Title: Cuando la tierra era niña
Author: Nathaniel Hawthorne
Illustrator: Pau Milà i Fontanals
Translator: Gregorio Martínez Sierra
Release date: July 28, 2017 [eBook #55215]
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Chuck Greif and the Online
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C O L E C C I Ó N E S M E R A L D A
COPYRIGHT BY
G. MARTÍNEZ SIERRA, 1920
Tipografía Artística
Cervantes, 28.—Madrid
AL INDICE |
Bajo el pórtico de la quinta llamada Tanglewood, una hermosa mañana de otoño estaba reunido un alegre grupo de chiquillos, y en medio de ellos estaba en pie un joven alto. Habían proyectado una excursión para ir a coger nueces, y estaban esperando con impaciencia a que las nieblas se desvaneciesen en las vertientes de la montaña, y el sol derramase el calor del veranillo de San Martín sobre los campos y las praderas y en los escondrijos de los bosques. El día prometía ser de los más agradables que han regocijado nunca este hermoso y alegre mundo; pero la niebla de la mañana llenaba aún todo el valle, sobre el cual, en una altura de suave pendiente, se levantaba la quinta.{8}
La masa de vapor blanco se extendía hasta unas cien varas de la casa. Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí, y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar la ancha superficie de la niebla. Cuatro o cinco millas hacia el Sur se levantaba la cima de una montaña elevadísima. Quince millas más lejos, en la misma dirección, se alzaba otra mucho más alta, tan azul y etérea, que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se extendía sobre ella. Las colinas más próximas, que bordeaban el valle, estaban medio sumergidas y manchadas con pequeñas guirnaldas de nubes, hasta en las mismas cimas. En resumen: había tanta nube y tan poca tierra sólida, que todo ello hacía el efecto de una visión.
Los niños antes citados, todos llenos de vida, se escapaban de debajo del pórtico y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda de la pradera. No puedo decir fijamente cuántos eran: no menos de nueve, no más de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y chiquillas. Eran hermanos, hermanas, primos, juntos con unos cuantos amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle para pasar unos cuantos{9} días de la deliciosa estación, con sus hijitos, en la casa de campo. No me gusta deciros sus nombres, ni llamarles con nombre ninguno que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Primavera, Bellorita, Amapola, Romero, Ojos azules, Trébol, Madreselva, Capuchina, Flor de Limón, Tomillo, Girasol y Mariposa, aunque, a decir verdad, estos nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas, que de una reunión de niños de este mundo.
No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin la guarda de alguna persona mayor y especialmente seria. ¡De ningún modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un joven alto, que estaba en pie en medio del grupo. Su nombre (y os diré el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustaquio Bright. Era estudiante y había alcanzado en aquella época la respetable edad de diez y ocho años; de modo que casi se parecía a si mismo abuelo de Bellorita, Romero, Madreselva, Flor de Limón, Tomillo{10} y los demás, que eran no más la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un par de ojos que tuviesen aspecto de ver mejor o más de lejos que los de Eustaquio Bright.
El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho vadear arroyuelos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la expedición botas fuertes de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una gorra de paño y un par de anteojos verdes, que se había puesto, probablemente no tanto para protegerse los ojos, como por la dignidad que daban a su apariencia. Sin embargo, pudiera habérselos dejado en casa, porque Madreselva, diablejo travieso, se subió en los hombros de Eustaquio cuando estaba él sentado en uno de los escalones del pórtico, le arrancó los lentes de la nariz y los plantó en la suya, y como al estudiante se le olvidó volverlos a coger, cayeron en la hierba, y allí se quedaron hasta la primavera siguiente.{11}
Ahora bien: es preciso que sepáis que Eustaquio había alcanzado entre los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos, y aunque algunas veces fingía que le molestaba el que le pidiesen que les contase más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los ojos, cuando aquella mañana, Trébol, Amapola, Capuchina, Mariposa y la mayor parte de sus compañeros, le pidieron que les contase uno de sus cuentos, mientras aguardaban a que la niebla se desvaneciese por completo.
—Sí, primo Eustaquio—dijo Primavera, que era una alegre chiquilla de doce años, con los ojos de risa y la naricilla un poco respingona—: la mañana es la mejor hora para oir los cuentos con que tan a menudo pruebas nuestra paciencia. Correremos menos peligro de herir tu susceptibilidad, durmiéndonos en el momento más interesante... como hizo anoche Capuchina.
—¡Qué mala eres!—exclamó Capuchina, niña de seis años—. No me dormí: es que cerré los ojos, para ver por dentro lo que Eustaquio nos estaba contando. Sus cuentos son buenos para oirlos de noche, porque puede una soñar con ellos, dormida; pero también son buenos por la mañana, porque puede una soñar con{12} ellos despierta. Así es que espero que nos va a contar uno ahora mismito.
—¡Gracias, Capuchina!—dijo Eustaquio—. Tendrás el mejor de los cuentos que yo sea capaz de inventar, aunque sólo sea por haberme defendido tan bien contra esta perversa Primavera. Pero, niños, os he contado ya tantos cuentos de hadas, que me parece que no queda ninguno que no me hayáis oído por lo menos dos veces. Y temo que si vuelvo a repetir alguno de ellos, os vais a quedar dormidos de veras.
—¡No, no, no!—exclamaron Ojos azules, Bellorita, Girasol y otra media docena—. Los cuentos que más nos gustan son los que hemos oído dos o tres veces.
Y es verdad que los cuentos parecen aumentar de interés para los niños, no con una o dos, sino con innumerables repeticiones. Pero Eustaquio Bright, en la exuberancia de sus recursos, desdeñaba el aprovecharse de una ventaja que hubiese agradecido un narrador más viejo.
—Sería lástima—dijo—que un hombre de mis conocimientos (pasando por alto mi fantasía original) no pudiese encontrar cada día del año un cuento nuevo para chiquillos como vosotros. Os contaré uno de los que se inventaron para distracción de nuestra vieja abuela{13} la Tierra, cuando era una chiquilla con refajito y delantal. Hay lo menos ciento, y me maravilla que hace mucho tiempo no se hayan puesto en libros de estampas para niñas y niños. En cambio, muchos sabios viejos, con largas barbas grises, se queman las pestañas leyéndolos en librotes llenos de polvo, escritos en griego, y se rompen los cascos queriendo adivinar cuándo y cómo y para qué se inventaron.
—Bueno, bueno, bueno, bueno, primo Eustaquio—exclamaron a una todos los chiquillos—: no hables más de tus cuentos, y empieza a contar.
—Sentaos todos—dijo Eustaquio—, y callad, porque a la primera interrupción, sea de la malvada Primavera, del infeliz Romero o de cualquier otro, daré un mordisco al cuento, y me tragaré el pedazo que falte por contar. Pero, en primer lugar, ¿alguno de vosotros sabe lo que es una Gorgona?
—Yo, sí—dijo Primavera.
—¡Pues, cállatelo!—replicó Eustaquio, que hubiese preferido que no hubiese sabido la chiquilla nada sobre el asunto—. Callad todos, y os contaré un cuento preciosísimo de la cabeza de una Gorgona.
Y así lo hizo, como podéis empezar a leer en la página siguiente.{14}
Perseo era hijo de Danae, que a su vez era hija de un rey. Y cuando Perseo era muy pequeño, unos malvados le pusieron con su madre en un arca y los lanzaron a las ondas. Sopló el viento fuertemente, y alejó el arca de la costa. Las ondas la sacudieron como si fuera una cáscara de nuez. Danae estrechó a su hijito entre sus brazos, temiendo por momentos que una ola mayor que las demás les sepultara para siempre en el fondo del Océano. El arca siguió, sin embargo, navegando, y no se hundió ni zozobró, hasta que al llegar la noche navegaba tan cerca de una isla, que se enredó entre las redes de un pescador y la sacaron con ellas a la costa. La isla se llamaba Serifo, y reinaba en ella el rey Polidectes, que era hermano del{16} pescador que había recogido por casualidad en sus redes a los pobres náufragos.
Este pescador era hombre justo y compasivo. Trató con gran bondad a Danae y a su hijo, y continuó protegiéndoles hasta que Perseo llegó a ser un hermoso mancebo, fuerte y activo, y habilísimo en el manejo de las armas.
Mucho antes había visto el rey Polidectes a los dos extranjeros, madre e hijo, que en un arca frágil habían llegado a sus playas. No era Polidectes bueno y amable como su hermano el pescador, sino en extremo malvado, y resolvió enviar a Perseo a una empresa peligrosa, en la cual probablemente perdería la vida, y entonces, quedándose la madre sin defensa, podría él causarle algún daño grande. Con este fin, aquel rey de mal corazón pasó tiempo y tiempo pensando cuál sería la hazaña de más peligro que un joven pudiera emprender. Cuando, por fin, dió con una empresa que prometía tener el fatal resultado que deseaba, mandó llamar a Perseo.
El muchacho fué a palacio, y encontró al rey sentado en su trono.
—Perseo—dijo el rey Polidectes, sonriendo hipócritamente—, eres todo un buen mozo. Tú y tu excelente madre habéis recibido muchísimos favores, tanto míos como de mi hermano el pescador, y supongo que sentirás no poder pagar algunos de ellos.{17}
—Con permiso de Vuestra Majestad—respondió Perseo—, arriesgaría con gusto mi vida por lograrlo.
—Muy bien; entonces—continuó el rey, siempre con la sonrisa en los labios—, tengo una aventura de poca monta que proponerte; y como eres un joven valiente y emprendedor, estoy seguro de que te alegrarás de tener tan buena ocasión de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que estoy en tratos para casarme con la hermosa princesa Hipodamia, y es costumbre, en ocasiones como ésta, regalar a la novia algo elegante y extraño, que haya tenido que irse a buscar muy lejos. Debo confesar que he estado bastante perplejo, sin saber dónde encontrar cosa capaz de agradar a princesa de gusto tan exquisito. Pero esta mañana me parece que he encontrado precisamente lo que necesitaba.
—¿Y puedo yo ayudar a Vuestra Majestad a conseguirlo?—exclamó Perseo con vehemencia.
—Puedes, si eres tan valiente como yo me figuro—repuso el rey Polidectes con la mayor astucia—. El regalo de boda que quiero ofrecer a la hermosa Hipodamia es la cabeza de la Gorgona Medusa, con sus cabellos de serpientes, y de ti depende el traerla, querido Perseo. Así es que como estoy deseando terminar los tratos para mi casamiento con la princesa, cuanto{18} antes vayas en busca de la Gorgona, más me complacerás.
—Saldré mañana, por la mañana—respondió Perseo.
—Te ruego que lo hagas así, valiente joven—aseguró el rey—. Y al cortar la cabeza de la Gorgona, ten cuidado de dar el golpe limpio para no estropearla. La traerás aquí lo mejor acondicionada que sea posible, porque la princesa Hipodamia es muy delicada de gusto.
Perseo salió del palacio, y apenas había pasado la puerta, el rey Polidectes se echó a reir; le divertía mucho, tan malvado era, que el pobre muchacho hubiese caído en la trampa. Pronto corrió la noticia de que Perseo se había decidido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Todo el mundo se alegró al saberlo, porque casi todos los habitantes de la isla eran tan malvados como el mismo rey, y se hubiesen alegrado muchísimo de que les sucediese algún mal muy grande a Danae y a su hijo. Parece que el único hombre bueno en aquella desdichada isla de Serifo era el pescador. Cuando Perseo iba por la calle, las gentes le señalaban con el dedo y le hacían muecas de desprecio y le ridiculizaban, levantando la voz cuanto se atrevían.
—¡Ay!, ¡ay!—exclamaban—. Las serpientes de Medusa le van a morder lindamente.{19}
Ahora bien; en aquel tiempo vivían tres Gorgonas, y eran los monstruos más extraños y terribles que hubieran existido desde que el mundo es mundo, y después no se ha visto ni se volverá a ver cosa más terrible que ellas. La verdad es que no sé por qué nombre de monstruo nombrarlas. Eran tres hermanas, y parece que tenían cierta remota semejanza con las mujeres; pero, en realidad, eran una temerosa y dañina especie de dragones. De veras es difícil imaginar qué espantosos seres eran las tres hermanas. Porque en vez de cabellos, tenía cada una en la cabeza cien serpientes enormes, vivas todas, que se retorcían, se enredaban, se enroscaban, sacando sus venenosas lenguas, ahorquilladas por la punta. Los dientes de las Gorgonas eran terriblemente largos. Las manos las tenían de bronce. Y el cuerpo cubierto de escamas, que si no eran de hierro, eran por lo menos tan duras e impenetrables como él. También tenían alas, y hermosísimas, os lo aseguro, porque todas las plumas eran de oro purísimo, brillante, centelleante, bruñido, y figuraos cómo resplandecería cuando las Gorgonas iban volando a la luz del sol.
Pero cuando alguien alcanzaba a atisbar un reflejo de aquel resplandor, pocas veces se detenía a mirarlo, sino que corría y se escondía a toda prisa. Acaso os figuráis que tenía miedo{20} de que le mordiesen las serpientes que servían de cabello a las Gorgonas, o de que le destrozasen los terribles colmillos, o las garras de bronce. Todos esos peligros, aunque grandísimos, no eran los más difíciles de evitar. ¡Lo peor de aquellas abominables Gorgonas era que si un pobre mortal miraba de frente a una de aquellas caras, estaba seguro, en el mismo instante, de que su carne y sangre caliente se convirtiesen en piedra inanimada y fría!
Así es que, como comprenderéis perfectamente, la aventura que el malvado rey Polidectes había buscado para el pobre muchacho, era peligrosísima. El mismo Perseo, cuando se detuvo a pensar en ello, no pudo menos de comprender que tenía muy pocas probabilidades de salir con bien de ella, y que era mucho más probable convertirse en estatua de piedra que conseguir la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Dejando a un lado otras dificultades, había una que hubiese puesto en apuro a cualquier hombre de mucha más edad que Perseo. No sólo tenía que luchar con un monstruo de alas de oro, de escamas de hierro, de larguísimos dientes, de garras de bronce, con serpientes por cabellos, y cortarle la cabeza, sino que mientras estuviese luchando contra él, no podía mirar a su enemigo. Porque si lo miraba, al levantar el brazo para herirle se{21} convertiría en piedra y se quedaría con el brazo en el aire siglos y siglos, hasta que el tiempo y el viento y el agua le destruyesen por completo. Y sería bien triste que le ocurriese esto a un joven a quien tantas cosas grandes quedaban por hacer y tanta felicidad que gozar en este hermoso mundo.
Tanto desconsolaron a Perseo todos estos pensamientos, que no tuvo valor para decir a su madre lo que se había comprometido a hacer. Por consiguiente, cogió su escudo, se ciñó la espada y atravesó la isla, yendo a sentarse a un lugar solitario; apenas podía contener las lágrimas.
Pero cuando estaba más pensativo y triste, oyó una voz junto a él.
—Perseo—dijo la voz—, ¿por qué estás triste?
Levantó la cabeza de entre las manos, en las cuales la había escondido, y ¡oh, asombro!, aunque creía estar completamente solo, encontró a su lado un desconocido. Era un joven de aspecto animoso y extraordinariamente inteligente, cubierto con una capa, y que llevaba en la cabeza un gorro muy extraño y en la mano un bastón trenzado, también de modo sorprendente, y colgada al costado una espada corta y muy retorcida. Tenía aspecto de gran ligereza y soltura de movimientos, como hombre acostumbrado{22} a ejercicios gimnásticos, a correr y a saltar. Y, sobre todo, tenía una expresión tan alegre, tan inteligente y tan servicial—aunque, por supuesto, un poco maliciosa—, que Perseo no pudo menos de animarse inmediatamente que le miró a la cara. Además, como en realidad era valiente, le dió muchísima vergüenza que alguien le hubiese encontrado con las lágrimas en los ojos, como a un chiquillo de la escuela, cuando, después de todo, puede que no hubiera motivo para desesperarse. Enjugóse los ojos, y respondió al desconocido prontamente, poniendo la cara más alegre que pudo.
—No estoy triste—dijo—, sino pensando en una aventura que he emprendido.
—¡Oh!—respondió el desconocido—. Cuéntame en qué consiste, y puede te sirva yo de algo. He ayudado a muchos jóvenes en aventuras que al principio parecían bastante difíciles. Acaso hayas oído hablar de mí. Tengo varios nombres; pero el de Azogue me cae tan bien como otro cualquiera. Dime en qué consiste la dificultad, y hablaremos del asunto y veremos lo que se puede hacer.
Las palabras del desconocido animaron por completo a Perseo. Resolvió contarle a Azogue todas sus dificultades, ya que las cosas no podían ponerse peor que estaban, y acaso su nuevo amigo pudiera darle algún consejo que le{23} sirviese de algo. Así es que en pocas palabras le explicó el caso: cómo el rey Polidectes necesitaba la cabeza de Medusa, con la cabellera de serpientes, para dársela como regalo de boda a la hermosa princesa Hipodamia, y cómo se había comprometido a ir a buscarla, pero temía verse convertido en piedra.
—Y sería lástima—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—. Es verdad que serías una estatua de mármol de muy buen ver, y que pasarían unos cuantos siglos antes de que el tiempo pudiera desmoronarte del todo; pero más vale ser joven unos pocos años, que estatua de piedra muchos.
—¡Oh, mucho más!—exclamó Perseo con los ojos húmedos otra vez—. Y además, ¿qué sería de mi madre, si su hijo tan querido se convirtiese en piedra?
—Esperemos que el asunto no tenga tan mal fin—repuso Azogue en tono animoso—. Precisamente soy la persona que acaso pueda ayudarte más eficazmente. Mi hermana y yo haremos todo lo posible por que salgas con bien de esta aventura, que ahora te parece tan desagradable.
—¿Tu hermana?—repitió Perseo.
—Sí, mi hermana—respondió el desconocido—. Es muy sabia, te lo aseguro; y en cuanto a mí, también suelo tener todo el talento que{24} me hace falta. Si tú eres valeroso y prudente, y haces caso de nuestros consejos, no tienes que temer, por ahora, convertirte en estatua de piedra. Lo primero que has de hacer es pulir el escudo, hasta que puedas verte en él como en un espejo.
Esto le pareció a Perseo un principio de aventura más bien extravagante, porque pensó que más importaría que el escudo fuera lo bastante fuerte para defenderle de las garras de bronce de la Gorgona, que el que estuviese bastante reluciente para poderse ver la cara en él. Pero pensando que Azogue sabía más que él, inmediatamente puso manos a la obra, y frotó el escudo con tal diligencia y buen deseo, que pronto brilló como la luna en el mes de Diciembre. Azogue le miró y sonrió, aprobando. Entonces, quitándose la espada corta y retorcida, se la colgó a Perseo del cinto, en vez de la que llevaba.
—No hay espada en el mundo que pueda servir mejor al propósito que llevas—observó—. La hoja tiene temple excelente, y corta el hierro y el acero como un tallo tierno. Y ahora, en marcha: lo primero que tenemos que hacer es ir en busca de las Tres Mujeres Grises, que nos dirán dónde podemos encontrar a las Ninfas.
—¡Las Tres Mujeres Grises!—exclamó Perseo,{25} a quien esto parecía únicamente una dificultad más en la aventura—. ¿Quiénes son esas Tres Mujeres Grises? Nunca he oído hablar de ellas.
—Son tres viejecitas muy raras—dijo Azogue, riendo—. No tienen más que un ojo para las tres, y un diente. Tendrás que encontrarlas a la luz de las estrellas o en las sombras de la noche, porque nunca se dejan ver cuando brillan el sol o la luna.
—Pero—dijo Perseo—, ¿a qué gastar el tiempo con esas Tres Mujeres Grises? ¿No sería mejor ir desde luego en busca de las terribles Gorgonas?
—No, no—respondió su amigo—. Hay bastantes cosas que hacer antes de encontrar el camino que te ha de llevar a las Gorgonas. No hay más remedio que ir a caza de esas tres señoras. Y cuando las hayamos encontrado, puedes estar seguro de que las Gorgonas no andarán muy lejos. De modo que vamos ligerito.
Perseo tenía ya tanta confianza en la sagacidad de su acompañante, que no hizo más objeciones, y aseguró que estaba pronto para emprender inmediatamente la aventura. Empezaron a andar, y a buen paso. Tan ligero, que a Perseo le costaba trabajo seguir a su amigo Azogue. A decir verdad, se le ocurrió la peregrina idea de que Azogue llevaba un par de{26} zapatos con alas, lo cual, naturalmente, le ayudaba a las mil maravillas. Y, además, al mirarle de reojo, porque no se atrevía a volver del todo la cabeza, le pareció que también tenía alas a los lados de la cabeza, aunque si le miraba de frente no se veían las alas, sino un gorro muy raro. Lo que sí era seguro es que el bastón trenzado le servía a Azogue de grandísima ayuda para caminar, y le hacía andar tan de prisa, que aunque Perseo era muchacho fuerte, ya empezaba a perder el aliento.
—¡Vamos!—exclamó al fin Azogue, que de sobra sabía, vivo como era, el trabajo que a Perseo le costaba seguirle a su paso—; toma este bastoncito, que me parece que lo necesitas bastante más que yo. ¿No hay en la isla de Serifo mejores andarines que tú?
—Mejor podría andar—dijo Perseo, mirando atrevidamente los pies de su compañero—, si tuviese un par de zapatos con alas.
—Buscaremos un par para ti—respondió Azogue.
Pero el bastón ayudaba de tal modo a Perseo, que no volvió a sentir el menor cansancio. Parecía estar vivo en su mano y comunicar algo de su vida a Perseo. Él y Azogue caminaban ahora al mismo paso, con la mayor facilidad, hablando amistosamente, y Azogue contaba historias tan divertidas sobre sus aventuras{27} anteriores, y lo bien que su ingenio le había servido en muchas ocasiones, que Perseo empezó a considerarle como persona maravillosa. Evidentemente conocía el mundo, y nada es tan encantador para un joven como un amigo que posea esta clase de conocimiento. Perseo escuchaba con ansia, esperando aumentar su propio ingenio con todo lo que oía.
Por fin recordó que Azogue había hablado de una hermana suya, que había de prestar ayuda en la aventura que tenían emprendida.
—¿Dónde está?—preguntó—. ¿La encontraremos pronto?
—En cuanto la necesitemos—dijo su compañero—. Pero debo advertirte que esta hermana mía tiene un genio completamente distinto del mío. Es muy seria y muy prudente; no sonríe casi nunca; no se ríe jamás, y tiene por regla no pronunciar ni una sola palabra cuando no tiene algo muy profundo que decir. Ni tampoco escucha conversación alguna que no sea absolutamente razonable.
—¡Pobre de mí!—exclamó Perseo—. No me atreveré a pronunciar ni una sílaba delante de ella.
—Es una persona instruidísima, te lo aseguro—continuó Azogue—, y tiene al dedillo todas las artes y las ciencias. En una palabra: es tan asombrosamente sabia, que muchas gentes{28} la llaman la sabiduría personificada. Pero, para decirte la verdad, para mi gusto le falta viveza, y dudo que a ti te pareciese tan agradable como yo para compañera de viaje. Tiene cosas buenas, desde luego, y ya verás de cuánto te sirve para tu encuentro con las Gorgonas.
Ya había anochecido casi por completo. Llegaron entonces a un sitio completamente desierto, silvestre, cubierto de malezas y zarzas, y tan solitario y silencioso, que parecía como si nunca nadie hubiese vivido en él ni hubiese pasado por allí. Todo estaba vacío y desolado en el crepúsculo gris, que a cada instante se hacía más obscuro. Perseo miró en derredor, más bien con desconsuelo, y preguntó si tenían que ir mucho más lejos.
—Chiss, chiss...—susurró su compañero—. No hagas ruido. Precisamente éstos son el tiempo y el lugar propicios para encontrar a las Tres Mujeres Grises. Ten cuidado de que no te vean antes de que tú las hayas visto, porque aunque no tienen más que un ojo para las tres, es tan perspicaz como media docena de ojos vulgares.
—Pero, ¿qué tengo que hacer—preguntó Perseo—cuando las encontremos?
Azogue explicó a Perseo cómo se las arreglaban las Tres Mujeres Grises con su único ojo. Parece que tenían la costumbre de usarle por{29} turno, como si hubiese sido un par de lentes o—cosa que les hubiese convenido mejor—un monóculo. Cuando una de las tres le había disfrutado durante algún tiempo, se le sacaba de la órbita y se le daba a otra de las hermanas, la cual inmediatamente se le ajustaba en la frente y gozaba un ratito de la vista del mundo. Fácil es de comprender por esto que sólo una de las mujeres veía, mientras las otras dos permanecían en la obscuridad, y además, en el instante en que el ojo estaba pasando de mano en mano, ninguna de las pobres señoras veía gota. He oído contar muchas cosas extrañas en mi vida y he visto bastantes; pero ninguna, a mi parecer, puede compararse con la rareza de estas Tres Mujeres Grises, todas mirando con un ojo solo.
Esto mismo pensó Perseo, y estaba tan lleno de asombro, que llegó a figurarse que su compañero se estaba burlando de él y que no existían en el mundo semejantes mujeres.
—Pronto te convencerás de si es verdad o no—observó Azogue—. Chiss, chiss, chiss... ¡Ya vienen!
Perseo miró ansiosamente a través de la obscuridad de la noche, y con seguridad, a poca distancia, vió a las Tres Mujeres Grises. Como la luz era tan escasa, no pudo darse cuenta exacta de qué caras tenían; sólo descubrió{30} que sus cabellos eran largos y grises; y cuando se acercaron, vió cómo dos de ellas no tenían sino una órbita vacía en medio de la frente. Pero en medio de la frente de su hermana había un ojo brillante, que centelleaba como un diamante en una sortija, y tan penetrante parecía ser, que Perseo no pudo menos de pensar que poseía el don de ver en la media noche más obscura lo mismo que a mediodía. La vista de tres pares de ojos de persona estaba concentrada en aquel ojo único.
De este modo las tres ancianas se arreglaban, después de todo, casi tan cómodamente como si todas pudiesen ver a un tiempo. La que tenía el ojo en la frente llevaba a las otras dos de la mano, mirando intensamente en derredor suyo; tanto, que Perseo temía que pudiese atravesar con la vista la espesa zarza tras de la cual él y Azogue se habían escondido. ¡Decididamente, era terrible encontrarse al alcance de ojo tan penetrante!
Pero antes de llegar a la zarza, una de las Tres Mujeres Grises exclamó:
—¡Hermana, hermana Espanto, ya hace mucho tiempo que tienes puesto el ojo! Ahora me toca a mí.
—Déjamelo un momento más, hermana Pesadilla—respondió Espanto—. Me parece que veo algo detrás de aquella zarza.{31}
—Bueno, ¿y qué?—respondió Pesadilla con malos modos—. ¿No puedo yo ver tan bien como tú lo que haya detrás de la zarza? El ojo es tan mío como tuyo, y me parece que sé usarle tan bien como tú, por no decir mejor. Quiero que me lo entregues inmediatamente.
Pero al llegar aquí, la tercera hermana, cuyo nombre era Quebrantahuesos, empezó a quejarse, y dijo que a ella era a quien le tocaba tener el ojo, y que Pesadilla y Espanto siempre le querían sólo para ellas. Para terminar la disputa, Espanto se quitó el ojo de la frente y le levantó en la mano.
—Pues tomadle vosotras, y sea de quien quiera—exclamó—, y acabemos con esta disputa necia. Por mi parte, me alegraré muchísimo de estar un rato en la obscuridad. Agarrarle pronto, o me lo vuelvo a poner en la frente.
Pesadilla y Quebrantahuesos extendieron las manos, procurando ansiosamente arrebatar el ojo de la mano de Espanto. Pero como las dos estaban ciegas, no acertaban a encontrar la maño de su hermana; y como en aquel momento Espanto estaba tan ciega como ellas, tampoco acertaba a poner el ojo en sus manos. Así, como comprenderéis fácilmente, las tres viejas estaban en grandísimo apuro. Porque aunque el ojo brillaba y centelleaba como una{32} estrella, ninguna de las tres mujeres alcanzaba una sola chispa de su luz, y estaban todas en obscuridad completa por su demasiada impaciencia por ver.
A Azogue le divertía tanto ver a Pesadilla y a Quebrantahuesos esforzándose en vano por encontrar a su hermana Espanto, que apenas podía contener la risa.
—Ha llegado el momento—dijo en voz muy baja a Perseo—. Vivo, vivo, antes de que alguna pueda pescar el ojo. ¡Quítaselo de la mano!
Y en un instante, mientras las Tres Mujeres Grises seguían disputando, Perseo saltó de detrás de la zarza y se hizo dueño de la presa. El ojo maravilloso, al pasar a su mano, centelleó más brillante que nunca, y pareció mirarle a la cara con aire de inteligencia, con la misma expresión que si hubiese tenido un par de párpados para hacer un guiño. Las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que había sucedido, y suponiendo cada una de ellas que el ojo estaba en poder de una de las otras, empezaron a disputar de nuevo. Por fin, Perseo no quiso que las pobres viejas se insultasen más de lo necesario, y creyó que había llegado el momento de las explicaciones.
—Señoras mías—dijo—, tengan ustedes la bondad de no disgustarse unas con otras. Si{33} hay aquí algún culpable, ese soy yo, porque tengo el honor de llevar en la mano vuestro brillantísimo y excelentísimo ojo.
—¡Tú, tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú?—chillaron a un tiempo las Tres Mujeres Grises. Porque, naturalmente, se asustaron muchísimo al oir una voz extraña y comprender que su vista había caído en manos no sabían de quién—. ¡Ay, hermanas, hermanas! ¿Qué vamos a hacer? ¡Todas estamos en la obscuridad! ¡Danos nuestro ojo precioso y único! ¡Tú tienes dos para ti solo!
—Diles—apuntó Azogue a Perseo—que se lo entregarás en cuanto te hayan dicho dónde puedes encontrar a las Ninfas que tienen las sandalias que vuelan, el saco mágico y el yelmo de la invisibilidad.
—Mis queridas, buenas y admirables señoras—dijo Perseo, dirigiéndose a las Tres Mujeres Grises—: no hay motivo para que se asusten ustedes de ese modo. No soy un malvado, ni mucho menos. Les devolveré a ustedes el ojo sano y salvo, brillante como nunca, en cuanto me digan dónde puedo encontrar a las Ninfas.
—¿A las Ninfas? ¡Pobres de nosotras, hermanas! ¿Qué dice este hombre?—gritó Espanto—. La gente asegura que hay muchísimas Ninfas: unas que se pasan la vida cazando en{34} los bosques, otras que viven entre los árboles, otras que tienen cómoda habitación en el agua de las fuentes. De ninguna sabemos nada nosotras. Somos tres ancianas desdichadas, que vamos caminando en la obscuridad, que nunca hemos tenido más que un ojo para las tres, y ahora nos lo han robado. ¡Devuélvenosle, buen desconocido; quienquiera que seas, devuélvenosle!
Y las tres mujeres extendían la mano, intentando coger a Perseo. Pero él tenía buen cuidado de mantenerse fuera de su alcance.
—Respetables señoras mías—dijo, porque su madre le había enseñado a emplear siempre la mayor cortesía—: tengo el ojo en la mano, y lo conservaré con el mayor cuidado hasta que tengan ustedes la amabilidad de decirme dónde están las Ninfas. Las que yo voy buscando son las que tienen el saco encantado, las sandalias que vuelan y... ¿cómo se llama?... ¡ah, sí!, el yelmo de la invisibilidad.
—¡Desgraciadas de nosotras, hermanas! ¿De qué habla este joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Quebrantahuesos, dirigiéndose unas a otras con gran apariencia de asombro—. ¡Un par de sandalias que vuelan! Pero, ¿no comprende que si tuviera la locura de ponerse semejante calzado, los pies le echarían a volar por encima de la cabeza? ¡Y un yelmo de invisibilidad!{35} ¿Cómo puede un yelmo hacer invisible a un hombre, a no ser que le cubra de pies a cabeza? ¡Y, por si era poco, un saco encantado! ¿Qué clase de bolso será ese? No, no, buen amigo; no podemos decirte nada de todas esas maravillas. Tú tienes tus dos ojos, y nosotras uno para las tres; mejor podrás tú que nosotras, pobres mujeres ciegas, encontrar todo lo que necesitas.
Perseo, oyéndolas hablar de aquel modo, empezó a creer que, en realidad, las Tres Mujeres Grises no sabían nada de lo que les preguntara, y le daba pena tenerlas en apuro tan grande; tanto, que ya estaba a punto de devolverles el ojo, pidiéndoles perdón por la molestia que les había causado; pero Azogue le sujetó la mano.
—No consientas que se burlen de ti—dijo—. Estas Tres Mujeres Grises son las únicas en el mundo que pueden decirte dónde encontrarás a las Ninfas, y si no consigues saberlo, nunca conseguirás cortar la cabeza de Medusa con los cabellos de serpientes. No te ablandes, y todo saldrá bien.
Y sucedió como Azogue decía. Hay pocas cosas que la gente quiera más que la vista de sus ojos. Y las Mujeres Grises querían al suyo como si hubiese sido media docena. Viendo que no había otro medio de recobrarlo, acabaron{36} por decir a Perseo lo que necesitaba saber. Y en cuanto se lo hubieron dicho, él, con el mayor respeto, puso el ojo en la órbita vacía de una de sus frentes, les dió las gracias por su amabilidad y se despidió de ellas. Antes de que el joven se hubiese alejado lo bastante para dejar de oirlas, ya habían empezado otra disputa, porque dió la casualidad de que había entregado el ojo a Espanto, que ya había disfrutado de él antes de que empezase la cuestión con Perseo.
Es muy posible que las Tres Mujeres Grises tuvieran demasiada costumbre de turbar su armonía con peleas de esta clase; lo cual era muy de sentir, ya que no podían vivir unas sin otras y estaban, evidentemente, destinadas a ser compañeras inseparables. Como regla general aconsejo a todos, hermanos o hermanas, jóvenes o viejos, que no tengan más que un ojo para disfrutarle entre varios, que cultiven la tolerancia y no se empeñen en gozarle todos a un mismo tiempo.
Azogue y Perseo, entretanto, caminaban lo más de prisa que podían en busca de las Ninfas. Las viejas les habían dado indicaciones tan detalladas, que no tardaron mucho en encontrarlas. Eran muy distintas de Pesadilla, Quebrantahuesos y Espanto, porque en vez de ser viejas, eran jóvenes y bonitas; en vez de un ojo{37} para tres, cada Ninfa tenía un par de ojos muy brillantes, que miraban a Perseo con la mayor amabilidad. Parecían ser muy amigas de Azogue, y cuando les contó la aventura que Perseo había emprendido, no pusieron dificultad alguna para entregarle los valiosos objetos que estaban confiados a su custodia. En primer lugar, trajeron lo que parecía ser una bolsa pequeña, hecha de piel de ciervo y primorosamente bordada, y le encargaron mucho que cuidase de ella, para no perderla. Éste era el saco encantado. Las Ninfas sacaron después un par de zapatos o sandalias con un lindo par de alas sujetas al talón de cada una.
—Póntelas, Perseo—dijo Azogue—. Con ellas te encontrarás tan ligero de pies como puedas desear para todo el resto del viaje.
