The Project Gutenberg eBook of Filosofía Americana: Ensayos

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Title: Filosofía Americana: Ensayos

Author: Enrique Molina

Release date: November 13, 2013 [eBook #44173]
Most recently updated: August 29, 2020

Language: Spanish

Credits: E-text prepared by Adrian Mastronardi, Carlos Colon, Rachael Schultz, and the Online Distributed Proofreading Team (http://www.pgdp.net) from page images generously made available by Internet Archive/American Libraries (https://archive.org/details/americana)

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FILOSOFÍA
AMERICANA


ENRIQUE MOLINA

FILOSOFÍA
AMERICANA

ENSAYOS

image1

PARÍS
CASA EDITORIAL GARNIER HERMANOS
6, RUE DES SAINTS-PÈRES, 6


[1]

FILOSOFÍA AMERICANA

LA LIBERTAD, EL DETERMINISMO Y LA RESPONSABILIDAD

SUMARIO

I. — Las ideas de libertad y el determinismo.
II. — El determinismo y su influencia sobre la acción humana y el pensamiento.
III. — La libertad absoluta.
IV. — El determinismo psíquico y las ideas nuevas.
V. — La fuerza coordinadora de la voluntad y la libertad virtual.
VI. — El determinismo social y el individuo.
VII. — El fundamento de la responsabilidad.
VIII. — El sentimiento de responsabilidad y su educación.—Conceptos definitivos de libertad y responsabilidad.

Que una discusión haya agitado a las inteligencias durante siglos, no es motivo para dejarla de la mano, sin tentar antes el ensayo de probar una de dos cosas: o alguna solución que se encuentre, o que la cuestión es insoluble.

[2] En este caso se halla la secular polémica sobre el determinismo y el libre albedrío.

Creo que esta contienda se ha enmarañado por falta de claridad sobre los conceptos discutidos, de donde ha resultado que se ha confundido el determinismo con el fatalismo; se ha buscado para la libertad y responsabilidad un sentido absoluto que no pueden tener: no se ha visto que es inconcebible la actividad voluntaria sin determinaciones que la encaminen, de donde proviene una conciliación entre la única libertad práctica y posible y el determinismo; y no se ha pensado que basta al mantenimiento de la vida social y moral la responsabilidad relativa que emana de la convivencia y solidaridad de los hombres y no es incompatible con el determinismo.

Estas ideas y otras que digan relación con ellas van a ser la materia de este ensayo.

I
LAS IDEAS DE LIBERTAD Y EL DETERMINISMO

Cuando decimos que un hombre goza de libertad o que alguien tiene conciencia de su libertad, pensamos atribuir una cualidad a esos sujetos;[3] pero, en realidad, sólo empleamos respecto de ellos un término abstracto cuya comprensión es muy variada.

El populacho y el demagogo que deliran de entusiasmo cuando se les habla de su sagrada libertad, que serían capaces de colgar de un farol a alguien que la negara, el tribuno ilustrado que defiende la libertad de testar, y de la prensa, y el metafísico que aboga por la libertad absoluta, cubren con la misma palabra cosas muy distintas.

Veamos, así, primero, los sentidos que son propios del concepto de libertad y, en cada caso, las relaciones que pueden ligarlo al determinismo o hacerlo incompatible con él.

Empezaremos por la libertad empírica o externa.

Ésta consiste en la facultad de hacer lo que se quiere, en la falta de coerción exterior; en la facultad de convertir en acto lo que indica el motivo que más se quiere, aunque más acertado sería decir, no que uno puede decidirse por el motivo que más quiere, sino que uno quiere al motivo que más puede sobre uno; porque, en cuanto a la ejecución del acto, ¿será posible que alguien no obre en definitiva según el motivo que más puede sobre él? Hacia donde enderece su acción, obrará siempre impulsado por el motivo que más imperio tenga sobre él en ese momento.

En sentido empírico se dice que un hombre[4] consagrado a una profesión liberal es libre y que un empleado no lo es. Frecuente caso es considerar la falta de libertad sólo desde el punto de vista de la sujeción a otro hombre y no tomar en cuenta las causas que coartan, que impiden o tuercen de mil maneras nuestras acciones.

Conocí un corredor de comercio que se jactaba de ser libre, de no depender de nadie. Todas las mañanas debía irse antes de las siete a un puerto vecino al lugar de su residencia y lidiar allí hasta la tarde con cargadores, fletadores, empleados de los ferrocarriles, etc. Este hombre libre regresaba generalmente molido a su casa ya entrada la noche. Dentro de esta manera de entender la libertad se habla de las cadenas del matrimonio, de la sujeción de las mujeres y de los hijos de familia, y de la independencia de los hombres solteros.

El conferir al Estado mayor o menor suma de atribuciones, la fijación de los derechos y de las relaciones de los individuos, las controversias de los feministas y antifeministas y las luchas entre socialistas e individualistas, giran alrededor de la libertad empírica; es decir, se trata en estos problemas de fijar lo que los individuos o grupos de individuos tengan el derecho de hacer o no hacer. En este mismo sentido se habla de los pueblos que combaten por su independencia o que son celosos de ella, de los héroes de las libertades cívicas y, en una palabra, de to[5]dos los casos en que hay lucha por el derecho.

La libertad de que hablamos comprende en primer lugar el dominio sobre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Moverse, viajar y poner el sello de las fuerzas personales en un objeto exterior; sentir la conciencia sin imposiciones extrañas a la propia personalidad y pensar según inspiraciones íntimas, son atributos de la libertad empírica. Simmel[1] agrega a estos atributos la propiedad y la soberanía sobre otros hombres. Es claro que si mi libertad consiste en hacer lo que quiero, respecto de los objetos exteriores, puedo hacer más mientras mayor número de objetos o bienes posea. «Así es la posesión de objetos exteriores, un simple aumento o extensión de la propia libertad personal». Pero agrega nuestro autor, «la libertad aumenta con la propiedad sólo hasta ciertos límites; después más bien disminuye. Hay cierta cantidad de bienes, más allá de los cuales la voluntad, por decirlo así, no deja sentir su acción sobre ellos, que es en lo que consiste la libertad.»

«El deseo y la codicia pueden naturalmente seguir adelante, pero éstos evidencian su falta de finalidad en el descontento que sigue al logro de su ambición. En tanto que una exorbitante cantidad de riquezas se acumulan en una mano, otros carecen de lo necesario para su libertad.[6] El principio del máximum de libertad exige que el máximum de la propiedad se coloque donde el hombre pueda poner a los objetos exteriores el sello de su voluntad.» Para mayor claridad, yo agregaría que el propietario hiciera sentir sobre los objetos de su propiedad la acción de su trabajo.

No se me ocultan dos cosas a este respecto: que esta fórmula, aun con la explicación adicional, es demasiado vaga; y que dilatar el concepto de libertad, hasta encerrar dentro de él el de propiedad, es lanzarse en divagaciones que se prestan a la confusión de ideas.

Mayor estiramiento, si se quiere, significa el otro pensamiento de Simmel, de que la libertad llega a coincidir con el ejercicio de soberanía sobre otros hombres.

En esta situación deben de haberse colocado el señor feudal al frente de sus siervos, y el patricio romano respecto de sus centenares de esclavos. Un caso concreto en que se ha llamado libertad al dominio sobre los demás, nos ofrece la historia de la llamada libertad de la iglesia.

Toda la historia de la Edad Media, desde Carlomagno hasta Gregorio VII, nos muestra el proceso de la creciente emancipación de la Iglesia respecto del Estado, y, al mismo tiempo, en proporción al aumento de la libertad e independencia de aquélla, va desarrollándose su poder sobre el Estado. La «Independencia del Mundo», [7] que era la voz de orden de la Iglesia, y del sacerdocio, les sirvió a éstos para la «dominación del mundo».

Como en el caso anterior, relativo a la propiedad, hay en el recién apuntado, referente al dominio sobre los demás hombres, confusión entre los términos poder y libertad. Lo más que puede decirse, es que el poder aumenta la capacidad de obrar encaminada a ciertos fines. ¿Y no la coarta también por otros lados?


En relación inmediata con la libertad empírica se halla la que se define como el dominio sobre sí mismo. Proceder de acuerdo con las sugestiones de la propia personalidad, ilustrada por una conciencia reflexiva, es inherente a este aspecto del concepto de libertad. Es libre en este sentido, el espíritu que no se siente arrastrado ni por los vicios ni por las pasiones, y sabe sostener un criterio suyo ante las falaces preocupaciones y sugestiones sociales vulgares. Es libre, en una palabra, el que manifiesta individualidad y carácter, el que combate por su independencia, porque si no hay obstáculos que vencer, no hay libertad. Como dijo el poeta: «Sólo [8] es digno de la libertad y de la vida, el que se las conquista día a día».


En las dos grandes maneras de entender la libertad que hemos examinado, no se presenta ninguna oposición entre el determinismo y la libertad, o, más bien, entre el determinismo y la posibilidad de ejecutar una acción u otra de varias que se ofrecen a la voluntad. Lo único que afirma el determinismo es que la preferencia que triunfa resulta de causas anteriores, o hereditarias, o sociales que arrastran al individuo. En ninguno de los ejemplos apuntados faltan las causas determinantes. La vida del profesional, del hombre soltero, de la sufragista, del individualista o del socialista, con toda la libertad de que alardean, están encaminadas por motivos poderosos que constituyen la explicación de su existencia. La historia de los pueblos civilizadores o amantes de su autonomía, la de los héroes e individualidades eminentes obedecen a causas anteriores que, por lo menos en sus líneas generales, arrojan luz también sobre el origen de sus hechos y creaciones.

El determinismo en vez de poner trabas a la acción de esas personalidades es su guía más [9] seguro, porque para hacer algo, para modificar algo, para producir un efecto sobre las cosas, es preciso conocer, o científicamente o empíricamente, las causas capaces de engendrar los efectos que se desean. La ciencia es el determinismo, y el empirismo, en cuanto procede acertadamente, coincide también con el determinismo. Imaginaos a los fenicios y su dominio sobre el Mediterráneo y no comprenderéis que hayan ignorado los movimientos de los astros que les servían de guías, la acción del viento, la fuerza de las corrientes y otras nociones prácticas del arte de la navegación. Imaginaos a los ingleses ignorando las grandes leyes de la ingeniería y aspirando a cruzar el África con líneas férreas y a manejar el agua del Nilo por medio de gigantescas represas. Los negros del Congo, al cruzar su caudaloso río, en piraguas movidas a remo, darían pruebas de más sabiduría que ellos. Imaginaos a los holandeses, a esos creadores de una parte de nuestro planeta, aspirando a poner diques al mar e ignorando al mismo tiempo las leyes de la hidráulica y la capacidad de resistencia de sus materiales. Serían menos discretos que los niños que juegan con la arena de la playa en una mañana de verano. Imaginaos a los alemanes, a los suecos, a los norteamericanos, luchando por levantar a los pueblos por medio de la educación y consiguiéndolo; y suponed que no se han acordado de principios de psicología [10] y pedagogía, y veréis que incurrís en un contrasentido manifiesto.

Toda la obra de la cultura humana, toda la acción del hombre sobre las cosas para transformarlas y adaptarlas a sus necesidades; y toda la actividad gastada sobre los hombres mismos en virtud de la educación, han sido el fruto de la aplicación inconsciente o consciente del determinismo, inconsciente en el caso del empirismo primitivo y consciente en el caso de las deducciones científicas. Hasta el orador sagrado que trata de inculcar en sus oyentes una opinión, una dirección dada, hasta el profesor que enseña en su cátedra la doctrina del libre albedrío, y hasta el polemista que escribe artículo tras artículo para atacar el determinismo, proceden como los más consumados deterministas porque cuentan con que sus palabras, sus lecciones y sus artículos han de ser causas suficientes a producir los efectos que ellos calculan y desean en sus oyentes, discípulos y lectores. Y esta confianza en una relación causal segura, es una mera aplicación y aprovechamiento del determinismo.

II
EL CONCEPTO DE DETERMINISMO Y SU INFLUENCIA SOBRE LA ACCIÓN HUMANA Y EL PENSAMIENTO

Un mundo no regido por el determinismo [11] sería fatal para el hombre y para la existencia de la vida en general.

Negar el determinismo es negar la ley de causalidad, o sea las relaciones constantes y proporcionales que existen entre hechos pasados y hechos futuros, entre antecedentes y consecuentes, entre causas y efectos. Si se niega este orden de cosas, es menester aceptar que la causa que ayer produjo un efecto dado, ha de poder ocasionar mañana, en igualdad de circunstancias, consecuencias enteramente imprevistas. Así no debería sorprendernos que una substancia, que teníamos por alimento sano y nutritivo, se convirtiera de un día a otro en un veneno mortal; que la neurosina que en una ocasión robusteció los nervios de un neurasténico, en otra agravara su mal; ni que un perro o un gato pasara en el trascurso de una noche a ser ave de rapiña. No se diga que esta es una puerilidad que desentona en una discusión filosófica. No; es una consecuencia perfectamente lógica y necesaria dentro de la negación del determinismo. En la situación que suponemos, nuestra propia personalidad no tendría tampoco ninguna consistencia, porque los procesos que la mantienen son procesos causales que, en lo esencial, constituyen una repetición ordenada de fenómenos determinados por la herencia orgánica y por el medio que nos rodea. La vida no podría existir en un mundo no sometido al imperio de causas y efectos [12] encadenados por una relación constante y regular, que permiten las adaptaciones y previsiones necesarias al mantenimiento de los organismos. Si no, habría que suponer en éstos una capacidad verdaderamente mefistofélica para efectuar en sí mismos transformaciones instantáneas, y tales avatares mágicos son inconcebibles.

Por más que nuestro conocimiento de las cosas sea y haya de permanecer siempre incompleto, y a pesar de que el principio de causalidad natural tenga un carácter hipotético, la verdad es que el determinismo nos ofrece los únicos ensayos de interpretación y explicación de los hechos que puede alcanzar nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia se orienta en medio del complejo conjunto de los fenómenos, estableciendo entre ellos semejanzas y diferencias, antecedentes y consecuentes. La comprensión por identidad consiste en hacer un reconocimiento, establecer una semejanza, que descansa en definitiva sobre la uniformidad esencial de las cosas, como cuando se dice que se comprende un lenguaje cuando se conoce el sentido propio de sus voces. La comprensión por racionalidad es un caso de identidad, porque la conclusión es el resultado de la combinación de las premisas; por ejemplo: A = C, porque A = B y B = C. La comprensión causal consiste en explicar un consecuente por sus antecedentes, en reducir un [13] hecho desconocido a otro conocido, en aprovechar la identidad fundamental de la naturaleza, formulando principios que han de tener al mismo tiempo el carácter de racionalidad lógica. Tratar de interrumpir en cualquier momento la explicación causal determinista, es renunciar a toda explicación. Es lo que sucede, por ejemplo, con el problema de la libertad incondicionada de la voluntad y con el del origen primero de las cosas (cuestiones más metafísicas que científicas). Este caso, los que renuncian a la interpretación por medio de la causalidad natural deben decir: He aquí el misterio.


