The Project Gutenberg eBook of Silas Marner

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Title: Silas Marner

Author: George Eliot

Release date: March 13, 2008 [eBook #24823]

Language: Spanish

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN

GEORGE ELIOT

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SILAS MARNER

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BUENOS AIRES

1919

Derechos reservados.

Imp. de La Nación.—Buenos Aires

Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI, CONCLUSIÓN

I

En los tiempos en que las ruecas zumbaban activamente en las granjas, en que las mismas grandes damas, vestidas de sedas y encajes, tenían sus pequeñas ruecas de encina lustrada, a veces se veía, ya sea en los caminos de los distritos apartados, ya sea en el seno profundo de las colinas, a ciertos hombres pálidos y enclenques que, comparados con las gentes vigorosas de los campos, parecían ser los últimos vestigios de una raza desheredada.

El perro del pastor ladraba furioso cuando uno de esos hombres de fisonomía extraña aparecía en las alturas, y su fisonomía extraña se destacaba negra sobre el cielo, en el ocaso breve del sol de invierno; porque, ¿a qué perro no incomoda una persona encorvada bajo el peso de un fardo? Y aquellos hombres pálidos rara vez salían de su aldea sin aquella carga misteriosa.

El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu maligno.

En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a todo hecho un tanto extraño. Y para que una cosa pareciera tal, bastaba que se repitiera periódica o accidentalmente, como las visitas del buhonero o del afilador.

Nadie sabía dónde vivían aquellos hombres errantes, ni de quién descendían; y, ¿cómo podría decirse quiénes eran, a menos de conocer a alguien que supiera quiénes eran su padre y su madre?

Para los campesinos de antaño, el mundo, más allá del horizonte de su experiencia personal, era una región vaga y misteriosa. Para su pensamiento, que se había quedado estacionario, una vida nómada era una concepción tan obscura como la existencia, durante el invierno, de las golondrinas que volvían en primavera. Pero el extranjero que se establecía definitivamente entre ellos, si procedía de una región lejana, no dejaba nunca de ser mirado con un resto de desconfianza. Esta circunstancia hubiera hecho que las gentes no se sorprendieran absolutamente, en el caso de que cometiera un crimen después de largos años de conducta inofensiva, particularmente si tenía cierta reputación de instruido, o si demostraba cierta habilidad en un oficio.

Todo talento, ya sea en el uso rápido de este instrumento de difícil manejo, la lengua, ya sea en algún otro arte poco familiar a los campesinos, era en sí mismo sospechoso; las gentes honradas, nacidas y criadas bajo la vista de todos, no eran, por lo general, ni muy instruidas ni muy hábiles—por lo menos su ciencia no se extendía más allá de los signos del cambio del tiempo—, y los medios de adquirir rapidez o habilidad en un arte cualquiera eran tan desconocidos, que esos talentos parecían tener algo de sortilegio. De ahí que esos tejedores dispersos—emigrados de la ciudad al campo—, eran considerados durante toda su vida como extranjeros por sus vecinos campesinos, y contraían generalmente los hábitos excéntricos, inherentes a una existencia solitaria.

En los primeros años del siglo pasado, uno de esos tejedores, llamado Silas Marner, ejercía su profesión en una choza construida de piedra, situada en medio de cercos de avellanos, cerca de la aldea de Raveloe, y no lejos de los bordes de una cantera abandonada. El ruido vago de su telar, tan diferente del trote natural y alegre de la máquina de cerner o del ritmo más simple del trillo de mano, ejercía un encanto casi terrible sobre los chicos de Raveloe, que con frecuencia dejaban de ir a recoger avellanas o buscar nidos, para ir a mirar por la ventana de la choza. El movimiento misterioso del telar les inspiraba cierto temor respetuoso; sin embargo, ese temor era compensado por un sentimiento agradable de superioridad desdeñosa que sentían, burlándose de los ruidos alternados de la máquina, así como del tejedor, cuya actitud se parecía a la del preso empleado en el molino de la disciplina.

A veces sucedía que Marner, al detenerse para arreglar algún hilo irregular, notaba la presencia de los chicuelos. Aunque fuera avaro de su tiempo, le desagradaba tanto que lo importunaran aquellos intrusos, que bajaba de su telar, abría la puerta y fijaba en ellos una mirada que bastaba siempre para nacerlos huir asustados. Porque, ¿cómo podrían creer que aquellos ojos negros y saltones del pálido rostro de Silas Marner no vieran en realidad claramente más que los objetos muy próximos? ¿Cómo no creer más probable, que su mirada fija y espantosa pudiera darle un calambre, el raquitismo a todo niño que se quedara atrasado?

Quizá les habían oído decir a sus padres, a medias palabras, que Silas Marner podía curar el reumatismo si quería, y agregar, más misteriosamente aún, que, si se sabía captarse a aquel diablo, podía evitar los gastos de médico.

Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia difícilmente la idea de poder con la bondad.

La concepción obscura de un poder del que se puede conseguir, mediante mucha persuasión, que se abstenga de hacer daño, es la forma que el sentimiento de lo invisible crea más fácilmente en el espíritu de los hombres que han estado siempre más urgidos por las primeras necesidades, y cuya vida de duro trabajo no ha sido nunca iluminada por el entusiasmo de ninguna fe religiosa.

El dolor y el infortunio ofrecen a esas gentes un dominio de posibilidades mucho más vasto que el de la alegría y el placer; el campo de su imaginación es casi estéril en imágenes que alimenten los deseos y las esperanzas, mientras que está cubierto de recuerdos que son el eterno pasto del temor. «¿No existe alguna cosa que os agradaría comer?», le preguntaron a un viejo campesino que estaba muy enfermo y que había rechazado todos los alimentos que su mujer le había ofrecido. «No—contestó—, nunca he estado acostumbrado más que al alimento ordinario; y ya no lo puedo comer.» Su género de vida no había despertado en él ningún deseo de evocar el fantasma del apetito.

Y Raveloe era un lugar en que muchos antiguos ecos se habían retrasado, sin que los ahogaran las voces nuevas. No es que fuera una de esas parroquias estériles, relegadas en los confines de la civilización, en las que vivían los flacos carneros y escasos pastores. Por el contrario, era una aldea situada en la rica llanura central del país que nos complacemos en llamar la Alegre Inglaterra, en la que había granjas que, consideradas del punto de vista espiritual, pagaban al clero diezmos muy deseables. Pero estaba situado en una hondonada tranquila y poblada de bosques, a una buena hora de todo camino para jinetes, en un sitio a que no podían llegar ni los toques del cuerno de la diligencia, ni los ecos de la opinión pública.

Era Raveloe una aldea de aspecto importante, en el corazón de la cual se alzaban una bella y antigua iglesia, con un vasto cementerio, así como dos o tres grandes edificios construidos de piedra y ladrillo, cuyos techos estaban adornados con veletas y los huertos bien cercados de paredes. Esas habitaciones estaban situadas junto al camino, y sus fachadas se erguían con más majestad que el presbiterio, cuya cima emergía en medio de los árboles, del otro lado del cementerio. Raveloe era una parroquia que indicaba en seguida la categoría de sus principales habitantes. Informaba al ojo experimentado que no había gran parque ni castillo en el vecindario, pero que contaba con varios jefes de familia que podían, a su capricho, malbaratar sus tierras, sacando, sin embargo, en aquellos tiempos de guerra, bastante dinero de su mala explotación, como para llevar vida holgada y celebrar alegremente las fiestas de Navidad, de la de Pentecostés y de Pascuas. Hacía ya quince años que Silas Marner vivía en Raveloe. No era, cuando allí llegó, más que un joven pálido, de ojos negros, salientes y miopes, cuya fisonomía no hubiera tenido nada de extraño para gentes de cultura y experiencia comunes; pero para los campesinos, entre los que había ido a establecerse, tenía algo de particular y misterioso que respondía a la naturaleza excepcional de su profesión, y a su llegada de una región desconocida, llamada «el norte».

Lo propio pasaba con su modo de vivir; no invitaba nunca a nadie a que salvara su umbral, y no salía nunca a vagar por la aldea para beber un jarro de cerveza en la taberna del Arco Iris o charlar en casa del carretonero.

No buscaba nunca a hombre ni a mujer como no fuera para las necesidades de su profesión, o a fin de proporcionarse lo que necesitaba, y las mozas de Raveloe pronto se persuadieron de que jamás obligaría a ninguna a casarse con él contra su voluntad, tal cual si las hubiera oído declarar que no se casarían nunca con un muerto resucitado.

Esta manera de considerar la persona de Marner no era otro motivo que la palidez de su rostro y sus ojos singulares, porque Jacobo Rodney, el matador de topos, afirmaba lo que sigue: Una tarde, al volver a su casa, había visto a Silas apoyado contra una cerca, con el pesado fardo al hombro, en lugar de colocarlo sobre la cerca, como hubiera hecho un hombre que estuviera en su juicio; después, al acercarse, vio que los ojos del tejedor estaban inmóviles como los de un muerto; en seguida le habló, lo sacudió y notó que sus miembros estaban rígidos, y que las manos apretaban el saco como si fuesen de hierro; pero, precisamente en el momento en que acababa de convencerse de que Marner estaba muerto, éste recobró sus sentidos, le dio las buenas noches y se marchó.

Rodney juraba que había sido testigo de todo esto; y era tanto más creíble cuanto que agregaba que la cosa había sucedido el mismo día en que había ido a cazar topos en la sierra del squire Gass, allá cerca del viejo foso de los aserradores.

Algunas personas decían que Marner debía haber tenido un «ataque», palabra que parecía explicar cosas de otro modo increíbles; pero el señor Macey, gran argumentador y chantre de la parroquia, sacudía la cabeza con incredulidad, y preguntaba si se había visto nunca a nadie perder sus facultades sin que rodara al suelo. Un ataque era una parálisis, no cabía duda, y era propio de la parálisis privar en parte a un individuo del uso de sus miembros, quedando a cargo de la parroquia, si no tenía hijos para ir en su ayuda.

No, no; una parálisis no deja a un hombre firme sobre las piernas, como un caballo entre las varas de un carro, ni le dejaría luego marcharse, así que se le pudiera decir «¡arre!» Pero quizá hubiera algo así como que el alma del hombre, que se librara del cuerpo, saliera y entrara, lo mismo que un pájaro que sale y vuelve a su nido. Así era como las gentes se volvían muy instruidas, porque libres entonces de su envoltura corporal iban a la escuela de los que podían enseñarles más cosas de las que sus vecinos podían aprender con ayuda de sus cinco sentidos y del pastor. Y, ¿dónde había adquirido maese Marner su conocimiento de las plantas y también el de los hechizos, cuando se le ocurría darlos? No había nada en lo que contaba Jacobo Rodney capaz de sorprender a los que habían visto cómo Marner había curado a Sally Oates, y la había hecho dormir como un niño, cuando el corazón de aquella mujer latía como para partirle el pecho desde hacía dos meses y más que la asistía el doctor. Marner era capaz de curar otras personas si quería; en todo caso era bueno hablarle, con suavidad, siquiera para evitar que hiciera daño.

A ese temor vago debía Marner en parte el estar al abrigo de las persecuciones que su singularidad hubiera podido atraerle; pero más aún lo debía a una circunstancia particular. El viejo tejedor de Tarley, parroquia próxima a Raveloe, había muerto; por lo tanto, la profesión de Silas, cuando se estableció, hizo que fuera el bien venido para las más ricas señoras de los alrededores, y aun para las campesinas más previsoras, que tenían, al fin del año, su pequeña provisión de hilo.

La utilidad que le reconocían, hubiera neutralizado toda repugnancia o toda sospecha a su respecto, que no fuera conformada por falta en la calidad o cantidad del tejido que les hacía.

Transcurrieron los años sin producir ningún cambio en la impresión que causara en los vecinos, a no ser el paso de la novedad a la costumbre. Al cabo de quince años, las gentes de Raveloe decían de Marner exactamente las mismas cosas que al principio; no las decían tan a menudo, pero creían tan firmemente en ellas cuando les acontecía decirlas. Los años sólo habían agregado un hecho importante, a saber: que maese Marner había juntado en algunas partes una bonita suma de dinero, y que si quisiera podría comprar los bienes de los que se daban más importancia que él.

Pero, mientras que la opinión pública había permanecido casi estacionaria a su respecto, y que los hábitos cotidianos no habían presentado cambios apreciables, la vida interior del tejedor había tenido su historia o su metamorfosis, como la vida interior de toda naturaleza ardiente, que ha buscado la soledad o que ha sido condenada a ella, debe tener necesariamente la suya. Su existencia, antes de su llegada a Raveloe, había estado llena por el movimiento, la actividad del espíritu y las relaciones íntimas que en ese tiempo, como en nuestros días, distinguían la existencia de un artesano incorporado desde temprano en una secta religiosa, de miras estrechas, en que el laico más pobre tiene probabilidades de hacerse notar por el talento o la palabra, y en la que por lo menos influye su voto silencioso en el gobierno de la comunidad.

Marner era muy estimado por aquel pequeño mundo que, para sus miembros, constituía el Patio de la Linterna. Se le consideraba como un joven de vida ejemplar y de una fe ardiente; y un interés popular se había concentrado siempre en él, después que en una reunión piadosa había caído en un estado misterioso de rigidez y de insensibilidad, estado en que había permanecido una hora o más, y que había creído fuera la muerte.

Si se hubiera tratado de darle a aquel fenómeno una explicación médica, aquello hubiera sido considerado por el mismo Silas, por el pastor y los demás miembros de la congregación, como un abandono voluntario del significado espiritual, que podía explicar el hecho. Silas era evidentemente un hermano elegido para un ministerio particular, y bien que los esfuerzos para interpretar su naturaleza fueran desalentados por la ausencia de toda visión espiritual durante su éxtasis exterior, sin embargo, creía como los demás que el resultado se manifestaba en su alma por un aumento de luz y de fervor.

Un hombre menos sincero que Marner se hubiera sentido tentado a crear en seguida una visión que tuviera apariencias de remembranza, y un espíritu menos sano hubiera podido creer en semejante creación. Pero Silas era a la vez sano de espíritu y honrado; sólo que en él, como en muchos hombres fervientes y sinceros, la cultura intelectual no había trazado un curso particular al sentimiento religioso, de manera que éste se esparcía por la vía reservada a la investigación y a la ciencia.

Había heredado de su madre un cierto conocimiento de las plantas medicinales y de su preparación, pequeño caudal de sabiduría que ella le había transmitido como un legado solemne. Sin embargo, desde hacía algunos años tenía dudas respecto al derecho de usar de aquella ciencia, creyendo que las plantas no podían hacer ningún efecto sin el rezo y que el rezo debía bastar sin las plantas; así es que sus delicias hereditarias de vagar por los campos para recoger la digital, el acónito y el mastuerzo, comenzaron a revestir ante sus ojos las formas de la tentación.

Entre los miembros de su iglesia se encontraba un joven algo mayor que él, con el que vivía desde hacía tiempo en una amistad tan íntima, que los hermanos del Patio de la Linterna tenían la costumbre de llamarlos David y Jonatás. El verdadero nombre de ese amigo era William Dane. El era considerado igualmente como un modelo de piedad juvenil, bien que estuviera dispuesto a mostrarse un tanto severo con los hermanos más jóvenes que él, y a deslumbrarse tanto con sus propias luces, que se creía más sabio que sus maestros.

Pero, sea cuales fueran las imperfecciones que otros descubrieran en William, en el espíritu de su amigo era perfecto, porque Marner era una de esas naturalezas impresionables y que dudan de sí mismas que, en la edad de corta experiencia, admiran la autoridad y se forman un apoyo en la contradicción.

La expresión de sencillez confiada de la fisonomía de Marner—expresión realzada por la ausencia de observación propia, por la mirada sin defensa, mirada de ciervo, que pertenece a los grandes ojos prominentes—formaba un contraste chocante con la represión voluntaria de la satisfacción interior, que se disimulaba apenas en los pequeños ojos oblicuos y en los labios contraídos de William Dane. Uno de los temas de la conversación más frecuente entre los dos amigos, era la certidumbre de esa salvación: Silas confesaba que no podía llegar nunca más que una mezcla de esperanza y de temor, y escuchaba a William con una admiración llena de deseo, cuando éste declaraba que había tenido siempre la convicción inquebrantable de su salvación, desde que en la época de su conversación, había soñado que las palabras «llamado y sin duda elegido» se presentaban ante sus ojos sobre una página blanca de la Biblia abierta. Diálogos así han ocupado a más de una pareja de tejedores, de rostro pálido, cuyas almas incultas parecían pequeñas criaturas recientemente aladas, revoloteando abandonadas en el crepúsculo.

Habíale parecido al confiado Silas que su amistad no se había enfriado, aun después que un nuevo afecto, de naturaleza más íntima, había brotado en su corazón.

Desde hacía algunos meses estaba comprometido con una joven sirvienta y los dos no esperaban para casarse más que el momento en que sus economías fueran bastante grandes. Silas tenía vivo placer en que Sara no hiciera ninguna objeción a la presencia accidental de William durante sus entrevistas de los domingos. Fue en esa época de su vida que tuvo lugar el ataque de catalepsia durante la reunión piadosa. Entre las preguntas y las muestras de interés que los miembros de la congregación le dirigieron o le expresaron, sólo la opinión sugerida por William estuvo en desacuerdo con la simpatía general, demostrada a un hermano así elegido para un ministerio particular. Hizo observar que, a su entender, aquel éxtasis más bien se parecía a una manifestación de Satanás, que a una prueba del favor divino, y exhortó a su amigo a que buscara si no ocultaba nada maldito en su corazón.

Silas, sintiéndose obligado a aceptar la censura y la advertencia como un servicio fraternal, no tuvo ningún resentimiento. Sólo sintió al ver las dudas que William alimentaba a su respecto. A esto vino a agregarse una cierta inquietud, cuando descubrió que la conducta de Sara para con él comenzaba a traicionar una extraña fluctuación: ora hacía esfuerzos para demostrarle mayor afecto, ora dejaba notar signos involuntarios de repulsión y de hastío. Silas le preguntó si deseaba romper su compromiso; pero ella dijo que no; el compromiso era conocido en la iglesia y había sido confirmado en las reuniones piadosas. Para romperlo hubiera sido necesario hacer una encuesta severa, y Sara no tenía ninguna razón que dar, que pudiera ser sancionada por el sentimiento de la comunidad.

Por esa época, el decano de los diáconos cayó gravemente enfermo. Como era viudo y sin hijos fue cuidado noche y día por los hermanos y hermanas más jóvenes de la comunidad. Silas y William iban con frecuencia a velar durante la noche, reemplazando el uno al otro a las dos de la mañana. El anciano, contra lo que todos creían, parecía estar en vías de salvarse, cuando una noche Silas, sentado a la cabecera del enfermo, notó que la respiración de éste, que era generalmente perceptible, había cesado. La vela estaba casi consumida; tuvo que incorporarse para ver claramente el rostro del diácono. Aquel examen lo persuadió de que el anciano estaba muerto, muerto desde hacía algún rato, porque sus miembros estaban rígidos.

Silas se preguntó si no se habría dormido y miró el reloj; eran ya las cuatro de la mañana. ¿Cómo era que William no había ido? Lleno de inquietud fue a buscar socorro.

Muy luego, varios amigos, y entre ellos el pastor, se encontraron reunidos en la casa. Por su parte, Silas volvió a su casa, sintiendo no haber encontrado a William para saber el motivo de su ausencia. Pero a eso de las seis de la mañana, cuando pensaba en ir a buscar a su amigo, llegó William, y el pastor junto con él.

Iban a invitar a Marner para que fuera al Patio de la Linterna, a la asamblea de los miembros de la congregación.

Como preguntara la causa de aquella convocatoria, se le dijo simplemente: «Ahora lo sabréis».

No se pronunció una palabra más, antes de que Silas estuviera sentado en la sacristía, frente al pastor y bajo las miradas fijas y solemnes de aquellos que, ante sus ojos, representaban al pueblo de Dios.

Entonces el pastor, sacando un cuchillo del bolsillo, se lo mostró a Silas, preguntándole si recordaba dónde había dejado aquel cuchillo.

Silas respondió que no recordaba haberlo dejado en otra parte más que en su bolsillo; sin embargo, aquella extraña interrogación lo hizo estremecer.

Se le exhortó a que no ocultara su pecado, y que lo confesara y arrepintiera. El cuchillo había sido encontrado cerca del difunto diácono, en el sitio en que había depositado la bolsa que contenía el dinero de la iglesia, y que el propio pastor había visto el día precedente. Alguien se había llevado la bolsa, y, ¿quién podía ser, sino aquél a quien pertenecía el cuchillo? Durante un rato Silas permaneció mudo de sorpresa. Después dijo:

—Dios me justificará; nada sé respecto de la presencia de mi cuchillo en ese sitio, ni de la desaparición del dinero. Registradme, registrad mi casa: no encontraréis más que tres libras esterlinas y cinco chelines, fruto de mis economías, suma que poseo desde hace seis meses, como William lo sabe.

Al oír estas palabras, William produjo un murmullo de desaprobación; pero el pastor le dijo a Silas:

—Las pruebas para vos son aplastadoras, mi hermano Marner. El dinero ha sido sacado esta noche, y no había más persona que vos junto a nuestro hermano difunto; porque William Dane nos ha declarado que una indisposición repentina le impidió ir a reemplazaros, como de costumbre. Vos mismo declarasteis que no había ido, y además, abandonasteis el cuerpo del difunto.

—Es forzoso que me haya dormido—dijo Silas—, o bien que haya estado bajo la influencia de una manifestación espiritual parecida a aquella de que fui objeto ante los ojos de todos vosotros, de modo que el ladrón debe haber entrado y salido mientras yo no estaba en mi cuerpo; pero sí mi cuerpo. Sin embargo, lo repito otra vez; buscad en mi casa, porque no he ido a otra parte.

Se hizo el registro, el cual terminó con el descubrimiento que hizo Silas de la bolsa vacía y escondida tras de la cómoda, en el cuarto de Silas. Después de esto, William exhortó a su hermano a confesar su falta, y a no ocultarla más largo tiempo. Silas dirigió a su amigo una mirada de vivo reproche, diciéndole:

—William, desde hace nueve años que vivimos juntos, ¿me habéis oído nunca decir una mentira? Pero Dios me justificará.

—Mi hermano—le dijo William—, ¿cómo hubiera podido saber lo que habéis hecho en las celdas secretas de nuestro corazón, para darle a Satanás ventajas sobre vos?

Silas miraba a su amigo. De pronto un vivo sonrojo se esparció por su rostro, e iba a hablar con impetuosidad, cuando una conmoción interior, que disipó aquel sonrojo y le hizo temblar, pareció detenerle de nuevo. En fin, dijo con voz débil, mirando fijamente a William:

—Ahora me acuerdo, el cuchillo no estaba en mi bolsillo.

William respondió:

—No sé lo que queréis decir.

Entretanto, las otras personas presentes se pusieron a preguntar a Silas Marner dónde, según él, se encontraba el cuchillo; pero no quiso dar otra explicación. Agregó solamente:

—Estoy cruelmente herido, no puedo decir nada. Dios me justificará.

La asamblea, de regreso en la sacristía, deliberó nuevamente. Toda apelación a las medidas legales, con el fin de establecer la culpabilidad de Silas, era contraria a los principios de la iglesia del Patio de la Linterna. Según esos principios, era prohibido recurrir a la justicia contra los cristianos, aun cuando el hecho resultara menos escandaloso para la comunidad. Sin embargo, era obligación de sus miembros el tomar otras medidas a fin de descubrir la verdad, y resolvieron orar y «echar la suerte».

Esta resolución sólo sorprenderá a las personas extrañas a esa obscura vida religiosa que se desarrolla en las callejuelas de nuestras ciudades. Silas se arrodilló junto con sus hermanos, contando con la intervención directa de la divinidad para probar su inocencia; pero sintiendo que, a pesar de todo, tendría que sufrir aflicciones y dolores, y que su confianza en la humanidad acababa de ser cruelmente herida. La suerte declaró que Silas Marner era culpable. Fue solamente excluido de la secta, y se le compelió a devolver el dinero robado; sólo cuando confesara su falta, en señal de arrepentimiento, podría ser recibido de nuevo en el seno de la Iglesia. Marner escuchó en silencio. Por último, cuando todos se levantaron para marcharse, Silas se adelantó hacia William Dane, y, con voz que la agitación hacía temblar, dijo:

—La última vez que me serví de mi cuchillo, lo recuerdo bien, fue para cortaros una tira de lienzo. No recuerdo haberlo vuelto a mi bolsillo. Sois vos quien habéis robado el dinero y urdido un complot para atribuirme ese pecado. Pero a pesar de eso podréis prosperar; no existe un Dios de justicia que gobierne la tierra con equidad; sólo existe un Dios de mentira, que da falsos testimonios contra el inocente.

Aquella blasfemia produjo una impresión de horror general.

William dijo con humildad:

—Dejo a mis hermanos la tarea de que juzguen si ésta es o no la voz de Satanás. Sólo puedo rogar por vos, Silas.

El pobre Marner salió con esta desesperación en el alma; con este desengaño en la confianza puesta en Dios y en la humanidad, que casi raya en la locura de una naturaleza afectuosa. Con el corazón amargamente herido, se dijo: «Ella también me rechazará». Y pensó que si Sara no creía en el testimonio dado contra él, toda la fe de aquella joven tenía que subvertirse como la suya.

Para las personas acostumbradas a razonar respecto de las formas que sus sentimientos religiosos han revestido, es difícil darse cuenta de ese estado simple y natural en que la forma y el sentimiento no han sido separados nunca por un acto de reflexión. Nos sentimos inevitablemente inclinados a creer que un hombre, en la situación de Marner, hubiera comenzado por poner en duda la validez de un llamamiento hecho a la justicia divina tirando a la suerte. Pero no hubiera sido para él un esfuerzo de libre pensamiento tal como jamás lo había intentado; y hubiera tenido que hacer ese esfuerzo en un momento en que toda su energía se hallaba absorbida por las angustias de su fe perdida. Si hay un ángel que registre los dolores y los pecados de los hombres, tiene que saber cuán numerosos e intensos son los pesares que causan las ideas falsas, de que nadie es culpable.

Marner se volvió a su casa. Durante un día entero permaneció sentado, solo, aturdido por la desesperación, sin sentir ningún deseo de ir a ver a Sara para tratar de hacerle creer en su inocencia.

El segundo día, buscó un refugio contra la incredulidad que lo amodorraba, sentándose en su telar y poniéndose a trabajar sin reposo, como de costumbre.

Pocas horas después, el pastor, acompañado por uno de los diáconos, iba a llevarle un mensaje de Sara, informándole que ella consideraba roto su compromiso con él. Silas recibió el mensaje en silencio. Apartando en seguida la mirada que había fijado en los mensajeros, volvió a ponerse al trabajo.

Al cabo de un mes Sara casó con William Dane, y muy luego, los hermanos del Patio de la Linterna supieron que Silas Marner había abandonado la ciudad.

II

Es algunas veces difícil, aun a las personas cuya existencia ha sido amplificada por la instrucción, el mantener con firmeza sus opiniones sobre la vida, su fe en lo invisible, y el sentimiento que realmente les causaran las alegrías y los pesares del pasado, cuando son bruscamente trasladados a otro país.

Porque allí, las gentes que los rodean no saben nada a su respecto y no comparten ninguna de sus ideas; allí, además, la madre tierra, presenta otro seno, y la vida humana reviste otras formas que aquellas que alimentaron sus corazones.

Las almas arrancadas a su antigua fe y a sus antiguos afectos, han buscado quizá esa influencia del destierro, que, como el agua de Leteo, borra el pasado. Ella lo torna confuso, porque aquellos símbolos se han desvanecido, y también torna vago el presente, porque no lo sostiene ningún recuerdo. Pero, ni aun la experiencia de esas almas les permite figurarse claramente lo que sintió un simple tejedor como Silas Marner, cuando abandonó su pueblo y sus amigos para irse a establecer a Raveloe.

Nada más distinto de su ciudad natal, situada en una de las faldas de las colinas que se extendían a lo lejos, como aquella región baja y boscosa, en que los cercos y los árboles de follaje espeso la ocultaban a la vista del cielo.

Cuando se levantaba, en la tranquilidad profunda de la mañana, miraba afuera las zarzas cubiertas de rocío, y las matas vigorosas de hierbas; no veía nada que pudiese tener relación con aquella vida concentrada en el Patio de la Linterna, aquella vida que antes era el santuario de las altas dispensaciones en su favor. Los muros blanqueados; los pequeños bancos, en que las personas que se tenía costumbre de ver entraban evitando el roce de sus vestidos, y donde una primera vez bien conocida, y luego otra y otra, hacían su pequeña oración, cada una en su tono particular, pronunciando frases ocultas y familiares, como el amuleto llevado sobre el corazón; el púlpito en que se postran, inclinándose hacia un lado y otro, hojeando la Biblia según su costumbre, dispersaba una doctrina incontestada; hasta las pausas entre las estrofas del himno, mientras que se lo leía, y la elevación intermitente de la voz durante el canto; todo eso había sido para Marner el camino de las influencias divinas; era el alimento y el refugio de sus emociones religiosas, el cristianismo y el reino de Dios en la tierra.

Un tejedor que encuentra frases difíciles de comprender en su libro de himnos, no sabe nada de las abstracciones: es como el niño que nada sabe del amor maternal, y no conoce más que un rostro y un seno hacia los cuales tiende los brazos para buscar en ellos un refugio y alimento.

¿Y qué cosa podrá haber más distinta en aquel mundo del Patio de la Linterna que aquel mundo de Raveloe? Pastores que parecían vivir la ociosidad en medio de una abundancia descuidada; la gran iglesia rodeada de un vasto cementerio, y que los aldeanos miraban vagando delante de sus puertas durante los oficios; los cortijeros de rostro rubicundo, los unos caminando lentamente por las calles; los otros entrando a la taberna del Arco Iris, habitaciones en que los hombres cenaban copiosamente y dormían de noche a la luz del hogar, y donde, las mujeres parecían acopiar una provisión de ropa para la vida futura.

No había labios en Raveloe que pudieran dejar caer una palabra capaz de despertar la fe adormecida de Marner, y hacer experimentar una sensación de dolor.

En las primeras edades del mundo, como es sabido, se creía que cada territorio estaba habitado y gobernado por sus propias divinidades. Así es que un hombre que atravesara las alturas limítrofes, podía encontrarse fuera del alcance de los dioses de su país, cuya presencia estaba confinada en las corrientes de agua, en las colinas y en el seno de los sotos, en cuyo seno había vivido desde su nacimiento. Y el pobre Silas sentía algo que no carecía de parecido con los sentimientos de esos hombres primitivos, cuando, impulsado por el miedo o por su humor sombrío, huían de ese modo las miradas de una divinidad enemiga.

Le parecía que el poder en que había puesto en vano su confianza, en las calles de su ciudad y en las reuniones piadosas, se encontraba muy lejos de aquella tierra en que se había refugiado, en que los hombres vivían despreocupados, en la abundancia, sin saber nada y sin sentir la necesidad de aquella confianza que para él se había convertido en amargura. Las pocas luces que poseía esparcían sus rayos tan débilmente, que su creencia perdida formaba una niebla bastante espesa como para formar en su alma las tinieblas de la noche.

Su primer movimiento, después del choque, fue ponerse a trabajar. Después continuó en la labor sin remisión. Ahora ya no se preguntaba para qué había ido a Raveloe; tejía hasta altas horas de la noche para acabar la pieza de lienzo de mesa que le encargara la señora Osgood antes de la fecha prometida, sin pensar en el dinero que se le daría por su trabajo.

Parecía tejer como la araña, por instinto, sin reflexión. El trabajo que todo hombre prosigue con asiduidad, tiende, de ese modo, a volverse un fin por sí mismo, haciéndole salvar de este modo los vacíos sin atractivos de su existencia. La mano de Silas se complacía en manejar la lanzadera, y sus ojos se distraían al ver los pequeños cuadros del tejido completarse bajo sus esfuerzos.

Además, había que satisfacer las exigencias del hambre, y Silas, en su soledad, tenía que proporcionarse su desayuno, su almuerzo, y su comida, ir a buscar agua al pozo y poner la olla sobre el fuego. Todas esas necesidades imperiosas, junto con el trabajo en el telar, contribuían a reducir su vida a la actividad ciega de un insecto tejedor. Odiaba la idea del pasado, nada lo impulsaba a amar a los extraños en medio de los cuales vivía, o asociarse con ellos; y el porvenir sólo era tinieblas, porque ningún amor invisible pesaba en él. Sus pensamientos estaban detenidos por una perplejidad completa, ahora que su camino estrecho de antaño estaba cerrado, y sus efectos parecían haber sido aniquilados por el golpe que había lacerado sus fibras más sensibles.

Por fin, el lienzo de mesa de la señora Osgood fue terminado, y Silas recibió oro en pago. Su ganancia, en su ciudad natal, donde trabajaba para un mayorista, era menos que en Raveloe; se le pagaba por semana, y una gran parte de aquel salario hebdomadario se iba en obras de piedad y de caridad. Ahora, por primera vez en su vida, le habían puesto cinco hermosas guineas en la mano; nadie se proponía compartirlas con él, y él no quería lo bastante a ningún hombre para ofrecerle una parte. Pero, ¿qué valor tenían las guineas ante los ojos de Marner, que no veía más perspectiva que la de innumerables días de trabajo en su telar?

Era inútil que se hiciera esta pregunta, porque le era agradable recibirlas en el hueco de su mano y mirar sus efigies brillantes. Eran suyas por completo: constituían otro elemento de su existencia, análogo al trabajo y a la satisfacción del hombre, un elemento de naturaleza completamente extraño a la vida de creencia y de amor de que estaba privado.

El tejedor había conocido el contacto del dinero penosamente ganado, aun antes de que la palma de su mano se hubiera desarrollado por completo. Durante años, el dinero misterioso había sido para él un símbolo de los bienes terrenales y el objeto inmediato del trabajo.

Marner parecía estimarlo poco en los días en que cada penique tenía para él su destino; porque ese destino, lo amaba entonces. Pero ahora que todo objeto había desaparecido, aquel hábito de esperar el dinero y de recibirle con el sentimiento del esfuerzo cumplido, formaba un suelo bastante profundo para recibir las semillas del deseo; así fue que Silas, al volver a su casa a través de los campos, durante el crepúsculo, sacó el dinero de su bolsillo y le pareció que brillaba más en la obscuridad creciente.

Por esta época se produjo un incidente que pareció hacer posibles las relaciones amistosas entre él y sus vecinos. Un día que llevaba a remendar un par de zapatos, vio a la mujer del zapatero sentada junto al fuego, presa de los síntomas terribles de una enfermedad al corazón y de la hidropesía, síntomas que Silas había observado en su propia madre, y que habían sido los anunciadores de su muerte.

Aquella vista y aquel recuerdo le inspiraron un arranque de piedad. Recordó el alivio que la enferma había sentido tomando una preparación sencilla de digital, le prometió a Sally Oates que le llevaría algo que le haría bien, puesto que las medicinas del doctor no la mejoraban. Al hacer aquel acto de caridad, Silas sintió por primera vez, desde su llegada a Raveloe, un sentimiento que, al unir su vida presente a su vida pasada, hubiera podido comenzar a librarlo de aquella especie de existencia de insecto, en que su naturaleza había degenerado.

Entretanto, la enfermedad de Sally Oates lo había elevado al rango de un personaje muy interesante, muy importante en el vecindario, y el hecho de que había mejorado bebiendo la droga de Silas, se volvió un tema general de conversación. Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos. Todos iban a verla cuando los niños tenían convulsiones. Silas Marner debía ser una persona como ella; porque, ¿cómo sabía lo que le devolvería la respiración a Sally Oates, si no poseía algo más que eso? La bruja conocía palabras que murmuraba muy despacio, de modo que no se le podía oír nada. Si al mismo tiempo ataba un hilo encarnado alrededor del dedo gordo del pie del niño, éste quedaba libre de la hidropesía del cerebro. Había además en Raveloe unas mujeres que habían usado unas almohadillas de la bruja, atadas al cuello, lo que dio por resultado que nunca tuvieran un hijo idiota como el de Ana Coulter. Silas Marner era probablemente capaz de hacer otro tanto, y aun más; ahora se veía muy bien por qué había venido de un país desconocido, y por qué tenía una fisonomía tan rara. Pero era preciso que Sally Oates no se lo fuera a decir al señor Kimble, porque el doctor no tomaría a bien lo que había hecho Marner. Siempre estaba irritado contra la bruja, y amenazaba a los que iban a consultarle con no volverlos a asistir.

Silas se vio entonces bruscamente asaltado en su choza, ya sea por madres que deseaban que, por medio de sortilegios, les curara la tos convulsa a sus hijos, o que a ellas mismas les hiciera bajar la leche; ya sea por hombres que necesitaban drogas contra los reumatismos o los nudos en los dedos.

Para evitar una negativa, los solicitantes llevaban dinero en el hueco de la mano.

Silas hubiera podido hacer un proficuo comercio con sus hechizos supuestos y su pequeña lista de drogas; pero el dinero ganado de ese modo no le tentaba.

Nunca había tenido malas inclinaciones, y con irritación creciente, despedía a las gentes unas tras otras, porque la noticia de que era brujo se había esparcido hasta Tarley; así es que transcurrió mucho tiempo antes de que se dejara de hacer largos trayectos con el objeto de pedirle ayuda.

Entonces, la esperanza en su poder oculto se convirtió en temor. No se le creía absolutamente cuando afirmaba que no conocía hechizos, y que no podía hacer curas, y toda persona, hombre o mujer, que tenía un ataque o le ocurría un accidente después de haberse dirigido a él, atribuía aquella desgracia a las miradas irritadas de maese Marner. De modo que aquel movimiento de piedad por Sally Oates, que le había inspirado un sentimiento efímero de fraternidad, aumentó la repulsión que existía entre él y sus vecinos, volviendo más completo su aislamiento.

Poco a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?

Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.

Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.

Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.

Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.

No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.

Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.

Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.

El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».

Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.

Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.

Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.

Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.

¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.

Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.

Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.

¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.

Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.

III

El personaje más importante de Raveloe era el squire Cass, que vivía en una gran casa roja que tenía un bonito atrio al frente y altas caballerizas al fondo, casi en frente de la iglesia.

Había otros terratenientes en la parroquia, pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.

Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.

Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.

Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.

Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.

En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.

Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.

Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Koja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.

Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.

Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.

Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.

En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.

Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.

En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.

Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.

La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.

—¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.

—Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?

—¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia, ¿qué os parece? Puesto que fuisteis lo bastante bueno para entregármelo, no me neguéis la amabilidad de devolverlo en mi lugar; ya sabéis que fue por amor fraternal que procedisteis así.

Godfrey se mordió los labios y apretó los puños.

—No os acerquéis mirándome de ese modo, porque os aplasto.

—¡Oh! no, seríais incapaz de hacer eso—dijo Dunsey, girando sin embargo sobre los talones para alejarse—; bien sabéis que soy muy buen hermano. Podría haceros arrojar de casa y de la familia, y haceros desheredar cuando quisiera. Sí, yo le contaré al squire cómo se casó su hijo mayor con la linda Molly Tarren, y cuán desgraciada ha sido, pero que no ha podido vivir con esa esposa borracha; me deslizaría en vuestro lugar lo más cómodamente posible. Pero ya lo veis, me callo; soy tan conciliador y tan bueno. Estoy seguro de que lo haréis todo por mí. Estoy seguro de que os proporcionaréis por mí esas cien libras esterlinas.

—¿Cómo puedo proporcionarme ese dinero?—dijo Godfrey, trémulo de rabia—. No tengo oficio ni beneficio. Y vos mentís al decir que os deslizaríais en mi lugar; os haríais echar vos también, nada más. Porque si vos os ponéis a llevar chismes, yo haré otro tanto. Bob es el hijo favorito, lo sabéis perfectamente. Mi padre se daría por muy satisfecho con no volveros a ver.

—Poco importa—dijo Dunsey inclinando la cabeza hacia un costado, mientras que miraba por la ventana—. Me sería muy agradable partir en vuestra compañía; sois un hermano tan guapo, y siempre nos ha agradado tanto disputarnos; no sabría qué hacer sin vos. Pero preferís que los dos nos quedemos en casa, ya lo sé. De manera que os arreglaréis de modo de conseguir esa pequeña suma de dinero, y voy a deciros hasta la vista, bien que deplore dejaros.

Dunstan se marchaba, pero Godfrey se precipitó tras él y lo tomó del brazo, diciendo con un juramento:

—Os digo que no tengo dinero... que no puedo procurarme dinero.

—Pedidle prestado al viejo Kimble.

—Os digo que no quiere prestarme más y que no lo pediré.

—Bueno, entonces vended a Relámpago.

—Sí, eso es fácil decirlo. Necesito el dinero inmediatamente.

—Pues bien, no tenéis más que montarlo en la cacería de mañana. Bryce y Keating estarán seguramente. Os harán más de una oferta.

—Eso es, y volveré a casa a las ocho de la noche, salpicado de barro hasta las narices. Voy al baile que da la señora de Osgood celebrando su día.

—¡Ah! ¡ah!—dijo Dunsey, volviendo la cabeza de lado y tratando de hablar con una vocecita aflautada—. Y la linda señorita Nancy estará allí, y bailaremos con ella, y le prometeremos no ser malo, y volveremos a entrar en favor y...

—Tened la lengua al hablar de la señorita Nancy, pedazo de tonto—dijo Godfrey rojo de cólera—, u os estrangulo.

—¿Para qué?—dijo Dunsey, siempre con tono afectado, pero tomando un látigo de sobre la mesa y golpeándose con el cabo en la palma de la mano—. Se os presenta una buena ocasión. Os aconsejo que entréis en sus gracias; eso ahorraría tiempo, si Molly llegara a beber una gota de láudano de más, y os dejara viudo. Poco le importaría a la señorita Nancy ser la segunda, si lo ignorara. Y vos tenéis un excelente hermano que guardará bien vuestro secreto, y vos seréis muy amable con él.

—Voy a deciros lo que pasa—dijo Godfrey trémulo y vuelto a ponerse pálido—. Mi paciencia está casi agotada. Si fuerais algo más vivo, sabríais que es posible llevar a un hombre demasiado lejos y hacerle tan fácil franquear este o aquel obstáculo. No estoy seguro de no encontrarme ya en este punto; yo puedo también revelarle todo al squire. Por lo menos, no me seguiréis molestando, si no consigo otra cosa. Y, al fin y al cabo, tendrá que saber la verdad. Ella me ha amenazado con venir a decírselo todo en persona. Por consiguiente, no os jactéis de que vuestro silencio valga el precio que se os ocurra asignarle. Me arrancáis mi dinero de tal modo que no me queda ninguno para apaciguar a esa mujer y un día cumplirá sus amenazas. Le diré todo a mi padre. En cuanto a vos, idos al diablo.

Dunsey se dio cuenta de que había ido más allá de lo que debía, y que había llegado a un extremo en que el propio Godfrey, el hombre irresoluto, era capaz de tomar una resolución. Sin embargo, dijo con indiferencia:

—Como queráis; pero ante todo, voy a beber un trago de cerveza.

Y después de haber llamado, se recostó en dos sillas y se puso a golpear la repisa de la ventana con el mango del látigo.

Godfrey había permanecido de pie, con la espalda vuelta al fuego, agitando los dedos con inquietud en medio del contenido de los bolsillos de su saco, y con la mirada fija en el suelo. Su alto cuerpo musculoso estaba lleno de coraje físico; sin embargo, no le sugería ninguna decisión cuando los peligros que había que afrontar no consistían en acogotar a alguien. Su irresolución natural y su cobardía moral eran exageradas por una situación cuyas consecuencias temibles parecían hacer presión de todos lados con la misma fuerza.

Su irritación lo hubiera llevado en seguida a desafiar a Dunstan, y a anticiparse a todas las denuncias, si las miserias que le acarrearía el proceder así no le hubieran parecido más insoportables que el mal actual. Los resultados de una confesión no eran dudosos, eran seguros, mientras que la denuncia permanecía incierta.

De aquella incertidumbre, considerada de cerca, cayó en la duda y en la irresolución con un sentimiento de reposo. El hijo desheredado de un pequeño squire, igualmente poco dispuesto a trabajar la tierra y a mendigar, se sentía casi tan impotente como un árbol desarraigado que, favorecido por el suelo y la atmósfera, se habría desarrollado considerablemente en el propio sitio en que antes sólo era un retoño. Quizá hubiera llegado a considerar con cierta alegría el tener que labrar la tierra, si le fuera dable obtener a Nancy Lammeter a ese precio. Pero, puesto que tenía que perderla sin remedio, hiciera lo que hiciera, y la herencia también, puesto que tenía que romper todo vínculo, menos el que lo desagradaba y le quitaba todo motivo para reformarse, no podía imaginar que le quedara, después de la confesión de su falta, otro porvenir más que enrolarse como voluntario. Esa era la determinación más desesperada, después del suicidio, ante los ojos de las familias honorables.

¡No! Más valía para él fiarse al azar que a su propia resolución; más valía seguir sentado al festín, bebiendo el vino que le agradaba, aun con la espada suspendida sobre la cabeza y el terror en el corazón, antes que precipitarse en las tinieblas en que todo placer quedaría perdido para siempre. La última concesión que pudo hacerle a Dunstan a propósito del caballo, comenzó a parecerle fácil al lado del cumplimiento de la amenaza de su hermano. Sin embargo, su orgullo no le consintió que reanudara la conversación sin continuar la disputa. Dunstan lo esperaba y bebía la cerveza a sorbos más pequeños que de costumbre.

—Es muy propio de vos—exclamó Godfrey con acento amargo—el hablar con tanta indiferencia de la venta de Relámpago, la última cosa que me sea lícito llamar mía, y el más lindo animal que he tenido en mi vida. Si tuvieseis un asomo de orgullo, os daría vergüenza ver vacías nuestras caballerizas y que todo el mundo se burle de ello. Pero tengo la convicción de que venderíais vuestra propia persona aunque sólo fuera por tener el placer de hacerle sentir a alguien que ha hecho un mal negocio.

—Sí—dijo Dunstan con mucha calma—, me estáis haciendo justicia, a lo que veo. Vos sabéis que soy una perla cuando se trata de engatusar a las gentes para realizar un negocio. Es por esta razón que os aconsejo que me dejéis a mí el encargo de vender a Relámpago. Lo montaré mañana en la cacería, reemplazándoos, con mucho gusto. No tendré tanta apostura como vos en la silla, pero se admirará más al caballo que al jinete.

—Sí, eso es... ¡Confiaros mi caballo!

—Como gustéis—dijo Dunstan poniéndose a golpear otra vez el antepecho de la ventana, con aire del todo indiferente—. Sois vos mismo quien debe devolver el dinero a Fowler; eso no es cuenta mía. Vos recibisteis ese dinero cuando fuisteis a Bramcote, y fuisteis vos mismo quien le dijo al squire que no os habían pagado esa suma. Yo no tengo nada que ver con eso; vos tuvisteis la bondad de darme ese dinero, dejad eso quieto, a mí me es indiferente. Yo sólo trataba de serviros vendiendo el caballo, sabía que mañana no es cómodo ir tan lejos.

Godfrey permaneció en silencio durante un rato. Quería arrojarse sobre Dunstan, arrancarle el látigo de la mano, darle de azotes hasta ponerlo a dos dedos de la muerte, y ningún temor corporal lo hubiera detenido, si otra suerte de miedo, alimentado por sentimientos que podían más que su ira, no hubieran dominado su voluntad. Cuando volvió a hablar fue en tono casi conciliador.

—Bueno, no tenéis en la cabeza ninguna locura respecto del caballo, ¿eh? ¿Lo venderéis bien lealmente y me entregaréis el precio? De otro modo, ya lo sabéis, todo se lo llevará el diablo, porque no tengo otra tabla de salvación. Os agradará menos el desplomarme la casa encima, sabiendo que también os apretará a vos.

—Sí, sí, muy bien—dijo Dunstan, poniéndose de pie—.Estaba cierto de que acabaríais por mostraros razonable. Yo soy hombre capaz de hacerle tragar el anzuelo al viejo Bryce. Voy a conseguiros ciento veinte libras esterlinas por vuestro caballo, tan fácilmente como conseguiría un penique.

—Pero quizás lluevan chispas como llovió ayer; en tal caso no podréis ir a la cacería—dijo Godfrey, sin darse cuenta de si deseaba o no que surgiera ese impedimento.

—¡Llover!—exclamó Dunstan—, nada de eso, siempre he tenido suerte con el tiempo. Llovería, sin duda, si pensarais ir vos. Jamás tenéis triunfos en vuestros juegos, bien lo sabéis, porque yo los tengo todos. Vos ponéis la belleza y yo la muerte, de manera que tenéis que guardarme a vuestro lado como «porte-bonheur». ¡Bah! jamás haréis nada bueno sin mí.

—¡Que el diablo os confunda! Tened la lengua—dijo Godfrey impetuosamente—. No vayáis a emborracharos mañana; de otro modo podríais salir por las orejas al volver a casa y estropear a Relámpago.

—Tranquilizad vuestro corazón sensible—dijo Dunstan—. Jamás me habéis sorprendido bebiendo doble cuando tengo que hacer un trato; eso me echaría a perder la diversión. Por otra parte, cada vez que caigo, estoy seguro de caer parado.

Dicho esto, Dunstan salió haciendo golpear la puerta.

Dejó a Godfrey entregado a hacer amargas reflexiones sobre su situación personal, que se sucedían entonces de un día para el otro, cuando no estaba excitado por el sport, la bebida, los naipes, o por el placer más raro, pero menos susceptible de ser olvidado, de ver a la señorita Nancy Lammeter.

Los sufrimientos sutiles y variados, que nacen de la sensibilidad más delicada que acompaña a una cultura elevada, son quizás menos dignos de lástima que esa hosca privación de alegrías y de consuelos intelectuales, que obliga a los espíritus más groseros a permanecer constantemente frente a frente con su pesar y su descontento.

La vida de aquellos rústicos antepasados, que nos sentimos inclinados a considerar personajes prosaicos—de esos hombres cuya sola ocupación era cabalgar alrededor de sus propiedades, que se iban volviendo cada vez más pesados sobre sus monturas y pasaban el resto de sus días satisfaciendo de un modo despreocupado sus sentidos embotados por la monotonía—, su vida, digo, tenía, sin embargo, algo de patética.

Las calamidades los herían a ellos también y sus primeros errores les acarreaban duras consecuencias. Quizás un amor por una dulce joven, imagen de pureza, de orden y de tranquilidad, había abierto sus miradas ante la visión de una existencia en que los días no hubieran parecido demasiado largos, aun sin los excesos de la intemperancia. Pero la doncella había desaparecido y la visión se había disipado. Entonces, ¿qué les restaba, sobre todo si se habían vuelto demasiado pesados para la caza, a caballo, o para cargar un fusil a través de los surcos? Nada, si no es beber y alegrarse, o beber e irritarse, con tal de que no fueran esclavos de la vanidad, y pudieran repetir largamente, con caluroso énfasis, las cosas que ya habían contado muchas veces durante el año.

Seguramente que entre esos hombres, de tez rubicunda y mirada hosca había algunos que, gracias a su bondad natural, no se sentían siempre impulsados a la brutalidad, aún en medio de sus extravíos. Esos, en la época en que sus mejillas estaban frescas, habían sentido la punta acerada del pesar y del remordimiento. Habían sido heridos por las cañas en que se apoyaban, o bien, sin reflexionar, habían metido sus miembros en cepos de los que nadie podía libertarles.

En esas tristes circunstancias, comunes a todos nosotros, era imposible que el pensamiento de esos hombres no encontrara algún sitio de reposo, fuera del círculo continuamente trillado de su historia insignificante.

Tal era, por lo menos, la condición de Godfrey Cass, al cumplir los veintiséis años. Un movimiento de remordimientos, secundado por esas pequeñas influencias indefinibles que todas las relaciones personales ejercen sobre una naturaleza flexible, lo había impulsado a contraer un matrimonio secreto, que era un estigma en su existencia. Era una fea historia de pasión vulgar, de ilusión y de desilusión, que no hay para qué sacar de la celda secreta de los recuerdos amargos de Godfrey.

Este sabía desde hacía tiempo que le había sido debida en parte a un lazo que le tendió Dunstan, quien había visto en aquel casamiento degradante de su hermano el medio de satisfacer a su vez su odio celoso y su codicia. Y si Godfrey hubiera podido considerarse simplemente como una víctima, la irritación que le causaba el freno de hierro que el destino le había puesto en la boca, le hubiera sido menos insoportable.