Perseo empezó a ponerse una y dejó la otra en el suelo, a su lado. De repente la sandalia que había dejado abrió las alas y saltó del suelo, y probablemente hubiese echado a volar, si Azogue no hubiese dado un salto y la hubiese atrapado al vuelo.
—Ten más cuidado—dijo a Perseo—. Los pájaros se asustarían si viesen una sandalia volando a su lado.
Cuando Perseo se hubo calzado las dos sandalias maravillosas, se sintió demasiado ligero para andar por la tierra. Dió un paso o dos, y{38}—¡oh, maravilla!—se levantó en el aire muy por encima de las cabezas de Azogue y de las Ninfas, y le costó mucho trabajo volver a bajar. Las sandalias con alas y todas las cosas de esta clase resultan muy difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra a ellas. Azogue se echó a reir de la involuntaria ligereza de su compañero, y le dijo que era menester no apresurarse tanto, porque aún tenían que aguardar a que les trajesen el yelmo de la invisibilidad.
Las amables Ninfas sostenían el yelmo con su hermoso penacho de ondulantes plumas, dispuestas a ponérselo en la cabeza a Perseo. Y entonces sucedió el incidente más maravilloso de todos los que os vengo contando. El momento antes de que le pusieran el yelmo, allí estaba Perseo, joven, buen mozo, con ensortijada cabellera rubia y mejillas sonrosadas, con la retorcida espada en el cinto y el bien pulido escudo al brazo: figura que parecía hecha de valor, fuego y gloriosa luz. Pero en cuanto el yelmo se apoyó en su frente blanca, ¡nada se vió ya de Perseo! ¡Nada, sino el aire vacío! ¡Hasta el yelmo que le cubría con su invisibilidad se había desvanecido!
—¿Dónde estás, Perseo?—preguntó Azogue.
—Aquí—respondió Perseo tranquilamente, aunque su voz parecía salir de la transparente{39} atmósfera—. Donde estaba ahora mismo. ¿No me ves?
—No te veo, no—respondió su amigo—. Estás oculto por el yelmo. Y si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Sígueme, y probaremos qué tal maña te das para usar las sandalias con alas.
Con estas palabras, el gorro de Azogue abrió las alas, como si la cabeza fuese a volar separándose de los hombros; pero todo su cuerpo se levantó en el aire, y Perseo le siguió. Cuando hubieron subido unos cuantos metros, el joven empezó a sentir cuán delicioso era dejar abajo la tierra dura y poder volar como un pájaro.
Era ya completamente de noche. Perseo miró hacia arriba y vió la redonda, brillante y plateada luna, y pensó que le gustaría más que nada levantar el vuelo, llegar a ella y pasarse allí la vida. Entonces volvió a mirar hacia abajo y vió la Tierra con sus mares y sus lagos y el curso de plata de sus ríos, y los nevados picos de sus montañas, y lo ancho de sus campos, y la mancha obscura de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco.
Y con la luz de la luna cayendo sobre ella, era la Tierra tan hermosa como pudiera serlo la luna misma o cualquier otra estrella. Y sobre todo, vió la isla de Serifo, donde estaba su querida madre. Algunas veces, él y Azogue se{40} acercaban a una nube que, de lejos, parecía estar hecha de vellones de plata, aunque cuando entraban en ella se encontraban mojados y llenos de frío por la niebla gris. Tan rápido era su vuelo, sin embargo, que en un instante salían de la nube otra vez a la luz de la luna. Una vez pasó casi rozando a Perseo un águila que volaba muy alto. Lo más hermoso de todo lo que vieron fueron los meteoros, que centelleaban repentinamente, como si en los aires se estuviesen quemando fuegos artificiales, y hacían palidecer la luz de la luna muchas millas en derredor.
Mientras los dos compañeros volaban uno junto a otro, Perseo creyó oir a su lado un ligero rumor, como si fuera el roce de un vestido: era al lado opuesto a aquel en que veía a Azogue. Miró con atención, pero no vió nada.
—¿De quién es este vestido—preguntó—que parece moverse a mi lado con la brisa?
—¡Oh! ¡Es el de mi hermana!...—respondió Azogue—. Viene con nosotros, como ya te lo había anunciado. Nada podríamos hacer si mi hermana no nos ayudase. No tienes idea de lo sabia que es. ¡Y tiene unos ojos...! En este momento te ve como si no fueras invisible, y apuesto cualquier cosa a que ella es la primera que divisa a las Gorgonas.
En su rápido viaje por los aires, habían ya
llegado a la vista del gran Océano, y pronto volaron sobre él. A lo lejos, las olas se amontonaban tumultuosamente en medio del mar o se rompían formando una ancha franja de espuma sobre los peñascos de la orilla, con un ruido que en el bajo mundo parecía el del trueno, pero que en lo alto llegaba a los oídos de Perseo como un suave murmullo, como la voz de un niño medio dormido. Precisamente en aquel momento una voz habló a su lado. Parecía ser de mujer, y era melodiosa, aunque no precisamente dulce, sino grave y serena.
—Perseo—dijo la voz—, ahí están las Gorgonas.
—¿Dónde?—exclamó Perseo—. ¡No las veo!
—En la costa de esa isla, debajo de ti—replicó la voz—. Si dejases caer una piedra, caería entre ellas.
—Ya te dije yo que ella era la primera que había de verlas—dijo Azogue a Perseo—. Y ahí están.
Abajo, en línea recta a unos mil metros de distancia, Perseo alcanzó a ver un islote y el mar rompiendo en espuma en torno de su costa rocosa, excepto por un lado, donde había una playa de arena blanca como nieve. Descendió hacia ella, y mirando con atención hacia algo que brillaba, a los pies de un precipicio de roca negra vió a las terribles Gorgonas. Estaban{42} echadas en el suelo, profundamente dormidas, arrulladas por el atronador ruido del mar; porque hacía falta un estruendo que hubiese dejado sordo a cualquier mortal para conseguir que se durmiesen aquellas criaturas terribles. La luz de la luna centelleaba sobre sus escamas de acero y sobre sus alas de oro, que caían perezosamente sobre la arena.
Las garras de bronce, horribles, se agarraban a los fragmentos de la roca, mientras las dormidas Gorgonas soñaban que estaban despedazando a algún pobre mortal. Las serpientes que les servían de cabellos, también parecían estar dormidas, aunque de cuando en cuando una se retorcía o alzaba la cabeza y sacaba la ahorquillada lengua, emitiendo un adormilado silbido, y dejándose luego caer entre sus hermanas serpientes.
Las Gorgonas se parecían más a alguna tremenda gigantesca especie de insecto—inmensas abejas con alas de oro o moscas-dragones o cosa por este estilo—, que a ningún otro ser vivo; sólo que eran como un millón de veces más grandes que insecto ninguno. Y a pesar de todo, había en ellas algo humano también. Afortunadamente para Perseo, tenían la cara escondida por la postura en que se encontraban; porque si las hubiese mirado un solo instante, hubiera caído pesadamente{43} del aire, convertido en imagen de piedra.
—Ahora—susurró Azogue, que seguía al lado de Perseo—, ahora es el tiempo que has de aprovechar para tu hazaña. ¡Apresúrate, porque si una de las Gorgonas despierta, será demasiado tarde!
—¿A cuál es a la que debo herir?—preguntó Perseo sacando la espada y bajando un poco más—. Las tres parecen iguales. Las tres tienen cabellera de serpientes. ¿Cuál de las tres es Medusa?
Hay que saber que Medusa era la única de aquellos tres monstruos a quien Perseo pudiese cortar la cabeza, porque a las otras dos era imposible hacerles el menor daño, aunque hubiese tenido la espada mejor templada del mundo y la hubiese estado afilando una hora seguida.
—Sé prudente—le dijo la misma voz tranquila que antes le había hablado—. Una de las Gorgonas empieza a moverse en su sueño, y precisamente se va a volver. ¡Esa es Medusa! ¡No la mires! ¡Su vista te convertiría en piedra! Mira el reflejo de su rostro y de su cuerpo en el brillante espejo de tu escudo.
Perseo comprendió entonces por qué motivo le había aconsejado Azogue que puliese su escudo con tanto afán. En aquella superficie podía{44} mirar con tranquilidad el reflejo del rostro de la Gorgona. Y allí estaba aquel rostro terrible, reflejado en la brillantez del escudo, con la luz de la luna cayendo de plano sobre él y descubriendo todo su horror. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa no les permitía dormir por completo, se le enroscaban sobre la frente. Era el rostro más fiero y más horrible que nunca se haya visto ni imaginado, y sin embargo, había en él una extraña, terrible y salvaje belleza. Los ojos estaban cerrados, porque la Gorgona dormía aún profundamente; pero sus facciones estaban conturbadas por una expresión inquieta, como si el monstruo sufriese algún mal sueño. Rechinaba los dientes y arañaba la arena con sus garras de bronce.
Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él cada vez más. Se trenzaban unas con otras en nudos tumultuosos, se retorcían furiosamente y levantaban cien sibilantes cabezas sin abrir los ojos.
—¡Ahora, ahora!—murmuró Azogue, que se iba impacientando—. ¡Hiere al monstruo!
—Pero con calma—dijo la voz, grave y melodiosa, al lado del joven—. Mira a tu escudo mientras vas volando hacia abajo, y ten cuidado de no errar el primer golpe.
Perseo bajó, volando cuidadosamente siempre, con los ojos fijos en el rostro de Medusa,{45} reflejado en su escudo. Cuanto más se acercaba, más terrible se iba poniendo el rostro, rodeado de serpientes, y el cuerpo metálico del monstruo. Por fin, cuando estuvo sobre ella a distancia en que podía alcanzarla con el brazo, Perseo levantó la espada. En el mismo instante todas las serpientes que formaban la cabellera de la Gorgona se alzaron amenazadoras, y Medusa abrió los ojos. Pero despertó demasiado tarde. La espada era cortante. El golpe cayó como un rayo, y la cabeza de la horrible Medusa rodó separada del cuerpo.
—¡Admirablemente hecho!—dijo Azogue—. Apresúrate y mete la cabeza en el saco mágico.
Con gran asombro de Perseo la bolsita bordada que se había colgado al cuello aumentó de tamaño lo bastante para contener la cabeza de Medusa. Pronto, como el pensamiento, la levantó, cuando aún las serpientes se retorcían en torno de ella, y la metió en el saco.
—Tu misión está cumplida—dijo la voz serena—. Ahora vuela, porque las otras Gorgonas han de hacer cuanto puedan para vengar la muerte de Medusa.
Era verdaderamente necesario alzar el vuelo, porque Perseo no había realizado su hazaña tan silenciosamente que el ruido de la espada, el silbar de las serpientes y el golpe de la cabeza{46} de Medusa, al caer sobre la arena, batida por el mar, no hubiesen despertado a los otros monstruos. Se incorporaron un instante, frotándose los ojos adormilados con los dedos de bronce, mientras que todas las serpientes de sus cabezas se revolvían con sorpresa y venenosa malicia, no sabiendo contra quién. Pero cuando las Gorgonas vieron el escamoso cuerpo de Medusa sin cabeza, con las alas de oro erizadas y caídas y sobre la arena, fué realmente terrible oir sus alaridos. ¡Y las serpientes! Lanzaron mil silbidos, todas a un tiempo, y las serpientes de Medusa contestaron desde el saco mágico.
Apenas estuvieron las Gorgonas completamente despiertas, se levantaron en el aire, blandiendo sus garras de bronce, rechinando sus dientes horribles y moviendo las alas tan furiosamente, que algunas de las plumas de oro se arrancaron y cayeron a la playa. Y puede que aún estén allí desparramadas. Levantáronse, como digo, las Gorgonas, mirando horriblemente de un lado para otro con la esperanza de convertir a alguien en piedra. Si Perseo las hubiese mirado o hubiese caído en sus garras, su pobre madre nunca hubiera vuelto a besarle. Pero tuvo buen cuidado de volver la vista a otro lado, y como llevaba el yelmo de la invisibilidad, las Gorgonas no supieron en qué dirección{47} seguirle, ni tampoco dejó él de hacer el mejor uso posible de las sandalias con alas, subiendo en línea perpendicular un kilómetro próximamente. A aquella altura, cuando los gritos de las abominables criaturas ya llegaban hasta él muy débiles, se dirigió en línea recta hacia la isla de Serifo, para entregar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.
No tengo tiempo de contaros varias cosas maravillosas que sucedieron a Perseo al volver a su casa, tales como matar a un horrible monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo convirtió a un enorme gigante en montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la Gorgona. Si dudáis de esta última historia, podéis hacer un viaje a África, cualquier día de éstos, y veréis la montaña, que todavía lleva el antiguo nombre del gigante.
Por último, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su madre querida. Pero durante su ausencia el malvado rey había tratado tan mal a Danae, que se había visto obligada a huir y a refugiarse en un templo donde unos cuantos sacerdotes ancianos y buenos la habían recogido. Estos sacerdotes, dignos de alabanza, y el pescador de buen corazón, que fué el primero en dar hospitalidad a Danae y a Perseo, niño, cuando los encontró{48} flotando en el arca, parecen haber sido las únicas personas de la isla que se preocupasen de hacer el bien. Todo el resto del pueblo, lo mismo que el rey Polidectes, eran notablemente malos y no merecían mejor destino que el que vais a saber que cayó sobre ellos.
No habiendo encontrado a su madre en casa, Perseo se fué derecho a palacio, e inmediatamente lo llevaron a presencia del rey. Polidectes no se alegró gran cosa de volver a verle, porque casi tenía por cierto, con regocijo de su mal corazón, que las Gorgonas habrían hecho pedazos al pobre muchacho y se lo habrían comido inmediatamente. Pero al verle volver sano y salvo, puso la mejor cara que pudo y le preguntó qué había hecho.
—¿Has cumplido tu promesa?—preguntó—. ¿Me traes la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? Si no, hijo mío, te va a costar caro, porque necesito un regalo de boda para la princesa Hipodamia, y sé que no hay nada en el mundo que pueda ser tan de su gusto.
—Sí, Majestad—respondió Perseo tranquilamente y como si no hubiera por qué asombrarse de que un joven como él hubiese llevado a cabo tal hazaña—. Os traigo la cabeza de la Gorgona con todos sus cabellos de serpientes.
—¡De veras! Pues haz el favor de enseñármela—dijo el rey Polidectes—. Debe de ser
espectáculo curioso, si todos los viajeros que me han hablado de ella han dicho la verdad.
—Vuestra Majestad está en lo cierto—repuso Perseo—. Realmente es un objeto capaz de fijar las miradas de todo el que lo vea. Y si Vuestra Majestad quiere, me permitiré aconsejar que se declare el día de hoy fiesta nacional y que se llame a todos los súbditos de Vuestra Majestad para que vengan a contemplar esta curiosidad maravillosa. ¡Me parece que pocos serán los que hayan visto una cabeza de Gorgona, y acaso nunca puedan volver a verla!
Bien sabía el rey que todos sus súbditos eran haraganes rematados, aficionadísimos a espectáculos como suelen serlo todas las gentes perezosas; así es que siguió el consejo del joven y envió en todas direcciones heraldos y mensajeros para que tocasen la trompeta en todas las esquinas y en las plazas y mercados, y dondequiera se encontrasen dos caminos, y llamasen a todo el mundo a la Corte. Vino, pues, gran multitud de gentes inútiles y vagabundas, que todas, por puro amor al mal, se hubiesen alegrado muchísimo de que a Perseo le hubiese sucedido algún daño en la lucha con la Gorgona. Si algunas buenas personas había en la isla (yo quiero creer que las hubo, aunque la historia no dice nada de ellas), de seguro se quedaron tranquilamente en casa atendiendo a{50} sus quehaceres y cuidando a sus hijos. Muchos de los habitantes, sea comoquiera, corrieron a palacio a toda prisa, y gritaron, y se empujaron, y se dieron codazos por afán de estar cerca de un balcón donde se veia a Perseo con el saco mágico y bordado en la mano.
En una tribuna colocada enfrente del balcón estaba sentado el rey Polidectes, con sus malvados consejeros y sus cortesanos aduladores, formando semicírculo en derredor suyo. Monarca, consejeros, cortesanos y pueblo, todos miraban ansiosamente a Perseo.
—¡Enseña la cabeza de la Gorgona!... ¡Enséñala!—gritaba el pueblo. Y había en sus gritos tal fiereza, que parecían querer hacer pedazos a Perseo, si lo que había de enseñarles no les satisfacía—. ¡Enséñanos la cabeza de Medusa con la cabellera de serpientes!
Un sentimiento de pena y de lástima sobrecogió a Perseo.
—¡Oh, rey Polidectes—exclamó—, y vosotros pueblo: no quisiera mostraros la cabeza de la Gorgona!
—¡Ah, canalla, cobarde!—gritó el pueblo, más furioso que nunca—. Se está burlando de nosotros. No tiene la cabeza de la Gorgona. Enséñanosla, si la has traído, y si no te cortaremos la tuya para hacer con ella una pelota de foot-ball.{51}
Los malos consejeros hablaron al rey al oído; los cortesanos murmuraron, todos a una, que Perseo estaba faltando al respeto a su rey y señor, y el gran rey Polidectes levantó la mano y le ordenó, con la voz austera y grave de la autoridad, que enseñase la cabeza al pueblo, si no quería perder la suya.
—Muéstranos la cabeza de Medusa, o mando cortar la tuya.
Perseo suspiró.
—¡Ahora mismo!—repitió Polidectes—, o mueres.
—¡Miradla entonces!—exclamó Perseo con voz que resonó como un clarín.
Y alzó de repente la terrible cabeza. Ni un solo párpado tuvo tiempo de entornarse, y el rey Polidectes y sus malvados consejeros y sus feroces súbditos quedaron al punto convertidos en imágenes de un monarca y su pueblo. Todos quedaron fijos para siempre en su actitud de aquel instante. ¡La vista de la cabeza de Medusa les había transformado en blanco mármol! Y Perseo volvió a meter la cabeza en el saco, y fué a decir a su madre querida que ya no había por qué tener miedo al malvado rey Polidectes.
—¿Qué, no ha sido un cuento bonito?—preguntó Eustaquio.
—¡Ay, sí, sí!—exclamó Capuchina, palmoteando—. ¡Y esas viejas tan raras, que no tenían{52} más que un ojo para las tres! ¡Nunca he oído cosa más extraña!
—En lo del diente—observó Primavera—no hay prodigio alguno. Supongo que sería un diente postizo. Pero, ¿qué es eso de haber convertido a Mercurio en Azogue, y de hablar de su hermana? ¡Es una ridiculez!
—¡Ah!, ¿no era hermana suya?—preguntó Eustaquio—. Si se me hubiese ocurrido antes, la hubiese descrito como una solterona que tenía un buho favorito.
—Bueno—dijo Primavera—; después de todo, con el cuento se ha desvanecido la niebla.
Y, en verdad, mientras el cuento se iba contando, los vapores habían desaparecido del paisaje casi por completo. Ahora se descubría un panorama, que los espectadores casi podían figurarse que había sido creado desde la última vez que habían levantado los ojos en la dirección donde ahora se extendía. A una media milla de distancia, en el regazo del valle, aparecía ahora un hermoso lago, que reflejaba una perfecta imagen de sus propias orillas, cubiertas de bosques, y de las cimas de las colinas más lejanas. Brillaba en cristalina quietud, sin huella de la más ligera brisa en parte alguna de su superficie. Al otro lado de su más lejana orilla estaba el alto monte, que parecía estar tumbado en el valle. Eustaquio le comparó a{53} una inmensa esfinge sin cabeza, envuelta en un chal alfombrado; y verdaderamente era tan rico y tan diverso el follaje otoñal de sus bosques, que la imagen del chal no era en modo alguno demasiado exagerada de color respecto de la realidad. En el terreno bajo, entre la casa de campo y el lago, los grupos de árboles y los linderos del bosque estaban llenos de hojas amarillas o castaño obscuras, porque habían sufrido más con las heladas que el follaje de las vertientes de las colinas.
Sobre todo el paisaje brillaba alegre el sol, mezclado con ligerísima neblina, que hacía la luz imponderablemente suave y tierna. ¡Oh, qué día de veranillo de San Martín tan hermoso! Los niños cogieron apresuradamente sus cestillos, y se pusieron en marcha, saltando, corriendo, dando volteretas, mientras el primo Eustaquio demostraba lo muy digno que era de presidir la reunión, corriendo mucho mejor que ellos y dando algunos saltos tan perfectos, que ninguno de ellos podía ni imitarlos. Acompañábales también un perro, cuyo nombre era Ben. Era uno de los cuadrúpedos más respetables y de mejor corazón del mundo, y probablemente estaba convencido de que estaba en el deber de no dejar alejarse a los niños sin mejor guardián que aquel cabeza loca de Eustaquio Bright.{54}
A mediodía, nuestra partida juvenil se reunió en una cañada, a través de cuya profundidad corría un arroyuelo. La cañada era angosta, y sus vertientes escarpadas desde la margen del arroyo arriba estaban cubiertas con espesura de árboles, principalmente nogales y castaños, entre los cuales crecían también unas cuantas encinas y unos cuantos arces. En el verano, la sombra de tantas ramas juntas, que se encontraban y se enredaban sobre el arroyo, bastaba para producir un crepúsculo en pleno mediodía. De ahí venía el nombre de Arroyo Umbrío. Pero ahora, desde que el otoño había llegado a aquel lugar oculto, todo el obscuro verdor se había cambiado en oro; así es que el ramaje incendiaba la cañada, en vez de darle{58} sombra. Las brillantes hojas amarillas, aunque el día hubiese estado nublado, hubieran parecido conservar entre ellas la luz del sol; y tantas se habían caído, que todo el cauce y la margen del arroyo estaban sembrados de luz de sol también. Así el rincón umbrío, donde el verano se había refrescado, ahora era el sitio más lleno de sol que pudiera encontrarse.
El arroyuelo corría, siguiendo su camino de oro, deteniéndose aquí para formar un remanso, en el cual pasaban como flechas los pececillos, nadando de un lado a otro; apresurándose luego cuesta abajo, como si tuviese mucha prisa por llegar al lago; olvidándose de mirar por donde iba, tropezaba con la raíz de un árbol, que se le atravesaba en la corriente. Os hubiera hecho reir oirle hacer ruido y echar espuma contra el inesperado obstáculo. Y aun después de haberle salvado, seguía el agua hablándose a sí misma, como si estuviera perpleja. Supongo que estaba maravilladísima al ver su cañada umbría tan iluminada, y al oir la charla y la alegría de tantos chiquillos. Así es que corría lo más aprisa que le era posible, y marchaba a esconderse en el lago.
En la cañada de Arroyo Umbrío, Eustaquio Bright y sus amiguitos se habían detenido para comer. Habían traído muchas cosas ricas de Tanglewood, dentro de sus cestillos, y las habían{59} servido sobre troncos caídos, cubiertos de musgo, y con buenos manjares y mucha alegría habían hecho, en verdad, una comida deliciosa. Cuando terminó, ninguno quería moverse.
—Aquí descansaremos—dijeron algunos de los niños—, mientras el primo Eustaquio nos cuenta otro de sus cuentos bonitos.
El primo Eustaquio tenía tanto derecho a estar cansado como cualquiera de los chiquillos, porque había llevado a cabo grandes hazañas en aquella mañana memorable. Trébol, Romero, Capuchina y Girasol estaban casi convencidos de que tenía zapatillas con alas, como las que las Ninfas dieron a Perseo; tantas veces le habían visto en lo alto de la copa de un nogal, casi en el mismo instante en que acababan de verle en pie en el suelo. ¡Y entonces, qué chaparrones de nueces había hecho llover sobre sus cabezas, para que las atareadas manecitas las recogiesen en los cestitos! En una palabra: se había mostrado tan ligero como una ardilla o un mono, y ahora, tumbado sobre las hojas amarillas, parecía dispuesto a descansar un poco.
Pero los niños no tienen piedad ni consideración para el cansancio ajeno, y si no os quedase más que un solo aliento, os pedirían que le gastaseis en contarles un cuento.
—Primo Eustaquio—dijo Capuchina—, ¡qué cuento tan bonito el de la cabeza de la Gorgona!{60} ¿Crees que serías capaz de contarnos otro tan bonito como ese?
—Sí, hija mía—dijo Eustaquio, tapándose los ojos con la visera de la gorra, como si se preparase a echar una siesta—. Podría contaros una docena, tan bonitos o más, si me diese la gana.
—¡Oh, Primavera y Margarita!, ¿oís lo que dice?—exclamó Capuchina, bailando de contenta—. ¡El primo Eustaquio nos va a contar una docena de cuentos, más bonitos que la cabeza de la Gorgona!
—No he prometido contar ni uno. Capuchina loca—dijo Eustaquio, casi con malhumor—. Y sin embargo, temo que no haya más remedio. ¡Ésta es la consecuencia de haber logrado una reputación! ¿Por qué no seré un poco más tonto de lo que soy, o por qué habré demostrado nunca las brillantes cualidades con que me ha dotado la Naturaleza? Así hubiera podido dormir la siesta en paz y en gracia de Dios.
Pero el primo Eustaquio, como creo haberlo indicado antes, era tan aficionado a contar cuentos como los chiquillos a oirlos. Su entendimiento libre y feliz se deleitaba en su propia actividad, y apenas requería impulso exterior para ponerse en movimiento.
¡Cuán diferente este espontáneo juego de la{61} inteligencia, de la educada diligencia de los años maduros, cuando la tarea se ha hecho fácil a fuerza de costumbre, y el trabajo del día es indispensable para la felicidad del día, aunque todo lo demás se haya desvanecido como burbuja de jabón! Pero esta observación no hace falta que la oigan los niños.
Sin hacerse rogar más, Eustaquio Bright empezó a contar el cuento siguiente, realmente espléndido. Se le había ocurrido mientras estaba tumbado en el suelo, mirando hacia arriba a la copa de un árbol, observando cómo el toque del otoño había convertido cada una de sus hojas verdes en lo que parecía oro finísimo. Y ese cambio, que todos hemos presenciado, es tan maravilloso como cualquiera de los prodigios que Eustaquio relató al contar la historia de Midas.{62}
Vivió hace mucho tiempo un hombre muy rico, que además era rey. Se llamaba Midas. Tenía una hijita, de la cual nadie más que yo ha oído hablar nunca, y cuyo nombre nunca he sabido, o por mejor decir, he olvidado. Así es que, como me gustan los nombres extraños para las niñas, me parece bien llamarla Clavellina.
El rey Midas era aficionadísimo al oro. Apreciaba su corona real, principalmente porque estaba compuesta de tan precioso metal. Poseer oro, mucho oro, era la ambición más grande del rey Midas. Si algo había en la Tierra a que quisiese más que al oro, era a la preciosa niñita, su hija, que jugaba alegremente junto a su trono. Pero cuanto más la quería, más ansia{64} le entraba de adquirir, buscar y amontonar riquezas. Pensaba, tontamente, que lo mejor que podía hacer por aquella niña, a quien quería tanto, era amontonar para ella inmensas cantidades de monedas amarillas y brillantes. Así es que jamás pensaba en otra cosa. Si por casualidad miraba por un momento las nubes doradas que se forman al ponerse el sol, sólo deseaba que fuesen oro de veras, para poder guardarlas en su caja fuerte. Cuando venía Clavellina, saltando y riendo, a buscarle con un ramo en la mano de flores amarillas del campo, lo único que le decía era:—¡Bah! ¡Bah, hijita! Si esas flores fueran de oro, como parecen, entonces sí que valdría la pena de recogerlas.
Y sin embargo, el rey Midas, cuando era joven y no estaba completamente dominado por el deseo desordenado de riquezas, había sido muy aficionado a las flores. Había plantado un jardín, en el cual crecían las rosas más grandes y más hermosas que haya visto u olido ningún mortal.
Las rosas seguían creciendo en el jardín, tan bellas, tan grandes y tan fragantes como cuando Midas acostumbraba a pasarse horas enteras mirándolas y gozando con su perfume. Pero ahora, si las miraba, era sólo para calcular cuánto más valdría el jardín si cada uno de los innumerables pétalos de las dichas rosas fuese una chapita de oro fino. Y aunque también en
otros tiempos fué muy aficionado a la música (a pesar de la historia que cuenta que sus orejas se parecían a las de los burros), la única música agradable para el pobre rey Midas era el tintín de una moneda al chocar contra otra.
Por fin (porque la gente se vuelve cada día más tonta, a no ser que tenga buen cuidado de hacerse cada día más y más cuerda), el rey Midas llegó a ser tan poco razonable, que no podía ver ni tocar cosa que no fuese de oro. Y tomó por costumbre pasar gran parte del día en una habitación obscura y subterránea en los sótanos de su palacio. Allí es donde guardaba sus riquezas. En aquel agujero feísimo, que apenas podía servir de calabozo, se encerraba el rey Midas cuando quería ser completamente feliz.
Allí, después de cerrar cuidadosamente la puerta, cogía un saco lleno de monedas de oro, o una copa de oro, grande como una palangana; o una barra de oro pesadísima, o un celemín lleno de polvo de oro, y los llevaba desde los rincones obscuros del cuarto hasta el único sitio donde caía un rayo de sol, brillante y estrecho, desde un tragaluz. Le gustaba mucho aquel rayo de sol, únicamente porque sin su ayuda no podía ver brillar su tesoro. Luego removía con las manos las monedas del saco, o tiraba la barra a lo alto y la recogía al caer, o hacía que se deslizara entre sus dedos el polvo{66} de oro, o miraba la imagen extraña de su cara reflejada en la bruñida circunferencia de la copa, y se decía a sí mismo:—¡Oh, Midas, riquísimo rey Midas, qué hombre tan feliz eres!—. Pero era muy gracioso ver cómo la imagen de su rostro le hacía muecas desde la pulida superficie de la copa. Parecía como si aquella imagen comprendiese lo necio de su conducta y se burlase de él.
Midas se llamaba hombre feliz, pero dentro de sí mismo sentía que no lo era del todo. No podría llegar a la felicidad completa, a no ser que el mundo entero se convirtiese en un inmenso guardatesoros y estuviese lleno de amarillo metal, que fuese todo suyo.
No necesito recordar, a niños tan instruídos como vosotros, que allá en los tiempos antiguos, muy antiguos, cuando vivía el rey Midas, pasaban cosas que en nuestros tiempos y en nuestro país se nos antojarían maravillosas. Por otra parte, muchísimas cosas suceden ahora que no sólo nos parecen maravillosas a nosotros, sino que a las gentes de los tiempos antiguos les hubiesen dejado ciegas de asombro. Yo, por mi parte, creo que nuestros tiempos son mucho más extraños que los antiguos; pero, sea de esto lo que quiera, sigamos el cuento.
Un día estaba Midas gozando con la vista de sus tesoros en el obscuro subterráneo, cuando{67} vió que una sombra caía sobre los montones de oro, y mirando de repente hacia arriba, vió la figura de un desconocido, que estaba en pie precisamente en el brillante y estrecho rayo de sol. Era un joven con cara alegre y rubicunda. No sé si porque la imaginación del rey Midas ponía un tinte amarillo sobre todas las cosas, o por cualquier otro motivo, no pudo menos de pensar que la sonrisa con que el desconocido le miraba tenía una especie de radiación dorada. Lo que sí era seguro es que, aunque la figura interceptaba el rayo de sol, los tesoros amontonados brillaban más que nunca. Hasta los más remotos rincones del cuarto participaban del resplandor misterioso y parecían iluminados cuando el desconocido sonreía, como si hubiese en ellos llamas o chispas.
Como Midas sabía que había cerrado cuidadosamente la puerta con llave, y que no había mortal capaz de penetrar en el cuarto donde guardaba sus tesoros, sacó en consecuencia que el visitante era algo más que un mortal. No hace falta deciros su nombre. En aquellos días, cuando la Tierra era relativamente nueva, se suponía que debían venir a visitarla de cuando en cuando seres dotados de poder sobrenatural, que tenían la costumbre de interesarse por las alegrías y las penas de los hombres, las mujeres y los niños, medio en broma y medio en{68} serio. Midas había tropezado ya antes con seres de esa índole, y no le disgustaba encontrarse con ellos. El aspecto del forastero era tan regocijado, tan amable, ya que no demasiado bondadoso, que hubiese sido poco razonable sospechar que venía a hacer daño. Era más que probable que viniese a hacer un favor al rey Midas. ¡Y qué favor podría ser, sino aumentar sus montones de tesoros!
El desconocido miró por todo el cuarto. Y cuando su brillante sonrisa hubo centelleado sobre todos los objetos de oro que allí había, se volvió hacia Midas.
—Eres un hombre rico, amigo Midas—observó—. Me parece que no habrá en la Tierra otras cuatro paredes que contengan tanto oro como el que tú has conseguido amontonar en esta habitación.
—He hecho lo que he podido... lo que he podido...—respondió Midas en tono descontento—. Pero, después de todo, esto no es nada si se considera que he gastado la vida entera para reunirlo. Si pudiera uno vivir mil años, tendría tiempo para llegar a ser rico de veras.
—¡Cómo!—exclamó el desconocido—. ¿Todavía no estás satisfecho?
Midas movió la cabeza.
—¿Y con qué te contentarías?—preguntó el{69} forastero—. Sólo por curiosidad me gustaría saberlo.
Midas se puso a meditar. Tuvo el presentimiento de que aquel desconocido, con su lustre dorado en la cara y su sonrisa de buen humor, había venido allí con poder y con intención de satisfacer sus mayores deseos. Por consiguiente, había llegado el feliz momento, y no tenía más que hablar para obtener todo lo posible, o al parecer imposible, que se le ocurriese pedir. Así es que pensó, y pensó, y pensó, y amontonó en su imaginación montaña sobre montaña de oro, sin llegar a figurarse una lo bastante grande para satisfacerle por completo.
Por último, se le ocurrió una idea luminosa. Parecía, en realidad, tan brillante como el esplendoroso metal que tanto amaba.
Levantando la cabeza, miró al desconocido cara a cara.
—Ea, Midas—observó el visitante—, veo que por fin has pensado cosa que pueda satisfacerte por completo. Dime lo que deseas.
—Sólo esto—respondió Midas—. Estoy cansado de que me cueste tanto trabajo reunir mis tesoros y de ver que después de tanto cansarme aumentan tan despacio. ¡Deseo que todo lo que yo toque se convierta en oro!
La sonrisa del desconocido se hizo tan amplia,{70} que pareció llenar la habitación, como el sol que centellease en un sombrío y hondo valle, donde las amarillas hojas del otoño (porque esto parecían los pedazos de oro) estuviesen esparcidas por el suelo y brillasen a la luz.
—¡El Toque de Oro!—exclamó—. En verdad, amigo Midas, te digo que eres hombre de imaginación. Pero, ¿estás completamente seguro de que con eso te quedarás satisfecho?
—¡Completamente!...—dijo Midas.
—¿Y que nunca te arrepentirás de poseer ese don?
—¿Por qué había de arrepentirme?—preguntó Midas—. Es lo único que pido para ser completamente feliz.
—Entonces, hágase como deseas—respondió el forastero, moviendo la mano en señal de despedida—. Mañana, al salir el sol, te encontrarás dotado con el Toque de Oro.
