The Project Gutenberg eBook of Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, tomo II

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Title: Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días, tomo II

Author: Juan Ortega Rubio

Release date: August 9, 2020 [eBook #62870]
Most recently updated: October 18, 2024

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA DE AMÉRICA DESDE SUS TIEMPOS MÁS REMOTOS HASTA NUESTROS DÍAS, TOMO II ***

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Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.


HISTORIA DE AMÉRICA
DESDE SUS TIEMPOS MÁS REMOTOS HASTA NUESTROS DÍAS

POR

D. JUAN ORTEGA RUBIO
Catedrático de la Universidad Central.

TOMO II.

MADRID
Librería de los Sucesores de Hernando
calle del Arenal, núm. 11

1917


TERCERA ÉPOCA
CONQUISTAS


[5]

CAPITULO I

La Groenlandia: su situación.—Los dinamarqueses en Groenlandia.—El Canadá: sus límites.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Agramunt, Cortereal y Cartier en el Canadá.—La ciudad de Mont-Royal.—Roberval y Cartier.—El comercio de Terranova.—El marqués de la Roche.—Pedro de Monts.—Champlain, Poutrincourt y Pontgravé en aquellas tierras.—Poutrincourt en Port-Royal.—Champlain en Sainte Croix.—La marquesa de Guercheville y los jesuítas.—Los Padres Biard y Masse en América.—Lucha entre iroqueses y hurones.—Fundación de Quebec.—La colonización.—El fuerte Place Royale.—Los franceses en Saint Sauveur.—Los filibusteros.—Los misioneros.—El comercio.—Compañía de Nueva Francia.—Guerra entre Inglaterra y Francia.—Los ingleses en Quebec.—El Canadá en poder de los ingleses.—Muerte de Champlain.—Colonia de Santa María.—Fiereza de los iroqueses.—Florecimiento de Quebec.—La sociedad de Nuestra Señora de Montreal: el capitán Maisonneuve.—Odio de los iroqueses a los jesuítas.

Daremos comienzo a la época que denominamos de conquistas por la del Canadá. Bien será advertir que las conquistas realizadas por los franceses y en particular por los anglo-sajones, difieren notablemente de las que los españoles llevaron a cabo en México, Perú y demás posesiones de la Corona de Castilla. Tanto los franceses como los anglo-sajones buscaron sólo una gran factoría donde ejercitar su comercio; los españoles se fijaron en las minas de oro y de plata, en las arenas auríferas de los ríos y en las pesquerías de madreperlas. Tampoco debemos olvidar que los franceses y anglo-sajones apenas hallaron oposición en los indígenas, y los españoles tuvieron que pelear con enemigos poderosos; aquéllos encontraron en su camino tribus débiles e ignorantes, y los últimos imperios fuertes y civilizados.

De los países situados al Norte de la América Septentrional apenas citaremos los nombres del Archipiélago polar, de Alaska, de Groenlandia y de Terranova. Todos estos territorios carecen de historia y ape[6]nas conocemos su geografía. Escasas, confusas y aun contradictorias son las noticias que se tienen de los habitantes del Archipiélago (islas que se hallan en la dirección del Polo Norte y situadas casi todas en el círculo polar) y de Alaska (territorio que forma una península al Noroeste de la América del Norte y que pertenece a los Estados Unidos). Acerca de la Groenlandia (Tierra Verde), recordaremos[1] que es un país intermedio entre Europa y el Nuevo Mundo, y su distancia de la tierra europea de Islandia es poco mayor que la que hay al Archipiélago antes citado. No ignoramos que, después de los viajes de Colón, realizaron exploraciones navegantes ingleses hacia los mares comprendidos entre Groenlandia y el Archipiélago. Corría el siglo xvii cuando los marinos dinamarqueses reanudaron sus tentativas, deseosos de encontrar las minas de metales preciosos que Frobisher había anunciado. Los extranjeros Hudson y Baffin reconocieron gráficamente aquellos extensos pasajes del Norte, no debiéndose olvidar que mientras el primero siguió en 1607 la costa oriental hasta los 73° de latitud, el segundo bordeó la occidental, desde la punta del Sur hasta el Estrecho de Smith. Respecto a Terranova (Hellu-land o Mark-land), depende directamente del gobierno inglés. Es la isla de Terranova la colonia más antigua de la Gran Bretaña, y su interior ha permanecido inexplorado hasta una época reciente. Aún es Terranova la tierra de los bacalaos. Consultada varias veces, y con empeño, para que formase parte integrante del Dominión del Canadá, se ha negado a ello.

Vamos a relatar los hechos más importantes del Canadá (población o cabaña en el idioma indígena). Dice Reclus que «el Canadá propiamente dicho, es decir, la parte del valle de San Lorenzo comprendida entre los Grandes Lagos y el estuario fluvial, es la región poblada y de la que se tienen mapas detallados»[2]. La frontera que separa el Canadá de los Estados Unidos es puramente convencional en gran parte de su trayecto[3]. No procede estudiar en este lugar las altas montañas y los profundos valles del Canadá, ni sus varias islas, ni sus muchos lagos. Llaman profundamente la atención los caudalosos ríos, interrumpidos por formidables obstáculos que el agua salva precipitándose desde gran altura y formando las renombradas cataratas del Niágara y del Otawa. En este país si es rica la fauna, también es rica la flora.

Antes que los blancos llegasen al país y lo conquistaran, los indígenas se exterminaban entre sí. De ello pudieron convencerse los pri[7]meros misioneros que se establecieron en el Canadá. Iroqueses y hurones con implacable hostilidad se declararon guerra a muerte. Las matanzas entre los indígenas, a falta de historia escrita, se recuerdan en las canciones populares, como puede verse en los siguientes versos:

Volando un negro cuervo a la ventura
vino a posarse de mi hogar no lejos;
le grité: «Comedor de carne humana,
no busques en mi carne tu alimento.
Huye de aquí; entre charcos y malezas
encontrarás los iroqueses cuerpos;
en sus malditos huesos y en su carne
cébate bien, y deja en paz mi techo.»[4]

Hállanse además otros indios, como los sioux, Vabanaki (pueblo de la Aurora), y los algonquines, raza poderosa, dividida en diferentes tribus. De todos los algonquines que habitan en la vertiente laurentina, los de la montaña casi se encuentran en su primitivo estado a causa de vivir en los bosques o lejos de las ciudades. Los hurones ocupaban las orillas orientales de la «mar dulce», y al Sudeste, vivían en las cuencas del Erié y del Ontario. A mediados del siglo xvii, la población huronesa, al Oeste del lago Simcoe, llegó a su apogeo y tenía 32 aldeas. Indican ciertas señales que antes de la fecha citada poblaban comarca mucho más extensa. Desapareció toda aquella grandeza, destruída por los valientes iroqueses, hasta el punto que en los mapas franceses del siglo xviii, en vez de los nombres de las aldeas, se lee «nación destruída.» Las tribus neutrales, gentes que intentaron mantener el equilibrio entre hurones e iroqueses, se hallaban establecidas en las costas septentrionales del lago Erié y del valle del Niágara.

Más adelantados los iroqueses que los otros indígenas, construían cabañas con alguna perfección y cultivaban la tierra. Hallábase el centro principal de la raza iroquesa en el Sur del lago Ontario, y eran superiores a los otros salvajes, ya por su valor, ya por su astucia. En ellos se ha querido ver al indio por excelencia. Aunque los primeros europeos que lograron visitar el Canadá—según algunos cronistas—fueron los genoveses Cabot (padre e hijo), los españoles reivindican la prioridad de su descubrimiento para el catalán Agramunt o Agramonte, a quien siguieron los hermanos portugueses Gaspar y Miguel Cortereal. Ya en el año 1454, Joâo Var Cortereal, gobernador de la isla Terceira (una de las Azores en el Océano Atlántico) hubo de visitar la terra do Bacalhao (Islandia o tal vez Terranova)[5]. De los[8] viajes de los hermanos Gaspar y Miguel Cortereal, hijos de Juan, se tienen pocas y vagas noticias. Gaspar debió hacer en 1501 una expedición hasta la costa del Labrador; se retiró a causa de la insalubridad del clima, viniendo a parar a las rocas de Terranova. Encuéntrase la tierra descubierta por Cortereal en los mapas antiguos entre los 50 y 53° de latitud Norte. Al año siguiente volvió Gaspar a continuar sus descubrimientos con tres buques, teniendo la dicha de tocar en las playas de la Nueva Escocia o en las de Nueva Inglaterra. Desde allí mandó dos buques con unos 50 indios. Uno de los buques llegó el 8 y el otro el 11 de octubre a Lisboa; pero ni de Cortereal ni del tercer buque volvió a tenerse noticia. Entonces Miguel, también con tres buques, fué en busca de su hermano y se aproximó asimismo a las costas del continente, al Noroeste, no volviendo tampoco. Con el objeto de averiguar lo que había sido de los Cortereal, el rey Manuel de Portugal envió dos buques; mas todo fué inútil, siendo de creer que murieron a manos de los indios o víctimas de la furia del mar.

Francisco I de Francia, siguiendo la política de los españoles y portugueses, dispuso que continuasen las lejanas expediciones. Habiendo mandado algunas a los Estados Unidos, luego, a instancias de Felipe de Brion-Chabot, encargó a Jacobo Cartier, viejo e inteligente marino de Saint-Maló, que se hiciese a la vela (1535). Cartier llegó después de atravesar mares tempestuosos, a la costa del Labrador, dirigiéndose desde allí a la pequeña bahía que denominó San Lorenzo, nombre que luego hubo de aplicarse a todo el golfo y al caudaloso río que en ella desemboca. Llamóse luego Canadá al país adyacente. Donde hoy se levanta la ciudad de Quebec, sobre el río San Lorenzo, había grupo de chozas indias llamado Stadaconé, cuyo cacique tenía el nombre de Donacona. Tierra adentro estaba la capital Hochelaga y que Cartier denominó Mont-Royal (Montreal). Después de grandes penalidades, pudo regresar a Francia, partiendo de las playas americanas (16 julio 1536).

Deseando un hijo de Picardía fundar una Nueva Francia en América, recibió del Rey los recursos necesarios para armar otra expedición. Llamábase Juan de la Roque, señor de Roberval, y obtuvo el nombramiento de virrey, nombrando él a su vez capitán general al intrépido Cartier. Salió Cartier en el año 1541, quedando convenido que Roberval le seguiría con otros buques. Cuando el virrey entró en el puerto de San Juan, capital de la isla de Terranova, llegó de regreso su capitán general. Disgustados ambos jefes, en tanto que Cartier abandonaba aquellos mares, Roberval tomaba rumbo al Norte, subía por el río San Lorenzo y echaba anclas junto al Cabo Rojo, donde hizo cons[9]truir una fortaleza, molino harinero, horno de pan y almacenes para víveres. Se echó encima el crudo invierno y con él el hambre y las enfermedades. Nada más se sabe de la colonia.

Barcas pescadoras francesas, españolas, portuguesas e inglesas, como también buques balleneros vizcaínos, visitaron las playas de Terranova, donde adquirieron pieles de oso y de castor o colmillos de foca, a cambio de cuchillos, abalorios, etc. Tan lucrativo resultó este comercio, que verdaderas flotas de barcas procedentes de Saint-Maló acudieron a Terranova, mientras otros especuladores europeos fueron en busca de los mismos artículos; también iban a la pesca del bacalao, de cuyo pez, además de la carne, aprovechaban el aceite que se extraía del hígado.

Por último, constituyóse otra empresa de colonización. El marqués de la Roche, noble bretón, obtuvo de Enrique IV de Borbón (1589-1610) el privilegio de colonizar la Nueva Francia y el monopolio del comercio (1598). Debía posesionarse del Canadá y de otros países comarcanos, «que no hubieran sido poseídos por ningún príncipe cristiano.» Llegó a América, estuvo en Sable Island y recorrió otras tierras, volviendo a Francia y muriendo en la pobreza. Al fallecimiento de la Roche, Pontgravé, comerciante de Saint Maló, y Chauvin, oficial de marina emprendieron (1600) el lucrativo comercio de peletería, consiguiendo grandes utilidades. En el año 1603 se otorgó una patente a Pedro de Monts, caballero hugonote y gentil hombre de cámara del Rey, concediéndole la Acadia, esto es, el territorio comprendido desde lo que hoy se llama Filadelfia hasta más allá de Montreal o desde los 40 hasta los 46 grados de latitud Norte. Obtuvo el monopolio del comercio de pieles. Anuláronse todas las concesiones análogas anteriores, lo cual disgustó mucho a los comerciantes de Saint-Maló, Ruán, Dieppe y la Rochela. Con el objeto de encontrar gente que fuese a tierras tan lejanas, se le autorizó para llevar, ya a los perseguidos por la justicia, ya a los encerrados en las cárceles. A bordo de sus buques iba el barón de Poutrincourt, oficial de la expedición, individuos de la nobleza, espadachines y ladrones. También le acompañaban sacerdotes católicos, pues Pedro de Monts se había obligado, sin embargo de sus ideas calvinistas, a consentir que los indígenas fuesen educados en la religión católica. El 7 de abril de 1604 zarpó para su destino la expedición.

En el mismo año de 1603 comerciantes de Ruán organizaron una compañía y la compañía una expedición. El mando de ella se le confirió al caballero Samuel de Champlain[6].

En tanto que el barón de Poutrincourt recibía en calidad de feudo el[10] puerto y comarca de Annapolis, que él llamó de Port-Royal, Champlain, habiendo explorado la bahía de Fundy, entró en un río en cuya desembocadura halló pequeña isla; al río le denominó de Saint-John: (San Juan) y a la isla Sainte-Croix (Santa Cruz). En la isla y en pobres viviendas protegidas por un fuerte se instaló Champlain con 80 hombres, siendo de notar que fué el único lugar habitado por la raza blanca desde las colonias españolas hasta el polo. Posteriormente Champlain, en compañía de Monts y de otros caballeros, salió de Sainte-Croix, y habiendo recorrido toda la costa del actual estado del Maine sin encontrar sitio a propósito para establecerse, regresó al punto de partida para marchar hacia Port-Royal, lugar—como antes se dijo—concedido a Poutrincourt, y donde definitivamente establecieron la colonia. En rigor, bien puede afirmarse que Port-Royal fué la primera colonia francesa establecida en el continente americano.

Samuel de Champlain.

Habiendo tenido noticia Monts de que en la corte de Francia se le quería quitar su privilegio, salió del Canadá y llegó a París, donde pudo convencerse de que no le habían engañado. Por entonces también Pontgravé abandonó las playas americanas para retirarse a Francia.

Entretanto Poutrincourt, acompañado de Marcos Lescarbot (abogado, poeta e historiador de excelente relación de los primeros establecimientos franceses en América), salió en mayo de 1606 y a últimos de julio echó anclas en el Puerto de Port Royal. Aunque el privilegio concedido a Monts había sido anulado por las reclamaciones de los comerciantes y navieros de los puertos de Normandía, Bretaña y Gascuña, sin embargo, pudo lograr Poutrincourt que Enrique IV le confirmara en su posesión de Port Royal. Los jesuítas, con su celo catequista, encontraron en América nuevo y vasto campo de actividad. Asesinado Enrique IV y habiendo quedado gobernadora del reino su viuda María de Médicis, los hijos de Loyola contaron con apoyo en la corte. Declaróse protectora de ellos Antonieta de Pons, marquesa de Guercheville, dama de honor de la reina, la cual pudo conseguir que el joven Biencourt, hijo de Poutrincourt, se llevase a América a los dos jesuítas Biard y Masse. Inmediatamente que Biencourt llegó a América, Poutrincourt marchó a Francia en busca de recursos. Tuvo que aceptarlos de la citada marquesa de Guercheville, que también consiguió para Monts la confirmación de los derechos concedidos a éste sobre la Acadia. Del mismo modo Luis XIII dió a la marquesa todo el[11] territorio desde el río San Lorenzo hasta la Florida. La citada dama, o mejor dicho, sus amigos los jesuítas, eran dueños nominales de la mayor parte de los futuros Estados Unidos y de las posesiones británicas en la América del Norte, quedando reducido el señorío del barón de Poutrincourt a una pequeña isla en aquel vasto imperio.

Convenidos y en la mejor armonía Champlain y Pontgravé, en tanto que este último se ocupaba en el comercio con los indígenas para cubrir los gastos de la expedición, Champlain construyó varias casas de madera protegidas por una empalizada en la parte interior y por una zanja en el exterior (1608) que fueron el comienzo de la ciudad de Quebec y también de la colonización en el Canadá. La nueva población se levantó a orillas del San Lorenzo. Los iroqueses, que ocupaban las cuencas del Mohawh, Onondaga y Genesee, ríos que se hallan en el actual Estado de Nueva York, continuaron luchando con sus enemigos hurones. Victoriosos los primeros, los segundos pidieron auxilio o formaron alianza con Champlain. Salió Champlain a últimos de mayo de 1609, y subiendo por el río San Lorenzo y su afluente el Otawa, llegó al campamento de los hurones. Franceses y hurones pelearon juntos contra sus enemigos. Los iroqueses, que nunca habían visto guerreros europeos, quedaron asombrados, dándose a la fuga cuando vieron caer algunos de los suyos por las balas de los arcabuces franceses. Desde aquel momento iroqueses y franceses se declararon guerra a muerte, que duró mucho tiempo y ocasionó horribles crueldades.

Champlain, por su cuenta y riesgo, sin recibir auxilio de la metrópoli, aunque había ido a París con dicho objeto, construyó a su vuelta en el sitio que al presente ocupa la ciudad de Montreal un fuerte que llamó Place-Royale. Comprendiendo que el gobierno francés ni se cuidaba de las colonias ni de los nuevos descubrimientos en América, se entendió con Monts y con sus competidores, ya para la conservación y engrandecimiento de las colonias, ya para hacer en común el comercio de pieles. Entraron en la nueva compañía los comerciantes de Ruán y de Saint Maló, no los de la Rochela, que eran hugonotes y prefirieron hacer ellos solos el comercio. El 12 de mayo de 1613 salió para la Nueva Francia un buque llevando a bordo a los padres jesuítas Quentin y Du Thet, y al llegar a Port-Royal recibió a los otros padres Biard y Masse, dirigiéndose todos a la costa de Maine, donde dieron fondo en una bahía de la isla Mount-Desert, cuyo país denominaron Saint Sauveur. Cuando los franceses acababan de establecerse en Saint Sauveur, el contrabandista Samuel Argall, con su buque de 14 cañones y con una tripulación de 60 hombres, cayó sobre los nuevos pobladores de Mount-Desert y después de corta lucha, en la que murió como un héroe el je[12]suíta Du Thet, se hizo dueño del campamento y llevó prisioneros a algunos a Virginia, cuyo gobernador Tomás Dale los trató como si fuesen filibusteros, y no contento con ello, dió pequeña escuadra a Samuel Argall, quien redujo a cenizas, no sólo el campamento de Mount-Desert, sino las colonias de Sainte Croix y Port-Royal. Así terminó la obra de la marquesa de Guercheville y de los hijos de la Compañía de Jesús.

Creyendo Champlain que el único medio para lograr su objeto—pues poco podía esperar de la metrópoli—era echarse en brazos de la religión, acudió al prior del convento de recoletos franciscanos, situado cerca del pueblo natal del dicho Champlain, con el fin de fundar misiones en la Nueva Francia. Champlain, al ver que la orden carecía de recursos, marchó a París; allí pudo conseguir pequeña cantidad de dinero para comprar objetos sagrados y celebrar con esplendor el culto. Habiendo el Papa autorizado la misión y concedido el Rey varios privilegios, partió Champlain, acompañado de los frailes Dionisio Jamet, Juan Dolbeau, José Le Caron y Pacífico Duplessis, llegando a Quebec a fines de 1615. Después de encontrar sitio a propósito, Champlain hizo erigir un convento, en él se levantó un altar y los Padres dijeron misa, la primera que se celebró en el Canadá.

Comenzaron en seguida los franceses y los indios amigos la guerra contra los iroqueses. Pasado algún tiempo, el P. Le Caron por un lado y Champlain con algunos compatriotas suyos y unos cuantos pieles rojas por otro, emprendieron un viaje de exploración al territorio amigo de los hurones. Champlain y los suyos visitaron el gran lago Hurón, pasando luego a la ciudad de Oluacha y a la capital Cahiagué, encontrando ya instalado en una ermita al misionero P. Le Caron. Siguieron adelante y pasaron el río Onondaga hasta penetrar en territorio de los iroqueses. Franceses y hurones pelearon algunos días, no logrando por cierto ventaja alguna, contra sus enemigos, retirándose Champlain a Quebec el 11 de junio de 1616. Prosperó poco la colonia, a pesar de los viajes anuales que hacía Champlain a París para arbitrar recursos. No pasaremos en silencio que los misioneros católicos, llevados de su celo religioso, penetraron en el país valiéndose de sus «mensajeros del bosque» y de los indios convertidos; pero también conviene no olvidar que al mismo tiempo que predicaban el Evangelio cuidaban de sus intereses materiales, acaparando en gran parte el comercio de aquellas comarcas[7]. «Aunque las Patentes reales iban dirigidas a una verdadera colonización, los individuos que tomaban parte en tales empresas—exceptuando quizás a Champlain—sólo se cuidaban del comercio de pieles. Decían aquellos aventureros que los colonizadores, en lugar de dar[13] vida al comercio, lo mataban. No procuraban establecer hogares felices para pacíficos colonos, ni ponían los medios para formar una comunidad mediante leyes justas y cierto estado de responsabilidad por parte de sus gobernantes; sólo querían estaciones comerciales exclusivamente para ellos. La colonia de Champlain, si en sus comienzos se componía de unas 30 personas, en 1628 ya tenía 150, sucediendo lo mismo con las otras colonias de Trois-Riviéres, Saint-Louis y Tadoussac.

Corría el año 1627 cuando el cardenal Richelieu, ministro de Luis XIII, prestando oidos a las justas quejas de Samuel de Champlain sobre el estado miserable de la colonia, su porvenir y la poca confianza que debía esperarse de los esfuerzos meramente comerciales para el desarrollo del país, decidió encargarse de los intereses de dicha colonia. Su plan era crear poderosa compañía que actuase bajo su inmediata autoridad. De aquí data la existencia de la Compañía de Nueva Francia, más comúnmente conocida con el nombre de la «Compañía de los bien asociados.» Hacíase notar en el preámbulo del edicto el fracaso de las anteriores asociaciones comerciales, comprometiéndose los nuevos asociados a llevar desde el mismo año de 1628 de 200 a 300 colonos, y en los quince años consecutivos un total no menor de 4.000 personas entre hombres y mujeres. El edicto contenía, además, otras disposiciones útiles, como el mantenimiento del clero para las necesidades espirituales de los colonos e indígenas. Cumpliendo las condiciones dichas, la Compañía sería soberana, bajo la autoridad del rey de Francia, de todas las posesiones comprendidas entre la Florida y las regiones árticas, y desde Terranova hasta la parte de Occidente de que pudieran apoderarse[8]. De la Compañía formó parte Champlain, siendo pronto la primera figura, pues ninguno tuvo las cualidades de él.

Aconteció por entonces algo importante. Carlos I de Inglaterra declaró la guerra a Francia y dirigió contra ella dos expediciones: una se encaminó a La Rochelle, que tuvo desastroso fin, y otra a las posesiones francesas del Canadá, bajo el mando de David Kirke. A principios de 1628, Kirke, con su pequeña flota, consiguió apoderarse, en la desembocadura del río San Lorenzo, de 18 barcos franceses que transportaban nuevos colonos y también provisiones, géneros y pertrechos militares para los de Quebec. Tenemos como cosa cierta que si el capitán inglés se hubiera decidido a remontar el San Lorenzo con un par de navíos bien acondicionados, es muy probable que Quebec se hubiese rendido en el verano de 1628; pero Kirke no deseaba entablar lucha si podía evitarla, y calculando que la falta de provisiones reduciría a la[14] corta guarnición en unos cuantos meses al último extremo, aplazó la acción militar hasta el siguiente año. Sucedieron las cosas como él esperaba, hasta el punto que cuando se presentó ante Quebec en julio de 1629, Champlain no tuvo más remedio que capitular.

Durante unos tres años fueron dueños los ingleses de Quebec, bajo el mando de un hermano de Kirke, teniendo que regresar a Francia Champlain con la mayor parte de su gente. El 21 de julio de 1629 se izó la bandera inglesa en la casa de Champlain; pero como anteriormente se había firmado la paz entre Francia e Inglaterra, el Canadá fué devuelto a sus antiguos poseedores, haciéndose entrega formal del territorio en el verano de 1632. La compañía formada por Richelieu hizo poco de provecho, sin embargo de las sobresalientes dotes que adornaban a Champlain. Regresó el ilustre francés a Quebec en mayo de 1633, llevando consigo más de 100 colonos; pero falleció a la edad de sesenta y ocho años (25 diciembre 1635). Alzóse modesto sepulcro en Quebec a una de las glorias más legítimas que ha tenido Francia en América.

Recordaremos algunos hechos acerca de las misiones de la Compañía de Jesús entre los hurones. El superior de los Padres se llamaba Le Jeune. No sería aventurado decir que la obra civilizadora de los jesuítas franceses fué más simpática que la de los católicos españoles y la de los protestantes ingleses. Ellos, con la bondad y el cariño, procuraron ganarse, aunque frecuentemente no lo consiguieron, las simpatías de los indígenas. Como tiempo adelante terrible epidemia diezmase las aldeas iroquesas, los salvajes llegaron a sospechar que los hijos de Loyola, a quienes consideraban dueños de la vida y de la muerte, habían introducido las epidemias para exterminar a los pueblos indígenas de América. Desde entonces fueron los jesuítas objeto de insultos y de persecuciones.

La casa-residencia que fundaron los Padres hacia el año 1640, a orillas del río Wye, junto a su desembocadura en una bahía del gran lago Hurón, era también hospicio, hospital, depósito de mercancías y fortaleza. Designóse con el nombre de Santa María la citada colonia. A ella acudían los hurones convertidos, buscando alivio á sus males, y en el año del hambre (1647) muchos infelices encontraban alimento en la colonia de Santa María. Pero los enemigos terribles de los misioneros y de los hurones eran los iroqueses. Cuadrillas de iroqueses, que aullaban como fieras, penetraban en los pueblos hurones o en las estaciones de los jesuítas, martirizando con los tormentos más horribles a los que caían bajo su poder. Llevaban doquiera el espanto y el terror. El pueblo hurón quedó exterminado en el año 1650, después de largas y san[15]grientas guerras con los iroqueses. Muchos misioneros, entre otros Isaac Joques y Juan de Brébvent, murieron mártires de su fe. La colonia de Santa María, que ya no tenía objeto, fué destruída por los mismos misioneros franceses, marchando a Francia algunos pocos y quedando en el país unos veinte individuos, que sucumbieron no mucho después.

Mejor suerte tuvo la colonia de Quebec. Sucedió a Champlain en el gobierno el caballero de la Orden de San Juan, Carlos de Montmagny, el superior de los jesuítas y un síndico. Al mismo tiempo que se fundaba en Quebec el Instituto de segunda enseñanza y varias comunidades religiosas, se echaban los cimientos de la Sociedad de Nuestra Señora de Montreal, con un capital de 75.000 pesetas. Dicha Sociedad alcanzó de la Compañía de la Nueva Francia la cesión de Montreal, «que venía a ser—como escribe el Dr. Ernesto Otón Hopp—la llave de los ríos San Lorenzo, con sus innumerables afluentes desde aquel punto, y el Ottava»[9]. El Rey confirmó la donación y concedió otros derechos a la Sociedad; pero le prohibió el comercio de pieles. Los seis socios contrataron 40 hombres armados y nombraron Jefe de la fuerza al noble y devoto Maisonneuve, los cuales desembarcaron el 17 de mayo de 1642. El gobernador de Quebec, Montmagny, en nombre de la Compañía de la Nueva Francia, acudió para entregar al capitán Maisonneuve, representante de la Sociedad de Nuestra Señora de Montreal, el país conocido con este último nombre. De la dirección espiritual de la nueva colonia se encargó el P. Vimont, sucesor de Le Jeune. Comenzóse en seguida a construir un hospital, fundación piadosa que debía servir para curar franceses e indios enfermos, lo mismo a unos que a otros. Tranquilamente se desarrollaba la colonia, hasta que los iroqueses tuvieron de ello noticia. En acecho estaban aquellos salvajes, y cuando se presentaba ocasión, caían sobre algún padre jesuíta o sobre algún otro individuo de la colonia, y le mataban de una manera cruelísima.


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CAPITULO II

Estados Unidos de la América del Norte.—Expedición de Vázquez de Ayllón, Gómez, Narváez y Soto a la Florida.—Lucha entre franceses y españoles.—Verrazain en la Carolina del Norte y en otros países.—Drake en California.—Vizcaíno, Cardona y otros.—Walter Raleigh en Virginia: Guerra entre indígenas e ingleses.—Gosnold en Nueva Inglaterra, Pring en los Estados del Maine y Massachussetts, y Weymouth en las mismas costas.—Colonia fundada por Newport.—Jamestown.—Compañía de Londres.—Gobierno de Virginia.—La esclavitud.—Estado de las restantes colonias.—Los Holandeses.—Expediciones de Hudson y de Block.—Compañía occidental.—Nueva Amsterdam.—Compañía sueca.—Fin del dominio holandés.—Compañía de Plymouth.—Los puritanos en Nueva Inglaterra.—Colonias de Massachusetts, Mariana, Laconia, Nueva Escocia, Salem, Rode-Island, Concord y Connecticut.—La Corona y las colonias.—Maryland.—Las Carolinas.—Constitución de Locke.—Colonias de Cabo Fear y de Charlestown.—Estado interior de las colonias de Charlestown y de las Carolinas.—Pensilvania: Penn en América.—Georgia.—Guerra entre ingleses y españoles.—Luisiana.

Después de los descubrimientos de los Cabot en la América del Norte[10], y después del viaje de Ponce de León a la Florida[11], procede insistir en el estudio de este último país y en todas las expediciones y conquistas realizadas en la extensa comarca conocida hoy con el nombre de Estados Unidos. El primer asunto que trataremos será el viaje a la Florida de Vázquez de Ayllón, al que seguirán los de Gómez, Narváez y Soto.

El oidor Lucas Vázquez de Ayllón, vecino de Santo Domingo, y otros seis compañeros, partieron acompañados de algunos indios de Jeaga, a descubrir y apoderarse de nuevas tierras. Llegaron a un país pobre, donde los indígenas se alimentaban de pescado, ostiones asados[17] y crudos, venados, corzos y otros animales. Mientras los hombres se dedicaban a matar dichos animales, las mujeres acarreaban leña y agua para cocerlos o asarlos en parrillas. Cogíanse perlecillas en algunas conchas, y si hallaron algún oro sería procedente de lejanas tierras[12]. Vieron el río de Santa Elena y dos pueblos: Oritza (llamado por ellos Chicora) y Guale (que nombraron Gualdape). No encontraron minas de ninguna clase; pero les dijeron que a unas sesenta leguas de distancia al Norte las hallarían de oro y cobre. Cerca de un río y de unas lagunas vieron algunos pueblos de indios, entre ellos Otapali y Olagotano. El cacique en aquella tierra gozaba de tanta fama como Moctezuma en México. Vázquez de Ayllón, que desembarcó en la Florida (1522), murió el 1525.

Gómez, buscando una comunicación marítima hacia la India, llegó hasta donde al presente se levanta Nueva York, según se muestra en mapas españoles antiguos y cuyo país se conoce con el nombre de Tierra de Gómez.

Poco después, Pánfilo de Narváez, aquel capitán que por orden de Velázquez quiso arrebatar a Cortés la gloriosa empresa de México, habiendo recibido autorización de Carlos V para llevar a cabo la conquista de la Florida, reunió 300 hombres y desembarcó en el citado país, del cual tomó posesión en nombre del rey de España (1528). Anduvo vagando durante dos meses por entre selvas y pantanos, sosteniendo continuas luchas con los salvajes. Después de perder gran parte de sus tropas, se decidió a dar la vuelta a Cuba, pereciendo a causa de una tempestad él y los suyos, pues sólo cuatro pudieron llegar a tierra y unirse a sus compatriotas de la Nueva España, no sin sufrir grandes trabajos.

No había pasado mucho tiempo cuando Fernando de Soto, noble militar que se distinguió en la conquista del Perú, fué nombrado por Carlos V gobernador de la Florida y de la isla de Cuba (1538). Desembarcó el 10 de junio de 1539 en la bahía del Espíritu Santo (hoy Tampa Bay), y dirigiéndose al interior del país, cuya marcha fué sumamente penosa, ya por lo escabroso del terreno, ya por la continuada guerra con los indígenas, llegó en los comienzos de noviembre a la bahía de Apallachee, marchando en seguida más al Norte, donde le habían dicho que abundaba el oro y la plata (marzo de 1540). Aguardábanle no pocas aventuras y muchos sufrimientos en las regiones occidentales de la Florida, teniendo la dicha de llegar al caudaloso Mississipí (1541). A[18] causa de una fiebre maligna murió el 31 de mayo de 1542, siendo su cadáver arrojado en el citado río para que los indígenas no se percatasen de tamaña desgracia. Tras largas y penosas peregrinaciones regresaron con vida 311 individuos a los establecimientos españoles de México.

Del mismo modo fué desgraciada una misión de Padres Dominicos (1547), los cuales sucumbieron, antes de convertir a los indios de la Florida.

Durante el reinado de Carlos IX de Francia, una colonia de hugonotes, organizada por el almirante Coligny, pudo acercarse al sitio (1562) que actualmente ocupa San Agustín, una de las ciudades más antiguas de los Estados Unidos. La expedición estaba dirigida por Juan Ribault, marino de Dieppe; recorrieron los expedicionarios lo que actualmente se llama Florida, Georgia y Carolina, construyeron el Fuerte Carlos en la embocadura de un río, donde establecieron una guarnición, volviendo a Francia extenuados de hambre. Otra expedición de hugonotes que se organizó dos años después, mandada por Laudonnière, consiguió algunas ventajas. Habiendo recibido algunos auxilios los emigrantes hugonotes, se dedicaron a la piratería, apresando buques españoles. Pedro Menéndez de Avilés, marino arrojado y cruel, por orden de Felipe II, cayó de improviso (septiembre de 1565) sobre la colonia y fortaleza de los franceses hugonotes, los hizo prisioneros y los mandó ahorcar, poniendo en el pecho de las víctimas la siguiente inscripción: «No como franceses, sino como herejes.» Menéndez comenzó la colonización del país. Pronto se vengaron los franceses de las crueldades de Menéndez. Un caballero gascón, llamado Domingo de Gourgues, vendió sus bienes, equipó tres embarcaciones y se embarcó con 80 marineros y 100 arcabuceros. Cayó sobre las viviendas de los españoles (1568) y cuéntase que a los prisioneros, en no corto número, los hizo ahorcar en los mismos árboles que antes lo fueran los franceses, y también, como entonces, a los prisioneros les hizo poner una inscripción que decía: «No como españoles, sino como asesinos». Gourgues dió la vuelta a Francia y los castellanos continuaron la colonización de la Florida. «De suerte—escribe el Dr. Ernesto Otón Hopp—que a los españoles pertenece la gloria de haber fundado en la Florida la primera colonia permanente, en la cual también había corrido la primera sangre de europeos vertida por el fanatismo religioso, llevado de Europa a América»[13].

Francisco I, rey de Francia, a fines del año 1523, prestó todo su apoyo al marino florentino Juan de Verrazani para que procurase des[19]cubrir un camino al reino de Catay por el Oeste. Terrible tempestad puso en peligro a los valerosos marinos, quienes tuvieron que regresar. Volvió Verrazani a hacerse a la mar en enero de 1524, echando anclas algunos días después en una costa baja de la Carolina del Norte, cerca de la actual ciudad de Wilmington. Hombres blancos pisaban por primera vez aquella tierra. Dirigiéronse desde allí a la bahía de Nueva York, luego adonde hoy se halla Newport, y, por último, a Terranova, regresando a Dieppe, punto de partida. La parte que conocemos de la relación que de su viaje hizo el marino italiano a Francisco I indica el buen gusto de su autor, siendo notable por la claridad y delicadeza de sus descripciones.

Después de las expediciones dispuestas por Hernán Cortés, que produjeron el descubrimiento de la Baja California, según carta del mismo conquistador de México (15 octubre 1524) al emperador Carlos V, y después de otras tentativas, que dieron por resultado el reconocimiento de las costas de la Baja y Alta California, el aventurero y pirata Francisco Drake (entre los años 1577 y 1580, y en el reinado de Isabel, la buena Bess) hubo de saquear las poblaciones españolas de la costa del Pacífico. Drake fué el primer europeo que desembarcó en California; pero el viaje que ofrece interés no escaso, es el del hábil y experimentado piloto español Sebastián Vizcaíno.

En el reinado de Felipe III, siendo virrey de la Nueva España D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, salió del puerto de Acapulco una escuadra al mando del almirante Toribio Gómez de Corbán, llevando a sus órdenes al navegante Sebastián Vizcaíno (5 de mayo de 1602)[14]; se presentó en el cabo Mendocino (20 de enero de 1603), tornó a Acapulco, donde entró el 21 de marzo de 1603. Reconoció Sebastián Vizcaíno la costa de la Baja y de la Alta California hasta los 42°, y visitó los puertos de San Diego, Monterrey, y tal vez el de San Francisco. Arrojado uno de sus buques a los 43° cerca del cabo Blanco, se vió una entrada o río muy caudaloso, que llamaron de Martín de Aguilar, nombre de un alférez que intentó reconocerlo y no pudo a causa de la fuerza de la corriente de dicho río. Vizcaíno, al desembarcar en la bahía de San Bernabé, publicó un bando imponiendo pena de la vida al que maltratase á los indios. Fray Antonio de la Ascensión, cosmógrafo de la expedición emprendida en 1602 por Vizcaíno, redactó una relación de ella que, según copia del original hecha en México a 12 de octubre de 1620, se encuentra entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional, y cuyo título es como sigue:

«Relación breve en que se da noticia del descubrimiento que se hizo[20] en la Nueva España en la mar del Sur desde el puerto de Acapulco hasta mas adelante del cabo Mendocino en que se da cuenta de las riqueças y buen temple y comodidades del Reyno de Californias y de como podrá Su Mag. a poca costa pacificarle y encorporarle en su Real Corona y hazer que en el se pedrique el Santo Ebangelio, por el padre fray Antonio de la Ascension, Religioso Carmelita descalço que se hallo en el y como cosmografo lo demarco.»

Vizcaíno consideraba necesario dos navíos pequeños de a 200 toneladas, y «se han de proueer—dice—con abundancia assi de municiones y pertrechos de guerra, como de bastimentos, jarcias y belame..., en México se han de levantar hasta 200 soldados que sean buenos marineros juntamente, adbirtiendo que sean soldados biejos, curtidos y bien experimentados así en las armas como en el marinaje, porque todos con uniformidad y sin diferencia acudan a todo segun las ocassiones se ofrecieren... hombres de bien y de berguença porque en el viaje assi por la mar como en tierra aya paz union y hermandad entre todos» al mando de «uno o dos capitanes que sean buenos cristianos y temerosos de Dios y personas de meritos y que ayan con fidelidad en otras occassiones servido a su Magestad assi en guerras por tierra como Armadas por la mar.» Estima que el jefe debe ser persona de valor y prendas «y se aya de atras de estar esperimentada y cursada en semejantes cargos, para que sepa tratar a todos con amor y ymperio... temerosa de Dios, cuydadosa de su conciencia y celosa del seruicio de S. M. y de cosas de la conuersion de estas almas.»

«A todos los que fueren de esta jornada se les ha de dar expressa orden y mandado que tengan grande obediencia y sujecion á los religiosos que fueren en su compaña, y que sin su orden, consejo y parecer no se haga guerra y otra molestia alguna a los indios ynfieles, aunque ellos den alguna occassion, porque asi las cosas se hagan en paz y con cristiandad y con amor y quietud, que es el modo que se ha de tener en la pacificacion de aquel reino y en la predicacion del santo Evangelio, fin y blanco a que se endereçan estos gastos y estas preuenciones, porque de no hazerse ansi sino lo contrario, sera malograrlo todo y perder el tpo y la hazienda en balde, como por la esperiencia se ha visto muchas veces en esta Nueva España en otras conquistas y pacificaciones de nuevas tierras en que Dios nro. Señor a sido mas ofendido que seruido.»

Considera conveniente hacer dádivas a los indios, adquiriendo para ello «cantidad de cosillas de dijes de Flandes, como son quentas de vidrio de colores, granates falsos, cascaueles, espejuelos, cuchillos y tijeras baladíes y trompas de París y algunas cosas de vestidos, y de es[21]tas cosas se haga reparticion entre los religiosos y soldados, para que en los puertos que saltaren ó escojieren para hacer assiento en las tierras de los ynfieles las repartan de gracia con muestras de amor y voluntad en nombre de su Magestad con los yndios que vinieren á verles, para que con estas dadivas graciosas los yndios conserven amor y afficion a los cristianos y conozcan aun a su tierra a darles de lo que llevan y no a quitarles lo que tienen, y que entiendan aun a buscar el bien de sus almas. Este es un medio de grande ymportancia para que los yndios se aquieten sumamente y pacifiquen y obedezcan a los españoles sin contradiccion ni repugnança, y reciban con gusto a los que ban a predicarles el Sagrado Evangelio y los misterios de Ntra. Santa fe Catholica, de mas que los yndios de este paraje son reconocidos y agradecidos, y en recompensa y paga de lo que se les diere, acudiran con las cosas que ellos tubieren de estima en su tierra, como lo hicieron con nosotros con esta preuencion.»

Opinaba que el sitio más adecuado para el primer pueblo, era la bahía de San Bernabé, donde debían hacerse casas «construídas de tal suerte, que las unas casas sean guarda y amparo de las otras», levantándose tambien iglesia y casa fuerte, que sirviera de castillo y atalaya para casos adversos, «en puerto fuerte, eminente y señoril», y si fuera posible con paso seguro a la mar «para reciuir socorro y enviarle a pedir por mar en caso que alguna necessidad se ofreciere, como comunmente lo han vsado los portugueses en los puestos que an hecho asiento en la India y les a sucedido muy bien el vsar de este ardid y advertencia.»

Recomienda la necesidad de la vigilancia y de la prevención continua, «porque en tierra de yndios infieles, aunque se hayan dado por amigos y de paz, no ay que fiar mucho, antes se ha de uiuir con ellos y entre ellos con notable recato y bigilancia y adbertencia», y propone el establecimiento de un mercado o Casa de Contratación «para que allí acudan los yndios a rescatar lo que quisieren de los españoles, y para que ellos entre sí, unos con otros, traten y contraten, que con esto se facilitará mucho la comunicacion de ellos con los nuestros, de que se vienen a enjendrar el amor y la amistad.»

Juzga que es conveniente para poblar la tierra y para el sustento, «llevar vacas, ovejas, carneros, cabras, yeguas y lechones... Estos animales se criaran y multiplicaran muy bien en esta tierra, por ser para ello acomodada y fertil, y tambien se podran hazer algunas lauores de trigo y de maiz y plantar biñas y huertas, para que se tenga el sustento de las puertas adentro, sin que sea necesario traerlo de acarreto y de fuera, ymponiendo y enseñando a los yndios para que ellos ha[22]gan lo mismo, que todo lo tomaran bien redundando en su probecho.»

Proponía despertar el espíritu del salvaje enseñándole a cantar y a tañer los instrumentos músicos.

Recomendaba con insistencia «que de los yndios se vayan escojiendo algunos de los mas aviles, entresacando entre los muchachos y niños los que parecieren mas dociles y ingeniosos y aviles, y estos se uayan doctrinando y al mismo tiempo que se fuera enseñando la doctrina cristiana y a leer en cartillas españolas para que juntamente con el leer aprendan la lengua española, y que aprendan a escriuir... porque el buen fundamento tiene firme el edificio

Termina su relación Fray Antonio de la Ascensión condenando el sistema de las encomiendas. «Conviene que su Magestad haga estas pacificaciones a su costa, y que no las encomiende a nadie, y porque los soldados vayan con sujecion y obediencia a sus mayores, a los españoles que fueren enviados por su Magestad a esta jornada para la pacificacion y poblacion de este reino, se les a de advertir que no van a ganar tierras para si ni vasallos, sino para los Reyes de Castilla que los embian porque no conviene que su Magestad haga mercedes de pueblos ni de yndios que se fueren pacificando y convirtiendo a nuestra santa fe a ningun español por grandes servicios que aya hecho en estos reinos a S. M., porque su Magestad lo podra saber con buena conciencia, y sera la total ruyna y destruccion de todos los yndios, como sucedio en los principios que se conquistaron estos reynos de la Nueva España, y se vió sucedio en las yslas de barlouento y en tierra firme, como lo cuenta y trata muy por extenso el Sr. Obispo de Chiapa D. Fr. Bartolomé de las Casas.»

Sucediéronse diferentes viajes que no carecen de importancia, hallándose, entre otros, el realizado por el capitán Nicolás de Cardona el 21 de marzo de 1615, cuyo original se conserva en la sección correspondiente de la Biblioteca Nacional, y cuyo largo título es como sigue:

«Descripciones Geograficas e Hidrograficas de muchas tierras y mares del Norte y Sur en las Indias, en especial del descubrimiento del reino de la California, hecho con trabajo e industria por el capitan y cabo Nicolas de Cardona, con orden de nro. sor. Don Phelipe II de las Españas. Dirigidas al Excmo. Sr. D. Gaspar de Guzman, conde de Olivares, duque de San Lucar la Mayor, etc.» 24 de junio de 1632. Cardona consideraba a California como la tierra más rica en minas de oro y plata de todas las Indias.

El almirante D. Pedro Porter de Casanate ofreció el año de 1636, por servir a S. M., hacer viaje a la California para saber si era isla o[23] tierra firme y descubrir lo occidental y septentrional de la Nueva España, fabricando a su costa navíos, conduciendo gente y llevando pertrechos, bastimentos y todo lo necesario. Dice Porter que «California, de buen temple, sana, fértil, con aguas, dispuesta para labores y sementeras, tiene ganados, frutos y yerbas saludables, muchas arboledas, frutos y flores de España, hasta higueras y rosas.» Hasta el 8 de agosto de 1640 no le concedió S. M. la autorización pedida; pero le detuvo todavía tres años «honrándome—dice Porter—con parecer que podía ser de algun util en sus armadas...» El Consejo de Indias dispuso que se aprestase a salir con toda celeridad, como lo verificó el 2 de agosto de 1643. Salió de Cartagena y llegó a Veracruz el 22 de dicho mes. En México se presentó al virrey, buscó amigos y dinero, comenzando la construcción de buques. Con Nuestra Señora del Pilar y San Lorenzo navegó los años 1648 y 1649, descubriendo y demarcando las costas e islas del golfo de California.

Reinando Carlos II se ofreció a conquistar la California el almirante D. Isidro Atondo y Antillón, mediante escritura de diciembre de 1678, que fué aprobada por Real Cédula de 29 de dicho mes de 1679. Salió la expedición del puerto de Chacala el 18 de marzo de 1683, llevando por cosmógrafo al Padre Francisco Eusebio Kunt o Kino, alemán, profesor de Ingolstad. Llegaron al puerto de la Paz y trataron de establecerse en el interior; pero los indios se aprestaron a la resistencia y tuvieron que dirigirse a Sinaloa. Volvieron otra vez y eligieron la bahía de San Bruno como punto de desembarco, y como tampoco pudieran sostenerse, se retiraron a últimos de 1685.

En vista del poco éxito de los conquistadores, los misioneros tomaron la determinación de incorporarla a España mediante la civilización y el sentimiento religioso. En obra tan humanitaria ayudaron al Padre Kunt los misioneros Salvatierra, Tamaral y otros. El P. Juan María Salvatierra fué conocido después con el dictado de Apóstol de la California. Los jesuítas predicaron el Evangelio y consiguieron que los perezosos californios se dedicasen a la agricultura y a levantar diques o presas a las inundaciones ocasionadas por los torrentes. Cuando con más celo que prudencia combatieron la poligamia, estallaron crueles rebeliones en las misiones del Sur (1734), hasta tal punto que soldados y algunos frailes fueron muertos, experimentando notable retroceso la obra de las misiones.

Si en el siglo xvi se consideró a California como península y en el xvii se creyó que era isla, en el año 1746 se probó que sólo estaba separada de la parte continental por el lecho de la corriente del río Colorado.

[24] Cuando más trabajaban los jesuítas en su obra civilizadora, les sorprendió la orden de expulsión de la colonia, dictada en 25 de junio de 1767 y hecha efectiva en 3 de febrero siguiente.

Encargados los franciscanos de las misiones, el P. Fray Junípero Serra fué el continuador de Salvatierra. Si al primero se debe la conquista de la Alta California, el segundo realizó la de la Baja. Monterrey, San Diego de Alcalá, San Antonio de Padua, San Gabriel y San Luis de Tolosa fueron las primeras misiones realizadas por los franciscanos en la Alta California. El 17 de septiembre de 1776 se inauguró la fortaleza o presidio de San Francisco, hoy capital del Estado. Los frailes tenían el gobierno espiritual y temporal de las misiones. «Sus armas eran un crucifijo colgado al cuello, el breviario bajo el brazo, una pintura de la Virgen y el Niño Dios por un lado y un condenado por el otro, y cuadrante y brújula para hacer observaciones»[15]. Los franciscanos, con patriotismo digno de alabanza, trabajaban por la extensión de los dominios españoles. Extendieron la cultura por todas partes. La ganadería y la agricultura adelantaron mucho. California bajo el poder español prosperó de modo extraordinario.

Sucediéronse después otras expediciones, ganando con ellas no poco la ciencia. Debemos también consignar que en la explotación del comercio fuimos más torpes que en obras de exploración y de atracción de indígenas.

Después que los Estados Unidos arrebataron Tejas (1845) y California y Nuevo México (1848) a la república mejicana, ha cambiado completamente la manera de ser de los citados países. Por lo que a California se refiere, los mejicanos, primeros emigrantes en el país, fueron en gran parte expulsados, quedando en el interior algunos no muy queridos de los hijos de Norte América. Los indígenas han sido perseguidos y tratados sin compasión, siendo entre ellos proverbio corriente que todas sus desgracias provienen del blanco, del whisky, de la viruela, de la pólvora y de las balas. No puede negarse, sin embargo, que los americanos han operado extraordinaria revolución en el país formando un Estado poderosísimo. Ellos han hecho de pueblos pobres y pequeños ciudades ricas y populosas. Las artes, la industria, todo adelanta y progresa en aquella tierra maravillosa. Vías de comunicación cruzan todo el país. Se multiplican cada día las bibliotecas, las escuelas, todos los centros de cultura[16].

Consideremos ya el descubrimiento de Virginia. La Gran Bretaña,[25] y en particular la reina Isabel, tenían puestos sus ojos en las expediciones a la América del Norte. Sir Humphrey Gilbert, natural del condado de Devon, hizo desde el 1576 al 1578 tres viajes. Autorizóle la citada Reina para descubrir y tomar posesión de todas las remotas tierras habitadas por bárbaros, confiriéndole poderes para apoderarse de dichos países. Habiendo muerto en el último viaje Gilbert, su hermano político, Sir Walter Raleigh, obtuvo de dicha Reina en el año 1581 la confirmación de los mismos privilegios concedidos a su pariente. Envió Raleigh (1584) una expedición compuesta de dos buques bien tripulados, a las órdenes de Armidas y Barlow, a las costas de la América del Norte. Volvieron los expedicionarios e hicieron exacta descripción de la hermosa tierra que acababan de descubrir. Raleigh dió al nuevo país el nombre de Virginia, perpetuando de este modo la fama de virgen de la reina Isabel, concediéndole ella a dicho Raleigh el título y dignidad de caballero. Otra expedición preparó el mismo Sir Walter en el año 1585, dando el cargo de comandante a Ricardo Grenville y el nombramiento de gobernador de la colonia a Ralph Lane. Volvióse Grenville, dejando en la colonia a Lane y a 108 individuos. Los indígenas deseaban por momentos librarse de tan molestos huéspedes. Cayeron en el abatimiento los colonos, a pesar de los auxilios que desde las Antillas les llevó el famoso pirata Drake. Cada vez más desalentados los colonos, éstos, con Lane a la cabeza, abandonaron al fin su establecimiento en junio de 1586. No habían transcurrido dos semanas, cuando se presentó Grenville con abundantes provisiones, llamándole la atención que sus compatriotas hubiesen abandonado la colonia. Habiendo dejado 50 hombres según Smith, o 15 según Bancroft, en la isla de Roanoke para guardar la nueva posesión, él se retiró de aquellas ingratas playas. El año siguiente, esto es, en 1587, volvió White con una flota cargada de provisiones; mas sólo encontró los huesos de aquellos infelices. Comenzó entonces guerra a muerte entre indígenas e ingleses. White cayó sobre los indios y mató a muchos, abandonando aquellas tierras, sin embargo de que los colonos, presintiendo su triste fin, le suplicaban que no les dejase allí. Cuando el año 1590 volvió White, únicamente encontró en la isla de Roanoke huellas de la colonia. Respecto a Raleigh, después de gastar en su empresa el capital que tenía, consistente en un millón de pesetas, fué acusado, quizá falsamente, de alta traición, muriendo en el cadalso. Era a la sazón rey Jacobo I, sucesor de Isabel.

Ya en el siglo xvii, después de las expediciones de Bartolomé Gosnold a la Nueva Inglaterra (1602), de la de Martín Pring hacia las costas de los actuales Estados de Maine y de Massachusetts (1603), y de la de Jorge Weymouth, que visitó las mismas costas (1605), expe[26]diciones que no dieron resultado alguno satisfactorio, volvió a pensarse en proyectos de conquistas y de colonización. Reuniéronse para propagar las ideas de conquistas y de colonización el citado Gosnold, Wingfield, Hunt, Smith, Georges, Sir John Popham y el propagador más activo de estos proyectos, Ricardo Hackluit. Jacobo I, conociendo la importancia del asunto, dictó el 10 de abril de 1606 una Ordenanza, por la cual dividía en dos partes la extensión de costas y tierras: la primera, comprendida entre los grados 34 y 38 de latitud Norte; y la segunda, entre los grados 41 y 45 de la misma latitud, quedando entre los dos territorios un tercero a disposición de una y otra Sociedad; de modo que entre ambos siempre había de permanecer una zona neutral de 100 millas inglesas (170 kilómetros). Una Sociedad o Compañía de Londres debía colonizar Virginia o el territorio comprendido entre los grados 34 y 38; otra Sociedad o Compañía llamada de Plymouth se encargó de colonizar Nueva Inglaterra o el territorio comprendido entre los grados 41 y 45. El Rey, para el gobierno de las colonias, nombró dos consejos: el uno, residente en Inglaterra; y el otro, en las mismas colonias. En los comienzos del 1607—al cabo de 110 años transcurridos desde que Cabot descubrió la costa de la América del Norte—llegó el capitán Newport con tres buques y 105 emigrantes; desembarcó en la bahía de Chesapeake y fundó la ciudad de Jamestown, en honor de Jacobo I. La nueva tierra pareció a los emigrantes un paraíso. A excepción de unos cuantos trabajadores y comerciantes, el resto de los colonos se componía de señores que en su vida habían trabajado y de vagos que sólo se ocupaban en promover pendencias aumentando el mal a la llegada del verano, a causa de las fiebres malignas producidas por el agua corrompida de los pantanos y por las recientes roturaciones. Apenas abandonó el país el capitán Newport, sobrevino el abatimiento más grande en los colonos, y antes de llegar el otoño fallecieron muchos por la influencia del clima, entre ellos Gosnold. En el mando de la colonia le sucedió Smith, hombre dotado de excelentes cualidades. Enérgico, castigó a los indios rebeldes, a los cuales se atrajo luego con prudencia para que le proporcionasen víveres. Hizo a la aproximación del invierno una excursión por la bahía de Chesapeake, subió por los ríos Chickahominy, Pamunkey y Rappahannock, siendo hecho prisionero por una tribu india y logrando, no sin grandes trabajos, su libertad. Cuéntase—y cuento es seguramente—que la joven Pocahontas, hija de un cacique llamado Powhatan, se interpuso entre su padre y Smith cuando el primero iba con su maza a partir el cráneo al segundo. Encontró a su vuelta en situación poco lisonjera la colonia de Jamestown, aumentando el mal con la llegada de[27] 120 individuos, gente que únicamente pensaba en el oro que podía encontrar en el país y no en el cultivo de las tierras. Smith emprendió un segundo viaje y recorrió los ríos de Potomac y Susquehana, encontrándose a su regreso con el nombramiento de presidente del Consejo colonial, nombramiento que le llevó Newport con 70 nuevos emigrantes. Decíale la Compañía de Londres que la colonia pagaría, por lo menos, los gastos de la última expedición; que enviase oro; que procurara encontrar el paso marítimo al Océano Pacífico; y, por último, que hiciera toda clase de sacrificios para hallar a los ingleses de la colonia de Raleigh, prisioneros tal vez de los indios. Contestó Smith que en lugar de los mil emigrantes que hasta entonces habían llegado, prefería treinta agricultores, carpinteros, albañiles, herreros, hortelanos y pescadores. Como presidente del Consejo colonial dispuso que todos habían de trabajar seis horas diarias, único modo de recibir víveres.

En el año 1609 obtuvo la Compañía de Londres importantes reformas en su constitución. El Rey cedió a la Compañía muchos derechos que hasta entonces él se había reservado, como el nombramiento por los socios del Consejo y la facultad de hacer leyes y reglamentos para las colonias. En virtud de la nueva organización fué nombrado gobernador general de Virginia lord Delaware. Mientras que Delaware se disponía a marchar a la colonia, se dirigió a ella el capitán Newport, llevando a bordo a Sir Tomás Gates y Sir Jorge Somers, que debían encargarse del gobierno hasta la llegada de Delaware. La Compañía adquirió gran desarrollo, pues entraron a formar parte muchos propietarios rurales y comerciantes, como también altos empleados, entre ellos el poderoso Cecil.

Embarcáronse unos 500 para Virginia, en tanto que Smith abandonaba la colonia y se dirigía a Inglaterra. Vióse entonces que Smith poseía cualidades relevantes como gobernador, por cuanto después de su marcha llegó la colonia a la decadencia más completa. Algo bueno hizo también Gates, conteniendo a los que deseaban incendiar las viviendas y volver a Inglaterra. Reinó otra vez la paz con la llegada de lord Delaware, que traía colonos y provisiones en abundancia; pero habiendo enfermado el gobernador hubo de regresar a Inglaterra, siendo entonces nombrado para sustituirle Sir Tomás Dale, quien se hizo cargo de la colonia en el año 1611. Dignas de alabanza fueron las primeras medidas tomadas por el nuevo gobernador; también contribuyó al bienestar la llegada de Gates con buen número de colonos y bastantes provisiones procedentes de Inglaterra. Bastará decir que en 1612 llegó a 700 el número de habitantes. Por entonces se dispuso ceder en propiedad cierta porción de tierra a cada colono, pues antes todos trabajaban para el[28] común o para la compañía colonizadora. También en el dicho año se acordó que muchas atribuciones y autoridad del Consejo colonial residente en Inglaterra, pasasen a una asamblea que sería nombrada por los colonos de Virginia. Del mismo modo se ordenó trasladar mujeres jóvenes, de conocida honradez, a la colonia, único medio del aumento rápido de población y medida segura para que los nuevos matrimonios no abandonaran fácilmente aquellas tierras. A la sazón la famosa Pocahontas, que había sido robada por el capitán inglés Argall, se casó con un colono llamado Rolfe[17]. Con las plantaciones de tabaco comenzó la prosperidad del país y se mejoraron las condiciones sociales y políticas. Tras el corto y tiránico gobierno del capitán Argall fué nombrado, en 1619, Jorge Yeardley, en cuyo tiempo se reunió la primera Asamblea colonial, la cual con sus innovaciones y reformas hizo de Virginia un pueblo libre e independiente. La Compañía de Londres hubo de sancionar todo lo hecho por la Asamblea parlamentaria de Virginia.

Nombrado Edvin Sandys tesorero de la Compañía de Londres, recibió la colonia extraordinario impulso, merced a los muchos emigrantes. A Sandys sucedió, no obstante la oposición del Rey, el conde de Southampton, el amigo de Shakspeare, y con su poderoso auxilio se dió a la colonia una carta constitucional bastante parecida a la inglesa. «Según esta constitución, la Asamblea general de Virginia debía componerse de los miembros vitalicios del Consejo de la colonia, nombrados por la Compañía de Londres, y de dos representantes de cada grupo de colonos o de cada lugar, y las órdenes de la Compañía sólo adquirían fuerza de ley después de ratificadas por la Asamblea general de Virginia, sobre cuyas resoluciones tenía, sin embargo, el gobernador el derecho de veto»[18].

Al paso que tales concesiones contribuían al progreso de la colonia, es de lamentar que Jacobo I mandase deportar (1619) a Virginia unos 100 penados, que allí hubieron de casarse y formar familias. Todavía es más censurable el siguiente hecho: en el año 1620 varios comerciantes holandeses comenzaron a importar negros de Africa que los colonos compraban para el cultivo de los campos. Este fué el origen de la esclavitud en el Norte de América[19].

[29] Si no prosperó el cultivo de la morera para la cría del gusano de seda, ni la vid, en cambio desde que se introdujo el cultivo del algodón (1621) fué adquiriendo cada año mayor incremento.

El sistema de gran cultivo y de grandes haciendas se extendió a las dos Carolinas, a la Georgia y, por último, a todos los Estados del Sur.

Cuando se hallaban más enconadas las luchas religiosas en Inglaterra y cuando era cada vez mayor el odio entre unas y otras sectas, los puritanos solicitaron de la compañía de Londres concesión de terrenos en Virginia, con el objeto de trasladarse allí y practicar tranquilamente su religión[20]. No se opuso a ello Jacobo I y en 1620 se embarcaron para Virginia más de cien puritanos.

Conviene no olvidar que algunos años antes (1607), el capitán Newport había desembarcado en Virginia, a orillas del río James, los primeros colonos ingleses. Reeligido (1623) el conde de Southampton tesorero de la compañía de Londres, Jacobo I, disgustado por la conducta política y por las escisiones interiores de la sociedad, como también por el citado nombramiento, dispuso—no sin largo y ruidoso proceso—encargarse del gobierno de la colonia (1624). Durante el gobierno de Carlos I (1625-1649), Virginia dependió directamente de la Corona, siendo de notar que al Rey sólo le preocupaba la explotación del monopolio del tabaco. Guardóse la mayor tolerancia con los puritanos; pero en el año 1643 se prohibió todo culto público y todo establecimiento de enseñanza no dirigido por la Iglesia anglicana ortodoxa. El número de los habitantes de la colonia llegó a veinte mil en 1648. El gobierno republicano (1649-1660) no hizo innovación alguna en la colonia, si bien se estipuló que los habitantes de Virginia gozarían de las mismas libertades que los ingleses en la madre patria. Reinando Carlos II (1660-1685) se creó (1662) un consejo de 32 miembros para la dirección de las colonias. Este consejo, que levantó vivas protestas en Nueva Inglaterra, fué respetado y querido por los colonos de Virginia. Aumentaba rápidamente la población, hasta el punto que en 1665—según el gobernador Berkeley—llegó a cuarenta mil habitantes. Algunos perjuicios sufrió por entonces Virginia: bajó el precio del tabaco, porque al cultivo de dicha planta se dedicaron también y le hicieron competencia los[30] colonos de la Carolina y de Maryland. Además, los holandeses, en guerra con Inglaterra, cayeron varias veces sobre la colonia y echaron a pique algunos buques mercantes, y un huracán devastó el país y destruyó numerosos edificios. Lo peor de todo fué la conducta del gobernador Berkeley, hombre codicioso e injusto. Si aparentemente tenía buenas relaciones con los indios (a quienes, por medio de sus amigos, compraba gran cantidad de pieles, en particular de castor), era, sin embargo, poco querido. Estalló, al fin, la guerra entre indígenas y colonos, cometiendo unos y otros las más horribles crueldades. Igualmente, la guerra civil trajo días de luto a la colonia. Un tal Bacon se puso en frente de Berkeley. La fortuna favoreció a los revoltosos, teniendo que huir Berkeley y siendo incendiada la población de Jamestown. Muerto por entonces Bacon, se disolvió su partido y pudo volver Berkeley a encargarse del gobierno. ¿Cuál fué la causa de esta guerra civil? Que Carlos II, para recompensar los servicios de los lores Arlington y Culpepper, les dió Virginia por treinta y un años, oponiéndose a ello, como era natural, los colonos. Al fin reinó la paz, mediante el pago de una suma anual, que se aumentó con un impuesto especial sobre el tabaco.

Berkeley, en su segunda época de mando, trató con mano de hierro a los vencidos, hasta el punto que Carlos II—según cuentan—hubo de decir: «Este viejo loco ha quitado más vidas en aquel país despoblado que yo en Inglaterra por la muerte de mi padre». Reunida la asamblea de la colonia rogó al tirano que no derramara más sangre. Por su parte el gobierno de la metrópoli envió tres comisarios con quinientos individuos de tropa para restablecer la tranquilidad y hacer una información acerca de los sucesos. Tuvo Berkeley que marchar a Inglaterra con objeto de dar cuenta de su conducta. Murió al poco tiempo, sucediéndole sucesivamente Chicheley, Culpepper, Howard y Nicholson. «Las facultades del gobernador—dice Bancroft—eran extraordinarias, pues resumía a la vez los cargos de teniente general y almirante, tesorero, canciller, presidente de todos los tribunales del Consejo y hasta obispo, de modo que, la fuerza armada, las rentas, la interpretación de la ley y la administración de justicia, todo estaba sometido a su autoridad»[21]. Aunque las disposiciones de la madre patria, del Consejo y de la Asamblea general limitaban en cierto sentido los citados poderes, no debe olvidarse que las órdenes procedentes de Inglaterra eran secretas, y por lo que respecta a la Asamblea sus individuos se hallaban en una posición subalterna o inferior a la del gobernador.

Las colonias de la América del Norte, durante el reinado de Car[31]los II, gozaron de algunas mercedes. Bien es verdad que el Rey debía mostrarse agradecido a las colonias, las cuales recibieron voluntariamente la monarquía restaurada, con la sola excepción de la de Massachusetts, que tardó un año en reconocer los hechos consumados. Uniéronse en una sola colonia los de Hartford y de Newhaven, recibiendo, como algunas otras, real patente, en la cual se otorgaban completas libertades, que hicieron de ella una especie de república independiente. En cambio, es censurable la exagerada liberalidad de Carlos II, que hubo de regalar territorios a sus favoritos. En virtud de esta liberalidad, Virginia fué cedida por treinta y un años; Nueva York la dió a su hermano el duque de York; Pensilvania a Penn; parte de Maine y de New-Hampshire, al duque de Monmouth; Nueva Escocia, a Tomás Temple, y el monopolio del comercio de los territorios aledaños de la bahía de Hudson al príncipe Ruperto.

Poco a poco iba aumentando el número de habitantes en las colonias; el año 1875 contaba la de Plymouth 7.000; la de Connecticut, 14.000; la de Massachusetts, 22.000; las de Maine, New-Hampshire y Rhode-Island, 4.000 cada una. Los productos de las colonias eran, especialmente, agrícolas; también pieles, pescado y maderas de construcción.

Inmediatamente que subió al trono Jacobo II (1685-1688), decretó la agregación de Nueva Jersey a la de Nueva York. El Rey nombró gobernador general de todas las colonias del Norte a Andros, quien habiendo llegado a Boston el 1686, lo primero que hizo fué establecer el culto de la iglesia anglicana, sin hacer caso de las protestas de los puritanos. Cuando se disponía a empresas mayores, la revolución en la metrópoli arrojó del trono a Jacobo II, sucediéndole María (1689-1695) y Guillermo III (1689-1702). Más que María y Guillermo, el verdadero soberano de Inglaterra fué el Parlamento. Lo mismo sucedió durante el reinado de Ana (1702-1714).

La misma conducta que Inglaterra y Francia siguieron los holandeses y suecos. El inglés Enrique Hudson, al servicio de Holanda, intentó descubrir un paso para la India por el Norte de América. Auxiliado por el comercio holandés, pudo hacerse a la vela en abril de 1609 con el buque Media Luna. Tuvo que dirigirse al Oeste porque grandes masas de hielo le impidieron continuar hacia el Norte y llegó a la embocadura del Penobscot, en el estado actual de Maine, pasó al Cabo Cod, siguió su marcha hacia el Sur, y al tocar en la costa de Virginia volvió al Norte y entró en la bahía de Nueva York, subiendo por el río que lleva su nombre y reconociendo la citada bahía. Dice el Dr. Hopp que «de todas partes acudieron los indios, que jamás habían visto nave al[32]guna europea, y creían ver gigantesca ave de blancas alas»[22]. De regreso a Holanda no logró apoyo de los comerciantes y marchó con pocos recursos a continuar las exploraciones, muriendo en la helada bahía ya dicha y que también lleva su nombre. De 1610 a 1614, organizaron los holandeses diferentes expediciones a aquella región, y con el objeto de comerciar con los indígenas construyeron viviendas en la playa de la isla de Manhattan y últimamente un fuerte (1614). El marino Adrián Block (cuyo nombre lleva pequeña isla en el puerto de Nueva York), exploró las costas de Long-Island, situadas delante de Nueva York. Block descubrió el río Connecticut, construyó (1615) el fuerte que llamó de Orange, donde hoy se halla la ciudad de Albany, y dícese que, perdido su buque, construyó otro, el primero que se hizo en aquellas playas.

Cuando con tanta fortuna comenzó a funcionar el Banco de Amsterdam (1609); cuando fué decapitado Barneveldt (1619) y encerrado en dura prisión Grocio, la Compañía holandesa de la India Occidental (casi tan poderosa como la de la India Oriental) autorizada en 1621, recibió el permiso de establecer fuertes y factorías en América. Así comenzó la ciudad de Nueva Amsterdam[23], cuya primera iglesia se construyó el 1623. Tres años después el tercer gobernador o director general de la colonia, Pedro Minnewit (o Minuit) compró a los indios la isla de Manhattan, donde se halla la ciudad de Nueva York. Minnewit fomentó la agricultura y el comercio, siendo de advertir que en 1628 contaba 270 habitantes la colonia y exportó pieles por valor de 124.500 pesetas, y tres años después llegó la exportación a 277.400, construyéndose en la misma fecha en el arsenal de la colonia un buque de 800 toneladas.

En la Nueva Neerlandia—como los holandeses llamaban al país—, no progresó la agricultura como debiera, por la razón siguiente. La Compañía de la India Occidental daba extenso territorio al que fundaba una colonia de cincuenta habitantes, y como sólo hombres muy ricos podían establecer tales colonias, casi todo el país comprendido entre las actuales poblaciones de Nueva York y Albany, como también no pequeña parte del Estado llamado hoy de Nueva Jersey, pasó a manos de familias poderosas, pudiendo citarse entre otras las de Van Rensselaer, Pauw, Godyn y Bloemart. No huelga decir que el acaudalado propietario e historiador De Vries, extendió el dominio holandés por el territorio que forma al presente el estado de Delaware. Destituído del Gobierno de la colonia Pedro Minnewit, por la Compañía de las Indias[33] Occidentales, marchó a Suecia, donde el holandés Usselinx había hecho propaganda en favor de una empresa colonizadora.

Constituida la Compañía sueca del Sur (1626), cuando murió Gustavo Adolfo (1632), el canciller Oxenstiern se dedicó a la formación de la citada empresa. «La nueva colonia—decía el folleto Argonáutica Gustaviana, publicado en 1633 por Usselinx—estaba destinada a ser refugio para los perseguidos, lugar seguro para el honor de las mujeres e hijas de los expulsados de su país a causa de las guerras y del fanatismo religioso, y tierra bendita donde debían vivir tranquilos los hijos del pueblo y todos los heterodoxos.» La esclavitud debía quedar proscripta de la colonia, «porque el trabajo del hombre libre vale más que el del esclavo; además, que el esclavo no es consumidor, porque no conoce ni puede satisfacer las necesidades del hombre libre». En 1636, Oxenstier aceptó las proposiciones que le hizo Minnewit—pues Usselinx se había retirado de los asuntos—marchando entonces el ilustre marino con cincuenta emigrantes. Compró terreno a los indios, construyó una fortaleza y estableció su colonia donde actualmente se levanta la ciudad de Wilmington, en la confluencia del río Cristiana con el Delaware. Protestó contra dicha ocupación Kieft, gobernador holandés de Nueva Amsterdam. Minnewit, lejos de hacer caso de la protesta, reemplazó los postes holandeses que señalaban los límites de su territorio, con otros que tenían escrito en una tabla: Cristina, Reina de Suecia. Inmensa fué la alegría en Suecia cuando, procedente de la colonia, llegó un cargamento de pieles. La Nueva Suecia, que se extendía desde la embocadura del Delaware hasta los saltos de Trentón, se desarrolló mucho, comenzando a decaer, ya por la muerte de Minnewit (1641), ya porque había pasado el apogeo político del reino de Suecia. Tanto decayó, que catorce años después la colonia sueca fué absorbida por Pedro Stuyvesant, gobernador holandés de Nueva Amsterdam[24].

Durante el gobierno de Stuyvesant, los colonos de la Nueva Inglaterra se apoderaron de la cuenca del Connecticut y de una parte de la isla de Long-Island. En la colonia holandesa de Nueva Amsterdam faltaba poderosa clase media que defendiera el territorio contra los invasores ingleses. Los grandes propietarios contribuyeron a la ruina de dicha colonia. Desde el año 1650 al 1660, llegaron varias expediciones de inmigrantes (hugonotes franceses, judíos, ingleses, etc.), las cuales iban borrando poco a poco el carácter nacional holandés. En 1660 fué aumentando la inmigración inglesa, llegando el caso de que las autoridades tuvieron que publicar los edictos y demás disposiciones en inglés y[34] holandés. Que el sistema colonial inglés era superior al holandés, se manifestaba considerando que en Boston y en todas las poblaciones de la Nueva Inglaterra apenas había mendigos y vagabundos, mientras estaban infestadas de unos y de otros Nueva Amsterdam y las aldeas inmediatas. También se debe tener en cuenta que el comercio de esclavos tenía mucho más incremento en Nueva Amsterdam que en otras partes. La decadencia de la colonia holandesa era cada día más grande. Nueva Amsterdam debía caer en manos de los ingleses. Ni el gobernador Stuyvesant, ni los habitantes de la ciudad, se hallaban dispuestos a derramar una gota de sangre por la Compañía holandesa de las Indias Occidentales. Cuando Inglaterra ocupó la ciudad, se cruzaron de brazos, lo mismo los holandeses de pura raza que los suecos y holandeses de Delaware y Nueva Jersey. Nueva Amsterdam se llamó Nueva York, el fuerte Orange recibió el nombre de Albany y la bandera inglesa ondeó en toda la costa, desde el Maine hasta Georgia. Desde 1664 hasta 1667, desempeñó el cargo de gobernador de la antigua colonia holandesa, Ricardo Nicolls, protegido del duque de York; desde 1667 hasta 1673, Francisco Lovelace. Si durante la guerra anglo-holandesa volvió a caer la capital de la colonia en poder de Holanda, sólo fué por quince meses; al cabo de ellos desapareció para siempre de la América del Norte el dominio holandés.

La Compañía de Plymouth, organizada al mismo tiempo que la de Londres, no se dió prisa en sus proyectos de colonización. Después del establecimiento, en el año 1607, de una pequeña colonia en Sagahadoc (Kénébec), habiendo muerto Jorge Pophan, jefe de ella, volvieron á Europa los colonos, sin cuidarse ya la citada compañía de que se hallaba una tierra llamada Nueva Inglaterra. Luego, numeroso grupo de emigrantes puritanos desembarcaron (16 diciembre 1620) en ese sitio, donde fundaron Nueva Plymouth, como recuerdo de la hermosa ciudad inglesa del mismo nombre. Nombraron gobernador, por un año, a Juan Carver, y también, para si de ello había necesidad, un lugarteniente. La epidemia hizo terribles estragos en la colonia, falleciendo más de la mitad, incluso el mismo Carver, encargándose entonces del gobierno Guillermo Bradford y de la defensa militar Miles Standish. Poco después llegaron 35 colonos conducidos por Cushman. Durante el invierno de 1621 a 1622 se dejó sentir el hambre de un modo considerable, pudiendo salvarse los colonos merced al auxilio de algunos indios pescadores de a orillas del Maine, los cuales les proporcionaron maíz, pescados y mariscos.

En el citado año arribaron otros colonos de la metrópoli, que, expulsados luego, se retiraron a orillas del golfo de Massachusetts, for[35]mando una nueva colonia. La miseria les obligó después a dispersarse.

Dos colonias, llamadas Mariana y Laconia, fundadas la una por Gorges y la otra por Mason, arrastraron vida lánguida y quedaron reducidas a pesquerías.

La Nueva Escocia, concedida al poeta cortesano Alexander (conde luego de Stirling) fué dividida en 150 partes con título de otras tantas baronías. Vendiéronse los títulos; pero los indios conservaron siempre el territorio. Entretanto los pobres, honrados y rígidos puritanos de la Nueva Inglaterra, vivían contentos con su suerte. Fué para ellos una contrariedad la presencia de un eclesiástico predicador de la Iglesia anglicana, que llegó el año 1624, y a quien expulsaron, como también a dos partidarios suyos. En Nueva Plymouth, mientras los colonos trabajaron por el común, no cesó la escasez, comenzando la prosperidad cuando se dió una parte de terreno a cada individuo. Si a los cuatro años de su fundación tenía 184 habitantes, ya en 1630 no bajaban de 300.

En el mismo año fué reconocida como colonia, por el rey Carlos I, la de Salem, en la bahía de Massachusetts. Intransigente en asuntos religiosos, arrojó de su seno a los que se separaban poco o mucho de las doctrinas luteranas. La colonia de Salem entró pronto en relaciones con la de Nueva Plymouth y con los holandeses establecidos en las orillas del Hudson. Las noticias que se recibieron en Inglaterra fueron tan buenas, que nuevos emigrantes salieron de la metrópoli para la colonia. Reformas políticas y administrativas contribuyeron al engrandecimiento de la colonia de Salem, y el lazo que a todos los colonos unía era la religión, y no la libertad, como en la de Maryland. Los colonizadores de la Nueva Inglaterra habían abandonado a su patria llevando en el corazón odio eterno, lo mismo a la Iglesia anglicana que a la religión católica, como escribió el reverendo Jorge E. Ellis, predicador puritano. «Jamás—dijo—entró en la mente de nuestros mayores el hacer de su territorio, comprado con su dinero y garantido legalmente por patente real, un asilo para toda clase de religiones, sino que lo destinaron a ser una mansión de paz, de reposo y de costumbres puras para los que tienen los mismos sentimientos, la misma creencia y los mismos intereses.»

Roger Williams fundó en 1635 una colonia que abarcaba el territorio que a la sazón constituye el Estado de Rhode-Island. Williams, predicador puritano, fué proscripto de Salem porque se atrevió a decir que el gobierno no tenía derecho a exigir que los ciudadanos asistiesen al culto en la iglesia.

[36]

Es también de notar que en el mencionado año se fundó la colonia de Concord, en el actual Estado de New-Hampshire, y la de Conneticut en un lugar de la cuenca feraz del río del mismo nombre.

No pasaremos adelante sin referir que Mistress Ana Hutchinson, mujer de uno de los individuos más respetables de la colonia, muy estimada por Enrique Vane, gobernador de Nueva Inglaterra, y respetada por numerosos colonos, fué perseguida por sus ideas religiosas, pues se atrevió «á censurar á algunos de los ministros del culto como heterodoxos, y hasta añadió ideas y opiniones propias, fundadas todas ellas en el sistema denominado antinomiano por los teólogos, é impregnadas del más profundo entusiasmo religioso»[25]. Tan acaloradas y violentas fueron las discusiones religiosas, que llegaron a amenazar la existencia de la colonia. Condenadas las opiniones de la innovadora, se le impuso la pena de destierro, viéndose obligada a retirarse a Aquiday, en la isla de Rhodes, donde sufrió toda clase de privaciones y trabajos, habiendo provocado el gobernador Kieft, con sus crueldades, la terrible venganza de los indios, venganza que llegó al extremo de incendiar y matar a todos los blancos que encontraban. La casa de Mistress Hutchinson fué incendiada, pereciendo ella con toda su familia, o entre las llamas, o degollada por los salvajes.

En tanto que el rey Carlos I perseguía con encarnizamiento a los presbiterianos y puritanos que emigraban a millares de su país, llegó también en su fanatismo anglicano a querer imponer su voluntad a las colonias americanas; pero los colonos se aprestaron a la lucha y las cosas quedaron en el mismo estado. Por su parte, los puritanos de la Nueva Inglaterra, cada vez más intolerantes, persiguieron con crueldad a los cuákeros (que no querían ni iglesias ni clérigos); luego dejaron de perseguirles, restableciéndose la paz.

Como los fanáticos anglicanos, y a la cabeza de ellos el arzobispo Laud, no cesaran de excitar a Carlos I contra la colonia de Massachusetts, presintiendo los colonos todos de la Nueva Inglaterra que pudiera llegar un día en que tuvieran que defenderse de las tiranías de la metrópoli, proyectaron formar una unión (1637), y cuyo proyecto se realizó el 1643, en cuyo año las colonias de Massachusetts, Plymouth, etcétera, formaron, con el nombre de Colonias unidas de la Nueva Inglaterra, «una liga sólida y perpetua, ofensiva y defensiva, de mutuo consejo y apoyo en todas las causas justas, lo mismo para la conservación y propagación de la verdad y de los derechos basados en el Evangelio, que para su prosperidad y seguridad.» Tan arraigada se hallaba la convicción de unirse, que en el año siguiente (1644) se proyectó[37] general federación de todas las colonias inglesas de América. Hace notar muy acertadamente el historiador Bancroft, que la poderosa colonia de Massachusetts fué la primera que quiso realizar la primera liga, y la que después se manifestó más impaciente por sacudir el yugo británico.

Comenzaron a prosperar las colonias, llegando en poco tiempo a un verdadero estado de esplendor. Exportaban trigo a las Antillas; pieles, maderas y pescado seco a Europa. Los habitantes de Nueva Inglaterra ordenaron (1647) que cada pueblo de cincuenta vecinos se hallaba obligado a tener un maestro de instrucción primaria, «a fin—dijeron—de que la instrucción de nuestros mayores no quede sepultada con sus restos mortales», añadiendo en la parte expositiva de ley que «la ignorancia es equivalente a la barbarie, y todo niño debe saber leer y escribir el idioma de sus padres.» Todo grupo de cien vecinos tenía también la obligación de mantener una escuela. Antes se había proyectado la fundación de una Universidad (1636), y dos años después, al morir Juan Harvard, rico colono, dejó su biblioteca y la mitad de su propiedad inmueble a la Universidad. Lo mismo la instrucción elemental que la superior recibieron frecuentemente cariñosas muestras de parte de los ciudadanos. La imprenta comenzó en el año 1639. Si pueriles son algunas ideas de los puritanos y si censurables son algunos hechos, no puede negarse la sencillez de costumbres y la bondad de aquella raza que se estableció en el Norte de América.

Guillermo Clayborne obtuvo de Carlos I, en 1631, una patente para comerciar con los habitantes del golfo de Chesapeake, los cuales daban las pieles de animales a cambio de productos de la metrópoli. Poco después cedió el Rey a título de propiedad perpetua todo lo que actualmente es el Estado de Maryland, a Jorge Calvert (lord Baltimore). El territorio citado se llamaría Maryland (tierra de María), en honor de la mujer de Carlos I. Cuando Baltimore se disponía a pasar a sus nuevos dominios, le sorprendió la muerte (1632), sucediéndole su hijo Cecilio, que en 1633 marchó con 200 emigrantes. Fundó una colonia a orillas del río Saint-Mary, no sin tener oposición de Virginia, que reclamaba como suyo el territorio de Maryland. Prosperó rápidamente la nueva colonia, sin embargo de la guerra que tuvo que sostener con Clayborne y también de las disensiones entre los colonos y el propietario, siendo todavía más de extrañar, considerando su origen aristocrático-feudal, el engrandecimiento de Maryland, pues ya en 1660 contaba con 12.000 habitantes. El año 1663, por patente de Carlos II, se concedió el país que se extendía entre la Virginia de entonces y el río de San Mateo, en la Florida, a los personajes siguientes: el historiador y[38] ministro gran canciller conde de Clarendon, Monk, duque de Albermale, lord Craven, lord Ashley Cooper (después conde de Shaftesburg), Juan Colleton, los dos Berkeley y Jorge Carteret. Es de advertir que ya en 1629 Carlos I había cedido el mismo territorio a Roberto Heath, si bien no se estableció en él ninguna colonia permanente. También advertiremos que cuando en 1663 la cedió Carlos II, había colonos en la Carolina procedentes de la vecina Virginia, de la Nueva Inglaterra y hasta de las Antillas inglesas, en particular de las Barbadas. Los que procedían de Virginia se fundieron posteriormente con los de Nueva Inglaterra y fundaron la colonia de la Carolina del Norte; los de las Barbadas, con los procedentes directamente de Inglaterra, la de la Carolina del Sur. En el citado año, Berkeley, uno de los concesionarios que allí funcionaba como gobernador, obtuvo autorización para nombrar dos subgobernadores: uno para las colonias del Nordeste, y otro para las del Sudeste, separadas por pantanos intransitables. El primer gobernador especial de la Carolina del Norte fué Guillermo Drummond, a quien sucedió Stephens.

Para la colonia escribió (1670) el insigne filósofo Juan Locke una constitución feudal tan absurda e impracticable que, aun modificada varias veces, nunca pudo ponerse en práctica. Sólo por el nombre del autor daremos a conocer algunas de sus disposiciones: «El gobierno debía estar en manos de la aristocracia territorial, a cuya cabeza figuraban los ocho concesionarios primeros, de los cuales el de más edad tendría el título de palatino, que a su muerte pasaría al que le siguiera en edad. A este título iban afectas ciertas prerrogativas. Se mandaba dividir todo el territorio en condados, subdivididos cada uno en ocho señoríos, ocho baronías y veinticuatro colonias o municipios en una extensión de 12.000 acres (4.856 hectáreas). Los señoríos pertenecerían a los propietarios, las baronías a la nobleza y las colonias o municipios al común de colonos. Debían nombrarse de entre la nobleza cuatro condes, uno por cada condado; de entre los barones, dos por cada condado, y de entre los caciques otros dos. Al palatino correspondía nombrar cuatro condes y ocho caciques, siendo los demás nombrados por los otros siete concesionarios primitivos. Los títulos y los territorios eran declarados hereditarios e inenagenables. El poder judicial y el ejecutivo pertenecían a los propietarios, que con los altos funcionarios formaban el gran Consejo o Senado; todos los propietarios, nobles y comunes o sus representantes, formaban la Cámara de los Comunes, en la cual para tener voto bastaba ser propietario de cincuenta acres. Tocante a la parte religiosa se inclinaba esta constitución al sistema que se ha dado en llamar de intolerancia modificada». Todas las religiones estaban[39] permitidas, con tal que tuviesen culto público y reconociesen la existencia de Dios y la santidad del juramento. Para que una comunidad religiosa fuera autorizada y protegida por la ley, debía contar de siete miembros por lo menos, y en ninguna reunión religiosa debía permitirse hablar contra el gobierno ni sobre su política. La esclavitud estaba permitida desde un principio y lo mismo la servidumbre. Los amos eran dueños absolutos de sus esclavos, y los siervos no podían abandonar la gleba sin permiso de su amo, y sus descendientes continuaban en la misma servidumbre hasta la última generación»[26].

Subleváronse los colonos en 1678 contra las autoridades, sublevación que hubo de coincidir con la de Virginia, capitaneada por Bacon. Sofocada la revolución, volvió diez años después a levantar la cabeza. Antes de pasar adelante recordaremos que el nombre de Carolina del Norte apareció por vez primera en un escrito correspondiente al año de 1691. Lento y difícil fué el desarrollo de la colonia, pues el suelo era arenoso, los habitantes indolentes y refractarios a todo gobierno. Casi toda la riqueza se reducía a caballos y cerdos, que en manadas corrían semi salvajes por las llanuras. Edenton, capital de la colonia, prosperó poco. Mr. Bancroft dice de la colonia Carolina del Norte, que «era el santuario de los fugitivos y desertores, donde cada uno hacía lo que quería, sin adorar a Dios ni al César.» Continuó la anarquía algún tiempo; pero desde que en 1729 cesó el gobierno nominal de los concesionarios del territorio, el cual pasó a ser propiedad de la Corona, adelantó bastante la colonia, como se prueba considerando que en 1755 contaba con más de 50.000 habitantes. Del mismo modo la industria adquirió no escasa importancia.

Pronto llegó a una situación próspera la colonia fundada en el Cabo Fear, siendo de advertir—según la estadística de aquellos tiempos—que en el año de 1665 ya contaba con 800 habitantes. Procedente de las Barbadas, el primer gobernador, Juan Yeamans, introdujo en ella los usos y costumbres de aquellas islas. Los concesionarios de las Carolinas mandaron a su secretario, Sandford (1666) a fundar otras colonias en Carolina del Sur. Sandford encontró en mal estado la del Cabo Fear, la cual había decaído rápidamente, y propuso, a orillas del río Charles, la fundación de otra que recibió el nombre de Charlestown (1670). Posteriormente llegaron nuevos inmigrantes a Charlestown, ya procedentes de las islas Lucayas, ya de Nueva York, y también directamente de Inglaterra.

A causa de que tres galeras españolas procedentes de tierra americana y cuya capital era San Agustín, cayeron sobre Edisto, colonia es[40]cocesa, saqueándola y destruyéndola (1680), los demás colonos del país se dispusieron a tomar el desquite. Tuvieron que desistir porque así lo mandaron los ocho señores propietarios, y también para no exponerse a mayores males.

No faltaba motivo a los españoles para estar disgustados con la colonia de Charlestown, madriguera de piratas y refugio de contrabandistas. Llegó el caso que hasta el mismo gobierno inglés propuso, en 1695, la agregación de la Carolina del Norte a la de Virginia, y la de la Carolina del Sur al gobierno de las islas Lucayas, «como único medio de acabar con las plagas de la piratería y del contrabando.» Turbóse el orden tiempo adelante por cuestiones religiosas en la Carolina del Sur. Luego se rompieron las hostilidades entre carolinos y españoles, llegando el gobernador inglés Moore a dirigir una expedición contra la ciudad de San Agustín, a la cual saqueó, retirándose después. Continuó la guerra, y Moore, siendo ya gobernador Johnson, realizó otra expedición (1702). Aunque en el año 1706, los españoles, deseosos de tomar venganza, armaron una escuadra que, en unión de la francesa, atacó a Charlestown, los habitantes de la ciudad se defendieron bizarramente y llevaron la mejor parte. La intolerancia religiosa fué motivo de serios disgustos y de grandes contrariedades en la colonia, pues el partido anglicano ortodoxo se declaró enemigo mortal de todas las sectas disidentes, teniendo que imponer su veto el gobierno de la metrópoli. Comenzó a florecer la colonia con el cultivo del arroz, que en 1691 prosperó y tomó gran incremento, siendo de sentir que al mismo tiempo aumentara de tal modo la esclavitud, que en el año 1708, de 10.000 habitantes sólo 1.360 eran libres.

En los primeros años del siglo xviii estalló terrible insurrección de los indios contra los blancos en la Carolina del Sur. Apenas salía la Carolina del Norte de las devastaciones de los indígenas, comenzaba la misma calamidad en la del Sur. El día 15 de abril de 1715 se rompieron las hostilidades, y los indios llevaron por todas partes la desolación y la muerte. Los escritores de aquellos tiempos hacen subir las fuerzas insurrectas a seis o siete mil hombres. La Carolina del Norte, Virginia y Nueva York, prestaron los auxilios que pudieron buenamente. Esta guerra, que vino a durar un año, costó la vida a algunos centenares de habitantes, calculándose en 100.000 libras los daños y perjuicios ocasionados, sin contar una deuda que venía a importar la misma cantidad. Ensoberbeció a los blancos o propietarios el triunfo sobre los indios y colonos, y los abusos de aquéllos obligaron al pueblo a tomar sus medidas contra la conducta y opresión de los dueños de las tierras. También por entonces la fortuna había vuelto la espalda a los piratas,[41] quienes huyeron de aquellas costas. Como es natural, habiendo aumentado la deuda pública por estas guerras, tuvo la colonia que emitir papel moneda por valor de unos dos millones de pesetas, lo cual originó una crisis monetaria. En la necesidad de arbitrar recursos, la asamblea legislativa de Charlestown (Carolina del Sur) tomó las siguientes medidas: votar un impuesto de entrada sobre los negros que el comercio introducía en la colonia, y otro impuesto sobre la importación de las mercancías inglesas. A esta última ley opusieron su veto los dueños de la Carolina, cuya conducta y otros actos dieron por resultado, en 1719, general descontento, llegando a decir los colonos que «los señores sólo querían tener derechos y no deberes, y que en los momentos de peligro no enviaban remedios ni auxilios.» Tantos fueron los odios de los colonos a los dueños del territorio, que poco después se encargó la Corona de la Carolina y nombró un gobernador. Ya no quedó otro recurso a los concesionarios que ceder sus derechos en favor de la Corona de Inglaterra mediante una indemnización de 437.500 pesetas. Depuesto el gobernador Johnson y elegido el coronel James Moore para que gobernase la colonia en nombre del Rey, se envió un agente a Inglaterra que abogase en favor de los colonos, dando esto origen a que se entablase un proceso legal para invalidar la Carta de la Carolina. Durante la instrucción del proceso, se encargó la Corona del gobierno de la Carolina del Sur. En calidad de gobernador real interino marchó a Carolina del Sur, Sir Francisco Nicholson, quien deseando ganar la voluntad del pueblo, eligió presidente del Consejo a Middleton, y presidente del Tribunal a Mr. Allen, los cuales se habían distinguido en el último movimiento contra los propietarios. Sancionó (1722) para salir de apuros económicos, una emisión de papel moneda, que ocasionó durante algunos años gran confusión en el país.

Aunque en la Carolina del Norte los colonos no se habían rebelado contra los propietarios, pasado algún tiempo los últimos vendieron sus derechos a la Corona por unas 22.000 libras. Burrington fué repuesto en el gobierno de la Carolina del Norte, sucediéndole, en 1737, Guillermo Bull, presidente del Consejo. En la Carolina del Sur quedó Roberto Johnson encargado del gobierno. Poco a poco comenzaron ambas Carolinas a llamar la atención de los Estados europeos, acudiendo a ellas muchos emigrantes alentados por el bienestar que se gozaba. El mayor contingente salió de Irlanda. La colonia irlandesa se estableció en las riberas del Santee y constituyó una población que se llamó Williamburgh. Aumentó el poder de las Carolinas, llegando a acometer algunas empresas contra los españoles. Aumentó también la riqueza del país, dándose el caso de que muchos habitantes mandaban sus hijos a Inglaterra para que se educasen e instruyesen.

[42] Guillermo Penn, en el año 1681, adquirió, con otros once cuákeros, la parte oriental de Nueva Jersey, donde se hallaban establecidos puritanos[27]. Además, en el mismo año el gobierno de Carlos III le concedió, mediante el precio de 16.000 libras esterlinas (400.000 pesetas), adelantadas por el padre de Penn al gobierno, una extensión de territorio a orillas del río Delaware. Influyeron a resultado tan favorable los personajes North, Halifax, Sunderland y otros amigos del padre de Penn. Dícese que el mismo Carlos II, al saber que el nuevo propietario quería dar al país que acababa de comprar el nombre de Silvania, tuvo empeño en llamarlo Penn-Silvania (Pensilvania). Pasó Penn a América en 1682 a tomar posesión de su territorio, y en 1683 fundó la ciudad de Filadelfia (amor fraternal), que a los dos años contaba 600 casas, una escuela y una imprenta. En la asamblea convocada por Penn se sancionaron los 24 artículos de sencilla constitución, artículos que casi un siglo después (1776) sirvieron de base al proyecto de constitución de la gran República de los Estados Unidos del Norte. Tan rápidamente se desarrolló la Pensilvania, que en 1688 contaba con unos 12.000 habitantes, y en 1755, con inclusión del Delaware, 220.000.

Georgia fué la última colonia inglesa establecida en la América del Norte. Jorge II autorizó en 1732 al general Oglethorpe para colonizar los territorios situados entre los ríos Savannah y Alatamaha durante veintiún años, al cabo de cuyo tiempo debían ser propiedad de la Corona de Inglaterra. Oglethorpe, hombre de carácter tan enérgico como humanitario, se propuso, ante la crueldad de las leyes penales inglesas, fundar una colonia que sirviese de refugio a los desgraciados delincuen[43]tes y también para poner coto a la esclavitud. Oglethorpe hizo grabar en el sello de la sociedad que formó el siguiente lema: Non sibi, sed aliis. A la colonia, en honor de Jorge II, dió el nombre de Georgia Augusta, y en ella eran admitidas todas las religiones cristianas, exceptuando solamente la católica. Llegó a Charlestown en los comienzos de 1733 con 120 emigrantes, fundando la primera población donde hoy se levanta Savannah, a orillas del río del mismo nombre. Trazóse el plano de la ciudad con calles anchas, largas y rectas; pero progresó muy lentamente. Llegaron en 1734 inmigrantes moravos, los cuales fundaron el pueblo de Ebenezer, dedicándose al cultivo de árboles frutales europeos; también se dedicaron al cultivo de la morera, que dió felices resultados, pues a los pocos años presentaron en el mercado 10.000 libras de seda. Oglethorpe marchó a Inglaterra, y a su vuelta, en 1736, trajo más inmigrantes. Guerra tenaz estalló entre ingleses y españoles. Quisieron los ingleses, mandados por Oglethorpe, apoderarse de San Agustín, en la Florida, cuya empresa fracasó; y a su vez, los españoles atacaron la Georgia, de donde fueron rechazados con bastantes pérdidas. Retiróse definitivamente Oglethorpe de la Georgia (1743), deseando pasar los últimos años de su vida, que fué larga, en Inglaterra. Cambió entonces completamente la manera de ser de la Georgia, y aquella tierra paradisiaca fué como otras de América. Los pequeños cultivos fueron reemplazados por los grandes, se arraigó la esclavitud y desapareció para siempre el bienestar y las virtudes. Oglethorpe vivió en Inglaterra el tiempo suficiente para ver la proclamación de la independencia de los Estados Unidos, acabando sus días el 1.º de julio de 1785, a la avanzada edad de noventa y siete años.

Pondremos remate a este capítulo dando a conocer algunos hechos realizados por el viajero normando Cavelier de la Salle. Tan difíciles y tan peligrosas fueron sus expediciones, que algunas veces parecen legendarias. Personaje tan activo y emprendedor visitó con varia fortuna muchos lugares; mas hubo de encontrar, tal vez sin motivo alguno, grandes contrariedades de parte de los jesuítas. Aquel hombre inteligente y enérgico de carácter, después de tres viajes por las regiones situadas más allá de los lagos, donde le sucedieron aventuras sin cuento, pudo embarcarse en la primavera de 1682 en el Père des Eaux, y habiendo navegado cincuenta días, llegó al delta y reconoció los pasos que comunican con el golfo de México. Pasados dos años, volvió de Francia con una pequeña flota y en calidad de virrey de Luisiana; pero habiéndose conferido el mando de la escuadra a un enemigo personal suyo, éste, queriendo él sólo explorar las bocas del Mississipí, dejó a Cavelier casi sin víveres en la costa de Tejas. El insigne y des[44]afortunado viajero, más fuerte ante la desgracia, emprendió la exploración por tierra. Cuando se hallaba más decidido a colonizar la fértil región que acababa de descubrir, el infame Duhaut le descargó con su mosquete un tiro en la cabeza, matándole en el acto. Esto sucedía el 19 de marzo de 1687. Dice Mr. Gayarré que fué asesinado donde ahora se levanta Washington, cuya fundación se debe a los compañeros de aquel infeliz, y que la bandera estrellada ondea allí donde el primer mártir de la civilización regó con su sangre la futura tierra de la libertad[28]. Tiempo adelante los Estados Unidos de Norte América compraron a Francia la Luisiana.

Hernán Cortés.


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CAPITULO III

Conquista de México.—Hernán Cortés.—Cortés y Velázquez en Santiago de Cuba.—Cortés en Trinidad, en la Habana en el cabo de San Antonio, en la isla de Cozumel y en la desembocadura del Grijalba.—Llega á Tabasco: Marina.—Cortés en San Juan de Ulúa.—Embajada de Moctezuma.—El gobernador Pilpatoe y el general Teutile.—Obsequios de Moctezuma á Cortés y de Cortés á Moctezuma.—«Villa Rica de la Vera Cruz.»—Cortés en Zempoala y en Quiabislán.—Política de Cortés.—Nueva embajada de Moctezuma.—Cortés «quema las naves», pasa á Zocothlán y llega á Tlascala.—Guerra entre españoles y tlascaltecas: el general Xicotencal.—Portocarrero y Montejo en Sevilla y en Medellín: enemiga de Fonseca á Cortés.—Cortés en Cholula y en México: su entrevista con Moctezuma.—Descripción de México.—Guerra entre Quelpopoca y Escalante.—Suplicio de Quelpopoca.—Prisión de Moctezuma.—Quetlavaca emperador.—«Noche Triste».—Otumba.—Quanhtémoc, emperador.—Guerra entre españoles y mejicanos.

Si Juan de Grijalba tuvo la dicha de pisar el primero tierra de México, la gloria de la conquista pertenece a Hernán Cortés, natural de Medellín (Badajoz), hijo de familia distinguida y aficionado a grandes y maravillosas empresas. Ganoso de gloria y de riquezas y en busca de ellas se embarcó camino de la Española llevando cartas para el gobernador Don Nicolás de Ovando. Estuvo a las órdenes de Don Diego Velázquez y se distinguió en la conquista de Cuba. Enemigos después los dos y reconciliados al poco tiempo, Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, le nombró capitán general de la flota que se destinaba a la conquista de México. Cortés gastó su fortuna, que no era pequeña, en armar una flota, y, cuando pudo lanzarse a la mar, después de dar el último adiós a su mujer Doña Catalina Suárez, embarcó sus tropas y al amanecer del 18 de noviembre de 1518 salió del puerto de Santiago de Cuba con 6 carabelas y 300 soldados. Cuando Velázquez, que ya andaba receloso de la conducta del valeroso extremeño, corrió presuroso al muelle, encontró la armada dándose a la vela. Cortés, embarcado en[46] una lancha, se aproximó al sitio donde estaba su jefe, quien le dijo: «¡Pues cómo, compadre, así os vais?» Buena manera es esa de despediros de mí.—Señor, respondió Hernán Cortés, perdóneme Vuestra Merced, pues estas cosas y las semejantes, antes han de ser hechas que pensadas; vea, Vuestra Merced, qué me manda.[29] Mientras Cortés volvía a sus buques y se lanzaba a la mar, Diego Velázquez, viendo tanto atrevimiento y resolución, no supo qué contestar.

Dispuso Hernán Cortés que uno de sus barcos marchase a Jamáica a comprar víveres, ordenándole que se incorporase a la escuadra en el cabo de San Antonio. El tomó bastimentos en Macaca y fondeó en Trinidad. Allí, delante de su posada, mandó poner su estandarte y pregonar la jornada. En dicha villa de la Trinidad hubo de reclutar unos doscientos soldados procedentes de las expediciones de Córdova al Yucatán y de Grijalba a México, logrando también que se le uniesen algunos nobles caballeros, entre otros, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, deudo del Gobernador. Sumadas las fuerzas que sacó de Santiago de Cuba a las reclutadas en Trinidad, componían: 110 marineros, 508 soldados, 32 ballesteros y 13 arcabuceros. Como maestre de campo llevaba Cortés a Cristóbal de Olid.

Desde Trinidad se dirigió Cortés a la Habana y desde la Habana salió en la noche del 10 de febrero de 1519 hacia el cabo de San Antonio. Lo mismo en Trinidad que en la Habana se recibieron órdenes de Velázquez por las cuales se destituía a Cortés del mando de la flota; pero ni las autoridades de las citadas poblaciones mostraron gran voluntad en ejecutarlas, ni el futuro conquistador de México estaba dispuesto a obedecerlas. En cabo San Antonio pasó revista á sus tropas, las arengó y se hizo a la vela para las costas de Yucatán el 18 de febrero.

Moctezuma.

Detúvose en la isla de Cozumel, fondeó en la desembocadura del río Grijalba, e internándose en el país se apoderó de la ciudad de Tabasco. De ella salió para vencer en las llanuras de Ceutla a 30.000 indios. Desde Tabasco continuó su viaje, llevando ricos presentes, entre ellos el de una joven y agraciada india, a quien se dió el nombre de Marina en el bautismo. Marina, que comenzó siendo intérprete de Cortés, pasó luego a ser su confidente y secretaria, terminando por hacerse dueña del corazón del valeroso caudillo. Mujer tan singular, amó con toda su alma a Cortés y siempre guardó fidelidad a los españoles[30].

Siguiendo Cortés la costa llegó a la isla de los Sacrificios y a otros lugares ya descubiertos por Juan de Grijalba, y por último, a San Juan[47] de Ulúa, donde vió acercarse dos canoas (piraguas) y en ellas algunos indios, los cuales le dijeron lo siguiente: «Que Pilpatoe y Teutile, gobernador el uno y capitán general el otro de aquella provincia, por el grande emperador Moctezuma, los enviaban a saber del capitán de aquella Armada, con qué intento había surgido en sus costas, y a ofrecerle el socorro y la asistencia de que necesitase para continuar su viaje.» Moctezuma era el segundo Emperador de este nombre y el undécimo de México. Hernán Cortés hubo de contestar lo que al tenor copiamos: «Que su venida era a tratar sin género de hostilidad materias muy importantes a su Príncipe y a toda su Monarquía, para cuyo efecto se vería con sus gobernadores y esperaba hallar en ellos la buena acogida que el año antes experimentaron los de su nación»[31].

Ordenó Cortés que desembarcase toda su gente y estableciera el campamento en la costa llamada Chalchiuhcuencan. Con la ayuda de muchos indios que mandó Teutile, se levantaron barracas que fueron de no poca utilidad en aquellos días calurosos. Los indios, con sus instrumentos de pedernal, cortaban las estacas y las fijaban en tierra; ramas de árboles y hojas de palmera colocaban entre las estacas, formando también con aquellas el techo. Las barracas mejores o las destinadas a los jefes fueron cubiertas por los indios, para defenderlas de los rayos solares, de mantas hechas con algodón. En la mejor de todas ordenó Cortés que se levantara un altar y sobre él se puso la imagen de la virgen María: a la entrada se colocó una cruz.

Llegó el momento en que el gobernador Pilpatoe y el general Teutile, con numeroso acompañamiento, se presentaron al capitán español en nombre de Moctezuma. Antes de comenzar la conferencia, los llevó Cortés a la barraca que hacía veces de templo, donde todos oyeron misa, que celebró Fray Bartolomé de Olmedo. Después les invitó a un banquete; luego les dijo que estaba resuelto—pues así lo había ordenado su Rey—a no salir de aquel país sin ver antes al emperador Moctezuma. Y habiendo dispuesto remitir a Moctezuma un regalo (algunas cosas de vidrio, una camisa de Holanda, una gorra de terciopelo carmesí, adornada con una medalla en que estaba la imagen de San Jorge, y una silla labrada de taracea), despidió a los embajadores.

En tanto que Teutile remitía a su Emperador la respuesta de Hernán Cortés, Pilpatoe, a poca distancia de los españoles, levantaba algunas barracas, formando con ellas un lugar para que residiesen allí los indios destinados a cuidar de las provisiones y necesidades de nuestro ejército. Aunque Cortés comprendió que la idea era muy diferente, no se mostró ni receloso ni desconfiado.

[48] Llegó la respuesta de Moctezuma a los siete días. Antes de dar cuenta de ella creyó Teutile mejor entregar el obsequio que había mandado su Emperador. Manifestó el ilustre extremeño su agradecimiento por el rico presente de Moctezuma, que consistía en finísimas telas de algodón, penachos de plumas de diferentes colores, dos láminas grandes, la una de oro, en la que se destacaba la imagen del Sol, y la otra de plata, en la que venía figurada la Luna; y por último, muchas joyas y piezas de oro con alguna pedrería. En seguida Teutile, en nombre de Moctezuma, le dijo que no se le concedía permiso para pasar a México. No se dió por vencido el general español y despidió a los indios con otro regalo para el Emperador, insistiendo con más energía en su propósito de visitar la corte. Mientras que esperaba la respuesta, envió dos bajeles a reconocer la costa.

Moctezuma contestó a la última embajada mandando otros regalos y negándose decididamente a conceder la licencia pedida. Así lo dijo Teutile. El futuro conquistador de México insistió en su demanda, no sin indicar la bárbara idolatría en que estaba sumido el Imperio. Entre turbado y colérico replicó Teutile que, si Moctezuma hasta entonces le había tratado como huésped, en adelante lo trataría como enemigo; retirándose inmediatamente, seguido de Pilpatoe y de los demás que le acompañaban. En aquella misma noche los indios, que bajo las órdenes de Pilpatoe se habían establecido cerca de nuestro campamento, abandonaron sus viviendas y se retiraron tierra adentro.

Hernán Cortés, después de atraerse a algunos descontentos partidarios de Velázquez y después de aceptar la amistad que le brindaba el cacique de Zempoala, se fijó en un hecho de suma importancia. Aquellas barracas donde habitaban, se convirtieron en una población a la que dieron el nombre de Villa Rica de la Vera Cruz. Se llamó Villa Rica, en memoria del oro que se encontró en aquella tierra, y de la Vera Cruz, porque a ella llegaron el viernes de la Cruz. Nombróse Ayuntamiento, única y legítima autoridad representante de la Corona en aquellos remotos países, y ante él renunció el mando que le diera Diego Velázquez, saliendo poco después elegido y nombrado Gobernador del ejército de México.

Con la autoridad y poder que le daba este nombramiento, castigó con alguna severidad a varios sediciosos y turbadores de la quietud pública. Inmediatamente dispuso la marcha. En tanto que los bajeles se dirigían a la ensenada de Quiabislán, él siguió por tierra el camino de Zempoala, atravesó el río de este nombre, pasó por poblaciones abandonadas y luego por prados amenos, teniendo la suerte de encontrar a doce indios que venían en su busca, con un regalo de gallinas y[49] pan de maíz que le mandaba el cacique; continuó su marcha y por fin llegó a Zempoala, población situada entre dos ríos y en campiña fértil. Las casas eran de piedra, cubiertas las paredes con cal blanca y brillante. Los españoles atravesaron calles y plazas llenas de gente, llegando a Palacio, en cuya puerta estaba el cacique, obeso y ridículo personaje, quien recibió a Cortés con señaladas muestras de cariño. Cuando el cacique hubo alojado convenientemente a sus huéspedes, se dispuso a visitar al jefe español haciéndole antes un regalo de alhajas de oro y otras cosas. Presentóse en unas andas, que traían sobre sus hombros jóvenes principales. La entrevista fué afectuosa y en ella el cacique reveló que tenía deseos de libertar su país de las violencias y tiranías de Moctezuma; a ello contestó Cortés que él no temía las fuerzas del Emperador y que su misión era ponerse al lado de la justicia y de la razón. Desde este momento los españoles pudieron contar con un poderoso aliado entre los indios.

Salieron los nuestros para Quiabislán auxiliados en su camino por los fieles zempoalos. Era Quiabislán un lugarcillo situado sobre altos peñascos con calles estrechas y pendientes. El cacique y los vecinos se habían retirado bastante lejos, no fiándose de las intenciones de nuestra gente; mas pronto acudieron algunos, en seguida otros y últimamente el mismo cacique en compañía del de Zempoala. También el cacique de Quiabislán se puso al lado de los futuros conquistadores de México, deseoso de vengarse de Moctezuma. Durante estas conferencias pasaron por el mismo cuartel de los españoles seis ministros reales, quienes solo se ocupaban en cobrar los tributos de Moctezuma. Venían adornados de plumas y pendientes de oro, vestidos de fino algodón, seguidos de muchos criados que movían grandes abanicos para comunicar el aire o la sombra a sus señores. Los tales ministros, habiendo puesto su audiencia en la casa de la Villa, hicieron llamar a los caciques, a quienes reprendieron por haber admitido en sus pueblos gente forastera, enemiga de Moctezuma; además del servicio ordinario les pidieron como castigo de su delito, veinte indios para sacrificarlos a los dioses. Al tener noticia Cortés de estas cosas, llamó a los dos caciques y les dijo que no sólo habían de negarse a entregar indios destinados a los sacrificios, sino que les ordenaba mandasen gente a prender y encerrar a los ministros en las cárceles. Así se hizo. Pensó el jefe español que si le convenía tener contentos a los caciques, también debía atraerse a Moctezuma. Fijo en este día, y sin que los caciques pudieran sospecharlo, dejó en libertad a dos de los ministros e hizo llevar a su armada a los otros. Mientras los mencionados dos ministros se dirigían a dar cuenta del suceso a Moctezuma y mientras más de treinta caciques, que habitaban en las[50] próximas montañas, se ponían bajo las órdenes del caudillo español, se trató de dar asiento fijo a la Villa Rica de la Vera Cruz, que hasta entonces se movía con el ejército. A media legua de Quiabislán y próxima al mar, en tierra fértil, abundante de agua y copiosa de árboles, como escribe Solís[32] comenzó a levantarse aquella población, que había de servir de apoyo para futuras operaciones y de puerto para la armada.

La llegada a México de los dos ministros y la relación hecha por ellos a Moctezuma de las bondades de nuestro caudillo, hicieron que se trocasen en la corte mejicana los vientos de guerra en aires de paz. Mandó el Emperador nueva embajada con su correspondiente regalo; pero el destinado por la fortuna a conquistar el imperio de los aztecas, sí se mostró cariñoso con los representantes de Moctezuma, a quienes dió algunas bujerías castellanas, no desistió de pasar a México.

Con el objeto de poner paz entre el cacique de Zimpazingo y el de Zempoala, Cortés, al frente de 400 soldados, se dirigió a aquel pueblo, asentado en lo alto de una colina, entre grandes peñascos. Ajustada la paz entre ambos enemigos, pensó Cortés acabar de una vez con la idolatría de los zempoales. Más arrojado que prudente, en presencia del cacique y de los indios más principales, mandó que varios soldados subieran las gradas del templo, arrojando desde allí el ídolo principal y otros, no sin el asombro de los sacerdotes y el terror de la muchedumbre. En el sitio en que había estado colocado el citado ídolo, se levantó un altar y se colocó en él una imagen de la virgen María.

A la sazón ocurrieron dos hechos que demandan nuestra atención. Consistía el primero en la llegada a Vera Cruz de un bajel, procedente de la isla de Cuba, a cargo del capitán Francisco de Saucedo, natural de Medina de Rioseco (Valladolid), a quien acompañaban el capitán Luis Marín y diez soldados; además, traía un caballo y una yegua. Fué el otro hallar el medio de precaverse contra la enemistad de Velázquez, a cuyo fin despachó a España un buque con diferentes regalos para el emperador Carlos V y una carta en la que pedía el nombramiento de capitán general. Castigó de un modo ejemplar a algunos soldados partidarios de Velázquez, y, por último, barrenó los bajeles, quemó las naves, para acabar de este modo las conjuraciones de los soldados. Ya no quedaba más camino que vencer ó morir. «Resolución dignamente ponderada por una de las mayores de esta conquista, y no sabemos si de su género se hallará mayor alguna en todo el campo de las historias»[33].

