Title: Los Contrastes de la Vida
Author: Pío Baroja
Release date: April 25, 2016 [eBook #51858]
Most recently updated: October 23, 2024
Language: Spanish
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Nota del Transcriptor:
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PIO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
OBRAS DE PIO BAROJA
Vidas sombrías.
Idilios vascos.
El tablado de Arlequín.
Nuevo tablado de Arlequín.
Juventud, egolatría.
Idilios y fantasías.
Las horas solitarias.
Momentum Catastrophicum.
La Caverna del Humorismo.
Divagaciones sobre la Cultura.
LAS TRILOGÍAS
TIERRA VASCA
La casa de Aizgorri.
El Mayorazgo de Labraz.
Zalacaín, el aventurero.
LA VIDA FANTÁSTICA
Camino de perfección.
Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
Paradox, rey.
LA RAZA
La dama errante.
La ciudad de la niebla.
El árbol de la ciencia.
LA LUCHA POR LA VIDA
La busca.
Mala hierba.
Aurora roja.
EL PASADO
La feria de los discretos.
Los últimos románticos.
Las tragedias grotescas.
LAS CIUDADES
César o nada.
El mundo es ansí.
EL MAR
Las inquietudes de Shanti Andía.
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1920
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio.
PIO BAROJA
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
Un día de fiesta por la tarde estaba en mi casa de la cuesta de Santo Domingo leyendo. Mi mujer había salido con una amiga suya a pasear en coche por la Moncloa, y yo pensaba dedicarme a la lectura de Balzac, autor que siempre me ha divertido mucho y a quien debo momentos agradabilísimos. Había dado la orden categórica a Bautista, mi ayuda de cámara, de que no estaba para nadie, y me encontraba muy a gusto al lado de la estufa cuando oí que llamaban a la puerta. Escuché pensando quién podría ser el inoportuno visitante. No esperaba a nadie. Supuse que Bautista cumpliría mis órdenes, pero noté que el recién llegado avanzaba por el corredor.
Al levantarse la cortina de mi despacho miré a Bautista furibundamente, y éste, antes de que le reprochara nada, me dijo:
—Es don Eugenio.
—¡Ah!, que pase en seguida.
Hacía ya tiempo que no veía a mi viejo amigo Aviraneta. Esto pasaba meses después de la revolución del 54. Don Eugenio por aquella época, como yo y otros amigos particulares de María Cristina, habíamos tenido que escondernos huyendo de la quema hasta que se restableció la normalidad. Aviraneta volvía de San Sebastián. Estaba, según me dijo, dispuesto a no intervenir ya en la política.
Entró don Eugenio en mi despacho; nos abrazamos efusivamente y se sentó en una butaca que le ofrecí.
Me preguntó por mi mujer y por todos los amigos comunes de la corte; dijo que había pasado la mañana con Istúriz, que, incomodado por la marcha de los acontecimientos, ya no quería salir a la calle, ni hablar con nadie. Don Eugenio pensaba dedicarme la tarde. Me contó que iba a tomar una casita en la calle del Barco y a vivir allí en la obscuridad, como un buen militar retirado, con su Josefina. Después de charlar largo rato miró y remiró el libro que tenía yo sobre la mesita al lado de la poltrona.
—¿Qué estás leyendo?—me preguntó.
—Estoy leyendo a Balzac. Ahora voy en los Secretos de la Princesa de Cadignan.
—Carignan—corrigió Aviraneta.
—No, Cadignan.
—El título verdadero de los príncipes es Carignan.
—Sí; pero aquí no se trata del título verdadero. Esta princesa de que se habla en la novela no es un personaje histórico. Yo no sé si hay en la realidad una familia de Carignan.
—La hay.
—Bien; pero este libro no se refiere a ella.
—Sí; quizá sea una modificación novelesca.
—¿Y por qué le ha chocado a usted esto? ¿Ha conocido usted algún Carignan?
—No; pero este título me recuerda una historia ya lejana... de 1823.
—¿Una historia? A contarla, don Eugenio. Ya sabe usted que soy su historiador. No cedo mi plaza a nadie.
—¿Te he contado alguna vez la historia del capitán Mala Sombra?
—No.
—Me he acordado de ella porque tiene alguna relación lejana con un príncipe de Carignan. Ya que tú no tienes nada que hacer y yo tampoco, y nuestras mujeres respectivas están de paseo, di a tu criado que me traiga una copa de coñac Fine Champagne del excelente que guardas, y un tabaco de La Habana, y charlaremos.
Llamé a Bautista, bebimos nuestras copas, encendimos los habanos y nos arrellanamos en nuestros sillones.
Ya te he contado, mi querido Pello—comenzó diciendo Aviraneta—, cómo a final de abril de 1823 llegué yo a Valladolid en compañía de mis amigos el Lobo y Diamante.
Al reunirme con el Empecinado hice por orden suya un llamamiento a los patriotas de Castilla la Vieja y a la Milicia nacional. Fueron acudiendo en grupos, y uno a uno, los milicianos de Valladolid, los de los pueblos de los alrededores y los de Toro, Medina, etc. Se comenzó a organizarlos y armarlos de la mejor manera posible.
Nos encontrábamos dedicados a este trabajo, cuando llegó a la ciudad del Pisuerga don Pablo Morillo, conde de Cartagena, nombrado días antes, por el Gobierno, general en jefe del ejército de Galicia.
Traía Morillo unos mil hombres, con una oficialidad numerosa y un brillante Estado Mayor.
Como entonces y como ahora todo el mundo se creía en España con derecho a mandar y a tener iniciativas, la Asamblea de los Comuneros de Valladolid, Torre o Fortaleza, como se decía entre ellos en su jerga, llamó al Empecinado, que era de los suyos, y le confirió la misión de que se avistara con Morillo y le hablara para inclinarle el ánimo a que no abandonase la ciudad marchándose a Galicia.
Naturalmente, hubiera sido de mayor conveniencia para nosotros los liberales, en peligro ante la invasión francesa, reúnir las tropas en un punto que no desperdigarlas, pero no todos pensaban lo mismo. Había muchos políticos y militares que tenían interés en que la guerra se acabara cuanto antes con la derrota de las fuerzas del Gobierno Constitucional. Al Empecinado no le hizo mucha gracia el encargo de la confederación de Comuneros; pero como Gran Castellano de esta Sociedad (así se llamaban los jefes de ella), no tuvo más remedio que aceptar la comisión.
Don Juan Martín se dispuso a cumplir el encargo y a visitar al conde de Cartagena, llevándome a mí de asesor. Hablamos los dos de esta misión considerándola como de un éxito muy problemático.
Salimos del alojamiento del Empecinado una tarde, después de comer, y nos dirigimos a la Capitanía general.
Yo iba de uniforme; don Juan, de paisano, con una capa parda que le llegaba hasta los talones y un sombrero redondo envuelto en una funda de hule.
Llegamos a la Capitanía, entramos en el portal y nos detuvo el centinela. Asomóse un teniente de guardia y yo le dije:
—El general Empecinado y su ayudante, que vienen a visitar al señor conde de Cartagena.
El oficial nos hizo el saludo militar, y don Juan Martín y yo subimos hasta el primer piso. Nos anunciamos y nos hicieron pasar a un salón.
Morillo, acostumbrado al fausto de los virreyes de América, lo llevaba con él, allí por donde iba.
Estaba el general sentado en un trono, vestido de uniforme; llevaba bordados por todas partes y parecía un ídolo de oro. Sus ojos, negros como cuentas de azabache, brillaban en su cara de carrillos abultados; su gruesa cabeza entrecana se erguía con orgullo, y sus manos, tostadas por el sol, aparecían por entre los encajes de las mangas y se apoyaban en los brazos del sillón.
Alrededor del general, formando un semicírculo, se agrupaba su Estado Mayor, una veintena de oficiales peripuestos y elegantísimos, con los uniformes llenos de galones y los tricornios de plumas.
Al entrar nosotros en la sala hubo un gran movimiento de curiosidad.
—Este es el Empecinado—dijo alguno.
—Si es verdad, ¡qué tipo!
—¡Qué tosco!—exclamó uno de los oficiales.
—Parece un gañán—dijo otro.
Morillo, al vernos, se levantó de su sitial y estrechó la mano a don Juan.
—¿Cómo estás, Martín?—preguntó.
—Bien; ¿y tú, Morillo?
—Bien.
Morillo habló a su ayudante y le ordenó que despidiera a todo el mundo y se quedara sólo él.
Los oficiales se inclinaron ante el capitán general y salieron.
Morillo, señalando una silla, dijo al Empecinado:
—Siéntate.
—No, estoy bien.
—Bueno, me sentaré yo. Habla. ¿Qué quieres?
—Morillo—dijo el Empecinado, con la nobleza natural que le caracterizaba, haciendo largas pausas en su discurso—. Somos los dos españoles, y españoles del pueblo...
—Cierto.
—Somos constitucionales y amamos la libertad... Hoy, Morillo, estamos amenazados de una invasión de los franceses, que quieren restablecer el rey absoluto... Nosotros, que combatimos en la guerra de la Independencia a esos mismos franceses... podemos de nuevo levantar la bandera de la libertad en esta tierra..., sublevando los pueblos y organizando batallones y escuadrones... Castilla espera todo de ti, general; también espera mucho de mí... Porque yo, aunque no poseo conocimientos, tengo un corazón que arde... y sabré dar toda mi sangre por la patria.
—Lo sé—dijo Morillo.
—Pues bien, Morillo, los patriotas de Valladolid me han comisionado... para que me vea contigo y te ruegue que te quedes entre nosotros y no vayas a Galicia... El dividir tanto las fuerzas ante el enemigo es peligroso... Los patriotas de esta ciudad han pensado formar una Junta para ponerte al frente del movimiento... declarando guerra a muerte a los franceses y a los nuevos afrancesados... Si aceptas, si encuentras bien la idea, te proclamarán general en jefe y presidente de la Junta; yo seré tu segundo y mandaré la caballería. Es la proposición que te hago en nombre de los liberales de Valladolid. Ahora... el pueblo de Castilla espera tu respuesta.
Morillo estuvo un instante con la gruesa cabeza apoyada en la mano derecha; después, levantándose e irguiéndose rígido, gritó con voz clara y metálica:
—Empecinado, si fueras otro, inmediatamente te mandaría fusilar.
—Estoy en tus manos.
—Eres y serás un hombre de corazón, valiente, esforzado, pero cándido y terco. ¿No comprendes que las circunstancias de hoy son diferentes a las de la guerra de la Independencia? ¿Qué español estaba entonces contra nosotros? Nadie. Hoy lo están todos los realistas, que son más, mucho más de la mitad de la nación. ¿Vas a declarar la guerra a muerte y sin cuartel? Locura. ¿Quién te seguirá?
—El pueblo.
—¡Qué ilusión! Tendrías que hacer la guerra a España entera. Estáis empeñados en creer que todo se puede arreglar con la Constitución de Cádiz. Tus consejeros te engañan, Empecinado.
Morillo, al decir esto, me miró a mí con aire desdeñoso.
—Creo que no—contestó don Juan Martín.
—Está bien. No discutamos—siguió diciendo el general, con voz imperiosa—. Yo, como militar, no tengo más obligación que la de defender al rey nuestro señor. Cumpliendo sus órdenes, refrendadas por su firma, mañana saldré para Galicia con el general Wall, que está presente. Yo no puedo aceptar la presidencia de una Junta facciosa, ni el mando de un ejército popular, ni mucho menos el declararme en rebeldía contra la sagrada persona de Fernando VII, que Dios guarde.
—Está bien—dijo el Empecinado—; vamos, Eugenio.
Don Juan Martín se arregló la capa con un movimiento suyo de labriego, que me hacía pensar en el alcalde de Zalamea, y, sin saludar a Morillo, salimos los dos de la sala, dejando al general en su sillón, brillante de galones, como un ídolo de oro.
Bajamos las escaleras y salimos a la calle.
—Este es otro O'Donnell; otro Montijo—exclamó don Juan Martín—. Se apoyan en el pueblo mientras les conviene, entonces no piensan en la sagrada persona del monarca. ¡Canallas!
—Con estos generales la causa de la Constitución está perdida—dije yo.
—No, todavía no. Nosotros lucharemos con toda nuestra alma. No hemos de dejar que se pierda la libertad que tantos esfuerzos nos ha costado conseguir. No. ¡Por Dios, que no!
Volvimos a casa.
Al día siguiente, el general don Pablo Morillo, conde de Cartagena, salía de Valladolid, por la mañana, en dirección de Galicia. Toda la tropa que había en la ciudad se llevó consigo. Entre ellas, un batallón de nacionales de las Provincias Vascongadas, comprometido a venir con nosotros, y la escolta que el Empecinado había sacado de la Corte.
Algunos masones y comuneros intentaron influir la noche anterior de la salida con los oficiales de Morillo para que no le siguieran, pero no obtuvieron el menor resultado, porque casi toda la oficialidad del conde de Cartagena estaba formada por absolutistas.
Seguimos el Empecinado y yo en nuestros trabajos de reorganización de la Milicia nacional de Valladolid y de los pueblos de la provincia.
Tenía yo por entonces una novia que vivía en la acera de San Francisco, hija de un comerciante en telas, y mi asistente cortejaba a la criada. Solíamos ir de noche y nadie nos molestaba al pelar la pava, porque estaba prohibido a los paisanos salir de noche sin farol, y los militares se hallaban acuartelados. Mi asistente era un muchacho catalán de una gran actividad y de una gran energía; le llamábamos de apodo el Chiquet y solíamos celebrar su manera de hablar enrevesada y su acento cerrado.
Después de 1823 lo perdí de vista, y lo volví a encontrar en Barcelona, al cabo de quince años, en el batallón de la Blusa, que estaba formado por liberales radicales.
Al Chiquet le habíamos capturado el Empecinado y yo en el Burgo de Osma en la campaña que hicimos contra Bessieres, cuando íbamos de vanguardia con el conde de la Bisbal, porque el Chiquet había militado en las filas realistas.
Un día, al acercarnos al Burgo de Osma, don Juan Martín mandó al comandante de sus fuerzas de caballería, que era el coronel Hore, hiciese alto y dejara descansar a la tropa y a los caballos un momento y siguiese después al paso. Don Juan, sin más compañía que la mía y la de cuatro soldados, quiso entrar en el pueblo de una manera sigilosa, con el objeto de inspeccionarlo.
Avanzamos los seis al trote y llegamos a tiro de fusil de la ciudad. Pusimos los caballos al paso. Estaba la noche obscura, lluviosa y fría. Ibamos marchando sin meter ruido cuando el Empecinado advirtió una luz en una casa del arrabal.
—Chico—me dijo—, ¿qué te apuestas a que en aquella casa hay facciosos?
—Es posible—repliqué yo.
—Echad todos pie a tierra—mandó él—, atad los caballos a estos árboles y adelante. Vamos a ver qué nos espera ahí.
Nos apeamos y atamos los caballos. Cogieron los soldados sus carabinas y echamos a andar. Cruzando unas huertas entramos en una callejuela. No se veía un alma por aquellos andurriales; la lluvia caía mansamente; se oía el silbido del viento y el ladrido lejano de algún perro. Seguimos tras de la luz, que era nuestro faro, y llegamos a la casa iluminada; era ésta grande, vieja, con entramado de madera. La puerta estaba cerrada. El Empecinado tocó con suavidad el llamador y esperó.
Bajó una vieja haraposa con un candil encendido en la mano y abrió la puerta. El Empecinado la impuso silencio y le dijo en voz baja que le llevara al primer piso.
—¿Quiénes están?—preguntó luego.
—Hay treinta catalanes que han venido con el general Bessieres y que están cenando.
—Bueno, vamos arriba.
El Empecinado cogió el candil de la mano de la vieja, que estaba temblando de miedo, y comenzó a subir la escalera alumbrándose con él. Los cuatro soldados y yo marchamos detrás. Don Juan iba embozado en su capa. Al llegar a la puerta de la cocina, grande, negra, iluminada por un velón y por las llamas del hogar, vimos a treinta hombres que estaban alrededor de la mesa.
El Empecinado se desembozó mostrando su uniforme, y dijo:
—Aquí tenim al general Empecinado que ve a sopar am vosaltres. Tots soms espanyols; y vosotros—añadió en castellano dirigiéndose a los soldados y a mí—sentaos. Estamos entre amigos.
El Empecinado se sentó, llenó una escudilla de arroz y se hizo servir por la moza un vaso de vino.
Los catalanes estaban atónitos. Al cabo de algún tiempo, el Empecinado, levantando el vaso, exclamó:
—¡Catalans, per la salut de nostre rey y per la felicitat de España!
Entonces el sargento que mandaba el grupo de realistas llenó su vaso y respondió en castellano:
—Por la salud del que desde hoy en adelante será nuestro general. ¡Viva el Empecinado!
—¡Viva!—gritaron los demás.
Nos dimos la mano todos en señal de fraternidad y se acordó que los catalanes se incorporaran a nuestra fuerza.
Su asombro fué grande cuando vieron que únicamente los seis habíamos entrado en la casa, y que en la calle no había retén ni guardia alguna.
—Es un valiente—se les oía decir a unos y a otros.
El sargento preguntó a don Juan Martín cómo sabía el catalán, y el Empecinado dijo que lo sabía desde la época de la guerra del Rosellón, en donde había sido soldado de caballería y ordenanza del general Ricardos.
Casi todos estos catalanes que capturamos en el Burgo de Osma habían sido sacados de sus casas por Jorge Bessieres en su expedición contra Madrid. Después algunos cambiaron de Cuerpo, y sólo tres o cuatro quedaron en la caballería del Empecinado, entre ellos el Chiquet, a quien yo tomé de ordenanza.
El Chiquet tenía un gran espíritu de empresa, era muchacho ágil, listo y atrevido. Lo único que no pudo aprender jamás, por más esfuerzos que hizo, fué hablar bien el castellano. El Chiquet había sido amigo y compañero de Bessieres y había trabajado con él en una fábrica de tejidos en Ripoll. El Chiquet conocía la vida de Bessieres desde que éste había sido criado del general Duhesme hasta que se presentó a la regencia de Urgel. Sentía por el cabecilla realista y antiguo revolucionario una gran admiración mezclada con un gran desprecio.
Nos contaba cómo solía ir Bessieres lleno de bordados, cómo solía adornarse con la primera banda de color que encontraba o que robaba en cualquier parte, muchas veces en las iglesias, y que luego decía que era una distinción que le había otorgado el rey tal o la princesa cuál. El Chiquet nos contó la ceremonia que se había verificado en la iglesia de Mequinenza bendiciendo y besando una bandera realista, que era una colcha de damasco, que habían robado entre Bessieres, Portas y él en una casa de Fraga.
Bessieres, al parecer, era un reclamista formidable. El mismo hacía correr la voz de que era masón y de que era jesuíta, para hacerse el interesante.
El Chiquet, cuando entró en nuestras filas, se hizo amigo íntimo de un sargento de lanceros que le llamaban Juan de Dios. Este Juan de Dios, por lo que decían, era expósito. Juan de Dios y el Chiquet eran rivales en lances de amor y de fortuna. Habían hecho los dos una porción de calaveradas, que les habían dado gran fama entre nuestros soldados.
Con la marcha de las tropas del conde de Cartagena la ciudad de Valladolid quedó desguarnecida y abandonada a su suerte; los liberales apocados comenzaron a esconderse y a huír, y los absolutistas, viendo la posibilidad de apoderarse del Ayuntamiento, comenzaron a reúnirse para conspirar. Enviamos nosotros avisos desesperados a los nacionales de Toro, Rueda, Medina y otros pueblos de la región, y a los de la Ribera del Duero, para que lo antes posible se concentraran en Valladolid, y pudimos juntar de nuevo una fuerza de mil infantes y de quinientos caballos. Todos los milicianos de los pueblos y los de la capital estaban armados, menos algunos a los que proporcionamos fusiles, sacándolos de los parques.
Llegó en esto la noticia de que los franceses, al entrar en España, eran recibidos con los brazos abiertos por el pueblo, y esta mala nueva exaltó el ánimo de los paisanos contra nosotros. Al mismo tiempo se supo que el cura Merino, con una columna de cinco mil hombres alistada en sus guaridas de la sierra de Burgos, había entrado en Palencia. Fué necesario abandonar Valladolid. No podíamos defender una ciudad de radio tan extenso con la poca fuerza con que contábamos.
Se dió la orden a la Milicia nacional para que se preparara y formara con todo el equipo y en traje de marcha en el Campo Grande.
El jefe político vendría con nosotros, e invitó a las autoridades que quisieran seguir la suerte de la columna a que se dispusieran para el viaje.
Los concejales del Ayuntamiento constitucional estaban reunidos en sesión permanente en las Casas Consistoriales, y el Empecinado quiso despedirse de ellos.
Marchamos él y yo a caballo, de uniforme, escoltados por un piquete de lanceros.
Nos apeamos a la entrada del Ayuntamiento y subimos al salón de sesiones. Al vernos los concejales rodearon al Empecinado. Estaba el general hablando con gran animación con unos y con otros cuando un portero del Ayuntamiento, a quien conocía de la logia masónica, me llamó y me dijo en voz baja:
—Don Eugenio, venga usted.
Le seguí y salimos fuera del salón.
—El Empecinado y usted están en este momento en un gran peligro—me dijo.
—Pues, ¿qué pasa?
—Ahora mismo aquí se está fraguando una conjuración realista que va a estallar. En este instante, en una sala del piso bajo, se hallan reunidos más de cien absolutistas de influencia, con objeto de constituír un Ayuntamiento para reemplazar al constitucional.
—¡Diablo! ¿Y es gente de armas tomar?
—Están armados hasta los dientes; algunos han propuesto a la Junta matar al Empecinado, proposición que se ha rechazado gracias a las exhortaciones de un cura viejo que se halla entre los conspiradores.
Al escuchar la confidencia del portero entré rápidamente en el salón de sesiones; me acerqué al Empecinado, le agarré de la manga, le arrastré a un rincón y le expliqué lo que pasaba.
—Señores, tengo que salir un momento, vuelvo en seguida—dijo don Juan Martín a los concejales.
Salimos corriendo del salón de sesiones, desenvainamos los sables, bajamos las escaleras a saltos y llegamos al zaguán. En aquel mismo momento se oyó una gran gritería en el edificio; un hombre intentaba cerrar la puerta; pero al ver que el Empecinado y yo nos echábamos sobre él con los sables en alto, la abrió y nos dejó pasar.
Los realistas se hacían dueños del edificio, se oían gritos y tiros en el interior del Ayuntamiento.
El Empecinado y yo montamos a caballo, y al galope, por la calle de Santiago, llegamos al Campo Grande. Reunimos a los oficiales y se dió la orden de salir inmediatamente camino de Tordesillas.
No habríamos dado cien pasos fuera de las puertas de la ciudad cuando comenzaron a tocar las campanas de las iglesias a vuelo. Sin duda se celebraba el triunfo de los realistas y la aproximación del cura Merino, que había dejado Palencia y estaba a una jornada de Valladolid.
Llegamos a Tordesillas, nos alojamos de mala manera, y al día siguiente nos dirigimos camino de Salamanca.
La Milicia nacional de esta ciudad, mandada por el catedrático Barrio Ayuso, se unió a nuestra columna, y reunidos todos llegamos a la plaza de Ciudad Rodrigo, que era el punto donde habíamos pensado establecer el cuartel general.
Yo, con otros oficiales, me encargué de organizar las fuerzas. Se nos incorporaron bastantes soldados del ejército regular. Se ocuparon los dos cuarteles de infantería y el de caballería del pueblo, y el resto de la fuerza tuvo que alojarse en las casas y en las iglesias.
La infantería quedó al mando del coronel Dámaso Martín, hermano del Empecinado, y de un guerrillero de la época de la Independencia apellidado Maricuela.
La columna de caballería, mandada por el propio don Juan Martín, se componía de ochocientos caballos. La vanguardia de esta fuerza se hallaba formada por cien lanceros que habían servido en la guerra de la Independencia a las órdenes de don Julián Sánchez, y por cincuenta soldados del regimiento de Farnesio, mandados por el capitán Lagunero.
Los demás jinetes eran nacionales de caballería de Valladolid, Toro, Medina y otros pueblos.
Comenzaron a preparar la defensa de la plaza.
Ciudad Rodrigo no era una ciudad fácil de ser defendida. La antigua Miróbriga está dominada por el teso de San Francisco, por donde tuvo siempre sus acometidas en los sitios. En aquella época sus murallas estaban arruinadas y llenas de brechas.
Estas brechas eran del tiempo del sitio que sufrió don Andrés Pérez de Herrasti en la guerra de la Independencia, el cual pudo resistir durante setenta y seis días en una plaza desmantelada, y sin auxilio de los ingleses, contra los numerosos ejércitos de Massena y de Ney.
Preparamos también la defensa del Agueda. El Agueda es un río bastante caudaloso que pasa lamiendo las murallas de la vieja Miróbriga y que recorre la vega de Ciudad Rodrigo, y antes de llegar a Barba del Puerco recibe algunos pequeños arroyos, entre ellos el Azaba, que baja de un cerro próximo a Fuente Guinaldo y es un obstáculo para el paso del camino de Ciudad Rodrigo al fuerte de la Concepción y a Almeida.
En los primeros días de estancia allí, el Empecinado y yo salíamos constantemente al campo. El Empecinado estaba alojado en una casa de la plaza del Consistorio, y yo por aquellos días vivía cerca de él con la familia de un pañero, de quien me hice gran amigo. Después tuve que establecerme en una finca extramuros de la ciudad.
Ya instalados, la primera expedición que se intentó desde Ciudad Rodrigo fué una sorpresa contra Zamora, ocupada por escasas fuerzas realistas. Se encargó de ella un viejo coronel apellidado Ruiz, pero la comenzó con tan poco tacto, que no hubo más remedio que desistir de la aventura.
En vista del fracaso sufrido en nuestra intentona contra Zamora, se pensó en avanzar hasta Alba de Tormes. La expedición la hicimos con cuatro escuadrones y varias compañías de infantería. Iban de vanguardia los lanceros de don Julián Sánchez; tras ellos, los soldados de Farnesio, mandados por el capitán Lagunero; después, los nacionales de la orilla del Duero, que tenían por jefe a Hermógenes Martín, sobrino del Empecinado, y, por último, los infantes, acaudillados por don Dámaso y el coronel Maricuela.
El pelotón de lanceros de don Julián Sánchez estaba compuesto por capitanes, oficiales y sargentos de la guerra de la Independencia; la mayor parte, soldados viejos, aguerridos y prácticos en el manejo de la lanza.
Casi todos estos jinetes habían sido vaqueros antes que militares, y eran tan expertos y diestros caballistas como valientes soldados.
Mandaba el pelotón un capitán apellidado Porras, que era conocido por el mote del Capitán Mala Sombra.
El Capitán Mala Sombra estaba secundado por el teniente Gotor y por el sargento Juan de Dios, el amigo del Chiquet, tipo popular, atrevido, alegre y lleno de iniciativas.
El pelotón de Mala Sombra, con el teniente Gotor y el sargento Juan de Dios, había servido de vanguardia exploradora durante mucho tiempo al ejército inglés en la guerra de la Independencia. Era esta guerrilla de un valor inapreciable; en aquel pelotón todos se esforzaban no sólo en cumplir su deber, sino en superarse a sí mismos.
En la excursión que hicimos a Alba de Tormes tuve que verme varias veces con el Capitán Mala Sombra.
Era Mala Sombra un hombre alto, de unos treinta y cinco a cuarenta años, fuerte, serio, moreno, melancólico, con el rostro correcto y grave. Se decía que era persona de mala suerte en amores y en negocios; de aquí le venía el apodo; otros afirmaban que su mote procedía de que a cada paso solía decir:
—Tengo muy mala sombra.
En las empresas guerreras no advertí yo que fuera desgraciado.
Hicimos en Alba de Tormes y en sus alrededores una gran requisa de ganado y de grano, que cargamos en varias carretas.
Estábamos acampados en las eras de esta villa cuando uno de nuestros confidentes vino con la noticia de que el enemigo, en número considerable, avanzaba con la intención de cortarnos la retirada y apoderarse de nuestro botín. Dispusimos al momento el paso de todo el ganado vacuno, rebaños y acémilas, al otro lado del Tormes; se arrastraron los carros y se colocaron dentro de un soto que había a poca distancia del puente.
Se vaciló en defender la villa o en abandonarla. Alba de Tormes, a pesar de estar en un llano, tiene buenas condiciones para la defensa. El 28 de noviembre de 1809 el general don Gabriel de Mendizábal supo resistir allí a la terrible caballería de Kellerman, y, más tarde, don José Miranda Cabezón defendió el pueblo y el castillo durante largo tiempo.
Después de varias deliberaciones se decidió, en caso de ser atacados, fortificar el puente del Tormes, y se dejó en la villa al Capitán Mala Sombra con sus vaqueros y a Lagunero con los soldados de Farnesio, que quedarían vigilando los alrededores y patrullando por las avenidas.
Nos encontrábamos en esta situación, cuando el Empecinado cayó enfermo con un ataque que al principio nos pareció de parálisis. Había quedado don Juan Martín rígido, frío y sin habla; al moverle debía de sufrir grandes dolores, porque lanzaba quejidos inarticulados.
Como no teníamos médico, ni aun siquiera cirujano, decidimos trasladar al general a otro pueblo.
No podía sostenerse en el caballo, porque se caía a un lado y a otro. En vista de esto, buscamos una escalera ancha y corta, que colocamos entre dos mulas, a manera de litera, y sobre unos costales de paja pusimos al general y fuimos a paso de andadura camino de la villa de Tamames. Escoltando la litera íbamos el Chiquet y yo, con un piquete de quince soldados de a caballo.
Llegamos a Tamames; fuimos a casa del alcalde, que era liberal; acostamos a don Juan Martín, le dimos una pinta de vino con azúcar y le abrigamos con tres mantas.