El rostro del desconocido, se puso entonces extraordinariamente brillante, y Midas, a pesar suyo, tuvo que cerrar los ojos. Al abrirlos de nuevo, no vió más que el único rayo de sol en el subterráneo, y alrededor suyo el centelleo del precioso metal que había empleado toda la vida en reunir.
La historia no dice si Midas durmió aquella noche como de costumbre. Dormido o despierto, su espíritu estaba probablemente en el mismo{71} estado que el de un niño a quien se ha prometido por la mañana un juguete nuevo. Y apenas el día acababa de asomar por encima de los montes, ya el rey estaba completamente despierto, y extendiendo los brazos fuera de la cama, empezó a tocar cuanto se encontraba a su alcance. Estaba impaciente por probar si realmente le había llegado el Toque de Oro, según la promesa del desconocido. Para convencerse pasó el dedo por la silla que estaba a la cabecera de la cama y sobre otros varios objetos; pero tuvo una triste desilusión al ver que continuaban siendo de la misma substancia que antes. Entonces temió que la visita del reluciente desconocido hubiese sido un sueño, o que, aunque hubiese venido de veras a visitarle, hubiese sido únicamente para burlarse de él. ¡Qué cosa tan triste, si después de tantas esperanzas el rey Midas hubiese tenido que contentarse con el poco oro que pudiese juntar por medios ordinarios, en lugar de crearlo con sólo tocar!
Mientras pensaba esto, aún estaba la mañana gris, con un solo rayo brillante a lo largo de una nube, que Midas no alcanzaba a ver. Se volvió a echar en la cama, muy desconsolado por la caída de sus esperanzas, y se fué poniendo cada vez más triste, hasta que el primer rayo de sol pasó a través de la ventana y vino a dorar el techo sobre su cabeza. Parecióle a{72} Midas que aquel brillante y amarillo rayo de sol se reflejaba de modo extraño sobre la colcha blanca de su cama. Mirando más de cerca, ¡cuál no sería su asombro y su alegría al ver que el tejido de hilo se había transformado en otro que parecía ser del oro más puro y más brillante! ¡El Toque de Oro le había llegado con el primer rayo de sol!
Midas se incorporó en una especie de frenesí gozoso, y echó a correr por la habitación, tocando cuanto encontraba al paso. Tocó uno de los barrotes de la cama, e inmediatamente se convirtió en estriado lingote de oro. Descorrió una cortina para ver mejor todas las maravillas que estaba realizando, y la borla se le convirtió entre las manos en un montón de oro. Tomó un libro de encima de la mesa. Al primer contacto se convirtió en el volumen más ricamente encuadernado y dorado que se haya visto nunca; pero al pasar los dedos sobre las hojas, ¡ay!, se convirtieron éstas en un montón de delgadas placas de oro, en las cuales todas las sabias letras del libro quedaron ilegibles. Se apresuró a vestirse, y se quedó encantado al verse con magnífico traje de tela de oro, que conservaba su flexibilidad y su suavidad, aunque le pesaba un poco más que de costumbre. Sacó el pañuelo que su hijita había hecho a vainica para regalárselo. También se hizo de oro, convirtiéndose{73} las puntadas primorosas que había hecho la niña con tanto cuidado, también en hilo de oro.
A pesar de todo, esta última transformación no dejó satisfecho por completo al rey Midas. Hubiese preferido que el regalo de su hija se hubiese conservado siempre como cuando la niña se subió en sus rodillas, besándole para entregárselo.
Pero no era cosa de afligirse por una pequeñez. Midas sacó sus lentes del bolsillo y se los puso en la nariz para ver mejor cuanto le rodeaba. En aquellos tiempos aún no se habían inventado los lentes para el común de los mortales, pero los reyes, sin duda, ya los gastaban; porque si no, ¿de dónde iba a haberlos sacado Midas? Con gran asombro suyo, notó que aunque los cristales eran excelentes, no veía nada a través de ellos. Era la cosa más natural del mundo, porque al tocarlos, los transparentes cristales se habían convertido en discos de amarillo metal, y por lo tanto eran inútiles como lentes, aunque como oro valiesen bastante.
Molestóle a Midas pensar que, con toda su riqueza, ya nunca podría conseguir un par de lentes que le sirviesen de algo.
—Pero, después de todo, importa poco—se dijo a sí mismo con mucha filosofía—. No podemos{74} tener un gran bien que no venga acompañado de algún ligero inconveniente. El Toque de Oro bien vale el sacrificio de un par de lentes por lo menos, ya que no de los ojos. Los míos me servirán para los usos ordinarios de la vida, y mi hijita Clavellina pronto será una personita formal y podrá leerme todos los libros que yo necesite.
El sabio rey Midas estaba tan contento con su buena suerte, que el palacio le parecía pequeño para contenerla. Por consiguiente, bajó las escaleras y sonreía al observar cómo la balaustrada y el pasamanos se iban convirtiendo en oro bruñido, según los tocaba. Levantó el picaporte de la puerta—era de bronce un momento antes, pero fué de oro en cuanto sus dedos le hubieron tocado—y salió al jardín. Encontró en él, como de costumbre, muchísimas rosas: unas completamente abiertas, otras en capullo. Deliciosa era su fragancia en el aire de la mañana. Su color delicado era una de las más lindas cosas que se pudieran ver; tan amables, tan modestas, tan llenas de tranquilidad parecían aquellas flores.
Pero Midas sabía el modo de hacerlas mucho más preciosas, según su modo de pensar, que ninguna otra rosa que hubiese en el mundo. Para conseguirlo se tomó el trabajo de ir de rosal en rosal, y ejercitó su Toque de Oro infatigablemente,{75} hasta que todas las flores y todos los capullos, y hasta los gusanillos que había en el corazón de algunas de ellas, se convirtieron en oro. Cuando estaba terminando esta faena, llamaron al rey Midas a desayunar, y como el aire de la mañana le había despertado el apetito, se apresuró a volver a palacio.
En qué consistía generalmente el desayuno de un rey en los tiempos de Midas, es cosa que no sé, y ni puedo ahora detenerme a investigarlo. Supongo, sin embargo, que aquella mañana el desayuno consistía en panecillos calientes, una hermosa trucha, patatas asadas, huevos frescos, pasados por agua, y café para el rey Midas, y un tazón de sopas de leche para su hija Clavellina. Creo que este desayuno basta para un rey, y a mí me parece que fuese éste o no fuese el que el rey Midas acostumbraba a tomar, era ciertamente exquisito.
Clavellina no había llegado todavía. Su padre mandó que la llamasen, y sentándose a la mesa esperó que la niña llegara para empezar a desayunar. Para hacer justicia al rey Midas, hay que decir que quería muy de veras a su hijita, y mucho más aquella mañana, que estaba tan contento por la buena suerte que había caído sobre él. Pasó un momento y la oyó llegar; pero Clavellina venía llorando amargamente. Esta circunstancia le sorprendió mucho,{76} porque era su hijita una de las niñas más alegres que se hayan visto nunca en un día de verano, y con las lágrimas que acostumbraba a llorar en doce meses no se hubiese podido llenar un dedal.
Cuando Midas oyó sus sollozos, decidió consolarla dándole una sorpresa agradable, e inclinándose sobre la mesa, tocó el tazón de su hija (que era de porcelana con figuritas muy lindas) y le cambió en oro reluciente.
Clavellina, muy desconsolada, abrió la puerta y se presentó delante de su padre, limpiándose las lágrimas con el delantal, y sollozando como si se le rompiese el corazón.
—¿Qué es eso, hija mía?—exclamó Midas—. ¿Qué te pasa, hoy que hace una mañana tan hermosa?
Clavellina, sin quitarse el delantal de los ojos, alargó una mano, en la cual estaba una de las rosas que su padre acababa de transformar.
—¡Muy bonita!—exclamó su padre—. ¿Qué hay en esa magnífica rosa que pueda hacerte llorar?
—Papá—respondió la chiquilla llorando a más y mejor—, no es bonita: es la flor más fea del mundo. En cuanto me he vestido, he bajado al jardín a cortar rosas para ti, porque sé que te gustan, y que te gustan más cuando te{77} las corta tu hijita. Pero, ¿a que no sabes lo que ha sucedido? Una desgracia muy grande, muy grande. ¡Todas las rosas tan bonitas, que olían tan bien y tenían tantos colores, se han echado a perder! Se han puesto amarillas como ésta, y no huelen a nada. ¿Qué les habrá pasado?
—Bueno, hijita, no llores por eso—dijo Midas, a quien le dió vergüenza confesar que él mismo había producido el cambio que tanto afligía a la niña—. Siéntate y toma tus sopas de leche. Ya verás qué fácil es cambiar una rosa de oro como esa, que dura por lo menos cientos de años, por una vulgar, que se deshoja en un día.
—No quiero rosas como ésta—dijo Clavellina tirándola despectivamente—. No huele a nada, y con estos pétalos tan duros me araña la nariz.
La niña se sentó a la mesa; pero estaba tan preocupada con su pena por las rosas marchitas, que no reparó en la transformación maravillosa del tazón de China. Y más valió así. Porque Clavellina estaba acostumbrada a divertirse mirando las figurillas raras y las casas y los árboles tan extraños que estaban pintados en la superficie del tazón, y todos aquellos adornos habían desaparecido en el tono amarillo del metal.
Midas, entretanto, se había servido una taza{78} de café, y, naturalmente, la cafetera, que no sé de qué metal era cuando la cogió, estaba convertida en oro cuando volvió a dejarla sobre la mesa. Pensó un momento que era demasiado lujo para un rey de costumbres modestas como las suyas tener servicio de oro para el desayuno, y empezó a pensar en el mucho trabajo que iba a costarle guardar y conservar en salvo todos sus tesoros. El aparador y la cocina no le parecían sitios bastante seguros para guardar cosa de tanto valor como tazones y cafeteras de oro.
Con estos pensamientos se llevó a los labios una cucharada de café, y al sorberla se quedó atónito, al notar que en el instante en que sus labios tocaron el líquido se convirtió en oro derretido, y un instante después se solidificó, formando un terrón dorado.
—¡Ah!—exclamó Midas casi con horror.
—¿Qué te pasa, papá?—preguntó Clavellina mirándole, aún con lágrimas en los ojos.
—¡Nada, niña, nada!—dijo Midas—. Toma la leche antes de que se enfríe por completo.
Se sirvió una de las truchas, y por vía de experimento tocó la cola con el dedo. Con gran espanto suyo vió que se convertía de trucha admirablemente frita en un pez dorado, pero no como esos que se suelen ver en las peceras y bonitos estanques. No, porque era un pez de{79} metal verdad, y parecía que le hubiese hecho con todo primor el mejor joyero del mundo. Las espinas eran ahora alambritos de oro; las aletas y la cola eran delgadísimas placas de oro, y quedaban en él hasta las señales del tenedor, y toda la apariencia delicada y ligera de un pez bien frito, exactamente imitado en oro. Cosa muy bonita, como podéis figuraros; pero el rey Midas en aquel momento hubiese preferido mejor tener en el plato una trucha de veras, que tener aquella primorosa y valiosa imitación.
—No comprendo—se dijo a sí mismo—cómo voy a arreglármelas para desayunar.
Cogió uno de los panecillos calientes, y apenas lo partió cuando, con gran mortificación suya, se puso amarillo (aunque era de la harina de trigo más blanca), mucho más amarillo que si hubiese sido pan de maíz. A decir verdad, si hubiese sido pan de maíz, le hubiese gustado a Midas mucho más que entonces, cuando el brillo y el peso le hicieron comprender, sin género de duda, que era de oro. Casi desesperado, se sirvió un huevo pasado por agua, que inmediatamente sufrió un cambio análogo a los de la trucha y el panecillo. Verdaderamente, el huevo pudiera haberse tomado por uno de aquellos que la gallina de oro de la fábula tenía costumbre de poner.{80}
—¡Pues, señor, estoy divertido!—pensó recostándose en el respaldo del sillón y mirando casi con envidia a su hijita, que ya estaba tomando sus sopas de leche con gran satisfacción—. ¡Un desayuno tan rico sobre la mesa y no poder probar ni un bocado!
Esperando que a fuerza de darse prisa podría evitar el grave inconveniente, el rey Midas se echó sobre una patata caliente e intentó tragársela a toda prisa sin tocarla con la boca. Pero el Toque de Oro era más listo que él. Y se encontró con la boca llena, no por una patata harinosa, sino por un pedazo de metal sólido, que le quemó la lengua de un modo tan horroroso, que empezó a dar alaridos y a saltar y patalear por todo el cuarto; tanto le quemaba y dolía.
—¡Papá! ¡Papá!—exclamó Clavellina, que era una niña muy cariñosa—. ¿Qué te pasa, papá? ¿Te has quemado la lengua?
—¡Ay, hija mía!—murmuró Midas tristemente—. ¡No sé qué va a ser de tu pobre padre!
Y, verdaderamente, ¿habéis oído caso más lastimoso en toda vuestra vida? Aquí está literalmente el desayuno más rico que pueda servirse en mesa de rey, y su misma riqueza le hace absolutamente inservible. El labrador más pobre, sentado delante de un pedazo de pan y{81} un vaso de agua, está realmente mucho mejor servido que el rey Midas, cuyos delicados manjares valían en realidad tanto oro como pesaban. ¿Y qué iba a hacer? Ya a la hora del desayuno; Midas tenía muchísimo apetito. ¿Iba a tener menos a la hora de comer? Y figuraos qué hambre de lobo tendría a la hora de la cena, que consistiría, sin duda, en manjares tan indigestos como los que entonces tenía delante. ¿Cuántos días pensáis que podría sobrevivir a un régimen tan substancioso?
Estas reflexiones conturbaron de tal manera al atribulado rey Midas, que empezó a poner en duda si, después de todo, las riquezas eran lo único deseable de este mundo o siquiera lo más deseable de todo. Pero esto no fué más que un pensamiento pasajero. Tan fascinado estaba Midas con el brillo del amarillo metal, que no hubiese querido renunciar al Toque de Oro por consideración tan mezquina como la de un desayuno. ¡Qué precio por unos cuantos comestibles! ¡Y además, perder tantos millones! ¡Es decir, pagarlos por una trucha frita y un huevo, una patata, un panecillo caliente y una taza de café!
—¡Sería demasiado caro!—pensó Midas.
Sin embargo, tales eran su hambre y la perplejidad de la situación, que volvió a quejarse en alta voz y muy tristemente. Nuestra{82} lindísima Clavellina no pudo soportarlo más. Se quedó aún un momento sentada, mirando a su padre e intentando con todo el poder de su entendimiento comprender qué le pasaba. Luego sintió un deseo suave y triste de consolarle, saltó de su silla y corriendo hacia el rey, su padre, le rodeó las piernas con los brazos. El se inclinó a dar un beso a la niña. Y entonces comprendió que el amor de su hija valía mil veces más que todo lo que había ganado con el Toque de Oro.
—¡Clavellina, hijita, preciosa mía!—exclamó.
Pero Clavellina no respondió.
¡Ay, qué había hecho! ¡Cuán fatal era el don que el desconocido le había otorgado! En el momento en que los labios de Midas tocaron la frente de su hija, se operó en ella terrible cambio. Su suave y sonrosado rostro, tan lleno de cariño, se puso amarillento, y lágrimas amarillas también quedaron fijas en sus mejillas. Sus hermosos rizos obscuros tomaron el mismo color. Todas sus tiernas y blandas formas quedaron duras e inflexibles entre los brazos de su padre, que la rodeaban. ¡Oh, terrible desdicha! Víctima de su insaciable deseo de riqueza, había convertido a su propia hija en una estatua de oro...
Sí: una estatua era ya aquella bellísima{83} niña, y su última e interrogadora mirada de cariño, de pena y de lástima, endurecida y como tallada en su rostro, era la cosa más bonita y más triste que ojos mortales han visto nunca. Todas las facciones y todos los detalles y peculiares gracias de Clavellina estaban en su estatua; hasta un encantador hoyito que tenía en la barba, y agraciaba delicadamente sus rasgos fisonómicos. Pero cuanto más perfecto era el parecido, mayores eran la agonía y desesperación del rey Midas, contemplando aquella imagen de oro, que era todo lo que quedaba de su hijita. Siempre que Midas acariciaba a su hijita, acostumbraba a decirla:—¡Vales más oro que pesas!—. La frase, desgraciadamente, era ahora literalmente cierta, y el dolorido monarca comprendía, aunque demasiado tarde, cuán infinitamente más vale un corazón amante y compasivo, que le tenga a uno cariño, que todas las riquezas que amontonarse puedan entre el cielo y la tierra.
Sería historia demasiado triste contaros cómo Midas, ahora que ya tenía todo lo que había deseado, empezó a retorcerse las manos y a maldecirse a sí mismo. Y como no podía ni mirar a Clavellina ni apartar los ojos de ella, excepto cuando los tenía fijos en la estatua, no podía creer que se había convertido en oro. Pero, volviendo a mirar, veía la preciosa figurita{84} con una lágrima amarilla en sus mejillas de oro, y con una mirada tan compasiva y tan cariñosa, que parecía que la misma expresión tuviese que ablandar el oro y convertirlo en carne otra vez. Eso, desde luego, no podía ser. Así es que Midas volvió a retorcerse las manos y a desear ser el hombre más pobre del mundo, si la pérdida de todas sus riquezas pudiera volver al rostro de la niña el desvanecido color de rosa.
Cuando estaba en lo más tremendo de la desesperación, de pronto vió a un desconocido que estaba en pie junto a la puerta. Midas inclinó la cabeza, sin pronunciar palabra, porque reconoció la misma figura que se le había aparecido el día antes en el subterráneo y le había otorgado la desastrosa facultad del Toque de Oro. El rostro del desconocido aún tenía la misma sonrisa, que parecía derramar amarillo lustre sobre la habitación y centelleaba sobre la imagen de Clavellina y sobre los demás objetos que habían sido transformados por el tacto de Midas.
—¡Eh!, amigo Midas—dijo el desconocido—: ¿qué tal te va con el Toque de Oro?
Midas movió la cabeza.
—Soy muy desgraciado—dijo.
—¿Muy desgraciado, de veras?—exclamó el desconocido—. ¿Y cómo es eso? ¿No he{85} cumplido fielmente la promesa que te hice? ¿No has tenido todo lo que deseaba tu corazón?
—El oro no es todo en este mundo—respondió Midas—, y he perdido lo que mi corazón realmente quería más que nada.
—¡Ah! ¿De modo que de ayer a hoy has hecho un descubrimiento?—observó el desconocido—. A ver, a ver. ¿Cuál de estas dos cosas te parece que vale más: el don del Toque de Oro o una copa de agua clara?
—¡Oh, bendita agua!—exclamó Midas—. ¡Ya nunca volverás a humedecer mi seca garganta!
—¿El Toque de Oro—continuó el desconocido—o un pedazo de pan?
—Un pedazo de pan—respondió Midas—vale por todo el oro del mundo.
—¿El Toque de Oro—preguntó el desconocido—o tu hijita palpitante, viva, suave y cariñosa como hace una hora?
—¡Oh! ¡Mi hijita, mi hijita!—exclamó el pobre Midas retorciéndose las manos—. ¡No hubiera dado yo el hoyito que tenía en la barba por el poder de convertir toda la tierra en una inmensa bola de oro!
—Eres más cuerdo que eras, rey Midas—dijo el desconocido—. Ya veo que tu corazón no se ha convertido totalmente de carne en{86} oro. Si así fuera, tu caso hubiese sido desesperado. Pero aún pareces capaz de comprender que las cosas sencillas, las que están al alcance de todo el mundo, valen mucho más que las riquezas por las cuales tantos mortales se afanan y luchan. Dime ahora sinceramente: ¿deseas verte libre del Toque de Oro?
—¡Le odio!—respondió Midas.
Una mosca se le posó en la nariz, pero inmediatamente cayó al suelo; también ella se había convertido en oro. Midas se estremeció.
—Entonces—dijo el desconocido—, ve y báñate en el río que pasa por detrás de tu jardín. Toma un cántaro del agua misma y ve rociando con ella cada uno de los objetos que puedas desear que vuelvan a su antigua substancia. Si haces esto con buen deseo y sinceridad, puede que repares el daño que has causado con tu avaricia.
El rey Midas se inclinó profundamente, y cuando levantó la cabeza, el reluciente desconocido ya no estaba allí.
Comprenderéis fácilmente que Midas no perdió el tiempo, y fué a buscar un gran cántaro de barro; pero, ¡ay de mí!, en cuanto le tocó dejó de ser barro. Corrió, sin embargo, hasta la orilla del río. Según iba corriendo a través del huerto, que estaba plantado de grosellas y frambuesas, era maravilloso ver cómo el follaje{87} se ponía amarillo, como si hubiese pasado por allí el otoño. Al llegar al río se tiró de cabeza, sin esperar siquiera a quitarse los zapatos.—¡Puf, puf, puf!—resopló el rey Midas al sacar la cabeza del agua—. Está bien. Éste es un baño refrescante, y supongo que me habrá lavado por completo del Toque de Oro. Ahora, a llenar el cántaro.
Al meter el cántaro en el agua alegrósele el corazón al verle convertirse, de oro que era, en el mismo honrado cántaro de barro que fué antes de que le hubiese tocado él. También notaba un cambio dentro de sí mismo. Parecía que se le había quitado del pecho un peso grande, duro y frío. Sin duda su corazón había ido perdiendo poco a poco su humana substancia y transmutándose en metal insensible; pero ahora iba ablandándose en carne de nuevo. Viendo una violeta que crecía a la orilla del río, Midas la tocó, y no cabía en sí de gozo al ver que la delicada flor conservaba su color característico, en vez de tomar un brillante amarillo. La maldición del Toque de Oro, por lo tanto, se había apartado de él.
El rey Midas se apresuró a volver a palacio, y supongo que algunos criados no sabían lo que les pasaba al ver a su real dueño llevando tan cuidadosamente un cántaro de agua. Pero aquel agua que iba a deshacer todo el{88} daño que había causado su locura, era más preciosa para Midas que pudiera haberlo sido un océano de oro líquido. Lo primero que hizo, como apenas necesito deciros, fué echar agua a manos llenas sobre la dorada figura de su hija.
Apenas cayó el agua sobre ella, os hubieseis reído al ver cómo volvió el color de rosa a sus mejillas. ¡Y cómo empezó a estornudar y a sacudirse! Y qué asombrada se quedó al encontrarse toda mojada y ver a su padre que seguía echándole agua encima.
—¡Basta, papá; por favor, ya no más!—exclamó—. Mira lo que has hecho con mi vestido tan bonito. ¡Y que le estreno hoy!
Clavellina no sabía que había sido un rato estatua de oro; no podía acordarse de lo que había sucedido desde el momento en que corrió con los brazos abiertos a consolar al pobre rey Midas, su padre.
No creyó éste necesario contar a su querida hija cuán loco había sido, pero se decidió a demostrar lo mucho más cuerdo que ahora era. Para esto llevó a Clavellina al jardín, donde echó el agua que quedaba sobre los rosales, y con tan buena suerte, que más de cinco mil rosas recobraron su hermoso color. Hubo dos circunstancias, sin embargo, que mientras vivió conservaron para el rey Midas el recuerdo del Toque de Oro. Una fué que las arenas del río
brillaban como el oro, y la otra que el cabello de Clavellina tenía ahora un reflejo dorado que nunca había observado en él antes de que se hubiese transformado por efecto de su beso. Este cambio era, en realidad, una mejora, y el cabello de Clavellina era mucho más bonito que antes.
Cuando el rey Midas se hizo ya muy viejo y tenía a los hijos de Clavellina sobre sus rodillas jugando con ellos a los caballitos, le gustaba contarles este cuento maravilloso, casi como ahora os le cuento yo. Y cuando acariciaba sus sortijillas de seda, les decía que su cabello también tenía un bonito reflejo de oro, que habían heredado de su madre.
—Y para deciros la verdad, queridos niños míos—comentaba el rey Midas, haciendo cabalgar a toda prisa a sus nietecitos—, desde aquella mañana he aborrecido la vista del oro, no siendo en el cabello de vuestra madre.
—Ea, niños—preguntó Eustaquio, que era muy aficionado a saber la opinión definida de sus oyentes—, ¿habéis oído en toda vuestra vida cuento mejor que este del Toque de Oro?
—La historia del rey Midas—dijo la burlona Primavera—era famosa miles de años antes de que el señor Eustaquio Bright viniese a este mundo, y continuará siéndolo después que él lo abandone. Pero algunas personas tienen lo que pudiéramos llamar «toque de plomo», y{90} convierten en pesado y seco todo lo que tocan sus manos.
—Eres una niña muy lista, para no haber cumplido aún los quince—dijo Eustaquio, desconcertado por lo agudo de la crítica—. Pero bien convencida estás, dentro de tu malvado corazoncillo, de que he bruñido el oro viejo de la historia de Midas y le he puesto más brillante que nunca. ¿Y la figura de Clavellina? ¿No está maravillosamente dibujada? Y la moraleja, ¿no es profunda, clara y bien traída? ¿Qué decís, Amapola, Romero, Trébol, Margarita? Alguno de vosotros, después de haber oído este cuento, ¿desearíais poseer la facultad de convertir las cosas en oro?
—A mí me gustaría—dijo Margarita, chiquilla de diez años—tener el poder de convertirlo todo en oro con el dedo índice de la mano derecha, pero con tal de tener en el de la mano izquierda el poder de volverlo a su estado primero, si el cambio no había resultado a mi gusto. ¡Ay, si lo tuviera, ya sé lo que haría esta misma tarde!
—¿Qué harías?—dijo Eustaquio.
—Tocaría—respondió Margarita—cada una de las hojas de estos árboles con el dedo índice de la mano izquierda, y las pondría verdes otra vez; así es que volveríamos a empezar el verano, sin tener que pasar por el feo invierno.{91}
—¡Oh, Margarita!—exclamó Eustaquio Bright—; estás en un error, y harías una cosa muy mal hecha. Si yo fuera Midas, no haría más que días de oro, como este de hoy, durante todo el año. Las mejores ideas siempre se me ocurren un poco tarde. ¿Por qué no os habré dicho cómo el viejo rey Midas vino a América y cambió el sombrío otoño que hay en otros países en la deslumbrante belleza con que aquí se viste? Doró todas las hojas del gran libro de la Naturaleza.
—Primo Eustaquio—dijo Girasol, chiquillo bueno, que siempre estaba haciendo preguntas sobre la altura exacta de los gigantes y la pequeñez de las hadas—, ¿qué altura justa tenía Clavellina, y cuánto pesaría después de haberse convertido en oro?
—Era casi tan alta como tú—replicó Eustaquio—, y como el oro es muy pesado, pesaría lo menos dos mil libras, y si se hubiera hecho moneda con ella, se hubieran sacado de treinta a cuarenta mil duros en oro. ¡Ojalá Primavera valiese tanto! Vamos, hijitos, salgamos de la cañada, subiendo a lo alto del peñón, y echemos una mirada en derredor.
Así lo hicieron. El sol había ya andado dos horas más de la mitad de su camino, y llenaba el gran hueco del valle con su radiación occidental, de modo que parecía estar lleno hasta{92} el borde de luz suave que se desbordaba sobre las colinas, como vino dorado en una copa. Era un día tan maravillosamente lleno de luz de oro, que se hubiera podido decir de él: ¡Nunca ha existido día semejante, aunque ayer tal vez fué, y mañana será, tan luminosamente radiante! ¡Ah! Pero hay pocos de esos en el círculo de doce meses. Es peculiaridad notable de estos días de Octubre que cada uno de ellos parece ocupar muchísimo espacio, aunque el sol se levanta más bien tarde en esta estación del año, y se va a la cama, como debieran irse los niños, a las tempranas seis de la tarde o un poco antes. No podemos, por lo tanto, llamar a estos días largos; pero parecen, de un modo o de otro, compensar su brevedad con su amplitud, y cuando llega la noche fresca, tenemos conciencia de haber gozado un inmenso brazado de vida desde por la mañana.
—¡Venid, niños, venid!—exclamó Eustaquio—. ¡Más nueces, más nueces, más nueces! ¡Llenad todos los cestos, y cuando venga Navidad, las partiré para vosotros y os contaré magnificas historias!
Y así se fueron, todos contentísimos, excepto el pequeño Romero, que, siento decíroslo, se había sentado sobre un erizo de castaña y se había convertido en acerico de sus pinchos. ¡Dios mío, qué incómodo debía ir el pobre!{93}
Pasaron los días de oro de Octubre, como tantos otros Octubres han pasado, y pasó el obscuro Noviembre y la mayor parte del frío Diciembre también. Por fin llegó la alegre Navidad, y Eustaquio Bright llegó con ella, haciéndola aún más alegre con su presencia. Y al día siguiente de haber llegado él, cayó una gran nevada. Hasta entonces el invierno parecía haberse retrasado, y nos había dado muchos días tibios, que eran como sonrisas en su rostro arrugado. La hierba se había conservado verde en los sitios resguardados, tales como los escondrijos de las vertientes que miraban al Sur y a lo largo de las cercas de piedra que no dejaban pasar el viento frío. Aún no hacía{96} un par de semanas que los niños habían encontrado un amargón en flor, en la margen del Arroyo Umbrío, precisamente a la salida de la cañada.
Pero ya no había ni hierba ni flores. ¡Qué nevada! Veinte millas de tierra cubierta de nieve hubieran podido verse entre las ventanas de Tanglewood y la alta montaña, si la vista alcanzase tan lejos, entre los remolinos de copos que blanqueaban toda la atmósfera. Parecía como si las colinas fuesen gigantes, que se estuviesen entreteniendo en tirarse unos a otros monstruosos puñados de nieve. Tan espesos caían los copos, que hasta los árboles que estaban a mitad del camino, valle abajo, quedaban ocultos por ellos la mayor parte del tiempo. Algunas veces, es verdad, los pequeños prisioneros de Tanglewood podían divisar el confuso contorno de la gran montaña y la lisa blancura del lago helado al pie de ella, y las manchas negras o grises de los bosques en la parte más cercana del paisaje. Pero esto eran, sencillamente, claras en la tormenta.
Sin embargo, los niños se regocijaban con la nevada. Ya habían trabado conocimiento con la nieve, dando saltos bajo ella cuando caía más espesa, y tirándosela unos a otros a puñados, precisamente como ahora mismo nos figurábamos que hacían las montañas. Y ahora habían{97} vuelto al espacioso cuarto de juego, que era tan grande como el gran salón, y estaba lleno de toda clase de juguetes, grandes y pequeños. El mayor de todos era un caballo de movimiento, que parecía un jaco de verdad, y había una familia entera de muñecas de madera, de cera, de cartón y de china, además de unos cuantos bebés de trapo; y tarugos de construcción, innumerables, y bolos, y pelotas, y peones, y aros, y volantes, y combas, y muchísimos más objetos valiosos de los que yo pudiera enumerar en una página. Pero los niños preferían la nevada a todos los juguetes. ¡Prometía para mañana tantas animadas diversiones, y para todo el resto del invierno! Los trineos, los resbalones desde la colina hasta el valle, las estatuas de nieve que había que esculpir, las fortalezas de nieve que había que edificar, y la batalla de bolas de nieve que había que ganar.
Así los chiquillos bendecían la nevada, y se alegraban de ver que caía cada vez más espesa, y miraban con esperanza el montón que se estaba formando en la avenida, y que ya era más alto que el más alto de ellos.
—¡Vamos a estar bloqueados hasta la primavera!—exclamaron con el mayor entusiasmo—. ¡Qué lástima que la casa sea demasiado alta y que no pueda cubrirla la nieve! La casita encarnada{98} de allá abajo va a quedar enterrada hasta el tejado.
—Pero, chiquillos locos, ¿todavía deseáis más nieve?—preguntó Eustaquio, que cansado de alguna novela que estaba leyendo, había entrado en el cuarto de juego—. Ya ha hecho bastante daño, echando a perder la mejor partida de patines que hubiera yo podido disfrutar en todo el invierno. ¡No volveremos a ver el lago hasta el mes de Abril, y hoy iba a ser el primer día que yo pasase patinando sobre él! ¿No me compadeces, Primavera?
—¡Claro que sí!—respondió Primavera, riendo—. Pero, para que te consueles, escucharemos uno de tus cuentos rancios, de los que nos contabas en el Pórtico o en Arroyo Umbrío. Puede que ahora que no tengo nada que hacer, me gusten más que cuando había nueces que buscar o buen tiempo que disfrutar.
Inmediatamente, Margarita, Trébol, Amapola y todos los chiquillos que aún estaban en Tanglewood, se reunieron en torno de Eustaquio, pidiéndole con afán que contase un cuento. El estudiante bostezó, se desperezó, y después, con gran admiración de la gente menuda, dió tres saltos hacia adelante y tres hacia atrás por encima del respaldo de una silla, con el fin, según les explicó, de poner en movimiento su inteligencia.{99}
—Bueno, bueno, chiquillos—dijo después de estos preliminares—, puesto que insistís, y puesto que Primavera se empeña, veremos si puedo complaceros. Y para que sepáis qué días tan felices existieron antes de que estuviesen de moda las nevadas, os contaré una historia del más viejo de todos los tiempos, cuando el mundo era tan nuevo como el peón nuevo de Capuchina. Entonces no existía en la Tierra más que una estación: el delicioso verano, y una sola edad para los mortales: la infancia.
—Nunca he oído hablar de eso—dijo Primavera.
—Claro que no—respondió Eustaquio—. Será un cuento que nadie ha soñado antes que yo, un Paraíso de los niños que se desvaneció por culpa de una chiquilla tan mala como Primavera.
Y Eustaquio Bright se sentó en la silla sobre la cual había estado saltando, sentó a Capuchina sobre sus rodillas, mandó callar al auditorio, y empezó el cuento sobre la niña mala, cuyo nombre era Pandora, y sobre su compañero de juegos, que se llamaba Epimeteo. Podéis leerle palabra por palabra, porque empieza en la página siguiente.{100}
Hace mucho, mucho tiempo, cuando el mundo estaba en su tierna infancia, hubo un niño, llamado Epimeteo, que no había tenido ni padre ni madre, y para que no estuviese tan solo, le enviaron desde un país lejano una niña, también sin padre y sin madre, que viviese con él y fuese su compañera de juegos y su ayuda. Llamábase la niña Pandora.
Lo primero que vió Pandora, cuando entró en la casita donde vivía Epimeteo, fué una caja grande. Y casi lo primero que le preguntó en cuanto pasó el umbral, fué esto:
—Epimeteo, ¿qué tienes guardado en esa caja?
—Querida Pandora—respondió Epimeteo—, es un secreto y debes tener la bondad{102} de no preguntarme nada respecto de él. Han dejado aquí la caja para que esté bien guardada, y yo mismo no sé lo que tiene dentro.
—Pero, ¿quién te la ha dado a guardar?—preguntó Pandora—. ¿Y de dónde ha venido?
—También eso es un secreto—respondió Epimeteo.
—¡Qué fastidio!—exclamó Pandora haciendo una mueca—. ¡Me gustaría que la dichosa caja estuviese a cien leguas de aquí!
—¡No pienses más en eso!—exclamó Epimeteo—. Vamos fuera, a jugar con los demás niños.
