The Project Gutenberg eBook of La Montaña

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Title: La Montaña

Author: Elisée Reclus

Release date: March 1, 2004 [eBook #11598]
Most recently updated: December 26, 2020

Language: Spanish

Credits: Produced by Virginia Paque and the Online Distributed Proofreading Team. This file was produced from images generously made available by the Bibliothèque nationale de France (BnF/Gallica) at http://gallica.bnf.fr

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LA MONTAÑA

ELÍSEO RECLUS

Traducción de A. López Rodrigo

LA MONTAÑA

CAPÍTULO PRIMERO

#El asilo#

Encontrábame triste, abatido, cansado de la vida: el destino me había tratado con dureza, arrebatándome seres queridos, frustrando mis proyectos, aniquilando mis esperanzas: hombres á quienes llamaba yo amigos, se habían vuelto contra mi, al verme luchar con la desgracia: toda la humanidad, con el combate de sus intereses y sus pasiones desencadenadas, me causaba horror. Quería escaparme á toda costa, ya para morir, ya para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi espíritu en la soledad.

Sin saber fijamente á dónde dirigía mis pasos, salí de la ruidosa ciudad y caminé hacia las altas montañas, cuyo dentado perfil vislumbraba en los límites del horizonte.

Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteniéndome al anochecer en apartadas hospederías. Estremecíame el sonido de una voz humana ó de unos pasos: pero, cuando seguía solitario mi camino, oía con placer melancólico el canto de los pájaros, el murmullo de los ríos y los mil rumores que surgen de los grandes bosques.

Al fin, recorriendo siempre al azar caminos y senderos, llegué á la entrada del primer desfiladero de la montaña. El ancho llano rayado por los surcos se detenía bruscamente al pie de las rocas y de las pendientes sombreadas por castaños. Las elevadas cumbres azules columbradas en lontananza habían desaparecido tras las cimas menos altas, pero más próximas. El río, que más abajo se extendía en vasta sábana rizándose sobre las guijas, corría á un lado, rápido é inclinado entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco. Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, erguía sus escarpaduras y sostenía sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fué en otros tiempos guarda del valle. Sentíame encerrado entre ambos muros; había dejado la región de las grandes ciudades, del humo y del ruido; quedaban detrás de mi enemigos y amigos falsos.

Por vez primera después de mucho tiempo, experimenté un movimiento de verdadera alegría. Mi paso se hizo más rápido, mi mirada adquirió mayor seguridad. Me detuve para respirar con mayor voluptuosidad el aire puro que bajaba de la montaña.

En aquel país ya no había carreteras cubiertas de guijarros, de polvo ó de lodo; ya había dejado la llanura baja, ya estaba en la montaña, que era libre aún. Una vereda trazada por los pasos de cabras y pastores, se separa del sendero más ancho que sigue el fondo del valle, y sube oblicuamente por el costado de las alturas. Tal es el camino que emprendo para estar bien seguro de encontrarme solo al fin. Elevándome á cada paso, veo disminuir el tamaño de los hombres que pasan por el sendero del fondo. Aldeas y pueblos están medio ocultos por su propio humo, niebla de un gris azulado que se arrastra lentamente por las alturas, y se desgarra por el camino en los linderos del bosque.

Hacia el anochecer, después de haber dado la vuelta á escarpados peñascos, dejando tras de mí numerosos barrancos, salvando, á saltos de piedra en piedra, bastantes ruidosos arroyuelos, llegué á la base de un promontorio que dominaba á lo lejos rocas, selvas y pastos. En su cima aparecía ahumada cabaña, y á su alrededor pacían las ovejas en las pendientes. Semejante á una cinta extendida por el aterciopelado césped, el amarillento sendero subía hacia la cabaña y parecía detenerse allí. Más lejos no se vislumbraban más que grandes barrancos pedregosos, desmoronamientos, cascadas, nieves y ventisqueros. Aquella era la última habitación del hombre; la choza que, durante muchos meses, me había de servir de asilo.

Un perro primero, y después un pastor me acogieron amistosamente.

Libre en adelante, dejé que mi vida se renovara á gusto de la naturaleza. Ya andaba errante entre un caos de piedras derrumbadas de una cuesta peñascosa, ya recorría al azar un bosque de abetos; otras veces subía á las crestas superiores para sentarme en una cima que dominaba el espacio; y también me hundía con frecuencia en un profundo y obscuro barranco, donde me podía creer sumergido en los abismos de la tierra. Poco á poco, bajo la influencia del tiempo y la naturaleza, los fantasmas lúgubres que se agitaban en mi memoria fueron soltando su presa. Ya no me paseaba con el único fin de huir de mis recuerdos, sino también para dejar que penetraran en mi las impresiones del medio y para gozar de ellas, como sin darme cuenta de tal cosa.

Si había sentido un movimiento de alegría á mis primeros pasos en la montaña, fué por haber entrado en la soledad y porque rocas, bosques, todo un nuevo mundo se elevaba entre lo pasado y yo, pero comprendí un día que una nueva pasión se había deslizado en mi alma. Amaba á la montaña por si misma, gustaba de su cabeza tranquila y soberbia, iluminada por el sol cuando ya estábamos entre sombras; gustaba de sus fuertes hombros cargados de hielos de azulados reflejos; de sus laderas, en que los pastos alternan con las selvas y los derrumbaderos; de sus poderosas raíces, extendidas á lo lejos como la de un inmenso árbol, y separadas por valles con sus riachuelos, sus cascadas, sus lagos y sus praderas; gustaba de toda la montaña, hasta del musga amarillo ó verde que crece en la roca, hasta de la piedra que brilla en medio del césped.

Asimismo, mi compañero el pastor, que casi me había desagradado, como representante de aquella humanidad, de la cual huía yo, había llegado gradualmente á serme necesario; inspirábame ya confianza y amistad; no me limitaba á darle las gracias por el alimento que me traía y por sus cuidados; estudiaba y procuraba aprender cuanto pudiera enseñarme. Bien leve era la carga de su instrucción, pero cuando se apoderó de mi el amor á la naturaleza, él me hizo conocer la montaña donde pacían sus rebaños, y en cuya base había nacido. Me dijo el nombre de las plantas, me enseñó las rocas donde se encontraban cristales y piedras raras, me acompañó á las cornisas vertiginosas de los abismos para indicarme el mejor camino en los pasos difíciles. Desde lo alto de las cimas me mostraba los valles, me trazaba el curso de los torrentes, y después, de regreso en nuestra cabaña ahumada, me contaba la historia del país y las leyendas locales.

En cambio, yo le explicaba también cosas que no comprendía y que ni siquiera había deseado comprender nunca; pero su inteligencia se abría poco á poco, y se hacía ávida. Me daba gusto repetirle lo poco que sabía yo, viendo brillar sus miradas y sonreir su boca. Despertábase la fisonomía en aquel rostro antes cerrado y tosco; hasta entonces había sido un ser indiferente, y se convirtió en hombre que reflexionaba acerca de sí mismo y de los objetos que le rodeaban.

Y al propio tiempo que instruía á mi compañero, me instruía yo, porque, procurando explicar al pastor los fenómenos de la naturaleza, los comprendía yo mejor, y era mi propio alumno.

Solicitado así por el doble interés que me inspiraban el amor á la naturaleza y la simpatía por mi semejante, intenté conocer la vida presente y la historia pasada de la montaña en que vivíamos, como parásitos en la epidermis de un elefante. Estudié la masa enorme en las rocas con que está construida, en las fragosidades del terreno que, según los puntos de vista, las horas y las estaciones, le dan tan gran variedad de aspecto, ora graciosos, ora terribles; la estudié en sus nieves, en sus hielos y en los meteoros que la combaten, en las plantas y en los animales que habitan en su superficie. Procuré comprender también lo que había sido la montaña en la poesía y en la historia de las naciones, el papel que había representado en los movimientos de los pueblos y en los progresos de la humanidad entera. Lo que aprendí lo debo á la colaboración del pastor, y también, para decirlo todo, á la del insecto que se arrastra, á la de la mariposa y á la del pájaro cantor.

Si no hubiera pasado largas horas echado en la yerba, mirando ó escuchando á tales seres, hermanillos míos, quizá no habría comprendido tan bien cuánta es la vida de esta gran tierra que lleva en su seno á todos los infinitamente pequeños y los transporta con nosotros por el espacio insondable.

CAPÍTULO II

#Las cumbres y los valles#

Vista desde la llanura, la montaña es de forma muy sencilla; es un cono dentado que se alza entre otros relieves de altura desigual, sobre un muro azul, á rayas blancas y sonrosadas y limita una parte del horizonte. Parecíame ver desde lejos una sierra monstruosa, con dientes caprichosamente recortados; uno de esos dientes es la montaña á donde he ido á parar.

Y el cono que distinguía desde los campos inferiores, simple grano de arena sobre otro grano llamado tierra, me parece ahora un mundo. Ya veo desde la cabaña á algunos centenares de metros sobre mi cabeza una cresta de rocas que parece ser la cima; pero si llego á trepar á ella veré alzarse otra cumbre por encima de las nieves. Si subo á otra escarpadura, parecerá que la montaña cambia de forma ante mis ojos. De cada punta, de cada barranco, de cada vertiente el paisaje aparece con distinto relieve, con otro perfil. El monte es un grupo de montañas por si solo, como en medio del mar está compuesta cada ola de innumerables ondillas. Para apreciar en conjunto la arquitectura de la montaña, hay que estudiarla y recorrerla en todos sentidos, subir á todos los peñascos, penetrar en todos los alfoces. Es un infinito, como lo son todas las cosas para quien quiere conocerlas por completo.

La cima en que yo gustaba más de sentarme no era la altura soberana donde puede uno instalarse como un rey sobre el trono para contemplar á sus pies los reinos extendidos. Me sentía más á gusto en la cima secundaria, desde la cual mi vista podía á un tiempo extenderse sobre pendientes más bajas y subir luego, de arista en arista, hacia las paredes superiores y hacia la punta bañada en el cielo azul.

Allí, sin tener que reprimir el movimiento de orgullo que á mi pesar hubiera sentido en el punto culminante de la montaña, saboreaba el placer de satisfacer completamente mis miradas, contemplando cuantas bellezas me ofrecían nieves, rocas, pastos y bosques. Hallábame á mitad de altura entre las dos zonas de la tierra y del cielo, y me sentía libre sin estar aislado. En ninguna parte penetró en mi corazón más dulce sensación de paz.

Pero también es inmensa alegría la de alcanzar una alta cumbre que domine un horizonte de picos, de valles y de llanuras. ¡Con qué voluptuosidad, con qué arrebato de los sentidos se contempla en su conjunto el edificio cuyo remate se ocupa! Abajo, en las pendientes inferiores, no se veía más que una parte de la montaña, á lo más una sola vertiente; pero desde la cumbre se ven todas las faldas huyendo, de resalte en resalte y en contrafuerte en contrafuerte, hasta las colinas y promontorios de la base. Se mira de igual á igual á los montes vecinos; como ellos, tiene uno la cabeza al aire puro y á la luz; yérguese uno en pleno cielo, como el águila sostenida en su vuelo sobre el pesado planeta. A los pies, bastante más abajo de la cima, ve uno lo que la muchedumbre inferior llama el cielo: las nubes que viajan lentamente por la ladera de los montes, se desgarran en los ángulos salientes de las rocas y en las entradas de las selvas, dejan á un lado y á otro jirones de niebla en los barrancos, y después, volando por encima de las llanuras, proyectan en ellas sus sombras enormes, de formas variables.

Desde lo alto del soberbio observatorio, no vemos andar los ríos como las nubes de donde han salido, pero se nos revela su movimiento por el brillo chispeante del agua que se muestra de distancia en distancia, ya al salir de ventisqueros quebrados, ya en las lagunas y en las cascadas del valle ó en las revueltas tranquilas de las campiñas inferiores. Viendo los círculos, los precipicios, los valles, los desfiladeros, asistimos, como convertidos de pronto en inmortales, al gran trabajo geológico de las aguas que abrieron sus cauces en todas direcciones en torno de la masa primitiva de la montaña. Se les ve, digámoslo así, esculpir incesantemente esa masa enorme para arrancarle despojos con que nivelan la llanura ó ciegan una bahía del mar. También veo esa bahía desde la cima á donde he trepado; allí se extiende el gran abismo azul del Océano, del cual salió la montaña, y al cual volverá tarde ó temprano.

Invisible está el hombre, pero se le adivina. Como nidos ocultos á medias entre el ramaje, columbra cabañas, aldeas, pueblecillos esparcidos por los valles y en la pendiente de los montes que verdean. Allá abajo, entre humo, en una capa de aire viciada por innumerables respiraciones, algo blanquecino indica una gran ciudad. Casas, palacios, altas torres, cúpulas se funden en el mismo color enmohecido y sucio, que contrasta con las tintas más claras de las campiñas vecinas. Pensamos entonces con tristeza en cuantas cosas malas y pérfidas se hallan en esos hormigueros, en todos los vicios que fermentan bajo esa pústula casi invisible. Pero, visto desde la cumbre, el inmenso panorama de los campos, lo hermoso, en su conjunto con las ciudades, los pueblos y las casas aisladas que surgen de cuando en cuando en aquella extensión á la luz que las baña, fúndense las manchas con cuanto las rodea en un todo armonioso, el aire extiende sobre toda la llanura su manto azul pálido.

Gran diferencia hay entre la verdadera forma de nuestra montaña, tan pintoresca y rica en variados aspectos, y la que yo le daba en mi infancia, al ver los mapas que me hacían estudiar en la escuela. Parecíame entonces una masa aislada, de perfecta regularidad, de iguales pendientes en todo el contorno, de cumbre suavemente redondeada, de base que se perdía insensiblemente en las campiñas de la llanura. No hay tales montañas en la tierra. Hasta los volcanes que surgen aislados, lejos de toda cordillera y que crecen poco á poco, derramando lateralmente sobre sus taludes lavas y cenizas, carecen de esa regularidad geométrica. La impulsión de las materias interiores se verifica ya en la chimenea central, ya en alguna de las grietas de las laderas; volcanes secundarios nacen por uno y otro lado en las vertientes del principal, haciendo brotar jorobas en su superficie. El mismo viento trabaja para darle forma irregular, haciendo que caigan donde á él le place las cenizas arrojadas durante las erupciones.

Pero ¿podría compararse nuestra montaña, anciano testigo de otras edades, á un volcán, monte que apenas nació ayer y que aún no ha sufrido los ataques del tiempo? Desde el día en que el punto de la tierra en que nos encontramos adquirió su primera rugosidad, destinada á transformarse gradualmente en montaña, la naturaleza (que en el movimiento y la transformación incesantes) ha trabajado sin descanso para modificar el aspecto de la protuberancia; aquí ha elevado la masa; allí la ha deprimido; la ha erizado con puntas, la ha sembrado de cúpulas y cimborrios; ha doblado, ha arrugado, ha surcado, ha labrado, ha esculpido hasta lo infinito aquella superficie movible, y aun ahora, ante nuestros ojos, continúa el trabajo.

Al espíritu que contempla á la montaña á través de la duración de las edades, se le aparece tan flotante, tan incierta como la ola del mar levantada por la borrasca: es una onda, un vapor: cuando haya desaparecido, no será más que un sueño.

De todos modos, en esa decoración variable ó transformada siempre, producida por la acción contínua de las fuerzas naturales, no cesa de ofrecer la montaña una especie de ritmo soberbio á quien la recorre para conocer su estructura. De la parte culminante una ancha meseta, una masa redondeada, una pared vertical, una arista ó pirámide aislada, ó un haz de agujas diversas, el conjunto del monte presenta un aspecto general que se armoniza con el de la cumbre. Desde el centro de la masa hasta la base de la montaña se suceden, á cada lado, otras cimas ó grupos de cimas secundarias. A veces también, al pie de la última estribación rodeada por los aluviones de la llanura ó las aguas del mar, aún se ve una miniatura de monte brotar, como colina del medio del campo, ó como escollo desde el fondo de las aguas. El perfil de todos esos relieves que se suceden bajando poco á poco ó bruscamente, presenta una serie de graciosísimas curvas. Esa línea sinuosa que reune las cimas, desde la más alta cumbre á la llanura, es la verdadera pendiente: es el camino que escogería un gigante calzado con botas mágicas. La montaña que me albergó tanto tiempo es hermosa y serena entre todas por la tranquila regularidad de sus rasgos. Desde los pastos más altos se vislumbra la cumbre elevada, erguida como una pirámide de gradas desiguales: placas de nieve que llenan sus anfractuosidades, le dan un matiz sombrío y casi negro por el contraste de su blancura, pero el verdor de los céspedes que cubren á lo lejos todas las cimas secundarias aparece más suave al mirar, y los ojos, bajando de la masa enorme de formidable aspecto, reposan voluptuosamente en las muelles ondulaciones que ofrecen las dehesas. Tan agraciado es su contorno, tan aterciopelado su aspecto, que pensamos involuntariamente en lo agradable que sería acariciarlas á la mano de un gigante. Más abajo, rápidas pendientes, rebordes de rocas y estribaciones cubiertas de bosques ocultan en gran parte las laderas de la montaña; pero el conjunto parece tanto más alto y sublime cuanto que la mirada abarca solamente una parte, como una estatua cuyo pedestal estuviera oculto; resplandece en mitad del cielo, en la región de las nubes, entre la luz pura.

A la belleza de las cimas y rebordes de todas clases, corresponde la de los huecos, arrugas, valles ó desfiladeros. Entre la cumbre de nuestra montaña y la punta más cercana, la cuesta baja mucho y deja un paso bastante cómodo entre las opuestas vertientes. En esta depresión de la arista empieza el primer surco del valle serpentino abierto entre ambos montes. A este surco siguen otros, y otros más, que rayan la superficie de las rocas y se unen en quebradas, las cuales convergen á un círculo, desde donde, por una serie escalonada de desfiladeros y de hoyas, corren las nieves y bajan las aguas del valle.

Allí, en un suelo pendiente apenas, ya aparecen los prados, los grupos de árboles domésticos, los caseríos. Por todas partes se inclinan las cañadas, ya de gracioso, ya de severo aspecto, hacia el valle principal. Desaparece éste más allá de un codo lejano, pero si se ha dejado de ver su fondo se adivina, á lo menos, su forma general, así como sus contornos, por las lineas más ó menos paralelas que dibujan los perfiles de las estribaciones. En su conjunto, puede compararse el valle con sus innumerables ramificaciones que penetran por todas partes en el espesor de la montaña, á los árboles, cuyos millares de ramas se dividen y subdividen en delicadas fibrillas. La forma del valle y de su red de cañadas es la mejor base para darse cuenta del verdadero relieve de las montañas que separa.

Desde las cumbres en que la vista se cierne más libremente por el espacio, también se ven numerosas cimas que se comparan unas con otras, y que se hacen comprender mutuamente. Por encima del contorno sinuoso de las alturas que se elevan al otro lado del valle, se vislumbra en lontananza otro perfil de montaña, azulada ya; después, más allá aún, tercera y hasta cuarta serie de montes cerúleos. Esas filas de montes, que van á unirse á la gran cresta de las cumbres principales, son vagamente paralelas no obstante ser dentadas, y ora se aproximan, ora se alejan aparentemente, según el juego de las nubes y el andar del sol.

Dos veces al día se desarrolla incesantemente el inmenso cuadro de las montañas, cuando los rayos oblicuos de las auroras y los ocasos dejan en la sombra los planos sucesivos vueltos hacia la obscuridad y bañan en claridad los que miran hacia la luz. Desde las más lejanas cimas occidentales á las que apenas se columbran en occidente, hay una escala armoniosa de todos los colores y matices que puedan nacer al brillar del sol en la transparencia del aire. Entre esas montañas hay algunas que pudieran borrarse con un soplo, tan leves son sus torsos, tan delicadamente están dibujados sus trazos en el fondo del cielo.

Elévese ligero vapor, fórmese una bruma imperceptible en el horizonte, déjese venir el sol, inclinándose, por la sombra, y esas hermosas montañas, esos ventisqueros, esas pirámides, se desvanecerán gradualmente, ó en un abrir y cerrar de ojos. Las contemplábamos en todo su esplendor, y cátate que han desaparecido del cielo; no son más que un sueño, una incierta memoria.

CAPÍTULO III

#La roca y el cristal#

La roca dura de las montañas, lo mismo que la que se extiende por debajo de las llanuras, está, recubierta casi completamente por una capa cuya profundidad varía, de tierra vegetal y de diferentes plantas. Aquí son bosque; allá malezas, brezos, mirtos ó juncos; acullá, y en mayor extensión, el césped corto de los pastos. Hasta donde la roca parece desnuda y brota en agujas ó se yergue en paredes, cubren la piedra líquenes amarillos, rojos ó blancos, que dan á veces la misma apariencia á rocas de muy distinto origen. Únicamente en las regiones frías de la cumbre al pie de los ventisqueros, al borde de las nieves, se muestra la piedra bajo cubierta vegetal que la disfraza. Granitos, piedra caliza y asperón parecen al viajero distraído de una misma y única formación.

Sin embargo, grande es la diversidad de las rocas; el minerálogo que recorre las montañas martillo en mano, puede recoger centenares y millares de piedras diferentes por el aspecto y la estructura íntima. Unas son de grano igual en toda su masa; otras están compuestas de partes diversas y contrastan por la forma, el color y el brillo; las hay con manchas, con rayas y con pintas; las hay translúcidas, transparentes y opacas. Unas están erizadas de cristalizaciones regulares; otras adornadas con arborizaciones semejantes á grupos de tamarindos ú hojas de helecho. Todos los metales se encuentran en las piedras, ya en estado puro, ya mezclados unos con otros. Ora aparecen en cristales ó en nódulos, ora con simples irisaciones fugitivas, semejante á los reflejos brillantes de la pompa de jabón. Hay además los innumerables fósiles, animales ó vegetales que contiene la roca, y cuya impresión conserva. Hay tantos testigos diferentes de los seres que han vivido durante la incalculable serie de los siglos pasados, como fragmentos esparcidos existen.

Sin ser minerálogo ni geólogo de profesión, el viajero que sabe mirar, ve perfectamente cuál es la maravillosa diversidad de las rocas que constituyen la masa montañosa. Tal es el contraste entre las partes diversas que constituyen el gran edificio, que se puede conocer desde lejos á qué formación pertenecen. Desde una cima aislada que domina extenso espacio, se distingue fácilmente la arista ó la cúpula de granito, la pirámide de pizarra, ó la pared de roca calcárea.

La roca granítica se revela mejor en las cercanías inmediatas del pico principal dé la montaña. Allí, una cresta de rocas negras, separados campos de nieve que ostentan á ambos lados su deslumbrante blancura, parecen una diadema de azabache en su velo de muselina. Por aquella cresta es más fácil llegar al punto culminante de la montaña, porque así se evitan las grietas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve; allí puede sentarse con seguridad el pie en el suelo, mientras á pulso se encarama uno de escalón en escalón en las partes escarpadas. Por allí verificaba yo casi siempre mi ascensión, cuando, alejándome del rebaño y de mi compañero el pastor, iba á pasar algunas horas en el elevado pico.

Vista "de lejos", á través de los azulados vapores, de la atmósfera, la arista de granito parece uniforme; los montañeses, que emplean comparaciones prácticas y casi groseras, le llaman el peine; aseméjase, en efecto, á una hilera de agudas púas colocadas con regularidad. Pero en medio de las mismas rocas se encuentra una especie de caos; agujas, piedras movedizas, montañas de peñascos, sillares superpuestos, torres dominadoras, muros apoyados unos en otros y que dejan entre ellos estrechos pasos, tal es la arista que forma el ángulo de la montaña. Hasta en aquellas alturas la roca está cubierta casi por todas partes de una especie de unto, por la vegetación de los líquenes, pero en varios sitios han descubierto la piedra el roce del hielo, la humedad de la nieve, la acción de las heladas, de la lluvia, del viento, de los rayos solares; otras rocas, quebradas por el rayo, conservan la imantación causada por el fuego del cielo.

En medio de esas ruinas, es fácil observar lo que fué aún recientemente el mismo interior de la roca. Se ven los cristales en todo su brillo: el cuarzo blanco, el feldespato de color de rosa pálido, la mica que finge lentejuelas de plata. En otras partes de la montaña, el granito descubierto presenta aspecto distinto: en unas rocas, es blanco como el mármol y está sembrado de puntitos negros; en otras, es azulado y sombrío. Casi en todas partes es de una gran dureza y las piedras que pudieran labrarse con él servirían para construir duraderos monumentos; pero en otras, es tan frágil y están aglomerados los cristales tan débilmente, que pueden aplastarse con los dedos. Un arroyo, nacido al pie de un promontorio, cuyo grano es de poca cohesión, corre por el barranco sobre un lecho de arena finísima abrillantado por la mica; parece verse brillar el oro y la plata á través de las rizadas aguas. Más de un patán llegado de la llanura se ha equivocado y se ha precipitado sobre los tesoros que se lleva descuidadamente el burlón arroyuelo.

La incesante acción de la nieve y del agua nos permite observar otra especie de roca que constituye en gran parte la masa del edificio inmenso. No lejos de las aristas y cimborrios de granito que son las partes más elevadas de la montaña, y parecen, digámoslo así, un núcleo, aparece una cima secundaria, cuyo aspecto es de asombrosa regularidad, parece una pirámide de cuatro lados colocada sobre el enorme pedestal que le ofrecen mesetas y pendientes. Está compuesta de rocas pizarrosas que el tiempo pule sin cesar con sus meteoros, viento, rayos del sol, nieves, nieblas y lluvias. Las hojas quebradas de la pizarra se abren, se rompen y bajan resbalando á lo largo de los taludes. A veces basta el paso ligero de una oveja para mover millares de piedras en la ladera.

Muy distinta de la pizarrosa es la roca caliza que forma algunos de los promontorios avanzados. Cuando se rompe, no se divide, como la pizarra, en innumerables fragmentillos, sino en grandes masas. Hay fractura que ha separado, de la base al remate, toda una peña de trescientos metros de altura; á ambos lados suben hasta el cielo las verticales paredes; apenas penetra la luz en el fondo del abismo, y el agua que lo llena, descendida de las nevadas alturas, sólo refleja la claridad de arriba en el hervor de sus corrientes y en los saltos de sus cascadas. En ninguna parte, ni aun en montañas diez veces más altas, aparece con mayor grandiosidad la naturaleza. Desde lejos, la parte calcárea de la montaña vuelve á tomar sus proporciones reales, y se la ve dominada por masas de rocas mucho más elevadas. Pero siempre asombra por la poderosa belleza de sus cimientos y de sus torres; parece un templo babilónico. También son muy pintorescas, aunque relativamente de menor importancia los peñascos de asperón ó de conglomerado compuestos de fragmentos unidos unos á otros. Donde quiera que la inclinación del suelo sea favorable á la acción del agua, ésta disuelve el cemento y abre un canalillo, una estrecha hendidura que, poco á poco, acaba por partir la roca en dos pedazos. Otras corrientes de agua han abierto también en las cercanías rendijas secundarias tanto más profundas cuanto más abundante sea la masa líquida arrastrada. La roca recortada de ese modo acaba por parecerse á un dédalo de obeliscos, torres y fortalezas. Hay fragmentos de montañas cuyo aspecto recuerda ahora el de ciudades desiertas, con calles húmedas y sinuosas, murallas almenadas, torres, torrecillas dominadoras, caprichosas estatuas. Aún recuerdo la impresión de asombro, próximo al espanto, que sentí al acercarme á la salida de un alfoz invadido ya por las sombras de la noche. Vislumbraba á lo lejos la negra hendidura, pero, al lado de la entrada, en el extremo del monte, advertí también extrañas formas que se me antojaron gigantes formados. Eran altas columnas de arcilla, coronadas por grandes piedras redondas que desde lejos parecían cabezas. Las lluvias habían disuelto y arrastrado lentamente el terreno en los alrededores, pero las pesadas piedras habían sido respeta das, y con su peso daban consistencia á los gigantescos pilares de arcilla que las sostenían.

Cada promontorio, cada roca de la montaña tiene, pues, su aspecto peculiar, según la materia que la forma y la fuerza con que resiste á los elementos de degradación. Nace así infinita variedad de formas que acrecienta aún el contraste ofrecido en el exterior de la roca por la nieve, el césped, el bosque y el cultivo. A lo pintoresco de la línea y los planos se añaden los continuos cambios de decoración de la superficie. Y sin embargo, poco numerosos son los elementos que constituyen la montaña y por su mezcla le dan tan prodigiosa variedad de presentación.

Los químicos que analizan las rocas en sus laboratorios nos enseñan la composición de los diversos cristales. Nos dicen que el cuarzo es sílice, es decir, silicio oxidado, metal que, puro, se asemejarla á la plata, y que por su mezcla con el oxígeno del aire, se ha convertido en roca blancuzca. Nos dicen también que el feldespato, mica, angrita, horublenda y otros cristales que se encuentran en gran variedad en las rocas de la montaña, son compuestos en que se encuentran, con el silicio, otros metales, como el aluminio y el potasio, unidos en diversas proporciones y según ciertas leyes de afinidad química, con los gases de la atmósfera. El monte entero, las montañas vecinas y lejanas, las llanuras de su base y la tierra en su conjunto, todo ello es metal en estado impuro; si los elementos mezclados y fundidos de la masa del globo recobrasen súbitamente su pureza, la tierra se presentaría ante los ojos de los habitantes de Marte ó de Venus que nos dirigieran sus telescopios, bajo la apariencia de una bala de plata rodando por las negruras del cielo.

El sabio, que busca los elementos de la piedra, averigua que todas las rocas macizas, compuestas de cristales ó de pasta cristalina, son como el granito, metales oxidados; tales son el pórfido, la serpentina y las rocas ígneas que brotan del suelo en las erupciones volcánicas, traquita, basalto, obridiana, piedra pómez; todo es silicio, aluminio, potasio, sodio y calcio. En cuanto á las rocas dispuestas en tajos ó estratos, colocadas en capas superpuestas, también son metales, puesto que proceden en gran parte de la desagregación y nueva distribución de las rocas macizas. Piedras rotas en fragmentos, cimentadas después de nuevo, arenas aglutinadas en roca después de haber sido trituradas y pulverizadas, arcillas que hoy son compactas después de haber sido disueltas por las aguas, pizarras que no son otra cosa que arcilla endurecida, todo ello no es más que resto de rocas anteriores, y como éstas, se componen de metales. Únicamente los calcáreos que forman tan considerable parte de la corteza terrestre, no proceden directamente de la destrucción de antiguas rocas; están formados por residuos que han pasado por los organismos de animales marinos. Han sido comidos y digeridos, pero no por eso dejan de ser metálicos: su base es el calcio combinado con el azufre, el carbono y el fósforo. De modo que, gracias á las mezclas y combinaciones variables, la masa lisa, uniforme, impenetrable, del metal, ha adquirido formas atrevidas y pintorescas, se ha ahuecado en hoyos para ríos y lagos, se ha revestido de tierra vegetal, ha acabado por entrar en la savia de las plantas y en la sangre de los animales.

Acá y acullá se revela aún el metal puro en las piedras de la montaña. En medio de los desmoronamientos y á la orilla de las fuentes, vénse con frecuencia masas ferruginosas. Cristales de hierro, cobre y plomo, combinados con otros elementos, se hallan también en los restos esparcidos; á veces brilla una partícula de oro en la arena del arroyo. Pero en la roca dura, ni el mineral precioso ni el cristal se encuentran distribuidos al azar; están dispuestos en venas ramificadas que se desarrollan sobre todo en los cimientos de las diferentes formaciones. Esos filones de metal, semejantes al hilo mágico del laberinto, han llevado á los mineros, y más tarde á los geólogos, al espesor, á la historia de la montaña.

Según nos refieren los cuentos maravillosos, era fácil en otro tiempo ir á recoger tales riquezas á lo interior del monte; bastaba con tener algo de suerte ó contar con el favor de los dioses. Al dar un paso en falso se agarraba uno á un arbusto; el frágil tronco cedía, arrastrando consigo una piedra grande que cerraba una gruta desconocida hasta entonces. El pastor se metía osadamente por la abertura, no sin pronunciar alguna fórmula mágica ó sin tocar algún amuleto, y después de haber andado largo tiempo obscuro camino, se encontraba de repente bajo una bóveda de cristal y diamante; erguíanse alrededor estátuas de oro y plata profusamente adornadas con rubíes, topacios y zafiros; bastaba con inclinarse para recoger tesoros.

En nuestros días, el hombre necesita trabajar, dejándose de conjuros y encantamientos, para conquistar el oro y otros metales que duermen en las rocas. Los preciosos fragmentos son raros, hállanse impuros y mezclados con tierra, y la mayor parte de ellos no alcanzan brillo y valor sino después de afinados en el horno.

CAPÍTULO IV

#El origen de la montaña#

Así, pues, hasta en su más diminuta molécula, la montaña enorme ofrece una combinación de elementos diversos que se han mezclado en variables proporciones; cada cristal, cada mineral, cada grano de arena ó partícula da caliza, tiene su infinita historia, como los mismos astros. El menor fragmento de roca tiene su génesis como el Universo, pero mientras se ayudan con la ciencia unos á otros, el astrólogo, el geólogo, el físico y el químico, aún se están preguntando con ansiedad si han comprendido bien lo que es esa piedra y el misterio de su origen.

¿Y están bien seguros de haber puesto en claro el origen de la propia montaña? ¿Viendo todas esas rocas, asperones, calizas, pizarras y granitos, podemos contar cómo se ha acumulado la masa prodigiosa, cómo se ha erguido hacia el cielo? ¿Podemos nosotros, pigmeos débiles, contemplándola en su soberbia belleza, decirle con el orgullo consciente de la inteligencia satisfecha: «La más chica de tus piedras puede aplastarnos, pero te comprendemos, y conocemos tu nacimiento y tu historia?»

Como nosotros y aún más que nosotros, dirigen preguntas los niños al ver la naturaleza y sus fenómenos, pero casi siempre, con cándida confianza, se contentan con la respuesta vaga ó engañosa de un padre ú otra persona mayor que nada sabe, ó de un profesor que supone saberlo todo. Si no alcanzaran los niños esa respuesta, investigarían y continuarían investigando, hasta que encontraran una explicación cualquiera, porque el niño no gusta de permanecer en la duda; lleno del sentimiento de su existencia, empezando la vida como un vencedor, quiere hablar como quien domina todas las cosas. Nada debe ser desconocido para él.