Me quedé yo en el cuarto velándole. Pasé allí unas doce horas. Estaba dormitando en el cuarto cuando el enfermo levantó una de las manos en el aire y comenzó a murmurar.
—Aviraneta—me dijo con voz débil.
—¿Qué hay? ¿Vas mejor?
—Sí, ya se me van suavizando los dolores. Necesito que vuelvas a Alba de Tormes.
—Como quieras.
—Vete, y diles a mi hermano Dámaso y al coronel Maricuela que, si se empeña alguna acción con el enemigo, que la mande el Capitán Mala Sombra.
—Está bien.
—Que le obedezcan como a mí.
—Bueno; se lo diré.
—Vete en seguida.
Salí del cuarto, llamé al Chiquet y le dije que preparara los caballos, porque teníamos que volver. Los preparó, montamos y nos dirigimos al galope en dirección de Alba de Tormes.
Era media noche; el cielo estaba claro y estrellado. Al llegar al soto inmediato al camino real nos dieron el alto. La infantería nuestra y parte de la caballería estaba acampada allí. El centinela llamó a la guardia y yo fuí con ella a un cobertizo en donde estaban alojados don Dámaso Martín y el coronel Maricuela. Les desperté, les dije la orden que me había dado el general y se avinieron a obedecer a Mala Sombra.
Hecha esta comisión, fuí a buscar al jefe de los vaqueros en su alojamiento de Alba de Tormes.
Al llegar al puente nos detuvo una patrulla mandada por el sargento Juan de Dios.
—Hola, Juan—dijo el Chiquet.
—Hola, Chiquet, ¿eres tú?
—Sí, soy yo, que viene con el teniente Aviraneta.
—Venimos en busca del Capitán Mala Sombra—dije yo—. ¿Estará?
—Sí, ahí ha quedado escribiendo tonterías—contestó Juan de Dios.
—¿Pues?
—Parece mentira que los hombres sean tan estúpidos.
—¿Por qué dice usted eso?—le pregunté.
—Ahí lo tiene usted a ese hombre, más serio, más bueno y más formal que nadie, escribiendo tonterías a una señoritilla de Ciudad Rodrigo, que no le hace caso y se burla de él.
—Tengo que verle de orden del general.
—Vamos.
Pusimos nuestros caballos al trote, y en un instante llegamos delante de una casa; me apeé, empujé la puerta y entré dentro. Subí una escalera estrecha y apolillada y llamé en un cuarto. Antes de que contestaran tardaron algún tiempo. El sargento Juan de Dios se había quedado hablando con el Chiquet en la calle y les oía charlar.
Al cabo de unos minutos se abrió la puerta del cuarto y apareció Mala Sombra con un candil en la mano.
—Adelante—me dijo—, ¿qué le trae a usted a esta hora?
—Vengo con un encargo del general Empecinado.
—Estoy a sus órdenes—contestó—; siéntese usted.
Acerqué una silla a la mesa y me senté. Vi que sobre ella había papeles escritos, llenos de tachaduras, con renglones pequeños que me parecieron versos.
Mala Sombra recogió, lo más disimuladamente que pudo, sus papeles y los guardó en el cajón de la mesa.
—Como sabe usted—le dije—, don Juan Martín ha caído enfermo y ha sido trasladado a la villa de Tamames. Hoy, que ha podido empezar a hablar, me ha expresado el deseo de que en su ausencia se ponga usted al frente de todas nuestras fuerzas.
—¿Y don Dámaso Martín y el coronel Maricuela?
—Están conformes en ponerse a sus órdenes mientras duren estas circunstancias.
—¡Ah, bueno; si es así no tengo nada que decir! ¿Quién ha de tomar la iniciativa en el mando?
—Usted. El general quiere que intente usted batir al enemigo. Usted conoce el terreno palmo a palmo.
—Sí, es verdad.
—Puede usted tomar sus iniciativas desde ahora mismo.
—Está bien, voy a decir que busquen al sargento Juan de Dios. Es mi brazo derecho.
—Debe estar en la calle hablando con mi asistente.
El Capitán Mala Sombra salió a la ventana y gritó:
—¡Eh, subid!
Al poco rato entraron en el cuarto Juan de Dios y el Chiquet. Sacamos un mapa de la provincia y discutimos la situación. Decidimos enviar dos confidentes al campo enemigo, para que averiguasen sus intenciones. Juan de Dios los trajo a la media hora. Uno de los confidentes era un tratante de ganado, grueso, fornido y picado de viruelas; el otro, un cosario de un pueblo de alrededor. Les dimos instrucciones fijas y precisas, y, como punto de cita para su vuelta, señalamos el soto que estaba próximo al río.
—Ahora, mientrastanto, preparemos una emboscada—dijo Mala Sombra—. Es el fuerte de nosotros los guerrilleros.
Salimos los cuatro del cuarto, bajamos la escalera, montamos a caballo y, atravesando el pueblo, llegamos al puente sobre el Tormes.
—Juan de Dios—indicó el capitán—, haz que los paisanos traigan una docena de carros y los pones interceptando el puente, atándolos unos a otros con vigas y sujetándolos con piedras.
—Bien, mi capitán.
—Después pondrás a veinticinco pasos del puente, sobre este cerrillo, cinco hombres con sus carabinas que hagan fuego sobre los realistas si se presentan. Tú, con cincuenta lanceros, estarás a doscientos pasos de la barricada del puente. De media en media hora me irás dando aviso de lo que ocurra. Yo estaré en el soto con las demás fuerzas. ¿Estás enterado?
—Perfectamente, mi capitán.
Dejamos a Juan de Dios y salimos Mala Sombra, el Chiquet y yo hacia el soto, al galope, y encontramos alerta a la gente.
El capitán mandó que la columna de milicianos avanzase por el soto en dirección contraria de Alba de Tormes, hasta dar vista a un extenso páramo. Allí mandó hacer alto y echar pie a tierra, manteniéndose siempre en formación. La caballería de Farnesio, con los lanceros de Valladolid, quedaron a un lado, y los vaqueros, con el teniente Gotor y las partidas de la ribera del Duero, al otro.
En la salida del sotillo hacia el páramo, cerca del camino real de Alba, dejó Mala Sombra al coronel Maricuela con trescientos hombres armados con carabinas, para que estuviesen en observación de las avenidas del pueblo.
—Probablemente—dijo Mala Sombra a Maricuela—, dentro de un par de horas pasarán por delante de usted los realistas. Cuando lo hayan hecho, usted se correrá con sus fuerzas hasta cerrar el paso del soto.
—Está bien.
Luego de arreglado este punto, nos encaminamos Mala Sombra, el Chiquet y yo hacia las riberas del Tormes y nos emboscamos en el lindero del sotillo. Eran las tres de la mañana. No había amanecido aún, todo estaba en el mayor silencio.
El Chiquet, por orden nuestra, fué a ver al sargento Juan de Dios y volvió poco después con uno de nuestros confidentes: el tratante de ganado. Este hombre nos dijo que venían seiscientos jinetes realistas con buenos caballos en dirección a Alba de Tormes. Habían salido de su campamento por la noche. Despachamos al tratante y le pagamos.
Una hora después, un poco antes de amanecer, llegó el otro confidente: el cosario. Nos confirmó las noticias anteriores, y aseguró que el enemigo estaba percatado de los movimientos de nuestra columna y de la gran requisa de granos y de reses que habíamos hecho para abastecer la plaza de Ciudad Rodrigo. Con el objeto de apoderarse de nuestro botín, el general don Enrique O'Donnell había destacado dos columnas para interceptar nuestro paso camino de Zamora; pero, al llegar a las inmediaciones de esta ciudad, había sabido el jefe realista que, a favor de una marcha forzada, nos dirigíamos a pasar el Tormes por Alba.
El cosario añadió que una de las columnas, compuesta de mil infantes y ciento cincuenta caballos, debía de llegar a Alba en la tarde del día que estaba amaneciendo. Esta columna venía de Salamanca.
Pagamos a nuestro hombre y quedamos en observación. Acababan de dar las cuatro cuando oímos las cornetas de la caballería de los realistas, y, poco después, comenzaron a voltear las campanas del pueblo en señal de regocijo.
Mala Sombra y yo nos acercamos a Juan de Dios, y el capitán le dijo al sargento:
—Aquí te quedas con tus lanceros. Si el enemigo pasa el puente y te ataca, te batirás en guerrilla retirándote hacia el soto, y luego echaréis a correr en fuga como a la desbandada por el páramo adelante. Cuando hayan entrado todos en el páramo, los envolveremos.
Tras de dar sus instrucciones, el capitán y yo atravesamos el soto y nos unimos con las fuerzas del teniente Gotor.
Un poco antes del amanecer, una avanzada realista se acercó al puente sobre el Tormes, y la guardia de los cinco hombres que estaba en el repecho hizo fuego graneado sobre ella. Se retiraron los soldados, pero al poco rato apareció una compañía seguida de un grupo numeroso de paisanos. Entre unos y otros desembarazaron el puente y pasaron a la otra orilla.
Era el momento en que Juan de Dios tenía que maniobrar. El sargento era muy ducho en estas cosas y sabía su papel como pocos.
Estábamos todos agazapados en el soto esperando el momento en que Juan de Dios y sus vaqueros aparecieran perseguidos por los realistas.
El Oriente iba clareando. El sol, escondido aún, brillaba en algunas nubes altas y rojas. Había este silencio y esta inmovilidad del aire de la hora anterior al alba; pronto los primeros rayos solares comenzaron a iluminar con una luz dorada el vértice de la copa de los árboles; los pájaros cantaron en las matas. El campo tenía la juventud y la frescura de un amanecer claro de primavera. Todo en la Naturaleza parecía sonreír, todo era cándido e idílico. El viento hizo temblar suavemente las ramas de los árboles; los pájaros alborotaron más, el cielo fué poniéndose azul y la luz dorada del sol fué bajando en el follaje hasta iluminar e incendiar los hierbajos y los pedruscos del suelo.
Serían las cinco y media cuando apareció Juan de Dios, perseguido de cerca por más de trescientos caballos.
Los realistas gritaban desaforadamente:
—¡A ellos! ¡A ellos! ¡Son nuestros!
Al desembocar desde el sotillo al páramo los cincuenta jinetes de Juan de Dios, comenzaron a desparramarse, y los enemigos se dividieron y subdividieron, perdiendo el orden de formación.
Al mismo tiempo, las tropas del coronel Maricuela y las de don Dámaso Martín, corriéndose rápidamente por el lindero del soto, cerraron su salida y tomaron posiciones.
En este momento el capitán Mala Sombra dió la orden de ataque, y de la derecha como de la izquierda, a media rienda y lanza en ristre, se precipitó nuestra caballería contra los pelotones aislados de los realistas. El enemigo no tenía más defensa que sus sables y no se pudo defender con habilidad.
Juan de Dios reunió sus cincuenta vaqueros dispersos, y volviendo grupas y en perfecta formación, arremetió de frente contra los absolutistas, como si se tratara de una torada.
El grueso de la caballería enemiga se había detenido, y retrocediendo y al galope intentó atravesar el soto; pero al acercarse al boquete por donde había pasado, se encontraron los jinetes atacados por las tropas de don Dámaso y de Maricuela, y comenzaron a caer los hombres y los caballos.
Los realistas, consternados y en la mayor perplejidad, volvieron de nuevo grupas buscando una salida, y comenzó la desbandada. Azorados al verse metidos en aquella trampa, la mayoría se rindió y los demás siguieron su ejemplo.
Duró la acción diez minutos escasos; quedaron muertos en el campo a lanzadas unos veinte hombres y hubo próximamente cincuenta heridos.
El escuadrón realista en pleno quedó hecho prisionero, a excepción de tres o cuatro oficiales que tenían magníficos caballos y que escaparon dando un gran rodeo. Estos oficiales, por lo que supimos después, llegaron una hora más tarde a Alba de Tormes, contaron lo ocurrido, salió de la villa una columna realista de infantería, y con los carros y maderas que había llevado Juan de Dios el día anterior parapetaron el puente y quedaron en él de guardia.
Teníamos nosotros unos doscientos cincuenta prisioneros, a quienes se prohibió maltratarlos o despojarlos. Entre ellos había diez oficiales. De estos prisioneros cuarenta eran piamonteses bien equipados que montaban caballos muy buenos.
Al acercarnos Mala Sombra y yo a ellos, nos decían:
—Io eser cristiano católico. Mí no querrer haser mal.
Discutimos Mala Sombra y yo lo que se haría con los prisioneros, y como en el caso de querer incorporarlos a nuestras fuerzas no podían merecernos confianza, decidimos entregarlos en varias remesas.
Por la tarde, Juan de Dios y el Chiquet se presentaron en el puente con bandera blanca de parlamento, pasaron, dijeron a lo que iban, y al día siguiente, con una escolta de cincuenta caballos, llevaron cien prisioneros y los heridos.
Los realistas los recibieron con aclamaciones y bravos, y Juan de Dios y el Chiquet, después de ser muy obsequiados, volvieron a nuestro campo radiantes de satisfacción.
Nos quedaban aún cerca de noventa prisioneros. De éstos, unos eran mozos recién sacados de los pueblos de Castilla y uniformados en Valladolid. Se les indujo a que se quedaran con nosotros y algunos aceptaron, pero la mayoría, no.
La misma proposición se hizo a los cuarenta piamonteses, los cuales procedían de un regimiento que estaba en Valladolid, mandado por el príncipe de Carignan, que era miembro de la Casa de Saboya.
El príncipe de Saboya-Carignan había entrado en España bajo las órdenes del duque de Angulema, con una tropa alistada en el Norte de Italia, y se distinguió después, según dijeron, en el Trocadero.
De los piamonteses, sólo dos aceptaron el quedarse entre nosotros; un jovencito rubio llamado Emilio Pancalieri y otro muchacho alto, moreno, apellidado Corti. Los dos hablaban algo el castellano y eran sin duda gente aventurera.
Reunimos nuestro botín de granos, ganado, caballos, armas y uniformes de los realistas, y nos apresuramos a salir para Tamames, con el objeto de reunimos con nuestro general.
Llegamos por la tardecita a la villa y encontramos al Empecinado casi completamente restablecido.
Le conté con detalles la acción de Alba y lo que se había hecho con los prisioneros, y le pareció todo tan bien, que dijo que propondría a Mala Sombra al Gobierno para que le diese la cruz de San Fernando y le ascendiera a comandante de escuadrón. Habló después familiarmente el general con los muchachos que se nos habían unido y con los dos piamonteses, y como el Empecinado tenía sencillez e ingenuidad efusiva, llegó a cautivarlos.
Dispuso don Juan Martín que en Tamames descansase y se racionase la tropa, y envió los carros y el ganado requisado inmediatamente en dirección de Vitigudino.
Nosotros iríamos a retaguardia después de descansar.
A la mañana siguiente, al salir de mi alojamiento, encontré al Empecinado ya de pie. Estaba tan forrado de ropa que no podía moverse. Le ayudamos a montar a caballo. Se organizó la columna y anduvimos hasta la noche, en que descansamos en una aldea.
Por todos aquellos pueblos a la redonda hicimos requisa de ganado vacuno, con promesa de pagar a los ganaderos y a los Ayuntamientos. Sólo al marqués de Cerralbo le llevamos más de quinientas reses. Es posible que esto influyera en la familia para hacerla reaccionaria.
Tras de una marcha lenta de cuatro días, entró el convoy completo en Vitigudino, y la columna, tras él.
Durante este viaje el Capitán Mala Sombra, que ya era para los efectos oficiales el comandante Porras, se hizo amigo íntimo del italiano Pancalieri.
Al principio éste y Corti nos miraban con temor; debían tener mala idea de los españoles, creían seguramente que cada uno de nosotros era un perfecto bandido; pero como ambos eran perspicaces, notaron en seguida la clase de gente que había en la tropa, y se familiarizaron con ella.
Corti nos resultó un gran administrador y se encargó de llevar las cuentas de los suministros de la división.
Pancalieri se mostró un tanto perdido; bebía, hacía el amor a las chicas de los pueblos; jugaba al monte con nosotros y nos ganaba el dinero. A los dos o tres días estaba ya a sus anchas y nos tuteaba a todos los oficiales.
Pancalieri era un muchacho amable, simpático alegre, egoísta y jovial. Por lo que contó, su familia gozaba de buena posición en Turín; pero descontenta de sus calaveradas había intentado meterle en un convento, y él se había alistado en la tropa del príncipe de Carignan por el gusto de correr aventuras.
Era Pancalieri un muchacho fuerte, de mediana estatura, el pelo rubio obscuro, el bigote pequeño y los ojos claros. Hablaba en su lengua enrevesada mixta de español, de italiano y de dialecto piamontés con una gran libertad. Sus opiniones eran de una audacia extraordinaria.
Una vez que le preguntamos si era patriota, nos contestó con un cándido cinismo:
—¡Ma ché! No io no sono patriota. ¡Oh, no! Vivir, vivir agradablemente, io non volio más que eso. Tener unas cosas guisadas para comer, y unos trajes, y una casa y alguna mujercita para divertirse; pero ¡la Patria! ¡la Historia! ¡sacrificarse por eso! ¡Ma ché! No. ¡Qué tontería!
Pancalieri hablaba así y obraba en consonancia con su sistema. Su egoísmo natural y sonriente no llegaba a molestar. Mala Sombra, que tenía conceptos diametralmente opuestos, protegía al italiano; quizá pensaba que sus palabras las decía en broma; quizá habría entre los dos ese acuerdo íntimo que produce la amistad estrecha y efusiva.
En unos días de conocerse, durante el camino, el Capitán Mala Sombra comenzó a aficionarse tanto a la compañía de Pancalieri, que le trataba como si fuera su hermano; le hizo confidencias acerca de sus amores, y le pidió consejo.
Corti, mientrastanto, seguía trabajando en la administración militar, y todos los días yo conferenciaba con él.
A los ocho días de salir de Alba de Tormes llegábamos a Ciudad Rodrigo. El Empecinado dió cuenta de su comisión al comandante de la plaza, anunciándole que horas después llegaría un gran convoy de ganado vacuno y mil fanegas de trigo.
El comandante recibió la noticia con júbilo y la comunicó al Ayuntamiento, que en corporación fué a dar gracias al Empecinado, pues el pueblo se encontraba muy escaso de víveres.
Al día siguiente de llegar nosotros, entró en Ciudad Rodrigo el ganado vacuno requisado, que se llevó a la plaza pequeña del pueblo, llamada plaza de Béjar.
Como entre aquellos bueyes y vacas mansas había algunos toros bravos de tierra de Portillo y Salamanca, se consideró indispensable apartar unos de otros para llevarlos a las dehesas próximas al pueblo.
Ya separados, a un oficial se le ocurrió la idea de que, para celebrar la victoria obtenida en Alba de Tormos y el éxito de la requisa, nada estaría mejor como dar una corrida en la plaza de la ciudad.
El proyecto levantó un gran entusiasmo en la tropa y en el pueblo; se pidió permiso al alcalde y al comandante militar, que lo concedieron, y se comenzaron a hacer preparativos.
El Empecinado y yo salíamos por aquellos días constantemente al campo y volvíamos de noche. Al saber el proyecto el Empecinado, se incomodó y dijo que de ningún modo permitiría que se celebrase la corrida.
Era don Juan Martín enemigo acérrimo de los toros; creía que este espectáculo no sólo no fomentaba el valor, sino que acrecentaba la indiferencia por los dolores ajenos y la cobardía. Entre los liberales las ideas de don Gaspar Melchor de Jovellanos sobre las corridas estaban entonces muy en auge.
Al saber la negativa del general, una comisión formada por militares y paisanos fué a visitarle a su alojamiento. El Empecinado trató de disuadirles de que celebraran la corrida; les exhortó, les expuso una serie de argumentos, pero los paisanos y los soldados quedaron tan mustios y cariacontecidos, que don Juan Martín, mal de su grado, tuvo que acceder.
—Bien, haced lo que queráis—terminó diciendo—; pero a mí no me invitéis, porque no iré de ningún modo, ni por ningún motivo.
La comisión escuchó muy seria las palabras de don Juan Martín, lo que no fué obstáculo para que a la salida marcharan militares y paisanos bailando de alegría.
En los días siguientes, el Ayuntamiento, el vecindario y los militares se dedicaron con gran entusiasmo a cerrar la Plaza Mayor y a construír gradas dentro de los soportales de la Casa del Consistorio.
Siguiendo las costumbres de la ciudad, antes de celebrarse la corrida se rifaron los sitios entre las familias que mandaron construír los tendidos por su cuenta.
Había en nuestra columna un nacional de Madrid, Juan López (el Ochavito), primer espada de alguna nombradía que había toreado en su juventud con Pepe-Hillo, y un aficionado llamado Isidro García, el Buñolero.
Se organizó una cuadrilla completa con espadas, banderilleros y monosabios. Las señoritas de la ciudad hicieron moñas vistosas con cintas de sedas de colores y adornaron las banderillas con papeles rizados.
El domingo, por la mañana, sería la corrida. Habían enarenado la plaza y señalado las localidades. Estaba acabado el programa. De los cuatro toros que se iban a torear, los dos últimos serían de muerte; el primero de éstos, un becerro de tres años, estaría a cargo del teniente Gotor, y, el segundo, el más fuerte y de más hierbas, lo mataría el Ochavito.
Estaba así dispuesto el programa, cuando se supo que iba a haber un número nuevo; pues el Capitán Mala Sombra pensaba salir al ruedo a mancornar el último toro, el del Ochavito: un toro salamanquino de mucha alzada y potencia.
Pregunté al Ochavito en qué consistía esto de mancornar.
—El mancornar—me contestó el espada—es una suerte de vaqueros. Un hombre puede coger (así decía él) un novillo de tres años; pero a un toro es imposible sujetarlo. Cuando se trata de coger un toro, se le debe primero capear, haciéndole sufrir todo el destronque posible, y cuando se nota que ya está sin fuerzas, lo cual se consigue muy pronto en sabiendo bien sacarle la capa, va uno y le agarra de la cola; el que mancornea, al pasar el toro junto a él le coge el pitón derecho con la mano derecha y, con la izquierda, el pitón del otro lado. Entonces, a fuerza de pulso, se le vuelve al animal la cabeza y se le echa en tierra.
Después de esta explicación pregunté a Juan de Dios a qué se debía esta humorada de Mala Sombra, y me dijo el sargento que la causa eran los celos, porque el teniente Gotor galanteaba a la misma muchacha.
Mala Sombra había buscado la manera de que Pancalieri, el piamontés, estuviera alojado en casa de su amada, y Pancalieri se había hecho amigo de la niña y le daba recados de parte de Mala Sombra.
Conté al Empecinado lo que ocurría, y el general me dijo que fuera a ver a Mala Sombra y le prohibiera rotundamente salir a la plaza bajo pena de arresto.
Fuimos el Chiquet y yo en busca del Capitán Mala Sombra. Nos dijeron que vivía en la posada del tío Barrueco, pero allí no estaba; después tuvimos que preguntar casa por casa en el arrabal de San Francisco y en el del Río, y, al último, lo encontramos en un verdadero palomar escribiendo febrilmente.
—Comandante—le dije—, el general ha sabido que piensa usted salir a la plaza y me envía para que le disuada de ese absurdo proyecto.
—Por qué. ¿No van a salir otros oficiales y soldados?
—Sí; pero la suerte que usted intenta ejecutar es más peligrosa.
—¡Bah! La he hecho otras veces.
—Dicen que quiere usted mancornar al último toro, el que va a matar el Ochavito.
—Cierto.
—Todos los que entienden de eso dicen que ese toro es de demasiada alzada y demasiada fuerza para mancornarlo. No haga usted la suerte con ese toro, sino con otro.
—No, no; con ese.
—Comandante—exclamé—, todo el mundo sabe que es usted un valiente: su fama de valor está bien cimentada desde hace mucho tiempo. Lo necesitamos a usted. Es usted necesario para la Patria y para la Libertad. ¿A qué exponer la vida estúpidamente?
—No puede ser, no puede ser—dijo él—. He dado mi palabra al pueblo. No puede ser.
Por más argumentos, por más consideraciones que hice, no conseguí nada.
La decisión de Mala Sombra fué durante algunos días el tema de todas las conversaciones de Ciudad Rodrigo. Su decisión romántica hacía mucho efecto. Las mujeres tenían gran curiosidad de conocer al paladín enamorado. Yo sentía curiosidad de ver a la dama de sus pensamientos, y me la mostraron. Era Conchita Aguilafuente una muchacha de unos diez y siete años, morena, pálida, de ojos muy negros y muy grandes. No tenía muy buena fama; se decía de ella que era muy coqueta. Debía ser un temperamento ardiente.
Por lo que me dijeron, era de estas mujeres que tienen días en que se les ve desfallecer, que tan pronto están animadas, con la mirada brillante, como pálidas y ojerosas; mujeres en que el sexo es como una llama abrasadora que les consume. Yo la vi cuando iba a misa con una mantilla negra, que le sentaba maravillosamente; al pasar cerca de ella el Chiquet y yo le dirigimos unos piropos, y ella nos miró con una mirada relampagueante.
La madre, que la acompañaba, era una mujer todavía joven: una jamona de buen ver que producía grandes entusiasmos en la calle.
—El pobre Mala Sombra va a tener que bregar más con esta chica que con el toro del domingo—le dije yo al Chiquet.
Mi asistente celebró la gracia, porque, como buen catalán, era muy torero.
Hubiera dado cualquier cosa porque el domingo hubiera estado lloviendo; pero, por el contrario, amaneció con un sol espléndido.
Ya muy de mañana los aldeanos de los contornos comenzaron a acudir al pueblo y a ocupar las gradas que se habían instalado en la plaza.
Se hicieron los últimos preparativos, que los dirigió el Buñolero.
Las cigüeñas, que habían llegado a su nido de la torre municipal días antes, miraban como preguntándose: ¿Qué extraños preparativos serán éstos?
Después de la misa mayor comenzaron a llenarse los balcones de la plaza. Había una lucida representación de señoras y señoritas, de caballeros de negro y de militares de uniforme. Estaba aquello de gran gala.
El sol era espléndido y los abanicos temblaban en el aire. Yo no quería presenciar la corrida para hacer causa común con el Empecinado; pero tenía gran curiosidad de ver lo que hacía Mala Sombra, y también grande de observar la actitud de Conchita Aguilafuente.
Estuve en el salón de la casa Ayuntamiento, paseándome arriba y abajo, mientras la gente se asomaba a los miradores abiertos.
Una de las señoras que nos había oído hablar a un teniente y a mí de Conchita me dijo:
—Ahí está Conchita con su madre y ese italiano que hicieron ustedes prisionero.
Miré, y, efectivamente, estaba en un segundo piso de la Plaza Mayor, en la casa de un comerciante, en compañía de su madre y de Pancalieri.
Como yo siempre he tenido una tendencia estratégica, recordé que en la casa del Ayuntamiento había un depósito de papeles del Archivo que tenía una ventana que daba muy cerca del balcón donde estaba Conchita.
Le pedí al portero que me abriese la puerta de aquel cuarto.
—No va usted a ver nada, don Eugenio—me dijo él.
—No importa—le contesté—, quiero ver el público.
El portero me abrió y yo pasé adentro.
Me asomé a la ventana. A una corta distancia se veía el balcón en donde estaban Conchita, su madre y Pancalieri. Se veía además parte del interior de la habitación, que era una sala de pueblo con un espejo, una consola y unas sillas de damasco. La Conchita coqueteaba con Pancalieri de una manera disimulada.
—¡Demonio! ¡Qué descubrimiento!—me dije—. Este granuja de italiano se la está pegando de una manera ignominiosa al pobre Mala Sombra.
Comenzó la música, y poco después la corrida. De cuando en cuando sonaba un ¡ah! de emoción que se levantaba en el aire. Era, sin duda, en el momento en que algún torero estaba expuesto a ser cogido.
Cuando terminó el primer toro fuí al salón y me acerqué a la gente. Algunas personas, sin duda de nervios fuertes, encontraban que la corrida tenía pocas emociones y que aquellos becerretes no valía la pena de torearlos.
Al comenzar de nuevo la brega volví a mi observatorio.
El segundo toro dió poco juego. En el tercero la expectación se acentuó. Iba a matar el teniente Gotor.
Miré al balcón de Conchita. Ella estaba encendida. Pancalieri, con un aspecto cínico y sonriente. Ella aprovechaba las ocasiones de frotarse con él, y se estrechaban las manos sin que la madre les viera.
A veces ella entraba en la sala y se besaban, y estaban largo rato con los labios unidos. El forcejeaba con ella, y ella se escapaba de sus brazos y volvía a salir al balcón encendida y con un aire compungido.
La faena del teniente Gotor debió de ser brillante, a juzgar por la tempestad de aplausos y de bravos que estalló en la plaza.
Concluyó el tercer toro y salí de mi cuartucho. En el intermedio Conchita y Pancalieri, comprendiendo que la curiosidad del público se desviaba de la plaza para explorar los balcones, se separaron uno de otro y tomaron un aire de indiferencia.
Cuando comenzó el último toro, el Chiquet me agarró del brazo y me dijo:
—Venga usted, mi teniente.
Como tenía gran curiosidad me dejé llevar. Hubiera dado cualquier cosa porque la fiesta hubiese terminado. El último toro era grande, negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían a acercarse al animal. Únicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.
Entonces se vió a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así.
Hubo una tempestad de aplausos. El Capitán Mala Sombra miró entonces al sitio donde estaba su amada. ¿Qué vió? No sé. Quizá comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fué que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dió un topetazo con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él.
Después se vió al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y luego caer desplomado.
Hubo un momento de pánico entre los toreros.
El público aúllaba como una mujer loca, y salía de él un largo y enorme alarido. Algunos querían escapar, pero la mayoría estaba anhelante de angustia, de curiosidad y de pasión.