Dispuso luego mandar un navío a la isla de Cuba, y en él podrían[51] marcharse los que no quisieran acompañarle en la conquista de México. Dió licencia a todos los que la solicitaron, exclamando: «Porque yo determino de ganar de comer en esta tierra o morir en ella, échense todos los demás navíos al través, demás de los que se habían echado, e los que no quisieren seguir mi opinión, ahí queda ése en que se vayan.» Después—añade Andrés de Tapia—«que los otros fueron echados al través, echó también éste, e quedó certificado de quienes eran los que no querían su compañía»[34].

Después de dejar Hernán Cortés al capitán Juan de Escalante como gobernador de la guarnición (150 hombres y dos caballos) de Vera Cruz, y después de encargar a los caciques de las inmediaciones que respetasen al dicho gobernador, al frente de 500 infantes, 15 caballos y 16 piezas de artillería se preparó a penetrar en el corazón del imperio mejicano[35]. Acompañábanle, además, unos 400 indios de Zempoala y entre ellos algunos nobles de los más influyentes en aquella tierra. Todavía le detuvo algunas horas la presencia de un escribano que con sus correspondientes testigos acababa de llegar en un bajel; venía a notificarle que Francisco de Garay, gobernador de la isla de Jamaica, había tomado posesión de aquel país por la parte del río de Pánuco e intentaba hacer una población cerca de Nauthlán, intimándole y requiriéndole para que no se alargase por aquel paraje. No haciendo caso de requerimientos, ni de autos judiciales del tenaz y testarudo escribano, emprendió la marcha el 16 de agosto de 1519. Atravesó con gran trabajo la sierra y llegó al valle, donde se levantaba la ciudad de Zocothlán con sus numerosos y blancos edificios; el cacique se llamaba Olinteth y en sus visitas a Cortés procuró encarecer las grandezas de Moctezuma.

Pasados cinco días de descanso en Zocothlán continuó su camino. El cacique Olinteth le aconsejaba que fuese por la provincia de Cholula y los indios principales de Zempoala que iban con él insistían en que el camino mejor era el de la provincia de Tlascala. Aceptó Cortés la última opinión y penetró en la provincia de Tlascala, cuyos términos confinaban con los de Zocothlán. En el lugar de Zimpazingo[36] hizo alto para adquirir noticias exactas del país. Por entonces llegaron a presencia de Cortés algunos indios y presentándole cinco de los suyos, le dijeron: «Si eres dios de los que se alimentan de sangre e carne, cómete estos indios, e traerte hemos más: e si eres dios bueno, ves aquí[52] encienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e pan e cerezas.» «Yo e mis compañeros—contestó Cortés—hombres somos como vosotros; e yo mucho deseo tengo de que no me mintáis, porque yo siempre os diré verdad, e de verdad os digo que deseo mucho que no seais locos ni peléis, porque no recibáis daño[37].» Como posteriormente se presentasen otros indios y confesaran, ante las recriminaciones del capitán español, que eran espías, se les hizo cortar las manos, volviendo de esta manera ante los suyos, los cuales no se atrevieron ya a poner obstáculos a la marcha de los españoles. Antes de seguir adelante, Hernán Cortés llamó a Teuche, indio que le había acompañado desde la costa, para conocer su opinión. «Señor—le dijo—, no te fatigues en pensar pasar adelante de aquí, porque yo, siendo mancebo, fuí a México, y soy experimentado en las guerras, e conozco de vos y de vuestros compañeros que sois hombres e no dioses, e que habéis hambre y sed y os cansáis como hombres; e hágote saber que pasado desta provincia hay tanta gente, que pelearán contigo cient mill hombres agora, y muertos o vencidos éstos vernán luego otros tantos, e así podrán remudarse o morir por mucho tiempo de cient mill en cient mill hombres, e tú e los tuyos, ya que seáis invencibles, moriréis de cansados de pelear, porque como te he dicho, conozco que sóis hombres, e yo no tengo más que decir de que miréis en esto que he dicho, e si determináredes de morir, yo iré con vos.»

Era a la sazón Tlascala ciudad populosa y floreciente, cabeza de la provincia de su nombre, enclavada en medio del imperio. La ciudad estaba asentada sobre cuatro eminencias, con estrechas calles de casas de un sólo piso; la fábrica de las casas era de piedra, y en vez de tejados tenían azoteas. Aunque el país era montuoso y quebrado, no carecía de cultivo ni de fertilidad en las llanuras y en las cañadas; abundaba el maíz y varias clases de frutas. La caza en los campos era mucha. Tierra toda ella montuosa y desigual, tenía varios pueblos en los sitios más elevados. Tuvieron reyes al principio, cuyo yugo sacudieron. Formaron entonces especie de República y la formaron del siguiente modo: dividieron sus pueblos en varios partidos o cabeceras, y cada partido o cabecera nombraba uno de sus magnates para que residiese en Tlascala. Estos magnates constituían un Senado, que era la autoridad suprema y a la cual todo el país prestaba obediencia.

Una embajada, compuesta de cuatro indios zempoales, mandó Cortés a Tlascala. Cuando parecía que el Senado se iba a inclinar a la paz, uno de los senadores, general del ejército y joven valeroso, proclamó la guerra. Llamábase Xicotencal y era digno de pelear con los españoles. El 5 de septiembre de 1519 se hallaron los españoles enfrente de los[53] tlascaltecas, Cortés enfrente de Xicotencal. Comenzó la batalla, y cuando se convencieron los indios del poco efecto que hacían las flechas y piedras arrojadas sobre los españoles, echaron mano de los chuzos y de las espadas. En cambio nuestra caballería, y artillería hacían grandes estragos en las apiñadas masas de los indios. Habiéndose separado de los suyos el soldado Pedro de Morón, que iba en una yegua muy revuelta y de grande velocidad, cayeron sobre él algunos tlascaltecas, quienes lograron matar al animal y cortarle la cabeza; Morón pudo escapar, merced al auxilio que recibió de otros soldados de caballería. Retiróse Xicotencal, dejando el campo en poder de los nuestros. Aunque vencido, se creía victorioso, pues consideraba como triunfo que uno de los suyos llevara la cabeza de la yegua sobre la punta de una lanza. Iba a continuar la guerra con más fuerza. Presentáronse unos después de otros y por diferentes sendas y rodeos los cuatro indios zempoales que en calidad de embajadores había mandado Cortés a Tlascala. Dijeron que cuando ya estaban destinados a morir en los altares de sus dioses, lograron escaparse de estrecha prisión. Xicotencal, no atendiendo otras proposiciones de paz que le hizo Cortés, hubo de presentarse a la cabeza de unos cincuenta mil hombres, decidido a vencer o morir en la contienda. Cuando parecía que llevaban la mejor parte los tlascaltecas, las rencillas y aun la enemiga de unos caciques a otros fueron causa de turbaciones y tumultos, viéndose obligado Xicotencal a ponerse en salvo, dejando a los españoles el campo y la victoria. No amedrentados los indios por las derrotas, aconsejados por sus magos, se decidieron a atacar de noche el campamento enemigo, pues a dicha hora lograrían que el Sol, como padre de los españoles, no comunicaría a sus hijos fuerza superior a la naturaleza humana. No encontró Xicotencal desprevenidos a los españoles; antes, por el contrario, los halló dispuestos a la lucha, que fué tenaz y sangrienta. Convencidos los tlascaltecas del valor de los nuestros, lo mismo el Senado que el pueblo clamaron por la terminación de la guerra; Xicotencal se negó decididamente a obedecer. Mandó espías al campamento español, quienes fueron descubiertos y castigados con bastante rigor. Entonces, separado del mando por el Senado, no tuvo más remedio que dejar las armas, retirándose a la ciudad, acompañado solamente de sus parientes y amigos.

Ajustóse la paz entre el Senado y Cortés, no sin que tratase de impedirla Moctezuma, que temeroso de lo que podía sucederle, intentaba echar leña al fuego de las pasiones de tlascaltecas y españoles. Tal vez comprendiendo esto mismo Xicotencal, se presentó a Cortés al frente de una embajada y le dijo que si prolongó la guerra fué creyendo que los españoles eran amigos de Moctezuma, cuyo nombre aborrecía.

[54] Antes de narrar la larga y enconada lucha de los nuestros con Moctezuma, recordaremos un hecho que se relaciona con la política de España en sus posesiones ultramarinas. En el navío que desde las aguas de México mandó a España Hernán Cortés venían, como representantes del citado caudillo, los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, quienes llegaron a Sevilla por octubre de 1519. Hallábase a la sazón en la ciudad andaluza el capellán Benito Martín, amigo y representante de Diego Velázquez; Martín se querelló ante los ministros de la Casa de la Contratación de Sevilla del futuro conquistador de México y de los que venían en su nombre. Mal vieron el asunto los citados capitanes cuando se encaminaron a Medellín con ánimo de visitar a Martín Cortés, padre del héroe.

Portocarrero, Montejo y Martín Cortés, acompañados de Alaminos, piloto del barco que desde Veracruz había llegado a Sevilla, tuvieron la dicha de hablar al Emperador en Tordesillas (Valladolid), adonde estaba para despedirse de su madre y emprender en seguida, al mismo tiempo que se organizaba la guerra de las Comunidades, la jornada a Alemania y ceñir en sus sienes la corona del imperio.

Camino de Alemania D. Carlos, ni el gobernador Adriano, ni el presidente del Consejo de Indias D. Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, se mostraron benévolos con los citados comisarios, los cuales más de dos años estuvieron en la corte «siguiendo los Tribunales, como pretendientes desvalidos.»

Explícase la influencia poderosa de Diego Velázquez, del siguiente modo: «Este Diego Velázquez, teniendo la dicha gobernación (de la isla de Cuba) se hizo rico, e habiéndose muerto su mujer, procuró amistad con D. Juan de Fonseca, obispo de Burgos, que a la sazón era presidente en el Consejo de Indias, e sañaló a algunos de los del consejo del rey pueblos de indios en la dicha isla, para los aprovechar. El dicho obispo pretendía casalle con una parienta suya, e así estaba hablado e concertado, e desta manera el dicho Diego Velázquez se creia que en el consejo del rey tener mucho favor...»[38].

Prosiguiendo el hilo de la conquista de México, comenzaremos consignando que cuando Hernán Cortés se convenció que nada tenía que temer de los valerosos hijos de la provincia en que residía, mandó alzar el real y se dirigió a la ciudad de Tlascala; en ella hizo su entrada el 23 de septiembre de 1519. Aposentóse en un adoratorio o lugar donde había diferentes ídolos.

Grande era el empeño de Cortés de acabar con la idolatría. Si los tlascaltecas se allanaron desde luego a ser vasallos de Carlos V, negá[55]ronse a abandonar sus dioses. Cuando se proponía derribar los ídolos, como en otro tiempo había hecho en Zempoala, el P. Fray Bartolomé de Olmedo, más prudente o menos fanático, hubo de decir que se compadecían mal la violencia y el Evangelio.

A los veinte días de su permanencia en Tlascala, en cuyo tiempo hubo de despachar a los embajadores mejicanos, retenidos en su campamento para que se convencieran del poder de los españoles, tomó el camino de Cholula[39]. Antes dió permiso a Diego de Ordaz para que con dos soldados de su compañía y algunos indios principales se dirigiera a la cumbre de una sierra para observar de cerca el volcán de Popocatepec.

Los tlascaltecas, como antes los zampoales, le rogaron que no penetrase en la provincia de Cholula. Por el contrario, nuevos embajadores de Moctezuma, le dieron a entender que ya tenía prevenido alojamiento en la citada ciudad. Cumplióse al pie de la letra el refrán que dice Del enemigo el consejo. Cortés, para que no se dijese que recelaba del Emperador, se dirigió a Cholula, ciudad de tan hermosa vista, que la comparaban a nuestra Valladolid, según Solís[40], y penetró en ella con gran regocijo de sus habitantes.

Mensajeros de Moctezuma anunciaban a los españoles que no debían seguir adelante porque no tendrían alimentos para comer; otras veces decían que no había caminos para llegar a México, añadiendo también que el Emperador soltaría gran número de leones, tigres y otras fieras que despedazarían y se comerían a los españoles. Como Cortés no hacía caso de tales amenazas, se prepararon los indios a realizar mayores empresas.

Terrible conjuración, dispuesta según todas las señales por Moctezuma, fué descubierta y denunciada por Marina. Cortés, dejándose llevar de su natural fiero, mató, incendió y entró a saco en las casas principales. Murieron entre naturales y mejicanos—según Solís—más de 6.000 hombres[41]. Antes de salir de Cholula, Cortés pudo escribir a Carlos V lo siguiente: «Después de este trance pasado, todos han sido y son muy ciertos vasallos de V. M. y muy obedientes a lo que yo en su real nombre les he requerido y dicho, y creo lo serán de aquí en adelante.»

Todo dispuesto para emprender la marcha, llegaron nuevos embajadores de Moctezuma y se presentaron al caudillo español, a quien dieron las gracias—pues estos eran los deseos del Emperador—por haber[56] castigado con severidad a los sediciosos de Cholula, ofreciéndole, como siempre, ricos presentes.

Salió al fin nuestro ejército, y penetrando en la provincia de Guajocingo, después de atravesar la sierra, llegó a la llanura y se alojó en pequeño lugar de la provincia de Chalco, donde acudieron varios caciques y—según Solís—todos ellos se quejaron de las crueldades y tiranías de Moctezuma[42]. ¡Desgraciado Emperador que era aborrecido de todos los caciques que Cortés encontró en su camino! Continuó su marcha, llegando a una inmensa laguna en cuyas inmediaciones se veían espesas alamedas y artísticos jardines. Cuatro caballeros mejicanos llegaron al cuartel de los nuestros para notificar a Cortés que Cacumatzín, señor de Tezcuco y sobrino de Moctezuma, venía de parte de su tío a visitarle. En efecto, se presentó con otros nobles de su señorío y dió la bienvenida al jefe español. Después que tuvo la dicha de acompañar a los españoles á la capital de su Estado, se dirigió presuroso a dar cuenta al Emperador de su embajada. Entre tanto Hernán Cortés, siguiendo la calzada oriental de México, pasó la noche en un lugar situado sobre la misma calzada, que se llamaba Quitlabaca. «Registrábase desde allí—escribe Solís—mucha parte de la laguna, en cuyo espacio se descubrían varias poblaciones y calzadas que la interrumpían y la hermoseaban; torres y capiteles que, al parecer, andaban sobre las aguas; árboles y jardines fuera de su elemento, y una inmensidad de indios que, navegando en sus canoas procuraban acercarse á ver los españoles, siendo mayor la muchedumbre que se dejaba reparar en los terrados y azoteas más distantes»[43]. También—y nadie debe extrañarse de ello—el cacique de Quitlabaca manifestó a Cortés el poco afecto que tenía a Moctezuma y el deseo de sacudir el yugo intolerable del gobierno imperial.

Al día siguiente, poco después de amanecer, se puso la gente en marcha sobre la misma calzada, llegando a la grande y hermosa ciudad de Iztacpalapa y siendo recibida por el cacique de dicha población, acompañado de los príncipes de Magicalzingo y Cuyoacán; los tres traían sus correspondientes regalos. El ejército, que a la sazón contaba con unos 450 españoles y 6.000 indios (tlascaltecas, zempoales, etc.), hizo su entrada en Iztacpalapa. Causó a los españoles no poca admiración el palacio y una extensa huerta con un gran estanque del cacique. Solís confiesa que en dicho lugar se alababa el gobierno de Moctezuma, tal vez—añade—porque los de aquella región eran parientes del cacique o porque estaban más cerca del tirano.

[57] Faltaban dos leguas para llegar a México. Emprendióse muy de mañana el viaje, y dejando a un lado la ciudad de Magicalzingo y en la ribera la de Cuyoacán, sin contar otras grandes poblaciones que se descubrían en la laguna, dió vista a la hermosísima ciudad de México.

Numerosas comitivas salieron a recibirle, y en medio de la principal venía Moctezuma en unas andas de oro bruñido llevadas en hombros de señores del imperio; delante de él iban tres magistrados con varas de oro en las manos, que levantaban en alto para que todos se humillasen; detrás seguían el paso de las andas cuatro personajes, que le llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes entretejidas y que formaban tela, con algunos adornos de plata. Arrojóse Cortés del caballo, al mismo tiempo que Moctezuma se apeó de sus andas. Frisaba Moctezuma en unos cuarenta años, de pequeña estatura, más delgado que robusto, aguileño el rostro y menos obscuro que el natural de aquellos indios, el cabello largo, los ojos vivos y el semblante magestuoso. Consistía su traje en un largo manto de finísima tela de algodón, sembrado de joyas de oro, perlas y piedras preciosas; su corona era de oro en forma de mitra y sus sandalias consistían en unas suelas de oro macizo, cuyas correas, tachonadas de lo mismo, ceñían el pie y abrazaban parte de la pierna.

Cuando Cortés estuvo cerca de Moctezuma, se quitó una cadena de vidrio, compuesta vistosamente de varias piedras, que imitaban los diamantes y las esmeraldas y se la echó sobre los hombros al Emperador. Correspondió Moctezuma del mismo modo, pues hizo traer un collar de conchas carmesíes, engarzadas con tal arte, que de cada una de ellas pendían cuatro cangrejos de oro, imitados perfectamente del natural, y con sus manos se lo puso a Cortés en el cuello.

Entró el ejército español en México el 8 de noviembre de 1519 y fué alojado en un grandioso palacio. En la primera visita que Moctezuma hizo al capitán español, le obsequió con diferentes piezas de oro, ropas de algodón y alguna cantidad de plumas. Devolvió al día siguiente Cortés la visita, llevando consigo a los capitanes Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León y Diego de Ordaz, con unos pocos soldados, entre los cuales se encontraba Bernal Díaz del Castillo, que ya trataba de observar para escribir. Entrábase en el palacio de Moctezuma por treinta puertas que daban a diferentes calles. La fachada principal, hecha de jaspes negros, rojos y blancos, daba a espaciosa plaza; sobre la portada había un escudo con las armas de los Moctezumas. Pasados tres patios se llegaba al cuarto donde residía el Emperador. Los pavimentos se cubrían con esteras de diferentes labores; las paredes con telas de algodón y con plumas, y los techos esta[58]ban formados de madera de ciprés, cedro, etc. Moctezuma recibió a los jefes del ejército español con señaladas muestras de cariño. Empeño tuvieron Cortés y el P. Olmedo en traer al Emperador a la religión verdadera, contestando siempre el soberano indio que sus dioses eran buenos en aquella tierra como el de los cristianos era bueno en su país. En una visita que los españoles, estando presente Moctezuma, hicieron a un templo, Cortés se atrevió a decir que aquellos dioses eran imágenes del demonio; palabras imprudentes que disgustaron a los indios, muy especialmente a los sacerdotes. Por consejo del P. Olmedo y del licenciado Juan Díaz resolvió Cortés no hablar por entonces más de religión, logrando—y esto es una prueba de tolerancia y aun de bondad que no tenían los nuestros—que Moctezuma dispusiera que a su costa se levantase por sus alarifes una iglesia católica. El mismo Emperador con los príncipes y ministros asistió alguna vez a las funciones religiosas que celebraban los españoles.

Llegados a este punto, bien será decir que la ciudad de México, llamada antiguamente Tenuchtitlán, se hallaba, cuando los españoles penetraron en ella, dividida en dos barrios: el uno tenía el nombre de Tlatehullo, habitado por gente popular o del pueblo; el otro, denominado México, residencia de la corte y de la nobleza. Población tan importante estaba situada en una llanura, rodeada de altísimas montañas, de las cuales bajaban ríos al valle, donde se formaban diferentes lagunas, y en lo más profundo los dos lagos mayores, divididos por un dique de piedra. Este pequeño mar vendría a tener 30 leguas de circunferencia. El asiento de la ciudad estaba casi en el medio del lago más pequeño. El clima era benigno y saludable. La población se comunicaba con la tierra por sus calzadas o diques, y las calles estaban bien niveladas y eran espaciosas; por los lados o aceras pasaba la gente y por enmedio las canoas. Los Templos o Adoratorios se elevaban sobre los demás edificios, hallándose el mayor de aquéllos dedicado al Dios Virtcilipuztli (Dios de la guerra). La plaza tenía cuatro puertas, una en cada uno de sus cuatro lienzos, y encima de ellas una estatua de piedra. En el centro de la plaza se levantaba especie de pirámide bastante gruesa y alta; en la parte superior se verificaban los sacrificios humanos. Además del palacio, tenía Moctezuma algunas casas de recreo, siendo las principales la de las Aves de rapiña, la de las Aves que se distinguían por la pluma o por el canto, la Fábrica de armas, el Depósito de armas y la Casa de la tristeza. Había diferentes tribunales: Tribunal de Hacienda, Tribunal de Justicia, Consejo de Guerra y Consejo de Estado; este último era el principal de todos.

Pronto iba a comenzar la guerra entre Moctezuma y los españoles.[59] Mientras que el Emperador se desvivía por obsequiar a Cortés; mientras que los nobles, a imitación de su Príncipe, deseaban mostrarse, más que obsequiosos, obedientes; y mientras que el pueblo doblaba las rodillas ante el español más humilde, llegaron dos soldados tlascaltecas con una carta de la Vera Cruz. Decíase en ella que el general mejicano Quelpopoca, con objeto de cobrar los impuestos para el emperador Moctezuma, había invadido las tierras de los indios confederados; Juan de Escalante, nuestro gobernador de Vera Cruz, se creyó en el deber de salir a la defensa de los indios rebeldes, castigando, por consiguiente, al citado General. Cerca de un lugar pequeño, que se llamó después Almería, diéronse vista los dos ejércitos. Los españoles compraron cara la victoria, porque Juan de Escalante quedó herido mortalmente, con otros siete soldados; de los últimos se llevaron los indios a Juan de Argüello, cuya cabeza fué paseada triunfalmente por los pueblos, llegándose a decir que se mandó como rico presente a Moctezuma.

Sea de ello lo que quiera—pero creyendo siempre en el natural bondadoso de Moctezuma—decidióse el capitán español a tomar resolución tan enérgica como audaz, cual fué apoderarse del Emperador y llevarle a su campamento. Acompañado de Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Francisco de Lugo y Alfonso Dávila, y seguido de treinta soldados de su satisfacción, llegó a palacio, conversó con Moctezuma, a quien engañó al fin—influyendo en ello el talento y discreción de Doña Marina—para que marchase al cuartel de los españoles. También se pudo lograr, sin gran esfuerzo, que Moctezuma impusiera pena de la vida a los que tomasen las armas para sacarle del poder de los españoles. Del mismo modo ordenó el Emperador la prisión de Quelpopoca.

Moctezuma fué trasladado a la morada de Hernán Cortés. Cometió tan grande desacato el capitán español, pretextando—pretexto fútil por cierto—de que el Emperador había sido cómplice de Quelpopoca. Confióse la guarda del Emperador a Juan Velázquez de León. Posteriormente entró en México el general Quelpopoca con su hijo y otros, quienes para escapar de la muerte hubieron de confesar—según dijeron luego los españoles—que habían dado muerte a los dos castellanos por orden de Moctezuma. Llevados Quelpopoca y los suyos a una de las plazas de la ciudad, fueron arrojados a la hoguera.

Llegó el turno a Moctezuma. Hernán Cortés mandó ponerle grillos. Cuando Moctezuma se vió en aquel estado, mostró grandísima tristeza: sus deudos y los señores del imperio, «estando—dice Herrera—como atónitos, lloraban»[44]. Creyendo Cortés que había conseguido lo que[60] deseaba, sin temor alguno ni a propios ni a extraños, fingiendo una compasión y un amor que no sentía, dispuso quitar los grillos al Emperador mejicano, o (como escriben algunos cronistas) se puso de rodillas para quitárselos él mismo por sus manos. Acerca del juicio que tales hechos merecen al historiador, diremos con Solís: «Dejémonos cegar de su razón, ó no la traigamos al juicio de la Historia, contentándonos con referir el hecho como pasó, y que una vez ejecutado, fué de gran consecuencia para dar seguridad á los españoles de la Vera Cruz, y reprimir, por entonces, los principios de rumor, que andaban entre los nobles de la ciudad»[45].

Prisionero Moctezuma; nombrado gobernador de Vera Cruz, por muerte de Juan de Escalante, el capitán Gonzalo de Sandoval; declarado el Emperador azteca feudatario del rey de España; dueños los españoles de los impuestos del imperio, y en manos de Cortés el absoluto poder, parecía haberse concluído la conquista. Sólo en asuntos religiosos estaban decididos a no ceder Moctezuma ni los suyos. Sin embargo, Cortés, con una tenacidad como no hay ejemplo, se dispuso a acabar con la idolatría de los mejicanos. Penetró en un Adoratorio, y al contemplar tantos ídolos, exclamó: «¡Oh Dios! ¿por qué consientes que tan grandemente el Diablo sea honrado en esta tierra?» Mandó llamar a los intérpretes, y ante ellos y ante otros muchos que acudieron, dijo lo siguiente: «Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo á vosotros y á nosotros é á todos, é cría lo con que nos mantenemos, é si fuéremos buenos nos llevará al cielo, é si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; é yo quiero que aquí donde teneis estos ídolos, esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, é traed agua para lavar estas paredes, é quitaremos de aquí todo esto.» Ellos se reían; pero Cortés, dirigiéndose a los sacerdotes indios, añadió: «Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada»; y tomando una barra de hierro que estaba allí, comenzó a dar golpes a un ídolo. Cuando Moctezuma tuvo noticia del hecho, le mandó un enviado para que no hiciese mal a los ídolos. Presentóse luego el Emperador y pidió los ídolos, con el objeto de llevarlos a otra parte. Accedió Cortés, si bien dispuso que se levantasen dos altares, colocando en uno la imagen de Nuestra Señora, y en otro la de San Cristóbal. Al poco tiempo llegaron algunos indios trayendo varias manadas de maíz verde y muy lacias, diciendo: «Pues que nos quitastes nuestros dioses, á quien rogábamos por agua, haced al vuestro que nos la dé, porque se pierde lo sembrado.» Ordenó Cortés que los cristianos pidiesen a su Dios que llovie[61]se, y en efecto, con gran sorpresa de los indios, los campos se regaron completamente.

Apartando por un momento la vista de los sucesos ocurridos en México, veamos lo que se trataba contra el valeroso Hernán Cortés. Enterado Velázquez de los tratos que traían en la corte Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, comisarios de Hernán Cortés, y habiendo recibido las cartas de su capellán Benito Martín, con nombramiento de Adelantado, no sólo de aquella Isla, sino de las tierras que se descubriesen y conquistasen por su inteligencia, reunió fuerte ejército (800 infantes, 80 caballos y 10 ó 12 piezas de artillería) mandado por el valisoletano Pámfilo de Narváez; diez y ocho navíos condujeron al ejército citado al puerto de San Juan de Ulúa. El clérigo Juan Ruiz de Guevara, con un escribano real y tres soldados, en nombre de Narváez, se dirigió a conferenciar con el gobernador Gonzalo de Sandoval. De la conferencia salió el rompimiento entre ambas partes, llegando al extremo Sandoval de reducir a prisión al sacerdote, a quien, en unión de sus tres compañeros, resolvió enviar a México para que Cortés tomase la determinación que creyera conveniente. En efecto, llegaron a México y Cortés salió á recibirlos con más que ordinario acompañamiento, les agasajó y les hizo algunos regalos, despachándolos a los cuatro días para que volviesen al lado de Narváez. Como esto pudiera no darle resultado y pensando siempre en hacer la paz con Narváez, mandó como mensajero a Fray Bartolomé de Olmedo, sacerdote que gozaba con justicia de mucho prestigio.

Como era de esperar, Pámfilo de Narváez, que tenía su cuartel establecido en Zempoala, recibió primero al licenciado Guevara, el cual, como se inclinase a la paz, fué arrojado de su presencia con desabrimiento. Llegó su turno al P. Olmedo, quien nada pudo conseguir del duro corazón de Narváez.

Cuando Cortés tuvo noticia de todo por el P. Olmedo, se decidió a vencer o morir. No le quedaba otro camino. Dejó en México hasta 80 españoles a cargo de Pedro de Alvarado, y mandó un correo a Vera Cruz, ordenando a Gonzalo de Sandoval que saliese a recibirle a sitio determinado. Despidióse de Moctezuma. Ofrecióle el Emperador no desamparar a los españoles que quedaban con Alvarado, ni hacer mudanza en su habitación durante su ausencia. Ambas cosas cumplió fielmente el bueno e inocente Moctezuma. Cortés pasó por Cholula, llegó a Tlascala y recibió en Matalequita a Gonzalo de Sandoval con la gente de su cargo. Siempre deseando la paz, despachó segunda vez al P. Olmedo, que pronto hubo de avisarle del poco efecto que producían sus diligencias. Deseando hacer algo más por la razón, o ganar algún[62] tiempo, determinó enviar al capitán Juan Velázquez de León, que tampoco pudo traer al buen camino a Narváez. Entonces, cuando se convenció que no había esperanza alguna de concordia, movió su ejército y asentó su cuartel a una legua de Zempoala y en las riberas del río Canoas, llamado también Chachalaca. Dividió su fuerza en tres pequeños escuadrones, uno al mando de Gonzalo de Sandoval con la orden de caer sobre Narváez; otro dirigido por Cristóbal de Olid para apoyar a Sandoval; y el tercero, bajo su propia autoridad, que acudiría donde su presencia fuera necesaria. Pasó el citado río y entró en Zempoala atacando valerosamente a su enemigo. Narváez fué vencido y hecho prisionero. Cuando Cortés visitó a Narváez (si damos crédito a Solís) el prisionero le dijo: «Tened en mucho, señor capitán, la dicha que habéis conseguido en hacerme vuestro prisionero.» «De todo, amigo—respondió el vencedor—se deben las gracias a Dios; pero sin género de vanidad os puedo asegurar que pongo esta victoria y vuestra prisión entre las cosas menores que se han obrado en esta tierra.»

Sometidas las tropas de Narváez y habiendo recibido malas nuevas de México, al frente de 1.000 soldados de infantería y 100 de caballería, se encaminó a la corte con ánimo de salvar a Alvarado y castigar a los revoltosos mejicanos. Llegó a México, día de San Juan, siendo recibido por Moctezuma con afectos de copiosa alegría, «que tocó en exceso y se llevó tras sí la Magestad.» Correspondió Cortés con desabrimiento y aspereza a tales manifestaciones de cariño. Los motivos que tuvo el general español para mostrarse enojado con el emperador azteca, fueron los siguientes. Parece ser que Pedro de Alvarado, durante la ausencia de su jefe, creyó o aparentó creer en una conjuración de los mejicanos contra los españoles, y para castigarla, cuando se hallaban celebrando una fiesta en el Adoratorio principal, se puso al frente de cincuenta de los suyos y cayó sobre los indios, a quien atropelló con poca o ninguna resistencia, hiriendo y matando a los que no pudieron huir o tardaron más en arrojarse por las ventanas del templo. No huelga decir que los españoles despojaron de sus joyas a los heridos y a los muertos. El pueblo mejicano vió el estrago de los suyos y el despojo de las joyas, irritándose, al extremo de tomar las armas y lanzarse á la pelea.

Presentóse Cortés durante la insurrección, que ya llevaba algunos días, y encargó a Diego de Ordaz el castigo de los rebeldes. Portóse muy bien Ordaz; pero los enemigos, cada vez más valerosos, pusieron en cuidado a Cortés, quien dividió sus fuerzas en tres escuadrones y peleó como un león, hasta que huyeron por entonces para volver a la carga al día siguiente. No atendidas las proposiciones de paz hechas por el[63] capitán español, volvióse al combate con más furia. Aunque la victoria acompañaba siempre a los nuestros, no por eso dejaban de hacer mella las pérdidas sufridas. Fueron éstas las siguientes: 40 muertos, la mayor parte tlascaltecas; considerable número de heridos y maltratados, contándose entre ellos más de 50 españoles.

Tampoco era tranquilizadora la conducta de Moctezuma. Dícese—y queremos ser parcos en el relato—que Cortés, cuando la lucha estaba más empeñada, rogó a Moctezuma que, adornado de las vestiduras reales, para atajar tanta sangre, aconsejara la paz a los suyos. Accedió el Emperador, subió al terrado, arengó a los sediciosos, no fué atendido, y una piedra lanzada por sus mismos súbditos—según cuentan nuestros historiadores—le dió en la sien y le derribó en tierra, sucumbiendo poco después. Era el 30 de junio de 1520. En sus últimos momentos, lo mismo Cortés que el P. Olmedo le rogaban que se volviese a Dios y asegurase la Eternidad recibiendo el Bautismo. «Sintió Cortés esta desgracia tan vivamente, que llegó a tocar su dolor en congoja y desconsuelo»[46]. Dice Herrera que Moctezuma se dirigió a sus vasallos mandándoles que no continuasen la batalla. Alguno de los suyos hubo de contestar al Emperador: calla, bellaco, afeminado, nacido para tejer é hilar; esos perros te tienen preso; eres una gallina. «Quiso la desgracia que le acertó una piedra en las sienes: bajó a su aposentó, echóse en la cama, y estuvo tan avergonzado y corrido, que aunque la herida no era mortal, por el sentimiento, y por no querer comer ni ser curado, en cuatro días se murió». Más adelante añade el mismo cronista: «Jamás consintió paño ni cosa sobre la herida: y si se los ponían, muy enojado se los quitaba, deseándose la muerte»[47]. Dijeron algunos cronistas que la flecha o piedra que hirió gravemente a Moctezuma fué arrojada por su primo Cuauhtémoc o Guatimozín. Reinó diez y siete años. «No faltaron plumas, añade el historiador Solís, que atribuyesen a Cortés la muerte de Moctezuma, o lo intentasen por lo menos, afirmando que le hizo matar para desembarazarse de su persona»[48]. Considera Solís semejante afirmación como una calumnia[49].

Fué elegido emperador Quetlavaca, rey de Iztapalapa y segundo elector del imperio[50]. Quetlavaca era digno sucesor de Moctezuma.[64] Renovóse la guerra con verdadero furor en toda la ciudad, especialmente en el gran Adoratorio, ocupado por los mejicanos. Comprendiendo Hernán Cortés que su situación era muy difícil y cada vez más peligrosa, ordenó que inmediatamente se reuniesen sus capitanes y les consultó lo que en semejante apuro debía hacerse, decidiéndose, por último, salir de México aquella misma noche (1.º julio 1520). Formó su vanguardia con 200 soldados españoles, buen número de tlascaltecas y 20 caballos, bajo el mando de Gonzalo de Sandoval, asistido por Acevedo, Ordaz y otros; el centro, parte de la artillería, los hijos de Moctezuma y varios prisioneros de importancia, con el tesoro real; y la retaguardia con el grueso de la fuerza y el resto de la artillería a las órdenes de Pedro de Alvarado, Vázquez de León y otros. Cortés se reservó unos 100 soldados escogidos y los capitanes Alonso Dávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia.

Molestados por menuda lluvia, los españoles abandonaron sus cuarteles y cruzaron la silenciosa ciudad. Llegaron a la calzada de Tlacopan, y habiendo encontrado a su entrada una cortadura, arrojaron sobre ella el único puente volante que habían tenido tiempo de construir. Tanto penetró el puente en las piedras, a causa del peso de la artillería y caballería, que ya fué imposible mudarlo a las demás cortaduras. Tampoco por el pronto hubieran pensado en ello, pues los españoles y tlascaltecas se vieron atacados por todas partes. La laguna estaba cubierta de millares de canoas, y desde ellas lanzaban los mejicanos espesas granizadas de flechas y dardos sobre sus enemigos. Una segunda cortadura vino a detener la marcha de la columna, que pasó al fin por un vado o a nado, según unos historiadores, o por una viga de bastante latitud, que dejaron de romper los indios, según otros. Una tercera y última cortadura, más larga que las anteriores, aunque menos profunda, también pudieron salvar, no sin sangrientos combates. Llegó el ejército a tierra con la primera luz del día e hizo alto en Tacuba. Murieron casi 200 españoles, más de 1.000 tlascaltecas, los prisioneros mejicanos que llevaban y 46 caballos. Dióse con razón el nombre de Noche Triste a la citada de 1.º de julio de 1520.

Encaminóse Cortés, primero, hacia el Norte, pasando por Cuantillón y Tepotzolán, y luego, dirigiéndose al Este, por entre la laguna de Tzonpango y el lago de Xaliotán, a Teotihuacán en los llanos de Apán, siempre por caminos ásperos y estériles, luchando con los habitantes del país; al séptimo día de marcha, encontró las montañas que dominan el valle de Otumba. Cuarenta mil guerreros—si damos crédito a las crónicas—esperaban a los españoles en el citado valle. Arremetió contra ellos Cortés, encontrando una resistencia como no podía esperar;[65] pero no había más remedio que la victoria o la muerte. Estaba el general mejicano sobre ricas andas y con el estandarte real al lado. Nuestro caudillo, volviéndose a los suyos, ayudado de los capitanes Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Alonso Dávila, se dirigió a ganar aquella insignia, que cayó bajo su poder, y muerto a sus pies, atravesado de un lanzazo, el citado jefe de los indios. Diéronse entonces a la fuga. Cortés se coronó de gloria en la batalla de Otumba (8 julio 1520). Al día siguiente entró en Tlascala con grande alegría de su ejército y más todavía de los tlascaltecas. Cuando se hallaron los heridos, entre ellos el mismo Cortés, en buena disposición, y cuando el ejército obtuvo refuerzos de Vera Cruz y del Senado de Tlascala, la provincia de Tepeaca debía sufrir severo castigo porque en ella fueron asesinados algunos soldados españoles.

Habiendo muerto de viruela el emperador Cuitlahuactzin, fué elegido sucesor Cuauhtémoc, joven belicoso y de grandes arrestos[51]. La guerra iba a continuar con más fuerza. Envió el nuevo Emperador una embajada al Senado de Tlascala ofreciendo de su parte paz y alianza perpetua entre los dos pueblos, libertad de comercio y comunicación de intereses, con la sola condición de que tomase la República las armas contra los españoles. La respuesta fué negativa, a disgusto por cierto de Xicotencal el Mozo, quien, sin embargo de su enemiga a los españoles, hubo de callar, ya porque temió la indignación de sus compañeros, ya porque le detuvo el respeto a su padre.

No dejó de poner en cuidado a Cortés la actitud de algunos de sus soldados, procedentes del ejército de Narváez, los cuales deseaban retirarse a Vera Cruz, para solicitar desde allí recursos de Santo Domingo y Jamaica. Muchos deseaban aproximarse a la costa, tal vez con la idea de abandonar a México. Recordaban seguramente las granjerías que dejaron en la isla de Cuba.

Aunque la situación de Hernán Cortés era poco halagüeña, decidido a llevar adelante su empresa, penetró en territorio tepaocano por Teompantzinco, Zacatepec y Guecholac. En Acatzinco atacó y venció al enemigo, logrando después derrotarle completamente, hasta el punto que los españoles pudieron entrar en Tepeaca. En seguida mandó expediciones contra algunos pueblos que se mantenían fuera de su obediencia, siendo los principales Tecamachalco, Cuauhtichán y Tepexic. Habiendo sometido toda la provincia, no pocos caciques de las cercanías llegaron al cuartel general de Cortés, establecido en Tepeaca, alistándose bajo sus banderas.

No fuera aventurado el indicar que de todos sus cuidados, el mayor[66] sin duda alguna, estaba en México. Cuauhtémoc ganó el corazón del pueblo mejicano y se dispuso con verdadero entusiasmo a luchar por la independencia y la libertad. El joven Emperador, pariente y yerno de Moctezuma, merecía ocupar el trono de sus antepasados. A los caciques de las fronteras les exhortó a la fidelidad y procuró atraérselos con ofertas y dádivas. Poniendo manos a la obra el Emperador, mandó un ejército a pelear con los españoles. Cortés lo destruyó en Guacachula, mas no convenía dormirse en los laureles, y comprendiéndolo así el general español, se decidió a emprender la vuelta a México, recordando, sin duda, la Noche Triste y la batalla de Otumba. Por entonces llegó un bajel a San Juan de Ulúa con 13 soldados españoles mandados por Pedro de Barba; traía también dos caballos, algunos bastimentos y municiones. Dicha fuerza, que por orden de Diego Velázquez venía a ponerse al servicio de Narváez—pues ignoraba el gobernador de Cuba los sucesos de México—pasó a aumentar el ejército de Cortés. Lo mismo sucedió con otro bajel que llegó a la costa con nuevo socorro, dirigido al citado Narváez; conducía ocho soldados a cargo del capitán Rodrigo Morejón de Lobera, una yegua y buena cantidad de armas y municiones.

Ya decidido Cortés a reconquistar la ciudad de México, comprendió que necesitaba 12 o 13 bergantines que pudieran resistir a las canoas de los indios y transportar su ejército a la ciudad. Sabía por experiencia el mal resultado de los pontones levadizos. Se comenzó a cortar madera y ordenó que se trajesen de Vera Cruz la clavazón, jarcias y demás adherentes de los bajeles que él hizo echar a pique cuando formó la resolución de conquistar la citada ciudad.

Nuevos e importantes auxilios recibió Cortés por entonces. Francisco de Garay, que intentaba introducirse en el corazón del imperio mejicano por la parte de Pánuco, tuvo que desistir de su empresa; luego la armada del mencionado Garay, después de andar perdida algunos días por el mar, llegó a la costa de Vera Cruz, donde la gente pasó al servicio de Cortés. Arribó primero un navío con 60 soldados, que mandaba el capitán Camargo; en seguida otro con más de 50, a cargo del capitán Miguel Díaz de Auz, y, por último, un tercero con más de 40 soldados y cuyo capitán se llamaba Ramírez. Habiendo aumentado el número de los españoles, pudo ya Cortés—dada la insistencia de los soldados que vinieron con Narváez, cada vez más deseosos de volver a Cuba—publicar en el Cuerpo de Guardia y en los alojamientos lo siguiente: que todos los que se quisiesen retirar desde luego a sus casas, lo podrían ejecutar libremente y se les daría embarcación con todo lo necesario para el viaje. No todos, aunque sí la mayor parte, usaron del permiso.

Quauhtemoc.

[67] En tanto que Cortés mandaba a España como comisarios a los capitanes Alonso de Mendoza y Diego de Ordáz para que diesen noticia al emperador Carlos del estado de la conquista, y llevando también una carta, en la cual se resumía lo más substancial de los despachos que remitió el año antecedente con Fernández Portocarrero y Montejo; en tanto que los dos ayuntamientos de la Vera Cruz y de Segura de la Frontera escribían sus correspondientes cartas, representando a Su Majestad lo que importaba mantener a Cortés al frente de aquel gobierno; en tanto que el valeroso hijo de Medellín fletaba un bajel para que los capitanes Alonso Dávila y Francisco Alvarez Chico pasasen a la isla de Santo Domingo y dijeran a los religiosos de San Jerónimo cuánto importaba enviar sacerdotes de probada virtud que ayudasen al P. Olmedo en la conversión de los indios; en tanto que los cuatro procuradores de Cortés (Portocarrero, Montejo, Ordáz y Mendoza), acompañados y dirigidos por Martín, padre de nuestro héroe, conseguían audiencia del Cardenal Gobernador Adriano—pues el Emperador estaba por entonces en Alemania—, en la que hubieron de representar los motivos que tenían para desconfiar de la justicia del Obispo de Burgos, presidente del Consejo de Indias, motivos que fueron atendidos, puesto que consiguieron su recusación; en tanto que el Emperador, de vuelta de Alemania, nombraba una Junta compuesta, entre otros, de Mercurino de Gatinara y del Dr. Lorenzo Galíndez de Carvajal, Comendador Mayor de Castilla, para que estudiase detenidamente el pleito que tenían el Gobernador de Cuba y el futuro conquistador de Nueva España, y que se decidió en favor del último; y en tanto o antes que éstas y otras cosas ocurrían, Cortés, en el mismo día que se celebraba la fiesta de los Inocentes del año 1520, se puso a la cabeza de su ejército, compuesto de unos 600 hombres, de ellos 80 arcabuceros y ballesteros y 40 ginetes con 9 cañones y alguna pólvora; además llevaba numeroso ejército de aliados. Pernoctó nuestro héroe el primer día en Texmeliuán, el segundo en la sierra de Telapón, y el tercero descendió a la llanura. Continuó su camino, descubriendo a largo trecho el ejército enemigo, el cual hubo de retirarse poco a poco. No quiso seguir el alcance, porque le importaba ocupar lo antes posible la populosa ciudad de Tezcuco, lugar ventajoso para establecer allí plaza de armas y necesario para la realización de su empresa. Penetró en Tezcuco, destituyó del señorío al tirano Cacumazin y nombró en su lugar a Ixtlixoquedalte, quien, a ruegos de Fr. Bartolomé de Olmedo, se dejó bautizar, tomando el nombre de D. Hernando Cortés, en obsequio de su padrino.

De Tezcuco pasó a Iztapalapán, populosa ciudad de 50.000 habitan[68]tes, situada en la misma calzada por donde hicieron su primera entrada los españoles. Cortés, llevando consigo a los capitanes Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid, se situó en parte de la ciudad edificada en tierra firme, teniendo que abandonarla a toda prisa, porque los enemigos, rompiendo las acequias, consiguieron inundar aquella parte de la población. Acamparon nuestras tropas en próxima y pequeña montaña, retirándose a Tezcuco, no sin ser molestadas por los mejicanos.

Chalco, provincia situada en la extremidad oriental del lago de su nombre, se entregó a Gonzalo de Sandoval, y la provincia de Otumba, ya famosa en esta crónica, prestó vasallaje a Francisco de Lugo. Otras provincias pidieron, del mismo modo, protección a los españoles.

Cuando Cortés vió llegar a Tezcuco el maderamen de los bergantines, tuvo momentos de verdadera alegría. En un grande astillero, que se formó cerca de los Canales, comenzó la tablazón, herraje y demás operaciones de la marinería. Sin embargo de la prisa que todos se daban, dijeron los maestros que se necesitaban más de veinte días para poder servirse de las embarcaciones. En este tiempo se propuso reconocer personalmente las poblaciones próximas, observando los sitios que debía ocupar para impedir los socorros de México y castigando a los rebeldes del pueblo de Yaltocán y de otras poblaciones.

Llegó por este tiempo a Vera Cruz un navío (lo cual era señal casi evidente—según Solís—de que corría por cuenta del cielo esta conquista) dirigido a Hernán Cortés, y en él Julián de Aldrete, natural de Tordesillas (Valladolid) y algunos religiosos y soldados con un socorro considerable de armas y pertrechos. Pasó la gente a Tlascala y luego a Tezcuco.

No cesaba la guerra entre españoles y mejicanos. El odio era mayor cada día. Cuauhtémoc, a diferencia de sus antepasados, se hallaba decidido a vengar cara su libertad y la de su pueblo. Verdad es que ya sabía de lo que eran capaces los españoles. El esforzado Gonzalo de Sandoval por un lado y el mismo Cortés por otro, pelearon valerosamente. Vióse este último en gran peligro al tomar la ciudad de Suchimilco (distante cuatro leguas de México), hasta el punto que cayó del caballo, y cuando iba a ser presa de los mejicanos, el soldado Cristóbal de Olea, natural de Medina del Campo, poniéndose a la cabeza de algunos tlascaltecas dió muerte por sus manos a los que oprimían al héroe, restituyéndole la libertad. Retiróse a Tezcuco, muy descontento de su jornada a Suchimilco, habiendo perdido nueve o diez españoles.

Poco después le causó profunda pena la noticia de que un soldado español llamado Antonio de Villafaña se había puesto al frente de una conjuración. Dicha conjuración se disponía matar a Cortés y a los prin[69]cipales jefes, único medio de abandonar la conquista y retirarse a Cuba. Villafaña fué preso y colgado en una ventana de su mismo alojamiento.

Otro embarazo, aunque de diferente género, se ofreció en seguida. Dícese que el general Xicotencal (a cuyo cargo—según Solís—estaban las primeras tropas que vinieron de Tlascala) se decidió a desamparar el ejército, sirviéndose de la noche para su retirada; y también se dice que Cortés mandó a su alcance dos o tres compañías de españoles, con suficiente número de indios fieles, llevando la orden de que le prendiesen o le matasen. Ejecutóse lo último y su cadáver apareció colgado de un árbol[52].

En la mañana del 28 de abril de 1521 Hernán Cortés formó sus tropas y pasó revista a su ejército, compuesto de 818 infantes (118 entre arcabuceros y ballesteros), 87 soldados de caballería, 3 grandes cañones de hierro y 11 falconetes, con abundantes municiones. El P. Olmedo bendijo la flotilla y los bergantines resbalaron en el canal, descendiendo por sus aguas hasta entrar en el lago Tezcuco.


[70]

CAPITULO IV

Conquista de México (Continuación).—Cortés, Alvarado, Olid y Sandoval caen sobre México.—Lucha entre las piraguas mejicanas y los bergantines españoles.—Desastre de los españoles.—Victoria de Cortés.—Cuauhtémoc es hecho prisionero.—Caída de México.—Repartición del botín.—Suplicio del rey de Tacuba y de Cuauhtémoc.—Cédula del 26 de junio de 1523.—Dúdase de la fidelidad de Cortés.—Muerte de Catalina Suárez.—Cortés en España.—Su entrevista con el Emperador.—El obispo Zumárraga.—La Audiencia.—Levantamiento de los chichimecas.—Conquista de Yucatán.—Cortés en México.—Relaciones entre Cortés y la Audiencia.—Fundación de Querétaro y de otras poblaciones.—Los reyes y la colonia mejicana.

Dividió Hernán Cortés el ejército en tres columnas: la primera bajo las órdenes de Pedro de Alvarado, la segunda la dirigiría Cristóbal de Olid, y al frente de la tercera puso a Gonzalo de Sandoval. Contaba la primera de 168 infantes, 30 caballos y unos 25.000 tlascaltecas; la segunda, de 168 infantes, 33 caballos y 25.000 tlascaltecas; y la tercera de 167 infantes, 24 caballos y 30.000 indios de todos los contingentes aliados. El se reservó para las primeras operaciones el mando de los bergantines. Determinó ocupar al mismo tiempo las tres calzadas de Tamba, Cojohuacán e Iztapalapán, operación que encomendó respectivamente a Alvarado, Olid y Sandoval. Cortés, con su flotilla, se dispuso a echar a pique el número considerable de canoas que aparecía por todas partes en la laguna. Memorable fué el triunfo que logró nuestra escuadra sobre la mejicana. Las canoas y piraguas que pudieron salvarse buscaron refugio en los canales de la capital. En todas partes se peleaba con la misma furia, mostrando su valor y pericia los citados jefes. Satisfecho Cortés de la parte que tomaron en la victoria los bergantines, envió cuatro a Alvarado, otros cuatro a Sandoval y él con los cinco restantes pasó a incorporarse con el maestre de campo Cristóbal de Olid. Mostrábase cada vez más risueña la fortuna en nuestro campo, llegando Alvarado, Sandoval, Olid y Cortés a arruinar los burgos o primeras casas de la ciudad.

[71] La guerra, sin embargo, se iba a recrudecer más. Comprendiendo los mejicanos que las canoas no podían resistir el empuje de los bergantines, construyeron piraguas, grandes y fuertes embarcaciones. Se repitieron los ataques en los días sucesivos. Nuestra artillería dió al través, tiempo adelante, con las piraguas; pero es de sentir que los nuestros cayesen en una emboscada que trajo fatales resultados. En algunas partes de la laguna se hallaban densos y elevados bosques de cañas, palustres o carrizales, en los cuales se escondieron varias piraguas. Llevaron del mismo modo cuatro canoas de bastimentos para que sirviesen de cebo a la emboscada, colocando debajo del agua gruesas estacas para que chocasen en ellas los bergantines. Dos de estos, mandados por Pedro Barba y Juan Portillo (de los cuatro que asistían a Gonzalo de Sandoval) vieron las canoas, se arrojaron con todo el ímpetu de los remos sobre ellas, quedando al poco tiempo en los carrizales, sin poder retroceder ni pasar adelante. Entablóse entre las piraguas y los bergantines lucha desesperada. En ella murió el capitán Juan Portillo y de resultas de las heridas, tres días después, Pedro Barba. No lejos del sitio de la desgracia se valieron los españoles de la misma estratagema y se vengaron con creces de la muerte de los nuestros, pues rompieron enteramente la escuadra enemiga.

Convocó el Emperador azteca a sus ministros, a sus generales y a sus sacerdotes y a todos hizo presente el estado miserable de la ciudad, la gente de guerra que se perdía y el hambre de gran parte del pueblo. Inclinóse a la paz, como se inclinaron en seguida ministros y cabos; pero enérgicamente y con tesón se opusieron a ella los sacerdotes. También los españoles estaban cansados de lucha tan larga.

Cuauhtémoc y Hernán Cortés se decidieron a terminar pronto y con toda energía la contienda. Alvarado y Sandoval unidos atacarían por la calzada de Tacuba, apoyados por los bergantines, hasta llegar al mercado de Tlatelolco que tenían a su frente; Cortés, desde sus cuarteles de Xoloc se propuso el mismo objetivo y dividió sus fuerzas en tres trozos: uno, a las órdenes de Alderete; otro, a las de Andrés Tapia y Jorge Alvarado (hermano de Pedro), y el tercero, a las suyas. Los pocos obstáculos que las tres columnas encontraron en el avance hizo sospechar al capitán español que Cuauhtémoc quería atraerlas al corazón de la ciudad. Si prudentemente se detuvo Cortés, Alderete cayó en el lazo. Su columna se entregó a la fuga perseguida por los guerreros aztecas y acobardada por los proyectiles que le arrojaban desde las azoteas. Cortés, lleno de terror, intentó detener al enemigo. Cayeron sobre él e hicieron no pocos esfuerzos para arrastrarle a las canoas. Cuando se puso fuera de combate, a causa de una herida en el muslo y[72] parecía perdida toda salvación, Cristóbal de Olea se arrojó como un león a la pelea y también un jefe de Tlascala. Salvóse Cortés; pero Olea fué herido mortalmente. Quiñones, capitán de su guardia, y Guzmán, su paje, acudieron también a su auxilio. En el momento que el citado paje le ayudaba a montar en un caballo, fué cogido aquel infeliz y arrastrado a las canoas enemigas; Quiñones pudo retirarse con su jefe, el cual, ganando tierra firme en la plaza frente a la calle de Tacuba, reunió los restos de la columna de Alderete a la de Tapia y la suya, marchando, acosado por todas partes, al real de Xoloc. Mandóse a Andrés Tapia a la calzada de Tacuba para que Alvarado y Sandoval tuviesen noticia del desastre y ajustaran a él su manera de obrar. Verificóse la retirada.

No puede negarse que Cuauhtémoc dió prueba de excelente Capitán. Grande fué el triunfo que consiguió sobre sus enemigos.

Aunque en el campo español se echó la culpa de la desgracia a Alderete, Cortés, habiéndole preguntado Sandoval por las causas del desastre, contestó: «Es por mis pecados a lo que debo esta desgracia, Sandoval, hijo mío.» «Pasaron de 40 los españoles—escribe Solís—, que llevaron vivos para sacrificarlos a los Idolos; perdióse una pieza de artillería; murieron más de 1.000 tlascaltecas, y apenas hubo español que no saliese maltratado.»[53].

Al poco tiempo volvió la fortuna a mostrarse risueña con Hernán Cortés. Vino por aquellos días a Vera Cruz un barco con municiones, ya escasas en el campo español. Curados de sus heridas capitanes y soldados, y reforzado el ejército con gruesos contingentes de aliados, resolvió Cortés tomar la ofensiva. Salieron Alvarado, Sandoval y Hernán Cortés, el primero por el camino de Tacuba, el segundo por el de Tapeaquilla y el tercero por el de Cojohuacán. Penetraron en la ciudad y ganaron en seguida las calles arruinadas, porque los enemigos las defendían flojamente. Los tres se dirigieron a la plaza de Tlatelolco, llegando el primero Alvarado, que se apoderó de un gran Adoratorio, donde estaba el dios de la guerra. El segundo que penetró en la plaza fué Cortés, con Olid a sus órdenes; el tercero y último fué Gonzalo de Sandoval. La lucha entre españoles y mejicanos no pudo ser más feroz ni sangrienta. Los indios huyeron desalentados a guardar la persona de su Rey, que se hallaba bastante comprometida.

El 13 de agosto de 1521 condujo Cortés a su ejército contra la parte de la ciudad ocupada todavía por el enemigo. En apuro tan grande—dícese—que los mejicanos pidieron la paz para entretener a Cortés, escapándose entretanto Cuauhtémoc. Conoció el engaño el capitán espa[73]ñol, quien dispuso que García Holguín con su bergantín, que era el más velero, diera caza a la piragua que iba delante y parecía superior a las demás. Dada por García Holguín la orden de acometerla, levantóse para rechazar el asalto un joven guerrero; pero al gritar los mejicanos que era el Emperador, dejó caer sus armas y dijo: «Yo soy Cuauhtémoc; conducidme a Malintzin (Cortés); soy su prisionero; pero que no se haga daño a mi mujer y a los míos.» Llevado a presencia de Cortés, manifestó «que había hecho cuanto había podido para defenderse a sí y a los suyos; y que si los dioses le habían sido contrarios, que no tenía la culpa, que su prisionero era, que hiciese su voluntad, y poniendo la mano en el puñal de Cortés, le dijo que le matase, que iría muy consolado adonde sus dioses estaban, especialmente habiendo muerto á manos de tal capitán»[54]. Rogóle Cortés que mandase a los suyos que se dieran a partido o que cesara tanto derramamiento de sangre. Así lo hizo y fué obedecido inmediatamente. «Y aquí acabó—añade Herrera—la guerra y el gran imperio mejicano.»

Esa guerra—decimos nosotros—constituye una epopeya, en la cual brillaron dos héroes, dignos igualmente de las alabanzas de la historia: Cuauhtémoc, vencido, y Hernán Cortés, vencedor. Si tuviéramos que decidirnos por alguno, nuestras simpatías estarían por el mejicano. Y para que a nadie cause extrañeza nuestra manera de pensar, más adelante diremos, cuando de Santo Domingo se trate en el capítulo XX de este tomo, que, entre Napoleón el Grande y Toussaint Louverture, preferimos también al que muere defendiendo a su patria, que al tirano conquistador. Ante el tribunal de la historia, blancos y negros, españoles y americanos, son iguales.

Refieren nuestros cronistas que el capitán español estuvo cariñoso con los deudos de Cuauhtémoc. Por espacio de muchos años, el 13 de agosto, día de San Hipólito, se hacían solemnes fiestas en México, como recuerdo de batalla tan señalada. En la procesión religiosa se llevaba el pendón de aquel ejército. El sitio de México había durado tres meses y medio. Los días siguientes a la rendición se invirtieron en limpiar la ciudad de montones de cadáveres, dejando Cortés la guarnición a Sandoval y a Pedro de Alvarado, en tanto que él se retiraba con los prisioneros a Cojohuacán. Poco después volvió Cortés a la ciudad. Celebróse la conquista de México con banquetes y gran recepción oficial, a la cual asistió Pánfilo de Narváez, hasta entonces preso en Vera Cruz y ya en completa libertad para que pudiese—como lo hizo—regresar a España. Murieron en el sitio y toma de México—según las estadísticas más exactas—unos 67.000 hombres; por el hambre y las enfermeda[74]des, 50.000. Los españoles tuvieron el 9 por 100 de su efectivo. Las pérdidas de los aliados llegaron a 30.000. Repartido el botín—unos 130.000 castellanos de oro—, las alegrías se convirtieron en tristezas. No correspondieron, ni con mucho, las riquezas a las esperanzas de capitanes y soldados. Pidieron los más descontentos a Cortés que les fueran entregados Cuauhtémoc y el rey de Tacuba para obligarles a declarar dónde habían escondido sus tesoros. Cedió Cortés, y puestos a tormento sobre unas parrillas, bajo las cuales había fuego, como el rey de Tacuba, mirando a Cuauhtémoc, lanzase un grito de dolor, exclamó el Emperador: Y yo ¿estoy acaso en algún lecho de rosas? Cortés mandó suspender el suplicio para encerrarlos en miserable prisión.

Pasado algún tiempo llegó a Cojoacán la mujer de Hernán Cortés, D.ª Catalina Suárez de Marcayda. Aunque Cortés celebró la presencia de su esposa con regocijos y fiestas de cañas, no debió sentirse muy contento. A los pocos meses, en la casa de dicha población llamada del Conquistador, Hernán Cortés halló muerta a dicha D.ª Catalina, como se dirá con más detenimiento en este mismo capítulo.

Sosegado el país al cabo de borrascas tan bravas, ocupóse el Conquistador en enviar expediciones a pueblos lejanos, no olvidándose de la organización de Nueva España[55]. Preocupábanle con alguna razón los continuos alzamientos de los naturales; pero lo que le puso en más cuidado fué la rebelión de Cristóbal de Olid, quien se dejó ganar por los partidarios de Velázquez. El conquistador de México en persona salió, llevando consigo a Cuauhtémoc y a los reyes de Acolhuacan y de Tlacopan, en persecución de Olid. Luego, cansado de vigilar a los reyes prisioneros, con pretexto de ser fautores de una conjuración, les hizo matar, colgándoles de los pies de una frondosa ceiba (25 de febrero de 1525), no sin que Cuauhtémoc, protestando de su inocencia, amenazase a Cortés con la justicia de Dios.

Aunque el ilustre historiador americano Guillermo Prescott afirme que la caída del imperio de los aztecas fué beneficiosa a la humanidad, dada la crueldad y el canibalismo en los citados indios, nosotros guardamos silencio y condenamos a todos los que en nombre del cristianismo y de la civilización cometieron hechos semejantes.

No tardaron en someterse las provincias de aquel vasto imperio. Todas las tribus establecidas entre las grandes cordilleras occidentales del primitivo Anahuac (imperio de México) y el gran Océano Pacífico prestaron obediencia al rey de España. No les quedaba otro recurso.[75] Cuando vieron caer uno tras otro, a sus hijos, a sus hermanos y a sus padres; cuando se encontraron sin Emperador y sin caciques; cuando contemplaron saqueadas sus poblaciones y sus campos, bajaron la cabeza y se entregaron, víctimas de su abatimiento, al vencedor.

Habremos de recordar que algún tiempo antes encargó el rey de España—según Cédula de 26 de junio de 1523—, «que Don Hernando Cortés, virrey de México, procurase descubrir en la costa abajo de aquella tierra un Estrecho que había para pasar del mar del Norte al del Sur—pues convenía mucho al Real servicio saberlo—, poniendo toda diligencia en enviar personas que le trajesen larga y verdadera relación de lo que hallasen para dar cuenta a S. M., quien igualmente estaba informado que hacia la parte del Sur de aquella tierra había mar en que estaban depositados grandes secretos y cosas de que Dios era muy servido y estos reinos acrecentados, y esperaba practicase lo mismo a fin de saberlo con certeza»[56].

Creemos conveniente trasladar aquí, sin embargo de su mucha extensión, la citada cédula. Tiene verdadero interés, porque en ella vemos con toda exactitud las ideas y sentimientos que animaban a nuestros monarcas. Dice así:

Valladolid 26 de Junio de 1523.

El Rey. La orden que es mi merced y voluntad que vos Hernando Cortés, nuestro Capitan general y Gobernador de la Nueva España, tengais así en el tratamiento y conversion de los Naturales y moradores de la dicha tierra, que es debajo de vuestra governacion, como en lo que toca a nuestra Hacienda, y a la poblacion de la dicha tierra, y a su bien noblecimientos y pacificacion, de que dareis parte a los nuestros oficiales que en ella avemos proveído: es lo siguiente.

1.

Primeramente sabed, que por lo que principalmente avemos holgado, y dado infinitas gracias a nuestro Señor de nos aver descubierto esa tierra, y provincias della, ha sido, y es, porque segun buestras relaciones y de las personas que de esas partes han venido, los Indios habitantes y naturales della, son más hábiles y capaces y razonables que los otros Indios naturales de la Tierrafirme e Isla Española y S. Juan, y de las otras que hasta aquí se han hallado y descubierto y poblado, por muchas cosas, experiencias y muestras que se han hallado y visto y conocido en ellas, y por estas causas hay en ellos más aparejo para conocer a nuestro Señor y ser instruídos y vivir en su santa Fe Cató[76]lica como Christianos, para que se salven, que es nuestro principal deseo e intencion: y pues como veis todos somos obligados a les ayudar, y trabajar con ellos, a este propósito. Yo vos encargo y mando quanto puedo que tengais especial y principal cuidado de la conversion, y Doctrina de los Jecles e Indios de esas partes e Provincias que son debaxo de vuestra governacion, y que con todas vuestras fuerzas, supuestos todos otros intereses y provechos, trabajeis por vuestra parte quanto en el mundo os fuere posible, como los Indios naturales de esa Nueva España sean convertidos a nuestra Santa Fe Católica, e industriados en ella, para que vivan como Christianos y se salven; y porque como saveis a causa de ser los dichos Indios tan sujetos a sus Jecles y señores y tan amigos de seguirlos en todo, parece que sería el principal camino para esto comenzar a instruir a los dichos señores principales, y que tambien no sería muy provechoso que de golpe se hiciese mucha instancia a todos los dichos Indios a que fuesen Christianos y que recivieran dello desabrimiento: ved allá lo uno y lo otro, y juntamente con los Religiosos y personas de buena vida que en esas partes residen, entender en ello con mucho hervor, teniendo toda la templanza que convenga.

2.

Asimismo por las dichas causas parece que los dichos Indios tienen maña y razon para vivir política y ordenadamente en sus Pueblos que ellos tienen, aveis de trabajar como lo hagan así y perseveren en ello poniéndolos en buenas costumbres y toda buena orden de vivir.

3.

Asimismo porque por las relaciones e informaciones que de esa Tierra tenemos, parece que los naturales della tienen Idolos donde sacrifican criaturas humanas y comen carne humana, comiéndose unos a otros, y haciendo otras abominaciones contra nuestra santa Fe Católica y toda razon natural; y que ansímismo quando entre ellos hay guerras los que captivan y matan los toman y comen, de que nuestro Señor ha sido y es muy deservido, aveis de defender y notificar a todos los naturales de esa tierra que no lo hagan por ninguna vía, defendiéndoselo só graves penas, y para selo testar busqueis todas las buenas maneras que para ello pueda ayudar y aprovechar diciendo quanto contra toda razon dibina y humana, y quan grande abominacion es comer carne humana, que para que tengan carnes que comer y de que se sustentar, demás de los ganados que se han llevado a la dicha Tierra mandaremos contino llevar, porque multipliquen y ellos escusen la dicha abominacion: y ansímismo les amonestad que no tengan Idolos, ni mezquitas, ni[77] Casas de ellos en ninguna manera; y despues que así selo hayais amonestado y notificado muchas veces, a los que contra ello fueren los castigad con graves penas públicas, teniendo en todo la templanza que vos pareciere que conviene.

4.

Otrosí por quanto por la larga experiencia avemos visto que aver hecho repartimientos de Indios en la Isla Española, y en las otras Islas que hasta aquí están pobladas y averse encomendado y tenido los Christianos Españoles que la han ido a poblar, han venido en grandísima disiminucion por el mal tratamiento y demasiado trabajo que les han dado: lo qual allende del grandísimo daño y perdida que en la muerte y disminucion de los dichos Indios ha avido, y el gran deservicio que nuestro Señor dello ha recibido, ha sido causa y estorvo para que los dichos Indios no viniesen en conocimiento de nuestra Santa Fe Católica para que se salvasen: por lo qual, visto los dichos daños que del repartimiento de los dichos Indios se siguen, queriendo proveer y remediar lo susodicho, y en todo cumplir con lo que debemos principalmente al servicio de Dios Nuestro Señor, de quien tantos bienes y mercedes avemos recibido y recivimos cada día, y satisfacer a lo que por la Santa Sede Apostólica nos es mandado y encomendado por la Bula de la donacion y concesion, mandamos platicar sobre ellos a todos los del nuestro Consejo, juntamente con los Theologos, Religiosos y personas de muchas letras, y de buena y santa vida, que en nuestra Corte se hallaron y pareció que nos con buenas conciencias, pues Dios Nuestro Señor crió los dichos Indios libres y no sugetos, no podemos mandar los encomendar, ni hacer repartimiento de ellos a los Christianos, y así es nuestra voluntad que se cumpla: Por ende Yo vos mando que en esa dicha tierra no hagais, ni consintais hacer repartimientos, encomienda, ni deposito de los Indios della, sino que los dejeis vivir libremente, como nuestros Vasallos viven en estos nuestros Reynos de Castilla, y si quando esta llegare tuvieredes hecho algun repartimiento, o encomendado algunos Indios a algunos Christianos, luego que la recivieredes revocad qualquier repartimiento o encomienda de Indios que hayais hecho en esa tierra a los Christianos Españoles que a ella han ido e estuvieren, quitándolos dichos Indios de poder de qualquier persona o personas que los tengan repartidos o encomendados, y los dejeis en entera libertad, e para que vivan en ella, quitandolos e apartandolos de los vicios y abominaciones en que han vivido y están acostumbrados a vivir como dicho es: Y aveisles de dar a entender la merced que en esto les hacemos, y la voluntad que tenemos a que sean[78] bien tratados y enseñados, para que con mejor voluntad vengan en conocimiento de nuestra Santa Fe Católica e nos sirvan e tengan con los Españoles que a la dicha tierra fueren, la amistad y contratacion que es razon.

5.

Y porque es cosa justa y razonable que los dichos Indios naturales de la dicha tierra nos sirban, y den tributo en reconocimiento del señorío y servicio que como nuestros subditos y vasallos nos deben, e somos informados que ellos entre sí tenían costumbre de dar a sus Jecles y señores principales cierto tributo ordinario, Yo vos mando que luego que los dichos nuestros Oficiales llegaren todos juntos, vos informeis del tributo o servicio ordinario que daban a los dichos sus Jecles, e si hallaredes que es ansí que pagaban el dicho tributo, aveis de tener forma y manera, juntamente con los dichos nuestros Oficiales, y asentar con los dichos Indios, que nos den y paguen en cada un año otro tanto dinero y tributo como deban o pagaban hasta agora a los dichos sus Jecles y señores, y si hallaredes que no tenían costumbre de pagar el dicho quinto y tributos, asentareis con ellos que nos den y paguen reconocimiento del vasallage, que nos deben como á sus soberanos señores ordinariamente lo que vos pareciere que buenamente podrían cumplir y pagar, y ansimismo vos informeis demas de lo susodicho, en que otras cosas podemos ser servidos y tener renta en la dicha Tierra, asi como salinas, mineros, pastos, y otras cosas que oviere en la tierra.

6.

Y porque una de las principales causas por donde los indios naturales de esa dicha tierra y Provincias della han de venir en conocimiento delo suso dicho, es tomando exemplo en los Christianos Españoles que á esa dicha tierra fueren, y con su conversacion y testo ha de ser tratando y rescatando y conversando los unos con los otros, aveis demandar y ordenar de nuestra parte. E nos por la presente mandamos y ordenamos que entre los dichos Indios y Españoles haya contratacion y comercio voluntario, á contentamiento de partes, trocando los unos con los otros las cosas que tuvieren; pero habeis de defender só buenas penas que ninguno só color de la dicha contratacion, tome de los dichos Indios cosa alguna contra su voluntad, ni por engaño, sino por limpia y libre contratación y rescate, porque demas de los dichos provechos, será esto causa que tomen amor con vosotros.

7.

Y para que todo mejor se pueda hacer y encaminar, y con mas con[79]formidad y amor, aveis de procurar por todas las maneras y vías que vieredes y pensaredes, que para ello pueden aprovechar de atraer con buenas obras y con buenos tratamientos a que los Caciques é Indios que en esas dichas tierras é Islas á ella comarcanas esten con los Christianos en todo amor y amistad y conformidad, y que por esta vía se haga todo lo que se oviere de hacer con ellos, así en el rescate y contratacion y comercio que con ellos ovieren de tener como en todo lo demás. Y para que mejor se haga, la principal cosa que aveis de procurar y no consentir que por vos, ni por otras personas algunas se les quebrante ninguna cosa que les fuere prometida, sino que antes que se les prometa se mire con mucho cuidado si se les puede guardar, y sino se les pudiere bien guardar, que no se les prometa en manera alguna; pero despues que así les fuere prometido, se les guarde y cumpla muy enteramente sin ninguna falta aquello que así se les prometiere, de manera que les pongais en mucha confianza de vuestra verdad.

8.

Otrosí aveis de prohibir, escusar y no consentir, ni permitir que se les haga guerra, ni mal, ni daño alguno, ni se les tome cosa alguna de lo suyo, sin se lo pagar (como dicho es), porque de miedo no se alboroten, ni se lebanten, antes aveis de castigar á los que les hicieren mal tratamiento ó daño alguno sin buestro mandado, porque por esta vía estarán en más conversacion de los Christianos, que es el mejor camino para que ellos vengan en conocimiento de Nuestra Santa Fe Católica, que es nuestro principal deseo é intencion, é más se gana en convertir ciento de esta manera que cien mil por otra vía.

9.

En caso que por esta vía no quisieren venir á nuestra obediencia, é se les obiese de hacer guerra, aveis de mirar que por ningun caso se les haga guerra, no siendo ellos los agresores, é no aviendo hecho ó provado á hacer mal ó daño á nuestra gente, y aunque ellos hayan cometido, antes de romper con ellos, les hagais de nuestra parte los requirimientos necesarios para que vengan á nuestra obediencia, una, é dos, é tres y más veces, quantas vieredes que sean necesarias, conforme á lo que se os havia ordenado é firmado de Francisco de los Cobos, mi secretario y de mi Consejo. E pues allá habrá con vos algunos Christianos que sabrán la lengua, con ellos les dareis primero á entender el bien que les verná de ponerse debaxo de nuestra obediencia, y el mal y daño y muertes de hombres que les verná de la guerra, especialmente, que los que se tomaren en ella vivos han de ser esclavos. Y para que de esto[80] tengan entera noticia y que no puedan pretender ignorancia, les haced la dicha notificacion, porque para que puedan ser tomados como esclavos, é los Christianos los puedan tener con sana conciencia, está todo el fundamento en lo susodicho, aveis de estar sobre el aviso de una cosa que todos los Christianos porque los Indios se les encomienden, como lo han sido en las otras islas que hasta aquí se han poblado, ternan mucha gana que sean de guerra, y que no sean de paz, y que siempre han de hablar á este propósito; E porque no podais escusar de hablar con ella, es bien estar avisado desto para el crédito que en este se les debe dar, y para remediar que en ninguna manera se haga.

10.

Y porque soy informado que una de las más principales cosas, y que más les ha alterado en la Isla Española, y que más les ha enemistado con los Christianos ha sido tomarles las mugeres é hijas é criadas que tienen en sus casas contra su voluntad, é usar de ellas como de sus mujeres, aveis de defender que no se haga en ninguna manera, ni por ninguna color que sea, por quantas vías é maneras pudieredes, mandándolo pregonar só graves penas las veces que os pareciere que sean necesarias, executando las penas en las personas que quebrantaren vuestros mandamientos con mucha diligencia, é ansí lo debeis mandar hacer en todas las otras cosas que os parecieren necesarias para el buen tratamiento de los Indios.

11.

Item, juntamente con los dichos nuestros oficiales, pondreis nombre general á toda la dicha Tierra é Provincias della, é á las Ciudades, Villas y Lugares que se hallaren, y en la dicha tierra oviere, en las cosas concernientes al aumento de Nuestra Santa Fé Católica é á la conversion de los Indios. Una de las más principales cosas que aveis de mirar mucho es, en los asientos de los Lugares que allá se ovieren de hacer é asentar de nuevo. Lo primero es ver en quantos Lugares es menester que se hagan asientos en la costa de la mar para seguridad de la navegacion, y para la seguridad de la tierra; y los que han de ser para asegurar la navegacion sean en tales Puertos, que los Navíos que de acá de España fueren, se puedan aprovechar dellos en refrescar de agua, é de las otras cosas que fueren menester para su viaje. E si en el lugar que agora estan hechos, como en los que de nuevo se hicieren, se ha de mirar que sea en sitios sanos y no anegadizos, é de buenas aguas, y de buenos ayres, y cerca de montes, y de buenas tierras de labranzas, é donde se puedan aprovechar de la mar para cargar é descargar, sin que[81] haya trabajo é costa de llevar por tierra las mercaderías que de acá fueren; é si por respetos de estar más cercanos á las Minas se oviere de meter la tierra adentro, débese mucho mirar que sea en parte que por alguna rivera se puedan llevar las cosas que de acá fueren desde la mar hasta la poblacion, porque no aviendo allá vestias, como no las hay, será grandísimo el trabajo para los hombres llevarlas (mercaderías) á cuestas, que ni los de acá, ni los Indios lo podrán sufrir. E de estas cosas susodichas, las que más pudieren tener, se deben procurar.

12.

Vistas las cosas que para los asientos de los Lugares son necesarios y escogidos, y el sitio más provechoso, é que incurran más de las cosas que para el Pueblo son menester, aveis de repartir los solares del Lugar para hacer las Casas, y estos han de ser repartidos segun la calidad de las personas, y sean de comienzo dadas por orden, de manera que hechas las casas en los solares, el Pueblo parezca ordenado, así en el lugar que dejaren para la Plaza, como en el lugar que oviere de ser la Iglesia, como en la orden que tuvieren los tales Pueblos y calles de ellos; porque en los Lugares que de nuevo se hacen, dando la orden en el comienzo, sin ningun trabajo ni costa quedan ordenados, y los otros jamás se ordenan. Y en tanto que nos hicieremos merced de los oficios de Regimiento perpetuo, é otra cosa mandamos proveer, aveis de mandar que en cada Pueblo de la dicha nuestra gobernacion elijan entre sí para un año para cada uno de los dichos oficios, tres personas, y destas tres, vos con los dichos nuestros oficiales, tomareis una, la que más hábil ó mejor os pareciere que sea qual conviene; ansí mismo se han de repartir los heredamientos, segun la calidad y manera de las personas, y segun lo que ovieren servido, así los creced y mejorad en heredad, repartiéndolas por peonías ó caballerías, y el repartimiento ha de ser de manera que á todos quepa parte de lo bueno y de lo mediano y de lo menos bueno, segun la parte que á cada uno se le oviere de dar en su calidad.

13.

E a las personas y vecinos que fueren recibidos por vecinos de los tales Pueblos, les deis sus vecindades de caballerías o peonías, segun la calidad de la persona de cada uno, residiéndola por cinco años le sea dada por servida la tal vecindad, para disponer della a su voluntad como es costumbre: al repartimiento de las quales dichas vecindades y caballerías que se ovieren de dar a los tales vecinos, mandamos que se halle presente el Procurador de la ciudad o villa donde se le oviere de dar y ser vecino.

14.[82]

Ansí mismo vos mando que señaleis a cada una de las Villas y Lugares que de nuevo se han poblado y poblaren en esa tierra, las tierras y solares que vos parezca que han menester, y se les podrán dar sin perjuicio de tercero para propios, y enviarme bien la relacion de lo que a cada uno ovieredes dado y señalado, para que Yo se lo mande confirmar.

15.

Aveis de procurar con todo cuidado de tener fin en los Pueblos que hicieren en la tierra adentro, que los hagais en parte y asiento que os podais aprovechar dellos para poder hacerlo. Y porque desde acá no se puede dar regla particular para la manera que se ha de tener en hacerlo, sino la experiencia de las cosas que de allá sucedieren, os han de dar la abilantera e aviso de cómo y quándo se han de hacer, solamente se os puede decir esta generalmente; que procureis con mucha instancia y diligencia, y con toda brevedad que pudieredes certificaros dello, y certificado que es ansí verdad, todas las cosas que ordenaredes y hicieredes, las hagais y determineis con pensamiento que os han de servir e aprovechar para aquello, porque habrá mucho dello que agora sin ninguna cosa ni trabajo los podeis hacer, porque no costará más, sino determinar los que se hagan de la parte que sean provechosas, como se avian de hacer en otra parte que no lo fuesen, de donde si despues las oviesedes de mudar para este propósito, sería muy trabajosa costa, y algunas tan dificultosas que serían imposibles.

16.

Y porque soy informado que en la costa abajo de esa tierra hay un trecho para poder pasar del mar del Norte a la mar del Sur, e porque a nuestro servicio conviene mucho saberlo, Yo os encargo y mando que luego con mucha diligencia procureis de saber si hay el dicho estrecho, y envieis personas que lo busquen, y os traigan larga y verdadera relacion de lo que en ello hallaren, y continuamente me escrivireis y enviareis larga relacion de lo que en ello se hallare, porque como veis esto es cosa muy importante a nuestro servicio.

17.

Ansí mismo soy informado que hacia la parte Sur de esa tierra hay mar en que hay grandes secretos y cosas de que Dios Nuestro Señor será muy servido, y estos Reynos acrecentados, Yo vos mando y encargo que tengais cuidado de enviar personas cuerdas y de experiencia para que lo sepan y vean la manera dello, e os traigan la relacion lar[83]ga y verdadera de lo que hallaren, lo qual así mismo me enviareis continuamente todas las veces que me escrivieredes.

18.

De todas las otras cosas concernientes al servicio de Dios Nuestro Señor y ampliacion de su Santa Fe Católica, y bien y acrecentamiento y poblacion de esa tierra, y buen tratamiento de los habitantes y moradores della, vos encargo y mando que tengais siempre gran cuidado, lo qual de acá, no se os puede decir, ni especificar.

19.

Las cosas de nuestra hacienda y el recaudo que en ella se ha de poner, se hará conforme a las Instrucciones que los dichos nuestros oficiales llevan, con los quales vos encargo y mando tengais mucha conformidad, y lo mismo hagais que haya entre ellos, porque de otra manera las cosas de nuestro servicio no podrán ir bien guiadas.

Lo qual todo haced y cumplid con aquella diligencia, fidelidad y buen recaudo que al servicio de Nuestro Señor, e bien e poblacion de la dicha tierra convenga, e Yo de vos confío.—Yo el Rey.—Por mandado de S. M.—Francisco de los Cobos[57].

Posteriormente, una expedición al Sur de Tapeaca, dirigida por Alvarado, llegó hasta Guatemala, país que conquistó tan valeroso caudillo.

Por lo que respecta a Cortés, cuando anticipándose a los Pizarros y a Valdivia se dirigía al Imperio de los Incas, hubo de volver a México, donde se fraguaban conspiraciones para sacudir el yugo de sus dominadores. Procede que recordemos en este lugar que desde Pamplona, el 22 de octubre de 1523, mandó S. M. a Cortés que informase acerca del repartimiento que hizo entre los conquistadores de México del oro y joyas, después de pagado el quinto que correspondía a la Corona[58]. Pasados dos años, el Rey desde Toledo decía (4 noviembre 1525) al licenciado Luis Ponce de León en importante, larga y curiosa Instrucción, lo siguiente contra Hernán Cortés:

«Primeramente, que no teme á Dios, ni tiene respeto á la obediencia y fidelidad que nos debe, y piensa hacer todo lo que quisiere, y que confía en los indios y en la mucha Artillería que tiene, y que para ello tiene conjuradas ciertas personas amigos allegados suyos para le servir y morir con él, en todo lo que quisiere hacer.

[84] Que sus muestras y apariencias son que está muy aparejado para desobedecer y ponerse en tiranía.

Que ha usado é usa todas las ceremonias r.s eceptto de corttinas.

Que ha siempre estado mui puesto en desovedecer y no cumplir mis Provisiones, poniendo muchas cavilaciones y estorbos, y dando entendimientos y formas para lo hacer mas disimuladamente y que para ello tiene mucha cantidad de Artillería gruesa y de ttodas suerttes, y muchas municiones de escopettas, ballestas y lanzas.

Que ha hecho fundir mucha suma de oro escondida y secrettamente sin pagar nuestro quintto.

Que ha siempre llenado el dicho quintto de ttodo el oro demas de el que para nos se cobraba, diciendo pertenescerle, como á Capittan general, de lo qual diz que los conquistadores y Pobladores se agraviasen mucho y reclamasen del.

Que ha siempre tenido formas y maneras para que no senos enviase el oro nuestro, que en la dicha tierra ttenemos y nos pertenesce.

Que para este propositto siempre ha ttenido Navios que han de Castilla con mercadurias quando se querían volver hasta hacer sus cosas ha su placer, así para enviar dineros, como para ottras cosas que el querría hacer con probecho.

Que nos tiene ttomados tres o quattro millones de oro que ha cobrado de ttoda la tierra, desfruttandola, pertteneciendo ttodo á Nos, que de quarentta Provincias que tiene la una sola le rentta cada día 50 castellanos, sin lo que se saca de las Minas y ottras que lo renttan mucho más, sin las Provincias de Michoacán, y sin más de 300 leguas que tiene desde alli hasta donde anda Albarado, y que en ttres ó quattro parttes tiene Tesoro encerrado, y que hay hombre que sabe la una cerca de la ciudad en que tiene un millon, é más el Tesoro que hubo de Motezuma, y que en las Provincias de Cacatula que es Puertto de la Mar del sur donde tiene echos los Navios para descubrir la especeria á enviado muchas cargas de oro, y que estos Navios, aun que ha echado siempre fama que son para descubrir el Estrecho, ha sido con ottra inttencion para irse por alli con los Thesoros que tiene á donde no se pudiese haver, lo qual diz que parece mui claro por las conjetturas y señales que se han visto por que ha mas de año y medio, ó dos, que tenia alli los Navios, y nunca los ha despachado haviendo echo muchas armadas por Mar y por Tierra.

Que cierttas Provincias se señalaron por reparttimientto para Nos, los tornó á quittar y ttomó para si, y las tiene agora, ecetto Taxcaltile.

Que de la Ciudad de Tezcuco estando encomendada á Nos, y por[85] merced hubo 603 casttellanos, y de ottra Provincia 803 casttellanos, y assi mismo se ha llebado el probecho de los ottros Lugares que nos han estado encomendados, sin darnos dello partte, cuentta, ni razon, y que de Taxcaltile obo 113 p.s y questo saben Alonso de Prado y Bernardino Bazquez de Tapia, Contador y Fattor que fueron en la dicha tierra.

Que el señorio que D. Fernando Corttes allá tiene es mui grande, y que tiene de vasallos Yndios que ha tomado para si, mas de millon y medio de anímas, y que de solo lo sugetto tiene de rentta mas de 200 quenttos agora si se le dexáse lo que tiene, sin que dello Nos ayamos cosa alguna.

Que es fama mui nottoria enttre ttodos que tiene grandissimo thesoro, assi por el gran num.º que ha tenido é tiene de Yndios, como por los grandes é conttinuos servicios que cada dia le vienen de ttodas parttes.

Y que en la salida que hizo en la Ciudad de Tenucotitán quando le desbarataron y echaron della, ttomó de nuestro oro 453 p.s y que hizo ciertta Probanza falsa en que probaron que ottra ciertta cantidad de oro que les tomaron los Yndios era lo nuestro, por salbar lo suyo.

Que ttomó de poder de Diego de Sotto á quien el hizo nuestro Tesorero anttes que nos probeyesemos nuestros offs. 603 castellanos so color que los queria para armadas.

Esto es lo que en las dichas relaciones contra el dicho Hernando Corttes se ha dicho, asi vos con mucha prudencia, é sagacidad, é secretto como veis que la calidad del caso lo requiere, vos informad de la verdad dello mui partticularmente, y me hareis luego saver lo que en cada cosa dello hallaredes.

Porque si por las Ynformaciones que hovieredes haredes que el dicho Hernando Corttés no nos ha tenido é tiene aquella fidelidad é ovediencia, que bueno y leal subditto y vasallo debe tener, que es lo principal que del queremos, nuestra voluntad es que salga de aquella tierra; llebais una cartta nuestra por donde le mandamos que luego venga; por ende caso que le halleis desleal como está dicho notificarle eis la dicha nuestra cartta, y hacerle eis cumplir no pareciendoos que dello podría suceder inconviniente ó desasosiego grande en la tierra, y en lo que ttoca á lo de los tesoros grandes que dicen que nos tiene tomados, y ttodas las ottras culpas que tocan á la Hacienda, enviarnos eis la relacion de todo lo que en ello hallaredes haviendolo primeramente bien averiguado, y entretanto procurareis por ttodas las vias é maneras que buenamente pudieredes de cobrar, é poner en recaudo, todo lo que á Nos perttenesciere, en caso que de presentte no lo podeis cobrar.

[86] Y porque podrá ser, que para egecucion y cumplimiento de lo susodicho fuese menester alguna fuerza, llebais Carttas nuestras para los oydores de la Audiencia Real que reside en la Isla Española, y nuestros offs. della é de las ottras Islas queriendole por vos pedido, vos den é hagan dar ttodo el favor que ovieredes menester á pie é á cavallo como se lo pidieredes, y assí mismo una Provision Patente nuestra de poder para lo egecuttar, usareis della en caso que vieredes que conviene, y es menester para ser vos recivido al dicho oficio, y no de ottra manera, y en caso que halleis para ello contrariedad con aquella templanza y cordura que de vos se fia.

Y porque como arriva se os ha dicho Yo soy informado que el dicho Fernando Corttés tiene en encomienda, y para si señalado mui gran partte de la dicha Nueva España, y Nos tenemos mui poca y menos probechosa, y es razon que se conttentte con una buena partte y que no sea tan excesiba; Yo escribo al dicho Fernando Corttés que dege para Nos de la dicha tierra que al presente tiene señalada para sí, la partte que sea razon, por ende Yo vos mando que si despues de pasada la residencia vos pareciese que esto se puede hacer sin escandalo ni alteracion le deis mi Cartta que sobre ello llebais, y vos le ableis de mi parte lo mas dulcemente que convenga para que assi lo cumpla; pero estad sobre aviso que no se able en esto hasta que sean pasados los tres meses de la residencia.

Y por que como arriva digo tambien soy informado que el dicho Fernando Corttés tiene echa mucha Artillería de hierro y como sabeis enviamos á Pedro de Salazar para que sea nuestro Alcayde y Tenedor de la Forttaleza de Tenustitán, México, y á Nuestro servicio conviene que ttoda la Artillería que el dicho Fernando Corttés tiene echa, se metta y recoja en la dicha Fortaleza luego como llegaredes os informad é sabed donde está cualquier Artillería, assí nuestra como del dicho Fernando Corttés, como de ottras cualesquier personas, y la hagais ttoda junttar, recoger y enttregar al Alcayde de ella por Inventario, el qual la tenga alli para las cosas de su servicio, y para que mexor lo podais hacer sin mostrar esta instruccion llebais Cartta particular nuestra para ello, ablad primero sobre ello al dicho Fernando Corttés, porque pudiendose hacer, mi voluntad es que se haga con su voluntad, y embiarme eis relacion de las Piezas que son, y mias y lo que costaron para que lo mandemos pagar á sus Dueños, dexando alguna partte della para la defensa de la Ciudad y de los Españoles que hai residencian.

Anttes que se acordase de enviar á tomar Residencia al dicho Fernando Corttés, Yo le havia echo merced del Títtulo de Adelantado de[87] la Nueva España y del Avitto de Santiago por la confianza que del he tenido y tengo que ha sido y es mui ciertto que fué servidor mío, y que ha servido con ttoda lealtad, y havía mandado dar las Provisiones de esto á un Asesor suio, despues como detterminé enviaros á vos para saver la verdad de ttodo las mandé tomar para que vos las llebaredes, y ansi las llevais, é vos mando que si por la dicha Informacion é Residencia que ttomaredes le allaredes, que ha sido y es fiel y ovediente á nuestro servicio, pasados los dichos tres meses de la dicha Residencia darle eis las dichas Provisiones diciendole mi volunttad para le honrrar y hazer merced. Y asimismo ottra cédula que llebais para que pasados los 90 días de la Residencia tenga el oficio é cargo de nuestro Capitan general como antes, y sino cumpliereis lo que arriva se vos dice del notificalle la cédula que convenga.

Vos llebais algunas cédulas mias, en blanco los nombres, para lo que se ofreciere que convenga de Nuestro servicio usareis dellas á los tiempos é segun vieredes que más conviene sin hazer en ellas alteracion.

Porque Yo quería saver de la nuestra que usan mis aff.s sus oficios, hacedme saver particular y secretamente lo que hallaredes de cada uno, y tened cuidado que usen en sus oficios é aquellas cosas que les perttenecen sin que se entremettan en la gobernacion, y porque por una Informacion que me enviaron que vos llebais, parece que Alonso de Estrada, nuestro thesorero de la dicha tierra, ha comettido los delittos que vereis informar, oseis de ello, y si le hallaredes culpado, darle traslado, y proceded contra él, conforme á Justicia como hallaredes por dro., y ansimismo contra los ottros que allaredes culpanttes, en lo qual enttendereis con aquella prudencia y fidelidad que Yo de vos fío.—Yo el Rey.—Refrendado del Sr. Cobos.—Señalada del Gran Chanciller y Obispo de Osma, y Comendador Mayor de Castilla, y Dr. Carvajal[59].

Un hecho hubo de desacreditar más a Cortés en la opinión pública. El 4 de febrero de 1529 María de Marcayda y Juan Suárez, madre y hermano de Catalina Suárez, presentaron un escrito de querella y acusación contra D. Hernando Cortés, porque estando con su mujer, la citada Catalina, en una cámara donde dormían «le echó unas acallas á la garganta é le apretó hasta que la ahogó é murió naturalmente, é después de muerta, la abaxó é llamó á sus criados...»[60]. El presidente y oidores de la Audiencia y Chancillería Real, vista la querella y denuncia, mandaron que se notificase a la parte de D. Hernando Cortés. En el mismo día, considerando la avanzada edad de doña María Marcayda,[88] dispusieron que hasta que se nombrase procurador pueda representar a dicha doña María su hijo Juan Suárez.

Hernán Cortés había tenido cuidado, antes de dirigirse a España, dar poder al licenciado Juan Altamirano, a Diego de Ocampo y a Pedro González, con fecha de 17 de enero de 1528, vecinos de la ciudad de Temistlan, para que le representasen en pleitos, demandas y acusaciones. Diego de Ocampo otorgó el poder que tenía de Hernán Cortés a favor de Pedro Muñoz Maldonado, procurador de causas, y de García de Llerena y de Francisco de Serrera.

Verificadas otras diligencias, declararon los testigos Ana Rodríguez, Elvira Hernández, Antonia Hernández, Violante Rodríguez, Isidro Moreno, María de Vera y María Hernández. Todas las declaraciones concuerdan en lo principal, y por ellas algunos escritores han dicho que Hernán Cortés dió muerte a su mujer.

Violante Rodríguez declaró haber encontrado muerta a Doña Catalina, la cual tenía unos cardenales en la garganta, y habiendo preguntado a D. Hernando la causa de dichos cardenales, hubo de contestar «que ella se había amortecido.» Añadió Violante «que quando este testigo vido los dichos cardenales, sospechó é creyó que dicho Don Hernando abía ahogado á la dicha doña Catalina, su muxer, é ansí lo dixo á María de Vera...»

Isidro Moreno dijo «que estando cenando el dicho Don Hernando é la dicha Doña Catalina su muxer é los otros caballeros é dueñas que allí estaban... la dicha Doña Catalina dixo á Solís, un capitan de la Artillería, que á la sazon hera: «Vos, Solís, no queréis sino ocupar á mis indios, en otras cosas de lo que yo les mando, é no se face lo que yo quiero», é que á estas palabras, respondió el dicho Solís: «Yo, señora, no los ocupo, ay está su Merced que los manda é ocupa»; é que ella respondió: «yo os prometo que antes de muchos días, haré de manera que no tenga nadie que entender con lo mío», quel dicho Don Hernando respondió é dixo, «con lo vuestro, Señora, yo no quiero nada», é que esto que lo dixo como por pasatiempo, é que desto se riyeron las otras dueñas, é la dicha Doña Catalina se avergonzó ó se entró corrida...; é que después queste testigo bolvió del mensaxe donde le abian mandado ir, halló á la dicha Doña Catalina sacada fuera de la cama, donde murió, é que la vido amortaxada; é que después desto vino mucha xente.»

María de Vera dixo «que le vido un cardenal en la garganta; é queste testigo preguntó á Ana Rodríguez, muxer de Juan Rodríguez, albañil, «que qué era aquello de la garganta», é quel dicho Don Hernando le respondió, «que él había asido á la dicha Doña Catalina de allí, para que tornase á su acuerdo».

[89] María Hernández declaró que en el año 1522 y en uno de los días del mes de octubre, fiesta de todos los Santos, le dijo su marido Francisco de Quevedo que Doña Catalina Suárez había ido a la iglesia aquel día más gentil mujer que otras veces, y que aquella noche, después de cenar con otros hombres y mujeres, Doña Catalina había danzado muy contenta, y que a las once Cristóbal Corral, capitán de la guarda de Don Hernando, le dijo que Doña Catalina era muerta. «Este testigo sospechó é tuvo por cierto quel dicho Don Hernando Cortés había muerto á la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer, porque la dicha Doña Catalina tenía mucha conversacion é amistad con este testigo, porque se conoscian de Cuba; é contándole la dicha Doña Catalina muchas vezes á este testigo la mala vida que pasaba, secretamente, con el dicho Don Hernando Cortés, é como la echaba muchas vezes de la cama abaxo, de noche, é la facia otras cosas de mal tratamiento, le dixo á este testigo: «Ay, Señora, algun dia me habeis de hallar muerta». A la mañana, segund lo que pasó con el dicho Don Hernando, é que dello tenía temor, é tambien porque en esta Cibdad se dixo públicamente, que un Xoan Bono, maestre de una nao, vino á donde estaba el dicho Don Hernando, un día, viniendo de Castilla, é dixo al dicho Don Hernando: «Há, Capitán, si no fueras casado, casaras con sobrina del obispo de Burgos». E que diz que traya cartas del dicho Obispo, é que desta sospecha, este testigo é la dicha Gallarda (amiga y vecina suya) fueron á las casas del dicho Don Hernando, á la ora de las ocho, é hallaron á la dicha Doña Catalina Suárez amortaxada, y echada en una camilla en una sala; é questa testigo con la dicha sospecha, se llegó á ella, é le atentó los pies, que tenía de fuera, los quales aún no estaban elados, que parescía estar recien muerta; y este testigo dixo á la dicha Gallarda, que la atentase bien, porque les parescia que aun no estaba muerta, é queste testigo, en presencia de la dicha Gallarda é de otras muxeres que allí estaban, quitó el rrebozo de una toca que la dicha Doña Catalina Suárez tenía por el rostro, é la vido que tenía los oxos abiertos é tiesos, é salidos de fuera, como persona que estaba ahogada, é tenía los labios gruesos é negros, é tenía ansí mesmo dos espomaraxos en la boca, uno de cada lado, é una gota de sangre en la toca encima de la frente, é un rrasguño entre las cexas; todo lo qual paresció á este testigo é á la dicha Gallarda, que era señal de ser ahogada la dicha Doña Catalina, é no ser muerta de su muerte; é ansí se dixo públicamente quel dicho Don Hernando Cortés había muerto á la dicha Doña Catalina, su muxer, por casar con otra de más estado. Quel dicho Cristóbal Corral, Capitán de la guarda del dicho Don Hernando, dixo á este testigo, quel dicho Don Hernando se había ido á una[90] huerta después de muerta la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer, otro día con un sayo de terciopelo, é andándose paseando por la dicha huerta, dixo al dicho Corral: «Pues paréceos que casára agora, hombre, con quien quisiere»; é que por esto, este testigo sospechó é tiene sospecha, quel dicho Don Hernando Cortés mató á la dicha Doña Catalina Suárez, su muxer; é ansí se tiene por cierto en esta Nueva España»[61].

Obligado Hernán Cortés a dejar a México, el teatro de sus glorias, ya porque en toda Nueva España se tenía por cierto que él había muerto a su mujer, ya para defenderse de las persecuciones de Velázquez y del obispo Fonseca—pues ellos habían contribuído a desacreditarle con el Rey—embarcó en Vera Cruz para España y desembarcó en el puerto de Palos (mayo de 1528), pasando al convento de la Rábida, donde hubo de recibir la visita de Francisco Pizarro, futuro conquistador del Perú.

Desde Palos, el cortesísimo Cortés, como le llama Cervantes[62], se dirigió a Toledo, donde se hallaba Carlos V, siendo recibido afectuosamente por el César. Entre otras muestras de aprecio, el Emperador le concedió—con fecha 6 de julio de 1529—el título de Marqués del Valle de Guaxaca[63]; pero de ningún modo quiso darle—como el conquistador de México deseaba—el gobierno y administración de la colonia. Embarcóse, sin embargo, para las Indias, en la primavera de 1530.

Fray Juan de Zumárraga, Arzobispo de México.

Para poner término a los males de México, que no eran pocos, influyó Carlos V para que fuese nombrado primer obispo de aquella ciudad (12 diciembre 1527) Fray Juan de Zumárraga, de la orden de San Francisco, natural de Durango (Vizcaya) y guardián del convento del Abrojo (Valladolid)[64]. Con el mismo objeto, el Emperador, por cédula del 13 de diciembre del mismo año, ordenó el establecimiento de una Audiencia, compuesta de un presidente (Nuño Beltrán de Guzmán) y de cuatro oidores (Diego Delgadillo, Juan Ortiz de Matienzo, Alonso de Parada y Francisco Maldonado). El obispo Zumárraga y oidores llegaron a[91] Vera Cruz el 6 de diciembre de 1528. Allí se les reunió Nuño Beltrán de Guzmán, a la sazón gobernador de Pánuco. Ni el prelado, que además de su cargo episcopal, ostentaba el nombramiento de Protector general de los indios, ni la Audiencia, pusieron orden en aquel mar de revueltas pasiones. Porque Zumárraga y los religiosos se declararon defensores de Hernán Cortés, Guzmán, Delgadillo y Matienzo—pues Parada y Maldonado murieron a poco de haber llegado—se pusieron al lado de los enemigos del conquistador de México. Entre los procesos que se formaron a Cortés, hubo dos que dieron no poco escándalo: por el primero se le acusaba de haber peleado con Narváez, y por el segundo se le quería hacer responsable de la muerte de su citada mujer Doña Catalina. No solamente los oidores de la Audiencia intentaron despojar de sus bienes a Cortés, sino que persiguieron con singular encono a Pedro de Alvarado (que por entonces regresó de España a México), sin embargo de que en el año 1528 había sido confirmado en la gobernación de Guatemala. Por motivos harto pueriles, dispuso la Audiencia que fuesen presos García de Llerena, apoderado de Cortés, y el clérigo Cristóbal de Angulo. Cuando ellos tuvieron noticia de la orden de prisión, ni tardos ni perezosos, buscaron asilo en San Francisco; pero la Audiencia, sin respeto alguno a lo sagrado del lugar, dispuso la extradición en la noche del 4 de marzo de 1530. Reclamaron los franciscanos y medió el obispo; mas todo fué en vano. A tal punto llegaron las cosas, que el mismo Delgadillo acometió a los religiosos, viéndose en no poco peligro el prelado. Inmediatamente la Audiencia hizo ahorcar a Angulo, disponiendo también que fuese azotado y se le cortara un pie a García de Llerena. Fray Juan de Zumárraga puso entonces la ciudad en entredicho, de la cual salió con todo el clero para Tezcuco (7 de marzo), volviendo a los pocos días.

Cuando Nuño de Guzmán supo que las quejas del obispo Zumárraga habían llegado a oídos del Rey, como también las de varios particulares, y cuando le dijeron que Cortés había sido recibido cariñosamente en Toledo por Carlos V—según acabamos de decir en este mismo capítulo—entonces, para dar largas al asunto, a la cabeza de lucido ejército, salió de México (últimos de 1529) para emprender la conquista de los chichimecas. Audaz y valeroso se mostró Nuño de Guzmán, fundando tiempo adelante (1535) la ciudad de Santiago de Compostela y dando el nombre a la tierra conquistada de Castilla la Nueva.

Daráse cuenta en este lugar que, mediante capitulación celebrada con el emperador Carlos V, en Granada a 8 de diciembre de 1526, Don Francisco de Montejo, lugarteniente de Hernán Cortés y ascendiente de la Casa de Montellano, conquistó la península de Yucatán (1528) y[92] otras tierras[65]. También por entonces Alonso Dávila fundó a Villa-Real.

Por lo que respecta a Hernán Cortés, desembarcó en Veracruz el 15 de julio de 1530, pasando a Tlaxcala y Tezcoco, en cuyas poblaciones obtuvo entusiástico recibimiento. Tampoco fueron cordiales las relaciones de Cortés con la segunda Audiencia. Componíase de los oidores Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Vasco de Quiroga y Francisco Ceynos, bajo la presidencia de D. Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo de la Española. Los oidores llegaron a Veracruz en los comienzos del año 1531, y el Presidente el 23 de septiembre del citado año. Hemos dicho que no terminaron los disgustos entre la Audiencia y Cortés, añadiendo a la sazón que aquel Tribunal tampoco vivió en paz con el siempre descontentadizo obispo Zumárraga. Del mismo modo la Audiencia, que tenía el encargo de residenciar á Nuño de Guzmán, se cruzaba de brazos, teniendo el Rey que nombrar más adelante (1536) al licenciado Pérez de la Torre, gobernador de Nueva Galicia. Preso en la ciudad de México el año 1537, fué encerrado en las Atarazanas y luego trasladado á España, muriendo en Torrejón de Velasco (1544).

Injustos seríamos si no dijésemos que la segunda Audiencia hizo mucho por la paz de México y procuró colonizar aquellas hermosas tierras. Fray Toribio de Benavente o Motolinía fundó en el valle de Cuitlaxtoapán (16 abril 1531) una población a la cual dió el nombre de Puebla de los Angeles[66].

Pasando a otro asunto haremos notar que el oidor Vasco de Quiroga, por orden de la Audiencia, marchó al reino de Michoacán, logrando con tino y prudencia atraerse a los levantiscos indios. También hizo una cosa buena y fué la fundación del hospital de Santa Fe de la Laguna. El oidor Vasco pudo volver a México satisfecho de su viaje.

Por entonces se consolidó la fundación de Querétaro (1531) en el sitio que hoy ocupa y—según cuentan piadosos devotos—se apareció el apóstol Santiago, como tantas veces se apareció en España; también en el cielo se vió una cruz, erigiéndose en memoria de milagro tan singular una cruz de piedra, que todavía se halla en el mismo lugar.

Mucho interés despertó una expedición que hizo un hijo de Francisco Montejo, del mismo nombre que el padre. Penetró por Tabasco y[93] Champotón, venciendo toda clase de dificultades y fundando, en 1541, a Campeche, y en 1542 a Mérida. (Apéndice A.)

Las siguientes noticias no interesan a la historia de México, ni aun a la de América; pero se hallan en el Cedulario Indico e indican las relaciones entre aquella colonia y la madre patria. El día 1.º de marzo de 1535, el Rey, que a la sazón se hallaba en Madrid, se dirigió al Presidente de la Audiencia de México, diciéndole que Barbarroja desde Túnez se disponía a hacer guerra a la cristiandad, especialmente a los reinos de España y que él (D. Carlos) había dispuesto una gran armada para dirigirse desde Barcelona a castigar al corsario[67]. Posteriormente la Reina, según carta escrita en Madrid el 13 de agosto del mismo año, dijo al citado Presidente que el Emperador marchó a Barcelona, embarcándose para Africa. Dícele también que ha escrito a los prelados y religiosos de su diócesis para que hagan plegarias, sacrificios y otras oraciones a su Divina Majestad, a fin de que guarde, guíe y dé la victoria al Emperador[68]. Desde Madrid (27 de agosto de 1535) la Reina dió noticia detallada al mismo Presidente de la conquista de Túnez[69].


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CAPITULO V

Conquista de la América Central.—Pedro de Alvarado en Guatemala: batalla de Olimtepeque.—Alvarado en Cuscatlán.—Almolonga.—Guatemala, según Herrera.—Pedro de Alvarado en España y su hermano Jorge en Guatemala.—Las Casas en el país.—Alvarado en Guatemala.—El Salvador: enemiga de los indios a Alvarado y a Martín Estete.—Honduras: el capitán Alonso Ortiz.—Anarquía.—El obispo Pedraza.—Cereceda, Alvarado, Montejo y Alvarado (segunda vez).—Pedraza en el país.—Alonso de Cáceres.—El veedor García de Celis.—Nicaragua: su conquista.—Tiranía de Pedrarias.—Dominación de Castañeda.—El obispo Osorio.—Tiranía de Contreras.—Las Casas.—Costa Rica: Espinosa en Burica.—El cacique Urraca.—Guatemala: Alvarado en México.—Don Francisco de la Cueva.—Volcán de agua.—Grandes Antillas: Isla Española (Santo Domingo y Haytí).—Cuba, Jamaica y Puerto Rico: Colonización.

Pedro de Alvarado, natural de Badajoz (Extremadura) e hijo de D. Diego, comendador de Lobón, que en la conquista de México se había cubierto de gloria peleando bajo las órdenes de Hernán Cortés, pasó al frente de algunas fuerzas y se hizo dueño del territorio que hoy constituye la república de Guatemala. Refieren los cronistas que Cortés encomendó a Alvarado que conquistase el citado territorio, y procurara vivir en paz con los toltecas, a quienes traería a la religión cristiana. Emprendió su marcha el 13 de noviembre de 1523 con un ejército de 300 soldados de infantería y 120 de caballería. Llevaba cuatro cañones pequeños que se cargaban con balas de piedra. Además, completaban sus fuerzas 20 tlaxcaltecas y 100 mejicanos. Venían con el ejército varios españoles de distinción y los clérigos Juan Godínez y Juan Díaz.

Sometió a los habitantes de Tehuantepec y también a los de la populosa villa de Soconusco. De las tres monarquías establecidas en el país (la de quiché, la de los cakchiqueles y la de los tzutohiles) la primera se aprestó a desesperada lucha. Alvarado penetró (febrero de 1524) en el territorio de Quiché, triunfó en varios encuentros, especialmente[95] en Quetzaltenango y en los barrancos de Olimtepeque, haciendo tanto estrago en el último punto que—según Oviedo y Baños, cronista guatemalteco del siglo xvii—«la sangre de ellos (indios) corría a manera de un arroyo», denominándose desde entonces aquel paraje xequiquel (barranco de la sangre). Terror pánico se apoderó de los habitantes de la capital del Quiché. El rey Oxib-Queh y su adjunto Beleheb-Tzy reunieron en consejo a los príncipes de la familia y a los grandes dignatarios del Estado para deliberar lo que debía hacerse en circunstancias tan críticas. Acordaron, mediante protestas de sumisión, llevar a Alvarado y a su ejército a Utatlán, y una vez encerrado en la ciudad pegar fuego a ésta y exterminar a los teules (españoles). Cuando todo se hallaba dispuesto para la realización de semejante empresa, pasaron a Xelahuh los embajadores de los reyes de Quiché a ofrecer vasallaje a Alvarado. De Xelahuh marchó Alvarado a Utatlán, donde, después de atravesar ásperas serranías, entró acompañado de cortesanos y de guerreros. Noticioso el capitán español de la traición que le tenían preparada los indios, reunió a los principales jefes de su ejército y les informó de todo lo que se tramaba, acordándose salir inmediatamente de la ciudad, no dando a entender desconfianza alguna. A la vista de Utatlán estableció su campamento y allí, sin sospechar la suerte que les estaba reservada, fueron a visitarle los reyes Oxib-Queh y Beleheb-Tzy, a quienes recibió con mucho cariño. Cuando hubo tomado toda clase de precauciones, mandó que una partida de soldados cargase de cadenas a los reyes, a los príncipes y a los principales señores de la corte. Un Consejo de guerra les sentenció a ser quemados vivos, sentencia que se cumplió al pie de la letra[70].

Los quichés, al saber la muerte de sus monarcas, se lanzaron a la guerra con más desgracia que fortuna. Alvarado despachó entonces embajadores a la ciudad de Iximché, capital de los cakchiqueles, cuyos soberanos enviaron cuatro mil hombres, no sospechando que, al cooperar a la ruina de sus antiguos rivales, labraban también la suya. Utatlán fué destruido hasta los cimientos y sus habitantes castigados.

Llegó el turno a Belché-Gat y Cahi-Imox, reyes de los cakchiqueles[71]. Alvarado se dirigió a Iximché y se alojó en Tzupam, residencia o palacio de los mismos soberanos indígenas. Aunque el capitán español comenzó a sospechar de la fidelidad de sus aliados, se puso al lado de ellos en la guerra que los citados reyes tenían con Tepepul, señor[96] de Atitlán o rey de los tzutohiles. A la cabeza Alvarado de 150 infantes, 60 caballos y un cuerpo de indios mejicanos y tlaxcaltecas, con otro cuerpo de cakchiqueles dirigido por sus mismos reyes, marchó a la guerra. Costeó la laguna, venció a sus enemigos y entró en Atitlán, cuya ciudad se hallaba edificada sobre las inmediatas rocas del citado lago. El reino de los tzutohiles se entregó al vencedor. Recorrió Alvarado el país, llevando por todas partes la destrucción y la muerte. Ayudóle en la empresa su hermano Jorge de Alvarado.

En una de sus excursiones Pedro de Alvarado llegó a Atehuán, «la primera de las poblaciones sujetas al grande y poderoso señorío de Cuscatlán, que comprendía una gran parte de lo que hoy constituye la República del Salvador»[72]. En Atehuán se presentó a Alvarado una comisión de los señores del reino ofreciendo obediencia al soberano de Castilla. Pasó a la capital de Cuscatlán, y receloso también de aquellos habitantes, formó un proceso por el cual condenó a muerte de horca a los señores de aquella población y vendió a muchos como esclavos, para con el precio pagar la compra de once caballos que habían muerto en el combate, como también las armas y útiles de guerra perdidos[73]. «Y yo vide—dice el obispo Las Casas—al fijo del señor principal de aquella ciudad herrado.» No cabe duda alguna que los prisioneros hechos en Cuscatlán fueron herrados como esclavos[74]. Animo valeroso y sobresalientes dotes militares mostró el capitán español en esta campaña; y «en ninguna parte, quizá—escribe ilustre historiador—se verificó la conquista con mayor brutalidad; en ninguna parte los indios fueron maltratados más inútilmente. El carácter violento de Alvarado y su codicia sin freno fueron la causa de todo el mal.»

Emprendió la marcha de regreso, dejando para más adelante la conclusión de la conquista de Cuscatlán y la de otras grandes ciudades que estaban más al interior, y llegó el 21 de julio a Iximché, capital de los cakchiqueles, donde se detuvo, y en nombre del rey de España, echó los cimientos de la ciudad que llamó Santiago de los Caballeros (25 julio 1524)[75]. En seguida procedió a constituir el Ayuntamiento, nombrando a Diego de Rojas y Baltasar de Mendoza, alcaldes; a D. Pedro y Hernán Carrillo regidores, y todos juntos eligieron por escribano del cabildo a Alonso de Reguera. Ya el 12 de agosto del mismo año se recibieron como vecinos cien españoles. Posteriormente, y desconociendo los motivos que debió haber para ello, la ciudad—según va[97]rios y auténticos datos—se hubo de trasladar a otro lugar. También Pedro de Alvarado, en el año 1525, fundó el pueblo que se llamó San Salvador. Dos años después, esto es, el 22 de noviembre de 1527, Jorge de Alvarado—pues su hermano D. Pedro se hallaba en España—[76], defendiendo ante la corte su conducta como político y administrador, fundó nueva ciudad en Almolonga. Cuéntase que Jorge, rudo soldado, dijo al escribano: «Asentá, escribano, que yo por virtud de los poderes que tengo de los gobernadores de Su Majestad, con acuerdo y parecer de los alcaldes y regidores que están presentes, asiento y pueblo aquí en este sitio ciudad de Santiago, el cual dicho sitio es término de la provincia de Guatimala.» Dispuso Alvarado la traza de la nueva ciudad en dirección de Norte a Sur y de Este a Oeste. Colocó la plaza en el centro, y dando a ella dispuso la fábrica de la iglesia, bajo la advocación de Santiago, prometiendo festejarlo «con vísperas y su misa solemne, conforme a la tierra y al aparejo de ella, y más que la regocijaremos con toros cuando los haya, y con juegos de cañas y otros placeres.» Señaló además sitio para un hospital, para una capilla y adoratorio de Nuestra Señora de los Remedios, para cabildo, cárcel y propios de la ciudad. Luego, poco a poco, los vecinos de la primitiva población de Santiago se trasladaron a la nueva. Perfectamente situada, creció de un modo extraordinario el número de sus habitantes.