Si las maldiciones que pronunciaba a media voz, cuando estaba sólo, no hubiesen tenido otro objeto que la treta diabólica de Dunstan, le hubiera sido posible tener menos espanto a las consencuecias de su confesión. Pero le restaba otra cosa que maldecir: su locura y sus vicios personales, que ahora le parecían insensatos y tan inexplicables como lo son casi todas nuestras locuras y nuestros vicios, cuando la causa que los ha provocado ha desaparecido desde hace largo tiempo.

Durante cuatro años había pensado en Nancy Lammeter, y la había buscado, con un culto secreto y paciente, como a una mujer que lo hacía soñar alegremente en el porvenir. Ella sería su esposa, y que su hogar fuera encantador, más encantador que el del squire en sus mejores días, y le sería fácil, cuando ella estuviera siempre junto a él, hacer a un lado aquellas estúpidas costumbres que no eran placeres, sino sólo una manera febricitante de engañar la ociocidad.

Godfrey, cuyos gustos eran esencialmente domésticos, había sido criado en una casa cuyo hogar no tenía sonrisas, y en la que los hábitos cotidianos no eran rígidos por la presencia del orden interior. Su carácter fácil le había hecho adoptar sin resistencia el género de vida de su familia, pero el deseo de algún afecto tierno y duradero, el deseo ardiente de soportar alguna influencia que le facilitara la procura del bienestar que prefería, hacían ante sus ojos que la limpieza, la pureza, el buen orden y la liberalidad de la casa Lammeter—iluminada por la sonrisa de Nancy—fuesen iguales a esas horas frescas y brillantes de la mañana, en que las tentaciones dormitan, y sólo se oye la voz del ángel bueno que invita al trabajo, a la sobriedad y a la paz.

Y, sin embargo, la esperanza de ese paraíso no había bastado para salvarlo de los extravíos que lo excluían siempre. En vez de apretar con mano firme el sólido cordón de seda, por medio del cual Nancy lo hubiera llevado sano y salvo a las rientes riberas en que la marcha es fácil y segura, se había dejado llevar hacia atrás en medio del fango y del lodo, y allí, era inútil debatirse. Se había creado vínculos que le vedaban todo móvil saludable de reacción y que lo exasperaban sin cesar.

Sin embargo, había una situación peor aún; la que le esperaba cuando el vil secreto se descubriera; así es que el deseo que siempre triunfaba en él de todos los demás, era alejar al desgraciado día en que tendría que soportar las consecuencias del resentimiento violento de su padre por la herida causada al orgullo de su familia, en la que tendría que renunciar quizás a aquel bienestar y a aquella dignidad hereditaria que, al fin y al cabo, era una razón para vivir, llevando consigo la incertidumbre de que estaba proscripto para siempre de la vista y de la estima de Nancy Lammeter.

Cuanto más se prolongara el plazo, mayor era la probabilidad de verse libre, por lo menos, de algunas de las consecuencias odiosas a que había librado su ser—más ocasiones le quedaban de gozar el extraño placer de ver a Nancy y de recoger las débiles muestras de un resto de afecto por él. Era impulsado hacia ese placer por accesos, y frecuentemente, después de haber pasado semanas enteras evitando a la joven; cuando la veía a lo lejos como un ángel de alas brillantes—premio radioso cuya vista lo excitaba a precipitarse hacia adelante—, sentía más que nunca el peso de sus crueles cadenas.

Uno de esos accesos lo poseía en aquel momento, y el ardor de su pasión hubiera bastado para que confiara Relámpago a Dunstan antes que defraudar aquel deseo, si otra razón más no hubiera para que tomara parte en la cacería del día siguiente. Esa razón dependía de la circunstancia de que la cita debía tener lugar cerca de Batterley, aldea en que vivía su desgraciada esposa, cuya imagen se le hacía cada vez más odiosa. Para la imaginación de Godfrey aquella mujer vagaba por todos los alrededores. El yugo que un hombre se crea con sus malas acciones, engendra el odio en las mayores naturalezas, y el alegre y afectuoso Godfrey Cass se agriaba rápidamente. Crueles tentaciones lo asediaban, pareciendo entrar y salir en su corazón como demonios que habían encontrado en él alojamiento preparado.

¿Qué iba a hacer aquella tarde para pasar el tiempo? Al fin y al cabo, ¿por qué no iría a la taberna del Arco Iris para ver qué se decía de la riña de gallos? Todo el mundo iba allí, y, ¿en qué otra cosa podía pasar el rato, bien que a él no le preocuparía nada aquella diversión? La pequeña galga negra, que se había parado frente a él y lo había mirado fijamente durante un buen rato, se impacientó y saltó a las rodillas de su amo para recibir la caricia acostumbrada. Pero Godfrey la rechazó sin mirarla y salió de la pieza. La perra lo siguió humildemente y sin rencor, quizá porque no tenía otra cosa en perspectiva.

IV

Dunstan Cass, al ponerse en marcha una mañana fría y húmeda, al paso tranquilo y mesurado de un cazador que tiene que ir a caballo al punto de reunión de una cacería, tenía que seguir el camino que, en su parte terminal, pasaba por el terreno sin cercar llamado la Cantera, en que se encontraba la casita—antes la cabaña de un picapedrero—que Silas Marner habitaba hacía quince años.

El sitio parecía muy triste en aquella estación, con la greda mojada y barrosa que lo rodeaba y con el agua turbia y rojiza que había alcanzado un alto nivel en la cantera abandonada. Tal fue la primera impresión de Dunstan al acercarse a aquel sitio. Recordó después que el viejo tonto del tejedor, el ruido de cuyo telar ya oía, tenía mucho dinero oculto en alguna parte. ¿Cómo era posible que a él, Dunstan Cass, que había oído hablar muchas veces de la avaricia de Marner, no se le hubiese ocurrido sugerirle a Godfrey que consiguiera del vejete, ya fuera asustándole, ya fuera captándoselo hábilmente, que le prestara su dinero con la excelente garantía de las esperanzas del squire? Este recurso se le presentaba ahora como muy fácil y agradable de realizar. Pensaba que, según todas las probabilidades, el tesoro de Marner debía ser bastante grande como para dejarle a Godfrey, después que éste hubiera atendido a las necesidades más urgentes, un buen excedente que lo pondría en condiciones de servir a su abnegado hermano. Así es que tuvo tentaciones de volver bridas hacia la casa. Godfrey estaría bastante bien dispuesto para aceptar la idea. Adoptaría ávidamente un plan que quizá le evitaría separarse de Relámpago. Pero cuando la reflexión de Dunstan llegó a este punto, el deseo de proseguir la marcha se fortificó y prevaleció. No quería proporcionarle aquella satisfacción a Godfrey; prefería que maese Godfrey estuviera mortificado.

Además, a Dunstan lo regocijaba la idea tan importante ante sus ojos de tener que vender su caballo, y además la ocasión de cerrar un trato, de hacer el fanfarrón y probablemente de engañar a alguien. Podía gozar por entero de todo el placer que resultaría de la venta del caballo de su hermano, sin privarse del gran placer de conseguir que Godfrey le tomara dinero prestado a Marner. Siguió, pues, cabalgando hacia el lugar de la cita.

Bryce y Keating estaban allí, como Dunstan estaba seguro de ello; ¡tenía tanta suerte!

—Hola—dijo Bryce, que desde hacía tiempo codiciaba a Relámpago—, venís montando el caballo de vuestro hermano; ¿por qué ha sido eso?

—Nada, le he hecho un cambio—dijo Dunstan, cuyo placer en mentir, casi independiente de la idea de utilidad, no iba a disminuir en mucho la probabilidad de que su interlocutor lo creyera—. Relámpago es ahora mío.

—¡Cómo! ¿Os lo ha cambiado contra vuestro viejo rocín de huesos grandes?—dijo Bryce con la entera certidumbre de que obtendría en respuesta otra mentira.

—No, teníamos que arreglar una pequeña cuenta—respondió Dunstan con indiferencia—, y Relámpago ha saldado la diferencia. Le he hecho un servicio a Godfrey tomándole el caballo. Lo hice contra mi gusto, porque tenía un capricho por una yegua de Jortin, animal de la sangre más rara que jamás hayáis montado. Pero ahora conservaré a Relámpago, aunque el otro día me ofreció por él ciento cincuenta libras un hombre allá, en Flitt; ese que compra para lord Cromleck, ese individuo que bizquea y usa un chaleco verde. Pero no pienso deshacerme de Relámpago; no encontraré fácilmente mejor animal para saltar cercos. La yegua de Jortin tiene más sangre, pero tiene las patas un poco menos fuertes.

Bryce, naturalmente, adivinó que Dunstan quería vender el caballo, y Dunstan se dio cuenta de que él lo adivinaba; el chalaneo sólo es una de las numerosas transacciones humanas conducidas de esta manera ingeniosa. Ambos consideraban que el trato estaba en su primera faz, cuando Bryce respondió con ironía:

—Pues estoy sorprendido, y me sorprende que penséis conservar el caballo, porque nunca he oído que un hombre se niegue a vender un animal cuando le ofrecen la mitad más de lo que vale. Tendréis suerte si conseguís por él cien libras.

Entonces, habiéndose adelantado Keating, el trato se complicó. Quedó por último concertado, comprándolo Bryce por ciento veinte libras, pagaderas a la entrega de Relámpago, sano y salvo, en las caballerizas públicas de Batterley.

A Dunsey se le ocurrió que sería prudente que renunciase a la cacería, se dirigiera inmediatamente a Batterley, y, después de esperar el regreso de Bryce, alquilar un caballo que lo llevara a su casa con el dinero en el bolsillo.

Sin embargo, el deseo de hacer una partida de caza, estimulado por su confianza y su buena estrella, así como por un trago de aguardiente tomado a su frasco de bolsillo cuando cerraron el trato, no era fácil de vencer, considerando, sobre todo, que montaba un animal que excitaría la admiración de los cazadores al verle saltar los cercos.

Pero Dunstan saltó uno de más y empaló su caballo en un poste. Su persona inelegante y completamente invendible escapó ilesa, mientras que el pobre Relámpago, inconsciente de su calor, rodó de costado y exhaló dolorosamente el último suspiro.

Había sucedido que, pocos minutos antes, Dunstan se había visto obligado a apearse para arreglar uno de los estribos. Lanzó muchas imprecaciones contra aquel retardo que lo relegaba a la cola de la cacería en el momento del triunfo. Enceguecido por la desesperación, saltó temerariamente los cercos, y estaba a punto de reunirse a la traílla cuando ocurrió el accidente fatal. De modo, pues, que se encontraba entre los cazadores ardientes que iban adelante, que se preocupaban poco de lo que sucedía detrás de ellos y los retrasados, que lo mismo podían pasar muy lejos y muy cerca del sitio en que había caído Relámpago.

Dunstan, que se preocupaba siempre más de las contrariedades del momento presente que de sus consecuencias lejanas, no bien se vio de pie y reconoció que Relámpago estaba perdido, sintió cierto placer al pensar que no había sido visto en una situación que ninguna fanfarronada hubiera podido hacer envidiable.

Después de haberse reconfortado de la sacudida con un poco de aguardiente y muchos juramentos, se dirigió lo más pronto posible a un zarzal que estaba a su derecha. Se le ocurrió que atravesando por allí encontraría medio de dirigirse a Batterley sin correr el riesgo de encontrar a ninguno de los cazadores. Su primera intención era alquilar allí un caballo que lo llevaría inmediatamente a su casa; porque lo que era hacer cierto número de millas a pie, sin un fusil en la mano, y a lo largo de un camino público, no había que esperarlo de su parte como de la de ningún otro joven fogoso de su especie. Le era casi indiferente llevar la noticia a Godfrey, puesto que al mismo tiempo le iba a ofrecer el recurso de dinero de Marner, si Godfrey chillaba, como sucedía siempre que se le hablaba de contraer una nueva deuda, de lo que él sólo sacaba la menor parte; pues bien, no rezongaría mucho rato. Dunstan estaba seguro de que mortificando a Godfrey siempre le haría hacer lo que quisiese. La idea del dinero se volvía cada vez más distinta en su espíritu, ahora que la necesidad se había vuelto urgente. Pero la perspectiva de tener que presentarse en Batterley con las botas embarradas y de afrontar las preguntas burlonas de los mozos de cuadra, contrariaba mucho su deseo impaciente de estar de regreso en Raveloe y poner en ejecución su feliz proyecto.

Al mismo tiempo, un registro que hizo en el bolsillo de su chaleco, mientras iba reflexionando, le recordó que las dos o tres monedas pequeñas que encontró en su índice, eran de un color demasiado pálido para pagar una pequeña deuda, en defecto de cuyo pago, el caballerizo de Batterley había declarado que no haría más negocios con Dunsey Cass. Al fin y al cabo, considerando la dirección en que lo había llevado la cacería, no estaba mucho más lejos de su casa que de Batterley. Sin embargo, Dunsey no brillaba por su lucidez de espíritu. No llegó a esa conclusión sino al darse cuenta de que estaba obligado por otras razones a tomar la resolución sin precedente de volver a la casa a pie.

En ese momento eran cerca de las cuatro y empezaba a formarse la niebla; cuanto antes saliera del camino sería tanto mejor. Recordó que lo había atravesado y que había visto el poste indicador momentos antes que Relámpago se abatiera. Entonces, después de abotonar su abrigo y atar sólidamente la zotera de su látigo de caza al mango, golpeó las vueltas de sus botas con el aire de un hombre dueño de sí mismo, como para persuadirse de que estaba preparado para lo que iba a sucederle. Partió en seguida, con la idea de que emprendía una notable proeza de actividad física, que algún día no dejaría de embellecer de un modo o de otro, en medio de la admiración de una sociedad selecta, en la taberna del Arco Iris.

Cuando un joven señor como Dunsey se veía reducido a un medio de locomoción tan excepcional como el de andar a pie, el látigo llevado en la mano es el paliativo deseable de un sentimiento demasiado confuso—demasiado parecido a un sueño—que le hace experimentar su situación inusitada; y Dunstan, a medida que avanzaba a través de la niebla creciente, golpeaba siempre algo con su látigo. Era el látigo de Godfrey. Le había gustado tomarlo sin permiso, porque el mango tenía puño de oro. Naturalmente que no era posible notar, cuando Dunsey lo llevaba en la mano, que el nombre de Godfrey Cass estaba grabado en el puño: sólo se veía que aquel látigo era muy hermoso.

Dunsey no dejaba de temer que le ocurriese tropezar con algún conocido ante los ojos del cual haría triste figura, porque la niebla no es un velo bastante espeso cuando las personas se acercan. Pero, cuando al fin se encontró en las calles de Raveloe que le eran bien conocidas, pensó que aquello era parte de su buena suerte habitual. Entretanto, la niebla, ayudada por la obscuridad de la tarde, se había vuelto un velo más espeso de lo que deseaba. Le ocultaba los baches en que sus pies estaban expuestos a tropezar, le ocultaba todo, de modo que tuvo que guiar sus pasos arrastrando el látigo contra las hierbas que crecían al pie de los cercos. Pensaba que pronto llegaría al punto que daba acceso a las canteras. Lo encontraría por medio de un portillo que había en aquella cerca. Pero fue debido a una circunstancia con la que no contaba que se lo hizo descubrir; es decir, ciertos rayos de luz que inmediatamente adivinó que procedían de la choza de Silas Marner. Durante el camino, aquella choza y el dinero que estaba oculto en ella habían asediado continuamente su espíritu, y había imaginado distintas maneras de halagar y seducir al tejedor, para que éste, seducido por el cebo de los intereses, se separara sin demora del dinero que poseía.

A Dunstan le parecía que no sería malo agregar algunas amenazas a las proposiciones halagadoras, porque sus nociones de aritmética no eran bastante sólidas como para darle una demostración probatoria de los provechos que darían los intereses. En cuanto a la garantía, la consideraba vagamente como un medio de engañar a un hombre, haciéndole creer que va a ser reembolsado. En fin, la operación que había que intentar sobre el espíritu del avaro, era una tarea que Godfrey confiaría a su hermano, más audaz y más vivo que él. Dunstan estaba ya decidido a este respecto, y en el momento en que vio brillar la luz a través de las rendijas de los postigos de Marner, la idea de tener una conversación con el tejedor se le había vuelto tan familiar, que le pareció lo más natural abordarlo en seguida. Podía tener varias ventajas el proceder así: entre otras, quizás el tejedor tuviera un farol de mano, y Dunstan ya estaba cansado de buscar su camino a tientas.

Todavía estaba a cerca de tres cuartos de milla de su casa y el suelo se volvía desagradablemente resbaladizo, porque la niebla se iba convirtiendo en llovizna. Dobló, pues, hacia la casa, pero no sin cierto temor de errar el buen camino, puesto que no sabía exactamente si la luz se veía al frente o en el costado de la choza. Sin embargo, ayudándose con el mango de su látigo para explorar el terreno, llegó al fin sano y salvo a la puerta de la casa. Golpeó con fuerza, sugiriéndole cierto placer la idea del susto que le daría al vejete aquel estrépito inesperado. Ninguna voz ni movimiento se dejó oír como respuesta: todo era silencio en la choza. ¿Se había ido a acostar el tejedor? ¿Para qué habría dejado la luz encendida entonces? ¡Extraño olvido de un avaro! Dunstan volvió a golpear con más fuerza, y luego, sin esperar que le respondieran pasó los dedos por el agujero de la puerta con la intención de sacudirla y, al mismo tiempo correr el pestillo por medio del cordel y volverlo a dejar cerrar, no dudando de que la puerta debía estar atrancada.

Con gran sorpresa vio que aquel doble movimiento la hizo abrir, y se encontró frente a un fuego vivo que iluminaba todos los rincones de la choza—el lecho, el telar, las tres sillas y la mesa—, y le permitía ver que Silas no estaba allí.

Nada podía ser más atrayente para Dunstan en aquel momento que el fuego brillante sobre el fogón de ladrillos. Entró inmediatamente y se sentó. Delante del fuego también había algo que, si la cocción hubiera estado algo más adelantada, no hubiera carecido de interés para un hombre cuyo estómago estaba vacío. Era un pedazo de carne de cerdo suspendido del gancho de la chimenea por medio de un cordel pasado por el anillo de una gran llave de puerta, según un método conocido por los viejos dueños de casa en que no hay asador. Desgraciadamente el asado había sido colocado en la extremidad del gancho, como para impedir que se fuera a quemar durante la ausencia del dueño. «¿De modo que este viejo tonto de ojos saltones se permite cenar carne?—pensó Dunstan—. Siempre se había dicho que vivía de pan duro, para ponerle freno a su apetito. Pero, ¿dónde podía estar a aquella hora, con semejante tiempo y para qué había salido dejando su cena a medio cocer y sin trancar la puerta?» La dificultad con que el propio Dunstan acababa de encontrar su camino, le sugirió la idea de que el tejedor había salido quizás para buscar combustible, o para cualquier otro menester análogo y de corta duración, y que se había resbalado dentro de la cantera. Esa era una idea que interesaba a Dunstan y que implicaba consecuencias completamente nuevas. Si el tejedor había muerto, ¿quién tenía derecho a su dinero?, ¿quién sabía que alguien había entrado a tomarlo? No se detuvo más tiempo en las sutilezas de las pruebas; la cuestión urgente, ¿dónde está el dinero? se apoderó de tal modo de su espíritu que le hizo olvidar por completo que la muerte de Marner no era una certidumbre. Un espíritu pesado, cuando llega a una conclusión que lo halaga, no conserva la conciencia de que la idea de qué ha sacado aquella conclusión era puramente problemática. Y el espíritu de Dunstan era tan pesado como lo es generalmente el de un futuro criminal. Sólo conocía tres escondites, en que hubiera oído decir que los campesinos escondían sus tesoros: el techo de paja, la cama y un agujero hecho en el suelo. La choza de Marner no estaba techada con paja. Lo primero que hizo Dunstan, después de una sucesión de pensamientos acelerados por el aguijón de la codicia, fue dirigirse al lecho, pero a la vez que caminaba sus miradas recorrieron ávidamente el suelo, cuyos ladrillos, iluminados por el fuego, se veían a través de la arena esparcida encima de ellos. Sin embargo, no eran visibles en todas partes. Había un sitio, en efecto, uno sólo que estaba por completo recubierto. Se distinguían las huellas de los dedos, que, aparentemente, se habían cuidado de cubrir de arena aquel espacio determinado. Ese sitio quedaba junto a los pedales del telar. Dunstan corrió hacia aquel sitio y escarbó la arena con el mango de su látigo. Al introducir la punta del collado entre los ladrillos, vio que éstos estaban sueltos. Se apresuró a quitar uno, y vio que allí estaba sin duda lo que buscaba, porque, ¿qué podía haber sino dinero en aquellas dos bolsas de cuero? Y a juzgar por su peso debían de estar llenas de guineas.

Dunstan registró bien en el agujero para convencerse de que no contenía nada más, y luego, volviendo a colocar en su sitio los ladrillos, los recubrió de arena. No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas. Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba. La lluvia y la obscuridad se habían vuelto más intensas; se regocijó de esto, bien que fuera incómodo caminar con las dos manos tan llenas, porque era a lo sumo si podía llevar el látigo con uno de los sacos. Pero así que hubiera dado dos pasos podría proceder con toda calma. Se adelantó, pues, resueltamente, en la obscuridad.

V

Cuando Dunstan Cass le volvía la espalda a la choza, Silas Marner no estaba ni a cien pasos de allí. Volvía penosamente de la aldea. Una bolsa cargada al hombro le servía de sobretodo, y llevaba una linterna de cuerno en la mano. Sus piernas estaban cansadas, pero su espíritu, que no presentía ningún cambio, se sentía ágil. El sentimiento de la seguridad procede más frecuentemente del hábito que de la convicción; por eso es que subsiste a menudo, cuando las condiciones se han modificado de tal modo, que más bien debieran dar lugar a esperar que se volvieran una causa de alarma. El lapso de tiempo durante el cual cierto acontecimiento no se ha producido, es, según la lógica del hábito, constantemente opuesto como la razón por la cual ese acontecimiento no debe ocurrir nunca, aun mismo cuando ese lapso de tiempo es la condición nueva que lo hace inminente. Ese hombre os alega que ha trabajado cuarenta años en el interior de una mina, sin ser herido en un solo accidente, como el motivo por el que no debe temer ningún peligro, bien que el techo de la mina comience a ceder; y se observa a menudo que cuanto más vive un hombre, más difícil le es conservar una firme creencia en la idea de su muerte.

La influencia del hábito tenía que ser necesariamente poderosa en un hombre cuya vida era tan monótona como la de Marner. No viendo a nuevas gentes, y no oyendo hablar de ningún acontecimiento, no había nada que mantuviera despierto en él la idea de lo inesperado y del cambio. Eso explica también de una manera bastante sencilla por qué su espíritu podía estar tranquilo, aunque hubiera dejado su casa y su tesoro más expuestos que de costumbre.

Silas pensaba en su cena con doble satisfacción: en primer lugar sería caliente y sabrosa; en segundo lugar, no le costaba nada. En efecto, el pequeño trozo de cerdo era un regalo de la excelente dueña de casa, la señorita Priscila Lammeter, a quien había ido a llevar aquella tarde una linda pieza de hilo, y era sólo en tales circunstancias que Marner se permitía comer carne asada. La cena era su comida favorita, porque coincidía con la hora deliciosa para él en que le alegraba su contemplado tesoro.

Toda vez que llegaba a tener carne que asar, la reservaba para la comida. Pero esa tarde, apenas hubo terminado la operación consistente en anudar fuertemente una cuerda alrededor del trozo de puerco, arrollar a aquélla, según las reglas, en la llave de la puerta, pasarla a través del anillo y atarla al gancho de la chimenea, cuando se acordó de que le era indispensable un ovillo de cordoné muy fino para comenzar una pieza en el telar, al día siguiente muy temprano. Se había olvidado de eso porque al volver de casa del señor Lammeter no había tenido que atravesar la aldea; en cuanto a salir a hacer compras por la mañana no había que pensar. La niebla estaba muy fea para salir; pero había cosas que Silas prefería a sus comodidades. Subió, pues, el trozo de puerco a la extremidad del gancho, y luego, armándose de una linterna y de una bolsa vieja, se marchó a hacer aquella compra olvidada, que, con buen tiempo, sólo le hubiera tomado un cuarto de hora. No hubiera podido cerrar la puerta sin desatar la cuerda bien anudada y retrasar de ese modo la cena; no había para qué hacer ese sacrificio. ¿Qué ladrón tomaría el camino de las canteras con semejante noche, y por qué había de hacerlo precisamente esa noche, cuando no le había sucedido eso nunca en los quince años precedentes? Estas preguntas no se presentaban claramente al espíritu de Marner. Sólo sirven para indicar que vagamente se daba cuenta de las razones que tenía para estar exento de inquietud.

Muy contento con haber hecho la diligencia de la compra, llegó a su puerta y la abrió. Para sus ojos miopes todo estaba en el estado en que lo había dejado, a no ser que el fuego despedía una mayor y bien venida cantidad de calor. Caminaba hacia una parte y otra del suelo, a la vez que se iba desprendiendo de la linterna, del sombrero y de la bolsa vieja; así es que sus zapatos herrados borraron las huellas que los pies de Dunstan habían dejado en la arena. En seguida bajó el trozo de cerdo cerca del fuego, y se sentó para proceder a la ocupación agradable de cuidar el asado y a la vez calentarse. Cualquiera que lo hubiese observado mientras que la luz rojiza brillaba en su rostro pálido, en sus ojos extraños y dilatados y sobre su cuerpo flaco, hubiera quizá comprendido la mezcla de piedad desdeñosa, de temor y de sospecha con que era mirado por sus vecinos de Raveloe. Sin embargo, pocos hombres podía haber más inofensivos que el padre Marner. En su alma ingenua y sincera, ni aun la avaricia creciente y el culto de oro eran capaces de engendrar un solo vicio capaz de perjudicar directamente a nadie. Habiéndose apagado la luz de su fe, y habiendo agotado sus afectos, se había apegado con todas las fuerzas de su naturaleza a su trabajo y a su dinero; y, como todos los objetos a que el hombre se consagra, esas cosas lo habían plasmado para adaptarlo a ellas. Su telar, en el que trabajaba sin reposo, había reaccionado sobre él, fortificando a su corazón el deseo de oír la repuesta de su ruido monótono. Y su tesoro, mientras estaba inclinado sobre él y lo veía crecer, conjuraría en su alma la facultad de amar, la endurecía y la aislaba como las monedas de metal que lo componían.

Así que sintió calor, se puso a pensar que sería muy largo esperar el fin de la comida para sacar sus guineas, y que le agradaría verlas en la mesa mientras que se diera aquel regalo insólito; porque la alegría es el mejor de los vinos, y las guineas de Marner eran un vino de esa especie.

Se levantó y colocó la vela en el suelo, cerca del telar, no sospechando nada; después quitó la arena sin advertir ningún cambio, y sacó los ladrillos.

La vista del agujero vacío hizo latir su corazón con violencia; pero la convicción de que su oro ya no estaba allí, no la tuvo de inmediato; sólo sintió terror. Pasó la mano trémula por el escondite, tratando de imaginarse que era posible que sus ojos lo hubiesen engañado; después metió la vela en el agujero e hizo una inspección minuciosa, temblando cada vez más. Por fin su agitación fue tan violenta que dejó caer la vela y se llevó las manos a la cabeza, tratando de sostenerla, con el fin de poder pensar. ¿Acaso, por una determinación brusca, había puesto su tesoro en otra parte la noche precedente y, después lo había olvidado?

El hombre que cae en aguas tenebrosas, trata momentáneamente de hacer pie hasta sobre las piedras resbaladizas, y Silas, procediendo como si creyera en falsas esperanzas, aplazaba el momento de la desaparición. Buscó por todos los rincones, deshizo su cama, la sacudió y la palpó toda, después miró en el horno de ladrillo donde ponía a secar la leña. Cuando no quedó ningún otro sitio que visitar, se arrodilló de nuevo y registró otra vez el agujero. No le quedaba ya ningún refugio inexplorado que lo protegiera un momento más contra la terrible verdad.

Sí, le quedaba una especie de refugio que se presenta siempre cuando el pensamiento sucumbe bajo una pasión que lo abisma: era esa espera de las imposibilidades, esa creencia en las imágenes contradictorias que es, sin embargo, distinta de la locura, porque la realidad del hecho exterior puede hacerla desaparecer. Silas se irguió trémulo sobre las rodillas y miró alrededor de la mesa; ¿no estaría allí su oro, al fin y al cabo? La mesa estaba vacía. Entonces miró atrás suyo, recorrió con la vista toda la pieza, pareciendo dilatar sus pupilas negras para ver si, por casualidad, las bolsas, no aparecían en los sitios en que las había buscado en vano. Podía distinguir todos los objetos de su choza, pero su oro no estaba allí.

Se llevó de nuevo las manos trémulas a la cabeza y lanzó un grito salvaje y estrepitoso, el grito de la desesperación. Después, durante algunos momentos, permaneció inmóvil; pero aquel grito lo había librado de la primera opresión de la verdad, opresión que lo sofocaba, se volvió, adelantó vacilante hasta su telar y se sentó en el banco en que trabajaba habitualmente, buscando instintivamente aquel sitio, porque era para él la más grande certidumbre de la realidad.

Ahora que todas aquellas falsas esperanzas se habían desvanecido, y que la primera certidumbre había pasado, la idea de un ladrón comenzó a presentarse a su espíritu. La acogió rápidamente, puesto que era posible atrapar al ladrón y hacerle devolver el dinero. Aquel pensamiento le dio nuevas fuerzas. Se precipitó de su telar a la puerta. Al abrirla lo azotó una lluvia violenta, porque estaba lloviendo con fuerza cada vez mayor. No había que pensar en seguir la huella de los pasos con semejante noche. ¡Huellas de pasos! Pero, ¿cuándo había estado allí el ladrón? Durante la ausencia de Silas, en el día, la puerta había permanecido cerrada con llave, y, cuando volvió antes de la noche, no había señales de fracción. También todo estaba como lo había dejado cuando regresó de comprar el cordoné. La arena y los ladrillos no parecían haber sido movidos. ¿Era realmente un ladrón el que había sacado los talegos? ¿o era una potencia cruel, que ninguna mano podría alcanzar, que se había deleitado en sumirle por segunda vez en la desesperación? Retrocedió ante este terror más vago, e hizo un violento esfuerzo para confirmarse en la idea de que era un ladrón con manos, y que las manos pueden agarrar.

En un relámpago, el pensamiento de Marner recorrió a todos los vecinos que le habían hecho observaciones o preguntas que pudieran ser ahora interpretadas como motivos de sospecha.

Allí estaba Jacobo Rodney, cazador furtivo bien conocido, y que no gozaba de buena reputación, bajo otros respectos; se había encontrado a menudo con Marner, cuando éste tenía que hacer algunas diligencias atravesando campos y le había hecho algunas bromas respecto del dinero.

Además, había irritado a Marner un día, que habiendo entrado a su choza para encender la pipa, se había demorado cerca del fuego, en vez de ir a sus tareas. Jacobo Rodney era el ladrón; aquella idea le daba algún alivio. Se podía encontrar a Jacobo y hacerle devolver el dinero. Marner no quería castigarle, pero sí sólo recuperar el oro que se había llevado consigo, dejando su alma en un aislamiento parecido al del viajero extraviado en un desierto desconocido. Había que poner la mano sobre el ladrón. Las ideas de Marner eran confusas; sin embargo, comprendía que debía ir a denunciar el robo, y los grandes personajes de la aldea—el pastor, el condestable y el squire Cass—le harían devolver a Jacobo Rodney o a cualquiera otra persona el dinero robado.

Estimulado por la esperanza salió afuera, olvidando de cubrirse la cabeza y sin preocuparse de cerrar la puerta, pues le parecía que ya no tenía nada que perder. Corrió rápidamente hasta que la falta de respiración lo obligó a acortar el paso al entrar en la aldea, en la vuelta del camino, cerca de la taberna del Arco Iris.

El Arco Iris, para los ojos de Marner, era un sitio suntuoso de reunión para los maridos opulentos y corpulentos, cuyas esposas tenían superfluas provisiones de lencería. Era el sitio en que tenía que encontrar probablemente a las autoridades y a los dignatarios de Raveloe; donde podría anunciar con mayor rapidez el robo de que había sido objeto.

Llegó a la puerta, abrió el pestillo y entró a la derecha en una taberna, especie de cocina brillantemente iluminada, en que los clientes menos considerados de la casa tenían la costumbre de reunirse. La pieza particular de la izquierda estaba reservada a la sociedad escogida, y allí el squire Cass gozaba con frecuencia el doble placer de la buena compañía y de la condescendencia. Pero aquella pieza estaba a obscuras porque los principales personajes que constituían el ornamento del círculo asistían todos—como Godfrey Cass—al baile dado por la señora Osgood.

De ahí resultaba que el grupo sentado en los bancos de alto respaldar de la taberna era más numeroso que de costumbre. Varios notables que, a no ser aquella circunstancia, hubiesen sido admitidos a los honores del gabinete particular y hubieran proporcionado la mejor ocasión a los que eran de un rango más elevado de echárselas de señores y tomar aires protectores, se contentaban con variar de placer tomando grogs, allí donde ellos mismos podían darse importancia y mostrarse afables, en la sociedad de simples bebedores de cerveza.

VI

La conversación, que era en extremo animada cuando Silas llegó al Arco Iris, había sido como de costumbre lánguida e intermitente al empezar a formarse la reunión.

Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad. Los más importantes de ellos, los que bebían alcoholes y estaban sentados más cerca del fuego, se miraban los unos a los otros, como si hubieran apostado al que primero cerraría los ojos.

En cuanto a los bebedores de cerveza, gentes vestidas en su mayor parte con sacos de fustán o blancos, permanecían con los párpado cerrados y se pasaban la mano por la boca. Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.

Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero:

—¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?

El carnicero, hombre alegre, sonriente, de cabellos rojos, no era capaz de responder inconsiderablemente. Lanzó algunas bocanadas antes de escupir y dijo:

—No se engañarían en mucho, Juan.

Después de esta débil e ilusoria tentativa de romper el hielo, el silencio volvió a ser tan riguroso como antes.

—¿Era una vaca colorada de Durham?—dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos.

El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta.

—¿Era colorada—dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca—y era sin duda una vaca de Durham?

—Entonces no tenéis para qué decirme a mí a quién la habéis comprado—dijo el herrador mirando a su rededor con cierto aire de triunfo—, conozco a las personas que tienen vacas coloradas de Durham en las inmediaciones. ¿Apostaría dos peniques que tenía una estrella blanca en la frente?

El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza.

—Pues bien, sí, es posible—dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa—. No digo lo contrario.

—Estaba seguro—dijo el herrador con tono provocativo, echándose para atrás—, si yo no conociera las vacas del señor Lammeter, quisiera saber quién las conocería, nada más. Y en cuanto a la vaca que habéis comprado, barata o no, yo estaba allí cuando la purgaron; que me contradiga el que quiera.

El herrador tenía un aire amenazador, y el calor apacible que el carnicero ponía en la conversación, se animó un poco.

—Yo no soy hombre que contradiga a nadie, estoy por la paz y la tranquilidad. Hay personas que prefieren cortar las costillas largas. Por mi parte, soy de los que las cortan cortas; pero yo no me disputo con esas personas. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y sólo al verlo a cualquier persona razonable se le llenan los ojos de lágrimas.

—Pues es la vaca que yo purgué, sea como sea—prosiguió el herrador colérico—, y era la del señor Lammeter; si no es así, habéis mentido al decir que era una vaca colorada de Durham.

—No miento—dijo el carnicero con la misma voz apacible y ronca de antes—, y no contradigo a nadie. Ni aunque un hombre se pusiera azul de cólera, no lo contradeciría; no le compro carne; no hago negocios con él. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y mantengo mi palabra; pero no quiero pelear con nadie.

—¡No, realmente—dijo el herrador con amargo sarcasmo, echando una mirada general sobre los circunstantes—, y puede que no seáis testarudo como una mula, y puede que no hayáis dicho que la vaca no era una Durham colorada, y puede que no hayáis dicho que tenía una estrella blanca en la frente! Sostened ahora eso, ya que estáis bien dispuesto.

—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero—, dejad a esa vaca tranquila. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados, esto es lo que sostengo siempre. Y en cuanto a que la vaca fuera del señor Lammeter, no digo nada; pero lo que sostengo, y que es preciso se recuerde, es que el Arco Iris es el Arco Iris. Y para volver al asunto, si la conversación ha de referirse a los Lammeter, vos, señor Macey, sois el que mejor conocéis ese capítulo, ¿no es cierto? ¿Recordáis la época en que el señor Lammeter vino a este paraje y arrendó las Gazaperas?

El señor Macey era sastre y chantre de la parroquia. Sus reumatismos lo habían obligado hacía poco a compartir esta última función con un joven de facciones delicadas que estaba sentado frente a él. Inclinando su cabeza blanca hacia un costado y haciendo girar sus pulgares con un aire de satisfacción ligeramente acentuada con una pizca de crítica, sonrió con compasión en respuesta a la interpelación del tabernero y dijo:

—Sí, sí; es cierto, es cierto; pero dejo hablar a los demás. Ahora estoy retirado de los negocios y he cedido el puesto a los jóvenes. Dirigid vuestras preguntas a los que han ido a la escuela de Tarley: han aprendido la buena pronunciación: eso se ha puesto de moda hace poco tiempo.

—Si es a mí a quien aludís, señor Macey—dijo el chantre suplente con expresión de meticulosa urbanidad—, responderé que no soy hombre que hable cuando no debo. Como dice el salmo:

Yo sé lo que es justo; eso no basta,
Practico también lo que sé.

—Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso—dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.

Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.

El señor Tookey, el chantre suplente, que compartía la impopularidad común a los suplentes, se enrojeció mucho, pero repitió con moderación discreta:

—Señor Winthrop, si queréis decirme que lo hago mal, no soy hombre capaz de decir que no cambiaré. Pero hay personas que creen tener orejas infalibles, y que esperan que el coro entero tome a sus personas por modelo. Me parece que puede haber dos opiniones.

—Sí, sí—dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa—, estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de sí mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a sí misma.

—Pero, señor Macey—dijo el pobre Tookey, que había permanecido serio en medio de la hilaridad general—, yo me he comprometido a llenar en parte las funciones del chantre de la parroquia a pedido del señor Crackenthorp, toda vez que vuestras molestias os incapaciten, y uno de los privilegios de esas funciones es cantar en el coro; y, si no, ¿por qué no hicisteis vos otro tanto?

—¡Ah! pero el señor Macey y vos son dos cosas muy distintas—dijo Ben Winthrop—. El señor tiene un don natural. Mirad, el squire tenía la costumbre de invitarlo a tomar una copa solamente para oírle cantar el «Corsario rojo»; ¿no es cierto, señor Macey? Es un don natural. Si su amiguito Aarón tiene también un don natural, puede cantaros un aire cualquiera sin vacilar, como una alondra. Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.

Esta especie de franqueza inflexible era la forma de broma más picante ante los ojos de la sociedad del Arco Iris, y el insulto de Ben Winthrop fue considerado por todos como superior al epigrama del señor Macey.

—Ya veo claramente de qué se trata—dijo el señor Tookey, incapaz de permanecer tranquilo durante más tiempo—. Hay una conspiración para echarme del coro, a fin de que no perciba mi parte del dinero de Navidad. Eso es. Pero le hablaré al señor Crackenthorp; no permitiré que nadie se burle de mí.

—No, no, Tookey—dijo Ben Winthrop—. Os daremos vuestra parte para que os retiréis, eso es lo que haremos. Hay otras cosas que la mugre, que la gente pagaría de buena gana para verse libre de ellas.

—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero, que comprendía que pagar a la gente por su ausencia era un principio social peligroso—; una broma es una broma. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos, me parece. Debemos dar para recibir. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados; eso es lo que sostengo siempre. Yo opino como el señor Macey que hay dos opiniones, y si me pidieran la mía, yo diría que él y Winthrop los dos tienen razón. Tookey tiene razón y Winthrop también; no tienen más que cortar la pera en dos para estar de acuerdo.

El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado. Pero el carnicero, que era músico en el alma, había escuchado la discusión haciendo a la vez votos por la derrota de Tookey y la conservación de la paz.

—Seguramente—dijo, entrando en las vistas conciliadoras del tabernero—que queremos a nuestro viejo chantre. Cantaba antes muy bien y tiene un hermano que goza fama de ser el mejor menestral de los alrededores. ¡Ah! es muy sensible que Salomón no viva en nuestro pueblo, y que no pueda tocar alguna pieza cuando lo deseamos, ¿no es cierto, señor Macey? Le daría hígado y bofes de ternera gratis, palabra de honor.

—Sí, sí—dijo el señor Macey, en el colmo de la satisfacción—. En nuestra familia tenemos fama de músicos desde la época más remota. Pero estas cosas se van, como yo le digo a Salomón todas las veces que aparece por aquí; ya no hay voces como antaño, y nadie se acuerda de lo que nosotros nos acordamos, excepto de los viejos cuervos.

—Sí, os acordáis del tiempo en que el padre del señor Lammeter vino a establecerse aquí, ¿verdad, señor Macey?—dijo el tabernero.

—Ya lo creo—repuso el viejo chantre, que ahora había pasado por la serie de halagos necesarios para llevarle a comenzar su narración—. Era un lindo viejo, tan guapo, o quizás más, que el señor Lammeter existente actualmente. Venía de un punto cercano, del lado del norte, según pude saber. Pero nadie conoce nada positivo acerca de esa región; pero su pueblo no debía estar muy al norte, y no debía sin duda ser muy distinto de éste, porque el señor Lammeter trajo consigo una linda raza de carneros, de modo que en aquella región había ciertamente apriscos y todo lo que es razonable encontrar. Hemos oído decir que había vendido sus propias tierras para venir a arrendar las Gazaperas. Eso parecía raro por parte de un hombre que tenía propiedades suyas, que viniese a alquilar una granja en un país que no conocía. Pero se dijo que era a causa de la muerte de su mujer, bien que haya en las cosas razones que nadie conoce. Eso es más o menos lo que pude saber. Pero hay personas tan instruidas que encontrarían en el acto cincuenta motivos imaginarios. Mientras tanto, la verdadera razón está ahí rompiéndoles los ojos, y, sin embargo, no la ven. En fin, pronto nos dimos cuenta de que había un nuevo vecino que estaba al cabo de las cosas, tenía una casa bien puesta y era muy estimado de todos. Y el joven—es decir, el señor Lammeter, existente actualmente, y que nunca tuvo hermana—se puso en seguida a festejar a la señorita Osgood, es decir, la hermana del señor Osgood actualmente existente. Era una joven tan bonita como no podríais formaros idea. Pretenden que su joven hija se le parece; pero de ese modo piensan las personas que no saben las cosas que pasaron antes de que ellos nacieran. En cuanto a mí, debo saberlo bien, porque ayudé al viejo pastor señor Drumlow.

Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa. Despachaba su relato por entregas, haciendo pausas para ser interrogado, según la costumbre.

—Sí, y ocurrió una cosa particular. ¿No es cierto? De modo que vos, señor Macey, es probable que os acordéis de ese matrimonio—dijo el tabernero en tono halagador.

—Ya lo creo, como que fue una cosa muy particular—respondió el señor Macey inclinando la cabeza hacia un costado—. El señor Drumlow... yo lo quería mucho al pobre viejo señor, a pesar de que tenía la cabeza algo confusa, tanto a causa de su edad como a que tomaba un trago de algo caliente cuando el oficio de la mañana tenía lugar haciendo tiempo frío... y el joven señor Lammeter quiso a todo trance casarse en enero, mes que es, sin duda, poco razonable escoger, porque el casamiento no es como un bautismo o un entierro que no se puede aplazar. Ahora bien, cuando el señor Drumlow... el pobre viejo señor, yo lo quería... cuando el viejo señor Drumlow llegó a las preguntas, las hizo en sentido contrario, por así decirlo. Dijo: «¿Queréis tomar a este hombre por vuestra mujer legítima?» En seguida preguntó: «¿Queréis tomar esta mujer por vuestro legítimo marido?» Pero, lo mejor del caso, es que sólo yo me di cuenta de aquello, y que los novios contestaron en seguida «sí» como si yo mismo hubiera dicho amén cuando debía, sin haber escuchado lo que precedía.

—Pero vos sabíais bien lo que estaba pasando, ¿verdad, señor Macey? ¿Vos no hacíais oídos sordos, no es cierto?—dijo el carnicero.

—¡Dios mío!—prosiguió el señor Macey, haciendo una pausa y sonriendo al ver la pobre imaginación de su auditorio—; yo estaba tembloroso; yo estaba, por así decirlo, como una levita tirada por los dos faldones, porque no podía detener al pastor, no podía echarme encima esa responsabilidad. Sin embargo, pensaba, ¿y si no estuvieran bien casados, porque las palabras han sido dichas al revés? Después mi cabeza se puso a trabajar como un molino, porque siempre ha sido extraordinaria para volver y revolver las cosas, y encaminarlas por todos sus costados. En seguida me dije: «¿No será más bien el espíritu que las palabras lo que hace el matrimonio indisoluble?» En efecto, el pastor procedía de buena fe, y el novio y la novia también. Y entonces, cuando me puse a reflexionar, vi que el espíritu significaba bien poca cosa en la mayor parte de los hechos, puesto que vos queréis poder pegar varios objetos juntos y la cola ser mala, y en ese caso, ¿qué resulta? Entonces llegué a esta conclusión: «No es el espíritu lo que vale, es la cola». Y me sentía tan atormentado como si tuviera tres campanas echadas a vuelo en mi cabeza cuando pasamos a la sacristía, y se comenzó a firmar. ¿Pero para qué sirven tantas palabras? Vosotros no podéis imaginaros lo que pasa en el espíritu de un hombre inteligente.

—Sin embargo, ¿os contuvisteis a pesar de todo?, señor Macey, ¿no es cierto?—dijo el tabernero.

—Sí, me contuve por completo, hasta que me encontré solo con el señor Drumlow. Entonces se lo dije todo, respetuosamente, sin embargo, como siempre. El pastor tomó la cosa ligeramente, y dijo: «¡Bah! ¡bah! Macey, tranquilizaos; no es el espíritu ni la letra lo que vale: es el registro del casamiento lo que resuelve el caso; ésa es la cola.» De modo que ya veis que resolvió el caso fácilmente. Los pastores y los doctores lo saben todo, por decirlo así, de memoria, y no los mortifica la preocupación de distinguir los lados buenos y malos de las cosas, como a mí me ha sucedido tantas veces. Y de lo que no cabe duda es que el casamiento resultó feliz. Lo malo es que la pobre señora Lammeter, antes señorita Osgood, murió antes de que sus hijos fueran grandes. Sea como fuera, en lo que concierne a la prosperidad de todo lo que es honorable, no hay familia que sea más considerada que ésa.

Todo el auditorio del señor Macey había oído aquella historia repetidas veces. Sin embargo, la oyeron como quien escucha un aire favorito, y en ciertos pasajes dejaron un momento de fumar las pipas, a fin de consagrar toda su atención a las palabras que esperaban. Pero no había concluido aún aquello, porque el señor Snell hizo a tiempo la pregunta que debía motivar la continuación del relato.

—A propósito, ¿no se ha dicho que el viejo señor Lammeter poseía una bonita fortuna cuando vino a este país?

—Sí, es exacto—repuso el señor Macey—; pero el señor Lammeter, actualmente existente, no ha podido hacer otra cosa que conservarla intacta, según creo. Siempre se ha dicho que nadie podía enriquecerse en las Gazaperas. Y, sin embargo, arrienda la propiedad barata, porque es lo que se llama un bien de fundación.

—Sí; hay pocas personas que sepan tan exactamente como vos cómo se volvió esa tierra un bien de fundación, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el carnicero.

—¿Y cómo lo sabrían?—replicó el viejo chantre con cierto desprecio—. Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías. Era un sastre de Londres que, según decían algunas personas, se había vuelto loco a fuerza de engañar a la gente. No podía montar a caballo. Pretenden que no podía apretar el caballo, como si sus piernas fueran tenacillas. Mi abuelo le oyó contar eso al viejo squire Cass repetidas veces. Sin embargo, quería andar a caballo a todo trance, como si lo impulsara el demonio. Tenía un hijo, un mozo de diez y seis años, y su padre no quería que hiciera otra cosa más que entregarse continuamente a la equitación, bien que, según refieren, a ese joven lo asustara la equitación.

Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines. En cuanto a Cliff, tenía vergüenza de que lo llamaran sastre. Además, lo mortificaba cruelmente que se burlaran de su manera de montar, y ninguna persona de distinción de la vecindad lo podía soportar. Entretanto, su pobre hijo cayó enfermo y murió. El padre no le sobrevivió mucho. Se había puesto más extravagante que nunca. Cuentan que iba a sus caballerizas a altas horas de la noche, provisto con una linterna y que colocaba en ellas muchas velas encendidas. Había llegado a no poder dormir, y se lo pasaba allí, haciendo chasquear el látigo y mirando los caballos. También se ha dicho que es un milagro que las caballerizas no quedaran reducidas a escombros, con los pobres animales encerrados en ellas. Pero, por fin, murió delirando, y se encontró que había dejado sus propiedades—las Gazaperas y el resto—a una fundación de Londres. Así fue cómo las Gazaperas se volvieron un bien de fundación. Sin embargo, por lo que concierne a las caballerizas, el señor Lammeter no las ha usado nunca porque son de proporciones exorbitantes. ¡Dios mío! Si hiciera golpear las puertas habría en la mitad de la parroquia un estruendo igual al del trueno.

—Sí; pero en esas caballerizas pasan más cosas que las que pasan en pleno día, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el tabernero.

—Sí, sí, pasad por allí una noche obscura—dijo el señor Macey parpadeando misteriosamente los ojos—, y después haced creer, si queréis, que no habéis visto luces en las caballerizas y que no habéis oído el piafar de los caballos ni el chasquear del látigo, ni aullidos, cuando empieza a clarear el día. Desde mi infancia, siempre oí decir que eso era la «licencia de Cliff», pues ciertas personas pretendían que, por decirlo así, ése era el momento en que el demonio dejaba de asarlo. Eso es lo que me contó mi padre, que era un hombre de buen sentido, bien que ahora haya personas que sepan lo que pasó antes que ellas nacieran mejor de lo que entienden sus negocios.

—¿Qué decís de esto, eh, Dowlas?—dijo el tabernero, volviéndose hacia el herrador que ardía de impaciencia por tomar la palabra—. Ahí tenéis un buen problema para vos.

El señor Dowlas era el espíritu escéptico de la reunión, y estaba orgulloso de ese título.

—¿Lo que digo? Digo lo que diría un hombre de buen sentido que no cerrara los ojos para mirar un poste indicador, si tuviera necesidad de averiguar su camino; digo que estoy dispuesto a apostar diez libras esterlinas con toda persona que quiera ir junto conmigo, durante cualquier noche que haga buen tiempo, a los terrenos que quedan frente a las caballerizas de las Gazaperas, y digo que no veremos luces y que no oiremos más ruidos que el soplar de nuestras narices. Eso es lo que digo, y he dicho muchas veces. Pero no hay nadie que quiera arriesgar un billete de diez libras por esos fantasmas de que se habla con tanta seguridad.

—Pero, Dowlas, no es muy ingenioso en verdad hacer una apuesta en tales condiciones—dijo Ben Winthrop—. Lo mismo podríais apostar con un hombre que no atrapará un romadizo, si pasa la noche metido en el charco, con el agua hasta el pescuezo, durante un tiempo glacial. Tendría gracia que alguien se expusiera a morir por ganar una apuesta. Las gentes que creen en la licencia de Cliff, no se atreverán jamás a acercarse a aquel lugar por diez libras esterlinas.

—Si el señor Dowlas quiere conocer la verdad sobre este asunto—dijo el señor Macey con sonrisa sarcástica, golpeándose los pulgares el uno contra el otro—, no tiene para qué hacer apuestas; que vaya allá solo, nadie se lo impedirá. Entonces podrá decirles a los vecinos de la parroquia que están equivocados.

