Title: Las Furias
Author: Pío Baroja
Release date: July 20, 2017 [eBook #55157]
Language: Spanish
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Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
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La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
Las furias.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
LAS FURIAS
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
A Pablo Schmitz, de Basilea, a quien conocí todavía en plena juventud y al que vuelvo a encontrar de nuevo, pasados veinte años, en los linderos de la vejez, con el mismo entusiasmo ardiente por lo noble y por lo puro y el mismo desdén por lo ruin y por lo mezquino; al amigo y al maestro, al que me unen la comunidad de recuerdos y la comunidad de simpatías,
El Autor.
LAS FURIAS
Hacia 1860—cuenta nuestro amigo Leguía—fuí con mi mujer, algo enferma del pecho, a pasar el invierno a Málaga, y me instalé en la fonda de la Danza, de la plaza de los Moros, en donde me hospedaba otras veces.
Esta fonda era de un gallego casado con una andaluza, y aunque no un hotel moderno (todavía no se habían implantado esa clase de establecimientos en España), se podía vivir con comodidad en ella. No dominaba por entonces el individualismo, un tanto feroz, que hoy reina en los hoteles, y se comía en la mesa redonda, y cada uno contaba a su vecino sus negocios y hasta sus cuitas. Teníamos mi mujer y yo, como compañero de mesa, un juez gallego que se quejaba constantemente de la comida de Málaga.
Para el juez gallego, todo lo de la ciudad y los alrededores era rematadamente malo. El juez estaba deseando que lo trasladasen a otro punto; pero[10] como, al parecer, era un buen funcionario, las personas influyentes de la ciudad habían pedido que no lo sacasen de allí, y el Gobierno lo dejaba en su puesto. Según pude entender, el juez gallego constituía el terror de la gente maleante del Perchel y del puerto.
Solíamos estar en la mesa tranquilamente, cuando se oía de pronto la voz del gallego que gritaba:
—¿Peru qué sardinas sun éstas? Estu no vale nada; estu no está frescu.
—No me diga usted ezo, don Juan—terciaba la dueña del establecimiento—; presisamente ayé me desía don Pepe Rodrigue que en ninguna parte se comía el pecao como en eta casa.
—Pues, señora, ¡estu no está frescu!—gritaba el juez con la misma energía que si estuviera dictando una sentencia de muerte.
—¿Quié usté que le traigan un poco de pescá?
—¡Qué pescada ni qué niñu muertu! Que me pongan dos huevus fritus.
—¿Lo quiere uté con patata?
—¡Patatas! Aquí no valen nada las patatas ¡Aquellus cachelus!
Yo me reía interiormente de las divergencias de opinión del gallego y de la andaluza; para el primero no había nada superior a lo que se criaba en las proximidades del Miño, y para la andaluza, Má[11]laga era el compendio de todas las excelencias culinarias y no culinarias.
Un día en que me hablaba el juez de sus campañas contra la gente maleante, le pregunté si sabía algo de la asonada política de Málaga en 1836, en que intervino Aviraneta y en la que murieron el conde de Donadío y el general Sanjust; pero el juez, por aquella época, no estaba en Málaga.
Preguntó a un joven, empleado en el Gobierno Civil, que se hospedaba en la fonda, quién podría tener datos de esta algarada.
—El que he oído decir que presenció este motín—dijo el joven—fué un señor de aquí.
—¿Quién?
—Pepe Carmona, un comerciante malagueño que es aficionado a escribir. ¿No le conoce usted?
—No.
—Pues es un hombre muy amable, muy tranquilo, muy frío, muy poco hablador, que parece un inglés. Sin embargo, su sino ha debido de ser tomar parte en estas trifulcas, porque de joven presenció una matanza que hubo en Barcelona en el mismo año que la de Málaga.
—Hombre, ¿qué me dice usted? Me interesa también ese movimiento de Barcelona—dije yo—. Me gustaría conocer a ese señor. ¿Podríamos verle?
—Sí; si usted quiere, le citaré una noche de éstas en el Casino.
—Muy bien; cítele usted.
—Pues ya le avisaré a usted para que vayamos a verle.
Pocas noches después fuimos al Casino el joven empleado y yo, y conocí a Pepe Carmona. Pepe Carmona era hombre de unos cuarenta y cinco a cincuenta años; hombre triste, amable y apagado. Tenía el tipo mixto que abunda en Málaga: los ojos azules, el pelo rubio, ya canoso; la nariz recta, la cara larga y huesuda; vestía con mucha pulcritud y lucía unas manos blancas, muy bien cuidadas. Al hablar ceceaba algo, pero con suavidad, sin aspereza alguna, y sonreía amablemente con frecuencia y con cierta timidez, un tanto rara en hombre ya de sus años.
Pepe Carmona me confirmó lo dicho por el joven del hotel y me aseguró que había conocido a Aviraneta en Barcelona, cuando las matanzas de la Ciudadela, en 1836, y que le volvió a ver en Málaga días antes de la muerte del general Sanjust, es decir, meses después de conocerle.
Le pedí me hiciera una relación de estos acontecimientos, de los cuales había sido testigo, y me dijo:
—Yo no sabría separar bien estos hechos con los recuerdos de mi vida; si usted quiere, le pres[13]taré un cuaderno de mis memorias, en el que he escrito esos acontecimientos que a usted le interesan.
—Con muchísimo gusto. No tendré ese cuaderno mas que el momento indispensable para leerlo.
—No, no; puede usted guardarlo el tiempo que quiera.
El señor Carmona me envió al día siguiente al hotel un grueso cuaderno muy bien empastado. Estaba escrito con una letra inglesa de comerciante y había intercalado en el texto algunos dibujos hechos por el mismo Carmona. Tanto la relación escrita como los dibujos ostentaban cierta facilidad elegante, pero no una fuerte personalidad. Al parecer, Pepe Carmona, en su vida como en su literatura y en sus dibujos, era un hombre amable y distinguido; pero no pasaba de ahí.
De sus memorias copio todo lo que puede interesarnos a los aviranetistas.
Mi padre—dice Pepe Carmona—era un comerciante malagueño, nieto de un irlandés por la rama materna. El decía que su familia irlandesa procedía nada menos que de reyes. Mi madre había nacido en Málaga, pero era oriunda de Burgos, de un pueblo próximo a Salas de los Infantes, de donde salió mi abuelo para poner una mercería en la calle Ancha.
La procedencia, medio irlandesa, medio castellana, me ha dado a mí un tipo poco meridional, que es, sin embargo, frecuente en Málaga, en donde hay mucha mezcla de razas.
Mi padre contaba con relaciones comerciales en Inglaterra; había estado varias veces en Liverpool y en Londres y adoptado las costumbres e ideas de los ingleses. Una de ellas era el considerar como el sumum de la vida el tener las maneras de un gentleman. Mi padre consideraba lo mismo[16] el ser gentleman que el ser rico; identificaba estos dos conceptos confundiendo el hecho con el derecho.
El caso fué que a mí me dió una educación de hijo de rico en un colegio de alto porte; que pasé temporadas en Madrid, y estuve en Inglaterra y en Francia. Naturalmente, yo me creí un hombre de fortuna que podía dispensarse costosas fantasías. En Londres me hice vestir por los mejores sastres, y en París tuve la humorada de tomar, como profesor de violín, a un alemán que me llevaba por cada lección un ojo de la cara.
Cuando volví a Málaga le dije, cándidamente, a mi padre que no sentía la menor afición por el comercio: me gustaba más la poesía, y puesto que él contaba con medios de fortuna suficientes para vivir, y yo también, si no le parecía mal, me dedicaría de lleno a la literatura. También le dije que probablemente no viviría en Málaga, porque aquel sol y aquella sequedad del paisaje me ponían malo.
Mi padre no dijo nada en contra de estos proyectos, y los aceptó con cierta tranquilidad irónica. Yo me dediqué a leer. Mis entusiasmos entonces eran Ossian y Walter Scott; conocía también algo de lord Byron. Por aquel tiempo comencé un poema épico: La Batalla de Lepanto, y esto me hizo separarme un poco de los Fingal, de los Morven y de las Malvinas, de los Rockeby y de[17] las Damas del Lago, para meterme de cabeza en la mitología grecorromana.
Compré la Odisea en una traducción francesa. La Eneida, en la versión de don Diego López, que, aunque decían que no era fiel, me servía para comprender el original, y La Jerusalén libertada, del Tasso. Sobre estos modelos me puse a imitar. Al mismo tiempo me enamoré de una muchacha de la buena sociedad malagueña. María Teresa era una chica muy buena y muy simpática; yo tenía por ella un entusiasmo loco. Nos conocíamos de niños, y nuestro afecto había ido naciendo lentamente. Yo me creía ya muy seguro en la vida, y, aun así, tenía por temperamento una gran timidez para todo.
Mi vida, por entonces, era muy agradable, y a pesar de que, para la mayoría de la gente, Málaga, en aquella época, pasaba por un pueblo aburrido y de poca sociedad, yo me encontraba admirablemente.
Mi tiempo transcurría en mi casa y en casa de mi novia. Los domingos paseaba con ella por la Alameda, y a todas horas le rondaba la calle. A veces me sentía muy melancólico, y esto lo atribuía a las pequeñas disensiones que tenía con mi padre y con mi novia.
En esto, mi padre, que estaba fuerte como una roca, así al menos lo decía él, cayó enfermo y en pocos días murió. Empezamos mi hermano y yo a intervenir en los asuntos de nuestra casa comercial, y resultó, según nos dijo nuestro socio, que mi padre, quitando algunas acciones de minas, que por entonces no producían nada, no tenía un cuarto.
Al poco tiempo todo Málaga se hallaba enterada de nuestra ruina. Hicimos un balance de cuentas que nos dejó espantados. Afortunadamente, mi madre, mujer enérgica, de carácter, tomó las riendas de la casa: cortó por lo sano; vendió joyas y mobiliario, quedándose sólo con lo imprescindible, y fuimos a vivir a una casita de campo de la Caleta.
Mi hermano y yo nos dispusimos a trabajar[20] para ver el modo de poner a flote el negocio de mi padre.
El socio nos manifestó una mala intención señalada, y vimos claramente que quería quedarse con la casa comercial, dando una pequeña pensión a mi madre. Nos enteramos del valor que podían tener las acciones de la compañía minera en donde mi padre había metido varios miles de duros, pero estas acciones se hallaban por entonces muy en baja, y nuestros amigos nos aconsejaron que esperáramos algún tiempo para venderlas.
Es muy poco grato vivir en un pueblo en donde se ha pasado por rico: se molesta uno al ver que la gente conocida huye del arruinado y se tiende a la desconfianza y a la suspicacia.
Los meses que pasé en Málaga, después de la muerte de mi padre, fueron para mí muy desagradables. Creía ver en todo el mundo apartamiento y desdén. Sólo mi novia seguía queriéndome y tratándome como hasta entonces.
Poco después, su padre se me acercó en la Alameda, y tras de largas consideraciones y de decirme que no me quería mal, me indicó que no visitara ni escribiera a su hija. Amablemente, me cerraba las puertas de su casa.
Yo volví a la mía completamente deprimido. Por entonces comencé a decaer, me sentía cansado y triste. Mi hermana, con más genio que yo,[21] se burlaba de mí y me decía que tenía sangre de chufas.
—Si éste es así, dejadle—observaba mi madre.
No era sólo pena y tristeza lo que yo tenía, porque pocos días después tuve que acostarme y pasé durante cuatro semanas la fiebre tifoidea.
Cuando empecé a levantarme, mi madre, viendo que seguía lánguido y triste y que no reaccionaba rápidamente en la convalencia, me dijo:
—Lo que tú tienes que hacer es marcharte de aquí.
—¿Adónde?
—Qué sé yo. El mundo es grande.
—Está uno bastante mal preparado para luchar en la vida.
—Otros con menos medios que tú han llegado a ser algo.
Sabía un poco de francés, inglés y cuentas. Me hubiera gustado ir a vivir a Inglaterra, pero comprendía que el aprendizaje allí sería demasiado caro y demasiado largo para un hombre sin medios.
Consulté con un capitán de barco, el capitán Barrenechea, que hacía la travesía de Cádiz a Barcelona, y éste me dijo que me llevaría a cualquier punto de su trayecto gratis. Quedamos, Barrenechea y yo, en que primeramente intentaría probar fortuna en Valencia. Era a principio de la guerra,[22] en 1833. Me embarqué en la Bella Amelia, y estuve en Valencia un mes sin encontrar nada que me conviniera, y cuando volvió de nuevo el barco de mi amigo el capitán fuí con él a Tarragona.
Al bajar, en el puerto, Barrenechea me dió dos cartas de recomendación. Una, para un señor Serra, comerciante, y la otra, para un capitán de cabotaje, llamado Ramón Arnau, que vivía cerca del puerto.
El capitán Arnau, hombre tosco, no muy amable, me recibió de una manera un tanto ruda. Me convidó a comer en su casa y me llevó por la tarde al escritorio del señor Serra, que tenía un gran almacén de granos y de harinas en una calle próxima al puerto. El señor Serra me sometió a un interrogatorio, y gracias al capitán Arnau, que vino en mi ayuda, pude salir bien del paso. Hice valer mis conocimientos y entré en la casa como escribiente y tenedor de libros, con veinticinco duros al mes.
Ya aceptado y con un empleo fijo, tuve que pensar en la cuestión del alojamiento, cuestión difícil, porque había por entonces mucha guarnición en el pueblo y dos o tres regimientos más que de ordinario, con lo cual todas las fondas y casas de huéspedes estaban ocupadas por oficiales.
El hijo de mi patrón, Emilio Serra, me dió una[24] tarjeta para que visitara a dos señoras, tía y sobrina, que vivían en la calle de las Moscas, calle del pueblo viejo, entre la muralla y la Catedral. Tardé bastante en encontrar la calle, que estaba en lo más elevado de la ciudad, cerca de la capilla de San Magín.
Encontrada la casa, llamé y subí hasta el último piso. Las dos señoras, tía y sobrina, eran castellanas; me recibieron amablemente y me alquilaron un cuarto espacioso, con una ventana que caía a la parte de atrás de la calle de las Moscas, hacia la muralla.
Al principio vacilaron en darme hospedaje completo con la comida; pero a lo último, y diciéndoles yo que me acomodaría a sus gustos y costumbres, quedamos en que comería con ellas.
Mis patronas, como he dicho, eran tía y sobrina. La tía, viuda de un comandante retirado, muerto en Tarragona; la sobrina, soltera. Doña Gertrudis era una señora de pelo blanco, ojos claros, de aire muy amable y muy inteligente, y vestida siempre de negro. La sobrina, Eulalia, de unos cuarenta años, tenía los ojos muy vivos, la boca grande, de dientes blancos, los ademanes enérgicos y apasionados. Eulalia vestía también de negro; según supe después, un novio con quien iba a casarse había muerto días antes de la proyectada boda y se consideraba como viuda.
A mí me parecía por su pureza y su fidelidad un tipo intermedio entre Astrea y Artemisa.
El primer día que comencé mi trabajo en la oficina de don Vicente Serra me pareció muy largo y penoso. Por la noche hablé con las dos señoras de mi casa largamente y les conté mi vida.
Eran doña Gertrudis y Eulalia de cerca del pueblo de la familia de mi madre, y con tal motivo intimamos, considerándonos como medio paisanos.
—Es extraño—me dijeron varias veces, una y otra—. Usted no tiene nada de andaluz.
La amabilidad de mis patronas suavizó la vida que llevaba en Tarragona. Mi patrón, don Vicente Serra, hombre de unos cincuenta y tantos años, no me resultaba nada simpático: era frío, soberbio, ordenancista; tipo del comerciante rico que se da en todo el Mediterráneo. Me dijeron que prestaba dinero a usura y que, a pesar de ser muy santurrón y de ir a todas las procesiones y ceremonias religiosas, andaba en relaciones con las Celestinas del pueblo.
El hijo, Emilio Serra, no era tampoco simpático: se manifestaba muy déspota y muy orgulloso de su riqueza. Los Serra tenían una de las casas más lujosas de la Rambla de San Carlos.
En los días siguientes de mi estancia allí me[26] fuí haciendo cada vez más amigo de las señoras de mi casa. Arreglé mi cuarto, que era grande, espacioso, blanqueado, con vigas azules en el techo, a mi gusto. Puse en las paredes algunas estampas y litografías traídas de Inglaterra, un estante para mis libros, una mesa delante de la ventana, y me prestaron mis patronas un sillón, con los brazos terminados por cabezas de pato, muy cómodo.
Mi cuarto daba a una sala empapelada de verde, con su piano, su cómoda, el espejo pequeño con marco de caoba, dos retratos al óleo y varias estampas. Esta sala tenía una sillería de estilo inglés. Eulalia me dijo que podía escribir allí si quería, pero yo le contesté que con mi cuarto me bastaba.
Eulalia tocaba muy bien el piano, daba algunas lecciones y cantaba con mucho gusto. Yo la oía, sobre todo los domingos y días de fiesta, desde mi cuarto, sentado cerca de la ventana, por donde se veía, enfrente y a la derecha, el Campo de Marte, dominado por el alto del Olivo, y a la izquierda, la ribera del Francolí, un inmenso jardín lleno de bosques de palmeras, de limoneros y de almendros.
Aunque no conocía Grecia, me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas bucólicos de la Hélade.
Por Eulalia me enteré, días después, que la casa donde vivíamos estaba en el emplazamiento del antiguo Foro y próximo al Capitolio.
—¿Así que vivimos entre el Foro y el Capitolio?—le pregunté a Eulalia.
—Sí, señor. Ya ve usted qué honor. Aquí cerca, al lado de la puerta del Rosario, están también los muros ciclópeos.
Contemplé estos trozos de murallas, construídos con enormes peñas por pueblos antiquísimos y fabulosos. El Capitolio, según me dijeron, ocupaba un espacio limitado por una línea que, partiendo de la calle de las Escribanías Viejas, pasaba por la parte superior del Horno de los Canónigos y la pared del claustro de la Catedral, y cruzaba por frente al convento de la Enseñanza, hasta la casa del Arcedianato de San Lorenzo. En este sitio había existido la torre del Patriarca, torre en[28] donde estuvo prisionero Francisco I, después de la batalla de Pavía, antes de ser trasladado a Madrid, y que fué volada por los franceses en 1813. Dentro del recinto del antiguo Capitolio entraba también el jardín del Magistral.
El Foro, al parecer, comenzaba en el castillo de Pilatos y plaza del Rey, seguía por la calle de Santa Ana, yendo a formar ángulo con la de Santa Teresa, próximamente a la casa del Horno de Salas; desde aquí seguía en línea recta por la Mercería, escaleras de la Catedral y calle de la Civadería, trazaba un ángulo en la calle de las Moscas, seguía la línea por el arco de Toda y el huerto de la casa de las Beatas, cerrando la línea en la plaza del Pallol.
Del Foro se conservaba todo su ámbito: las bóvedas subterráneas en la calle de la Mercería, y las superficiales en la parte de atrás de la Catedral.
No lejos de casa estaba también el palacio de Augusto, la torre de Pilatos, y hacia el mar, el Circo, donde se encuentra ahora el presidio del Milagro.
Esta vecindad, con los antiguos monumentos ilustres de la época, me llenaba vagamente la imaginación de ideas trascendentales.
Cuando salía de mi trabajo e iba a casa de mis patronas marchaba muy alegre. Les contaba cómo había pasado el día, y les llevaba noticias que co[29]rrían por el pueblo acerca de la guerra. Ellas, a su vez, sabían otras noticias, y confrontábamos las suyas con las mías.
Por las noches de invierno, después de cenar, teníamos en la mesa-camilla, doña Gertrudis, Eulalia y yo, largas conversaciones. Doña Gertrudis me contaba escenas de la guerra de la Independencia, presenciadas por ella. Esta guerra había dejado, como en otras ciudades españolas, un terrible recuerdo en Tarragona. Tarragona se defendió contra los franceses con un gran valor, como Zaragoza y Gerona. Los dos meses que duró el sitio de la ciudad fueron de una espantosa carnicería.
Doña Gertrudis recordaba al viejo general don Senén Contreras, yendo y viniendo por los baluartes, rodeado por su Estado Mayor, hablando siempre a los soldados y a los guerrilleros con una gran energía y un frenético entusiasmo. Doña Gertrudis contaba con muchos detalles la vida del pueblo en los meses de sitio, las mil cábalas que se hacían acerca de la suerte de la ciudad y las versiones que corrían sobre la ferocidad de las tropas del mariscal Suchet.
Por lo que decía ella, a quien más odiaba entonces el vecindario era a la legión italiana, que estaba con un regimiento de sitio también italiano, entre el fuerte de Loreto y el mar.
Esta legión se hallaba formada por sicilianos,[30] napolitanos y corsos, reunidos en un depósito de reclutamiento en la Isla de Elba. La legión se hallaba constituída por aventureros, bandidos y ladrones capaces de todo. Uno de sus sargentos, Bianchini, se supo que había hecho la apuesta de comerse el corazón del primer centinela español que matase, y, por lo que se dijo, se lo llegó a comer.
La crueldad y la violencia de este hombre se hicieron legendarias, y la gente le llamaba El Dimoni. El tal Bianchini hizo varios prisioneros españoles, y como premio pidió al general ser el primero para entrar al asalto en Tarragona. En la brecha cayó muerto.
El mariscal Suchet reconoció que los españoles se batían como leones.
La gente del pueblo insultaba con furia a los franceses desde las murallas, y patrullas de mujeres iban armadas con su fusil a las avanzadas. Una de ellas, la Calesera de la Rambla, tuvo gran fama en aquella época.
Durante los días del asalto, la rabia de sitiadores y sitiados llegó al colmo. Los españoles mataron, en un encuentro, al general Salme, y los franceses, después de fusilar a unos cuantos españoles, escribieron con la sangre de sus víctimas este letrero en la muralla: «Queda vengada la muerte del general Salme».
Los últimos días del asalto fueron terribles. Los franceses, enfurecidos, no daban cuartel; los españoles se habían refugiado en la Catedral, y desde sus puertas hacían un fuego horroroso. Los franceses tuvieron que tomarla a cañonazos y a tiros, y desde la plaza de Las Coles hasta la entrada del templo fueron dejando, en la ancha escalinata que sube hasta él, racimos de muertos. Cuando entraron en la Catedral no dejaron dentro vivo a nadie de los que allí se habían refugiado. El suelo estaba lleno de sangre. Los franceses no respetaron heridos, ni enfermos, ni mujeres, ni chicos. Se contaba que los granaderos echaban a los niños por las ventanas y los recibían en la calle otros soldados en las puntas de las bayonetas. Después de la gran matanza, los franceses hicieron ocho grandes hogueras alrededor de la ciudad para quemar los muertos, y estas hogueras estuvieron echando espirales de humo grasiento y horrible durante días y días.
La desgracia de España hizo que, después de la postración producida por la guerra de la Independencia, viniera la lucha política encarnizada y cruel. Era, sin duda, indispensable alcanzar cierto grado de libertad de conciencia y de vida práctica. Los pueblos deshechos, despoblados, tardaban mucho en levantarse y en volver a la vida normal. Se había adquirido el hábito de la violencia; los[32] hijos de los feroces guerrilleros, naturalmente, no podían ser mas que sanguinarios y crueles.
Después de la nueva campaña que hicieron los franceses realistas con el duque de Angulema, y que, afortunadamente, acabó pronto, vinieron las intrigas de los Descontentos. Eulalia había conocido a uno de sus jefes, al coronel Rafi Vidal, y vió a la señorita de Comerford en la casa del canónigo hospitalero de la Catedral, don Guillermo de Roquebruna. Eulalia me describió con entusiasmo la belleza de esta señorita irlandesa, que luego resultó enredada con un fraile.
Eulalia y doña Gertrudis me hablaron del terror que reinaba en Tarragona en tiempo del conde de España; los presos que venían de noche de los pueblos del llano y eran encerrados en el castillo de Pilatos o en el Fuerte Real, y de la bandera negra que aparecía en los baluartes, por lo cual se sabía que el día anterior se había enterrado o echado al mar un cadáver destrozado por las balas.
Todavía presentaba un carácter más horrible, según Eulalia, lo que pasaba en los calabozos de la Falsabraga, entre la barbacana y la muralla, hacia el palacio arzobispal. Desde la ventana de mi cuarto se oían en aquella época, casi todas las noches, gritos, lloros, lamentos y, con frecuencia, descargas cerradas. Luego se veían pasar hombres lle[33]vando algún bulto, precedidos por otro con un farol. Nadie se atrevía a acercarse al sitio en donde se sospechaba que alguien había sido enterrado; reinaba el más profundo terror, y la idea de ser llevado a la presencia del conde de España inquietaba a todo el mundo.
Yo escuchaba estas historias lleno de espanto, pero al mismo tiempo la tranquilidad de que gozaba por entonces me llenaba de satisfacción.
Doña Gertrudis me trataba como si fuera su hijo; yo iba sintiendo por ella gran afecto. Hicimos el proyecto de que, si acababa pronto la guerra, marcharíamos juntos a Salas de los Infantes. Ellas habían estado hacía pocos años; pero ya no podían soportar el frío de aquella región. Además, por estos días campeaba por allí el Cura Merino con su gente.
Llevaba yo un año en Tarragona. En medio de este ambiente apacible y algo melancólico me encontraba muy bien. En Málaga había vivido tan retraído, que la vida que hacía en Tarragona, quizá para otro monótona, a mí me bastaba.
Esta existencia rutinaria me llenaba por completo. Los domingos paseaba y, después de la misa, solía comprar alguna golosina para llevarla a casa. Por la tarde, a la hora de vísperas, casi siempre iba a pasear al claustro de la catedral. El jardín del claustro, con sus arrayanes y su pozo,[34] sus cipreses y sus limoneros, me conmovía. No quería saber nada arqueológico; si a veces oía las explicaciones de algún cicerone, las olvidaba en seguida.
Me bastaba con disfrutar de aquel silencio, de aquel reposo lleno de misterio, que me daba la impresión de un lugar de Oriente. A la hora de las vísperas escuchaba el rumor lejano del órgano, el canto de los canónigos; veía a los mendigos envueltos en sus capas, rezando bajo una puerta primorosamente labrada, y todo esto me hacía soñar en una época pretérita y mejor.
Por la tarde iba al paseo de La Rambla, donde tocaba la música militar, y contemplaba a las señoritas de la aristocracia y a las menestralas, vestidas de negro, con unos cuerpos de diosa y la cara pálida de vivir a la sombra. Al anochecer, los días de fiesta, solíamos tener en casa alguna pequeña reunión musical, y yo tocaba el violín y Eulalia me acompañaba en el piano.
Por entonces se empezó a hablar de los carlistas catalanes Tristany, Brujó, Caballería, etc.
Entre estos había cabecillas audaces y atrevidos; pero no contaban con un hombre como los del Norte, con Zumalacárregui.
Luego, poco después, se empezó a hablar constantemente de Cabrera y de sus campañas en el Maestrazgo. A Cabrera, unos le consideraban[35] como un monstruo, y otros, como el más acabado tipo del caudillo defensor del trono y del altar.
Zumalacárregui y Cabrera eran en este tiempo, y peleando en el mismo bando, dos símbolos de las dos corrientes opuestas y contrarias de la España clásica. El uno, la perseverancia y la visión clara y penetrante del hombre del Cantábrico; el otro, el brío, la gallardía y la fiereza del Mediterráneo. Mientrastanto, el resto de España esperaba.
Algunas veces iba a visitar al capitán Arnau, a quien me había recomendado Barrenechea, el de la Bella Amalia. Don Ramón Arnau, hombre de unos cuarenta a cincuenta años, fuerte, enjuto, bien hecho, con la cara curtida por el sol y el aire del mar, era de estos tipos secos, avellanados, que produce la vida de a bordo.
Arnau iba siempre cuidadosamente afeitado y muy limpio; era hombre serio, de movimientos rudos, y hablaba de una manera casi siempre áspera y malhumorada. A mí no me manifestaba la menor simpatía; me consideraba, sin duda, como un señorito mimado, incapaz de un arranque de entereza.
Don Ramón se manifestaba liberal y anticlerical; no iba casi nunca a la iglesia; su mujer, aunque de menos edad que él, parecía más vieja, casi como si fuera su madre.
El capitán se mostraba con ella duro, dominador, creyendo, sin duda, que la misión de las mujeres es la de obedecer sin réplica y trabajar sin la menor distracción. La mujer del capitán seguía siempre la mirada de su marido y temblaba cuando éste se enfurruñaba. Arnau tenía esa idea de la autoridad del pater-familias romano, y se consideraba infalible e indiscutible.
En casa de Arnau conocí a sus hijas, María Rosa y Pepeta. María Rosa, muchacha rubia y blanca, me pareció un poco pava; la Pepeta, morena, con ojos verdes claros y tonos azules alrededor de los ojos, era verdaderamente bonita.
Las dos chicas, a pesar de su belleza y de su juventud, no me gustaban del todo por lo ásperamente que hablaban el castellano. Yo creía entonces, y tardé bastante tiempo en darme cuenta de tal preocupación, que por ser andaluz era superior a los catalanes. No comprendía que si un catalán puede ser ridículo hablando castellano entre castellanos, un castellano es ridículo hablando catalán entre catalanes. Lo mismo le pasa al español que habla francés, o al francés que habla español. Se cree también que unos idiomas son eufónicos y agradables al oído, y otros, no; pero todos los idiomas son eufónicos para el que está acostumbrado a ellos.
Arnau poseía una casa de campo en el camino[39] de Barcelona, que va costeando por entre pinares y la marina, a poca distancia del Hostal de la Cadena. Esta torre, como la llamaban allí, era pequeña y blanca, tenía un hermoso huerto, un jardín con una terraza y una azotea desde la que se divisaba el mar. El huerto era grande, con naranjos, granados, limoneros y otros árboles frutales; el jardín tenía varios cuadros separados por boscajes de mirtos y de madreselvas, que formaban calles en sombra. Casi siempre, en invierno y en verano, resplandecían innumerables flores, y constantemente había frutos, pues cuando unos estaban ya maduros otros comenzaban a brotar. La naranja y el limón, las cerezas y los albaricoques, las peras y las manzanas, los higos, las granadas y las nueces se sucedían sin descanso.
Cuidaba este huerto Pascual, un mozo de unos veinticinco a treinta años, fuerte, tostado por el sol, algo pariente de Arnau. Pascual trabajaba constantemente y tenía un gran amor por la agricultura.
En el jardín había una pequeña glorieta cubierta con enredaderas y un gran pino alto, de copa redonda y tronco morado.
La tapia, pintada de azul, tenía encima jarrones de porcelana llenos de cristales de colores que despedían al sol brillantes destellos.
En mi poema La Batalla de Lepanto introduje[40] más o menos subrepticiamente el jardín de la torre de Arnau y lo convertí en el jardín de las Hespérides, con sus ninfas guardadoras de las manzanas de oro: Egla, Aretusa e Hiperetusa. A Pascual, el hortelano, le llamaba Vertumnio. Cierto que el mitológico jardín no tenía nada que ver directamente con el resto de mi poema; pero yo me consideraba con derecho para vagabundear como poeta en alas de la fantasía por el mundo entero.
Varias veces fuí a la torre de Arnau solo o acompañado por algunos amigos, sobre todo los días de fiesta. María Rosa y Pepeta reinaban en aquel huerto con sus trajes blancos y sencillos, como Flora y Pomona. Estas chicas catalanas, que no conocían la timidez ni el rubor, eran completamente ingenuas y naturales y hablaban de una manera terminante y enérgica. No tenían María Rosa y Pepeta nada de ninfas tímidas y ossianescas ni de damas lacustres; mejor hubieran podido pasar con un poco de imaginación por diosas paganas.
María Rosa todavía era algo romántica; Pepeta tenía un realismo aplastante.
Conmigo solían ir dos pretendientes de María Rosa y de Pepeta: Pedro Vidal y Juan Secret.
Pedro Vidal había sido teniente de voluntarios realistas, y en aquella época se manifestaba satisfecho de no serlo y se sentía partidario de la Reina. A pesar de esto, el capitán Arnau no le perdona[41]ba el haber pertenecido a la milicia realista y le manifestaba una marcada antipatía.
Vidal era pariente del coronel Rafi, sublevado en Tarragona, al frente de los Descontentos, y a su familia se la consideraba en el pueblo como absolutista. Vidal y un hermano suyo vivían obscuramente con su madre en una callejuela próxima a la Catedral.
Secret gozaba de la completa simpatía del capitán Arnau. Secret era hombre bajito, rojo y barbudo; su gran preocupación consistía en parecer alto. Cuando se le oía andar sin verle, por ejemplo, de noche, se creía que pasaba un gigante; tales zancadas solía dar.
Secret tenía el título de maestro de escuela y se vanagloriaba de haber publicado un periódico liberal en Reus. Lector de la historia de la revolución francesa, sentía un frenético entusiasmo por sus doctrinas y por sus hombres.
Secret sabía el francés, había vivido unos meses en Perpiñán y leído obras del vizconde de Arlincourt, y estaba convencido de que su mirada magnetizaba y fascinaba como la de las serpientes de los cuentos. Creía que era de esos hombres fatales que destrozan el corazón de las mujeres, de esos hombres que ríen de sus víctimas con una risa sarcástica y mefistofélica y que tanto abundan en los novelones y en los melodramas.
Sus amigos se burlaban de él y aseguraban que, por entonces, al menos, no se sabía que hubiera hecho ningún gran destrozo en las vísceras cardíacas del bello sexo.
Eso de parecer un hombre fatal siempre ha sido y será, sobre todo en época de romanticismo, cosa muy agradable. Secret, antes de vivir en Francia, figuró entre los absolutistas y formó parte de los Descontentos.
Su estancia en Perpiñán trastornó sus ideas y comenzó de pronto a sentirse liberal, y acabó siendo antirreligioso y republicano.
Secret era bilioso, colérico y partidario de incendiar, de matar y de no dejar títere con cabeza. El decía que estaba afiliado a la sociedad de carbonarios, pero sus amigos tampoco lo creían. Secret echaba grandes discursos en castellano, desdeñaba el uso del catalán y dominaba con sus adulaciones, y lo tenía preso en su tela de araña al capitán Arnau. No sabía yo exactamente si este hombre se dirigía a María Rosa o a Pepeta, pero ninguna de las dos le acogía con agrado.
Los conocidos me daban broma por mi amistad con la Pepeta, pero era inútil: tenía en la memoria impreso de una manera imborrable el recuerdo de María Teresa, y, además, reconociendo que era una tontería, no podía pasar por el acento catalán áspero de Pepeta. No me parecía nada femenino.
Otro comensal de la casa amigo de Arnau y muy liberal era un farmacéutico, Castells, un hombre gordo, tranquilo, que tenía su farmacia en una esquina de la Rambla de San Carlos.
Castells era un tanto fantástico: tenía ideas raras y originales; creía que la ciencia, con el tiempo, realizaría todos los milagros que se suponen hechos en la antigüedad, y pensaba que por la química se llegarían a hacer seres vivos.
Este Castells daba siempre la nota pintoresca y extravagante. Cuando íbamos a su farmacia solía obsequiarnos con magníficos refrescos, que componía con varios ingredientes en alguna probeta con el mismo aire que si estuviera haciendo un experimento o una reacción química.
En la casa de Arnau, en último término se destacaba la tía Doloretes, pariente de la mujer del capitán. Era ésta una mujer muy vieja, negra como un cuervo, acartonada, con una mirada muy viva y una manera de hablar exagerada y expresiva.
La pobre vieja vivía con el hortelano Pascual constantemente en la torre; había tomado la misión de trabajar para los demás y cultivaba la huerta, y estaba satisfecha si sus sobrinas nietas le hacían alguna vez una caricia.
No se podía ir con frecuencia a la torre de Arnau, porque muchas veces se decía que algún[44] grupo de carlistas rondaba por las proximidades del Hostal de la Cadena. Yo, en general, los días de fiesta prefería quedarme en casa y añadir unas cuantas octavas reales más a mi gran poema.
A veces desconfiaba de este mamotreto, que iba creciendo y creciendo de tamaño, y en el que yo me pintaba como un hombre atrevido, conquistador y valiente; pero otras, me entraba de lleno la ilusión y pensaba en legar al mundo una obra maestra.
Cerca de la torre de Arnau, y entre la carretera y el mar, delante de una estrecha playa pedregosa se levantaba una casucha terrera, construída con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que se pudría con la humedad y el sol.
Esta casucha, próxima a la torre de Arnau y al Hostal de la Cadena, se llamaba la casa del Negre.