Vamos a hacer ahora una comparación entre ciertas supuestas virtudes que se atribuyen al libre albedrío y los defectos correspondientes que hacen recelar del determinismo. Creemos que pueden resultar de ella caracteres inesperados, que generalmente no se observan por falta de un análisis detenido de la cuestión.

A primera vista se presenta la doctrina del libre albedrío como una enseñanza capaz de infundir aliento, enaltecedora de la voluntad y celosa de la dignidad humana; y el determinismo, al contrario, como un evangelio depresivo de las fuerzas del espíritu, tiránico, casi [14] humillante. Sin embargo, ¡cuánta diferencia en la realidad! No es exagerado decir que todo el incremento de sus libertades positivas, reales y prácticas se las debe el hombre a las concepciones deterministas. Algo de la prueba de lo que acabamos de afirmar hemos adelantado ya con lo dicho en el artículo anterior respecto de la obra civilizadora de los pueblos y de los grandes hombres.

Siendo evidente que el aumento de poder sobre los objetos exteriores, de dominio sobre la naturaleza, significa aumento de libertad, y siendo que ese poder y ese dominio no se han adquirido sino por medio de la ciencia o del empirismo, que es su precursor, teniendo ambos de común la fe en el determinismo, es claro que las aplicaciones deterministas de la actividad humana al mundo exterior han producido un aumento de las libertades humanas prácticas.

Pero no es esto sólo. En la existencia histórica y social, los verdaderos enaltecedores de la personalidad humana, los que luchan por abrirle nuevos horizontes, los que confían en ella, son los deterministas y no los librearbitristas.

Por lo general, todo librearbitrista es tradicionalista, o, al menos si se dice que tal afirmación es caprichosa e infundada, no se podrá negar que todo tradicionalista es librearbitrista. Establecemos esta relación como un hecho característico, sin entrar a ver si por razón de ella [15] hay algo de defectuoso en el librearbitrismo. Y es característico el hecho, por cuanto no sería fácil encontrar un tradicionalista que sea determinista. Si el tradicionalismo se une fácilmente con el librearbitrismo y le repugna el determinismo, es posible que esto resulte de que haya entre aquellos identidades esenciales. Lo cual quiere decir,—por lo menos cuando el tradicionalismo y la doctrina del librealbedrío vayan coligadas, caso que es frecuente,—que para los librearbitristas el hombre ha de marchar, social, económica, jurídica y religiosamente, por las sendas seculares señaladas por las huellas de las generaciones pretéritas, sin dejarle la posibilidad de descubrir en esos campos caminos nuevos y mejores. Y a esto debe resignarse el hombre, a pesar de su libre albedrío. Entretanto, el determinista es, por lo común, novador. Supone en el hombre una potencia mental creadora, que dentro del devenir general de las cosas,—devenir inherente también a la naturaleza de las sociedades humanas,—inventa las formas nuevas que reclama el desarrollo social. El determinista atribuye al hombre la capacidad de enriquecer con infinitas posibilidades los campos de su acción, y lo impulsa a que aumente así la esfera de sus libertades.

He aquí una segunda oposición curiosa. El determinista comulga en la generalidad de los casos con el libre pensamiento, mientras que el [16] librearbitrista es también, en la generalidad de los casos, contrario a él. Aquel supuesto enemigo de la libertad, le dice al hombre: «Hijo de la tierra, eres el portador de la forma más excelsa de vida, de la razón que se ha formado en ti, y mediante cuyo uso puedes aspirar a resolver los enigmas del mundo. Aplícala con método a examinarte a ti mismo y a estudiar lo que te rodea, y cuenta con que no existe poder en el Universo con derecho bastante a hacerte aceptar lo que tu razón rechace, a hacerte negar lo que tu razón proclame, o a impedirte expresar lo que tu razón te inspire». Y al mismo tiempo, el librearbitrista tradicionalista, emplea las siguientes palabras: «Desconfía de tu razón, criatura humana, no des crédito a lo que tu pensamiento te indica, y sométete sin discurrir a los principios que la tradición te enseña».

La libertad de pensar, a que nos referimos, es la inherente a las funciones de la ciencia, en cuanto ésta reclama como derecho propio la facultad de investigar todos los problemas de valor especulativo, y de dar a luz los resultados de sus investigaciones. En ambos casos no tiene más límites que los impuestos por los principios de la lógica y las necesidades del método.


De las comparaciones que hemos hecho, y [17] cuyos resultados presentamos sólo como proposiciones aproximativas, fluyen, pues, las conclusiones siguientes: que las apariencias engañan cuando se juzga superficialmente del valor que encierran, para la actividad de la voluntad y de la inteligencia, el determinismo y el libre albedrío; que mientras el determinismo estimula y desarrolla las libertades positivas y prácticas de obrar y pensar, el libre albedrío las contraría o las niega; y que el determinismo propende a cultivar la personalidad, a formar individualidades ricas en posibilidades de acción y pensamientos, que conducen a aumentar las únicas libertades posibles de que la humanidad entera puede gozar.

III
LA LIBERTAD ABSOLUTA

Si en las maneras de entender la libertad, examinadas en los párrafos anteriores, no se ve ninguna incompatibilidad entre ese concepto y el determinismo, no sucede igual cosa cuando se considera a la libertad entendida como libre albedrío absoluto.

Que uno pueda hacer lo que quiera (que es en lo que consiste la libertad empírica, como hemos [18] visto), es un hecho que no lleva implícita ninguna idea sobre si la voluntad misma es determinada o indeterminada. Aquí se revela el carácter sumamente abstracto y especulativo del problema de la determinación o indeterminación de la voluntad, que carece de interés en la vida ordinaria y para la generalidad de las personas.

Los hombres son celosos principalmente de sus libertades empíricas, luchan por ellas y por poder hacer lo que quieren, sin preocuparse de inquirir si su voluntad misma es determinada o indeterminada en un sentido metafísico.

De esta suerte, cuando un escritor defiende el libre albedrío absoluto, aduciendo en favor de su tesis, entre otras razones, la de que es un problema de vital interés para la totalidad de los mortales, no logra otra cosa que hacer un juego de palabras, que formular un sofisma derivado del sentido ambiguo del término libertad.

El libre albedrío absoluto, metafísico o filosófico, consiste, según entiendo, en que la voluntad tenga la facultad de optar por una u otra resolución que la solicitan, sin ser arrastrada por ningún motivo extraño a la voluntad misma.

Colocada la voluntad en cualquiera disyuntiva, debe pesar las ventajas de los caminos que se le ofrecen, pero no dejarse dominar por ninguna de ellas, sino que debe esperar el pronunciamiento de esa entidad que lleva en su seno, la libertad, que debe inclinar la balanza en favor [19] de alguno de los caminos que se presentan, sin que se pueda decir al mismo tiempo que ha sido determinada por alguna ventaja ni por ningún móvil de cualquiera clase.

Si vosotros, lectores, podéis armonizar y conciliar estas cosas, hacedlo en buena hora. Por nuestra parte, creemos que, planteado el problema en los términos que acabamos de hacerlo (que son los característicos de la libertad absoluta), no es para la inteligencia más que un enigma, un lío preñado de contradicciones e inconsecuencias.

Veamos algunas:

Esa libertad es una soberana indiferente. Por medio de ella queda sustraída la voluntad a la ley de causalidad, tanto respecto de los demás hombres como del sujeto mismo. Dentro de ella no es posible afirmar si una madre preferirá velar al borde del lecho de su hijo enfermo o irse de paseo. Si dijéramos que habría de quedarse al lado del hijo enfermo, sería establecer un impulso determinante de la voluntad y se desvanecería el libre albedrío indiferente de la madre.

Puesto un jugador impenitente al frente de una mesa de bacarat, no podremos, sin embargo, decir que apuntará a una o a otra carta: en virtud del libre albedrío, debemos considerar que hay una región en su alma que se mantiene del todo indiferente a la tentación del juego. Salvo que se diga que el jugador tiene perdido su libre albedrío.

[20] En conformidad a los cánones de esta idea, no hay un hilo conductor por el cual barruntar lo que hará una persona en un momento dado. Se interrumpe así a cada instante la continuidad de la evolución del ser humano. Cada vez que la voluntad aplica su libre albedrío, debe crear algo de la nada, porque debe desentenderse de los móviles que puedan obrar sobre ella. Se comprende que semejante facultad de la voluntad no debería llamarse libertad, sino capricho, azar o cualquiera otra cosa.

Fouillée, que ha hecho esfuerzos heroicos por salvar la idea de la libertad, se expresa de la manera siguiente sobre el liberum arbitrium indifferentiæ: «Esta moral (científica) está obligada a elevarse sobre el concepto vulgar del indeterminismo o del libre albedrío. Hay en el ser vivo órganos que la lenta evolución de los siglos ha tornado inútiles y que sólo subsisten como vestigios de antiguas edades; del mismo modo, en el dominio intelectual y moral, ciertas ideas parecen destinadas a perder la significación que ellas pudieron tener antaño, a transformarse, so pena de desaparecer.»

«Así sucede con la antigua noción del libre albedrío, en cuanto es concebida subjetivamente como poder incondicional de querer en las mismas circunstancias una cosa o su contraria; objetivamente, como «compatibilidad absoluta e incondicional de las contrarias en un solo y [21] mismo instante, permaneciendo, por lo demás, iguales todas las cosas». (Definición de Renouvier).»

«Lo que se explicaba en otro tiempo por esta decisión imprevista e imprevisible de una voluntad realmente indeterminada en sus fuentes, los psicólogos, los sociólogos y los moralistas tienden a explicarlo por la acción combinada de los factores siguientes: 1.º, carácter adquirido y sus tendencias; 2.º, estado actual de la sensibilidad y ejercicio actual de la inteligencia; 3.º, circunstancias y medio social. Desde el punto de vista de la ética es dudoso que un poder absolutamente indeterminado entre las contrarias, capaz de escoger tan bien la una como la otra, sea él mismo moral. Esta especie de Fortuna personificada en nosotros haría de nuestros actos, como lo ha visto justamente Leibnitz, accidentes desprendidos de nosotros mismos, sin lazo determinado, no sólo con nuestro carácter, sino aun con lo que constituye nuestra individualidad y nuestro yo consciente.»

«Queremos una cosa y habríamos perdido perfectamente, con las mismas disposiciones y en las mismas circunstancias, querer la opuesta. ¿Cómo entonces calificar moralmente e imputarnos un acto tan arbitrario que no es la expresión de nosotros mismos y de nuestra voluntad verdadera, sino un acontecimiento superficial y fortuito, especie de meteoro interior? La casualidad [22] hecha realidad no es más moral que la necesidad hecha realidad». (Morale des idées-forces, p. 270-271).

Haroldo Höffding piensa que si uno quisiera encontrar algún caso real en que se hallara efectivamente en acción ese libre albedrío absoluto, debería ir a buscarlo en los actos de los alienados. Esa doctrina, agrega, hace de cada hombre o un loco, porque suprime todo el encadenamiento propio de las acciones humanas, o un dios, porque hace que cada persona arranque de la nada la substancia de sus actos. (Véase Höffding-Morale, V. Psychologie, VII).


Ahora, ¿cómo puede haber brotado esta concepción en algún cerebro humano? Decir que se tiene conciencia de esa libertad es sentar una proposición que se puede refutar por dos órdenes de razones principalmente. En primer lugar, suponiendo que obtuviéramos por medio de la conciencia una noción de nuestro libre albedrío, esto no sería concluyente. Para la psicología, moderna, la conciencia y el método de la observación interna no constituyen una fuente segura de conocimientos.

Las observaciones que hace uno en su propio [23] yo, y por consiguiente las sugestiones de la conciencia, son falaces, engañosas. La conciencia nada nos dice sobre los fenómenos subconscientes o inconscientes y éstos han adquirido en los últimos tiempos un gran valor en el estudio de la psicología. La conciencia es una especie de gran señora, que no ve los hilos que la manejan, no conoce las tramas que se urden en las capas de lo subconsciente para marcarle rumbos a ella.

Fuera de esta situación desairada de la conciencia que induce a recusarla en cuanto testimonio para asentar una verdad científica, tenemos el hecho de que en realidad nadie, según me parece, puede afirmar que posee la conciencia de su libertad absoluta, es decir, la conciencia de una voluntad que no obre impulsada por móviles que la determinen en un sentido u otro.

Cuando nuestra actividad se ve solicitada por distintas posibilidades de obrar, tenemos conciencia de la lucha que se traba entre los móviles que actúan a favor de las diferentes tendencias. Al fin triunfa alguno, y entonces decimos que hemos resuelto proceder en esa dirección. Llamamos, pues, libertad a la conciencia de la lucha de los móviles; y de esta clase de libertad es la única de que tenemos conciencia.

Cuando decimos que somos libres porque tenemos conciencia de nuestra libertad y queremos dar a entender que somos libres en sentido absoluto, [24] incurrimos en un nuevo sofisma por ambigüedad, porque atribuímos a la conciencia de la libertad un sentido ilimitado que no le es propio, por cuanto la conciencia no presenta ejemplos de una resolución sin motivos. La idea de la libertad absoluta no es más que una creación de filósofos metafísicos y espiritualistas, así como la de tiempo ilimitado lo es de los astrónomos y la de espacio infinito, de los geómetras. Por analogía se pasó de la libertad empírica a concebir la libertad metafísica de la voluntad.

De pensar que se puede hacer lo que se quiera voló la fantasía a imaginarse que se puede querer lo que se quiera. Según Simmel, «el modelo de la libertad humana ha sido la libertad de Dios, que, sin causa, creó el mundo de la nada». Lo que se niega por medio de esta libertad así entendida, es la existencia fuera de Dios de substancias y fuerzas que lo tomaron a Él a modo de punto de tránsito en su desarrollo. Inmediatamente y sólo de Él brotó el mundo, sin que hubiera ninguna necesidad preexistente.

Los gnósticos han atribuído al hombre una facultad análoga a esta libertad divina; y el motivo capital en virtud de que se adorna al hombre con la libertad, descansa en la imposibilidad que existe de derivar de Dios, principio absolutamente bueno, el mal del mundo. Para esto se necesitaba un principio autónomo que fuera para la producción del mal tan independiente [25] de las condiciones exteriores como lo fué Dios para crear el bien. Este principio, el Yo humano, es libre porque su acción brota exclusivamente de él; y, obre bien u obre mal, en él y nada más que en él se halla la fuente única de sus acciones. (Einleitung in die Moralwissenchaft-Cap. Die Freiheit.)

Así se presenta la idea del libre albedrío, no como un dato de la conciencia, sino como el fruto de una necesidad metafísica y teológica, encaminada a hacer responsable al hombre de los males que lo abruman.

Hacer servir a esa idea de base de la moral, es dar a ésta un fundamento deleznable, porque hay irracionalidad lógica en establecer la imputabilidad moral y la responsabilidad sobre un poder caprichoso que se sustrae a toda previsión. Proceder así,—colocando una abstracción como principio de la moral, siendo que las abstracciones son su coronamiento,—es invertir el orden del desarrollo de los hechos.

La moral descansa sobre la educación que cultiva las buenas disposiciones hereditarias y forma hábitos, y en sus comienzos no tiene otra razón de ser que la obediencia y la imitación. Sólo después surgen el sentimiento de la responsabilidad y el de una libertad relativa, que no es indeterminada. Estas concepciones abstractas, como la idea de deber también, constituyen los frutos y no las raíces del árbol de la moral.