Así los pueblos, salidos apenas de su barbarie primitiva, encontraban una afirmación definitiva para cuanto los chocaba, y diputaban por buena la primera explicación que respondiera lo mejor posible á la inteligencia y á las costumbres de aquel grupo humano. Pasando de boca en boca, acabó la leyenda por convertirse en palabra divina y surgieron cartas de intérpretes para apoyarla con su autoridad moral y sus ceremonias. Así es como en la herencia mítica de casi todas las naciones encontramos relatos que nos cuentan el nacimiento de las montañas, de los ríos, de la tierra, del Océano, de las plantas, de los minerales y hasta del hombre.

La explicación más sencilla es la que nos muestra á los dioses ó á los genios arrojando las montañas desde las alturas celestiales y dejándolas caer al azar; ó bien levantarlas y modelarlas con cuidado como columnas destinadas á sostener la bóveda del cielo. Así fueron construidos el Líbano y el Hermón; así se arraigó en los límites del mundo el monte Atlas, de hombros robustos. Por otra parte, las montañas, después de creadas, cambiaban de sitio con frecuencia, y servían á los dioses para arrojárselas con hondas. Los titanes, que no eran dioses, transtornaron todos los montes de Tesalia para alzar murallas en torno del Olimpo: el mismo gigantesco Altus no era demasiado peso para sus brazos, que lo llevaron desde el fondo de Tracia hasta el sitio en que hoy se levanta. Una giganta del Norte se había llenado de colinas el delantal y las iba sembrando á iguales distancias para conocer un camino. Vichnú, que vió un día dormir á una muchacha bajo los ardientes rayos del sol, cogió una montaña y la sostuvo en equilibrio en la punta de un dedo para dar sombra á la hermosa durmiente. Este fué, según dice la leyenda, el origen de las sombrillas.

No siempre necesitaban, dioses y gigantes, agarrar las montañas para que cambiaran de sitio, porque obedecían éstas á cualquier seña. Las piedras acudían al sonido de la lira de Orfeo y las montañas se alzaban para oir á Apolo: así nació el Helicón, morada de las musas. El profeta Mahoma debió nacer dos mil años antes; si hubiera nacido en edades de más cándida fe, no habría tenido que ir á la montaña, y ésta se habría dirigido hacia él.

Además de esta explicación del nacimiento de las montañas por la voluntad de los dioses, la mitología de numerosos pueblos, da otra menos grosera. Según ésta, las rocas y los montes son órganos vivientes que han brotado naturalmente del cuerpo de la tierra, como salen los estambres en la corola de la flor. Mientras por una parte se hundía el suelo para recibir las aguas del mar, por otra se alzaba hacia el sol para recibir su luz vivificante, así como las plantas enderezan el tallo y vuelven los pétalos hacia el astro que las mira y les da brillo. Pero ya no hay quien crea en las leyendas antiguas, que no son para la humanidad mas que poéticos recuerdos; han ido á juntarse con los sueños, y el espíritu del investigador, apartado por fin de tales ilusiones, persigue con mayor avidez la verdad. Así es que los hombres de nuestros días, lo mismo que los de antiguos tiempos, siguen repitiendo, al contemplar las cumbres doradas por la luz, «¿cómo han podido alzarse hacia el cielo?»

Hasta en nuestra época, cuando los sabios no apoyan sus teorías sino sobre la observación y la experiencia, hay algunas tan fantásticas sobre el origen de los montes, que se asemejan bastante á las leyendas de los antiguos. Un libro moderno de respetable volumen intenta demostrarnos que la luz del sol que baña nuestro planeta ha tomado cuerpo y se ha condensado en mesetas y montañas alrededor de la tierra. Otro afirma que la atracción del sol y de la luna, no contenta con levantar dos veces al día las olas del mar, ha hecho hincharse también á la tierra, y ha alzado las ondas sólidas hasta la región de las nieves. Finalmente, otro hay que refiere cómo los cometas, extraviados por los cielos, han venido á chocar con nuestro globo, han agujereado su envoltura como piedras que atravesaran un carámbano y han hecho brotar las macizas montañas en largas hileras.

Afortunadamente la tierra, siempre trabajando en nuevas creaciones, no cesa en su labor á nuestros ojos y nos enseña como hace cambiar poco á poco las rugosidades de su superficie. Se destruye, pero se reconstruye diariamente de un modo constante; nivela unas montañas para edificar otras, y abre valles para cegarlos otra vez. Al recorrer la superficie del globo y al examinar con cuidado los fenómenos de la naturaleza, se ven formar ribazos y montes lentamente en verdad, y no con súbito empujón, como quisieran los aficionados á lo milagroso. Se los ve nacer, ya directamente del seno de la tierra, sea indirectamente, digámoslo así, por la erosión de las mesetas, como surge poco á poco la escultura del pedazo de mármol. Cuando una masa insular ó continental, cuya altura llega á centenares ó millares de metros, recibe lluvias abundantes, van quedando sus vertientes gradualmente esculpidas en barrancos, cañadas y valles; la uniforme superficie de la meseta se recosta en cimas, aristas y pirámides; se ahueca en círculos, hoyas y precipicios; aparecen poco á poco sistemas de montañas donde existe el terreno liso en extensión enorme. Lo mismo acontece en aquellas regiones de la tierra donde la meseta, atacada únicamente en un lado por las lluvias, sólo forma montañas por esta vertiente: tal es, en España, la meseta de la Mancha que se hunde hacia Andalucía por las escarpaduras de Sierra Morena.

Además de estas causas exteriores que convierten las mesetas en montañas, verifícanse también en lo interior de la tierra lentas transformaciones que ocasionan hundimientos enormes. Los hombres laboriosos que, martillo en mano, atraviesan las montañas durante años enteros para estudiar su estructura y su forma, observan en las nuevas hiladas de formación marítima que constituyen la parte no cristalina de los montes, gigantescos padrastros ó hendiduras de separación que se extienden por centenares de kilómetros de longitud. Masas de millares de metros de espesor han sido alzadas ó derribadas en esas caídas, de modo que su antigua superficie se ha convertido hoy en su plano inferior. Las hiladas, aplomándose en sucesivas caídas, han dejado descubierto el esqueleto de rocas cristalinas que cubrían como una capa; han revelado el núcleo de la montaña como una cortina súbitamente descorrida descubre un monumento oculto.

Pero ni aun estos hundimientos tienen tanta importancia como las rugosidades en la historia de la tierra y en la de las montañas que forman sus asperezas exteriores. Sometidas á lentas presiones seculares, la roca, la arcilla, las capas de asperón, las venas de metal, todo se arruga lo mismo que una tela, y los pliegues que así nacen forman montes y valles. Semejante á la superficie del Océano, agítase en olas la de la tierra, pero son mucho más poderosas estas ondulaciones: son los Andes y el Himalaya que se yerguen sobre el nivel medio de la llanura. Las rocas de la tierra están sometidas incesantemente á estas impulsiones laterales que las hacen plegarse y desplegarse diversamente, y los cimientos están en continua fluctuación. Así se arruga el pellejo de las frutas.

Las cimas que surgen directamente del suelo y suben de una manera gradual, desde el nivel del Océano hasta las alturas heladas de la atmósfera, son las montañas de lavas y cenizas volcánicas. En más de un sitio de la superficie terrestre se las puede estudiar con comodidad, alzándose, aumentando á la simple vista. Muy distintos de las montañas ordinarias, los verdaderos volcanes están perforados por una chimenea central, de la cual se escapan vapores ó fragmentos pulverizados de rocas incendiadas, pero cuando se apagan, la chimenea se cierra y las pendientes del cono volcánico, cuyo perfil pierde su primitiva regularidad bajo la influencia de las lluvias y de la vegetación, acaban por parecerse á las de los demás montes. Por otra parte, hay masas rojizas que al elevarse desde el seno de la tierra, sea en estado líquido, sea en estado pastoso, salen sencillamente de una ancha grieta del suelo y no las lanza un cráter, como las escorias del Vesubio y del Etna. Las lavas que se acumulan en cimas y se ramifican en promontorios, sólo difieren por su juventud de las montañas viejas que erizan en otras partes la superficie de la tierra. Lavas en otro tiempo candentes se enfrían poco á poco y se revisten de tierra vegetal: reciben el agua de la lluvia por sus intersticios y la devuelven en arroyos y ríos. Al fin y al cabo se cubren en su base de formaciones geológicas nuevas y se rodean, como las otras montañas, de hiladas de morrillos, de arena ó de arcilla. A la larga, la mirada del sabio puede únicamente reconocer que han brotado del seno de la tierra, de la gran hornaza, como una masa de metal en fusión.

Entre los antiguos montes que forman parte de las sierras y de los sistemas que se llaman columnas vertebrales de los continentes, hay muchos que están compuestos de rocas semejantes á las lavas actuales y tienen igual composición química. Como estas lavas, el pórfido y otros minerales han salido de la tierra por hendiduras y se han esparcido por el suelo, semejantes á una materia viscosa que se coagulase pronto al contacto del aire; la mayor parte de las rocas graníticas parecen haberse formado del mismo modo. Son cristalinas como las lavas, y sus cristales tienen por elementos los mismos cuerpos simples, el silicio y el aluminio. Razonable es pensar que estos granitos han sido también masa pastosa y que sus surtidores incandescentes han brotado de grietas del terreno. De todos modos, éso es una hipótesis en discusión y no una verdad demostrada. Así como las lavas que brotan del suelo levantan á veces pedazos de terreno con sus bosques ó sus praderas, pensamos que del mismo modo la erupción de los granitos ú otras rocas semejantes ha sido la causa más frecuente del levantamiento de hiladas de diversas formaciones que constituyen la parte más considerable de las montañas. Estratos calcáreos, de arena, de arcilla, que aguas de mares ó lagos habían depositado antes en capas paralelas en el fondo de sus cauces y que se habían convertido así en la película exterior de la tierra, habrán sido plegadas y enderezadas por la masa que se elevaba desde las profundidades y que buscaba una salida. Aquí la ola creciente del granito había roto las hiladas superiores en islas y en islotes que, dislocados, hendidos, arrugados en caprichosos pliegos se han esparcido por las depresiones y los rebordes de la roca levantadora; allí, el granito habrá abierto en el suelo una sola grieta de salida, replegando á un lado y otro las hiladas exteriores, según diversos ángulos de inclinación; acullá, el granito, sin conseguir romperla, ha abollado las capas superiores. Éstas, bajo la presión que las movía, habrán cesado de ser llanuras para convertirse en colinas y montañas. Hasta las alturas formadas por estratos, pacíficamente depositados en el fondo del agua habrán podido elevarse en cimas, así como las protuberancias de lava; un pozo perforado á través de las capas superpuestas llegaría al núcleo de pórfido ó de granito.

Admitiendo que la mayor parte de las montañas hayan aparecido como las lavas, todavía no ha descubierto el pensamiento la causa que ha hecho brotar del suelo todas esas materias en fusión. Ordinariamente se supone que han sido exprimidas, digámoslo así, por la contracción de la envoltura exterior del globo, que se enfría lentamente irradiando calor á los espacios. En otro tiempo era nuestro planeta una gota de metal ardiendo. Al rodar por las frialdades de los cielos, se ha ido coagulando poco á poco. ¿Pero se ha solidificado la película sola, según se repite frecuentemente, ó se ha endurecido la gota hasta el núcleo? No se sabe aún, porque nada prueba que las lavas de los volcanes broten de inmenso receptáculo que llene lo interior del globo. Únicamente sabemos que estas lavas se escapan á veces de las grietas del suelo y corren por la superficie. Lo mismo los granitos, los pórfidos y otras rocas semejantes habrán brotado de las rendijas de la corteza terrestre como se escapa la savia de la herida de un vegetal. La marea de piedras fundidas habrá subido desde el centro, bajo la presión de la envoltura planetaria, gradualmente comprimida por efecto de su propio enfriamiento.

CAPÍTULO V

#Los fósiles#

Cualquiera que sea el origen primitivo de la montaña, conocemos á lo menos su historia desde una época muy anterior á los anales de nuestra humanidad. Apenas se han sucedido ciento cincuenta generaciones de hombres desde que verificaron nuestros antepasados los primeros actos cuyo testimonio haya llegado hasta nosotros. Antes de esta época, únicamente inciertos monumentos nos revelan la existencia de nuestra raza. La historia de la montaña inanimada, en cambio, está escrita en visibles caracteres hace millones de siglos.

El hecho importante, el que chocó á nuestros progenitores desde la infancia de la civilización, y fué contado diariamente en sus leyendas, consiste en que las rocas, distribuidas en hiladas regulares, en capas superpuestas como las de un edificio, han sido colocadas por las aguas. Si nos paseamos á la orilla de un río; si en un día de lluvia miramos el arroyuelo temporal que se forma en las depresiones del suelo, veremos á la corriente apoderarse de las guijas, de los granos de arena, del polvo y de todos los residuos esparcidos, para distribuirlos ordenadamente en el fondo y en las orillas del cauce; los fragmentos más pesados se depositarán en capas en los sitios donde el agua pierde la rapidez de su primer impulso; las moléculas más ligeras irán más lejos á extenderse en estratos en la superficie lisa; finalmente, las tenues arcillas, cuyo peso apenas excede al del agua, se amontonarán donde se detenga el movimiento torrencial de ésta. En las playas y en las cuencas de lagos y mares, las hiladas de residuos sucesivamente depositados guardan mayor regularidad, porque las aguas no tienen el ímpetu de las ondas fluviales y todo cuanto recibe su superficie se tamiza á través de la profundidad de sus aguas; y allí permanece, sin que nada turbe la acción igual de las olas y las corrientes.

Así es como se divide el trabajo en la gran naturaleza. En las costas peñascosas del Océano combatidas por las olas de la alta mar, se ven cantos y guijarros amontonados. En otras partes se extienden hasta donde alcanza la vista playas de arena fina, en las cuales las ondas de la marea se desarrollan en espumosas volutas. Los buzos que estudian el fondo del mar nos dicen que en vastos espacios, grandes como provincias, los despojos arrancados por los instrumentos se componen siempre de un cieno uniforme con diversas mezclas de arcilla ó de arena, según los parajes. También han comprobado que en otros sitios del mar la roca formada en el fondo del lecho marítimo es creta pura. Conchas, espiguillas de esponjas, animalillos de todas clases, organismos inferiores, silíceos ó calcáreos, caen en lluvia incesante desde las aguas de la superficie y se mezclan con los innumerables seres que se acumulan, viven y mueren en el fondo, en muchedumbres que bastan para construir hiladas tan grandes como las de nuestras montañas. Por otra parte, éstas están formadas con residuos del mismo género. En un porvenir desconocido, cuando los actuales abismos del Océano se extiendan como llanuras ó se yergan en cimas ante la luz del sol, nuestros descendientes verán terrenos geológicos semejantes á los que hoy contemplamos, y que quizás hayan desaparecido, hechos añicos por las aguas fluviales.

Durante la serie de las edades, las hiladas de formaciones marítimas ó lacustres que componen la mayor parte de nuestra montaña han llegado á ocupar á gran altura sobre el nivel del mar su posición inclinada y contorneada en arrugas caprichosas. Ya hayan sido levantadas por una presión procedente de abajo, ya se haya bajado el Océano á consecuencia del enfriamiento y la contracción de la tierra ó por otra causa, y haya dejado de ese modo capas de asperón y de caliza en los antiguos fondos convertidos en continente, el caso es que las hiladas allí están y podemos estudiar cómodamente los restos que muchas de ellas han sacado del mundo submarino.

Estos restos son los fósiles, despojos de plantas y animales conservados en la roca. Verdad es que las moléculas que constituían el esqueleto animal ó vegetal de aquellos cuerpos han desaparecido, así como los tejidos de la carne y las gotas de savia ó de sangre, pero todo ha sido sustituído por granos de piedra que han conservado la forma y hasta el color del ser destruido. En el espesor de las piedras están las conchas de los moluscos y discos, bolas, espinas, cilindros y varillas silíceos ó calcáreos de las foraminíferas y las diatomas que se encuentran en más asombrosas muchedumbres; pero también hay formas que sustituyen exactamente á las carnes blandas de aquellos seres organizados; vénse esqueletos de peces con sus aletas y sus escamas: élitros de insectos, ramillas y hojas; hasta huellas de pasos hay, y en la dura roca que fué en otro tiempo arena incierta de las playas, se encuentra la impresión de las gotas de lluvia y la red de los surcos trazados por las olas de la orilla.

Los fósiles, muy raros en ciertas rocas de formación marítima, numerosos en cambio en otros, y que constituyen casi toda la masa de los mármoles y las cretas, sirven para conocer la edad relativa de las hiladas que se han ido depositando durante la serie de los tiempos. En efecto, todas las capas fosilíferas no han sido derribadas y mezcladas caprichosamente por las roturas y los desmoronamientos; han conservado en su mayor parte su regular superposición, de modo que pueda observarse y recogerse los fósiles en su orden de aparición. Donde las hiladas, todavía en su estado normal, conservan la posición que tenían en otro tiempo, después de haber sido depositadas por las aguas marinas ó lacustres, la concha descubierta en la capa superior es ciertamente más moderna que en las inferiores. Centenares y millares de años, representados por las innumerables moléculas intermedias del asperón ó de la creta, han separado ambas existencias.

Si las mismas especies de plantas y de animales hubieran existido siempre en la tierra desde que estos organismos vivientes aparecieron por primera vez en la corteza enfriada de la tierra, no se podría calcular la edad relativa de las capas terrestres separadas una de otra; pero se han sucedido diferentes seres según las edades, sucediéndose también por lo tanto en las hiladas superpuestas. Ciertas formas que vemos con gran abundancia en el seno de las rocas estratificadas más antiguas, van siendo más raras en las de origen más reciente, y acaban por desaparecer absolutamente. Las especies nuevas que siguen á las primeras tienen también, como cada sér en particular, su periodo de renacimiento, de propagación, de decadencia y de muerte; podría compararse cada especie de fósil vegetal ó animal á gigantesco árbol, cuyas raíces se hunden en los terrenos inferiores de formación antigua, y cuyo tronco se ramifica y se pierde en las capas altas de origen más moderno.

Los geólogos que en diversos países del mundo pasan el tiempo examinando las rocas y estudiándolas molécula por molécula para descubrir en ellas vestigios de seres que vivieron, han podido reconocer (gracias al orden de sucesión de los fósiles de todas especies) en los restos encerrados la edad relativa de las diferentes hiladas de la tierra depositadas por las aguas. En cuanto fueron bastante numerosas las observaciones comparadas, llegó hasta á ser fácil frecuentemente decir, con sólo ver un fósil, á qué época de las edades terrestres pertenece la roca en que se encontró. ¿Cualquier piedra caliza, de esquisto ó de asperón ofrece clara huella de concha ó de planta? Pues basta á veces con eso. El naturalista, sin temor á equivocarse, declara que la piedra que conserva esa impulsión pertenece á tal ó á cual serie de rocas y debe ser clasificada en tal ó cual época de la historia del planeta.

Estos fósiles reveladores que en forma de seres vivientes se agitaban hace millones de años en el légamo de los abismos oceánicos, se encuentran hoy á todas las alturas en las hiladas de las montañas. Se los ve en la mayor parte de las cimas pirenaicas; forman alpes enteros; se los encuentra en el Cáucaso y las cordilleras, y si el hombre pudiera subir hasta las cumbres del Himalaya, también allí los hallaría. Hay más; estas capas fosilíferas que pasan hoy de la zona media de las nubes, alcanzaban en otro tiempo alturas más considerables. En muchos sitios, en vertientes de montañas, se comprueba que existen interrupciones frecuentes en las hiladas de rocas. Acá y allá encuentra tal vez el geólogo en las cañadas algunos trozos de estos terrenos, pero las capas continuas no se reanudan hasta mucho más lejos, en la vertiente opuesta. ¿Qué ha sido de los fragmentos intermedios? Existieron, porque, aun al quebrarlos, la masa granítica que subía desde lo interior, sólo ha podido henderlos; pero las hiladas hendidas continuaban sobre la resbaladiza cumbre.

CAPÍTULO VI

#La destrucción de las cimas#

Y, sin embargo, aquellas masas enormes, montes apilados sobre montes, han pasado como nubes barridas del cielo por el viento; hiladas de tres, cuatro y cinco kilómetros de espesor, cuya existencia nos revela el corte geológico de las rocas, han desaparecido para entrar en el circuito de una nueva creación. Verdad es que la montaña todavía nos parece formidable y contemplamos con admiración parecida al espanto sus soberbios picos que atraviesan las nubes en el aire glacial del espacio. Son tan altas estas pirámides nevadas, que nos ocultan la mitad del cielo. Desde abajo, sus precipicios, que la mirada intenta en balde medir, nos causan vértigos. Y, sin embargo, todo ello no es más que una ruina, un simple residuo.

En otro tiempo, las capas de caliza, pizarra y asperón que se apoyan en la base de la montaña y se yerguen acá y acullá en cimas secundarias, se unían por encima del remate granítico en capas uniformes; sumaban su espesor enorme á la elevación ya altísima del pico superior. Doble era la altura de la montaña; llegaba entonces su vértice á aquella región en que está tan enrarecida la atmósfera, que ni aun puedo sostenerse en ella el ala del águila. No es ya la mirada, sino la imaginación la que se espanta al pensar en lo que la montaña era entonces y en lo que le han robado nieves, hielos, lluvias y tormentas durante la serie de los tiempos. ¡Qué infinita historia, qué innumerables vicisitudes en la sucesión de las plantas, de los animales y de los hombres, desde que los montes cambiaron de forma y perdieron la mitad de su elevación!

Este prodigioso trabajo de escombrado no ha podido llevarse á cabo sin dejar en muchos sitios rastros irrecusables. Los restos que han resbalado desde lo alto de las cimas con las nieves, que han sido empujadas por el hielo, triturados, desmenuzados, arrastrados en pedruscos, guijarros y arenas por el agua, no han vuelto todos al mar, del cual habían salido en periodo anterior: enormes montones quedan aún en el espacio que separa las atrevidas pendientes de la montaña y las tierras bajas ribereñas del Océano. En esta zona intermedia donde las colinas se extienden en largas ondulaciones como las olas en el mar, el suelo está enteramente compuesto de cantos rodados y piedras amontonadas. Todo eso son los restos de la montaña que las aguas han reducido á fragmentos menudos, transportándolos y vertiéndolos en enormes aluviones á la salida de los grandes valles. Los torrentes bajados de las alturas revuelven á su gusto las mesetas de residuos y hacen que sus taludes se desmoronen en el surco que han abierto. En las pendientes del foso profundo donde serpentean las aguas, se distinguen, en aparente desorden, las diversas rocas que han servido de materiales al gran edificio de la montaña. Ahí están los peñascos de granito y los fragmentos de pórfido; allí los esquistos de aguda arista medio hundidos en la arena; más allá, pedazos de cuarzo y asperón, guijarros calizos, trozos de mineral, cristales achatados. También hay fósiles de diferentes épocas, y en los espacios en que las aguas se han arremolinado mucho tiempo, se han parado esqueletos de animales flotantes. Allí se han descubierto á millares las osamentas del hiparión, del uro, del alce, del rinoceronte, del mastodonte, del mamut y de otros grandes mamíferos que recorrían en lejanos tiempos nuestros campos, y hoy han desaparecido, dejando al hombre el imperio del mundo. Los torrentes que trajeron tales restos, se los llevan pedazo por pedazo, reduciéndolos á polvo. Esqueletos y fósiles, arcillas y arenas, peñascos de esquisto, asperón y pórfido, todo se desmorona poco á poco, todo emprende el camino del mar; el inmenso trabajo de denudación que se verificó con la gran montaña, empieza de nuevo en menor proporción con los montones de escombros. Ahuecados por el agua, disminuyen gradualmente de altura, se parten en colinas diferentes. No obstante, aun aminorada por el trabajo de los siglos, derruida y arruinada, la meseta que se extiende en la base de la montaña bastaría para acrecentar en algunos millares de metros la cumbre superior, si adquiriera nuevamente su primera posición en las hiladas de rocas. Una antigua oración de los indios dice: «Lamiendo los montes es como ha formado los campos la roca celestial, es decir, la lluvia del cielo.»

Ante nuestros propios ojos continúa el trabajo de denudación de las rocas con asombrosa actividad. Hay montañas compuestas de materiales poco coherentes que vemos fundirse y disolverse, digámoslo así. Abrense alfoces en las laderas del monte y brechas en medio de la cresta; surcada por los aludes y por las aguas tempestuosa la gran masa, antes una y solitaria, se divide poco á poco en dos cimas distintas, que parecen alejarse una de otra á medida que se ahonda más el abismo que las separa.

Especialmente en primavera, cuando el suelo está empapado en las nieves fundentes, los desmoronamientos, los montones, las erosiones alcanzan proporciones tales, que toda la montaña parece que se derrumba y emprenda el camino de la llanura.

Un día de calor húmedo y suave, me había metido en un alfoz de la montaña para ver otra vez las nieves antes de que se las llevaran las aguas primaverales. Seguían obstruyendo el fondo de la quebrada, pero en muchos sitios estaban desconocidas porque las cubrían restos negruzcos, mezclados con lodo. Las rocas pizarrosas que dominaban el alfoz parecían convertidas en una especie de pasta y se derrumbaban en anchas hojas. El negro fondo que se filtraba por las paredes del desfiladero se hundía con sordo chapoteo en la nieve medio líquida. Por todas partes veía cataratas de nieve sucia y de restos, y me preguntaba con cierto espanto instintivo si, hendiéndose las rocas como la misma nieve, se irían á unir por encima del valle en una sola masa viscosa, derramándose á lo lejos por el campo. El torrente, que columbraba yo en algunos sitios, por los pozos en cuyos fondos se habían abismado las capas superiores de la nieve, perecía transformado en un río de tinta por los despojos que cubrían sus aguas; era aquello una enorme masa de fango en movimiento. En lugar del sonido claro y alegre que solíamos oir, el torrente lanzaba continuo mujido, el de los escombros que chocaban unos con otros y rodaban por su lecho. En la primavera, en la época anual de la renovación terrestre, es cuando ve uno como se verifica esa prodigiosa labor destructora.

Además, inmenso é invisible trabajo se produce en la misma piedra. Todos los cambios causados por los meteoros no son más que modificaciones exteriores; las transformaciones íntimas que se verifican dentro de las moléculas de la roca tienen, por lo menos, resultados de igual importancia. Mientras la montaña cambia sin cesar de apariencia por fuera, toma interiormente una estructura nueva, y las mismas hiladas modifican su composición. Tomado en su conjunto, el monte es un inmenso laboratorio natural, donde trabajan todas las fuerzas físicas y químicas, sirviéndose para su tarea de un agente soberano que no está á disposición del hombre: el tiempo.

Por lo pronto, el enorme peso de la montaña, igual á centenares de millares de toneladas, gravita tan poderosamente sobre las rocas inferiores, que da á muchas de ellas aspecto bien distinto del que tuvieran al salir del mar. Poco á poco, bajo la formidable presión, las pizarras y otras formaciones esquistosas se disponen en hojas. Durante los millares y millares de siglos que transcurren, las moléculas comprimidas se adelgazan en hojillas que pueden separarse fácilmente después, cuando tras alguna revolución geológica, vuelve á ser llevada la roca á la superficie. La acción del calor terrestre, que hasta cierta distancia por lo menos, crece con la profundidad, contribuye también á cambiar la estructura de las rocas. Así es como se convirtieron las calizas en mármoles.

Pero no sólo se acercan, se separan y se agrupan diversamente las moléculas de las rocas, según las condiciones físicas en que se encuentran durante el curso de los siglos, sino que también cambia la composición de las piedras en una carrera continua, un viaje incesante de los cuerpos que mudan de sitio, se mezclan y se persiguen. El agua que penetra por todas las rendijas en el espesor de la montaña y la que sube en vapor desde los abismos profundos, sirven de principal vehículo á esos elementos que se atraen y se rechazan después, arrastrados por el gran torbellino de la vida geológica. Un cristal echa á otro cristal en las hendiduras de la montaña; el hierro, el cobre, la plata y el oro sustituyen á la arcilla ó á la cal. La roca mate adquiere el irisado de las muchas substancias que penetran en ella. Por el cambio de lugar del carbono, del azufre y del fósforo, conviértese la cal en marga, dolomita y en espejuelo cristalino; á consecuencia de esas combinaciones la roca se hincha ó se encoge, y lentas revoluciones se verifican en el seno de la montaña. Pronto la piedra, comprimida en espacio harto estrecho, levanta y separa las hiladas superiores, hace caer enormes lienzos, y con lentos esfuerzos, cuyos resultados son iguales á los de poderosa explosión, agrupa de nueva manera las rocas de la montaña. Ora se contrae la piedra, ora se hiende, ya se abre en grutas, ya en galerías, ya se verifican grandes hundimientos, modificando así la apariencia y exterioridad del monte. A cada modificación íntima en la composición de la roca, corresponde un cambio en el relieve. La montaña reune en sí todas las revoluciones geológicas. Ha crecido durante millares de siglos, ha decrecido, durante igual tiempo, y en sus hiladas se suceden sin término todos los fenómenos de crecimiento y decrecimiento, de formación y destrucción, que se verifican en la tierra en proporción mayor. La historia de la montaña es la del planeta; destrucción incesante, inacabable renovación.

Cada roca resume un periodo geológico. En esa montaña de tan agraciado perfil, que surge de la tierra con tan nobles actitudes, creeríamos ver la obra de un día, tanto es la unidad del conjunto, y tanto es lo que concurren los pormenores á la armonía general. Y sin embargo, esta montaña ha sido esculpida durante un millón de siglos. Ahí, antiguo granito relata las viejísimas edades en que aún no había cubierto la escoria terrestre la fibra vegetal. La egnesia que se formó quizás en la época en que aún no habían nacido animales ni plantas, nos dice que, cuando el Océano la dejó en sus orillas, ya habían sido demolidas por las olas algunas montañas. La placa de pizarra que conserva los huesos de un animal, ó solamente una ligera huella, nos cuenta la historia de las innumerables generaciones que se han sucedido sobre la tierra en la incesante batalla de la vida: los rastros de huella nos hablan de aquellos bosques inmensos, representados después de su muerte por ligeras capas de carbón; el acantilado calizo, amontonamiento de animales revelados por el microscopio, nos hace asistir al trabajo de las multitudes de organismos que pululaban en el fondo de los mares; los residuos de todas clases nos recuerdan las aguas pluviales, las nieves, los ventisqueros, los torrentes, limpiando los montes como lo hacen hoy y cambiando de siglo en siglo el teatro de su actividad.

Al pensar en todas esas revoluciones, en esas transformaciones incesantes, en esa serie continua de fenómenos que se producen en la montaña, en el papel que representa en la vida general de la tierra y en la historia de la humanidad se comprende á los primeros poetas que, con la base del Pamir ó del Bolor, contaron los mitos de donde se han derivado todos los restantes. Dícennos que la montaña es una creadora; vierte en las llanuras las aguas fertilizadoras y les envía el légamo alimenticio; con la ayuda del sol, da nacimiento á plantas, animales y hombres; da flores al desierto y lo siembra de ciudades felices. Según antigua leyenda helénica, el que hizo surgir los montes y modeló la tierra fué Eros, el dios eternamente joven, el primogénito del caos, la naturaleza renovada sin cesar, el dios del amor eterno.

CAPÍTULO VII

#Los desprendimientos#

No se transforma únicamente la montaña en llanura por las erosiones que le hacen sufrir lluvias, heladas, nieves resbaladizas y aludes; también considerables fragmentos se desgarran violentamente para hundirse de pronto. Es frecuente semejante catástrofe en las partes del monte donde los estratos, enderezados ó inclinados, están muy separados unos de otros por materias de diferente naturaleza que el agua puede ablandar ó disolver. Si estas substancias intermedias llegan á desaparecer, las hiladas, desprovistas de apoyo, se derrumbarán en el valle tarde ó temprano. Al lado de los grandes tajos, forman, después de caídos estos restos, un cerro, un montecillo ó hasta una montaña secundaria.

Una cima elevada, á la cual gustaba yo de trepar por su aislamiento y la altiva belleza de sus aristas, me había parecido siempre (como la cumbre principal) una roca independiente, sujeta por sus profundos cimientos á la tierra subyacente, y no era, sin embargo, más que un desprendimiento de la montaña vecina. Lo conocí un día en la posición de las capas y en el aspecto de los planos de fractura visibles aún en las dos paredes correspondientes. La masa derrumbada que llevaba consigo aldeas, campos, bosques y pastos, no había hecho, después de la rotura, más que girar sobre su base y dar vuelta sobre si misma. Una de sus caras estaba hundida en el suelo, y por el otro lado se había desarraigado en parte. Al caer había cerrado la salida de un valle, y el torrente, que en otro tiempo corría pacíficamente por su fondo, había tenido que transformarse en lago para cegar la hoya en que estaba encerrado y de donde vuelve á bajar hoy en corrientes y cascadas sucesivas. Sin duda ocurrieron estos cambios antes de estar habitado el país, porque la tradición no ha conservado el acontecimiento. El geólogo es quien cuenta al aldeano la historia de su propia montaña.

Cuanto á los desmoronamientos de menor importancia, á esas caídas de rocas que, sin transformar aparentemente el aspecto de la comarca, no dejan de destruir los pastos, ni de aplastar á los pueblos con sus habitantes, no necesitan los montañeses que se los describan; desgraciadamente, hartas veces han presenciado tan terribles sucesos. Generalmente lo suelen conocer por anticipado. El impulso interior de la montaña que trabaja, hace vibrar incesantemente á las piedras en toda la pared; guijarros medio arrancados se separan primeramente y ruedan saltando á lo largo de las pendientes; masas de mayor peso, arrastradas á su vez, siguen á las piedras, dibujando como ellas poderosas curvas en los espacios; después les toca á lienzos enteros de roca; todo lo que debe derrumbarse rompe los lazos que lo unían al sistema interior de la montaña, y de pronto espantoso granizo de peñascos cae sobre la llanura estremecida. El estrépito es inenarrable; parece la lucha de cien huracanes. Hasta en mitad del día, los trozos de roca, mezclados con polvo, tierra vegetal y fragmentos de plantas, obscurecen completamente el cielo. Y á veces, siniestros relámpagos producidos por peñascos que dan unos contra otros, brotan de la tiniebla. Después de la tempestad, cuando la montaña no desprende ya sobre la llanura rocas quebradas, cuando la atmósfera ha aclarado otra vez, los habitantes de los campos respetados se acercan á contemplar el desastre. Casas y jardines, cercados y pastos han desaparecido bajo el horroroso caos de piedras: allí duermen también el sueño eterno amigos y parientes. Unos montañeses me contaron que, en su valle, una aldea destruída dos veces por esos aludes de piedras, ha sido edificada por tercera vez en el mismo sitio. Los habitantes habrían querido huir de allí y elegir ancho valle para su morada; pero ningún pueblo vecino quiso acogerlos ni cederlos tierras; han tenido que permanecer bajo la amenaza de las rocas suspendidas. Todas las noches algunas campanadas les recuerdan los pasados terrores y les advierten la suerte que quizá les cabrá durante la noche.

