseantes, jóvenes en su mayoría, exhibiendo las mujeres sus encantos y mirando á los hombres como si con los ojos dijesen:
—Cualquiera de esos me conviene para marido, pues lo que importa es casarse.
Por desgracia, son muchas las mujeres que no piensan de otra manera en el casamiento.
En cambio ellos, á la vez que se extasian contemplando tanta belleza, parece como que andan recelosos y sobrecogidos por el temor de que alguna de aquellas mujeres consiga lo que desea.
Tambien vagaban algunas personas por los jardines de Recoletos, y algunas parejas, buscando la soledad y la sombra, entregábanse á las delicias de un amor misterioso.
Todo esto y mucho más tendremos ocasion de examinarlo detenidamente; pero ahora es preciso que abandonemos las calles y paseos, para introducirnos en la vivienda de doña Robustiana del Peral, tipo que por ser raro es digno de nuestra atencion.
¿No habeis visto nunca personas que se complacen en que se casen sus amigos, y trabajan sin descanso para conseguirlo así?
De seguro habreis visto alguna, y si habeis sospechado que algun mezquino interés las movia, os equivocásteis.
Hay personas, particularmente mujeres, que no teniendo otra cosa que hacer, se ocupan en arreglar casamientos, y cada vez que arreglan uno, gozan y se consideran felices.
Como no se ocupan de otro asunto, como á todas horas piensan en lo mismo, acaban por ser maestros consumados, tienen habilidad prodigiosa para vencer todos los inconvenientes, y rara vez sufren una derrota.
Doña Robustiana era el tipo perfecto de las casamenteras, y ocupaba la posicion social que casi todas las casamenteras ocupan.
Tenia cincuenta y ocho años, era viuda, y no habia conseguido encontrar segundo esposo.
Parece que despechada debió complacerse en que ninguna mujer se casase; pero le sucedió todo lo contrario y se hizo casamentera, obteniendo grandes triunfos, á pesar de que habia tenido que luchar con hombres opuestos al matrimonio hasta por instinto.
Disfrutaba la viuda una pension de seis mil reales, y era dueña además de algunos bienes, con lo cual podia vivir cómoda y decorosamente, y así vivia, y su fortuna era por muchos envidiada.
Aseguraban todos los amigos de doña Ro[13]bustiana, que el trato de esta era el más agradable del mundo.
La verdad es que ella tenia para todos palabras muy benévolas, y ponia todo su cuidado en prodigar alabanzas á cuantas personas conocia.
Estaba algo envanecida con lo que ella llamaba su talento, con su posicion, y sobre todo con sus antecedentes, de que hablaba con frecuencia.
Tenia doña Robustiana una hija, á quien no hay que decir que habia conseguido casar; pero la hija se encontraba en el archipiélago Filipino, adonde habia ido con un regular empleo su esposo.
De vez en cuando suspiraba tristemente la viuda, y se lamentaba de su soledad; pero se consolaba con sus muchos amigos.
Como se habia propuesto pasar la vida todo lo más agradablemente posible, en vez de frecuentar los teatros y los paseos, habia hecho todo lo posible para que su casa fuese el punto de reunion de unas cuantas familias.
Allí pasaban estas el tiempo sin sentir, segun decian, entregándose unas veces á la inocente distraccion de los juegos de prendas, otras á la lotería, y tambien á las delicias de la música, pues doña Robustiana, entre otras cosas de sus buenos tiempos y de sus pasadas glorias, conservaba un piano.
El armonioso instrumento contaba una respetable antigüedad; estaba desafinado casi siempre, pero bueno era para las manos que habian de mover sus teclas.
Con este sistema de vida, la viuda tenia muchas ocasiones para entregarse á su goce favorito de hacer casamientos.
Esto, más que nada, era un atractivo para las jóvenes que aspiraban al lazo del matrimonio, y atractivo tambien para las madres que á toda costa querian casar á sus hijas, aunque fuese con el moro Muza y sólo por el placer de poder decir que habian tenido bastante habilidad para casarlas.
Despues tocaban los inconvenientes; pero ¿qué importaba esto? Las habian casado, y si el matrimonio constituia la desgracia de los dos cónyuges, arreglábase todo muy bien con lamentarse, sin que la madre quisiese aceptar la responsabilidad de la desgracia de la hija, sino que, por el contrario, decia:
—No es mia la culpa, pues nunca me agradó que se casase con semejante hombre; pero ella se empeñó, y consentí para evitar escándalos y que la justicia tuviese que intervenir para que el resultado fuese el mismo.
Tampoco esto menguaba el crédito de la casamentera, pues de todos modos quedaba probado que en aquella casa se hacian casamientos,[15] y esto era lo más interesante para las que á toda costa querian marido.
Si cuando las mujeres cumplen veinticinco años no ejerciese gran influencia en sus resoluciones el amor propio, se evitarian muchas desgracias; pero á los veinticinco años, y particularmente á los treinta, muchas mujeres se casan con cualquier hombre, sólo por casarse, para probar que ha habido quien fije en ellas la atencion, para no representar, en fin, el papel de solteras rancias, papel que les hace sufrir más que todas las desgracias, más que todos los tormentos.
Si no para todas, para algunas mujeres el celibato á cierta edad es mil veces peor y más horrible que la deshonra, ó de otro modo, es para ellas una deshonra de cierto género, deshonra que pueden sufrir, pero que no aceptan y con la que jamás se resignan.
A cierta edad, dice una mujer:
«Soy casada, soy viuda.»
Pero decir que es soltera, tener que pronunciar esta palabra terrible, le cuesta más trabajo que hubiese podido costarle á Luis XIV decir que se habia equivocado.
Por supuesto, que todas ellas aseguran que no se han casado porque no han querido, y que les parece preferible su estado honesto, la pícara doncellez que las agobia como una montaña de plomo.
Esto dicen, porque la boca ha de servir para algo, siquiera para mentir.
Consiste todo esto en que muchas mujeres no han comprendido que pueden representar un gran papel sin casarse, porque en este mundo hay algo más que hacer que entregarse á las dulzuras y amarguras del matrimonio.
No es la culpa de ellas solamente, sino tambien de la sociedad, que ha querido echar sobre la mujer la carga de todos los deberes, sin reconocerle ningun derecho.
Debemos ser justos y reconocer que es bien triste la suerte de la mujer.
Esta tiene inteligencia y sobrado corazon; pero ¿de qué le sirve?
Dadme dinero y prohibidme que lo gaste, y como si no me lo diéseis.
A la mujer todo le está prohibido, absolutamente todo. No se la permite más que casarse, y aun esto cuando la solicitan, y por consiguiente no puede pensar en otra cosa, á nada más aspira, y es capaz de cometer todo género de locuras para ver realizada su única aspiracion.
No, no escribimos contra vosotras, pobres mujeres, sino contra la sociedad, que es la verdadera responsable de casi todas vuestras faltas, vuestras debilidades ó extravíos; pero si en ciertas cuestiones llegais á la exageracion, si en momentos de ceguedad sacrificais vuestra dignidad[17] á vuestro amor propio, si descendeis desde la sublimidad de vuestros delicados sentimientos á la triste realidad de todas las vulgaridades, de todas las pequeñeces, de todas las necedades, entonces cumplimos nuestro deber y os advertimos que os extraviais, por más que la advertencia os desagrade.
Habeis nacido para representar un gran papel, para ejercer en los destinos del hombre una gran influencia, y nos duele mucho que no aprovecheis vuestra ventajosa situacion, pues no parece sino que en muchas ocasiones se empeña en ser esclava la que ha nacido para señora absoluta.
Hemos dicho que doña Robustiana del Peral tenia cincuenta y ocho años, y si más tenia, ella no confesaba más.
Ahora completaremos su retrato, pues no lo hemos hecho más que de la parte moral, y es preciso que lo hagamos tambien de la física.
De escasa estatura era doña Robustiana; pero en compensacion era excesivamente gruesa, y el exceso de robustez, ayudando al tiempo en sus naturales estragos, habia hecho que desapareciesen las primitivas formas de la viuda.
Entre sus abultadas megillas desaparecia casi completamente su nariz, corta, ancha y aplastada, y escondíanse sus ojos, muy pe[18]queños, redondos y, que ya habian perdido el brillo del fuego de la juventud.
Escasísima era la cabellera, en otro tiempo de color castaña, de la viuda; pero todo se arregla en este mundo, y con un añadido en la parte posterior de la cabeza y algunos otros mechones convenientemente colocados, quedaba la viuda peinada admirablemente por mano de su peinadora.
En la forma del peinado veíanse lo que pudiéramos llamar reminiscencias de pasadas y olvidadas modas; pues doña Robustiana no transigia fácilmente con todo lo moderno.
Aún conservaba algunos vestidos de los últimos años de su matrimonio, y aunque reformados, tenian el sello inequívoco de la antigüedad, resultando, que cuando la viuda queria vestirse bien en los dias de fiesta, ó ciertas noches para recibir á sus amigos, presentaba una figura bien extraña por cierto, extravagante, casi grotesca, y pudiera decirse que sin más trabajo que retratarla con toda exactitud, se hubiera tenido una caricatura.
Era muy aficionada á cargarse de adornos, y se los ponia de todas clases. La cofia ó toquilla, ó como quiera llamarse, que cubria su cabeza, estaba cubierta de encajes y lazos de vivos colores.
Adornaban su cuello y su pecho, cintas y[19] relumbrantes cadenas, grandes medallones y el reloj de repeticion que le habia regalado su difunto esposo durante la luna de miel.
Así ataviada, sentábase la viuda en un ancho sillon, y mientras que con la mano derecha agitaba un abanico, con la izquierda acariciaba el ancho lomo de un gatazo rubio, que se le colocaba en el regazo, durmiendo allí y contagiando con su sueño á su señora.
El gato no servia para cazar ratones; pero doña Robustiana lo tenia en gran estimacion, siquiera porque el invierno al acostarse lo colocaba en su cama para que le calentase los piés.
Los muebles eran tan antiguos como la ropa y como las costumbres de doña Robustiana, pues esta, sin querer transigir con lo moderno, almorzaba, lo mismo que habian hecho sus padres, antes de las ocho de la mañana, comia á las dos de la tarde y cenaba apenas anochecia.
Lo único moderno que habia en aquella casa era la sirviente, que no tenia más de veinte años, y era bonita, alegre, demasiado alegre quizá, viva, habladora, aficionada á toda clase de enredos y embustera hasta lo inconcebible.
Si estas cualidades hubieran podido ser apreciadas por la viuda, la sirviente habria tenido que buscar nuevo acomodo; pero esta era muy hábil para fingir, y aquella no pudo comprender la verdad.
Juana, que así se llamaba la sirviente, tenia un novio, del que nos ocuparemos oportunamente, y aspiraba á casarse, aunque para conseguirlo así no llevaba el mejor camino.
Cuando el ama y la criada estaban solas, no se oia en la casa más ruido que el de la voz fresca y aguda de la sirviente, que cantaba con envidiable alegría y como quien es completamente feliz.
No falta decir sino que la casa en que habitaba la viuda estaba en la calle del Ave-María.
Recordaremos que habian dado las nueve y que el calor era sofocante.
Encontrábase la señora del Peral en un gabinete y sentada junto al balcon, agitando su abanico, sudando y contemplando el puro horizonte cuajado de estrellas.
Apoyaba los piés en un pequeño taburete, y allí habia hecho que se colocase su amado Morito, ó lo que es igual, el gatazo rubio, porque en la falda le daba demasiado calor.
En el centro de la habitacion habia una mesa con cubierta de paño verde, y sobre la mesa un quinqué con pantalla bastante grande y de color oscuro.
Debajo de aquella mesa, y en las noches de invierno, colocábase el brasero, los tertulianos de doña Robustiana introducian las piernas por[22] debajo del luengo tapete, apoyaban los brazos en la mesa y jugaban á la lotería, cuando no se tocaba el piano ó no habia quien propusiese algun juego de prendas.
En el verano hacian lo mismo, aunque no tenian que buscar el calor del brasero.
Doña Robustiana habia cenado, es decir, estaba bien preparada para toda la noche, y aguardaba con impaciencia á sus amigos.
Una campanilla resonó.
Juana, que en el balcon de otro aposento se deleitaba en aspirar el ambiente de la noche, corrió hasta llegar á la puerta, abrió y dejó el paso libre á dos personas.
Eran dos mujeres.
La una vieja y la otra jóven.
La primera flaca, consumida, asmática y de color bilioso.
La segunda tampoco tenia que deplorar el exceso de robustez; pero gracias á los algodones, crinolinas, aceros y ballenas, presentaba formas medianamente regulares de mujer.
Lo mismo que sus formas, era mentira su color, pues á la naturaleza le habia parecido bien hacerla morena, y ella se habia convertido en blanca.
Si la jóven no era lo que parecia, parecia algo bastante agradable, pues en realidad no carecia de belleza, y sobre todo de gracia, y te[23]nia suficientes atractivos para hacer que en ella se fijasen las miradas de los hombres.
Sonreia constantemente, no sabemos si para hacerse agradable ó para lucir la blanca dentadura que le habia dado la naturaleza.
No era menester más que mirarla para comprender que era de carácter vivo y alegre.
Donde ella se encontrase, segun doña Robustiana y sus amigos decian, no era posible la tristeza.
Con tales condiciones, debia suponerse que encontraria pronto un marido, con tanta más razon, cuanto que la viuda se habia declarado sobre este punto su protectora.
Tenia además muchas habilidades, pues cantaba, aunque sin saber música, graciosas canciones del género andaluz, y con pretensiones de actriz recitaba los mejores trozos de las comedias sentimentales.
Además, ella tenia la pretension de vestir con mucho gusto, con mucha elegancia, y creia firmemente que por todas partes iba encendiendo corazones.
Sus padres habian tenido la desgraciada ocurrencia de bautizarla con el nombre de Francisca; pero todos la llamaban Paquita, y sólo así pudo ella resignarse con nombre tan vulgar.
Llevaba un vestido de una de esas telas que no tienen nombre, que son muy vistosas, que[24] cuestan muy poco, y que en realidad valen mucho ménos de lo que cuestan.
No sabemos con cuántos volantes, rizados, lazos y otros adornos, iba cubierto el vestido.
Lo habia estrenado aquella tarde, lo habia lucido en el Prado, y luego en el café, y pensaba dar el último golpe de efecto en la tertulia. Para conseguirlo así se presentaba más tarde que de costumbre, suponiendo que encontraria ya reunidos á todos los amigos de la viuda.
Ya sabemos que Paquita se equivocaba y que tenia que sufrir un desengaño, puesto que no habia de encontrar más que á doña Robustiana y á su Morito.
La madre de Paquita, medio ahogada por haber subido la escalera, empezó á toser, y como si perdiese el equilibrio, extendió un brazo y se apoyó en uno de los hombros de su hija.
—¡Jesús, mamá!—exclamó esta, desviándose bruscamente.
—¿Qué te pasa?—preguntó la madre cuando pudo hablar.
—Pues no parece sino que yo sea un guardacanton... Mira cómo me has puesto la puntilla del fichú.
—Pues, hija mia, con los viejos hay que tener paciencia, y debes considerar que primero es tu madre que tus moños y pelendengues. Por tí sufro todo esto, pues yo estaria mejor en casa, aun[25]que allí tampoco me falta que rabiar con la calma de tu padre.
—¿Piensas armarme una escena?
—Mira, niña, si has creido que voy á tolerar todas tus desvergüenzas...
—Pero, mamá, con tu genio nos pones en ridículo.
—Eso es, porque no dejo que me maltrates.
Este delicioso diálogo sostenian en el recibimiento y mientras se quitaban y colgaban en una percha las mantillas.
Juana, con una lamparilla en la mano, permanecia inmóvil, sonreia maliciosamente, y como no podia estar mucho tiempo callada, dijo á Paquita:
—Vamos, señorita, no se enfade usted con su mamá.
—Pues esto no es nada,—repuso la biliosa madre;—habia usted de verla en casa.
—Ahora puedes decir que soy una fúria, y con la buena fama que tú me des...
—La que mereces.
—¿Ha venido alguien?—preguntó Paquita á la sirviente.
—Nadie todavía.
Hizo la jóven un gesto de disgusto; pero como tenia la costumbre de decir siempre lo contrario de lo que sentia, murmuró:
—Me alegro.
Y haciendo crugir la pomposa falda y balanceando la cabeza, atravesó con paso firme y altivo continente algunas habitaciones, hasta llegar al gabinete donde se encontraba doña Robustiana con su amado Morito.
La madre siguió como mejor pudo á la hija.
—¡Ah!...—exclamó la viuda, poniéndose en pié.
El gato levantó la cabeza perezosamente, relamióse, cambió de postura, y volvió á dormirse.
Resonaron no sabemos cuántos besos, cruzáronse las palabras más cariñosas, y las tres amigas se sentaron.
Doña Robustiana, cumpliendo su deber, principió por dirigir mil alabanzas á Paquita, hablándole además del vestido nuevo, preguntándole cuántas varas de tela habia empleado y cuánto le habia costado:
Paquita respondió á todo, mintiendo segun su antigua costumbre.
La madre se quejó del calor, de los nervios y de la imperturbable calma de su marido, y como cosa que viene de molde, habló del genio insufrible de su hija.
A tal punto llegaban de la conversacion, cuando nuevamente resonó la campanilla.
—¿Quién será?—preguntó la madre de Paquita.
—Siento que nos interrumpan,—dijo doña Robustiana,—porque ahora iba á darles á ustedes una noticia de interés.
—Tendremos paciencia, y luego será.
Otras dos señoras se presentaron: otra madre con su hija, tipos opuestos á las que hemos dado á conocer.
La primera, que apenas tendria cincuenta años, era excesivamente robusta y con formas tambien excesivamente desarrolladas.
La cara, de color rojo amoratado, era más ancha que larga, y estrecha y deprimida su frente, grande su boca, y extremadamente gruesos los labios.
La nariz casi no merecia este nombre, pues más que nariz parecia un trozo de remolacha colocado sobre la boca.
Sus pequeños ojos, de color indefinible, carecian de pestañas.
Copioso sudor corria por sus megillas.
Apenas podia respirar, y muy trabajosamente agitaba el abanico de descomunal tamaño y de vivos colores.
A pesar de su fealdad, no era desagradable, pues sin cesar sonreia como pueden sonreir los querubines, y en su semblante se revelaba una candidez y una benevolencia sin igual.
Vestia lujosamente, pues toda su ropa y adornos eran de bastante valor; pero al mirarla era[28] preciso acordarse de la fábula de la mona que se vistió de seda.
La segunda, es decir, la hija, se parecia mucho á la madre, era tambien rechoncha, prodigiosamente desarrollada y de abultadas formas, que es lo mismo que decir que era una mujer compuesta de diversos y grandes bultos, sin que el emballenado corsé pudiese apenas contener ó disimular tan colosales protuberancias.
Esto era una desgracia de gran consideracion, porque entre otros inconvenientes, presentaba el de que sólo con mucho trabajo podia mirarse los piés la jóven.
Tambien la candidez se pintaba en su semblante.
La robustez no tiene que ver nada con la sensibilidad, y por más que el lector se sorprenda, debemos decir que la mofletuda niña era sensible como una heroina de melodrama. Hablaba poco y suspiraba mucho y con tanta languidez, que no podian escucharse con indiferencia sus tiernos suspiros.
Impresionable y tímida hasta el último grado de la timidez, era muy fácil producir en ella un trastorno, y más de una vez se la habia visto desfallecer como la mujer más delicada.
Habia leido muchas novelas del género romántico, y queria á toda costa ser una mujer sublime.
Al oirla suspirar, al ver cómo languidecia, se hubiera creido que, á pesar de su temperamento sanguíneo, era una de esas criaturas de organizacion débil, en que los nervios representan el principal papel.
No hay que decir que en su envidiable organizacion sucedia todo lo contrario.
Comia poco, muy poco, segun ella aseguraba; pero la verdad Dios la sabia.
Era desgraciada, y su desgracia consistia en la ruda franqueza de su madre, que aunque con la mejor buena fe del mundo queria complacer á su hija y representar la comedia, olvidábase con frecuencia de su papel y hablaba de los tiempos en que vivia su esposo y ella bajaba al obrador y vigilaba para que los trabajadores cumpliesen su deber.
Cuando la madre decia esto ó cosas por el estilo, su hija, que no se separaba de ella un instante, le tiraba del vestido á guisa de advertencia y le dirigia miradas angustiosas.
Llamábase la madre Cecilia, y á la hija le habian puesto el sublime nombre de Adela.
El padre de esta, que ya no existia, habia tenido un gran taller de cerrajería, y habia conseguido hacer una respetable fortuna.
La viuda y la hija del cerrajero podian, por consiguiente, gastar mucho y presentarse con verdadero lujo.
Aspiraba la niña á casarse con un gran señor, ó por lo ménos con un hombre que algo tuviese de aristócrata, y algo tambien de romántico, borrando ella así sus plebeyos antecedentes.
En los paseos, en los teatros, en los cafés y en todos los sitios públicos, veíase siempre á la sensible Adela en compañía de su madre; pero hasta entonces no habia conseguido su objeto, si bien abrigaba la esperanza de conseguirlo, porque habia fijado en ella sus miradas cierto caballero de ilustre cuna, que la semana anterior habia sido presentado á doña Robustiana del Peral, y que ya formaba parte de la tertulia.
Como se ve, Adela y Paquita eran dos tipos opuestos. La primera aspiraba á la realizacion de sublimidades, y la segunda queria á toda costa un esposo rico, que pudiera gastar mucho dinero, engalanarla, llevarla en coche, emprender viajes los veranos y otras cosas por el estilo.
Cruzáronse nuevos saludos, y otra vez cambió el gato de postura, y se entabló conversacion sobre los baños, lo cual dió á doña Cecilia ocasion para decir:
—Cuando vivia mi Mateo, las costumbres eran distintas. Todas las tardes bajábamos al rio...
Interrumpióse, porque sintió que Adela le tiraba del vestido.
—¡El rio!—exclamó Paquita con acento de repugnancia.—¡Jesús!
—Papá era caprichoso,—dijo entonces la jóven mofletuda.
—Sí, mucho debia serlo.
—Pero era un hombre muy honrado,—replicó doña Cecilia.
—¿Y quién ha puesto en duda su honradez?—dijo la escuálida madre de Paquita con su natural acritud.
Doña Robustiana creyó conveniente tomar parte en la conversacion, y dirigiéndose á la sensible Adela, le dijo:
—Creo que esta noche no se olvidará de nosotras Eduardo.
Púsose Adela colorada como un tomate, y exhaló un lánguido suspiro.
Paquita desplegó una sonrisa burlona.
Por tercera vez sonó la campanilla.
Pocos momentos despues se presentó un hombre sencillamente vestido, y cuya raida levita revelaba una situacion demasiado triste.
Era alto, muy delgado, moreno y de mirada viva y penetrante; pero al entrar dió á su rostro una expresion melancólica muy profunda.
Era el que poco antes habia sido nombrado por doña Robustiana.
No se le conocian á Eduardo bienes de fortuna, ni habia seguido ninguna carrera ni aprendido ningun oficio.
Aseguraba él que vivia con el escaso produc[32]to de algunos bienes que habia heredado de sus padres, y se resignaba con su pobreza, aunque esta debia tener un término, pues un tio suyo, ricachon avaro que vegetaba en las montañas de Galicia, tenia otorgado testamento legando toda su fortuna á su sobrino.
Si esto era verdad, Dios lo sabia.
Eduardo habia leido mucho, decia que era un hombre de corazon, miraba con desprecio los bienes mundanos, no habia tenido más amor que el de las musas, y sabia suspirar tan lánguidamente como Adela.
A esta le habia dedicado algunos versos, donde se hablaba del espíritu, del corazon, de las regiones etéreas, del aroma de las flores, de los resplandores de la luna, de los pensiles, de las suaves auras de la noche y de la eternidad.
Eduardo era, pues, un hombre sublime, espíritu puro, que apenas se concebia cómo podia vivir en el inmundo lodazal de pasiones y ruindades de este valle de lágrimas.
Y si no era así, por lo ménos así lo habia creido Adela.
La verdad la sabemos nosotros. Eduardo era un bribon consumado, que vivia de las farsas y que sabia representar admirablemente todos los papeles.
Comprendió que Adela era una mina de oro, y se propuso explotarla.
Si para conseguirlo era preciso casarse, se casaria, pues nada le importan los lazos y compromisos al que no tiene intencion de respetarlos.
Si lo hubiésemos visto cinco minutos antes, no lo habríamos reconocido.
Saludó cortésmente, y pareció turbarse cuando estrechó la robusta mano de Adela.
Ella se estremeció, y no hay que decir que los estremecimientos no puede disimularlos una criatura de las formas de la romántica niña que nos ocupa.
Eduardo dijo que estaba sofocado, que era insoportable la atmósfera de Madrid y que no deseaba ser rico más que para vivir largas temporadas en el campo, en la callada soledad, á la sombra de los frondosos árboles, á orillas de los murmuradores arroyos, contemplando el puro horizonte, escuchando los armoniosos cantares de los inocentes pajarillos, y amando y siendo amado, y pudiendo así olvidar al mundo egoista con todas sus pasiones y debilidades.
Suspiró Adela.
—Pues, hijo,—replicó doña Cecilia,—yo estoy acostumbrada á la animacion, y no podria vivir así.
—Hay almas que nacen para la soledad, para el misterioso silencio.
—Es verdad,—repuso tímidamente la mofletuda niña.
—Está usted muy sublime esta noche,—dijo Paquita.
—Hay criaturas que mueren sin que el mundo las haya comprendido,—murmuró tristemente Eduardo.
Y dirigió una mirada elocuente á la sensible Adela.
Esta se ruborizó y bajó los ojos.
Doña Robustiana creyó la ocasion oportuna, y le dijo al truhan.
—Eduardo, tenemos que hablar, y lo haremos en la primera ocasion.
Presentóse otro tertuliano.
Era un jóven imberbe, pálido y enteco, que apenas se atrevia á moverse por temor de que se estropease su ropa.
Llevaba corbata de vivos colores, grandes botones en la camisa, guantes amarillos y un baston muy delgado con puño reluciente y que sin cesar le servia de entretenimiento.
No queria este aparecer sublime, ni pobre, ni tímido; sino todo lo contrario, pues tenia pretensiones de hombre de mundo, de calavera, de desalmado, y con frecuencia hablaba de orgías, de aventuras amorosas, de desafíos y de otras cosas del mismo jaez.
Vivia con el producto de un modesto empleo; pero él aseguraba que recibia de sus parientes cantidades de consideracion, que se disipa[35]ban sobre el tapete verde y en otros excesos.
Llamábase Juan, y por su desgracia no tenia derecho al apellido de Tenorio, sino al de Gonzalez.
No era posible que el imberbe Juanito engañase al mundo, pues ninguna habilidad tenia para representar su papel.
Ni siquiera habia sospechado que al hacerse el calavera se ponia en ridículo, sino que, por el contrario, creia firmemente que todos lo miraban como puede mirarse á un verdadero don Juan.
A pesar de esto, escuchaba humildemente las órdenes que sus jefes le daban, no se atrevia á faltar á la oficina, y con la mayor prudencia evitaba cualquiera cuestion que pudiera tener un término desagradable.
A Juanito le sucedia lo que desgraciadamente le sucede á muchas criaturas, empeñándose en ser todo lo contrario de aquello para que han nacido, con lo cual resulta que no se llega á ser nada.
Los que tienen el buen talento de aprovechar sus disposiciones naturales, consiguen más ó ménos tarde hacer su fortuna.
El jóven era débil, y se empeñaba en ser fuerte; era tímido, y queria aparecer valeroso; tenia un corazon sensible, y se esforzaba para obrar como descorazonado.
¿Qué habia de conseguir en el mundo?
Empeñarse en ir contra la naturaleza, es una estupidez ó una locura.
Despues de Juanito fueron otras personas.
Casi todas ellas llevaban el bolsillo, vacío y la cabeza llena de tonterías.
El piano se abrió para que tocase un jóven que hacia sus estudios en el Conservatorio, y que tenia pretensiones de artista.
Despues de muchos ruegos se dignó Paquita cantar, moviendo mucho la cabeza y poniendo los ojos en blanco.
Eduardo habló con Adela.
Doña Cecilia se ocupó de la honradez de su difunto marido.
La madre de Paquita murmuró sin cesar, y por fin se decidió jugar á la lotería.
Esto les pareció muy bien á los unos y muy mal á los otros; pero todos se colocaron al rededor de la mesa, y sobre esta se extendieron los cartones.
No queremos describir con todos sus detalles esta escena.
Doña Robustiana los observaba á todos con disimulo y atencion profunda, no para coartar la libertad de nadie, sino para recoger datos que podian serle de mucha utilidad.
Más de una vez viéronse las mejillas de Adela rojas como si fuese á brotar la sangre.
Eduardo, como todo hombre pensador, se distraia muy á menudo y dejaba de apuntar, con perjuicio de sus intereses.
Paquita, excesivamente nerviosa, arrugaba con frecuencia el entrecejo, palidecia, hablaba con voz insegura, y habia momentos en que parecia que era presa de un malestar inexplicable.
El jóven que estaba á su lado se turbaba tambien.
Y doña Robustiana, que se habia puesto sus lentes, continuaba imperturbable sacando bolas y diciendo números.
Combináronse ambos y ternos, ganaron los unos y perdieron los otros, y como el calor era sofocante, todos acabaron por languidecer y el juego terminó.
Otra vez se abrió el piano.
Doña Robustiana aprovechó entonces la ocasion para hablar en voz baja con Eduardo, ponderando las cualidades de Adela.
A las doce de la noche se disolvió la reunion.
Al salir Eduardo dirigió á la criada picantes galanterías.
Cuando estuvieron en la calle, suspiró Adela y exclamó:
—¡Ay, mamá!
—¿Qué te sucede?—preguntó doña Cecilia.
—¿No le parece á usted que Eduardo es un hombre sublime?
—Sí; pero habla de una manera que no lo entiendo.
—Su elocuencia no puede estar al alcance de usted.
—Ya ves, hija mia, yo me he criado entre otra clase de gente.
—Es preciso que olvide usted eso, mamá.
—Tú has pasado bien la noche, y esto es lo que me importa.
—Sí, muy bien... ¡Qué noche!... No la olvidaré jamás.
Y Adela suspiró, no suavemente, sino pon toda la fuerza de sus vigorosos pulmones.
Entre tanto, Paquita y su madre sostenian un diálogo de muy distinto género.
—Te advierto,—decia esta con tono de muy mal humor,—que no quiero que te distraigas cuando juegas.
—No sé si me he distraido.
—¿Y qué te decia el señor de Montalban cuando temblabas?
—Mamá, yo no he temblado.
—Paca, hay ciertas cosas...
—Déjame en paz.
—Tendré paciencia como siempre.
—Yo tambien necesito mucha.
—¿De qué puedes quejarte?
—De mi pícara suerte, porque paso el dia trabajando y sufriendo tu genio, y cuando llega la[39] hora del descanso se me presenta esa tonta de Adela cargada de joyas para recordarme mi pobreza; pero poco he de poder, ó tomaré venganza.
—Si tienes esperanza en la lotería lo mismo que tu padre...
—La tengo en mi talento.
—Entiendo, Paca, entiendo: lo dices por ese buen mozo que antes nos ha seguido.
—No ha sido esta noche la primera vez.
—¿Pero quién es ese hombre?
—Un capitalista.
—¡Un capitalista!
—Y Dios mediante, no se me escapará.
—Siempre estás soñando con el dinero.
—¿Quieres que me resigne á vivir como vivo?
—Me parece que tienes que comer, que te presentas decentemente...
—Sí, con un vestido de relumbron, con algunos lazos que no valen una peseta...
—Pero...
—Y poco ménos que sin camisa, pues ya sabes que no me queda más que una, y para lavarla tengo que pasar una noche sin dormir.
—Más vale pobreza con honra, que riquezas con deshonra.
—No me parece deshonra el casarse con un hombre rico.
—Si lo consiguieras...
—Allá veremos.
—Por de pronto tenemos que pensar...
—Sí, en el casero, que no nos deja vivir; en el carbonero, que se desvergüenza cada dia, y en el aguador, que armará veinte escándalos.
—La culpa la tiene tu padre con su cachaza. Como á él nadie le molesta...
—La culpa la tiene la pobreza con honra que á tí te parece tan bella.
—Cuidado, Paca...
—Antes que seguir representando el papel que represento, prefiero la muerte.
Paca y su madre llegaron á su casa.
Abrieron, encendieron un fósforo y subieron hasta el cuarto piso.
No tenian criados, y en cambio Adela tenia tres.
Entraron en su pobre habitacion, cuyo miserable aspecto contrastaba con los volantes, puntillas y lazos que adornaban á la jóven.
El padre cachazudo, que se habia quedado en casa, dormia ya profundamente y con la tranquilidad de las almas justas.
Una jícara de chocolate sirvió de cena á la madre y á la hija.
Esta se desnudó, arregló su cama con un pobre colchon en el suelo, y se acostó para soñar con el dinero del capitalista buen mozo.
Despues de sueño tan agradable, la realidad debia ser bien triste, debia parecerle doblemente horrible.
Entre tanto, Adela y su madre habian devorado un trozo de jamon y dos chorizos, y se habian acostado en mullidos lechos, para roncar estrepitosamente.
Si Adela soñaba, veia al sublime Eduardo junto á una mesa y escribiendo sentidos versos.
En cuanto á la mesa, no se debia equivocar la sensible jóven, porque efectivamente, Eduardo se encontraba entonces junto á una mesa, entre una docena de tahures, viendo cómo los naipes caian sobre el tapete y esperando la ocasion de levantar un muerto, que le permitiese almorzar al otro dia.
El fingido calavera habia dicho que pensaba ir al casino y pasar allí jugando el resto de la noche; pero se fué á su pobre morada, desnudóse, se santiguó devotamente y se acostó, para poder levantarse al otro dia á la hora de ir á su trabajo.