Creemos de alguna utilidad trasladar aquí varios hechos relatados por el cronista Herrera. Después de decir que la guerra de Pedro de Alvarado en Guatemala terminó el 25 de abril de 1524, añade lo siguiente: «Es aquella provincia rica de mucha gente, muchos pueblos y grandes, y abundante de mantenimientos, y de un licor que parece aceite, y de tan buen azufre, que sin refinar hicieron los soldados excelente pólvora...»[77]. Añade el laborioso cronista que la ciudad de Guatemala era muy fuerte, las calles angostas y las casas espesas; tenía dos puertas a las cuales se llegaba, a una, subiendo 30 escalones, y a la otra por una calzada...[78]. Alvarado fué bien recibido y hospedado en dicha población, recorriendo la tierra y sujetándola por la fuerza de las armas, no sin la eficaz ayuda de su hermano Jorge. Usaban los indios grandes flechas y lanzas de treinta palmos. Escribe el citado cronista que Guatemala, llamada por los indios Guautemallac, significa árbol podrido. Hace notar que la ciudad de Santiago se halla entre dos montes de fuego o volcanes, cerca de ella uno, y a dos leguas el otro. También dice que la tierra es sana, fértil, rica y de mucho pasto; produce gran cantidad de[98] maíz, cacao, algodón, etc. Las mujeres son honradas y excelentes hilanderas; los hombres, muy gruesos, y diestros flecheros[79].

En tanto que Jorge de Alvarado se ocupaba en dar vida a la nueva población de Santiago y en tanto que los misioneros iban de una a otra parte predicando la religión cristiana y extendiendo la cultura, Pedro de Alvarado continuaba en la corte de España. Si en Guatemala encontró muchos censores de su conducta—y por ello hubo de dirigirse a España—en la corte se hallaba, entre otros enemigos, Gonzalo Mexía, quien le acusó de haber tomado gran cantidad de oro, plata, perlas y otros objetos valiosos, sin dar cantidad alguna a los demás conquistadores, y sin pagar el quinto que correspondía al Rey. Igualmente le hacía cargos de no haber dado cuenta de su residencia en los diferentes empleos o servicios que desempeñó. Alvarado, conocedor de tribunales y de empleados, procuró ganar la voluntad del comendador Francisco de los Cobos, secretario del Consejo de Indias y gran privado del Emperador. Consiguió semejante apoyo porque hubo de casarse con doña Francisca de la Cueva, sobrina del duque de Alburquerque, familia a la cual protegía Cobos. Se alzó el embargo de su haber, se le dió el título de Don, se le agració con la cruz de comendador de la Orden de Santiago y se le nombró por Real Despacho, librado en Burgos el 18 de diciembre de 1527, gobernador y capitán general de Guatemala y sus provincias con 572.500 maravedises de salario. También debió recibir entonces el título de Adelantado, pues desde aquella época comenzó a usarlo. A mediados del año 1528 se embarcó para Vera Cruz.

Entretanto, habían ocurrido sucesos de alguna importancia en la América Central. Sostenía Pedrarias que lo mismo Nicaragua que Honduras pertenecían al distrito de Castilla del Oro, y todo esto fué motivo de discordias y guerras.

Arribó Pedro de Alvarado a Vera Cruz, acompañado de su mujer doña Francisca y de varios altos empleados, teniendo la desgracia de que muriese aquélla poco después de su llegada. En México tampoco encontró amigos capitán tan valeroso, viéndose obligado a delegar la dirección política de Guatemala en su hermano Jorge.

Arreglados luego sus asuntos, en abril de 1530 salió de México y se puso al frente de su citado gobierno de Guatemala. Su idea constante era preparar una expedición que saliese por el Océano Pacífico en busca de las islas de la Especería, variando luego de opinión ante las noticias que tuvo de los brillantes resultados obtenidos en el Perú por los Pizarros. Entre las seguras riquezas que encontraría en el Perú y las poco seguras que ofrecían las islas de la Especería, se decidió por lo primero.

[99] En los últimos días del año 1533 o comienzos del 1534—como se dirá más extensamente en el capítulo VII—hizo una expedición al Perú. Durante su ausencia se encargó del gobierno y de la capitanía general de Guatemala, como cuatro años antes, su hermano Jorge. Llegó a Riobamba, retirándose desde allí después de celebrar un convenio con Almagro.

Hacia fines del año 1535 volvió el Adelantado Don Pedro a Guatemala de regreso de su expedición, siendo recibido con públicas demostraciones de alegría, aunque no había motivo para tales regocijos. Por entonces, Bartolomé de Las Casas, el protector de los indios, acompañado de algunos religiosos dominicos, pasó de Nicaragua a Guatemala. Si Alvarado había pacificado a los indígenas por el terror, Las Casas se proponía atraérselos por el amor. Es el caso que en las tierras vecinas al golfo de Honduras, los españoles habían sido rechazados por los belicosos indios, hasta el punto que aquella región se le llamaba tierra de guerra. El Apóstol de los indios hizo componer en lengua quiché sencillas canciones, las cuales aprendieron a cantar algunos indígenas sometidos. Aquellos indígenas, haciendo de mercaderes, se presentaron en la tierra de guerra, llamando pronto la atención por la variedad de objetos que vendían, por la novedad del canto y de la música. Ocasión tuvieron los nuevos discípulos de los dominicos para hablar a los salvajes de unos hombres que miraban en poco las riquezas y los placeres, pensando únicamente en predicar su religión y consolar a los desgraciados. De este modo Las Casas y sus misioneros lograron penetrar en el interior del país, atrayendo aquellas gentes al cristianismo y convirtiéndolas a la civilización. Con razón la tierra de guerra fué llamada desde entonces provincia de Vera-Paz.

Alvarado, para asuntos particulares, hizo un viaje a España. Durante su estancia en la metrópoli solicitó la mano de Doña Beatriz, hermana de su primera mujer. A su vuelta a Guatemala vivieron con una magnificencia y suntuosidad propias de reyes. «Las joyas que poseía la señora—escribe Remesal—eran tan numerosas y ricas, que no las tendría más y mejores un grande de España de muy distinguida casa.»

Alvarado, a su gobierno de Guatemala, unió el de la provincia de Honduras, que hasta entonces había sido independiente. Contrariedad no pequeña fué para el Adelantado cuando supo, que, a los pocos días de haber salido de Guatemala para Honduras, llegó a aquella ciudad el visitador Maldonado, quien presentó los despachos y fué recibido al ejercicio de su cargo el 11 de mayo de 1536.

Por lo que se refiere al territorio que al presente denominamos[100] República del Salvador, según queda apuntado arriba, formaba en el siglo xvi el señorío de Cucatlán, cuya población más importante era Atehuán. Aunque Alvarado fué recibido con toda clase de respetos y consideraciones de parte de los chontales y de los pipiles, tribus que gozaban del mayor prestigio, él, como también se indicó en este mismo capítulo, hizo herrar como esclavos a muchos indígenas, peleando luego con los que le hicieron resistencia. Si por lo riguroso de la estación se retiró a la capital de los cakchiqueles el 21 de julio de 1523, volvió en el año 1525 y se hizo dueño de todo el país. Dícese que en el mencionado año de 1525 ya existía en aquel país una villa con el nombre de San Salvador, cuyo alcalde se llamaba Diego Holguín[80]. Posteriormente, Martín Estete, por orden de Pedrarias, se dirigió con 110 infantes y 90 caballos hacia San Salvador. Estete fundó una población que denominó Ciudad de los caballeros; pero su carácter agrio y tiránico se atrajo la enemiga de sus soldados y el odio de los indios.

Cuando en los comienzos del siglo xvi descubrieron los españoles las costas de Honduras[81], encontraron los siguientes pueblos: 1.º los chortises de Sesenti, pertenecientes a la familia de los quichés, cachimeles y mayas. 2.º los lencas, que bajo los nombres de chontales, payas e hicaques o xicaques habitaron después en los distritos de Olancho, Comayagua, Choluteca y Tegucigalpa. 3.º los salvajes de la costa de Mosquitos.

Ya sabemos que Cristóbal Colón, en su cuarto y último viaje, llegó a la isla de los Pinos (hoy de Guanaja) «primera tierra centroamericana que descubrieron los europeos en el siglo xvi» (30 julio 1502); tocó tierra firme donde a la sazón se halla el puerto de Trujillo, pasando tiempo adelante a las orillas del Río Tinto, y allí tomó posesión de aquella tierra, que llamó de Honduras. Continuó navegando a lo largo de la costa de los Mosquitos y de la actual República de Costa Rica, llegando hasta los confines de la provincia de Veragua.

Realizáronse sucesos que no demandan atenta consideración, y sólo apuntaremos que allá por el año 1530 los indígenas de Honduras se hallaban contentos bajo el mando del capitán Alonso Ortiz porque «los trataba bien»[82]. Pasados dos años, el contador Andrés de Cereceda y el licenciado Vasco de Herrera dirigieron la administración de Honduras, si bien encontraron ruda oposición en los regidores de la ciudad,[101] quienes hubieron de destituir al citado Vasco de Herrera. Motivo fué esto de serios disgustos entre Vasco y Diego Méndez, y que terminaron con el asesinato del primero. Apoderado Méndez del gobierno (1532), hizo jurar a todos fidelidad y mandó reducir a prisión a Cereceda. Tanta fué la tiranía de Méndez, que se conjuraron veinte hombres, los mejores y más honrados, según frase del historiador Herrera, para matarle[83]. Los veinte conjurados, partidarios de Cereceda, asaltaron la casa del Gobernador y le redujeron a prisión, no sin que de aquéllos hubiese cuatro heridos y de la parte de Méndez un muerto. Mediante un proceso, Méndez fué condenado a muerte, y otros, sin proceso alguno, sufrieron la misma pena. Cereceda, hombre cruel y vengativo, se atrajo el odio de los castellanos y de los indígenas. Parecía que Dios había abandonado a Honduras, por cuanto en este año de 1532 las enfermedades y el hambre ocasionaron muchas víctimas en el país.

Acertado estuvo el Rey al presentar para el obispado de Honduras a D. Cristóbal de Pedraza. También pensó lo conveniente que sería establecer una Audiencia, considerando la mucha distancia que había a la de Santo Domingo (1534).

En el año siguiente llegó a Honduras Cristóbal de la Cueva, mandado por Jorge de Alvarado. Mediaron varias pláticas entre D. Cristóbal y Cereceda, hasta que al fin vinieron a un acuerdo, que fué roto poco después (1535). Cereceda era cada día más cruel, y por ello Pedro de Alvarado, que residía en Santiago de los Caballeros (Guatemala), se decidió a socorrer a los de Honduras, coincidiendo este hecho con el nombramiento que hizo el Rey de gobernador de Honduras a favor de Francisco de Montejo. En tanto que Montejo se disponía a ir a Honduras, llegó Pedro de Alvarado (1536), quien recibió por renuncia de Cereceda la gobernación de dicha provincia. Cuando Alvarado comenzó a pacificar la tierra y en el Puerto de Caballos echó los cimientos de una población que llamó San Juan, y Juan de Chaves, uno de sus servidores, dió principio a una buena población, por medio de la cual pudieran comunicarse las provincias de Honduras y Guatemala, se presentó Francisco de Montejo. La población que hizo Chaves se llamó Gracias a Dios, y se cuenta que después de recorrer sierras y montañas, halló tierra buena, exclamando entonces su gente: Gracias a Dios que habemos hallado tierra llana. Aquella gente recordaba que el Almirante en su cuarto viaje dió al próximo cabo el nombre de Gracias a Dios.

Respecto al gobierno de Montejo, lo primero que hizo fué quitar la representación a las personas nombradas por Alvarado, tomando él lo[102] mejor para sí y lo demás lo dió a sus amigos (1536)[84]. Tuvo que sofocar un levantamiento de los indios, cuyo jefe, llamado Lempira, hombre prudente y valeroso, puso en gran aprieto a los castellanos, acabando al fin sus días por un tiro de arcabuz (1537). Con la muerte de Lempira entró la confusión entre los indios; unos se despeñaron por aquellas sierras próximas a la ciudad de Gracias a Dios, y otros se rindieron.

Cuando creía Montejo que iba a gozar de paz y de tranquilidad, se presentó, procedente de Castilla, en Puerto de Caballos, el Adelantado Don Pedro de Alvarado. Venía con su mujer y mucha gente de guerra. «Traía—escribe Herrera—el obispado de aquella provincia de Honduras para el licenciado Cristóbal de Pedraza, protector de los indios»[85]. En seguida se encargó de la gobernación de Honduras, no sin disgusto de Montejo, quien hubo de resignarse cuando vió la provisión real. Ajustóse la paz entre ambos gobernadores por mediación del dicho prelado. Montejo tuvo que pagar buena cantidad de ducados; pero recibió el gobierno de Chiapa, población que era de Guatemala. A su vez Alvarado dejó la gobernación de Honduras al capitán Alonso de Cáceres, «y desde entonces—según Herrera—hubo paz en Honduras, porque en muchos años siempre sucedían en aquella provincia robos, opresiones y tiranías, por los malos e injustos gobernadores»[86]. Inmediatamente salió para Guatemala Pedro de Alvarado (1539), donde los Padres Fr. Bartolomé de las Casas y Fr. Rodrigo de Andrade predicaban el Evangelio a los indios.

Por algún tiempo tuvieron el mismo gobernador Honduras y Guatemala; luego, cuando D. Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, dispuso que las dos provincias recibiesen al licenciado Alonso Maldonado, los de Honduras no quisieron y nombraron al veedor Diego García de Celis (1542). Posteriormente, sublevados los negros del territorio de Honduras, no pudieron hacer frente a las fuerzas que contra ellos mandó la Audiencia, siendo pronto vencidos y castigados con rigor (1548).

Habiendo tratado de las expediciones a Nicaragua realizadas por Gil González Dávila y por Francisco Hernández de Córdoba[87], consideremos la conquista del país. Tomó parte en ella la Audiencia de Santo Domingo. Los oidores de dicha Audiencia, que sabían que Gil González era el descubridor de Nicaragua, no tomaban a bien que Pedrarias Dávila la ocupase, pareciéndoles más justo que continuara go[103]bernándola, en nombre de aquel alto Tribunal, Francisco Hernández. Conociendo Pedrarias el caso, determinó ir a Nicaragua, ya para castigar á Hernández, ya para que no se metiese en el país Hernán Cortés. En efecto, al comenzar el año 1526, Pedrarias salió de Panamá para Nicaragua, llegó a la ciudad de León, puso preso á Francisco Hernández y le hizo cortar la cabeza. Después de dejar el mejor arreglo que pudo en Nicaragua, en cuya tierra se hallaban establecidos los chapanecas, se volvió a Panamá, en tanto que Diego López de Salcedo pasó desde Trujillos a Nicaragua o al Nuevo Reino de León, como él llamaba al país; también Pedro de los Ríos, gobernador de Castilla del Oro, se presentó en la misma provincia, de la cual le hizo salir el citado López de Salcedo, quien hubo de realizar reformas importantes lo mismo en el orden administrativo que en el religioso. Así las cosas, Pedrarias Dávila mandó detallada relación al Rey del estado de Nicaragua, no sin declarar las causas que tuvo para degollar a Francisco Hernández; también manifestó que Gil González Dávila era muerto. Como Pedrarias prometía sacar de la provincia grandes riquezas, se le envió el título de Gobernador, ordenando a Diego López de Salcedo y a Pedro de los Ríos que no se metiesen en las cosas de Nicaragua. Fué presentado por obispo de Nicaragua Diego Alvarez de Osorio; se dispuso que se hiciese un convento de frailes dominicos y allá se dirigió con la idea de convertir a los naturales Fray Bartolomé de Las Casas. Duro en su gobierno se manifestó Pedrarias. Puso preso a Diego López de Salcedo y disgustó a los indios. Tanta ojeriza habían cobrado los indios a sus dominadores, que hacía dos años que no dormían con sus mujeres para que éstas no diesen esclavos a dichos castellanos. No sólo odiaban á Pedrarias los indios; los castellanos se quejaban del mismo modo de su conducta. Hasta en las elecciones de alcaldes y regidores se notaba la arbitrariedad del Gobernador, el cual elegía aquellas autoridades entre sus criados y dependientes. Cuando le censuraban por ello, decía que tenía cédula del Rey para hacerlo. Como escribe Herrera, en Nicaragua no se vivía con justicia ni quietud[88]. Murió Pedrarias en los últimos días de julio de 1531, en la ciudad de León «a tiempo que se le había concedido licencia de dos años para venir a Castilla, y que se le había hecho merced de la vara de alguacil mayor de Nicaragua para sus herederos, en la cual nombró a su hijo Arias Gonzalo y por alcalde de una de las fortalezas de aquella provincia...»[89].

Desempeñó interinamente el cargo de Gobernador el licenciado Castañeda, hombre injusto, inmoral y altanero. Continuó el malestar en la[104] provincia, que aumentó por las epidemias y el hambre, hasta el punto que lo mismo en dicha provincia, que en la de Honduras, se recordó por mucho tiempo el tristísimo año de 1532. Ausentóse del país el licenciado Castañeda, dejando en su lugar al obispo Garci Alvarez Osorio; pero el regimiento de la ciudad de León suplicó al Rey que el nombramiento de Gobernador se hiciese en persona que hubiera estado en las Indias, y proponía al capitán Francisco de Barrionuevo, gobernador de Castilla del Oro, o al licenciado de la Gama.

En la corte se trató por el año 1534 de establecer Audiencias, no sólo en Honduras—como antes se dijo—, sino también en Nicaragua y en alguna otra provincia. Demás de esto, deseoso el Rey en dar paz a la mencionada provincia de Nicaragua, nombró como gobernador a Rodrigo de Contreras, que casó con Doña María de Peñalosa, hija de Pedrarias Dávila, la misma que estuvo prometida a Vasco Núñez de Balboa. Apenas tomó posesión de su destino, comenzó a entender en la residencia del licenciado Castañeda, quien, como viese mal el asunto, hubo de marcharse a Castilla, adonde la Audiencia le mandó prender y secuestrar los bienes. Por entonces se presentó en Nicaragua, procedente de México, el P. Las Casas, que no tardó en declararse enemigo del Gobernador y protector de los indios. A tal extremo llegaron las cosas, que habiendo intentado el obispo Alvarez Osorio poner paz entre el Gobernador y el fraile, sólo logró que se encendieran más las pasiones, teniendo Rodrigo de Contreras que acudir en queja al Rey, mientras el P. Las Casas marchó a Castilla decidido a favorecer a los indios en contra de la demasiada libertad de los gobernadores y soltura de los soldados[90]. Al obispo Alvarez Osorio, que murió por entonces, le sucedió Fray Antonio de Valdivieso. No hay palabras para reprobar la conducta de Rodrigo de Contreras. «Si á V. M.—dice atenta y razonada Exposición—hobiesemos de facer relacion de todo lo que en esta tierra ha subcedido de nueve años á esta parte, que ha que Rodrigo de Contreras ha gobernado, sería facer un proceso muy grande, é de cosas que dudamos V. M. pudiese creer»[91]. Por su ineptitud, torpeza o malas inclinaciones, su nombre fué aborrecido de los indígenas. Por mucho tiempo se recordó en el país la mala administración de dicho gobernante.

Descubierta Costa Rica por Cristóbal Colón en el año 1502[92], fué la primera de las provincias del antiguo reino de Guatemala que conquistaron los españoles. Dentro de la provincia llamada Castilla del Oro, provincia que se extendía desde el golfo de Urabá hasta el cabo de[105] Gracias a Dios, se hallaba el territorio de Costa Rica. Bajo el punto de vista etnográfico, las razas primitivas de Costa Rica eran: los chorotegas o mangues, que habitaban la región del Noroeste, hacia el golfo de Nicoya, que se corrían hacia el Salvador, Chiapas y Nicaragua; los cotos o bruncas debieron vivir al Sur y al Sudeste de la cordillera; y los güetares al Oeste de Nicoya y de los chorotegas[93].

A Diego de Nicuesa, nombrado gobernador de Castilla del Oro (1508), le sucedió Pedrarias Dávila (1513), y poco después el licenciado Gaspar de Espinosa, alcalde mayor[94]. En busca de oro, allá por el año 1520, se dirigió Espinosa hacia Burica (hoy Boruca) en la actual República de Costa Rica. Llamábase Urraca el cacique de Burica, hombre tan osado como valiente. Reñido fué el combate entre los castellanos de Espinosa y los indios de Urraca, y mal lo hubieran pasado los primeros sin el auxilio de Hernando de Soto, que, por orden de Francisco Pizarro, hacía a la sazón una correría por aquellas inmediaciones. Embarcóse Espinosa y siguió la costa, tocando tierra en seguida, no sin encontrar tenaz resistencia en otros indios, aunque la vista sólo de los caballos les aterraba, creyendo que eran monstruos marinos. Retiróse Espinosa a Panamá, llamado por Pedrarias, dejando en Burica al capitán Francisco Campañón con un destacamento.

Cuando Urraca tuvo de ello noticia, cayó sobre Campañón, en tanto que el citado capitán enviaba dos mensajeros a Pizarro dándole cuenta de su apurada situación. En buen hora llegaron los refuerzos, porque ya se hallaba sitiado por el valeroso Urraca. Posteriormente el mismo Pedrarias con ciento cincuenta hombres y algunas piezas de artillería, se dirigió contra los indios, llevando por capitán de su guardia a Francisco Pizarro, tan famoso en la Historia del Nuevo Mundo. Urraca, con la ayuda del cacique Exqueguá, se dispuso a la pelea. Casi todo un día duró el combate, retirándose al fin los indios, que fueron perseguidos. Pedrarias, habiendo dejado al capitán Diego de Albitez por teniente suyo, regresó a Panamá (1520). Entre Albitez y Urraca no cesaron las hostilidades. Al año siguiente, Campañón, sucesor de Albitez, continuó la guerra contra Urraca; pero cansado el capitán español de luchar un día y otro día, le propuso honrosa paz. Fiado Urraca en la palabra de Campañón, se presentó en el pueblo y al momento fué reducido a prisión y cargado de cadenas. Evadióse de la prisión y sostuvo larga guerra, muriendo al fin con la pena de no haber podido arrojar a los invasores[95]. No dejó de ser Costa Rica campo[106] abonado para las conquistas de los españoles. Cuando Pedro de Alvarado, allá por el año 1527, se defendía en España de los cargos que se le hacían, su hermano Jorge penetró hasta Costa Rica, sometiendo algunos pueblos de indígenas. Tiempo adelante, el año 1542, hizo Diego Gutiérrez un asiento o convenio con el Rey para conquistar y poblar la provincia de Cartago, desde la bahía de Cerebaro hasta el cabo Camarón, en el río Grande (el San Juan)[96]. (Apéndice B.)

Terminaremos la conquista de la América Central, recordando los siguientes hechos. Tranquilo se hallaba Pedro de Alvarado en su gobierno de Guatemala, cuando la resolución de asuntos interiores le obligaron a trasladarse a México para consultar con el virrey Don Antonio de Mendoza. Sucedió á la sazón un levantamiento de chichimecas en el distrito de Guadalajara (Reino de la Nueva Galicia). Los indómitos chichimecas, por no pagar los tributos a sus señores, se subieron a las cumbres de las sierras y se dispusieron a pelear como bravos. Contra ellos fué Pedro de Alvarado, quien encontró allí la muerte (24 junio 1541)[97]. El virrey Mendoza, cediendo a los deseos de la viuda, Doña Beatriz, conocida desde la muerte de su marido con el nombre de La Sin Ventura[98], nombró gobernador interino de Guatemala a Don Francisco de la Cueva, hermano de la citada señora. Del gobierno de Honduras se encargó el tesorero Diego García de Celis. Terrible desgracia ocurrió en Guatemala bajo el gobierno de la Cueva. Cuentan las crónicas de aquellos tiempos que copiosa y abundante lluvia comenzó a caer sobre la ciudad y en sus inmediaciones desde el 8 de septiembre del año 1541. El día 10 bajó de la montaña, conocida desde aquella época con el nombre de Volcán de agua, terrible inundación, que destruyó gran parte de Santiago de Guatemala, encontrándose entre los ahogados Doña Beatriz de la Cueva, viuda del adelantado Don Pedro de Alvarado, una hija natural del dicho Don Pedro, llamada Ana, de edad de cinco años, y otras personas distinguidas. Los daños causados por la tormenta fueron muchos y muy importantes. Don Francisco de la Cueva, que hacía oficio de gobernador, y el obispo, se portaron per[107]fectamente en aquel día tristísimo. Los supervivientes, aterrados por desgracia tan inmensa, se trasladaron una legua más al Norte, donde se encuentra el valle de Panchoy, fundando allí la tercera ciudad, capital del reino y hoy arruinada, y a la cual se la conoce con el nombre de la Antigua.

Pasamos a relatar ciertos hechos referentes a la conquista de las Grandes Antillas. Dijimos en el primer tomo de esta obra que Cristóbal Colón, en su primer viaje, salió el 19 de noviembre de 1492 de Puerto Príncipe, camino de Babeque, Bohio y Haytí o Baytí. De Puerto Príncipe no se dirigió directamente a Babeque, pues se entretuvo hasta el 5 de diciembre en las costas de Cuba. Fondeó en la extremidad occidental de Haytí, isla a la que dió Colón el nombre de Española el día 6 de dicho mes, comenzando el 7 a explorar sus costas. Tenía entonces la isla—según Colón—cerca de un millón de habitantes[99], y estaba habitada por los cebuneyes al Oeste, y por los aravacos en el Centro y Este. Dividíase en cinco partes, gobernadas por sus respectivos caciques: Caonabo era señor de Maraguana, Bohechio de Xaragua, Garionez del país donde se fundó después Concepción de la Vega, Guanagari de la tierra que estaba a orillas del Artibonito, y Cayacoa del Higuey. Recordaremos que, habiendo fundado el Almirante la Isabela, primera ciudad europea del Nuevo Mundo, Bartolomé Colón echó los cimientos de Santo Domingo en el año 1498, sobre la costa del río Ozama. Dicen unos escritores que el hermano del Almirante dió el citado nombre a la ciudad en honor de su padre, llamado Domingo; según otros, por la devoción que tenía a Santo Domingo de Guzmán. En el correr de los tiempos el nombre de la capital Santo Domingo sustituyó al de Española, aplicándose después únicamente a la parte oriental de la isla. El P. Las Casas, cariñoso por demás con los indios, hace subir a 3.000.000 el número de víctimas que los conquistadores españoles hicieron en el país[100].

Descubierta la isla de Cuba por Colón en su primer viaje, y poblada por los siboneyes, fué conquistada en el año 1511 por Diego Velázquez, gobernador de la Española. Velázquez, con 300 soldados y acompañado del sacerdote (no fraile a la sazón), Bartolomé de las Casas, conquistó la isla, no sin derrotar y quemar vivo al cacique Hatuey. Encargó luego la pacificación del Camagüey al capitán Narváez, cuyos soldados lo llevaron todo a sangre y fuego. Velázquez fundó las ciudades de Baracoa, Sancti-Spíritus, Puerto Príncipe, Santiago de Cuba y la Habana. Murió en el año 1524.

Al S. de Cuba se encuentra Jamaica, descubierta por Cristóbal Co[108]lón en su segundo viaje, el año 1494. El Almirante la llamó Santiago, nombre que se olvidó pronto. Es una de las grandes Antillas, y en ella se establecieron los españoles en 1509. Los indígenas, pertenecientes a la misma raza que los de las otras grandes Antillas, se sometieron fácilmente; pero a Esquivel, su primer Gobernador, hombre bueno y compasivo, sucedieron malos conquistadores, cuya obra se redujo a exterminar a los aborígenes. Una flota que envió Cromwell, se apoderó de la isla (1655), en la cual sólo se contaban 3.000 habitantes, la mitad españoles y la otra mitad negros.

Consideremos la isla, que los indios llamaron Borinquén, Cristóbal Colón, San Juan Bautista[101], y los españoles, Puerto Rico[102]. Se dijo en su lugar correspondiente, que Cristóbal Colón, en su segundo viaje, descubrió la isla de Puerto Rico. En el año 1508, Juan Ponce de León, que se hallaba en la Isla Española, solicitó de Nicolás Ovando permiso para ir a la de San Juan de Puerto Rico. Concedido el permiso, se dirigió a la citada isla y desembarcó en un sitio, cuyo señor, el más poderoso de aquella tierra, se llamaba Agueinabá. Los habitantes tenían color cobrizo, más obscuro que el común de los naturales de América. Afirman antiguos escritores que era una tierra muy poblada de gente, y cultivada con tanto esmero, que parecía una huerta. Ponce de León fué recibido perfectamente por el cacique Agueinabá, y por él supo que algunos ríos conservaban oro abundante en sus arenas. La isla tenía pocos llanos, aunque sí muchos valles y altas montañas, numerosos ríos y algunos puertos, el mejor de ellos el de Puerto Rico. Ovando, inmediatamente que llegó a España, manifestó al Rey el servicio que le había hecho Ponce de León con su expedición a la isla. El Monarca premió a Ponce de León, nombrándole gobernador de Puerto Rico (1510), sin que el Almirante, como dice Herrera, le pudiese quitar[103].

El Gobernador envió presos a España a Juan Cerón y Miguel Díaz, hechuras del Almirante; fundó una población que llamó Caparra y otras menos importantes, e hizo el repartimiento de los indios. Entre los castellanos e indios comenzó la guerra, teniendo la desgracia Cristóbal de Sotomayor y otros cuatro castellanos de morir a manos de sus enemigos. Juan Ponce, comprendiendo la gravedad del caso, nombró tres capitanes para castigar a los revoltosos; los capitanes eran: Diego de Salazar, Miguel de Toro y Luis de Añasco, los cuales, cada uno al frente de treinta hombres, triunfaron de los indios. Ponce puso en paz la isla[109] de Puerto Rico, aunque los indígenas, en su desesperación, llamaron en su ayuda a los caribes de las islas cercanas. Posteriormente, disgustado Juan Ponce de León por la vuelta a la isla de Juan Cerón y Miguel Díaz, se dispuso a realizar descubrimientos de otras tierras. Al efecto, salió de la isla de San Juan en los primeros días de marzo de 1512, y pasando por la isla del Viejo, por Caycós (isleta de los Lucayos), por Amaguayo, por Maneguá, por Guanahani, llegó a la Florida[104]. Orgulloso con sus descubrimientos, pensando siempre que eran islas y no tierra firme, marchó a Castilla, esperando recibir mercedes de la corte. Tantas y tan grandes fueron las quejas que se dieron al Almirante acerca de Juan Cerón y Miguel Díaz, que, aconsejado de los Jueces de Apelación y de los Oficiales Reales, les quitó los Oficios y envió de gobernador al comendador Moscoso. Como tampoco se portara bien el citado Moscoso, pasó él a la isla, donde dejó por nuevo Gobernador, al tiempo de marcharse, a Cristóbal de Mendoza. Mendoza era persona discreta y contuvo las invasiones de los caribes, cada vez más atrevidos e insolentes.

Premió el Rey los servicios de Juan Ponce nombrándole Adelantado de la isla de Bimini y también de la Florida (considerada entonces como isla); además le ordenó que levantase una fortaleza en la isla de San Juan para la defensa de los caribes. Tanto miedo llegaron a inspirar dichas gentes, que se mandó armar tres navíos para correr las islas que eran guarida de los caribes, dándose el mando de la escuadrilla al citado Ponce (año de 1514). En los comienzos de mayo de 1515 se dirigió Ponce a la isla de Guadalupe, donde hizo desembarcar algunos hombres para recoger agua y leña, y algunas mujeres para que lavasen la ropa. Los salvajes, que estaban emboscados, mataron á los hombres y cautivaron las mujeres. Corrido por este suceso Ponce de León, se retiró con sus naves a San Juan de Puerto Rico, mientras el Gobierno dió licencia para que todos pudieran armarse contra los caribes y hacerles esclavos. Disgustado Ponce de León porque la fortuna no se había mostrado propicia ni en Guadalupe ni en la Florida, volvió a Cuba, acabando sus días en el año 1521. El Rey dió el Adelantamiento y las demás mercedes del padre al hijo, cuyo nombre era Luis. Como diremos al tratar del gobierno de Puerto Rico, la colonización se hizo con más lentitud que en la Española. «Los comienzos de la colonización—según Reclus—fueron muy difíciles: huracanes, una invasión de caribes y la destrucción de los primeros cultivos por las hormigas, hicieron abandonar la isla, que se repobló lentamente»[105]. (Apéndice C).


[110]

CAPITULO VI

Conquista del Perú.—Francisco Pizarro: su patria.—Pizarro en el Nuevo Mundo: sus primeros hechos.—Expedición de Andagoya.—Sociedad de Pizarro, Almagro y Luque.—Primera y desgraciada expedición de Pizarro.—Vuelta a Panamá.—Segunda expedición: descubrimientos de Ruiz.—Pizarro en el Imperio y Almagro en Panamá.—Pizarro y Almagro en la isla del Gallo.—Almagro en Panamá y Pizarro en la isla de Gorgona.—Los españoles en Tumbez.—Pizarro se embarca para España.—Pizarro y Hernán Cortés en Toledo.—Capitulación.—Pizarro en Trujillo: su familia.—Pizarro vuelve al Nuevo Mundo.—Descontento de Almagro.—Tercera expedición.—El Imperio en aquella época.—Huayna Capac.—Huascar y Atahuallpa.—Guerra y triunfo de Atahuallpa.—Pizarro en Tumbez: funda a San Miguel.—Pizarro y Hernando Soto en el interior del Imperio.—Los españoles en los Andes.—Embajadas del Inca.—El Inca Atahuallpa.—Atrevido plan de Pizarro.—El P. Valverde ante Atahuallpa.—Ataque de los españoles.—Prisión del Inca.—Muerte de Huascar.—Muerte de Atahuallpa.

Francisco Pizarro nació por el año 1471 en Trujillo (Cáceres), y era hijo ilegítimo de Gonzalo, capitán de infantería[106] y de Francisca González, mujer de humilde condición. Un día—se ignora el motivo de ello—desapareció de su pueblo y se embarcó para el Nuevo Mundo. Debió ir a Santo Domingo, donde permaneció ignorado, hasta que a fines de 1509, cuando contaba treinta años de edad, se alistó bajo las banderas de Alonso de Ojeda. Tiempo adelante tuvo Ojeda necesidad de ir a buscar recursos a la Española[107], y durante su ausencia, encargó del gobierno de San Sebastián, villa que acababa de fundar en Urabá, a Francisco Pizarro. Posteriormente, nuestro héroe se unió a Balboa, y con él iba cuando se descubrió el mar del Sur. Acompañó luego a Gaspar Morales, deudo de Pedrarias, en una expedición, cuyo[111] resultado fué desastroso, y más lo hubiese sido sin los servicios de Pizarro. En esta ocasión, un cacique del archipiélago de las Perlas, le hubo de señalar la dirección en que se hallaba un país muy rico (Perú). Cuando Pedrarias se declaró enemigo mortal de Vasco Núñez de Balboa, Pizarro se puso al lado del primero, prefiriendo el poderoso al humilde. Cuéntase que al trasladarse el gobierno de la colonia de Darién, atravesando el istmo, a Panamá, Pizarro no se separó de Pedrarias. En Panamá combatió á los indios y también en Panamá se decidió a realizar en la región del Sur las hazañas que en el Norte llevó a cabo Cortés. Se asociaron a Pizarro para la realización de su proyecto, Diego de Almagro y el sacerdote Hernando de Luque; Almagro era natural del pueblo de su nombre, y Luque cura de Panamá (Apéndice D). Es de advertir, que además de los datos que Pizarro pudo por sí mismo hallar del Perú, los tenía seguros y recientes. En aquel tiempo, un caballero llamado Pascual de Andagoya, organizó una expedición en Panamá (1522), y, haciéndose a la vela hacia el Sur, llegó hasta las riberas del río de San Juan, donde adquirió importantes noticias acerca del imperio de los Incas. Andagoya, después de comerciar con los indígenas, volvió a Panamá por el mal estado de su salud[108].

Francisco Pizarro.

Pizarro, Almagro y Luque compraron dos buques pequeños, de los cuales el mayor era uno de los construídos por Balboa para la misma expedición. En este buque y con 80 hombres de los 100 que se habían reclutado y cuatro caballos, salió Pizarro (mediados de Noviembre de 1524); Almagro debía seguirle cuando estuviese aparejado el buque menor. Tocó Pizarro en el archipiélago de las Perlas, atravesó el golfo de San Miguel, se dirigió al puerto de las Piñas y entró en el río Birú, internándose unas dos leguas. Continuaron recorriendo la costa, encontrando sólo pantanos, bosques y peñascos. Casi agotadas las provisiones, el único alimento de cada hombre consistía en dos mazorcas de maíz. Renegaban de la hora que habían salido de Panamá. Hasta las mazorcas se iban concluyendo y el hambre comenzaba a dejarse sentir de una manera aterradora. Pizarro, en aquella situación, dispuso que parte de la tripulación, a las órdenes de Montenegro, marchara a las islas de las Perlas en busca de provisiones, mientras que la otra, hallándose él a la cabeza, se estableció en un lugar de la costa y entró en relaciones con los indígenas. Volvió Montenegro, trayendo carne, fruta y maíz; durante su viaje, Pizarro hizo construir algunas barracas y buscó raíces para alimentar a los suyos, raíces que muchas de ellas eran venenosas, ocasionando la muerte de 27. Inmediatamente que llegó Montenegro, abandonaron aquel sitio, al que denominaron Puerto del Hambre. Recorrieron[112] algunos puntos de la costa, deteniéndose en un paraje que llamaron Pueblo Quemado, donde hubieron de sostener frecuentes luchas con indios feroces, en una de las cuales salió mal herido Pizarro. Reembarcáronse para Chicamá, punto inmediato a Panamá, pues deseaban enterarse del paradero de Almagro.

No era censurable, aunque otra cosa pareciese, la conducta de Almagro. En el momento que pudo se lanzó a la mar, siguiendo el mismo derrotero que Pizarro; derrotero que trató de conocer por las señales puestas en montes y playas. Desembarcó en Pueblo Quemado, sitio donde, si Pizarro fué herido, él, luchando con los salvajes, perdió un ojo. Continuó recorriendo la costa y, cuando creyó que Pizarro y los que le acompañaban habrían muerto, tocó en la isla de las Perlas. Allí supo el paradero de ellos, tomando inmediatamente el rumbo de Chicamá. Cuando, reunidos en Chicamá, trataron de continuar la expedición, vieron que los barcos se hallaban en mal estado y los recursos eran muy escasos. Hubieron de convenir que Almagro marchase a Panamá y pidiera auxilio. En efecto, se presentó en Panamá; pero encontró ruda oposición de parte del gobernador Pedrarias, como tampoco logró despertar entusiasmo en la mayor parte de la gente; sólo Luque no perdió la fe en aquellos momentos tan críticos. Consiguió lo que quería, esto es, que el Gobernador levantara su prohibición para el embarque de los que lo solicitasen, aunque no sin conceder a dicha autoridad parte de las ganancias que se obtuvieran, como también que se nombrase un adjunto a Pizarro que, por indicación de Luque, fué designado el mismo Almagro, a quien se dió el título de Capitán. Tal nombramiento supo a vinagre a Pizarro, y fué el comienzo del odio que tiempo adelante se tuvieron.

Reunidos en Panamá los tres socios (Pizarro, Almagro y Luque), hicieron las paces, jurando en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que prometían. Acordaron que se celebrase una misa para pedir a Dios la protección divina en la próxima expedición. El pacto que hicieron lo hubieron de sellar comulgando los tres con la misma hostia, siendo de notar que el celebrante fué el mismo Luque. Firmóse el contrato el 10 de marzo de 1526, y por él se comprometían al descubrimiento y conquista del Perú, debiendo Pizarro y Almagro tomar a su cargo la parte militar, mientras Luque se encargaría de suministrar los fondos necesarios[109]; los productos se repartirían por iguales partes.

[113] La segunda expedición fué más afortunada, contribuyendo seguramente a ello la inteligencia y habilidad del piloto Bartolomé Ruiz. Los asociados compraron dos buques y dos canoas, algunos caballos, armas y municiones. Salieron de Panamá y llegaron hasta el río San Juan. Mientras que Pizarro se situaba a las orillas del dicho río, Almagro volvía a Panamá en busca de nuevos socorros, y Bartolomé Ruiz pasaba adelante con una nave explorando la costa; y, por cierto, con alguna suerte, puesto que descubrió la isla del Gallo, la bahía de San Mateo, la tierra de Coaque, llegando hasta la punta de Pasaos, debajo del Ecuador. En alta mar alcanzó a ver una especie de carabela, o mejor dicho una balsa, en la cual iban algunos indios, tanto hombres como mujeres, procedentes de Tumbez, al parecer mercaderes, que llevaban muchos objetos de plata y oro, trabajados con bastante perfección. Lo que más le sorprendió fueron las camisetas de algodón y lana, tejidas con no poco primor y delicadeza. Traían además balanzas pequeñas para pesar los metales preciosos. Hicieron grandes ponderaciones del mucho oro y plata que se encontraba en su país, especialmente en Cuzco, la capital.

Por su parte Pizarro emprendió su marcha al interior; pero, como dice Herrera, «todo era montañas, con árboles hasta el cielo»[110]. En las colínas cubiertas de bosques encontró olorosas flores matizadas de diferentes colores; pájaros, especialmente de la familia de los loros; monos; reptiles de todas clases; la boa rodeando el tronco de algún árbol y el caimán tomando el sol a orilla de los ríos. Muchos españoles fueron víctimas de los caimanes y de los salvajes, en particular de los últimos, que les acechaban y caían sobre ellos al menor descuido. Vino el hambre a aumentar las desgracias de la gente de Pizarro; en los bosques sólo hallaban patatas silvestres y cocos, y en la playa el fruto del mango.

Almagro tuvo la suerte de encontrar en Panamá nuevo Gobernador. Llamábase D. Pedro de los Ríos, que dispensó a la empresa decidida protección, tanta que Almagro pudo volver pronto y reunirse con Pizarro llevando pequeño cuerpo de aventureros militares que acababan de llegar de la metrópoli.

Después de algunos días en que Pizarro y Almagro fueron juguete de las olas, arribaron a un puerto seguro en la isla del Gallo, visitada antes por el piloto Ruiz. Pasaron luego a la bahía de San Mateo, observando—como dice el citado Ruiz—que los habitantes eran más civilizados que los de otras partes y que las tierras estaban mejor cultivadas. En la costa veían grandes árboles de ébano, de una especie de caoba y de otras maderas duras; también el sándalo y muchos árboles olorosos. En los repechos de las colinas crecía el maíz y se criaba la pa[114]tata, y en las llanuras magníficos plantíos de cacao. Anclaron en el puerto de Tacamez, población de más de 1.000 casas, con calles y plazas, donde los hombres y las mujeres lucían adornos de oro y piedras preciosas. Allí se halla el río de las Esmeraldas, llamado así por las minas de esta piedra preciosa. No dejaron de observar el espíritu belicoso de los naturales del país, comprendiendo que necesitaban mayores refuerzos.

Tan acalorada fué la discusión entre Almagro y Pizarro acerca de la marcha del primero a Panamá y de la estancia del segundo en aquellas tierras, que llegaron a injuriarse y echar mano a las espadas; mas el tesorero Ribera y el piloto Ruiz lograron apaciguarlos. Almagro marchó a Panamá y Pizarro se quedó en la pequeña isla del Gallo. Los aventureros que se quedaron con Pizarro comenzaron á manifestar su profundo disgusto. Estaban rendidos de luchar con los horribles temporales de los trópicos, con terrenos escabrosos, con salvajes y caribes, con el hambre y las enfermedades. Llegaban a decir que en aquellas tierras ni siquiera había «lugar sagrado para sepultura de sus cuerpos.» Tanto creció el disgusto, que algunos soldados escribieron a sus parientes y amigos, dándoles noticia del miserable estado en que se hallaban; pero Almagro, comprendiendo la gravedad de este paso, dispuso apoderarse de las cartas y que no llegasen a su destino. Noticiosos de ello algunos soldados, acordaron escribir una carta y exponer con vivos colores sus desastres. Colocaron dicha carta dentro de un ovillo de algodón, que debía recibir, como muestra de los productos del país, la mujer del gobernador de Panamá. Terminaba la carta con una cuarteta escrita por Sarabia, natural de Trujillo, y en ella se pintaba a los dos jefes como socios de una carnicería; uno se ocupaba en traer el ganado (Almagro) y otro en degollarlo (Pizarro). La copla decía así:

Pues, señor Gobernador,
mirelo bien por entero,
que allá va el recogedor
y aqui queda el carnicero.

La carta, la vuelta de Almagro y la llegada del único buque que quedaba a Pizarro causaron profundo desaliento en Panamá. Exageróse por todas partes el contenido de la carta y mostrábanse tristes y abatidos los que habían venido con Almagro. El barco en aguas de Panamá, ¿necesitaba composición, como públicamente se decía, o era un pretexto para librarse Pizarro de gente levantisca y desobediente? Teniendo todo esto en cuenta, el gobernador D. Pedro de los Ríos se negó a escuchar las súplicas de Almagro y de Luque, y envió dos buques[115] para recoger a los expedicionarios. Cuando llegaron los dos buques, la alegría de los compañeros de Pizarro fué general; mas él viendo que nada conseguía con sus súplicas y ruegos, tiró de la espada y haciendo una raya en el suelo de Oriente a Poniente, extendió el brazo hacia el Sur y dijo: Camaradas y amigos: este es el camino de las penalidades, pero por él se va al Perú a ser ricos; y señalando en otra dirección, añadió: por allí vais al descanso, a Panamá, pero a ser pobres. Escoged. Y pasó la raya. Sólo 13 le siguieron y se llamaban Bartolomé Ruiz, Pedro de Candía, Cristóbal de Peralta, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jeréz, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre. «Estos fueron—escribe Montesinos—los trece de la fama; éstos los que cercados de los mayores trabajos que pudo el mundo ofrecer a hombres, y los que estando más para esperar la muerte que las riquezas que se les prometían, todo lo pospusieron a la honra, y siguieron a su capitán y caudillo para ejemplo de lealtad en lo futuro»[111]. Volvieron los dos buques a Panamá con los que se negaron a seguir hacia el Perú, y entre ellos el piloto Ruiz, que debía ayudar a Almagro y a Luque en aquellos momentos críticos.

Pizarro determinó abandonar la isla del Gallo. Hizo construir una balsa y se retiró con sus doce compañeros a otra isla distante 5 o 6 leguas de la costa, a la cual, recordando la mitología, dieron el nombre de Gorgona. Aunque tenían agua buena y abundante, y no les faltaba pesca ni caza, las exhalaciones maléficas de aquel suelo y la plaga de insectos venenosos abatieron el espíritu de aquellos héroes. Alentábanles sus sentimientos religiosos y en Dios pusieron toda su esperanza. Miraban al mar y por todas partes se veía la líquida llanura, excepto por el lado oriental, que quebraba la monotonía del horizonte prolongadísima línea de fuego. Era la reverberación del sol en las nevadas crestas de la cadena de los Andes.

Pasados siete meses, un día vieron aparecer las velas de un buque en el horizonte. Era el piloto Ruiz, que en pequeño barco con provisiones, armas y pertrechos llegaba a la isla Gorgona. En dicho barco Pizarro y los suyos se apresuraron a embarcarse, abandonando aquella miserable tierra, no sin profunda pena, porque en ella dejaban dos enfermos al cuidado de algunos indios amigos. Pasaron cerca de la isla del Gallo, descubrieron la punta de Tacumez, penetraron en mares hasta entonces no surcados por quillas europeas, admiraron el Chimborazo y el Cotopaxi, fondeando en la isla de Santa Clara, que se halla a la entrada de la bahía de Tumbez.

[116] Al día siguiente continuaron la navegación, llegando, en fin, a Tumbez, hermosa ciudad con casas de piedra y cal, colocada en el centro de fértil campo. Acudieron a la playa los habitantes de Tumbez y contemplaron con tanta curiosidad como sorpresa a los extranjeros y al barco. Dieron cuenta de lo que veían al curaca (gobernador) del distrito, quien sumamente generoso les mandó en muchas balsas plátanos, yucas, piñas, cocos, batatas, maíz y otros productos de la tierra, como también caza y pescado; además, algunas llamas (carnero peruano) vivas. Encontrábase a la sazón en Tumbez un noble indio (orejón), que fué a bordo con objeto de ver a los españoles[112]. Lo que importaba al jefe peruano era saber de dónde y con qué objeto habían venido a aquellas tierras. Contestóle Pizarro que habían venido para asegurar la legítima supremacía de su Rey y para enseñar a los indios la verdadera religión. Guardó profundo silencio el peruano, aunque es de creer que no le convencieran las razones del capitán español. Comió el noble indio con Pizarro, y al despedirse, nuestro héroe regaló al peruano una hacha que le había llamado mucho la atención, pues el uso del hierro era desconocido lo mismo a los hijos del imperio de los incas que al de los aztecas. Al día siguiente Pizarro obsequió al curaca con cerdos y gallinas, animales que no eran indígenas del Nuevo Mundo. Los españoles que visitaron a Tumbez quedaron admirados de la grandeza de la ciudad, que era frontera del Norte del imperio y contigua a la reciente adquisición de Quito. Despidióse Pizarro de los naturales de Tumbez y prosiguió su rumbo hacia el Sur.

Dobló el cabo Blanco y entró en el puerto de Paita, siendo recibido con el mismo espíritu de hospitalidad que en Tumbez. Recorrió la orilla de las llanuras arenosas de Sechuza, dobló la Punta de Aguja y siguió la costa en su dirección hacia el Este, «no perdiendo nunca de vista la cadena colosal de los Andes, que a medida que navegaban hacia el Sur casi siempre a la misma distancia de tierra, se iba presentando cumbre tras cumbre con sus estupendas crestas de hielo como un inmenso Océano que se hubiera detenido y helado de repente en medio de su tumultuosa carrera»[113].

Por todas partes que pasaba Pizarro era recibido por los naturales con generosa hospitalidad. Ellos, los indígenas, llamaban a los españoles hijos del Sol y les llamaban así por su blancura, por el brillo de sus armaduras y por los rayos que manejaban. Creían que los españoles eran dulces, cariñosos y buenos. «El corazón de hierro del soldado—como escribe Prescott—no había presentado aún su lado sombrío.[117] Era demasiado pronto para hacerlo. Aún no había sonado la hora de la conquista»[114].

No es extraño que los peruanos amasen a los españoles. Comenzaron muy bien. «Sin haber querido recibir el oro, plata y perlas que les ofrecieron, a fin de que conociesen no era codicia, sino deseo de su bien el que les había traído de tan lejanas tierras a las suyas»[115]. Siguiendo Pizarro su derrotero al Sur, pasó no lejos del punto en que había de levantarse la ciudad de Trujillo y llegó al puerto de Santa. Convencido de la existencia de un gran imperio indio, volvió por el mismo camino. En un pueblo que los españoles llamaron Santa Cruz, aceptó el convite de rica peruana; en Tumbez dejó a Alonso de Molina y él se llevó el peruano Felipillo y algún otro, y recogió en la isla de Gorgona a uno de los enfermos, pues el compañero había muerto, volviendo a anclar en el puerto de Panamá después de diez y ocho meses de ausencia[116].

Orgullosos podían estar los tres socios con el nuevo descubrimiento, aunque el gobernador Pedro de los Ríos, no convencido de la importancia o tal vez desanimado por su misma magnitud, se negó a prestar auxilio a la empresa. Entonces acordaron los tres socios acudir al Rey.

Designóse para ello a Pizarro, por empeño de Almagro y contra la opinión de Luque. Quería el sacerdote que se diera el encargo al licenciado Corral, funcionario dignísimo y que iba a marchar a España por asuntos de público interés. Sostuvo Almagro con cierta energía que Pizarro debía ser el designado, pues nadie—según él—podía desempeñar tan bien la misión como la persona más interesada. Accedió Luque; mas conocedor del carácter de sus dos amigos y del corazón humano, exclamó: «Plegue á Dios que no os hurtéis uno á otro la bendición, como Jacob á Essaú.» Reunidos con alguna dificultad 1.500 pesos de oro, Pizarro, acompañado de Pedro de Candía, y llevando consigo algunos indígenas, dos o tres llamas, adornos y vasos de oro y plata, y varios tejidos de lana, se embarcó en el puerto llamado Nombre de Dios en la primavera de 1528, llegando a Sevilla a principios del verano y trasladándose a Toledo, donde fué recibido con mucha bondad por el Emperador. El relato que hizo de su viaje causó la admiración de todos. No le inmutó ni la majestuosa presencia de Carlos V, ni la legendaria figura de Hernán Cortés, con quien se encontró en los salones regios, ni la brillante corte de Toledo. Cuando Hernán Cortés terminaba su carrera, Pizarro comenzaba la suya: el primero había conquistado el Norte y el segundo aspiraba a conquistar el Sur, los dos imperios más[118] poderosos y ricos del Nuevo Mundo. Orillados algunos obstáculos, se firmó la capitulación entre el gobierno y Pizarro el 26 de julio de 1529. Por el citado documento se nombraba a Pizarro, por vida, gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dió entonces al Perú (como el de Nueva España se había dado a México). Obtuvo, además, el título de Adelantado y de alguacil mayor de la tierra; dignidades ambas que se había comprometido a obtener para Almagro. Al citado Almagro se le nombró comandante de la fortaleza de Tumbez, y al Padre Luque, tiempo adelante, se premiarían sus servicios con el obispado de la citada población peruana: entretanto se le dió el título de Protector general de los Indios de Nueva Castilla[117]. No se olvidó Pizarro de los compañeros que quedaban vivos de la isla del Gallo, recibiendo Bartolomé Ruiz el título de Piloto mayor de la Mar del Sur, y los restantes, unos fueron nombrados hijosdalgo y otros caballeros. Diéronse algunas disposiciones para estimular la emigración a aquel país. Se mandó a Pizarro que tuviese en su gobernación los religiosos eclesiásticos y oficiales reales que por su Majestad fuesen nombrados[118]. Entre otras disposiciones, no deja de ser curiosa la prohibición de que no hubiese Letrados ni Procuradores en la nueva colonia, considerándose que la presencia de ellos era perjudicial para el sosiego, paz y armonía de aquellos habitantes. Pizarro, a su vez, se comprometió a levantar en el término de seis meses una fuerza de 250 hombres perfectamente equipados, pudiéndose sacar 100 de ellos de las colonias. También se obligaba a emprender la expedición a los seis meses de su vuelta a Panamá.

Para la compra de artillería y todos los pertrechos militares obtuvo del Gobierno algunos fondos, aunque no todos los que necesitaba. Consiguiólos con dificultad y tal vez le ayudara en este particular su amigo—y pariente según algunos—Hernán Cortés. No dejó de costarle del mismo modo gran trabajo la reclutación de gente. Con esta idea—ó más bien con el deseo de visitar el lugar de su nacimiento—salió de Toledo para Trujillo. Allí se le reunieron cuatro hermanos que tenía: el mayor, llamado Hernando, era legítimo; los otros tres eran ilegítimos (Gonzalo y Juan Pizarro, por parte de padre, y Francisco Martín de Alcántara, por parte de madre). Es de sentir que Hernando, tan feo de cuerpo como de alma, ya por ser el mayor de todos, ya por la circunstancia de ser legítimo, ejerciese poderosa influencia sobre los demás y aun sobre el mismo que enaltecía su apellido. «Todos—escribe Oviedo—eran pobres, y tan orgullosos como pobres, e tan sin hacienda[119] como deseosos de alcanzarla.»[119] No encontró Pizarro en sus paisanos el apoyo que esperaba.

De cualquier modo que sea, se dió la expedición a la vela (enero de 1530) y llegó felizmente a Nombre de Dios. Grande fué—como era de esperar—el disgusto de Almagro cuando supo que todos los cargos importantes se habían dado a Pizarro y a él uno de escaso valor, que no estaba en relación con sus servicios. Vino a agriar más la cuestión el orgulloso é insensato Hernando Pizarro. Sin embargo, los prudentes consejos de Luque y del licenciado Espinosa, influyeron de tal modo en el ánimo de los dos jefes, que se verificó aparente reconciliación, no sin ofrecer Pizarro ceder a Almagro el empleo de Adelantado y solicitar del Monarca que confirmara dicha cesión.

¿Se quejaba con razón Almagro? El cronista militar Pedro Pizarro sostiene que su pariente pidió para Almagro el empleo de Adelantado, a lo cual no accedió el Gobierno, que no quería separar dicho cargo del de gobernador y capitán general. Enseñaba la experiencia que, empleos tan importantes, no debían confiarse a distintos individuos. Si tales razones, y otras que dió Pizarro, convencieron o no a su rival, nada importa.

Lo cierto es que, con los refuerzos de España, con los de Panamá y con algunos de la provincia de Nicaragua (colonia que era una rama de la de Panamá), y después de bendecir el estandarte real y la bandera de los expedicionarios, de predicar un sermón Fr. Juan de Vargas, de celebrar una misa y de administrar la comunión a todos los soldados, Pizarro, al frente de 180 hombres y 27 caballos, salió de Panamá y emprendió su tercera y última expedición en los primeros días de enero de 1531. Almagro, como de costumbre, se quedó allí para reunir refuerzos. A los trece días de navegación, fondearon en el puerto de San Mateo, emprendiendo desde dicho puerto el viaje por tierra a lo largo de la costa, en tanto que los buques seguían su rumbo a cierta distancia. Después de muchas penalidades, llegaron a un pueblo de la provincia de Coaque, donde encontraron regular cantidad de plata, oro y piedras preciosas, llamando la atención entre éstas, hermosa esmeralda, del tamaño de un huevo de paloma, que tomó Pizarro. Con el oro y la plata adquiridos, se hizo un montón, del cual se dedujo la quinta parte para la Corona, distribuyéndose el resto en la proporción convenida entre los oficiales y soldados. Este fué el sistema que se observó durante la conquista. Mandó Pizarro a Panamá el valor de veinte mil castellanos de oro. Siguió su marcha por la costa; pero no acompañado de los buques, que habían vuelto a Panamá en busca de refuerzos. Encontróse[120] Pizarro en situación muy triste. La arena de la playa, removida por el viento, cegaba a los soldados, al mismo tiempo que los rayos de sol abrasador casi les ahogaba de calor. Para mayor desgracia, se vieron acometidos de una enfermedad que consistía en grandes verrugas que se presentaban en el cuerpo, y al abrirlas con lanceta, echaban tal cantidad de sangre, que el enfermo moría de resultas. Por otra parte, desde que los españoles cometieron tantos excesos en Coaque, las cosas habían variado por completo. Ya no se les consideraba como seres superiores bajados del cielo, sino como ladrones y criminales. Antes se les ofrecía hospitalidad, y a la sazón se huía de ellos para guarecerse en las montañas próximas. El clima, las enfermedades y la enemiga de los naturales del país, abatieron el ánimo de los soldados, particularmente de los de Nicaragua, que habían dejado el paraíso de Mahoma, por una tierra miserable e ingrata[120].

Afortunadamente recibieron en Puerto Viejo un refuerzo de 30 hombres, mandados por Belalcázar. Algunos hubieran deseado establecerse en Puerto Viejo; mas Pizarro deseaba por momentos llegar a Tumbez, y con este objeto se trasladó a la isla de Puna, próxima á la citada población y en la embocadura del río de Guayaquil. Incorporóse a Pizarro otro refuerzo de 100 voluntarios y algunos caballos, que dirigía el capitán Hernando de Soto, descubridor tiempo adelante del río Mississipí.

Huascar.

Antes de narrar la conquista del imperio de los Incas por Pizarro, daremos a conocer, aunque muy sucintamente, la situación de dicho imperio en aquella época. Hacía como unos siete años que el inca Huayna Capac, hijo de Tupac Inca Yupanqui, había conquistado el reino de Quito. La capital del Perú era el Cuzco, población admirablemente situada, muy rica y asiento del gran templo del Sol. Huayna Capac, como los príncipes peruanos anteriores a él, tenía muchas concubinas que le dieron numerosa posteridad. El heredero de la Corona, hijo de su mujer legítima y hermana, se llamaba Huascar; seguía en el orden de sucesión Manco Capac, hijo de otra mujer prima del Monarca; y el tercero de los hijos, de nombre Atahuallpa, habido en una hija del último Scyri de Quito, si no tenía derecho a la Corona, gozaba del cariño más profundo de su padre. Es de notar que habiendo vivido Huayna Capac sus últimos tiempos en Quito, tuvo a su lado a Atahuallpa, a quien crió y educó con verdadera solicitud. En la hora de su muerte Huayna Capac hizo llamar a los altos funcionarios de la Corona y declaró que su última voluntad era que el reino de Quito pasase a Atahuallpa y el del Perú a Huascar; luego encargó a sus dos hijos que vi[121]viesen en paz y amistad. Si en los últimos momentos de su vida, para tranquilidad de su conciencia, quiso dar al nieto lo que había robado al abuelo, también derogó las leyes fundamentales del imperio y arrojó la manzana de la discordia a los herederos de su autoridad. Debió ocurrir la muerte a fines de 1525, seis años largos antes de la llegada de Pizarro a Puna[121].

Cuando Huayna Capac, poco antes de morir, tuvo noticia de la primera aparición de los españoles en el país, dijo a los magnates del imperio—según escribe Garcilaso de la Vega—las siguientes palabras: «Mucho ha que por revelación de nuestro padre el Sol tenemos, que pasados doce reyes de sus hijos, vendrá gente nueva y no conocida en estas partes, y ganará y sujetará a su Imperio todos nuestros reinos y otros muchos. Yo me sospecho que serán de los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar: será gente valerosa que en todo os hará ventaja. También sabemos que se cumple en mí el número de los doce Incas. Certifícoos que a los pocos años que yo me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que nuestro padre el Sol nos ha dicho, y ganará nuestro Imperio y serán señores de él. Yo os mando que les obedezcais y sirvais como a hombres que en todo os harán ventaja: que su ley será mejor que la nuestra, y sus armas poderosas e invencibles más que las vuestras. Quedaos en paz, que yo me voy a descansar con mi padre el Sol que me llama.»

Sólo unos cuatro o cinco años vivieron en paz Huascar y Atahuallpa. Era el primero hombre de carácter pacífico, bueno y generoso; y el segundo, por el contrario, se distinguía por su pasión por la guerra, por su perfidia y crueldad. Atabalipa—pues así llaman también otros cronistas a Atahuallpa—, con sus ejércitos dirigidos por sus valerosos generales Quzquiz y Challenchina, llevó la guerra hasta el corazón del imperio de su hermano. Comenzó triunfando en la falda del Chimborazo, tomó a Tumebamba, cuya ciudad, como otras del distrito de Cañaris, entró a sangre y fuego; se estableció en Caxamalca, cruzó el río Apurimac, acampando cerca de la capital del Perú. En la llanura de Quipaypan se iba a decidir el término de la lucha y que duró desde la mañana hasta la noche. La fortuna se declaró en favor de Atahuallpa, siendo hecho prisionero el inca Huascar. Dióse la batalla en la primavera de 1532.

Atahuallpa recibió en Caxamalca la noticia de la victoria, y ordenó al punto que su hermano fuese trasladado a la fortaleza de Xauxa. Garcilaso de la Vega, que era de la raza Inca y sobrino por parte de madre de Huayna Capac, dice que Atahuallpa hizo reunir en el Cuzco[122] a todos los nobles Incas esparcidos en el país, con el objeto de deliberar acerca de la división del Imperio entre él y su hermano. Cuando estaban reunidos les rodeó la soldadesca y los mató a todos. De esta manera fueron exterminados todos los individuos que podían alegar mejores títulos que Atahuallpa a la Corona, llegando en su locura a matar a sus hermanos de padre, esto es, a todos los que tenían en sus venas sangre inca. «A las mujeres, hermanas, tías, sobrinas, primas hermanas y madrastras de Atahuallpa, colgaban de los árboles y de muchas horcas muy altas que hicieron; a unas colgaron de los cabellos, a otras por debajo de los brazos y a otras de otras maneras feas, que por la honestidad se callan; dábanles sus hijuelos que los tuviesen en brazos; teníanlos hasta que se les caían y aporreaban»[122]. Contaron todas estas cosas a Garcilaso su misma madre y un tío suyo, hermano de su madre, llamado D. Fernando Huallpa Tupac Inca Yupanqui, que tuvieron la dicha de salvarse de la matanza general de la familia. Pero si realmente—como escribe con mucho acierto Prescott—trató Atahuallpa de exterminar la raza Inca, ¿cómo es que el mismo historiador confiesa que setenta años después de la supuesta matanza existían cerca de seiscientos descendientes de la raza pura por cuyas venas corría la sangre real?[123] ¿Por qué esta matanza, en lugar de ceñirse a las ramas legítimas del tronco real, que tenían más derechos a la Corona que el usurpador, se extendió a todos los que estuviesen enlazados con él, aun en el grado más remoto? ¿Por qué incluyó a las ancianas y a las doncellas y por qué se las sometió a tormentos tan refinados y supérfluos, cuando es evidente que unos seres tan poco poderosos nada podrían hacer que excitase los celos del tirano? ¿Por qué cuando se sacrificaron tantos a una vaga aprensión de riesgo futuro se dejó vivir a su rival Huascar y a su hermano menor Manco Capac, los dos hombres de quienes más tenía que temer el vencedor? ¿Por qué, en fin, ninguno de los que escribieron medio siglo antes que Garcilaso refieren suceso semejante?[124].

[123] No cabe duda que en la relación de Garcilaso la leyenda ha sustituído a la historia. La madre y un tío del historiador, de la raza Inca, y de menos de diez años de edad cuando se realizaron las supuestas crueldades de Atahuallpa, no son testigos a quienes podamos seguir sin recelo alguno. Bastará decir que Atahuallpa destronó al inca Huascar y fué enemigo mortal de la citada raza. Si cronistas españoles repitieron y aun exageraron lo dicho por Garcilaso, quisieron con ello justificar la conducta inhumana y cruel que siguió Pizarro con Atahuallpa.

Continuando el hilo de la historia del vencedor de Quipaypan, haremos notar que ya pudo tomar la borla encarnada, diadema de los incas, olvidándose seguramente de que los extranjeros blancos iban a llegar pronto y a destruir el imperio, como en los últimos momentos de su vida había anunciado Huayna Capac.

Pizarro había salido de la isla de Puna y desembarcado en Túmbez. Vió con sorpresa que aquella población, donde antes fuera agasajado con tanta solicitud, se hallaba desierta y casi destruída. Pudo, sin embargo, apoderarse de algunos fugitivos, entre los cuales se hallaba el curaca de Túmbez, quienes le dijeron que la ruina del pueblo era consecuencia de la guerra civil que destrozaba el imperio. Militaban en opuestos bandos las tribus feroces de Puna y los de Túmbez, logrando aquéllas la victoria y con la victoria terrible castigo de sus enemigos. Grande era el desaliento de los españoles, sin embargo de las brillantes pinturas que les hicieron los indios acerca de la riqueza del país y de la magnificencia de la Corte imperial. Creían que todo era leyenda.

Comprendió Pizarro que no había que perder tiempo. A principios de mayo de 1532, habiendo dejado a los menos fuertes y a los enfermos en Túmbez, él se dirigió por el camino más llano hacia el interior, en tanto que Hernando de Soto marchó a explorar las faldas de la sierra. Ordenó, bajo severas penas, que a los indígenas no les fuese hecha fuerza ni descortesía. A unas 30 leguas al Sur de Túmbez encontró el rico valle de Tangarala, cuyas condiciones le parecieron buenas para el establecimiento de la colonia. Tan buenas le parecieron que, sin perder tiempo, dispuso que se trasladasen allí los que había dejado en Túmbez. En cuanto llegaron se comenzó a edificar la colonia de San Miguel, la cual se abandonó después por un sitio más sano en las márgenes del Piura. El nombre de San Miguel de Piura recuerda la primera fundación colonial de los españoles en el imperio de los incas. Habiendo esperado en vano refuerzos, a los cinco meses de desembarcar en[124] Túmbez, salió Pizarro (24 septiembre 1532) al frente de su pequeño ejército, dejando en San Miguel algunas fuerzas al mando del contador Antonio Navarro. Llevaba 100 infantes (entre ellos tres arcabuceros y unos 17 ballesteros) y 77 caballos; con hueste tan escasa penetró en el corazón del país y se dirigió al campamento de Atahuallpa. Atravesaba hermosas y bien cultivadas tierras; canales y acueductos cruzaban de una parte a otra, regando árboles frondosos y deliciosas huertas. Flores de diferentes clases despedían puros aromas, que saturaban la atmósfera. Por todas partes eran recibidos con contento por los sencillos habitantes. En todos los pueblos de alguna importancia se encontraba alguna fortaleza o posada real, residencia del Inca en sus viajes; también en ella había cómodo alojamiento para las tropas y almacenes para los víveres.

Comprendiendo Pizarro que el desaliento comenzaba a cundir entre los suyos, tomó una resolución atrevida. Con el pretexto de pasar revista á su pequeño ejército, dijo a los soldados que si alguno no tenía valor para seguir adelante, podía volverse a S. Miguel, cuya guarnición era corta, ofreciéndoles desde luego la misma cantidad de tierras y vasallos que los repartidos a los nuevos colonos. Consiguió Pizarro lo que se había propuesto; sólo cuatro infantes y cinco de caballería se aprovecharon del permiso general.

Volvió a emprender su marcha y se detuvo en un pueblo llamado Zaran, en tanto que Hernando de Soto se dirigió hacia Caxas en busca de noticias sobre el estado de las cosas. Volvió Soto a los ocho días de haber salido, acompañado de un embajador del Inca y de otros indios de inferior condición. Hízole el embajador por orden del Inca, un regalo de poca valía y le invitó, en nombre también de su amo, a pasar al campamento de Caxamalca. Pizarro del mismo modo obsequió al Inca con un gorro de paño encarnado, algunas bagatelas de vidrio y otros juguetes, mandándole a decir que deseaba llegar pronto a su presencia. Hernando de Soto, habiendo visitado a Caxas y a la ciudad vecina de Guancabamba, volvió á dar cuenta de su misión á Pizarro; díjole, entre otras cosas, que el Inca estaba acampado con poderoso ejército en Caxamalca y los muchos recursos con que contaba.

Prosiguió su marcha, se detuvo en Motupe y llegó por fin al pie de los Andes. Reconoció un camino en dirección al sur que iba al Cuzco, y que muchos deseaban seguir; pero se opuso a ello Pizarro, importándole poco los grandes peligros, porque la ayuda de Dios es mucho mayor. Emprendióse la subida de los Andes, marchando a la cabeza Pizarro con 60 infantes y 40 caballos; su hermano Hernando debía seguirle con la demás fuerza. Estrechas y muy pendientes sendas en los[125] ásperos costados de los precipicios que formaban las altas montañas, peñascos que se levantaban en medio del camino, escalones hechos de la misma piedra y por los cuales tenía que subir el soldado, llevando los caballos por la brida, y allá, en la cumbre de una garganta, una fortaleza, hecha de piedra, donde un puñado de hombres hubieran podido disputar el paso a un ejército entero, y todavía más arriba otra fortaleza más fuerte que la anterior. En ella se alojó Pizarro para pasar la noche. Al día siguiente, sin esperar á su hermano que le seguía de cerca, emprendió su marcha por los intrincados desfiladeros de la sierra. El frío era horroroso y la vegetación pobre. En lugar de las diferentes clases de animales que antes habían visto, ahora sólo contemplaban la vicuña, que desde encumbrado pico parecía mofarse del cazador; y en lugar de los brillantes pájaros que eran la alegría de los espesos bosques de los trópicos, ahora únicamente miraban el condor «que cerniéndose en los aires—como dice Prescott—á una elevación inmensa, seguía con melancólicos gritos la marcha del ejército, como si el instinto le guiara por el sendero de la sangre y de la carnicería...»

Llegaron, tras penosa marcha, a la cumbre de la cordillera. Desde allí se extiende árida y dilatada llanura, cubierta de pajonal, hierba amarilla, que vista desde abajo ciñendo la base de los picos cubiertos de nieve, e iluminada con los rayos de ardiente sol, parece pináculos de plata engarzados en oro. Detuvóse Pizarro para esperar la retaguardia. Estando reunidos los dos hermanos, llegó una embajada india trayendo un regalo de llamas al jefe español. Dijo el embajador que su señor deseaba verle cuanto antes, y que a la sazón se encontraba cerca de Caxamalca, en un sitio donde había manantiales de agua caliente. Con cierto orgullo hubo de hacer alarde del poder militar y de los recursos de Atahuallpa. Pizarro, por su parte, no negó las proezas militares de Atahuallpa, si bien dijo que el soberano español se hallaba tan por encima del Inca, como lo estaba el Inca del último de los curacas.

Continuaron la marcha los españoles, empleando todavía dos días para atravesar aquellas elevadas cordilleras. Comenzó en seguida la bajada, que no dejó de ser dificultosa. Presentóse otro embajador del Inca con otro regalo de llamas y con las mismas promesas que el anterior.

Al séptimo día de camino avistaron el valle de Caxamalca. Pizarro conocía por las noticias que iba recibiendo la falsa actitud del Inca; pero él había formado el plan que debía seguir y resuelto estaba a ello, tal vez siguiendo el ejemplo de Hernán Cortés y acaso por los consejos que el conquistador de México le diera en España. Sabía que la organización del Imperio era completamente autoritaria y que el Inca personifica la religión, la patria, el ejército y todos los elementos sociales; de modo[126] que el éxito de la empresa consistía en apoderarse de Atahuallpa. Decidióse a realizar empresa tan temeraria. A su vez el Inca formó el propósito de apoderarse de los aventureros, haciéndolos caer en una celada que había dispuesto. Si eran superiores los soldados extranjeros a los suyos, la superioridad dependía exclusivamente de sus armas y de sus caballos; por lo demás, tenían las mismas flaquezas y las mismas pasiones. No recordaba Atahuallpa las tristes predicciones que al fallecer salieron de los labios de Huayna Capac sobre la destrucción del Imperio. Además, acababa de hacer prisionero a su hermano Huascar y dominaba en absoluto lo mismo en Quito que en el Perú.

Era pintoresco el valle de Caxamalca; estaba cultivado con suma habilidad y la vegetación se manifestaba espléndida. Como a una legua de distancia se elevaban columnas de vapor, producidas por las aguas termales, en mucha estima a la sazón por el Inca. En el declive de las colinas se descubrían multitud de blancas tiendas de campaña, donde estaba acampado ejército numeroso. Dividió Pizarro en tres divisiones su ejército y penetró en Caxamalca, que se hallaba completamente desierta. En una ciudad de 10.000 habitantes sólo encontraron tres o cuatro mujeres que les miraron con ojos de compasión. Estaban construídas las casas con arcilla endurecida al sol y los techos eran de paja o madera; algunas se distinguían porque era de piedra su fábrica. Entraron en ella el 15 de noviembre de 1532. Impaciente Pizarro por averiguar las intenciones del Inca, mandó primero a Hernando de Soto con 15 jinetes al campamento imperial y en seguida a su hermano Hernando con 20 caballos más. Habían andado una legua escasa, cuando llegaron al campamento. Hallaron al Inca rodeado de sus nobles, de sus oficiales y de las mujeres de la casa real. Estaba sentado en un almohadón, a la manera de los musulmanes, distinguiéndose, no por su traje, que era más sencillo que el de sus cortesanos, sino por la borla encarnada que le caía sobre la frente. Hernando Pizarro y Hernando de Soto, con dos o tres de los que les acompañaban, se colocaron en frente del Inca, y el primero, en nombre de su hermano, le dió cuenta de su misión, invitándole a que visitase a los españoles en su residencia actual. Atahuallpa no contestó una palabra, ni aun hizo un gesto, aunque se lo tradujo todo el intérprete Felipillo; sólo uno de los nobles que le rodeaban, contestó: «está bien.» Insistió Hernando Pizarro en que él diese la respuesta. Entonces le miró sonriéndose, y le dijo que al día siguiente, con algunos de sus principales vasallos, pasaría a ver al capitán español. Refieren los cronistas españoles que Soto metió espuelas y dió rienda a su hermoso caballo, haciéndole luego caracolear alrededor del Inca, quien conservó su inmutable serenidad, añadiendo que algunos soldados,[127] llenos de temor, huyeron a la desbandada. Hasta tal punto disgustó a Atahuallpa la cobardía de los fugitivos, que les hizo luego matar. Así lo cuentan nuestras historias. En seguida los criados del Inca ofrecieron algunas cosas de comer a los españoles, los cuales no las aceptaron, aunque sí bebieron un poco de chicha, servida en grandes vasos de oro por las bellezas del harén imperial.

El regreso de los embajadores a Caxamalca produjo profundo desaliento en sus compañeros, cuando oyeron referir el esplendor de la corte, lo numeroso y disciplinado de su ejército y la civilización del país. Comprendieron entonces que había sido temeridad el penetrar en el corazón del imperio, sin poder avanzar ni retroceder. Estaban perdidos sin remedio, si Dios no les ayudaba en la empresa. En Dios puso toda su esperanza Francisco Pizarro. Confiad—les dijo—en el auxilio de la Providencia, y si cumplís exactamente mis instrucciones, estoy seguro de que triunfaremos. Convocó a sus oficiales para decirles que se proponía llevar allí al Inca y cogerle prisionero a presencia de todo su ejército. El proyecto sería desesperado; pero no quedaba otro camino. Todo estaba reducido a anticiparse a lo que Atahuallpa trataba de hacer con ellos. Pizarro quería hacer con el soberano del Perú lo que Cortés había hecho con el monarca de México. Pero la prisión del azteca tenía algo de voluntaria y la del Inca era violenta. Además, las fuerzas de Cortés eran mayores que las de Pizarro, y las de Moctezuma eran menores que las de Atahualpa. Ante tantos peligros como rodeaban a los españoles, no es de extrañar que los sacerdotes que iban en la expedición pasasen orando toda la noche.

Amaneció el 16 de noviembre de 1532. Sonaron las trompetas al romper el alba. Pizarro colocó la caballería en la plaza, dividiendo aquélla en dos porciones, una a las órdenes de su hermano Hernando y otra a las de Soto. La infantería la situó en otro edificio de la misma plaza. Pedro de Candía, con unos cuantos soldados y dos falconetes se apostó en una fortaleza de piedra situada en la extremidad de la citada plaza. El tomó 20 hombres escogidos para acudir donde hubiese necesidad. Las tropas comieron abundantemente, las armas se afilaron y en los pretales de los caballos se pusieron muchas campanillas para que aumentasen con su ruido el espanto de los indios. Celebróse solemne misa por los eclesiásticos que iban en la expedición, los cuales aseguraron en nombre de Dios y de su Madre Santísima la victoria; luego todos, sacerdotes y soldados, cantaron el Exurge, Domine, et judica causam tuam.

Ya entrado el día recibió Pizarro un mensaje de Atahuallpa anunciando su visita y diciendo también que llevaría a la gente armada[128] como los españoles habían ido a su campamento. «De la manera que viniere—contestó el Gobernador al mensajero—lo recibiré como amigo y hermano»[125]. Cuando llegó el Inca como a un cuarto de legua de Caxamalca, determinó establecer allí el campamento, aplazando la visita para el día siguiente; determinación que hubo de contrariar mucho a Pizarro, hasta el extremo que rogó al Inca, por medio del mismo mensajero que trajo la noticia, que cambiase de propósito, pues deseaba cenar con él aquella noche. Accedió el Inca, lo cual prueba, dígase lo que quiera en contrario, que obraba de buena fe. Tampoco damos crédito á lo que dice Hernando Pizarro en carta dirigida a la Audiencia de Santo Domingo un año después de los sucesos, y es que acompañaban a Atahuallpa unos 5 o 6.000 indios, quienes llevaban escondidas porras pequeñas, hondas y bolsas con piedras. ¿Cómo podía concebir el Inca que en el centro de su imperio, rodeado de su corte y de algunas tropas, teniendo cerca numeroso ejército, hubiese un hombre tan temerario que se atreviera apoderarse de su persona?

Faltaba poco para ponerse el sol cuando la comitiva llegó al pueblo. Venían primero algunos centenares de criados destinados a limpiar el camino que debía recorrer el Inca y en cantar himnos de triunfo que en nuestros oídos—dice uno de los conquistadores—sonaban cual si fuesen canciones del infierno[126]. Venían después otras compañías de indios: unos vestidos con tela blanca y colorada; otros sólo de blanco con martillos o mazas de plata y cobre en las manos; últimamente los guardias del inmediato servicio de Atahuallpa con su rica librea azul y profusión de ornamentos de alegres colores, indicando su nobleza los largos pendientes que colgaban de sus orejas. El Inca venía sobre unas andas y el asiento que traía era un tablón de oro que pesó un quintal[127]; el palanquín estaba cubierto de chapas de oro y plata, y adornado con delicadas plumas de pájaros tropicales[128]; entre las alhajas que llevaba el monarca sobresalía un collar de esmeraldas y brillantes de tamaño extraordinario[129]. Llegó a la plaza, mandó hacer alto y no viendo a los españoles, preguntó: ¿dónde están los extranjeros? En aquel instante Fr. Vicente de Valverde, religioso dominico, capellán de Pizarro (después obispo de Cuzco), llevando en una mano un Crucifijo y en la otra el Breviario, se acercó al Inca, le hizo una reverencia, le santiguó con la Cruz y le explicó algunos misterios de nuestra religión. Impasible estuvo Atahuallpa oyendo cosas que no entendía; pero cuando[129] dijo Valverde que su reino estaba dado por el Papa al emperador Carlos V, de quien debía reconocerse tributario y vasallo, el rostro del Inca se demudó y sus ojos centellearon de ira, preguntando, entre otras cosas, con qué autoridad se le hablaba de aquella manera. Por toda respuesta el fraile le presentó el Breviario. Atahuallpa lo cogió, pasó algunas hojas y lo arrojó al suelo. El bueno del fraile se apresuró a cogerlo y corrió a referir al Gobernador el ultraje hecho al sagrado libro[130]. Pizarro agitó entonces una bandera blanca, que era la señal convenida; sonó un tiro de la fortaleza y todos se lanzaron a la plaza gritando ¡Santiago y a ellos! La caballería y la infantería en columna cerrada cayeron sobre la muchedumbre de indios. Los gritos de los españoles, el estrépito de los caballos, el sonido de los cascabeles puestos en los pretales, el ruido de la artillería y arcabucería y el humo de la pólvora, daban verdadero carácter de terror a la escena. Los indios, cogidos de sorpresa, amontonados, oprimiéndose unos a otros, dejábanse matar. En torno del Inca la mortalidad era mayor. Los fieles nobles ofrecían sus pechos por escudo de su querido soberano. Cuentan—y de cuento puede calificarse el relato de los cronistas españoles—que los nobles indios, como antes se dijo de la tropa, llevaban armas ocultas bajo los vestidos. Parece ser que alguno de los nuestros intentó matar a Atahuallpa y que el Gobernador gritó entonces: Nadie hiera al indio so pena de la vida[131]. Aproximóse al Inca, que cayó al suelo, rodando con él la borla imperial. El sol desaparecía del horizonte. ¿Creerían los indios que les abandonaba para siempre?

Los españoles mataron—según un descendiente de los Incas—unos diez mil indios[132]. De los nuestros sólo hubo un herido, Francisco Pizarro; y lo fué involuntariamente (cuando se disponía a coger prisionero a Atahuallpa) por uno de sus soldados. En el rodar de los tiempos habría de repetirse el mismo hecho; aunque en sentido contrario. El 3 de julio de 1898 los españoles, además de perder toda su escuadra en aguas de Santiago de Cuba, tuvieron 350 muertos, 160 heridos y 1.600 prisioneros. Los americanos sólo perdieron un hombre y dos heridos.

Cundió el terror por todo el imperio. Nadie se atrevió a protestar. A su vez los españoles se hicieron dueños de los inmensos rebaños de llamas que pastaban en las cercanías y destinados para el consumo de la corte[133]; saquearon la quinta de Atahuallpa, donde encontraron preciosas joyas y rica bajilla de oro y plata, y se apoderaron en Caxamal[130]ca de almacenes llenos de géneros de lana y de algodón. No se olvidó Pizarro de erigir una iglesia y en ella con toda solemnidad decían diariamente misa los padres dominicos. Comprendiendo Atahuallpa la sed de oro de los españoles y temeroso de que su hermano Huascar—prisionero en Andamarca a las órdenes de Pizarro—pudiera escapar de sus guardias y ponerse a la cabeza del imperio, dijo un día al Gobernador que él se obligaba, si se le concedía la libertad, a cubrir de oro todo el piso del aposento en que estaban. Como los presentes le oyeran con incrédula sonrisa, añadió que no sólo cubriría el suelo, sino que llenaría el cuarto hasta que el oro llegase a su altura, y levantándose sobre las puntas de los pies hizo una señal con la mano en la pared todo lo más alto que pudo. Accedió Pizarro a la oferta, y tirando una línea encarnada en la pared a la altura que el Inca había dicho, mandó a un escribano que tomase nota de todo. La habitación—según el secretario Xerez—tenía 17 pies de ancha por 22 de larga; la altura era de nueve pies. El metal no había de fundirse y transformarse en barras, sino en la forma de los artículos manufacturados. Convínose del mismo modo que se llenara de plata y de igual manera el aposento próximo que era más pequeño[134]. Despachó el Inca correos a Cuzco y a otras principales ciudades con orden de llevar a Caxamalca todos los ornamentos y utensilios de oro de los reales palacios, de los templos y demás edificios públicos. Entre tanto gozaba de alguna libertad dentro de su rigurosa prisión y debía hallarse agradecido a Pizarro, el cual, en compañía del fraile Valverde, cuidaba de que su alma no se perdiese, enseñándole las verdades de la religión cristiana.

Refieren graves historiadores que pensó Pizarro reunir en Caxamalca a Huascar y a Atahuallpa con el objeto de examinar y decidir por él mismo quién tenía más derecho al cetro de los incas, medida que puso en cuidado al último de los pretendientes, quien mandó ahogar a su hermano en el río de Andamarca. No queremos manchar la memoria de Atahuallpa con semejante crimen; ni tampoco queremos divagar acerca de un suceso que se presta a censuras tan amargas.

Atahualpa.

Iba a tocar el turno a Atahuallpa. Pizarro y los suyos tenían miedo al pobre prisionero. En la ciudad de Pachacamac, que era para los peruanos como la Meca para los musulmanes o Cholula para el pueblo de Anahuac, se levantaba un santuario de los más opulentos de la tierra; Xauxa tenía fama de población opulenta, y en el Cuzco había un templo dedicado al sol cuyas paredes se hallaban cubiertas de plan[131]chas de oro. La llegada de Almagro a Caxamalca (mediados de febrero de 1533) con gran refuerzo de tropas, influyó desgraciadamente en la suerte del Inca. Los soldados de Almagro reclamaban igual parte que los de Pizarro en el tesoro de Atahuallpa. Todos tenían prisa de recibir su parte. Ya había aumentado mucho dicho tesoro, si bien no llegaba a la señal que el Inca hizo en la pared. Determinóse hacer la distribución, siendo necesario antes reducirlo a barras de igual tamaño, peso y calidad. La suma total del oro fué de un millón trescientos veinte y seis mil quinientos treinta y nueve pesos de oro, que en el valor actual de la moneda equivaldría a cerca de tres millones y medio de libras esterlinas o poco menos de quince millones y medio de duros. La cantidad de plata se calculó en cincuenta y un mil seiscientos diez marcos. Hízose en paz la distribución, pues los soldados de Almagro desistieron de sus pretensiones y se contentaron con una pequeña cantidad que se estipuló. Por cierto que Pizarro, antes de hacer dicha distribución, con todo temor de Dios invocó el auxilio divino para ejecutar aquel acto con toda justicia. ¡Hacer que Dios intervenga en las maldades de los hombres! Nada se dice en la repartición de Almagro, ni del licenciado Espinosa, a quien Luque antes de morir le había legado sus derechos.

Presentóse a la sazón un problema que corría prisa resolver. ¿Qué convenía hacer con Atahuallpa? Entre los enemigos del Inca, el más encarnizado era Felipillo. Es verdad que Atahuallpa le correspondía con la misma moneda, pues había descubierto que dicho joven se hallaba en íntimas relaciones con una de las concubinas reales. Llegó a decir «que le era más doloroso todavía que su prisión, el ultraje que le había hecho una persona de tan baja esfera.» Felipillo y otros comenzaron a decir que Atahuallpa tramaba una sublevación contra los españoles. Pizarro lo creyó o aparentó creerlo. De nada valieron las protestas de inocencia del Inca. Hernando de Soto, entre otros, se declaró defensor del real prisionero; pero Pizarro dispuso que aquél marchase con un destacamento a Guamachucho. Entonces se formó un tribunal que presidieron Pizarro y Almagro; se nombró un fiscal y se dió al prisionero un defensor. Oviedo dice que el proceso estaba «mal ideado y peor escrito, inventado por un clérigo turbulento y sin principios, por un ignorante escribano sin conciencia y por otros de la misma estofa cómplices en esta infamia»[135]. Se le hicieron doce cargos, y los más importantes fueron: Que había usurpado la Corona y asesinado a su hermano Huascar.—Que había disipado las rentas públicas desde la conquista del país por los españoles para enriquecer a su familia y favori[132]tos.—Que había cometido los crímenes de idolatría y adulterio viviendo públicamente casado con muchas mujeres.—Que había tratado de sublevar a sus vasallos contra los españoles. La Historia no registra un proceso más inicuo; testigos sin conciencia declararon lo que quisieron Pizarro y Almagro, y aun sus declaraciones fueron falseadas por el malvado Felipillo. El único cargo que podía tener importancia era si había alentado a los indios a la insurrección, y Hernando de Soto probó, a su vuelta de Guamachucho, que era falso. Fué sentenciado a ser quemado vivo en la plaza de Caxamalca aquella misma noche. Levantáronse en aquel tribunal militar algunos hombres de conciencia protestando del crimen que se quería cometer; sus razones no fueron atendidas. Rogó, lloró, ofreció doble rescate del que había pagado; todo fué en vano. Las lágrimas del infeliz monarca no ablandaron el duro corazón de Pizarro y Almagro. Deseábase tener la aprobación del Padre Valverde y el necio fraile la firmó sin vacilar.

El 29 de agosto de 1533 salió Atahuallpa encadenado y a pie para el lugar del suplicio, llevando a su lado al Padre Valverde, que le quería convencer de las verdades de la religión católica. No entendía el infeliz Inca una palabra de aquellas teologías y misterios: pero cuando vió el lugar del suplicio y contempló los haces de leña que había de incendiar su pira funeral, manifestó gran decaimiento y angustia. Aprovechándose de aquellos momentos de pena, el fraile Valverde levantó en alto la cruz, rogó al Inca que la abrazase y se dejara bautizar, prometiéndole, en cambio, que la terrible muerte de hoguera se conmutaría en la más suave de garrote.

Confirmó Pizarro la afirmación del religioso y el Inca se convirtió al catolicismo y fué bautizado con el nombre de Juan de Atahuallpa, porque en aquél mismo día la Iglesia conmemora La degollación de San Juan Bautista. Antes de morir manifestó su deseo de que sus restos fuesen trasladados a Quito y conservados al lado de los de sus antecesores, por línea materna, y a Pizarro suplicó que tuviese compasión de sus hijos. Toda la noche permaneció el cuerpo del último rey de los incas en el sitio de la ejecución. A la mañana siguiente lo trasladaron a la Iglesia de San Francisco, donde se celebraron solemnemente sus exequias. Entonó el oficio de difuntos el Padre Valverde. Penetraron de repente en la iglesia, llorando a lágrima viva, gran número de indias, esposas y hermanas del difunto, decididas a sacrificarse y acompañar a su Rey al país de los espíritus. Les dijeron los españoles que Atahuallpa había muerto en el seno del cristianismo, y que el Dios de los cristianos aborrecía tales sacrificios, y al intimarlas que abandonasen el templo, muchas de ellas se suicidaron con la esperanza de acompa[133]ñar a su señor a las brillantes mansiones del Sol. Los restos de Atahuallpa se depositaron en el cementerio del convento de San Francisco, y luego, cuando los españoles salieron de Caxamalca, los indios, deseosos de cumplir la voluntad de su Rey, los trasladaron secretamente a Quito y los arrojaron donde yacían los de sus antepasados.

Cuando Hernando de Soto volvió de su expedición y supo todo lo ocurrido, manifestó—y no dudamos de la sinceridad del insigne capitán—profunda pena. Dijo a Pizarro que lo de la conspiración de Atahuallpa era una infame calumnia, y que lo procedente hubiera sido trasladar al Inca a Castilla a las órdenes del Emperador. Mostróse—según dicen—pesaroso y aun arrepentido Pizarro, echando la culpa al tesorero Riquelme, al dominico Valverde y a otros. Disculpáronse los acusados, quienes con toda claridad y firmeza dijeron que Pizarro y sólo Pizarro era el culpable. Es cierto que dicho jefe se manifestó apenado al cumplir la sentencia de muerte y luego se vistió de luto; mas todo ello fué una ridícula farsa.

«Las demostraciones que después se vieron bien, manifiestan lo muy injusta que fué... puesto que todos cuantos entendieron en ella tuvieron después muy desastrosas muertes»[136]. En efecto, ya veremos en el curso de esta historia que los autores de tantas maldades acabaron mal. De Felipillo diremos que, por orden de Almagro, fué ahorcado en la expedición a Chile, confesando entonces haber variado el sentido de las declaraciones, haciendo que las favorables al Inca resultasen condenatorias.


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CAPITULO VII

Conquista del Perú (Continuación).—Anarquía después de la muerte de Atahuallpa.—El inca Toparca.—Lucha en la sierra de Vilcaconga.—Muerte de Toparca.—Soto, Almagro y Pizarro en el valle de Xaquixaguana.—Muerte de Challcuchima.—El inca Manco.—Los españoles en el Cuzco y botín que recogieron.—Coronación de Manco.—El municipio del Cuzco.—La religión.—Derrota de Quizquiz.—Pedro de Alvarado en el Perú.—Fundación de Lima.—Pizarro gobernador del Perú y Almagro de Chile.—Pizarro y el inca Manco.—Estado del Perú en la segunda mitad del año 1535.—Evasión del inca Manco.—Sublevación de los indios: batalla en el río Yucay.—Toma del Cuzco por los españoles.—Sitio del Cuzco por los indios.—Almagro en Chile.—Entrevista de Almagro con Manco.—Almagro en el Cuzco.—Cartas de la Emperatriz y del Emperador a Pizarro.—Guerra entre Almagro y los Pizarros.—Acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.

Muerto Atahuallpa, se apoderó del país espantosa anarquía. Creyó Pizarro restablecer el orden nombrando Emperador al joven Toparca, hermano de Atahuallpa. Pizarro y Almagro, acompañados del Inca y del antiguo jefe Challcuchima, tomaron el camino que se extendía entre las elevadas regiones de las cordilleras hasta el Cuzco, pasando por varias poblaciones, siendo las principales Gruamachucho y Guanuco. Después de fatigosa marcha, dieron vista al rico valle de Xauxa, en cuya ciudad hicieron alto por algunos días. No carecía de fama un templo de Xauxa; pero—como dice Prescott—el fuerte brazo del Padre Valverde y de sus compatriotas derribó los ídolos de su elevado puesto, poniendo en su lugar las imágenes de la Virgen y del Niño[137].

Dispuso Pizarro que se adelantara Soto con 60 caballos para reconocer el país y recomponer los puentes destruídos por el enemigo, cuyas huellas eran más frecuentes a medida que avanzaba. Pasó cerca de la ciudad de Bilcas y sostuvo en un desfiladero ligera escaramuza con los indios, cruzó el río Abancay y las caudalosas aguas del Apurimac,[135] y en los desfiladeros de la sierra de Vilcaconga peleó con un cuerpo considerable de indios, tal vez dirigidos por el valiente jefe Quizquiz, que andaba en aquellos tiempos recorriendo las inmediaciones del Cuzco. La noche interrumpió el combate, y gran fortuna fué para los españoles la llegada de Almagro con casi todo el resto de la caballería. Huyeron entonces los indios y los dos jefes de nuestro ejército acordaron tomar seguras posiciones y esperar a Pizarro. No se explicaban los nuestros quién anduviera organizando la resistencia de los indígenas, recayendo por fin las sospechas en el cautivo jefe Challcuchima. Pizarro acusó a dicho jefe de mantener correspondencia secreta con su confederado Quizquiz, echándole en cara, como antes había hecho con Atahuallpa, su ingratitud con los españoles, y amenazándole, si sus compañeros no deponían las armas, con quemarle vivo. Bien será decir que Challcuchima, lo mismo que Atahuallpa, eran inocentes.

Antes de salir Pizarro de Xauxa tuvo el sentimiento—así lo dicen sesudos historiadores—de ver morir al inca Toparca, y si poco antes se consideró a Atahuallpa autor de la muerte de Huascar, a la sazón recayeron sospechas de que Challcuchima había sido el asesino del joven monarca. Bien puede asegurarse que corría parejas la inocencia de los dos acusados. En carta dirigida al Emperador Carlos V por el Ayuntamiento de Xauxa, se dice «que ni aun las tropas llegaron á convencerse del crimen de Challcuchima.»

Marchó Pizarro a reunirse con Soto y Almagro. Los tres penetraron en el valle de Xaquixaguana, a unas cinco leguas del Cuzco. Regaba un río aquel valle encantador, cubierto siempre de verde alfombra, y cuya vegetación era tan rica como lozana. En las laderas de los montes próximos los nobles peruanos tenían casas de campo, en las cuales, durante los calores del verano, «salían á tomar sus plazeres y solazos»[138]. Detúvose en aquel paraíso Pizarro algunos días, no sólo para dar descanso y municionar las tropas, sino para formar causa a Challcuchima, «si causa puede llamarse—como escribe Prescott—un procedimiento en que la sentencia se dió la mano con la acusación»[139]. Fué condenado a ser quemado vivo, «sentencia—dice Herrera—que pareció á algunos demasiado cruel, pero los que se rigen por razones de alta política no atienden á ninguna otra», y Prescott hace el siguiente comentario: «No sabemos por qué adoptaban los españoles con preferencia este método cruel de ejecución, á no ser que fuese porque el indio era infiel, y el fuego, desde muy antiguo, parece haber sido considerado el elemento más á propósito para dar muerte á los infieles, como[136] tipo de la inextinguible llama que les esperaba en las regiones infernales.»[140] El Padre Valverde acompañó a Challcuchima al patíbulo, deseoso de conquistar un alma para el cielo. A las religiosas teorías de que el bautismo le abriría las puertas del paraíso, y si no recibía aquellas aguas estaba condenado sin remedio, el indio sólo respondió «que no entendía la religión de los blancos.» Mientras las llamas lo consumían, murió invocando el nombre de Pachacamac.

En seguida de suceso tan trágico, se presentó a Pizarro, acompañado de brillante séquito, el príncipe Manco, hermano de Huascar. Anunció que le pertenecía la Corona y reclamó la protección de los españoles. Pizarro se apresuró a concederla en nombre del soberano de Castilla.

Todos continuaron su camino hacia Cuzco. El 15 de noviembre de 1533, al frente de su ejército, penetró Pizarro en el Cuzco, ciudad hermosa, residencia de la corte y de la nobleza principal. Los edificios eran de piedra, y las calles largas y estrechas. Por el centro de la población pasaba un río, o más bien un canal y sobre él muchos puentes para poner en comunicación todos los barrios de aquélla. Entre los edificios más suntuosos sobresalía el templo dedicado al Sol, la fortaleza y los palacios de los incas. La soldadesca entró a saco en los palacios, llegando hasta profanar los sepulcros. Luego se hizo de todo el tesoro un fondo común, exactamente lo mismo que en Caxamalca; Pedro Sancho, notario real y secretario de Pizarro, dice que no pasó de quinientos ochenta mil doscientos pesos de oro y doscientos quince mil marcos de plata[141]. Hízose la división del botín del mismo modo que la anterior. Al Rey se le remitió la parte que le correspondía. Después se ocupó el jefe español en la coronación de Manco, hijo legítimo de Huayna Capac, heredero del citado hermano y monarca de la antigua rama del Cuzco. Celebráronse todas las ceremonias de la coronación. El fraile Valverde dijo la misa y Pizarro dió a Manco la diadema del Perú. Hiciéronse grandes fiestas con tal motivo.

Inmediatamente quiso Pizarro organizar el gobierno municipal del Cuzco a la manera de Castilla. Se nombraron dos alcaldes y ocho regidores; entre los últimos estaban Gonzalo y Juan, hermanos de Pizarro. Todos juraron solemnemente su oficio el 24 de marzo de 1534. Muchos españoles comenzaron a establecerse en los palacios y edificios de los incas con grandes ofertas de tierras y casas. Por lo que respecta al Padre Valverde no descuidó los intereses de la religión y los suyos propios. Ya obispo del Cuzco se preparó a desempeñar las funciones de su[137] ministerio. Eligióse para la catedral un sitio en la plaza, y adosado a ella un espacioso convento. El altar mayor de la iglesia se colocó en el mismo lugar donde estuvo la imagen del Sol, y los frailes dominicos vinieron a habitar los claustros del templo indio. De igual manera, en la casa de las Vírgenes del Sol se estableció un convento de monjas católicas. En todas partes los antiguos templos se convirtieron en iglesias y conventos cristianos. Los dominicos, los mercenarios y otros religiosos se dieron prisa en la obra de la conversión, pudiéndose asegurar que los ingleses, franceses y holandeses no miraron con el interés que los frailes españoles la salvación de las almas de los indígenas.

Durante la estancia en Cuzco de Pizarro, se reunieron algunas fuerzas indias bajo las órdenes de Quizquiz, uno de los generales de Atahuallpa. En su persecución destacó Pizarro a Almagro con una pequeña fuerza de caballería y numeroso cuerpo de indios mandados por el inca Manco, quien en esta ocasión iba a pelear contra soldados de Quito y contra Quizquiz, antiguos enemigos del rey Huascar. Quizquiz fué derrotado cerca de Xauxa, retirándose a las elevadas montañas de Quito, donde, como en otro tiempo, según cuentan las crónicas cristianas, nuestro Pelayo en las fragosidades de las sierras de Asturias, dió el grito de Dios, patria y libertad; pero el general español encontró patriotas que le siguieron, mientras el general peruano sólo halló miserables que le mataron a sangre fría. Así pereció el último de los grandes generales de Atahuallpa, o mejor dicho, el único que hubiese podido defender hasta el último momento la independencia del Perú.

Otro asunto que demanda más consideración que las hostilidades de los indios ocupó por entonces al gobernador español. El asunto fué la llegada a la costa de gran número de españoles mandados por Pedro de Alvarado, valeroso capitán que a las órdenes de Hernán Cortés había adquirido fama inmortal en la guerra de México. Salió Alvarado de México el 13 de noviembre de 1523 con el encargo que le dió Cortés de conquistar la rica región de Guatemala. Sometió (como se dijo en el capítulo V de este tomo) a los indígenas, fundó ciudades, marchó a España (1527) y ganó la confianza del Monarca, volviendo a Guatemala. Excitado por las relaciones que le hacían de las conquistas de Francisco Pizarro, levantó un cuerpo de tropas y marchó al Perú[142]. Tenía noticia Alvarado de que las conquistas de Pizarro se habían limitado al Perú propiamente dicho, y que la parte del Norte, donde se hallaba el reino de Quito, antigua residencia de Atahuallpa, estaba sin explotar, pudiéndose adquirir, por tanto, muchas riquezas. La flota que[138] tenía destinada a las islas de la Especia tomó la dirección de la América del Sur, desembarcando (marzo de 1534) en la bahía de Caracas con 500 soldados, de los cuales 230 eran de caballería, provistos todos de armas y municiones.

Sin tener en cuenta que invadía un territorio concedido por la Corona a Pizarro, marchó, a través de las montañas, sobre Quito. Cruzó el río Dable, penetró en las intrincadas malezas de la sierra y comenzó a franquear una y otra cordillera, en medio de nieves y ventiscas, con un frío cada vez mayor. Aunque la infantería iba avanzando a fuerza de trabajo, muchos de los soldados de caballería se quedaron helados sobre sus caballos. Los indios que llevaba, acostumbrados al cálido clima de Guatemala, padecieron horriblemente y murieron muchos. Parecía que el hambre y el frío iban a acabar con infantes y caballos. Como si todo esto fuera poco, el aire se llenó de espesas nubes de tierra y ceniza que cegaban y hacían dificilísima la respiración de los hombres; nubes de tierra y ceniza procedentes de una erupción del volcán Cotopaxí, que se halla a 12 leguas al Sudoeste de Quito. Por fin llegó Alvarado, después de salir de Puertos Nevados, a las inmediaciones de Riobamba; pero habiendo perdido una cuarta parte de su ejército, cerca de 2.000 indios auxiliares y considerable número de caballos. Tal fué el desastroso paso de los Puertos Nevados. Emprendió después su marcha por la llanura, causándole no poco asombro ver impresas en el suelo huellas de herradura. Era evidente que caballería española había pasado por allí, siendo de pensar que otros le habían precedido en la conquista de Quito.

Merece el hecho clara explicación. Cuando Pizarro salió de Caxamalca, conociendo que el único puerto para entrar en el país era San Miguel, dispuso nombrar a Sebastián Belalcázar, persona en quien él tenía gran confianza por su inteligencia, valor y severidad, gobernador de la colonia. Belalcázar tomó posesión de su gobierno, recibió noticias de las riquezas de Quito, y por su propia voluntad y sin contar con el permiso de Pizarro, a la cabeza de unos 140 soldados, entre infantes y jinetes, auxiliado con un cuerpo considerable de indios, marchó por la ancha cordillera de los Andes, por un camino más corto y seguro que el que después llevó Alvarado. En los llanos de Riobamba peleó varias veces con el general indio Ruminabi, triunfando al fin y penetrando en la capital, que en honor de Francisco Pizarro, llamó San Francisco de Quito. Tuvo el sentimiento de no encontrar las riquezas que esperaba y tomó la vuelta de su colonia, noticioso de la aproximación de Almagro.

Sucedió lo que era de esperar. Cuando Almagro tuvo noticia en[139] Cuzco de la expedición de Belalcázar, sospechando alguna traición, salió para San Miguel, donde le informaron de todo. Desde San Miguel, sin darse punto de reposo, marchó al encuentro de Belalcázar, con el cual se reunió en Riobamba, no sin sostener antes sangrientas luchas con los indígenas. Las explicaciones que mediaron entre los dos fueron afectuosas, convenciéndose Almagro de que no había traición de parte del gobernador de San Miguel. Reunidos Almagro y Belalcázar, esperaron la llegada de Alvarado. Al encontrarse frente a frente en las llanuras de Riobamba, antes de lanzarse a la lucha, acordaron resolver el asunto por medio de negociaciones. Si Almagro y Alvarado sostenían sus respectivos derechos a la conquista del país, vinieron por último a un acomodo, que consistió en que Pizarro pagaría cien mil pesos de oro a Alvarado, cediendo éste su flota, sus tropas y sus municiones y almacenes[143].

Entretanto el gobernador, habiendo dejado encargado del gobierno de Cuzco a su hermano Juan, llevando consigo a Manco, se dirigió a Xauxa, donde el citado inca obsequió a Pizarro con una cacería al estilo del país. En Pachacamac celebraron cariñosa conferencia Alvarado y Pizarro, despidiéndose el primero para su gobierno de Guatemala[144].

Nombrado Belalcázar, poco tiempo después, gobernador de Quito, y deseoso de ensanchar los límites de su nuevo gobierno, comenzó sus conquistas hacia el Norte.

Por su parte, preocupaba á Pizarro dónde había de edificarse la futura capital de aquel vasto imperio colonial. El Cuzco se hallaba lejos de la costa, y el pequeño establecimiento de San Miguel estaba situado muy al Norte. En el cabildo celebrado en Xauxa el 29 de noviembre de 1534, se trató de la necesidad de trasladar la población a sitio más conveniente. Manifestaron su opinión algunos vecinos de Xauxa, acordándose el nombramiento de comisionados que examinasen, en el valle del cacique de Lima, dónde podía hacerse la fundación. El comendador Francisco Pizarro, adelantado y capitán general y gobernador en las provincias de la Nueva Castilla, nombró a Ruy Díaz, a Juan Tello y a Alonso Martín para que eligiesen el asiento del dicho pueblo.

Elegido el asiento, se dispuso la fundación de la nueva ciudad (1535), trasladándose luego a ella los pueblos de Xauxa y el de San Gallán. Pizarro puso la primera piedra de la iglesia edificada bajo la[140] advocación de Nuestra Señora de la Asunción, nombró alcaldes y regidores del Cabildo[145]. Aunque no pudo ser más acertada la elección de sitio, el obispo Valverde, en carta escrita al Rey (20 marzo 1539) le decía lo siguiente: «la ciudad de Lima está mal situada; porque podiendo estar junto á la mar, adonde tuviera muy buen sitio y no oviera trabajo en traer las mercaderías, está dos leguas buenas de la mar, y, allende desto está situada sobre el río que va muy tendido y hace muy gran cascajal, y gente de caballo por aquella parte, no la puede defender.»

El sitio que se eligió para la fundación de la ciudad fué el valle de Rimac, por el que corría ancho río, y cuyo clima era delicioso. Acordóse dicho sitio en la Epifanía o Adoración de los Reyes (6 enero 1535), y por ello se llamó Ciudad de los Reyes; pronto se olvidó el nombre castellano, para ser reemplazado por el de Lima, que es una corrupción del nombre primitivo indio de Rimac. Las calles debían ser muy anchas y perfectamente alineadas, cruzándose unas a otras en ángulos rectos y bastante apartados, con la idea de dejar ancho espacio para plazas públicas y jardines. Se le dió forma triangular, teniendo por base el río, cuyas aguas, llevadas por acueductos de piedra, debían atravesar las principales calles y regar los jardines de las casas. La plaza estaría formada por la catedral, el palacio del virrey, la casa de ayuntamiento y otros edificios públicos. El soldado se convirtió en agricultor y la espada en instrumentos del albañil, del herrero y del carpintero. A ayudar a los españoles acudieron indios de más de 100 millas a la redonda.

A la sazón, Almagro el Mariscal, como le llamaban comunmente los cronistas, por orden del gobernador Pizarro, había marchado al Cuzco para encargarse del mando de dicha capital y también para conquistar los países situados hacia el Sur y que formaban parte de Chile.

También por aquellos mismos tiempos llegaba Hernando Pizarro a Sevilla (enero de 1534) con el quinto real[146]. Causó no poca admiración[141] las barras de oro y plata, los vasos de diferentes figuras y los varios objetos representando fuentes, animales y flores. Después de corta estancia de Pizarro en Sevilla, partió para Calatayud, donde se hallaba el Emperador y donde estaban reunidas las Cortes aragonesas. Refirió Hernando ante el Emperador las arriesgadas empresas de su hermano, en particular la prisión del Inca y su magnífico rescate. Nada dijo de la muerte de Atahuallpa, porque suceso tan trágico ocurrió después de su partida del Perú. Carlos V oyó con satisfacción el relato que se le hacía; pero vió con más gusto el oro que venía a llenar el tesoro imperial, agotado a causa de sus ambiciosos proyectos. Tanto fué su contento que concedió todo lo que el afortunado aventurero le pedía. Según las concesiones que hizo el Emperador, Francisco Pizarro debía ocupar el país que en el documento real se llamó Nueva Castilla (Perú), y Diego de Almagro el designado con el nombre de Nueva Toledo (Chile). Sospéchase que no hubiera salido tan bien librado Almagro sin la ayuda que le prestaron en la corte algunos agentes suyos. Hernando Pizarro recibió del mismo modo importantes mercedes; se le dió alojamiento como individuo de la corte, se le hizo caballero de Santiago y se le autorizó para armar una escuadra y tomar el mando de ella.

Formó la escuadra, se lanzó a la mar y llegó, después de luchar con las tempestades y borrascas, al puerto de Nombre de Dios. Si muchos murieron en el puerto por las enfermedades y el hambre, otros con el citado Hernando Pizarro cruzaron el istmo de Panamá y llegaron al Perú. Inmediatamente que supo Almagro las importantes concesiones que le había hecho la Corona, se hizo cargo del gobierno del Cuzco, que sin reparo alguno le entregaron Juan y Gonzalo Pizarro. Pero el Cuzco, ¿caía en la jurisdicción de Pizarro o en la de Almagro?

Por lo pronto Pizarro, fundándose en que todavía no se habían recibido las credenciales, dispuso que sus hermanos volvieran a encargarse del gobierno. Cayó la noticia como una bomba. Entre Almagro y[142] Pizarro renacieron los antiguos odios; entre los partidarios del uno y del otro las disputas eran cada día más acaloradas. Ya iban a llegar a las manos cuando se presentó el Gobernador. Comprendiendo los dos que no convenía un rompimiento que podía traer graves consecuencias, hicieron un contrato que se obligaron a cumplir con solemne juramento pronunciado ante los Sacramentos, y concluyó la ceremonia celebrando la misa el Padre Bartolomé de Segovia (12 junio 1535)[147].

Arregladas sus diferencias, Pizarro volvió a la costa para continuar fundando poblaciones, siendo la más importante despues de Lima, la que llamó Truxillo en honor del pueblo de su nacimiento. Almagro, entretanto, levantó bandera para Chile, pudiendo reclutar mucha gente atraída por la generosidad del viejo capitán.

Ante Pizarro se presentaba dócil y sumiso el inca Manco; pero en el fondo aquél despreciaba a éste, y a su vez el monarca peruano odiaba a su rival. Motivos tenía para ello el último Emperador de la dinastía de Manco Capac y Mama Ocllo. Veía su reino en poder de los españoles, menospreciada la aristocracia y siervo el pueblo de los conquistadores. Los templos se habían convertido en cuadras para los caballos y los palacios reales en cuarteles para los soldados. Una esposa favorita del Inca había sido seducida por los oficiales castellanos. Unas 6.000 mujeres que vivían en casta reclusión, habían sido arrojadas de sus establecimientos conventuales, siendo algunas presa de la licenciosa soldadesca y otras vinieron a caer en la prostitución. «El señor perdone—escribe el autor de la Conquista i Poblacion del Pirú—á quien fué la causa desto i á quien no la remedió pudiendo»[148]. Llegó a agotarse la paciencia del joven Inca y decidió sublevarse, aconsejado del gran sacerdote Villac Umu y de muchos nobles peruanos. Salió del Cuzco; mas espías que vigilaban sus movimientos, dieron parte de su evasión a Juan Pizarro, quien marchó inmediatamente a la cabeza de alguna fuerza de caballería, teniendo la suerte de encontrarlo en espeso cañaveral, cerca de la ciudad, donde había procurado ocultarse. Manco fué preso y encerrado en una fortaleza del Cuzco bajo la vigilancia de numerosa guardia.