El Negre había sido un pescador borracho y contrabandista que durante muchos años antes[46] de la guerra de la Independencia había vivido allí. El Negre parecía hombre jovial, pues se pasaba la vida fumando en su pipa, componiendo sus redes en la playa y cantando. Una de las coplas que más le gustaba repetir era ésta:
Un día el Negre hizo un extraño descubrimiento. Tenía su barca estropeada y había ido a pescar a una roca próxima a Tamarit del Mar, con su caña y una cesta, en la que llevaba un pedazo de pan y una botella de aguardiente.
Por la noche el pescador volvió trastornado, y, en vez de quedarse en su casa, entró en el Hostal de la Cadena.
Según dijo el Negre, había visto claramente una sirena blanca que tenía el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas. Se le había agarrado a la cuerda de la caña, y al levantarla en el aire dió un grito, se hundió en el agua y desapareció.
Se discutió el hallazgo en la taberna. Unos se pusieron a favor, y otros, en contra. El Negre afirmó que él sabía lo que eran las sirenas, porque en su juventud había visto una en el mascarón de[47] proa de un barco, medio blanca, medio verde y con un arpa dorada en la mano.
El Negre describió su sirena con toda clase de detalles. Era rubia, con los ojos azules y los pechos blancos. Unos días después, dos jóvenes fueron a la roca próxima a Tamarit y vieron que el agua se revolvía al pie. Quizá había alguna pareja de delfines.
Desde entonces los vecinos de por allá llamaron a la roca la Roca de la Sirena.
El Negre no sabía a punto fijo lo que había visto, y cuando hablaba del hallazgo de su sirena lo contaba todas las veces de distinto modo.
El Negre murió a fuerza de ver cosas raras, porque siempre que las veía llevaba su botella de aguardiente, y más cosas raras veía cuando más alcohol penetraba en su cuerpo.
Poco después de la muerte del Negre apareció, habitando la casa, un vagabundo medio gitano, a quien llamaban el Caragol. Este hombre, enfermo de tercianas y de color pajizo, vivía enredado con una mujer muy guapa, llamada Teodora, que no le guardaba la menor fidelidad, porque constantemente, y de noche, entraban y salían hombres en aquella casa.
Un día el Caragol vino con tres mujeres, que dijo eran hermanas de la que vivía con él. No se sabía de dónde llegaban. Hablaban estas mujeres[48] una lengua mixta de catalán, de italiano y de ruso.
Venían de muy de lejos; quizá ni ellas mismas sabían dónde habían nacido. La gente creía que eran gitanas o medio gitanas estas hijas de la tierra. La Teodora, la del Caragol, al lado de ellas se destacaba como una Venus, confirmando la idea de los antiguos griegos de que Venus era hermana de las arpías.
Mientras el Caragol estaba enfermo, la Teodora anduvo enredada con un marinero. Sus hermanas, las tres flacas, secas, negras, malhumoradas, chillonas y amenazadoras, trabajaban en el bancal de la casa del Negre, lavaban la ropa y salían a pescar pulpos entre las rocas.
Las llamaban la Nas, la Escombra y el Mussol: la Nariz, la Escoba y el Mochuelo.
En mi poema, en donde les di también entrada a estas mujeres, eran Alecto, Thisiphone y Megera.
La Teodora tuvo una hija muy rozagante del marinero, y luego, en tiempo de la guerra de la Independencia, se enredó con Bianchini, el soldado de la legión italiana a quien llamaban el Dimoni, del que tuvo un hijo.
Poco después, el Caragol murió, y la Teodora desapareció del pueblo dejando a sus supuestas hermanas la chica y el chico.
Las tres viejas arpías, la Nas, la Escombra y[49] el Mussol, quedaron en la casa del Negre, trabajando como bestias para mantener a los dos sobrinos.
Por lo que se supo después, las tres furias hacían contrabando.
Algunas noches se veían luces en el mar y en la casa del Negre; después un falucho se acercaba a la costa frente al Hostal de la Cadena, y tres sombras iban a la pequeña playa, entraban en el mar y salían con pesados fardos, que iban subiendo a depositarlos en el Hostal de la Cadena y en la casa del Negre. Paquetes de tela, de tabaco y armas para los carlistas habían sido llevados al hombro por aquellas tres mujeres.
Una noche en que el comandante de carabineros, de acuerdo con un contrabandista que dirigía el movimiento, había dispuesto enviar todos sus soldados lejos de la playa en donde se iba a verificar el contrabando, se presentaron dos carabineros al olor de la combinación, en la que ellos no participaban, pretendiendo tomar parte en el botín.
Uno de los carabineros mandó pararse a dos de las furias de la casa del Negre, a la Nas y al Mussol, a las que sorprendió subiendo por la playa cargadas con fardos. Estas tuvieron que echar su carga al suelo. El jefe de la maniobra terció en la cuestión, se entendió con los dos carabineros y siguió haciéndose el alijo.
Unas semanas después, una noche obscura, las tres hermanas volvían de la playa con unos fardos de tabaco al hombro, cuando uno de los carabineros que les había sorprendido noches antes les dió el alto.
—¡Alto! A ver esos fardos.
Las tres mujeres echaron los fardos al suelo. El carabinero los reconoció.
—¡Hala!—dijo después—; tenéis que venir conmigo a la comandancia.
Las tres mujeres suplicaron encarecidamente al carabinero que les dejara; pero el otro, con la petulancia del hombre armado y con uniforme que se cree autoridad, aseguró que no cedería.
Entonces las tres furias se hablaron en su lengua, y rápidamente se lanzaron sobre el carabinero; una le sujetó los brazos por detrás; la segunda le tapó la boca, y la otra, abriendo un cuchillo, le dió tres cuchilladas profundas en el pecho. El carabinero quiso gritar y mordió en la mano a una de las mujeres; pero entre las tres le tumbaron en la arena, y allí le dieron más cuchilladas, hasta que lo dejaron muerto.
Ante el cadáver, las tres hermanas conferenciaron; decidieron meterle en su bote, y, pasando por delante del puerto, lo dejaron cerca de la salida del río Francolí. Después volvieron, limpia[51]ron el bote perfectamente, quitaron las huellas de sangre de la arena y guardaron sus fardos. Esta muerte hizo que se abriese un proceso, en que hubo indicios para acusar a las tres mujeres de la casa del Negre, que fueron a la cárcel.
Mi patrón, don Vicente Serra, que, sin duda, tenía alguna relación con estas mujeres por cuestiones de contrabando, les dió dinero para que pudiesen poner fianza y salieran a la calle.
Estas tres mujeres llegaron a producir el terror en los alrededores del Hostal de la Cadena. Tenían las tres el perfil agudo, algo de pájaro en la cara, una manera de andar llena de fuerza y de brío; sobre todo, una de ellas, la menor, el Mussol, parecía ir volando cubierta con sus harapos negros. La gente creía a estas tres mujeres capaces de todo. Algunos pensaban que hacían mal de ojo y que podían atraer las desgracias, las pestes y las calamidades sobre las personas que odiasen.
La mayor de ellas, la Nas, tenía una cara fuerte, dura, inmóvil; la nariz, recta y cortante como un cuchillo; el pelo, negro, en dos bandas; el pañuelo, también negro, en la cabeza, y el brazo, seco y membrudo, como una raíz retorcida. La Escombra se caracterizaba por sus pelos alborotados, andaba siempre sucia y greñuda, y se la tenía por aficionada al aguardiente. El Mussol pare[52]cía realmente un mochuelo. Nadie entraba en su casa. Si alguno se paraba a mirarlas desde la carretera, le insultaban. Los dos sobrinos de estas furias eran a cual más inútiles y perezosos. La chica, que se llamaba Teodora, como su madre, pero a la que decían Dora, era rubia, vagabunda, y andaba en el Hostal de la Cadena en compañía de otra muchacha de mala fama. Se las veía a las dos a orillas del mar hablando con marineros y carabineros. La Dora, perezosa, tumbona, rozagante, no hacía mas que vagabundear y cantar. Era una mujer guapa, fuerte, de muchas caderas, que hubiera podido servir de modelo a una Venus Calipiga.
Al chico, que entonces tendría quince años, le llamaban el Caragolet y el Dimoni; trabajaba por temporadas, yendo a pescar en algún falucho, y solía vagar por la playa y los alrededores. A los quince años ya galleaba, rondaba a las mozas, vestía muy pincho, con gorro rojo, camisa de color y pantalón blanco; era hipócrita y sanguinario. Tenía un perro sarnoso, que se llamaba Napoleón, que era el compañero de sus hazañas. Era un perro tan hipócrita como su amo, que se acercaba amablemente al que le llamaba y, de pronto, le mordía en una pierna y echaba a correr.
Las tres furias de la casa luchaban a brazo partido con la vida angustiosa y miserable; tenían[53] que pagar deudas y dar a mi patrono Serra lo que éste les había prestado.
Mientrastanto, la Dora y el Caragolet se divertían.
Hasta las tres hermanas llegaba la mala fama de sus sobrinos y, sobre todo, las aventuras de la muchacha, que, a su modo de ver, las deshonraba.
Estas furias tenían un odio terrible contra todo y contra todos; el rencor de los parias por los prestigios que ellos no pueden alcanzar. A pesar de su miseria, la idea de la honra era en ellas extremada y vidriosa; odiaban furibundamente a los que andaban con su sobrina, y al mismo tiempo la admiraban a ella por el atractivo y el garbo que tenía.
A uno de los que consideraban como su mayor enemigo era a Pedro Vidal, que había andado con la Dora. Por entonces supe yo que don Vicente Serra había querido llevar a una casa de Tamarit del Mar a la Dora, y ésta, burlándose del viejo comerciante, había alardeado de sus amores escandalosamente con Vidal.
Las furias de la casa del Negre tenían un profundo odio por este muchacho, que impidió que la Dora llevase una vida de menos escándalo que la que había llevado hasta entonces. Según me dijo Vidal, muchas veces, al pasar por delante de[54] la casa del Negre, había visto alguna de las viejas que le mostraba el puño con rabia.
Aquellas tres mujeres, siempre trabajando, despreciadas por todos, sin apoyo ninguno, me daban a mí una profunda lástima.
Hay ciudades en el Mediterráneo en las cuales su antiguo esplendor queda como sumergido en la obscuridad de la historia. Son ciudades que viven todavía una vida intensa y que las preocupaciones del momento les hacen olvidar los sucesos pasados. Hay pueblos muertos que no tienen mas que el prestigio de su pretérita grandeza, y pueblos lánguidos que se conservan sin morir, pero que no alcanzan a llevar una existencia lozana y fuerte.
De estos últimos era por entonces Tarragona, ciudad demasiado antigua y demasiado moderna que, entre su extrema antigüedad y su modernidad extrema, no tenía apenas rasgos de unión.
Esta urbe moderna, elevada sobre ruinas romanas y murallas ciclópeas de una antigüedad hundida en el misterio, tenía, a pesar de sus edifi[56]cios, la mayoría nuevos, un carácter grandioso y severo.
Había algo como un poder huraño en sus ruinas robustas, olvidadas por el tiempo, que daba hasta a las construcciones modernas un sello de gravedad y de tristeza.
La silueta de Tarragona, desde cualquier punto que se la contemplase, tenía un aire de austeridad. El misterio lejano de aquellas fuertes murallas ciclópeas, de bloques de piedra no tallados, sobre los cerros pedregosos, hablaba a la imaginación de épocas obscuras. El esplendor de Roma llegaba todavía vagamente, pensando que allí había habido un Capitolio, un Foro, un palacio de Augusto, un Anfiteatro; grandes y tristes acueductos. La Catedral, con su interior grave y majestuoso, su ábside como una fortaleza y su claustro admirable, era lo medieval; después, todos aquellos muros y baluartes, con sus torres almenadas y sus baterías, recordaban las luchas de la edad moderna; fenicios y celtas, griegos y romanos, godos y árabes, judíos y cristianos, todos habían dejado sus recuerdos en la vieja ciudad. El comprobar que al lado de la urbe moderna existían restos de otras urbes antiguas, brotes espléndidos de civilizaciones desaparecidas, daba la impresión melancólica que producen las grandes ruinas.
Tarragona era en esta época un pueblo peque[57]ño, de unas diez a once mil almas. Se dividía en ciudad alta, entonces, casi todo el pueblo, planteado sobre roca viva, inclinado hacia el mar y hacia la ribera del Francolí, y ciudad baja, que comenzaba en las proximidades del puerto y se iba extendiendo hacia el cerro, en donde se hallaba asentada la población amurallada y antigua. Esta última tenía la forma de una herradura alargada, abierta hacia el puerto y cerrada a espaldas del Seminario y de la Catedral.
Las dos ramas de la herradura, no del todo paralelas, sino abiertas hacia los extremos, estaban formadas por una serie de muros y de baluartes, la mayoría construídos sobre otras murallas primitivas, que daban hacia el mar y hacia el monte. Entre las dos ramas de la herradura se hallaba la explanada fortificada, que dominaba el puerto y separaba la ciudad vieja de la nueva, y donde luego se abrió la Rambla de San Juan. En esta época de que yo hablo, la Rambla, que se consideraba como lo más animado de la ciudad, era la Rambla de San Carlos. En la ciudad vieja, las calles, en su mayoría, eran irregulares, estrechas y pendientes.
Yo me encontraba muy contento en Tarragona, conocía y admiraba sus puntos de vista. Sobre todo, el trozo de muralla, desde el baluarte de Cervantes hasta el de San Antonio, con la Barbeta o[58] el tambor del Toro, que caía sobre la punta del Milagro, lo recorría con frecuencia. Era aquel un balcón espléndido que dominaba el mar.
La parte de atrás de la Catedral era menos curiosa. Por el lado de la torre de San Magín y el palacio del arzobispo, hasta el Fuerte Real, donde quedaban aún restos del antiguo Capitolio, se dominaba toda la llanura del Francolí, llena de huertas y de árboles frutales. Algunas veces subía también al cerro del Olivo, y desde allí contemplaba Tarragona. Como una de aquellas estampas de la época en que el artista modificaba la realidad para sintetizarla recuerdo la vista que desde allí se divisaba. En medio, la torre de la Catedral, redonda, rodeada de murallas y de fuertes; a su izquierda, salvando un barranco, uno de los acueductos roto, el del agua del Puigpelat; a la derecha, el otro acueducto, íntegro, el puente de las Ferreras, o puente del Diablo; hacia el puerto, la cúpula de una iglesia, y por todas partes, murallas, baluartes y muros almenados, y en el fondo, el mar azul, muy obscuro, lleno de velas blancas bajo un cielo espléndido.
A pesar de ser mi vida un poco lánguida, no estaba descontento de ella. A veces, pensando en mi melancolía constante y habitual, me decía a mí mismo:
—Estoy triste porque ella me ha abandonado[59]—pero comprendía que no, que estaba melancólico porque mi temperamento era así.
Esta tristeza de los pueblos de sol siempre ha sido para mí punzante. Muchas veces tenía que salir de la oficina y bajar al puerto para hacer algún encargo. Sólo había de cuando en cuando alguno que otro barco de vapor. En general, se veían goletas, místicos, polacras sicilianas, galeotas toscanas, y alguna que otra vez, embarcaciones raras que venían de los archipiélagos griegos, con el velamen airoso, la popa redonda esculpida y grandes mascarones pintados con colores vivos.
Allí se solían ver barcos de todas las costas próximas, y a veces se distinguía el pabellón soberano de los Estados del Papa, con la figura de San Pedro y San Pablo; la bandera real de Cerdeña, con un escudo en fondo blanco y la orla azul; el pabellón de Toscana, con una franja blanca y dos rojas y en medio su blasón; el de las dos Sicilias, con el escudo rodeado por el toisón de oro; la flámula de Módena, con su águila; la de Mantua, con una mujer de dos caras; la bandera de Ragusa, con la palabra Libertas; la de Génova, con una estrella roja; la de Grecia, azul, con una cruz blanca; la de los Estados unidos de las islas jónicas, la de Liorna, la de Lucca, y la de otros muchos pueblos libres que tenían una bandera propia y peculiar suya.
Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas, y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del mar Mediterráneo.
En el puerto, cerca de la muralla del Fuerte Real, había un cordelero que era amigo mío, y con quien solía hablar: el señor Vicente, a quien llamaban el tío Corda. Le veía ir andando hacia atrás hilando la estopa de cáñamo que llevaba en la cintura, mientras un chico daba vueltas al carretel.
Este cordelero era un viejo fuerte, rechoncho, un poco cojo, con la cara redonda y la sonrisa socarrona. Hablaba con malicia y con ironía; había sido marino, viajado mucho, y había estado en la batalla de Trafalgar. Recordaba muy bien a Gravina, a Churruca, a Valdés, y sabía anécdotas de Nelson, a quien los marineros llamaban el Señorito, de Collingwood, el tío Calambre y de Villeneuve, a quien apodaban monsieur Corneta. El señor Vicente me contaba largas historias de sus viajes, y hablándome de sus cuerdas y explicándome para qué servían en los barcos, me hacía pensar en el mundo entero.
Cuando yo le preguntaba lo que le parecían los acontecimientos de la guerra me decía filosóficamente:
—¡Qué quiere usted, señorito! Nuestro tiempo[61] es muy cruel y muy bestial. El hombre tardará mucho en ser algo razonable.
Yo estaba de acuerdo con él en lo que decía.
Veíamos, el cordelero y yo, trabajar a los presidiarios en el puerto, cosa triste; contemplábamos la llegada de las barcas de los pescadores, y al caer de la tarde yo volvía hacia el pueblo por la cuesta de Despeñaperros mientras los resplandores del sol poniente incendiaban las rocas y las murallas almenadas. Este sol dorado, los celajes espléndidos del anochecer, en que me parecía que mi alma se vaciaba en el ambiente, el son triste de las campanas de algún convento, la estrella del crepúsculo cantada por Ossian, que brillaba en el cielo, y el sollozo monótono del mar, me impulsaban a la suave melancolía. Luego, al volver hacia casa, por las calles, miraba el interior de las tiendecillas, apenas iluminadas, y veía las tertulias que se congregaban en las trastiendas.
Al mediodía y al anochecer pasaba la diligencia por el centro del pueblo con un gran estrépito de cristales, cubierta de polvo. Se repartía el correo y se comentaban las noticias de la guerra.
Al sonar el toque de ánimas, todo el mundo se retiraba a su casa. La idea de estar encerrado entre murallas me producía también una gran melancolía.
Esta melancolía era en mí algo inasible; pensa[62]ba muchas veces que si hubiera podido convertirla en tema literario, me hubiera, por lo menos en parte, librado de ella; pero no podía: mis versos eran siempre fríos y correctos, y mis octavas reales sonaban como un tambor. En este endiablado poema mío no podía poner nada personal. No salía de evocaciones y de rapsodias. Además, todo el mundo hablaba en él con una terrible solemnidad, comenzando por el personaje, que era yo, con el nombre de Edgardo, guerrero y atrevido nauta, que hacía grandes proezas y grandes conquistas, y siguiendo por don Juan de Austria, Doria, don Alvaro de Bazán, Farnesio, Cervantes y Alí-Bajá.
Muchas veces, roído por este fondo de tristeza, que comenzaba a comprender que no dependía mas que de mí mismo, marchaba al claustro de la Catedral y pasaba horas enteras nadando en un sentimentalismo confuso, que quedaba como flotando sobre mi espíritu.
A veces, mis amigos me impulsaban a salir fuera del pueblo; íbamos a la torre de los Escipiones o al Arco de Bará, a los pinares, donde murmuraba el viento, o nos embarcábamos en una lancha y contemplábamos la costa entre el cabo Salou y el cabo Gros; las colinas blancas, amarillas, secas, con las entrañas rojas y sangrientas, cubiertas en parte de pinos, de olivares o de tamarindos, y las olas azules llenas de espumas que habían servido[63] de blondas en la cuna de Anfitrite. Esta luz y esta esplendidez del mar latino no me producía alegría ninguna, sino más bien tristeza. Toda esta costa mediterránea me parecía como consumida por la llama de la pasión.
Al volver a ver el pueblo con sus casas iluminadas por el sol poniente, brillando en sus vidrieras, sentía, como siempre, la misma punzada de abatimiento y de melancolía.
También me gustaba los días de fiesta quedarme en mi habitación, mirando por la ventana el cielo y el campo.
En las horas fuertes de sol y de calor la luz tenía reverberaciones de horno; en los paredones de las murallas corrían los lagartos y las salamandras; en el campo cantaban las cigarras, y algún abejorro rezongaba y se escondía en los agujeros de las piedras; luego, al avanzar la tarde y al pasar la soñolencia de la hora de la siesta, el aire perdía su pesadez y quedaba transparente y sutil, con un olor a hierbas secas y una luz clara y nítida, y después venía la magia del crepúsculo, con sus nubes rojas de fuego, sobre las cuales ideaba la imaginación enormes Babilonias de mil torres, incendiadas y doradas.
Cuando las tintas grises del anochecer subían del llano a la montaña, yo seguía con la mirada las curvas que trazaban en el aire las golondrinas y los[64] vencejos, y los zig-zags de los murciélagos, y oía las campanadas lentas del reloj de la Catedral y el toque triste del Angelus.
De noche, muchas veces abría la ventana y miraba el llamear de las constelaciones y la faz curiosa de la luna, que acariciaba con sus rayos las piedras, los cerros y los bosques lejanos...
Sentía con intensidad vagas nostalgias; pretendía, a veces, trasladar estas impresiones fugitivas al papel, y no conseguía hacer mas que pesadas octavas reales sonoras y rimbombantes.
Al cabo de algún tiempo de vivir en Tarragona, conocía a todo el pueblo. No pretendí entrar en la sociedad de la gente distinguida; lo que me había ocurrido en Málaga me servía de lección. Con mi trabajo, mis versos y la amistad de las dos señoras de casa, me bastaba.
De cuando en cuando recibía cartas de Málaga, por las cuales veía que nuestros asuntos económicos iban tomando mejor cariz. No me hablaba mi familia nunca de mi novia; pero por un amigo supe que iba a casarse. Me desesperé, y, para calmar mi dolor, hice una elegía; mas me resultó como todos mis versos: sin emoción.
Un día estuve con Eulalia en el Jardín del Magistral, y conocí allá a una de las mujeres más distinguidas y más elegantes del pueblo, Elena de Montferrat, a quien el hijo de mi patrón, Emilio Serra, galanteaba.
Elena era una mujer alta, delgada y esbelta. Tenía el perfil romano; el óvalo de la cara, alargado; la nariz, recta; la boca, grande, pero hermosa y fresca; los ojos, negros, brillantes, y el pelo, rubio obscuro. Como solía vivir largas temporadas a orillas del mar, en una finca de su madre, cerca de Torre de Embarra, y salía por las mañanas a pasear a caballo, no estaba pálida, como la mayoría de las muchachas del pueblo, sino dorada por el sol. El primer día que la vi se mostró muy amable, muy seductora conmigo. Paseando por entre los boscajes y los macizos de flores, me pareció Armida en sus jardines encantados.
En todos los ademanes de Elena había siempre una distinción aristocrática, unida a un gesto amargo y desdeñoso. A mí me parecía, por su tipo, una emperatriz romana.
Elena era pariente, por parte de su madre, del canónigo don Guillermo de Roquebruna. Elena vivía en la parte vieja de la ciudad, en una calle estrecha que cruzaba de las Escribanías Viejas a la calle de Caballeros. Era una calle triste y silenciosa, con algunas tiendecillas, con las casas cerradas, en la que se veía cruzar, de tarde en tarde, algún canónigo o alguna vieja enlutada.
Elena era amiga de Eulalia, la sobrina de doña Gertrudis, y había tomado con ella lecciones de piano. Elena vestía muy bien, tenía el sentido de[67] la elegancia, y, cuando se proponía, era graciosa y amable. Hablaba el castellano casi sin acento.
A mí me manifestó, al poco tiempo de conocerme, cierto desdén, no sé por qué motivo, porque yo no la pretendía pensando que había una gran distancia entre una muchacha rica y aristocrática y un advenedizo arruinado como yo.
El hablar con ella me producía siempre una sensación de timidez y de encogimiento; verdad que ella se mostraba conmigo un tanto áspera, burlona y displicente.
—A mí no me gustan los hombres guapos que se creen guapos—me dijo una vez—, y menos los que se pasan la vida en una actitud melancólica.
Yo, al oírla, enrojecí molestado por este ataque directo y no legitimado, y haciendo fuerzas de flaqueza la dije:
—A mí tampoco me gustan las mujeres que saben que son guapas, y menos las que son muy orgullosas.
Elena, después de esta réplica un poco viva, se acercaba más a mí y me hablaba burlonamente:
—Ya sé que escribe usted versos—me dijo una vez—. Con el tiempo le llamarán a usted el Cisne de Tarragona.
—No; en tal caso, la Cigarra de Málaga.
—¿No nos va usted a leer alguna vez sus versos?
—No se burle usted de mí.
—No, no me burlo.
—Mis versos no tienen valor para que los lea ante un público; sirven para mí solamente.
—¿Necesita usted consuelo?
—¿Por qué no? Como todos los hombres.
—¡Pobrecito! ¿Tan desgraciado es usted?
—Por lo menos no me creo afortunado.
—Sí, ya sé que su novia le ha dejado.
—Es verdad.
—¿Y por qué le ha dejado? ¿Porque es usted pobre ahora?
—Sí.
—Bien poco cariño le tendría a usted.
—Es que sus padres le han obligado a casarse con otro.
—¡Bah! A mí no me obligaría nadie a eso.
Otro día me dijo:
—Huye usted de todos nosotros. ¿Por qué tanto miedo?
—No es que sienta miedo; me atengo a mi posición modesta; no quiero penetrar en la aristocracia del pueblo para no sufrir sus desdenes.
—Pues eso es miedo. ¿Tan cobarde es usted o tan tímido?
—Lo soy, no lo niego—le dije yo.
Elena tenía en el pueblo fama de elegante, de distinguida y de caprichosa. Solían galantearla y[69] acompañarla en el paseo de la Rambla, Emilio Serra, el hijo de mi principal, y un militar joven, el teniente de caballería Juanito Montoya, que pasaba en Tarragona por un calavera deshecho.
Elena no manifestaba gran simpatía por el uno ni por el otro; coqueteaba con cualquiera. Las señoras de mi casa me hablaron de ella y de su madre, y me llevaron un día a saludarlas a su casa.
La familia de Montferrat era una familia ilustre, italiana, de la Lombardía, que figuraba desde el tiempo de las Cruzadas. Entre ellos había nombres extraños y pintorescos: Guillermo V, llamado Larga Espada, famoso por sus proezas en Tierra Santa, en donde se casó con Sibila, la hermana del rey de Jerusalén; Guillermo el Viejo, Bonifacio el Gigante, y otros, igualmente dignos del romance o del poema. Los Montferrato, que aparecen en la historia de Italia desde el tiempo de Otón el Grande, entroncan luego con la dinastía de los Paleólogos.
Un día pedí a Elena que me copiara su genealogía y me hiciera un ligero bosquejo de los hechos más notables realizados por los personajes de su familia, y cuando me dió la nota pasaron todos estos grandes señores, envueltos en más o menos ripios y con el sonsonete de las octavas reales, a mi poema.
Los Montferrato habían gozado de gran posición en Italia.
El abuelo de Elena, huído de Milán en tiempo de la Revolución francesa, se estableció en Tarragona como un comerciante obscuro.
Elena y su madre vivían en una casa antigua y espaciosa, con balcones salientes, ocultos por persianas de paja, fachada pintada de amarillo y un gran patio enlosado, con el brocal de un pozo en medio. A este patio, entre cuyas losas crecían altas hierbas verdes, se llegaba atravesando un arco de la entrada.
Desde este patio subía una escalera de piedra al primer piso por el exterior, penetraba en un pasillo y seguía ascendiendo a los cuartos altos.
La casa era demasiado grande para la gente que vivía en ella, y estaba muy abandonada.
La habitación que ocupaban doña Mercedes y Elena tenía estancias espaciosas, blanqueadas, embaldosadas y puertas grises de cuarterones. Había algunas habitaciones regularmente amuebladas, y en una alcoba, una gran cama, estilo imperio, en forma de nave, con cabezas de dragón, coronas y guirnaldas doradas; pero, en general, la casa daba la impresión de estar vacía.
Elena tenía un saloncito elegante y guardaba en vitrinas abanicos preciosos, camafeos y esmaltes.
Con Elena y su madre vivía una tía solterona que había pasado su juventud en Francia. La tía Carlota era fea, flaca, muy pintada, muy remilgada, y admiraba y al mismo tiempo tenía celos de su sobrina. La tía Carlota, muy monárquica, muy carlista y de un romanticismo exaltado, llevaba la contraria constantemente a Elena, que se burlaba de ella. Hubiera querido tener esta vieja señorita un éxito amoroso para demostrar a su orgullosa sobrina que ella también provocaba grandes pasiones.
En un piso más alto de la casa vivía un tío de Elena: el tío Juan, Montferrat de apellido, casado, sin hijos y sin ocupaciones. El tío Juan, hombre de unos cincuenta años, apenas salía de casa; se pasaba la vida aburrido, andando de un cuarto a otro como alma en pena, mirando sus plantas, observando el barómetro y el termómetro, leyendo el periódico de cabo a rabo, haciendo solitarios con los naipes, bostezando, durmiendo mucho y suspirando. A todo cuanto le proponían contestaba: ¿Para qué? ¿Qué se adelanta con eso? Y se encogía de hombros.
Cuando alguno llegaba a la casa, se lanzaba sobre él como sobre una presa para poder charlar. El tío Juan era muy tímido y asustadizo; desde el comienzo de la guerra civil no había salido nunca de la ciudad, privándose de su grande y único pla[72]cer, que era ir a la finca que tenía en Torre de Embarra y pasarse allí el tiempo pintando tiestos y puertas.
En el tercer piso de la casa habitaba el canónigo Roquebruna; don Guillermo de Roquebruna era un hombre alto, fuerte, moreno, muy guapo, muy solicitado en Tarragona por la buena sociedad y, sobre todo, por las damas. Había figurado don Guillermo en la conspiración de los Descontentos, y entonces, que se agitaban los carlistas siguiendo el consejo del arzobispo don Antonio Fernando de Echánove, se abstenía de intervenir en cuestiones políticas.
En casa de Elena quedaba el antiguo despacho de su padre, con una biblioteca con libros antiguos y modernos y una porción de cuadros, de estatuas y de relojes.
El padre de Elena, hombre curioso, enfermo y retirado en su casa en sus últimos años, compraba libros, cuadros, estatuas y se pasaba el tiempo leyendo.
Elena había encontrado en la biblioteca las obras de Walter Scott, en francés, y el Orlando furioso, en italiano, que lo había leído viendo que aparecían los Monferrato.
La lectura del Ariosto le había dado a Elena ideas un tanto libertinas.
Elena había heredado alguna de las aficiones de[73] su padre: solía ir con frecuencia a casa de un prendero de una callejuela próxima que guardaba gran cantidad de objetos de iglesia, imágenes, cuadros y casullas procedentes de los conventos.
Desde la supresión de las comunidades religiosas, en 1835, había prendero que se enriquecía comprando despojos de conventos y de capillas. El revolver cuadros, libros y ornamentos de iglesia, el mirarlos y examinarlos, era una de las distracciones de la señorita de Montferrat.
Elena me llevó al despacho de su padre, que estaba siempre cerrado. Era una habitación llena de interés, iluminada por dos balcones grandes que daban a una terraza rodeada por una barandilla con jarrones de piedra.
Había una estantería con libros, cuadros antiguos, estatuas, monedas y un globo terráqueo grande, del siglo XVII, que pertenecía de familia a los Montferrat.
Era aquel un cuarto de solitario, de un Robinsón, con su pequeño taller de mecánico y sus vitrinas de coleccionista.
Tenía dos relojes de cuco y muchos muñecos de movimiento. Uno de los que más me gustó fué un clown chino, un autómata que bajaba una escalera dando saltos. Parecía vivo. Su secreto, que me mostró Elena, era una fuente intermitente de mercurio que pasaba de una cavidad a otra del muñe[74]co por un agujero de comunicación, desplazando así el centro de gravedad de la figurita.
Otra de las cosas que me pareció admirable fué un organillo, con muñequitos que bailaban, fabricado en Ginebra. Aquella música y aquellos autómatas tan bonitos, tan elegantes, en trajes de otra época, en aquel cuarto abandonado lleno del espíritu de su antiguo dueño, me parecía una cosa de magia, algo tan fantástico como un cuento de Hoffmann. Me quedaba absorto oyendo aquella música.
—Qué bien hubiera usted estado con mi padre—me decía Elena—. El era, como usted, soñador; no le gustaba la acción.
—¿Y a usted?
—A mí, sí. Yo no soy ninguna soñadora.
A pesar de sus entretenimientos, Elena se aburría profundamente.
Al anochecer se reunían en casa de Elena varias personas a hacer tertulia: dos señoras amigas, el tío de Elena, el primo Emilio, el canónigo Roquebruna y un compañero suyo, el canónigo Magraner, que hablaba siempre de las antigüedades romanas de Tarragona y de la gran colección de monedas que poseía.
Magraner era siempre el primero en estar enterado de dónde se hacían derribos y excavaciones, y allí se presentaba a comprar medallas, monedas o fragmentos de mosaicos romanos.
Alguna vez estuvo en la casa Eulalia y tocó en el piano sonatas de Mozart.
En la tertulia se hablaba mucho de la guerra; se rezaba a media luz; luego se encendía la lámpara; las señoras hacían media y se jugaba al tresillo.
Roquebruna divagaba acerca de la política del tiempo. Le preocupaba también mucho la secta de los alumbrados, de la que por entonces se empezaba a hablar en Tarragona y de la cual era jefe el clérigo don José Suaso, ex profesor de Latín en el Seminario de la Diócesis, y un tal Ribas, labrador del pueblo de Alforja, próximo a Reus. El canónigo Magraner había llegado a sentir un profundo desdén por la vida moderna y se ocupaba de los romanos como si fueran sus contemporáneos. El primo Emilio hablaba de los hechos ocurridos en Tarragona, y como quería expresarse con perfección en castellano, usaba siempre palabras escogidas y daba la impresión de que iba avanzando por una cuerda floja y de que estaba siempre en el momento de caer.
El tío Juan suspiraba y decía a cada paso:
—En fin, ya hemos matado la tarde.
Esta era su constante muletilla, que representaba su única preocupación.
Elena, algunas veces se encontraba a gusto en la tertulia de su casa, pero, en general, se aburría,[76] iba de un lado a otro, miraba a los contertulios y pensaba.
—¡Qué fastidiosos son todos, qué mezquindad en su vida, qué falta de valor, de interés y de nobleza!
Elena tenía la inquietud de una raza aristocrática que había vivido en la opulencia y en la constante lucha. El resorte de su voluntad estaba tenso; sentía la aspiración de las cosas grandes; no podía acomodarse a una vida rutinaria y sin acción.
Cuando se asomaba a la ventana y miraba la calle, estrecha y sórdida, con sus casas tristes, con sus tiendecillas pobres, le entraba una punzante melancolía. En la inacción, su temperamento, lleno de vida y de turbulencia, sufría; el sentimiento amargo del tedio sobrenadaba en su espíritu, y en la soledad de la casa grande, al anochecer, cuando oía repicar las campanas próximas y el estrépito de la retreta en los cuarteles y en la muralla y la oración que cantaba un ciego en la guitarra, le sobrecogía una gran tristeza desesperada.
Esa era mi vida: todos los días trabajar en el despacho, asomarme al puerto, luego ir a mi cuarto de la calle de las Moscas, comer allí con mis patronas, a quienes consideraba ya como si fueran de la familia, volver a la oficina y después escribir y pasear.
Los domingos solía venir a mi casa Pedro Vidal, a quien leí mi poema. A él le pareció muy bien, pero a mí me quedaban muchas dudas.
Los días de fiesta solíamos tocar, Eulalia en el piano y yo en el violín, algunas sonatas, y venían varias personas a oírnos. Por las tardes, en el paseo, acompañaba a las hijas de Arnau, y a veces también a Elena. Esta siempre me imponía y la tenía miedo por sus salidas.
—Yo no creía que los andaluces fueran tan tímidos—solía decirme.
—Entre los andaluces hay de todo—le replicaba yo—; además, ¡yo soy tan poco andaluz!
—Si yo fuera hombre y tuviera libertad...—me decía ella.
—¿Qué haría usted?
—Creo que el mundo me parecería pequeño para mis arrestos. Hubiera estado en todos los países y visitado todas las ciudades.