[26] Y no se diga, por último, que detenerse a probar la absurdidad de la libertad absoluta es complacerse en darle golpes a un fantasma, que nadie ha pensado en sostener. Porque si los librearbitristas defienden sólo una libertad relativa, defienden, entonces, una libertad limitada, o sea, una actividad determinada por diversos antecedentes, móviles y circunstancias. Como hemos visto en un párrafo anterior, este género de actividad no está reñido con el determinismo. De donde resulta el siguiente dilema: o que los librearbitristas defienden la libertad absoluta, y en este caso son los paladines de un principio absurdo; o que defienden sólo la libertad relativa, y en este caso tienen que comulgar con el determinismo.

IV
EL DETERMINISMO PSÍQUICO Y LAS IDEAS NUEVAS

Algunos filósofos, entre ellos Wundt (Ethik, II, Die Willensfreiheit), al mismo tiempo que dicen que suponer en el espíritu el libre albedrío sería convertirlo en juguete de la casualidad, aceptan el determinismo de la voluntad de una manera restringida y lo designan con el nombre de [27] determinismo psíquico, para distinguirlo del determinismo mecánico. La voluntad, según el determinismo psíquico, se determina por el carácter individual, los antecedentes del individuo y los móviles o motivos que la voluntad acepta como propios. En realidad, esta explicación no es otra cosa que una profesión de fe dualista y un salto del problema del libre albedrío, considerado en sí mismo, al problema de la conciencia, o sea al de las relaciones de los fenómenos físicos con los fenómenos psíquicos. Pero sea como se quiera, si se pretende estudiar los hechos psíquicos de una manera científica hay que reconocerlos como sometidos a una ley de causalidad (llamadla, si gustáis, causalidad psíquica, no olvidando que tiene que ser un principio que establece relaciones de antecedentes a consecuentes) y hay que concebir a la voluntad como determinada por causas... psíquicas, si no se resignan los impugnadores del determinismo a entregarla a los embates del capricho, de la casualidad o a la divina e inconcebible suerte de tener que crear algo de la nada.

La doctrina que aplica la ley de causalidad a la voluntad, sin suponer la existencia de dos substancias distintas, y dando por sentado que todos los fenómenos de la conciencia son el resultado de cambios mecánicos, químicos, y fisiológicos, es una doctrina monista que afirma que lo físico y lo psíquico no constituyen más [28] que dos aspectos distintos de una misma cosa y no dos cosas que no se pueden reducir una a otra.

Dentro del monismo existe un punto vulnerable y que el dualismo aprovecha regocijado para atacarlo con sus propias armas: es el paso de lo fisiológico a lo psíquico. Este fenómeno se halla sustraído hasta ahora a todas las tentativas de la experiencia y, aunque todas las presunciones obran en ese paso en favor del mantenimiento de la ley de la conservación y transformación de la energía, de manera que los hechos psíquicos no puedan ser más que la continuación de fenómenos fisiológicos y físicos anteriores o los concomitantes de éstos, sin embargo, los dualistas repiten que aquello no se ha probado experimentalmente.

En este paso de lo fisiológico a lo psíquico, origen de lo imprevisto que encierran en parte los productos del alma, y en la complejidad de la vida, radican los fundamentos de la ilusión de nuestra libertad.

Vamos a detenernos a examinar una clase de productos psíquicos, que no han llamado como debieran, la atención de los partidarios del libre albedrío. Por lo mismo, no les han exprimido éstos todo el jugo que podrían hacerlos destilar en su favor. Nos referimos a las ideas nuevas.

No hemos encontrado nada que pueda contribuir más al florecimiento de la ilusión de la libertad que el hecho de que el hombre sea capaz [29] de concebir ideas nuevas, de que su mente sea un foco de síntesis creadoras. Cuando un hombre, como la inmensa mayoría de nuestra orgullosa especie, no hace otra cosa que imitar ramplonamente los modelos más vulgares e inmediatos que la vida social le ofrece, cuesta creer que un librearbitrista, por más obstinado que sea, se atreva a adornarlo con la suprema dignidad de su supuesto libre albedrío. Pero cuando otro hombre se presenta con las fulguraciones del genio, del inventor, parece tarea más fácil atribuirle la libertad, que consiste precisamente en sacar algo de la nada.

Es tan alta la condición de la idea nueva, como expresión única, incomparable e irreductible de una individualidad, que cuando se presenta bajo la forma moral la consideramos digna de ser tomada y respetada por su autor como la expresión más completa, para él, de la moralidad. Del individuo que no hace otra cosa que imitar, que es un simple repetidor, sólo por respeto tradicional a los pergaminos nobiliarios de nuestra especie, podemos decir que es moral o inmoral; más fidelidad a la realidad de las cosas revelaría decir que no es ni de una ni de otra banda, sino tan sólo amoral.

Al formular la anterior proposición, no desconocemos que, como la sociedad ofrece ejemplos buenos y malos, costumbres virtuosas y viciosas, hay individuos que merecen ser llamados [30] buenos y virtuosos y otros malos y viciosos. Ambas clases se parecen entre sí, por otra parte, en que no reflexionan sobre las cuestiones morales, no le ponen un sello propio, personal, a ninguna manera de obrar y siguen automáticamente, por sus predisposiciones hereditarias o por las circunstancias de su vida, los buenos o malos modelos que les ha deparado el destino.

Estos dos grupos quedan algo opacos y envueltos en la misma penumbra al lado del carácter original del inventor de que hemos hecho mención.

De este que, reflexionando sobre los problemas de la existencia individual y social, se eleva sobre las normas y prácticas reinantes, ve las contradicciones que resultan entre la conducta y las reglas que se proclaman, y concibe principios superiores o aplicaciones nuevas de los principios aceptados, para ordenar mejor las relaciones de los hombres, de este cabe afirmar que es el portador de un fuego sagrado que ha de coadyuvar a desentumecer nuestras alas en nuestro universo humano.

Esos principios superiores o esas simples normas de detalles, siendo sinceros, constituyen para su autor un imperativo original que, como hemos dicho, significa la expresión más alta de su moralidad.

Si hay algún caso al cual puedan recurrir los partidarios de la libertad absoluta en defensa [31] de su tesis, es este en que el espíritu da a luz ideas nuevas, síntesis creadoras, normas éticas originales. Identificando así la libertad con la originalidad, sería posible decir que una de las cumbres a que puede alcanzar el desarrollo individual, lo marca el punto en que el nacimiento de una idea moral nueva señala el abrazo de la más alta libertad humana, posible con la suprema moralidad.

Muchísimas personas podrán aprovechar esta forma de libertad de que hablamos para defender un libre albedrío sin límites ni condiciones; pero, al proceder así, confundirán la libertad con la imposibilidad de prever de una manera precisa el surgimiento de la idea nueva; mas, la idea nueva, el producto de la síntesis creadora de la mente, aunque imprevista, no es indeterminada.

La historia de las ciencias, de las letras, de las artes, de las industrias, de los fundadores de religiones, y de los reformadores sociales y políticos, muestra claramente cómo sin el concurso feliz de circunstancias sociales, económicas, locales e individuales, no habrían surgido las grandes personalidades que han descollado en esos campos de la actividad humana.

Si suponemos a Pasteur transportado el día de su nacimiento o en su infancia al seno de una tribu australiana, ese genio, en lugar del benefactor de la humanidad que veneramos, habría sido probablemente varias veces asesino.

[32] Así, la idea de nuestra libertad, es una suma de las posibilidades que se ofrecen a nuestra acción, y de la ignorancia que da lugar a que los hechos de nuestra existencia se nos presenten como contingentes y sustraídos a toda previsión.

Si tenéis alguna duda al respecto, ved modo de conciliar la idea de libertad con la de saber absoluto. Es imposible; ambas se rechazan enérgicamente. A manera de digresión, diremos aquí que nos imaginamos el saber absoluto, la omnisciencia y omniconciencia, ya que excluyen todas las sorpresas con que nos sacude lo no conocido e inesperado, como atributos abrumadores y aburridores. Por otra parte, y esto es tan claro que apenas necesita decirse, la libertad también es inconciliable con la ignorancia absoluta.

La conducta humana se desarrolla ocupando un término medio entre esos extremos: saber absoluto y libertad absoluta por un lado, e ignorancia y determinismo absolutos por otro lado. La práctica lleva a cabo una conciliación de estos extremos.

De esta suerte, cabría comparar la existencia del hombre, respecto de uno de sus actos o de un grupo coordinado de actos, a una marcha efectuada en un cono, desde la base al vértice.

La base, la parte espaciosa, representa el momento en que comienza la acción o la serie de acciones encaminadas a algún fin remoto.

En ese instante hay tiempo por delante y hay [33] posibilidades; es, por consiguiente, la hora en que el hombre disfruta de la mayor suma de libertad que se puede imaginar, porque dispone de un número crecido de posibilidades. A medida que el acto, el plan o la serie causal van desarrollándose, simultáneamente van disminuyendo el tiempo y las posibilidades; el determinismo de los hechos verificados va estrechando la libertad de la acción; y la aproximación al fin, o sea al vértice del cono, quiere decir que empieza el imperio del máximum de determinación. ¡Cuántas posibilidades hay en el porvenir de un niño que tiene que desenvolver toda la variada cinta de su existencia! ¡Qué pocas probabilidades hay, en cambio, de poder transformar radicalmente el destino de un hombre maduro! Los polos del eje en que gira la vida de un hombre son, pues, las posibilidades, que sugieren la idea de libertad en un extremo, y el determinismo, que hace pensar en el lado, en el otro extremo.

Mas, realmente, la criatura humana no debe sentirse sometida a un hado ciego. Teniendo tiempo, es capaz, por medio de las ideas nuevas, de las innovaciones de que hemos hablado antes, de sustraerse a las cadenas de todo fatalismo.

Como lo hemos expresado ya también, el propio determinismo es el que libra al hombre del fatalismo, en virtud de las enseñanzas que le dan el poder de cambiar el mundo exterior, ya sean [34] las enseñanzas de carácter científico o de carácter empírico.

Nos parece que sería exacto formular lo que acabamos de establecer en dos principios que, en resumen, no son más que uno sólo, expresado en forma positiva y negativa.

Helos aquí:

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva dirigida por propósitos claros, la libertad (o la suma de posibilidades) de que disfruta, se halla en razón directa del tiempo que falta para la terminación o realización del acto.

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva, dirigida por propósitos claros, la determinación de un hecho se encuentra en razón inversa del tiempo que falta para su realización.

Hemos entrado en estos detalles, que pueden parecer lucubraciones muy sencillas que no merecen el tiempo que se gasta en ellas, porque los adversarios del determinismo no cesan aún de confundirlo con el fatalismo, y es conveniente desvanecer este error.

V
LA FUERZA COORDINADORA DE LA VOLUNTAD Y LA LIBERTAD VIRTUAL

Se podrá formular una objeción en contra de [35] lo que expresamos en el párrafo anterior. Cabría argüir que es inexacto que el contenido de la idea de libertad está formado únicamente por la coexistencia de diversas posibilidades de acción, de tiempo disponible, de ignorancia de los fenómenos psico-fisiológicos y de la incapacidad de prever todas las contingencias que la complejidad de la vida nos depara en el porvenir. Puede objetarse que falta ahí la voluntad que, presidiendo y aprovechando esos elementos, ha de darles unidad; y que el niño (tomando el ejemplo del último párrafo), que dispone de tantas posibilidades, carece de la fuerza directriz de la propia personalidad.

A este reparo no tenemos que observar sino que no reza por ahora con nuestra comprensión de la libertad, que ha estado encaminado principalmente a probar la honda diferencia que existe entre determinismo y fatalismo, y no a dar desde luego el significado completo de esta idea.

Agreguemos ahora lo que—fuera de los caracteres recién repetidos—le falta a la libertad para hacer de ella una potestad personal; y veremos que en este caso tampoco está reñida con el determinismo. Le faltan el dominio del hombre sobre sí mismo y la orientación de la actividad hacia fines fijados con independencia, y que el sujeto mismo reconozca que brotan de lo más íntimo de su propio ser con entera espontaneidad.

[36] En este caso no se puede decir que a mayor tiempo por delante corresponda mayor libertad, y que las posibilidades por sí solas sean fuentes de libertad. Al contrario; para llegar a disfrutar de esta condición libre es preciso que la voluntad haya gastado mucho tiempo en adiestrarse a sí misma, en acerarse contra las tentaciones que el individuo condena.

La conquista de la libertad así entendida es una perpetua marcha hacia adelante, sin que sea posible llegar jamás a un ideal que el hombre tenga por definitivo. Pero, cosa curiosa; esta libertad superior de que hablamos, a medida que avanza en su perfeccionamiento, va quedando más sometida al imperio del determinismo, es decir, la voluntad va siendo más determinada.

El hombre que posee el mayor dominio sobre sí mismo, que ha expulsado de la esfera de sus deseos las tentaciones vulgares, que no se excede en la bebida, no fuma, no juega juegos de azar, no es glotón, no se deja seducir por los placeres sexuales, y marcha a la conquista de sus ideales con una serenidad alegre, llevando con mano firme y flexible las riendas de las potencias de su alma—este hombre avanza en la existencia de una manera minuciosamente determinada. Este hombre lleva generalmente una vida regida por hábitos de orden, de higiene y de trabajo, tan detallados, que hace que a menudo se diga de él que es como un reloj.

[37] Los actos de un hombre así están sujetos a la mayor previsión posible, y por lo mismo inspiran confianza su constancia y seguridad sus promesas. De Kant no se podría decir que no gozara de esta especie de libertad, y sin embargo, su vida marchaba encerrada entre tan rigurosos hábitos, que produjo inquietud a los vecinos de Koenigsberg el hecho de que interrumpiera un solo día sus acostumbrados paseos vespertinos. No está de más saber que la interrupción provino de no sé qué noticia que había leído sobre la revolución francesa. Un artista, un sabio, pone toda su alma cuando se consagra por largos años a una obra que ha elegido con amor.

Es el caso de Augusto Comte, cuando preguntándose en qué consistía una gran vida, se contestaba que en un pensamiento de la juventud ejecutado en la edad madura. ¿Caben mayor acción personal altísima y al mismo tiempo mayor determinación y encadenamiento que la que muestran la obra genial de seis lustros del nombrado Comte y la labor titánica de medio siglo de Herbert Spencer?

Vemos de esta suerte que a la libertad, que se le señala como distinción característica el dominio sobre sí mismo, el obedecimiento a ideales elevados y propios, no es posible considerarla exenta de limitaciones y determinaciones; y y quizás podría decirse que a más egregia personalidad corresponde una mayor determinación.