—¡Calma!, ¡calma!—dijo el Ochavito.
—Esperaos, que ahora viene lo bueno—gritó el Buñolero, como si el espectáculo de la muerte no le afectase lo más mínimo.
El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto.
Algunos pidieron a gritos a la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era fácil, ni mucho menos.
—Dejadlo—dijo el Ochavito—, yo lo mataré.
El Ochavito y el Buñolero fueron llevando al toro hasta un ángulo de la plaza. El Ochavito dió unos pases de muleta mientras el Buñolero le ayudaba con el capote.
—Échale un poco más allá—decía el Ochavito—. Bueno, bueno; ya está.
Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro muerto.
El Buñolero se acercó con una bayoneta en la mano y le dió la puntilla.
La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar. El público fué despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en los ojos.
Conchita y Pancalieri se habían retirado del balcón. Me acerqué yo al sitio donde había muerto Mala Sombra, y en este momento vi salir a Conchita con su madre. Tenía una palidez de espectro, los ojos rojos, como de haber llorado, y la boca con un rictus de amargura.
En la casa del Capitán Mala Sombra estaba expuesto su cadáver.
Había llegado su madre, una vieja campesina de un pueblo próximo, y lloraba rodeada de las mujeres de la vecindad.
Estuvimos allí todos los oficiales de la guarnición, comenzando por el Empecinado; se encontraban también los dos italianos, Corti y Pancalieri. Pancalieri estaba triste y cariacontecido.
—¡Qué folia!—me dijo—. Este hombre se ha matado.
—Sí; mientras usted abrazaba a su novia él se ha matado por ella—le dije yo, en voz baja.
—¡Ma ché! No. Sería demasiado idiota.
—Pues no le quepa a usted duda. Los que le han visto de frente me han dicho que al levantar la mirada al balcón donde estaban ustedes se le demudó el rostro, y entonces dejó de sostener la cabeza del toro y se dejó matar.
—¡Ah povero! ¿Pero usted cree que se habrá matado por ella?
—Sí.
—¿Por la signorina Conchita?
—Sí.
—¡Oh, no! ¡Maché! ¡Qué folia! Questa signorina está bien para pasar el rato ma nada más.
—Amigo—le dije yo—, esa muchacha que para usted no sirve mas que para pasar el rato, para este pobre hombre, era toda la vida...
Y mientras decía esto, la mirada de Mala Sombra, terrible y trágica, parecía confirmar mis palabras.
Había concluído de hablar Aviraneta, y repantigado en la butaca miraba el humo de su cigarro, que se elevaba en volutas en el aire.
—¿Y qué fué de la Conchita?—dije yo.
—Me dijeron muchos años después que se había casado.
—¿Con Pancalieri?
—No.
—Quizá con Gotor, el rival de Mala Sombra.
—Tampoco. Se casó con un propietario rico de Zamora.
—¿Y no tenía nada que ver con Pancalieri?
—No sé. El que me habló de ella aseguraba que el hijo primero de Conchita era el vivo retrato del italiano. Es posible que fuera verdad, es posible que no. Vete a saber...
—Es usted admirable, don Eugenio—le dije—todavía le quedan a usted historias en el zurrón.
—Qué quieres. Los hombres de mi tiempo no leíamos tantas novelas como los de ahora. Buenas o malas, las hacíamos en la vida.
Y Aviraneta se levantó, se frotó las manos y comenzó a pasearse por mi despacho, mirándolo todo con su aire perspicaz y agudo de fuina.
Madrid, marzo, 1917.
Otro día paseábamos por el Retiro Aviraneta y yo, y hablábamos de los prestigios políticos de nuestro país, cuando don Eugenio me dijo: Varias veces me he asombrado yo, al leer en las historias que se publican de mi tiempo, cómo muchos hombres de talento y de energía han quedado obscurecidos, y cómo, en cambio, otros, vulgares y adocenados, han tenido el relieve de primeras figuras. Yo, jamás hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño recuerdo.
Borja Tarrius era para mí, al menos, un sabio. Conocía seis o siete idiomas a la perfección; tenía una memoria prodigiosa; había viajado mucho y leído más. Era una enciclopedia viviente. Como muchos hombres del tiempo, sentía una gran inclinación por la economía política, y estaba afiliado a la escuela de Jeremías Bentham. Vivía de dar lecciones, porque, a pesar de su talento, no encontró nunca protección oficial.
A Borja Tarrius le conocí la primera vez en Madrid, en una logia, antes del movimiento de Riego de 1820. Su inteligencia y su sensatez eran reconocidas por todo el mundo.
Por esta época, Borja Tarrius y don José María de Larreategui, que era el comisario de Guerra de la división del Empecinado, me llevaron a casa del brigadier Palarea para ver si nos poníamos de acuerdo en el movimiento revolucionario.
No llegamos a nada en esta conferencia.
Tres o cuatro años más tarde encontré a Borja en Gibraltar. Llegaba yo a esta plaza huyendo de Algeciras, como te he contado, y me metí en una posada, en donde se comía mal y se dormía en el suelo, pues no había camas.
En esta posada se encontraban don Bernardo Borja Tarrius y el diputado por Córdoba don José Moreno Guerra. Al verme, me acogieron los dos con amabilidad y formamos un grupo para comer. Era difícil ver juntos dos tipos tan diferentes como Borja y Moreno. Los dos tenían aproximadamente la misma edad, de cuarenta a cincuenta años. Borja Tarrius era un hombre grueso, rubio, pacífico, calvo y con patillas; Moreno Guerra, alto, huesudo, cetrino, con un hablar gutural; Borja Tarrius tenía el aire de un holandés flemático; Moreno Guerra era un moro.
En sus ideas se notaba una parecida divergencia. Borja se mostraba siempre equilibrado, siempre sereno, como la sensatez personificada; Moreno Guerra se caracterizaba por sus extravagancias. Era este hombre de sorpresas, osado, y al mismo tiempo cobarde, inteligente, y al poco rato, necio, amable y sin transición soez. Asiduo lector de Maquiavelo, de los libros del famoso florentín quería sacar consejos para la práctica política española. Entre sus muchos proyectos absurdos, Moreno Guerra había tenido la idea de hacer de Cádiz una ciudad republicana independiente, a estilo de Hamburgo y Brema.
Reunido con Moreno Guerra y Borja Tarrius, iba pasando mal que bien el tiempo en la posada gibraltareña, cuando un día, instigados por el diputado andaluz, que estaba enfermo del hígado, salimos él, Borja y yo a respirar el aire libre. Hacía un calor sofocante. Al cuarto de hora de nuestro paseo se nos presentaron tres policías y nos pidieron la boleta de residencia.
No la teníamos y tuvimos que confesarlo.
—Bueno, vengan ustedes—nos dijo el jefe de los policías. Les seguimos, nos llevaron al muelle y nos dejaron allí como si quisieran dedicarnos a la contemplación y al estudio de la bahía de Algeciras.
Había en el muelle grupos de españoles que se lamentaban porque no tenían qué comer ni qué beber. El sol daba de plano, y el calor era insufrible.
Los marineros de los barcos mercantes del puerto trajeron baldes de agua para aplacar la sed de la gente; pero no bastaba el agua que acarreaban para tantos.
Llegó la noche y refrescó mucho. Yo no quería dormirme, por miedo a enfriarme, y me senté sobre una estera y apoyé la espalda en un cañón empotrado en el suelo, que servía para amarrar los cables. Encendí un cigarro y me puse a reflexionar mientras contemplaba las luces de Algeciras.
—¿Qué voy a hacer?—pensé—. Mucha de esta gente quiere ir a Inglaterra; pero van a andar muy mal; aquí habrá que esperar el barco...; luego, allá, hasta que se pueda vivir, se tardará un tanto; la cuestión sería ir a un sitio próximo y esperar una semana o dos hasta que esto se desocupara...
Estaba discurriendo así, cuando oí a mi lado hablar de Tánger en voz baja.
—¡Tánger! Esta sería una solución—me dije a mí mismo, y decidí ir a la ciudad africana. Pensé todas las eventualidades posibles y me pareció la mejor la de Tánger.
Amaneció, y vi en el muelle solos a Borja Tarrius, a Moreno Guerra y a dos hombres que no conocía; uno de ellos, el más joven, con uniforme de miliciano nacional.
La demás gente se había metido en los buques mercantes que había en el puerto y en un barracón del muelle.
Les dije a Borja Tarrius y a Moreno Guerra lo que había pensado.
—¿No sería mejor ir a Marsella o a Londres?—me preguntó Moreno Guerra.
—¡Ah, si se encontrara barco en seguida, sí!; pero como puede suceder muy bien que no se encuentre barco y haya que pasarse cinco o seis días aquí en el muelle, yo prefiero ir a Tánger y esperar allí.
—Es verdad, tiene usted razón—dijo Borja Tarrius—. Es una idea buena.
—Así, ¿qué les parece a ustedes la idea, aceptable?
—Sí, sí.
—Bueno, pues yo voy a ver si encuentro una lancha.
Me entendí con un patrón inglés, que me pidió diez duros por el pasaje, y me volví al sitio de los amigos. Estos me dijeron que venían con nosotros el miliciano nacional y su padre, que había pasado la noche en el muelle a nuestro lado.
—Bueno—dije yo—. Está bien. ¿Usted les conoce?—le pregunté a Moreno Guerra.
—Sí.
—¿Quiénes son? El viejo parece gitano.
—Lo es. Son de Baza, padre e hijo. Al padre le llaman el Esquilaor, y al hijo, el Niño de Baza. El padre va convencido de que su hijo va a hacer mucha suerte en Africa, porque tiene una piedra imán la bar lachí, como dicen ellos. La historia de estos es curiosa. El Esquilaor, que ha sido un buen mozo, le hizo un chico a una muchacha de Baza, y ella no se quiso casar con él.
—¡Qué extraño! ¡Ella!
—Sí, ella dijo que no, que no se casaba, que él quería vivir a su costa, y que no. Y así está en la casa el Esquilaor como criado.
—¿Y el Niño de Baza es el hijo?
—Sí, un chico mimado, voluntarioso. Ha sido estudiante de cura.
Les observé con atención.
El padre era un hombre muy flaco, muy negro, con los ojos verdes, obscuros; el hijo era muy parecido al padre, con un gran fulgor en la mirada.
Bajamos los cinco por la escalera del muelle a la lancha, y nos fuimos acomodando.
Antes de salir le dije yo a Borja Tarrius:
—Somos seis con el patrón. Como es posible que nos encontremos con algún barco en el Estrecho que quiera detenernos, lo mejor es que en esta corta travesía mande uno solo. Las vacilaciones son lo peor en estos casos. ¿Quiere usted mandar como jefe de nuestra barca, Borja?
—No, no, Aviraneta. Mande usted.
—Sí, mande usted—dijo Moreno Guerra.
—Bueno.
Se lo advertí al patrón, y éste dijo que estaba bien, y añadió que la medida era muy prudente, porque en el mar no había que andarse con dudas sino decidir las cosas pronto.
Salimos, se largó la vela, fuimos pasando por delante de la ciudad de Algeciras y de la isla Verde, hasta divisar la costa de Africa.
El día estaba espléndido.
El Niño de Baza, al poco rato de salir, escogió el mejor sitio y se tendió. Estorbaba un poco para la maniobra.
—¡Eh, tú!—le dije yo.
—¿Qué hay?
—Estás estorbando. Aquí no se duerme.
—Ez que mi niño, zabe uzté, ze marea...—dijo el padre.
—No ha tenido tiempo de marearse; que se ponga como todo el mundo y esté atento, por si se le tiene que mandar algo.
—¿Y uzté por qué me tiene que mandá a mi?—dijo el gitanillo.
—Porque sí; aquí mando yo, y, si no estás conforme, ahora mismo tocaremos en tierra y te dejaremos en ella, si es que no te pego un puntapié y te tiro al mar.
Hubo un fulgor en los ojos del Niño de Baza.
El viejo gitano comenzó a hacerme reflexiones y a adularme, con la clásica desvergüenza de la raza. Moreno Guerra celebraba sus frases y le contestaba algo en caló.
En cinco horas llegamos frente a Tánger y se detuvo la lancha. Unas cuantas barcas y botecillos se nos acercaron con moros y cristianos, vestidos con harapos de colores, y se puso toda aquella gente a hablar y a chillar en una algarabía infernal. En esto nos atracó una lancha, con dos remeros negros y tres moros limpios, y uno de ellos nos preguntó en chapurrado:
—¿Qué son ustedes?
—Españoles.
—¿De dónde vienen?
—De Gibraltar.
—¿Traen ustedes pasaporte?
—No.
—Pues no pueden ustedes entrar.
—¿No se podría avisar al cónsul de España?
—¿Qué quiere usted avisarle?
—Que aquí hay un diputado español, que viene fugitivo, que quisiera entrar en Tánger, y un médico.
—¡Tebib! ¡Tebib!—dijeron los moros.
—Bueno. Esperen ustedes. Le avisaré al vicecónsul. El capitán del puerto y este moro del rey—y nos mostró uno de sus dos compañeros—les vigilarán.
Estuvimos una hora con un sol de fuego, hasta que apareció un europeo, el vicecónsul, en compañía de tres moros fastuosos, vestidos de blanco. El vicecónsul preguntó por el diputado; se destacó Moreno Guerra y hablaron los dos. El vicecónsul era un siciliano, y los moros, empleados subalternos del gobernador de la plaza.
Como Moreno Guerra era tan moro como los otros, con sus ademanes y sus gestos les convenció y se decidió que fuéramos todos a tierra. Les dijo que Borja Tarrius era un gran médico.
Nos acercamos a la playa, y después nos agarró a cada uno un negrazo de aquellos, y, atravesando el fango del arenal, nos dejó en tierra firme.
—Vamos a casa del gobernador—nos dijo el vicecónsul.
El gitano y su hijo se escabulleron sin saludarnos.
Marchamos por una callejuela, tropezando a cada paso con burros cargados y seguidos por moros, que gritaban: ¡Balac! ¡Balac! Atravesamos el zoco, y llegamos a un viejo caserón destartalado; pasamos dos patios, y, en una sala que daba a un hermoso huerto, vimos al gobernador, o caid, sentado en el suelo y apoyado en unos almohadones. Era un viejo de aire respetable; le saludamos, nos invitó a sentarnos y nos trajeron unas tazas pequeñas de café sin azúcar, dulces y bollos.
Habló Moreno Guerra con su aire de santón, y el caid inclinó varias veces la cabeza, como diciendo que estaba conforme.
Salimos de nuevo a la calle, le dimos las gracias al vicecónsul y le preguntamos dónde podríamos alojarnos.
—Aquí no hay fondas ni posadas—nos dijo—donde se esté bien. Algunos franceses e italianos tienen huéspedes, pero los explotan. Los contrabandistas españoles suelen meterse en sus rincones, donde no se puede vivir. Aquí tendrán ustedes que dirigirse a los judíos.
—Sí, pero nosotros no conocemos a nadie...
—Bien, yo preguntaré.
El vicecónsul fué a ver al rabino Samuel Silva, le explicó el asunto, y el rabino le encaminó a casa de la señora de Toledano, viuda de un comerciante, que vivía con cuatro hijas y dos criadas.
Fuimos a ver a la viuda de Toledano, y nos encontramos con que hablaba muy bien el español.
Se llamaba esta mujer Mesoda Ben Asayag y era viuda de un comerciante al por menor, también judío.
El vicecónsul le indicó lo que pretendíamos, y la viuda aceptó; dijo que tenía en la casa la planta baja desocupada, con cuatro cuartos bastante grandes, y que viéramos si nos acomodaba.
—Vamos allá—dije yo.
Nos enseñó las habitaciones, anchas y limpias.
—Esto está muy bien—le dijimos—. Pónganos usted una cama en cada cuarto, y en el otro una mesa y unas cuantas sillas.
Dijo que lo arreglaría en seguida, nos explicó qué comida nos iba a dar, y añadió que nos llevaría dos pesetas por cada uno.
Dimos las gracias más efusivas al vicecónsul, por habernos llevado allá, y el hombre nos indicó que contáramos con él para lo que necesitáramos y que, después de comer, fuéramos a su casa a pasar el rato.
A las cinco de la tarde una criada nos avisó para que subiéramos a comer. Subimos y encontramos la mesa puesta; el mantel limpio, platos de loza de color y cubiertos de madera. En vez de sillas, había bancos. Entró la señora de Toledano con sus cuatro hijas, de muy modesto porte y muy bonitas. Hablaban todas el castellano con un acento medio andaluz, pronunciando las eses como zedas, un acento que no dejaba de tener gracia.
La mayor tendría unos veinte años, y la menor, unos catorce. Todas eran morenas, menos la segunda, Sara, que era rubia, casi pelirroja. Las saludamos amablemente. La madre se sentó con dos de sus hijas a un lado y dos al otro, y nosotros en lo restante de la mesa.
Después de comer fuimos a ver al vicecónsul, hombre abierto de genio, que tenía una familia numerosa muy simpática, y nos dió una porción de indicaciones concernientes a las costumbres que había que seguir allí. Le pedimos un poco de papel, nos lo dió y volvimos a casa. Conferenciamos con la señora de Toledano acerca de la manera de tener luz; nos trajo un velón de cuatro mecheros, enviamos a la criada por aceite, encendimos el velón, lo pusimos encima de la mesa y nos sentamos alrededor.
Borja Tarrius estaba contento.
—Creo que en Tánger podemos pasarlo bien y muy barato—dijo—, y habrá cosas curiosas que ver.
Moreno Guerra estaba taciturno.
—¿Qué le pasa a usted?—le dije.
—Esto es una cartuja—exclamó él—; aquí no va a haber con quién hablar. ¡Luego estas calles sucias, con estos moros asquerosos!
Me indignó tan importuna queja y no dije nada.
A las nueve nos volvieron a llamar para comer, y tomamos té con hierbabuena, pan y manteca.
Le pregunté a la dueña cuándo se podría escribir a Gibraltar, y me dijo que tuviera la carta preparada para las diez de la mañana del día siguiente.
Escribí a la posada de Gibraltar en donde habíamos estado Borja Tarrius, Moreno Guerra y yo, pidiendo al amo que nos mandara la cuenta, diciéndole que yo había dejado allí una maleta y una manta, y que si se recibía una carta para mí, la enviara a Tánger.
Al día siguiente, por la mañana, le di la carta a la dueña y fuí a llamar a Borja Tarrius y a Moreno Guerra; ninguno de los dos había dormido, preocupados, sin duda, con el porvenir.
Por la tarde anduve yo por la ciudad; vi el Zoco, la Alcazaba, y salí por las afueras a pasear por el Marshan. Al volver me encontré con Borja y Moreno, que charlaban en el cuarto, y, por la noche, la dueña me trajo contestación a mi carta de Gibraltar. Según decía el posadero seguía allí la aglomeración, y no se sabía qué hacer con los emigrados.
Fuimos a cenar. Moreno Guerra estaba tan alicaído que la dueña le preguntó:
—¿Está usted malo?
—Sí. Más malo de espíritu que de cuerpo. Me falta la vida, las amistades, la sociedad... No sé si me podré acostumbrar al trato de estos moros.
—¡Y qué diría usted—dijo la viuda de Toledano—si viviese bajo la condición que vivimos nosotros los hebreos! Nos insultan, nos apedrean, nos tiran lodo a la cara, y, como no tenemos autoridades ni cónsules, nos callamos.
Moreno Guerra se encogió de hombros. Parecía mentira que un hombre tan grandón, que tenía fama en España de valiente y atrevido, fuera tan pusilánime y tan blando.
—No hay que acobardarse—repuso la señora de Toledano—. Si se mete usted en esa habitación de abajo, en la obscuridad, sin ver a nadie, le entrará a usted la melancolía. Suba usted al cuarto donde trabajamos mis hijas y yo, y allí hablaremos.
—Tiene usted razón, señora—dijo Borja Tarrius—; no hay que apocarse. En Tánger hemos sido recibidos con una caridad y un afecto que agradecemos en el fondo del alma; estamos perfectamente hospedados y mantenidos: no podemos desear más. Ahora, a mi amigo Moreno Guerra le sucede que ha vivido en esta última época en un ajetreo constante y en una constante inquietud, y al venir aquí a esta soledad queda aplastado.
—Si lo comprendo—dijo Mesoda—; por eso le digo que suba al taller donde trabajamos nosotras, para entretenerse; suele venir el rabino de Tánger a visitarnos, y como es un hombre culto hablará con ustedes.
Fuimos al taller y charlamos, mientras las chicas y la madre y dos o tres aprendizas trabajan en bordar con sedas de oro y plata babuchas, bolsas para dinero, cinturones, arneses de caballo, etc.
Borja Tarrius, curioso por todo cuanto fuera industria, hizo a Mesoda y a sus hijas una serie de preguntas acerca de cómo trabajaban y dónde vendían sus productos.
—En general se venden en Gibraltar, y los llevan a Túnez, a Trípoli, a Fez, y pasan por bordados hechos por moras—contestó la señora Toledano.
Borja Tarrius que sabía mucho, examinó los bordados y dijo primero que el dibujo era un tanto defectuoso, y después indicó a Mesoda y a sus hijas que perdían mucho tiempo haciendo cada una todas las labores que exigía un bolso, o una babucha; que debían hacer la división del trabajo: una cortar, otra coser, otra bordar, etc., etc.
Para demostrar su tesis, explicó con toda clase de detalles cómo se fabricaban los alfileres en las fábricas de Europa.
Como hablaba con tanta persuasión, las convenció.
Al día siguiente se hizo la prueba de la división del trabajo, y, efectivamente, se produjo casi el doble.
La señora de Toledano estaba maravillada.
Mientras trabajaban las bordadoras, Borja Tarrius les habló de la historia de Tánger y de Cartago, y del pueblo judío, y nos tuvo a todos entretenidos.
Al cuarto día de estar en Tánger apareció en casa el Niño de Baza. Venía bien vestido, limpio y perfilado. Era un muchacho guapo. Tenía el tipo del andaluz bonito, una cara de medalla romana y los ojos de gitano. Me dijo con mucha zalamería que le perdonara si había estado grosero en la barca, pero era que se encontraba entonces cansado, enfermo, sin dormir. Se había quedado solo en Tánger; su padre había marchado a España, y él andaba buscando un sitio donde trabajar.
Las chicas de casa le vieron al entrar y salir.
—¿Quién es ese muchacho?—me preguntaron Sara y Rebeca.
Yo le dije a Mesoda:
—No he querido traer a ese joven aquí, donde hay tantas muchachas. No vaya a ser un gavilán entre palomas.
—Pues ¿qué ha hecho?
Le dije que me parecía un muchacho violento, vengativo, que su padre era gitano...
Nada de esto le parecía muy grave a Mesoda.
—Si a usted no le importa, por mí puede venir a casa.
—¡Ah! Pues que venga.
Al día siguiente volvió a presentarse el Niño de Baza.
—Bueno—le dije yo—, con estas chicas, nada.
—No tenga usted cuidado.
—Ya sabemos que eres irresistible.
—No tanto, don Eugenio.
El Niño de Baza no comprendía la ironía, afortunadamente para él.
Este mismo día apareció el rabino de Tánger, el señor Samuel Silva, en casa de Mesoda, y hablaron él y Borja Tarrius. El rabino llevó la conversación a cuestiones de historia bíblica, donde se consideraba, sin duda, fuerte; pero Borja Tarrius sabía de esto mucho y le hizo unas observaciones al rabino sobre el libro de Esdras y el de Job, y el Eclesiastés, que quedó el hombre asombrado. Yo, como no he leído la Biblia, porque, la verdad, me ha aburrido desde el comienzo, no seguí la discusión en todos sus detalles.
Mientrastanto, el Niño de Baza cambiaba unas miradas incendiarias con las chicas, que se reían y coqueteaban con él. Sobre todo, Sara, la roja, era una mujer de cuidado.
Los días siguientes, desde la mañana hasta la noche, los pasamos en el taller de Mesoda, Moreno Guerra, Borja, el Niño de Baza y yo; ayudábamos a las muchachas a cortar el cuero de tafilete, a preparar las agujas, los hilos de seda de oro y plata y a pulimentarlos con colmillos de jabalí.
Borja Tarrius pidió al vicecónsul un diccionario viejo de antigüedades, con un atlas, que había visto en su casa. El vicecónsul se lo prestó y Borja estuvo tomando notas e hizo una porción de modelos con nuevos adornos y nuevas grecas. Dibujó hasta diez modelos. Se hicieron éstos, unos más complicados, otros menos, y se enviaron a Gibraltar con sus precios respectivos.
En cada bolsillo se venía a sacar tres pesetas de beneficio, según el cálculo de Borja Tarrius.
Días después, el hijo de Mesoda envió cuarenta duros; había vendido los diez bolsillos inmediatamente a un comerciante de Argel, que le encargó veinte docenas más de la misma clase en dos remesas. Los que se le enviaron los vendió a cinco duros. En cada uno se ganaron trece pesetas.
Mesoda y sus hijas estaban locas de contento. Las chicas llamaban papá a Borja Tarrius, y pensaban en arreglar la casa y en hacer viajes.
Cuando se mitigó la alegría, Mesoda dijo a Tarrius:
—¿Qué hacemos? Usted disponga.
—¿Usted tiene dinero?
—Sí.
—Vamos a hacer el presupuesto para los doscientos cuarenta bolsos.
Borja Tarrius tomó un papel e hizo una porción de números.
—Se necesitan unos cincuenta duros de material—dijo.
—¿Nada más?
—¿Le parece a usted poco? ¿Los tiene usted?
—Sí, sí.
—¿No habrá dificultad en adquirirlo?
—Ninguna.
—Después, lo que se necesita son cuatro o cinco obreras. ¿Habrá aquí buenas bordadoras?
—Sí, pero cobran mucho.
—¿Pues, cuánto cobran?
—Seis y siete reales al día.
—¡Bah! Eso no es nada. Se puede pagar el doble.
—¿Y si se enteran y copian los dibujos de los bordados?
—No; no tienen tiempo. Usted les dice que es un encargo que ustedes tienen y les da los bolsillos ya dibujados.
Al día siguiente se compró el material y comenzó a cortarse el tafilete. Tarrius tenía la alta dirección. Moreno Guerra y yo calcábamos los dibujos, los agujereábamos con un alfiler y, después, con una muñequita llena con polvo de carbón, estampábamos y perfeccionábamos los dibujos con lápiz.
Al día siguiente Mesoda trajo cinco obreras judías, que las llevó a la sala del piso bajo, que antes ocupábamos nosotros.
Moreno Guerra y yo seguimos dibujando; el Niño de Baza cortaba; Agar y Raquel, la hija mayor y la pequeña, cosían, y Sara y Esther quedaron al frente del bordado. Las nuevas obreras eran mejores trabajadoras que las de casa.
Se envió la primera remesa a Gibraltar y llegó el dinero en seguida. Cerca de quinientos duros. La viuda de Toledano quedó loca de contenta. Quería dar dinero a Tarrius, pero le dolía desprenderse de él. Le hacía continuas zalamerías. ¡Era tan bueno! Sus hijas y ella no se olvidarían nunca de lo que había hecho en su obsequio.
Mesoda tenía la angustia de ganar, y no se preocupaba de nada más.
Yo veía al Niño de Baza que intimaba mucho con Sara la roja, pero también lo veía la madre y parecía que no daba importancia a la cosa. A Borja Tarrius le llegaban enfermos que iban a consultarle. Borja se limitaba a recomendar prácticas higiénicas.
Llevábamos veinte días en Tánger, cuando recibí una carta de un señor Gargollo, representante de mi tío Ibargoyen, el mejicano. A este Gargollo le había escrito yo al llegar a Gibraltar. Me decía que había girado a mi nombre a esta plaza cinco mil pesetas a la casa de Banca de Benolié y Compañía, y que al mismo tiempo me recomendaba a este banquero. Le escribí al señor Benolié diciéndole dónde estaba, y a los dos o tres días apareció en mi casa un judío viejo, con un aire muy venerable, a ofrecerme de parte de Benolié lo que necesitara. Se llamaba este judío Samuel Lione.
La patrona mía se quedó maravillada; dijo que Samuel era el hombre más rico de Tánger, y que cuando iba a Fez visitaba al Sultán.
Debíamos ser nosotros gente de una gran importancia cuando Samuel Lione venía a nuestra casa.
Pregunté qué era, y la señora de Toledano dijo que era banquero y tratante de esclavos.
—¿Y gana mucho con esto?
—Muchísimo. Todos los años manda una o dos caravanas a Tumbuctu, en las que ganará muchos miles de duros.
El Niño de Baza oyó esto con los ojos brillantes.
Al día siguiente me dijo:
—Oiga usted, don Eugenio.
—¿Qué hay?
—No va usted a visitar a ese viejo judío Samuel?
—Pues, ¿por qué?
—Porque si va usted, yo quisiera acompañarle.
—¿Para qué?
—Para ir en una caravana a comprar esclavos.
Me quedé asombrado.
—Bueno, bueno. Ven mañana por la mañana y le visitaremos.
Al día siguiente se presentó el Niño de Baza muy elegante y atildado; yo me vestí, y con un chico de la vecindad fuimos a casa de Samuel.
La casa era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel me agarró de la mano.
—No, no; venid—me dijo—; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo, la miseria que uno tiene.
Subimos una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio, con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el comedor la mujer y una hermana de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos, entre los cuales había una muchachita de unos diez y siete o diez y ocho años, muy bonita.
Entre todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los ojos pequeños.
Había en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.
Sirvieron el almuerzo, que consistió en té con leche, tostadas con manteca, miel y un líquido dulce, con gusto a naranja. En lugar de pan, nos dieron unas tortas redondas y muy delgadas, sin sal.
El Niño de Baza estuvo de conquistador con la nieta de Samuel. Sabía que la chica era rica, y preparó en seguida sus baterías.