—Yo he estado en París y en Londres, y me he convencido de que hoy se pueden hacer muy pocas cosas en el mundo.
—Qué poca sangre tiene usted—decía ella—; me hiela usted con sus palabras.
Un día se habló en Tarragona de un viajero desconocido y misterioso llegado a la posada de la Fontana de Oro, en la Rambla. Dijeron unos que era un italiano venido de Valencia en un barco; otros, que llegaba de Reus en una tartana. Al principio se le tomó por emisario carlista; luego, por republicano, y alguien concluyó diciendo que no debía ser mas que un aventurero y un jugador de ventaja.
A los pocos días, el italiano se hizo amigo de Vidal y de Secret, y éstos lo llevaron a casa del capitán Arnau. Era el italiano hombre de cierta efusión; yo le conocí también y me trató en seguida como amigo.
Por lo que él nos contó y por lo que pudo traslucirse en su conversación, supimos algo de su vida.
Julio Moro-Rinaldi era hijo de un oficial corso[80] del ejército de Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia. A juzgar por lo que decía, había viajado por toda Europa y América. Moro-Rinaldi tendría entonces unos treinta años; era hombre seco, delgado, moreno, de pelo negro, con algunos hilos blancos en las sienes; la tez, muy obscura; los ojos, claros, verdosos, con la cara triste, la faccia morta, que dicen los italianos.
El tal hombre tenía una gran fuerza de sugestión y un gran ímpetu. Se veía que era de una raza de corsarios, de piratas y de aventureros.
Uno de los rasgos que le caracterizaba era una observación como de felino, que causaba mucho efecto en las mujeres. Moro-Rinaldi parecía un hombre frío interiormente, que había usado y abusado de la vida.
No creía en nada, no sentía ninguna convicción política, religiosa o social. Se hallaba dispuesto a trabajar por cualquiera que le pagase bien, por los blancos como por los negros; lo único admirable para él era la energía. Se entusiasmaba pensando en Napoleón, capaz de esquilmar a Francia y sacrificar a Europa por su interés y por su gloria.
Este hombre exótico tenía ese aire turbio, indefinido de casi todos los productos de raza mixta; no daba ninguna impresión de seguridad ni de confianza.
La croata le había dado sin duda su carácter triste, cariñoso, agitanado; la tez obscura y los ojos claros. El corso le infundió la energía para la acción. En su paso por la vida, Moro-Rinaldi, quizá por imitación, había adquirido cierto aire de hombre desolado que no encuentra su felicidad en el mundo.
Poco a poco fuimos conociendo mejor a Moro-Rinaldi. Era un explotador de todo y de todos que veía en cada hombre o en cada mujer, principalmente en cada mujer, una mina que beneficiar en su provecho.
Todas las mujeres constituían una buena presa para él. Atrevido, sin ser valiente, decidido, audaz, charlatán, de un egoísmo frenético, era capaz de fingir un sentimiento y de creer un instante en él para reírse al cabo de poco tiempo de su misma sensibilidad.
Moro-Rinaldi decía que él ya no quería más que encontrar un rincón tranquilo donde poder vivir el resto de sus días. Reconocía y confesaba con cierto cinismo que había tenido que hacer muchas pequeñas villanías: dejar de pagar en las fondas, estafar y a veces robar.
Moro-Rinaldi sabía toda clase de juegos. Los estudiaba concienzudamente. Se sentía capaz de hacer esfuerzos sobrehumanos para todo, menos para trabajar. El decía muchas veces que su ideal[82] consistía en vivir sin hacer canalladas, pero, al parecer, lo decía solamente.
Rinaldi, a pesar de la seguridad de que alardeaba, era muy supersticioso; lo pudimos comprobar.
Al principio lo negó como una debilidad indigna de un hombre, pero lo confesó después. Era fatalista, y en cualquier cosa indiferente encontraba un indicio, que lo relacionaba con su vida. Creía en la jettatura, y en la virtud de los talismanes y de los Abracadabra. Nos confesó que muchas veces, cuando iba a realizar algo para él importante, se retiraba por cualquier motivo que a otro hubiera hecho reír. Además de las supersticiones corrientes, tenía otras inventadas para su uso particular, y que variaban constantemente. Cuando le descubrimos su debilidad, no tuvo escrúpulo ninguno en explicarnos sus supersticiones, a las que tan pronto daba gran importancia como le producían risa.
—Algunas veces salgo de casa con intención de hacer algo y me digo: si en el primer sitio en donde entro, el número de personas que hay son impares, iré a hacer lo que me he propuesto, y si son pares, no.
Moro-Rinaldi se manifestó en casa del capitán Arnau como liberal exaltado y como carbonario, y llegó a producir una admiración tal en el marino y en Secret, que le escuchaban en Babia. Les[83] contaba historias oídas o inventadas por él del carbonarismo de Nápoles y de las Dos Sicilias, y misterios de la masonería. Hubiera intentado, si hubiese podido, mixtificarnos a estilo del conde de Cagliostro, presentándose como un mago; pero vió que no éramos tan cándidos para creer en embolismos de charlatanes.
Cuando adquirió confianza con nosotros, nos dijo que no contaba con ningún medio de vida seguro; que venía a España comisionado por la joven Italia, quien pagaba los gastos de su viaje. La joven Italia había sucedido—según nos dijo—al carbonarismo de Nápoles, cuyas ventas comenzaban a estar en decadencia.
A él le habían enviado para tomar el pulso a la revolución que se iniciaba en España, al mismo tiempo que se desenvolvía la guerra civil.
Moro nos dijo que era uno de los fundadores de aquella sociedad, que tenía al frente al célebre Mazzini y cuyo centro estaba por entonces en Marsella. Nos dijo también que había tomado parte en la expedición de Ramorino, y nos habló de las muchas intrigas que produjeron el fracaso de esta expedición liberal.
La presencia de Julio Moro-Rinaldi fué muy comentada en Tarragona: el aire donjuanesco y cansado del corso y el misterio de su vida hicieron que las conversaciones giraran a su alrededor durante mucho tiempo. Moro-Rinaldi pareció no ocuparse gran cosa de la expectación producida por él en la ciudad. Se supo que en compañía de Pedro Vidal, con la Dora y otra moza del Hostal de la Cadena, habían tenido una fiesta con baile y guitarreo.
Moro-Rinaldi aparecía a veces en el paseo de la Rambla con su aire lánguido, como si estuviera desesperado y alguna desgracia profunda le tuviera sumido en la mayor tristeza.
No cabe duda que hay en esta vieja argucia de hacerse el interesante los mismos lazos, que se repiten siempre y que producen constantemente el mismo efecto. Moro-Rinaldi hizo una revista de[86] todas las mujeres jóvenes de Tarragona, y, a pesar de su aire de hombre depravado y atrevido, se dirigió con cierta timidez a Elena de Montferrat.
Esta orgullosa romana, con su perfil de emperatriz, se sintió conmovida en presencia de aquel hombre misterioso, que no era joven ni de una gran prestancia, pero que tenía algo femenino y engañador de la raza eslava, algo de esa tristeza lánguida de los nómadas que van por los caminos con sus osos y sus monos y tocando la pandereta.
Moro-Rinaldi ofrecía para ella el encanto de la novedad; era el ritmo desconocido y, sin embargo, esperado; era un hombre que le daba perspectivas de una vida más amplia, más extensa y más apasionada.
Sin duda, aquella orgullosa beldad sentía un gran deseo de humillarse, de bajar de su pedestal y de ser una mujer como otra cualquiera, pues ante los avances de Moro-Rinaldi no se manifestó orgullosa y arbitraria, sino más bien modesta y humilde. Moro me pidió a mí que le presentara a Elena; yo le dije:
—Le preguntaré a la señorita de Montferrat si quiere que le presente a usted, y si quiere no tendré ningún inconveniente.
En efecto, después de previa advertencia, un domingo, antes de la misa mayor, los presenté.
Moro-Rinaldi estuvo devorando a Elena en la catedral con su mirada ardiente, y luego, al hablar con ella, se manifestó muy respetuoso y muy tímido.
Durante la semana no se volvieron a ver; pero el domingo siguiente, Moro-Rinaldi acompañaba a la señorita de Montferrat y hablaba animadamente con ella, lo que confieso que a mí me produjo una vaga impresión de celos. Este mismo día, Elena, con sus amigas, y Moro-Rinaldi, con otros dos jóvenes, estuvieron sentados en unas sillas de la Rambla. Eulalia, que acompañaba a Elena, me contó lo ocurrido.
Elena poseía un abanico estilo Imperio, con medallones rojos y adornos dorados sobre fondo blanco. En uno de los padrones del abanico tenía escondida una aguja con una cabeza de rubí.
Esta aguja estaba colocada allí para escribir, si se quería, en cualquiera de las varillas de hueso. Moro, mientras Elena hablaba con sus amigas, le dijo:
—¡Qué bonito abanico!
—¿Le gusta a usted?
—Sí; me recuerda uno que tenía mi madre. ¿Quiere usted dejármelo un momento para verle?
—¿Por qué no?
Moro-Rinaldi, que conocía el pequeño secreto del abanico, lo tomó en su mano, sacó la aguja[88] que tenía la cabeza con el rubí y escribió dos o tres palabras en la varilla del abanico. Hecho esto se lo devolvió a Elena. Ella extendió el abanico disimuladamente; leyó, sin duda, las palabras que había puesto Rinaldi y con la sombrilla escribió en la arena la contestación.
Pocos días después supimos que el italiano escribía a la señorita de Montferrat, y con frecuencia le veíamos rondando su calle.
El teniente Montoya, que había hecho una corte intermitente a Elena en el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones, sus diversiones y sus visitas nocturnas a las casas de juego, se sintió ofendido por el éxito de Moro-Rinaldi y comenzó a pasear la calle de Elena, a caballo, a todas horas; pero el teniente había perdido la partida. Elena ya no le hacía el menor caso. El triunfo de Rinaldi era manifiesto. La bella Angélica, desdeñando a los demás pretendientes, había encontrado su Medoro.
Como yo sentía también cierta indignación al ver la fortuna del corso, introduje a Moro-Rinaldi en mi poema, convirtiéndole en un pirata berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que arrebataba en su barca a una princesa griega.
El triunfo de Moro-Rinaldi produjo gran expectación en la ciudad; por todas partes no se hablaba mas que de sus amores. Emilio Serra se mostraba cejijunto y malhumorado; los jóvenes elegantes aseguraban que Moro-Rinaldi era un aventurero que iba tras de la dote de la señorita de Montferrat.
En mi casa, tanto doña Gertrudis como Eulalia me hicieron la insinuación, y después me aconsejaron francamente, que galanteara a Elena. Según ellas, esta señorita sentía grandes simpatías por mí, y si lograba ser aceptado por ella, conseguía, primero, tener una mujer, que, además de buena y de simpática, gozaba de gran posición, y arrancarla de los brazos de un aventurero.
—Es una mujer demasiado orgullosa y demasiado rica para mí—las decía yo.
—No lo creo—replicaba Eulalia—. Elena, apa[90]rentemente, es una mujer soberbia; pero en la intimidad es muy sencilla y muy bondadosa. Yo estoy segura de que hará con el tiempo una excelente madre de familia.
—Todo eso será cierto—replicaba yo—; pero en el estado actual una indicación mía en ese sentido tendría un completo fracaso.
Las dos señoras me decían que debía de intentar; pero yo no pensaba en esto, y menos viendo cómo el corso llevaba sus amores al galope.
Poco después supe por Eulalia que había habido largas explicaciones entre Elena y su madre.
—Este hombre es un aventurero, hija mía—le dijo doña Mercedes.
—¿Por qué? ¿En qué se le conoce?—preguntó con cierta acritud Elena.
—No es difícil conocerlo. Nadie sabe quién es ni de qué vive; todas nuestras noticias acerca de él se reducen a que ha desembarcado en Valencia y que es corso.
—No sé lo que es, pero a mí me agrada. En cambio, su sobrino de usted, Emilio Serra, me molesta y me importuna. Es uno de los hombres más antipáticos que he conocido.
—Bien; aunque así sea, Emilio no es el único hombre que hay en Tarragona.
—Es uno de mis galanteadores. El, el teniente Montoya y Pepito Carmona. Emilio cree que[91] tiene algunos derechos sobre mí porque es mi pariente, y si yo llegara a hacer la tontería de casarme con él, sería celoso como un turco. El teniente Montoya ya se sabe lo que es: un jugador y un calavera; respecto a Pepito Carmona...
—¿Qué? No creo que tengas que decir nada malo de él.
—¡Líbreme Dios!, no digo nada malo de él. Es un chico muy fino, muy discreto..., pero le asusto: prefiere estar haciendo versos que hablando conmigo.
—Es que le aterrorizas a ese pobre muchacho; le tratas con verdadera saña. Es lógico que te haya tomado miedo.
—Yo no quiero hombres que me tengan miedo; prefiero mejor los que intenten dominarme y protegerme.
—No te veo por buen camino, Elena; piensa lo que vas a hacer, piénsalo bien, porque si das un paso en falso la cosa ya no tiene remedio; consúltalo también con tu confesor.
—¿Para qué? Ya sé lo que me va a decir; conozco cuáles van a ser sus consejos, los he oído muchas veces, y no me han de convencer.
—Sin embargo, creo conveniente que hables con él.
—Bueno, hablaré...
El canónigo Roquebruna, a quien doña Merce[92]des había indicado que hablara a Elena, unos días después de esta conversación llamó a la señorita de Montferrat a la ventana del salón de su casa, donde solían tener la tertulia.
—Me ha dicho tu madre—le dijo—que estás en relaciones con ese italiano recién llegado.
—Sí, es verdad.
—¿Y sabes quién es ese hombre? ¿Has tomado informes de su vida y de su familia?
—No, no he tomado ningún informe, no sé mas que lo que me ha dicho él.
—¿Y no encuentras imprudente tu conducta?
—¡Qué se yo! ¡Qué quiere usted que le diga! Es posible que sea imprudente.
—Hija mía, ¿por qué has de creer que has de ser más feliz con ese extranjero a quien no conoces, que probablemente será un calavera, un vicioso, que con un hombre, por ejemplo, como tu primo Emilio, a quien conoces desde la infancia y con el que tienes una completa confianza?
—Padre mío, esa es la pregunta que se puede hacer a todas las personas que se enamoran. ¿Por qué éste o ésta, y no el otro o la otra? Yo no sabré contestarle a usted; Julio me interesa, le voy tomando afecto; Emilio me es indiferente, me desagrada.
—¿Pero una mujer de inteligencia como tú[93] puede dejarse llevar así por instintos tan caprichosos, tan arbitrarios?
—Creo que todas las mujeres somos iguales en este punto. Sentimos amor, o no lo sentimos.
—¿Y no puedes dominar esa pasión?
—¿Y por qué la he de dominar, si es mi única esperanza de dicha? No me importa que Julio sea pobre ni de familia humilde; me basta con que me quiera.
—¿Y después? ¿Si te sale mal la combinación?
—Si me sale mal me resignaré. Se juega la partida, y se puede ganar o perder. Yo soy bastante vieja para jugarla.
—¡Vieja! ¡Tienes veinticinco años!
—¡Qué quiere usted! Siento el tiempo que se me pasa. Yo tengo la aspiración de llevar una vida más fuerte, más enérgica, más llena de emociones. Esta existencia monótona y provinciana me exaspera, me pone fuera de mí. Creo que viviendo así algún día haría un disparate mayor, un disparate que ni siquiera estaría legitimado por la pasión.
Don Guillermo hizo un gesto de resignación y se calló. Hombre que conocía la vida y las pasiones por el confesionario, sabía que las reflexiones frías y las consideraciones utilitarias no tenían eficacia en los temperamentos exaltados.
Unos días después, el canónigo Roquebruna dijo a doña Mercedes:
—Elena está empeñada en seguir sus relaciones con ese hombre. Creo, mi señora doña Mercedes, que no le conviene a usted oponerse radicalmente; deje usted que la muchacha hable con ese italiano naturalmente, nunca a solas; haga usted que lo conozca a fondo, y cuando lo conozca a fondo, es posible que ella misma, como se ha cansado de los demás, se canse también de él.
Efectivamente, doña Mercedes tomó ante su hija una actitud conciliadora; únicamente intentó averiguar detalles de la vida de Moro-Rinaldi, para ver si poco a poco iba llevando el desprestigio del corso al corazón de su hija.
Elena, con la miopía y la falta de espíritu de justicia peculiar en las mujeres, creyó que Moro-Rinaldi era el único hombre noble y digno que había conocido.
La transigencia de su madre hizo que Elena pudiese mirar a su pretendiente con cierta serenidad. La oposición y la lucha en casa la hubieran impulsado seguramente a una actitud más decidida y más rebelde. Un día, en este bello paseo de San Antonio, que domina el mar, hablaron largamente Elena y Moro-Rinaldi.
—En todo el pueblo dicen que es usted un aventurero. ¿Es verdad?—le preguntó ella.
Moro sonrió con cierta tristeza:
—Sí; soy un aventurero. Mi padre era militar corso; mi madre, una croata de clase pobre. La infancia la pasé en París, viviendo como un hijo de familia acomodada. Mi padre era coronel de la guardia imperial, con muy buen sueldo; yo pensaba que tenía ante mí un hermoso porvenir; pero vino la caída de Napoleón, y la ruina entró en nuestra casa. Mi padre, militar a medio sueldo,[96] tomó parte en conspiraciones bonapartistas y republicanas, hasta dar con sus huesos en un castillo y después en la emigración. Yo he vagabundeado por el mundo sin poder encontrar una colocación adecuada para mí; he sido un calavera, un hombre disipado. A veces no he retrocedido ante procedimientos indelicados, ¡que quiere usted!, la pobreza no conduce nunca a nada bueno. Le digo a usted la verdad. ¿Usted me desprecia? Bien; me iré de aquí, mi vida está ya deshecha; ya no tengo ante mis ojos mas que un horizonte muy negro.
—No; yo no le desprecio a usted.
—Si usted me da alguna esperanza, mi vida tendrá ya un objeto e intentaré regenerarme.
Elena no contestó; pero en su mirada se veía claramente que Moro-Rinaldi podía esperar.
El italiano se hizo muy amigo de Pedro Vidal y también mío. A mí me llegó a preguntar si había pretendido a Elena; yo le dije que no, y añadí:
—Es una mujer para casarse con un príncipe.
—Y para casarse con usted también, si usted la pretende con fuerza.
—No lo creo. Además, me daría vergüenza llevar a una mujer así a una casa pobre como la mía.
—¿Adónde quisiera usted llevarla, querido?
—A Pafos o a Amatonte.
—Sueños de poeta. En amor todo es cuestión de voluntad. La voluntad vence los mayores obstáculos. Ya ve usted: yo soy más viejo que usted; soy un advenedizo, un calavera, un hombre a quien nadie conoce, y la voy a pretender y me la voy a llevar.
—¿Cree usted?—le dije yo.
—Sí; usted presenciará mi éxito. Yo seré el Paris de esa Elena.
—Afortunadamente aquí no hay ningún Menelao.
Quince días después paseábamos Vidal, Moro-Rinaldi y yo por la Rambla y entrábamos en la farmacia de nuestro amigo Castells. En el momento que éste se hallaba en la rebotica, Moro, dirigiéndose a Vidal, le dijo:
—Parece que en la casa del capitán Arnau no le miran a usted con gran simpatía.
—Es verdad. Arnau no me quiere; el haber sido yo antes oficial de voluntarios realistas le produce una gran cólera contra mí.
—En cambio, la muchacha, María Rosa, está inclinada a usted.
—Sí; creo que sí.
—Amigo Vidal: tendremos que unirnos los dos y escaparnos con nuestras respectivas novias. Usted con María Rosa y yo con Elena.
—¿Con la señorita de Montferrat?
—Sí.
—Pretende usted robarla?
—Probablemente la tendré que robar; la familia no querrá dejarla casarse conmigo.
—¿Y cree usted que ella accederá?
—Sí; así lo espero.
—Es una mujer tan orgullosa, tan altiva...
—¡Bah!, mujer como todas...; hay una canción que las enloquece.
—¿Cuál?
—Esa tan vulgar de: «La quiero a usted con delirio... Es usted mi estrella... el único consuelo de mi existencia triste y miserable...» Todo es cuestión de cantar esa aria de bravura con energía.
—Es usted audaz.
—No lo crea usted. La primera vez que se hace una cosa de estas parece un gran atrevimiento; luego, no. Al principio, a la mujer que va con uno se la tiene por una víctima; luego se piensa que es una cómplice, y, a veces, se cree que la víctima es uno, el raptor, el tenorio, el engañador... A usted le pasará lo mismo.
—No; si María Rosa viene conmigo, me casaré con ella y viviré siempre a su lado.
—Cada cual su gusto—dijo Moro-Rinaldi sonriendo con su amable sonrisa—Si yo hubiese tenido medios para vivir, creo que hubiera hecho lo[99] mismo; pero, amigo, la vida le impulsa a uno a cosas absurdas y, luego, lanzado ya, no se puede uno detener, es tarde. Va uno como si fuera arrastrado por la corriente de un río: se intenta agarrarse a esta peña, a esta rama de árbol... ¿No se ha conseguido? ¿No ha podido uno detenerse? Pues, entonces, hay que dejarse llevar como una rama seca o un manojo de paja.
—¿Es usted fatalista?—le pregunté yo.
—Sí. El fatalismo me parece la única verdad que hay en la vida. Todo lo que tiene que ocurrir ocurre.
—¿Pero usted cree que hay destino?
—Estoy inclinado a pensar que sí.
—¿Un destino predeterminado?
—Sí.
—No creo en eso. Además, a mí me parece que la voluntad y el amor pueden modificar el destino.
Moro se encogió de hombros.
—¿No cree usted en el amor?
—Poca cosa, la verdad.
—¡Pobre Elena!—exclamé yo.
—¿Por qué?—preguntó él—. Yo creo que para hacer feliz a una persona es mejor no sentir amor por ella.
—Es una tesis un poco extraña..., pero, ¿quién sabe?, quizá sea cierta.
Vidal, al salir de la botica, me dijo que sospe[100]chaba que de ninguna manera María Rosa aceptaría el escaparse con él dejando su familia.
Yo, al oír esta conversación, suponía que se trataba de una broma más que de un proyecto en serio.
Al comienzo del invierno, algunos jóvenes del pueblo pensaron en organizar una pequeña orquesta para el Carnaval del año siguiente. Fuimos a un sótano, que era almacén de un anticuario, a ensayar. Allí, delante de estatuas góticas de piedra, que representaban apóstoles con un libro o con un báculo en la mano; de tablas antiguas, pintadas y estofadas; de santos de madera con los ojos de cristal; de retablos dorados con angelitos mofletudos; de vargueños, arcas talladas y camas con columnas salomónicas e incrustaciones de cobre, solíamos armar una gran algarabía con nuestros instrumentos.
Yo tocaba el violín.
Vidal, la guitarra, y Moro Rinaldi, la mandolina.
Cuando llegamos a ensayar algunos trozos con cierta maestría, Moro Rinaldi propuso que diéra[102]mos serenata a las damas de nuestros pensamientos.
Elegimos un sábado, y salimos todos formados del almacén del anticuario, donde nos reuníamos para ensayar, a la calle, de noche.
El tiempo estaba espléndido. Había una lluvia de estrellas, y se veían a cada paso cruzar rayas luminosas por el cielo profundo y transparente. A lo lejos se oía el murmullo del mar como una respiración lenta, voluptuosa y tranquila.
Pasamos primero por delante de casa de Arnau, tocamos dos o tres piezas de nuestro repertorio, y Vidal cantó una jota con mucho brío delante de la ventana de María Rosa. Luego fuimos acercándonos por las callejuelas estrechas a la casa de Elena; allí repetimos nuestro concierto, y Rinaldi cantó con mucho gusto la siciliana de Le Nozze di Figaro, de Mozart.
El balcón de Elena se iluminó, y vimos después su figura, vestida de blanco, asomarse a la barandilla.
Luego, yo toqué el Carnaval de Venecia.
Yo tenía la pretensión de hacer filigranas en este trozo musical que Paganini arregló para violín de la canción veneciana O mamma!, dándole un aire más incisivo, más burlón y más fantástico.
Estaba inquieto y toqué con un brío, con una furia, que yo mismo estaba maravillado. Sentía,[103] al oír mi violín, una mezcla de dolor, de alegría, de pena, que hacía que se me saltaran las lágrimas. Me aplaudieron hasta los vecinos de la calle, que habían salido a la ventana, y me hicieron repetir dos veces.
Después de la serenata volvimos al almacén, donde dejamos los instrumentos; entramos en un café, bebimos un poco más de lo regular, cantamos el Himno de Riego y paseamos por las calles, charlando.
Nos acercamos a uno de los baluartes que caía sobre el mar.
Había cesado la lluvia de estrellas y las constelaciones brillaban aun más vivas en la transparencia del aire.
Los centinelas, de cuando en cuando, daban su alerta, que se iba alejando hasta perderse en el silencio de la noche.
El mar tenía una calma siniestra; a lo lejos se veían los faroles de las lanchas pescadoras que iban y venían, se escuchaba a veces el sordo batir de los remos, y llegaba hasta el cielo, como una suprema armonía, el sonido rítmico y melancólico de las olas.
Esta noche, con sus serenatas y su lluvia de estrellas y el mar a lo lejos, fué para mí, no sé a punto fijo por qué, una de las noches más felices y más memorables de mi existencia.
Me pareció que la vida me había puesto de pronto en los labios la copa llena hasta el borde de un bálsamo dulce que había embriagado mi corazón, haciéndole olvidar todas sus tristezas.
Sentí una calma ideal, como si hubiera bebido el agua de Leteo o el nepenthes de Polydamna.
Hacía un día de noviembre espléndido; el cielo estaba azul; el mar, tranquilo, lleno de meandros de espuma. Las olas llegaban como tritones blancos a correr por la playa. Moro-Rinaldi, que había salido por la carretera de Barcelona, antes de llegar a la torre del capitán Arnau entró en el Hostal de la Cadena.
Era domingo; a la puerta de esta posada había un grupo de campesinos, de pescadores y de algunas gitanas. El Hostal de la Cadena se hallaba a un cuarto de legua del pueblo: era una casona amarillenta, unida a otras dos o tres casuchas, de color verde y rosa; tenía una puerta grande y un zaguán amplio, medio patio, medio cuadra, que en aquel momento estaba ocupado por un carro y una barca, mostrando así la hostería su condición entre campesina y marinera.
Para corroborar este aire mixto, se veía en las[106] paredes del zaguán jáquimas y albardas y dos anclas roñosas sujetas a unas cadenas. Este zaguán comunicaba con la cocina y con una galería que daba a un corralillo.
Moro-Rinaldi atravesó el zaguán y entró en la cocina. Era la cocina grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero, y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro. En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar. Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el catalán como por explosiones.
Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán; otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino; otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo. En un rincón dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la guitarra, una canción sentimental.
Moro-Rinaldi, al entrar en la cocina, se dirigió a un ángulo de ésta, donde se hallaba el Carago[107]let, y se sentó en una mesa pequeña, que por excepción tenía un mantel blanco.
—No se podrá usted quejar—dijo el Caragolet, señalando el mantel blanco, los vasos limpios y los cubiertos relucientes.
—No, no; está muy bien—y Moro-Rinaldi se sentó a la mesa.
La moza sirvió la comida; después de comer, Moro y el Caragolet tomaron café y bebieron aguardiente y hablaron durante largo rato.
Moro-Rinaldi se explicaba en su catalán chapurreado de italiano; el Caragolet le escuchaba absorto y maravillado. Se veía que el corso dominaba por completo al muchacho. Este oía ansioso, fijo, rojo de emoción.
A veces, entre el vocerío de las conversaciones de los marineros, se oían las palabras de Moro:
—¿Que se burlan de ti, muchacho?—decía una vez—, búrlate tú de ellos. ¿Que eres italiano e hijo del amor?, ¿y qué? Italia es el pueblo más ilustre de Europa, ¡querido!; el de los grandes artistas, el de los mayores poetas, el de los grandes capitanes. Todos estos franceses, ingleses y alemanes son toscos a nuestro lado. Los españoles se parecen a nosotros, pero son incompletos. Ellos son duros, rígidos; nosotros somos duros y blandos, rígidos y flexibles, al mismo tiempo. Ellos son la línea recta; nosotros, la recta y la curva. Nosotros[108] sabemos ser amables con una mujer, comprender la obra de un genio, ser espléndidos con un amigo y pegarle una puñalada a traición a un enemigo.
El Caragolet miró a Moro-Rinaldi, abriendo los ojos y la boca con asombro. La pintura que hacía aquel de los italianos le producía un frenético entusiasmo.
—No, no te avergüences, muchacho, de ser italiano—siguió diciendo Moro-Rinaldi—; al revés: enorgullécete. ¿Y que eres hijo del amor? ¿Y qué? ¿Es que preferirías ser un hijo de familia escrofuloso y débil? El amor te ha hecho bello y fuerte; tú no sabes aún qué dones son esos. ¡Cuántos hijos de príncipes se cambiarían por ti y dejarían su palacio, su cuerpo débil y blando por tu choza y por tu cuerpo ágil y fuerte como el de una pantera!
El Caragolet seguía oyendo con una profunda emoción, completamente subyugado.
—Yo también soy, como tú, hijo natural de un italiano y de una gitana—añadió Moro-Rinaldi—. Mi padre procedía de un dux de Venecia; mi madre era gitana. Yo digo que era croata, pero, no, era gitana como tu madre. Romanicheles, ¿y qué? Los dos haremos cosas grandes. Tú sígueme, obedéceme; yo te protegeré.
El Caragolet de pronto se puso serio y sombrío y clavó la vista en el suelo; después, levan[109]tando la cabeza y mirándole al corso en el blanco de los ojos, dijo:
—Si es verdad eso, le serviré a usted como un perro; pero si me engaña usted, por éstas (y se besó los pulgares cruzados), que lo mataré.
Moro-Rinaldi se inmutó un momento y le temblaron los párpados; estuvo con la mano derecha, con el índice y el meñique extendidos y los demás dedos cerrados debajo de la chaqueta para quitar la jettatura; luego se echó a reír y pasó la mano por la cabeza desmelenada del muchacho.
En esto entró en el Hostal de la Cadena Pedro Vidal. Por lo que se supo después, aquel domingo, entre Vidal, Moro y el Caragolet debieron de preparar el plan de fuga del que tanto se habló más tarde.
El domingo siguiente Pedro Vidal me dijo que estábamos convidados a comer en casa de Arnau. Iríamos Moro-Rinaldi, él, Castells el farmacéutico y yo. María Rosa había invitado a Eulalia y a Elena para que fueran a la tarde a merendar a la torre.
Poco después de comer estábamos de sobremesa cuando llegaron en una tartana Eulalia y Elena, que fueron recibidas con grandes extremos. María Rosa y Pepeta les enseñaron el huerto, y luego estuvimos todos en el cenador de la terraza.
La tarde era de otoño, voluptuosa y tranquila. El mar parecía dormido, ensimismado en su eterna queja monótona; la olas venían a morir suavemente en la estrecha playa, y alguna más impetuosa avanzaba, dejando una línea de encajes blancos en la arena dorada. Del monte llegaba un aire fresco, lleno de olor de tierra y de efluvios de las[112] plantas. En el Hostal de la Cadena se oía un rumor de guitarras; a lo lejos sonaba, de una manera intermitente, un estrépito de tambores y de cornetas; unas niñas, vestidas con trajes de día de fiesta, jugaban al corro en la carretera y cantaban con voces agudas:
Después de pasar allí algún tiempo, Vidal y Moro-Rinaldi propusieron el dar un paseo en barca. Elena—¡oh!, disimulo femenino—dijo que no; que ella no podía faltar largo tiempo de casa; pero las chicas de Arnau la convencieron. ¡Hacía un día tan hermoso!
Iríamos a la Roca de la Sirena. Salimos del jardín, cruzamos la carretera y nos acercamos a la playa.
Moro-Rinaldi se puso a cantar una barcarola de gondolero veneciano.
Vidal fué al Hostal de la Cadena, y poco después se acercó a donde estábamos, en una barca y seguido de otra con tres marineros. Se dispuso que Elena, Rinaldi, María Rosa y Vidal, con el Caragolet y un marinero, fueran en una, y los demás, en la otra.
Estábamos esperando a que las barcas encalla[113]ran en la arena para entrar en ellas, cuando un muchacho vino a llamar a Secret y a Arnau.
—Tenemos que ir al pueblo—dijo Arnau—; por nosotros no se priven ustedes del paseo. Pascual les acompañará.
La primera barca comenzó a alejarse de la playa; en la segunda entramos: Pepeta, su madre, Eulalia, el farmacéutico Castells, Pascual el hortelano, un marinero y yo. Nos alejamos de la playa y fuimos en dirección del cabo Gros, que tiene rocas y escollos en su contorno inundados de espuma.
Entre estas rocas distinguíamos la Roca de la Sirena. En el cabo se asentaba Tamarit del Mar, con unas treinta casas y una iglesia.
En la primera barca vimos de lejos a Moro-Rinaldi y a Vidal, que se pusieron a remar con fuerza; el Caragolet llevaba el timón; luego largaron la vela y su barca, alejándose rápidamente; nos ganó en seguida una distancia de trescientas a cuatrocientas brazas.
—Van conducidos por Cupido—le dije yo a Pepeta en broma.
—¿Por quién?
—Por Cupido, el dios del amor, que tiene alas.
—¿Y nosotros?
—Nosotros llevamos a la mamá de usted, que pesa mucho, y a un boticario que no pesa menos.
Al llegar cerca de la Roca de la Sirena, la distancia entre las dos barcas era ya mayor.
Los de la primera lancha, en vez de acercarse a la Roca como se había pensado, siguieron hasta la playa de Tamarit del Mar, y desembarcaron.
—Quizá se les haya ocurrido ver la aldea—pensamos.
Nosotros íbamos más despacio y tardamos cerca de media hora en llegar al mismo punto.
Saltamos a tierra, subimos a Tamarit y nos encontramos con que las dos parejas habían desaparecido; por lo que nos dijeron las gentes del pueblo, una tartana les estaba esperando, y habían marchado al trote camino de Barcelona. Era verdad, indudablemente, que Cupido les conducía.
La madre de María Rosa, al saber que su hija había huído, estuvo a punto de desmayarse. Pepeta, iracunda, golpeaba el suelo con el pie.
—La mataría—dijo apretando los dientes, refiriéndose a su hermana.
El Caragolet no decía nada; pero, por su aire torvo, se veía que se hallaba furioso. Después se supo que estaba al tanto de la maniobra y que Moro-Rinaldi le había engañado.
Eulalia y yo quedamos aturdidos, en el mayor asombro.
Volvimos a la playa del Hostal de la Cadena; la mujer de Arnau iba temblando, sumida en una[115] profunda desesperación. Cuando llegamos a la playa y encontramos al capitán y a Secret, a quienes Moro y Vidal habían alejado con un recado falso, al contarle al capitán lo ocurrido, quedó tan pálido de ira que creí que le iba a dar algún mal. Arnau juró, con los puños cerrados, que se había de vengar. Secret se manifestaba también furioso.
Eulalia y yo volvimos a casa en el mayor abatimiento.
Unos días después supimos que Elena y María Rosa se habían casado en la iglesia de Torre de Embarra. La gente empezó a decir que Moro-Rinaldi estaba ya casado. ¡Cualquiera lo sabía!
Al finalizar el mes, don Vicente Serra me despidió de su casa, diciéndome secamente que ya no necesitaba mis servicios.
Secret me vino a buscar, a decirme de parte del capitán Arnau que sabía que yo no tenía la culpa y que quería verme otra vez en su casa. En la familia del marino no se hablaba de la hija fugada. Alguna vez la madre la disculpó, y el capitán dijo, ya amainando su violencia:
—Así sois todas las mujeres.
Cuando le dije a Arnau que los Serras me habían despedido de su casa, habló pestes de ellos, diciendo que eran unos miserables hipócritas que se vengaban en personas que no tenían la menor culpa de lo ocurrido.
Por lo que supe después, Secret fué a Barcelona y se encontró allí con Emilio Serra. Al parecer, se entendieron; llegaron a saber que Vidal y Moro-Rinaldi estaban en la fonda de las Cuatro Naciones pasando la luna de miel. Entonces alguno de ellos los denunció a la policía, y los llevaron a Vidal y a Moro, en compañía de unos oficiales sardos, a la Ciudadela, como carlistas.