[38] A este respecto dice Fouillée: «ser verdaderamente determinado por sí mismo, es pues, ante todo, ser determinado por su carácter adquirido, no innato. Además, es preciso que hasta cierto punto seamos independientes aun del carácter adquirido, que no seamos por ningún motivo esclavos de nosotros mismos, ni de la forma que la naturaleza nos ha dado ni de la que nosotros nos hemos dado hasta el presente

Cuando somos verdaderamente libres somos más bien determinados por nuestro carácter virtual e ideal. La libertad tiene los ojos vueltos hacia el porvenir, hacia lo posible, hacia lo que nos representamos como contingente en el sentido de que no concebimos que pueda salir de la ambigüedad en que se encuentra sin nuestro esfuerzo personal. Esta reacción complicada de uno sobre sí mismo, en la plena luz de la reflexión, por medio de la idea, es la que constituye la libertad moral. Se la ha definido siempre como «ser determinado por sí mismo y determinarse a sí mismo.» (Morale des idées forces, p. 279).

¿Significa esta libertad virtual de que trata Fouillée otra cosa que la posibilidad de concebir nuevos fines para la acción, que reemplazar las ideas directrices de edades anteriores por ideas que son novadoras respecto de aquéllas? ¿Y qué quiere decir esa reacción complicada que ha de efectuarse en la plena luz de la reflexión sino que para alcanzar esta libertad virtual debemos [39] considerar maduramente y estudiar los móviles que nos determinan a un cambio de nuestros ideales, para cambiarlos cuando llegamos a tener por más acertado proceder así? Y la modificación de nuestros ideales traerá consigo la transformación de nuestra conducta, porque, como se sabe, toda idea es un principio de acción. Basta cultivarla, encendiendo a la luz de ella el fuego del sentimiento, para convertirla en acto.

No es otro pensamiento que el de la libertad virtual de Fouillée el que afirma Rodó cuando dice, al empezar sus Motivos de Proteo, que «vivir es reformarse». Igualmente la amplitud de criterio para juzgar y comprender, sin aplicar los moldes rígidos de escuelas y dogmas intransigentes, las obras de la literatura o del arte, revela la posesión de esa libertad virtual.

De esta suerte, la libertad virtual, expresión altísima de la libertad moral y de la falta de espíritu de sistema, coincide con la concepción o con la aceptación y comprensión de ideales nuevos, coincide con la fuerza fresca y creadora de la mente, capaz de renovarse a sí misma y de ponerse en el caso de los demás. El llegar a disfrutar de este estado de ánimo es el resultado de una educación bien organizada y de una obra de perfeccionamiento y cultivo llevado a cabo sin cesar, después de salir de las aulas, por cada individuo en su propia personalidad.

[40] Y esta labor no encierra nada de misterioso ni de indeterminado.

VI
EL DETERMINISMO SOCIAL Y EL INDIVIDUO

Mirada la humanidad entera en las perspectivas que nos ofrecen la antropogeografía, la etnografía, la historia, la sociología y la estadística, la libertad individual desaparece, se diluye en el gran todo, se esfuma. Desde las alturas a que nos elevan estas ciencias vemos moverse a los individuos en manadas como títeres o muñecos, impulsados por resortes ocultos que ellos no conocen y que, en su soberbia, suelen no estar dispuestos a conocer tampoco. El determinismo social que obra de esta suerte sobre los individuos es evidente. La acción del medio geográfico y climatológico sobre los pueblos es colosal.

Las costas de Siria y los bosques del Líbano hicieron de los fenicios comerciantes y marinos, señores del Mediterráneo, y precursores de los helenos y latinos. Los indoeuropeos, partiendo del centro del Asia, llegaron a las llanuras orientales de la Europa; aquí, después de una gigantesca [41] bifurcación, unos se establecieron en el Norte y otros en el Sur.

Aquéllos tuvieron por mansión tierras pantanosas y selváticas y costas inhospitalarias, barridas por furiosas tormentas. Los otros llegaron a las comarcas benignas y sonrientes del mediodía, pusiéronse en contacto con los pueblos más civilizados del antiguo Oriente y fueron los creadores de la civilización occidental. Accidentes geográficos, climatológicos y sociales hicieron de dos razas idénticas y hermanas, naciones tan distintas que ellas mismas se miraron recíprocamente, dos mil años más tarde, como los polos opuestos de la humanidad. Los normandos medioevales fueron piratas a causa de la pobreza de su suelo y de las leyes sobre las herencias que regían entre ellos.

Las razas primitivas han sido el producto de la adaptación a medios geográficos diferentes. En seguida, la raza misma pasa a constituir una forma de energía social que se deja sentir a través de todas las generaciones futuras.

En las grandes corrientes de la historia, el individuo es, como si dijéramos, un elemento de cantidad y no de calidad. Los individuos participan de las pasiones y preocupaciones de sus pueblos, de sus amores y odios, de sus creencias religiosas y costumbres, sin detenerse generalmente a analizarlas, juzgarlas, y, en consecuencia a aceptarlas o rechazarlas en virtud de un acto [42] reflexivo de su conciencia. No es fácil concebir que un hindú del siglo viii a. de J. C. no fuera bramanista; que un griego o romano de antes del siglo primero no fuera pagano; que un árabe del califato de Bagdad no fuera musulmán; ni tampoco que un hijo de la América Latina, desde la colonia acá, no crea, por lo general, en el catolicismo.

En los marcos de la estadística el hombre pierde toda la calidad individual y se somete a nuestra consideración como un guarismo inconsciente. En la vida social, así contemplada, los hombres nacen, contraen matrimonio, tienen hijos, producen, roban, matan, o se suicidan con una regularidad anual pasmosa, con más precisión que la que se observa en la cantidad de centímetros de agua que debe caer en una estación en cierta región dada, sin que los matrimonios, los robos o los suicidios sean otra cosa que engendros de circunstancias sociales existentes, y no los frutos de voluntades que obren reflexivamente.

Así M. G. Tarde ve en el hombre social un verdadero sonámbulo. «El estado social—dice—como el estado hipnótico, no es más que una forma del sueño en acción. No tener más que ideas sugeridas y creerlas espontáneas; tal es la ilusión propia del sonámbulo e igualmente del hombre social.

«Para conocer la exactitud de este punto de [43] vista sociológico, es menester no considerarnos a nosotros mismos, porque aceptar esta verdad en la parte que los concierne, sería aceptar la ceguedad que ella afirma y, por consiguiente, suministrar un argumento, en contra de ella.

«Pero es menester pensar en algún pueblo antiguo de una civilización bastante distinta de la nuestra, en los egipcios, esparciatas, hebreos...

«¿Acaso aquellas gentes no se creían autónomas, como nosotros nos creemos, y eran sin saberlo autómatas, cuyos resortes movían sus antepasados, sus jefes políticos o sus profetas, cuando no se los movían recíprocamente los unos a los otros?

«Lo que distingue a nuestra sociedad contemporánea y europea de aquellas sociedades extrañas y primitivas, es que la magnetización ha llegado a ser ahora mutua, por decirlo así, hasta cierto punto por lo menos; y, como dentro de nuestro orgullo igualitario, nos exageramos un poco esta mutualidad, y como además nos olvidamos de que esta magnetización, fuente de toda fe y obediencia, al hacerse mutua se ha generalizado, nos jactamos sin razón de ser menos crédulos y menos dóciles, menos imitativos en una palabra, que nuestros antepasados. Es un error[2]».

Más adelante agrega:

[44] «¿No es cierto que las experiencias y las observaciones más claras son rechazadas, las verdades más palpables combatidas, siempre se encuentran en oposición con las ideas tradicionales, hijas antiguas del prestigio y de la fe? Los pueblos civilizados se vanaglorian de haberse escapado de este sueño dogmático

«Su error se explica. La magnetización de una persona es tanto más pronta y fácil cuanto, más a menudo ha sido magnetizada.»

«Esta observación nos explica por qué los pueblos van imitándose con facilidad y rapidez crecientes, dándose menos cuenta de este hecho a medida que se civilizan, cuando por lo mismo se han imitado más».

En un sentido análogo Mr. Lester F. Ward, citando la opinión de varios filósofos, dice lo siguiente:

«La base esencial de la ciencia psíquica es que los fenómenos psíquicos obedecen a leyes uniformes. La aceptación de esta verdad, desde un punto de vista colectivo, aplicándolo a la historia por ejemplo, es la primera condición de toda ciencia de las sociedades. Pero como la acción colectiva se forma con el conjunto de las acciones individuales, lo dicho debe ser también cierto de las últimas, por más contrario que ello parezca a la observación diaria.

Nuestra incapacidad para percibirlo (el hecho de que las acciones individuales obedezcan [45] a leyes determinadas) es debido a lo que se llama «la ilusión de lo cercano». De Herbart se dice que afirmaba que las ideas se movían en nuestra mente con la misma regularidad con que las estrellas se mueven en el cielo.»

Kant, decía, que si pudiésemos contar hasta sus fundamentos últimos todos los fenómenos de la volición, no habría una sola acción humana que no pudiéramos predecir y que no debiéramos tener por necesaria en vista de sus antecedentes. (Kritik der reinen Vernunft, p. 380.)

Kant es considerado generalmente como un partidario del libre albedrío, y no obstante en su único ensayo sociológico se expresa así:

«Sea cual sea nuestra noción de la libertad de la voluntad, metafísicamente considerada, es evidente que las manifestaciones de esta voluntad, es decir, las acciones humanas, se encuentran bajo el imperio de las leyes universales de la naturaleza, como cualquier fenómeno físico.

Es propio de la historia narrar estas manifestaciones; y aunque sean sus causas todo lo secretas que se quiera, sin embargo, sabemos que la historia, contemplando la acción de la voluntad humana a la distancia y en grande escala, aspira a desarrollar ante nuestra vista una regular corriente, una tendencia, en la gran sucesión de los acontecimientos; de tal suerte que los incidentes que, tomados separada e individualmente, habrían parecido incoherentes y [46] rebeldes a toda ley, vistos dentro del nexo que los une y considerados como acciones de la especie humana y no de seres independientes, nunca dejan de presentar un desarrollo continuo y constante.

Así, por ejemplo, considerando cuán dependientes son de la voluntad humana los nacimientos, los matrimonios y los suicidios, si se les mira separadamente, podría parecer que no estarían sujetos a ninguna ley que permitiera calcular su monto de antemano; y, sin embargo, las cifras anuales de estos sucesos en los grandes países prueban que ellos marchan tan sometidos a las leyes de la naturaleza como las oscilaciones de las aguas». (Kant, Idea of a Universal History, citado por L. F. Ward, Preu Sociology, p. 151 y 152.)

Las limitaciones y determinaciones de la actividad son, como venimos viendo, considerables. El hombre no elige el nacer o el no hacer y, junto con este primer paso de su destino, se le imponen innumerables sellos del pasado. De él no ha dependido elegir el lugar de su nacimiento y de su infancia, o sea, las condiciones de clima, de vegetación, de belleza panorámica, de proximidad o distancia del mar, que han de formar uno de los lados del molde de su ser; de él no ha dependido escoger a sus padres y velar porque sean sanos y vigorosos, buenos, inteligentes, sobrios y trabajadores, ni tampoco por [47] consiguiente ha estado en sus manos el pertenecer a una raza superior. Si nace de padres raquíticos, alcohólicos, corrompidos y viciosos, o si viene al mundo en el seno de una raza abyecta y degenerada, ya no hay remedio, ya el dado está echado, no se puede jugar de nuevo, y la voz de orden es «vivir venga lo que venga». El hombre no elige tampoco la educación que le dan o que no le dan, ni las costumbres que van formando su idiosincrasia espiritual.


Pero que el individuo resulte una cantidad despreciable, un autómata dentro de las grandes perspectivas históricas y sociológicas, no quiere decir que en realidad sea así en todos los círculos de su actividad. Formular tal afirmación no sería proceder respetando los hechos, como no sería acertado tampoco estimar el valor de la humanidad por lo que ella representa cuando se estudia a la tierra desde un punto de vista exclusivamente astronómico. En este caso la humanidad aparece también como una cantidad despreciable.

La tierra efectúa sus movimientos y cruza los espacios sin que le importen un ardite la vida de nuestra pobre especie, sus planes y pretensiones, [48] sus alegrías y sus dolores. Y no obstante, la humanidad se ha enseñoreado del planeta. Por idéntico modo, el individuo, aunque arrastrado inevitablemente por las grandes corrientes sociales de su tiempo, goza, dentro de un círculo inmediato a su persona, de la posibilidad de obrar de diversas maneras.

Dentro de un mismo instituto de educación y dentro de circunstancias idénticas (fuera de la diferencia personal característica de los maestros), un profesor logra infundir entusiasmo, amor y nobles anhelos en el pecho de sus discípulos, y otro no pasa de ser entre ellos un ganapán que los provoca a risa.

De varios padres de familia de una misma sociedad y condición, unos tienen una comprensión clara de sus deberes, y carácter e ideas sólidas para dirigir la educación de sus hijos, mientras que otros, o son unos corrompidos, víctimas de sus vicios, o unos calzonazos, juguetes de sus mujeres. Hay sacerdotes débiles y despreciables, y otros de la misma época, lugar y situación, que despiertan respeto por su virtud y sinceridad y son escuchados como oráculos por los creyentes. En una misma edad y dentro de un propio país políticos viles, de índole menguada, que apenas cuentan con partidarios asalariados, mientras que otros, enaltecidos por el valor moral, elevación de ideas y abnegación que los distingue, son capaces de dar grandes movimientos [49] a las masas sociales que creen en ellos.

La historia de estos individuos capaces de originalidad y carácter y la de algunos grupos sociales es en un cierto sentido heroica respecto de estas fuerzas geográficas, hereditarias y sociales, que tratan de encaminarlos y determinarlos ciegamente.

Al lado de la adaptación resignada al medio, del sometimiento a la tradición, se nos presenta el cuadro alentador de la labor ciclópea de los hombres, encaminada a transformar el medio y a mejorarlo en un sentido humano. La lucha contra las influencias hereditarias y sociales funestas, el anhelo de librarse de ellas, es un afán continuo que va marcando los pasos de la humanidad en su conquista de las energías de la tierra y en su acción eliminadora de los agentes del pasado, que va considerando inadecuados a sus nuevos fines. La humanidad, en este combate, se sustrae a algunas determinaciones, para obedecer a otras que se le presentan revestidas de valor más alto y definitivo.

Así, a las determinaciones a que dan lugar las tradiciones falsas y los prejuicios sociales, opone el espíritu humano las de la ciencia y del amor a la verdad, a las de las preocupaciones de castas, las de la justicia social; a las del respeto ciego de los códigos, las de la evolución del derecho.

[50]

VII
EL FUNDAMENTO DE LA RESPONSABILIDAD

Se ataca también el determinismo diciendo que, al negar la libertad, destruye la responsabilidad moral, y que, en consecuencia, mina por su base el orden social y ético.

Las ideas corrientes se desarrollan en este asunto en una especie de ecuación o progresión muy sencilla en apariencia; pero engañosa en realidad. El hombre, se dice, es libre, y siendo libre es responsable, y siendo responsable autoriza, justifica la reacción social contra los actos voluntariamente malos.

En este razonamiento o, si se quiere, en esta construcción que se tiene como la base sine qua non de la moral, hay mucha argamasa de mala calidad, y a poco que se escarbe en ella, se desmorona, y puede observarse lo endeble de la fábrica.