Volvió por entonces a la Ciudad de los Reyes Hernando Pizarro, trayendo, además de la real concesión por la cual se señalaba el territorio que correspondía a su hermano Francisco y a Diego de Almagro, el nombramiento confiriendo a su citado hermano el título de Marqués[149].

[143] En tanto que el nuevo Marqués lograba que Almagro se dirigiese a la conquista de Chile—no resolviéndose por entonces el litigio de si el Cuzco formaba parte del territorio del uno o del otro—, determinó que su hermano Hernando se encargara del gobierno de la citada ciudad. Es de advertir que el hermano mayor de los Pizarros, aunque por demás altivo y arrogante, tenía ciertas simpatías por los indios, no faltando quien dijese que sintió de todo corazón la muerte de Atahuallpa, y aun añadían que la habría evitado si él por entonces se hallara en Caxamalca. Consecuente con la generosa conducta que se había trazado, puso en libertad al astuto Inca. Con el pretexto Manco de ir a traer algunos tesoros que—según decía—estaban ocultos en las asperezas de los Andes, engañó a Hernando Pizarro, quien le dejó marchar en compañía de dos soldados españoles. Como pasasen seis o siete días y el fugitivo no pareciera, comprendió Hernando que había sido engañado, y entonces, sin pérdida de tiempo, ordenó a su hermano Juan que al frente de 60 caballos fuera en busca del príncipe. Se puso en camino Juan Pizarro y notó que los indios habían huído de las cercanías del Cuzco; mas al aproximarse a las montañas que rodean el valle de Yucay, como a seis leguas de la ciudad, encontró a los dos españoles acompañantes del Inca, quienes le dijeron que todo el país estaba sublevado y al frente de la insurrección se había puesto Manco. Añadieron—y esto no debe olvidarse para juzgar al príncipe—que les había tratado perfectamente y les había concedido el permiso de volverse a su campo. Llegó Juan Pizarro al río Yucay, encontrando en la opuesta orilla al ejército indio mandado por Manco. Bajo una nube de piedras y de flechas atravesaron el río los españoles; ya en tierra, se encontraron rodeados por los indios. La batalla fué encarnizada. Retiráronse los indígenas al aproximarse la noche. «Es gente—dice Oviedo—muy belicosa é muy diestra; sus armas, picas é ondas, porras é alabardas de plata é oro é cobre»[150]. A la mañana siguiente, desde la cima de las montañas, les[144] retaba el enemigo a continuar el combate. Hallándose Juan Pizarro en situación tan embarazosa, le sorprendió una orden de su hermano mandándole volver al Cuzco, que estaba sitiado por el enemigo. Volvió a pasar el Yucay, seguido del ejército de Manco, que celebraba su victoria con gritos de triunfo y llegó al anochecer á la vista de la capital, que estaba rodeada de numerosísimo ejército de indios. Llamóle la atención que le dejasen la entrada libre hasta el Cuzco. Reunidos los refuerzos de Hernando y de Juan Pizarro, sumaban unos 200 hombres entre infantes y caballos, además de 1.000 indios auxiliares.

Comenzó el sitio del Cuzco en los comienzos de febrero de 1536. Indios y europeos pelearon valerosamente. Consiguieron los indios pegar fuego a la ciudad, la cual en gran parte quedó reducida a cenizas. Templos y palacios, edificios públicos y particulares quedaron consumidos por las llamas. Salváronse, por fortuna, el templo del Sol y la inmediata Casa de las Vírgenes. En el Cuzco y fuera del Cuzco se peleaba cada vez con más fiereza. Peleando como un bravo, recibió Juan Pizarro una pedrada en la cabeza, cayendo al suelo, y de resultas de la herida falleció a los quince días. De las los torres de la fortaleza había caído una en poder de los españoles; pero la otra se hallaba defendida por un inca, cuyo valor rayaba en la temeridad. Hernando Pizarro se puso a la cabeza de los combatientes, decidido a vencer o morir en la demanda. El valiente indio recorría las almenas llevando coraza y escudo españoles, armado de enorme maza guarnecida de puntas o clavos de cobre y matando con ella lo mismo al que quería forzar el paso hasta lo interior de la fortaleza, como al que le hablaba de rendición, pues para él era más peligroso el indígena cobarde que el arrojado soldado de Pizarro. Dispusieron los españoles tomar la torre por asalto. Pusiéronse escalas en los muros y comenzaron a subir nuestros soldados; pero conforme iban subiendo caían heridos por el arma terrible del héroe. Entonces se dispuso poner varias escalas en la torre y dar el asalto por diferentes puntos a la vez. Así se hizo. «Y mandó Hernando Pizarro a los españoles que subían, que no matasen a este indio, sino que se lo tomasen á vida, jurando de no matalle si lo havía bivo»[151]. Cuando el inca se convenció que no podía resistir por más tiempo, antes de caer prisionero, se subió a una almena, arrojó las armas, se tapó la cabeza y el rostro en su manto y se precipitó desde una altura de más de cien estados, haciéndose pedazos. ¿Para qué quería la vida si su patria iba a caer en poder de los tiranos?

Todavía los españoles tenían que pelear. Llevaban sitiados cinco meses. ¿Cómo les dejaba abandonados Francisco Pizarro? No les dejaba[145] abandonados; pero no podía hacer nada por ellos. Tuvo que vencer dos ejércitos de indios. Uno se presentó delante de Xauxa, y el otro ocupó el valle de Rimac y puso sitio á Lima. Al mismo tiempo no dejó de pensar en el estado angustioso de la guarnición del Cuzco, hasta el punto que por cuatro veces mandó destacamentos dirigidos por valientes oficiales en socorro de la plaza, los cuales fueron deshechos en los intrincados pasos de las cordilleras. Apenas pudo salvarse alguno para volver a Lima y dar la noticia.

Un suceso—y por cierto que nadie podía pensar en él—vino a salvar a los españoles. Llegó el mes de agosto. Creyó el inca Manco que se acercaba el día en que faltasen las provisiones a los suyos. Ante semejante temor y habiendo llegado la estación de la siembra, mandó que la mayor parte de sus fuerzas se retirasen a sus hogares, no volviendo hasta que los trabajos del campo estuvieran terminados. El marchó a Tambo, lugar fuerte, situado al Sur del valle de Yucay, con fuerzas considerables para guardar su persona. E hizo perfectamente, porque Hernando Pizarro intentó al poco tiempo sorprender y coger prisionero al Inca en los reales de Tambo. No salió bien la aventura a los nuestros, que se vieron sorprendidos y rechazados, teniendo que retirarse, no sin que el enemigo les picase la retaguardia.

Del sitio que en el año 1536 pusieron los indios al Cuzco, registraremos el siguiente hecho: Los 18 españoles de a pie y de a caballo que la guarnecían, ¿cómo pudieron por tres veces consecutivas apagar el incendio iniciado por los indígenas y que amenazaba destruir la plaza? Atribúyese por todos a favor divino, especialmente a la protección de la Santísima Virgen María, a la cual vieron con sus propios ojos, rodeada de celestiales esplendores, lo mismo españoles que indios. Este poético episodio constituyó el argumento de la comedia La Aurora en Capocavana, de Calderón de la Barca. El Santuario de Nuestra Señora de Capocavana se hizo famoso, no sólo en el Perú, sino en Madrid[152] y en toda España.

Después de los aciertos de los Pizarros y Almagro, nos ocuparemos de los descaminos de capitanes tan valerosos. En tanto que los citados hermanos peleaban un día y otro día con el inca Manco y los indígenas, el mariscal Almagro andaba ocupadísimo en su expedición a Chile. El frío, el hambre y aquella marcha por escabrosas cordilleras y profundos barrancos, causaron gran desaliento a los expedicionarios. Pobre era el reino vegetal y del reino animal sólo se veía el condor, que se cernía en el límite de las nieves perpetuas, para caer luego sobre los[146] cadáveres de los que perecían por el hambre o por los rigores del clima. Y sin embargo, por todas partes dejaban huellas de su crueldad; todo lo llevaban a sangre y fuego. Bastará decir que Almagro estaba considerado como uno de los más humanos de los jefes, y sin embargo, porque los indios dieron muerte a tres españoles, él en desquite hizo quemar vivos a treinta jefes indígenas.[153]

Prescott, después de decir que el europeo considera siempre como un bruto al hombre semicivilizado y que la resistencia de éste a aquél se castiga con la muerte, añade lo que a continuación vamos a copiar, y por cierto, con gran contentamiento nuestro: «Tales crueldades no se limitaban a los españoles; dondequiera que se han puesto en contacto el hombre civilizado y el salvaje, así en Oriente como en Occidente, la historia de la conquista ha sido escrita muchas veces con sangre»[154].

Por fin llegó Almagro al verde valle de Coquimbo, como a unos 30 grados de latitud Sur. Mientras que en aquellas abundantes llanuras daba descanso a sus tropas, dispuso que un oficial con algunos soldados se dirigiese hacia el Sur para explorar el país; el mensajero volvió con noticias poco satisfactorias. «No le pareció bien la tierra por no ser quajada de oro»[155]. A la sazón sirvióle de contento la llegada del resto de sus fuerzas a las órdenes de su teniente Rodrigo de Orgóñez, natural de Oropesa, excelente soldado y de larga y brillante historia militar. Tanto llamaron la atención los servicios de Almagro en la corte, que fué elevado a la categoría de mariscal de la Nueva Toledo. Por cierto, que también por entonces recibió Almagro el decreto—retenido tanto tiempo por los Pizarros—en el cual se le señalaba su jurisdicción territorial. La creencia de que el Cuzco caía dentro de los límites de su gobierno, las noticias de que el oro no parecía por ninguna parte y el cansancio que sentían después de largo viaje por aquellas terribles asperezas, decidieron a Almagro a marchar hacia el Norte. Además, era ya viejo y quería dedicarse a la educación de su hijo natural Diego, joven que prometía grandes esperanzas. Recordando las penalidades que había sufrido en el paso de los montes, emprendió el camino a lo largo de la costa. Casi llegó a arrepentirse, pues no son para contar los trabajos que sufrió al cruzar el desierto de Atacama. ¡Recorrer cerca de cien leguas sin encontrar vegetación alguna! Llegó a la ciudad de Arequipa, distante del Cuzco unas 60 leguas. Allí supo que el inca[147] Manco y todo el país se habían sublevado contra los Pizarros. Recordando su antigua amistad con el joven Inca, le envió una embajada solicitando una entrevista. Gustoso accedió Manco y designó el valle de Yucay. Almagro, tomando la mitad de sus fuerzas, se presentó en el punto señalado, dejando el resto de sus tropas en Urcos, a seis leguas del Cuzco[156]. Procede no pasar por alto que antes de celebrarse la conferencia entre Almagro y el Inca, Hernando Pizarro, sorprendido por la aparición del nuevo cuerpo de tropas españolas, salió del Cuzco y se acercó a Urcos, donde se enteró, con profundo disgusto, de las intenciones de Almagro. Cuando los peruanos vieron unidos a los soldados de Pizarro con los de Almagro en Urcos, sospecharon—y motivos tenían para ser suspicaces—que estaban de acuerdo para apoderarse del Inca. También lo creyó de buena fe Manco. Por esto cayeron los peruanos repentinamente sobre los españoles en el valle de Yucay; pero los veteranos de Chile no se dejaron sorprender, y arremetieron con furia a sus enemigos, quienes fueron rechazados, no sin ruda resistencia. En el combate se vió en bastante peligro Orgóñez.

Llegó el momento en que Almagro, con la división que tenía en Urcos se dirigiera al Cuzco. Exigió primero al ayuntamiento que se le reconociese como Gobernador; presentó copia de las credenciales que acababa de recibir de la corte. Las autoridades del Cuzco aplazaron la respuesta hasta informarse de personas entendidas. ¿Se hallaba el Cuzco dentro del territorio de Almagro? Oviedo dice que sí y esta era la creencia general; no pocos también afirmaban lo contrario.

Antes de pasar adelante, habremos de notar lo que preocupaba á la corte. La Emperatriz, desde Valladolid, y con fecha de 6 de noviembre de 1536, se dirigió a Francisco Pizarro, gobernador y capitán general de la provincia de la Nueva Castilla, llamada Perú, y después de manifestar su disgusto por el levantamiento que los naturales del país habían hecho contra Hernando Pizarro[157], le rogaba que si el citado Hernando no pudiese venir á España «con el oro nuestro que allá teníamos y el servicio que procurastes que se nos hiciese»... lo mandase a la ciudad de Panamá «al obispo D. Fray Tomás de Berlanga, o al nuestro gobernador o juez de residencia e oficiales de aquella provincia» para que sea remitido a estos reinos[158]. Al poco tiempo, esto es, el 1.º de enero de 1537, el mismo Emperador escribió a Pizarro mandándole que enviase «el oro e plata con la más brevedad que se pueda porque las necesidades de acá lo requieren»[159].


[148]

CAPÍTULO VIII

Conquista del Perú (Continuación) y de Bolivia (Alto Perú).—Guerra entre Almagro y los Pizarros: acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.—Guerra civil: batalla de Salinas.—Ejecución de Almagro.—Prisión de Hernando Pizarro.—Vaca de Castro.—Expedición de Gonzalo Pizarro por el Amazonas.—Muerte de Francisco Pizarro.—Vaca de Castro en Quito.—Segunda guerra civil.—Batalla de Chupas.—Ejecución del joven Almagro.—Política de Vaca de Castro.—Disgusto general en el país.—Conquista de Bolivia (Alto Perú).—Bolivia bajo la dominación de España.—Diego de Almagro en Collasuyo.—Luchas de Gonzalo Pizarro con los indios.—Fundación de Chuquisaca.—Gonzalo Pizarro desobedece al Emperador.—Fundación de la Paz.—Escudo de armas que Carlos V concedió a Christobal Topa Inga.—Conquista del país de los chiquitos por los españoles.—Los misioneros.

Procede tratar de la guerra entre los dos conquistadores del Perú. Entre los Pizarros y los Almagros el odio era mayor de día en día. A tal punto llegaron las cosas, que el 8 de Abril de 1537, aprovechándose Almagro de la obscuridad de la noche, entró en la plaza del Cuzco, se apoderó de la iglesia principal, estableció fuertes avanzadas para evitar una sorpresa y despachó a su fiel amigo y valiente Orgóñez a forzar el alojamiento de Hernando Pizarro. Dueño Almagro del Cuzco, hizo prisioneros a los Pizarros (Hernando y Gonzalo). Nombró gobernador a Gabriel de Rojas y el ayuntamiento, convencido de la validez de las pretensiones de Almagro, reconoció sus derechos a la posesión de la ciudad. Conocimiento tenía la Corona de la enemiga de los dos valerosos capitanes, cuando, con fecha 31 de mayo de 1537, encomendó al Padre Fray Tomás de Berlanga, obispo de Tierra Firme, llamada Castilla del Oro, que mediase en el asunto, señalando los límites de la gobernación lo mismo de Pizarro que de Almagro[160]. No sólo Pizarro y Almagro, sino los parientes y amigos del uno y del otro se habían de[149]clarado guerra mortal. Es tan cierto lo que decimos, que el primer acto de Almagro en Cuzco, fué enviar un mensaje a Alonso de Alvarado, que estaba acampado con unos 500 hombres de infantería y caballería en Xauxa, exigiéndole obediencia; mas el mencionado capitán puso presos a los emisarios y dió aviso de todo lo que pasaba al gobernador de Lima.

Antes de salir Almagro contra Alvarado, oyó los consejos de Orgóñez que consistían en decirle que cortase la cabeza a los Pizarros y le recordaba el proverbio español de que el muerto no muerde. No se atrevió a ello el Mariscal, ya porque repugnase a su carácter medida tan violenta, ya porque todavía conservaba algún afecto á su antiguo socio Francisco Pizarro. Contentóse con ponerles presos en uno de los edificios pertenecientes a la casa del Sol, en tanto que él marchaba a castigar a Alvarado. En las márgenes del río de Albancay se dió la batalla el 12 de julio de 1537. Si Orgóñez defendió admirablemente la bandera de su jefe, Pedro de Lerma le hizo traición, pasándose al campo enemigo. Alvarado, no sabiendo de quién fiarse, hubo de rendirse con los que le habían permanecido fieles. La victoria de Almagro no pudo ser mayor a menos costa.

Mientras que ocurrían tales sucesos, Francisco Pizarro continuaba en Lima, esperando refuerzos para marchar en auxilio del Cuzco. Entre otros vino con 250 hombres el licenciado D. Gaspar de Espinosa, aquel amigo del sacerdote Luque, cuyo dinero—no sabemos si era del uno ó del otro—se empleó en la conquista del Perú. Había dejado Espinosa su residencia de Panamá, para venir a reanimar las fuerzas decaídas de sus antiguos amigos. También Hernán Cortés, el conquistador de México, en la hora del peligro acudía a prestar su generoso concurso á su pariente y amigo. Al frente de 450 hombres, la mitad de caballería, emprendió el gobernador de Lima su marcha hacia la capital de los incas. A poco de salir de Lima supo la vuelta de Almagro, la toma de Cuzco con la prisión de sus hermanos, la derrota y la entrega de Alvarado. Volvió a Lima y la puso en estado de defensa. Entonces fué cuando el cabildo de dicha ciudad (22 septiembre 1537), presidido por Francisco Pizarro, acordó lo que sigue: «En este día los dichos señores dixeron que por quanto el Adelantado D. Diego de Almagro vino a la cibdad del Cuzco y está en ella por fuerza e aprendió al capitán Hernando Pizarro e a Gonzalo Pizarro su hermano, e se hicyeron en la dicha cibdad por las gentes del dicho Adelantado muchas fuerzas e Robos e malos tratamyentos a los vezinos e así mysmo Aino sobre el capitan Alonso de Alvarado e los desbarató y tomó su gente e agora tienen nueva que viene camyno desta cibdad, e porque[150] convyene que de todo esto su magestad sea ynformado, que mandaban quel procurador desta cibdad haga ynformazion de todo ello ante los dichos señores alcaldes e que asy mysmo pedía se escriba para que su majestad sea de todo ynformado e asy dixeron que lo mandaban e mandaron.»[161]

Francisco Pizarro, sin embargo de que se preparaba a la guerra, se dispuso a entrar en negociaciones con su enemigo, y, al efecto, mandó una embajada al Cuzco, a cuya cabeza puso al licenciado Espinosa. Orgulloso por demás se presentó Almagro, atreviéndose a decir que no sólo aspiraba a la posesión del Cuzco, sino a la de la misma Lima como parte de su jurisdicción. No es de extrañar que el Licenciado repitiese entonces el siguiente proverbio castellano: el vencido vencido y el vencedor perdido. Cuando todavía se esperaba resolución satisfactoria, dado el carácter bondadoso de Espinosa, murió repentinamente este hombre ilustre, digno por todos conceptos de figurar entre los mejores de aquellos tiempos.

Almagro, no pensando ya en negociaciones de ninguna clase, concibió la idea de fundar una ciudad, a la que daría su propio nombre, en el valle de Chincha. Antes, para no dejar expuesto el Cuzco a las molestias del inca Manco, envió a Orgóñez a Tambo, retirándose entonces el monarca indio a las montañas de los Andes. Parece cierto que Orgóñez, antes de salir a campaña, volvió a insistir con Almagro para que mandase dar muerte a los Pizarros. Vino a sacarle de la duda en que se hallaba la opinión del mariscal Diego de Alvarado, hermano de aquel don Pedro, tan famoso en la guerra de México bajo las órdenes de Cortés, y tan poco afortunado después en su expedición a Quito. El tal Don Diego de Alvarado gozaba de mucho ascendiente sobre su jefe. Parece ser—y los cronistas están conformes en este punto—que Don Diego visitaba con frecuencia a Hernando Pizarro en su prisión, donde se entretenían en el juego más de lo justo. Sucedió que a Alvarado le persiguió de tal modo la fortuna, que hubo de perder la enorme suma de ochenta mil castellanos de oro; pero cuando llegó el momento de pagar, Hernando Pizarro se negó decididamente a recibir el dinero. Alvarado correspondió a tanta generosidad oponiéndose con toda energía a los consejos de Orgóñez, pues dijo a Almagro que si mandaba matar a Hernando Pizarro se disgustaría el ejército y lo miraría mal la corte. Cedió el Mariscal a los consejos de Alvarado, terminando Orgóñez asunto tan enojoso con estas palabras: «Un Pizarro jamás perdona una injuria, y la que éstos han recibido de Almagro es demasiado grave para que la perdonen.»

El Mariscal, después de encargar que Gonzalo Pizarro y los demás[151] presos fuesen guardados estrechamente, llevando consigo a Hernando, bajó la costa y se detuvo en el valle de Chincha, donde echó los cimientos de nueva población. Recibió, cuando estaba ocupado en estas cosas, la noticia de que Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y otros presos, habían sobornado a sus guardias, logrando fugarse y llegar al campo del Marqués.

Volvieron los tratos entre los ambiciosos rivales (Francisco Pizarro y Diego de Almagro), acordando someter la disputa a Fray Francisco de Bobadilla, religioso mercenario, residente en Lima y hombre que gozaba de mucho prestigio por su amor a la justicia. Orgóñez expresó que no tenía confianza en la imparcialidad del fraile. Ya encargado Bobadilla de tan delicada misión, celebróse por los dos jefes (13 noviembre 1537) una conferencia en Mala. Refieren los cronistas que Almagro, quitándose el sombrero, se adelantó a saludar a Pizarro, quien, sin contestarle apenas al saludo, le preguntó, con cierta altivez, porqué había invadido su ciudad del Cuzco y aprisionado a sus hermanos. Contestó el Mariscal en el mismo tono, convirtiéndose la discusión en reñida disputa. De pronto—habiendo entendido por las señas de uno de los presentes, que se tramaba una traición—salió de la estancia, montó a caballo y se volvió a galope a sus cuarteles de Chincha[162]. El Padre Bobadilla, sin cuidarse del inesperado rompimiento de los jefes, dió su sentencia, diciendo que se mandase un buque, «en el cual vayan dos pilotos, de cada parte, é un escribano de cada parte, é una ó dos personas que conozcan el dicho pueblo de Santiago» y tomen fielmente la altura de dicha población. Manda que se entregue a Francisco Pizarro la ciudad del Cuzco y se pongan en libertad los presos hechos en ella. Añadía que hubiera paz entre los dos. Estas eran las principales disposiciones de la sentencia[163].

La sentencia dada por el P. Provincial Francisco de Bobadilla, debió agradar a Francisco Pizarro, disgustando, en cambio, a Diego de Almagro. Decían generalmente y en público los partidarios del Mariscal que el fraile estaba vendido al Gobernador; Espinall, tesorero de Almagro, se atrevió a escribir que el fraile probó con este fallo que era un verdadero demonio[164] y Oviedo cita las palabras de un caballero, las cuales eran que «no se había pronunciado sentencia tan injusta desde los tiempos de Poncio Pilatos»[165].

[152] Los soldados, obedientes a las indicaciones de Orgóñez, pidieron la cabeza de Hernando Pizarro, y, como siempre, Alvarado salió a su defensa y logró libertarle de la soldadesca. Comprendiendo Francisco Pizarro que la vida de su hermano Hernando estaba en peligro, se decidió a hacer toda clase de concesiones. Después de algunos tratos, se dió otra sentencia, lográndose con ella calmar a los descontentos del partido de Almagro: consistía en que hasta la llegada de instrucciones definitivas de Castilla continuaría en poder de Almagro la ciudad del Cuzco y su territorio, y que Hernando Pizarro recobraría su libertad con la condición de salir para España y presentarse a S. M. o ante el Presidente e oidores del Real Consejo en el término de seis meses[166], dejando como fianza 50.000 pesos de oro[167]. Refieren algunos historiadores que cuando supo Orgóñez con exactitud los artículos del convenio hizo lo siguiente: «I tomando la barba con la mano izquierda, con la derecha hizo señal de cortarse la cabeza diciendo: Orgóñez, Orgóñez, por el amistad de D. Diego de Almagro te han de cortar ésta»[168]. En cambio, Almagro estaba satisfecho. Visitó en persona a Hernando Pizarro y le anunció que se hallaba en libertad, luego le convidó a comer, y, por último, Diego de Almagro, hijo del Mariscal, y otros oficiales le acompañaron hasta el campo del Gobernador, que se había trasladado a la población de Mala.

Cuando Francisco Pizarro vió en su cuartel de Mala a su hermano Hernando, olvidó todos sus compromisos para recordar sólo los agravios recibidos de Almagro. Aunque intentó Hernando—según dicen—cumplir sus promesas, tuvo que ceder a las órdenes del Gobernador, el cual estaba decidido a vencer o morir en la contienda. Y poniendo manos a la obra, avisó al Mariscal para que abandonase el Cuzco inmediatamente y se retirara a su territorio.

Recibió Almagro la noticia cuando se hallaba aquejado de grave enfermedad. Encargó a Orgóñez la dirección de los negocios; mas la fortuna se iba a mostrar esquiva lo mismo al Mariscal que a su teniente. Habiendo recobrado Almagro un poco la salud, pudo llegar a mediados de abril de 1538 al Cuzco. Quiso, en vez de lanzarse a la guerra, negociar la paz. Orgóñez hubo entonces de decirle: «Es demasiado tarde; habéis dado libertad a Hernando Pizarro, y ya no os queda otro remedio que pelear.» Prevaleció la opinión de Orgóñez, quien, poniéndose al frente de las tropas, salió del Cuzco y tomó posición en las Salinas, a menos de una legua de la capital. Tenía unos 500 hombres, más de la[153] mitad de caballería. No se explica que eligiese un terreno escabroso cuando su verdadera fuerza estaba en la caballería; observación que le hicieron sus oficiales y que él se negó a atender. Apareció Hernando Pizarro a la cabeza de su ejército y sentó sus reales cerca de su enemigo. El 26 de abril—no el 6 como dice Garcilaso—de 1538, Hernando Pizarro lanzó a la pelea sus 700 hombres. Si su caballería era inferior a la de Orgóñez, su infantería, en cambio, llevaba mejores armas. La caballería la dividió en dos cuerpos: uno a las órdenes de Alonso de Alvarado y otro a las suyas. La infantería tenía por jefe a su hermano Gonzalo, sostenido por Pedro de Valdivia, el futuro héroe de Arauco. Después de la misa y de una breve alocución de Hernando Pizarro, Gonzalo atravesó un riachuelo que separaba ambos ejércitos, no sin que la artillería de Orgóñez causara algún desorden en las primeras filas; mas Pedro de Valdivia, amenazando a unos y animando a otros, consiguió seguir adelante y apoderarse de pequeña eminencia, desde la cual causó grandes molestias a los alabarderos y a la caballería de Orgóñez. Hernando, al mismo tiempo, al frente de sus escuadrones, pasó el río y cargó sobre la caballería de Orgóñez. El choque fué terrible. Los unos al grito de el Rey y Pizarro, y los otros al de el Rey y Almagro, pelearon como fieras. Sobre todos descollaba Orgóñez, cuyas proezas—como dice Prescott—son dignas de un paladín de romance. Recibió una herida de bala de arcabuz que, penetrando por la visera, le hirió en la frente, privándole por un momento de sentido. Le mataron el caballo, y habiendo vuelto en sí, logró desembarazarse de los estribos, no pudiendo escapar acosado por multitud de enemigos. Entonces preguntó si entre los que le rodeaban había algún caballero a quien rendirse. Se presentó como tal un soldado llamado Fuentes, criado de Pizarro, a quien Orgóñez le entregó la espada; pero el miserable sacó su daga y la hundió en el corazón de uno de los capitanes más insignes que han ido de España al Nuevo Mundo. El desaliento cundió en las filas de los almagristas, que huyeron a toda prisa al Cuzco.

Almagro, que desde una altura inmediata miraba la batalla, pudo montar en una mula y buscar asilo en la fortaleza. De allí le sacaron, y cargado de hierros, se le encerró en el mismo edificio en que habían estado los Pizarros. Diego, el hijo de Almagro, fué separado de su padre, y Hernando le mandó al lado de su hermano el Gobernador. Formóse causa al Mariscal, que se terminó el 8 de julio de 1538. Fué condenado a muerte como traidor, debiéndosele cortar la cabeza en la plaza pública. Rogó a Hernando «que perdonase sus canas y no privase de la poca vida que le quedaba a un hombre de quien nada tenía ya que temer.» No hizo caso de las lágrimas de Almagro, terminando[154] Hernando Pizarro con las siguientes palabras: «I que pues tuvo tanta gracia de Dios que le hizo christiano, ordenase su alma i temiese á Dios»[169].

Nombró Almagro sucesor—pues a ello estaba autorizado por real concesión—a su hijo, y durante la menor edad de éste, designó administrador del territorio a Diego de Alvarado, persona en quien tenía gran confianza. De todas sus propiedades y posesiones en el Perú, dejó por heredero al Emperador.

Diego de Alvarado, el tesorero Espinall y otros que a la sazón estaban en el Cuzco, se presentaron a Hernando Pizarro rogándole que perdonase la vida a Almagro; y hasta el obispo Valverde llegó a Lima a pedir gracia en favor del ilustre prisionero[170]. Todo fué en vano. No comprendían muchos cómo un hombre investido de autoridad provisional se atrevía a condenar a muerte—dado que el tribunal que le condenó era fiel ejecutor de las órdenes de Pizarro—al más bueno de los primeros conquistadores de América. Adorábanle sus soldados y le respetaban los mismos de Pizarro. Los indios declaraban que entre los blancos no habían tenido mejor amigo que él, y eso que una vez—como en anterior capítulo hicimos notar—cometió un acto cruel con los indígenas. El héroe de cien batallas sufrió la pena de garrote en su prisión y su cadáver fué llevado a la plaza, donde, en cumplimiento de la sentencia, se le separó la cabeza del cuerpo. Inmediatamente los restos mortales fueron trasladados a la casa de Hernán Ponce de León, uno de los que habían sido amigos suyos, y al día siguiente se condujeron a la iglesia de Nuestra Señora de la Merced. Tenía en la época de su muerte unos setenta años de edad.

¡Qué hombres tan feroces! El marqués Francisco Pizarro, al mismo tiempo que decía al joven Almagro «que no tuviese ninguna pena, porque no consentiría que su padre fuese muerto»[171] y al mismo tiempo que decía también al obispo Valverde que «perdiese cuidado, que bolvería á tener el antigua amistad con él (Almagro)»[172], cuando ocurrían tales cosas, á un mensaje de Hernando, consultándole sobre lo que debía hacerse con el preso, hubo de contestar «que hiciese de manera que el Adelantado no los pusiese en más alborotos»[173].

Aunque algunos cronistas hayan indicado la inocencia de Fran[155]cisco Pizarro, la historia le hace responsable en primer término de la muerte de Almagro. De su interior satisfacción dió pruebas en seguida. «En este medio tiempo vino á la dicha cibdad del Cuzco el governador D. Francisco Pizarro, el qual entró con trompetas i chirimias vestido con ropas de martas, que fué el luto con que entró»[174]. Asperamente contestó a Diego de Alvarado, cuando, en nombre del joven Almagro, le pidió las provincias asignadas al Mariscal por la Corona. Al paso que trataba con manifiesto desprecio a los partidarios de Almagro, a manos llenas daba riquezas y repartía territorios a los que le habían ayudado para conseguir el triunfo.

Ya era tiempo de pensar cómo mirarían en Castilla todas estas cosas. Desde la ejecución de Almagro había pasado cerca de un año. Diego de Alvarado y otros amigos del Mariscal se agitaban en la corte sosteniendo las reclamaciones del joven Almagro y pidiendo reparación de los agravios hechos al ajusticiado en Cuzco. Noticiosos los Pizarros de tales hechos, embarcóse Hernando para España en el verano de 1539, no sin aconsejar a su hermano que se guardase de los soldados de Almagro[175]. Mal hizo—como después veremos—el Gobernador en no atender aquellos prudentes consejos. Llegó Hernando a las playas españolas, marchando inmediatamente a Valladolid, donde entonces se hallaba la corte. Aunque se encontró con Diego de Alvarado, más decidido cada día a vengarse de la muerte de su general, Hernando venía cargado de riquezas, las cuales constituían el argumento más poderoso de su defensa. Ganoso el leal Alvarado de terminar pronto el asunto, hubo de citar a singular combate a Hernando Pizarro; pero la muerte repentina de aquél, no sin sospecha de veneno, según la frase de Herrera, dió fin a la contienda. No cesaron las acusaciones contra Pizarro y como resultado de ellas fué encarcelado en el castillo de Medina del Campo (Valladolid), donde estuvo por espacio de veinte años y donde recibió las tristes noticias del fallecimiento de sus hermanos y de sus amigos. Se le concedió la libertad cuando ya era viejo y achacoso, muriendo a la edad de cien años.

Reinaba espantoso desorden en el Perú. El Marqués, confiado en su fortuna, se mostraba orgulloso y a veces imprudente. No respetaba los[156] derechos del español, ni los del indio. La ley era su capricho. El gobierno de Castilla, aunque no queriendo disgustarle, comprendió que era preciso poner coto a tantas demasías. Con este objeto se eligió comisionado regio al licenciado Vaca de Castro, magistrado de la Real Chancillería de Valladolid, juez instruído, íntegro y prudente, y hombre que tenía gran conocimiento del mundo. Dejó su residencia de Valladolid y se embarcó en Sevilla (otoño de 1540), llegando a América después de un viaje penoso y asaz largo.

Entre tanto, cansado Pizarro de la lucha sostenida con el inca Manco, que a la sazón residía entre el Cuzco y la costa, le envió un mensaje invitándole a entrar en tratos; mas no fué posible que se entendieran por las suspicacias de ambos.

Se ocupó—y esto enaltece el nombre del Gobernador—en echar los cimientos de ciudades (Guamanga, La Plata y Arequipa); fomentó la industria, especialmente la minera; y mandó a Pedro de Valdivia a la memorable expedición de Chile, y a su hermano Gonzalo le señaló el territorio de Quito con órdenes de explorar las comarcas desconocidas del Este, en las cuales—según se decía—abundaba el árbol de la canela.

En los comienzos del año 1540 salió Gonzalo llevando 200 infantes, 150 caballos y 4.000 indios. Atravesó la tierra de los incas, entró en el territorio de Quixos, cruzó la barrera de los Andes sufriendo terribles fríos, calor sofocante y fuertes aguaceros y estuvo en el país de la canela. Extenuados por el hambre y para saciar en parte su apetito, hubieron de matar los muchos perros que destinados a cazar indios sacaron de Quito. Tuvieron inmensa alegría al ver al Napo, uno de los grandes ríos tributarios del de las Amazonas, caminaron por sus márgenes hasta llegar a magnífica y soberbia catarata, cruzaron el río por un puente que ellos hicieron, viéronse obligados a comer las correas y el cuero de las sillas de los caballos, e hicieron un barco que Gonzalo confió a Francisco de Orellana, caballero de Trujillo. Gonzalo resolvió hacer alto en el sitio donde se hallaba, en tanto que Orellana salía con el bergantín para proporcionar provisiones al ejército. Viendo Gonzalo que pasaban semanas y semanas sin recibir noticias de Orellana, determinó pasar adelante. A los dos meses de viaje, después de recorrer unas 200 leguas, llegó al punto donde el Napo desemboca en el Amazonas, sin haber encontrado a sus compañeros. Cuando les creía muertos, encontró casi perdido y desnudo en medio de los bosques a Sánchez de Vargas, caballero de ilustre linaje. Dijo Sánchez de Vargas que el barco, impelido por la rápida corriente, había recorrido en tres días lo que Gonzalo y su gente habían tardado dos meses. No pudiendo Orellana volverse atrás, teniendo que luchar contra la corriente y pensando que el via[157]je por tierra tenía no menos peligros, se decidió lanzar el barco al río de las Amazonas, bajar hasta su desembocadura, salir al grande Océano, pasar a las islas inmediatas y volver a España, reclamando la gloria del descubrimiento. Prometíase en este viaje visitar los pueblos que—según los indios—se hallaban en las márgenes del Amazonas. Aceptaron la idea de Orellana sus compañeros, oponiéndose sólo Sánchez de Vargas; oposición que la castigó el jefe, dejándole abandonado en aquellas desoladas regiones.

En tanto que Orellana realizaba una de las expediciones más famosas, si no la más famosa, que registra la historia de los descubrimientos[176], Gonzalo Pizarro, después de recordar a los suyos la constancia que habían manifestado al recorrer las 400 leguas desde Quito al punto en que se hallaban, les dijo que no quedaba otro remedio que volver a la citada capital. Los soldados mostraron gran confianza en su jefe y comenzaron su marcha retrógrada hacia Quito. En los últimos días de junio de 1542, después de un año de horribles padecimientos, divisaron con inmensa alegría las elevadas llanuras que se extienden a las inmediaciones de la citada ciudad, pudiendo al fin abrazar a sus mujeres e hijos, «pues hombres humanos no se hallan haver tanto sufrido, ni padecido tantas desventuras»[177].

Veamos lo que había sucedido en el Perú durante la ausencia de Gonzalo Pizarro. Recordaremos que cuando Hernando Pizarro volvió a España, su hermano Francisco se dirigió a Lima, donde continuó ocupándose en hermosear su querida ciudad. Privó el Gobernador al joven Almagro de sus indios y tierras; redujo a la miseria a los partidarios del Mariscal, a los de Chile, como les continuaban llamando. Por demás confiado el Marqués, no vió la nube que se cernía sobre su cabeza. Cuando le hablaban de conjuraciones de sus enemigos, se contentaba con decir: ¡Pobres diablos! ¡Bastante desgracia tienen! No les molestaremos más!

Estaba en un error el Marqués. Los enemigos eran hombres valientes y decididos. Confiaban en que Vaca de Castro, nombrado—como sabemos—comisionado regio, les haría justicia. Al saber que nada se sabía de su llegada, se decidieron a tomarse la justicia por su mano. Designaron el domingo 26 de junio de 1541 para asesinar a Francisco Pizarro. Eran los conjurados 18 o 20; debían reunirse en la casa de Almagro, situada en la plaza mayor y cerca de la catedral. Cuando el Gobernador saliese de oir misa, ellos abandonarían dicha casa y le asesinarían, acudiendo los demás conjurados a auxiliar a los encarga[158]dos inmediatamente de la ejecución del hecho. Una bandera blanca, desplegada desde alta ventana de la casa de Almagro, sería la señal para que los segundos conjurados se presentasen en la plaza, que era el sitio destinado para cometer el crimen. El jefe de los conjurados se llamaba Juan de Herrada o Rada, que de soldado había llegado a los más altos puestos del ejército, ciego partidario del Mariscal y a la sazón del hijo. Uno de los conspiradores, sintiendo remordimientos de conciencia por su participación en el crimen, reveló todo el plan a su confesor, quien comunicó la noticia a Picado, secretario de Pizarro, llegando inmediatamente a oidos del Gobernador. La respuesta del Gobernador fué: «Ese clérigo, obispado quiere»[178].

Reunidos en el día señalado los conjurados en casa de Almagro, supieron que el Marqués no había salido a misa por estar enfermo. Creyendo que la conjuración estaba descubierta, resueltos a jugar el todo por el todo, Rada, seguido de los demás, salió a la calle gritando: ¡Viva el Rey! ¡Muera el tirano!, y, dirigiéndose al palacio del Marqués, en ocasión que estaba comiendo, pasó la primera puerta que estaba abierta y entró en el primer patio, llegando a la segunda puerta. En tanto que Pizarro y su hermano Alcántara se ponían las armaduras, aquél mandó a su oficial Francisco de Chaves que cerrase la segunda puerta, encargo que no cumplió, intentando entrar en tratos con los revolucionarios. Cortaron el debate los de Chile matando a Chaves y arrojando el cuerpo por la escalera. Locos de furia penetraron en lo interior gritando: ¿Dónde está el Marqués? ¡Muera el tirano! Si intentó Martínez de Alcántara, con otros pocos, cerrarles el paso, tuvieron que ceder al mayor número. Cuando Alcántara cayó mal herido al suelo, Pizarro, con la capa al brazo y con la espada en la mano, se precipitó como furioso león sobre sus enemigos, repartiendo mandobles a derecha y a izquierda y por de frente, no sin exclamar: ¡Cómo!, traidores, ¿habéis venido á matarme á mi propia casa? Los conjurados, a grandes empujones, echaron sobre el Marqués a uno de sus compañeros, llamado Narváez, diciendo: ¿Qué tardanza es ésta? Acabemos con el tirano. Mientras Pizarro y los suyos herían a Narváez, los conjurados cayeron sobre el valeroso Marqués, quien cayó al suelo, pronunciando el nombre de Jesucristo, «y caído, Juan Rodríguez Borregán, con un alcarraz lleno de agua, le dió tan gran golpe en el rostro, que se le quebrantó con él, con que espiró en edad de sesenta y tres años»[179]. También murieron Francisco Martínez de Alcántara y los dos pajes, Escandón y Vargas. «Fuera señalado capitán—añade Herrera—si á la[159] postre no se perdiera con el ambicion, y escureciera sus hechos con la muerte de su amigo y compañero Don Diego de Almagro, en que mostró mucha ingratitud...»[180].

Inmediatamente los conjurados salieron corriendo a la calle, con las armas en la mano y dando gritos de: Ya es muerto el tirano. Las leyes están restablecidas. ¡Viva el Rey nuestro Señor y su gobernador Almagro! Unos 300 se unieron a la bandera de Rada. El secretario Picado se refugió en casa del tesorero Riquelme, y allí fueron algunos de Chile. Escribe Herrera que Riquelme decía: «No sé adonde está el señor Picado, y con los ojos le mostraba y le hallaron debajo de la cama»[181]. A saco fueron entradas las casas de Pizarro y de Picado. Reconoció el ayuntamiento la autoridad de Almagro, el cual recorrió las calles a caballo, siendo proclamado gobernador y capitán general del Perú. Los restos de Pizarro se colocaron en un rincón de la Catedral; posteriormente fueron trasladados bajo un monumento que se levantó en sitio preferente de dicha iglesia, y el 1607 se llevaron a la nueva Catedral para que reposasen al lado de los de Mendoza, el muy digno virrey del Perú. Pizarro permaneció soltero. De una hija de Atahuallpa y nieta del gran Huayna Capac tuvo una hija y un hijo. Después de la muerte del Marqués, su amiga casó con un caballero español, y el matrimonio se trasladó a España. El hijo no llegó a la edad viril, y la hija casó con su tío Hernando, preso a la sazón en Medina. Reinando Felipe IV se restableció el título en favor de D. Juan Hernando Pizarro, pues en atención a los servicios de su antecesor fué creado marqués de la Conquista, recibiendo también considerable pensión del gobierno. El conquistador del Perú no aprendió a leer ni a escribir. No era aficionado al lujo, sobrio en la comida y bebida, laborioso, poco amigo de atesorar riquezas; sólo le dominaba el vicio del juego. Hombre de valor a toda prueba, exponía frecuentemente su vida. El peligro a que se expuso Pizarro al hacer prisionero a Atahuallpa fué mayor que el de Hernán Cortés cuando se apoderó de la persona de Moctezuma. Mostró su perfidia con el tratamiento que dió a Atahuallpa y luego a Manco, como también con la conducta que siguió con Almagro. Ni el conquistador de México ni el del Perú fueron hombres políticos; menos el último que el primero. Más religioso Cortés que Pizarro, aquél dió a su expedición el carácter de cruzada.

Para remedio de tantos males, en la primavera de 1541 desembarcó Vaca de Castro en el puerto de Buena Ventura, y por tierra—pues huía de los peligros de la mar—se encaminó a Popayán, donde recibió[160] la noticia de la muerte de Pizarro, dirigiéndose inmediatamente a Quito. (Apéndice E). Recibióle el segundo de Gonzalo Pizarro, porque el jefe se hallaba en la expedición al río de las Amazonas. Belalcázar, el conquistador de Quito, se presentó y le ofreció su apoyo. Vaca de Castro envió emisarios a las principales ciudades, exigiendo la obediencia como legítimo representante de la Corona. Continuó su marcha hacia el Sur.

A vuelta de todo en el Norte mostróse risueña la fortuna, aunque por poco tiempo, con el joven Almagro. La prudente política de Rada—pues Rada era el alma de todo—contribuyó a que fuese mayor cada día el partido de Almagro. Sólo con Picado usaron de excesiva severidad los conjurados, hasta el extremo que le pusieron a tormento para que declarase el sitio donde Pizarro tenía depositados sus tesoros, y como nada pudiera decir, determinaron cortarle la cabeza en la plaza de Lima. Intervino en favor de Picado el obispo del Cuzco, fray Vicente de Valverde, según él mismo asegura en carta desde Tumbez. Llegó su turno al fanático prelado. Poco tiempo después, a últimos del año 1541, se le permitió embarcarse en Lima con el juez Velázquez y otros partidarios de Pizarro, cayendo inmediatamente todos en poder de los indios y asesinados en Puna sin que nadie derramase una lágrima por ellos. Si el Padre Olmedo usó algunas veces de su influencia en favor de los indios de México, el Padre Valverde no tuvo nunca una palabra de consuelo para los indígenas del Perú.

En aquellas circunstancias tan críticas fué para Almagro inmensa desgracia la muerte del anciano y leal Juan de Rada. No tenían la prudencia de Rada los capitanes Cristóbal de Sotelo ni García de Alvarado, los cuales, además, se odiaban mútuamente. Se dió el caso que Sotelo fué asesinado por García de Alvarado y García de Alvarado por el mismo Almagro. Con dos enemigos poderosos se dispuso a luchar Almagro: formaban el primero los restos del partido de Pizarro dirigidos por Holguín y Alonso de Alvarado; era el otro el del comisionado regio Vaca de Castro. Cuando se disponía a comenzar la campaña supo que Holguín y Alonso de Alvarado se habían puesto bajo las órdenes de Vaca de Castro. Confiaba, sin embargo, en la ayuda del inca Manco, quien, si detestaba hasta la memoria de Pizarro, no debía olvidar su antigua amistad con el Mariscal y recordaría también que sangre peruana corría por las venas de Almagro. Este joven capitán llenó su tesoro del metal que sacó de las minas de La Plata. Fabricó pólvora, sirviéndose del azufre que en abundancia se hallaba en las inmediaciones del Cuzco. Construyó cañones y otras armas de fuego, corazas y yelmos, bajo la dirección de Pedro de Candía, el griego, uno de los primeros[161] que llegaron al país con Pizarro. Antes de lanzarse a la guerra envió al comisionado regio Vaca de Castro (verano de 1542), una embajada a Lima, manifestándole lo mucho que sentía el tomar las armas contra un representante de la Corona. Manifestábale, además, que su único deseo era asegurar la posesión de la Nueva Toledo, que le correspondía por herencia de su padre y despojado de ella por Pizarro, añadiendo que nada tenía que decir con respecto a Nueva Castilla como país asignado al Marqués. Proponía, por último, que Vaca de Castro y él permaneciesen dentro de los límites de su respectivo territorio hasta que la corte de España resolviese definitivamente la cuestión. No habiendo tenido respuesta y perdidas las esperanzas de amistoso arreglo, Almagro reunió sus tropas, y después de protestar que el paso que sus compañeros y él iban a dar no era acto de rebelión contra la Corona, sino que a ello se veían obligados por la conducta del comisionado regio, volvió a repetir que el territorio de Nueva Toledo fué cedido a su padre, y a la muerte de su padre pasó a él como heredero. Todas sus tropas ascenderían a unos 500 hombres: tanto la caballería como la infantería estaban perfectamente equipadas; pero la principal fuerza consistía en la artillería, compuesta de ocho piezas de grueso calibre y de ocho falconetes. A la cabeza del valiente y disciplinado ejército salió Almagro del Cuzco (mediados del verano de 1542) y dirigió su marcha hacia la costa, esperando encontrar al enemigo.

Entretanto, Vaca de Castro, después de salir de Quito, entró en las ciudades de San Miguel y de Trujillo en medio del regocijo popular y luego se detuvo en Huaura, teniendo la satisfacción de ver reconciliados a Holguín y Alonso de Alvarado, antiguos partidarios de Pizarro. De Huaura mandó la mayor parte de sus fuerzas a Xauxa, mientras él con un pequeño cuerpo se encaminaba a Lima. Animado con el recibimiento entusiástico que le hicieron y habiendo obtenido de los habitantes más ricos considerable empréstito, abandonó el Cuzco, tomó la vuelta de Xauxa y pasó revista a sus tropas, que ascendían a unos 700 hombres. La caballería era más numerosa, aunque no tan bien armada como la de Almagro; la infantería, además del número correspondiente de alabardas, no carecía de bastantes armas de fuego; la artillería estaba reducida a tres o cuatro falconetes mal montados. En suma, si el ejército real era inferior por su armamento al de Almagro, en cambio aventajaba por su mayor número de plazas. Importa decir que hallándose Gonzalo Pizarro de vuelta de su célebre expedición a la tierra de las canelas, escribió a Vaca de Castro, residente entonces en Xauxa, ofreciendo sus servicios en la próxima lucha con Almagro. Contestó el comisionado regio que agradecía el ofrecimiento y que si por entonces[162] no lo aceptaba, no dejaría de utilizar sus servicios cuando la ocasión lo exigiese. Salió Vaca de Castro de Xauxa y a marchas forzadas caminó 30 leguas, apoderándose de la plaza fuerte de Guamanga; Almagro permanecía en Bilcas, a 10 leguas de distancia. En Guamanga recibió el comisionado regio otra embajada de Almagro, proponiéndole lo mismo que en la primera, a la cual se sirvió contestar en tales términos que la avenencia se hizo de todo punto imposible. Bastará decir que Vaca de Castro exigía que Almagro disolviese su ejército y le entregara los que estaban inmediatamente complicados en el asesinato de Pizarro.

En las llanuras de Chupas se encontraron Vaca de Castro y Almagro el 16 de septiembre de 1542. Faltaban unas dos horas para ponerse el sol. En la duda de si comenzar o no la batalla, como insistiese por la afirmativa Alonso de Alvarado, cuentan que el representante de la Corona vino en ello exclamando: «¡Quién tuviera el poder de Josué para detener el curso del sol!»[182].

El orden de batalla del ejército leal fué el siguiente: En el centro se colocó la infantería; en los flancos la caballería, cuya ala derecha la mandaba Alonso de Alvarado, llevando el estandarte real, y del ala izquierda se encargó a Holguín; también ocupó el centro la artillería, aunque sin darle mucha importancia. Vaca de Castro hubo de mandar un cuerpo de reserva compuesto de 40 caballos, destinado a acudir a donde la necesidad lo exigiese. La alocución dirigida por Vaca de Castro hizo tal efecto, que los soldados marcharon al combate «como si fueran a fiestas donde estuvieran convidados»[183]. Las tropas de Almagro estaban de la manera que a continuación diremos. En el centro se colocó la artillería protegida por los alabarderos y arcabuceros; en los flancos formaba la caballería. Almagro guiaba la izquierda. Comenzó a jugar la artillería de Almagro con bastante acierto, viéndose obligado Vaca de Castro, por consejo de Francisco de Carbajal—uno de los veteranos discípulos de Gonzalo de Córdoba—a conducir las tropas por un camino que rodeaba las colinas. Si en la marcha fué acometido su flanco izquierdo por los batallones indios de Paullo, hermano del inca Manco, un cuerpo de arcabuceros dirigió contra aquéllos sus certeros tiros. Cuando las tropas leales subieron a la cima de la eminencia, volvieron a encontrarse en frente de la artillería de Almagro. Llamó la atención que sin embargo de dirigir los cañones a un punto que presentaba buen blanco, la mayor parte de los tiros pasaban sobre las cabezas de los soldados de[163] Vaca de Castro. No sabemos si esto fué traición o torpeza. Sólo se sabe que mandaba la artillería Pedro de Candía, uno de los trece que se pusieron al lado de Pizarro en la isla del Gallo y con el cual hizo toda la conquista, separándose luego y tomando partido por Almagro. Tal vez, deseando volver a sus primitivas banderas o para vengarse de los asesinos de su antiguo jefe, entró en correspondencia con Vaca de Castro. Parece ser que convencido Almagro de la traición de Candía, le reconvino por su conducta y le atravesó con la espada, dejándole muerto en el campo. Después, lanzándose a uno de los cañones y dándole nueva dirección disparó con tanto acierto que echó por tierra a muchos soldados de la caballería enemiga. Pensó Carbajal oponer sus cañones a los del enemigo, variando pronto de opinión y decidiéndose a dar una carga con la caballería. Almagro, en vez de esperar el ataque a la defensiva, mandó a su gente salir al encuentro. El choque fué terrible. «Se encontraron de suerte que casi todas las lanzas quebraron, quedando muchos muertos y caídos de ambas partes»[184]. «Después de la de Ravena—dice otro escritor—no se ha visto entre tan poca gente más cruel batalla...»[185]. La caballería de Almagro pudo resistir la superioridad del número de sus enemigos, si bien los del ejército real lograron alguna ventaja, dirigiendo sus golpes a los caballos en vez de dirigirlos a los hombres. La infantería de una y de otra parte sostenía vivo fuego de arcabuz, así en las filas respectivas como en las de caballería. La artillería de Almagro, por último, bien dirigida a la sazón, causaba muchas bajas en las columnas de la infantería real que querían adelantarse. «Estas, no pudiendo ya sufrirlo, comenzaban a retroceder, cuando Francisco de Carbajal, lanzándose a la cabeza de todos gritó: ¡Mengua y baldón para el que ceda! Yo soy un blanco doble mejor para el enemigo que ninguno de vosotros. Era, en efecto, hombre corpulento, y arrojando de sí el acerado yelmo y la coraza para no tener ventaja alguna sobre sus soldados, se quedó armado a la ligera con su coleto de algodón. En seguida, blandiendo su partesana, se entró atrevidamente por entre las columnas de fuego y humo que brotaban los cañones, y seguido entre una lluvia de balas por los más salientes de sus tropas, se lanzó sobre los artilleros y se hizo dueño de las piezas»[186]. Las sombras de la noche comenzaban a extenderse por el campo, y todavía continuaba la lucha, distinguiéndose los de Vaca de Castro por las divisas rojas, y los de Almagro por las blancas, como también por los gritos de ¡Vaca de Castro y el Rey! ¡Almagro y el Rey! Ambos ejércitos invoca[164]ban el auxilio del apostol Santiago. Aún no se había declarado la victoria por ninguno. No debe olvidarse que en los primeros momentos de la batalla, Holguín, que mandaba el ala izquierda de los realistas, fué atravesado de dos balas de arcabuz, y por lo que respecta a la derecha, cuyo jefe era Alonso de Alvarado, iba perdiendo terreno ante las repetidas cargas del valeroso Almagro. En este momento crítico, Vaca de Castro, que desde una altura contemplaba el combate, se lanzó al lugar de más peligro para socorrer a su valiente oficial. Aquellos soldados de refresco decidieron la suerte de la batalla. El ánimo que recobraron los soldados de Alvarado lo perdieron los de Almagro. Retrocedieron los de Almagro, y aunque el joven jefe hizo esfuerzos para contenerlos, no pudo, huyendo a la desbandada a las nueve de la noche, infantería, caballería y artillería. Muchos pudieron huir favorecidos por la obscuridad de la noche, y algunos, arrancando los distintivos de sus enemigos muertos, se los colocaron y se unieron a los vencedores.

El número de muertos por ambas partes fueron, según Garcilaso y Uscategui, 500; según Zárate, 300. Los de Vaca de Castro tuvieron más pérdidas que los de Almagro. El número de heridos fué mucho mayor. Almagro, seguido de unos pocos soldados, se retiró al Cuzco. Luego salió de la ciudad y fué hecho prisionero por Rodrigo de Salazar y otros en el camino de Yucay.

Nombró Vaca de Castro una comisión en Guamanga para juzgar a los prisioneros, siendo condenados 40 a la pena de muerte y 30 a destierro. Pasó Vaca de Castro al Cuzco, en cuya ciudad se le presentaba resolver acerca de la suerte de su prisionero Almagro. Un consejo de guerra no tuvo compasión y le condenó a muerte; fué ejecutado en la plaza del Cuzco, en el mismo sitio donde su padre lo había sido algunos años antes. Digno de mejor suerte era Almagro. Joven, valiente, generoso y de mucho talento, si algunas veces dió muestras de exagerada severidad, no olvidemos que sangre india corría por sus venas y no olvidemos las circunstancias de su situación. «Si la conspiración puede justificarse alguna vez—escribe Prescott—, es sin duda en un caso semejante, en que, desesperado por los ultrajes hechos a él y a su padre, no podía obtener reparación del único de quien tenía derecho a reclamarla.»[187].

Cuando ocurrían estos sucesos, supo Vaca de Castro que Gonzalo Pizarro había llegado a Lima y no se recataba de mostrar su descontento por la política que se seguía en el Perú. El representante real envió fuerzas considerables a Lima para guarnecer dicha capital, y ordenó a Gonzalo Pizarro que se le presentase en el Cuzco. Obedeció el audaz[165] caudillo, y poco después se hallaba en presencia del vencedor de Chupas. Vaca de Castro oyó con gusto la relación que le hizo Gonzalo de su última expedición, aconsejándole luego que se retirase a sus haciendas a buscar el reposo. Aunque el consejo no fuese del agrado de Pizarro, juzgó prudente retirarse a La Plata, para ocuparse únicamente en el trabajo de aquellas ricas minas.

Tranquilo por este lado Vaca de Castro, se dedicó a la organización del ejército y dió varias leyes para el mejor gobierno de la colonia, entre ellas, una que tenía por objeto la disminución de los repartimientos. Túvose noticia por entonces del famoso Código publicado por Carlos V en el año 1543, y del cual hablaremos en su lugar respectivo. En el dicho Código se dieron leyes favorables a los indios con disgusto de los colonos. También se dispuso enviar un virrey al Perú y con él una Real Audiencia, estableciéndose el uno y la otra en Lima[188]. Procuró Vaca de Castro calmar la agitación del país; pero sus consejos no fueron oídos, y los más impacientes o revolucionarios se fijaron en Gonzalo Pizarro, único individuo que quedaba de aquella familia de conquistadores.

El territorio de Bolivia o Alto Perú formó primitivamente parte del imperio de los Incas. Bajo la dominación española, desde el siglo xvi al xviii dependió del virreinato del Perú, siendo gobernado por la Audiencia de Charcas, hasta que, habiéndose creado en el año 1776 el virreinato de Buenos Aires, fué agregado a este último. Durante la guerra de separación, se declaró en República independiente, con el nombre de Bolivia, que se dió en honor de Bolívar.

La primera expedición a Bolivia la realizó Diego de Almagro, compañero de Pizarro, cuya vanguardia iba a cargo de Juan de Saavedra. Eligió Almagro la ruta de Collasuyo en su marcha hacia Chile y Saavedra fundó en Paria, a pocas millas de Oruro, la primera ciudad española en territorio boliviano. La expedición hizo alto en Tupiza, siguió hacia el Sur, dejando sin explorar las minas de Charcas, continuando su viaje a través de los Andes. El desgraciado Almagro expresó luego profundo sentimiento por no haber permanecido en Charcas, en lugar de emprender el camino de más sufrimientos y privaciones que se registra en los anales de la conquista.

También Hernando y Gonzalo Pizarro invadieron el país. Luego, Hernando volvió a Cuzco, y Gonzalo, después de su atrevida expedición con Orellana, se fijó en la conquista de Bolivia, consiguiendo su primera victoria en el valle de Cachabamba, y la segunda sobre los indios charcas. Pedro Antúnez, por encargo de Francisco Pizarro, fundó en el[166] sitio de un pueblo indígena la ciudad de Chuquisaca, llamada también Charcas y La Plata, que fué asiento de la Real Audiencia y Sede Arzobispal. Dicha ciudad es conocida hoy con el nombre de Sucre, en honor del héroe de la independencia. Gonzalo Pizarro se dirigió a sus posesiones del Sur en el territorio de Charcas, con el objeto de explotar allí las minas de plata. Dejó la productiva industria para ponerse a la cabeza de una revolución contra el virrey Blasco Núñez de Vela, sin tener en cuenta que la mencionada autoridad había sido nombrada por Carlos V para reformar los abusos del sistema de encomiendas. Las guerras entre el virrey Blasco y Gonzalo Pizarro, entre dicho Gonzalo Pizarro y el licenciado La Gasca, se tratarán en el capítulo XXIII. En este lugar sólo recordaremos que, si poco antes Diego Centeno y Alonso Santandía echaron los cimientos de la villa imperial de Potosí, población que había de ser tiempo adelante una de las más famosas del mundo, a la sazón La Gasca ordenó al capitán Alonso de Mendoza la fundación de una ciudad en el valle de Chuquiapu, conforme a la frase del historiador Tácito: Con mayor número de buenas costumbres que de leyes. Comenzó su fundación el 20 de octubre de 1545, y se le dió el nombre de Nuestra Señora de la Paz.

En este mismo año de 1545, el Emperador mostró su generosidad con el heredero del imperio del Perú. Imperio tan rico merecía ser pagado con tan flamante Escudo. «Armas: Informado S. M. de los buenos servicios de D. Christóbal Topa Inca, hijo de Guayna Capac, señor natural que fué de las Provincias del Perú, y deseando darle a conocer el aprecio que le merecían sus lealtades; le concedió un Escudo dividido en dos partes, y puesto en una de ellas una Aguila negra rampante en Campo de Oro con dos palmas verdes a los lados, y debajo un tigre y encima de él una borla colorada, como tenía su hermano Atabalipa, y a los lados del Tigre dos culebras coronadas de oro en campo azul, y para orla Ave María, y entre letra y letra una Cruz dorada, y por timbre un Yelmo cerrado, y por divisa una Aguila negra rampante con tres colas, y dependencia de follages de azul y oro.»[189]

Cuando los españoles llegaron á Bolivia la raza aimerá, la principal del país, estaba bastante decaída, pues se hallaba supeditada a los quechuas desde mucho tiempo antes. Aunque sus abuelos habían construído magníficos edificios en la península de Tiahuanuco, ellos lo ignoraban por completo. Como los conquistadores españoles no les trataron mejor que los quechuas, la raza aimerá disminuyó de un modo considerable y hasta se temió su completo fin. Además de los aimerás y que[167]chuas se hallaban los chiquitos, habitantes de las sierrecillas cristalinas que corren por la divisoria de las aguas del Mamoré y del Paraguay, y los mojos, que vivían más al norte en las campiñas, mucha parte del año anegadas, por donde corren el Machupa, el San Miguel, el Río Blanco y el Baurés, afluentes ó subafluentes del Guaparé. Los nombres de estas naciones son españoles, lo que prueba que estuvieron en buenas relaciones con los conquistadores.[190] Los chiquitos y las tribus vecinas recibieron la religión cristiana, merced al celo de la Compañía de Jesús. La gloriosa muerte del P. Arce y demás compañeros de religión, la invasión de los Paulistas y de los mercaderes de esclavos y la disolución de la Compañía de Jesús, son hechos importantes en esta parte de América. Sucediéronse pronto acontecimientos luctuosos que extinguieron en gran parte las aldeas de chiquitos y de los mojos.


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CAPITULO IX

Conquista de Chile.—Estados en que se dividía el país.—Los araucanos.—Noticias fabulosas de Chile.—Expedición de Almagro.—Comienzo de la conquista.—Almagro se retira de Chile.—Valdivia: su vida y carácter.—Continúa la conquista.—Fundación de Santiago.—Valdivia gobernador.—Luchas de Valdivia con los españoles y con los indios.—Organización del país.—Valdivia en el Perú.—Carta de Valdivia al Emperador.—Fundación de poblaciones.—Sublevación de los araucanos: Caupolicán.—Guerra y muerte de Valdivia.—Vida y costumbres de los chilenos.—El gobernador Quiroga.—El Cabildo y la Audiencia.—Alderete.—Hurtado de Mendoza.—Cuesta de Villagra.—Muerte de Lautaro.—La política y la guerra.—Caupolicán: batalla de Millarapué.—Ercilla.—Muerte de Caupolicán.—Sumisión de Chile.

Dividíase Chile en cuatro Estados o gobiernos principales: Languen-mapu (comarca marítima), Lelbun-mapu (de los llanos), Mapirez-mapu (de las laderas) y Pire-mapu (de la montaña). Mandaban los toquís (jefes superiores) y los apoulmens y ulmens (hombres ricos). Además de la lengua araucana o chilli-sugu, se hablaba en muchas tribus el puelche.

Los primitivos pobladores fueron los araucanos o moluchos que se subdividían en diferentes tribus. Descríbelos Ercilla en su Araucana al tenor siguiente:

«Son de gestos robustos, desbarbados,
bien formados los cuerpos y crecidos,
espaldas grandes, pechos levantados,
recios miembros, de nervios bien fornidos,
ágiles, desenvueltos, alentados,
animosos, valientes, atrevidos,
duros en el trabajo y sufridores
de fríos mortales, hambres y calores.»

Corrían entre los indígenas del Perú noticias fabulosas acerca de Chile. Decíase que en el país de la Araucania existía un Rey que se llamaba Leuchengorma, dueño de una isla dedicada al culto de los ído[169]los con un templo y 2.000 sacerdotes. Leuchengorma estaba siempre en guerra con otro Rey vecino suyo, siendo de advertir que cada uno de ellos tenía un ejército de 200.000 hombres. Contaban también que 50 leguas más adelante, había, entre dos ríos, una provincia habitada únicamente por mujeres, las cuales sólo admitían hombres durante un período de tiempo determinado; luego se quedaban con las hijas y mandaban los hijos con sus padres. La provincia o reino de las Amazonas, que tenía por reina a Goboimilla (que quería decir oro) era dependiente y tributario del monarca citado Leuchengorma.

Con semejantes leyendas se proponían los peruanos que los españoles abandonasen en todo o en parte el país en que estaban asentados y buscaran la riqueza de Chile, de aquella nueva tierra de promisión. Francisco Pizarro, por otra parte, deseaba desembarazarse de la presencia de su rival Diego de Almagro, y le animaba a realizar la expedición. Por último, el mismo Almagro no necesitaba estímulos, dado su carácter aventurero y no escaso de atrevimiento. En el momento que supo, aunque no oficialmente (primavera de 1535), que se le había concedido, con el título de Nueva Toledo[191], una extensión de 200 leguas al Sur del Perú, comenzó sus preparativos para la expedición. Parece ser que Pizarro y Almagro convinieron en que el último iría "a descubrir la costa y tierra de hacia el Estrecho de Magallanes, porque decían los indios ser muy rica tierra el Chili, que por aquellas partes estaba, y que si buena y rica tierra hallase, pedirían la gobernación de ella para él, y si no que partirían la de Pizarro."

Almagro organizó la expedición en el Cuzco, logrando atraerse a muchos. Pidió ayuda al emperador Manco Capac, quien generosamente dispuso que le acompañasen su hermano Panllu Iupac y su tío Villac Umu (Villaoma), que era sumo sacerdote, con algunos nobles y muchos «indios honrados y de carga,» haciéndose subir a 15.000 el número de auxiliares armados. Creemos que debe haber exageración en esta cifra y que el número debió ser bastante menor. Los primeros que marcharon a Chile fueron los dos delegados peruanos con tres soldados de a caballo y el consiguiente séquito de indios armados y de carga. Posteriormente, fué Juan de Saavedra con 100 españoles y proporcionado acompañamiento de indios. Últimamente, se puso en camino Almagro (3 julio 1535) a la cabeza de 430 hombres españoles y todos los indios que aún quedaban en el Cuzco. Juan de Rada se quedó reclutando más gente. Almagro encontró a Saavedra en las Charcas, y después de un mes de descanso, continuaron juntos hasta Tupiza, donde aguardaban Panllu[170] Iupac y Villac Umu, debiéndose advertir que los tres soldados españoles siguieron adelante con menos prudencia que juicio. Dos meses permanecieron en Tupiza, en cuyo tiempo entregaron rico presente de oro adquirido en el camino para halagar las esperanzas de los españoles; pero en seguida desapareció Villac Umu y lo mismo hubiera hecho Panllu Iupac, sin la estrecha vigilancia a que se le sometió.

Dos caminos se ofrecían a los expedicionarios para apoderarse de Chile: los llanos y costa con 80 leguas de desierto de Atacama y la sierra Nevada con 40 leguas de travesía por los Andes. Aunque los dos eran malos, ofrecía más peligros el segundo; Almagro, sin embargo, hubo de preferir el último por ser más corto. Salieron para Iujui, y, después de grandes trabajos, de hambres y de emboscadas de los naturales, llegaron a Chicoana, 250 leguas del Cuzco. Al cabo de dos meses de descanso, se dispusieron a emprender el paso de los Andes 200 jinetes y más de 300 infantes. Atravesaron aquel terreno escabroso y pendiente, lleno de precipicios, cruzado por estrechos valles, caudalosos ríos y ruidosos torrentes escondidos entre maleza o escollos de peñas, cubiertos de nieve los escarpados picachos y ásperos barrancos, nieve que caía de día y de noche, y que era indispensable quitar para no perder los senderos. Almagro hubo de adelantarse con los veinte jinetes más animosos y en tres días llegó a Copiapó, pudiendo mandar víveres y ropas a los infelices que, desnudos y hambrientos, habían quedado atrás. Habían muerto el 30 por 100 de españoles, y dos terceras partes de indios o murieron o se desertaron.

Hallándose los expedicionarios en Copiapó, vino a incorporarse Rodrigo de Orgóñez con algunos soldados. El cacique de Copiapó, desposeído de su cargo por un pariente suyo, andaba fugitivo, no teniendo valor para volver a su país. En semejante apuro, pidió auxilio a los españoles, ofreciéndoles que si era repuesto, les haría dueños de su territorio. En efecto, habiendo logrado el cacique lo que deseaba, los naturales prestaron sumisión e hicieron voluntario donativo del tributo que tenían prevenido para el Inca a los españoles. Consistía dicho tributo en 200.000 ducados y entregaron 300.000 más por indicación de Panllu.

Andaban retraídos los habitantes de los vecinos valles de Huasco y Coquimbo, retraimiento que se explicaba porque allí fueron asesinados los tres españoles que habían acompañado a Panllu y Villaoma hasta Tupiza. Almagro, por medio de Felipillo, les notificó el perdón.

Pero es el caso que Felipillo, en quien los españoles tenían tanta confianza, era un traidor. Lejos de brindar a los indígenas la paz que les ofrecía Almagro, les indujo a sublevarse, como lo verificaron, ya recogida la cosecha, la cual se llevaron consigo. Coincidió con esto la[171] desaparición de todos los indios de carga y de servicio o yanaconas que estaban en el campo español. Además de la resistencia pasiva, pasaron los indígenas a vías de hecho, comenzando por la intentona de prender fuego una noche al alojamiento de los españoles.

Aceptaron el reto los nuestros. Quemaron vivos a treinta principales indígenas que cayeron en su poder, encontrándose entre ellos el cacique usurpador de Copiapó y los asesinos de los tres soldados españoles que acompañaron a Panllu Iupac y a Villac Umu. Sobrecogidos de terror los indios, dejaron de conspirar por entonces; pero tan buenos propósitos les duró poco tiempo. Al día siguiente de llegar los españoles a Chile, se ausentaron los indios en masa, hasta el punto de no encontrar Almagro quien le diese explicación del suceso. El mismo Felipillo, con unos cuantos indios de armas que aún quedaban, se marchó del campamento español. Cogido luego prisionero, confesó su delito, indicando también que Manco estaba en abierta insurrección en el Perú. Tantos crímenes cometidos por Felipillo le valieron la pena de ser descuartizado. Sucedía todo esto en los comienzos del año 1536. Recibió Almagro por entonces un refuerzo de 100 hombres, los cuales se hallaban mandados por Rui Díaz.

Para caminar con pie firme y seguro, dispuso Almagro lo siguiente: el Santiago, barco pequeño, que había llegado a un puerto cerca de Chile con armas y otras cosas necesarias, le ordenó que reconociese la costa; envió a Gómez de Alvarado con 80 jinetes a explorar por el Sur, y mandó un destacamento al Oriente con objeto de averiguar lo que hubiese al otro lado de los Andes. Volvió el buque con malas noticias acerca de los criaderos de oro, aunque muy buenas sobre la fertilidad del país; Alvarado regresó, no habiendo hallado minas ni nada digno de contar, y el destacamento hubo de retroceder en cuanto experimentó las asperezas de la cordillera.

En semejante estado las cosas, apareció Juan de Rada con otros 100 hombres, trayendo las provisiones reales, y por ellas era nombrado Almagro gobernador de Nueva Toledo, que era una extensión de 200 leguas al Sur de los límites de Nueva Castilla, adjudicada esta última a Pizarro. Las noticias de la insurrección del Perú, la creencia de que el Cuzco pertenecía a Almagro y los pocos criaderos de oro que se presentaban en Chile, influyeron para el inmediato regreso. Gómez, Diego de Alvarado y Rodrigo Orgóñez, fueron los que con más empeño inclinaron a Almagro a abandonar el país. Acerca de la ruta que debían seguir, los pareceres fueron diferentes: los españoles acordaron dar la vuelta por la costa y los indios reprobaron semejante determinación. Aunque se tomaron muchas precauciones, no faltaron hambres y enfermedades, te[172]niendo también que sostener no pocas luchas con los indios. No huelga decir que Panllu continuaba, si bien a disgusto suyo, al lado de los españoles. Salieron de Arequipa a mediados de marzo de 1537 en dirección al Cuzco, encontrándose enfrente de los parciales de Pizarro. Las luchas que se originaron y la muerte de Almagro (8 agosto 1538), se trataron con la suficiente extensión en la historia del Perú; ahora sólo procede decir que se paralizó por algún tiempo, como era natural, la conquista de Chile.

Pedro de Valdivia.

El destinado a continuar dicha conquista, que Almagro dejó abandonada, fué Pedro de Valdivia, natural de Villanueva de la Serena (Badajoz), tan ambicioso de gloria como entendido en las cosas de milicia. El capitán Alonso de Góngora Marmolejo, uno de sus compañeros de armas, hizo el siguiente retrato de Valdivia. «Era—dice—hombre de buena estatura, de rostro alegre, la cabeza grande conforme al cuerpo, que se había hecho gordo, espaldudo, ancho de pecho, hombre de buen entendimiento, aunque de palabras no bien limadas, liberal y hacía mercedes graciosamente. Después que fué señor, recibía gran contento en dar lo que tenía; era generoso en todas sus cosas, amigo de andar bien vestido y lustroso, y de los hombres que lo andaban, y de comer y beber bien; afable y humano con todos; mas tenía dos cosas con que obscurecía todas estas virtudes: que aborrecía a los hombres nobles, y de ordinario estaba amancebado con una mujer española, a lo cual fué dado.» Había comenzado Pedro de Valdivia su carrera militar en las guerras de Italia, y allí hubo de mostrar varias veces su valor. Cuando contaba unos treinta y seis años de edad, como tantos otros españoles de aquellos tiempos, se trasladó, ya corriendo el año 1532, a América, con el propósito de trabajar por Dios, por el Rey y principal[173]mente en beneficio de sí mismo. Asistió el valeroso capitán al descubrimiento de Venezuela y a la conquista del Perú, distinguiéndose en la batalla de las Salinas, donde ya era Maestre de Campo de las tropas de Francisco Pizarro.

Nombrado por Pizarro su teniente de gobernador y capitán general de Chile, comenzó Valdivia sus preparativos en el año 1539. A la sazón llegó al Cuzco Pedro Sánchez de la Hoz, provisto de Real cédula, por la cual se le autorizaba a hacer conquistas en el extremo Sur del Continente. Trataron, como era natural, del asunto, y, no entendiéndose, partió Valdivia y luego La Hoz, quienes se encontraron en Alacama. Dícese—y nada tendría de particular que la leyenda hubiera sustituído a la historia—que La Hoz intentó matar a Valdivia; mas no pudiéndolo lograr, le cedió todos sus derechos a cambio del perdón, siguiéndole a la conquista como uno de tantos.

La expedición de Valdivia salió a mediados del año 1540 y se componía de unos 150 soldados españoles y un cuerpo de 10.000 indios auxiliares, llevando sacerdotes, artesanos, mujeres, animales domésticos, herramientas y todo lo necesario para colonizar el país. Llegó Valdivia a la orilla del río Mapocho, en cuyo valle echó los cimientos (25 febrero 1541) de la ciudad Santiago de Extremadura, que le recordaba el nombre de su patria; tiempo adelante sólo prevaleció el de Santiago, capital hoy de Chile. No se explica cómo eligió, para levantar la ciudad, las márgenes del Mapocho a las del Maipó, cuando el primero es afluente del segundo y cuando desde la embocadura del último hasta Santiago hubiera podido, a poca costa, hacerse navegable. En seguida se dotó a la nueva población de su correspondiente cabildo. Supo Valdivia que en el Perú el joven Almagro había dado muerte a Pizarro, y también le dijeron que el inca Manco aconsejaba a los indios del Perú, como igualmente a los de Chile que matasen a los españoles.

El cabildo o concejo de Santiago, que desde el principio trató de extralimitarse en sus atribuciones, acordó emancipar todo el país de la dependencia del Perú, nombrando a Valdivia gobernador y capitán general de Chile (1542) hasta que S. M. determinase otra cosa. Aparentó no querer el cargo y si lo aceptó fué con la protesta ante escribano de que lo hacía a la fuerza y por evitar mayores males. Los cronistas no tienen inconveniente en afirmar que Valdivia se hizo nombrar a la fuerza gobernador de la ciudad. De cualquier modo que sea, lo cierto es que en seguida tuvo que luchar con españoles rebeldes y con los indios. Sofocó una conjuración de los primeros, mandando ahorcar al jefe de ellos llamado don Martín de Solier y a cuatro de los más principales; y re[174]chazó a los indígenas, que se atrevieron a atacar a la misma ciudad de Santiago.

Convencidos los indios de que no tenían elementos para luchar con los españoles, abandonaron el país, llevándose lo que pudieron y destruyendo completamente todo lo demás. Entonces tuvieron que ocuparse nuestros compatriotas en la reedificación de Santiago y sus fortificaciones, en las labores agrícolas para procurarse el sustento y en los quehaceres domésticos, no sin que de cuando en cuando tuvieran que tomar las armas para rechazar las agresiones de los indios.

Era preciso salir de situación tan apurada. Para proveerse de socorros, Monroy y Pedro de Miranda con cuatro soldados marcharon al Perú (enero de 1542). Los socorros llegaron veinte meses después (septiembre de 1543) en un buque que fondeó en Valparaíso, y a fines de año se presentó Monroy con 60 ó 70 jinetes. Después de varias tentativas que no dieron resultado alguno, se pudo conseguir que algunos indios bajasen de las montañas y se dedicaran a sembrar maíz y algún trigo. No debemos pasar en silencio, que Valdivia por entonces mandó a Pedro Bohón con diez españoles al valle de Coquimbo, con el objeto de fundar la ciudad de La Serena y que llamó así recordando aquella en que él había nacido. También debe registrarse que Valdivia dispuso reconocer la costa hacia el Sur (en los barcos que poco antes vinieron los auxilios y Monroy) a Jerónimo de Alderete, asistido de Rodrigo de Quiroga y del escribano Juan de Cárdenas. Llegaron hasta muy cerca del archipiélago de Chiloé, tomando a la vuelta posesión del continente en varios puntos en nombre del rey de España y de Valdivia, pasando en toda esta operación el mes de septiembre de 1544. Por cierto que encontraron el país fértil, agradable y abundante en minas, al contrario de lo que pensaron poco antes los capitanes de Almagro. Dedicóse Valdivia con verdadero empeño a organizar la dominación española, para cuyo objeto creyó necesario mandar a Monroy y al piloto Pastenes al Perú para reclutar gente y adquirir recursos. Al mismo tiempo ordenó que Antonio de Ulloa marchase a España a solicitar del Gobierno la confirmación del mando que antes le confiriera el cabildo de Santiago. Monroy, Pastenes y Ulloa encontraron en el Perú, como representantes de la autoridad, al virrey Núñez Vela y a la Audiencia, y a Gonzalo Pizarro que se hallaba al frente de poderosa insurrección. Monroy falleció a su llegada; por lo que respecta a Pastenes y a Ulloa olvidaron pronto las órdenes de Valdivia. Ulloa sólo pensó en suplantar a Valdivia, tratando antes de inutilizar a Pastenes porque se oponía a sus planes. No debieron dar resultado las intrigas de Ulloa, por cuanto vemos que cada uno por su lado volvieron a Chile a la cabeza de algunas fuerzas.

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En 1547 los araucanos destruyeron la ciudad de La Serena que poco antes fundó Valdivia. Reedificada posteriormente, se la denominó también Coquimbo.

No había pasado mucho tiempo cuando Valdivia, habiendo anunciado públicamente que se dirigía a España, marchó (diciembre de 1547) al Perú. Del gobierno de Chile dejó encargado a Francisco de Villagra. Poco antes (13 junio 1547) hubo de desembarcar en Tumbez el sacerdote D. Pedro de la Gasca, el cual, aunque sólo llevaba el título de presidente de la Real Audiencia del Perú, iba revestido de toda la autoridad del Rey. Púsose Valdivia al lado de la Gasca y fué uno de los que dirigieron la famosa batalla de Saquixaguana (18 abril 1548).

La Gasca, en nombre del Rey, instituyó a Valdivia gobernador de todo el país comprendido desde los confines del Perú hasta el grado 41, con la anchura de 100 leguas, autorizándole para levantar tropas y dirigir expediciones por mar y tierra. Marchó el nuevo Gobernador al frente de la gente que acababa de reclutar, hallándose entre los expedicionarios algunos condenados por la justicia, los cuales cometieron por el camino tales excesos, que Pedro de Hinojosa, general de las tropas reales, con diez arcabuceros, recibió orden de hacer prisionero a dicho jefe. Obedeció Valdivia y se volvió con Hinojosa, justificándose muy cumplidamente de todos los cargos que se le hicieron. A causa de grave enfermedad permaneció inactivo algún tiempo, saliendo luego de Arica para Valparaíso con 200 hombres.

Durante la ausencia de Valdivia habían ocurrido sucesos de no escaso interés en Chile. Aquel Pedro Sánchez de la Hoz, que—como en este mismo capítulo se dijo—cedió sus derechos a la conquista del Sur de Chile a cambio de la vida, urdió una conspiración para matar á Villagra y apoderarse del gobierno. Descubierta la trama por una carta que se interceptó, y que iba dirigida a varios cómplices, La Hoz fué degollado, y un tal Juan Romero, que llevaba la citada carta, mereció la pena de horca.

En sus relaciones con los indios tampoco podía vivir tranquilo el valiente extremeño. En los comienzos del año 1549 se sublevaron los de Coquimbo y Copiapó, matando 40 españoles y otros tantos caballos; también casi arruinaron la mencionada ciudad de La Serena. Villagra salió á castigarlos, tomando antes la precaución de coger en rehenes a varios caciques o indios importantes de Santiago.

Cuando se andaban en todos estos sucesos, se presentó Valdivia. Dispuso inmediatamente que Villagra marchara al Perú para dar cuenta a La Gasca del estado de las cosas y allegar recursos; ordenó igualmente a Francisco de Aguirre la pacificación de Coquimbo y la reedifi[176]cación de La Serena, lo cual se realizó en agosto del citado año. En su constante afán de organizar el país, declaró a Santiago capital de Chile, estableció allí un mercado para facilitar las transacciones de los indios, hizo adoptar por moneda el oro sellado, castigó con la amputación del miembro genital a los negros que violasen a las indias y dió otras leyes también severas contra los negros por delitos menos graves.

A últimos del año 1549 salió Valdivia, con 200 hombres, a extender la conquista por el Sur, siendo atacado, antes de llegar al Biobio, varias veces por los valerosos promacaes, a quienes siempre tuvo la fortuna de rechazar. Echó los cimientos de La Concepción el 5 de marzo de 1550, cerca del mar, cuya ciudad fué atacada—según los cronistas—por unos 40.000 araucanos, y que Alderete con 90 caballos la defendió, consiguiendo derrotar con gran carnicería a sus enemigos. Contaban los indios—y el cuento seguramente fué cosa de los españoles—que les habían vencido una mujer de Castilla y un viejo caballero en blanco corcel, que se aparecieron en los aires. Como puede suponerse, la mujer era la Virgen, a quien estaba dedicada la ciudad, y el caballero era Santiago, patrón de España. El sistema de Valdivia para que se sometiesen los belicosos indios, lo dice el mismo en el siguiente documento:

Carta de Pedro de Valdivia al Emperador acerca del descubrimiento, conquista y población de Chile (25 septiembre 1551)[192].

«Mataronse hasta mill é quinientos ó dos mill indios, y alanceáronse otros muchos, y prendiéronse algunos, de los cuales mandé cortar hasta docientos las manos y narices, en rebeldía, de que muchas veces les había enviado mensajeros y hécholes los requerimientos que V. M. manda»[193].

En su deseo Valdivia de fundar poblaciones, echó los cimientos de la Imperial, a orillas del Cautín (1551) y las de Valdivia y Villa-Rica (1552). Trasladóse en seguida á Santiago, en cuyo punto recibió los refuerzos que le trajeron, primero Villagra y luego Miguel de Avendaño. En tanto que hacía fundar la ciudad de los Confines o de la frontera, en el valle de Angel (año de 1552) y en tanto que disponía se diese comienzo a la de Santa Marina de Gaeta, en honor de su mujer, organizaba las cuatro expediciones siguientes: una al mando de Francisco de Aguirre, para Tucumán; dos dirigidas á los Andes y mandadas por respectivos capitanes; y la cuarta había de ir por mar al Estrecho de Magallanes, siendo su capitán Francisco de Ulloa. No fijándonos en la expedición a Tucumán, porque dicha región no pertenece al verdadero territorio de Chile, la segunda y tercera sólo sirvieron para descubrir[177] los respectivos pasos de la cordillera, y la cuarta regresó desde la mitad del Estrecho.

Si por un momento reinaba la paz con los promacaes y con los araucanos, ciertos síntomas indicaban próxima rebelión. Llegó el día del levantamiento cuando vieron que los españoles no eran seres sobrenaturales y manifestaban las debilidades y pasiones de la humana naturaleza, cuando se persuadieron que no eran invencibles ni inmortales y cuando tuvieron un capitán de ánimo fuerte y arrojado. El capitán, gloria de su raza, se llamaba Caupolicán. Veamos cómo tuvo comienzo aquella guerra, de la cual dice Ercilla en su Araucana lo siguiente:

Todo ha de ser batallas y asperezas,
discordia, fuego, sangre, enemistades,
odios, rencores, sañas y bravezas,
desatino, furor, temeridades,
rabias, iras, venganzas y fierezas,
muertes, destrozos, riñas, crueldades,
que al mismo Marte ya pondrán hastío,
agotando un caudal mayor que el mio.

El primer aviso de próxima rebelión lo dió (diciembre de 1553), Martín de Ariza, que con cinco soldados guarnecía el fuerte de Tucapel, erigido por los españoles en territorio araucano. Penetraron en el fuerte bastantes indios—según costumbre—con cargas de forraje. En seguida embistieron á la pequeña guarnición, que hubo de defenderse y arrojar a los insurrectos; pero acudiendo Caupolicán con el grueso de sus fuerzas se trabó sangrienta lucha. Quedaron heridos tres de los nuestros y el capitán; de los araucanos murieron bastantes. Valiéndose de la obscuridad de la noche, Ariza y los cinco soldados se retiraron al fuerte de Puren, donde podían estar más seguros, en tanto que los indígenas quemaban y destruían la fortaleza.

Conviene recordar que los araucanos habían cambiado de táctica en sus combates, gracias á Lautaro, hijo de un cacique y ex-paje muy querido de Valdivia. Dícese que Lautaro, muy adicto á la causa española, al ver derrotados a los araucanos en una batalla y que huían delante de la artillería de la metrópoli, se sintió avergonzado y corrió hacia sus compatriotas decidido á conducirles á la victoria.

A vengar la derrota acaecida a los nuestros salió Valdivia de la Concepción con 50 soldados y unos tres mil indios auxiliares camino de Tucapel. Los españoles no hicieron caso de las palabras del yanacona Agustinillo, que les aconsejaba no pasasen adelante y llegaron a las ruinas del citado fuerte. Españoles y araucanos pelearon con singular coraje, venciendo al fin el número. De los españoles y sus auxiliares[178] sólo se salvaron escondidos entre la maleza tres indios peruanos, quienes llevaron la fatal noticia, uno a Diego Maldonado, gobernador de Arauca, y los otros dos a Villagra, que estaba en la Concepción. Ante Caupolicán, Lautaro y otros jefes fueron conducidos Valdivia, su capellán Pozo y el fiel Agustinillo; los tres sufrieron cruel martirio. El sitio donde murieron ha conservado el nombre de Cerro de Valdivia. Desde entonces Lautaro pasó a ser jefe principal de los suyos y Villagra sucedió a Valdivia. En lo tocante a las cualidades de Valdivia, es preciso reconocer que en los cuatro años de su mando dió señaladas pruebas de valiente militar y de inteligente gobernador, si bien convienen todos en que era orgulloso, injusto y cruel.

En tanto que los araucanos celebraban la muerte de Valdivia con juegos y danzas, en el campo español todo fué incertidumbre y confusión. El Cabildo de Santiago tomó la determinación de confiar el gobierno del país a Rodrigo de Quiroga, sin tener en cuenta que el valeroso capitán había designado a Jerónimo de Alderete, a falta de Alderete a Francisco de Aguirre, y en último término a Francisco de Villagra. Ausentes a la sazón Alderete y Aguirre, creyó el Cabildo arreglar el asunto disponiendo que Quiroga mandaría en la capital y sus términos, y Villagra en el Sur. Ante la oposición de Villagra, el Ayuntamiento se constituyó en autoridad suprema con el título de Cabildo-Gobernador. Vino a complicar más el asunto la vuelta de Aguirre de Tucumán, quien habiendo reclamado su derecho en La Serena, también fué proclamado Gobernador. Era tal el desorden, que para remedio de los males se sometió la cuestión al dictamen de un consejo de letrados, cuyo fallo sería irrevocable, siendo los nombrados D. Antonio de las Peñas y D. Juan Gutiérrez de Altamirano (14 octubre 1554). Insistía Villagra en su mejor derecho y también Aguirre, resultando que el primero gobernaba de hecho en el Sur y el segundo en el Norte. El 13 de mayo de 1555 la Audiencia de Lima dispuso que las cosas volviesen al punto en que estaban al tiempo de la muerte de Valdivia. A pesar de que en ello estaban conformes los dos contendientes, los ayuntamientos de las ciudades, reunidos en Santiago por medio de representantes, acordaron (14 de agosto) pedir por Gobernador a Villagra, lo que no se cumplió, pues prevaleciendo la opinión de los de Santiago, se pidió a Quiroga. Pocos meses después, esto es, en mayo de 1556, se supo que el Rey hizo el nombramiento de Gobernador en favor de Jerónimo de Alderete, con arreglo a la disposición testamentaria de Valdivia. Habiendo muerto Alderete en el camino, el virrey del Perú, marqués de Cañete, nombró Gobernador a su hijo D. García Hurtado de Mendoza, recibiéndose la real aprobación en el año 1557.

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Volviendo al asunto de la guerra, después de la muerte de Valdivia, recordaremos que Villagra (febrero de 1554), llevando como maestre de campo a Alonso de Reinoso, pasó el Biobio con 180 hombres y seis falconetes. Tomando por la marina, traspuso la cuesta de Marigueñu, que tomó el nombre de Cuesta de Villagra, llegando al límite entre Andalican y la Araucania. Sobre ellos cargaron los araucanos, cada vez más conocedores del arte de la guerra, y se apoderaron de los pequeños cañones. Huyeron los nuestros hasta el Biobio, el que pasaron, sirviéndose de un barco que allí estaba amarrado, y penetraron en la Concepción, cuyos habitantes hubieron de abandonar en masa la ciudad, siguiéndoles Villagra con su gente hasta Santiago. Los indios se entregaron al saqueo e incendio del citado pueblo y lo mismo intentaron hacer después en la Imperial (primeros días de abril de 1554). Los indios se dispusieron a atacar también la ciudad de Valdivia. Continuó la guerra con varia fortuna, hasta que un indio, amigo de los españoles, dijo a Villagra que Lautaro había establecido su campamento cerca de Itaca. Sorprendido el valeroso Lautaro, allí murió con todos los araucanos, pues ninguno quiso rendirse (1557). Sólo se salvó Guacolda, la mujer del héroe, que enamorada del citado y traidor indio, quiso a toda costa la muerte de su marido.

Comenzó su gobierno D. García Hurtado de Mendoza llevando por consejero al licenciado Santillana, oidor de la Chancillería de Lima, y además le acompañaban su hermano natural Felipe de Mendoza, el insigne poeta D. Alvaro de Ercilla y Zúñiga, Juan Ramón, Hernán Pérez, Osorio, Cáceres y

Don Miguel y Don Pedro de Avendaño,
Escobar, Juan Zufré, Cortés y Aranda,
sin mirar el peligro y riesgo extraño,
sustentan todo el peso de su banda.
También hacen efeto y mucho daño
Losada, Peña, Córdoba y Miranda,
Bernal, Lasarte, Castañeda, Ulloa,
Martín Ruiz y Juan López de Gamboa.

Con los elementos que dió a su hijo el virrey del Perú se pudo formar un ejército expedicionario de 250 hombres, que por mar fué a Chile en cuatro embarcaciones, anclando (a mediados de 1557) en La Serena. Lo primero que hizo el nuevo Gobernador fué enviar al Perú á los dos competidores Villagra y Aguirre, pudiendo desde este momento desarrollar su política.

Mendoza destinó 100 hombres a Tucumán al mando de D. Juan Pérez de Zurita, dispuso que la caballería se dirigiera al Sur por Santiago[180] con orden de recoger en dicha ciudad la gente que pudiese, y él se hizo a la vela con los 150 hombres que le quedaban hacia la Concepción, desembarcando en la isla de Quiriquina, situada en la bahía de Talcahuana. Recibió después D. García un refuerzo de hombres y pertrechos, acordando entonces construir junto a la costa un fuerte que se llamó de Penco. En seguida se presentó una embajada de araucanos prometiendo la paz, si eran bien tratados, aunque el objeto de aquéllos era inspeccionar la fortaleza. Tan cierto es lo que decimos que inmediatamente atacaron de improviso y con desesperación a Penco, dirigidos por Caupolicán. Llevaron tremendo castigo. Sin embargo, si desistieron de atacar la fortaleza fué porque llegaron nuevas fuerzas de españoles. El 1.º de noviembre de 1557, D. García, a la cabeza de 600 hombres, penetró en territorio enemigo; parte de su fuerza entró por el río Biobio, cerca de la embocadura, y parte por el mar. La primera batalla en que D. García lució sus dotes de general se llamó de la Lagunilla, distinguiéndose Alonso de Reinoso, Juan Ramón y Rodrigo de Quiroga; entre los prisioneros se cogió al cacique Galvarino, a quien D. García hizo cortar las manos y le dió libertad. Conocióse en esta batalla que faltaba a los indios el consejo y la dirección de Lautaro, el más ilustre de sus capitanes.

Llegó nuestro ejército al llano de Millarapué, donde Caupolicán tenía preparada nueva sorpresa. Mandó decir el guerrero indio a D. García que «se lo había de comer como se había comido a Valdivia.» El día de San Andrés, santo del padre de Mendoza, se dió otra gran batalla, que duró ocho horas, muriendo—según cuentan—4.000 araucanos y 800 fueron hechos prisioneros, de los cuales una docena de caciques «que eran—como escribe el mismo Mendoza—los que traían la tierra desasosegada,» merecieron ser ahorcados de los árboles. Después de esta victoria, D. García, con el grueso de su gente se volvió a Tucapel, ocupándose de la repoblación de Villa Rica y los Confines, y de la reedificación de Cañete, en honor de su padre (comienzos del año 1558), y luego levantó, en memoria de su abuelo, la plaza de Santa Marina con la denominación de Osorno. Por entonces Jerónimo de Villegas reedificó la Concepción. D. García marchó después a descubrir el Sur, llegando a la vista del archipiélago de Chiloé (del que tomó posesión bajo el nombre de Ancud), mereciendo cariñoso recibimiento de los naturales. Como dato curioso habremos de notar que el poeta y soldado D. Alonso de Ercilla, fué uno de los primeros españoles que pasaron en una lancha a la isla de Chiloé y dejó escrita en la corteza de un árbol la fecha de aquel día, que era el último de febrero de 1558. Envió a Pedro del Castillo al otro lado de los Andes a fundar la ciudad de[181] Mendoza, perpetuando de este modo su apellido. A últimos de 1557, mandó una expedición a reconocer las costas y límites por el Sur. Su política generosa y de atracción no fué estimada por Caupolicán, quien buscaba siempre ocasión para caer sobre los españoles cuando éstos se hallaban más confiados. Los soldados no debían dejar las armas de la mano, pues como dice Ercilla hablando de sí mismo:

...armado siempre y siempre su ordenanza,
la pluma ora en la mano, ora la lanza.

El caudillo Caupolicán, que vagaba oculto por el país, fué delatado por uno de los suyos y cogido por Pedro de Avendaño. Juzgado y condenado a muerte, la sufrió siendo empalado y asaetado ante muchedumbre de indios. Refiere la leyenda que Caupolicán fué hecho prisionero con otros indios. Los españoles no le reconocieron, ni los indígenas dieron a conocer su nombre. Cuando los nuestros—y la novela ha sustituído a la historia—llevaban los presos a Cañete, divisaron una india que, con un guagua (niño de teta) en los brazos, corría a internarse en un bosque vecino. Corrieron tras ella y la trajeron donde se hallaban los demás indios. Aquella mujer fijóse en uno, le llamó por su nombre, Caupolicán; le increpó su cobardía por no haberse hecho matar antes que rendirse, y furiosa arrojó al niño, diciendo: ¡no quiero ser madre del hijo de ese infame! Llamábase Fresia, mujer de Caupolicán.

Todavía intentaron los indígenas continuar la lucha, mas ya no era posible. Entonces, por mediación de Colocolo, se ajustó la paz y Chile se consideró enteramente sometido.


[182]

CAPITULO X

Conquista de Venezuela y de las Guayanas.—Los indígenas.—El banquero Welser: Alfinger, Sayler y Federmann.—Hohermuth y Hutten.—El Dorado.—Frías y Carvajal en Coro.—Concepción de Tocuyo.—Crueldad de Carvajal.—Gobierno de Pérez de Tolosa: Encomiendas.—Villegas: los bucaneros: Burburuata: Nueva Segovia.—El rey Miguel.—Insurrección de los jiraharas.—Gobierno de Villacinda.—Valencia del Rey.—García de Paredes: Trujillo: los indios.—Los gobernadores Ruiz y Collado: Fajardo.—Fundación de Rosario y Collado.—Venezuela en 1560.—Lope de Aguirre, el Tirano.—Rodríguez.—Los gobernadores Bernáldez y Ponce de León.—Losada y los indios: Fundación de Caracas.—Nuestra señora de Caravalleda.—Los gobernadores Serpa y Mazariego.—Fundación de Santiago y de San Juan.—Los indígenas.—Los gobernadores Pimentel, Rojas y Osorio.—La Guaira: Guanaré.—Drake en Caracas.—El gobernador Piña.—Versos de Castellanos.—Conquista de las Guayanas.—Españoles, ingleses, holandeses y franceses en las Guayanas.

Consideremos la provincia que se llamó primeramente Venezuela y después Caracas, y que se extendía por el Norte desde un punto indeterminado de la costa de Cumaná hasta el Cabo de la Vela. Los caracas, arbacos, caribes y otras tribus bárbaras establecidas, ora en las fragosidades de la sierra, ora en las costas, resistieron valerosamente las acometidas de los primeros conquistadores de España.

Poco tiempo después, la Audiencia de Santo Domingo, para impedir que los indígenas de las islas vecinas cayesen sobre las costas venezolanas, mandó (1527) a Juan de Ampués, factor de la Real Hacienda, con 60 hombres. Desembarcó Ampués en la costa de Coriana, territorio del cacique Manaure o Anaure, y fundó en seguida una población que llamó Santa Ana de Coro. El comportamiento de Ampués con los indios fué generoso y dulce.

Por entonces, el emperador Carlos V dió licencia y facultad (27 marzo 1528) a los alemanes Enrique Ehinger (o Alfinger, según la orto[183]grafía tradicional) y Jerónimo Sayler, para que por sí, ó en su defecto Ambrosio y Jorge Ehinger, hermanos de Enrique, pudiesen descubrir y conquistar y poblar las tierras de la costa comprendida entre el Cabo de la Vela (límite de la gobernación de Santa Marta) y Maracapana «con todas las yslas que están en la dha. costa, eçeptadas las que están encomendadas y tiene a su cargo el fator Joan de Ampués.» El 23 de octubre del citado año, Enrique Alfinger y Sayler delegaron todos sus poderes en Ambrosio Alfinger, quien se encontraba ya en la Isla Española como factor de los Welser[194], banqueros de Augsburgo. La mencionada capitulación estipulaba lo siguiente: que los alemanes, en el plazo de dos años, fundarían dos poblaciones, que cada una había de tener lo menos 300 hombres; llevarían 50 mineros alemanes para repartirlos en Tierra Firme y en las islas; edificarían tres fortalezas. Se les concedía el 4 por 100 de todo el provecho de la conquista, exención de los derechos de almojarifazgo para los mantenimientos llevados de España, a condición de no venderlos; doce leguas cuadradas de tierra para explotarlas por cuenta propia; derecho de introducir de las islas Española, Cuba y San Juan, los caballos y cualquier otro ganado que quisieran; exención del impuesto sobre la sal; no pagar al Tesoro, durante los cuatro primeros años, más que el décimo del impuesto sobre el producto de minas (gracia que se aumentó en 1531 a diez años); sacar del arsenal de Sevilla todo lo necesario para equiparse; autorización para reducir a la esclavitud a los indios rebeldes, conformándose en esto a las leyes y pagando el quinto al Rey. Se concedió además, al que cumpliese la obligación, el cargo de Gobernador y Capitán general de las tierras conquistadas «para todos los días de su vida,» con el sueldo anual de 300.000 maravedises; a Alfinger y Sayler el título hereditario de Alguacil mayor de S. M., y el de Adelantado, también hereditario, a uno de los dos, designado por ellos mismos. No pasó mucho tiempo, después de hecha la capitulación, sin que Alfinger y Sayler solicitasen de Carlos V que sus derechos en la provincia de Venezuela pasaran a Antonio y Bartolomé Welser; lo que se acordó en el año 1531 por otra capitulación semejante a la anterior[195].

Bartolomé Welser, el Rothschild del siglo xvi, como le llama el historiador Scherr[196], tenía entre sus principales deudores al emperador Carlos V. El César empeñó o vendió Venezuela al citado banquero. Ambrosio Dalfinger, natural de Ulma, agente de los Welser cerca de la[184] corte de Madrid, dejando en representación suya a sus compatriotas Federmann y Bartolomé Sayler, se izo a la vela en octubre de 1529 con 780 hombres (alemanes, españoles y portugueses) y 80 caballos, dirigiéndose a Venezuela, de cuyo territorio, con objeto de colonizarlo, tomó posesión para la casa Welser. Entonces tuvo Ampués que retirarse a su primera gobernación de las islas de Oruba, Curazao y Bonaire.

Dalfinger se dirigió á explorar el lago de Coquibacoa, en cuyas riberas fundó un pueblo o ranchería de unos 60 españoles, dándole el nombre indígena de Maracaibo. Regresó a los ocho meses a Coro, encontrándose con Federmann y con Hans Seissenhoffer (llamado por los españoles Juan el alemán). A Federmann le entregó el gobierno, retirándose él (junio de 1530) a Santo Domingo a curarse de una enfermedad.

Federmann salió en el mes de septiembre del mencionado año de 1530 con rumbo al Sur, acompañándole unos cien blancos y otros tantos indios. Habiendo descubierto la provincia de Varaquecemeto (Barquisimeto), dió la vuelta a Coro en marzo de 1531. Dalfinger, que por entonces había sido confirmado en su cargo de Gobernador, juzgó que Federmann no le era fiel, obligándole por ello a embarcarse para España. En seguida emprendió segunda expedición hacia Maracaibo, llegando hasta el territorio del Nuevo Reino de Granada. Recorrió mucha tierra y dió en todas partes pruebas de su indomable valor. En una gran batalla que tuvo con los indios, fué herido en la garganta, decidiendo entonces volverse a Coro. Dalfinger en esta jornada destruyó y devastó todo lo que hallaba a su paso. «No tenía nada que envidiar este Cortés alemán al famoso jefe español en valor y energía; pero le aventajaba en dureza y crueldad»[197]. Según nuestro cronista Herrera, valiéndose de su maestre de campo Francisco del Castillo, ahorcó, azotó y afrentó a muchos hombres de bien[198]. Llevaba dos años en Coro, cuando a consecuencia de las heridas que recibiera en su lucha contra los indígenas, murió (1532).

Cuando en España se recibió la noticia de la muerte de Dalfinger, se nombró a Federmann (julio de 1533); pero hallándose este último y sus protectores los Welser en litigio, se convino (diciembre de 1534) en reemplazarle con Jorge Hohermuth (de Spira). Sin embargo de ello, Federmann, ya porque no supiera oficialmente el nombramiento de Hohermuth, ya porque se creyese autorizado por los Welser, emprendió su viaje a Venezuela (comienzos de 1535), encontrándose en Coro con el Gobernador. Ambos, considerando que la colonia sólo existía de[185] nombre, acordaron repartirse la gente y marchar cada uno por su lado en busca de oro.

Federmann, acompañado de Pedro de Limpias, se internó por Maracaibo, Carora, Barquisimeto, los llanos hasta el Meta, traspasando los Andes y llegando a la altiplanicie de Bogotá. Encontróse allí con otras dos expediciones: la de Belalcázar que llegaba de Quito, y la de Gonzalo Jiménez de Quesada que venía de la costa de Santa Marta. Después de larga disputa sobre los mejores derechos de cada uno, acordaron marchar a España y defender sus pretensiones ante el Consejo de Indias (1539). El Consejo falló en favor de Quesada.

Entretanto el gobernador Hohermuth y Felipe de Hutten, con 361 hombres y 80 caballos, salieron de Coro (mayo de 1535) en busca de El Dorado, tomando el camino de Barquisimeto, Portuguesa y Barinas. En enero del siguiente año se hallaban por las orillas del Apure, en abril por las del Arauca y en agosto por las del Mota. Intentaron subir los Andes y no pudieron, regresando al cabo de tres años a Coro, bastante diezmados por cierto, pues sólo eran 86 hombres y 24 caballos.

Los empleados y colonos españoles continuaban en Coro quejándose amargamente de los alemanes porque les vendían a precios excesivos los caballos, las armas, la sal, todo. Para averiguar el fundamento de semejantes quejas, la Audiencia de Santo Domingo mandó (1536) como juez de residencia a un Dr. Navarro, quien suspendió de su empleo y declaró culpable a Hohermuth. No era Navarro el hombre que necesitaba Coro en aquellas circunstancias, y a tal punto llegaron sus abusos, que el Cabildo y los vecinos pidieron su destitución. En efecto, fué llamado por la Audiencia (1540) y habiendo muerto por entonces Hohermuth, se encargó provisionalmente del gobierno el obispo Rodrigo de Bastidas.

Tiempo adelante, Felipe de Hutten se puso al frente del gobierno, y soñando como poco antes el gobernador Hohermuth con la leyenda de El Dorado, marchó a descubrirlo (agosto de 1541) en compañía de Pedro de Limpias, Bartolomé Welser, Sebastián de Amescua, Martín de Arteaga, el Padre Frutos y unos 150 soldados. En tanto que Hutten, siguiendo el mismo camino que Federmann, recorría tierras y más tierras, importándole poco la enemiga de los hombres, los ataques de las fieras y los bruscos cambios del clima, la Audiencia de Santo Domingo nombraba juez de residencia al fiscal Juan de Frías, quien inmediatamente que llegó a Coro (octubre de 1544) condenó a los Welser a perder el gobierno y a devolver al Tesoro 30.000 pesos oro.

Coincidió también con estos hechos la presencia de Juan de Carva[186]jal en Coro, nombrado—según rezaban los papeles que presentó—gobernador interino. Algunos llegaron a creer, quizá con razón, que los citados papeles estaban falsificados. Juan de Carvajal, llevando de teniente a Juan de Villegas, al frente de 200 hombres, tomó nueva dirección, deseoso de descubrir nuevos países y adquirir riquezas. Carvajal y Villegas, ayudados de Diego de Losada y de Diego Ruiz de Vallejo, fundaron (7 diciembre 1545) la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Tocuyo. Por cierto que como llegase a tocar por allí la última expedición que se dirigió al fantástico El Dorado, Carvajal, decidido a hacerse dueño del gobierno, hizo asesinar a Felipe de Hutten, Bartolomé Welser, Diego Romero y Gregorio de Placencia (1546). Puede afirmarse que con la tragedia del Tocuyo terminó de hecho la dominación de los Welser[199].

No estará demás recordar aquí que en Venezuela, para dirigir los asuntos políticos, hubo gobernadores y capitanes generales, nombrados los primeros por cinco años y los segundos por siete[200].

Después de la administración de los banqueros alemanes Belzares, Carlos V nombró gobernador de Venezuela al segoviano Juan Pérez de Tolosa, hombre instruído, generoso y prudente. Lo primero que hizo fué restablecer el orden y el imperio de la ley; se dedicó en seguida a hacer nuevo repartimiento de encomiendas, no sin manejarse con justicia y desinterés, y posteriormente dispuso expediciones militares. Dirigió la primera Alonso Pérez, hermano del Gobernador, saliendo del Tocuyo en los primeros días de febrero de 1547, al frente de cien hombres. Empleó en ella dos años y medio, perdió bastante gente y nada adelantó ni consiguió de provecho. Otra expedición realizó Juan de Villegas, mandando ochenta hombres, que también salió del Tocuyo en septiembre de 1547. Recorrió dilatados países y el 24 de diciembre del citado año tomó posesión de la laguna de Tacarigua con las formalidades usadas a la sazón. «Llegó (Villegas)—dice el escribano Francisco de San Juan—á la ribera de la laguna y cogió agua della, y con una espada cortó ramas y se paseó por la dicha ribera de la dicha laguna, y por otras partes, y se mandó poner y se puso junto á la dicha laguna una cruz de madera hincada en el suelo; lo cual todo dijo que hacía é hizo en señal de posesión, la cual tomó quieta y pacíficamente, sin contradicción de persona alguna que yo el dicho escribano viese ni oyese; y de[187] todo ello como pasó el dicho señor teniente del gobernador lo pidió por testimonio, siendo presentes por testigos á lo susodicho el capitán Luis de Narváez, é Per Alvarez, teniente de veedor de S. M. en la dicha jornada, é Pablos Xuárez, alguacil mayor, é Juan Domínguez Antillano, y Gonzalo de los Ríos, y Sancho Briceño, y Juan de Escalante, y otros muchos.» Trasladó Villegas su campamento a la costa y dispuso (24 febrero 1548) la fundación de una ciudad que se llamaría de Nuestra Señora de la Concepción de Burburuata.

Por muerte de Pérez de Tolosa se encargó interinamente de la gobernación de la provincia Juan de Villegas (comienzos de 1548). Deseando que su gente adquiriese hábitos de tranquilidad y sosiego, determinó fundar ciudades y repartir la tierra por encomiendas. Para la realización de lo primero, mandó al veedor Pedro Alvarez a poblar la Burburuata, quien dió comienzo a su obra el 26 de mayo de 1549. Algunos de los nuevos vecinos la abandonaron pronto, molestados por las hostilidades de los filibusteros o bucaneros, piratas establecidos en las pequeñas Antillas y que se ocupaban en robar los navíos que regresaban de las Indias. Quitaban la vida a los españoles que caían en sus manos para vengar—decían—las ofensas cometidas por aquéllos con los indígenas tomándoles como esclavos. Dichos filibusteros, hez de las sociedades europeas, de tal modo acosaron a los vecinos de Burburuata que, estos últimos, posteriormente, y siendo D. Pedro Ponce de León gobernador de la provincia, la abandonaron por completo. También Juan de Villegas, habiendo tenido la fortuna de encontrar rico venero de mineral en las riberas del Buria, fundó en el valle de Barquisimeto, a mediados del año 1552, la ciudad de Nueva Segovia, nombre que después se olvidó. Los vecinos de dicha ciudad la trasladaron al sitio que al presente tiene la de Barquisimeto.

Uno de los negros que trabajaban en las minas, llamado Miguel, a la cabeza de algunos de sus compatriotas, se declaró en abierta rebelión, cayendo sobre los mineros y matando a varios. Orgulloso con su victoria, y apoyado también por algunos indios, se retiró a la montaña, donde formó una población cercada de empalizadas y trincheras. Tomó el título de Rey y dió el de Reina a una negra llamada Guiomar, juró como sucesor a un hijo suyo pequeño, nombró obispo a otro negro y estableció las dignidades y empleos de aquella reciente y ridícula monarquía. Cuando se creyó fuerte, salió con su ejército, e intentó una sorpresa contra Nueva Segovia, siendo derrotado y teniendo que retirarse a su guarida. Los vecinos de Nueva Segovia y de Tocuyo cayeron sobre el audaz reyezuelo, que murió peleando valerosamente y castigados con el suplicio o esclavitud los restantes rebeldes.

[188] Movidos por el ejemplo de los negros esclavos, se levantaron en armas los indios jiraharas, tribu belicosa que habitaba en las tierras de Nirgua, próximas a las minas. Ni Villegas, ni Alonso Arias de Villacinda, su sucesor en el gobierno el año 1554, pudieron vencer a los bravos jiraharas.

Villacinda, con los vecinos que pudo conseguir de Coro, Tocuyo y Segovia, y poniendo al frente de ellos a Alonso Díaz Moreno, hizo que en el año 1555 se fundase una ciudad que se llamó Valencia del Rey en el valle de Tacarigua. Murió Villacinda el 1556, hallándose en Barquisimeto.

Los alcaldes del Tocuyo se encargaron del gobierno de la ciudad y dispusieron importante expedición a la provincia de los cuicas, que se hallaba al poniente de aquella capital. Encargóse la empresa a Diego García de Paredes, natural de Trujillo (Extremadura), quien, con 70 infantes, 12 jinetes y muchos indios yanaconas, atravesó el país de los cuicas, llegando a un villorrio de indígenas llamado Escuque, en las vertientes del río Motatan. Allí hizo levantar la ciudad de Trujillo, como recuerdo del lugar de su nacimiento[201]. Regresó García de Paredes al Tocuyo a dar cuenta de su encargo. Entretanto los españoles de Trujillo, sin temor a Dios ni a los naturales del país, robaron bienes y abusaron de las mujeres, respondiendo los indios a tamaños ultrajes matando a cuantos españoles encontraban desprevenidos y poniendo cerco a dicha población. Si acudió García de Paredes en auxilio de la nueva ciudad y derrotó a los indios, rehechos los últimos al poco tiempo, obligaron al extremeño a volverse al Tocuyo (1557).

En el mismo año que acabamos de citar, la Audiencia de Santo Domingo nombró gobernador interino de Venezuela a Francisco Ruiz, que continuó la reedificación de Trujillo, si bien cambiando el nombre por el de Miravel.