La verdad es, que si Juanito se hubiese casado con Paquita, tal vez habrian sido dichosos; pero ella queria un hombre rico y él soñaba con novelescas aventuras, cuyo término fuese el amor de alguna ilustre dama.
Doña Robustiana cenó en compañía de su gato, y trazó su plan para que al ménos Adela consiguiese casarse con el sentimental Eduardo.
Todo esto, que parece poco, entrañaba mucho y debia producir las más graves consecuencias.
¿Qué suerte estaba reservada á las dos jóvenes en quienes particularmente hemos fijado la atencion?
Ambas estaban, como suele decirse, fuera de su centro, se habian empeñado en realizar un absurdo, y no debian esperar nada bueno.
En cuanto á Juanito, era tambien digno de compasion, porque sus estúpidas pretensiones debian producirle más de un sério disgusto.
El buen mozo de quien habia hablado Paquita, era efectivamente dueño de una gran fortuna, que habia heredado y que disfrutaba, ó más bien disipaba para sostener toda clase de vicios, para satisfacer todas sus pasiones.
Se habia educado, como por desgracia se educan en España muchos de los que nacen en la opulencia, acostumbrándose á la ociosidad y sin contrariarse una sola vez en su vida.
Pertenecia á una familia ilustre, estaba relacionado con lo que se llama el gran mundo, y representaba, en fin, un papel deslumbrador.
Todo esto significa que era uno de esos calaveras de buen tono, que por más que hayan[44] llegado al último punto de la depravacion, como son ricos, son respetados por todo el mundo, y fácilmente consiguen, no sólo la indulgencia de la sociedad, sino el perdon absoluto de sus criminales extravíos.
Si el capricho de muchas mujeres le habia obligado á derramar el oro á manos llenas, los caprichos suyos habian hecho derramar muchas lágrimas á otras infelices.
—Así se compensa todo,—decia indiferentemente el aristocrático calavera,—pues lo que me cuestan las unas me lo pagan las otras, y si me acusan las que han sufrido por mí, yo tengo el derecho de acusar á las que me han explotado, y tal vez me arruinen algun dia.
No es menester decir más para dar á conocer con toda exactitud al opulento jóven.
Por lo demás, sus ideas eran las del más perfecto caballero del siglo XVI, y creia que el hombre no se deshonra sino uniéndose á una mujer de plebeyo orígen.
Estaba dotado de muy clara inteligencia, era fecundo su ingenio, y en cuanto á su valor lo habia probado muchas veces con la más fria serenidad, y ante el peligro de perder la existencia.
Batirse era para él una cosa muy sencilla, y la disputa de ménos importancia la hacia cuestion de honor.
¡Pobre Paquita!
¿Qué debia sucederle con un hombre así?
El calavera, hijo mimado de la fortuna, para que nada pudiese desear, estaba dotado de una belleza varonil nada comun, y que en ciertas situaciones debia ejercer grandísima influencia en las mujeres.
Jóven, hermoso, rico y valiente, ¿cómo habia de resistirle ninguna infeliz?
Tenia la guerra declarada á las mujeres de cierta clase, á esas que se empeñan en salir de su centro, en aparentar que son lo que ni siquiera pueden ser, y que están mal avenidas con la modestia, que las sublimaria si ellas tuviesen bastante entendimiento para hacer uso de la belleza de las virtudes.
Ya hemos dicho que á esas infelices se las conoce al primer golpe de vista. No hay más que verlas en la calle, examinar su atavío, fijar la atencion en sus gestos y en sus ademanes, y si esto no es suficiente, cualquier hombre hará la última prueba diciéndolas una galantería, quedándose detrás y observando cómo vuelven la cabeza, suben y bajan los hombros y se mueven como si estuviesen atacadas de una enfermedad nerviosa.
¿Pues y las sonrisas?
¿Y el abrir y cerrar los ojos y volverlos y revolverlos en sus órbitas como si estuviesen mal avenidos con encontrarse allí aprisionados?
Otra señal: nunca hablan en voz baja, apuran el diccionario de las palabras más cultas y su acento no se parece á ninguno.
Lo que todo el mundo conoce, claro es que habia de conocerlo el ilustre calavera.
Encontrábase este alguna vez en los corrillos que en sitios determinados de la córte y á ciertas horas forman los desocupados; pasaba una de esas mujeres tan dignas de compasion, y alguno de aquellos vagos decia:
—Una cursi.
Nuestro jóven la miraba con insolencia, la dirigia frases ingeniosas y agradables, y si estaba de buen humor la designaba como una de sus víctimas.
Paquita fué una mañana al Prado á ver una formacion de tropa, porque la tropa le encantaba, y para ella la música más agradable era la de los figles, los serpentones y las trompetas.
Iba y venia mirando á los soldados que por lo ménos tenian el empleo de capitan, y el calavera, que paseaba á caballo, dijo para sí:
—Es graciosa.
Más le hubiera valido á la desgraciada Paquita quedar allí muerta bajo la cureña de un cañon.
El calavera hizo que su cabalgadura se encabritase y caracolease, y cuando hubo llamado la atencion de la jóven, le dirigió una mirada[47] ardiente, se alejó, entregó á su lacayo el hermoso cuadrúpedo, y volvió al sitio donde Paquita se encontraba.
La madre de esta tosia, y el calavera aprovechó aquellos momentos para decir á la morena blanqueada.
—Ahora comprendo que algunos hombres pierden el juicio por las mujeres.
Paquita bajó los ojos como si se avergonzase; pero bien pronto los levantó para mirar frente á frente al que por ella sentia trastornado el juicio.
¡Cómo palpitó el corazon de Paquita!
El calavera, que hemos olvidado decir que se llamaba Alfredo de Saavedra, averiguó fácilmente quién era la niña de los hermosos ojos.
Varias veces la encontró como por casualidad, la siguió y le dijo con las miradas mucho más de lo que hubiera podido decirle con los labios.
Entre tanto, Paquita tuvo ocasion de averiguar tambien quién era su galanteador, y cuando supo que era rico, acabó de perder la cabeza, discurriendo así:
—¿Por qué no ha de quererme de buena fe? ¿Acaso no se ven todos los dias casamientos de hombres ricos con mujeres pobres? El verdadero amor no repara en estas pequeñeces. Yo soy jóven, bella y elegante, y esto es todo lo que necesito.
Desde que estas reflexiones se hizo Paquita, triplicó el número de sus adornos, porque creyó que así su belleza seria más interesante, y algunos dias disminuyó considerablemente su alimento para poder comprarse una cinta ó cualquiera bagatela por el estilo.
—La ropa se ve,—decia,—y lo que uno ha comido nadie lo sabe. En este pícaro mundo las apariencias lo hacen todo.
No pensó Paquita que por el hilo se saca el ovillo, y que hay ciertas cosas que no pueden ocultarse á la mirada inteligente de los hombres que conocen el mundo.
Alfredo creyó llegado el instante de hacer una prueba decisiva, y al dia siguiente del en que hemos asistido á la agradable reunion de los amigos de doña Robustiana, Paquita tuvo la satisfaccion de que el hombre rico la siguiese desde el Prado por la calle de Alcalá.
—Mamá,—dijo la niña,—es preciso absolutamente hacer un sacrificio más, porque tal vez de este sacrificio depende mi porvenir.
—Siempre me pedirás algo que cueste dinero.
—Pero que hemos de disfrutar las dos.
—¿Y qué deseas?
—Entrar en el café.
—¿Y no has pensado?...
—He pensado en todo.
—Ya veo que te sigue ese hombre.
—Quiero hacer una prueba, mamá.
—Y luego tu padre...
—No hables tan alto, que todo el mundo te oye.
—Iremos al café; pero habrás de contentarte con un chico de leche merengada.
—Eso es muy ordinario, y cuando Alfredo lo vea...
—Pues, hija, el sorbete cuesta dos reales, y si además te empeñas en tomar barquillos...
—Pues es claro.
—¿Sabes cuánto dinero llevo en el bolsillo?
—Ni me importa saberlo,—replicó la jóven con aspereza.
Y luego se volvió, desplegó una sonrisa, y lanzó al calavera una mirada que hubiera podido calcinar una piedra.
Ya ves, lector, que somos justos, y reconocemos á Paquita el mérito de sus tentadores ojos.
La madre seguia refunfuñando; pero entraron en el café del Iris.
Con aire casi majestuoso atravesó Paquita el primer departamento.
Todos los hombres la miraban, pero ella no miraba á ninguno, porque suponia que Alfredo la seguia y la observaba.
Paquita llevó su severidad hasta el punto de[50] hacer un gesto de desagrado cuando algun atrevido le decia que era bella ó que con sus ojos iba esclavizando corazones.
A la madre le desagradaba mucho que los hombres fuesen tan audaces.
Sentáronse.
Pocos momentos despues, y junto á la mesa inmediata, se sentó Alfredo.
Entonces fué cuando la madre de Paquita pudo examinar al pretendiente, y sin que ella supiese por qué, la desagradó mucho.
¿No era un hombre rico, segun ella misma ambicionaba para su hija, y además de buena educacion y distinguidas maneras?
Esta pregunta se la hizo la buena señora; pero no fué bastante para que se tranquilizara.
El instinto de madre le decia la verdad.
En los ojos de Alfredo habia algo repulsivo para la madre de Paquita.
Las miradas del seductor eran para la jóven halagüeñas hasta el último extremo: pero á la madre le producian el mismo efecto que la mirada fascinadora de la culebra.
El mozo se acercó.
Las dos mujeres pidieron helados, y mientras los saboreaban dijo la madre:
—Ese hombre no me gusta.
—¿Y por qué?—preguntó Paquita.
—No acierto á explicarlo.
—Basta que me guste á mí para que tú lo encuentres mal.
—Si estuviese aquí tu padre...
—Seria de tu opinion y de la mia, porque ya conoces su sistema.
—Sí, lo conozco demasiado bien.
—Déjame ahora, que necesito observar.
La madre se resignó y calló.
Entre Paquita y Alfredo cruzáronse miradas elocuentes, tan elocuentes que se entendieron sin necesidad de hablarse.
Así pasaron más de una hora.
Eran cerca de las diez, y determinaron volver á su casa, porque la jóven no queria mortificarse contemplando los vestidos y adornos de gran valor de doña Cecilia y Adela.
Además, la visita no tenia ningun objeto de verdadero interés, pues desde que el nuevo pretendiente se habia presentado, para nada necesitaba Paquita los buenos oficios de doña Robustiana.
Sin necesidad de esta, aquella tendria marido.
Tambien se evitaria el disgusto de que la casamentera le hablase de las grandes ventajas que le ofrecia su union con Juanito.
Aunque este contase con recursos para vivir desahogadamente, segun él decia, no era tan rico como Alfredo, ni pertenecia al gran mundo.
¡Brillar en el gran mundo!
Esto era la suprema dicha.
Mientras Paquita lanzaba miradas ardientes al seductor, hacia lo mismo que la lechera de la fábula, y ya le parecia verse en los salones de la alta sociedad, cubierta de seda y de joyas, siendo la envidia de las mujeres y la admiracion de los hombres, y mirando con desden á todos los tertulianos de doña Robustiana.
Llamaron al mozo para pagar; pero este dijo que ya habia cobrado.
Figúrese el lector la sorpresa de las dos mujeres.
Mostráronse muy disgustadas, y la madre insistió para que el mozo cobrase.
El mozo volvió la espalda y se alejó.
No habia que preguntar quién se habia tomado la libertad de obsequiarlas.
El deber de ellas era dejar sobre la mesa el dinero y salir sin dirigir siquiera una mirada al galanteador, y revelando en sus semblantes que se consideraban ofendidas; pero les faltaba el valor para hacerlo así.
No les parecia conveniente disgustar al rico caballero, porque entonces el casamiento se hubiera desbaratado.
Así aprecian las situaciones y juzgan esta clase de mujeres. Tienen la pretension de ser grandes, verdaderas señoras en el sentido moral[53] de esta palabra, y les falta energía para hacer lo que hacen las que tienen el verdadero sentimiento de la dignidad y del decoro.
Sentíanse turbadas bajo una influencia que no podian contrarestar.
Alfredo, como quien está seguro de lo que vale y de lo que puede, acercóse á ellas, las saludó con una finura encantadora y le dijo á la madre:
—Señora, reconozco que he cometido una gravísima falta, y le debo á usted una satisfaccion, esperando que sea indulgente y me perdone, en gracia siquiera de mi buena fe.
—Caballero,—balbuceó la madre de Paquita,—yo no sé... por qué...
—Hay momentos en que los hombres se vuelven locos ó estúpidos, y es natural que entonces, no hagan más que torpezas. Esto lo comprenderá usted fácilmente, porque tiene usted talento sobrado para comprenderlo. Yo necesitaba un pretexto para tener la honra de hablar con usted, y no me ha ocurrido otro medio que el de cometer una falta, porque así se conseguia mi deseo, siquiera fuese para pedirle perdon.
¿No era este un lenguaje completamente desconocido para las dos mujeres?
¡Y qué lenguaje tan bello!
Por primera vez en su vida se veia la madre adulada con tanta delicadeza y tan ingeniosamente.
No hay nadie invulnerable á la adulacion.
¿Cómo despedia con dureza al hombre que se mostraba tan atento y tan cortés?
Esto hubiera sido una grosería, esto era indigno de una señora.
Movióse de un lado para otro la madre de Paquita como si el asiento estuviera lleno de alfileres.
No sabia qué decir.
Quiso hablar, y la lengua no la obedeció.
Para disimular apeló al recurso de toser, sacar el pañuelo y limpiarse la boca.
Alfredo, á quien las respuestas le interesaban muy poco, siguió hablando.
No hay para qué repetir sus palabras, pues basta decir que manifestó el vivo deseo de sostener con ellas cariñosas relaciones.
Con mucha habilidad y gran disimulo hizo comprender que la desigualdad de fortunas no podia ser un inconveniente, pues él no miraba más que las virtudes, y todo lo más los antecedentes en cuanto á la clase de educacion de cada persona.
La cándida madre acabó por escuchar encantada al hábil seductor.
Paquita sintió lo que siente la paloma cuando se ve perseguida por el gavilan: estaba fascinada; pero su fascinacion era dulce y agradable hasta lo inconcebible.
Así pasaron otra hora, que fué para ellas un minuto.
Salieron los tres del café, y paso entre paso fueron hasta la calle de San Lorenzo, que era donde habitaban las dos mujeres.
La madre habló largamente de su esposo, que era un empleado antiguo, que no habia podido pasar de seis mil reales de sueldo á pesar de su aplicacion y su honradez.
—Todo eso se arregla fácilmente,—dijo Alfredo con indiferencia.
Lo cual equivalia á declararse protector del padre de Paquita.
Además del matrimonio, habia, pues, un ascenso en el horizonte.
Lo que esto es para un empleado de poca categoría, no lo comprenden sino los que lo son.
Siguió hablando la madre y culpó á su marido de encontrarse tan atrasado en su carrera.
—Con su carácter,—decia,—no puede suceder otra cosa. Le prometen, no le cumplen, y él se queda impasible. Trabaja mucho, no pide nada y nunca le ocurre hablar mal de sus jefes, de lo cual resulta que ni le tienen miedo, ni lo respetan, y hasta lo miran con desden. Si yo estuviera en su pellejo, otro gallo nos cantaria. Mil veces le he dado consejos para que se meta en política, porque así es únicamente como se medra; pero ni siquiera ha querido ser milicia[56]no, y cuando llegan las elecciones va como un borrego á votar por quien sus jefes le mandan. No sirve mi marido más que para una cosa, para una no más, para quemarme la sangre con su cachaza. Mire usted qué suerte le esperaria á mi pobre Paca si yo no estuviera en el mundo.
—Señora, no todas las criaturas tienen el talento de usted, su energía, su grandeza de alma. Si esta señorita se parece á usted...
—Es mi retrato, usted lo verá.
—No del todo, mamá,—se apresuró á decir Paquita,—porque tu carácter violento...
—Señorita,—interrumpió Alfredo,—usted confunde la rara energía de su mamá con lo que puede llamarse genio irascible, y debe usted tener en cuenta la diferencia de situaciones, de circunstancias...
—Eso es, las circunstancias,—dijo la madre.
Llegaron á la casa.
Alfredo les prometió una visita, rogando lo pusiesen á las órdenes del señor don Pascual Bonacha, que este era el nombre del padre de Paquita, y añadiendo que desde luego podian entregarle una nota en que se expresaran las vicisitudes del antiguo empleado.
Despidiéronse.
Dió Alfredo algunos pasos, detúvose, y vió cómo las dos mujeres abrian la puerta, encendian un fósforo y desaparecian.
El trastorno de Paquita habia llegado al último punto.
—¿Y qué dirás ahora?—le preguntó á su madre.
—Confieso que me habia equivocado. Es todo un caballero. ¡Y qué lenguaje tan fino! ¡Y cómo comprende las cosas á media palabra que se le diga!... Ya lo has visto, me reconoce talento, me hace justicia... Pues ¿y el ascenso?... Es un hombre como hay pocos. Te felicito, hija mia, y bien puedes hacer de manera que no te se escape, porque si pierdes esta ocasion, no encontrarás otra. Cuida mucho de ocultar los pícaros defectos que tienes, porque si se apercibe de ellos, todo se perderá.
—¿Y en qué consisten mis defectos?
—Lo sabes demasiado bien.
Don Pascual dormia profundamente como la noche anterior.
Paquita arregló su cama despues que hubieron cenado con la jícara de chocolate, segun costumbre.
¡Qué dulce debia ser su sueño!
No temia que se le escapase el novio, porque ella se creia con sobrados encantos y con habilidad sobrada para retenerlo.
A la mañana siguiente limpió y arregló la jóven el aposento como mejor pudo, y se vistió con más esmero que nunca.
Don Pascual, que era un hombre de escasa estatura, bastante grueso, de abultado abdómen y de temperamento linfático, escuchó, mientras sonreia cándidamente, el relato de lo sucedido la noche anterior.
No dió muestras de pesar ni de alegría, de agrado ni de disgusto, ni dijo más que...
—Bueno.
Semejante frialdad, segun siempre sucedia, hizo montar en cólera á su mujer; pero el buen marido, sin enfadarse, sin alterarse en lo más leve, se puso á escribir la nota, rompiendo con mucha calma la primera, porque no le pareció bien, haciendo lo mismo con la segunda y utilizando al fin la tercera.
Luego se puso su levita y su sombrero, tomó su baston, y salió para ir á su oficina á cumplir sus deberes.
¿Iria aquel mismo dia Alfredo?
Paquita suponia que sí; pero su madre lo dudaba.
La jóven acertó, pues á las dos de la tarde resonó la campanilla, abrió la madre y se encontró frente á frente con el aristocrático calavera.
El gavilan estaba ya en el nido de la paloma.
La esposa de don Pascual sintió como si le hiciesen cosquillas en todo su cuerpo, y ni vió, ni oyó, ni acertó á darse clara cuenta de lo que sentia.
Quiso saludar al caballero, y no hizo más que tartamudear algunas palabras incoherentes; quiso dejarle el paso libre, y se lo estorbó, y pensando abrir más la puerta, la cerró violentamente y tan fuera de tiempo, que cogió uno de los faldones de la levita del calavera.
Quiso este adelantar y no pudo, porque se encontraba preso, y tuvo que retroceder y quedar inmóvil, diciendo mientras sonreia dulcemente:
—Perdone usted, señora, pero...
—¡Perdonar!... ¿Y de qué?... La visita de usted nos honra... Pase usted, pase usted...
—Es que...
—Con franqueza, pues á mí me desagradan los cumplimientos.
—A mí tambien; pero es el caso que no puedo moverme.
Cuando una persona se ofusca, es difícil hacerle recobrar la calma, y mucho más difícil devolver la lucidez á su entendimiento.
En todo pensó la esposa de don Pascual ménos en que habia cogido con la puerta el faldon de la levita del amoroso pretendiente, y suponiendo que este habia sentido repentinamente alguna indisposicion, dijo:
—Si se ha puesto usted malo, tendrá cuanto necesite.
—Estoy bien...
—Si alguna urgente necesidad...
—Señora.
—Parece que está usted violento, y la verdad, lo que más me hace sufrir es que no hable usted con franqueza, porque nosotras somos muy francas.
Difícilmente contenia su impaciencia Alfredo.
No podia volverse para abrir la puerta y quedar libre, porque su levita se hubiera roto, y no le importaba el valor de la prenda, sino la situacion ridícula en que debia quedar.
Las preguntas, contestaciones y réplicas acabaron por poner en gran cuidado á Paquita, y no pudiendo contenerse, corrió y se presentó á su amante, diciendo con voz angustiosa:
—¡Dios mio!... ¿Pero qué sucede?... Pierde usted las fuerzas, no puede negarlo...
—Lo que pierdo es la paciencia,—interrumpió Alfredo, que quiso terminar aquella escena aun á trueque de renunciar á su amorosa conquista.—Si no me muevo, es porque no puedo moverme... Abran ustedes la puerta, y se lo agradeceré como el más señalado favor.
—¡Abrir la puerta!—exclamó la madre de Paquita con acento de sorpresa profunda.—¿Pues por qué piensa usted irse apenas ha puesto el pié en nuestra pobre casa?
—Señora, estoy preso...
—¡Preso!...
—Mi levita...
—¿Qué quiere usted decir?... Aquí no aprisionamos á nadie, á nadie violentamos...
—Mire usted, mire usted,—dijo desesperadamente el calavera.
Y al mismo tiempo llevó una mano hácia el dorso de su vientre para llamar la atencion al punto que le presentaba el obstáculo.
Este movimiento se prestaba á interpretaciones que no tenemos para qué mencionar.
Paquita bajó los ojos, y haciendo un esfuer[62]zo consiguió ponerse colorada como un tomate.
La madre arrugó el entrecejo.
Supuso que Alfredo se burlaba de ellas, llevando su audacia hasta el punto de traspasar los límites de la decencia.
Y Alfredo era digno de lástima en aquellos momentos críticos, pues de espaldas contra la pared y junto al marco de la puerta, no podia mover más que los brazos.
—¿Y qué hemos de ver ahí?—preguntó la madre con severo tono y aludiendo á las señas que el aristocrático jóven acababa de hacer.
—Mi levita, mi levita,—gritó por fin el calavera.
Aún no entendieron las dos mujeres; pero quiso la casualidad que llamasen otra vez, y abriendo la esposa de don Pascual, quedó Alfredo libre, y libre tambien quedó el paso para el aguador.
—¡Gracias á Dios ó al diablo!—exclamó el jóven.
Y enseñó arrugado y medio destrozado el faldon de su levita.
—¡Ah!—exclamó la madre.
—Eres torpe, mamá, muy torpe,—dijo Paquita.—¿Qué pensará este caballero de nosotras?... Ahora no creerá que tienes mucho talento, pues lo que acaba de suceder...
—Esto no es nada,—dijo Alfredo, que bien[63] pronto recobró la calma.—Una casualidad... y tal vez la torpeza es mia, por no haberme explicado bastante bien.
—Jesús, estoy sofocada y...
—Olvidemos lo que no merece la pena de mencionarse.
Quiso la madre de Paquita remediar la falta, y corrió en busca de un cepillo para quitar el polvo que habia quedado en la levita.
Alfredo se dejó limpiar, porque estaba convencido de que era lo mejor que podia hacer.
Entraron en la sala, donde no habia más muebles que una mesa con tapete de hule, algunas sillas con asiento de paja y un pequeño espejo.
Paquita, que era de esas criaturas nécias hasta el punto de avergonzarse de la pobreza, como si la pobreza fuera un crímen, cometió la insigne tontería de decir que si la casa se encontraba en tan humilde estado, consistia en que se estaba renovando el mueblaje y los adornos, y se habian puesto provisionalmente aquellas sillas.
Con toda su alma estaba convencida la jóven de que Alfredo creeria que aquella pobreza era transitoria, interina, pudiera decirse.
Aseguró el calavera que él tenia su habitacion amueblada, poco más ó ménos, lo mismo, y con esto quedaron las dos mujeres completamente tranquilas.
Dióse principio á la conversacion, hablando Paquita de lo desagradable que le era pasar el verano en Madrid, y quejándose de su padre, porque no queria pedir un par de meses de licencia para llevarla siquiera á San Sebastian, ya que no fuese á Biarritz ó las pintorescas montañas de Suiza.
—Yo pasaria la vida viajando,—decia la jóven con tono sentimental.—En unos sitios admiraria la naturaleza, en otros estudiaria el arte, y por donde quiera se me presentarian ocasiones para observar y apreciar las costumbres.
—¿No le agrada á usted la vida de Madrid?—preguntó Alfredo.
—En invierno, no más que en invierno.
—¿Es usted aficionada á la música?
—¡Ah!... ¡La música!... Es el lenguaje del alma... Y los grandes artistas... Verdi, Rossini... La Penco, Tamberlikc...
—¿Te olvidas de Arderíus y Caltañazor, que nos han dado tan buenos ratos?—interrumpió la madre.
—Mamá, tú no entiendes de eso.
—¡Que no entiendo!... ¿Pues no tengo ojos para ver todo lo que hacen en la Bella Elena y en los Dioses del Olimpo? ¿Y la zarzuela Por seguir á una mujer? ¿Y la otra de Los Magiares, donde sale aquel soldadote que no habla, y Caltañazor se presenta vestido de fraile? Pues tú bien te[65] reias, y luego estabas á todas horas aturdiéndome con la cancion de la punta del pié.
Paquita hubiera querido ser basilisco para aniquilar á su madre con una mirada.
—Perdone usted,—le dijo Alfredo;—pero yo tengo el mismo gusto que su mamá, y por una vez que voy á la ópera, voy diez á los bufos.
—Lo único que me desagrada,—repuso la esposa de don Pascual,—son los trajes de las suripantas.
—A mí tambien; pero no las miro, y así todo se remedia.
—Pues yo,—añadió Paquita,—tengo pasion por la música alemana, y por eso hablo de Verdi y de Rossini.
Mucho tuvo que esforzarse Alfredo para no soltar la carcajada al oir á Paquita; pero si esta decia desatino tras desatino, no era por eso ménos interesante su belleza, pues sus palabras nada tenian que ver con sus miradas de fuego y los demás hechizos con que habia querido dotarla la naturaleza.
Si era tonta, mucho mejor, y si nécia, bien merecia duro castigo por su culpa.
Lo mismo que de música, habló la jóven de comedias, de novelas y hasta de política, y no hay que decir que de su boca salian tantos disparates como palabras.
Despues de media hora, pidió el calavera la[66] nota relativa á la situacion de don Pascual.
Se la entregaron, la leyó y la guardó.
Llamaron otra vez.
—Con permiso de usted,—dijo la madre de Paquita.
Y salió para abrir.
—Ayer mismo se fué la criada,—dijo la jóven,—y esperábamos una que no ha venido.
¿Quién visitaba á las señoras de Bonacha?
Era Juanito, que se presentó, saludó como mejor pudo y se sentó.
Paquita cumplió su deber, haciendo la presentacion mútua de los dos caballeros.
A los pocos minutos despidióse el seductor, prometiendo ocuparse del asunto que expresaba la nota, y como luego Juanito mostrase extrañeza por haber encontrado allí á una persona de tan elevada clase, la esposa de don Pascual le dijo ásperamente:
—¿Pues qué habia usted creido, que no conociamos más que gente pobre, como la que hace la tertulia á doña Robustiana? Pues se habia usted equivocado.
A Juanito no se le ocultó que Paquita y Alfredo se miraban con cierto interés, y entonces se arrepintió de no haber seguido los consejos de la viuda casamentera.
Si Paquita tenia novio, tenia un atractivo más.
¡Sabrosa fruta del cercado ajeno!
No estaba Juanito enamorado de Paca, y sin embargo sintióse despechado y muy cerca de los celos.
Derrotar al jóven aristócrata era un imposible.
¿Cómo habia de competir un pobre diablo con un capitalista?
Y sobre todo, en caso de rivalidad era posible que el capitalista se enfadase y que quisiese llevar la cuestion á un terreno que á Juanito le hacia temblar.
Disimuló el pobre como mejor pudo, tragó saliva, dirigió algunas frases irónicas á la jóven, y se fué.
No le quedaba más consuelo, más desahogo que la murmuracion, y apenas llegó la noche fué á casa de la viuda, y en plena reunion dió la noticia de los amores de Paca.
Hiciéronse comentarios que no queremos repetir.
Doña Robustiana acarició su gato mientras decia:
—No me agrada ese asunto.
Doña Cecilia, agitando el abanico como si estuviera sofocada, exclamó:
—¡Quién habia de pensarlo!... Verdad es que Paquita, como tiene el pico tan suelto y mueve los ojos con tanta habilidad... En fin, ya lo ves,[68] Adela, para que una mujer haga fortuna, es menester que sea desvergonzada.
—¡Jesús!—murmuró la niña mofletuda.
Y bajó los ojos, aunque bien pronto los levantó para cruzar con Eduardo una mirada tiernísima.
Al tahur le pareció conveniente dar aquella misma noche el paso decisivo, y si dudó algunos momentos, sus vacilaciones terminaron al decirle doña Robustiana:
—Deje usted pasar algunos dias, y se quedará á la luna de Valencia, lo mismo que Juanito.
—Antes la muerte,—respondió Eduardo con trágica entonacion.
—Y para que no peque usted de ignorancia, le advierto que hay moros en la costa.
—¡Señora!...
—Lo dicho.
—Esta misma noche pasaré el Rubicon, y si no triunfo como César, moriré como el caballero Bayardo, sin volver la espalda al enemigo.
—No entiendo eso; pero me parece bien, y puesto que está usted tan decidido, le proporcionaré la ocasion, haciendo que los unos se distraigan con la música, y entreteniendo yo á doña Cecilia.
—¡Cuánto le debo á usted, doña Robustiana!
—Recompensada me consideraré si consiguen ustedes ser dichosos.
Dispuso la viuda que se tocase el piano y ella se sentó al lado de doña Cecilia, mientras que por una hábil maniobra, y perdónesenos la palabra, quedaba Eduardo al lado de Adela.
Podian hablar los dos jóvenes con todo descuido, puesto que su voz debia quedar ahogada por el ruido del armonioso instrumento.
Adela pareció temerosa de no encontrarse junto á su mamá, aunque la verdad es que aquella evolucion le habia parecido muy agradable.
Bajó los ojos, fijando la mirada en el abanico, y esperó sin articular una sílaba y como el reo que en presencia de su juez aguarda la sentencia.
Eduardo quiso probar una vez más que sabia representar admirablemente su papel, y despues de exhalar tres suspiros, que gradualmente fueron más lánguidos, exclamó:
—¡Adela, Adela!...
Hubiérase dicho que la voz se ahogaba en su garganta, ó lo que es igual, que se le atragantaba el amor y que no podia salirle del pecho para comunicarlo á la sensible jóven.
Esta se estremeció, y bajando más la cabeza, murmuró dolientemente:
—¡Eduardo!...
—Si todo lo que se siente pudiera expresarse, si cuando el corazon, abrasado y destrozado, y el alma... ¡Oh!... perdone usted, Adela... estoy trastornado, estoy loco.
—¡Ay!...
—Sufro mucho, Adela.
—¡Que sufre usted!—replicó la robusta jóven, levantando al fin la cabeza y mirando al tahur.
—¿Es posible que usted no lo haya comprendido?
—¡Ay!—volvió á decir Adela.
—No puedo más, no puedo más...
—¡Eduardo!...
—Tal vez para terminar mi vida vengo en busca de la luz de los ojos de usted, como la mariposa que busca la llama donde ha de abrasarse; pero la muerte es preferible á mi situacion, porque la muerte es el descanso, es el olvido...
—¡La muerte!... ¿Pero está usted loco?
—Loco estoy, sí, ya lo he dicho.
—¡Ay!...
—Y la culpa es de la negra fatalidad que me persigue, la negra fatalidad contra la que es inútil toda lucha. Ya sé que usted no me ama, y que para otro más feliz guardará el tesoro de sus encantos, de sus hechizos arrebatadores; el tesoro de sus virtudes y de su angelical ternura...
—No, no.
—Pero quiero salir de dudas, quiero sucumbir de una vez bajo el peso de la espantosa realidad que me espera.
Adela se movió con señales de gran desasosiego.
Suspiró una y otra vez, abrió y cerró el abanico, y al fin exclamó:
—¡Dios mio!...
—Pronuncie usted la sentencia.
—Pero...
—Pronúnciela usted... ¡oh!... las vacilaciones de usted son demasiado elocuentes; usted no me ama, no es usted dueña de su corazon...
—Se equivoca usted...
—Pues si otro dichoso mortal no ha encendido en su pecho la llama inextinguible de una pasion...
—Le digo que se equivoca.
—No me ama usted, Adela.
—¡Ay!... sí.
—¡Ah!... venga la muerte, venga todo...
—No hable usted de cosas tan tristes...
—¡Me ama usted!... ¿Es posible tanta dicha? ¿No estoy soñando? ¿No he perdido la razon?
—Pero mamá...
—No será tan cruel que me destroce el alma.
—Déjeme usted sosegarme, se lo suplico.
—¡Dejarla!...
—Nos miran...
—¿Y qué me importa?
—Luego murmurarán...
—No pueden decir sino que nos amamos, que somos felices.
No tenemos para qué seguir repitiendo las palabras de los dos amantes.
Adela consiguió despues de algunos minutos recobrar la calma, y Eduardo hizo una pintura de su amor, llegando hasta el último punto de la sublimidad y prometiendo escribir aquella misma noche unos versos que expresasen su dicha y los goces infinitos que le aguardaban en union de la hermosa rubia.
Una hora despues volvió Adela al lado de su madre, y esta le preguntó:
—¿Qué te ha dicho?
—¡Ay, mamá!
—¿Se ha explicado al fin?
—¡Qué feliz soy!
—Ahora no se dará importancia Paquita y nada tendrás que envidiarle.