Cuando afirmamos que un hombre es responsable porque ha obrado consciente y libremente, lo que queremos decir en realidad es: 1.º Que ha debido tener una idea completa de las consecuencias de sus actos, que ha debido concebir perfectamente una relación de causalidad, en [51] que él mismo es la causa que va a producir ciertos efectos; y 2.º Que teniendo esa idea, ha de obrar en conformidad a ella.

Respecto de la proposición del 1.º, no está demás dejar establecido que de ella se desprende que,—a pesar de que se ataca al determinismo en nombre de la responsabilidad,—sin embargo no es posible imaginarse que una persona sea responsable, sin suponerla al mismo tiempo determinista. Afirmar que hay entre los actos de una persona y las consecuencias de ellos una relación necesaria (hecho en virtud de la cual aquella es responsable), no es otra cosa que efectuar una aplicación de la ley de causalidad y del determinismo. Así tenemos que mientras los partidarios del libre albedrío quieren destruir al determinismo para salvar la idea de responsabilidad, resulta después de un breve análisis, que la responsabilidad es inconcebible sin el determinismo.

Esa misma primera proposición establece una especie de ecuación insostenible entre la idea de las consecuencias de los actos y la responsabilidad. Un hombre tiene que sufrir las consecuencias de sus actos hasta en sus más remotas derivaciones, y es imposible suponer en una inteligencia humana, una capacidad de previsión que llegue tan lejos. Un ejemplo característico es el matrimonio. Rara vez es posible ejecutar este acto importantísimo en buenas condiciones de [52] previsión; pero las responsabilidades que de él se desprenden no dejan de pesar jamás hasta el fin de la vida sobre los cónyuges. Y aun cuando dos seres se unen con los mejores auspicios de felicidad ¡cuántas veces el hado trágico desgarra sus almas bienintencionadas, trocando en suerte infeliz la que ellos se imaginaron senda de dicha al jurarse amor eterno!

Otro ejemplo es la elección de una carrera.

Toda carrera profesional depara sorpresas imprevistas al que se inicia en ella. Generalmente se hacen con ardor juvenil los primeros estudios que conducen a la obtención del título anhelado, y los primeros ensayos en la práctica de la profesión producen engaños enervadores.

Cuántos jóvenes abogados no sienten casi asco y repugnancia al verse convertidos, para vivir, en agentes de la mentira y de la farsa judicial. Pero ya se han invertido ingentes sumas de dinero y mucho tiempo para llegar a esa meta y no es posible volver atrás. Las consecuencias de una primera determinación pesan de una manera indefinida sobre el sujeto que no pudo preverlas.

La proposición 2.ª, constituye un postulado, una suposición de causalidad que, a poco que se examine, resulta muy discutible. Cuando decimos que alguien ha obrado mal pensamos al mismo tiempo que habría que tomar otra línea de conducta que llamamos buena; pero al [53] afirmar esto, lo único que estamos en situación de sostener, es que nosotros, colocados en las circunstancias externas en que ese individuo se ha encontrado, habríamos procedido de la manera que consideramos buena.

Mas, ignoramos entonces que, o no ha tenido él la fuerza necesaria para proceder así, o que esa fuerza se ha hallado inhibida por otras fuerzas.

Establecemos de esta suerte, como decíamos, un postulado de causalidad que es insostenible. Este error proviene de querer dar a la responsabilidad una base lógica cuando no tiene otra que la de una necesidad social.

La sociedad no se preocupa de la mayor o menor responsabilidad para defenderse de los actos antisociales y malos que puedan dañarla. Una sociedad toma o debe tomar medidas contra los alcohólicos y los criminales, no porque sean responsables, sino porque son nocivos.

Los poderes públicos encierran a los locos y velan porque los niños se sustraigan a los males que no pueden prever y porque no constituyan una amenaza para nadie. En cualquier orden de la vida social que se contemple, se encuentra siempre esta rectitud consciente o ciega, firme e implacable de la sociedad en contra de lo que ella cree perjudicial o simplemente inconveniente para sus fines, sin detenerse a considerar si hay realmente culpa o no de parte de los individuos que ella condena. ¿Qué culpa tienen el idiota, [54] el degenerado, el débil, el corporalmente monstruoso de ser como son? Ninguna. Verdad es también que la sociedad no les atribuye por eso una responsabilidad moral, pero, en cambio, hace pesar sobre esos desgraciados una responsabilidad real terrible, que llega a asumir caracteres trágicos. La sociedad los desprecia, trata de alejarlos de su seno, les niega honores y placeres hasta que los elimina. Hay que advertir también que cuando son sólo tontos inofensivos los convierte en sus bufones. ¿Qué culpa tiene la mujer fea o antipática de no haber podido casarse? Ninguna tampoco; y, sin embargo, desde que pasa para ella la juventud, tiene que llevar en su corazón la carga de una responsabilidad real, a que no ha dado origen con el más insignificante de sus actos.

La sociedad o la especie, en su afán apasionado de belleza y procreación, persigue sordamente a las solteronas y las ridiculiza con tenacidad implacable hasta hacer de ellas seres que inspiran compasión.

Estos casos prueban que cada cual tiene que soportar sobre sus hombros no sólo el peso de las consecuencias de sus actos, sino también las determinaciones de su destino. Las limitaciones que impone a la conducta el determinismo social son, por otro lado, fuentes de responsabilidades reales que no se derivan de los actos de las personas.

[55] La vida social por sí sola exige todas las responsabilidades necesarias a la vida social misma, responsabilidades que son relativas y se desprenden de la convivencia de los hombres y de la reciprocidad que debe reinar entre ellos. El libre albedrío no hace falta para establecer esta clase de responsabilidad, la única necesaria a la vida social.

Al contrario. «Ya que es imposible, dice Simmel, fundar la responsabilidad sobre la libertad se puede justificar el ensayo de hacer nacer a ésta de aquélla. Del instinto de defensa, que la finalidad natural ha desarrollado por selección, ha podido brotar el impulso de rechazar el mal, venga de donde venga, sin distinguir en un principio si el causante ha sido realmente culpable y si ha procedido intencionalmente o sin libertad; el salvaje golpea a su fetiche. Jerjes hizo azotar al mar, y el niño da golpes a la piedra en que tropieza. Estas represalias, en virtud de su propio carácter impulsivo, comenzaron por practicarse sin excepción. Pero pronto se cayó en la cuenta de que en una cantidad de casos no se alcanzaba ningún fin, porque el objeto inculpado era insensible o no resultaba resguardo alguno de reaccionar en su contra. Aceptando, pues, que la represalia es un hecho que debe servir a la custodia del individuo, se introdujo en ella una diferenciación, y en lugar de la reacción ciega que reclamaba ojo por ojo, diente por diente, [56] se consideró más acertado aplicar la imputabilidad sólo cuando podía cumplir con el fin indicado. No me cabe la menor duda de que un individuo es considerado «responsable» cuando la reacción punitiva es capaz de alcanzar sobre él el fin del castigo, sea este fin su mejoramiento, su intimidación o cualquiera otra cosa. Cuando las cualidades del hechor dan lugar a pensar que el procedimiento del castigo será inútil o superfluo, entonces se dice que se encuentra en estado de irresponsabilidad». (Einleitung in die Moralwissenschaft, II, p. 212.)

De esta suerte queda establecido que no es necesaria la idea de libertad para fundar la responsabilidad. Ésta encuentra una base sólida en las necesidades que se desprenden de la convicencia de los hombres, en la reciprocidad que debe reinar entre ellos y en la reacción que todo organismo social ejercita para asegurar su subsistencia.

Todos los problemas sociales se reducen desde este punto de vista a suprimir las reacciones inútiles e injustas, que sólo son manifestaciones de incultura de la opinión y de los poderes públicos; a constituir así un medio social que permita el completo desarrollo y la expansión del pensamiento y de la actividad del individuo.

[57]

VIII
EL SENTIMIENTO DE RESPONSABILIDAD Y SU EDUCACIÓN.—CONCEPTOS DEFINITIVOS DE LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD.

Tócanos hablar ahora del sentimiento de responsabilidad.

Este sentimiento se desprende de la conciencia de la relativa situación de reciprocidad en que se encuentran todos los hombres; de la conciencia de la identidad personal; de la certidumbre de la reacción social; y del conocimiento de las consecuencias que han de derivarse de los hechos de que uno mismo es causa.

Este estado no reposa, como se ve, sobre la idea del libre albedrío, sino que constituye un complicado producto de la herencia y de la educación, cuyo incremento marcha parejas con el perfeccionamiento gradual del individuo.

Así como la mayor libertad no significa otra cosa que un aumento de posibilidades de acción, de igual modo la mayor responsabilidad expresa un aumento de posibilidades de previsión, acompañada del sentimiento de un orden moral que nos liga con lazos de solidaridad a los demás hombres.

[58] Estas condiciones de libertad y responsabilidad tal como las entiendo empírica y relativamente, marchan también de una manera paralela.

A más capacidad de acción reflexiva, o sea mayor libertad, corresponde una más alta idea de la propia personalidad y de sus responsabilidades.

Lo dicho nos hace avanzar algo en la cuestión de la educación del sentimiento de responsabilidad. Esta es una labor perfectamente realizable por medio del proceso siguiente:

La educación intelectual y moral debe llevar a la mente del joven educando el mayor número de representaciones posibles de las facilidades u obstáculos que encontrará en su camino, de los placeres o dolores que recibirá su alma, según obre en un sentido u otro, de los deberes y sentimientos morales con que debe considerarse unido a los demás hombres.

Es cuestión de una buena educación también que este caudal de impulsos, de previsiones y de sentimientos, lo adquiera de la manera más activa imaginable, en virtud de su propia experiencia. Estas representaciones y sentimientos son en algunos casos propulsores y en otros inhibidores. El aumento de actividad, de previsión y de moralidad que se puede obtener de esta suerte, por medio de la educación, lleva envuelto el desarrollo de la individualidad y de la responsabilidad, [59] unidas a la concepción de un orden moral que liga a todos los hombres y los obliga recíprocamente entre sí, no en virtud de una libertad y responsabilidad absolutas, sino a causa de la mutualidad relativa que resulta de nuestra convivencia en la tierra.

Mis ideas sobre el determinismo y la responsabilidad relativa no las bebí primeramente en los libros, sino que las saqué de mi experiencia de profesor. La mala conducta de los niños enfermizos, degenerados, mal criados, o que eran enviados al liceo por hogares en que no reinaba el orden, me inspiraba compasión antes que cualquier otro sentimiento. A ellos no los hice culpables de sus desaciertos. Creo que este estado de ánimo coadyuva poderosamente a la obra de la educación en lugar de perjudicarla.

Movido por ese sentimiento de simpatía hacia los educandos delincuentes, no se les aplica ningún procedimiento correctivo porque sean malos en sí mismos, sino sólo en cuanto sea posible mejorarlos con ellos. En este sentido, la idea misma de responsabilidad es un procedimiento educador, es un estimulante encaminado a enaltecer, a desarrollar la idea de la propia personalidad.

Un papel análogo desempeña la idea fuerza de libertad, como la llama Fouillée, idea que hace las veces de una sugestión o de una auto-sugestión [60] para impulsarnos a la acción, y que debe ser aprovechada por el educador.

Creo que la idea determinista aplicada a las relaciones sociales y la negación de la responsabilidad absoluta, daría tan buenos resultados en la vida social como ha dado y puede darlos en la educación. El señor Valentín Brandau ha probado detalladamente cuán perjudicial, y no sólo inútil, es el principio de responsabilidad para defender a la sociedad de los atentados criminales. (Política Criminal Represiva, t. I.)

Mirando a los individuos como seres determinados por sus antecedentes, les aplicaríamos la reacción social, los medios de corrección y mejoramiento, las medidas preventivas y eliminativas, sólo en cuanto fuesen necesarios estos procedimientos para perfeccionar a los individuos que manifestaron tendencias antisociales, o para librar de su nocividad al grupo social. Viviríamos entonces en una atmósfera de benevolencia que haría pensar que se habían encarnado por fin en nosotros aquellas hermosas palabras de Jesús: «No juzgues y no serás juzgado».

Así vemos que las ideas de libertad y responsabilidad absolutas no tienen ningún valor social. El edificio social y moral no se derrumbaría en caso de que desaparecieran.

Seguramente quedaría mejor. ¿A qué sirven entonces esos conceptos? No se me ocurre otro,—dicho sea con perdón de los que piensen de [61] distinta manera,—que el de la suerte que han de correr los hombres en la improbable vida futura. Considerar al hombre como culpable absoluto del bien o del mal que hace, es la premisa necesaria para darle en el viaje de ultratumba o billete hacia la mansión de la gloria eterna o pasaporte para el infierno.

Fijemos ahora la comprensión de los conceptos que hemos analizado.

La libertad es un término abstracto con que representamos un conjunto de circunstancias que acompañan a la actividad consciente. Estas circunstancias son: la idea del yo; la representación de varias posibilidades, que significan poder sobre nosotros mismos y sobre los objetos exteriores; la ignorancia del porvenir, cuyas complejas contingencias no podemos prever detalladamente; y la ignorancia de los fenómenos subconscientes que se operan dentro de nosotros. Estas circunstancias son tan precisas, que si se suprime cualquiera de ellas se desvanece la idea de libertad.

Ha sido un error oponer la libertad al determinismo, como cosas incompatibles. Esto es lo mismo que decir que un cuadro no puede existir porque tiene marco. Lo contrario de la libertad es la no libertad, es decir, la negación de las condiciones recién apuntadas.

La responsabilidad es también una expresión abstracta con que designamos los estados psíquicos [62] complejos formados por la creencia en la libertad, la facultad de prever, y el sentimiento de un orden moral de solidaridad.

Para terminar, es menester no silenciar que, siendo las ideas de libertad y responsabilidad, al mismo tiempo que puras abstracciones, voces con que se han designado aspiraciones muy concretas en cada momento histórico de la vida individual y social,—la acción de ellas se encuentra por doquiera en toda la historia de la humanidad.

Estas ideas podrían servir de hilo conductor para una historia universal. Quedarían comprendidos ahí los perdurables conflictos entre el individuo y la sociedad, entre las clases dominantes y las clases explotadas, entre súbditos y déspotas, entre naciones poderosas y pueblos débiles. Se vería cómo esta lucha tiende a la emancipación del individuo y de los grupos sociales frente a otros individuos y a otros grupos sociales, y que el resultado apetecido no se obtiene por medio del aislamiento que conduce a la misantropía, sino en virtud de la coordinación de las voluntades individuales dentro de un orden superior. Para estas luchas que anhelan el máximum de libertad, no cabe concebir otro término que la formación de la conciencia de la humanidad, que permita un equilibrio aproximadamente justo de todas las tendencias. ¿Querría decir la realización de ese ideal que habría llegado [63] para el esfuerzo humano su última hora? ¡Ah, no! los esfuerzos del hombre sobre la naturaleza tendrán siempre por delante un campo inagotable de aplicación, y de esta suerte es posible proponer la siguiente fórmula definitiva: El máximum de libertad (o sea la situación más adecuada al mejor desarrollo individual y social) se encontrará en la armonía justa entre todos los hombres, unidos de una manera solidaria, en una acción común sobre los objetos y las energías del mundo.

¿Envuelve quizá esta fórmula la visión de un estado que se encuentra muy distante para nuestra especie?