No carece de curiosidad la expedición realizada por Francisco Fajardo, natural de Margarita, hijo de un hidalgo español y de una india guaiqueri, la cual descendía de Charaima, señor del valle de Maya. En abril de 1555 salió Fajardo de Margarita en compañía de tres paisanos suyos, descendientes de españoles, y 20 indios que tenían el mismo origen que su madre. Recorrió, haciendo el oficio de mercader, dilatados países hasta que llegó al río Chuspa, encontrando en todas partes amoroso recibimiento, que aumentó cuando los indios supieron que por las venas del comerciante corría sangre indiana. Volvió a Margarita para[189] volver el año 1557 en compañía de su madre y de 100 indios quaiqueries, que eran vasallos de ella, y de seis españoles y mestizos. En Piritu hizo escala, donde se le reunieron cinco españoles y 100 indígenas más, y, continuando su camino, desembarcó un poco a sotavento del puerto de Chuspa (hoy Panecillo). Cuando los caciques de la tierra y los indígenas vieron a Fajardo acompañado de su madre, para obligarles a que viviesen entre ellos, les ofrecieron graciosamente el valle del Panecillo. Antes de decidirse Fajardo, volvió sobre sus pasos y se presentó en Tocuyo para dar cuenta de todo a Gutiérrez de la Peña (1557-1559), gobernador en aquella época de la provincia, mientras su gente se ocupaba en el Panecillo de levantar casas donde poder alojarse. Peña alabó la resolución de Fajardo y le dió título para que pudiese gobernar toda la costa y levantara las poblaciones que juzgase necesarias al progreso de la conquista. Despidiéronse Fajardo y Peña, marchando el primero al Panecillo, donde edificó una villa, que llamó del Rosario. A la paz sucedió pronto la guerra, teniendo Fajardo que abandonar dicha villa y retirarse a Margarita, llegando en los últimos días del año 1558. Perdió Fajardo a su madre en Rosario y se atrajo el odio de los indios, porque, con falsas palabras, citó al cacique Paisana a una entrevista en aquella población, y allí, pretextando avisos secretos, le hizo ahorcar en su propia casa.

Habiendo llegado a Venezuela Pablo Collado (1559), gobernador propietario, encargó a García de Paredes que continuase la conquista del territorio de los cuicas. Lo primero que hizo García de Paredes fué sustituir su primer nombre (Trujillo) a la ciudad y la trasladó a otro sitio, pasando luego a un tercero, hasta que el 1570 se fijó en un valle formado por dos montes que se apoyaban en los Andes. Del mismo modo el pueblo de Nirgua, fué pasando de un sitio á otro. También, bajo el gobierno de Pablo Collado, el intrépido Fajardo, por tercera vez, se dirigió a Costa-Firme, con 200 indios y 11 españoles. Presentóse al cacique Guaimacuare, señor de Cernao y amigo suyo. Dejando su gente al cuidado del cacique, dió la vuelta a Valencia, pudiendo conseguir de Collado la autorización para conquistar, poblar y gobernar. Volvió en los primeros días del año 1560, recorriendo dilatados países y fundando en el puerto de Caravalleda una villa, a la que dió el nombre de Collado, en obsequio del Gobernador. Lo que creyó Fajardo que iba a ser su felicidad fué su perdición. Descubrió veneros de oro en tierras de los teques, cuyas muestras mandó a Collado; mas el gobernador español, revocando los poderes que antes le diera, le mandó llevar preso a Burburuata y le quitó el nombramiento de teniente general conquistador, para dárselo á Pedro Miranda. Después puso en libertad[190] a Fajardo, convencido de su lealtad y le nombró justicia mayor de Collado.

Por su parte Miranda, que tenía buena cantidad de oro en polvo, se embarcó para Burburuata. Cuando el gobernador Collado vió el oro y se enteró de lo muy pobladas que estaban las tierras de Caracas, mandó al extremeño Juan Rodríguez Suárez, con 35 hombres. Rodríguez, después de atravesar la loma de los arbacos, entró en la de los teques. Pronto tuvo que combatir con Guaicaipuro, a quien venció completamente. No temiendo ya al mencionado cacique, dejó en las minas la gente que creyó necesaria, y con ella tres hijos suyos pequeños, y salió a recorrer la provincia entrando por las tierras de los quiriquires y de los mariches. Al regresar por el valle de San Francisco, se le presentó un indio y le dijo: «Señor, los que trabajaban en las minas son muertos y con ellos tus hijos.» En efecto, Guaicaipuro cayó una noche sobre los mineros, degollándolos a todos y también a los tres pequeñuelos. Poco después Paramaconi, cacique de los taramainas, por sugestiones de Guaicaipuro, penetró en el valle de San Francisco, donde Fajardo se había establecido, y allí destruyó un ato de ganado, dispersando las reses, quemando las cabañas y matando á los pastores. Noticioso Juan Rodríguez del ataque de Paramaconi, volvió al socorro de los suyos y en el mismo sitio donde habían estado las cabañas, levantó una villa, que llamó, como el valle, de San Francisco.

Aunque en el año 1560 era deplorable el estado de las comarcas venezolanas, hallándose decaídas completamente la agricultura, el comercio y la industria en general, como también abandonada la administración pública, por orden de D. Antonio Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú, se dirigió poderosa expedición a conquistar rica provincia de los omaguas. Después de varias revueltas y muertes de los jefes de la expedición, Lope de Aguirre, natural de la villa de Oñate (Guipúzcoa), hombre aficionado a motines, feroz y más loco que cuerdo, marchó a Margarita. «Su persona—dice Oviedo—a la vista muy despreciable, por ser mal encarado, muy pequeño de cuerpo, flaco de carnes, grande hablador, bullicioso y charlatán.» Venía desde el Perú, habiendo dado muerte a su jefe Pedro Ursúa. Gonzalo de Zúñiga dice que acostumbraba mostrarse caballeroso con las mujeres, tal vez por influencia de su hija «que era—añade—mestiza, que trujo del Pirú, a la cual quería y tenía en mucho: nunca jamás se halló hacer fuerza ni deshonra a ninguna, antes las tenía muy á recaudo y siguras de ningun mal; y de sus honras tenía el tirano una cosa por extremo, que las que eran honradas mujeres las honraba mucho, y a las malas las deshonraba y trataba muy mal.» No respetaba ni le[191]yes ni autoridades. Acostumbraba a decir que las tierras de Indias le pertenecían lo mismo que al Rey. Con razón las crónicas de la conquista le denominaban el tirano. Arribó a uno de los puertos de la isla Margarita, y allí cometió terribles crueldades, pues mató al gobernador Villandrando, a un alcalde, a un regidor, al alguacil mayor, a dos señoras principales y a otros españoles. Pasó con tres fustas que tenía prevenidas a Burburuata y la saqueó, puso cerco a Valencia, y temiendo un choque con Gutiérrez de la Peña y García de Paredes, se dirigió a Barquisimeto, en la que entró el 22 de octubre de 1561, con las banderas desplegadas y al estruendo de salvas de mosquetería. Según su costumbre saqueó la ciudad, y cuando vió que los suyos desertaban, aumentando en cambio los soldados de Peña y García de Paredes, resolvió volver a Burburuata para embarcarse allí y llegar al Perú. Abandonado de todos los marañones, con la sola excepción de Antón Llamoso, cuando comprendió que su fin se acercaba, para que su hija no le sobreviviese y la infamaran después, le quitó la vida a puñaladas. Llegó García de Paredes, siendo muerto el tirano a arcabuzazos el 27 de octubre de 1561. Cuéntase que el loco Lope de Aguirre hubo de escribir a Felipe II una carta y en ella, entre otras cosas, le decía lo siguiente: «Por cierto tengo que van pocos reyes al cielo, porque creo fuérades peores que Luzbel, segun tenéis la ambición, sed y hambre de hartaros de sangre humana»[202].

Volvemos a continuar la historia del extremeño Juan Rodríguez, que interrumpimos para tratar de otros asuntos. Cuando Juan Rodríguez, con algunos de los suyos, se encaminó a Valencia, dejando su gente en San Francisco, después de llegar al río de San Pedro, al subir la montaña de las Lagunetas, le salió al encuentro gran golpe de arbacos capitaneados por Terepaima, al mismo tiempo que Guaicaipuro subía tras él la cuesta. Rodríguez y los que le acompañaban pelearon como buenos, cayendo al fin uno tras otro. «Prestó Rodríguez grandes servicios al Nuevo Reino de Granada, habiéndose debido a sus esfuerzos la conquista de los indios timotes y la fundación de la ciudad de Mérida de los Caballeros (1558), cuyo distrito pertenecía por aquel tiempo al virreinato de Santa Fe»[203]. Contra la dominación española se levantaron los indios con fortuna, hasta el punto que derrotaron completamente (enero de 1562) las fuerzas que mandó Collado y de las cuales dió el mando a Luis de Narváez. Sólo tres españoles pudieron escapar de la muerte.

La Audiencia de Santo Domingo, conocedora de aquellos hechos,[192] envió al licenciado Bernáldez para que se encargara del gobierno de Venezuela y remitiese a su antecesor Collado preso a España. Acontecía todo esto en agosto de 1562. Bernáldez, poco conocedor de los asuntos políticos y de las cosas de la guerra, nada hizo de provecho. Don Alonso de Manzanedo, nombrado en la corte sucesor del gobernador Collado, llegó a Coro; pero habiendo fallecido a principios del año 1564, volvió la Audiencia a encargar a Bernáldez del gobierno.

Bien será afirmar que por entonces se hallaba olvidada la conquista del país de los caracas, a causa de las tremendas desgracias sufridas por los españoles. Sólo uno, descendiente de indios, estaba decidido a volver a la lucha, aunque perdiese la vida. Era éste Fajardo. Desde que llegó a Margarita sólo pensó en buscar recursos, los que encontró hallándose dispuesto en los comienzos de dicho año a emprender la campaña. Despachó sus soldados hacia el río Bordones, a sotavento de Cumaná, con órdenes de que le esperasen. En el tiempo en que se disponía a incorporarse con ellos, recibió un mensaje de Alonso Cobos, justicia mayor de Cumaná, quien le rogaba pasase a verle, a fin de que el odio que hasta entonces se profesaban, se convirtiera en íntima amistad. Accedió Fajardo, se presentó sólo a Cobos, quien, con una maldad y fiereza como no hay ejemplo, le hizo encerrar en una prisión y mandó ahorcarle. Si el pequeño ejército de Fajardo se disolvió cuando se vió sin jefe, los margariteños se dispusieron a vengar a su compatriota. Capitaneados por el justicia mayor de Margarita, atravesaron el canal, entraron de noche en Cumaná, cogieron preso a Cobos y le condujeron a Margarita. Sustancióse la causa, y por orden de la Audiencia de Santo Domingo fué ahorcado aquel miserable.

Decidióse a la sazón el gobernador Bernáldez a emprender la conquista de los caracas[204]. Al frente de unos cien hombres, acompañado del mariscal y regidor perpetuo de todas las ciudades de Venezuela—pues tales títulos le había dado la corte a Gutiérrez de la Peña—, se dispuso Bernáldez a la guerra. Llegaron los expedicionarios al angosto valle que forma el Tuy, volviéndose desde allí ante los muchos indios que tenían enfrente. «Así concluyó—escribe Baralt—la expedición del licenciado Bernáldez, sin ningún fruto, sino es el nombre de Valle del Miedo que impuso la opinión común a la angostura del Tuy, en donde lo tuvieron tan cerval los españoles»[205].

En el año 1565 llegó de España el gobernador D. Pedro Ponce de León, con órdenes del Rey para conquistar pronto aquella tierra. Es de[193] advertir que ya Bernáldez se disponía a hacer segunda entrada al país de los caracas, llevando por cabo de ella al valeroso Diego de Losada. Ponce de León confirmó el nombramiento en favor de Losada. En los comienzos del año 1567 salió Losada del Tacuyo a la cabeza de pequeño ejército, compuesto de 150 soldados (20 de a caballo, 50 arcabuceros y 80 rodeleros) y 800 personas de servicio, muchas de ellas indios, con 200 bestias de carga y considerable número de carneros y ganado de cerda. Dirigióse por la ribera septentrional del lago, el río Aragua y el Valle del Miedo, encontrando al enemigo en la cuesta de las Cocuizas. Comenzaron el ataque los indios; pero se retiraron pronto en completo desorden. Al día siguiente volvieron los arbacos con mayores bríos a la lucha, y aunque pelearon con arrojo, fueron derrotados en el mismo sitio que tiempo atrás había sido muerto Narváez. Posteriormente Guaicaipuro, que se gloriaba de haber vencido a Fajardo, a Miranda, a Rodríguez Suárez y a Narváez, fué vencido en el valle de San Pedro (25 marzo 1567). Continuó Losada su camino y llegó al valle que Fajardo denominó de Cortés y él le dió el nombre de Valle de la Pascua, porque allí pasó la de Resurrección. Entrado el mes de abril, se trasladó al valle de los caracas, llegó al sitio donde estuvo la villa de San Francisco e intentó atraerse con halagos a los indígenas. No fué posible, porque aquellas gentes querían guerra y a la guerra se dispuso Losada. Para emprenderla con ventaja se decidió, en la sierra que habitaban los indios caracas y en el mismo sitio que Fajardo estableció la villa de San Francisco, levantar él una ciudad que llamó Santiago de León de Caracas, a fin de perpetuar el nombre del Patrón de España, el del Gobernador y el indígena de los habitantes del país. Púsose la primera piedra el 25 de julio, día de Santiago. Los nombres Santiago de León se olvidaron pronto, quedando sólo el de la tribu, esto es, Caracas, hoy capital del Estado. En poco tiempo la nueva población realizó grandes progresos, contribuyendo a ello el abandono voluntario que en el año 1568 hicieron de la Burburuata sus vecinos, pasándose á vivir, los unos a Valencia, y los otros, los más, a Caracas. Después, conociendo Losada la necesidad de establecer en la marina un pueblo que facilitase sus comunicaciones con la metrópoli, bajó a la costa, y en el mismo sitio donde estuvo el Collado echó los cimientos de la ciudad de Nuestra Señora de Caravalleda (18 septiembre 1568). En seguida dispuso, con objeto de premiar los méritos de sus compañeros de armas, el repartimiento de las encomiendas; mas los indios, cada vez más rebeldes, no querían tratos de ninguna clase con los españoles. Concibió Losada un proyecto verdaderamente extravagante. Dijo que el cacique Guaicaipuro era súbdito de[194] España y como tal él le sumariaba y condenaba a prisión por sus muertes y rebeldías. Francisco Infante, alcalde de Caracas, se encargó de reducir a prisión al cacique, y al frente de 80 soldados veteranos y buenos guías, llegó al retiro de Guaicaipuro, quien se defendió con sublime valor, cayendo al fin muerto y junto a él sus veintidós flecheros. Otros caciques pagaron también con la vida su amor a la libertad. Sucedió todo esto en el año 1569. El gobernador Ponce de León separó después de su cargo a Losada, encargando de la continuación de la conquista a su hijo Francisco Ponce de León. Diego de Losada—dice Oviedo y Baños—«fué natural del reino de Galicia, caballero muy ilustre, hijo segundo del señor de Ríonegro, de gallarda disposición y amable trato, muy reportado y medido en sus acciones, de una conversación muy amable y naturalmente cortesano.» Como la mayor parte de los conquistadores, Losada castigó con mano de hierro a muchos caciques y repartió entre sus compañeros las tierras conquistadas a los infelices indios. Se retiró al Tocuyo, donde murió—según los cronistas—el año 1569.

También el 1569 murió en Barquisimeto Ponce de León, dejando el gobierno a los alcaldes ordinarios, los cuales hubieron de gozar de absoluta autoridad en sus respectivos distritos. Del de Caracas se encargó Garci-González de Silva, que sometió a los caciques Paramaconi, Conocoima y Sorocaima.

La Audiencia de Santo Domingo, habiendo muerto Ponce de León, nombró gobernador interino de la provincia de Venezuela a Juan de Chaves. Bartolomé García, que desempeñaba el mando de la ciudad de Santiago, fué desgraciado en su lucha con los indígenas sus vecinos.

Al mismo tiempo (1569) salió de España D. Diego Fernández de Serpa con el encargo de poblar y gobernar las tierras de «Cumaná, Guayana y Caura», que habían de tomar el nombre de «Gobernación de la Nueva Andalucía.» Llegó a Tierra Firme el 13 de octubre con 280 hombres de guerra y pobladores, casados todos, estableciéndose en Nueva Córdoba[206]. En tanto que Serpa se dirigía a fundar en la ribera del Neverí la ciudad de Santiago de los Caballeros, que él destinaba para capital de las provincias de Píritu, Cumanagoto y Chacopata, Pedro de Ayala y Francisco de Alava, tenientes del Gobernador, marcharon a explorar, el primero las tierras de Cariaco y el segundo las montañas del Sur, volviendo los dos, dando noticias de haber recorrido dilatados campos plantados de maíz, yuca y batatas, no sin advertir que los indios llevaban en narices y orejas arcos de oro, las indias cin[195]tas de perlas, una de estas cintas apreciada en «más de mil y quinientos ducados.» Por lo que a la expedición de Serpa se refiere, habremos de decir que un capitán llamado Juan de Salas, a quien el Gobernador castigara por desobediente, pudo huir de la prisión, pasándose al campo enemigo. Púsose al frente de los cumanagotos y chacopatas, y cayendo sobre sus compatriotas en una emboscada, resultaron muertos Serpa, algunos jefes y buen número de soldados.

D. Diego de Mazariego se presentó en Coro el mes de febrero de 1572 con el nombramiento en propiedad de Gobernador. Comprendiendo que sus muchos años le impedían tomar parte activa en los asuntos gubernamentales y de guerra, hizo sus tenientes a Diego de Montes y a Francisco Calderón. Montes dió la comisión al capitán Juan de Salamanca para que fundase una población, la cual hubo de intitularse San Juan Bautista del Portillo de Carora (19 junio 1572); Calderón trató de oprimir a los mariches y dió el encargo de ello a Pedro Alonso Galeas, soldado antiguo y de natural fiero. Entre la gente estaba el valeroso Garci-González y el cacique Aricabacuto con algunos de sus vasallos. Guiado Galeas por Aricabacuto salió al Tuy, que entonces dividía los términos de los mariches y quiriquires. En el dicho río se presentó el cacique Tamanaco, que fué derrotado por Pedro Alonso, y, hecho prisionero, murió despedazado por un perro (propiedad de Garci-González) de singular fiereza. De dicha manera se logró la reducción de los mariches. Para sujetar a los teques, salió de Caracas el alcalde Gabriel de Avila (1573) que logró, sin oposición alguna, restablecer el antiguo real de Nuestra Señora. Luego, deseando los españoles asegurar la tranquila posesión de los veneros de las minas, acordaron que Garci-González, con el objeto de que no se repitiese el triste caso de Juan Rodríguez en la montaña de las Lagunetas, sorprendiera en su retiro a Conopoima, uno de los caciques de los teques. No pudo sorprender á Conopoima, si bien aquella tribu belicosa, por las mañas de los españoles, decayó tanto que, medio siglo después, apenas existía. Retiróse luego a las riberas del Aragua y al antiguo valle de la Pascua, donde aún se conservan restos. Consiguieron los españoles, a los diez años de lucha, sujetar las diferentes tribus de los caracas, siendo las últimas que lucharon por su independencia las de los quiriquires y tumuzas.

A fines del año de 1577 llegó de España D. Juan de Pimentel, enviado por la corte para suceder en el gobierno a Mazariego. Fijóse el nuevo Gobernador en trasladar de Coro a Caracas el asiento permanente del gobierno, quedando en aquella población la catedral[207]. Garci-González,[196] autorizado por Pimentel, peleó sin descanso con los indígenas y en el país de Crecrepe fundó un establecimiento que llamó del Espíritu Santo. En una llanura que servía de asiento a la población del cacique Cayaurima, luchó con los cumanagotos, chacopatas, cores y chaymas, llevando los nuestros la peor parte. Garci-González hubo de abandonar el pueblo del Espíritu Santo para fundarlo con el mismo nombre entre los quiriquires; tampoco tuvo mejor éxito, pues, como dice Baralt, «mala mano tenía el extremeño para esto de levantar ciudades.»

D. Luis de Rojas, sucesor de Pimentel, llegó en octubre de 1583 y se encargó del gobierno. Concedió Rojas a Sebastián Díaz de Alfaro, la empresa de fundar en 1584 una ciudad a orillas del Tuy, que denominó San Juan de la Paz, y cuya existencia fué corta; y en el mismo año trazó la planta de San Sebastián de los Reyes, población que aún subsiste. Dispuso Rojas lejana expedición al país de los cumanagotos. Ninguno para realizarla más apropósito que Cristóbal Cobos, vecino de Caracas é hijo de aquel miserable que dió muerte a Fajardo. Cobos desembarcó en la costa de los cumanagotos, comenzando en seguida a guerrear con los naturales. Prosiguió su camino a la provincia de Chacopata, donde asentó su campo y donde trabó reñida refriega, teniendo la fortuna de coger prisionero al cacique Cayaurima. En 1585, a la boca del Neveri, estableció una ciudad que llamó San Cristóbal de los Cumanagotos, en memoria de sus victorias sobre aquella tribu belicosa. Durante el gobierno de Rojas el país de los cumanagotos se agregó a Cumaná en perjuicio de Venezuela. Otro perjuicio fué que teniendo las ciudades regidores armados, los cuales gozaban del derecho de nombrar alcaldes, Rojas quitó dicho privilegio a Caravalleda (1586), nombrándolos él para el año siguiente. Como los regidores rechazaran la imposición, Rojas los hizo llevar presos a Caracas.

Sustituyó a Rojas en el gobierno D. Diego Osorio, que llegó a Caracas el año 1587. Antes, en calidad de interino y nombrado por la Audiencia de Santo Domingo, desempeñó el gobierno Rodrigo Núñez de Lobo. Procediendo al juicio de residencia, Rojas, odiado por todos, lo mismo españoles que naturales del país, mereció ser reducido a prisión y que sus bienes fuesen embargados. Respecto al suceso de Caravalleda, los regidores recobraron la libertad; mas se negaron a repoblar la ciudad. Osorio, comprendiendo de necesidad absoluta el tener un puerto en la marina que sirviese de escala a las relaciones entre la metrópoli y la colonia, fundó el puerto de la Guairá (1589).

[197]

Trabajo costó a Osorio poner orden y arreglo en los negocios públicos. La mala administración de Rojas había llevado el desconcierto y el desbarajuste a todas partes. No se creyó el Gobernador, para la realización de ciertas reformas, con atribuciones, decidiéndose, como deseaba el cabildo, mandar a la corte un individuo que solicitase dichos poderes. Este individuo lo fué Simón Bolívar, quien se encargó de tan difícil misión el año 1589. El comisionado logró del Rey todo lo que deseaban sus vasallos de Venezuela, «agregando otras mercedes de más ó menos provecho para la provincia, entre ellas la suspensión del derecho de alcabalas por diez años, á condición de contribuir al Erario las ciudades con una pequeña cantidad, el permiso de introducir cien toneladas de esclavos africanos sin pagar derechos reales, y la gracia de nombrar todos los años una persona que llevase por su cuenta un navío de registro al puerto de la Guaira»[208]. Volvió Simón Bolívar a Caracas a mediados del año 1592. Osorio, considerando la mucha distancia que había desde las ciudades del Tocuyo y de Barquisimeto, guiando al Sur hasta los límites de su provincia con las del Nuevo Reino de Granada, encargó a Fernández de León la fundación de Guanaré (1593), a orillas del río del mismo nombre, bajo la advocación del Espíritu Santo. Creyó Osorio que era conveniente obtener del Monarca la declaración de perpetuidad de los cabildos (1594), sin comprender, tal era el atraso en que se hallaba entonces la ciencia política y administrativa, que la forma electiva era la propia de la institución municipal. Cuando apenas convalecía la provincia del hambre ocasionada en 1594, el corsario inglés Francisco Drake recaló a media legua a barlovento de la Guaira (comienzos de junio de 1595), se apoderó de Caracas, donde permaneció ocho días, al cabo de los cuales se retiró ordenadamente a sus bajeles. Al año siguiente (1596) murió en Puerto Belo el citado Drake, primero pirata y después almirante de Inglaterra. Volvió Osorio a Caracas el 1596 y, con sentimiento general de la provincia, abandonó el país por haber sido promovido a la presidencia de la Audiencia de Santo Domingo.

Sucedióle D. Gonzalo Piña Lidueña, hombre bueno, que murió en 1600, dejando repartida la autoridad entre los cabildos de las ciudades.

Ponemos fin a la conquista de Venezuela con una composición poética, en la cual el conquistador Castellanos (que escribió en verso las crónicas de Cubagua, Venezuela, Cabo de la Vela y Nuevo Reino de Granada), refiere cómo se libró cierta india de Maracaibo, en los comienzos de dicha conquista, del amor de un portugués[209].

[198]

Era india bozal, mas bien dispuesta;
y el portugués, que mucho la quería,
con deseo de vella más honesta
vistióle una camisa que tenía:
Hízola baptizar, y con gran fiesta
debió celebrar bodas aquel día:
que en entradas vergüenza se descarga
para poder correr a rienda larga.
Estaban en Zavana de buen trecho,
y llegada la noche muy oscura,
el portugués juntóla con su pecho
para poder tenella más segura.
Ambos dormían en pendiente lecho,
según uso de aquella coyuntura;
fingió la india con intento vario
ir a hacer negocio necesario.
Levantóse del lusitano lado,
y sentóse no lejos dél, que estaba
los ojos en la india con cuidado
de ver si más a lejos se mudaba:
siendo de su mirar asegurado
viendo que la camisa blanqueaba
la india luego que la tierra pisa
quitóse prestamente la camisa.
Y al punto la colgó de cierta rama,
por cebo de la vana confianza;
aprestó luego más veloz que gama
con el traje que fué de su crianza:
él pensaba lo blanco ser la dama;
mas pareciendo mal tanta tardanza,
le decia: «Ven ya, niña Tereya,
á os brazos do galan que te deseya»...
Viendo no responder, tomó consejo
de levantarse con ardiente brío,
diciendo: «¿Cuidas tú, que naon te veyo?
Véyote muito bein per o atavio.»
Echóle mano, mas halló el pellejo
de la querida carne ya vacío:
tornóse, pues, con sola la camisa,
y más lleno de lloro que de risa[210].

Confinan las Guayanas al N. y E. con el Atlántico, al S. con el Brasil y al O. con Venezuela. Su longitud está comprendida entre 59° y 67° al O. y su latitud entre 1° y 8° al Norte. Parece ser que el pri[199]mero que exploró, en el año 1499, las costas de las Guayanas, fué Yáñez Pinzón. Establecidos los españoles en Tierra Firme, realizaron algunas expediciones en busca de oro al Orinoco, por cuya cuenca y por la del río Amazonas se extiende el inmenso territorio de las Guayanas. Intentó Diego de Ordax, en 1527, la conquista y colonización del país, recorriendo con dicho objeto, al frente de 800 hombres, gran parte del río de Paria. En el año 1531 murió Ordax en la expedición. Nada de provecho consiguieron sus sucesores Jerónimo Ortal, Padre Ayala y Antonio de Berrío, fundador de Santo Tomé (1584), como tampoco los alemanes Federmann y Spira que entraron por Venezuela. Muchos aventureros, ya españoles, ya extranjeros, atraídos por la leyenda de El Dorado, penetraron en las Guayanas. Entre los extranjeros ninguno tan notable como Walter Raleigh, que se presentó en 1595 a disputar a los españoles el dominio del Orinoco, comenzando por poner preso a Berrío en San José de Oruña (isla de Trinidad), y después le llevó como guía a buscar, ora la fantástica ciudad de Manoa, ora el fabuloso El Dorado. Walter Raleigh regresó a Inglaterra y Berrío continuó su gobierno hasta su muerte (1600). Su sucesor e hijo Fernando Berrío se dedicó a la cría de ganado vacuno, siendo destituído el 1609 por Sancho de Alquiza, juez de residencia, y que gobernó siete años, hasta la llegada de don Diego Palomeque de Acuña. Apareció por segunda vez, ya con más recursos (enero de 1618) el citado Raleigh, quien dispuso que su teniente Keymis se apoderase de Santo Tomé. Murió en el asalto el valeroso Palomeque y la población fué completamente destruída. Raleigh se atrajo la enemiga y el odio de la gente del país, de los españoles y aun de los mismos ingleses. Cometió, pues, tantos desmanes, abusos y tropelías en sus dos expediciones que, habiéndose quejado el gobierno español al de Inglaterra, fué encerrado en la Torre de Londres. Se le acusó principalmente de haber incendiado la ciudad española de Santo Tomás y de haber sacrificado al gobernador Palomeque. Conjurados contra él todos sus enemigos, fué condenado a muerte y conducido al suplicio. El amigo íntimo de la poderosa reina Isabel murió con el mismo valor y altivez con que había vivido.

Fernando de Berrío, no bien logró ser repuesto en su antiguo cargo, llegó al país en mayo de 1619, dedicándose a reconstruir la ciudad en los llamados hoy Castillos de Guayana la Vieja.

Por lo que respecta a los holandeses, recordaremos que se establecieron en 1556 en las riberas del río Demerara; pero tiempo adelante se apoderaron de algunas tierras vecinas (1581). Expulsados de ellas, fundaron posteriormente la ciudad de Stabrock ó Georgetown y extendieron su poder hasta el río Esequibo.

[200]

Los franceses, por su parte, en el año 1604, no teniendo en cuenta los derechos de los españoles, se establecieron en Cayena.

Más temor que los franceses, inspiraban los holandeses. Estos, cuando se formó en 1621 la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, atacaron, saquearon y quemaron dos veces—una en 1629 y otra en 1637—a Santo Tomás. Las Guayanas, por mucho tiempo, sufrieron terribles acometidas de sus enemigos.


[201]

CAPITULO XI

Conquista de Colombia y de El Ecuador.—Conquista de Colombia.—Bastidas en Santa Marta.—El Dorado.—Gobierno de Heredia y de Fernández de Lugo.—Conquista de Jiménez de Quesada.—Alonso Luis de Lugo.—Creación de una Audiencia.—Consideraciones acerca de la conquista de Quesada.—Conquista de El Ecuador.—El Ecuador a la llegada de los españoles: es conquistado por Belalcázar.—Fundación de Santiago de Quito, de Guayaquil y de Cartago.—Belalcázar en España: es nombrado gobernador de Popayán.—Belalcázar y Andagoya.—Sucesos del Perú.—Fundación de Antioquía.—Belalcázar en lucha con Heredia y con los indios.—Ordenanzas de 1542.—Belalcázar en Añaquito.—Insurrección de Robledo.—Belalcázar en Xaquixaguana.

Vamos a estudiar la conquista de Colombia, cuyo país estaba poblado de los chichas o muiscas, tribu numerosa de indios semicivilizados. Después que Alonso de Ojeda (1499-1500) descubrió las costas de Colombia, Rodrigo de Bastidas fundó la ciudad de Santa Marta (hoy en Colombia). «Algunos aventureros—dice Reclus—fundaron en 1525 la ciudad de Santa Marta cerca de la desembocadura del río Magdalena...»[211]. Posteriormente expediciones españolas avanzaron hasta el interior del país en busca de las cuantiosas riquezas que pregonaba la leyenda. «El nombre de la tierra de El Dorado parece que procede de una curiosa costumbre de los caciques indios de la meseta. La ceremonia de la elección de cierto cacique consistía en embadurnar el cuerpo del favorecido con una substancia grasa, que luego era cubierta de polvos de oro. Esta operación se efectuaba á las orillas del lago sagrado de Gustavita, donde luego tomaba un baño»[212].

García de Lerma (1528-1535) sucedió á Bastidas en el gobierno de Santa Marta. Por entonces, informada la Reina (mujer de Carlos I de España y V de Alemania) del excesivo precio de los comestibles en la provincia de Tierra Firme, mandó á aquel Gobernador dispusiera que[202] las Justicias de las ciudades y villas nombrasen su regidor para que pusiera justo precio, así á las cosas de dicho país, como á las que se llevasen de otras partes[213]. En tanto que García de Lerma mandaba algunas expediciones al interior, teniendo la desgracia de que fuesen combatidas por los indios, el portugués Jerónimo de Melo, al frente de castellanos, emprendió el reconocimiento del río Magdalena, el cual navegó en una extensión de 35 leguas (1532). A la sazón, la mayor parte de los pobladores de Santa Marta abandonaban gustosos la citada ciudad para dirigirse al Perú, donde abundaban los metales preciosos.

En el mismo año que murió García de Lerma (1532), se presentó al Emperador un militar que gozaba de gran prestigio, y cuyo nombre era Pedro de Heredia, pidiendo al Monarca autorización para acometer la conquista del país que se extiende desde el Magdalena al Darién. Concedido el permiso, salió de Cádiz a últimos del dicho año. Ni tardo ni perezoso, inmediatamente que llegó a Colombia echó los cimientos de la ciudad de Cartagena, que fué centro de las operaciones militares. Habiendo dejado guarnecida la colonia, a la cabeza de sus tropas, salió a campaña a la región del Norte de Santa María, sometiendo unas tribus por la fuerza y ganándose otras por el cariño; volvió a Cartagena, no sólo cargado de riquezas, sino satisfecho por sus descubrimientos. Posteriormente se dirigió Heredia (enero de 1534) a la región del Sur, y allí, al recorrer gran parte del valle del río Zenú, sufrió, lo mismo que toda su gente, grandes padecimientos, que en cierto modo fueron recompensados por el oro encontrado en las sepulturas de un cementerio. El descubrimiento excitó la codicia de los soldados españoles, organizándose nuevas expediciones. Fray Tomás Moro, el primer obispo del país, comunicó a la corte los excesos de los expedicionarios, siendo nombrado comisionado regio para residenciar a Heredia, el licenciado Juan de Badillo, miembro de la Audiencia de Santo Domingo, quien, después de apoderarse de los bienes del Gobernador, mostró su sed de riquezas cogiendo prisioneros centenares de indios para venderlos como esclavos en la Isla Española.

Presentóse en la corte Alonso Luis de Lugo, solicitando en nombre de su padre Pedro Fernández de Lugo, Adelantado de Canarias, gobernador y justicia mayor de las islas de Tenerife y la Palma, «conquistar y poblar las tierras y provincias que se hallan por descubrir y conquistar en la provincia de Santa Marta...» El Rey accedió a la petición, encargando que se guardasen los límites que señala, y añade: «Para ello llevareis de estos Nuestros Reynos de Castilla y de las islas de Canarias 1.500 hombres de pie, escopeteros, é arcabuceros, é ba[203]llesteros, é rodilleros, y 200 hombres de a caballo, con caballos é yeguas de silla, é que ansí los de pie como los de á caballo, irán bien armados y aderezados de lo necesario...»[214]. Pedro Fernández de Lugo entró en Santa Marta á mediados de diciembre del año 1535. Acompañaba al Gobernador, con el nombre de justicia mayor de la colonia, un abogado llamado Gonzalo Jiménez de Quesada, que fué el verdadero conquistador de aquellas regiones. Por orden de Fernández de Lugo salió (6 abril 1536) la expedición de Santa Marta a las órdenes de Jiménez de Quesada, natural de Granada, tan excelente general como ilustre político. Los hechos principales de empresa tan notable quedaron registrados en documentos de inestimable valor[215]. Dirigióse Quesada por la orilla del río Magdalena. Los calores tropicales, las fiebres y el hambre aumentaban los padecimientos causados por la multitud de insectos, por las acometidas de los tigres y por los combates con los indígenas, particularmente con los panches, «gente bestial y de mucha salvajía.» Las lluvias tropicales hicieron que se aumentasen las aguas del río, dilatándose en una grande extensión. Quesada no tuvo más remedio que asentar su campamento en un lugar llamado Tora, mientras las naves seguían remontando el río. Tantas y tan graves fueron las enfermedades que se desarrollaron en el campamento, que a los muertos no se les daba sepultura y se les arrojaba al río. Cuéntase que los caimanes se cebaron de tal modo en la carne humana, que después de comerse a los muertos, atacaron a los vivos que se aproximaban al Magdalena. Levantaron el campo, apartándose de las márgenes del citado río. Aunque Quesada había perdido muchos hombres, dió aliento á los que vivían y pudo llegar a las inmediaciones de las mesetas centrales de lo que es hoy República de Colombia. Cuando los expedicionarios vieron y admiraron los campos cultivados, se decidieron a aclamar jefe a Quesada, desligándolo de toda dependencia de Fernández de Lugo. Continuó Quesada sus descubrimientos, llegando, por fin, a la hermosa llanura o sábana de Bogotá, llamada por los naturales Cundina marca, donde estaba la capital de los muiscas. En la misma época el alemán Federmann y el español Sebastián Belalcázar (ya conocidos en capítulos anteriores), que andaban recorriendo aquellas tierras, llegaron a disputar a Quesada la prioridad del descubrimiento, cediendo al fin los dos primeros al último todos sus derechos mediante cierta cantidad. Que[204]sada llegó al pueblo de Muqueta, capital del territorio, que encontró desierta y convirtió luego en centro de sus futuras operaciones. Desde allí se dirigió a Tunja, cuyo zaque (Rey) gozaba fama de poseer grandes riquezas, y se apoderó de la citada población el 20 de agosto de 1537. El zaque cayó prisionero y sus tesoros pasaron a manos de los castellanos. «Se hizo un montón de oro tan grande—dice Quesada—que puestos los infantes en torno de él, no se veían los que estaban de frente, y los de a caballo apenas se divisaban.» Los castellanos deseaban más riquezas, y para lograrlas se apoderaron de Iraca; a pesar de la resistencia de los indígenas, ocuparon el palacio del cacique y penetraron en el templo. Después de apoderarse de las riquezas que encerraba el adoratorio, le pegaron fuego. Buscando todavía más oro, se hicieron dueños de Bogotá, muriendo el zipa en el asalto de un caserío; también fué derrotado el nuevo zipa, y para obligarle a confesar dónde tenía guardados sus tesoros, se le hizo morir en el tormento. Quesada, como granadino que era, dió al país que acababa de conquistar el nombre de Nuevo Reino de Granada, y a la capital de la colonia, cuyos cimientos echó el 6 de agosto de 1538, la llamó Santa Fe de Bogotá[216].

Jiménez de Quesada encargó a un hermano suyo, llamado Hernán, el gobierno de la colonia, y él decidió marchar a España con el objeto de solicitar del Rey el título de gobernador de aquellos países. Aunque nadie—habiendo fallecido Fernández de Lugo en Santa Marta en enero de 1536—podía alegar mejores títulos que Jiménez de Quesada, la corte prefirió para el cargo a Alonso Luis de Lugo, hijo del citado primer gobernador.

Poco después Carlos V creó una Audiencia (17 julio 1549) que había de residir en Santa Fe de Bogotá y cuyo tribunal hubo de cerrar el período de la conquista. El primer presidente fué el Dr. Gutiérrez de Mercado.

El resultado de las expediciones de Jiménez de Quesada fué el descubrimiento de nuevas tierras y la conquista del Nuevo Reino de Granada, que hoy constituye la mejor parte de la República de Colombia. El conquistador de Nueva Granada es uno de los hombres más grandes[205] de aquellos tiempos, mereciendo figurar al lado de Cortés, Pizarro, Almagro, Núñez de Balboa, Valdivia y Orellana.

En sus últimos años cayó en desgracia de la corte. Murió el 16 de febrero de 1579, tan pobre, que, según los cronistas, debía más de 60.000 pesos[217]. Fué sepultado en el convento de Santo Domingo de Mariquita. Dicho convento se hallaba emplazado frente a la casa en que falleció el noble conquistador. El 1597 fueron trasladados sus restos a Bogotá, y al acercarse la celebración de su tercer centenario se colocaron en un sepulcro digno de la fama de varón tan insigne. En la acera del Norte de la plazuela formada por las portadas de los cementerios públicos, se erigió un mausoleo de mármol blanco; en él se pusieron las inscripciones siguientes: al Sur, frente principal, Jiménez de Quesada; al Oriente, El Concejo municipal de Bogotá; al Occidente, Al fundador de Santa Fe de Bogotá, y al Norte, Expecto resurrectionem mortuorum[218].

Pasamos a relatar brevemente la conquista de El Ecuador. Las tribus que ocuparon El Ecuador antes de ser conquistado por los incas se llamaban scyris o caras, puxahaes, cañaris y quitos o quitúes. La capital de los caras fué Quito. Los incas, después de vencer a las tribus citadas y algunas otras—todas fetichistas, poligamas y antropófagas—se establecieron en el país hasta la llegada de los españoles.

La siguiente Real cédula prueba el estado de barbarie en que se hallaban los indígenas de Quito a mediados del siglo xvi.

«Caciques: Con noticia el Príncipe, que los de la provincia de Quito, quando morían, mandaban matar indios de ambos sexos, para enterrarlos con ellos; no obstante no persuadirse se continuaría tan extravagante abuso; Mandó al Presidente y Audiencia de dicha provincia no consintiese exceso de tal naturaleza, y lo castigase con todo rigor.» Cédula de 18 de Enero de 1552. Vid. tomo 11 de ellas, fol. 35 b. n.º 55[219].

Sebastián de Belalcázar, gobernador en San Miguel, noticioso de que Pedro de Alvarado se dirigía a Quito en busca de riquezas, marchó a dicho punto, a últimos del año 1533, al frente de 200 soldados. Belalcázar encontró un enemigo poderoso en Rumiñahuí, quien a la cabeza de 20.000 indios, defendió el terreno palmo a palmo, haciendo hoyos en la tierra, en los que clavaba agudas estacas para impedir el paso a los caballos del capitán español. Poco después llegó Diego de Almagro con refuerzos y también Alvarado, el cual pretendía que se le adjudicara el país. Opusiéronse Belalcázar y Almagro y, como testimonio de ha[206]ber tomado posesión del reino, en los llanos de Riobamba fundaron el pueblo de Santiago de Quito (15 agosto 1534), al presente capital de la República. Alvarado, mediante cierta suma de pesos de oro, se volvió a Guatemala. Belalcázar, con la gente que Almagro no se llevó al Perú, continuó sus conquistas. Mientras sus capitanes Pedro Añasco y Juan de Ampudia se dirigían por el valle, donde luego se había de fundar San Juan Porto, él marchó a reunir gente, echando antes los cimientos de Guayaquil (25 junio 1535). Luego, desde Popayán se dirigió á Bogotá, y allí puso paz entre Jiménez de Quesada y el alemán Federmann, los cuales tenían más ambición que prudencia. Puestos de acuerdo los tres capitanes, marcharon a España, deseosos de tener gobiernos propios.

En tanto que tomaban el camino de la metrópoli, dispuso Pizarro que su capitán Lorenzo de Aldama penetrase en la tierra que había descubierto y conquistado Belalcázar. A su vez Aldama autorizó a Jorge Robledo para que hiciera otras expediciones, y por cierto, que de una de ellas formó parte el cronista Pedro Cieza. Procede del mismo modo recordar que, a últimos de septiembre de 1540, se fundó la ciudad de Cartago (hoy de la República de Costa Rica).

Por entonces, Pascual de Andagoya obtuvo el nombramiento de Adelantado y gobernador del río de San Juan. Deseando luego extender sus dominios, se hizo recibir por Gobernador en la ciudad de Cali, en la tierra de Belalcázar, siendo reconocido como tal por Jorge Robledo y otros capitanes. Hasta tal punto llegó la imprudencia de Andagoya, que se preparó a impedir por la fuerza la entrada de Belalcázar, dado que éste último consiguiera la gobernación de la citada tierra.

Como sospechaba Andagoya, consiguió Belalcázar el nombramiento (10 marzo 1540) de Gobernador de la provincia de Popayán, y poco después (diciembre de 1540), obtuvo el título de Adelantado. La gobernación de Popayán, dada a Belalcázar, limitaba al Norte con Castilla del Oro y río de San Juan, al Este con la provincia de Bogotá o Nuevo Reino de Granada, al Sur con la provincia de Quito y al Oeste con el Océano Pacífico. Conseguido el objeto de su venida a España, volvió para las Indias, desembarcando en Nombre de Dios a mediados de diciembre de 1540. Andagoya, que se hallaba en Cali, quiso resistir a Belalcázar y fué hecho prisionero.

Deseando Carlos V terminar de una vez con la anarquía del Perú, dispuso que el licenciado Cristóbal Vaca de Castro se dirigiera a aquel país con los poderes necesarios. En efecto, marchó a las Indias y desembarcó en la gobernación de Belalcázar, donde tuvo noticias exactas del estado del Perú, y en particular—y esto fué lo que hubo de pre[207]ocuparle más—de la muerte del marqués Francisco Pizarro (26 junio 1541). Vaca de Castro, acompañado de Belalcázar y otros capitanes, llegó a Lima; pero, habiendo notado durante el viaje que el gobernador de Popayán era partidario de los almagristas—pues había contribuído a la huída de Núñez de Prado, íntimo amigo de Almagro—le hizo regresar a su país.

Ya sabemos que Jorge Robledo hubo de reconocer como gobernador (21 abril 1541) a Belalcázar. Robledo fundó la ciudad de Antioquía; mas la fortuna le volvió la espalda, dirigiéndose entonces, hambriento y maltrecho, con sus treinta compañeros, a San Sebastián de Urabá. Allí fué hecho prisionero por Pedro de Heredia, fundador de Cartagena, quien sin miramientos de ninguna clase, le mandó a España. Inmediatamente Heredia se apoderó de Antioquía. Disgustado Belalcázar con la conducta de Heredia, ordenó al capitán Juan Cabrera que le redujese a prisión y le mandara a Panamá; pero luego, habiendo recobrado la libertad Heredia, volvió a Antioquía, dejando en ella por su teniente al capitán Gallegos, que a su vez fué preso por Madroñero, capitán de Belalcázar.

Por aquellos tiempos andaba el gobernador de Popayán en guerra con los indios y la razón estaba de parte de los últimos. Conviene saber que en las ordenanzas de 1542, se disponía, entre otras cosas, que los gobernadores y demás autoridades no tuviesen indios; pero Belalcázar mandó que se cumpliesen aquellas leyes, si bien tuvo el cuidado de poner antes en cabeza de sus hijos a los indígenas que eran de él propiedad. Los procuradores de las ciudades, reunidos por el Gobernador, mostraron su oposición a las ordenanzas, pronunciando entonces aquél las famosas frases de Acátese lo mandado; pero no se cumpla. Hizo suspender las ordenanzas y mandó a España un procurador que hiciera presente al gobierno el estado de las cosas. Para implantar estas reformas, el Emperador escogió a Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú, que salió de Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543 con una flota de 52 buques. Llegó el virrey al Nuevo Mundo, y al frente de pequeño ejército peleó con Gonzalo Pizarro en Añaquito: allí murió Núñez Vela y allí fué hecho prisionero Belalcázar y su hijo Francisco. Aunque desconocemos los motivos, se halla probado que el gobernador de Popayán entró en la prisión enemigo de Pizarro y salió amigo. Inmediatamente que Belalcázar recobró la libertad, se dirigió a su gobernación y allí supo cómo Jorge Robledo, que nunca fué fiel amigo suyo, había vuelto de España con el título de mariscal de Antioquía. En seguida comenzó la guerra entre los dos, logrando el Adelantado sorprender al Mariscal (5 octubre 1546) en la Loma del Pozo.

[208] Dícese que entre los papeles del Mariscal se hallaron unas cartas que escribió y no mandó a su destino, en las que acusaba a Belalcázar de traidor y pizarrista. Castigóle el vencedor haciéndole degollar inmediatamente. Temeroso Belalcázar de la venganza de los amigos de Robledo, vivía en continuo desasosiego y zozobra. En aquel tiempo, para acabar con los disturbios del Perú, vino de España—como veremos en el capítulo XXIII—el presidente D. Pedro de La Gasca, quien, ayudado por Belalcázar, derrotó a Gonzalo Pizarro en la memorable batalla de Xaquixaguana. Razón tenía Belalcázar para temer a los partidarios del citado Robledo, los cuales consiguieron que el licenciado Briceño formase causa y condenara al valeroso gobernador de Popayán. Cuando se encaminaba a España con la idea de pedir—no sabemos si gracia o justicia—, murió en Cartagena de Indias, a los sesenta años de edad. Sea de ello lo que fuere y censurables o no censurables algunos hechos de Belalcázar, él fué uno de los capitanes más valerosos que tomaron parte en la conquista de las Indias[220].


[209]

CAPÍTULO XII

Conquista de las provincias argentinas y del Brasil.—Conquista de la Argentina.—Gaboto en las costas del Brasil y en las márgenes del Paraná.—Fuerte de Sancti Spíritus.—Mendoza en el río de la Plata.—Santa María de Buenos Aires.—Oposición de los querandís.—Ayolas y Martínez de Irala: fuerte de la Asunción.—Muerte de Mendoza y de Ayolas.—Gobierno de Irala.—Se piensa en la traslación de los habitantes de Buenos Aires á las orillas del Paraguay.—Gobernadores anteriores á Garay: fundación de Buenos Aires; muerte de Garay.—La Patagonia.—El Chaco.—Conquista del Paraguay y del Uruguay.—El gobernador Arias de Saavedra.—Otros gobernadores.—Los brasileños en el Uruguay.—Conquista del Brasil.—Primeras colonias.—El Brasil durante el reinado de D. Manuel «El Afortunado.»

Si en el viaje que en el año 1508 hicieron Juan Díaz de Solís y Vicente Yáñez Pinzón no llegaron a las costas argentinas, en el realizado por aquel navegante en 1516 ya conocieron los españoles la desembocadura del Río de la Plata[221]. Sebastián Gaboto se dirigió desde las costas del Brasil al mencionado río en el año 1526[222]. Uno de sus subalternos, según las crónicas de aquellos tiempos, se internó en el río Uruguay hasta el de San Salvador, en tanto que Gaboto remontaba el Paraná, en cuyas márgenes fundó una fortaleza con el nombre de Sancti Spíritus, donde dejó una guarnición. A causa de algunas muestras de metal que había recogido durante su viaje, dió el nombre de Plata al río que hasta entonces había sido llamado Mar dulce. Navegó el río Paraguay, dirigiéndose luego a España. La guarnición de Sancti Spíritus fué asesinada por los indios timbus y la fortaleza completamente destruída. Algunos soldados que se hallaban fuera de dicho fuerte pudieron trasladarse a la colonia portuguesa de San Vicente.

El continuador de la obra de Sebastián Gaboto fué D. Pedro de Mendoza, noble caballero español que había logrado no poca fama en[210] la guerra de Italia. Hallándose en Toledo, a 21 de mayo de 1534, el Rey mandó tomar el asiento y capitulación siguiente: «1.º Primeramente os doy licenzia y facultad para que por Nos y en nuestro nombre y de la Corona Real de Castilla podais entrar en el dicho Río de Solís que llaman de la Plata, hasta la mar del Sur, donde tengais doscientas leguas de luengo de costa de gobernazion que comience desde donde se acaba la gobernazion que tenemos encomendada al mariscal don Diego de Almagro hasta el Estrecho de Magallanes, y conquistar y poblar las tierras y provincias que oviese en las dichas tierras. 2.º Item entendiendo ser cumplidero al servicio de Dios y nuestro, y por honrar nuestra persona y por vos hazer merced, prometemos de vos hazer nuestro gobernador y capitan general de las dichas tierras y provincias y Pueblos del Río de la Plata, y en las dichas dozientas leguas de costa del mar del Sur que comienzan desde donde acaban los límites que como dicho es tenemos dado en gobernacion al dicho Mariscal Don Diego de Almagro, por todos los días de nuestra vida con salario de dos mill ducados de oro en cada un año y dos mill de ayuda de costas...»[223].

El Emperador dió orden al conde D. Fernando de Andrada, asistente de Sevilla; al conde de Gelves, alcaide de las Atarazanas, y a los oficiales de la Casa de Contratación para que la armada se dispusiera a salir a la mayor brevedad. Tan rápido se hizo el apresto que Mendoza salió de la barra de Sanlúcar el 1.º de septiembre de 1535 al frente de una expedición compuesta—según Herrera—de 11 navíos con 800 hombres[224]. Algunos cronistas dicen que la expedición se componía de 14 naves que llevaban a bordo 2.500 castellanos y 150 alemanes.

Penetró Mendoza en el Río de la Plata y cuéntase que en el momento de pisar la tierra, el capitán Sancho García exclamó: ¡Qué buenos aires se respiran en esta tierra! En lucha los castellanos con los indios (bilelas, lules, agoyas, tobas, abipones, calchaquíes y otros), fueron muertos muchos de los primeros, entre ellos D. Diego de Mendoza y D. Pedro de Benavides, hermano aquél y sobrino éste del jefe de la expedición. Pasado poco tiempo (2 febrero 1536), Mendoza echó los cimientos de una población a la que dió el nombre de Santa María de Buenos Aires. Los indios querandís, rivales en fiereza a los charrúas, comenzaron a hostilizar a los nuevos pobladores, negándoles los víveres y diezmando a la guarnición. Deseando Mendoza encontrar sitio más hospitalario, dispuso que Juan de Ayolas se dirigiese más al Norte, siguiendo[211] los pasos de Gaboto. Así lo hizo el intrépido capitán, quien luego fundó una fortaleza, origen de la ciudad de la Asunción (1536.)

Mientras Mendoza, desalentado y enfermo, regresaba á España, en cuya travesía hubo de morir, Ayolas, dejando a Martínez de Irala en el fuerte de la Asunción, se internó en los bosques del Chaco con 200 soldados, llegando hasta la frontera del Perú; pero a su vuelta fué sorprendido por los salvajes y muerto con todos los suyos.

Por muerte de Ayolas, se encargó interinamente del gobierno el capitán Irala; mas habiendo llegado de España Alonso de Cabrera, con el nombramiento de Gobernador para el caso en que faltase el propietario, tomó dicho Cabrera las riendas del poder. Dispuso despoblar Buenos Aires, trasladando sus habitantes a las orillas del Paraguay, en cuyos sitios los indígenas eran menos belicosos.

Conocedor el Rey de los sucesos ocurridos en la colonia, dió el título de Adelantado a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y cuyas capitulaciones se hicieron, al tenor de las de D. Pedro de Mendoza, el 18 de marzo de 1540. Alvar Núñez salió de Sanlúcar el 2 de noviembre de 1540 y llegó a la Asunción el 11 de marzo de 1542. Nombró maestre de campo a Irala. Alvar Núñez por un lado e Irala por otro, realizaron expediciones que no dejaron de ser útiles. Una revolución dirigida por el contador Felipe Cáceres acabó con su gobierno. Los conjurados penetraron (25 abril 1544) en la casa del Adelantado y lo redujeron a prisión. En seguida confiaron el mando de la colonia a Martínez de Irala, al mismo tiempo que mandaban a España al Adelantado.

Martínez de Irala puso orden en la colonia y peleó valerosamente con los indígenas. Emprendió una expedición al Perú y allí solicitó de La Gasca la confirmación del cargo que desempeñaba. A su vuelta al Paraguay tuvo que luchar con los parciales de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se habían hecho dueños del poder. La corte confirmó a Irala en el gobierno del Paraguay, sorprendiéndole la muerte en 1557.

«Tan sabio era y astuto y cauteloso
en su trato y vivienda nuestro Irala,
que no tiene algun hombre del quexoso
que a todos en amor parece yguala:»[225]

A Irala sucedió en el gobierno su yerno, el capitán Gonzalo de Mendoza; y a su muerte (1558) los vecinos de la Asunción, dieron sus votos al capitán Francisco Ortiz de Vergara, casado con otra hija de Irala[226]. Después de siete años de gobierno, emprendió un viaje al[212] Perú para solicitar del virrey su nombramiento en propiedad; mas Felipe Cáceres, ya conocido por la sublevación contra Alvar Núñez, se presentó á la Audiencia de Lima acusando al Gobernador de haber abandonado la provincia de su mando. La Audiencia se dejó engañar y destituyendo á Ortiz de Vergara, nombró a Juan Ortiz de Zárate y éste á su vez dió el cargo de teniente gobernador a Cáceres. Desde el año 1569 comenzó su gobierno interino Cáceres, bien que a disgusto de los colonos, los cuales le depusieron, poniendo en su lugar a Martín Suárez de Toledo.

En las capitulaciones que hizo el Rey en Madrid a 10 de julio de 1569, con Juan Ortiz de Zárate se dice: «Primeramente, os hacemos merced de la gobernación del Río de la Plata, así de lo que al presente está descubierto y poblado como de todo lo demás que de aquí adelante descubriéredes y pobláredes, ansí en las provincias del Paraguay y Paraná como en las demás provincias comarcanas, por vos y por vuestros capitanes y tenientes que nombráredes y señaláredes, ansí por la costa del mar del Norte como por la del Sur, con el distrito y demarcacion que su Magestad el Emperador, mi señor, que haya gloria, la dió y concedió al gobernador D. Pedro de Mendoza, y después del a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y a Domingo de Irala...»[227] Hace notar el historiador Quesada, que desde la capitulación celebrada en 21 de mayo de 1534 hasta la otorgada con Ortiz de Zárate en 10 de julio de 1569, el Rey fija y deslinda el territorio austral comprendido entre los mares del Norte y del Sur (Atlántico y Pacífico), y por consiguiente, incluídos en esos límites, la Patagonia, el Estrecho de Magallanes y Tierra del Fuego, como parte integrante de la gobernación del Río de la Plata[228].

Casi tres años pasaron desde que se firmó el contrato hasta que la expedición pudo hacerse a la vela. Componíase de unos 600 hombres de guerra, 21 religiosos de San Francisco, algunos peritos en varios oficios, muchos matrimonios de colonos, y por capellán el arcediano Centenera, futuro autor del poema intitulado Argentina. Partió la expedición de Sanlúcar el 17 de octubre de 1572. Experimentó vientos contrarios hasta llegar a la Línea. Una de las naves, la más pequeña, se desvió del resto de la flota, tocando en S. Vicente del Brasil. Mientras tanto, Zárate siguió su camino y vió tierra el 21 de marzo de 1573; pero hasta el 3 de abril no llegó a la playa y puerto llamado de D. Rodrigo. Desde allí, caminando sin rumbo algunos días, pudo tocar en la isla de Santa Catalina. Después, en los comienzos de octubre del mismo año, tomó rumbo hacia el Río de la Plata. A mediados de noviem[213]bre arribó Zárate (el tercer Adelantado del Río de la Plata) a la isla de San Gabriel, no sin haber sufrido tempestades y borrascas[229]. Determinó en aquel mismo sitio echar los cimientos de una población, con cuyo objeto dispuso que se levantasen chozas o casas de paja. Cuando los charrúas recibieron la visita de aquellas gentes, se dieron prisa a obsequiarlas con víveres, naciendo, como era natural, corrientes de simpatía entre unos y otros. Entre los varios caudillos de los charrúas había uno, de nombre Sapicán, venerable anciano, a quien todos respetaban y querían. Los españoles comenzaron la guerra. Decían—y este fué el pretexto,—que uno de sus marineros, en la primera canoa que hubo a mano, se había pasado al campo enemigo, negándose a entregarlo los charrúas. Debe advertirse que los indígenas ignoraban el castigo que merecían los desertores. Posible es que, además, tuviesen el convencimiento de que no eran desgraciados náufragos los que llegaban a sus playas, sino conquistadores. Entonces renovaron las hostilidades, y los españoles, que contaban con elementos de represión en la ciudad de la Asunción, se dispusieron a la resistencia. Instalado Zárate en la naciente población, se le presentó el isleño Yamandú, ofreciéndose a llevar hasta Santa Fé comunicaciones para Garay, anunciándole la llegada del Adelantado.

De Yamandú dice Centenera:

«Este malvado, perro, como artero
A todos los más indios comarcanos,
Los trae á su opinion al retortero,
Y como son los Indios tan livianos,
Y él pica su poquillo en hechicero,
Donde él pone los pies ponen sus manos,
De suerte que si quiere hacer guerra,
Al punto le veréis juntar la tierra»[230].

El astuto indígena, que se entendía con su cacique Sapicán, se proponía conocer la posición ocupada por Garay. A su vez Zárate, cada vez más disgustado por la negativa de los charrúas a entregar el marinero desertor, dispuso tomar el desquite. Mandó que una partida de su gente arrebatase a Aba-aihuba, sobrino de Yamandú[231]. Así se hizo[232]. El efecto que en todos los indígenas causó el hecho fué grande. Una comisión de charrúas pidió al Adelantado que dejara en liber[214]tad a Aba-aihuba. Accedió a ello el jefe español; pero obligó a Yamandú, mediante ciertas promesas, que permaneciese en el campamento cristiano. Cuando Yamandú encontró ocasión propicia, se escapó para volver a su vida aventurera y belicosa[233].

En seguida, reunidas las Asambleas de guerreros, acordaron romper las hostilidades. Es de advertir que ya Yamandú había llegado á los reales de Garay, y poniéndose al habla con Terú, caudillo de los naturales de Santa Fe, hubo de invitarle de parte de Sapicán a alzarse en armas contra los españoles. Entre tanto que Terú ponía en aprieto a Garay, Sapicán atacó en San Gabriel al Adelantado. Cayó Sapicán sobre los españoles que se habían internado en busca de víveres, logrando matar a 37 y coger un prisionero; otros dos debieron su salvación a la fuga. El capitán Pablo de Santiago y el sargento mayor Martín Pinedo, por orden de Zárate, acudieron a castigar a los indígenas, sosteniendo con ellos sangriento combate, en el que perecieron 100 soldados y varios oficiales. Si entre los españoles reinaba la tristeza, en el campo contrario todo era alegría y contento. Acordó Zárate retirarse a la isla, de donde no debió salir con elementos tan pequeños. Sapicán, sospechando las intenciones del enemigo, le vigilaba constantemente.

Cuando se presentaba tan negro porvenir al Adelantado, cuando los charrúas con sus insultos, gritos y amenazas, y aun con sus retos y desafíos se disponían a empresas más grandes, vino ayuda poderosa a los españoles. Sucedió que el capitán Rui Díaz Melgarejo arribó a San Vicente (Brasil), y desde allí se dió a correr la tierra, fundando pueblos donde mejor le parecía. Llegó a su noticia el apuro en que se encontraba Zárate y voló a San Gabriel en su auxilio, unas veces por tierra y otras embarcado. La alegría del Adelantado y de los suyos no pudo ser mayor. Pensaban que la Providencia velaba por ellos, y con auxilio tan grande se dispusieron, sin temor alguno, a arrostrar todos los peligros. Ya tenían provisiones de boca y guerra; ya tenían un talento militar que les guiase. Hubo junta de oficiales y en ella sostuvo Melgarejo la necesidad de retirarse a la isla de Martín García, cuya nueva retirada se hizo afortunadamente. Melgarejo llevó a Zárate provisiones de los bohíos o chozas de las islas cercanas, y convenció el primero al segundo de la necesidad—pues era conocida la traición de Yamandú—de ir en busca de Garay, único que les podía salvar en aquellas críticas circunstancias. Garay, que había conseguido derrotar al valiente caudillo Terú, después de muchos contratiempos pudo llegar a las riberas del Salvador, realizando de este modo el pensamiento de[215] Melgarejo. A su vez este último, habiendo dejado en Martín García a Zárate y los suyos, condujo a las mujeres y enfermos a las citadas riberas.

Veamos lo que sucedió a Garay en los comienzos de su campaña contra Sapicán. Se situó en sitio poco a propósito, si bien no estaba lejos de un puerto donde había guardia española. Al día siguiente de su llegada, se presentó Sapicán al frente de unos 1.000 hombres. «¡Amigos!—dijo a los suyos Garay—no queda otro camino que morir o vencer: esperemos, pues, con valor al enemigo.» La lucha fué terrible. Tabobá y Aba-aihuba murieron como héroes, como también Sapicán, Anagualpo, Yandinoca y Magalona. Retiráronse con orden los indígenas y no fueron perseguidos por los españoles. Después Garay se puso en marcha para Martín García, y ambos, Zárate y Garay, se encaminaron para San Salvador, donde hallaron varias barracas que merecieron de parte del Adelantado el nombre de ciudad y se nombraron las autoridades que debían regirla. Dispuso cambiar el nombre de San Salvador por el de Nueva Vizcaya, cambio que disgustó a los que no eran vascos[234]. Garay y Melgarejo, obedeciendo órdenes de Zárate, marcharon en busca de bastimentos.

Tanto fué el valor que mostraron los indios en esta campaña, que don Francisco de Toledo, virrey del Perú, tuvo que acudir en auxilio de los nuestros. Había terminado la guerra, aunque no el odio que los indígenas tenían a los españoles. Recordaremos que a los infelices cautivos les trataron inhumanamente. Afirma Centenera que llegó la crueldad hasta enterrar vivos a muchos[235]. Del mismo modo Garay, Melgarejo y Zárate hicieron sentir pesado yugo a los feroces indios. Muertos sus jefes, sin esperanzas de auxilio, los charrúas se cruzaron de brazos, esperando ocasión más propicia.

Procede ya ocuparnos en otros asuntos. En el interior algunos descontentos no estaban conformes con el gobierno del Adelantado. El licenciado Trejo, cura vicario de San Salvador, se puso al frente de una conjuración, que, descubierta por Zárate, cogió prisionero a dicho jefe y le condujo a su residencia de a bordo. Convencido Zárate de que su autoridad se hallaba en peligro, acordó abandonar a San Salvador (fines de diciembre de 1575), trasladarse a la Asunción y entregar allí a Trejo a la jurisdicción eclesiástica. A su paso visitó la ciudad de Santa Fe, la cual encontró dotada de buen gobierno y en estado próspero, felicitando por ello a su fundador Garay.

Poco después, Zárate, habiendo bebido cierto brebaje que le fué[216] dado por un curandero para devolverle la salud, le ocasionó la muerte.

Poco querido por su codicia Ortiz de Zárate, ni lloraron su muerte los indios ni los españoles. Dejó el gobierno a su hija Juana y mientras ella no tomase posesión, a su sobrino Mendieta[236].

«Dexo en su testamento declarado
que sea su legítimo heredero
la hija que en las Charcas ha dexado,
y aquel que fuere esposo y compañero
suceda en el gobierno y el estado
segun como lo tuvo él de primero:
y mande y rija en tanto quella viene
su sobrino Mendieta que allí tiene.»[237].

Gobernó algún tiempo Mendieta. Joven de veinte años, manifestó más imprudencia que sensatez en todos los asuntos. Juana Ortiz de Zárate casó con el licenciado Juan de Torres de Vera y Aragón. Lo mismo Torres de Vera que antes Ortiz de Zárate fundaron ciudades y villas en la provincia del Río de la Plata. Si Juan de Garay, en virtud de los poderes conferidos por Torres de Vera, fundó la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz el 1573, en el mismo año, D. Jerónimo Luis de Cabrera, de la gobernación de Tucumán, echó los cimientos de la ciudad de Córdoba. Encontráronse ambos pobladores, «y después de las salutaciones—según el P. Lozano—le requirió Cabrera jurídicamente para que no fundase pueblo alguno, ni conquistase indios fuera de la gobernación del Paraguay, ni se entrometiera en la de Tucumán que llegaba hasta aquella costa y sus islas»[238].

Cuando Juan de Garay, que ya se había cubierto de gloria peleando con el charrúa, asumió el mando de la colonia en el año 1576, se dispuso a mayores empresas. El 11 de junio de 1580 (sábado, día de San Bernabé), ante escribano y presentes justicias e regidores y mucha gente, estando—dice el citado Garay—en este puerto de Santa María de Buenos Aires, que es en la provincia del Río de la Plata, intitulada la Nueva Vizcaya, e fundo en el dicho asiento e puerto una ciudad, la cual pueblo con los soldados y gente que al presente tengo, e e traido para ello, la yglesia de la cual pongo su advocacion de la Santísima Trinidad, la cual sea e ha de ser yglesia mayor e parroquial, contenida y señalada en lata que tengo fecha de la dicha ciudad, y la dicha ciudad mando se intitule la ciudad de la Trinidad... El capitán Juan de Garay «en señal de posesion, echó mano a su espadon y cortó yerbas[217] y tiró cuchilladas...»[239]. Garay levantó la nueva ciudad casi en el mismo sitio que D. Pedro de Mendoza fundó a Santa María de Buenos Aires, y que fué despoblada por su sucesor. Se abrieron los primeros fosos y empalizadas en el promontorio, cubierto de un bosque de espinos y algarrobos, donde a la sazón se encuentra la Casa Rosada del Gobierno nacional. Desmontado el bosque y comenzadas las edificaciones, pronto se pusieron de manifiesto las muchas ventajas comerciales y marítimas del sitio elegido por Juan de Garay. Capitán tan ilustre repartió solares a sus compañeros, señaló sitio para la iglesia y nombró cabildo. Estaba fundada la ciudad intitulada Santísima Trinidad del puerto de Buenos Aires.

Después castigó a los belicosos querandíes, como en la opuesta orilla del Río de la Plata había castigado a los charrúas. Pasados cuatro años (1584) salió a visitar sus provincias con dirección a la Asunción, y como Solís en el Uruguay, y como Ayolas en el mismo Paraná, fué inmolado con 40 de sus compañeros por un grupo de indios mañuaés. Centenera escribe:

«Garay fué de prudencia siempre falto,»
........................................[240]

Con el gobierno de Juan de Garay se puede dar fin a la conquista de las provincias argentinas.

Por lo que atañe a la Patagonia, aquí sólo diremos que se exploraron primeramente las costas orientales y meridionales, desde el cabo de San Antonio (al mediodía del grande desagüe de la Plata) hasta el cabo de la Victoria inclusive (en la extremidad más occidental del Estrecho de Magallanes.)

Del Chaco no se tuvieron noticias exactas hasta últimos del siglo xviii. Sólo se sabía que el país era extenso, seco y arenoso, y que los indígenas vivían en aquella dilatada tierra en estado de barbarie.

Al estudiar el Paraguay y el Uruguay debemos no olvidar, que, durante el período de la colonización, la historia de aquellos países es la misma que la de la tierra conocida hoy con el nombre de República Argentina. Ambos países formaban parte de las provincias argentinas. Recordaremos, sin embargo, que así como los querandís poblaban la Argentina, los guaranís se hallaban en el Paraguay y los charrúas en el Uruguay. Según las crónicas, dichas razas eran salvajes. Añadiremos a lo expuesto que habiendo fundado Sebastián Gaboto la fortaleza que llamó Sancti Spíritus, su sucesor Pedro de Mendoza dispuso[218] que Juan de Ayolas continuara en el Paraguay la obra comenzada por dicho Gaboto. En efecto, Ayolas remontó el río Paraná con tres bergantines y sufrió grandes trabajos a causa de los vientos y las lluvias. Perdió un bergantín y quedaron mal parados los otros. Aunque parte de la expedición saltó a tierra, unos y otros, lo mismo los de tierra que los del río, padecieron horriblemente «por la falta extrema de comida, que si Dios Nuestro Señor no los socorriera, veían claramente su muerte...»[241].

Continuó su camino, encontrando frío recibimiento de parte de algunos indios y ruda oposición de parte de otros. Viendo D. Pedro de Mendoza que no volvía Ayolas, envió en su seguimiento al capitán Juan de Salazar de Espinosa. Ayolas, no sin pelear con los caciques Lambare y Nandúa en el valle de Guarnipitán, pudo gozar de alguna tranquilidad. Allí mismo echó los cimientos de la capital. «Fundóla—dice la Descripción universal de las Indias—Juan de Salazar, capitán del gobernador D. Pedro de Mendoza, por el año de 36 o 37[242], con poder de Juan de Ayolas, que quedó en lugar de Mendoza, en el sitio y comarca donde ahora está, que antiguamente se llamaba Alambaré, del nombre de un cacique principal de la comarca que comunmente se llama ahora Paraguay, por el río que pasa por ella, y llamóla del nombre que ahora tiene por haberse comenzado a fundar el día de la Asunción.» Continuó Ayolas remontando el Paraguay, fondeó en la Candelaria y al frente de unos 300 españoles—pues como jefe de las embarcaciones dejó a Domingo Martínez de Irala—, emprendió (12 febrero 1537) un viaje al Perú por tierra, atravesando las provincias de Chiquitos y de Santa Cruz de la Sierra, retrocediendo luego y siendo, por último, asesinado por los indios guanaes, como antes se dijo.

Durante el siglo xvi el Gobierno de la Asunción ejerció jurisdicción en todo el Río de la Plata.

Alvar Núñez Cabeza de Vaca era el nombre del nuevo Adelantado que nombró Carlos I. Nuestro andaluz caballero gozaba de justa fama desde que había hecho una expedición a la Florida. Salió de Sanlúcar y desembarcó en la costa Sur del Brasil. Emprendió poco después su viaje por tierra con 300 hombres y 36 caballos, y siguiendo la corriente del río Iguazú, llegó hasta las orillas del Paraná y en seguida a la Asunción, no perdiendo un solo hombre, sin embargo de lo árduo y peligroso del camino. Nombró Alvar Núñez maestre de campo al capitán Irala, encargándole que buscase la comunicación con el Perú. El mismo salió poco después (septiembre de 1543) a la cabeza de 400 españoles[219] en busca de ricas minas, que no tuvo la dicha de encontrar. Reconoció el alto Paraguay. Vióse obligado a dar la vuelta a la Asunción por la resistencia de los naturales, la escasez de víveres y las fiebres reinantes en aquellos lugares. Con una nobleza digna de encomio, Alvar Núñez se puso al lado de los indígenas y en contra de los conquistadores, que, instigados por el contador Felipe Cáceres, tramaron una conjuración, viéndose obligado el valeroso Adelantado a rendir su espada a D. Francisco de Mendoza. Alvar Núñez fué mandado a España, encargándose del mando de la colonia D. Domingo Martínez de Irala.

No se olvide que Irala marchó (1548) al Perú, volviendo a la Asunción, donde reinaba la anarquía. Después de poner paz, de ensanchar sus conquistas, fundar nuevas poblaciones, dar ordenanzas administrativas y ver cómo se realizaban sus deseos con la creación del obispado de la Asunción, pasó de esta vida a la otra. Tras el gobierno de Salazar Espinosa y de otros menos importantes, vino, por renuncia de Torres de Vera en 1591, Hernando Arias de Saavedra, nacido en la Asunción. Duró su administración dos años, siendo reemplazado por Zárate y algunos más, hasta que volvió (1601) dicho Arias de Saavedra, que, entre otras cosas llevadas a cabo, realizó una expedición al Chaco y llamó por primera vez a los hijos de Loyola para catequizar a los infieles. Después de otros gobernadores, volvió Arias de Saavedra por tercera vez en 1615. Pasados cinco años, las provincias que formaban la capitanía general de Buenos Aires se dividieron en dos gobiernos: el del Paraguay y el citado de Buenos Aires (1620). Ambas provincias formarían parte del virreinato del Perú.

Habremos de recordar que encargado del gobierno Juan de Garay (1576), aunque con carácter provisional, si nada hizo de particular en el Paraguay, luego dejó honda huella en la Banda Argentina, siendo—como sabemos—la más notable la reedificación de Buenos Aires, año 1580.

De la Banda Oriental o tierra situada en la margen Oriental del río Uruguay (hoy República del Uruguay)[243], sólo diremos que, después de descubiertas las costas del Uruguay por Juan Díaz de Solís (1512), todavía, sin embargo de la fertilidad del territorio, permaneció un siglo abandonado de los españoles. Los misioneros primero y luego los españoles de Buenos Aires dedicados al pastoreo, comenzaron a establecerse en la Banda Oriental. Tiempo adelante los portugueses (del Brasil) fueron poco a poco penetrando en dicho territorio, encontrándose con la oposición de los gobernadores españoles de Buenos Aires.

[220] Aunque los españoles fueron los primeros descubridores del Brasil—como ya hicimos notar en el tomo I de esta obra—, Portugal estableció factorías en las costas del país y lo consideró como suyo, en virtud, no de la Bula primera de Alejandro VI, sino de la segunda. Por la primera, otorgada el 3 de mayo de 1493, confirmaba el Papa a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras ya descubiertas y de las que se descubriesen en lo sucesivo; y por la segunda, cuyo contenido es bastante extraño, el Pontífice, para evitar las cuestiones que se pudieran suscitar entre españoles y portugueses, trazó una línea imaginaria de polo a polo, declarando pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al Occidente, y a los portugueses todo lo que descubriesen al Mediodía. Añadiremos a lo que acabamos de exponer y a lo que expusimos en el primer tomo, lo siguiente: la primera línea de demarcación no llegaba a la posición del Brasil; pero llevada la segunda a 370 leguas al Oeste de la isla más occidental de Cabo Verde, entraba ya en tierras americanas, en particular si se contaba en leguas portuguesas, como también si se atendía a las cartas de los cosmógrafos portugueses que colocaban el Brasil más al Este de su verdadera situación. No cabe duda alguna que antes de terminar el primer tercio del siglo xvi, Portugal tenía establecimientos—colonización dirigida por Martín Alfonso de Souza—en Santa Cruz de Porto Seguro, en Santa Catharina y en la isla de San Vicente. «Los primeros colonos del Brasil—escribe el historiador Oliveira Lima—fueron deportados que el Gobierno portugués desembarcaba allí por la fuerza, generalmente en grupos de a dos, para aprender la lengua de la tierra y servir de intérpretes a las futuras expediciones; aventureros que no retrocedían ante la soledad moral; marinos sobrevivientes de naufragios, bastante frecuentes en los escollos de la costa, de las embarcaciones enviadas para efectuar reconocimientos o cargar; en fin, especuladores dispuestos a ganar en todo y que se dejaban seducir por los atractivos de la barbarie. El número de esos colonos aumentaba todos los años, así como también los que sólo iban allá como aves de paso.»

Ya sabemos que las primitivas tribus encontradas en el Brasil por los portugueses fueron las de los tupís y tapuyas. «Podemos sentar—escribe un historiador del Brasil—que la única creencia fuerte y segura que tenían los indios era la de la obligación de vengarse de los extraños que ofendían a cualquiera de su tribu. Este espíritu de venganza, llevado al exceso, era su verdadera fe.»

Además de los mencionados aventureros fueron muchos buscando el palo del Brasil, a los cuales acompañaron pronto algunos portugueses perseguidos por los tribunales de justicia, y también no pocos israe[221]litas de los que D. Manuel el Afortunado (1495-1521), aconsejado por su mujer D.ª Isabel, perseguía con encono. Del mismo modo, las armadas de la India solían dejar algún colono en el Brasil. Ensanchóse algo más el comercio, cuando no sabemos quién—pero tal vez un madeirense—plantó la caña de azúcar. Fomentóse con lucrativos productos la cría de ganado lanar. Aunque algunas veces se opusieron los indígenas (tapuyas, tupís y otros) a los colonos, la dominación del país por los portugueses se realizó con poco trabajo. Hasta el reinado de Juan III (1521-1557) no se decidió Portugal a dedicarse por completo a la colonización del Brasil. Resolvióse a ello en vista de los numerosos navíos extranjeros, particularmente franceses, que frecuentaban la costa para proveerse de madera tintórea. El Gobierno portugués, con poderosa flota, envió a Martín Alfonso de Souza, quien fundó el puerto de San Vicente y tierra adentro la villa de Piratininga. Advertido Juan III de nuevas tentativas de parte de los franceses, dividió el país en 12 capitanías hereditarias que serían dadas a personas que pudieran colonizarlas.


[223]

CUARTA ÉPOCA
GOBIERNOS COLONIALES


[225]

CAPITULO XIII

Los franceses e ingleses en el Nuevo Mundo.—Política de Luis XIV en el Canadá.—El vicario Laval.—Terremoto de 1663.—Compañía de las Indias Occidentales.—El intendente Talon y el gobernador Frontenac.—Política de Guillermo III.—Franceses e ingleses en el Canadá.—Expedición de La Salle.—Guerra entre Francia e Inglaterra.—Primera guerra intercolonial.—Frontenac en guerra con los ingleses e iroqueses.—Los ingleses en el Canadá.—Ultimos años de la administración de Frontenac.—Paz.—Los misioneros.—Segunda guerra intercolonial: toma de Port Royal.—Compañía del Mississipí.—La Luisiana.—Tercera guerra intercolonial: Conquista de Louisbourg.—Colonización.—Cuarta guerra intercolonial.—Los franceses en guerra con los indios y con los ingleses mandados por Washington: batalla de Monongahela.—Guerra en 1756, 1757 y 1758.—Quebec, Montreal y otras plazas en poder de los ingleses.—Tratado de París.—El Canadá, colonia de Inglaterra.

Era diferente la política de los franceses en el Canadá a la de los ingleses en sus respectivas colonias. La colonia de la Nueva Francia (Canadá), tenía por metrópoli una monarquía teocrático-feudal, tan intolerante en religión como enemiga de las libertades populares. En nombre de la religión se impuso la tiranía a los indios, lo mismo en las colonias francesas que antes en las españolas, sin comprender que el verdadero espíritu religioso no es cortesano, ni tiene nada que ver con el Estado, ni con los Reyes. Las colonias de la Gran Bretaña (Estados Unidos) encontraron en su metrópoli un gobierno liberal en política y enemigo casi siempre de las persecuciones religiosas.

En tanto que los franceses intervenían en las querellas interiores de los indígenas, poniéndose al lado de los unos o de los otros, los ingleses apenas se cuidaban de los asuntos de los indígenas, excepto para castigarlos si les molestaban con sus depredaciones. Si las colonias francesas vivían todas en armonía y respetaban las decisiones del gobierno de París, las colonias inglesas, por el contrario, carecían entre sí de[226] todo lazo de unión, hasta el punto que estaban celosas unas de otras y recibían fríamente las órdenes del gobierno de Londres.

Al paso que los franceses del Canadá, ocupados en el comercio de pieles, adquirían carácter guerrero y estaban afanosos de aventuras, las colonias de Nueva York, Massachusetts, New-Hampshire y otras eran enemigas de la guerra y sólo querían que las dejasen tranquilas en sus industrias agrícolas. Las expediciones francesas se hicieron con consentimiento y aun con ayuda de la Corona, a la cual se hallaban sujetas, mientras las inglesas gozaron de completa libertad, no comprometiendo nunca el nombre del Estado ni el de la metrópoli. El gobierno de Francia, por último, no impidió que fuesen al Canadá aventureros y viciosos, al paso que el gobierno de la Gran Bretaña tuvo empeño en poblar sus colonias de gente laboriosa, inteligente y de puras costumbres.

Por estas razones y otras, no es de extrañar que en las guerras que sobrevinieron entre franceses e ingleses con los indios, los primeros mostraran espíritu más intolerante que los segundos.

También haremos notar que, cuando estalló el conflicto entre Francia e Inglaterra, los indígenas, en general, se pusieron en contra de la primera de aquellas naciones.

Consideremos el Canadá o Nueva Francia bajo el reinado de Luis XIV. La política de Colbert, excelente ministro de Hacienda, influyó en el engrandecimiento interior y exterior de Francia. También hubo de fijarse muy especialmente en los asuntos de América. Cuando Argenson se hallaba al frente del gobierno del Canadá, fué nombrado vicario general apostólico Francisco J. de Laval Montmorency (1659). Ambos eran personas distinguidas, inteligentes y piadosas. Sin embargo, sobrevino formal rompimiento entre los dos, viéndose obligado a dimitir el Gobernador. Nombrado como sucesor el barón Dubois de Avangour, tampoco tuvieron simpatías el nuevo gobernador y el vicario general, hasta el punto que Dubois hubo de retirarse a Francia. Aunque Laval, autorizado por el Rey, nombró a Mezy representante del poder civil, pronto lo exoneró de su cargo. El vicario general, que era decidido campeón de la cultura del país, tenía el apoyo de los jesuítas, quienes influyeron para que aquél fuese preconizado obispo de Quebec.

Por entonces (mes de febrero de 1663), se produjo violento terremoto en el Canadá. Afortunadamente, no hubieron desgracias personales, ni las pérdidas materiales fueron muchas.

En el citado año de 1663, la famosa Compañía de Nueva Francia se declaró insolvente e hizo entrega al Rey de todos sus derechos. La verdad es que siguió la misma conducta que las compañías anteriores,[227] o lo que es lo mismo, consideró el comercio como objeto principal y casi exclusivo. Además, aunque se había comprometido a transportar al Canadá en 15 años 4.000 colonos por lo menos, el censo de 1666 arrojó apenas 3.500. Aceptó el Rey la entrega, y, siguiendo el mismo ejemplo de Richelieu, dispuso el establecimiento de poderosa compañía a la cual denominó West India Company (Compañía de las Indias Occidentales). Creía que una Compañía mayor conseguiría ventajas no logradas por una menor. El inspirador de la idea y el consejero del monarca fué Colbert. De la misma manera que el prestigio de Richelieu no bastó a salvar del fracaso la Compañía de Nueva Francia, tampoco el talento de Colbert unido al del gran Rey pudieron sacar a flote a la Compañía de las Indias Occidentales. Se proponía con todo empeño la Compañía del Oeste (24 mayo 1664), promover el comercio entre Francia y la costa occidental del Africa, desde el Cabo Verde hasta el de Buena Esperanza, con América desde el río de las Amazonas hasta el Orinoco y las Antillas, y en el Norte desde la Florida hasta la bahía de Hudson. Concediósele a la Compañía del Oeste todos los derechos de soberanía y además el del comercio exclusivo de pieles por 40 años. Si luego se quitó a la sociedad el citado privilegio exclusivo del comercio de pieles, se le dieron otros privilegios.

Luis XIV, queriendo hacer del Canadá otra Francia, comenzó nombrando gobernador al señor de Courcelles, intendente a Juan Talon y jefe militar al teniente general marqués de Tracy. Nobles, colonos y soldados se dirigieron al Nuevo Mundo; también mujeres jóvenes para que allí se casaran y fundasen familias. Mandáronse ganados de cría de todas clases. Si en cierta ocasión el marqués de Tracy y Courcelles, a la cabeza de buen número de soldados, salieron de Quebec para castigar a los iroqueses, se contentaron con arrasarles varias chozas. Tracy regresó pronto a Francia. Courcelles y Talon quedaron en sus respectivos puestos. Talon hizo construir buques, envió ingenieros que descubrieron diferentes minas, alentó a los industriales para que se dedicasen a la fabricación de paños, de curtidos, de calzado, de jabón, etcétera. Intentó abrir un camino terrestre para que la Nueva Francia se comunicara con la Nueva Escocia o Acadia, como también otros proyectos de importancia. Al mismo tiempo Luis XIV se cuidó de enviar colonos, lo mismo hombres que mujeres, al Canadá.

El primer gobernador de Nueva Francia, digno de ocupar puesto preeminente en la historia de aquellos países, fué Luis de Buade, conde de Frontenac. Obtuvo su nombramiento el año 1671 y llegó al Canadá el 1672. El insigne intendente Juan Talon regresó a Francia poco después de la llegada de Frontenac. Este, hijo de familia distinguida, fué[228] comandante del regimiento de Normandía a la edad de veintitrés años, y mariscal (capitán general) tres años después. Era hombre de regular ilustración, elegante, de claro juicio y de carácter. Aunque acostumbrado al fausto de los salones de Versalles y de Saint-Germain, se alojó y vivió contento en la modesta morada de Quebec. Intentó organizar el Canadá, bajo el punto de vista político, constituyendo los tres brazos siguientes: nobleza, clero y pueblo. Formóse el pueblo con los comerciantes y demás ciudadanos con casa abierta. Creyó el conde de Frontenac completar su obra reuniendo el Parlamento (23 octubre 1672) en Quebec con toda solemnidad. Por cierto que el Parlamento estableció en Quebec una corporación municipal, institución que no fué del agrado de Colbert, según el ministro de Luis XIV manifestó al mismo Frontenac. Este, que era ante todo valeroso soldado, estableció buenas relaciones con los iroqueses, si bien no pudo entenderse ni con el obispo Laval ni con el intendente Duchesneau, sucesor de Talon. A tal extremo llegaron las disputas entre el gobernador y el intendente, que el gobierno central hubo de destituirles en 1682. Mr. de la Barre, que gobernó tres años, y el marqués de Denonville, que ejerció cuatro el cargo, nada hicieron de particular, sucediéndoles nuevamente Frontenac cuando contaba setenta años. El mismo día de su salida de Francia (5 agosto 1689) se verificó en Lachine terrible matanza realizada por los iroqueses.

Respecto a la política de Inglaterra, Guillermo III de Orange (1689-1702) señala un cambio—aunque no tan radical como podía esperarse—en las relaciones de la metrópoli con las colonias. Cuando Jacobo II tuvo que dejar la corona y se retiró a Francia, el Parlamento eligió al Príncipe de Orange. «Al resolver de este modo, dice Mr. Brancroft, los representantes del pueblo inglés, se arrogaban el derecho de juzgar a sus reyes; al declarar el trono vacante, anulaban el principio de legitimidad; al desechar una dinastía por haber profesado la fe romana, no sólo se tomaban el derecho de interpretar el primitivo contrato, sino que introducían en él nuevas condiciones; al elegir un Rey, convertíanse en sus constituyentes, y el Parlamento de Inglaterra llegó a ser la fuente de la soberanía para el pueblo inglés.»

Así como no existían las mejores relaciones entre Luis XIV y Guillermo III, tampoco existían entre los franceses e ingleses del Canadá. Los colonos franceses se proponían monopolizar el comercio de peletería, seguro medio de comunicación con el Mississipí, para arrojar después a los ingleses de las pesquerías de Terranova, en tanto que los colonos ingleses intentaban también expulsar a sus enemigos del país.

Cuando se presentía próxima guerra entre Francia e Inglaterra,[229] Luis XIV propuso a Guillermo III que se conservasen neutrales sus respectivas colonias, proposición que fué desechada por el rey de la Gran Bretaña. No debe olvidarse que Luis XIV vió con malos ojos el destronamiento de Jacobo II y el triunfo de Guillermo III de Orange.

Al lado del preclaro nombre de Frontenac brilla el de Juan Talon, el gran intendente del Canadá. Talon encontró poderoso y decidido auxiliar en Roberto Cavelier de La Salle, excelente discípulo de los jesuítas y a quien ya hubimos de citar en el capítulo II de este tomo. Fundó en el Canadá la colonia de Lachine, que es a la sazón la ciudad del mismo nombre. La Salle recorrió el río Ohío y descubrió probablemente el Illinois, echando los cimientos de una ciudad que tomó el nombre del descubridor de dicho río.

Luis Joliet, discípulo también de los jesuítas, después de subir por el río San Lorenzo, pasar por el lago Ontario y luego por el Erié, llegó por tierra hasta el Illinois, donde volvió a embarcarse, tal vez en el mismo sitio que actualmente ocupa la ciudad de Joliet, llamada así en honor del ilustre viajero.

Fijándonos muy especialmente en La Salle, bien será decir que por entonces (1673) se ocupaba de varios proyectos en su posesión de Lachine, siendo el principal la colonización y gobierno de la cuenca del Mississipí hasta las playas del golfo de México. El proyecto fué aprobado por el conde de Frontenac. Luego que el ilustre La Salle hizo construir a orillas del lago Ontario una fortaleza que denominó Frontenac y que fué el comienzo de la ciudad conocida hoy con el nombre de Kingston, marchó a Francia, donde el Rey le concedió honores y extensos territorios en la comarca del fuerte de Frontenac. Volvió a América, y en el término de dos años había fundado dos pequeñas aldeas, una de franceses y otra de iroqueses; había hecho construir cuatro buques; había organizado una misión, etc., pudiendo regresar en el otoño de 1677 a Francia. Apoyado por el ministro Colbert, Luis XIV autorizó a La Salle para hacer toda clase de exploraciones, construir fortalezas, extender el comercio de pieles de búfalo y organizar la administración pública; pero todo a sus expensas y en el término de cinco años. Regresó a América, llevando en su compañía a un oficial italiano llamado Enrique de Tonti, hombre emprendedor y de excelentes cualidades. La Salle construyó un fuerte, que era una barrera contra los iroqueses, no lejos del Niágara (que une los lagos Ontario y Erié); hizo construir un buque, el primero de vela que surcó las aguas del lago Erié, botado al agua el 1679 y que recibió el nombre de Griffin. Dispuso La Salle que se embarcase en el Griffin rico cargamento de pieles para ser trasladado de una de las islas a Quebec. Perdido el bu[230]que y el cargamento, esta pérdida fué el principio de las muchas desgracias que desde entonces persiguieron a La Salle. En seguida otro buque que le llevaba de Francia objetos y cosas necesarias, se perdió a la entrada de San Lorenzo. Después de construir el fuerte de Crevecœur en el actual Estado de Illinois, se dirigió en busca de noticias del Griffin a la fortaleza Frontenac y a Montreal, cuyo largo y peligroso camino recorrió a pie. Apresuradamente volvió de Montreal a Crevecœur con el objeto de castigar una sedición de su misma gente. Presos los traidores, se embarcó en canoas para hacer un viaje de exploración del Mississipí, llegando el 6 de abril de 1682 a la desembocadura de dicho río. El 9 del mismo mes y año tomó posesión del territorio comprendido entre la Florida y México en nombre de Luis XIV, en cuyo honor lo llamó Luisiana. Apenas hubo regresado de este viaje, se dedicó, ayudado de su teniente Tonti, a fundar a orillas del Illinois, una colonia franco-india, y algo más abajo, en las riberas del Mississipí, el fuerte (hoy ciudad de San Luis) a cuyo amparo se establecieron muchas familias indias. En el año 1683 volvió a Francia para dar cuenta al Rey de sus nuevos proyectos, recibiendo mayores auxilios. Con ellos se dirigió por última vez a América. Cuando se disponía a proseguir sus descubrimientos, cuando había dado paz y orden a los nuevos países y cuando veía con satisfacción que reinaba en las pequeñas colonias respeto a la autoridad y amor a la justicia, se sublevó su gente y fué asesinado. La Salle fué descubridor, colonizador y excelente hombre de gobierno.

Primera guerra intercolonial.—Hacia mediados de octubre de 1689 llegó al Canadá o Nueva Francia el conde de Frontenac, reelegido Gobernador de la colonia. Rotas las relaciones entre Francia e Inglaterra, Frontenac consideró deber suyo llevar la guerra a las colonias inglesas. Deseaba además vengarse de la mencionada matanza de Lachine y de todos los daños y perjuicios que antes sufriera el Canadá por los ataques de los iroqueses, amigos de la Gran Bretaña. Tres fueron las invasiones principales. Dirigió Frontenac la primera contra el pequeño pueblo de Schenectady, situado sobre el Mohawh. A media noche, y en el rigor del invierno, cuando dormían tranquilos y se creían seguros de todo ataque, cayeron sobre ellos franceses e indios. Las casas fueron saqueadas; hombres, mujeres y niños murieron bajo los golpes del tomahawk. Acto continuo los salvajes pegaron fuego al pueblo, y los pocos que pudieron salvarse, emprendieron la fuga medio desnudos, a través de los campos cubiertos de nieve, para refugiarse en Albania. En las dos expediciones siguientes también llevaron consigo el espanto y la muerte, logrando reanimar el espíritu decaido de los canadienses, convencer a los iroqueses que poco o nada podían esperar del apoyo de[231] Inglaterra e inducir, por último, a los indios abenakis, de la raza algonquina, que estaban asentados en la cuenca del río Kennebec, a renovar sus ataques a los colonos fronterizos ingleses por el lado Norte y Noroeste.

Los franceses, sin embargo, no consiguieron atraerse el ánimo de los iroqueses. Se recordará a este propósito que de los tres enviados por Frontenac en señal de amistad al campo de los salvajes, dos fueron quemados, y el tercero, después de ser brutalmente apaleado, lo entregaron como prisionero a los ingleses.

Los ingleses de los Estados Unidos, apoyados por los iroqueses, se decidieron también a hacer expediciones al Canadá. Bajo la jefatura de Fitz John Winthrop, de Connecticut, se dirigieron a territorio canadiense. Aquel jefe destacó a uno de sus capitanes, quien penetró en dicho país e hizo unos pocos prisioneros y degolló unas cuantas cabezas de ganado. Si la expedición anterior contra Montreal no dió resultado alguno, tampoco otra, organizada por la colonia de Massachusetts, compuesta de varios buques y mandada por Guillermo Phipps, marino de mucha fortuna y gobernador de la citada colonia. Desembarcó el 11 de mayo de 1690 en el puerto de Port-Royal, plaza principal de Acadia (Nueva Escocia) y se apoderó de todo el territorio sin derramamiento de sangre; pero le faltaron tropas y dinero para asegurar su conquista. Decidióse Phipps a realizar una expedición contra Quebec, ya que la anterior le había salido perfectamente. El 9 de agosto la escuadra, compuesta de unos 32 navíos y más de 2.000 hombres, se hizo a la vela, y al cabo de algunas semanas, echó anclas un poco más abajo de la citada ciudad. Esta vez le salió mal la empresa[244]. El conde de Frontenac logró dispersar y destruir en gran parte la escuadra enemiga, teniendo que volver Phipps al puerto de Boston en desastroso estado. Frontenac comunicó la noticia a Francia. Luis XIV, para conmemorar suceso tan fausto, hizo acuñar una medalla con la siguiente inscripción: Francia in novo orbe victrix: Kebeca Liberata A. D. M. D. C. X. C. Al mismo tiempo se mandó erigir una iglesia en la ciudad dedicada a Nuestra Señora de las Victorias.

Los últimos años de la segunda administración de Frontenac fueron notables, ora por la guerra de fronteras, ora por las negociaciones entre indios amigos y enemigos de Francia. La paz de Ryswick, firmada a últimos del año 1697, terminó la guerra con los ingleses e iroqueses. Murió Frontenac el 18 de noviembre de 1698[245].

[232] Si los misioneros jesuítas, teniendo presente que el cristianismo no vino a esclavizar a los hombres, sino a redimirles, penetraron en las selvas desafiando la inclemencia de la naturaleza y la barbarie de los indios para llevar a estos últimos la verdad evangélica, también a veces no cumplieron con su deber, pues considerándose dueños de aquel territorio, veían con malos ojos a los frailes de las diferentes órdenes religiosas, a los comerciantes, a los militares, a todos, en una palabra, que no eran hijos de San Ignacio de Loyola.

Pasamos a estudiar la segunda guerra intercolonial. En el año 1702 hiciéronse apresuradamente preparativos para renovar la lucha. El marqués de Vandreuil, gobernador de la Nueva Francia, consiguió la neutralidad de los iroqueses. Envió, siguiendo el sistema del conde de Frontenac, partidas de franceses e indios contra los colonos ingleses fronterizos, bandas de asesinos que cometían las crueldades más horrorosas. La aldea de Deerfield fué entregada a las llamas (1704), después de matar a 50 de sus habitantes y coger prisioneros 100, a quienes condujeron al Canadá a través de los bosques, cubiertos de nieve. Las mujeres y los niños que no podían recorrer las 300 millas, eran muertos. La aldea de Haverhill, tiempo adelante, sufrió la misma suerte (1708); cincuenta de sus habitantes perecieron bajo los golpes del hacha o abrasados dentro de sus casas. Por entonces se elevó a la reina Ana una solicitud para que ordenara la conquista definitiva de todas las posesiones francesas con el objeto de terminar de una vez la guerra. Accedió la Reina, y en 1710 los ingleses, ayudados por fuerzas coloniales, comenzaron guerra devastadora. Se apoderaron de Port Royal, cuya fortaleza tomó el nombre de Annapolis, en honor de la reina Ana. En 1711 una gran expedición que se dirigía contra Montreal hubo de zozobrar en el río Saint Lawrence. El tratado de Utrech (1713) puso fin a la segunda guerra intercolonial. Los colonos obtuvieron considerables ventajas, puesto que se les concedió completa posesión de la bahía de Hudson, el comercio de peletería y todo el territorio de Terranova, dejando a los franceses determinados privilegios en las pesquerías, y el territorio de Acadia que recibió el nombre de Nova Scotia.

Entre la segunda y la tercera guerra ocurrieron sucesos de no escaso interés. Fueron los principales la cuestión de límites entre franceses e ingleses y entre ingleses entre sí.

Conviene no olvidar que corría el 1712 cuando Luis XIV cedió a un comerciante llamado Crozat el monopolio del comercio con la Luisiana; pero habiendo renunciado poco después el dicho comerciante el privilegio, el gobierno de Francia lo cedió a una sociedad colectiva llamada Compañía del Mississipí, a cuya cabeza se puso el famoso hacendis[233]ta Juan Law, quien pudo conseguir que fuesen algunos colonos (1717) y fundaran la ciudad de Nueva Orleans, llamada así en honor del Regente Duque de Orleans. A la gran quiebra de Law sucedió la caída de la Luisiana. A una espantosa miseria sucedió el levantamiento de los indios nachez, quienes degollaron a unos 200 franceses, libertándose los habitantes de Nueva Orleans por la distancia que separaba la ciudad del interior. Vengáronse luego los franceses casi exterminando el pueblo nachez. Vendieron más de 400 prisioneros, que redujeron a la esclavitud, entre ellos el cacique, en la isla de Haití. En el año 1732, habiendo renunciado la Compañía del Mississipí a su privilegio, la Luisiana pasó a depender directamente de la Corona. Una campaña contra los indios chícaras, hecha en 1736 por los franceses, fué funesta a los últimos, porque entre otros cayeron prisioneros Artaguette, jefe de la expedición, y un jesuíta; los dos fueron quemados a fuego lento. También vengó Francia la muerte de los suyos, porque mandó un ejército en 1739 que casi exterminó a los chícaras.

Corta fué la tercera guerra intercolonial. En tanto que ardía la guerra en Europa, Shirley, gobernador de Massachusets, se propuso, mediante una flota compuesta de diez buques con 3.000 hombres, conquistar la plaza francesa de Louisbourg, en la isla de Cabo Bretón, cuyo gobernador era Duchambon. El 30 de abril de 1745 llegaron delante de la plaza de Louisbourg, logrando apoderarse de ella el 17 de junio, después de corta y débil resistencia. Aunque posteriormente numerosa flota francesa con tropas veteranas mandadas por el duque d'Anville, intentó recuperar a Louisbourg, no lo pudo conseguir. Firmóse la paz de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán), y por una de las cláusulas del tratado, se restituía a los franceses la citada plaza, hecho que causó profunda indignación en los habitantes de Nueva Inglaterra. Terminó en octubre de 1748 la lucha entre franceses e ingleses, sin que pudiera decirse—como escribe Spencer—que estuviese completamente asegurada la paz, pues sólo en la cuestión de límites germinaba la semilla de futuras luchas, que únicamente podían terminar con el absoluto dominio del partido más fuerte. La conquista del Canadá era el sueño dorado, tanto del gobierno inglés como de las colonias del Norte, cuyos habitantes deseaban verter su sangre y gastar sus riquezas para alcanzar la realización de su deseo, excitado doblemente con el feliz éxito de la toma de Louisbourg[246].

Continuaron adelantando, lo mismo las colonias francesas que las inglesas, particularmente las últimas. Franceses e ingleses, colonos franceses y colonos ingleses nunca habían simpatizado y pronto debían[234] comenzar la lucha final, resolviéndose entonces la cuestión de predominio entre los dos partidos beligerantes. Debe no olvidarse que si los ingleses y los franceses se cuidaban de sus respectivos derechos, apenas hacían caso de los correspondientes a los indígenas, que eran más legítimos y justos. «En noviembre de 1749, cuando el infatigable Girt se ocupaba por cuenta de la Compañía del Ohío en medir las tierras que se hallan al Sur de aquel río hasta Kanawha, el viejo jefe Dalaware, al observar lo que hacía Girt, le dijo: Los franceses reclaman todo el terreno que hay a un lado del Ohío, mientras los ingleses piden el que está al otro; y en este caso, ¿queréis decirme qué quedará para nosotros los indios? ¡Pobres salvajes! exclama Mr. Irving; entre sus padres, los franceses, y sus hermanos, los ingleses, estaban en camino de verse completamente despojados de su país»[247]. Sin cuidarse para nada de los indígenas, lo mismo franceses que ingleses reclamaban territorios y más territorios, como país conquistado, fijándose sólo en el derecho del más fuerte. «Seguros ya los franceses en el Oeste—escribe con mucho acierto Mr. Parkman—trataron después de estacionarse en las corrientes del río Ohío, y hacia el año de 1748, el sagaz conde Galissoniere propuso traer diez mil labradores de Francia y establecerlos en el valle de aquel magnifico río y en las orillas de los lagos. Pero mientras que en Quebec y en el castillo de San Luis proyectaban los militares y hombres de Estado estas empresas, Inglaterra continuaba silenciosamente su progreso por la parte del Oriente. Ya las colonias británicas iban extendiéndose a lo largo del valle de Mohawk, subiendo por la falda oriental del Alleganies, y los golpes del hacha, en medio de los bosques, y las negras espirales del humo de las hogueras, eran los precursores de la futura colonización. Mientras en uno de los lados del Alleganies se ocupaba Celeron de Bienville en enterrar planchas de plomo con las armas de Francia, los arados de los labradores de Virginia iban adelantando cada vez más, acercándose por lo tanto el momento de encontrarse ambas potencias»[248].

La cuarta y última guerra intercolonial tiene suma importancia. En el año 1753, fuerzas francesas habían pasado el lago Erié, llegando hasta los afluentes septentrionales del Ohío. Dimwiddie, gobernador de Virginia, mandó a Jorge Washington, joven de veintiún años de edad, que en compañía de Van Braam, soldado veterano que debía servirle de intérprete, se presentase al jefe de la fuerza francesa para hacerle saber que el territorio ocupado pertenecía a la corona de Inglaterra[249].

[235] Salió Washington de Williamsburg el 30 de octubre de 1753 y, después de largo camino, llegó a presencia de M. de Saint Pierre, comandante francés de un puesto que se hallaba a 15 millas del lago Erié. Saint Pierre contestó que el gobernador del Canadá le había confiado la conservación de aquel puesto, el cual no abandonaría sin una orden superior. Con la respuesta por escrito volvió el joven embajador, llegando a Williamsburg el 16 de enero de 1754. Añade míster Irving: «La prudencia, sagacidad y energía de Washington se pusieron a prueba más de una vez durante aquella expedición, que puede considerarse como el principio de su afortunada carrera, puesto que desde aquel momento Virginia depositó en él todas sus esperanzas.» Al año siguiente se rompieron las hostilidades entre franceses e indios por una parte, e ingleses por otra.

Washington, habiendo muerto el coronel Fry, se puso al frente de los ingleses y dió pruebas de mucho valor y de no poca inteligencia, si bien no fué satisfactorio el resultado de su primera campaña, a causa de que las fuerzas de los franceses eran bastante más considerables que las suyas.

Al mismo tiempo se reunieron en Albania (junio de 1754) varios comités que enviaban las asambleas coloniales de Nueva York, Pennsylvania, Maryland y Nueva Inglaterra, ya para renovar tratados de amistad, ya para confederarse o no las colonias, en vista de las circunstancias. Resolvióse afirmativamente, siendo aprobado un proyecto de unión, redactado por Franklin. En su virtud se acordó formar un Consejo compuesto de 48 individuos: 7 de Virginia, 7 de Massachusetts, 6 de Pennsylvania, 5 de Connecticut, 4 de Nueva York, 4 de Maryland, 4 de la Carolina del Norte y otros 4 de la Carolina del Sur, 3 de Nueva Jersey, 2 de New Hampshire y 2 de Rhode-Island. El Consejo debía de cuidarse de la defensa de las colonias y para ello suministraría hombres y dinero, inspeccionaría los ejércitos y atendería al bien general. Tendría el Consejo su Presidente nombrado por la Corona, el cual podía aprobar o no los actos de aquél. «Tal era el documento que puede decirse sirvió de base para lo que había de ser nuestra constitución federal»[250]. Veinte años después decía Franklin, refiriéndose al citado documento, lo siguiente: «Las Asambleas todas opinaron que en aquel documento había demasiada prerrogativa, y en Inglaterra fueron de parecer que era excesivamente democrático.» Rotas las hostilidades entre Francia e Inglaterra, comenzó la guerra entre franceses e ingleses en la América del Norte. Braddock obtuvo el cargo de general en jefe de todas las fuerzas inglesas en América, llevando a sus órdenes[236] como ayudante de campo a Washington. Aunque Braddock era bravo militar que se había distinguido en los campos de batalla, ignoraba el modo de guerrear en el Nuevo Mundo. No atendía tampoco los consejos que le daban personas inteligentes. Braddock, conversando con Franklin en Fredericton, en cuya ciudad el futuro inventor del pararrayos desempeñaba el cargo de administrador de Correos, hubo de decir dicho general acerca de su campaña lo siguiente: «Después de tomar el fuerte Duquesne, pienso dirigirme a Niágara, y en concluyendo allí, marcharé sobre Frontenac si el tiempo no lo impide, lo cual no es probable, porque Duquesne no me detendrá más de tres o cuatro días, y entonces no veo inconveniente en continuar mi marcha hacia Niágara.» «Habiendo reflexionado—dice Franklin—cuán larga era la línea que tenía que recorrer el ejército, por un sendero muy estrecho que debían abrir los soldados a través de los bosques, y recordando la derrota que sufrieron 1.500 franceses al querer, en cierta ocasión, invadir el Illinois, concebí algunas dudas y temores acerca del éxito de la expedición; sin embargo, no me atreví a decir a Braddock más que estas palabras:—«Es indudable, señor, que si llegáis sin contratiempo a Duquesne con esas brillantes tropas y tan bien provisto de artillería, no tardará en caer en vuestro poder el fuerte, por más que esté muy bien fortificado y tenga numerosa guarnición; pero, en mi concepto, las emboscadas de los indios son grave peligro que puede oponerse a vuestra marcha. Esos salvajes, por su rara destreza y práctica del terreno, pueden interceptar la estrecha y prolongada senda que ha de recorrer vuestro ejército y caer de repente sobre el flanco de las tropas, cortando la columna como si fuera un hilo, sin dar tiempo a que se concentren los soldados para socorrerse mútuamente.» Sonrióse Braddock cuando hube emitido mi parecer, como compadeciéndose de mi ignorancia, y repuso: «Esos salvajes serán ciertamente formidable enemigo para vuestra bisoña milicia americana, mas tratándose de las disciplinadas y aguerridas tropas del Rey, no es posible que nos inspiren temor alguno.» Comprendí que no podía discutir con un militar sobre asuntos de su profesión—que naturalmente debía saber más que yo—, y no quise continuar haciéndole observaciones.»

En esta ocasión, el filósofo estuvo, como en seguida veremos, más acertado que el militar. Al frente de 1.200 hombres y diez piezas de artillería de montaña, sin cuidarse de las emboscadas de indios y franceses, como le aconsejaron Washington y Franklin, se puso en marcha Braddock. El 9 de julio de 1755, y antes de llegar al fuerte Duquesne, al subir por una cuesta de altas hierbas y troncos, cayeron sobre las tropas de Braddock, haciendo incesante fuego y dando terribles alaridos, los feroces indios. La batalla, que se dió cerca del río Monongahela,[237] tributario del Ohío, fué sangrienta, quedando entre los muertos y heridos más de 700 soldados; oficiales unos 56. Las bajas de los indios y franceses no pasaron de 60. Afortunadamente, pudo salir ileso del combate, habiendo peleado como un héroe, Washington, a quien la Providencia destinaba a prestar grandes servicios a la causa de la libertad. El 13 de julio murió Braddock, cuyas últimas palabras fueron: ¡Quién lo hubiera creído!

La derrota de los ingleses animó a los indios, quienes se arrojaron sobre los colonos fronterizos y sus aldeas, cometiendo toda clase de crueldades en la frontera de Virginia y de Pensilvania.

Continuó la guerra con igual encarnizamiento durante los años de 1756, 1757 y 1758. En el 1759 determinaron los ingleses apoderarse del Canadá. El general Prideaux debía conquistar a Niágara, el general Amherst a Crown-Point y Ticonderoga, y el general Wolfe a la capital Quebec. El fuerte de Niágara fué tomado por Johnson, que se había encargado del mando por la muerte de Prideaux. Amherst comenzó con ventaja sus operaciones. Por lo que respecta a Wolfe se decidió a asaltar a Quebec, defendida por Montcalm (31 de julio)[251].

La fortuna no le acompañó en sus comienzos; luego se mostró completamente risueña. Efectuóse el desembarco, saltando Wolfe en tierra el primero, y al frente de los suyos consiguió completa victoria, si bien a costa de su vida. Marchando a la cabeza de sus granaderos fué herido en la muñeca, otro balazo le dió en el costado, y el tercero le entró por el pecho y le hizo caer. Un oficial que permaneció a su lado, exclamó: Mirad cómo corren.—¿Quién corre?—preguntó Wolfe.—Los enemigos, señor; todos huyen,—contestó el oficial.—Entonces—replicó casi moribundo—: Diga usted al comandante Burton que baje por el río Saint-Charles con el regimiento de Webb para cortar al enemigo la retirada por el puente. ¡Alabado sea Dios, muero satisfecho!—e inclinando la cabeza a un lado, expiró.

En aquellos momentos también caía mortalmente herido el valeroso general Montcalm, mientras se empeñaba en reunir a sus desbandados soldados. Conducido al campamento, que estaba a orillas del río Saint-Charles, le curaron los médicos, quienes no se percataron de decir que su muerte estaba cercana. ¿Cuántas horas me quedan de vida?—preguntó.—Pocas, le contestaron.—Tanto mejor, dijo, así no presenciaré la entrega de Quebec.

Cuando los ingleses se disponían a dar el asalto, se levantó en la plaza la bandera de parlamento y Quebec fué perdida por los franceses (18 septiembre 1759).

[238] Al llegar la noticia a Inglaterra, la alegría fué inmensa. Las campanas en todas las poblaciones se echaron a vuelo y en todas hubo salvas, fuegos artificiales y otras muestras de júbilo; sólo quedó silenciosa y triste la aldea donde habitaba la madre de Wolfe. De este modo honraban los vecinos a la madre del héroe.

Un pequeño poste, en las llanuras de Abraham, indica el sitio donde cayó Wolfe; y en la parte más elevada de la ciudad, se levantó tiempo adelante artística pirámide, grabándose en ella los nombres gloriosos de Wolfe y de Montcalm. Ambos jefes, lo mismo el inglés que el francés, deben escribirse con letras de oro en la historia universal.

Quebec, Niágara, Frontenac y Crown-Point cayeron en poder de los ingleses; sólo faltaba por conquistar Montreal y su comarca. Fuerzas inglesas se dirigieron contra Montreal. Cuando la guarnición creyó que no podía resistir, el gobernador, marqués de Vandreuil, capituló el 8 de septiembre de 1760, entregando solemnemente a la Corona de Inglaterra el Canadá con todas sus dependencias.

«Así terminó—dice Mr. Irving—la lucha entre Francia e Inglaterra, que tanto tiempo se habían disputado el predominio, siendo de notar que el primer tiro se disparó en el encuentro que tuvo Washington con De Jumonville. Un diplomático francés (el conde de Vergennes) se consolaba de aquellas derrotas creyendo que la victoria sería fatal a la misma Inglaterra, puesto que con ella perdería el dominio que siempre tuvo sobre sus colonias, las cuales, no necesitando ya la protección de la madre patria, se proclamarían independientes, tan pronto como ésta exigiese que aquellos le ayudaran a sobrellevar su pesada carga.»[252] Este era también el parecer de Montcalm, persona tan entendida en la materia y cuyas palabras copiamos a continuación. «Las colonias—dice—han tenido la fortuna de llegar a una situación floreciente, puesto que son numerosas y ricas, conteniendo en su seno todo cuanto puede exigirse para las necesidades de la vida. Inglaterra ha cometido la torpeza de permitir que se establezcan allí las artes, la industria y el comercio, lo cual era romper la cadena de necesidades que obligaba a las colonias a depender de la Gran Bretaña, y si no fuera por el temor de que los franceses se presentasen a sus puertas, hace tiempo que aquéllas hubieran sacudido el yugo, proclamándose independientes y formando cada provincia una república separada. De todos modos, los colonos preferirían más bien a sus paisanos que a los extraños, siguiendo, sin embargo, la máxima de no obedecer ciegamente. Una vez conquistado el Canadá, y cuando todas las colonias formen un solo pueblo, si la vieja Inglaterra llegara a perjudicar sus intereses, ¿creeis, amigo[239] mío, que los americanos lo consentirían? Y en el caso de una revolución, ¿qué podrían temer?» En suma, los franceses se hallaban contentos con su derrota, porque presentían que los vencedores a la sazón serían pronto vencidos por los americanos. Las que habían ganado en la contienda eran las colonias. Virginia, muy especialmente, estaba satisfecha por haber tenido un hijo como Washington.