—¡Gracias! le quedo agradecido—dijo el herrador con un gruñido de desprecio—. Si las gentes son tontas, no es cosa mía. Yo no tengo necesidad de averiguar la verdad sobre los aparecidos; ya lo sé. Pero no me opongo a una apuesta, con tal de que todo sea leal y sincero. Que apuesten conmigo diez libras esterlinas a si voy a ver la licencia de Cliff, e iré a estar allá solo. No necesito compañía. Y lo haría con tanta facilidad como cargo mi pipa.

—¿Pero quién os vigilará, Dowlas, para confirmar que estáis allá? La apuesta no sería leal.

—¿La apuesta no sería leal?—replicó el señor Dowlas con cólera—. Quisiera, que se presentara alguien que dijese que quiero apostar deslealmente. Vamos, vamos, maese Lundy, quisiera oíros decir eso.

—Muy probablemente lo querríais—dijo el carnicero—. Eso no es cuenta mía. No tengo que hacer tratos con vos, y no voy a tratar de que me hagáis una rebaja. Si alguien desea haceros una oferta igual a vuestra estimación, que lo haga. Yo estoy por la paz y la tranquilidad, eso es.

—Sí, eso es lo que desea todo, perro que ladra así que se le amenaza con el palo—dijo el herrador—. Pero yo no tengo miedo ni de un hombre ni de un fantasma, y estoy pronto a apostar lealmente. Yo no soy un gozquijo que dispara.

—Sí, pero ved lo que sucede, Dowlas—dijo el tabernero con una voz llena de candor y de tolerancia—. Hay gentes, a mi entender, que no pueden ver un fantasma, aunque éstos se los pongan por delante como un poste. Y esto tiene su razón de ser. Por ejemplo, ahí tenéis a mi mujer que no huele nada, aunque le pongáis bajo las narices el queso más fuerte. Yo nunca he visto fantasmas; pero entonces me digo: «Muy probablemente tú no tienes el olfato necesario.» Es decir, que pongo el fantasma en lugar de un olor y viceversa. Por eso es que estoy por las dos opiniones. Como siempre digo, la verdad está entre los dos. Si Dowlas fuese a pasar la noche delante de las caballerizas y viniese a decirnos que no ha visto el menor rastro de la licencia de Cliff, yo estaría con él; pero si alguien me dijese que, a pesar de ello, la licencia de Cliff existe realmente, yo también estaría con él, porque el olfato es lo que me guía.

El argumento analógico del tabernero no fue bien aceptado por el herrador, que era un hombre fundamentalmente opuesto a los términos medios.

—¡Bah! ¡bah! ¡bah!—dijo con nueva irritación, dejando el vaso—, ¿qué tiene que ver aquí el olfato? ¿Un fantasma le ha puesto nunca a nadie negro el ojo? Eso es lo que desearía saber. Si los fantasmas quieren que crea en ellos, que se dejen de deslizarse furtivamente en los sitios obscuros y solitarios; que vengan a donde hay gente y luz.

—¡Como si a los aparecidos les importara que crea en ellos un hombre tan ignorante como vos!—dijo el señor Macey, profundamente desalentado de ver en el herrador aquella grosera incapacidad para comprender la naturaleza de los fenómenos concercientes a los fantasmas.

VII

Un momento después, sin embargo, pareció que los fantasmas fueran de naturaleza más condescendiente que lo que pretendía el señor Macey, porque de pronto se vio la figura pálida y flaca de Silas Marner. De pie entre la luz cálida de la pieza, no profería palabra, pero giraba por la asamblea la mirada de sus ojos extraños y sobrenaturales. Las largas pipas hicieron un movimiento simultáneo, como el de las arterias de insectos asustados. Todos los presentes, sin exceptuar al escéptico herrador, tuvieron la impresión de que veían a un aparecido y no a Silas Marner en carne y hueso. En efecto, la puerta por que había entrado Silas estaba oculta por los bancos de alto respaldar, y nadie había advertido su llegada.

Se podría suponer que el señor Macey, sentado muy lejos del aparecido, gozaba con el triunfo de sus argumentos, triunfos que debían tender a neutralizar su parte en la alarma general. ¿No había dicho siempre que cada vez que Silas Marner tenía un extraño éxtasis, su alma se libraba de su cuerpo? La prueba estaba allí. Sin embargo, todo bien considerado, no hubiera estado menos satisfecho sin la aparición. Durante algunos instantes reinó un silencio de muerte: el cansancio y el jadeo no le dejaban hablar a Marner. El tabernero, impulsado por el sentimiento que constantemente le animaba, que era su deber de tener casa abierta para todos y confiando en la protección de su inconmovible neutralidad, tomó al fin sobre sí la tarea de conjurar el espíritu.

—Maese Marner—dijo con tono conciliador—, ¿qué queréis? ¿qué venís a traer aquí?

—¡Robado!—respondió Silas, jadeante—. ¡He sido robado! Busco al constable... y al juez... y al squire Cass... y al señor Crackenthorp.

—Sujetadlo, Jacobo Rodney—prosiguió el tabernero, en quien se disipaba la idea del fantasma—. Me parece que ha perdido la cabeza; está empapado hasta los huesos.

Jacobo Rodney, sentado muy cerca de la entrada de la pieza, estaba al alcance del sitio en que Marner seguía de pie; pero negó sus servicios.

—Venid a sujetarlo vos mismo, señor Snell, si se os ocurre—respondió Jacobo con bastante mal humor—. Ha sido robado y asesinado también a lo que parece—agregó en voz baja.

—¡Jacobo Rodney!—dijo Silas, volviéndose hacia él y clavando sus ojos extraños en el hombre que sospechaba.

—¿Qué hay, maese Marner, qué me queréis?—replicó Jacobo, temblando un poco y asiendo su jarro a manera de arma defensiva.

—Si sois vos quien me ha robado mi dinero—dijo juntando sus manos suplicantes, y alzando la voz hasta gritar—, devolvédmelo y os... daré una guinea.

—¡Yo... robado su dinero!—replicó Jacobo, colérico—; os voy a tirar este jarro a las narices si decís que soy... yo, el que ha robado vuestro dinero.

—Vamos, vamos, maese Marner—dijo el tabernero, poniéndose de pie entonces con aire resuelto y tomando a Marner por un hombro—; si tenéis que hacer alguna denuncia, hacedla de un modo razonable y demostrad que estáis en vuestro buen sentido; de otro modo nadie os escuchará. Estáis empapado como una rata ahogada. Sentaos, secad vuestra ropa y hablad con franqueza.

—¿Habéis oído, viejo?—continuó el herrador, que comenzó a darse cuenta de que no se había portado de una manera digna de él y a la altura de la situación—. No sigáis mirando fijamente a las personas y no gritéis más, porque, si no, vamos a haceros maniatar como a un insensato. Por eso fue que no hablé en seguida, diciéndome: este buen hombre está loco.

—Sí, sí, hacedlo sentar—dijeron en coro varios de los asistentes, muy contentos con que la existencia de los aparecidos quedara sin resolver.

El tabernero le obligó a Marner a quitarse el saco, y después a sentarse en una silla en medio de un círculo de modo que, apartado de las personas, recibiera directamente el calor de la chimenea.

El tejedor, demasiado abatido para tener más propósito claro que el de conseguir auxilio, a fin de recuperar su dinero, se sometió sin resistencias. Los temores pasajeros de la reunión habían desaparecido, sucediéndoles un vivo sentimiento de curiosidad, y todas las fisonomías estaban hacia Silas, cuando el tabernero, después de volverse a sentar, habló de nuevo.

—Bueno, veamos, maese Marner, qué es lo que tenéis que decir... decís que os han robado. Explicaos claramente.

—¡Haría bien en no volver a decir que soy yo quien lo ha robado!—exclamó Jacobo Rodney con energía—. ¿Qué habría hecho con su dinero? También hubiera podido robar la sobrepelliz del pastor y ponerla encima.

—Contened vuestra legua, Jacobo, y escuchemos lo que tiene que decir—prosiguió el tabernero—. Vamos, hablad, maese Marner.

Entonces Silas contó lo que le pasaba, y fue frecuentemente interrumpido por las preguntas a medida que el carácter misterioso del robo se volvía evidente.

Aquella situación extraña y nueva para él de tener que exponer sus cuitas a los vecinos de Raveloe, de estar sentado al calor de un hogar que no era el suyo, y de sentirse en presencia de fisonomías y de voces que hacían nacer en él las primeras esperanzas de socorro, ejerció sin duda alguna cierta influencia sobre Marner, a pesar de la viva preocupación que le causaba el infortunio. Nuestra conciencia no percibe el principio de un desarrollo moral, como no percibe un desarrollo de la naturaleza; la savia ha circulado ya muchas veces antes de que descubramos el menor signo de un brote.

La ligera sospecha con que sus oyentes le habían escuchado al principio, se disipó gradualmente ante la sencillez convincente de su desgracia. Les era imposible a aquellos vecinos dudar de la veracidad de Marner. No podían, a decir verdad, basándose en la naturaleza de los hechos relatados por él, afirmar inmediatamente que no tenía motivos para exponerlos con fealdad; pero, como lo hizo observar el señor Macey, no es probable que personas que tienen al diablo en su favor, se abatieran tanto como el pobre Silas. Más bien, dada la circunstancia extraña de que el ladrón no había dejado rastro y había sabido el momento oportuno en que Silas había salido sin cerrar la puerta, momentos que un oyente mortal no hubiera podido calcular de ningún modo, la conclusión más natural que podía sacar parecía ser que la intimidad poco honorable del tejedor con el diablo, si es que había existido nunca, debía estar destruida. Por lo tanto, aquel mal golpe le había sido hecho a Marner por alguien a quien en balde perseguiría el constable. Qué motivo habría tenido el ladrón sobrenatural para verse obligado necesariamente a esperar que Silas se olvidara de cerrar la puerta con llave, no se le ocurrió a nadie.

—No ha sido Jacobo Rodney quien ha hecho eso, maese Marner—dijo el tabernero—. No hay por qué sospechar del pobre Jacobo. Quizá hubiera que arreglar una cuentecita con él a propósito de una lucha o dos, si uno hubiera de estar siempre con los ojos bien abiertos y no cerrarlos nunca. Pero Jacobo ha estado toda la tarde bebiendo aquí su jarro de cerveza, como la persona más honorable de la parroquia. Ya estaba aquí antes de la hora en que, según vuestra declaración, salisteis de vuestra casa, maese Marner.

—Sí, sí—prosiguió el señor Macey—; no acusemos al inocente. Eso es contrario a la ley. Es preciso que haya personas que juren que un hombre es culpable, antes que pueda ser detenido. No acusemos al inocente, maese Marner.

La memoria de Silas no estaba tan dormida, que no fuera capaz de despertar al oír aquellas palabras. Bajo la influencia de un movimiento de arrepentimiento, tan nuevo y extraño para él como lo hubiera sido cualquiera otra cosa en la hora en que acababa de transcurrir, se alzó de su silla y se acercó a Jacobo para ver claramente la expresión de su fisonomía.

—He hecho mal—le dijo—, sí, sí... debí reflexionar. No hay ninguna prueba contra vos, Jacobo. Pero vos sois la persona que más ha entrado en mi casa. Por eso fue que os recordé. No os acuso. No quiero acusar a nadie. Solamente—agregó con su ofuscación desesperada, tomándose la cabeza entre las manos y volviéndose a mirar a los presentes—me esfuerzo... me esfuerzo por imaginar dónde están mis guineas.

—¡Ah, ah! han ido a donde hace bastante calor para fundirlas, creo—dijo el señor Macey.

—¡Vamos!—repuso el herrador.

Y preguntó entonces con el aire de un juez que le hace al testigo preguntas capciosas:

—¿Cuánto dinero podía haber en los talegos, maese Marner?

—Doscientas setenta y dos libras esterlinas, doce chelines y medio chelín, había ayer noche cuando las conté—dijo Silas exhalando un suspiro y volviéndose a sentar.

—¡Bah! No era tan pesado de cargar. Entró el vagabundo, y se las llevó. En cuanto a la ausencia de pasos, y a los ladrillos y la arena que no habían sido removidos, vuestros ojos son bastante parecidos a los de un insecto, maese Marner; estáis obligado a mirar de tan cerca, que no podéis ver muchas cosas a la vez. Me parece que si hubiese estado en vuestro lugar, o vos en el mío—pues viene a ser lo mismo—, no os habríais imaginado que todo estaba como lo habíais dejado. He aquí lo que propongo: que dos hombres de los más sensatos aquí presentes vayan con vos a casa del señor Kench, el constable—está enfermo en cama, según he oído—, para pedirle que nombre a uno de nosotros su suplente; porque esa es la ley, y no creo que nadie piense en contradecirme sobre este punto. No queda muy lejos de aquí lo del señor Kench. Entonces, si soy yo el nombrado suplente, iré con vos, maese Marner, y examinaré el sitio. En caso de que alguien quiera contradecir esto, le agradeceré que se ponga de pie y lo diga con franqueza.

Con este discurso importante, el herrador había recuperado su propia estima, y esperaba que se le designara como uno de los hombres más sensatos.

—Veamos, entretanto, qué tiempo hace—dijo el tabernero, que se consideraba como personalmente interesado en aquella proposición—. ¡Pero si, sigue lloviendo a cántaros!—agregó en seguida de abrir la puerta.

—Pues bien, yo no soy hombre que le tenga miedo a la lluvia—dijo el herrador—. Hará mal efecto cuando el juez Malam sepa que se nos ha hecho una denuncia a gentes honorables como nosotros, y que no hicimos nada para atenderla.

El tabernero fue de la misma opinión, y después de haber pedido el asentimiento de los presentes y de haber repetido debidamente una pequeña ceremonia conocida en el alto clero con el nombre de «Nolo episcopari» (no quiero ser obispo), consintió en aceptar el refrigerante honor de ir a casa del señor Kench. Pero, con gran espanto del herrador, la proposición que él hiciera de ser suplente de constable levantó una objeción de parte del señor Macey. Aquel viejo oráculo, que pretendía conocer la ley, declaró que ningún médico podía ser constable, que ese hecho le había sido transmitido por su padre.

—Y usted es médico, me parece, aunque no sea usted más que médico veterinario; porque una mosca es una mosca, aun cuando sea un tábano—dijo para terminar el señor Macey, algo maravillado por su sagacidad.

Un violento debate se produjo con este motivo. El herrador, por supuesto, no quería renunciar a su título de médico, pero sostenía que un médico podía ser constable si quería, que el sentido de la ley era sencillamente que no se le podía obligar a ser constable si no lo deseaba. El señor Macey consideró esta interpretación como un absurdo, visto que la ley no podía tener más diferencias con los médicos que con las demás personas. Agregó que si estaba en la naturaleza de los médicos el desear menos que los demás mortales el ser constable, ¿cómo era que el señor Dowlas deseaba tanto proceder en aquella calidad?

—Yo no deseo desempeñar el papel de constable—replicó el herrador, dominado por aquel razonamiento implacable—. Nadie puede decir que eso me importa, si se ha de hablar sinceramente. Pero si ha de haber celosos y envidiosos a propósito de esta diligencia acerca del señor Kench con un tiempo semejante, que vaya el que quiera, no me haréis ir a mí, yo os lo aseguro.

Sin embargo, mediante la intervención del tabernero, todo se arregló. Así es que el pobre Silas, escoltado por sus dos compañeros y provisto con unas ropas viejas, salió de nuevo bajo la lluvia, pensando en las largas noches que aun faltaban por transcurrir, no como aquellos que ansían descansar, sino como los que veían esperando la mañana.

VIII

Cuando Godfrey Cass volvió de la fiesta de la señora Osgood, a media noche, no lo sorprendió mucho el saber que Dunsey no había vuelto a la casa. Quizá no habría vendido a Relámpago esperando otra ocasión; quizá, a causa de la niebla de la tarde, había preferido refugiarse en la posada del León Rojo de Batterley, para pasar allí la noche, si la cacería lo había retenido en las cercanías, porque no era muy probable que se sintiera muy contrariado por dejar a su hermano en la incertidumbre. El espíritu de Godfrey estaba muy absorbido por los atractivos y maneras de Nancy para con él, demasiado lleno de exasperación contra sí mismo y contra su suerte—exasperación que no dejaba nunca de producirse en él, a la vista de aquella joven—, para que pensara mucho en Relámpago y en la conducta probable de Dunstan.

A la mañana siguiente toda la aldea fue sorprendida por la historia del robo.

Godfrey, como todos los demás, pasó el tiempo en recoger y discutir las noticias y en ir a visitar las canteras. La lluvia había hecho desaparecer toda probabilidad de distinguir los pasos; pero un examen minucioso del sitio había hecho descubrir, en dirección opuesta a la aldea, una caja de yesca medio enterrada en el lodo y que contenía un eslabón y un pedernal.

No era la caja de yesca de Silas, porque la única que hubiera poseído nunca estaba aún, sobre un estante, en su casa. La opinión generalmente aceptada, fue que la caja encontrada en el foso tenía alguna relación con el robo. Una pequeña minoría sacudía la cabeza y daba a entender que aquél no era un robo respecto del cual pudieran arrojar mucha luz las cajas de yesca.

En cuanto al de maese Marner parecía singular, y se habían conocido casos en que un hombre, después de haberse causado a sí mismo algún daño, había después requerido al juez para buscar al autor. Pero cuando se asediaba a esas gentes preguntándoles los motivos de su opinión y el provecho que tales falsos pretextos podían proporcionarle a maese Marner, se contentaban con menear la cabeza como antes y hacían observar que no siempre se estaba en aptitud de saber qué es lo que algunas personas consideran un beneficio; además, todo el mundo tenía el derecho de tener su opinión motivada o no, y el tejedor, como nadie lo ignoraba, no tenía el cerebro muy sano.

El señor Macey, bien que tomara la defensa de Marner contra toda sospecha de superchería, ponía también en ridículo la idea de la caja de yesca. En verdad, la reputaba como una sugestión bastante impía, tendiente a insinuar que todo debía de ser obra de manos humanas y que no había ningún poder sobrenatural capaz de hacer desaparecer las guineas sin tocar los ladrillos. Sin embargo, se volvió contra el señor Tookey con bastante violencia cuando aquel suplente adicto, viendo que aquella interpretación de los hechos sentaba particularmente a un chantre de parroquia la llevó más lejos aún, preguntándose si era razonable hacer una encuesta sobre un robo cuyas circunstancias eran tan misteriosas.

—Como si no hubiera nada más—terminó diciendo el señor Tookey—que aquellas cosas que los jueces y los constables están en aptitud de descubrir.

—No vayáis ahora, Tookey, más allá de donde se debe—repuso el señor Macey, inclinando la cabeza hacia un costado, en señal de reprobación. Así es cómo procedéis siempre: si yo arrojo una piedra y doy en el blanco, pensáis que hay algo mejor que hacer y tratáis de tirar otra vez más allá de la mía. Lo que he dicho iba contra la caja de yesca; no he dicho nada contra los jueces y los constables; porque han sido nombrados por el rey Jorge y le sentaría mal a un funcionario parroquial estallar en invectivas contra el soberano.

Mientras estas discusiones tenían lugar en el grupo que se encontraba frente a la taberna del Arco Iris, una deliberación más importante tenía lugar en el interior bajo la presidencia del señor Crackenthorp, el pastor, asistido por el squire Cass y otras personalidades de la parroquia. Se le acababa de ocurrir al señor Snell—que era, como lo hizo observar, un hombre habituado a coordinar los hechos—el relacionar con la caja de yesca, que en calidad de suplente del constable había tenido él mismo la honrosa distinción de encontrar, con ciertos recuerdos de un buhonero. Este había entrado en su taberna para beber algo haría cosa de un mes, y había declarado positivamente que llevaba una caja de yesca que le servía para encender su pipa. Había en aquello, sin duda, una pista para seguir. Y como la memoria, cuando está debidamente impregnada en los hechos comprobados, es algunas veces de una fecundidad sorprendente, el señor Snell recobró gradualmente la viva impresión del efecto que la fisonomía y la conversación del buhonero habían producido en él. La mirada de aquel hombre estaba llena de una cierta expresión que había chocado de un modo desagradable al sensible organismo del señor Snell. Seguramente que nada de particular había salido de su boca—no, nada, excepto la frase relativa a la caja de yesca—; pero lo que un hombre dice, no es lo que vale, lo importante es cómo lo dice. Además tenía un color moreno exótico que anunciaba su poca honradez.

—¿Llevaba aros en las orejas?—preguntó el señor Crackenthorp, que tenia algún conocimiento de las costumbres extranjeras.

—Bueno... esperad... veremos—respondió el señor Snell como un somnámbulo dócil que quisiera realmente no equivocarse, si fuera posible.

Después de haber distendido los ángulos de su boca y contraído los ojos—se hubiera dicho que trataba de ver los aros—, pareció renunciar al esfuerzo y dijo:

—Recuerdo que llevaba en su caja aros para vender; es, pues, natural suponer que también los usara. Pero como recorrió casi todas las casas de la aldea, quizá alguna persona se los haya visto en las orejas, bien que yo no pueda afirmar eso.

El señor Snell tenía razón al suponer que alguna otra persona se acordaría de los aros en las orejas; porque, prosiguiendo la pesquisa en la parroquia, se hizo saber, con una energía cada vez más viva, que el pastor deseaba ser informado si el buhonero usaba aros, y se estableció una corriente de opinión de que era muy importante que el hecho fuera dilucidado. Naturalmente que todos los que oyeron la pregunta y que no se habían formado ninguna imagen exacta del buhonero «sin aros», se lo representaron inmediatamente «con aros» en las orejas, más o menos grandes, según el caso. La imagen fue muy pronto tomada por un recuerdo vivo. En consecuencia, la esposa del vidriero, mujer de buenas intenciones y que no era aficionada a mentir y cuya casa era una de las más ordenadas de la aldea, se mostró dispuesta a declarar que, tan cierto como que había de comulgar para la próxima Navidad, que había visto unos grandes aros, de la forma del creciente de la luna nueva, en las dos orejas del buhonero. Al mismo tiempo Juana Oates, la hija del zapatero—niña dotada de una imaginación muy viva—, afirmaba no sólo que los había visto, sino que se había estremecido de horror, como se estremecía todavía al hablar de eso.

Por otra parte, a fin de arrojar más luz sobre esta pista de la caja de yesca, se recogió en las diferentes casas todos los artículos comprados al buhonero y se los llevó a la taberna del Arco Iris para ser expuestos allí públicamente. En fin, la convicción general en la aldea fue que, a fin de poner en claro la cuestión del robo, era preciso hacer muchas cosas en el Arco Iris. Además, ningún marido tenía necesidad de excusarse con su esposa para ir a aquella taberna, a tal punto se había convertido aquel sitio en la escena de rigurosos deberes públicos.

Qué decepción—y quizás también qué indignación—se manifestó al saber que Silas Marner, interrogado por el squire y el pastor, había respondido que no había conservado ningún recuerdo del buhonero, salvo que éste se había allegado a su choza, pero sin entrar en ella. Se había alejado inmediatamente, cuando Silas, entreabriendo la puerta, le dijo que no necesitaba nada. Tal había sido la declaración del tejedor.

Sin embargo, Silas se aferraba fuertemente a la idea de que el buhonero era el culpable probablemente por la única razón que ésta le presentaba la imagen clara de un sitio en que podía estar su oro, después de haber sido quitado del escondite: le parecía verlo ahora en la caja del buhonero.

Todas las gentes de la aldea hicieron notar con cierta irritación que todo el mundo, salvo una criatura ciega como Marner, hubiera visto al hombre merodeando por allí. En efecto, ¿cómo explicaría que hubiese dejado su caja de yesca en el foso, al lado de la choza, si no hubiese andado vagando por allí? Sin duda alguna, había hecho sus observaciones al ver a Marner en la puerta. Todo el mundo podía darse cuenta—con sólo verlo—que el tejedor era un avaro medio loco. Era sorprendente que el buhonero no lo hubiese asesinado. Muchas y muchas veces se había descubierto que la gente de esa especie, con aros en las orejas, eran asesinas. No hacía tanto tiempo que uno de esos individuos había sido juzgado, para que no hubiera gentes que lo recordaran.

Es cierto que habiendo entrado Godfrey Cass en la taberna del Arco Iris durante una de las frecuentes repeticiones que daba el señor Snell de su deposición, hizo poco caso del testimonio del tabernero. Declaró que él mismo le había confiado un cortaplumas al buhonero, y que éste le había parecido ser un tipo alegre, a quien le gustaba chancear. Según él, todo lo que decían de la mirada atravesada de aquel hombre no tenía sentido. Pero en la aldea aquellas palabras fueron consideradas como el habladero irreflexivo de un joven, pues no era sólo el señor Snell quien había encontrado que había algo de raro en la persona del buhonero. Por el contrario, había por lo menos media docena de testigos que estaban prontos para dirigirse al juez Malam para llevarle pruebas mucho más convincentes que ninguna de las que el tabernero podía dar. Era de desear que el señor Godfrey no fuera a Tarley a fin de echar agua fría sobre lo que el señor Snell había dicho delante del juez de esa aldea, e impedir de ese modo que el magistrado librara una orden de arresto. Se le sospechaba que tenía esta intención cuando se le vio partir por la tarde a caballo y en la dirección de Tarley.

Pero en aquel momento el interés que a Godfrey le inspiraba el robo se había desvanecido en presencia de su ansiedad creciente respecto de Dunstan y de Relámpago. No se iba a Tarley sino a Batterley, porque se sentía incapaz de permanecer más tiempo en esta incertidumbre a ese respecto. La posibilidad de que Dunstan le hubiese hecho la mala pasada de marcharse con Relámpago, para volver al cabo de un mes, después de haber perdido su precio en el juego o de haberlo disipado, de otra manera, era un temor que lo importunaba todavía más que la idea de un accidente desgraciado. Ahora que el baile de la señora Osgood había pasado; estaba furioso por haberle confiado su caballo a Dunstan. En lugar de tratar de calmar sus temores, los alentaba con esta idea supersticiosa e inherente a cada uno de nosotros de que cuando más se espera el mal resueltamente, menos probable es que suceda; así fue que cuando oyó que se acercaba un caballo al trote y vio que un sombrero sobrepasaba la cerca más allá del codo del sendero, le pareció que su conjuro había tenido éxito. Sin embargo, no bien estuvo el animal a la vista, su corazón se oprimió de nuevo, porque no era Relámpago. Y momentos después se dio cuenta de que el caballero no era Dunstan, sino Bryce, que detuvo su montura para conversar con él. La fisonomía de aquél no anunciaba nada de nuevo.

—¿Qué trae, señor Godfrey, qué suerte la de su hermano, maese Duncey, verdad?

—¿Qué queréis decir?—replicó vivamente Godfrey.

—¿Cómo? ¿No ha vuelto todavía a su casa?—dijo Bryce sorprendido.

—¿A casa? no. ¿Qué ha sucedido? Hablad pronto. ¿Qué hizo de mi caballo?

—¡Ah! bien pensaba yo que era siempre vuestro, bien que él dijera que se lo habíais cedido.

—¿Lo hizo rodar y lo mancó?—dijo Godfrey, rojo de cólera.

—Peor todavía—dijo Bryce—. Imaginaos que yo me había comprometido a comprarle el caballo por ciento veinte libras esterlinas, un precio loco, pero siempre me había gustado ese caballo. ¡Y no va y lo ensarta! ¡Precipitarse por encima de una cerca en que había postes de hierro, en la cima de su talud que tenía un foso delante! Hacía mucho tiempo que el caballo estaba muerto cuando se lo descubrió. Desde entonces Dunsey no ha vuelto a la casa, ¿verdad?

—¿A casa? no—replicó Godfrey—, y haría bien en no volver. ¡Qué imbécil soy, me lleve el diablo! Debiera de haber sabido que las cosas iban a concluir así.

—Pues bien, para deciros la verdad—continuó Bryce—, después de cerrado el trato se me ocurrió la idea de que vuestro hermano había podido montar el caballo para venderlo sin que vos lo supierais, porque no creí que fuera suyo. Yo sabía que maese Dunsey hacía de las suyas algunas veces. Pero, ¿adónde puede haber ido? No se lo ha vuelto a ver en Batterley. No se debe haber hecho daño, porque no tenía más remedio que marcharse a pie.

—¿Daño?—dijo Godfrey amargamente.—Jamás se hará daño; ha nacido para hacerlo a los demás.

—¿Y vos lo habíais autorizado realmente para vender el caballo?—preguntó Bryce.

—Sí, quería deshacerme de él; siempre tuvo la boca algo dura para mí—respondió Godfrey, cuyo orgullo se sobresaltaba al pensar que Bryce adivinaba que la necesidad lo había obligado a separarse de su montura—. Iba a ver qué ha sido de Relámpago; me imaginaba que había sucedido alguna desgracia. Ahora voy a retroceder—agregó, haciendo volver la cabeza al caballo, con el deseo de poder librarse de Bryce, porque comprendía que la gran crisis de su vida, crisis tanto tiempo tornada, estaba próxima—. Venís a Raveloe, ¿verdad?

—No, ahora no—dijo Bryce—. Dirigiéndome a Flitton hice esta vuelta con la idea de que no sería malo que entrara de paso en vuestra casa, para deciros todo lo que sabía respecto al caballo. Supongo que maese Dunsey no ha querido mostrarse antes de que la mala noticia se hubiera disipado un poco. Quizá haya ido a hacerle una visita a la posada de las Tres Coronas, cerca de Whithbridge; sé que le gusta esa casa.

—Es muy posible—dijo Godfrey distraídamente.

Después, sacudiendo su preocupación, agregó, esforzándose por mostrarse indiferente:

—Hemos de oír hablar de él muy luego, podéis estar seguro.

—Bueno, éste es mi camino—dijo Bryce, sin que lo sorprendiera ver que Godfrey estaba bastante abatido—. Bueno, me despido haciendo votos porque pueda traeros mejores noticias otra vez.

Godfrey puso su caballo al paso. Se imaginaba la escena en que tendría que confesárselo todo a su padre, escena que comprendía era ya inevitable. Tenía que hacer la revelación relativa al dinero al otro día por la mañana. Suponiendo que ocultara el resto, como Dunstan no tardaría en volver, si éste se veía obligado a soportar la violencia de la cólera del padre, lo contaría todo por despecho, aunque no sacara de eso ningún provecho.

Existía todavía otro medio para conseguir el silencio de Dunstan y aplazar el mal día: Godfrey podía decirle a su padre que él mismo había gastado el dinero que le había entregado Fowler. Como nunca había cometido semejante falta, el asunto se disiparía después de un poco de tormenta. Pero era incapaz de resolverse a eso. Comprendía que al darle el dinero a Dunstan había cometido un abuso de confianza apenas menos culpable que el de haber gastado él mismo el dinero en su provecho... Sin embargo, había entre esos dos actos una diferencia que le hacía ver al segundo como tan odioso, que la idea de acusarse de él era insoportable.

—No pretendo ser irreprochable—se decía—; pero, sin embargo, no soy un pillo; por lo menos estoy resuelto a contenerme. Prefiero soportar las consecuencias de mi propia conducta y no hacer creer que soy el autor de un acto que nunca habría cometido. Jamás se me hubiera ocurrido gastar ese dinero para divertirme... sólo cedí a una tortura.

Durante todo el resto del día, Godfrey, salvo algunas fluctuaciones accidentales, permaneció firmemente resuelto a confesárselo todo al padre y aplazó la historia de la pérdida de Relámpago hasta el día siguiente, a fin de que sirviera de introducción a un asunto más importante. El viejo squire estaba acostumbrado a ver qué Dunstan se ausentara con frecuencia de la casa; así es que no pensó que valiera la pena de hacer una observación respecto de la desaparición de su hijo y de la del caballo.

Godfrey se repitió muchas veces que si dejaba escapar aquella ocasión favorable para confesarlo todo, jamás se le presentaría otra; y hasta la revelación podría producirse de una manera más odiosa que por la perversidad de Dunstan, si la otra se presentaba ella misma, como ya lo había amenazado con hacerlo Godfrey.

Entonces, para prepararse para la escena que iba a tener lugar, trató de imaginarla; resolvió mentalmente cómo pasaría la confesión de la debilidad en que había incurrido dándole el dinero a Dunstan al hecho que éste lo tenía tan agarrado, que había tenido que renunciar a hacérselo largar, como además tendría que proceder con su padre para que éste se preparara para algo muy grave antes de revelarle el hecho mismo.

El viejo squire era un hombre implacable; tomaba resoluciones durante una cólera violenta y no había medio de hacérselas abandonar, ni aun cuando esa cólera se hubiera disipado. Así son las lavas ardientes de los volcanes que se endurecen y forman una roca cuando se enfrían. Como muchos hombres inflexibles y violentos dejaba que el mal creciera al favor de su propia negligencia, hasta que se accediera con una fuerza que lo exasperaba. Entonces se volvía de un rigor feroz, y su dureza se tornaba inexorable. Ese era su sistema con los arrendatarios; los dejaba atrasarse en sus pagos, descuidar las cercas, reducir su material y su ganado, vender la paja y hacer todo lo que no debían; después, cuando estaba escaso de dinero a causa de su indulgencia, tomaba contra ellos las medidas más severas y se volvía sordo ante sus súplicas. Godfrey sabía todo eso y lo comprendía tanto más cuanto que había tenido el fastidio de ser testigo de los accesos de cólera brusca e implacable de su padre, accesos ante los cuales su irresolución habitual lo privaba de toda simpatía. Pero no criticaba la indulgencia culpable que los precedía; esa indulgencia le parecía bastante natural. Sin embargo, como Godfrey lo pensaba, apenas había una probabilidad de que el orgullo de su padre consideraba aquel casamiento desde un punto de vista que lo inclinara a mantenerlo secreto, antes que echar a su hijo y hacer hablar de la familia en el país, a diez leguas a la redonda.

Tal fue el aspecto bajo el cual Godfrey consiguió encarar las cosas hasta media noche. En seguida se durmió, pensando que ya había deliberado bastante consigo mismo. Pero, cuando despertó en la obscuridad de la mañana apacible, encontró que le era imposible recordar sus ideas de la noche precedente. Se hubiera dicho que estaban en exceso fatigadas y no podían volver a ser reanimadas para un nuevo trabajo. En lugar de argumentos en favor de una confesión, era incapaz ahora de representarse otra cosa que las deplorables consecuencias que aquella acarrearía. Entonces volvió el antiguo temor del deshonor—el antiguo horror de pensar en levantar una valla infranqueable entre él y Nancy—, su antigua inclinación a contar con las probabilidades capaces de serle favorables y evitarle una denuncia.

Porque, al fin y al cabo, ¿impediría con sus actos personales las esperanzas que da el ayer? Se había puesto a considerar la víspera su situación desde un falso punto de vista. Estaba furioso contra Dunstan, y no había pensado más que en una ruptura completa de su convenio mutuo.

Lo más cuerdo que podía hacer era tratar de atenuar la cólera de su padre contra Dunsey, y conservar lo más posible las cosas en su antiguo estado. Si Dunstan no volvía hasta dentro de algunos días—y Godfrey suponía que aquel pícaro tenía bastante dinero en el bolsillo como para poder prolongar su ausencia bastante tiempo—, todo podría disiparse.

IX

Godfrey se levantó y se desayunó más temprano que de costumbre, pero se quedó en el pequeño salón artesonado hasta que sus hermanos menores acabaran de desayunarse y salieran. Esperaba a su padre, quien siempre hacía un paseo con el mayordomo antes de almorzar. Nadie comía a la misma hora por la mañana en la Casa Roja. Era siempre el último, a fin de dar a un apetito bastante débil mayores probabilidades, antes de ponerlo a prueba. Hacía casi dos horas que la mesa estaba guarnecida con platos suculentos esperando su llegada.

El squire Cass era un sexagenario alto y corpulento. Sus cejas crespas y la mirada bastante dura de sus ojos parecían no estar en armonía con su boca caída y su energía. Su persona tenía las trazas de una negligencia habitual y su traje estaba mal cuidado. Sin embargo, había en el aire del viejo squire algo que lo distinguía de los agricultores de la parroquia. Estos eran quizá, bajo todo respecto, tan refinados como él, pero se habían arrastrado penosamente por el camino de la vida con la conciencia de estar en la vecindad de hombres que les eran superiores. Les faltaba, por lo tanto, esa posesión de sí mismos, esa autoridad de la palabra y ese empaque que distinguen al hombre que considera a las personas que les son inferiores como tan apartadas de sí, que no tienen que hacer con ellas menos que con el Gran Turco.

El squire había estado acostumbrado toda su vida, a recibir el homenaje de todas las gentes de la parroquia y a pensar que su familia, sus copas de plata y todo lo que le pertenecía era lo más antiguo y lo mejor; y como no frecuentaba nunca a la burguesía de esfera más elevada que la suya, su opinión no admitía cotejo.

Al entrar en la pieza, echó una mirada sobre su hijo y le dijo:

—¡Cómo es eso, señor! ¿Tampoco vos habéis almorzado?

No cambiaron ninguno de esos saludos amables de la mañana, no porque hubiera entre ellos alguna enemistad, sino porque la flor suave de la cortesía no prosperaba en residencias como la Casa Roja.

—Sí, mi padre, he almorzado; pero os esperaba para hablaros.

—¡Ah! bueno—repuso el squire, dejándose caer pesadamente en su sillón y hablando con una voz pesada y catarrienta, lo que era considerado en Raveloe como una especie de privilegio de su rango, mientras cortaba un trozo del buey y se lo daba al perro corredor que había entrado con él—. Llamad para que me traigan mi cerveza, ¿queréis? Los negocios de vosotros los jóvenes son generalmente vuestros placeres personales; pero, si vosotros tenéis prisa por realizarlos, a los demás no les pasa otro tanto.

La vida del squire era tan ociosa como la de sus hijos; sin embargo, era una ficción mantenida por él y su contemporáneos en Raveloe que la juventud era exclusivamente el período de la locura y que su vieja cordura era un espacio continuo de sufrimiento que el sarcasmo dulcificaba. Antes de volver a hablar, Godfrey esperó que la cerveza fuera servida y la puerta vuelta a cerrar. Durante este tiempo, rápido el perro corredor consumió tajadas del buey en cantidad suficiente como para formar la comida de un pobre en día de fiesta.

—Ha ocurrido un maldito accidente con Relámpago—comenzó diciendo—; sucedió anteayer.

—¡Cómo! ¿Se ha mancado?—dijo el squire, después de beber un trago de cerveza—. Pensaba que sabíais montar mejor, señor. Jamás he estropeado un caballo en mi vida. Si lo hubiese hecho, en balde hubiera pedido otro, porque mi padre no estaba tan dispuesto para desatar los cordones de su bolsa como otros padres que yo conozco. Pero es preciso que éstos cambien de tono, es imprescindible. A causa de las hipotecas y de los pagos retrasados, estoy tan falto de dinero como un mendigo. Y ese tonto de Kimble dice que los diarios hablan de pago. Si eso sucediera, el país no podría sostenerse: los precios se vienen abajo como las pesas de un asador, y jamás conseguiré que se me paguen los atrasos, ni aunque haga vender todo lo que esos individuos poseen. Y ese maldito Fowler... no quiero tolerar más tiempo su morosidad; le he dicho a Winthrop que vaya hoy mismo a verlo a Cosc. Ese bribón mentiroso me prometió entregarme sin falta el mes pasado cien libras esterlinas. Se aprovecha de que ocupa una granja apartada y piensa que lo voy a perder de vista.

El squire acabó de despachar su discurso tosiendo e interrumpiéndose; pero, sin embargo, sin hacer pausas bastante largas que pudiesen servirle de pretexto a Godfrey para volver a hablar. Este vio que su padre tenía la intención de eludir todo pedido pecuniario motivado por la desgracia ocurrida a Relámpago. Además adivinó que el tono de insistencia empleado por el squire al hablar del poco dinero de que disponía y de los deudores morosos debía de producir en su espíritu la disposición menos favorable para escuchar las confesiones de su hijo. Sin embargo, era preciso que prosiguiera ahora que había comenzado.

—Es algo más grave; el caballo se ensartó en un poste y se mató—dijo en seguida que su padre se detuvo y comenzó a comer—. Pero no tenía la intención de pediros que me comprarais otro; sólo pensaba en que no me sería posible reembolsaros con el precio de Relámpago como me proponía. Dunsey lo llevó a una cacería para venderlo, y después de haber cerrado el trato con Bryce por ciento veinte libras esterlinas, siguió la traílla y dio algunos saltos insensatos, uno de los cuales despachó al caballo. Sin esa circunstancia, os hubiera entregado cien libras esterlinas esta mañana.

El squire había dejado el cuchillo y el tenedor y miraba a su hijo fijamente y con estupefacción. Su espíritu no era bastante sutil como para adivinar qué causa había podido causar aquella extraña inversión de las relaciones entre el padre y el hijo que importaba aquella intención de Godfrey de darle cien libras esterlinas.

—La verdad es, mi padre... lo siento mucho... que hice muy mal. Fowler pagó como dijo las cien libras esterlinas. Me las entregó cuando fui allá, el mes pasado. Pero Dunsey me atormentó tanto para que le diera ese dinero que se lo facilité porque esperaba entregároslo en seguida...

El squire, que se había puesto rojo de cólera antes de que su hijo hubiese acabado de hablar, consiguió más que expresar con dificultades:

—¿Vos le dejasteis el dinero a Dunsey, señor? ¿Y desde cuándo sois tan íntimo con vuestro hermano que os veáis obligado a asociaros con él para disponer de mi dinero? Estáis en camino de volveros un pícaro. Os digo que no toleraré esto. Echaré a la calle toda vuestra secuela y me volveré a casar. Quisiera, señor, que os acordarais de que mi propiedad no es un bien inalienable. Desde la época de mis bisabuelos, los Cass pueden disponer de sus tierras como mejor les parece. No olvidéis eso, señor. ¿Le entregasteis el dinero a Dunsey? ¿Y por qué se lo entregasteis? Tiene que haber en esto una mentira.

—No hay ninguna mentira, mi padre—prosiguió Godfrey—. Yo no hubiera gastado el dinero para mí; pero Dunsey me presionó tanto que hice la tontería de entregárselo. Pero yo tenía la intención de entregároslo, que él me lo devolviese o no. Eso es todo. Nunca pensé en apropiarme ese dinero. Jamás me habéis sorprendido haciéndole una mala partida a mi padre.

—¿Dónde está Dunsey, entonces? Por qué os estáis aquí hablando. Id a buscar a Dunsey, os digo, y que explique por qué necesitó ese dinero y qué hizo de él. Se arrepentirá. Lo arrojaré a la calle. He dicho que quería hacerlo y lo haré. No me volverá a faltar. Id a buscarle.

—Dunsey no ha vuelto, mi padre.

—¿El qué? ¿Se ha roto el pescuezo entonces?—dijo el squire mostrándose algo descontento con la idea de que, si así era, no podría poner en práctica sus amenazas.

—No, no se ha hecho daño, creo, porque el caballo fue encontrado muerto, y Dunsey debió poder marcharse a pie. Supongo que pronto lo volveremos a ver. No sé dónde está.

—¿Y por qué tuvisteis que darle mi dinero? Respondedme a esto—continuó el padre, atacando de nuevo a Godfrey, puesto que no tenía a Dunsey a su alcance.

—La verdad, mi padre, es que no sé—respondió Godfrey con vacilación.

Era aquél un débil subterfugio, pero a Godfrey no le gustaba mentir, y como sabía que ninguna duplicidad puede prosperar mucho tiempo sin la ayuda de palabras falsas, no tenía a su disposición ningún efugio imaginado de antemano.

—¿Que no lo sabéis? Yo voy a deciros por qué ha sido, señor. Habéis hecho de la vuestra, y para eso comprasteis su silencio—dijo el squire con una penetración brusca.

Godfrey se estremeció. Sintió que su corazón palpitaba con violencia al ver que su padre casi había adivinado. Esta alarma repentina le impulsó a hacer un paso más, una impulsión muy ligera basta para eso cuando se está en un plano inclinado.

—Pues bien, sí, mi padre—prosiguió; y trataba de hablar en tono fácil y despreocupado—; había un pequeño asunto entre Dunsey y yo; no tiene ninguna importancia más que para él y para mí. No vale la pena de mezclarse en las locuras de los jóvenes... eso no os hubiera perjudicado en nada, mi padre, y yo no hubiese tenido la mala suerte de perder a Relámpago. Hoy os hubiera entregado el dinero.

—¡Locuras! ¡Bah! Sería tiempo que acabaran las vuestras. Quisiera convenceros, señor, de que es preciso realmente ponerles término—dijo el squire frunciendo las cejas y lanzándole a su hijo una mirada irritada—. Vuestras proezas no son tales que me permiten conseguir dinero. Mirad, mi abuelo tenía sus caballerizas llenas de caballos; su mesa era también una buena mesa—y en tiempos peores que el nuestro—, a lo que yo sé al menos. Yo podría hacer otro tanto si no tuviera cuatro ganapanes que se me prenden como sanguijuelas. Yo he sido un padre demasiado bueno para con todos vosotros, eso es lo que hay. Pero en adelante voy a tener las riendas cortas.

Godfrey permaneció silencioso. No es probable que fuera muy penetrante en sus juicios; sin embargo, siempre había comprendido que la indulgencia de su padre no era bondad, y había suspirado vagamente por alguna disciplina que dominara su debilidad vagabunda y secundar sus mejores intenciones. El squire comió el pan y la carne rápidamente, bebió un buen sorbo de cerveza, y luego, volviendo la espalda a la mesa, prosiguió:

—Será tanto peor para vos, sabedlo; más os valiera que tratarais de ayudarme y conservar lo que tenemos.

—Pues bien, mi padre, a menudo me he ofrecido para tomar la gestión de los negocios, pero vos sabéis que siempre interpretasteis mal esto, y que parecisteis creer que deseaba suplantaros.

—No me acuerdo de vuestros ofrecimientos ni de haberlos interpretado mal—dijo el squire, cuyos recuerdos consistían en ciertas impresiones vivas que los detalles no habían modificado—; lo que yo sé es que en cierta época pareció que pensabais en casaros, y yo no traté de cerraros el camino como algunos padres lo habrían hecho. No me agradaría más veros casar con la hija de Lammeter que con cualquier otra. Supongo que si os hubiera dicho no, hubierais persistido en vuestra intención; a falta de contradicción habéis cambiado de parecer. Sois como una veleta; heredasteis de vuestra pobre madre. Jamás tuvo carácter. Es verdad que eso no le hace falta a una mujer si su marido es un hombre como debe ser, pero esa cualidad le sería muy necesaria a la vuestra, porque apenas tenéis la voluntad necesaria para hacer caminar a las dos piernas en la misma dirección. Esa joven no ha dicho definitivamente que no os aceptaba, ¿verdad?

—No—dijo Godfrey, sintiendo que un vivo sonrojo le subía a la cara y sintiéndose molesto—; pero no creo que guste de mí.

—¡Qué no creéis! ¿Por qué no habéis tenido el valor de preguntárselo? ¿Siempre deseáis vos casaros con ella? Esta es la cuestión.

—No deseo casarme con otra—respondió Godfrey, de un modo evasivo.

—Pues bien, entonces, dejadme hacer el pedido en vuestro lugar, si no tenéis valor para hacerlo vos mismo, y asunto concluido. No es probable que Lammeter vea con malos ojos que su hija se case en mi familia, me parece. En cuanto a la linda muchacha, no ha querido aceptar a su primo y no veo que otro pretendiente hubiera podido soplaros la dama.

—Preferiría dejar las cosas tranquilas, si así os place, mi padre—prosiguió Godfrey asustado—. Creo que está un poco enojada conmigo en este momento y desearía hablarle yo mismo. De estas cosas es necesario ocuparse personalmente.

—Pues entonces hablad y ocuparos, y tratad de cambiar de conducta. Eso es lo que necesita hacer un hombre cuando piensa en casarse.

—No veo cómo me sería posible hacerlo ahora, mi padre. No querréis establecerme en una de vuestras granjas, supongo, y no creo que ella consintiera en venir a vivir en esta casa junto con todos mis hermanos. Aquí se lleva una vida muy distinta de aquella a que está acostumbrada.

—¿Que no consentiría en venir a vivir en esta casa? No me digáis eso. Preguntádselo y veremos—repuso el squire con una risa breve e irónica.

—Preferiría dejar las cosas quietas por el momento, mi padre—dijo Godfrey—. Espero que no trataréis de precipitar las cosas diciendo cosa alguna.

—Haré lo que me plazca—replicó el squire—, y os haré ver que yo soy quien manda; de otro modo podéis marcharos de esta casa e ir a buscar morada en otra parte. Id a ver a Winthrop y decidle que no vaya a lo de Cass y que me espere... ordenad que me ensillen mi caballo. ¡Ah! esperad; tratad de vender la vieja jaca de Dunsey y de entregarme ese dinero; ¿habéis oído? Ya no mantendrá más caballos a mi costa. Y si sabéis dónde se ha metido—vos lo sabéis sin duda—, podéis decirle que no se dé el trabajo de volver a la casa. Que se haga mozo de cuadra y gane con qué vivir. Ya no me pesará más encima.

—No sé, padre, dónde está, y si lo supiera no me correspondería a mí decirle que no vuelva más—dijo Godfrey dirigiéndose hacia la puerta.

—Que el diablo os confunda, señor; no os quedéis ahí perdiendo tiempo e id a decir que me ensillen mi caballo—prosiguió el squire, tomando una pipa.

Godfrey salió, dándose apenas cuenta si estaba más tranquilo por haber terminado la entrevista sin haber modificado su posición, o más inquieto al pensar que se había enredado aún más en los subterfugios y los artificios. Lo que había pasado con motivo del pedido de la mano de Nancy le había causado al joven una mera alarma: el temor de que el squire fuera a deslizarle al señor Lammeter, de sobremesa, algunas palabras que fueran capaces de ponerlo a él, Godfrey, en la necesidad absoluta de renunciar a Nancy en el momento mismo que parecía estar a su alcance. Recurrió entonces a su refugio ordinario, a la esperanza de algún golpe imprevisto de la fortuna, de alguna coyuntura favorable que le ahorraría consecuencias penosas y hasta perjudicaría su falta de sinceridad, convirtiéndola en prudencia.

En lo que concierne a contar con algún tiro de dados de la fortuna, apenas puede decirse que Godfrey fuera de la vieja escuela. La casualidad favorable es el Dios de todos los hombres que siguen sus propias impulsiones, en lugar de obedecer una ley en la cual no creen. Si un hombre distinguido de nuestra época consigue una posición que tiene vergüenza de hacer conocer, su espíritu buscará todas las salidas imaginables capaz de librarlo de los resultados que esa posición deja prever. Si gasta más de lo que tiene, si evita el trabajo honesto y resuelto que proporciona su salario, en seguida se pone a soñar en la posibilidad de encontrar un bienhechor, un tonto a quien sabrá halagar, a fin de poder usar su influencia en su favor, en imaginarse un estado de espíritu posible en alguna persona probable que todavía no ha dado señales de aparecer. Si descuida las obligaciones de su empleo, echa inevitablemente su ancla al azar, con la esperanza de que aquello que no ha hecho no tendrá la importancia supuesta. Si traiciona la confianza de un amigo, adora esa misma complejidad sutil que llama al azar, que le da esperanza de que ese amigo no lo sabrá jamás. Si abandona un honrado oficio para buscar las distinciones de una profesión a la que nunca ha sido llamado por la naturaleza, su religión es infaliblemente el culto de una casualidad favorable, en la que cree como en un poderoso, creador del éxito. El mal principio rechazado por esta religión es el orden natural de la sucesión de las cosas, de acuerdo con el cual las semillas producen una cosecha de su especie.

X

El juez Malam era considerado, naturalmente, en Tarley y en Raveloe, como un personaje de vasta inteligencia, visto que era capaz de sacar sin pruebas conclusiones mucho más profundas que las que se podían esperar de sus vecinos que no eran magistrados.

No era posible que semejante hombre descuidara el indicio de la caja de yesca.

Así, pues, se dio comienzo a una pesquisa que tenía por objeto un buhonero: nombre desconocido, cabellos negros y crespos, color moreno de un extranjero, mercader de cuchillería y bisutería que llevaba en un cajoncito, y grandes aros en las orejas.

Pero, ya sea que las diligencias de las pesquisas se hicieron con demasiada lentitud, ya sea que aquella filiación conviniera a tan grande número de buhoneros que no fuera posible hacer una elección entre ellos, lo cierto es que transcurrieron las semanas y no se obtuvo más resultado concerniente al robo, que el cese gradual de la agitación que había causado en Raveloe.