Después de almorzar volvimos de nuevo al despacho y hablamos.
—No creáis que tengo una fortuna grande...—nos dijo Samuel Lione—. No, no..., una pequeñez, un mediano pasar. No hagáis caso de lo que os digan en Tánger acerca de mí. No, no. ¡Por el patriarca Abraham! ¡Qué más quisiera yo!
Le dije que no me habían hablado de él en Tánger, y que había ido a verle para saludarle y para presentarle aquel joven español que, habiendo oído hablar de que él organizaba caravanas al centro de Africa, quería ir en una de ellas.
Samuel Lione sonrió al Niño de Baza y le alabó su afición al comercio. Después nos explicó sus negocios. Se dedicaba principalmente a la trata de esclavos, que compraba en Tumbuctu, y a veces en el Sudán.
En Fez, en Mezquínez y en Marrakech tenía depósitos de esclavos. Nos dijo que él proveía al sultán y a los principales magnates del imperio de esclavas negras para los harenes, que hacía venir del interior de Africa; negras que eran de una raza especial muy fea para nuestra vista por sus morros salientes y su nariz chata, pero que a los moros les parecían huríes de Mahoma.
Añadió que recibía remesas de cuando en cuando de veinte o treinta niñas, de diez a doce años, en Tafilete, donde tenía un gran depósito, y, a manera de hospital, que allí apartaba las que tenían lepra, les curaba a las otras la sarna, las demás enfermedades y los parásitos; luego, con baños, purgas y frotaciones y mucho alimento, las engordaba y las ponía lucidas como los cristianos engordan esos animales, que son la abominación de Jehová y que se llaman, con perdón, cochinos.
Mudaban enteramente de piel y de pelo las negras, y se ponían relucientes como espejos.
A los catorce años las llevaban al mercado, y acudían los corredores a comprarlas, procediendo a un reconocimiento escrupuloso antes de cerrar el trato.
Los compradores las conducían con mucho cuidado a su destino, en una especie de jaulas, que colocaban en camellos, y muy cubiertas con toldos para que no les diese el sol, ni las viesen los curiosos.
Este comercio era el más productivo para él; ¡pero había tanto gasto! En Tumbuctu tenía una factoría exclusivamente destinada para sus compras.
Era el único comerciante dedicado a este honrado tráfico.
También recibía de Tumbuctu oro en polvo, marfil y plumas de avestruz, y enviaba, a cambio, telas que compraba a poco precio en las almonedas de Gibraltar.
Lione me dijo que a los veinticinco años había hecho dos viajes a Tumbuctu, la lejana ciudad de Africa, atravesando el gran Desierto. Entonces era Tumbuctu tan misteriosa que algunos dudaban de su existencia.
Samuel Lione con esa rápida efusión que suelen tener a veces las gentes que viven aisladas, nos contó sus viajes a Tumbuctu con cierto énfasis. Nos habló con entusiasmo del Desierto, de las caravanas de cientos de camellos, que apenas dejan huella en la arena dura; de la forma del terreno arenoso, siempre igual y siempre distinto, como el mar; de las angustias al no encontrar los oasis con agua; del tener que beber a veces la sangre de los camellos... Todas estas dificultades y penas estaban compensadas, porque en dos o tres viajes se podía uno enriquecer.
Mientras hablaba Samuel se veía la mezcla del miedo con el deseo de la ganancia.
Unía cierta elocuencia florida al acento llorón y sibilante.
En medio de toda su blandenguería se notaba que el buen Samuel era un águila para el comercio y que hubiera vendido hasta a su padre. Luego Lione nos habló de sus antepasados, que eran españoles, que habían vivido en Medina del Campo y habían sido expulsados de Castilla en tiempo de Felipe III. Su apellido verdadero era León, o de León, y al refugiarse en Francia lo afrancesaron y lo convirtieron en Lione. Tenía todos los papeles y títulos de pertenencia de la familia y hasta la llave de la casa de Medina.
Respecto a la pretensión del Niño de Baza, dijo que fuera por allí, y que ya vería.
Después de cuatro horas de charla me volví a casa de Mesoda.
Al día siguiente pasé de nuevo por el despacho de Samuel Lione, que me prestó cien duros. Le dije a Borja Tarrius y a Moreno Guerra que me marchaba a Gibraltar y que les escribiría. Borja Tarrius me indicó que le habían encargado aquel mismo día de la educación de los hijos de varios cónsules europeos de Tánger; que ya tenía medios fáciles de vida, y que preferiría un país templado como aquél que un país frío como Inglaterra, y que se quedaba definitivamente allá.
Moreno Guerra me dijo que le avisara adónde iba y lo que hacía.
Comimos, charlamos mucho, me despedí de la familia judía, me acompañaron Borja y Moreno hasta la lancha, y me fuí a Gibraltar.
Después de bastantes años, le vi a Borja Tarrius; me dijo que el Niño de Baza se había casado con la nieta de Lione y había tenido un hijo con la Sara. El Niño de Baza, hecho un completo bandido, llegó a ser hombre de fama en el país, y en una de las expediciones al centro de Africa le mataron en el Desierto.
Respecto a Sara la roja, se escapó con un inglés rico, y vivía por entonces en Inglaterra hecha una princesa. Moreno Guerra murió misteriosamente, poco después de ir a Tánger. Según algunos le envenenaron en el viaje de Gibraltar a Londres.
Puesto que deseas que siga la narración de mi vida, amigo Pello, dijo Aviraneta, la seguiré.
A mediados de noviembre de 1823 salí de Tánger y llegué a Gibraltar, donde me esperaban en el muelle el hijo de la señora Toledano y el dependiente principal de Benolié, el banquero.
Me llevaron a casa de un judío que me cedió un gabinete muy bonito, y me dieron una carta de residencia del Estado Mayor de la plaza.
El señor Benolié era hombre rico, banquero de mucha influencia, y vivía muy en grande en una casa a la inglesa. Me presenté a él, me trató muy amablemente y me dijo que fuera a su casa cuando me pareciera.
Fuí una vez por cumplir y no volví. Me cansé en seguida de Gibraltar. Ya no tenía allí amigos. Los liberales españoles se habían marchado. Aquello me parecía un sitio estrecho, de lo más antipático del mundo.
Un día que estaba en mi gabinete, tendido en el sofá divagando, apareció el señor Benolié.
—¿Qué le pasa a usted?—me dijo—. ¿Está usted enfermo?
—Sí, algo enfermo debo estar, pero principalmente estoy aburrido; yo no puedo vivir así. Me he acostumbrado a otra vida.
El señor Benolié quizá creyó que le quería decir que tenía hábitos más fastuosos, y sonrió suponiendo que era una fanfarronada de español.
—¿Pues cómo ha vivido usted?—me dijo con ironía judaica.
Yo le conté brevemente mis andanzas de guerrillero y de conspirador, y como vi que le interesaban di detalles y más detalles. El señor Benolié se quedó tan asombrado, que creo que si le hubiera dicho que yo no era un hombre, sino un trasgo o un gnomo, no hubiera tenido tanto asombro.
—¡Pero usted ha vivido de esa manera!—exclamó varias veces.
—Sí.
—Es extraordinario. Yo tenía otra idea de los guerrilleros. ¿Y para qué ha vivido usted así? ¿Ha ganado usted mucho con eso?
—Nada. El poco dinero que tenía lo he perdido.
A Benolié no le cabía esto en la cabeza.
—Con la actividad y la energía que ha desplegado usted inútilmente, puesta en el comercio se hubiera usted hecho millonario.
Esta observación de judío le parecía a él un argumento irrebatible.
—Sí, es posible—contesté yo—; pero en el comercio no hubiera puesto tanta energía. Ser rico no me interesa. Yo no necesito mas que el dinero imprescindible para comer y tener un rincón donde dormir. Esto se me cae encima. Yo necesito campo, peligros, intrigas para estar bien.
Benolié y yo nos miramos como podrían mirarse un lobo y un castor.
—Sin embargo, ¿usted piensa marcharse a Méjico a ser comerciante, según me ha dicho?
—Sí, si no encuentro otra cosa mejor.
—No hay nada mejor que el comercio, señor Aviraneta—replicó él sonriendo—. Yo creo que usted no se ha dado cuenta de ello. Yo quisiera que usted probara a trabajar en mi casa.
—Probaré.
—Yo le daré a usted el máximum de sueldo y el máximum de comisión.
—Pues nada, empezaré.
Comencé a acudir al escritorio, y fuí tan puntual y ordenado como pudiera serlo el primero.
Al cabo de un mes, Benolié me llamó a su despacho.
—Indudablemente, señor Aviraneta—me dijo—, no sirve usted para la vida sedentaria. No come usted, no bebe usted, no habla usted, y se va usted poniendo más amarillo que un limón.
—Sí. Es cierto.
—¿Qué ha pensado usted hacer?
—Yo había pensado ir a Grecia y hacer la campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como oficial.
—Bueno, bueno, como usted quiera. Si trata usted de ir a Egipto, yo le proporcionaré a usted barco.
El señor Benolié se mostró muy generoso, me entregó cincuenta libras esterlinas, entre sueldo y comisión, por el trabajo que había hecho durante un mes en su casa. Al pensar en ir a Egipto, se me ocurrió llevar una mercancía a vender por allí, e hice mi ancheta y la metí en un gran cajón.
El día seis de diciembre apareció un bergantín en el puerto de Gibraltar, que marchaba a Alejandría. Era un bergantín nuevo, sin nombre. Iba tripulado por la marina de guerra inglesa; lo llevaban para entregarlo al virrey de Egipto.
Bajaron el capitán sir John y dos oficiales, y fueron a visitar a Benolié. Benolié les habló de mí, y el capitán sir John le dijo que con mucho gusto me llevaría en su barco hasta Alejandría, puesto que era liberal y amigo suyo.
Al día siguiente se condujo al barco mi cajón de mercancías, al que le pusieron precintos de plomo y una etiqueta con el escudo de Inglaterra.
El capitán sir John dijo que, para ir a bordo, debía marchar vestido de guardia marina.
Benolié me envió a su sastre, para que me hiciera un traje completo de guardia marina, que se componía de chaqueta y pantalón azul, chaleco de grana y polainas. Me trajeron también a casa un kepis, un sombrero redondo de hule y un capote de goma.
Benolié me entregó la víspera de mi partida dos cartas de recomendación: una para el general Boyer y la otra para un comerciante judío de Alejandría, corresponsal suyo, que se llamaba Isaac Bonaffús.
A las seis de la mañana del día diez de diciembre, en un lanchón de Benolié, me dirigí al bergantín, en compañía de Toledano. El bergantín había levado anclas y extendido algunas velas.
Estreché la mano de mi amigo, quien volvió en una lancha, y me dirigí, acompañado de un mozo, a mi camarote.
A las seis y media zarpó el bergantín, con viento fresco, y dejamos al poco rato de ver Gibraltar y las costas de Africa.
Al mediodía el viento se hizo más fuerte, y, al comienzo de la tarde, se desarrolló un ventarrón furioso. Se recogieron las velas y casi a palo seco fuimos marchando por el mar, sin rumbo.
Yo llevaba días sin dormir bien, y no sé si por el medio mareo que tenía o porque bebí un poco de vino, el caso fué que me eché en la cama y no desperté hasta el día siguiente a las once. Al salir vestido a cubierta, sir John, el capitán, comenzó a reír al verme y me dijo:
—Usted es un lobo de mar.
—Pues, ¿por qué?
—Porque ha podido usted dormir cuando todo el equipaje andaba mareado. Hemos tenido un huracán terrible.
Pasé con sir John a la cámara de oficiales, donde vi que había dos tenientes, echados de bruces sobre la mesa, estudiando un gran mapa.
Aunque yo no los entendía, porque hablaban inglés, comprendí que estaban buscando la posición y el derrotero del barco.
Sir John, a quien le gustaba hablar francés conmigo, me dijo que íbamos a tener mal tiempo, porque el barómetro seguía bajando.
No sé a punto fijo hacia dónde navegamos; yo no me atrevía a preguntárselo a nadie, pero sí sé que por la tarde del tercer día se nos presentó el viento de proa y empezamos a dar bordadas.
A eso de las once de la noche comenzó una tormenta espantosa: una de rayos, de truenos, de granizo, que no paraba un momento.
El capitán y los oficiales estaban de observación en la cámara; los marineros esperaban órdenes en el puente.
Yo no podía hacer allí nada más que estorbar. Antes de meterme en la cama, agarrándome a lo que pude, llegué a la cocina y le compré al cocinero víveres. Desde nuestra salida de Gibraltar no se había encendido la cocina. El cocinero me puso en un talego una docena de galletas, medio queso, dos tarros de mermelada, dos botellas de vino de Jerez y un frasco de aguardiente. Llegué a tientas a mi camarote, cerré la puerta, porque entraba agua, y me dije:
—Hay que entregarse al destino.
Comí un trozo de queso y unas galletas con dulce, bebí un vaso grande de Jerez, luego una copa de aguardiente, encendí un cigarro y a la media hora estaba dormido. Nunca he tenido sueños más raros.
A la mañana siguiente me desperté. Había agua en el suelo del camarote. Cuando abrí el ventanillo y miré al mar me dió el vértigo con aquel resplandor y aquella blancura de la espuma.
Me pareció que el mar se hallaba más agitado, pero el aire más tranquilo, y supuse que esto era buena señal. No salí del camarote; estuve haciendo gimnasia, y al anochecer tomé mi trozo de queso, mis galletas con dulce y dos vasos grandes de Jerez, y dos copas de aguardiente.
Tardé en dormirme, pero me dormí. Al día siguiente, al despertar con la cabeza un poco pesada, vi que había amainado el temporal. Abrí el ventanillo y vi el mar mas tranquilo, y me volví a tender en la cama. Estaba dormitando cuando entraron en el camarote el capitán y el cirujano del barco.
—No he visto otro parecido—dijo el cirujano señalándome a mí—. Este es un hombre grande. ¡Y luego hablan de la flema inglesa!
El capitán sir John se reía.
—Levántese usted—me dijo—, porque tienen que limpiar todo esto.
—¿En dónde nos encontramos?—le pregunté yo.
—Nos estamos acercando a la costa francesa, a las islas de Hyeres.
Me levanté, me vestí y salí a cubierta, con la cabeza un tanto pesada.
Antes del mediodía llegamos a la isla de Porquerolles, donde anclamos. Examinaron los oficiales y el contramaestre el casco del barco, que tenía alguna avería insignificante; lo limpiaron los marineros por dentro y por fuera, secaron el velamen y a las veinticuatro horas estaba el bergantín tal como había salido de Gibraltar.
Se compraron víveres, se encendió la cocina, y comimos por primera vez caliente y de una manera espléndida.
La marinería tuvo también un gran banquete, con carne fresca y pan del día, y el capitán regaló a los marineros una pipa de vino.
A media noche nos hicimos a la vela con un tiempo hermoso, y a los doce días de dejar las costas de Francia estábamos a la vista de Alejandría.
En todo el trayecto, el capitán sir John tuvo para mí muchas consideraciones, sentándome a su mesa en unión de los oficiales y del médico.
Tenía sir John algunos libros, y me prestaba los que le pedía. Me dejó el libro de Volney, sobre Egipto y Siria, y los viajes de Ali Bey.
Al llegar a la vista del puerto de Alejandría la organización y la etiqueta del barco variaron. El capitán dejó su familiaridad y se convirtió en un jefe frío y desdeñoso. Su cámara quedó convertida en el palacio de un sátrapa con su correspondiente guardia.
La etiqueta era más rigurosa que en China. Yo tuve que salir de mi hermoso camarote y marchar a la cámara de los pilotos. Uno de ellos, que tenía un álbum de vistas grabadas, sacó una del faro de Alejandría y me mostró una torre asentada sobre una roca, con un brasero humeante en la punta.
Aquel era el antiguo faro, que se consideraba como una de las siete maravillas del mundo, dibujado conforme a las descripciones de los antiguos, porque ya no existía, y, en su lugar, estaba el castillo que hizo construír el sultán Solim en el siglo XVI.
Por la mañana, al amanecer, me levanté de la cama y me asomé a la borda. No se veía mas que la costa baja, amarillenta, iluminada por el sol; la ciudad, vagamente, y la columna de Pompeyo, que se destacaba con claridad.
Estuvimos mucho tiempo parados delante de Alejandría. Yo sentía impaciencia y un gran deseo de bajar a tierra; pero como allí, en el barco, todo se hacía siguiendo el protocolo, tuve que esperar. Al día siguiente nos acercamos al puerto al amanecer; por la mañana llegó el cónsul inglés de Alejandría, fué a visitar a sir John y tuvo con él una larga conferencia.
Pudimos contemplar la ciudad iluminada por el sol, que me pareció un montón de ruinas; las fortalezas, el faro, las torres y los mástiles de los barcos.
Después de la entrevista el capitán me avisó que si quería saltar a tierra podía entrar en Alejandría, en compañía del cónsul, como súbdito inglés, sin que en la Aduana me molestasen.
Fuí a dar las gracias a sir John, que me escuchó impasible, y me hizo un saludo militar como si no me conociera, y bajé a la lancha del cónsul. Pasamos por delante del faro actual; una bastilla, con una torre para señales, y alrededor de la fortaleza una muralla con sus cubos, que rodean la isla. Entramos en el puerto de Eunostos y desembarcamos cerca de la Aduana. Yo subí en un coche que esperaba al cónsul y fuí con él hasta su casa.
Me invitó el cónsul a desayunar en su casa. Tomé una taza de café con leche y un poco de dulce, y fumamos un cigarro.
—Dígame usted ahora qué piensa hacer. Yo voy a trabajar—me dijo.
—Quisiera que me indicaran las señas de un judío, Isaac Bonaffús, a quien estoy recomendado.
—¿Bonaffús? Lo conozco—me dijo el cónsul—. Un criado mío le acompañará a usted a su tienda. Deje usted la maleta aquí, y luego pueden venir a buscarla.
Me despedí del cónsul, y con el criado bajé al portal. Salimos. Atravesamos unas callejuelas y llegamos a una calle hermosa y recta, con aceras, la calle de los Francos, y, como a la mitad, nos paramos en una casa de un piso, que tenía una tienda pintada de rojo, que cogía toda la fachada. Entramos en ella. Un dependiente nos advirtió que el principal no estaba en aquel momento en casa.
El criado del consulado dijo, con el despotismo del inglés, que era asunto del cónsul de Su Majestad británica, y que lo llamaran.
Al cuarto de hora apareció el señor Isaac Bonaffús, un hombre rechoncho, de barba negra, de mechones muy blancos, con una cara del color de una vejiga de manteca, vestido con una túnica azul y gorro griego.
El señor Bonaffús me preguntó secamente en qué podría servirme; pero cuando le dijo el criado que era asunto del cónsul inglés se deshizo en cortesías.
Le di una propina al criado del cónsul, que la tomó, a pesar de su aire de caballero de la Tabla Redonda, y me quedé en la tienda de Bonaffús.
Saqué mi cartera, y de ella la carta de Benolié. La leyó éste, la examinó y me dijo.
—Yo estoy obligadísimo a Benolié, y usted me manda. ¿Qué quiere usted hacer?
—Primero quisiera tomar un cuarto en un fonda o donde sea.
—Hombre, aquí fonda buena para estar mucho tiempo, no hay.
—Entonces, ¿será mejor una casa de huéspedes?
—Sí, yo creo que sería mejor. Casa de huéspedes... Casa de huéspedes... Ya tengo una. Es de un maltés que ha vivido en Gibraltar, hombre rico, que sabe el español. Si quiere usted, yo le acompaño.
—Bueno. Vamos.
Recorrimos la calle de los Francos y fuimos por una callejuela de casas blancas, con puertas y ventanas herméticamente cerradas. Antes de llegar al barrio árabe nos detuvimos en una casa baja y muy larga, con celosías pintadas de verde. Llamamos varias veces con el aldabón, y apareció en una ventana un tipo de bandido italiano con la cara tostada por el sol, tuerto, y con una cicatriz que le cogía media cara.
—Buon giorno, amico Chiaramonte—dijo Bonaffús.
—¡Buon giorno! ¡Ah! ¿Dove andate, amico Bonaffús?
—A casa vostra.
—¡Ah! Bene. Bene.
—E la signora Cayetana, ¿come sta?
—Bene. Bene. Andate ad aprir la porta—gritó Chiaramonte a alguno.
Un criado abrió la puerta y pasamos adentro. Subimos por una escalera pequeña donde estaba Chiaramonte, y entre el judío y el maltés se entabló una conversación chapurrada en la lengua de los francos de Alejandría; una jerga mixta de turco y de griego.
—Este señor es español—dijo Bonaffús.
—¡Ah! ¿Es español?
—Sí—repuso Isaac Bonaffús—, es un español recomendado por Benolié, el banquero de Gibraltar, y por el cónsul inglés de aquí. Quiere quedarse en Alejandría algún tiempo, y yo le he indicado la casa de usted, por si ustedes le pudieran tomar de huésped.
—En este asunto mi mujer y mis hijas son las que deciden; yo no me ocupo mas que de mis caballos—dijo el maltés.
—Bueno; pues llame usted a la señora Cayetana y a sus hijas.
El maltés llamó a su mujer y a sus dos hijas. La madre era una mujerona con aire un poco africano, el pelo negro ensortijado, los ojos grandes y los labios rojos. Las hijas eran muy bonitas.
La patrona puso dificultades sobre la asistencia, y únicamente se avino a tomarme de huésped a condición de que yo comiera con toda la familia y a las horas en que ellos acostumbraban.
—Estoy conforme—le dije yo—; únicamente me gustaría ver el cuarto.
Me enseñaron una sala grande, con una alcoba blanqueada, que tenía ventanas cerradas con celosías que daban a la calle.
—Por el precio no reñiremos—me dijo la patrona—; tengo otro español, y a él le llevo dos pesetas al día, porque por ahora gana poco, y tiene un cuarto pequeño. A usted le llevaré tres pesetas.
—Muy bien.
Cerramos el trato, y el maltés mandó a un mozo suyo a que recogiera mi maleta en el consulado inglés, y yo salí con Bonaffús.
—¿Qué clase de pájaro es este Chiaramonte?—le pregunté en la calle.
—Es buena persona. Se puede usted fiar de él. Es tratante de caballos y hace contrabando. Las chicas son un bocato di cardinale, y tendrán sus doscientos mil francos cada una de dote. Ahora que, como son católicas, aquí no encontrarán novios de su religión. Nosotros, los hebreos, no queremos bodas mixtas. Pero para usted que es católico, si no es ya casado...
—No, no estoy casado.
—Entonces no le digo a usted más.
Al llegar a la tienda del señor Isaac, le consulté acerca de mi ancheta y le enseñé la factura. El comerciante la estudió artículo por artículo, y me dijo que, como no había pagado flete, ni pagaría aduanas, ganaría el doble de su precio.
—Mas no creo que haya usted venido en un barco de guerra sólo para traer un cajón de sedería o cosas por el estilo—añadió Bonaffús.
—No; mi objeto es entrar al servicio del virrey de Egipto, que va a organizar un ejército a la europea.
—Ya sabe usted que hay un general francés que lo dirige todo.
—Sí.
—¿Trae usted alguna carta de recomendación para él?
—Sí.
Se la enseñé, la leyó, y me dijo:
—Yo le puedo servir a usted de algo. Viene a mi casa un capitán francés, Lasalle, que es de Auch y se dice sobrino del general Lasalle. Este Lasalle está en Alejandría y parece que es un comisionado del virrey para recibir a los militares europeos.
—¿Y qué clase de hombre es?
—Pues, como todos los franceses, es muy patriota. Lasalle hace lo posible para favorecer a sus paisanos y poner toda clase de dificultades a los que no lo son. Hace tiempo vinieron aquí muchos jefes y oficiales que habían servido con Murat; luego han venido otros italianos de los constitucionales del general Pepé y no han podido entrar aquí, y se han marchado a servir a los griegos.
—¿Así que esto no está bien?
—No está nada bien. Al que no le quieren, aunque tenga buenas recomendaciones, le aceptan y le ponen en una sección de disponibilidad; luego le envían a cualquier rincón del alto Egipto o de Siria, y allí tiene que vivir, con un sueldo de un franco cincuenta, o dos francos al día.
—Entonces me parece que me he equivocado al dirigirme a esta tierra.
Me despedí de Isaac Bonaffús, que quiso acompañarme. Encontramos a Chiaramonte a la puerta de su casa, y él y Bonaffús se embromaron el uno al otro sobre sus respectivos negocios.
—Nostro amigo Chiaramonte—me dijo Bonaffús—es molto rico. ¡El contrabando!
—¡Bah! ¡Bah!—repuso Chiaramonte—. ¿E voi? Sempre esta facendo denaro—me dijo—. Questos judíos son maravigliosos. ¡Oh! ¡Che canaglia!
—E lei es molto mas rico que yo—exclamó Bonaffús.
No me interesaban mucho estas gracias de comerciantes, y subí al piso principal.
Salió la Cayetana, la mujer de Chiaramonte, y me pasó a una salita en donde se hallaba ella en compañía de sus dos hijas, que estaban haciendo labores. Este saloncito era muy bonito; tenía un gran mirador colgado sobre la calle, con muchas flores, el clásico diván, con sus almohadones bordados a estilo oriental, unas cuantas sillas de Damasco, un piano y varios grabados antiguos. Alrededor del salón había un estante y en él se veían libros de Chateaubriand, Walter Scott y la Historia de los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, por el abate Vertot, en una edición de lujo. Las dos muchachas me parecieron verdaderamente encantadoras en la intimidad. Sobre todo Rosa era muy bonita. Hablaban muy bien el castellano y sabían el italiano y el inglés. Habían sido educadas en una pensión de Gibraltar.
Estábamos hablando de la vida y de las costumbres de Alejandría, cuando se oyeron pasos en la escalera y después en el corredor.
La señora Cayetana se levantó, y en su lengua chapurreada dijo al que llegaba:
—Señor Mendi. Aquí hay otro spagnuolo que va a vivir con nosotros.
Entró el español; yo me levanté para saludarle.
Era alto, fuerte, guapo.
No hice más que verle y oír su voz y le dije:
—¿Usted es vascongado?
—Sí. ¿Y usted?
—Yo también.
—¿De dónde es usted?
—De Tolosa.
Nos dimos la mano efusivamente y hablamos en vascuence, produciendo la sorpresa de la familia Chiaramonte, que nunca había oído esta lengua.
Me contó mi paisano que hacía tres meses que estaba en Alejandría, adonde había llegado en un barco de Marsella. Era Mendi nacional de caballería; había servido en Navarra y en la Rioja, como sargento, en la partida de un tal Mantilla, hasta la dispersión de la partida, a la entrada de los franceses de Angulema, en que había tenido que emigrar a Francia.
Me dijo que se apellidaba Basterrica, pero, como al escaparse de España había comenzado a llamarse por su segundo o tercer apellido, Mendi, todo el mundo le conocía por Mendi, y como era más corto y más fácil para los extranjeros, lo había adoptado.
Era Mendi hombre de unos veinticinco años, de gallarda figura. Se expresaba siempre con un aire atento y expresivo, y decía las mayores impertinencias con una impertérrita frescura. Hablaba el castellano bien, pero de una manera afectada; y esta afectación se elevaba de punto cuando se expresaba en francés. Entonces cambiaba de voz y de gestos. Sólo hablando el vascuence parecía natural en la voz y en los ademanes. Como era temprano y no se cenaba hasta las ocho y media, me propuso Mendi dar un paseo; hacía una hermosa noche de luna.
Cogimos nuestros sombreros y marchamos por entre callejuelas. El pueblo estaba a obscuras. No había alumbrado en Alejandría, y donde no entraba la luz de la luna se iba tropezando y metiéndose en basuras.
—Erri ziquiña au—(Este pueblo es muy sucio)—me decía de cuando en cuando Mendi, en vascuence, con su voz ronca.
Salimos a un arenal que estaba lleno de ruinas, y fuimos a sentarnos en un monolito grande, que estaba medio sepultado al lado de otro enhiesto. Debían ser las agujas de Cleopatra. Cerca se levantaba una gran torre. Aquel paisaje, aquella ruina a la luz de la luna, parecía algo de ensueño. No hacía calor: una brisa fresca y húmeda venía del mar, que murmuraba a pocos pasos.
Mendi se sentó en la piedra y me contó sus vicisitudes en aquel pueblo, donde, según él, no había elementos. Esta era su muletilla. Se había puesto a dar lecciones de música y de piano. ¡Música a aquellos bárbaros! ¡Cosa inútil! No tenía mas que pocas lecciones a tres duros: dos señoras, un fraile y unos zarpajuelos de judíos, como decía él.
De pronto Mendi dejaba su voz afectada, y decía en vascuence, con su voz fuerte.
—¡Yo, que vivía allí en Tolosa tan bien, que me llevaban a la cama todos los días un tazón de leche caliente con azúcar! ¡Yo en este país asqueroso donde no hay elementos! Paisano, ¡qué final!
Había oído decir que había chacales en los alrededores de Alejandría.
Se oían aúllidos de perros o chacales en el arenal. No me hacía gracia estar allá.
—Vamos a casa—indiqué yo—. Dicen que hay por aquí chacales.
—Chacales—exclamó Mendi, con su voz gruesa—. ¡Qué ha de haber aquí! ¡Unos perros que suelen andar entre las ruinas! Se les pega una patada y echan a correr. Aquí no hay nada.
Mendi me pareció un hombre simpático, pero terco y, sobre todo, ignorante y sin curiosidad ninguna. Apartándole de la música y de otras dos o tres cosas, en lo demás era negado.
Volvimos a casa sin encontrar más alma viviente que algún perro, que nos persiguió con sus ladridos, y nos presentamos a la mesa de Chiaramonte. Pronto comprendí que el amigo Mendi se había hecho el amo de la casa del maltés. Todo el mundo le contemplaba con admiración. Mendi empleaba en su conversación una variedad de tonos: hablando en francés, era redicho y afectado; en castellano, tenía la tendencia a imitar a los andaluces.