Lo extraordinario fué—según contaron—que, al registrar la maleta de Moro-Rinaldi, encontraron papeles comprometedores que parecían probar que el corso estaba pagado por los carlistas.
Con la fuga de Vidal y Moro-Rinaldi, mi situación en Tarragona empeoró. Muchos creían que yo había ayudado en su escapatoria a las dos parejas, y esto me dejaba ante la gente en un papel subalterno y ridículo.
Arnau, que desde la fuga de su hija me manifestaba más simpatía que anteriormente, me dijo que él pensaba pasar unos días en Barcelona, que fuera con él, porque allí era posible que encontrase trabajo.
Jaime Vidal me indicó, a su vez, que él iba a ir también a Barcelona, a ver si podía hacer algo por su hermano, preso en la Ciudadela.
Estuve vacilando: de Málaga me escribían que los asuntos de nuestra casa iban tomando mejor cariz, y que las acciones de la Sociedad minera, en[117] donde mi padre había colocado gran parte de su capital, comenzaban a subir. Todavía la situación nuestra no estaba completamente consolidada; más pronto o más tarde tendría que volver a Málaga, pero, mientrastanto, me pareció conveniente ir a Barcelona.
Acepté la invitación de Arnau de ir con él a Barcelona por mar, aunque no me entusiasmaba la idea, porque siempre que me he embarcado he acabado por marearme.
El barco en que hicimos nuestro viaje, la María Rosa, era un jabeque de dos palos, con velas latinas, cubierta y una camareta a popa.
Ibamos muchos, unas quince o veinte personas; entre ellas, unos cuantos jóvenes de Reus que marchaban a Barcelona decididos a hacer alguna de las suyas. Estos jóvenes, republicanos exaltados, habían tomado parte en la matanza de frailes que hubo en Reus meses antes, y hablaban de un exterminio de carlistas y de llevarlo todo a sangre y a fuego.
Recordaban con furia que un fraile franciscano de Reus que merodeaba por los alrededores ha[120]bía fusilado a seis soldados liberales y a su jefe, y no contento con esto, había cogido a un miliciano nacional, muy querido de sus convecinos, y le había crucificado, después de haberle sacado los ojos.
Los recuerdos de estas enormidades los tenían fuera de sí.
También iban en el jabeque las tres furias de la casa del Negre y el Caragolet. Según me dijo Arnau, le habían pedido que les llevara a los cuatro a Barcelona. El dueño de la casa del Negre les había echado de ella, en vista de los escándalos repetidos de la Dora, y ésta se había escapado con un contrabandista.
Marchábamos en el barco un poco estrechos; Arnau llevaba el timón; cuatro marineros hacían la maniobra y corrían, con sus pies desnudos, por la cubierta, a tirar de las cuerdas. Las garruchas crujían agriamente y las velas daban latigazos con el viento. Un viejo preparaba la comida en un hornillo de hierro; una gran cazuela de arroz con pescado, a la que echaba aceite, cebollas, ajos, tomate y pimentón.
El día, de invierno—estábamos en las proximidades de Navidad—, se presentó por la mañana muy triste y nebuloso; el cielo, gris; el mar, de color de plomo. Había llovido la noche anterior. Nubes blancas y pequeñas corrían rápidamente por el[121] horizonte, y el viento, brusco y malhumorado, hacía crujir los palos de nuestro falucho, que avanzaba orgullosamente inclinándose y hundiendo su proa entre las olas coronadas de espuma.
Teníamos el viento de poniente, un terral manejable, según Arnau. Al avanzar la mañana, el cielo quedó claro, blanquecino. La costa parecía de cristal. A medida que subía el sol, el viento crecía en violencia; las olas, furiosas, se coronaban de espuma y nos mostraban sus oquedades moradas.
La pacífica matrona del Mediterráneo se había encolerizado y tronaba amenazadora e iracunda, con sus ojos verdes, olvidada de su calma y de su manto de azul.
El mal tiempo y la presencia de las furias de la casa del Negre me hicieron pensar en si, como Eneas y sus compañeros, arrojados a las Estrófades, iríamos también nosotros a sucumbir en los peñascos de la costa y a ser víctimas de las arpías.
Como me sucedía siempre a la hora de estar en el mar, empecé a padecer el mareo, lo que contribuyó a que el capitán me manifestara su desdén.
Afortunadamente para mi crédito, al pasar a la altura del cabo Gros se marearon también Secret y alguno de los muchachos de Reus, lo que hizo[122] torcer el gesto de una manera desdeñosa a nuestro Palinuro.
Pasamos al mediodía la punta de San Cristóbal y tomamos la costa de Garraf. Como el viento había crecido en furia a medida que subía el sol en el horizonte, ahora que descendía bajaban las ráfagas de aire en intensidad.
El cocinero sacó la gran cazuela de arroz, unos porrones de hoja de lata, y nos sentamos todos alrededor de la comida. El capitán invitó a las tres furias y al Caragolet a que comieran con nosotros.
La Nas, la Escombra y el Mussol se excusaron y dieron las gracias; habían comido ya. El Caragolet se acercó. Las tres furias, sentadas cerca de la borda, mascaban un mendrugo de pan, sin querer mirar a la gente, como si sintieran repugnancia por todo el mundo.
Comimos el arroz, que estaba excesivamente sabroso.
—¿Qué, está bueno?—preguntó el cocinero.
—Sí—dije yo—, pero me parece que pica un poco.
—¡Ca!—repuso Arnau—,eso se quita con vino. A mí me ha parecido soso.
—¡Soso! Yo he creído al principio que tenía pólvora. Me ha hecho el efecto de una función de fuegos artificiales.
En las primeras horas de la tarde comenzó a amainar el viento; por encima de los cerros desnudos de la costa veíamos dibujarse vagamente los montes de Montserrat, llenos de picachos y de quebradas. A media tarde el tiempo se serenó por completo, brilló el sol, cesó el viento y fuimos acercándonos con lentitud a Barcelona.
Llegamos frente a la ciudad cuando ya empezaba a obscurecer. El mar se teñía de púrpura, y la ciudad, recostada sobre una cadena de montañas, se doraba por los últimos resplandores del crepúsculo.
A la izquierda se destacaba Montjuich, con sus fortificaciones en lo alto; a sus pies, el doble baluarte de las Atarazanas; luego, en medio de los tejados y las azoteas, se erguían las torres de San Francisco, de la Merced y de la Catedral. A la derecha me señalaron Santa María del Mar y la Aduana; más a la derecha aún, San Pedro y la torre de la Ciudadela, y en el extremo, el faro de la Barceloneta.
En aquel momento el resplandor dorado del sol se retiraba de los tejados y de las torres, y la ciudad iba hundiéndose en la sombra a medida que nos aproximábamos a ella. Entramos en el puerto; las luces comenzaban a brillar; las grandes velas de los barcos flotaban pálidas en la semiobscuridad.
Arnau y su gente amarraron el falucho, y en un bote atracamos en la escalera del malecón.
Entramos por la Puerta del Mar; los de Reus quedaron en una posada próxima al muelle; Arnau, Secret y yo fuimos a una casa de huéspedes de la calle de la Puerta Ferrisa.
Barcelona, entonces, no se parecía a la ciudad actual; era una ciudad grave, seria, de calles estrechas, donde apenas entraba el sol, de casas muy altas y muy viejas, con un pavimento descuidado. Fuera de la Rambla, siempre llena de animación, lo demás era poco alegre.
De noche, las calles se hallaban mal iluminadas por faroles de aceite y por lámparas que ardían delante de las hornacinas con la imagen de algún santo.
A pesar de esto, la ciudad creo que me gustaba entonces más que ahora. Uno de los encantos de las ciudades antiguas antes de ser abiertas y destripadas por los ensanches era la coherencia de su exterior con su espíritu.
Estas ciudades antiguas representaban de una manera completa, acabada y fiel la vida de sus[126] habitantes; en ellas no faltaba un matiz que existiera de verdad, ni había una nota pegadiza y falsa.
Más tarde, como en los discursos, la charlatanería entró en ellas, la mentira suntuosa, y quisieron presentar aspectos que en la realidad no tenían. Así, las urbes se han convertido, de sinceras y verídicas, en ciudades de aparato, en escaparates de quincalla brillante, en donde la casa no tiene coherencia con su interior y en donde la fachada es una mixtificación y una farsa.
En la Barcelona de entonces dominaba todavía la ciudad gótica y medieval, con sus iglesias, sus murallas, sus fortificaciones, su vida austera y contenida.
Había en esta época grandes conventos, con sus huertos y sus tapias, que ocupaban enormes espacios en las calles, y un sonar constante de campanas de las distintas iglesias de la ciudad.
A pesar de la extinción de los frailes se veían muchas parejas de éstos, de todas clases de hábitos y de colores, que entraban y salían de las casas. De noche la vida acababa muy temprano; y al toque de la queda se cerraban los comercios y las puertas de la ciudad, se levantaban los puentes levadizos y, una hora más tarde, se cerraba la Puerta del Mar.
Se vivía en una inquietud constante; la gente no había tenido un momento de paz ni de reposo[127] desde la guerra de la Independencia; se estaba en un perpetuo sobresalto y en una constante interinidad.
Desde el día siguiente en que llegué a Barcelona me dediqué a ver si encontraba trabajo. En todos los comercios me decían que esperara, que no sabían a qué atenerse, y que el momento no era propicio para tomar más dependencia.
Pensé en marcharme pronto de Barcelona, pero Arnau me decía que me quedara allí. Según él, a todas partes adonde fuera, en España, me ocurriría lo mismo.
El pensaba que tenía que haber una revolución que diera un estallido, y que después de ella vendría la calma.
Quizá la división más natural de la Península, al menos desde un punto de vista espiritual, es la antigua romana, que señalaba tres grandes regiones: la Tarraconense, la Bética y la Lusitania; a éstas se podría añadir, como complemento, la Cantabria, que es una cuña metida entre las otras tres, con la punta en el centro de la tierra hispánica y la base en los Pirineos y el golfo de Vizcaya.
En la región tarraconense influyen con energía dos elementos: la montaña y el mar, el campo y la ciudad.
Es posible que todas las guerras civiles modernas no sean mas que la lucha del campo contra la ciudad; del campo, que queda inmóvil, contra la ciudad, que cambia y evoluciona.
Cataluña es el país de la Península donde hay un contraste más violento entre las tierras mon[130]tañesas y las marinas, entre las ciudades despiertas y las campiñas reaccionarias. Este contraste no es tan grande en la vertiente atlántica, en donde el monte no es tan alto, ni tan seco, ni tan frío, ni tan intrincado, y en donde el mar no es tan ardiente ni tan voluptuoso.
Así, estos polos, el polo montañés y el marino, el polo rural y el ciudadano, chocaban y chocan en Cataluña con una terrible violencia; así, el odio entre el carlista de la montaña y el republicano del mar era furioso.
A pesar de que en aquel tiempo no había todavía oficialmente un partido republicano, muchos de los catalanes de las ciudades lo eran vagamente, y unían el entusiasmo por la república con el entusiasmo por la ciudad.
Tenían ya por entonces los barceloneses un sentido ciudadano tan exagerado, que les llevaba a una megalomanía completa, y hubiesen querido que su ciudad fuera el centro del mundo.
No sé si este contraste de la montaña y del mar es el que ha hecho a la gente de la región catalana tan violenta y tan fiera; lo que sí es cierto es que lo eran y lo son para todo. La guerra civil lo demostró. Cataluña y Valencia dieron en ella la nota más feroz y más sanguinaria. En comparación suya, la guerra del Norte parecía una guerra de estrategia y de posiciones.
Esta violencia mediterránea no era sólo campesina, sino también ciudadana, y hasta podía ir unida a cierta cultura.
Un ejemplo de ello me bastaría citar: por entonces se hablaba en Barcelona de un fraile exclaustrado que era librero de viejo. Este hombre tenía tal afición por sus libros y sus papeles, que cuando vendía alguno de ellos le entraba tal desesperación de verse sin su infolio o sin su manuscrito, que salía detrás del comprador y lo asesinaba para recuperarlo.
Este absolutismo y esta violencia para cualquier cosa existía, más que en ninguna parte de España, en Cataluña, y sobre todo en Barcelona.
Había un constante entrar y salir de gente misteriosa, hombres embozados en capas y en mantas, en nuestra casa de la calle de la Puerta Ferrisa. Pregunté a don Ramón Arnau qué pasaba allí, y me dijo que un conspirador venido de la corte, Aviraneta, había llegado con el objeto de dirigir las huestes revolucionarias de Barcelona.
Unos días después, Arnau me contó que había acudido algunas noches a las tertulias que se celebraban en el piso principal de nuestra casa, y se manifestó muy partidario de las ideas y de los planes del conspirador madrileño.
Como a mí no me interesaban las cosas políticas, me dedicaba a vagar por el pueblo, a recorrer sus calles, a andar por la Rambla, y pasaba también largos ratos en el claustro de la Catedral.
Una mañana, en este claustro me encontré con Elena y María Rosa. Se me acercaron rápidamen[134]te; tenían aire de haber llorado; venían las dos de negro, de mantilla, con un rosario en la mano. Me dijeron estaban haciendo gestiones para libertar a Vidal y a Moro-Rinaldi, que se hallaban encerrados en la Ciudadela. Habían visitado a la mujer del general Mina, y ésta, tratándolas con gran cariño, les había dicho que su marido no se encontraba en Barcelona y que esperasen a que llegara.
María Rosa me indicó que hablara a su padre; le hablé; pero el capitán Arnau me contestó rudamente que no pensaba hacer nada en favor de su yerno.
María Rosa y Elena me indicaron que fuera a la fonda de las Cuatro Naciones, donde vivían, y si sabía alguna noticia importante para sus respectivos maridos se la comunicase.
Mientras yo paseaba y Arnau visitaba la habitación de Aviraneta, Secret, uno de Reus y el Caragolet, andaban de trinca, de café en café, con la gente más exaltada y de armas tomar de Barcelona.
Se reunían en el café de la Noria, de la calle del Arco del Teatro; en la taberna de la Bomba, de la calle de la Bomba, y frecuentaban también el café de los Tres Reyes, situado junto al Palacio; el de Guardias, cerca del teatro Principal, y el café de Titó, que entonces se llamaba de la Reina. Todos[135] estos cafés eran verdaderos clubs en donde se celebraban reuniones patrióticas. Otro centro de reunión de los exaltados estaba en las casas del Colegio de Mercedarios, en la Rambla.
El café de la Noria era entonces el club más favorecido por los hombres de pro; allí peroraban Madoz, Figuerola, Aiguals de Izco, Pedro Mata, y otros. Allí acudían diariamente el gobernador militar de la plaza, don Antonio María Alvarez, y el administrador de Correos Abascal, para seguir las inspiraciones de los exaltados. Allí habló también Alibaud, que luego atentó en París contra la vida de Luis Felipe. Los de la taberna de la Bomba eran francamente republicanos, y los del café de los Tres Reyes tenían cierto matiz, todavía mal definido, de regionalistas.
Estos exaltados se dividían por su grado de exaltación y por la clase social a que pertenecían: los había elegantes y distinguidos y los había del arroyo. Entre esta gente del arroyo un tipo muy influyente era el Bacallanet, contratista que acababa de construír una plaza de toros cerca de la Ciudadela. Como lugartenientes del Bacallanet estaban dos hermanos liberales exaltados, los Madecul, el hojalatero Garriga, el carpintero Xingola, el cerillero Castró, el Aucellet, y otros.
También había en estos grupos de las últimas capas sociales mujeres exaltadas, verduleras, la[136]vanderas y algunas perdidas, todas a cuál más chillonas y alborotadoras.
Según me dijeron, las tres furias de la casa del Negre, la Nas, la Escombra y el Mussol, habían aparecido por la taberna de la Bomba.
Se vivía en Barcelona en plena exaltación; se hacían salvas al ponerse el sol. Todos los días se hablaba de que la Milicia urbana tenía que salir a campaña, lo que, naturalmente, producía una gran sensación en los pequeños comercios y en los talleres donde trabajaban los milicianos nacionales.
Un día le pregunté a Secret qué es lo que pretendían sus amigos y él; si estaban de acuerdo con los que se reunían en casa de mi vecino Aviraneta; pero me dijo que no, que ellos tenían otros proyectos y otros ideales.
El pueblo se hallaba próximo al estallido; el odio frenético contra los carlistas, el recuerdo de los atropellos del conde de España, la idea de que los frailes seguían mandando en la ciudad y de que los carlistas tenían en ella más influencia y más poder que los liberales, les ponía a éstos en la mayor desesperación.
Una tarde, después de comer, acompañé a Elena y a María Rosa a la Ciudadela; al llegar delante del rastrillo, el cabo de guardia nos detuvo y nos interrogó. A las dos mujeres las dejó pasar; a mí no me permitió la entrada.
Siguieron ellas por el puente y yo quedé fuera del rastrillo, que tenía a cada lado un gran pilar de piedra, con una bola, también de piedra, como remate. Pasé allí un cuarto de hora largo, y viendo que Elena y María Rosa no aparecían, me asomé al paseo de la Explanada. Había cerca de la muralla un cordelero que hacía una cuerda de cáñamo mientras un chico daba vueltas a una rueda. Me paré a mirarle, recordando a mi amigo el señor Vicente, el tío Corda.
El cordelero me preguntó si le necesitaba para algo, y le dije que no, que me recordaba a un amigo, y le indiqué a lo que había ido allí.
El hombre pareció agradecer la confianza, y, hablándome en mal castellano, me explicó que en aquella explanada había hacía poco tiempo una horca muy fuerte, con una escalera de madera, con su barandado, sin duda para que los reos pudieran subirla con seguridad. En esta horca se colgaba a la gente en serie.
El había visto allí los hombres como racimos. Los franceses habían ejecutado en aquel punto a cinco patriotas catalanes, y el conde de España no se contentaba con ahorcar a los liberales, sino que tenía la humorada de darles broma en vida y de tirarles de los pies después de muertos.
Unos meses antes, según me dijo el cordelero, habían fusilado en aquel mismo sitio a Miguel Arques, a quien llamaban el estudiante Murri, mozo que durante el mando del conde de España fué uno de los espías que denunciaban a los liberales.
Le di un pitillo al cordelero. Era un vejete flaco y aguileño. Hablaba de una manera un tanto desdeñosa. No había salido nunca de aquel rincón. Allí trabajaba desde su infancia.
El cordelero deshizo el cigarro que le di, molió el tabaco entre sus manos callosas, puso el papel de fumar en el labio, lió el pitillo, lo encendió y me dijo, mostrándome la fortaleza:
—Dentro de unos días va a haber aquí sangre.
—¿Cree usted?
—Eso dicen.
—¿Y a usted no le parece mal eso?
El cordelero se encogió de hombros. Luego me mostró las distintas dependencias de la Ciudadela: los cuarteles, los almacenes y la torre de Santa Clara. Era ésta ancha, gruesa, con contrafuertes; tenía en lo alto una torrecilla a modo de templete, con un barandado con cuatro floreros. Según me dijo el cordelero, en esta torre solían encerrar a los presos políticos, y allí había estado el general Lacy antes de ser enviado a Mallorca para ser fusilado.
Vi que Elena y María Rosa aparecían de nuevo en el rastrillo, y me despedí del cordelero para acercarme a ellas. Elena y María Rosa venían abatidas; por lo que me dijeron, Vidal y Moro-Rinaldi tenían pocas esperanzas de ser libertados. En la Ciudadela, entre los presos, corría la voz de que el pueblo pensaba asaltar la prisión y degollarlos a todos. Al parecer, el odio era grande contra el coronel don Juan O'Donnell, uno de los O'Donnell carlista que había sido hecho prisionero en una escaramuza en Olot y que estaba preso en la Ciudadela. O'Donnell era objeto de las iras del pueblo, que quería sacrificarle en venganza de los fusilamientos y crueldades que habían cometido los carlistas...
Otro día acompañé a mis dos amigas a casa del[140] general don Pedro María Pastors, gobernador de la Ciudadela.
Elena llevaba una carta para la señora del general, doña Carmen de Foxá y Vadolato, hija del barón de Foxá.
El general nos recibió amablemente. Era el tal militar un tipo raro, catalán, de Gerona, que hablaba con un acento muy rudo. Este hombre me pareció un extravagante de muy poco talento; de gustos populares, llevaba, como algunos marineros, un anillo en la oreja.
El general Pastors nos dijo que había pedido al segundo cabo, don Antonio María Alvarez, quien mandaba la capital en ausencia de Mina, el que permitiese trasladar a O'Donnell y a otros prisioneros carlistas odiados por el pueblo a un buque de guerra de la marina inglesa; pero Alvarez se había negado, diciendo que mientras Mina no estuviese en Barcelona él no podía tomar tales disposiciones.
La razón de la diligencia y del deseo de Pastors de salvar a O'Donnell dependía de que era amigo suyo y de que había hecho con el padre del preso y con el preso la campaña de los absolutistas, en 1823. Pastors mandó por entonces una brigada, de la que eran comandantes Zumalacárregui, el joven O'Donnell y el conde de Negri.
Como Alvarez sabía por qué motivos Pastors[141] pedía la traslación de O'Donnell, no se la quiso conceder. Lo extraño era que Pastors no lo comprendiese y se devanase los sesos pensando qué causa habría para la negativa.
Elena y María Rosa se despidieron del gobernador de la Ciudadela con muy pocas esperanzas.
Hacia fin de año apareció en los periódicos de Barcelona un parte del general Mina, fechado en San Lorenzo de Morunys. Decía que los carlistas continuaban defendiéndose en el Santuario del Hort estrechados por las tropas de la Reina, y que un prisionero, fugado la noche anterior del santuario, había declarado que los carlistas pasaban por las armas a los liberales que tenían en su poder. Llevaban fusilados ya treinta y tres hombres, entre oficiales y soldados. Estos, en su mayoría, eran del regimiento de Saboya.
Por lo que se contó, los sitiados advirtieron a Mina que por cada cañonazo que les disparase fusilarían a un prisionero, y empezaron su represalia sacrificando a cinco comandantes de nacionales que tenían presos, arrojando sus cadáveres por los barrancos del monte, en donde estaba el santuario.
La noticia causó una gran indignación entre el ejército y los paisanos; se decía que los carlistas atropellaban las leyes de la guerra, y la indignación era mayor en los soldados que guarnecían la Ciudadela, pues éstos, en su mayor parte, pertenecían al regimiento de Saboya, el cual había sido el más castigado por los carlistas en el Santuario del Hort. Se añadía que, antes de matarlos, los carlistas atormentaban a sus prisioneros.
Estos rumores, verdaderos o falsos, se fueron exagerando al correr de boca en boca y avivaron el furor de los liberales barceloneses. La rabia contra los enemigos de dentro y de fuera se hacía frenética y desesperada.
—Hay que acabar con los que nos asesinan—se gritaba.
—Es necesario hacer algo ejemplar.
María Rosa y Elena vinieron a mi casa pidiéndome consejo, pero yo no sabía qué aconsejarlas.
El día 4 de enero amaneció frío y triste. Estaba lloviendo. Barcelona tomó un aire de revuelta. En las primeras horas, tambores tocando generala pasaron, seguidos de grandes grupos, por la Rambla. Iban hacia la plaza de Palacio, donde la multitud engrosaba por momentos. Marchaban las patrullas de acá para allá, gritando, exasperadas.
Por entonces, en la plaza de Palacio, frente a la Lonja, se estaba construyendo un edificio grande[145] por un capitalista catalán, Xifré, enriquecido en la Isla de Cuba. Al mismo tiempo se trabajaba en ensanchar la plaza. Con la lluvia se hallaba ésta convertida en un barrizal.
Elena y María Rosa no se apartaban de las proximidades de la fortaleza en que se encontraban prisioneros sus maridos.
Custodiando la Ciudadela no había el día 4 de enero mas que un pequeño destacamento del regimiento de Saboya, que no llegaba a ciento cincuenta hombres; ocho artilleros y ochenta milicianos nacionales. Al mediodía del 4 se reforzó la guardia con unos sesenta soldados, única fuerza útil de un batallón del 20 de línea, que ni siquiera tenía armas.
Por lo que se dijo, el general Pastors, al oír que el pueblo intentaba asaltar la Ciudadela, y sabiendo que se hallaba completamente desguarnecida, salió de su casa, tomó un coche y, atravesando el gentío que le obstruía el paso, llegó a la fortaleza.
Al caer de la tarde, la muchedumbre, en la plaza de Palacio, era imponente; se decía que los oficiales carlistas más comprometidos se habían fugado de la cárcel, y que el Gobierno contemporizaba con los enemigos de la libertad. Al parecer, los batallones de la Milicia estaban dispuestos a dejar hacer a los ciudadanos decididos para que estos tomasen las represalias que quisieran.
Al obscurecer, la multitud se decidió, se movilizó y comenzó a marchar hacia la Ciudadela. El movimiento parecía pensado, premeditado. Alguien daba las órdenes, aunque no se sabía quién. Los tambores tocaban generala. «¡Viva la Petita!»—gritaban unos—. «¡Viva Cristina y vinga farina!»—decían otros; y estos gritos se mezclaban con los de la gente que vitoreaba a la Libertad y a la República.
Seguía lloviznando.
Entre los grupos vi al Caragolet, harapiento, con su gorro rojo en la cabeza, tocando un tambor. Un gentío inmenso se acercó al rastrillo, lo empujó, lo rompió y comenzó a adelantar hacia la puerta de la muralla.
Por dentro levantaron el puente levadizo. Los amotinados vacilaron un instante. Entonces, un grupo de hombres, dirigidos por el Bacallanet y por otros que hablaban catalán y que no se sabía quiénes eran, fueron a la plaza de Palacio, cogieron de las obras que allí se estaban haciendo dos grandes escaleras y las trajeron entre los aplausos de la multitud.
Mientrastanto, algunos amotinados habían inundado los fosos y los glacis de la Ciudadela, y pedían a gritos que les entregasen los prisioneros carlistas.
Los directores del motín conferenciaron y deci[147]dieron, sin duda, esperar a que entrara la noche para dar el asalto.
¿Quiénes eran estos hombres? Lo pregunté. Nadie los conocía.
La multitud se estrellaba contra los muros de la Ciudadela como las olas de un mar turbulento; pronto se hizo completamente de noche, y comenzaron a brillar antorchas, que iban y venían de un lado a otro en la explanada y en los fosos.
Contemplaba yo la escena sobrecogido cuando se me acercó Elena. Me sorprendió, porque venía vestida de hombre. Me dijo que estaba dispuesta a salvar a su marido, de cualquier manera que fuese.
De pronto vimos una silueta iluminada por un hacha de viento humeante en lo alto de la muralla, y supimos que era el gobernador de la Ciudadela que arengaba a la multitud. Yo no le oí; me dijeron que había preguntado a los sublevados qué es lo que querían y que éstos habían contestado:
—Queremos a los presos; queremos a O'Donnell.
El gobernador dijo que no tenía atribuciones para entregar a los prisioneros, y que lo haría si le mostraban una orden superior. Los amotinados contestaron con terribles alaridos, exigiendo que se les entregara a los presos inmediatamente. El general se retiró de la muralla y volvió a aparecer de nuevo, poco tiempo después, a la luz de una[148] antorcha, a proponer que el pueblo nombrase un parlamentario y que, en unión de un coronel que estaba entonces en la Ciudadela, fueran a visitar a la primera autoridad militar de Barcelona.
El Bacallanet y sus amigos discutieron entre ellos; se oyeron frases contra el Gobernador; alguien dijo que no había que hacer caso de sus palabras, sino comenzar en seguida el asalto.
El problema estaba en saber lo que haría la guarnición; si ésta comenzaba a disparar era imposible entrar en el castillo. El Bacallanet y los suyos afirmaron que la guarnición no dispararía.
Se colocaron las dos largas escaleras en el foso, enfrente cada una de una tronera, y comenzó a subir por ambas una fila de personas. El primero que se lanzó al asalto fué el Caragolet. Llevaba una antorcha en la mano, iba harapiento, sin gorro, con los pelos alborotados, la cara llena de rabia y de cólera.
Tras él subieron la Nas, la Escombra y el Mussol; luego, Ramón Secret, y poco después, Arnau.
A la luz vacilante de las antorchas se vió ir subiendo, por las dos largas escaleras, filas de hombres decididos e iracundos.
Se veían caras foscas, duras, barbudas, la mayoría con el gorro rojo sobre las greñas; algunos pocos iban armados con sables y fusiles; dos o tres llevaban el cuchillo entre los dientes.
Toda esta gente avanzaba con una terrible decisión. De pronto se abrió el puente levadizo y comenzó a bajar, con lentitud, hasta cubrir el foso.
Aquella puerta abierta de la muralla, un arco negro iluminado por la luz de las antorchas, me pareció la entrada del Tártaro. Creí que iba a aparecer algún pantano fétido con algún sombrío Caronte.
Las turbas, al ver el paso franco, se lanzaron adentro como una ola embravecida. Yo penetré, empujado por la multitud, en aquellos dominios del Orco. Era como una marea cenagosa que iba subiendo e inundándolo todo.
El general Pastors se presentó delante de la desbordada muchedumbre intentando aplacarla; quiso hacerse obedecer por la tropa, pero ésta apenas le hizo caso; por el contrario, muchos soldados del regimiento de Saboya se unieron con los sublevados y les entregaron sus fusiles.
—Hay que vengar a nuestros compañeros, amigos y parientes asesinados por los carlistas. ¡A muerte los presos!
Entonces, a la siniestra luz de las antorchas, se vió a esta multitud de frenéticos y de sicarios entrar en los cuarteles y en los calabozos. Arrebataron al alcaide las llaves, forzaron a balazos las puertas que no podían abrir, sacaron a los presos[150] y los fueron matando a tiros, a sablazos y a cuchilladas.
La salvaje marea subía furiosa, golpeando a derecha e izquierda y dejando por todas partes huellas de sangre.
Muchos de los presos se arrodillaban implorando la misericordia de los amotinados: no les valía. Uno que había sido sacado a empellones de su encierro y vió aquella horrible carnicería, alzó en sus brazos a un niño de pecho, gritando:
—Tened piedad de mi hijo.
—Dámelo—gritó un hombre del pueblo; y mientras éste lo cogía en sus brazos, otro atravesaba el corazón del padre de una puñalada.
Según dijeron, O'Donnell, que vió acercarse a los amotinados por un corredor, gritó con desesperación:
—Me van a asesinar; ¡oh!, si tuviera una espada.
Inmediatamente cerró la puerta de su calabozo; pero los asaltantes la abrieron a tiros y a culatazos.
O'Donnell se refugió en un rincón; los sublevados le dispararon varios tiros y cayó al suelo. Vivo aún, lo cogieron y por una ventana lo echaron al foso. Como una manada de lobos feroces, la turba se arrojó sobre aquel cadáver, le ataron una cuer[151]da a los pies y lo llevaron arrastrando por el suelo hacia el centro de la ciudad.
Gran parte de la gente que andaba por los fosos salió aullando, corriendo, detrás de aquel despojo sangriento. La marea de sangre comenzaba a bajar.
De pronto, Elena se acercó a mí y me dijo:
—Venga usted, ¡por Dios!, a ver si salvamos a mi marido.
La seguí, y fuimos los dos hasta uno de los almacenes de pólvora en el que se habían refugiado Moro-Rinaldi y Vidal; pero los asaltantes, ávidos de nuevas víctimas, recorrían todas las instalaciones de la Ciudadela. Al final de un corredor del almacén de pólvora en donde estaban Vidal y Moro-Rinaldi apareció el general Pastors con otros dos oficiales y gritó, con su acento catalán duro y violento, que antes que forzar la puerta hollarían su cadáver, pues de entrar allí con las antorchas podrían producir una explosión que sepultaría a todos bajo las ruinas de la Ciudadela y de gran parte de la ciudad.
La energía de las palabras del general probó, sin duda, a los sublevados que eran verídicas. Iban[154] a volver atrás cuando uno de ellos, señalando a Moro y a Vidal, dijo:
—Estos son presos carlistas.
Elena gritó con voz aguda:
—No; han entrado en la Ciudadela conmigo.
—Es verdad—afirmé yo—; y acababa de decir esto cuando aparecieron en el corredor la Nas, la Escombra y el Mussol como tres lobas furiosas, las tres pálidas, con los ojos ardientes, una de ellas armada con una hoz, y seguidas del Caragolet, con un sable en la mano.
Yo pensé que eran fantasmas que brotaban de la noche y de las profundidades del Averno.
Las tres furias gritaron con energía que no era cierto, que eran prisioneros carlistas. Pastors y los oficiales nada dijeron a favor de los presos, e inmediatamente los amotinados los sacaron al foso.
—¡La jettatura! ¡La jettatura!—repitió varias veces Moro-Rinaldi, pálido de terror.
El Caragolet enarboló el sable, y de un terrible sablazo en la cabeza tumbó al italiano en el suelo; las tres furias de la casa del Negre se echaron sobre Vidal y lo acuchillaron. Inmediatamente desaparecieron, reabsorbidas en el caos de aquella noche horrible.
Elena dió un grito como si le hubieran herido a ella, y cayó al suelo. Yo la levanté como pude. Ella temblaba convulsivamente. No había nada[155] que hacer; la tomé de la mano y la ayudé a salir de la Ciudadela.
—¡Si pudiera usted recoger su cadáver!—me dijo.
No la contesté; llevaba yo una tea en la mano, que no sé de dónde la cogí, y a su luz veíamos en el suelo charcos de sangre, cadáveres y restos humanos. La lluvia había dejado el suelo lleno de barro. Fuera aprensión o realidad, me pareció que había un vaho espeso en la atmósfera y que el aire olía a sangre. Se oían gritos y lamentos de mujeres y de moribundos.
Salimos como pudimos de aquel sombrío Aqueronte. Elena muchas veces se detenía y se echaba a llorar; yo la agarraba por la cintura y la llevaba casi arrastrando. Me temblaban las piernas y todo el cuerpo; debía tener fiebre. Llegamos a la fonda, subimos las escaleras, dejé a Elena en su cuarto y salí a la calle.
Me encontraba en un estado de exaltación tan grande, que iba hablando solo; comprendía que no podría dormir aquella noche, e instintivamente eché a andar.
Salí a la Rambla. Me crucé con un grupo de gente que gritaba:
—¡A las Atarazanas, a las Atarazanas!
Yo fuí instintivamente hacia la Ciudadela. Marchaba por la Rambla a obscuras, cuando vi un[156] grupo de gente que saltaba y gritaba alrededor de una hoguera.
—¿Qué hay, qué pasa?
Había en el suelo un bulto informe y sangriento: era la cabeza y los restos de O'Donnell, que habían echado a las llamas.
Llegué a la Ciudadela y me acerqué a ella. La matanza había cesado, los amotinados habían hecho una gran hoguera en la plaza de Armas con la paja de los jergones y con todas las tablas que habían encontrado y estaban quemando los muertos. Una terrible humareda salía de aquella fúnebre pira.
En esto, a la luz de una antorcha, encontré a Jaime Vidal, que andaba buscando el cadáver de su hermano. Jaime creía que Arnau y Secret habían matado a su hermano; yo le conté lo ocurrido.
Salimos a la plaza de Palacio y después a la Rambla. Seguía habiendo grupos; oímos contar que en las Atarazanas la tropa y la Milicia se negaron a hacer fuego contra los amotinados, y que penetró en la fortaleza una comisión que, provista de linternas, registró los calabozos, sacando a los presos carlistas de los escondrijos donde se habían refugiado. Uno de ellos se había metido en el tubo de una chimenea, y los sublevados lo hicieron salir disparando sus pistolas[157] hacia arriba. Todos los presos fueron sacados de la fortaleza e inmediatamente degollados por la turba feroz.
En las torres de Canaletas se repitió, según dijeron, la misma escena, y en el Hospital Militar ocurrió otra más horrible aún, pues tres infelices heridos que se encontraban allí fueron arrancados de sus camas y fusilados en la calle.
En la Rambla la gente cantaba y gritaba celebrando la matanza; yo estaba asombrado de tanta ferocidad. Así debían ser las matanzas de los almogávares en los pueblos de Oriente.
Al volver a casa, en un terrible estado de abatimiento, vi a un cura que iba a dar el viático rodeado por cuatro hombres, con cirios, y me pareció que todas las campanas de la ciudad tocaban a vuelo.