La ausencia de Dunstan Cass fue apenas objeto de una observación: ya antes, a causa de un disgusto con su padre, se había marchado, quién sabe a dónde. Al cabo de seis semanas había vuelto a su antiguos cuarteles sin encontrar oposición, y tan fanfarrón como antes. Su propia familia, que esperaba aquel desenlace con la única diferencia que esta vez el squire estaba resuelto a prohibirle la vuelta a los mencionados cuarteles, no aludía nunca a su ausencia, y, cuando su tío Kimble y el señor Osgood la notaron, el hecho de que había matado a Relámpago y cometido ofensa contra su padre, bastó para impedir que causara sorpresa.

Relacionar el hecho de la desaparición de Dunsey con el robo ocurrido el mismo día era cosa que estaba muy lejos del curso ordinario de los pensamientos de todos, aún de los de Godfrey, que tenía mejores razones que nadie para saber de qué cosas era capaz su hermano. No recordaba que Dunsey y él hubieran hablado nunca del tejedor desde hacía doce años, época de su infancia, en que se divertían burlándose de él.

Además, su imaginación encontraba siempre una coartada para Dunstan; se lo imaginaba siempre en algún escondrijo en armonía con los gustos que le conocía, y hacia el cual debía haberse dirigido después de haber abandonado a Relámpago. Lo veía viviendo a expensas de las relaciones fortuitas y pensando en volver a la casa para divertirse en mortificar a su hermano mayor como antes.

Aun cuando una persona de Raveloe hubiera sido capaz de relacionar los dos hechos antedichos, dudo que una combinación tan injuriosa para la honorabilidad hereditaria que tenía un monumento mural en la iglesia y copas de plata tan venerables, no hubiera permanecido secreta a causa de su tendencia malsana. Pero los puddings de Navidad, la carne de cerdo cocida y especiada y la abundancia de licores espirituosos precipitan la originalidad del espíritu en el camino de la pesadilla y son grandes preservativos contra la peligrosa espontaneidad del espíritu.

Cuando se habló del robo en la taberna del Arco Iris y fuera de allí, en la buena sociedad la balanza siguió oscilando entre la explicación racional basada en la caja de yesca y en la teoría de un misterio impenetrable que ponía las pesquisas en ridículo. Los partidarios de la creencia en la caja de yesca y de un buhonero consideraban a sus adversarios como una colección de gentes crédulas de cerebro desequilibrado que teniendo la vista perturbada, se imaginaban que todos veían como ellos; y los que estaban por lo inexplicable, se limitaban a dar a entender que sus antagonistas eran unos volátiles dispuestos a cantar antes de encontrar grano; verdaderas espumaderas en cuanto a capacidad y cuya clarividencia consistía en suponer que no había nada tras de la puerta de una granja porque no podían ver a través de ellas. Por lo tanto, bien que esta controversia no sirviera para poner en claro el robo, descubrían ciertas opiniones verdaderas o importantes, pero que no tenían nada que ver con el asunto.

Entretanto, mientras que la pérdida que así había sufrido servía para activar la débil corriente de la conversación de Raveloe, al pobre Silas lo consumía la desesperación que le causaba aquella privación de que sus vecinos hablaban a sus anchas. Cualquiera que lo hubiese observado antes de la desaparición del oro, hubiera podido figurarse que un ser tan desgastado y marchito tendría apenas la fuerza de soportar alguna magulladura o que no sería capaz de sufrir algún debilitamiento sin sucumbir en seguida.

En realidad, su vida había sido una vida ardiente, ocupada por un fin inmediato que lo separaba de la inmensidad desconocida y triste; su vida había sido tenaz y, bien que el objeto alrededor del cual las fibras de su vida se habían entrelazado, fuese una cosa aislada e inerte, ese objeto daba satisfacción a la necesidad de Marner de tener una afección cualquiera. Pero ahora la separación protectora estaba destruida, suprimido el sostén. Los pensamientos de Silas no podían seguir girando en el antiguo círculo. Se encontraba desorientado por un vacío parecido al que la hormiga laboriosa encuentra cuando se ha desmoronado la tierra en el sendero que conduce a su nido. El telar estaba allí, y el tejido y el dibujo creciente de la tela; pero el brillante tesoro del escondite ya no estaba bajo sus pies; la perspectiva de palparlo y de contarlo no existía ya; la noche no tenía ya sus visiones de delicias para calmar los deseos ardientes de aquella pobre alma. La idea del dinero que ganaría con el trabajo del momento no le proporcionaba ninguna satisfacción, porque aquella imagen mezquina no hacía más que recordarle de nuevo su infortunio; y esas esperanzas habían sido aplastadas con demasiada violencia por el brusco golpe para que su imaginación se detuviera en la idea de ver acumularse su nuevo tesoro con aquel pequeño comienzo.

Aquel vacío estaba colmado por su dolor. Mientras estaba ocupado en tejer, gemía con frecuencia, muy quedo, como un alma en pena: era seña de que su pensamiento había vuelto al abismo abrupto, a las horas inertes de la noche. Y durante esas horas, sentado junto a la soledad de su triste fuego, apoyaba los codos en las rodillas, se apretaba la cabeza entre las manos, y gemía aún más despacio, como si tratara de no ser oído.

Sin embargo, no estaba tan completamente abandonado en su desgracia. La aversión que había inspirado siempre a los vecinos se había disipado en parte, gracias al huevo aspecto en que su infortunio lo había presentado. En lugar de un hombre dotado con más habilidades de las que las gentes honestas pueden poseer, y, lo que es más grave, nada dispuesto a usarlas como buen vecino, ahora era evidente que Silas no tenía siquiera bastante habilidad para conservar lo que le pertenecía. Se hablaba generalmente de él como de una pobre criatura bien quebrantada, y ese alejamiento para con su prójimo, que se había atribuido en un principio a su mala voluntad y a la peor de las relaciones, era actualmente considerado como una simple locura.

Esa vuelta a mejores sentimientos se manifestaba de distintas maneras.

El aire estaba impregnado con el olor de la cocina de Navidad, y era la estación en que las sobras del cerdo y de la morcilla sugieren la caridad a las familias acomodadas. Las desgracias que le habían sucedido a Silas lo colocaban en primera fila en los espíritus de las dueñas de casas tales como la señora Osgood. También el señor Crackenthorp, al mismo tiempo que advertía a Silas que probablemente su dinero le había sido quitado porque pensaba demasiado en él y no iba nunca a la iglesia, reforzaba su doctrina regalándole unos pies de cerdo; medio excelente de disipar los prejuicios mal fundados que existen sobre la reputación del clero. Los vecinos que sólo podían dar consuelos, se mostraban inclinados no sólo a saludar a Silas y discutir con bastante detención su infortunio cuando lo encontraban en la aldea, sino que iban también a verlo en su choza y le hacían repetir todos los detalles del robo en el sitio en que había sido cometido. Después trataban de alentarlo, diciéndolo: «Qué tal, maese Marner, no sois más desgraciado que los otros pobres, al fin y al cabo; y si llegarais a quedar imposibilitado, la parroquia os daría socorro».

Supongo que una de las razones porque somos incapaces de consolar al prójimo con palabras, es que nuestras intenciones se corrompen a pesar nuestro antes de pasar por nuestros labios. Podemos mandar morcillas y patas de cerdo sin darles el sabor de nuestro egoísmo; pero el lenguaje es una corriente que casi siempre tiene el gusto del cauce impuro por que corre. Había una porción razonable de bondad en el corazón de las gentes de Raveloe, pero ejercían esa bondad con la franqueza torpe de la embriaguez, empleando las formas en que menos se revelan la amabilidad y el disimulo.

El señor Macey, por ejemplo, fue una noche expresamente para decirle a Silas que los acontecimientos recientes le habían dado la ventaja de que se lo considerara con más fervor un hombre cuya opinión no se había formado a la ligera. Con este fin, así que hubo unido sus pulgares, comenzó la conversación diciendo:

—¡Vamos! Maese Marner, vamos, no tenéis para qué permanecer ahí sentado y gimiendo. Es mejor para vos que hayáis perdido vuestro dinero que el que lo hubieseis conservado valiéndoos de viles medios. Yo pensé en un principio, cuando vinisteis acá, que no erais mejor de lo preciso. Erais mucho más joven de lo que sois ahora; pero siempre habéis sido una criatura pálida y azorada, pareciéndoos en cierto modo a un ternero de cabeza blanca, si me es lícito expresarme así. Sin embargo, uno puede equivocarse. No es solamente el demonio el que ha hecho todos los seres de aspecto raro. Quiero referirme a los sapos y otras alimañas parecidas, porque con frecuencia son inofensivas; y hasta son útiles para destruir los insectos. Algo parecido acontece con vos, al menos por lo que puedo apreciar, bien que lo que concierne a vuestro conocimiento de la plantas y las drogas apropiadas para restablecer la respiración, si las habéis traído de un país apartado, hubierais podido mostraros un poco más generoso. Y si esos conocimientos habían sido adquiridos donde no se debía hacerlo, nada os impedía que compensarais esto yendo a la iglesia regularmente. En efecto, los niños que la bruja de Tarley hechizaba, los vi bautizar más de una vez y recibir el agua bendita tan bien como los demás. Y así tiene que ser, considerando que si el demonio desea hacer un poco de bien para poder descansar, si me es lícito expresarme así, ¿quién tiene que poner reparos a esto? Tal es mi opinión. Hace cuarenta años que soy chantre de esta parroquia, y yo sé que cuando el pastor y yo denunciamos la cólera celeste el miércoles de ceniza, no se pronuncia ningún anatema contra aquellos que desean ser curados sin médico, diga lo que quiera el doctor Kimble. Por consiguiente, maese Marner, como os lo decía hace un momento, las cosas tienen tantas vueltas, que os ocurren, como acaba de sucederme, que sois arrastrado hasta el último capítulo del libro de oraciones antes de volver al asunto; mi opinión es que no debéis desalentaros. En cuanto a imaginarse que sois un personaje maligno y que hay más ciencia en vuestra cabeza de la que podríais revelar, no soy absolutamente de ese parecer, y eso es lo que les repito a los vecinos. Vosotros pretendéis—les digo—que maese Marner habría forjado un cuento; pues bien, eso es absurdo, en verdad. Se requeriría realmente un hombre inteligente para inventar una historia como ésa; y, además, la noche que vino a la taberna parecía más asustado que una liebre.

Durante este discurso sin dilación, Silas había permanecido inmóvil en su primera actitud, apoyando los codos en las rodillas y oprimiéndose la cabeza entre las manos. El señor Macey se detuvo, no dudando que había sido escuchado. Esperaba alguna apreciación como respuesta; pero Marner permaneció silencioso. Tenía la impresión de que el anciano quería serle agradable, y tenía a su respecto intenciones de buen vecino; desgraciadamente aquella bondad caía sobre Silas como los rayos del sol sobre el hombre miserable; sintiendo que estaba muy lejos de él, no tenía ánimo para gozarla.

—Vamos, maese Marner, ¿no tenéis qué responder, a esto?—dijo al fin el señor Macey con un tono lentamente impasible.

—¡Ah!—respondió Marner con lentitud, sacudiendo la cabeza entre las manos—, os doy las gracias, os doy las gracias con todo corazón.

—Sí, sí, ciertamente, estaba seguro de que me daríais las gracias—dijo el señor Macey—, y soy de opinión que... A propósito, ¿tenéis ropa que vestir los domingos?

—No—dijo Marner.

—Eso pensaba—dijo el señor Macey—. Ahora dejadme aconsejaros que os proporcione un traje. Tookey es un hombre diablo, pero se ha hecho cargo de mi sastrería, y lo he habilitado con algún dinero. Os hará un traje completo, barato y fiado. Entonces podréis venir a la iglesia y ser algo sociable con vuestros vecinos. ¡Cómo! ¿ No me habéis oído decir amén desde vuestra llegada a este pueblo? Os recomiendo que no perdáis tiempo, porque será algo deplorable cuando Tookey me reemplace por completo. Puede muy bien que pasado otro invierno no tenga más fuerzas para estar de pie junto al órgano.

Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa, esperando quizás algún signo de emoción por parte de su interlocutor. Viendo que Marner no decía nada, prosiguió:

—Y en cuanto al dinero para el traje completo, debéis ganar con vuestro telar una libra esterlina por semana, maese Marner, y todavía sois joven, me parece, aunque parezcáis muy agobiado. Pero no debíais, tener veinticinco años cuando vinisteis a estableceros aquí, ¿verdad?

Silas se estremeció ligeramente cuando el señor Macey tomó aquel tono de interrogación, y respondió con suavidad:

—No lo sé, no lo podría decir con exactitud; ¡hace de eso tanto tiempo!

Después de recibir semejante respuesta, no es de extrañar que el señor Macey hiciera notar más tarde, en la velada del Arco Iris, que Marner tenía la cabeza perdida, y que no sabía probablemente cuándo era domingo, lo que demostraba que era más pagano que muchos perros.

Además del señor Macey, otra persona que consolaba a Silas fue a verlo con el corazón lleno de los mismos pensamientos. Era la señora Winthrop, la mujer del carretero.

Los habitantes de Raveloe no iban a los oficios con regularidad escrupulosa. Quizá hubiera sido difícil encontrar a alguien en la parroquia que no pensara que los fieles que frecuentaban la iglesia todos los domingos del calendario, manifestaban un deseo ávido de estar bien con el Cielo, y de obtener indebidamente una ventaja sobre sus vecinos, un deseo de ser mejores que el común de los mortales, implicando éste una cierta censura para las gentes que, habiendo tenido como ellos padrinos y madrinas, poseían derecho igual al servicio fúnebre. Al mismo tiempo era cosa entendida que todos, excepto los sirvientes y los jóvenes, debían recibir el sacramento de la eucaristía en una de las grandes fiestas. El propio squire Cass comulgaba en Navidad; mientras que los que eran considerados buenos cristianos, iban a la iglesia más a menudo, pero con moderación, sin embargo.

La señora Winthrop se contaba entre estas últimas. Era de todo punto una mujer concienzuda y escrupulosa. Ponía tal ardor en cumplir sus deberes, que la vida parecía no presentárselos con tanta frecuencia, cuando no se levantaba a las cuatro y media de la mañana. Eso disminuía, es cierto, las tareas de las horas que seguían, y este inconveniente representaba para ella un problema que constantemente trataba de resolver.

Sin embargo, no tenía el carácter atrabiliario que se supone va necesariamente asociado con tales costumbres. Era una mujer muy suave y bondadosa que buscaba por temperamento todos los elementos más tristes y más serios de la vida para nutrir su espíritu, era la persona en quien se pensaba en Raveloe cada vez que había un enfermo o un muerto en una familia, cuando había que aplicar sanguijuelas y que no se podía conseguir una enfermera.

Mujer servicial, de buen semblante, cutis fresco, tenía los labios siempre ligeramente apretados como si creyera estar en el cuarto de un enfermo en presencia del médico o del pastor. Pero no lloriqueaba nunca; nadie la había visto nunca derramar lágrimas. No se observaba en ella más que una gravedad y una disposición a menear la cabeza y a suspirar de un modo casi imperceptible, como una plañidera que no es parienta del difunto. Parecía sorprendente que Ben Winthrop, que gustaba del jarro de cerveza y de decir chistes, viviera tan de acuerdo con Dolly; pero es que ella aceptaba las ocurrencias y la jovialidad de su marido con tanta paciencia como las demás cosas. Se decía que los hombres son siempre así, hágase lo que se haga, y ante sus ojos las personas del sexo fuerte eran criaturas que al cielo le había placido hacerlas naturalmente fastidiosas, como los gansos y los pavos.

Aquella mujer buena y caritativa no podía dejar de sentirse fuertemente atraída por Silas Marner, ahora que lo veía bajo un aspecto de una persona que sufre. Un domingo por la tarde tomó a su pequeño Aarón consigo y se dirigió a casa de Silas. Llevaba en la mano algunos bizcochos, hechos de pasta liviana y que eran muy estimados en Raveloe. Aarón, un niño de siete años, cuyas mejillas semejaban manzanas y cuyo cuello limpio y almidonado parecía ser el plato que contenía aquellas frutas, tuvo que recurrir a toda audacia de su curiosidad para vencer el temor de que el tejedor de ojos saltones no le fuera a dar algún daño físico. Su aprensión creció mucho cuando, al llegar a las canteras, él y su madre oyeron el ruido misterioso del telar.

—¡Ah! ¡Era como yo lo pensaba!—dijo tristemente la señora de Winthrop.

Tuvieron que golpear con fuerza antes de que Silas los oyera; sin embargo, cuando se asomó a la puerta no demostró ninguna impaciencia como hubiera hecho antes al recibir una visita que no era ni esperada ni solicitada. Antes su corazón era como un cofrecillo cerrado con llave y que contenía un tesoro; pero ahora el cofrecillo estaba vacío, y la cerradura rota. Abandonado en las tinieblas y buscando en ellas sus caminos a tientas, falto por completo de su apoyo, Silas tenía inevitablemente el sentimiento—sentimiento triste, en verdad, y que casi rayaba en la desesperación—de que si algún socorro le llegaba no podía ser sino de afuera. Así es que sentía una ligera emoción de esperanza a la vista de sus semejantes. Tenía una vaga idea de que debía contar con la benevolencia de ellos.

Abrió la puerta enteramente para dejar pasar a Dolly; sin embargo, no le devolvió su saludo más que haciendo adelantar la silla algunas pulgadas para indicarle que podía sentarse. Así que Dolly se sentó, quitó la servilleta que cubría los bizcochos y dijo con la mayor gravedad:

—Maese Marner, ayer hice cocer en el horno estos bizcochos, y están mejores que de costumbre. Venía a pediros que aceptéis algunos si lo tenéis a bien. A mí no me agradan estas cosas, porque lo que prefiero de un extremo del año al otro es un pedazo de pan; pero los hombres tienen un estómago tan caprichoso que necesitan cambiar; sí, necesitan, lo sé; que Dios los ayude.

Dolly suspiró suavemente ofreciéndole los bizcochos a Silas. Este le dio las gracias con bondad y miró el presente muy cerca, distraídamente, porque estaba acostumbrado a examinar así todo lo que tomaba en las manos. Entretanto, los ojos redondos, brillantes y sorprendidos del pequeño Aarón estaban fijos en él; el niño se había parapetado tras de la silla de su madre y desde allí lanzaba sus miradas furtivas.

—Tienen encima impresas unas letras—dijo Dolly—. Yo no sé leerlas y nadie, ni aun el señor Macey sabe exactamente lo que quieren decir; pero tienen un buen significado, puesto que son las mismas que se ven en el tapiz del púlpito, en la iglesia. ¿Qué letras son, Aarón, hijo mío?

Aarón se escondió completamente detrás de su trinchera.

—¡Oh, vamos, no seas malo!—le dijo su madre con suavidad—. Bueno, sean cuáles fueran esas letras, tienen un buen significado. Ben dice que es una marca que se ha usado siempre en su familia desde cuando era niño. Su madre tenía la costumbre de ponerla en los bizcochos, y yo también siempre la he puesto; porque si hay algún bien en ello nos hace falta en el mundo.

—Es I.H.S. (In hoc salus)—dijo Silas.

Ante aquella prueba de saber, Aarón lanzó una nueva mirada furtiva por detrás de la silla.

—Sí, la verdad es que las habéis podido leer fácilmente—dijo Dolly—. Ben me la ha leído muchas veces, pero se me van de la cabeza. Es tanto más sensible cuanto que son buenas letras; de otro modo no estarían en la iglesia. Por eso las pongo en todos los panes y en todos los bizcochos, bien que a veces se borran porque la masa crece, porque, como decía, si podemos conseguir algún bien lo necesitamos en este mundo, os lo aseguro. Espero que os lo proporcionarán, maese Marner. Es con esa intención que os he traído los bizcochos, y ya veis que las letras han salido mejor que de costumbre.

Silas era tan incapaz de interpretar las letras como Dolly; sin embargo, no era posible, al oír las dulces palabras de la señora Winthrop, equivocarse sobre el deseo que tenía de hacer un bien. Respondió, pues, con más sentimiento que antes:

—Gracias, gracias de todo corazón.

Sin embargo, puso a un lado los bizcochos y se sentó distraídamente triste e inconsciente del bien que pudieran hacerle los bizcochos, las letras y hasta la bondad de Dolly.

—¡Ah! Si hay un bien en algo, lo necesitamos—repitió Dolly, que no abandonaba fácilmente una frase útil.

Y continuó hablando mientras miraba a Silas con compasión:

—¿Pero no oísteis las campanas de la iglesia esta mañana, maese Marner? ¿Conque ignorabais que hoy es domingo? Viviendo aquí tan solitario os olvidáis del día que es, me parece; además, con el ruido del telar, no oís las campanas, que, por otra parte, ahora sofoca el aire frío y húmedo que reina.

—Sí, sí, las he oído—respondió Silas, para quien el sonido de las campanas era un simple incidente que no tenía ninguna relación con la santidad del día. No había campanas en el Patio de la Linterna.

—¡Dios mío!—dijo Dolly, deteniéndose antes de seguir hablando—. Es lástima que trabajéis el domingo y que no cuidéis vuestro traje, aunque no vayáis a la iglesia. Si tuvieseis un asado al fuego se comprendería que no pudierais salir, viviendo solo. Pero el horno está ahí cerca. No tendríais más que resolveros a gastar de cuando en cuando una moneda de cuatro peniques para que os asaran la carne, no todas las semanas, por supuesto; a mí mismo no me agradaría eso. Podríais vos mismo llevar vuestra pequeña cena a cocer, porque es razonable tener algún trozo de algo caliente el domingo. Deberíais de tratar que la comida de ese día no fuera igual a la del sábado. Pero ahora se acerca la Navidad, el santo día de Navidad, y si llevarais a asar vuestra cena y si fuéseis a la iglesia para verla adornada con muérdago y follaje, oír el oficio y comulgar en seguida, os sentiríais mucho mejor. Sabríais a qué ateneros y podríais poner vuestra confianza en Aquel que sabe más que nosotros, puesto que habríais cumplido con lo que es el deber de todos.

Esta larga exhortación de todos, que le había costado un extraordinario esfuerzo de palabras, fue pronunciada con el tono dulce y persuasivo con que se trata de conseguir que un enfermo tome su medicina o una taza de caldo que le inspirara repugnancia. Hasta entonces Silas no había sufrido presión tan directamente a propósito de su ausencia de la iglesia. El hecho había sido considerado simplemente como un rasgo del carácter general de su naturaleza extraña, y Marner era demasiado franco y sencillo para eludir el llamamiento de Dolly.

—No, no—dijo—. Yo no sé nada de la iglesia. Nunca he ido a la iglesia.

—¡Nunca!—repuso Dolly, con el tono quedo de la sorpresa.

Entonces, recordando que Silas procedía de un país desconocido, agregó:

—¿Será porque no había iglesia en el país en que nacisteis?

—¡Oh, sí!—dijo Silas con aire meditativo, sentado, según su costumbre, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos—. Había iglesia, había costumbres. Era una gran ciudad, pero yo no las conozco; siempre iba a la capilla.

Dolly, muy perpleja al oír aquella expresión nueva, no se atrevió a llevar más lejos sus preguntas por temor de que la palabra capilla significara algún antro de maldad. Después de un instante de reflexión, dijo:

—Pues bien, maese Marner, nunca es demasiado tarde para cambiar de conducta. Si nunca habéis frecuentado la iglesia, no os imagináis el inmenso bien que os haría el ir a ella. Yo me siento más a mi gusto y más feliz que nunca cuando voy a oír las oraciones y los cánticos en homenaje y gloria de Dios, que el señor Macey entona, y las buenas palabras que pronuncia el señor Crackenthorp, principalmente los días de comunión. Si me ocurre alguna contrariedad siento que la puedo soportar, porque he ido a buscar ayuda donde debía. Yo me he abandonado a Aquel a quien debemos todos abandonarnos en fin, y si hemos hecho nuestro deber, no hay que creer que Aquel que está allá arriba vale menos que nosotros y no hará el suyo.

La exposición que hizo la pobre Dolly de la sencilla teología de Raveloe hirió los oídos de Silas sin que entendiera palabra; en efecto, ninguna de aquellas frases podía evocar un recuerdo de la religión que había practicado, y su espíritu quedaba del todo desconcertado. Marner permaneció silencioso. No se sentía dispuesto a dar su asentimiento a la parte del discurso que comprendía por completo: la recomendación de ir a la iglesia. En verdad, Silas estaba tan poco acostumbrado a hablar, excepto para hacer preguntas y dar las respuestas breves indispensables para la negociación de sus pequeños negocios, que las palabras no se le ocurrían con facilidad si no eran solicitadas por un objeto determinado.

Pero ahora el pequeño Aarón, que se había acostumbrado a la presencia del terrible tejedor, se había colocado junto a su madre, y Silas, pareciendo verlo por primera vez, trató de rehuír las muestras de bondad de Dolly ofreciéndole al niño una parte de los bizcochos. Aarón retrocedió un poco y se frotó la cabeza contra el hombro de su madre. Sin embargo, pensó que el bizcocho valía la pena que se extendiera la mano para obtenerlo.

—¡Ah! ¡Aarón!—dijo Dolly tomándolo sobre las rodillas—; no necesitáis comer bizcochos por ahora. Tiene un apetito maravilloso—agregó con un ligero suspiro—, maravilloso, Dios lo sabe. Es el menor y lo mimamos de un modo deplorable; porque ya sea yo, ya sea su padre, es preciso absolutamente que uno de los dos lo tenga bajo sus ojos, absolutamente.

Acarició la cabeza de Aarón, pensando que la vista de aquel amor de niño debía de hacerle bien a maese Marner; pero éste, sentado al otro lado del hogar, no veía el rostro rosado, de rasgos bien acusados, más que como la bola obscura de dos pequeños puntos negros en la superficie.

—Y tiene una voz como la de un pájaro—prosiguió Dolly—; sabe cantar un canto de Navidad que su padre le ha enseñado. Para mí es un signo de que será bueno el que haya podido aprender tan ligero un aire religioso. Vamos, Aarón, paraos y cantadle vuestra canción a maese Marner, vamos.

Aarón, por toda respuesta, se frotó la frente contra el hombro de su madre.

—¡Oh! eso está mal—dijo Dolly con suavidad—. Hay que levantarse cuando mamá lo manda, y dadme un bizcocho para que os lo tenga, hasta que hayáis concluido.

No le repugnaba a Aarón lucir sus talentos, aun delante de un ogro, siempre que se sintiera en seguridad. Por lo tanto, después de algunos ademanes de falsa vergüenza, consistentes principalmente en restregarse los ojos con las manos y en mirar a Marner por entre los dedos para ver si éste deseaba ardientemente oírlo cantar, se dejó al fin poner erguida la cabeza. Entonces se paró detrás de la mesa, de la que sólo sobresalía a partir del cuello. Parecía así una cabeza de querubín libre de la traba del cuerpo. Por fin, con la voz clara de un pájaro comenzó la siguiente melodía, cuyo ritmo era martillado y laborioso:

Que Dios os de paz, alegres gentileshombres,
Que nada os espante,
Porque Jesucristo, vuestro Salvador,
Vino al mundo para Navidad.

Dolly escuchaba con aire piadoso, dirigiéndole miradas a Marner con cierta confianza de que aquellos acentos contribuirían a atraerlo a la iglesia.

—Esto es lo que se llama música de Navidad—dijo cuando Aarón hubo acabado y volvió a entrar en posesión de su bizcocho—. No hay música que esté a la altura de la música de Navidad... Y ya podéis imaginaros lo que debe ser eso en la iglesia, maese Marner, con el acompañamiento del órgano y el coro. No se puede dejar de creer que ya se está en un mundo mejor. No quisiera hablar mal de éste, visto que Aquel que nos ha puesto en él sabe algo más que nosotros; pero cuando se piensa en la embriaguez y en las riñas, así como en las enfermedades y en las angustias de los moribundos—cosas que he visto tantas y tantas veces—, complace oír hablar de una mansión más feliz. El niño canta bien, ¿no es verdad, maese Marner?

—Sí, muy bien—respondió Silas distraídamente.

El canto, con su ritmo martillado, había resonado en sus oídos como una música extraña, completamente distinta de la del himno, y no podía de ningún modo producir el efecto que Dolly esperaba. Pero Silas quería demostrarle que estaba agradecido y lo único que se le ocurrió fue ofrecerle otro bizcocho a Aarón.

—¡Oh, no! muchas gracias, maese Marner—dijo Dolly, conteniendo las manos prontas a Aarón—. Ahora es preciso que nos volvamos a casa. Por consiguiente le digo hasta la vista, maese Marner. Si alguna vez os sentís con algún mal interior, que no os permita trabajar, yo vendré a hacer un poco de limpieza y os buscaré un poco de alimento, con toda buena voluntad. Pero os pido y os ruego que dejéis de tejer el domingo; eso es malo para el alma y para el cuerpo. El dinero que se consigue así es un mal lecho de reposo en los últimos momentos, si no se disipa como la escarcha quién sabe dónde. Disculpad que me haya tomado esta libertad con vos, maese Marner, porque os quiero bien en verdad. Aarón, haced vuestra reverencia.

Silas le dijo hasta la vista a Dolly, y le dio las gracias cordialmente abriendo la puerta. Sin embargo, a pesar suyo se sintió aliviado cuando ella se hubo marchado, satisfecho de poder volver a tejer y gemir a su gusto. Aquella manera simple de comprender la vida y el bienestar por medio del cual Dolly había tratado de alentar a Silas, no era para él más que un ruido lejano de objetos desconocidos que su imaginación era incapaz de representarle. Las fuentes del amor al prójimo y de la fe en el amor divino no se habían abierto todavía, y su alma era como un pequeño arroyo desecado. No había más que una débil diferencia, y es que el débil surco trazado en la arena estaba bloqueado, y el agua corría al azar hacia tenebrosos obstáculos.

Y así es que, a pesar de las palabras honradas y persuasivas del señor Macey y de Dolly Winthrop, Silas pasó el día de Navidad en la sociedad comiendo su cena con el corazón entristecido, bien que le hubiera sido ofrecida por una buena vecina. Por la mañana miró la helada negra que parecía oprimir cruelmente cada rama de hierba, mientras que el viento hacía rizar la charca roja, helada a medias. Pero al llegar la noche la nieve se puso a caer y le veló hasta aquella lúgubre perspectiva, encerrándolo estrechamente con su pena concentrada. Y durante toda la velada permaneció sentado en su choza despojada de su tesoro, no preocupándose de cerrar los postigos ni la puerta, oprimiéndose la cabeza entre las manos y gimiendo, hasta que lo tomó el frío y le advirtió que su fuego no era más que una ceniza gris.

Nadie en este mundo, excepto él, sabía que Silas era el mismo hombre que habiendo amado antes a su prójimo con tierno afecto había tenido confianza en una bondad invisible. Aun para sus ojos, aquella experiencia de la vida pasada se había vuelto algo obscura.

Entretanto, en la aldea de Raveloe las campanas repicaban alegremente y la iglesia estaba más llena que durante el resto del año por fieles cuyos rostros bermejos aparecían en medio de las profusas ramas de un verde obscuro—fieles preparados para un oficio más largo que el de costumbre, gracias a un almuerzo perfumado de tostadas y cerveza. Aquellas verdes ramas, el humo y la plegaria que no se oían más que en Navidad, y hasta el Credo de San Anastasio—que sólo se distinguía de los otros en que era más largo y tenía virtud excepcional, puesto que no se le leía más que en ciertas ocasiones—producían un vago sentimiento de que algo grande y misterioso se había realizado para ellos allá en el cielo, y aquí abajo en la tierra, algo que se apropiaba con su presencia. Después los fieles de rostros bermejos se volvieron a su casa a través del frío negro y picante, sintiéndose libres, durante el resto del día, de comer, de beber y de regocijarse, usando sin temor de aquella libertad cristiana.

En la reunión de familia en casa del squire Cass celebrada ese día, nadie habló de Dunstan—nadie sentía la ausencia, y temía que fuera a ser larga. El doctor y su mujer, el tío y la tía Kimble, estaban presentes.

La conversación anual de la fiesta de Navidad tuvo lugar sin ninguna omisión. Alcanzó su punto culminante cuando el señor Kimble contó lo que había visto y oído en la época en que estudiaba medicina en los hospitales de Londres, treinta años atrás, no omitiendo las anécdotas notables concernientes a su profesión, que había recogido entonces. En seguida vinieron las partidas de los naipes con la mala suerte tradicional de la tía Kimble para hacer parejas; después la irascibilidad del tío Kimble a propósito del «trick» en el «whist». Cuando no estaba de su parte, no se lo explicaba sin hacer una inspección general de todas las bazas para asegurarse de que habían sido hechas de acuerdo con los verdaderos principios. El todo estaba acompañado por el fuerte olor de los grogs humeantes.

Pero la reunión del día de Navidad era puramente una reunión familiar que no representaba la fiesta brillante por excelencia de la estación de la Casa Roja. Esta era el gran baile de la víspera del día del Año Nuevo que hacía la gloria de la hospitalidad del squire, como había hecho la de la hospitalidad de los antepasados del squire desde tiempo inmemorial. Esa era la ocasión en que todos los miembros de la sociedad de Raveloe y de Tarley—ya fueran antiguas relaciones separadas por largos caminos llenos de zanjas, ya fueran relaciones enfriadas por disidencias relativas a la posesión de terneras escapadas, o ya las relaciones establecidas por una condescendencia intermitente—, contaban encontrarse y conducirse según las conveniencias recíprocas. Esa era la ocasión en que las bellas damas que iban a caballo mandaban de antemano cajas que contenían algo más que sus trajes del baile. La fiesta, en efecto, no debía durar sólo una noche, como las mezquinas diversiones de la ciudad, en que todas las provisiones de boca son puestas de una sola vez en la mesa, y en que la lencería es insuficiente. La Casa Roja estaba aprovisionada como para resistir un sitio. En cuanto a los colchones de pluma disponibles, prontos para ser tendidos en el suelo, eran tan numerosos como podía esperárselo en una familia que había matado gansos durante muchas generaciones.

Godfrey Cass suspiraba por esa víspera del día de Año Nuevo con la impaciencia loca e irreflexiva que lo volvía medio sordo a las importunidades de su compañera, la ansiedad.

—¡Oh! no volverá quizá a casa antes de la víspera de Año Nuevo—respondía Godfrey—. Entonces estaré sentado al lado de Nancy, bailaré con ella y he de obtener, quiéralo ella o no, alguna dulce mirada.

—Pero hay alguien que necesita dinero—decía la ansiedad con voz más fuerte—; ¿cómo vas a conseguirlo sin vender el alfiler de diamantes de tu madre? ¿Y si no puedes obtenerlo?

—Puede que ocurra algún acontecimiento que facilite las cosas. De todos modos, hay para mí un placer que está próximo: Nancy viene al baile.

—Es cierto, pero suponte que tu padre lleve las cosas a tal punto que te veas obligado a comprometerte con ella y tener que dar las razones.

—Corta tu lengua y no me mortifiques. Puedo ver los ojos de Nancy tales como me mirarán y ya siento su mano en la mía.

Sin embargo, la ansiedad siguió hablando, bien que fuera en medio de la ruidosa reunión de Navidad; se negó a callar por completo, ni aun con mucha bebida.

XI

Algunas mujeres, lo confieso, no aparecerían ventajosamente si cabalgaran a la grupa, vestidas con un abrigo de viaje color marrón y la cabeza cubierta con un sombrero de castor también color marrón, cuya copa se parece a una pequeña cacerola.

En efecto, un vestido que recuerda la hopalanda de un cochero, y que ha sido cortado en un pequeño retazo de paño con el cual no se han podido cortar capuchas en miniatura, no es muy aparente para ocultar los defectos de las formas. Por otra parte, el marrón no es un color apropiado para hacer resaltar vivamente las mejillas pálidas. Era un triunfo tanto más grande la belleza de la señorita Nancy Lammeter aparecer del todo seductora en semejante traje, cuando sentada a la grupa sobre un cojín, tras de su padre alto y derecho, ella le tomaba la cintura con uno de sus brazos y miraba hacia abajo, con ansiedad vigilante, los charcos de agua, cubiertos por una nube traidora que lanzaba salpicaduras formidables bajo los golpes de los cascos de Dobbin. Un pintor la hubiera preferido quizá en uno de esos momentos en que ella no tenía conciencia de sí misma; pero sin duda que esas mejillas habían alcanzado su más alto grado de contraste con la tela marrón de que iba revestida, cuando llegó a la puerta de la Casa Roja y vio a Godfrey Cass dispuesto para ayudarla a bajar del caballo. Hubiera deseado que su hermana Priscila hubiese ido a la grupa detrás del sirviente al mismo tiempo que ellos, porque entonces se hubiera arreglado para que el señor Godfrey bajara a Priscila primero. En ese intervalo ella hubiera convencido a su padre de que la diera la vuelta hasta el apeadero, en lugar de dirigirse al pie de la escalera. Es muy penoso, cuando se le ha dado a entender claramente a un joven que se tiene la resolución de no casarse con él, por más que él deseara esa unión, verlo seguir, sin embargo, teniendo atenciones especiales. Y además, ¿por qué no tenía siempre las mismas atenciones, si realmente eran sinceras de su parte, en vez de mostrarse tan incoherente como lo era el señor Godfrey Cass? Procedía a veces como si no quisiera hablarla, y no se ocupaba de ella durante varias semanas; después, de repente, casi le hacía de nuevo la corte. Además, era bien evidente que no le profesaba verdadero afecto; de otro modo no dejaría que las gentes dijeran lo que decían de él. ¿Suponía acaso que la señorita Nancy Lammeter podía ser conquistada por cualquiera, squire o no, que llevara mala vida? No era eso lo que estaba acostumbrada a ver en la persona de su padre, el hombre más sobrio y bueno de los alrededores, cuyo único defecto era ser algo brusco y arrebatado, de cuando en cuando, si las cosas no eran hechas en el acto.

Todos estos pensamientos atravesaron rápidamente el espíritu de la señorita Nancy en su orden habitual, entre el momento en que se advirtió al señor Godfrey Cass de pie en la puerta, y aquel en que llegó junto a él. Felizmente, el squire también salió a recibirles y dirigió ruidosos saludos al padre de Nancy. Se vio entonces protegida en cierto modo por aquel ruido, envolviéndose en él su confesión y su descuido de toda regla conforme con la etiqueta, cuando los vigorosos brazos del joven la ayudaban a bajar del caballo, pareciendo juzgarla ridículamente pequeña y liviana. Había las mayores razones, además, para entrar en la casa cuanto antes, pues la nieve comenzaba a caer, amenazando con un viaje desagradable a los invitados que estaban aún en camino. Estos constituían una pequeña minoría, porque ya la tarde comenzaba a declinar y no tardarían en llegar las damas que venían de mayores distancias. Tenían que ataviarse y estar prontas antes del té, que se tomaría temprano, y que debía animarles para el baile.

Cuando la señorita Nancy entró, hubo por toda la casa un murmullo de voces, que se confundió con el ruido de un violín que estaba preludiando en la cocina. Pero la llegada de los Lammeter tenía evidentemente tan preocupadas a las gentes, que se asomaron a la ventana para verles llegar. En efecto, la señora Kimble, que hacía los honores de la Casa Roja en estas grandes ocasiones, vino al vestíbulo a recibir a la señorita Nancy y la llevó a los altos. La señora Kimble era la hermana del squire y la mujer del doctor, doble dignidad con la cual su diámetro estaba en razón directa. Así es que como un viaje al primer piso la fatigaba bastante, accedió al pedido de la señorita Nancy de que le permitiera dirigirse sola hacia el cuarto azul, donde habían sido colocadas las cajas de las señoritas Lammeter cuando llegaron por la mañana.

Hubiera sido difícil encontrar un dormitorio en la casa, en el que las mujeres no estuvieran ocupadas en cumplimentarse y en prepararse. El atavío de cada una estaba más o menos adelantado, y se proseguía en un espacio reducido por las camas suplementarias tendidas en el suelo. La señorita Nancy, al entrar en el cuarto azul, tuvo que hacer una pequeña reverencia ceremoniosa a un grupo de seis damas. Hacia una parte había dos que eran nada menos que las señoritas Gunn, las hijas del negociante en vinos de Lytherley, vestidas a la última moda, con las faldas más ceñidas y las batas más cortas de talle. Las estaba examinando la señorita Ladbrook—de los Prados Viejos—con una vergüenza fingida no exenta de una contrariedad secreta. La señorita Ladbrook comprendía que las señoritas Gunn debían considerar su falda como de una amplitud exagerada; pero, en cambio, no era sensible que las señoritas Gunn estuvieran desprovistas de la sensatez que les hubiera indicado la conveniencia de no ajustarse tanto a la moda. Por otra parte, estaba la señora Ladbrook, que de cofia y con un turbante en la mano hacía una reverencia y sonreía con dulzura, diciendo: «De ningún modo; yo esperaré»; a otra dama que se hallaba en la misma posición que ella y que atentamente le ofrecía la precedencia frente al espejo.

Pero apenas la señorita Nancy hizo su reverencia, una dama de cierta edad se adelantó. El fichú de muselina extremadamente blanco de aquella dama y la papalina que cubría sus bucles de cabellos grises y lacios, formaba un contraste chocante con los trajes de raso amarillo y los tocados aparatosos de sus vecinas. Se acercó a la señorita Nancy con mucha afectación y le dijo lentamente, con voz aguda y suave:

—Espero, sobrina, que estéis en buena salud.

La señorita Nancy besó respetuosamente la mejilla de su tía, y respondió con igual afectación de amabilidad:

—En muy buena salud, mi tía, y espero que vos estéis lo mismo.

—Gracias, mi sobrina; mi salud se conserva por ahora. ¿Cómo está mi cuñado?

Estas preguntas y estas respuestas respetuosas no cesaron hasta que se hubo averiguado que todos los Lammeter estaban en tan buena salud como de costumbre, lo mismo que los Osgood; además, la sobrina Priscila debía seguramente de estar por llegar, y que no era muy agradable viajar a la grupa con tiempo de nieve, bien que una capa de viaje abrigara mucho. Entonces, Nancy fue presentada a los visitantes de su tía, la señora Gunn. Estos fueron anunciados como las hijas de una dama conocida de la señora Lammeter, bien que ellas mismas no se hubieran resuelto nunca a hacer un viaje a aquellos parajes. Quedaron tan sorprendidas de encontrar una fisonomía y maneras tan encantadoras en un sitio apartado de la campaña, que empezaron a sentir cierta curiosidad por saber qué traje se pondría Nancy después que se quitara el abrigo. La atención de la señorita Nancy estaba siempre fija en la cortesía y moderación que se observaba siempre en sus maneras. Se puso a observar que las señoritas Gunn tenían más bien facciones groseras y que la idea de ponerse trajes escotados como los suyos hubiera podido ser atribuida a la vanidad si tuviesen lindos hombros. Sin embargo, teniendo semejantes hombros, había que suponer sensatamente que aquellas señoritas no lo hacían por el deseo de exhibirlos, sino más bien a causa de una obligación que no era incompatible con el buen sentido y la modestia.

Tenía la convicción al abrir la caja que contenía su traje que ésa sería la opinión de la señora Osgood, porque el espíritu de la señorita Nancy se parecía de un modo extraordinario al de su tía. Todo el mundo decía que era una cosa sorprendente, puesto que el parentesco procedía por el lado del señor Osgood; y bien que la forma ceremoniosa de sus saludos no lo hubiera hecho suponer, había un afecto, una admiración recíproca entre la tía y la sobrina. Ni aun la negativa de la señorita Nancy de aceptar la mano de su primo Gilberto Osgood—simplemente a causa de que era su primo—no había enfriado absolutamente la preferencia que había determinado a la señora Osgood, a pesar del gran disgusto que aquella negativa le había causado, a dejarle a Nancy varias alhajas de familia, cualquiera que fuese la esposa futura de su hijo.

Tres damas se retiraron muy luego; pero no las señoritas Gunn, que el deseo de la señora Osgood de esperar a su sobrina, les diera motivo para quedarse, a ver el traje de aquella belleza rústica. Hubo para ellas un verdadero placer, desde el momento en que se abrió la caja en que todo olía a alhucema y hojas de rosas, hasta que el pequeño collar de corales quedó ceñido a su fino cuello blanco. Todas las cosas pertenecientes a la señorita Nancy eran de una limpieza y de una pureza delicadas: ni un solo pliegue dejaba de tener su razón de ser; ni la más pequeña pieza de sus ropas carecía de la blancura que se supondría debía tener; hasta los alfileres de su almohadilla estaban clavados según un modelo de que tenía la prolijidad de no apartarse; y, en cuanto a su misma persona, daba la idea de una elegancia tan invariable y exquisita como la de un pequeño pájaro.

Es cierto que sus cabellos obscuros estaban cortados en la nuca como los de un muchacho, y estaban dispuestos adelante en cierto número de bucles chatos que se apartaban mucho de su rostro. Pero no había peinado que no hiciera encantadores el cuello y las mejillas de Nancy. Cuando por fin apareció completamente vestida, con su traje de seda cruzada color plata, con su cuello de encajes, su collar y sus pendientes de coral, las señoritas Gunn no encontraron nada que criticarle, a no ser sus manos.

Estas tenían las huellas dejadas por la fabricación de la manteca, del queso y aun de alguna otra tarea más grosera. La señorita Nancy no se avergonzaba, por su parte, de esto. En efecto, a la vez que se vestía, la joven contaba a su tía cómo habían hecho su hermana Priscila y ella para poner sus ropas en las cajas la víspera, porque esa mañana tenían que amasar, y limpiar la casa. Era, pues, conveniente que dejaran además una buena provisión de fiambres para los sirvientes. Al terminar estas observaciones, la señorita Nancy se volvió también hacia las señoritas Gunn a fin de evitar la falta de cortesía de no dirigirse a ellas al mismo tiempo.

Las señoritas Gunn sonrieron con tiesura y pensaron que era lástima que aquellas personas ricas de la campaña que tenían medios de comprar tan ricos trajes—en verdad, el encaje y la seda de Nancy eran de gran precio—fueran criadas en la completa ignorancia y la vulgaridad. La señorita Nancy, decía, en efecto, descote, por escote, naguas por enaguas y haiga por haya, faltas que chocaban necesariamente a los oídos jóvenes que frecuentaban la buena sociedad de Lytherley. Estas hablaban lo mismo en la intimidad de la familia, pero pocas veces decían haiga delante de los extraños. La señorita Nancy, en verdad, nunca había visto más escuela que la de la maestra Tedman. Sus conocimientos de la literatura profana no iban más allá de los versos que había bordado en una gran tapicería, bajo el pastor y la pastora; y para arreglar una cuenta tenía que hacer la resta quitando chelines y medios chelines metálicos y visibles de un total metálico y visible. Apenas hay en nuestros días una sirvienta que no sea más instruida de lo que estaba la señorita Nancy. Sin embargo, ésta tenía las cualidades esenciales de una joven bien educada: un gran amor por la verdad, un sentimiento delicado del honor de sus actos, deferencias para con los demás y costumbres personales refinadas. Pero por temor de que estas cualidades no bastan para convencer a las bellas gramáticas, de que los sentimientos de Nancy se parecían nada a los suyos, agregaré que era un poco orgullosa y exigente, y tan constante en su aferramiento en una opinión errónea como en su afecto por un supirante infiel.

La inquietud de Nancy por su hermana Priscila, que había llegado a ser bastante intensa en el momento en que se prendía el collar de corales, cesó felizmente al ver entrar a aquélla de carácter alegre; entró con una cara vivamente coloreada por el frío y la humedad. Después de las primeras preguntas y los primeros saludos, Priscila se volvió hacia Nancy y la contempló de pies a cabeza; después la hizo dar media vuelta para convencerse de que, vista de espaldas, estaba igualmente irreprochable.

—¿Qué pensáis de estos vestidos, tía Osgood?—dijo Priscila, mientras Nancy la ayudaba a quitar la saya.

—Muy hermosos, en verdad, sobrina—respondió la señora Osgood, acentuando ligeramente el tono ceremonioso que usaba de ordinario.

Siempre había considerado a su sobrina Priscila como demasiado ordinaria.

—Me veo obligada a usar el mismo traje que Nancy, aunque tengo cinco años más que ella, y eso me hace parecer amarilla. No quiere tener nunca una cosa sin que yo tenga otra exactamente igual; desea que nos crean gemelas. Yo le digo que las personas van a considerar esto como una debilidad de mi parte imaginándome que me pondrá bonita el usar ropas que a ella le sientan bien. Porque yo soy fea, no cabe duda, tengo las facciones de la familia de mi padre. Pero a mí eso qué me importa, ¿y a vosotras?

Priscila en ese momento, sin cesar de hablar, se volvió hacia las señoritas Gunn. Estaba demasiado preocupada por el placer de hablar para darse cuenta de que su candor no era apreciado.

—Hay bastantes flores para atraer a las mariposas; las mujeres bonitas alejan a los hombres de nosotras. Tengo mala opinión de ellos, señorita Gunn; no sé si vosotras la tendréis buena. Y en cuanto a atormentarse y mortificarse a propósito de lo que piensan de una y amargarse la vida pensando en lo que hacen cuando no están a vuestro lado, como siempre le digo a Nancy, es una locura en que ninguna mujer debiera incurrir si tiene un buen padre y un buen hogar. Que deje eso para las que no tienen fortuna y no saben cómo salir de apuros. Así es que yo siempre digo, el señor Haz-tu-gusto es el mejor marido y el solo a que deseo obedecer. Yo sé que no es agradable cuando se ha estado acostumbrado a vivir holgadamente y a cuidar los barriles de cerveza, así como otras cosas parecidas, el ir a meter las narices en casa ajena o sentarse sola a la mesa, delante de un cogote de carnero o de un jarrete de buey. Pero, a Dios gracias, mi padre es sobrio. Es probable que vivirá mucho, y hay un hombre sentado junto al fuego, poco importa que esté chocho; no tiene por qué abandonar su puesto.

La forma cuidadosa con que Priscila se pasaba la falda por la cabeza, sin despeinar sus bucles lisos, obligó a la señora a suspender su rápido examen de la vida humana. La señora Osgood aprovechó la coyuntura para ponerse de pie y decir:

—Bien, sobrina, vosotras nos seguiréis. Las señoritas Gunn han de estar deseosas de bajar.

—Hermana mía—le dijo Nancy a Priscila cuando estuvieron solas—, habéis ofendido sin duda alguna a las señoritas Gunn.

—¿Por qué, hija mía?—respondió Priscila bastante alarmada.

—Les habéis preguntado si no les importaba ser feas; decís las cosas con demasiada crudeza.

—¡Dios mío, es cierto! Se me escapó sin pensarlo, y gracias al Cielo que no dije algo más. Yo no puedo vivir entre personas que temen la verdad. Pero en cuanto a ser fea, miradme un poco con este traje de seda color plata. Ya os había dicho lo que iba a suceder. Parezco tan amarilla como una caléndula. Cualquiera diría que habéis querido hacer de mí un espantapájaros.

—No, Priscila; no habléis así. Yo os pedí y rogué que no eligierais esa seda si hubiera otra que os conviniera más. Quería que fueseis vos la que escogiera, bien lo sabéis—respondió Nancy con vivo deseo de justificarse.

—¡Vamos, vamos! niña; vos sabéis que esta tela os agradaba y teníais buenas razones para ello, puesto que vuestro rostro es del color de la crema. Estaría bueno que llevarais lo que a mí me sentara bien. Lo que no apruebo es vuestra idea de que me vista como vos. Pero hacéis de mí lo que queréis. Así ha sido siempre, desde cuando comenzasteis a caminar. Cuando queríais ir hasta el fin del campo, ibais, y no había qué pensar en castigaros, porque siempre parecíais tan graciosita e inocente como una malva.

—Priscila—dijo Nancy con suave voz, al ceñir el cuello de su hermana, tan distinto al de ella, un collar de corales exactamente igual al suyo—, os aseguro que estoy dispuesta a ceder en todo lo que es razonable; pero, ¿quiénes deben de vestirse iguales a no ser dos hermanas? ¿Querríais que cuando salimos no pareciéramos de la misma familia, nosotras, nosotras que no tenemos madre ni otra persona en el mundo? Yo no haré sino lo que sea conveniente, aunque tenga que ponerme un vestido amarillo color canario, y preferiría que fuerais vos la que eligierais y me dejarais llevar lo que os place.