A cada paso me decía:
—Eugenio. ¡Eh! ¡Aquella sidra de nuestro país! ¡Aquellos perrachicus! Aquí no hay elementos.
Después de cenar, Mendi pasó a una salita, con un piano, y fuimos todos tras él.
Se puso a tocar, y las niñas Rosa y Margarita cantaron. Las pobres muchachas temblaban, porque el maestro era tan severo, que no les perdonaba la menor falta.
—No, no. Así no es—decía Mendi—; hay que empezar de nuevo.
—No sea usted pesado—le dije yo—; lo hacen muy bien.
—No, paisano, no. Esto hay que hacerlo completamente bien, o no hacerlo.
—Tiene razón—dijeron las chicas—; debe corregirnos mientras no lo hagamos tal como es.
Chiaramonte y su mujer creían lo mismo.
Terminamos nuestra reunión y nos fuimos a la cama.
Cuando iba a entrar en mi cuarto, me gritó Mendi:
—Eugenio, ¡eh!; aquellas sardinas que se comen en nuestra tierra no las encontrará usted aquí. No hay elementos, ya se convencerá usted.
Me acosté, me dormí, y a la mañana siguiente fuí al consulado inglés y, después, a casa de Isaac Bonaffús.
Le dije a éste que mi fardo lo habían desembarcado, y que, si quería, lo llevaría a su tienda. Me contestó que sí, pero que no lo abriría sin estar yo delante.
Volví a mi casa y me encontré en la puerta con Chiaramonte.
El maltés era un hombre de unos cincuenta años, tostado por el sol. Tenía, indudablemente, sangre de hombre del Norte; el ojo que le quedaba, azul como de porcelana, y el pelo, más claro que la tez.
Me enseñó Chiaramonte su casa, que era grande; tenía hermosas cuadras y grandes almacenes de paja y cebada. Hablamos de caballos, y yo le solté todos los datos que había leído en el libro de Volney sobre los potros del Yemen.
Estando hablando se presentaron las dos hijas, Rosa y Margarita, acompañadas de un criado; volvían de oír misa en el convento de franciscanos. Las saludé, y las dije que la noche anterior no las había visto bien. Eran mucho más bonitas de lo que yo me había supuesto.
Rosa era rubia, con un color tan fino, tan delicado, que maravillaba.
Margarita era un tipo más meridional.
Rosa, al oír mi galantería, se puso un poco encendida, y Margarita se sonrió.
—¡Ah el espagnuolo! ¡Siempre galante!—dijo el padre, riendo, dándome una palmada en la espalda—. Bueno, bueno; vaya usted a almorzar, que no habrá usted almorzado.
Subí al comedor, me sirvieron el desayuno y charlé un rato con las dos hermanas. Me dió tristeza verlas a las dos solas, sin amigas, viviendo casi siempre encerradas.
Hablamos de Mendi, y vi que Rosa se animaba mucho con esta conversación.
Después de la charla volví a casa de Isaac Bonaffús, quien me dijo:
—Ha estado aquí el capitán francés Lasalle y le he hablado de usted. Le he dado sus señas y me ha dicho que irá a verle.
—Bueno. Está bien ¿Arreglamos el negocio de mis mercancías?
—Sí, cuando usted quiera.
Examinamos el género, que venía intacto; lo tasó Isaac, y yo separé un paquete grande de sedería que no estaba en la factura.
Isaac me abrió una cuenta corriente en su libro de nueve mil y tantas pesetas, y me volví a casa.
Al llegar me dijeron que había venido un capitán francés a preguntar por mí, y que volvería a la hora de cenar.
—Tengo que hacerles un regalo—les dije a las chicas del maltés—. He traído un paquete de sedería, y de él he sacado tres pañolones bordados que están en mi cuarto. Primero elegirá Rosa; después, Margarita, y el que quede será para su madre.
Se hizo la elección, y quedaron todas encantadas.
Cuando entró Chiaramonte le llevaron a ver los pañolones.
—No, no; esto no es posible—dijo el maltés tuerto—, esto vale mucho; yo no puedo aceptar un regalo así.
Le dije que no fuera tonto, que a mí me habían costado poco, y que no molestara a su mujer y a sus hijas con tonterías.
Chiaramonte me dió la mano.
—¡El espagnuolo! ¡Siempre es así! Loco, loco.
Llegó Mendi, que venía de visitar el convento de franciscanos españoles, donde tenía una lección, y nos sentamos a la mesa.
Estábamos a la mitad de la cena cuando se presentó el capitán Lasalle. Le pregunté a Chiaramonte si quería que lo pasara al comedor, y me contestó que sí. Entró el capitán, le convidamos a cenar y dijo que acababa de hacerlo, y que tomaría una taza de café y una copa de licor.
El tal capitán era un mocetón de unos treinta a treinta y cinco años, con el pecho muy abombado, bigote y patillas negras y grandes tufos encima de las orejas.
Hablaba un francés muy gascón, y a cada paso decía. ¡Pardi! ¡Sacre bleu! Me pareció un hombre muy ordinario. Me dijo que era sobrino segundo del general Lasalle. Yo le conté que, en 1809, le había visto pasar a su tío por Burgos.
Lasalle dijo que estaba muy contento en Alejandría; que en tres años había ascendido de sargento a capitán.
Después de cenar tomamos café y pasamos al saloncillo, donde Mendi se puso al piano. Cantaron Rosa y Margarita. Lasalle, en una postura académica, las elogió, retorciéndose el bigote, con aire de conquistador.
Después quiso cantar él, pero no se pudo poner de acuerdo con Mendi. Este, con su serenidad habitual, le dijo con su francés perfilado:
—Para cantar, como para todo, amigo mío, hay que saber, y usted no sabe.
El capitán se marchó muy amoscado con Mendi, echándole una mirada furiosa.
Yo le dije a Mendi que para qué hablaba el francés así.
—¿Cómo así?—preguntó él.
—Sí, ¿por qué no habla usted más sencillamente, sin exclamaciones y sin gestos? Si no la gente cree que se burla usted.
—¡Pero así se habla el francés!—exclamó él—. Si le quita a usted al francés todo eso de: ¡Ah non mon ami! ¡Par exemple! ¡Patatí patata!, no queda nada.
No le pude convencer de que el francés así pronunciado tomaba un aire de caricatura cómica.
—Ya ve usted, el capitán Lasalle se ha incomodado.
—Que se incomode.
—Hombre. Eso no está bien.
—¿Y para qué ha venido ese fanfarrón aquí?—preguntó Mendi.
—Ha venido a buscarme.
—¿Pues qué tiene usted que hablar con él?
—Yo quiero ver si entro en el ejército egipcio de comandante de escuadrón.
—¡Usted quiere ser soldado!—exclamó Mendi—. ¡Usted quiere andar con esas tropas de turcos sarnosos, asquerosos! ¡Vestido de mamarracho! No lo hubiera creído en un paisano mío.
Me quedé un poco asombrado y confuso.
—Todavía no sé si me aceptarán—dije.
—No quiera usted ser soldado—saltó Margarita—. Se hará usted borracho, malo... ¿Para qué quiere usted ser militar?
La madre, la Cayetana, dijo que ella tenía amor por el ejército, y que si no hubiera visto a su marido de uniforme cuando era joven y no era tuerto aún, no se hubiera enamorado de él. Mendi aseguró que a él le tendrían que prometer que le iban hacer capitán general, bajá de tres colas y casarle además con la hija del virrey para decidirle a que entrase en el ejército egipcio. Se discutió la cosa largamente y nos fuimos a la cama.
Al día siguiente, al levantarme y asomarme a la ventana, le vi a Chiaramonte.
—¡Eh! señor espagnuolo—me dijo—. ¿Quiere usted beber un vaso de leche de camella?
—¿De camella?
—Sí, sí.
Me alargó un vaso grande y la bebí toda. Era muy buena.
—¿Ahora qué va usted hacer?—me dijo el tuerto.
—Voy a ir a visitarle a ese capitán francés que vino ayer noche.
—¿Tiene usted sus señas?
—Sí. Aquí las tengo escritas.
—Bien. Yo le acompañaré a usted.
Nos encaminamos por entre callejuelas estrechas y sin empedrar, con las casas bajas, sin alineación, con rejas y celosías y miradores que casi se tocaban los de una pared con los de enfrente. Algunos camellos disformes cargados de odres con agua, y adornados con collares con cuentas de cristales de colores, marchaban despacio, y los árabes flacos, morenos, como si fueran de barro cocido, con una camisa corta, iban de prisa, unos a pie, otros montados en borriquillos, llevando frutas y panes redondos y chatos.
Llegamos hasta un extremo de la ciudad, cerca de una puerta de la muralla, donde había un mercado sucio, de puestos hechos con cañas y esteras, y nos detuvimos en un caserón antiguo y arruinado.
—Aquí es—me dijo Chiaramonte—. Hasta luego—, y se marchó.
En el portal me encontré a un soldado, en mangas de camisa y con gorra de cuartel, limpiando dos caballos.
Le pregunté por el capitán Lasalle.
—¿Quiere usted ver al capitán Lasalle?—me dijo, cantando con acento parisiense.
—Sí.
—Está bien. Venga usted.
Entramos en un patio, lo cruzamos, salimos a un jardín muy bien cuidado, y en un ángulo vi un pabellón de ladrillo, de construcción moderna, con una escalera de palomar.
Subimos y apareció otro soldado, a quien el primero dijo que yo venía a ver al capitán Lasalle.
Contestó que esperase un momento, y al poco tiempo apareció el capitán con una bata de percal con florones, un fez en la cabeza y una pipa en la boca.
Hablamos primeramente de mi asunto, y Lasalle me dijo que no tuviera muchas esperanzas. Me contó que el general Boyer, encargado de formar el ejército, en aquel momento en el Cairo, estaba dominado por los ingleses, y que el pachá de Alejandría, aunque buena persona, era un antiguo mameluco. Me habló mucho de Ibrahim pachá y de sus favoritos. Ibrahim pachá, el hijo del virrey, era el que disponía en el ejército. Entre su séquito estaban el coronel francés Anthelme Seve, que había renegado y se llamaba Soliman Bey, y era general egipcio. Soliman Bey había sido protegido por un mecánico francés, Gonon, que le presentó a Mehemet Aly y había sido el primer instructor europeo de las tropas. Soliman vivía en aquel momento en el Cairo, donde tenía su harén. Me habló también de Khurschid pachá, que, como todos los mamelucos, era hombre cruel e invertido, y de un capitán corso apellidado Mari, que se hacía llamar Bekir Aga. Estas eran las personas más influyentes en la corte, sobre todo en cuestión de asuntos militares. Me indicó que si pretendía entrar en el ejército egipcio no dijera que era emigrado constitucional; que no me relacionase con los franceses e italianos que andaban por Alejandría, porque la mayoría eran estafadores y ladrones huídos de Europa, que se hacían pasar por emigrados políticos. Los egipcios que se les reunían eran mamelucos expulsados que los tenían lejos del Cairo para que no conspiraran.
Después se me puso a hablar de mis patronas.
—¿Es una familia italiana o española, esa con la que usted vive?—me preguntó.
—Es maltesa.
—¿El tuerto es el amo de la casa?
—Sí.
—¿El padre de las chicas?
—Sí.
—¡Qué muchachas más preciosas!
—Sí, son muy bonitas.
—¿Y aquel chusco que estaba tocando el piano?, ¿quién es?
—Es un huésped.
Después de charlar largo rato, Lasalle se levantó y me dijo:
—Le voy a enseñar mi casa y mi familia; estoy hecho un musulmán: he tomado una querida y vivo con ella y con su hermana.
Me presentó a su querida, que era una mulata muy fornida, de unos veinticuatro años, alta, morena, un poco bigotuda, que tenía un hijo de un año. Su hermana, un poco más joven, era por el estilo. Me presentó Lasalle a un escribiente o secretario, que era un sargento francés al servicio del Gobierno egipcio.
La casa era muy mala, con unos cuartos con todos los tabiques torcidos y los suelos inclinados; tenía ventanas con celosías, que caían al jardín; los muebles eran primitivos, y por todas partes había divanes llenos de hierba con mosquiteros encima.
El capitán me invitó a comer con él, y acepté. Nos sentamos a la mesa las dos mujeres, Lasalle, su escribiente y yo.
Las mujeres, que hablaban sólo la jerga de los francos de Alejandría, se pusieron a hacerme preguntas, y como no las entendía no las podía contestar. No se dieron por vencidas, y me agarraban del brazo y, al último, de la cara y del pelo.
Yo le miraba a Lasalle como diciendo: Bueno, ¿yo qué hago?; pero él no se daba por aludido y bebía a grandes vasos el vino de Chipre, que era delicioso.
Se acabó el almuerzo; se fueron las mujeres a su cuarto, manoteando y hablando a gritos, y el escribiente se levantó y se fué. Lasalle mandó al criado que le trajera licores y tabaco, y se tendió en el diván y se puso a fumar y a beber.
—¿Usted no bebe?—me dijo.
—No.
—Hace usted mal; por eso está usted tan flaco y tan descolorido. Míreme usted a mí.
Le vi beberse ocho o nueve copas, y me dijo que tenía que dormir la modorra.
—Usted puede tenderse donde quiera.
—Me voy a ir a casa—le advertí.
—¡Usted está loco!—gritó incorporándose—. Espere usted que venga el asistente y le ensillará el caballo.
—No hay necesidad. Iré a pie.
Me despedí de Lasalle, saqué unos anteojos azules que había comprado en Gibraltar por consejo de un judío, y fuí marchando despacio a casa. Verdaderamente hacía calor; el viento traía nubes de arena que quemaban.
No había apenas gente en la calle, mas que algunos árabes andrajosos, a quienes parecía no les hacía efecto el sol.
Llegué a mi casa, me mudé y fuí al saloncito donde trabajaban Rosa y Margarita. Les conté que había venido de casa del capitán a pie, y me aseguraron que yo estaba loco, que no volviera a hacer aquello, por que si no iba a pescar una insolación.
—¿Ustedes no andan nunca de día?—las pregunté.
—Sí, por la mañana temprano o por la tarde. Vamos al Faro, donde corre una brisa muy fresca.
Me preguntaron qué noticias me había dado el capitán sobre mis pretensiones.
—Malas, muy malas. Voy a tener que renunciar a mi proyecto.
—¿Y qué va usted a hacer?—me preguntaron Rosa y Margarita.
—Me volveré a Europa o iré a Grecia a servir la causa de la libertad.
Entró la Cayetana y habló del capitán Lasalle. Me preguntó cómo vivía, aunque ella lo sabía tan bien como yo, y hasta sabía quiénes eran sus mujeres, y que habían venido del Cairo.
Quise bromear con Rosa, y le dije que había hecho un gran efecto en el capitán, pero ella palideció e hizo un gesto de repulsión.
A las siete vino Mendi y habló de lo que había hecho con su ingenuidad natural, y después se puso al piano.
Cantó canciones vascongadas, pero tan bien y con tanta gracia que a mí me parecieron no haberlas oído nunca. Cantó Iru Damacho, Barazaco picuac. Yo me reí a carcajadas. Las chicas me preguntaban:
—¿Qué dice la letra?
—Nada, o casi nada.
Y ellas mismas acabaron por reírse.
Noté que Rosa, que estaba siempre melancólica, se animó, como si le dieran nueva vida al venir Mendi. Este parecía rudo con ella, pero no lo era.
Después de Mendi cantó Rosa; mientras cantaba llegó un médico armenio, que se llamaba Efren Syrox, hombre muy amable, que había estudiado en Bolonia y en Montpellier. Chiaramonte me dijo que Lasalle era un muchacho aficionado al vino y a las mujeres, pero bueno.
—Ahora, que debe usted desconfiar de él, porque si nota que tiene usted dinero le pedirá prestado y no se lo devolverá.
El médico armenio y yo estuvimos hablando largo rato. Era este armenio masón, del rito escocés, y nos reconocimos. El doctor Efren era hombre joven, pequeño, de barba negra, larga, y con unos ojos muy inteligentes. Parecía un mago. Estaba casado con una judía muy bonita, y soñaba con que algún día la Armenia se separase de Turquía. En tanto trabajaba a favor de los griegos. El doctor Efren era un sabio y conocía la historia de Alejandría al dedillo.
Mi patrón Chiaramonte era de Siracusa. Había ido en su juventud con el ejército inglés como herrador, a Malta, donde se había casado con Cayetana Gozone, que estaba de criada en una posada. De Malta se trasladó a Gibraltar. En Gibraltar dejó el ejército y comenzó su comercio de caballos. Ganaba ya allí bastante, y, como quería que sus hijos adquirieran buena educación, puso al mayor en una escuela de náutica, y después a sus dos niñas, Rosa y Margarita, en un colegio. Más tarde, la posibilidad de hacer negocios de caballos le llevó a Alejandría. Chiaramonte y la maltesa tenían tres hijos. El mayor, Demetrio, de veintidós años, era marino, y navegaba en un transporte que hacía el recorrido del Mediterráneo.
En la familia, los tres hijos habían cambiado a consecuencia de su educación. Demetrio era un marino culto y un hombre fino, que estaba para casarse con una señorita rica inglesa; Rosa y Margarita eran dos muchachas que hubieran podido vivir en un ambiente aristocrático. La madre y el padre, Chiaramonte y la Cayetana, seguían como en los tiempos en que él era soldado y ella moza en una taberna.
Chiaramonte era hombre rudo, bueno; pero ya incapaz de cambiar. Tenía un afán de ganar de judío.
Guardaba en el Banco de Alejandría doscientas mil pesetas en valores, y tenía otro tanto en negocios, pero esto no le bastaba.
—¿Para qué quiere usted más?—le decían los amigos—. Aquí no va usted a poder casar sus hijas, a no ser que las quiera usted casar con turcos o con judíos.
Chiaramonte no cedía.
Su mujer, Cayetana, estaba joven; no había cumplido aún los cuarenta años. Se había casado a los quince.
Las maltesas tienen fama de mujeres de vida muy libre. La Cayetana se permitía, a veces, alguna expresión cínica delante de las hijas; pero ellas la miraban fríamente.
La Cayetana estaba incomodada porque no se había divertido en su juventud. En Malta, según ella, las mujeres la corrían bien. Ella había estado siempre con aquel tuerto avaro que le hacía trabajar como a una mula y no la dejaba respirar.
—He vivido con Chiaramonte, que no piensa mas que en ganar dinero—me decía—. Ahora me tengo que divertir.
La Cayetana hablaba con entusiasmo de los enredos del pueblo, de la querida de Fulano y del amante de la Zutana. Estos líos la encantaban.
Chiaramonte no le daba a su mujer mas que lo necesario para la vida. En cambio, daba dinero a las hijas.
La divergencia de gustos y de inclinaciones de la familia producía muchas veces riñas y choques. El padre tenía una admiración y un entusiasmo por sus hijas grande; en cambio, sentía indiferencia y desvío por su mujer. La Cayetana se veía preterida, lo que la ofendía profundamente. Estaba, además, celosa de su hija mayor, de Rosa, y a veces se ponía contra ella.
Rosa lo notaba y sufría, pero el cariño de su padre y de su hermana la consolaba.
Rosa era más inteligente que Margarita y, sobre todo, más romántica. Le gustaba la naturaleza, el mar.
Rosa me contó el viaje que había hecho con su hermano a Nápoles, a Malta y a la isla de Gozzo.
Había conocido a sus abuelos, los padres de su madre, que eran de esta isla, de una aldea llamada en el país Sannat, y por los italianos, Zannata.
Rosa decía que su madre descendía del caballero de Malta Diosdado de Gozon, que mató un monstruo que vivía en una caverna próxima a un pantano, en la isla de Rodas.
Según Rosa, la vida en Gozzo era patriarcal; no se conocía el lujo de la isla de Malta. Allí todos eran pescadores, y los chicos se divertían descolgándose hasta el mar, con cuerdas, desde los más altos acantilados, para cazar palomas.
Para Rosa la isla de Gozzo era admirable.
—Si muero—decía—, quisiera morir allí.
—¿Por qué ha de morir usted?—le preguntaba yo.
Ella sonreía. Era ésta su preocupación.
Charlábamos mucho. Mendi tocaba el piano, y lo hacía muy bien. Rosa y Margarita estudiaban con él la Vestal, de Spontini, y las Bodas de Fígaro, de Mozart.
Yo les contaba a las dos muchachas mi vida de guerrillero, las acciones y las conspiraciones en que había tomado parte. Me oían con una gran admiración. Yo exageraba un poco mis narraciones.
—El castellano es hombre de molto coraggio—decía Chiaramonte, en su español macarrónico.
El buen Chiaramonte estaba contento si sus hijas lo estaban también.
No le gustaba que le hablaran de volver a Italia o a Gibraltar.
Yo ya había notado algo anormal en las relaciones de la Cayetana con Mendi. Se olfateaba el contubernio. A mí ella me parecía una mujer capaz de cualquier cosa. Estaba, además, ofendida y despechada. Varias veces le dije a Mendi:
—A mí no me la da usted. Usted tiene algo que ver con la patrona.
—¡Yo! ¡Ca, hombre! ¡Qué barbaridad!
Al fin, Mendi, un día, me confesó que estaba enredado con la Cayetana.
—Pero, ¿cómo ha hecho usted esta tontería, Mendi?—le dije.
—¡Qué quiere usted! No siempre es fácil obrar con buen sentido. Sobre todo, lo difícil es ser previsor. Yo, cuando vine aquí, me fuí a vivir a un fonducho próximo al puerto, que tenía una vieja maltesa. Estaba allí muy mal. Sin elementos de ninguna clase. Un día apareció en la fonda la Cayetana y hablamos. Yo la tomé por una mujer entretenida y la traté así. Unos días después me ofrece ir a vivir a su casa. Yo acepté, porque peor que en el fonducho del puerto no iba a estar, y me encuentro sorprendido con esta casa de gentes honradas. ¿Ya qué iba a hacer? Al poco tiempo, aparece Rosa de vuelta de un viaje que había hecho con su hermano a Malta y a la isla de Gozzo.
Yo hubiera querido romper inmediatamente con la madre, pero ella se opuso y prometió armar un escándalo. En este caso yo no he tenido más remedio que ceder, y no sé cómo podré desembarazarme de este lío. Hablamos Mendi y yo de las soluciones que se podían dar a su asunto. Yo le dije que me parecía lo mejor que, si estaba dispuesto a casarse con la chica, se casara con ella y se fuera de Alejandría.
Siete u ocho días después de mi visita al capitán Lasalle, se presentó éste en mi casa. Dijo que había hablado de mí al pachá, y que le había preguntado si yo tenía papeles, y que no había contestado, porque no lo sabía.
—Sí, tengo papeles—le dije—; no todos, porque soy un oficial de un gobierno constitucional extinguido.
Saqué mi despacho de capitán de caballería del general Empecinado, y se lo enseñé.
—Tradúzcalo usted al francés—dijo Lasalle.
Lo traduje y, al día siguiente, se lo envié. Por la tarde vino a mi casa.
—Creo que está todo arreglado—me dijo—. El coronel ha leído su despacho y ha mandado al dragomán que lo traduzca al árabe, y me ha dicho que venga usted conmigo.
Fuimos a una hermosa casa de la calle de los Francos; entramos en ella y saludamos al coronel Frossard, que sustituía en aquel momento al general. El coronel me hizo pasar a una salita.
—Aquí está usted entre amigos, entre hermanos—e hizo la señal masónica de reconocimiento como masón del rito escocés.
Yo le respondí con el de la inteligencia, y nos dimos la mano.
—Yo haré todo lo que pueda por usted—me dijo luego—; pero creo que en principio es un error de usted el querer ser oficial egipcio. Sin embargo, hablaré hoy al pachá. Si necesita usted dinero, yo se lo daré.
Me despedí del coronel un poco triste.
Me preguntaron en casa qué me habían dicho, y conté lo pasado. Rosa y Margarita me aseguraron que hacía una verdadera tontería en querer ser militar, y Mendi afirmó de nuevo que únicamente si le hicieran capitán general o bajá de tres colas y le casaran con la hija del virrey aceptaría entrar en el ejército egipcio.
Como Lasalle se había portado amablemente conmigo, saqué mi paquete de sederías, escogí dos pañuelos de seda, bordados, grandes, con colores muy chillones, y se los envié en mi nombre.
Lasalle vino el mismo día a darme las gracias y a invitarme a almorzar.
Fuí a su casa, entré en el salón, y estaba en el diván sentado cuando se echaron sobre mí las dos mulatas a saludarme, a darme las gracias. Los pañuelos les habían entusiasmado, y me lo decían en su algarabía chillona.
No se contentaron con esto, sino que me abrazaron y me besaron.
—Como ve usted—le dije a Lasalle—, yo no tengo la culpa.
—No haga usted caso, aquí es costumbre.
Después de comer, por no quedarme a dormir la siesta, monté en un borriquillo, me puse los anteojos, abrí una sombrilla, y me fuí a casa. Al entrar me encontré sobre la cama un papel escrito por Mendi, en donde me decía que fuera inmediatamente a su cuarto.
El hombre estaba en la cama. Había tenido una explicación con la Cayetana, muy violenta, y había salido a la calle de prisa y sin sombrilla, y le había dado una insolación. Tenía la cara inyectada. Le tomé el pulso, y vi que lo tenía muy tenso.
—¿Sabe usted sangrar?—me dijo—. Sángreme usted.
—¿Pero no sería mejor traer un médico?
—No, tardará mucho. Ahora mismo.
Le puse una ligadura en el brazo, y con un cortaplumas le hice una sangría copiosa.
—Ahora pida usted que me traigan agua con limón, y a Rosa le dice usted que estoy indispuesto.
Lo hice así, y a la mañana siguiente Mendi estaba mejor. Me propuso que le hiciera otra sangría en el otro brazo, y le dije que no.
Por la noche del segundo día vino el médico armenio, el doctor Efren, y Rosa le indicó que debía verle a Mendi.
Entró el doctor en el cuarto, examinó al enfermo, y yo le dije lo que había pasado y lo que había hecho.
—Ha hecho usted bien—contestó—. No ha sido ningún disparate. Que esté unos días en la cama, que sude, que no tome más que un poco de leche, y pronto estará bueno.
Mendi había perdido su buen humor, y su situación le tenía preocupado.
—Tranquilícese usted—le dije—. He hablado al coronel de Estado Mayor de usted, como hombre que sabe matemáticas y dibujo, y me ha dicho que si usted quiere le nombrará profesor en una escuela militar que van a crear en el Cairo.
—¡Bah!
—Sí, hombre. Anímese usted; dentro de quince días le destinan a usted allá con un buen sueldo y se casa usted con Rosa.
—¿Es verdad eso, paisano?
—Es verdad.
No había tal cosa; pero como el proyecto era hacedero, decidí hablarle al coronel.
Rosa me preocupaba; decirle la verdad de las relaciones de su madre con Mendi era una brutalidad; yo no sabía qué hacer.
Le hablé al doctor Efren y le expliqué lo que pasaba.
—Sí, sería mejor que se marchara Mendi y luego se casara con Rosita—dijo él.
—¿A la muchacha no se le puede decir nada, claro es, del fondo del asunto?—le pregunté.
—No, no. Imposible. Llegaría a enfermar si lo supiera. ¡Tiene una sensibilidad! Es una mujer encantadora.
Fuí a ver al coronel y le expliqué el caso de Mendi, diciéndole que era un profesor de dibujo y matemáticas, que el andar al sol, al dar sus lecciones, le enfermaba, y le hablé de si se le podría nombrar profesor para la escuela del Cairo.
—Sí, me dijo él. Precisamente hace pocos días me han escrito que un teniente coronel que está en el Cairo ha sido comisionado por el virrey para que busque un edificio grande y lo habilite para escuela militar. En la carta me decía que había pensado escribir a Francia; pero que el Gobierno egipcio había asignado para los profesores unos sueldos tan mezquinos, tres mil, tres mil quinientos francos al año, que no se decidía a escribir pensando que no se expondría nadie a hacer un viaje largo por tan corto sueldo. Así habían quedado de acuerdo en nombrar profesores entre los oficiales que estaban ya en Egipto.
—¿Así, que mi amigo Mendi podría encajar muy bien?
—Muy bien. Podría ir de profesor de matemáticas con tres mil francos y el grado de comandante. Consúltelo usted. Si quiere escribiré al Cairo en seguida.
Fuí a casa, le hablé a Mendi, y le conté lo que pasaba; le pareció muy bien.
—Dígale usted a Rosita a ver qué opina ella.
Se lo dije a la muchacha y no pareció muy entusiasmada con la idea; pero aceptó.
Al día siguiente, el coronel Frossard me dijo que íbamos a ir a visitar al pachá de Alejandría. Fuimos con una escolta de cuatro hombres, llegamos al palacio y esperamos a que saliera el pachá, que era un antiguo mameluco seco, cetrino, mal encarado y de aspecto desagradable.
Estuvo conmigo muy displicente y muy áspero.
Al salir del palacio nos encontramos con el capitán Lasalle, que nos saludó, y me dijo que al día siguiente, por la mañana, iría a buscarme a casa con unos cuantos oficiales, a caballo, para invitarme a una cabalgata. Se lo dije a Chiaramonte y le pedí que me dejara una preciosa jaca árabe que tenía.
—Sí, ya lo creo. Le pondré la mejor silla y arneses, y yo iré también con un caballo muy bonito.
A la mañana siguiente, cuando se presentaron siete u ocho jinetes delante de casa, todos con magníficos caballos, la calle entera se conmovió, y de las ventanas y de las puertas comenzaron a aparecer cabezas.
Había gente de categoría, un caim-macam (teniente coronel), un bimbachi (comandante) y un sakolagassi o ayudante mayor. Los demás eran de menos importancia.