Muchas rocas desplomadas que se ven en medio de los campos tienen leyendas terribles; otras hay cuya presa se les escapó. Uno de esos enormes peñascos, inclinado, y con la base arraigada por todas partes en el suelo, se yergue junto al camino. Al admirar sus soberbias proporciones, su potente masa, la finura de su grano, experimentaba yo cierto espanto. Una veredilla que se apartaba del camino, iba derecha hasta el pie de una piedra formidable. Allí cerca estaban amontonados restos de vajilla y de carbón; la valla de un jardín se paraba bruscamente en la roca, y acirates de legumbres, medio invadidos por la hierba, rodeaban un lado de la enorme masa.

¿Quién había escogido tan caprichoso lugar para establecer allí un jardín y para abandonarlo luego? Poco á poco fuí comprendiéndolo. El sendero, la pila de carbón, el jardín habían pertenecido á una casuca aplastada entonces bajo la roca. Supe más tarde que durante la noche del derrumbamiento dormía un hombre solo en aquella casa; despertóle sobresaltadamente el estrépito del peñasco, bajando de punta en punta por la montaña, y salió escapado por la ventana para buscar abrigo detrás del ribazo del torrente; apenas había dejado su habitación, cuando el enorme proyectil se desplomaba sobre la cabaña y la hundía algunos metros en el terreno, bajo su peso. Desde su afortunada fuga, reconstruyó el hombre su choza, cobijándola confiadamente en la base de otra roca desprendida del muro formidable.

En más de un valle hay hacinamientos de piedras, las cuales forman desfiladeros por donde difícilmente se abren paso senderos y torrentes. Nada más curioso que el desorden de esas masas mezcladas en laberinto sin fin. Arriba, en la ladera del monte, se conoce todavía, por el color y forma de las rocas, el lugar donde se produjo el desprendimiento; pero resulta inexplicable que un espacio de tan corta dimensión aparente haya podido vomitar en el valle semejante diluvio de piedras. En medio de esos caprichosos y formidables peñascos, al viajero se le antoja aquello un mundo extraño, en nada semejante al planeta que conocemos, á la superficie lisa ó regularmente sinuosa. Alzanse aquí y allá rocas semejantes á fantásticos monumentos, que figuran torres, obeliscos, pórticos almenados, fustes de columnas, tumbas erigidas ó derribadas. Puentes de una sola pieza ocultan el torrente; vénse abismarse y desaparecer las aguas bajo el enorme arco y hasta su ruido deja de oirse. Entre los monstruosos edificios aparecen formas gigantescas, como las de los animales fósiles, cuyas osamentas dislocadas se hallan algunas veces en las capas terrestres. Megaterios, mastodontes, tortugas gigantescas, cocodrilos alados, todos esos seres quiméricos se hacinan en el caos espantoso. Hay millares de piedras amontonadas en el desfiladero, y cualquiera de ellas podría servir de cantera y bastar para la construcción de pueblos enteros.

Esos conjuntos caóticos, que miro con tanta admiración, y en cuya entraña penetro no sin titubear, son poca cosa comparados con algunas montañas derrumbadas, cuyos restos cubren distritos de gran extensión. Hay masas montañosas cuyos vértices se componen de compacta y pesada roca que descansan sobre capas fáciles de desmenuzar por las aguas. En semejantes masas, las caídas de piedras son un fenómeno normal, como los aludes y la lluvia, y siempre debe mirarse á la cima por si se prepara el desprendimiento. En una región no muy lejana, llamada el país de las ruinas, hay dos montañas que, según cuentan los habitantes, combatieron en otro tiempo una contra otra. Ambos gigantes de piedra, animados por un soplo vital, se armaron con sus propias rocas para destrozarse y demolerse mutuamente. No lo consiguieron, porque aún siguen en pie, pero es fácil de imaginar el prodigioso hacinamiento de peñas que, desde aquel combate, cubren á lo lejos las llanuras.

A veces el hombre, á pesar de su debilidad, ha querido imitar á la montaña, con el único fin de aplastar al prójimo. Especialmente en los desfiladeros, en los sitios en que al estrecho alfoz dominan tajos escarpados, era donde se reunían los montañeses para hacer rodar los peñascos sobre las cabezas de sus enemigos. De esa manera, ocultos los vascongados detrás de las malezas en las pendientes de las montañas de Altabiscar, esperaban al ejército francés del paladín Roldán, que debía penetrar en el estrecho paso de Roncesvalles. Cuando las columnas de soldados extranjeros, semejantes á larga serpiente que se escurre por una rendija, llenaron el desfiladero, oyóse un grito y desplomóse un diluvio de peñascos sobre la muchedumbre que pasaba por debajo. El arroyo del valle se aumentó con la sangre que salía de las aplastadas carnes, como el vino del lagar, y arrastró humanos cuerpos y miembros triturados como arrastraba los guijarros en tiempo de tormenta. Perecieron todos los guerreros francos, confundidos unos con otros en sangrienta masa. Todavía se enseña al pie del Altabiscar el sitio en que murió el paladín Roldán con sus compañeros, pero las piedras que aplastaron á su ejército tiempo ha que están cubiertas bajo una alfombra de brezos y de juncos.

El resultado de nuestra diminuta labor humana, es poca cosa comparado con los desprendimientos naturales producidos por la acción de los meteoros ó á consecuencia del impulso interior del monte. Aun pasados largos siglos, los grandes aludes de piedras ofrecen tan revuelto aspecto, que dejan en el espíritu una impresión de horror y de espanto. Pero cuando la naturaleza ha acabado por separar el desastre, los sitios más agradables de la montaña son precisamente aquellos en que lo escarpado se ha sacudido para llenar de rocas su base. Durante el curso de los siglos trabajaron las aguas, llevando arcilla y leve arena para reconstituir su cauce y formar en las cercanías una capa de tierra vegetal; los torrentes han limpiado poco á poco su lecho, royendo ó separando las piedras que les molestaban; el monstruoso pavimento formado por las rocas más pequeñas se ha cubierto de hierbas, convirtiéndose en pasto montuoso, erizado de puntas; los grandes peñascos se han vestido de musgo y se agrupan acá y allá en pintorescos collados; grupos de árboles crecen al lado de cada reborde roquizo y siembran de encantadoras manchas de verdura el grato paisaje. Como el rostro del hombre, cambia de expresión la faz de la naturaleza; á la mueca ha sucedido la sonrisa.

CAPÍTULO VIII

#Las nubes#

Comparada con el tamaño del globo, la montaña, por alta que parezca, es una simple arruga, menos gruesa en proporción, que una verruga en el cuerpo de un elefante: es un punto, un grano de arena. Y sin embargo, ese relieve, tan mínimo en relación con el gran planeta, baña sus laderas y su crestería en regiones aéreas muy distintas de las que en la llanura sirven de residencia á los pueblos. El peatón que en el transcurso de algunas horas sube desde la base del monte hasta las peñas de la cima, hace en realidad un viaje más grande, más fecundo en contrastes que si empleara años en dar la vuelta al mundo, á través de los mares y de las regiones bajas de los continentes.

Gravita el aire en pesada masa sobre el Océano y las comarcas que tienen poca altura sobre el nivel del mar, y en las alturas se enrarece y adquiere cada vez mayor ligereza. Centenares y millares de montes elevan en la tierra sus cumbres á una atmósfera cuyas moléculas están dos veces más separadas que las del aire en llanuras inferiores. Cambian allí arriba los fenómenos de la luz, del calor, del clima y de la vegetación; el aire más enrarecido deja pasar más fácilmente los rayos calóricos, ya desciendan del sol, ya suban desde la tierra. Cuando brilla el astro en su cielo claro, elévase rápidamente la temperatura en las pendientes superiores. Pero en cuanto desaparecen, se enfría en seguida la montaña; pierde velozmente con la radiación el calor que había recibido. Por eso reina el frió casi siempre en las alturas; en nuestras montañas, hace por término medio un grado más de frió por cada espacio vertical de doscientos metros.

A los que habitamos en ciudades, estamos condenados á sucia atmósfera, recibimos en los pulmones aire ponzoñoso, respirado ya por otros muchos pechos, lo que más nos asombra y nos regocija, cuando recorremos las altas cimas, es la maravillosa pureza del aire. Respiramos alegremente, bebemos el hálito que pasa, nos embriagamos con él. Nos parece la ambrosía de la cual hablan las mitologías antiguas. Extiéndese á nuestros pies, en la llanura, allá lejos, muy lejos, un espacio brumoso y sucio donde nada puede distinguir la mirada: aquella es la gran ciudad. Y pensamos con repugnancia en los años que hemos tenido que vivir bajo aquella nube de humo, de polvo y de alientos impuros.

¡Qué contraste entre esa apariencia de la llanura y el aspecto de la montaña, cuando su cumbre está libre de vapores, y podemos contemplarla en lontananza á través de la pesada atmósfera que gravita sobre las tierras bajas! Hermoso es el espectáculo, sobre todo cuando la lluvia ha arrojado al suelo el polvo flotante y el aire está, digámoslo así, rejuvenecido. El perfil de rocas y nieves resalta con limpidez en el cielo azul; á pesar de la distancia enorme, el monte, azulado también como las profundidades aéreas, se dibuja con todos sus relieves de aristas y promontorios; distinguimos los valles, las quebradas, los precipicios; á veces, al ver un punto negro que se mueve lentamente en la nieve, hasta podemos, con auxilio de un catalejo, conocer á un amigo que trepa á la cima. Después del ocaso, la pirámide aparece con una belleza espléndida y purísima á un tiempo. El resto de la tierra está en la sombra, el crepúsculo gris vela los horizontes del llano; la tiniebla ennegrece ya la entrada de los alfoces, pero arriba todo es alegría y luz; las nieves, contempladas por el sol, reflejan todavía sus sonrosados rayos; deslumbran, y parece tanto más viva la claridad cuanto que sube poco á poco la sombra, invadiendo sucesivamente las pendientes, cubriéndolas como con un paño negro. Finalmente, sólo el vértice es bastante alto para ver el sol, dominando la curva de la tierra; se ilumina como con una chispa: parece uno de esos prodigiosos diamantes que, según las leyendas del Indostán, fulguraban en la cumbre de las montañas divinas. Súbitamente desapareció la llama; desvanecióse en el espacio. Pero no dejéis de mirar; al reflejo del sol sucede el de los purpúreos vapores del horizonte. Ilumínase de nuevo la montaña, pero con más suave brillar. Parece que no existe la roca dura bajo su vestidura de rayos: sólo queda un espejismo; una luz aérea: parece que el soberbio monte se desprendió de la tierra y flota en la pureza del cielo.

Así contribuye el enrarecimiento del aire en las altas regiones á la belleza de las cimas, impidiendo á la suciedad de la atmósfera baja llegar hasta las cumbres, pero también obliga á los invisibles vapores salidos del mar y las llanuras á condensarse y á engancharse como nubes en las laderas de la montaña. Generalmente, el vapor de agua suspendido en las capas inferiores del aire no se encuentra en cantidad bastante considerable para convertirse en nube y caer trocada en lluvia: la atmósfera en que flota la sostiene en estado de gas invisible. Pero en cuanto la capa de aire suba al cielo, llevando consigo el vapor, se enfriará gradualmente, y pronto se revelará el agua, condensada en moléculas distintas. Parece al principio nubecilla casi imperceptible, un copo blanco en el cielo azul, pero luego á este copo se añaden otros, y constituyen un velo cuyos desgarrones permiten á la mirada que penetre en las profundidades del espacio, y por fin se presentan como espesa masa, arrollándose en cilindros ó hacinándose en pirámides. Algunas de estas nubes se yerguen en el horizonte bajo la forma de verdaderas montañas. Sus crestas y sus cúpulas, sus nieves y sus hielos resplandecientes, sus sombríos barrancos, sus precipicios dibujan todo su relieve con perfecta limpieza. Lo que hay es que los montes de vapor son flotantes y fugitivos; formólos una corriente de aire, y otra corriente puede destrozarlos y disolverlos. Apenas duran algunas horas, cuando los montes de piedra duran millones de años; pero en realidad la diferencia no es grande. Con relación á la vida del globo, nubes y montañas son fenómenos de un día. Minutos y siglos se confunden, cuando se han sumergido en el abismo de los tiempos.

Las nubes gustan de amontonarse alrededor de las rocas que se alzan al descubierto: á unas las atrae hacia la roca una electricidad contraria á la suya; otras, impulsadas en el espacio por el viento, van á chocar contra la pendiente del monte, barrera enorme colocada como para impedirles el paso; otras, invisibles en el aire tibio, aparecen al contacto de la piedra fría ó de la nieve. La montaña condensa el vapor y lo exprime del aire. Muchas veces, contemplando un pico ó un promontorio saliente, he visto las nubecillas nacientes hacinarse en torno á la helada punta. Elévase una humareda semejante á la que brota de un cráter; pronto envuelve todos los salientes y el monte acaba por coronarse con un turbante dé nubes tejido por él mismo en el aire transparente. Parece que invisibles manos trabajan en la formación de las tempestades y en la caída de las lluvias. Cuando los habitantes del llano ven á la montaña desaparecer bajo un montón de nubes, presumen, al observar el tocado del gigante, la fiesta que se les prepara. Cuando chocan en el vértice dos corrientes de aire, ardiente una y fría otra, la nube súbitamente formada se endereza y se arremolina en el cielo: la montaña es un volcán, y el vapor se escapa incesantemente de ella con una especie de furor para ir á replegarse en la lontananza celeste, formando inmensa curva.

Nubes desprendidas se esparcen libremente por el espacio, se juntan, se desgarran ó se deshilachan en el viento, se ensanchan y vuelan ó suben hasta la atmósfera superior, muy por encima de las más elevadas cumbres terrestres. La diversidad de sus formas es mucho mayor que la de las nubes que ciñen los picos de la montaña, á pesar de que éstos presentan asimismo gran movilidad en sus aspectos. Ora son nubes aisladas á las que la corriente de aire frío hace cambiar de sitio; y entonces se las ve serpentear por los barrancos ó andar á lo largo de las aristas desgarrándose en las rocas agudas; ora son nubes grandes que tapan de una vez toda una pendiente, mientras á través de su masa espesa que aumenta ó disminuye, viaja ó se rompe, se ve de cuando en cuando una cima conocida, tanto más soberbia en apariencia, cuanto que parece vivir y moverse entre los vapores giratorios. Otras veces, las brumas aéreas, superpuestas y de diferente temperatura, aparecen perfectamente horizontales y distintas, como estratos geológicos, y dan análoga forma á los nubarrones que nacen de ellas, disponiéndolas en fajas regulares y paralelas que ocultan bosques y pastos, nieves y rocas, ó la velan á medias, como una gasa transparente. Otras veces, la pesada masa de las nubes borra las cimas, las pendientes superiores, toda la alta montaña, como si el cielo ceniciento ú obscuro descendiera hasta la tierra: el monte se aleja y se aproxima según el juego de los vapores que se adelgazan y se espesan. De pronto, todo desaparece desde la base hasta el vértice; la montaña se ha perdido enteramente entre las brumas, después baja la tormenta desde las cimas, fustiga aquel mar de pesados vapores y aparece de nuevo el gigante, «negro y triste, entre el vuelo eterno de las nubes.»

CAPÍTULO IX

#La niebla y la tormenta#

Nos encontramos como en un mundo nuevo, temible y fantástico á un tiempo, cuando recorremos la montaña entre la niebla. Hasta subiendo un sendero trillado, de fácil pendiente, experimentamos cierto miedo al contemplar las formas que nos rodean, cuyo incierto perfil parece oscilar en la bruma, que se va espesando y aclarando alternativamente.

Hay que tener mucha intimidad con la naturaleza para no sentir inquietud al verse cautivo de la niebla; el objeto más chico adquiere proporciones inmensas, infinitas. Algo vago y obscuro parece venir á nuestro encuentro para apoderarse de nosotros. Parece una rama y hasta un árbol lo que no es más que un tallo de hierba. Creemos que un círculo de cuerdas nos cierra el camino, y luego es una mísera tela de araña. Un día que la niebla tenía poco espesor, me detuve lleno de admiración ante un árbol gigantesco, que se retorcía los brazos como un atleta en lo mas alto de un promontorio. Nunca había yo tenido el gusto de ver árbol más fuerte y mejor colocado para luchar heroicamente con la borrasca: largo tiempo lo estuve contemplando, pero poco á poco lo ví acercarse á mí y achicarse al propio tiempo. Cuando el sol vencedor disipó la niebla, el soberbio tronco quedó reducido á débil arbolillo nacido en una cercana hendidura de roca.

El viajero perdido, descarriado entro la niebla, en medio de precipicios y torrentes, se encuentra en situación realmente terrible; acéchanle por todas partes el peligro y la muerte. Tiene que andar, y andar de prisa, para alcanzar lo antes posible el terreno llano del valle ó las pendientes fáciles de los montes y encontrar algún camino de salvación; pero en la vaguedad de las cosas nada puede servir de indicio y todo parece un obstáculo. A la derecha huye la tierra: se cree estar al borde de un abismo; á la izquierda se yergue un peñasco: su pared parece inaccesible. Para apartarse del precipicio, se intenta escalar la abrupta roca, se pone el pie en una aspereza de la piedra y se sube de reborde en reborde. Pronto se está como suspendido entre el cielo y la tierra. Por fin, se alcanza á la arista; pero detrás de la primera roca se endereza otra de perfil movedizo, indeciso. Los árboles y las malezas que crecen en las fragosidades apuntan en las ramas á través de la niebla de un modo amenazador; á veces, sólo vemos serpentear una masa negruzca en la sombra cenicienta, y es una rama cuyo tronco permanece invisible. Nos baña el rostro una tenue lluvia: matas de hierba y malezas son otros tantos depósitos de agua helada que nos mojan como si atravesáramos un lago. Entumécense nuestros miembros: nuestro paso pierde la seguridad; estamos expuestos á resbalar en la hierba ó en la roca húmeda y á caer en él precipicio. Terribles rumores suben de lo hondo y parecen predecirnos mala suerte: oimos la caída de las piedras que se desmoronan, el ruido de las ramas cargadas de lluvia que rechinan en el tronco, el sordo trueno de la cascada, y el chapoteo de las aguas del lago contra la orilla. Vemos á la niebla con espanto cargarse con la sombra del crepúsculo y pensamos en la terrible alternativa de morir de frió ó despeñados.

En muchos climas, la impresión de asombro y hasta de horror que dejan las montañas en el espíritu, proviene de casi siempre, estar rodeadas de nieblas. Hay montaña en Escocia ó Noruega que parece formidable, aunque sea en realidad menos alta que otras muchas cimas terrestres. Se las ve con frecuencia veladas por vapores, revelarse en parte, volverse á ocultar, como si viajaran por el seno de la nube, alejarse aparentemente para acercarse de pronto, achicarse cuando el sol ilumina con limpieza sus contornos, crecer después cuando éstos se cargan de nieblas. Todos esos aspectos variables, esas lentas ó rápidas transfiguraciones de la montaña, la hacen asemejarse vagamente á un gigante prodigioso que meneara la cabeza por encima de las nubes. Bien diferentes son las inmutables cimas de fijos perfiles que baña la luz pura del cielo de Egipto, de estas montañas cantadas por los poemas de Ossián. Estas nos miran; sonríen unas veces, amenazan otras, pero viven nuestra vida, sienten con nosotros, ó por lo menos así se cree, y el poeta que las canta les da alma humana.

Hermosa por los vapores que la rodean, cuando se la ve desde abajo á través de una atmósfera pura, no lo es menos la montaña para quien la mira desde lo alto, sobre todo por la mañana, cuando la misma cima resalta en el cielo, mientras envuelve su base un mar de nubes, que es un verdadero Océano extendido por todas partes hasta donde alcanza la vista. Las olas blancas de la niebla ruedan por la superficie de aquel mar, no con la regularidad de las líquidas, sino con majestuoso desorden en que se pierde la mirada. Aquí se las ve hervir, hincharse en trombas de humo y desparramarse después en copos como la nieve y desaparecer en el espacio; allá se abren como valles llenos de sombras. Acullá hay continuo remolino, movimiento de olas que se persiguen y se alcanzan en caprichosos círculos. A veces es bastante lisa la faja de vapores; el nivel de las ondas de bruma se sostiene á altura casi uniforme en todo el contorno de rocas que sobresalen como promontorios, y en muchos sitios cimas de colinas aisladas se yerguen encima de la niebla como islas ó escollos. En otras ocasiones, el Océano brumoso se reparte en mares distintos y deja ver por sus desgarraduras el fondo de los valles como un mundo inferior que nada tiene de la suave serenidad de las cimas. El sol ilumina oblicuamente todas las volutas de bruma que se elevan en aquel mar: los matices dorados, purpurinos y sonrosados que se mezclan con el blanco puro, varían hasta lo infinito la apariencia de la niebla flotante. Proyéctase á lo lejos sobre los vapores la sombra de los montes y varía incesantemente con la marcha del sol. El espectador observa con asombro su propia sombra reproducida en el lago de vapor, algunas veces con gigantescas proporciones. Parécele ver un monstruo espectoral, al cual hace mover á su gusto, inclinándose, andando, moviendo los brazos.

Ciertas montañas que se yerguen en el seno del mar azul de los vientos alíseos están casi siempre rodeadas, hacia la mitad de su altura, de una faja de niebla que oculta casi siempre al viajero, que llegó á la cima, la vista de la llanura cerúlea; pero alrededor de la cima cuyas cercanías recorro, las nieblas suben y bajan, cambian, se disuelven al azar, sin que sus fenómenos sean constantes. Después de horas ó días de obscuridad, acaba el sol por perforar la masa brumosa, la desgarra, dispersa sus jirones, los evapora en el aire y pronto se ilumina de nuevo bajo la luz vivificante la tierra de abajo que estaba privada de la suave claridad. Pero también sucede que se espesan y se acumulan las nieblas en nubes apretadas y arremolinadas: se atraen y se rechazan; amontónase electricidad en los vapores acrecentados; estalla la tormenta y el mundo inferior se pierde bajo el tumulto tempestuoso.

Ya desencadenada, no siempre sube la tormenta á escalar las alturas que la dominan: permanece frecuentemente en las zonas bajas de la atmósfera en que se formó, y el espectador tranquilamente sentado en la hierba seca de los altos prados iluminados puede ver á sus plantas á las nubes contrarias batallar enfurecidas. ¡Cuadro tan magnífico como terrible! Lívida claridad exhalan las hirvientes masas; reflejos cobrizos, matices violados dan al hacinamiento de nubes el aspecto de un horno inmenso de metal en fusión; parece que se ha abierto la tierra, dejando brotar de su seno un Océano de lavas. Los relámpagos que brotan en las profundidades del caos, vibran como serpientes de fuego. La rasgadura del aire, repercutida por los ecos de la montaña, se prolonga en inacabables tableteos. Todas las rocas parecen lanzar su trueno á un tiempo. Oyese al mismo tiempo un murmullo sordo que sube de los campos inferiores á través de las nubes arremolinadas; es el ruido de la lluvia ó del granizo, el estrépito de los árboles que se rompen, de las rocas que se hienden, de los aludes de piedra que se desploman, de los torrentes que se hinchan y mugen, destruyendo los ribazos, pero todos esos estruendos diversos se confunden al subir hacia la serena montaña. Allá arriba no llega más que una queja, un gemido que asciende desde la llanura donde viven los hombres.

Un día que, sentado en una tranquila cima, con hermoso cielo, veía yo una tormenta que se agitaba con furor en la base de la montaña, no pude resistir al llamamiento que parecía dirigirseme desde el mundo de los humanos. Bajé para penetrar en la masa negra de los vapores giratorios; me metí (digámoslo así) en medio de los rayos, bajo la sucesión de los relámpagos, entre los torbellinos de granizo y de lluvia. Bajando por una vereda convertida en arroyo, saltaba de piedra en piedra. Exaltado por el furor de los elementos, por el estampido del trueno, por el correr de las aguas, por el mugir de los árboles sacudidos, corría con alegría frenética.

Cuando recobré la calma y encontré lumbre, pan, vestido seco, todas las dulzuras de la buena hospitalidad montañesa, casi echaba de menos la poderosa voluptuosidad que acababa de disfrutar allá fuera. Me parecía que arriba, entre la lluvia y el viento, habla yo formado parte de la borrasca, reuniendo durante algunas horas mi consciente individualidad á los ciegos elementos.

CAPÍTULO X

#Las nieves#

«Blanco, brillante, nevado», tal es el significado primitivo de casi todos los nombres dados á las altas montañas por los pueblos que en su base se sucedieron. Alzando los ojos hacia las cumbres ven por encima de las nubes la centelleante blancura de nieves y de hielos, y su admiración es tanto más grande, cuanto que los campos inferiores presentan, por el tono uniforme y obscuro de los terrenos, extraño contraste con los picos blancos. En lo más riguroso del estío, cuando se alza polvo ardiente de los caminos y el viajero fatigado se para á la sombra, es cuando gusta mirar hacia las heladas masas, que los rayos solares hacen resplandecer como placas argentinas. De noche, un suave reflejo, como el de un mundo lejano, revela las altas nieves de la montaña. Las pendientes medias, los promontorios inferiores están cubiertos con frecuencia de capas nevadas. Ya hacia el fin del verano, cuando los torrentes han arrastrado á las llanuras el agua de los aludes fundidos, y los árboles han soltado el peso de la nieve que hacia doblarse á sus ramas, y las mismas matas, calentando el espacio que las rodea, han conseguido deshacer los copos de nieve que las rodeaban, súbito enfriamiento de la atmósfera convierte en nieve los vapores de la montaña. La víspera, las estribaciones de los montes y los pastos alpestres estaban completamente libres de escarcha; bien se distinguía el color pardo ó amarillento en las desnudas rocas, del verde en bosques y prados y del rojo en los brezos. Por la mañana, al despertar, el blanco manto nevado ha cubierto hasta los promontorios salientes. Sin embargo, ese vestido níveo de que hablan los poetas, está agujereado y desgarrado por mil partes. Los salientes de la montaña atraviesan esa envoltura, y los matices sombríos de las rocas, contrastando con la blancura de la nieve, acusan con más claridad los relieves de las fragosidades. En las hondonadas profundas se han acumulado los copos en gruesas capas; en las pendientes rápidas bordan ligeramente las hendiduras como tenue velo de encaje; en los abruptos tajos sólo aparecen de cuando en cuando, como manchas brillantes. Cada arruga de la montaña puede reconocerse desde lejos en su verdadera forma por la espléndida corriente de nieve que la ocupa; cada roca saliente revela sus protuberancias en las capas nevadas de distinto espesor, que alternan con la roca desnuda. Donde la peña está formada por estratos regulares, la nieve dibuja limpiamente las líneas de separación. Se posa sobre las cornisas y cae por las paredes de los derrumbaderos. A través de toda clase de fragosidades salientes y entrantes se ve alargarse con asombrosa regularidad la línea de las hiladas por espacio de muchas leguas: parecen haber sido superpuestas por manos de un arquitecto gigantesco.

Sin embargo, estas pasajeras nieves de estío que envuelven á manera de velo la montaña, y que en lugar de ocultar las formas de éstas, las dibujan con todas sus particularidades, son una coquetería de la naturaleza. Pronto desaparecen de las colinas inferiores y de los montes avanzados: cada día acortan sus límites hacia arriba los rayos solares. En los días hermosos pueden seguirse de hora en hora, con la mirada, los progresos de la fusión.

Cada quebrada de las que recortan hasta la mitad de la altura las laderas de la montaña, nos muestra una vertiente libre ya de nieves (la que ilumina libremente el sol de mediodía), y otra de resplandeciente blancura (la que mira al horizonte septentrional). Después esta misma vertiente descubre sus céspedes y sus rocas; de la caída estival de las nieves no queda más que un corto número de charcos, cada vez más chicos, huella de los aludes en miniatura que llenaron los huecos de los alfoces. Estos aguazales se mezclan con tierra y guijarros y el arroyo que pasa se va llevando gota á gota sus manchados residuos.

Encanta ver esas nieves de algunos días. Gusta seguir con la mirada su variable decoración, apenas aparecen, cuando se deshacen. Para contemplar la nieve con su verdadera apariencia y comprender su trabajo como agente de la naturaleza, hay que verlo en invierno, en la ruda estación del frío. Entonces todo lo cubren enormes capas de agua cristalizada en agujas y en carámbanos; la montaña, sus estribaciones y las colinas de su falda no se presentan bajo su forma real. La espesa masa que las tapa varía su relieve y le da nuevos contornos. En lugar de aparecer saliente, dentada, con truncadas puntas, desenvuelve la pendiente del monte con ondulaciones encantadoras, con curvas de dibujo atrevido, pero sinuoso siempre. Así como el agua, por la influencia de la gravedad equilibra su nivel para extenderse en superficie horizontal, la nieve, obedeciendo á leyes propias, se dispone en capas redondeadas. El viento, que la trae en remolinos, primero le hace llenar los huecos, después suavizar todos los ángulos, desplegar sus curvas en los relieves; á la montaña áspera, puntiaguda, salvaje, sucede otra de perfiles suaves y puros, de majestuosas curvas. Pero á pesar de la suave pureza de sus líneas, no pierde su formidable apariencia el gigante. Yérguense rocas perpendiculares y fragosas, en las cuales no ha podido sostenerse la nieve, sobre inmensas pendientes de blancura deslumbradora, y el contraste hace parecer negras las paredes. Nos sobrecoje el espanto al contemplar esas murallas prodigiosas que se recostan en la nieve como acantilados de carbón en la arillo de un Océano polar.

En esta transformación, cambia más el aspecto de las llanuras que el de las protuberancias de la montaña. Al desplomarse por todas partes las nieves han cegado las cavidades, han nivelado los huecos, han borrado las quebraduras secundarias del terreno. Cubiertos están torrentes y cascadas; todo descansa, helado, bajo aquel inmenso sudario. Hasta los lagos quedaron sepultados: el hielo de su superficie tiene encima enormes capas de nieve, y á veces no se sabe encontrar el sitio de sus cuencas. Si acaso, alguna hendidura permite ver en el fondo de un abismo la superficie del lago, tranquila, negra, sin su reflejo: parece un pozo, una sima sin fondo.

Por bajo de las grandes cumbres y de los círculos superiores, donde se amontona la nieve en capas altas como casas, se ven á medias los bosques de abetos. En cada una de las ramas extendidas tiene cada árbol el peso de nieve que puede resistir sin romperse; los ramajes entretejidos forman juntos bóvedas, en las cuales se agrupan masas de nieve en cúpulas desiguales: únicamente algunas ramas rebeldes se escapan de la prisión de hielo y apuntan al cielo con sus flechas de color verde obscuro, casi negro, que sostienen en los extremos pesada carga nívea. Cuando sopla el viento sobre esas ramas, caen con ruido metálico trozos de nieve helada. Un movimiento vibratorio general agita el bosque oculto y el brillante techo que lo cubre. A veces hay una rotura, despréndese un alud en lo interior y aparece un precipicio, que continuará abierto hasta que lo oculte otra borrasca con un puente de hielo. A grandes peligros se expondría el viajero que se extraviase en invierno en ese bosque, que recorre tan cómodamente en invierno, en verano, pisando hierba, á la sombra de poderosos árboles. Expondríase á cada paso á caer en el abismo, ahogado bajo un derrumbamiento de nieve.

Abajo, en el valle, parecen más difíciles de distinguir las casas del pueblo que los bosques y grupos de árboles. Enteramente cubiertos de nieve que hace estallar la armazón, confúndense los techos con los cercanos campos nevados. Ligera y azul humareda es la única señal de que viven y trabajan hombres bajo el sudario blanco. Algunas tapias, un campanario resaltan en la monotonía del fondo. Además, en esos sitios no se deja en paz á la nieve como lejos de las habitaciones humanas: el viento, girando en torno de las casas, ha levantado á un lado montones de nieve y la ha barrido al lado contrario. Cierto desorden en la naturaleza indica la proximidad del hombre. Pero ahí, como en todas partes, reina el silencio; raro es el rumor que lo turba, en el valle y en los montes.

De todos modos, es necesario que el hombre y los demás habitantes de las montañas salgan alguna vez de su albergue y turben el gran reposo de la naturaleza. Unicamente la marmota, oculta en su agujero, bajo el espesor de la nieve puede dormir durante los largos meses de invierno y esperar, en su estado de muerte aparente, que la primavera devuelva la libertad á los arroyos, á la hierba y á las flores. Menos feliz la gamuza, á quien arroja la nieve de las altas cimas, tiene que andar errante junto á los bosques, buscar su refugio entre los apretados árboles, royéndoles corteza y hojas. El hombre por su parte, tiene que dejar su morada para el cambio de productos, compra de provisiones ó satisfacción de compromisos con familia y amigos. Entonces hay que limpiar los montones de nieve que se han acumulado delante de la puerta y abrirse penosamente camino. Desde una alta casa construida en un promontorio, ví una vez á esos entecillos casi imperceptibles, á esas negras hormigas humanas, andar lentamente por una especie de cuneta, entre dos paredes de nieve. Nunca me había parecido tan ínfimo el hombre. En medio de la vasta extensión blanca, aquellos paseantes parecían perdidos, absurdos, quiméricos; no me explicaba cómo una raza compuesta de semejantes pigmeos había podido llevar á cabo las grandes cosas de la historia y realizar, de progreso en progreso, lo que hoy se llama la civilización, promesa de un futuro estado de bienestar y libertad.