Tiempo adelante y en virtud del pacto de familia, Francia y España unidas pelearon con Inglaterra y Portugal. España tuvo la desgracia de perder a la Habana en Cuba y a Manila en Filipinas. En los preliminares de paz que se firmaron en Fontainebleau el 3 de noviembre de 1762, «Francia cedió a Inglaterra la Nueva Escocia, el Canadá, con el país al Este del Mississipí y el cabo Bretón, conservando sólo el privilegio de la pesca en el banco de Terranova; en las Indias Occidentales cedía la Dominica, San Vicente y Tabago; en las costas de Africa el río Senegal. Respecto a España, Inglaterra le devolvía la Habana y todo lo conquistado en la isla de Cuba; en cambio, España cedía la Florida y los territorios al Este y Sudeste del Mississipí, abandonaba el derecho de la pesca en Terranova y daba a los ingleses el de la corta del palo de tinte en Honduras. Como compensación de la pérdida de la Florida, logró España de Francia, por arreglo particular, lo que le quedaba de la Luisiana, que en verdad más era para Carlos III una carga y un cuidado que una indemnización o una recompensa. Manila se devolvió también a España y la colonia del Sacramento a Portugal, cuyo reino habían de evacuar las tropas francesas y españolas».[253] El tratado definitivo se firmó en París el 10 de febrero de 1763.

La fortuna acompañaba á Inglaterra. Ella, al mismo tiempo que dilataba sus posesiones en la India Oriental, extendía considerablemente las fronteras de su imperio colonial en el Nuevo Mundo. Con razón pudo decir ilustre historiador lo que sigue: «Fué éste un gran momento para Inglaterra. Dominadora de los mares, dueña de islas numerosas en las diversas partes del mundo, poseía, además, junto con los elementos esparcidos en un inmenso imperio en la India Oriental, todas las costas del Atlántico que se extienden desde el fondo del Canadá hasta el golfo de México»[254].

Inmediatamente que los ingleses se hicieron dueños del país, procuraron dotarle de instituciones como a otras colonias suyas, reservándose la Corona el derecho de nombrar tribunales de justicia para juzgar las causas civiles y criminales «conforme a la ley, a la equidad y en cuanto fuera posible a las leyes inglesas.»


[240]

CAPITULO XIV

Gobierno de los ingleses en los Estados Unidos del Norte de América.—Doctrina del historiador Gervinus.—La América germana y la América latina: carácter de la una y de la otra.—Estado general de las colonias inglesas antes de su independencia.

El historiador alemán Jorge Godofredo Gervinus, cuya doctrina trasladaremos aquí casi al pie de la letra, dice que en tiempo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (1603-1625), la democracia inglesa hubo de dirigir sus miradas hacia la emigración, para levantar sobre el libre suelo de América—al abrigo de los privilegios, de las costumbres y de los abusos de poder inherentes a la monarquía y a la aristocracia—el edificio de un nuevo Estado y de una nueva Iglesia, dándoles allí su forma natural más pura. Cuando la nación española—tales son sus palabras—había perdido su ascendiente en Europa a causa de sus contínuas luchas con Alemania, los Países Bajos e Inglaterra, una América septentrional germana vino a ponerse en frente de la América latina con el plausible intento de que no dominasen únicamente dicha España y la Iglesia católica en el Nuevo Mundo. Nunca como entonces se manifestó de una manera más decisiva el singular contraste de las civilizaciones germánica y latina, como también de los caracteres de las dos razas. Vivían la vida de la Edad Media, con su originaria barbarie y su humillante organización humana, las extensas colonias españolas y portuguesas. El absoluto gobierno español con su estrecho espíritu religioso, se había trasladado a América, apareciendo a la postre, además de una nobleza feudal conquistadora, codiciosa y cruel, una completa jerarquía clerical con toda su pompa exterior y su rudeza interior. Hasta los indios y negros habían llegado a formar parte de aquella sociedad. La verdadera cultura intelectual e industrial no existía en el Nuevo Mundo de los españoles.

Por el contrario, las colonias del Norte se componían principalmente de emigrantes de raza germánica que desde el siglo xvii se habían dado allí cita: eran alemanes, holandeses, suecos e ingleses que descendían de la antigua población sajona. En religión eran protestantes y hasta del matiz más puro; muchos pertenecían al puritanismo o[241] cuakerismo. En las citadas colonias del Norte no existían virreyes, ni instituciones monárquicas; lejos de ello, el espíritu republicano predominaba entre los colonos, no solamente entre aquellos que habían emigrado sin autorización real, sino entre los que llegaban con cartas de franquicia y de los gobernadores. La jerarquía clerical no ejerció ninguna influencia; la nobleza inglesa y el patriciado holandés no hicieron sino débiles y cortas tentativas para transplantar allí sus instituciones. Nada existía en aquellas colonias de los tiempos medios. Mostrábase en la vida de dichas sociedades el mundo moderno con toda su actividad intelectual, con todo su ardor industrial y con la igualdad de derechos para todos. Las diversas condiciones que se desarrollan en la vida de los pueblos, como son la caza, el pastoreo, la agricultura y la industria, se manifestaron simultánea y paralelamente en las citadas colonias, sobre todo a partir de la independencia. Los emigrantes tuvieron empeño en conservar su origen protestante y en mantener la pureza de su raza; no se unieron con los indios, a quienes consideraban seres inferiores. Justo es confesar, sin embargo, que tuvieron al menos la honradez de comprar a los indígenas el suelo que trataban de cultivar, en vez de hacerse conceder derechos de propiedad por el Papa.

En frente de la unidad española surgió la variedad sajona; en frente de la América del Sur, la América del Norte. Los españoles que, después de dejar su formidable imperio de Europa llegaron a América, encontraron en México y en el Perú vastos Estados indios y príncipes poderosos; necesitaron, para mantenerse allí, echar los cimientos de un fuerte Estado. Los ingleses, al establecerse en el Norte, a donde llegaron en varias expediciones y sin relación unas con otras, encontraron solamente pequeñas tribus de indios, sin lazo común, poco numerosas y débiles; pudieron conservar, por tanto, la plena libertad de seguir sus inclinaciones germánicas, quedando separados en pequeñas sociedades políticas, diferentes en cuanto su forma. Así es que en Massachussets se formó una teocracia al modelo de Génova; en Maryland un principado feudal, y en la Carolina un reino de ocho señores con una gran aristocracia local. Se asemejaba Virginia a una provincia inglesa con instituciones de la Iglesia anglicana; Rhode-Island y el Connecticut fueron Estados puramente democráticos; Pensylvania mostró ser una república cosmopolita de cuákeros, que desde su origen sirvió de asilo al mundo; y Nueva-Amsterdan (Nueva York) fué como una ciudad holandesa con su constitución municipal[255].

Bajo el sistema político absoluto y reaccionario—añade Gervinus—,[242] fundaron los españoles sus establecimientos coloniales. Los emigrantes buscaban oro, grandes ganancias, bienestar y goces. Nadie pensaba en el trabajo. El suelo fertilísimo de los trópicos y aquella poderosa vegetación favorecían la indolencia natural de los colonos. El fanatismo religioso impedía también todo desarrollo y desenvolvimiento de la inteligencia. «Cuando el inhumano monopolio de la trata de negros en las colonias españolas fué mal visto por la Iglesia Católica, dicha trata se cedió a manos extranjeras, y finalmente a los ingleses, mediante el tratado de asiento[256], los cuales sacaron inmensos beneficios por la extensión de su comercio y de sus colonias»[257].

Si a veces la imparcialidad no ha sido norma de conducta del insigne historiador alemán, tan poco amigo de los españoles como decidido campeón de los germanos, no puede negarse que las colonias de la Nueva Inglaterra, si dependían de la madre patria, gozaban de toda clase de libertades, distinguiéndose también por su laboriosidad y moralidad. Aquellas gentes profesaban—según todas las noticias—una secta religiosa sencilla, sincera y fraternal.

Aunque en la historia de algunas colonias inglesas encontramos hechos censurables, ora por lo que respecta al sentido religioso, ora al político y social, se puede afirmar que el desenvolvimiento democrático fué siempre constante y progresivo. Los principios de libertad política y religiosa se pusieron en práctica en todos los Estados, logrando señalado triunfo sobre la Monarquía y sobre la teocracia. Y si de las ideas pasamos a juzgar a los hombres, habremos de reconocer que los ingleses tuvieron más sentido práctico que los españoles, caracterizándose por su prudencia, bondad y virtud los puritanos y cuákeros.

El escritor Barros Arana, después de estudiar el asunto dice: «Como ha podido verse, la colonización inglesa se diferenciaba radicalmente de la colonización española. Al paso que ésta, después de sangrientas agitaciones, se había cimentado bajo el régimen del absolutismo imperante en la metrópoli, que embarazó el crecimiento, el progreso y la cultura de los nuevos establecimientos, los colonos ingleses transportaron a sus posesiones el espíritu de libertad política e industrial que había de hacer la grandeza y la prosperidad de éstas»[258].

Barros Arana, como antes Gervinus, no se distinguen por su amor a la verdad cuando de asuntos de España tratan. Ni la cultura, tolerancia y progreso fueron siempre norma de Inglaterra, ni la ignorancia,[243] tiranía y fanatismo acompañaron siempre a los españoles. Si censurables son algunos hechos realizados por nuestros conquistadores del siglo xvi, no puede negarse la justicia, sabiduría y humanidad de las Leyes de Indias.

En nuestras relaciones con América hemos sufrido reveses de bastante importancia y aun tremendas desgracias. Tantas riquezas encontradas en las inmensas regiones descubiertas por nuestros antepasados—riquezas que aumentaba con exageración manifiesta la fantasía popular—despertaron la codicia de extranjeros aventureros, los cuales, ya con el asentimiento de sus respectivos soberanos, ya como corsarios, apresaban nuestras naves y robaban las plantaciones de nuestras colonias. Además, las naciones de Europa, celosas del poder español, alentaron las insurrecciones, que tiempo adelante se habían de verificar en las colonias. Es de lamentar que mientras los Estados Unidos del Norte de América se ocupaban con constancia en la obra patriótica de su cohesión, los Estados de la América latina, en particular los de raza española, vivían en continuas luchas civiles y guerras unos con otros.

Por su parte, los ingleses, que en el año 1607 llegaron a Virginia, los puritanos que en 1620 se asentaron en Plymouth y otros puritanos que en 1628 ocuparon la bahía de Massachusets, hubieron de realizar, como predestinados por Dios, la formación del pueblo más grande y poderoso del mundo. Los emigrantes ingleses que llegaban sin cesar, levantaban su campamento donde poco antes se guarecía el búfalo y otros animales. Aquellos humildes ciudadanos, perseguidos por sus ideas religiosas, fundaron aldeas y ciudades, echando los cimientos del Estado con sus códigos, asambleas, escuelas e imprentas.

Los franceses establecidos en el Canadá y los españoles en toda la América Central y Meridional, tuvieron empeño en conservar la inmovilidad de sus respectivos Estados, no separándose de su vieja iglesia, ni de las demás instituciones, ni de sus usos y costumbres. Los conquistadores franceses, como igualmente los descubridores, conquistadores y colonizadores españoles (Colón, Cortés, Pizarro, Núñez de Balboa, Ojeda, Yáñez Pinzón y muchos más) fueron representantes de la Corona, descubrían, conquistaban y colonizaban para sus monarcas respectivos; los cuales tomaron el título de Reyes de Indias.

De los franceses no sería injusto decir que el espíritu de la metrópoli se identificaba frecuentemente con el de los naturales de los pueblos conquistados. Los españoles sólo pensaron en que los indígenas se convirtiesen al cristianismo. Hubiesen creado una situación parecida a la feudal, si a ello no se hubiera opuesto nuestra monarquía absoluta.

Por lo que a los holandeses respecta, diremos que fué censurable el[244] sistema de colonización. Recordaremos que en la isla de Java sólo atendieron al negocio y a la adquisición de riquezas.

Grande fué la transformación realizada por las colonias inglesas durante los siglos xvii y xviii. El colono del Norte abría caminos por terrenos escabrosos, levantaba puentes y hacía prosperar la agricultura y toda clase de industrias. Adelantó de un modo extraordinario la industria agrícola, como era de esperar, dada la fertilidad de aquellas tierras, bañadas por caudalosos ríos. El café, te, tabaco, azúcar, arroz, añil y algodón constituyeron la riqueza más poderosa del país. Los productos todos que se cultivaban en Europa fueron llevados a las colonias, donde se plantaron y desarrollaron, dando pingües rendimientos. Allí el colono era sobrio y trabajador. Las minas de hierro y cobre, las pesquerías y las maderas de los montes adquirieron bastante importancia. Comenzaron a desarrollarse las fábricas de lienzo, las cuales posteriormente proporcionaron mayor bienestar a todas las clases sociales, y el comercio llegó a un grado tal de prosperidad como no hay ejemplo en ninguno de los Estados de América. Importaciones y exportaciones tuvieron cada vez más aumento, siendo algo menor el valor de las primeras que el de las segundas. Entre las exportaciones citaremos las de pescado y maderas. Por lo que se refiere a la vida en las colonias inglesas, no dejó de tener ciertos atractivos: las diversiones públicas, en general, estaban reducidas a la caza y riñas de gallos; las clases acomodadas se permitían en sus casas jugar a las cartas. Comenzó a extenderse el lujo lo mismo en los vestidos que en los muebles de las casas: las señoras vestían según las modas de Londres y de París. De igual modo las bellas artes fueron difundiéndose por todas partes. En la construcción de obras públicas se fijaron, no en la ostentación, sino en la utilidad. Durante la primera mitad del siglo xviii se fundaron varios colegios de enseñanza.

«Cuando se hizo—escribe Pablo de Rousiers—el descubrimiento, y durante los dos siglos que siguieron, podemos decir que América estaba toda en el Sur; era el tiempo de las grandes colonias españolas y portuguesas, de las famosas epopeyas de los conquistadores y de los galeones cargados de oro. Se sabía vagamente que algunas sectas puritanas habían ido a buscar refugio en las costas de Nueva Inglaterra; pero su existencia no se había manifestado aún por ningún acontecimiento famoso y vivían ignoradas del mundo, mientras que los nombres de Cortés y de Pizarro, habían adquirido ya fama inmortal. La historia de América comienza, pues, en los paises tropicales: allí fué donde se creó el primer foco del desarrollo del Nuevo Mundo; después se obscureció gradualmente, y quedó eclipsado al fin, por un segundo foco más sep[245]tentrional cuyo calor y claridad van en aumento diariamente. Este foco se halla en los Estados Unidos...»[259]

Probado se halla que los ingleses, huyendo de las persecuciones religiosas y de la intolerancia, organizaron sus municipios autónomos, que constituyeron el comienzo de la gran civilización norteamericana. Respetando la población indígena, fundaron nueva patria con nuevos territorios. Si las colonias vivieron mucho tiempo aisladas, conservando sus usos, costumbres y prácticas religiosas, las comunicaciones comerciales estrecharon lentamente las relaciones haciendo desaparecer las diferencias y las antipatías de las diversas sectas. Los demócratas de Maryland y los señores de alto rango de Virginia; los cuáqueros de Pensylvania, los protestantes de las Carolinas y los católicos de todas las colonias, más positivistas que idealistas, buscaron la riqueza mediante la industria y el comercio. En las provincias septentrionales cultivaban principalmente el cáñamo, el lino y el oblón; en las provincias meridionales el algodón y el arroz; en Maryland y en las colonias del Sur, el tabaco; en Virginia el algodón, y en todas partes el maiz y el trigo.

No es de extrañar, por consiguiente, que hombres tan emprendedores y activos prosperaran tanto, hasta el punto que en el año 1750, Massachussets contaba con 200.000 habitantes, Virginia con 160.000, Connecticut con 100.000, y Nueva York con otros 100.000. Maryland y la Carolina del Sur daban evidentes señales de su poder y riquezas; Norfolk y Baltimore adquirían el carácter de ciudades comerciales; Filadelfia y Boston adelantaban rápidamente, y lo mismo podemos decir de todas las demás colonias.

En el correr de los tiempos, la torpe y egoísta política de la metrópoli, las arbitrariedades del poder inglés fueron la chispa que hizo estallar formidable incendio. En aquella lucha de titanes, que comenzó en 1775 y terminó con la proclamación de la independencia (4 julio 1776) se destaca la figura gigantesca del diputado por Virginia, el cual «obscurece con el brillo de sus virtudes republicanas a todos los Césares y grandes figuras de la historia romana.»[260] Sus conciudadanos, al pie de las estatuas del héroe han escrito esta sencilla inscripción: Padre de la Patria. Era conocedor de las artes de gobierno, general sereno y valeroso y uno de los hombres más buenos de aquellos y de todos los tiempos. Amaba a su patria con entusiasmo y por ella hubiera dado cien veces la vida. Ni parientes, ni amigos influían en sus planes y decisiones; cuando se convencía de que una cosa era justa o conveniente a la Re[246]pública, la realizaba con decisión y firmeza. La obra de Washington fué completada, primero por Monroe y últimamente por Lincoln.

Al estallar la revolución por la independencia, las colonias, en cuanto a su administración, podían dividirse en tres grupos: unas dependían de la Corona; otras de los propietarios, ya fuesen compañías o individuos, y las terceras de la madre patria. Dependían de la Corona las provincias de New York, New Hampshire, New Jersey, Virginia, las dos Carolinas y Georgia; en las colonias de la segunda clase, Maryland pertenecía a la familia de lord Baltimore, y Pensilvania y Delaware a la familia de Penn; y pertenecían a la tercera clase, Connecticut, Rhode-Island y Massachussets.

Entre tanto que las colonias aumentaban rápidamente en población y se enriquecían con sus industrias, la madre patria se contentaba con cobrar sus impuestos, bien que nunca tuvo la mala voluntad de oprimirlas. Las colonias tenían la convicción profunda de que las verdaderas bases de la prosperidad y de la felicidad de los pueblos eran la aplicación al trabajo; procuraron con todo empeño desterrar la ociosidad y la vagancia. La metrópoli, por su parte, miraba impasible la extraordinaria prosperidad de aquellos lejanos países sujetos a su dominio.


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CAPITULO XV

Virreinato de México: el virrey Mendoza y los indios.—Expedición de Cortés.—Creación del obispado de Michoacán.—Relaciones de la Audiencia con Pizarro y Cortés.—Insurrección de Jalisco y muerte de Pedro de Alvarado.—Política del conde de Tendilla.—Las «Nuevas Leyes.»—Muerte de Cortés en España y de Zumárraga en México.—Ideas religiosas del obispo.—Audiencia de Nueva Galicia.—El virrey Velasco: su política.—Creación de la Universidad.—El arzobispo Montufar y los frailes.—El virrey y la Audiencia.—Gobierno de la Audiencia: prisión de Cosijópii: Martín Cortés: Legazpi y el P. Urdaneta se dirigen a Filipinas.—Concilio en México.—El virrey marqués de Falces: la Audiencia.—El virrey Enríquez de Almansa: epidemia de fiebres tifoideas.—El virrey Suárez de Mendoza: la Audiencia.—El virrey Moya de Contreras: concilio provincial.—El virrey marqués de Villa Manrique: los corsarios.

El primer virrey de México, nombrado por Carlos V, fué el caballeroso magnate D. Antonio de Mendoza, conde de Tendilla, comendador de Socuéllamos y caballero de la orden de Santiago, hermano del historiador D. Diego Hurtado de Mendoza y descendiente del insigne poeta D. Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana. Llegó a México el 1535. Uno de sus primeros actos fué dar libertad a los esclavos, y prohibió, bajo duras penas, la antigua servidumbre de los indios; medida tan digna de alabanza, como otras de justicia y caridad, granjeándole todas el nombre de padre de los pobres, como le llamaban los indígenas[261].

Cuando Mendoza llegó a México, Hernán Cortés acababa de salir (7 junio 1535) al frente de una expedición hacia el Sur, llevando 113 peones y 40 jinetes. Recorrió las costas de Jalisco, volviendo en dos naves que en su busca había mandado el virrey. Acerca de otro orden de cosas, el conde de Tendilla, en carta dirigida al Emperador el 10 de Di[248]ciembre de 1537, dice que el 24 de septiembre del mismo año tuvo aviso de que los negros del país tenían elegido un Rey, disponiendo también matar a todos los españoles y alzarse con la tierra, apoyados por los indios. Añade que, descubierta la conjuración, hizo descuartizar a los más comprometidos[262].

Por entonces se creó el obispado de Michoacán, siendo nombrado el oidor Vasco de Quiroga, quien hubo de dejar la toga por la mitra.

Habiéndose fundado por Real orden un colegio para los indios en Santiago Tlatelolco, el virrey, con verdadero interés, llevó a cabo la obra y confió la enseñanza a los padres franciscanos. Del mismo modo procuró la propagación del cristianismo con la ayuda de varios religiosos, señalándose entre ellos Fr. Francisco de los Angeles, Fr. Martín de Valencia y Fr. Pedro de Gante. No huelga registrar en este lugar que siendo muy excesivos los derechos que los curas de Nueva España llevaban por las misas, matrimonios y entierros, dióse Real Cédula (16 abril 1538), mandando al virrey que los citados derechos no excediesen del triplo de los que se pagaban en el arzobispado de Sevilla[263].

Dos años después, por cédula de 30 de Abril de 1540, mandó S. M. a la Audiencia de México que se enterase si el alcalde mayor de Veracruz (a quien se le previno por el virrey de Nueva España que no permitiese a Hernando Pizarro pasar a la metrópoli—pues venía oculto desde el Perú—«hasta practicar con él cierta diligencia conveniente al real servicio), dejó embarcar por dos mil castellanos que le dió, la mitad en oro y lo demás en una cédula, a su mayordomo para que los pagase de la hacienda que el dicho Pizarro tenía en el Perú...»[264]. Encargaba también el Rey a la Audiencia que hiciera justicia en el asunto.

Por la misma época, habiendo prohibido el virrey de México, bajo graves penas, que el marqués del Valle (Hernán Cortés) se dirigiese a las islas del mar del Sur con los navíos y gente que tenía dispuestos—según formal capitulación—el Rey, con fecha 10 de julio del año 1540, mandó a la Audiencia de México levantara al dicho marqués cualquier embargo que le estuviese hecho por el expresado virrey, y le dejara continuar libremente con sus navíos, capitanes y gente al referido descubrimiento conforme a las capitulaciones[265].

Tuvo bastante importancia la insurrección de los indios chichimecas[249] de Jalisco[266]. Fueron vencidos los españoles, quienes tuvieron que encerrarse en la ciudad de Guadalajara. Pidióse socorro a México, que tardó en llegar. En apuro tan grande se recibió la noticia de que D. Pedro de Alvarado, Adelantado de Guatemala, acababa de llegar al puerto de Navidad, el cual no sólo mandó auxilios a los españoles vencidos, sino que él en persona se dirigió con cien soldados a Guadalajara, ya casi en estado de sitio. Presentóse Alvarado en la ciudad el 12 de junio de 1541, marchando inmediatamente contra los sublevados, a quienes llamaba «cuatro gatos encaramados en los riscos.» Encontrábanse los indios en el cerro de Toc, tras fuerte recinto amurallado con cercas de piedra. Alvarado, a la cabeza de los suyos, intentó abrir brecha; mas tuvo que retroceder ante el número de los indios y el ímpetu con que pelearon. Cuando los indígenas comenzaban a retirarse, vió Alvarado que todavía continuaba huyendo el soldado Baltasar de Montoya, y dirigiéndose a él le dijo: «Sosegáos, Montoya, que los indios parece nos han dejado.» Sordo Montoya a la amonestación del Adelantado, continuó espoleando al rocín, que resbaló en una de las vueltas de la cuesta y cayó dando tumbos sobre Alvarado, arrastrándole hasta el fondo de un barranco (24 junio 1541). Gravemente herido fué trasladado a Guadalajara, donde murió el 4 de julio. Tal fué la suerte del famoso conquistador de Guatemala. Orgullosos los indios con su triunfo, pusieron sitio a Guadalajara el 15 de septiembre de 1541; el Gobernador hizo una salida afortunada, teniendo aquéllos que levantar el cerco y huir a las montañas. El virrey Mendoza, comprendiendo la importancia de la insurrección, mandó dos veces fuerzas para sujetar a los rebeldes, decidiéndose él a ir en persona. Salió de México el 1.º de octubre de dicho año, y llegó a Tolotlán, comenzando desde allí la lucha contra los enemigos. Acosados los indios por la sed y el hambre, después de sangrientos combates y después de oir los consejos de los Padres Segovia y Bolonia, hubieron de entregar la fortaleza del Mixtón, sometiéndose 6.000, y los demás, con su jefe Tenamaxtl, se retiraron a la sierra del Nayarit. Acordóse trasladar la ciudad de Guadalajara al valle de Atemaxac, y Mendoza dejó arreglado el emplazamiento (5 febrero 1542) que es el mismo que conserva a la sazón. A la vuelta del virrey a México, y al pasar por el valle de Guayángareo, en Michoacán, ratificó la orden—que dió el 23 de abril de 1541—para que se fundase la ciudad de Valladolid (hoy Morelia). Tanto adelantó la nueva población, que en 19 de septiembre de 1553 se le concedió escudo de armas y título de ciudad.

[250] Llegó a la ciudad de México (8 marzo 1544) el visitador D. Francisco Tello de Sandoval, inquisidor de Toledo. La comisión que traía era influir para que se promulgasen las Nuevas Leyes, código publicado por Carlos V, y en el cual tuvo no poca participación el Padre Las Casas. Contra la promulgación de dicho Código se opusieron enérgicamente los encomenderos. En tanto que Tello declaraba impracticables las leyes y se volvía a España a dar cuenta de su misión, lograba Las Casas que sus compañeros los obispos de Michoacán, México, Tlaxcala, Oaxaca y Guatemala, é igualmente los prelados de las Ordenes religiosas, aprobasen su Formulario de Confesores.

A la sazón Hernán Cortés, encontrándose poco atendido y aun pudiésemos decir que en completo desacuerdo con el virrey Mendoza, abandonó por segunda vez a América y se embarcó para España en compañía de su hijo Martín. En la corte española fué recibido con cierto desdén, no encontrando apoyo alguno. Sumamente contrariado, tomó la determinación de seguir a Carlos V a la conquista de Argel, sufriendo mayores desengaños, pues allí recibió inequívocas pruebas de la poca estima en que se le tenía. Cuando se disponía regresar a México, después de escribir desde Valladolid (3 febrero 1544) su última carta al Emperador, fué atacado de aguda disentería, muriendo el día 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, sin que el Consejo de las Indias hubiera resuelto ninguna de sus reclamaciones.

También algunos meses después (3 junio 1548) falleció el ilustre prelado Zumárraga. Hacía algún tiempo que había sido elevado el obispado de México a arzobispado, dándole por sufragáneos los obispados que existían entonces. Nombrado Zumárraga para tan elevado cargo, falleció el día citado antes de vestir el sagrado palio. No cabe duda alguna que el obispo de México era hombre bueno, justo y caritativo. Tal vez—como decíamos en el primer tomo de esta obra al ocuparnos de la lengua maya—su ferviente celo religioso le llevara a cometer algunos errores «disculpables—escribe el Dr. León—todos ellos por el modo de ser social de su tiempo y las necesidades del ejercicio de su ministerio»[267]. Sobre asuntos religiosos dejó algunos escritos el obispo. Hase dicho que Los Catecismos de fray Juan Zumárraga eran un extracto de la Suma de Doctrina Cristiana del Dr. Constantino Ponce de la Fuente, sabio magistral de Sevilla y elocuentísimo orador sagrado. El Dr. Constantino fué procesado por sus creencias luteranas, y habiendo fallecido en las cárceles de la Inquisición, sus huesos se quemaron en auto de fe el 22 de diciembre de 1560; pero no se olvide que Zumárraga había muerto unos diez años antes de que se sospechara de[251] la ortodoxia del Dr. Constantino, hasta el punto que dice que con examen y aprobación hizo imprimir los dos tratados que forman la Doctrina de 1546, en los cuales se hallará sana doctrina, con algunos documentos saludables para común provecho; y en el primer colofón la califica otra vez de doctrina católica[268]. De modo que el prelado creía reimprimir un libro católico; lo cual no es extraño, porque las pocas proposiciones de sabor luterano que tiene la Suma están muy veladas y cuesta trabajo dar con ellas. «La santa vida, las buenas obras, la tranquila muerte del venerable Prelado; la última amistad que tuvo con personas eminentes: reyes, gobernadores, jueces, prelados, religiosos, clérigos; el duelo público que su muerte produjo; los elogios que se le tributaron: todo excluye la idea de que, por palabra ó por escrito, diera lugar á la menor sospecha contra su ortodoxia»[269].

En el mismo año de 1548 (13 de febrero) se creó la Audiencia de la Nueva Galicia, con residencia en Compostela, erigiéndose también la sede episcopal de la misma. También algunos meses después, desde Valladolid (24 de junio) se concedió a la ciudad de México el título de muy noble y muy leal ciudad[270].

Los últimos años del gobierno de Mendoza fueron turbados por una conjuración de españoles y dos insurrecciones de indios en la provincia de Oaxaca; todas se sofocaron y castigados sus autores. Terminaremos el virreinato de Mendoza, uno de los mejores de México, con la siguiente noticia que no carece de interés y que prueba la fidelidad de la provincia de Tlaxcala. «Atendido el constante zelo que en la conquista de México manifestaron los de la provincia de Tlascala, les concedió S. M. el privilegio de que en ningun tiempo pudiessen ser enagenados de su Real Corona, ni sujetos ó encomendados á persona alguna»[271]. (Apéndice F.) Cesó Mendoza como virrey de México el año 1550, pasando con el mismo cargo al Perú, donde los desórdenes eran cada vez mayores.

Nombrado don Luis de Velasco virrey de México, hizo su entrada pública el 25 de noviembre de 1550. Ya por una cédula de 16 de abril de dicho año, Carlos V mandaba poner remedio a las diferencias que había entre religiosos de distintas órdenes; favorecer la propagación de la fe católica; defender a los indios de vejaciones; proteger el cultivo[252] de la seda, de la caña de azúcar y del lino; abrir caminos y levantar puentes. Al poco tiempo y hallándose en Madrid, con fecha 14 de diciembre de 1551, el Príncipe, en nombre del Emperador, dispuso que se edificase la iglesia catedral de Oaxaca[272].

Timbre de gloria será siempre para el virrey don Luis de Velasco la inauguración (enero de 1553) de la Universidad de México[273]. Mereció ser nombrado Rector el oidor Rodríguez de Quesada, citándose entre los profesores Cervantes de Salazar, de Retórica; Fr. Diego de Peña, de Teología (luego obispo de Quito); Dr. Melgarejo, de Cánones; Dr. Frías de Albornoz (discípulo del jurisconsulto Diego de Covarrubias), de Instituta, y Fr. Alonso de la Veracruz, de Sagrada Escritura.

Entre otros hechos que enaltecen el nombre de Velasco, no inferior al del ilustre Mendoza, conde de Tendilla, recordaremos los siguientes: Dió libertad a 160.000 que como esclavos trabajaban en las minas, no sin oposición ruda de los egoístas encomenderos. Estableció la Santa Hermandad a semejanza de la que existía en España, logrando, después de castigar con la prisión y la muerte a muchos salteadores, el restablecimiento de la seguridad personal. Con el objeto de asegurar las comunicaciones con la villa de Zacatecas, famosa por sus minas, y evitar las depredaciones de los chichimecas que recorrían aquella tierra, hizo erigir dos colonias militares: San Felipe y San Miguel[274].

Habiendo sabido por Vázquez Coronado que más allá de Zacatecas había un país muy rico, dispuso una expedición (1554), a cargo de Francisco de Ibarra; Ibarra fundó los pueblos de Nombre de Dios, Chalchihuites y Nieves. La provincia se denominó Nueva Vizcaya y su capital fué tiempo adelante Durango.

Durante el virreinato de Velasco ocupó la silla arzobispal de México, por fallecimiento de Fr. Juan de Zumárraga, Fr. Alonso de Montufar, dominico, natural de Loja y hombre de clara inteligencia. En un concilio que en 1555 reunió en la capital se establecieron reglas de disciplina. Es de lamentar la poca armonía que hubo entre el arzobispo y los frailes. Cuando Montufar quería con empeño que las parroquias fuesen servidas por clérigos regulares, una Real Cédula dada a 30 de marzo de 1557 decidió el pleito en favor de los religiosos.

Obedeciendo Velasco órdenes de Felipe II, mandó una expedición (11 junio 1559) dirigida por Don Tristán de Luna y Arellano para la con[253]quista de la Florida; pero la armada que salió de Vera Cruz tuvo fatal resultado.

Para terminar, diremos que el Rey, por intrigas de los encomenderos, favoreció a la Audiencia en desprestigio de Velasco. Quejóse el virrey, y entonces Felipe II, para arreglar el asunto, y también para saber la verdad de todo, mandó al licenciado Jerónimo Valderrama con el cargo de visitador. Valderrama se puso al lado de la Audiencia y de los encomenderos. Los indígenas, cargados de mayores gabelas, se contentaron con designar al visitador con el nombre del azote de los indios. Agobiado, más por los disgustos que por la edad, murió Don Luis de Velasco en la ciudad de México el 31 de junio de 1564, siendo sepultado en la iglesia de Santo Domingo. El cabildo eclesiástico de dicha capital escribió a Felipe II lo que a continuación copiamos: «Ha dado en general á toda esta Nueva España muy gran pena su muerte, porque con la larga experiencia que tenía, gobernaba con tanta rectitud y prudencia, sin hacer agravio á ninguno, que todos le teníamos en lugar de padre. Murió el postrer día de julio, muy pobre y con muchas deudas, porque siempre se entendió de tener por fin principal hacer justicia con toda limpieza, sin pretender adquirir cosa alguna, mas de servir á Dios y á V. M., sustentando el reino en suma paz y quietud.» En el gobierno de este insigne virrey y de su antecesor Mendoza, que entre ambos duraron treinta y un años, se arregló toda la administración política, civil y religiosa de la Nueva España[275].

Gobernó interinamente la Real Audiencia de México, compuesta a la sazón de los oidores Ceinos, Villalobos y Orozco, los cuales mostraron poco tino en aquellas circunstancias. Ocurrió por entonces un hecho que llamó la atención pública, y fué que Cosijópii, rey que había sido de Tehuantepec, convertido al catolicismo y bautizado con el nombre de Juan Cortés Cosijópii, al mismo tiempo que levantaba templos al Dios de la verdad, ofrecía en su palacio sacrificios a las falsas deidades. Sorprendido una noche por Fray Bernardo de Santa María, cuando vestido de blanca túnica y con la mitra en la cabeza hacía las ceremonias gentílicas, fué reducido a prisión, con gran disgusto de sus compatriotas. También durante el gobierno de la Audiencia aconteció un suceso singular. Es el caso que Don Martín Cortés, hijo del conquistador de México y de Doña Juana de Zúñiga[276], poseedor del palacio de Moctezuma y de muchas villas, rico y fastuoso, se atrajo la enemiga de los oidores de la Audiencia. Vino a agriar más los ánimos el siguiente hecho: Con motivo de solemnizar el bautizo de dos hijos gemelos que[254] nacieron a Martín Cortés, se celebró un banquete en que abundaron los brindis indiscretos y hasta imprudentes. Alarmada la Audiencia, citó al marqués del Valle y a varios de sus amigos, entre ellos a los hermanos Alonso y Gil González de Avila. Presentáronse en la sala de los acuerdos el 16 de julio de 1566. Como el oidor Ceinos intimase a don Martín orden de prisión por traidor a su Rey, el hijo del conquistador de México echó mano a la espada y dijo: «Yo no soy traidor al Rey, ni los ha habido en mi linaje.» Numerosa guardia le redujo a prisión y también a otros muchos. Formóse un proceso, siendo condenado D. Martín Cortés a perpetuo destierro y decapitados los hermanos González de Avila. Tal ejecución causó general disgusto, llegándose a temer, con algún motivo, un levantamiento contra la Audiencia.

Cinco meses después de la muerte del virrey Velasco, salió la flota (21 noviembre 1564), como había ordenado Felipe II, del puerto de Natividad (Nueva España) con el objeto de sujetar a la Corona las islas Filipinas, ya descubiertas hacía veinte años. Mandaban la flota Miguel López de Legazpi y el P. Fr. Andrés de Urdaneta. Dieron vista a las Filipinas el 13 de febrero de 1565 y en abril del mismo año entablaron relaciones con los indios de Cebú, que, si al principio estuvieron recelosos, concluyeron por hacerse amigos de los españoles, y fueron, puede decirse, la base de la conquista del archipiélago. Una vez declarados súbditos de España los de Cebú, Legazpi despachó (junio de 1565) al P. Urdaneta para que informase al Rey del éxito de la conquista. Continuó Legazpi en su empresa, llegando, por fin, a Manila, cuya población la erigió (19 mayo 1571) en capital del archipiélago.

En el año 1565 se reunió un segundo concilio provincial en México, más importante, sin duda, que el convocado diez años antes[277]. Dispuso el concilio que rigiesen las constituciones del Tridentino, dictándose además otras disposiciones referentes a la vida de los eclesiásticos y a la administración de Sacramentos. Los PP. del Concilio, con elevado espíritu religioso, dirigieron al Rey una serie de peticiones en favor de los indios.

El nuevo virrey D. Gastón de Peralta, tercer marqués de Falces, llegó el 17 de septiembre de 1566. Encontróse con el proceso de don Martín Cortés, marqués del Valle, asunto que le proporcionó serios disgustos. Condenado a muerte por los oidores Luis Cortés, hermano de D. Martín, el virrey casó la sentencia, conmutándola en servir al Rey por espacio de diez años en Orán. Tanto mortificó a la Audiencia la determinación del virrey que, en un momento de ira y sin documento al[255]guno que lo pruebe, escribió al monarca diciéndole que el marqués de Falces era un traidor, pues al frente de 30.000 combatientes se disponía a declararse independiente. El suspicaz Felipe II, creyendo que en la denuncia podía haber algo de verdad, envió como jueces visitadores y con amplias facultades a los licenciados Jaraba, Alonso Muñoz y Luis Carrillo. El licenciado Jaraba murió durante la navegación, llegando a México los otros dos en los comienzos de octubre de 1567. Muñoz era hombre cruel y de malas inclinaciones; Carrillo era tan débil que carecía en absoluto de carácter y fué un juguete en manos de Muñoz. Ellos, sin consideraciones de ninguna clase, destituyeron al virrey marqués de Falces y le sometieron a un proceso. Con mucha rapidez sustanciaron las causas y con mucha rapidez comenzaron las ejecuciones. Sufrieron la pena de muerte, como cómplices del marqués del Valle, Gómez de la Victoria, Cristóbal de Oñate, Pedro y Baltasar de Quesada. Tal indignación produjo la conducta de Muñoz, alma de todo aquello, que Felipe II mandó que inmediatamente regresara a España. Cuando se presentó en la corte, el Rey le dijo: «Te mandé a las Indias a gobernar, y no a destruir», y le volvió la espalda, causando esto tal efecto al visitador que—según cuentan—murió aquella misma noche. En cambio, el Rey acogió cariñosamente a Falces.

Tomó posesión del virreinato D. Martín Enriquez de Almansa (5 noviembre 1568). Bajo su virreinato se descubrió el Nuevo México, y para asegurar las comunicaciones con Zacatecas se fundaron colonias militares, pues no eran bastantes las dos que estableció el virrey don Luis de Velasco. Celebróse en 1571 el quincuagésimo aniversario de la conquista, confundiéndose en las fiestas los mejicanos y tlaxcaltecas con los españoles, lo cual parecía mostrar el acabamiento de los odios entre vencidos y vencedores. Al lado de noticia tan grata pondremos otras desagradables; éstas son: 1.ª, que en el citado año de 1571 se hubo de establecer el Santo Oficio en Nueva España, siendo el primer Inquisidor general D. Pedro Moya de Contreras; 2.ª, que terrible epidemia—tal vez fiebres tifoideas—causó innumerables víctimas en los años 1576 y 1577. Dávila Padilla en su Historia de los dominicanos dice que murieron más de dos millones de habitantes.

Suárez de Mendoza y Figueroa (D. Lorenzo), conde de la Coruña, se encargó del virreinato en el año 1580 y murió el 19 de junio de 1583. Fray Jerónimo de Mendieta, desde Traxcalla y con fecha del 16 de septiembre de 1580, dirigió al virrey Suárez de Mendoza una carta en la que le decía: «es muy necesario tomar el fin y pretensión del Gobierno muy al contrario del que en estos tiempos se ha tenido, no pretendiendo el oro ni la plata ni el interés temporal de principal intento,[256] sino la cristiandad y la conservación y aumento de estos naturales», siendo de notar «la insaciable codicia de nuestros españoles, que donde quiera que entramos, somos como la sanguijuela, que chupamos la sangre y la vida de aquellos a quien nos allegamos; mayormente de estos pobres indios, como de su parte no tienen ninguna resistencia»[278].

La Audiencia, que después del virreinato del conde de la Coruña, gobernó interinamente un año largo, nada hizo que fuese digno de especial mención.

Ocupó el gobierno D. Pedro Moya de Contreras desde septiembre de 1584 y asumió en su persona los cargos de arzobispo de México y de visitador y virrey de Nueva España. Su amor a la justicia fué tan grande que destituyó a algunos oidores de moralidad dudosa e hizo ahorcar a varios oficiales reales. Convocó el tercer concilio provincial, al que asistieron los obispos de Guatemala, Michoacán, Tlaxcala, Yucatán, Nueva Galicia y Oaxaca, proclamándose que el primer deber de los prelados era «defender con todo el afecto del alma y paternales entrañas a los indios recien convertidos a la fe, mirando por sus bienes espirituales y corporales.»

D. Alvaro Manrique de Zúñiga, marqués de Villa Manrique, reemplazó a Moya de Contreras e hizo su entrada solemne en México el 18 de octubre de 1585. Nada hizo de notable en los cuatro años largos que estuvo al frente del gobierno. Los corsarios Drake y Cavendish cometieron algunas depredaciones en las costas del virreinato, teniendo la fortuna el primero de apresar el galeón Santa Ana, que venía de las islas Filipinas con rico cargamento. Por ello fué tratado el virrey de poco activo y aun de descuidado. Del mismo modo fué censurado duramente por el siguiente hecho. Es el caso que Núñez de Villavicencio, oidor de la Audiencia de Nueva Galicia, contrajo matrimonio, contra lo dispuesto en una Real cédula de 10 de febrero de 1575, con una rica mujer de Guadalajara. Destituyólo el virrey; pero la Audiencia protestó. A tal punto llegó la enemiga entre ambas autoridades, que Felipe II, para cortar de raiz el mal, separó del virreinato a Villa Manrique.


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CAPITULO XVI

Virreinato de México (Continuación): Los virreyes Velasco y conde de Monterrey.—Conquista de Nuevo México.—El marqués de Montes Claros: acueducto desde Chapultepec a México.—El virrey Velasco (2.ª vez).—Importantes expediciones.—Gobierno del arzobispo de México y del marqués de Guadalcázar.—Enemiga entre el marqués de Gelves y el arzobispo.—El marqués de Cerralbo: inundación de la ciudad.—Otros virreyes.—El obispo Palafox.—Los piratas.—Virreinato de Ortega Montañés, obispo de Michoacán.—El virrey conde de Moctezuma.—El virrey Ortega Montañés, arzobispo de México.

Llegó a México D. Luis de Velasco, segundo de este nombre, el 25 de enero de 1590[279]. Procuró el virrey ensanchar las fronteras de Nueva España y favoreció las expediciones al Nuevo México, donde Antonio Espejo halló regiones dilatadas y en las cuales vivían los paraguantes, tobosos, júmanos, maguas, quires, púmanes, tiguas, ames y otros indios[280]. A reconocer estos países mandó el virrey a Gaspar Castaño de Sosa con un pequeño ejército. Salió el 27 de julio de 1590 de Almadén y llegó hasta Chihuahua con poca resistencia de los naturales.

Logró celebrar un tratado con los feroces chichimecas, quienes se comprometieron a no hostilizar ni a los españoles ni a sus dependientes; si bien no pudo conseguir que los indios de los bosques o errantes se estableciesen en poblaciones, en particular los otomés se resistieron en absoluto.

Durante el virreinato de Velasco recayó sentencia en el proceso de Luis de Carvajal, conquistador de Nuevo León. Entre la gente que llevó Carvajal para poblar aquella tierra se encontraban varios judaizantes españoles que él no denunció; siendo condenado por los inquisidores Bonilla y Santos García (febrero de 1590) a destierro de las Indias por seis años. Poco después se dispuso (15 junio 1592) desde Martín Muñoz, que hubiese consulado en la ciudad de México[281].

[258] D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, tomó posesión del virreinato de México el 5 de noviembre de 1595, en sustitución de D. Luis de Velasco, quien pasó con el mismo cargo al Perú. Tuvo empeño Monterrey en continuar todo lo que había establecido sabiamente Velasco. Aconsejado por muchos propietarios de haciendas, dispuso la traslación de los indios a lugares poblados; medida beneficiosa para aquéllos, quienes veían ocasión propicia de ensanchar sus propiedades con las tierras abandonadas por los indígenas. A muchos indios que protestaron de la orden del virrey, se les quemaron las casas y sembrados, y a otros se les condujo atados a los pueblos designados de antemano.

Más digna de mención y de más utilidad fué la conquista pacífica de Nuevo México, realizada por Juan de Oñate (30 abril 1598); sometiéronse fácilmente los caciques de los pecos, taos, apaches, cheros y emenes. En la exploración de la costa de California, se dió—en recuerdo del virrey—el nombre de Monterrey a la bahía, y el mismo nombre tomó también la capital del nuevo reino de León, llamada primeramente Nueva Extremadura.

En los primeros días del año de 1599 se recibió en México la noticia del fallecimiento de Felipe II en el año anterior y de la proclamación de Felipe III. Huelga decir que se celebró la primera noticia con solemnes honras fúnebres y la segunda con alegres fiestas.

Autorizado el conde de Monterrey por una cédula de Felipe III (1602) para conquistar la península de California, encomendó la expedición a Sebastián Vizcaíno y a Toribio Gómez de Corbán, los cuales salieron de Acapulco el 5 de mayo, y aunque hubieron de regresar desde el cabo Mendocino por haberse propagado el escorbuto en la tripulación, algo se adelantó, pues Fr. Antonio de la Ascensión, que iba en aquel viaje, pudo dar noticia exacta de las tierras recorridas, como ya se dijo en el capítulo II de este tomo.

En el corto virreinato de D. Juan de Mendoza y Lema, marqués de Montes Claros, (se encargó el 27 de octubre de 1603) comenzó la construcción del acueducto (1606) que va desde Chapultepec a México, monumento que se conserva y honra la memoria del insigne gobernante. Antiguamente los reyes aztecas hicieron cañerías subterráneas, que después Hernán Cortés reparó para conducir las mencionadas aguas. Otro proyecto igualmente beneficioso para la ciudad de México, cual fué el desagüe de las lagunas, se desistió de realizarlo, ante las dificultades que hubo de presentar el fiscal Espinosa.

En el citado año de 1606 Montes Claros fué trasladado al virreinato del Perú, volviendo a México D. Luis de Velasco, que más tenaz que[259] el virrey anterior, realizó el desagüe de las lagunas[282]. Debióse el proyecto, que consistía en abrir un túnel debajo del cerro Nochistongo, al ingeniero Enrico Martín. Comenzaron las obras el 28 de septiembre de 1607 y terminaron el 7 de mayo de 1608, siendo su coste de 73.611 pesos. Por Real Cédula de 27 de septiembre de 1608 se declaró lo procedente acerca de las controversias entre el virrey y el arzobispo de México[283]. Premió el Rey los servicios de Velasco haciéndole merced del título de marqués de Salinas.

Noticioso el virrey de que los negros que trabajaban en las haciendas de Tierra Caliente se habían sublevado, huyendo en masa a las selvas de los alrededores de Orizaba, donde nombraron caudillo o reyezuelo a Yanga, y general o jefe de armas a un negro de Angola, llamado Francisco de la Matosa, mandó contra los revoltosos al capitán Pedro González de Herrera, quien los derrotó en el primer encuentro. Los vencidos prometieron vivir pacíficamente en lo sucesivo, y con ellos formó Herrera el pueblo de San Lorenzo de los Negros.

El deseo cada vez mayor de hallar minas de oro y plata hizo que Velasco mandara una expedición, a cuyo frente puso a Sebastián Vizcaíno y con el carácter de embajador a Fr. Pedro Bautista, a las islas llamadas ricas. Llegaron al Japón, donde fueron muy bien recibidos; mas habiendo sospechado el Emperador el intento de los expedicionarios, les retiró su apoyo, viéndose entonces sin recursos y faltos de víveres. Tuvieron la fortuna de encontrar ayuda en Mazamoney, rey de Ox, quien les proporcionó un navío y les dió algunas provisiones. Después de sufrir muchas y terribles tormentas, desembarcaron en Zacatula (20 enero 1614) sin provecho alguno y con la contrariedad de no estar ya en el gobierno D. Luis Velasco, que había marchado a España el 10 de junio de 1611. Algún tiempo antes hubo de dirigirse el capitán Hurdaide contra los indios gaquis, enemigos tenaces de la religión católica. Mandados los indios por el cacique Lautaro, derrotaron a Hurdaide; pero, sin embargo de la victoria, solicitaron la paz, que se ajustó el 25 de abril del año 1610.

Para dar fin al gobierno de Velasco, recordaremos que desde Madrid, Felipe III se dirigió (30 marzo 1611) al virrey, presidente y oidores de la Audiencia de México, dándoles noticias de una obra intitulada Anales, que había dejado escrita al tiempo de morir César Baronio, cardenal de la Santa Iglesia de Roma. Publicada a la sazón, se hubo de notar que Baronio cometía muchos errores al tratar de las regalías de los reyes de Sicilia, sus antecesores (de Felipe III); por lo cual[260] prohibía dicho tomo undécimo y mandaba que se recogiesen los ejemplares que tuvieran los particulares[284].

Sucedió a Velasco en el virreinato de México el Ilmo. Sr. Fr. García Guerra, arzobispo de dicho México, el 19 de junio de 1611, hasta el 22 de febrero del año siguiente, en que falleció.

Tomó la Audiencia el mando, que desempeñó dando muestras de verdadero rigor. Porque se decía que los negros tramaban una conspiración, la Audiencia hizo poner presos a 29 hombres y cuatro mujeres, los condenó a la horca y dispuso que las cabezas de los ajusticiados se colocasen en escarpias en la plaza principal.

El 28 de octubre de 1612 comenzó su virreinato D. Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar. Para ampliar las obras de desagüe de las lagunas concedió Felipe III 110.000 pesos, que se sacarían de un impuesto sobre el vino, aceptándose el proyecto que presentó el ingeniero Enrico Martín, mejor tal vez que el trazado por el ingeniero holandés Boot. Consideremos los hechos que se realizaron en tiempo del virrey Fernández de Córdoba. Don Gaspar de Alvear, gobernador de Nueva Vizcaya, sometió a los indios tepehuanes, los cuales se insurreccionaron y dieron muerte a varios religiosos; se afirmó nuestro dominio en el país de Nayarit[285], país que recibió luego el nombre de Nuevo reino de Toledo[286]; se fundaron las ciudades de Lerma y Córdoba, y en el año 1615 Tomás de Cardona acometió la explotación de la península de California, de cuyo país tomó posesión en nombre del monarca español.

Trasladado el marqués de Guadalcázar al virreinato del Perú (1621), le substituyó D. Diego Carrillo de Mendoza y Pimentel, marqués de Gelves y conde de Pliego. Entre el virrey y el arzobispo D. Juan Pérez de la Serna hubo serios altercados, con no poco desprestigio de ambas autoridades. Queriendo el prelado restablecer la disciplina eclesiástica, excomulgó por adúltero a D. Carlos de Arellano, alcalde mayor de Xochimilco; prohibió, entre otras imágenes ridículas, la de Jesucristo «caballero en un cordero corriendo, con una veletilla de niños en una mano y un pájaro atado de una cuerda en la otra;» condenó la venta de pulque a los indios, bebida nociva y causa de embriaguez; y, por último, ciertas devociones que se celebraban de noche durante la cuaresma y que servían de pretexto para ciertas liviandades. Aunque las disposiciones del prelado eran justas, se opuso a ellas la Audiencia, a cuyo lado estuvo el virrey. Llamó más la atención el siguiente hecho:[261] Melchor Pérez de Varaiz, alcalde mayor de Metepec, encausado por cohecho, se refugió como lugar seguro en el convento de Santo Domingo. El arzobispo exigió conocer del proceso, y no siendo atendido, excomulgó a los jueces. Colocóse el virrey al lado de la justicia; pero el prelado puso en entredicho la ciudad; los clérigos salieron por las calles llevando una cruz cubierta de negro velo, se cerraron los templos y dejaron de tocar las campanas. El marqués de Gelves se apoderó del arzobispo y lo sacó a la fuerza de México. Entonces los habitantes de la ciudad se pusieron al lado del prelado, y ardiendo en deseos de venganza a los gritos de ¡Viva Cristo! ¡Viva su Iglesia! ¡Muera el hereje! ¡Muera el excomulgado! cayeron (15 de febrero) sobre el palacio del virrey y lo incendiaron. El virrey logró salir disfrazado y acogerse al convento de San Francisco.

Enterado Felipe IV de tales sucesos, nombró virrey a D. Rodrigo Pacheco y Osorio, marqués de Cerralbo, que llegó a México el 3 de noviembre de 1624; venía acompañado de D. Martín Carrillo, inquisidor de Valladolid, encargado por el monarca de poner en claro las causas del tumulto anterior. Cuando Carrillo estudió el asunto hubo de decir: l.º, que el clero era el alma del motín; 2.º, que la mayor parte de la población tomó parte, y 3.º, que tomó parte por el odio que el pueblo tenía a los españoles. Entonces se reprendió y se depuso al arzobispo, nombrándose en su lugar a D. Francisco de Manso y Zúñiga; se depusieron a dos oidores, se condenó al fraile Salazar y a otros jefes del motín a trabajos forzados, sufriendo cuatro de los últimos la pena de muerte.

Como en este tiempo España se hallaba en guerra con Holanda, Cerralbo defendió la colonia de las asechanzas de buques holandeses.

Inundación tan terrible ocurrió en México en el año 1629 que, habiéndose obstruído un túnel, se desbordó el lago y se anegó toda la ciudad, muriendo ahogadas o entre las ruinas de las casas muchas personas. Sometido a un proceso el ingeniero Enrico Martín, autor de las obras, fué condenado a ejecutar por su cuenta las reparaciones necesarias. Cerralbo, con fecha 25 de mayo de 1629, decía al Rey, entre otras cosas: «Supuesta esta relación, suplico a V. M. me dé licencia para que diga que, después de Hernán Cortés, ninguno ha servido a V. M. en muchos años de las Indias tanto como yo en cinco...»[287]

Tanta debía ser la necesidad que de dinero tenía Felipe IV que, desde Madrid (28 mayo 1632), ordenó a Cerralbo que «vendiese algunas hidalguías para sacar gran cantidad de dinero, que ayudaría a suplir los gastos de mi Hacienda...»[288].

[262] Cesó el gobierno de D. Rodrigo Pacheco el 16 de septiembre de 1635, en cuya fecha llegó D. Lope Díez de Armendáriz, marqués de Cadreita, a sucederle. Bajo el virreinato de Cadreita, piratas holandeses, capitaneados por el famoso Pie de palo, desolaron las costas de Nueva España y llegaron a saquear el puerto de Campeche. Ya en este tiempo—y la noticia es interesante—, como se temiese una sublevación de criollos y mestizos en favor de la independencia de México, ordenó Felipe IV—creyendo de este modo atajar el mal—que la colonia enviase procuradores a las Cortes.

El 28 de agosto de 1640 llegaron juntos a México el nuevo virrey D. Diego López Pacheco Cabrera, duque de Escalona y D. Juan de Palafox, obispo de la Puebla. Necesitando Felipe IV mucho dinero para las guerras en que andaba envuelto, dió el encargo de que se lo proporcionara a López Pacheco, el cual exigió de los mineros fuertes sumas, vendió oficios públicos y hasta demandó contribuciones por adelantado. Semejante política disgustó mucho al prelado. Andaba por entonces Palafox harto disgustado con las órdenes religiosas, pues intentaba sustituir a los frailes que regían las parroquias con sacerdotes seculares. El virrey no supo mantenerse en el terreno de la imparcialidad y prestó su apoyo a los frailes. Tales desavenencias obligaron a Felipe IV a destituir al duque de Escalona, nombrando virrey al obispo Palafox.

En tanto que Escalona lograba sincerarse en Madrid, los jesuítas declaraban guerra a muerte a Palafox. Sostenía el prelado que los jesuítas no debían ejercer el ministerio sacerdotal sin su licencia, y los hijos de Loyola a su vez afirmaban que ellos gozaban de ciertos privilegios que les emancipaban de la jurisdicción ordinaria. Nombrados varios jueces para entender del negocio, fallaron en favor de los jesuítas. El prelado entonces excomulgó a los jueces y los jueces a Palafox. Por fortuna, se restableció luego la concordia con honrosa transacción.

Díjose por entonces, con más o menos fundamento, que iba a estallar una revolución encaminada a la independencia de México, mediante los manejos de un irlandés llamado Guillén de Lampart (o de Lombardo). Se proponía falsificar Reales Cédulas nombrándose virrey y alzándose luego contra Felipe IV; pero se descubrió el complot[289].

Encargóse del virreinato D. García Sarmiento de Sotomayor Enríquez de Luna, segundo conde de Salvatierra, el 13 de noviembre de 1642, cesando el 13 de mayo de 1648, por haber sido trasladado al Perú. Las crónicas nada dicen digno de contarse de su gobierno; sólo refieren que era asaz devoto y que costeó la parte principal del tabernáculo de Nuestra Señora de Guadalupe.

[263] No carecen de interés dos noticias referentes al venerable Don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de la Puebla de los Angeles. Desde Madrid—con fecha 6 de febrero de 1648—el Rey dice a Palafox que venga a España y ocupará la primera iglesia que vacase. De su misma Real mano escribió después S. M. los renglones siguientes: «Estoy cierto que executareis lo que os ordeno, con la puntualidad con que me obedeceis en todo por combenir assi á mi servicio, y siempre tendré memoria de vuestra persona para honrraros y favoreceros.—Yo el Rey»[290]. También haremos notar que en los altercados que los jesuítas tuvieron con el citado obispo de la Puebla de los Angeles, el virrey Salvatierra se puso al lado de aquéllos, no dejando de llamar la atención lo que el insigne Palafox escribió al Papa, en su carta del 8 de enero de 1649. Tales son sus palabras: «Los jesuítas compraron, por una gran suma de dinero, el favor del conde de Salvatierra nuestro virrey; el cual, aparte de esto, me tenía un odio mortal»[291].

Por haber sido trasladado Don García al virreinato del Perú, obtuvo igual dignidad en México Don Marcos de Torres y Rueda, obispo de Yucatán (1648), quien falleció al poco tiempo.

Reemplazóle Don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste (1650), en cuyo tiempo se sublevaron los indios taraumares de Chihuahua, acaudillados por sus caciques, siendo sometidos por Don Diego Fajardo, gobernador de Nueva Vizcaya[292].

Bajo el virreinato de Don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, una escuadra inglesa, que mandaba Cromwell, se apoderó de Jamaica, á pesar del auxilio que la isla hubo de recibir de nuestro virrey.

Cuando Felipe IV se hallaba ocupado en la campaña contra Flandes, tan funesta para las armas y para el nombre español; cuando perdíamos las plazas de Quesnoy, la de Catelet y la de Landrecy, y cuando el Rey echaba la culpa de su desgracia a los herejes flamencos, creyó realizar una obra grata a Dios escribiendo desde Madrid (19 mayo 1655) al virrey Alburquerque, encargándole que concediese todo su apoyo y favor a la Santa Inquisición, a la cual elogia con entusiasmo excesivo[293].

Aunque las dos noticias que a continuación vamos a registrar iban dirigidas a todos los Estados de América, las pondremos en este lugar,[264] teniendo en cuenta la mayor importancia que a la sazón tenía México. Felipe IV, por Real Cédula dada en Madrid a 8 de noviembre de 1648, pidió a los virreyes, presidentes, audiencias y gobernadores de las Indias ciertas noticias para poder acabar la obra (1.º y 2.º tomo) intitulada Teatro Eclesiástico, y cuyo autor era el maestro Gil González Dávila[294]. La otra noticia es que el mismo Felipe IV, desde Madrid, y con fecha 4 de junio de 1657, después de decir que teniendo en cuenta los continuos milagros y beneficios (como abundancia de frutos) que continuamente hacía el glorioso San Isidro, era su voluntad que se fundase una capilla donde descansaran las cenizas de dicho Santo, y para cuya obra mandaba a los virreyes, presidentes, audiencias y demás gobernadores, y rogaba a los arzobispos y obispos pidiesen limosna en las Indias Occidentales[295].

Uno de los peores virreyes que ha tenido México fué D. Juan de Leyva y de la Cerda (16 septiembre 1660 a 29 junio 1664). Consintió que su mujer vendiese los destinos públicos y miró impasible la conducta liviana de la dicha virreina. No corrigió los escándalos de su hijo D. Pedro, antes, por el contrario, los alentó con su manera de obrar. Bastará decir que se declaró enemigo de D. Diego Osorio de Escobar, arzobispo de México, porque éste—como era su deber—condenó el desafío entre el hijo del virrey y el conde de Santiago. La importante sublevación de los indios de Tehuantepec tuvo su origen en los excesos que cometía el alcalde mayor D. Juan Arellano, y que terminó por la mediación de D. Alonso de Cuevas Dávalos, obispo de Oaxaca. Españoles e indígenas odiaban el gobierno del virrey. Su carácter altanero y las pretensiones cada día mayores de su familia le acarrearon la enemiga del citado arzobispo Osorio de Escobar. Sabedor el Rey de tales hechos, confirió al prelado el gobierno de México, y aunque el conde de Baños detuvo hasta seis cédulas reales, por fin fué arrojado del poder por un movimiento popular.

Tres meses ocupó el virreinato el arzobispo de México, Osorio de Escobar. Al ser sustituído en aquel importante cargo, también hubo de renunciar la mitra, la que recayó en D. Alonso de Cuevas Dávalos, obispo de Oaxaca. Osorio volvió a su obispado de Puebla.

D. Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, hizo su entrada pública en la capital el 15 de octubre de 1664. A la sazón, los corsarios ingleses—y el principal de ellos Juan Morgan—infestaban los mares, no pudiendo resistirles la débil escuadra española que había en el golfo de México. A tales desdichas hay que añadir la completa[265] decadencia de la agricultura, industria y comercio. La tristeza que causó la noticia de la muerte de Felipe IV y que llegó a México en los comienzos del año 1666, se convirtió en alegría cuando se juró a Carlos II. Precaria llegó a ser la situación del marqués de Mancera, ya por las necesidades de la colonia, ya por las continuas cantidades que tenía que mandar a D.ª Mariana de Austria, reina gobernadora. Registraremos tres hechos principales durante el gobierno del marqués de Mancera: la erupción del Popocatepell acaecida el año 1665, la celebración de un auto de fe y la caridad que manifestó por los pobres, que sufrieron mucho por las pérdidas de las cosechas en el año 1673. Disgustado por las exigencias continuas de la corte, renunció el virreinato, saliendo para España el 2 de abril de 1674, no sin sentimiento del pueblo mejicano.

Cinco días, desde el 8 de diciembre de 1673 hasta el 13, desempeñó el gobierno D. Pedro Nuño Colón de Portugal, duque de Veragua.

Nombrado virrey fray Payo Enríquez de Ribera, arzobispo de México, bajo su enérgica dirección mejoraron algo las cosas. Procuró defender las costas y libró contra los corsarios verdadero combate naval en la laguna de Términos. Tanto el desagüe del valle como la construcción de la catedral de México adelantaron notablemente. También adelantó mucho la colonización de Nuevo México y de California. Digna de todo encomio fué la erección, establecimiento y constitución (29 marzo 1678) del Colegio Seminario de Nuestra Señora de la Concepción de la ciudad de Chiapa[296]. Refieren los cronistas que puso en cuidado al virrey la insurrección de los indios taos, picuriés y tehecas (1680), la cual no pudo sofocar don Antonio de Otermín, gobernador de Santa Fe. También en el citado año los piratas ingleses saquearon a Campeche. No terminaremos la reseña del virreinato sin decir que en el año 1675 se acuñó por primera vez moneda de oro en la Casa de Moneda de México, y que en el 25 de noviembre del mismo año entró Carlos II a gobernar el reino de España.

Comenzó su virreinato D. Antonio de la Cerda y Aragón, conde de Paredes, el 30 de noviembre de 1680. Sólo hechos tristes registra la historia de México en este período. El año 1681 estalló formidable levantamiento en la ciudad de Antequera, a causa del cobro de las alcabalas; las costas de Yucatán se vieron asaltadas por los piratas; Veracruz fué saqueada (1683) por los corsarios franceses, y Campeche sufrió la misma suerte (1685). La expedición de D. Isidro de Otondo para[266] la conquista de California, y en la cual iban los célebres jesuítas Kino y Salvatierra, no dieron resultado alguno. Hemos de consignar un suceso que llamó mucho la atención por entonces. Llegó a México D. Antonio de Benavides, marqués de San Vicente, con el carácter—según se dijo—de visitador del reino. Al llegar a Puebla, fué reducido a prisión por orden de la Audiencia y llevado a la ciudad de México. Se le formó proceso, y después de un año de prisión se le condenó a muerte el 10 de julio de 1684 y fué ahorcado el 14. Cortáronle la cabeza y las manos; aquélla y una mano se mandó a Puebla, y la otra mano se clavó en la horca. ¿Era agente de los piratas, como afirman unos, ó un impostor, como dicen otros?

Duró el virreinato de D. Melchor Portocarrero Laso de la Vega, conde de la Monclova, desde el 16 de noviembre de 1686 al 20 de noviembre de 1688. En este mismo año marchó al Perú con el mismo cargo. Procuró la reconquista del Nuevo México y de la California; tuvo que sofocar la sublevación de los indios de Sonora, y de los conchos y tarahumares de Chihuahua. Para beneficio de la ciudad de México construyó una cañería y prosiguió la obra del desagüe. Echó en Coahuila los cimientos de una ciudad que en su honor se llamó Monclova.

Figura entre los buenos virreyes D. Gaspar de la Cerda Sandoval y Mendoza, conde de Galve, que se hizo cargo del gobierno el 29 de noviembre de 1688. Ordenó, ya a D. Pedro Girón, ya a D. Diego Vargas Zapata, la reconquista de Nuevo México: la guerra duró desde el 1690 hasta el 1696, y nuestras tropas sufrieron grandes trabajos.

Llegó a noticia del virrey que los franceses acababan de fundar una colonia al Norte del golfo de México, y para oponerse a ello, envió con las tropas que pudo reunir al gobernador de Coahuila. Llegó el gobernador a la laguna de San Bernardo, donde sólo encontró ruinas de un fortín y bajo ellas los cadáveres de los franceses, capitaneados por La Salle. Los mismos indios carancahuases que habían muerto a los franceses, salieron al encuentro de los españoles llamándoles texia (amigos), recibiendo desde entonces el nombre de Texas. Comenzóse por el P. Damián Mazanet a predicar el Evangelio y se dió principio a la fundación de San Antonio de Béjar, Jesús María y otras poblaciones.

Temiendo el conde de Galve que pudieran un día los franceses invadir la Florida, echó los cimientos de la villa de Panzacola. A la sazón frecuentes agitaciones llevaron el desasosiego a los espíritus: los indios de Chihuahua y Sonora asesinaron a varios religiosos y quemaron algunas iglesias; los pimas de California se sublevaron y fueron castigados por el capitán Antonio Solís, en tanto que los jesuítas PP. Kino, Ugarte y Salvatierra continuaban las misiones con bastante fruto.[267] También hacían los jesuítas observaciones geográficas y estudiaron detenidamente la Baja California.

Comenzó el virreinato de don Juan de Ortega y Montañés, obispo de Michoacán, el 27 de febrero de 1696, y duró hasta el 2 de febrero de 1697. Apenas se hubo encargado del gobierno, cuando los estudiantes se amotinaron en la plaza Mayor y quemaron la picota. El 6 de octubre de 1696 llegó la noticia de la muerte de la reina Doña Mariana de Austria, celebrándose por su alma suntuosas honras en la catedral de México el 24 de noviembre. Uno de los últimos hechos del virrey fué conceder permiso a los jesuítas para emprender la reducción de la California.

Don José Sarmiento Valladares, conde de Moctezuma, casado con una cuarta nieta del emperador mejicano del mismo nombre, gobernó la colonia desde el 2 de febrero de 1697 hasta el 4 de noviembre de 1701. Procuró asegurar el orden en la colonia, pues eran frecuentes los motines o tumultos, dictando también severas disposiciones contra los bandidos, muchos de los cuales fueron ajusticiados. Continuaron los jesuítas, entre otros el P. Kino, sus misiones en California. Conviene advertir que, según Cédula real de 11 de diciembre de 1697, había interés de parte de la Corte de España—a causa de las noticias de los anteriores virreyes, condes de la Monclova y de Galve—en la realización de la obra para el desagüe de la laguna de Huehuetoca[297]. En tiempo de Moctezuma se recibió la noticia de la muerte de Carlos II (1701), y la elección de Felipe V, quien fué jurado el día 4 de abril.

Ocupó por segunda vez el virreinato D. Juan de Ortega Montañés, arzobispo de México, tomando posesión el 4 de noviembre de 1701. Puso el virrey en estado de defensa los puertos de Veracruz y Tampico, amenazados por las armadas inglesa y holandesa; pero lo que los citados enemigos no lograron en aguas de América, pudieron conseguir en las costas de España, donde echaron a pique la flota que venía de Nueva España en septiembre de 1702 y se apoderaron de muchas riquezas, ocasionando a nuestra nación pérdidas que—según se dijo—ascendían a cincuenta millones de pesos.


[268]

CAPITULO XVII

Virreinato de México (Continuación).—El virrey duque de Alburquerque: su política interior; lucha con los corsarios y con los ingleses.—El duque de Linares: su amor a la justicia.—El marqués de Valero: expedición a Campeche y Yucatán: su política con los caciques.—Gobierno del marqués de Casafuerte.—Desgracias durante el mando del arzobispo Vizarrón.—Los virreyes duque de la Conquista, conde de Fuenclara y conde de Revillagigedo.—Débil gobierno del Marqués de las Amarillas.—El marqués de Cruillas: el almirante inglés Pocock se apodera de la Habana.—Mala administración del virrey Montserrat.—Virreinato de Croix: expulsión de los jesuítas.—Síntomas revolucionarios en el país.—Virreinatos de Bucareli, Mayorga, Gálvez (D. Matías y D. Bernardo) y Flores.—Excelente gobierno del conde de Revillagigedo.—El marqués de Branciforte, Berenguer de Marquina e Iturrigaray.—Últimos virreyes.

El virrey D. Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, llegó a Veracruz el 6 de octubre de 1702. Preparó la armada de Barlovento y con ella logró ahuyentar a los corsarios del golfo de México; hizo confiscar los bienes de los portugueses, ingleses y holandeses residentes en la colonia; logró que los ingleses levantasen el cerco de San Agustín y se retiraran de las costas de la Florida.

En la política interior impuso impuestos a los eclesiásticos (el diezmo sobre los bienes) y consiguió la reversión a la Corona de las rentas enajenadas. No olvidó la pacificación de ambas Californias, procurando también que se continuara arrojando en aquellas tierras la semilla del Evangelio, como lo venían haciendo el P. Salvatierra y otros religiosos. No deja de llamar la atención una cédula, en la cual se dice que habiendo llegado a noticia de Felipe V que en las Indias se hallaban muchos delatores y testigos falsos, mandó al virrey, audiencias y demás justicias de Nueva España, ejecutasen con la más rigurosa exactitud las leyes vigentes contra los mencionados delatores y testigos falsos. La cédula tiene la fecha del 6 de septiembre de 1705[298].

[269] Al duque de Alburquerque sucedió en el virreinato D. Fernando de Alencastre Noreña y Silva, duque de Linares y marqués de Valdefuentes; tomó posesión del virreinato el 15 de enero de 1711. Hombre recto y justo, procuró corregir los males de aquella sociedad. Estaba corrompida la administración de justicia y relajada la disciplina eclesiástica. Intentó la pacificación del Nayarit, sirviéndose de la santidad de fray Antonio de Jesús Margil; en 1711 un terremoto derribó muchos edificios de México, y en 1714 hubo gran escasez de víveres, trayendo el hambre como inseparable compañera la peste. En su honor se dió el nombre de San Felipe de Linares a una colonia fundada en Nuevo León. Durante su virreinato se celebró la paz de Utrech, y por el tratado llamado de asiento entre España e Inglaterra, su Majestad católica concedió al rey de la Gran Bretaña el monopolio de introducir esclavos negros en México y en las demás colonias españolas de América[299].

Don Baltasar de Zúñiga, duque de Arión y marqués de Valero, desembarcó en Veracruz (julio de 1716) e hizo su entrada pública en México (16 de agosto del mismo año). Sucesos de alguna importancia ocurrieron durante el virreinato del duque de Arión, lo mismo en el orden interior que en el exterior. Por lo que al orden interior respecta, comenzaremos dando exacta noticia—según documentos de la época—de la sedición y tumulto que promovieron, en la noche del 3 de mayo de 1717, las monjas de Santa Clara de la ciudad de México, contra el comisario general de San Francisco. Tan grande fué el escándalo, que el virrey Valero tuvo que mandar guardias. En el día siguiente desobedecieron al provisor del arzobispado y al virrey. El arzobispo, en el mes de agosto del mismo año, de vuelta de su visita pastoral, quiso—y tampoco lo consiguió—llevar la paz al convento. A tal punto llegaron las cosas, que el Rey hubo de mandar, hasta que la Santa Sede dispusiera lo más acertado, que el convento pasase a la jurisdicción ordinaria[300].

Por lo que atañe a política exterior, el virrey Valero mandó una expedición bajo las órdenes de D. Alonso Felipe de Andrade a las costas de Campeche y Yucatán, con el objeto de arrojar a los ingleses que se habían establecido en aquellos lugares. Logró Valero lo que se propuso, mostrando en esta ocasión no poco tino. Acertó a llegar por entonces (1717) el cacique Tixjanaque, de la Florida, y recibió el bautismo; otros caciques siguieron el ejemplo de Tixjanaque. También logró el virrey que la levantisca provincia de Nayarit, en Nueva Galicia, fuera castigada, sometiéndose por completo. Por último, las erupciones[270] del Popocatepetl amedrentaron a los que vivían cerca del volcán, y los vecinos de México vieron con sentimiento el incendio del hermoso teatro de la ciudad, suceso que acaeció después de la representación del drama Ruina e incendio de Jerusalén, y cuando se iba a poner en escena otro intitulado Aquí fué Troya.

El 15 de octubre de 1722, D. Juan de Acuña, Marqués de Casafuerte, natural de Lima, tomó posesión del gobierno. Se sometió el Nayarit, que volvió una vez más a sublevarse; y se expulsó a los ingleses del territorio que ellos denominaban de Walix o Belice, cuya operación se encomendó al valeroso jefe D. Antonio de Figueroa. Durante los once años de gobierno del marqués de Casafuerte se atrajo las simpatías de los mejicanos, los cuales lloraron su muerte, acaecida el 16 de marzo de 1734. Antes de terminar los hechos correspondientes a este virreinato, diremos que en el año 1722 comenzó en México la publicación de un periódico que se llamó primero Gaceta de México, y desde el número 4 se le añadió y Florilogio Historial, etc., dirigido por D. Juan Ignacio María de Castorena, chantre de la catedral de México y después obispo de Yucatán. Publicóse el periódico desde enero del año citado hasta junio, volviendo a aparecer en 1728 por el presbítero D. Juan Francisco Sahagún de Arévalo Ladrón de Guevara y que duró desde el mes de enero de aquel año hasta fines de noviembre de 1739; fué sustituído por otro periódico del mismo autor, que se llamó Mercurio de México, y que dejó de publicarse en septiembre de 1742. Construyó el marqués de Casafuerte la Casa de la Moneda, la de la Aduana y realizó otras muchas obras.

Tomó posesión del virreinato (16 mayo 1734) el Ilmo. D. Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, arzobispo de México. En su tiempo, terrible epidemia que se llamó matlazahuat se cebó en los indios, de los cuales murieron más de la mitad. Declarada la guerra entre España e Inglaterra, las flotas británicas ocasionaron frecuentes alarmas en las ciudades del litoral y los indios de California se levantaron contra los misioneros jesuítas.

Después de los cortos gobiernos de D. Pedro de Castro y Figueroa, duque de la Conquista y marqués de Gracia Real (se encargó del mando el 17 de agosto de 1740 y falleció el 22 de agosto de 1741) y de la Audiencia, cuyo presidente era D. Pedro Malo de Villavicencio, tomó las riendas del virreinato (3 noviembre 1742) D. Pedro Cebrián y Agustín, conde de Fuenclara. Fué verdadera desgracia que el galeón Nuestra Señora de Covadonga, que salió de Acapulco con rumbo a Manila, cayese (20 junio 1743) en poder del almirante Anson, llevándose 300 prisioneros de todas clases y más de dos millones y medio de pesos.[271] En cambio, nos es grato referir que el coronel D. José de Escandón emprendió el año 1744 la conquista de Sierra Gorda, fundando las colonias de Nuevo Santander, en Tamaulipas. Dos asuntos le ocuparon después preferentemente: embellecer la ciudad de México y mandar dinero a España, cuyo gobierno se hallaba bastante necesitado.

Más importante es la historia de D. Francisco de Güemes y Horcasitas, conde de Revillagigedo (9 julio 1746). En su tiempo, D. Manuel Salcedo, gobernador de Yucatán, peleó con ventaja para desalojar a los ingleses del territorio de Belice. Uno de los mayores empeños del virrey fué el arreglo de la Real Hacienda, consiguiendo, en gran parte, su propósito, á pesar de los obstáculos que le puso aquel alto tribunal, siempre rehacio a ciertas reformas. Revillagigedo rebajó las tarifas de aduanas, persiguió con empeño y constancia el contrabando y dió otras prudentes y beneficiosas disposiciones. Encontróse a veces en grandes apuros, ya por la carestía y hambre que se presentaba en algunas provincias, ya por no poder atender las exigencias de dinero que le hacía la corte de Fernando VI. En este sentido es curiosa la siguiente comunicación escrita en Aranjuez el 21 de mayo de 1748. Dice así: «Hallándose la vajilla de que se sirve el Rey falta de muchas piezas muy precisas, y queriendo se complete enteramente de éstas y de las demás que son asimismo indispensables: Me ha mandado S. M. prevenir a V. E. embie de su real cuenta en las primeras ocasiones que se presenten, como sesenta mil onzas de plata de la que se llama Copeya o virgen, buscando la de más superior calidad, y al propio intento también dos mil onzas de oro del de mejores quilates que se hallase; lo que participo a V. E. para que en esta diligencia se dedique a desempeñar con la posible brevedad este encargo.—Dios guarde a V. E. muchos años.—El marqués de la Ensenada.—Señores virreyes de Nueva España Horcasitas y del Perú Manso»[301].

Importa a nuestro objeto recordar que D. José de Escandón continuó trabajando en la pacificación de Tamaulipas, vasto país habitado por los apaches, comanches y otros indios bárbaros.

Don Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas, comenzó su virreinato el 10 de noviembre de 1755, y lo desempeñó hasta el 5 de febrero de 1760, en que falleció. No pudo extinguir el bandolerismo, ni proteger la colonia contra las invasiones de los indios comanches. Durante su virreinato ocurrió la formación del volcán de Xorullo, en medio de fértil planicie de Michoacán (1758).

Al gobierno de la Audiencia, presidida a la sazón por D. Francisco Antonio de Chavarría, y al virreinato de D. Francisco Cajigal de la[272] Vega, que tomó posesión el 28 de abril de 1760 y lo renunció el 6 de octubre del mismo año, sucedió D. Joaquín de Montserrat, marqués de Cruillas. La Real Cédula de su nombramiento se dió en el Buen Retiro el 10 de marzo de 1760[302], y tomó posesión el 6 de octubre del mismo año. Al siguiente se verificó el juramento de Carlos III, sucesor de su hermano Fernando VI en el trono de España. El virrey sofocó en 1761 un levantamiento de los yucatecas, dirigido por Jacinto Canek, que pagó con la vida su amor a la libertad. Cuando el almirante inglés Pocock se apoderó de la Habana (13 agosto 1762), el marqués de Cruillas reparó los fuertes de Veracruz, e hizo que D. Juan de Villalba organizase un ejército colonial, el primero de este género que se conoció en Nueva España. Mostró el marqués de Cruillas mucho interés—interés que le hicieron tener los frailes de su virreinato—en que el Rey recomendase a Su Santidad la pronta beatificación de Fray Antonio Margil de Jesús, religioso misionero observante de San Francisco[303].

No estando conforme el gobierno de Madrid con la administración del virrey Montserrat—pues se decía que había malversado dos millones de pesos—mandó de visitador a D. José de Gálvez, hombre de carácter y justo, quien destituyó a varios oficiales reales y al mismo marqués de Cruillas.

D. Carlos Francisco de Croix, marqués de Croix, natural de Lille, recibió en Otumba el gobierno a 23 de agosto de 1766. Graves asuntos preocuparon al virrey. Fué uno de ellos, y el más importante sin duda, la expulsión de los jesuítas que se verificó en México el 25 de junio de 1767[304]. En la mañana misma que se ejecutó la providencia contra los hijos de Loyola, publicó un bando el virrey, prohibiendo toda conversación, murmuración ó comentario sobre el asunto, terminando con decir... «de una vez para lo venidero deben saber los vasallos del gran Monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno.» Como los indios y el pueblo en general no entendiesen este lenguaje, se alzaron en armas e hicieron volver a su residencia a los Padres; pero el virrey, con poderosas fuerzas, logró restablecer el orden y castigó con mano de hierro a los sublevados, sufriendo muchos la pena capital. Conducidos los jesuítas a Veracruz, allí fueron embarcados con rumbo a Génova. Nuestra imparcialidad nos obliga a confesar que los jesuítas eran muy queridos en San Luis de Potosí, Guanajuato, San Luis de[273] la Paz, Valladolid, Uruapam y Pátzcuaro, y aun pudiéramos decir que en todo el virreinato.

Tampoco pasaremos en silencio que por R. D. dado en El Pardo a 17 de marzo de 1768, se creó en el Hospital de Indios de México una cátedra de Anatomía práctica[305].

Preocupóle al virrey el desorden que existía en el país, como también el lastimoso estado de la colonia del Nuevo Sacramento (1767)[306].

Lo más grave era que en México se agitaba cada vez con más fuerza la idea de independencia, hasta el punto que hubo necesidad de llevar tropas españolas, las cuales llegaron a Veracruz el 18 de junio de 1768.

De otros asuntos bien será decir que no carecieron de interés las dos expediciones que por los años de 1768 se hicieron a California, cuyo país fué conquistado y pacificado. Son del mismo modo curiosas las noticias dadas por el coronel D. Domingo Elizondo al marqués de Croix, acerca de la expedición de Sonora y que el mencionado virrey comunicó a España: el documento se halla fechado en junio de 1770[307].

Durante el virreinato de Croix, ocupó el arzobispado de México don Antonio de Lorenzana y Butrón, insigne varón que estableció (1767) la Casa cuna, publicó las Cartas de Hernán Cortés, los Concilios y celebró (1771) el cuarto Concilio provincial.

Se encargó del gobierno el 22 de septiembre de 1771 y lo conservó hasta el 9 de abril de 1779, don Fray Antonio María de Bucareli y Ursúa, bailío de la orden de San Juan. En el interior hizo prosperar el comercio y mejoró el estado de la Hacienda, y en el exterior estableció presidio en la región del Norte, para contener las invasiones de los apaches y comanches. En su tiempo se fundó el periódico semanal de Medicina por el Dr. José Ignacio Bartolache, con el título de Mercurio Volante. Se abrió un Hospicio, se fundó el Montepío, se estableció un Manicomio, se creó el Tribunal de Minería, se edificó la fortaleza de Acapulco y se hicieron otras obras de utilidad y recreo.

Después la Audiencia, cuyo regente era Don Francisco Romá y Rosell, estuvo unos cuatro meses al frente del virreinato.

Don Martín de Mayorga se hizo cargo del gobierno el 29 de agosto de 1779. Cuando los Estados Unidos de América habían proclamado su independencia y marchaban victoriosos en su lucha con Inglaterra, España, no sin vacilar mucho, se unió con Francia (junio de 1779) para[274] tomar parte en la guerra contra la Gran Bretaña. Púsose a la cabeza de nuestras tropas Don Martín de Mayorga, logrando algunas ventajas sobre las armas británicas. No solamente la guerra, sino otra plaga peor llevó el luto a muchas familias de Nueva España. Numerosas fueron las víctimas que hizo, en el citado año de 1779, la epidemia de viruelas en todo el país[308].

Ocupó el virreinato de México, después de un período de guerras y de epidemias bastante largo, Don Matías de Gálvez, en abril de 1783. Es de advertir que en dicho año España, con sentimiento de Carlos III, tuvo que ceder a Inglaterra el territorio de Walix o Belice.

Después, la Audiencia, representada por su regente Don Vicente Herreras, se encargó por corto tiempo del gobierno.

Don Bernardo de Gálvez, conde de Gálvez, hijo del anterior virrey, tomó posesión del gobierno el 17 de junio de 1785. Su bellísimo carácter y su inagotable caridad le granjearon muchas simpatías, y son timbre de gloria sus campañas contra los ingleses en Luisiana.

Otra vez la Audiencia, cuyo regente era a la sazón don Eusebio Beleño, se hizo cargo del poder. Por entonces se dispuso la división de Nueva España en intendencias, que fueron las siguientes: Veracruz, Puebla, Oaxaca, Valladolid de Michoacán, Guanajuato, Zacatecas, Mérida de Yucatán y la de Sonora y Sinaloa.

Interinamente fué nombrado virrey el ilustrísimo Don Alonso Núñez de Haro y Peralta, arzobispo de México, cargo que desempeñó desde el 8 de Mayo de 1787 al 16 de agosto del mismo año.

Desde el 17 de agosto de 1787 al 17 de octubre de 1789 estuvo al frente del virreinato Don Manuel Antonio Flores, que tuvo la dicha de recibir la expedición botánica dirigida por Don Martín Sesé y Don José Lacarta, organizada por Don Casimiro Gómez Ortega, director del Jardín Botánico de Madrid. Creó Flores tres regimientos, a los que llamó Nueva España, México y Puebla.

También desde el 17 de octubre de 1789 hasta el 12 de julio de 1794 ocupó el virreinato el caballeroso y excelente don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo. A los siete días de encargarse del mando, o sea en la noche del 23 de octubre, aparecieron asesinados en su casa el comerciante don Joaquín Dongo, un cuñado suyo, cuatro dependientes, el cochero y cuatro criadas, faltando de las cajas grandes cantidades de dinero y muchas alhajas. Descubiertos los criminales, que eran tres extranjeros, fueron ahorcados en la plaza pública. Organizó la policía, hermoseó la capital, y al[275] nivelar la plaza (17 diciembre 1790) se encontró la piedra Tonalamatl o Calendario mejicano.

Una expedición que mandó al Norte del mar Pacífico (1791) para descubrir un estrecho que uniese las bahías de Hudson y Baffin, sólo dió por resultado la exploración del litoral hasta la isla de Vancouvert. Arregló la administración de justicia, protegió la instrucción pública, fomentó la industria y la minería y abrió nuevas vías de comunicación. Como materiales para la historia de México, hizo copiar los manuscritos que existían en los conventos o en poder de particulares.

Procede registrar el siguiente hecho: el arzobispo de México remitió al Conde de Floridablanca (27 enero 1792) un informe que se le había pedido acerca de la conducta moral y política y modo de obrar del virrey[309]. Posteriormente el mencionado virrey, conde de Revillagigedo, escribió algunas cartas al conde de Aranda acerca de emisarios propagandistas de la independencia[310].

Durante el virreinato de D. Miguel de la Grua Talamanca y Branciforte, marqués de Branciforte, casado con D.ª María Antonia Godoy, hermana del príncipe de la Paz, continuó la propaganda revolucionaria. Con fecha 26 de Septiembre de 1795, el virrey escribió al duque de Alcudia, remitiendo al mismo tiempo copia de un libelo introducido en aquel virreinato y daba cuenta de las providencias que había tomado para que se recogiesen el mencionado papel y otros de igual naturaleza[311]. Las sediciones interiores ocuparon mucho tiempo al virrey e igualmente la propaganda revolucionaria de los franceses. Al príncipe de la Paz dió cuenta (26 noviembre 1796) del expediente que hubo de formar para recoger estampas que representaban el suplicio del rey de Francia y su real familia[312]. No es de extrañar, pues, que la ciudad de México escribiese una carta al citado Godoy relatando los hechos de lealtad, méritos y servicios del marqués de Branciforte[313].

Una de las primeras ocupaciones del virrey D. Miguel José de Azanza, fué el descubrimiento de una conspiración que tenía por objeto la independencia de México. Autores y cómplices cayeron en poder de las autoridades[314]. Descubrióse en el año 1799 y se denominó la conspiración de los machetes. El jefe de ella se llamaba D. Pedro Portilla, hombre valeroso, enérgico y activo.

Después del virreinato de don Félix Berenguer de Marquina (1800[276] a 1803), quien logró que fracasara la conspiración del indio Mariano en Tepic, encaminada al restablecimiento de la monarquía azteca, ocupó cargo tan importante don José de Iturrigaray (1803 a 1808). Debió comenzar bien, por cuanto el ayuntamiento de la ciudad de México escribió a S. M. informando de la felicidad que gozaba el reino con el gobierno de Iturrigaray y pidiendo que continuase en él[315]. Lo mismo pidieron los gobernadores de indios de las parcialidades de San Juan y Santiago contiguas a la ciudad de México[316]. Sin embargo, se halla probado que Iturrigaray era codicioso y avaro, como también es indudable que remitió a España grandes cantidades, único modo de tener contentos a los cortesanos y favoritos de Carlos IV y de María Luisa.

Bajo su gobierno y con anterioridad al año 1805, los Honorables Juez James Workman y Coronel Lewis Kerr idearon un proyecto «para la conquista de las Provincias Españolas» en América. Dicho proyecto contó años después muchos partidarios, siendo algunos de ellos «personas distinguidas.» Formaron una junta secreta, denominada Asociación Americana; su objeto y planes se extendían a la conquista de Nueva España, o más bien «a su emancipacion de toda dependencia y sujecion a Dueños Europeos, erigiéndola en un Govierno independiente, aliado de los Estados Unidos, y bajo su proteccion (sic)», deviendo ser el primer paso que habían de dar la toma de Baton Rouge y tremolar allí «el antiguo Estandarte Mejicano», proponiéndose «librar a los territorios vecinos del yugo opresibo de los tiranos de España... y libertar a México de un yugo que aborrece...» La Asociación Americana contaba realizar otras dos expediciones con los auxilios de los Estados Unidos y de México: la una por el rumbo de Bexar, y la otra desembarcando en Panuco. Procesados los conspiradores principales, por haber intentado «una expedición ilegal», se excusaron diciendo que sólo trataban de prepararse para el caso de que España «se declarara enemiga» de los Estados Unidos. Dióse la sentencia el 6 de mayo de 1807 por la sala de la ciudad de Nueva Orleans[317], absolviendo a los acusados, sin embargo de que uno de ellos vomitó las más injuriosas exprecciones (sic) contra España y su gobierno en América, alegando justos motibos—en el concepto suyo—para desear y tratar de la independencia de ella. Alúdese en dicha causa a Aaron Burr, vicepresidente de la República de los Estados Unidos, que también trató de invadir a Nueva España, y al famoso General venezolano D. Francisco Miranda, ya rebelado contra la Monarquía Española[318].

[277] Acerca de la codicia y despotismo de Iturrigaray recordaremos que en enero de 1808 un sobrino del conde de Campomanes—retirado en el pueblo de San Juan Bautista Giguipilco, a 22 leguas de México—, dirigió sobre el particular verídica representación a Fernando VII[319].

Las noticias que daremos a continuación, las tomamos de la Relación o Historia de los primeros movimientos de la insurrección de Nueva España y prisión de su virrey D. José de Iturrigaray, escrita por el capitán del Escuadrón Provincial de México D. José Manuel de Salaverría y presentada al actual virrey de ella el Excmo. Sr. D. Félix María Calleja (12 de agosto de 1816). Comienza diciendo que desde la llegada del virrey a México, se notó que vendía todos los empleos, así civiles como militares. D. Rafael Ortega, secretario particular del virrey, imitando la inmoral conducta de su General, vendía su influjo a favor de los injustos solicitantes, y una criada de la virreyna hacía lo mismo con el favor de su señora[320]. El 8 de junio del año 1808, hallándose Iturrigaray en San Agustín de las Cuevas, tuvo noticia de los sucesos de Aranjuez y de la subida al trono de Fernando VII. Hízose sospechoso de antipatriota, porque tanto él como su familia acostumbraban a decir que Fernando VII jamás sería rey de España y que Napoleón lo sacrificaría a su propia seguridad. Eran los consejeros del virrey, Fray Melchor Talamantes, religioso mercenario, que aspiraba a una mitra, y otro clérigo, que deseaba el patriarcado de la nación española. Los togados Villa-Urrutia, Villa-Fañe y Fagoaga pretendían los primeros cargos del imperio. El marqués de Rayas, los abogados Verdad y Azcárate, el coronel Obregón y otros formaban también parte de la camarilla del virrey. Los capitulares de la ciudad, gente ambiciosa y perdida, convinieron, después de muchas juntas, reconocer al virrey como soberano independiente con el nombre de José I, no sin pensar que más adelante lo sacrificarían á su venganza[321]. Habiendo llegado a México la noticia de que la nación española se había sublevado contra los franceses, el virrey, aunque tal vez a disgusto de sus amigos y de él mismo, se decidió a celebrar la coronación de Fernando VII, ceremonia que se verificó a mediados de agosto. Contando Salaverría (autor de esta Relación) con el apoyo del rico propietario Yermo, se decidió a deponer al virrey. Ayudado por otros—pues Iturrigaray tenía muchos enemigos—el 15 de septiembre de 1808 fué preso con toda su familia, siendo nombrado sucesor interino, conforme a la Real orden de 30 de octubre de 1806, D. Pedro Garibay, mariscal de Campo. El[278] acuerdo estuvo acertado al nombrar a Garibay. Iturrigaray fué llevado a Veracruz, llegando en la noche del 28 del citado mes. Con fecha 16 de septiembre se publicó en México una proclama dando la noticia de la deposición del virrey. En el mismo día se hizo inventario de las alhajas encontradas en la habitación de Iturrigaray, que por cierto no eran pocas ni de escaso valor, en particular las perlas y brillantes. En un cajoncito que tenía un letrero que decía Dulce de Querétaro, se encontraron 7.383 onzas de oro. En la persecución de que fué objeto don José de Iturrigaray, debió influir la circunstancia de que el virrey era hechura del príncipe de la Paz. Lo que puede sí asegurarse es que fué absuelto del delito de infidencia y que algunos de sus parciales, como el licenciado Juan Francisco Azcárate, «quedaron—según decreto del virrey Venegas, del 27 de septiembre de 1811—en la buena opinión y fama que se tenía de su honor y circunstancias antes de los sucesos de 1808.»

Gobernó D. Pedro Garibay diez meses. En su tiempo el licenciado D. Julián de Castillejos hizo circular anónima proclama, y en ella invitaba a los habitantes del país a «proclamar la independencia de Nueva España, para conservarla a nuestro Augusto y amado Fernando Séptimo, y para mantener pura e ilesa nuestra fe.» «En las actuales circunstancias—decía—la soberanía reside en los pueblos.» Terminaba con las siguientes palabras: «No se oiga de vuestros labios (se refería a los habitantes de Nueva España) más voz que la de independencia. Así seremos verdaderos defensores de nuestra Santa Religión y fieles vasallos del amado y deseado Fernando Séptimo, y no esclavos del tirano de la Europa.» Castillejos—como poco antes otros que habían proclamado lo mismo—fué procesado y preso. No le valió decir que la proclama era «inocente» y que no tendía a «una independencia absoluta, infiel y rebelde», sino a una «hipotética y condicional, supuesta la desgracia de que el tirano Napoleón subyugase a la España», pues el juez consideró que estaba «vastamente combencido del atrocisimo Crímen público de sedición y discordia, con las orribles miras de independencia y rebilion contra nuestro Augusto Soberano», y lo sentenció a ser conducido a España bajo partida de registro, a disposición de la Suprema Junta Central. No se pidió la pena de muerte para «tan atroz y escandaloso delinquente», porque no convenía aplicarla «en las apuradas circunstancias del día.» Indultado el licenciado Castillejos «en virtud del decreto de las Cortes Generales y Extraordinarias de 30 de noviembre de 1810» pudo regresar a Nueva España; pero, apenas hubo pisado la tierra patria, fué de nuevo reducido a prisión, por ciertas expresiones imprudentes que dijo y que ofendieron mucho la extremada susceptibilidad del virrey Venegas.

[279] También en los comienzos del año 1809 merecieron ser encausados Fr. Miguel Zugasti y el Marqués de San Juan de Rayas, ambos por haber censurado la prisión del virrey Iturrigaray, la que calificaron de injusta, añadiendo el último que fué un atentado de «una canalla de hombres.»

Garibay restableció la tranquilidad en Nueva España; pero su avanzada edad no era muy a propósito para los graves cuidados del virreinato.

Era necesario y aun urgente el nombramiento de un virrey «de opinión, de probidad y de carácter y que si fuese casado deje a todos sus hijos en España en rehenes de su fidelidad, conforme a una antigua y sabia ley de Indias.» D. Juan Jabat, comisionado de la Junta de Sevilla, propuso la extinción total del ayuntamiento de México «por haber provocado con escándalo la independencia del país.» Debía ser sustituído por 12 vocales de los sujetos de más acreditada probidad de México, la mitad europeos y la otra mitad criollos, los cuales se renovarían cada seis años[322]. La necesidad de un virrey de grandes prestigios determinó el nombramiento que hizo la Central (8 febrero 1808) a favor del secretario de guerra D. Antonio Cornel, quien renunció el cargo fundándose en que era falta de patriotismo salir de España en aquellas circunstancias. Admitiósele la renuncia y continuó desempeñando la Secretaría de Guerra[323]. El 16 de febrero la Junta Central acordó que desempeñase tan elevado puesto D. Francisco Javier de Lizana y Beaumont, arzobispo de México, siendo celebrado su nombramiento con bastante entusiasmo[324]. El mismo virrey, en carta del 19 de agosto de 1809, dice a D. Francisco de Saavedra que tomó posesión de sus empleos de virrey y gobernador el 19 de julio próximo pasado, después de haber reiterado el juramento de obediencia a la Suprema Junta Gubernativa[325]. Fiel a la persona de Fernando VII, trabajó sin descanso por la causa de la legalidad.


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CAPITULO XVIII

Capitanía general de Guatemala.—La Audiencia: Alonso Maldonado.—El Cabildo y las Nuevas Leyes.—El P. Las Casas.—López Cerrato.—El obispo Valdivieso es asesinado.—Revolución de los Contreras.—Administración de Cerrato.—Revueltas en Nicaragua.—El Dr. Rodríguez de Quesada.—Ramírez de Quiñones.—Administración de Núñez de Landecho.—Fallecimiento del obispo Marroquín.—Traslación de la Audiencia a Panamá.—El obispo Villalpando.—Fallecimiento del P. Las Casas.—Restablecimiento de la Audiencia.—El Dr. González, el Dr. Villalobos y García de Valverde.—Minas en Honduras.—Repartimiento de indios.—El oidor Abaunza.—Los presidentes Mallén, Sandé y Castilla.—Los piratas.—Estadística para la cobranza de la alcabala.—Artes.—El Puerto de Santo Tomás.—Los holandeses.—El presidente Peraza.—Alcabalas.—Orden público en Costa Rica.—Los presidentes Acuña y Quiñones: protección a los indígenas.—Uso del papel sellado.—El presidente Avendaño.—El oidor Lara.—Inundaciones.—Estado de Honduras y de Nicaragua.—Los presidentes Altamirano y Mencos.—Terremoto.—Estado de Costa Rica.—La imprenta en Guatemala.—Corsarios en Nicaragua.—El presidente Alvarez.—La nueva catedral.—Enemiga de la Audiencia a Alvarez.—El obispo presidente.—Los corsarios.

La provincia de Guatemala fué constituída en Capitanía general el año 1542, y dicho gobierno duró hasta los comienzos de la centuria XIX. La mencionada Capitanía general tuvo pronto Audiencia, alto tribunal que se inauguró en la antigua ciudad de Gracias a Dios, el día 16 de mayo de 1544. Hallábase por entonces dividido en 13 provincias el distrito de la Real Audiencia, las cuales eran: Chiapas, Soconusco, Vera-Paz, Izalcos, Salvador, San Miguel, Honduras, Chuluteca, Nicaragua, Taguzgalpa y Costa Rica. Componían la Audiencia, como presidente el licenciado Alonso Maldonado, y como oidores los licenciados Diego de Herrera, Pedro Ramírez de Quiñones y Juan Ro[281]gel. Dicen los cronistas contemporáneos que dicho presidente, sucesor de D. Francisco de la Cueva, nada hizo digno de especial mención. Llegó Alonso Maldonado a Guatemala en los primeros días del mes de mayo de 1542. Si protestó el cabildo contra las Ordenanzas de Barcelona o Nuevas Leyes, tan beneficiosas para los indios y de las cuales ya hemos dado noticia y nos ocuparemos con alguna extensión en el capítulo XXXIII de este tomo, voces autorizadas salieron a su defensa. Entre sus defensores más decididos—como varias veces también se ha indicado—estaban los dominicos, y a la cabeza de ellos el P. Las Casas. Fray Bartolomé, el licenciado Marroquín, obispo de Guatemala, y Fray Antonio Valdivieso, electo de Nicaragua, se pusieron de acuerdo para dirigirse a Gracias a Dios, y exponer ante la Audiencia sus inclinaciones en favor de los indios. Reunidos los tres prelados comenzaron con toda actividad sus trabajos. Sus memoriales fueron recibidos con desagrado por aquel alto tribunal, especialmente el del obispo de Chiapa. Los jueces, desde los estrados, insultaron al peticionario, distinguiéndose entre todos por su enemiga al P. Las Casas, el licenciado Alonso Maldonado. En carta fecha en Gracias (9 noviembre 1545), el P. Las Casas dice al príncipe D. Felipe que al presidente Maldonado y a los oidores Ramírez y Rogel les amonestó y amenazó con excomulgarlos en su obispado; por este motivo dicho presidente «díjome palabras muy injuriosas en gran menosprecio y abatimiento e injuria e contumelia de mi dignidad, no menos que si fuera él el Gran Turco, etcétera.» Si la razón estaba de parte del obispo de Chiapa, habremos de reconocer que, no sólo los seglares, sino algunos individuos del clero, censuraban el exagerado celo del P. Las Casas.

Recordaremos—y con esta noticia se dará fin a los sucesos acaecidos durante la presidencia de Alonso Maldonado—que cuando éste quiso agregar a su gobernación la provincia de Honduras, los colonos se negaron a ello y consiguieron su independencia.

Al licenciado Alonso Maldonado sucedió el licenciado Alonso López Cerrato (1548-1554)[326]. López Cerrato se mostró decidido a favorecer a los indios, conforme le había encargado el gobierno de la metrópoli. Declaró libres la mayor parte de los de la provincia de Guatemala; pero tuvo el sentimiento de que durante su gobierno se despoblara Nueva Sevilla.

En el año 1548 ocurrieron en Nicaragua sucesos de mal carácter. D. Rodrigo de Contreras, gobernador que había sido de la provincia, sufrió gran contrariedad cuando la Audiencia, en virtud de una de las cláusulas de las Ordenanzas de Barcelona, se hizo cargo de dicha go[282]bernación. Los disgustos de Contreras por haber perdido su gobierno de Nicaragua, y por otras causas, los vino a pagar el obispo de la diócesis, D. Fray Antonio de Valdivieso. El 26 de febrero de 1549, en la antigua ciudad de León, que llaman hoy el Viejo, Hernando y Pedro, hijos de D. Rodrigo, se pusieron al frente de formidable insurrección. Hernando, asaz malvado, a la cabeza de algunos conjurados, penetró en la casa del obispo y le asesinó con su daga, hallándose presente Doña Catalina Alvarez Calvento, madre de dicho prelado. Hernando, añadiendo el robo al asesinato, hizo descerrajar dos cofres del obispo, tomando el oro y la plata que encontró a mano; y sus partidarios asaltaron las casas de los vecinos más acomodados, a quienes exigieron armas y caballos. Hernando de Contreras remitió a su hermano Pedro, que se hallaba en Granada, el puñal con el cual había asesinado a Fray Antonio de Valdivieso. El alma de la descabellada empresa era un tal Juan Bermejo, gran amigo de los Contreras. Los conjurados, dirigidos por dichos hermanos, por Juan Bermejo y por otros, recorrieron la tierra, cometieron toda clase de desacatos y no hicieron caso de La Gasca, encargado por Carlos V de la pacificación del Perú. Los de Panamá, tomando la voz del Rey, y dirigidos por Arias de Acevedo, se prepararon a combatir a los rebeldes. Las fuerzas de los insurrectos fueron completamente desbaratadas «y en el espacio de medio cuarto de hora—dice Herrera—no quedó rebelde, que no fuese muerto o preso»[327]. Más adelante añade el citado cronista: «de los hermanos Contreras se dijeron muchas cosas; pero la verdad es, que de ellos jamás se pudo entender ni saber cosa cierta, y así es la opinión, que los debieron de matar los indios o los negros»[328].

Por entonces, el presidente López Cerrato, considerando que Gracias no era el punto más a propósito para la residencia de las supremas autoridades, solicitó de la metrópoli la traslación de la Audiencia a Guatemala, lo cual se realizó al poco tiempo (1549). Las reformas de López Cerrato dieron origen a protestas de los encomenderos y de algunas otras personas de respeto y consideración. El veterano soldado e historiador Bernal Díez del Castillo, desde Guatemala, con fecha 22 de febrero de 1522, dirigió extenso memorial a Carlos V, censurando con acritud al presidente de la Audiencia. Del mismo modo el cabildo de Guatemala mandó enérgica exposición al Emperador y, entre otras cosas, le decía que López Cerrato «ni es para ser juez, ni para ello tiene parte; porque le falta ciencia, paciencia y conciencia.» Contra tales acusaciones, tenemos el testimonio de los cronistas, que alaban la con[283]ducta del presidente. El descontentadizo Las Casas, tan severo con los gobernadores de las Indias, exceptúa de la general censura a D. Antonio de Mendoza, virrey de Nueva España, á D. Sebastián Ramírez, presidente de aquella Audiencia y a López de Cerrato, que lo era de la de Guatemala. Cansado de luchar dicho presidente con tantas dificultades, pidió permiso para dejar su cargo y volver a España. Habiendo comisionado el Rey al Dr. Rodríguez de Quesada, a fin de que tomase residencia a López de Cerrato, antes de terminar el juicio, falleció el digno magistrado.

Siendo gobernador de Nicaragua el licenciado Juan de Caballón, que residía en la ciudad de León, tuvo aviso de que llegaban rebeldes dirigidos por Juan Gaitán y un tal Tarragona, su maese de campo. Venían los rebeldes de la provincia de Guatemala y Honduras y a ejemplo del Perú, que estaba en contínuas revueltas, ellos se levantaron en armas con la mira de no pagar las muchas deudas que tenían. Hallábanse camino de León los conjurados y entre Gaitán y Tarragona se entabló la siguiente disputa. Tirábala de adivino Tarragona, quien dijo: que unos huesos y cabezas de vacas y toros que en el camino hallaron, era señal prodigiosa, y que temía, que si iban a la ciudad, morirían todos ahorcados. De opinión contraria fué Gaitán, quien sostuvo que aquella señal denotaba la carnicería que habían de hacer en los de la ciudad y el espanto que habían de poner en todas las Indias. Las fuerzas del licenciado Caballón desbarataron a los revoltosos, teniendo la desgracia de caer prisioneros Gaitán y Tarragona. Algunos sufrieron la pena de muerte, entre ellos Gaitán y Tarragona; muchos fueron desterrados.

El Dr. Rodríguez de Quesada (1554-1558), tuvo que intervenir en las luchas que sostenían los frailes con el obispo. Castigó a los indios de Lacandón, los cuales habían muerto al padre Vico y a otros misioneros. La industria recibió algún impulso en la provincia de Guatemala (compuesta entonces de la actual república de dicho nombre y de la del Salvador, con Chiapa y Soconusco), la seguridad personal mejoró bastante y las costumbres públicas progresaron del mismo modo. El 25 de mayo de 1557, el ayuntamiento de Guatemala alzó pendones por Felipe II, celebrándose después espléndidas fiestas.

Encargóse Pedro Ramírez de Quiñones del gobierno por fallecimiento de Rodríguez de Quesada (28 noviembre 1558). Conocedor el gobierno de la metrópoli de que los lacandones seguían robando y matando a los habitantes de los pueblos cristianos, dispuso que el presidente Ramírez y la Audiencia hiciesen guerra a aquéllos, pudiendo reducirlos a la esclavitud. De este modo se derogó una de las disposiciones más[284] importantes de las Ordenanzas de Barcelona. La expedición se dirigió, no sólo contra los indios de Lacandón, sino contra los de Puchutla; unos y otros sufrieron tremendo castigo.

El licenciado Juan Núñez de Landecho (1559-1570) no siguió el camino de sus antecesores. Su amistad con unos cuantos, poco escrupulosos en asuntos de la hacienda pública, le desacreditaron ante la opinión general. Era uno de aquellos Antonio Rosales, regidor perpétuo y tal vez el autor de una exposición dirigida al Rey, en la que no escaseaban los elogios al nuevo presidente y se pedía para él la gobernación de Guatemala. Se quería que el gobierno, tanto político como militar, estuviese en una sola mano y no en los cuatro o cinco sujetos que componían la Audiencia. Accedió el Rey y en cédula de 16 de septiembre de 1560 decía: «Avemos acordado que vos tengais la gobernacion y proveais los repartimientos que se ovieren de encomendar y los otros oficios que se oviesen de proveer, ansi como lo ha hecho hasta aquí toda esa Audiencia; por ende, por la presente vos damos facultad y poder para que vos solo tengais la gobernacion, ansí como la tiene nuestro visorrey de la Nueva España.» Seguía el ayuntamiento con su tarea de escribir cartas en alabanza del gobernador, y como entendiese dicho cabildo que algunos no participaban de sus ideas respecto á Landecho, se dirigió de nuevo al monarca, con fecha 26 de enero de 1562, protestando contra cualquier informe en contrario y repitiendo los elogios anteriores. Un año después, esto es, en enero de 1563, volvió el cabildo a escribir al Rey, y ya ni siquiera mencionaba a Landecho. Este silencio significaba que los indivíduos del ayuntamiento iban conociendo las mañas del gobernador.

Día de luto fué para Guatemala el 18 de abril de 1563. En ese día falleció D. Francisco Marroquín, virtuoso y primer prelado de Guatemala. Gobernó treinta y tres años la diócesis.

Llegó al fin a oídos del Rey la mala administración de Landecho. El licenciado Francisco Briseño fué nombrado (30 mayo 1563) por real cédula para que se presentara en Guatemala y abriese juicio de residencia al inmoral gobernador. Hasta el 2 de agosto de 1564 no llegó Briseño a Guatemala, abriendo en seguida el juicio de residencia contra el presidente e individuos de la Audiencia. Viendo Landecho que las cosas tomaban para él mal aspecto, salió de la ciudad disfrazado y huyó en un barquichuelo, no sabiéndose más de su persona. Es de creer que naufragase, dada la débil embarcación en que se lanzó a la mar. Los oidores fueron severamente castigados y por real cédula que se publicó en Guatemala el 19 de noviembre de 1564 la Audiencia se trasladó a Panamá. A dicha Audiencia quedaron sujetas las provincias de[285] Nicaragua y Honduras, y a la de México las de Guatemala, Chiapa, Soconusco y Vera Paz.

Continuó Briseño con el mando de Guatemala. Por entonces vino a ocupar la silla episcopal D. Bernardino de Villalpando, obispo que había sido de Santiago de Cuba. Se presentó en Guatemala (1565) rodeado de numeroso acompañamiento de clérigos, seglares y no pocas mujeres con sus correspondientes criadas. Gustábale recibir obsequios, y si con los obsequiantes se mostraba cariñoso, con los demás era desabrido y descortés. Una de sus primeras determinaciones fué quitar los curatos a los frailes y encomendarlos a clérigos regulares. Hasta tal punto llegaron las demasías de Villalpando, que Felipe II dirigió una cédula al gobernador Briseño, y en ella se hacían cargos de no poca gravedad al prelado, pues, entre otras cosas, decía: «y que así mismo tiene en su casa ciertas mujeres que no son sus hermanas ni primas, y que la una de ellas es de edad de diez y ocho años y poco honesta, por cuya intercesion y de un sobrino suyo del dicho obispo, con dádivas y presentes han de negociar con él los que quisieren conseguir algo...»

Perjuicios sin cuento habían acaecido con la traslación de la Audiencia a Panamá. Entre los más decididos a que volviese a Guatemala se hallaban los dominicos, quienes recomendaron el asunto al antiguo obispo de Chiapa. Sin embargo de que el P. Las Casas contaba más de noventa años, hizo un viaje a Madrid, logrando atraerse el ánimo del Rey y de los consejeros. Luego, cuando se disponía a salir de la corte, rápida enfermedad le condujo al sepulcro (fines de julio de 1566). Fray Bartolomé, aunque amigo de la verdad, era crédulo, hasta el punto de escribir, no una historia, sino una epopeya. Su simpatía hacia la raza indígena y su antipatía hacia los conquistadores españoles, le hicieron, sin que él se diese cuenta de ello, parcial y algunas veces injusto. Con todo eso, el P. Las Casas fué la primera figura, la más piadosa y buena, entre todos, ya descubridores o conquistadores, ya gobernantes o colonos, que pasaron a las Indias.