—Con el amor de Eduardo no hay nada que envidiar á ninguna mujer. ¡Cuánta ternura, cuánta delicadeza!... Y dice que quiere que nos casemos en seguida, muy pronto.
—Te casarás antes que Paquita, yo te lo prometo.
—Jura que no puede vivir así, y yo... ¡Ay!
Aquella noche cenó más que nunca la mofletuda niña, porque la felicidad abre el apetito; pero lo que no consiguió fué soñar como Paquita soñaba, porque no era tan nerviosa como esta.
Al dia siguiente, todas sus amigas supieron que el matrimonio debia realizarse en un breve plazo.
Juanito llevó la noticia á la morada de don Pascual.
Paquita escuchó desdeñosamente, y dijo con ironía:
—Me alegraré que Dios los haga felices.
Doña Robustiana estaba loca de contenta, porque habia conseguido hacer un matrimonio más.
La única persona que sufria era Juanito, porque no podia resignarse á que la hija de don Pascual se casase con Alfredo.
Si le hubiera sido posible, habria estorbado semejante casamiento, y si se le presentaba la ocasion para hacerlo así, no debia dejarla pasar.
Los celos trastornan, y Juanito debia cometer más de una locura que lo pusiese en grandísimo apuro.
La situacion de todos iba á cambiar en breve.
¡Cuán dulcemente pasaron los dias para las dos parejas de enamorados!
Sin sentir se resbalaban las horas entre delicias inagotables, y la felicidad hubiera sido completa para aquellas cuatro criaturas, si á dos de ellas no les robase el sosiego un temor, que hasta cierto punto era bien fundado.
Tenia miedo Eduardo de que se descubriesen los misterios de su vida y que no se realizase el casamiento que de la noche á la mañana debia hacerlo rico, permitiéndole disfrutar de la vida como hasta entonces no habia disfrutado.
Paquita tambien temia que Alfredo se arre[75]pintiese ó se desencantase y le volviese la espalda, pues aun le parecia mentira que se casase con ella un hombre como aquel.
Así trascurrió una semana, y Alfredo se presentó, sacando un papel, entregándolo á la madre de Paquita y diciendo:
—Ya se ha hecho justicia á su esposo de usted.
—¿Qué es esto?
—La credencial que esta mañana me ha enviado el ministro. No ha hecho todo lo que le pedí; pero formalmente me ha prometido que lo hará en un breve plazo.
—No somos ambiciosos, y con el ascenso á ocho mil reales estamos satisfechos.
—¡Ocho mil reales!—replicó desdeñosamente Alfredo.—Yo no hubiera aceptado jamás esa miseria para el padre de la mujer á quien amo.
Estas palabras produjeron un efecto indescriptible.
A la madre le hizo temblar la alegría.
La hija tomó el papel y leyó, dejando escapar un grito de sorpresa al ver que á su padre, en lugar de un ascenso, se le daban tres, ó lo que es igual, doce mil reales, duplicando así el sueldo que tenia.
Esto era demasiado.
La esposa de don Pascual se sintió trastornada hasta el punto de que tuvo que beber agua[76] y vinagre, y Paquita dirigió al calavera palabras de gratitud y miradas de fuego.
Aquellas dos infelices acababan de esclavizarse.
La jóven se creia feliz, y nunca habia sido tan desdichada, puesto que acababa de perder el último resto de fuerza moral que le quedaba para poner á salvo su pureza.
¿Qué podia negar Paquita á su amante?
Si este se mostraba demasiado exigente, ella tendria que ceder á todo, pues otra cosa podia parecer una ingratitud.
Ya no necesitaba más Alfredo para terminar en pocos dias su obra.
Cuando don Pascual volvió á su casa y vió la credencial, desplegó una sonrisa y dijo cándidamente:
—Me alegro.
—Todo esto,—gritó su esposa,—me lo debes á mí.
—No lo dudo.
—Y á tu pobre hija.
—Lo reconozco así.
—Y me parece que ahora no tendrás inconveniente en pedir una licencia para que pasemos el calor fuera de Madrid.
—¿Y qué adelantaremos con tener la licencia? Para viajar se necesita dinero, y no ignoras...
—El dinero se busca, se pide.
—¿A quién?
—A un prestamista.
—Nos harian pagar de interés el ciento por ciento.
—¿Y qué importa si se han duplicado nuestros recursos?
—Si los gastamos así, nos quedaremos como estábamos.
Don Pascual hablaba juiciosamente; pero de nada le sirvió, porque entre la madre y la hija lo aturdieron, obligándole á que al fin prometiese acudir á un prestamista.
No terminó aquel dia sin que la esposa y la hija de don Pascual fuesen á visitar á todos sus amigos, para participarles el feliz suceso.
¡Doce mil reales!
Ni siquiera habian podido soñar tanta fortuna.
Si don Pascual abrigaba alguna duda en cuanto á la elevada posicion y á la gran influencia de Alfredo, disipóse completamente al ver que en pocos dias y con poquísimo trabajo, habia conseguido lo que para cualquier pobre empleado debia parecer un imposible.
El calavera era ya como el ángel bueno para la familia Bonacha.
Cuando hablaba era escuchado con respeto profundo, y si se tomaba la libertad de dar algun consejo, se ponia inmediatamente en prác[78]tica, pues de no hacerlo así hubiera parecido inferir una grave ofensa al generoso protector.
Tampoco se adoptaba resolucion alguna sin conocer la opinion del calavera.
Tanto respeto, tanta sumision, debilitó algunas veces el valor de Alfredo para consumar el abuso con que intentaba coronar su obra.
¿No era una cobardía herir mortalmente á los que no podian luchar ni oponer la más leve resistencia?
Así lo pensó el depravado jóven alguna vez; pero discurriendo torpemente, creyó que retroceder era una cobardía.
Paquita habia sido ya objeto de las burlas y de las conversaciones de Alfredo, con sus amigos.
Ella no sospechaba nada de esto, sino que creia que representaba un gran papel.
¿A quién debia exigirse la responsabilidad de las desgracias que amenazaban á la familia de don Pascual?
A este le parecia que su esposa y su hija iban por mal camino; pero le faltó el valor para oponerse á las contínuas locuras que las dos mujeres intentaban.
Paquita, sin conocimiento del mundo, ni mucho ménos del corazon humano, se habia dejado deslumbrar, habia soñado imposibles, y con la tranquilidad de su ignorancia habíase colocado[79] en la resbaladiza pendiente que debia conducirla al abismo.
No sabia la infeliz, con cuánta facilidad se desprestigia una mujer, y tampoco se le alcanzaba cómo es objeto de desprecio y burla cuando ha perdido el prestigio.
Ningun hombre que estimase en algo su dignidad, podia decidirse á ser esposo de la jóven.
Y sin embargo, ella no habia cometido ninguna grave falta, y podia envanecerse con la pureza de su honra.
Empero sobre ella habia caido el ridículo, y esto era lo peor que podia sucederla.
Todos los hombres se creen con derecho para hablar en cierto lenguaje y para atreverse á todo, cuando se trata de una de esas infelices que se encuentran en la misma situacion que Paquita.
¿Quién respeta á la que no sabe hacerse respetar?
No basta que una mujer sea virtuosa, es preciso que sea digna, porque la dignidad es lo que infunde respeto.
Y la dignidad no está reñida con la pobreza.
A los ricos se les perdona todo fácilmente, mientras que á los pobres no se les perdona nada.
Por eso los pobres tienen que mirar más cuidadosamente lo que hacen.
Una mujer rica puede siempre abrigar la esperanza de hacerse estimar por su dinero y por su elevada posicion; pero las pobres que carecen de estos recursos, ¿qué les queda si olvidan el decoro?
Hablaron las dos mujeres al calavera del sacrificio que habian exigido de don Pascual.
Alfredo dió otra prueba más de entendimiento y astucia, diciendo que el padre de Paquita pensaba cuerdamente, pues no siempre conviene hacer lo que se desea, sino lo que debe hacerse, y siguiendo sobre este punto la conversacion, acabó por decir:
—Yo tampoco, señora, podré salir de Madrid este año.
—En ese caso nos quedamos,—se apresuró á responder Paquita.
—No se quedarán ustedes, porque me complacerán aceptando lo que ya he querido ofrecerles más de una vez.
—Caballero...
—No imaginen ustedes que voy á poner mi bolsillo á su disposicion; pero sí mi casa de recreo en las cercanías de Hortaleza. El sitio es delicioso, y me parece que se encontrarán ustedes allí muy bien. Al mismo tiempo me prestarán ustedes un gran servicio, porque la casa está en un lastimoso abandono y los criados que hay allí hacen lo que se les antoja. Yo podré ir[81] á visitarlas á ustedes casi todos los dias, y así no me privaré de la dicha de verlas.
La proposicion era deslumbradora.
Alfredo probó, como dos y dos son cuatro, que la madre y la hija tendrian allí cuanto necesitasen, sin que esto representase para él ningun sacrificio.
Las señoras de Bonacha no necesitaban dinero para hacer este viaje, y don Pascual podria muy bien pasarse solo una temporada, aprovechando los domingos para ir á dar un abrazo á su esposa y á su hija.
Sintió esta que el alma le retozaba alegremente en el cuerpo, y le costó mucho trabajo disimular la turbacion de su inmenso júbilo.
A la madre le parecia tambien delicioso habitar en una casa magnífica, y estar servida por un ejército de criados y tener todas las comodidades que tienen los ricos.
¿Por qué habia de morirse sin disfrutar todo esto?
Su marido jamás habia de proporcionárselo, y era una tontería desaprovechar la ocasion.
Respondieron que no mil veces; pero se dejaron convencer, y al fin aceptaron como si quisieran dar una prueba de gratitud.
Apenas se fué Alfredo, entregóse Paquita á los trasportes de su júbilo, y se ocupó en revisar y arreglar su pobre equipaje.
Cuando don Pascual supo lo que sucedia, hizo un gesto de desagrado.
—¿No te parece bien?—le preguntó su esposa.
—Tanto me disgusta lo mucho como lo poco.
—Está visto, has nacido para ser pobre, y todo lo grande te asusta.
—Me parece que nuestra modesta posicion...
—Calla, Pascual, y no digas tonterías... Pues qué, ¿no somos tan señoras como la primera? Siempre estás haciéndote el humilde, y por eso no has medrado, ni medrarás.
—La humildad nada tiene que ver con que mi hija vaya á vivir precisamente á la casa de su novio, porque el mundo siempre piensa mal, y puede suceder...
—El novio se queda en Madrid.
—No importa.
—Y sobre todo, no podemos hacer un desaire al hombre á quien le debemos toda nuestra fortuna. ¿Qué sucederia si se enfadase? Nuestra hija perderia el más brillante porvenir, y tendria que resignarse á ser esposa de un hambriento como Juanito, si es que alguno queria casarse con ella.
Lo mismo que siempre, á don Pascual le faltó el valor para oponerse á los deseos de su mujer y de su hija.
Tres dias despues se despidieron de doña[83] Robustiana y sus amigos, y á las diez de la mañana siguiente se detuvo un lujoso faeton á la puerta de la casa de don Pascual.
El faeton era de Alfredo.
Un criado con librea subió para decir á las señoras que el carruaje esperaba.
Se bajó el equipaje, que se encerraba todo en un cofre de respetable antigüedad.
Paquita estaba ataviada vistosamente, y su madre se habia puesto el mejor de sus vestidos.
Don Pascual iba y venia por la habitacion sin pronunciar una palabra.
Llegó el momento feliz.
Bajaron los tres.
Las dos mujeres se acomodaron en el carruaje, con asombro de los vecinos, que las contemplaban y hacian toda clase de comentarios.
Don Pascual tenia que ir á su oficina.
El faeton se puso en movimiento, y desapareció en pocos instantes.
Exhaló un triste suspiro el infeliz Bonacha.
Sentia oprimido el corazon.
Su instinto no le engañaba.
¡Pobre Paquita!
Caras habian de costarle sus necedades.
Juanito estaba desesperado, porque habia concluido por enamorarse ciegamente de Paquita.
A todas horas se le veia triste y meditabundo, y en vano doña Robustiana intentó consolarlo, abriéndole camino para un nuevo amor.
Pasaron los dias y las semanas con una lentitud horrible para el jóven.
Hay un refran que dice: «Bien vengas mal, si vienes solo.»
El refran debia cumplirse, y una mañana, al presentarse en su oficina, supo Juanito que estaba cesante.
El golpe no podia ser más terrible.
Habia perdido el objeto de su amor, y perdia[85] tambien su empleo, que era lo mismo que perder la comida, puesto que no tenia otro recurso para vivir.
El fingido calavera quedó anonadado.
Le perseguia la más negra fatalidad, mientras que la fortuna sonreia á la mujer que lo miraba desdeñosamente y lo rechazaba con espantosa crueldad.
¿Qué le era posible hacer en tan triste situacion?
Nada tenia que hacer más que acudir á los que otras veces lo habian protegido, para que empleasen su influencia y lo repusiesen en su empleo.
En hacerlo así se ocupó Juanito, y despues de dos semanas consiguió que le diesen una carta, recomendándolo al conde de Romeral, que necesitaba los servicios de un jóven honrado, bien educado y de mediana inteligencia.
No le ofrecian otra cosa á Juanito, y le fué preciso aceptar, pidiéndole á Dios que el conde lo encontrase de su agrado.
Eran las tres de la tarde cuando nuestro jóven, despues de ponerse su corbata más vistosa y sus guantes de color de perla, fué á la suntuosa morada del conde de Romeral.
Tenia este una hija jóven y hermosa, y que debia heredar su título y sus riquezas, y Juanito, pensando como Paquita pensaba, soñando[86] como habia soñado siempre, supuso que era posible que su persona interesase á la hija del conde, en cuyo caso debia considerar hecha su fortuna.
El mes de Agosto corria, y debemos advertir que las señoras de Bonacha debian muy pronto regresar á su humilde vivienda de la calle de San Lorenzo.
Lo que habia sucedido en la deliciosa casa de recreo, lo sabremos despues; pero ahora es preciso que fijemos toda nuestra atencion en el desdichado pretendiente.
—¿El señor conde?—preguntó.
—Tiene visita,—le respondieron.
—No importa, esperaré, porque he de entregarle una carta da su amigo el señor don Pedro de Almendares.
—¡El señor de Almendares!... Eso es otra cosa. Se pasará recado á su excelencia, porque la visita que tiene es de mucha confianza, y tal vez no haya inconveniente para que sea usted recibido.
El criado desapareció, volviendo un minuto despues para decir:
—Pase usted, caballero.
Siguió Juanito al sirviente, y despues de atravesar muchas habitaciones ricamente amuebladas, entró en una donde habia tres personas: el conde, su hija y el amigo de tanta confianza á quien habia aludido el criado.
El conde de Romeral tenia sesenta y cinco años: era de escasa estatura, enjuto de carnes, de rostro aguileño, pálido y enfermizo, y ojos pequeños, redondos y hundidos.
Recostado en un ancho sillon y envuelto en su bata, apenas podia distinguírsele, pues estaba colocado en el sitio más oscuro de la habitacion.
Indolente por carácter y por costumbre, era uno de esos hombres que hacen un gran sacrificio cuando tienen que ocuparse de algun negocio, y aunque para los suyos tenia más servidores de los que en realidad necesitaba, faltábale todavía uno que á todas horas se encontrase á su disposicion y que se ocupase de ciertas pequeñeces en que no podian entender los demás.
No tenia el conde más hijos ni parientes que la bellísima jóven que á su lado se encontraba, y en ella habia concentrado todo su cariño.
El conde de Romeral era un hombre honrado en todos sentidos, y puede decirse que no tenia más defecto que su pereza.
En cuanto á su carácter, presentaba contrastes dignos de mencion, pues mientras unas veces se le veia caer en una melancolía profunda, otras veces hablaba, bromeaba y reia como un niño.
Si se enfadaba, no duraba su arrebato más[88] de medio minuto, y luego parecia muy pesaroso de haberse dejado llevar por la cólera.
Con semejante padre, era la jóven completamente feliz, y ella disponia á su antojo y como absoluta dueña, pues el anciano no queria tomarse la molestia de mandar.
Además de estas cualidades, era el conde muy sencillo, lo mismo en su lenguaje que en sus costumbres, pues á lo único que le daba valor en el mundo era á la honra.
Dotado de un gran fondo de benevolencia, juzgaba favorablemente á todo el mundo, y por consiguiente no habia nada más fácil que engañarlo.
Su hija, que tenia veintidos años, era un verdadero prodigio de belleza, y aunque habia heredado muchos de los nobles sentimientos de su padre, estaba muy lejos de ser tan benévola y tan sencilla como este.
Juanito la contempló admirado mientras saludaba, y al fijar la atencion en la otra persona que se encontraba allí, no pudo el jóven pretendiente contener una exclamacion de sorpresa y de disgusto.
Habia reconocido al dichoso Alfredo, á su odiado rival.
Alfredo saludó ceremoniosamente á Juanito, pero como se saluda á la persona á quien ya se conoce.
Vióse Juanito obligado á corresponder cortésmente al saludo, y el conde, con su llaneza característica, dijo:
—¿Segun veo, se conocen ustedes?
—Sí,—respondió el pretendiente.
Y para que no se le acusase de grosero ó mal educado, añadió:
—Tengo ese honor.
Contentóse Alfredo con hacer un movimiento de cabeza.
El anciano tomó la carta que le presentó Juanito, y con mucha dulzura le dijo que se sentase.
Luego entregó á su hija el papel, mandándole que leyese, so pretexto de que la debilidad de sus ojos no se lo permitia á él.
En aquellos momentos la situacion de Juanito era un tanto peligrosa, y sobre todo muy penosa.
Las veces que por casualidad se habia encontrado con Alfredo en la vivienda de la familia Bonacha, el jóven empleado, siguiendo su costumbre de aparecer el hombre rico y calavera, habló de los muchos recursos con que contaba para vivir desahogadamente, para satisfacer todos sus caprichos y para pagar todas sus locuras.
Y despues de haberse dado tan impremeditadamente los aires de gran señor, solicitaba una[90] ocupacion muy subalterna y mezquinamente retribuida, alegando como título principal la circunstancia de no contar con recursos para atender ni aun á sus más urgentes necesidades.
Todo esto tenia que hacerlo en presencia de Alfredo, que por añadidura era su afortunado rival.
Pensó tambien el infeliz jóven que tal vez valia más que la que llevaba, la recomendacion del aristocrático calavera, y que quizás de este dependia el resultado de la pretension, pues era amigo íntimo del conde y de su hija, y debia ejercer en aquella casa grandísima influencia.
¿Se concibe humillacion igual?
Y Juanito no podia quejarse de la fortuna, puesto que lo que entonces le sucedia era obra suya exclusivamente: eran consecuencias inevitables de la série de necedades y tonterías que habia cometido.
¿No comprenden esto los desdichados que se dejan extraviar?
Alfredo se recostó indolentemente en el sillon que ocupaba, y miró al desdichado Juanito con un si es no es de irónica burla, capaz de hacer perder la paciencia aun al hombre que tuviese tanta calma como don Pascual.
Juanito experimentaba un malestar inexplicable, y era posible que cometiese muchas torpezas.
Alternativamente se ponia su rostro pálido como el de un cadáver, ó colorado como una cereza.
Para colmo de desdichas, la hija del conde tenia que leer en voz alta, y por consiguiente Alfredo se enteraria del contenido de aquella carta, en que se presentaba al pretendiente como á un pobre infeliz en todos sentidos.
Hubiera querido Juanito que en aquellos momentos se lo tragase la tierra, y á serle posible habria recogido aquella carta y renunciado á la colocacion que debia darle de comer.
Nada de esto le hubiera sucedido á presentarse toda su vida modesto, aunque con dignidad y enorgulleciéndose, no con las corbatas de vivos colores y el dinero que no tenia, sino con su honradez y su pobreza.
Clotilde, que así se llamaba la hija del conde, leyó lo siguiente:
«Señor conde de Romeral.
»Mi estimado amigo: El dador, don Juan Gonzalez, es un jóven muy desgraciado, pues acaba de quedar cesante, perdiendo así el único recurso con que contaba para comer. Lo conozco hace algunos años, y de muy buena voluntad lo he protegido en cuanto me ha sido posible, pues así lo merece por sus buenas costumbres y su triste situacion.
»Si usted acepta sus servicios, no creo que se arrepentirá, porque me parece que tiene bas[92]tante inteligencia para los asuntos en que usted ha de emplearlo, y con todos sus jefes ha probado ser obediente y discreto.
»Tiene muy buena letra, y conoce bastante bien la ortografía.
»Me intereso mucho por su suerte, y le agradeceré que le dispense su proteccion.
»Ruego á usted haga presente mis cariñosos recuerdos á Clotilde, y usted disponga de su mejor amigo, Q. B. S. M.—Pedro de Almendares.
»P. S. No he visto estos dias á nuestro amigo Alfredo, y por esta razon no he podido rogarle que una su recomendacion á la mia, para que el jóven Gonzalez quede al servicio de usted.»
Este último detalle era un golpe más terrible que ninguno.
Cuando el señor de Almendares hacia mencion de Alfredo, era porque la recomendacion de este tenia muchísima importancia, y ya no podia dudarse de que, si Juanito obtenia el empleo de que tanto necesitaba, lo deberia en gran parte al rival á quien tanto odiaba, al hombre á quien habia querido tratar de potencia á potencia.
El pretendiente no conocia el contenido de la carta, porque esta la habia recibido cerrada: si la hubiese leido, tal vez no la habria entregado.
La sorpresa le aturdió.
Apenas acertaba á darse cuenta de lo que le[93] sucedia, y hubo momentos en que creyó que estaba soñando.
—Vean ustedes una coincidencia bien rara,—dijo el conde.
—Ciertamente,—añadió su hija.
Y dirigió á Saavedra una mirada, que queria decir:
—Decide sobre la suerte de este desgraciado.
Alfredo volvió á cambiar de postura.
Desplegó una dulce sonrisa, y le dijo al conde:
—Ya ha visto usted que este caballero no me es desconocido, y por consiguiente no necesito que me lo recomiende el señor de Almendares. Le agradeceré á usted mucho que lo tome á su servicio, y si por cualquiera razon no le conviene hacerlo así, le hablaré al ministro para que sea nuevamente colocado con un ascenso.
Juanito, para cumplir los deberes que impone la buena educacion, debió dar las gracias á su rival; pero tal era su turbacion, que no pudo articular una silaba.
—Señor Gonzalez,—dijo el conde,—bien puede usted asegurar que es el hombre más afortunado del mundo. Se quedará usted á mi servicio, si es que le conviene, y yo haré por usted cuanto me sea posible. Si prefiere usted una posicion oficial, nuestro amigo Saavedra se la ofrece;[94] pero en esta época de agitacion y revueltas políticas, ningun empleado puede considerarse seguro, aunque cumpla su deber, mientras que en mi casa tendrá usted asegurado su porvenir.
—Gracias, señor conde,—dijo por fin Juanito.
—¿Cuánto sueldo tenia usted?
—Cuatro mil reales.
—Es una miseria, y no comprendo cómo podia usted atender á todas sus necesidades. Bien es verdad, que con su buena conducta ha podido hacer milagros. Yo le hubiera ofrecido á usted doble de lo que tenia; pero ahora le ofrezco triple, es decir, cincuenta duros cada mes, porque tengo la obligacion de complacer al mismo tiempo á dos de mis mejores amigos, al señor de Almendares y al señor de Saavedra. Soy muy caprichoso, como todos los viejos, y á mi hija la sucede casi lo mismo, y para ciertos asuntos, que no tienen más importancia que la que nosotros les damos, es para lo que tenemos necesidad de los servicios de usted. Será usted, como si dijésemos, nuestro secretario íntimo, y si se pasa un mes sin que tenga usted que hacer nada, en cambio llegará un dia que trabaje usted con exceso. ¿Le parece á usted bien? Creo que sí, y por consiguiente nada tenemos que hablar. Mañana vendrá usted á las diez, se instalará en mi despacho, y luego veremos si hay algo que hacer. Lo que mi hija disponga, aunque sea un desa[95]tino, está bien dispuesta, y si yo doy una órden y ella otra contraria, hay que obedecer ante todo lo que ella mande, porque si no se enfadaria, y yo no quiero que á mi lado nadie se disguste. Ya irá usted conociendo las interioridades de la casa, y en cuanto á nuestros amigos, le advierto que el señor de Saavedra es el único verdaderamente íntimo, porque sus relaciones con nosotros tienen un carácter y un fin distinto de las relaciones con los demás.
No necesitaba Juanito más explicaciones para comprender que Alfredo amaba á Clotilde y era correspondido con conocimiento y aprobacion del conde.
Hasta cierto punto, era esto muy agradable para el infeliz pretendiente, pues le daba la seguridad de que, más ó ménos tarde, Paquita recibiria un desengaño.
Además, se le presentaba la ocasion de vengarse terriblemente, sin provocar un lance con su rival.
Las heridas abiertas en el amor propio producen vértigos.
Mucho odiaba Juanito á Saavedra; pero su ódio se encendió más y más desde que se vió humillado y representó el más triste de los papeles.
Le atormentaba horriblemente la sola idea de que el pan que habia de comer, se lo debia precisamente á su afortunado rival.
Mal que le pesase, tenia que reconocer su pequeñez en comparacion de Alfredo, y como no tenia valor para rechazar abiertamente lo que se le ofrecia, era forzoso que pensara en vengarse.
Maquinalmente pronunció Juanito algunas frases de gratitud, y prometiendo cumplir su deber como mejor pudiera, despidióse y salió.
Cuando se encontró en la calle, miró á todos lados como si no reconociese el sitio.
Su cabeza se abrasaba, y apenas podia respirar.
El infeliz tuvo que volverse á su casa para entregarse allí con libertad completa á sus amargas reflexiones.
Una y otra vez acusó á Paquita, que lo despreciaba, que no hacia justicia á sus nobles sentimientos y sanas intenciones.
Se veia despreciado por un hombre que amaba á otra.
¿No reconoceria Paquita su error cuando recibiese el terrible desengaño?
¿No amaria entonces al que con la mejor buena fe le ofrecia su ternura?
Así creyó Juanito que debia suceder; pero con esto no quedaba satisfecha, pues necesitaba que sufriese mucho su odioso rival.
No hay enemigo pequeño, dice el adagio, y el más pequeño es á veces el más temible.
Acordóse Juanito de la fábula del águila y el escarabajo.
Si Alfredo era el águila, Juanito podia muy bien hacer lo que el escarabajo habia hecho.
Sobre ser escasa la inteligencia de Juanito, hay que tener en cuenta que estaba profundamente trastornado.
Lo que acababa de suceder habia sido muy desagradable tambien para Alfredo.
No estaba este tranquilo, y con ansiedad aguardaba una ocasion en que poder advertirle á Juanito, que ni una palabra dijese sobre sus relaciones con la familia Bonacha.
Si el aristocrático calavera hubiese comprendido que una tempestad horrorosa agitaba el alma del jóven cursi, no habria perdido un instante para ir á buscarlo y exigirle que guardase silencio.
Empero no dió Saavedra tanta importancia al asunto, y en esto consistió su torpeza.
Llegó el dia siguiente.
A las diez en punto de la mañana entraba Juanito en la suntuosa morada del conde.
Estaba el jóven pálido y ojeroso, porque la noche anterior apenas habia dormido.
Los criados lo recibieron muy bien, y se instaló en el despacho, segun las órdenes que tenia.
No habian trascurrido quince minutos, cuando se presentó Clotilde envuelta en una ancha bata, que si no permitia que se dibujasen muchas de sus bellísimas formas, en cambio dejaba que otras se viesen tal vez más de lo que convenia.
Acababa de salir del lecho, y su rubia cabellera estaba en desórden.
A pesar de esto, nunca habia parecido la jóven tan arrebatadora.
Saludó á Juanito como se saluda á las personas de confianza, y le dijo que se sentase, mientras ella hacia lo mismo.
No le faltaron á Clotilde pretextos para justificar[99] su presencia allí, y con la habilidad de las mujeres del gran mundo, fué prolongando la conversacion y dándole el giro que le convenia.
Juanito estaba como fascinado y sin querer contemplaba aquellos hechizos, preguntándose más de una vez si Paquita merecia la pena de que ningun hombre sufriese por ella el más leve disgusto.
Pero estas reflexiones no podian hacerle cambiar de resolucion, sino que, por el contrario, más que nunca estuvo decidido á descargar el terrible golpe contra Alfredo, ocurriéndosele además que era posible que la hija del conde no perdonase jamás al que la habia engañado y que pensase en otro hombre.
¿Por qué Juanito no habia de conseguir algun dia interesar el corazon de Clotilde?
Así su venganza seria completa y le tocaria su vez de mirar desdeñosamente á Paquita.
Era jóven, creia que el cielo lo habia dotado de belleza personal, y le parecia que esto era suficiente para encender el corazon de una mujer.
Se equivocaba, porque no sabia que de lo que ménos se enamora la mujer es de la belleza física, y que sobre este punto sus aspiraciones y sentimientos están muy por encima de los del hombre. El talento, el valor, la gloria, la posicion social y otras circunstancias por el es[100]tilo, hacen que una mujer se enamore, más que de la juventud ó la hermosura, del cuerpo.
Su pobreza no le parecia un inconveniente á Juanito, pues sobre este punto discurria como la hija de Bonacha, recordando los ejemplos de matrimonios entre personas de fortuna muy desigual.
No hay que decir que ambos juzgaban por las apariencias, pues cuando habian visto casarse á una mujer pobre con un hombre rico, ó á una mujer rica con un pobre, no se habian tomado la molestia de examinar y buscar la verdadera causa, no habian tenido en cuenta las circunstancias de más valor.
Hacer un doble negocio, matar dos pájaros de un tiro, como suele decirse, es una cosa muy bella, y Juanito creyó que esto era lo que iba á conseguir.
Sin saber cómo, acabó Clotilde por hablar de Alfredo, y con la mayor indiferencia preguntó cómo este y Juanito se conocian.
El jóven vió el cielo abierto: la ocasion se le presentaba antes de que él la buscase, y quiso aprovecharla.
Principió por desplegar una sonrisa maliciosa, y luego respondió:
—Nos conocimos en cierta casa.
—¡Cierta casa!—replicó Clotilde.—¿Y qué quiere decir eso? ¿Usted no piensa que semejan[101]tes palabras pueden traducirse de una manera nada favorable para Alfredo y para usted?
—¡Señorita!...
—Dicen que es usted un hombre de muy buenas costumbres.
—No creo haber dado motivo para que se ponga en duda.
—Cierta casa, con el tono que usted lo ha dicho, significa el lugar donde la honra no es lo que más resplandece.
—Siento mucho haber cometido la torpeza de expresarme mal.
—Cuando uno se equivoca y rectifica, nada se ha perdido.
—Hace bastante tiempo que conozco á la familia de un empleado, cuya honradez raya en la exageracion, y en casa de esa familia es donde por primera vez ví á don Alfredo de Saavedra.
—¿Y quién es ese empleado?
—Un pobre que se llama don Pascual Bonacha, y que tenia seis mil reales de sueldo, aunque ahora tiene doce mil, gracias á la proteccion que don Alfredo le dispensa.
—Si esa familia es honrada, no ha podido emplear mejor su influencia nuestro amigo.
—Vivian con bastante estrechez.
—¿Tiene muchos hijos ese don Pascual?
—Una hija que ha cumplido veinte años, y de la que algunos dicen que es bastante bella.
Por un instante palideció el rostro de Clotilde; pero acostumbrada á disimular, desplegó una sonrisa, acercóse más á Juanito y le preguntó:
—¿Usted no opina lo mismo en cuanto á la belleza de esa jóven?
—Me parece graciosa, y nada más.
—¡Graciosa!...
—Pero es algo vanidosa.
Clotilde fijó una mirada profunda y fascinadora en el jóven, y dijo:
—¿Y cómo Alfredo ha hecho relaciones con esa familia?
—Lo ignoro, aunque, segun parece... En fin, estos asuntos son muy delicados, y no quiero mezclarme en ellos.
Otra vez palideció la hija del conde; pero hizo nuevos esfuerzos para dominarse.
—Comprendo,—murmuró.
—Si usted adivina, conste que yo nada he dicho.
—Ocupando la posicion que usted ocupa en esta casa, creo que me debe hablar con franqueza.
—Es que...
—Sin embargo, no quiero averiguar vidas ajenas. Ya veo que Saavedra sostiene amorosas relaciones con la hija de don Pascual Bonacha, y que protege al padre...
—Y ha hecho en favor de esa familia más de lo que debia esperarse: ¿Puedo ser más franco?—añadió Juanito como quien se decide á dar un paso peligroso.—Deseo para don Alfredo de Saavedra la tranquilidad y la dicha; pero ustedes son antes para mí, y quiero darles pruebas de lealtad.
Así llegó la conversacion á tomar el carácter que deseaba Juanito, lo mismo que Clotilde.
Esta ya no intentó disimular.
Las explicaciones fueron interesantísimas desde aquel momento.
Juanito dijo la verdad de todo lo que habia sucedido, sin olvidarse de la elocuente circunstancia de haber cedido Alfredo su casa de campo á la familia Bonacha para que pasase allí la fuerza del calor del estío.
Despues hizo algunos comentarios con la peor intencion del mundo.
Clotilde escuchó con tanta ansiedad como angustia.
Más de una vez se tornó lívido su rostro y sombría su mirada.
Prometió no decir á nadie quién le habia dado tan graves noticias, y atormentada por los celos y trastornada por la ira, salió del despacho.
En su semblante se revelaba la borrasca espantosa que agitaba su espíritu.
Juanito empezó á sentirse poseido de terror ante su propia obra; pero ya no podia retroceder. Habia dado el primer paso, y le seria forzoso dar el último.
Algunas horas despues se presentó Alfredo de Saavedra.
No tuvo necesidad de explicaciones, pues apenas miró á Clotilde comprendió que algo muy grave sucedia, y reflexionando le fué fácil adivinar la verdad.