No obstante, aun en medio de esas formidables nieves del invierno, ha podido el hombre hacer triunfar su inteligencia y su audacia por los caminos comerciales que le permiten expedir libremente sus mercancías y viajar casi en todo tiempo. La gamuza ha dejado de recorrer las alturas, y numerosas aves, que volaban en verano muy por encima de las cumbres, han bajado prudentemente á las tibias regiones llanas. Pero el hombre continúa recorriendo los caminos que, de desfiladero en desfiladero, de estribación en estribación, se elevan hasta una brecha de la cresta y descienden por la otra vertiente. En el buen tiempo, cuando los alegres torrentes saltan en cascadas al lado del camino, hasta coches arrastrados por caballos con ruidosos cascabeles pueden subir con facilidad las pendientes dispuestas á gran costa en las fragosidades. Cuando las nieves han cubierto el camino, hay que cambiar de vehículo; en lugar de carros y coches se usan trineos que se deslizan ligeramente sobre los copos amontonados. La travesía de la montaña no se hace con menos rapidez que durante los más calurosos días del verano; y cuesta abajo, la velocidad produce vértigos.

Viajando en trineo por las montañas es como se aprende á hacer conocimiento con las nieves. La ligera armazón se desliza sin ruido; no se nota el choque del herraje con el suelo duro, y parece que viaja uno por el espacio, arrebatado como un espíritu, ora se rodea la curva de un barranco, ora el relieve de un promontorio. Si pasa desde el fondo de las simas á la arista de los precipicios y en todas las variadas formas que se ofrecen á la vista, conserva el monte su inmaculada blancura. Si ilumina el sol la superficie de la nieve, se ven brillar innumerables diamantes; si el cielo aparece bajo y ceniciento, los elementos parece que se confunden. Jirones de nubes y montecillos nevados no se diferencian unos de otros. El viajero se figura no pertenecer ya á la tierra y flotar en el espacio infinito.

Mucho más se penetra aún en las regiones de los sueños, cuando, después de haber atravesado el punto culminante se baja por la pendiente opuesta, arrebatado de vuelta en vuelta con espantosa rapidez. Al ponerse en marcha la caravana, cuando se mueve el postrer trineo, ya despareció el primero detrás de un saliente del abismo. Se le ve, y desaparece de nuevo; se le columbra otra vez, y vuelve á desaparecer. Sumérgese el viajero en vertiginoso abismo en el cual se derrumban montones de nieve como colinas; convertido en alud también, se desliza uno sobre los aludes, y ve desfilar al lado, como arrastrados por una tempestad, círculos, quebradas, promontorios. Las mismas cumbres parecen huir por el horizonte, arrebatadas en frenético torbellino, en una especie de galope infernal. Y cuando al acabar la desenfrenada carrera se llega á la base de la montaña, á las llanuras desprovistas (ó apenas salpicadas) de nieve, cuando se respira otra atmósfera y se ve una naturaleza nueva bajo otro clima, es cosa de preguntar si no se ha padecido una alucinación, si se han recorrido en realidad las profundas nieves por encima de la región de nubes y tormentas.

Pero, durante los días tempestuosos, la travesía es harto peligrosa para que el viajero pueda recordarla y conservar memoria exacta de sus aventuras. El viento levanta sin cesar torbellinos de nieve que ocultan la ruta ó modifican su forma, rebajando taludes y cegando el camino recorrido ya. Los caballos, hábiles para pisar terreno sólido, tienen que atravesar á veces masas de nieve blanda, movediza aún, y mientras uno se hunde hasta el pretal, otro se encabrita sobre la nieve amontonada. La tempestad que silba junto á sus orejas, los cristales de nieve que le entran en los ojos y en las narices y los ternos brutales de los cocheros, los irritan y casi los enloquecen. El trineo, por el estrecho camino, se inclina á veces hacia la pared de la montaña, á veces hacia el precipicio; porque el abismo está allí, se pasa por su borde, se le sigue á lo lejos en perspectivas inmensas, como si al caer debiera irse á parar á otro mundo. El cochero ha dejado la fusta, no lleva más que un cuchillo en la mano, dispuesto á cortar las riendas si los caballos, enloquecidos por el terror ó resbalando por un talud de nieve, llegasen á caer por el precipicio abajo.

Terrible es la situación del caminante desdichado, cuando, al atravesar las nieves lentamente, le sorprende de pronto una tempestad. Desde abajo, la gente de la llanura admira cómodamente el meteoro. La cumbre del monte, castigada por el viento, parece que humea como un cráter; las innumerables moléculas heladas que levanta la borrasca se juntan formando nubes que se arremolinan encima de los picos. Las aristas de los contornos, esfumadas por esa niebla de nieves giratorias, pierden su precisión, como si flotaran en el espacio. La misma montaña parece vacilar sobre su enorme base. ¿Y qué es del pobre viajero, cogido en el torbellino de la tempestad que ruge en las elevadas cumbres? Las agujas de hielo, lanzadas contra él como flechas, le dan en la cara, amenazan cegarle y penetran hasta en sus ropas; envuelto en resistente abrigo, cuéstale trabajo defenderse contra ellas. Si da un paso en falso, ó siguiendo rastro equivocado deja la vereda un instante, se pierde casi inevitablemente. Anda al azar de charco en charco; á veces medio se hunde en un agujero lleno de nieve blanda y permanece algún tiempo, como para esperar la muerte, en el hueco que se abrió delante de él. Después se levanta con desesperación y principia otra vez la caminata insegura á través de las nubes de cristales que el viento le arroja á la cara. Las ráfagas acercan y aproximan el horizonte alternativamente. Ora no ve á su alrededor más que el torbellino de los copos; ora mira á la derecha ó á la izquierda una cumbre inmóvil que se desprende de la nube y parece que le mira sin odio y sin amor, indiferente á su desesperación. A lo menos, el peatón ve en ella una especie de señal que le permite reanudar la marcha con alguna esperanza; pero todo es inútil. Cegado, atontado, entumecido por el frío, acaba por perder la voluntad; da vueltas sin moverse del sitio y se agita sin objeto. Al fin, caído en alguna sima, mira pasar con estupor los torbellinos de la tormenta y se deja vencer poco á poco por el sueño, precursor de la muerte. Dentro de algunos meses, cuando el calor haya fundido la nieve y la hayan limpiado los aludes, algún perro de ganado dará con el cadáver y llamará á su dueño con espantables ladridos.

En otro tiempo, los restos humanos encontrados en la montaña tenían que descansar para siempre en el sitio donde los había descubierto algún pastor. Amontonábanse piedras sobre el cuerpo, y todo viajero tenía la obligación de añadir un canto al creciente montón. Aun hoy, el montañés que pasa al lado de uno de esos antiguos sepulcros, nunca deja de recoger su piedra para colocarla sobre las otras. El muerto fué olvidado hace tiempo; quizá fué siempre desconocido, pero de siglo en siglo, el caminante no cesa de prestarle su homenaje para dar paz á sus manes.

CAPÍTULO XI

#El alud#

Al largo invierno y á sus terribles borrascas sucede por fin la dulce primavera con sus lluvias, sus brisas tibias y su calor vivificante. Todo se rejuvenece, y la montaña y la llanura presentan nuevo aspecto. Aquella sacude su manto de nieve, y bosques, céspedes, cascadas y lagos, reaparecen bajo los rayos del sol. El hombre se ha librado ya en el valle de los montones de nieve que le estorbaban. Ha barrido el umbral de la puerta, ha reparado los caminos, ha limpiado el techo y el jardín, y después espera que el sol haga lo demás. Ya las solanas ó pendientes, bien expuestas á los rayos del mediodía, empiezan á salir del blanco sudario que las envuelve; aquí y allá reaparecen, á través de la capa de nieve, la tierra, la peña y la mata, y esos espacios negruzcos van aumentando de tamaño. Parecen grupos de islas que crecen incesantemente y acaban por juntarse. Disminuyen en número y en extensión con manchas blancas; fúndense, y parece que suben gradualmente la pendiente montañosa. Los árboles del bosque, libres de entumecimiento, empiezan su tocado primaveral; ayudados por los pajarillos que vuelan de rama en rama, sacuden la carga de escarcha y nieve que les pesaba y bañan en libertad sus retoños en la tibia atmósfera.

Debajo de la capa protectora de las nieves, la temperatura del suelo no ha bajado tanto como en la superficie exterior, barrida por los vientos fríos, y durante los largos meses de invierno, depósitos diminutos de aguas, que semejan gotitas en un vaso diamantino, existen bajo los hielos. En la primavera, esos depósitos, hacia los cuales se dirigen todos los hilillos de nieve fundida, no bastan para encerrar la masa líquida. Las cubiertas heladas se quiebran, las hoyas se desbordan y el agua procura abrirse camino bajo la nieve. En cada barranco, en cada depresión del suelo, se verifica el mismo trabajo oculto, y el torrente del valle, alimentado por tanto riachuelo que baja de las alturas, reanuda su carrera, interrumpida por el frío invernal. Primero pasa como un túnel bajo la nieve amontonada; después, gracias á los incesantes progresos de la fusión, ensancha el cauce, levanta las bóvedas, hasta que llega el momento en que la masa que lo domina no puede sostenerse, y se derrumba como el techo de un templo cuyos pilares se hubieran bamboleado. Abrense fugas también en las masas nevadas que llenan el fondo de los valles; si nos inclinamos al borde de uno de esos precipicios, veremos en el fondo algo negro bordado, como con encaje, por un poco de espuma; es el agua del torrente, y el sordo murmullo de los guijarros que rozan unos contra otros, sube por la tenebrosa abertura.

A este primer socavamiento de la nieve suceden otros, más numerosos cada vez, y pronto el torrente, recobrada en gran parte su libertad, no le queda sino derribar los diques formados por las nieves más espesas y más compactas. Algunas de estas murallas resisten semanas y meses enteros al ímpetu del agua. Aun cerca de las cascadas, conservan tenazmente su forma masas de nieve convertidas en hielo y rociadas continuamente por el salto del agua. Parece que se niegan á fundirse. Se ve con frecuencia delante de la movible catarata del torrente una especie de pantalla formada por una catarata solidificada, la de las nieves heladas que detuvieron el curso del torrente durante el invierno.

Reformando su cauce en cada valle que limita la falda del monte, en cada hondonada que corta sus laderas, el agua de arroyos y torrentes quita á la nieve de las pendientes el cimiento que le servía de punto de apoyo. Bajo la acción de la gravedad, tienden entonces á desprenderse los aludes, y la montaña, como un ser animado, hace caer de sus hombros el nevado traje que la cubre. En todas las estaciones, hasta en lo más riguroso del invierno, masas de nieve arrastradas por su peso se derrumban desde las cimas y las pendientes; pero mientras esos aludes se componen únicamente de la parte superficial de la nieve, no pasan de ser un ligero incidente de la vida montañesa. A veces, empero, es la masa entera de la nieve la que se desprende de las alturas para abismarse en el valle; el agua que ha penetrado á través de las capas (heladas aún) de la superficie ha puesto el suelo resbaladizo y ha preparado el camino el alud. Llega el momento en que todo un campo de nieve no se encuentra ya sujeto á la pendiente; cede, y la enorme sacudida que comunica á las nieves vecinas las hace ceder también. Toda la masa se precipita á un tiempo por la vertiente de la montaña, llevándose por delante todo cuanto encuentra en el camino, troncos de árboles, piedras y peñascos. Arrastrando consigo las cercanas capas de aire, derribando hasta bosques distantes, el formidable derrumbamiento barre de una vez todo un lado de la montaña en una extensión de muchos centenares de metros, y el valle se ve cegado en parte. Los torrentes que van á chocar con el obstáculo tienen que convertirse temporalmente en lagos.

Con terror hablan montañeses y viajeros de estas masas de aludes. Así es que numerosos valles, más expuestos que otros, han recibido nombres siniestros, como Valle del Espanto ó Desfiladero del Terremoto, que les dan los dialectos locales. Un valle conozco, terrible sobre todos los demás, en que no entran nunca los acemileros sin llevar la vista fija en las alturas. Especialmente en los hermosos días de primavera, cuando la suave y tibia atmósfera está cargada de vapores disueltos, los viajeros hablan poco y miran mucho. Saben que el alud no espera más que un choque, un estremecimiento del terreno ó del aire, para ponerse en movimiento. Así es que andan como ladrones, con paso silencioso y rápido; á veces, hasta envuelven con paja los cascabeles de las mulas para que el retintín del metal no irrite al genio maléfico que desde allá arriba les amenaza. Finalmente, cuando han salido de las terribles hondonadas en las cuales suelen soltar las pendientes sus aludes de nieve y ruinas por todas partes, pueden respirar á gusto los viajeros y pensar, sin angustia personal, en sus antecesores, menos felices, cuyas terribles historias se hablan contado la víspera. Muchas veces, mientras continúan muy tranquilos bajando á la llanura, un ruido como el del trueno, un estruendo que repercute largamente de roca en roca, les hace volverse súbitamente; acaba de verificarse el derrumbamiento de la nieve y de llenar todo el ancho del desfiladero que acaban de recorrer.

Afortunadamente, la disposición y la forma de las pendientes permite á los montañeses reconocer los lugares peligrosos. Así es que nunca construyen sus cabañas debajo de las vertientes en que se forman los aludes, y al trazar los senderos cuidan de elegir pasos seguros. Pero todo cambia en la naturaleza, y hay casa, hay sendero que no tuvieron nada que temer en otro tiempo y hoy corren riesgo, por haber desaparecido el ángulo de un promontorio, por haberse modificado la dirección del escurridero del alud, por haber cedido á la presión de las nieves la orilla protectora de un bosque, pues todas esas causas pueden inutilizar las precauciones del montañés.

Por las mil columnas apretadas de sus troncos, los bosques son una de las mejores barreras contra la caída de los aludes, y muchos pueblos no tienen contra ellos otro medio de defensa. Por eso miran su bosque sagrado con respeto y casi religiosa veneración. El extranjero que se pasee por sus montañas, admira el bosque por la belleza de sus árboles, por el contraste de su verdor con la blancura de las nieves. Pero ellos le deben la vida y el reposo. Gracias á él, pueden dormir tranquilamente sin el temor de ser aniquilados una noche. Llenos de gratitud, han divinizado el bosque protector. ¡Desgraciado de quien toque con el hacha uno de sus troncos salvadores! «Quien mata al árbol sagrado, mata al montañés», dice uno de sus proverbios.

Y sin embargo, matadores de estos ha habido, y no pocos. Lo mismo que aun en nuestros días, soldados sedicentes civilizados obligan á someterse á los habitantes de un oasis derribando las palmeras que son la vida de una tribu, así también sucedió frecuentemente que, para vencer á los montañeses, talaron los árboles que servían á los pueblos de salvaguardia contra la destrucción, ya los invasores á sueldo de algún señor, ya los pastores de otro valle. Tales eran, y son aún, las prácticas de la guerra. No es menos feroz la ávida especulación. Cuando por una compra, ó por los azares de herencia ó de conquista, un hombre adinerado llega á ser el propietario de uno de esos bosques, ¡desgraciados de aquellos cuya suerte dependa de su benevolencia ó de su capricho! Pronto trabajan los leñadores en la selva, caen cortados los troncos, son lanzados á la llanura, vendidos en tablones y pagados en dinero contante y sonante. Así se abre ancho camino al alud. Privados de su baluarte, quizá los habitantes de la aldea amenazada persistan en no moverse de allí por amor á su hogar natal; pero tarde ó temprano, el peligro se hace inminente, y hay que emigrar á toda prisa, llevándose los objetos preciosos y dejando la casa á merced de las nieves amenazadoras.

En todo pueblo de montaña, cuéntase en las veladas la terrible crónica de los aludes, y los niños la oyen acurrucándose entre las rodillas maternales. Lo que es el fuego grisú para el minero, es el alud para el montañés. Amenaza su casa, sus trojes, su ganado y también le amenaza á él. ¡Cuántos parientes y amigos suyos duermen ahora bajo la nieve! Por la noche, cuando pasa al lado del sitio en que los tragó la enorme masa, parécele que la montaña, de la cual se desprendió el alud, le mira de mala manera, y entonces apresura el paso para huir del lugar siniestro. También algunas veces los restos del derrumbamiento le recuerdan la inesperada salvación de un compañero. Allí, durante una noche primaveral, se vino abajo un talud de nieve más grande que los más altos abetos y que la torre de la iglesia. Un grupo de casitas y de hórreos se encontraba bajo la formidable masa. Los montañeses, que acudieron de las aldeas vecinas, creyeron que indudablemente todas las armaduras de los edificios habían quedado demolidas y aplastados los habitantes bajo los escombros. Sin embargo, pusieron animosamente manos á la obra de reconocer el inmenso hacinamiento. Trabajaron cuatro días con cuatro noches, y cuando llegaron con los azadones al techo de la primera casa, oyeron cánticos que se respondían unos á otros. Eran las voces de los amigos cuya perdición se consideraba segura. Sus moradas habían resistido al violento choque, y había bastado para respirar el aire que contenían. Durante su cautiverio, habían pasado el tiempo estableciendo comunicaciones de casa en casa y abriendo un túnel de salida, mientras cantaban para animarse á trabajar.

Cuando desaparecen los bosques protectores, es muy difícil sustituirlos. Los árboles crecen lentamente, sobre todo en las montañas, pero en los caminos del alud no nacen. Verdad es que á fuerza de trabajo se podría sujetar á la nieve en las altas pendientes y precaver así el desastre de su desplomo á los valles. Podría cortarse la pendiente en gradas horizontales donde tendrían que detenerse las capas de nieve como en los peldaños de una gigantesca escalera; también podrían sustituirse los troncos de los árboles con hileras de estacas de hierro y empalizadas que evitaran el resbalar de las masas superiores. Todas esas tentativas las ha coronado feliz éxito, pero en valles habitados por poblaciones numerosas y ricas. Aldeanos pobres (como no les ayudara toda la sociedad), no pueden pensar en esculpir de nuevo el relieve de la montaña y los aludes continuarán precipitándose sobre sus praderas por el camino acostumbrado. Tienen que limitarse á proteger sus casucas con enormes espuelas de tierra que rompen la fuerza de la nieve desprendida y la obligan á dividirse en dos corrientes, siempre que la nieve no baje en masa lo bastante poderosa para destruirlo todo con su ímpetu.

De todos los destructores de la montaña, el más enérgico es el alud. Arrastra tierras y rocas como lo haría un torrente desbordado; hay más: por la fusión gradual de las nieves que forman sus capas inferiores, diluye tanto la tierra, que la convierte en un lodo blanco, hendido por profundas grietas y que se hunde por su propio peso. El terreno adquiere fluidez hasta grandes profundidades y se escurre á lo largo de las pendientes, llevándose consigo no sólo veredas y fragmentos de roca sueltos, sino hasta casas y bosques. Lienzos enteros de montaña, empapados por la nieve, han resbalado así en conjunto con campos, pastos, bosques y habitantes; amontonándose y penetrando lentamente en el suelo con el agua producida por su fusión, la nieve basta para demoler una montaña. En primavera, cada quebrada pone de manifiesto ese trabajo destructor: nieves, rocas y aguas bajan de las cimas en aludes, derrumbamientos y cascadas, encaminándose á la llanura.

CAPÍTULO XII

#El ventisquero#

Hasta en medio del estío, cuando el soplo de los vientos cálidos ha fundido todas las nieves, enormes montones de hielo, encerrados en los valles altos, constituyen todavía un invierno local, que el contraste hace más raro. Cuando el sol resplandece con todo su brillo, el calor directo y el que reflejan los hielos hacen padecer bastante al viajero: en apariencia hace más calor que en los valles, por la sequedad del aire, privado continuamente de su humedad por la árida superficie del ventisquero. En las cercanías se oye cantar á los pájaros entre el follaje; las flores esmaltan el prado, los frutos maduran en las ramas, y, sin embargo, al lado de ese mundo alegre, el ventisquero sombrío, con sus abiertas grietas, sus montones de piedras, su silencio terrible, su aparente inmovilidad, representa la muerte al lado de la vida.

No obstante, también tiene su movimiento la gran masa helada. Con lentitud; pero con invencible fuerza, trabaja como el viento, las nieves, las lluvias y las corrientes de agua en la renovación de la superficie del planeta. Por donde quiera que han pasado los ventisqueros, durante alguna de las edades de la tierra, transformó su acción el aspecto del paisaje. Llevan á la llanura, lo mismo que los aludes, los escombros de las derrumbadas montañas, sin violencia, con paciente esfuerzo de todos los instantes.

La obra del ventisquero, tan difícil de apreciar en su secreta continuidad, aunque vastísima en sus resultados, empieza en la cumbre de la montaña, en la superficie de las capas níveas. Allá arriba, en los círculos donde en torbellinos se amontonaron las nubes de agujas blancas fustigadas por la tempestad, la uniforme extensión de las nieves no cambia de aspecto. De año en año y de siglo en siglo, sigue siendo blanca, mate á la sombra de las nubes, deslumbradora á los rayos del sol. Parece que aquella nieve es eterna, y así la llaman los habitantes de las llanuras que la ven brillar, desde abajo, junto al cielo. Creen que siempre permanece en las altas cimas y que si el viento la levanta en sus borrascas, la deja luego caer en el mismo sitio.

Nada de eso. Una parte de la nieve se evapora y vuelve á las nubes de las cuales salió. Otra parte, expuesta á los rayos del sol ó á la influencia del cálido viento del mediodía, se salpica de gotitas fundidas que resbalan por la superficie ó penetran en las capas, hasta que, aprisionadas otra voz por el frió, se congelan en imperceptibles cristales. De modo que, por millares de moléculas que se funden y se hielan de nuevo para volverse á fundir y solidificarse otra vez, la masa de la nieve se transforma insensiblemente. Al mismo tiempo, cambia de lugar, gracias á la gravedad que arrastra algunos milímetros las gotas fundidas, y poco á poco las nieves que cayeron en otro tiempo en la cima de la montaña han bajado toda su pendiente. Otras nieves han ocupado su lugar y bajarán también por una serie de fusiones, sin que tengan que sufrir, al parecer, el menor cambio. Verdad es que llenen ante sí toda la infinidad del tiempo: lentamente corrsumergieranl mar, en el cual se sumergerán algún día. Después de haberse sucedido dos generaciones humanas en las llanuras, hay copo de nieve caído en el pico que todavía no ha salido de la masa general.

Pero, por lentamente que lo haga, ese copo convertido en cristal, no deja de adelantar. La masa nívea, que ha adquirido homogeneidad y se ha transformado en hielo, cae al alfoz de la montaña hacia el cual la arrastra su peso. Siempre inmóvil al parecer, el conjunto de hielo se ha convertido en verdadero río que corre por un cauce de rocas. En las pendientes de ambos lados se ha fundido completamente la nieve del invierno, y ocupan su lugar las flores. Todo un mundo de insectos vive y zumba en las praderas de los pastos; el aire es suave, y el hombre guía sus ganados por fragosidades llenas de hierba, desde las cuales la mirada divisa en lontananza la helada corriente. Y ésta, con incesante esfuerzo, continúa su viaje hacia la llanura; se extendería por los campos de la falda del monte, llegada hasta el mar, si la suave temperatura de los valles inferiores, lo tibio de las brisas y los rayos del sol no consiguieran fundir la parte más baja de sus hielos.

En su carrera, el río sólido se las arregla lo mismo que uno de aguas vivas. Tiene sus curvas y sus remolinos, sus bajadas y sus crecidas, sus durmientes, sus rápidas y sus cataratas. Como el agua que se ensancha ó se estrecha, según la forma de su cauce, así el hielo se adapta á las dimensiones del barranco que lo encierra; sabe amoldarse exactamente á la roca, así en la hoya vasta cuyas paredes se apartan á ambos lados, como en el angosto desfiladero cuyo paso casi completamente se le cierra. Empujado por las masas con que le alimenta continuamente la nieve superior, el ventisquero sigue resbalando sobre el fondo, tanto si la pendiente es muy suave, como si lo forma una sucesión de precipicios.

Sin embargo, como el hielo no tiene la flexibilidad ni la fluidez del agua, verifica con una especie de bárbara torpeza todos los movimientos que le impone la naturaleza del suelo. En las cataratas no sabe sumergirse en una extensión lisa como la corriente de agua, sino que, siguiendo las desigualdades del fondo y la cohesión de los cristales de hielo, se quiebra, se hiende, se recorta en pedazos que diversamente se inclinan, se caen unos sobre otros, se truecan en obeliscos caprichosos, en torrecillas, en fantásticos grupos. Hasta donde el fondo de la inmensa ranura tiene inclinación regular, se diferencia la superficie del ventisquero de la corriente igual del río. El roce del hielo contra los bordes no la riza en ondas semejantes á las de la ola en la ribera, sino que la quiebra y la parte en grietas que se cruzan en un laberinto de abismos.

En invierno, y hasta cuando la primavera ha renovado ya el adorno de las praderas inferiores, muchas grietas están ocultas por espesas masas de nieve que se extienden en capas continuas sobre la superficie del ventisquero. Entonces, si no ha ablandado la nieve el calor del sol, es fácil viajar por encima de la boca de los abismos ocultos; el viajero los desconoce, como desconoce las grutas abiertas en el espesor de la montaña. Pero la vuelta anual del verano funde poco á poco las nieves superficiales. El ventisquero que no deja de andar, y cuya hendida masa vibra con estremecimiento continuo, sacude el manto de nieve que lo cubre: aquí y allá se hunden las bóvedas y caen en grandes trozos en las profundidades de las grietas. Muchas veces no quedan más que estrechos puentes por los que no se anda sin haber probado con el pie la solidez de la nieve.

Entonces es cuando más de un ventisquero es peligroso de atravesar por la anchura de las hendiduras que se verifican hasta lo infinito. Desde los bordes de la sima se ven á veces en su interior capas superpuestas de un azulado hielo que fué antes nieve, separadas por fajas negruzcas, resto de los residuos que cayeron de la cúpula nevada. Otras veces, el hielo, claro y homogéneo en toda su masa, parece un solo cristal.

Se ignora la profundidad del pozo. Las tinieblas y un reborde del hielo no dejan llegar á la mirada hasta las rocas del fondo. Únicamente se oyen ruidos misteriosos que se elevan desde el abismo: agua que gotea, una piedra que cae, un pedazo de hielo que se hiende y se desploma.

Algunos exploradores han bajado á esas simas para medir su espesor y estudiar la temperatura y la composición de los hielos profundos. Han podido hacerlo algunas veces sin mucho peligro, penetrando lateralmente en las hendiduras por los rebordes de las rocas que sirven de ribazo á esos ríos de hielo. Otras veces ha habido que bajarlos con cuerdas, como al minero que penetra en las entrañas de la tierra. Pero si algún sabio ha explorado así los pozos de los ventisqueros, con las necesarias precauciones, en cambio muchos desgraciados pastores han encontrado la muerte en ellos. Se sabe de montañeses que, caídos en el fondo de las grietas, molidos, ensangrentados, perdidos en la obscuridad, han conservado su valor y la resolución de ver de nuevo la luz del día. Hubo uno que siguió el curso de un arroyo sub-glacial y llevé así á cabo un verdadero viaje por debajo de la enorme bóveda de témpanos pendientes, Después de excursión semejante, no le queda al hombre más que bajar al fondo de un cráter para explorar el depósito subterráneo de las lavas.

Digno es de los ciertamente el animoso sabio que baja á las profundidades del ventisquero para estudiar sus estrías, las burbujas del aire, los cristales, pero bastantes cosas podemos contemplar en la superficie; muchas encantadoras particularidades podemos sorprender; muchas leyes se revelarán á nuestros ojos si sabemos mirar.

En efecto, en aquel caos aparente, todo está sometido á leyes. ¿Por qué se produce siempre en la masa glacial una hendidura frente á determinado sitio del ribazo? ¿Por qué la grieta, á cierta distancia por debajo, después de haberse ensanchado, acerca de nuevo sus bordes uno á otro, soldando el ventisquero? ¿Por qué se redondea regularmente la superficie en un punto para agrietarse en otros? Viendo todos esos fenómenos que reproducen groseramente las rizaduras, las ondas, los remolinos ó el nivel liso de las aguas fluviales, se comprende mejor la unidad que, bajo variedad infinita de aspectos, preside á todas las cosas de la naturaleza.

Cuando se ha adquirido intimidad con el ventisquero por largas exploraciones y se conocen los ligeros cambios de su superficie, es delicioso y gratísimo recorrerlo en un hermoso día de verano. El calor del sol le ha devuelto el movimiento y la voz. Venillas de agua, casi imperceptibles al principio, se forman en varios sitios, se unen luego en relumbrantes riachuelos, que serpentean en el fondo de diminutos cauces fluviales que ellos mismos se han abierto y desaparecen de pronto en una hendidura del hielo con una especie de queja de argentino sonido. Aumentan ó disminuyen, según las oscilaciones de la temperatura. Si cubre una nube la claridad del sol y enfría la atmósfera, apenas corren; si el calor aumenta, los arroyos superficiales hacen como los torrentes: arrastran consigo casquijo y arena para depositarlos en aluviones y formar con ellos islotes y ribazos: al anochecer se calmarán y el frío de la noche los congelará de nuevo.

Bajo los rayos caloríficos que animan temporalmente el campo helado por la fusión de la capa superficial, agítase también el conjunto de los guijarros caídos de la pared vecina. Una escarpa de casquijo situada á la orilla de un arroyuelo, se viene abajo en derrumbamientos parciales y se sumerge en las grietas. En otra parte, piedras negruzcas diseminadas por el ventisquero, absorben y concentran el calor, y perforando el hielo que tienen debajo, lo llenan de agujerillos cilíndricos. En cambio, más lejos, grandes montones de escombros y piedras grandes impiden que penetre en la capa inferior el calor solar. Alrededor se funde y se evapora el hielo y aquellas piedras llegan á formar pilares que parecen crecer, brotando del suelo como columnas de mármol, hasta que una por una acaban por debilitarse y romperse bajo el peso, y todos los fragmentos que sostenían caen con estrépito para empezar al otro día igual evolución. Más encantadores son aún estos dramas pequeños de la naturaleza inanimada, cuando toman parte en ellos animales ó plantas. Atraído por lo tibio del aire, acércase revoloteando la mariposa, mientras la planta, caída con la tierra desmoronada desde lo alto de la roca vecina, aprovecha el corto reposo de vida para arraigar otra vez y enseñar al sol su última corola. En las costas polares, los navegantes han visto toda una alfombra vegetal cubrir un alto acantilado, cuya cima era de tierra y cuya base era el hielo.

CAPÍTULO XIII

#Los hacinamientos de rocas y los torrentes#

Todos esos fenómenos que se verifican diariamente parecen de poquísima importancia para la historia de la tierra. ¿Qué representa, efectivamente, el trabajo del ventisquero durante un día de verano? Su masa, que adelanta por continuo esfuerzo, apenas ha recorrido algunos centímetros; dos ó tres rocas se han desprendido dé la pared para caer en el movible campo de hielo; se ha ensanchado algo más el arroyo que se lleva las aguas procedentes de la fusión, y los guijarros más numerosos tropiezan unos con otros con mayor estruendo en el cauce. Lo demás conserva su acostumbrada apariencia. En ninguna parte parece llevar adelante con mayor lentitud la naturaleza su obra de perpetua renovación.

Y, sin embargo, esas transformaciónillas de cada día, de cada minuto, acaban por producir cambios inmensos en el aspecto de la tierra, verdaderas revoluciones geológicas. Esos cascotes, esos fragmentos de roca que caen de las quebraduras superiores al cauce de hielo, se amontonan poco á poco al pie de las paredes como enormes murallas de piedra; caminan lentamente con la masa helada que los lleva, pero otros escombros, desprendidos de los mismos lados de la montaña, ocupan el lugar que han dejado aquellos. Así es que largos convoyes de rocas, desordenadamente hacinadas, siguen el andar del ventisquero. Súmanse al río de hielo ríos de piedras que bajan de todo derruido promontorio, de todo círculo surcado por el alud.

Llegado á la salida de los altos desfiladeros, en una zona de temperatura más suave, el ventisquero no puede continuar en estado cristalino: se convierte en agua y suelta su carga de piedras. Todas éstas se desploman, formando caos inmenso, como una barricada en el valle; y en la extremidad de muchos ventisqueros se ven verdaderas montañas de piedras mal sostenidas en sus escarpas. Si después de una larga serie de años de nieve se hincha y se alarga la masa del ventisquero, volverá á coger esas montañas de piedras y las llevará más lejos. Cuando después, y bajo la influencia de más benigna temperatura de inviernos menos pródigos en nieve se funda el ventisquero en toda su parte inferior dejando vacíos la oquedad de roca que le servía de cauce, el hacinamiento de peñascos, libre de la presión que le empujaba hacia adelante, quedará aislado á cierta distancia del ventisquero; detrás de él se verá la piedra desnuda, lisa, cepillada por el enorme peso que recientemente la cubría y sembrada en algunos sitios del barro rojizo producido por los guijarros y el casquijo que se estrellaron en ella. Otro hacinamiento de escombros se formará poco á poco delante de la escarpa del ventisquero.

Pues bien; á enormes distancias del valle, que pueden medirse, pasado éste, por decenas de leguas, se observan huellas indiscutibles de la antigua acción de los hielos. Llanuras enteras, llenas de agua en otro tiempo, han sido cegadas por el lodo y los guijarros que el ventisquero impulsaba hacia adelante; los rebordes de las montañas y las colinas aparecen desgastados; finalmente, rocas esparcidas ó hacinadas han quedado abandonadas á lo lejos, hasta en pendientes de montañas pertenecientes á otros sistemas. Se conoce con facilidad el origen de estas piedras en su composición química, en la disposición de sus cristales ó en sus fósiles. Tienen tal precisión á veces sus caracteres distintivos, que se puede determinar el elevado círculo de donde se separó el errante pedazo. ¿Cuántos años, cuántos siglos habrá durado ese viaje? Indudablemente ha sido larguísimo, si lo juzgamos por las enormes rocas que transportan hoy los ventisqueros y cuyo andar se ha medido. Algunos de esos peñascos que viajan han adquirido celebridad por las observaciones de los sabios y se los ve con gusto, como si de amigos se tratara.