Hace miles de años que vivieron Pandora y Epimeteo. Y el mundo ahora es muy diferente de lo que era en su tiempo. Entonces todo el mundo era niño. No hacían falta padres ni madres para cuidar de las criaturas, porque no había peligros ni males de ninguna clase, no había ropa que coser, y siempre se encontraba de comer y beber en abundancia. Siempre que un niño necesitaba alimento, lo encontraba colgado de algún árbol. Y si miraba al árbol por la mañana, veía en flor la comida que se le estaba preparando para la noche, y al anochecer veía el tierno capullo de su almuerzo del día siguiente. Era una vida muy agradable. No había tareas que hacer ni lecciones que estudiar; no había más que juegos y danzas, y dulces voces{103} de niños que hablaban o cantaban como pájaros, o saltaban como fuentes de alegre risa durante todo el largo día.
Y lo mejor de todo es que los niños no disputaban, ni tomaban rabietas, ni se recordaba, desde que empezó el tiempo, que ninguno se hubiese ido a un rincón refunfuñando.
¡Qué tiempo más bueno para vivir en él! La verdad es que esos horribles y diminutos monstruos con alas que se llaman Molestias, y que ahora abundan tanto como los mosquitos, no se habían visto nunca en la tierra. Y es posible que la mayor inquietud que hubiese experimentado un niño nunca, fuese la mortificación de Pandora por no poder descubrir el secreto de la caja misteriosa.
Esto fué en un principio la ligera sombra de una molestia; pero cada día se hizo más y más real, hasta que, pasado algún tiempo, la casita de Epimeteo fué menos alegre que la de los demás niños.
—¿De dónde puede haber venido esa caja?—decía a todas horas Pandora—. ¿Y qué tendrá dentro?
—¡Siempre hablando de la dichosa caja!—dijo, por fin, Epimeteo, porque había llegado a cansarse de oir siempre lo mismo—. Me gustaría, querida Pandora, que hablásemos de otro asunto. Anda, vamos a coger unos cuantos higos{104} bien maduros, y a comérnoslos debajo de un árbol, porque ya es hora de merendar. Y también sé dónde está una viña que tiene las uvas más dulces que has probado nunca.
—¡Siempre hablando de uvas y de higos!—dijo Pandora con malhumor.
—Bueno, entonces—dijo Epimeteo, que era muchacho de muy buen genio, como muchísimos niños de aquellos tiempos—, vamos a correr y a jugar con nuestros compañeros.
—Estoy cansada de tanto juego y no jugaré más—respondió Pandora—. No tengo humor para juegos. ¡Esa caja tan fea! No puedo dejar de pensar en ella. Me tienes que decir, por fuerza, lo que hay dentro.
—Ya te he dicho cincuenta veces que no lo sé—respondió Epimeteo, ya un poco molesto—. ¿Cómo quieres que te diga lo que hay dentro, si no lo he visto?
—Puedes abrirla—dijo Pandora, mirando de reojo a Epimeteo—, y así lo vemos.
—Pandora, ¿en qué estás pensando?—exclamó Epimeteo.
Y su rostro expresó tal horror ante la idea de abrir la caja que se le había confiado con condición de no abrirla nunca, que Pandora comprendió que más valía no insistir. Pero no podía menos de seguir pensando en la caja y hablando de ella.
—Por lo menos—dijo—, bien puedes decirme cómo ha venido aquí.
—La dejó en la puerta—respondió Epimeteo—, un momento antes de que llegases tú, una persona muy sonriente y muy inteligente, al parecer, y cuando la dejó en el suelo, apenas podía contener la risa. Estaba envuelto en una capa muy extraña, y llevaba un gorrito que parecía estar hecho, en parte, de plumas; tanto, que yo llegué a creer que tenía alas.
—¿Y qué bastón llevaba?—preguntó Pandora.
—El más curioso que he visto en mi vida—exclamó Epimeteo—. Era como dos serpientes retorcidas alrededor de una vara, y estaba tan bien tallado, que al principio creí que las serpientes estaban vivas.
—Le conozco—respondió Pandora, quedándose pensativa—. ¡Sólo él tiene un bastón como ese: es Azogue, y él es quien me trajo aquí, como la caja! ¡Sin duda la trajo para mí, y probablemente contiene trajes bonitos para que yo me los ponga, o juguetes para que juguemos tú y yo, o alguna golosina muy rica!
—Puede que sí—respondió Epimeteo, dando media vuelta—; pero hasta que Azogue vuelva y nos lo diga, ni tú ni yo levantaremos la tapa.
—¡Que chico más estúpido!—murmuró Pandora{106} cuando Epimeteo salió de la casita—. Me gustaría que fuese un poco más atrevido, que tuviese un poco más de valor.
Por primera vez desde que había llegado Pandora, Epimeteo se marchó sin pedirle que le acompañase. Se fué solo, a coger higos y uvas, y a divertirse luego como pudo en compañía de los otros niños. Estaba harto de oir hablar de la caja y deseaba con todo su corazón que Azogue, o como se llamase el mensajero que la trajo, la hubiese dejado en la casita de cualquier otro niño, donde Pandora nunca la hubiese visto. ¡La caja, la caja, siempre la caja! Parecía como si la caja estuviese embrujada, y como si la casa no fuese lo bastante grande para contenerla, sin que Pandora a todas horas estuviese tropezando en ella, y haciendo que Epimeteo tropezase también.
Sí que era triste para el pobre niño tener una caja en los oídos de la mañana a la noche; sobre todo, porque como los niños en aquel tiempo no estaban acostumbrados a tener preocupaciones, no sabían cómo arreglarse para soportarlas. Así es que una pequeña les daba entonces mucho más que hacer de lo que en nuestros tiempos nos da una muy grande.
Cuando Epimeteo se marchó, Pandora se quedó mirando la caja. La había llamado fea lo menos cien veces; pero, a pesar de cuanto había{107} dicho contra ella, era realmente un mueble muy bonito, y hubiese adornado perfectamente cualquier habitación en que se hubiese colocado. Estaba hecha de una hermosa clase de madera, con vetas obscuras y brillantes, y la superficie era tan brillante, que Pandora podía verse la cara en ella. Como la niña no tenía otro espejo, no comprendo cómo no le gustaba más, sólo por ese motivo.
Los ángulos de la caja estaban esculpidos maravillosamente. Alrededor de la tapa había graciosas figuras de hombres y de mujeres y los niños más lindos que se han visto jamás, echados o jugando entre profusión de flores y follaje; y esos varios objetos estaban tan exquisitamente representados y agrupados con tal armonía, que flores, follaje y seres humanos parecían combinarse en una guirnalda de belleza única. Pero aquí y allí, asomando tras el esculpido follaje, a Pandora, una ó dos veces, se le antojó que veía una cara no tan amable, y alguna otra desagradable del todo, que deslucían por completo la belleza del conjunto. Sin embargo, mirando más de cerca, y tocando con la punta del dedo, no encontraba nada. Sin duda es que al mirar de lado alguna cara verdaderamente bonita, le había parecido fea.
La más bella de todas estaba esculpida en lo que se llama altorrelieve, en el centro de la{108} tapa. No había más en toda ella; la madera bien pulida y obscura, y en el centro aquella cara, con una guirnalda de flores en la frente. Pandora había mirado aquella cara muchísimas veces y se le antojaba que podía sonreir o ponerse seria, lo mismo que si estuviera viva. Las facciones, en realidad, tenían una expresión viva y casi maliciosa, y parecía que en algunos momentos quisiera hablar, y como si los esculpidos labios fuesen a romper en palabras.
Si la boca hubiese hablado, probablemente hubiese dicho algo muy parecido a esto:
—¡No temas, Pandora! ¿Qué mal puede haber en que abras la caja? ¡No hagas caso a ese infeliz Epimeteo! Tú sabes mucho más que él y tienes cien veces más talento que él. ¡Abre la caja, y ya verás qué cosas más bonitas encuentras dentro!
La caja, he olvidado decíroslo, estaba cerrada, no con cerradura, ni cosa parecida, sino con un nudo intrincadísimo de cuerda de oro. Parecía un nudo sin principio ni fin. Nunca se ha visto nudo más ingeniosamente enredado, ni con tantas lazadas y vueltas, que parecía desafiar maliciosamente a que le desatasen a los dedos más hábiles. Y cuanta más dificultad parecía haber en él, más tentación le entraba a Pandora de examinarle, sólo para ver cómo estaba hecho. Dos o tres veces ya se había detenido{109} junto a la caja, cogiendo el nudo entre el índice y el pulgar, pero sin intentar positivamente desatarle.
—Creo—se dijo a sí misma—que empiezo a comprender cómo está hecho. Me parece que si lo deshago podré volverlo a hacer igual que estaba. En eso sí que no habrá mal ninguno. Ni a Epimeteo se le ocurriría regañarme por eso. No quiero abrir la caja y no lo haré nunca, si ese terco de chico no consiente, aunque desate el nudo.
Más hubiera valido que Pandora hubiese tenido algo que hacer o algo en qué pensar, para no haber tenido siempre el pensamiento en el mismo asunto. Pero los niños llevaban tan buena vida antes de que las penas apareciesen en el mundo, que en realidad les quedaba muchísimo tiempo de sobra. No siempre podían estar jugando al escondite entre las zarzas floridas, o a la gallina ciega con guirnaldas de flores sobre los ojos, o a otros juegos que ya se habían inventado cuando la madre Tierra estaba en la infancia. Cuando la vida es todo juego, el trabajo es el juego en realidad. No había absolutamente nada que hacer. Barrer un poco y quitar el polvo a la casita, supongo, y cortar flores frescas (que abundaban por todas partes), y arreglarlas en los floreros, y ya estaba hecho todo el trabajo del día de la pobre Pandora, y{110} para todo el resto del tiempo ¡allí estaba la caja!
Y después de todo, no estoy seguro de que en este sentido la caja no fuese para ella una bendición. ¡Porque le suministraba tal variedad de ideas en qué pensar y sobre qué hablar, en cuanto encontraba alguien que la escuchase! Cuando estaba de buen humor, podía divertirse admirando el brillante lustre de sus caras y la rica orla de hermosos rostros y follaje que la rodeaba. O si estaba de mal humor, por casualidad, podía darle un empujón o un puntapié. Y muchos recibió la caja (era una caja malévola, como hemos de ver, y bien los merecía). Pero, después de todo, si no hubiese sido por ella, Pandora, que tenía una inteligencia tan viva, no hubiese sabido en qué pasar el tiempo.
Porque era, realmente, ocupación sin fin calcular qué habría dentro de la caja. ¿Qué podría ser? Figuraos, queridos niños, qué ocupado tendríais el entendimiento si en vuestra casa hubiese una caja muy grande, que tuvieseis motivo para suponer que estaba llena de una porción de cosas bonitas, que habían de daros como regalo el día de vuestro cumpleaños. ¿Creéis que hubieseis sido menos curiosos que Pandora? ¿Si os hubiesen dejado solos con la caja, no hubieseis sentido siquiera una tentación chiquitita de levantar la tapa? ¡Ay, no, no! ¡Qué cosa tan fea! Pero si pensabais que había{111} juguetes dentro, ya os hubiese costado trabajo perder la ocasión de echar una miradita. En realidad, no sé si Pandora esperaba encontrar juguetes, porque aún no se había empezado a hacer ninguno en aquellos días, en que el mundo mismo era un juguete grande para los niños que vivían en él. Pero Pandora estaba convencida de que en la caja había algo muy bueno y muy bonito. Y por lo tanto, estaba tan impaciente por verlo, como lo estaría cualquiera de las niñas que me rodean. Y hasta puede que un poco más, pero de eso no estoy completamente seguro.
Aquel día de que estamos hablando, su curiosidad aumentó tanto, tanto, que por fin se acercó a la caja. Casi estaba decidida a abrirla, si podía. ¡Ay, Pandora curiosa!
Primero intentó levantarla. Pesaba mucho para las pocas fuerzas de una niña como Pandora. Levantó uno de los lados unas cuantas pulgadas del suelo, y la dejó caer de nuevo: la caja dió un buen golpe. Un momento después se le figuró que había oído algo dentro de la caja. Acercó el oído lo más que pudo, y escuchó. ¡Sí, sí: dentro había una especie de murmullo! ¿Sería sólo el ruido de los oídos de Pandora o el latido de su corazón? La niña no pudo convencerse de si había oído algo o no, pero su curiosidad era más fuerte que nunca.{112}
Cuando volvió la cabeza, cayó su vista sobre el nudo de cuerda de oro.
—Si que debe ser persona habilidosa la que ha hecho este nudo—pensó—. Pero creo que, a pesar de todo, yo soy capaz de desatarlo. Por lo menos, quiero encontrar los dos cabos de la cuerda.
Tomó el nudo de oro entre las manos, y se puso a mirarle lo más atentamente que pudo. Casi sin intentarlo se encontró con que estaba empezando a desatarse. Entretanto, el sol entraba por la ventana abierta, y con él las voces de los niños que jugaban lejos, y acaso entre ellas la voz de Epimeteo. Pandora se detuvo para escuchar. ¡Qué hermoso día! ¿No sería mejor dejar en paz aquel nudo molesto, no volver a pensar en la caja, e ir a reunirse con sus compañeros, y jugar y ser feliz?
Durante todo este tiempo, sin embargo, sus dedos, medio inconscientemente, estaban ocupados con el nudo, y mirando a la cabeza ceñida con guirnalda de flores que estaba en la tapa de la caja encantada, le pareció que le hacía una mueca.
—Esta cara parece que me mira con malicia—pensó Pandora—. Puede que se ría porque estoy haciendo una cosa mal hecha. ¡Me dan unas ganas de echar a correr!...
Pero precisamente entonces, por casualidad,{113} dió al nudo una vuelta, que produjo un resultado maravilloso. La cuerda de oro se desató sola, como por magia, y dejó la caja sin cierre de ninguna clase.
—¡Qué cosa más extraña!—dijo Pandora—. ¿Qué va a decir Epimeteo? ¿Y cómo me las voy a arreglar para hacer otra vez el nudo?
Intentó una o dos veces volver a anudarlo, pero pronto comprendió que no tenía habilidad para tanto. Se había desatado tan repentinamente, que no podía recordar cómo estaba hecho; y cuando intentaba recordar su forma y aspecto primitivos, parecía escapársele por completo de la memoria. No podía hacer otra cosa que dejar la caja como estaba, hasta que Epimeteo volviese.
—Pero—dijo Pandora—cuando se encuentre el nudo desatado, querrá saber quién lo desató. ¿Cómo le voy a hacer creer que no he mirado lo que hay dentro de la caja?
Entonces, en su corazoncillo perverso nació la idea de que, puesto que de todos modos habían de sospechar que había mirado dentro de la caja, más valía mirar de verdad. ¡Oh, loca y curiosa Pandora! Podías haber pensado en hacer lo que era debido y en dejar como estaba lo que ya habías hecho, y no en lo que tu compañero Epimeteo fuera a decir o a pensar. Y así hubiera sucedido, tal vez, si la cara encantada{114} de la tapa de la caja no la hubiese mirado de modo tan incitante y tan persuasivo, y si no le hubiera parecido oir más claro que nunca el murmullo de vocecitas dentro. No podía saber si era imaginación o no, pero en sus oídos había como un pequeño tumulto de murmullos... Acaso era su curiosidad misma la que murmuraba:
—¡Déjanos salir, querida Pandora...; por favor, déjanos salir! ¡Si vieras qué buenos compañeros vamos a ser para ti! ¡Déjanos salir y verás!
—¿Qué será?—pensó Pandora—. ¿Habrá algo vivo en la caja? ¡Sea lo que quiera, estoy decidida a verlo! ¡Sólo una miradita, y luego vuelvo a cerrar la caja como antes! ¿Qué mal puede haber en que mire un poquito?
Pero ya es hora de que sepamos qué estaba haciendo Epimeteo.
Aquélla era la primera vez, desde que había llegado su compañera, que había intentado divertirse sin que ella le acompañase. Pero nada le salía a su gusto, ni era tan feliz como los demás días.
No podía encontrar frutas maduras y dulces, y si las encontraba le empalagaban. No había regocijo en su corazón, ni su voz surgía alegre como otras veces, al unirse a las de sus compañeros en sus bulliciosos juegos. En una palabra:{115} se puso tan molesto y tan disgustado, que los otros niños no podían comprender lo que le pasaba. Tampoco él lo comprendía del todo. Porque debéis recordar que en el tiempo de que vamos hablando, todo el mundo tenía la costumbre de ser constantemente feliz. El mundo aún no había aprendido a ser de otra manera. Ni un solo cuerpo había estado enfermo, ni una sola alma había estado triste, desde que aquellos niños fueron enviados a la hermosa Tierra para divertirse y gozar de ella.
Por fin, descubriendo que algo le sucedía, fuese lo que fuese, dejó de jugar, y le pareció lo mejor ir a buscar a Pandora, que siquiera estaba de humor parecido al suyo. Pero con esperanza de darle una alegría, cogió unas cuantas flores, hizo con ellas una guirnalda y pensó ponérsela en la cabeza. Las flores eran muy bonitas—rosas y azucenas y flores de azahar, y otras muchas que iban dejando a su paso un rastro de fragancia—. Y la guirnalda estaba todo lo bien hecha que cabe por manos de un niño. Los dedos de las niñas, al menos a mí me lo ha parecido siempre, tienen más habilidad para hacer guirnaldas de flores; pero los niños de aquellos tiempos eran más hábiles que los de los nuestros.
Y aquí llega el momento de decir que una gran nube negra hacía ya algún tiempo que{116} andaba por el cielo, aunque todavía no había ocultado la luz del sol. Pero cuando Epimeteo entró en su casita, la nube interceptó la luz, y produjo una repentina y triste obscuridad.
Entró Epimeteo despacito, porque quería, a ser posible, llegar sin que le sintiese Pandora, y ponerle en la cabeza la guirnalda de flores, antes de que ella se hubiese dado cuenta de su presencia. Pero no había necesidad de entrar tan despacio. Aunque hubiese dado pasos pesados y ruidosos, tan ruidosos como los de un hombre, casi iba a decir como los de un elefante, es probable que Pandora no le hubiese oído llegar.
Estaba demasiado absorta en sus malos propósitos. En el momento en que Epimeteo entró en la casita, la chiquilla había puesto la mano en la tapa, y estaba a punto de abrir la caja. Epimeteo la miró. Si hubiese dado un grito, Pandora probablemente hubiese retirado la mano, y el misterio tremendo de la caja no se hubiese sabido nunca.
Pero Epimeteo, aunque nunca hablaba de ello, tenía también su poquito de curiosidad por saber lo que había dentro. Comprendiendo que Pandora estaba resuelta a descubrir el secreto, decidió que su compañera no había de ser la única en enterarse de él. Y si dentro de la caja había algo bonito o que valiese la pena,{117} también él quería tener su parte. Así es que, después de tantos prudentes consejos a Pandora para que demorase su curiosidad, Epimeteo se volvió casi tan insensato como ella, y casi tan culpable como su compañera. De modo que si echamos la culpa a Pandora de lo que sucedió, no debemos dejar de echársela también a Epimeteo.
Cuando Pandora levantó la tapa, la casita se quedó muy obscura y muy triste, porque la nube negra había ocultado por completo el sol y parecía haberlo enterrado vivo. Desde hacía un rato venían oyéndose truenos lejanos, que de repente se hicieron terribles. Pero Pandora, sin oirlos, levantó la tapa y miró al interior de la caja. Parecióle que un enjambre de criaturitas aladas salía de ella volando, y en el mismo instante oyó la voz de Epimeteo en tono lamentable, como si le doliese algo.
—¡Ay, me han mordido!—exclamó—, ¡me han mordido! Pandora, Pandora, ¿por qué has abierto esa caja maldita?
Pandora dejó caer la tapa, y volviéndose rápidamente, miró a ver qué había sucedido a Epimeteo. La tormenta había obscurecido de tal modo la habitación, que no podía ver bien dónde estaba. Pero oyó un zumbido desagradable, como si muchas moscas muy grandes o muchos mosquitos gigantescos estuviesen volando{118} en derredor suyo. Y cuando se le acostumbraron los ojos a la escasa luz, vió multitud de feísimas y diminutas formas con alas de murciélago, que parecían encolerizadísimas y armadas de terribles aguijones en la cola. Una de ellas era la que había picado a Epimeteo. No pasó mucho tiempo sin que Pandora empezase a llorar con no menos dolor y susto que su compañero, y haciendo muchísimo más ruido que él. Uno de aquellos odiosos monstruos diminutos se le había posado en la frente, y no sé hasta cuándo la hubiese estado picando, si Epimeteo no hubiese corrido a espantarle.
Y ahora, si queréis saber quiénes podían ser aquellos feísimos animalejos que se habían escapado de la caja, os diré que eran la familia entera de los males del mundo. Eran todas las malas pasiones. Eran las muchísimas especies de cuidados. Eran más de ciento cincuenta penas distintas; eran las enfermedades, en gran número, de miserables y dolorosas formas; eran muchas más clases de calamidades de las que yo puedo deciros.
En resumen: todo cuanto desde entonces ha afligido los cuerpos y las almas de la Humanidad, estaba encerrado en la misteriosa caja, y se les había entregado a Epimeteo y a Pandora para que lo custodiasen cuidadosamente, para que los felices niños del mundo no sintiesen{119} nunca la menor molestia. Si hubieran cumplido fielmente su encargo, todo hubiese ido bien. Ninguna persona mayor hubiese estado triste nunca; ninguna niña hubiese tenido nunca motivo para derramar una sola lágrima, desde aquella hora hasta este momento.
Pero—y por esto podéis comprender cómo una mala acción de un solo mortal es una calamidad para el mundo entero—, por haber Pandora levantado la tapa de la caja, y por no habérselo impedido Epimeteo, aquellos males se han instalado entre nosotros, y me parece que no tienen prisa de volver a marcharse. Porque era imposible, como comprenderéis, que los dos niños tuvieran encerrado el enjambre feísimo dentro de su casita. Por el contrario, lo primero que hicieron fué abrir de par en par las ventanas, a ver si podían librarse de ellos, y allá salieron volando los males, y de tal modo atormentaron y afligieron a toda la gente menuda que fueron encontrando al paso, que en mucho tiempo ninguno de los niños volvió a sonreir. Y, lo que es más extraño, todas aquellas flores llenas de rocío de la tierra, ninguna de las cuales se había marchitado hasta entonces, ahora empezaron a marchitarse y a deshojarse, y ninguna dura más de un día o dos. Los niños también, que parecían inmortales en su infancia, empezaron desde entonces a crecer{120} día por día, y pronto se hicieron jóvenes, y luego hombres y mujeres, y ancianos, antes de poder darse cuenta del triste cambio.
Entretanto la malvada Pandora y el no menos malvado Epimeteo se quedaron en su casita. Los dos habían sido picados dolorosamente y tenían bastante dolor, que les parecía más intolerable porque era el primero que habían sentido desde que empezó el mundo. Como no tenían costumbre alguna de sufrir, no podían comprender lo que el sufrimiento significaba. Además, estaban de muy mal humor uno contra otro, y cada uno contra sí mismo. Epimeteo se sentó en un rincón de espaldas a Pandora, y Pandora se tiró al suelo y apoyó la cabeza en la caja fatal y abominable. Lloraba y sollozaba como si fuera a rompérsele el corazón.
De repente oyó un ruidito suave dentro de la caja.
—¿Qué dirá?—preguntó Pandora, levantando la cabeza.
Pero Epimeteo no había oído el ruido, o estaba de demasiado mal humor para darse por enterado: el caso es que no respondió.
—¡Qué poco amable eres!—dijo Pandora volviendo a sollozar—; ya no quieres hablarme.
¡Otra vez el ruido! Sonaba como si los nudillos de una manecita de hada golpeasen ligeramente, y por juego, el interior de la caja.
—¿Quién eres?—preguntó Pandora con un poco de su antigua curiosidad—. ¿Quién eres tú, que aún estás dentro de esta maldita caja?
Una vocecilla dulce respondió desde dentro:
—Levanta la tapa, y lo verás.
—No, no—respondió Pandora echándose a llorar de nuevo—. No quiero volver a levantar la tapa. Dentro de la caja estás, maligna criatura, y dentro te quedarás. Bastantes de tus feísimos hermanos y hermanas andan ya volando por el mundo. No pienses que voy a ser tan loca que a ti también te deje salir.
Miró hacia Epimeteo al decir esto, acaso esperando que la alabase por su prudencia. Pero el niño, enojado, dijo que a buena hora se acordaba de tener prudencia.
—¡Ah!—dijo la dulce voz—, más os valdría dejarme salir. No soy de esas malignas criaturas que tienen aguijones en la cola. No eran hermanos ni hermanas míos los que han salido, como veréis si queréis mirarme. Ven, ven, Pandora mía. Estoy segura de que me vas a dejar salir.
Había una especie de amable hechicería en el tono de la voz, que hacía imposible negar nada de lo que pidiera. El corazón de Pandora se había ido aliviando insensiblemente a cada palabra que salía de la caja. También Epimeteo, aunque sin salir de su rincón, se había vuelto{122} un poco, y parecía estar de mejor humor que antes.
—Mi querido Epimeteo—exclamó Pandora—, ¿has oído esa vocecita?
—Sí la he oído, sí—respondió Epimeteo con no muy buenos modos—. ¿Qué tenemos con eso?
—¿Quieres que vuelva a levantar la tapa?—preguntó Pandora.
—Haz lo que te parezca—dijo Epimeteo—. Ya has hecho tanto daño, que puede que no importe que hagas un poco más. Un mal, añadido al enjambre que has echado a volar por el mundo, no significa nada.
—Podías hablarme con mejores modos—murmuró Pandora, limpiándose los ojos.
—¡Ah, niño, niño!—exclamó la voz dentro de la caja en tono medio serio, medio de burla—. De sobra sabes tú que estás deseando verme. Ven, Pandora, ven; levanta la tapa. Tengo prisa por consolaros. Déjame que respire un poco el aire libre, y ya veréis cómo las cosas no son tan tristes como os parecen.
—Epimeteo—exclamó Pandora—, pase lo que pase, estoy decidida a abrir la caja.
—Y como me parece que la tapa pesa mucho—exclamó Epimeteo corriendo por la habitación—, te ayudaré.
Así, de común acuerdo, los dos niños levantaron{123} de nuevo la tapa. Salió volando una radiante y sonriente mujercita, que revoloteó por toda la habitación, arrojando luz por dondequiera que pasaba. ¿No habéis hecho bailar nunca un rayo de sol con un pedazo de espejo? Pues eso parecía el alado regocijo de aquella mujercita como un hada, en la obscuridad triste de la habitación. Voló hacia Epimeteo y puso ligeramente el dedo en el sitio en que el mal le había picado, e inmediatamente cesó el dolor. Luego besó a Pandora en la frente, y también curó el daño.
Después de realizar esta buena obra, la alegre desconocida revoloteó juguetonamente sobre las cabezas de los dos niños, y los miró tan dulcemente, que ambos empezaron a creer que no era realmente tan malo haber abierto la caja, puesto que, de otro modo, su gozosa huéspeda se hubiese quedado prisionera para siempre entre aquellos malvados duendes con sus aguijones en la cola.
—¿Quién eres, hermosa criatura?—preguntó Pandora.
—¡Hay que llamarme Esperanza!—respondió la mujercita—. Y porque soy tan alegre y sé dar tanto ánimo, aunque soy tan pequeña, me encerraron en la caja, para consolar al género humano de todo el enjambre de males que estaba destinado a caer sobre ellos. ¡No{124} temáis! Ya veréis cómo lo pasamos muy bien, a pesar de todos.
—Tus alas tienen muchos colores, como el arco iris—exclamó Pandora—. ¡Qué bonitas son!
—Sí, son como el arco iris—dijo la Esperanza—, porque aunque soy alegre por naturaleza, estoy hecha tanto de lágrimas como de sonrisas.
—¿Y te quedarás con nosotros?—preguntó Epimeteo—. ¿Siempre y para siempre?
—Siempre que me necesitéis, me tendréis—dijo la Esperanza con su placentera sonrisa—, y me necesitaréis mientras estéis en el mundo. Prometo no abandonaros nunca. Vendrán tiempos y ocasiones, de cuando en cuando, en que me he desvanecido por completo. Pero otra vez, y otra vez, y otra y otra, cuando menos lo penséis, veréis el resplandor de mis alas en el techo de vuestra cabaña. Sí, hijos míos, y sé que luego os van a dar una cosa muy buena y muy bonita.
—¡Oh, dinos qué es!—exclamaron los niños—, ¡dinos qué es!
—No me preguntéis—repuso la Esperanza, poniéndose un dedo en los labios de rosa—. Pero no desesperéis de alcanzarlo, aunque no os llegue mientras viváis en la tierra. ¡Creed en mi promesa, porque es verdad!{125}
—¡Te creemos!—exclamaron a un tiempo Pandora y Epimeteo.
Y así lo hicieron. Y no sólo ellos, sino todo el que ha vivido, ha creído en la Esperanza. Y para deciros la verdad, no puedo menos de alegrarme (aunque desde luego fué cosa muy mal hecha), no puedo menos de alegrarme, digo, de que nuestra loca Pandora levantase la tapa de la caja. Sin duda... sin duda... los males siguen revoloteando por el mundo, y han aumentado en multitud, en vez de disminuir, y son una serie de duendes feísimos, y llevan en la cola los aguijones más envenenados. Yo he tropezado con ellos y me han picado, y espero que me picarán mucho más, según vaya siendo más viejo. Pero, ¿y la luciente y amable figura de la Esperanza? ¿Qué haríamos en el mundo sin ella? La Esperanza espiritualiza la tierra. La hace siempre nueva; y aunque miremos el mundo en su aspecto mejor y más brillante, la Esperanza nos dice que toda esa luz no es sino la sombra de una bienaventuranza infinita que hemos de encontrar después.
—Primavera—preguntó Eustaquio, tirándole de una oreja—, ¿te gusta mi pequeña Pandora? ¿No piensas que es tu vivo retrato? Pero tú no hubieras vacilado tanto antes de abrir la caja.
—Bien castigada hubiese estado por mi maldad{126}—replicó la chiquilla agudamente—, porque lo primero que hubiese salido de ella al levantar la tapa, hubiese sido el señor Eustaquio Bright, en forma de Calamidad.
—Primo Eustaquio—dijo Amapola—, ¿contenía la caja todo el mal que ha sucedido en el mundo?
—¡Sin faltar una miga!—respondió Eustaquio—. Esta misma nevada, que ha echado a perder mi partida de patines, estaba allí encerrada.
—¿Y qué tamaño tenía la caja?—preguntó Romero.
—Unos tres pies de largo—dijo Eustaquio—, dos de ancho y dos y medio de alto.
—¡Ah!—dijo el niño—, ¡te estás burlando de mí, primo Eustaquio! No hay males en el mundo para llenar una caja tan grande. Y lo que es la nevada, no es mal, que es diversión; de modo que no estaba en la caja, de seguro.
—¡Miren ustedes el chiquillo!—exclamó Primavera con aire de superioridad—. ¡Qué poco sabe de los males del mundo! ¡Pobrecillo! ¡Ya hablará de otro modo cuando tenga tanta experiencia de la vida como yo!
Y diciendo esto, empezó a saltar a la comba.
Entretanto el día iba llegando a su fin. Fuera, el paisaje tenía aspecto tenebroso. Había a lo lejos, en el crepúsculo que se acercaba, como{127} un rebaño de nubes grises que pasaban corriendo; en la tierra se habían borrado todos los caminos, y la nieve que se había amontonado sobre los escalones del Pórtico demostraba que nadie había entrado ni salido durante muchas horas. Si un niño solo hubiese estado en la ventana mirando el paisaje invernal, acaso se hubiese entristecido. Pero media docena de chiquillos juntos, aunque no puedan convertir el mundo en un Paraíso, pueden desafiar al invierno y a todas sus tormentas, que no serán capaces de entristecerlos. Eustaquio Bright, además, aguijoneado por las circunstancias, inventó varios juegos nuevos, que les conservaron llenos de alegría hasta la hora de irse a la cama, y sirvieron para pasar con felicidad la tormenta del día siguiente.{128}
La nevada duró un día más; qué fué de ella después, no puedo figurármelo. Fuese donde fuera, durante la noche desapareció por completo, y cuando salió el sol a la mañana siguiente, brilló sobre las montañas cubiertas de bosque con la mayor alegría del mundo. La escarcha había cubierto de tal modo los vidrios de las ventanas, que era casi imposible lanzar una mirada al paisaje exterior. Pero, mientras esperaba el desayuno, la gente menuda de Tanglewood había hecho agujeros en la escarcha con las uñas, y había conseguido ver con gran deleite que excepto en dos o tres sitios demasiado pendientes de la montaña, o sobre los bosques cuyas ramas negras, mezcladas con la nieve, formaban una mancha gris, todo el resto{132} del mundo que se alcanzaba a divisar estaba blanco como una sábana. ¡Qué precioso! Y para colmo de felicidad, hacía un frío capaz de helarle a uno las narices en un segundo. Si una persona tiene dentro del cuerpo vida bastante para soportarlo, no hay nada que le ponga de tan buen humor y le haga bailar y saltar la sangre más vivamente que un arroyo colina abajo, que una buena helada.
En cuanto desapareció el desayuno, toda la chiquillería, bien arropada en pieles y estambres, se desparramó sobre la nieve. ¡Vaya un día de diversión! Deslizáronse colina abajo, resbalando hasta el valle, unas cien veces, y, para divertirse más, haciendo volcar los trineos y dando volteretas y llegando al fondo cabeza abajo, la mayor parte de las veces. Y una vez, para mayor seguridad, Eustaquio Bright se subió en el mismo trineo con Margarita, Amapola y Flor de Limón, y echaron a correr cuesta abajo de prisa, de prisa, de prisa; pero a mitad de camino el trineo tropezó con un tronco escondido bajo la nieve, ¡y allí cayeron en un solo montón los cuatro pasajeros!, y al levantarse no encontraron al más pequeño, que era Flor de Limón. ¿Qué había sido del pobre muchacho? Y mientras se lo estaban preguntando y buscándole, Flor de Limón sacó la cabeza de entre un montón de nieve, con la cara colorada como si fuese{133} una inmensa flor escarlata que hubiese brotado de repente en medio del invierno. ¡Había que oirles reir a todos!
Cuando se cansaron de resbalar colina abajo, Eustaquio ocupó a los niños en cavar para hacer una cueva en el montón de nieve más alto que encontraron. Por desdicha, cuando estuvo terminada y toda la chiquillería se metió en el hueco, se hundió el techo sobre sus cabezas, y les enterró vivos a todos. Un minuto después todos sacaban las cabecitas de entre las ruinas, y la del estudiante aparecía en medio y encima de todas, canosa y venerable con el polvo de nieve que se había enredado entre sus rizos obscuros. Y entonces, para castigar al primo Eustaquio por haberles aconsejado que cavasen caverna tan ruinosa, los niños le atacaron en grupo y le apedrearon con bolas de nieve, de tal modo que tuvo que echar a correr. Huyó, y llegó a los bosques, y desde allí a la margen del Arroyo Umbrío, donde pudo oir el rumor del arroyuelo que corría bajo grandes montones de nieve y hielo, que apenas le dejaban ver la luz del día. Había témpanos diamantinos, que rebrillaban en torno de sus pequeñas cascadas. De allí llegó corriendo a la orilla del lago, y se encontró con una llanura blanca e intacta, que iba desde sus pies al pie de la inmensa montaña. Y como ya casi se estaba poniendo{134} el sol, Eustaquio pensó que nunca había visto espectáculo más hermoso. Se alegró de que los niños no estuviesen con él, porque su animación y su actividad desaforada hubieran disipado su estado de ánimo, elevado y grave; así es que sólo hubiese estado alegre (como, en efecto, lo había estado durante el día entero), pero no hubiese gozado la suavidad de la puesta de sol en invierno, entre las montañas.