—Es posible; pero los afanes de los hombres que sienten en su alma anhelos altruístas tienden a la verificación de ese ensueño. Las sendas que conducen a él no son otras que las de la educación y de las reformas sociales, jurídicas y económicas llevadas a cabo por la iniciativa individual o la acción de los poderes públicos, teniendo presente que la eficacia de estos medios sólo es concebible dentro de los principios del determinismo social.


[65]

EL MELIORISMO
o
La Filosofía Social de Mr. Lester F. Ward.

SUMARIO

I. — Mr. Lester F. Ward.—Sus obras principales.—Lo que es una filosofía social.
II. — La Sociología Pura.—La materia de la Sociología.
III. — La síntesis creadora.—El dualismo cósmico.—El principio de la sinergía.—Base psicológica de la Sociología.—El alma.—Las fuerzas sociales.
IV. — La sinergía social.—Las estructuras sociales.—La lucha de razas.—Origen del Estado y del derecho.—El darwinismo social.
V. — Optimismo o pesimismo.—Meliorismo.
VI. — Economía de la naturaleza y economía de la mente.
VII. — La Sociología aplicada.—Interpretaciones de la historia.—Consecuencias del error.
VIII. — La lucha contra el error.—El genio.—La educación.
IX. — La Sociocracia.
X. — Conclusión.

[66]

I
MR. LESTER F. WARD.—SUS OBRAS PRINCIPALES.—LO QUE ES UNA FILOSOFÍA SOCIAL.

Mr. Lester F. Ward es un sociólogo de una cultura casi universal. No tiene únicamente una preparación científica sólida que lo ha armado para marchar con pie seguro en el terreno de los estudios sociales, sino que ha profundizado ramas concretas de la ciencia, hasta llegar a ser un especialista en (paleo)—botánica y ha tenido una educación clásica y literaria que le ha permitido leer en sus respectivos idiomas las literaturas francesa, alemana, italiana y española. Sabe latín, y el griego se lo ha asimilado en tal forma, que ha hecho observaciones que ha aprovechado en sus lucubraciones sociológicas sobre algunas modificaciones experimentadas en los significados de las palabras de esta lengua, según las diferencias que ha notado en el valor de los vocablos en las obras de Homero, Herodoto, Jenofonte y Demóstenes.

Las obras fundamentales de Mr. Ward son Dynamic Sociology, Nueva York, Appleton and Cº. (no traducida ni al español ni al francés); The Psychic Factors of Civilization, Boston, [67] Ginn and Cº. (no traducida); Pure Sociology, London, New York, Macmillan (traducida recientemente al francés); y Applied Sociology, Boston, Ginn and Cº. (no traducida).

El presente ensayo ha sido hecho en vista de todas estas obras, menos la primera, que fué publicada hace poco más de veinte años y cuyas doctrinas esenciales están refundidas y citadas continuamente en las obras posteriores, especialmente en The Psychic Factors.


Ante todo, ¿qué es una filosofía en general y qué una filosofía social en particular?

A la filosofía la preocupan cuatro grandes problemas: el del conocimiento (problema lógico), el de la existencia (problema cosmológico), el de la estimación de los valores (problema ético), y el de la conciencia (problema psicológico)[3].

La filosofía social no puede ser otra cosa que el estudio de estos mismos problemas, incrementado con todas las deducciones y conclusiones a que las soluciones de ellos den lugar en su relación especial con la vida y los fines de la [68] sociedad y orientados hacia la realización de la justicia social.

¿Envuelve este último estudio alguna importancia para cualquier hombre? No vacilo en responder que sí la envuelve y en alto grado. La solidaridad de los hombres, impuesta de una manera imperiosa e ineludible, a lo menos por el hecho de habitar en común este planeta y además por los sentimientos que se han desarrollado con el tiempo, exige que miremos el destino de cada persona en armonía con el de las demás y que busquemos la manera de establecer esa armonía que no existe aún. Es tal la importancia de este asunto, que en cada vulgar e insignificante detalle de la vida diaria puede ir comprendida la aplicación de algún principio de esta o aquella filosofía social. El individualista ramplón,—no el individualista a lo Ibsen, cuya característica no es egoísmo sino originalismo,—cuya profesión de fe es desentenderse de lucubraciones intelectuales y sociales, contribuye con su abstención a determinadas soluciones de las cuestiones sociales, hace suyas sin examinarlas las creencias implícitas en la línea de conducta que ha tomado y lo que saca con su renuncia a ocuparse de asuntos de interés general, es que tiene que vivir dando por cierto lo que no se ha detenido a examinar si es cierto y dando por justo lo que no se ha detenido a examinar si es justo.

[69] Tales individualistas e indiferentes son forzosamente tradicionalistas.

Mas, para los que no quieren ser tan sólo conducidos de la mano y a ciegas por un camino de la vida que no conocen y aspiran a afirmar ante todos los hombres su derecho a trazarse una senda propia, la filosofía social reviste una importancia fundamental.

II
LA SOCIOLOGÍA PURA.—LA MATERIA DE LA SOCIOLOGÍA.

La sociología es una ciencia; tiene todos los caracteres de tal: estudia los fenómenos de una forma especial de fuerza, la fuerza social o las fuerzas sociales, que obran sometidas a leyes, de las cuales la más fundamental es la de la causalidad.

Distingue Mr. Ward en la sociología dos grandes ramas: la sociología pura y la sociología aplicada. La primera estudia los hechos sociales con la más fría imparcialidad, sin criticar ni alabar nada en ellos, a fin de inducir las leyes que de ellos se infieran. La [70] segunda trata de las posibles aplicaciones de dichas leyes.


La materia de la sociología[4] es la acción humana (human achievement). No es la estructura, sino la función. Casi todos los sociólogos han trabajado en el departamento de la anatomía social, cuando deberían dirigir su atención al de la fisiología social, al estudio de las funciones sociales. Sin duda que el estudio de la anatomía es también necesario, porque las funciones no pueden ser efectuadas sin los órganos; pero dicho estudio tiene una importancia preparatoria y es posible dejarlo a las ciencias sociales especiales, tales como la historia, la demografía, la antropología, la economía política, etc.

La sociología se ocupa de las actividades sociales. No es una ciencia descriptiva en el sentido que dan a tales ciencias los naturalistas, como disciplinas que describen objetos ya concluídos. Es más bien un estudio de la manera cómo los diferentes productos sociales han sido creados. Estos productos son de tal naturaleza, que una vez formados no se pierden nunca; y es propio [71] de ellos también que vayan modificándose y perfeccionándose lentamente y que sirvan de base a nuevos productos.

Lo propio de la acción humana (achievement) es que posea una virtud transformadora. Los animales no ejecutan acciones de esta naturaleza. De aquí uno de los primeros principios sociológicos: el medio transforma al animal, mientras que el hombre transforma al medio. No ha habido ningún cambio orgánico importante en el hombre durante el período histórico. No es más ligero de pies ni de vista más penetrante o músculos más fuertes que cuando escribió Herodoto. Ahora su poder visual se ha acrecentado enormemente gracias a todas las aplicaciones de los lentes; su poder de locomoción se ha multiplicado merced al invento de las máquinas y su fuerza se ha hecho casi ilimitada por medio de la ayuda de los agentes naturales que ha sabido explotar. Las armas son mucho más temibles que los dientes o las garras. Al lado del telescopio y del microscopio los órganos naturales de la vista valen muy poco. Los ferrocarriles son mejores que las alas de las aves, y los buques a vapor mejores que las aletas de los pescados. Todo eso es el resultado del poder del hombre de transformar a la naturaleza. La transformación artificial del fenómeno natural es el gran hecho característico de la actividad humana. Esto es lo que constituye el achievement. Así [72] la civilización material consiste en la utilización de los materiales y de las fuerzas de la naturaleza.

Conviene decir aquí que la distinción entre materia y fuerza desaparece enteramente tras un breve análisis. Ya no es una expresión metafísica decir que no conocemos nada de la materia fuera de sus propiedades. Sólo sus reacciones afectan a nuestros sentidos y sólo sus propiedades son utilizadas; pero no es posible trazar ninguna línea de demarcación entre las propiedades de la materia y las fuerzas físicas. Las propiedades son fuerzas y las fuerzas son propiedades. Si la materia es únicamente conocida por sus cualidades y las cualidades de la materia son fuerzas, es claro que la materia posee poderes inherentes a ella. Schopenhauer tenía razón cuando decía: «La materia es causalidad» (Die Materie ist durch und durch Causalität). La materia es dinámica y siempre que el hombre la ha tocado con la varita mágica de su razón, no ha dejado nunca de acudir a su llamado para satisfacerle alguna necesidad.

Es un error creer que los achievements consisten en bienes materiales o riquezas. No; los achievements son sólo los medios con que se crean las riquezas que son los fines que se aspira a realizar. Los achievements son las ideas, las invenciones creadoras. Como se ha dicho antes, envuelta en la noción de achievement se encuentra la de permanencia. Todas las riquezas [73] materiales son perecederas y fungibles.

El achievement consiste en una invención en el sentido tardeano (de Tarde). Es algo que se eleva sobre la mera imitación o repetición.

El lenguaje es un achievement de enorme importancia y cada uno de sus distintos aspectos sucesivos,—el mímico, el oral, el escrito, el impreso, han señalado una época en el progreso humano. La literatura, el arte, la filosofía y las ciencias son grandes achievements. También lo son las armas, las trampas, lazos, herramientas, instrumentos y utensilios primitivos que han encontrado su coronamiento en nuestra época en la maquinofactura, en la locomoción artificial y en la intercomunicación eléctrica.

Debemos llamar la atención sobre otra forma típica de invenciones: son los procedimientos auxiliares de la mente. Una numeración aritmética o el modo de expresar los números por medio de símbolos de cualquiera especie, es un procedimiento o instrumento auxiliar de la mente. Los griegos y los romanos, como todas las razas principales, inventaron sistemas especiales de numeración, y nosotros hacemos todavía algún uso del ideado por los últimos. Pero el sistema empleado universalmente ahora por todos los pueblos civilizados es el llamado «sistema arábigo», aunque lo más probable es que ellos sólo hayan perfeccionado un invento que recibieron del Oriente.

[74] Este sistema es un buen ejemplo de lo que llamamos la permanencia del achievement. Podemos calcular el costo y valor de cualquiera suma de riquezas materiales, apreciar su intercambio y presenciar su total consumo mil y mil veces, y el sistema que nos habilita para efectuar esas operaciones, permanece imperecedero en medio de tanta transformación y destrucción, sirve a los hombres sin gastarse y así continuará sirviendo a las generaciones futuras.

Las artes industriales forman otra clase importante de achievement.

Debemos mencionar también las instituciones que, indicadas en el probable orden de su desarrollo, son las siguientes: sistemas militares, sistemas políticos, sistemas jurídicos y sistemas industriales. En verdad, es posible extender el significado del término institución hasta hacerlo comprender todos los achievements y tomado en tal sentido constituye el principal estudio del sociólogo.

Una de las características esenciales de todo achievement es que consista en alguna forma de conocimiento. El conocimiento, al revés de la capacidad, no puede ser trasmitido por herencia. Constituye una especie de herencia social a cuya trasmisión la sociedad tiene adscritos determinados órganos o sea los diversos institutos de educación e instrucción.

Unos pocos espíritus han columbrado vagamente [75] que la civilización consiste en la luz de los conocimientos acumulados de generación en generación. La más célebre expresión de esta verdad es la de Pascal, que dice en sus Pensamientos: «La serie completa de los hombres en el curso de todas las edades debe ser considerada como formada por un solo hombre, que nunca hubiese dejado de existir y hubiera estado siempre aprendiendo». Bacón, Condorcet y Herder, han expresado ideas análogas.

Pero esta concepción es sólo una aproximación a la verdad. Indica, por decirlo así, el largo pero no el ancho de la civilización. Jamás un solo hombre, por más sabio que hubiese sido, y suponiéndolo inmortal, habría podido llevar a cabo lo que todos los hombres han hecho. La civilización no es la obra de un solo hombre, sino de miles de hombres, cada uno de los cuales ejecuta una obra diferente. Cierto es que muy pocos entre ellos crean algo original y que los más no hacen otra cosa que imitar, correspondiendo los primeros, es decir, los creadores, dentro del organismo social, a lo que se llama en biología las variaciones, mientras que los segundos forman la herencia, y cierto es también que para los espíritus no adocenados suele ser objeto de menosprecio esa masa de la especie humana que marcha sujeta a puras imitaciones buenas o malas. Pero el sociólogo, procediendo de igual manera que el geólogo cuando estudia la estructura de la [76] tierra, debe mirar el gran conjunto que resulta del total de las obras humanas y entonces desaparecerán para él los móviles mezquinos y las pequeñeces de las acciones individuales. A la tierra calcúlanse unos 70.000.000 de años de edad, y el hombre habrá existido desde unos 300.000 a 200.000 años. La época histórica, y por consiguiente sociológica, es casi nada dentro de estas cifras enormes: menos de 25.000 años. Estudiadas simpáticamente las acciones de los hombres encerradas en ese panorama, resultan enaltecidas, alentadoras y aptas para curar al más arraigado pesimismo. Tan pronto como el hombre entra en su desarrollo en el estado contemplativo (contemplative stage), lo que ya sucede en épocas muy remotas bajo el régimen social de las castas, empieza a desenvolverse el interés psíquico o trascendental. Comienzan a manifestarse anhelos intelectuales que constituyen fuerzas sociales tan efectivas como el hambre y el amor.

Bajo el influjo de esas fuerzas psíquicas llamadas sociogenéticas (fuerzas morales, intelectuales y estéticas) han surgido el arte, la filosofía, la literatura, la ciencia, la industria y han obrado de una manera combinada para aumentar y enriquecer los inventos humanos.

Merced a las sugestiones de estas fuerzas sociogenéticas, la superior ambición de toda mente vigorosa ha llegado a ser la de contribuir con algo [77] a la gran corriente de la civilización y marchar en la senda del progreso intelectual. En el fondo de tal aspiración palpita el placer mismo que produce una sana labor intelectual, el encanto de la creación y el amor a la gloria, a la inmortalidad en el recuerdo de los hombres. A medida que pasan las edades y la historia anota en sus páginas los resultados de la acción humana, va quedando más en claro para un mayor número de personas que tal es el fin de la vida y por conseguirlo se esfuerzan. Se ve que sólo aquellos que han inventado algo, creado algo, sentido por sobre la muchedumbre, son recordados y que, con el tiempo, sus nombres tórnanse más brillantes en lugar de empañarse. Así, la invención, la creación llega a constituir una forma de inmortalidad que, a medida que la esperanza de una inmortalidad personal se desvanece con los adelantos de las ciencias biológicas, se hace más atractiva y echa más raíces en el corazón humano.


La concepción de Mr. Ward sobre la materia de la sociología es hermosa y casi podría decirse que toma los hechos humanos por el lado heroico. Como podremos ver en varias ocasiones más [78] adelante, una de las características de esta sociología es la rehabilitación de la fuerza psíquica, la consideración del valor que tiene la mente humana, siendo ilustrada, como directora de los fenómenos sociales y propulsora del progreso artificial.