Esas piedras varadas en la llanura, esos montones de barro transportados tan lejos, todas esas huellas al paso de antiguos ventisqueros, nos permiten imaginar cuales han sido las grandes alternativas de clima y las inmensas modificaciones del relieve y el aspecto terrestre durante las sucesivas edades del planeta. En los pasados tiempos que nos revelan esos escombros, vemos á nuestra montaña y á las vecinas erguirse á mucha mayor altura que la actual. Sus vértices dominaban las más altas nubes, y todos los vapores que viajaban por el espacio se depositaban como nieve ó como helado cristal en sus enormes pendientes. Sus círculos de pastos, las verdes cañadas, las vertientes llenas hoy de bosques, estaban cubiertas por uniforme capa de hielo. Nada aparecía aún en el valle: ni cascadas, ni praderas, ni arroyos, ni lagos. El inmenso río helado, no menos recio que las actuales hiladas del monte, llenaba todas las depresiones, y después, al salir de los alfoces, se extendía á lo lejos, en la llanura, dominando cañadas y cerros. Tal era, en tiempo de nuestros antepasados, la imagen que les presentaba la montaña cargada de hielo: los tataranietos de nuestros hijos, que vivan en la indefinida lontananza de los siglos, verán cuadros completamente distintos. Tal vez entonces, completamente fundido el ventisquero, corra en su lugar arroyuelo humilde, ni que quede otra huella de aquél que una ligera convexidad del terreno. La actual llanura, transformada por los cambios de nivel, habrá producido montes que gradualmente se irán elevando.

Y mientras pensamos en la historia de la montaña y su ventisquero, en lo que fueron y en lo que llegarán á ser, sale el torrente, susurrando, de los hielos y vase por el mundo á contribuir á la labor de la renovación continua de la tierra. El agua, blanquecina ó lechosa por las innumerables moléculas de roca triturada que lleva en suspensión, no es más que el mismo ventisquero, que ha pasado súbitamente al estado líquido. Y no es chico, sin embargo, el contraste entre la masa sólida, con sus grietas, sus montones de piedras, sus pendientes fangosas sus grutas, y el agua que brota alegremente luminosa y serpentea con claro murmullo entre las flores. Uno de los más curiosos espectáculos de la montaña es esta brusca aparición del arroyo que durante todo el curso por las regiones superiores ha corrido por la sombra, acrecentándose con los millones de gotitas desprendidas de las hendiduras de las bóvedas. La caverna, de la cual se escapa el torrente, cambia diariamente de forma según los derrumbamientos ó la fundición del hielo: no obstante, es fácil penetrar á cierta distancia en la gruta y admirar sus estalactitas, sus paredes translúcidas, su azulada luz, sus cambiantes reflejos. Lo extraño y vago del espectáculo, la emoción que sobrecoje el alma, le hacen creer á uno que le han conducido á lugar sagrado. Tres veces, mil veces benditos se creen los peregrinos indios que, después de haber llegado á las fuentes del Ganges, se atreven aún á penetrar bajo la tenebrosa bóveda de donde brota el río santo.

Con gran regularidad, causada por la de las estaciones, llevan los torrentes del ventisquero á la llanura el agua fecundante y los barros de aluvión, que provienen del enorme taller triturador que funciona incesantemente bajo el ventisquero. Durante la estación del frío en nuestras zonas templadas, cuando cae la lluvia en los campos con más frecuencia y en lugar de evaporarse emprende el camino hacia los ríos, hállase más apretadamente el ventisquero. Se adhiere por todas partes á la bóveda que le sirve de cauce y no deja salir de ella más que una tenue corriente, á veces se cierra enteramente y ni una gota de agua baja de la montaña. Pero á medida que vuelve el calor y la alegre vegetación pide mayor cantidad de agua para sus hojas y sus flores, á medida que se hace más activa la evaporación y tiende á bajar el nivel de los ríos, aumentan los torrentes glaciales, parecen ríos temporales y proporcionan la necesaria humedad á los campos sedientos. Así se establece utilísima compensación para la prosperidad de las comarcas regadas por corrientes de agua que alimentan los ventisqueros en parte. Cuando los afluentes, acrecidos por la lluvia, corren abundantemente, los torrentes de la montaña llevan muy escaso caudal líquido, pero se desbordan en cambio, cuando las otras corrientes de agua están casi secas. Gracias á ese fenómeno de compensación, conserva cierta igualdad el río al cual van á parar todas las diversas aguas.

En la economía general de la tierra, el ventisquero, inmóvil aparentemente, de fuerza tan lenta y tan tranquila, es un gran elemento de regularización. Es raro que introduzca algún imprevisto desorden en la naturaleza, como puede ocurrir, por ejemplo, cuando un ventisquero lateral, empujando un largo muro de escombros ó adelantándose á través de un riachuelo salido del ventisquero primitivo, acumula las aguas y forma así un lago incesantemente crecido. Resiste el dique durante mucho tiempo á la presión de la masa líquida, pero á consecuencia de una fusión considerable de nieves, de un retroceso del ventisquero, ó de desmoronamientos lentamente producidos por las aguas, puede ceder de pronto la barrera de hielo y peñascos. Entonces se convierte el lago en alud terrible; mezclada el agua con piedras, témpanos y todos los restos arrancados á la orilla, se precipita rabiosamente en el valle inferior; arranca los puentes, destruye los molinos, arrasa las habitaciones, desarraiga los árboles de las pendientes bajas, y revolviendo hasta las praderas, como lo haría la reja de un arado inmenso, las arrolla al pasar y las confunde con el caos de tal diluvio. Inmenso es el desastre en los valles que la inundación recorre, y transmítese su relato de generación en generación.

Pero esos sucesos son raros y hasta se hacen imposibles para lo porvenir en los países civilizados, porque las amenazadas poblaciones cuidan de precaver el peligro abriendo subterráneos de desahogo para los depósitos lacustres que se forman detrás de un dique movible de hielo ó de piedra. Previstos así sus desmanes, el ventisquero es un bienhechor de las regiones que han de recorrer sus aguas. El las riega en la estación más temible por la sequía, las renueva con aluviones de tierra vegetal fresca aún y con todos sus elementos de nutrición química. El ventisquero es en realidad un lago, un mar de agua dulce que contiene billones de metros cúbicos; pero ese lago, suspendido en las laderas de los montes, se vierte lentamente y como con medida. Contiene bastante agua para inundar todos los campos inferiores, pero reparte sus tesoros discretamente. Esa helada masa, que ofrece la apariencia de la muerte, contribuye no poco á la vida y á la fecundidad de la tierra.

CAPÍTULO XIV

#Los bosques y los pastos#

Con sus nieves y con sus hielos derretidos, que sirven para aumentar el caudal de torrentes y ríos en verano, conserva la montaña la vegetación hasta enormes distancias de su base, pero se queda con humedad bastante para alimentar á su propia flora de bosques, céspedes y musgos, muy superior, por el número de las especies, á la flora de igual extensión en la llanura. Desde abajo, no divisa la mirada los pormenores del cuadro que presenta la verdura de la montaña, pero abarca todo el magnífico conjunto y disfruta de los mil contrastes que la altura, las fragosidades del suelo, la inclinación de las pendientes, la abundancia del agua, la vecindad de las nieves y las demás condiciones físicas producen en la vegetación.

En la primavera, cuando renace todo, da gusto ver el verdor de hierbas y follaje dominar la blancura de las nieves. Los tallos del prado que pueden respirar otra vez y ver la luz de nuevo, pierden su tono rojizo y su apariencia calcinada y adquieren primero un color amarillento y después verde hermoso. Multitud de flores esmaltan la pradera: véase aquí únicamente ranúnculos, anémonas ó prímulas que brotan formando ramilletes: más allá desaparece el verde bajo la blancura nívea del gracioso y poético narciso, ó al vivo color del azafrán, que es flor desde la raíz hasta la corola.

Cerca de las corrientes de agua abra su delicada flor la parnasia y en otras partes florecillas blancas y azules, rojas ó amarillas, se multiplican y forman tales muchedumbres, que dan su color á toda la pendiente vegetal, y desde las vertientes opuestas se puede conocer qué especie de planta domina en la pradera, á medida que la nieve retrocede hacia las alturas ante la alfombra de florida verdura. Pronto toman parte los árboles en la fiesta. Abajo, en las primeras pendientes, los árboles frutales, después de haberse librado de la nieve del invierno, se cubren con la nieve de las flores. Más arriba, castaños, hayas y diversos arbustos, se cubren de hojas de verde claro; de un día á otro, parece que la montaña se ha revestido con un tejido maravilloso de terciopelo y seda. Poco á poco sube hacia las cimas el nuevo verdor de bosques y de malezas; escala cañadas y barrancos para conquistar las quebraduras superiores junto al ventisquero. En lo alto, todo inesperado y alegre aspecto. Hasta las rocas sombrías, que parecían negras por su contraste, con las nieves, adornan sus fragosidades con matas verdes. También ellas participan de la primaveral alegría.

Menos suntuosos por la exuberancia del verdor y la prodigiosa multitud de flores, son, sin embargo, los pastos altos más agradables que las praderas bajas; más íntima y benigna es la alegría de sus masas de verdor. Es más grato pasearse por la corta hierba y entrar en conocimiento con las flores que brotan á millares de la alfombra verde. Incomparable es el brillo de sus corolas. El sol les envía rayos más cálidos, de más poderosa y rápida acción química, y elabora en la savia substancias colorantes de más perfecta belleza. El químico y el botánico, armados de sus lentes, comprueban el fenómeno como es debido; pero sin necesidad de instrumentos bien ve el paseante, á la simple vista, que ninguna flor de la llanura tiene un azul tan profundo como el de la diminuta genciana. Las plantas, en su prisa por vivir y gozar, adquieren mayor hermosura; adórnanse con más vivos colores, porque la estación de la ventura será corta; cuando haya desaparecido el verano, la muerte las sorprenderá.

Deslumbra la vista el brillo que despiden las anchas extensiones de hierba salpicada con las estrellas de color sonrosado subido del sueño, con los azules manojos de miosotis, con las anchas flores del aster de los Alpes, cuyo corazón es de oro. En las pendientes más secas, en medio de las rocas áridas, crecen el negro orquiso con fragancia de vainilla, y el pie de león, cuya flor nunca se marchita, y es símbolo de eterna constancia.

De esas plantas de brillantes flores, algunas no temen la vecindad de la nieve y el agua helada. No siente el frío; al lado de los cristales de nieve circula libremente la savia en los tejidos de la delicada soldanela, que inclina sobre la nieve su corola de tan puro y suave matiz: cuando brilla el sol, de ella puede decirse mejor que de la palmera de los oasis que tiene el pie en el hielo y en el fuego la cabeza. En la salida misma de las nieves, el torrente, cuya agua lechosa parece hielo apenas derretido, rodea con sus brazos un florido islote, encantador ramillete de tallos que se estremecen sin cesar. Más lejos, el cauce nevado que la sombra de una roca defendió de los rayos solares, está esmaltado completamente de flores: la benigna temperatura que despiden ha derretido la nieve á su alrededor. Parece que brotan de una copa de cristal de fondo azulado por la sombra. Otras flores de mayor sensibilidad no se atreven á entrar en inmediato contacto con la nieve, y cuidan de rodearse de muelle funda musgosa. Así hace la clavellina roja de los vértices nevados, y semeja un rubí colocado en almohadón de terciopelo en medio de un lecho de blanco plumón.

En las pendientes de la montaña, los bosques alternan con las manchas de césped, pero nunca al azar. La presencia de árboles grandes indica siempre, en la vertiente que los produce, tierra vegetal de bastante espesor y abundante agua de riego: de modo que, gracias á la distribución de bosques y praderas, pueden leerse de lejos algunos secretos de la montaña, siempre que el hombre no haya intervenido brutalmente derribando los árboles y modificando el aspecto del monte. Regiones enteras hay en que el hombre, ávido de riquezas, ha talado todos los árboles: no ha quedado ni un tronco, porque las nieves, á las cuales no detiene ya la barrera viva, resbalan libremente en la temporada de los aludes. Descarnan el suelo, lo raspan hasta la roca, llevándose consigo todos los residuos de las raíces.

La antigua veneración casi ha desaparecido. En otro tiempo, el leñador apenas se atrevía á la selva montañesa: el viento que en ella gemía se le figuraba voz de los dioses. Había seres sobrenaturales ocultos bajo la corteza, y la savia del árbol era también sangre divina. Cuando tenían que tocar con el hacha uno de aquellos troncos, lo hacían temblando, y el montañés de los Apeninos decía: «Si eres dios ó diosa, perdóname»; y recitaba devotamente las plegarias propias del caso, pero no se quedaba muy tranquilo después de sus genuflexiones.

Al blandir el hacha, veía agitarse las ramas encima de su cabeza. Parecíale que las rugosidades de la corteza adquirían expresión de ira y se animaban con terrible mirada. Al primer golpe, parecía la húmeda madera como sonrosada carne de ninfa. «El sacerdote lo ha permitido, pero ¿qué dirá la propia divinidad? ¿No retrocederá el hacha de pronto, para hendir el cuerpo de quien la esta manejando?»

Aún quedan hoy mismo árboles adorados: el montañés ignora por qué, y no gusta de que le pregunten sobre ello; pero en muchos sitios existen encinas respetadas, rodeadas de vallas por los indígenas, para protegerlas contra los animales y los viajeros errantes. En Bretaña, cuando un hombre estaba en peligro de muerte y no se hallaba cerca ningún sacerdote, podía confesarse al pie de un árbol: las ramas le oían, y su rumor llevaba al cielo la última oración del moribundo.

De todos modos, aunque quede algún tronco respetado en memoria del tiempo viejo, no inspira ya el bosque aquel terror sagrado. Ahora los leñadores no se andan con tantos miramientos como sus antepasados, especialmente cuando no derriban bosques que sirven de valladar á los aludes. Basta con que puedan explotarlos útilmente, es decir, ganando con la venta de la madera más de lo que les cuesta la corta y el transporte. Numerosas selvas conservan su prístina virginidad por lo difícil que es al explotador llegar hasta ellas y sacar los árboles cortados. Pero cuando el camino es cómodo, cuando la montaña ofrece buenos resbaladeros, por los cuales se puede hacer bajar con un solo impulso los troncos pelados, cuando al pie de la pendiente el torrente del valle tiene bastante fuerza para arrastrar los árboles en balsas hasta la llanura ó para dar movimiento á poderosas sierras mecánicas, en gran peligro están los bosques de caer á manos de los leñadores. Si son explotados con inteligencia, si se regulan cuidadosamente las talas, de modo que siempre quede en pie bastante árbol para los años sucesivos, y se desarrolle en el suelo forestal la mayor fuerza posible de producción, puede congratularse la humanidad de las nuevas riquezas que se le procuran. Pero cuando se corta y destruye de una vez todo el bosque, como en un acceso de frenesí, dan intenciones de maldecir á quien tal dispuso.

La belleza de los bosques que aún quedan en las pendientes de la montaña hace que echemos de menos, con mayor pena, los que nos han robado violentos especuladores. Abajo, junto á la llanura, han sido respetados los bosques de castaños, gracias á las hojas, recogidas por los aldeanos para la cuadra, y á los frutos que éstos mismos comen en las noches de invierno. Pocas selvas, ni aun en las regiones tropicales, donde alternan los grupos de árboles de más diferentes especies, presentan más pintoresca variedad que los bosques de castaños. Las pendientes de césped extendidas al pie de los árboles están bastante libres de malezas para que la mirada pueda alcanzar numerosas perspectivas por debajo de las ramas. En muchos sitios deja pasar la verde bóveda la luz del cielo: la sombra gris y el rayo suavemente dorado oscilan según el movimiento del follaje: musgos y líquenes que cubren con sus tapices la rugosa corteza, acrecen la suavidad de luces y sombras fugitivas. Los mismos árboles, bien irguiéndose aislados, bien formando grupos, difieren de aspecto y de forma. Casi todos, por los surcos de la corteza y la dirección de sus ramas, parecen haber sufrido un movimiento de torsión de izquierda á derecha; pero mientras unos tienen el tronco bastante liso y bifurcan regularmente sus ramas, otros tienen extrañas jorobas, nudos y verrugas caprichosamente adornadas con hojas. Hay árboles viejos de enorme tronco que han perdido sus ramas mayores á consecuencia de las tempestades y las han sustituído con tallitos puntiagudos como lanzas: otros conservan completo el ramaje, pero están podridos por dentro; royóles el tronco el tiempo, abriéndoles profundas cavernas y no dejándoles á veces más que una ligera capa de madera cubierta de corteza para sostener todo el peso de la vegetación superior. Vése de cuando en cuando en el suelo huella de una cepa de poderosa dimensión: desapareció el árbol, pero alrededor de aquella ruina vegetal crecen otros castaños, unidos antes al gigantesco pilar y aislados ahora, encogidos, limitados á su ruin individualidad. De modo que el bosque presenta diversidad grandísima. Al lado de árboles bien crecidos, de aspecto soberbio y porte majestuoso, hay grupos cuyas extrañas formas evocan en la imaginación los monstruos del sueño ó de la fábula. Mucho más semejantes unas á otras son las hayas, que también gustan de asociarse y formar bosques, como los castaños. Casi todas son rectas como columnas, y la extensión abierta entre los fustes permiten á la vista alcanzar largas distancias. Las hayas son lisas, de brillante corteza cubierta por el liquen, y de verde musgo en la base; mazorquillas de hojas adornan la parte baja del tronco, pero los ramajes se extienden á quince metros de altura y se unen de árbol en árbol en continua bóveda, perforada por rayos paralelos que forman dibujos en la hierba. El aspecto de la selva es severo y hospitalario al mismo tiempo.

Suave claridad, compuesta de hacecillos brillantes y á la cual comunican entonación verde las hojas, llena los paseos y se mezcla con la sombra para producir una impresión de luz cenicienta, sin crudeza de matices, pero también sin obscuridad. Tal claridad hace ver bien cuanto vive al pie de los árboles grandes; los insectos que se arrastran, las florecillas que se balancean, los hongos y musgos que alfombran tierra y raíces, y sobre los mismos árboles, líquenes blancos y dorados que se mezclan y confunden con los rayos de luz. Según las estaciones, cambia incesantemente de apariencia el bosque de hayas. En otoño, el follaje adquiere diversos tonos, dominando los matices obscuros y rojizos; marchitase después y cae á tierra y la cubre con espesa capa de hojarasca que zumba al menor soplo de aire. Penetra libremente la luz solar en el bosque por entre las desnudas ramas, pero penetran también nieves y brumas. Permanece triste y sombrío el bosque hasta la primavera, cuando las primeras flores se abren junto á los charcos de nieve derretida, cuando las sonrosadas yemas irradian sobre todo el ramaje como una vaga luz auroral.

Más sombría y de más terrible apariencia es la selva de abetos que crece á la misma altura que las hayas en la vertiente de la montaña, pero con diferente expansión. Parece guardar un terrible secreto: brotan de sus ramas rumores sordos y después se extinguen para renacer de nuevo, como el murmullo lejano de las olas. Arriba es, en las copas, donde el ruido se propaga; abajo todo está inmóvil, impasible y siniestro. Las ramas, cargadas de negro follaje, se inclinan hasta el suelo, y estremece el pasar bajo aquellas bóvedas sombrías. Cuando el invierno cargue de nieve las robustas ramas, no se doblarán, y sólo dejarán caer en el césped plateado polvo. Parece que poseen estos árboles tenaz voluntad, tanto más poderosa, cuanto que les une á todos el mismo pensamiento. Trepando por la selva hacia la cumbre de la montaña, se ve que los árboles tienen que luchar cada vez más para conservar su existencia en la atmósfera, que se va enfriando. Su corteza es más rugosa, su tronco menos recto, sus ramas más nudosas, su follaje menos abundante y más duro. Sólo pueden resistir á las nieves, á las tempestades y al frío por el abrigo que se dan unos á otros. Aislados, perecerían; unidos en el bosque, continúan viviendo, Pero si por la parte de la cima los árboles que forman el primer valladón de defensa llegan á ceder en cualquier punto, pronto conmoverá y derribará la tormenta á sus compañeros. Preséntase el bosque como un ejército, formando á sus árboles en batalla, como si fueran soldados. Únicamente dos ó tres abetos, más robustos que los restantes, se han adelantado, semejantes á campeones. Sólidamente arraigados en la roca, bien plantados, acorazados con rugosidades y nudos como con una armadura, desafían á las borrascas y sacuden de cuando en cuando sus penachos de bohojasHe visto á uno de sus héroes que se había apoderado de una punta aislada y dominaba desde allí inmensa extensión de cañadas y barrancos. Sus raíces, que no había podido cubrir la poco profunda tierra vegetal, envolvían á la roca hasta larga distancia: rastreras y tortuosas como serpientes, se reunían en un tronco bajo y nudoso que parecía tomar posesión de la montaña; las ramas del árbol luchador se habían torcido ante los ataques del viento, pero sólidas y recogidas sobre si mismas, podían arrostrar aún el esfuerzo de cien tempestades.

Por encima de los bosques de abetos y de su vanguardia expuesta á todas las tempestades, todavía crecen árboles, pero son de especie que, en vez de elevarse hacia el cielo, se arrastran por la tierra y se escurren miedosamente por las fragosidades para huir del frío y del viento. Se desarrolla en ellos la anchura: las ramas, que serpentean como raíces, se repliegan sobre éstas y aprovechan su escaso calor. Así se juntan unos á otros los carneros para calentarse durante las noches de invierno, Achicándose, ofreciendo poco cuerpo á la tormenta, poca superficie al frío, los enebros de la montaña consiguen conservar su existencia, se le ve aún arrastrarse hacia las nevadas cimas á centenares de metros por encima del abeto más atrevido en el asalto. También los arbustos como el rosal de los Alpes y el brezo logran subir á grandes alturas, gracias á la forma esférica ó de cúpula que tienen todas sus ramas apretadas una contra otra. El viento resbala en estas bolas vegetales. Pero ya más arriba tienen que renunciar á luchar contra el frío y dejar sitio á los musgos que se extienden por el suelo y á los líquenes que se incorporan á la roca. La vegetación salió de la piedra, y á la piedra vuelve.

CAPÍTULO XV

#Los animales de la montaña#

Rica por su vegetación en selvas, arbustos, praderas y musgos, la montaña parece pobre de animales: estaría casi completamente desierta si el pastor no le llevara sus rebaños de vacas y ovejas que se ven de lejos, sobre el verdor de los pastos, como puntitos rojos ó blancos, y si los celosos perros de ganado no corrieran continuamente á derecha é izquierda, haciendo repetir sus ladridos á los ecos. Esos son inmigrantes temporales que en primavera subieron de las llanuras bajas, á las cuales volverán en invierno, como no se les oculte en el fondo de los establos en las aldeas del valle. Los únicos hijos de la montaña que se encuentran al trepar por las pendientes son insectos que atraviesan los senderos, escurriéndose entre la hierba, ó zumbando por el aire; mariposas entre las cuales se nota al erebo negro de metálicos reflejos y al magnífico Apolo, viviente flor que revolotea entre otras flores acá y acullá, algún reptil que desaparece entre unas piedras. Pocas aves cantan en los bosques silenciosos.

No obstante, la montaña, fortaleza natural que se yergue entre las llanuras, tiene también sus huéspedes: unos, temerosos fugitivos, que buscan inaccesible refugio; otros, ladrones atrevidos, animales rapaces que desde sus atalayas examinan el horizonte á lo lejos antes de emprender sus excursiones de pillaje.

Cosa extraña y que da á comprender la cobardía de los hombres: las bestias montaraces que destrozan y matan á las demás son precisamente las más admiradas. Se les daría con gusto la realeza, y en mitos, fábulas, leyendas y hasta en algún libro viejo de historia natural, se les da el nombre de reyes.

Empecemos por el águila y otras aves de rapiña y carniceras que todos los señores de la tierra han elegido como emblema, poniéndoles á veces dos cabezas, como si quisieran ellos tener dos bocas para devorar. Es hermosa ciertamente el águila cuando se planta altanera sobre peñasco inaccesible á los hombres, y más magnífica todavía cuando se cierne tranquilamente en los aires, soberana del espacio. Pero poco importa su belleza. Si el rey la admira, el pastor la odia, y le ha declarado guerra mortal, por enemiga del rebaño. Pronto no habrá águilas, buitres ni gipactos más que en los museos: ya no se ve en muchas montañas ni un nido, ó el único que queda no guarda más que un pajarraco solitario y desconfiado, viejo, medio tullido y comido por los parásitos.

También el oso es un devorador de carneros, y tarde ó temprano el pastor lo exterminará en las montañas. A pesar de su prodigioso vigor, del arte con que tritura los huesos, no es el favorito de los reyes, que no deben de encontrarlo bastante elegante para figurar en sus blasones: en cambio, muchos pueblos le quieren por sus cualidades y hasta el cazador que le persigue siente por él, aun sin querer, cierta simpatía. El ostiak, después de haberle dado el último golpe y haberlo tendido, cubierto de sangre en la nieve, se arrodilla ante el cadáver para implorar su perdón y le dice: «Te he matado, pero teníamos hambre mi familia y yo, y eres tan bueno, Dios mío, que habrás de perdonar mi crimen.» Sin embargo, no nos hace á nosotros el efecto de un dios, pero parece honrado, cándido y benévolo. ¡Qué bien practica las virtudes familiares! ¡Qué bueno es para sus cachorros, y qué alegres, saltarines y caprichosos son éstos! Las costumbres patriarcales de que con tanto encomio se nos habla, hay que ir á buscarlas á la caverna del oso ó á su enorme nido, cómodamente tapizado de musgo. Verdad es que el animal da de cuando en cuando algún mordisco á los carneros del pastor, pero generalmente es la misma sobriedad. Se contenta con mascar hojas, pacer arándanos, saborear panales de miel: á veces se arriesga á bajar á la playa para ir á comer tranquilamente uvas y peras en la planta que las produce.

Tsendi, naturalista suizo, afirma bajo palabra de honor que si el buen animal se encuentra en el camino á alguna chica con su cesto de fresas, se conforma con colocar delicadamente la pata en el cesto para pedir su parte. Y cuando entra al servicio del hombre es servicial y magnánimo: tiene buen humor y desdeña las injurias. Siento mucho, sin poderlo remediar, que desaparezca de nuestras montañas el oso, cuyas patas suele clavar orgullosamente el cazador en la puerta del hórreo. Quedará suprimida la raza, pero creo que, con más inteligencia, se hubiera podido domesticar asociándole á nuestras labores.

En cambio nadie echará de menos al lobo cuando haya desaparecido completamente de la montaña. Ese sí que es un bicho sanguinario, pérfido, maléfico, cobarde y vil por todos cuatro costados. No piensa más que en desgarrar á la víctima y en beberse la sangre que brota caliente de la herida. Todos los animales le odian, y á todos los odia él, pero no se atreve á atacar más que á los débiles ó á los heridos. Sólo el frenesí del hambre puede impulsarle á meterse con otro más fuerte. En cambio se apresura á lanzarse sobre la presa ya caída, sobre un enemigo que no puede defenderse. Hasta cuando un lobo acaba de caer, vivo todavía, herido por la bala del cazador, arrójanse todos sus compañeros sobre él para rematarlo y disputarse sus restos. Roma la sangrienta ha dejado recuerdo cargado con todas las maldades imaginables: arrasó ciudades á millares, destrozó hombres á millones, se hartó de todas las riquezas terrestres, fué la reina del antiguo mundo por infamias innumerables; por perfidias y por violencias, y á pesar de todos sus crímenes todavía se ha calumniado á sí misma, tomando á una loba por abogada y madre. El pueblo cuyas leyes, bajo apariencia distinta, nos rigen hoy, era realmente feroz y duro, pero no tan malo como pudiera hacerlo creer el símbolo, que eligió.

Para el que gusta de la montaña, es muy grato saber que el lobo, sér odioso, es animal de las grandes llanuras. La destrucción de las arboledas natales y el creciente número de los cazadores le han obligado á refugiarse en los alfoces de las alturas, pero no ha dejado de ser un intruso. Sus condiciones naturales son á propósito para dar carreras de cincuenta leguas por las estepas ó para trepar por las rocas. El animal á quien la forma de su cuerpo y la elasticidad de sus músculos dieron mayores facilidades para brincar de peña en peña y saltar las grietas es la graciosa gamuza, el antílope de nuestras comarcas. Ese es el verdadero habitante de la montaña. Ningún precipicio le espanta, ninguna pendiente nevada le asusta; trepa en dos brincos por fragosidades vertiginosas que el cazador más valiente no se atrevería á escalar: colócase de un salto en rebordes menos anchos que sus cuatro patas, reunidas en un solo soporte, y aunque es animal terrestre, parece alado. Además, es benigno y sociable: con gusto se confundiría con nuestros rebaños de cabras y ovejas: pocos esfuerzos serían necesarios para que aumentara el número de nuestros animales domésticos; pero es más fácil matarlo que domarlo, y las pocas gamuzas que quedan están reservadas para dar gusto al cazador. Probable es que desaparezca pronto la raza, y al fin y al cabo más vale morir libremente que vivir en la esclavitud.

Más arriba aún que la gamuza, en vericuetos y peñas rodeadas de nieve por todas partes, han escogido albergue otros animales. Uno de estos es una especie de liebre que sabe cambiar de librea todas las estaciones, de manera que su piel se confunde con el suelo que la rodea, y así se escapa á la perspicaz vista del águila. En invierno, cuando todo está cubierto de nieve, su piel es tan blanca como los copos: en primavera, cuando matas y guijarros aparecen á trechos entre la capa de nieve, el pelaje del animal se matiza con manchas grises: en verano, es del color de las piedras y del césped abrasado, y después, en otro brusco cambio de estación, cambia también bruscamente de pelo.

Aún mejor protegida, la marmota pasa el invierno en la profunda madriguera, en donde la temperatura es igual siempre, á pesar de las espesas capas de nieve que cubren el suelo, y durante meses enteros suspende el curso de su vida hasta que el perfume de las flores y los rayos primaverales la despiertan de su sueño letárgico.

Finalmente, uno de esos roedorcillos activos y despiertos siempre que se encuentran en todas partes, se ha decidido llegar á la cumbre de la montaña, abriendo túneles y galerías por debajo de la nieve: es el campañol. Cubierto con tan helada capa, busca por el suelo su escaso alimento, y lo encuentra, lo cual es maravilloso.

Tal es la fecundidad de la tierra, que produce para la incesante batalla de la vida poblaciones de devoradores y de víctimas que combaten en la obscuridad á más de mil metros sobre el límite de las nieves perpetuas. Esa terrible lucha por la existencia, cuyo odioso espectáculo me había echado de las llanuras, se encuentra también arriba, en las capas de tierra helada.

Muchas veces se cierne el ave de rapiña en regiones aun más altas, pero es para viajar de una á otra pendiente de la montaña ó para vigilar la extensión en lontananza y descubrir una presa. Mariposas y libélulas, arrebatadas por la alegría de revolotear al sol, se elevan á veces hasta la zona más alta de la montaña, y sin prever el frío de la noche siguen subiendo hacia la luz; con mucha frecuencia vénse arrastrados los pobres animalillos, así como moscas y otros insectos, hacia las cumbres superiores por vientos de tormenta, y sus despojos alfombran, mezclados con el polvo, la superficie de la nieve. Pero además de esos forasteros que voluntariamente ó por fuerza visitan las regiones del silencio y de la muerte, existen indígenas que se encuentran allí realmente en su casa, sin que les parezca demasiado frío el aire ó demasiado helado el suelo. Extiéndese á su alrededor la callada inmensidad de las nieves, paro hay puntas de rocas que, de trecho en trecho, son para ellos los oasis en medio del desierto, y sin duda allí, en medio de los líquenes, encuentran el alimento necesario á su subsistencia. De todos modos, milagroso es que lo hallen, y los naturalistas se asombran al comprobarlo.

Arañas, insectos ó aradores de las nieves, todos estos animalejos deben de conocer el hambre, y quizás los diversos fenómenos de su vida se verifiquen con extraordinaria lentitud. En ese imperio de la escarcha, las crisálidas deben permanecer mucho tiempo entumecidas en su sueño de aparente muerte.

No sólo se revela la vida junto á la nieve, sino que hasta la propia nieve vive en ciertos sitios, tal es en ella el pulular de animalillos. Se divisan desde lejos, en la extensión blanca, grandes manchas rojas ó amarillas. Los montañeses dicen que es nieve podrida. Los sabios, armados con el microscopio, dicen que son billones y billones de seres que se agitan, viven, se quieren, se reproducen y acaban por comerse unos á otros.

CAPÍTULO XVI

#El escalonamiento de los climas#

Los naturalistas que recorren la montaña estudiando los seres vivientes que la habitan, plantas ó animales, no se limitan á estudiar las especies en su forma y en sus costumbres actuales: quieren conocer también la extensión de su dominio, la distribución general de sus representantes en las pendientes y la historia de su raza. Consideran á los innumerables seres de una misma especie, hierbas, insectos ó mamíferos, como á un individuo inmenso, cuyas moradas todas en la superficie de la tierra y cuya duración en la serie de las edades deben ser conocidas.

Escalando una vertiente de la montaña, el viajero observa al principio cuán poco numerosas son las plantas que le acompañan hasta la cumbre. Las que ha visto en la falda y en las primeras quebraduras, no las vuelve á ver en las más elevadas pendientes; y si algunas quedan, desaparecen junto á las nieves para que las sustituyan otras especies. Es un cambio continuo en el aspecto de la flora, conforme su aproxima uno á las altas cumbres. Hasta cuando la planta de las colinas inferiores continúa apareciendo al lado del sendero contiguo á la nieve, parece que cambia poco á poco. Abajo ya se marchitaron sus flores, cuando en las alturas apenas están en capullo: allí ha pasado ya por el verano: aquí todavía está en la primavera.