¡Pobre Juanito!
Desde aquel momento debia contarse el hombre más desdichado del mundo.
Alfredo no se dejaba arrebatar fácilmente; estaba dotado de gran fuerza de voluntad, y sabia dominarse.
Buscar á Juanito para pedirle cuenta de su proceder, le pareció á Saavedra que era equivalente á olvidar su dignidad y á rebajarse hasta la pequeñez de su ruin enemigo; pero como tampoco queria castigarlo sólo con el desprecio, decidió á su vez vengarse cruelmente y de tal manera, que á Juanito no le quedase duda de la inmensa distancia que entre ambos habia.
Por su parte, Clotilde no pensaba tampoco entablar una lucha para disputar á Paquita el corazon de Alfredo, porque esto hubiese sido honrar demasiado á la hija de Bonacha.
No, no era posible que la hija del conde ol[105]vidase su orgullo de raza, porque antes preferia destrozarse ella misma el corazon y morir.
No habia dado á los amores de Alfredo con Paquita más importancia que la que se da á una locura de la juventud; pero que la mortificaba, porque heria su amor propio y porque podia tener muy graves consecuencias.
El conde, recostado en un sillon, ocupábase en leer un periódico, y Clotilde y Alfredo, en otro extremo de la habitacion, ojeaban distraidamente un álbum, y pudieron hablar con entero descuido.
—Nubes hay,—dijo Alfredo,—que empañan el cielo de tu alegaría, y sentiré que esas nubes entrañen contra mí una tormenta.
—Se equivoca usted, caballero,—replicó severamente Clotilde.
Saavedra hizo un gesto, como si quisiese decir:
—Mal principia la conversacion.
—De mujeres como yo,—añadió la hija del conde,—no deben temerse tormentas, porque cierta clase de arrebatos iracundos se los prohibe la dignidad á las señoras.
—¿Y qué me importa que te domines y aparentes calma, si el resultado, ha de ser para mí peor que si desahogases tu enojo con las palabras más duras?
—El resultado habia de ser el mismo siem[106]pre cuando se trata de un hombre que se olvida hasta de los deberes que le impone su distinguida clase.
—¡Clotilde!...
—He concluido.
—Necesito explicaciones.
—No las daré.
—Sin duda un error...
—El error es imposible cuando hay pruebas...
—Tal vez alguna calumnia...
—No.
—Y en último caso, creo que tengo el derecho de defenderme, y la defensa es imposible cuando ignoro de qué se me acusa.
—Yo tambien tengo el derecho de disponer de mi corazon.
—Ciertamente; pero cuando se han adquirido compromisos...
—Basta, caballero.
—Si no me das las explicaciones que necesito, acudiré á tu padre.
—Y mi buen padre le echará á usted en cara la fealdad de su proceder, y le preguntará si es un error ó una calumnia la desinteresada proteccion que usted dispensa á cierta familia que hoy ocupa su casa de recreo de las cercanías de Hortaleza.
Arrugóse el entrecejo del jóven.
Por un instante relumbraron sus ojos con fulgor siniestro.
—Está bien,—dijo con grave tono.
—¿Consiste en eso la defensa de usted?
—No me defiendo de lo que es absurdo, porque esto no lo hacen más que los estúpidos. Gente ruin ha querido herirme, suponiendo lo que no existe ni puede existir, porque para esa gente es inconcebible que se haga un beneficio sin otra mira que la satisfaccion de hacerlo.
Clotilde desplegó una sonrisa irónica.
—Yo soy el ofendido,—añadió Alfredo.
—Pues no espere usted de mí la reparacion.
—El tiempo lo pone todo en claro, y habrá que hacerme justicia.
—Pues bien; entre tanto...
—Habrá una víctima inocente.
—De seguro no será usted, caballero.
—Lo será esa honrada familia, porque me será preciso volverle la espalda para probar así la pureza de mis intenciones, y cuando de esta ya no quede duda, creo que tú misma serás la primera en proteger á esos desgraciados.
Creyó Clotilde que no debia continuar la conversacion, y fué á sentarse cerca de su padre.
Disimuló Alfredo como mejor pudo, y algunos momentos despues salió, fué á su casa, y mandó que para aquella noche se preparase su berlina, con objeto de ir á la casa de campo.
Cuando pasó el dia sin que nadie lo hubiese molestado, empezó á tranquilizarse Juanito, suponiendo que Alfredo no habia podido adivinar de dónde habia partido el golpe.
Ahora lector, si bien te parece, iremos á la casa de campo para conocer la verdadera situacion de la infeliz Paquita.
La esposa y la hija de Bonacha habian estado tres ó cuatro dias como el que recibe un fuerte golpe en la cabeza.
Grandes esfuerzos tenian que hacer sus facultades intelectuales, para darse cuenta de su nueva situacion.
Se habian encontrado con tres ó cuatro sirvientes, que las agobiaban en fuerza de respeto y de toda clase de consideraciones, y en todo se vieron atendidas como no era posible que siquiera imaginasen.
Para el que no tiene la costumbre de mandar, los criados son un estorbo, una gran molestia.
La esposa de don Pascual hubiera preferido estar sola con su hija; pero ésta, mintiendo como siempre, aseguraba encontrarse muy bien.
No hay que decir que los criados conocieron bien pronto que aquellas dos mujeres no se habian visto nunca en situacion igual, pues no se atrevian á dar órdenes, como quien está acostumbrado á hacerlo así, y particularmente al comer cometian muchas torpezas.
Al dia siguiente se presentó Alfredo para saber si sus buenas amigas habian descansado, y los dias siguientes les hizo tambien una visita, ya por la mañana temprano ó al oscurecer.
Cuando Alfredo iba se paseaban por el jardin, y si la madre se cansaba y se sentaba á la sombra, los dos jóvenes iban y venian hablando de su amor, cruzando miradas de fuego y permitiéndose algunas sencillas libertades, que para Paquita no tenian ninguna importancia.
Algunos dias almorzó allí el calavera, y cuando pasó una semana le dijo á la jóven que era un martirio insoportable hablar siempre en presencia de un testigo.
¿Cómo podia remediarse esto?
Para Saavedra era muy fácil, puesto que á las diez ó las once, hora en que la madre dormia, la hija podia muy bien asomarse á la ventana de su dormitorio, que daba al jardin, y allí, aspirando el aire puro y fresco de la noche,[111] contemplando el purísimo cielo y dejando que la imaginacion se remontase en alas de las más risueñas ilusiones, podian pasar dos ó tres horas de incomparable delicia.
Para entrar Alfredo en el jardin, no encontraria ningun inconveniente, puesto que aquella era su casa.
Paquita hizo alguna resistencia; pero se dejó vencer.
La ventana estaba á tres piés del suelo, y bajo la misma habia un banco de piedra, de manera que los dos amantes se encontrarian bien cerca el uno del otro.
Paquita, para acallar sus escrúpulos, se hizo el siguiente razonamiento:
—Si es peligroso hablar con el hombre á quien se ama, igual es el peligro estando á solas que con un testigo cualquiera. Cuando mi madre nos acompaña, no sabe lo que Alfredo me dice, y por consiguiente de nada sirve su presencia. Lo que Alfredo exige de mí nada tiene de particular, y mientras yo quiera guardarme, es inútil toda vigilancia, así como tambien lo seria si yo me propusiera olvidar mis deberes.
A las diez de la noche estaba Paquita puesta á la ventana, y Alfredo en el jardin, en pié y junto al asiento de piedra.
Una hora despues, que á la jóven le habia parecido un minuto, Alfredo se colocó sobre la piedra.
Así podian hablar más bajo y evitaban que algun curioso los escuchase.
¿Qué se decian?
Lo que se dicen siempre los enamorados.
Era más de la una de la madrugada cuando se separaron.
Saavedra dijo que pensaba volverse á Madrid; pero no se tomó semejante molestia, pues se quedó allí en su dormitorio, y á la mañana siguiente representó el papel de que acababa de llegar para hacer su visita de costumbre.
Tres noches despues, los dos enamorados pasaban sin sentir el tiempo, con las manos entrelazadas y cruzando frases de inmensa ternura.
Luego se quejó Alfredo del cansancio consiguiente á permanecer en pié y parado tres ó cuatro horas, mostrando deseos de sentarse y que hiciese lo mismo á su lado Paquita.
Estar sentados ó en pié le pareció á la jóven completamente igual, y se atrevió á salir de la casa, haciendo compañía en el jardin á su amante.
Llegó un dia en que se cansaban tambien de estar sentados, y paseaban cuando la luna esparcia sus nacarados resplandores.
Paso tras paso se llega sin sentir á la cumbre de la montaña que nos parece inaccesible, ó al fondo del abismo que habíamos mirado con horror.
Ninguna mujer se pierde en un solo dia, porque su perdicion es una obra lenta, de cuyos adelantos ella misma no se apercibe.
Si desde el primer momento se le dijese adónde paso á paso habia de llegar, retrocederia espantada; pero no se le exige más que un paso, uno solo, y cuando ha dada el primero se le ruega que dé el segundo, y así concluye insensiblemente por llegar adonde le parecia un imposible.
Cuando comprende su verdadera situacion se horroriza y quiere retroceder; pero ya es tarde.
La que no evita el primer paso, da el último.
¿Se comprende ahora la triste situacion de Paquita?
No habia llegado al último punto de su perdicion, pero llegaria.
En la casa de recreo debia dejarse todas sus ilusiones, todas sus esperanzas, y algo más, que más que las esperanzas valia.
Lo que sabemos ya que Juanito habia hecho para vengarse, acabó de decidir al desalmado Alfredo.
Si antes se habia detenido por algunos escrúpulos, estos desaparecieron, y exclamó:
—¡Bonito papel represento!... Guardar consideraciones á esta clase de gente, es una estupidez.
Y decidido á no reparar ya en nada, fué aquella noche á la casa de campo.
Paquita le salió al encuentro en el jardin.
No comprendia la desdichada que su reputacion estaba ya perdida en opinion de los criados; no comprendia que un hombre como Alfredo, si podia casarse con la que hubiera olvidado sus deberes, no se casaria jamás con la que olvidaba su decoro.
Dice el adagio, que no basta ser buenos, sino que es menester parecerlo tambien.
A la mujer se la perdona todo, ménos el escándalo.
Hay cierta clase de faltas que á la mujer le hacen más ó ménos mal, segun se cometen.
Una inconveniencia es á veces para una mujer mucho peor que la deshonra.
El mundo es muy celoso de su dignidad, y no perdona á quien se olvida de cierta clase de consideraciones.
De lo que aquella noche sucedió nada podemos decir, puesto que el resultado es lo que nos interesa, y hemos de verlo muy pronto.
Alfredo volvió á las cinco de la madrugada á su casa de Madrid, y se acostó.
Cuando Paquita salió aquella mañana de su dormitorio, estaba triste y preocupada.
Alfredo no fué aquel dia, ni tampoco al siguiente, sino á las once de la noche.
Una semana despues se habló del regreso á Madrid, porque el señor Bonacha decia que se encontraba muy mal sin los cuidados de su esposa.
La madre y la hija volvieron, pues, á la calle de San Lorenzo.
Su antigua habitacion les parecia horrible.
No hay nada peor que subir, si despues ha de descenderse.
Todo les parecia muy malo allí.
Determinaron tomar una criada, porque ya no comprendian que sin criados pudiera vivirse. Además, sus recursos habian triplicado, gracias á la proteccion de Alfredo y á los ahorros que hizo don Pascual mientras vivió solo.
Fueron á visitar á doña Robustiana; pero ya Paquita no parecia envanecerse con el amor de Saavedra.
La viuda preguntó cuándo se verificaba el matrimonio, y la esposa de don Pascual respondió:
—Veremos, porque ahora tiene Alfredo necesidad de hacer un viaje para arreglar asuntos de mucho interés, y no volverá hasta el mes de Octubre.
—Bien me parece eso,—repuso doña Robustiana,—muy bien, con tal que ese hombre cumpla sus promesas.
—Si usted lo conociese, no dudaria.
—Pues, hija, puedes decir que eres muy afortunada, si bien es verdad que tú mereces eso y mucho más.
—¿Y Adela?—preguntó la esposa de Bonacha.
—No tardará quince dias en casarse, pues ya están arreglando los papeles.
—¡Tan pronto!...
—Eduardo queria esperar para que sus intereses estuviesen en órden, porque ya saben ustedes que es el hombre más delicado del mundo; pero como ellas no miran el interés, porque el dinero les sobra, han querido que la boda se haga inmediatamente para emprender un largo viaje antes del otoño.
—Tampoco Adela puede quejarse de la fortuna.
—Eduardo la adora; pero no es tan rico como el señor de Saavedra, ni representa en la sociedad tan brillante papel.
—¿Y qué más puede pedir la hija de un cerrajero?—replicó Paquita.
—Si es honrada, puede pedir mucho.
La jóven palideció, y su madre se apresuró á decir:
—Mi hija tambien es honrada.
—Nadie lo ha puesto en duda.
—Y es señora desde que nació, y su padre es un caballero, y por consiguiente pertenece á otra clase. Buen papel haria la hija del cerra[117]jero entre duques y marqueses, como estará mi hija cuando se case.
—Yo deseo la dicha para las dos, y estoy satisfecha, porque me parece que las dos han conseguido lo que deseaban.
Si la esposa de don Pascual hablaba de viajes de Alfredo, era porque este habia dicho que tenia necesidad absoluta de salir de Madrid.
Esto no era un verdadero motivo de alarma, y sin embargo, Paquita empezó á perder la tranquilidad.
Doña Robustiana, con la mejor intencion, le dijo á la jóven:
—Pues los aires del campo no te han sentado muy bien, porque estás más pálida y ojerosa, y me parece que has perdido algo de tu alegría.
Paquita hizo un gran esfuerzo para sonreir.
—Me siento muy bien,—dijo.
¿Y qué pensaba de todo esto don Pascual?
Aunque parezca inverosímil, su carácter habia cambiado durante la ausencia de su familia.
Ya no sonreia constantemente: se le veia con frecuencia muy preocupado, y algunas noches dejaba de leer La Correspondencia, lo cual sorprendió mucho á su esposa.
Tampoco dormia tantas horas como antes, y habia disminuido considerablemente su apetito.
Sin embargo, don Pascual no estaba enfermo,[118] aunque si hemos de hablar con exactitud, diremos que su enfermedad era moral.
Así como el instinto le habia dicho á su esposa que Alfredo no era conveniente para su hija, el instinto tambien le hacia adivinar al honrado padre grandes desgracias.
No encontraba nada malo en lo que habia visto, y sin embargo, le desagradaba mucho.
Hizo algunas indicaciones; pero su esposa y su hija le contestaron con tantos razonamientos, que el infeliz se sintió aturdido, y tuvo que callar.
Alfredo habia dicho que trabajaba para conseguir un nuevo ascenso, y tanto ascender asustaba ya á don Pascual Bonacha.
Era este de esos hombres que creen que lo que no se justifica con claridad, es sospechoso; más aún, que no puede ser bueno.
Así daba una prueba de recto juicio, que nada tiene que ver con el talento.
Si á don Pascual le hubiese tocado el premio grande de la lotería, antes de cobrar hubiera enseñado el billete á todo el mundo para que nadie dudase de que era verdad, y para que de todos fuese conocida la procedencia de aquel dinero.
Lo mismo le sucedia en cuanto á los adelantos tan rápidos y repentinos hechos en su carrera.
¿Por qué le protegia tan decididamente un hombre á quien apenas conocia?
Esta pregunta debió hacérsela el mundo, y para explicarse el efecto intentaria buscar la causa.
Para que esta fuese adivinada no era menester más que una mediana sagacidad.
Cuando Paquita estrenaba un vestido, don Pascual sufria, y tenia buen cuidado de hacer público que su hija trabajaba y ganaba cosiendo, y que el producto de su trabajo lo invertia en comprarse ropa.
Así no daba lugar á que nadie preguntase de dónde salia el dinero que valian todos aquellos moños, volantes, pendientes y otros adornos por el estilo, pues era fácil que algun malicioso creyese que don Pascual explotaba á los que iban á rogarle que despachara pronto un expediente.
El honrado Bonacha era, pues, una víctima de los extravíos de su hija, así como esta debia ser al mismo tiempo víctima de Saavedra y de sus propias debilidades.
De todos los personajes que hemos presentado, ninguno es digno de respetuosa consideracion y lástima sino don Pascual, y aun á este debemos acusarlo, porque no tuvo valor para hacer cumplir sus deberes á su esposa y á su hija.
Muchos padres hemos conocido así, y sobre[120] haber sufrido ellos mucho, han hecho muy desgraciados á sus hijos.
«Quien bien te quiera te hará llorar,» dice el adagio.
Bonacha no habia tenido valor para hacer llorar á su hija.
Muchas veces se hace un beneficio haciendo sufrir, y esto es lo que tal vez no habia comprendido don Pascual.
El hombre que no se considera con fuerzas para sobrellevar en todos sentidos la enorme carga de la familia, no debe creársela.
Juanito no se descuidó, y apenas supo que habian regresado la esposa y la hija de don Pascual, dispúsose á proseguir su obra, yendo á casa de doña Robustiana precisamente media hora despues que habian salido la madre y la hija.
A Juanito le faltaba el valor para arrostrar frente á frente la tormenta, y buscó un camino indirecto.
Juanito estaba más flaco y más pálido que un mes antes, y esta alteracion no habia pasado desapercibida para la mirada investigadora de la mujer casamentera.
Como no era la hora de la tertulia, podian hablar con entera libertad. Además, Juanito era uno de los amigos más antiguos de la casa, y la viuda le profesaba gran estimacion.
—¿No está usted bien?—le dijo ella apenas lo vió.
Una sonrisa leve y amarga fué la respuesta de Juanito.
—Vamos á ver si nos entendemos,—añadió la viuda;—siéntese usted aquí, á mi lado... Véte, Morito.
El pobre gato tuvo que dejar la silla que ocupaba.
—Señora,—dijo Juanito,—aseguran que la fortuna me sonrie.
—Tenia usted cuatro mil reales de sueldo y dependia su suerte de la voluntad de un ministro, y ahora tiene doce mil, que puede conservar sin otras recomendaciones que las de su honradez.
—Ciertamente.
—Pero yo no puedo equivocarme como los demás.
—Doña Robustiana, usted me conoce demasiado bien...
—No quiero acusarlo porque no tomó mis consejos oportunamente.
—Harto me pesa,—respondió Juanito, suspirando tristemente.
—No tiene usted madre, y yo quise serlo...
—Tengo mucho que agradecerle á usted, y mucho de qué acusarme.
—Lo que ya se hizo no puede deshacerse; pero tampoco debe perderse la esperanza de que se remedie el mal.
—¡Remedio!... no lo hay.
—¿Y por qué?
—Paquita se ha deslumbrado y creo que se ha enamorado ciegamente, y aun cuando no fuese así, no seria posible que rechazase á un[123] hombre como Saavedra para casarse con un hombre como yo, ni yo tampoco he de exigirle que por mi felicidad haga semejante sacrificio.
La viuda desplegó una sonrisa irónica, y preguntó:
—¿Cree usted que don Alfredo de Saavedra se casará con Paquita?
—Al ménos así parece que sucederá.
—Es usted muy jóven, y yo soy vieja; conozco el mundo, y usted no lo conoce, aunque se ha empeñado en hacernos creer que es un hombre muy corrido y casi cansado de la vida. Si yo no tuviese del corazon humano el conocimiento que tengo, no habrian salido de mi casa con marido muchas mujeres que entraron sin él y sin esperanzas de tenerlo. Y no vaya usted á decirme que algunos de esos matrimonios son desgraciados, porque yo nada tengo que ver con eso. Si una mujer necesita marido, se lo proporciono, y á ella le toca ver si le conviene, aunque si hemos de decir la verdad, tanta razon tendrian ellos para quejarse como ellas.
—¿Adónde va usted á parar, doña Robustiana?
—Quiero convencerlo á usted de que no me equivoco fácilmente en esta clase de asuntos.
—Estoy convencido.
—Paquita no se casará con Alfredo, porque yo sé muy bien lo que una mujer tiene que ha[124]cer para casarse, y ella está haciendo todo lo contrario.
—Tiene usted el don de adivinar.
—¿Lo cree usted así?
—Lo creo, porque conozco antecedentes de mucha importancia.
—Explíquese usted, porque hoy hemos de hablar con franqueza y hemos de combinar nuestro plan de campaña.
—Le confiaré á usted un secreto.
—Sepamos.
—Don Alfredo de Saavedra ama á otra mujer rica y de elevada clase.
—¿Lo ve usted?
—Y esa mujer le corresponde.
—Ya pareció aquello.
—Mis noticias son exactas, puesto que...
—Sí, esa mujer amada por Saavedra debe ser la hija del conde de Romeral.
—Exactamente.
—¿Y es posible que pierda usted la esperanza?... Recobre usted la tranquilidad, que más ó ménos tarde, Paquita se verá abandonada; comparará entonces el corazon de usted con el de Saavedra, y haciéndole justicia, le amará.
—¡Ah!—exclamó Juanito, empezando á reanimarse.
—Deje usted este asunto á mi cargo, que yo lo arreglaré.
—Pero el secreto que acabo de confiarle...
—Lo explotaré con habilidad...
—Piense usted...
—Es usted un niño.
—Doña Robustiana...
—Hemos terminado.
—Pues bien; queda en manos de usted mi porvenir, mi felicidad, mi vida.
—¿Ama usted de veras á Paca?
—Con frenesí.
—Pues será usted su marido.
En el colmo del entusiasmo besó con ternura filial Juanito las redondas manos de la viuda, y esta juró una y otra vez que cumpliria lo que habia prometido.
El cumplimiento de esta promesa debia ser una nueva desgracia para Juanito.
Separáronse, y al dia siguiente la viuda fué á visitar á la familia Bonacha.
La recibieron muy bien; pero con esa benevolencia que el superior dispensa al inferior.
Disimuló doña Robustiana y dijo para sí:
—Antes de cinco minutos me habreis pagado la ofensa.
Y luego añadió en vez alta:
—No pensaba venir hoy; pero he pasado por la esquina, y me parecia un crímen no subir.
—Mucho le agradecemos á usted sus demos[126]traciones cariñosas,—respondió la esposa de don Pascual.
Doña Robustiana miró muy atentamente á Paquita, y despues de algunos minutos le preguntó:
—¿Conoces á la hija del conde de Romeral?
—No,—respondió la jóven.
—Pero la conocerá cuando se case,—se apresuró á decir la esposa de Bonacha,—porque entonces se visitará con toda esa gente.
—En cuanto á la hija del conde...
—¿Qué?
—Nada, nada,—respondió la viuda.
Sus reticencias, el tono con que hablaba y hasta sus gestos, daban mucho valor á lo que acababa de decir, por más que al parecer no hubiese dicho nada.
Estremecióse Paquita y densa palidez cubrió su rostro.
—¿Pero por qué,—dijo,—nombra usted ahora la hija del conde de Romeral?
—Por nada, absolutamente por nada... es que me ha ocurrido... En fin, hablemos de tu próxima felicidad.
—Doña Robustiana, las palabras de usted tienen mucha intencion, y se lo digo así, porque siempre hablo con mucha claridad.
—Pues bien; ya que te empeñas me explicaré, aunque no pensaba hacerlo, porque estos asuntos son muy delicados.
—¿Qué quiere usted decir?—preguntó la madre de Paquita, que empezaba á dejarse arrebatar por la cólera.
—Digo lo que es verdad, y cuando sucede una cosa, la culpa no es mia, sino de quien la hace. Y basta con esto, porque el buen entendedor no necesita muchas palabras. Estoy mortificándote, no se me oculta; pero todo esto prueba que me intereso mucho por tu suerte. Ahora averigua, reflexiona y determina lo que te parezca mejor; pero me tomaré la libertad de aconsejarte, que no dejes pasar mucho tiempo para hacer tu boda, pues me parece mejor sistema el de Adelita. Ya sabes aquel refran que dice, que pájaro en mano vale más que ciento volando.
No es posible que se comprenda el efecto que produjeron estas palabras.
La madre y la hija hablaban á la vez y le exigian á doña Robustiana terminantes explicaciones.
¿Qué más podia decir la viuda?
Sin embargo, tan apurada se vió, que acabó por exclamar:
—¡Hablaré, hablaré!
—Ya escuchamos.
—Don Alfredo de Saavedra está enamorado, ó por lo ménos es novio, de la hija del conde de Romeral, y ella lo ama, y el padre aprueba esos[128] amores, y el casamiento es asunto tratado muy formalmente. Este compromiso no puede romperse sin producir un escándalo, y como las personas de cierta clase tienen al escándalo más miedo que á la muerte, debe suponerse que la hija del conde se casará con Saavedra aunque se odien.
La madre y la hija quedaron anonadadas.
La primera apenas podia respirar, y tal fué su trastorno, que tuvo que acudir á su remedio favorito de beber agua y vinagre.
Paquita tambien temblaba; pero no á impulsos de la ira, sino del terror.
Habia inclinado sobre el pecho la cabeza, y no se atrevia á arrostrar la mirada de la viuda.
¡Infeliz!
Algunos dias antes le hubiera sobrado valor para soportar el golpe.
¿Qué seria de ella, si Alfredo de Saavedra la abandonaba?
Nosotros, que conocemos el terrible secreto de su amor, podemos apreciar sus mortales angustias.
Doña Robustiana no creyó conveniente prolongar aquella visita, y se dispuso á salir.
La jóven, que pocos minutos antes se habia mostrado tan orgullosa, se acercó á la viuda, la cogió las manos, se las estrechó cariñosamente, y le dijo con humilde tono:
—Doña Robustiana, usted me quiere casi tanto como mi madre.
—Creo que sí.
—No puede usted desear que yo me vea en ridículo.
—Me parece que no tengo un alma tan depravada.
—Pues bien; yo le suplico...
—De lo que hemos hablado nada sabrá Adela ni ninguno de los amigos que me visitan.
—Gracias.
—Hago excepcion de Juanito, porque ya sabes que este...
—Sí, esta empleado en la misma casa del conde de Romeral, y supongo que por él habrá usted tenido esas noticias.
—¡Si lo vieses!... El pobre está que pueden ahogarlo con un cabello.
Paquita suspiró tristemente.
—Te ama como no puede amarte ningun hombre.
La esposa de don Pascual volvió á tomar parte en la conversacion, y dijo:
—Lo que tiene Juanito es rábia porque mi hija no lo ha querido, y para vengarse se ocupa en llevar y traer chismes y cuentos.
—Si es verdad que Saavedra y la hija del conde se aman, lo que á consecuencia de esto pueda suceder no es culpa de Juanito.
Despidióse y salió doña Robustiana, dejando en aquella casa el gérmen de profundos trastornos.
Cuando la madre y la hija quedaron solas, entregáronse á todos los trasportes de la desesperacion.
La madre amenazaba terriblemente.
La hija juraba que no cederia con facilidad, que disputaria palmo á palmo el terreno, y que antes consentiria morir que declararse vencida.
No habian trascurrido dos horas, cuando Alfredo se presentó.
Lo mismo que le habia sucedido algunos dias antes en casa del conde, le sucedió al entrar en la vivienda de Bonacha, es decir, que al primer golpe de vista comprendió que algo muy grave sucedia.
La esposa de don Pascual, con pretexto de atender á sus faenas, fué y vino, dejando á los dos enamorados en libertad completa para que hablasen.
No era posible que Paquita se encerrase en su dignidad y se mostrase reservada lo mismo que Clotilde.
Habia entre ambas grandísima diferencia, y sobre todo la hija de Bonacha habia perdido su fuerza moral, y su situacion la obligaba á colocarse en otro terreno y á seguir distinto sistema.
Fijó en Alfredo una mirada, que más que severa era dolorosa, y le dijo:
—¿Recuerdas todo lo que ha sucedido desde que tuve la debilidad de amarte ciegamente?
—No lo he olvidado,—respondió Saavedra con una frialdad espantosa.
—Pues bien; es preciso que yo sepa lo que debo esperar.
—Debes esperar que yo te ame siempre.
—Eso es muy vago.
—¿Pues qué más deseas?
—Lo que exige mi honor, que he sacrificado por tí.
—Paca, te aconsejo que dejes ese tono trágico, porque...
—Me engañas, Alfredo,—interrumpió la jóven sin poder contenerse.
—¡Que te engaño!...
—Amas á otra.
—No es verdad.
—Tengo pruebas.
—Todo lo adivino... ¡Oh!... ese mozalbete estúpido se ha empeñado en que yo me rebaje hasta el punto de darle una leccion durísima. No te pido explicaciones, porque no las necesito.
—No he visto á Gonzalez hace ya mucho tiempo.
—Pero él habrá hecho llegar hasta tí sus mentiras, porque está desesperado, y como el[132] valor le falta para disputarme tu amor, hace lo posible para desunirnos. Ya se ha ocupado de tí en casa del conde de Romeral, y ciertamente no te favorece mucho lo que ha dicho. Lo he despreciado y lo he perdonado; pero ahora veo que mi generosidad lo alienta, y me será preciso adoptar otra resolucion.
—Todo el mundo dice que es convenido tu casamiento con la hija del conde.
—Todo el mundo puede decir lo que quiera; pero la verdad es que no pienso casarme.
—Pues dame una prueba de tu amor, una prueba de la rectitud de tus intenciones; una de esas pruebas que no dejan lugar á dudas y que me tranquilice para siempre.
—¿En qué puede consistir esa prueba?—dijo Alfredo mientras encendia un cigarro.
—Nuestros amores no pueden tener más que un término: unirnos con lazos indisolubles...
—Paca,—interrumpió Saavedra,—asuntos tan graves no pueden tratarse ligeramente.
—Ahora no tenemos que hacer otra cosa,—repuso Paquita.
—Te equivocas, porque esta misma noche debo partir.
—¡Te vas!...—exclamó Paquita con acento de terror.
—Pero volveré, descuida.
—¡Te vas!...—volvió á decir la jóven.
—He recibido una carta que me obliga á ponerme en camino inmediatamente.
—¿Y mi honra, Alfredo, y mi honra?—gritó desesperadamente la infeliz.
—De todo eso hablaremos oportunamente, pues debes pensar que irse de Madrid no es irse del mundo.
La calma de Alfredo atormentó á la desgraciada jóven como no puede imaginarse.
Sintió la infeliz que le faltaban las fuerzas.
Un raudal de lágrimas se escapó de sus ojos.
Saavedra hizo un gesto de disgusto, y se puso en pié, diciendo:
—Si así te dejas arrebatar, jamás nos entenderemos.
—¡Estoy perdida!...
—Te dejas dominar por la primera impresion; pero cuando reflexiones recobrarás la calma.
—¡Dios mio!...
—No he venido para oirte llorar.
—¡Oh!...
—Adios... Creo que dentro de pocos dias volveré; pero si mis asuntos me obligan á detenerme, no pierdas por eso la tranquilidad, puesto que ya comprendes que más ó ménos tarde he de venir.
La jóven quiso hablar, y no pudo.
Sentíase medio ahogada.
Acudió la madre á tomar parte en la conver[134]sacion, porque era imposible que permaneciese mucho tiempo callada.
—¿Pero qué es esto?—dijo.—Me parece, don Alfredo, que un hombre de la clase de usted...
—Señora, puede usted evitarse la molestia de darme lecciones que no estoy dispuesto á recibir; y en cuanto á lo demás, ya he dado explicaciones á su hija de usted, y todo quedará arreglado.
Quiso la madre replicar; pero Alfredo no escuchó, y salió sin dar tiempo á que le dirigiesen nuevas reconvenciones.
—Ya lo ves,—dijo la madre;—este hombre no me gustaba... Seria la primera vez que yo me hubiese equivocado.
Paquita guardaba silencio y lloraba.
Su madre no podia comprender todavía todo lo horrible de la situacion.
Bien puede decirse que la suerte de la jóven estaba decidida.
A quien más compadecemos es al honrado don Pascual.
Tenemos que presenciar una escena que en nada se parece á las que ya hemos pintado, porque es preciso que el lector se convenga de que Eduardo era un mozo que valia mucho, y que, como decirse suele, servia lo mismo para un barrido que para un fregado.
No hemos tenido ocasion de verlo más que en la vivienda de doña Robustiana, ni de oirlo más que cuando hablaba sublimemente con la sensible Adela.
Era Eduardo uno de esos hombres que tienen habilidad para hablar á cada uno en su lenguaje y para dar á su rostro la expresion, ahora cándida, luego picaresca, ya triste como un entierro, ya alegre como una boda.
Por esta razon tenemos que reconocerle el mérito que se reconoce á un actor consumado.
Lástima era que un hombre dotado de tan clara inteligencia se hubiese extraviado hasta el punto de llegar á ser un miserable, tan digno de compasion como de castigo.
Eduardo no tenia corazon, y sin embargo era débil alguna vez; cuando se trataba del bello sexo, estaba sujeto á caprichos, y estos le habian producido ya más de un disgusto; pero cuando se trata de las pasiones, la criatura no escarmienta, ni es posible que se corrija, porque la causa está en su propia organizacion.
Se recordará que el futuro esposo de Adela se permitia ser demasiado galante con la criada de la viuda, y sobre este punto vamos á dar explicaciones.
Juana era bonita, bastante bonita para llamar la atencion de cualquier hombre, y bien podia suceder que alguno se enamorase de ella, si no ciegamente, con interés sobrado para cometer alguna locura.
En este caso se encontraba Eduardo, y como á Juana, contra su costumbre, le pareció bien mostrarse esquiva, avivóse más lo que no sabemos si llamar pasion del amante de Adela, quedando así probado que los inconvenientes y los obstáculos encienden el deseo, son combustible añadido á la hoguera.
Empeñóse el truhan en satisfacer su anhelo, y como Juana se empeñó en resistir, defendiéndose heróicamente en la antesala, los pasillos y la escalera, lo que primero fué un capricho sin importancia, llegó á ser una cuestion grave, hasta de amor propio.