Salimos Chiaramonte y yo; yo con el uniforme de guardia marina inglés, y allí, delante de la casa, hice dar a la jaca una porción de cabriolas y de saltos de carnero.
Rosa y Margarita me aplaudieron desde el mirador, y Mendi me gritó:
—Eugenio. Beti aurrera (siempre adelante).
Pasamos por la calle de los Francos haciendo cada uno alarde de su caballo, y volvimos a casa.
Al día siguiente se habló en Alejandría de la jaca árabe, montada por un oficial de marina inglesa, como de una cosa admirable.
Quince días después de esto nos llamó el coronel Frossard a Mendi y a mí. Le habían enviado pliegos para nosotros del Estado Mayor General. En uno de ellos aprobaban la propuesta de profesor de matemáticas para la Escuela Militar del Cairo, con el grado de comandante y de profesor interino de dibujo, con tres mil quinientas pesetas por el primer cargo y mil quinientas por el segundo, al señor Ignacio Basterrica, teniendo además servidumbre, alojamiento y mesa en el palacio escuela.
En el otro pliego nombraba al señor Eugenio de Aviraneta jefe de escuadrón en disponibilidad con la tercera parte del suelo hasta que hubiera una vacante.
Salimos Mendi y yo de casa del coronel.
—¿Qué le parece a usted?—me preguntó Mendi.
—¿Qué quiere usted? Es la suerte. Yo no tengo suerte.
—¿Y qué va usted a hacer?
—¡Qué he de hacer! Marcharme a Europa antes que se me acabe el dinero, y luego a América. ¿Qué voy a hacer de oficial de reserva con setecientos cincuenta francos al año?
—Venga usted conmigo al Cairo. ¡Eh, Eugenio! Viviremos como hermanos.
—No, no, cada cual su suerte.
Mendi se despidió de Rosa con grandes protestas de amor, y quedaron de acuerdo en que cuando tuviese el profesor una casa en el Cairo iría a buscar a su novia y se casaría con ella.
Desde que se marchó Mendi no me pasó cosa buena en Alejandría; reñí con el capitán Lasalle, porque averigué que había dado malos informes de mí al pachá, pintándome como un intrigante, y le insulté de mala manera; no quise tampoco visitar al coronel Frossard.
Aburrido, me quedaba en casa y leía los libros que me dejaban las hijas de Chiaramonte.
La casa del maltés tenía una azotea y encima de la azotea otra más pequeña en alto, como un minarete. Allí solía subir algunos días a contemplar el pueblo, cosa triste para mí, que no tengo nada de contemplativo. Veía este gran conjunto de tejados planos, de azoteas y de ruinas; alrededor, en un semicírculo, el mar, y en otro el desierto. A veces, en aquellos días turbios de invierno se confundían el desierto y el mar. Cuando el cielo estaba limpio los mihrabs de las mezquitas se destacaban esbeltos en el aire, y el castillo del Faro, con sus murallas, tenía un aire sombrío y amenazador.
Cuando venía el doctor Efren me solía hablar de la antigua Alejandría con sus jardines y sus cuatro mil palacios. Me explicaba cómo era la Biblioteca del Broquion fundada por Ptolomeo Soter, que tenía cuatrocientos mil volúmenes, y la del Serapeum, con trescientos mil. Y me daba otros muchos detalles de la vida fastuosa de la ciudad de Cleopatra.
Un día, influido por las disertaciones eruditas del doctor Efren, tuve la mala ocurrencia de ir a ver la columna de Pompeyo, las ruinas del Serapeum y las Catacumbas. Alquilé dos borriquillos y un criado o zami: fuimos al barrio árabe y pasamos por la puerta de la Columna. La columna estaba en un arenal; había por allí grupos de casas míseras, chozas de esteras, y en el fondo se veía alguna que otra palmera.
La columna verdaderamente producía impresión, por el tamaño de aquel bloque enorme de granito de color de rosa, con un basamento cuadrado de piedra silícea, terminado en un capitel.
El doctor Efren me había explicado las diversas suposiciones que se habían hecho acerca del objeto de esta columna, cómo muchos suponían que estaba construída para hacer observaciones astronómicas, y cómo otros creían que había sido pensada para colocarla en el gran recinto cuadrado del Serapeum con una estatua de Diocleciano.
El criado que me acompañaba me dijo que algunas veces las tripulaciones de los barcos ingleses que estaban en el puerto consiguieron poner una especie de escala de cuerda en la columna. Se las arreglaban, según decía, pasando un cordel por encima, con una cometa, e izando luego una cuerda gruesa con el cordel y poniéndola arriba, de manera que pudiese correr. En el extremo ataban una tabla, y al que quería lo subían. Solían tener la cuerda tres o cuatro días y a todo el que quería subir le hacían pagar un tanto. La cosa me parecía un poco difícil, porque, según se decía en Alejandría, la columna tiene cerca de noventa y seis pies de alto.
Cuando llegamos nosotros no había nadie. Aquella inmensa mole de piedra en la soledad infundía verdaderamente respeto.
Me había apeado, para ver si divisaba la inscripción sobre Diocleciano, en letras griegas, que tiene la columna, y después avancé por aquel arenal.
La vegetación era miserable. Algunos perros famélicos o chacales corrían husmeando y revolviendo los esqueletos de los caballos y de los dromedarios. Me recordó los arenales de Veracruz. En esto el criado me avisó que venían los árabes. Miré hacia donde me indicaba, y vi que llegaban a toda brida unos cuantos jinetes que parecían frailes, dando gritos; monté inmediatamente en el borriquillo y eché a correr hacia la ciudad; me alcanzaron a poco trecho, y el que hacía de jefe me dió con el asta de la lanza y me derribó al suelo. Allí me golpeó, me escupió y comenzó a desnudarme. Estaba despojándome cuando llegó un sargento con un pelotón de soldados y comenzó a sablazos con mis agresores. Después se apeó del caballo, me levantó del suelo y me preguntó quién era. Le dije que estaba alistado como jefe de escuadrón de Egipto. Me ayudó a sentarme en la misma columna de Pompeyo y me dió un poco de agua con aguardiente.
Al poco rato llegó un oficial con veinticinco caballos, y mandó atar desnudos a mis agresores.
—Yo le suplicaría a usted que no dé parte del hecho a las autoridades militares—me dijo en francés.
—Bueno, no daré.
—Con estos hombres se hará lo que usted quiera.
—Bien; deme usted el látigo.
Me dió el látigo, me acerqué al cabo y, sacando fuerzas de flaqueza, le di poco más o menos tantos golpes como me había dado él. El hombre aúllaba; era un tipo horrible, con unos ojos legañosos, unas barbas negras, y unos dientes de fiera; después le escupí en la cara, como me había escupido él; me monté en un caballo que me prestó el oficial, y llegué a casa sin poder tenerme.
Le conté a Chiaramonte lo que había ocurrido, y al terminar me dijo:
—Ha hecho usted muy bien. Si no llega usted a contestar a la paliza así, se hubieran reído de usted hasta los chicos. Ahora voy a buscar al médico.
Vino el doctor Efren, me reconoció, me sangró y me dijo:
—Dentro de un par de días ya está usted bien.
Aquella noche la pasé con calentura; pero las siguientes ya empecé a estar mejor. Rosa y Margarita me cuidaron como si fuera un hermano suyo, y el doctor Efren venía a hablar conmigo. Me hablaba de la historia científica de Alejandría, y de las lecciones de Euclides, Eratóstenes, Hipparco, etc.
Otras veces charlábamos de la política de Europa. Me preguntó qué iba a hacer, y le dije que ya, en cuanto me pusiera completamente bueno, me marcharía. Me volvió a preguntar que adónde, y yo le dije que me gustaría ir a Grecia.
Entonces el doctor Efren me dijo que él formaba parte del Comité filoheleno de Alejandría; que estaba encargado de reclutar soldados en el país, Esmirna, Alepo, etc., y que habían enviado también oficiales a Grecia, de los que llegaban de Francia y de Italia, en místicos griegos con bandera inglesa. El doctor Efren me dijo que si yo quería escribiría al Comité de Misolonghi, advirtiéndome que la contestación de la carta tardaría mucho.
Vacilé, porque en Gibraltar me habían hablado muy mal de los griegos, pintándomelos como la gente más vil y de menos fe que podía haber en Oriente, y decidí, para no dar otro paso en falso, marchar a Grecia y ver por mí mismo qué clase de gente era la de aquel país y cómo estaban organizadas las tropas. El doctor aprobó mi resolución, y me dijo que me daría una carta para el Comité de Misolonghi que me recomendara y no me comprometiese a nada.
Le pregunté si había barcos para Grecia, y me dijo que sí; que con mucha frecuencia partían místicos y otras pequeñas embarcaciones con bandera inglesa.
Cuando salí de casa, una de las primeras visitas que hice fué a Bonaffús. Me dijo éste que había sabido lo que me había ocurrido en la columna de Pompeyo con los soldados árabes, y que anduviera con cuidado; al cabo Yusuf se le conocía por el de la paliza, y le debía ser la vida muy difícil entre los soldados, después de haber sido azotado por un paisano. Dada la manera de ser de aquella gente, no descansaría hasta vengarse de mí.
Decidí no salir solo de noche y andar siempre armado. Una vez le vi al cabo Yusuf, que me siguió hasta casa de lejos.
Le dije lo que me pasaba a Chiaramonte, y éste creyó que debía avisar a la policía. Yo le indiqué que no, que me parecía mejor que durante unas cuantas noches tuviese alguno de sus mozos de cuadra en guardia.
No confié tampoco gran cosa en esto. La calle era silenciosa y desierta. Un guardián solo no podía impedir que un hombre decidido entrara de noche y saltara las tapias del corral.
Estudié las condiciones de mi habitación. La puerta era fuerte, tenía una llave que no cerraba bien, y yo, con pretexto de que se me abría de noche y había corrientes de aire, le puse un pestillo sólido.
Mi cuarto tenía dos ventanas a bastante altura del suelo. Si se cerraban las dos de noche hacía mucho calor. Decidí, al acostarme, dejar una cerrada con la contraventana y la otra con la celosía. Ponía la celosía bien sujeta, y después le ataba, por las noches, tres o cuatro cascabeles de caballo, de estos que suenan mucho. Me acostaba, con la pistola cargada, debajo de la almohada.
Una noche muy obscura, me desperté a la hora antes del alba. Estaba pensando en mis cosas, cuando oí que se agitaba la celosía y empezaban a sonar los cascabeles.
Inmediatamente salté de la cama, amartillé la pistola y abrí la puerta de mi cuarto.
Esperé sin hacer el menor movimiento, y, de pronto, la celosía se movió y los cascabeles armaron un terrible estrépito.
Encendí una pajuela, y, con ella en la mano izquierda y la pistola en la derecha, avancé hacia la ventana. Abrí la celosía. Vi un momento la cara horrible de Yusuf con un cuchillo en la boca, un momento nada más, porque el hombre sin duda, lleno de terror ante mi presencia, se dejó caer a la calle, y lo recogieron poco después con un tobillo dislocado, y lo llevaron a la cárcel. Dos o tres días después de este acontecimiento recibí una carta de Mendi. Me decía que había sido muy bien recibido en El Cairo, que era un pueblo mucho más agradable que Alejandría, con más elementos, y que fuera allí. Le habían presentado al virrey Mehemet Ali, que, según él, era un señor amable, pequeño, picado de viruelas, con los ojos vivos; a su hijo, el célebre guerrero Ibrahim pachá, y a toda la familia real. Ibrahim pachá, que era un buen muchacho, gordo y pesado, un arlote, según Mendi le había hecho la gracia de dispararle dos tiros por encima de la cabeza, en el jardín del Palacio, y Mendi había contestado a esta atención rompiéndole de un tiro la pipa que fumaba el príncipe. Desde entonces, Ibrahim y él se habían hecho amigos. Me decía que fuera, que simpatizaría con Ibrahim pachá y que me harían coronel en seguida.
Añadía que estaba concluyendo de arreglar la casa y que le enviara su piano en una barca por el canal y el Nilo.
Le dije a Rosa lo que pasaba. La muchacha estaba muy melancólica. Aquellas amistades con príncipes, de que hablaba Mendi, no la hacían mucha gracia.
Cuando vinieron a llevarse el piano se echó a llorar.
Le dije que debía estar contenta, porque ya pronto Mendi vendría por ella; pero la muchacha tenía el presentimiento de que no iba a ser así.
Fuí a verle a Bonaffús, a decirle que necesitaba el dinero, y me dijo que me lo entregaría en seguida, en oro.
De allí marché al consulado inglés. El cónsul sabía lo que me había pasado en la columna de Pompeyo, y me felicitó por mi decisión. Me preguntó qué iba a hacer; le hablé de mi proyecto de ir a Grecia y me dijo que me daría una carta de recomendación para lord Byron.
Del consulado marché a despedirme del coronel francés Frossard, con quien estaba resentido, porque creía que no había tomado con interés mi asunto.
El coronel estuvo conmigo muy afable, y al despedirse de mí me dió una bolsa que contenía cinco mil francos, que me regalaban los hermanos de la logia de Alejandría. Yo me opuse con todas mis fuerzas a tomar el regalo, pero no tuve más remedio que aceptar.
Al día siguiente el cónsul inglés me envió la carta para lord Byron, y me avisó que había tomado pasaje para mí en una goleta griega, y me envió un pasaporte inglés hasta Marsella, como súbdito de la Gran Bretaña.
Mientras venía la goleta griega pasé unos malos días en casa del patrón. Me entristecía ver a Rosa siempre pálida, ensimismada, llorando a hurtadillas.
—Esta pobre muchacha enamorada de ese bárbaro. Es una pena—decía yo.
Yo la consolaba diciéndola mentiras, afirmando que Mendi me había dicho que no quería pasar un mes en el Cairo sin volver a Alejandría a casarse. Como yo le conocía más a Mendi que los otros, Rosa quería estar siempre hablando de él conmigo.
Una mañana se presentó el doctor Efren a decirme que la goleta Chipriota acababa de llegar; había salido un día antes de lo convenido de Gibraltar y había tenido vientos favorables y se había adelantado.
Fuimos el doctor y yo al puerto nuevo, entramos en la goleta y hablamos con el capitán Spiro Sarompas, que era un muchacho de Chipre, muy abierto y que hablaba perfectamente el francés. Me enseñó la única cámara que tenía a popa, que era la que me destinaba a mí. Me dijo el capitán Spiro que el cónsul inglés le había recomendado mi persona. Añadió que fuera al barco después de cenar, porque a la media noche nos haríamos a la vela.
Salimos de la Chipriota y volvimos a casa. Estaba el puerto lleno con embarcaciones de Marsella, Liorna, Ragusa, Nápoles, Smyrna y Constantinopla.
—Irá usted muy bien—me dijo el doctor—. Este muchacho es muy inteligente y muy buen marino.
—¿Ha ajustado usted el pasaje?
—Sí, ya está pagado. No se ocupe usted de eso.
A la mañana siguiente, la Cayetana me dijo que tendríamos un banquete de despedida; que había invitado al doctor Efren y a su señora, a Isaac Bonaffús y a su hijo, y que vendría, además, el oficial francés y el sargento que me habían salvado de los soldados árabes cerca de la columna de Pompeyo, y el sakolagassi que fué conmigo en la cabalgata.
La comida hubiera sido alegre si no hubiera sido por la actitud de Rosa, que me entristecía; no comía, no escuchaba, se la veía viviendo su sueño interior.
—¡Mientrastanto el bárbaro de Mendi estará tan tranquilo!—pensaba yo.
Bebí un poco de vino de Chipre para alegrarme; se animaron los convidados y brindaron por mi salud y por mi viaje. El oficial francés contó cómo le devolví la paliza al cabo Yussuf delante de la columna de Pompeyo, lo que se celebró muchísimo.
Concluímos de tomar café. Eran las siete de la tarde. Me levanté y abracé a mi patrona y di la mano a Margarita y a Rosa.
—Adiós—me dijo ésta—, si le escribe usted...—y antes de concluír su frase se echó a llorar.
Bajamos al portal. Un criado de Chiaramonte cogió mi equipaje, y otro un gran farol para alumbrarnos, porque la noche estaba obscura.
En aquel momento se oyó el cañón que anunciaba la retreta.
Echamos a andar todos juntos hacia el muelle. Le dije al doctor Efren que le escribiría y que hiciera el favor de contestarme. Al llegar a la goleta abracé a todos y subí a bordo.
—Adiós. Adiós.
—¡Addio! ¡Adddio!
—¡Adieu! ¡Adieu!
Hecha la última despedida, saludé al capitán de la goleta y me senté en un banco de la cubierta.
Estaba en Veracruz cuando recibí una carta del doctor Efren con noticias muy extrañas y muy tristes. Me decía en ella que se aseguraba que Mendi se había casado en el Cairo con la hija del virrey de Egipto; que en Alejandría no se hablaba mas que de esto, y que Rosa, al saberlo, se había marchado con su hermano el marino a la isla de Gozzo, donde había muerto.
Chiaramonte dejaba a Alejandría con su familia e iba a vivir a Italia; me parecía tan extraño el casamiento de Mendi que dudé de que fuera verdad.
Un año o dos después de la carta leí en la Abeja, de Nueva Orleans, periódico redactado en francés, varias anécdotas referentes al español Ignacio Basterrica en el Cairo. Se decía que siendo este español profesor de música le entró deseos al virrey de Egipto, Mehemet Ali, de que dicho profesor enseñase música a una de sus hijas. Basterrica comenzó a darle lecciones, y la discípula se enamoró locamente de él, y a los pocos meses hubo que casarlos antes de que sus amores tuvieran fruto. Basterrica abjuró de su religión y abrazó la de Mahoma. Mehemet Ali no era nada exigente en esta cuestión; le bastaba con que se hiciera una comedia de conversión al mahometismo.
Ya casado, Basterrica fué nombrado príncipe de la familia real, y Utch tuglu bascha (bajá de tres colas), y general en jefe de la caballería. Después supe que estuvo en Grecia y asistió a la toma de Missolonghi, y que en 1832 decidió la batalla de Konieh contra los turcos, al frente de treinta escuadrones de caballería egipcia. Más tarde, en otro periódico francés, leí que no reinaba la mejor armonía entre el español Basterrica pachá e Ibrahim pachá su cuñado.
—¡La suerte! ¡Qué cosa más extraña! Solo si me hicieran bajá de tres colas y capitán general y me casaran con la hija del virrey aceptaría entrar en el ejército egipcio—decía Mendi.
Y le hicieron bajá de tres colas y capitán general y le casaron con la hija del virrey de Egipto.
A veces la realidad tiene sorpresas tan grandes como lo imaginado.
Estábamos en Tarifa esperando nuestro barco cuando el día primero de diciembre de mil ochocientos veinte y tres lo vimos cerca de la punta de las Palomas. Marchamos a él; Mac Clair y yo subimos a cubierta y avisamos al capitán para que saliesen a recoger el cargamento de fusiles. Era el Fénix, un brik-barca de unas trescientas o cuatrocientas toneladas, sucio, negro y grasiento.
En aquel momento, de sus grandes palos caían sus velas, llenas de remiendos, como harapos puestos a secar. Hacía mal tiempo, llovía y la temperatura estaba baja.
El capitán Willian Clark, un albino malhumorado, y el contramaestre John Porter, un lobo de mar, de nariz fundida al rojo cereza por el alcohol, hombre que arrastraba la pierna e iba acompañado de un perro de lanas tan sarnoso como el barco, y los marineros dieron orden para que el bote, con unos remeros, se acercara a la costa y fuesen trayendo los fusiles.
El Fénix, por sus trazas y por su tripulación parecía un barco pirata. Los hombres reclutados por la Sociedad Filohelena, de Londres, no tenían un aspecto completamente distinguido.
No hubieran podido formar parte del club Watier londinense, ni figurar al lado del dandy Jorge Brummel. Iban todos muy derrotados, con trajes harapientos, y llevaban muchos gorro griego. Era en lo único que se les conocía su filohenismo.
Vi entre ellos a mi amigo Flinders, el gran literato. Este había abandonado su baúl de obras maestras, y después de arruinarse definitivamente iba a Grecia a probar fortuna.
Le saludé, hablamos y me dijo pestes de Will Tick, a quien acusaba de haberle engañado miserablemente.
No era muy cómoda la estancia en el Fénix, no había sitio, y el coronel Mac Clair y yo nos tuvimos que acomodar de mala manera en el sollado.
A las pocas horas de estar en el barco, supimos que iba con nosotros una dama inglesa de gran posición, miss Elisabeth Barnett.
Esta señora era una solterona que viajaba con una criada y un criado. Miss Elisabeth tenía el mejor camarote del barco y monopolizaba la toldilla de popa.
Esta dama, según se decía, era sobrina de lady Esther Stanhope, la reina de Tadmor, la pitonisa del Líbano, de esta mujer extraordinaria que fué hace unos años a vivir a la Siria, donde intentó fundar un reino y vivir como una emperatriz antigua, dominando a los hombres con la violencia y haciendo el papel de adivina.
Nuestra inglesa quería hacer algo parecido.
Sin duda, el caso de lord Byron y el de lady Stanhope iba trastornando el juicio a las mujeres de Inglaterra.
No sé si miss Elisabeth Barnett pretendía emular las glorias de lady Esther. Miss Elisabeth no tenía condiciones para ello; esta solterona era una cómica y una cómica mala. Algunas veces, vestida con una túnica blanca, se presentó entre nosotros y nos lanzó una alocución hablando de la Grecia inmortal, pero lo hizo de una manera tan afectada y con unos gestos tan poco naturales, que produjo la risa en lugar del entusiasmo.
La única popularidad que consiguió en el Fénix fué debida a que repartió algún dinero entre los voluntarios que iban a Grecia.
Uno de los filohelenos, Flinders, le dedicó una poesía titulada «Al hada del Fénix». Y en broma la llamábamos todos así: el hada del Fénix.
La criada de miss Barnett era una francesa guapetona, una mujer de unos treinta años, rubia, de cara ancha y juanetuda, un tanto chata, que tenía mucha gracia y mucho desparpajo.
Los filohelenos andaban tras ella a todas horas, y se produjeron entre los nuestros riñas tremendas.
Seríamos sesenta o setenta los pasajeros del Fénix, la mayoría ingleses, escoceses e irlandeses; algunos alemanes y franceses y unos cuantos italianos.
Como era natural, Mac Clair y yo nos reunimos al grupo de los ingleses. Se desarrolló en seguida una rivalidad y un odio entre los diversos grupos nacionales, incomprensible. Dentro de todos ellos reinaba la cizaña. Flinders contó en el grupo inglés que mi padre y yo éramos disecadores, y con este motivo se hicieron mil chistes y se acostumbraron a llamarme Vientre de paja. Como abusaron un tanto de la gracia, tuve que administrar unos cuantos puñetazos a un estúpido paisano mío, serio y de ojos de rana, que desde entonces cesó en el empleo abusivo de este chiste.
A Mac Clair le comenzaron a llamar el Sepulturero y a decir que daba la mala suerte al barco.
Afortunadamente, no pasó nada en la travesía, porque sino Mac Clair hubiera estado muy en peligro de ser echado al mar.
Nuestro grupo de ingleses era alborotado, pero no lo era menos el de los escoceses, irlandeses, alemanes, franceses e italianos. Los escoceses e irlandeses se emborrachaban, tocaban la gaita y bailaban, y gritaban como salvajes.
—Allá tendremos que batirnos—decían—; mientras que podamos, bebamos y divertámonos.
Los franceses e italianos, que eran en conjunto siete u ocho, jugaban a las cartas. Un gascón, que parecía hombre ilustrado, se dedicaba a insultar a todos los pasajeros.
Les llamaba viejos caimanes, carroña, montón de cerdos. Les decía que no comprendían la misión que llevaban a Grecia, que no tenían idea de la grandeza de este país, de la Hélade, y adornaba sus discursos con sus ¡Te! ¡Pardi y Sacredieu!
La verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno que tuviese una idea aproximada de Grecia, ni de su historia.
Ninguno de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de la historia griega moderna. Unos se habían enganchado por miseria y por desesperación, otros, por espíritu de aventura.
Cada cual se formaba una idea distinta de Grecia; unos soñaban en los tesoros, otros en las mujeres, algunos aspiraban a ser generales. Muchos tenían la preocupación constante de ser empalados por los turcos, preocupación que llegó a borrarse a fuerza de bromas. Muchas veces se discutía en el barco acerca de turcos y griegos; cosa extraña, todo el mundo tenía más simpatía por los turcos que por los griegos. Para la mayoría, los turcos eran hombres fuertes, robustos, gente valiente, con unas barbas grandes, unos pantalones anchos y unas cimitarras corvas.
De los griegos no se tenía tan buena idea. Se suponía que eran como los tipos de las estampas que corrían por Europa; unos hombres delgados, de bigotes finos, con unos trajes llenos de lentejuelas.
Acerca de lord Byron corrían extraños rumores. Para muchos era un misántropo y un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario. La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni el jefe que nos iba a mandar.
Lo único que yo veía cierto era que la tropa que marchaba de Europa era bastante mala, y que a no ser de que hubiera una organización casi perfecta en Missolonghi, con el elemento aquel no haríamos gran cosa de provecho.
Así fué esta expedición una de las más célebres del siglo diez y nueve, principalmente por la intención, porque por lo demás apenas hicimos nada.
A los dos días de navegar por el Mediterráneo el tiempo empezó a mejorar, y de repente comenzaron unos días espléndidos. Este mar y este cielo tan azul, al principio me producían cansancio; me parecía su belleza una belleza monótona. Los días de viento había únicamente un poco de cabrilleo en las olas.
De noche teníamos luna llena. ¡Qué cosa más extraordinaria! La luna, redonda, con su luz de plata, iluminaba una gran faja del mar, que parecía un ancho camino blanco, en el cual se agitaran ondinas y tritones.
Algunas veces las nubes avanzaban por el cielo, y la luna, oculta, filtraba los rayos por algún agujero de los nubarrones y dejaba un vago cabrilleo misterioso sobre las olas a larga distancia.
A medida que la luna fué menguando el blanco camino de plata por donde se paseaban, sin duda alguna, las sirenas y los tritones fué estrechándose hasta desaparecer por completo.
He pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente, cierto, pero únicamente entonces.
Antes de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no tienen ninguna originalidad.
Cuando se entra en el Mediterráneo, desde el Océano, parece que se pasa de un mundo a otro, de un mundo de actividad y movimiento a un mundo más suntuoso, más inmóvil y más muerto.
En el Mediterráneo hay la belleza de la proporción y de la línea; en el Océano el vago encanto de lo ilimitado; el Mediterráneo tiene islas de mármol; el Océano, islas de esmeralda; en el Mediterráneo, sobre la onda azul, se destacan las costas blancas y amarillas, los montes plutónicos, la lava, los olivos, los cipreses y los naranjos; en el Océano, sobre la linfa verde, apenas se marcan las pálidas dunas, las abras y los acantilados sin color y sin dibujo. En el Mediterráneo las cosas brotan duras, cuajadas, sobre el agua espeja y salina, bajo la atmósfera limpia y transparente; en el Océano, los paisajes están hechos de niebla, de humedad, de formas confusas y vagas.
En el Mediterráneo todo parece tradición e historia; en el Atlántico, todo parece improvisación y novedad; en el uno todo está constituído, en el otro todo por constituír. Esas puntas amarillas que avanzan en el mar bajo la extensión azul del mar latino parecen huesos, fuertes destruídos, puentes rotos, conventos, ciudades en anfiteatro suntuosas, fastuosas, siempre algo del pasado.
En el Mediterráneo no hay marea, y el agua alcanza siempre en la costa casi el mismo nivel; en el Océano las mareas son grandes.
El Mediterráneo no respira apenas, y su ola no tiene pulsación; el Atlántico respira con una fuerza salvaje, se hincha y se deshincha, mostrando en el reflujo sus fondos de roca y en los ríos el légamo negruzco, sobre el que se tienden las barcas de los pescadores.
El Mediterráneo es paz y armonía; el Atlántico lucha y contradicción.
El Atlántico tiene una mitología hórrida, resto de la época en que el mar era un gran peligro: el pulpo del Maelstrom, las arañas de los Kraken, la isla del Fuego con sus piratas; el Mediterráneo tiene una mitología más clara y más solemne, sirenas, ninfas, delfines, y otros seres fantásticos dirigidos por el tridente de Poseidon.
El Mediterráneo es Oriente, Eneas y Palinuro, la leyenda del vellocino y el gorro colorado; el Atlántico es el caos, los vascos pescadores de ballenas, los wikings, los normandos conquistadores, y, al mismo tiempo, la Atlántida y el Jardín de las Hespérides; el Atlántico es la alta piratería, los grandes naufragios, el bergantín negrero, el marino con un anillo en la oreja y una cacatúa en el hombro.
El Mediterráneo es un mar clásico y, al mismo tiempo, realista; el Atlántico es un mar romántico y turbulento.
El Mediterráneo es más constante, más parecido a sí mismo; el Atlántico es la eterna variación, el eterno cambio. El Mediterráneo es, y sobre todo ha sido estética, y socialmente ha llegado a su devenir; el Atlántico está siendo, está todavía en su iniciación.
El hombre del Mediterráneo es la expresión correcta, las fórmulas hechas; el hombre del Atlántico es el ímpetu, aun sin moldearse.
El Mediterráneo sugiere la idea de la tarde y la del crepúsculo; el Atlántico, la de la mañana.
Si cada mar tuviese que tener sus reyes, el Mediterráneo tendría que dividirse en dos reinos: el Mediterráneo oriental para Homero, el Mediterráneo occidental para Virgilio; hacia Troya, Ulises; hacia Cartago, Eneas.
En el Atlántico los poetas genuinos son los bardos, el sentimiento antes de la ciencia y del arte.