Cuando el sol hubo descendido bastante, nuestro amigo Eustaquio volvió a casa a cenar. Después de la cena se encerró en el despacho, con el propósito, me figuro, de escribir una oda, o dos o tres sonetos, o versos de cualquier clase, en elogio de las nubes púrpura y oro que había visto en torno al sol poniente. Pero antes de que hubiese afirmado la primera rima, se abrió la puerta, y Primavera y Margarita aparecieron.
—¡Marchaos, chiquillas! ¡Ahora no puedo perder el tiempo con vosotros!—exclamó el estudiante, mirándolas por encima del hombro con la pluma en la mano—. ¿Qué mil diablos queréis? ¡Creí que estabais todos en la cama!
—Óyele, Margarita—dijo Primavera, hablando como si fuera una persona mayor—. Parece olvidar que yo ya tengo trece años, y puedo irme a la cama todo lo tarde que se me antoje. Primo Eustaquio, puedes abandonar tus aires solemnes y venir con nosotros al salón.{135} Los niños han hablado tanto de tus cuentos, que mi padre desea oir uno de ellos, para saber si puede hacernos algún daño oirlos.
—¡Bah, bah, Primavera!—exclamó el estudiante, un poco molesto—. No me creo capaz de contar ninguno de mis cuentos en presencia de personas mayores. Además, tu padre es un erudito y un humanista: no es que me dé miedo su erudición, porque no dudo que estará tan enmohecida como un cuchillo viejo. Pero estoy seguro de que discutirá la admirable tontería que he puesto en estas maravillosas historias, sacada de mi propia cabeza, y que constituye su mayor encanto para chiquillos como vosotros. Ningún hombre de cincuenta años, que haya leído los mitos clásicos en su juventud, puede comprender mi mérito como reinventor y mejorador de todos ellos.
—Puede que todo eso sea verdad—dijo Primavera—, pero no tienes más remedio que venir. Mi padre no abrirá su libro, ni mamá el piano, hasta que nos hayas regalado con algunas de tus tonterías, como tú mismo las llamas muy acertadamente. De modo que sé bueno, y ven.
Por mucho que dijese, el estudiante se alegraba muchísimo de aprovechar la oportunidad de demostrar al señor Pringle qué excelente facultad poseía para modernizar los mitos de los{136} tiempos antiguos. Hasta que cumple los veinte años, un joven debe sentir cierta timidez al enseñar su prosa y sus versos; pero a pesar de toda su timidez, tiene cierta tendencia a pensar que si sus producciones fuesen conocidas, le pondrían en la más alta cumbre de la literatura. Por lo cual, sin hacerse de rogar demasiado, Eustaquio consintió en que Primavera y Margarita le arrastrasen al salón.
Era una habitación amplia y cómoda, con una ventana semicircular en uno de los extremos, en cuyo hueco había una copia en mármol del Ángel y el Niño, de Greenough. A un lado de la chimenea había muchos estantes con libros severa y ricamente encuadernados. La luz blanca de la lámpara que colgaba del techo y el reflejo rojo del hogar, hacían la habitación brillante y alegre, y junto a la lumbre, en un gran sillón, estaba sentado el señor Pringle. Era un caballero alto y simpático, con una gran calva, y siempre estaba tan bien vestido, que Eustaquio Bright no se atrevía nunca a presentarse ante él sin detenerse un momento en la puerta para arreglarse el cuello de la camisa. Pero ahora, como Primavera le llevaba cogido de una mano y Margarita de la otra, se vio obligado a entrar con un aspecto bastante desaliñado, como si se hubiese pasado el día rodando por un montón de nieve, lo cual era verdad.{137}
El señor Pringle se volvió hacia el estudiante con benevolencia, desde luego, pero de un modo que le hizo sentir lo despeinado y mal cepillado que estaba, y lo mal peinados y mal cepillados que estaban también sus pensamientos.
—Eustaquio—dijo el señor Pringle con una sonrisa—, me he enterado de que estás causando sensación grandísima entre el pequeño público de Tanglewood con el ejercicio de tus facultades de narrador. Primavera, como la llaman los pequeños, y los demás chiquillos, han elogiado de tal modo tus cuentos, que mi mujer y yo quisiéramos oir una muestra de ellos. Y a mí me agradará especialísimamente, porque parece que los cuentos son un intento de trasladar las fábulas de la antiguedad clásica al idioma del sentimiento y la fantasía modernos. Al menos, eso he sacado en consecuencia de unos cuantos incidentes que han llegado hasta mí de segunda mano.
—No es usted precisamente el oyente que yo hubiese elegido, señor—observó el estudiante—, para fantasías de esta naturaleza.
—Es posible que no—replicó el señor Pringle—. Sospecho, sin embargo, que el crítico más útil para un autor joven es precisamente aquel que menos hubiese querido elegir.
—Creo que la simpatía debe tener algo de parte en la opinión de un crítico—murmuró{138} Eustaquio—. En fin, señor, si usted encuentra paciencia, yo encontraré historias que contar. Pero tenga usted la bondad de recordar que me dirijo a la imaginación y a la simpatía de los niños, no a la de usted.
E inmediatamente el estudiante aprovechó el primer tema que se le presentó. Sugiriósele un plato de manzanas que alcanzó a ver sobre la chimenea.
No habéis oído nunca hablar de las manzanas de oro que se criaban en el jardín de las Hespérides? ¡Oh, aquéllas sí que eran manzanas! Si se encontraran iguales en los huertos de ahora, ¡ya valdrían dinero! Pero no hay en todo el mundo, supongo yo, ni un solo árbol injerto en aquel frutal maravilloso, ni queda ninguna pepita de aquellas manzanas.
Hasta en los tiempos antiguos, muy antiguos, ya casi olvidados, en que el jardín de las Hespérides no había sido invadido aún por la mala hierba, dudaba mucha gente de que pudiera haber árboles verdaderos, cuyas ramas tuvieran manzanas de oro macizo. Todos habían oído hablar de ellas, pero nadie recordaba haber visto ninguna. Sin embargo, los niños solían{140} escuchar, boquiabiertos, los cuentos del árbol de las manzanas de oro, y se proponían descubrirle cuando llegasen a mayores. En busca de ese fruto iban los jóvenes valerosos que deseaban realizar hazañas más señaladas que sus compañeros. Muchos de ellos no volvieron jamás, y ninguno trajo las manzanas. ¡No es maravilla que les fuera imposible cogerlas! Decíase que, bajo el árbol, había un dragón de cien terribles cabezas, cincuenta de las cuales vigilaban siempre, mientras las otras cincuenta dormían.
Me parece a mí que apenas si valía la pena de correr tanto peligro por una manzana de oro macizo. Si hubieran sido manzanas dulces, jugosas, sazonadas, ya sería otra cosa. Podría haber tenido entonces algún sentido el tratar de cogerlas, a pesar del dragón de las cien cabezas.
Pero, como os he dicho, era cosa muy corriente entre los jóvenes, cuando se cansaban del exceso de paz y descanso, ir en busca del jardín de las Hespérides. Y una vez fué emprendida la aventura por un héroe que había disfrutado de bien poca paz y descanso desde que vino al mundo. En el tiempo de que os voy a hablar, vagaba por la apacible tierra de Italia con una pesada maza en la mano y un arco y una aljaba pendientes de los hombros. Iba envuelto{141} en la piel del león más grande y más fiero de aquellos bosques, que él mismo había matado, y aunque en el fondo era bueno y generoso y noble, tenía en su corazón mucho de la fiereza del león. Mientras caminaba, iba constantemente preguntando cuál era el camino más derecho para llegar al famoso jardín; pero nadie sabía palabra de ello, y muchos se hubiesen reído de la pregunta, si el forastero no hubiera llevado una maza tan enorme.
Así fué andando, andando, preguntando siempre lo mismo, hasta que al fin llegó a la orilla de un río, en donde unas cuantas jóvenes hermosísimas estaban tejiendo guirnaldas de flores.
—Lindas doncellas—preguntó el forastero—, ¿podéis decirme si éste es el camino derecho para ir al jardín de las Hespérides?
Las jóvenes se estaban divirtiendo en hacer guirnaldas y en coronarse con ellas unas a otras. Parecía como si en sus dedos hubiese algún poder mágico, porque al tocarlas se volvían las rosas más frescas y se cuajaban de rocío, se avivaban sus colores y exhalaban más suave fragancia que cuando estaban en la planta; pero al oir la pregunta del forastero dejaron caer todas las flores en el césped, y se miraron unas a otras con asombro.
—¡El jardín de las Hespérides!—exclamó{142} una—. Creíamos que, después de tanta decepción, se habrían cansado los mortales de buscarle. Y dime, intrépido viajero, ¿para qué deseas ir allí?
—Cierto rey, primo mío—replicó el viajero—, me ha mandado que le lleve tres de las manzanas de oro.
—Casi todos los jóvenes que van en busca de esas manzanas—advirtió otra de las damiselas—, desean adquirirlas para sí mismos o para regalarlas a alguna hermosa doncella de quien están enamorados. ¿Tanto quieres tú a ese rey, primo tuyo?
—Tal vez no—replicó el forastero, suspirando—. Ha sido severo y cruel conmigo muchas veces, pero es mi destino obedecerle.
—¿Y no sabes—preguntó la que había hablado primero—que un terrible dragón de cien cabezas está bajo el árbol de las manzanas de oro, guardándole?
—Bien sabido lo tengo—respondió el forastero—; pero desde la cuna ha sido mi ocupación y casi mi entretenimiento el habérmelas con serpientes y dragones.
Las jóvenes miraron su pesada maza y la peluda piel de león que llevaba, y también sus heroicos miembros y aspecto, y unas a otras se dijeron muy bajito que el forastero parecía ser persona de quien razonablemente cabía{143} esperar que realizara hazañas muy fuera del alcance de los demás hombres.
Pero, ¡el dragón de las cien cabezas! ¿Qué mortal, aunque tuviera cien vidas, podría abrigar esperanza de escapar a los colmillos de semejante monstruo? Tan compasivas eran las doncellas, que no podían ver con tranquilidad que aquel valiente y hermoso viajero intentara cosa tan arriesgada y se condenara a ser, muy probablemente, pasto para las cien voraces bocas del dragón.
—¡Vuelve atrás—exclamaron todas—, vuelve a tu casa! Tu madre, al verte sano y salvo, llorará lágrimas de alegría. ¿Qué más podría hacer si lograras tan gran victoria? No hagas caso de las manzanas de oro. No hagas caso del rey, tu cruel primo. Nosotras no queremos que te coma el dragón de las cien cabezas.
El forastero pareció impacientarse con estas advertencias. Levantó negligentemente su poderosa maza, y la dejó caer sobre una roca que allí cerca había, medio enterrada en el suelo. Con la fuerza de aquel golpe indolente, la roca saltó hecha toda pedazos. El dar aquella señal de fortaleza gigantesca no costó al extranjero más esfuerzo que a una de las doncellas tocar con una flor la rosada mejilla de su hermana.
—¿No creéis—dijo mirándolas y sonriéndo{144}—que un golpe como éste habría aplastado una de las cien cabezas del dragón?
Sentóse después sobre la hierba y les contó la historia de su vida, o por lo menos todo lo que de ella podía recordar desde el día en que tuvo por cuna el escudo de bronce de un guerrero. Estando echado en él, llegaron, arrastrándose por el suelo, dos enormes serpientes, y abrieron sus horribles mandíbulas para devorarlo; pero él, un bebé de meses nada más, agarró una de las fieras culebras en cada uno de sus puñitos y las estranguló.
Cuando era un chiquillo mató a un león enorme, casi tan grande como aquel cuya piel amplia y peluda llevaba entonces sobre los hombros. Lo primero que hizo después fué luchar con una especie de monstruo feísimo, al cual llamaban hidra, y que tenía nueve cabezas nada menos, y con dientes afiladísimos en todas ellas.
—Pero el dragón de las Hespérides, ya lo sabes—observó una de las doncellas—, ¡tiene cien cabezas!
—Sin embargo—replicó el forastero—-, mejor hubiera querido pelear con dos dragones así, que con una sola hidra; porque tan pronto como cortaba una cabeza, nacían otras dos en su lugar, y además, entre las cabezas había una a la que no era posible matar de ningún modo, sino
que seguía mordiendo tan fieramente como antes, mucho después de haber sido cortada. Así es que me vi obligado a enterrarla bajo una gran piedra, donde, sin duda, hoy mismo estará viva todavía; pero el cuerpo de la hidra, con sus otras ocho cabezas, ya no volverá a hacer daño a nadie.
Las jóvenes, calculando que la relación iba a durar buen rato, habían dispuesto una merienda de pan y uvas para que el forastero pudiera refrescar en los intervalos de su charla. Se complacían en animarle a tomar tan frugal alimento, y de cuando en cuando una de ellas se ponía un dulce grano de uva entre los labios rojos, para que no se avergonzara de comer solo.
El viajero pasó a contar cómo había dado caza a un velocísimo ciervo, corriendo detrás de él durante un año entero, sin pararse ni a tomar aliento, y cómo le cogió al fin por los cuernos, llevándosele vivo a casa. Y cómo había peleado con una casta de gentes rarísima, mitad caballos y mitad hombres, y los había matado a todos, creyéndolo su deber, para que nunca volvieran a verse tan horribles figuras. Y además de todo esto, se dió mucho tono por haber limpiado un establo.
—¿Y a eso le llamas hazaña maravillosa?—preguntó, sonriendo, una de las doncellas—. Cualquier trabajador del campo lo haría.{146}
—Si hubiera sido un establo ordinario—replicó el forastero—, no lo habría mencionado; pero fué una tarea tan gigantesca, que habría consumido mi vida toda en acabarla, a no ocurrírseme felizmente la idea de meter un río por la puerta, desviándole de su cauce. ¡Eso realizó el trabajo en muy poco tiempo!
Viendo con qué atención le escuchaban sus hermosas oyentes, les contó luego que había matado unas aves monstruosas y había cogido vivo a un toro bravo y le había soltado otra vez, y que había domado muchísimos caballos muy salvajes, y vencido a Hipólita, la belicosa reina de las Amazonas. Refirió también que había cogido el cinturón encantado que tenía Hipólita, y se le había regalado a la hija de su primo, el rey.
—¿Era el cinturón de Venus—preguntó la más bonita de las doncellas—, que hace a las mujeres hermosas?
—No—respondió el forastero—. Había sido en tiempos el tahalí de Marte, y a quien le lleva puesto le hace valiente y animoso.
—¡Un tahalí viejo!—exclamó la damisela, levantando la cabeza con desdén—. ¡No daría un comino por tenerle!
—Harías muy bien—dijo el forastero.
Siguiendo su maravilloso relato, enteró a las doncellas de que la más extraña de cuantas{147} aventuras se le presentaron fué su pelea con Gerión, el hombre de seis piernas. Bien podéis creer que sería una figura rarísima y temerosa. Quien mirara sus huellas en la arena o en la nieve, supondría que tres buenos compañeros habían pasado marchando juntitos. Al oir sus pisadas a corta distancia, nada más razonable que pensar que se acercaban varias personas. ¡Y era solamente el extraño Gerión, que venía pisando con sus seis pies!
¡Seis piernas y un cuerpo gigantesco! De fijo que sería un monstruo de aspecto sorprendente. Y, amiguitos, ¡qué gasto de piel para botas!
Cuando el forastero acabó la narración de sus aventuras, miró las atentas caras de las doncellas.
—Tal vez hayáis oído hablar de mí antes de ahora—dijo modestamente—. Me llamo Hércules.
—Ya lo habíamos sospechado—replicaron—, porque la noticia de tus hazañas maravillosas ha corrido por todo el mundo. Ahora no nos parece extraño que vayas en busca de las manzanas de oro de las Hespérides. Venid, hermanas, y coronemos de flores al héroe.
Entonces pusieron hermosas guirnaldas sobre su augusta cabeza y sus poderosos hombros, de manera que la piel de león quedó casi{148} enteramente cubierta de rosas. Se apoderaron de la pesada maza y entretejieron a su alrededor los más brillantes, los más delicados, los más olorosos capullos, sin dejar al descubierto ni el ancho de un dedo, de su leñoso material; parecía toda ella un enorme ramo de flores.
Finalmente, se cogieron de las manos y danzaron a su alrededor, cantando palabras que, sin molestarse en procurarlo, resultaban poesía y formaban una composición coral en honor del ilustre Hércules.
Y Hércules se puso contento, como le hubiera ocurrido a cualquier otro héroe, al ver que aquellas hermosas jóvenes ya habían oído hablar de los valerosos hechos que tanto trabajo y tanto riesgo le habían costado llevar a cabo; pero no estaba aún satisfecho. No podía creer que lo realizado mereciera tanto honor, mientras quedase alguna aventura temeraria o difícil por emprender.
—Queridas doncellas—dijo cuando se detuvieron para tomar aliento—, ahora que ya sabéis mi nombre, ¿no me diréis cómo podré llegar al jardín de las Hespérides?
—¡Ah! ¿Te vas tan pronto?—exclamaron—. Tú, que has hecho tantas maravillas y que has llevado una vida tan trabajosa, ¿no puedes permitirte algún descanso a la orilla de este manso río?{149}
Hércules movió la cabeza.
—Tengo que irme ahora mismo—dijo.
—Entonces te daremos las señas lo mejor que podamos—replicaron las jóvenes—. Tienes que ir a orilla del mar, encontrar al Viejo y obligarle a informarte de dónde se encuentran las manzanas de oro.
—¡El Viejo!—o repitió Hércules, riéndose de ese nombre—. ¿Y quién es el Viejo?
—¿Quién ha de ser? ¡El Viejo del Mar!—contestó una de las muchachas—. Tiene cincuenta hijas y hay quien dice que son muy hermosas; pero no nos ha parecido bien relacionarnos con ellas, porque tienen el pelo de color verde mar y su cuerpo remata en cola como el de los peces. Tienes que hablar con ese Viejo del Mar. Siempre está cruzando mares. Sabe cuanto se refiere al jardín de las Hespérides, porque está en una isla que él acostumbra a visitar.
Hércules preguntó entonces dónde se podría encontrar más fácilmente al Viejo, y cuando las jóvenes le hubieron informado, les dió las gracias por todas sus bondades—por el pan y las uvas que le dieron, las flores exquisitas con que le coronaron y los cánticos y danzas con que le habían honrado—, y sobre todo, por haberle indicado el camino, y se puso en marcha inmediatamente.{150}
Pero antes de que se hubiera alejado mucho, le llamó una de las doncellas.
—¡Agarra bien fuerte al Viejo cuando le cojas!—le gritó, sonriendo y levantando un dedo para dar más fuerza a la recomendación—, y no te asombres de ninguna cosa que pueda ocurrir. Sujétale bien, y él te dirá lo que deseas saber.
Hércules dió las gracias de nuevo y siguió su camino, mientras volvían las jóvenes a su agradable tarea de trenzar guirnaldas de flores. Siguieron hablando del héroe mucho después de haberse alejado.
—Le hemos de coronar con nuestras más hermosas guirnaldas—dijeron—cuando vuelva por aquí con las tres manzanas de oro, después de haber matado al dragón de las cien cabezas.
Mientras tanto, Hércules caminaba avanzando siempre, salvando montes y valles y cruzando bosques solitarios. Algunas veces alzaba su maza, y al descargar el golpe hacía astillas un poderoso roble. Tenía la imaginación tan llena de los gigantes y monstruos que había estado combatiendo toda su vida, que tal vez tomara al corpulento árbol por uno de ellos. Tan ansioso estaba Hércules de dar cima a la empresa acometida, que sentía casi haber perdido tanto tiempo con las doncellas, malgastando{151} aliento en el relato de sus aventuras. Esto les ocurre siempre a las personas destinadas a llevar a cabo grandes cosas. Lo que ya tienen hecho les parece que no vale nada, y lo que traen entre manos les parece digno de poner en ello trabajo, correr peligros y aun arriesgar la vida.
Las personas que pasaran por el bosque, no podrían menos de asustarse al verle derribar los árboles con su gran maza. De un solo golpe se rajaba el tronco, lo mismo que herido por el rayo, y las ramas gruesas caían crujiendo y tronchándose.
Apresurando la marcha, sin hacer alto ni mirar hacia atrás, no tardó en oir a los lejos el rugido del mar. Esto le hizo aumentar la velocidad aún más, y pronto llegó a una playa en donde las olas, muy grandes, se deshacían sobre la arena dura, formando una larga faja de espuma, blanca como la nieve. Sin embargo, a un extremo de la playa había un sitio agradable, en donde unos cuantos arbustos verdes trepaban sobre un peñasco, haciendo que su roquiza superficie pareciera blanda y bella. Una alfombra de verde hierba, profusamente mezclada con trébol oloroso, cubría el estrecho espacio comprendido entre la base del peñasco y el mar. ¿Y qué pudo vislumbrar Hércules allí? Pues vió a un hombre viejo, profundamente dormido.{152}
Pero, ¿era real y verdaderamente un hombre viejo? Cierto que a primera vista lo parecía; pero después de un examen detenido, semejaba más bien alguna especie de criatura marina. Sus piernas y sus brazos tenían escama como la de los peces; tenía las manos y los pies membranosos, a la manera de los patos, y su luenga barba, de tinte verdoso, más parecía un puñado de algas que una barba ordinaria. ¿No habéis visto nunca un leño que ha sido azotado por las olas mucho tiempo, y se ha cubierto enteramente de conchas y de algas, y que al fin, cuando se le saca a tierra, parece haber surgido de los más profundos senos del mar? Bueno; pues a aquel hombre anciano le hubierais tomado ni más ni menos que por un leño así. Pero Hércules, en cuanto puso los ojos sobre aquella extraña figura, se convenció de que no podía ser más que el Viejo, el que había de indicarle su camino.
Sí: era el mismísimo Viejo del Mar, de quien le habían hablado las hospitalarias jovencitas. Dando gracias a su estrella por la buena suerte de encontrarle dormido, Hércules fué hacia él de puntillas y le cogió de un brazo y de una pierna.
—Dime—exclamó antes de que el Viejo se despertase del todo—, ¿por dónde se va al jardín de las Hespérides?{153}
Como os podéis figurar fácilmente, el Viejo del Mar se despertó asustado. Pero su asombro apenas pudo ser mayor que el que tuvo Hércules en el momento siguiente. Porque, de pronto, pareció que el Viejo se le deshacía entre los dedos, y en su lugar se encontró sujetando a un ciervo por una pata trasera y otra delantera. Pero siguió apretando. Entonces desapareció el ciervo, y en su lugar había un ave marina que chillaba y aleteaba, mientras Hércules le apretaba un ala y una pata. Pero el ave no pudo escaparse. Inmediatamente después había un horroroso perro de tres cabezas, que gruñó y ladró a Hércules, y mordió fieramente las manos con que le sujetaba. Pero Hércules no le soltó. Al minuto siguiente, en vez del perro de las tres cabezas, apareció nada menos que Gerión, el hombre-monstruo de las seis piernas, dando puntapiés a Hércules con cinco de ellas, para ver de libertar la otra. Pero Hércules siguió sujetando fuerte. En seguida, no estaba allí Gerión, sino una serpiente inmensa, como aquellas que Hércules había estrangulado en su niñez, sólo que cien veces más grande; se retorció y se enlazó alrededor del cuello y del cuerpo del héroe, y sacudió su cola erguida y abrió sus espantosas fauces como para devorarle de un bocado. De manera que el espectáculo era de lo más terrible. Pero Hércules no se{154} desanimó ni pizca, y estrujó la grandísima sierpe con tanta fuerza, que la hizo silbar de dolor.
Habéis de saber que el Viejo del Mar, aunque generalmente se parecía muchísimo al mascarón de proa de un barco azotado por las olas, tenía el poder de tomar cualquier forma que se le antojase. Cuando se sintió tan fuertemente cogido por Hércules, tuvo la esperanza de producirle sorpresa y terror tales, con sus transformaciones mágicas, que el héroe le dejara escapar. Si Hércules hubiera aflojado un poco, el Viejo habría ido a hundirse en el mismo fondo del mar, de donde no se hubiera molestado en salir para contestar preguntas impertinentes. Supongo yo que noventa y nueve personas de cada ciento se habrían asustado hasta perder la cabeza, con la primera de sus horribles figuras, y habrían echado a correr en seguidita. Porque una de las cosas más difíciles en este mundo es comprender la diferencia entre los peligros reales y los imaginarios.
Pero como Hércules le sujetaba tan tercamente y no hacía sino estrujarle más a cada cambio de forma, haciéndole, en realidad, no poco daño, acabó por pensar que lo mejor sería reaparecer en su propia figura. Y así de nuevo se mostró aquel personaje, algo pez escamoso, con membranas en pies y manos y con una especie de mechón de algas en la barba.{155}
—Haz el favor de decirme qué quieres de mí—exclamó el Viejo en cuanto pudo tomar aliento, porque el cambiar tantas veces de figura era tarea muy fatigosa—. ¿Por qué me aprietas tan fuerte? Déjame al momento, o me harás pensar que eres una persona sumamente incivil.
—¡Me llamo Hércules—dijo con voz bronca el poderoso forastero—, y no te soltaré si no me dices cuál es el camino más derecho para ir al jardín de las Hespérides!
Cuando el Viejo oyó quién era el que le había cogido, comprendió al instante que sería preciso decirle todo lo que necesitaba saber. Tened presente que el Viejo era habitante del mar y correteaba por todas partes, como toda la gente marina. Por de contado, había oído hablar muchas veces de la fama de Hércules, de las hazañas maravillosas que estaba realizando a cada paso y de lo decidido que era siempre para llevar a término cosa que emprendiera. Por tanto, no hizo ya más esfuerzos por escapar, y dijo al héroe cómo podía encontrar el jardín de las Hespérides, y le advirtió, además, cuáles eran las muchas dificultades que habría de vencer antes de llegar a él.
—Tienes que ir por aquí, por allá—dijo el Viejo del Mar después de marcar los rumbos—, hasta que llegues a la vista de un gigante muy{156} alto que sostiene los cielos sobre sus hombros. Y el gigante, si es que está de humor, te dirá exactamente dónde se encuentra el jardín de las Hespérides.
—Y si por casualidad el gigante no está de humor—observó Hércules balanceando su maza en la punta de un dedo—, es muy posible que encuentre yo manera de convencerle.
Dando las gracias al Viejo del Mar y pidiéndole perdón por haberle estrujado tan rudamente, emprendió de nuevo la marcha nuestro héroe. Le ocurrieron muchas y extrañas aventuras, que valdrían muy bien la pena de que las escucharais, si yo tuviera tiempo de narrarlas tan detalladamente como merecen.
En este viaje fué, si no me equivoco, donde encontró a aquel prodigioso gigante, concertado por la Naturaleza de tan admirable manera, que cada vez que tocaba la tierra se hacía diez veces más fuerte que antes de caer. Se llamaba Anteo. Fácilmente comprenderéis que era cosa muy difícil pelear con él, porque en cuanto se le derribaba a tierra de un golpe, se levantaba de nuevo más fuerte, más fiero, más diestro para manejar sus armas, que si el enemigo le hubiera dejado en paz. Así, cuanto más fuerte golpeaba Hércules al gigante con su maza, más lejos parecía de alcanzar la victoria. Yo he discutido algunas veces con personas así, pero{157} nunca me he peleado con ninguna. El único medio que encontró Hércules para poner fin al combate fué el de levantar a Anteo, sosteniéndole con los pies separados del suelo, y estrujarle, estrujarle y estrujarle hasta que le sacó toda la resistencia del enorme cuerpo.
Terminado este asunto, prosiguió Hércules su viaje y llegó a tierras de Egipto, en donde le cogieron prisionero, y le habrían quitado la vida, de no haber matado al rey del país, escapando de ese modo. Cruzó luego los desiertos de África, y marchando lo más aprisa que pudo, llegó por fin a la orilla del gran Océano. Y allí, a menos que pudiera andar sobre las crestas de las olas, parecía que su viaje tenía que darse por concluído.
Nada había delante de él, salvo el Océano espumante, impetuoso, inmenso; pero de pronto, al mirar hacia el horizonte, vió a mucha distancia algo que no se veía un momento antes. Relucía con gran brillo, casi como el redondo y dorado disco del sol cuando se alza o se pone tras el borde del mundo. Se iba acercando evidentemente, porque a cada momento aquel objeto maravilloso se hacía más grande y más brillante. Al cabo se acercó tanto, que Hércules reconoció que era una inmensa copa o un tazón enorme, hecho o de oro o de bronce pulido. Cómo podía flotar sobre el mar, es cosa que yo{158} no sé explicaros; pero, de todos modos, allí estaba balanceándose sobre las olas tumultuosas, que lo mecían a un lado y a otro, levantando sus crestas espumantes contra las paredes, pero sin hacer pasar nunca la espuma por encima del borde.
—He visto muchos gigantes en mi vida—pensó Hércules—, pero ninguno que para beber necesitara copa como ésta.
Y, verdaderamente, ¡vaya una copa que hubiera sido! Era tan grande... tan grande... ¡Me asusta deciros lo inmensamente grande que era! Para compararla con algo, os diré que era diez veces mayor que una gran piedra de molino, y siendo toda de metal, flotaba sobre las olas embravecidas más ligera que una cáscara de nuez en las aguas de un arroyo. Las olas la empujaron hacia adelante, hasta que rozó la orilla a corta distancia del sitio en donde estaba Hércules.
Tan pronto como sucedió esto, comprendió lo que había de hacer: que no le habían ocurrido tantas aventuras notables para no aprender perfectísimamente cómo había de conducirse cuando sucediera algo que se apartara de lo acostumbrado. Era claro como la luz del día que aquella copa maravillosa había sido enviada sobre las olas por algún poder oculto, y guiada hasta allí a fin de llevar a Hércules a{159} través del mar, siguiendo su ruta hacia el jardín de las Hespérides. En consecuencia, sin perder momento saltó por encima del borde y se deslizó hasta el fondo, en donde, extendiendo su piel de león, se dispuso a reposar un poquito. Hasta entonces, apenas si había descansado desde que se despidió de las jovencitas a la orilla del río. Las olas se estrellaban, con agradable y metálico sonido, contra la superficie de la cóncava copa; la bamboleaban ligeramente de un lado para otro, y el movimiento era tan suave, que Hércules, blandamente mecido, cayó pronto en un sueño delicioso.
Llevaba ya mucho tiempo de siesta, probablemente, cuando la copa acertó a tropezar contra una roca, y en consecuencia resonó y repercutió, a través de su substancia de oro o de bronce, cien veces más fuerte que la mayor campana de iglesia que hayáis podido oir. Al ruido despertó Hércules, que inmediatamente se levantó y examinó el lugar en que se hallaba. No tardó mucho en reconocer que la copa había flotado a través de gran parte del mar, y estaba acercándose a la costa de lo que le pareció ser una isla. Y en aquella isla, ¿qué pensaréis que vió?
No, no lograréis jamás adivinarlo, ni aun cuando lo intentéis cincuenta mil veces. Creo positivamente que aquél fué el más admirable{160} espectáculo de cuantos había visto Hércules en todo el curso de sus maravillosos viajes y aventuras. Era una maravilla más grande que la hidra de las nueve cabezas, que se duplicaban a medida que las iban cortando; más grande que el hombre-monstruo de las seis piernas; más grande que Anteo; más grande que todo lo que haya podido ver nadie antes o después de los días de Hércules, y que cualquier cosa que haya aún de ser vista por los viajeros de los tiempos futuros. ¡Era un gigante!
Pero, ¡qué gigante más intolerablemente enorme! Un gigante alto como una montaña; un gigante tan grande, que las nubes rodeaban su talle como un cinturón y pendían de sus mejillas como una barba blanca, y volaban por delante de sus ojos inmensos, de modo que no le dejaban ver ni a Hércules ni a la copa de oro en que viajaba. Y lo más maravilloso de todo era que el gigante tenía levantadas sus grandes manos, y parecía sostener el cielo, que según pudo entrever Hércules a través de las nubes, se apoyaba sobre su cabeza. Realmente, esto parece demasiado para creerlo.
Mientras tanto, la copa resplandeciente seguía flotando y avanzando hasta tocar la orilla. En aquel momento la brisa barrió las nubes que ocultaban la cara del gigante, y Hércules contempló sus enormes facciones: ojos que
parecían lagos, nariz de una milla de largo y boca de igual anchura. Con su enormidad de tamaño tenía un terrible aspecto, pero desconsolado y fatigado, como le podemos observar ahora en muchas personas obligadas a sobrellevar cargas excesivas para sus fuerzas. Lo que era el cielo para el gigante, son los cuidados de la tierra para los que se dejan aplastar por ellos. ¡Cuántas veces acometen los hombres más de lo que permiten sus facultades, y encuentran su perdición, como al pobre gigante le había ocurrido!
¡Pobre hombre! Evidentemente llevaba allí una larga temporada. Una selva espesa había crecido y envejecido alrededor de sus pies, y encinas de seis o siete siglos habían brotado y arraigado entre sus dedos.
El gigante miró entonces hacia abajo desde la remota altura de sus ojos enormes, y divisando a Hércules, gritó con voz que parecía un trueno salido de la nube que acababa de quitarse de delante de su cara:
—¿Quién anda ahí entre mis pies? ¿De dónde vienes en esa tacita?
—¡Soy Hércules!—tronó el héroe con voz tan fuerte o poco menos como la del gigante—. Voy en busca del jardín de las Hespérides.
—¡Oh! ¡Oh!—rugió el gigante en un acceso{162} de risa inmenso—. Si que es una aventura prudente.
—¿Y por qué no?—exclamó Hércules, un tanto enojado por la hilaridad del gigante—. ¿Piensas que tengo miedo al dragón de las cien cabezas?
Mientras estaban hablando, se reunieron unas cuantas nubes negras alrededor de la cintura del gigante y estalló una tormenta de truenos y relámpagos, causando tal estrépito, que Hércules no pudo entender ni palabra. Únicamente se veían las piernas inmensas del gigante bajo la negrura de la tempestad, y de cuando en cuando aparecía momentáneamente su figura entera envuelta en la niebla. Parecía estar hablando la mayor parte del tiempo; pero su enorme, profunda y ronca voz se confundía con el retumbar de los truenos, e iba, como ellos, rodando sobre las montañas. De ese modo, hablando fuera de oportunidad, el aturdido gigante malgastó inútilmente cantidad incalculable de aliento, porque el trueno hablaba tan alto como él.