No era posible que Eduardo se resignase á verse derrotado cuando se trataba de una fregona; pero no le ocurrió pensar que al empeñarse en aquella lucha iba á quedar preso en las redes que él mismo tendia.
Ablandóse al fin Juana, aunque poco, y permitió ciertas franquezas, que del caso no son, cuando bajaba á las doce de la noche para abrir la puerta de la calle al truhan, llevando en una mano la luz y en la otra la llave.
Tenia Juana su novio, como ya sabemos, que la queria con las mejores intenciones y la mejor buena fe; pero ella no queria privarse de divertirse cuanto pudiera, porque decia que la juventud dura poco, y es preciso aprovecharla.
Cuando era ya cosa convenida el casamiento de Eduardo, creyó este que podia arriesgar algunas promesas deslumbradoras, puesto que dinero habia de sobrarle para cumplirlas con el dinero de su mujer.
La sirviente necesitaba un dote, y para reunirlo no era bastante lo que ahorraba de su salario, resultando de todo esto que acabó por es[138]cuchar al tahur y le dió una cita para poder hablar despacio y tranquilamente.
Cada quince dias gozaba Juana de completa libertad por algunas horas, y esta libertad la aprovechó para el arreglo del asunto que nos ocupa.
Las ocho acababan de dar, y el café del Sur, situado en la Plaza del Progreso y esquina á la calle de Lavapiés, estaba ya ocupado hasta el último rincon.
En el café del Sur se representan comedias, se baila, se canta, se fuma mucho tabaco virginia, se bebe mucho aguardiente, se oye un lenguaje que puede ruborizar á un coracero y se respira una atmósfera pesada y nauseabunda, capaz de resentir los pulmones más firmes.
Esto no mengua en nada el crédito de que goza el café del Sur, pues precisamente se ha establecido para hacer comedias que diviertan á los concurrentes y para que allí se beba y se fume, sin que á nadie deba hacerse responsable de la mala calidad del tabaco, á nadie más que al gobierno, que no lo vende mejor.
Junto á una de las mesas encontrábase Eduardo.
Habia bebido ya una copa de ron, y empezaba á beber la segunda, en tanto que aspiraba con verdadera delicia el humo del tabaco que en su pipa se quemaba, pipa que se habia guardado[139] muy bien de sacar en presencia de su futura.
Juana entró en el café.
Se habia puesto su mejor ropa, y aunque el vestido era de percal, tenia mucho que ver cómo arrastraba una larga cola, que producia un ruido bastante desagradable, en tanto que con la mano izquierda levantaba la falda para no pisarla y lucir sus botas de color azul celeste, y con la diestra abria, cerraba y agitaba el abanico.
Una lluvia de piropos cayó sobre la sirviente; pero ella, sin tomar en consideracion tales atrevimientos, atravesó el café y fué á sentarse frente á Eduardo.
—Ea,—dijo,—aquí me tiene usted, y ahora veremos si puede convencerme de lo que no se convenceria la más tonta. ¿Lo entiende usted?
—Ante todo, es preciso que digas lo que quieres tomar.
—Yo no soy cumplimentera, ni hago remilgos como ese talego con quien se va usted á casar, porque ha de saber usted que nací en el barrio de Maravillas y allí todo el mundo habla muy claro.
Interrumpióse Juana, porque el mozo se acercó, preguntando:
—¿Qué se ofrece?
—Café con media tostada de abajo,—dijo la sirviente.
Pocos momentos despues estaba complacida.
—Mira, Juana, á mí no me vengas con música celestial, porque yo te conozco demasiado bien. Tú necesitas hacer tu negocio; yo tengo necesidad de satisfacer mi capricho, y por consiguiente...
—Poco á poco.
—¿Te ofendes?
—No; pero...
—Hablemos con claridad, como dices que hablan los de tu barrio. En este pícaro mundo los que andan con escrúpulos de monjas.
—Entiendo.
—Todos van á su negocio, y el que no lo hace...
—Que no soy torpe.
—Voy á decir que te den una copita.
—Mire usted, me gusta; pero la señora tiene el olfato más fino que un perro.
—No quiero que te comprometas, aunque muy pronto has de dejar á doña Robustiana y cambiar de vida.
—La que paso no puede ser peor.
—No ignoras que voy á casarme.
—¡Y lo dice usted con tanto descaro!
—Sí, porque tengo la seguridad de que tú no crees que estoy enamorado de Adela.
—Me parece que ni usted ni nadie puede enamorarse de semejante mujer; pero así dormirá usted tranquilo.
—Me caso con Adela...
—Por el dinero, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Y con ese dinero?...
—Obsequiaré á otra que pueda satisfacer mi gusto.
—Y eso es una picardía.
—Puedes darle el nombre que mejor te parezca; pero es una cosa que me agrada, que me conviene. Una picardía parece tambien que tú busques de cierta manera el dote que necesitas para casarte con tu Manolo, y sin embargo, lo harás feliz y tú podrás ser tambien dichosa sin que la conciencia te atormente.
Juana siguió tomando el café, y aunque era muy habladora, guardó silencio.
Eduardo prosiguió así:
—Me casaré dentro de una semana, y aunque Adela quiere emprender viajes á lo gran señora, yo haré que desista de su propósito, porque la vida de Madrid me agrada mucho más que la que me espere por esos mundos de Dios. Apenas nos casemos me haré cargo de cuanto posee mi robusta suegra, y tú podrás inmediatamente dejar de servir.
—¿Y qué dirá Manolo?
—No soy adivino; pero tú eres sobradamente lista, y le harás ver que lo negro es blanco.
—Bien, eso corre de mi cuenta.
—Tendrás dinero abundante, aunque no me parece prudente que lo gastes en adornos, porque infundiria sospechas que no podrias desvanecer.
—¿Y si algun dia se descubre el negocio?
Eduardo se encogió de hombros con indiferencia, apuró el contenido de la copa, dejó escapar una bocanada de humo, y respondió:
—Mi esposa hará entonces lo que le parezca mejor, y tú te arreglarás con Manolo lo mejor que te parezca.
—Considere usted que si ya estoy comprometida...
—Jugarás el albur como yo lo juego, en la inteligencia de que no he de abandonarte, y si te decides por mí, nos reiremos de todo el mundo.
—En ese caso, lo mejor que puede hacer Manolo...
—Es arreglarse con mi mujer.
La sirviente soltó una carcajada, porque le parecia muy gracioso lo que acababa de decir Eduardo.
Este añadió:
—Los dos son tontos, y se entenderian perfectamente.
—Eso no puede suceder.
—Pero al ménos se contarán sus penas y se consolarán, mientras que nosotros pasaremos la[143] vida lo mejor que nos sea posible. Ya sabes que á la fortuna la pintan calva, y si pierdes la ocasion...
—Es usted capaz de dar tentaciones á un santo.
—Como tú no tienes de ángel más que el rostro...
—Te veo,—replicó Juana, haciendo uno de esos mohines que caracterizan á la gente de su clase.
—¿Estamos conformes?
—Que sí.
—Me parece que ahora no te mostrarás tan esquiva, y por de pronto me tratarás con la franqueza que debe haber entre nosotros.
—Mientras estoy con doña Robustiana, es preciso que tengamos prudencia.
—Sí, mucha prudencia; pero...
—Déjame en paz.
—Siento que no te atrevas á tomar una copa.
—Ya lo haré cuando nadie tenga derecho á pedirme cuenta de mi conducta.
—¿Sabes lo que pienso?
—Lo sabré si me lo dices.
—Si Manolo no fuese un estúpido, me agradeceria lo que hago en su favor, puesto que de aquí á un año será rico.
—Para que veas lo que son las cosas. Yo ha[144]go un sacrificio para favorecer al pobre Manolo, y si él supiera la verdad, se pondria hecho una fúria.
—Ya te he dicho que es un estúpido.
Así continuaron hablando hasta despues de las nueve.
No habian fijado la atencion en la comedia que se representaba, ni siquiera se habian apercibido de que de vez en cuando resonaban aplausos estrepitosos, con los que el público demostraba su agrado por lo admirablemente bien que los actores trabajaban.
—Ya es muy tarde,—dijo la sirviente.
—Pues no te detengas, que pronto nos veremos otra vez.
—¿Irás esta noche?
—Sí.
—Tambien irá tu novia, y aunque sé que no la quieres...
—¿Tienes celos?
—No, pero...
—Juana mia, deja que ruede la bola, pues al final de la funcion hemos de ser felices, y nos reiremos de todos.
Llamó Eduardo y pagó, agotando todos sus recursos; pero esto no le hacia perder la tranquilidad, porque era uno de esos hombres que tienen un tesoro de esperanzas.
Salieron del café, y junto á la puerta se des[145]pidieron cariñosamente y se separaron, tomando en opuestas direcciones.
No habia dado tres pasos Juana, cuando fué detenida por un hombre, que parecia ser un artesano.
Era el llamado Manolo.
—¿Adónde vas por aquí?—preguntó, mientras su entrecejo se arrugaba.
—Pues ya lo ves, voy á mi casa,—respondió ella.
—¿Y de dónde vienes, paloma?—replicó Manolo irónicamente.
Juana, con el fin de tomarse algun tiempo para reflexionar, dijo:
—No vengo del sermón, ya puedes figurártelo.
—Sí, me lo figuro.
—Esta tarde he paseado por la Montaña del Príncipe Pio.
—Mientras yo te esperaba en Chamberí, segun lo convenido.
—Salí tarde, porque la señora me entretuvo, y creí que ya no te encontraria.
—Y despues de la Montaña...
—Viéndolo estás.
—Pero en alguna parte te habrás detenido.
—Detenerme... ¡Pues tiene la señora buen genio para hacerla esperar!
—Juana,—replicó Manolo con tono que algo[146] tenia de amenazador,—tú has creido que puedes burlarte de mí; pero te equivocas.
—¿Y por qué dices eso?
—Demasiado bien lo sabes.
—Mira, si tienes mal humor, puedes romperte la cabeza contra una esquina, pues no es justo que yo lo pague.
—¡Juana!...
—No puedo detenerme.
—Ahora tienes prisa, y cuando estabas en el café...
—¿Y qué?—interrumpió la sirviente, convenciéndose de que ya era inútil negar.—Tú ves visiones.
—¿Con que no sales ahora del café?
—Sí.
—Pues entonces...
—Será menester decírtelo todo.
—No necesito que me digas que has estado en conversacion con ese silbante que va de visita á casa de tu señora.
—Me ofendes, Manolo.
—Yo no hago más que decir lo que ha sucedido.
—Pues bien; he venido á buscar á ese hombre, porque mi señora me lo ha mandado así, para decirle que no falte esta noche, pues no sé lo que sucede con doña Adela, y hay miedo de que el casamiento se desbarate. Ahora,—añadió[147] Juana, como si en realidad fuese la ofendida,—quéjate cuanto quieras, acúsame; pero no vuelvas á mirarme en toda tu vida, porque yo no puedo querer á un hombre que desconfia de mí.
Interrumpióse como si no pudiese hablar, y llevó el pañuelo á los ojos para enjugar sus lágrimas ó aparentar que las enjugaba.
—Adios,—dijo con voz ahogada;—hasta el Valle de Josafat.
Y dió un paso para alejarse.
Manolo la detuvo, diciendo:
—Espera.
—Déjame.
—¿Por qué lloras?
—Por nada, puesto que no tengo motivos para llorar... Déjame, y busca otra que te quiera más que yo, otra que sea más honrada...
—No he puesto en duda tu cariño ni tu honradez...
—¡Despues de tanto tiempo y tantos sacrificios!...
—Que la gente nos mira.
—Pues déjame.
—No creo que he cometido ninguna gran falta; pero tú tienes un genio:...
—Si á tí te ofendiesen, veríamos.
—No hablemos más de este asunto: mis quejas son siempre de cariño... Se acabó... Te acompañaré, si es que mi compañía no te desagrada.
Se limpió Juana los ojos y envolvió á su amante en una mirada ardiente.
Siguieron por la calle de la Magdalena, y entraron en la del Ave-María.
Cuando llegaron á la vivienda de la viuda, estaban los dos amantes reconciliados y se hablaban más cariñosamente que nunca.
Despidiéronse y se separaron.
Ya empiezas á comprender, lector, hasta qué punto era afortunada la sensible Adela; pero su desgracia puede decirse que era obra de ella misma.
Quiso casarse á toda costa con un hombre de cierta clase, y aceptó el primero que se le habia presentado.
Ni la madre ni la hija se cuidaron de averiguar si aquel hombre era lo que parecia.
Era un marido, y con esto tenian bastante.
Todo esto será demasiado desagradable, tal vez horrible; pero desgraciadamente es verdad; pues no lo hemos inventado, sino que nos hemos concretado á referir lo que hemos visto más de una vez.
Las novelas más interesantes se encuentran en la vida real, y basta copiarlas para hacer un libro.
Volvamos á la familia Bonacha.
Con una ansiedad indescriptible aguardaba Paquita carta de Alfredo; pero habia trascurrido una semana, y la carta no llegó.
Durante este tiempo tuvo la jóven motivo para comprender en toda su extension su desgracia.
Esperó otros cuatro dias, y como la situacion era la misma, decidió escribir á su amante.
Hé aquí la carta de Paquita:
«Mi querido Alfredo: Cuento los dias, cuento los minutos.
»¿Por qué no me escribes?
»¿Te ha sobrevenido alguna desgracia?
»¿Te has olvidado de mí?
»No quiero creerlo, porque mi situacion es demasiado horrible.
»Mis presentimientos se han realizado, y bien pronto me será imposible ocultar mi deshonra.
»Respetables intereses deben haberte obligado á salir de Madrid, y esos mismos intereses te detendrán; pero hay algo que vale mucho más que todos esos intereses, más aún que toda tu fortuna, y ese algo es mi honor.
»Preciso es que de todo te desentiendas, de todo te olvides, para acudir á salvar mi honor, que debe ser el tuyo; para poner á cubierto nuestras debilidades y la suerte de una criatura inocente, y que algun dia puede pedirnos cuenta de nuestra conducta.
»No te hablo de mi amor, porque has visto ya que no he reparado en sacrificios, y que para satisfacer hasta tus más leves deseos, he olvidado todos mis deberes y mi propia conveniencia.
»Ha llegado tu vez, y ahora espero de tí las pruebas; ahora estás tú obligado á consumar todos los sacrificios sin vacilaciones.
»No te exijo que olvides el honor ni quiero que eches sobre tu conciencia la carga enorme de graves faltas; sino que, por el contrario, lo que quiero es que cumplas tus promesas, lo cual es honrarse, y que evites que tu conciencia te acuse algun dia.
»El dolor me trastorna.
»Desde que nos separamos, el sueño huye de mis ojos.
»Lloro noche y dia.
»¡Cuánto sufro, Alfredo, cuánto sufro!
»Si no cumples tu deber, ¿qué será de mí?
»Y cuando mi honrado padre conozca la deshonra de su hija, ¿qué le sucederá?
»No podrá el infeliz soportar golpe tan terrible.
»Con todo se ha resignado; lo mismo con la pobreza que con los infinitos sinsabores de la vida. Estaba tranquila su conciencia y esperaba en la eternidad los goces que en este mundo le negaba la fortuna; pero con lo que no se hubiera resignado, con lo que no se resignará, es con la deshonra.
»Somos pobres; pero, no lo dudes, tenemos el sentimiento del honor como los ricos, y quizá más aún, porque es lo único que tenemos.
»Si nos arrebatan el honor, ¿qué nos queda?
»Tú me has arrojado al fondo de un abismo, y tú eres la única persona que puede salvarme.
»Alfredo, salva mi honor y quítame despues la vida.
»No me importa morir; pero que mi padre no conozca la horrible desgracia.
»Toda su vida ha sido un mártir, y ya que no otra cosa, que pueda al ménos morir tran[152]quilamente, que no me maldiga, porque sólo Dios sabe lo que la maldicion de mi padre produciria en mi alma.
»No eres, no puedes ser un miserable depravado: tienes sentimientos generosos, y si no por cariño, por compasion, Alfredo, siquiera por compasion, corre, ven, sálvame, y luego huye de mí, si es que mi presencia te enfada, que yo devoraré en silencio mi dolor y mis amarguras, y no turbaré tu dicha con la importunidad de mis quejas, sino que te dejaré en completa libertad para que goces y seas dichoso.
»No puedo más, Alfredo, no puedo más... Ven y salva á tu víctima infeliz, compadece á mi padre, piensa que tú tambien eres padre, y haz por tu hijo lo que por mí no harias.»
El sentimiento habia sublimado la inteligencia de Paca.
Nadie hubiera esperado semejante carta de la hija de don Pascual; pero el sentimiento, cuando llega á cierto grado, iguala todas las inteligencias.
No habia meditado Paca para escribir.
Las elocuentes frases de su carta se habian escapado de su alma sin que ella misma pudiera apreciar todo su mérito en ningun sentido.
¿Era posible que Alfredo leyese la carta con indiferencia?
¿Era posible que abandonase á la mujer que todo se lo habia sacrificado?
Sí era posible, por más que no lo parezca.
Alfredo tenia que cumplir otro compromiso, que aunque no tan sagrado, era para él de mucha importancia.
Además, parecíale horroroso casarse con Paquita, á quien él mismo, en presencia de sus amigos, habia hecho objeto de las más sangrientas burlas.
No, Saavedra no podia ser esposo de la hija de don Pascual, no podia serlo sin deshonrarse, segun él mismo creia.
Y entre su deshonra y la de aquella infeliz, no era dudosa la eleccion, tratándose de un hombre de sus circunstancias y carácter.
Alfredo debia luchar, debia sufrir; pero al fin triunfaria su vanidad, su amor propio, su orgullo desmedido y su perversion moral.
Debia pensar Alfredo que cuando se casase con Paquita, Clotilde lo miraria con profundo desden, y que en los círculos de lo que se llama gran mundo se aguzaria el ingenio para inventar epígramas.
Lo repetimos, el demonio de la vanidad debia decidir la cuestion.
Una vez escrita la carta, encontróse Paquita con que no sabia cómo dirigirla.
¿Qué hacer para salir de este apuro?
Consultó con su madre, y despues de discurrir largamente, resolvieron ir á la casa de Saavedra para preguntar á los criados del mismo.
Hiciéronlo así.
Nunca lo hubieran hecho, porque fueron recibidas con mucha frialdad, casi con desden, á pesar de que el mayordomo de Alfredo las conocia.
—Ahora,—dijo el criado, que debia estar bien instruido por su señor,—se encuentra el señor don Alfredo en Santander; pero no estará allí más que tres ó cuatro dias, porque asuntos de interés lo llaman á Francia.
Volvieron á su casa la madre y la hija, y aquel mismo dia quedó la carta en el correo.
Otra vez contaron los minutos con angustioso afan; pero el tiempo pasó sin que recibiesen ninguna carta.
Volvieron á ver al mayordomo de Alfredo.
El criado dijo:
—Cuando el señor de Saavedra sale de Madrid no nos escribe sino en caso de absoluta necesidad, porque no cree que está obligado á dar cuenta de sus acciones á su servidumbre.
—¿Pero dónde se encuentra?—preguntó Paquita.
—No lo sabemos con seguridad, aunque suponemos que debe estar en Paris ó en Lóndres.
—¿Y cuándo volverá?
—Tampoco el señor de Saavedra dice eso á sus criados.
Todas las preguntas, observaciones y razonamientos fueron completamente inútiles.
¿Habia recibido Alfredo la carta?
Debia suponerse que sí, pero esto no era más que una suposicion.
Despues de quince dias de mortal angustia, el mayordomo de Alfredo se presentó á las señoras de Bonacha, diciéndoles:
—El señor de Saavedra me escribe desde Lóndres, y me manda entregar esto á ustedes y advertirles que recibió su carta.
Y al mismo tiempo presentó el criado un pliego, que aunque no muy voluminoso, lo era más que una carta cualquiera.
La hija de don Pascual exhaló un grito de alegría.
Por fin Alfredo contestaba, y tal vez se justificaba y aun anunciaba su regreso.
El criado añadió:
—El mismo dia que el señor don Alfredo me escribió, debia salir de Lóndres para Francia y Alemania; de manera, que ignoro dónde se encuentra en estos momentos.
No bien hubo pronunciado estas palabras, salió.
Paquita daba entre sus manos vueltas al pliego, como si tuviese miedo de abrirlo.
Sus manos temblaban convulsivamente.
—Acaba,—le dijo su madre.
La jóven rompió al fin el sobre.
No era una carta lo que este contenia, sino cinco billetes de cuatro mil reales, es decir, mil duros.
La madre dejó escapar una exclamacion de sorpresa.
La hija exhaló un grito desgarrador, y perdió el conocimiento.
No se necesitaban explicaciones.
Alfredo habia tasado en mil duros el honor de la hija de don Pascual, y pagaba la deuda.
Esto no necesita comentarios.
La última esperanza se habia desvanecido.
¡Qué feliz era Adela!
El sacerdote acababa de bendecir la union de la jóven con Eduardo, con el hombre sensible, cariñoso y tierno, con el hombre sublime hasta el último grado de la sublimidad.
Eduardo habia conseguido que le prestasen algun dinero, y pudo presentarse con ropa nueva, llevando su audacia hasta el punto de poner en uno de los ojales de su frac una cruz de Isabel la Católica.
—¿Qué es eso?—le preguntó Adela.
—Una de las condecoraciones que tengo.
—Yo no sabia...
—Ya me conoces,—repuso el tahur,—y sabes que no soy vanidoso.
—Pero si tienes esas distinciones...
—Hago uso de ellas en ciertas solemnidades y nada más, y aun eso, más que para dar importancia á mi persona, para cumplir exigencias sociales, y sobre todo para que se vea que te has casado con un hombre que algo representa en el mundo.
Lo que sintió Adela no puede explicarse.
¡Casada con un hombre que tenia una cruz!
No sospechaba la infeliz que debia ser crucificada.
Se casaron al amanecer, descansaron hasta las once, y á esta hora fueron á almorzar á la fonda del Cisne.
Muchos de sus amigos habian sido convidados, y casi todo el dia se pasó alegremente.
Adela se sentia tan orgullosa, que no se hubiera cambiado por una reina.
La esposa y la hija de Bonacha, aunque invitadas tambien á la fiesta, no asistieron, porque no era posible que Paquita quisiera presenciar la dicha de Adela, ni mucho ménos exponerse á que le preguntáran cuándo se casaba ella.
Ocho dias antes habia recibido la infeliz los mil duros con que le pagaban su honor, y fácil es comprender el estado de su ánimo.
¿Habia aceptado el dinero?
No; pero tuvo que guardarlo, porque al dia[159] siguiente fué á devolverlo al mayordomo, y se encontró con que este habia partido para ir á reunirse á su señor.
Conservó Paquita aquellos billetes para hacer de ellos el uso que exigia su dignidad; pero le era preciso esperar hasta que volviese Alfredo.
No más que una semana trascurrió, despues de haberse casado Adela con Eduardo, cuando una mañana tuvo Juana por conveniente maltratar á Morito.
—¿Qué significa esto?—dijo la viuda con acento colérico.
—Significa,—respondió la sirviente,—que yo estoy aquí para servirla á usted; pero no para aguantar las impertinencias de un gato.
—Pues si no quieres sufrirlas, tendrás que buscar nuevo acomodo.
—Ahora mismo, porque ni un minuto quiero estar en una casa de donde me echen.
—Puedes hacer lo que te parezca mejor.
—Pues déme usted la cuenta, y tal dia hará un año.
Cruzáronse algunas frases más, todas ágrias hasta el último grado de acritud.
Doña Robustiana pagó á su sirviente, y esta se fué.
Aunque ya sabemos lo que significaba su despedida, diremos que el dia anterior habia re[160]cibido mil reales de Eduardo y debia irse á vivir con una amiga suya.
El tahur habia satisfecho así todos sus deseos, y se consideraba el hombre más dichoso del mundo.
Empero no bien habian pasado otros cuatro dias cuando sentia la necesidad de nuevas emociones, y se acordó de su antigua vida, suspirando tristemente y pensando que era insoportable la monotonía de su nueva existencia.
Siempre Adela á su lado, siempre su suegra frente á él, y si conseguia dejarlas por espacio de una hora y con cualquiera pretexto, era para ver á Juana.
Juana y Adela debian, por consiguiente, constituir el martirio de Eduardo.
Un hombre como él, no podia vivir así.
Ya era dueño absoluto del dinero de aquellas dos infelices, dueño de una gran parte de la fortuna que poseian.
¿Por qué habia de seguir guardando consideraciones?
Creyó que representaba un mal papel.
Si encontraba á sus amigos, se le burlaban, llamándole esposo manso y otras cosas por el estilo.
Y Adela se mostraba cada dia más exigente para que le guardasen cierta clase de consideraciones, porque ella se habia casado para verse[161] halagada en su amor propio, y no para otra cosa necesitaba un marido.
Por fin, una tarde, despues de haber comido, dijo Eduardo que tenia que hacer, y salió.
Su esposa pensaba haber ido á paseo, luego al café, y por último al teatro ó á la tertulia de doña Robustiana.
—¿Tardarás mucho en volver?—le habia preguntado Adela á su marido.
—No lo sé,—respondió él;—pero haré lo posible para venir pronto.
—Te aguardaré vestida.
—Como quieras.
—Si ya no es hora de ir á paseo, iremos desde luego al café ó al teatro.
Llegó la noche, y Eduardo no habia vuelto.
Adela y su madre se vistieron cubriéndose de adornos, y determinaron pasar la noche en el café.
Pero dieron las nueve y el infiel esposo no se presentaba.
—¡Dios mio!...—exclamó la jóven.—¿Le habrá sucedido alguna desgracia?
Doña Cecilia se contentó con hacer un gesto de disgusto.
A las nueve y media estaba la esposa profundamente abatida, y á las diez se quitó los guantes y las flores y los lazos que adornaban su cabeza.
La madre seguia callada; pero no por prudencia, sino porque queria reunir toda la cantidad de bilis posible, para dejarla escapar de una vez.
A las diez y media perdieron las esperanzas.
Adela cambió su lujoso vestido por una bata, dejóse caer en un sillon y empezó á llorar.
—No tengas cuidado,—le decia entonces su madre,—que ninguna desgracia le habrá sucedido. Luego lo verás entrar bueno y sano, y diciendo que sus negocios no le han permitido volver antes; pero si esto sucede otra vez, la culpa será tuya. Te he dado consejos que no has querido seguir. A los hombres es menester tenerlos muy sujetos, porque si se les deja en libertad abusan. La cabra tira siempre al monte, y tu marido será como todos. Si yo me hubiese descuidado, ¡pobre de mí! pero me mantuve siempre firme, y así conseguí que tu padre anduviese siempre derecho. Si te muestras indulgente, puedes considerarte perdida. Verdad es que aquí estoy yo, que no permitiré que tu marido se burle de tí.
—Tal vez...
—Si le hubiera sucedido una desgracia, ya lo sabríamos.
—Sus quehaceres...
—¿Y qué negocios tiene tu marido? Ningunos, porque no se ocupa más que en comer y[163] en pasear, y la buena vida que lleva te la debe á tí, puesto que tuyo es todo cuanto hay en la casa. No digo que Eduardo no te quiera; pero la verdad es que ha hecho un gran negocio al casarse contigo.
—Piensa que no es ningun descamisado.
—¿Pues qué tiene? Las esperanzas de heredar á su tio, y si éste vive cien años y quiere dejar á otro su fortuna, ni aun eso tendrá. Luego has de pensar que lo del tio gallego es una cosa muy oscura, pues parece natural que se le hubiese dado parte de vuestro casamiento, y que él hubiera contestado poniéndose en relaciones contigo.
Adela suspiró tristemente.
Empezaba á comprender una verdad horrible.
—Tarde ó temprano todo se descubre,—prosiguió diciendo la madre,—y sabe Dios lo que al fin resultará.
Haciendo estos y otros comentarios, siguieron la conversacion.
Ya habian dado las once cuando sonó la campanilla y entró Eduardo, dejándose caer en una silla, limpiándose el sudor que corria por su frente, y diciendo:
—¿Cenamos ya?
Era de ver el semblante de las dos mujeres.
—Yo no quiero cenar,—dijo Adela.
—Yo tampoco,—añadió su madre.
Las dos esperaban explicaciones; pero Eduardo no tuvo por conveniente darlas.
Su silencio las mortificaba horriblemente.
—¿Estás mala?—preguntó el tahur á su esposa.
—Estoy buena.
—Yo tambien, á Dios gracias, muy buena,—dijo doña Cecilia con acento irónico.
—Me alegro.
No era posible que la madre se contuviese más.
Su cólera estalló.
—Ya se conoce,—dijo,—que debias tener mucho cuidado por nuestra salud.
—No habia motivos para abrigar ningun temor.
—Te vas, te paseas, te diviertes, y vuelves á tu casa á la hora de dormir. Y entre tanto, tu mujer se viste, espera, representa un triste papel llorando, porque cree que te ha sucedido alguna desgracia, y cuando vienes no te se ocurre más que pedir la cena.
—Si he venido tarde, ha sido...
—Porque te agradaba estar solo, porque ya te cansas de tu mujer.
Adela dejó escapar un raudal de lágrimas.
—Bien, muy bien,—dijo Eduardo,—no me faltaba más que una escena.
—Caballero,—gritó doña Cecilia con creciente arrebato,—no toleraré que trate usted así á mi hija; y si esto se repite, adoptaré una resolucion enérgica.
Pensó Eduardo que lo mejor era terminar de una vez aquella violenta situacion, y poniéndose en pié, replicó enérgicamente:
—Señora, usted no es mi mujer, usted no es nada para mí...
—¡Que no soy nada!...
—No tiene usted derecho á pedirme cuentas de mi conducta, porque sobre este punto me entenderé con mi esposa.
—Lo que usted quiere es abusar de su inocencia, de su candidez, de su bondad. Ha visto usted que á la pobrecita le falta el valor para hablar fuerte...
—Basta, señora.
—Ahora es preciso que todo quede en claro.
—Pues bien; se empeñan ustedes en ajustarme la cuenta del tiempo que estoy fuera de casa, y les probaré que no soy uno de esos hombres que se dejan dominar.
—¿Y es usted aquel que siempre estaba suspirando?...
—Yo soy bondadoso, pero no débil; estoy dispuesto á ser un marido cariñoso, pero no un Juan Lanas; y si era esto lo que ustedes querian, han podido buscar otro.
—Tenga usted entendido...
—Está usted hiriendo mi dignidad,—gritó Eduardo.
—Usted está pasando buena vida con nuestro dinero...
—El dinero de usted no lo necesito para nada, y puesto que se me trata así, puesto que las ofensas llegan á tal punto, ahora mismo saldré de esta casa para no volver, y ustedes se quedarán con su dinero y yo con mi decencia, que vale mucho más.
Adela se atrevió al fin á tomar parte en la conversacion, porque las amenazas de su marido eran demasiado terribles.
—¡Eduardo, Eduardo, mio!...—exclamó con acento de angustiosa súplica.
Y quiso acercarse á él para abrazarle y hacerle salir de la habitacion.
—Déjame,—replicó bruscamente el tahur.
La madre estaba ciega de ira, y era ya imposible que se contuviese.
—¡Que se irá con su decencia!—exclamó irónicamente.—¡Miren la decencia con el bolsillo vacío!...
—Tienen ustedes mucho dinero,—gritó Eduardo;—pero deben ustedes considerarse honradas á mi lado.
—¡Honradas!...
Y doña Cecilia, que no habia olvidado las cos[167]tumbres de sus buenos tiempos, apoyó las manos en las caderas y gritó fuera de sí:
—Oiga usted, señor hambriento, es preciso que usted sepa...
—Señora, antes de hablar conmigo es menester que se lave usted para que se le quiten las manchas del carbon de la fragua...
—¡Silbante!...
—¡Cursi!—gritó Eduardo con toda la fuerza dé sus pulmones.
Esta palabra produjo un efecto inconcebible.
Rugió doña Cecilia, y quiso arrojarse sobre el tahur.
Gritó Adela pidiendo socorro, mientras intentaba contener á su madre.
Los criados acudieron, y sujetaron á Eduardo, que juraba y maldecia como si se encontrase en una taberna.
Agitábanse todos, y todos hablaban á la vez.
Cruzábanse los improperios y las palabras más groseras.
La infernal gritería puso en conmocion á todos los vecinos de la casa, y muchos acudieron y llamaron, los unos con el buen fin de prestar socorro, y los otros para averiguar lo que sucedia.
—¡Así se trata á un caballero como yo!—exclamaba Eduardo.
—¡Nos ha llamado cursis!—gritaba fuera de sí doña Cecilia.
—¡Qué escándalo, qué horror!—decia la pobre Adela.
Y los criados suplicaban, y resonaba sin cesar la campanilla, agitada por los vecinos.
Para poner término á tan violenta escena, no quedó más recurso que sacar medio arrastrando á la madre y encerrarla en otra habitacion; y Eduardo, queriendo tambien contribuir á la paz, tomó su sombrero y salió de la casa, jurando que no volveria si no le daban cumplida satisfaccion.
Desmayóse Adela.
Los vecinos invadieron todas las habitaciones.
Fueron en busca de un médico, y eran ya más de las dos de la madrugada cuando la calma se restableció completamente.
Todas las ilusiones de Adela se habian desvanecido.
Su situacion habia cambiado.
Eran las diez de la mañana, y Eduardo no habia vuelto.
Entonces se entabló la discusion entre doña Cecilia y Adela.
Esta lloraba, se desesperaba y acusaba á su madre de cuanto sucedia.
La madre empezaba tambien á arrepentirse de haberse dejado arrebatar por la cólera, por[169]que temia que Eduardo cumpliese su propósito de no volver, en cuyo caso la jóven se quedaria mucho peor que antes de haberse casado.
Pero no queria doña Cecilia dar su brazo á torcer, como suele decirse, y replicó:
—Olvidas que nos ha llamado cursis, y sobre ser esto una ofensa, es una injusticia.