A Shakespeare y a Byron les correspondería el estrecho de Gibraltar; allí donde se mezcla el brío del Océano con la armonía clásica del Mediterráneo.
Estuvimos en Nápoles un día, que aprovechamos el coronel Mac Clair y yo en recorrer la ciudad en un calessíno desvencijado. El cochero nos dijo si queríamos conocer unas muchachas. Mac Clair contestó sacando la Biblia y poniéndose a leer. Luego aseguró que Nápoles es una ciudad aburrida y monótona.
—Hombre, no—le dije yo.
—¿Cómo quiere usted comparar esto con Edimburgo?
Mac Clair no es mas que un occidental, y para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión.
En lo único que quedamos conformes Mac Clair y yo fué en que esa frase de Vedi Napoli e poi mori no era nuestro ideal. No sentimos ni él ni yo el menor deseo de morirnos después de ver Nápoles.
Salimos de Nápoles con buen tiempo, pasamos al amanecer por el estrecho de Mesina, y vimos la ciudad respaldada en una alta sierra.
Todo el mar estaba lleno de velas latinas de las barcas de los pescadores.
Cruzado el Estrecho seguimos adelante, y la niebla se nos echó encima entre los escollos de Scila y Caribdis.
Mac Clair tampoco creía gran cosa en Scila y en Caribdis.
Nuestra barca llevaba cartas para lord Byron, y pensando que el poeta se encontraba en Argostoli, nos fuimos acercando a la isla de Cefalonia.
Entramos en el puerto de Argostoli y nos dijeron que hacía ya tres días que el lord había salido para Missolonghi.
Me hubiera gustado echar una ojeada a la isla, pero no había tiempo. Me contenté con mirar con el anteojo de Mac Clair una montaña, en parte cubierta de pinos, y en parte de maleza, y las casas bajas de Argostoli como dados blancos con pequeñas ventanas. La tierra, por los alrededores, era blanca, resquebrajada, con aspecto de lava, con algunos matorrales obscuros por donde triscaban rebaños de cabras.
Por todas partes la costa era de piedras secas que parecían ruinas.
Nos hicimos a la mar, y de noche, con gran cuidado, nos fuimos acercando al golfo de Patras. El cielo estaba muy estrellado. Los marineros iban cantando canciones patrióticas. Nos cruzamos con una fragata turca, apagamos el farol y arriamos las velas; todo el mundo calló y la fragata pasó sin vernos. Al amanecer cruzamos con algunos místicos griegos, que al ver nuestra bandera inglesa aplaudieron con gran entusiasmo y algazara.
Por la mañana estábamos delante de Missolonghi. El mar tenía un brillo de cristal, y algunas nubes rojizas, que al principio tomé por montes, se dibujaban en el cielo.
Esperamos Mac Clair y yo con ansia a que comenzara el día.
Eran los comienzos del mes de enero; el sol tardó en salir.
Apareció entre brumas, como un disco rojo, por encima de las altas rocas de un monte pedregoso y estéril, el monte Aracinto, y fué iluminado un paisaje de tierras blancas, calcáreas, sin vegetación. Al pie de la sierra, a orillas de un lago muy azul, vimos una aldea. Era Missolonghi.
Cerca de Missolonghi había varios barcos griegos, y, entre ellos, el Cefaloniota, el místico de lord Byron. El capitán nuestro fué a ver a lord Byron en el bote y volvió al poco rato con dos oficiales de marina.
No parecía si no que éramos deportados por lo mal que nos recibieron.
Al mediodía nos dieron la orden de bajar a tierra. El sol apretaba de firme. El cielo estaba azul y el mar tan azul como el cielo.
Mac Clair y yo experimentamos una gran decepción al saltar a Missolonghi. Aquello era una aldea miserable. El paisaje de los alrededores no podía ser más triste. Montes calcinados, atormentados, sin árboles, arenales, un pueblecillo polvoriento, sin jardines, sin nada verde, quemado por el sol.
Yo mismo quedé defraudado. A pesar de que me había dicho repetidas veces que no debía entusiasmarme, llevaba en la imaginación la idea de una ciudad formada por pequeños Partenones.
Era el espejismo de los nombres sonoros. Bajamos en Missolonghi y fuimos todos formados a una barraca donde había dos oficiales ingleses de la brigada del coronel Stanhope, que nos tomaron la filiación.
Luego nos hicieron una serie de recomendaciones y nos dijeron que no intentáramos tener relaciones con el elemento civil, porque estaba prohibido.
Missolonghi, entonces pequeña ciudad, sin abolengo y sin historia, contaría unos cuatro o cinco mil habitantes, de los cuales unas ochocientas familias eran griegas.
Missolonghi, fundado por pescadores, estaba asentado sobre un terreno pantanoso; en algunas partes, más bajo que el mar.
La situación de Missolonghi, al borde de una laguna, hacía que algunos griegos entusiastas la compararan con Venecia.
Esta laguna, a medias pantano de agua dulce, y a medias marisma, ocupaba una gran extensión y aumentaba de tamaño desde hacía tiempo a expensas de las tierras de labor.
Limitando la laguna de Missolonghi por el lado del mar había un cordón de islas, roto aquí y allá: los Procopanistos. Las olas batían constantemente esta línea de peñascos que separaban la albufera missolonghiota del mar Jónico.
Entre los arrecifes de los Procopanistos había algunos islotes grandes, como el de Basilades, Aisosti, Scilla y Cleisovo. En estos islotes, ya de algún tamaño, se levantaban torres y alrededor estacadas para defender las entradas de la laguna.
En la isla de Basilades había un fuerte de piedra, y en la de Aisosti una capilla aspillerada que servía de defensa.
La laguna de Missolonghi se extendía bordeando el monte Aracinto y tenía, a medida que avanzaba en la tierra, un seno más estrecho.
Al comienzo de este seno, en que se hacía más angosta la laguna, se hallaba un pueblo colocado en una isleta, llamado Anatólico.
Anatólico parecía un barco encallado en las rompientes.
Las orillas de la albufera de Missolonghi eran áridas, cubiertas de algas y musgos verdes, que se corrompían en las mareas bajas, produciendo emanaciones pestilentes.
Afortunadamente, el viento del mar soplaba con fuerza y purificaba el aire; si no, no se hubiera podido vivir en las inmediaciones.
Mirando desde el mar al monte Aracinto, se veía una mole seca, pedregosa, terrenos plutónicos, con ruinas de murallas y de pueblos.
Al pie del monte y al borde de la laguna había un mal camino, que tenía a la orilla algunas miserables cabañas de pescadores, camino que, con la lluvia, se convertía en un arroyo pantanoso.
Varias veces recorrí este camino con el caballo hundido hasta los ijares, mientras los patos salvajes pasaban revoloteando por encima de mi cabeza.
A un lado de Missolonghi, ya fuera de la laguna, en las estribaciones del Aracinto que daban hacia el mar, había una planicie que se llamaba la llanura Lelante o Anachaida, que estaba cruzada por un río, el río Fidaris o Ebenus, seco si no llovía y torrencial cuando caían unos cuantos chaparrones.
Este río tenía dos afluentes: el de Galata, que pasaba por un pueblo en ruinas del mismo nombre, y el de Hypochori.
Al borde del río Ebenus se veía un pueblo en ruinas, con restos de castillo y murallas, a quien los naturales llamaban Plevrone, porque había una segunda Plevrone, también en ruinas, en la parte del Aracinto, que daba a la laguna, entre Missolonghi y Anatólico.
A poca distancia de la llanura Lelante, en una pequeña bahía, estaba Barasova, pueblecillo con una vieja torre ruinosa.
Estos lugares próximos a Missolonghi fueron el teatro de nuestra acción, que, ciertamente, no tuvo nada de extraordinaria ni de heroica.
Después de ser alistados e identificados, Mac Clair quedó en la brigada de Stanhope como oficial de ingenieros, y yo como ayudante suyo.
No estaba la legión extranjera de Missolonghi tan disciplinada como nosotros pensábamos; había una porción de oficiales y jefes franceses, ingleses, alemanes e italianos en disponibilidad, porque no tenían tropas que mandar. Los ingenieros y artilleros eran los más solicitados y los que más pronto encontraban plaza vacante. Los que venían de la Europa occidental con sus documentos de haber servido como oficiales de caballería, no encontraban puesto, porque los griegos no los querían.
Había entre nosotros tres mandos diferentes: el de los comités griegos, el del coronel Stanhope y el de lord Byron.
Stanhope estaba en completo desacuerdo con lord Byron. El coronel reprochaba al lord, que quería hacer una guerra literaria, lo que le parecía una ridiculez. En parte, el militar estaba en lo justo, porque la guerra parece que debe tener una técnica; pero el poeta tenía su razón también, porque, gracias a su prestigio literario, había conseguido que Europa entera se preocupara de su expedición y se dispusiera a ayudar a los griegos.
El coronel, por lo que nos dijo, pretendía que Byron no interviniera para nada en detalles de cuestiones militares, pero el poeta se creía omnisciente y pretendía entender de milicia tanto como de poesía.
Desde su desembarco, el cinco de enero, el lord estaba trabajando sin descanso en contratar un empréstito en Inglaterra, quería reformar la sociedad inglesa de los Filohelenos y estudiaba, al mismo tiempo, los medios de humanizar la guerra entre turcos y griegos, pensamiento noble, pero, por entonces, perfectamente irrealizable.
Su plan militar consistía en fortificar Missolonghi y en organizar un pequeño ejército de ataque. Este ejército estaría formado por dos mil quinientos griegos al mando de sus jefes, por las legiones extranjeras a las órdenes del coronel Stanhope, que no se sabía a punto fijo con qué número de soldados contaría, y por un batallón de suliotas, que quería mandar el mismo lord en persona.
Con estas fuerzas pensaba Byron atacar el castillo de Lepanto.
La hada del Fénix, miss Barnett, tuvo mal éxito en su empresa. Lord Byron se empeñó en no verla, y, por más cartas, avisos y recados que le envió, el poeta no quiso acceder a hablar con ella. El coronel Stanhope la recibió muy fríamente. Un hombre como el coronel, que tenía a Byron por poco práctico, naturalmente, tenía que mirar con desdén la fraseología poética de segunda mano de miss Barnett.
El elemento militar griego con que se contaba era muy malo. Estaba formado por montañeses, algunos verdaderos bandidos, y pescadores.
A los montañeses, a unos llamaban palikaros y a otros suliotas. Los palikaros eran los de la parte de Morea, y los suliotas de Suli.
Unos y otros despreciaban profundamente a los griegos, sobre todo a los griegos cultos, a los que llamaban phanariotas. Los palikaros y los suliotas tenían costumbres parecidas a los turcos. Unos y otros eran pésimos soldados, insubordinados y rebeldes. Al morir Marcos Botzari en el Epiro, recomendó a lord Byron un pelotón de suliotas. Byron quiso aceptarlo como su guardia, y le asignó mil duros al mes; pero eran los cuarenta suliotas tan turbulentos, tan mentirosos, tan enredadores, que Byron los despachó, los incorporó al resto del ejército y les siguió dando su asignación.
El gobernador de Missolonghi pensó que dar tanto dinero a los suliotas era un absurdo, e intentó emplearlo en otros fines, pero los suliotas se le sublevaron.
Mac Clair y yo fuimos destinados a la fortificación de Missolonghi.
Missolonghi era una aldea pobre y sin ningún atractivo. Mac Clair y yo pensamos en ir a vivir al pueblo, suponiendo lógicamente que los habitantes tendrían entusiasmo por los extranjeros llegados allá para defender el país, y nos encontramos con todo lo contrario.
Los griegos nos odiaban.
En vista de esto, y con el consentimiento del coronel Stanhope, nos instalamos en una barraca de madera, que llegamos a convertir en una habitación confortable.
A los pocos días comenzamos a trabajar en los planos de la fortificación de la ciudad.
Se había pensado en rodear Missolonghi de murallas y de baluartes.
Desde el comienzo de la guerra de la Independencia griega, Missolonghi había sido atacada varias veces por los turcos con poca fortuna.
La situación de la plaza era muy buena para el defensor y mala para el agresor. Además de esto, los turcos habían tenido la desgracia en el último sitio de ser diezmados por la peste.
Cuando comenzó este último sitio, los griegos no habían hecho mas que comenzar a fortificar la ciudad y a guarnecer las murallas de tierra, con torres y baluartes. Estando en esta labor se les presentó a atacarles Omar Vrione, capitaneando un ejército numeroso, y se colocó en la falda del monte Aracinto.
La guarnición de Missolonghi se encontraba con muy pocos medios de resistencia. El caudillo griego Marcos Botzari, en quien se tenían grandes esperanzas, acababa de morir en el Epiro.
Su hermano Constantino entró en Missolonghi con su gente y se aprestó a la defensa. Al cabo de dos meses de sitio, cuando la resistencia de Missolonghi comenzaba a desfallecer, fué cuando se declaró la peste en el ejército otomano, pero de una manera tan fuerte que Ornar Vrione tuvo que abandonar inmediatamente los alrededores de Missolonghi.
Al mismo tiempo, otro caudillo griego, Maurocordato, entraba en la laguna de Missolonghi con algunos barcos hydriotas, y la ciudad quedaba libre por tierra y por mar.
Entonces se pensó que Missolonghi podía ser el baluarte de la independencia griega, y se la quiso poner en condiciones de sostener un sitio en regla.
Los oficiales de artillería y los ingenieros, entre ellos Mac Clair, hicieron los planos de las nuevas fortificaciones y se comenzó a trabajar.
Primeramente se restauró la muralla por la parte de tierra y por la del mar, revistiendo los sitios débiles con piedras y argamasa.
Durante más de dos semanas tuve yo que ir al monte Aracinto con los trabajadores griegos a unas canteras a sacar piedra.
Un italiano del Piamonte, Josué Magnani, que llevaba algún tiempo allí, y un joven alemán, Werner, iban conmigo de intérpretes.
El trabajo se prolongaba mucho, porque los missolonghiotas no eran partidarios de un esfuerzo asiduo y constante. Los franceses, alemanes e ingleses, que hubieran sido buenos obreros, no querían hacer estos trabajos pesados.
Hermann Werner, el alemán que me acompañaba, era un muchacho muy instruído. Sabía el griego antiguo y estaba aprendiendo el moderno, y tomaba notas de todo cuanto veía.
Werner me explicaba las ideas y las preocupaciones de los griegos.
Me dijo que éstos consideraban el monte Aracinto como un lugar misterioso, poblado por seres imaginarios, faunos, panes, egipanes y tityros. Comentando las hazañas de estos monstruos u oyendo cantar a los tordos los griegos pasaban demasiado tiempo sin hacer nada.
En el monte Aracinto había una ermita sobre una roca, dedicada al profeta Elías. A esta ermita se subía por una escalera pendiente, cuya pared de roca estaba llena de ex votos. Cerca de esta ermita, en un grupo de árboles, solíamos almorzar Magnani, Werner y yo. Muchas veces oíamos a los zagales que tocaban una flauta de caña rodeados de sus cabras.
Nos contó Magnani que un viejo ladrón de Anatólico fué un día a la ermita con un saco y se llevó todos los objetos de oro, de plata y de pedrería que había allí.
El ladrón anatolicense decía:
—Virgen soberana, permite que te despoje de esta corona que te ofreció un canalla, ladrón y usurero; deja que me lleve esta alhaja, regalo de un asesino, manchado con mil crímenes. ¡Malditos sean!
El ladrón anatolicense llenó su saco y se fué; pero al ir a vender las alhajas fué preso, y el gran visir le mandó ahorcar.
El alemán se reía al oír esto a carcajadas.
Magnani, Werner y yo recorrimos el Aracinto a caballo, y llegamos, en nuestras excursiones, a una sierra de montañas, llamada Rachi, y pasamos el desfiladero de Cleisura.
Werner solía leernos un trozo de la Ilíada en griego y luego nos lo traducía.
En vista del terrible fracaso de miss Barnett, decidió marcharse de Missolonghi a Siria a buscar a su tía lady Stanhope. La criada Susana no quiso seguirla. Susana decidió hacer una barraca junto a la nuestra y poner una cantina. A mí me pidió mi opinión.
—Sí—le dije yo—. Estaría bien si esto durara pero yo no veo que esto vaya a durar. El mejor día nos tendremos que marchar todos.
—¿Por los turcos?
—No, porque no nos pagarán.
Susana no tomó en cuenta estas razones y se decidió a quedarse, y consiguió que los soldados le hicieran un barracón de madera, cubierto de tejas, donde puso su cantina.
Una mujer como aquélla, guapetona, valiente y que estaba dispuesta a hacerse rica, tuvo un gran número de pretendientes. Según la voz general, Werner y yo hubiéramos sido los favorecidos; pero Werner leía demasiado a Homero, y yo demasiado a Schelley y a Goethe para entusiasmarnos con la cantinera.
Los tres rivales de la bella Susana eran Magnani, un jefe de policía de Missolonghi y un armatola o capitán de los palikaros, que era un hombre bruto, feroz, que le gustaba amenazar a las gentes. Este armatola andaba con unos soldados harapientos, todos armados hasta los dientes.
Una noche estábamos de tertulia en la cantina de Susana el policía, Werner, Magnani y yo, y otros dos o tres, cuando fueron entrando los palikaros con sus fusiles y se apoderaron de la tienda. Después entró su armatola. Venía envuelto en una gran capa de lana blanca. Estaba borracho. El policía se acercó a él a preguntarle qué significaba aquella invasión. El armatola no le contestó, le dió un empujón y le escupió a la cara. Después, acercándose a Susana, la agarró de la cintura. La cantinera no se inmutó y se defendió sin dar importancia al ataque.
El capitán de los palikaros se acercó a Werner y a mí con intenciones agresivas. Yo tenía la pistola cargada dentro del bolsillo. El palikaro, al ver nuestra impasibilidad, cambió de aspecto, se sentó en una mesa y pidió café. Magnani y el policía habían desaparecido. El jefe palikaro se puso a tomar café, ceñudo y sombrío; sus soldados se fueron marchando. Era el armatola hombre joven, moreno, vestía una blusa de mangas abiertas, pantalones anchos, polainas, un gorro rojo y un cinturón de cuero, donde llevaba el pañuelo, la bolsa, un puñal y una pistola.
Iba Susana a cerrar la cantina y nosotros a salir cuando apareció de nuevo Magnani y el policía griego. Magnani venía con un aire torvo, con los dientes apretados y los ojos brillantes.
El policía griego avanzó con aire amable, se acercó al palikaro, le quitó el puñal y la pistola, y, de pronto, le dijo algo feroz y terrible y le escupió en los ojos.
El palikaro se levantó, pero Magnani le dió un empujón y le hizo sentarse de nuevo.
—¡Ladrón! ¡Cobarde!—le gritó el griego al palikaro—, insultas cuando estás entre los tuyos, ¡perro!
—Y solo también contra ti.
—Vamos ahora mismo—gritó el griego,
—Vamos.
Salimos todos de la cantina. Era todavía de noche. Una fila de luces de las barcas de los pescadores se veía en el mar obscuro, y se oía el ruido de las olas, que se estrellaban acompasadas en la costa. Amaneció. Werner trató de que se hiciera un desafío en regla, pero el griego y el palikaro no querían esperar.
Se les dió a cada uno un sable y se les puso frente a frente.
En aquel momento sonó un tiro, y el palikaro cayó muerto con la cabeza abierta.
No nos quedó duda de que entre Magnani y el policía griego habían preparado la muerte del montañés. Al poco tiempo, Magnani desaparecía de Missolonghi. Susana la cantinera siguió dando esperanzas y buenas palabras al policía, hasta que un día traspasó la cantina y se marchó con un comerciante turco a Constantinopla.
Cuando se concluyó de sacar piedra, volvimos a trabajar en la muralla. Cada uno de los baluartes que se construiría llevaría el nombre de algún héroe o de algún personaje relacionado con la independencia griega. El primer baluarte se denominó de Marcos Botzari. Comenzando por éste, y dando la vuelta al recinto fortificado, estarían la torre de Coray, la batería del general Norman, la batería Miauli, el baluarte Franklín, la batería Tokeli, la torre de Guillermo Tell, la torre de Kosciusko, la batería Kiriaculi, la tenaza de Montalembert, la batería de Rhigas, la luneta de Orange y la batería Macris.
Estos baluartes y fortines quedarían próximos uno de otro; por el lado de tierra habría un gran foso para defender la entrada de la ciudad.
Ocupados en esta obra, apenas nos enteramos de lo que ocurría en Missolonghi.
Todo el mundo iba a ver a lord Byron, a hablarle de sus asuntos, a exponerle sus quejas; yo no quería molestarle, y así sucedió que no le llegué a conocer.
El poeta, al parecer descontento, determinó bajar a tierra lo menos posible y recibía las visitas y las comisiones en su barco.
Byron pretendió poner un poco de orden en la anarquía griega y dar fin a las rivalidades de los jefes.
La cosa fué imposible; la discordia era cada vez mayor y estallaba a cada paso, hasta dentro de la misma brigada que mandaba el lord, entre los suliotas que le había recomendado Marcos Botzari a su muerte.
Al parecer, se seguía pensando en la expedición contra Lepanto, pero los preparativos eran muy lentos.
En esto comenzó a correr la voz de que la salud de Byron se hallaba muy quebrantada, por los repetidos ataques de fiebre y por los continuos disgustos.
La mayoría de la gente pensaba que el poeta no duraría mucho. Un día de abril se dijo que había hecho una salida a caballo, se había mojado y que guardaba cama.
Una semana después, nuestro lord moría, a consecuencia de una inflamación cerebral. Se le hicieron grandes exequias, y todos los jefes griegos aparecieron muy unidos... y muy contritos.
Dos días más tarde, Mac Clair, que seguía enfermo, me pidió que fuera a ver al coronel Stanhope, para preguntarle qué íbamos a hacer.
Stanhope me dijo que, probablemente, reembarcaríamos, y añadió:
—Yo me he comprometido con lord Byron a dirigir la campaña, porque el poeta era un inglés de cuya palabra se podía uno fiar; pero no me pasa lo mismo con los jefes griegos que hoy afirman una cosa y al día siguiente la contraria.
Le pregunté si tendríamos barcos para todos y me contestó que era una dificultad que había que resolver como se pudiera.
—¿El coronel Mac Clair y yo tenemos entonces libertad para marcharnos, si encontramos ocasión?—le pregunté.
—Desde luego.
—¿Quedamos desligados de nuestro compromiso?
—En absoluto.
Como yo sabía el espíritu de contradicción y de suspicacia que había entre los griegos y su poca simpatía por los extranjeros, hice la gestión ante el Comité, para que nos reconocieran a Mac Clair y a mí nuestros grados. El Comité rechazó la petición, y nos encontramos libres para abandonar Grecia.
Solía ir desde entonces todos los días al puerto a averiguar si llegaba algún barco. Un día vi bajar de una lancha a un caballero elegante, de frac azul, con botones dorados, pantalones de paño gris y chaleco blanco de piqué.
Era el hombre rubio de la Sala de Cortes de Sevilla que me habían dicho que había sido capitán del Empecinado.
—Yo le conozco a usted de Sevilla—le dije.
—¡Es verdad! ¡Qué extraña casualidad!—exclamó él, al decirle dónde le había conocido.
Nos estrechamos la mano. Le conté mi historia y él me contó la suya.
Este hombre era Aviraneta. Me dijo que había ido a ver a un consignatario, para tomar una plaza en la corbeta Egina, que iba a partir, de un momento a otro, con rumbo a Nápoles. Pedimos pasaje Mac Clair y yo en ella, y nos dieron dos de tercera, porque ya no había otros.
Le preguntamos a Aviraneta dónde vivía en aquel momento.
Nos dijo que en una barca griega, en la que había venido desde Alejandría, y que estaba esperando órdenes para salir de Missolonghi. Le indicamos que hiciera gestiones para que fuéramos Mac Clair y yo a la barca griega. El capitán de la Chipriota, después de muchas dificultades, aceptó, y Mac Clair y yo nos trasladamos a este barco.
Si mi aventura de Missolonghi no había sido ni muy lucida ni muy brillante, la de Aviraneta, aunque con más éxito personal, no fué tampoco de gran interés. He aquí lo que me contó don Eugenio:
«He salido de Alejandría hará próximamente un mes, en la goleta Chipriota, al mando del capitán Spiro Sarompas. Llegamos aquí hace unos veinte días. El capitán Spiro traía unos pliegos para lord Byron, fué a verle y le dijo que venía con un oficial español.
El lord le contestó que fuera yo inmediatamente a su barco y que no tocara en tierra.
Me puse de gala, y en la lancha fuí al Cefaloniota.
A un oficial le dije que me había mandado ir Su Excelencia y que tenía que darle una carta.
—Démela usted a mí.
Se la di y esperé un cuarto de hora.
—Pase usted.
Lord Byron me recibió y me dió la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció excesivamente redondo.
—Siéntese usted—me dijo.
Me senté.
—¿Habla usted inglés?
—No, sólo francés.
—¿No ha leído usted mis versos?
—No, Excelencia.
—¿No ha perdido usted nada?—dijo él riendo.
—Creo que sí—le contesté yo—; pero mi vida ha sido muy activa y mi educación descuidada.
—El cónsul de Alejandría me recomienda a usted eficazmente. ¿Qué quiere usted de mí?
Entonces yo me levanté, me cuadré e hice la señal de reconocimiento como masón del rito escocés. A su vez se levantó él y me correspondió.
—Cuénteme usted un poco su vida.
Yo le conté mi vida.
El cura Merino, el Empecinado, los carbonarios de París, las conspiraciones, la lucha contra Angulema, la escapada hasta Gibraltar, la vida en Tánger y en Alejandría.
—¡Y todo eso con poco dinero! Sin medios—exclamó el lord, y añadió en español chapurrado de italiano—: ¡Per Bacco! ¡Que es usted un hombre!
Al hablar, el lord mezclaba juramentos de todos los países.
Me preguntó si había llevado mi equipaje al Cefaloniota. Le dije que no. Me encargó que lo trajera inmediatamente y que no dijera a nadie que era español, y mucho menos emigrado constitucional, y que no saltara a tierra. Tocó un timbre, llamó a un oficial y habló con él en inglés.
Acompañado de este oficial, bajé a un bote que llevaba la bandera inglesa, y me senté a popa sobre un tapete de seda. Llegamos a la goleta Chipriota. Subí. El capitán Spiro desembalaba unas cajas de fusiles y pistolas.
A bordo había dos comisionados del gobierno griego, de grandes bigotes negros, acompañados de cuatro soldados con fusiles.
—Son de la policía política—me dijo el capitán Sarompas—, y si no fuera porque pasa usted por inglés y tiene usted tanta influencia con lord Byron, le detendrían. Las cosas están muy embrolladas en tierra.
Volví al Cefaloniota y me llevaron el equipaje a un camarote. Lord Byron estaba conferenciando en aquel momento con unos comisionados griegos de Missolonghi. Concluída la conferencia, salieron los comisionados y el lord a cubierta. Entonces noté la cojera de Byron. Se acercó a mí. Estaba jovial.
—Ahora vamos a almorzar, señor guerrillero—me dijo.
Comían a su mesa su segundo, un médico, el doctor Bruno y el oficial de guardia, todos de uniforme.
El lord me habló de las cosas de España, de Sevilla y de Cádiz, de una corrida de toros que había visto, y me recitó, como un inglés puede recitar en español, trozos de Garcilaso de la Vega y de los romances del Cid.
Me preguntó también si la clerigalla (ésta fué su palabra) seguía mandando en España.
De cerca, lord Byron daba la impresión de un hombre raro, medio afeminado, pero no débil, ni mucho menos. En el almuerzo apenas comió mas que golosinas, unas coles en vinagre, unas sardinas, frutas y un pedazo de queso inglés. En cambio, bebió bastante vino de Asti.
Como vió que yo no bebía vino, dijo:
—¡Qué extraño! Estos españoles ni comen ni beben. Con una aceituna y un vaso de agua con azucarillo, ya están despachados.
Después de almorzar nos sirvieron café, y como vió que yo lo tomaba a gusto, hizo el lord que me sirvieran más.
Después de almorzar nos levantamos y nos hicimos todos grandes reverencias. Su Excelencia fué a despachar sus asuntos y nosotros a fumar a la Cámara de Oficiales.
Me presentaron a unos y a otros, y nos saludamos solemnemente.
Toda esta ceremonia inglesa me fastidiaba un poco.
Después de fumar, me avisó el criado Tita que fuera a ver a Su Excelencia. Entré en su habitación.
—Veo, por lo que me ha contado usted—me dijo el lord—, lo que ha sufrido usted por la libertad. Usted ha andado por países civilizados, por países como España, donde queda una gran cultura de sentimientos; aquí, no; aquí no queda nada de la Grecia antigua. Soy de la opinión de San Pablo, que decía que no hay diferencia entre los judíos y los griegos. El carácter de los dos es igualmente vil. El griego actual no es sólo envidioso, malo y vengativo, sino que es abandonado y sucio.
Es un degenerado. No tiene fe en nada. Allá en España confiaban ustedes en el compañero; aquí no se puede confiar en nadie. Aquí se tiende usted a dormir en el campamento, y al día siguiente le han robado el reloj o el pañuelo, si es que no le han cortado la cabeza. Además de esto, los patriotas griegos tienen una gran hostilidad contra el extranjero, y hasta a nosotros mismos, que hemos venido aquí a luchar por su libertad, nos odian.
—No me diga más Su Excelencia—le indiqué yo—; si esto es así, me voy inmediatamente.
—No—me contestó él—. Espere usted. Es usted el único español que ha acudido a secundar mi empresa, y no quiero que pueda decir que no he hecho por él todo cuanto esté en mi mano. Quédese usted aquí unos días en el barco. Supongo que le convendrá descansar, porque, indudablemente, está usted débil.