Fué una doctrina que en 1883, con la primera obra fundamental de Mr. Ward «Dynamic Sociology» se levantó contra las tendencias demasiado mecánicas y menospreciadoras de la acción humana que entonces dominaban sostenidas por la propaganda y el prestigio de Mr. Spencer.

Pero la tesis de Mr. Ward es incompleta. Teniendo los achievement (inventos en el sentido de la sociología de G. Tarde), toda la importancia que no es posible desconocerles, sin embargo, no comprenden por sí solos todos los fenómenos que deben formar la materia de la sociología. Más amplia y comprensiva al mismo tiempo de la idea de Mr. Ward, es la tesis sostenida por Albion W. Small[5] de que «la materia de la sociología es el proceso de la asociación humana».

No todos los fenómenos que merecen ocupar la atención de nuestra ciencia son achievements.

Para esclarecer esta afirmación conviene hacer las siguientes preguntas: ¿Tienen todos los hechos sociales el carácter de achievements? [79] ¿Hay hechos sociales que puedan ser descuidados por la sociología?

Me parece que no todos los hechos sociales son achievements. No lo son todos los que forman la inmensa multitud de las imitaciones, es decir, los actos llevados a cabo por los hombres que son meros imitadores. En los tiempos de decadencia, corrupción y crisis moral, el gran fenómeno de la disolución de una sociedad, que no debe ser descuidado en ningún estudio sociológico, está formado en último análisis por la suma de todas las debilidades, costumbres viciosas y prácticas corrompidas de los individuos de la época, y ninguno de estos actos es un achievement. Esto se puede comprobar con analizar un poco los ejemplos clásicos de la decadencia de Roma después de la conquista del mundo y de la decadencia de Grecia después del siglo v. Que un solo individuo despilfarre su fortuna o sea inmoral, son hechos sociales, cualquiera que sea la posición del individuo, porque si no fuera así no podríamos señalar la existencia de ningún hecho social. Es claro que el sociólogo ni el historiador no han de andar inquiriendo la vida privada de cada vecino; pero la estadística se encarga de darla a conocer sin nombres propios, y de los hechos que la estadística publica sólo algunos son achievements, mas todos constituyen eslabones del proceso social, cuyo estudio no es posible descuidar.

[80]

III
LA SÍNTESIS CREADORA.—EL DUALISMO CÓSMICO.—EL PRINCIPIO DE LA SINERGÍA.—BASE PSICOLÓGICA DE LA SOCIOLOGÍA.—EL ALMA.—LAS FUERZAS SOCIALES.

Al inquirir el génesis y transformación de las fuerzas que llegan a convertirse en las fuerzas sociales, la sociología extiende sus raíces en un campo tan vasto, que viene a encontrar sus antecedentes en una verdadera cosmología.

A fin de que sea suficientemente claro este proceso cuyas remotas causas alcanzan hasta el funcionamiento de las fuerzas primordiales de la naturaleza, conviene considerar primeramente algunos fenómenos que tienen para nosotros la ventaja de estar más al alcance de nuestra inmediata observación.

Las obras de la naturaleza no son perfectas. Encontramos siempre en ellas mucho que criticar y formamos planes para transformar las cosas en vista de los fines que nos proponemos para hacer cosas nuevas. Esos planes son los ideales que surgen en la mente del genio inventivo y del genio creador en las artes, en las industrias, en las ciencias, en las cuestiones [81] sociales. El nacimiento de un ideal es uno de los casos en que obra lo que se llama la síntesis creadora. La síntesis no es sólo la suma de los elementos que han servido para formar el cuerpo que por medio de ella resulta; es algo más. No habría sido fácil prever por ejemplo, lo que iba a resultar de una unión tan sencilla como es la de dos átomos de oxígeno con uno de hidrógeno. Así también la mente con los hechos, datos y representaciones que la experiencia le suministra, construye combinaciones nuevas, ideas, obras de arte, verdades científicas, inventos técnicos, máquinas, proyectos de reforma social, que son propiamente creaciones.

Mr. Ward ha tomado el principio de la síntesis creadora de la filosofía de Wund[6]. Según este principio, todos los actos o productos (Gebilde) psíquicos no solo están en relación con los elementos que han servido para formarlos, sino que contienen algo más que no se encontraba en dichos elementos. Tal afirmación vale tanto para las grandes concepciones de que acabamos de hablar, y en las cuales es obvio su carácter de creaciones sintéticas como en los casos de los poetas e inventores, cuanto para los fenómenos aparentemente simples de la inteligencia, como, por ejemplo, las sensaciones. La actividad del alma es propiamente sintética. [82] Esto no quiere decir que el espíritu no sea capaz de efectuar análisis, sino que cada una de las partes mismas del fenómeno analizado es percibido distintamente en virtud de una síntesis especial.

Ahora podemos decir que la naturaleza igualmente efectúa por sí sola síntesis creadoras, con la diferencia de que en la mente el fenómeno es télico, es decir, se propone fines, se produce en vista de algún fin, mientras que en la naturaleza es genético, esto es, resulta de la acción de causas eficientes que funcionan sin un fin determinado.

De cambio en cambio se ha pasado del caos de la nebulosa al cosmos, del cosmos a la vida, de la vida a la inteligencia, a la sociedad. Nosotros no sabemos cuál sea el estado absolutamente elemental de la materia. La creación de algo de la nada, según la concepción antropomórfica, es inconcebible; pero entonces, cuando sobrevino aquella relativa condensación que constituyó la homogénea e indiferenciada masa de difusa, materia llamada nebulosa, tuvo lugar una síntesis creadora. Que dicha nebulosa se diferenció subsecuentemente en sistemas de mundos, de los cuales nuestro sistema solar no es más que uno, en conformidad a la hipótesis de Kant y de Laplace, constituye una afirmación que envuelve una síntesis creadora. Los elementos químicos fueron convirtiéndose sucesivamente en compuestos inorgánicos, compuestos orgánicos [83] protoplasma, plantas y animales a través de otras tantas síntesis creadoras.

En las aseveraciones anteriores va envuelto un concepto monista de la naturaleza, esto es, el de la existencia de una sola substancia; pero la manera de obrar de las fuerzas implicadas en esa substancia es lo que se llama el dualismo cósmico. La naturaleza encierra no sólo fuerzas que se transforman, sino fuerzas que contienden. La universal energía no cesa jamás de obrar y su incesante actividad constantemente crea. Las cantidades de materia, masa y moción que entran en actividad no cambian; todo lo demás cambia: posición, dirección, velocidad, combinación, forma. Decir con Schopenhauer que la materia es causalidad envuelve una elipsis.

No es la materia, sino la colisión de la materia lo que constituye la única causa. Este eterno chocar de los átomos, este continuo esfuerzo de los elementos, esta presión sobre cada punto, esta lucha de todas las cosas creadas, este universal nisus de la naturaleza que da existencia a todas las formas materiales y se coloca dentro de ellas como propiedades, como vida, como sentimiento, como pensamiento; esto es el hilozoismo de los filósofos, la autoactividad de Hégel, la voluntad de Schopenhauer, el alma del átomo de Haeckel, el alma del Universo, el espíritu de la naturaleza, la causa primera de la religión y de la Ciencia, es Dios.

[84] Cada fuerza se encuentra con resistencias; de otra manera no podría haber energía. La idea de fuerza es inconcebible sin la idea de alguna resistencia correspondiente. Si no fuera por estos conflictos del Universo, la evolución sería imposible. Las fuerzas de la naturaleza están perpetuamente comprimidas. Si la fuerza centrífuga no se hallara constreñida por la fuerza centrípeta, los planetas volarían de sus órbitas, siguiendo líneas rectas indefinidas. Si no hubiera habido tal restricción, éstos no habrían existido nunca. Todas las formas definidas de cualquiera clase que sean, son debidas a influencias antagónicas que constriñen, circunscriben y transforman el movimiento. La conservación de la energía resulta de esta ley y todos los multiformes modos de moción que se convierten perpetuamente unos en otros, son los productos de esta incesante lucha. Vemos atracción y repulsión, concentración y disipación, condensación y disolución; así se forman las nebulosas, los planetas, los satélites y los organismos. Viene a producirse una verdadera cooperación y colaboración de las fuerzas que compiten. Este es el principio de la sinergía, el principio de la acción productora y creadora de las fuerzas que contienden. El efecto normal y necesario que se destaca claramente en este dualismo cósmico, en esta lucha cósmica, es la tendencia a la organización de algo, a convertir la mayor suma posible [85] de materia inorgánica en materia orgánica.

Una de las creaciones sintéticas de la naturaleza es la vida.

Después de la formación de la corteza terrestre quedó siempre ocupando las concavidades de la superficie una gran cantidad de agua y, envolviéndolo todo, una atmósfera de oxígeno, nitrógeno, carbono dióxido (carbón dioxide) y vapor acuoso. Estos últimos son los principales materiales con que han sido formados los productos bióticos. En todas partes existe un universal quimismo y constantemente son formadas diferentes substancias por medio del contacto y de las afinidades electivas de la materia. Debemos suponer que en el proceso de enfriamiento del planeta, el quimismo se convirtió en zoismo.

Esta es una suposición. Lo que nosotros sabemos es que la vida debió comenzar en algún momento en nuestro planeta, lo cual seguramente sucedió cuando la temperatura era más alta que las más elevadas de nuestra zona tórrida actual. Los atributos primarios y diferenciales de la vida han sido la irritabilidad y la movilidad. Su forma más simple que conocemos es el protoplasma, el cual mirado desde el punto de vista biológico, apenas puede ser llamado un organismo, por lo simple que es, mientras que observado desde el punto de vista químico, es tan complejo que no es posible colocarlo entre las substancias químicas. Ocupa exactamente el [86] término medio entre el mundo inorgánico y el orgánico. Fué perfectamente llamado por Huxley «la base física de la vida». El protoplasma posee sus cualidades esenciales de la movilidad e irritabilidad, como el azúcar posee la dulzura, la quinina la amargura. El zoismo es una creación sintética del quimismo.

En el mundo orgánico, las primordiales fuerzas contendoras son la herencia y la variación, que corresponden en astronomía a las fuerzas centrípeta y centrífuga respectivamente. La herencia debe ser considerada como una tendencia de la vida a que continúe existiendo lo que ya ha empezado a existir. Todas las fuerzas son esencialmente iguales y la fuerza viva o fuerza de crecimiento es igual a cualquiera otra fuerza física, esto es, obedece a la primera ley del movimiento y produce movimiento en línea recta, siempre que no haya interferencia de otra fuerza. Si esto sucediese, resultaría un aumento constante en la cantidad de la vida sin que hubiese ningún cambio en la calidad. Pero en el dominio de la fuerza, como en el de cualquiera fuerza física, a consecuencia de la multiplicidad de los objetos de la naturaleza, existe necesariamente una constante colisión, una oposición constante, un continuo contacto con otras fuerzas que vienen de todos los lados imaginables. Éstas constituyen las resistencias del medio. La herencia sigue su camino lo mejor que puede en medio [87] de los obstáculos que se le presentan. Ya hemos visto que bajo el principio de la sinergía cósmica la fuerza cósmica primordial que impulsó a la materia del espacio universal asumió por último, tras innumerables colisiones, una forma organizada y convirtió la materia del espacio en cuerpos simétricos coordinados en sistemas. De idéntica suerte, la fuerza vital, sujeta a la acción de muchas fuerzas contrarias, empezó a elaborar formas simétricas y a organizar sistema biológicos. Los protistas, las plantas, los animales, fueron los resultados de esta sinergía orgánica. Göethe esboza ya estas ideas en su «Metamorfosis de las plantas» (1790), y en su «Morfología» (1786).

Después alcanzamos, por medio de una nueva síntesis creadora, a la aparición del primer esbozo de lo que ha de ser más tarde el núcleo de las fuerzas sociales: el alma. A la primera substancia viva, siendo frágil y delicadísima, necesitando renovarse para mantenerse y estando expuesta a mil causas de destrucción provenientes de la materia inorgánica que la rodeaba, le fué preciso distinguir, so pena de la muerte, lo que le convenía aceptar o rechazar del mundo exterior, debió tener interés y experimentar impresiones agradables y desagradables. Tal fué la alborada de la fuerza psíquica, la más superior cualidad de la materia, cuyo brillante y prodigioso desarrollo ha venido a dar lugar a la [88] fuerza propulsora de la más elevada creación de la naturaleza: la sociedad humana.

El alma del hombre que no es más que el alma del átomo después de haber pasado por el alambique de la evolución orgánica, constituye, dentro de sus cualidades primordiales y fundamentales, la fuerza social, el agente dinámico y transformador por excelencia.

Dicho esto, no costará aceptar que la sociología descansa sobre la psicología y no sobre la biología, como algunos pensadores lo han sostenido.

En su obra: The Psychic Factors of Civilizations entra Mr. Ward en minuciosos y originales análisis de los fenómenos psíquicos. Los fenómenos de la mente en su más amplio sentido pertenecen a dos distintas clases: a la de los sentimientos y a la del intelecto. Los primeros forman el objeto de la psicología subjetiva y el segundo el de la psicología objetiva. Cuando se pone en contacto la extremidad de un dedo con un objeto material, dos consecuencias resultan. Se produce una sensación que depende de la naturaleza del objeto y la mente recibe una noción de la naturaleza del objeto. El proceso por medio del cual se lleva a efecto esta noción o conocimiento se llama percepción. Estos son los elementos que sirven de base a las dos ramas de la psicología de que acabamos de hacer mención: la sensación a la rama subjetiva y la percepción a la rama objetiva.

[89] Debemos decir que esta división no es perfectamente distinta y clara. Tanto en los fenómenos de la sensación y de las emociones y sentimientos como en los fenómenos de la percepción y las representaciones, asociaciones de ideas y pensamientos que de ellas se derivan hay elementos subjetivos. Las percepciones y representaciones no son nunca la imagen de los objetos únicamente. Son condicionadas en gran parte por los estados de conciencia anteriores y simultáneos. Además, si la sensación es un hecho elemental que se encuentra en el análisis de los sentimientos como elemento primordial de éstos, también se halla desempeñando un papel análogo en las percepciones. Sin sensaciones previas no puede haber percepciones. Sin experimentar la sensación de peso jamás podré decir de un cuerpo que es pesado o liviano. De manera que no es acertado formar dos categorías opuestas de fenómenos dentro de los hechos psíquicos que tengan por base respectivamente la sensación y la percepción.

Es menester, sí, tener presente que las primeras manifestaciones del alma, tanto en su desarrollo que podemos llamar histórico o filogenético, tomando como punto de partida su aparición sobre la tierra, como en su desarrollo individual u ontogenético, son las de la facultad conativa (conative faculty), las del deseo, las del interés instintivo que busca el placer y huye [90] del dolor, o sea que busca lo conveniente para la vida y se aparta de lo que puede dañarla. Lo primordial son los sentimientos y la voluntad.