—Antes le llamaste tú hambriento y perdido, y no sé cuántas cosas más.
—Eso no es una razon.
—Tenia que defenderse.
—Y sobre todo, yo dije la verdad, porque hambriento es el que no cuenta con recursos para vivir, y antes de casarse no tenia Eduardo más que la noche y el dia. Acuérdate de la ropa que llevaba, mientras que ahora va vestido como un gran señor. Y entonces no se ocupaba más que en escribir versos para tí, y ahora...
—Pues con decir todo eso he ganado mucho,—dijo Adela.
—Déjalo, que ya volverá como vuelven los gorriones cuando se les corta el pico.
—Tú no conoces á Eduardo.
—Pero ya voy conociéndolo por mi desgracia.
Dieron las once.
Tampoco el marido parecia.
Trascurrieron las horas con horrible lentitud.
Era preciso adoptar una resolucion.
Adela quiso ir á buscar á su marido.
Doña Cecilia no se opuso, porque tenia ya por lo ménos tanto miedo como la hija.
Pero ¿dónde estaba Eduardo?
Hé ahí lo que no podian adivinar.
Despues de mucho discurrir, decidieron ir á pedir consejo á doña Robustiana, porque esta clase de gente, como desconoce la verdadera dignidad; hace público cuanto ha de ponerla en ridículo.
Vistiéronse, y ya iban á salir, cuando se presentó un criado, diciendo que acababa de llegar un hombre que queria verlas.
—No estamos para ver á nadie.
—Asegura que ha de tratar de un asunto de mucho interés, y segun se explica, trae noticias del señorito.
Estas palabras, verdaderamente mágicas entonces, produjeron su efecto.
El hombre en cuestion fué recibido.
Era Manolo.
Adela no sabia quién era aquel hombre; pero le preguntó:
—¿Tiene usted noticias de mi esposo?
El novio de Juana apretó los puños y respondió:
—Por desgracia, sí.
—¡Dios mio!...
—No se asusten ustedes, porque la única persona que pierde en este juego soy yo, y he venido por si les parece bien emplear su influencia y hacer de modo que el asunto se ponga en claro. No digo que haya nada de particular; pero, en fin, cuando á uno se le pone algo entre ceja y ceja... Yo conozco bien que pueden uste[172]des tener un disgusto; pero no me quedaban más que dos caminos, el de hacer esto ó el de tomar la justicia por mi mano, y han de saber ustedes que aunque soy un hombre muy pacífico, cuando se me sube la sangre á la cabeza cierro los ojos y hago una barbaridad con mucha frescura.
¿Qué queria decir Manolo?
Doña Cecilia y Adela le miraron sorprendidas.
—Si no se explica usted con más claridad...
—Me explicaré.
—¿Qué le ha sucedido á mi esposo?
—A quien le ha sucedido es á mí.
—¿Pero dónde está?
—Con ella.
—¡Con ella!—exclamó Adela, en tanto que su rostro se cubria de mortal palidez.
—¡Con ella!—gritó doña Cecilia, de cuyos ojos se escaparon dos centellas.
—Eso es.
—¿Y quién es ella?
—La Juanita.
—¡Juana!... No sabemos...
—¿Acaso no se acuerdan ustedes de una criada que tuvo doña Robustiana del Peral?
—¡Aquella relamida!
—¡Aquella desvergonzada!
—Poco á poco, señoras...
—¡Aquella bribona!...
—¡Aquella perdida!...
—¡Cuidado con lo que se dice!—interrumpió Manolo, como si amenazase.
—Concluya usted.
—Juana no es desvergonzada, ni bribona, y mucho ménos perdida.
—Eso ya lo veremos.
—Y tanto como se verá, porque han de saber ustedes que yo soy su novio.
—Pues más le valiera á usted haberse muerto,—dijo doña Cecilia.
—Mi desgracia es haberlas conocido á ustedes.
—Si piensa usted desvergonzarse...
—Lo que pienso es decir las cosas claras.
—No se olvide usted de que somos unas señoras.
—¿Y á mí qué?
—¿Dice usted que mi marido está con esa mujer?...
—Sí, pero yo tengo pruebas de la honradez de Juana.
—Nos alegramos mucho.
—Y no es que haya sucedido nada de particular; pero quiero evitar que suceda, porque al fin todos somos débiles en el mundo, y como Juana es bonita, mucho más bonita que todas esas señoras cursis que andan por ahí...
—No pronuncie usted palabras ofensivas.
—A nadie ofendo con decir que Juana es bonita; pero tambien es pobre, y el dinero es mala tentacion, y como hace más de un mes que está sin acomodo...
—Entiendo,—interrumpió doña Cecilia.
—He visto algunas cosas que no me han gustado; pero, en fin, no tenian nada de particular, y anoche sucedió que en la Plaza del Progreso ví á Juana hablando con su marido de usted.
—Esos serán los negocios que lo tenian fuera de casa,—dijo doña Cecilia.—Ya lo estás viendo, Adela; eres tonta, y todo esto sucede porque tú no tienes carácter.
—Mamá, pudo suceder que Eduardo se encontrase por casualidad con esa mujer, y si ella le habló, tuvo que escucharla.
—Así es como Juana se explica,—repuso Manolo,—pues asegura que al ver á don Eduardo le ocurrió encargarle que le proporcionase alguna casa donde servir.
—Ya lo ves, mamá.
—Sí,—dijo irónicamente doña Cecilia;—y luego habrá ido á darle la contestacion.
—Lo que me tiene con cuidado,—añadió Manolo,—es que don Eduardo, segun me ha dicho una vecina ha pasado toda la noche al lado de Juana, y todavía no se ha separado de ella. Fué á buscarla á las doce.
—No necesito más,—gritó fuera de sí doña Cecilia.—Ahora veremos cómo se defiende; ahora veremos si se atreve á llamarnos cursis... Vamos, Adela, vamos, si es que no ha de faltarte el valor.
Coger á Eduardo in fraganti delito, era para doña Cecilia una complacencia sin igual.
Con su encaso entendimiento, no comprendió que hacia un gran mal á su hija y que en beneficio de esta debió buscar razones para justificar la conducta del infiel esposo.
Adela, temblando convulsivamente, púsose en pié.
A toda costa queria salir de dudas, tener la prueba de lo que debia esperar de su esposo.
La infeliz, como todas las que se encuentran en su situacion, no comprendia que por mucho que atormenten las dudas, atormenta doblemente la realidad.
No hay nada tan amargo como los desengaños, y tras un desengaño corria la jóven.
Manolo, por el contrario, se empeñaba en hacerse ilusiones y en creer que Juana lo amaba y era la mujer más honrada del mundo.
¿Podria justificarse Eduardo?
Cuando se separó de su esposa y de su suegra, se fué en busca de Juana, y en la vivienda de esta pasó toda la noche, refiriéndole cuanto habia sucedido y poniéndose con ella de acuerdo[176] para estar prevenidos por lo que pudiera suceder.
—Así me gusta,—dijo Manolo, disponiéndose á salir con las dos mujeres.—Don Eduardo se avergonzará, y con cuatro cosas que le digan ustedes, dejará tranquila á Juana, y yo tambien viviré tranquilo.
No hablaron entonces más.
Veinte minutos despues subian hasta el cuarto piso de una casa de la calle del Salitre.
Adela apenas podia sostenerse.
Doña Cecilia dió algunos golpes en una puerta indicada por Manolo.
—¿Quién es?—se oyó preguntar.
—Abra usted,—respondió la madre.
Y la puerta se abrió, apareciendo Juana.
Dejó esta escapar una exclamacion de sorpresa, y luego dijo:
—¡Ustedes por aquí!
—De seguro no nos esperaria usted, ¿no es verdad? Pues aquí estamos para hacerle á usted saber quiénes somos, y para anonadar al hombre que olvida sus deberes y hasta su decencia, dejando su casa para buscar refugio en este nido de gente perdida.
—¡Jesús!—exclamó Juana con esa entonacion especial de la gente de su clase.—Pues no vienen ustedes poco fuertes.
—Como podemos, ¿lo entiende usted?—replicó doña Cecilia.
Se entreabrieron algunas de las puertas que habia en el pasillo, dejándose ver los rostros de vecinas curiosas, que al oir las voces se asomaban para averiguar lo que sucedia.
Juana, que no se asustaba fácilmente, desplegó una sonrisa burlona, y dijo:
—Supongo que vienen ustedes á buscar á su hombre... Pues aquí está; no se ha perdido, ni le falta ningun pedazo, y por consiguiente pueden ustedes tranquilizarse.
—Desvergonzada.
—Mucho cuidado con lo que se dice, que aunque yo soy una pobre y no gasto seda, ni me pongo nada postizo, tengo muchísima alma para ponerle las peras á cuarto al mismísimo rey en persona, ¿está usted?
—Mamá, vámonos de aquí.
—No se asuste usted, señorita; que yo no me como los niños crudos, y ya que ha venido usted á buscar á su marido, debe usted cogerlo de una oreja y llevárselo, porque á mí no me sirve más que para estorbo; porque ha de saber usted que si yo quisiera más hombres que mi Manolo, los tendria, porque puedo y porque sí. Y no hay que tentarme mucho la ropa, pues si la sangre se me calienta... En fin, más vale callar.
—Sí,—replicó doña Cecilia;—mejor es que calle usted, pues si se olvida de que habla con unas señoras...
—¡Vaya un señorío!... Ustedes sí que se han olvidado de la fragua donde hicieron el dinero con que se dan tanto tono, y ahora...
—Que le arrancaré la lengua.
—¡A mí!... ¡Pues no faltaba más sino que yo dejara que me pusiesen las manos encima unas silbantonas cursis como ustedes!
Montó en cólera doña Cecilia, y como Manolo, en un rincon del pasillo, permanecia inmóvil y silencioso, Dios sabe lo que hubiera sucedido á no adoptar Eduardo la determinacion de presentarse.
Las vecinas salieron para divertirse con aquel espectáculo.
Adela se ponia alternativamente pálida y colorada.
Eduardo, grave y severamente, dijo á su esposa y á su suegra:
—A esto se exponen ustedes, y ahora pueden blasonar de señoras. Si estoy aquí, es porque en alguna parte habia de pasar la noche. Y aquí estaré el tiempo que necesite para buscar casa, puesto que ya les dije...
—¡Eduardo!—exclamó Adela con angustioso tono, cogiendo las manos del truhan.
—Aparta... Me habeis puesto en ridículo, y para un hombre de mi clase el ridículo es peor que la muerte. ¿Quién habia de creerlo de tí? Siempre tan delicada, tan sublime...
—No es mia la culpa; pero mamá...
—Eso es,—gritó fuera de sí doña Cecilia,—ahora yo tendré la culpa de todo, y vosotros hareis las paces y me mirareis como se mira á un enemigo... Bien, muy bien... He querido defenderte, hija mia, y el pago que me das...
—Ven, Eduardo mio, ven...
—No.
—Yo te juro no hacer caso de mamá.
—¿Qué estás diciendo, hija desnaturalizada?
—Reconozco,—añadió Adela,—que he cometido una falta y que he sido demasiado exigente; pero no volverá á suceder, te lo prometo, lo juro por nuestro amor.
Eduardo fingió que empezaba á sentirse conmovido.
Algunas lágrimas de Adela pusieron término á las aparentes vacilaciones del tahur.
—Por una sola vez, te perdono,—dijo.
Las explicaciones que habia dado le parecieron muy satisfactorias á la jóven.
Esta, su esposo y doña Cecilia salieron de la casa, con gran sentimiento de las vecinas, á quienes pareció poco animada la escena que acababa de tener lugar.
Manolo, turbado y confuso, pidió perdon á Juana, y esta lo reconvino con la mayor dureza, diciéndole que si no se curaba de aquellos celos estúpidos, le volveria la espalda para siempre.
Manolo prometió aprobar todo lo que hiciese Juana, y una y otra vez reconoció que merecia el más duro castigo.
Entre Adela y Eduardo quedó restablecida la paz; pero él supo sacar partido de la situacion, y desde aquel dia cambió de conducta, saliendo cuando bien le parecia, volviendo á su casa cuando se le antojaba, y faltando algunos dias á la hora de comer.
Todas las situaciones se aceptan cuando no hay otro remedio, y Adela aceptó la suya.
Ya no podia ser feliz.
Quedábase muchos dias sin ir á paseo, y concluyó por ir con su madre como antes de haberse casado.
Por la noche, si no iban al teatro, concurrian á la tertulia de doña Robustiana, y allí iba, aunque no siempre, á buscarlas Eduardo.
Cuando pasó un mes, empezó el marido á recogerse á la madrugada.
Adela no se atrevió á quejarse.
Debia ser madre muy pronto, y esta era una razon más para que la infeliz jóven guardase silencio.
Aun no podia conocer su desgracia en toda su horrible extension.
La mayor parte de la fortuna de las dos mujeres estaba representada por títulos de la deuda del Estado.
Tenian además una casa en Madrid, que les producia unos quince mil reales de renta.
Los títulos habian sido torpe y cándidamente entregados al tahur, para que este se cuidara de cobrar los intereses.
Si Adela hubiese sido más sagaz, habríase apercibido de que su esposo empezaba á estar muy preocupado, que comia poco, que se dejaba arrebatar por la cólera muy fácilmente y que con frecuencia se quejaba de dolor ó incomodidad en el estómago.
¿Qué significaba todo esto?
Significaba simple y sencillamente, que los títulos de la deuda iban pasando á otras manos, y su valor iba quedando sobre el tapete verde en los garitos.
Antes de un año no quedaria de aquella fortuna más que la casa, y esta se venderia tambien; es decir, que la miseria amenazaba á las dos infelices, y que cuando reconociesen sus errores, seria demasiado tarde para remediar la desgracia.
Eduardo nada habia perdido, pues ni aun su hijo le haria sufrir, porque hay que tener presente que en esta clase de hombres el vértigo de sus vicios ahoga todos los sentimientos delicados, hasta el sentimiento del amor paternal.
Dejaremos á esta familia, para ocuparnos otra vez de la de Bonacha.
Habia principiado el mes de Octubre, y Alfredo no volvia, ni nadie tenia noticias de su paradero.
Cada dia que pasaba era, por consiguiente, más crítica la situacion de la desgraciada hija de don Pascual.
Bien pronto le seria imposible ocultar su falta á los ojos del mundo, y mucho ménos á los de su padre, que por torpe que fuese era padre al fin, y debia penetrar con la mirada mucho más que el mundo.
Para la madre no era ya un secreto aquella espantosa desgracia, y por consiguiente habia empezado á expiar sus debilidades y á sufrir las consecuencias de sus necedades y extravíos.
La mayor parte de la responsabilidad debia caer sobre ella por no haber sabido evitar que su hija se perdiese, y aunque don Pascual era un hombre demasiado bueno, demasiado indulgente y tímido hasta la exageracion, su esposa temblaba.
Nunca le habia tenido miedo á su marido, y entonces se sentia poseida de terror.
Este cambio consistia en que su conciencia la acusaba, y cuando la conciencia no está tranquila, el más valeroso se vuelve cobarde, y tiembla y se aturde el que ha dado pruebas de más serenidad.
La madre y la hija pasaban el dia conferenciando y buscando medios para salir del apuro; pero cavilaban inútilmente.
Sin Alfredo nada podian hacer, y este no volvia, y ni siquiera se comprometia escribiendo una carta.
El miserable debia tener bien meditado su plan, y no podia dudarse en cuanto á sus intenciones desde el primer momento en que fijó la atencion en Paquita.
Ya lo hemos dicho: desgraciadamente referimos una historia que es algo más que verosímil, puesto que es verdad.
En los momentos de suprema angustia se trastorna la cabeza más firme, se cometen todas las torpezas, se hace todo lo que es inconve[184]niente, resultando que la situacion se agrava.
Los que sienten demasiado no piensan como los que están en completa calma, ó lo que es igual, cuando el sentimiento se excita hasta cierto grado, cambian las ideas, porque todo se ve á través de un prisma que con frecuencia nos engaña.
La criatura es propensa á creer que todo el mundo ha de tomar en consideracion sus sufrimientos, ó que estos son de más importancia que los que agobian á los demás, y de aquí resulta muchas veces el desengaño ó el desencanto cuando se ve que el mundo escucha con fria indiferencia el relato de aquellos dolores.
La esposa y la hija de Bonacha debian extraviarse en este sentido, y debian sufrir nuevos y terribles golpes que acrecentasen su martirio.
Creyeron que ante todo debian averiguar á toda costa dónde se encontraba Alfredo, para escribirle amenazándole con el escándalo.
¿Quién podia darles la noticia que deseaban?
Nadie mejor que el conde de Romeral, y hé aquí cómo Juanito podia prestar un gran servicio á la familia Bonacha.
—Aunque Juanito lo sepa,—dijo la hija,—lo ocultará, porque como se ha empeñado en que yo me case con él, no le conviene que continúen mis relaciones con Alfredo.
—Todo puede arreglarse.
—Esto no.
—Me ocurre una buena idea.
—¿En qué consiste?
—Acudiremos á doña Robustiana, y ella se encargará de obligar á Juanito á decir cuanto sepa.
—Pero cuando doña Robustiana vea nuestro empeño, sospechará lo que no es menester que sospeche.
—¿Y por qué ha de sospecharlo?
—Porque á cualquiera le ocurre que cuando una mujer persigue á un hombre con tanto empeño y tenacidad, es porque hay algo que la liga á aquel hombre, y ese algo no puede ser más que una cosa, no puede ser más que mi situacion horrible.
—Pues, hija mia, el que no se embarca no pasa el mar, y algo es preciso exponerse á perder, si ha de ganarse algo.
—Me horroriza la idea de que mi secreto...
—Piensa que doña Robustiana tiene buen corazon, y aunque ella sepa la verdad, no hay miedo de que á nadie se la diga.
—No me atrevo.
—Iré yo sola y le diré que tú no sabes que doy semejante paso, sino que es cosa mia, porque te veo sufrir mucho y quiero hacer lo posible para devolverte la calma.
—Siendo así...
—Hoy mismo iré.
Paquita suspiró y guardó silencio.
¡Cuánto hubiera dado por poder borrar de su memoria aquellos dias deliciosos que pasó en la casa de campo!
La esposa de don Pascual fué á ver á la viuda.
—¿Y Paquita,—preguntó doña Robustiana,—está enferma?
—No, aunque le sobran motivos para estarlo.
—Supongo que alude usted...
—Sí, á ese perjuro que ha hecho creer á mi hija que la adora y le vuelve repentinamente la espalda.
—Les hice á ustedes la advertencia...
—Ya era tarde, porque mi pobre hija se habia enamorado.
—¿Y no escribe?
—Ni se sabe dónde está.
—Pues ya es cosa de que den ustedes por terminadas esas relaciones.
—Por terminadas las da Paquita, y jura que no perdonará al que la ha engañado, aunque ahora volviese arrepentido; pero como al mismo tiempo sufre mucho y yo soy su madre, quiero hacer todo lo posible para evitar que mi pobre hija pierda la salud. Se pasa las noches enteras sin dormir, apenas come, llora sin cesar y no sabe hablar sino de la muerte. Le aseguro á usted, doña Robustiana, que estoy pasando lo que no[187] ha pasado ninguna criatura, y á todo esto, tengo tambien el tormento de mi marido, que no hace más que decir que la culpa es mia, porque consentí esos amores, y para que nada falte á mi desesperacion, se ha empeñado en hacer renuncia del empleo, diciendo que no quiere deber nada al que ha engañado á su hija.
—Nada de eso me sorprende, porque don Pascual es muy severo, muy delicado, y no transige con cierta clase de cosas.
—Y en este apuro y no sabiendo qué hacer, acudo á usted sin que Paquita lo sepa.
—Si á costa de cualquier sacrificio me es posible remediar su desgracia, ya pueden ustedes considerarse dichosas.
—Hasta hoy me he concretado á ver, oir y callar; pero ya estoy decidida á tomar parte en este asunto, y quiero escribir á ese hombre por si consigo más que mi hija.
—Pero si no saben ustedes dónde se encuentra...
—En eso precisamente consiste el favor que usted puede hacerme.
—No comprendo bien...
—Voy á explicarme.
—Sí, sepamos.
—No es posible que el conde de Romeral ignore dónde se encuentra el que, sobre ser su amigo íntimo, ha de casarse con su hija.
—Empiezo á entender.
—Y si el conde lo sabe...
—Debe saberlo Juanito, ¿no es verdad?
—Eso he querido decir.
—Y usted desea que yo...
—Le pregunte á Juanito como mejor le parezca; porque si nosotras lo hacemos...
—La comision es delicada.
—Tiene usted con Juanito mucha influencia.
—Me respeta bastante, no lo niego.
—Entonces...
—Intentaré dejarlas á ustedes complacidas, y abrigo la esperanza de conseguirlo así.
Doña Robustiana, dando una prueba de delicadeza y de nobles sentimientos, no hizo ninguna pregunta ni alusion que pudiera mortificar á la esposa de Bonacha.
Despidióse esta, y se fué tan satisfecha como podia estarlo en su situacion.
—¡Pobre Paquita!—murmuró la viuda.
Habia adivinado la verdad, porque no era difícil adivinarla.
Aquella misma noche fué Juanito algo más temprano que de costumbre, y así pudo la viuda desempeñar con más libertad su comision.
—Amigo mio,—dijo doña Robustiana,—preciso es que me dé usted otra prueba de franqueza y de generosidad.
—Dispuesto estoy.
—Acuérdese usted que tengo ya su palabra.
—Y la cumpliré.
—Quiero saber cómo puede dirigirse una carta á don Alfredo de Saavedra.
Palideció Juanito y quedó, silencioso por algunos minutos.
Le era muy fácil mentir sin que la mentira se descubriese; pero no quiso hacerlo, aunque ignoramos si al decidirse á decir la verdad lo hacia para cumplir su palabra ó con dañada intencion.
—Señora,—contestó al fin,—aunque nadie me obliga, seré franco.
—No espero otra cosa de usted,—dijo doña Robustiana.
—Don Alfredo de Saavedra está en Lóndres.
—¿Pero cómo debe dirigírsele una carta?
Por toda contestacion sacó Juanito su cartera, y con el lápiz escribió algunas líneas.
Luego arrancó la hoja, se la presentó á la viuda, y le dijo:
—Esas son las señas exactas, y si se le escribe y no contesta, la culpa no es mia.
—Gracias.
—He cumplido mi deber.
—Su generosidad tendrá algun dia la recompensa que merece.
Juanito desplegó una sonrisa amarga.
—Me parece,—añadió la viuda,—que la hija[190] de don Pascual ódia ya á don Alfredo de Saavedra.
—¿Y por qué se afana tanto por él?
—Esto es ya una cuestion de amor propio.
—Cuestion que le costará muchos disgustos.
—Así lo creo; pero cuanto más duro sea el desengaño, más probabilidades hay de que usted, sea correspondido.
—El tiempo lo dirá.
Se presentaron otros amigos, y la conversacion fué interrumpida.
A las once de la siguiente mañana volvió la esposa de don Pascual á ver á su amiga, y esta le entregó el papel donde estaban las señas.
Sin perder tiempo escribió Paquita, suplicando, amenazando, evocando recuerdos y pintando con los más vivos colores su dolor y su desesperacion.
Esta última carta era mucho más elocuente que la que ya hemos dado á conocer.
La llevaron al correo y la certificaron, para que así no les quedase duda de que Alfredo la habria recibido.
Otra vez contaron los dias con una ansiedad inconcebible.
Apenas salian de casa.
El honrado don Pascual continuaba triste y meditabundo, y de vez en cuando hablaba de su propósito de dejar el empleo que debia al que habia engañado á su pobre hija.
¿Qué resultado produciria esta carta?
Suponemos que el mismo que las anteriores, pues desde que Alfredo dió los mil duros debieron desvanecerse todas las esperanzas de Paquita.
Pasaron quince dias, que era mucho más tiempo del que se necesitaba para que Alfredo recibiese la carta y contestase; pero ni habia contestado, ni la situacion habia cambiado tampoco, y antes de adoptar una nueva resolucion, la madre y la hija creyeron conveniente ir á la administracion de correos.
Esperaban que les entregasen firmado por Alfredo el sobre de la carta; pero su sorpresa fué la más profunda cuando les presentaron la carta misma intacta y con una nota en que se decia que se devolvia á su procedencia, porque no habia querido recibirla la persona á quien se habia dirigido.
Las dos mujeres miraron al empleado como[193] si no entendieran lo que este decia, y no acertaron á pronunciar una palabra.
—Les explicaré á ustedes lo que esto significa,—dijo el empleado.—Cualquiera persona está en su derecho de no recibir las cartas que se le dirigen, y cuando así sucede, se hace lo que está usted viendo. Ya sea porque al reconocer la letra del sobre haya comprendido que no le convenia, ó por otra razon cualquiera, ello es que la persona á quien va dirigida la carta se ha negado á recibirla, y aquí la tiene usted, y puede llevársela, entregándome el recibo del certificado.
Tampoco entonces acertaron á responder las infelices.
—¿Me han comprendido ustedes?
—Si,—dijo al fin la esposa de Bonacha.
—Pues me quedo con el recibo, y aquí está la carta.
Lo que Paca sentia, no puede hacerse comprender.
Como un autómata que obedece á sus resortes, tomó la carta y la guardó en el bolsillo.
Salieron de la administracion.
La desdichada jóven no hubiera podido decir dónde sé encontraba.
Apenas podia sostenerse, todo lo veia confuso y vago.
Apoyándose en un brazo de su madre, pudo[194] seguir hasta la calle de Atocha; pero allí se detuvo, diciendo:
—No puedo más.
—¿Te has puesto mala?
—No; pero... entremos en un coche.
Lo que sufria podia verse en su rostro, cadavéricamente pálido y desfigurado.
No pudo entonces derramar una sola lágrima.
Cuando estuvo en su casa, se sentó, inclinó la cabeza sobre el pecho, y quedó inmóvil como una estatua.
La madre fué y vino, gritando sin cesar, amenazando y haciendo comentarios sobre su situacion.
Esto no era más que un desahogo, pero no un remedio.
Así pasó casi todo el dia.
Indudablemente Alfredo habia reconocido la letra, y para evitarse disgustos no quiso recibir la carta.
Verdad es que si la hubiera recibido habria sido completamente igual el resultado.
Lo que el tiempo vale, lo mucho que puede, lo sabia muy bien Saavedra, y tenia la seguridad de que con el tiempo la desdichada jóven acabaria de perder la poca fuerza moral que le quedaba, y que se resignaria.
Debia la infeliz encontrarse en más de un apuro que la obligase á gastar el dinero que[195] hasta entonces no habia querido tocar, cuando esto hiciese debia renunciar á todas sus aspiraciones.
Uno de los medios que hay para que las personas se aburran y se desalienten, es dejar que el tiempo pase, y en fuerza de tiempo debia Paquita desalentarse, porque hacia demasiado uso de sus fuerzas, y por lo mismo estas debian concluir más pronto.
Empero todavía no se habia resignado; todavía le quedaban alientos para luchar, y lo único que le faltaba eran los medios.
Pensó si debia arrostrarlo todo, dar á conocer su desgracia á su padre y emplear los mil duros en hacer un viaje en busca de Alfredo; pero esto presentaba el inconveniente de que el seductor iba de un punto á otro sin cesar, y antes de encontrarlo podia haberse concluido el dinero.
Además, hubiera sido preciso dar un escándalo, confesar claramente la deshonra, porque un viaje como este no podia justificarse de otro modo.
¿No era Clotilde el obstáculo?
Pues si Clotilde rechazaba enérgicamente á Saavedra, debia ser más fácil conseguir que este se casase con Paquita.
No ideaba la jóven más que locuras.
Ya lo hemos dicho: se encontraba en ese estado de trastorno en que el juicio se pervierte.
Conferenció con su madre, y al fin decidió hacer el último esfuerzo.
Llegó el dia siguiente.
La madre y la hija salieron á las dos de la tarde de su casa, tomaron un coche, y fueron á la suntuosa morada del conde de Romeral.
Habíase puesto Paquita su mejor ropa, habíase adornado con el más cuidadoso esmero.
Esto era una torpeza, como otras muchas que habia cometido.
Si Clotilde era bella y elegante, Paquita no queria aparecer ménos seductora.
No pensó que en sus adornos estaba el sello de su modesta clase, y que, más que otra cosa, debia ponerse en ridículo.
Entró en la morada del conde, quedando en el coche la esposa de don Pascual.
Hé ahí otra torpeza.
La hija quiso evitar que su madre se dejase arrebatar por la cólera, y no pensó que debia formarse de su decoro una triste idea al presentarse sola, y con el fin que se presentaba.
Encontró muchos inconvenientes en los criados, porque era más difícil ver á Clotilde que á su padre; pero ella encareció tanto la importancia del asunto que la llevaba, que al fin uno de los sirvientes le dijo:
—Espere usted, y veremos.
Sentóse Paquita en una antesala.
A los pocos minutos se presentó una mujer jóven y bella, y bastante bien vestida.
Creyó la hija de don Pascual que aquella era Clotilde, y se puso en pié y saludó; pero era una doncella, que despues de contestar al saludo, preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Soy la hija de don Pascual Bonacha.
—Mi señorita no tiene costumbre de recibir á nadie, porque como puede usted comprender...
—¡Su señorita!
—Eso he dicho.
Paquita conoció su error, quedándose avergonzada.
La doncella prosiguió diciendo:
—Pero tanto han encarecido el asunto que á usted la trae...
—Sí, es de mucha importancia, de mucha gravedad, y no creo que su señorita de usted se arrepienta de haberme recibido.
—La verá usted.
Desapareció la sirviente.
Paquita volvió á sentarse.
Trascurrieron cinco minutos, que fueron para ella cinco siglos.
Levantóse una cortina, y Clotilde se presentó vestida sencillamente y sin ningun adorno.
Su doncella la siguió, y se quedó junto á la puerta en actitud respetuosa.
La hija del conde atravesó la antesala, saludó con un movimiento de cabeza á la víctima de Alfredo, y le preguntó:
—¿En qué puedo complacerla á usted?
Lo primero que á Paquita le ocurrió pensar, fué que Clotilde era excesivamente hermosa.
Los celos la atormentaron horriblemente, y tambien se sintió trastornada, porque empezó á comprender que le seria imposible entrar en cierta clase de explicaciones, ni mucho ménos entablar una discusion en aquella antesala en presencia de la sirviente y cuando la actitud de Clotilde era una cortés despedida.
Sin embargo, ya no podia retroceder, y haciendo sobrehumanos esfuerzos para recobrar la calma y dominar su trastorno, dijo:
—Debo suponer que no le es á usted desconocido mi nombre.
—No.
—Pues bien; en la situacion en que me encuentro se hace preciso...
—Señorita,—interrumpió Clotilde,—le evitaré á usted la molestia de explicarse.
—Es que...
—No ignoro que tiene usted, ó ha tenido, relaciones de cierta clase con Alfredo de Saavedra; pero cualquiera que sea el estado de esas relaciones, le advertiré dos cosas: primera, que mi decoro no me permite escuchar el relato de histo[199]rias ó sucesos de esa clase; y segunda, que hace ya algunos meses que devolví á Saavedra su más completa libertad, no habiendo entre él y yo más relaciones que las de una buena amistad. De todo esto puede usted deducir que no tengo interés alguno en los amores de Saavedra, y que no puedo influir en ningun sentido para que adopte tal ó cual resolucion. Si es que Saavedra le ha vuelto á usted la espalda, lo siento; pero la culpa no es mia, y sobre todo, como nada puedo hacer en favor de usted, no quiero saberlo.
—A pesar de esas razones...
—Repito que hablarme á mí de ese asunto es como hablar á otra persona cualquiera, y perdóneme usted que no la escuche más, porque ya le he dicho que mi decoro me lo prohibe.
Y no bien hubo pronunciado la hija del conde estas palabras, se inclinó y se dirigió á la puerta, mientras la sirviente levantaba la cortina.
Paquita quedó anonadada.
La vergüenza la hizo enrojecer.
La ira produjo en ella el más profundo trastorno.
Clotilde atravesó el umbral, y cayó la cortina.
La doncella quedó inmóvil.
La desdichada hija de don Pascual se oprimió el pecho.
Dejó escapar un grito desgarrador.
Sintió que repentinamente renacian sus fuerzas.
Quiso seguir á la hija del conde pero la sirviente se lo estorbó, y le dijo:
—Tranquilícese usted, señorita... Ya veo que sufre usted mucho; pero debe usted considerar que la culpa no es de nadie más que de don Alfredo. Todos los hombres son lo mismo, y si quisiera usted tomar mi consejo, no le pesaria: engañe usted al primero que se la presente, y así se vengará sin que le remuerda la conciencia por aquello de que paguen justos por pecadores, pues repito que todos ellos son iguales y merecen la misma pena. Cuando se tranquilice usted y reflexione, se convencerá de que usted hubiera hecho lo mismo que mi señorita.
Por fin el llanto corrió por las mejillas de Paquita.
—¿Viene usted sola?—preguntó la doncella.
—No.
—Me alegro, porque está usted muy agitada... la acompañaré hasta la puerta.
Paquita siguió maquinalmente á la criada, entrando en el coche y dejándose caer pesadamente.
El vehículo se puso en movimiento.
Entre tanto, la hija del conde se preguntaba:
—¿Cómo esta mujer se atreve á dar este paso?
Y luego pensó que por Juanito le seria posible obtener explicaciones y hacerse bien cargo de su situacion.
Ya sabemos que Juanito no podia descubrir el terrible secreto, porque lo ignoraba y ni siquiera lo sospechaba.
Sin embargo, Clotilde podia hacer algunas deducciones, y adivinar lo que no se le decia claramente.
Por de pronto, tenia ya una prueba de que Alfredo habia abandonado á la hija de don Pascual, y esto halagaba el amor propio de Clotilde y facilitaba una reconciliacion con su antiguo amante.
¿Cómo habia de suponer Paquita que iba á favorecer á su rival?