—¡Ya estáis otra vez con el mismo tema! No cambiaríais de tono aunque hablarais la semana entera. Va a ser muy divertido ver cómo manejaréis a vuestro marido si no alza nunca más la voz que una caldera de agua hirviendo. A mí me agrada ver llevar a los hombres de las narices.

—No habléis así—dijo Nancy sonrojándose—. Bien sabéis que no tengo la intención de casarme.

—¡Oh! ¡No tenéis absolutamente la intención de hacer esa tontería!—dijo Priscila doblando el vestido que acababa de quitarse y colocándolo en la caja—. ¿Para quién habría trabajado yo entonces, cuando muera nuestro padre, si se os pone en la cabeza quedaros solterona, porque ciertas personas no son mejores de lo que debieron ser? Ya se me está agotando la paciencia a vuestro respecto, viéndoos siempre empollando un huevo huero, como si no hubiera otros en el mundo. Conque no se case una de las dos hermanas basta, y yo haré honor al celibato, porque Dios me puso en el mundo para eso. ¡Vamos! ahora podemos bajar. Estoy realmente tan bien entrazada como puede estarlo un espantajo. Ahora que me he puesto los aros no me falta nada para asustar a los cuervos.

Cuando las dos señoritas Lammeter entraron al salón de recepción, el que no hubiera conocido el carácter de cada una de ellas hubiera podido sin duda suponer que la razón que había inducido a Priscila, de acciones vulgares, retaca y mal hecha, a vestir un traje igual al de su linda hermana, era su ciega vanidad o la maliciosa ocurrencia de Nancy para realzar de ese modo su singular belleza física.

Pero la alegría inconsciente y la excelente naturaleza de Priscila, así como su buen sentido, pronto hubieran hecho desaparecer la primera de estas sospechas; mientras que la calma modesta de la conversación y de las maneras de Nancy anunciaban claramente un espíritu exento de todo artificio reprochable.

Para el té los sitios de honor fueron reservados a las señoritas Lammeter, junto a la cabecera de la mesa principal, en el salón artesonado. Aquella pieza parecía entonces tener una frescura agradable, con sus decoraciones de follaje procedentes de la vegetación abundante del antiguo jardín.

Nancy sintió entonces una agitación interior que no pudo dominar la firmeza de su propósito al ver adelantarse al señor Godfrey Cass para conducirla a su sitio colocado entre el suyo y el del señor Crackenthorp; mientras que Priscila fue invitada del otro lado, entre su padre y el squire. Nancy no podía pensar sin alguna emoción que el pretendiente a que había renunciado era el joven que ocupaba más alto rango entre las personas de la parroquia, encontrándose en su casa, en un salón venerable y único que la experiencia de aquella joven representaba el apogeo de la grandeza, salón en que ella, la señorita Nancy, podría ser un día la dueña de casa, y pensaba que hablando de ella la llamarían la señora Cass, la esposa del squire.

Estas particularidades realzaban ante sus ojos el drama de su corazón y reforzaban la energía con que se decía que la posición más deslumbradora no la decidiría a aceptar por marido un hombre cuya conducta demostraba el poco caso que hacía de su propia reputación. Pero agregaba que «no amar más que una vez y amar siempre» era la divisa de una mujer sincera y pura, así es que ningún hombre tendría jamás el derecho de destruir las flores secas que conservaba y conservaría siempre como un tesoro por el amor de Godfrey Cass. Y Nancy era capaz de sostener en las circunstancias más penosas la palabra que se daba a sí misma. Nada, a no ser un sonrojo hesitante, traicionó la emoción causada por los pensamientos que se agolpaban a su espíritu, cuando aceptó sentarse junto al señor Crackenthorp, porque era instintivamente tan exacta y hábil en todos sus actos y sus lindos labios se cerraban con una firmeza tan tranquila, que le hubiera sido difícil parecer agitada.

El pastor no tenía la costumbre de dejar disipar un sonrojo encantador sin hacer un cumplimiento oportuno. No era nada orgulloso ni aristocrático. Era sencillamente un hombre de grandes ojos sonrientes, de rasgos poco caracterizados y cabellos grises, cuyo mentón estaba sostenido por las numerosas vueltas de una amplia corbata blanca. Aquella corbata parecía eclipsar todas las otras partes de su persona, y, por decirlo así, comunicar un relieve particular a las observaciones que hacía; así es que considerar su amenidad independientemente de esa parte de su traje hubiera importado un esfuerzo de abstracción penoso si no peligroso.

—¡Ah! señorita Nancy—dijo, haciendo girar la cabeza dentro de aquella corbata y sonriendo agradablemente al mirar a la joven—, si alguien llegara a pretender que este invierno es riguroso, yo le diría que he visto florecer las rosas la víspera de año nuevo; decidme, Godfrey, ¿no sois de mi misma opinión?

Godfrey no respondió y evitó el mirar a Nancy con fijeza; porque bien que aquellos personalismos elogiosos fueran considerados como de muy buen gusto en la vieja sociedad de Raveloe, el amor reverente tiene una urbanidad particular que enseña a los hombres cuya instrucción es defectuosa bajo otros respectos.

Pero al squire lo apenó que su hijo se mostrara un festejante tan infeliz. A aquella hora avanzada del día estaba siempre de mejor humor del que le vimos en el almuerzo, y se sentía muy satisfecho al cumplir con el deber, hereditario en su familia, de mostrarse protector ruidoso y jovial. La gran tabaquera de plata estaba en servicio positivo, y, de tiempo en tiempo, era ofrecida invariablemente a todos sus vecinos, cualquiera que fuese el número de veces que ya hubiesen rechazado aquel favor.

Hasta aquí el squire no había dado la bienvenida de un modo señalado más que a los jefes de familia a su llegada; pero siempre, a medida que avanzaba la tarde, su hospitalidad irradiaba con más amplitud, hasta que golpeaba las espaldas de los invitados más jóvenes y manifestaba la particular satisfacción que le proporcionaba su presencia. Creía firmemente que éstos debían de sentirse dichosos de vivir en una parroquia que contaba con un hombre tan cordial como el squire Cass que los invitaba a su casa y los quería bien. Aun en aquella primera fase de su humor jovial era natural que deseara suplir las imperfecciones de su hijo mirando y hablando por él.

—Sí, sí—comenzó a decir, presentando su tabaquera al señor Lammeter, que por segunda vez inclinó la cabeza e hizo seña con la mano para rechazar obstinadamente el ofrecimiento del squire—, sí, nosotros los viejos bien podemos desear ser jóvenes esta noche al ver el ramo de muérdago suspendido, en el salón blanco. Es cierto que la mayor parte de las cosas han retrogradado en estos últimos treinta años. El país periclita desde que nuestro rey Jorge III cayó enfermo. Pero cuando miro a la señorita Nancy, aquí presente, comienzo a creer que las jóvenes conservan sus encantos. Que me ahorquen si recuerdo haber visto belleza que le sea comparable, aun en la época en que yo era un guapo mozo, dicho sea esto sin ofenderos, señora—agregó, inclinándose hacia la señora Crackenthorp, sentada a su lado—; a vos ni os conocía cuando erais joven como la señorita Nancy aquí presente.

La señora Crackenthorp, pequeña mujer que pestañeaba un ojo y agitaba continuamente sus encajes, sus cintas y su cadena de oro, volviendo la cabeza a derecha e izquierda, haciendo así ruidos reprimidos que se parecían mucho al gruñido de un cerdo de la India cuando contrae el hocico y monologa ante cualquier reunión, la señora Crackenthorp, digo, pestañeó entonces y continuó agitándose al volverse hacia el squire; después, por fin, respondió:

—¡Oh, no; no me ofendéis!...

Aquel cumplimiento expresivo dirigido por el squire a Nancy, fue considerado por todos, menos por Godfrey, como un acto de diplomacia; y el padre de aquella joven se irguió un poco más, mirándola a través de la mesa con seria satisfacción. Aquel anciano, grave y regular en sus actos, no iba a comprometer en un ápice su dignidad, mostrándose henchido de orgullo ante la idea de una unión entre su familia y la del squire. Le halagaba todo honor tributado a su familia; sin embargo, era preciso que viera un cambio bajo todos respectos antes de acordar su consentimiento. Su cuerpo flaco, pero robusto, y su rostro de rasgos acentuados que parecía no haber sido nunca encendido por los excesos, formaban un contraste chocante, no sólo con la persona del squire, sino con los propietarios de Raveloe en general, lo que estaba de acuerdo con su dicho favorito: «que la raza primaba la dehesa».

—La señorita Nancy se parece de un modo sorprendente a su finada madre; ¿no es cierto, doctor Kimble?—dijo la gorda señora de este apellido buscando con los ojos por todas partes a su marido.

El doctor Kimble—los boticarios de campaña gozaban antiguamente de aquel título sin la sanción de un diploma—, hombre esbelto y ágil corría de un extremo a otro de la pieza con las manos en los bolsillos. Se hacía agradable a sus clientes del bello sexo con la imparcialidad de un hombre de su posición, y en todas partes era el bien venido en su calidad de doctor por derecho hereditario. No era uno de esos boticarios desgraciados que van en busca de una clientela a las localidades nuevas y que gastan todo su haber en hacer morir de hambre a su único caballo; por el contrario, era un hombre de posición acomodada, tan capaz de sostener una mesa superabundante como el más rico de sus clientes.

Desde tiempo inmemorial, el doctor de Raveloe era un Kimble. Kimble era esencialmente un apellido de doctor, así es que era difícil imaginar en esta triste realidad que el Kimble actual no tenía hijo, y que, por lo tanto, su clientela podría ser transmitida un día a un sucesor que llevara el incongruente apellido de Taylor o de Johnson. Pero, en tal caso, los vecinos más razonables de Raveloe llamarían al doctor Blick de Flitton, lo que sería más natural.

—¿Me habéis hablado, querida?—dijo el digno doctor dirigiéndose rápidamente al lado de su mujer.

Sin embargo, como si previera que ella estaría demasiado jadeante para repetir la observación que acababa de hacer, prosiguió inmediatamente:

—¡Ah! señorita Priscila, vuestra presencia reaviva el gusto de este superfino pastel de cerdo. Hago votos porque la hornada esté lejos de agotarse.

—En verdad, lo está, doctor—respondió Priscila—; sin embargo, garantizo que la próxima será tan buena como ésta. Mis pasteles de cerdo no salen buenos por casualidad.

—No sucede así con vuestras curas, ¿verdad, Kimble? Sólo salen bien, ¿es cierto?, cuando los enfermos se olvidan de tomar vuestros remedios—dijo el squire que consideraba a la medicina y a los médicos como muchos hombres lealmente religiosos consideran a la iglesia y al clero.

Saboreaba una burla dirigida contra los doctores y su ciencia cuando estaba en buena salud, pero reclamaba su auxilio con impaciencia así que sentía algo. Golpeó la tabaquera y echó una mirada a su rededor con aire de triunfo.

—¡Ah! en verdad que tiene espíritu sutil, mi amiga Priscila—prosiguió el doctor, prefiriendo atribuir el chiste a una dama antes que reconocer la ventaja que al hacerlo había tomado el squire sobre su cuñado—. ¡Deja a un lado un poco de pimienta para sazonar la conversación; por eso es que no la hay en exceso en sus platos! Aquí tenéis a mi mujer que, por el contrario, nunca tiene la respuesta en la punta de la lengua; desgraciadamente, si llego a ofenderla no deja de quemarme la garganta con pimienta al otro día, o si no me da cólicos con legumbres refrescantes. Es una venganza atroz.

Y al decir esto, el ágil doctor hizo una mueca expresiva.

—¿Habéis oído nunca cosa semejante?—dijo la señora Kimble riendo de muy buen humor por encima de su doble sotabarba, a la señora Crackenthorp, que parpadeaba de un ojo, meneaba la cabeza y tenía la amable intención de sonreír.

Pero esta intención se perdió en ligeros rezongos y ruidos.

—Supongo, Kimble, que ésa es la especie de venganza adoptada en vuestra profesión si os irritáis contra un enfermo—dijo el pastor.

—Nunca nos enojamos con nuestros enfermos, sino cuando nos dejan—respondió el doctor Kimble—. Y entonces ya no tenemos ocasión de hacerles prescripciones. ¡Ah! señorita Nancy—prosiguió poniéndose de golpe al lado de ella, dando saltitos—, no vayáis a olvidar vuestra promesa. ¡Tenéis que reservarme una pieza, ya lo sabéis!

—¡Vamos, vamos, Kimble; no os apresuréis tanto!—dijo el squire—. Dejad a los jóvenes las oportunidades de triunfar. Aquí está mi hijo Godfrey que os arrojará el guante si os apoderáis de la señorita Nancy. La ha invitado para la primera pieza, estoy seguro. ¿No es cierto, señor? ¿Qué me decís?—continuó, echándose hacia atrás para mirar a Godfrey—. ¿No le habéis pedido a la señorita Nancy que os acompañe para abrir el baile?

Godfrey estaba lo más molesto a causa de aquella insistencia significativa respecto de la señorita Nancy. Asustado al pensar qué fin tendría todo aquello cuando su padre, según su costumbre, hubiera dado el ejemplo hospitalario de beber antes y después de la cena, no se le ocurrió cosa mejor que volverse hacia Nancy y decirle lo mejor que pudo:

—No, todavía no se lo he pedido; pero confío que aceptará, si otra persona no se ha presentado ya.

—No, todavía no me he comprometido—contestó Nancy con tranquilidad, aunque sonrojándose. (Si el señor Godfrey fundaba algunas esperanzas en que Nancy consintiera en bailar con él, pronto se iba a desengañar; pero no había razón alguna para que no se mostrara atenta.)

—Entonces, espero que no tendréis ningún motivo para no bailar conmigo—prosiguió Godfrey, comenzando a no darse ya cuenta de que había algo de molesto en aquel arreglo.

—No, ningún motivo—respondió Nancy con frialdad.

—¡Ah! En verdad que tenéis suerte, Godfrey—dijo el tío Kimble—. Pero sois mi ahijado, y por eso no quiero soplaros la dama. Por lo demás, no estoy tan viejo, querida, ¿no es cierto?—prosiguió, volviéndose a saltitos al lado de su mujer—. ¿No os importaría nada que os diera una sucesora, en caso de que desaparecierais, con tal de que antes llorara mucho?

—¡Vamos, vamos, tomad una taza de té y retened vuestra lengua, os ruego!—dijo la alegre señora Kimble, sintiendo cierto orgullo de tener un marido que la reunión debía considerar como de los más hábiles y divertidos.

¡Lástima que fuera tan irritable cuando jugaba a la baraja!

Mientras que aquellas personalidades inofensivas, bien puestas a prueba ya, animaban el té de aquel modo, las notas de un violín se acercaron bastante como para que se las oyera claramente. Entonces los jóvenes se miraron con expresión simpática en que se leía la impaciencia de que terminara la colación.

—Ya está Salomón en el vestíbulo—dijo el squire—, y me parece que toca mi aire favorito: «El pequeño labrador de cabellos rubios». Nos quiere insinuar que no nos damos bastante prisa para oírlo tocar. Bob—agregó dirigiéndose a su tercer hijo, mozo de largas piernas que estaba en el otro extremo de la mesa—, abrid la puerta y decidle a Salomón que entre. Que nos toque aquí una pieza.

Bob obedeció y Salomón entró tocando, porque por nada del mundo quería detenerse a mitad de un aire.

—Aquí, Salomón—dijo el squire con un tono alto y protector—. Aquí, mi viejo. ¡Ah! ya sabía yo que tocabais «El pequeño labrador de cabellos rubios». No hay aire más hermoso.

Salomón Macey, viejecito todavía fuerte, con copiosos cabellos blancos que le descendían casi hasta los hombros, se adelantó hacia el sitio designado. Hizo una profunda reverencia sin dejar de tocar como para hacer comprender que tenía respeto a la reunión pero que respetaba aún más la música. Así que hubo terminado la pieza y bajado el violín, se inclinó de nuevo ante el squire y ante el pastor, diciendo:

—Espero que veo a vuestro honor y vuestra reverencia en buena salud; os deseo larga vida y un buen y feliz año nuevo. Y a vos igualmente, señor Lammeter, y a los demás señores y a las damas y a los jóvenes.

Al pronunciar estas últimas palabras Salomón se inclinaba hacia todos lados con solicitud, temeroso de faltar al respeto que debía. Después se puso inmediatamente a preludiar, y pasó luego a tocar el aire que sabía que el señor Lammeter consideraría como un cumplimiento personal.

—Gracias, Salomón, gracias—dijo el señor Lammeter, cuando el violín se detuvo de nuevo—; tocáis en «las colinas, de lejos, muy lejos». Mi padre me decía siempre que oíamos esa música: «¡Ah, hijo mío, yo también vengo de allende las colinas, de lejos, muy lejos!» Hay muchos aires que no tienen para mí pies ni cabeza; pero ése me habla como el silbido del mirlo. Supongo que eso depende del nombre: el nombre de una pieza dice muchas cosas.

Pero Salomón ardía ya por preludiar de nuevo, y sin tardanza atacó con brío «Sir Roger de Coverley». En seguida se oyó el ruido de las sillas y un murmullo de risas.

—Sí, sí, Salomón, ya sabemos lo que eso significa—dijo el squire poniéndose de pie—. Ya es tiempo de que comience el baile, ¿verdad? Id delante, todos vamos a seguiros.

Entonces Salomón, inclinando sobre el hombro su cabeza blanca y tocando con vigor, se adelantó, seguido del alegre cortejo, hacia el salón en que estaba suspendido un ramo de muérdago.

Una multitud de velas de sebo brillaba en medio de las ramas de brezo cubiertas de bayas. Se reflejaban en los espejos ovalados a la moda antigua, fijado en los tableros blancos, en los que producían un efecto bastante lucido. ¡Extraño cortejo! El viejo Salomón con sus ropas raídas y sus cabellos blancos parecía arrastrar a aquella honesta compañía con los mágicos acentos de su violín; arrastraba a las matronas prudentes, que llevaban tocados en forma de turbantes; a la propia señora Crackenthorp, que tenía la cabeza adornada con una pluma perpendicular cuya punta llegaba al hombro del squire; arrastraba a las bellas jóvenes que pensaban con satisfacción en sus talles cortos y en sus ropas sin pliegues adelante; arrastraba a sus padres corpulentos que vestían chalecos abigarrados y a los hijos rubicundos, en su mayor parte avergonzados y cohibidos, con pantalón corto y frac de largos faldones.

El señor Macey y algunos otros aldeanos privilegiados a quienes se permitía ser espectadores de esas grandes ocasiones, estaban ya sentados en bancos colocados con ese objeto cerca de la puerta. Grandes fueron la admiración y la satisfacción de éstos cuando las parejas se fueron formando para la danza, y el squire y la señora de Crackenthorp abrieron el baile, haciendo vis a vis y dando las manos al pastor y a la señora Osgood.

Así es como debían hacerse las cosas; a este espectáculo es que todo el mundo estaba acostumbrado y la corte de Raveloe parecía renovarse para esta ceremonia. No se consideraba así como una ligereza indecorosa que las personas viejas y las de cierta edad bailaran un poco antes de sentarse a jugar a los naipes; esto era más bien considerado como una parte de sus deberes oficiales. Porque, ¿en qué consistían esos deberes si no era en divertirse en tiempo oportuno; en trocar visitas y saludos tan a menudo como era preciso; en dirigirse recíprocamente viejos cumplimientos con frases tradicionales; en dar bromas bien puestas a prueba para no ofender a nadie; en obligar, hospitalariamente, a los invitados a comer y a beber con exceso, en la casa del vecino, para demostrar que se apreciaban sus manjares?

El pastor daba, naturalmente, el ejemplo de esos deberes sociales; porque a los espíritus de Raveloe no les hubiera sido posible, sin una revelación divina particular, el pensar que un eclesiástico debía ser un pálido momento de las solemnidades del culto en lugar de ser un hombre dotado de defectos razonables, cuya autoridad exclusiva de leer las oraciones y de predicar, de bautizar, casar y enterrar, coexistía necesariamente con el derecho de venderos el terreno para inhumaros, y de percibir el diezmo en especias. Respecto a este último punto había, como es consiguiente, algunas recriminaciones; pero, sin embargo, no llegaban hasta la impiedad. No tenían un significado más profundo que las protestas contra la lluvia; murmuraciones que no iban acompañadas por un espíritu de desconfianza irreligiosa, sino por el deseo de que la plegaria que debía traer el buen tiempo fuera dicha inmediatamente.

Puesto que el pastor bailaba, no había, pues, razón alguna para que ese acto no fuera aceptado como una parte del orden de las cosas, lo mismo que si se tratara del squire. Tampoco la había por otra parte, para que el respeto oficial que el señor Macey debía al pastor, le impidiera someter el modo de bailar de su superior a esa crítica que los espíritus de la penetración extraordinaria son llamados necesariamente a ejercer sobre la conducta de sus semejantes.

—El squire es bastante ágil, dado su peso—dijo el señor Macey—, y su manera de golpear con el pie absolutamente notable. Pero el señor Lammeter vence a todo el mundo por su parte. Fijaos bien, yergue la cabeza como un soldado y no es gordo como la mayor parte de los burgueses que entran en años y tienen la pierna bien formada. El pastor no carece de gracia; pero su pierna no tiene nada de notable. Es algo gruesa por demás hacia abajo y sus rodillas podrían juntarse algo más; sin embargo, podría ser peor formado bien que no tenga esa soberbia manera del squire para manejar la mano.

—Habláis de agilidad, mirad entonces a la señora Osgood—dijo Ben Winthrop, que sostenía a su hijo Aarón entre las rodillas—; agita tan ligeramente sus pies que no se puede ver cómo camina; parece que tuviera ruedecitas bajo los pies. No parece haber envejecido un día desde el año pasado. No hay una mujer mejor formada que ella, esté donde esté la que la siga.

—No me preocupa de saber si las mujeres son bien formadas—dijo el señor Macey con cierto desprecio—. No llevan casaca ni pantalón, de modo que no es posible juzgar sus formas.

—Papá—dijo Aarón, cuyos pies estaban ocupados en tamborilear el compás de la música—, ¿cómo se sostiene esa pluma tan larga en la cabeza de la señora Crackenthorp? ¿Tendrá un agujerito para meterla como en mi volante?

—Cállate, niño, cállate. Así es como se visten las damas, sí en verdad—respondió el padre, que agregó, sin embargo, a media voz, dirigiéndose al señor Macey—. La verdad es que eso le da un aspecto singular. Casi se parece a una botella de cuello corto con una gran pluma adentro. Ahí tenéis, a la fe mía, al joven squire que comienza a bailar con la señorita Nancy. Esa sí que está a vuestro gusto. Parece un ramo de rosa y blanco. Nadie imaginaría que pudiera haber otras tan bonitas. No me sorprendería que un día llegara a ser la señora de Cass, al fin y al cabo. Ninguna joven sería más digna de eso, porque sería una linda pareja. No podéis tener nada que observar a la figura del señor Godfrey, os apuesto dos peniques, en verdad.

El señor Macey contrajo los labios, inclinó más todavía la cabeza hacia un costado y sus pulgares se pusieron a girar con un movimiento rápido, mientras que sus ojos seguían a Godfrey a través del baile. Por último resumió su opinión:

—Es bastante bien hacia abajo; pero sus espaldas son demasiado redondas. Y en cuanto a esas ropas que encarga al sastre de Flitton, son de un corte bastante pobre para ser pagadas el doble.

—¡Ah! señor Macey, vos y yo somos dos—dijo Ben, ligeramente indignado por aquella crítica meticulosa—. Cuando tengo delante de mí un jarro de cerveza, me gusta beberlo y hacerle bien a mi estómago, en lugar de oler el líquido y de mirarlo con los ojos muy abiertos para ver si no tengo algo que observarle a su fabricación. Quisiera que me mostraseis un joven más apuesto que maese Godfrey; un joven más robusto o que tuviera mejor cara que él cuando está despierto y de buen humor.

—¡Bah!—dijo el señor Macey, provocando a criticar con más severidad—. Todavía no ha tomado su verdadero color; está más o menos como un pastel cocido a medias. Tengo idea de que tiene el cerebro un poco débil, si no, ¿por qué se dejaría engañar por ese pícaro de Dunsey, a quien nadie ha visto últimamente, y por qué lo dejó matar a ese lindo caballo de caza de que todos hacían elogios? Y durante un tiempo siempre andaba buscando a la señorita Nancy y después todo se desvaneció, por decir así, como el olor de la sopa cuando se enfría. Yo no procedía así, yo, en los tiempos en que hacía la corte.

—¡Ah! quizá la señorita Nancy se haya retirado, y no os sucedió eso con vuestra novia.

—Seguramente—respondió el señor Macey con aire significativo—. Antes de decir «cric», yo tenía mucho cuidado de saber si ella diría «crac», y sin andar con rodeos, además. Yo no iba a abrir la boca como un perro para cazar moscas y luego cerrarla sin atrapar nada.

—Pues me parece que la señorita Nancy se está mostrando menos insensible con él—prosiguió Ben—, porque el señor Godfrey no parece tan desalentado en este momento. Veo que la va a llevar a sentarse, ahora que la danza ha terminado. Me parece realmente que eso se llama cortesía.

La razón por la cual Godfrey y Nancy habían salido del baile no era tan tierna como Ben se lo imaginaba. A causa de la aglomeración de las parejas, le había ocurrido un ligero accidente al vestido de Nancy. La falda, que era bastante corta de adelante para dejar ver el tobillo, era bastante larga por detrás como para caer bajo el peso majestuoso del pie del squire. Este accidente había ocasionado la rotura de algunos puntos en el talle de Nancy, así como una gran agitación en el espíritu de su hermana Priscila, como una inquietud seria en el de Nancy. Nuestro pensamiento puede absorberse en los conflictos del amor, pero rara vez llega esto a punto de hacerlo casi insensible a un cambio general de las cosas.

Nancy, apenas ejecutada la figura que bailaba con Godfrey, le dijo a éste sonrojándose profundamente que se veía obligada a ir a sentarse hasta que Priscila pudiera reunírsele; porque las dos hermanas ya habían cambiado una frase en voz baja y una mirada significativa.

Ninguna razón menos urgente que aquella hubiera sido capaz de determinar a Nancy a darle a Godfrey aquella ocasión de estar solo con ella. En cuanto a Godfrey, se sentía tan feliz, estaba tan sumido en el olvido bajo el encanto prolongado de la contradanza que acababa de bailar con Nancy, que la confusión de la joven le dio bastante audacia como para querer llevarla directamente, sin pedirle permiso, al pequeño salón de al lado en que las mesas de juego estaban preparadas.

—¡Ah! no, gracias—dijo Nancy fríamente, así que se dio cuenta a donde la llevaba—. Voy a esperar aquí hasta que Priscila pueda venir a buscarme. Siento haceros salir del baile y causaros una molestia.

—Pero allí estaréis completamente sola—respondió el astuto Godfrey—. Voy a dejaros allí hasta que llegue vuestra hermana.

Dijo aquellas palabras con acento indiferente.

Era una proposición agradable y exactamente lo que Nancy deseaba; entonces, ¿por qué se sintió algo ofendida de que el señor Godfrey se la dirigiera?

Entraron, y ella se sentó en una de las sillas contra las mesas de juego, considerando aquella posición como la más decente y la más inaccesible que pudiera escogerse.

—Gracias, señor—dijo la joven inmediatamente—. No quiero causaros más molestias. Siento que os haya tocado una compañera de tan poca suerte.

—Es una maldad de vuestra parte—dijo Godfrey, permaneciendo de pie junto a ella, sin manifestar la menor intención de partir—que deploréis el haber bailado conmigo.

—¡Oh! no, señor, no tengo la intención de decir nada malo—replicó Nancy coqueteando y linda hasta hacer perder la cabeza—. Cuando los caballeros tienen tantas distracciones, una pieza de baile es bien poca cosa para ellos.

—Vos sabéis bien que no es así. Vos sabéis que bailar una pieza con vos me interesa más que todos los otros placeres del mundo...

Hacía tiempo, mucho tiempo, que Godfrey no había expresado algo tan positivo. Nancy se estremeció. Pero su dignidad natural y su repugnancia instintiva a dejar traslucir ninguna emoción, la permitieron permanecer completamente tranquila en su silla. Solamente que fue en un tono algo más indeciso que dijo:

—No, realmente, señor Godfrey, no lo sé, y tengo muy buenas razones para pensar lo contrario; sin embargo, si es cierto, no deseo saberlo.

—¿No me perdonaréis entonces jamás, Nancy? ¿No tendréis nunca una buena opinión de mí, suceda lo que suceda? ¿No pensáis que el presente pueda llegar a rescatar el pasado aun cuando yo me corrigiese por completo y renunciara a todo lo que os desagrade?

Godfrey apenas tenía conciencia de que aquella ocasión inesperada de hablar con Nancy y a solas lo había puesto fuera de sí; y un sentimiento ciego se había apoderado de su lengua.

Nancy experimentó realmente una agitación extrema ante la posibilidad que sugerían las palabras de Godfrey. Sin embargo, la misma fuerza de aquella emoción que estaba en peligro de encontrar demasiado violenta, reanimó todo el imperio que la joven tenía sobre sí.

—Me sentiría muy feliz al ver en cualquier persona un cambio favorable, señor Godfrey—respondió con un cambio de tono apenas sensible—; pero más valdría, sin embargo, que ese cambio no fuera necesario.

—Sois muy cruel, Nancy—dijo Godfrey contrariado—. Podríais alentarme a volverme mejor. Me siento muy desgraciado; pero vos no tenéis corazón.

—Creo que tienen menos los que comienzan por proceder mal—respondió Nancy, dejando percibir de pronto y a pesar suyo un pequeño rasgo de indignación.

Godfrey quedó encantado con aquel leve arranque. Hubiera querido continuar para que Nancy se irritara contra él; era una tranquilidad y una firmeza tan exasperantes. Pero al fin y al cabo todavía no le era indiferente.

La entrada de Priscila, que se precipitó diciendo: «¡Dios mío! Dios, veamos, hija, qué tiene ese vestido», le quitó a Godfrey la esperanza de una querella.

—Supongo que ahora debo irme—le dijo a Priscila.

—A mí me es igual que os vayáis o que os quedéis—le respondió aquella franca señorita, a la vez que buscaba algo con precipitación en el bolsillo.

—Y vos, ¿deseáis que me vaya?—dijo Godfrey, mirando a Nancy, que estaba de pie junto a Priscila.

—Como gustéis—dijo Nancy, tratando de recobrar toda su frialdad, bajando atentamente la vista hacia el ruedo de su falda.

—Entonces, prefiero quedarme—prosiguió Godfrey, con la determinación irreflexiva de conseguir aquella noche tanta felicidad como pudiera, sin preocuparse del mañana.

XII

Mientras Godfrey Cass bebía a grandes sorbos el dulce brebaje del olvido en presencia de Nancy y perdía voluntariamente todo recuerdo del vínculo secreto que en otros momentos lo obsesionaba y atormentaba, llegando hasta exasperarlo en medio de los rayos sonrientes del sol, su esposa se adelantaba a pasos lentos e inciertos, a través de las callejuelas cubiertas de nieve de Raveloe, llevando una criatura en los brazos.

Aquel viaje de la víspera del Año Nuevo era un acto de venganza premeditada que su corazón siempre había alimentado desde el día en que Godfrey, en un acceso de cólera, le había dicho que antes preferiría morir a reconocerla por su mujer. Debía haber una gran fiesta en la Casa Roja la víspera del Año Nuevo, ella lo sabía; su marido sonreiría y le sonreirían. Escondería la existencia de ella en el rincón más obscuro de su corazón. Pero ella iría a turbar, su felicidad; iría cubierta de harapos sucios, con su rostro demacrado que antes no cedía en belleza a ninguno; iría con su hijo, que tenía los ojos y los cabellos de su padre, a declararle al squire que era la mujer de su hijo mayor.

Pocas veces los miserables pueden dejar de considerar su situación como un mal que le es infligido por aquellos cuya miseria es menor. Molly sabía que si vestía harapos sucios no era por culpa de la negligencia de su marido, sino del demonio Opio, del que era esclava en cuerpo y alma, y sólo un resto de amor materno hacía que no sacrificara por completo al monstruo la vida de su hijo hambriento. Ella lo sabía muy bien, y, sin embargo; en los momentos en que su miserable conciencia no estaba amodorrada, el sentimiento de sus necesidades y de su degradación se transformaba continuamente en acritud contra Godfrey. El vivía en la holgura, él, y si sus derechos de esposa fueran reconocidos, ella también viviría rodeada de comodidades. La convicción de que Godfrey estaba arrepentido de su casamiento y que sufría pensando cómo poderlo romper, apuraba el rencor de Molly.

Las reflexiones sanas que impulsan al culpable a censurarse interiormente no acuden con bastante energía, aun en el aire más puro y ante las mejores lecciones del cielo y de la tierra. ¿Cómo era posible que esas delicadas mensajeras de alas blancas pudieran llegar hasta la celda emocionada del corazón de aquella mujer, celda habitada sólo por recuerdos tan poco nobles como los de una moza de posada que sueña en su paraíso de antaño con sus cintas color de rosa y con las bromas de los señores?

Había partido temprano, pero se había retrasado en el camino. Su indolencia la disponía a creer que la nieve dejaría de caer si esperaba bajo un abrigo caliente. Se había detenido más tiempo del que pensaba, y ahora que la noche la había sorprendido en las largas callejuelas rugosas y cubiertas de nieve, ni siquiera el ardor de la venganza podía impedir que su coraje desmayara.

Eran las siete. En aquel momento no estaba muy lejos de Raveloe, pero aquellos senderos monótonos no le eran bastante familiares para saber qué próximo estaba el término de su viaje. Tenía necesidad de consuelo, pero no conocía más que uno; el demonio familiar oculto en su seno. Sin embargo, vaciló un momento antes de llevar a sus labios el resto que le quedaba de aquella substancia negra.

En ese instante el amor materno alzó su voz; antes un doloroso estado de conciencia que el olvido; antes la continuación del sufrimiento causado por la laxitud, que el amodorramiento de los brazos que la imposibilidad de seguir oprimiendo y sintiendo la preciosa carga. Algunos segundos más tarde Molly arrojó algo; no era la materia negra, era un frasco vacío. Prosiguió su camino bajo una nube negra que se desgarraba, por donde surgía de tiempo en tiempo la luz de una estrella que se velaba rápidamente porque se había levantado un viento glacial desde que dejara de caer la nieve. Pero Molly seguía caminando adormeciéndose cada vez más a cada paso que daba, oprimiendo al niño contra su seno con la inconsciencia cada vez mayor.

Lentamente y a su manera el demonio cumplía su obra. El frío, y la fatiga le iban en ayuda. Muy luego Molly sólo sintió un deseo supremo e irresistible que le veló por completo el porvenir: el deseo imperioso de extenderse en el suelo y dormir. Había llegado en un sitio en que sus pasos ya no eran guiados por las cercas de las callejuelas, y vagó al azar, incapaz de distinguir ningún objeto a pesar de la inmensa capa blanca que la rodeaba y la creciente luz de las estrellas. Se dejó caer contra una mata aislada de retama. Era una almohada bastante blanda, y el lecho de nieve era también bastante suave. No se dio cuenta de la frialdad de aquella cama. No se preocupó de si la criatura despertaría y llamaría a su madre llorando. Sin embargo, los brazos seguían ejerciendo su presión instintiva y la pequeña criatura continuaba durmiendo tan tranquilamente como si estuviera mecida en una cuna guarnecida de encajes.

Por último llegó el anonadamiento completo; los dedos perdieron su fuerza; los brazos se distendieron. Entonces la pequeña cabeza rodó del seno en que estaba apoyada y los ojos azules se dilataron contemplando la fría luz de las estrellas. Primero la criatura exhaló el pequeño grito plañidero de «ma-ma», e hizo un esfuerzo para refugiarse en el brazo y el seno en que descansaba. De pronto, en que el pequeño ser rodaba de las rodillas de la madre, húmedas de nieve, una viva luz que reflejaba la blancura del suelo, atrajo su mirada. Con esa rapidez de transición característica en la infancia, su espíritu fue inmediatamente absorbido por la vista de aquella cosa brillante y animada que corría hacia ella sin alcanzarla nunca. Era preciso que atrapara aquella cosa brillante y animada. En un instante la pequeña criatura se deslizó con los pies y las manos y en seguida tendía una de aquéllas tratando de asir los rayos de luz. Pero los sutiles rayos no quisieron dejarse aferrar y la pequeña cabeza se alzó para ver de dónde venían. Salían de un sitio muy brillante; entonces, el pequeño ser siguió sobre sus piernecitas y avanzó titubeando por la nieve, arrastrando tras de sí el chal en que había estado envuelto, mientras que su sombrero abollado caía a su espalda; así avanzó titubeando hacia la puerta abierta de la choza de Silas Marner, dirigiéndose derecho, al hogar caliente, en el que había un fuego vivo de leñas y astillas. El fuego había recalentado la vieja bolsa—el sobretodo de Silas—extendido sobre los ladrillos para que se secase. La criatura, acostumbrada a quedar sola largas horas sin que su madre reparase en ella, se sentó en el saco y extendió sus manecitas frente a la llama, llena de gusto, balbuceando y diciéndole largos discursos inarticulados al alegre fuego, como un patito recientemente nacido que comienza a encontrarse bien al sol. Entretanto, el calor no tardó en producir un efecto somnífero; la linda cabecita de cabellos rubios cayó sobre la vieja bolsa y los ojos azules fueron velados por sus párpados semitransparentes.

Pero, ¿dónde se encontraba Marner en el momento en que aquella extraña visita acudía a su hogar? Estaba en la choza, pero no había visto a la criatura. Durante las pocas semanas que habían transcurrido desde que se cometiera el robo, había tomado la costumbre de abrir la puerta y de mirar de tiempo en tiempo hacia afuera, como si pensara que su plata había de volverle de un modo o de otro, o que algunos indicios, algunas noticias de su tesoro se encontraran misteriosamente en marcha y fueran susceptibles de ser apercibidos de los esfuerzos de su mirada o la intención de su oído. Era principalmente al caer la noche cuando no estaba ocupado con su telar, que se ponía a repetir aquel acto maquinal, al que hubiera sido incapaz de asignar un fin determinado y que no podía ser comprendido sino por aquellos que han sentido el dolor enloquecido de verse separados del objeto supremamente amado. En el crepúsculo de la tarde, y aun después, cuando la noche no era obscura, Silas miraba la breve perspectiva que rodeaba las canteras. Velaba y escuchaba atentamente, no con esperanza, pero sí con un deseo inquieto e irresistible.

Esa mañana, algunos de sus vecinos le habían dicho que era la víspera del Año Nuevo y que era preciso que esa noche velara para oír tocar la partida del año viejo y la llegada del nuevo, porque eso daba suerte y podría hacer volver su dinero. Aquélla no era más que una broma amistosa de los vecinos de Raveloe, para divertirse un poco de las singularidades medio insensatas de un avaro. Eso habría contribuido quizás a poner a Silas en un estado de agitación mayor que de costumbre. Desde el comienzo del crepúsculo abrió las puertas varias veces, pero para volverlas a cerrar inmediatamente cada vez al ver que toda perspectiva era velada por la caída de la nieve. Sin embargo, la última vez que la abrió ya no nevaba y las nubes se separaban de cuando en cuando. Permaneció largo rato de pie observando y escuchando. Había entonces realmente algo en el camino, que se adelantaba hacia él, pero no pudo distinguir nada. La calma y la sábana inmensa de nieve y sin huellas parecían estrechar su soledad y su deseo inquieto rozaba en la desesperación. Entró de nuevo y tornó el pestillo de la puerta con la mano derecha para cerrar. No cerró; lo detuvo, como ya le había sucedido desde la desaparición de su tesoro, la varilla invisible de la catalepsia. Permaneció como una estatua tallada, con los ojos dilatados por la visión, manteniendo la puerta abierta, incapaz para resistir, sea al bien, sea al mal, que pudiera entrar en su casa.

Cuando Marner volvió en sí, prosiguió la acción suspendida y cerró la puerta, inconsciente de la ruptura de la ilación de sus ideas, inconsciente de que hubiera ocurrido ningún cambio, a no ser que la luz del día se había obscurecido y que se sentía helado y desfallecido. Se imaginó que había permanecido largo tiempo mirando hacia fuera. Se volvió hacia el hogar, en que los dos troncos de leña habían caído separándose y no esparciendo más que un fulgor rojizo y dudoso, y luego se sentó en su silla junto al fuego.

Tras de un rato, al agacharse a atizar las astillas, le pareció que sus ojos turbios veían en el suelo, delante del hogar, algo que tenía la apariencia de oro. ¡Del oro!—su oro—devuéltole tan misteriosamente como le había sido robado. Entonces sintió que su corazón se ponía a latir con violencia, y durante algunos instantes fue incapaz de avanzar la mano para tomar el oro recuperado. El montón de oro parecía brillar y crecer bajo su mirada agitada. Se inclinó por fin y tendió la mano hacia adelante, pero en lugar de las monedas duras de contorno familiar y resistente, sus dedos encontraron rizos sedosos y cálidos. En su extrema sorpresa Silas se dejó caer de rodillas y agachó profundamente la cabeza para examinar la maravilla: era una criatura dormida, una linda criatura regordeta, con la cabeza toda cubierta de rizos rubios y sedosos. ¿Era posible que fuera su hermanita que le volviera en su sueño, su hermanita que él había llevado en brazos durante un año, antes de que muriera, cuando él mismo sólo era un niño sin medias ni zapatos? Tal fue la primera idea que se le ocurrió a Silas, estupefacto de sorpresa. Sin embargo, ¿era aquello un sueño? Se puso de pie, aproximó los tizones, y echando encima algunas virutas y hojas secas consiguió levantar llama, pero la llama no hizo desaparecer la visión: no hizo más que iluminar más distintamente la pequeña forma regordeta de la criatura, así como sus miserables ropas. Se parecía mucho a su hermanita. Silas se dejó caer desfallecido en la silla, bajo el doble golpe de una sorpresa inexplicable y de un torrente rápido de recuerdos. ¿Cómo y cuándo había podido entrar aquella criatura? El no había salido más allá de la puerta. Pero junto con aquella pregunta, y apartándola casi por completo, nacía en su alma la visión de su antigua casa y la de las viejas calles que conducían al Patio de la Linterna. Y aquella visión contenía otra; la de los pensamientos que había tenido cuando ocurrieron aquellas escenas lejanas. Aquellos pensamientos le parecían extraños hoy, tal sucede con las antiguas amistades que es imposible hacer revivir. Sin embargo, tenía una vaga idea de que aquella criatura era en cierto modo un mensajero que le llegaba de aquella vida del tiempo antiguo. Aquel pequeño ser reanimaba fibras que habían permanecido insensibles en Raveloe; antiguos estremecimientos de ternura, antiguas impresiones del temor respetuoso causado por el presentimiento de que algún poder presidía su destino; porque su imaginación no se había desprendido todavía del sentimiento misterioso producido en él por la presencia brusca de la criatura, no habiendo supuesto ninguna causa ordinaria y natural que hubiera podido producir el suceso.

Pero un grito se hizo oír frente al hogar. Marner se inclinó para tomar la criatura sobre sus rodillas. Esta se agarró a su cuello y lanzó con una fuerza cada vez mayor esos gritos inarticulados, mezclados con la palabra «ma-ma» por medio de los cuales los niños expresan su perplejidad al despertar. Silas la oprimió contra su corazón, y profirió casi inconscientemente voces cariñosas para calmarla. Al mismo tiempo le ocurrió que una parte de su sopa, que se había enfriado junto al fuego moribundo, podría servir de alimento a la criatura, con tal que hiciera calentarla un poco.

Tuvo mucho que hacer durante la hora siguiente. La sopa, endulzada con un poco de azúcar procedente de una antigua provisión que se había abstenido de usar para él, detuvo los gritos de la pequeña, hizo alzar los ojos azules hacia Silas y contemplarlo con una larga mirada tranquila cuando le puso la cuchara en la boca. En seguida se deslizó de las rodillas de Marner al suelo y se puso a andar de aquí para allá, a pasitos cortos, pero titubeando tan graciosamente que Silas se levantó de golpe para seguirla, de miedo que fuera a golpearse contra algo que le hiriera. Pero sólo cayó sentada, y allí, con la cara llorosa y mirando a Marner; se puso a tirar de los zapatitos como si le hicieran daño. El tejedor volvió a tomarla en las rodillas. Sin embargo, sólo fue un rato después que al espíritu lento del solterón Silas se le ocurrió que eran los zapatos mojados los que causaban el dolor de la criatura, apretándole los tobillos recalentados. Le quitó los zapatos con dificultad y Bebé se ocupó inmediatamente con delicia del misterio de sus zapatitos, todavía nuevos para ella, invitando a Marner, con muchas carcajadas alegres y sofocadas, a que considerara él también el misterio. Los zapatos mojados le sugirieron, por fin, a Silas, la idea de que Bebé había caminado en la nieve. Esta circunstancia le recordó que no había pensado en ningún medio natural para hacer entrar o traer la criatura en la casa. Bajo la impresión de este nuevo pensamiento, y sin detenerse a formar conjeturas la tomó en los brazos y se dirigió hacia la puerta. En seguida que la abrió, la pequeña repitió de nuevo el grito de «ma-ma», que Silas no le había oído hasta el momento en que el hambre la despertó. Agachándose pudo distinguir las huellas de los pequeños pies en la nieve inmaculada, y siguió su rastro hasta las matas de retama. «¡Ma-ma!», repitió la criatura varias veces, echándose hacia adelante, como para escapar de los brazos del tejedor antes de que éste, que tenía un arbusto por delante, viera que había allí un cuerpo humano, cuya cabeza estaba profundamente hundida entre las ramas y a medias recubierta por la nieve levantada por el viento.

XIII

La cena, que comenzara temprano en la Casa Roja, había terminado, y la fiesta había llegado en ese momento en que la misma timidez se convierte en alegría natural, el momento en que los señores que tienen conciencia de sus extraordinarios talentos acaban por dejarse persuadir de que deben bailar un «hornpipe».

Era también la hora en que el squire prefería hablar en voz alta, repartir rapé y palmear las espaldas de los invitados a seguir sentado frente a la mesa de «whist». Esta preferencia exasperaba al tío Kimble que, estando siempre alegre en las horas de los negocios serios, se ponía grave y hasta violento cuando se trataba de jugar y beber aguardiente. Barajaba entonces los naipes antes de la jugada de su adversario con una mirada irritada y recelosa, y volvía un triunfo pequeño con un aire de aversión inexpresable como si en el mundo en que tales cosas se producen no valiera más echarlo todo al diablo... Cuando la fiesta había llegado a ese grado de libertad y animación, era costumbre que los servidores, después de haber terminado el servicio pesado de la cena, tuvieran su parte de diversión y vinieran a mirar el baile, de modo que las piezas del fondo de la casa quedaban solitarias.

Dos puertas ponían en comunicación el vestíbulo del salón blanco. Se las había dejado abiertas las dos para tener aire; pero la del fondo estaba obstruida por los servidores y los vecinos del pueblo; sólo la primera había quedado libre. Bob Cass ejecutaba las figuras de un «hornpipe». Muy orgulloso con la agilidad de su hijo, el squire declaró repetidas veces que Bob era exactamente lo que había sido él en su juventud, con un tono de voz que implicaba que aquella habilidad era el rasgo supremo de mérito en la mocedad. Se encontraba en el centro de un grupo que se había situado frente al ejecutante, bastante cerca de la primera puerta. Godfrey estaba inmediato, no para admirar el talento de su hermano, pero sí para no perder de vista a Nancy, que estaba sentada en el grupo cerca del señor Lammeter. Se mantenía apartado porque quería evitar las bromas paternales del squire sobre la belleza de la señorita Nancy y sobre el matrimonio en general, bromas que probablemente iban a volverse cada vez más explícitas. Además tenía la perspectiva de bailar otra vez con ella cuando terminara el «hornpipe». Mientras tanto le era muy agradable a Godfrey el poderle dirigir a Nancy largas miradas sin ser observado por nadie.

Entretanto, al alzar los ojos, después de una larga mirada, su vista encontró un objeto que en aquel momento le hizo estremecer tanto como si fuera una aparición de ultratumba. Era realmente una aparición de esa vida oculta y situada como un pasaje obscuro tras de una fachada adornada con elegancia que recibe la luz del sol y las miradas de los honorables visitantes. Era su propia hija en los brazos de Silas Marner. Tal fue su impresión inmediata e indudable, bien que no hubiera visto a su hija desde hacía varios meses. Pero en el momento en que comenzaba a concebir una vaga esperanza de que quizás se había equivocado, el señor Crackenthorp y el señor Lammeter, sorprendidos por aquella extraña visita, ya se habían adelantado hacia Silas. Godfrey se les reunió en seguida, incapaz de permanecer quieto y sin recoger la menor palabra. Trataba de dominarse; sin embargo, tenía conciencia de que, si era observado, no dejarían de notar su agitación y la palidez de sus labios.

Pero en aquel momento todos los que estaban en la entrada de la sala tenían los ojos fijos en Silas. El propio squire se había puesto de pie y le preguntaba con acento irritado:

—¿Qué pasa? ¿Qué significa esto? ¿Por qué entráis aquí de esa manera?

—He venido a buscar al doctor; necesito ver al doctor—le dijo Silas—; ante todo, al señor Crackenthorp.

—¿Qué sucede, Marner?—dijo el pastor—. El doctor está aquí; pero antes decid tranquilamente para qué lo necesitáis.

—Es para una mujer—contestó Silas con voz baja y casi sin resuello, precisamente en el momento en que Godfrey se le acercaba—. Está muerta, me parece... muerta entre la nieve... en las canteras... cerca de mi puerta.

Godfrey sintió que el corazón le latía con violencia. Había en aquel momento un terror en su alma: era que la mujer no estuviera realmente muerta; terror culpable, huésped demasiado odioso para que encontrara refugio en el alma buena de Godfrey. Pero la naturaleza de ningún hombre puede protegerlo contra los malos deseos, cuando su dicha depende de la duplicidad.

—Bueno, bueno—dijo el señor Crackenthorp—, salid al vestíbulo. Yo voy a ir a buscar al doctor. Ha encontrado, una mujer en la nieve y cree que está muerta—agregó en voz baja al squire—. Vale más hablar de esto lo menos posible; molestaría a las damas. Decidles solamente que una pobre mujer sufre del frío y hambre. Voy a buscar a Kimble.

Entretanto, las damas se habían adelantado ya curiosas por saber qué habría podido llevar allí al solitario tejedor en circunstancias tan extrañas e interesándose por la preciosa criatura. Esta, medio atraída y medio alarmada por la brillante iluminación y la numerosa sociedad, fruncía el ceño y se cubría la cara a su alrededor, hasta que el fruncimiento de cejas, contraídas por un contacto o una palabra de cariño, le hiciera ocultar su rostro con nueva resolución.

—¿Qué criatura es ésa?—dijeron varias damas a la vez, entre otras Nancy Lammeter, que se dirigía a Godfrey.

—No lo sé; creo que es la hija de una pobre mujer que han encontrado entre la nieve—fue la respuesta que Godfrey se arrancó del corazón con terrible esfuerzo.

—Al fin y al cabo, ¿estoy cierto?—se apresuró a decirse a sí mismo, para tranquilizar su conciencia.

—Entonces haríais bien en bajar la criatura aquí—dijo la excelente señora Kimble, vacilando, sin embargo, en poner en contracto las ropas manchadas de la niña con su bata de raso—. Voy a decirle, a una de las sirvientas que venga a tomarla.

—No, no, no puedo separarme de ella; no puedo darla—dijo Silas bruscamente—. Vino espontáneamente hacia mí; tengo el derecho de guardarla.

Esta proposición de sacarle la criatura había sido dirigida a Silas sin que él la esperara absolutamente, y aquellas palabras, pronunciadas bajo la influencia de la impulsión fuerte y brusca, fueron casi como una revelación que se hizo a sí mismo. Un minuto antes no tenía ninguna intención precisa respecto a la criatura.

—¿Habéis oído nunca cosa semejante?—le dijo la señora Kimble, algo sorprendida, a su vecina.

—Ahora, señoras, os ruego que me dejéis pasar—dijo el doctor Kimble, saliendo de la sala de juego, bastante fastidiado por la interrupción; pero estaba avezado por el largo ejercicio de su profesión a obedecer a los llamados desagradables, aun cuando había bebido con exceso.