Al fin cesó la tempestad tan súbitamente como había empezado. De nuevo pudo verse el cielo sereno, y al fatigado gigante sosteniéndolo, y la luz del sol irradiando sobre su colosal altura, iluminándole y haciéndole destacarse sobre el fondo negro de las nubes tempestuosas{163} ya lejanas. Tan por encima del chaparrón había quedado su cabeza, que ni un solo cabello se le había mojado con la lluvia.
Cuando el gigante pudo ver a Hércules, en pie todavía a la orilla del mar, le gritó de nuevo:
—Yo soy Atlas, el gigante más fuerte del mundo, y sostengo el cielo sobre mi cabeza.
—Ya lo veo—contestó Hércules—; pero, ¿no puedes enseñarme el camino del jardín de las Hespérides?
—¿Qué buscas allí?—preguntó el gigante.
—Quiero tres manzanas de oro—gritó Hércules—para mi primo, el rey.
—Nadie más que yo—afirmó el gigante—puede ir al jardín de las Hespérides y coger las manzanas de oro. Si no fuera por este encarguito de sostener el cielo, daría media docena de zancadas a través del mar y te las traería.
—Eres muy amable—replicó Hércules—. ¿Y no puedes dejar el cielo apoyado sobre una montaña?
—No hay ninguna de bastante altura—dijo Atlas, moviendo la cabeza—; pero si fueras a ponerte en la cima de esa que está más cerca, quedaría tu cabeza casi a nivel con la mía. Pareces ser muchacho forzudo. ¿Por qué no tomas mi carga sobre tus hombros, mientras yo hago ese recado por ti?{164}
Hércules, según recordaréis, era un hombre notablemente vigoroso, y aunque el sostener el cielo requiere gran dosis de fuerza muscular, si algún mortal había a quien pudiera suponerse capaz de semejante hazaña, era él. Sin embargo, tan difícil parecía aquéllo, que vaciló por vez primera en su vida.
—¿Pesa mucho el cielo?—preguntó.
—¡Bah! No gran cosa, al principio—respondió el gigante encogiendo los hombros—; pero al cabo de un millar de años, se hace un poquito pesado.
—¿Y cuánto tiempo tardarás—preguntó el héroe—en traerme las manzanas de oro?
—¡Oh! Eso es cosa de un momento—exclamó Atlas—; salvaré doce o quince leguas de cada paso, e iré y volveré antes de que empiecen a dolerte los hombros.
—Entonces, bueno—respondió Hércules—. Subiré a la montaña que hay detrás de ti y te libraré de tu carga.
La verdad es que Hércules era muy compasivo de suyo, y consideró que haría un gran favor al gigante proporcionándole aquella oportunidad de hacer una escapatoria. Además, pensó que si lograba sostener el cielo, alcanzaría más gloria que realizando hazaña tan corriente como vencer a un dragón de cien cabezas. En consecuencia, sin decir más palabra, Hércules levantó{165} el cielo de las espaldas de Atlas y lo puso sobre las suyas.
Cuando quedó ultimado el trueque sin novedad, lo primero que hizo el gigante fué desperezarse, y os podéis figurar qué prodigioso espectáculo sería. Primero, con mucho cuidadito, sacó un pie de la selva que había crecido alrededor; luego, el otro. Después, de pronto, comenzó a brincar y a saltar y a bailar de alegría por verse libre. Se lanzaba al aire, nadie sabe hasta qué altura, y al dar de nuevo en el suelo, era tan grande el golpe, que toda la Tierra temblaba. Después se echó a reir con tal estruendo, que su carcajada repercutió de montaña en montaña, cerca y lejos, como si el gigante y ellas fueran otros tantos hermanos regocijados. Cuando se calmó un poco su alegría, echó a andar por el mar; diez leguas avanzó del primer paso, llegándole el agua a media pierna; diez leguas del segundo, con el agua justamente a las rodillas, y otras diez leguas del tercero, con lo cual iba sumergido hasta cerca de la cintura.
Hércules miraba cómo iba avanzando el gigante. Realmente, era maravilloso ver aquella inmensa forma humana a más de treinta leguas, medio sumergida en el Océano, pero con su mitad superior tan alta, brumosa y azulada como una montaña lejana. Al cabo, la forma{166} gigantesca se perdió enteramente de vista, y entonces fué cuando se puso Hércules a considerar qué haría en el caso de que Atlas se ahogara en el mar o fuera muerto a dentelladas por el dragón de las cien cabezas que guardaba las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Si ocurría tal desgracia, ¿cómo podría llegar a desembarazarse del cielo? Porque, entre paréntesis, ya comenzaba su peso a ser un poquito molesto para su cabeza y sus hombros.
—Compadezco al pobre gigante—pensó Hércules—. Si el cielo me pesa tanto en diez minutos, ¡cuánto no le habrá pesado a él en mil años!
¡Oh, hijitos!... No tenéis idea de lo que pesaba ese cielo azul que tan aéreo y tenue parece sobre nuestras cabezas. Y hay que tener en cuenta, además, el viento impetuoso y las frías y húmedas nubes, y el sol abrasador, todo lo cual contribuía a que Hércules se encontrara incómodo. Comenzó a temer que el gigante no volviera nunca. Miró atentamente el mundo que tenía debajo, y reconoció que se era mucho más feliz siendo pastor al pie de una montaña, que estando en su cumbre vertiginosa sosteniendo el firmamento con cuerpo y alma. Porque, según comprenderéis, desde luego tenía Hércules tan inmensa responsabilidad sobre su conciencia como peso sobre la cabeza y los{167} hombros; porque, si no mantenía perfectamente firme al cielo, y no le conservaba inmóvil, podría ocurrir que el sol se desquiciase, o que, después de anochecer, se salieran muchas estrellas de su sitio y cayeran como lluvia de fuego sobre la cabeza de las gentes. Y ¡qué vergüenza para el héroe si, por no aguantar firme el peso, crujía el cielo y se rajaba de punta a punta!
No sé cuánto tiempo hubo de pasar antes de que, con alegría indecible, viera de nuevo la inmensa forma del gigante, como una nube, en el remoto límite del mar. Cuando se acercó, alzó Atlas la mano, y Hércules pudo distinguir tres magníficas manzanas de oro, grandes como calabazas, pendientes todas de una rama.
—Me alegro de volverte a ver—gritó Hércules, cuando el gigante estuvo suficientemente cerca para oirle—. ¿De modo que traes las manzanas de oro?
—Claro, claro—respondió Atlas—. ¡Y qué hermosas son! He cogido las mejores que había en el árbol; puedes creerme, sí, y el dragón de las cien cabezas es cosa digna de verse. Después de todo, mejor sería que hubieras ido tú mismo a buscarlas.
—No importa—replicó Hércules—. Has hecho una excursión agradable y arreglado el asunto tan bien como hubiera podido hacerlo{168} yo mismo. Te doy las gracias muy de veras por tu molestia. Y ahora, como he de ir lejos y tengo prisa, porque el rey, mi primo, está impaciente por recibir las manzanas de oro, ¿tendrás la amabilidad de volver a coger el cielo y quitarle de encima de mis hombros?
—En eso—dijo el gigante tirando al aire las manzanas a veinte leguas de altura o cosa así, y cogiéndolas cuando caían—, en eso me parece, mi buen amigo, que eres poco razonable. ¿No podría llevar yo las manzanas de oro al rey, tu primo, mucho más de prisa que tú? Ya que Su Majestad tiene tanto afán por recibirlas, yo te prometo dar las zancadas más largas que pueda. Y además, que no tengo humor de cargar ahora mismo con el cielo otra vez.
Al oir esto se impacientó Hércules, e hizo un gran movimiento de hombros. Era durante el crepúsculo, y hubierais podido ver caer de su sitio dos o tres estrellas. Todo el mundo, en la Tierra, miró hacia arriba asustado, pensando si el cielo se caería inmediatamente después.
—¿Qué es eso?—gritó el gigante Atlas riendo estrepitosamente—. En los últimos cinco siglos no he dejado yo caer tantas estrellas. Cuando lleves ahí tanto tiempo como he estado yo, aprenderás a tener calma.{169}
—¡Cómo!—gritó Hércules muy rabioso—. ¿Te propones hacerme sostener esta carga toda la vida?
—Eso lo veremos un día de éstos—respondió el gigante—. Y, en todo caso, no debes quejarte si tienes que aguantarla cien años o mil. Mucho más tiempo la he sostenido yo, a pesar del dolor de espaldas. Si al cabo de mil años me da la humorada, muy bien puede suceder que venga a relevarte. Eres hombre muy fuerte, y nunca tendrás mejor ocasión de demostrarlo. La posteridad hablará de ti, te lo aseguro.
—¡Me importa un rábano que hable o no hable!—exclamó Hércules con otra sacudida de hombros—. Sostén el cielo un instante con la cabeza, ¿quieres? Voy a hacerme una almohadilla con mi piel de león, para apoyar el peso encima. Realmente me está despellejando, y me causaría una molestia innecesaria en tantos siglos como he de estar aquí.
—Eso sí lo haré—dijo el gigante, que no quería mal a Hércules, y si se portaba de tal manera lo hacía sólo por buscar, con demasiado egoísmo, su propia conveniencia—. Consiento en sostener otra vez el cielo, cinco minutos justos; pero cinco minutos nada más, acuérdate bien. No tengo ganas de pasar otros mil años como estos últimos. La variedad es la sal de la vida.{170}
¡Ah, y qué torpe era aquel gigante! Echó a rodar las áureas manzanas, y recibió otra vez el cielo de la cabeza y las espaldas de Hércules sobre las suyas, que eran las que debían sostenerle. Hércules recogió las tres manzanas de oro, grandes como calabazas, o más, y se fué derechito hacia su casa, sin prestar la más pequeña atención a las desaforadas voces que le daba el gigante, gritándole que volviera. Alrededor de sus pies creció una nueva selva, y se hizo vieja allí, y otra vez pudieron verse robles de cinco o seis siglos, que se habían hecho añosos entre sus enormes dedos.
Y allí está el gigante aún, o por lo menos allí hay una montaña tan alta como él y que lleva su nombre. Y cuando el trueno retumba en la cima, podemos figurarnos que es la voz del gigante Atlas, que en vano llama a Hércules.
Primo Eustaquio—preguntó Trébol, que durante todo el cuento había estado sentado a los pies del narrador con la boca abierta—, ¿qué altura exacta tenía el gigante?
—¡Oh, Trébol, Trébol!—exclamó el estudiante—. ¿Te figuras que estaba yo allí con la vara en la mano para medirle? En fin, si quieres saberlo, poco más o menos, supongo que debía tener de tres a quince millas de alto.
—¡Dios mío—dijo el niño con un gruñido de satisfacción—, eso es ser gigante de veras! ¿Y qué largo tenía el dedo meñique?
—Desde esta casa al lago—dijo Eustaquio.
—¡Eso es ser gigante de veras!—repitió Trébol, en éxtasis ante la precisión de las medidas—. ¿Y qué anchura tendrían los hombros de Hércules?{172}
—Eso no lo he podido averiguar nunca—respondió el estudiante—. Pero me figuro que debían ser un poco más anchos que los míos o que los de tu padre, y en general un poco más que los de cualquier hombre de los de ahora.
—Quisiera—murmuró Trébol, acercando sus labios al oído del estudiante—que me dijeras qué tamaño tenían las encinas que brotaron entre los dedos del gigante.
—Eran más grandes—dijo Eustaquio—que el castaño que hay delante de la casa del capitán Smith.
—Eustaquio—observó el señor Pringle, después de un momento de meditación—, me es imposible expresar respecto de este cuento una opinión que halague tu amor propio de autor. Te aconsejo que no vuelvas a meterte con los mitos clásicos. Tu imaginación es completamente gótica, e inevitablemente dará un carácter gótico a todo lo que toques. Lo cual es de tan mal efecto como embadurnar con pintura una estatua de mármol. ¡Ese gigante! ¿Cómo te has atrevido a intercalar esa masa inmensa y desproporcionada entre los correctos perfiles de la fábula griega, cuya tendencia es reducir a límite hasta lo extravagante, a fuerza de dominadora elegancia?
—He descrito al gigante como me ha parecido—respondió Eustaquio un poco molesto{173}—. Y si usted, señor, quiere tomarse el trabajo de poner su entendimiento en relación con esas fábulas, como es de necesidad si ha de modelarlas usted de nuevo, verá usted, sin duda, que un griego antiguo no tenía más derecho sobre ellas que un yanqui moderno. Son propiedad común del mundo, y en todos los tiempos. Los antiguos poetas las amoldaron a su gusto, y ellas cedieron entre sus manos con su plasticidad maravillosa. ¿Por qué no han de ceder también entre las mías?
El señor Pringle no pudo contener una sonrisa.
—Y además—continuó Eustaquio—, en el momento en que pone usted en un molde clásico algo que sea calor de corazón, pasión o afecto, moralidad divina o humana, lo convierte usted en algo completamente distinto de lo que fué antes. Mi opinión es que los griegos, al tomar posesión de estas leyendas, que fueron patrimonio inmemorial de la Humanidad, y ponerlas en forma de belleza, indestructible, es cierto, pero fría y sin corazón, han hecho a todos los siglos subsiguientes un daño irreparable.
—Que tú, sin duda, has nacido para remediar—dijo el señor Pringle, echándose a reir—. Está bien; sigue, sigue, pero sigue también mi consejo, y no imprimas nunca ninguna de tus historias vestidas de máscara. Y para tu próximo{174} esfuerzo, ¿por qué no intentas renovar alguna de las leyendas de Apolo?
—¡Ah, señor mío! Me lo propone usted como si fuera un imposible—observó el estudiante después de un momento de reflexión—. Y a decir verdad, a primera vista, la idea de un Apolo gótico parece un tanto descabellada; pero aprovecharé la indicación, y no desespero de hacer algo que valga la pena.
Durante la discusión precedente, los niños, que no entendieron palabra de ella, se habían ido quedando dormidos, y ahora los mandaron a la cama. Se oían sus vocecillas soñolientas, mientras iban subiendo la escalera, y un viento Noroeste rugía ásperamente entre las copas de los árboles y cantaba antífonas en torno a la casa. Eustaquio Bright se volvió al despacho, y de nuevo intentó forjar unos cuantos versos, pero se quedó dormido entre dos rimas.
¿Dónde y cómo piensan ustedes que volvemos a encontrar a los niños? No ya en invierno, sino en el alegre mes de Mayo. No ya en el cuarto de juegos de Tanglewood, ni junto a la lumbre, sino a media vertiente de una monstruosa colina o más bien montaña, porque acaso montaña nos podamos atrever a llamarla. Habían subido de casa con el valeroso propósito de subir esta alta colina hasta la misma pelada cumbre. Claro que no era tan alta como el Chimborazo o el Mont-Blanc. Pero, de todos modos, era más alta que miles de collados o que millones de toperas. Y medida en relación de los pasos cortos de los niños pequeños, se la podía considerar como montaña verdaderamente respetable.{178}
¿Iba con ellos el primo Eustaquio? De eso pueden ustedes estar seguros; porque, a no ser así, ¿cómo iba el libro a adelantar un solo paso? Estaba ahora en sus vacaciones de primavera, tenía próximante el mismo aspecto que cuando le vimos hace cuatro o cinco meses, excepto que si se le miraba muy de cerca, se podía advertir sobre el labio superior un asomo de bigote sumamente cómico. Dejando aparte esta señal de madura virilidad, pueden ustedes seguir considerando a Eustaquio tan chiquillo como cuando le conocieron por vez primera. Seguía tan alegre, tan divertido, tan de buen humor, tan ligero de pies y de ingenio, y continuaba siendo el favorito de los pequeñuelos, como lo había sido siempre. Esta expedición a la montaña era por completo idea suya. Y durante todo el camino cuesta arriba, había ido animando a los mayores con su alegre voz; y cuando los pequeños se cansaban, los llevaba a cuestas por turno. De este modo habían pasado ya los huertos y los pastos de la parte baja de la colina, y habían llegado al bosque que trepa hacia la cumbre pelada.
El mes de Mayo se había portado esta vez mejor que de costumbre, y era el día más agradable que pudiera desear un corazón de hombre o de niño. Monte arriba, la gente menuda iba encontrando infinidad de violetas, azules, y blancas, y algunas tan doradas como si las{179} hubiese tocado el mismo Midas. Las margaritas blancas cubrían las praderas. En el linde del bosque había columbinas rojo pálido, tan modestas que a toda costa querían esconderse del sol, y geranios silvestres, y las mil flores blancas del fresal silvestre...
Pero no malgastemos nuestras valiosas páginas en hablar tontamente de la primavera y de sus flores. Hay algo, me parece, más interesante de que tratar. Si miráis al grupo de niños, veréis que están todos reunidos en torno de Eustaquio, el cual, sentado en el tronco de un árbol caído, parece estar a punto de empezar un cuento. El caso es que los más jóvenes de la tropa han encontrado que hacen falta demasiados pasos para medir la altura de la colina, y por lo tanto, el primo Eustaquio ha decidido dejarles en este mismo sitio, a mitad de camino, esperando a que el grupo de mayores termine la ascensión y vuelva a buscarles. Y como se quejan un poco, porque no les gusta que les dejen atrás, les reparte unas cuantas manzanas que saca del bolsillo, y les propone contarles un cuento muy bonito. Con lo cual vuelven a alegrarse, y cambian sus miradas ofendidas en la más radiante de las sonrisas.
En cuanto al cuento, yo, que estaba escondido detrás de unas matas, le pude oir, y os le contaré en las páginas siguientes.{180}
Una tarde, hace mucho tiempo, el anciano Filemón y su mujer, Baucis, también anciana, estaban sentados a la puerta de su cabaña, disfrutando la tranquila y hermosa puesta de sol. Ya habían cenado frugalmente, y querían pasar una o dos horas tranquilas antes de acostarse. Hablaban de su huerto, de su vaca, de sus abejas y de su parra, que trepaba por la pared de la choza, y cuyos racimos empezaban ya a ponerse color púrpura. Pero del pueblo próximo llegaban hasta ellos gritos de chiquillos y ladridos de perros, que cada vez iban siendo más fuertes; tanto, que Filemón y Baucis apenas podían entenderse.
—Mujer—dijo Filemón—, temo que algún pobre viajero venga buscando hospitalidad, y{182} que nuestros vecinos, en vez de darle alimento y posada, hayan soltado contra él los perros, como acostumbran.
—Sí—respondió Baucis—. Ya podían nuestros vecinos tener un poco más de bondad con sus semejantes, y no educar a sus hijos en tan malos sentimientos, animándoles a tirar piedras a los forasteros.
—Estos niños nunca harán nada bueno—dijo Filemón moviendo la cabeza ya blanca—. A decir verdad, esposa mía, no me sorprenderá que el día menos pensado suceda algo terrible a todas las gentes del pueblo, si es que no se enmiendan. Pero tú y yo, mientras la Providencia nos dé un pedazo de pan, estaremos dispuestos a repartirlo con cualquier pobre forastero que lo necesite.
—Es verdad—dijo Baucis—. Así lo haremos.
Estos dos viejos eran muy pobres y tenían que trabajar mucho para vivir. Filemón cultivaba cuidadosamente su huerto, mientras Baucis estaba siempre hilando en su rueca o haciendo un poco de manteca y de queso con la leche de su vaca, o arreglando la casa. Su alimento consistía casi siempre en pan, leche y verduras, y algunas veces un poco de miel de su colmena o un racimo de uvas de la parra. Pero eran dos personas de las mejores del mundo, y con alegría{183} se hubiesen quedado alguna vez sin comer, con tal de no negar un pedazo de su pan moreno, una taza de leche recién ordeñada y una cucharada de miel, al caminante cansado que pasase por su puerta. Les parecía que tales huéspedes tenían una especie de santidad, y que, por lo tanto, estaban obligados a tratarles mejor que a sí mismos.
La cabaña estaba en una altura a alguna distancia del pueblo, que yacía en un hondo valle de una media milla de ancho. Aquel valle, en tiempos pasados, cuando el mundo era nuevo, probablemente había sido el lecho de un lago. Allí habían vivido peces, y en las orillas habían crecido juncos, y los árboles y las colinas habían visto reflejada su imagen en el ancho y pacífico espejo. Pero cuando las aguas disminuyeron, los hombres cultivaron el suelo y edificaron casas sobre él; de modo que a la sazón era un terreno fértil y no quedaban más huellas del antiguo lago que un arroyo que iba haciendo curvas por en medio del pueblo y surtía de agua a los habitantes... Tanto tiempo hacía que el valle era terreno seco, que habían nacido en él árboles, habían crecido robustos, se habían muerto de viejos y habían sido sustituídos por otros que ya eran tan altos y majestuosos como los primeros. Nunca ha habido valle más hermoso ni más fértil. Sólo la vista de la abundancia {184} que les rodeaba hubiera debido hacer a sus habitantes buenos y compasivos, dispuestos a demostrar su gratitud a la Providencia, haciendo bien a sus semejantes.
Pero, triste es decirlo, los moradores de aquel hermoso valle no eran dignos de vivir en lugar sobre el cual había sonreído el cielo con tal benevolencia. Eran egoístas y duros de corazón, no tenían lástima de los pobres ni simpatía hacia los desvalidos. Si alguien les hubiese dicho que todo ser humano tiene una deuda de amor para con los demás hombres, porque ese es el único modo de pagar el amor que a todos nos tiene la Providencia, se hubiesen echado a reir. Trabajo os costará creer lo que voy a contaros. Aquellas gentes malvadas enseñaban a sus hijos a ser peores que ellos, y aplaudían para animarlos, viendo a los niños y a las niñas correr detrás de algún forastero pobre, dando gritos y tirándole piedras. Criaban perros grandes y feroces, y cuando un viajero se atrevía a pasar por las calles del pueblo, aquellos animales le seguían, ladrando y enseñando los dientes. Luego, si podían, le mordían una pierna o la ropa, y si andrajoso estaba el infeliz antes de entrar en el pueblo, cuando salía de él era una pura lástima. Cosa terrible para los pobres caminantes, como podréis suponer, especialmente cuando acertaban a estar enfermos
o débiles, o eran cojos o viejos. Estos infelices (si sabían ya de antes el modo de portarse que tenían aquellos niños y aquellos perros) eran capaces de rodear leguas enteras por no volver a pasar por el pueblo.
Y lo peor de todo era que cuando acertaba a pasar por allí algún viajero que llevase coche con buenos caballos, y sirvientes con ricas libreas acompañándole, no había gentes más amables y obsequiosas que los habitantes de aquel pueblo. Se quitaban todos el sombrero y hacían profundas reverencias. Y si los niños chillaban por costumbre, de seguro se ganaban un buen pellizco; y si un solo perro se atrevía a ladrar, su amo le daba una paliza y le ataba sin darle de cenar; todo lo cual hubiera estado muy bien, a no ser porque demostraba que los aldeanos se preocupaban mucho del dinero que los forasteros pudieran llevar en el bolsillo, y nada del alma humana, que lo mismo vive en el mendigo que en el príncipe.
Ahora podéis comprender por qué el anciano Filemón y su mujer, Baucis, hablaban con tanta tristeza al oir los gritos y ladridos que les llegaban desde el extremo de la calle del pueblo.
—Nunca he oído a los perros ladrar tan fuerte—observó el buen anciano.
—Ni a los chiquillos gritar tanto—respondió su mujer.{186}
Se miraban cabeceando, y el ruido se acercaba cada vez más, hasta que al pie mismo de la altura sobre la cual estaba edificada su casita, vieron a dos caminantes que se acercaban. Los perros les seguían de cerca, ladrando. Un poco detrás venía corriendo multitud de chiquillos que chillaban y tiraban piedras a los dos forasteros. Una o dos veces, el más joven de los dos (era delgado y de aspecto muy vivo) se volvió y golpeó a los perros con un bastón que llevaba en la mano. Su compañero, que era muy alto, andaba despacio, como si no se dignase reparar en los chiquillos ni en los perros.
Los dos viajeros iban pobremente vestidos, y parecía que no tuviesen dinero bastante en el bolsillo para pagar el alojamiento de una noche. Por eso, sin duda, los del pueblo habían consentido a sus hijos y a sus perros que les tratasen tan mal.
—Vamos, mujer—dijo Filemón—, salgamos al encuentro de esas pobres gentes. Sin duda les falta valor para subir hasta aquí.
—Anda tú—dijo la mujer—, mientras yo voy dentro y veo si encuentro algo que darles de comer. Una buena taza de sopas de leche me parece que les sentaría admirablemente.
Diciendo esto, entró en la casa. Filemón, por su parte, se adelantó y alargó la mano con aire tan hospitalario, que no era menester decir lo{187} que, sin embargo, dijo con el tono más amable que podáis figuraros.
—¡Bien venidos, señores forasteros, bien venidos!
—Gracias—respondió el más joven con tono jovial, a pesar de su cansancio y su molestia—. Éste es un recibimiento muy distinto del que hemos encontrado en el pueblo. ¿Cómo vives en tan mala vecindad?
—¡Ah!—observó Filemón con tranquila y bondadosa sonrisa—, creo que la Providencia me ha puesto aquí, entre otras razones, para que pueda desagraviaros por la falta de hospitalidad de mis vecinos.
—¡Bien dicho, viejo!—exclamó el viajero echándose a reir—. Y a decir verdad, desagravios necesitamos mi compañero y yo. Esos chiquillos, ¡grandísimos tunantes!, nos han puesto perdidos de barro, y uno de los perros me ha rasgado la capa, que ya estaba la pobre bastante andrajosa. Pero le he dado en el hocico con el bastón. Me figuro que le habréis oído aullar desde aquí.
Filemón se alegró al verle tan contento. En realidad, nadie hubiese dicho, por su risueño aspecto y sus modales, que venía cansado por todo un largo día de viaje, ni que estaba descorazonado por el mal trato que encontró para fin de jornada. Iba vestido de modo más bien extraño,{188} y llevaba una especie de gorro, cuyas alas sobresalían a los lados. Aunque era tarde de verano, llevaba capa y se envolvía estrechamente en ella, acaso porque la ropa que llevaba debajo estaba demasiado rota. A Filemón le sorprendió también la forma extraña de sus zapatos; pero estaba anocheciendo, y como el anciano tenía ya la vista cansada, no pudo darse cuenta exacta de en qué consistía la rareza. Una cosa le intrigaba sobre todo: el viajero era tan extraordinariamente ligero y activo, que parecía como si los pies se le levantasen del suelo por sí mismos y tuviese que sujetarlos a la fuerza.
—En mi juventud tenía yo también los pies ligeros—dijo Filemón al caminante—, pero recuerdo que al llegar la noche solía tenerlos un poco cansados.
—No hay nada como un buen bastón para aligerar el camino—respondió el forastero—, y el mío es excelente, como puedes ver.
El bastón, en efecto, era el más extraño que Filemón había visto en su vida. Estaba hecho de madera de olivo y tenía en el puño como un par de alitas. Dos serpientes, talladas en la madera, se retorcían en derredor del palo, y estaban tan bien esculpidas, que al anciano Filemón (cuyos ojos, como ya he dicho, estaban un poco torpes) casi le parecieron vivas.
—Curioso trabajo, en verdad—dijo—. ¡Un{189} bastón con alas! No haría mal caballito de palo para un niño.
Filemón y sus huéspedes habían ya llegado a la puerta de la casa.
—Amigos—dijo el viejo—, sentaos y descansad en este banco. Mi mujer, Baucis, ha ido a ver qué puede daros de comer. Somos pobres, pero vuestro es todo lo que haya en la alacena.
El más joven de los viajeros se tendió descuidadamente en el banco y dejó caer el bastón. Y sucedió una cosa maravillosa. El bastón pareció levantarse del suelo con movimiento propio, y extendiendo su par de diminutas alas fué medio volando, medio saltando, a apoyarse en la pared. Allí se estuvo quieto, pero las serpientes se retorcían. Esto vió Filemón; pero, a mi parecer, los ojos cansados le hacían ver visiones.
Antes de que pudiesen preguntar nada, el viajero de más edad distrajo su atención del bastón, diciéndole:
—¿No había aquí, en tiempos muy antiguos, un lago que cubría el lugar donde ahora está la aldea?
La voz del forastero era extraordinariamente grave.
—No en mis días, amigo—respondió Filemón—, y eso que, como ves, soy ya viejo. Siempre hubo, como ahora, los mismos campos{190} y las mismas praderas, y los árboles viejos, y el arroyo que murmura en medio del valle. Ni mi padre ni el padre de mi padre vieron cosa distinta, y sin duda todo estará lo mismo cuando el viejo Filemón esté ya muerto y olvidado.
—Eso ya no se puede asegurar—observó el forastero, y en su voz había severidad extraordinaria. Movió la cabeza, sacudiendo con el movimiento su cabello negro y rizado—. Puesto que los habitantes de este valle han olvidado los afectos y simpatías de su naturaleza, más valdría que el lago cayese de nuevo sobre sus moradas.
El viajero parecía tan serio, que Filemón casi se asustó; tanto más, cuanto que al fruncir él el ceño, el crepúsculo pareció obscurecerse de pronto, y cuando movió la cabeza sonó un trueno en el aire.
Pero, un momento después, el rostro del viajero volvió a ser tan amable y bondadoso, que el anciano olvidó su terror casi por completo. Sin embargo, no pudo menos de pensar que aquel caminante no era un ser vulgar, aunque iba vestido tan modestamente y viajaba a pie. No es que Filemón le tomase por algún príncipe disfrazado o cosa por el estilo; más bien creyó que sería algún hombre muy sabio, que andaba por el mundo en tan pobre atavío despreciando la riqueza y los bienes terrenos, y{191} buscando por todas partes algo que pudiese aumentar su sabiduría. Esta idea parecía más probable, porque cuando Filemón alzó los ojos hasta el rostro del viajero, le pareció ver más pensamiento en una sola mirada de las suyas, que todo el que hubiese podido dar una vida entera consagrada al estudio.
Mientras Baucis estaba preparando la comida, los viajeros empezaron a charlar con Filemón muy amablemente. El más joven era extraordinariamente locuaz, y hacía observaciones tan agudas e ingeniosas, que el buen hombre no podía menos de echarse a reir, y pensaba que nunca había tropezado con persona más divertida.
—Amigo—le preguntó, cuando ya fué tomando más confianza—, ¿cómo te llamas?
—Soy bastante vivo, como ves—respondió el viajero—; así es que puedes llamarme Azogue; creo que el nombre no me estará mal.
—¿Azogue?—repitió Filemón, mirando cara a cara al viajero, por ver si se estaba burlando de él—. Sí que es nombre raro. Y tu compañero, ¿también tiene uno por el estilo?
—Pregunta al trueno y te lo dirá—respondió Mercurio misteriosamente—. No hay voz bastante fuerte para pronunciarle.
Esta observación, fuese en serio o en broma, hubiese asustado un tanto a Filemón, si al mirar{192} al forastero de más edad no hubiese reparado en la expresión extraordinariamente bondadosa de su rostro. Sin duda era la figura más grandiosa que había visto nunca.
Cuando hablaba, lo hacía con gravedad y de tal modo, que Filemón se sentía irresistiblemente impulsado a decirle todo lo que tenía en el corazón. Esto es lo que las gentes sienten siempre cuando se encuentran con una persona lo suficientemente sabia y prudente para comprender todo el bien y el mal, y no despreciar ni lo uno ni lo otro.
Pero Filemón, hombre sencillo y bondadoso, no tenía muchos secretos que descubrir. Habló, sí, gárrulamente, de los acontecimientos de su vida pasada, en cuyo transcurso nunca se alejara unas cuantas leguas de aquel lugar. Su mujer, Baucis, y él, habían vivido desde su juventud en aquella casita, ganando el pan con su trabajo honrado, siempre pobres, pero siempre contentos. Dijo cuán excelentes eran el queso y la manteca que hacía Baucis, y cuán sabrosas las verduras que cultivaba él en el huerto. También dijo que por lo mucho que se querían, su único deseo era que la muerte no les separase, y que anhelaban morir juntos, como habían vivido. Cuando oyó esto el forastero, una sonrisa iluminó su rostro, y su expresión se hizo tan suave como grandiosa.{193}
—Eres un buen viejo—dijo a Filemón—y tienes una excelente mujer por compañera. Justo es que se logre vuestro deseo.
Y parecióle a Filemón, precisamente entonces, como si las nubes de la puesta del sol se encendiesen repentinamente hacia Poniente, iluminando en fugitiva llama todo el cielo.
Baucis había preparado ya la comida, y saliendo a la puerta comenzó a disculparse por la pobreza de los manjares que podía ofrecer a sus huéspedes.
—Si hubiéramos sabido que veníais—dijo—, mi marido y yo no hubiésemos probado bocado, para que pudieseis encontrar mejor cena. Pero he gastado casi toda la leche en hacer queso, y el último pan casi nos le hemos comido. ¡Ay de mí: nunca siento ser pobre, más que cuando un necesitado llama a mi puerta!
—Todo se arreglará; no te apures, mujer—repuso el forastero de más edad, bondadosamente—. Un recibimiento honrado y cordial hace maravillas y es capaz de convertir los manjares más humildes en néctar y ambrosía.
—Recibimiento cordial sí le tendréis—exclamó Baucis—, y además un poco de miel, que por casualidad me queda, y un racimo de uvas color de púrpura.
—Pero, ¡madre Baucis, eso es un festín!—exclamó Azogue, riéndose—. ¡Un festín completo!{194} Y ya verás qué bien represento yo mi papel de invitado. ¡Creo que en mi vida he tenido más hambre!
—¡Los dioses nos ayuden!—dijo por lo bajo Baucis a su marido—. ¡Si este joven trae el hambre que dice, temo que va a quedarse a medio cenar!
Todos entraron en la cabaña.
Y ahora, oyentes míos, ¿queréis que os cuente algo que os hará abrir los ojos de par en par? Verdaderamente es una de las cosas más extrañas de toda esta historia. Recordaréis que el bastón de Mercurio se había apoyado en la pared de la casa. Bueno; pues cuando su dueño entró en ella, dejándole olvidado, ¿qué hizo el bastón? Abrir inmediatamente las alas y subir, dando saltos, los escalones de la puerta. Tap, tap, tap iba haciendo por el suelo de la cocina, y no se quedó quieto hasta que llegó a colocarse, con gran seriedad y decoro, junto a la silla de Azogue. El anciano Filemón y su mujer estaban tan atareados atendiendo a sus huéspedes, que no repararon en lo que estaba haciendo el bastón.
Como Baucis había dicho, la comida era escasa para dos caminantes hambrientos. En medio de la mesa había un trozo de pan negro con un pedacito de queso, y en un plato un panal con miel. Había un gran racimo de uvas{195} para cada uno de los huéspedes. Y un cantarillo de barro, casi lleno de leche, estaba en un extremo de la mesa; pero cuando Baucis hubo llenado dos tazones y los hubo colocado delante de los forasteros, sólo quedaba un poco de leche en el fondo del cantarillo. ¡Ay, es triste cosa cuando un corazón generoso se encuentra apretado por la escasez! La pobre Baucis hubiera deseado pasar hambre toda una semana, con tal de que pudiera hacerse el milagro de dar a los hambrientos viajeros cena más abundante.