Y así lo habia hecho.
Y lo peor de todo era que contra su voluntad, y poco á poco, iba ella misma publicando su deshonra.
Cuando la madre y la hija estuvieron en su casa, exclamaron:
—¡Ya no hay esperanza!
No so equivocaban: Alfredo no se casaria con la hija de don Pascual.
La infeliz jóven habia hecho el último esfuerzo.
Ya le era forzoso resignarse.
En vez de emplear el tiempo en lo que no[202] habia de producirle ningun buen resultado, debia invertirlo en poner á cubierto su honor en cuanto era posible que lo pusiese.
Le convenia salir de Madrid; pero esto presentaba muchas dificultades: su padre y el dinero.
En cuanto á lo segundo, ¿por qué no habian de hacer uso de los veinte mil reales?
Si de todas maneras no habian de conseguir otra cosa de Alfredo, al ménos con aquella cantidad podian más fácilmente poner en práctica cualquiera resolucion.
Pensaba la madre que tan deshonrada quedaba su hija tomando los mil duros como devolviéndolos.
No hay que decir que esto era un error.
Paquita mostró algunos escrúpulos; pero al fin se convenció.
Veinte mil reales son tentadores para los que de la verdadera dignidad no conocen más que el nombre.
Otra idea le ocurrió á la esposa de don Pascual.
—Me parece,—dijo,—que debes tomar al pié de la letra el consejo que te dió la doncella de tu rival. Los hombres todos son iguales, y ninguno merece compasion. Salgamos ahora de este apuro, y que luego Juanito pague lo que hizo Alfredo.
—Pero eso...
—Tú has sido demasiado crédula, has sido tonta y han abusado de tu buena fe, lo cual prueba que para los crédulos no hay compasion. ¿Por qué has de tener escrúpulos cuando no los han tenido para engañarte? Además, engañando á Juanito lo harás dichoso, porque te ama, mientras que al engañarte á tí te han hecho sufrir mucho. Y para que no te quede duda de que todos los hombres son iguales, piensa lo que le ha sucedido á la pobre Adela, que se casó con un hombre que parecia un santo, que no tenia que comer, mientras que ella es rica, y antes de un mes ya enseñó las uñas, y hoy lo tienes hecho un perdido, sin hacer caso de su pobre mujer y gastando el dinero de ella en divertirse y en obsequiar á otras.
—Todo eso está bien; pero papá...
—Descuida, que á tu padre tambien le haremos ver lo negro blanco.
—Es imposible.
—Para esto nos ayudará tambien doña Robustiana.
—No sé cómo.
—Tengo mi plan, y triunfaremos.
Doña Robustiana debia dar una prueba más de su buen corazon y de su ingenio, y sobre todo era preciso que se cumpliera su propósito de ser ella la que casase á Paquita.
Preciso era ya confesarle claramente lo que habia sucedido á consecuencia de los amores de Alfredo, y la esposa de don Pascual dijo un dia:
—Pecho al agua.
Y sin más ni más fué á ver á la viuda.
Como era consiguiente, la conversacion recayó sobre la conducta de Alfredo de Saavedra, y cuando doña Robustiana dijo que nada de lo sucedido le sorprendia, exclamó la madre de Paquita:
—¡Ay!... pues no lo sabe usted todo; pero es usted nuestra mejor amiga, y ya no queremos ocultarle la verdad...
Interrumpióse, empezando á llorar.
Suspiró tristemente la viuda, y dijo:
—He adivinado lo que ustedes ocultaban, y por consiguiente no se mortifique usted en decírmelo. La desgracia es horrible; pero como ya no tiene remedio, lo que debe hacerse es ver cómo se repara. Nadie está libre de un momento de debilidad, y Paquita es digna de compasion más que de castigo.
—La pobrecita, tan inocente, tan crédula... ¡hija de mi alma!
De crédula ni de inocente habia tenido nada Paquita, y la causa de su perdicion habian sido sus necedades.
—Pues veamos,—repuso la viuda,—en qué puedo yo ayudarles á ustedes, pues aún quedan muchos recursos para evitar que la falta sea conocida.
—Nos ha ocurrido que un viaje seria lo mejor, y aunque puede justificarse para el mundo con la falta de salud, las dificultades son en cuanto á mi marido...
—Y que les seria á ustedes preciso estar por lo ménos tres ó cuatro meses fuera de Madrid.
—A Dios gracias, contamos con recursos bastantes en estos momentos.
—No es poco, pues con el dinero todo se consigue.
—Tambien mi marido es crédulo, y representando nosotras bien el papel, creo que todo se conseguiria.
—Déjeme usted reflexionar.
Guardó silencio y meditó la viuda.
—Hé aquí mi plan,—dijo despues de algunos minutos.
—Veremos si le ha ocurrido á usted lo mismo que á mí.
—Paquita se ha desmejorado bastante.
—Como que apenas duerme ni come.
—Desde hoy debe quejarse á todas horas, ya de dolores de cabeza, ya de malestar, y cuando pasen algunos dias se levantará tarde, se acostará temprano, y no querrá salir, asegurando que le faltan las fuerzas.
—Muy bien.
—Entre tanto, yo hablaré á todos los amigos del triste estado de Paquita, y diré que me parece que tiene mala enfermedad y que temo que se desenvuelva una tísis, lo cual á nadie debe sorprender, porque Paquita es de pocas carnes y de organizacion débil, y ya sabe usted que los que están robustos no creen que pueden vivir los que están flacos.
—Prosiga usted.
—Irán todos los amigos á visitar á Paquita,[207] y la encontrarán pálida y ojerosa. Ella tendrá buen cuidado de estar siempre mal vestida y despeinada, porque los enfermos no tienen ganas de adornarse.
—Tiene usted mucho talento, doña Robustiana.
—Suspirará tristemente, hablará muy poco y de vez en cuando toserá, que yo le aseguro á usted que apenas la hayan oido toser, han de darla por muerta.
—No se equivoca usted.
—Don Pascual querrá que á su hija la vea un médico; pero ella se resistirá, y yo entre tanto habré ponderado el talento y la ciencia de cierto médico que ha hecho prodigiosas curaciones de esa clase de enfermedades.
—¿Y ese médico?...
—Es persona de mi más completa confianza, y además debe usted tener entendido que cuando se trata de estos asuntos, no hay médico que no sea honrado y reservado, siquiera por egoismo.
—Tiene usted razon.
—Desde el momento en que amenace un peligro á Paquita, Juanito, que la ama, la adorará, y aquí está el punto grave de la cuestion.
—Juanito es bueno.
—El médico asegurará que su hija de usted no puede salvarse si no pasa los rigores del frio en un clima más templado, como el de Valencia[208] ó Andalucía, y es imposible que don Pascual se oponga al viaje.
—¿Y si intenta pedir una licencia para acompañarnos?
—La licencia no han de dársela para tanto tiempo como ustedes han de estar fuera de Madrid.
—Capaz es de dejar el destino.
—No lo dejará, porque es el único recurso con que cuenta para atender á la curacion de su hija.
—¿Y dice usted que Juanito?...
—Convencido de que ya Paquita no ama á don Alfredo de Saavedra, hará su declaracion formal.
—Y se escribirán...
—Y cuando Paquita salga de su apuro y vuelva á Madrid saludable y alegre...
—Comprendo, comprendo.
—Pues si le parece á usted bien...
—Sí, sí.
—Manos á la obra, que Dios nos protegerá.
—Hoy mismo empezaremos.
La esposa de don Pascual y doña Robustiana se abrazaron y se dirigieron las palabras más cariñosas.
Aquel mismo dia, cuando don Pascual volvió á su casa, se encontró acostada á su hija.
—¿Qué es esto?—preguntó.
—Me duele mucho la cabeza; pero no es nada de cuidado,—respondió la jóven.
Hizo Bonacha un gesto de disgusto, y guardó silencio.
Paquita apenas tomó alimento, asegurando que la comida le repugnaba.
Cuando llegó la noche, la viuda habló á sus tertulianos de la enfermedad de Paquita.
Esta supo representar admirablemente su papel.
Fueron á visitarla sus amigos, y antes de una semana todos decian que la jóven no podia vivir.
Don Pascual se concretaba á preguntar á su hija si se sentia mejor; pero ni siquiera nombró á los médicos.
¿Cómo se explicaba esto en un hombre tan cariñoso, y que siempre habia llevado hasta la exageracion los cuidados por su hija?
Era inexplicable su conducta.
Otra semana pasó, y como don Pascual no parecia dispuesto á cambiar de sistema, su mujer le dijo:
—¿En qué piensas?
—En trabajar lo mismo que siempre,—respondió Bonacha.
—Nuestra pobre hija está cada dia peor.
—Ya lo veo.
—¡Y lo dices con esa calma!...
—Sufro y me resigno, porque Dios lo manda así.
—Pero resignarse no es abandonarse.
—¿Y qué quieres decir?—replicó don Pascual, mientras tomaba el sombrero para salir.
—Quiero decir, que es preciso que á nuestra hija la vea un médico.
—¡Un médico!—exclamó Bonacha con acento de profunda sorpresa.
—Sí.
—¿Y qué ha de hacer el médico?
—Curarla.
Cambió de expresion el rostro de don Pascual.
No era en aquellos momentos el hombre cándido y bonachon.
Fijó una mirada profunda en su esposa, y despues de algunos momentos dijo:
—Me parece que el médico nada puede hacer.
Tembló la esposa de Bonacha y bajó los ojos, como si no se atreviese á arrostrar la mirada de su marido.
Este se puso el sombrero, tomó el baston y dijo sencillamente:
—Hasta luego.
¿Sospechaba la verdad?
Su mujer hubiera querido averiguarlo; pero no se atrevió á provocar explicaciones sobre este punto.
Pasaron otros tres dias, y ya todos los amigos mostraban extrañeza porque á la jóven la tuviesen en tal abandono, sin acudir á los socorros de la ciencia.
—Viéndolo estás,—dijo la mujer al marido;—la gente murmura, y tiene sobrada razon.
—Si es preciso llamar á un médico para que el mundo no se ocupe de mi hija, que el médico venga.
Y segun se habia convenido, fué á visitar á la enferma el médico amigo de doña Robustiana.
El honrado don Pascual continuó encerrado en su reserva.
Al cabo de una semana declaró el médico que era imposible que Paquita se salvase si no pasaba algunos meses bajo la influencia del clima benigno de alguna de las provincias del Mediodía, y designó los puntos que le parecian más convenientes.
No se opuso don Pascual al viaje, ni mucho ménos pensó en pedir licencia para acompañar á su familia.
Guardando siempre su tenaz silencio, se fué en busca de un prestamista, tomó dos mil reales, que debian servir para los primeros gastos del viaje, y firmó un recibo de tres mil y quinientos, cantidad que debia descontársele de su paga en virtud de providencia judicial y en el espacio de unos once meses.
Entre tanto, su esposa quiso empezar á hacer uso de los veinte mil reales pera comprar vestidos y adornos, pues hay que advertir que á pesar de todas sus desgracias, no se habian curado radicalmente, ni habian escarmentado aquellas dos infelices.
Abrió el cofre en cuyo fondo guardaba el dinero; pero este habia desaparecido.
Quedó la esposa de don Pascual inmóvil, sin aliento, con la mirada fija y abiertos los ojos como si fuesen á saltar de sus órbitas.
Hay que advertir que dos dias antes habian despedido á la criada, y que despues de haberse ido esta, habia tenido en la mano los mil duros la esposa de don Pascual.
No podia, por consiguiente, sospecharse un robo, y mucho ménos cuando no se veian en el cofre señales de violencia.
Trascurrieron algunos minutos.
—Me equivoco,—murmuró por fin la mujer de Bonacha.
Y empezó á sacar una por una cuantas prendas habia en el cofre.
Los mil duros no parecian.
—¡Paca, Paca!—gritó la madre.
—¿Qué quieres?—respondió la hija, que acostumbrada ya á representar su papel de enferma, no se movia fácilmente.
—Ven, ven...
—¿Para qué?
—Los mil duros...
—Bien, traelos.
—Pero...
—Déjame tranquila, mamá.
—Esto es horrible...
—Debes tener en consideracion que estoy enferma.
—Los mil duros, los mil duros...
—No grites, no alborotes...
—Han desaparecido.
Levantóse al fin la jóven, mientras decia:
—Mamá, tienes la cabeza trastornada, lo cual debe consistir en tu edad.
—Si alguna de las dos está loca, debes ser tú, y si no piensa en lo que te ha sucedido.
—¿Quieres armar un escándalo?
—Lo que quiero es morirme,—dijo la madre, revolviendo una y otra vez las prendas, que del cofre habia sacado.
La jóven comprendió entonces toda la gravedad de lo que sucedia; pero abrigó la esperanza de que su madre hubiese guardado en otro cajon el dinero y que no se acordase.
Desde el cofre fueron á una cómoda, y luego á la única mesa que tenia el cajon.
No estaban los billetes en ninguna parte.
Puede decirse que revolvieron la casa y registraron hasta el interior de los colchones.
¿Quién las habia robado?
Y todo estaba en su lugar, sin que pareciese que nadie habia tocado al contenido de los cajones.
Hicieron todas las suposiciones imaginables; pero no adivinaron la verdad.
Perder mil duros era una gran desgracia; pero habia que tomar tambien en consideracion cómo habia desaparecido aquel dinero.
No podian decir una sola palabra á don Pascual.
—¿Y cómo podremos ahora hacer el viaje?
—Tu padre no querrá acudir á un prestamista.
—Y si acude le pedirá una miseria.
—Y tenemos muchos gastos que hacer.
—Necesito por lo ménos tres vestidos.
—Yo tambien.
—Y un sombrero.
—Y yo otra sombrilla.
—Por tí no tengo cuidado, porque puedes arreglarte más fácilmente.
—Es claro; yo aunque vaya llena de harapos, voy bien, ¿no es verdad?
—Pero á tu edad...
—Todavía no soy ninguna vieja.
—Mamá, piensa que ya has cumplido cincuenta y un años.
—Sí; ya sé que soy una jamona; pero me parece...
—¡Jamona!... algo más.
—Mira, Paca, no me tientes la paciencia.
—Bien dice el refran, que las verdades amargan.
—Siempre te empeñas en compararme á tu padre, que es un viejo que no puede tenerse en pié.
—Tiene cinco años más que tú, y ya ves que no se pone ningun adorno, ni piensa en ciertas cosas propias de la juventud.
—Tú tampoco deberias pensar, porque tu estado...
—He cometido una falta; pero es menester que sepamos lo que tú has hecho en tu juventud.
—Paca, que soy tu madre...
—El resultado es que has perdido los mil duros.
—Ya sabes que estaban bien guardados.
—Tan bien guardados, que han desaparecido sin saber cómo.
—¡Oh!... daria lo que me queda de vida por saber quién los ha robado.
Paquita se dió una palmada en la frente, y exclamó:
—¡Ah!...
—¿Qué te sucede?
—Todo lo adivino.
—Explícate.
—Los mil duros los ha cogido papá.
—¡Dios bendito!...
—No lo dudes.
—¿Y habia de estar callado?
—Sí, porque se ha propuesto no decir una palabra respecto á mis desgraciados amores.
—Ahora recuerdo que cuando le dije que era preciso que viniese un médico, me miró no sé cómo... ¡Jesús!... estoy temblando.
—Ya no me atreveré á mirar á mi padre frente á frente.
No fué menester más para que la madre perdiese instantáneamente todo su valor.
Ambas enmudecieron.
Quedaron profundamente abatidas.
Arreglaron los cajones, y esperaron á que don Pascual llegara.
Este se presentó á la hora de costumbre.
Ni la madre ni la hija se atrevieron á mirarlo frente á frente.
—¿Quieres ya comer?...—le preguntó la primera.
—Sí; pero antes me direis cuándo pensais emprender el viaje.
—Cuando sea posible, porque los pobres no hacen las cosas cuando quieren.
Con mucha calma sacó don Pascual los cien duros que habia tomado del prestamista, se los entregó á su esposa, y le dijo:
—Con ese dinero podreis atender á los prime[217]ros gastos, y yo os enviaré de la paga cada mes lo suficiente para cubrir con modestia vuestras atenciones.
—¿Y este dinero?...
—Son dos mil reales que he tomado de un prestamista, firmando un recibo de tres mil quinientos, y dejando que el juez embargue una parte de mi sueldo.
—¿No tenias otro recurso?
—Ninguno, y tú misma lo sabes, puesto que en tus manos está cuanto poseemos,—dijo don Pascual.
—Podia suceder que algun amigo...—repuso su esposa.
—La amistad, con raras excepciones, no es bastante para abrir el bolsillo, y sobre todo, á mí no me gusta molestar á nadie, y prefiero hacer un sacrificio.
—Pero cien duros...
—¿Es poco?
—Hay que hacer tantos gastos...
—Cuando se va en busca de la salud, no es menester vestidos ni adornos.
—Siempre dices lo mismo.
—Comamos,—repuso con calma don Pascual.
Su esposa no se atrevió á continuar hablando.
Las dos mujeres supusieron que aquellos dos mil reales procedian de los veinte mil que habian desaparecido, y acusaron al pobre don Pas[218]cual, porque guardaba para sí la mayor parte, sin consideracion á las necesidades de su familia, necesidades imperiosas, como para ciertas mujeres lo son los relumbrantes adornos.
Aquella misma tarde se presentó Juanito.
¡Pobre Juan!
Paquita revelaba en su semblante el abatimiento y la tristeza más profunda.
Saludó á su amigo con débil voz, tosió tres ó cuatro veces, y guardó silencio.
—Usted es de confianza,—dijo la madre,—y como tengo mucho que hacer, porque hemos de irnos mañana...
—Si he de estorbar, me iré.
—Nada de eso... con su permiso.
Y la esposa de don Pascual se fué á la cocina.
—¡Mañana!—murmuró tristemente Juanito.
Paquita suspiró, inclinó la cabeza y tosió.
—Se van ustedes...
—Y Dios sabe si volveremos á vernos,—respondió al fin la jóven.
—¿Qué dice usted?
—¡Ah!... siento en el corazon el frio de la muerte...
—¡Paca, Paca!—exclamó con espanto el jóven.
—Estoy resignada, y casi espero con ansiedad el instante supremo de dejar este mundo. ¿Qué es la vida?
—¡La vida!—murmuró maquinalmente Juanito.
—Siempre luchando, siempre sufriendo, siempre corriendo tras un fantasma que se desvanece al tocarlo...
—Es verdad.
—Ilusiones que se desvanecen como el humo.
—¡Ilusiones!...
—Esperanzas que se pierden...
—¡Las esperanzas!—dijo el jóven, que parecia un eco de Paquita.
El desdichado sufria mucho en aquellos momentos.
—Y el corazon entre tanto se destroza
—¡Pobre corazon mio!
—Y así llega la vejez...
—Yo quisiera ser viejo.
—Pero no lo es usted.
—Ni usted tampoco.
—Sí,—dijo Paquita;—he llegado á la decrepitud, cuando no tengo más que veinte años, porque he sufrido mucho, y vivir es sufrir, y cada dia representa para mí un año...
—Y para mí un siglo.
Paca tosió.
Juanito suspiró lánguidamente.
Miráronse, y bajaron los ojos.
Ella se oprimió el pecho, y él apretó los puños como si estuviese desesperado.
¡Bonito papel estaba representando el pobre Juan!
No sabemos en qué novela habia leido Paquita, lo que acababa de decir.
Para las mujeres que no tienen entendimiento, las novelas son un gran recurso.
Verdad es que Juanito se encontraba en el mismo caso.
Ella guardaba silencio, y á él le tocaba lucirse con otras cuantas frases de enamorado de melodrama.
—¡Qué triste es la soledad!—exclamó.—Y la soledad más horrible es la del alma, la del corazon, en medio del bullicio del mundo. ¿Qué es la vida sin amor y sin ilusiones? Un desierto donde por todas partes nos rodea el calcinado arenal, sin que la vista alcance á descubrir el verde ramaje de una palmera, ni llegue al oido el[222] dulce susurro del cristalino arroyo que ha de apagar nuestra sed devoradora.
Paquita volvió á toser.
—¡Ah!...—prosiguió diciendo Juanito.—Se va usted, y yo me quedo; se va usted...
—En busca de la muerte, y usted se queda...
—Muriendo entre los vivos y sin el consuelo de que nadie comprenda mi dolor... ¡Oh!... ¿Dónde habrá un alma para mi alma, dónde para mi corazon habrá un corazon?
—¡Juanito, Juanito!...
—¡Qué!... ¿pues no digo la verdad?
—¡Ay!...
—¡Paquita!...
—Las palabras de usted son horriblemente amargas.
—Es que la hiel de que está impregnado mi espíritu...
—Es usted injusto.
—¡Injusto!
—Tiene usted vida...
—¿Para qué me sirve?
—Se queja usted de la soledad, no encuentra usted un corazon...
—¿Hay alguno para mí?
—Tal vez; pero...
Interrumpióse Paquita, hizo un gesto doloroso, y luego añadió:
—Debo resignarme, porque mia es la culpa.
—¿Qué quiere usted decir?
—Si nadie le comprende á usted, ¿quién puede apreciar lo que pasa en mi alma?
No pudo ya Juanito contenerse, y cayendo de hinojos, cogió una de las manos de Paquita, la estrechó fuertemente y exclamó:
—Compadézcame usted...
—¡Ya es tarde!
—¡Tarde!...
—Usted no puede tener fe en mi amor, no puede usted comprender lo que los desengaños...
—Me hace usted sufrir mucho.
—Levántese usted...
—Una sola palabra, una sola...
—Que puede venir mi mamá.
—¿Y qué me importa?—replicó Juanito fuera de sí.
Y apretó más y más la mano de Paquita, y á tal punto llegó su entusiasmó que le produjo un vértigo, y sin miramiento alguno, sin darse cuenta de lo que hacia, sin respeto á la inmaculada pureza de Paquita, besó con frenesí aquella mano, que temblaba, que abrasaba...
—¡Jesús!—se oyó exclamar.
Y la madre apareció.
Turbado y confuso se levantó Juanito, con el pantalon empolvado, los cabellos en desórden, la corbata desarreglada...
Paquita se cubrió el rostro con las manos.
—Reconozca usted—dijo severamente la esposa de don Pascual,—que abusa usted indignamente de mi confianza.
—Señora, todo mi delito consiste...
—Ya lo he visto.
—La pasion me trastorna...
—Así se excusan todos los que cometen cierta clase de faltas.
—No es un crímen amar...
—Pero sí es un crímen hacer lo que usted estaba haciendo.
—Me reconviene usted con demasiada dureza, me rechaza tal vez porque soy pobre...
—Eso no.
—Si su hija de usted acepta mi amor...
—¿Quiere usted que se exponga á otro desengaño? Ya ve usted cómo se ha quebrantado su salud...
—Yo soy más pobre, pero más honrado que ese otro miserable.
—En fin, Paquita decidirá; pero me parece...
—Hable usted, hable usted,—dijo Juanito con acento suplicante á la jóven.
Levantó esta la cabeza, y como si estuviese profundamente conmovida, dijo:
—Si Dios quiere conservarme la vida; le daré á usted una prueba de que hay corazones que sientan como el suyo.
Juanito juró que era el hombre más dichoso[225] del mundo, y continuando la conversacion, convinieron en escribirse diariamente, ó por lo ménos con la frecuencia que lo permitiese la salud de Paquita.
Aquella noche Juanito, en el último punto de su entusiasmo, abrazó y besó á doña Robustiana.
Al dia siguiente pensó que debia atenuar los efectos de todo lo que habia hecho contra Saavedra, y decidió hablar á Clotilde para que esta se convenciese de que su antiguo amante no se ocupaba de otra mujer.
¿Era posible que á la hija del conde se le ocultase la verdad?
No se le ocultaria, y de lo que se convenceria era de que Juanito lo habia hecho todo impulsado por los celos, y sin otro fin que el de hacer á Saavedra todo el mal imaginable.
Como se comprende, así se conseguia justificar al miserable seductor, y este no tendria que hacer más que gozar del triunfo que sus mismos enemigos le habian proporcionado tan torpemente.
Ya tenia Paquita novio, ya podia estar segura de casarse, y por consiguiente sufrió ménos por no poder comprar los adornos que necesitaba para embellecerse.
Llegó el momento de partir.
El padre y la hija se abrazaron.
El primero apenas pronunció algunas palabras.
No podia dudarse de que conocia el terrible secreto, y nos inclinamos á creer que en su poder estaban los mil duros que habian desaparecido del cofre.
Juanito pasó tres dias de mortal angustia.
Cuando recibió la primera carta, de Paquita, la leyó siete veces, la besó más de mil, y luego fué á dar parte de su dicha á doña Robustiana.
—¿Lo ve usted?—decia esta.
—Todo lo debo al talento y á la habilidad de usted.
—Me felicitaré si son ustedes más dichosos que Adela y Eduardo.
—Eduardo es un miserable.
Nada más sucedió entonces que sea digno de mencion.
Pasaron tres meses.
A don Pascual se le habia visto constantemente triste y meditabundo.
A las nueve de la mañana salia de su casa, iba á tomar chocolate á un café, y despues se encaminaba á su oficina.
Una vez cumplidos sus deberes, dirigíase á una de esas fondas que casi merecen llamarse bodegones, y tomaba algun alimento, sin que nunca excediese el gasto de dos ó tres reales.
Desde allí volvia á su casa para no salir hasta otro dia, y unas veces sentado y otras paseándose, miraba á su alrededor, levantaba los ojos al cielo y suspiraba dolorosamente.
Lo que pasaba en su alma no es posible hacerlo comprender.
Su salud se quebrantaba visiblemente y sus fuerzas disminuian con rapidez; pero él aseguraba que se sentia completamente bueno.
Distraíase con mucha facilidad, y trabajando en su oficina se quedaba á veces inmóvil como si se hubiese petrificado, y pasaba así una ó dos horas.
Un ruido cualquiera le hacia salir de su distraccion, estremecíase como si despertase del más profundo sueño, y continuaba su trabajo.
Muchas veces le hablaban y no respondia, porque no habia oido.
Creyeron algunos que don Pascual empezaba á perder la razon.
Lo que el infeliz perdia era la existencia en medio de una agonía lenta y horrorosa.
El golpe habia sido demasiado terrible, y no podia soportarlo.
El extravío de su hija, la deshonra; habia caido sobre don Pascual como una montaña de plomo.
Forzoso era que sucumbiese.
Por fin recibió una carta en que su esposa le decia que Paquita estaba mejor, hasta el punto de que muy pronto podrian volver á Madrid.
Lo que esto significaba lo comprendió perfectamente don Pascual.
Pensó entonces que era preciso averiguar lo que su hija habia determinado en cuanto al fruto de su deshonra.
Hombre de conciencia recta, no era posible que Bonacha consintiese que la madre abandonara al hijo inocente, que no le habia pedido la vida.
Tal era la situacion de aquella familia desdichada, cuando Alfredo volvió por fin á la córte.
Entonces Clotilde se mostró más dispuesta á transigir.
¿Qué hubiera sucedido si supiese la verdad en cuanto á la deshonra de Paquita?
No lo sabemos; pero sí podemos asegurar que en semejante caso el conde no habria consentido que su hija se casara con Alfredo.
De las explicaciones que mediaron entre este y Clotilde, resultó lo que debia resultar, que Juanito, despechado por los celos más ó ménos fundados, habia querido herir alevosamente.
Juanito fué desde aquel momento, y en opinion de Clotilde, un hombre ruin hasta el último grado de la ruindad.
¿Podia ella consentir que un hombre semejante continuara ocupando en su casa un puesto de confianza?
No.
La sentencia fué pronunciada, y Juanito debia encontrarse otra vez sin recursos para vivir.
Esto era doblemente horrible en los momentos en que pensaba casarse.
Pero ¿qué le importaba á Clotilde la suerte de Juanito?
Lo que le importaba era su dignidad, que creia ofendida.
Aquel hombre, que nada representaba en el mundo, que nada valia, habia querido hacerla instrumento de su venganza, de sus propios intereses, de sus ruines pasiones.
Perdonar esto no parecia generosidad, sino estupidez y falta de decoro.
Era aquella una cuestion de dignidad en opinion de Clotilde.
No quiso hacer partícipe á su padre de lo que sucedia, porque habiendo de ser el mismo el resultado, quiso evitarle disgustos.
Cuando una mujer se empeña en conseguir lo que parece imposible, triunfa más ó ménos tarde.
Clotilde empezó por hablar de la falta de inteligencia de Juanito.
Luego aseguró que este tenia la mala costumbre de discutir sobre las órdenes que se le daban, y por último lo acusó de curioso, porque se habia tomado la libertad de hacer toda clase de averiguaciones para descubrir lo que habia querido ocultársele.
Y todo esto era verdad, todo lo habia hecho[231] Juanito; pero no porque quisiese hacerlo, sino porque con una habilidad admirable lo habia puesto Clotilde en el resbaladero, sin que él viese el lazo que se le tendia.
La curiosidad, llevada á cierto punto, es una falta gravísima y hasta peligrosa, y el conde no podia perdonar á Juanito.
Además, la jóven estaba disgustada, y el padre lo sacrificaba todo para que su hija estuviese contenta.
Tenia necesidad el conde de salir de Madrid por consejo de los médicos, y aprovechando esta ocasion, despidió á Juanito.
Tan horrible desgracia la conoció el jóven precisamente en los momentos en que acababa de recibir una carta de Paquita anunciando su completo restablecimiento y su vuelta á Madrid.
No podia llegar más á tiempo.
Poco le faltó á Juanito para volverse loco.
Sin empleo ni esperanzas de conseguir otro, temió que la familia Bonacha lo rechazase; pero aun cuando no sucediese así, ¿cómo casarse sin medios de atender á sus nuevas obligaciones?
Acudió á doña Robustiana, porque esta era, como suele decirse, el paño de lágrimas de Juanito.
—Todo se arreglará,—respondió la viuda, que era optimista por naturaleza.
—¿Cómo ha de arreglarse?
—No lo sé; pero ello es que se arreglará.
—Al señor de Almendares no puedo acudir, porque creerá que yo he dado motivos para que el conde me despida.
—Por de pronto, puede usted contar con el amor de Paquita, y luego, «como no hay bien ni mal que cien años dure...»
—El remedio llegará tarde.
—Deje usted rodar la bola, que la dicha viene cuando ménos se espera.
—Ahora que Paquita habia recobrado la salud...—exclamó Juanito.
—Usted tambien recobrará su empleo.
Algo se tranquilizó Juanito, por más que las palabras de la viuda no tuviesen ningun valor.
A las diez de aquella noche encontrábanse en la estacion del ferro-carril del Mediodía don Pascual Bonacha y Juanito.
Saludáronse, y al jóven le pareció conveniente hablar de su desgracia mientras llegaba el tren.
—Tengo,—dijo,—que darle á usted una noticia muy desagradable.
—¡Desagradable!—replicó Bonacha distraidamente.
—Sí.
—¿Qué sucede?
—Me he quedado sin empleo.
—Es una gran desgracia.
—Adivino de dónde ha partido el golpe, y me vengaré cuando se me presente la ocasion.
—¿No estaba usted empleado en casa del conde de Romeral?
—Sí.
—¿Y no tiene ese conde una hija?
—Veo que no necesita usted más explicaciones.
—No.
—Ese miserable Alfredo de Saavedra...
—Basta, basta.
—Y mi situacion es doblemente terrible en estos momentos.
—Siempre es horrible quedarse sin recursos para vivir.
—¿Pero usted todavía ignora que yo estaba decidido á casarme muy pronto?
—¡Casarse!...
—Sí.
—Entonces le han hecho á usted un gran beneficio.
—¡Don Pascual!...
—¿De qué se admira usted?
—Me sorprende que hable usted así, porque un hombre de las sanas ideas de usted no es posible que se muestre contrario al matrimonio. Más de una vez le he oido á usted dar su opinion sobre este punto, y...
—Los hombres cambian de opinion.
—Usted, que tiene una esposa modelo de virtudes...
—Es verdad; pero empiezo á comprender que la familia es una enorme carga, que no siempre puede soportarse, y en este sentido hablo contra el matrimonio.
—Si usted supiese quién es la mujer elegida por mi corazon...
—Cualquiera que sea.
—Me parece que ya no está bien guardar este secreto.
—Amigo mio, le advierto á usted que no soy curioso.
—La mujer que ha de participar de mi suerte, es su hija de usted.
—¡Mi hija!—dijo don Pascual con asombro.
—Sí.
—¡Mi hija!... Imposible.
—¿Acaso?...
—No basta que usted la quiera.
—¿Pues qué más se necesita?—preguntó Juanito.
—Que ella corresponda á ese amor.
—Y corresponde, y quiere ser mi esposa, y mientras ha estado ausente nos hemos escrito todos los dias.
No se le alcanzaba al honrado don Pascual que su hija se casase con Juanito ni con ningun hombre, como no fuese Alfredo.
Dudó el anciano si soñaba, y se pasó las manos por la frente y se restregó los ojos.
Juanito pensó lo peor que podia pensar, es decir, que porque habia perdido su empleo se le miraba con desden.
—Señor don Pascual, espero que Dios me abrirá camino, y como soy honrado y trabajador, encontraré donde ganar el sustento.
—¡Honrado!...
—Me parece que no hay motivo para ponerlo en duda.
—Peor para usted.
—¿Peor para mí?
—Eso he dicho.
Empezó Juanito á sospechar que Bonacha habia perdido la razon, y despues de algunos momentos, le dijo:
—No puedo creer que la honradez sea una desgracia.
—Yo tampoco creia otras cosas; pero el tiempo... En fin, si mi hija quiere casarse con usted, que se case; pero conste que yo no tomo parte en este asunto.
No sabemos adónde hubieran ido á parar en el trascurso de la conversacion; pero fueron interrumpidos por el silbido de la locomotora, y tuvieron que acudir para recibir á las viajeras.
Poco despues se presentaron estas.
Hubo abrazos, saludos cariñosos, sonrisas y lágrimas.