A las altas horas de la noche llegué a casa y me metí en la cama. Apenas pude conciliar el sueño, y me desperté a cada paso soñando con que me encontraba en la Ciudadela y confundiendo esta impresión con otras impresiones lejanas. Por la mañana me levanté y no quise salir de casa. Por lo que me dijeron, a las seis de la tarde del día 5 algunos nacionales, reunidos en la plaza del Teatro, empezaron a difundir la alarma disparando tiros y dando gritos revolucionarios. Al parecer, ésta era la señal de un movimiento sedicioso. Los directores debían ser de los que se reunían en el primer piso de mi casa, porque durante la tarde no apareció ninguno de ellos.
Los grupos comenzaron a vitorear a la Consti[160]tución e hicieron que se reunieran con ellos los batallones de la milicia.
A los grupos de la plaza del Teatro se añadieron otros, y al anochecer, el más numeroso, sostenido por las fuerzas de la milicia, se presentó en la plaza de Palacio con un gran letrero, en donde se leía escrito con letras grandes: «Viva la Constitución de 1812».
El letrero fué colocado en el pórtico de la Lonja, iluminado por dos grandes antorchas y custodiado por dos centinelas.
Cuadrillas con banderolas desplegadas comenzaron a recorrer las calles; la gente los vitoreaba al paso.
Se asaltó, según se dijo, la casa de un canónigo de la calle del Paraíso, y se temió que fueran a continuar los horrores del día anterior.
Debió de haber después gran confusión entre los batallones de la Milicia nacional; unos, según se dijo, eran partidarios de secundar el movimiento, y otros no querían que la Constitución saliera de un motín tan sangriento y tan turbio como el del día anterior.
El segundo general, don Antonio María Alvarez, publicó dos bandos muy enérgicos, arengó a las tropas, y por lo que se contó, uno de los batallones de la Milicia, el que llamaban de La Blusa, se resistió a retirarse. El médico don Pedro Mata,[161] que era capitán de este último, consiguió convencer a su gente y el movimiento fué sofocado.
El día 7 nos dijeron en la casa que Aviraneta, el conspirador madrileño, acababa de ser preso y trasladado a un barco inglés que estaba surto en el puerto.
Unos días después fuí a ver a Elena y a María Rosa; las dos estaban inconsolables. Elena había pensado ir a vivir a Francia; María Rosa me dijo que hablara a su padre para reconciliarse con él. Arnau fué a la fonda de las Cuatro Naciones y acogió a su hija con afecto. Se dispuso que Arnau, Secret, María Rosa y yo volviéramos a Tarragona.
Elena se despidió de María Rosa y de mí llorando; yo no sabía qué decirla.
Nos citamos con Arnau, para las diez de la mañana, en el puerto. Yo llegué demasiado temprano y me asomé a la Ciudadela. Hacía una hermosa mañana de sol. El cordelero de la Explanada estaba trabajando como en días anteriores; iba y venía tranquilamente, con su manojo de estopa en la cintura, y el chico daba vueltas al carretel.
De la tragedia pasada no quedaba ni rastro. Volví hacia el puerto. Todavía era temprano. En los Encantes vi que se vendían botones, galones y armas que procedían, seguramente, del asalto de la Ciudadela. Dos hombres, sin duda dos de los asaltadores, mientras comían unas naranjas contaban sus hazañas de la noche de la matanza.
Vinieron Arnau y su familia, y nos embarcamos y llegamos a Tarragona. Yo recibí por aquel tiempo carta de Málaga diciéndome que volviera, porque nuestros asuntos habían mejorado de tal manera que podíamos vivir allí cómodamente y sin apuros.
No tuve más remedio que volver. Un domingo, a final de enero, fuí a despedirme de Arnau y de su familia a la torre próxima al Hostal de la Cadena.
Hacía un día magnífico, un día ya de primavera. En los huertos, los almendros y los avellanos se mostraban llenos de flor, y las naranjas brillaban, doradas, en el obscuro follaje. Estuvimos en el cenador del jardín de la torre de Arnau, Pepeta, María Rosa y yo. Sentíamos los tres que algo había pasado por nuestra vida, dándole una gravedad inusitada.
El cielo estaba azul y el mar tranquilo; las olas llegaban plácidas, perezosas, a la angosta playa.
Las chicas de la vecindad, en corro en la carretera, cantaban con voz aguda:
Yo estuve ensimismado mucho tiempo oyendo el canto de las niñas y el rumor de las olas, hablando de tarde en tarde maquinalmente, hasta que me levanté, saludé con precipitación y me marché. Se hacía de noche y tocaban los tambores la retreta en los cuarteles...
Al día siguiente era la marcha.
Doña Gertrudis y Eulalia me abrazaron y prometieron escribirme.
Dejé Tarragona con tristeza, y me acomodé de nuevo en Málaga, en donde comencé a trabajar en sociedad con mi hermano en el antiguo escritorio de mi padre. Pronto llegamos a consolidar nuestra casa comercial.
Llevaba varios meses sin hacer caso de mi gran poema la Batalla de Lepanto, cuando un día lo saqué del armario donde lo tenía guardado, y me puse a leerlo. Me produjo una terrible desilusión. Me pareció frío, hueco, sin vida. Pensé si podría conservar algo de él, pero todo era igualmente malo y decidí quemarlo. Comprendí que aque[166]llo era lo mismo que romper con mi juventud; pero no vacilé y eché el manuscrito al fuego.
Un año después de mi partida de Tarragona, Eulalia me escribió una carta dándome noticias.
Un día que se hallaban en la torre de Arnau éste y Secret sonaron dos tiros, y Arnau cayó herido en el hombro. Secret avanzó hacia donde habían tirado, con la pistola amartillada, y recibió un tiro, y cayó muerto. El matador era Jaime, el hermano de Pedro Vidal. Por lo que se supo después, Jaime volvió a Tarragona, entró en la Catedral y se acercó al confesonario del canónigo Roquebruna.
—Don Guillermo.
—¿Qué hay, hijo mío?
—Acabo de matar a un hombre y de dejar a otro malherido.
—Calla, podrían oírte; arrodíllate delante del confesonario y cuenta lo que has hecho.
El canónigo entró en el confesonario; Jaime se arrodilló y contó lo que había pasado. Cuando hubo concluído su relato, el canónigo le dijo:
—Sígueme muy de lejos y sin que te vea nadie.
Atravesaron la catedral, que estaba a obscuras, uno tras otro; entraron en el Palacio del Arzobispo, y se acercaron a una torre que tenía una lápida sepulcral, con un auriga esculpido y una ins[167]cripción en latín en la que se decía que el finado hubiera preferido mejor morir en el circo que de la fiebre. Pasaron a un cuarto pequeño que daba a la terraza de un antiguo baluarte, y el canónigo dijo a Jaime:
—Aquí estarás escondido una semana; luego pasarás al campo carlista.
Efectivamente, Jaime estuvo escondido en el Palacio Arzobispal, y después se marchó con las tropas de Tristany, en las que ingresó como alférez.
De mis amigos de Tarragona supe que Arnau, de viejo, había comenzado a ir a la iglesia; que María Rosa se casó con un militar, y Pepeta, con Pascual el hortelano, el Vertumnio de la torre próxima al Hostal de la Cadena.
Al acabar la guerra civil me volvió a escribir Eulalia: me decía que había visto a Elena en Tarragona, que tenía una niña y que estaba guapísima.
Eulalia añadía que Elena me recordaba constantemente, y me aconsejaba que tuviera un arranque, fuese a Tarragona y me casara con ella. Se me ocurrió consultar el caso con mi hermana y contarle la historia de Elena; mi hermana me disuadió; me convenció de que una mujer así, tan decidida, no me convenía. Después me arrepentí de seguir su consejo.
Itzea, junio, 1921.
Había leído el relato anterior a mi amigo don Eugenio, y éste me dijo:
—Esa historia que copiaste del Diario de ese señor malagueño representa el lado público de la tragedia de Barcelona; ahora te contaré yo el lado privado; seguramente, menos novelesco y con menos ringorrangos. No soy nada partidario de la literatura en la Historia. A mí me gusta la relación de los hechos ciertos, claros, escuetos y sin adornos.
—A mí también. Lo malo es que no hay hechos claros, ciertos y escuetos.
—¿Cómo que no?
—Naturalmente que no. Si los hechos fueran tan claros en la Historia, usted no tendría motivo para quejarse de haber sido juzgado injustamente.
—Es que a mí se me ha tratado con una injus[170]ticia deliberada. Entre los clericales y los farsantes de la masonería me han hecho el vacío. Yo he preferido no ser nada que no medrar apoyado por miserables imbéciles. Hoy, si empezara a vivir, haría lo mismo.
—Bien. Es que usted no tiene sentido social alguno, y, además, sucede que esos hechos que usted cree tan claros y tan escuetos no lo son.
—¿Esa es tu opinión?
—Sí.
—No es la mía.
—Bueno, no discutamos; siga usted con lo que iba a decir.
—Habrás leído mi folleto Mina y los proscritos.
—Sí.
—No es la verdad completa, porque lo escribí en la emigración, en Argel, y me hallaba verdaderamente furioso.
—¿Y los hechos? ¿Esos hechos que son tan claros, según usted?
—En mi folleto se advierte irritación y rabia; pero los hechos hablan claros.
El verano de 1835 me encontraba yo en Zaragoza, escapado de la Cárcel de Corte, viviendo[171] pobremente en una casa de huéspedes de la calle de San Pablo. Allí publiqué un folleto titulado Lo que debería ser el Estatuto Real o derecho público de los españoles, en la imprenta de Ramón León.
El publicar este folleto me atrajo la hostilidad de los moderados y de gran parte del partido liberal, que trabajaba con todo su poder para ahogar la revolución, que muchos considerábamos necesaria y que dirigíamos los de la Sociedad Isabelina.
Yo creo que nuestro plan era, por entonces, el más claro; consistía en restaurar la Constitución, más o menos modificada, instalar un Gobierno liberal de orden y acabar con el carlismo, tanto por medios políticos como por la fuerza militar.
Reunir el patriotismo en un centro común, decía yo en mi folleto; hacer al carlismo una guerra de exterminio y trabajar incesantemente hasta conseguir una verdadera representación nacional, he ahí los constantes desvelos de los isabelinos.
Mis planes—seguía diciendo después—nunca se dirigieron al establecimiento de una república en España. Republicano por principios, estoy plenamente convencido de que los españoles, desgraciadamente, no nos hallamos en estado de abrazar el sistema de gobierno más barato y perfecto que se conoce desde el origen de las sociedades.
—¡Pero, hombre, don Eugenio, qué utilitarismo más vulgar!
—Hay que tener principios, y el utilitarismo ha sido el principio capital de nuestra época. Sigo adelante.
Las ambiciones personales destrozaron nuestro partido. Nosotros no creíamos que fueran indispensables estas o las otras personas para la marcha de las instituciones liberales. Entre nuestros políticos no había grandes lumbreras, y pensábamos que todos o casi todos se podían reemplazar. Esto producía en la clase política, convertida en oligarquía, una cólera terrible. ¿No creíamos que Argüelles, Toreno o Mendizábal eran insustituíbles? Pues éramos anarquistas, perturbadores, dignos del presidio.
Como los oligarcas tenían el mando y el dinero, la traición en nuestras filas era frecuente. Muchos de los individuos de las juntas isabelinas se pasaron secretamente al campo enemigo y ofrecieron sus servicios al conde de Toreno.
Por este tiempo, el gobernador civil de Zaragoza publicó un bando contra los forasteros que habitaban la ciudad; y aunque indirectamente y sin nombrarme, me señalaba a mí con tales detalles, que los isabelinos todos comprendieron que se trataba de expulsarme.
En dicho bando se mandaba que los forasteros[173] que no tuviesen pasaporte, o que teniéndolo no fuera legítimo, se presentasen en el Gobierno civil o salieran de la provincia. Yo, ni me presenté ni salí de Zaragoza. Los patriotas y amigos míos se ofrecieron a sostenerme y a defenderme en el caso de que se me quisiera expulsar de allí.
Al comienzo del mes de septiembre, el ministro de la Gobernación, don Ramón Gil de la Cuadra, me escribió una carta pidiéndome que dirigiese una circular a los socios de la Isabelina, a fin de que cooperasen con todos sus esfuerzos a favor de Mendizábal, el hombre de los milagros. Lo hice así, y con la mejor intención movilicé a mis amigos políticos de Madrid y de provincias.
—¿Era usted todavía hombre influyente?
—Sí, ya lo creo. Estaba en auge.
A consecuencia de las comunicaciones que se cambiaron entre el ministro y yo se estableció una correspondencia amistosa. Don Ramón Gil de la Cuadra, me pidió mi parecer acerca de la marcha que debía de seguir el nuevo ministerio, y yo le contesté dándole las soluciones que a mí se me figuraban las más oportunas en aquel momen[174]to. Gil de la Cuadra contestaba a mis cartas firmando: El Consabido.
Después de un mes o mes y medio de correspondencia, Gil de la Cuadra me preguntó en una carta qué pensaba hacer, qué proyectos tenía; yo le expliqué en qué situación me encontraba, y, al poco tiempo, él me escribió diciéndome que, a su parecer, lo que más me convenía era que el Gobierno me diese una comisión activa que me produjera un modo decente de vivir de mi trabajo, y que más adelante, por medio de la influencia de Mendizábal, me colocaran en un destino fijo en el ejército.
Pregunté a Gil de la Cuadra adónde había pensado enviarme en comisión, y me contestó que a Barcelona.
Los amigos de Zaragoza me hicieron desconfiar; según ellos, en Barcelona me esperaba el fracaso; la ciudad condal tenía en política cierta autonomía, y no siendo yo catalán no podría hacer, probablemente, allí cosa de provecho.
Comuniqué esta opinión de mis amigos a Gil de la Cuadra, y éste me replicó enfadado diciéndome que hacía mal en no ir a Barcelona, y que allí era donde podía ejercer mi actividad con mayor provecho.
A mediados de octubre escribí a mi amigo don Tomás de Alfaro, hermano político de Mendizábal, rogándole hablase a éste para que me remitiera un salvoconducto con el cual pudiese regresar a Madrid.
A vuelta de correo recibí el permiso, y me presenté en la corte el mismo día de la apertura de los Estamentos.
Supe que los partidarios de Toreno y de Martínez de la Rosa trabajaban para que otra vez se me encerrara en la Cárcel de Corte, pretextando la existencia de un mandamiento de prisión dado contra mí, a causa de mi fuga del mes de agosto; pero Mendizábal se opuso y me libertó de un nuevo atropello. Fuí a ver a don Juan Alvarez Mendizábal a la calle de Atocha, 65, donde vivía, y a la Presidencia.
En las varias ocasiones que tuve de hablar con el presidente del Consejo, éste me recibió con gran atención, me auxilió en mi desgracia y me quiso emplear de una manera honrosa y decente.
Tú ya le has conocido a Mendizábal, y recuerdas seguramente cómo era: muy alto, con un[176] tipo aguileño de judío, por lo que Borrow lo encontraba aspecto de un Beni-Israel; el pelo, ya que comenzaba a blanquear, y la levita, inglesa, de corte irreprochable.
—Una pregunta.
—Venga.
—¿Usted sabe por qué Mendizábal, que se llamaba Alvarez y Méndez, cambió de apellido y se llamó Mendizábal?
—Creo que el motivo principal fué borrar el aire judaico que tenían, por entonces, entre los gaditanos, sus apellidos, sobre todo el de Méndez. Había en Cádiz la casa de los Méndez, que se tachaba de judía. Los Alvarez eran desconocidos; todo el mundo tenía la tendencia de llamar a Mendizábal, Méndez, y suponer que era judío, aunque Mendizábal estaba bautizado, y sus padres también. Alvarez Méndez, Méndez Alvarez... Esto último sonaba a Mendizábal, apellido vasco, por lo tanto, poco sospechoso de judaísmo, y don Juan lo adoptó.
—Es una versión lógica.
—Mendizábal—siguió diciendo Aviraneta—hablaba de una manera muy premiosa, que a veces sabía ser cordial. Yo le había conocido cuando la revolución del año 20, pero él ya no se acordaba de mí.
Me preguntó qué quería; le expliqué que mi[177] causa del 24 de julio estaba todavía abierta, y que a consecuencia de ella no podía ser reintegrado en mi destino de Comisario de Guerra. Me habían aconsejado que presentase en el ministerio una solicitud pidiendo que aquella causa fuese comprendida en el Real decreto de 25 de noviembre, y que, en su consecuencia, se sobreseyese.
A Mendizábal le pareció bien que siguiera este procedimiento, y me aseguró que sobreseería la causa.
Agradecido a tan gran beneficio me ofrecí a él para que me ocupase en lo que me creyera más útil a la patria, y el ministro me manifestó el estado crítico de Cataluña, las intrigas que allí se desarrollaban, atizadas por los carlistas y por los extranjeros, y lo conveniente que sería el que yo pasara al lado del general Mina para desentrañar aquellas maquinaciones y auxiliar al general.
—¿Está usted en buenas relaciones con Mina?—me preguntó Mendizábal.
—Sí, soy amigo suyo; no tengo ningún motivo de queja contra él, y creo que a él le debe pasar lo mismo con relación a mí.
—Mina hace un gran papel en Cataluña—añadió don Juan—; es muy querido por los liberales del país, pero no tiene flexibilidad alguna; cree que a cañonazos y a tiros ha de dominar la situación, y en esto se engaña. Sería por eso conve[178]niente que un hombre diplomático y de espíritu flexible, como usted, se reuniera a él y lo aconsejara.
—Pues, nada, iré a Barcelona.
—Bien. Yo le daré a usted una carta.
La carta que me dió Mendizábal decía así:
«Excmo. Sr. D. Francisco Espoz y Mina.
»Madrid, 30 noviembre de 1835.
»Mi querido general: Por los beneficios que deben resultar a la justa causa y por el concepto que me merece el dador de ésta, el señor de Aviraneta, suplico a usted le considere como persona de confianza; de la buena inteligencia y acuerdo de ustedes no dudo resultarán motivos de satisfacción para todos, y en esta creencia preveo igualmente que accederá usted a mis deseos.
»Es de usted siempre afectísimo amigo, que besa su mano,
»J. A. y Mendizábal».
Los días siguientes fuí a ver a don Ramón Gil de la Cuadra. Ni en el ministerio ni en su casa pude encontrarle.
Don Ramón Gil de la Cuadra era vizcaíno, de Valmaseda; había viajado por América, Filipinas y la India inglesa; era aficionado a las matemáticas y a las ciencias naturales. Tenía mucha suspicacia y era muy enemigo de la gente joven y activa.
Durante los años de la emigración, en Londres, después de 1823, se hizo tan íntimo de Mina, que se le consideraba como su mentor. Le escribía los planes de las conspiraciones y los proyectos futuros de los futuros gobiernos liberales.
Se tenía de él un gran concepto, y formaba con Argüelles, Calatrava, Ferrer, Gamboa, etc., un grupo de doceañistas, al que algunos llamaban el de los Magnates, y también el de los Viejos Cardenales. Don Ramón era serio y reservado, tenía mucho prestigio, y excepto Alcalá Galiano, que le odiaba, los demás le consideraban como un gran hombre.
La mala acogida de don Ramón Gil de la Cuadra renovó mis sospechas de Zaragoza, que se aumentaron aún con los datos que me dieron algunos amigos. Me dijeron que don Ramón hablaba mal de mí; que me pintaba como un intrigante y como un alborotador, y que decía que sería conveniente que me expulsaran de España.
—Pero esta hostilidad, ¿no tenía algún otro motivo particular?—le pregunté yo a don Eugenio.
—No, que yo sepa; todos estos políticos viejos eran doctrinarios, gentes de principios cerrados, ordenancistas; ellos, como los médicos de Molière, preferían que el enfermo se muriera a dejar de seguir los preceptos de Hipócrates. Comprendían, claro es, que en tiempo de revoluciones y de revueltas no se puede marchar siguiendo la ley al pie de la letra; pero en vez de confesarlo así y obrar en consecuencia, tomando el mejor camino por intuición, buscaban sutilezas y argucias para dar a la arbitrariedad una apariencia legal.
Por otra parte, estos viejos mandarines eran masones de los que creían en la parte mística de la secta, o por lo menos la respetaban, y me consideraban a mí como un hereje porque yo siempre había mirado las cuestiones simbólicas de la masonería como verdaderas mamarrachadas indignas de ser tomadas en serio. Además, estos doctrinarios creían que sin intervenir ellos no se podía hacer nada, y tenían una suficiencia y una vanidad completamente morbosa. Todos los que no estaban con ellos, los que no les adulaban y no[181] les jaleaban eran sus enemigos. En su grupo, los diputados de 1812 eran dioses; los del 20 al 23, semidioses; el que completaba el prestigio habiendo estado en la emigración en Londres podía considerarse en el Olimpo. El que no cumplía alguno de estos requisitos no valía nada; yo no tenía ninguno de ellos, razón por la cual no se me consideraba persona grata. Por otra parte, mis opiniones políticas audaces habían irritado de tal manera a Gil de la Cuadra, a Calatrava y a sus amigos, que desde entonces me tomaron un odio terrible y no me perdonaron.
Preocupado, le pregunté al pariente de Mendizábal si es que el Gobierno quería desprenderse de mí, y Alfaro me dijo que don Juan no era capaz de una perfidia semejante, y que sí desconfiaba que no fuera a Barcelona. Ante esta afirmación me decidí; no tenía otro remedio.
La víspera de mi salida de la corte encontré, cerca de la Casa de Correos, a Gil de la Cuadra, a quien manifesté claramente mi desconfianza. Don Ramón, después de excusarse de no haberme recibido, por haber estado muy enfermo y muy atareado, me indicó que en aquel momento aca[182]baba de echar una carta para el general Mina, avisándole que yo llegaría al final de mes, comunicándole la comisión que llevaba a Barcelona y recomendándome eficazmente.
El 5 de diciembre salí de Madrid para Valencia; esperé allí quince días la llegada del Balear, un vapor con la tripulación catalana, y el 24 del mismo mes me embarqué para Barcelona.
En los quince días que estuve en Valencia me dediqué a leer periódicos y a enterarme de los asuntos de Barcelona; leí varios folletos, entre ellos uno de Raull y otro de Bertrán Soler acerca de la asonada, seguida del incendio de los conventos, de la ciudad condal. Estas lecturas me hicieron pensar que quizá Barcelona estaba en vísperas de una gran conmoción popular como en tiempo del Corpus de sangre. Me figuraba la ciudad catalana un Nápoles de la época de Masanielo.
Como tenía una idea muy vaga de la acción de este personaje, pedí algún libro acerca de él en la librería de Cabrerizo, y me dieron uno de un autor francés, Defaucompret, titulado Masanielo u ocho días en Nápoles, que era una novela. Busqué[183] otros libros sobre el héroe napolitano, pero no encontré mas que éste.
Supuse, más o menos por inducción, que un pueblo como Barcelona, en aquellas circunstancias, estaba abocado a tener un jefe revolucionario y popular. Me engañé en absoluto; yo no podía prever la carencia de hombres de inteligencia y de arranque que había en esta época en la capital del principado.
—¿Existía de veras tanta inferioridad?
—Sí; Barcelona, entonces, estaba sin directores; todo lo que sobresalía no pasaba de la más absoluta mediocridad; los que querían erigirse en caudillos eran gente sin inteligencia, sin valor y sin abnegación.
Llegué el 27 de diciembre de 1835 a Barcelona; me esperaban en el muelle dos individuos de la Isabelina: Tomás Bertrán Soler y mi antiguo asistente, el Chiquet. Junto con ellos fuí a una casa de la calle de la Puerta Ferrisa, enfrente de la capilla de Montserrat, donde quedé hospedado.
Al día siguiente me presenté en la Capitanía General a saludar a doña Juanita, la señora de Mina. Después de ofrecerle mis respetos le pre[184]gunté si no había recibido su esposo una comunicación de Gil de la Cuadra anunciándole mi llegada. Doña Juanita me dijo que no lo sabía; su marido había salido para la campaña y no le había dicho nada. Esto me dió muy mala espina.
Volví a mi casa un tanto preocupado y me dediqué a observar la política barcelonesa. Esta política era reflejo de la española, aunque más enconada y personalista.
Había por entonces en Barcelona muchos partidarios de Don Carlos, muchos reaccionarios y absolutistas de buena fe.
Entre los liberales la confusión era grande, y los diversos grupos se miraban, en su mayoría, con hostilidad. Primeramente había un grupo de moderados, partidarios del justo medio, ricos, que formaban una plutocracia conservadora que buscaba la manera de desarrollar grandes negocios. Parte de estos plutócratas eran masones, amigos del banquero Remisa, y estaban en muy buenas relaciones con el general Llauder, en quien tenían muchas esperanzas; en cambio, el pueblo miraba a Llauder como un traidor y le había dado el sobrenombre de «Meteoro».
Después venían los exaltados, entre los cuales los había de varias clases; unos eran localistas y no querían ocuparse mas que de lo que ocurría en Cataluña; otros, nacionales.
Los localistas rechazaban la colaboración de los liberales de Madrid y del resto de España, y llevaban una política suya exclusivamente catalana.
Llinás, Gironella, Madoz y otros habían formado una confederación liberal que abarcaba las cuatro provincias y que tenía un carácter marcadamente regionalista.
El gran defecto de esta confederación era el ser neutra y poco activa y el no llegar a tener fuerza mas que en algunos pueblos de la región próximos a Barcelona.
Entre los liberales nacionales había algunos de tendencias moderadas, y otros más progresistas; estos últimos se podían clasificar en dos grupos: los isabelinos, que defendían la idea liberal sin considerarla adscrita a un hombre, y los partidarios acérrimos de Mendizábal, que no querían ver nada posible en política sin su jefe.
Había también algunos republicanos y restos de la Sociedad Carbonaria, sociedad que había fundado en Barcelona un tal Horacio d'Atellis, en 1822, venido de Nápoles.
De estos carbonarios, la mayoría eran militares italianos y polacos, y en ellos se daba la tendencia [186] de convertir los asuntos nacionales y locales en cuestiones de índole internacional.
A los pocos días de llegar a Barcelona conferencié con las personas importantes del partido liberal. Con quienes me vi con más frecuencia fué con Madoz, Bertrán Soler, Xaudaró, y algunos otros.
Don Pascual Madoz, a quien tú conoces, hacía entonces las veces de director en el periódico El Vapor Catalán. Madoz tenía relaciones con Mina, el cual le había empleado y dado varias comisiones lucrativas; era masón, y en esta época se sentía completamente catalán, y con Gironella, Llinás y otros había formado la confederación liberal de que te he hablado.
Gironella, el comandante de la Guardia nacional, era hombre rico, un tanto fatuo y adorador de cuanto diera popularidad. Tenía una casa importante y una hermosa quinta en Sarriá. Gironella era enemigo de Bertrán Soler, y me manifestó que con Bertrán él no colaboraba. Le pregunté si había alguna cosa seria entre ellos, pero no había mas que rencillas de pueblo.
Respecto a Tomás Bertrán Soler, era escritor y abogado, había publicado varios folletos y libros; ponía cuando firmaba debajo de su nombre, como un título, «Ciudadano español»; era un tanto pedante, aunque sincero y buena persona. Una de [187] sus obras se titulaba España, libre por esencia, oprimida por los tiranos.
Respecto a Ramón Xaudaró, era un hombre joven, elegante, de bigote pequeño y sotabarba; formaba parte de un club que se titulaba «Unitario», que al parecer quería reunir a los liberales de todos los matices; pero en este club mandaban los moderados, los masones y principalmente los plutócratas barceloneses. Xaudaró era hombre de dos caras, audaz, atrevido e inmoral. Sacaba dinero de todas partes.
—¿Cómo?—interrumpí yo—; yo he visto el retrato de Xaudaró en una estampa titulada: «Víctimas de la causa popular», al lado de Bravo, Maldonado, Padilla, Porlier, etc.
—¡Bah! así se escribe la Historia.—replicó Aviraneta.
—Ya estamos otra vez en el problema de los hechos.
—Xaudaró—dijo Aviraneta, que no quiso contestar a mi alusión—había sido confidente de Llauder, y antes, en tiempo del conde de España, del subdelegado de policía de aquella época, don José Víctor de Oñate. En la causa que se siguió a[188] los masones en Barcelona, un tal Lucas Martínez denunció a Xaudaró como confidente de la policía. Decididos los isabelinos, según me dijo Bertrán Soler, a averiguar lo que podía haber de cierto en esto, supieron que el dueño de una casa de baños de Bourg-Madame, en la frontera francesa, el señor Mazlat, tenía listas, papeles y documentos de Xaudaró por los cuales se podía colegir que éste había sido un agente provocador que incitaba a los liberales a entrar en España en la época absolutista y los denunciaba después a la policía.
Los isabelinos mandaron un emisario a ver estos papeles. El francés de Bourg-Madame no tuvo inconveniente en mostrárselos, pero no se los quiso entregar.
La redacción del Vapor Catalán tenía en Xaudaró un gran agente de negocios; éste hacía campañas para sacar dinero, aspiraba a ser un dictador de la ciudad apoyándose al mismo tiempo en la plutocracia y en la gente maleante.
Xaudaró era cínico, atrevido, con una gran avidez de dinero.
Detrás de él, a su sombra, trabajaba Madoz, hombre perseverante, violento y al mismo tiempo muy zorro, que tenía grandes ambiciones.
El escribano Francisco Raull, con quien hablé un par de veces, había publicado la historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25 al 26 de [189] julio de 1835; era un hombre vacuo y petulante que escribía dando más importancia a la palabrería que a los hechos.
Entre los jóvenes había gente atrevida, audaz y de ideas muy avanzadas. Los que más se destacaban eran el médico Pedro Mata, de Reus, que tenía mucha fama y era capitán del batallón de La Blusa; Laureano Figuerola, que era de este mismo batallón y alardeaba de republicano; Aiguals de Izco, el de Vinaroz, masón muy activo y entusiasta de la escenografía del triángulo y de la escuadra, tipo pequeño, barbudo y un poco ridículo, que luego se hizo célebre con su novela, a estilo de Eugenio Sué, María o la hija de un jornalero, y Abdón Terradas, autor también de una novela bastante mediocre titulada La explanada, con escenas barcelonesas de la época del mando del conde de España. Este Terradas fué uno de los precursores del republicanismo y del regionalismo catalán.
Casi todos los jóvenes liberales barceloneses eran entonces medio republicanos, medio carbonarios; muchos de ellos habían colaborado en el Propagador de la libertad, en donde se insertaban artículos obscuros del iluminado Adolfo Boheman;[190] otros habían publicado algo en El Regenerador, de Bertrán Soler, semanario enciclopédico, constitucional y españolista.
Carlistas y liberales, exaltados y moderados, isabelinos y mendizabalistas, regionalistas y patriotas se odiaban todos con idéntica furia, y el más violento rencor reinaba en la sociedad barcelonesa.
Una de las cosas que me preocupaba y que comencé a trabajar con los isabelinos fué el modo de encontrar confidentes que nos pusieran al tanto de las maquinaciones de los carlistas y de los que les ayudaban en el extranjero.
Bertrán Soler se dirigió a un redactor del Vapor Catalán, un pobre hombre que había estado empleado en la policía, y éste nos dirigió a un militar retirado, que vivía en una casa de huéspedes de la calle de la Boquería, llamado Ribot.
—Si no le encuentran ustedes a él, que será lo más probable—nos dijo el periodista—, hablen ustedes a su patrona.
Fuí yo solo a ver al hombre, sin aceptar la compañía de Bertrán Soler, porque éste era capaz de echar un discurso altisonante, demostrando[191] con sus grandes frases que era necesario trabajar por la patria y por la Libertad con desinterés y con abnegación.
No encontré a Ribot en su casa, y hablé con su patrona, como me había recomendado el redactor del Vapor Catalán.
Era ésta una mujer de historia, una lagarta de muchas conchas, llamada doña Enriqueta. Nos entendimos fácilmente, porque al momento hablé yo de dinero.
Me dijo doña Enriqueta que su huésped Ribot era, efectivamente, individuo de una Junta carlista que celebraba sus reuniones casi a diario en Barcelona y que dirigía los asuntos del Principado. Añadió que a ella no le comunicaba nada de cuanto ocurría en esa Junta; yo le indiqué que era enviado del Gobierno y que tenía dinero. Hablamos largo rato y quedamos de acuerdo en que ella sonsacaría al huésped y me daría informes de lo que se dispusiera en la Junta, a cambio de los datos que le iría comunicando yo de lo que se acordase en la Isabelina.
Le di a doña Enriqueta algún dinero por anticipado, y ella, cumpliendo su palabra, me envió informes a casa de mucha importancia.
El día 28 de diciembre volví a presentarme a la señora del general Mina, doña Juanita Vega, a quien entregué una carta para su marido, que estaba en las proximidades de San Lorenzo de Morunys, anunciándole mi llegada y la misión que traía del Ministerio Mendizábal.
El general Mina no se dignó contestar a mi carta. Luego supe que don Ramón Gil de la Cuadra me había indispuesto con él. Le había dado malos informes de mí, diciéndole entre otras cosas que yo afirmaba a todas horas, y era verdad, que los militares españoles no podrían acabar la guerra, y que ésta no se terminaría mas que por una acción política y diplomática.
—Era, seguramente, una imprudencia de usted el afirmar esto—le dije yo a don Eugenio.
—Quizá era una imprudencia el afirmarlo; pero a mí me parecía la verdad. Desde Barcelona dirigí dos comunicaciones al presidente del Consejo de Ministros anunciándole que había conseguido dar con el foco de la insurrección carlista catalana y de la intriga extranjera, y que tenía metida en su Junta una persona de confianza que me pondría al corriente de cuanto se maquinaba; que pensaba despachar comisionados a Perpiñán, Marse[193]lla y Génova, para que, puestos en contacto con los cónsules españoles de aquellos puntos, desentrañasen todos sus planes.
Le indicaba que oficiase a los cónsules lo más pronto posible, y le decía que esperaba el regreso del general Mina para formar, de acuerdo con él, un plan político que desorganizara las huestes carlistas de Cataluña.
Bertrán Soler me dijo que hacía una semana, próximamente, había recibido un correo extraordinario de París avisando la salida de un coronel y tres capitanes sardos para Cataluña, con nota de sus correspondientes filiaciones y del objeto de su viaje, que era el fomentar un levantamiento carlista en Barcelona.
Bertrán Soler puso el pliego en manos del general Mina, y, a consecuencia de este aviso, fueron presos en la fonda de las Cuatro Naciones el coronel, varios italianos y dos o tres catalanes que estaban con ellos. Estos fueron de las víctimas que cayeron bajo el puñal homicida en los fosos de la Ciudadela.
Uno de los que me dió datos acerca de las maquinaciones de sus paisanos absolutistas era un antiguo carbonario, Pablo Orsini, que por enton[194]ces pertenecía a la Joven Italia. Orsini había venido por encargo de su Sociedad a estudiar lo que pasaba en Barcelona, y estaba muy enterado de todas sus intrigas políticas. Orsini me advirtió que no hiciera gran caso de los delegados de las sociedades secretas de Barcelona, porque éstas no tenían realidad alguna.
A mí se me presentaron emisarios de los Leñadores Escoceses, de los Templarios Sublimes y de la Asociación de los Derechos del Hombre con proyectos irrealizables y ridículos.
Según decían, se iba a intentar con su concurso una revolución republicana; se quemaría la efigie del Papa y vendría a ponerse a la cabeza del movimiento Juan Van Halen, desde Bélgica.
Para todos estos ciudadanos, el restablecimiento de la Constitución era ya muy poca cosa.
La confusión en que se encontraba Barcelona, unida a la más absoluta mediocridad y a la mentalidad pequeña y provinciana, hacía que, a pesar del deseo de muchos, fuera imposible que de allí saliera algo claro y fuerte. Unos proyectos estorbaban a otros, e iban entrelazándose y confundiéndose los manejos de un complot local de venganza, con nuestras aspiraciones para la restauración de la Constitución y las vagas maniobras de los internacionalistas.
—¡Qué poca suerte, don Eugenio!—le interrumpí yo—. No haber podido nunca mandar en capitán. Siempre ha sido usted un piloto interino.
—Tienes razón; ¡yo que tenía tantas condiciones para mandar!
—¿Qué hubiera usted sido de contar alguna vez con una ocasión propicia?
—No sé; quizá un dictador; pero, en fin, no hay que soñar.
—Nada de sueños. ¿Eh? Hechos y más hechos.
—Eso es, hechos y sólo hechos.
Mientras yo intentaba tomar pie en Barcelona se fraguaban, como te he dicho, al mismo tiempo varios complots.