Claro es que no puede medirse exactamente la altura en que tal planta deja de crecer y tal otra empieza á mostrarse. Mil condiciones de terreno y de clima contribuyen continuamente á mover, ensanchar y estrechar los límites que separan el dominio natural de las diferentes especies. Cuando cambia el terreno, cuando sucede la roca á la tierra vegetal ó la arcilla á la arena, numerosas plantas suceden también á otras. Igual contraste se presenta cuando el agua empapa la tierra ó cuando falta en el suelo sediento, cuando el viento sopla libremente en todo su furor ó cuando encuentra algo que sirva de obstáculo á su violencia. A la salida de los callejones en que se abisman las tempestades, hay pendientes tan barridas por su áspero aliento, que árboles y arbustos se detienen ante él, como se pararían ante una muralla de hielo. En otras partes varía la vegetación según lo escarpado de las fragosidades. En los acantilados verticales no hay más que musgos: únicamente las malezas pueden agarrarse á las inclinadas paredes de los precipicios. Si la pendiente es menos rápida, pero aun inaccesible para el hombre, se arrastran los árboles entre las rocas y se agarran á las hendiduras con sus raíces; en las planicies se enderezan, en cambio, los tallos y se extiende el follaje. Varía la esencia de los árboles generalmente tanto como su altura. Donde la diferencia de las pendientes fué originada por la de las hiladas roquizas que los agentes atmosféricos han atacado con desigualdad, ofrece la montaña una sucesión de escalones paralelos de vegetación del efecto más extraño. Piedras y plantas cambian á la vez en regulares alternativas.

De todos los contrastes de vegetación, el más importante en su conjunto es el que produce la diferencia de exposición á los rayos solares. Al penetrar en un valle regular, dominado por uniformes vertientes, una al Norte y otra al Mediodía, puede verse cuánto modifica la vegetación en ambas pendientes la diferencia de luz y de calor; á veces es absoluto el contraste y presenta dos regiones terrestres que parecen hallarse á centenares de leguas una de otra. A un lado están los árboles frutales, los cultivos, las praderas opulentas: enfrente no hay campos ni jardines: no se ven más que bosques y pastos. Hasta las selvas que crecen una frente á otra en las dos vertientes, encierran especies diversas. Allá arriba, bajo la pálida claridad que refleja el cielo del Norte, hay abetos de ramas obscuras: á la claridad vivificadora del mediodía, viven tan á gusto como en una espaldera los alerces de delicado verdor. Como las plantas que buscan para florecer los rayos del sol, el hombre ha elegido para morada suya las pendientes que miran al Mediodía. Por aquel lado las casas están contiguas al camino en línea casi continua, y las queseras se esparcen como rocas grises en los altos pastos. Sobre la vertiente fría que está enfrente sólo se ve alguna casuca albergada en los pliegues de un barranco.

Las pendientes de la montaña son diferentes por el aspecto, el clima y la vegetación, pero tienen un fenómeno común, y es que al subirlas parece que se dirige uno á los polos de la tierra: si se trepa cien pasos más arriba parece verse transportado el viajero á cincuenta kilómetros más lejos del Ecuador. Hay cima que se ve erguirse encima de la cabeza del espectador y cuya flora se asemeja á la de Escandinavia; pasada esta punta para elevarse más arriba, se entra en Laponia y á una altura mayor se encuentra la vegetación del Spitzberg. Cada montaña es, por sus plantas, como un resumen de todo el espacio que se extiende desde su base hasta las regiones polares, á través de los continentes y los mares. En sus relatos dan á veces los botánicos testimonio del júbilo, de la emoción que sienten cuando, después de haber escalado rocas vivas, de haber recorrido las nieves, de haber andado á lo largo de abiertas grietas, llegan á un espacio libre, á un jardín, cuyas floridas plantas les recuerdan algunas tierras queridas del Norte lejano, quizá de su patria, situada á millares de kilómetros de distancia. Realizóse para ellos el prodigio de las Mil y una noches: con sólo algunas horas de caminata, hételos transportados á otra naturaleza, á un nuevo clima.

Todos los años, algunos desórdenes violentos, pero temporales, trastornan esta regularidad del escalonamiento de la flora. Paseándose por recientes derrumbaderos ó junto á los montones de tierra traídos desde lo alto de las montañas por las aguas torrenciales, el botánico observa frecuentes perturbaciones en la distribución de las tribus vegetales. Esos fenómenos le interesan, porque, á fuerza de estudiar las plantas, se acaba por simpatizar con ellos. Este espectáculo que le hace palpitar el corazón reconoce por causa la forzada expatriación de hierbas y musgos violentamente arrastrados á un clima para el cual no nacieron. Al caer ó al resbalar desde las fragosidades superiores, las rocas se han llevado flores, simientes, raíces, tallos enteros. Semejantes á los fragmentos de un planeta lejano que hicieran desembarcar en la tierra á habitantes de otros mundos, esas rocas caídas de la cumbre también sirven de vehículo á colonias de plantas. Asombradas las pobrecillas de respirar otra atmósfera, de encontrarse en otras condiciones de frío y de calor, de sequedad y de humedad, de sombra y de luz, procuran aclimatarse en su nueva patria. Algunas de ellas consiguen sostenerse contra la muchedumbre de plantas indígenas que los rodea, pero la mayor parte, por más que se agrupan y se aprietan unas contra otras como refugiadas á quienes odia todo el mundo (y que se quieren más unas á otras por lo mismo), vénse condenadas á perecer en breve plazo. Asaltadas por todas partes por los antiguos propietarios del terreno, acaban por abandonar el sitio que el derrumbamiento de su roca madre le había hecho conquistar violentamente. El botánico, que las estudia en su nuevo ambiente, las ve perecer poco á poco. Después de algunos años de residencia, ya no se componen las colonias más que de un corto número de individuos enfermizos, que acaban por ser ahogados también. Así es, como, en nuestra humanidad, van muriendo sucesivamente colonos extranjeros, en medio de un pueblo que los odia y un clima que les es contrario.

A pesar de las irregularidades temporales, el escalonamiento de la flora en las laderas de las montañas conserva, pues, el carácter de una ley constante.

¿De dónde procede este extraño reparto de plantas por la superficie del globo? ¿Por qué especies originarias de las más lejanas comarcas se han juntado formando colonias en las altas fragosidades de los montes? Indudablemente las semillas de algunas de ellas habrán podido ser transportadas por las aves y por los vientos tempestuosos, pero la mayor parte tienen simientes que no sirven para alimento de aves y pesan demasiado para adherirse á las plumas de sus patas. Entre las plantas de regiones frías que colonizan la montaña, hay familias enteras que nacen de cebollas, y seguramente ni el viento ni las aves han podido llevarlas atravesando continentes y mares.

Es necesario por consiguiente que las plantas se hayan propagado de trecho en trecho, por invasiones graduales, como acontece en nuestros campos y praderas. Las colonias que hoy se ven en los altos jardines rodeados de nieve, han subido lentamente desde la llanura, mientras otras plantas de la misma especie, andando en sentido contrario, se dirigían hacia las regiones polares, en las cuales habitan en la actualidad. Sin duda era entonces el clima de nuestros campos tan frió como lo es hoy el de las grandes cimas y la zona boreal; pero poco á poco se hizo más benigna la temperatura: las plantas á quienes agrada el áspero aliento del invierno tuvieron que huir, unas hacia el Norte, otras hacia las pendientes de los montes. De las dos fajas fugitivas, separadas por una zona siempre creciente, ocupada por especies enemigas, la que se retiraba hacia la montaña veía disminuir el espacio ante ella, en proporción á la suavidad del clima: ocupó primero las estribaciones de la falda, después las pendientes medias, después las altas cimas, y ahora tienen algunas como refugio último las crestas supremas de la montaña. Si el clima vuelve á enfriarse á consecuencia de algún cambio cósmico, emprenderán de nuevo las plantas su viaje hacia la llanura: victoriosas otra vez, arrojarán á otra parte á las especies que necesitan más suave temperatura. Según las alternativas de los climas y sus ciclos inmensos, los ejércitos de plantas adelantan ó retroceden por la superficie del globo, dejando detrás grupos de rezagados que nos revelan cuál fué en otro tiempo la marcha del cuerpo principal.

Los mismos fenómenos ocurren en las tribus de los hombres que en la de los animales y plantas. Durante las oscilaciones del clima, pueblos de diferentes razas que no podían adaptarse á tan variable medio, se dirigían lentamente hacia el Norte ó el Sur, ahuyentados por el exceso del calor ó del frió. Desgraciadamente, la historia, que aún no había nacido, no ha podido contarnos todo el ir y venir de aquellos pueblos, y por otra parte, en sus mayores emigraciones, obedecen siempre los hombres á un conjunto de pasiones múltiples que no saben analizar. Muchas tribus han andado así y han cambiado de morada, sin darse cuenta de lo que las impulsaba hacia adelante. En seguida contaban en sus tradiciones que las había guiado una estrella ó una columna de fuego, ó que habían seguido el vuelo de un águila ó que habían ido colocando sus pies en las huellas del casco de un bisonte.

Si la historia enmudece ó dice pocas palabras sobre las marchas y contramarchas que los cambios de climas han impuesto á los pueblos, basta en cambio con mirar, para ver cómo responde la diferencia de los hombres en las laderas opuestas de casi todas las montañas, á la diversidad de temperatura y de medio ambiente. Cuando á cada lado del monte es poco sensible el contraste de los climas, ya porque la dirección de toda la hilera de alturas es de Norte á Sur, ya porque vientos del mismo origen y cargados de igual cantidad de humedad rieguen ambas vertientes, pueden entonces los hombres de una misma raza distribuirse libremente en una y otra parte, entregarse á los mismos cultivos, á iguales industrias, practicar análogas costumbres. La muralla que se yergue entre ellos, interrumpida quizá por varias brechas, no es un muro de separación. Pero si la montaña y toda la serie de cimas que le corresponden tienen una vertiente vuelta hacia el Norte y sin vientos fríos, y la opuesta recibe de lleno los suaves rayos del Mediodía, ó bien por una parte los vapores del mar se resuelven en torrentes, mientras por la otra están siempre secas las hondonadas, ciertamente que la flora, la fauna y la humanidad de ambas vertientes ofrecerán el más notable contraste. Cada paso que da el viajero, después de haber doblado el vértice, le presenta una nueva naturaleza: penetra en un mundo donde hace descubrimiento sobre descubrimiento. Párase ante una hierba olorosa que nunca había visto: una extraña mariposa revolotea ante él: mientras estudia las nuevas especies de plantas ó animales ó procura darse cuenta del conjunto de los rasgos de aquella naturaleza desconocida, se le acerca un pastor, hombre de otra raza y de otra civilización: hasta su idioma es distinto.

Separando dos zonas de climas, la cresta de la montaña también separa dos pueblos, y este es un fenómeno constante en cuantos países de la tierra donde la conquista no ha mezclado ó suprimido brutalmente las razas; y aun á pesar de las violencias de la conquista, ese contraste normal entre las poblaciones de ambas vertientes se ha restablecido con frecuencia. Ejemplo de ello presenta la historia de Italia. El esplendor de aquel país fascinó á los bárbaros del Norte y del Noroeste. Muchas veces, franceses y alemanes, atraídos por la riqueza del territorio, por los tesoros de las ciudades, por el sabor de los frutos, por todas sus bellezas naturales, se precipitaron en armadas muchedumbres sobre las llanuras que rodea el grandioso hemiciclo de los Alpes. Por más que han matado, incendiado y destruido, por más que han ocupado el sitio de los vencidos, por más que han edificado ciudades y han construido ciudadelas, la población nativa ha acabado por triunfar de ellos. Y los extranjeros, ya celtas, ya teutones, han tenido que volver á pasar los Alpes.

Así es que los montes, rugosidades relativamente insignificantes en la superficie del globo, sencillos obstáculos, que el hombre puede atravesar en un día, tienen gran importancia histórica como fronteras naturales entre naciones diversas. Ese papel en la vida de la humanidad, menos lo deben á la falta de caminos, á lo fragoso de sus vericuetos, á su zona nevada y de rocas infecundas, que á la diversidad y á veces á la enemistad de las poblaciones domiciliadas en las dos opuestas faldas. La historia de lo pasado nos enseña que todo límite natural, colocado entre pueblos por un obstáculo difícil de salvar, montaña, meseta, desierto ó río, es al mismo tiempo frontera moral para los hombres. Como en los cuentos de hadas, se fortificaba con invisible muro, erigido por el odio y el desprecio. El hombre que llegaba allende los montes, no era sólo un extranjero, sino un enemigo. Odiábanse los pueblos, pero á veces un pastor, mejor que todos los de su raza, cantaba bajito algunas palabras de cándido afecto, mirando por encima de la montaña. Él sabía, por lo menos, salvar la elevada barrera de nieves y de rocas. Su corazón sabía considerar como patria ambas vertientes. Un antiguo canto de nuestros Pirineos cuenta este triunfo en un sentimiento dulce sobre la naturaleza y sobre las tradiciones de odios nacionales:

  ¡Baicha-bous, montagnos! ¡Planos, havussa bous!
  ¡Daqué pousqui bede oun sonn mas amous
!

  ¡Bajáos, montañas! ¡alzáos, llanuras!
  ¡Y que yo ver pueda do están mis amores!

CAPÍTULO XVII

#El montañés libre#

Las rugosidades formadas en la superficie terrestre por montañas y valles son por consiguiente un hecho capital en la historia de los pueblos, y explica á veces sus viajes, sus emigraciones, sus conflictos y sus diversos destinos. Así es como una topera, que surge en un prado, en medio de poblaciones de insectos solícitos que andan yendo y viniendo, cambia inmediatamente todos los planos y hace desviar en sentido inverso la marcha de las tribus viajeras.

Separando con su enorme masa las naciones que por una y otra parte sitian sus vertientes, la montaña protege también á los habitantes, generalmente poco numerosos, que han ido á buscar asilo á los valles. Los abriga, los hace suyos, les da costumbres especiales, cierto género de vida, particular carácter. Sea cual fuere su raza originaria, el montañés se ha hecho tal como es, bajo la influencia del medio que le rodea. La fatiga del trepar y del bajar penosamente, la sencillez del alimento, el rigor de los fríos invernales, la lucha contra la intemperie han hecho de él un hombre aparte, le han dado una actitud, un andar, un juego de movimientos muy diferente de los usados entre sus vecinos de la llanura. Le han dado además un modo de pensar y de sentir que le distingue. Han reflejado en su espíritu, como en el del marino, algo de la serenidad de los grandes horizontes: también en muchos sitios le han asegurado el tesoro inapreciable de la libertad.

Una de las causas que más han contribuído á sostener la independencia de ciertos pueblos montañeses, es que para ellos el trabajo solidario y los esfuerzos de conjunto son una necesidad. Todos son útiles para cada uno, y cada uno para todos. El pastor que va á los pastos altos á guardar los rebaños de la comunidad, no es el menos necesario á la prosperidad general. Cuando ocurre un desastre, ayúdanse todos mutuamente para enmendar el daño. Si el alud se ha desplomado sobre algunas cabañas, todos trabajan en el desescombro. Si la lluvia ha desmoronado los campos, que se cultivan en gradas sobre las pendientes, todos se ocupan en recoger la tierra que se ha venido abajo y subirla en espuertas hasta la vertiente de donde se cayó. Si el torrente desbordado ha cubierto de piedras las praderas, todos se afanan en limpiar el césped de tales escombros que lo ahogan. Cuando en invierno es peligroso arriesgarse entre la nieve, cuentan unos con la hospitalidad de los otros. Todos son hermanos y pertenecen á la misma familia. Así es que cuando los atacan, resisten de común acuerdo, movidos, digámoslo así, por un solo pensamiento. Por otra parte, la vida de combates sin tregua contra toda clase de peligros y quizá también el aire puro y saludable que respiran los convierten en hombres atrevidos y desdeñosos de la muerte. Trabajadores pacíficos, á nadie atacan, pero saben defenderse.

La montaña protectora les da medios para precaverse contra la invasión. Defiende el valle con estrechos desfiladeros de entrada, en que algunos hombres bastan para detener á grandes grupos: oculta sus fértiles valles en los huecos de grandes terraplanes cuyas fragosidades parecen inaccesibles. En ciertos sitios está perforada por cavernas que se comunican entre sí y pueden servir de escondrijos.

En la pared de un desfiladero que visitaba yo con frecuencia, había una de esas fortalezas ocultas. Con gran trabajo pude llegar á la entrada agarrándome á las asperezas de la roca y á algunas ramas de boj que habían arraigado en las hendiduras. Mucho más difícil hubiera sido escalarla para los asaltantes. Peñascos amontonados en la boca de la gruta estaban dispuestos á rodar, saltando de punta en punta, hasta el torrente. A cada lado de la entrada, la roca, absolutamente recta y lisa, no hubiera dejado pasar ni á una serpiente: encima, el acantilado que la dominaba, protegía la abertura como pórtico gigantesco, y, además, medio la cerraba un gran muro. La gruta era inexpugnable, á no ser por sorpresa. Los enemigos tenían que conformarse con vigilarla de lejos, pero cuando no oían salir de ella ningún rumor, cuando se arriesgaban á encaramarse hasta allí para contar los cadáveres, encontraban las galerías subterráneas completamente vacías. Los habitantes se habían escurrido de caverna en caverna hasta otra salida secreta oculta entre malezas. Había que empezar de nuevo la caza, que á veces se terminaba por desdicha, capturando á las víctimas. El hombre es una presa para el hombre.

En ciertos sitios en que la montaña no presenta cavidades propicias, una roca aislada en el valle, una roca de planos perpendiculares era la que servía para fortaleza. Cortada verticalmente por los tres lados que rodea el torrente en su base, sólo era accesible por una sola vertiente, y por aquella parte, el grupo de montañeses que quería hacer de ella atalaya y castillo, no tenía más que proseguir el trabajo emprendido por la naturaleza. Escarpaba la roca, la hacía intransitable al paso humano y dejaba una sola entrada subterránea perforada á pico en el espesor de la peña. Metidos en su guarida, los habitantes de la fortaleza obstruían la abertura con un peñasco, y ya no les podía visitar más que algún ave. La arquitectura no hacía gran falta aquella ciudadela, y sin embargo, alguna vez, por una especie de coquetería, el montañés adornaba la arista del precipicio con un muro almenado, que permitía á sus hijos jugar sin riesgo en toda la extensión de la meseta, y desde cuyas alturas podía espiar á gusto cuanto se divisara en las cercanas pendientes. En muchas comarcas montañesas de Oriente, cuyos valles están poblados de razas enemigas unas de otras, y en las cuales el homicidio se considera por consiguiente como leve culpa, hay muchas rocas fortalezas habitadas aún. Cuando llega un huésped al pie de la escarpa, anuncia su presencia á gritos. Poco después baja una cesta de una trampa abierta en la roca: se instala allí el viajero, y los brazos de sus amigos de arriba izan lentamente la pesada cesta, que da vueltas por el aire.

Si las rocas abruptas de los altos valles sirvieron para defender á las poblaciones pacificas contra toda invasión, en cambio los montecillos del llano sirvieron muchas veces de atalaya y lugar de rapiña á algún rapaz barón.

Muchos, pueblos aun en nuestro país, demuestran con su arquitectura que no hace todavía mucho tiempo había allí guerra permanente, y que á cada momento había que temer ataques de señores ó de bandoleros. No hay casas aisladas en las pendientes indefensas; todos los tugurios, semejantes á carneros espantados por la borrasca, se han reunido en un solo grupo, vasto montón de piedra. Desde abajo parece aquello una continuación de la roca, una escotadura de la cima, ora deslumbrante de claridad, ora ennegrecida por la sombra. Súbese allí por senderos vertiginosos que diariamente tienen que bajar los aldeanos para cultivar sus campos, y que tienen que subir de nuevo todas las noches, después del largo trabajo diario. Una sola puerta da entrada al pueblo, y en las torres laterales quedan aún huellas del rastrillo y de otros medios de defensa; ninguna ventana se abre sobre la inmensa extensión de los valles cercanos. Las únicas aberturas son las aspilleras por donde pasaban en otro tiempo los venablos ó los cañones de los fusiles. Aun hoy, los descendientes de aquellos desgraciados, sitiados de generación en generación, no se atreven á construir sus habitaciones en medio del campo. Podrían hacerlo, pero la costumbre (la más obedecida de todas las tiranías) los tiene encerrados en la antigua cárcel.

Libres eran los altos valles de la montaña, libres los montañeses, pero fuera de los pasos estrechos donde nunca se arriesgan impunemente los agresores. Un promontorio casi aislado sostenía el castillo del barón. Desde allá arriba, el bandolero ennoblecido por sus propios crímenes y los de sus antepasados podía vigilar las llanuras cercanas y los barrancos y desfiladeros de la montaña. Como una serpiente enroscada en una peña yergue la inquieta cabeza para acechar un nido lleno de pajarillos, el bandolero observa desde lo alta de la torre del homenaje: no se atreve á atacar á los montañeses en su valle, pero está seguro de sorprender y cautivar á los que se arriesguen por la llanura.

El castillo del noble desvalijador de caminantes está hoy arruinado. Un sendero pedregoso, obstruído por los zarzales, ha sustituído el camino por donde los guerreros hacían caracolear á sus alegres caballos al emprender la marcha, por donde subían los mercaderes encadenados y los mulos cargados de botín. En el sitio donde estuvo el puente levadizo se ha cegado el foso con piedras, y después el viento y los pies de los transeuntes le han llevado un poco de tierra vegetal, donde han arraigado saúcos. Los muros están casi todos derruidos, y enormes fragmentos, semejantes á peñascos, yacen por el suelo. Por otras partes, piedras desmoronadas llenan á medias el foso que cubre espesa alfombra de pamplina. El patio grande, en el cual se juntaban en otro tiempo los hombres de armas antes de las expediciones de pillaje, está lleno de escombros y de hoyos: difícil es abrirse camino á través de tupidos grupos de arbustos y de hierbas altas: se teme pisar alguna víbora oculta entre dos piedras ó caer en la boca, abierta aún, de una mazmorra. Andemos, sin embargo, mirando atentamente al suelo. Llegamos al fondo del pozo, rodeado aún afortunadamente por un resto de brocal: nos asomamos con espanto á la negra abertura del abismo é intentamos sondear su profundidad á través de las escolopendras y helechos entrelazados. Parécenos vislumbrar abajo el reflejo de un rayo extraviado en ese precipicio; parécenos oir un murmullo ahogado que sube hacia nosotros. ¿Es una corriente de aire que se arremolina en la sima? ¿Es un manantial, cuya agua se filtra entre las piedras y cae gota á gota? ¿Es una salamandra que cae al agua y la hace chapotear? ¿Quién sabe? La leyenda nos dice que en otro tiempo los ruidos confusos que salían de esas profundidades eran gritos de desesperación, sollozos de víctimas. El agua del pozo cubre un lecho de osamentas.

Aparto con esfuerzo mis ojos del microscopio que los fascina, y los dirijo á la masa cuadrada de la torre del homenaje, que brilla á toda luz. Las otras torres se han derrumbado; únicamente queda ésta en pie, y hasta conserva algunas almenas de su corona. Los muros, dorados por el sol, están tan lisos como al día siguiente del primer banquete celebrado por el señor en el salón. No hay en ella rendija ni rozadura apenas: únicamente el maderamen y los herrajes de las estrechas ventanas semejantes á aspilleras han desaparecido. A cinco metros sobre el suelo se alza en el espesor de la muralla lo que fué puente de entrada; ancha piedra saliente forma su umbral, y la parte superior de la ojiva está adornada con tosca escultura que ostenta un caprichoso monograma y las huellas de la antigua divisa del barón. La escalera movible que se enganchaba en el umbral ya no existe, y el celoso arqueólogo que quisiera leer ó más bien adivinar las pocas palabras orgullosas esculpidas en la piedra, tiene que coger una escalera de mano. Para introducirse en la torre, adoptaron los aldeanos medio más violento: han perforado el muro al nivel del suelo. Penoso trabajo fué éste, pero quizá les animaba la venganza contra aquel torreón, donde muchos de los suyos hablan perecido entre tormentos ó de hambre: quizá se figurasen también que iban á encontrar un tesoro escondido.

Entro con cierto temor por esta brecha: el aire interior, con el cual no se mezcla nunca un rayo de sol, me hiela antes de entrar. Sin embargo, la luz baja hasta el fondo de la torre: el techo está hundido: los entarimados han ardido en algún antiguo incendio, y se ven de trecho en trecho restos de vigas ennegrecidas. Todos esos residuos, piedra, madera y ceniza, se han convertido poco á poco en una especie de pasta que el agua del cielo, bajando allí como al fondo del pozo, conserva húmeda siempre. Pegajoso limo cubre esa tierra blanda, en la cual resbala el pie que pongo en ella con repugnancia. Paréceme estar ya encerrado en el horrible calabozo y respiro con asco su aire rancio y mefítico, y, sin embargo, aquel aire es puro, comparado con el olor de moho y osamentas que sale de la abertura mellada de la mazmorra. Me asomo al negro agujero é intento divisar algo, pero nada veo. Necesitaría tener la mirada aguzada por larga obscuridad para columbrar los reflejos extraviados en las tinieblas. ¡Siniestra oquedad! Ignoro de cuántos asesinatos has sido cómplice, pero me estremezco de miedo al verte y como en demanda de fuerzas; miro hacia el cielo azul, al cual sirven de marco las cuatro murallas de la torre. Un mochuelo asustado se agita allí arriba, lanzando desagradable chillido.

Una escalera practicada en el espesor del muro, permite subir hasta las almenas. Hay muchos peldaños desgastados y convierten á la escalera en un plano inclinado difícil de subir, pero apoyándome en las paredes, agarrándome á las asperezas, resbalando en el polvo para incorporarme después, acabé por llegar á lo más alto de la torre. La piedra es ancha y no había peligro alguno; sin embargo, apenas me atreví á dar algunos pasos, por temor de que me venciera el vértigo. Estaba á gran altura, en la región de aves y nubes, entre dos abismos; á un lado está la negra sima de la torre; al otro la profundidad luminosa de las rocas y las vertientes alumbradas por el sol. El promontorio que sostiene el torreón parece otra torre de muchos centenares de metros de elevación. Y el río que serpentea en torno á su base no parece más que su foso de defensa. Cuentan que uno de los antiguos señores del lugar satisfacía á veces el capricho de hacer saltar á sus prisioneros desde la azotea del torreón. Reservaba á sus más odiados enemigos la muerte lenta en el fondo de las mazmorras, pero los cautivos contra los cuales no tenía ningún motivo de odio, tenían que demostrar, al precipitarse desde la torre, el ánimo y gallardía con que sabían morir. Por la noche se hablaba de ello alrededor de la humeante mesa, riendo al recordar las contorsiones de cuantos retrocedían espantados al borde del abismo, y encomiando á los que de un brinco se habían lanzado sin ajeno impulso en el vacío. El noble señor murió en un convento vecino en olor de santidad.

Agrúpanse desordenadamente al pie del peñasco las humildes casuchas con techo de pizarra ó de cáñamo, del antiguo lugar esclavizado. Muchos son los cambios que se han verificado, no sólo en las instituciones y costumbres, sino también en el alma humana, desde que el señor tenía así á sus súbditos bajo sus miradas y bajo sus plantas, desde que el heredero de su nombre crecía pensando en en que todos los seres mal vestidos que veía moverse allá abajo, todos aquellos hombres serían, cuando él quisiera, carne para su espada. Imposible habría sido, aun para el más bueno, para el de mejores sentimientos de los hijos del noble, que no sintiera su pecho henchirse de feroz orgullo al contemplar todo aquel horizonte de tierras sometidas, aquel pueblo abatido, á aquellos villanos abyectos agitándose en el estiércol. Aunque hubiera querido imaginar que los hombres tienen al nacer igual derecho á la felicidad, aunque se hubiese considerado como nacido del mismo lodo, habría bastado para desengañarle una sola mirada dirigida al espacio desde la soberbia azotea de su torre para creer en la igualdad (no de la alegría, sino de la desesperación ó del remordimiento), tendría que dejar su castillo, meterse en el sombrío convento del augusto valle y golpearse la frente contra el pavimento de las iglesias.

En nuestros días, el descendiente de aquellos caballeros antiguos no tiene que convertirse en carcelero de su pueblo, ni tiene que vigilar á los habitantes con suspicaz mirada, como no sea propietario de una fábrica y pueblen los aldeanos sus talleres. La quinta que se ha mandado edificar en la vertiente de un cerro puede decirse que está oculta. Una cortina de árboles corpulentos tapa el más cercano grupo de casas, y si algunas aldeas lejanas se ven de trecho en trecho, no son más que manchas del paisaje, trazos del gran cuadro. Ya no es el castellano el dueño y para nada le serviría dar á su morada una posición dominadora. Más le vale una soledad donde pueda gozar en paz de la naturaleza.

Y es que, desde que pasó la Edad Media, ya no constituyen aldeas y castillo un mundo aparte: voluntariamente ó por fuerza, han entrado en otro más grande, en una sociedad cuyas luchas tienen mayor amplitud, en que los progresos tienen mucho mayor alcance. El reino chico cuyo dueño absoluto era el señor, ya no es más que un distrito cualquiera, y el descendiente de los antiguos barones para nada le sirve el enmohecido mandoble de sus antepasados. A veces intenta conservar alguno de los privilegios aparentes ó reales que le quedan del poder de sus abuelos: en otras ocasiones se resigna á su papel de súbdito ó de ciudadano, mezclándose con la muchedumbre. De todos modos, los combates y conquistas de sus antecesores han sido útiles á otros, sea á pueblos, sea á reyes. Si aquellos guerreros, después de largas luchas con los montañeses, lograron vencerlos en sus guaridas, y llevaron hasta las nevadas crestas los linderos de sus dominios, tuvieron que sufrir luego el ataque de otro invasor, y la frontera que habían dado á sus posesiones se pierde en la inmensa extensión de un imperio poderoso.

Un nombre raro, que se encuentra en varios sitios de la montaña, me ha hecho pensar en las cosas de lo pasado. En una hondonada, ligera depresión del suelo, brilla en lontananza como diamantito movible, un manantial que jamás se vería si el sol no revelase su existencia con uno de sus rayos. Me acerco á él, veo doblarse y erguirse alternativamente los tallos de hierba bajo la argentina gota que pasa: gorjean en torno algunos pájaros, y el césped que baña sus raíces en el agua oculta extiende sus tallos verdes y sus florecillas muy por encima de la hierba ajada de los pastos. Esa corta extensión de verdor, que divisan de lejos los pastores en la superficie gris y quemada de la vertiente, es la Fuente de los tres Señores.

¿Cuál era el origen de tan extraño nombre? ¿Cómo había tomado el de tres potentados fuente tan humilde? Cuenta la leyenda de la montaña que en época muy antigua, cuando fortalezas rodeadas de fosos se erguían en todos los promontorios de los desfiladeros, tres condes que por casualidad no guerreaban, se encontraron un día de caza cerca de la fuentecilla. Larga carrera en persecución de jabalíes y ciervos los había cansado, y el sudor les caía de la frente. Una turba de criados, que andaban solícitos á su alrededor, ofrecíales á porfía vino y aguamiel, pero el hilillo de agua que brotaba de una rendija de la roca les pareció más agradable bebida que los licores escanciados en jarros de plata. Inclináronse uno tras otro sobre el remanso de la fuente, apartaron con la mano las hierbas que flotaban en la superficie y bebieron en la hoya, como pastores ó como cervatillos de la montaña. Después se miraron, se dieron la mano de amigos y se pusieron á departir alegremente recostados en la hierba. Hacía buen tiempo, tocaba casi el sol ya el horizonte, algunos celajes diseminados proyectaban sombras en las amarillas mieses de la llanura y leves humaredas se desprendían á trechos en los pueblecillos. Los tres condes estaban de buen humor. Hasta entonces sus inmensos dominios no habían tenido exactos linderos en la montaña. Decidieron que desde entonces la fuente que con helado chorro le había apagado la sed sería el límite de separación de los tres condados. Uno seguiría la orilla derecha, otro la izquierda del arroyuelo y el tercero ocuparía la loma tendida desde el manantial á la cima cercana, y desde allí á la vertiente opuesta. Y como consagración del tratado que acababan de convenir, los tres señores mojaron las diestras manos con algunas gotas de la fuente, y cada uno salpicó con ellas el césped de su dominio.

Pero el buen tiempo no es duradero y los condes no conservan mucho su sonrisa y compañerismo. Peleáronse los tres amigos y estalló la guerra. Matáronse mutuamente vasallos, burgueses y villanos en hondonadas y bosques para que cambiara de sitio la linde de los tres condados. La llanura fué asolada, y durante varias generaciones corrieron torrentes de sangre por la posesión de aquella gota de agua que brota allá arriba en pacíficas alturas. Pactóse paz por fin, y si han vuelto á empezar las guerras, no se han encendido entre los tres barones, ni por la conquista de una fuente, sino entre poderosos soberanos y por la posesión de inmensos territorios con montañas, ríos, bosques y ciudades populosas. Ya no se destrozan una á otra gentes mal armadas, sino centenares de miles de hombres, provistos de los más científicos medios de destrucción los que chocan y se destruyen recíprocamente. Seguramente la humanidad progresa, pero al ver tan espantosos conflictos, hay que dudar algunas veces.

Entonces nos parecen dichosísimas las poblaciones retiradas en los valles altos que nunca han padecido los males de la guerra: á lo menos, á pesar del flujo y reflujo de los ejércitos en marcha, han acabado por conservar su independencia primitiva. Bastantes pueblos de la montaña, protegidos por enormes masas de roca unidas unas á otras, han tenido la felicidad de permanecer libres. Ya saben que no deben únicamente al heroísmo de sus corazones, á la fuerza de sus brazos, á la unión de sus voluntades el no haberse visto esclavizados por sus poderosos vecinos. También tienen que agradecérselo á los grandes Alpes: esas han sido las firmísimas columnas que han defendido la entrada del templo.

CAPÍTULO XVIII

#El cretino#

Al lado de esos hombres fuertes, de esos valientes de sólido pecho y penetrante mirada que trepan con paso firme por las rocas, arrástranse asquerosas masas de carne viva, los cretinos de pendientes paperas. Y muchas de esas masas hay que ni siquiera pueden arrastrarse; permanecen sentados en sillas fétidas, moviendo á un lado y á otro el cuerpo y la cabeza, cayéndoles la baba por los pegajosos harapos. Esos seres no saben andar, y algunos de ellos no han sabido aprender el arte primordial de llevarse la comida á la boca: se les da de comer, se les ceba, y cuando notan que el alimento ingerido baja al estómago, exhalan ligeros gruñidos de contento. Esos son los últimos representantes de la humanidad, «cuyo rostro fué creado para contemplar los astros.» ¡Qué enorme intervalo salvado entre la cabeza ideal del Apolo Pitio y la del pobre cretino, de ojos, sin mirada y risa que parece mueca! Más hermosa es todavía la cabeza del reptil, porque ésta corresponde á su tipo, y no esperamos verla de otra manera, mientras la cara del idiota es una forma espantosamente degenerada. A pesar de habernos parecido un hombre desde lejos, ni siquiera aparece la inteligencia del animal en sus facciones.