—Qué fastidio, Kimble, el tener que salir en éste momento, ¿eh?—dijo el squire—. Bien podía haber ido a buscar a vuestro ayudante, el aprendiz... ¿Cómo se llama?

—¿Hubiera podido? ¡pero para qué decir que hubiera podido!—gruñó el tío Kimble, apresurándose a salir junto con Marner, seguido por el señor Crackenthorp y por Godfrey.

—¿Queréis buscarme un par de zapatos gruesos, Godfrey? Pero, esperad... que vaya alguien corriendo a Casa de Winthrop a buscar a Dolly; es la mejor mujer que puede darse. Ben estaba aquí antes de la cena, ¿se ha marchado ya?

—Sí, señor—me he cruzado con él—dijo Marner—; pero no tuve tiempo de detenerme a decirle otra cosa sino que iba en busca del doctor, y él me respondió que éste estaba en casa del squire. Me eché entonces a correr, y como al llegar no encontré a nadie en los fondos de la casa, me dirigí donde la sociedad estaba reunida.

La niña, cuya atención no era ya distraída por el brillo de las luces y las caras sonrientes de las damas, se puso a llorar y a llamar «ma-ma», bien que se prendiera siempre de Marner, que parecía haberse captado por completo su confianza. Godfrey había vuelto con el calzado. Al oír los gritos de la niña su corazón se oprimió, como si alguna fibra íntima se hubiera tendido con fuerza.

—Voy a ir—dijo precipitadamente, impaciente por moverse un poco—, voy a ir a buscar esa mujer, a la señora Winthrop.

—¡Oh! ¡bah! mandad a otra persona—dijo el tío Kimble, que se apresuró a salir con Marner.

—Hacedme saber si puedo ser útil para algo, Kimble—dijo el señor Crackenthorp.

Pero el doctor ya estaba demasiado lejos para que pudiera oírlo.

También Godfrey había desaparecido. Había ido rápidamente a buscar su sombrero y su sobretodo, conservando sólo la presencia de espíritu necesaria para darse cuenta de que no debía pasar por un insensato; pero se lanzó a caminar en la nieve sin preocuparse de su calzado de baile.

Minutos después se dirigía rápidamente a las canteras en compañía de Dolly. A la vez que pensara que era muy natural que ella misma desafiara el frío y la nieve a fin de ir a hacer una obra de misericordia, aquella mujer estaba, sin embargo, muy afligida al ver a un joven que se mojaba los pies por obedecer una impulsión semejante.

—Haríais mucho mejor en volveros, señor—dijo Dolly con compasión respetuosa—. No tenéis para qué tomar frío. Pero os diría que de paso le dijerais a mi marido que venga; está en el Arco Iris, creo; si es que os parece que no ha bebido demasiado para poder ser útil. En ese caso, la señora Snell podría mandarnos a su pequeño sirviente para hacer los mandados, pues probablemente habrá que ir a buscar algo a casa del médico.

—No; ahora que he salido no me volveré; voy a quedarme aquí afuera—dijo Godfrey, cuando llegaron frente a la posada de Marner—. Podéis venir a decirme si puedo servir para algo.

—En verdad, señor, que sois muy bueno; tenéis un corazón tierno—dijo Dolly, dirigiéndose hacia la puerta.

Godfrey estaba demasiado penosamente preocupado para sentir algún remordimiento por aquel elogio inmerecido. Iba y venía sin darse cuenta de que se hundía hasta los tobillos en la nieve. No tenía conciencia de nada, a no ser de la agitación febril causada por su incertidumbre respecto a lo que pasaba en la choza y de la influencia que cada uno de los desenlaces tendría sobre su destino futuro. No; no estaba por completo sin conciencia de otra cosa más. En lo profundo de su corazón y medio sofocado por el deseo apasionado y el temor, estaba el sentimiento de que no debía esperar aquellos desenlaces, que tendría que aceptar las consecuencias de sus actos, reconocer a su mísera esposa y devolver sus derechos a su hija abandonada. Sin embargo, no tenía bastante valor moral para encarar la posibilidad de renunciar voluntariamente a Nancy. Tenía sólo bastante conciencia y corazón para estar constantemente atormentado por la debilidad que le impedía ese renunciamiento. Y en aquel instante su espíritu se libertaba de toda traba y se exaltaba con la perspectiva imprevista de verse libre de su larga esclavitud.

—¿Habrá muerto?—decía la voz que predominaba en su corazón sobre las demás—. Si ha muerto me podré casar con Nancy; entonces, seré una buena persona en el porvenir y no tendré más secretos. En cuanto a la criatura, se cuidará de ella de un modo o de otro.

Pero en medio de esta visión se presentaba la otra alternativa:

—Vive, quizá; en este caso, ¡pobre de mí!

Godfrey no supo jamás cuánto tiempo transcurrió hasta que se abrió la puerta de la choza y salió el doctor Kimble. Se adelantó hacia su tío. Acababa de prepararse para dominar la emoción que no dejaría de sentir, cualesquiera que fuesen las noticias que iba a saber...

—Os estaba esperando, puesto que vine hasta aquí—dijo anticipándose al doctor.

—¡Bah! es un absurdo que hayáis salido; ¿por qué no mandasteis uno de los sirvientes? No hay nada que hacer... está muerta... muerta desde hace varias horas, creo.

—¿Qué clase de mujer es?—dijo Godfrey, sintiendo que la sangre le subía a la cara.

—Una mujer joven, pero demacrada, con largos cabellos negros. Alguna vagabunda... toda cubierta de harapos; tiene, sin embargo, en un dedo una alianza. Mañana van a llevarla al asilo de los pobres. Bueno, vamos.

—Deseo verla—dijo Godfrey—. Creo que ayer vi una mujer como ésa. Os alcanzaré dentro de un minuto o dos.

El señor Kimble siguió su camino y Godfrey se volvió a la choza. Sólo echó una mirada sobre el rostro inanimado que descansaba sobre la almohada, rostro que Dolly había arreglado de un modo conveniente. Pero se le grabó de tal modo aquella última mirada lanzada sobre la esposa detestada que, diez y seis años después, cada uno de los rasgos de la fisonomía marchita estaba aún presente en su espíritu, cuando contó en todos sus detalles la historia de aquella noche.

Se volvió inmediatamente hacia la estufa, donde Silas Marner estaba meciendo a la niña. Ahora estaba muy tranquila, pero no dormía. Estaba sólo apaciguada por la sopa azucarada y por el calor. Sus ojos habían tomado esa expresión serena que nos da a los humanos de más edad, presa de agitaciones interiores, un cierto respeto mezclado de terror cuando estamos en presencia de una criatura. Tal es el sentimiento que experimentamos al contemplar alguna belleza tranquila y majestuosa del cielo y de la tierra, un planeta que brilla apaciblemente, un rosal en plena floración o bien la bóveda formada por los árboles encima de un sendero silencioso. Los ojos azules, muy abiertos, miraban los de Godfrey sin ninguna timidez ni signo de reconocerle. La criatura no podía hacer ningún llamado visible ni inteligible a su padre, y éste se encontró bajo la impresión de una extraña mezcla de sentimientos; de un conflicto de pesares y de alegrías viendo en aquel pequeño corazón que no respondía con ningún latido a la ternura medio celosa del suyo, mientras que los ojos azules se alejaban de los de él y se fijaban en la extraña cara del tejedor. Habiéndose inclinado mucho Marner para mirarlos, la pequeña mano se puso a tirarle la mejilla flácida y a deformarla con delicia.

—¿Vais a llevar mañana la niña al asilo de los pobres?—preguntó Godfrey, hablando con toda la indiferencia que le era posible.

—¿Quién ha dicho eso?—respondió Marner bruscamente—. ¿Me obligarán a llevarla?

—¡Cómo! ¿vos querríais guardarla... un viejo soltero como vos?

—Hasta que me demuestren que tienen el derecho de quitármela, la guardaré—dijo Marner—. La madre ha muerto y supongo que no tiene padre: está sola en el mundo. Mi plata se fue a dar no sé dónde... No sé nada... Casi ni sé dónde estoy.

—¡Pobre criatura!—dijo Godfrey—. Dejadme que os dé algo para comprarle ropas.

Acababa de llevarse la mano al bolsillo y de sacar media guinea. La colocó en la mano de Silas y se apresuró a salir de la choza para alcanzar al señor Kimble.

—No; esa mujer no es la que encontré—dijo cuando se le reunió—. La niña es preciosa; parece que el viejo la quiere guardar; es extraño en un avaro como él. Le he dado una bagatela para ayudarlo. No es probable que la parroquia se empeñe en querer quitársela.

—No; sin embargo, hubo un tiempo en que yo se la hubiera disputado a Marner; pero ahora es demasiado tarde. Si la niña se cayera sobre el fuego, vuestra tía es demasiado gruesa para socorrerla; no podría más que quedar sentada y gruñir como una cerda asustada. Pero, ¡qué loco sois, Godfrey, en salir así con medias y zapatos de baile, vos, uno de los elegantes de la fiesta y de una fiesta que se da en vuestra casa! ¿Qué significan estos arranques? ¿Se ha mostrado cruel la señorita Nancy y queréis contrariarla estropeando vuestros carpines?

—¡Oh! todo ha sido desagradable para mí esta noche. Estaba harto de saltar en el baile y de mostrarme amable y de soportar exigencias a propósito de los «hornpipes». Y todavía tenía que bailar con la señorita Gunn—dijo Godfrey aprovechando el subterfugio que su tío le había sugerido.

Las escapatorias y las mentiras inocentes causan en los corazones que ambicionan conservarse puros una mortificación igual a la que causan a un gran pintor los toques falsos que sólo su ojo sabe descubrir. Pero son tan livianos como un simple adorno una vez que los actos se han vuelto mentirosos.

Godfrey reapareció en el salón blanco con los pies secos, y, puesto que hay que decir la verdad, con un sentimiento de alivio y de alegría, sentimiento demasiado intenso para que los pensamientos dolorosos pudieran combatirlo. Porque, ¿no podía ahora arriesgarse cuantas veces se le presentara la ocasión de decirle las cosas más tiernas a Nancy Lammeter, prometerle, así como él mismo, que sería siempre lo que ella quisiera? No había algún peligro de que su finada esposa fuera reconocida. No era una época de activas pesquisas y de grandes rumores públicos; y, en cuanto al acta de su casamiento, estaba muy lejos, escondida en páginas que nadie hojeaba; que nadie, excepto él, tenía interés en consultar. Dunsey, si reaparecía, sería capaz de traicionarlo; pero se podía comprar el silencio a Dunsey.

Y cuando los acontecimientos resultan tanto más felices para un hombre cuanto mayor ha sido la razón para tenerlos, ¿no es ésa una prueba de que su conducta ha sido mucho menos censurable de lo que hubiera podido parecer de otro modo? Cuando somos bien tratados por la suerte, se nos ocurre naturalmente la idea de que no estamos del todo exentos de mérito; y que es razonable que la usemos bien en nuestro favor, sin echar a perder la feliz coyuntura. ¿Dónde estaría, por otra parte, para Godfrey, la utilidad de confesarle su pasado a Nancy y alejar de él la felicidad, más aún, de alejar la felicidad de Nancy, porque tenía, casi la certeza de ser amado? En cuanto a la criatura, velaría porque se la cuidara, haría todo por ella, excepto reconocerla. Quizá así fuera igualmente feliz en la vida, puesto que nadie podía decir cómo se desenvolverían las cosas, y, ¿se necesita otra razón más? pues bien, que el padre sería mucho más feliz si no confesaba la paternidad.

XIV

En Raveloe hubo en esa semana el entierro de una persona pobre; y en la callejuela Kench, en Batterley, se supo que la madre de la criatura rubia, la mujer de cabellos negros que había ido recientemente a vivir allí, se había marchado. No se hizo ninguna otra observación particular con motivo de la desaparición de Molly de la vista de los hombres. Pero esta muerte no llorada, que, para la suerte de la humanidad, parecía tan insignificante como la caída de una hoja de estío, estaba cargada con la fuerza del destino para ciertas almas que conocemos, y debía crear las alegrías y las tristezas de toda la vida.

La resolución de Silas Marner de guardar la hija de la «vagabunda» fue un acto que no sorprendió menos a la gente de la aldea que el robo de su dinero, y las conversaciones versaron con frecuencia sobre este asunto. Al cambio de los sentimientos del público a su respecto, que debía a su desgracia, a las sospechas y a la aversión que se habían transformado en una piedad bastante despreciativa para un ser aislado y débil de espíritu como aquél, venía ahora a agregarse una simpatía más activa, principalmente por parte de las mujeres. Las buenas madres, que sabían el trabajo de conservar a las criaturas sanas y lindas; las madres indolentes, que conocían el fastidio de ser molestadas, cuando se cruzaban los brazos o se rascaban los codos por las predisposiciones de los chicos, que sólo empiezan a mantenerse firmes en las piernas, se tomaban el mismo interés que hacer conjeturas. Se preguntaban cómo se las iba a componer un hombre solo con una criatura de dos años en los brazos y estaban igualmente dispuestas a sugerirle a Marner buenos consejos. Las buenas madres le hablaban, sobre todo, de lo que sería preferible que hiciera y las madres indolentes le decían con insistencia lo que no conseguiría nunca hacer.

Entre las buenas madres, Dolly Winthrop era aquella cuyos buenos servicios aceptaba Silas de mejor grado porque se los prestaba sin ostentación. Silas le había mostrado la media guinea de Godfrey y le había preguntado cómo podría arreglarse para comprarle ropas a la criatura.

—¡Ah! maese Marner—dijo Dolly—, no tenéis necesidad de comprarle más que un par de zapatos; tengo las enaguas que Aarón llevaba hace cinco años, y no valdría la pena emplear el dinero en comprar ropas de criatura, porque la niña—que Dios la bendiga—va a crecer como la hierba en el mes de mayo, podéis estar cierto.

El mismo día, Dolly llevó un paquete y extendió delante de Marner las ropitas una por una en su orden natural de sucesión. La mayor parte estaba zurcida y remendada, pero muy limpita y agradable, como las plantas que comienzan a crecer. Esto sirvió de introducción a una gran ceremonia practicada con agua y jabón, de la que la criatura salió revestida con una nueva belleza. Sentada en seguida en las rodillas de Dolly la niñita comenzó a jugar con los pies, a acariciarse las manitas o a golpearlas la una contra la otra, pareciendo haber hecho varios descubrimientos en sí misma que expresaba por medio de sonidos alternados el «gug, gug, gag» y de «ma-ma», no era el grito de la necesidad ni el del malestar. Bebé se había acostumbrado a pronunciar, sin esperar a que se le respondiera con una palabra o un gesto de cariño.

—Nadie podría creer que los ángeles sean más lindos en el cielo—dijo Dolly, acariciándola y besándole los rizos rubios—. ¡Y decir que estaba cubierta con esos harapos sucios y que su pobre madre murió de frío! Pero está Aquel que cuidó de ella y la trajo a vuestro umbral, señor Marner. La puerta estaba abierta y ella entró pasando por la nieve, como un petirrojo muerto de frío y de hambre. ¿No me dijisteis que la puerta estaba abierta?

—Sí—dijo Silas con aire pensativo—, sí; la puerta estaba abierta. El dinero se me fue no sé dónde, y esta niña me vino no sé cómo.

Marner no le había dicho a nadie que ignoraba cómo había entrado la niña. Retrocedía ante las preguntas que podrían conducir al hecho que él mismo suponía, es decir, que había sido presa de una de sus crisis.

—¡Ah!—dijo Dolly con dulce gravedad—, es como la noche y la mañana, el sueño y la vigilia, la lluvia y la cosecha; una cosa se va, la otra viene, y nosotros no sabemos ni cómo ni cuándo. Podemos trabajar con tesón, luchar y sufrir; pero nuestra labor es bien insignificante al fin y al cabo; las grandes cosas vienen y se van sin esfuerzo de nuestra parte; sí, no cabe dudarlo. Sin embargo, yo creo que hacéis bien en quedaros con la criatura, maese Marner, puesto que os ha sido enviada, aunque haya personas que no sean de este parecer. Os incomodará un poco quizá mientras sea pequeña; pero yo vendré con gusto y la cuidaré en vuestro lugar. Siempre dispongo de un rato todos los días; porque, cuando se madruga, el reloj parece detenerse a eso de las diez antes de que llegue el momento de ir a buscar las provisiones. De modo que, os lo repito, vendré a cuidar a la niña en vuestro lugar, con mucho gusto.

—Muchísimas gracias...—dijo Silas vacilando un poco—. Os agradeceré mucho que me digáis lo que debo hacer.

Después, mientras se inclinaba hacia adelante para mirar a la niña—no sin un poco de celos—, y ésta echaba la cabeza contra el brazo de Dolly y observaba de lejos a Silas con satisfacción, el tejedor agregó con aire inquieto:

—Pero deseo atender yo mismo a la niña. De otro modo podría querer más a otra persona y no acostumbrarse a mí. He estado acostumbrado a hacer todo en mi casa; puedo aprender, aprenderé.

—¡Ah! seguramente—dijo Dolly con voz suave—. He visto hombres muy hábiles para atender las criaturas. Los hombres son casi siempre torpes y testarudos—que Dios los ayude—; sin embargo, cuando no están ebrios no carecen de sentimientos, aunque no sepan poner vendas ni sanguijuelas: son demasiado bruscos e impacientes. Fijaos, primero se pone esto sobre el cuerpo—prosiguió Dolly, tomando una camisita y poniéndosela a la niña.

—Sí—dijo Marner dócilmente, mirando de muy cerca, a fin de iniciar sus ojos en los misterios.

Después, la nena le tomó la cabeza entre sus bracitos y le puso sus pequeños labios contra el rostro, haciéndole caricias.

—Ya lo veis—dijo Dolly con el tacto delicado de una mujer—, a vos es a quien quiere más. Quiere que la toméis sobre las rodillas, estoy segura. Vamos, linda, vamos. Tomadla, maese Marner; ponedle las ropitas; después podréis decir que hicisteis todo lo preciso por ella, desde su principio.

Marner la tomó sobre las rodillas, temblando con una emoción misteriosa para él, emoción causada por algo desconocido que comenzaba a apuntar en su existencia.

Sus pensamientos y sus sentimientos eran tan confusos que, si hubiera tratado de expresarlos, sólo hubiese podido decir que la niña le había venido en lugar de su dinero—que su oro se había vuelto una criatura. Tomó las ropas de manos de Dolly y, bajo su dirección, se las puso a la niña. Esta interrumpió entonces, naturalmente, sus ejercicios gimnásticos.

—¡Ya lo veis! os desempeñáis a maravilla, maese Marner—dijo Dolly—; sin embargo, ¿qué vais a hacer cuando estéis obligado a permanecer sentado en vuestro telar? Porque se va a volver más movediza y traviesa de día en día, seguramente, que Dios la bendiga. Es una suerte que tengáis este hogar elevado en vez de una parrilla; el fuego está así menos a su alcance; sin embargo, si tenéis algo que pueda derramarse o romperse o lastimarle los dedos, en seguida tratará de agarrarlo, y es razonable que estéis advertido.

Silas, quedando algo perplejo, reflexionó un instante.

—La ataré al pie del telar—dijo por fin—; la ataré con una faja larga y sólida.

—Bueno, quizá eso baste, porque es una niña, porque es más fácil persuadir a las niñas que se queden quietas que a los varones. Yo sé cómo son éstos; he tenido cuatro—sí, cuatro, sábelo Dios—, y si se los ocurriera atarlos se agitarían y gritarían como los cerdos cuando se les pone un anillo en el hocico. Pero os traeré mi sillita con unos retazos de tela colorada y otros chiches para que pueda jugar con ellos. Se sentará y les hablará como si estuvieran vivos. ¡Ah! si no fuera un pecado querer ver los hijos de otro modo que como son—que Dios los bendiga—, hubiera deseado que uno de ellos fuera mujer; y decir que hubiera podido enseñarle a zurcir, a remendar, a tejer y muchas otras cosas. Pero, en fin, podré enseñarle eso a esta niña cuando sea más grande, ¿no es cierto, maese Marner?

—Pero será mía y no de otros—dijo Marner con bastante vivacidad.

—Sí, naturalmente, tenéis el derecho de guardarla si sois para ella un padre y la criáis como conviene. Sin embargo—agregó Dolly llegando a un punto que había resuelto tocar de antemano—, tenéis que criarla como los hijos de las gentes bautizadas, llevarla a la iglesia y hacerle aprender el catecismo. Mi pequeño Aarón puede repetirlo perfectamente; os reza el credo y lo demás así como los mandamientos, lo mismo que si fuera un niño del coro. Eso es lo que tenéis que hacer, maese Marner, si queréis cumplir con vuestro deber para con esta huerfanita.

El pálido rostro de Marner se sonrojó súbitamente bajo la influencia de aquella nueva ansiedad. Su espíritu estaba harto preocupado, tratando de darle una explicación definida a las palabras de Dolly, para que pensara en contestarle.

—Creo—agregó la buena mujer—que esta pobre criatura no ha sido nunca bautizada y es conveniente advertir al pastor. En caso de que no tengáis nada que observar le hablaré de eso hoy mismo al señor Macey. Porque si la criatura acabara mal por una razón o por la otra y vos no hubierais cumplido con vuestro deber para con ella, maese Marner—si descuidarais de hacerla vacunar u omitierais cualquier otra cosa para preservarla del mal—, eso vendría a ser una espina en vuestro lecho mientras estuvierais de este lado del sepulcro. Yo no creo que le sea fácil a ningún hombre el poder descansar tranquilo en el otro mundo, si no ha llenado su deber para con las criaturas infortunadas que le han tocado en suerte sin haberlas pedido.

La propia Dolly estaba dispuesta a guardar silencio durante un tiempo, porque aquellas palabras brotaban de las profundidades de su sencilla creencia y estaba ansiosa por saber si producirían en Silas el efecto deseado. Este estaba confuso e inquieto, porque aquellas palabras de Dolly de que «la niña no había sido bautizada» no tenían sentido claro para él. No conocía más que el bautismo de los adultos y nunca había oído hablar del bautismo de los niños.

—¿Qué quieren decir vuestras palabras de que la niña no ha sido nunca bautizada?—dijo al fin con timidez—. ¿Las personas no serán buenas con ella si no hace eso?

—¡Dios mío! ¡Dios mío, maese Marner!—dijo Dolly con el tono dulce de la compasión—, ¿no habéis tenido nunca padre ni madre que os hayan enseñado a rezar y que hay palabras buenas y buenas cosas para preservarnos del mal?

—Sí—dijo Silas en voz baja—; sé muchas cosas a ese respecto, a lo menos sabía muchas. Pero nuestros hábitos son diferentes: mi país queda muy lejos de aquí.

Se detuvo unos instantes; después agregó con tono más firme:

—Sin embargo, deseo hacer todo lo posible en favor de la criatura. Todo lo que sea conveniente para ella y que juzguéis sea bueno, no dejaré de conformarme a ello, si vos queréis decírmelo.

—Pues bien, entonces, maese Marner, voy a pedirle al señor Macey que le hable al pastor; y tendréis que decidiros por un nombre, porque será preciso dárselo a la niña cuando se la bautice.

—El nombre de mi madre era Hephtsiba—dijo Silas—, y mi hermanita llevaba su nombre.

—Pero es un nombre difícil de pronunciar—dijo Dolly—, y no estoy segura que sea un nombre de bautismo.

—Es un nombre que se encuentra en la Biblia—dijo Silas, volviéndole a la memoria sus antiguas ideas.

—Entonces no tengo ninguna razón para oponerme—repuso Dolly algo asustada por los conocimientos de Silas en este capítulo—; sin embargo, qué queréis, yo soy poco instruida y me cuesta comprender las palabras. Mi marido dice que yo ando siempre como si diera una en el clavo y tres en la herradura—eso es lo que dice, porque es muy sutil—, que Dios lo ayude. Pero no sería cómodo llamar a vuestra hermanita con un nombre tan difícil de pronunciar cuando no teníais nada importante que decirle, me parece a mí, ¿no es cierto, maese Marner?

—La llamábamos Eppie—respondió Silas.

—Pues bien, siempre que no sea malo acortar el nombre sería mucho más cómodo. Entonces, voy a marcharme, maese Marner, y hablaré del bautismo antes de la noche. Os deseo mucha suerte y tengo confianza en que así será, si cumplís con vuestro deber para con la pequeña huérfana... Además, hay que pensar en hacerla vacunar. En cuanto al lavado de sus ropitas, no tenéis que dirigiros sino a mí, porque puedo hacer eso sin esfuerzo cuando preparo la lejía. ¡Ah! querido angelito. Me permitiréis que traiga a mi pequeño Aarón uno de estos días; le mostrará el carrito que su padre le ha fabricado y el perrito negro y blanco que está criando.

La niña fue, pues, bautizada, habiendo decidido el pastor que un doble bautismo era el riesgo menos grande que se podía correr. Con este motivo, Silas, después de vestirse lo más limpio y elegante que pudo, apareció por primera vez en la iglesia y tomó parte en las prácticas que sus vecinos consideraban como sagradas.

Le era imposible, según todo lo que veía y oía, identificar su antigua fe con la religión de Raveloe. Si hubiera sido capaz de ello en lo pasado, hubiese sido bajo la influencia de un sentimiento intenso, pronto a vibrar con simpatía antes que por medio de una comparación de frases y de ideas; pero ahora, desde hacía ya muchos años, aquel sentimiento se había adormecido.

No tenía una noción clara al respecto del bautismo de los niños y de la frecuentación de la iglesia, a no ser lo que Dolly le había dicho que eso sería bueno para la niña. De este modo, a medida que las semanas formaban meses, la niña creaba sin cesar vínculos nuevos entre la existencia de Marner y de las personas que siempre había evitado hasta entonces para aislarse de un modo más completo. Contrariamente al oro, que no tenía necesidad de nada y que tenía que ser adorado en una soledad por completo secreta, oculto a toda luz, sordo al canto de los pájaros, que no se estremecía al son de ninguna voz humana, Eppie era una criatura cuyas necesidades eran infinitas, y sus deseos siempre eran crecientes.

Era una criatura que amaba y buscaba la luz del sol, el ruido y los movimientos de la vida, que todo lo ensayaba teniendo fe en las alegrías nuevas, y que hacía nacer la bondad en los ojos de todos los que la miraban. El oro había confinado los pensamientos de Silas en un círculo siempre igual y que no conducía a ninguna parte más allá de sus propios límites; Eppie, criatura formada de cambios y esperanzas, obligaba ahora a sus pensamientos a ir hacia adelante. Ella los arrastraba muy lejos de aquel objeto a que se dirigían siempre antes y los llevaba hacia nuevas cosas que debían venir con los años futuros, cuando la joven hubiese aprendido a comprender qué padre abnegado había sido Silas para ella.

La niña hacía buscar a Marner las imágenes de ese porvenir en los vínculos y las obras caritativas que unían entre sí a las familias de sus vecinos. El oro lo había obligado a prolongar cada vez más su trabajo, los ojos y los oídos cerrados a todas las cosas que no fueran la monotonía de su telar y la uniformidad de su tejido. Pero Eppie lo distraía de su trabajo, haciéndole considerar todas las interrupciones como momentos de felicidad. Su vida nueva despertaba los sentidos de Silas a punto de reanimar la alegría de éste, aun a la vista de las viejas moscas adormecidas por el invierno que salían con esfuerzo arrastrándose al sentir los primeros rayos del sol de primavera. La niña reavivaba la alegría del tejedor, porque ella misma era alegre.

Cuando el sol se hizo más vivo prolongándose más el día y los botones de oro esmaltaban la pradera, se podía ver a Silas—sea a mediodía, sea al declinar la tarde, en el momento en que las sombras de los cercos se alargaban—, se podía ver a Silas que salía de su casa con la cabeza descubierta, llevando a pasear a Eppie más allá de las canteras, a los sitios en que crecían aquellas flores. Se detenía cerca de alguna loma favorita que le permitía sentarse, mientras que Eppie iba titubeando a recoger los botones de oro, interpelando a las criaturas aladas que murmuraban felices encima de sus pétalos brillantes y atrayendo continuamente la atención de «papá» cuando le traía su cosecha. Después prestaba oído al canto brusco de algún pájaro, y Silas aprendía a divertirla, haciéndole seña de callarse, a fin de que pudieran escuchar, a la espera de los acentos que iban a recomenzar. Y cuando volvían, ella alzaba los hombros y reía gorjeando su triunfo. Sentados de este modo entre el follaje, Silas se puso de nuevo a recoger las plantas que le eran antes familiares. Al ver las hojas con sus contornos y nervaduras inmutables en el hueco de su mano, sintió renacer una multitud de recuerdos que rechazaba con timidez. Sus pensamientos buscaban entonces refugio en el pequeño mundo de Eppie, el cual sólo pesaba ligeramente en su cerebro debilitado.

A medida que el espíritu de la niña crecía en saber, el espíritu de Silas crecía en recuerdos; a medida que la vida se desarrollaba, el alma del tejedor, largo tiempo aletargada en una fría y estrecha prisión, se desarrollaba también, y, toda trémula, volvía a una plena conciencia de sí mismo.

Era una influencia que iría adquiriendo fuerza con cada nuevo año transcurrido.

Los sonidos infantiles que agitaban el corazón de Silas se articularon y reclamaron respuestas más precisas; las formas y los ruidos se tornaron más claros para los ojos y los oídos de Eppie; y hubo cosas nuevas que le pidió a «papá» con tono imperativo que observase y le explicase. Además, cuando Eppie cumplió tres años desplegó el lindo talento de hacer travesuras o de encontrar medios ingeniosos para causar molestias, talento que proporcionaba mucho ejercicio, no sólo a la paciencia de Silas, sino también a su ciencia y sagacidad.

En estas ocasiones, el pobre Marner se veía puesto en conflictos por las exigencias incompatibles del deber y del cariño. Dolly Winthrop le decía entonces que los castigos le harían bien a Eppie, y que no era posible educar una criatura si ciertas partes blandas y que no corren ningún riesgo por esto, no le escocían de cuando en cuando.

—Además, podríais hacer otra cosa, maese Marner—agregó Dolly con aire pensativo—, y sería encerrarla alguna vez en la carbonera. Fue así como he procedido con Aarón, porque era tan débil para con mi niño menor, que no podía soportar la idea de castigarlo. No tenía alma para dejarlo más de un minuto en la carbonera, pues era lo bastante para tiznar por completo al niño, de modo que había que lavarlo y vestirlo de nuevo. Eso le hacía tanto bien como el látigo, podéis creerme. Pero dejo a vuestra conciencia la tarea de decidir, maese Marner, porque tenéis que elegir una cosa o la otra—el látigo o la carbonera—; de otro modo se va a volver tan voluntariosa que no habrá medio de dominarla.

Silas quedó convencido de la triste verdad de esta última observación; pero su energía de carácter, lo abandonó ante las dos únicas especies de castigos que le proponían. No sólo le era penoso castigar a Eppie, sino que temblaba de estar en desacuerdo con ella un solo momento, temiendo que fuera a disminuir el afecto que ella le tenía. Si un Goliat afectuoso se encariña por una criatura delicada y teme tirar del vínculo que a ella lo une, y teme, sobre todo, que se rompa ese vínculo, decidme, os ruego, ¿cuál será el amo de los dos? Era evidente que Eppie, con sus pequeños pasos vacilantes, hacía vacilar a su gusto a su papá Silas cualquier día en que las circunstancias favorecieran su travesura.

Por ejemplo; él había elegido una ancha faja de lienzo a fin de atar a Eppie a su telar cuando estaba muy ocupado. Aquella faja formaba un cinturón alrededor del talle de la criatura y era bastante larga para que ésta pudiera llegar hasta su pequeño lecho y sentarse en él, pero era lo bastante corta como para que Eppie no ensayara alguna ascensión peligrosa. Ahora bien, una mañana Silas estaba más atareado que de costumbre porque estaba armando una pieza en el telar, y tuvo que recurrir para esto a las tijeras. Este instrumento, gracias a una advertencia especial de Dolly, había estado siempre cuidadosamente fuera del alcance de Eppie. Sin embargo, su ruido peculiar tuvo una atracción particular para su oído, y, después de haber espiado los resultados de aquel ruido, sacó la consecuencia filosófica de que la misma causa debía producir el mismo efecto.

Silas se había sentado en su telar y el ruido del aparato había recomenzado; pero dejó las tijeras en un punto que el tránsito de Eppie podía alcanzar. Entonces, como un ratón que acecha el momento oportuno, salió furtivamente de su rincón, se apoderó de aquel objeto y volvió dando traspiés hasta su cama, alzando los hombros como para ocultar su hurto. Tenía una intención decidida en lo que concernía al uso de las tijeras. Después de haber cortado la faja de tela de un modo irregular, pero eficaz, se dirigió en dos segundos hacia la puerta abierta adonde la llamaba el brillo del sol, mientras, que el pobre Silas la creía más preciosa que de costumbre. Fue sólo cuando volvió a necesitar las tijeras que lo sorprendió la terrible realidad. Eppie se había escapado sola, quizás se había caído en la cantera. Silas, agitado por el temor más grande que podía asaltarlo, se precipitó hacia afuera gritando: «¡Eppie!», y corrió rápidamente hacia el espacio sin cerco, explorando las cavidades secas en que hubiera podido caer e interrogando en seguida con los ojos asustados la superficie lisa y rojiza del agua. Gotas frías de sudor le mojaron la frente. ¿Cuánto tiempo haría que había salido? Le quedaba una esperanza: que se hubiera deslizado a través de la cerca para ir a las praderas, donde tenía la costumbre de llevarla a dar una vuelta. Pero la hierba estaba alta y no había medio de descubrir si Eppie estaba allí, sino buscándola atentamente, lo que hubiera sido un delito en el plantío del señor Osgood. Sin embargo, había que resignarse; así es que el pobre Silas, después de haber sondeado bien con la mirada los alrededores de las cercas, atravesó la hierba, creyendo, con su vista corta, distinguir a Eppie tras de cada mata de acedera roja, viéndola continuamente alejarse a medida que se aproximaba. Buscó en vano en la pradera; entonces, salvó el cerco y se encontró en la propiedad vecina. Fijó la vista con una última esperanza en un pequeño estanque que el verano había secado en parte, dejando un ancho borde de lava viscosa. Era allí, sin embargo, que Eppie estaba sentada, conversando animadamente con su zapatito que le servía de balde para acarrear agua a la huella profunda de una pata de caballo, mientras que su pequeño pie desnudo estaba cómodamente apoyado en un cojín de lodo verdoso. Un ternero de cabeza roja la observaba, indeciso y alarmado, a través del cerco opuesto.

Había en aquello, tratándose de una criatura bautizada, un caso indiscutible de aberración que exigía un tratamiento severo, pero Silas, dominado por la alegría convulsiva de haber hallado su tesoro, no supo hacer otra cosa más que cargar a Eppie vivamente y cubrirla de besos entrecortados por sollozos. Fue sólo después de llevarla a la casa y de haber procedido al lavatorio necesario que se acordó de la necesidad de castigar «para que la niña se acordara». La idea de que podía escapar de nuevo y hacerse daño lo impulsó a realizar un acto extraordinario y por primera vez se determinó a recurrir a la carbonera, pequeña alacena situada junto al hogar.

—Mala, mala Eppie—comenzó a decir Silas de pronto, teniéndola sobre las rodillas y mostrándole que tenía los pies y las ropas cubiertos de barro—; mala, que cortó la faja y se fue. Ahora Eppie tiene que entrar en la carbonera porque es mala. Papá va a encerrarla en la carbonera.

Medio creía que aquellas palabras producirían una impresión bastante fuerte para que Eppie se pusiera a llorar. En vez de esto se puso a brincotear en las rodillas de Marner como si éste le propusiera una novedad agradable. Viendo que era necesario recurrir a los extremos, la metió en la carbonera y cerró la puerta temblando de que empleara una medida excesiva. Durante el primer momento no oyó nada; pero en seguida oyó un pequeño grito:

—¡Abe, abe!

Y Silas la hizo salir, diciendo:

—Ahora, Eppie va a ser buena; de otro modo va a ir a la carbonera, al rincón negro.

El telar permaneció silencioso largo rato esa mañana porque hubo que lavar a Eppie y ponerle ropas limpias; sin embargo, era de esperar que este castigo tendría un efecto duradero y ahorraría tiempo en el porvenir. Quizá, sin embargo, hubiera sido preferible que Eppie llorara algo más.

En una media hora estuvo limpia, habiendo Silas vuelto la espalda para ver qué haría con la faja de lienzo; la tiró al suelo, pensando que Eppie se quedaría quieta el resto de la mañana sin que fuera preciso atarla. Se volvió en seguida para sentar a la niña en su sillita cerca del telar, cuando ésta se le apareció con la cara y las manos tiznadas otra vez, y diciendo:

—¡Eppie e la carbonera!

Este completo fracaso de la pena disciplinaria de la carbonera destruyó la confianza que tenía Silas en la eficacia de los castigos.

—Lo tomaría siempre a broma—le dijo a Dolly—si no la castigo, y soy incapaz de hacerlo, señora Winthrop. Las mortificaciones que me causa las puedo soportar y no tiene malas costumbres, de las que no puede librarse algún día.

—Sí, es cierto en parte, maese Marner—dijo Dolly con simpatía—, y si no tenéis las fuerzas de resolveros a impedir que toque los objetos asustándola, es preciso que os arregléis de modo que no queden a su alcance. Así es como tengo que hacer con los perritos que mis chicos siempre están criando. Hagáis lo que hagáis, esos animales siempre mordisquean y roen; y lo mordisquean y lo roen todo, hasta la cofia del domingo, si está colgada a su alcance. Para ellos tanto da, que Dios los ayude. Es la dentición lo que los pone así, eso es.

De modo que Eppie fue criada sin castigos, soportando en cambio el peso de sus fechorías su padre Silas. La choza de piedra se convirtió para ella en un dulce nido acolchado con el plumón de la paciencia; y en el mundo que estaba más allá de aquella morada, tampoco conoció miradas severas ni responsos.

A pesar de la dificultad de llevarla al mismo tiempo que el hilo y el tejido, Silas la conducía casi siempre consigo cuando tenía que ir a las granjas. No quería dejarla en casa de Dolly Winthrop, bien que ésta estuviera siempre dispuesta a guardarla. La pequeña Eppie, de cabellos crespos, la niña del tejedor, se volvió, pues, un tema de interés para los habitantes de varias casas apartadas, lo mismo que para las de la aldea. Hasta aquí se había tratado a Marner casi como si fuera un gnomo o un brujo útil, como si fuera un ser extravagante e incomprensible que no era posible mirar sin una mezcla de sorpresa o de aversión.

Siempre se deseaba cambiar con él los saludos y ajustar los tratos lo más pronto posible; pero al mismo tiempo se procedía con él de un modo propiciatorio, y a veces haciéndole un regalo de carne de cerdo o de productos del jardín, porque sin su ayuda no había medio de hacer tejer lino. Pero ahora Silas encontraba rostros francos y sonrientes y se le hablaba con tanto placer como a una persona cuyas satisfacciones y pesares podrían ser comprendidos. En todas partes tenía que sentarse y hablar de la niña, y siempre se estaba dispuesto a dirigirle palabras de interés.

—¡Ah, maese Marner! tendréis suerte si le da temprano un ligero sarampión, o si no; en verdad que pocos hombres solteros hubieran adoptado una criatura como ésta; pero supongo que el tejer os hace más diestro que a los hombres que trabajan en el campo. Sois casi tan hábil como una mujer, porque el tejer viene después del hilar.

Dueños y dueñas de casa, sentados en anchos sillones de cocina, observaban desde allí los acontecimientos y meneaban la cabeza a propósito de lo difícil que era criar los niños. Sin embargo, si llegaban a tocar los brazos y las piernas rollizos de Eppie tenían que reconocer su notable dureza y le decían a Silas que si salía buena—lo que no era posible saber—, sería muy bueno que tuviera a su lado una joven seria que se ocupara de él cuando estuviera demasiado viejo para poder trabajar.

Las sirvientas se entretenían en llevarla a que viera las gallinas y los pollos o a recoger algunas cerezas en el huerto. Y los niños y las chiquillas se le acercaban lentamente, con movimientos prudentes, y las miradas fijas—como perritos que avanzan hociquito contra hociquito hacia otro compañero—hasta que la atracción alcanza el punto en que los suaves labios se ofrecen para recibir un beso. Ninguna criatura tenía miedo de acercarse al tejedor cuando Eppie estaba a su lado. La presencia de Marner ya no tenía nada de repulsiva, ni para los jóvenes ni para los viejos, porque la niña había conseguido atarle de nuevo al mundo entero. Había entre él y Eppie un amor que los confundía en un solo ser, y había amor entre la niña y el mundo, desde los hombres y las mujeres que tenían para ella palabras y miradas de padre y de madre, hasta las caccinelas rojas y los guijarros redondos.

Silas se puso a considerar la existencia de Raveloe, desde empunto de vista exclusivo de Eppie. Quería proporcionarle a su hija todo lo que se consideraba un bien en la aldea; y escuchaba con docilidad, a fin de llegar a entender mejor lo que era esa vida, de la que había permanecido alejado durante cinco años, como si hubiera sido una cosa extraña con la que no pudiera tener nada de común. Así procede el hombre que tiene una planta preciosa a la que quiere dar asilo y alimento, en un suelo nuevo para ella: piensa en la lluvia, en el sol, en todas las influencias con relación a su pupila. Trata de conocer asiduamente todo lo que pudiera serle útil, sea para satisfacer las necesidades de las raíces penetrantes, sea para proteger la hoja y el botón contra la agresión peligrosa. El empeño de atesorar había sido por completo destruido por Marner desde que perdiera el oro que acumulaba durante tanto tiempo. Las monedas que había ganado en seguida le parecían tan inútiles como piedras aportadas para terminar una casa bruscamente sepultada por un temblor de tierra. El sentimiento de la pérdida que había sufrido era para él un peso demasiado grave para que las antiguas fruiciones de la satisfacción se despertaran otra vez al contacto de las monedas nuevamente adquiridas. En adelante algo había venido a reemplazar su tesoro, algo que, dando a sus ganancias un fin creciente, arrastraba siempre hacia adelante, más allá del dinero, sus esperanzas y sus alegrías.

En los antiguos días había ángeles que venían a tomar a los hombres por las manos y los alejaban de la ciudad de la destrucción. Ahora ya no vemos mensajeros alados, pero, sin embargo, los hombres son todavía conducidos lejos de la destrucción inminente; una mano les toma la suya y los conduce suavemente hacia una tierra apacible y resplandeciente, de suerte que no miran más tras de sí, y esa mano puede ser la de un niño.

XV

Había una persona—se la adivinará sin esfuerzo—que más que cualquiera otra observaba con viva, con secreta solicitud el desarrollo próspero de Eppie, bajo la influencia de los cuidados del tejedor. Esa persona no se atrevía a hacer nada que diera a suponer que tenía interés especial por la hija adoptiva de un pobre hombre y no el que debía esperarse de la bondad de un joven squire, al que un encuentro fortuito sugería la idea de gratificar con un pequeño presente al pobre viejo mirado por todos con benevolencia. Pero esa persona se decía que llegaría el día en que podría hacer algo por aumentar el bienestar de su hija sin exponerse a las sospechas. Entretanto, ¿lo mortificaba mucho la imposibilidad en que estaba de darle a aquella niña sus derechos de nacimiento? No sabría decirlo. Eppie era bien atendida. Sería feliz probablemente como lo son a menudo las gentes de humilde condición, más feliz quizá que las que son criadas en el lujo.

Aquel famoso anillo que pinchaba al príncipe toda vez que olvidaba sus deberes para entregarse al placer, yo me pregunto si lo pinchaba vivamente cuando partía para la caza, o bien si le hacía entonces una leve picadura y no lo hería en carne viva sino cuando la cacería había terminado hacía tiempo y la esperanza, replegando las alas, miraba hacia atrás y se convertía en placer...

En cuanto a Godfrey, sus mejillas y sus ojos estaban ahora más brillantes que nunca. Tenía propósitos tan decididos que su carácter parecía haberse vuelto firme. Dunsey no había reaparecido; se creyó por la generalidad que se había enrolado voluntario o que se había ido al extranjero, nadie tenía la idea de pedirle datos precisos a una familia honorable sobre un asunto tan delicado. Godfrey había dejado de ver la sombra de Dunsey atravesada en su camino, y este camino lo conducía entonces directamente hacia la realización de sus deseos predilectos, los deseos que más largo tiempo había acariciado.

Todo el mundo decía que el señor Godfrey había tomado el buen camino y era bastante fácil adivinar cómo acabarían las cosas, pues pocos eran los días de la semana en que no se le veía dirigirse a caballo a las Gazaperas. El propio Godfrey, cuando le preguntaron bromeando si ya estaba fijado el día, sonreía con la sensación agradable de un pretendiente que hubiera podido responder «sí» si así lo hubiera querido. Se sentía transformado, libre de la tentación y la visión de su vida futura se le aparecía como una tierra prometida por la que no tenía necesidad de combatir. Se veía en el porvenir con toda felicidad concentrada alrededor de su hogar, mientras que Nancy le sonreía y él jugara con los niños.

Y aquella otra criatura sin sitio en la morada paterna, no la abandonaría. Velaría por que fuese feliz. Ese era su deber de padre.

XVI

Era un hermoso día de otoño, diez y seis años después que Silas Marner había descubierto su nuevo tesoro ante el hogar de su choza. Las campanas de la vieja iglesia de Raveloe repicaban alegremente anunciando que había terminado el oficio de la mañana. Por la puerta abovedada de la torre iban saliendo lentamente, detenidos por los saludos y preguntas amistosas, los más ricos feligreses que habían considerado aquella hermosa mañana del domingo muy apropiada para ir a la iglesia. Era costumbre habitual en esa época que los miembros más importantes de la congregación fueran los primeros que salieran. Mientras tanto, sus vecinos de condición más humilde esperaban y miraban llevándose la mano a las cabezas inclinadas, o haciendo reverencias para saludar a todo mayor contribuyente que se volvía para mirarlos.

En la primera fila de esos grupos de gentes bien vestidas que avanzaban hay algunos personajes que reconoceremos a despecho del tiempo, cuya mano ha pasado sobre todas ellas. Ese hombre de cuarenta años, alto y rubio, no tiene rasgos muy distintos de los de Godfrey Cass a los veintiséis años; sólo está algo más grueso y ha perdido la expresión indefinible de la juventud, pérdida que se manifiesta aun cuando la vista se mantenga brillante y no hayan aparecido todavía las arrugas. Quizás esta linda mujer que no es más joven que él y que se apoya en su brazo esté más cambiada que su marido; el encantador sonrojo que antes coloreaba constantemente sus mejillas quizás no reaparezca más que momentáneamente bajo la influencia del aire fresco de la mañana o de alguna gran sorpresa.

Sin embargo, para aquellos que gustan tanto más de la fisonomía humana cuanto mejor se lee en ella la experiencia de la vida, la belleza de Nancy ofrece un interés mayor. A menudo el alma llega al completo desarrollo de su bondad cuando la vejez la ha recubierto con una fea envoltura; es por esto que la mirada no basta para adivinar la excelencia de un justo. Pero los años no han sido tan crueles para con Nancy. Su boca roja pero tranquila y la mirada límpida y franca de sus ojos pardos, dicen ahora que su naturaleza ha sufrido y ha conservado sus más nobles cualidades. También su traje, de una elegancia graciosa y de una pureza delicada, es más expresivo ahora que las coqueterías de la juventud no intervienen para nada.

El señor y la señora Godfrey Cass—todo otro título más elevado expiró en los labios de la gente de Raveloe el día en que el viejo squire fue a unirse con sus mayores, y en que su herencia fue repartida entre sus hijos—se volvieron para ver llegar a un hombre alto y anciano y a una mujer sencillamente vestida que estaban más atrás, habiendo observado Nancy que debían esperar a «papá con Priscila». Ahora todos doblan por un sendero más estrecho que atraviesa el cementerio y conduce a una pequeña puerta situada frente a la Casa Roja. No los seguiremos porque en este momento quizás haya otras personas en esa congregación que sale de la iglesia que nos agradaría volver a ver, ciertas personas que no se encontrarán probablemente entre las vestidas con elegancia, y que puede que no sea tan fácil reconocer como al dueño y la dueña de la Casa Roja.

Sin embargo, no es posible equivocarse respecto a Silas Marner. Como sucede con las personas que han sido miopes en su juventud, sus grandes ojos negros parecían haber adquirido una vista más larga, tienen una mirada menos vaga y más simpática.

Todo el resto de su persona atestigua, en cambio, una constitución muy debilitada por el lapso de diez y seis años. Sus espaldas encorvadas y sus cabellos blancos le dan casi el aire de un anciano, bien que no tenga más que cincuenta y cinco años. Pero la flor más fresca de la juventud está a su lado: una rubia jovencita, de diez y ocho años, de rostro hoyuelado, que en vano ha tratado de alisar y recoger sus rizos bajo el ala de su sombrero obscuro. Aquellos rizos ondulan con tanta obstinación como un pequeño arroyo bajo la brisa de marzo y se escapan de la peineta que se empeña en recogerlos detrás de la cabeza. Eppie no deja de estar mortificada por esto, porque ninguna joven de Raveloe tiene cabellos parecidos a los suyos y se imagina que los cabellos tienen que ser lacios. No le gusta dar qué decir ni aun en las más pequeñas cosas, y por eso ved con qué esmero ha envuelto su libro de oraciones en su pañuelo floreado.

Ese joven de buena planta que viste un traje nuevo de fustán, que camina detrás de ella, no está bien al cabo de esta cuestión de los cabellos cuando Eppie se la propone. Piensa quizá que puede ser que los cabellos lacios sean preferibles, pero no desea que los de Eppie sean de otro modo. Ella adivina que alguien se adelanta detrás de ellos, alguien que piensa en ella de un modo particular y que apela a todo su coraje para ponerse a su lado así que penetren en la callejuela. De otro modo, ¿por qué parecería algo intimidada y cuidaría de no volver la cabeza mientras que le murmuraba a su padre Silas breves frases relativas a los que estaban y a los que no estaban en la iglesia y a la belleza del fresco rojo de la montaña que se asoma tras del muro del presbiterio?

—Me gustaría mucho, papá, que nosotros también tuviéramos un jardín con margaritas dobles; como el de la señora Winthrop—dijo Eppie cuando entraron en la callejuela—. Lo malo es que dicen que eso exigiría mucho trabajo para cavar y traer tierra buena... y vos no lo podríais hacer, ¿verdad, papá? En todo caso no me gustaría que lo hicierais, porque sería un trabajo demasiado penoso para vos.

—No creáis eso, hija mía. Si deseáis tener un jardincito, yo me ocuparé estas largas tardes en cercar un pequeño retazo de tierra inculta, como para que tengáis un cantero o dos de flores. Además, me será fácil remover un poco de tierra por la mañana antes de ponerme al trabajo. ¿Por qué no me dijisteis antes que deseabais tener un jardincito?

—Yo podría puntiaros esa tierra, maese Marner—dijo el joven con traje de fustán que se había puesto al lado de Eppie y se mezcló en la conversación sin ceremonias—. Será para mí una distracción, cuando haya terminado mi tarea o en cualquier otro momento perdido, cuando escasee el trabajo. Os traeré tierra del jardín del señor Cass. Me lo permitirá de buen grado.

—¡Oh Aarón, hijo mío! ¿habíais estado allí?—dijo Silas—. No os había advertido, porque cuando Eppie me habla de algo me abstraigo por completo en lo que dice. Pues bien, sí, si vos me vais a ayudar a cavar, tanto más pronto le haremos un pequeño jardín.

—Entonces, si os parece bien, yo vendré esta tarde a las Canteras. Resolveremos qué terreno conviene cercar y mañana me levantaré una hora más temprano que de costumbre para dar comienzo al trabajo.

—Pero a condición, papá, que me prometáis no cavar—dijo Eppie—; porque yo no os hubiera hablado de-esto—agregó con una expresión reservada y traviesa—si la señora Winthrop no me hubiese dicho que Aarón tendría la bondad de...

—Podíais saber eso sin que mi madre os lo dijera—interrumpió Aarón—; maese Marner creo que también sabe que estoy dispuesto a prestarle mi ayuda de buena gana. No me querrá desairar quitándome esta tarea de entre las manos.