Se ha asegurado por algunos escritores reaccionarios y católicos que yo llevaba orden del Gran Oriente Masónico de matar a los prisioneros carlistas de la Ciudadela de Barcelona. ¿Para qué? ¿Qué podía ganar yo o los isabelinos con estas muertes? Afirmar esto es mentir a sabiendas; pero a estas gentes, para las cuales mentir es un peca[196]do venial cuando se miente haciendo reservas mentales, el faltar a la verdad no les cuesta ningún trabajo.
En esta época era yo una persona muy poco grata a la masonería. Todos los conspicuos de ella me miraban como un rebelde.
La matanza de prisioneros carlistas en Barcelona era algo que se veía venir desde hacía tiempo. Ya, meses antes, los generales Llauder y Bassa habían querido reconcentrar tropas en Barcelona para impedir las venganzas de los exaltados.
Mina, partidario de una guerra sin cuartel, siguiendo la política suya, dejó desguarnecida la ciudad, entregándola a los furiosos.
Al mismo tiempo Xaudaró y su gente vieron en el abandono de Barcelona una posibilidad de apoderarse del Poder, y Xaudaró se entendió con el general segundo cabo don Antonio María Alvarez y con don José Feliú de la Peña, teniente coronel y secretario de la Capitanía General.
Don Antonio María Alvarez era un criollo inquieto, atravesado, desprovisto de sentido moral. Tenía ese espíritu rencoroso tan frecuente en los[197] americanos. Violento y nada valiente, odiaba a los españoles reaccionarios porque le parecían, y era natural que le pareciesen, los más españoles entre los españoles. Para Alvarez todos los españoles eran unos pendejos. Solía acudir Alvarez al café de la Noria, y allí bebía y se exaltaba hablando contra la reacción y contra los carlistas. Alvarez se dejaba guiar por los elementos populares que querían la venganza a toda costa y hacer una San Bartolomé con los carlistas. Le secundaba en sus violencias el brigadier Ayerve, aragonés de Huesca, progresista, ordinario e inculto, que hablaba muy en bárbaro.
Consejero de Xaudaró fué el teniente coronel don José Feliú de la Peña, que era secretario de la Capitanía General. Feliú de la Peña tenía el carácter de esos hombres turbios que aparecen en períodos mixtos de absolutismo y de anarquía. Había sido fiscal en los tiempos de la comisión militar ejecutiva; luego fué designado por Llauder para la secretaría de policía de Cataluña, y después había entrado en la Capitanía General. Feliú, el Tuerto, como le llamaban, era intrigante, atrevido y lleno de audacia; hacía negocios con los suministros militares, como antes los había hecho explotando las casas de juego.
Xaudaró llevó a su amigo Feliú al Club Unitario, del cual eran directores algunos plutócratas barceloneses. A su vez, Feliú de la Peña llevó a Xaudaró a la Capitanía General a visitar a Mina. El general y el ex confidente hablaron largo rato. Mina desconfiaba de algunos elementos liberales de Barcelona, sobre todo de los isabelinos; creía, o aparentaba creer, que nuestra impaciencia en proclamar la Constitución iba a ser perjudicial para la causa. Sabía que llegaba yo en calidad de consejero político enviado por Mendizábal, y esto, al parecer, le había ofendido profundamente.
Mina recomendó a Xaudaró que su grupo del Club Unitario no se fundiera para nada con los isabelinos ni con los mendizabalistas; quería, sin duda, seguir la antigua máxima maquiavélica de dividir para reinar. Xaudaró y los que le seguían aspiraban a una dictadura de Barcelona sobre las provincias catalanas libre del Poder central. Mina pretendía lo mismo, pretendía ser un dictador en Barcelona y que nadie se moviese sin que él diera su vistobueno.
La recomendación de Mina influyó en los que formaban la junta constituída por Madoz, Llinás, Gironella y otros; y al querer entrar nosotros en[199] negociaciones con ellos dijeron que no consideraban prudente en aquellos momentos la proclamación de la Constitución de 1812.
Mina dejó bien advertido de sus ideas a Feliú de la Peña, a Xaudaró, a don Pedro Gil, capitalista muy amigo del general, y a don Pascual Madoz. Madoz, que ya se había comprometido con nosotros, se echó atrás y tomó una actitud completamente ambigua.
A la par que nuestros planes, la idea de la matanza, que se consideraba como una manifestación del poder absoluto de los exaltados, iba cundiendo en el pueblo, y se veía que no le faltaba para realizarse mas que una ocasión favorable. Al mismo tiempo había carlistas frenéticos deseosos de que la situación se hiciera más tirante que veían casi con gusto la perspectiva de una matanza de correligionarios en Barcelona, y mendizabalistas entusiastas de su jefe que deseaban que hubiese algaradas populares, para que así Mendizábal, que había prometido la paz en seis meses, si no se turbaba el orden y todos le ayudaban, tuviera un pretexto para sincerarse y seguir en el Poder.
[200] Varias veces el general Pastors, gobernador de la Ciudadela, había enviado peticiones a Alvarez, que mandaba la capital en ausencia de Mina, para que trasladasen a O'Donnell y a varios carlistas presos señalados para ser víctimas de la venganza popular a otra ciudad o a un barco de guerra; pero ni Alvarez ni su secretario Feliú de la Peña accedían.
—Que se revienten—decía Alvarez, riendo—; que se hagan la pascua—y se alegraba de los temores de Pastors.
Este, que era un pobre hombre bruto, pero de buen fondo, quería salvar, sobre todo, a su amigo O'Donnell, y no comprendía por qué le negaban lo que pedía.
El día 3 de enero, por la noche, se presentó en mi casa un hombre desconocido; me preguntó si estaba solo; le contesté que sí, e inmediatamente me dijo:
—Vengo a advertirle a usted que mañana serán ejecutados los prisioneros carlistas de la Ciudadela.
—¿Cómo lo sabe usted? ¿De quién tiene usted esta noticia?
—No se lo puedo decir a usted. Bástele a usted saber que el hecho es cierto; mañana lo podrá comprobar.
Quise sonsacar algo a aquel hombre, pero no conseguí nada; me repitió que me comunicaba la noticia para que tomara mis medidas, y se marchó.
Vacilé un momento, e inmediatamente me decidí, me puse las botas, tomé la capa y el sombrero y metí una pistola en el bolsillo. Bajé corriendo las escaleras, salí a la calle, pero el hombre había desaparecido.
Hice mil cábalas pensando quién podía comunicarme aquella noticia; pensé si sería mi confidente carlista o alguno del Club Unitario, pero no pude deducir nada.
Al día siguiente, el pronóstico de mi desconocido se había realizado. Por la tarde, al anochecer, la gente asaltaba la Ciudadela y comenzaba la matanza.
A esta hora me presenté en la Capitanía General a ofrecer mis servicios a la esposa de Mina y al general Alvarez.
—¿Qué le parece a usted el trance en que nos vemos?—me preguntó doña Juanita.
[202] —Yo creo que esto tiene un origen muy turbio. No son los liberales los que lo dirigen.
—Cree usted que no.
—No.
—Pues, ¿quién, entonces?
—No lo sé. Yo no conozco a fondo Barcelona para saberlo. La autoridad tiene también culpa en ello.
—¡La autoridad!
—Sí. Es indudable que el general Pastors ha pedido repetidas veces que trasladasen a O'Donnell y a los prisioneros carlistas más significados a otra parte, y el general Alvarez no ha querido consentir.
—¿Se iba a trasladarles sólo a ellos porque eran personas de calidad? ¡Qué hubiera dicho la gente!
Yo no repliqué. Se oían desde los balcones del Palacio los tiros que sonaban en la Ciudadela.
Doña Juanita iba y venía intranquila y nerviosa. Me contó lo que había ocurrido y estaba ocurriendo en la junta que se celebraba en Palacio, con asistencia de los comandantes de la Guardia nacional. Estos, tomando la palabra, dijeron con claridad que ellos estaban identificados con los sentimientos del pueblo, y que creían justas las represalias contra los prisioneros de la Ciudadela por las matanzas hechas por los carlistas en Balaguer y en el Santuario del Hort.
La señora de Mina rogó varias veces al general Alvarez que se consignase la opinión expresada por los comandantes de los batallones en el acta de la reunión. A las nueve de la noche, después de la matanza, se presentaron varios pelotones de nacionales en la puerta de la Ciudadela; llamaron, mandó abrir Pastors y entraron, batiendo marcha, hasta la Plaza de armas. A uno de los oficiales le preguntó Pastors violentamente.
—¿Qué significa esto, a qué viene esta fuerza?
—Esta fuerza viene a enterarse de si han sido o no ejecutados los malvados prisioneros carlistas que se hallaban aquí.
Una hora después, el segundo batallón de nacionales, con su coronel a la cabeza, llegó también a la Ciudadela; y convencidos todos de que las ejecuciones se habían verificado, quedó la mitad en el puente de piedra y el resto entró en la plaza, cooperando con algunos lanceros y con la tropa a desalojar los fosos y las murallas, lo que se consiguió muy entrada la noche, cerca de las once.
Terminado ya todo en la Ciudadela, corrió Pastors a Palacio, completamente desolado, a participar a Alvarez lo ocurrido, y lo halló muy sonriente rodeado de las autoridades y jefes de los batallones de línea y de la Guardia nacional.
Discutían todos el modo de contener los excesos, no terminados aún, puesto que según se dijo[204] las matanzas seguían en las Atarazanas, en la torre de Canaletas y en el Hospital.
Por lo que supimos después, el jefe de las Atarazanas, el brigadier Ayerve, puesto al servicio de los sublevados, fué llamando a los presos por sus nombres y entregándolos a las turbas para que los matasen.
Alvarez no disimulaba la indiferencia y en parte la satisfacción que le habían producido las matanzas.
Próximamente a media noche, Pastors y Alvarez tuvieron una entrevista con las autoridades militares y civiles de Barcelona, y preguntaron a todos con energía si se hallaban o no resueltos a impedir la continuación de estos sangrientos desórdenes. Dijeron todos que sí, y los comandantes de la Guardia nacional aseguraron que se contendrían los excesos, e insistieron en que si se había dejado que fuesen fusilados los prisioneros facciosos era por ser esta la voluntad general.
Después de las doce de la noche marché yo de la Capitanía general a mi casa, y tuvimos allí los isabelinos una reunión. Se discutió lo que había que hacer el día siguiente.
Había algunos que decían que debíamos habernos apoderado de la Ciudadela, cosa fácil durante el tumulto; otros creían que de aquel motín sangriento no debía salir la proclamación de la Constitución. Yo era partidario de esperar, de dejar un espacio de una semana o dos para que la proclamación de la Constitución no pareciese una segunda parte de la matanza. Hubo largas discusiones y, por último, quedamos de acuerdo en que al día siguiente se pronunciasen los batallones de la Milicia.
El capitán del batallón de La Blusa don Pedro Mata nos dijo que había unanimidad entre los milicianos, y que todos querían que se proclamase la Constitución cuanto antes.
Rendido de cansancio, me acosté y dormí hasta muy entrada la mañana; al día siguiente supe que grupos numerosos, sostenidos por fuerzas de la Milicia, aclamaron la Constitución de 1812 y pusieron un gran letrero, custodiados por dos centinelas, en el pórtico de la Lonja.
Para despistar, me presenté después de comer en Palacio, ante el general Alvarez, y le encontré rodeado de su Estado Mayor, lleno de zozobra y de temores. Alvarez, llevándome a uno de los[206] balcones del salón y creyéndome sin duda jefe del movimiento, me dijo:
—Aviraneta, tengo la mayor confianza en usted porque me constan sus antecedentes; dígame francamente, ¿hay alguna prevención en el pueblo contra mí? ¿Se quiere atentar contra mi vida? Porque en ese caso voy a renunciar inmediatamente al mando.
—No hay ninguna prevención contra usted—le respondí—; en mi concepto, los tiros se dirigen contra el general Mina.
—¡Contra Mina! ¿Y por qué?
—La cosa es clara. Los liberales de aquí y los isabelinos quieren la Constitución, y Mina no la quiere. Es decir, la quiere, pero cuando a él le parezca.
—¿Y usted no cree que haya algo contra mí?
—Nada. Contra usted no va nadie.
—¿Usted qué haría?
—Yo, en el caso de usted y siendo don Antonio María Alvarez, le avisaría a Mina y le diría: Se ha proclamado la Constitución. Venga usted cuanto antes. Ahora, si yo fuera el gobernador de la ciudad y Aviraneta, proclamaría la República y me nombraría presidente.
Al mismo tiempo Feliú de la Peña aconsejaba a Alvarez medidas violentas.
—Nada, saque usted la tropa; es preciso atacar y ametrallar a esos infames.
Alvarez volvió a consultarme a mí completamente azorado, y yo intenté convencerle de que no debía seguir los sanguinarios consejos de Feliú de la Peña; Alvarez se lamentaba conmigo, en presencia del mismo Feliú, diciendo que le habían abandonado las autoridades de una manera indigna. Varias veces me dijo:
—¿Qué me aconseja usted, Aviraneta? ¿Qué cree usted, que podría sosegar al pueblo?
—Yo, como usted, reuniría los colegios gremiales, ya que no tiene usted Ayuntamiento ni ninguna autoridad civil que le auxilie.
El intendente Escobedo y el oficial Esain, que estaban allá, dijeron al general que creían que el consejo que yo le daba era lo mejor que se podía hacer en aquel momento.
Yo continué en Palacio acompañando al general Alvarez, a la señora de Mina y a don Pedro Gil. A medida que pasaba la tarde, el azoramiento del general Alvarez se iba disipando, y al comenzar la noche ya galleaba, se manifestaba jacarandoso y hacía chistes. Al retirarme, a las once y media, a casa, supe que el movimiento liberal intentado por mis amigos había fracasado por completo. El brigadier Ayerve mandó quitar el letrero puesto en la Lonja, en que se vitoreaba a la Constitución, y dispersó a los nacionales.
Me dijeron también que el capitán don Pedro[208] Mata había arengado elocuentemente al batallón de La Blusa para volverle a la disciplina. ¡Mata, que el día anterior recomendaba la urgencia del movimiento! Entonces yo pensé si la cabeza de estos hombres del Mediterráneo sería como esos caracoles grandes, que suenan mucho y no dicen nada.
Por lo que me contaron, el vecindario de Barcelona había acogido la proclamación de la Constitución con gran entusiasmo; se habían adornado los balcones y las tiendas, y no había habido ningún tumulto ni ningún desorden. Sólo empezó la consternación y el pánico cuando los lanceros comenzaron a recorrer el pueblo, atropellando a todo el mundo. Los isabelinos, despechados, silbaron y gritaron: ¡Muera Madoz! ¡Muera Llinás!, delante de sus respectivas casas.
Mina dijo después, reconociendo que el movimiento constitucional no tenía relación alguna con la matanza del día anterior, que los que provocamos este movimiento no tuvimos valor para salir a la calle y ponernos al frente de él.
Yo, al menos, no me presenté por muchas razones: primera, porque el ponerse al frente parecía indicar el hacerse solidario y hasta el director de las matanzas del día 4; después, porque a mí no me conocía nadie en Barcelona.
Mina y los jefes militares reconocieron que no[209] había relación alguna entre los dos movimientos. Los inspiradores de la matanza, los del Club Unitario, Xaudaró, Alvarez, Feliú de la Peña, se quedaron tranquilamente en Barcelona; en cambio, los que teníamos alguna relación con el movimiento constitucional fuimos proscritos. Los asesinos quedaron impunes; los liberales, castigados. Pareció un crimen mayor querer restaurar la Constitución que el degollar más de cien hombres. Sin embargo, y esta es la ironía de las cosas, unos meses después el sargento García y otros que proclamaban la Constitución en la Granja eran premiados.
A las doce y media me metí en la cama; y acababa de dormirme cuando entró la policía con fuerza armada en mi alcoba; me mandó vestir, nos dirigimos al puerto y fuí conducido con otras personas al navío inglés Rodney.
Yo estaba sorprendido, de buena fe. ¿Qué diablo habrá pasado?, me preguntaba. Y analizaba todo lo que había hecho desde mi salida de Madrid y no encontraba el motivo.
Al amanecer del día 6 de enero de 1836 nos encontramos en el buque inglés, vigilados por una escolta española, varios presos de distintas condiciones y clase social. Algunos no nos conocíamos; otros se consideraban como enemigos; entre los conocidos míos estaban Bertrán Soler, el coronel don José Montero, que había intervenido para ver de salvar a los presos de la Ciudadela, y don Francisco Raull, con quien había hablado un par de veces. Estaban, además de éstos, Gironella, un peluquero, un cafetero, un sastre, un chico joven, de edad de catorce años, aprendiz de pintor, y un cómico. Al llegar al barco, yo le escribí una carta a la señora de Mina, rodeado de marineros y sobre un cañón. La carta decía así:
«Señora doña Juana María Vega de Mina:
»Navío Rodney, 6, enero, 1836. (Al amanecer.)
»Mi estimada amiga: Usted no debe ignorar que estoy en este navío, habiéndome conducido a él la fuerza armada, que me sacó de mi cama a las dos de la madrugada como si fuera un facinero[211]so. Yo estaba firmemente convencido de que usted pensaba que yo era incapaz de faltar a la sincera amistad que me une a su esposo, y que el asegurarla anteayer que yo no tenía arte ni parte en los últimos acontecimientos, bastaba; pero veo lo contrario. Veo que me ha tenido, y acaso me tiene, por un hombre falso y doble. Ya se ha dado la campanada. Mi honor está comprometido, y hoy exijo del señor Alvarez que se me forme causa, estando pronto a pasar a la cárcel o castillo que se me designe.
»Suplico a usted le hable al general para que así se decrete, y lo antes posible.
»Soy de usted atento y seguro servidor y amigo, que besa su pies,
Eugenio de Aviraneta.»
Le escribí después al general Alvarez, que no me contestó, y al día siguiente, al saber que había llegado Mina, le mandé esta carta:
«Navío Rodney, 7 de enero de 1836.
»Mi estimado amigo: A Aviraneta le tiene usted preso, y no le hago más comentarios... Usted sabe que soy caballero, incapaz de mentir; si hu[212]biese conspirado, no lo negaría; me gloriaría de decirlo, como lo hice en la causa del 24 de julio; yo no soy hombre pérfido ni de dos caras. Aviraneta no se asocia con asesinos, y menos para matar hombres inermes. Las autoridades, que a sangre fría toleraron tanta atrocidad, son más criminales que los mismos asesinos.
»¡Una Ciudadela de primer orden y bien guardada, tomada impunemente y sin resistencia por un populacho cobarde! Y a los que acaudillaron esas vísperas sicilianas y entregaron las llaves de la fortaleza a la plebe furibunda se les deja impunes. Con mi proscripción se cubre el expediente. En país extranjero escribiré los anales de tanta infamia. Usted sabe quién soy y de lo que soy capaz: el mejor amigo y el peor de los enemigos; no le digo a usted más.
»La infamia que se ha cometido conmigo ha privado a usted de recursos poderosos que estaban en mis manos para desentrañar las maquinaciones de la facción y la intriga extranjera.
»No quiero nada de esta patria ingrata: pido a usted dos cosas con urgencia. O que se me forme causa inmediatamente, o que se me dé pasaporte para Inglaterra, en donde escribiré y moriré con gloria. No quiero gracia ni libertad de usted ni de nadie. Suplico la brevedad, porque estoy con poco dinero.
»Póngame a los pies de doña Juanita, y con expresiones al señor Esain, y no al tuerto, que es más falso que mula de alquiler. Soy siempre su verdadero amigo,
»Eugenio de Aviraneta».
Mina no me contestó, pero me contestó su mujer diciéndome que su marido no podía mezclarse como autoridad en un asunto que no había presenciado.
En vista de esto, Bertrán Soler y yo escribimos una nota dirigida al comandante del Rodney acogiéndonos al pabellón inglés.
El comandante Flide Pasker nos contestó que esto no era posible; que el general don Antonio Alvarez le había manifestado que siendo necesario para la tranquilidad de Barcelona el que nosotros fuéramos extrañados de la ciudad, le había rogado que nos acogiera en su barco, y que lo había hecho así con este motivo. Protestamos de nuevo y nos dirigimos por carta al cónsul inglés de Barcelona, sir James Annesley, para que nos diera pasaporte para Inglaterra; pero el cónsul nos dijo que no podía darlo mas que a los ciudadanos ingleses.
[214] Vivíamos en el barco sometidos al mismo régimen que los soldados y marineros. Teníamos una guardia y dormíamos en el sollado y en la bodega. No teníamos cama y comíamos rancho.
Varios días después fuimos trasbordados en el buque de un ex negrero amigo de Mina y de don Pedro Gil y de los que formaban el Club Unitario a la fragata inglesa Artemisa, que se puso en franquía con rumbo hacia Gibraltar.
Lo que me sucedió allá lo ha contado un biógrafo mío, Villergas, con más o menos exageración. Te lo leeré:
«Deportado a Canarias por un golpe de arbitrariedad del general Mina, en quien se observaron algunos arranques bruscos en nombre de la Libertad y de la Ley, urdió una conspiración en el buque mismo que le conducía, indisponiendo a los marineros con la tropa que le custodiaba. Cuando estuvo seguro del triunfo hizo partícipe de su plan a uno de sus compañeros de infortunio, el cual, para evitar una catástrofe, dió cuenta de todo al jefe mismo de la tropa, no sin haber obtenido antes el consentimiento mismo de Aviraneta. ¡Tan seguro estaba de los resultados! Es de advertir que Aviraneta urdió este complot persuadido de que el jefe de la escolta tenía orden reservada de pasarle por las armas al llegar a cierta altura; y así que dijo a sus compañeros que con tal que el[215] jefe le asegurase, bajo su palabra de honor, que su vida y la de los demás deportados no corría peligro ninguno, desistiría de su propósito, pero que de otra suerte era inevitable su ruina y la de todos los que le obedeciesen, si es que hubiese alguno. Apenas tuvo conocimiento de la trama quiso el jefe castigarla en su autor, pero la disposición en que halló los ánimos le reveló su impotencia. Entonces enseñó a Aviraneta la orden que tenía; y convenciéndose éste por sus propios ojos de que no le esperaba el trágico fin a que se consideró condenado por un ímpetu sangriento de Mina, se dió por satisfecho, y tuvo la prodigiosa habilidad de someter de nuevo la tripulación y las tropas a las órdenes de sus jefes naturales. En un momento deshizo lo que había hecho: restableció la subordinación que había relajado, lo volvió todo al estado normal. Eolo de los elementos revolucionarios, lo soltó y lo sujetó como quiso y cuando le dió la gana».
—¿Y es verdad eso?
—Hay algo de verdad. Lo cierto es que nos dijeron que iban a echarnos al agua al llegar a la altura de los Alfaques, y que yo estaba tan desesperado de haber caído en aquel lazo, que me encontraba dispuesto a hacer cualquier barbaridad, desde soltarle un tiro al capitán hasta hacer saltar el barco, pegándole fuego a la santabár[216]bara; pero seguimos adelante, pasamos el estrecho de Gibraltar, y al cabo de unos días bajamos en Santa Cruz de Tenerife y fuimos puestos a disposición del capitán general de esta isla.
Dos meses estuvimos en Santa Cruz viviendo miserablemente; no teníamos dinero ni medio alguno de existencia; no llevamos trajes ni ropa interior. La gente de la isla nos recibió muy bien. El comandante general y los militares nos trataron con atención. Llegamos a convencer a la mayoría de la gente que nosotros no éramos los asesinos que habían degollado a los prisioneros de la Ciudadela de Barcelona.
Escribimos varias exposiciones y manifiestos dirigidos al Gobierno. Cuando vimos que no tenían resultado alguno, y como no estábamos vigilados, Bertrán Soler y yo nos dispusimos a evadirnos, y nos arreglamos con un barco contrabandista que nos llevó a Argel.
—¿Así que usted cree que Gil de la Cuadra lo envió a usted a Barcelona para inutilizarlo?
—Sí.
—¿Y Mendizábal colaboró en eso?
—No; creo que Mendizábal obró de buena fe.
—Y en Barcelona, ¿quién provocó la matanza?
—La gente, el pueblo...; pero Alvarez, Feliú de la Peña y Xaudaró dejaron hacer.
—¿Y por qué?
—Yo creo que Feliú, que era el más listo de todos, fué el que vió claramente la cuestión. Feliú sabía que los isabelinos iban a hacer la revolución. Si antes de la revolución viene la matanza—se debió decir él—, el movimiento constitucional aborta y queda desacreditado. Y esto pasó. Después de la matanza se formó una comisión militar, y la organización isabelina fué completamente deshecha.
—Sí se explica. Se ve que han vivido ustedes en pleno maquiavelismo. Y en Canarias, ¿qué le pasó a usted?
—Viví miserable y desesperado. Mi biógrafo, de quien antes te hablaba, dice, poniéndolo en boca del capitán general de Canarias, que yo intranquilicé la isla de tal manera, que en aquel rincón del mar, donde nadie se ocupaba de política, instalé sociedades secretas, lo plagué todo de logias, conciliábulos y clubs, y que me marché porque el general gobernador hizo la vista gorda.
—¿Y esto ya no es verdad?
—No; es fantasía, pura fantasía.
[218] —Y el viaje por mar de Canarias a Argel, ¿no tuvo nada de particular? Porque es un viajecito respetable para hacerlo en un falucho.
—Fué un viaje horrible. Tuvimos lluvias, vientos, temporales... Estuvimos a punto de zozobrar varias veces. Yo me defendía a fuerza de desesperación y de rabia.
—Y la vida en Argel, ¿tuvo algo interesante?
—En Argel estuvimos unos pocos días y regresamos Bertrán y yo, en marzo de 1836, a Cartagena.
Estando ya en la Península, Mendizábal me persiguió implacablemente; pero en Málaga hallé asilo seguro y protección. Mi amigo Thompson, comerciante inglés, me llevó a la casa de un conocido suyo. Visité al general don Juan San Just, que me acogió con gran amabilidad, y me dijo que podía estar tranquilo.
No obstante las muchas órdenes de prisión que se comunicaron contra mí, y las cartas particulares que se escribieron para desacreditarme pintándome como un intrigante sin honor y sin conciencia, hice allí muy buenos amigos.
Mi residencia en Málaga me proporcionó la[219] ocasión de observar y conocer en globo las maquinaciones que se pusieron en juego desde la Corte para derribar el ministerio Istúriz, y las intrigas que se tramaron para acabar con los isabelinos y dejar a Mendizábal como dictador de España.
La muerte de los dos gobernadores, ambos isabelinos, la intervención de Escalante, los gritos que se dieron, todo, me hizo creer que en aquel ensangrentado motín andaban los partidarios de Mendizábal en unión de comerciantes y de contrabandistas.
Pamplona, mayo, 1921.
Aviraneta me aseguró varias veces que, a pesar de que había intervenido en los preparativos que se hicieron para la revolución en Málaga, en 1836, no tomó parte alguna en los sucesos ocurridos en las calles, y que ni siquiera los presenció. Como en el Diario de Pepe Carmona había una relación de los sucesos de aquella época, copié de él algunas páginas:
Había vuelto a Málaga—cuenta Pepe Carmona—y me encontraba en una situación económica ya segura, pero en un estado moral triste y lamentable.
Mi antigua novia, María Teresa, se había casado con un muchacho rico, José Ignacio Ordóñez, que llevaba por entonces una vida de un jugador y de un perdido.
Este mozo parecía que daba tal aire a su dinero, que llevaba camino de arruinarse en poco tiempo.
Mi antigua novia estaba enferma, y después de haber tenido un niño se encontraba tan débil y tan delicada, que no se levantaba de la cama.
Su criada, una vieja de Archidona, antes protectora de mis amores, solía venir a mi casa a darme noticias de cómo seguía María Teresa, y de paso se lamentaba de que el señorito José Ignacio apenas se ocupara para nada de la enferma y de que anduviera siempre de bureo con lo más perdido del pueblo.
En aquella época, Málaga se hallaba en pleno período de efervescencia política; las noticias de la guerra que se recibían, los rumores de sublevación y el arresto de hombres conocidos, por suponerlos revolucionarios, tenían al pueblo en completo y continuo sobresalto.
A mí, aunque estas cuestiones no me interesaban gran cosa, me ocupaba de ellas, principalmente por el efecto que causaban en el comercio. Ya en mayo de 1836, al llegar a Málaga el decreto de la disolución de las Cortes, los ánimos, de suyo agitados por las excitaciones de los enemigos de Istúriz, por las sociedades secretas y por la gente partidaria de Mendizábal, se acaloraron más, y al toque de generala se reunió la Guardia nacional pidiendo la formación de una Junta popular en que se depositase el Poder hasta que la Reina instalase de nuevo el anterior Ministerio, o[223] nombrase otro que inspirara confianza a la nación.
Al día siguiente quedó formada la Junta, que pensó por primera providencia imponer fuertes contribuciones a los más ricos comerciantes malagueños. Estos, apercibidos, se reunieron para conjurar el peligro; y con su influencia, y sacando a relucir las noticias favorables de la guerra que aquel día circularon, lograron la disolución de la Junta, que declaró estar muy satisfecha de la actitud de Málaga.
Estos movimientos populares tenían muchas veces por objeto el proteger la entrada de algún gran contrabando, y, conseguido esto, se reconocía la autoridad del Gobierno, que sancionaba lo hecho y se volvía a la vida normal.
Por aquella época, a principios de julio, encontré en Málaga al señor Aviraneta, en un café, en compañía del comerciante inglés Thompson. Saludé a Aviraneta. El señor Thompson me dijo, no sé si en broma o en serio, que en Málaga se estaba trabajando en proclamar la república. Se pensaba que nuestra ciudad diera el primer impulso y que de aquí partiese el movimiento a las demás ciudades de Andalucía.
Las noticias de las victorias del general Córdova en Arlabán, y la actitud del alto comercio malagueño, alarmado de que la primera disposición[224] de la Junta hubiese sido el decretar grandes contribuciones a cargo de los capitalistas más acaudalados, produjo una reacción entre los comerciantes y ocasionó el que el movimiento revolucionario y bullanguero de Málaga se calmara.
Antes de que se presentara la amenaza de las contribuciones, nuestros comerciantes pensaban que un cambio político les podría beneficiar; pero después se apoderó de ellos el temor de que sus casas cargaran con los gastos de la revolución en toda Andalucía, y no vacilaron en influír para que abortara la revolución, y tomaron sus medidas para que en los nuevos movimientos, que eran tan de prever, fuese el comercio de Málaga explotador, en vez de explotado.
A estas causas obedeció el que se contuviera en el mes de mayo y junio el pronunciamiento preparado en esta ciudad y al que habían seguido algunos intentos en Granada y en Cartagena.
Yo estaba bastante enterado de estas cosas, primero por un empleado de mi escritorio y después porque trasnochaba. Solía ir todas las noches a pasear por delante de la casa de mi antigua novia, que vivía en la calle de la Madre de Dios, cerca de la plaza de Riego. Esperaba a que saliese a la calle la vieja criada de Archidona y me diera noticias de cómo había pasado el día la enferma.
[225] Una noche me hallaba parado en una esquina esperando a que bajara la vieja. Cerca de casa de mi novia, hacia la plaza de Riego, estaban hablando dos hombres; uno de ellos, a quien conocí por la voz, era José Ignacio Ordóñez, el casado con mi antigua novia; el otro, un comerciante, conocido mío, que tenía muy mala fama por haber intervenido siempre en negocios sucios. El viento me traía con claridad la conversación.
—Yo me he visto con Escalante—decía Ordóñez.
—¿Y está conforme?—preguntó el otro.
—Sí; se trata de que metamos unas cuantas partidas de contrabando el mismo día de la revolución.
—Pero la revolución está parada.
—Ya andará—replicó José Ignacio—; la gente del pueblo no se aviene a seguir a unos cuantos ricachones que defienden su negocio. He metido ahí, entre los milicianos y la gente del puerto, unos cuantos matones y echadizos, y he mandado decir que el gobernador militar y el civil están vendidos, que tienen la culpa de todo lo que está pasando y que ellos son los que protegen a los grandes comerciantes que no quieren la Constitución.
—¿Y lo creerán?
—Sí; porque es verdad, en parte. Además, esa[226] gente no sabe nada; creen lo que se les dice. Una noche de jaleo nos basta.
—Habrá que estar preparados.
—Naturalmente que hay que estar preparados. Para mí es cuestión de vida o muerte. Estoy dando las últimas boqueadas.
—Es que usted, camarada, es un hombre insaciable. Usted acabaría con la fortuna de Rothschild.
—No se vive mas que una vez, compadre, y hay que aprovecharse.
—Estoy con usted. ¿Y cómo sabremos que el movimiento se ha hecho?
—Se avisará, y los mismos milicianos se encargarán de que todo el mundo lo sepa tocando generala por las calles.
—Bueno; entonces nada hay que decir; yo tendré a mi gente preparada en el puerto.
—Muy bien, ¿y sonsoniche? ¿Eh?
—¡No, que voy a dar un cuarto al pregonero! ¡Adiós, compadre!
—¡Adiós!
Me alejé rápidamente de la esquina, y al poco rato vi a José Ignacio Ordóñez, que penetraba rápidamente en su casa.
No me fijé gran cosa en esta conversación hasta que los hechos posteriores le dieron relieve e im[227]portancia. Seguía pensando en mi María Teresa y yendo todas las noches a su casa a saber sus noticias.
Esta preocupación embargaba todas mis facultades.
Teníamos en el escritorio un escribiente y el portero, que eran milicianos, y les solía preguntar noticias acerca de lo que pasaba entre ellos.
Me hablaban de la política de Málaga con gran extensión y apasionamiento.
Era comandante militar el general San Just, que había substituído al coronel Bray. San Just era muy liberal; se había distinguido en Puente la Reina y en Montejurra; se le tenía por hijo del convencional francés Saint-Just; pero, según me dijo Aviraneta, el convencional no tuvo hijos. Juan San Just era hombre de ideas muy liberales, alto, de bella figura, inteligente y de gran valor. En Montejurra había dado una carga a la bayoneta que produjo gran entusiasmo en el ejército. El general Córdova le estimaba mucho.
A pesar de su fama de liberal, San Just no era querido por los milicianos malagueños; por lo que me dijeron mis empleados, se había manifestado excesivamente duro y enérgico en reprimir ciertos desmanes.
El Gobierno civil se hallaba confiado al conde de Donadío, persona de gran influencia, que había[228] formado parte de la Junta revolucionaria de Andújar. Donadío era diputado por Jaén y uno de los jefes de la Sociedad Isabelina.
A Donadío se le acusaba de ser partidario de Istúriz y enemigo de Mendizábal; de avanzar en su carrera por sus grandes recomendaciones e influencias, y de tener amistad con los comerciantes ricos de Málaga, y de protegerlos.
A mediados de julio habían llegado de distintas ciudades agentes portadores de órdenes y de recursos destinados a precipitar el movimiento revolucionario. Don Pedro Gil, el amigo del general Mina, vino de Barcelona con quince mil duros, que entregó a uno de los agentes que trabajaban para preparar la insurrección.
Era, por entonces, subdelegado de Policía don Manuel Ruiz del Cerro, pájaro de cuenta que tenía una historia bastante interesante, a juzgar por lo que me contaron mis empleados. Este Ruiz del Cerro había sido cajista del famoso periódico madrileño El Zurriago, en la imprenta de la calle de Juanelo, y después, regente de la misma. Pasó después muchos años de cómico en una compañía de la legua; se afilió a los carlistas e hizo correrías con el Locho, en la Mancha. Delató, más tarde, a los masones al conde de Ofalia, y apareció, por último, de jefe de Policía en Málaga.
Don Manuel Ruiz del Cerro, que tenía las con[229]diciones del murciélago y era tan pronto pájaro como ratón, cambió de casaca y se dispuso a trabajar por los revolucionarios, como había trabajado antes por los absolutistas. También estaba con la Revolución el comandante de Carabineros don Juan Antonio Escalante, que, según se decía, se había entendido en distintas ocasiones con los contrabandistas, y que, al parecer, seguía entendiéndose con ellos, a juzgar por la conversación oída por mí noches antes en la calle de la Madre de Dios.
Pregunté al portero y al dependiente de nuestro escritorio si la revolución que se preparaba no sería una bullanga más para meter contrabando, y ambos se indignaron con esta idea. Sin embargo, reconocieron que había gente interesada en ello, y, principalmente, José Ignacio Ordóñez, que tenía mucha influencia entre los revolucionarios.
En la misma compañía que mis empleados, que pertenecían al 1.º de Cazadores de la Milicia, había algunos tipos populares que eran contrabandistas; pero, según mi dependiente, estaban vigilados por los demás milicianos, y no les permitirían que hiciesen maniobras sospechosas sin darles el alto.