Volviendo a reanudar el hilo de nuestra historia, comenzaremos diciendo que se restableció la Audiencia en Guatemala a mediados del año 1568, nombrando el Rey como presidente al doctor Antonio González, que desempeñó el cargo hasta comienzos de 1573. El 5 de enero de 1570 llegaron a la ciudad el presidente, los oidores y el fiscal, abriéndose la Audiencia el 3 de marzo. Como frecuentemente sucedía, no fueron cordiales las relaciones entre el presidente y el cabildo.

Hizo el Dr. D. Pedro de Villalobos su entrada pública el 26 de enero de 1573. Dispuso en seguida la reparación de caminos y construcción de puentes en los ríos que dificultaban el tráfico entre las provin[286]cias del reino. A la sazón, la escasez de trigo y los temblores de tierra alarmaron a los habitantes del país, si bien renació la tranquilidad a causa de la abundancia de carne y de frutas. En tiempo de Villalobos se estableció la alcabala interior y se dieron algunas disposiciones que no favorecían a los indios.

El licenciado García de Valverde se encargó del mando en noviembre de 1578. En enero de 1579 el corsario inglés Guillermo Parker, después de haber asaltado y robado la Isla Española, se presentó en las costas de Honduras, tomando y saqueando la ciudad de Trujillo. A los tres meses de la invasión de Parker por el Norte, Francisco Drake, ayudado por la reina Isabel de Inglaterra, amenazó por el Sur el gobierno de Guatemala. La expedición que organizó Valverde para ir en persecución del valeroso Drake, le dió justa fama y no poco renombre.

En esta época se descubrieron en Honduras las minas de plata llamadas de Guarcorán y las de los cerros de San Marcos, Agaltera, Tegucigalpa y Apazapo; eran tan ricas, que daban, generalmente, a razón de seis a diez y más onzas por quintal.

Recordaremos que si se concedieron repartimientos de indios para los trabajos más urgentes de la agricultura, se prohibió la elaboración del añil, porque se decía que este trabajo era muy dañoso al indígena. Esta era la opinión de la Audiencia, aunque el ayuntamiento hubo de afirmar lo contrario. La agricultura adelantó mucho, merced a las reformas del cabildo de Guatemala, «compuesto—como dice Milla—de los principales y más ricos vecinos, a quienes abonaba el prestigio de la descendencia de conquistadores y primeros pobladores del país»[329]. Real cédula (27 mayo 1582) supone, según informes dados al monarca, que había desaparecido más de la tercera parte de la población indígena, atribuyéndose esto a los malos tratamientos de los encomenderos. Debieron informar al Rey algunos clérigos y frailes, fuente sospechosa, tratándose de esta material[330].

Ruda oposición encontró el licenciado García de Valverde en Alvaro Gómez de Abaunza, oidor de la Audiencia. En largo memorial dirigido al Rey, decía el oidor que el presidente sólo se ocupaba en fabricar iglesias y conventos, en concurrir a congregaciones y cofradías, con abandono de los deberes de su cargo. Trabajaba como un peón en dichas obras y era tanta su intimidad con los frailes, que frecuentemente asistía al coro con ellos.

El 21 de julio de 1589 fué promovido Pedro Mallén de Rueda a la presidencia de la Real Audiencia de Guatemala. Mallén fué un hombre[287] estrafalario y tirano. Se malquistó con el obispo, que era a la sazón Fray Gómez Fernández de Córdova, y abofeteó a Fray Francisco Salcedo, guardián del convento de San Francisco. Bajo el gobierno de Mallén—según se cree—comenzó el comercio con la China y algo hizo el presidente para aumentar la riqueza del país. Marchó a España, no loco, como dicen Fuentes, Vázquez y Juarros, sino en su sano juicio, según carta del cabildo al Rey fechada el 16 de febrero de 1595.

En agosto de 1594 se encargó de la presidencia de Guatemala el Doctor Francisco de Sandé, enemigo decidido del ayuntamiento. Habiendo sido promovido el Dr. Sandé a la presidencia del Nuevo Reino de Granada, salió de Guatemala el 6 de noviembre de 1596, quedando el gobierno en manos del licenciado Alvaro Gómez de Abaunza, oidor decano.

Aunque el Doctor Alonso Criado de Castilla fué nombrado presidente de la Audiencia de Guatemala en 1596, no tomó posesión del cargo hasta el 19 de septiembre de 1598. A la muerte de Felipe II se celebraron en Guatemala solemnes honras fúnebres, y en seguida se alzaron pendones por el nuevo rey Felipe III. En el mismo año murió el caritativo obispo Fernández de Córdova, después de haber gobernado la diócesis veinticuatro años. No hubo paz ni armonía entre el presidente y el cabildo. Si es cierto que el cabildo promovía algunos proyectos de interés público, también es cierto que olvidaba a veces los derechos de la Corona.

Por el año 1600 apareció delante de Puerto-Caballos una escuadra de piratas, cuyo capitán, sucesor de Parker, se llamaba Sherly. Hicieron el desembarco; pero atacados por los españoles, después de perder 47 hombres, se reembarcaron a toda prisa. Añade el mismo cronista Fuentes que en el año 1603 y en el puerto citado, el capitán Juan de Monasterio, al frente de dos naves, peleó con una escuadra de piratas mandada por los capitanes Pié de palo y Diego el Mulato, criollo de la Habana. Monasterio luchó como un héroe, siendo al fin hecho prisionero. Antes que Fuentes, refirió el hecho el cronista Remesal, que vino a Guatemala el 1613, esto es, diez años antes que ocurrió el suceso[331].

Sumamente curiosa es la estadística que se formó en el año 1604 para la cobranza de la alcabala. Veámosla:

[288]

VECINOS Tostones
que
pagaban.
76 encomenderos 599
108 mercaderes 2.346
13 tratantes 25
13 pulperos 62
22 dueños de obrajes (de añil) 254
10 dueños de trapiches 132
11 cereros y confiteros 74
7 herreros 15
10 viudad de trato 43
7 molineros 39
8 caleros y tejeros 31
82 labradores 509
33 criaderos de Ganado 226
76 oficiales de diferentes oficios 145
76 oficiales de diferentes oficios 145
Total     4.500

En el mismo año de 1604 las profesiones de artes liberales y mecánicas se dividían en la ciudad de la manera siguiente:

Plateros4
Orificos2
Escultores5
Pintores3
Sombrereros4
Barberos8
Espadero1
Talabarteros5
Polvorista1
Carpintero1
Batioja1
Zapateros18
Calcetero1
Violero1
Guanteros2
Cereros8
Sastres8
Cantero1
Herreros3
Sedero1
Comidero1
Albañil1
Confiteros2
Herradores4
Total     87

Como acontecía frecuentemente, entre el cabildo y la Audiencia las relaciones eran tirantes.

Formábanse ilusiones con motivo del reciente descubrimiento del puerto de Santo Tomás. En el año 1607 renació en el ánimo de los in[289]dividuos del cabildo una idea más patriótica que realizable, y en ella ya se había pensado algunos años antes. Consistía esta idea en obtener una resolución del Rey para que el comercio de España con el Perú y demás reinos situados en las costas del Pacífico no se hiciese por Nombre de Dios y Panamá, sino por la vía de Santo Tomás al golfo de Fonseca. La idea, pues, de establecer la comunicación interoceánica a través de lo que al presente se llama Centro-América, es muy antigua, casi contemporánea a la conquista. Por cierto que la provincia de Nicaragua no vió con gusto el pensamiento, creyendo que sería la ruina de su comercio, y propuso a su vez que se hiciera el tránsito por el río San Juan.

Procede recordar que en el citado año llegó al mencionado puerto de Santo Tomás una escuadra holandesa, que capitaneaba el conde Mauricio de Nassau[332], la cual se apoderó de los efectos que había en dicho puerto e incendió la población.

También en el mismo año de 1607 se verificó la supresión del obispado de Vera Paz, creado en 1559. Se reincorporó la diócesis al obispado de Guatemala[333].

Don Antonio Peraza de Ayala, conde de la Gomera, vino á hacerse cargo en el año 1611 de la presidencia de la Audiencia, de la gobernación y de la capitanía general. Hizo algunas mejoras en la capital y dictó algunas disposiciones que le grangearon simpatías. Sin embargo, fué bastante exigente en la cobranza de las alcabalas, y por ello tuvo disgustos con el cabildo.

Dimos noticia de los productos de la alcabala en el año 1604; veamos los que dió en los años siguientes:

Años.Tostones.
16054.422
16062.463
16071.975
16081.914
16091.935
16101.548
16111.394
16121.262
16135.195
16147.180
16159.588
161611.655
16179.012
161810.311
161910.452
162012.471

[290] En el año 1621 se celebraron honras fúnebres por el fallecimiento de Felipe III, y en seguida grandes festejos por la proclamación de Felipe IV.

Puso en cuidado a las autoridades de Guatemala (1622) las alteraciones de Costa Rica, y de cuya provincia era entonces gobernador don Alonso de Guzmán.

Los productos de la alcabala desde el año 1621 á 1626, fueron los que copiamos a continuación:

Años.Tostones.
162113.072
162217.089
162311.541
162416.043
162511.223
162617.223

A mediados del año 1627 vino a tomar posesión de la presidencia, en sustitución del conde de la Gomera, Don Diego de Acuña, comendador de Hornos en la Orden de Alcántara. El recibimiento que hizo el cabildo a Acuña fué sumamente expresivo. Durante su gobierno los impuestos establecidos por la metrópoli pesaban de un modo considerable sobre los pacíficos habitantes de Guatemala. El Dr. Acuña terminó el tiempo de su presidencia en enero de 1634.

Sucedióle Don Alvaro de Quiñones y Osorio, y el cabildo celebró con suntuosos festejos su posesión. El nuevo gobernador quiso proteger la población indígena, harto diezmada en las provincias de Honduras, Nicaragua y El Salvador. Unas cincuenta familias españolas, que se dedicaban a la fabricación del añil en aquella comarca, fundaron nueva población, a la que dieron el nombre de San Vicente de Lorenzana (1635). El Rey premió servicios tan señalados concediendo a Quiñones Osorio el título de marqués de Lorenzana. Tres años después (28 diciembre 1638), por Cédula, se ordenó el uso del papel sellado para todos los dominios de Indias y, aunque el cabildo, en razón de la pobreza del país, suplicó al Rey la suspensión de aquella providencia, la reclamación no fué atendida. Se establecieron cuatro sellos: el pliego del sello primero valía 24 reales, el del segundo 6, el medio pliego del tercero un real y el del cuarto un cuartillo.

D. Diego de Avendaño sustituyó en la presidencia al marqués de Lorenzana (1642). Guatemala celebró con fiestas su toma de posesión. Como acontecía con frecuencia, no marchaban bien las relaciones entre el cabildo y el presidente, ocasionando todo esto malestar general. Además, el comercio se hallaba casi arruinado y a ello contribuía la plaga[291] de corsarios que infestaba nuestras costas. Por último, como la situación de la metrópoli era cada vez más apurada, los impuestos seguían aumentando.

Por fallecimiento del probo y justiciero presidente Avendaño (2 agosto 1649) tomó el mando el oidor más antiguo, D. Antonio de Lara Mogrovejo. Feliz fué la expedición que en 1650 se hizo para arrojar a los ingleses de las islas de Roatán y Utila, de las cuales se habían apoderado hacía ocho años. En el de 1652 terribles inundaciones ocasionaron perjuicios de consideración y los piratas continuaban cometiendo toda clase de depredaciones. Respecto a Honduras, jurisdicción de Choluteca, el beneficio de las minas era considerable y en Nicaragua se vivía con cierta abundancia.

D. Fernando de Altamirano y Velasco, conde de Santiago Calimaya (1654-1657), se puso al lado de la poderosa familia de los Mazariegos en los bandos que dividían a Guatemala. Lo mismo bajo el gobierno de Altamirano que en el de su antecesor se sintió profundo malestar a causa de haberse introducido mucha moneda de baja ley fabricada en el Perú. Falleció el conde de Calimaya y recayó el gobierno en la Audiencia.

Durante el año 1658 fué nombrado gobernador D. Martín Carlos de Mencos, que llegó con el obispo electo D. Fr. Payo Enríquez de Ribera. Entró el presidente el 5 de enero de 1659. Día triste registró la ciudad de San Salvador el 30 de septiembre de dicho año; violento terremoto redujo a escombros la iglesia parroquial y amenazó con destruir la población. Se creyó que el terremoto era debido al volcán en cuya falda está edificada dicha ciudad. Mientras que el gobernador D. Martín Carlos de Mencos se ocupaba en arreglar la cuestión de la moneda, en Costa Rica el gobernador D. Rodrigo de Arias Maldonado, hijo de D. Andrés, determinó la reconquista de Talamanca, cuyos habitantes vivían casi independientes. Después de dejar el gobierno el citado Arias Maldonado, los indígenas volvieron a su vida errante y salvaje, teniendo que ir, tiempo adelante, los misioneros para traerlos a la vida de la civilización. No deja de tener curiosidad la noticia de que en el año 1663 y bajo la gobernación de Mencos se hizo uso por primera vez de una imprenta, que trajo tres años antes José Pineda Ibarra. La primera obra que se imprimió—aunque algunos cronistas señalan otras—fué un tratado teológico de 728 páginas «en columnas de letra clara y uniforme, bien cortado, encuadernado y asentado como en Europa»[334]. El general Mencos, primer presidente militar que tuvo Guatemala, comprendiendo el peligro que corrían las posesiones españolas, siempre amena[292]zadas de los corsarios ingleses, se ocupó en la defensa de las costas. Razones tenía para ello, porque el 29 de junio de 1665, una partida de ciento veinte, mandados por Eduardo David, subieron por el río San Juan y atravesaron el lago de Nicaragua, cayendo sobre la ciudad de Granada[335]. La ocuparon sin resistencia, apoderándose de todo lo que encontraron a mano, y se llevaron prisioneros a algunos de sus habitantes.

Escarmentados los vecinos de Granada, y en particular su ayuntamiento, solicitaron recursos de Guatemala para fortificar la población y ponerla a salvo de los ataques de los filibusteros. Comenzó las obras el gobernador Salinas con los fondos que pudo reunir y con los que luego se le remitieron. Sin embargo, Nicaragua siguió amenazada por los corsarios, y no sólo Nicaragua, sino también Costa Rica. El general Mencos, contra la opinión de tenaz oposición de la Junta de Guerra de Guatemala, se decidió a marchar a Granada, sin embargo de sus setenta años y de sus achaques. Lo mismo el concejo que la Audiencia intentaron hacer desistir al presidente de su proyecto; todo hubiese sido en vano, si por entonces no se recibiera la noticia de que estaba nombrado nuevo presidente por el gobierno de la metrópoli.

El nuevo presidente se llamaba D. Sebastián Álvarez Alfonso Rosica de Caldas, caballero de la orden de Santiago, señor de la casa de Caldas y regidor perpetuo de la ciudad de León. Llegó a mediados de enero de 1667, siendo recibido con señaladas muestras de alegría por el cabildo y la Audiencia, bien que pronto comenzaron las rencillas y los disgustos entre aquellas corporaciones y la nueva autoridad. En tanto que en Nicaragua el gobernador Salinas se ocupaba en la construcción de un fuerte, al que dió el nombre de castillo de Austria, el presidente Álvarez hubo de nombrar gobernador interino de Nicaragua a D. Francisco de Valdés. Pronto se declararon guerra a muerte Valdés y Salinas, poniéndose Álvarez al lado del primero y la Audiencia de parte del segundo. Álvarez, lo mismo que antes Mencos, resolvió marchar a Nicaragua, y también como antes, el cabildo y la Audiencia le requerían para que desistiera del viaje. Fué a Nicaragua, tomó algunas medidas y volvió sin haber conseguido nada de provecho. Deseaban reedificar la catedral el obispo D. Juan de Santo Mathia, el cabildo y aun el público; sólo el presidente tenía empeño en levantar una nueva. Triunfó al fin el testarudo D. Sebastián, quien logró que Guatemala tuviese una de las catedrales más hermosas de la América española. Entre la Audiencia y Álvarez existían en un principio rencillas que[293] terminaron en odios, viéndose obligado el Rey a nombrar presidente de la Audiencia, visitador y juez de residencia a D. Juan de Santo Mathia, obispo de la diócesis. Antes de que terminara el juicio, murió D. Sebastián. En el año 1670 volvieron los corsarios a entrar por el río San Juan y llegaron a Granada, cuyos habitantes—como dice Ximénez—vivían tan descuidados, que ni un vigía tenían. Cometieron muchos ultrajes, lo mismo en los templos que en las casas de los particulares. Es de creer—aunque los cronistas no lo dicen—que el jefe de la expedición fué el inglés Juan Morgan.


[294]

CAPITULO XIX

Capitanía general de Guatemala (Continuación).—El presidente Escobedo: los piratas: Albemale y los misioneros.—El presidente Sierra.—Una limosna al rey de España.—Recopilación de Indias.—Los presidentes Alava y Enriquez de Guzmán: reformas.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—El presidente Barrios en Guatemala.—Expedición al Petén y Lecandón.—El presidente Sánchez de Berrospe.—Gobierno de la Audiencia, de Ceballos y de Cosío.—Costa Rica y Nicaragua.—El presidente Rodríguez de Rivas: terremoto de 1717.—Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.—Guatemala: gobiernos de Echevers y de Rivera Villalón.—Rivera Santa Cruz.—El arzobispado.—Los presidentes Araujo y Vázquez Prego.—Reformas.—Gobierno de Velarde.—El presidente Arcos.—Los misioneros.—Los presidentes Fernández de Heredia y Salazar: expulsión de los jesuítas.—El presidente Mayorga: terremoto de 1773.—Traslación de la capital al valle de La Virgen.—América Central.—El presidente Gálvez: reconquista de Omoa y de Roatán: colonia española en Trujillo: expedición a Río Tinto.—El presidente Estacherría.

Nombrado (29 octubre 1671) presidente, gobernador y capitán general D. Fernando Francisco de Escobedo, general de artillería, Gran Cruz de la orden de San Juan y bailío de Lora, llegó a Guatemala en febrero de 1672, y como de costumbre, tuvo recibimiento entusiástico. Emprendió en seguida la construcción de un fuerte en el río San Juan de Nicaragua, que se llamó de la Concepción, y cuyo nombre dejó poco después por el del río, esto es, San Juan. El 6 de noviembre de 1674, porque cumplía trece años Carlos II, se celebraron solemnes fiestas reales (corridas de toros, carreras, sortija, estafermo, luminarias, etc.). Mayores y más suntuosos fueron los festejos que se hicieron cuando el Rey tomó en sus manos las riendas del gobierno.

Tiempo hacía que se hallaban amenazados por los piratas los establecimientos españoles de aquella parte de las Indias, hasta que por la metrópoli hubo de ser nombrado gobernador de Jamaica el duque de[295] Albemale, con encargo de exterminar a los corsarios, lo que realizó—según refiere Alcedo—ahorcando a cuantos pudo haber a las manos. Por otra parte, los misioneros llevaron la civilización a las islas de la América Central, y con este motivo ya no tuvieron segura morada los aventureros y piratas.

Entre el obispo D. Juan de Ortega Montañés por un lado, Escobedo y los oidores Roldán y Novoa por otro, se declaró tenaz contienda, acordando el gobierno de la metrópoli que el licenciado D. Lope de Sierra Osorio se encargara del poder de Guatemala y abriese el juicio de residencia (1678). «Muy bien se lo tenían merecido todos—dice Ximénez—y aun mayores castigos, por las iniquidades que habían ejecutado»[336].

Obedeciendo órdenes de la metrópoli, Sierra Osorio convocó una junta con el único objeto de pedir en nombre del Rey algún donativo, pues tanta era la penuria de la corte. Expusieron algunos de los concurrentes la suma miseria a que estaba reducido el reino, acordando servir al monarca con veinte mil pesos, siempre que se les concediese permiso para comerciar con el Perú. Recordaremos que en el año 1680 se publicó la famosa Recopilación de Indias, en la cual se hallan las cédulas, cartas, provisiones, ordenanzas, instrucciones, autos y otros despachos expedidos para el buen gobierno de las colonias, desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II, en un lapso de tiempo de cerca de ciento sesenta años. También en 1680 se terminó el edificio de la catedral, cuyas obras comenzaron en el de 1669. Suntuosas fueron también las fiestas que se celebraron con motivo del matrimonio de Carlos II con María Luisa de Orleans.

Nombróse presidente y gobernador interino, con encargo de continuar el juicio de residencia de Escobedo, al licenciado D. Miguel de Augusto y Alava, caballero de la orden de Alcántara (1681). Nada digno de contar ocurrió en Guatemala desde el año 1681 hasta el 1683, en que vino a hacerse cargo de la presidencia D. Enrique Enríquez de Guzmán, caballero también de la orden de Alcántara, individuo del Consejo de guerra y de la Junta de Indias y armadas. El nuevo presidente mejoró el estado de los hospitales de la ciudad y protegió las tentativas hechas por los misioneros dominicanos para continuar las reducciones de indios infieles. Entre el gobernador de Soconusco y el Sr. Núñez de la Vega, obispo de Chiapa, ocurrieron serias desavenencias, en las cuales hubo de intervenir y, por cierto, con verdadero espíritu de justicia, el presidente Enríquez y luego el Consejo de Indias. El Rey aprobó las providencias del presidente de Guatemala, terminando la fa[296]mosa cuestión. Habiendo fallecido por entonces D. Alvaro de Losada, gobernador de Nicaragua, vino a reemplazarle el maestre de campo don Gabriel Rodríguez Bravo de Hoyos. Sobrevinieron en seguida graves disturbios, contribuyendo a ello la torpeza de Rodríguez, a quien sucedió (1693) D. Pedro Jerónimo de Colmenares. Habremos de recordar que la provincia de Costa Rica, a fines del siglo xvii, estaba en completa decadencia, no sin que para ello influyesen las frecuentes correrías de los corsarios. Dichas correrías obligaron a los habitantes a retirarse al interior, abandonando los cultivos de los puntos próximos a la costa. Por lo que respecta a la provincia de Honduras, allí se reunieron en 1689 muchos piratas, dirigiéndose algunos a Trujillo, donde cometieron toda clase de atrocidades. La provincia de El Salvador, a últimos del siglo xvii, hasta bien entrado el siglo xix, estuvo gobernada por un alcalde mayor, dependiente del gobierno central de Guatemala. En el citado año de 1694 era alcalde mayor de El Salvador y San Miguel, D. José de Calvo y Lara, sucesor de D. José Hurtado de Arias.

Continuando la historia de Guatemala, procede que digamos que el general Enríquez de Guzmán dimitió el mando el 1687, viniendo a reemplazarle en enero de 1688 el general D. Jacinto de Barrios Leal, caballero de la orden de Calatrava. Cuéntase que al desembarcar en la costa del Norte fué robado por las piratas. Si en la primera época de su gobierno mostró cierta moderación y prudencia, pronto hubo de romper con la Audiencia, y la causa tuvo origen—según refiere Fuentes y Guzmán en la Recordación Florida—en una centella amorosa, que a un tiempo mismo ardía en el corazón del Presidente y nacía en el del oidor Valenzuela. Habiendo llegado a conocimiento del gobierno de la metrópoli lo que ocurría, se nombró juez pesquisidor al licenciado D. Fernando López Ursino y Orbaneja. Llegó Orbaneja el 25 de enero de 1691 y se encargó en seguida del gobierno, el cual tuvo hasta diciembre de 1694, pues el Consejo de Indias no encontró nada censurable en Barrios Leal. Inmediatamente que volvió al poder, sólo pensó en vengarse de sus enemigos, y para él eran sus enemigos todos los que se pusieron de parte del oidor Valenzuela. En seguida pensó en la conquista del Petén y Lecandón. Entre las personas importantes que consultó para la realización del plan—y por cierto que no fué atendido—se encuentra el famoso cronista Ximénez, que formó parte de la expedición. Poco consiguió Barrios Leal en su difícil empresa, y a su vuelta falleció el 12 de noviembre de 1695.

El 25 de marzo de 1696 hizo su entrada en Guatemala D. Gabriel Sánchez de Berrospe, nombrado gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia. Berrospe, no sólo conquistó y fortificó el Petén,[297] sino acabó de someter la provincia de Lecandón. Del gobierno de Costa Rica se encargó en 1698 D. Francisco Serrano de Reyna. A la sazón, como antes y después, frailes recoletos, procedentes de Guatemala y de Nicaragua, se dirigieron a las montañas de Costa Rica, logrando atraerse a los indígenas mediante la predicación y el convencimiento.

Rotas las relaciones entre el gobernador Sánchez de Berrospe y el obispo Navas, como también entre aquél y el oidor Amézquita, el gobierno de la metrópoli tuvo el mal acierto de nombrar visitador a don Francisco Gómez de Madriz, que llegó a Guatemala en los últimos días del año 1699. Madriz era un hombre inmoral: quería enriquecerse en poco tiempo y para ello no reparaba en los medios más censurables. También dió algunos escándalos, pues requería de amores a no pocas mujeres casadas. A tal punto llegó su desvergüenza, que los vecinos de Guatemala obligaron a Sánchez de Berrospe a encargarse del poder, no obstante su falta de salud; pero Madriz, arrostrando las iras populares, le confinó al pueblo de Patulul. Tampoco hizo caso de la Audiencia, entablándose formal y reñida lucha entre aquélla y el citado pesquisidor. Sucesos censurables se originaron en Guatemala, logrando al fin la Audiencia que el insolente juez abandonase la ciudad. En los últimos días de marzo de 1701 se recibió en Guatemala la noticia del fallecimiento de Carlos II (1.º noviembre 1700) y la sucesión al trono de Felipe V de Borbón.

Habiendo renunciado el gobierno Sánchez de Berrospe (1701), emprendió su regreso a la península en los comienzos de 1702, quedando la Audiencia con el poder, hasta que llegó en mayo de dicho año don Alonso de Ceballos y Villagutierre, de la orden de Alcántara, clérigo ilustrado y hombre tolerante. Al poco tiempo murió el virtuoso obispo Las Navas (2 noviembre 1702) y un año después el gobernador Ceballos (27 octubre 1703). Sucedióle el oidor Duardo.

Don Toribio de Cosío y Campa, caballero de la orden de Calatrava, tomó posesión de la autoridad suprema el 2 de septiembre de 1706. El nuevo gobernador, aunque estaba dominado por el lucro y sólo pensaba en adquirir dinero para volver a su país, era hombre bondadoso. Preocupábale el estado de Costa Rica y de Nicaragua, provincias expuestas siempre a los ataques de los zambos mosquitos. De la primera era gobernador Serrano de Reina, empleo que ejerció unos seis años y que mereció ser condenado por la Audiencia de Guatemala. Le reemplazó, como gobernador interino, D. Diego de Herrera Campuzano (1704) y en propiedad obtuvo luego el cargo D. Lorenzo Antonio de Granda y Balbín (1707), en cuyo tiempo se sublevaron los indios de Talamanca (1709). Granda y Balbín no pertenece al número de los bue[298]nos gobernadores de Costa Rica. A su muerte (1712), volvió al país Herrera Campuzano, si bien el capitán general de Guatemala nombró interinamente gobernador a D. José Antonio Lacayo y Briones. Otras insurrecciones en el país fueron sofocadas y castigados sus autores. Acerca de Nicaragua es de sentir el mal gobierno de D. Miguel de Camargo, quien comenzó a ejercer sus funciones el año 1705. Para catequizar a los aborígenes, envió frailes a que predicaran el cristianismo, y como dijesen los misioneros que los indios se valían de ciertas hechicerías, el gobernador por ello castigó a muchos inocentes indígenas y ajustició a algunos. El bondadoso obispo de la diócesis, Fray Diego Morcillo, reprobó los hechos de Camargo y prohibió las misiones, y en su afán de poner correctivo a tantos abusos, hizo dos viajes a la ciudad de Guatemala, para que Cosío y Campa y la Audiencia pusiesen remedio a tantos males. Temiendo ser castigado, Camargo se fugó de Nicaragua, sucediéndole en el cargo D. Sebastián de Arancibia. Tiempo adelante el obispo Morcillo obtuvo el arzobispado de Lima y el virreinato del Perú. A Morcillo sucedió Fray Benito Garret (1711), hombre orgulloso y pedante, que humilló al gobernador Arancibia y menospreció a la Audiencia, cuyo alto tribunal le expulsó de la diócesis (1716).

Continuando la relación de los sucesos de Guatemala, justo será recordar los buenos deseos del gobernador Cosío en favor del país. No pocos disgustos le ocasionó el obispo Alvarez de la Vega y Toledo, trasladado en 1713 de Chiapa a Guatemala. Aplausos merece por haber sofocado una sublevación de los indios zendales, mostrándose el Rey tan agradecido que le prorrogó por dos años más el tiempo de su gobierno y le confirió el título de marqués de Torre Campo.

Sucedió al marqués de Torre Campo en el cargo de gobernador de Guatemala, D. Francisco Rodríguez de Rivas, maestre de campo de los reales ejércitos (4 octubre 1716). Terrible terremoto ocurrió el 29 de septiembre de 1717. Antes lo habían anunciado ciertas señales: el volcán denominado de Fuego empezó a lanzar llamaradas en la noche del 27 de agosto, y poco después se sintió subterráneo ruido y trepidación del suelo. En los días siguientes continuó el volcán arrojando fuego y continuaron los temblores de tierra. Al mismo tiempo se sucedían las funciones religiosas, promovidas por el clero y por las autoridades. El capitán general Rodríguez de Rivas, se portó como debía en aquellos días tristísimos. Pocas fueron las desgracias personales; algunos templos y muchas casas particulares vinieron al suelo. Opuesta conducta que el gobernador siguió el obispo Alvarez de la Vega, que continuaba anunciando males mayores. En todo esto obraba el prelado, ya por el odio que al gobernador tenía, ya porque pensaba que de este modo podría[299] elevar la iglesia de Guatemala a metropolitana. Celebráronse varias juntas para acordar si convenía la traslación de tribunales a sitio más seguro. Opinaba el gobernador que no era conveniente y lo contrario el obispo; los oidores, los individuos del cabildo, los religiosos y los habitantes en general, tampoco se hallaban conformes unos con otros. Intervino en el asunto el virrey de México, haciendo responsable al capitán general del quebranto que sufriese la Real Hacienda, por no haber permitido que pasasen a otro punto las cajas reales y los tribunales. Vino el Rey a terminar el asunto, poniéndose al lado del gobernador Rodríguez. Tiempo era ya de que las autoridades y vecinos se ocupasen en reparar los daños causados en la ciudad, lo que se consiguió en los años 1718 y 1719. En tanto que Guatemala se reponía de sus quebrantos, Nicaragua, Costa Rica y Honduras, vivían en el citado año de 1719 en contínuo desasosiego, temerosas de los ataques de los corsarios. También aguijoneados los gobernadores por el ansia del lucro, cometían toda clase de desaciertos. No les iban en zaga los alcaldes mayores. Por lo que se refiere a la provincia de El Salvador, apenas tenía que temer de los piratas, siendo de igual modo digno de notarse la mayor moralidad en la administración pública. La cultura, el bienestar y la riqueza eran mayores en dicha provincia que en Nicaragua, Honduras y Costa Rica. En esta última ejercía el cargo de gobernador desde mayo de 1713 don José Antonio Lacayo de Briones, funcionario más cumplidor de su deber que Grande y Balbín, su antecesor. A la liberalidad de Lacayo se debió la fábrica del convento de frailes franciscanos, que se construyó en Esparza. Sucedió a Lacayo (diciembre de 1716), D. Pedro Ruiz de Bustamante, el cual obtuvo la doble investidura de gobernador y capitán general de la provincia; pero el Rey (febrero de 1718) nombró a D. Diego de la Haya Fernández, que tomó posesión a fines de noviembre. Con una actividad digna de alabanza se dedicó por completo a sacar al país de la miseria en que se hallaba, animándole en su obra el capitán general de Guatemala. El gobernador la Haya, defendió su territorio de los corsarios ingleses (1720) y entabló relaciones de amistad con el jefe de los mosquitos. Días tristes fueron para la ciudad de Cartago desde el 16 de febrero de 1723, en que el volcán Irazú comenzó a arrojar materias encendidas al mismo tiempo que se sentían ruidos subterráneos. Ahora, como siempre, el gobernador la Haya cumplió con su deber. En Nicaragua, separado del gobierno en 1721 Arancibia, le sucedió (1722) D. Antonio de Poveda y Rivadeneira, que a su vez también fué separado a fines de 1724, sustituyéndole D. Tomás Marcos Duque de Estrada. Torpe en su mando Duque de Estrada, no pudo impedir que una sublevación popular le arrojase del poder. El capitán general de[300] Guatemala mandó sofocar el levantamiento a Lacayo de Briones, el mismo que antes tuvo el mando de Costa Rica. Apaciguados los ánimos, el citado capitán general llamó a Guatemala al Duque de Estrada y nombró jefe de la provincia al ya citado Poveda (enero de 1727), muerto en la noche del 7 de julio a manos de unos asesinos.

Guatemala iba a tener nuevo gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia. A Rodríguez de Rivas sucedió D. Pedro Antonio de Echevers y Subiza, caballero de la Orden de Calatrava y señor de la Llave Dorada, quien tomó posesión el 2 de diciembre de 1724, celebrándose en su obsequio toda clase de festejos. El residenciado Rodríguez de Rivas resultó culpable por varios hechos, siendo los principales el haber recibido dinero en cambio de títulos de corregidores, alcaldes mayores, etc. Echevers, que comenzó su gobierno atrayéndose las simpatías de sus subordinados, pronto varió de conducta y se hizo odioso a todos. Trataba con poca consideración a los oidores, a los abogados y a los individuos del concejo. Con la Audiencia tuvo enconada disputa. A los nueve años de ejercer el gobierno, le sucedió el brigadier D. Pedro de Rivera y Villalón. Trajo Rivera y Villalón los cargos de presidente de la Audiencia, capitán general y gobernador (22 diciembre 1729). Poco después se le concedió el grado de mariscal de campo (16 septiembre 1730). Hízose simpático desde los primeros actos de su gobierno. En julio de 1726 vino a Guatemala D. Manuel de Castilla, de paso a Honduras, de donde había sido nombrado gobernador en sustitución de Gutiérrez de Argüelles. Para sustituir a Poveda Rivadeneira en Nicaragua fué nombrado el sargento mayor D. Pedro Martínez de Ugarrio (27 julio 1727), y a éste sucedió (mediados de 1728) Duque de Estrada (segunda vez). Alteróse el orden público en el año 1730, tal vez por debilidad de Duque de Estrada. Bartolomé González Fitoria hizo su entrada solemne en León el 13 de julio de 1730, siendo obsequiado con corridas de toros y representaciones dramáticas. Reconocemos que se portó mejor en el gobierno que Duque de Estrada, aunque su administración no se señaló por sucesos notables. Vino a sucederle, últimos de 1735, el capitán D. Antonio Ortiz, y en el mismo año murió en León Fray Dionisio de Villavicencio, obispo de la diócesis. De Costa Rica diremos que el capitán D. Baltasar Francisco de Valderrama sucedió a D. Diego de la Haya (mayo de 1727). Valderrama se atrajo el odio del clero y fué sustituído en la gobernación (abril 1736) por el teniente coronel D. Antonio Vázquez de Cuadra, que murió a fines de junio del mismo año. Sucedióle interinamente el sargento mayor don Francisco Carrandi y Menán, que realizó una expedición contra los indios mosquitos sin resultado alguno. Debió Carrandi ser relevado del[301] mando por el capitán general de Guatemala (1739), reemplazándole D. Francisco de Olaechea. Separado del mando este último, fué nombrado el capitán de infantería D. Juan Gemmir y Lleonart (1740), quien tuvo grandes desavenencias con el cabildo eclesiástico por causa de la posesión del obispo Pardo de Figueroa.

Acerca del capitán general de Guatemala D. Pedro de Rivera y Villalón, importa referir que se dirigió al Rey en solicitud de varias reformas administrativas, acordando Felipe V desestimar lo que se le proponía, y mandó que los alcaldes siguiesen administrando justicia y los oficiales reales continuaran recaudando los tributos. Posteriormente, convencido el monarca de que el gobernador estaba en lo cierto, mandó (24 marzo 1741) que pusiera en práctica las proposiciones que antes hiciera, autorizándole también a emprender guerra exterminadora contra los indios zambos mosquitos, que continuamente hostilizaban las costas de Comayagua y Costa Rica[337]. Si en instrucción pública realizó saludables reformas, fueron mayores las referentes a la hacienda. No es de extrañar, dada la moralidad de la administración pública, que los individuos del ayuntamiento dijesen (18 julio 1741) que nunca había estado mejor el Erario público, ni en lo que respecta a las recaudaciones, ni en lo concerniente a los gastos; que el capitán general Rivera y Villalón, sin embargos y violencias, y sólo con su diligencia y tino, supo patrocinar los derechos del fisco y el aumento de los caudales, satisfaciendo con integridad los sueldos corrientes y las deudas atrasadas, como también remitiendo remesas de dinero al monarca sin necesidad de acudir á préstamos del vecindario.

D. Tomás de Rivera y Santa Cruz sucedió a Rivera Villalón. Tomó posesión el 16 de octubre de 1742. Era Santa Cruz natural de Lima y se atrajo pronto las simpatías de la Audiencia, del cabildo y del pueblo en general. Desde fines del año 1741 gobernaba en Honduras el capitán de infantería D. Tomás Hermenegildo de Arana, sucesor de D. Francisco de Parga. Arana se ocupó con actividad asombrosa a dar vida a la industria de Honduras. Como juez pesquisidor se presentó en Honduras el oidor D. Fernando Alvarez de Castro, hombre que comenzó mostrando mala voluntad al citado gobernador. Desterrado Arana a Esguipulas, Alvarez de Castro se hizo dueño del poder. En aquel tiempo D. José Lacayo de Briones, gobernador de Nicaragua, viéndose amenazado de los ingleses, le pidió auxilio, contestando Alvarez de Castro que no podía en aquellas circunstancias. El, por su parte, persiguió en Honduras a los indios que traficaban con los ingleses de la costa, en tanto que el juez pesquisidor intentó en vano castigar a los defraudadores del Era[302]rio público. Falleció poco después y su muerte no fué sentida, por su carácter demasiado enérgico. Cuando el capitán general de Guatemala tuvo noticia del fallecimiento, nombró gobernador provisional al maestre de Campo D. Luis Machado. Terminados entonces los conflictos entre la autoridad civil y la eclesiástica, el capitán Arana y los suyos pudieron volver a sus casas, y todo quedó en paz, turbada en mal hora por el carácter despótico de Alvarez de Castro. Sin detenernos en otros sucesos, hay que registrar una cédula del 23 de agosto de 1745, dada en San Ildefonso, y por la cual fué nombrado el brigadier don Alonso Fernández de Heredia gobernador de Nicaragua y comandante general de dicha provincia, de la de Costa Rica, de las jurisdicciones del Realejo, Subtiaba, Nicoya, Sébaco y demás territorios y costas comprendidas desde el cabo de Gracias a Dios hasta el río Chagres; en la inteligencia de que, por muerte del brigadier, o por cualquier causa que retardara su llegada, debía reemplazarle en sus funciones el coronel don Juan de Vera, y otro tanto se disponía respecto de este último, para que le sustituyese el dicho brigadier en cualquiera de los eventos indicados.[338] En diciembre de 1746 comenzó á gobernar Fernández de Heredia. El Salvador iba progresando poco a poco. El alcalde mayor de la provincia no tenía que temer a piratas y corsarios. La vida de El Salvador se deslizaba más tranquila que la de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. El 24 de marzo de 1744, D. Isidro Díaz de Vivar tomó posesión de la alcaldía mayor de El Salvador.

En Guatemala, donde continuaba de capitán general Rivera y Santa Cruz, se celebró con toda clase de festejos la erección de su iglesia sufragánea en metropolitana, siendo a la sazón obispo Fray Pardo de Figueroa (1744). Dos años después se celebraron con toda suntuosidad exequias fúnebres en Guatemala por el fallecimiento de Felipe V (9 julio 1746), cambiándose luego la tristeza en alegría por la elevación al trono de Fernando VI.

El 19 de septiembre de 1747 se nombró capitán general, gobernador y presidente de la Audiencia de Guatemala a D. José de Araujo y Río, tomando posesión el 23 de septiembre de 1748. Rivera y Santa Cruz, en sus últimos tiempos, había tenido la desgracia de caer en desagrado de la Audiencia. Veamos, pues, la política seguida por el nuevo gobernador. Procuró llevar la paz a Honduras y Nicaragua, a Costa Rica y a El Salvador. Vivió en buena armonía con la Audiencia y con el cabildo. Cortó toda clase de abusos y favoreció todo le que pudo a los aborígenes.

[303] Sucedióle, por Decreto expedido en Aranjuez (25 abril 1751), el mariscal de campo D. José Vázquez Prego. En la Habana prestó el correspondiente juramento (10 noviembre 1751), ante el gobernador y capitán general de la isla de Cuba, llegando a Guatemala y tomando posesión de su cargo el 17 de enero de 1752. Persiguió la fabricación y la venta del aguardiente de caña, como lo ordenaba Fernando VI en cédula del 6 de Agosto de 1747. En 1753, el llamado Valle se dividió en dos alcaldías mayores: la de Santa Ana de Chimaltenango y la de Amatitán y Sacatepéquez. Ocupóse Vázquez Prego en la fábrica de obras públicas, especialmente fortalezas para contener las invasiones de los filibusteros. A su fallecimiento (24 junio 1753) se encargó de la capitanía general el letrado Juan de Velarde, el cual, en los diecisiete meses que la desempeñó mantuvo el imperio de la ley.

Don Alonso Arcos y Moreno, mariscal de campo, fué nombrado el 29 de enero de 1754, y tomó posesión el 17 de octubre del mismo año. No se explican los motivos para los largos y desordenados festejos que se celebraron. Todos tenían empeño en obsequiar al Sr. Arcos, y solamente dos religiosos protestaron desde el púlpito de ciertos escándalos. Escandalosos eran en verdad los bailes que se verificaron en diferentes sitios y aun en ciertos monasterios. Mostró actividad en el despacho de los asuntos, si bien cumple referir que era mayor su empeño en asuntos de su propio provecho, citándose como prueba de ello la introducción de 270 fardos, rotulados como equipaje de dicho funcionario y que eran artículos de comercio (1754). Otras irregularidades cometidas por el capitán general le enagenaron las simpatías de sus gobernados. No habremos de olvidar los trabajos de los misioneros en Costa Rica, Honduras, Nicaragua y El Salvador, para traer al camino de la verdad a los indios que aún permanecían infieles. Recibióse en Guatemala la noticia del fallecimiento de Fernando VI, celebrándose sus funerales algunos meses después (16 y 17 de julio de 1760). A su sabor se despacharon algunos poetas, pudiendo servir de ejemplo la siguiente octava:

Fuentes puras los ojos de Fernando
Dos Castalias de llanto están vertiendo,
Y mientras él va su agua derramando
Toda Aganipe se la va bebiendo.
Las musas, que esto ven, examinando
La noble causa que lo está afligiendo,
Dándose al sentimiento por despojos,
Se van a pique ahogadas en sus ojos.

Celebró Guatemala con singular alegría la subida al trono de Carlos III. Murió el gobernador Arcos y Moreno el 27 de octubre 1760,[304] no figurando su nombre entre los mejores gobernadores de Guatemala.

El gobernador interino Velarde dejó el cargo en junio de 1761, a la llegada del Sr. D. Alonso Fernández de Heredia, brigadier de los reales ejércitos y ascendido a mariscal de campo al venir a Guatemala. Antes de reseñar los hechos de Fernández de Heredia conviene decir que Velarde en los dos períodos que tuvo el gobierno dió señaladas muestras de rectitud y honradez. Era Fernández de Heredia hombre arrebatado, vanidoso y poco amigo de la justicia. Se llevó mal con la Audiencia e intervino torpemente en los asuntos de Honduras, Nicaragua y Costa Rica. La provincia de El Salvador continuaba su vida tranquila, no interviniendo en su administración las supremas autoridades de la colonia. Tal vez sea merecedor de mayores censuras el municipio de la ciudad de Guatemala, cuyas cuentas no se ajustaban a la exactitud y legalidad.

Sucedió a Heredia el capitán de navío D. Joaquín Aguirre y Oquendo; pero, cuando se dirigía a tomar posesión del cargo murió en Zacapa (9 abril 1764). El brigadier D. Pedro de Salazar tomó posesión el 3 de diciembre de 1765 y era opinión general que a los desmayos y tristezas pasadas sucederían días felices para Guatemala. Salazar mostró ser laborioso funcionario. Terminó el castillo que en Omoa se mandó construir para contener las invasiones de los corsarios e hizo otros reparos en obras importantes. Reformas realizó dignas de alabanzas, bien que siempre tuvo a su lado la Audiencia y el ayuntamiento. A fines de junio de 1767 llegó a Guatemala la famosa pragmática por la cual Carlos III arrojaba de los dominios españoles a los hijos de Loyola. Aunque Salazar estimaba a los jesuítas, cumplió lo que se le mandaba, no sin que en Guatemala, Nicaragua, San Salvador, Honduras y Costa Rica la opinión general se mostrara favorable a los discípulos de San Ignacio. Para activar la fábrica del castillo de San Fernando en Omoa, allá marchó Salazar y allá contrajo grave dolencia que le llevó al sepulcro en Guatemala (20 mayo 1771). Encomendóse la residencia al oidor D. Antonio de Arredondo (14 diciembre 1775).

Vino a suceder á Salazar el brigadier D. Martín de Mayorga, cuyo nombramiento se comunicó a la Audiencia (1772) y entró en la ciudad de Guatemala el 12 de junio de 1773. Con verdadero rigor castigó Mayorga a la gente maleante y a los infractores de las leyes. Por entonces anunciaba la voz pública que de un momento a otro se abriría la tierra para tragar a los habitantes de la ciudad, añadiendo otras como profecías igualmente aterradoras. Espantosos sacudimientos de la tierra se verificaron en mayo y junio de 1773, los cuales fueron especie de presagio de la catástrofe del 29 de julio. «Este día—dice el Padre[305] Cadena—, digno de notarse con negros cálculos y el más funesto para Guatemala por haber sido el de su lamentable catástrofe, a las tres y cuarenta minutos de la tarde tembló la tierra.» Todos imploraban el auxilio divino. Los padres desatendían a sus hijos y los maridos a sus mujeres. Los ruidos subterráneos eran seguidos de temblores, cayendo también fuertes lluvias acompañadas de truenos y rayos. Undiéronse muchos edificios, ocasionando varias muertes. La luz del día 30 permitió contemplar en toda su desgracia los efectos de los fenómenos sísmicos. Murieron ciento veintitrés personas, sin contar las fenecidas en los lugares inmediatos y las que sólo fueron heridas o golpeadas. El gobernador general, el arzobispo Sr. Cortés y Larraz, los oidores, los alcaldes, todos cumplieron con su deber en aquel día tristísimo. En los días 4 y 5 de agosto, bajo la presidencia del gobernador, se celebró junta general de las personas principales de la ciudad para acordar la traslación de la metrópoli guatemalteca. Se acordó marcharse cuanto antes al pueblo de la Ermita, lo que verificaron el gobernador general, los oidores, los oficiales reales y los empleados subalternos de las secretarías; también se llevaron las arcas destinadas a las rentas de aduana, tabaco y correos. Después, entre los vecinos, surgió enconada discordia, dividiéndose en dos bandos: uno que quería la traslación, y otro que optaba por el mantenimiento de la capital en el mismo sitio y creía que con los materiales existentes era fácil la reedificación, añadiendo que en toda la provincia no había sitio alguno al abrigo de tamaña calamidad. Triste era, en verdad, trasladar la ciudad que en 1542 se fundó en el delicioso y pintoresco valle de Panchoy. Terrible terremoto acaecido el 13 de diciembre, que acabó de arruinar muchos edificios de la desgraciada población, disipó las esperanzas de los que creían posible la restauración. Todavía insistió el arzobispo y algunos más; pero el asunto estaba resuelto. ¿Dónde se levantaría la nueva capital? Después de muchos proyectos, se acordó establecerla en el valle llamado de la Virgen, como consta en la cédula expedida por Carlos III en el palacio de San Ildefonso (21 julio 1775), y que llegó a manos del capitán general el 1.º de diciembre del citado año. En todos estos asuntos, tan delicados y complejos, mostró su imprudencia el brigadier Mayorga. Por entonces era gobernador de El Salvador el insigne D. Francisco Antonio de Aldama; de Nicaragua, D. Manuel de Quiroga, sucesor de D. Domingo Cabello, y de Costa Rica, D. Juan Fernández de Bobadilla, recayendo después el mando en D. José Perié. Honduras tuvo por gobernador a D. Francisco de Aybar, y luego a D. Juan Nepomuceno de Quesada, natural de la Habana.

El coronel D. Matías de Gálvez, que estaba en Guatemala desde ju[306]lio de 1778, como segundo comandante del país e inspector de las tropas veteranas y de milicias, fué nombrado gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia (15 enero 1779). El 4 de abril tomó posesión. Alarmante noticia llegó a Guatemala en los últimos días de octubre del año siguiente: los ingleses se habían hecho dueños del fuerte de San Fernando de Omoa, defendido por corta guarnición. Allá fué Gálvez a pelear con los ingleses. Gálvez, ya ascendido a brigadier, era un excelente gobernador. Preocupábale que el gobierno inglés, en guerra con el español, deseaba adueñarse el territorio de los Mosquitos, el río y castillo de San Juan, la ciudad de Granada y el golfo de Papagayos. De la tierra de los Mosquitos sacaba Inglaterra mucha cantidad de caoba y de otras maderas finas, zarzaparrilla, palo de tinta, algodón, cacao, vainilla, añil, azúcar, etc. Justo será recordar la expedición que contra Nicaragua mandó el gobierno inglés (1780). Al frente de una de las fragatas se hallaba Horacio Nelson, que apenas contaba veintitrés años de edad y ya era capitán de navío. El joven marino pudo salvar el banco de arena formado a la entrada del San Juan, subió por el río hasta la isla del Mico, donde después llegaron, transportadas en lanchas, las demás tropas extranjeras. Al siguiente día (9 abril) arribaron a la isleta Bartola, cuyos defensores se portaron bizarramente; pero volviendo a la carga, el capitán Nelson se apoderó de ella. Acerca del castillo de Omoa, ya hemos indicado que cayó en poder de los enemigos, bien porque estaban mandados por Polson y Nelson, y bien porque ellos eran dos mil y nosotros doscientos cincuenta, guatemaltecos en su mayor parte. No todo les salió bien a los ingleses en Nicaragua. Las enfermedades les diezmaron, y nuestro gobernador, aprovechándose del desaliento de ellos, recuperó el castillo (enero de 1781). Poco importa si—como dice algún cronista—el castillo no fué conquistado personalmente por Gálvez, sino por el ejército que él mandó. Terminada la guerra de Nicaragua en los comienzos de 1781, Gálvez volvió a Guatemala, dedicándose con actividad a reformar la administración pública. Fijóse también en las provincias de Honduras, Costa Rica y El Salvador. En seguida emprendió la reconquista de Roatán: el 14 de marzo de 1782 zarpó de Trujillo la escuadrilla, conduciendo cien hombres del batallón de infantería y unos quinientos milicianos. Los ingleses no pudieron resistir el ataque de nuestras fuerzas, presentándose el 17 de dicho mes los comisionados del gobernador inglés al general Gálvez, ofreciéndole la rendición de la isleta, como así se efectuó. La noticia del triunfo obtenido en Roatán se comunicó, mediante una goleta despachada expresamente a España, al gobierno de Madrid (21 de marzo). La agradable impresión que produjo en Gál[307]vez la situación de Trujillo, a su regreso de Roatán, le movió a decir al Rey (17 abril 1782) que aquel puerto era el principal en el litoral del Norte y que las tierras de la costa eran muy fértiles. Vinieron, en efecto, más de trescientas personas de ambos sexos procedentes de Asturias y Galicia, y otras trescientas, poco más o menos, de las islas Canarias. Sin embargo de los buenos deseos de Quesada, gobernador a la sazón de Honduras, el clima malsano y ardiente del litoral echó por tierra los planes del general Gálvez. En el mismo año de 1782, de vuelta de Roatán, se detuvo Gálvez en Trujillo, saliendo luego al frente de la expedición, para Riotinto. La fortaleza de Quepriva fué tomada el 30 de marzo de 1782 y la de Lacriba el 2 de abril. Regresó Gálvez a Trujillo, muy satisfecho por sus campañas de Roatán y de Riotinto, y llegó a Guatemala, donde meses después recibió graves noticias de aquel último punto. Una escuadra inglesa atacó el 22 de agosto del citado año a Quepriva y a La Criba; las tropas de desembarco, apoyadas de buen número de negros, saltaron a tierra y pasaron a cuchillo la guarnición de Quepriva y no hicieron lo mismo con la de La Criba porque hubo de capitular. Gálvez, que por la campaña de Nicaragua se le había conferido el ascenso a mariscal de campo, y por los servicios realizados en Roatán y Riotinto el de teniente general, cuando se disponía recuperar las fortalezas perdidas y reedificar a Trujillo, dejó el gobierno de Guatemala (10 marzo 1783) y pasó con el cargo de virrey a Nueva España.

El 5 de abril hizo su entrada en Guatemala, después de corto gobierno de la Real Audiencia, el brigadier D. José de Estachería. Dedicóse Estachería a adelantar la fábrica de los edificios públicos, figurando en primer término la catedral y en segundo la construcción de una fuente monumental en la plaza mayor de dicha población. Firmada la paz entre España é Inglaterra (septiembre de 1783), pudo dedicarse con mayor tranquilidad a sus edificaciones el capitán general. En el año 1786 celebraron ambas potencias un tratado complementario y en él se estipuló que la Gran Bretaña reconocía la soberanía española en el territorio de Mosquitos, y como consecuencia de tal reconocimiento desocuparía—como lo hizo—los varios establecimientos que en esa faja de tierra poseía.


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CAPÍTULO XX

Gobierno de la isla de Santo Domingo.—Relaciones de la Isla Española con la metrópoli.—Relaciones de las autoridades de la isla entre sí.—Los corsarios en la isla.—Los franceses en Santo Domingo.—El Código Negro.—Santo Domingo y la revolución francesa de 1789.—La anarquía en la colonia.—Guerra de exterminio entre blancos y negros.—Los ingleses en Santo Domingo.—Toussaint Louverture: su carácter y cualidades.—Bonaparte y Toussaint Louverture.—Lucha entre franceses y dominicanos.

Por Real Cédula expedida en 9 de agosto de 1508 fué nombrado Diego Colón gobernador de las colonias, llegando (10 julio 1509), a la ciudad de Santo Domingo en compañía de Doña María de Toledo, su mujer, de su hermano Fernando y de sus tíos Bartolomé y Diego.

No es cierto—como dice Harrisse—que, muerto Cristóbal Colón, el Rey no quisiese dar a Diego, hijo del dicho Cristóbal, posesión del almirantazgo. Fernando el Católico no se opuso a reconocerle como Almirante, ni se negó a nombrarle gobernador de las Indias por nombramiento real, ni ofreció resistencia a entregarle los derechos que como Almirante le correspondían; lo que no quería era reconocerle virrey y gobernador por derecho propio.

Muchos e importantes fueron los pleitos sostenidos por Diego Colón contra la Corona. El 5 de mayo de 1511 el Consejo Real declaró que, al Almirante y sus sucesores pertenecía, con el título de virrey, y por fuero de heredad para siempre jamás, la gobernación y administración de justicia, así de la Isla Española como de las otras islas que el Almirante, su padre, descubrió, y de aquellas islas que por industria del dicho su padre se descubrieron; que la administración de justicia civil y criminal se ejercería por el virrey o por sus tenientes y oficiales de justicia, en nombre del Rey; que el virrey se hallaba sujeto a juicio de residencia cuando los reyes lo dispusieran; que a éstos correspondía el repartimiento de los indios, y que el virrey debía de disfrutar el quinto de las granjerías concedidas para extraer oro de las minas, y el décimo de todo lo que en las islas se hallare, trocare, etc., exceptuando el de los[309] diezmos eclesiásticos y el de las penas de cámara[339]. Hízose ejecutiva la citada declaración por Real Cédula dada en Sevilla el 17 de junio de 1512. Por la sentencia se muestra que el Consejo atendía más al Rey que a D. Diego, no siendo, por tanto, de extrañar, que el hijo del descubridor del Nuevo Mundo prosiguiese los pleitos con más insistencia.

Debemos fijarnos en otro asunto, cual fué el gobierno de Diego Colón en la Española. Desde el principio pocas fueron las simpatías que tuvo el nuevo gobernador entre los vecinos de la isla. Solicitaron que se crease una Audiencia compuesta de tres jueces de apelación, cuyo objeto lo dice el Rey en su consulta al Consejo de Indias, del 24 de septiembre de 1512. «Sabéis—dice—que á causa de injusticias hechas por las justicias del Almirante y el difícil remedio dellas en tanta distancia, embie los jueces de apelación»[340]. La Audiencia de Santo Domingo se había creado el 5 de octubre de 1511[341]. Sin embargo de las cartas del Rey al Almirante dándole consejos e instrucciones acerca de las cosas de gobierno, D. Diego no hacía caso alguno. Lo mismo se desentendía de la sentencia dada en Sevilla, que de los consejos y órdenes que le daba D. Fernando. Causa fué todo esto de que se formasen dos partidos en la isla: el del Rey y el del Almirante, siendo preciso confesar que el primero era mucho mayor que el segundo. Tantas y tan graves fueron las quejas, que la Corona dispuso que se le tomase juicio de residencia, y ordenó que regresara a Castilla. Llegó a Cádiz D. Diego el 9 de abril de 1515, y esta fué la primera vez que vino a Castilla desde su ida a la Española en 1509[342]. A tal punto llegó la impopularidad de D. Diego en la citada isla, que los vecinos enviaron a España un comisionado con el siguiente memorial, que a nombre de todos dirigió Juan Carrillo Mejía a la reina Juana: «Digo que dicha isla—tales fueron sus palabras—está llena de pasiones a causa del Almirante y sus justicias, que es perdida si no se remedia. El Almirante es señor absoluto, y atemoriza a cuantos se le oponen y sostienen la jurisdicción real. No cumple los mandamientos de V. A., y si alguno lo requiere lo maltrata. Quando la isla me despachó con estas súplicas, no había sino un navío para Castilla. La isla está llena de más escándalo que cuando se alzó en tiempo de su padre, y si el Almirante allá volviere, no dejaría de haber mucho daño en matar y ahorcar hombres, como hizo su padre, pues hai ahora más disposicion. Mande V. A. ver la residencia y que el fiscal se entere de mi negociacion y sentirá muchas cosas encubiertas del Almirante y la necesidad de no enagenar de la Corona la goberna[310]cion perpetua que no puede enagenarse, lo cual se verá si se litiga en el Consejo, como lo pido. Acuerdese V. A. que ya el Rey Católico embió a su padre a Bobadilla, luego dió la gobernacion a Ovando e el Rey D. Felipe tuvo proveído a D. Hernando de Velasco porque no convenía tener el Almirante en aquellas partes ni averlo embiado»[343]. En 28 de enero de 1516 decía el obispo de Avila: «Guardese mucho de tomar el perverso consejo que dan muchos que converna el Almirante por gobernador solo, sin que haya otros jueces superiores. Antes es toda necesidad que haya quien ponga límite a las cosas del Almirante, no le deje encender sus furias o alas, no venga algun daño irremediable quod Deus avertat» (alude a que pudiera declararse independiente). Con fecha 16 de febrero de 1516, repetía las siguientes palabras el tesorero Pasamonte a S. A. «De ninguna manera conviene que vuelva el Almirante.»

Deseaba por momentos D. Diego la resolución del litigio, pudiendo conseguir que en 14 de enero de 1517 dispusiera Carlos I, desde Malinas, que fuese visto sin dilación; pero el 18 de abril del mismo año ordenaba desde Bruselas quedara en suspenso la tramitación hasta su llegada a España, «porque había sido informado que muchos de los dichos pleitos son con nuestra Corona real e sobre cosas tocantes a nuestra preheminencia e señorío e son de calidad que para se sentenciar se deben consultar con nuestra Corona real»[344].

Viéronse en la Coruña los pleitos, dictándose Real Provisión el 17 de mayo de 1520. En la de la Coruña se confirma la de Sevilla, limitando el virreinato a las islas descubiertas por el almirante D. Cristóbal, cercenando las facultades que hasta la sazón habían tenido los Colones, lo mismo para cubrir todos los cargos como lo concerniente a la administración de justicia en lo civil y criminal, y muy especialmente confirmando a la Corona la facultad de nombrar, cuando lo estimara oportuno, jueces especiales para investigar los actos de los virreyes y proceder—si necesario fuera—contra ellos.

Rudo fué el golpe que recibió D. Diego con la citada Real Provisión, hasta el punto que formuló ante notario enérgica protesta en Sevilla el 28 de agosto del mismo año de 1520. Un mes ó dos después se embarcó para la Española, donde, haciendo caso omiso de la sentencia de la Coruña, continuó usando de las facultades que él se atribuía, promoviendo continuos conflictos con la Audiencia y los oficiales reales, dando lugar a que el Emperador le suspendiera en 22 de marzo de 1523 en el ejercicio del gobierno y le mandara regresar a España[345].[311] D. Diego se embarcó para España inmediatamente que recibió la orden, llegando a Cádiz el 5 de noviembre de dicho año[346] y formulando en seguida un memorial de protesta por haberle suspendido en el ejercicio de los cargos que de derecho—según decía—le correspondían, y pidiendo que se le levantara la suspensión y se le desagraviase.

Por muerte del Almirante en Montalbán, yendo para Toledo el 23 de febrero de 1526[347], su mujer D.ª María de Toledo, como tutora de su hijo D. Luis, continuó los litigios, consiguiendo en 1527, según sentencia dada en Valladolid el 25 de junio, que se anulasen las de Sevilla y Coruña[348]. Tras largos trámites, se dieron las sentencias de 27 de agosto de 1534 en Dueñas, y de 18 de Agosto del año siguiente en Madrid[349]; por ellas, si bien se daba mayor extensión al virreinato, se limitaban mucho las facultades de los gobernadores, afirmándose más y más el poder real. Apelaron de estas sentencias lo mismo la representación de D. Luis Colón que el fiscal. Cuando D.ª María de Toledo se hallaba más decidida a continuar los pleitos, el fiscal Villalobos, en escrito fechado en Madrid a 9 de agosto de 1535, manifestó que las islas e indias del mar Oceano no se descubrieron por la industria de Cristóbal Colón, sino por otros que tenían el crédito y medios de que él carecía, los cuales siguieron la navegación en los momentos que el dicho Colón iba sin tino y se quería volver.

Convencida D.ª María que comenzaba nuevo y enojoso período en los pleitos, cuyo fin y resultado no se veía próximo, acordó, como también el fiscal, someter el litigio a la resolución arbitral de Fray García de Loaisa, obispo de Sigüenza y Cardenal de Santa Susana. Pidió la virreina lo que creía justo. El prelado dictó la sentencia arbitral el 7 de junio de 1536 y la diferencia más importante entre aquella y lo pedido era que no se accedió a que los Colones continuasen gobernando la Española. De modo que las capitulaciones firmadas el 17 de abril de 1492 entre Cristóbal Colón y los Reyes Católicos vinieron á quedar reducidas por la sentencia que acabamos de citar al almirantazgo, la propiedad de la isla Jamaica, 25 leguas en Veragua, unos cuantos oficios y algunas tierras en la Española; además una renta anual para D.ª María de Toledo y sus hijos.

Si adquirió gran importancia la colonia española de Santo Domingo en los primeros tiempos de la conquista, decayó aquélla cuando los españoles descubrieron otros países más ricos o más abundantes en minas. Todas las miradas se dirigieron a México y al Perú, en cuyas tie[312]rras se hallaba el vellocino de oro. Acerca de las relaciones de la Isla Española con la de Puerto Rico, habremos de recordar que desde Madrid (11 enero 1598) dijo el Rey al presidente y oidores de la Audiencia que «no se entremetan en las cosas de la guerra tocantes al gobierno de la isla de Puerto Rico, salvo cuando fuese algún pleito o pleitos en grado de apelación...»[350]. Entre las autoridades de la isla hubo de cuando en cuando rozamientos y disgustos. El Rey, desde Valladolid (2 de abril de 1604), se dirigió a fray Agustín de Avila, arzobispo de Santo Domingo de la Isla Española, censurándole su conducta con la Audiencia[351]. Por lo que a sus relaciones exteriores respecta, varias veces—en los siglos xvi y xvii—sufrió diferentes ataques de los corsarios. Con harta frecuencia excursiones de filibusteros ingleses, franceses y holandeses cayeron sobre ella como sobre otras colonias, obligando al gobierno de la metrópoli a enviar poderosas escuadras para combatirlas. Drake en el año de 1586 se apoderó de Santo Domingo, no abandonando la ciudad hasta que recibió crecido rescate. Nuevas expediciones de piratas ingleses y franceses devastaron sus costas (1625); estos últimos llegaron a tomar la parte de occidente y se apoderaron de la isla de la Tortuga, de donde fueron arrojados por D. Juan Francisco de Montemayor en el año de 1654. Después de varias tentativas de los franceses para penetrar en la isla, el marino Bertrán d'Ogerón logró establecerse en Santo Domingo (1664), región oeste de la isla, no siendo reconocida la dominación francesa hasta la paz de Riswick, firmada por Luis XIV por un lado, y por España, Inglaterra y Holanda por otro (20 septiembre 1697). Desde entonces quedó dividida en dos partes desiguales, ocupando los franceses una tercera parte en el Occidente. Sería injusticia no reconocer que la industria hizo grandes progresos desde que los franceses penetraron en la colonia. Los españoles, por su parte, procuraron seguir las huellas de los franceses. Aunque se acostumbra a decir que la esclavitud no era más suave y blanda en las colonias francesas e inglesas que en las españolas, y aunque un escritor de comienzos del siglo pasado añade que «si los ingleses dan mejor de comer a sus negros, los franceses les dan mejores vestidos»[352], siempre será una página de gloria en la historia de Luis XIV la publicación en favor de los negros de un edicto conocido con el nombre de Código Negro.

Desde Madrid y con fecha 14 de junio de 1713, Felipe V hubo de manifestar al presidente y oidores de la Audiencia de Santo Domingo,[313] que sabía, por conducto del cabildo secular de Santiago de los Caballeros, que los franceses desde su colonia de la isla se extendían o penetraban en la parte española. Se quejaba del silencio de dicho presidente y añadía que había acudido en queja al rey de Francia[353]. Como los franceses poco a poco se fuesen internando más en la isla, se acordó trazar nueva línea divisoria, la cual hubo de realizarse el año 1776 por el gobernador de la parte española D. José Solano y bajo el reinado de Carlos III.

Cambios radicales sufrieron las posesiones francesas, y, por consiguiente, la isla de Santo Domingo, con la gloriosa revolución de 1789. Pidióse a voz en grito la supresión de los abusos más graves. Mr. de Chilleau, gobernador entonces de Santo Domingo y hombre bondadoso por carácter é inclinaciones, intentó resistir las tendencias revolucionarias, más violentas que ordenadas, de los populares, teniendo al fin que ceder. Los colonos, tras largas deliberaciones, eligieron 18 diputados que les representasen en la Asamblea nacional; pero sólo seis obtuvieron el derecho de desempeñar cargo tan elevado.

Recordaremos que antes de esta época se habían suscitado en Francia y en Inglaterra vivas discusiones sobre la condición de los esclavos. Una sociedad se formó en Londres con el único objeto de exigir al gobierno la prohibición de importar negros en los dominios de la Gran Bretaña. Del mismo modo otra sociedad se constituyó en París con el título de Amigos de los Negros. Entretanto, la Asamblea nacional en su declaración de los Derechos del hombre (20 agosto 1789) había consignado el siguiente principio: «Todos los hombres nacen y mueren libres e iguales en derechos.» Como era natural, los hombres de color y los esclavos pensaron que era llegado el momento de su redención, mientras que los propietarios se prepararon a defender sus intereses. Los mulatos, no respetando los acuerdos de las asambleas establecidas en las tres provincias, una de ellas en la ciudad de Cabo Francés, se lanzaron a la insurrección, en tanto que los colonos, fuertes por sus riquezas, lograron el triunfo sobre los revoltosos. Por cierto, que las asambleas provinciales mostraron debilidad suma después de la victoria, decretando inmediatamente la libertad de los jefes del motín que se hallaban en las cárceles de Jacmel y de Artibonito. La Asamblea nacional, sin saber el camino que debía seguir, temiendo que los colonos proclamasen la independencia de Santo Domingo y no confiando en la prudencia y sensatez de la gente de color, decretó que las colonias no se regirían por la constitución que ella había promulgado para la metrópoli, disponiendo también que no se hiciera innovación alguna[314] ni directa ni indirectamente en el sistema bajo el cual se habían gobernado hasta entonces dichas colonias, y, por último, autorizaba a los habitantes a exponer libremente sus sentimientos, ya en lo referente a un plan de legislación interior, ya en asuntos comerciales. Aunque la citada ley causó hondo disgusto a los negros y á sus protectores de Francia, reconocemos de buen grado que la Asamblea sólo se preocupaba de la conservación de la colonia.

Para tratar de administración interior se reunió una asamblea colonial el 16 de abril de 1790 en la ciudad de San Marcos. Grande fué el número de representantes, no distinguiéndose por el acierto ni a veces por la prudencia. Es verdad que el gobernador Mr. Peynier daba ejemplo de su carencia absoluta de condiciones para obrar en circunstancias tan difíciles. En cambio, el coronel Manduit era hombre de claro entendimiento y tan conocedor de la política general como de la particular de la colonia. El 28 de marzo terminó sus trabajos. Comenzaba la Constitución con un largo y difuso preámbulo, siguiendo el articulado en la forma siguiente:

«Art. I. El poder legislativo en lo que concierne al régimen interior de Santo Domingo, reside en la asamblea de sus representantes, establecidos en la asamblea general de la parte francesa de dicha Isla.

II. Ningún acto del cuerpo legislativo en lo perteneciente al gobierno interior, podrá ser tenido por ley definitiva, siempre que no sea ejercido por los representantes de la parte francesa de Santo Domingo, libre y legalmente elegidos.

III. Todo acto legislativo hecho por la asamblea general en el caso de necesidad urgente, en cuanto al régimen interior, será considerado como ley provisional; y en este caso se notificará el decreto al gobernador, quien en el término de diez días siguientes a la notificación lo hará promulgar y cuidará de su ejecución.

IV. Esta urgencia se decidirá por un decreto separado, que no podrá ser dado sino a mayoría de dos terceras partes de votos.

V. Si el gobernador general remitiese a la asamblea algunas observaciones sobre si conviene o no publicar algún decreto, se procederá a examinarlas; y tanto el decreto como las observaciones serán entregadas a la discusión en tres sesiones distintas. Los votos se darán por si o no; y el proceso verbal de la deliberación será firmado por todos los miembros presentes, señalando el número de votos así en favor de una opinión como de otra.

VI. Debiendo ser la ley el resultado del consentimiento de aquellos a quienes se impone, la parte francesa de Santo Domingo propondrá sus planes en cuanto á las relaciones comerciales y otras comunes, y[315] los decretos que sobre esta materia diese la asamblea nacional, no serán ejecutados en la colonia, hasta que haya prestado su consentimiento la Asamblea general de sus representantes.

VII. No serán comprendidos en la clase de relaciones comunes de Santo Domingo con la Francia, los objetos de subsistencia que la necesidad obligare a introducir; y en cuanto a los decretos que se expidan sobre este asunto, se observarán todas las formalidades prescritas en los artículos 3.º y 5.º

VIII. Todo acto legislativo dispuesto por la asamblea general y ejecutado provisionalmente en el caso de necesidad urgente, será remitido a la sanción del gobierno francés.

IX. Cada legislatura de la asamblea se hará de dos en dos años, y la reelección de los miembros de cada legislatura será por todos votos.

X. La asamblea general decreta que los artículos anteriores como que hacen parte de la constitución de la parte francesa de Santo Domingo, serán remitidos sin detención a Francia para presentarlos a la aceptación de la asamblea nacional: serán además enviados a todas las parroquias o distritos de la parte francesa de Santo Domingo.»

No creemos que la Asamblea de San Marcos pensara erigir la colonia en estado independiente, aunque muchos le atribuyeron esta intención. Llegóse a decir que la colonia estaba vendida a los ingleses, y que los miembros de la Asamblea habían recibido y partido entre sí cuarenta millones como premio de la constitución que se les había dictado. Aumentaba la alarma de día en día. Muchos se dirigieron al gobernador pidiéndole la disolución de la Asamblea. Sucedió por entonces que el navío de línea Leopardo, y cuyo comandante era Mr. de la Galissoniere, había fondeado en la rada de Puerto Príncipe. Galissoniere quiso obsequiar con un banquete a Peynier y Manduit, invitando también a otros amigos de dichos jefes; pero los marineros se pusieron enfrente de su comandante, el cual tuvo que abandonar el barco. La Asamblea manifestó por escrito su agradecimiento a la tripulación, no sin añadir que el navío permaneciese en la rada hasta recibir órdenes ulteriores. Hasta tal punto quisieron los marineros mostrar su obediencia a la Asamblea, que fijaron el decreto en el palo mayor del buque. Con tales sucesos, coincidió el hecho de que los partidarios de la Asamblea se apoderasen de un almacén de pólvora en Leogano. Convencido el gobernador Peynier de que la Asamblea marchaba resueltamente a la independencia de la colonia, decretó la disolución de aquel cuerpo, acusando a sus miembros del delito de traición. Poniendo manos a la obra, ordenó al coronel Manduit que, al frente de cien soldados se dirigiera al pue[316]blo de San Marcos y disolviese la Asamblea. En efecto, Manduit llegó a San Marcos y no pudo realizar sus designios porque los diputados estaban defendidos por 400 guardias nacionales. Llegaron a las manos, habiendo por parte de la Asamblea dos hombres muertos, y en ambos bandos muchos con graves y leves heridas. Logró Manduit apoderarse de la bandera nacional, si bien tuvo que retirarse sin haber conseguido la disolución de aquel alto tribunal.

Mientras disponía la Asamblea que el pueblo tomase las armas y viniera al socorro de sus representantes, y el navío Leopardo para dar aliento a los patriotas, anclaba delante de San Marcos, el partido del gobernador se reforzaba con tropas procedentes de la provincia del Oeste y con el auxilio que le enviaba la Asamblea provincial del Norte. Cuando se creía que la cuestión se iba a resolver en los campos de batalla, desbandáronse los diputados, y sólo 85 de ellos tomaron la determinación de embarcarse a bordo del Leopardo para Francia (8 agosto 1790). Semejante resolución se miraba por todos como noble sacrificio, digno de eterna admiración. Peynier y Manduit, no confiando en la fidelidad de los soldados franceses, se atrevieron a solicitar del gobernador de la Habana un refuerzo de tropas españolas.

Y pasamos a referir la vida y hechos del joven Santiago Ogés. Era Ogés natural de Santo Domingo e hijo de una mulata, propietaria de un plantío de café en la provincia del Norte, a diez leguas de Cabo Francés. Su posición desahogada le permitió mandar a su hijo a París para que recibiese instrucción superior a los de su clase y condiciones. Formó parte de la sociedad filantrópica de Amigos de los Negros, la cual reconocía como jefes al abate Gregoire, Lafayette, Brissot y Robespierre. Allí estudió los derechos del hombre y se empapó en la doctrina popular cuyos principios eran libertad, igualdad y fraternidad, al mismo tiempo que recordaba la miserable condición a que estaba sujeta la raza de color en América. Lleno de ilusiones, y más ambicioso que prudente, se embarcó para los Estados Unidos (julio de 1790), a donde llegó el 12 de octubre. Inmediatamente se dirigió al sitio donde un hermano suyo había reunido algunas armas y municiones. Los dos hermanos procuraron lanzar a la revolución a los mulatos, ganando a unos con promesas y a otros con dádivas. Apenas pudieron reunir 200 hombres y, con fuerzas tan escasas, se creyó el antiguo revolucionario de París que podía exigir al gobernador el cumplimiento de los artículos del Código Negro, y la igualdad de derechos de todos los habitantes dominicanos, amenazando, en caso contrario, con las armas. Situóse en el distrito llamado Río Grande, a cinco leguas de Cabo Francés, y habiendo nombrado por sus tenientes a dos hermanos suyos y a un tal Marcos[317] Chevannes, se dispuso a la lucha, no sin cometer antes algunos excesos y crueldades que le enagenaron las simpatías, no solamente de los blancos, sino la de algunos mulatos. Atacados los insurgentes por un cuerpo de tropas regulares y el regimiento de Cabo, apenas hicieron formal resistencia, quedando en el campo considerable número de mulatos muertos, unos sesenta prisioneros, salvándose el resto en los bosques. Ogés, uno de sus hermanos, y Chevannes, se refugiaron en territorio español. Sin embargo de la tentativa desgraciada de Ogés, los mulatos tomaron las armas en todos los distritos, agrupándose en el cuartel de la Artibonita, en Petit-Goave, en Jeremías y en los Cayes, siendo el núcleo principal el que se reunió cerca de la villa de Verette. A su vez los blancos reconcentraron sus fuerzas en los contornos de la citada villa, viniendo también a su socorro el coronel Manduit, con 200 soldados del regimiento de Puerto Príncipe. No llegaron a las manos por la intervención amistosa de Mr. Manduit, quien gozaba de mucho prestigio entre los mismos mulatos.

Mr. Branchelande fué nombrado gobernador (noviembre de 1790), por renuncia de Mr. Peynier, el cual partió para Francia. Branchelande inauguró su mando pidiendo al gobernador español entregase la persona de Ogés y sus cómplices. Accedió con cierta debilidad la autoridad de España (últimos días de diciembre) y Ogés con sus compañeros fueron encerrados en la prisión de Cabo Francés. Formóse la correspondiente causa, pronunciándose sentencia (comienzos de marzo de 1791). El castigo no pudo ser más cruel y bárbaro. A Ogés y a Chevannes se les romperían los brazos y piernas, muriendo luego en la rueda; a un hermano de Ogés y a otros 19 se les condenó a horca.

El 13 de septiembre de 1790 los miembros de la Asamblea colonial desembarcaron en Brest, dirigiéndose en seguida a París. Antes habían llegado a la capital de Francia algunos diputados de la Asamblea provincial del Norte, quienes, unidos con los agentes de Peynier y Manduit, se atrajeron el ánimo de Mr. Barnave, presidente de las colonias. La causa, pues, de los miembros de la Asamblea colonial estaba juzgada de antemano, o lo que es lo mismo, estaba perdida para ellos. En el informe que presentó Barnave a la Asamblea nacional (11 de octubre), se censuraba en los términos más agrios la conducta de la Asamblea colonial desde su instalación en San Marcos, pidiendo, por último, la anulación de todos los decretos que salieron de ella y disolviéndola, no sin aprobar los hechos realizados por la Asamblea provincial del Norte, por el coronel Manduit y por el regimiento de Puerto Príncipe. Golpe tan rudo causó gran sorpresa en los habitantes de Santo Domingo, hasta el punto que los partidarios de los diputados declararon que no respetaban el[318] acuerdo de la Asamblea nacional. A tal extremo llegaron las pasiones que hasta las mismas tropas que manifestaban amor y obediencia a Manduit, viéndose odiadas de la colonia, se convirtieron, en sediciosas y crueles, pues se atrevieron a asesinar a su citado coronel.

Hemos de recordar a este propósito que el coronel Manduit, en la acción del 29 de julio (1790), después de apoderarse de una bandera nacional, la llevó en triunfo; hecho que nunca le perdonaron las guardias nacionales, quienes se disponían a vengarse en la primera ocasión. De la enemiga de las guardias se hicieron solidarios los soldados del mismo regimiento de Manduit. Comprendiéndolo así el coronel, reunió a los suyos, les arengó enérgicamente y les dijo que por amor a la paz iba a devolver la bandera a las guardias. En medio de inmenso gentío cumplió lo que había ofrecido. Como si tanta humillación no fuera bastante, un soldado gritó lo siguiente: es preciso que él pida de rodillas perdón a las guardias nacionales. Todo el regimiento aplaudió la proposición. Entonces Manduit se dirigió contra los rebeldes, les echó en cara su mal proceder y presentó su pecho desnudo a la punta de las bayonetas. Aquellos miserables cayeron sobre el coronel, cuyo cuerpo atravesaron una y cien veces. Ni uno sólo se levantó a defenderle. Después arrastraron el cadáver, mostrando los soldados franceses que eran más crueles que los salvajes de América. Como era de justicia, castigóse la rebelión, siendo los soldados desarmados y llevados prisioneros a Francia.

Reinaba la anarquía en la colonia. Si en París clamaban en favor de los mulatos los revolucionarios Barnave, Brissot, Robespierre y Condorcet, en Santo Domingo numerosas turbas iban de una parte a otra cometiendo toda clase de crímenes. No respetaban ni el sexo, ni la edad, ni la clase de personas. Mataban, incendiaban y entraban a saco en las poblaciones. Las hermosas llanuras de la colonia se convirtieron en campo de desolación. Los mulatos dejaron de ser hombres para convertirse en fieras. Abusaban brutalmente de las mujeres a presencia de sus padres o de sus maridos.

El gobernador Blanchelande tuvo que cruzarse de brazos. De nada sirvió el decreto de la Asamblea nacional (15 mayo 1791), por el cual declaraba que todos los negros o mulatos residentes en las colonias tenían los mismos derechos que los ciudadanos franceses, pudiendo, por lo tanto, votar en las elecciones, y aun tener asiento en la Asamblea colonial. En tanto que los blancos estaban decididos a no respetar la mencionada declaración, los negros y mulatos se disponían a los mayores crímenes. Presintiendo el abate Gregoire lo que se preparaba por unos y por otros, publicó—con fecha 8 de junio de 1791—su famosa[319] carta circular a las gentes de color de la Isla de Santo Domingo[354].

Comenzaba del siguiente modo: «Amigos: vosotros érais hombres, ya sois ciudadanos y reintegrados en la plenitud de vuestros derechos; vosotros participaréis en adelante de la soberanía del pueblo. El decreto que la Asamblea nacional acaba de dar acerca de vosotros sobre este objeto, no es una gracia, es una justicia.» Más adelante añade: «Ciudadanos: elevad vuestras frentes humilladas; a la dignidad de hombres procurad reunir el valor, la fiereza de un pueblo libre. El 15 de mayo, día en que vosotros habéis reconquistado vuestros derechos, debe ser por siempre memorable para vosotros y para vuestros hijos: esta época despertará periódicamente una vez en el año los sentimientos de la gratitud hacia el Ser Supremo, y entonces podrán vuestros acentos herir la bóveda de los cielos, a los cuales levantaréis vuestras manos reconocidas.» Termina del siguiente modo: «Sepultad—dice a los mulatos—en un profundo olvido todos los resentimientos del odio; gustad los placeres deliciosos de hacer el bien a vuestros opresores, y suprimid hasta los ímpetus demasiado conocidos de una alegría que recordando sus yerros, aguzará contra ellos la punta del arrepentimiento. Religiosamente sumisos a las leyes, inspirad el amor de ellas a vuestros hijos; y que una educación cuidadosa desenvuelva sus facultades morales prepare a la generación que os sucederá ciudadanos virtuosos, hombres públicos y defensores de la patria. ¡Cómo se moverán sus corazones cuando conduciéndolos sobre vuestras riberas, dirigiréis sus miradas hacia Francia, diciéndoles: por aquellos parajes de allí está la patria vuestra madre; de allí es de donde nos ha venido la libertad, la justicia y la felicidad; allí están nuestros conciudadanos, nuestros hermanos y nuestros amigos; nosotros les hemos jurado eterna amistad. Herederos de nuestros sentimientos y afecciones, procurad que vuestros corazones y vuestros labios repitan nuestros juramentos! ¡Vivid, pues, para amarlos, y si aun fuese necesario, morir por defenderlos!»

Ni los colonos, ni las gentes de color hicieron caso de los prudentes consejos del abate Gregoire y comenzó guerra de exterminio, sin cuartel. Los colonos, los fabricantes, preveían la próxima ruina de sus negociaciones, la pérdida de sus capitales; la gente de color tomó otra vez las armas con nuevo furor, renovando las matanzas sin perdonar mujeres, ancianos ni niños. Parecía que todos estaban atacados de la más furiosa locura. Bastará decir que la noche del 22 de agosto mataron a todos los blancos que pudieron encontrar en los alrededores de Cabo Francés, desquitándose poco tiempo después el oficial francés[320] Touzard, quien al frente de las milicias y de las tropas de la ciudad, marchó contra un cuerpo de cuatro mil negros, causándoles grandes pérdidas, si bien tuvo que retirarse ante el número cada vez mayor de los rebeldes. Es de advertir que si los mulatos nunca habían sido amigos sinceros de los negros, en esta ocasión unos y otros depusieron sus antiguos odios para unirse en amistad íntima contra los blancos. La ciudad de Puerto San Luis fué tomada y saqueada; la de Puerto Príncipe sufrió horroroso saqueo. En la historia de ningún pueblo se registran hechos tan execrables.

Terminaron sucesos tan tristes en los últimos días del año 1791. La Asamblea nacional, deseando llevar la tranquilidad a los espíritus y dar paz a la colonia, encomendó tan ardua misión a los tres delegados siguientes: Mirbeck, Romme y Saint-Leger. Desde que llegaron a la ciudad de Cabo Francés, todas las miradas se fijaron en ellos, aunque debemos confesar que sólo Romme era hombre de buenas costumbres, pues Mirbeck y Saint-Leger eran disolutos y codiciosos. Los comisarios hicieron publicar la nueva constitución francesa y revocaron el decreto de 15 de mayo. Blancos, mulatos y negros se pusieron luego enfrente de los comisarios, quienes hubieron de regresar a Europa.

No se adelantaba un paso para constituir tranquilamente la colonia. Organizóse una expedición de ocho mil hombres, que por el pronto algo contuvo la rebeldía de los bandos insurgentes. Con fecha 4 de abril de 1792 se declaró que los mulatos y los negros debían gozar inmediatamente de todos los derechos políticos. Para la ejecución del citado decreto de la Asamblea nacional se nombraron a los jacobinos Ailhaud, Santhonax y Polverel. Llegaron a Santo Domingo a mediados de septiembre. El gobernador Mr. Blanchelande fué llamado a Francia, siendo nombrado en su lugar Mr. Desparves. Inmediatamente que desembarcaron (13 septiembre 1792) los citados comisionados, comenzaron a entenderse con los hombres de color. Mientras que en París el tribunal revolucionario condenaba a muerte al antiguo gobernador Blanchelande, los comisarios suprimieron la Asamblea nacional, crearon en su lugar una comisión compuesta de doce miembros, seis blancos y seis de color, colocándose, por último, decididamente al lado de los mulatos y negros. Los colonos que se atrevieron a oponerse a los planes de los comisarios, tuvieron a la fuerza que rendirse (12 abril 1793) y fueron mandados a Francia como rebeldes.

En lucha el gobernador Desparves y los comisarios, aquél fué depuesto, sucediéndole Mr. Galbaud, que llegó a Cabo Francés el 7 de mayo. Tampoco pudieron entenderse Mr. Galbaud y los comisarios; pero el gobernador, hombre de carácter y enérgico, les intimó la orden de re[321]gresar a Europa. A su vez, los comisarios mandaron al gobernador que se embarcara para Francia y nombraron para sustituirle a Mr. Delasalle, que tenía el mando de Puerto-Príncipe.

Un hermano del gobernador depuesto, joven valeroso, se puso al frente de sus parciales, resuelto a vencer a los tres representantes del gobierno republicano o a morir en la demanda. También los colonos, en su odio a los comisarios, intentaron—según de público se dijo—el restablecimiento de la Monarquía, o mejor dicho, oponerse a los planes del gobierno de Francia. En efecto, el 20 de junio unos mil doscientos hombres penetraron en la ciudad de Cabo Francés y acometieron la casa del gobierno, residencia de los comisarios, siendo rechazados no sin sangriento combate. Los comisarios, deseando vengarse de sus enemigos, se echaron en brazos de los mulatos y negros. Las gentes de color, bajo las órdenes de un tal Macaya, penetraron el 21 del citado mes en la ciudad de Cabo y degollaron a todos los blancos que cayeron en sus manos, lo mismo a hombres que a mujeres, a viejos que a niños. Después incendiaron la población, reduciendo a cenizas gran parte. En otras provincias se realizaron horrores semejantes.

Ante tales hechos, más de diez mil personas buscaron refugio en los Estados Unidos, en Jamaica y en Inglaterra. Estos últimos, con la esperanza de recuperar sus propiedades, pidieron buques y tropas al gobierno inglés para conquistar a Santo Domingo, ofreciendo que todos los blancos correrían a ponerse bajo el pabellón británico. La proposición fué del agrado de los ingleses, y de ello dieron pruebas, ordenando al general Williamson, gobernador de la isla de Jamaica, que se apoderara de Santo Domingo. Contestaron los comisarios franceses a la orden del gobierno inglés proclamando la abolición de la esclavitud é invitando a todos los negros a reunirse bajo sus banderas. Si no se reunieron a los comisarios—y en ello obraron con cordura—se retiraron a los bosques, donde formaron numeroso ejército. Poniendo manos a la obra, el general Williamson se dispuso—seguramente engañado por las promesas exageradas de los colonos—a someter la isla de Santo Domingo. La primera división, compuesta de 677 soldados a las órdenes del teniente coronel Whiteloke (el mismo que en el año 1807 dirigió una expedición contra Buenos Aires), partió de Puerto Real en la Jamaica y desembarcó en el puerto de Jeremías (septiembre de 1793), de cuya ciudad se hizo dueño. La escuadra, mandada por el comodoro Ford, zarpó para el puerto de San Nicolás, del cual se apoderó. Continuó mandando refuerzos el general Williamson, llegando en una de estas expediciones el brigadier general Whyte, a quien sucedió luego el brigadier general Horneck.

[322] Los comisarios de la República volvieron a Francia, confiados en que la gente de color, por el interés de defender su libertad, sostendrían la guerra contra los invasores.

Cuando la isla era presa de la guerra, del hambre, de la peste y de toda clase de calamidades; cuando se sucedían sangrientos combates, crueles asesinatos y horrorosos incendios; cuando se odiaban a muerte blancos y mulatos, colonos y negros, ingleses y franceses; cuando 1.200 familias, nacidas en la opulencia, se hallaban en la miseria y reducidas a vivir de la caridad pública; cuando más de diez mil rebeldes habían muerto a manos del verdugo, en el potro o en la rueda, apareció un hombre dotado de poderosa inteligencia y de valor extraordinario, digno por todos conceptos de fama universal. Llamábase Toussaint Louverture. Esclavo poco antes de uno de los colonos, las tropas de la isla proclamaron jefe al más ilustre representante de la raza negra. Al frente de los hombres de color y ayudado de los franceses, Toussaint Louverture peleó contra los ingleses aliados de los colonos. No esperaban las tropas británicas enemigo tan formidable. Los hombres de color eran dignos de medir sus armas con las mejores tropas inglesas, hasta el punto que en tres años de guerra no lograron ventaja alguna los soldados de la metrópoli.

Toussaint Louverture.

Verificóse en el año de 1795 un acontecimiento de capital interés. En el tratado de Basilea (22 de julio del citado año) celebrado por Carlos IV y la República francesa, siendo plenipotenciario del primero D. Domingo de Iriarte y de la segunda Mr. Francisco Barthelemy, en cambio de la restitución por parte de Francia de todas las conquistas que había hecho en territorio español, su Majestad católica «por sí y sus sucesores, cede y abandona en toda propiedad á la República francesa toda la parte española de la isla de Santo Domingo en las Antillas»[355].

El gobierno francés, que había dispensado a Toussaint Louverture algunos auxilios, acabó por confiarle el mando en jefe de todas las fuerzas de la isla, con el título de general de la República. Merecía el jefe negro distinción tan señalada. Si los dos partidos fueron alternativamente vencidos y vencedores, la fortuna se puso al fin al lado de[323] mulatos y negros, los cuales, además de la superioridad numérica, tenían, entre otras ventajas, las que les daba el clima y el completo conocimiento del país. Por lo que respecta a la disciplina militar, la gente de color adquirió muy pronto el conocimiento de la táctica europea. El resultado definitivo de lucha tan larga y sangrienta fué que en 1798 las tropas británicas no tuvieron más remedio que abandonar la isla, llevándose consigo a los colonos franceses que habían querido seguir la suerte de los ingleses. Celebróse el tratado el 9 de mayo de 1798, siendo firmado por Toussaint Louverture, jefe del ejército republicano, y por Maitland, brigadier general de los ejércitos de la Gran Bretaña. Adquirió Toussaint Louverture desde entonces poder ilimitado en la isla de Santo Domingo. Sus acertadas disposiciones dieron paz y orden a la isla. Restituyó sus propiedades a muchos de los antiguos colonos, protegió la agricultura y dió sabias medidas en favor de la industria y del comercio. Recorrió el territorio sometido a su dominación, cortando todos los abusos. Construyó edificios públicos y puso orden en la administración. Abrió las iglesias y restableció el culto católico como la religión del Estado. No hizo distinción alguna entre blancos, mulatos y negros; declaró terminantemente que la esclavitud no sería restablecida. Tuvo mucho cuidado en tener un ejército organizado de unos sesenta mil hombres.

No dejó de inspirar recelos en las colonias españolas la conducta del gobernador de Santo Domingo, según puede verse por la exposición de Guevara, dirigida desde Caracas el 13 de julio de 1801[356]. Toussaint, dueño de Santo Domingo a últimos del año 1801, era recibido en todos los pueblos de la isla en medio de aclamaciones entusiásticas. Los españoles residentes en la isla no tuvieron motivo alguno de queja, pues en todo manifestó tanta justicia como prudencia el ilustre gobernante que con tanta rapidez había logrado elevarse a la cumbre del poder.

Pero el que había gobernado la isla hasta el citado año de 1801 como representante del gobierno francés, deseaba ser algo más. Era natural que pensara en la independencia de su país y con profundo talento a ello dirigió sus miras. Convocó una Asamblea, a la cual presentó un proyecto de constitución, que fué sancionado y promulgado el l.º de julio de 1801[357]. Declarábase en la constitución que la isla de Santo Domingo formaba parte de la República francesa, si bien estaría sometida a leyes especiales, confiándose su administración a un gober[324]nador vitalicio con la facultad de designar su sucesor. Nombrado gobernador de la isla, reconoció inmediatamente la soberanía de Francia, solicitando que la metrópoli aprobase la constitución que se había dado en Santo Domingo. Sin embargo, no pocos espíritus suspicaces afirmaban que, a pesar de las protestas del jefe negro, la isla se había erigido en estado independiente.

Es de lamentar que si antes de la citada Asamblea el general mulato Rigaud se opuso con las armas a los patrióticos planes de Toussaint Louverture, después, cuando Bonaparte, primer cónsul de la República francesa, se disponía a caer sobre Santo Domingo, la insurrección del sanguinario Flavila y en seguida la del general Moisés, sobrino de Louverture, pusieran en gran peligro, no sólo el orden, sino la vida y prosperidad de la isla.

En el mes de octubre de 1801, el primer cónsul dispuso que el ejército del Rhin, de cuyas ideas republicanas recelaba, se embarcase en poderosa escuadra para castigar a los dominicanos, deseosos de su independencia. Al general Leclerc, marido de una de las hermanas de Bonaparte, se le confió el mando de la expedición. Llegó a Cabo Francés el 2 de febrero de 1802. Encontrábase Toussaint Louverture en el interior de la isla; pero su segundo en el mando, el negro Enrique Cristóbal se negó a rendirse, huyendo precipitadamente después de incendiar la ciudad por varios puntos. En los siguientes términos, y con fecha 17 de febrero de 1802, publicó Leclerc una proclama desde su cuartel general de Cabo.

«Acabo de llegar aquí, en nombre del Gobierno francés, a traeros la paz y la felicidad; temía encontrar obstáculos de parte de los jefes de la colonia, por sus miras ambiciosas, y veo que no me he engañado. Estos jefes que anunciaban su amor a Francia en todos sus escritos, nunca pensaban ser franceses; hablaban de Francia, porque no creían llegase el momento de combatirla. A la sazón han sido descubiertas sus pérfidas intenciones. El general Santos (Toussaint Louverture) me había mandado sus hijos con una carta, diciéndome que deseaba, sobre todo, la felicidad de la colonia y estaría siempre bajo mis órdenes. En efecto, le mandé venir a mi presencia, ofreciéndole que sería mi Teniente general; pero, queriendo ganar tiempo, me respondió con frases ambiguas. Me encarga mi gobierno que ponga los medios para que reinen aquí la prosperidad y la abundancia. Si yo me dejase guiar por manejos astutos y pérfidos, la colonia sería teatro de larga guerra civil. Desde ahora entro en campaña para dar a conocer a ese rebelde la fuerza del gobierno francés; rebelde que ante los ojos de los buenos franceses habitantes en Santo Domingo, será considerado como un malvado e insensa[325]to. Los habitantes de la isla gozarán de libertad, y respetadas sus personas y propiedades. Así, pues, ordeno lo siguiente:

Articulo I. El general Santos Louverture y el general Cristóbal quedan fuera de la ley; y se previene a todos los ciudadanos que les persigan, les vayan al alcance y les traten como rebeldes a la república francesa.

II. Desde el día en que la armada francesa ocupe un cuartel, todo oficial, ya civil o ya militar, que obedeciere órdenes que no sean dadas por los generales de la república francesa, que yo mando en jefe, será tratado como rebelde.

III. Los agricultores que por ignorancia o engañados por las pérfidas insinuaciones de los generales rebeldes, hubiesen tomado las armas, serán tratados como niños, haciéndoles volver al cultivo, siempre que no hayan contribuído a excitar la sublevación.

IV. Los soldados de las medias brigadas que abandonasen el ejército de Louverture, formarán parte de la armada francesa.

V. El general Agustín Clervaux, que manda en el departamento de Cibao, y ha reconocido el gobierno francés y la autoridad del Capitán general, se mantendrá conservando su grado y comandancia.

VI. El General Jefe de Estado Mayor hará imprimir y publicar la presente proclama.—Leclerc.»

Si los franceses hicieron prodigios de valor, los negros se batieron desesperadamente. Las divisiones y los diferentes cuerpos de tropas franceses, tuvieron que vencer grandes dificultades a causa de las ventajas que proporcionaba a los rebeldes el conocimiento del terreno. Cuando las tropas de Louverture eran rechazadas en alguna acción, se retiraban a los bosques, donde encontraban seguro asilo. «No hay sitio alguno en los Alpes—escribe un historiador de aquellos tiempos—que pueda compararse con la aspereza de las simas y bosques de la isla de Santo Domingo»[358].

Después de luchar algún tiempo con la misma tenacidad y fiereza, se consideraron vencidos los insurgentes. Los jefes negros Maurepas, Cristóbal y Dessalines se sometieron a Leclerc. El mismo Santos Louverture, al verse abandonado de los suyos, rindió sus armas (1.º mayo 1802), declarando que se sometía a la autoridad del gobierno francés.

Dícese que la obediencia de Louverture no era sincera. Aguardaba que la época de los calores, y con ella la fiebre amarilla, viniera a debilitar a los vencedores. En efecto, la terrible enfermedad comenzó haciendo muchas bajas en el ejército francés, al mismo tiempo que se notaban agitaciones entre los negros. Contóse que habiendo sorprendido[326] Leclerc algunas cartas, en las cuales Toussaint Louverture instigaba a los suyos a un levantamiento general, dispuso el general francés celebrar una conferencia con el antiguo dictador con la excusa de pedirle consejo sobre los medios que creía procedentes para que volviesen los negros escapados de los cultivos, como también sobre la elección de los puntos más a propósito para restablecer la salud del ejército. No sospechando Toussaint la celada que se le tendía, acudió a la cita rodeado de algunos soldados negros. Apenas llegó, fué acometido, desarmado y conducido prisionero a un navío de guerra (10 de junio) que partía para Brest. Parece ser que dijo las siguientes palabras: «Al derribarme, no han derribado más que el tronco del árbol de la libertad de los negros; pero quedan las raíces, que volverán a brotar, porque son profundas y numerosas.»

Inmediatamente que llegó a Francia, se le metió en un coche cerrado y se le condujo a la fortaleza de Joux. Después de diez meses de cautiverio, una mañana (27 abril 1803) fué encontrado muerto, sentado cerca del fuego, con la cabeza inclinada y con las manos apoyadas sobre sus rodillas. Contaba sesenta años. ¿Murió envenenado? Creemos que no. Acostumbrado al clima de las Antillas y a una vida activa, acabó con su existencia el invierno crudo de los Alpes y la reducida estancia de un calabozo. «Pero, ¿qué es la obscura agonía de un pobre negro para los narradores enternecidos del martirio exagerado de Santa Elena? Es cierto—añade el historiador francés Lanfrey—que la justiciera posteridad dirá que uno de esos dos hombres fué el redentor de su raza, y que el otro fué el azote de la suya.»


[327]

CAPITULO XXI

Gobierno de Cuba.—Primeros gobernadores.—Los corsarios.—Soto.—Dávila y Chaves.—Pérez de Angulo y Jacques Sores.—Mazariegos, Menéndez, Montalvo y Carreño.—El capitán general Luján.—Los corsarios.—Tejada y el ingeniero Antonelli.—Drake en América.—Valdés: los corsarios: división de la isla por Felipe III.—Ruiz de Pereda en la Habana y Villaverde en Santiago.—Alquizar, Venegas, Cabrera y Bitrián de Biamonte.—Los Hermanos de la Costa.—La isla en la segunda mitad del siglo xvii y comienzos del xviii.—Córdoba, Benítez de Lugo, marqués de Casa Torres y Raja: estanco del tabaco.—Guazo y los vegueros.—Guerra entre España é Inglaterra.—Caida de la Habana.—Los generales conde de Ricla y Bucarely.—Expulsión de los jesuitas.—El marqués de la Torre: población de la isla.—Reseña del Gobierno.—Los restos de Colón en la Habana.—Humboldt en Cuba.—Comienzo de la guerra de la Independencia.—Los revolucionarios.

Manuel de Rojas, a la muerte de Velázquez, desempeñó el gobierno interinamente hasta el 1525. Vino de España con el nombramiento de teniente gobernador, Gonzalo de Guzmán (abril de 1526), en cuyo tiempo algunas partidas de indios quemaron pueblos y cometieron toda clase de desmanes. El cacique Guamá, de Baracoa, pagó en la hoguera su enemiga a los españoles. Por el año 1538, entre abril y mayo, entró en el puerto de Santiago un corsario francés y atacó a un buque cargado de mercancías y mandado por Diego Pérez, natural de Sevilla. Cuéntase que cuatro días estuvieron peleando, a estilo caballeresco, retirándose una noche y con cierto sigilo el extranjero.

Además del gobierno de Cuba se concedió a Hernando de Soto, antiguo teniente general de Pizarro, el nombramiento de Adelantado de la Florida. Llegó a Santiago el 7 de junio de 1538, donde tuvo noticia que un pirata francés había saqueado é incendiado parte de la Habana, reembarcándose antes de que las autoridades pudieran organizar la defensa. Soto, para comenzar las fortificaciones de la Habana, pidió dinero al Emperador (julio de 1538). En seguida (últimos de agosto) se tras[328]ladó a la Habana, y habiendo dejado el gobierno de la isla a su mujer D.ª Isabel de Bobadilla, Soto a mediados de mayo de 1539, con 900 hombres y 350 caballos, marchó a la Florida, y allí, después de dos años de privaciones y de contínuos combates con los salvajes (privaciones y combates tal vez más desastrosos que los sufridos en las anteriores expediciones de Ponce de León y Pánfilo de Narváez) murió de fiebre siendo sepultado en medio del Mississipí, río que él había descubierto.

Juanes Dávila sucedió a Soto el 1544 y reparó el castillo de La Fuerza. Antonio de Chaves (1546) comenzó las obras para traer a la Habana las aguas del río Almendares y en su tiempo se estableció el primer ingenio, cerca de Santiago, habiéndose traido la caña de la Isla Española. Dávila y Chaves dictaron algunas disposiciones encaminadas a hacer cumplir las nuevas Ordenanzas de Indias, suprimiendo las encomiendas; pero tan buenos propósitos se estrellaron contra la influencia de los interesados.

Bajo el gobierno de D. Gonzálo Pérez de Angulo (1550-1556) el corsario francés Jacques Sores cayó sobre Santiago de Cuba (mediados de 1554), saqueando las casas y quemando algunos edificios; hecho que repitió al año siguiente en la Habana, de cuya ciudad se apoderó como también del castillo de La Fuerza, no sin que se resistiese y peleara con bravura Juan de Lobera, acompañado de cuatro arcabuceros y 12 vecinos. Pérez de Angulo, que había abandonado la plaza desde los primeros momentos, envió a un fraile para que entablase negociaciones con el corsario; pero él, entre tanto, a la cabeza de unos 300 hombres, penetró muy de madrugada en la población, sorprendiendo a los franceses y causándoles algunas bajas. Indignado Sores con la conducta del gobernador, hizo degollar a 31 prisioneros que tenía en La Fuerza, puso en precipitada fuga a los de Angulo y como despedida volvió a saquear e incendiar a la Habana.

Uno de los primeros cuidados del gobernador Diego de Mazariegos (1556-1565) fué fijar su residencia en la Villa de la Habana, «por ser el lugar de reunión de las naves de todas las Indias y la llave de ellas.» Coincidió el comienzo del gobierno de Mazariegos con la proclamación en la isla de Felipe II como Rey de España. Bajo el gobierno de Mazariegos intentó D. Tristán de Luna la conquista de la Florida, con cuyo objeto salió de Veracruz en 1559. Si él se volvió a los dos años sin haber conseguido nada, por el contrario, los franceses, más afortunados, consiguieron establecerse. Eran estos franceses hugonotes enviados por Coligny. No pudiendo Felipe II tolerar lo que él llamaba usurpación de su territorio—y que no había tal usurpación porque España jamás logró conquistarlo—y mucho menos permitir la propagación del[329] protestantismo en América, dispuso que D. Pedro Menéndez de Avilés (con el título de Adelantado), ya famoso por haber limpiado de corsarios y piratas los mares, mandando (1556-1564) la Armada de la guarda de la carrera de Indias, dispuso, decimos, que el citado Menéndez acabase de una vez con los herejes que infestaban el hermoso país de la Florida. En efecto, el Adelantado dió buena cuenta de ellos, pues pasó a cuchillo, según refieren las crónicas, a unos 700 (1565). Fundó a San Agustín y continuó la conquista de la Florida.

En oposición Menéndez con el gobernador García Osorio, consiguió el nombramiento de gobernador de Cuba, cargo que ejerció mediante sus lugartenientes hasta 1573, en que tuvo que volver a España para encargarse de grandes aprestos navales.

Al poco tiempo de encargarse del gobierno D. Gabriel Montalvo (1574-1577) reaparecieron los corsarios en nuestras costas, pues Felipe II sólo pensaba en la organización de la Armada Invencible. Los corsarios exigieron rescate a las villas de Trinidad, Baracoa y San Juan de los Remedios.

Rechazó D. Francisco Carreño (1577-1580) a dos corsarios franceses que intentaron saquear a Bayamo, atendió a la defensa de la capital, perfeccionó las obras de la Zanja y mandó excelentes maderas para la construcción de El Escorial[359].

Durante el gobierno de D. Gabriel de Luján, el primero que llevó el título de capitán general, sucedieron hechos importantes. El corsario francés Richard apresó, cerca del cabo de San Antón, una fragata de un tal Casanova. Después cayó Richard en una emboscada en el lugar que a la sazón se encuentra Manzanillo, y llevado a Bayamo, fué ahorcado con varios de sus compañeros. Un hijo de Richard, que consiguió escapar con una de las embarcaciones, pidió ayuda a otros corsarios, arrojándose todos sobre Santiago, en cuya ciudad, para vengarse del suceso de Bayamo, quemaron dos templos y muchas casas. Luján, comprendiendo que la ruptura de relaciones entre España e Inglaterra traería fatales consecuencias para nuestras colonias, activó la terminación del castillo de La Fuerza y mandó hacer otras obras defensivas en la Habana. Envió armas y pertrechos a diferentes poblaciones de la isla y organizó las primeras milicias de color. Se presentó por entonces el terrible corsario inglés Drake, el mismo que en el año 1585 organizó una armada de 20 naves con 2.300 hombres para saquear las poblaciones situadas en las costas americanas; tomó por asalto a Santo Domingo, que abandonó mediante la entrega de 7.000 libras; llegó a la[330] Habana, que no se atrevió a atacar, pues se hallaba prevenida la guarnición, y siguió al puerto de Matanzas.

La expedición de Drake hizo comprender a Felipe II la necesidad de fortificar lo antes posible los puertos de las Indias, a cuyo objeto hubo de mandar a los ingenieros Juan de Tejada, maestre de campo, y a Juan Bautista Antonelli. El 1587 estuvieron en la Habana, donde señalaron los emplazamientos de los castillos del Morro y La Punta, y ordenaron el acopio de materiales. Comenzaron las obras en marzo de 1589, tomando entonces posesión del gobierno el capitán general Juan de Tejada. Tejada y Antonelli pudieron artillar, antes de tres años, las dos fortificaciones destinadas a guardar la entrada del puerto. La Habana, residencia de los gobernadores y estación de las flotas, comenzó a la sazón a ser de hecho capital de la isla, aunque de derecho lo era Santiago de Cuba. Además, a petición del cabildo, Felipe II (20 diciembre 1592) concedió a la Habana el título de ciudad, tomando por escudo de armas tres castillos y una llave en campo azul[360].

Después de la destrucción de la Armada Invencible (1588), en que Drake jugó papel tan importante, el famoso corsario organizó una escuadra, dirigiéndose a Puerto Rico, donde fué rechazado, y luego á Río Hacha, Nombre de Dios y Santa María, cuyas poblaciones saqueó y quemó. Apercibióse a la defensa de la Habana D. Juan Maldonado Barnuevo, gobernador de la isla, al mismo tiempo que Felipe II mandaba una escuadra a las órdenes de D. Bernardino Delgadillo de Avellaneda, no siendo nada de esto necesario, porque el pirata murió de enfermedad cuando se dirigía a Portobelo.

Justa fama mereció por sus victorias sobre los corsarios el gobernador de Cuba D. Pedro de Valdés (20 junio 1602), sobrino del dicho Adelantado Menéndez de Avilés. Antes de llegar a Cuba, ya había echado a pique tres barcos holandeses en la costa de Santo Domingo. A tal punto llegaron los atrevimientos de los corsarios que, hallándose en su visita pastoral Fray Juan de las Cabezas Altamirano, obispo de Cuba, fué preso con dos que le acompañaban, en una hacienda próxima a Bayamo, por el protestante francés Gilberto Girón. Conducidos al barco de los corsarios, que estaba anclado en lugar que al presente se encuentra Manzanillo, permanecieron allí ochenta días, al cabo de los cuales se presentó Gregorio Ramos y otros bayameses a rescatarlos. Observando Ramos que los corsarios estaban desprevenidos, cayó sobre ellos y les mató a machetazos. Durante el gobierno de Valdés, se dispuso por Felipe III la división de la isla en dos jurisdicciones: Habana y Santiago de Cuba. Ambas en lo gubernativo dependían de la Corte,[331] en lo judicial de la Audiencia de Santo Domingo, y en lo militar Santiago reconocía la autoridad del capitán general de la Habana.

Cuando Valdés dejó el gobierno de Cuba (1607), vinieron a reemplazarle, en la Habana D. Gaspar Ruiz de Pereda, y en Santiago D. Juan de Villaverde. Desde Madrid (6 noviembre 1607) dijo Felipe III al gobernador y capitán general de Cuba, que «habiéndose visto en mi Junta de Guerra de las Indias la planta del Castillo del Morro de la dicha ciudad (Habana) y lo que D. Alonso de Sotomayor del mi Consejo de Guerra, y D. Pedro de Valdés, vuestro antecesor, me han informado de aquella fuerza y de las fábricas de ella, han parecido que es mucha la altura que por la traza que dió el ingeniero Juan Bautista Antonelli está designada en los baluartes que llaman de Austria, y Texada y la Cortina que está entre ellos; y así os mando que en lugar de los 12 pies que a el dicho Antonelli pareció convenir crecerlos sobre el cordón, crezcais tan solamente ocho pies...»[361] Tiempo adelante, desde Madrid (20 diciembre 1608) dijo el Rey al gobernador y capitán general de Cuba lo siguiente: «He holgado de entender que quedase ya acabada la muralla del Fuerte de la Punta...»[362]

Posteriormente también desde Madrid (11 febrero 1609), en un escrito del Rey a Ruiz de Pereda, aquél censuró la conducta del anterior gobernador D. Pedro de Valdés[363]. Enemigos Ruiz de Pereda y el obispo D. Alonso Enríquez de Armendariz, el primero fué excomulgado por el segundo. En tiempo del gobernador Sancho de Alquizar ocurrió la crecida e inundación del Cauto (septiembre de 1616), ocasionando la formación de una barra, que obstruyó la boca del río, hasta entonces navegable. En una hacienda de Alquizar se formó después un pueblo que lleva dicho nombre.

D. Francisco de Venegas, por muerte de Alquizar, vino de capitán general (1620), en cuyo tiempo se verificó la proclamación de Felipe IV (16 julio 1621); también por entonces ocurrió en la Habana horroroso incendio y se perdió la flota del marqués de Cadereita.

Durante el gobierno de D. Lorenzo Cabrera, capitán general de Cuba, se hicieron importantes obras de fortificación en la Habana. En las aguas de las Antillas apareció una escuadra holandesa bajo las órdenes de Pitt Hein (junio de 1628), la cual logró apoderarse de casi todos los caudales de las flotas de Honduras y Veracruz mandadas por D. Alvaro de la Cerda y por D. Juan de Benavides. En el año siguiente de 1629 otra escuadra holandesa, que dirigía Cornelio Jols, bloqueó[332] las costas de Cuba; pero no pudiendo atacar a la Habana, defendida por Cabrera, se volvió a Holanda.

En tiempo de D. Juan Bitrián de Biamonte, los holandeses intentaron apresar las flotas antes de reunirse en la Habana. Adquirieron por aquellos tiempos no poca celebridad los Hermanos de la Costa, asociación de hombres valerosos, especialmente franceses e ingleses. Dividíanse en piratas o demonios de los mares y bucaneros, ayudados por los filibusteros y habitantes de los campos. Los piratas llegaban de improviso a las poblaciones de la costa, las que saqueaban e incendiaban; y los bucaneros cazaban o robaban reses de las haciendas, para secar los cueros y ahumar las carnes, que vendían después a los filibusteros o contrabandistas, o cambiaban por viandas o tabaco a los habitantes o cultivadores de los campos. Los Hermanos de la Costa se establecieron desde 1623 a 1625 en la isla de San Cristóbal, una de las pequeñas Antillas, siendo expulsados de allí por poderosa escuadra dirigida por D. Fadrique de Toledo (1630). Volvieron a San Cristóbal, Martinica, San Martín y a la parte N. O. de Santo Domingo, donde se les unieron algunos holandeses. Arrojados de la última isla, pasaron a la inmediata de Tortuga, en la que se hicieron fuertes y consideraron como metrópoli o centro de la asociación.