Para mayor dolor, los sentimientos rudimentarios que se revelan en el ser desdichado, no siempre son buenos. Algunos cretinos son malísimos: rechinan los dientes, lanzan rugidos feroces, hacen airados ademanes con los torpes brazos, patean el suelo, y si no se lo impidieran, se comerían la carne y se beberían la sangre de quienes los cuidan con abnegación: nada importa esa rabia á los montañeses, buenos y cándidos. No por eso han dejado de dar á los pobres idiotas el nombre de cretinos, de crestias ó de inocentes, figurándose que tales seres, incapaces de razonar sus actos y de llegar á la comprensión del mal, disfrutan del privilegio de no tener ningún pecado en la conciencia. Cristianos desde la cuna, á la fuerza tienen que ir derechos al cielo. Por lo mismo, prostérnase la multitud ante locos y alucinados en los países musulmanes, y se considera muy glorificado aquel á quien ensucian con su saliva ó sus excrementos, puesto que, bajo humana forma, viven fuera de la humanidad; sin duda están sumidos en divino sueño.

Por otra parte, algunos de estos desdichados son verdaderamente buenos y gustan de hacer bien, en el límite de sus fuerzas. Había yo bajado un día al valle para subir por la otra pendiente á los pastos de una meseta, en cuyo centro había divisado las aguas de una laguna. Había dejado detrás de mí, sin detenerme en ella, una chocilla húmeda rodeada por algunos alisos, y seguía con decidido paso un sendero indicado vagamente por pasos de animales á la orilla de una corriente rápida. Hallábame ya á más de un tiro de piedra de la choza, cuando oí detrás de mi precipitado y pesado paso; al mismo tiempo, un resuello gutural, casi un estertor, salía de aquel ser que me perseguía y me daba alcance. Volvíme y ví una pobre cretina, cuya papera, bazuqueada por la carrera, oscilaba pesadamente de uno á otro hombro. Gran trabajo me costó reprimir una expresión de horror viendo á aquella masa humana acercarse á mi, teniéndose alternativamente en una y otra pierna. El monstruo me hizo seña de que esperara, y después se paró delante de mí, contemplándome fijamente los estúpidos ojos y dándome con el resuello en la cara. Señaló con gesto negativo el desfiladero en el cual iba yo á entrar y juntó las manos para indicarme que cortaban el paso peñascos verticales. «¡Allí, allí!», dijo, designando un sendero mejor trazado que se encarama dando vueltas en una pendiente y llega á una meseta para rodear el infranqueable desfiladero del fondo. Cuando me vió seguir su cuerdo consejo y empezar á subir la cuesta, lanzó dos ó tres gruñidos de satisfacción, me acompañó con la mirada durante algún tiempo y después se marchó tranquilamente, contenta por haber hecho una buena obra. Confieso que estaba yo menos contento y hasta profundamente humillado. Un ser maltratado por la naturaleza, horrible, una especie de cosa sin forma y sin nombre, no había parado hasta sacarme de un lance apurado, y yo, hombre lleno de altivez, dotado de cierta razón por la naturaleza, y llegado por ella al sentimiento de la responsabilidad moral, había dejado mil veces, sin hacerles advertencia alguna, meterse á otros hombres, hasta á los que llamaba amigos, en pasos bastante más terribles que el desfiladero de una montaña. La idiota, la cretina, me había enseñado mi deber. De modo que, en aquello que me parecía inferior á la humanidad, encontraba una benevolencia de la cual carecen muchas veces los que se tienen por grandes y por fuertes. Ningún ser es bastante bajo para no merecer amor y hasta respeto. ¿Quién tiene razón, el espartano de la antigüedad que arrojaba á una sima los recién nacidos defectuosos, ó la madre que, aunque sea llorando, amamanta y acaricia al hijo idiota y deforme? Claro es que nadie censurará á las madres que luchan contra toda esperanza para disputar á sus hijos á la muerte, pero es necesario que la sociedad acuda en auxilio de esos desdichados, con la ciencia y con el cariño, para curar á los que pueda, dar toda la ventura posible á aquellos cuyo estado no deja esperanzas y velar para que las prácticas higiénicas y la comprensión de las leyes fisiológicas reduzcan cada vez más el número de semejantes nacimientos.

Una educación continua puede desbaratar esas toscas naturalezas, y cuando al afecto de la madre sucede la solicitud de un compañero que consigue que haga algún trabajo grosero el pobre inocente, éste se desarrolla poco á poco y acaba por llevar en la cara algo como reflejo de inteligencia. Entre los innumerables cuadros que quedaron grabados en mi memoria cuando recorrí la montaña, hay uno que aún me conmueve, pasados tantos años. Era al anochecer, en los últimos días del verano. Acababan de segar por segunda vez las praderas del valle, y veía pilillas de heno esparcidas, cuya suave fragancia me traía el viento.

Andaba por un camino sinuoso, disfrutando de la frescura de la tarde, del olor de la hierba, de la hermosura de las cumbres iluminadas por el sol poniente. De pronto, en una revuelta del camino encontréme en presencia de un grupo que me llamó la atención. Un cretino de enorme papera estaba enganchado con cuerdas á una especie de carro cargado de heno. No le costaba trabajo arrastrar el pesado vehículo, y no veía ni los baches, ni los peñascos diseminados, tirando como una fuerza ciega. Pero llevaba al lado á un hermanito suyo, niño esbelto y agraciado, cuyo rostro era todo mirada y sonrisa. Éste veía y pensaba por el monstruo. Con una señal, con tocarlo un poco, le hacia variar á la derecha ó á la izquierda para evitar los obstáculos y apresuraba ó acortaba su andar: formaba con el idiota una pareja, siendo uno el alma y otro el cuerpo. Cuando pasaron por mi lado el niño me saludó con amabilidad, y empujando á Cáliban con el codo, le hizo quitarse la gorra y volver hacia mí sus ojos sin expresión. Parecióme, sin embargo, que veía aparecer en ellos como vislumbre de un sentimiento humano de respeto y de amistad. Yo saludé con una especie de veneración á aquel grupo conmovedor, símbolo de la humanidad en su camino hacia lo porvenir.

Abandonado á sí mismo, y sin disfrutar otras luces que las del instinto animal, el cretino puede alguna vez hacer cosas que serían superiores á la fuerza de un hombre inteligente y consciente de su valer. Me contaba á veces mi compañero el pastor cómo había caído en una grieta del ventisquero, y cuando hablaba de ello, todavía se dibujaba el espanto en su semblante. Estaba sentado en una escarpa, junto al borde del ventisquero, cuando al desmoronarse una piedra le hizo perder el equilibrio, y sin poder valerse resbaló por una hendidura que se abría entre la roca y la compacta masa de hielo, hallándose de pronto como en el fondo de un pozo, en el cual apenas vislumbraba un reflejo de la claridad del cielo. Estaba aturdido, magullado, pero no se había roto ningún miembro. Impulsado por el instinto de la conservación, pudo agarrarse á la pared de roca y subir de aspereza en aspereza hasta algunos metros de la boca. El sol, los pastos, las ovejas y su perro estaban ante su vista, y éste le miraba con ardientes ojos. Pero, llegado á aquel reborde, no podía subir más el pastor: la roca, lisa por todas partes, no ofrecía ningún punto de apoyo. El perro estaba tan desesperado como su amo: acurrucándose de trecho en trecho, al borde del precipicio, dió algún ladrido corto y luego salió de pronto como una flecha hacia el valle. Nada tenía ya que temer el pastor, pues sabía que el perro iría á buscar socorro y pronto volvería con gente provista de cuerdas. Sin embargo, mientras duró la espera, pasó por las horribles angustias de la desesperación. Parecíale que el fiel animal no acababa de volver: se veía ya muerto de hambre en la peña y pensaba horrorizado en que quizá las águilas fueran á arrancarle trozos de carne antes de estar muerto. Y, sin embargo, recordaba lo que, en semejante situación, había hecho un inocente. Caído al fondo de una grieta, de la cual le era imposible salir, el cretino no se había fatigado en inútiles esfuerzos: esperó con paciencia, pateando el suelo para conservar el calor animal y así se aguantó toda la tarde y toda la noche y toda la mitad del día siguiente. Oyó entonces llamarle por su nombre á los que le buscaban, contestó, y en seguida lo sacaron de la sima. Únicamente se quejó de haber pasado mucho frío.

Pero sean cuales fueren los privilegios é inmunidades del cretino, aunque el desdichado no tenga que temer los cuidados y las decepciones del hombre que tiene que abrirse camino en el mundo por sí mismo, hay que intentar que el cretino sea arrancado á su inocencia y á sus asquerosas enfermedades para darle, al mismo tiempo que la salud del cuerpo, el sentimiento de su propia responsabilidad moral. Es necesario que penetre en la sociedad de los hombres libres, y, para curarle y dignificarle, lo primero es conocer las causas de su degeneración. Sabios hay que, inclinados sobre sus retortas y sus libros, exponen diversos pareceres: dicen unos que la deformidad de la papera procede sobre todo de la falta de iodo en el agua potable, y que por el cruzamiento, la deformidad moral acaba por juntarse á la del cuerpo. Otros creen que papera y cretinismo nacen de que el agua procedente de la nieve no ha tenido tiempo para agitarse y airearse lo suficiente cuando llega al pueblo, ó de que ha pasado por rocas que contienen magnesia. Cierto es que el agua mala puede contribuir muchas veces á que nazcan y se desarrollen enfermedades; pero ¿será ese sólo el origen?

Basta entrar en una cabaña de esas donde nacen y vegetan los idiotas para ver que su lamentable situación procede también de otras causas. El tugurio es sombrío y ahumado: devoran gusanos cofres, mesas y vigas: en los rincones donde no puede penetrar del todo la mirada, se vislumbran formas indecisas, cubiertas de basura y telarañas. La tierra que sirve de pavimento permanece siempre húmeda y como viscosa, por todas las aguas sucias que la llenan de grasa. El aire que se respira en tal guarida es acre y fétido. Flotan en él á un tiempo los hedores del humo, del tocino rancio, del pan de muchos días, de la madera carcomida, de la ropa sucia, de las emanaciones humanas. De noche se cierran todas las aberturas para que no penetre en la habitación el frío exterior. Abuelos, padres é hijos duermen todos en una especie de armario con tablas cuyas cortinas se cierran de día, y en el cual, durante el sueño nocturno, se acumula un aire denso y mucho más impuro que el del resto de la cabaña. Y hay más: durante los fríos del invierno, la familia, para tener más calor, se va del piso bajo y baja á la cueva, que al propio tiempo sirve de cuadra. En un lado están los animales tumbados en la paja sucia, y en el otro yacen hombres y mujeres entre sábanas nada limpias. Un sucio reguero separa ambos grupos de vertebrados mamíferos, pero el aire respirable es común á todos; y ni este aire que penetra por estrechos tragaluces puede renovarse durante semanas enteras, por las nieves que cubren el terreno. Hay que abrir especie de chimeneas, por las cuales baja únicamente un lívido reflejo de luz. En esas cuevas el día parece una noche del polo.

No es asombroso que en semejantes mansiones nazcan chiquillos escrofulosos, raquíticos y contrahechos. Desde su primera semana, muchos recién nacidos se ven sacudidos por terribles convulsiones que la mayor parte no pueden resistir: en ciertos países, las madres están tan seguras de que sus hijos han de morirse, que no los consideran como nacidos hasta «que han pasado el terrible desfiladero de la enfermedad de los cinco días.» Muchos de los que se salvan de ésta, pasan luego toda la vida entre la enfermedad y la locura. Tan convenientes son para desarrollar la fuerza y la destreza del hombre sano el aire libre de la montaña y el trabajo en el campo, como propios á empeorar el estado de los cretinos el espacio estrecho y la húmeda obscuridad de la cabaña. Al lado de un hermano que llega á ser el más guapo y robusto joven, se arrastra otro, especie de excrecencia carnosa horriblemente viva.

Ya se ha pensado en muchos sitios en construir hospicios para esos desventurados: nada falta en esos edificios nuevos. Circula libremente el aire puro, el sol ilumina todas las habitaciones, el agua es pura y sana, los muebles y especialmente las camas ostentan exquisita limpieza: los inocentes tienen vigilantes que los cuidan como nodrizas y profesores que procuran hacer entrar un rayo de luz intelectual en aquellas duras molleras. Lógrase eso á veces, y el cretino puede nacer gradualmente á una vida superior. Pero importa más trabajar en precaver el mal que en reparar el ya existente. Las chozas infestadas, tan pintorescas á veces en el paisaje, deben desaparecer para que las sustituyan casas cómodas y sanas. Deben entrar libremente aire y luz en todas las habitaciones humanas. Debe observarse en todas partes una buena higiene para el cuerpo, unida á perfecta dignidad moral. De ese modo adquirirán los montañeses en varias generaciones una completa inmunidad de todas esas enfermedades que ahora degradan á tan gran número de ellos. Entonces sus habitantes serán dignos del medio que los rodea, podrán contemplar satisfactoriamente las altas cumbres nevadas y decir como los griegos: «Esos son nuestros antepasados, y nos parecemos á ellos.»

CAPÍTULO XIX

#La adoración de las montañas#

La adoración de las montañas existe todavía entre nosotros más viva de lo que se la cree. Muchas veces un aldeano, al descubrirse la cabeza, me ha señalado el sol con el dedo y me ha dicho solemnemente: «Aquel es nuestro Dios.» Y yo también (casi no me atrevo á decirlo), más de una vez, al contemplar las augustas cimas que dominan valles y llanuras, me he sentido dispuesto á calificarlas cándidamente de divinas.

Iba yo un día pacíficamente por un pendiente desfiladero, obstruído por piedras sueltas. Encallejonábase allí el viento y me daba de cara, trayéndome con cada soplo una niebla de lluvia y nieve medio derretida. Ceniciento velo ocultaba las rocas y sólo podía yo divisar á trechos vagas masas negras y amenazadoras que, según lo espeso de la bruma, se acercaban y alejaban alternativamente. Hallábame transido de frío, entristecido, mal humorado. De pronto hízome levantar la vista una claridad reflejada por innumerables gotas. Habíase desgarrado la nube de agua y nieve encima de mi cabeza. El cielo azul se me aparecía radiante y allá arriba resaltaba la serena cumbre de la montaña. Las nieves, bordadas por las aristas de las rocas como con delicados arabescos, brillaban con argentino resplandor y el sol las orlaba con un ribete de oro. Puros eran los contornos de la cima y limpios como los de una estatua se dibujaban luminosos en la sombra, pero la soberbia pirámide parecía hallarse completamente separada de la tierra. Tranquila y fuerte, inmutable en su reposo, parecía flotar en el cielo. Pertenecía á otro mundo y no á este planeta envuelto en nubes y brumas como en sórdidos trapajos. En aquella aparición, creí yo ver algo más que la morada de la dicha, algo más que el Olimpo, mansión de los inmortales. Pero una nube maliciosa cerró de nuevo la salida por donde había yo visto la montaña. Halléme de nuevo entre viento, nieve y lluvia y consoléme con decir: ¡un Dios se me ha aparecido!

En el origen de los tiempos históricos, todos los pueblos, niños sencillos de mil cabezas, miraban así hacia las montañas; veían en ellas á las divinidades, ó á lo menos sus tronos apareciendo y ocultándose alternativamente bajo el cambiante velo de los celajes. En aquellas montañas veían casi todos el origen de su raza; allí juzgaban que residían sus tradiciones y sus leyendas; allí esperaban la futura realización de sus ambiciones y de sus sueños; de allí suponían que había de bajar el salvador, el ángel de la gloria ó de la libertad. Tan importante era el papel de las altas cumbres en la vida de las naciones, que se podría relatar la historia de la humanidad por el culto de los montes. Son éstos como grandes hitos de etapas colocados de distancia en distancia en el camino de los pueblos.

En los valles de las grandes montañas del Asia central dicen los sabios que fué donde aquellos antepasados nuestros, á quienes debemos los idiomas europeos, llegaron á constituirse por vez primera en tribus cultas, y en la base meridional de las montañas más altas del mundo es donde viven los indios, aquellos arios á quienes su antigua civilización concede una especie de derecho de primogenitura. Sus cantos de otros tiempos no dicen con qué sentimiento de adoración celebraban las «ochenta y cuatro mil montañas de oro» que ven alzarse bañadas en luz por encima de bosques y llanuras. Para muchos de ellos, los enormes montes del Himalaya, de nevada cumbre, de grandes ríos de hielo, son los mismos dioses en el pleno goce de sus fuerzas y de su majestad. El Gaurisankar, cuyo vértice perfora el cielo, y el Chamalari, menos alto pero más colosal, en apariencia, por su aislamiento, son doblemente adorados, como la Gran Diosa unida al Gran Dios. Aquellos hielos son el lecho de cristal y de diamante; aquellas nubes de oro y púrpura son el velo sagrado que los rodea. Allá en lo alto está el dios Siva, que destruye y crea: allí también la diosa Chama, la Gauri, que concibe y pare. De ella descienden los ríos, las plantas, los animales y los hombres.

En aquella prodigiosa selva de las epopeyas y tradiciones indostánicas, han germinado otras leyendas relativas á las montañas del Himalaya y todas nos las muestran viviendo con vida sublime, ya como diosas, ya como madres de continentes y pueblos. Tal es la poética leyenda que nos describe á la tierra como una gran flor de loto cuyos pétalos son las penúnculas extendidas sobre el Océano y cuyos estambres y pistilos son las montañas de Meru, generatrices de toda vida. Los ventisqueros, los torrentes y los ríos que bajan de las alturas para llevar á las tierras los benéficos aluviones, son también seres animados, dioses y diosas secundarios que ponen á los humildes mortales de las llanuras en relación indirecta con las divinidades supremas que reinan por encima de las nubes en el espacio luminoso.

No sólo el monte Meru, punto culminante del planeta, sino también todas las cordilleras, todas las cimas de la India eran adoradas por los pueblos que viven en sus pendientes y en su falda. Montañas de Vindyah, de Satpurah, de Aravalli, de Nilagherry, todas tenían sus adoradores. En las tierras bajas, donde los fieles no tenían montañas que contemplar, construían templos que por sus calles de caprichosas pirámides, enormes pedazos de granito, representaban las veneradas cimas del monte Meru. Quizá fué un análogo sentimiento de adoración á las grandes cumbres el que impulsó á los antiguos egipcios á edificar las pirámides, montañas artificiales que se levantan dominando la llana superficie de arena y légamo.

La isla de Ceilán, Lanka «la resplandeciente», bienaventurado país al cual, según la leyenda oriental, fueron enviados los primeros hombres por la misericordia divina, después de ser expulsados del Paraíso, también alza hacia el firmamento montañas sagradas. Tal es, además de otras, la cima aislada en medio de las llanuras, la ciudad santa de Anaradjapura. Es el Mihintala. En aquella roca se detuvo, hace veintidós siglos, el vuelo de Mahindo, el convertidor indio que se había lanzado desde las llanuras del Ganges para atraer á los naturales á la religión de Budha. Hoy se ha edificado un templo en la cima donde puso el pie el santo. Alta y enorme es la pagoda y, sin embargo, tal es la solicitud de los peregrinos, que muchas veces las han cubierto, desde el suelo al remate, con un tapiz de jazmines. Un carbúnculo, color de fuego, brillaba en lo más alto del monumento, reflejando á lo lejos los rayos del sol, y hubo un rajah que mandó extender desde la cima de la montaña hasta las llanuras una alfombra de doce kilómetros de longitud para que no manchase los pies de los fieles una tierra impura, procedente de un suelo profano.

Y no obstante, este monte sagrado de Mihintala no es tan glorioso como el pico de Adán, que ven los marinos en medio de las olas cuando se acercan á la isla de Ceilán. La huella de un pie gigantesco que pertenece, según dicen, á un hombre de diez metros de altura, está impresa en la roca, en la punta que remata la cumbre. Esa huella, según mahometanos y judíos, es la de Adán, el primer hombre que subió al pico para contemplar la inmensa tierra, los vastos bosques, los montes y las llanuras, las orillas y el Océano con sus islas y sus escollos. Según los de Ceilán y los indios, no es un hombre, sino un Dios, el que dejó ese rastro de su paso. Según los brahmanes, ese dios dominador era Siva: según los budhistas, era Budha: según los gnósticos de los primeros siglos cristianos, era Jehová. Cuando los portugueses desembarcaron en la isla de Ceilán y la conquistaron, degradaron (digámoslo así) la montaña, que, según su manera de pensar, no podía compararse con la de Tierra Santa: consideran que la señal misteriosa es la huella del pie de santo Tomás ó de un antiguo misionero, apóstol secundario, el eunuco de Caudaces. Menos respetuoso aún, un armenio, Moisés de Chorene, entusiasta por su noble montaña del Ararat, ve en la cima del pico de Adán la huella de Satanás, el eterno enemigo. Finalmente, los viajeros ingleses que, más numerosos cada día, suben todos los años á la montaña santa, creen que la «divina huella» no es más que un agujero vulgar, groseramente redondeado. Verdad es que semejantes extranjeros son mirados con desprecio por los convencidos peregrinos que van á prosternarse á la cima, á besar devotamente la huella y á depositar sus ofrendas en casa del sacerdote. Todo les parece testimonio de la autenticidad del milagro. A algunos metros por bajo de la cima brota un manantial: el báculo del dios le hizo surgir del suelo. Muchos árboles crecen en las pendientes, y estos árboles (así se les antoja á los fieles), inclinan su ramaje hacia la cumbre para vegetar y crecer adorándola. Las rocas del monte están sembradas de piedras preciosas: son las lágrimas que brotaron de los ojos del dios al ver los padecimientos y los crímenes de los hombres. ¿Cómo no han de creer en el prodigio, viendo todas esas riquezas que han dado origen á los fabulosos relatos de las Mil y una noches? Los arroyos que corren por la montaña no arrastran, como nuestros torrentes, despreciables guijarros y arena: llevan consigo polvo de rubíes, granates y zafiros: el bañista que nada entre sus ondas puede revolcarse, como las sirenas, en un lecho de piedras preciosas.

Las razas del extremo Oriente, cuya civilización ha seguido marcha distinta á la de los pueblos de raza aria, también han adorado montañas. Lo mismo en la China y el Japón que en la India, las altas cimas sostienen templos consagrados á los dioses, ó se las considera como á genios tutelares ó vengativos. Los pueblos procuran que su historia proceda de estas montañas divinas por tradiciones y leyendas.

Las montañas históricas más antiguas son las de la China, porque el imperio del Medio es uno de los primeros pueblos que han llegado á la conciencia de sí mismos, el primero que ha escrito su propia historia de un modo continuo. Cinco son sus montes sagrados, que se elevan todos en comarcas célebres por su agricultura, su industria, las muchedumbres que se agitan en su falda ó los acontecimientos que han ocurrido en sus cercanías. La montaña más santa, la de Tai-Chan, domina todas las demás cimas de la rica península de Chan-Tung, entre los dos golfos del Mar Amarillo. Desde la cumbre, á la cual se llega por un camino empedrado y peldaños abiertos en la roca, se divisan, extendidas á los pies del observador, las ricas llanuras que atraviesa el Hoang Ho, corriendo ora hacia uno, ora hacia otro golfo, apagando con su agua la sed de multitudes de hombres más numerosas que las espigas en un campo.

El emperador Chung trepó á esa cima hace cuatrocientos treinta años, según lo recuerdan los anales clásicos del país. Confucio también quiso subir, pero la pendiente es muy áspera; el filósofo no pudo con ella, y todavía se enseña el sitio en que emprendió la bajada á la llanura. Todos los dioses grandes y los genios principales tienen templos y oratorios en la santa montaña, así como las Nubes, el Cielo, la Osa Mayor y la Estrella Polar. Los diez mil genios detienen el vuelo allí para contemplar la tierra y las ciudades de los hombres. «El viento del Tai-Chan es igual al del cielo. Es el dominador del mundo. Recoge las nubes y nos envía las lluvias. Decide los nacimientos y las defunciones, el infortunio, la desventura, la gloria y la vergüenza. De los picos que se elevan al cielo, es el más digno de ser visitado.» Por eso los peregrinos acuden numerosísimos allá para implorar todas las gracias, y el sendero está sembrado de cavernas donde yacen mendigos de asquerosas llagas que horrorizan al transeunte.

Con más razón que los chinos, porque sus montañas volcánicas son de una perfecta belleza de forma, los japoneses miran con adoración las cumbres nevadas. No hay ídolo en el mundo que pueda compararse á su magnífico Furiyama, á la «montaña simpar» que se yergue casi aislada en medio del campo, cubierta abajo de selvas, vestida de nieves arriba. Humeaba en otro tiempo el volcán y arrojaba lavas y fuego; reposa ahora, pero tiene en aquel archipiélago numerosas montañas hermanas que vierten todavía ríos de fuego en la estremecida tierra. Entre esos montes hay uno, el más terrible, al cual se creyó aplacar arrojándole como ofrenda millares de cristianos. Así fué como en el Nuevo Mundo, dícese también que se quiso calmar al Monotombo, lanzando en él á los sacerdotes que se habían atrevido á predicar contra él, diciendo que no era tal Dios, sino boca del infierno. Por otra parte, los volcanes no suelen esperar que les arrojen víctimas: ya saben ellos encontrarlas cuando hienden la tierra, vomitan lagos de lodo, cubren con ceniza provincias enteras y hacen perecer de una vez á toda la población de un país. Bastante es eso para que los adore todo aquel que se incline ante la fuerza. El volcán devora, luego es Dios.

Así se ha apoderado del hombre la religión de las montañas (como todas las demás), por los diversos sentimientos de su ser. Al pie de la montaña que vomita lava, el terror le ha prosternado con la cara hundida en el polvo: en los campos sedientos, el deseo es quien le ha hecho mirar suplicante á la nieve, madre de los arroyos: el agradecimiento le ha dado adoradores en aquellos que encontraron seguro refugio en el valle ó en el escarpado promontorio: finalmente, la admiración ha debido de dominar á los hombres á medida que se desarrollaba en ellos el sentimiento de lo bello y hasta cuando estaba adormecido, en estado de instinto. Y ¿cuál es la montaña que no tiene á un tiempo hermosos aspectos y seguros asilos y que no es terrible ó benéfica y muchas veces ambas cosas juntamente? Los pueblos, andando por el mundo, podían relacionar fácilmente todas sus tradiciones á la montaña que dominaba su horizonte y darle culto. En cada estación de su largo viaje se edificaba un nuevo templo. En otro tiempo, las tribus errantes en las mesetas de Persia veían surgir siempre al anochecer una montaña entre las polvorientas llanuras: era el monte Telesmo, el divino «Talismán» que seguía á sus adoradores en sus peregrinaciones por el mundo. Y cuando, después de larga emigración, la montaña columbrada á lo lejos no era engañador espejismo, sino verdadera cumbre con nieves y rocas, ¿quién habría podido dudar del viaje hecho por el dios para acompañar á su pueblo?

Así es como la montaña, cuya punta acogió á los refugiados del diluvio, no ha cesado de andar por los continentes. Una versión samaritana del Pentateuco sostiene que el arca de Noé se detuvo en el pico de Adán: las otras versiones afirman que el verdadero pico fué el Ararat; pero, ¿qué Ararat es ese? ¿Es el de Armenia ú otra cualquiera montaña, en la cual hayan sido encontrados por pastores algunos despojos del sagrado barco? Por todas partes reclaman los pueblos orientales ese honor para la montaña protectora cuyas aguas riegan sus propios campos. Aquel es el monte desde el cual volvió á bajar la vida á la tierra, siguiendo el camino de las nieves y el curso de los arroyos. No han faltado pruebas, por supuesto, para establecer la veracidad de todas esas tradiciones. Se han encontrado montones de pradera petrificada bajo los hielos y en las mismas rocas se encontraron huellas enmohecidas de aquellos «anillos del diluvio» que, según nuestros modernos sabios, son amonitas fósiles. Por eso más de cien montañas de Persia, de Siria, de Arabia, del Asia Menor se ha indicado como desembarco del patriarca, segundo padre de los hombres. También Grecia hablaba de su Parnaso, cuyas piedras, lanzadas al limo del diluvio, se convertían en hombres. Hasta en Francia hay montañas donde se paró el arca; una de esas cumbres divinas es Chamechaude, cerca de la gran Cartuja de Grenoble: otra es Puy de Progne, dominador de las fuentes del Ande.

El mito es, pues, constante; de las altas cimas es de donde han bajado los hombres. Desde esas fragosidades, trono de la divinidad, ha salido la gran voz que dictó sus deberes á los mortales. El Dios de los judíos residía entonces en la cumbre del Sinaí, entre nubes y relámpagos, y hablaba con la voz del rayo al pueblo reunido en la llanura. Lo mismo Baal Moloch y todos los dioses sanguinarios de aquellos pueblos del Oriente se aparecían á sus fieles en la cúspide de los montes. En la Arabia Pétrea, en los países de Edom y de Moab no hay una altura, una colina ni una roca que no sostenga su tosca pirámide de piedra, sobre cuyo altar derramaban sangre los sacerdotes para tener propicio al dios. En Babel faltaba la montaña, y se la sustituyó con aquel famoso templo que debía llegar al cielo. El poeta ha reconstruido aquel gigantesco edificio, no tal como fué, sino tal como lo imaginaban los pueblos.

La más alta montaña, era un sillar para aquella granítica muralla.

Con su envidioso odio á los cultos extranjeros, los profetas judíos maldijeron más de una vez los «altos lugares» en que los pueblos vecinos colocaban á sus ídolos, pero no procedían ellos de otra manera y miraban á las montañas para evocar á los ángeles que los socorrían: sobre una montaña se elevaba su templo: también conversaba Elías con Dios sobre una montaña. Y cuando el Galileo se transfiguró y se cernió en la luz increada con los dos profetas Moisés y Elías, desde el monte Thabor se elevó. Cuando murió entre dos ladrones, en la cima de una montaña le crucificaron, y cuando vuelva, según la profecía, rodeado de santos y de ángeles, y asista al castigo de sus enemigos, también lo hará en una montaña, pero al tocarla con la planta la romperá. Otra montaña, otra cima ideal que sostenga una ciudad de oro y diamantes surgirá en el espacio luminoso y allí vivirán siempre los elegidos, cerniéndose en los aires alrededor de las cumbres alegres, muy por encima de esta tierra de cuidados y de desdichas.

CAPÍTULO XX

#El Olimpo y los dioses#

Así como la gloria de la imperceptible Grecia sobrepuja en brillo á la de todos los imperios de Oriente, así el Olimpo, la más alta y bella de las montañas sagradas de los helenos, ha llegado á ser en la imaginación de los pueblos el monte por excelencia: ninguna cima, ni la del Meru, ni las del Elburs, el Ararat ó el Líbano, despierta en el espíritu humano tantos recuerdos de grandeza y de majestad. Pocas ha habido, por supuesto, tan admirablemente situadas para atraer la mirada y servir de señal á las razas que recorrían el mundo. Colocado en el ángulo del mar Egeo y dominando todas las cúspides cercanas desde la mitad de su altura, veían los marinos el Olimpo desde enormes distancias. Desde las llanuras de Macedonia, desde los ricos valles de Tesalia, desde los montes Othrys, Findo, Bermio y Athos, se ve en el horizonte su triple cúpula y sus pendientes «de mil rugosidades», de las cuales habla Homero. La fertilidad de los campos extendidos en su falda llamaba á sí desde todas partes á las muchedumbres que allí iban á encontrarse, ya para mezclarlas, ya para matarse unas á otras. Finalmente, el Olimpo domina los desfiladeros que forzosamente habían de seguir las tribus ó los ejércitos en marcha, de Asia á Europa ó de Grecia á los países bárbaros del Norte. Se alza como hito militar en la carretera que seguían entonces las naciones.

Muchas otras montañas del mundo helénico debían á sus nieves resplandecientes el nombre de Olimpo ó luminosa, pero ninguna lo merecía tanto como la de Tesalia, cuya cumbre servía de trono á los dioses.

Y es que el mismo pueblo heleno había pasado su infancia nacional en el valle y las llanuras, tendido á la sombra de la gran montaña. De Tesalia procedían los helenos del Atica y del Peloponeso: allí habían combatido con los monstruos sus primeros héroes y allí sus primeros poetas, guiados por la voz de las musas Piérides, habían compuesto himnos y cánticos de victoria y de júbilo. Inundando pueblos en lejanas comarcas, recordaban las tribus griegas la divina montaña que en sus cañadas les había dado vida y alimento.

Casi todos los grandes acontecimientos de la historia mítica se habían verificado en aquella parte de Grecia, y entre ellos, el más importante, el que decidió del mando en cielo y tierra. El Olimpo era la ciudadela elegida por los nuevos dioses, y en derredor habían acampado las divinidades antiguas, los titanes monstruosos hijos del Cáos. De pie en los montes Othrys, que se desenvuelven al Sur en vasto semicírculo, los gigantes agarraban enormes rocas, montañas enteras y las arrojaban contra el Olimpo medio desarraigado. Para erguirse más arriba, hacinaron los viejos titanes monte sobre monte que les sirviera de pedestal, pero la gran cumbre nevada los dominaba siempre y los rodeaba con nubes sombrías de donde brotaban los rayos. Los gigantes, alimentados con las propias fuerzas de la tierra, llevaban en la voz los rugidos del huracán y en los brazos el vigor de la tormenta: con sus cien manos lanzaban al azar el pedrisco de rocas, pero luchaban con el ciego furor de los elementos contra dioses jóvenes é inteligentes. Sucumbieron, y bajo los escombros del monte quedaron aplastados con ellos pueblos enteros. No de otro modo los caprichos de los reyes han sido causa de la destrucción de naciones, como por equivocación.