Estos contrabandistas milicianos eran Pacorro, el Niño de Coín, el Morlaco y el Chispilla.
Me enteré que Pacorro y el Niño de Coín eran aventureros, bandidos, que habían estado y hecho[230] su aprendizaje en el presidio de Ceuta. Me los señalaron en el puerto. Los conocía de vista.
El Pacorro era un hombre grueso, de cara redonda, serio, grave, de mucho empaque, muy doctoral y sabihondo. Tenía una gran cicatriz, que le cruzaba la cara; vestía marsellés con botones de plata, calzón corto, también con botones, calañés pequeño y corbata roja; hablaba despacio y con solemnidad, como si a cada momento bajara del cielo el Espíritu Santo a iluminarle.
El Niño de Coín era una alimaña: delgado como un alambre, negro por el sol, picado de viruelas; no tenía mas que músculos y piel. Su cara, aguileña, mal barbada, con unos cuantos pelos azafranados en el labio superior, tenía una expresión de zorra o de musaraña.
El Morlaco era un bruto, un matón, dueño de una tabernucha de mala fama próxima al puerto y frecuentada por los charranes del muelle, el Chispilla, un vendedor de pescado, pendenciero y amigo de cobrar el barato.
En la tarde del 16 de julio de 1836 se creyó en Málaga que iba a ocurrir algo. Yo recuerdo este día porque la criada vieja de Archidona, de casa de María Teresa, me dijo que su señorita había pasado muy mala noche y que se tenían muy pocas esperanzas de salvarla.
Salió, como era costumbre en Málaga, la procesión de Nuestra Señora del Carmen y recorrió algunas calles del barrio del Perchel, acompañada de un piquete de milicianos nacionales, en el cual iban los dos empleados de mi escritorio.
Al terminar la procesión el piquete entró en el Paseo de la Alameda, que en aquella hora estaba muy concurrido. Entre la gente se hallaba paseando el conde de Donadío con su señora. Cuando fué advertido por los nacionales, algunos músicos comenzaron a tocar el Trágala, y Pacorro y sus amigos, y todos los charranes que andaban por allí, insultaron al gobernador.
Los oficiales del piquete, escandalizados, mandaron a los milicianos que rompieran filas. Este incidente tuvo gran resonancia en el pueblo.
Al día siguiente, en el escritorio, mi empleado y el portero contaron lo ocurrido; por lo que dijeron, los oficiales se manifestaban muy descontentos, y el conde de Donadío estaba furioso tascando el freno.
El día 21 de julio llegaron fuerzas del 7.º de línea, lo que provocó grandes inquietudes en nuestros nacionales.
—Pero, ¿qué les importa a ustedes?—le preguntaba yo a mi empleado.
—Es que nos quieren atropellar; se trata de[232] imponer un Gobierno moderado, y nosotros no lo aceptaremos.
A las cinco de la tarde del día 22 se convocó a una reunión en el Consulado, presidida por el general San Just; por lo que se dijo, concurrieron los jefes de milicianos y se provocaron grandes disputas. El anuncio de que venía tropa a Málaga se consideraba como un ultraje. Naturalmente, los comprometidos en la revolución pensaban que la llegada de regimientos desconocidos podía ser un obstáculo para sus planes.
El día 23 llegaron a Málaga algunos soldados que venían de Ronda, que fueron bastante mal recibidos por los milicianos.
Por la tarde se dijo que el conde de Donadío iba a marchar a Madrid a ponerse al habla con el Gobierno para dominar la revolución.
Llegó el 24 de julio, y, a pesar de ser el día de la Reina, se creyó oportuno suspender el besamanos, y sólo se hicieron los saludos de ordenanza; el disgusto de los milicianos crecía. Se aseguraba que iban a ser desarmados.
En los corrillos de la plaza vi yo al Pacorro y al Niño de Coín que peroraban y decían que había que morir antes de dejar las armas. La guardia del presidio de Levante, que pertenecía al segundo batallón de cazadores, fué relevada aquel día por temor a que se sublevase.
Este día 24 fué para mí muy triste; María Teresa, por lo que me dijeron, se encontraba muy mal y había tenido varios desmayos.
El día 25 no hubo por la mañana alboroto alguno en el pueblo, limitándose los nacionales a seguir comentando los sucesos de los días anteriores y a proferir amenazas contra los gobernadores y contra la gente del alto comercio.
Salí yo de mi escritorio al anochecer y fuí inmediatamente a la plaza de Riego, y a la calle de la Madre de Dios, a enterarme de cómo se encontraba María Teresa. Me dijeron que seguía igual, en el mismo estado de gravedad.
Me topé con mi dependiente y le pregunté qué tal marchaban los asuntos políticos, y me dijo que en aquel momento iban a relevar las guardias y que se temía algo; la primera guardia había salido para el Teatro y la segunda para Levante.
Poco después, los tambores de esta compañía, que pertenecía al primero de cazadores de la Milicia, empezaron a batir la marcha, por más que estaba terminantemente prohibido. El Pacorro, el Niño de Coín y sus amigos comenzaron a dar vivas y mueras.
Al salir de la plaza y pasar por la calle de Santa María, el Morlaco cogió uno de los tambores y se puso a tocar generala. De todas partes aparecie[234]ron grupos de gente turbulenta que se reunieron con los nacionales. Un coro de chiquillos y de charranes del muelle les seguían.
Veía yo a lo lejos esta multitud cuando oí que gritaban violentamente. Me dijeron que había salido al encuentro de las turbas el general San Just, a restablecer el orden. San Just reconvino a los oficiales por permitir que se desobedecieran así las órdenes superiores. Los oficiales se excusaron y el general ordenó que el piquete volviese inmediatamente a la plaza.
San Just se dirigía a su casa cuando el Pacorro, el Niño de Coín y su grupo, armados de fusiles y sables, le rodearon y violentamente lo llevaron al centro de la plaza dirigiéndole los más terribles insultos.
Aquel grupo era en su mayoría de contrabandistas y de gente maleante conchabada con ellos. Había también algunos exaltados de verdad, y hasta carlistas, según dijeron; pero la mayoría eran matones del puerto, amigos de broncas y jaranas, gitanos, taberneros y nacionales, que se consideraban ofendidos por las maneras adustas de San Just, que quería que todo el mundo respetase la disciplina.
Era ya de noche. San Just, en medio del tumulto, no perdió su serenidad; contestó con energía a sus agresores, despreciando el peligro. Pudo el ge[235]neral imponerse y con algún trabajo entrar en el Ayuntamiento.
San Just se dirigió al oficial de guardia y le pidió auxilio contra los revoltosos; mas el oficial le hizo ver lo imposible que era hacerse obedecer, máxime cuanto que los demás oficiales habían desaparecido al ver que no podían dominar el tumulto.
Yo me acerqué a la puerta del Ayuntamiento y oí la voz de San Just, que se dirigía a las turbas recordándoles su amor a la libertad, por la cual había vertido su sangre en los campos de batalla; sus méritos de guerra en Puente la Reina y Montejurra. Todo fué inútil. José Ignacio Ordóñez, que estaba allí entre Pacorro, el Niño de Coín y otros matones, comenzó a gritar:
—¡Muera, muera!
Entonces el Niño de Coín, disparó un tiro. Dada la señal, los demás hicieron una descarga cerrada.
San Just, viendo que las balas pasaban a su lado y que el peligro era inminente y las exhortaciones vanas, se resguardó detrás de la puerta. Siguieron los disparos, y una bala, entrando por una rendija de la puerta, dió al general y le dejó gravemente herido.
Alguno que le vió caer avisó a los sublevados, y entonces las turbas entraron en el Ayuntamien[236]to y a bayonetazos y a sablazos acabaron con el herido.
En aquel momento Ordóñez, Pacorro y el Niño de Coín huyeron corriendo hacia el puerto.
Yo, trastornado por estos acontecimientos, volví hacia la plaza de Riego y a la calle de la Madre de Dios.
La noche estaba sofocante; el cielo, cuajado de estrellas; de vez en cuando llegaba la brisa del mar y ráfagas de aire saturado del perfume de las flores de los huertos vecinos. La calle estaba silenciosa; mis pasos sonaban en las losas gravemente. A veces me cruzaba con algún transeunte solitario que me miraba con curiosidad; yo volvía la cabeza temiendo que vieran en mi rostro la angustia y la ansiedad que me devoraban.
Tenía el presentimiento que esta noche había de ser la última de María Teresa. Cuando entré por la calle de la Madre de Dios y me acerqué a la esquina donde ella vivía, no me atreví a mirar a los balcones, temiendo ver en ellos algo muy definitivo y muy terrible para mí. Luego me decidí. Levanté la cabeza y miré: todos los balcones estaban cerrados; sólo por uno de ellos salían rayos de luz. Pensé que por el balcón de la otra calle adonde daba la casa quizá se vería más, y, efectivamente, éste estaba abierto, y en unas cortinas[237] blancas, grandes y caídas e iluminadas por dentro, se veían pasar rápidamente sombras negras.
Yo miraba y escuchaba con una atención angustiosa; quería adivinar qué pasaba y quién pasaba por detrás de las cortinas. Me parecía oír un rumor leve de palabras; pero, no, no se oía nada; de pronto, a lo lejos, sonaba el estrépito de un tambor, se cerraba una puerta y se escuchaban pasos rápidos de alguien que iba huyendo y que se perdían en el silencio de la noche.
Esta tensión de todo mi sér me trajo un sentimiento de rabia absurda; pensé en llamar, dando voces y golpes en el aldabón de la puerta, para que salieran todos los de la casa, y hasta los vecinos de alrededor, a decirles a gritos que yo era el único que debía estar allí en el cuarto iluminado, muy cerca de aquella mujer enferma, que era el único que tenía este derecho y este deber, puesto que era también el único que la había querido. Sentía, a veces, el impulso de abrir la puerta del zaguán, subir a saltos la escalera y meterme en su cuarto para que ella no viera a nadie mas que a mí, y si estaba en las ansias de la muerte, fuera yo quien la consolara.
Pero, a pesar de mis proyectos, no tenía valor. Allá estaba la puerta solamente entornada; sabía que el marido se hallaba fuera de casa, y, sin embargo, no me atrevía. Me indignaba mi falta de[238] valor; no me resignaba a quedarme con la duda de cómo estaría ella, quizá no existía ya; y aquellas idas y venidas de las sombras que se reflejaban en la cortina blanca e iluminada eran los horribles preparativos que vienen después de la muerte.
Me figuraba a su madre y a sus hermanas sacando las ropas de los armarios para hacer el tocado de la muerta, para cubrir el pobre cuerpo enflaquecido y destruído por la enfermedad.
¿Sería posible que yo no pudiera hacer nada más que estar allí solo, en medio de la noche, apoyado en una esquina dura y fría, impotente para todo, mientras ella, quizá en aquel momento supremo, sabiendo que yo estaba cerca, me llamaba ansiosamente con la esperanza de que fuera a acompañarla en sus últimos momentos?
No sé el tiempo que estuve apoyado en aquella esquina; me dolía la cabeza y tenía escalofríos. En esto vi que se abría la puerta de casa de María Teresa, y que salía un cura y el sacristán con un farol grande de cristal. Me acerqué a la puerta, y la criada de mi antigua novia me dijo que acababa de morir.
Le pregunté si podría subir; ella me dijo que estaban la madre y las hermanas de María Teresa, y que no me permitirían entrar en el cuarto.
Entonces eché a andar por la calle, hacia la plaza de Riego.
Había corrido la noticia de la muerte de San Just; se tocaba generala por todos los tambores y cornetas, y se habían formado batallones de infantería y de artillería en la plaza.
Aquel tumulto iba a interrumpir el reposo de la casa de mi antigua novia, visitada por la muerte.
Me detuve en un grupo de milicianos. Me dijeron que la tropa de línea estaba en el convento de la Merced.
Mi empleado, a quien vi y que estaba borracho, añadió que se había formado una Junta marcial, y que Escalante se había puesto a la cabeza. Este Escalante, al saber que el gobernador militar estaba encerrado en el Principal, quiso salvarlo o hacer la pamema de salvarlo; pero le detuvieron los milicianos, y al poco rato se presentó a él un oficial a participarle que la Milicia, reunida en la plaza, había convenido en que la única persona que había en Málaga que gozaba en aquel momento de prestigio entre el pueblo y la tropa era él; por lo cual le pedían que fuera a ponerse a la cabeza de la revolución para evitar mayores desgracias.
Mi empleado me dijo que Escalante había[240] aceptado y corrido a la plaza, donde dijo a los sublevados momentos antes:
—¡Señores! Acaban ustedes de cometer un asesinato; acaban de matar a un hombre que todavía tenía abiertas las heridas recibidas en la guerra por defender la libertad de la Patria; éste es un atentado horroroso; pero ya está hecho, y ya no hay remedio.
—Es verdad que era inocente—contestaron algunos—; por lo mismo es menester que muera el canalla de Donadío, que es quien lo ha perdido.
Mi empleado hablaba de Escalante como de un tipo de valor y de abnegación, ¡qué ironía!, ¡qué sarcasmo!; yo sabía que aquel hombre, que estos pobres cándidos consideraban como un héroe, estaba en aquel momento haciendo su pacotilla.
—¿Y qué esperan ustedes aquí?—le pregunté a mi empleado.
—Estamos esperando a ver qué actitud toma la tropa que está encerrada en la Merced; no sabemos si hará causa común con nosotros.
—¿Y el gobernador, dónde está?
—Está también en el cuartel.
Sin duda, al saber el drama que se había desarrollado en el Ayuntamiento, el conde de Donadío había corrido al antiguo convento de la Merced, donde estaba la tropa de línea, y había intentado[241] convencer a los oficiales para que le auxiliaran a dominar el motín; por lo que se supo después, los oficiales se negaron a obedecer al gobernador por no ser éste su jefe, alegando, además, que no tomaban armas mas que para defender la Libertad, y no para batirse contra la Milicia o el pueblo.
Con estos subterfugios condenaban a un hombre a la muerte.
Aumentaban los grupos en la plaza de Riego, se acercaban al antiguo convento de la Merced y pedían a voz en grito que la tropa saliera a fraternizar con ellos.
El Morlaco, el Chispilla y otro, a quien llamaban el Veneno, llevaban ahora la voz cantante para gritar y alborotar. Después de algunas discusiones y desavenencias entre la oficialidad, la tropa salió del cuartel, en medio de grandes aplausos, pasó a la plaza de Riego y se formó junto a la Milicia.
Rodeado por grupos de exaltados estaba Escalante; los furiosos pedían a voz en grito que se sacara allí mismo a Donadío para fusilarlo sobre la marcha.
El conde de Donadío, al verse abandonado dentro del antiguo convento y creerse, con motivo, en gran peligro, se puso un uniforme viejo que encontró de miliciano.
Se dijo después que Escalante, penetrando en[242] el cuartel, había aconsejado a Donadío que se escapara. Era el consejo semejante al del cocodrilo de la fábula con el perro.
Se opuso el gobernador, pensando, seguramente, que mientras el alboroto de la plaza existiera sería para él muy peligroso el salir de allá. Se dijo también que Escalante había ido a conferenciar con los jefes de los milicianos y a decirles que el general se había escapado.
Los sargentos de la tropa aseguraron que no era cierto; que Donadío seguía allí, y pidieron entrar en el cuartel para convencerse. Entraron, y en el mismo momento vieron a Donadío, que bajaba la escalera principal, y lo reconocieron a la luz de una linterna.
—Este es—dijo uno de los sargentos.
—¡Matadlo, matadlo!—gritó el Morlaco, que venía delante.
El conde de Donadío intentó retroceder en la escalera; luego quiso hablar; sonaron varios tiros, y una bala le atravesó el pecho. Nuevos disparos siguieron a los primeros. Los milicianos sacaron el cadáver del gobernador a la plaza de Riego, y, aullando y gritando, lo arrastraron y le dieron bayonetazos. Yo vi pasar al muerto; tenía la cara negra y un agujero sangriento en el pecho.
El espectáculo me produjo una enorme repugnancia.
Mi empleado y otro miliciano me aseguraron que, habiendo comenzado con los dos gobernadores, había que seguir la degollina con los comerciantes ricos opuestos a la revolución.
Si las circunstancias hubieran sido favorables lo hubieran hecho.
Pasé de nuevo por la calle de la Madre de Dios y miré por el balcón. Ahora, la cortina estaba descorrida y se veía temblar en el techo la luz de los cirios. Trastornado y loco de dolor marché a mi casa; pero comprendiendo que aquella noche sofocante no podría dormir, fuí a la Alameda y me senté en un banco. Caían despacio las hojas de los árboles. Había por allí unas mujeres que me importunaban, y me marché al muelle y me senté sobre un fardo.
Estaba tan trastornado que no sabía si lo que me ocurría era sueño o realidad.
Este final de la mujer que había querido; estas muertes en plena noche; este aire irreal de las gentes y del pueblo, me perturbaban.
En el muelle era un ir y venir de sombras que corrían llevando fardos; me pareció adivinar la silueta de José Ignacio Ordóñez, del Pacorro y del Niño de Coín. A lo lejos se seguía oyendo el retumbar de los tambores. Pensé si estaría trastor[244]nado; indudablemente, tenía fiebre; pero no, aquello todavía era la realidad...
Luego, de repente, la realidad se transformó en sueño. Me vi en una calle sombría, que no era de Tarragona, ni de Málaga, mirando unos balcones con unas ventanas blancas. ¿Qué pasaba allí? Me encontré a un hombre a la puerta de la casa que se puso a hablarme sin mirarme a la cara. Este hombre se parecía al Niño de Coín.
—¿Puedo subir?—le pregunté.
—Sí; suba usted.
Comencé a subir unas escaleras interminables. En cada rincón y en todos los rellanos había un hombre agazapado espiando algo. De pronto me dije: «Aquí es»; y pasé un cuarto, y otro cuarto, y entré en una habitación iluminada por cirios y con cortinas blancas. Tenía el sentimiento de una desgracia, pero no sabía cuál era.
En aquel cuarto habían formado un círculo unos cuantos hombres pálidos y grises; algunos, vestidos de milicianos. Entre ellos estaban Aviraneta, Arnau y Secret. Estos hombres conferenciaban. Yo no sabía qué hacían. ¿Qué hacen?, ¡Dios mío!—me preguntaba con ansiedad—. Uno de estos hombres arrastraba de pronto un cadáver con la cara negra y un agujero sangriento en el pecho, y lo llevaba en medio del círculo de hombres grises. Lo apretaban entre todos, y echaba sangre a una[245] urna de cristal, que parecía un farol de sacristán para dar los óleos. Hecho esto medían con una varita la profundidad de la sangre y se desesperaban porque no era grande...
Pasado un momento, esta sangre no era sangre, sino oro, y todos los hombres grises y los vestidos como milicianos sacaban este oro con las manos, hacían grandes fardos, los ponían sobre la espalda, echaban a correr, tropezaban unos contra otros y se atropellaban horriblemente y se batían a tiros...; pero alguien había comprendido que era necesario trabajar este oro y traía un yunque y un troquel, y empezaba a troquelar monedas a martillazos con un estrépito terrible, como de tambores, y el hombre se asombraba y se desesperaba al ver que sus monedas, al caer, se convertían en hojas secas de árbol que volaban por el aire...
—¿Qué hace usted aquí?—me dijo la voz de un sereno.
Yo no sabía qué hacía allí. El sereno me acompañó a casa creyéndome borracho. Me tendí en la cama.
Al día siguiente me pareció que todo volvía a la vida normal; la muerte de mi antigua novia me parecía un hecho doloroso, pero ya previsto. Fuí a mi escritorio; por la mañana se supo que se ha[246]bía nombrado una Junta en Málaga, bajo la presidencia de Escalante, para restablecer el orden. ¡Oh ironía!
Este mismo día me mandaron la esquela de María Teresa, en donde se hablaba de su desconsolado esposo. Otra amarga ironía.
Por la mañana fueron llevados al cementerio los cadáveres de los dos gobernadores: uno, en un féretro del hospital de San Julián, y el otro, en unas parihuelas. Al mediodía, y con mucho lujo, se verificó el entierro de mi antigua novia, y a las cuatro de la tarde se promulgó la idolatrada Constitución en el punto de la Alameda, como decía una proclama de Escalante.
Itzea, julio, 1921.
En 1865, durante el verano estuve una temporada con Aviraneta en las aguas termales de Trillo. Encontramos allí a un tal Julio Kraft, ingeniero de minas, prusiano, que acudía a aquellos baños a curarse de sus dolencias.
Este ingeniero era entusiasta de España, de nuestras comidas y de nuestra zarzuela; así, que le oíamos constantemente elogiar las lechugas y las coliflores de la tierra y cantar El grumete, El dominó azul y Jugar con fuego.
Por entonces, seguramente, Wagner había escrito muchas de sus obras; pero Kraft se burlaba de su país, porque decía que allí no gustaban mas que las nieblas.
—¡Muy roimático, muy roimático, para tanta niebla!
Quería decir reumático. Kraft era de los extran[248]jeros que hablan el castellano como en los primeros meses de llegar a España.
Un día, en compañía del ingeniero prusiano, fuimos a Cifuentes y visitamos esta antigua villa amurallada, con sus viejos conventos y su parroquia gótica, de una restauración lamentable. Otro día estuvimos en Viana y en sus alrededores.
Hablando de aquellas montañas y cerros de tan rara forma, a los cuales los habitantes del país dan pintorescos nombres, el prusiano nos dijo:
—Hace mucho tiempo que estuve yo aquí, por cierto con un plan bien distinto al que ahora tengo.
—¿Pues, a qué vino usted?—le pregunté yo.
—Vine con un objeto exclusivamente militar.
—¡Hombre!
—Sí; vine a ver si podíamos instalar en estos cerros un campamento carlista.
—¿Ha sido usted carlista?
—Sí; estuve de capitán con Cabrera.
—¡Demonio, qué absurdo!
—Hice la campaña en sus filas hasta la conclusión de la guerra civil. En 1838 fuí, con el coronel de ingenieros prusiano barón de Rhaden, desde el Real de Don Carlos al Maestrazgo, y Cabrera nombró al barón comandante de Ingenieros de su ejército.
Estuvimos en un viaje de estudio en las proxi[249]midades de Cuenca, Priego y Huete, viendo las condiciones que podían tener para instalar un campo atrincherado donde reunir fuerzas para atacar Madrid.
El barón de Radhen encontró que el mejor sitio, el más próximo a la corte y el más seguro, eran estos cerros de Trillo.
El barón estaba persuadido de que aquí había habido campamentos militares en tiempo de los romanos, y, efectivamente, se habla de que existió por estos contornos una ciudad llamada Bursa o Capadocia.
El barón pensó en convertir dos grandes eminencias que tienen en su altura una gran plataforma, próximas a Viana, en el campo atrincherado de Cabrera, con sus almacenes y sus cuarteles de campaña. El agua la tenía al pie, por donde corre el Tajo, y pensó en un sistema para elevarla.
Cuando volvimos al campamento de Cabrera y el barón de Rhaden explicó a don Ramón lo que había visto, éste le contestó:
—Estoy conforme con la opinión de usted, y esa base de Trillo me servirá para apoderarme de Madrid. Sólo me hacen falta treinta mil fusiles, que espero con ansiedad, pues tengo hombres que los empuñen.
El motivo por el cual Cabrera no pudo realizar su proyecto fué la ocupación por el Gobierno de [250] la Reina de siete mil fusiles ingleses en el puerto de los Alfaques, en el acto de estar desembarcándolos de un bergantín inglés, y las disensiones que se suscitaron entre Maroto y Don Carlos, que produjeron el Convenio de Vergara.
—Aquí tiene usted quien hizo el Convenio de Vergara—dije yo al señor Kraft, mostrándole a Aviraneta.
El señor Kraft creyó que yo le hablaba en broma, y se rió, con la risa estólida que, en general, tienen los alemanes cuando creen que se burlan de ellos.
Después, con las explicaciones que le di, quedó maravillado y sintió una gran curiosidad por Aviraneta.
Sentía el ingeniero prusiano gran entusiasmo y admiración por Cabrera y recordaba los años de su juventud con mucho gusto.
Con motivo de contarnos anécdotas del caudillo del Maestrazgo, muy conocidas todas, hablamos largamente de los militares españoles.
Los militares españoles—dijo Aviraneta—no se han parecido a los franceses; entre los franceses ha habido siempre más cultura; en ellos se han dado tres tipos principales: el de sabio, técnico, hombre de estrategia, Gouvion de Saint-Cyr, Massena, Jomini; el del hombre de mundo, Suchet, Marmont, Moncey, y el del fanfarrón sableador, como Murat, Augereau, Dorsenne, etc. Entre los españoles, estos tipos apenas han existido; casi todos nuestros generales se han vaciado en el único molde del guerrillero.
Cierto que don Diego León se podía comparar a Murat, porque era también brillante, elegante y efectista; cierto que Córdova y Zarco del Valle tenían algo del político y del técnico; cierto que Zumalacárregui era un hombre de estrategia; pero, en general, entre nosotros, el guerrillero es el que ha privado.
El guerrillero nuestro aparece como medio zorro y medio tigre. Mina y Merino son más zorros; Zurbano y Cabrera, más tigres. Hay también algunos tipos que tienen algo de león, como el Empecinado y algunos militares sin ambiciones, valientes e inteligentes, como Oraá, el Lobo Cano.
Entre los que han tendido a la política, Córdova, Espartero, O'Donnell, Narváez, Serrano y Prim, ninguno ha sido muy culto; no han llegado a dominar la historia, ni la geografía, ni la estrategia;[252] se han dejado llevar, como los guerrilleros, por el instinto, por la intuición. Han sido tipos de conquistadores más o menos degenerados.
La patología ha influído mucho en ellos. Mina, Zurbano, Cabrera y Narváez estaban gravemente enfermos del estómago.
—Respecto a Cabrera, es cierto—repuso el prusiano.
—Yo—añadió Aviraneta—no creo gran cosa en el arte de la guerra. Indudablemente, cuando dos ejércitos se ponen uno frente a otro hay casi siempre un vencedor y un vencido. Se puede aceptar con muchos visos de verdad que el general que manda el ejército vencido es un hombre negado; lo que no se puede creer siempre es que el general vencedor sea un hombre de mérito. Sin embargo, para la mayoría el éxito supone constantemente grandes condiciones guerreras.
El ingeniero prusiano creía firmemente en la ciencia de la guerra, y suponía que Cabrera la tenía de una manera infusa. Este ingeniero se manifestaba más entusiasta del caudillo del Maestrazgo, que podía haberlo sido un carlista del país; lo consideraba como un capitán de los más grandes del mundo, y no aceptaba que se le pudiera comparar con ningún otro general español de su época, excepción hecha de Zumalacárregui.
Aviraneta, a pesar de que no había conocido[253] personalmente a Cabrera, lo emparejaba con Zurbano y con Narváez; y como éste acababa de presentar la dimisión del Gobierno que presidía, hablamos mucho de él. Se contaron varias anécdotas del Espadón de Loja.
—¿Usted conoce a Narváez?—le preguntó el prusiano a Aviraneta.
—Sí, lo conocí hacia el año 34, y formó parte de una sociedad secreta liberal fundada por mí.
—¿De una sociedad secreta liberal?
—Sí.
—¡Aj!, ¡qué cosa más extraña!—exclamó el prusiano.
—Luego le volví a ver, después de su gran triunfo contra Gómez, en Arcos de la Frontera.
Aviraneta sonrió, y yo, como le conocía, supuse que recordaba alguna cosa.
—Cuéntenos lo que recuerde de Narváez, don Eugenio. Si hay una historia, venga la historia, porque supongo que detrás de esa sonrisa hay algo que valdrá la pena de que nos lo cuente usted.
Pocos personajes me han parecido tan interesantes como Aviraneta en su trato. La desproporción entre su energía, su intuición y su poca fama, que en este tiempo había desaparecido, dejándole convertido en un hombre obscuro, me maravillaban siempre.
Generalmente ocurre lo contrario, y el hombre que conocemos que ha hecho algo grande nos sorprende por su pequeñez.
Recuerdo haber hablado con Castaños, con Mendizábal, con Espartero y otros políticos y militares famosos de nuestro país, y en la intimidad no daban ninguna impresión de grandes.
Aviraneta, como era metódico y recordaba haberme contado sus aventuras hasta llegar a Málaga desde Argel, tomó la narración donde la había dejado:
—Hecha la revolución en Málaga—dijo—me designaron a mí para ir, como delegado, a Cádiz. Las primeras ciudades andaluzas se alzaban negando su obediencia al Gobierno. Se quería ya[255] claramente la Constitución de 1812, aunque modificada.
De Málaga marché a Cádiz en el Balear, en el mismo barco donde fuí de Valencia a Barcelona, y me albergué en la posada de las señoras de San Quirico, en la calle del Vestuario. Estas señoras eran muy liberales y amigas y partidarias mías.
Había una de ellas, Consuelo San Quirico, que era revolucionaria y republicana. Era muy graciosa, muy habladora y tenía unos lunares muy picarescos.
Consuelo San Quirico me contó cómo se había hecho la revolución en Cádiz.
—El movimiento lo inisiaron los isabelinos en la plasa de San Antonio—dijo—. En la tarde del día 28 de julio el Gobernadó militá pasó un ofisio al comandante de artiyería nasioná para que hisiese entregá su cañone a la brigada de marina. Semejante arbitrariedá y atropeyo irritó a los artiyero, que inmediatamente se reunieron en el baluarte de la Candelaria y cargaron la cuatro piesas, dipuestos a defenderse. A las nueve de la noche se oyeron viva a la Constitusión, y a las die y media lo tambore de la guardia nasioná tocaron generala reuniéndose en la plasa todo sus individuos mandando en seguida varios comisionaos para conferensiá con el gobernadó militá. Lo milisiano se pusieron sobre la arma; el batayón vete[256]rano de marina formó frente a su cuarté y el gobernadó sivil y la autoridade militare patruyaron con alguna fuersa de infantería y cabayería. El orden más completo reinaba en todas las filas, de donde salían por intervalo lo grito de «Viva la unión» y de «Viva la Constitusión del año 12». Pidió el primer batayón que se proclamara ésta, y comisionó a alguno individuo para explorá la voluntá de sus compañero. El resultado fué el aclamarse también en Cadi el código que aquí tuvo su cuna. A la cuatro de la tarde se juró la Constitusión; hubo colgaduras, repique de campanas e iluminasione, y fué nombrado jefe político don Pedro de Urquinaona.
—¿Y ahora qué hacemos?—le pregunté yo a la de San Quirico.
—Ahora..., adelante..., a demostrá ar mundo entero lo que somo y lo que valemo lo españole.
—Es lástima que no le podamos hacer a usted algo, Consuelo—le dije yo.
—No sea usted guasón—me contestó ella—. Yo soy ya muy vieja para que me hagan nada.
Con la revolución triunfante comenzamos los isabelinos a organizarnos y a pensar en el ministerio futuro.
Pocos días después los sargentos, en La Granja, obligaban a María Cristina a proclamar la Constitución.
El movimiento de La Granja nos quitó a los isabelinos importancia, a pesar de ser los precursores, dejándonos, cosa frecuente en las revoluciones, como anticuados.
Al grito de Libertad y Constitución que había dado el pueblo malagueño en la mañana del 26 de julio correspondió Andalucía entera, y el mismo grito se hubiera generalizado en toda España; mas el partido mendizabalista, que no quería ni le convenía que triunfase la causa del pueblo con gente nueva, desconocida, se adelantó, apeló a la insurrección de La Granja y, a consecuencia de aquel alboroto militar, el hombre de los milagros volvió a apoderarse de las riendas del Poder con los viejos doceañistas.
Harto trabajaron los mendizabalistas en Andalucía para que las cosas volvieran al ser y estado que tenían al pronunciarse Málaga; es decir, Estatuto puro y gobierno de Mendizábal; pero al ver sus esperanzas frustradas con los movimientos de Málaga y de Cádiz, que corrían por toda Andalucía, improvisaron la insurrección de La Granja y se quedaron con el mando. Los Magnates aparecieron de nuevo a caciquear.
No tardaron en manifestar su encono a los que habían hecho una revolución que no era la suya, y se dijo en Madrid que en Málaga, y sobre todo en Cádiz, se quería proclamar la república.
El ministerio mandó a Cádiz al capitán general de Andalucía, don Antonio Aldama, con la misión de que fuese duro, y, según se aseguró, le dió una lista de patriotas, entre los cuales me encontraba yo, para que fuesen deportados a Ceuta.
El general Aldama se presentó en Cádiz y no encontró, después de haber practicado escrupulosas investigaciones, mas que un gran entusiasmo en todas las clases por Isabel II y por la Constitución.
Era preciso una víctima para cubrir el expediente, y fuí yo el designado para el sacrificio. Los mendizabalistas me suponían al frente de los patriotas que en el Mediodía habían jurado sostener la Constitución hasta que se reuniesen las Cortes que debían reformarla, y me creían enemigo acérrimo de su jefe.
Por entonces publiqué yo en El Noticioso, de Cádiz, un artículo titulado «La Verdad». Decía en él que la libertad española se tomaba como un derecho y no se recibía como un don; afirmaba que Mendizábal, el hombre de Israel, hablaba a los liberales lo mismo que Luis Felipe a los hombres de las barricadas en 1830, y añadía que a nuevas cosas nuevas personas. Acusaba también a los que formaban el nuevo ministerio de querer ser dictadores y mangoneadores eternos.
El artículo del periódico de Cádiz se reimprimió[259] como hoja suelta en Madrid y tuvo cierto éxito. El Eco del Comercio decía que el tal artículo era un delirio de una imaginación acalorada por la libertad, que revolvía ideas inconexas y contradictorias, y que debía considerarse como el último esfuerzo del despecho y de la rabia que devoraba a su autor al despedirse de la vida política, como el jabalí, que herido de muerte huye haciendo riza y hasta el postrer momento se consuela dando dentelladas antes de morder la tierra.
Este artículo mío produjo gran cólera en el club mendizabalista dominante, que miraba con torvo ceño todo cuanto pudiera poner en peligro su organizado pandillaje.
Vi próxima que me amagaba la tormenta, que querían vengarse los Magnates; e instruído de cuanto se maquinaba en mi daño, y para evitar una tropelía, de acuerdo con el comandante general de la provincia, me trasladé al Puerto de Santa María, con la idea de esconderme.
Allí se me prendió y encerró en la cárcel pública; y para aparentar que había motivo, se dispuso formarme causa porque había ido sin pasaporte. Ridículo pretexto. Fué nombrado fiscal un capitán de ex voluntarios realistas, y actuario otro prójimo por el estilo, ex sargento del mismo cuerpo.
Diez días estuve preso, y cuando la causa pasó a manos del general Aldama, éste, penetrado de[260] la injusticia con que se me trataba, mandó ponerme en libertad.
Poco tiempo después de salir de la cárcel del Puerto de Santa María me presenté al mariscal de Campo don Pedro Ramírez, comandante general de la provincia de Cádiz, hombre que unía el valor a la benevolencia.
Don Pedro Ramírez, en nombre de la comisión de armamentos y defensa de Cádiz, me nombró delegado de Hacienda de la división de la Milicia nacional que estaba al mando del general don Fernando Butrón.
Yo conocía a Butrón desde el tiempo de la emigración liberal, en Bayona, cuando la intentona de Vera, el año 30.
En el mes de octubre, al ser invadida Andalucía por las fuerzas del cabecilla Gómez, se reunió la división de la Milicia nacional de la provincia para operar en campaña; y necesitando poner al frente de la Hacienda un sujeto de inteligencia y de actividad, se propuso, por el intendente don Manuel González Brabo, padre del luego célebre don Luis, el que se me nombrase ministro de Hacienda de esta división, y el 5 del mismo mes se me expidió el nombramiento, haciendo que me pusiera inmediatamente en marcha para el cuartel general del Carpio.
Una de las cosas que organicé fué un hospital[261] de sangre con facultativos hábiles, y dos boticas, una para la caballería y la otra para la infantería.
Al acercarse a Arcos de la Frontera el brigadier Narváez, el general Ramírez me ordenó que, con toda celeridad, me presentase en el campo de la acción con el hospital de sangre a recoger los heridos de nuestras tropas y los del enemigo, y hechas las primeras curas, los trasladé, en ómnibus, a Jerez de la Frontera, donde tenía dispuesto un hospital, que, según dijo el general don Antonio Aldama, que lo visitó, podía servir de modelo. En el corto espacio de veintidós días—decía en un informe el general Ramírez—se presentó el fenómeno, nunca visto hasta entonces, de la completa curación de todos los heridos, a pesar de serlo, en su mayoría, de gravedad, marchando los hábiles a incorporarse a sus cuerpos, y los que quedaron inútiles, al depósito de Sevilla, sin que se hubiera desgraciado ninguno. Tan admirable ejemplo—seguía diciendo el general—se debió al brillante estado en que se hallaba el hospital militar, al mucho aseo, esmero y puntualidad en las curas, rigurosa policía que se observó en los alimentos y medicinas y a la presencia no interrumpida del jefe de la Hacienda en el hospital.