Todo el mundo, al verme delgado y pálido, suponía lo mismo. En los días sucesivos ocurrió lo propio. Byron me hizo mil preguntas, se rió, recitó versos; y cuando yo le decía si había pensado algo para mí, me contestaba que esperase.
Un día me preguntó claramente.
—¿Qué echa usted de menos aquí o qué le estorba? Dígamelo usted claramente, dígamelo usted con la franqueza de un nieto del Cid.
—Excelencia—le contesté yo—. Para mí hay aquí demasiada etiqueta.
Lord Byron se echó a reír a carcajadas. Como vi que lo tomaba alegremente, añadí:
—Tanto ponerse la corbata y cepillarse la levita a todas horas, y saludar al superior y al inferior, y dejar que pase antes por una puerta y esperar a que se siente, a mí, que he vivido entre campesinos, me cansa.
—Es usted un hombre original, guerrillero—me dijo.»
—¿Y así ha vivido usted?
—Así he vivido quince días en compañía de Byron, hasta que éste ha enfermado y ha muerto, y entonces me he trasladado a la Chipriota.
—¡Qué suerte la de usted!
—¿Pues?
—Usted no tiene idea lo que es para mucha gente haber vivido en la intimidad de lord Byron. Ya ve usted, la mayoría de los ingleses que estábamos en Missolonghi no hemos cruzado ni una vez la palabra con él.
—Pues era un hombre amable y muy asequible; a veces, de una gran afabilidad.
—Sí, para la gente original y extraña como usted. Un guerrillero español que ha guerreado a las órdenes de un cura no se encuentra todos los días. Para nosotros, paisanos suyos sin historia, no era tan asequible el lord, ni mucho menos.
—Sí, claro; esto se explica.
—¿Y de qué hablaban ustedes?
—Principalmente, de España y de los guerrilleros. Le interesaba mucho la vida y el carácter de Merino, del Empecinado y de los otros cabecillas españoles, las ideas, la manera de guerrear, sus odios, sus antipatías y demás detalles.
—¿Y qué vida llevaban ustedes?
—A las cinco de la mañana tocaban los pífanos y tiraban un cañonazo. Era la señal de levantarse todo el mundo. Yo me vestía de prisa, salía al instante del camarote, para que lo limpiaran, y luego volvía a vestirme de etiqueta.
—¿A qué hora se levantaba el lord?
—Al amanecer. Solía estar leyendo y escribiendo hasta las ocho en punto, en que llamaba. Lo hacía todo con una exactitud cronométrica.
—¿Sí? ¡Qué extraño! ¡Con la fama de hombre irregular que tenía!
—Pues era ordenadísimo. A las ocho tocaba el timbre; entraban Tita, el criado, y Fletcher, el ayuda de cámara. Estaban media hora. A las ocho y media tres secretarios, con sus cartapacios, pasaban un cuarto de hora. Luego venía el oficial de guardia, otro cuarto de hora. A las diez menos cuarto, Fletcher, con dos teteras de plata en una bandeja, y Tita, con otra bandeja con tazas y un azucarero de China. A las diez, el médico. A las diez y cuarto, los comisionados griegos.
—¿Y todos los días lo mismo?
—Todos los días lo mismo.
—Es curioso que usted haya visto sólo por dentro lo que yo he visto sólo por fuera. ¡Qué pensaba Byron!
—Byron tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se reconstituyera. Afirmaba que los griegos iban a ser con el tiempo lo que fueron en la edad antigua. Para este resultado quería no sólo trabajar, sino sacrificarse. ¿Qué importa mi vida?—me decía.
—Y usted, ¿qué le contestaba?
—Hombre, yo no tengo esa religiosidad ni esa pasión por Grecia. Yo no soy poeta. Yo me callaba.
—¿Y, prácticamente, qué quería hacer?
—Quería inculcar espíritu de unión a los jefes y desterrar la barbarie. Por lo que me indicó, había muchas disidencias entre los griegos. Parece que el comité de Missolonghi y el gobernador de esta ciudad le invitaban a que fuera al Congreso de Salamis, y Maurocordato le excitaba para que fuera a Hydra. Una y otra facción le enviaban cartas, mensajes, e intrigaban y se denunciaban.
—Y del coronel Stanhope, ¿qué opinaba?
—No le he oído hablar de él nunca.
—¿Era un incrédulo de verdad en cuestiones religiosas?
—No sé. Algunas veces le he oído decir: soy una oveja descarriada, pero no tanto como cree el mundo.
Cuatro días después de mi encuentro con Aviraneta, se presentó a la vista de Missolonghi la corbeta Egina, que salía para Nápoles.
Fuimos Mac Clair y yo por la mañana y entramos en la lancha y nos dirigimos a la corbeta. La mayoría de los pasajeros eran militares franceses muy bulliciosos.
El capitán de la corbeta, Jorge Belisarios, fué designando a cada uno su camarote y entregándole una chapa con un número y fijando otra chapa de hoja de lata en las puertas de los camarotes.
A Mac Clair y a mí nos tocaron los peores.
Poco después de embarcar nosotros, llegó a la Egina una lancha que conducía al comisario griego de Missolonghi, a su señora, sus hijos y varios criados con una porción de bultos.
Aviraneta me preguntó qué tal estábamos instalados, y le dije que mal.
—Yo le veré al capitán—indicó—. Con la recomendación especial que me dió en vida lord Byron me atiende mucho.
Aviraneta explicó al capitán del barco lo que ocurría; pero éste aseguró que tenía los demás camarotes ocupados y que únicamente, si el comisario griego quería trasladar su equipaje, se podría conseguir el desocupar uno.
—Vamos a ver al comisario griego—dijo Aviraneta—; lo conozco por haberle visto en compañía de lord Byron, y supongo que nos atenderá.
Se avisó al comisario y bajamos a la cámara del barco, y esperamos.
El comisario era un hombre de unos cincuenta años, gordo, pesado, con la nariz de cuervo, el pelo negro, el bigote largo y unas ojeras de color morado obscuro.
Este comisario era un phanariota. Los phanariotas, habitantes del barrio griego de Constantinopla que llaman el Phanar, no son griegos puros, sino mixtos de otras razas; son como los judíos, gente de comercio que han vivido siempre entregados a la usura y a los negocios.
Aviraneta explicó en francés al comisario lo que ocurría. El comisario, al principio, no parecía dispuesto a ceder; pero Aviraneta le dijo claramente que no le parecía digno que a un coronel que había ido a defender la independencia de Grecia, enfermo de cuidado, se le dejara abandonado en un rincón infame.
El comisario se avino a razones y dispuso que uno de sus criados desalojase un camarote. Como este camarote era pequeño, Aviraneta no quiso que fuera allí Mac Clair y cedió el suyo yendo él al pequeño.
El que cedió era el mejor del barco.
Instalé a Mac Clair en la cámara. Por la noche nos hicimos a la vela y comenzamos nuestra navegación.
Cruzamos con muchos barcos, grandes y pequeños, y nos acompañó durante algún tiempo un corsario griego, el Vigilante. Ibamos muy cerca, y se les veía a los corsarios con su facha de bandidos.
—¿Cómo no les persiguen los turcos?—le pregunté a un marinero.
—Los marineros turcos son muy malos—me dijo—. Nombran capitanes a gente que no sabe nada de náutica, no se ocupan de sus barcos y creen que sus cañones son buenos si meten mucho ruido.
Al día siguiente se nos acercó un bergantín mercante. Izamos bandera inglesa; ellos, francesa.
—¿A dónde van?—nos preguntaron.
—A Nápoles. ¿Y ustedes?
—A Chipre. ¿De dónde vienen?
—De Missolonghi.
—¿Qué se sabe de lord Byron?
—Ha muerto.
La noticia produjo un gran efecto en el barco; la popularidad del lord poeta era extraordinaria.
Tuvimos en la travesía un tiempo muy bueno.
Yo dormía en el sollado y, la mayor parte de los días, sobre cubierta.
Los franceses se reunían a almorzar y a comer en una mesa, debajo de un toldo, y allí bebían y charlaban por los codos.
Como en esta época no había simpatía entre franceses e ingleses, y los oficiales franceses iban en una clase inferior a la del comisario griego y a la de Aviraneta, no nos reuníamos unos con otros.
Yo bajé varias veces a la cámara, que se había convertido en gabinete de lectura. El comisario griego leía a Píndaro; Aviraneta, los libros de la biblioteca del barco.
Aviraneta y yo hablábamos mucho de España.
Como hacía ya mucho calor, solíamos ir por la tarde a la toldilla de popa y allí comenzaron a ir el comisario, su mujer y su cuñada.
Estas dos damas eran hijas de un coronel francés del Imperio, y la casada no tenía más distracción que leer las memorias de los generales de Napoleón.
Charlamos con ellas acerca de política y de literatura.
El barco se detuvo en Nápoles. Como Mac Clair se ponía cada vez peor y quería volver a su patria, cuanto antes nos embarcamos en una polacra que iba a Gibraltar.
La polacra se llamaba la Santa Chiara, y era su capitán el capitán Buonaccorsi. Eran nueve marineros, el contramaestre y un grumete.
Se levaron las anclas y salimos del puerto.
Hicimos con el capitán muy buenas amistades. Era un hombre amable y complaciente y cedió una cámara próxima a la suya a Mac Clair.
De día solíamos charlar constantemente, porque el capitán era hombre instruído, y seguíamos nuestras conversaciones de noche, sentados en un banco, próximo al timón. Buonaccorsi era carbonario y con este motivo intimó con Aviraneta.
Solíamos hacer unas comidas espléndidas. Aviraneta había hecho provisiones en Nápoles.
Buonaccorsi levantaba una trampa de la toldilla de popa, y solía sacar de un arcón café molido, azúcar, galletas, tarros de manteca y aguardiente.
Después de comer los marineros, comíamos nosotros y, a veces, teníamos verdaderos banquetes. El grumete Beppo nos servía la comida y solíamos reírnos con sus ocurrencias, porque era un chico listo y gracioso.
El pobre Mac Clair era el que no participaba de estos banquetes.
Tres días después de salir de Nápoles, tuvimos un tiempo de calma chicha. Nos dedicamos a pescar desde el barco, y cogimos unas hermosas doradas.
Buonaccorsi nos preguntó si sabíamos nadar. Yo le dije que sí.
Aviraneta también. Nos desnudamos y nos echamos al agua. El capitán mandó a un marinero y a Beppo, el grumete, que estuviesen con el bote cerca.
Nadamos durante una hora, y, al volver, nos encontramos con la desolación en el barco.
Al grumete Beppo se le había ocurrido desnudarse y echarse a nadar; pero, fuera que se hubiese enredado en algunas hierbas marinas, o que algún pulpo se le había enganchado, el caso es que se hundió y no pareció.
Al ocurrir esta desgracia, Mac Clair había salido del camarote y estaba en la borda mirando el mar. Los marineros de la Santa Chiara aseguraron que Mac Clair le había dado la jettatura al pobre grumete.
Después de la calma chicha, tuvimos un temporal violento, que los marineros atribuyeron también al mal de ojo que daba Mac Clair al barco.
El espíritu de la tripulación se fué haciendo cada vez más hostil a nosotros, y Buonaccorsi nos participó que no iba a tener más remedio que desembarcarnos en el primer puerto.
Así lo hizo, y un día de mayo desembarcamos en Ondara.
A los tres días de salir de Ondara llegamos, en la barca del Farestac, a la vista de Marsella. Hicimos nuestras señales, y vino, por la mañana, a bordo de nuestro lanchón la falúa de sanidad, con un médico.
Urbina, la Clavariesa y yo embarcamos en la falúa y fuimos al lazareto.
Nos introdujeron en una sala y nos examinaron y tomaron el pulso.
Luego nos llevaron delante de un tribunal, y el presidente nos declaró libres de contagio. Nos fumigaron las maletas y quedamos libres.
La Clavariesa y Urbina fueron al mejor hotel de Marsella, y yo a un modesto garní de tres francos.
Al día siguiente me presenté en la mensajería real y tomé un asiento en la berlina de la diligencia de Burdeos. Iban conmigo dos compañeros que dormían como troncos. Yo, que nunca he podido dormir en coche, me dediqué a fumar.
Anduvimos toda la noche; amaneció un hermoso día, y mis compañeros, que se despabilaron, me saludaron en mal francés.
—Estos son españoles—pensé yo—, y les hablé en castellano.
—¿Cómo ha conocido usted que éramos españoles?—me preguntó uno de ellos.
—En el acento y en el tipo. Hasta aseguraría que este señor—y señalé al de mi izquierda—es vascongado.
—Cierto. Soy de Tolosa, y mi compañero, de la Rioja. Y usted, ¿de dónde es?
—Soy nacido en Madrid, pero hijo de guipuzcoanos y criado en Guipúzcoa.
—¿Es usted comerciante?
—No, emigrado.
—¿Liberal?
—Sí.
—Yo también—me dijo el riojano—. He sido cura beneficiado de Haro, y, como me manifesté partidario de la Constitución, los realistas y la gente de iglesia me hicieron tal guerra, que me tuve que escapar a Francia.
El beneficiado Pinedo—así se llamaba el cura—, parecía un buen hombre; el guipuzcoano, que se apellidaba Urmendia, era hombre de más conchas.
Llegamos a Nimes, nos hospedamos en un buen hotel, y, después de descansar, el beneficiado Pinedo y yo recorrimos la ciudad y vimos los monumentos. Urmendia desapareció y no le vi hasta las diez de la mañana del día siguiente, en que tomamos la diligencia para Tolosa de Francia. Hablamos Urmendia y yo de Basterrica, a quien conocía, por ser del mismo pueblo, y a quien creía en América. Le dije yo que estaba en Alejandría de Egipto.
—¿Y cómo lo sabe usted?—me preguntó él.
—Porque he estado con él en Alejandría.
Conté mi viaje con todos sus accidentes, cosa que les interesó mucho; Urmendia me dijo que había supuesto si yo sería algún militar de los del ejército de Mina.
Nos detuvimos en Montpellier, y el beneficiado y yo vimos la ciudad, la catedral, el paseo de Peyrou y algunas otras cosas.
Urmendia se nos escapó; le pregunté a Pinedo qué hacía mi paisano, y el cura me confesó que su amigo era un empresario de casas de juego y que estaba preparando el negocio en aquellos pueblos con otros jugadores franceses. El beneficiado era también accionista de la empresa.
Regresó Urmendia a la fonda, y me despedí de él y del beneficiado. Tomé la diligencia, llegué a Toulouse, donde no hice mas que comer, y continué hasta Burdeos, donde me apeé en el Hotel Richelieu.
Escribí un billete a don Juan José Zangroniz, comerciante y corresponsal de Alzate e Ibargoyen, de Méjico, anunciándole mi llegada y el hotel en que me encontraba, y lo despaché con un mozo de la fonda. A la hora de haberlo recibido se presentaron en la fonda Zangroniz y mi primo Berroa, a quien no había visto desde que yo tenía ocho años, en Irún. Berroa me dijo que nuestro tío Ibargoyen llegaría al cabo de quince días o un mes. Como yo tenía pasaporte como súbdito inglés, le dije a Berroa y a Zangroniz que pensaba utilizarlo para ir a América.
Berroa me dijo que no lo hiciera, que entre los comerciantes de Méjico un inglés era siempre mirado como un hereje, y que preguntase a don José Ignacio de la Torre de Vera Cruz, a Ibarrondo el de Guadalajara de Méjico, a Iñigo y a otros comerciantes mejicanos que estaban en aquel momento en Burdeos, y vería cómo me decían lo mismo.
Efectivamente, tanto la Torre, como Ibarrondo, me dijeron que si iba como súbdito inglés me perjudicaría mucho entre los mejicanos y los españoles, que me mirarían como un luterano o un calvinista.
Zangroniz se encargó de poner en regla mi pasaporte como español, y lo arregló pronto.
Llegó el buque que se esperaba, y mi tío Ibargoyen no apareció; pero Berroa recibió una carta suya diciendo que no saldría hasta el otro correo, lo que hacía que no pudiera llegar hasta pasado mes y medio.
Berroa dijo que pensaba ir en el intervalo a Irún a ver a sus parientes y, de allí, a San Ignacio de Loyola, pues había hecho la promesa de hacer ejercicios, durante una terrible tormenta que le cogió en el Pacífico.
Berroa me instó a que yo hiciese lo mismo. Como mi primo era muy bruto, no quise discutir con él acerca de los ejercicios espirituales, y le dije que no me convenía entrar en España, y que, únicamente, si mi tío Sebastián Ignacio de Alzate me escribiera diciendo que no corría ningún peligro en San Sebastián, entraría.
Mi primo Berroa escribió al tío Alzate, que le contestó y le envió una carta para mí, diciéndome que podía ir a San Sebastián sin ningún cuidado.
En vista de esto, acepté, y Zangroniz se encargó de pedir los pasaportes para Berroa y para mí. Salimos de Burdeos y llegamos a Irún. El cura Errazu me recibió muy amablemente, y me hizo que le contara mis andanzas.
Mi primo quedó en Irún y me dijo que le esperara diez días más tarde, en San Sebastián, para ir a Loyola.
—Sí, sí—le dije yo—, esperaré.
De Irún marché a San Sebastián y fuí a ver a mi tío Alzate. Este era secretario del ayuntamiento y absolutista, pero no muy fanático. Creía que la política no tenía que ver gran cosa con la vida.
—No tengas ningún cuidado—me dijo—; a pesar de ser absolutistas, estamos dando más ejemplos de tolerancia que vosotros. Hemos tenido constitucionales en el pueblo y han vivido sin que nadie se meta con ellos. Además, eres mi sobrino, y basta.
—Necesitaré algún papel de la policía—le indiqué.
—Te lo darán en seguida. El subdelegado es amigo nuestro. No sé si te acordarás de él: Carrese.
—Sí, sí. Ya lo creo.
—Le avisaré.
Vino Carrese a verme.
Este Carrese era un agente de negocios de Madrid, amigo de mi padre y mío. Cuando yo iba a la corte, por los años del 1816 al 20, y, después, en el período constitucional, solía acudir de tertulia a su casa, con un hermano del marino Churruca, y algunos otros. Estaba agradecido a mí, porque, en los tres años de Constitución, no dejamos los amigos de ir a visitarle, a pesar de ser él un fanático realista.
Carrese me recibió muy amablemente y me dió una tarjeta de seguridad.
Estuve seis días en San Sebastián, y, al cabo de este tiempo, marché a Irún a la fonda de Ramón Echeandia, compañero de mi niñez.
De los amigos de la infancia muy pocos vivían ya en Irún.
Todo el Aventino había desaparecido: unos habían muerto en la guerra de la Independencia, otros se habían embarcado para América.
El pueblo, a pesar de esto, era mayor, había llegado mucho forastero y tenía más tiendas que en mi época y dos o tres cafés.
Estaba entretenido en Irún, recordando los tiempos antiguos; había hecho nuevos amigos y solía charlar de política con completa libertad.
Un día estaba paseándome en la plaza, cuando aparecieron por la cuesta de San Marcial, que sube al pueblo desde el barrio del Bidasoa, tres hombres a caballo.
Uno de ellos se acercó a mí y me preguntó:
—¿Qué hora es?
Saqué el reloj y le dije la hora.
—¿No me conoce usted?—me preguntó desde el caballo.
—¡Diablo! Usted es un cervato.
—Sí; Bienvengas, el del Villar.
—Es verdad. ¿Y qué hace usted aquí?
—Voy a la fonda de Echeandia. Vaya usted. Allí nos veremos a la hora de comer.
Seguí paseando con los amigos y fuí a la fonda.
Me encontré con los tres caballistas, que me pasaron a su cuarto.
Eran cervatos de Villar del Ciervo, y habían servido con el Empecinado.
Los tres cervatos eran contrabandistas y se habían sublevado con el Empecinado y conmigo en la Ribera del Duero, a principio de 1820.
Dos de los cervatos se quedaron a arreglar el ganado, y Bienvengas me dijo:
—Don Eugenio, usted está dejado de la mano de Dios.
—Pues, ¿por qué?
—¡Usted en España! ¿Sabe usted lo que le ha sucedido al Empecinado?
—Sí; sé que está preso en Roa.
—¡Pero cómo lo tratan! El corregidor don Domingo Fuentenebro lo tiene preso en un calabozo inmundo, y los días de fiesta lo saca y lo manda exponer al público, en una jaula, para que los realistas le insulten y le escupan.
Yo palidecí, como si me hubieran pegado una puñalada.
—La madre de Martín llora delante de la jaula de su hijo, y la querida, aquella muchacha que vivía con el Empecinado, se pasea delante de la jaula del brazo de un oficial de voluntarios realistas.
—¡Qué final! Es que el Empecinado es terco. Yo le escribí dos veces desde Gibraltar, diciéndole que no se fiara de la capitulación de Extremadura, que fuera a reúnirse conmigo..., y no hizo caso.
—Quizá no recibiera la carta. Y él sin usted está perdido.
—¿Y qué harán con él?
—Matarlo; piensan darle garrote.
—¡Si se pudiera hacer algo por ese hombre!
—¡Qué se va a hacer! Lo único que debe usted hacer es marcharse ahora mismo a Francia. Yo le acompañaré y, como conozco a los de la Aduana, no le dirán nada.
—Es que tengo la maleta aquí en la fonda.
—Yo diré que se la manden a usted; pero váyase usted. Hágame usted caso.
Me trajeron uno de los caballos, y Bienvengas y yo fuimos camino de Behobia. Pasamos el puente sin dificultad y entramos en un fonducho.
—Ahora que está usted a salvo—me dijo Bienvengas—, le voy a decir por qué le he traído aquí en seguida. Es que hay entre nosotros uno que ha vivido en Roa y es realista, y ése es muy posible que le conozca a usted.
Comimos y, durante la comida, hablamos mucho y me dió noticias de los amigos. La mayoría de los oficiales del Empecinado estaban libres. Larreategui vivía en Madrid; Casimiro de Gregory estaba en París; los hermanos del general, Juan, Antonio y Hermógenes, se habían escapado. De los vaqueros, el teniente Gotor estaba en Portugal y el sargento Juan de Dios en América.
Juan de Dios, según me dijo Bienvengas, había estado a punto de ser fusilado, pero le salvó un soldado de Merino, antiguo amigo mío y compañero de la guerra de la Independencia, Gil de Aguilera, El Chiquet se había marchado a Cataluña.
Mientras me hablaba, yo recordaba, como si los tuviera delante, a todos estos amigos; pero lo que más me obsesionaba era el pensamiento del Empecinado metido en la jaula.
Lo estaba viendo en su casa, cuando iba a buscarle para ir a cazar liebres con galgos al páramo de Corcos. ¡Era tan ingenuo, tan bondadoso!
El Empecinado tenía una casa de campo a orillas del Duero, cerca de Nava de Roa, en un sitio llamado el Salto de Caballo.
Era casi un aduar de moro pobre, con las ventanas pequeñas y sin ninguna comodidad. Tenía un viñedo hermoso, que lo trabajó, y una bodega casi a orilla del río y del camino de Peñafiel. El vino de su bodega era de excelente calidad y valía siempre hasta dos reales más en cántara que los de los pueblos inmediatos.
—¿Y de mí qué se dijo?—le pregunté a Bienvengas, para librarme del recuerdo del Empecinado en la jaula.
—Entre nosotros ha corrido la noticia de que usted había sido fusilado en las playas de Andalucía. Respecto a su casa de Aranda, ya no queda en ella nada, porque la han saqueado los realistas.
—Y vosotros, ¿qué habéis hecho?
—Pues nosotros, después de la capitulación de Extremadura, nos dispersamos. El Empecinado se marchó a su tierra y nosotros a Ceclavin a hacer contrabando con Portugal. Así estuvimos algún tiempo, hasta que unos cuantos ceclavineros formamos una sociedad para hacer contrabando, y nos pusimos en relación con políticos de Madrid y con comerciantes de Pamplona, Valladolid y Zaragoza. Hacemos el contrabando con Francia y con Portugal. Hemos metido ahora dos cargamentos de muchos millones por la parte de Navarra, y vamos hacia la línea del Ebro, para ponernos de acuerdo con los jefes de carabineros que pertenecen a la asociación. Bueno. ¡Adiós, don Eugenio! Hasta la vista. La maleta se la enviaré a usted en seguida, y Bienvengas me abrazó y me puso una bolsa en la mano.
—¿Qué me das aquí?
—Nada, una bicoca. Usted necesitará dinero. Ahí tiene usted veinte onzas.
—No, no las necesito. Si las necesitara, las tomaría, como si me las diera un hermano o un hijo, pero no las necesito. Muchas gracias.
El cervato me volvió a abrazar, y montó a caballo y se fué. Por la noche recogí mi maleta.
Salí de la posada de Behobia y encontré una muchacha que iba a Bayona en un caballo con cacolet, y me entendí con ella para hacer el viaje.
A pesar de que la chica era sonriente y alegre y le gustaba hablar, el recuerdo de la jaula donde estaba metido el Empecinado, expuesto a los insultos de la canalla, no se me podía borrar de la imaginación.
Hice una porción de proyectos todos inútiles y sobre el vacío. Llegué a Burdeos, y, para olvidarme de la impresión penosa de la jaula de Roa, me suscribí a un gabinete de lectura y me dediqué a leer.
Le escribí al general Mina a Inglaterra, contándole lo que pasaba con el Empecinado, pero no recibí contestación.
De allí a algunos días, se presentó de vuelta mi primo Berroa. Desde su llegada, observé en su semblante gran mudanza; sin duda, le habían dicho que yo era un revolucionario peligroso.
Pocos días después me dijo Zangroniz, en confianza, que Berroa hablaba de mí como de un hereje amigo de Mina y del Empecinado.
Dos meses después de mi llegada a Burdeos apareció mi tío Ibargoyen. Fuimos Zangroniz y yo a verle a Royán; venía en una fragata. Yo no le conocía a mi tío. En el tiempo en que yo estuve en Veracruz él se hallaba viajando.
Mi tío Ibargoyen era un hombre de más de sesenta años, alto, grueso, sonrosado, jovial, franco, generoso y amigo de francachelas. Toda la vida la había pasado en el comercio de la China con Nueva España, habiendo comenzado su carrera de piloto en las Naos de Acapulco.
En Méjico le llamaban el Chino. Había ganado millones y se los había gastado alegremente.
El tío Ibargoyen se hizo muy amigo mío, le conté yo las vicisitudes de mi vida y le hablé del triste final del Empecinado, metido en una jaula en Roa.
—¿Dónde está Roa?—me preguntó.
Le enseñé en el mapa de España dónde se encontraba este pueblo.
—Imposible—dijo él—; si estuviera encerrado en una prisión de un pueblo de la costa, yo era capaz de armar un barco para socorrerle; pero ahí, tan dentro de tierra, es completamente imposible.
Lo comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general y mi amigo.
Desterrando el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.
Mi tío determinó hacer las compras de un cargamento, para venderlo en el mercado de Veracruz y en algunos otros pueblos de la costa mejicana. Se encargaron de la operación Zangroniz y mi primo Berroa; compraron grandes partidas de sedería francesa y varios miles de cajas de vinos de Burdeos y de Champagne. El valor del cargamento subió cerca de cien mil pesos.
Por entonces, un naviero vizcaíno, llamado Maíz, establecido en Burdeos, acababa de construír un bergantín, y se decidió hacer la expedición en él. El San Pablo era un hermoso barco. Lo mandaba el capitán Vander Weyer, marino holandés, y tenía una tripulación mixta de holandeses y franceses. Hecho el cargamento por Zangroniz y Berroa, el resto del cargamento lo realizaron Latorre, Iñigo, Ibarrondo y otros comerciantes amigos de mi tío, que tenían sus negocios en la costa mejicana. A petición de Zangroniz se me nombró a mí sobrecargo del San Pablo.
Embarcado todo el cargamento y listo el buque, fuimos una mañana todos a la catedral de Burdeos a oír la misa de partida.
Seguidamente, nos encaminamos al muelle, y, en una lancha grande, nos embarcamos el armador Maíz y los demás interesados en la expedición. En el bergantín estaba puesta la mesa sobre cubierta, porque hacía un tiempo delicioso. Ibamos de pasajeros un comerciante establecido en Santo Tomás, tres jóvenes que le acompañaban, mi primo y yo. Comimos, hubo sus discursos de rúbrica, se levaron las anclas y comenzamos a navegar por el Garona abajo, hasta Royán.
Nos despedimos de todo el mundo, pasamos la barra y nos pusimos en franquía.
Un año después, estando en Alvarado, en Méjico, con un ataque reumático en cama, leí el terrible final del Empecinado en un periódico francés. El guerrillero, al ser conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.
FIN DE LOS CONTRASTES DE LA VIDA
Itzea, febrero, 1920.
[1] Este relato es continuación del «Viaje sin objeto», en la «Ruta del Aventurero».
Págs. | ||
El capitán Mala Sombra: | ||
I. | Otra historia de Aviraneta. | 11 |
II. | Morillo y el Empecinado. | 15 |
III. | El Chiquet. | 23 |
IV. | En el Ayuntamiento. | 29 |
V. | Los vaqueros. | 35 |
VI. | El capitán Mala Sombra. | 39 |
VII. | La presa. | 47 |
VIII. | La decisión del capitán. | 55 |
IX. | Conchita Aguilafuente. | 61 |
X. | Pancalieri. | 69 |
XI. | Final. | 71 |
El Niño de Baza. | 73 | |
Rosa de Alejandría: | ||
I. | El viaje a Egipto. | 105 |
II. | La casa de Chiaramonte, el Maltés. | 117 |
III. | Nuestro amigo Mendi. | 125 |
IV. | La familia Chiaramonte. | 143 |
V. | Los conflictos de Mendi. | 147 |
VI. | La suerte. | 155 |
VII. | El cabo Yusuf. | 159 |
VIII. | Despedida. | 169 |
IX. | Noticias de Egipto. | 173 |
La aventura de Missolonghi. | 175 | |
El final del Empecinado. | 225 |