Habían cesado hacia tiempo los prodigiosos combates del Olimpo, cuando los pueblos jonios y dorios tuvieron poetas para cantar sus propias hazañas y más tarde historiadores para relatarlas. Entonces Zeus, padre de dioses y de hombres, residía en paz en la montaña sagrada: á un lado estaba Heza, la diosa mujer siempre y siempre virgen. En torno estaban los otros inmortales de rostro eternamente alegre y bello. Luminoso éter bañaba la cumbre del Olimpo y jugueteaba en la cabellera de los dioses: nunca perturbó la tormenta el descanso de aquellos dichosos seres, ni lluvia, ni nieve caía sobre la espléndida cúspide. Las nubes amontonadas por Zeus se enrollaban á sus pies, alrededor de los peñascos que formaban el soberbio cimiento de su trono. A través de los intersticios de aquel velo que abrían y cerraban las Horas á gusto del sueño, contemplaba éste el mar, la tierra, las ciudades y los pueblos. Sobre la cabeza de aquellos hombres que se agitaban, suspendía el inflexible destino, decidía la vida ó la muerte, distribuía á su antojo benéfica lluvia ó rayo vengador. Ninguna lamentación de abajo turbaba á los dioses en su quietud eterna. El néctar era siempre delicioso, la ambrosía exquisita. Saboreaban el olor de las hecatombes, oían como una música el concierto de las voces suplicantes. Debajo de ellos se extendía como espectáculo infinito el cuadro de las luchas y de la miseria humana: veían chocar las armas, sumergirse las armadas, convertirse en fuego y humo las ciudades, extenuarse de fatiga á los infelices labradores, mirmidones casi invisibles, para alcanzar cosechas que había de robarles un poderoso; hasta bajo el techo de las casas, veían llorar á las mujeres y gemir á los niños. A lo lejos, su enemigo Prometeo lamentábase, aherrojado en una peña del Cáucaso. Tales eran las venturas de los dioses. ¿Hubo algún heleno, pastor, sacerdote ó rey que se atreviera á trepar por las pendientes de Olimpo que dominan los altos pastos de las cañadas y las lomas? ¿Atrevióse alguien á poner el pie sobre la cumbre para encontrarse de pronto en presencia de los dioses terribles? Refieren los escritores antiguos que hubo filósofos que no temieron escalar el Etna, con ser mucho más elevada que el Olimpo, pero no mencionan á ningún mortal que tuviese la audacia de subir á la montaña divina, ni siquiera en la época científica, cuando la filosofía enseñaba que Zeus y los otros inmortales eran meras concepciones del espíritu humano.

Más tarde, otras religiones de pueblos diversos que viven en las llanuras cercanas se apoderaron de la montaña santa y la consagraron á nuevas divinidades. En vez de Zeus, adoraron los cristianos griegos en ella á la Santísima Trinidad: en sus tres principales cúspides miran todavía los tres grandes tronos del cielo. Uno de sus más elevados promontorios, que sostenía tal vez en otro tiempo el templo de Apolo, lo domina ahora un monasterio de San Elías: una de sus cañadas, que recorrían las bacantes cantando Evoke en honor de Dionysos ó Baco, la habitan los monjes de San Dionisio. Sucedieron sacerdotes á sacerdotes, y el respeto supersticioso de los modernos á la adoración de los antiguos, pero quizá la cumbre más alta, permanece aun hoy virgen de huella humana. La suave luz que resplandece en sus rocas y en sus nieves no ha iluminado aún á nadie desde que se fueron los dioses griegos.

Hace pocos años, todavía habría sido difícil al europeo llegar hasta el vértice de la montaña, porque los kleptos helenos, de infalible puntería, ocupaban todos los desfiladeros: allí se habían fortificado como en una ciudadela enorme, y desde allí, renovando la lucha de los dioses contra los titanes, emprendían expediciones contra los turcos del monte Orsa. Orgullosos de su valor, creíanse invencibles como la montaña que los albergaba: personificaban el propio Olimpo. «Soy (decía uno de sus cantos), soy el Olimpo, ilustre en todas las épocas y célebre en todas las naciones: cuarenta y dos picos coronan mi cabeza y setenta y dos fuentes corren por mis hondonadas, y en mi cima más alta se posa un águila que lleva en sus garras la cabeza de un héroe denodado.» Aquella águila era sin duda la del antiguo Zeus: todavía se alimenta hoy con la carne del hombre muerto por su semejante.

La imaginación popular corre libremente cuando se trata de los dioses que ha creado. Durante el curso de los siglos, varía sus nombres, sus atributos y su poder, según las alternativas de la historia, los cambios del lenguaje, las variantes individuales ó nacionales de la tradición; al fin y al cabo les da muerte como les dió vida, y los sustituye con nuevas divinidades. Poco le cuesta, por lo tanto, hacerlos viajar de monte en monte. Así es que cada cima tenía su dios y hasta su pléyade de reses celestiales. Zeus vivía en el monte Ida, así como en el Olimpo de Grecia, en los de Creta y Chipre y en las rocas de Egina. Apolo tenía su morada en el Parnaso y en el Helicón, en el Cileno y en el Taigeto, en todos los montes diseminados que se elevan fuera del mar Egeo. Las cimas que iban á dorar los rayos de la aurora, cuando las llanuras inferiores estaban todavía á obscuras, tenían que estar consagradas al dios del sol. Así, casi todas las cúspides aisladas de la Hélada llevan hoy el nombre de Elías. El profeta judío ha llegado á ser, en virtud de su nombre y por un sagrado juego de palabras, el heredero de Helios, hijo de Júpiter.

«Ved ese trono, centro de la tierra», dice Esquilo, hablando de Delfos. En muchos otros sitios, según la fantasía del poeta ó la imaginación popular, se erguía la columna central. Pindaro la veía en el Etna: los marineros del Archipiélago la ponían en el monte Athos: el gran hito que se veía siempre por encima del agua, ya dejando las orillas de Asia, ya navegando por los mares de Europa. Decíase que aquella montaña era tan alta, que el sol se ponía en su pico tres horas más tarde que en las llanuras de su falda, y que desde su altura se alcanzaban los mismos límites de la tierra. Cuando la Hélada, antes libre, fué esclavizada por el macedonio, cuando fué la propiedad de un dueño, hubo un adulador bastante vil, un hombre bastante rastrero para rogar á Alejandro (el cual se había proclamado Dios) que empleara un ejército en transformar el monte Athos en una estatua del nuevo hijo de Zeus «más poderoso que su padre». La imposible obra habría podido tentar á un dios hecho de pronto, loco de orgullo, pero éste no se atrevió á emprenderla. Los marinos que navegaban al pie de la gran montaña continuaron viendo en ella á un antiguo dios, hasta el día en que empezó otro ciclo de la historia con nuevo culto y nuevas divinidades. Refirióse entonces que el monte Athos era precisamente aquella montaña á la cual transportó el diablo á Jesús el Galileo para mostrarle todos los reinos de la tierra extendidos á sus pies: Europa, Asia y las islas del mar. Todavía lo creen los habitantes del monte, y no es muy posible, en efecto, encontrar una cima en que la vista domine panorama, si no tan vasto, á lo menos tan bello y tan variado.

Fuera del mundo helénico en que la imaginación popular era tan poética y tan fecunda, verán también los pueblos en sus montañas tronos de los dueños del cielo y de la tierra. No sólo las grandes cumbres de los Alpes eran adoradas como mansión de los dioses y por si mismas, sino que, hasta en las llanuras del Norte de Alemania y de Dinamarca, colinitas que elevan sus lomas por encima de los páramos uniformes, eran Olimpos no menos venerados que lo era el de Tesalia para los griegos. Hasta en la fría Islandia, tierra de brumas y de hielos eternos, los adoradores de los soberanos celestes se volvían hacia las montañas de lo interior, creyendo ver en ellas la residencia de sus dioses. Indudablemente, si hubieran podido trepar hasta la cima de las cuestas surcadas de sus volcanes, si hubiesen contemplado el horror de sus cráteres donde luchan incesantemente lavas y nieves, no habrían pensado en hacer de aquellos lugares terribles el encantador alcázar de sus felices divinidades. Pero no veían las montañas más que de lejos: divisaban sus blancas cimas á través de desgarradas nubes y se las figuraban tanto más bellas cuanto más salvajes y más difíciles de recorrer eran las llanuras de la base. Aquellos montes, separados de la tierra de los humanos por valladares de infranqueables precipicios, eran la ciudad de Asgard, en la cual vivían los dioses alegremente, bajo un cielo clemente siempre, y la gran nube de vapores que surgía de la cumbre y se extendía en ancho espacio por los cielos, no era una columna de ceniza, sino el enorme Fresno Idgrasíl, á cuya sombra descansaban los dueños del universo.

CAPÍTULO XXI

#Los genios#

Lentamente se transforman las religiones. Los cultos del mundo antiguo, extinguidos al parecer hace tanto tiempo, existen aún, bajo las exterioridades de nuevos cultos. Han cambiado con frecuencia los nombres de los dioses, pero el altar sigue siendo el mismo. Los mismos son ahora los atributos de la divinidad que hace dos mil años, y la fe que la invoca conserva la «santa simplicidad» de su fanatismo. En los valles agrestes del Olimpo, por donde saltaban las bacantes desmelenadas, murmuran hoy oraciones los monjes. En el santo monte Athos, al cual adoraban desde la superficie de las rumorosas olas marinos de todas las razas y todos los idiomas, se alzan 935 iglesias en honor de todos los santos: el dios de los cristianos ha heredado á Zeus, que había sucedido á dioses mas antiguos. También el templo de Minerva, en Siracusa, cuya lanza de oro saludaban los marineros desde lejos, derramando en las aguas una copa de vino, se ha convertido en capilla de la Virgen. Todos los promontorios marítimos y toda cima de colina, toda montaña coronada por un templo, tierra adentro, ha conservado adoradores, aunque haya cambiado el nombre. Recorre un viajero la isla de Chipre, buscando el templo de Venus Afrodita. «Ya no la llamamos Afrodita (dice devotamente la mujer á quien ha interrogado); ahora la llamamos la Virgen Crisapólita.»

Pero no sólo han continuado los pueblos cristianos venerando las montañas santas de griegos y romanos, sino que han extendido á su manera su culto por todas las comarcas en que habitan. Lo mismo que nuestros antepasados de los tiempos de la leyenda, antecesores nuestros más próximos que vivían en la Edad Media, no podían contemplar la montaña sin que su imaginación hiciera, vivir seres superiores en los valles misteriosos y en las cimas radiantes. Verdad es que aquellos seres no tenían derecho al dictado de dioses; maldecidos por la iglesia, se transformaban en diablos, en demonios maléficos, ó tolerados por ella, se convertían en genios tutelares, dioses de contrabando, invocados únicamente á hurtadillas.

Júpiter, Apolo y Venus habían descendido de su trono y se habían refugiado en el fondo de antros: aquellos cuyo augusto rostro irradiaba la luz, quedaban condenados á vivir para siempre en las tenebrosas cavernas. Las fiestas del Olimpo se habían transformado en aquelarres á los cuales iban asquerosas brujas cabalgando en escobas á evocar al diablo en las noches borrascosas. Además, el clima frío, el nublado cielo de nuestras comarcas del Norte habían de contribuir en gran parte á la reclusión de los antiguos dioses. Entre nieves y vientos, en medio de las tempestades, ¿cómo habían de poder solazarse en alegres banquetes, saborear la ambrosía y tañer la áurea lira? Apenas se podía soñar con su presencia en aquellos palacios fantásticos edificados en un momento por los rayos del sol en las resplandecientes cúspides y no menos rápidamente desaparecidos como ensueños ó vanos espejismos.

Dioses y genios son las personificaciones de cuanto tiene y de cuanto desea el hombre. Todos sus terrores y todas sus pasiones tomaban en otro tiempo sobrenatural forma. Así es que uno de los espíritus de la montaña son magos formidables que abrasan la hierba de los pastos, matan el ganado, malefician á los caminantes, cuando otros, en cambio, son seres benévolos, cuyos favores conquista una jarra de leche vertida ó un sencillo conjuro. Al buen genio se dirige el pastor para que acreciente sus rebaños con chotos y corderos vigorosos y perfectos. A él especialmente acuden jóvenes y viejos, hombres y mujeres, para pedirle lo que desgraciadamente sería para todos la alegría suprema de la vida, oro, riquezas, un tesoro. Cuéntannos antiguas tradiciones como los genios de la montaña se meten por las venas de la tierra para introducir en ellas cristales y metal, para mezclar diversamente minerales y tierras. Otras leyendas dicen cómo y á qué hora hay que golpear la piedra sagrada que tapa las riquezas, qué señales hay que hacer, qué extrañas sílabas hay que pronunciar. Pero si algo se olvida, si en vez de un sonido se oye otro, todos los conjuros son ineficaces.

He visto enormes excavaciones practicadas por montañeses en lo más alto de una punta de rocas oculta por las nieves durante nueve meses del año. Aquella punta estaba consagrada á un santo que, como protector del monte, había sucedido á un dios pagano. Todos los veranos volvían los buscadores de tesoros á ahondar en la cima, sirviéndose de las palabras y de los gestos sacramentales. No encontraban más que hojas de esquisto debajo de otras hojas iguales, pero no faltaba ávido cazador que siguiese trabajando, y procuraba evocar al genio con nueva fórmula, con grito victorioso.

Más interesantes que estos dioses guardadores de tesoros son aquellos que en las cavernas de la montaña tienen el encargo de conservar el genio de toda una raza. Ocultos en el espesor de una roca, representan al pueblo entero, con sus tradiciones, su historia y su porvenir. Viejos como el monte, durarán tanto como él, y mientras vivan ellos vivirá la raza cuyos grupos andan esparcidos por los valles cercanos. Por eso miran los vascos con orgullo el pico de Anie donde su dios se esconde tanto más viviente, cuanto más desconocido para el sacerdote. «Mientras estés ahí (le dicen), aquí estaremos nosotros.» Y poco les falta para creerse eternos, cuando hasta su lenguaje desaparecerá mañana.

Al mismo orden de ideas populares pertenecen las leyendas de los guerreros ó profetas que, durante siglos enteros, esperan un día grande ocultos en alguna gruta profunda de la montaña. Tal es el mito de aquel emperador alemán que meditaba, apoyado en una mesa de piedra y cuya blanca barba, sin cesar de crecer, se había arraigado en la roca. A veces un cazador ó un bandolero penetraba en la caverna y turbaba el descanso del poderoso anciano. Este levantaba lentamente la cabeza, hacía una pregunta al tembloroso visitante y después volvía á su interrumpida meditación, diciendo al suspirar: «¿Todavía no?» ¿Qué esperaba para morir en paz? Indudablemente el eco de alguna gran batalla, el hedor de un río de sangre humana, una inmensa degollación en honor de su imperio. ¡Ah! ¡Ojalá se haya dado ya esa última batalla y se haya convertido en un montón de cenizas el siniestro emperador!

Mucho más conmovedora y hermosa es la leyenda de los tres suizos que también esperan un día grande en el espesor de una alta montaña de los antiguos cantones. Son tres, como los tres que juraron conquistar la libertad en la pradera del Grutli, y los tres se apellidan Tell, como el que derribó al tirano. También están adormecidos: también meditan, pero el fondo de su ensueño no es la gloria, sino la libertad, y no sólo la libertad suiza, sino la libertad de todos los hombres. De cuando en cuando, levántase uno para mirar el mundo de lagos y praderas, pero vuelve tristemente hacia sus compañeros y suspira al decir: «Todavía no.» El día de la gran liberación no ha llegado. Esclavos aún, no han dejado los pueblos de adorar el sombrero de sus amos.

CAPÍTULO XXII

#El hombre#

Esperemos, de todos modos, confiadamente: el día grande vendrá. Vánse los dioses y llévanse consigo á los reyes, tristes representantes suyos en la tierra. Aprende despacio el hombre á hablar el lenguaje de la libertad: aprenderá también á practicarla.

Las montañas que tienen, á lo menos, el mérito de ser hermosas, forman parte del número de esos dioses que van perdiendo ya sus adoradores. Sus truenos y sus aludes no son ya para nosotros los rayos de Júpiter: sus nubes dejaron ya de ser los vestidos de Juno: ya subimos sin temor á los valles altos, residencia de los dioses ó guarida de genios. Las cumbres, formidables en otro tiempo, son hoy atractivo de millares de trepadores que han emprendido la tarea de que no quede peñón ni campo de hielo virgen de paso humano. En nuestras comarcas occidentales de Europa, casi todas las cúspides han sido conquistadas sucesivamente: las de Asia, Africa y América lo serán con el tiempo. Ya que ha terminado casi la era de los grandes descubrimientos geográficos y se conoce la tierra en su conjunto, salvo en algunos trechos, numerosos viajeros, obligados á contentarse con gloria menor, dispútanse la honra de ser los primeros en subir á montañas aun no visitadas. Hasta á Groenlandia han ido á buscar cimas desconocidas los aficionados á ascensiones.

Parece que muchos de esos que cada año, en el buen tiempo, intentan trepar á alguna cima alta y de difícil acceso, suben impulsados por fútil vanidad. Buscan, según se dice, un medio penoso, pero seguro, de que los periódicos repitan su nombre, como si con una ascensión de esas hicieran algo útil á la humanidad. Llegados á la cumbre, redactan, con las manos entumecidas por el frío, un acta de su gloria, destapan ruidosamente botellas del espumoso vino, disparan pistoletazos como verdaderos conquistadores y tremolan banderas frenéticamente. Donde la cima de la montaña no está revestida de nieve, colocan en ella un montón de piedras, á fin de encontrarse á algunos centímetros más de altura. Considéranse reyes y señores del mundo, ya que la montaña toda es su pedestal para ellos y ven los reinos yaciendo á sus pies. Extienden la mano como para cogerlos. No de otro modo un poeta campesino, invitado por primera vez á visitar un real sitio, pidió permiso para sentarse un momento en el trono. Cuando lo logró, apoderóse de él el vértigo del mando, y viendo revolotear á una mosca cerca de él, exclamó: «¡Ah! ¡Como ahora soy rey, te aplasto!» y espachurró al pobre insecto contra el brazo del dorado sillón.

Sin embargo, el hombre modesto, el que no pregona su ascensión, ni ambiciona la gloria efímera de haber subido á algún pico de difícil acceso, también experimenta una gran alegría cuando huella una elevada cumbre. Saussure no ha pasado tantos años con la mirada fija en la cúpula del Monte Blanco, ni ha intentado su ascensión tan repetidas veces con el único fin de ser útil á la ciencia. Cuando, después de Bahuat, llegó á la nieve hasta entonces inmaculada, no tuvo sólo el gusto de poder hacer observaciones nuevas: debió de entregarse también á la inocente dicha de haber conquistado por fin el rebelde monte. El cazador de animales y el de hombres también se alegran cuando, después de porfiada persecución por bosques y barrancos, ribazos y valles, se encuentran frente á su víctima y consiguen alcanzarla con sus balas. Ni fatigas ni riesgos les han hecho cejar, porque una esperanza los sostenía, y cuando descansan junto á la derribada presa, olvidan cuanto han padecido. Como el cazador, el trepador de cimas disfruta de este júbilo de la conquista después del esfuerzo, pero además siente la dicha de no haber arriesgado más que su vida propia. Ha conservado puras las manos.

En las grandes ascensiones, el peligro es inminente muchas veces y á cada momento se expone uno á la muerte, pero siempre sigue adelante y se siente sostenido é impulsado por una gran alegría al considerar que se sabe evitar el peligro con la solidez de los músculos y la serenidad del ánimo. Hay que sostenerse muchas veces en una pendiente de nieve helada, en la cual un paso mal dado cuesta la caída al precipicio. Otras veces hay que arrastrarse por un ventisquero, agarrándose á una aspereza de la nieve que, si se rompe, ocasiona el desplome en una sima, cuyo fondo no se ve. También hay que escalar paredes de rocas, cuyas salientes apenas tienen la anchura suficiente para apoyar en ellas el pie, y están cubiertas por una capa de escarcha que parece palpitar bajo el agua glacial que corre por encima. Pero tales son el valor y la tranquilidad del espíritu, que ni un músculo se permite un movimiento falso, y todos armonizan sus esfuerzos para evitar el peligro. Resbala un viajero sobre una roca de pizarra lisa y muy pendiente, cortada bruscamente por un precipicio de cien metros de altura. Baja con rapidez vertiginosa por el plano inclinado, pero se extiende también para ofrecer mayor superficie al roce y tropezar con todas las ligeras asperezas de la peña; utiliza con tal habilidad los brazos y las piernas á manera de frenos, que se detiene en el borde del abismo. Precisamente corre por allí un arroyuelo antes de formar cascadas y como el viajero tenía sed, bebe tranquilamente, con la cara en el agua, antes de pensar en levantarse para volver á emprender la marcha por rocas menos peligrosas.

El trepador tiene más amor á la montaña, cuanto más expuesto ha estado á perecer, pero el sentimiento del peligro vencido no es la única alegría de la ascensión, especialmente para el hombre que, durante su vida, ha tenido que sostener rudos combates para cumplir con su deber. Aunque no quiera, ha de ver en el camino no recorrido, con difíciles pasos, nieves, grietas, obstáculos de todo género, una imagen del penoso camino de la virtud: esta comparación de las cosas materiales con el mundo moral se impone á su espíritu y le hace pensar: «A pesar de la naturaleza, he alcanzado éxito próspero: la cumbre está bajo mis plantas: verdad es que he sufrido, pero vencí, y cumplí mi deber.» Este sentimiento hace toda su fuerza en aquellos que han de llevar á cabo realmente la misión científica de escalar una cima peligrosa, ya para estudiar rocas y fósiles, ya para enlazar una red de triángulos y levantar el plano de una comarca. Estos tienen derecho á su propio aplauso después de haber conquistado la altura: si en su viaje les ocurre una desgracia, merecen el dictado de mártires. La humanidad agradecida debe recordar sus nombres, bastante más nobles que los de tantos supuestos grandes hombres.

Tarde ó temprano las edades heroicas de la exploración de las montañas acabarán como las de la exploración de la llanura, y el recuerdo de los trepadores famosos se convertirá en leyenda. Unas tras otras habrán sido escaladas todas las montañas de las regiones populosas: construíanse senderos cómodos y después grandes carreteras desde la falda á la cúspide para facilitar la ascensión hasta á los hombres ociosos y estragados: se dispararán barrenos entre las grietas de los ventisqueros para enseñar á los papanatas la contextura del cristal: se establecerán ascensores mecánicos junto á las paredes de los montes inaccesibles en otro tiempo, y los que viajan por recreo se harán subir á lo largo de los vertiginosos muros fumándose un cigarro y hablando de cosas escandalosas.

¡Pero si ya se sube á las cumbres en ferrocarril! Ahora han discurrido los inventores locomotoras de montaña para que podamos respirar el aire libre del cielo durante la hora de digestión que sigue á la comida. Los americanos, gente práctica hasta en la poesía, han inventado este nuevo sistema de ascensión. Para llegar pronto y sin cansancio al vértice de su más venerada montaña, á la cual han dado el nombre de Washington, héroe de la independencia, la han enlazado con la red de sus ferrocarriles. Rocas y pastos están rodeados de una espiral de rieles que suben y bajan alternativamente los trenes silbando y desenrollando sus anillos como gigantescas serpientes. Hay una estación en la cima y también fondas y kioscos de estilo chinesco. El viajero que va en busca de emociones encuentra allí bizcochos, licores y poesías á la salida del sol.

Lo que han hecho los americanos en el monte Washington, lo han imitado á escape los suizos en el Righi, en el centro del panorama grandioso de lagos y montañas. También lo han hecho en el Utli; lo harán en otros, llevando sus cumbres, como si dijéramos, al nivel de la llanura. La locomotora pasará de valle en valle y por encima de los picos, como pasa un barco subiendo y bajando encima de las olas del mar. Cuanto á las altas cúspides de los Andes y del Himalaya, sobradamente elevadas en la región del frío para que el hombre pueda subir á ellas directamente, ya vendrá día en que se las arregle para alcanzarlas. Ya le han llevado los globos á dos ó tres kilómetros más de altura: otras naves aéreas irán á dejarle encima del Gaurisankar, sobre la «Gran Diadema del Cielo brillante».

En esa gran labor de arreglo de la naturaleza no basta con hacer fácil la subida á los montes; en caso necesario se intenta suprimirlos. No contentos con hacer escalar á sus carreteras los montes más arduos, los ingenieros perforan las rocas que le estorban para que pasen sus vías de hierro de valle á valle. A pesar de cuantos obstáculos ha puesto á su camino la naturaleza, el hombre pasa y hace una tierra nueva apropiada á sus necesidades. Cuando necesita un gran puerto para refugio de sus navíos, coge un promontorio de la orilla del mar y lo tira roca por roca al fondo del agua para convertirlo en rompe-olas. ¿Por qué, si se le antojara, no había de coger montañas grandes, para triturarlas y diseminar sus restos por el suelo de las llanuras?

Y el caso es que ya se ha emprendido ese trabajo. Cansados los mineros de California de que los arroyos les vayan trayendo la arena con partículas de oro, se les ha ocurrido atacar la misma montaña. En muchos sitios destrozan el duro peñón para sacarle el metal, pero el trabajo es difícil y costoso. La tarea es más fácil cuando han de habérselas con terrenos de transporte, como arena movible y guijarros. De modo que se han instalado enfrente de la montaña con enormes bombas para incendios, ahondando sin cesar las escarpas con continuo chorro de agua y demoliendo así poco á poco la montaña para extraerle todas las moléculas de oro. También en Francia ha brotado la idea de desmoronar de la misma manera una parte del inmenso hacinamiento de aluviones antiguos acumulados en mesetas delante de los Pirineos: por medio de canales, todos esos residuos, transformados en limo fertilizador, servirían para elevar y fecundar las secas llanuras de las Saudas.

Esos progresos son ciertamente considerables. Ya pasaron los tiempos en que los únicos caminos de la montaña eran rodadas tan estrechas que dos peatones que fueran en sentido contrario no podían dejarse paso y tenía que pasar uno por encima del otro, tumbado en el sendero. Todos los puntos de la tierra van siendo accesibles, hasta para los inválidos y los enfermos; al mismo tiempo, todos los recursos van siendo utilizables y la vida del hombre se prolonga con todas las horas robadas al periodo de esfuerzos, mientras su haber se acrecienta con todos los tesoros arrancados á la tierra. Como todas las cosas humanas, traerán consigo esos progresos los correspondientes abusos: y alguna vez habrá quien esté á punto de maldecirlos, como ya se han lanzado maldiciones en otro tiempo contra la palabra, la escritura, el libro y hasta el pensamiento. Digan lo que quieran los aficionados al tiempo viejo, la vida que es tan dura para la mayor parte de los hombres, se irá haciendo cada vez más fácil. Velemos para que una educación fuerte arme al joven con enérgica voluntad y le haga siempre capaz de heroico esfuerzo, único medio de sostener el vigor moral y material de la humanidad. Sustituyamos con pruebas metódicas el rudo combate de la existencia con el cual tenemos que comprar hoy la fuerza de ánimo. Antes, cuando la vida era una incesante batalla del hombre contra el hombre y contra la fiera, al adolescente se le miraba como á un niño, mientras no llevara algún trofeo sangriento á la choza paterna. Tenía que probar la fuerza de su brazo, la solidez de su valor antes de atreverse á tomar la palabra en el consejo de los guerreros. En los países donde el peligro, más que en combatir al enemigo, consistía en tener que sufrir hambre, frío, intemperie, el candidato al título de hombre era abandonado en el bosque sin alimento, sin vestidos, expuesto al cierzo y á las picaduras de los insectos: tenía que permanecer allí, inmóvil, altivo y plácido el rostro, y después de varios días de espera había de tener aún bastantes fuerzas para dejarse atormentar sin quejarse y asistir á una abundante comida sin adelantar la mano para coger su parte. Hoy no se imponen ya á nuestros jóvenes tan bárbaras pruebas, pero hay que saber hacer elevadas y firmes las almas de los niños, no sólo contra las desgracias posibles, sino también, y más aún, contra las facilidades de la vida, si queremos evitar la decadencia y el embrutecimiento. Trabajemos para hacer dichosa á la humanidad, pero enseñémosle al mismo tiempo á triunfar de su propia dicha con la virtud.

En esta capital, labor de la educación de los hijos, y por consiguiente, de la humanidad futura, la montaña tiene que representar un papel importante. La verdadera escuela debe ser la naturaleza libre con sus hermosos paisajes para contemplarlos, con sus leyes para estudiarlas, pero también con sus obstáculos, para vencerlos. No se educan hombres animosos y puros en salas estrechas con ventanas enrejadas. Déseles, al contrario, la alegría de bañarse en los lagos y en los torrentes de la montaña, hágaseles pasear por los ventisqueros y los campos de nieve, lléveselos á escalar las elevadas cumbres. No sólo aprenderán fácilmente lo que no les podría enseñar ningún libro, no sólo recordarán todo lo que hayan aprendido en aquellos días felices en que la voz del profesor se confundía para ellos en una misma impresión, con la vista de paisajes encantadores, sino que también se habrán encontrado frente al peligro y lo habrán arrostrado alegremente. El estudio será un placer para ellos y su carácter se formará en la alegría. No puede dudarse de que estamos en vísperas de llevar á cabo los cambios más importantes en el aspecto de la naturaleza, así como en la vida de la humanidad: ese mundo exterior que tan poderosamente hemos modificado ya en su forma, lo transformaremos para nuestro uso más enérgicamente aún. Según van creciendo nuestro saber y nuestro poder material, la voluntad humana se manifiesta más imperiosa frente á la naturaleza. Actualmente, casi todos los pueblos que se llaman civilizados emplean todavía la mayor parte de su sobrante anual en preparar los medios de matarse mutuamente y de asolar los territorios ajenos, pero cuando, con mejor consejo, lo apliquen á aumentar la fuerza productiva del suelo, á utilizar en comunidad todas las fuerzas de la tierra, á suprimir todos los obstáculos naturales que opone á la libertad de nuestros movimientos, cambiará ante la vista la apariencia del planeta que en su torbellino nos lleva. Cada pueblo dará, digámoslo así, nueva vestidura á la naturaleza que le rodee. Con campos y caminos, moradas y construcciones de todo género, por la agrupación impuesta á los árboles, por el ordenamiento general de los paisajes, la población dará la medida de su ideal propio. Si posee en realidad el sentimiento de la belleza, hará á la naturaleza más hermosa: pero si la gran masa de la humanidad tuviera que seguir como es hoy, grosera, egoísta y falsa, continuará grabando tristes huellas en la tierra. Entonces será una verdad el grito del poeta: «¿A dónde huiré? ¡La naturaleza se afea!»

Sea como fuere la humanidad en lo porvenir, cualquiera que deba ser el aspecto del medio que ha de crearse, la soledad, en lo que queda de la naturaleza libre, se hará cada vez más necesaria al hombre que, lejos del conflicto de deseos y de opiniones, quiera fortalecer su pensamiento. Si los sitios más hermosos de la tierra llegaran á convertirse un día en punto de reunión de los ociosos, á aquellos que gustan de vivir en la intimidad con los elementos, no les quedaría otro recurso que huir en una barca al alta mar ó esperar el día en que puedan cernirse como el ave en las profundidades del espacio, pero siempre echarían de menos los frescos valles de las montañas, los torrentes que brotan de la inmaculada nieve, las blancas ó sonrosadas pirámides que se yerguen en lo azul del cielo. Afortunadamente, la montaña es siempre el retiro más benigno para quien huye de los caminos abiertos por la moda. Durante mucho tiempo podremos apartarnos del mundo frívolo y reconcentrarnos en la verdad de nuestro pensamiento, alejados de esa corriente de opiniones vulgares y ficticias que turban y descaminan hasta á los espíritus más sinceros.

¡Qué asombro, qué insólita impresión sentí en todo mi ser cuando, traspuesto el umbral del último desfiladero de la montaña, me volví á ver en la gran llanura de indistintas y fugitivas lontananzas de ilimitado espacio! Ante mí estaba el mundo inmenso. Podía yo ir hacia el punto del horizonte al cual me impulsara el capricho, y, sin embargo, por más que andaba, me parecía que no cambiaba de sitio, de tal modo había perdido la naturaleza que me rodeaba su encanto y su variedad. Ya no oía el torrente, ya no veía rocas ni nieves; la monótona campiña era la misma siempre. Libres eran mis pasos, y sentíame no obstante más prisionero que en la montaña. Cualquier árbol, cualquier arbusto bastaban á ocultarme el horizonte: todos los caminos estaban cerrados en ambas partes por setos ó vallas.

Al alejarme de los amados montes, que parecían huir lejos de mí, miraba á veces hacia atrás para contemplar sus curvas empequeñecidas. Confundíanse poco á poco las pendientes en una misma masa azulada: dejaban de verse las anchas cortaduras dé los valles: perdíanse las cimas secundarias: únicamente se dibujaba en el fondo luminoso el perfil de las altas cúspides. Por fin, la bruma de polvo y de impurezas que se eleva desde las llanuras me ocultó las pendientes bajas: quedaba tan sólo una especie de decoración cimentada en nubes y á penas podía encontrar mi mirada alguna de las cumbres pisadas en otro tiempo. Después los vapores cubrieron todos los contornos; rodeóme por todas partes la llanura de invisibles límites. Desde entonces quedaba detrás de mí la montaña y volvía yo al gran tumulto de los humanos. Pero á lo menos he podido conservar en la memoria la suave impresión de lo pasado. Veo surgir nuevamente ante mis ojos el amado perfil de los montes, vuelvo á entrar con el pensamiento en las umbrosas cañadas, y durante algunos instantes puedo disfrutar apaciblemente de la intimidad con la roca, el insecto y el tallo de hierba.

FIN

INDICE

Capítulos

     I.—El asilo
    II.—Las cumbres y los valles
   III.—La roca y el cristal
    IV.—El origen de la montaña
     V.—Los fósiles
    VI.—La destrucción de las cimas
   VII.—Los desprendimientos
  VIII.—Las nubes
    IX.—La niebla y la tormenta
     X.—Las nieves
    XI.—El alud
   XII.—El ventisquero
  XIII.—Los hacinamientos de rocas y los torrentes
   XIV.—Los bosques y los pastos
    XV.—Los animales de la montaña
   XVI.—El escalonamiento de los climas
  XVII.—El montañés libre
 XVIII.—El cretino
   XIX.—La adoración de las montañas
    XX.—El Olimpo y los dioses
   XXI.—Los genios
  XXII.—El hombre