Además intenté interesar el patriotismo de los habitantes de Jerez y contribuí a que el Ayuntamiento, la Junta de beneficencia y el pueblo ente[262]ro sufragaran los gastos que se ocasionaron, suministrando a todos los soldados dos camisas nuevas, un par de zapatos y uniformes a los que los tenían inservibles y destrozados. Los periódicos de Cádiz me llenaron de alabanzas por mi patriotismo, habilidad y filantropía.
El general Ramírez me dió varios certificados encomiásticos; yo le ayudé; y trabajé con él para que no se alterara el orden, puesto que en aquellas críticas circunstancias, y por el reciente cambio de las instituciones, las pasiones estaban en una gran efervescencia.
Como les he dicho a ustedes, fuí con mis sanitarios a las proximidades de Arcos de la Frontera, al aparecer Narváez con sus tropas a atacar a Gómez, y recogimos los heridos de la batalla de Majaceite.
Por la tarde, terminados mis trabajos, me encontré en el campo con el jefe de Estado Mayor don Antonio Ros de Olano, y hablé con él. Ros de Olano era hombre de gracejo, había leído mucho, sabía francés, inglés y creo que alemán.
Era muy amigo de Espronceda, y después se habló de él como literato por el prólogo que puso al Diablo Mundo; citaba con frecuencia a los grandes poetas, a Shakespeare, Byron y Goethe. Ros de Olano me preguntó si no conocía al general Narváez y me instó para que fuera con él a Arcos.
—Tengo una habitación soberbia en el Palacio de los Duques, con dos camas—me dijo—. Una se la cedo a usted por esta noche.
—Bueno, vamos allá.
Arcos de la Frontera es un pueblo en anfiteatro, colocado sobre una roca elevadísima, rodeada por casi todas partes por las aguas amarillentas del Guadalete y cortada en algunos sitios a pico. Las calles de Arcos son estrechas y pendientes; y para llegar a la cumbre de la ciudad hay que subir una cuesta muy larga y penosa.
Como la roca en que está asentada Arcos, tajada sobre el río, es medio arenosa, como de asperón, y se desmorona por los costados con frecuencia, han desaparecido varias calles, y el pueblo, antes amurallado, al encontrarse sin espacio, se ha extendido por las colinas próximas.
Arcos, ciudad bastante grande, celebrada por sus frutas y por sus majos, tiene en la plaza una iglesia, con una fachada de estilo gótico florido, y algunas casas hermosas.
Al llegar al pueblo y subir a la plaza, Ros de Olano me llevó al palacio de los Duques de Arcos, en donde se encontraba el brigadier don Ramón María Narváez.
Narváez me saludó amablemente.
—¿Se conocían ustedes?—preguntó Ros de Olano.
—Sí—dijo don Ramón.
—Sí—añadí yo.
Yo le conocía de cuando estaba organizando la Isabelina. Por entonces, Narváez, que era masón, se me presentó con una contraseña del Gran Oriente para entrar en la Sociedad.
No quise referirme a este recuerdo, por si la idea de haberse encontrado en una situación subalterna con relación a mí no le gustara al brigadier; y no hice tampoco la menor alusión a esta circunstancia, lo que pareció tranquilizar por completo al caudillo. Hablamos largo rato.
A Narváez, después del motín de La Granja, se le consideraba como liberal exaltado; en cambio, a Espartero se le tenía como amigo de los moderados.
Mendizábal y Calatrava habían elegido a Narváez para ver si daba el golpe de gracia al general carlista Gómez; y el ministro de la Guerra, García Camba, le había dado atribuciones extraordinarias, como la de obligar al general Alaix a que le cedie[265]ra su división, cosa que produjo, días después de la acción de Majaceite, una riña entre los dos generales y un motín militar.
Los exaltados comenzaban a ver en Narváez un rival de Espartero y lo elogiaban a cada paso.
En los dos años siguientes, y por la fuerza de los acontecimientos. Espartero llegó a ser el hombre de los progresistas, y Narváez, el de los moderados.
Ni uno ni otro tenían ideas claras; no había en ellos mas que envidia y emulación. La rivalidad que ya había existido entre Espartero y Córdova siguió existiendo entre Narváez y Espartero, sobre todo cuando murió el general Córdova.
Narváez era pequeño, violento, y en aquel instante estaba emborrachado por el éxito; tenía una voz dura, rajada; el aire, fiero y jactancioso; los ojos, vivos, que relampagueaban a veces, y el labio inferior, un poco belfo.
Narváez tenía una gran facundia; era persuasivo y turbulento; a veces parecía de un amor propio, monstruoso; a veces le gustaba hacerse el pequeño. Sus soldados le querían porque, a pesar de su severidad, era justo a lo militar y compartía con ellos sus sufrimientos. Narváez se parecía espiritualmente a Espartero; pero era más impulsivo y más genial. A pie, sorprendía por su aire violento;[266] a caballo y arengando a sus tropas, según me dijo Ros de Olano, tenía una gran prestancia.
Yo confieso que sentía cierta antipatía por estos espadones jactanciosos y fieros. De aceptar un tipo militar, prefería el organizador frío y tranquilo como Zumalacárregui.
Narváez y yo hablamos de Mina, de quien se decía que estaba gravemente enfermo y casi moribundo.
Le entusiasmaba a Narváez el que el viejo guerrillero el Esqueleto, como le llamaban cuando era capitán general de Navarra, fuera tan franco y tan llano.
Me contó cómo don Francisco Espoz, a la hora de comer, mandaba traer un caldero de habas o de rancho debajo de un árbol, y, sentándose en rueda con sus oficiales, metía la cuchara de palo en la comida común. Narváez no comprendía que en esto había algo de efecto teatral.
El viejo zorro navarro sabía que así tenía a sus oficiales encantados.
Narváez creía en toda esta retórica de los conductores de soldados: «¡Muchachos, hijos míos, adelante!». Ese sentimentalismo de cuartel le llegaba al alma. Creía en la familia militar, como si fuera lo mismo, después del peligro de una acción, el ir a vivir a un palacio con un magnífico sueldo que el quedarse en un sucio cuartel de soldado o[267] de cabo, o ir a pasar la vida a un hospital de inválidos.
En el Empecinado, y en tipos como él, esta fraternidad con sus soldados era algo espontáneo, porque su vida no se diferenciaba gran cosa de la de sus guerrilleros; pero en Mina, que había vivido entre lores y damas de la aristocracia inglesa, su familiaridad no pasaba de ser una técnica, un procedimiento.
Narváez sentía un odio profundo por los periodistas y por la Prensa. La Prensa era la causante, según él, de todo lo malo que ocurría en España.
La razón de su enemiga era que los periodistas tenían en la mano la popularidad, esta popularidad a la que los militares ambiciosos hacían ascos y que, a pesar de ello, se derretían por alcanzarla. En todos aquellos aspirantes a Napoleón se había despertado un ansia inagotable de aparecer citados en los periódicos.
Narváez se quejaba de la confusión de la época.
—Esto es un galimatías—dijo—que no lo entiende ni Dios. Esto es la mismísima torre de Babel. El uno dice que más libertad y más Constitución; el otro, que menos libertad y menos Constitución y más orden; el uno grita que el enfermo se muere; el otro, que el enfermo se cura; el uno receta cantáridas, y el otro, emolientes; y entre[268] tanta fórmula y tanta historia, ya no sabemos si nos conviene más la Constitución neta o la reformada, el Estatuto, la República, Don Carlos o los demonios colorados.
—Todas esas son consecuencias naturales de la libertad—observé yo—; no se puede pedir en el campo liberal la uniformidad de ideas que hay entre los absolutistas.
—Pues todas esas charlas y toda esa confusión no hacen mas que perturbarnos.
Yo seguí defendiendo la tesis de que la confusión era una consecuencia natural y lógica de la libertad, y me dejé decir en la conversación que el ejército iba a ser impotente para acabar la guerra civil.
—¿Y por qué?—me preguntó Narváez con furia, incomodado con esta idea expuesta por mí.
—Porque más de la mitad de España es absolutista—dije yo—. La guerra, si sigue en circunstancias como las actuales, acabará por destruírlo todo. Para liberalizar España hay que contar con el tiempo, solamente con el tiempo. El liberal tiene las ciudades, mejor dicho, el elemento culto de las ciudades, pero el carlista domina en los campos.
—Una minoría fuerte, inteligente y que tenga razón puede imponerse a una mayoría de bestias—dijo Narváez.
—Eso es la dictadura.
—Pues bien, la dictadura. ¿Qué mal puede haber en ella?
—Muchos males y un inconveniente—contesté yo—; que para que haya dictadura tiene que haber un dictador fuerte que acabe con todos los que tengan pretensiones de serlo. Ha de haber un dragón que devore las alimañas. Y eso es lo difícil. Ninguno de nuestros generales ni de nuestros políticos se someterá, y no sé si habrá alguno capaz de tragarse a los demás.
—Y bien, ¿usted que haría?
—¡Yo! Entablar una negociación con los carlistas que trajera una tregua, y luego, en la paz, trabajar contra ellos. Si no, destrozaremos a España estúpidamente.
—¿Y el honor del ejército?
—El ejército no debe servir mas que para los intereses de la nación. El político, a dirigir; el militar, a obedecer y a cumplir las órdenes.
—O a dirigir también.
—En ese caso, el militar, ya no es militar, sino político.
Narváez me replicó con extremada violencia, con su fraseología andaluza plagada de brutalidades y de groserías. Me hubiera retirado a no haber intervenido varias veces Ros de Olano y a no haber entrado en el cuarto el ordenanza de Nar[270]váez, Bodega, el mismo que cuando el brigadier llegó a general y a presidente del Consejo de Ministros tuvo tanta fama y se le consideró casi como un personaje. Bodega traía varias cartas.
—¿Son de Madrid?—preguntó Narváez a Ros de Olano.
—Sí, éstas son de Madrid. Hay una también de tu pueblo, de Loja.
Narváez tomó sus cartas y salió del cuarto.
Yo le dije a Ros de Olano que no tenía gran entusiasmo por esta clase de gente que cree que no hay más norma en la vida que la del pan y el palo y que quieren convertir la sociedad en un cuartel.
Ros de Olano me contestó que no hiciera mucho caso de las violencias del lenguaje de aquel hombre, pues todo esto era en él corteza.
Pensaba marcharme no muy satisfecho de la entrevista; pero Ros de Olano me convenció de que me quedara a cenar. Cenamos en el palacio de los duques de Arcos, Narváez con su Estado Mayor y algunos de sus oficiales. Estaban el ayudante de campo Calleja, el abogado Cortina, el coronel don Hipólito Silva, el comandante Mayalde y el corresponsal del Times, que marchaba en la división recomendado por el embajador de Inglaterra, sir Jorge Williers, luego lord Clarendon.
Narváez, aunque con aire de malhumor, se las[271] echaba de modesto y atribuía la victoria de Majaceite a los demás.
Cortina, el abogado sevillano, era de estos hombres elocuentes que a mí no me interesan nada. Iba con la brigada de la Milicia nacional como jefe de Estado Mayor.
El comandante de la brigada era el coronel Silva, del tiempo de la guerra de la Independencia, el primero que había obtenido la cruz de San Fernando por la lucha que tuvo con nueve franceses, en la que mató a cinco e hizo huír a los restantes.
El gasto de la conversación durante la cena lo hizo el abogado Cortina. Después de cenar, Ros de Olano me convidó a tomar café, y salimos él y un capellán, Suñer, un valenciano que por la mañana y por la tarde nos había ayudado a mis sanitarios y a mí a recoger los heridos, a la calle.
Este Suñer, por lo que me dijo Ros, era hombre poco místico; trataba a los soldados como camaradas y decía la misa en cinco minutos.
Entramos en un pequeño café donde había muchos militares. Suñer y Ros de Olano hablaron de la batalla que se había dado contra Gómez y del nombre que se le pondría.
A Ros de Olano no le parecía muy bonito el que esta acción se llamase la acción de Majaceite; sin embargo, por lo que dijo, era el nombre exacto que le correspondía, puesto que se había dado[272] en distintos puntos de la orilla de este río. Me hizo un croquis en un papel del terreno donde se había verificado la batalla.
El río Guadalete tiene dos brazos que nacen de dos fuentes próximas de la sierra de Grazalema. Estos dos brazos—el río de Zahara y el Majaceite—, después de separarse y extenderse por las alturas de la provincia de Cádiz, se reúnen a una legua, aguas abajo de Arcos, en el sitio llamado la Pedrosa.
El Majaceite se forma con el arroyo de Benamahona, el de Ubrique, la garganta de Millán, que comienza en el mojón de la Víbora, y con algunos otros regatos.
Ya constituído con el nombre de Majaceite, se introduce por una estrechura llamada la Humbría, y a la distancia de una legua se le une, en el punto llamado el Charco de los Hurones, la garganta de los Negros y otros arroyos que proceden de la loma de la Novia. Desde el Charco de los Hurones hasta la jurisdicción de Algar hay una legua de cañada muy pedregosa, dominada por dos grandes montes—la Atalaya y el Granado—, con dos angosturas—la del Moro y la de la Penitencia.
El curso de este río sigue por grandes estrechuras a entrar en el término de Arcos, pasa por la angostura de Fox y se une con el río de Zahara[273] a una legua de la ciudad para formar el Guadalete.
Ros de Olano estuvo divagando largo rato y con gracia acerca de los distintos nombres que se le podrían dar a la acción del día anterior; pero concluyó diciendo que su mala suerte les iba a dejar siendo héroes de la batalla de Majaceite.
Después, el capellán y él se pusieron a hablar de Narváez, por quien sentían gran entusiasmo.
—Este hombre es un hombre de instinto, de inspiración—dijo Ros—; presentía que había de encontrar a Gómez y que le había de derrotar.
Ros de Olano se sentía muy inclinado a aceptar estas explicaciones misteriosas. Yo sonreí, porque nunca he creído en presentimientos; pero no dije nada en contra.
—Este Narváez—siguió diciendo Ros de Olano—es una fuerza de la Naturaleza. Yo no he visto un hombre más violento y más pintoresco. A veces es de una modestia terrible y sincera; a veces tiene un amor propio que no le cabe dentro del cuerpo.
—¿Qué quiere usted? No me entusiasma—le dije yo.
—Lo comprendo. Usted, Aviraneta, es el hombre que responde a las fatalidades del Destino adverso con una postura gallarda; usted es un estoico, un romano; lucha usted como un marino[274] contra los vientos y las tormentas. Usted puede decir como el filósofo: «Dolor, no eres un mal».
—Tiene usted buena idea de mí.
—Creo que es la justa; ahora, estos tipos como Narváez, no: son fuerzas de la naturaleza, tienen una suerte, una confianza en sí mismos irracional, pero la tienen. Este hombre es una furia, un energúmeno. Es el jugador afortunado que gana y gana y llega a convencer a los demás de que tiene el poder de ganar porque sí. Este hombre está convencido de su destino. Es un marino que no sólo hace la maniobra, sino que crea el tiempo...
—Pero si le viene la mala...
—Si le viene la mala, se romperá, desaparecerá; pero entretanto se creerá invulnerable.
Seguíamos charlando en el café, cuando Ros de Olano preguntó a un joven teniente:
—Oiga usted: ¿estará ahí dentro el teniente Matamoros?
—Sí; ha hecho una vaca con Don Lámpiro y está perdiendo hasta la camisa.
—¿Quién es Don Lámpiro?—dije yo.
—Es un sanitario.
—¿Y el teniente Matamoros?
—El teniente Matamoros es de Loja y creo que compañero de la infancia de Narváez; le llamaremos y nos contará alguna anécdota de don Ramón.
Poco después se nos acercó el teniente Matamoros.
Salía de un rincón del café, donde estaban jugando al monte.
Matamoros era un hombre verdaderamente feo; tenía unos cuarenta años, la nariz gruesa, verrugosa y roja; el bigote, grande y negro; los ojos, pequeños, brillantes y algo bizcos. Matamoros tenía el aire muy sonriente y ceceaba al hablar. Era muy ceremonioso y le gustaban las fórmulas de cortesía y las zalemas. Había sido nacional del 20 al 23 y vivido en Sevilla de contratista de obras desde la entrada de Angulema hasta la muerte de Fernando VII, en que dejó las obras para ingresar de nuevo en el Ejército.
Por lo que me dijo Ros, al teniente Matamoros le dedicaban los compañeros muchas bromas; decían que tenía un aire tan fiero, que cuando se miraba al espejo él mismo se asustaba.
Una cantinera, requerida de amores por él, le había dicho:
—¿Usted pretende que le quiera yo? ¡Vamos, hombre! ¡Si es usted más feo que el cabo Negrón, que murió de feo!
—Sí, pero soy muy gracioso—replicó Matamoros, riendo.
Y la cantinera llegó a enternecerse.
Me había dado estos datos Ros de Olano, cuando se acercó a nuestra mesa el teniente Matamoros.
—¡A la paz de Dios, señores! ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches, teniente! Siéntese usted; tomará café con nosotros.
—Con mucho gusto, mi coronel. ¡Es una de mis debilidades!
—¿Mala suerte en el juego?
—Ese Don Lámpiro es una calamidad. No da una.
—¿Y usted?
—Yo soy tan calamidad como Don Lámpiro.
—Este señor—dijo Ros de Olano señalándome a mí—escribe en los papeles...
—¡Hombre, yo le había tomado por un físico!
—No; escribe en los papeles, y quisiera que usted le contara alguna cosa de nuestro brigadier Narváez. Porque usted, aunque ha vivido en Sevilla, es de Loja, ¿verdad?
—Sí, señor; y a mucha honra.
—Y creo que compañero de la infancia de Narváez.
—Me puedo alabar de ello. Don Ramón y yo fuimos a la escuela juntos, porque aunque yo tengo tres o cuatro años más que él, ya sabe usted lo que pasa: que a los chicos de los ricos se les lleva a la escuela más pronto, y adelantan más porque no tienen que hacer otra cosa que estudiar, y los chicos de los pobres tienen que hacer muchas cosas en casa y fuera de casa.
—Así que usted recordará alguna historia de Narváez.
—Sí; algo recuerdo.
El teniente debía tener una narración hecha para contarla a sus compañeros, y comenzó ésta así:
—Pues sabrán ustedes que Loja es una ciudad de la provincia de Granada muy grande y muy importante, aunque me esté mal el decirlo. Algunos envidiosos hablan mal de nuestro pueblo y dicen:
Y nosotros contestamos:
Y la verdad es que en todas partes cuecen habas. Pues bien, a Loja, los Reyes Católicos le dieron en[278] tiempo de los moros por escudo de armas un castillo sobre un puente; y a los dos lados de él, dos montañas; y entre ellas, una cadena, que lleva colgando una llave dorada; y encima este mote: Loja, flor entre espinas.
Este mote de la ciudad le viene como de perlas al brigadier don Ramón Narváez, porque mi paisano es también así, flor entre espinas; tan pronto le suelta a uno una rabotada que le vuelve loco, como le hace un favor.
Este hombre, ya desde su más tierna infancia, manifestó que tiraba a ser algo grande, porque ahora lo ven ustedes de brigadier a los treinta y seis años, y lo verán ustedes pronto de capitán general, si no llega ser algo así como Napoleón o como César.
Don Ramón, cuando era sólo Ramoncito y estudiaba latín, se inclinaba, más que a otra cosa, a entretenimientos de iglesia, y le gustaba levantar altarcitos en su casa, cantar misa y predicar a sus condiscípulos. Eso sí, su orgullo no le permitía aceptar el papel de monaguillo; siempre tenía que ser él el prior o el obispo, o, por lo menos, el vicario de la pirroquia, como dicen en mi pueblo. Del juego con la iglesia y de los altarcitos pasó al del ejército, que ya es cosa más seria, caballeros, y formó una banda de tambores, parecida a la que habíamos visto en Loja durante la invasión de los[279] franceses, tomando el papel de tambor mayor. ¡Y que no se mostraba poco diestro Ramoncito Narváez cuando recorría las calles del pueblo al frente de su pelotón y lanzaba el palo por los aires y lo volvía a coger!
A la gente le hacía mucha gracia la soltura y el desenfado de Ramoncito.
El afán de ser el primero le llevó pronto en el juego de soldados a dejar el título de tambor mayor y a tomar el de capitán general, y andaba con un sable de juguete haciendo maniobrar a los chicos como si fueran soldados.
Concluída la edad de los juegos y empezada la de gallear, Narváez se peleó a cada paso con los mocitos rivales. Tenía el muchacho mucha sangre, y un valor y un orgullo que no le cedía a nadie.
Viendo el padre de Narváez la inclinación de su hijo por las armas, le indicó que sería militar.
Antes de entrar de cadete, Narváez estuvo estudiando en Granada, donde conoció a una señorita de la aristocracia, doña Juana Ponce de León, que procedía de aquí, de Arcos de la Frontera, y era de la familia del duque de este título.
Narváez comenzó a galantearla; pero Juanita tenía ya relaciones con un muchacho granadino de buena familia, aunque de poca fortuna, Alfonso Pérez del Pulgar. Narváez, al saber que Pulgar es[280]taba más adelantado que él, se desesperó; quiso armar camorra a su rival y volvió a Loja furioso.
Cuando concluyó sus estudios preparatorios, el padre de Narváez le consiguió a su hijo una plaza de cadete en el regimiento de Guardias Valonas. En este mismo regimiento entraba su rival Alfonso Pulgar.
El odio que se desarrolló entre ambos fué tremendo, y juraron a la mejor ocasión batirse y comerse los hígados el uno del otro.
Narváez, de cadete, fué, como la mayoría de los jóvenes de nuestro tiempo, muy calavera, muy mujeriego y muy aficionado a verlas venir.
Todos los meses se jugaba la paga y no había mejor fiesta para él que un desafío.
Antes de la revolución de Riego presentaron al difunto Fernando VII, ¡maldita sea su estampa!, la lista de seis alumnos de la Academia propuestos para el ascenso a subtenientes supernumerarios; y preguntando las condiciones de cada uno de ellos, al llegar al nombre de Narváez, el rey, que tenía muy buena memoria cuando quería, porque cuando no quería se hacía el sueco, dijo:
—Ya sé, éste es el cadete que el verano pasado echó a un compañero al estanque del Retiro para que le trajese la gorra que el otro, en broma, le había tirado al agua.
En 1820, Narváez formaba parte del cuerpo de[281] Guardias de Corps, y era del grupo de los leales a la Constitución; en cambio, Alfonso Pérez del Pulgar estaba con los absolutistas, partidarios acérrimos del rey.
El 7 de julio estuvieron a punto de zurrarse uno con otro. Pulgar fué de los que atacaron la Plaza Mayor de Madrid con Luis Fernández de Córdova, y Narváez, de los que esperaban en la Puerta del Sol para rechazar a los realistas.
Poco después, al formarse en la Seo de Urgel la Regencia absolutista, el Gobierno envió a Mina para batir el centro de la insurrección, y Narváez fué nombrado ayudante de aquel general. Herido en Castell Fullit, exclamó:
—Al primer tapón, zurrapas.
En la invasión del año 23, cuando las tropas de Cataluña tuvieron que capitular, Narváez fué conducido a Francia, prisionero, y después, aprovechando el indulto del año 24, regresó a Loja, donde vivió retirado al lado de su familia.
Alfonso Pérez del Pulgar, su rival, había cambiado de cuerpo y estaba entonces de guarnición en Granada, ya casado, y Narváez, cuando iba a la capital, le veía a él paseando con Juanita en el Salón y en las alamedas de la Bomba.
Narváez tenía a toda la familia de Pérez del Pulgar un odio terrible. Un día que el padre de Pulgar había entrado en una casa de juego de Grana[282]da y había puesto a una carta una bolsa verde llena de dinero, Narváez cogió la bolsa, la tiró al aire y dijo:
—Donde estoy yo no apuntan los realistas.
A la muerte de Fernando VII, Narváez entró de nuevo en el ejército, y yo con él, y el año 34 fué destinado a servir en el Norte, bajo las órdenes del general Mina. Yo le seguí.
Estábamos en Navarra con don Francisco Espoz y Mina cuando supimos que Alfonso Pérez del Pulgar se encontraba de coronel en las filas de Zumalacárregui. Narváez, furibundo, le invitó varias veces a batirse con él; pero su enemigo no hizo caso de este reto.
Poco después, don Luis Fernández de Córdova dió el mando del regimiento de la Princesa a Narváez.
En los regimientos sucede que hay mucha imitación: si hay un oficial de carácter que se muestra estudioso, hay tres o cuatro estudiosos; si hay un valentón o un bailarín que se distinga, los demás tienden a ser valentones o bailarines. En el regimiento de la Princesa, donde había servido Narváez, todos eran, como él, bravucones y espadachines, menos yo; por eso, cuando le hicieron coronel a Narváez, muchos oficiales de los que fueron sus compañeros recibieron la noticia con gran disgusto. Se hallaba el regimiento en Tafalla,[283] y, al presentarse Narváez a los oficiales reunidos y descontentos por su nombramiento, les dijo:
—Conozco, señores, que este regimiento es el más indisciplinado de todos en el ejército, y que ustedes tienen de ello la culpa; pero desde luego deseo hacerles conocer que sabré imponerme y que tengo más corazón y más carácter que ustedes para hacer cumplir a la fuerza a todo el mundo con su deber. Para demostrarlo a cuantos se crean ofendidos por estas palabras, desde ahora hasta mañana al toque de diana no soy para nadie el coronel, sino el compañero que está dispuesto a darles satisfacción con las armas.
Ninguno contestó, y Narváez se impuso de esta manera.
Poco después, en la batalla de Mendigorría, se encontraron frente a frente Narváez y Pérez del Pulgar, mandando cada uno su regimiento. Narváez, saliéndose de las filas, se lanzó contra su enemigo.
—¿Es que querías hacer retroceder solo a todo el ejército carlista?—le dijo después el general Córdova con sorna.
—Si me hubieran seguido veinte hombres, ¿por qué no?—replicó el de Loja con soberbia.
Al día siguiente de esta batalla, al recoger los muertos, se supo que un coronel enemigo había quedado en el campo: era Alfonso Pérez del Pul[284]gar. Narváez se enteró; un soldado le entregó las armas, el uniforme y un paquete de cartas que habían recogido al jefe carlista.
Narváez leyó alguna de las cartas, y supo que la mujer de su rival, su antigua pretendida, estaba viviendo en Arcos y pasando apuros, porque las pagas de los militares carlistas no llegaban con puntualidad.
Narváez hizo un paquete con las cartas, el uniforme y la espada del coronel; añadió su paga, que había cobrado él en billetes, y se la mandó a la mujer de Pérez del Pulgar. Narváez olvidó en seguida su odio, y hablaba de su antiguo rival con simpatía.
Por eso digo, cuando hablo de mi paisano, que es, como Loja, flor entre espinas.
—Otra vez...
Iba a seguir el teniente Matamoros con alguna nueva historia, cuando dijo Ros de Olano:
—Vámonos ya, porque es tarde; usted, probablemente, Aviraneta, se habrá levantado muy temprano.
—Sí—le dije yo—; a eso de las cinco estaba ya en pie.
Nos despedimos del teniente Matamoros, salimos del café y fuimos vagabundeando por los callejones obscuros de Arcos.
Le dejamos al capellán Suñer en su alojamiento.
Era noche de luna, y el cielo, iluminado por ella con un resplandor azul, se veía arriba, entre los tejados, como una estrecha faja en ziszás.
Ros de Olano estaba muy inquieto. A cada paso me preguntaba:
—¿Quién va por allá?
—Nadie.
—Allí parece que está escondido alguno.
—¡Quién va a estar! ¿Qué le pasará a este hombre?—me preguntaba yo—. ¿Qué habrá visto? ¿O qué temerá?
—Usted no dirá nada—me dijo Ros de Olano, de pronto, con voz temblorosa—; le tengo que contar, en confianza, la última parte de esa historia de Narváez y de Pérez del Pulgar a que se ha referido el teniente Matamoros.
—¿Hay un epílogo?—le dije yo.
—Sí; hay un epílogo.
Ros de Olano me había llevado a una plazoleta, delante de un caserón grande, con su portalada y sus rejas.
—¿Ve usted ese sombrío edificio?
—Sí.
—Pues es un convento de monjas franciscanas que algunos llaman de las Emparedadas.
—¡Qué cosa más lúgubre! ¿Y por qué?
—Antes había aquí en el pueblo, según me han dicho, un beaterio con este nombre. Ese beaterio[286] estaba unido en otro tiempo a una capilla de Santa María de la Asunción, que es la iglesia mayor de Arcos. El beaterio cuidaba de la iglesia y hacía ejercicios espirituales; después se trasladó a este convento de religiosas franciscanas, que sigue llamándose por algunos el convento de las Emparedadas. En este convento está desde la muerte de su marido, Juana Ponce de León.
—¿Profesa?
—Sí.
—Esta mañana, al saberlo Narváez, ha querido visitar a la viuda. Hemos ido él y yo, y hemos entrado un momento en la iglesia. Se oía el murmullo del órgano y los cantos de las monjas. Narváez, decidido, ha ido a la parte de la clausura y ha llamado con fuerza; al venir la lega ha preguntado por doña Juana, y en vista de que no aparecía ha querido hablar con la superiora. Ha salido ésta; una mujer pálida, con unos ojos brillantes e inteligentes.
—¿Qué quería usted?—ha preguntado la superiora a través de la doble reja.
—Quiero hablar con doña Juana Ponce de León y darle detalles de la muerte de su marido.
—Sor Teresa no piensa más que en Dios—ha contestado la superiora.
—Pues yo necesito verla y hablarla.
—¡Verla! Es imposible; incurriríamos ella y yo en la pena de excomunión.
—Sin embargo, a las monjas se las puede ver—ha observado Narváez.
—No le—dije yo—, a cierta clase de monjas no se les puede más que hablar.
—¡Señora!—ha gritado Narváez—; yo necesito hablar a doña Juana; si no lo autoriza usted soy capaz de asaltar el convento con mis tropas.
La voluntad de Narváez se impone; es demasiado fuerte para resistirla. La madre superiora ha intentado calmarle, diciéndole que podría hablar a doña Juana Ponce de León.
Efectivamente; doña Juana ha aparecido en la reja del locutorio con el velo echado. Yo me he retirado un poco.
Narváez ha explicado a la monja cómo murió su marido y la parte que tomó él en recoger sus despojos. Ella apenas contestaba mas que con monosílabos.
Luego le ha dicho que le suplicaba le dejara ver un momento su rostro.
—No puede ser, no puede ser—ha dicho doña Juana.
Después ha aparecido la superiora.
—Sor Teresa—nos ha dicho—está enferma; ha envejecido mucho y no quiere que la vean ustedes así; pero para que se convenzan de la realidad la verán ustedes un momento.
Se cuchicheó dentro del locutorio, y de pronto[288] se abrió una ventana y se descorrió una cortina. La monja que estaba delante de nosotros se levantó el velo, y vimos una cara tan vieja, tan arrugada y tan macilenta, que yo quedé extrañado y Narváez atónito.
Salimos a la calle los dos sin despedirnos de nadie.
—Pero, oye—le dije a Narváez—, ¿cuántos años tiene esa mujer?
—Veinticinco, lo más.
—¿Y ha quedado así? ¡Esto es un milagro!
—Yo no creo en milagros—me ha dicho Narváez.
Ros de Olano me habló espantado de si aquella figura de mujer vieja que habían visto en el locutorio sería un fantasma. Yo me encogí de hombros.
—¿Usted no ha visto nunca espectros?
—Nunca.
—¿Usted no cree en la metempsicosis?—me preguntó luego.
—No; no he pensado nunca en ello, como no he pensado en la alquimia ni en la astrología. Al único que he oído hablar de eso ha sido a Somoza el de Piedrahita; pero me figuro que bromeaba.
Ros de Olano me habló de las obras de Swedenborg, de la Palingenesia filosófica de Carlos[289] Bonnet, y de otros libros modernos que, según él, afirmaban la metempsicosis.
Yo me encogí de hombros.
Fuimos a la plaza, entramos en el palacio de los duques de Arcos, llegamos a nuestra habitación, que era grande, y nos acostamos.
—¿Apago la luz?—le dije yo.
—No, no; todavía, no.
Iba a dormirme, cuando oí que mi compañero me llamaba.
—¿Qué hay?
—¿Tampoco cree usted en los aparecidos?—me preguntó de pronto Ros de Olano con voz ahogada.
—Tampoco.
—Yo, sí.
Y se incorporó en la cama y me contó una serie de historias truculentas de fantasmas, de espectros y de casos de doble vista y de magnetismo. Estaba el hombre espantado.
—Yo pienso si la superiora nos habrá mostrado un espectro. Porque esas monjas han sido muy dadas a la práctica de la hechicería y de la nigromancia.
—Vamos. Duérmase usted y no sea usted niño—le dije yo.
—No voy a poder dormir—gimió él.
—Puede usted estar tranquilo. Donde duerme Aviraneta no aparecen nunca fantasmas.
Era cosa extraña que aquel hombre, que tenía estos terrores infantiles, fuera luego tan práctico en la vida.
Pensé que Ros de Olano me había llevado a pasar la noche allí por miedo a estar solo, y me quedé dormido.
Unos días después, la incógnita que trastornaba a Ros de Olano se despejó. En Jerez supe que doña Juana Ponce de León seguía tan guapa como antes, y que la superiora del convento había dado el cambiazo, mostrando a Ros de Olano y a Narváez una monja vieja y enferma que se parecía algo a doña Juana.
Al día siguiente de mi llegada a Arcos me despertaron los toques de corneta. Había gran animación en la plaza; iban de acá para allá los soldados, llevando calderos de rancho; los oficiales, con papeles en la mano, entraban y salían en la casa del Ayuntamiento; un grupo de sargentos charlaba en corro. Sonaron cornetas y tambores y se fueron formando las tropas.
Estaba en el balcón cuando entraron Narváez y Ros de Olano a despedirse de mí.
—Aviraneta—me dijo Narváez—: sé quién es[291] usted, lo que ha sufrido, la situación en que se encuentra. Si me necesita usted alguna vez, cuente usted conmigo.
—Gracias, brigadier.
Nos estrechamos la mano.
Poco después le vi salir a Narváez a la plaza, montar a caballo y bajar la cuesta, rodeado de Ros de Olano, del coronel Silva y del comandante Mayalde.
Comenzó a tocar la música, y la columna se puso en marcha; luego se la vió alejarse por la carretera.
El pueblo había quedado desierto.
Yo pensé en aquel hombre violento y fiero, y se me ocurrió, como al teniente Matamoros, que le venía muy bien la leyenda antigua de su pueblo: «Loja, flor entre espinas».
Madrid, agosto, 1921.
FIN DE LAS FURIAS
Páginas. | ||
Prólogo | 9 | |
I. | —El Diario de Pepe Carmona | 15 |
II. | —Arruinados | 19 |
III. | —Doña Gertrudis y Eulalia | 23 |
IV. | —Evocaciones y recuerdos | 27 |
V. | —La torre de Arnau | 37 |
VI. | —La casa del Negre | 45 |
VII. | —Recuerdos y evocaciones | 55 |
VIII. | —La casa de Montferrat | 65 |
IX. | —Elena | 77 |
X. | —Un viajero misterioso | 79 |
XI. | —El abanico de Elena | 85 |
XII. | —Reproches | 89 |
XIII. | —Habla Moro-Rinaldi | 95 |
XIV. | —Una serenata | 101 |
XV. | —El hostal de la Cadena | 105 |
XVI. | —En alas de Cupido | 111 |
XVII. | —Viaje por mar | 119 |
XVIII. | —Ciudades viejas y ciudades nuevas | 125[294] |
XIX. | —Tarraconense | 129 |
XX. | —Confusión | 133 |
XXI. | —La Ciudadela | 137 |
XXII. | —La marea que sube | 143 |
XXIII. | —Furinalia | 153 |
XXIV. | —Al día siguiente | 159 |
XXV. | —Epílogo | 163 |
Los bastidores de la tragedia | 169 | |
El sueño de una noche de julio | 221 | |
Flor entre espinas | 247 |