—Bueno, entonces, papá, vos no trabajaréis en el jardín hasta que sea muy fácil—dijo Eppie—, y vos y yo nos pondremos a trazar los canteros y hacer agujeros y a poner plantas en ellos. Las Canteras se volverán un sitio mucho más alegre cuando tengamos algunas flores, porque a mí se me ocurre que las flores pueden vernos y comprender lo que decimos. Y yo desearía tener un poco de romero, de cardamomo y de tomillo; esas plantas huelen bien; pero creo que alhucemas no hay más que en los jardines de los burgueses.

—No es una razón para que no tengáis vos, porque puedo traeros gajos de cualquier planta; estoy obligado a cortar muchas cuando podo y tengo que tirarlas casi todas. Hay un gran cantero de alhucema en la Casa Roja: a la señora le gusta mucho.

—Está bien—dijo Silas con gravedad—, siempre que no nos dediquéis demasiado tiempo o que no pidáis en la Casa Roja nada que tenga algún valor. El señor Cass ha sido tan bueno con nosotros haciéndonos construir la nueva pieza de la choza y dándonos camas y otros objetos, que no podría soportar la idea de molestarle por productos de su jardín o cualquier otra cosa.

—No; no le molestaréis—dijo Aarón—. ¿No hay un jardín en la parroquia donde se pierde una porción de cosas por falta de quien las utilice? Yo me digo algunas veces que nadie carecería de víveres si se sacara mejor partido de la tierra, y si una cosa fuera lo que fuera encontrara una boca para comerla. El trabajar en el jardín hace pensar sin duda en esto. Pero es preciso que me vuelva, porque, si no, mi madre estará inquieta con mi ausencia.

—Traedla con vos esta tarde, Aarón—dijo Silas—, ha de tener algo que indicarnos para que las cosas se hagan mejor.

Aarón se fue y ascendió hacia la aldea, mientras que Eppie y Silas siguieron por el sendero solitario bajo la bóveda de las encinas.

—¡Oh papaíto!—comenzó Eppie cuando estuvieron solos, tomando y oprimiendo los brazos de Silas a la vez que saltaba a su alrededor para darle un beso—. ¡Oh mi papá viejo! ¡qué contenta estoy! Creo que no nos faltará nada cuando tengamos un pequeño jardín; y yo sabía que Aarón nos lo trabajaría—prosiguió con aire malicioso y de triunfo—; lo sabía muy bien.

—Sois en realidad una gatita muy bribona—dijo Silas, cuya fisonomía respiraba la felicidad tranquila de la vejez, coronada por el amor—; pero vais a quedar en una gran deuda con Aarón.

—¡Oh, no, absolutamente!—dijo Eppie, riendo y loqueando—; eso le va a gustar mucho.

—Vamos, vamos, dejadme llevar vuestro libro de oraciones, pues lo vais a dejar caer, saltando de ese modo.

Eppie se dio cuenta de que su conducta era observada; sin embargo, el observador no era más que un benévolo burro que pacía con una traba atada a la pata, un asno apacible que no criticaba desdeñosamente las debilidades humanas, y que, por el contrario, se felicitaba cuando se lo admitía a compartirlas haciéndose rascar cuando podía. Eppie, a fin de complacerlo, no dejó de darle esta muestra vulgar de atención, lo que dio el desagradable resultado que se vieran acompañados por el asno que los siguió penosamente hasta la puerta de su habitación.

Pero el ruido de un ladrido agudo en el interior de la choza en el momento en que Eppie ponía la llave en la cerradura, cambió las intenciones del animal, y, sin más invitaciones, se marchó cojeando. El ladrido agudo era el signo de la acogida animada que les preparaba un ratonero negro inteligente. El perro, después de bailar alrededor de las piernas de su amo de un modo desordenado, se precipitó haciendo un barullo desagradable hacia un pequeño gato atigrado que estaba escondido bajo el telar; después volvió de un salto, dando otro ladrido agudo, como diciendo: «He cumplido con mi deber con esta débil criatura». Mientras tanto, la honorable mamá del gatito, sentada en la ventana, se calentaba al sol su pecho blanco y volvía la cabeza con aire dormido, esperando recibir caricias pero nada dispuesta a darse el menor trabajo para obtenerlas.

La presencia de aquellos animales que vivían allí felices, no era el único cambio que hubiera ocurrido en el interior de la choza. Ya no había cama en la pieza común y el pequeño espacio estaba bien guarnecido de muebles decentes, todos cuidados y limpiecitos como para agradar a las miradas de Dolly Winthrop. La mesa de encina y la silla de tres pies de la misma madera no eran de lo que podría esperarse de tan pobre habitación. Habían ido de la Casa Roja con el lecho y otros objetos, porque el señor Godfrey Cass, como todos lo decían en la aldea, se mostraba muy bueno para el tejedor. Al fin y al cabo, ¿no era justo que aquellos a quienes sus medios se lo permitían fueran en ayuda de aquel hombre? ¿No había criado una huérfana y no había sido para ella un verdadero padre? Además, habiendo sido despojado de su dinero, no poseía más que lo que ganaba con su trabajo cada semana, y además era una época en que el tejido estaba decayendo, porque se hilaba el lino cada vez menos. En fin, maese Marner ya no era nada joven. Nadie le tenía celos al tejedor porque era considerado como un hombre excepcional que tenía más derecho que otro alguno a la ayuda de los vecinos de Raveloe. La superstición que subsistía a su respecto había tomado un tinte más diferente. El señor Macey, que era ahora un débil anciano de ochenta, y seis años que nunca se le veía sino junto al fuego y tomando el sol en el umbral de su puerta, emitía el parecer de que, cuando un hombre había procedido como Silas con la huérfana, era una señal de que su dinero reaparecería o de que por lo menos el ladrón tendría que dar cuenta de él. No había que dudarlo, porque el señor Macey agregaba que, en lo que le concernía personalmente, sus facultades nunca habían sido más lúcidas.

Silas se sentó entonces y contempló a Eppie con una mirada satisfecha mientras que ella ponía el mantel limpio y colocaba sobre la mesa el pastel de patatas, recalentado lentamente en una terralla bien seca, encima del fuego que se apagaba insensiblemente y según el método prudente empleado el domingo. Era lo que podía reemplazar mejor el horno, puesto que Silas no había consentido nunca que agregaran uno ni tampoco una parrilla a sus exiguas comodidades. Quería a su viejo fogón de ladrillos como había querido a su cántaro de barro negro. ¿No fue delante de aquella hornalla que encontró a Eppie? Los dioses del hogar existen todavía para nosotros. ¡Que toda nueva fe tolere este fetiquismo, si no quiere de otro modo perjudicar sus raíces!

Silas comió más silenciosamente que de costumbre y pronto puso a su lado su tenedor y su cuchillo para seguir con la vista medio distraída a Eppie que jugaba con el ratonero Snap y con la gata, lo que prolongaba mucho el almuerzo de la joven. Pero aquel espectáculo era muy capaz de contener las ideas vagabundas. Eppie, con las ondulaciones radiantes de sus cabellos, con su mentón y su cuello contorneados, cuya blancura era realzada por su traje de algodón azul obscuro, reía alegremente mientras que el gatito, prendiéndose con las cuatro patas del hombro de la joven, formaba, por decirlo así, el modelo del asa de un jarrón. Al mismo tiempo, Snap, del lado derecho, y la gata del otro, tendían el hocico o las patas hacia un trozo que Eppie mantenía fuera del alcance de los dos. Snap desistía a intervalos a fin de observar la glotonería de la gata y la futilidad de su conducta, haciendo oír un gruñido ruidoso y desagradable, hasta que la joven, dejándose enternecer, los acariciaba a los dos y les repartía el pedazo.

Por fin, Eppie echó una mirada al reloj de pared e interrumpió el entretenimiento, diciendo:

—Mi papaíto quiere ir a fumar su pipa al sol. Pero antes tengo que levantar la mesa, para que todo esté bien limpio en la casa cuando llegue madrina. Voy a apresurarme... En seguidita va a estar...

Silas se había puesto a fumar en una pipa todos los días durante los dos años que acababan de transcurrir. Los ancianos de Raveloe le habían aconsejado mucho que hiciera uso de aquella cosa excelente, cosa contra los ataques. Esta opinión había sido aprobada por el doctor Kimble, a causa de que no hay inconveniente en aconsejar una cosa que no puede hacer daño, principio que le ahorraba a aquel señor mucho trabajo en el ejercicio de la medicina. A Silas no le agradaba mucho fumar, y lo sorprendía a menudo la pasión de sus vecinos a este respecto; pero un humilde acatamiento a toda cosa considerada como buena, se había vuelto un fuerte hábito en la nueva personalidad que se había desarrollado en él, desde que había encontrado a Eppie junto al fuego de su hogar. Este acatamiento fue la única guía que prestó su apoyo al espíritu desorientado de Silas, mientras que se encariñaba con aquella tierna criatura que le había sido mandada desde las tinieblas adonde se había marchado su oro. Mientras que Marner indagaba lo que era útil a Eppie y tornaba parte en el efecto que toda cosa producía en ella, había acabado por apropiarse las formas de las costumbres y de las creencias, que formaban el molde de la vida de Raveloe. Y como con el despertar de los sentimientos la memoria también se despertaba, comenzó a meditar sobre los elementos de la antigua fe y a mezclarlos a sus nuevas impresiones, hasta recobrar la conciencia de una relación entre el pasado y el presente.

La creencia de una bondad tutelar y la confianza de la humanidad que nacen con toda paz y toda alegría pura, habían producido en él la idea vaga de que algún error, alguna equivocación había arrojado una sombra tenebrosa sobre los días de sus mejores años. Además, se le volvía cada vez más fácil abrir su corazón a Dolly Winthrop; así fue que le comunicó poco a poco a aquella nueva amiga todo lo que podía contar de su juventud. Esta confidencia fue necesariamente una operación lenta y difícil, porque la pobre elocuencia de Silas no era secundada por la facilidad de comprensión de Dolly, a quien su limitada experiencia del mundo exterior no le daba clave alguna de las costumbres extranjeras. A causa de esto, toda idea nueva era un motivo de sorpresa que los hacía detenerse en cada punto de la narración. Sólo fue a fragmentos y con intervalos que le permitieran a Dolly meditar sobre las cosas que había oído, hasta que se le hubieran vuelto bastante familiares, que Silas llegó al fin al punto culminante de su triste historia: la «tirada a la suerte» y el juicio falso que había sido su consecuencia. Tuvo que repetir aquello en varias entrevistas, a propósito de nuevas preguntas hechas por Dolly, sobre la naturaleza de aquel método de descubrir al culpable y de justificar al inocente.

—¿Y vuestra Biblia es la misma que la nuestra, estáis bien seguro, maese Marner? ¿La Biblia que trajisteis de aquella comarca es igual a la que tenemos en la iglesia y a la que le sirve a Eppie para aprender a leer?

—Sí—dijo Silas—; es de todo punto igual; y en la Biblia se «tira la suerte», no lo olvidéis—agregó en tono más bajo.

—¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!—dijo Dolly con voz apesarada, como si recibiera malas noticias sobre el estado de un enfermo.

Después permaneció un rato silenciosa, y por último prosiguió:

—Hay gentes instruidas que quizás saben el fondo de todo esto. El pastor lo sabes estoy cierta; pero se necesitan grandes palabras para decir estas cosas, palabras que las gentes humildes no son capaces de comprender. Yo no puedo saber nunca exactamente el sentido de lo que oigo en la iglesia, a no ser el de algunas frases salteadas; pero, sin embargo, yo sé que son buenas palabras, estoy cierta. Lo que os pesa en él corazón, maese Marner, es esto; si Aquel que está en lo alto hubiera hecho su deber para con vos, no os habría dejado nunca arrojar como un ladrón perverso, siendo, como erais, inocente.

—¡Oh!—dijo Silas, que ahora había llegado a comprender la fraseología de Dolly—, eso fue lo que cayó sobre mí como un hierro rojo, porque ya lo veis, nadie me quería, nadie me tenía lástima ni en el cielo, ni en la tierra. Y aquel con quien había vivido diez años y más, desde que éramos niños y que lo compartíamos todo... mi amigo íntimo en quien yo tenía confianza, «alzó el pie contra mí y trabajó en mi ruina».

—¡Oh! pero era un malvado. No creo que haya otro que se le parezca—dijo Dolly—. Sin embargo, estoy muy perpleja, maese Marner; me parece que me acabo de despertar y que no sé si es de día o es de noche. Tengo, por decirlo así, la certidumbre de que se encontraría justicia en lo que os ha sucedido, si se pudiera descubrirla; así como a veces estoy segura de haber puesto una cosa en un sitio, aunque, no consiga dar con él. No teníais por qué desesperaros como lo hicisteis. Pero de esto hablaremos otra vez, porque hay cosas que se me ocurren cuando aplico cataplasmas o pongo sanguijuelas o alguna otra tarea parecida, cosas en que sería incapaz de pensar si estuviera tranquilamente sentada.

Dolly era una mujer demasiado sutil para no tener ocasiones de recibir luces de la naturaleza de aquellas de que había hablado, de modo que no permaneció mucho tiempo sin volver a tratar el asunto.

—Maese Marner—dijo Dolly un día que había ido a llevar a la choza unas ropas de Eppie—, he estado preocupadísima con vuestras cavilaciones y con la «echada a la suerte»; y la cosa se enredó en mi espíritu en todos sentidos, de modo que acabé por no saber cómo considerarlo. Pero una noche la volví a ver completamente clara, por decir así, la noche en que velaba a la pobre Bessey Fawkes, que murió dejando a sus hijos en esta tierra—que Dios los ayude—; el asunto que digo, se me apareció tan claro como la luz del día. Sin embargo, el que lo comprenda bien ahora o el que esté en estado de poderla traer de algún modo a la punta de mi lengua, eso es otra cuestión, porque a menudo tengo muchas cosas en la cabeza que no quieren salir. Y por lo que hace a las gentes de vuestro país que, según vuestro propio testimonio, no dicen nunca oraciones de memoria, ni con su libro, es preciso que sean prodigiosamente hábiles. Yo, si no supiera el Padrenuestro y algunas migajas de buenas palabras que puedo recoger en la iglesia, por más que me pusiera de rodillas todas las noches no sabría qué decir.

—Sin embargo, señora Winthrop, siempre podéis decir alguna cosa que yo soy capaz de comprender—observó Silas.

—Pues entonces, maese Marner, el asunto se me presentó de este modo: soy incapaz de comprender una palabra de la «echada a la suerte» y de la respuesta falsa que dio por resultado. Quizá habría que recurrir al pastor para explicar esto, y no podría hacerlo sino con grandes palabras. Pero lo que me vino al espíritu tan claro como el día, mientras velaba a Bessy Fawkes—siempre se me ocurren estas cosas cuando comparto las penas de mi prójimo, y que comprendo que no puedo hacer mayor cosa por él, ni aunque me levantara en medio de la noche—, lo que me vino al espíritu es que Aquel que está allá arriba tiene un corazón más blando que el mío; porque yo no podría de ningún modo ser mejor que Aquel que me ha creado, y si hay cosas que me es difícil entender, es porque hay otras cosas que ignoro. A este respecto, hay sin duda muchas que me son desconocidas. Lo que sí es muy poco seguramente. Así es que mientras pensaba en esto, os presentasteis a mi espíritu, maese Marner, y entonces todo lo que voy a decir entró, de golpe: si yo he sentido en mí misma lo que hubiera sido justo y razonable para con vos, y si oraron y echaron a la suerte, todos, excepto aquel malo, si esos, digo, estuvieron dispuestos a hacer por vos lo que era justo en el caso en que lo hubieran podido, ¿no debemos contar con Aquel que nos ha creado, visto que sabe más que nosotros y tiene mejores intenciones? De esto es de lo que estoy segura; el resto es para mí una cuestión complicada cuando pienso en ello; porque vino la fiebre y se llevó mis hijos grandes y me dejó los más débiles; hay los miembros rotos; hay aquellos que, queriendo obrar bien y no beber con exceso, tienen que sufrir a causa de los que son diferentes. ¡Oh! ¡hay penas en este mundo, y hay cosas que jamás las podemos entender! Todo lo que podemos hacer es tener confianza, maese Marner, y cumplir con nuestro deber, tanto como nos sea posible. Ahora bien: si nosotros que ignoramos tantas cosas estamos en condiciones de darnos cuenta de que existen algún bien y alguna justicia, estemos seguros de que hay más bien y más justicia de las que somos capaces de concebir: y siento en mí misma que no puede ser de otro modo. Y si hubierais podido seguir teniendo confianza no hubierais huido de vuestros semejantes, maese Marner, y no hubierais sido abandonado hasta este punto.

—¡Ah, pero, sin embargo, eso hubiera sido difícil!—dijo Silas con voz baja—; hubiera sido difícil tener confianza entonces.

—No cabe duda—dijo Dolly casi con contrición—que es más fácil decir estas cosas que hacerlas, y casi me da vergüenza hablar de ellas.

—No, no, señora Winthrop—dijo Silas—, tenéis razón. Existe algún bien en este mundo, ahora lo comprendo; y esto nos convence de que hay más del que podemos pretender, a pesar de los disgustos y la maldad. Esa costumbre de echar a la suerte es obscuro, pero la niña no ha sido enciada; hay designios, sí, hay designios a nuestro respecto.

Este diálogo tuvo lugar en tiempo de los primeros años de Eppie cuando Silas tenía que separarse de ella dos horas por día para que fuera a aprender a leer con la maestra de escuela. Había tratado en vano de guiar él mismo los primeros pasos de su hija adoptiva para la instrucción. Ahora que era grande, Silas había tenido ocasión a menudo, en esos momentos de apacible confidencia que se presentan a las personas que viven juntas en un afecto perfecto, de hablar también del pasado con ella; de decirle cómo y por qué había vivido solo hasta que ella fuera enviada. Aun cuando se contara con la reserva más delicada respecto de este punto de parte de las comadres de Raveloe en presencia de Eppie, las preguntas que ésta hiciera al crecer, relativamente a su madre, no hubieran podido ser evitadas sin enterrar por completo el pasado y establecer entre sus corazones una separación dolorosa.

Así es que Eppie sabía desde hacía tiempo cómo su madre había muerto sobre la tierra cubierta de nieve, y cómo ella misma había sido encontrada junto al hogar por su padre Silas, que había creído que los rizos de oro eran sus guineas que le habían devuelto. El efecto tierno y particular con que Eppie habíase criado bajo sus ojos, en una intimidad casi inseparable, ayudado por la soledad de su habitación, la había preservado de la influencia perniciosa de las conversaciones y de los hábitos de las gentes de la aldea. Este afecto le había conservado en el alma esa frescura que se considera a veces, pero erróneamente, como una cualidad esencial de la rusticidad.

El amor perfecto encierra un perfume de poesía que puede ennoblecer las relaciones de los seres humanos menos cultivados, y Eppie estaba rodeada por ese perfume desde el día en que había seguido el brillante rayo de luz que la guió hasta el hogar de Silas. No hay por qué sorprenderse si, bajo otros aspectos, sin hablar de su belleza delicada, no era por completo una aldeana común y poseía asomos de elegancia y un calor de alma que no eran sino los frutos naturales de sus sentimientos de pureza cultivados por el cariño. Era demasiado niña y demasiado ingenua para que su imaginación se extraviara en preguntas respecto de su padre desconocido. Durante mucho tiempo ni aun se la había ocurrido que debía tener un padre. La idea de que su madre debía de haber tenido un marido sólo se le presentó al espíritu el día en que Silas le mostró el anillo que había sido quitado del dedo de la muerta y cuidadosamente guardado por él en una caja de laca barnizada que tenía la forma de un zapato. Había confiado aquella caja al cuidado de Eppie cuando ésta fue grande y ella la abría con frecuencia para mirar el anillo; pero, a pesar de esto, casi no pensaba en el padre de que aquella sortija era símbolo. ¿No tenía acaso uno a su lado que quería más de lo que todos los padres verdaderos de la aldea parecían querer a sus hijas? Por el contrario, la cuestión de saber quién era su madre y cómo ésta había llegado a morir en semejante abandono, preocupaba a menudo su espíritu.

Por lo que sabía de la señora de Winthrop, su mejor amiga después de Silas, comprendía que una madre debía ser muy preciosa; y muchas y muchas veces le había pedido a Marner que le dijese cómo era la fisonomía de su madre, a quién se parecía aquella pobre mujer, y cómo la había encontrado contra la mata de retama, guiado hasta aquel sitio por las huellas de los pequeños pasos y de los bracitos echados hacia adelante. La mata de retama todavía estaba allí, y aquella tarde, cuando salió con Silas al sol, eso fue el primer objeto que atrajo y concentró las miradas y los pensamientos de Eppie.

—Papá—dijo la joven con un tono de dulce gravedad que, como una cadencia triste y lenta, interrumpía a veces su alegría—, vamos a cercar la mata de retama; así se encontrará en el ángulo del jardín, y alrededor voy a plantar margaritas y crocus, porque Aarón dice que esas plantas no mueren y se desarrollan cada vez más.

—¡Ay, hija mía!—dijo Silas, siempre dispuesto a hablar cuando tenía su pipa en la mano, causándole evidentemente más placer el dejar de fumar que el arrojar bocanadas—, no estaría bien que dejáramos sin cercar la mata de retama. A mi entender, no hay cosa más bonita cuando está cubierta de flores amarillas. Lo que hay es que me pregunto cómo haremos para tener una cerca. Quizá Aarón pueda darnos un consejo. Necesitamos poner una, porque, si no, los asnos y las otras bestias lo estropearán todo. Y no es fácil hacer una cerca, según tengo entendido.

—¡Ah, se me ocurre una idea, papaíto!—dijo Eppie de pronto, juntando las manos, después de reflexionar un minuto—. Aquí hay una gran cantidad de piedras desparramadas. Algunas no son grandes: podríamos colocarlas unas encima de otras y hacer una pared. Vos y yo colocaríamos las pequeñas y Aarón cargaría las otras, estoy segura.

—Pero, tesoro mío—dijo Silas—, no hay bastantes piedras para rodear todo el jardín, y en cuanto a que las carguéis vos no hay ni qué pensarlo. Con vuestras manitas seríais incapaz de cargar una mayor que una patata. Sois de una constitución delicada, querida mía—agregó con voz suave—; eso es lo que dice la señora de Winthrop.

—¡Oh! yo soy más fuerte de lo que os imagináis, papá—repuso Eppie—, y si no hay bastantes piedras para cercar todo el jardín, servirán para proteger una parte. Después será más fácil conseguir palos u otras cosas para el resto. ¡Fijaos cuántas piedras hay alrededor de la cantera grande!

Corrió hacia aquella parte para levantar una de aquellas piedras y demostrar su fuerza; pero de pronto retrocedió muy sorprendida.

—¡Ah! papá—exclamó—, venid a ver cómo ha bajado el agua desde ayer. ¡La cantera estaba ayer tan llena!

—Es cierto—dijo Silas, poniéndose junto a ella—. ¡Ah! es el drenaje que han comenzado a hacer después de la cosecha en las praderas del señor Osgood. Me parece que sea eso. El que dirige los trabajos nos dijo días pasados cuando yo pasaba cerca de los obreros: «Maese Marner, no me extrañaría que fuésemos a dejar nuestro pequeño campo más seco que un hueso. Es el señor Godfrey Cass quien se ha puesto a drenar; ha readquirido esos prados del señor Osgood.

—¡Qué raro nos va a parecer el ver seca la vieja cantera!—dijo Eppie, mientras que se volvía y agachaba para levantar una piedra bastante grande.

—Ved, papaíto, que puedo cargar muy bien ésta—agregó dando algunos pasos con mucha firmeza, pero dejando en seguida caer la piedra.

—¡Ah! qué forzuda sois, ¿eh?—repuso Silas, mientras que Eppie, a quien los brazos le dolían, los sacudía riendo—. Vamos, vamos, no volváis a alzar piedras y venid a sentaros conmigo junto al barranco. Podríais lastimaros, hija mía. Necesitaríais de alguien que trabajara por vos, y mi brazo no es ya bastante vigoroso.

Silas pronunció esta última frase lentamente, como si ella implicara otra cosa que lo que iba a herir el oído. Cuando estuvieron sentados, Eppie se arrimó contra su padre y tomándole con ternura el brazo que ya no era muy vigoroso lo mantuvo sobre sus rodillas mientras que Silas fumaba su pipa concienzudamente, lo que le ocupaba el otro brazo. Tras de Marner y su hija, un fresno de la cerca formaba una pantalla recortada que los protegía contra los rayos del sol y proyectaba sombras felices y alegres alrededor de ellos.

—Papá—dijo Eppie muy dulcemente, después que hubieron quedado silenciosos un instante—, si yo llegara a casarme, ¿me pondrían la sortija de mi madre?

Silas se estremeció de un modo casi imperceptible, bien que la pregunta estuviera conforme con la corriente secreta de sus pensamientos en aquel momento.

Entonces dijo bajando la voz:

—¿Cuándo se os ocurrió, Eppie, esa idea?

—Solamente la semana pasada, papá—dijo Eppie ingenuamente—, cuando Aarón me habló de eso.

—¿Y qué fue lo que os dijo?—agregó Silas bajando siempre la voz, como si temiera decir la menor palabra que no fuera para el bien de Eppie.

—Me dijo que desearía casarse, porque va a cumplir veinticinco años y tiene mucho trabajo en los jardines desde que el señor Mott se ha retirado. Va regularmente dos veces por semana a casa del señor Gass, una vez a casa del señor Osgood y van a tomarlo también en el presbiterio.

—¿Y con quién se quiere casar?—dijo Silas sonriendo con bastante tristeza.

—Pero, conmigo, naturalmente, papaíto—respondió Eppie con una sonrisa, que acentuaba sus hoyuelos; y besándole las mejillas a Silas, agregó—: ¡como si se le pudiera ocurrir casarse con otra!

—¿Y vuestra intención, Eppie, es ser suya?—continuó Silas.

—Sí, más adelante—respondió Eppie—. No sé cuándo. Aarón dice que todos se casan un día u otro; pero yo le hice notar que eso no era cierto, porque le dije: «Fijaos en papá, que no se ha casado nunca».

—No, hija mía—dijo Silas—; vuestro padre vivió solo hasta que le fuisteis enviada.

—Pero ahora nunca os quedaréis solo, papá—repuso Eppie con ternura—. Aarón me dijo: «Jamás se me ocurrirá, Eppie, la idea de separaros de maese Marner». Y yo le respondí: «Sería inútil que pensarais en eso, Aarón». Quiere que vivamos juntos, a fin de que no tengáis que seguir trabajando, papá, a menos que sea por vuestro gusto. Será para vos un hijo, son sus propias palabras.

—¿Y eso os agradaría, Eppie?—repuso Silas mirándola.

—A mí me daría lo mismo, papá—respondió Eppie con naturalidad—. Me gustaría que las cosas se arreglaran de manera que vos no tuvierais que trabajar. Sin embargo, si no fuese por eso, me gustaría más que no hubiera ningún cambio. Me encuentro muy feliz así; me agrada que Aarón me quiera y venga a vernos con frecuencia y que se conduzca bien con vos; a la verdad que siempre se conduce bien con vos, ¿no es verdad, papá?

—Sí, hija mía; nadie podría portarse mejor—dijo Silas—. Es el digno hijo de Dolly.

—En cuanto a mí, no deseo ningún cambio—prosiguió Eppie—. Me gustaría seguir mucho tiempo, pero mucho tiempo, igual como estamos. Pero Aarón no piensa como yo, y me hizo llorar un poco. ¡Oh, un poquito no más! porque me dijo que yo no lo quería, porque de otro modo desearía la unión como la desea él.

—Pero, querida hija mía—dijo Silas dejando su pipa a un lado, como si fuera inútil el seguir fingiendo que fumaba—, sois demasiado joven para casaros. Le preguntaremos a la señora de Winthrop, le preguntaremos a la madre de Aarón qué es lo qué piensa ella. Si hay un buen camino que seguir, ella lo encontrará. Sin embargo, hay que pensar en esto, Eppie; las cosas cambian necesariamente, que lo queramos o no; no persistirán mucho tiempo en el estado en que las vemos hoy sin sufrir modificación. Me volveré más viejo y más débil y probablemente seré una carga para vos, si no os dejo por completo. No quiero decir que vos pudierais llegar a considerarme como una carga algún día; yo sé bien que no, pero sería un grave peso para vos. Cuando pienso en eso me agrada suponer que contaréis con otra persona que yo, algo joven y fuerte que me sobreviva y cuidaría de vos hasta el fin.

Silas hizo una pausa y colocando las manos sobre las rodillas las alzó y bajó alternativamente, fijando la mirada en el suelo.

—Entonces, ¿os agradaría verme casada, papá?—dijo Eppie con la voz algo trémula.

—Yo no soy un hombre capaz de decir que no, hija mía—respondió Silas con acento enérgico—. Pero se lo preguntaremos a vuestra madrina. Ella deseará vuestro bien y el de su hijo.

—Ahí vienen, precisamente—dijo—. Vamos a recibirlos. ¡Oh, la pipa! ¿no querréis volver a encontrarla, papá?—agregó la joven recogiendo del suelo aquel aparato medicinal.

—No, querida mía—respondió Silas—. Basta por hoy. Me parece que fumar poco a la vez me sienta mejor que fumar mucho.

XVII

Mientras que Silas y Eppie estaban sentados en el banco de césped conversando a la sombra recortada de una encina, la señorita Priscila Lammeter se resistía a aceptar los argumentos de su hermana. Esta pretendía que valdría más tomar el té en la Casa Roja y dejar que durmiera una buena siesta el señor Lammeter, que partía para las Gazaperas con el cabriolé así que terminara la comida. Los miembros de la familia—cuatro personas solamente—estaban sentados alrededor de la mesa, en el salón de sombrío artesonado. Tenían por delante el postre del domingo, compuesto de avellanas verdes, de manzanas y peras, bien adornadas de hojas por la mano de Nancy, antes de que las campanas de la iglesia llamaran al oficio.

Un gran cambio había tenido lugar en aquel salón de sombríos artesonados desde que lo vimos en el tiempo en que Godfrey era soltero, y que el viejo squire reinaba viudo. Hoy todo reluce en él y no se deja que el menor polvo de la víspera empañe ningún objeto, desde la franja de mosaico de encina que rodea la alfombra, hasta el fusil, los látigos y los bastones del viejo squire, escalonados en las astas del ciervo encima de las campanas de la chimenea. Todos los otros atributos de sport y de ocupaciones exteriores habían sido relegados por Nancy a otra pieza. Pero había traído a la Casa Roja el hábito de la veneración filial y conservado religiosamente en un sitio de honor aquellas reliquias del difunto padre de su marido. Las copas de plata siguen siempre sobre el aparador, pero su metal repujado no está empañado por el tacto y no hay en su fondo residuos que afecten el olfato; el único olor predominante es el del espliego y el de las hojas de rosas que llenan los vasos de alabastro inglés. Todo respira pureza y orden en aquella pieza, antes triste, porque un nuevo espíritu tutelar entró en ella hace quince años.

—Bueno, papá—dijo Nancy—, ¿es en verdad necesario que os volváis a tomar el té a vuestra casa? ¿No podríais quedaros con nosotros en una tarde que parece va a ser tan hermosa?

El viejo señor Lammeter acababa de hablar con Godfrey del impuesto creciente para los pobres y de la ominosa época actual, de modo que no había oído la conversación de sus hijas.

—Hija mía, preguntadle eso a Priscila—dijo con la voz firme de antaño, pero ahora algo quebrada—. Ella dirige la granja y a su padre.

—Tengo buenas razones para dirigiros, papá, porque de otro modo os mataríais atrapando reumatismos. Y por lo que hace a la granja, si algo no marcha bien—lo que no es posible evitar en los tiempos en que vivimos—, nada mata más ligero a un hombre que el no tener a quien dirigir reproches como no sea a sí mismo. La mejor manera de ser amo es hacer dar la orden por otros y reservarse el derecho de censurar. Más de una persona se evitaría un ataque procediendo así; esta es mi opinión.

—Bueno, bueno, querida—dijo el padre riendo tranquilamente—; yo no he dicho que no dirigierais para bien de todos.

—Entonces, Priscila, dirigid de modo que os quedéis a tomar el té—dijo Nancy posando afectuosamente la mano sobre el brazo de su hermana—. Ahora venid, vamos a dar una vuelta por el jardín, mientras papá echa su siesta.

—Mi querida hermana, hará un sueño espléndido en el cabriolé, como que soy yo quien guiará. En cuanto a que nos quedemos a tomar el té, no puedo oí hablar de eso, porque la muchacha lechera, que se va a casar para el día de San Miguel, lo mismo derramaría la leche fresca en la batea de los cerdos que en los lebrillos. Así son todas; se imaginan que el mundo va a ser hecho de nuevo porque ellas tengan marido. Bueno, voy a ponerme el sombrero y podremos dar una vuelta por el jardín mientras atan el caballo.

Cuando las dos hermanas se pusieron a recorrer los senderos del jardín prolijamente limpios, rodeados de céspedes cuyo verde claro contrastaba agradablemente con el tinte sombrío de las pirámides y de las bóvedas y con el de los cercos de boj que se elevaban como murallas de verdura, Priscila dijo:

—Estoy muy contenta con que vuestro marido haya hecho esa permuta de terreno con el primo Osgood y que comience a ocuparse en una lechería. Es una gran lástima que no lo hayáis hecho antes. Así tendréis algo en que ocupar el espíritu. Cuando las personas quieren hacer algo, no hay nada como una lechería para pasar el tiempo. En efecto, si se trata de limpiar los muebles, pronto se acaba. Una vez que podéis miraros en una mesa como en un espejo, no hay nada más que hacer; pero en una lechería siempre hay alguna ocupación nueva, y además, hasta en el rigor del invierno se siente cierto placer en vencer a la mantequilla y obligarla a formarse, quieras que no. Mi querida—agregó Priscila, estrechando afectuosamente la mano de su hermana, yendo la una junto a la otra—, nunca estaréis triste cuando tengáis una lechería.

—¡Ah! Priscila.—dijo Nancy devolviéndole el apretón de manos y dirigiéndole una mirada agradecida de sus ojos límpidos—, eso no será una compensación para Godfrey; una lechería es poca cosa para un hombre; yo estaría contenta con lo que tenemos si él lo estuviera también.

—Me ponen fuera de mí estos hombres con su manera de proceder—dijo Priscila impetuosamente—; siempre y siempre están deseando algo y nunca están contentos con lo que tienen. Son incapaces de quedarse quietos en su silla cuando no tienen dolores ni disgustos; es preciso que se encajen una pipa en la boca para aumentar su bienestar, o que beban algo muy fuerte, aunque tengan que apurarse antes que llegue el momento de la comida. Y si a Dios le hubiera complacido haceros fea como a mí, de modo que los hombres no os hubieran andado detrás, nos hubiéramos podido limitar a nuestra familia sin tener que habérnoslas con esos señores que tienen sangre turbulenta en las venas.

—¡Oh! no habléis así, Priscila—dijo Nancy, arrepintiéndose de haber provocado aquella explosión—; nadie tiene motivos para censurar a Godfrey. Es natural que lo disguste no tener hijos, porque a los hombres agrada tener hijos por quienes trabajan y ahorran y siempre había contado jugar con los suyos mientras fueran pequeños. Muchos otros en su lugar se lamentarían más que él. Es el mejor de los maridos.

—¡Oh! ya conozco—dijo Priscila con una sonrisa sarcástica—esa manera de ser de las mujeres casadas; os incitan a hablar mal de sus maridos y luego se vuelven contra vos y os hacen el elogio de esos señores, como si los tuvieran para vender. Pero papá debe estarnos esperando; volvámonos.

El gran cabriolé, tirado por el viejo y tranquilo caballo gris, estaba estacionado delante de la puerta de entrada, y el señor Lammeter estaba ya en el vestíbulo recordándole a Godfrey las buenas cualidades de Tordillo, en la época en que su amo lo montaba.

—A mí me ha gustado siempre tener un buen caballo—decía el viejo señor, no gustándole que la época de su juventud fogosa se borrara por completo de los más jóvenes que él.

—No os olvidéis de llevar a Nancy a las Gazaperas, antes del fin de la semana, señor Cass—fue la última recomendación que hizo Priscila en el momento de la partida, mientras que tomaba las riendas y las sacudía ligeramente, manera amistosa de incitar a Tordillo.

—Voy a dar una vuelta por los prados, cerca de las Canteras, Nancy, para ver cómo va el drenaje—dijo Godfrey.

—¿Estaréis de vuelta para el té, amigo mío?

—¡Oh! sí, estaré de vuelta dentro de una hora.

Era costumbre de Godfrey ocupar la tarde del domingo en un paseo de agricultura contemplativa. Nancy lo acompañaba raras veces, porque las mujeres de su generación, a menos que se pusieran a dirigir las relaciones exteriores, como Priscila, no tenían la costumbre de pasear fuera de su casa y de su jardín. Encontraban un ejercicio suficiente en sus ocupaciones domésticas. De modo que cuando estaba sola, Nancy se sentaba generalmente con la Biblia de Mant por delante y, después de haber seguido con la vista el texto algunos momentos, dejaba vagar poco a poco sus pensamientos en la imposibilidad de concentrarlos.

Sin embargo, el domingo esos pensamientos estaban casi siempre en armonía con el fin piadoso y reverente que el libro abierto hacía suponer implícitamente.

Nancy no era lo bastante instruida en teología para discernir claramente las relaciones que existían entre su vida sencilla y obscura y los documentos sagrados de los primeros tiempos, que consultaba sin método. Pero el espíritu de rectitud y la convicción de que era responsable de los efectos de su conducta en los demás, que eran los elementos poderosos de su carácter, le habían hecho contraer el hábito de escrutar los sentimientos y las acciones de su pasado con los cuidados minuciosos de un examen de conciencia. Como su espíritu no era solicitado por una gran variedad de temas, llenaba los momentos de intervalo reviviendo sin cesar interiormente todos los hechos de su existencia que le volvían a la memoria, como aquellos, sobre todo, de los quince años transcurridos desde su casamiento y durante los cuales la vida y su fin se habían duplicado ante sus ojos. Recordando los pequeños detalles, las frases, los tonos de la voz y las miradas en las escenas críticas que le habían abierto una era nueva, sea dándole un conocimiento más profundo de las resoluciones y de las pruebas de este mundo, sea invitándola a algún pequeño esfuerzo de indulgencia o de adhesión penoso a un deber imaginario o real, ella se preguntaba continuamente si había sido censurable en algo. Este exceso de reflexión y este examen de conciencia exagerado son quizá una costumbre mórbida, inevitable en un espíritu de una gran sensibilidad moral, privado de su fuente legítima de actividad exterior y no pudiendo entregarse a los cuidados maternales reclamados por su afecto, inevitable en una mujer de noble corazón cuando no tiene hijos y su condición es muy limitada. «Puedo hacer tan poco; ¿lo habré hecho enteramente bien?» Tal era el pensamiento que volvía perpetuamente. Ninguna voz viene a distraer a aquella mujer de su soliloquio, ni ninguna exigencia absoluta puede mitigar la intensidad de sus vanos pesares y de sus escrúpulos superfluos.

Había en la vida matrimonial de Nancy una sucesión importante de experimentos dolorosos a la que se vinculaban ciertas escenas que la habían impresionado profundamente y que su memoria hacía revivir con más frecuencia que las otras.

El corto diálogo de Nancy con su hermana en el jardín, la tarde de aquel domingo, había llevado a su espíritu hacia dirección que tornaba con frecuencia. Así que sus pensamientos se hubieron alejado del texto sagrado que se esforzaba en seguir religiosamente con la mirada y con los labios silenciosos, fue para agrandar el sistema de defensa establecido por ella contra la censura que las palabras de Priscila implicaban. La justificación del objeto amado es el mejor bálsamo que el afecto pueda encontrar para sus propias heridas: «¡Un hombre tiene que tener tantas cosas en la cabeza!» He aquí la creencia que le permite a una mujer conservar a menudo una fisonomía alegre, a pesar de las respuestas bruscas y de las palabras crueles de su marido. Y las heridas más profundas de Nancy procedían todas de la convicción de que Godfrey consideraba la ausencia de hijos en su hogar como una privación a la que no podía acostumbrarse.

Sin embargo, era de imaginar que la dulce Nancy sentiría más vivamente que él todavía la negativa de un bien con que se había contado, entregándose a las esperanzas diversas y a los preparativos a la vez solemnes, graciosos y fútiles de una mujer afectuosa cuando espera que va a ser madre. ¿No había acaso un cajón relleno de objetos—trabajo delicado de sus manos—que no habían sido nunca usados ni tocados, exactamente en el mismo orden en que ella los había colocado catorce años antes, exactamente, salvo que faltaba un vestidito, con el que se había hecho la mortaja? Pero Nancy había soportado sin quejas y con tanta firmeza aquella prueba que la afectaba directamente, que de pronto, y desde hacía muchos años había renunciado al hábito de mirar aquel cajón, por temor de halagar así el deseo de poseer lo que no le había sido dado.

Quizás era esa severidad misma con que reprimía todo abandono lo que Nancy consideraba en su corazón como un pesar culpable, lo que le impedía el mismo principio que era su ley moral. «Es muy diferente... es mucho más duro para un hombre el sentir ese disgusto; una mujer puede siempre ser feliz sacrificándose a su marido; pero un hombre necesita algo que lo haga llevar sus miradas al porvenir; porque, estar sentado junto al hogar es mucho más triste para él que para una mujer.» Siempre que Nancy llevaba a este punto sus reflexiones—esforzándose con simpatía preconcebida por ver todas las cosas como las veía Godfrey—, siempre se entregaba a un nuevo examen de conciencia. ¿Había hecho realmente todo lo que estaba en su poder para mitigarle aquella privación a Godfrey? Tenía realmente razón, seis años antes y de nuevo dos años después, para oponer aquella resistencia que le había costado a ella tantos dolores, aquella resistencia al deseo que tenía su marido de adoptar una criatura. La adopción chocaba más con las ideas y costumbres de aquellos tiempos que con las de los nuestros. Sin embargo, Nancy tenía su manera de ver a este respecto. Le era tan necesario el haberse formado una opinión sobre todos los asuntos no concernientes exclusivamente al hombre, como el asignar un lugar bien determinado a cada objeto que le era propio. Y esas opiniones eran siempre principios de acuerdo con los cuales procedía invariablemente. Aquéllas eran firmes, no a causa de sus fundamentos, sino porque ella los sostenía con una tenacidad inseparable de la actividad de su espíritu.

En lo que se refiere a todos los deberes y todas las prácticas de la vida, desde la conducta filial hasta los arreglos del traje de la tarde, la linda Nancy Lammeter, en la época en que cumplió los veintitrés años, poseía su código inimitable, y había formado cada uno de sus hábitos según ese código. Llevando en sí sus juicios definitivos con la mayor discreción posible, aquéllos se arraigaban en su espíritu y crecían en él tan tranquilamente como la hierba en las praderas.

Muchos años antes, como ya sabemos, insistía en vestirse como Priscila, porque «era razonable que dos hermanas se vistiesen del mismo modo», y que «haría una cosa justa si para eso se pusiera un vestido amarillo color queso». Ese es un ejemplo trivial, pero característico, de la manera cómo estaba reglamentada la vida de Nancy.

Uno de esos principios rígidos, y no un sentimiento mezquino de egoísmo, había sido el motivo de la resistencia obstinada que Nancy había opuesto al deseo de su marido. Recurrir a la adopción, porque les había sido negado el tener hijos, era tratar de elegir su suerte a pesar de la Providencia. La criatura adoptada, estaba convencida, nunca acabaría bien. Sería una causa de maldición para los rebeldes que hubieran buscado deliberadamente un bien que—en virtud de alguna suprema razón—era evidentemente mejor que no lo poseyeran. Si una cosa no debía existir, decía Nancy, era un deber estricto el renunciar hasta al deseo de conseguirla.

Y la verdad es que los hombres más sabios no sabrían expresar en mejores términos los principios de Nancy. Lo que hay solamente es que las condiciones que la inclinaban a considerar como manifiesta que una cosa no debía ser, dependía en ella de un modo muy particular de pensar. Hubiera renunciado a comprar algo en un sitio determinado, si tres veces seguidas la lluvia o cualquier otra causa enviada del cielo se hubiera opuesto a ello; y temido ver acaecerle la fractura de un miembro o algún otro gran infortunio a la persona que persistiera contra tales indicios.

—Pero, ¿qué es lo que os autoriza a pensar que la criatura acabaría mal?—le decía Godfrey, haciéndole objeciones—. Ha prosperado en casa del tejedor todo lo que una criatura puede prosperar, y él la ha adoptado. No hay otra niña en toda la aldea que sea más bonita ni que merezca más la suerte que queremos darle. ¿En qué se puede basar la probabilidad que sería una maldición para nadie?

—Sí, mi querido Godfrey—decía Nancy, sentada y con las manos estrechamente unidas, expresando su pesar con el ardiente afecto de su mirada—, es posible que la niña no acabe mal en casa del tejedor, pero él no fue a buscarla como nosotros lo haríamos. Sería mal hecho, lo comprendo, estoy cierta. ¿No recordáis lo que aquella dama que encontramos en las aguas de Royston nos ha dicho respecto de la criatura que su hermana adoptara? Es el único caso de adopción de que he oído hablar; la criatura fue deportada a los veintitrés años. Querido Godfrey, no me pidáis que consienta en lo que sé es malo; no volvería jamás a ser feliz. Comprendo que la cosa es muy penosa y que a mí me es más fácil soportarla; pero es la voluntad de la Providencia.

Podrá parecer singular que Nancy, con su teoría religiosa, formada pieza por pieza con tradiciones sociales estrechas, con fragmentos de doctrinas de la Iglesia imperfectamente comprendidas y con razonamientos infantiles basados en su propia experiencia hubiese llegado por sí sola a tener un modo de pensar tan parecido al de muchas personas piadosas, cuyas creencias son profesadas en la forma de un sistema que le era completamente desconocido. Eso podría parecer singular, en efecto, si no supiéramos que las creencias humanas, lo mismo que todos los desarrollos naturales, escapan a los límites de los sistemas.

Godfrey había designado primero a Eppie, que entonces tenía unos doce años, como una criatura que les convendría adoptar. No se le había ocurrido nunca que Silas preferiría perder la vida a separarse de su hija. Seguramente que el tejedor querría lo mejor para la niña porque se había dado tanto trabajo, y estaría contento de que una suerte tan grande le cayera a Eppie. Esta misma le quedaría siempre reconocida a su padre adoptivo y éste sería bien atendido hasta el fin de su vida, como lo merecía por su noble conducta para con la criatura.

¿No era una cosa bien hecha que gentes de un rango superior quitaran una pesada carga de las manos de un hombre de condición más humilde?

Aquello le parecía muy conveniente a Godfrey por razones que él solo conocía, y, siguiendo un error común, se imaginaba que aquella medida sería fácil de tomar porque tenía motivos particulares para desearlo. Era ésa una forma algo grosera de apreciar las relaciones que existían entre Silas y Eppie. Pero conviene recordar que muchas de las impresiones que Godfrey podía recoger respecto de la clase obrera de su vecindad, eran tales como para favorecer en él la opinión de que los afectos profundos no se armonizaban con las manos callosas y los débiles medios de la existencia del pueblo. Por otra parte, no había tenido ocasión—suponiendo que hubiera sido capaz de esto—de penetrar íntimamente todo lo que era excepcional en la vida del tejedor. Sólo una falta de información suficiente podía determinar a Godfrey a alimentar deliberadamente un proyecto tan bárbaro. Su bondad natural había sobrevivido a la época depresiva de sus crueles deseos, y el elogio que Nancy hacía de su marido no reposaba del todo en una ilusión voluntaria.

—He tenido razón—se decía cuando rememoraba todas las escenas de discusión—, comprendo que tuve razón en responderle que no, bien que eso me fuera lo más penoso; pero, ¡qué bien se ha comportado Godfrey a este respecto! Muchos maridos se hubieran enojado conmigo por haber resistido a sus deseos. Hubieran sido capaces de insinuar que habían tenido mala suerte al casarse conmigo. Godfrey, sin embargo, no ha sido capaz de dirigirme una palabra dura. Sólo demuestra su disgusto cuando no lo puede ocultar; todo le parece tan vacío, ya lo sé; y las tierras... qué cosa tan distinta sería para él cuando va a vigilar su explotación si hiciera todo eso pensando en los hijos que van creciendo. Sin embargo, yo no me puedo quejar; quizás si se hubiera casado con otra mujer que le hubiera dado hijos le habría mortificado de otro modo.

La idea de esta posibilidad era el principal consuelo de Nancy. A fin de fortalecer esa idea se ingeniaba en tener por Godfrey una ternura más perfecta que la de que hubiera sido capaz cualquier otra esposa. Muy a pesar suyo se había visto obligada a afligirlo con la única negativa. Godfrey no permanecía insensible a los esfuerzos de aquel cariño, y no era injusto respecto a los motivos de la obstinación de Nancy. Era imposible que hubiera vivido con ella quince años, sin saber que los rasgos principales del carácter de su mujer eran un apego desinteresado a lo que es justo y una sinceridad pura como el rocío formado sobre las flores. En realidad, Godfrey sentía aquello con tanta mayor intensidad cuanto que su naturaleza indecisa, adversa a afrontar las dificultades por ser éstas francas y sinceras, tenía un cierto temor respetuoso por aquella dulce esposa que espiaba los deseos de su marido con el deseo ardiente de obedecerle. Le parecía que no le podría revelar jamás a Nancy la verdad concerniente a Eppie. Jamás se repondría de la repulsión que le causaría la historia de aquel primer matrimonio si se la revelaba ahora, después de haber guardado el secreto tanto tiempo.

Y la joven, pensaba Godfrey, sería un objeto de repulsión para ella; la sola presencia de Eppie le sería penosa. Y quizás hasta el golpe asestado a la altivez de Nancy—altivez mezclada con su ignorancia del mal del mundo—sería demasiado fuerte para su constitución delicada. Puesto que se había casado con ella teniendo un secreto en el corazón, era preciso que guardara ese secreto hasta el fin. Hiciera lo que hiciera, debía abstenerse de abrir un abismo infranqueable entre él y la mujer que amaba desde hacía tantos años.

Sin embargo, ¿por qué no podía acostumbrarse a ver sin hijos un hogar que tal esposa embellecía? ¿Por qué su espíritu dirigía su vuelo inquieto hacia ese vacío, como si fuera la única causa por la cual su vida no era completamente feliz? Supongo que lo mismo les ocurre a todos los hombres y a todas las mujeres que llegan a cierta edad sin darse cuenta clara de que la felicidad completa no puede existir en la vida.

En la vaga tristeza de las horas sombrías del crepúsculo, el hombre descontento busca un objeto definido y lo encuentra en la privación de un bien del que nunca ha gozado. El hombre descontento si está sentado, meditando en su hogar, piensa con envidia en el padre cuya vuelta es acogida con voces infantiles, y si está sentado a su mesa, alrededor de la cual las pequeñas cabezas se elevan las unas por encima de las otras como plantas de almácigos, ve una negra preocupación cernerse tras de cada una de ellas y piensa que las impulsiones que impelen a los hombres a abandonar su libertad y a buscar cadenas, no son seguramente otra cosa más que un acceso de locura. En lo que concierne a Godfrey, había otras razones, para que esos pensamientos fueran continuamente infortunados por aquella circunstancia particular, por aquel vacío de su destino.

Su conciencia, que no estaba nunca en completo reposo con respecto a Eppie, le hacía ver ahora su hogar sin hijos bajo el aspecto de una justa retribución. Y como el tiempo transcurría y Nancy se negaba siempre a adoptar a Eppie, toda reparación de la falta de Godfrey se volvía cada vez más difícil.

Hacía ya cuatro años la tarde de aquel domingo, que no se había hecho alusión alguna a la adopción, y Nancy suponía que aquel asunto estaba enterrado para siempre.

—Me pregunto si pensará más o menos en ello al envejecer—se decía Nancy—; tengo miedo de que piense más. Las personas de edad sufren con no tener hijos: ¿qué sería de mi padre sin Priscila? Y si muero yo, Godfrey quedaría muy solo... él, que frecuenta tan poco a sus hermanos. Pero no quiero atormentarme en exceso, ni tratar de prever los acontecimientos: es preciso que haga lo mejor que pueda en el presente.