En ocasión que los piratas se hallaban ausentes, D. Carlos Ibarra, que venía de España con una flota, desembarcó en la Tortuga y arrasó los caseríos y plantaciones, pasando a cuchillo los habitantes. De vuelta de Cartagena a España, el mismo Ibarra se encontró en alta mar con el holandés Cornelio Jols (a quien los españoles llamaban Pie de Palo), y después de fiera pelea en que ambos fueron heridos, se retiró el pirata, en tanto que el general español buscaba refugio en el puerto de Cabañas. Gobernaba en aquellos tiempos la isla de Cuba D. Francisco Riaño y Gamboa.

Cada vez, sin embargo, más poderosos los piratas de la Tortuga, dirigidos por Levasseur, fortificaron la isla y se pusieron bajo la protección de Francia, que les dió por gobernador a Timoleón de Fontenay. Entre los hechos que causaron más escándalo a la sazón, fué el saqueo que realizaron los piratas de la Tortuga en San Juan de los Remedios, de cuyo lugar se llevaron mujeres, esclavos y hasta las alhajas de la iglesia (1652). En 1654 las autoridades de Santo Domingo expulsaron a los bucaneros que habían vuelto a establecerse en sus costas y a los piratas de la Tortuga, y en 1655 los ingleses se apoderaron de la Jamáica. El año 1662 fué desastroso para la isla de Cuba, pues una expedición de ingleses de Jamáica desembarcó por Aguadores y, después de batir al gobernador D. Pedro de Morales en Las Lagunas,[333] voló el castillo del Morro o San Pedro de la Roca y entró en Santiago, donde permaneció un mes. Obligados los ingleses por el hambre, se reembarcaron, no sin incendiar los edificios públicos y llevarse los cañones del Morro y las campanas de las iglesias. Del mismo modo, piratas franceses, mandados por Pedro Legrand, cuando los vecinos de Sancti Spíritus celebraban la Pascua de Navidad del año 1665, cayeron sobre la plaza, que saquearon e incendiaron.

Pero entre todos los piratas ninguno más famoso que Francisco Nau, el Olonés, (llamado así porque era natural de Arenas de Olone, en Francia). A su llegada de Francia estuvo primero en Haití y luego en la Tortuga. Con grandes apuros logró hacerse dueño de un barco. El Olonés era el terror de las colonias españolas. Cuando se le creía muerto en Campeche, apareció (últimos de 1667) con dos barcos en los cayos de San Juan de los Remedios. Noticioso de ello el gobernador Dávila, mandó una galeota de diez cañones con 90 hombres, dándoles el encargo de que ahorcasen a todos los piratas, menos al capitán, a quien conducirían preso a la Habana; pero sucedió todo lo contrario: el Olonés tomó la embarcación española y pasó a cuchillo los tripulantes. Lo mismo hizo el valiente pirata en la costa de Puerto Príncipe con una escuadrilla que desde Santo Domingo había venido en su persecución. Repitió sus depredaciones en Batabanó, Santo Domingo, Maracaibo, Puerto Cabello y Guatemala, acabando su vida a manos de los indios de Nicaragua[364]. El pirata inglés Enrique Morgan desembarcó en la bahía de Santa María con la idea de atacar la villa interior de Puerto Príncipe (1668). Sabedores sus habitantes de la presencia de Morgan, mientras unos huyeron a sus haciendas próximas, otros, con el alcalde a su cabeza, marcharon a pelear con los piratas. Muerto el alcalde con muchos de los suyos, Morgan penetró en la ciudad, la que abandonó cuando le entregaron 50.000 pesos y 500 reses saladas. Más cruel fué todavía Morgan en Portobelo, Maracaibo y Panamá, consiguiendo inmensas riquezas, con las cuales se retiró a Jamaica, donde desempeñó tres veces el cargo de gobernador. Diego Grillo, pirata cubano, tomó al abordaje un barco mercante que iba de la Habana a Campeche, y venció cerca del puerto, que a la sazón se llama de Nuevitas (1673) a un navío y dos fragatas que le perseguían. No lograron su objeto los piratas franceses Mr. de Franquenay y Mr. de Grammont, el primero atacando a Santiago de Cuba (1678) y el segundo a Puerto Príncipe (1679)[365].

[334] Por aquella época (junio 1680) era gobernador y capitán general de Cuba D. Francisco Rodríguez de Ledesma y en octubre del mismo año desempeñaba cargo tan importante D. José Fernández de Córdoba[366]. El último de la serie de los grandes piratas, fué el holandés Lorenzo Graff (llamado por nosotros Lorencillo). Graff saqueó a Veracruz (1683), incendió a Campeche (1685), apresó varios barcos en las costas de Cuba y tomó parte en el doble saqueo de Cartagena (1697)[367]. Convencidas las principales naciones colonizadoras de América que era conveniente acabar con la piratería, se aliaron para ello Inglaterra, Holanda y España, cuyas naciones destruyeron los principales establecimientos, y, últimamente, lord Nerville acabó con ellos (1697).

Pocos años antes se verificó, por orden del gobernador D. Severino de Manzaneda (1690), la traslación de la villa de San Juan de los Remedios al centro del hato de Santa Clara. También el mismo gobernador trazó (10 octubre 1693) las primeras calles y plazas de la ciudad de San Carlos de Matanzas.

Alguna vida iban adquirir las colonias españolas en los primeros años del siglo xviii. Por una parte la destrucción de la piratería, y por otra las nuevas ideas de la dinastía de Borbón contribuyeron algo al desarrollo material y moral. En tiempo de D. Diego de Córdova Laso de la Vega, capitán general de la isla desde el 1695 a 1702, fué proclamado Felipe V rey de España. Si durante la guerra de sucesión teníamos por enemigas en América las escuadras inglesas y holandesas, en cambio nos protegían las francesas, con cuyo auxilio pudimos conservar nuestras posesiones hispano-americanas y conducir a España el oro y la plata de dichas colonias. Sin embargo, estuvo en continua alarma la villa de Trinidad, mereciendo por su comportamiento el título y honores de ciudad, y en 1702, Carlos Gant, corsario inglés de Jamáica, al frente de 300 hombres, tomó y saqueó la villa de Casilda. El gobernador don Pedro Benítez de Lugo ordenó que se armasen dos compañías de milicias y algunos barcos en corso para rechazar análogas agresiones.

Por muerte de Benítez de Lugo (1702) se encargaron interinamente del gobierno de la isla los cubanos Chirino y Chacón, el primero de los asuntos políticos y el segundo de los militares. La escuadra aliada[335] anglo-holandesa intentó que Chirino y Chacón proclamasen al archiduque Carlos, negándose a ello los bravos defensores de la plaza. Si la paz de Utrech (1713) llevó la tranquilidad a la colonia, en cambio, la piratería no se había extinguido completamente y el marqués de Casa Torres, capitán general de Cuba (1708-1716), tenía disgustadísimos a los cultivadores y comerciantes de tabaco.

La planta del tabaco, originaria de la América tropical, llevada del Brasil a Portugal, de Virginia a Inglaterra y de Cuba a España, comenzó a usarse en el siglo xvi y se generalizó su uso durante el xvii. Conocida la bondad del tabaco cubano sobre todos los demás, su cultivo fué cada vez mayor, de modo que en los primeros años del siglo xviii había muchas vegas en los alrededores de la Habana, en Trinidad, Sancti Spíritu, Remedios, Bayamo, Holguín, El Caney y en otros puntos, sobresaliendo por su calidad el de Vuelta Abajo. Comprendiendo el gobierno de Felipe V que el tabaco podía proporcionar buenas ganancias a la Real Hacienda, dispuso que, por cuenta del Estado, se comprase en Cuba y se vendiese en Europa la mayor cantidad posible, encargando de la compra al capitán general D. Laureano de Torres, quien cumplió su encargo con tanta solicitud, que en 1708 hubo de mandar a España tres millones de libras, bien que no sin protestas de cultivadores y comerciantes.

El brigadier D. Vicente Raja (1716-1719)[368], sucesor del marqués de Casa Torres, trajo el encargo de establecer el estanco del tabaco o la compra de todo el tabaco que produjese el país, para elaborarlo en una fábrica establecida en Sevilla por el gobierno. Aumentó, como era natural, el disgusto de los cultivadores y comerciantes, viéndose obligado el gobernador a consultar a la Corte, cuya respuesta fué un Real decreto creando en la Habana una Factoría general para la compra del tabaco, con sucursales en Santiago, Bayamo, Trinidad y Remedios. A tal punto llegó la ira de los vegueros, que se amotinaron en la Habana, y mal lo hubiera pasado el brigadier Raja, si no se hubiese ocultado en La Fuerza, embarcándose después para España.

Llegó el 1719 el gobernador D. Gregorio Guazo Calderón, y, después de establecer la factoría, procedió contra los sediciosos. Luego, como retardase la factoría la compra de algunas partidas de tabaco, volvieron los disgustos de los vegueros y sus preparativos de insurrección, que hubieron de calmar el conde de Casa Bayona y el obispo, los cuales habían obtenido (1720) del Rey, que los propietarios, una vez cubiertos los pedidos del gobierno, pudiesen vender el tabaco sobrante a las otras[336] colonias y a los particulares de la metrópoli. Tres años después (1723), con motivo de haberse hecho algunas compras a precios inferiores a los de tarifa, se declararon en completa insurrección los vegueros de Santiago de las Vegas, teniendo el gobernador Guazo que echar mano a la fuerza, causándoles un muerto y 12 prisioneros. Los prisioneros fueron colgados de los árboles en Jesús del Monte.

Rotas nuevamente las relaciones entre España e Inglaterra y comenzadas las hostilidades en enero de 1727, el almirante Hossier amenazó a la Habana, que no fué atacada merced a los preparativos de defensa del gobernador Martínez de la Vega y merced a la oportuna llegada de la escuadra española. Posteriormente, declarada la guerra marítima entre las dos naciones rivales, la escuadra de Vernon atacó y tomó a Portobelo (22 noviembre 1739), cuya noticia llenó de júbilo a Inglaterra, aunque bien será decir que el almirante inglés sólo cogió en aquella plaza tres pequeños barcos y tres mil pesos en dinero. Tiempo adelante Vernon intentó apoderarse de Cartagena, que defendió bizarramente D. Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, teniendo el almirante inglés que abandonar la empresa y retirarse a la Jamaica. Buscando Vernon alguna manera de reparar el desastre sufrido en Cartagena, ayudado de un cuerpo de mil negros que sacó de Jamaica, concibió la idea de apoderarse de Cuba. No pudo lograr su objeto, viéndose obligado a retirarse y regresar a Inglaterra con unas pocas naves y algunas tropas desfallecidas (1741).

Tanto era el encono de Felipe V contra los ingleses, que por Real decreto, dado en El Pardo (abril 1743) imponía—según dice a los gobernadores de Cuba y Puerto Rico—pena de muerte a todos los que comerciasen con los hijos de la Gran Bretaña, á la sazón sus enemigos[369]. Corresponden también al reinado de Felipe V las dos noticias siguientes: es la primera que furioso huracán destruyó (19 octubre 1730), gran parte de la ciudad de San Carlos de Matanzas[370], y la segunda autorizaba (Real cédula del 15 de diciembre de 1735, dada en el Buen Retiro) al conde de Casa Bayona para que fundase una ciudad con el nombre de Santa María del Rosario[371].

Fernando VI, en los comienzos de su reinado, se dirigió desde el Buen Retiro (27 septiembre 1746) al Rector de la Real Universidad de San Jerónimo de la Habana, diciéndole que mantuviese con el gobernador Juan Francisco Güemes y Horcasitas, la buena correspondencia y armonía que tanto importaba al bien público y común, y al particular[337] de los indivíduos de dicha Universidad[372]. Un año después se dió gran combate delante de la Habana (12 octubre 1747) entre la escuadra inglesa mandada por Knowles, y la española que dirigía Reggio. Unas seis horas estuvieron peleando con singular arrojo y tenacidad; pero la victoria quedó indecisa. A los pocos días llegó la noticia de haberse firmado los preliminares de la paz de Aquisgrán (1748).

Dirigiendo—antes de continuar la reseña histórica de Cuba desde mediados del siglo xviii—una mirada retrospectiva acerca del comercio, conviene saber que la Compañía Guipuzcoana, constituída en 1668—y de la cual hablaremos al estudiar Nueva Granada y Caracas—protegió mucho el tráfico. Del mismo modo en el citado lugar registraremos los asientos celebrados con la Compañía Real de la Guinea Francesa y con la Compañía Inglesa del Mar del Sur. El asiento que aquí debemos mencionar fué el que obtuvo D. Antonio Tallapiedra, comerciante de Cádiz, de acuerdo con el capitán general de la Habana D. Juan Francisco Güemes, y por el cual dicho industrial tenía el derecho exclusivo de suministrar cada año tres millones de libras de tabaco a la fábrica de Sevilla (1734 a 1739). Por último, la Real Compañía de Comercio de la Habana, formada de comerciantes y hacendados, por iniciativa de D. Martín Aróstegui y por influencia del citado gobernador Güemes, obtuvo el asiento exclusivo del tabaco (1739) y además el privilegio de exportar a España azúcares y melazas, maderas y cueros, y de importar harinas, lozas, etcétera. Obligóse la Compañía a construir barcos para la marina mercante y de guerra, sostener diez embarcaciones armadas para perseguir el contrabando, abastecer los buques de guerra que fondeasen en la Habana y hacer el tráfico entre la Habana y Cádiz. Gozaban del fuero de marina los empleados y dependientes de la citada Compañía[373].

Por lo que respecta a Beneficencia, no pasaremos en silencio que don Gerónimo de Valdés, obispo de la Habana, hizo fundar en dicha población una casa para Cuna de niños expósitos, y por ello se le dieron las gracias el 15 de abril del año 1713[374].

Tócanos referir uno de los acontecimientos tristes de la historia de España. Como consecuencia del famoso Pacto de Familia celebrado entre Carlos III de España y Luis XV de Francia (15 agosto 1761) comenzó la guerra entre Inglaterra y España, entre Jorge III y Carlos III (comienzos del año 1762). No ocultándose a Carlos III que la isla de Cuba iba a ser uno de los objetos preferentes de la codicia bri[338]tánica, envió en el año 1761 como gobernador a D. Juan de Prado Portocarrero, Mariscal de Campo. Acostumbraba a decir el pedante Prado las siguientes palabras: No tendré yo la fortuna de que los ingleses vengan. En sus comunicaciones al Monarca afirmaba que los ingleses no atacarían la isla, y si la atacasen, serían escarmentados. El que tales cosas decía, cuando el 6 de junio de 1762 vió al almirante Pocock al frente de poderosa escuadra, aturdido y confuso no sabía qué camino tomar. Entre tanto los ingleses desembarcaron el día 7 por la parte del Este, entre los ríos Nao y Cojimar, casi sin resistencia alguna, y el 11 se hicieron dueños de la Cabaña. Poco después ocuparon el castillejo llamado de la Chorrera, que abandonaron los españoles; pero la ciudad, en comunicación con el resto de la isla, recibía subsistencias de Puerto Príncipe, Trinidad y otras ciudades. Como la escuadra española nada podía hacer por su inferioridad a la inglesa, su artillería fué destinada a los fuertes, y los jefes y capitanes de navío pasaron a ser comandantes y gobernadores de los dichos fuertes. Entre los comandantes o gobernadores se hallaba D. Luis Velasco, a quien se le encargó la defensa del Morro. Colocó Velasco a envidiable altura el honor de España. Aunque por mar y por tierra vomitaban bombas y balas rasas 200 bocas de bronce sobre el Morro, el héroe impávido acribillaba las naves enemigas que cruzaban frente al castillo y se defendía de las baterías que los ingleses tenían colocadas en tierra. Ya llevaba treinta y ocho días de cerco. No era posible resistir más tiempo. Dieron el asalto los ingleses. Por ambas partes se peleaba con singular coraje. «El segundo comandante González—escribe el historiador inglés William Coxe—murió en la brecha, y el valiente Velasco, después de luchar denodadamente contra fuerzas superiores, mientras pudo reunir algunos soldados a la sombra de la bandera española, recibió herida mortal en medio de los vencedores, que admiraron su valor»[375]. Entre los que más lamentaron la desgracia del valeroso Velasco se hallaba el general inglés conde de Albemarle. Muertos los bizarros y nunca bastante alabados Velasco y marqués González, la plaza no tenía más remedio que capitular. La junta de autoridades, compuesta del capitán general Prado, del teniente general Conde de Superunda, del teniente rey D. Dionisio Soler, del general de Marina Marqués del Real Transporte, del Mariscal de Campo D. Diego Tabares, del comisario D. Lorenzo Montalvo y de los capitanes de Navío, aceptó la capitulación, quedando firmada el 13 de agosto de 1762.

Del gobierno de la Habana se encargó lord Albemarle (14 agosto 1762), retirándose el almirante Pocock con la mayor parte de su es[339]cuadra. Albemarle tomó el título de capitán general: nombró gobernador a D. Sebastián Peñalver y Angulo, y juez civil a D. Pedro Calvo de la Puerta. Continuó la administración en la misma forma que antes; pero se permitió el libre comercio. Retiróse Albemarle en enero de 1763, dejando al frente del gobierno, de la parte inglesa de la isla, a su hermano Guillermo Keppel, y de la parte española ejerció el cargo D. Lorenzo Madariaga, gobernador de Santiago de Cuba. Por la paz de París (10 febrero 1763) España recobró la isla de Cuba, cediendo en cambio la Florida. Francia cedió el Canadá y otros países a Inglaterra. Como compensación de la Florida, Francia dió la Luisiana a España, que más que recompensa fué una carga.

El general D. Ambrosio Funes Villalpando, conde de Ricla, y el segundo cabo D. Alejandro O'Reilly, llegaron a la Habana el 6 de julio de 1763, encargándose del mando con gran contento de españoles y cubanos. Procedióse a la construcción de La Cabaña y a la reparación del castillo del Morro y del Arsenal. También volvió a ponerse en vigor, con disgusto de los naturales del país, el estanco del tabaco. Reorganizóse la administración en sus diferentes ramos, y muy especialmente el servicio de correos terrestres y marítimos. El comercio adquirió mayor desarrollo, haciendo cesar, en alguna parte, el régimen del monopolio. Siendo el conde de Ricla gobernador de Cuba, por Real decreto de Carlos III, dado en Madrid el 3 de julio de 1765, se hizo constar el bizarro comportamiento de D. José Antonio Gómez defendiendo de los enemigos la plaza de Guanabacoa[376].

D. Antonio María Bucarely (1766-1771) dió impulso a las obras de La Cabaña, terminó las del Morro y Atarés, comenzando las del Príncipe. Bucarely fué el encargado de cumplir el decreto de Carlos III acerca de la expulsión de los jesuítas (1767). Otros asuntos ocuparon también la atención del gobernador, y fueron: 1.º, los terremotos que en 1766 destruyeron gran parte de las poblaciones de Bayamo y de Santiago de Cuba; 2.º, el huracán llamado de Santa Teresa, que el 15 de agosto de 1768 causó grandes pérdidas en la jurisdicción de la Habana; 3.º, cumplimiento de la Real Cédula que con fecha 7 de junio de 1770 expidió el Rey dando las instrucciones convenientes a una Junta, ya establecida y compuesta, además del gobernador, del factor, contador y tesorero, para fomentar la siembra, cultivo y beneficio del tabaco[377]; 4.º, ayuda que tuvo que prestar Bucarely al general O'Reilly, encargado de someter a la soberanía de España la Luisiana. Des[340]pués de tantos asuntos como tuvo que resolver Bucarely, pasó a encargarse del virreinato de México.

El gobernador D. Felipe Fonsdeviela (1771-1777), marqués de la Torre, atendió al embellecimiento de la capital y de otras poblaciones. En la Habana emprendió la fábrica de la Casa del Ayuntamiento, la construcción de la Alameda de Paula, del Nuevo Prado y de otras obras; fuera de la Habana se realizaron no pocas construcciones en Matanzas, Santiago, Trinidad, Sancti Spíritus, Puerto Príncipe, Remedios y Villaclara. Como si esto fuera poco, echó los cimientos de Nueva Filipina, del nombre del gobernador, y que luego se denominó Pinar del Río, del sitio de su fundación. Al año siguiente (1773) se fundó el pueblo de Jaruco; y el 1775, a orillas del Mayabeque, la villa de San Julián de los Güines. Débese al marqués de la Torre el primer Censo de población de la isla de Cuba, que se terminó en 1774: resultó la población total de 172.620 habitantes (96.440 blancos, 31.847 libres de color y 44.333 esclavos). El Arsenal, cuyo jefe era D. Juan Bautista Bonet, de la misma graduación que el marqués de la Torre, recobró su antigua importancia, y de él salieron sólidas construcciones navales, entre ellas el navío Santísima Trinidad, de 112 cañones. Por último, en tiempo del citado gobernador, se fundó el Seminario de San Carlos en el primitivo Colegio de los Jesuítas, se exportó libremente el algodón y se disminuyeron los derechos de exportación sobre los azúcares, aguardiente, etcétera.

Refieren los historiadores que D. Diego José Navarro (1777-1781), aprovechándose de la guerra entre Inglaterra y sus colonias del Norte de América, apoyó al coronel D. Bernardo de Gálvez, gobernador de la Luisiana, para que invadiese la Florida y se apoderara de las plazas de Mobila (1780) y de Panzacola (1781), volviendo de este modo á poder de España aquella colonia, que, como sabemos, fué cedida á Inglaterra en cambio de la Habana. En tiempo de Navarro se puso en vigor la Ordenanza para el libre comercio con las colonias.

El cubano D. José Manuel de Cagigal sucedió a Navarro desde 1781 a 1783. Después gobernaron la isla D. Luis Unzaga, el conde de Gálvez y otros. Los inmediatos sucesores de Gálvez tuvieron el carácter de interinos.

El teniente general D. Luis de las Casas se hizo cargo del Gobierno y Capitanía general de Cuba el 9 de julio de 1790, presentando su dimisión y entregando el mando el 6 de diciembre de 1796. Le ayudaron en su obra regeneradora D. Juan Bautista Vaillant, gobernador de Santiago de Cuba; D. José Pablo Valiente, intendente de Hacienda, y los ilustres cubanos Dr. Ramay, D. Francisco de Arango y otros. Pro[341]gresó la instrucción pública, las artes y la industria, se mejoraron muchas poblaciones y se crearon establecimientos benéficos. Con motivo del desbordamiento de los ríos, ocurrieron grandes inundaciones en la parte occidental de la isla, en particular en las cercanías de la Habana y Pinar del Río. Casas socorrió generosamente a los campesinos más perjudicados e hizo reconstruir los puentes arrasados por las aguas. Vió la luz, merced al apoyo de Casas, la primera publicación literaria y económica, que se intituló el Papel Periódico, y en el cual colaboraron el mismo capitán general, el presbítero Caballero, el Dr. Romay y el poeta Sequeira. Fundáronse en Santiago de Cuba y en la Habana Reales Sociedades Económicas de Amigos del País, Casa de Beneficencia y Real Consulado. Como consecuencia de la insurrección de Haití (1791) y de la cesión que España había hecho del resto de la isla a Francia, en virtud del tratado de Basilea (1795), vinieron á Cuba muchos inmigrantes franceses y españoles, los cuales, con sus conocimientos y laboriosidad, enriquecieron su nueva patria. Como era natural, los restos de Cristóbal Colón, que descansaban en la iglesia catedral de Santo Domingo, se trajeron a Cuba en el navío San Lorenzo y se depositaron en la catedral de la Habana (15 enero 1796), para ser trasladados en 1898 a nuestra ciudad de Sevilla, en cuya catedral descansan.

Encargóse del gobierno D. Juan Bassecourt, conde de Santa Clara (1796-1799), cuando Carlos IV celebraba alianza ofensiva y defensiva con el Directorio francés. Tuvo España que pelear con Inglaterra, y si en Cuba pudo resistir los ataques de sus enemigos, el resultado de la enconada lucha fué la pérdida de la isla de Trinidad, de una parte de la escuadra y la casi ruina de su comercio.

Sucedió al conde de Santa Clara, D. Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos (1799-1812). D. Sebastián de Kindelán ocupó el gobierno de Santiago de Cuba y D. Luis Viguri la Intendencia de Hacienda. Habiendo terminado la dominación de España en Santo Domingo, se dispuso que la Audiencia se trasladase a Puerto Príncipe, comenzando a funcionar el 30 de junio de 1800. Justo será consignar que en los primeros días del siglo xix llegó a Cuba el nunca bastante alabado barón de Humboldt, quien publicó el Ensayo político sobre la isla de Cuba (1826), hermosa síntesis de la geología, clima, población, industria y rentas públicas de la gran Antilla. Dicha fué también para Cuba la venida (24 febrero 1802) del obispo de la Habana, el ilustre Díaz de Espada, sucesor de Tres Palacios. Díaz de Espada embelleció la catedral; prestó eficaz auxilio a la Casa de Beneficencia, a los Hospitales y al Manicomio; contribuyó con una suma bastante considerable a la fundación del primitivo cementerio de la Habana, aboliendo la costumbre de[342] enterrar en las iglesias. Hombre el obispo de tanta cultura como de espíritu liberal, fundó muchas escuelas en las ciudades y en los pueblos. Fué Director de la Sociedad de Amigos del País, reformó el Seminario de San Carlos y el Asilo de San Francisco de Sales. Si, como antes hemos indicado, la Audiencia de Santo Domingo se trasladó a Cuba, del mismo modo el arzobispado de aquella Antilla, con todos sus títulos, facultades y prerrogativas, pasó, por Breve pontificio de 16 de julio de 1804, a Santiago de Cuba, quedando como sufragáneos suyos los obispados de la Habana y Puerto Rico. También por entonces el insigne médico Dr. Romay dió a conocer y aplicó la vacuna como preservativo de la viruela, debiéndose de notar que cuando Carlos IV comisionó al Dr. Balmis para difundir el citado preservativo, ya había sido aplicado ventajosamente.

Además de los emigrados de Santo Domingo y de Haití, que acudían a Cuba donde se les brindaba con feraces tierras (1802), llegaron, después del fracaso de la expedición mandada por Bonaparte para recuperar aquellas colonias, unos 30.000 franceses, quienes se establecieron en Santiago de Cuba, Baracoa, Guantánamo y en otros puntos, consiguiendo hacer de terrenos incultos haciendas productivas. El tabaco, el algodón y todos los productos aumentaron considerablemente; pero ninguno como el café, hasta el punto que, si en 1804 se elevó la exportación a 12.500 quintales, en 1833 llegó a 642.000.

Los graves acontecimientos ocurridos en España con motivo de la invasión de los franceses y después por la guerra de la Independencia, repercutieron, como era natural, en las Indias. Es de lamentar que el fanatismo patriótico de muchos llegase al extremo de asaltar las casas de pacíficos y laboriosos franceses, siendo unos asesinados y otros expulsados del territorio. Aunque se intentó la formación de una Junta como las de Sevilla y otras provincias de España y América, la idea fué combatida en periódicos y folletos. Por su parte la Junta Central de España encargó (18 febrero 1809) al gobernador de Cuba, procurase cultivar las relaciones—pues era conveniente—con el negro Enrique Cristóbal, presidente y generalísimo de Haití[378].

A la sazón llegó a la Habana el joven mejicano Manuel Rodríguez Alemán con pliegos para las autoridades y otras personas invitándolas a declararse por José Bonaparte; aquél pagó cara su imprudencia, pues fué preso como espía y ahorcado el 30 de julio de 1810. Pasados dos años se descubrió la conspiración que tramaba José Antonio Aponte, deseoso de la emancipación de su raza; Aponte mereció la pena de horca con 8 de sus cómplices.

[343] En sus últimos años de gobierno reconoció el marqués de Someruelos la Junta Suprema Central y gubernativa de España y de las Indias establecida en Aranjuez y dirigió las elecciones de los primeros diputados a Cortes por Cuba (1810), los cuales fueron Jáuregui y O'Gabán, sucediendo al último Arango y Pareño.

Tuvo la satisfacción D. Juan Ruiz de Apodaca de que en su tiempo se jurase en la Habana (21 julio 1812) la Constitución de Cádiz. En dicho Código político se concedían iguales derechos a españoles y americanos. Posteriormente, habiendo vuelto a España Fernando VII y con él el gobierno absoluto, Cuba pasó pacíficamente de uno á otro régimen. Los cubanos tuvieron que agradecer al Deseado que, por decreto de 10 de febrero de 1818, se concediese a los puertos de la isla el libre comercio con todos los mercados extranjeros.

El excelente político y general D. José Cienfuegos llegó a Cuba (1816) acompañado del superintendente de Hacienda D. Alejandro Ramírez, ya conocido ventajosamente en Guatemala y Puerto Rico. Ramírez odiaba la esclavitud, combatió el contrabando, llegó a duplicar (1820) las rentas públicas, y apoyó los planes del antes citado Arango, no sólo en la concesión del libre comercio, sino en el desestanco del tabaco y otras reformas. Tomó parte activa en la fundación de Cienfuegos[379] y también influyó en el progreso de las colonias de Nuevitas, Guantánamo y El Marcial. Como Director de la Sociedad Patriótica, estableció la sección de educación primaria, la Academia de Dibujo y Pintura, que se denominó de San Alejandro, en honor del fundador; el Jardín Botánico, las cátedras de Anatomía y Botánica, y proyectó la de Química.

Un hecho importantísimo que honra a Inglaterra se verificó por entonces y fué el convenio celebrado con España el 1817, el cual consistía en el compromiso de nuestra nación de impedir el tráfico de esclavos africanos, a partir del 30 de mayo de 1820; pero sin embargo de las protestas y reclamaciones de Inglaterra, la nación española continuó haciendo expediciones más o menos clandestinas.

Bajo el débil gobierno del general D. Manuel Cagigal se juró en la Habana, bien a pesar suyo, la constitución de Cádiz, que en España, Riego, Quiroga y otros habían proclamado en las Cabezas de San Juan (1.º enero 1820).

D. Nicolás Mahy sucedió en marzo de 1821 a Cagigal. En su tiempo las logias masónicas y las sociedades secretas (La Cadena, Los Soles, Los Comuneros y Los Carbonarios) tuvieron verdadera influencia.[344] Formaban las dos primeras cubanos partidarios de la independencia, la tercera españoles adictos al gobierno y la cuarta estaba constituída por hombres conciliadores. El general Mahy se opuso tenazmente a que se implantase la ley de Aranceles, contuvo el lenguaje violento de la prensa, reorganizó las milicias y mantuvo la disciplina militar.

Encargóse del poder el brigadier D. Sebastián Kindelán, por muerte de Mahy, en julio de 1822. En las elecciones para diputados a Cortes (legislatura de 1823) salieron triunfantes el sacerdote y filósofo Félix Varela, D. Leonardo Santos Suárez y D. Tomás Gener.

A ponerse al frente del gobierno de Cuba vino a la isla (2 mayo 1823) el general D. Francisco Dionisio Vives. Si en España reinaba la anarquía, en Cuba se entusiasmaban con los hechos realizados por Bolívar y los demás generales revolucionarios. Vives se apoderó de los documentos de la sociedad secreta Soles y Rayos de Bolívar (que aspiraba a establecer la República de Cubanacán), reduciendo a prisión al habanero Lemus, jefe de la conspiración, y a los más comprometidos, entre ellos Peoli, Junco, Silveira, el Dr. Hernández y los poetas Heredia y Teurbe. El 3 de mayo de 1823 se mandó Real orden reservada a los jefes políticos de Cuba y Puerto Rico, encargándoles cierta vigilancia para si llegase allí D. José Mariano Méndez, diputado a Cortes que fué por Sonsonate, el cual había circulado un manifiesto o proclama, impreso en la península, con el intento de separar las islas de Cuba y Puerto Rico de la dominación española[380]. De los presos citados anteriormente, el gobernador Vives se contentó con desterrar a unos y con imponer multas pecuniarias a otros. Restablecido en España el gobierno absoluto por Fernando VII, Vives siguió el ejemplo de su Rey (diciembre de 1823). Con más encono que antes volvieron las conspiraciones, teniendo Fernando VII que conferir a los capitanes generales de Cuba, con fecha 28 de mayo de 1825, las facultades extraordinarias de los gobernadores de plazas sitiadas. No se amedrentaron por ello los revolucionarios, quienes comisionaron a Iznaga, Bentancourt (El Lugareño) y otros para que se marchasen a Venezuela y pidiesen apoyo al libertador Bolívar. La entrevista no llegó a verificarse por entonces; pero Iznaga, en su segundo viaje, verificado el año 1827, logró sus deseos.

Es de advertir que antes de la entrevista que, después de todo, no dió resultado alguno, los emigrados cubanos constituyeron una Junta en México, que tenía por objeto trabajar por la independencia de Cuba y Puerto Rico (1825). Un año después se reunió en Panamá una Asamblea general de las naciones hispano-americanas para tratar, entre[345] otras cosas, de la emancipación de las citadas islas; mas, ya por el poco entusiasmo con que acogió la idea Bolívar, ya por la oposición de los Estados Unidos, pensando tal vez que Cuba, siguiendo el ejemplo de las repúblicas hispano-americanas, decretaría la libertad de los esclavos, cuyo hecho podía ocasionar perturbaciones en los Estados del Sur de la gran República, lo cierto es que nada se hizo. Los separatistas no cejaban en su empeño: Francisco de Agüero y el pardo Andrés Manuel Sánchez fueron sorprendidos en un ingenio de Camagüey y condenados, como espías de los enemigos de España, a la pena de horca, en Puerto Príncipe, el 16 de marzo de 1826. Agüero y Sánchez fueron los primeros mártires de la independencia de Cuba. Desde México, los revolucionarios cubanos, expatriados en aquella República, no dejaban de avivar el fuego sagrado de la independencia. Esta vez las logias masónicas de la Legión del Águila Negra, se entendían desde México con los patriotas de Cuba para conseguir la independencia. Descubierta la conspiración (1830) y presos los principales, se les condenó a muerte por la Comisión Militar, teniendo la dicha de ser indultados con motivo del nacimiento de Isabel II; sólo sufrieron destierros y multas.

Durante el gobierno de Vives se dividió la isla en tres departamentos militares: Occidental, Central y Oriental; se formó nuevo censo de población[381] y se hizo el mapa de Cuba (1827). En su política progresiva le ayudó D. Claudio Martínez de Pinillos (después conde de Villanueva), superintendente general de Hacienda, quien aumentó las rentas públicas, ayudó a la construcción del acueducto de la Habana, habilitó algunos puertos para el comercio extranjero e influyó para la introducción de las máquinas de vapor en los ingenios. También se deben al gobierno de Vives, y por iniciativa de Pinillos, la fundación de Cárdenas (8 marzo 1827), el establecimiento de un presidio en la Isla de Pinos y la fundación de Nueva Gerona (1830). Entre otras obras de utilidad pública citaremos el puente de Marianao, la Casa de dementes de San Dionisio y el Templete, inaugurado en 1828, en la plaza de Armas, de la Habana[382].

Las letras y las ciencias, como más adelante mostraremos, progresaron mucho en la primera mitad del siglo xix, figurando á la cabeza de todos el insigne filósofo D. Félix Varela. Continuaron su obra Saco, Luz y Caballero y otros.

Hemos de lamentar lo extendido que se hallaba el vicio del juego. El país estaba lleno de vagos, de ladrones y de asesinos, siendo peligroso,[346] aun en la misma capital de la isla, salir de noche a la calle. Parece ser que como uno dijese a Vives que no había seguridad alguna de noche, contestó: «Pues que hagan lo que yo, que me quedo de noche en casa y no salgo a la calle.»

D. Mariano Ricafort sucedió en 1833 a Vives, y en su tiempo un barco procedente de los Estados Unidos, llevó el cólera a la isla. En cambio, daremos la grata noticia de que el conde de Villanueva, superintendente de Hacienda, pudo conseguir, como presidente de la Junta de Fomento, que se construyera el ferrocarril de la Habana a Güines, mucho antes de que en la metrópoli se estableciese ese medio de comunicación. Cuando en España, muerto Fernando VII, comenzó la terrible guerra civil, y cuando el gobierno de Madrid proclamó en Cuba el Estatuto Real, vino el general Tacón a suceder a Ricafort (1.º julio 1834).

El general Tacón, decidido absolutista, no implantó en Cuba las libertades concedidas a la nación española. Espíritu suspicaz creyó ver en todas partes la tea revolucionaria para lograr la independencia de la Antilla. De opuestas ideas que el general Tacón era el gobernador de Santiago de Cuba D. Manuel Lorenzo. Jurada en Madrid la Constitución, a consecuencia del motín de la Granja (1835), Lorenzo la hizo jurar en Santiago de Cuba. Irritóse por ello Tacón, hasta el punto de mandar una expedición contra Santiago, viéndose obligado Lorenzo a embarcarse para España. También pudo conseguir Tacón que las Cortes españolas de 1837, no admitiesen como Diputados a los elegidos por Cuba, los cuales eran Saco, Acebedo, Montalvo y de Arnas, fundándose en que las islas de Cuba y de Puerto Rico se regían por leyes especiales. Sabiendo el gobernador de Cuba que Saco y Narciso López conspiraban en España para alcanzar la independencia de la isla, hizo prender a varios cubanos pensando que estaban en relaciones con aquellos, quienes no lograron su libertad hasta que, relevado Tacón, la decretó su sucesor el general Ezpeleta (1838). No seríamos justos si guardásemos silencio acerca de las buenas cualidades de Tacón: era honrado e íntegro; persiguió a los jugadores, vagos y ladrones; restableció la seguridad personal, disciplinó el ejército, reorganizó la policía, estableció los cuerpos de serenos y bomberos, y realizó obras de utilidad y ornato (los Mercados, la Pescadería, el Gran Teatro, la Alameda de Isabel II, y otras).

El teniente general D. Joaquín de Ezpeleta comenzó su gobierno el año 1838, sucediéndole D. Félix Girón, príncipe de Anglona. Después ocupó cargo tan importante el general D. Jerónimo de Valdés. Entre Valdés y el cónsul inglés David Turnbull, las relaciones fueron tan poco amistosas, que el primero consiguió del gobierno de la Gran[347] Bretaña la separación del segundo, tal vez con alguna razón. Y decimos con alguna razón, porque Turnbull era más amigo de los separatistas que de los españoles. Volvió Turnbull a la isla con un pasaporte de un cónsul español; pero Valdés le hizo prender y le embarcó en un buque británico (1842). Tanto disgustó a la Sociedad Patriótica que uno de sus indivíduos fuese tratado de aquel modo, que D. José de la Luz y Caballero, presidente de aquella Sociedad, protestó enérgicamente, logrando con el apoyo del sabio naturalista Poey y otros, que el nombre de Turnbull no se borrase de la lista de los socios y entre ellos permaneció hasta que el nuevo capitán general D. Leopoldo O'Donnell dispuso su eliminación «porque era un enemigo declarado del país.»

O'Donnell renovó la política tiránica y bárbara de Tacón. Descubrióse—según todas las señales—vasta conspiración en Matanzas, conspiración de la escalera, porque los presos, atados a una escalera, declaraban a fuerza de látigo. Víctimas de la conspiración fueron el poeta Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), Santiago Pimienta y otros, los cuales sufrieron la pena de muerte (28 junio 1844) en Matanzas, en el paseo de Santa Cristina, frente al hospital de Santa Isabel.

D. Federico Roncali (1848-1850) tuvo que combatir fuerte insurrección. Al frente de los revolucionarios se puso el general Narciso López, natural de Venezuela. Desde muy joven se había distinguido en el ejército español, ora peleando en el Sur América, ora en la península, defendiendo los derechos de Isabel II. Ya General, vino a Cuba a las órdenes de O'Donnell, desempeñando varios cargos gubernativos, entre ellos el de teniente gobernador de Trinidad, que le quitó el mencionado O'Donnell (1843), no fiándose de su amor a España. En el primer año del gobierno de Roncali, Narciso López se puso a la cabeza de la conspiración, que, descubierta, tuvo que refugiarse en los Estados Unidos, donde, con la ayuda de Sánchez Iznaga, Villaverde y otros emigrados, trabajó por la independencia de la Isla. Tomó parte desde entonces en todas las expediciones de los separatistas e intervino en la política seguida por las Sociedades organizadas en Cuba y por el Consejo Cubano establecido en New-York. Los revolucionarios se dividieron en dos partidos: uno quería la independencia de Cuba y otro su anexión á los Estados Unidos. En aquel tiempo el gobierno de los Estados Unidos ofreció 100 millones de pesos a España por la Isla de Cuba. Decidido Narciso López a jugar el todo por el todo, a la cabeza de unos 600 hombres bien armados, salió de New Orleans y se dirigió a Cuba en el vapor Creole y dos barcos de vela. El 19 de mayo de 1850 desembarcó[348] en Cárdenas, ondeando por primera vez en la Perla de las Antillas la bandera de la estrella solitaria. Aunque consiguió que la guarnición se le rindiese, causóle profunda pena la actitud pasiva de los cubanos, tan pasiva que sólo se le unió el portorriqueño Felipe Gotay. En la lucha que sostuvo en las calles de Cárdenas con los lanceros que acudieron de Lagunillas, mandados por el teniente D. José María Morales, murió de los nuestros el sargento Carrasco, a quien la patria, agradecida, algún tiempo después hizo levantar un monumento en La Cabaña.

Vino de gobernador y capitán general D. José Gutiérrez de la Concha (mes de noviembre del año 1850), decidido a castigar con mano de hierro a los enemigos del gobierno de la metrópoli. Porque la ciudad de Puerto Príncipe solicitó que no se suprimiera su Audiencia, Concha destituyó al Ayuntamiento, prohibiendo que en lo sucesivo hiciesen uso esas Corporaciones del derecho de petición. Nombró comandante general del Departamento central a D. José Lemery, el cual, conociendo los planes revolucionarios de la Sociedad Libertadora, constituída en el Camagüey a últimos de 1849, hizo poner presos a los hermanos Betancourt, Recio, Arango, Cisneros y a otros, mandándoles a la Habana (4 mayo 1851). No fué preso Joaquín de Agüero, porque logró huir a tiempo, ocultándose en las lomas situadas entre Nuevitas y Las Tunas, y acampando después en la Piedra de Juan Sánchez. Agüero, joven de nobles sentimientos, acérrimo antiesclavista, proclamó la independencia de Cuba, en unión de otros patriotas, en la hacienda de San Francisco del Jucaral, partido de Cascorro. Defendióse en la hacienda de San Carlos, teniendo el sentimiento de ver morir a algunos de los suyos. Huyó Agüero a Punta de Ganado, y allí cayó en poder de los realistas (22 de julio) con otros cinco compañeros. Concha mandó fusilar (12 agosto 1851) en la sábana del Arroyo Méndez a Agüero, a Betancourt (Tomás), a Zayas y a Benavides. Al mismo tiempo estalló en Trinidad otro movimiento revolucionario (24 julio 1851) dirigido por Isidoro Armenteros, teniente coronel graduado de milicias de caballería, y ayudado por Arús y Hernández Echerri. Los tres fueron fusilados en el campo conocido con el nombre de Mano del Negro, en las afueras de Trinidad (18 de agosto del citado año). El 12 de agosto, el mismo día en que fué fusilado Agüero, desembarcó en Playitas Narciso López, á bordo del Pampero. Venía de New Orleans con unos 500 hombres, y entre los más conocidos se hallaban el general húngaro Pragray, el coronel Crittenden (hijo de un senador americano) y los cubanos Arnao, Zayas y Oberto. Creyendo Narciso López que en Puerto Príncipe y Trinidad era formidable la insurrección, llegó a Vuelta Abajo y dividió sus fuerzas, dejando en El Morrillo parte de ellas, bajo el man[349]do de Crittenden, en tanto que él se encaminaba a Las Pozas. En Las Pozas tuvo un encuentro Narciso López con el general Enna, muriendo el húngaro Pragray y el cubano Oberto, y en los palmares del Cafetal de Frías fué herido mortalmente Enna, viéndose obligado Narciso López a dispersar sus fuerzas. Crittenden y los 50 expedicionarios que estaban en El Morrillo intentaron huir, siendo sorprendidos y llevados a la capital, donde, en las faldas del Castillo de Atarés, fueron fusilados (16 de agosto). Preso también Narciso López en los Pinos del Rangel, fué conducido a la Habana, sufriendo la pena de muerte en el campo de La Punta (1.º septiembre 1851).

Bajo el gobierno del general D. Valentín Cañedo, sucesor de Concha, se publicó clandestinamente el periódico La Voz del Pueblo Cubano, redactado por Bellido e impreso por Facciolo. Tal publicación, y el descubrimiento de una caja de armas destinadas a los revolucionarios de Vuelta Abajo, pusieron de manifiesto los planes de aquéllos en la jurisdicción de Pinar del Río. Bellido pudo huir a los Estados Unidos y Facciolo fué ejecutado en La Punta (28 septiembre 1852). Otros fueron condenados a presidio.

Don Juan de la Pezuela sucedió a Cañedo en diciembre de 1853. Un gobernador tolerante y caballeroso dirigía la política y la administración de Cuba. Concedió indulto a todos los que habían tomado parte en las conspiraciones y levantamientos separatistas; persiguió el tráfico de esclavos, no haciendo caso de los ruegos primero, y de las amenazas después, de los negreros.

Vino el general Concha (21 septiembre 1854) a encargarse del poder, con verdadera satisfacción de los negreros. Al frente de poderosa conspiración se puso el catalán D. Ramón Pintó, presidente del Liceo de la Habana y presidente también de la Junta Revolucionaria. Descubierta la conspiración, Concha dispuso la prisión de los principales jefes, siendo Pintó condenado a muerte, que sufrió el 22 de marzo de 1855 en el campo de La Punta; Cadalso y Pinelo a la pena inmediata. El 31 del mismo mes y año tuvo la desgracia de ser hecho prisionero en Baracoa, a bordo de americana goleta, que conducía armas y pertrechos para promover una revolución, Francisco Estrampes, el cual corrió la misma suerte que Pintó.

Don Francisco Serrano y Domínguez, duque de la Torre, ocupó el cargo de gobernador y capitán general de Cuba. En su tiempo murió (22 junio 1862) el sabio maestro D. José de la Luz y Caballero, rodeado de sus discípulos y admiradores. El capitán general, deseando halagar a los cubanos, presidió los funerales y manifestó las consideraciones que le merecían las virtudes del insigne hijo de la Habana. Contri[350]buyó a cerrar por algún tiempo el período de las conspiraciones la fundación del diario cubano El Siglo, dirigido primeramente por D. José Quintín Suzarte, y después por el conde de Pozos Dulces, antiguo revolucionario y uno de los individuos de la Junta Cubana de Nueva York. Adquirieron la propiedad del periódico Morales Lemus, Aldama y otros. Acerca de las ideas políticas de El Siglo, el conde de Pozos Rubios declaró (24 marzo 1865) en notable artículo que sólo deseaba obtener para Cuba todos los derechos de una provincia española. Semejante política fué luego difundida en la Península por el general Serrano, por el periódico La América y por muchos liberales. Los defensores de dicha política constituyeron el partido reformista.

El capitán general D. Domingo Dulce fué digno continuador de la política del duque de la Torre. Mostró su poder el partido reformista cuando, en virtud del Real decreto (noviembre de 1865) convocando la Junta de información respecto a reformas en Cuba y Puerto Rico, fueron elegidos el conde de Pozos Dulces, Saco, Morales Lemus y otras notables personalidades del citado partido. Las conferencias se inauguraron en Madrid, bajo la presidencia de D. Alejandro Oliván, el 30 de octubre de 1866 y terminaron el 27 de abril de 1867. Discutiéronse asuntos sociales, políticos y económicos, llamando también la atención la abolición de la esclavitud. Dice el Dr. Morales—y sentimos no estar conformes con su opinión—que si los informes presentados por las diversas Comisiones hubiesen sido atendidos por España, no hubiera estallado, quizás, la guerra separatista de 1868[383]. Con reformas o sin reformas, poco antes o poco después, se habría realizado la independencia de Cuba.


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CAPITULO XXII

Gobierno de Jamaica.—Política de la Gran Bretaña.—La esclavitud.—Gobierno de Puerto Rico.—El Rey Católico y D. Diego Colón.—Felipe II y el obispo de Puerto Rico.—Los ingleses intentan apoderarse de la isla.—Los dinamarqueses en los Cayos de San Juan.—El inglés Harvey.—Generosidad de Carlos III con el Duque de Crillón.—Régimen político de Puerto Rico.—Isla de la Mona.—Isla de Vieques.—Islas Vírgenes: gobierno de los ingleses y de los norteamericanos.—Islas Lucayas: Guanahani: la capital Nassau: gobierno de las Lucayas.—Islas Bermudas: Hamilton.—Islas Menores: Islas inglesas, francesas y holandesas: gobierno en dichas islas.

De la isla de Jamaica, situada en el mar de las Antillas, tenemos escasas noticias. Antes procede recordar que Carlos II de Inglaterra fué arrojado del trono y la Cámara hubo de publicar un decreto que decía: «La experiencia ha probado y esta Cámara declara que el oficio de Rey en este país es inútil, oneroso y peligroso para la libertad, la seguridad y el bien del pueblo; queda, de consiguiente, abolido.» Cromwell constituyó la República y se atrajo en el interior el entusiasmo del pueblo, y en el exterior las simpatías de Europa. Tirantes por entonces las relaciones entre Luis XIV y Felipe IV, el Protector se decidió al fin en favor de Francia, pensando sin duda que España tenía vastas y ricas posesiones en las Indias. A fines de diciembre del año 1654 Cromwell dispuso que la escuadra de Penn y de Venables, con sus tropas de desembarco, saliese de Portsmouth con rumbo a la América española. Felipe IV y su primer ministro, D. Luis de Haro, desconocían los propósitos del Protector, hasta el punto que alarmados por las vagas noticias que les llegaban, se quejaron a Cardeñas, nuestro embajador en Londres, no sólo de su silencio acerca de la expedición de Penn y de Venables, sino también de la incoherencia de sus noticias respecto de los asuntos de Inglaterra y de su escasa influencia cerca de un gobierno que España había sido la primera en reconocer y apoyar. Defendióse Cardeñas de tales reconvenciones, y refiriéndose a la escuadra decía: «El objeto acerca de las Indias es el único que no he podido pe[352]netrar, porque el Protector lo ha tenido cuidadosamente oculto, sobre todo a las personas por quienes yo podía prometerme saber el plan... Así, pues, respecto del particular no he podido recoger sino vagas conjeturas, y he comunicado a Vuestra Magestad todas las que se forman acerca de esta expedición en toda su diversidad...»[384]. El rey de España se decidió entonces a enviar a Londres otro embajador más, el marqués de Leyde, para que, poniéndose de acuerdo con Cardeñas, y no manifestando recelos a propósito de la escuadra de Penn y de Venables, insistiesen con el Protector en la conclusión de un tratado de paz entre España e Inglaterra contra Francia. Cromwell no hizo caso de las proposiciones de Cardeñas y del marqués de Leyde. Estaba decidido a aliarse con Francia.

En los primeros días de julio de 1655 sólo se sabía en Londres que la escuadra había llegado a la Barbada, partiendo en seguida de dicha isla. Dice nuestro historiador Lafuente que el designio de Cromwell era apoderarse de México, lo cual hubiera realizado si los españoles no hubiesen acudido oportunamente a su defensa[385]. Lo que se proponía el Protector era que la escuadra se apoderase de Santo Domingo. A mediados de julio recibió carta el Protector dándole detalles de los hechos realizados por el almirante Penn y el general Venables. Entonces supo que el 14 de abril la escuadra se halló enfrente de la costa Sud-Oeste de Santo Domingo, desembarcando poco después la tropa. El 18 del mismo mes, los españoles, ocultos en los barrancos y en los bosques, hicieron fuego sobre los ingleses, á quienes obligaron a replegarse sobre el punto de desembarque más próximo para pedir a la escuadra víveres y refuerzos. Pasados pocos días, el 25 se pusieron en marcha hacia Santo Domingo; pero cayeron en una emboscada, donde murieron muchos, retirándose fugitivos los demás. Penn echaba la culpa de todo a Venables y los marinos a los soldados; a su vez Venables y los soldados se defendían de tales cargos. No habiendo medio de intentar un tercer ataque contra Santo Domingo, convinieron todos en que era preciso hacer algo antes de volver a Inglaterra y presentarse al Protector.

El 3 de mayo, ya reembarcadas las tropas en la escuadra, se alejaron de Santo Domingo, y el 9 se presentaron delante de Jamáica, isla menos importante que Santo Domingo, aunque dilatada y fértil. La fortuna les fué esta vez propicia, pues el 10 se verificó el desembarco y sin oposición alguna cayó la isla en poder de los ingleses, en tanto que los españoles se retiraron a las montañas. Parte del ejército[353] vencedor se estableció de guarnición en la isla; doce buques de la escuadra, a las órdenes del vicealmirante Goodson, formaron una estación en la costa; y a fines de junio, uno antes y otro después, Penn y Venables regresaron a Inglaterra, llegando, el primero, el 31 de agosto, y el segundo, el 9 de septiembre[386].

La población blanca de Jamaica, que en 1655 contaba con unos 1.500 hombres, aumentó mucho al poco tiempo, porque a ella acudieron gentes de las Antillas: ingleses, escoceses, irlandeses y no pocos mercaderes israelitas. De la isla hicieron los ingleses un depósito para el comercio de contrabando con México y el Perú, y fué un gran mercado, desde el cual los esclavos importados de Africa se distribuían por las demás Antillas y por la Tierra Firme. Calcúlase que en los años de 1680 a 1786 desembarcaron en Jamaica 610.000 esclavos. A causa del trato durísimo que recibían de los ingleses, se sublevaron y buscaron refugio en las montañas, viéndose obligados aquéllos a concederles algunos derechos en el año 1739. Nuevamente se rebelaron en 1795, y los humanitarios ingleses les persiguieron como a fieras, valiéndose de perros que llevaron de Cuba.

Tiempo adelante hubo de realizarse un suceso de extraordinaria importancia en la política de la Gran Bretaña, y fué la abolición de la esclavitud. Si durante el reinado de Guillermo IV (1830-1837) acordaron las Cámaras la abolición parcial y progresiva de la esclavitud, elevada al trono la reina Victoria, cuya coronación se verificó el 28 de junio de 1838, dichas Cámaras proclamaron el 1.º de agosto de aquel año la emancipación inmediata y general. Inglaterra, una vez abolida la esclavitud en sus colonias, tuvo mercantil interés de que las demás naciones siguiesen su ejemplo. Si muchas reformas realizadas en la edad contemporánea son timbre de gloria de los gobiernos de Inglaterra, ninguna puede compararse con la abolición de la esclavitud de los negros, reclamada por la opinión pública más humanitaria o menos egoista.

De Jamaica no sería aventurado decir que en ella se verificó cambio radical desde la abolición de la esclavitud en el año 1838. «Desde la emancipación de los esclavos—escribe Reclus—ha disminuído en una cuarta parte la población blanca, mientras que ha doblado el número de negros»[387]. En el año 1890 los blancos apenas llegaban a 15.000 y los negros pasaban de 600.000. Al presente tiene 832.000.

El régimen político de la citada Antilla mayor consiste en un gobernador nombrado por la Corona y en un Consejo legislativo com[354]puesto de 16 individuos: cinco nombrados por el Rey y nueve elegidos por el pueblo. Los electores, en cada una de las parroquias, nombran consejeros encargados en la administración de los asuntos locales. Hasta el año 1869 fué la capital Spanish-town (ciudad española) que fundó Diego Colón en 1525 con el nombre de Santiago de la Vega; pero al presente es el puerto de Kingston, donde residen las autoridades militares y navales. Casi todo el movimiento de las transacciones de Jamaica con la Gran Bretaña, el Canadá, los Estados Unidos y otros países se efectúa por intermedio del citado puerto.

Pasando a estudiar el gobierno de Puerto Rico, recordaremos que su conquistador, Juan Ponce de León, recibió señaladas muestras de cariño de Fernando el Católico. Si en 14 de agosto de 1509 le premiaba con el Gobierno interino de la isla[388], el 28 de febrero de 1510 le decía lo siguiente: «Vi vuestra letra de 18 de setiembre de 1509. Me tengo por servido de vos en lo hecho: continuad en acrecentar la población de San Juan, que yo escribo á la Española para que os provean de lo necesario.» Dos días después D. Fernando y D.ª Juana, hallándose en Madrid, le nombraban gobernador en propiedad[389]. Como el almirante D. Diego Colón se creía con derecho a la propiedad de Puerto Rico, y Ponce de León, apoyado por el Rey, no prestaba obediencia al primero, vino el rompimiento entre el gobernador de Santo Domingo y el de Puerto Rico. ¿Fué depuesto, además, Ponce de León porque era amigo de aquel Roldán que declaró cruda guerra al almirante D. Cristóbal? ¿Tendría presente D. Diego que dicho Roldán era también protegido de Ovando, enemigo este último del descubridor de las Indias? Conviene, por último, no olvidar que Ponce de León echó los cimientos de Caparra (primeros meses del año 1509); que repartió a los indios encomiendas, originando tal medida sublevación general, la cual fué combatida valerosamente por los españoles; que se reedificó a dos leguas de Guánica la villa de Sotomayor y se fundó la de San Germán, y que Julio II concedió la erección de un obispado en Puerto Rico y cuyo primer prelado se llamaba Alonso Manso, canónigo de Salamanca.

Ante la insistencia de don Diego Colón, quien se creía con derecho a proveer el gobierno, puesto que la isla había sido descubierta por su padre, cedió el Rey, siendo depuesto Ponce de León, no por demérito suyo, sino por ser de justicia. El Almirante, al deponer a Ponce, había nombrado a Juan Cerón, como alcalde mayor; a Miguel Díaz, como alguacil mayor, y al bachiller Diego Morales, como teniente de alcalde mayor.

[355] Continuó el Rey honrando la isla, a la cual dió también escudo de armas, que consistía en un cordero plateado en campo verde echado sobre un libro de color rojo, atravesada una banda con una Cruz, en cuyo extremo está la banderita que ponen a San Juan por divisa, todo orlado de castillos, leones y banderas con una F y una I, coronadas por divisa con el yugo y flechas del Rey Católico[390]. En el año 1512 llegó a su obispado el Sr. Manso, cuya silla fué la primera que se estableció en América.

En los comienzos del siglo xvi los gobernadores de Puerto Rico tuvieron que pelear un día y otro día con los caribes de las islas vecinas que desembarcaban en aquélla.

Por los años de 1511 y 1512 el licenciado Sancho Velázquez sólo se ocupó en tomar residencia a Juan Ponce de León, así del gobierno de San Juan, que había ejercido, como de la administración de las granjerías del Rey, que tuvo a su cuidado. La carta que desde Burgos, con fecha 23 de febrero de 1512, escribió el Rey a Ponce, decía lo siguiente: «Téngoos en servicio lo que habeis trabajado en la pacificación, y lo de haber herrado con un F en la frente a los indios tomados en guerra, haciéndoles esclavos, vendiéndolos al que más dió y separando el quinto para nos: también el haber hecho casas de paja para fundición, contratación y lo de la sal. Maravillado estoy de la poca gente y poco oro de nuestras minas; el Fiscal os tomará residencia y cuentas, para que esteis desocupado para la nueva empresa de Biminí, que ya otro me había propuesto; pero prefiero a vos por vuestros servicios que deseo recompensar, y porque creo hareis lo que cumple a nuestro servicio mejor que en la granjería nuestra de San Juan, en que habeis servido con alguna negligencia»[391].

No estando contento el almirante don Diego con la administración de Cerón y Díaz, nombró en lugar de ellos al comendador Moscoso, al cual sucedió don Cristóbal de Mendoza. Por su parte el Monarca, con fecha 23 de enero de 1513, mandó hacer nuevo repartimiento en San Juan a Miguel de Pasamonte, tesorero de Santo Domingo. Comisión tan importante delegó Pasamonte en el licenciado Sancho Velázquez, todo lo cual aprobó la Corona en 19 de octubre de 1514. Tantas quejas produjo el nuevo repartimiento contra Velázquez como el anterior contra Cerón y Díaz.

Nombrado por los reyes Juan Ponce de León regidor de Puerto Rico por toda su vida, llegó a la isla el 15 de octubre de 1515. Después de varios sucesos de más o menos importancia, el almirante Co[356]lón nombró gobernador a Pedro Moreno, vecino de Caparra, sucediéndole D. Francisco Manuel de Olando. «Los frecuentes recursos y mudanzas de gobernadores que motivaron estas guerras civiles, causaron muchas desgracias que fueron selladas con otras mayores: los arroyos de sangre derramada por toda la isla desde fines del año de 1510, el espíritu de venganza, de ambición y otras pasiones habían echado tan profundas raíces, que quiso Dios castigarlas por varios modos»[392]. Dice que a una plaga de hormigas sucedió una epidemia de viruelas, acompañando a la última otra de bubas. A estas fatalidades había que añadir los ataques de los caribes a las costas de Puerto Rico y también los de los filibusteros ingleses y franceses.

Recordaremos en este lugar que Juan Ponce de León, que vivía retirado en su casa desde su regreso de la corte, cuando supo las hazañas que por entonces realizaba Hernán Cortés, salió (1521) con dos navíos bien tripulados, llegando a la Florida, en cuyo país encontró una resistencia que no esperaba. Derrotado por los floridianos, se retiró a Cuba, donde murió. El siguiente epitafio, como escribe Washington Irving, hace justicia a sus cualidades de guerrero:

Mole sub hac fortis requiescunt ossa Leonis,
qui vicit factis nomina magna suis.

El licenciado Juan de Castellanos lo tradujo al romance del siguiente modo:

Aqueste lugar estrecho
es sepulcro del varón
que en el nombre fué León
y mucho más en el hecho.

Se cree que sus cenizas fueron trasladadas por sus descendientes a Puerto Rico.

Verificóse la traslación del pueblo de Caparra, fundado por Juan Ponce de León, a una isleta próxima. En una comunicación que lleva la fecha de 9 de noviembre de 1511 dice el Rey a Cerón y Díaz: «Juan Ponce dice que fundó el pueblo de Caparra en lo más provechoso de esa isla, y se teme que lo queréis mudar. No haréis tal sin nuestro especial mandado, y si hubiese justa causa para lo mudar, informaréis antes.» En una información que se hizo en la ciudad de Puerto Rico, antes villa de Caparra, en 13 de julio de 1519, se acordó que convendría trasladarla a la isleta que está junto al puerto, porque el sitio de la citada población se hallaba en una hondonada sombría y malsana. Después de[357] varias negociaciones e informes, escribió (16 noviembre 1520) Baltasar de Castro al Emperador, entre otros particulares, el siguiente: «Los oficiales de San Juan escribimos cómo la ciudad de Puerto Rico se mudaba a una isleta que está en el puerto donde surgen los navíos, muy buen asiento, creemos que por lo saludable y a propósito para la contratación, se poblará mucho más que estaba. Aquella isla es la puerta de la navegación de estotras y convendrá que en la ciudad que nuevamente se edifica, mande V. M. hacer fortaleza y una Casa de Contratación y fundición de piedra, pues la que había de paja se ha quemado algunas veces»[393].

Por orden de D. Diego Colón fundó D. Juan Enríquez el pueblo de Daguao, nombre que tomó del río que lo riega; pero los caribes de las islas contiguas cayeron una noche sobre la dicha población y la arruinaron completamente. La decadencia de la isla era cada vez mayor, a causa de las continuas invasiones de los caribes. Además, dos terribles huracanes desolaron el país en 1530. Los desgraciados habitantes veían destruídas sus casas, arruinadas sus haciendas, perdidos sus ganados y llenas de agua sus minas por las crecientes de los ríos. Todo era desolación y miseria. Posteriormente (18 noviembre 1536) escribió Alonso de la Fuente, lo que a continuación transcribimos: «Gran merced ha sido la de sacar esta gobernación de la mano del Almirante, pues era ordinariamente Justicia Mayor un vecino que no la ejercía sino con pasión, ni miraba por la isla. Todos los más eran criados, dependientes o afectos al Almirante, lo que me hacía mal estómago, viendo los daños. Venga gobernador, no vecino, sino de fuera»[394].

Desde mediados del año 1537 hasta el 1544 existió el sistema electivo, comenzando en el último año la Corona a nombrar gobernadores. Por entonces se publicaron las Nuevas Leyes, de cuyo Código varias veces nos hemos ocupado en esta obra. Si por muerte del obispo Manso (27 septiembre 1539), fué nombrado Rodrigo de Bastidas, conforme al nuevo sistema, la Corona nombró gobernador por un año a Gerónimo Lebrón, vecino de Santo Domingo. Habiendo muerto a los quince días de su llegada, le sucedió en 1545, por nombramiento de la Audiencia de la Española, el licenciado Iñigo López Cervantes de Loaysa, oidor de la misma. Decía el 6 de julio de 1545, lo que sigue: «Por servir a V. M. vine a esta isla con mujer e hijos y halléla en increibles pasiones.» Después volvieron temporalmente a gobernar los alcaldes, según se desprende de las siguientes palabras del obispo Bastidas, quien decía al Emperador en Marzo de 1549: «Gracias por haber cesado en proveer[358] gobernador para esta isla, pues bastan los alcaldes ordinarios, según es poca la población. Basta la visita cada tres años de un oidor de la Española, que tome residencia a los que deben darla. Pronto hubo de cesar el anterior sistema, por cuanto en mayo o junio de 1550 era gobernador el Dr. D. Luis Vallejo, quien prolongó su mando por cinco años.

Tanta fué la pobreza de Puerto Rico a causa de las incursiones y guerras de sus enemigos, que Felipe II, desde Madrid y con fecha 28 de abril de 1566, concedió a sus vecinos que no pagasen por las cosas que exportaran alcabala ni almirantazgo[395].

Trasladaremos aquí, no por la importancia que tiene, sino porque indica el carácter de Felipe II, lo que dijo, desde Badajoz (26 mayo 1580) al obispo de Puerto Rico: «Nos somos informados—dice—que teneis por vuestro Provisor e Vicario general en ese obispado a Fray Francisco, de vuestra orden, y sabiendo vos que esto no es de las cosas que se deben remitir, no fuera razón que lo ovieredes hecho, ni que se entendiera que excedeis de lo que es justo, pues vuestro oficio es propio de dar exemplo, y porque el mal que de esto resulta no pase adelante, os ruego y encargo que luego removais del dicho cargo al dicho Fr. Francisco, proveyéndole en persona que no sea Fraile, el qual lo deba exercer conforme a lo que dispone el Derecho Canónico.—Yo el Rey.—Por mandado de S. M., Antonio de Eraso»[396]. Si Felipe II hubo de censurar la conducta del obispo de Puerto Rico, Felipe III, desde Ventosilla (24 abril 1605) se dirigió al prelado de dicha isla diciéndole que mandase a España a los religiosos que andaban sueltos dando escándalo y mal ejemplo[397]. Desde el mismo punto y con la misma fecha mandó idéntica cédula al gobernador y capitán general[398].

Por lo que á la guerra respecta, los ingleses intentaron apoderarse de Puerto Rico. Francisco Drake, en el año 1595, se presentó con poderosa flota en el puerto de la ciudad de San Juan, donde quemó varias embarcaciones, saqueando luego la población. A los dos años, esto es, en 1597, el conde Jorge Cumberland se apoderó de la isla con ánimo de establecerse en ella; pero terrible epidemia que se cebó en sus tropas, le obligó a retirarse, no sin muchos despojos y setenta piezas de artillería[399]. Los españoles, a fin de no sufrir tales incursiones, levantaron el fuerte del Morro para su defensa; defensa importantísima, según pudo verse en el año 1625, cuando el general holandés Boduino Enrico desembarcó en San Juan, pues si llegó a sitiar el castillo, no pudo tomarlo,[359] teniendo que levantar el bloqueo. Continuaron las acometidas de los ingleses a Puerto Rico, señalándose especialmente la de 1702, en la cual se defendió con arrojo el capitán Correa.

Habremos de recordar que los dinamarqueses comenzaron a poblar los cayos de San Juan, contiguos a la Isla de Santo Tomás, ya ocupada por ellos y donde habían construído un fuerte de cal y canto con nueve piezas montadas, 25 soldados de guarnición y nueve familias. Pensando el virrey de Nueva Granada que la concurrencia de más pobladores pudiera causar perjuicios a España, expuso sus temores al Rey. Ordenó Felipe V al virrey—cédula de 5 de junio de 1720—que mandase a Puerto Rico dos ó tres fragatas guardacostas o piraguas armadas, para que unidas con las balandras de corso del capitán D. Miguel Enríquez, desalojasen de los mencionados cayos a los dinamarqueses. Añadía que le informara acerca de los medios más prontos y seguros para ejecutar lo mismo en la de Santo Tomás, como también si la empresa podría emprenderla la armada de barlovento auxiliada de las milicias y balandras de Puerto Rico, para lo cual pidiese las noticias conducentes a este gobernador[400].

Si los ingleses, a mediados del siglo xviii, desembarcaron cerca de Ponce, tuvieron pronto que retirarse. A fines de la centuria el almirante Harvey, al frente de fuerte escuadra y 10.000 hombres de desembarco, se presentó en San Juan, donde se encontró con la defensa del gobernador Castro. Después de reñidos combates, Harvey levantó el campo.

Conviene no olvidar que también Carlos III, hallándose en San Lorenzo (14 octubre 1779) hubo de declarar que había concedido al duque de Crillón, con ciertas condiciones, cuatro leguas cuadradas de tierra en la isla de Puerto Rico[401].

Si desde Aranjuez, con fecha 5 de junio de 1768, se ordenó al gobernador de Puerto Rico, que para cortar disputas, los asuntos civiles, si se apelasen, lo habían de ser a la Audiencia de Santo Domingo[402], en el siglo xix fueron modelo los tribunales de justicia de la isla. Después, en el año 1898, pasó del poder de España al de los Estados Unidos.

Por lo que a la isla de la Mona se refiere, la cual se halla entre las de Santo Domingo y Puerto Rico, el Rey, con fecha 16 de junio de 1511, agregó su administración al gobierno de San Juan, revocando dicha orden el 11 de julio del mismo año, cuando supo que el almirante D. Die[360]go se la había dado por repartimiento a su tío el Adelantado. El 19 de octubre de 1514, volvió el Rey a tomar para sí la isla y en 1520 mandó el Emperador entregar los indios y la hacienda que tenía en la Mona a Francisco Barrionuevo. Gonzalo Fernández de Oviedo, en carta escrita a SS. MM. (31 mayo 1537) decía lo siguiente: «Han de mandar VV. MM. que en la isla de la Mona, que está entre aquesta isla é la de Sant Joan, se haga otra fortaleza porque está en el paso, é allí no hay sino un estanciero é pocos indios, é hay buena agua é de comer, é puesto donde reposadamente pueden estar seguros los salteadores é armados, é atender á las naos que de aquí salen para España. E de Sant Joan é de esotras islas de necesidad pasan por cerca de aquella isla é sería muy necesaria cosa é mejor grangería que la que V. M. allí ha tenido é tiene, é con esa misma se podría sostener»[403]. Visitó la isla el obispo Bastidas (año de 1548). Trece años después el licenciado Echagoain dijo a Felipe II que en la Mona no había ningún español y sólo unos 50 indios. Producía buenas batatas, excelentes melones y casabí. Son indios entendidos y en lo espiritual están a cargo del obispo de Puerto Rico[404]. Posteriormente quedó abandonada la isla, aunque sirvió siempre de refugio a corsarios y piratas.

En los tiempos pasados algunas naciones disputaron a España la isla de Viegues. Conquistada por los ingleses, una expedición española procedente de Puerto Rico batió aquéllos hacia el 1647, y poco después otra expedición expulsó también a los franceses. Durante los siglos xviii y xix estuvo la isla bajo el poder de España. «Está Viegues al este de Puerto Rico, entre los 18° 4' y 18° 10' latitud Norte, y entre los meridianos 58° 57' y 59° 16' al occidente del meridiano de Cádiz: su figura es larga y estrecha, y dista 3 leguas de Puerto Rico y 6 de Santo Tomás. Su mayor extensión de este a oeste es de 6 y media leguas y su mayor anchura 1 cuarto de legua. Las tierras de Viegues son como las de Puerto Rico, arenosas en la costa y de superior calidad en las llanuras del interior. Aunque lentamente, la isla va desarrollando sus riquezas, y según el último censo tenía una población de 2.979 almas, distribuídas en los barrios de Pueblo, Ferre, Florida, Puerto Real, Llave, Punta Arenas, Mosquitos y Mulas. Los productos de sus riquezas ascendieron en 1863 a $226.328, según declaración de los propietarios, en la forma siguiente: los de la riqueza urbana $14.346, los de la agrícola $130.596, los de la pecuaria $7.056, los de la mercantil $43.220 y los de la industrial $31.110»[405].

[361] Aunque Viegues fué dependencia política de Puerto Rico, durante la dominación española de la Gran Antilla, formaba parte del grupo de las Vírgenes[406].

Las islas Vírgenes son, unas de la Gran Bretaña (Tórtola, Virgen Gorda, etc.), y otras de Dinamarca (Santa Cruz, Santo Tomás y San Juan)[407]; tanto aquéllas como éstas gozan de ciertas libertades. Las metrópolis no abusan del poder. La mayor de las Vírgenes inglesas es la Tórtola; ella y todas las demás dependen directamente del gobierno británico. En las dinamarquesas el gobernador tiene su residencia oficial seis meses del año en Santo Tomás y otros seis meses en Santa Cruz.

Extiéndense las islas Lucayas o de Bahama del Noroeste al Sudeste, de los mares de la Florida a los de Santo Domingo, en un espacio de más de 1.300 kilómetros[408]. Entre ellas está Guanahani (San Salvador), la primera que descubrió Colón. Tiempo adelante los ingleses se fijaron en la isla de New Providence, que por sí sola contiene cerca del tercio de la población del archipiélago. Encuéntrase en la costa septentrional de la isla la capital Nassau, llamada también New Providence, antiguamente guarida de filibusteros. De su pequeño puerto se expiden frutos y mariscos. Confía la Corona de la Gran Bretaña el gobierno de las Lucayas a un gobernador, asistido de un Consejo ejecutivo y de otro Consejo legislativo, compuesto uno y otro de nueve individuos: la Asamblea representativa se compone de 29 diputados.

El pequeño archipiélago de las Bermudas, descubierto en los comienzos del siglo xvi, lleva todavía el nombre del navegante español Bermúdez, el primero que lo encontró. Unos cien años después llegó a él el inglés Somer, designándose desde entonces las islas con el nombre de Somer's islands, si bien a la sazón han vuelto a llamarse Bermudas y Bermuda-islands. Encuéntranse a unos mil kilómetros del cabo Hatteras, el punto más cercano del continente americano. Los ingleses tienen establecido el gobierno en Hamilton, que se compone de un gobernador, Consejo legislativo de nueve individuos nombrados por la Corona y Cámara de representantes formada de 36 individuos elegidos por el voto popular.

Al hacer la reseña de las Antillas menores, comenzaremos diciendo que en ellas, lo mismo que en las islas de Jamaica y de Santo Do[362]mingo, pertenecientes al grupo de las Antillas mayores, la raza de color es más numerosa que la blanca. Entiéndese por pequeñas Antillas las islas que se extienden de Norte a Sur, comenzando por el islote del Sombrero, para terminar en Granada y en las Barbadas. Las dos islas mayores, Guadalupe y Martinica, con otras menos importantes, son colonias francesas; Saint-Barthelemy (San Bartolomé) es un municipio de la Guadalupe. Entre las Antillas británicas se encuentra la Dominica, que está entre las dos islas francesas mayores. También pertenecen a Inglaterra la Barbada y San Cristóbal, descubierta la última por Colón el 1493, y a la cual el gran navegante asoció su nombre. La isla de Montserrat, llamada así por el Almirante en honor del santuario de Cataluña, forma parte del imperio británico; su capital Plymouth, situada al Oeste de la isla, se distingue por la dulzura de su clima y la belleza de los paisajes de los alrededores. La isla Antigua, nombre que le dió Colón recordando Santa María la Antigua (iglesia que levantó en Valladolid el ilustre D. Pedro Ansúrez y su mujer D.ª Elo), es población importante. Casi todo el comercio se hace por el puerto de Saint-John, situado en la costa septentrional. Es Saint-John capital de todas las Antillas llamadas islas de Sotavento. Denominan los ingleses islas de Sotavento a las Antillas menores septentrionales, incluso las Vírgenes y la Dominica, e islas de Barlovento a las Antillas menores meridionales desde la Martinica hasta la Trinidad. Es de advertir que tales denominaciones sólo tienen valor administrativo bajo el punto de vista colonial inglés; pero carecen de todo sentido geográfico. Hállanse las de Barlovento próximas a la costa de Venezuela, y la Trinidad, que es la mayor y está situada en el golfo de Paria y bocas del Orinoco pertenece a Inglaterra. La isla inglesa Dominica separa a las dos francesas Guadalupe y Martinica. Aquélla, por su posición central entre las dos francesas, es el punto estratégico por excelencia de las Antillas menores[409].

En suma, las Antillas menores se dividen en inglesas (3.550 kilómetros cuadrados), francesas (2.777) y holandesas (81). En Saint-John, puerto de la isla Antigua y capital de las Antillas menores meridionales (islas de Barlovento), reside un gobernador, un presidente, varias Corporaciones administrativas, consejos ejecutivos y consejos legislativos, nombrados los primeros por la Corona y los segundos en una mitad por censatarios.

La Guadalupe y las islas que de ella dependen se dividen administrativamente en tres circunscripciones, once cantones y 34 municipios. Un consejo general elige de su seno una comisión colonial de cuatro[363] individuos por lo menos y de siete a lo sumo, que estudia los intereses de la colonia con el gobernador, asistido de un consejo privado. Los municipios se constituyen a imitación de los franceses. La isla elige un senador y un diputado que la representan en el Parlamento de Francia.

Son colonias holandesas las dos islas Saba y San Eustaquio, las más septentrionales de la cadena interior o volcánica de las Antillas menores; la isla de San Martín se divide en dos partes: la del Sur es de Holanda y la del Norte es de Francia. Suave y blando es el gobierno que los holandeses tienen establecido en las citadas islas, las cuales forman parte del gobierno de Curaçao, isla de la costa de Venezuela.


[364]

CAPITULO XXIII

Virreinato del Perú: Blasco Núñez Vela: su carácter: su entrada en Lima: su política.—Oposición de Gonzalo Pizarro.—Muerte del inca Manco.—Crítica situación del virrey.—Gobierno de Gonzalo Pizarro.—Marcha de Vaca de Castro a España.—Blasco Núñez en Tumbez, en Quito, en San Miguel y en otros puntos.—Batalla de Añaquito.—Don Pedro de la Gasca en el Perú: su acertada política: batalla de Xaquixaguana.

Blasco Núñez Vela, caballero de Avila y nombrado virrey del Perú por Carlos V, salió de Sanlúcar el 3 de noviembre de 1543 acompañado de los cuatro jueces de la Audiencia y de numeroso séquito[410]. ¿Por qué Carlos V no confirió empleo de tanta importancia a Vaca de Castro, el vencedor de Chupas y uno de los políticos más competentes e íntegros que el gobierno de España había mandado a las Indias? No acertamos a explicarlo. El sucesor de Vaca de Castro, algo entrado en años y asaz devoto, no era el hombre que necesitaba el Perú en aquella época revolucionaria. Desembarcó Núñez Vela a mediados de enero de 1544 en Nombre de Dios. Cruzó después el istmo de Panamá. Desde que pisó tierra americana se puso en oposición con la Audiencia, pues estaba decidido a que se cumpliese lo dispuesto en el Código de leyes de 1542. Como los jueces le suplicasen que no tomara medidas políticas sin tener conocimiento exacto del país y de las necesidades de la colonia, hubo de contestar que «había venido, no para interpretar las leyes ni discutir su conveniencia, sino para ejecutarlas, y que las ejecutaría a la letra, cualesquiera que fuesen las consecuencias»[411].

Blasco Núñez, dejando la Audiencia en Panamá, continuó su camino, y costeando las orillas del Pacífico desembarcó en Túmbez (4 de marzo). Dió libertad a muchos esclavos indios, a instancia de sus caciques. Continuó por tierra su viaje en dirección al Sur e hizo que su equipaje fuese llevado por mulas, y donde tuvo necesidad de valerse de los indios, dispuso que se les pagase bien. Indicaba todo esto que el virrey se hallaba decidido a cumplir al pie de la letra las Ordenanzas.[365] Aumentaba el disgusto en el Cuzco y en Lima, siendo apenas escuchado Vaca de Castro, que aconsejaba la templanza.

Las miradas se dirigieron entonces a Gonzalo Pizarro. Sacáronle de su retiro y le llevaron al Cuzco, cuyos habitantes hubieron de saludarle con el título de Procurador general del Perú, título que fué confirmado por el ayuntamiento de la ciudad, el cual le invitó a presidir una diputación que iría a Lima a pedir al virrey la suspensión de las Ordenanzas. Los partidarios de Pizarro también solicitaban para su ídolo el título de capitán general y el permiso para organizar una fuerza armada. Aunque anduvo rehacio el ayuntamiento citado para conceder lo que no estaba dentro de sus atribuciones, cedió al fin. Pizarro lo aceptó «por ver que en ello hacía servicio a Dios i a S. M. i gran bien a esta tierra i generalmente a todas las Indias»[412].

Mientras tanto, Blasco Núñez continuaba su viaje a Lima. Entró en la ciudad el 17 de mayo de 1544 bajo un palio de paño carmesí, cuyas varas estaban guarnecidas de plata, y acompañado por el regimiento y justicia y oficiales del Rey. A la entrada de Lima había un arco triunfal con las armas de España y las de la misma ciudad. Un caballero, con una maza en la mano, emblema de autoridad, cabalgaba delante del virrey, quien, después de pronunciar el juramento de costumbre en la sala del consejo, se dirigió a la catedral, en cuya puerta le esperaban los clérigos con la cruz alzada. Dentro de la iglesia se cantó el Te Deum laudamus, retirándose en seguida Blasco Núñez a su palacio.

Anunció poco después que si no tenía facultad para suspender la ejecución de las Ordenanzas, prometía unir sus ruegos a los colonos en un memorial dirigido a Carlos V, solicitando la revocación de un código que no era conveniente a los intereses del país ni a la Corona[413]. Opina Prescott que debió suspender la ejecución, como por entonces, y en caso análogo, hizo Mendoza, virrey de México. «Pero Blasco Núñez—añade el ilustre historiador—no tenía la prudencia de Mendoza.» Sentimos no participar en este punto de la opinión de Prescott. Si es verdad, como él dice, que Mendoza salvó a México de una revolución, en el imperio de los aztecas no había un Gonzalo Pizarro. Blasco Núñez envió un mensaje a Pizarro dándole noticias de las facultades extraordinarias de que estaba investido, en virtud de las cuales le mandaba que disolviese sus fuerzas; pero no sólo se hizo el sordo a los consejos, sino que al frente de un ejército de 400 hombres, se aprestó a la lucha. Es de notar que por entonces Francisco de Carbajal, el veterano que tan bizarramente se portó en la batalla de Chupas, resolvió abandonar[366] las Indias y volver a España. Súpolo Pizarro y le ofreció un mando en su ejército; proposición que en los primeros momentos rehusó Carbajal, diciendo que sus ochenta años ya le daban derecho a descansar, accediendo al fin a los ruegos de su amigo. ¡Qué cara pagó su debilidad o ambición!

Seanos lícito dar cuenta en este lugar de un hecho que tiene marcado relieve en la historia del Perú: la muerte del inca Manco, último representante de gloriosa dinastía. Aunque había sido colocado en el trono por Pizarro, cuando tuvo que optar entre su protector y su patria, se lanzó con toda su alma a defender la libertad de sus compatriotas y las antiguas instituciones de su país. Derrotado por su adversario, se retiró a las asperezas de sus montañas, prefiriendo salvaje independencia a la ignominia de vivir esclavo en aquella hermosa tierra donde reinaron sus antepasados. Convienen los cronistas en que después de la derrota de Almagro en los llanos de Chupas (16 septiembre 1542), algunos de los suyos, entre ellos los capitanes Diego Méndez, Francisco Barba, Gómez Pérez, Cornejo y Monroy, para no caer en poder de los vencedores, se refugiaron en el campo indio, al lado del inca Manco. Añaden aquellos escritores que habiendo levantado bandera en favor del virrey Blasco Núñez los citados capitanes, el inca mandó matarles. Entonces los castellanos pelearon con los indios, «y Gómez Pérez—dice Herrera—cerró con el inca y le mató a puñaladas»[414].

Después de la muerte del inca Manco, los reyes de España mostraron alguna compasión por los descendientes de la antigua y legítima dinastía. «Concedió S. M. (legitimación) a varios hijos que Don Christoval Baca Tupa Inga, hijo de Guayna Capac, Señor natural que fué del reino del Perú, havia tenido, siendo soltero, de indias del mismo estado, para que pudiessen heredarle como legítimos, con tal que no fuessen perjudicados, y alzándoles toda infamia o defecto que por razon del nacimiento pudiesse oponerseles, y habilitándolos para obtener qualquier oficio Rl. o Concegil.—Ced. de 1.º de abril de 1544.—Vid. tom. 5 de ellas, fol. 73 núm. 68»[415].

Si Gonzalo Pizarro no se hallaba tan dispuesto a la rebelión como antes y tal vez pensara a la sazón entrar en negociaciones con el gobierno, los consejos de Carbajal, quien nunca retrocedió una vez comenzada la contienda, le convencieron de que era necesario seguir adelante.

[367] No dejaba de ser crítica la situación del virrey. Creía que le hacían traición todos los que le rodeaban. Sospechando—y es de creer que sin fundamento—de Vaca de Castro, dispuso que fuese conducido a un buque anclado en el puerto. Inmediatamente hizo prender a otros muchos caballeros. Por segunda vez envió una embajada que presidía el obispo del Cuzco, a Gonzalo Pizarro, haciéndole algunas ventajosas proposiciones, embajada que tuvo la misma suerte que la anterior.

Cuando se andaba en tales tratos llegaron los jueces de la Audiencia de Lima, los cuales, sin consideración de ninguna clase, desaprobaron todos los actos de aquella superior autoridad, atreviéndose a visitar la cárcel y poner en libertad a los caballeros que poco antes había hecho prender Blasco Núñez. Es de advertir que entre los jueces de la Audiencia se distinguía uno llamado Cepeda, hombre tan ambicioso como astuto, tan intrigante como conocedor de la ciencia del derecho. Declaró Cepeda guerra a muerte al virrey, a quien desacreditó completamente entre el pueblo.

Y con esto llegamos a narrar un hecho que vino a ser causa de la perdición del virrey. Cierto caballero de Lima, que se apellidaba Suárez de Carbajal, antiguo empleado público durante el mando de los gobernadores, cayó en desgracia del virrey por sospechas de haber influído sobre algunos de sus parientes para que tomasen partido entre los descontentos. Blasco Núñez le hizo llamar a su palacio a hora avanzada de la noche y le acusó de traición en los términos más duros, contestando también enérgicamente Carbajal al negar el cargo. «Luego el dicho virrei echó mano á una daga, i arremetió con él, i le dió una puñalada, i á grandes voces mandó que le matasen»[416]. Sobre el desgraciado Carbajal cayeron los dependientes del virrey y le mataron. Sospechando Blasco Núñez las consecuencias de su criminal acción, dispuso que el cadáver fuese trasladado por secreta escalera a la Catedral y enterrado en una sepultura. El secreto divulgóse en seguida, y, quieras que no quieras, se abrió la sepultura, mostrándose entonces con toda claridad el crimen. Desde aquel momento Blasco Núñez estaba perdido sin remedio, porque Carbajal era querido de todos, como también sabían todos que el infeliz había empleado toda su influencia en favor de la causa del virrey.

Abandonado Blasco Núñez de sus amigos, malquistado con la Audiencia y aborrecido de todos, pensó abandonar a Lima y retirarse a Truxillo, a unas 80 leguas de distancia. Proponíase con esto ganar tiempo, ya que no tenía valor para marchar al encuentro de Gonzalo Pizarro, ni para defenderse en Lima. Seguramente que el virrey no[368] esperaba la fuerte oposición que los jueces hicieron a su proyecto, tan fuerte que apelaron al patriotismo de los habitantes, quienes en sentido revolucionario y a los gritos de ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Viva el Rey! ¡Viva la Audiencia! se dirigieron al palacio, y, aunque el virrey dió orden a la guardia y a sus criados que hiciesen fuego, la muchedumbre penetró hasta las mismas habitaciones de Blasco Núñez, que fué preso y encerrado en estrecha prisión. «E hízose (la revolución) sin que muriese un hombre, ni fuese herido, como obra que Dios la guiaba para bien desta tierra»[417]. La Audiencia depuso al virrey, que fué mandado a una isla inmediata y desde la cual se dirigió luego a Panamá. Suspendiéronse en seguida las odiadas Ordenanzas.

Gonzalo Pizarro se encontraba ya en Xauxa, a unas 90 millas de Lima. Los jueces u oidores de la Audiencia, que ya habían gustado de las dulzuras del poder, le mandaron un mensaje, dándole noticia de la revolución y de la suspensión de las Ordenanzas, no sin invitarle también a que mostrase su obediencia, disolviendo su ejército y retirándose a gozar tranquilo de sus haciendas. Si Pizarro hubiera abrigado algún temor, el veterano Francisco de Carbajal le hubiese animado, como seguramente le animó a la lucha. Por esta razón, el encargado del mensaje volvió con la siguiente respuesta: «Que la voluntad del pueblo era que Gonzalo Pizarro se encargase del gobierno del país, y que si la autoridad no le daba desde luego la investidura de gobernador, entregaría la ciudad al saqueo»[418]. En apuro tan grande, acudieron los oidores a pedir consejo a Vaca de Castro, que todavía se hallaba detenido a bordo de uno de los buques; mas el ex-gobernador guardó un silencio discreto en situación tan difícil. Razón tenían los jueces para mostrarse aturdidos, pues el viejo Carbajal llegó de noche a la ciudad, redujo a prisión a algunos caballeros de Cuzco, que habían abandonado tiempo atrás las filas de Pizarro, e hizo ahorcar de las ramas de un árbol a tres de aquellos. Cuando los oidores vieron cómo castigaba Pizarro, le enviaron un mensaje invitándole a entrar en la ciudad, y declarando que la seguridad del país y la justicia exigían que fuese nombrado gobernador. Entró Pizarro en Lima el 28 de octubre de 1544. Componíase su ejército de 1.200 españoles y de algunos miles de indios que marchaban a vanguardia conduciendo la artillería. A los indios seguían los alabarderos y arcabuceros, formando un cuerpo de infantería, y, por último, la caballería, a cuya cabeza marchaba el mismo Pizarro. Habiendo prestado el juramento de costumbre ante la Audiencia, fué proclamado gobernador y capitán general del Perú, hasta que el Rey dijese[369] su voluntad. Alojóse en el palacio donde fué asesinado su hermano Francisco y celebráronse toda clase de fiestas (corridas de toros y torneos) que duraron algunos días. Castigó a muchos, y entre los que estuvieron próximos a ser ahorcados, se hallaba el cronista Pedro Pizarro, honrado y pundonoroso militar, que fué más fiel a su Rey que a su pariente[419].

Comenzó su gobierno Gonzalo Pizarro desterrando y confiscando los bienes de sus enemigos. Hizo suyo el ayuntamiento de Lima y absorbió las facultades de la Real Audiencia. El oidor Alvarez fué nombrado para acompañar al virrey a Castilla, Cepeda vino a ser un instrumento en manos de Gonzalo, el juez Zárate padecía mortal enfermedad[420], y Tejada debía marchar a Castilla con una relación de los últimos sucesos para justificar el gobernador su conducta ante los ojos de Carlos V. Organizó perfectamente su ejército, mandó a sus tenientes a encargarse del gobierno de las principales ciudades, y con respecto a la marina, hizo construir galeras en Arequipa.

De pronto, el buque en que Vaca de Castro estaba preso, que era el mismo donde el oidor Tejada se disponía a marchar a España, desapareció del puerto, llegó a Panamá, cruzó el istmo e hizo rumbo a la madre patria. Inmediatamente que llegó Vaca de Castro, pues estaba acusado, entre otras cosas, de haberse apropiado los caudales públicos, fué preso y conducido a la fortaleza de Arévalo (Avila), mejorando después de prisión, y siendo al fin absuelto por los tribunales de Castilla. Volvió a ocupar su puesto en el Consejo y gozó fama de honrado é íntegro.

Si no agradó a Pizarro la retirada de Vaca de Castro, le disgustó mucho más la presentación de Blasco Núñez en Tumbez. Cuando el buque que estaba destinado a conducir a España al virrey se separó de la costa, el oidor Alvarez, recordando seguramente el poco aprecio que Pizarro había hecho de la Audiencia, se presentó a Blasco Núñez y le anunció que se hallaba en libertad, pudiendo tomar el camino que quisiese. A Tumbez llegó a mediados de octubre de 1544. Al saltar en tierra publicó un manifiesto denunciando a Pizarro como traidor al Rey, y exhortando a todos para que le ayudasen a sostener la autoridad real. Acudieron muchos, aunque no los que necesitaba si quería luchar con uno de los capitanes de Pizarro que a la sazón llegó a la costa. Entonces Blasco Núñez abandonó su posición de Tumbez y cruzando un país montuoso y lleno de nieve, se dirigió a Quito. Allí recibió la grata nueva de que Belalcázar, comandante de[370] Popayán, le ayudaría con todas sus fuerzas en la próxima campaña. Comprendiendo que Quito no era sitio favorable para la reunión de sus partidarios, hizo rápida contramarcha hacia la costa y se situó en la ciudad de San Miguel, reuniendo cerca de 500 hombres entre caballería e infantería, mal provistos de armas y municiones. Pizarro, entretanto, dejó a Lima, llegó a Truxillo y tomó la vuelta de San Miguel, deseoso de terminar la contienda. Se presentó en San Miguel, cuando Blasco Núñez, no contando con fuerzas suficientes para reñir una batalla, se retiró donde pudiese recibir el auxilio de Belalcázar. Detrás del virrey marchó Pizarro, quien dispuso que se adelantara Carbajal. Por cierto que en una escaramuza, a causa de un descuido de Carbajal, llevó el virrey la mejor parte. Sin embargo, el veterano jefe continuó de día y de noche a los alcances del enemigo. El deseo de Blasco Núñez era llegar a Pastos, jurisdicción de Belalcázar, caminando por terrenos pantanosos, donde ni hombres ni caballos encontraban alimento. Además, el virrey desconfiaba de los suyos, hasta el punto que hizo dar muerte a algunos de sus oficiales. Salió a tierra firme, y pasando por Tomebamha, volvió a penetrar en Quito y limpiando de sus zapatos el polvo—como escribe Prescott—continuó su camino hacia Pastos. Iba Pizarro picando la retaguardia al virrey, a quien estuvo a punto de alcanzar en Pastos, y continuó al alcance algunas leguas, hasta que, no queriendo atacar con desventaja al virrey y a Belalcázar unidos, y también no contando con Carbajal (el cual había tenido que marchar con algunas fuerzas a La Plata, donde Diego Centeno, haciéndole traición, levantó bandera por la Corona), dispuso la retirada y llegó a Quito con el objeto de reanimar el espíritu de sus desmayadas tropas. Blasco Núñez logró entrar en Popayán, capital de la provincia, pudiendo descansar sus tropas de las fatigas de una marcha de más de 200 leguas. Reunidas las tropas del virrey y las de Belalcázar llegaban a sumar 400 hombres. Salió en los primeros días de enero de 1546 Blasco Núñez de Popayán, acompañado de Belalcázar, camino de Quito. Cuando lo supo Pizarro, se retiró de dicha capital y tomó fuerte posición a tres leguas más al Norte, en un terreno elevado que dominaba un río, cuyas aguas tenía que atravesar el enemigo. Llegó Blasco Núñez poco después y al considerar el sitio que ocupaba Pizarro, valiéndose de la obscuridad de la noche levantó el campo, y dando gran rodeo penetró en Quito. Cuéntase que al ver la ciudad desierta y que Pizarro era el ídolo de todos, el infeliz virrey levantó las manos al cielo, exclamando: ¡Así abandonas, Señor, a tus servidores! Belalcázar, comprendiendo que era temeridad dar la batalla en aquellas circunstancias, aconsejó a Blasco Núñez que entrase en negociaciones con el enemigo.

[371] Se negó terminantemente a ello, y después de arengar a sus tropas, salió de Quito (18 de enero del citado año de 1546) y presentó batalla a Pizarro. Pruebas de valor dieron ambos ejércitos, siendo al fin derrotado el virrey Blasco Núñez. Entre otros muertos, merecen especial mención Cabrera, el teniente de Belalcázar, y cayó mortalmente herido el oidor Alvarez. Belalcázar, cubierto de heridas, fué hecho prisionero. Blasco Núñez se dió a conocer por su bizarría; pero un golpe de hacha que le dió un soldado en la cabeza le derribó del caballo, estando ya gravemente herido. En aquella situación, el licenciado Carbajal, hermano de aquel que el virrey asesinó en el palacio de Lima—y que por esta causa se puso al lado de Pizarro—se dirigió a dicho Blasco Núñez, le echó en cara el asesinato, y cuando se disponía a darle el golpe mortal con su propia mano, se presentó Pizarro y «mandó a un negro que traía que le cortase la cabeza, i en todo esto no se conoció flaqueza en el visorrey, ni habló palabra, ni hizo más movimiento que alzar los ojos al cielo, dando muestra de mucha christiandad»[421].

Tal fué la batalla de Añaquito. Belalcázar, que curó de sus heridas, obtuvo perdón y fué restablecido en su gobierno. Blasco Núñez, primer virrey del Perú, aunque era hombre vano, desconfiado y antipático, tenía dos buenas cualidades: lealtad con su Rey y constancia en la desgracia.

Llegó Pizarro a la cima del poder. Hizo su entrada en Lima, llevando las riendas de su caballo dos capitanes a pie, y cabalgando a su lado el arzobispo de Lima y los obispos del Cuzco, Quito y Bogotá. Echáronse las campanas al vuelo, las calles estaban llenas de ramaje y las casas colgadas de tapices; diéronle los títulos de «Libertador y Protector del pueblo.» Para que todo fuese dicha, recibió entonces la noticia de que Carbajal, su fiel teniente, había sofocado la insurrección dirigida por Centeno, cuyos restos andaban dispersos y el jefe había encontrado refugio en una cueva de la montaña. Comenzó Pizarro a desplegar una ostentación verdaderamente regia. Se le aconsejó por muchos, entre otros por Carbajal, que se proclamara Rey, y se le dijo «que se casase con la Coya, princesa india, representante de los Incas, para que así las dos razas pudieran vivir tranquilas bajo un cetro común»[422]. Para desgracia suya—como después veremos—la roca Tarpeya no estaba lejos del Capitolio.

La nueva de tales sucesos llegó a España en el verano de 1545. A la sazón Carlos I se hallaba en Alemania, ocupado en sosegar las turbulencias del imperio, y su hijo Felipe, gobernador del reino, residía en[372] Valladolid con la corte. Como en semejantes casos acontece, se puso en cuestión por el Consejo, presidido por Felipe, y del cual formaba parte el duque de Alba, el modo de restablecer el orden en las colonias. «Ventilóse la forma del remedio de tan grave caso, en que hubo dos opiniones: la una, de enviar un gran soldado con fuerza de gente a la demostración de este castigo; la otra, que se llevase el negocio por prudentes y suaves medios, por la imposibilidad y falta de dinero para llevar gente, caballos, armas, municiones y abastecimientos, y para sustentarlos en Tierra Firme y pasarlos al Perú»[423]. De la primera opinión debieron ser, lo mismo el Príncipe que había de reinar con el nombre de Felipe II, que el futuro y severo gobernador de los Países Bajos. El Emperador, desde Colonia, se decidió por la última opinión, y nombró a D. Pedro de la Gasca para pacificar aquel inmenso territorio. A la carta de Carlos V, del 6 de agosto de 1545, contestó La Gasca, entre otras cosas, lo siguiente:

«S. C. C. M.

Recibí la carta de V. M. en que me manda vaya a entender en las cosas del Perú, y aunque es jornada peligrosa para la salud y vida, mas como viendo que los hombres desde que nacemos estamos condenados a la muerte y obligados al trabajo, y cuán particular obligación tenemos a esto los vasallos de V. M., viendo la determinación que todas las veces que de ello hay necesidad, V. M., por lo que á nosotros conviene, no rehusa de poner á todo riesgo y trabajo su persona, siendo lo que es, é importando su conservación tanto al bien universal de la República Cristiana.» Y en otra cláusula añade: «Conozco mis pocas fuerzas y corta industria, que ninguna experiencia tengo de las cosas de las Indias; y conforme á esto, si me faltare la vida ó salud en el camino ó medios en los negocios, sería inútil para servir á Dios y á V. M. en ellos, y no se conseguiría el fin de la pacificación de aquella tierra. Mas considerando la determinación con que V. M. me lo manda, me pareció que sin réplica ni excusa le debía obedecer, considerando que con hacer lo que en mí suele, tratando los negocios con fe, verdad y limpieza que debo a Dios y á mi príncipe, habré cumplido. En Madrid 14 de noviembre de 1545. De vuestra S. C. C. M. humilde vasallo é indigno criado que sus Reales manos besa, El lic. Gasca Gil Fernández Dávila»[424]. Presentóse La Gasca ante el Consejo de Valladolid y pidió ir al Perú como representante del soberano y revestido de toda la real autori[373]dad[425]. «No quiero—dijo—sueldo ni recompensa de ninguna especie; con mis hábitos y mi breviario espero llevar á cabo la empresa que se me confía»[426].

El Licenciado D. Pedro de la Gasca, según retrato existente en Valladolid.

Parece ser que los individuos del Consejo no se creyeron autorizados para conceder los extensos poderes que solicitaba La Gasca; pero el Emperador, a una carta del antiguo colegial de San Bartolomé de Salamanca, contestó (16 febrero 1546) confiriéndole absoluta autoridad. Sería La Gasca nombrado presidente de la Real Audiencia, se le autorizaba para hacer nuevos repartimientos y confirmar los ya hechos, declarar la guerra y levantar tropas, nombrar y separar todos los empleados. Podía ejercer la regia prerrogativa de perdonar los delitos y conceder amnistía a todos los complicados en la rebe[374]lión, y se le ordenaba que revocase las odiadas Ordenanzas. En compañía del valiente capitán Alonso de Alvarado, se embarcó en Sanlúcar (26 mayo 1546), llegando a las Indias (3 julio) después de próspero viaje. Desde el puerto de Santa María, donde supo que el virrey Blasco Núñez había muerto en la batalla de Añaquito y que Gonzalo Pizarro gobernaba absolutamente el país, se dirigió a Nombre de Dios, siendo recibido por Hernán Mexía, uno de los capitanes más fieles a Pizarro, con los honores debidos a su alta dignidad. Presentóse después en Panamá, en cuyas aguas se hallaba la escuadra, mereciendo también favorable acogida del gobernador Hinojosa. Comprendiendo entonces Gonzalo Pizarro que el enviado de Carlos V, con toda su reputación de santo, era el hombre más mañoso que había en toda España é más sabio[427] determinó enviar un mensaje al Emperador, ya para justificar su conducta, ya para solicitar la confirmación de su autoridad.

Presidía la comisión Lorenzo de Aldana, quien, antes de embarcarse para España, debía entregar una carta a La Gasca, firmada por 70 de los principales vecinos de Lima y con fecha del 14 de octubre de 1546, en la cual se le manifestaba que volviese a la metrópoli, porque su presencia serviría únicamente para renovar los pasados disturbios; pero cuando Aldana se convenció de las atribuciones que traía el presidente, abandonó la causa de Pizarro, y lo mismo hizo poco después Hinojosa, poniendo la escuadra a las órdenes de La Gasca.

El presidente se decidió a obrar. Levantó empréstitos sobre el crédito del gobierno, recibió los fondos que le adelantaron los vecinos ricos de Panamá, reunió gente y almacenó provisiones. Hizo repartir proclamas y manifiestos; y últimamente, mandó copias de sus poderes a Gonzalo Pizarro y le anunció que todavía era tiempo de volver a la obediencia del Rey. No sabiendo Pizarro qué camino tomar, consultó el caso con el veterano Carbajal y el abogado Cepeda, los cuales estuvieron en desacuerdo, pues al paso que Carbajal opinó que debía aceptarse la Real gracia, el pedante Cepeda aconsejó la lucha y aun llegó a decir que el viejo soldado obraba por las sugestiones del miedo.

Noticioso Pizarro de la defección de Hinojosa y Aldana, de la entrega de la escuadra y de la toma de Cuzco por Centeno—aquel jefe realista que escondido un año en una cueva cerca de Arequipa, se presentaba a la sazón con deseos de venganza—Pizarro, repetimos, se decidió por la opinión de Cepeda y se dispuso a desesperada lucha. Dejó Cepeda su profesión de oidor por la de militar y se puso al frente de las tropas, bien que el alma de la empresa era Carbajal. No pudiendo Cepeda olvidar su profesión de abogado, formó ridículo proceso contra[375] La Gasca, Hinojosa y Aldana. Refiere el historiador Fernández que Carbajal preguntó: «¿Qué objeto tiene vuestro proceso?—Evitar dilaciones, contestó Cepeda, y si fuesen hechos prisioneros, que se les ejecute inmediatamente.—Yo creía—añadió el veterano—que ese proceso tenía virtud para matarlos como con un rayo. Si alguno de ellos cae en mis manos, no necesitaré de la sentencia y firmas para hacerlos morir»[428].

Aldana con la escuadra salió de Panamá (mediados de febrero de 1547) dirigiéndose a Lima. Por su parte Pizarro abandonó la ciudad y estableció su campamento a una legua de Lima y dos de la costa; mas antes Cepeda reunió a los vecinos de la ciudad y les hizo prestar juramento de mantenerse fieles a Gonzalo. «¿Cuánto tiempo—preguntó Carbajal a su compañero—pensáis que durarán esos juramentos? Luego que hayamos salido de aquí, se los llevará el primer viento que sople de la costa.» En efecto, inmediatamente que Aldana echó el ancla en el puerto, los habitantes de Lima volvieron sus ojos al nuevo astro.

Cuando vió Gonzalo que por el Norte le amenazaba La Gasca y por el Sur Centeno, se decidió pasar a Chile, llegando al lago de Titicaca, en tanto que el presidente salía de Panamá, arribaba a Túmbez, se detenía en Trujillo y entraba en el valle de Xauxa.

Pizarro y Centeno se encontraron (26 octubre 1547) en las llanuras de Huarina, al Sudoeste del lago. Carbajal y Cepeda pelearon como bravos, en particular el primero, que consiguió señalada victoria.

No arredró este contratiempo a La Gasca. Salió de Xauxa (22 diciembre 1547), y entró en la provincia de Andaguaylas, donde se le unió Centeno, como también Belalcázar, conquistador de Quito, y Valdivia, conquistador de Chile. Hallábanse, además, a su lado los obispos de Cuzco, Quito y Lima, la nueva Audiencia y muchos clérigos seculares y regulares. La Gasca, con poderoso ejército y llevando como capitanes a Hinojosa, Alvarado y Valdivia, atravesó las elevadas crestas de los Andes, cubiertas de nieve y hielos, caminó entre rocas y precipicios, barrancos y laderas, echó un puente sobre el río Apurimac y se dirigió al valle de Xaquixaguana. Si gloria merece Aníbal atravesando el pequeño San Bernardo, y Napoleón el gran San Bernardo, digno de no menor fama es La Gasca atravesando los Andes. En Xaquixaguana se encontraron Pizarro y La Gasca (9 abril 1548). Refieren los historiadores que cuando Carbajal vió las disposiciones de las tropas reales, hubo de decir: «Valdivia está en la tierra y rige el campo, o el diablo»[429]. No sabía el esforzado veterano que, en efecto, Valdivia se hallaba en el campamento real. Cepeda y Garcilaso de la Vega, padre[376] del historiador, hicieron traición a su causa, pasándose al enemigo. Una columna de arcabuceros y un escuadrón de caballería siguieron el ejemplo. Gonzalo Pizarro, Carbajal, Juan de Acosta y algunos más intentaron la resistencia, aunque todo fué en vano. Gonzalo preguntó a Juan de Acosta: ¿Qué haremos, hermano Juan? Acosta respondió: Señor, arremetamos y muramos como los antiguos romanos. Pizarro contestó: Mejor es morir como cristianos. Pizarro recordaba seguramente la rota de los Comuneros de Castilla y las palabras de Juan de Padilla. Gonzalo fué hecho prisionero, como también Carbajal. Cuéntase que Carbajal fué insultado por la soldadesca realista. Diego Centeno se declaró su defensor. ¿Quién es vuestra merced—le preguntó Carbajal—que tanta merced me hace? Centeno respondió: Qué, ¿no conoce vuestra merced a Diego Centeno? Carbajal dijo entonces: Por Dios, señor, que como siempre ví a vuestra merced de espaldas[430], agora, teniéndole de cara no le conocía[431]. Como en Villalar, el triunfo fué de la causa de la legalidad. Pizarro, Carbajal, Acosta y otros caballeros pagaron con la vida su deslealtad, como antes Padilla, Bravo y Maldonado. Muchos sufrieron el destierro y las propiedades de todos fueron confiscadas.

Retirado La Gasca al valle de Guaynarima recompensó á sus partidarios. Marchó en seguida á Lima, mereciendo ser aclamado por el pueblo que le llamaba Padre, Restaurador y Pacificador del Perú. «No vió el mundo—dice Ruiz de Vergara—semejante transformación; en breve tiempo desde pastor de almas pasó a ejercer oficio de virrey, y el báculo fué bastón militar con que gobernó ejércitos que aseguraron a su Príncipe y a su patria las mayores riquezas que han logrado los hombres en otras monarquías. Las victorias fueron más dignas de gloria cuanto más fuertes fueron los vencidos»[432] (Apéndice G.)

Terminada la guerra, comenzó La Gasca su misión de juez y de gobernador. Como presidente de la Audiencia y rodeado de magistrados tan entendidos como justos, despachó muchos negocios que estaban atrasados durante las pasadas revueltas, en particular importantes pleitos sobre la propiedad. Introdujo excelentes reformas en el gobierno municipal de las ciudades. Mandó a expediciones lejanas a algunos caballeros más amigos de motines que del orden público. Comprendiendo la triste situación de los infelices indios, planteó sistema de impuestos más equitativo y beneficioso que el establecido por los antiguos soberanos. Dictó leyes humanitarias y rechazó frecuentemente las protestas de los colonos. Don Pedro de La Gasca, por sus rectas intenciones[377] y por sus altas miras políticas, debe figurar entre los grandes hombres de España en aquel siglo.

Pacificado el Perú, La Gasca se embarcó para España en Nombre de Dios, llegando a Sevilla (octubre de 1550) con rico tesoro. Desde Sevilla despachó a Flandes, donde a la sazón estaba el Emperador, al capitán Lope Martín, «con aviso de lo que había pasado en Tierra Firme y de su llegada en salvo con el tesoro: nueva que del Rey fué bien recibida, por hallarse muy necesitado de dinero para las guerras extranjeras que trataba»[433]. Dice Ruiz de Vergara que añadió que él venía con el breviario y 46.000 ducados de deuda, por lo cual suplicaba al César que mandase pagar a sus acreedores. Mandó el Emperador que del tesoro que traía, los tomase en buena hora[434].

La Gasca no fué un genio; pero sí un carácter.[435] «Hay hombres—escribe[378] Prescott—cuyo carácter es tan a propósito para las crisis particulares en que se presentan, que parecen especialmente designados por la Providencia para dominarlas. Tales fueron Washington en los Estados Unidos, y La Gasca en el Perú. Podemos concebir que haya hombres de cualidades más altas a lo menos en la parte intelectual; pero la maravillosa conformidad de su carácter con las exigencias de su situación, la perfecta habilidad con que supieron elegir los medios más conducentes para conseguir el fin que se proponían, son las que constituyen el secreto de sus triunfos. Ellas hicieron a La Gasca sofocar gloriosamente la revolución, y a Washington, aún más gloriosamente llevarla a cabo»[436].

Si nos agrada que el escritor americano coloque a nuestro La Gasca al lado de Washington, la imparcialidad nos obliga a decir que el español, aunque prestigioso gobernante, se halla muy por debajo del hijo ilustre de Virginia.


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CAPITULO XXIV

Virreinato del Perú (Continuación).—El virrey Mendoza.—Gobierno de la Audiencia.—El marqués de Cañete: insurrección de Sairi Tupac.—Expediciones.—El conde de Nieva y García de Castro.—El virrey Toledo: suplicio de Sairi Tupac.—Los chirinamos.—Los jesuítas.—Cédula de Felipe II.—Enríquez y el conde de Villar Don Pardo.—El marqués de Cañete: los piratas.—Santo Toribio.—Las encomiendas.—Cédula de Felipe III.—El marqués de Montesclaros: creación de catedrales.—El príncipe de Esquilache, el conde de Chinchón y el marqués de Mancera.—Los virreyes conde de Salvatierra, conde de Alba de Liste y conde de Santisteban.—El conde de Lemos y otros virreyes nombrados por Carlos II.—Terremoto de 1678.—Virreinato de Castell dos Ríus: terremoto de 1707: autos de fe.—Virreinato del obispo de Quito.—El príncipe de Santo Bono y otros virreyes.—Comisión científica en el Perú.—Sublevación de los indios.—Cédula de 1736.—El conde de Superunda: terremoto de 1746.—El virrey Amat: expulsión de los jesuítas.—Los virreyes Guirior y Jáuregui.—El indio Condorcanqui.—Los virreyes Croix, Gil de Taboada, O'Higgins y Avilés.—Bolivia bajo el virreinato del Perú y después del de Buenos Aires.

D. Antonio de Mendoza, propuesto a Carlos V por La Gasca para el cargo de virrey del Perú, llegó a Lima (mes de septiembre de 1551). Mostróse en el Perú tan prudente y bondadoso como antes en México. Encargó a su hijo D. Francisco que recorriese el Perú con el objeto de conocer las necesidades públicas y dispuso que Juan de Betanzos escribiera la historia del Perú desde su descubrimiento.

«Ynformado el Rey de haverse alzado Mango Yuga Yupangui por los malos tratamientos que rescivía de los Españoles, y que por su muerte lo andaba tambien su hijo Inga, con muchos caciques e indios, malográndose el fruto de su redencion; y habiendo noticia de que quería christianarse y venir al servicio y obediencia de S. M., le avisó aversele concedido (el indulto) y perdonado todos sus delitos, encargándole[380] se presentase al virrey D. Antonio de Mendoza, con sus caciques y secuaces, que estaba prevenido le honrrasse e hiciesse restituir las casas y chacaras que posehía su padre al tiempo que se alzó.—Céd. de 9 de marzo de 1552.—Vid. doc. 11 de ellas, fol. 406, núm. 60»[437].

Si el licenciado La Gasca, deseando premiar a los que habían permanecido fieles a la causa del Rey, hubo de conceder 150 encomiendas, ni la Audiencia, ni Mendoza, aunque se hallaban autorizados a ello, concedieron ninguna. El tributo que pagaban los indios sujetos a las encomiendas iba todo a parar a manos de los encomenderos, hasta que por Real Cédula de 1550, se les impuso la obligación de pagar el quinto a la Corona, disposición que comenzó a practicarse durante el gobierno de la Audiencia.

Murió Mendoza en julio de 1552, volviendo la Audiencia a encargarse del gobierno. La suspensión del servicio personal de los indios, ordenada por la Audiencia, produjo varios desórdenes, siendo el principal jefe de los descontentos Hernández Girón, el cual se dió tan buena maña que se hizo dueño del Cuzco y se aproximó a Lima. Hernández Girón logró vencer al ejército real en C