Y ya que la cena era tan escasa, no podía menos de desear que hubiesen tenido un poco menos de apetito. En cuanto se sentaron, los viajeros se bebieron del primer sorbo casi toda la leche de los tazones.
—Un poco más de leche, madre—dijo Azogue—. El día ha sido caluroso y estoy sediento.
—¡Ay de mí!—respondió Baucis, confusa—. ¡Me da tanta pena y tanta vergüenza! Pero la verdad es que apenas queda en el cántaro una sola gota. ¡Ay, marido, marido!, ¿por qué no nos habremos pasado sin cenar?
—Me parece—dijo Azogue, levantándose y cogiendo el cantarillo por el asa—, me parece que no andan las cosas tan mal como dices. De seguro hay más leche en el cántaro.{196}
Diciendo esto, ¡cuál fué el asombro de Baucis, al ver que el viajero llenó no sólo su tazón, sino el de su compañero, con leche del cántaro que ella se figuraba estar casi vacío! La buena mujer apenas podía creer lo que estaba viendo. Seguramente había echado en los tazones casi toda la leche, y había visto la poca que en el fondo del cántaro quedaba, antes de volverle a dejar encima de la mesa.
—Como soy vieja—pensó Baucis—, ya no veo tan bien como antes. Me habré equivocado. De todos modos, ahora sí que no puede menos de estar vacío, después de haber llenado dos veces los tazones.
—¡Qué leche tan rica!—observó Azogue, después de sorberse el segundo tazón—. Perdón, excelente huéspeda, si te pido un poquito más.
Baucis había visto claro, como la luz, que Azogue, al servirse, había vuelto el cántaro completamente boca abajo, echando hasta la última gota de leche al llenar el segundo tazón. Por lo tanto, no era posible que quedase más. Y para hacérselo comprender así, levantó el cántaro e hizo el movimiento de echar leche en el tazón de Azogue, sin la más remota esperanza de que cayese nada. ¡Cuál fué, por lo tanto, su sorpresa, cuando cayó en la taza tan abundante cascada, que el tazón se llenó inmediatamente{197} y la leche empezó a correr por la mesa! Las dos serpientes, que estaban enroscadas en el bastón de Azogue, alargaron la cabeza y empezaron a lamer la leche que se había vertido. Pero ni Filemón ni Baucis repararon en esta circunstancia.
¡Y qué deliciosa fragancia tenía! Parecía como si las vacas de Filemón hubiesen pastado aquel día la hierba más rica del mundo. ¡Cómo me alegraría si cada uno de vosotros pudiese tomar un tazón de leche como aquélla, a la hora de cenar!
—Y ahora, un poco de pan moreno, madre Baucis—dijo Azogue—, y un poco de miel.
Baucis cortó una rebanada, y aunque el pan, cuando ella y su marido le comieron, estaba ya duro y seco, ahora estaba tierno como si acabase de salir del horno. Probando una miga que se había caído en la mesa, le pareció el pan más delicioso que había comido en su vida, y apenas podía creer que ella misma lo hubiese amasado y cocido. Y sin embargo, ¿de qué otra hogaza podía ser?
¡Y la miel! Más vale que no intente describiros el color y el olor exquisito que tenía: su color era el del oro más puro y transparente, y olía a mil flores, pero flores como nunca han crecido en ningún jardín de la tierra; para buscarlas, las abejas debieron haber volado muy{198} por encima de las nubes. Y lo maravilloso era que, después de revolotear sobre jardines de tan deliciosa fragancia e inmortal florecimiento, se hubiesen resignado a bajar otra vez a la humilde colmena del huerto de Filemón. Nunca miel de este mundo ha tenido el color, el sabor y el perfume de aquélla. El aroma flotaba en la cocina, y era tan delicioso que, cerrando los ojos, instantáneamente hubieseis olvidado el techo bajo y las paredes ahumadas, y hubieseis creído estar bajo una glorieta de madreselvas. Aunque la pobre Baucis era mujer sencilla, no pudo menos de pensar que allí estaba pasando algo extraordinario. Así es que, después de servir a sus huéspedes el pan y la miel, se sentó al lado de Filemón, y le dijo en voz baja lo que había visto.
—¿Has oído nunca cosa semejante?—le preguntó.
—No, nunca—respondió Filemón sonriendo—. Y creo más bien, vieja de mi alma, que has estado soñando despierta. Si hubiese yo servido la leche, hubiese visto lo que en realidad pasaba. Puede que hubiese en el cántaro un poco más de la que tú creías; eso es todo.
—¡Ay, marido!—dijo Baucis—, di lo que quieras; pero éstas son gentes muy extrañas.
—Bien, bien—respondió Filemón sin dejar de sonreir—, puede que lo sean. Ciertamente,{199} parece que en otros tiempos han debido estar en mejor posición que ahora, y me alegro en el alma de ver que cenan con tanto gusto.
Cada uno de los huéspedes había cogido su racimo de uvas. Baucis, que se estaba restregando los ojos para ver más claro, se figuró que los racimos habían crecido, y que cada uno de los granos estaba a punto de estallar, maduros y jugosos. Y era completamente incomprensible para ella cómo tales uvas hubieran podido producirse nunca en la parra vieja que trepaba por las paredes de su casa.
—¡Admirables uvas!—observó Azogue, que las iba tragando una tras otra, sin que, al parecer, el racimo disminuyese—. ¿De dónde las coges, amable huésped?
—De mi parra—respondió Filemón—. Desde aquí se pueden ver las ramas retorciéndose detrás de la ventana; pero mi mujer y yo nunca creímos que fuesen muy buenas.
—Nunca las he comido mejores—respondió el huésped—. Otra tacita de esa leche deliciosa, y bien puedo decir que he cenado mejor que un príncipe.
Esta vez fué Filemón el que se levantó y cogió el cántaro, porque tenía curiosidad por saber si eran ciertas las maravillas que Baucis le había contado. Bien sabía que su buena mujer era incapaz de mentir, y que pocas veces se{200} equivocaba en lo que suponía ser verdad. Pero era tan peregrino el caso, que quería verlo con sus propios ojos. Al coger el cántaro, miró hacia dentro y se convenció de que apenas contenía unas cuantas gotas. De pronto, sin embargo, del fondo brotó como una fuentecita blanca, que lo llenó hasta la boca de leche espumosa y fragante. Suerte fué, y grande, que Filemón, en su sorpresa, no dejase caer el cántaro milagroso.
—¿Quiénes sois, maravillosos viajeros?—exclamó mucho más asombrado que lo había estado su mujer.
—Tus huéspedes, buen Filemón, y tus amigos—repuso el viajero de más edad, con su voz grave y profunda, que al mismo tiempo parecía suave y melodiosa—. Dame a mí también otra taza de leche, y así tu cántaro no se vacíe nunca para la buena Baucis, para ti y para los caminantes necesitados.
Habiendo terminado la comida, los forasteros pidieron que les indicaran sitio donde poder descansar. Los viejecillos hubiesen querido estar un rato más hablando con ellos, para expresar la admiración que sentían y su alegría al ver que la cena, pobre y escasa, había resultado mucho mejor y más abundante de lo que creían. Pero el forastero de más edad les había inspirado tal respeto, que no se atrevieron a{201} preguntarle nada, y cuando Filemón llevó a Azogue a un lado y le preguntó cómo era posible que hubiese brotado una fuente de leche dentro de un cántaro, el viajero señaló su bastón.
—Ahí está todo el misterio—dijo Azogue—. Y si le puedes descifrar tú, me alegraré muchísimo de que me comuniques lo que descubras. No puedo contarte todo lo que hace ese bastón; siempre me está dando bromas de éstas. Unas veces me trae la cena, otras me la roba. Si creyese yo en semejantes tonterías, diría que está embrujado.
No dijo más; pero les miró de un modo tan extraño, que los viejos pensaron que estaba burlándose de ellos. El bastón mágico fué tras de su amo dando saltos, cuando Azogue salió de la habitación. Cuando se quedaron solos los dos viejos, hablaron un rato de los acontecimientos de la noche, y luego se echaron a dormir en el suelo, porque habían dado su cama a los huéspedes y no tenían otra más que aquellas tablas, que ojalá hubieran sido tan blandas como sus corazones.
El anciano y su mujer se levantaron temprano por la mañana, y los viajeros también se levantaron con el sol y se prepararon a seguir su camino.
Filemón, hospitalariamente, les pidió que se{202} quedaran un poco más, hasta que Baucis ordeñase la vaca y cociese un panecillo en el horno, y acaso hasta les encontrase algunos huevos para el desayuno. Pero los viajeros querían andar buena parte del camino antes de que apretase demasiado el sol. Por lo tanto, insistieron en marcharse inmediatamente, pero pidieron a Filemón y a Baucis que les acompañasen un rato, para enseñarles el camino que debían tomar.
Así salieron los cuatro juntos de la casa, charlando como amigos antiguos. Era, en verdad, notable lo de prisa que los dos ancianos tomaron confianza con el viajero de más edad, y cómo sus almas honradas y sencillas se perdían en la suya como dos gotas de agua se perderían en el Océano sin límites. Y Azogue, con su ingenio agudo y regocijado, parecía descubrir hasta el más pequeño pensamiento que apuntaba en sus mentes, antes de que ellos mismos le hubiesen sospechado. A veces deseaban, es verdad, que no fuese tan listo, y casi casi que tirase a cien leguas su bastón, que tenía un aire tan endemoniadamente malicioso con las serpientes, que no dejaban de retorcerse. Pero, pensándolo bien, Azogue mostraba tan buen humor, que al fin y al cabo se hubiesen alegrado de tenerle en casa a él, a su bastón y a sus serpientes, mientras les durase la vida.{203}
—¡Ay de mí!—exclamó Filemón cuando ya se hubieron alejado un poco de la puerta—. Si nuestros vecinos supiesen lo bueno que es dar hospitalidad a los forasteros, atarían sus perros y no volverían a consentir a sus hijos que tirasen una sola piedra.
—Es un pecado y una vergüenza para ellos el portarse así—exclamó con vehemencia Baucis—, y hoy mismo he de bajar al pueblo y he de decir cuatro verdades a esos desalmados.
—Temo—observó Azogue, sonriendo maliciosamente—que no vas a encontrar en casa a ninguno de ellos.
El entrecejo de su compañero adquirió precisamente entonces tan grave, austera y terrible grandiosidad, sin perder su serenidad por ello, que ni Filemón ni Baucis se atrevieron a pronunciar palabra. Le miraron a la cara con reverencia, como si hubiesen mirado al cielo.
—Cuando los hombres no quieren portarse con el más humilde de los extraños como si fuese hermano suyo—dijo el viajero en tono tan profundo que su voz sonaba como la música de un órgano—, no son dignos de existir sobre la Tierra, que fué creada para morada de la gran hermandad humana.
—Y ahora que hablamos de eso, viejos de mi alma—dijo Azogue con la mirada más regocijada del mundo—, ¿dónde está el pueblo{204} de que vamos hablando? ¿A la derecha o a la izquierda? Me parece que no le veo por ninguna parte.
Filemón y su mujer se volvieron hacia el valle, donde, al ponerse el sol el día antes, habían visto las praderas, las casas, los huertos, los macizos de árboles, la calle ancha, los niños jugando y todas las señales de trabajo, regocijo y prosperidad. Pero, ¡cuál fué su asombro! ¡No había allí ni asomo de aldea! Hasta el fértil valle, en cuyo hueco yacía, había dejado de existir. En su lugar se veía la superficie amplia y azul de un lago que llenaba la inmensa cuenca del valle de orilla a orilla, y reflejaba las colinas circundantes con imagen tan tranquila como si hubiese estado allí desde el principio del mundo. Un instante, el lago permaneció completamente quieto. Luego una brisa pasó sobre él e hizo bailar el agua y centellear y brillar a los tempranos rayos del sol, y chocar con agradable murmullo contra la orilla.
El lago parecía tan familiar en aquel sitio, que los dos viejos se quedaron asombrados, como si pensaran que habían estado soñando con un pueblo que nunca hubiera existido. Pero en seguida recordaron las casas desaparecidas, y las caras y los caracteres de los habitantes, y comprendieron que no soñaban. ¡El pueblo había estado allí ayer, pero ya no estaba!{205}
—¡Ay!—exclamaron los dos ancianos bondadosos—. ¿Qué ha sido de nuestros pobres vecinos?
—Ya no existen como hombres y mujeres—dijo el viajero de más edad con su voz profunda, y un trueno pareció hacerle eco en la lejanía—. No había en sus vidas ni utilidad ni belleza, porque nunca suavizaron ni dulcificaron el duro destino de la Humanidad con el ejercicio de afectos bondadosos entre hombres y hombres. No conservaron en su pecho la imagen de una vida mejor, y por eso el lago que estaba aquí hace siglos, se ha tendido de nuevo para reflejar el cielo.
—Y en cuanto a aquellas gentes necias—dijo Azogue con su maliciosa sonrisa—, todas se han convertido en peces. Poco han tenido que cambiar, porque ya eran un puñado de pillos con escamas en el corazón y sangre completamente fría. De modo, madre Baucis, que si tú o tu marido tenéis capricho de comer una trucha a la parrilla, podéis echar un anzuelo y pescar media docena de vuestros antiguos vecinos.
—¡Ah!—exclamó Baucis estremeciéndose—. ¡Por todo el oro del mundo no pondría una sola en la sartén!
—No—añadió Filemón haciendo un gesto de desagrado—; ¡no las podríamos atravesar!{206}
—En cuanto a ti, buen Filemón—continuó el viajero de más edad—, y tú, amable Baucis, con vuestros escasos medios habéis puesto tanta cordialidad para recibir a unos pobres caminantes, que la leche se ha convertido en inextinguible fuente de néctar, y el pan y la miel en ambrosía. Así las divinidades han tenido en vuestra casa los mismos manjares que forman sus banquetes en el Olimpo. Habéis hecho bien, queridos amigos. Por lo tanto, pedid lo que más deseéis conseguir, y está concedido.
Filemón y Baucis se miraron, y luego no sé cuál de los dos habló; pero lo que uno dijo era el deseo de sus dos corazones.
—Queremos vivir juntos hasta nuestro último día, y salir de este mundo en el mismo instante, cuando muramos. ¡Porque siempre nos hemos amado!
—¡Así sea!—repuso el viajero con majestuosa bondad—. Y ahora, mirad vuestra casa.
Así lo hicieron; pero, ¡cuál fué su sorpresa al encontrarse con un gran edificio de mármol blanco, con grandioso pórtico, que ocupaba el sitio donde hasta hace un momento estaba su humilde morada!
—Esa es vuestra casa—dijo el viajero sonriendo benévolamente—. Ejercitad la hospitalidad en este palacio tan cordialmente como en la pobre choza donde ayer tarde nos recibisteis.{207}
Los ancianos se arrodillaron para darle las gracias; pero ya ni él ni Azogue estaban allí.
Así, Filemón y Baucis se instalaron en el palacio de mármol, y pasaron días y días con gran satisfacción en recibir y agasajar a cuantos viajeros pasaban por aquel camino. No debo olvidar deciros que el cántaro conservó su virtud maravillosa de no estar nunca vacío cuando hacía falta que estuviese lleno. Siempre que un huésped honrado, de buen genio y de buen corazón, bebía un trago de aquel cántaro, comprendía que era el líquido más agradable y nutritivo que hubiese bebido nunca. Pero si un pillo de mal carácter, terco o malintencionado, acertaba a beber de él, seguro estaba de hacer una mueca de desagrado, diciendo que la leche estaba agria.
Así el matrimonio, ya tan viejo, vivió en su palacio y envejeció más y más. Por fin llegó una mañana de verano, en que Filemón y Baucis no aparecieron sonrientes, como de costumbre, para llamar a sus huéspedes de la noche anterior al desayuno. Los huéspedes los buscaron por todas partes de arriba abajo, en el espacioso palacio, pero inútilmente.
Por fin, después de mucha perplejidad, vieron frente al pórtico dos venerables árboles, que nadie pudo recordar haber visto allí el día antes. Allí estaban, con las raíces fuertemente{208} hundidas en tierra, y anchas copas, cuyo follaje daba sombra a toda la fachada del edificio: uno era un tilo, otro un roble. Sus ramas—y era extraño y hermoso el verlo—estaban mezcladas, y se enlazaban unas con otras; así es que cada uno de los árboles parecía vivir en el seno de su compañero mucho más que en el suyo propio.
Mientras los huéspedes se maravillaban viendo cómo aquellos árboles, que hubiesen necesitado casi un siglo para crecer así, podían haberse hecho tan altos y venerables en una sola noche, se levantó un poco de viento y movió las ramas entrelazadas. Y entonces hubo en el aire un profundo murmullo, como si los dos misteriosos árboles estuviesen hablando.
—Yo soy el viejo Filemón—murmuró el roble.
—Y yo Baucis—murmuró el tilo.
Y como el viento se hizo más fuerte, los dos árboles hablaron a un tiempo—¡Filemón! ¡Baucis! ¡Baucis! ¡Filemón!—, como si ambos fuesen uno solo y hablasen juntos desde lo más hondo de su corazón. Fácil era de comprender que la anciana pareja había renovado su vida e iba a pasar lo menos cien años tranquilos y deleitosos: Filemón convertido en roble y Baucis en tilo. ¡Oh, qué hospitalaria la sombra que daban! Siempre que un caminante se detenía
bajo ella, oía un placentero murmullo de las hojas sobre su cabeza, y se maravillaba al escuchar cómo el rumor aquél se parecía a un sonar de palabras que dijese:
—¡Bien venido, bien venido, viajero!
Y algún alma buena, que sabía lo que hubiese agradado a Filemón y a Baucis, construyó un banco circular alrededor de su tronco, donde mucho tiempo después, los cansados, los hambrientos y los sedientos, acostumbraban a descansar y a beber leche abundante del cántaro milagroso.
—¡Ojalá nosotros le tuviéramos aquí ahora!
—¿Cuánto cabía el cántaro?—preguntó Trébol.
—Dos cuartillos escasos—respondió el estudiante—; pero podías estar sacando leche de él hasta llenar una artesa. La verdad es que manaba sin cesar, y no se secaba ni en pleno verano, lo cual no le sucede a ese arroyito que ahora corre, haciendo tanto ruido, vertiente abajo.
—Y ¿dónde está ahora el cántaro?—preguntó el niño.
—Se rompió, siento decirlo, pero es verdad, hace unos veinticinco mil años—respondió el primo Eustaquio—. Le compusieron lo mejor posible; pero aunque siguió sirviendo para contener leche, ya nunca volvió a llenarse{210} solo. Así es que no tenía ya más mérito que cualquier otro cántaro viejo y rajado.
—¡Qué lástima!—exclamaron a un tiempo todos los chiquillos.
El respetable perro Ben había acompañado a los excursionistas, así como también un perrillo pequeño de Terranova, que respondía al nombre de Bruin, porque era negro como un oso. Como Ben era el de más edad y el de costumbres más circunspectas, el primo Eustaquio le rogó respetuosamente que se quedase con los pequeños para guardarles de todo mal. En cuanto al negro Bruin, que era ni más ni menos que un chiquillo, el estudiante juzgó más prudente llevarle consigo, por temor a que en sus turbulentos juegos con los otros chiquillos les echase a rodar colina abajo, aconsejando, pues, a la gente menuda que se estuviesen quietos y sentaditos en el sitio donde los dejaba; el estudiante, con Primavera y demás niños grandes, empezó a subir, y pronto se perdieron todos de vista entre los árboles.{211}
Monte arriba, por la vertiente cubierta de bosque, iban Eustaquio Bright y sus compañeros. Los árboles no estaban aún completamente cubiertos de hojas, pero tenían ya las bastantes para dar una sombra ligera, mientras el sol los inundaba de luz verde. Había rocas cubiertas de musgo, medio escondidas entre las pardas hojas secas; había troncos de árbol casi podridos, tumbados a lo largo, en el mismo sitio en que se habían derrumbado; había arbustos secos, que habían sido arrancados de raíz por los vientos de invierno, y que estaban desparramados por el suelo. Pero, aunque todas esas cosas parecían tan viejas, el aspecto del bosque era de vida nueva, porque adonde quiera que se volviesen los ojos, se encontraba{214} algo fresco y verde que estaba brotando, dándose prisa a prepararse para el verano.
Por fin la gente joven alcanzó el límite superior del bosque, y se encontraron los excursionistas casi en la misma cumbre de la colina. No era un pico, ni una gran cima redondeada, sino una planicie, o mejor dicho meseta, bastante ancha; en ella había una casa y un cobertizo a cierta distancia. La casa era hogar de una familia solitaria, y a veces las nubes, de las cuales caía la lluvia o la nieve sobre el valle, estaban por debajo de aquella habitación, sola y desamparada.
En el punto más alto de la colina había un montón de piedras, en cuyo centro estaba clavado un gran mástil que sostenía una banderita. Eustaquio condujo allí a los niños, y les mandó que mirasen en derredor y viesen cuán gran espacio de hermoso mundo podían alcanzar con una ojeada. Y a medida que miraban, parecía que se les iban agrandando los ojos.
Se veía, al Sur, la altísima montaña que formaba generalmente el centro del paisaje, pero que parecía haberse hundido, y ahora había pasado a ser miembro de una gran familia de alturas. Detrás de ella, la sierra, que desde la casa parecía lejana y no muy alta, había crecido y se había elevado. El lindo lago se veía con todas sus pequeñas ensenadas, y no{215} estaba solo: que había más allá otros tres que abrían al sol sus ojos azules. Varias aldeas blancas, cada una con su campanario, estaban desparramadas en la lejanía. Había tantas granjas, con sus fanegas de bosque, pastos y tierras de labranza, que los niños apenas podían hacer sitio en sus cerebros para recibir tantos objetos distintos. Allí también estaba Tanglewood, que hasta entonces le había parecido cosa tan importante en el mundo.
Ahora ocupaba tan poco terreno, que buscándole no le encontraban, y su vista iba mucho más allá de donde en realidad se encontraba.
Blancas y algodosas nubes colgaban en el aire, y lanzaban obscuras y movedizas sombras aquí y allá sobre el paisaje. Pero a cada instante la luz del sol brillaba precisamente donde acababa de estar la sombra, y la sombra se había marchado a otra parte.
Al Oeste había otra serie de montañas azules.
—En aquella colina—dijo Eustaquio a los niños—había un lugar, donde unos cuantos holandeses viejos estaban jugando eternamente a los bolos, y donde un individuo holgazanísimo, llamado Rip Van Winkle, se había quedado dormido y se había estado durmiendo veinte años de un tirón.{216}
Los niños pidieron con afán a Eustaquio que les contase todo lo que supiera de casos tan maravillosos.
Pero el estudiante replicó que ese cuento ya estaba contado hace mucho tiempo, y mucho mejor de lo que pudiera contarlo él, y que nadie en el mundo tenía derecho a cambiar una sola palabra en él, hasta que se hubiese puesto tan viejo como «La cabeza de la Gorgona», «Las tres manzanas de oro» y el resto de esas milagrosas leyendas.
—Pero, al menos, mientras estamos descansando aquí—dijo Margarita, y mirando en derredor—, bien puedes contarnos una de las historias que tú inventas.
—Sí, primo Eustaquio—exclamó Primavera—: te aconsejo que nos cuentes aquí un cuento. Elige un asunto muy elevado, y a ver si tu imaginación se pone a la altura necesaria. Acaso el aire de la montaña te ponga poético siquiera una vez. Y no importa que la historia sea extraña y maravillosa. Ahora que estamos entre las nubes, estamos dispuestos a creerlo todo.
—¿Serás capaz de creer—preguntó Eustaquio—que hubo una vez un caballo con alas?
—Sí—dijo la maliciosa Primavera—; pero temo que tú no vas a conseguir cogerlo nunca.
—Lo que es eso, Primavera—dijo el estudiante{217}—, no me parece muy difícil. Creo que puedo apresar a Pegaso y cabalgar sobre su lomo, por lo menos tan bien como una docena de individuos a quienes conozco. Por lo menos, os contaré un cuento que se refiere a él, y el lugar más a propósito del mundo para contarle es, sin duda, la cumbre de un monte.
Y así, sentándose en el montón de piedras, mientras los niños se agrupaban a su alrededor, Eustaquio fijó la vista en una blanca nube que iba flotando, y empezó como sigue.{218}
Una vez, en tiempos antiguos, muy antiguos (porque todas las cosas extrañas que os cuento sucedieron mucho antes de lo que nadie pueda recordar), había en la maravillosa tierra de Grecia una fuente que manaba en la falda de una montaña. Y según me figuro, debe estar manando aún, al cabo de tantos miles de años, en el mismísimo sitio. Sea como sea, el caso es que allí estaba la apacible fuente, derramando frescura por la montaña abajo y chispeando a la dorada luz de la puesta del sol, cuando llegó junto a ella un hermoso joven, llamado Belerofonte. Llevaba en la mano una brida incrustada de piedras preciosas y con bocado de oro. Viendo junto a la fuente un anciano, un hombre de mediana edad y un niño,{220} y también una jovencita que estaba llenando un cántaro, se detuvo y preguntó si podía refrescarse tomando un trago.
—Es un agua riquísima—dijo a la joven, mientras enjuagaba y llenaba su cántaro, después de haber bebido en él—. ¿Serías tan amable que me dijeras si tiene algún nombre esta fuente?
—Sí: la llaman la Fuente de Pirene—respondió la doncella, y añadió luego:—Mi abuela me ha contado que esta clara fuente era antes una mujer hermosísima; mas cuando su hijo fué muerto por las flechas de Diana cazadora, se deshizo toda en lágrimas. De manera que el agua que has encontrado tan fresca y tan rica, es el dolor del corazón de aquella pobre madre.
—¡Nunca hubiera soñado—dijo el joven forastero—que tan clara fuente, con su alegre fluir y borbotear de la sombra a la luz, tuviera lágrimas en su seno! ¿Y ésta es Pirene? Gracias, linda doncella, por haberme dicho su nombre. Precisamente vengo de muy lejanas tierras buscando este sitio.
Un campesino de mediana edad (que había llevado una vaca a beber de la fuente) miró fijamente al joven Belerofonte y a la magnífica brida que llevaba en la mano.
—Por fuerza que las fuentes andan muy escasas{221} por tu país—observó—, si vienes de tan lejos en busca de la Fuente de Pirene; pero, dime, ¿has perdido tu caballo? Veo que llevas la brida en la mano, y bien bonita es con esa doble hilera de piedras relucientes. Si el caballo era tan hermoso como la brida, es para compadecerte por haberte quedado sin él.
—No he perdido ningún caballo—dijo Belerofonte, sonriendo—, pero voy buscando uno muy famoso, que según me han informado los sabios, sólo por aquí se puede encontrar. ¿Sabéis si Pegaso, el caballo con alas, sigue frecuentando la Fuente de Pirene, como solía en tiempos de vuestros antepasados?
El campesino se echó a reir.
—Algunos de vosotros, amiguitos míos, habréis oído, probablemente, que este Pegaso era un caballo blanco como la nieve, con hermosas alas plateadas, que pasaba la mayor parte del tiempo en la cúspide del monte Helicón. Jamás águila alguna atravesó las nubes tan veloz, tan impetuosa en su vuelo, como él por los aires. No había nada igual en el mundo. No tenía compañero; nunca había sido montado ni guiado por un amo, y en muchos y dilatados años vivió solo y feliz.
¡Oh, qué hermoso es ser caballo con alas! Durmiendo de noche, como él lo hacía, en la cima de una alta montaña, y pasando la mayor{222} parte del día en el aire, Pegaso apenas parecía criatura de la tierra. Dondequiera que se le veía a mucha altura, sobre la cabeza de las gentes, con el reflejo de sus alas plateadas, hubierais pensado que pertenecía al cielo, y que habiendo descendido demasiado bajo, se había extraviado entre nuestras nieblas y vapores, y andaba buscando el camino para volver. Era muy bonito mirar cómo se hundía en el seno lanoso de una brillante nube, perdiéndose en ella por un momento y atravesándola para salir al otro lado. En medio de un sombrío aguacero, cuando por todo el cielo había un pavimento gris de nubes, sucedía a veces que el caballo alado bajaba a plomo a través de ellas, y la luz alegre de las regiones superiores brillaba tras él. Verdad que un instante después, tanto Pegaso como la gozosa luz habían desaparecido; pero el que había tenido la fortuna de ver aquel maravilloso espectáculo, estaba animado todo el día, y más si duraba más la tormenta.
En verano, en lo más hermoso de la estación, solía Pegaso bajar a tierra, y cerrando sus alas de plata, se entretenía en galopar por valles y colinas con la rapidez del viento. Más a menudo que en ningún otro sitio se le había visto junto a la Fuente de Pirene, bebiendo su agua deliciosa o revolcándose por la blanda hierba de la orilla. También algunas veces{223} (pues Pegaso era muy delicado para la comida) pacía unos cuantos brotes de trébol de los más tiernos.
Por consiguiente, los tatarabuelos de las gentes que entonces vivían, habían tenido la costumbre de ir a la Fuente de Pirene (mientras eran jóvenes y seguían creyendo en caballos con alas), llevados por la esperanza de ver un instante al hermoso Pegaso; pero en los últimos años se le había visto muy rara vez. Tanto, que mucha gente del campo, cuya casa estaba a menos de media hora de paseo de la fuente, no había contemplado nunca a Pegaso, ni creía en la existencia de semejante criatura. Y ocurrió que el campesino a quien se dirigió Belerofonte era una de esas personas incrédulas.
Y ésta fué la razón de que se riese.
—¿Pegaso? ¡Sí, sí!—exclamó, dilatando las narices todo lo que pueden dilatarse unas narices chatas—; ¡sí, sí, Pegaso! ¡Un caballo con alas, eh! Pero, amigo, ¿estás en tus cabales? ¿Para qué le servirían las alas a un caballo? ¿Crees que tiraría bien de un carro? A decir verdad, alguna economía podría hacerse en el gasto de herraduras; pero, ¿cómo le había de gustar a un hombre ver salir volando a su caballo por la ventana de la cuadra, o encontrarse con que le llevaba disparado por encima{224} de las nubes, cuando sólo quisiera ir al molino? No, no; yo no creo en Pegasos. Nunca ha habido tan ridícula clase de caballos-pájaros.
—Yo tengo mis razones para pensar de otro modo—dijo Belerofonte con toda calma.
Entonces se volvió hacia un viejo canoso que, apoyándose en una cayada, escuchaba atentamente con el cuello estirado y la mano en la oreja, porque hacía veinte años que se había quedado un poquito sordo.
—¿Qué dices tú, venerable anciano?—le preguntó—. Me figuro que cuando eras más joven habrás visto con frecuencia al caballo alado.
—¡Ah, joven forastero! Tengo muy mala memoria—dijo el viejo—. Si no recuerdo mal, cuando era muchacho acostumbraba a creer que existía ese caballo, y lo mismo que yo lo creía todo el mundo; pero ahora casi no sé qué creer, y muy pocas veces pienso en el caballo con alas. Si alguna vez he visto a ese animal, hará mucho, muchísimo tiempo. Y a decir verdad, no estoy seguro de haberlo llegado a ver. Cierto que, cuando yo era muy joven, recuerdo haber visto un día muchas pisadas de caballo alrededor de la fuente. Tal vez fueran de Pegaso, pero también podían ser de cualquier otro caballo.
{225}—¿Y tú, hermosa joven, no le has visto nunca?—preguntó Belerofonte a la muchacha, que estaba parada con el cántaro sobre la cabeza mientras tenían esta conversación—. De seguro que si alguien puede ver a Pegaso eres tú, porque tienes unos ojos muy vivos.
—Creo que le he visto una vez—replicó la doncella, sonriéndose y sonrojándose—. O era Pegaso o un pájaro blanco grandísimo, que iba muy alto por el aire. Y otra vez, cuando venía a la fuente con mi cántaro, oí un relincho, pero ¡qué relincho más fuerte y melodioso! Con la delicia de aquel sonido me dió un salto el corazón; pero me asusté, sin embargo, y eché a correr a casa sin llenar el cántaro.
—¡Fué una lástima, verdaderamente!—dijo Belerofonte, y se volvió hacia el niño que mencioné al principio del cuento, y que estaba mirándole fijo, fijo, como acostumbran los niños mirar a los forasteros, con su rosada boquita abierta de par en par.
—¡Eh, amiguito!—exclamó Belerofonte, tirándole cariñosamente de uno de los rizos—. Supongo que tú habrás visto a menudo el caballo con alas.
—Sí que le he visto—respondió el niño vivamente—. Le vi ayer, y muchas veces antes.
—¡Eres un hombre!—dijo Belerofonte atrayendo al niño hacia sí—. Ven, y cuéntame todo lo que sepas.{226}
—Pues, nada—replicó el niño—. Yo vengo aquí a menudo para echar barquitos en la fuente y coger piedrecitas del fondo, y algunas veces, cuando miro en el agua, veo la imagen del caballo con alas en el pedazo del cielo que allí se retrata. Yo quisiera que bajara, me dejara montar en él y me llevara volando hasta la luna; pero no baja. Como si le molestase que le miraran, vuela muy lejos, perdiéndose de vista.
Y Belerofonte tuvo más fe en el niño que había visto la imagen de Pegaso en el agua, y en la joven que le había oído relinchar tan melodiosamente, que en el patán de mediana edad, que sólo creía en los caballos de carro, o que en el viejo, que había olvidado ya las bellas cosas de su juventud.
Por eso fué muchos días a la Fuente de Pirene, y observando continuamente, mirando unas veces hacia arriba, a los cielos, y otras a la superficie del agua, no perdía la esperanza de ver la imagen reflejada del caballo con alas, o acaso, acaso, la maravillosa realidad. Llevaba siempre dispuestas en la mano las riendas doradas, con sus piedras brillantes y su bocado de oro. Los campesinos que vivían allí cerca y llevaban sus ganados a beber en la fuente, se reían a menudo del pobre Belerofonte, y algunas veces le zaherían con dureza. Le decían{227} que un hombre robusto como él debía hacer algo más útil que perder el tiempo en tan ocioso empeño. Le ofrecían venderle un caballo, si lo necesitaba, y como Belerofonte se negó a la compra, quisieron comprarle a él la hermosa brida.
Hasta los niños la tomaron con él, y acostumbraban a jugar allí cerca, sin que Belerofonte les hiciera caso alguno, aunque bien les oía y les veía. Un chiquillo de aquéllos hacía de Pegaso, por ejemplo, y daba los saltos más extravagantes, haciendo como que volaba, y mientras tanto uno de sus compañeros iba tras él, llevando en la mano un par de juncos, que representaban la brida lujosísima de Belerofonte. Pero el niño bondadoso que había visto la imagen de Pegaso en el agua, alentaba al joven forastero más de lo que todos los chiquillos malos podían atormentarle. Aquel buen amiguito iba, en sus horas libres, a sentarse a su lado, y sin decir palabra, miraba abajo en la fuente, o arriba en el cielo, con fe tan inocente, que Belerofonte no podía menos de sentirse animado.