Al asaltarla este último pensamiento, Nancy se despertó de su meditación y volvió la mirada hacia la página abandonada durante mucho más tiempo del que imaginaba; porque muy luego la sorprendió la entrada de la sirvienta que llevaba el té. En realidad, era algo más temprano que de costumbre; pero Juana tenía sus razones.

—¿El señor ha entrado ya al patio, Juana?

—No, señora, todavía no—respondió Juana, acentuando ligeramente su respuesta, sin que su señora reparara en ello—. No sé si lo habréis notado, señora—prosiguió Juana después de un corto silencio—; pero la gente pasa corriendo frente a la ventana de la calle y todos se dirigen hacia el mismo lado. Me parece que ha sucedido algo. No hay ningún sirviente en el patio y por eso no he mandado ver lo que pasa. Subí hasta la buhardilla más alta pero no pude distinguir nada a causa de los árboles. Espero que no le haya sucedido nada malo a nadie, sin embargo.

—No ha de ser hada grave, esperémoslo—dijo Nancy—. Quizás se haya vuelto a escapar el toro del señor Snell como el otro día.

—Ojalá no le dé una cornada a nadie, entonces—dijo Juana no despreciando del todo una hipótesis cargada de calamidades imaginarias.

—A esta muchacha le da siempre por asustarme; me agradaría que Godfrey estuviera de vuelta.

Se encaminó a la ventana del frente, dirigió sus miradas lo más lejos que pudo con una inquietud que consideró muy luego como una niñería. En efecto, no se veía ya en el camino ninguna de las señales de agitación de que había hablado Juana, y era probable que Godfrey, en vez de seguir por la carretera, volviera más bien cortando los campos.

Permaneció, sin embargo, de pie mirando el apacible cementerio; las sombras de las tumbas se alargaban sobre los túmulos de césped brillante y, más lejos, los árboles del presbiterio estaban revestidos por los vivos colores del otoño. Ante una belleza tan tranquila de la naturaleza, la presencia de un temor vano que hacía sentir vivamente era como un cuervo que agita lentamente las alas surcando el aire lleno de sol. Nancy deseaba cada vez más el regreso de Godfrey.

XVIII

Alguien abrió la puerta, en el otro extremo de la pieza; Nancy tuvo el presentimiento de que era su marido. Volvió la espalda a la ventana con los ojos llenos de alegría, porque el temor más grande de la esposa se había desvanecido.

—Amigo mío, me alegro de que estéis de vuelta—dijo adelantándose hacia él—. Comenzaba a estar...

Nancy se detuvo bruscamente, porque Godfrey se quitaba el sombrero con las manos trémulas y se volvía hacia su mujer con el rostro pálido y la mirada extraña y fría como si la viera realmente, como si la viera desempeñando un papel en una escena que ella misma no viera. Nancy posó una mano sobre el brazo de su marido, no atreviéndose a seguir hablando. Godfrey, sin embargo, no reparó en aquel movimiento y se dejó caer en su sillón.

Juana ya estaba en la puerta con la hirviente caldera.

—Decid que se retire, ¿queréis?—repuso Godfrey.

Y cuando la puerta se volvió a cerrar, trató de hablar con más claridad.

—Sentaos, Nancy... aquí...—indicando una silla frente a él—. He vuelto así que pude, para impedir que alguna otra persona os contara lo sucedido. He experimentado una gran sacudida, pero temo más lo que vais a sentir vos.

—¿No se trata de mi padre o de Priscila?—dijo Nancy con los labios trémulos y juntando sus manos con fuerza sobre las rodillas.

—No, no se trata de una persona viva—dijo Godfrey, incapaz de usar de la habilidad prudente con que hubiera querido hacer su revelación—. Se trata de Dunstan... mi hermano Dunstan, a quien perdimos de vista hace diez y seis años. Lo hemos encontrado... hemos encontrado su cuerpo... su esqueleto.

El terror profundo que la mirada de Godfrey le había causado a Nancy, hizo que ella encontrara un alivio en aquellas palabras. Se sentó relativamente tranquila, para oír lo que él tenía todavía que decir.

Godfrey prosiguió:

—La cantera se ha secado bruscamente, supongo que a causa de un drenaje; y estaba allí... estaba allí desde hace diez y seis años; encajado sobre dos piedras... con su reloj y su sello, con mi látigo de caza de pomo de oro, que tiene mi nombre grabado. Lo tomó sin pedírmelo el día en que montó a Relámpago, para ir de caza, la última vez que lo vi.

Godfrey se detuvo; no era igualmente fácil revelar lo demás.

—¿Pensáis que se ahogó?—dijo Nancy, casi sorprendida de que su marido estuviera tan profundamente impresionado por lo que había pasado hace tantos años a un hermano al que no quería, respecto del cual sé había augurado algo peor.

—No, cayó en la cantera—dijo Godfrey con voz baja, pero claramente, como si quisiera expresar que el hecho implicaba algo más.

Poco después agregó:

—Dunstan fue quien robó a Silas Marner.

La sorpresa y la vergüenza hicieron afluir la sangre al rostro y al cuello de Nancy, que había sido educada en la creencia de que eran un deshonor hasta los crímenes de los parientes lejanos.

—¡Dios mío, Godfrey!—dijo con tono compasivo, porque inmediatamente pensó que su marido debía sentir el deshonor más vivamente aún que ella.

—El dinero estaba en la Cantera—prosiguió Godfrey—, todo el dinero del tejedor. Todo ha sido recogido y en este momento llevan el esqueleto al Arco Iris. Pero yo me vine a contároslo todo; no he podido contenerme, era preciso que lo supierais.

Permaneció silencioso, mirando al suelo durante largos minutos. Nancy hubiera pronunciado algunas palabras para mitigar aquella vergüenza de familia, si no hubiera sido contenida por el sentimiento instintivo de que Godfrey tenía todavía algo que decirle. Muy luego alzó los ojos y miró fijamente a Nancy, diciendo:

—Todo se descubre, Nancy, tarde o temprano. Cuando el Todopoderoso lo quiere, nuestros secretos son revelados. Yo he vivido con un secreto en el corazón; pero no quiero seguíroslo ocultando. No quisiera que os fuese revelado por otra persona que yo, no quisiera que lo descubrieseis después de mi muerte. Voy a decíroslo ahora mismo. Nunca tuve para ello bastante fuerza de voluntad; pero ahora sabré cumplir mi resolución.

El extremado terror de Nancy había vuelto. Sus ojos, llenos de espanto, se encontraron como en una crisis en que el efecto se hubiera suspendido.

—Nancy—dijo Godfrey lentamente—, cuando nos casamos, yo os oculté algo... algo que debí deciros. Aquella mujer que Marner encontró muerta entre la nieve... la madre de Eppie... aquella mísera mujer... aquella mujer era mi esposa. Eppie es mi hija.

Se detuvo temiendo el efecto de su confesión. Sin embargo, Nancy permaneció completamente tranquila en su asiento, salvo que sus miradas se dirigieron hacia el suelo, dejando de encontrarse con las de Godfrey. Estaba pálida y serena como una estatua de la meditación, con las manos unidas sobre las rodillas.

—Nunca volveréis a tener por mí la misma estima—dijo Godfrey un momento después, con voz algo trémula.

Nancy permaneció silenciosa.

—No debí dejar a la niña sin reconocerla; no debí ocultaros este secreto. Me era imposible soportar la idea de renunciar a vos, Nancy. Me vi obligado a casarme con aquella mujer, y eso me hizo sufrir mucho.

Nancy seguía siempre silenciosa, con la mirada baja. Godfrey casi esperaba verla ponerse de pie inmediatamente y decir que iba a volverse a casa de su padre. ¿Cómo podría mostrarse piadosa para con faltas que debían parecerle tan negras, dada la sencillez y serenidad de sus principios?

En fin, Nancy alzó los ojos hacia su marido y habló. No había ninguna indignación en su voz, sólo había la expresión de un profundo pesar.

—Godfrey, si me hubierais dicho esto hace seis años, hubiéramos podido cumplir en parte nuestro deber para con la niña. ¿Creéis que me hubiera negado a recibirla, sabiendo que era nuestra hija?

En aquel momento Godfrey sintió toda la amargura de un error que no había sido solamente inútil, sino que había fallado su propio objeto. No había sabido apreciar a aquella mujer con la que había vivido tanto tiempo. Pero ella habló de nuevo y con más agitación que antes.

—Y además, Godfrey, si la hubiésemos traído entonces, si vos os hubierais encariñado con ella como debíais, ella me hubiera querido como a una madre y vos hubierais sido más feliz conmigo. Me hubiera sido más fácil soportar la muerte de mi nene y nuestra vida hubiera podido parecerse más a lo que antes pensábamos que sería.

Las lágrimas de Nancy empezaron a correr y ella cesó de hablar.

—Pero entonces no hubierais querido casaros conmigo, Nancy, si os lo hubiera dicho—replicó Godfrey, impulsado por la severidad de los reproches de su conciencia, a probarse a sí mismo que su conducta no había sido una locura completa—. Ahora os parece que me hubierais aceptado por esposo, pero no lo hubierais hecho en aquel momento con vuestra altivez y la de vuestro padre; os hubiera repugnado el tener relaciones conmigo, después de las revelaciones que os hubiera hecho.

—No sabría deciros cuál hubiera sido mi decisión a ese respecto, Godfrey. En todo caso, nunca me hubiera casado con otro. Pero yo no merecía que se hiciera daño a causa de mí; nada lo merece en este mundo. Ninguna cosa es tan buena como lo parece a primera vista; nuestra misma unión no lo es, ya lo veis.

Pasó una débil y triste sonrisa por la fisonomía de Nancy cuando pronunció estas últimas palabras.

—Soy un hombre peor de lo que pensabais, Nancy. ¿Podréis perdonarme algún día?

—El mal que me habéis causado no tiene mucha importancia, Godfrey, y ya está reparado; habéis sido bueno conmigo durante quince años. Es para con otra que sois culpable, y temo que vuestras faltas para con ella no puedan ser nunca borradas por completo.

—Pero nada nos impide adoptar a Eppie ahora—dijo Godfrey—. Ahora me importa poco que se sepa todo. Seré franco y sincero el resto de mi vida.

—Su presencia en casa no será ya lo que hubiera sido, ahora que Eppie es grande—dijo Nancy meneando tristemente la cabeza—. Pero tenéis el deber de reconocerla y de asegurar su suerte. Yo también cumpliré el deber para con ella y rogaré a Dios para conseguir que me quiera.

—Entonces, los dos iremos a casa de Silas Marner esta misma tarde, cuando todo esté ya tranquilo en las Canteras.

XIX

Aquella noche, entre las ocho y las nueve, Eppie y Silas estaban sentados solos en su choza. Después de la gran sobreexcitación causada al tejedor por los sucesos de la tarde, había deseado vivamente aquella tranquilidad y hasta les había rogado a la señora Winthrop y a Aarón, que se habían quedado allí, naturalmente, cuando todos se marcharon, que lo dejaran solo con su hija. Aquella sobreexcitación no se había disipado todavía. No había hecho más que alcanzar ese grado en que la sensibilidad se vuelve tan delicada que hace intolerable todo estimulante exterior; ese grado en que no se siente fatiga sino más bien una intensidad de vida interior, bajo el imperio de la cual es imposible conciliar el sueño. Todo el que haya observado tales momentos en otras personas, recuerda el brillo de su mirada y la nitidez extraña que se esparce hasta sobre las facciones groseras a causa de esa influencia pasajera. Es algo como si gracias a una nueva sutileza del oído, capaz de percibir todas las voces espirituales, vibraciones de efectos maravillosos hubieran atravesado la pesada armazón mortal, como si la «belleza nacida del murmullo de los sonidos» hubiera pasado por la fisonomía del que los escucha.

El rostro de Silas anunciaba esa especie de transfiguración cuando al quedar solos se puso a mirar a Eppie, sentado en su sillón. La joven había acercado su silla cerca de las rodillas de Marner y se había inclinado hacia adelante teniendo ambas manos de su padre adoptivo entre las suyas y con los ojos alzados hacia él. Próximo a ellos, en la mesa, iluminada por una vela, se encontraba el oro recobrado, el oro tanto tiempo amado, dispuesto en pilas regulares, como Silas tenía costumbre de ponerlo en los días en que aquel metal era su única alegría. Acababa de mostrarle a Eppie cómo tenía la costumbre de contarlo todas las noches y cuál había sido la desolación extrema de su alma hasta que su hija le fue enviada.

—En un principio—le decía en voz baja—tenía de tiempo en tiempo como el presentimiento de que vos podríais tomar la forma de mi oro; porque adondequiera que volviera la cabeza me parecía ver mi tesoro, y pensaba que me sentiría feliz si pudiera tocarlo y convencerme de que había vuelto. Pero esto no duró. Al cabo de poco tiempo hubiera pensado que me había herido una nueva maldición, si el oro os hubiera alejado de mí. Había llegado a tanto la necesidad de vuestras miradas, de vuestra voz y del tacto de vuestros pequeños dedos. Vos no sabíais cuando erais muy pequeña, vos no sabíais lo que vuestro viejo padre Silas sentía por vos.

—Pero ahora lo sé, padre mío—dijo Eppie—. Si no hubiera sido por vos me hubieran llevado al asilo de los pobres y no hubiera habido nadie que me quisiera.

—¡Ah! querida mía, la bendición ha sido para mí. Si vos no me hubierais sido enviada para salvarme, hubiera descendido a la tumba con mi miseria. El dinero me fue quitado a tiempo, y ya veis que ha sido conservado, hasta que lo necesitáramos para vos. Es maravilloso... nuestra vida es maravillosa.

Silas permaneció sentado, en silencio, contemplando durante algunos instantes el tesoro.

—Ahora ya no me seduce—dijo con aire pensativo—; no, ciertamente que no. Me pregunto si volvería a tener ese poder en el caso, Eppie, en que os perdiera, y lo dudo. Pero podría ser inducido a creer que ha sido de nuevo abandonado y a perder el sentimiento de que Dios ha sido bueno para conmigo.

En aquel instante golpearon a la puerta y Eppie se vio obligada a levantarse sin responderle a Silas. ¡Qué bella parecía! Lágrimas de ternura le llenaban los ojos y un ligero sonrojo teñía sus mejillas cuando se adelantó para abrir. Aquel sonrojo se hizo más intenso al ver al señor Godfrey Cass y a su señora. Hizo su ligera reverencia rústica y abrió del todo la puerta para dejarlos pasar.

—Os venimos a molestar muy tarde, querida—dijo la señora Cass, tomando la mano de Eppie, mirándole el rostro con expresión admirativa y de vivo interés.

La misma Nancy estaba pálida y trémula.

Eppie, después de haber acercado sillas para el señor Cass y su señora, fue a ponerse de pie junto a Silas y frente a ellos.

—¿Qué tal, Marner?—dijo Godfrey, tratando de hablar con plena seguridad—, es para mí un gran consuelo al volveros a ver en posesión del dinero de que bebíais sido privado hace tantos años. Fue un miembro de mi familia el que os causó ese daño; eso agrava mi pesar y me siento obligado a repararlo por todos los medios de que dispongo. Todo lo que haga por vos no será más que saldar una deuda, aun cuando sólo considerara el robo. Pero hay otras cosas, Marner, por las que estoy y estaré siempre grato.

Godfrey se detuvo. El y su mujer habían convenido que el asunto de la paternidad no sería abordado sino con mucha prudencia y si era posible que la revelación quedara reservada para más tarde, de manera de no hacérsela más que gradualmente a Eppie. Nancy había insistido respecto a ese punto, porque presentía vivamente el aspecto doloroso bajo el cual la joven no dejaría de considerar las relaciones que habían existido entre su padre y su madre.

Silas, siempre cohibido cuando le dirigían la palabra «superiores» tales como el señor Cass—hombres grandes, poderosos, de tez fuertemente encendida y que se veían sobre todo a caballo—, respondió con alguna dificultad:

—Señor, tengo que agradeceros ya muchas cosas. En cuanto al robo, no lo considero como una pérdida para mí. Y, si lo hiciera, vos no tendríais nada que ver en ello: vos no tenéis responsabilidad alguna.

—Vos tenéis el derecho de considerar el asunto de ese modo, Marner; pero yo no lo podré hacer nunca. Espero que me dejaréis proceder de acuerdo con mis sentimientos de justicia. Yo sé que vos os contentáis fácilmente: sois un hombre que ha trabajado duro toda su vida.

—Sí, señor—dijo Marner con acento meditativo—. No hubiera sido feliz sin mi trabajo: eso fue lo que me sostuvo cuando todo lo demás me abandonó.

—¡Ah!—dijo Godfrey aplicando exclusivamente las palabras de Marner a las necesidades materiales del tejedor—. Vuestro oficio ha sido útil en este país, porque hay muchos tejidos que hacer; pero habéis llegado a una edad algo avanzada para ese trabajo asiduo, Marner. Es tiempo de que os retiréis y descanséis un poco. Parecéis muy quebrantado aunque no seáis un anciano, me parece.

—Tengo cincuenta y cinco años, casi seguramente—dijo Silas.

—¡Oh, entonces, podéis vivir todavía treinta años! ¡Fijaos en el viejo Macey! Y ese dinero que tenéis sobre la mesa es al fin y al cabo poca cosa. No durará mucho de una manera o de otra, que lo coloquéis a interés o que lo vayáis gastando. No duraría mucho, aunque no tuvierais que pensar sino en vos... y tenéis que sostener dos personas desde hace muchos años. Deseamos ayudaros.

—¡Ah! señor—dijo Silas, insensible a todo lo que decía Godfrey—, no temo la necesidad, Eppie y yo siempre hemos de saber vencer las dificultades. Hay pocos obreros que cuenten con tantas economías. Yo sé lo que representa este dinero para la gente acomodada; pero a mis ojos es mucho, es demasiado. Y nosotros dos necesitamos muy poca cosa.

—Solamente un jardincito, papá—dijo Eppie sonrojándose en seguida hasta las orejas.

—¿Un jardín os agradaría, querida?—dijo Nancy, pensando que aquel cambio de tema pudiera serle favorable a su marido—. Nos podríamos entender sobre ese punto... yo consagro mucho tiempo al nuestro.

—¡Ah! se trabaja mucho en los jardines de la Casa Roja—dijo Godfrey, sorprendido por lo difícil que le era abordar una proposición que, de lejos, le había parecido muy fácil—. Os habéis conducido muy bien con Eppie, Marner, desde hace diez y seis años. ¿Os agradaría mucho verla en una situación cómoda, verdad? Parece una hermosa muchacha, en buena salud, pero incapaz de soportar ninguna fatiga. No parece una moza vigorosa, hija de padres obreros. Os sería agradable verla objeto de los cuidados de aquéllos que pueden darle fortuna y hacer de ella una dama. Es más apta para eso que para una existencia penosa, como la que podía tener que llevar dentro de algunos años.

Un ligero sonrojo se esparció por el rostro de Marner y desapareció como una luz efímera. Eppie sólo se sorprendía de que el señor Cass hablara así de cosas que no tenían nada de común con la realidad. En cuanto a Silas, se sentía incomodado y ofendido.

—No veo, señor, adónde queréis ir a parar—respondió, no ocurriéndosele las palabras adecuadas para expresar los sentimientos complejos que experimentara mientras oía hablar al señor Cass.

—Pues bien, he aquí lo que quiero decir, Marner—replicó Godfrey, resuelto a abordar el caso—. Mi mujer y yo, ya lo sabéis, no tenemos hijos. No tenemos a nadie quien pueda aprovechar la holgura de nuestra casa y todo lo que poseemos además de eso, que es más de lo que necesitamos. Quisiéramos, pues, tener a alguien que nos sirviera de hija. Desearíamos tener a Eppie y tratarla bajo todos conceptos como si fuera nuestra. Me parece que sería un gran consuelo para vuestra vejez al ver su fortuna asegurada de este modo, después de haberos sacrificado tanto para criarla tan bien. Nada más justo que seáis plenamente recompensado. Y Eppie, estoy seguro, os amará siempre, y siempre os quedará agradecida. Vendrá a veros a menudo y no dejaremos escapar ninguna ocasión de hacer cuanto podamos para que seáis feliz.

Un hombre sencillo, como era Godfrey Cass, al hablar bajo la influencia de alguna dificultad, balbucea necesariamente expresiones más groseras que sus intenciones y que tienen que rozar sentimientos delicados. Mientras que él hablaba, Eppie había posado tranquilamente su brazo tras de la cabeza de Silas y su mano cariñosa se había apoyado en su hombro; de modo que sintió que el viejo temblaba con violencia.

Cuando el señor Cass hubo terminado, el tejedor permaneció silencioso durante unos momentos, habiendo perdido toda energía en un conflicto de emociones, todas igualmente penosas. El corazón de Eppie se oprimía al pensar que su padre estaba afligido. Estaba a punto de inclinarse para hablarle, cuando una angustia violenta dominó por fin todas las que luchaban en el alma de Silas. Entonces dijo con voz débil:

—Eppie, hija mía, hablad. Yo no quiero impedir vuestra felicidad. Dad las gracias al señor y a la señora Cass.

Eppie quitó el brazo de atrás de la cabeza del tejedor y adelantó un paso. Sus mejillas estaban encendidas, pero no era de falso rubor: la idea de que su padre estaba sumido en la duda y, la angustia le había quitado esa especie de conciencia de sí misma. Hizo una profunda reverencia primero a la señora Cass, luego al señor Cass y les dijo:

—Gracias, señora; gracias, señor; pero yo no puedo separarme de mi padre, ni reconocer a nadie que me fuera superior que él. Tampoco deseo ser una dama. Gracias de todos modos—Eppie hizo al llegar aquí una reverencia—, y no podría abandonar a las gentes con que me he habituado a vivir.

Los labios de Eppie se pusieron a temblar un poco al decir las últimas palabras. Se retiró otra vez tras de la silla de su padre, le pasó el brazo alrededor del cuello, mientras que Silas, reprimiendo un sollozo, tendía la mano para oprimir la de su hija.

Nancy tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su simpatía por Eppie se mezclaba naturalmente con la angustia que le causaba la situación de su marido. No se atrevió a hablar, preguntándose qué pasaría en el espíritu de Godfrey. Este sentía esa especie de irritación que se manifiesta inevitablemente en casi todos nosotros cuando encontramos un obstáculo imprevisto. Se había sentido penetrado de arrepentimiento y con la resolución necesaria para reparar su falta, en toda la medida que el tiempo podría consentírselo. Era movido por sentimientos del todo excepcionales que debían fincar en una regla de conducta determinada de antemano, y que había escogido por parecerle la más justa, así es que no estaba dispuesto a apreciar con satisfacción los sentimientos ajenos que venían a contrariar sus resoluciones virtuosas. La agitación bajo cuya inspiración habló de nuevo no estaba exenta de un asomo de cólera.

—Pero yo tengo sobre vos, Eppie, el más grande de todos los derechos. Tengo el deber, Marner, de reconocer a Eppie como hija mía y darle la situación que le corresponde. Es mi hija: su madre era mi esposa. Tengo sobre ella un derecho legítimo.

Eppie se había estremecido con violencia y se puso intensamente pálida. Silas, por el contrario, se sintió aliviado por la respuesta de Eppie del terrible temor de que sus intenciones fueran opuestas a las de su hija. Sintió que el espíritu de resistencia se había pronunciado en él, no sin provocar, sin embargo, un ligero movimiento de cólera paternal.

—Entonces, señor—respondió con un acento de amargura que había quedado callado en su alma desde el día memorable en que habían quedado destruidas las esperanzas de su juventud—; entonces, señor, ¿por qué no dijisteis eso hace diez y seis años? ¿Por qué no la reclamasteis antes de que llegase a quererla, en lugar de venir a tomármela en este momento? Lo mismo podríais quererme arrancar el corazón del pecho. Dios me la dio porque vos la abandonasteis como hija; no tenéis ningún derecho sobre ella. Cuando un hombre aleja un bien de su puerta, ese bien es de los que lo recogen en su casa.

—Tenéis razón, Marner: hice mal, me he arrepentido de mi conducta a ese respecto—dijo Godfrey, que no pudo menos que sentir el filo de las palabras de Silas.

—Me alegro de saberlo—dijo Marner, cuya agitación aumentaba—; pero el arrepentimiento no puede modificar lo que ha durado diez y seis años. Viniendo a decir ahora «yo soy su padre», no destruís los sentimientos de nuestros corazones. A mí es a quien ha llamado padre desde que pudo pronunciar esta palabra.

—Me parece que podríais considerar el asunto de un modo más justo, Marner—dijo Godfrey, a quien las palabras verdaderas y formales del tejedor acababan de sorprender y de infundir un sentimiento respetuoso—. No es como si os la fuese a quitar por completo y no debierais volverla a ver. Estará muy cerca de vos y vendrá aquí muy a menudo. Tendrá siempre para vos los mismos sentimientos.

—Exactamente los mismos sentimientos—repuso Marner con más amargura que nunca—. ¿Cómo podría tener los mismos sentimientos que hoy cuando comemos los mismos bocados, bebemos en la misma copa y pensamos en las mismas cosas desde el principio hasta el fin del día? Exactamente los mismos sentimientos. ¡Esas son vanas palabras! Nos cortaríamos en dos.

Godfrey, a quien la experiencia no había preparado para comprender todo el alcance de las sencillas palabras de Marner, volvió a ser presa de una gran irritación. Le pareció que el tejedor era muy egoísta, juicio que fácilmente forman aquellos que no han puesto nunca a prueba su fuerza de renunciamiento al oponerse a un acto que, sin duda alguna, debía de hacer la felicidad de Eppie, y sintió que tenía el deber de manifestar su autoridad, por amor a su hija.

—Yo hubiera pensado, Marner—dijo con tono severo—, que vuestro afecto por Eppie os haría ver con regocijo una cosa de que depende su felicidad, aunque eso os obligara a hacer algún sacrificio. Debierais acordaros de que vuestra vida es incierta y que Eppie ha llegado ahora a una edad en que su suerte puede pronto resolverse de una manera muy distinta de lo que sucedería en casa de su padre. Si llega a casarse con algún humilde obrero, entonces, haga lo que hiciera por ella, ya no dependerá de mí el hacerla feliz. Vos le cerráis el camino del bienestar, y aunque me sea penoso ofenderos después de lo que vos habéis hecho y yo no hice, comprendo que ahora tengo la obligación de insistir en velar por mi hija. Quiero cumplir con ese deber.

Es difícil decir quién se sintió más profundamente agitado: si Silas o Eppie, con las últimas palabras de Godfrey. Los pensamientos de Eppie se habían sucedido muy activos, mientras que oía la discusión entre el padre a quien amaba desde hacía mucho tiempo y aquel nuevo padre desconocido, aquel nuevo padre que bruscamente había venido a ocupar el sitio de la sombra negra e indecisa que había puesto el anillo nupcial en el dedo de su madre.

Su imaginación se había transportado al pasado y al porvenir y se había entregado a conjeturas y a previsiones para comprender lo que significaba aquella paternidad revelada. Además, en las últimas palabras de Godfrey había algunas que contribuían a definir claramente aquellas previsiones. No era que sus pensamientos sobre el pasado o el porvenir hubieran tenido una influencia decisiva sobre la resolución de Eppie, porque esa resolución había sido fijada por los sentimientos que vibraban al sonido de cada una de las palabras proferidas por Silas. Pero, aun fuera de estos sentimientos, la doble corriente de las reflexiones de la joven hizo nacer en ella una repulsión por la suerte que se le ofreció y por aquel padre que se acababa de revelar.

La conciencia de Silas, por otra parte, se sentía de nuevo atormentada. Lo embargaba el temor de que la acusación de Godfrey fuera cierta y que su propia voluntad se elevara como un obstáculo ante la felicidad de Eppie. Durante algunos instantes permaneció silencioso, luchando consigo mismo, porque quería dominarse antes de hablar. Por fin, las palabras salieron trémulas de su boca:

—No diré nada más. Será como queráis. Habladle a la niña. Yo no quiero impedir nada.

La propia Nancy, a pesar de toda la sensibilidad delicada de su corazón, compartía la opinión de su marido de que el deseo de Marner de guardar a Eppie no era justificado, después que el verdadero padre de ésta se había hecho reconocer. Comprendía que la prueba era muy dura para el tejedor, pero sus principios personales no le permitían dudar que un padre legítimo no tuviera derechos superiores a los de un padre adoptivo, sea quienquiera. Por otra parte, Nancy, que había sido acostumbrada a no carecer de nada y a gozar de los privilegios de una posición honorable, no podía apreciar los placeres que la primera educación y los primeros hábitos asocian con todos los fines y todos los esfuerzos de los pobres de nacimiento. Ante sus ojos, Eppie, al recobrar los derechos de la sangre, entraba en posesión de un bienestar incontestable, del que había estado privada demasiado tiempo. Por esto oyó las últimas palabras de Silas con alivio y había pensado, como Godfrey, que su deseo iba a quedar satisfecho.

—Eppie, mi querida—dijo Godfrey, mirando a su hija, no sin cierta confusión al pensar que tenía bastante edad para juzgarla—, nosotros desearíamos que siempre demostrarais afectos y gratitud a un hombre que os ha servido de padre durante tantos años, y nos esforzaremos en ayudaros a hacerle feliz. Pero esperamos que llegaréis a amarnos como le amáis, y bien que yo no haya sido lo que un padre debiera ser para vos desde mucho tiempo, quiero hacer todo lo que pueda por vos hasta mi muerte, y dotaros como a mi hija única. Tendréis en mi mujer la mejor de las madres; es ésa una felicidad que no habéis conocido desde que estáis en edad de poder apreciarla.

—Mi querida, seréis un tesoro para mí—dijo Nancy con su voz suave—. No nos faltará nada cuando tengamos a nuestra hija.

Eppie no volvió a adelantarse para inclinarse otra vez ante el señor Cass y su señora. Tenía la mano de Silas en la suya, oprimiéndola con fuerza; era una mano de tejedor, cuya palma y la yema de los dedos eran sensibles a tal presión. Al mismo tiempo, la joven habló con tono más decidido y más frío que antes.

—Gracias, señora; gracias, señor, por vuestros ofrecimientos; son muy hermosos y muy por encima de mis deseos; pero no podría tener un momento de alegría en la vida si me viera obligada a separarme de mi padre y si lo supiera sentado en nuestra casa pensando en mí y sufriendo en la soledad. Hemos, estado acostumbrados a ser felices juntos todos los días, y no puedo concebir ninguna felicidad sin él. El dice que no tenía a nadie en el mundo antes de que yo le fuese enviada, y que no tendría a nadie si yo lo dejara. Cuidó de mí y me quiso desde el principio; yo le quedaré adicta mientras viva, y nadie se interpondrá entre él y yo.

—Pero es preciso que estéis segura, Eppie—dijo Silas en voz baja—, es preciso que estéis segura de que jamás os arrepentiréis de haber preferido quedaros entre pobres gentes que no poseen más que malas ropas y cosas mediocres, cuando de vos dependía el obtener todo lo que hay de mejor.

Su susceptibilidad a este respecto había aumentado, mientras escuchaba las palabras sinceras y afectuosas de Eppie.

—Nunca podré arrepentirme, padre mío—dijo la joven—. No sabría en qué pensar ni qué desear viéndome rodeada de bellas cosas a que no he estado acostumbrada. Y sería para mí una triste tarea el vestir hermosas ropas, ir en cabriolé y sentarme en un sitio reservado en la iglesia, si todo eso hiciera pensar a aquellos a quienes amo, que mi compañía no les conviene. ¿En qué podría entonces interesarme?

Nancy interrogó a Godfrey con una mirada dolorosa; pero los ojos de éste estaban fijos en el suelo, en el sitio en que agitaba la punta de su bastón, como si estuviera ocupado distraídamente en algo. Entonces pensó que había una frase que sentaría mejor en sus labios que en los de su marido.

—Lo que decís es natural, querida criatura; es natural que tengáis cariño a aquellos que os han criado—dijo con dulzura—; sin embargo, tenéis un deber que llenar para con vuestro padre legítimo. Quizá no sólo no tengáis que resignaros a hacer un sacrificio. Desde que vuestro padre os abre su casa, me parece que no es razonable que vos la huyáis.

—Yo no puedo figurarme que tengo otro padre que el mío—dijo Eppie con impetuosidad, saltándosele las lágrimas de los ojos—. Mi sueño ha sido siempre tener un pequeño hogar en el que él estaría sentado junto al fuego, mientras que yo trabajaría y haría todo lo necesario por él. No puedo imaginarme otra casa más que la nuestra. No he sido criada para ser una dama y no puedo acostumbrarme a esta idea. Amo a los obreros, su alimento y sus costumbres—y terminó con acento vehemente, mientras que sus lágrimas caían—: Soy la novia de un obrero que vivirá junto con mi padre y que me ayudará a cuidarle.

Godfrey fijó la vista en Nancy; tenía el rostro encendido y sus ojos dilatados le ardían. Aquel fracaso de un proyecto que había acariciado con la alta idea de que iba en cierto modo a rescatar la gran falta de su vida, le hizo encontrar sofocante el aire de la pieza.

—Vámonos, Nancy—dijo en voz baja.

—No hablaremos más de esto por hoy—dijo Nancy poniéndose de pie—. Os tenemos mucho cariño a vos, mi querida, y a vos también, Marner. Volveremos a veros, ahora se hace tarde.

De este modo justificó la brusca partida de su marido, porque Godfrey se había dirigido derecho hacia la puerta, incapaz de decir una palabra más.

XX

Nancy y Godfrey se volvieron a su casa en silencio, bajo la luz de las estrellas. Cuando entraron al salón artesonado de encina, Godfrey se dejó caer en su sillón, mientras que Nancy, después de haberse quitado su sombrero y su chal, fue a colocarse a su lado junto a la estufa porque no quería separarse de él ni aun algunos minutos. Sin embargo, temía proferir alguna palabra que pudiera rozar los sentimientos de su esposo. Por último, Godfrey volvió la cabeza hacia Nancy y sus ojos se encontraron y quedaron fijos sin que el uno ni la otra hicieran ningún movimiento. Aquella mirada tranquila y recíproca del marido y de la esposa que tienen confianza mutua, era como el primer momento de reposo o de seguridad después de una gran fatiga o de un gran peligro. No debía ser turbado ni por palabra ni por ademanes que impidieran sentir los primeros goces del apaciguamiento.

Pero muy luego Godfrey le tendió la mano, y al entregarle Nancy la suya, atrajo a su mujer hacia sí, y dijo:

—¡Todo ha concluido!

Siempre de pie al lado de él, Nancy se inclinó para darle un beso; luego le dijo:

—Sí, temo que nos veamos obligados a renunciar a la esperanza de tenerla por hija. No sería razonable que quisiéramos hacerla venir a nuestra casa contra su voluntad. No podemos cambiar su educación ni el resultado de ella.

—No—respondió Godfrey con un acento claro y decisivo que contrastaba con su palabra generalmente negligente y floja—. Hay deudas que no es posible pagar como las deudas de dinero, dando una compensación por los años transcurridos. Mientras que yo difería continuamente, los árboles han crecido... Ahora es demasiado tarde. Marner tenía razón en lo que decía respecto del hombre que aleja de su puerta una bendición; esa bendición le toca a otra persona. Antes, Nancy, quise pasar por no tener hijos. Hoy pasaré contra mi voluntad por no tenerlos.

Nancy no habló en seguida, pero un momento después preguntó;

—¿No dirás entonces que Eppie es vuestra hija?

—No; ¿qué bien resultaría de eso para nadie?... al contrario, sería un mal. Haré por ella todo lo que pueda en la condición que ha escogido. Pero es necesario que sepa con quién tiene la intención de casarse.

—Si no hay utilidad en decir eso—repuso Nancy, que ahora se creía autorizada, para aliviarse, a dar paso a un sentimiento que había tratado de sofocar hasta entonces—, os agradeceré que le evitéis a papá y a Priscila el pesar de saber las cosas del pasado, salvo lo concerniente a Dunsey, porque esto no se puede evitar...

—Lo diré en mi testamento... creo que lo diré en mi testamento. No me agradaría que se descubriera nada después de mi muerte; como ese asunto relativo a Dunsey—dijo Godfrey con aire meditabundo—. Pero sólo vería surgir dificultades si hablara ahora. Es necesario que haga lo posible para que Eppie sea feliz a su manera. Se me ocurre una idea—agregó, después de detenerse un instante—. Aarón Winthrop es su novio, es a él a quien quiso referirse. Recuerdo que vi a ese joven volviendo de la iglesia con ella y con Marner.

—Pues bien; es muy sobrio y laborioso—dijo Nancy, tratando de encarar las cosas del modo más favorable que era posible.

Godfrey volvió a caer en sus reflexiones. En seguida miró a Nancy con tristeza y dijo:

—Es una joven muy graciosa y bonita, ¿no es verdad, Nancy?

—Sí, amigo mío, tiene vuestros cabellos y vuestros ojos; me sorprendió que eso no me hubiera llamado la atención antes.

—Me parece que me tomó aversión al saber que era su padre; noté que cambiaba de actitud al oír mi declaración.

—Le fue imposible soportar la idea de no considerar a Marner como su padre—dijo Nancy, que no deseaba confirmar la dolorosa impresión de su marido.

—Ella se imagina que yo procedí con su madre así como con ella misma. Me cree peor de lo que soy. Pero no hay medio de impedir que así lo crea; jamás podrá saberlo todo. Es una parte de mi castigo, Nancy, que mi hija sienta aversión por mí. No hubiera tenido nunca estos disgustos si hubiera sido sincero para con vos; si no hubiera sido un insensato. Yo no tenía derecho a esperar sino males de semejante casamiento, sobre todo evitando el cumplir mis deberes de padre.

Nancy permanecía silenciosa; su espíritu lleno de rectitud no le permitía que tratara de embotar la punta aguda de lo que consideraba como un justo remordimiento; un acento de cariño templaba el tono que había tomado para acusarse a sí mismo.

—Y os obtuve, a pesar de todo, Nancy. Sin embargo, he murmurado, he estado descontento porque me faltaba otro bien, como si lo mereciera.

—Jamás faltasteis a vuestro deber para conmigo, Godfrey—dijo Nancy con una sinceridad tranquila—. Mi sola pena desaparecerá si os resignáis a la suerte que os ha tocado.

—Pues bien, quizás sea tiempo aún de que me reforme bajo ese respecto; bien que sea demasiado tarde para hacer ciertas cosas, a pesar de lo que dice el porvenir.

XXI

Al día siguiente, cuando estaban almorzando, Silas dijo a Eppie:

—Hay una cosa, Eppie, que tengo la intención de hacer desde hace dos años. Ahora que el dinero nos ha vuelto, la podemos poner en ejecución. He reflexionado en ello mil veces esta noche, y como los días hermosos duran todavía, me parece que partiremos mañana. Dejaremos la casa y todo lo demás al cuidado de vuestra madrina; haremos un pequeño equipaje y nos pondremos en camino.

—¿Para ir a dónde, papaíto?—dijo Eppie muy sorprendida.

—A mi antiguo país... a la ciudad en que nací... al Patio de la Linterna. Deseo ver al señor Paston, el pastor; quizá se haya descubierto algún indicio que haya permitido reconocer que yo era inocente del robo. El señor Paston era un hombre que tenía muchas luces. Quiero conversarle también de la costumbre de «echar a la suerte». También me gustaría hablar de la religión de aquí, porque me inclino a creer que no la conoce.

Eppie se puso muy contenta. Había para ella no sólo la perspectiva de la sorpresa y del placer de ver un nuevo pueblo, sino la de volver a contarle a Aarón todo lo que hubiera visto y oído. Aarón era tanto más instruido que ella en todas las cosas, que le sería muy agradable tener esa pequeña ventaja respecto de él. La señora Winthrop, que tenía un temor vago de los peligros inherentes a un viaje tan largo, exigió que le dieran la seguridad de que los viajeros no irían más allá de las regiones servidas por las diligencias y las lentas carretas. Estaba muy contenta, sin embargo, de que Silas volviera a ver su pueblo y descubrir si lo habían justificado de la falsa acusación de que había sido objeto.

—Así tendríais el espíritu más tranquilo durante el resto de vuestra vida, maese Marner—dijo Dolly—, estoy segura. Y si hay medio de obtener algunas luces en el Patio de la Linterna de que habláis, como tenemos necesidad de ellas en este mundo, yo misma me alegraré de que podáis traerlas con vos.

En fin, cuatro días después Silas y Eppie, vestidos con sus ropas del domingo y con un lío envuelto en un pañuelo de tela azul, atravesaban las calles de una gran ciudad manufacturera. Silas, desorientado por los cambios que un lapso de treinta años había introducido en su ciudad natal, acababa de detener sucesivamente a varias personas para preguntarles el nombre de la ciudad y convencerse de que no estaba bajo la influencia de un error.

—Preguntad dónde queda el Patio de la Linterna, padre, preguntádselo a ese señor que tiene agujetas en el hombro y que está parado en la puerta de esa tienda. No está apurado como los otros—agregó Eppie, bastante afligida por la perplejidad de su padre, y, además, bastante cohibido en medio del ruido, del movimiento y de la multitud de fisonomías extrañas e indiferentes.

—¡Ah! hija mía, no sabrá decir nada—dijo Silas—; las gentes de la burguesía no iban nunca al Patio de la Linterna, pero quizá alguien sepa decirme dónde queda la casa de la Prisión, en la que se encuentra la cárcel. Conozco mi camino desde allí, como si lo hubiese visto ayer.

Llegaron con bastante dificultad a la calle de la Prisión, después de dar muchas vueltas y preguntando muchas veces el camino. Los muros repulsivos de la cárcel fue el primer objeto que correspondiera con alguna imagen en la memoria de Silas, dándole la alegre certidumbre que no le había proporcionado ninguna seguridad relativa al hombre de la ciudad, que estaba en el lugar de su nacimiento.

—¡Ah!—dijo respirando largamente—, ésa es la cárcel, Eppie; no ha cambiado nada; ahora yo no estoy inquieto. Es la tercera calle a la izquierda, más allá de las puertas. Este es el camino que debemos seguir.

—¡Oh! ¡qué feo sitio tan sombrío!—dijo Eppie—. ¡Cómo oculta el cielo! Es peor que el asilo de pobres de Raveloe. Me alegro mucho de que no viváis más en esta ciudad, padre. ¿El Patio de la Linterna es como esta calle?

—Mi querida hija—dijo Silas sonriendo—; no es una calle ancha como ésta. Yo tampoco me sentí nunca a gusto en esta calle grande; pero me gustaba el Patio de la Linterna. Aquí me parece que están cambiadas todas las tiendas; no las reconozco, pero reconoceré la calle porque es la tercera. Esta es—dijo con acento de satisfacción al llegar a un pasaje estrecho—. Ahora tenemos que tomar de nuevo a la izquierda y después seguir derecho durante un corto trecho, subiendo la calle de los Zapatos; entonces estaremos en la entrada del Patio, junto a la ventana saliente. En ese sitio hay un arroyo en la calle para permitir que corra el agua. ¡Ah! ¡me parece que veo todo eso!

—¡Oh! papá, me siento como si me ahogara. No hubiera podido creer que hubiese gente que viviera de este modo, tan aglomerada. ¡Qué lindas nos van a parecer las Canteras al regresar!

—Hija mía, a mí también me parece esto feo ahora, y además hay mal olor. No puedo convencerme de que el olor fuera antes tan desagradable.

Aquí y allí, la cara lívida y sucia de algún vecino miraba a los extranjeros desde el paso obscuro de las puertas, y aumentaba la inquietud de Eppie. De modo que sintió un alivio que desde hacía rato deseaba cuando salieron de los pasajes estrechos para penetrar en la calle de los Zapatos, en la que se veía una faja más ancha de cielo.

—¡Oh! ¡Dios mío!—dijo Silas—; esas gentes salen del Patio de la Linterna, como si volvieran de la capilla, a esta hora del día, a las doce, un día de trabajo.

De pronto se estremeció y permaneció inmóvil, con la mirada perdida y desesperada que alarmó a Eppie. Se encontraban delante de una entrada, frente a una gran manufactura. De aquella entrada salían oleadas de hombres y de mujeres, que iban a hacer su comida de mediodía.

—Padre—dijo Eppie, tomándole de los brazos—, ¿qué os sucede?

Pero tuvo que hablarle varias veces seguidas antes de que él acertara a responderle.

—Ha desaparecido, hija—dijo al fin, con una agitación violenta—. El Patio de la Linterna ha desaparecido. Es aquí donde debía alzarse, porque ésta es la ventana salediza. La reconozco, no la han cambiado; pero han hecho esa nueva entrada; y, además, esa gran manufactura. Todo el Patio ha desaparecido, la capilla y todo lo demás.

—Venid a sentaros en esta tienda de cepillos, papá, os lo permitirán—dijo Eppie, siempre sobre el quién vive, con el temor de que su padre fuera a ser presa de uno de sus extraños ataques—. Quizás los dueños puedan deciros todo lo que ha pasado.

Pero ni el vendedor de cepillos que vivía en la calle de los Zapatos desde hacía diez años, cuando la fábrica ya había sido construida, ni ninguna otra persona a quien Silas tuvo ocasión de dirigirse, pudieron darle el menor dato sobre sus antiguos amigos del Patio de la Linterna, o sobre el señor Paston, el pastor.

—Toda la vieja plaza ha desaparecido—dijo Silas a Dolly Winthrop, la tarde que regresaron—, el pequeño cementerio y todo lo demás. Mi antigua casa ya no existe, ahora no tengo más que ésta. Nunca sabré si se descubrió la verdad respecto del robo, ni si el señor Paston hubiera sido capaz de darme algunos esclarecimientos sobre la costumbre de echar a la suerte. Todo eso está obscuro para mí, señora Winthrop y mucho me temo que así suceda hasta el fin.

—Pues, sí, maese Marner—dijo Dolly, que estaba sentada escuchándole, con su rostro tranquilo, ahora encuadrado de cabellos canos—, yo también temo; es la voluntad de Aquel que está allá arriba, que muchas cosas permanezcan obscuras para nosotros; pero hay algunas que nunca lo han estado para mí; son principalmente las que me vienen al espíritu durante el trabajo del día. Habéis sido duramente puesto a prueba esta vez, maese Marner, y me parece que nunca sabréis la verdadera razón; sin embargo, eso no quita que esa razón exista, bien que la cosa sea obscura para vos y para mí.

—No—dijo Silas—, no; eso no quita que exista. Desde la época en que la niña me fue enviada y en que comencé a quererla como si fuera mía, recibí bastantes luces para tener confianza, y ahora que ella dice que no me dejará nunca, creo que tendré confianza hasta mi muerte.

CONCLUSIÓN

En Raveloe había una época del año que era considerada como particularmente conveniente para casarse. Era cuando las grandes lilas y los grandes evónimos de los jardines a la moda antigua lucían sus ricos tintes de oro y de violeta por encima de los muros coloreados por los líquenes, y que había terneros bastante jóvenes como para reclamar los grandes baldes de leche perfumada. Las gentes estaban menos ocupadas de lo que estarían más adelante, cuando llegara la época de fabricar los quesos y la siega. Además, en esta época una novia podía estar cómoda con un traje liviano, y que le permitiera lucirse.

Felizmente, el sol derramaba rayos más cálidos que de costumbre sobre las matas de lilas la mañana del casamiento de Eppie, porque su traje era muy liviano. Ella había pensado a menudo, bien que fuera con una idea de renunciamiento, que un traje de novia para ser perfecto debía ser de algodón blanco, sembrado a largos trechos con florecitas rosadas minúsculas. Así es que cuando la señora Godfrey Cass le quiso dar uno y le pidió que eligiera, Eppie estaba preparada por una reflexión anterior para dar sin hesitación una respuesta decisiva.

Vista a cierta distancia, en el momento en que caminaba a través del cementerio y descendía a la aldea, Eppie parecía vestida de blanco inmaculado, y sus cabellos producían el efecto de esos reflejos de oro que se ve en las azucenas. Una de sus manos se apoyaba en el brazo de su marido y con la otra oprimía la de su padre Silas.

—¡Vos no vais a darme a otro, padre mío!—había dicho antes de que partieran para la iglesia—; no haréis más que adoptar a Aarón como hijo.

Dolly Winthrop seguía detrás con su marido, y ése era todo el cortejo nupcial. Había muchos ojos que los miraban y la señorita Priscila estaba muy contenta de que ella y su padre se hubieran encontrado, al llegar en coche a la puerta de la Casa Roja, a tiempo precisamente para ver aquel lindo espectáculo. Habían ido a acompañar a Nancy ese día, porque el señor Cass se había visto obligado, por razones particulares, a ir a Lytherley. Esto parecía ser una gran lástima, porque de otro modo hubiera podido ir, como el señor Crackenthorp y el señor Osgood no dejarían de hacerlo, a ver la comida de bodas que había sido encargada en la taberna del Arco Iris, en razón del gran interés que le inspiraba naturalmente el tejedor, perjudicado por un miembro de su familia.

—Yo hubiera deseado mucho que Nancy hubiera tenido la suerte de encontrar una niña como ésa para criarla—dijo Priscila a su padre, estando sentados en el cabriolé—. Yo hubiera podido pensar entonces en algo joven, además de los corderos y los terneros.

—Sí, querida, sí—dijo el señor Lammeter—; se siente eso cuando se entra en años. La vida les parece triste a los ancianos. Necesitarían tener algunos rostros jóvenes a su alrededor para estar seguros de que el mundo siempre es como antes.

Nancy se asomó entonces para recibir a su padre y a su hermana; pero el cortejo ya había pasado frente a la Casa Roja y se dirigía hacia la parte más humilde de la aldea.

Dolly Winthrop fue la primera en adivinar que el anciano señor Macey, cuyo sillón había sido colocado delante de la puerta, esperaba que se tendría con él alguna atención particular, puesto que era demasiado viejo para asistir a la comida de bodas.

—El señor Macey espera alguna palabra de nuestra parte—dijo Dolly—; se ofendería de que pasáramos sin decirle nada... a él, que está tan mortificado por el reumatismo.

Se aproximaron, pues, para darle un apretón de manos al anciano. Había contado con esta circunstancia y premeditado su discurso.

—¿Qué tal, maese Marner?—dijo con voz que temblaba un poco—; he vivido para ver mis palabras realizarse. Fui yo el primero que dijo que erais inofensivo, bien que vuestra mirada no os fuese favorable, y fui yo también el primero que os dijo que encontraríais vuestro dinero y sólo es justicia que os haya vuelto. Yo hubiera respondido de buena gana los amén en el santo oficio del casamiento; pero hace ya mucho tiempo que Tookey me reemplaza; espero que las cosas no saldrán peor por eso.

En el patio, al aire libre, delante de la taberna del Arco Iris, ya estaba reunido el grupo de los invitados, aunque todavía faltara una hora para el momento en que se daría comienzo a la comida. Pero de ese modo, cada cual podía esperar agradablemente la llegada de su placer. Así se podía además hablar con calma de la extraña historia de Silas Marner, y de llegar poco a poco a la justa conclusión de que se había atraído una bendición, conduciéndose como un padre con una criatura que había quedado sin madre y abandonada. El propio herrador no rechazaba esta opinión; por el contrario, la consideraba como particularmente suya, e invitó a toda persona valiente entre los que estaban presentes a combatirla. Pero no encontró ningún contradictor, y todas las disidencias de los concurrentes desaparecieron en la aceptación unánime del señor Snell, de que cuando un hombre había merecido su buena suerte, era un deber de todos sus vecinos felicitarlo.

Al aproximarse el cortejo nupcial una aclamación cordial se elevó en el patio de la taberna, y Ben Winthrop, cuyas bromas habían conservado su sabor agradable, opinó que era conveniente entrar para recibir las felicitaciones. No sentía la necesidad de entrar a descansar un momento en las Canteras, como le habían propuesto, antes de reunirse a los invitados.

Eppie tenía ahora un jardín mucho más grande de lo que nunca había esperado poseer, y el propietario, señor Cass, había hecho muchas mejoras para responder a las necesidades de la familia Silas, vuelta más grande. Porque tanto ésta como Eppie habían declarado que preferían seguir viviendo en las Canteras a ir a ocupar otra casa. El jardín había sido cercado con piedras por ambos costados; pero al frente había una verja, a través de la cual las flores brillaban con alegría para contribuir a la felicidad de las cuatro personas unidas que discurrían frente a ellas.

—Padre mío—dijo Eppie—, ¡qué linda casita tenemos! No creo que se pueda ser más feliz que nosotros.

FIN