Entraron en un coche y se alejaron de la estacion.
Paquita parecia haber recobrado toda la alegría de otro tiempo.
Llegó el instante de entrar en cierta clase de explicaciones, porque la jóven preguntó á su novio:
—¿Y qué novedades hay por Madrid?
—Ninguna buena,—respondió tristemente Juanito.
—¿Pues qué sucede?
—Hoy me he quedado sin empleo.
—¡Sin empleo!—exclamaron la madre y la hija.
—Y en estos momentos, en estas circunstancias... ¡oh!... estoy desesperado.
Todos guardaron silencio.
Los semblantes, que estaban alegres, revelaron la más profunda tristeza.
Largo rato pasó sin que se percibiese otro ruido que el que producia el coche al rodar sobre el empedrado de las calles.
Por fin Juanito reanudó la conversacion, para decir que ya no le parecia conveniente guardar el secreto de sus amores, y que lo habia dado á conocer á don Pascual.
Al estupor sucedió la ira, y las dos mujeres[237] se desataron en improperios contra Saavedra, acusándolo de la desgracia de Juanito.
Don Pascual escuchaba y callaba, y cuando fué interpelado por su esposa, respondió:
—Todo me parece bien, y así se lo he dicho á este caballero.
—¿Con que te parece bien que lo dejen sin destino?
—Nadie sabe dónde está ni en qué consiste su fortuna.
En vano habló la esposa de don Pascual, porque este continuó guardando silencio.
El carruaje llegó á la calle de San Lorenzo.
Las viajeras necesitaban descansar, y Juanito se despidió, prometiendo volver al siguiente dia.
La madre y la hija, mientras cenaban, hablaron sin cesar de su viaje, de la nueva situacion de Juanito y de la maldad de Alfredo de Saavedra.
Dos horas despues se habian acostado y dormian.
Don Pascual no pudo conciliar el sueño, pensando en la inocente criatura fruto de la debilidad de su hija.
Don Pascual aprovechó la ocasion de que era domingo, y cuando salió de su casa se encaminó á la de Alfredo.
¿Qué intentaba el desgraciado?
Tal vez iba á verse tratado como su hija cuando se presentó á Clotilde.
El rostro de Bonacha estaba pálido, y su mirada era sombría.
Tampoco aquella mañana se hubiera dicho que era el hombre bonachon y cándido hasta el último grado de la candidez.
Preguntó por Alfredo, y le contestaron que este acababa de levantarse.
—Pues es absolutamente preciso que yo lo[239] vea,—dijo don Pascual con una energía que nadie hubiera sospechado en él.
—¿Su nombre de usted, caballero?
—Bonacha.
—El criado no se atrevió á replicar; desapareció, y volvió muy pronto para decir:
—Pase usted.
—Entró don Pascual en un gabinete ricamente amueblado, y donde se encontraba Alfredo envuelto en una bata y recostado indolentemente en un sillon.
Habia creido que el desdichado don Pascual iba á exigirle que se casase con Paquita, pintándole la triste situacion de esta.
Resuelto estaba el jóven á mostrarse inflexible y aun á rechazar con dureza al infeliz padre; pero bien pronto se convenció de que se equivocaba.
Presentóse don Pascual con la cabeza erguida, detúvose un momento, y luego dijo:
—Caballero, no vengo á pedirle á usted nada, ni siquiera la honra que me ha robado, y se lo advierto así para que no se tome la molestia de calcular cómo saldrá mejor del apuro.
Tan sorprendido quedó Alfredo, que no acertó á replicar.
El anciano, con grave tono, prosiguió diciendo:
—Mi desgraciada hija ha guardado para mí[240] el secreto de su falta; pero yo la he adivinado fácilmente, he guardado silencio, he observado, he hecho todo lo que puede hacer un espía, y así he conseguido conocer hasta el último detalle.
—Entonces nada tengo que decirle á usted.
—No he venido para que me diga, sino para que me escuche.
—¿Quiere usted echarme en cara la fealdad de mi conducta?
—No, porque para los abusos como el que usted ha cometido, no hay calificacion. Cuando un hombre hiere despues de estar seguro de la impunidad, prueba que es un cobarde.
—¡Caballero!—gritó Saavedra, poniéndose en pié como impulsado por un resorte y lanzando una mirada terrible á don Pascual.
Empero este permaneció impasible, y arrostró serenamente aquella mirada.
—Le he llamado á usted cobarde...
—Si ha venido usted para ofenderme...
—Aquí estoy para responder, porque yo, cuando ofendo, acepto la responsabilidad.
—Si ha creido usted que sus canas han de ponerlo á cubierto de mi enojo...
—Justo seria, ya que mis canas y mi triste situacion le dieron á usted antes la seguridad de que podia ofenderme sin recibir el castigo que merecia. De los ultrajes se queja usted, ca[241]ballero, sin pensar que no hay ultraje mayor que el que usted ha hecho á mi honra.
—A pesar de todo eso, estoy en mi casa...
—Yo estaba en la mia, y allí fué usted para echar una mancha sobre mi honor; pero dejemos esto, porque lo que yo he querido, lo que deseo, es probarle á usted que la honra puede perderse si á uno se la arrebatan; pero que aun despues de perdida, es posible conservar la dignidad.
—No pongo en duda la de usted, caballero.
—No niego que mi pobre hija, tentada por el demonio de la vanidad, se habia extraviado; pero sus extravíos no eran criminales. Usted comprendió que era muy fácil explotar las debilidades de mi hija, y las explotó sin pensar que heria de muerte á un desgraciado, que no tenia otro patrimonio ni otra dicha que su honradez, y que, por conservar esta inmaculada, habia trabajado toda su vida, habia hecho todos los sacrificios imaginables, habia aceptado todas las privaciones y se habia resignado con todas las desgracias. Descargó usted el golpe terrible, y con la conciencia tranquila se ocupó usted en buscar la dicha por otros medios. Su víctima de usted pidió reparacion, recordando promesas y juramentos, porque no creia que fuese perjuro el que tanto se envanecia con su honor; pero usted creyó que á nada estaba obligado, porque se trataba de[242] una pobre mujer que nada representaba en el mundo; la habia usted deshonrado, habia usted contraido una deuda, y queriendo pagarla como buen caballero, tasó usted la honra de toda una familia en mil duros... ¡Oh!...
Relumbraron como dos carbunclos los ojos de don Pascual, y temblando convulsivamente á impulsos de la ira, acercóse más á Saavedra, y añadió con sarcástico tono:
—Sí, pagando la deuda no tenia nadie derecho á poner en duda que es usted un hombre bien nacido, un caballero, y que abriga usted un corazon grande y noble.
Alfredo, á pesar de toda su audacia, no se atrevió á levantar la cabeza.
El anciano, con voz ahogada por el coraje, prosiguió diciendo:
—Y el miserable que hace eso con una mujer indefensa y con un viejo débil, el que así escarnece la virtud, abusa de la inocencia, explota las debilidades y se burla de todo lo que es más respetable, de todo lo que es sagrado; el miserable que mancha el honor de una familia para satisfacer un capricho, un impuro deseo; el que se atreve á tasar el valor de esa honra y el reposo, y hasta la vida de un honrado padre, se ofende luego, y se levanta airado y amenazador porque le llaman cobarde.
—¡Oh!...
—Poco viviré, porque la herida ha sido mortal; pero quiero que mi conciencia esté tranquila; quiero probar que si la cobardía de usted me ha deshonrado, no he perdido el noble sentimiento de la dignidad.
—Basta, basta;—murmuró Alfredo con voz ronca.
—Hoy mismo quedará hecha la renuncia de mi empleo.
—Pero...
—Y en cuanto al precio de la honra de mi hija, que es mi honra... ¡Oh!...
El infeliz don Pascual sacó los mil duros en billetes, y con fuerza convulsiva los arrojó al rostro de Saavedra.
Rugió este como el leon cuando se siente herido.
Volvió á ponerse en pié.
Centellas se escaparon de sus ojos.
Sus mejillas habian enrojecido como si fuese á brotar la sangre.
—Yo,—gritó don Pascual,—el infeliz que nada representa en el mundo y que nada vale, el anciano débil, he tenido bastante valor para sellar las mejillas del miserable que manchó mi honra.
—¡Salga usted, salga usted!—exclamó Alfredo, sin poder apenas contenerse.
Empero don Pascual cruzó los brazos, irguió la cabeza y dijo:
—Aquí estoy... Puede usted vengarse... Aquí estoy, porque el valor me sobra para aceptar por completo la responsabilidad de mis acciones... ¿Por qué se detiene usted?... Le he ofendido gravemente, está usted en su casa, y tiene derecho hasta para matarme... ¡Oh!... pero en estos momentos es usted el que ha de temblar, porque á mí no hay nada, absolutamente nada que pueda infundirme terror. Cuando la vida es un tormento insoportable, no es posible tener miedo. Usted espera gozar, y yo no espero más que sufrir... Una sola cosa habia que me hiciese agradable la existencia: la satisfaccion de mi propia honradez, el amor de mi pobre hija... ¡Ah!... cuando sea usted padre...
El infeliz anciano empezaba á perder las fuerzas, y tuvo que interrumpirse.
Despues de algunos momentos, y con voz que parecia llevarse tras sí el alma, exclamó:
—¡Pobre hija mia!... Yo no tenia en el mundo más que mi hija, y usted abusó de su inocencia; la colocó usted en la pendiente que ha de llevarla hasta el fondo del abismo, y ya no hay poder humano que la detenga, porque dado el primer paso dará el último, porque la desesperacion la ha trastornado... ¡Pobre hija mia!... ¡Hija de mi alma!...
Desapareció la ira de Alfredo, y empezó á sentirse conmovido.
No, no era posible mirar con indiferencia el dolor de aquel padre infeliz.
Ya que otra cosa buena no hiciese, quiso Saavedra dirigir algunas palabras dulces y cariñosas al anciano; pero este, recobrando por un momento la energía, retrocedió y dijo:
—Hemos concluido... Ahora duerme la conciencia de usted, pero algun dia despertará.
Y haciendo grandes esfuerzos para sostenerse, salió.
Largo rato pasó antes de que Alfredo pudiera desaturdirse.
—¡Oh!... Ese hombre... me ha impresionado no sé cómo... Pero nada puedo hacer... Me amenaza con mi propia conciencia... ¿Pues es mia la culpa, si su hija ha sido débil?... Me parece que doy á este asunto una importancia que no tiene. ¿Qué es esto más que una calaverada como otra cualquiera?... Digno es de consideracion y lástima el padre; pero bien sabe Dios que no he querido hacerle mal alguno, sino, por el contrario, beneficios. ¿Quién habia de creer que tuviese la energía que ha demostrado?... Y asegura que va á dejar el empleo, y como no puede dejarlo á medias, es decir, como no puede renunciar la parte que á mí me debe, se quedará sin nada, y tras la deshonra sufrirá la miseria... ¡Oh!... eso no, eso no, pues á pesar de mis calaveradas, no soy un miserable, como me ha di[246]cho, no lo soy, pues algo noble queda en mi alma.
Llamó Alfredo á su mayordomo, y le dijo:
—Recoge esos billetes, y ahora mismo corre y entrégalos al gobernador para que los distribuya como mejor le parezca en los establecimientos de beneficencia, y ten cuidado de no pronunciar mi nombre, porque no quiero que se sepa quién hace la obra de caridad.
El criado obedeció.
Entonces le ocurrió á Saavedra decir:
—¿Y mi hijo?... Porque supongo que ya soy padre... Ni siquiera lo ha nombrado don Pascual... ¡Oh!... no, no abandonaré á esa criatura inocente, que debe la existencia á mis locuras.
Nos parece que las locuras de Alfredo habian acabado, pues por más que él se esforzase para desentenderse de su conciencia, no era posible que esta dejase de atormentarlo.
Don Pascual cumplió su propósito, y renunció el destino.
La renuncia, como era consiguiente, fué aceptada.
Cuando ya no tenia remedio, fué cuando Bonacha dijo á su familia que se habia quedado sin empleo.
Mostrando tanta firmeza, compensaba la debilidad de toda su vida.
Su esposa, dejándose arrebatar por la ira, acusó y reconvino con las más duras palabras al pobre anciano.
La hija tambien puso el grito en el cielo, porque abrigaba la esperanza de casarse con[248] Juanito, y que este viviese á costa del suegro mientras otro recurso no habia.
La situacion era en verdad bien crítica.
Cesante el padre, cesante el futuro marido, ¿qué iba á suceder?
Si al ménos uno de los dos hubiera contado con el recurso del empleo, no se habrian apurado tanto, ni la madre ni la hija.
Esta podia otra vez trabajar; pero cosiendo diez ó doce horas diarias, apenas ganaria una peseta, con cuya cantidad no habia ni para cubrir la sexta parte de las atenciones, y eso contando vivir muy modestamente, con esa modestia que se parece mucho á la miseria y que casi no es vivir.
—¿Te has propuesto,—decia furiosa la esposa de Bonacha,—te has propuesto matar de hambre á tu familia?
Don Pascual sonrió; pero no con la candidez que lo hemos visto sonreir otras veces, sino con una expresion indefinible.
—¿No has pensado que tienes la obligacion de mantener á tu familia?
—Sí.
—Pues ahora veremos cómo se hace el milagro.
—Muy sencillamente.
—Me picas la curiosidad, y quiero conocer el secreto.
—Muriéndose, no es preciso comer,—dijo don Pascual.
—¡Pascual, Pascual!...
—Todas las necesidades,—dijo con dulzura el hombre bonachon,—concluyen en la sepultura.
—Si no te has vuelto loco, quieres hacernos perder el juicio.
—¿Os infunde miedo la muerte?
—Más vale que calles, porque se me apura la paciencia...
—Te probaré que no estoy loco,—repuso Bonacha.
—Si la prueba consiste en alguna de tus necedades...
—Puesto que te empeñas, será. Toda mi vida, y particularmente contigo, he sido débil: ahora me habia propuesto demostrar energía; pero por una sola vez, hoy no más, seré débil como siempre lo he sido.
—No te comprendo, y en cuanto á tu debilidad...
—Ten alguna paciencia, que voy á explicarme.
—Lo deseo.
Don Pascual le dijo á su hija:
—Véte.
—¡Que me vaya!...
—Sí, yo te lo mando.
—¿Y por qué ha de irse?
—Porque no quiero que oiga lo que voy á decir.
—Pero...
—Paca, te he mandado salir,—replicó imperiosamente don Pascual.
Su hija tembló y obedeció.
Arrepintióse la madre de haber provocado aquellas explicaciones, porque comprendió lo que debia suceder.
Cuando marido y mujer quedaron solos, el rostro del primero cambió, volviendo á ser el mismo hombre á quien hemos visto ya frente á Saavedra, y provocando la cólera de este.
—Pascual,—dijo tímidamente la esposa,—tú estás trastornado...
—Tal vez.
—Sin duda tu salud...
—Es buena.
—No quiero que te incomodes, porque si caes enfermo será peor. Reconozco que me he dejado arrebatar; pero es tan triste nuestra situacion...
—Calla y escúchame.
—Te veo tan alterado que...
—No perderé la calma, descuida.
—Mañana hablaremos...
—Ha de ser ahora.
—Obedezco y te escucho.
—Si toda tu fortuna, tu dicha, tu porvenir,[251] consistiese en una joya que con ciega confianza depositases en manos de un amigo íntimo, de un pariente...
—Pascual, Pascual,—interrumpió temblando la descuidada madre.
—Y si esa persona, en vez de guardar cuidadosamente el depósito...
—Basta, basta.
—Mi hija era mi única felicidad; mi honra, era mi único tesoro...
No se necesitaban más explicaciones.
La esposa de don Pascual, anonadada, cayó de rodillas, cruzó las manos y exclamó:
—¡Perdóname, perdóname!...
—Yo te he perdonado; pero es menester que tambien te perdone Dios y que te perdone tu hija.
—¡Compadéceme, esposo mio!...
—Ahora levanta la voz, pregúntame por qué he dejado ese empleo que debia á la proteccion del miserable que nos ha deshonrado; pregúntame con qué hemos de cubrir las necesidades de la vida, y por último, díme si todavía te espanta la muerte.
Un raudal de lágrimas corrió por las mejillas de la esposa de don Pascual.
La infeliz no pudo articular una sílaba.
—Si no tenemos que comer, moriremos sin exhalar una queja, que ya que hemos perdido la honra, debemos siquiera conservar la digni[252]dad. Hace tres dias que arrojé al rostro del miserable seductor los mil duros con que habia querido pagar nuestro honor, con que habia querido cicatrizar las heridas abiertas en mi alma. Y le llamé cobarde y le hice temblar, y volví á mi casa con la conciencia tranquila.
—¡Mátame, Pascual, mátame!...
—Te matará la conciencia con tormentos los más horribles.
—¡Dios mio!
—Ahora quiero saber lo que habeis hecho con la criatura inocente que debia su existencia á vuestras debilidades.
—Esa criatura ha muerto.
—¡Que ha muerto!
—Mira.
La esposa sacó una carta, que aun no hacia dos horas que habia recibido, y en la que le participaban que la tierna criatura habia dejado de existir, á pesar de los cuidados de su honrada nodriza.
—¡Hé aquí con cuánta facilidad,—murmuró don Pascual,—resuelve la muerte las situaciones más difíciles! Dios lo ha dispuesto así; pero... ¡ah!... siento no haber podido estampar un beso en la frente pura de ese ángel, porque al fin era el hijo de mi hija; era...
No pudo proseguir, porque la voz se ahogó en su garganta.
Trascurrieron algunos minutos, durante los cuales no se percibió otro ruido que el de los sollozos de la esposa de don Pascual.
Este rompió al fin el silencio para decir:
—Nuestra hija piensa casarse con un hombre honrado, quiere engañar al que de buena fe le ofrece su ternura y deposita en ella su honor...
—Exageras, Pascual.
—¡Que exagero!...
—Mientras nuestra hija sea una esposa fiel, de nada podrá quejarse Juanito. Lo pasado pasó, y así como ella no le pide cuentas de lo que ha podido hacer antes de casarse...
—No prosigas.
—Reflexiona bien...
—Nuestra hija va á cometer otra falta, quizá más grave que la primera; pero no le pondré obstáculos, porque no quiero ser responsable de su suerte.
—Ya que se le presenta esa proporcion...
—Hemos concluido.
Y no quiso escuchar más el desgraciado Bonacha, sino que tomó el sombrero y salió.
No necesitó preguntar Paquita para saber lo que habia sucedido, pues curiosa en demasía, habia estado escuchando.
Con el rostro lívido y descompuesto se presentó la jóven á su madre.
—¡Todo lo sabe!—exclamó esta.
Paquita no quiso seguir la conversacion.
Ya ves, lector, de lo que es capaz un hombre como Bonacha.
Esas criaturas que parecen débiles, son las más fuertes en ciertas situaciones.
Un mes habia pasado.
Eran las tres de la tarde.
Disponíase á comer doña Robustiana, cuando sonó la campanilla y se presentó su sirviente, diciéndole:
—Un caballero quiere verla á usted.
—¿No lo conoces?
—Dice que se llama don Alfredo de Saavedra.
—¡Don Alfredo!...
—Y es muy guapo y muy elegante...
—Que entre, que entre,—dijo la viuda sorprendida.
Alfredo se presentó, saludando con la delicadeza que á su clase convenia, y diciendo despues:
—Señora, hay situaciones en que es preciso apelar á supremos recursos.
—Caballero...
—Ante todo le pido á usted perdon, y le suplico...
—Si en algo puedo serle útil...
—Para pedirle un favor he venido.
—Pues ya escucho.
—Supongo que conoce usted los secretos de la familia Bonacha.
—Sí, conozco todas las desgracias de esas criaturas.
—Así me evito el disgusto de entrar en explicaciones enojosas, tanto más enojosas para mí, cuanto que tengo que reconocer que soy culpable; pero crea usted que estoy bien castigado con mi propia conciencia, y que ya no puedo ser completamente dichoso.
—Aún tiene remedio el mal.
—En su menor parte.
—La infeliz Paca...
—Ya sé que piensa casarse, y yo, sin mengua de mi honor, no puedo dejar de ser esposo de la hija del conde de Romeral.
—Pues si acaso intenta usted indemnizar con dinero á esa pobre familia...
—No, porque ya una vez con el dinero ha tenido valor para azotarme el rostro ese anciano que tan débil parece.
—Entonces...
—Don Pascual dejó su empleo, y yo he sido causa indirecta de que se quede tambien sin recursos para vivir ese jóven que ha de casarse con Paquita.
—Si les ofrece usted un destino...
—No se lo ofreceré; pero lo necesitan, y si usted quiere ayudarme, hará á esos desgraciados un gran beneficio y tranquilizará mi conciencia en cuanto es posible que se tranquilice.
—No comprendo...
—Está usted bien relacionada.
—Es cierto.
—Nada tendria de particular que encontrase usted á uno de los que fueron amigos de su difunto esposo.
—Y algunos de ellos han hecho gran fortuna,—dijo doña Robustiana.
—Ese amigo imaginario pudo deber la vida á su esposo de usted.
—Ahora entiendo.
—Es agradecido...
—Sí, pone á mi disposicion su influencia, y yo le pido un empleo para Bonacha y otro para Juanito.
—Y será usted la madrina, y el regalo consistirá en las dos credenciales...
—No necesito más explicaciones.
—¿Puedo contar con el auxilio de usted?
—Sí, caballero, porque para hacer un beneficio no debe nadie vacilar.
—Gracias, señora, gracias.
—Por supuesto, que es menester que no se sospeche la verdad, porque mi amigo Bonacha...
—Lo conozco demasiado bien.
—Estamos de acuerdo.
—Ahora si usted quisiera decirme...
—¿Qué?
—¿Y mi hijo?
—Hay un ángel más en el cielo.
—¡Oh!
—Dios lo ha dispuesto así.
La conversacion no podia prolongarse.
Revelando en el semblante profunda tristeza, púsose en pié el jóven, ofreció la diestra á la viuda, y le dijo:
—Señora, no habian exagerado al hablarme del noble corazon y de la clarísima inteligencia de usted.
—Caballero...
—Si se me presentase la ocasion de prestarle á usted algun servicio, me consideraria feliz.
—Nada valgo, nada puedo...
—Vale usted mucho, señora,—dijo Alfredo.
Y saludando como hubiera podido saludar á una duquesa, salió.
—Lo cortés no quita á lo valiente,—dijo la[259] viuda cuando estuvo sola.—Este hombre ha hecho una cosa muy mala; pero hay que reconocer que es muy fino, que tiene mucho talento y... ¡qué bella figura!... ahora no me sorprende que Paquita perdiese la cabeza por él, porque, la verdad, si yo me hubiese encontrado en el lugar de Paquita... ¡ay!...
Suspiró la viuda, y se consoló pasando la mano por el lomo á Morito.
Desde aquel mismo dia empezó doña Robustiana á preparar el terreno, y lo hizo con tanta habilidad, que nada sospechó el señor de Bonacha, aunque vivia muy sobreaviso.
Siguió la viuda dando noticias del estado del asunto, y repitiendo las palabras de su imaginario amigo.
Despues de quince dias volvió Alfredo á presentarse á la viuda, y le entregó dos credenciales que daban derecho al mismo sueldo, á doce mil reales, la una para don Pascual y la otra para Juanito.
—Señora,—dijo Saavedra,—más hubiera pedido por mi voluntad y más me hubieran dado; pero he temido infundir sospechas.
—Ha procedido usted con mucho acierto.
—Cuando pasen algunos meses, podrá usted acudir nuevamente á su amigo, y se mejorará la suerte de esa familia, en la inteligencia de que mientras yo represente algo en la sociedad y[260] usted quiera ayudarme, irá ascendiendo el esposo de Paca hasta ocupar un puesto distinguido. No puedo hacer más.
—A pesar de la falta que ha cometido usted, hay que reconocerle nobleza de sentimientos y una delicadeza bien rara.
—Usted nada necesita; pero si tiene algun otro amigo á quien favorecer, aproveche usted la ocasion, pues ahora los ministros me servirán en cuanto yo les pida, y no sabemos lo que podrá suceder mañana si hay cambio político.
Así doña Robustiana, sin saber cómo, se encontró hecha mujer de gran influencia.
Si el mundo hubiese visto cómo la trataba Alfredo, no habria podido adivinar la causa.
Los agraciados recibieron las credenciales.
Juanito quiso casarse inmediatamente.
¡Infeliz!
Habia trascurrido un año desde los últimos sucesos que hemos referido.
Juanito se consideraba el hombre más dichoso del mundo, y la verdad es que no tenia motivo para quejarse de su esposa.
Esta cumplia sus deberes con religiosa exactitud, y creemos que los cumpliria siempre, pues en realidad no era mala.
Tambien Juanito era un excelente esposo, que se parecia algo á su suegro.
Tenian un hijo, y esto lo consideraron una nueva felicidad, y además del hijo habian conseguido un ascenso, gracias á la proteccion de doña Robustiana del Peral.
Don Pascual Bonacha no habia vuelto á recuperar la alegría; su salud seguia quebrantán[262]dose, y parecia que habian trascurrido diez años, segun lo que se avejentaba. No debia vivir mucho, porque el tiempo no calmaba su dolor.
La herida que habia recibido era mortal, y forzosamente habia de sucumbir.
Su esposa estaba tranquila y gozaba, porque la bondad del marido de su hija permitió á la madre constituirse en jefe de todos. Ella disponia sin contradiccion, y no necesitaba más para encontrarse bien.
Lo único que le desagradaba era que sus amigos le preguntasen por su nieto, que era lo mismo que llamarle abuela.
La esposa de don Pascual, segun ya hemos visto, creíase todavía jóven, y si no tenia pretensiones de enamorar, parecíale que aún podia ser mirada con agrado.
Continuaban yendo á la tertulia de doña Robustiana, y esta presentaba siempre como modelo de esposos á Paquita y á Juanito.
No sucedia lo mismo con la desgraciada Adela, pues Eduardo habia dado fin al importe de todos los títulos de la deuda que tenia en su poder, y quiso luego que se vendiese la casa.
Era forzoso que esta situacion llegase, y llegó.
No hay que decir que en las casas de juego habia quedado la mayor parte de aquella fortuna, adquirida en fuerza de tanto trabajo, de tanta honradez y hasta de muchas privaciones.
Por de pronto, quiso el tahur justificar su conducta, diciendo que habia emprendido algunos negocios, y que en todos ellos habia sido desgraciado, ya porque las circunstancias no le favorecieron, ya porque habia sido víctima de la mala fe de criminales especuladores.
Empero siempre resultaba lo mismo, es decir, que habian desaparecido muchos miles de duros, que producian una renta respetable.
Les era preciso cambiar de sistema de vida á las dos pobres mujeres, suprimiendo criados y todo aquello que no era de absoluta necesidad, puesto que ya no contaban con más que con los catorce ó quince mil reales que la casa producia.
A pesar de todo esto, no se atrevió Adela á reconvenir á su marido.
La infeliz sufria y callaba.
Su madre perdió al fin la paciencia y tomó parte en el asunto, no solamente para decir lo que su hija callaba, sino para oponerse á que la casa se vendiese ó hipotecase.
Eduardo, con gran habilidad, hizo ver claramente que con el importe de la finca podian salvarse los negocios perdidos, recuperando el capital y mucho más aún; pero doña Cecilia replicó:
—No entiendo de negocios ni de cuentas.
—Pues como yo entiendo, los explico,—repuso el esposo de Adela.
—Todos los bienes que dejó mi marido los adquirió despues que nos casamos, y por consiguiente la mitad de la herencia es mia.
—Nadie lo niega.
—La casa representa ménos que esa mitad, y por consiguiente me la apropio, y si esto no te parece bien, puedes acudir á los tribunales.
—¡Yo acudir á los tribunales para una cuestion de dinero!... Me consideraria deshonrado.
—Pues, hijo, yo no me deshonro por guardar lo que es mio.
—Si pudiera usted comprender...
—Comprendo muy bien que estamos arruinadas, y no niego que tendrás un gran talento para los negocios; pero es lo cierto que muy bonitamente ha desaparecido un capital. Más valia que te hubieses ocupado en escribir versos como antes de casarte y en llevar á tu mujer á paseo.
—Señora, mi delicadeza no me permite seguir esta discusion.
—¡Y habla de delicadeza el que nos ha dejado poco ménos que sin recursos para comer!...
—Si nos colocamos en el terreno de las ofensas...
—Estoy resuelta á decir las verdades, á gritar, á escandalizar...
—Grite usted cuanto se le antoje.
—No tenia usted sobre qué caerse muerto.
—Pero yo soy un caballero, mientras ustedes...
—¡Caballero!... ¿Y el tio que estaba en Galicia?... Nos ha engañado usted, ha cometido un abuso, nos ha robado...
—Que mi paciencia se apura.
—Desde hoy mismo yo seré la dueña de la casa, y aquí nadie manejará el dinero más que yo, y no se obedecerán más órdenes que las mias, y si no le conviene á usted así, buscará usted otros tontos que se dejen engañar.
—Saldré de esta casa para no volver.
—No cometeremos la torpeza de ir á buscarlo.
—Esta bien, señora: ya que usted adopta una resolucion...
—Puede usted hacer lo que bien le parezca, que para tener semejante marido, mejor está mi hija sin ninguno.
Por de pronto aceptó Eduardo la nueva situacion, porque le quedaba el recurso de hacer uso del crédito que el dinero de su mujer le habia dado.
Tomó, pues, algunas cantidades de consideracion, que se disiparon lo mismo que todas.
Bien pronto lo acosaron los acreedores, y más de una vez le amenazaron graves peligros.
¿De dónde sacaria más dinero?
Se apoderó de algunas prendas de valor que en la casa habia, como eran cubiertos y otras alhajas, que es lo mismo que decir que se robó á sí mismo.
Doña Cecilia se puso hecha una fúria y adoptó las precauciones convenientes para que no se repitiesen estos abusos.
Eduardo llegó al período de la desesperacion, término inevitable de la vida de estos hombres.
No podia retroceder al punto de partida de su existencia, y sobre todo era insoportable el sufrimiento que lo agobiaba.
Nunca habia reconocido más ley que su capricho, y no era posible que se sometiese á su suegra.
La pobre Adela, á quien no le habian quedado más recursos que sus ruegos y sus lágrimas, lloró y suplicó, pero inútilmente.
Un vértigo arrastraba á Eduardo, y era imposible detenerlo.
¿Sufria como padre?
Decia que sí; pero su conducta desmentia sus palabras.
Le hablaban de la triste suerte que le esperaba á su hijo, y se conmovia profundamente; pero algunos minutos despues salia de su casa y se entregaba con furor á toda clase de desórdenes.
Cuando le faltó el dinero abandonó á Juana, ó más bien ella lo dejó por otro.
Manolo, comprendiendo al fin la verdad, volvió la espalda para siempre á la que habia querido tan de veras.
Acostumbrada á la holganza, ni siquiera volvió á pensar Juana en ponerse á servir.
No habia hecho ahorros, porque esta clase de mujeres gastan cuanto tienen.
Su segundo amante la dejó tambien.
Llegó para la jóven el espantoso dia de la miseria.
Vendió sus ropas y adornos.
Al fin no tuvo que vender.
Su belleza se habia marchitado.
Sintió los tormentos del hambre, y entonces aceptó las proposiciones de una amiga suya, hundiéndose para siempre en el lodazal de los más repugnantes vicios.
Su existencia debia concluir en el hospital.
Viendo Eduardo que no intimidaba á su suegra con amenazas, hizo indicaciones para que comprendiesen que intentaba quitarse la vida.
Tampoco este sistema le dió el resultado que deseaba.
—Cuando quieras,—le decia doña Cecilia,—puedes matarte; porque mi hija estará mucho mejor viuda que casada contigo.
—Se verá usted perseguida por mi sombra.
—Mejor es que me persiga una sombra que el hambre.
Eduardo se dedicó entonces á trazar planes, que es la ocupacion favorita de todos los desocupados.
Al fin decidió ir á buscar la fortuna en América.
En vano intentó su esposa disuadirlo de este propósito.
Necesitaba el tahur dinero para emprender el viaje; pero doña Cecilia le dijo:
—Búscalo.
El miserable se dijo un dia:
—Nada conseguiré de estas mujeres.
Y desapareció sin que pudiera averiguarse su paradero.
Entonces fué cuando Adela pensó que hubiera podido ser dichosa con un hombre trabajador y honrado como su padre.
¿Y Alfredo?
Se habia casado con la hija del conde.
Sus amigos decian:
—Está desconocido Saavedra.
Efectivamente, su carácter habia cambiado.
Semejante cambio lo atribuian todos al casamiento; pero se equivocaban.
Alfredo no era tan dichoso como pudo ser.
De vez en cuando lo atormentaba su conciencia.
Si por casualidad se encontraba alguna vez con Juanito, este levantaba la cabeza con mucho orgullo, mientras decia para sí:
—Ya está viendo esa gente que para nada necesito su proteccion.
¿Qué hubiera pensado si le dijesen que el pan que comia lo debia á su antiguo rival?
¿Y qué le hubiera sucedido al conocer los motivos que para protegerlo tenia el que le disputó el corazon de Paca?
La candidez de Juanito era verdaderamente lastimosa.
Doña Robustiana del Peral continuaba lo mismo que siempre, y tenia ya en proyecto otras tres bodas, que debian hacer felices ó desgraciadas á tres de las jóvenes que formaban su tertulia.
La extension de este libro no nos ha permitido dar á conocer á la gente cursi que hay en otras clases de la sociedad; pero ocasion tendremos para presentarlas, penetrando en su vida íntima y levantando el velo que cubre muchos misterios.
Pobres mujeres, para vosotras he escrito este libro: no olvideis las provechosas lecciones que encierra, y preferidlo todo antes que el ridículo, teniendo presente que cuando los pobres no olvidan la dignidad, son tan respetados como los ricos.
—FIN—
URBANO MANINI, EDITOR
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