Ahora querréis, probablemente, que os diga por qué se había puesto Belerofonte a esperar al caballo alado. No encontraré mejor oportunidad para hablar de esto, que mientras aguarda a que Pegaso aparezca.{228}
Si fuera a contaros todas las aventuras anteriores de Belerofonte, resultaría un cuento sumamente largo. Baste decir que un terrible monstruo, llamado la Quimera, había aparecido en cierto país de Asia, y estaba haciendo más daño del que se puede decir de aquí a mañana. Esta Quimera era una de las más horribles y ponzoñosas criaturas, la más rara e inexplicable y la más difícil de combatir y de escapar de ella, que jamás salió de las entrañas de la Tierra. Tenía la cola como una serpiente boa; su cuerpo era desmesurado y tenía tres cabezas distintas, una de las cuales era de león, la segunda de cabra y la tercera de serpiente, abominablemente grande. Y ¡qué chorro de fuego salía flameando de cada una de sus tres bocas! Como era un monstruo terrestre, dudo si tendría alas; pero, tuviéralas o no, el caso es que corría como una cabra y un león, y se asustaba lo mismo que una serpiente, y con una cosa y otra alcanzaba tanta velocidad como los tres juntos.
¡Oh! ¡Cuánto, cuánto daño hacía esa maligna criatura! Con su aliento de llamas podía incendiar un bosque, o quemar un campo de mieses, o un pueblo entero, con todas sus casas y cercados. Devastaba grandes extensiones de terreno a su alrededor, y acostumbraba a comerse las personas y los animales vivos, cociéndolos después{229} en el ardiente horno de su estómago. ¡Quiera Dios, hijitos, que ni vosotros ni yo tropecemos jamás con un monstruo semejante!
Mientras la odiosa bestia (si es que bestia puede llamársele) estaba haciendo todas estas cosas terribles, llegó Belerofonte a aquella parte del mundo para visitar al rey. Éste se llamaba Iobates, y el país que regía era Licia. Belerofonte era uno de los jóvenes más valientes del mundo, y nada le gustaba tanto como llevar a cabo algún hecho valeroso y benéfico, tal que toda la Humanidad le admirase y le amase. En aquellos tiempos, un joven que deseara distinguirse no tenía más camino que el de librar grandes combates, ya fuera con los enemigos de su Patria, ya con malvados gigantes o molestos dragones, o con bestias feroces, cuando no podía encontrar cosa más peligrosa con que habérselas. El rey Iobates, conociendo el valor de su joven visitante, le propuso que fuese a pelear con la Quimera, que aterraba a todo el mundo, y de no matarla pronto, llevaba trazas de convertir a toda Licia en un desierto. Belerofonte no vaciló un instante, y aseguró al rey que mataría a la temida Quimera o perecería en la demanda.
Reflexionó, sin embargo, que, siendo el monstruo tan prodigiosamente veloz, no podría nunca vencerle si luchaba con él a pie. Lo prudente{230} sería, por tanto, adquirir el mejor y más rápido caballo que pudiera encontrarse. Y ¿qué otro había en el mundo que fuera ni la mitad de rápido que Pegaso, el caballo maravilloso que tenía alas y piernas y se movía en el aire con más facilidad aún que sobre la tierra? Cierto que muchísima gente negaba la existencia de semejante caballo con alas, y decía que sólo era cosa de cuentos y puro disparate. Mas, por maravilloso que pareciese, Belerofonte creía que Pegaso era un caballo auténtico, y confiaba en tener la fortuna de encontrarle. Y una vez montado sobre sus lomos, estaría en condiciones de pelear ventajosamente con la Quimera.
Y éste era el motivo de haber viajado desde Licia a Grecia, llevando en la mano la brida hermosamente adornada. Era una brida encantada. Con sólo que lograse poner el bocado de oro en la boca de Pegaso, el caballo alado se mostraría sumiso, reconocería por amo a Belerofonte, y volaría hacia donde éste quisiera volver la rienda.
Pero, mientras tanto, el tiempo que estuvo aguardando, aguardando, con la esperanza de que Pegaso iría a beber a la Fuente de Pirene, fatigó extraordinariamente a Belerofonte y le llenó de ansiedad. Temía que el rey Iobates se figurase que había huído de la Quimera. Le{231} causaba dolor también el pensar cuánto daño estaría haciendo el monstruo, mientras que él, en lugar de combatirle, se veía obligado a sentarse ocioso, mirando cómo brotaban las claras aguas de la fuente. Y como Pegaso había ido por allí tan de tarde en tarde aquellos años últimos, y apenas si bajaba una vez durante la vida de un hombre, temía Belerofonte hacerse viejo y perder la fuerza de su brazo y el valor de su corazón, antes de que apareciese el caballo con alas. ¡Oh! ¡Cuán pesadamente pasa el tiempo cuando un joven arrojado ansía tomar parte en la vida y cortar la cosecha de su fama! ¡Qué difícil es esperar! Nuestra vida es corta, y ¡qué parte más grande de ella se pierde en aprender esta verdad!
Suerte fué para Belerofonte que el niño le hubiese tomado tanto cariño y no se cansase de su compañía. Todas las mañanas le infundía una nueva esperanza, en sustitución de la perdida el día antes.
—Querido Belerofonte—exclamaba mirándole animosamente—, creo que hoy vamos a ver a Pegaso.
Y si no hubiera sido por la fe inextinguible del muchachito, Belerofonte habría acabado por perder toda esperanza, y habría vuelto a Licia e intentado matar a la Quimera sin ayuda del caballo con alas. En tal caso, el pobre Belerofonte{232} habría sido, cuando menos, terriblemente chamuscado por el aliento del monstruo, y probablemente muerto y devorado. Nadie podía ni intentar combatir con una Quimera terrestre, sin ir montado sobre algún animal aéreo.
Una mañana habló el niño a Belerofonte con más fe todavía que de costumbre.
—Mi queridísimo Belerofonte—exclamó—, no sé por qué, pero siento como si hoy, seguramente, fuéramos a ver a Pegaso.
En todo aquel día no quiso apartarse ni un momento del lado de Belerofonte. Juntos comieron un pedazo de pan y bebieron agua de la fuente. Por la tarde se sentaron cerquita uno de otro, y el niño colocó una de sus menudas manos entre las de Belerofonte. Éste se hallaba abismado en sus pensamientos, y miraba distraído los troncos de los árboles que daban sombra a la fuente y a las vides que trepaban por sus ramas. Mas el niño no dejaba de observar en el agua; por su cariño a Belerofonte, le afligía pensar que la esperanza de aquel día saliera fallida, como la de tantos otros, y de sus ojos corrieron algunas lágrimas silenciosas, yendo a mezclarse con las muchas que, según decían, había vertido Pirene por su hijo muerto.
Cuando menos lo pensaba, sintió Belerofonte{233} la presión de la manecita del niño, y oyó un susurro casi imperceptible:
—¡Mira ahí, querido Belerofonte! Hay una imagen en el agua.
El joven miró en el movedizo espejo de la fuente, y vió algo como la imagen de un pájaro que parecía estar volando a grandísima altura, reflejándose el sol en sus níveas o argentadas alas.
—¡Qué pájaro más espléndido debe ser—dijo—, y qué grande parece, a pesar de estar volando más alto que las nubes!
—Me hace temblar—murmuró el niño—. Me da miedo mirar hacia arriba, en el aire. Es muy hermoso, pero yo no me atrevo más que a mirar su imagen en el agua. Querido Belerofonte, ¿no ves que no es un pájaro? Es el caballo con alas, es Pegaso.
El corazón empezó a saltar en su pecho. Miró fijamente hacia arriba; pero no pudo ver a la alada criatura, fuese pájaro o caballo, porque entonces precisamente se había hundido en un nubarrón; sin embargo, un momento después reapareció, atravesando la nube por la parte inferior, aunque todavía a gran distancia de la tierra. Belerofonte cogió al niño en brazos y se apartó con él, hasta que ambos quedaron ocultos entre el espeso bosquecillo de arbustos que crecía alrededor de la fuente. No{234} porque tuviese miedo de ningún daño, pero sí por temor a que si llegaba a vislumbrarlos Pegaso, volara muy lejos y fuera a posarse en alguna inaccesible montaña. Porque era, realmente, el caballo alado. Después de esperarlo tanto tiempo, llegaba, al fin, a mitigar su sed con el agua de Pirene.
Cada vez se acercaba más y más la aérea maravilla, describiendo grandes círculos, como habréis visto hacer a las palomas cuando van a bajar a tierra. Hacia abajo iba también Pegaso, y los amplios, majestuosos círculos, se iban haciendo más y más estrechos a medida que se aproximaba a tierra. Cuanto más cerca se le veía, parecía más hermoso, y más maravillaba el batir de sus plateadas alas. Por último, con tan ligera presión que apenas aplastó la hierba que crecía alrededor de la fuente, ni dejó la huella de sus cascos en la arena de la orilla, se posó en tierra, y bajando la indómita cabeza, comenzó a beber. Absorbía el agua con grandes suspiros de satisfacción y tranquilas pausas de contento; luego daba otro sorbo, y luego otro y otro; que ni en toda la tierra ni en las nubes había agua que agradara a Pegaso tanto como aquella de Pirene. Cuando hubo saciado la sed, tronchó con los dientes unos cuantos de los dulces capullos del trébol, y los saboreó delicadamente, pero sin comer cantidad de ellos, porque{235} las hierbas nacidas entre las nubes, sobre las altas laderas del Monte Helicón, convenían a su paladar mejor que aquel pasto ordinario.
Después de haber bebido así hasta satisfacerse, y de haberse dignado comer un poquito por coquetería, el caballo alado comenzó a brincar de un lado a otro y a danzar, como si estuviera entregado por completo a la holganza y al juego. Nunca hubo criatura más juguetona que aquel Pegaso. Sacudía sus grandes alas como un pajarillo, y daba carreritas, medio por la tierra, medio por el aire, que no sé si llamar vuelos o galopes. Cuando una criatura es capaz de volar perfectamente, prefiere algunas veces correr por puro entretenimiento, y eso hizo Pegaso, aunque le costaba algo más mantener los cascos tan cerca del suelo. Belerofonte entretanto, y sin soltar de la mano al niño, se asomó fuera del boscaje, y pensó que no había visto cosa más hermosa que aquélla, ni ojos de caballo tan vivos e inteligentes como los de Pegaso. Parecía un pecado pensar en ponerle una brida y montarlo.
Una o dos veces se paró Pegaso, aspirando fuertemente el aire, levantando las orejas, estirando el cuello y volviéndose a todos lados, como si recelase algún mal. Sin embargo, como ni vió ni oyó nada, pronto volvió a sus juegos.{236}
Por fin, y no porque estuviera cansado, sino de puro satisfecho y desocupado, plegó Pegaso las alas y se tumbó sobre la verde pradera; pero como estaba demasiado lleno de vida aérea para permanecer quieto mucho tiempo, comenzó pronto a revolcarse sobre el lomo, alzando al aire sus piernas finas. Era hermoso el ver aquella criatura, única y solitaria, cuyo compañero no había sido creado, que no lo necesitaba tampoco, y que, viviendo muchos siglos, era tan feliz como largos ellos. Cuantas más cosas hacía de las que los caballos mortales acostumbran a hacer, menos terreno y más maravilloso parecía. Belerofonte y el niño casi no respiraban, en parte por su emoción deliciosa, pero principalmente porque temían que el más ligero ruido o murmullo le hiciera lanzarse, con velocidad de flecha, al más lejano azul del cielo.
Por último, cuando ya se había revolcado bastante, Pegaso dió vuelta, e indolentemente, como otro caballo cualquiera, afirmó los cascos delanteros como para levantarse del suelo. Belerofonte adivinó que iba a hacerlo así, y saliendo súbitamente del boscaje, se montó de un salto sobre sus lomos.
Sí. ¡Se montó sobre los lomos del caballo con alas!
Pero, ¡qué salto dió Pegaso cuando, por primera{237} vez en su vida, sintió sobre sí el peso de un mortal! ¡Aquéllo era un salto! Antes de que tuviera tiempo de respirar, se encontró Belerofonte levantado a una altura de doscientos metros, siguiendo aún hacia arriba, mientras que el caballo con alas resoplaba y se estremecía de terror y de cólera. Hacia arriba fué, arriba, arriba, arriba, hasta hundirse en el húmedo seno de una hube, a la cual había mirado Belerofonte un poquito antes, imaginándosela como un lugar muy agradable. Después, fuera ya de la nube, se dejó caer Pegaso lo mismo que un rayo, como si quisiera estrellarse con su jinete contra una roca. Luego hizo un millar de las más salvajes cabriolas que jamás hayan podido hacer pájaro ni caballo alguno.
No sabré deciros ni la mitad de lo que hizo. Se deslizó, rápido, hacia adelante, y a los lados y hacia atrás. Se paró con las patas delanteras en un jirón de neblina, y las de atrás en nada absolutamente. Coceó furiosamente y bajó la cabeza, metiéndola entre las manos, con las alas apuntando derechas hacia arriba. A un par de kilómetros de altura sobre la tierra, dió un salto mortal, de manera que los talones de Belerofonte estuvieron donde debía estar la cabeza, y parecía que miraba al cielo hacia abajo, en vez de mirarlo hacia arriba. Volvió la cabeza violentamente, y mirando a Belerofonte a la{238} cara, como si echara fuego por los ojos, hizo un terrible esfuerzo por morderle. Sacudió las alas con tal violencia, que una de las plumas de plata se desprendió y cayó a tierra, siendo recogida por el niño, quien la guardó toda su vida como recuerdo de Pegaso y Belerofonte.
Mas este último (que según podéis apreciar, era tan buen jinete como el mejor domador de potros) estuvo acechando la oportunidad favorable, y al fin encajó el bocado de oro de la brida encantada entre las quijadas del caballo alado. Apenas lo hubo hecho, cuando Pegaso se volvió tan manejable como si toda su vida hubiera tomado el alimento de mano de Belerofonte. A decir lo que realmente siento, casi daba una pena ver tan súbitamente domada a una criatura tan salvaje. Pena debía sentir Pegaso también. Miró a Belerofonte con lágrimas en los hermosos ojos, en vez del fuego que poco antes despedían; pero cuando Belerofonte le acarició la cabeza y le dijo unas cuantas palabras con tono de autoridad, pero con cariño, vió en los ojos de Pegaso otra mirada bien distinta, como si le placiera haber encontrado, al cabo de tantos siglos, un amo y compañero.
Así ocurre siempre con los caballos alados y con las criaturas indómitas y solitarias como ellos. Si podéis atraparlas y dominarlas, es el mejor camino para lograr su cariño.{239}
Mientras Pegaso estuvo haciendo todo lo posible por sacudirse de encima a Belerofonte, recorrió una distancia muy grande, y al tiempo de ponerle el bocado estaban llegando a la vista de una montaña altísima. Belerofonte ya había visto antes esa montaña, y conoció que era Helicón, en cuya cima vivía el caballo alado. Allá voló Pegaso (después de mirar dócilmente a su jinete, como preguntándole si lo permitía), y posándose, esperó pacienzudo a que Belerofonte quisiera apearse. El joven saltó de los lomos de su caballo, manteniéndolo sujeto por la brida; pero al mirar sus ojos le conmovió tanto la docilidad de su aspecto y su hermosura, y la idea de la vida libérrima que había llevado Pegaso hasta entonces, que no se sintió capaz de tenerlo prisionero, si él realmente deseaba su libertad.
Dejándose llevar de tan generoso impulso, dejó caer la brida encantada de la cabeza de Pegaso y le sacó el bocado.
—¡Déjame, Pegaso!—le dijo—. ¡Déjame o quiéreme!
En un instante, el caballo alado salió disparado hasta perderse casi de vista, remontándose a plomo sobre la cima del Monte Helicón. El sol se había puesto hacía ya tiempo, lo alto de la montaña estaba aún en el crepúsculo, y la comarca de alrededor en noche obscura; pero{240} Pegaso voló tan alto, que alcanzó al día que se iba y se bañó en la luz que irradiaba el sol por las alturas. Subiendo cada vez más alto, parecía una mancha brillante, y al fin se perdió en la inmensidad del cielo. Temió Belerofonte no volverle a ver más; pero cuando estaba deplorando su locura, reapareció la mancha brillante y se fué acercando más cada vez, hasta descender por bajo de la luz del sol, y ¡allí estaba Pegaso de vuelta! Después de prueba tal, ya no había cuidado de que el caballo con alas se escapase. Él y Belerofonte fueron amigos, y se quisieron fielmente el uno al otro.
Aquella noche se echaron, y durmieron juntos con el brazo de Belerofonte sobre el cuello de Pegaso, no por precaución, sino por cariño. Ambos se despertaron al despuntar la mañana, y se dieron los buenos días, cada cual en su lengua.
De este modo pasaron varios días Belerofonte y el maravilloso caballo, conociéndose cada vez más y aficionándose más el uno al otro. Hacían largos viajes aéreos, y alguna vez subían tan altos, que la Tierra apenas parecía mayor que... la Luna. Visitaron países remotos y asombraron a los habitantes, quienes pensaron que aquel hermoso joven, montado en un caballo con alas, tenía que haber bajado del cielo. Recorrer mil kilómetros por día era cosa muy{241} fácil para el veloz Pegaso. Aquel género de vida encantaba a Belerofonte, y muy a gusto habría vivido siempre así, en la clara atmósfera de las alturas, en donde hacía siempre buen tiempo, por muy desapacible y lluvioso que lo fuera abajo; pero no podía olvidar a la horrible Quimera y la promesa hecha al rey Iobates, de matarla. Por eso, cuando ya hubo aprendido bien la equitación aérea y sabía manejar a Pegaso con un ligero movimiento de la mano, y le enseñó a obedecer su voz, se dispuso a llevar a cabo la peligrosa aventura.
En consecuencia, al romper el día y tan pronto como abrió los ojos, dió un tironcito de orejas al caballo alado para despertarlo. Inmediatamente se alzó Pegaso del suelo, subiendo hasta media legua de altura, y dió, velocísimo, una gran vuelta a la cima de la montaña, como para mostrar que estaba bien despabilado y listo para cualquier excursión. Mientras duró ese vuelo estuvo dando fuertes, alegres y melodiosos relinchos, y finalmente descendió junto a Belerofonte tan levemente como habréis visto que se posan los pájaros sobre los arbustos.
—¡Muy bien, querido Pegaso! Bravo por mi cortacielos!—exclamó Belerofonte, dando unas palmaditas en el cuello del caballo—. Y ahora, mi raudo y hermoso amigo, tenemos que desayunar. Hoy vamos a pelear con la terrible Quimera.{242}
En cuanto acabaron su comida matinal y bebieron agua fresca de la fuente llamada de Hipocrene, ofreció Pegaso la cabeza, espontáneamente, para que su amo pudiera poner la brida. Luego dió muchos brincos y cabriolas aéreas, mostrando su impaciencia por emprender la marcha, mientras Belerofonte se ceñía la espada, disponía el escudo y se preparaba para la batalla. Cuando estuvo todo listo, montó el jinete y (según solía hacer cuando iba lejos) subió cuatro kilómetros verticalmente, para orientarse mejor. Después volvió la cabeza de Pegaso hacia el Este, dirigiéndose a Licia. En su vuelo alcanzaron a un águila, pasando tan cerca, antes de que ella pudiera apartarse de su camino, que le habría sido fácil a Belerofonte cogerla por una pata. Avanzando a este paso, antes del mediodía divisaron las altas montañas de Licia, con sus profundos y agrestes valles. Si era verdad lo que a Belerofonte habían dicho, en uno de esos valles horrendos era donde tenía su guarida la espantosa Quimera.
Estando ya tan cerca del término de su viaje, descendieron poco a poco, aprovechando para ocultarse unas nubes que flotaban sobre aquellas ingentes cimas. Dando la vuelta por la parte superior de una nube y asomándose al borde, pudo Belerofonte ver claramente la parte montañosa de Licia, y mirar a la vez todos sus umbríos{243} valles. Nada de extraordinario encontró a primera vista. Era aquélla una zona desierta, pedregosa, con altas y escarpadas montañas; en la parte baja y más llana del país había ruinas de casas quemadas y esqueletos de animales, desparramados entre los pastos que les sirvieron de alimento.
—Por fuerza que es obra de la Quimera todo esto—pensó Belerofonte—; pero, ¿dónde está el monstruo?
Como ya he dicho antes, nada de extraordinario se observaba, a primera vista, en ninguno de los valles y barrancos que había entre las imponentes montañas. Nada absolutamente, salvo que tres espirales de humo negro salían de algo como la boca de una caverna y subían pesadamente por la atmósfera, confundiéndose en una sola columna antes de llegar a la cumbre de la montaña. La caverna estaba casi a plomo, bajo el caballo alado y su jinete, a cosa de unos trescientos metros. El humo tenía un color hediondo, sulfuroso y asfixiante, que hizo resoplar a Pegaso y estornudar a Belerofonte. Tanto desagradaba al maravilloso caballo (acostumbrado a respirar únicamente el aire más puro), que agitó las alas y se lanzó como un kilómetro fuera del alcance de aquellos molestos vapores.
Pero, al mirar hacia atrás, vió Belerofonte{244} algo que le indujo a tirar de las riendas primero, y a dar vuelta después. Hizo una seña, que el caballo alado entendió, y éste bajó por el aire lentamente hasta que sus cascos estuvieron a poco más de la altura de un hombre sobre el suelo roquizo del valle. Enfrente, y a tiro de piedra, estaba la boca de la caverna con las tres espirales de humo que de ella brotaban.
Dentro de la dicha caverna parecía haber un montón de extrañas y terribles criaturas enroscadas unas con otras. Sus cuerpos estaban tan juntos, que Belerofonte no acertó a distinguirlos; pero, a juzgar por sus cabezas, uno de los animales era una serpiente inmensa, el segundo un fiero león y el tercero una cabra horrible. El león y la cabra estaban dormidos; la serpiente estaba despierta del todo y le miraba fijamente con su par de grandes y feroces ojos. Lo más asombroso del caso era que las tres columnas de humo salían evidentemente de las narices de aquellas tres cabezas. Tan extraño era el espectáculo, que aun cuando tanta tiempo había estado esperando verlo, la verdad, no se le ocurrió al pronto que aquélla era la terrible Quimera de tres cabezas. Había dado con la caverna de la Quimera. La serpiente, el león y la cabra no eran tres criaturas distintas, como había supuesto, sino un monstruo solo.{245}
¡Qué cosa más horrible y más odiosa! Aun dormitando, como dormitaban, sus dos terceras partes, tenía entre sus abominables mandíbulas los restos de un infortunado corderillo, o tal vez (pero se me resiste el pensarlo) fuera de algún pobre niño que las tres bocazas habían estado mordiscando, antes de quedarse dormidas dos de ellas.
De pronto, como si saliese de un sueño, cayó Belerofonte en la cuenta de que era aquélla la Quimera. Pegaso pareció también comprenderlo, y dió un relincho, que sonó como un clarín de guerra. Al oirlo se alzaron erguidas las tres cabezas y vomitaron grandes llamaradas. Antes de que Belerofonte pudiera pensar lo que debía hacer, se lanzó el monstruo fuera de la caverna y se fué derecho a él, con las inmensas fauces abiertas y arrastrando su cola de serpiente de una manera horrible. Si Pegaso no hubiera sido tan ágil como un pájaro, tanto él como su jinete se habrían visto arrollados por la acometida de la Quimera, y habría acabado así el combate antes de comenzar en realidad. Pero el caballo alado no se dejaba atrapar tan fácilmente. En un abrir y cerrar de ojos se elevó casi hasta las nubes, resoplando con furia. También temblaba, pero no de miedo, sino del asco producido por aquel ser aborrecible y ponzoñoso con sus tres cabezas.{246}
La Quimera, por su parte, se irguió hasta sostenerse únicamente sobre el extremo de la cola, pateando en el aire de un modo furioso y escupiendo fuego a Pegaso y al jinete con sus tres bocas. ¡Cómo rugía, silbaba y bramaba, hijitos míos! Belerofonte, entretanto, se ponía el escudo al brazo y sacaba la espada.
—Ahora, mi querido Pegaso—murmuró al oído del caballo alado—, has de ayudarme a matar este insufrible monstruo, o si no, habrás de volverte a tu solitaria cumbre sin tu amigo Belerofonte; porque, o muere la Quimera, o sus tres bocas se comerán esta cabeza mía, que tantas veces ha dormitado sobre tu cuello.
Pegaso relinchó, y volviendo la cabeza, frotó cariñosamente el hocico contra la cara de su jinete. Así decía, a su manera, que aún tenía alas y era caballo inmortal; mejor perecería, si lo inmortal pudiera perecer, que dejar tras sí a Belerofonte.
—Gracias, Pegaso—respondió Belerofonte—. Y ahora, vamos a pelear al monstruo.
Diciendo estas palabras, sacudió las riendas, y Pegaso descendió oblicuamente, rápido como una flecha, hacia la triple cabeza de la Quimera, que todo aquel tiempo había estado irguiéndose en el aire cuanto podía. Cuando lo tuvo al alcance de su brazo, dió Belerofonte un gran tajo al monstruo; pero su caballo siguió adelante{247} sin dejarle ver si había aprovechado el golpe. Pegaso continuó su carrera; pero pronto viró en redondo, aproximadamente a la misma distancia de la Quimera que antes. Belerofonte vió entonces que había cortado al monstruo, casi del todo, la cabeza de cabra, que colgaba de la piel y parecía enteramente muerta.
Pero, en compensación, la cabeza de león y de la serpiente habían adquirido toda la fiereza de la otra, y escupían llamas, y silbaban y rugían con mucha más furia que antes.
—No te importe, mi bravo Pegaso—exclamó Belerofonte—; con otro golpe como ese haremos que cese el rugir y el silbar.
De nuevo sacudió las riendas. El caballo alado se lanzó oblicuamente y veloz, como antes, hacia la Quimera, y Belerofonte, al pasar, asestó un golpe recto a una de las dos cabezas restantes. Pero esta vez, ni él ni Pegaso escaparon tan bien como la primera. Con una de sus garras hizo el monstruo al joven un profundo arañazo en un hombro, y con la otra estropeó un poco el ala izquierda del caballo volador. Belerofonte, por su parte, había herido mortalmente la cabeza de león, de tal modo, que caía colgando, con su fuego casi extinguido y lanzando bocanadas de humo negro y espeso. Sin embargo, la cabeza de serpiente (la única que quedaba ya) era entonces dos veces más fiera{248} y más venenosa que nunca. Vomitaba chorros de fuego de quinientos metros de largo y lanzaba silbidos tan altos, tan ásperos, tan penetrantes, que el rey Iobates los oyó a cincuenta millas de distancia, y se estremeció hasta hacer temblar al trono debajo de él.
—¡Ay de mí!—pensó el pobre rey—. Esto es que la Quimera viene a devorarme.
Pegaso, mientras tanto, se había parado otra vez en el aire y relinchaba colérico, echando de sus ojos chispas de un fuego puro como el cristal. ¡Qué diferente el fuego cárdeno de la Quimera! Ni el espíritu del caballo aéreo ni el de Belerofonte decayeron.
—¿Echas sangre, mi caballo inmortal?—exclamo el joven, cuidándose menos del mal propio que del de aquella criatura que no debía haber conocido nunca el dolor—. ¡La execrable Quimera pagará este daño con su última cabeza!
Luego sacudió las riendas, dando grandes gritos, y guió a Pegaso, no oblicuamente como antes, sino derecho a la repugnante cabeza del monstruo. Tan rápida fué la embestida, que en la duración de un relámpago llegó Belerofonte al alcance de su enemigo.
A esto, con la pérdida de su segunda cabeza, había caído la Quimera en una pasión ardentísima de dolor y rabia. Se revolcaba, mitad{249} en tierra y mitad en el aire, siendo imposible decir en qué elemento descansaba. Abrió su bocaza de serpiente, con tan abominable anchura, que estoy por decir que podía haber pasado Pegaso derecho a la garganta, con las alas desplegadas y con jinete y todo. Cuando se acercaron, lanzó un chorro tremendo de su encendido aliento, y envolvió a Belerofonte y a su caballo en una atmósfera de llamas, chamuscando las alas de Pegaso, quemando al joven los dorados rizos de todo un lado y caldeando a los dos, de la cabeza a los pies, mucho más de lo cómodo.
Pero esto no es nada para lo que sucedió después. Cuando el caballo alado llegó en su acometida a la distancia de unos cien metros, la Quimera dió un salto y lanzó su enorme, horrible, ponzoñoso y detestable cuerpo sobre el pobre Pegaso; se enroscó a su alrededor con gran fuerza y retorció su cola de serpiente hasta formar un nudo. El caballo aéreo volaba más alto, más alto, más alto, por encima de los picos de las montañas, por encima de las nubes, hasta perder de vista casi a la tierra sólida; pero el monstruo terrestre no soltó presa y fué llevado hacia arriba con la criatura del aire y la luz. Belerofonte, mientras tanto, se volvió y se encontró frente a frente con la horrible fealdad de la Quimera, y sólo resguardándose bien con{250} el escudo, pudo librarse de morir abrasado o de ser partido por mitad de un mordisco.
Por la orillita del escudo miró fieramente a los salvajes ojos del monstruo. La Quimera estaba tan enloquecida por el dolor, que no se resguardaba, como en otro caso habría hecho. Después de todo, para luchar con una Quimera, tal vez sea lo mejor el acercarse a ella todo lo posible. En sus esfuerzos por clavar a su enemigo los horribles garfios, el monstruo dejó su pecho enteramente al descubierto. Al verlo, Belerofonte clavó hasta el puño la espada en su cruel corazón. La cola de la serpiente desató en seguida su nudo. El monstruo soltó a Pegaso y cayó desde aquella enorme altura. El fuego que llevaba en su pecho ardió, en vez de extinguirse, más vivo que nunca, y pronto comenzó a consumir aquel cuerpo muerto.
Cayó del cielo, inflamado enteramente. Como se hizo de noche antes de llegar a tierra, lo confundieron con una estrella errante o con un cometa; pero al despuntar el día salieron unos labriegos a su labor y vieron, con gran asombro, que varias hectáreas de terreno estaban salpicadas de cenizas negras. En medio de un campo había un montón de huesos calcinados, mucho más alto que una gran pila de heno. ¡Nada más volvió a verse de la espantosa Quimera!
Cuando Belerofonte hubo ganado la victoria, se inclinó hacia adelante y besó a Pegaso con lágrimas en los ojos.
—¡Vuelve ahora, mi caballo bienamado—le dijo—, vuelve a la Fuente de Pirene!
Pegaso hendió el aire más rápido que nunca, y llegó a la fuente en muy poco tiempo. Allí encontró al viejo apoyado en su báculo, al campesino dando agua a la vaca y a la hermosa doncellita llenando su cántaro.
—Ahora me acuerdo—advirtió el viejo—. Cuando yo era un chiquillo, vi una vez este caballo con alas. Pero en mi tiempo era diez veces más hermoso.
—Tengo un caballo de tiro que vale tres veces lo que él—dijo el campesino—. Si este pingo fuera mío, lo primero que hacía era cortarle las alas.
La pobre muchachita no dijo nada, porque tenía el sino de asustarse fuera de tiempo. Echó a correr, dejó caer el cántaro y lo rompió.
—¿Dónde está—preguntó Belerofonte—el simpático niño que solía acompañarme, y nunca perdió la fe y nunca se cansaba de mirar en la fuente?
—Aquí estoy, querido Belerofonte—dijo el niño tiernamente.
El muchachito había pasado día tras día a la orilla de Pirene, esperando que volviera su{252} amigo; pero cuando vió a Belerofonte bajando a través de las nubes, montado en su caballo alado, se internó en el boscaje. Era un niño muy delicado, de gran ternura, y temía que el viejo y el campesino vieran brotar las lágrimas de sus ojos.
—Has logrado la victoria—dijo gozosamente, abrazándose a una pierna de Belerofonte, que aún estaba montado sobre Pegaso—. Conozco que la has ganado.
—Sí, niño querido—replicó Belerofonte, bajándose del caballo alado—; pero si no me hubiese ayudado tu fe, nunca hubiera yo aguardado a Pegaso, ni marchado por encima de las nubes, ni venciera jamás a la terrible Quimera. Todo lo hiciste tú, mi amado amiguito, y ahora devolvamos a Pegaso su libertad.
Y diciendo esto, quitó la brida encantada de la cabeza de aquel caballo maravilloso.
—¡Sé libre para siempre. Pegaso mío!—exclamó con cierto dejo de tristeza en la voz—. ¡Sé tan libre como rápido eres!
Mas Pegaso apoyó la cabeza en el hombro de Belerofonte, y no hubo manera de inducirle a emprender el vuelo.
—Bien; pues—dijo Belerofonte, acariciando al aéreo caballo—estarás conmigo mientras quieras. Vámonos sin tardar a decir al rey Iobates que la Quimera ha sido destruída.{253}
Belerofonte abrazó a aquel niño tan bueno, y le prometió volver a verle, y se puso en marcha; pero, años después, aquel niño voló sobre el caballo aéreo mucho más alto que nunca lo hiciera Belerofonte, e hizo cosas mucho más honrosas que la victoria de su amigo sobre la Quimera. Porque, siendo tan tierno y delicado, llegó a ser un poderoso poeta.{254}
Eustaquio Bright contó la leyenda de Belerofonte con tanto fervor y animación como si realmente hubiese ido a galope sobre un caballo con alas.
Al terminar se llenó de alegría, al comprender, por el rostro radiante de sus oyentes, lo mucho que les había interesado.
Todos los ojos bailaban, excepto los de Primavera: en los ojos de la chiquilla positivamente había lágrimas, porque se daba cuenta de que había algo en la leyenda que los demás aún no tenían edad de comprender.
Era un cuento de niños; pero el estudiante había conseguido poner en él el ardor, la generosa esperanza y la imaginación emprendedora de la juventud.{256}
—Ahora te perdono, Primavera—dijo—, todo el ridículo que has intentado echar sobre mis cuentos. Una lágrima paga muchas risas.
—¡Ay, señor Bright!—respondió Primavera, limpiándose los ojos y lazándole otra de sus maliciosas sonrisas—: esto de estar encima de las nubes eleva el pensamiento. Te aconsejo que no vuelvas a contar más cuentos, si no estás, como ahora, en la cumbre de una montaña.
—O cabalgando sobre Pegaso—replicó Eustaquio, riendo—. ¿No te parece que he conseguido a las mil maravillas mi propósito de apresar al corcel maravilloso?
—¡Sí, ha sido un bonito salto mortal!—exclamó palmoteando—. Me parece que le veo a caballo sobre él, a tres millas de alto, por los aires, cabeza abajo!
—¡Ojalá tuviese aquí a Pegaso en este instante!—dijo el estudiante—. Le montaría inmediatamente, y haría una visita por todo el país a cada uno de mis autores favoritos.
Charlando de Pegaso y sus hazañas, empezaron a andar colina abajo. A poco Bruin empezó a ladrar, y le respondió el gua-gua solemne del respetable Ben. Pronto vieron al buen perro viejo, haciendo guardia cuidadosa sobre la gente menuda. Los pequeños, repuestos{257} por completo de su fatiga, se habían puesto a buscar fresas, y al divisar a sus compañeros, echaron a correr cuesta arriba para salir a su encuentro.
Así reunidos, todos los excursionistas pasaron otra vez por los huertos, y se encaminaron despacio a Tanglewood.
FIN
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