La vida debe ser preservada y las especies perpetuadas. La selección natural ha hecho agradables los actos que favorecen estos fines y dolorosos los que los contrarían. Las especies incapaces de experimentar esas sensaciones han debido desaparecer y sólo han subsistido las organizadas de tal manera que han podido sentir placer al apropiarse lo necesario para su existencia y dolor al contacto, proximidad o previsión de alguna cosa perjudicial o peligrosa para su vida. Así el dolor y el placer no son condiciones indispensables que dependan de la naturaleza misma de las cosas. Para el mundo inanimado no existen ni el placer ni el dolor. Éstos son sólo estados necesarios a la existencia de los organismos plásticos. Sin el dolor y el placer esos organismos no habrían subsistido, porque habrían sido destruídos por el mundo exterior. De manera que el dolor, lejos de ser un mal en sí, ha sido la condición esencial de la vida, entendido como una especie de advertencia para huir de la causa que lo produce.

El agente dinámico, el principio activo del alma lo forman los sentimientos y los deseos. El deseo es una verdadera fuerza natural que, si no fuera por las interferencias que encuentra en su camino, seguiría como todas las cosas la primera [91] ley del movimiento de Newton e iría siempre directamente a la consecución de sus fines.

El desenvolvimiento de la inteligencia y de la razón es un acontecimiento posterior al desarrollo de la facultad conativa, de los deseos y de los sentimientos. La inteligencia no es propiamente una fuerza; es el agente directivo de los deseos y sentimientos. Su acción es siempre teleológica; la inteligencia es una causa final, es una causa que se propone algún objeto, mientras que el agente dinámico, el deseo es causa eficiente, obedece ciegamente a la acción inmediata que lo pone en movimiento.

La psicología de Mr. Ward es monista, y aunque no cita a H. Höffding en ninguna parte de sus obras, hay analogía entre sus ideas y la hipótesis de la identidad del citado filósofo danés, según la cual, el alma y el cuerpo no forman distintas substancias, sino que son dos aspectos diversos de una misma substancia.


Acabamos de ver que el agente dinámico, la fuerza social (hablando en singular) es el sentimiento, el deseo, la facultad conativa, la voluntad: diversas expresiones con que se designa la tendencia propia de nuestra naturaleza a huir del dolor y buscar el placer.

[92] En lugar de la locución, fuerza social, se puede usar la de fuerzas sociales en el mismo sentido, y para comprenderlas mejor conviene hacer una clasificación de ellas.

He aquí la clasificación:

LAS FUERZAS SOCIALES SON: Fuerzas físicas (funciones corporales). Fuerzas ontogenéticas o preservativas. Positivas.—Que buscan el placer.
Negativas.—Que evitan el dolor.
Fuerzas filogenéticas o reproductivas. Directas.—Los deseos sexuales y amorosos.
Indirectas.—Las afecciones consanguíneas.
Fuerzas espirituales (funciones psíquicas). Fuerzas sociogenéticas. Morales.—Que buscan lo bueno.
Estéticas.—Que buscan lo bello.
Intelectuales.—Que buscan lo verdadero y lo útil.

Las fuerzas ontogenéticas o preservativas pueden ser llamadas las fuerzas de la preservación individual; las filogenéticas o reproductivas (susceptibles de ser caracterizadas con la palabra amor como las primeras pueden serlo con la palabra hambre) son las que cuidan de la continuidad de la especie; y las fuerzas sociogenéticas, [93] es decir, las fuerzas morales, estéticas e intelectuales, merecen en conjunto el nombre de las fuerzas del mejoramiento de la especie. (Race Elevation). Constituyen éstas los poderes civilizadores por excelencia, y la expresión de las más altas aspiraciones humanas. Por supuesto que estas últimas fuerzas son relativamente modernas y el producto de la complicada serie de acontecimientos llevados a cabo por la acción de la energía social primitiva. Es decir, han tenido lugar primero la lucha por la vida y la lucha por la reproducción con caracteres animales antes que naciesen las más rudimentarias ideas morales, estéticas e intelectuales, y sólo la aparición del Estado, resultado de la lucha entre los grupos sociales, según Mr. Ward hizo posible el más completo desarrollo de esas fuerzas sociogenéticas morales, estéticas e intelectuales.

IV
LA SINERGÍA SOCIAL.—LAS ESTRUCTURAS SOCIALES.—LA LUCHA DE RAZAS.—ORIGEN DEL ESTADO Y DEL DERECHO.—EL DARWINISMO SOCIAL

El mismo principio de la sinergía, es decir, de la producción de algo nuevo por la contención o colisión de elementos contrarios, principio llamado [94] ahora sinergía social, es el que produce las estructuras sociales. Las fuerzas sociales dejadas solas serían esencialmente destructivas; pero combinadas, reprimidas las unas por las otras, producen las estructuras sociales, cuyo nombre más general y apropiado debe ser el de instituciones humanas.

El equilibrio social bajo el principio de la sinergía, junto con envolver una perpetua y vigorosa lucha entre las fuerzas sociales antagónicas, crea las estructuras sociales. De la perfección de estas estructuras y del éxito con que desempeñan sus funciones depende el grado de la eficiencia o capacidad social. En el mundo orgánico la lucha tiene la apariencia de una lucha por la existencia. Las especies más débiles perecen y las más fuertes persisten. Hay una constante eliminación de lo defectuoso y supervivencia de lo adecuado. En el campo social sucede lo mismo y las razas débiles sucumben en la lucha mientras que las fuertes se perpetúan. Pero en ambos casos es la mejor estructura la que sobrevive. De esta manera, la lucha deja de ser una cuestión de individuos, de especies, de razas o de sociedades y se convierte en un problema cuya solución depende de la perfección de las estructuras. Podemos, pues, atenuar la severa fórmula de Darwin, de la lucha por la existencia y ver en todo el panorama de la vida más bien una lucha por la estructura.

[95] Ya se ha dicho que el nombre más general y apropiado para las estructuras sociales es el de instituciones humanas. Las instituciones humanas no son más que el conjunto de los medios que tienen por objeto encaminar y utilizar la energía social. Buscando cuál sea la naturaleza y la esencia de la energía social se encuentra la más fundamental de todas las instituciones humanas, especie de plasma social primordial, homogéneo, indiferenciado, que ha dado origen subsecuentemente a todas las demás instituciones. Puede llamársele el sentimiento de conservación del grupo social (the group sentiment of safety) y es principalmente de carácter religioso. De este núcleo se han derivado indudablemente la religión misma, el derecho, la moral y todas las instituciones ceremoniales, eclesiásticas, jurídicas y políticas. Pero hay otras instituciones tan esenciales y primitivas como estas que han de tener otras raíces, tales como el lenguaje, el arte y las industrias.

Mas, volvamos nuestras miradas a los tiempos primitivos de la vida humana y digamos ante todo que respecto de las teorías del poligenismo y del origen animal del hombre, aceptadas por casi todos los biólogos y antropólogos, la actitud del sociólogo no puede ser la de un investigador sino que debe darlas por sentadas y seguir adelante.

Por más que las razas primitivas sean consideradas [96] por los hombres civilizados como algo muy semejantes entre sí, con todo, ellas mismas se miran unas a otras como sumamente distintas y con mutuo desprecio. El hecho de que dos razas se pongan en contacto significa el estallido de una guerra entre ellas. Si nos imaginamos un tiempo anterior a todos los recuerdos históricos, a todas las más remotas civilizaciones que han existido, a las épocas china, egipcia, caldea y asiria,—sin dejar de confesar que sabemos muy poco de aquella edad,—podemos aceptar que vastas extensiones de la superficie terrestre estaban ya ocupadas por los hombres que divididos en gran número de diferentes razas, tribus, grupos, clases y hordas se afanaban en mantener su existencia. ¿Cuáles serían los caracteres y cualidades del grupo más primitivo? Entre los animales, por lo menos la madre conoce a menudo a su cría y es posible que entre los monos tenga lugar un reconocimiento general de las más inmediatas relaciones de parentesco. Naturalmente, el hombre primitivo llevó más lejos este reconocimiento y los padres y los hijos, los nietos y otros consanguíneos quedaron unidos en un grupo algo difuso e indiferenciado, que es la forma primitiva de la sociedad, llamada por los etnólogos una horda, y que Durkheim ha denominado apropiadamente «protoplasma social».

La completa separación entre las hordas representa el grado más simple y más bajo de la [97] vida de los grupos sociales, es el estado inmediatamente superior al estado animal y se diferencia de éste en que no es tan sólo gregario, sino que se reconoce en él de una manera más o menos racional cierta relación de consanguinidad. Después de adquirir un mayor desarrollo y de perfeccionar sus facultades razonadoras, el grupo se extiende hasta formar un clan, que fué la más vasta forma de asociación a que un hombre de aquella época reconoció los lazos de parentesco. Por supuesto, que éste sólo se refería a la madre, ya que únicamente el parto y no la fecundación podía servir de prueba de él. La transición de este sistema matriarcal al patriarcal, que se ha verificado en casi todas las razas existentes, ha tenido lugar por medio de extraña ficción llamada la cuvada, en que el padre representa todos los trabajos, dolores y enfermedades de la madre como si él fuera el parturiento y guarda el lecho como quien acaba de dar a luz un niño. De esta suerte adquiere derecho a ser considerado como un miembro importante en las relaciones de parentesco. La conservación durante largo tiempo de esta extraña costumbre, muestra cuán profundamente arraigada ha estado en los pueblos primitivos la creencia en la partenogénesis, de la cual son supervivencias los mitos religiosos posteriores relativos a una «inmaculada concepción.»

En el largo período matriarcal se formó el [98] lenguaje y como las hordas y clanes se repartieron por la tierra y quedaron muy separados entre sí, cada grupo formó un lenguaje distinto. Igual cosa aconteció con los usos y ceremonias, prácticas y ritos religiosos. Sus fetiches, totemes y dioses eran diferentes y llevaban diversos nombres.

Esta época de diferenciación social representa aquel estado idílico de relativa paz y dicha que debió preceder a la era de combates que sobrevinieron entre razas más desarrolladas y de abundante población.

Estos combates fueron inevitables y se explican por el mismo principio de sinergía que hemos visto en acción desde la formación de la nebulosa: la sinergía social va a producir ahora por medio de la lucha formas sociales. Gumplowicz y Ratzenhofer han probado admirable y abundantemente que el génesis de la sociedad se encuentra en la lucha de las razas.

El primer paso en la lucha de las razas fué la conquista de una por otra. Los hebreos se encontraban difícilmente en un escalón más elevado cuando sus guerras con los cananeos; pero en este caso tales hechos deben ser considerados como una irrupción excepcional de salvajismo en una raza relativamente adelantada. Por lo demás, casi todos los salvajes inferiores son caníbales. Después que el hombre fué carnívoro, el comer carne humana fué una de las primeras [99] consecuencias de la lucha de razas. Las primitivas guerras fueron difícilmente algo más que puras cacerías en que la presa anhelada era el hombre. Pero en un período social más adelantado el canibalismo fué reemplazado por la esclavitud. Se vió que era más conveniente explotar al vencido que comérselo. Las razas guerreras sometieron al yugo de la esclavitud a un gran número de vencidos y obligaron a un número aún mayor a pagarles tributos. De aquí la especial atención que los vencedores consagraron a la organización de los ejércitos y a las instituciones militares.

El proceso social, que ha sido comparado con el proceso que en biología se llama kariokinesis y que por lo mismo ha sido denominado kariokinesis social, recorre los siguientes pasos en su desarrollo: 1.° Subyugación de una raza por otra; 2.° Origen de las castas; 3.° Gradual mejoramiento de esta condición que da lugar a un estado de gran desigualdad individual, social y política; 4.° Sustitución de una forma de ley a la sujeción puramente militar y origen de la idea de derecho; 5.° Origen del Estado, bajo el cual todas las clases tienen derechos y deberes; 6.° Compenetración de la masa de elementos heterogéneos y formación de un pueblo más o menos homogéneo; 7.° Aparición y desarrollo del sentimiento de patriotismo y formación de una nación.

[100] Por medio de la conquista se encuentran dos razas puestas en inmediato contacto, pero cuando son muy diferentes no hay asimilación posible. La raza conquistadora mira con desprecio a la raza conquistada y la compele a servirla de mil maneras. La raza conquistada alimenta su odio hacia sus vencedores y no reconoce en su estado actual otra cosa que el triunfo de la fuerza bruta. Este fué el origen de las castas y las dos razas mutuamente antagónicas representan los polos opuestos de la aguja social.

Pero tal situación no puede mantenerse indefinidamente. Las dificultades, los gastos y los parciales fracasos de un régimen exclusivamente militar que impone por la fuerza a cada momento sus órdenes a los vencidos, llegan a constituir una carga demasiado pesada para los vencedores. Notan éstos entonces la necesidad de establecer ciertas reglas generales (principios de la ley o del derecho) y de lograr de parte de la raza subyugada cierta cooperación que dé lugar a una acción social común para las dos razas (nacimiento del Estado).

La doctrina sustentada y expuesta por Mr. Ward, de acuerdo principalmente con MM. Gumplowicz y Ratzenhofer, según la cual la sociedad política debe su origen a la violencia, y el Estado es el producto de la conquista, es conocida con el nombre de darwinismo social.

«Examinando las cosas objetivamente, dice [101] todavía Mr. Ward[7], se encuentra que la guerra ha sido la condición principal y directiva de los partidarios de la paz, si hubieran prevalecido, habría sobrevenido tal vez la pacificación universal, quizá una mayor suma de contentamiento; pero no habría habido ningún progreso. El péndulo social habría ido reculando sucesivamente en oscilaciones más y más cortas hasta el momento en que hubiera llegado al punto muerto, y habiendo la sociedad logrado el equilibrio, todo movimiento hubiera concluído».

Ha impugnado esta teoría el sociólogo J. Novicow en su libro La Justice et l'Expansion de la vie (Paris-Alcan, 1905) y como para rebatirla busca en especial sus puntos de ataque o de referencia en la Pure Sociology de nuestro autor. Vamos a citar algunas de las ideas de M. Novicow.

La aparición de la inmortal obra de Darwin sobre «El Origen de las Especies», en 1859, vino a acelerar los progresos de todas las ciencias y a marcarles nuevos rumbos. Los principios de la contención y de la lucha se aplicaron a todos los ramos del saber humano; pero, como sucede siempre en estos casos, el impulso fué más allá de donde debió ir y los espíritus no supieron hacer las distinciones necesarias entre las contenciones y colisiones del mundo sideral, las del mundo [102] biológico, y las del mundo social. La lucha es universal, pero sus formas, sus procedimientos varían extremadamente y es tanto más compleja cuanto más complejo es el campo de acción en que se verifica. Esta es ya una circunstancia que diferencia mucho a las luchas sociales de las demás luchas.

La lucha astronómica (empleando una expresión algo metafórica) tiene lugar por el procedimiento de la atracción. Los astros que andan errantes en el espacio atraen las masas de materia que caen dentro de su esfera de atracción y se las quitan a los astros rivales. Los más felices en estos combates se convierten en soles enormes, los más desgraciados sólo son estrellas modestas y pequeñas.

La lucha biológica entre los animales se efectúa por medio de procedimientos muy diversos. Un animal se arroja sobre otro, lo mata, se lo come y se asimila su substancia en virtud de la digestión.

Hay seguramente luchas sociales como las hay astronómicas y biológicas; pero de tal aserto no se infiere de ninguna manera que los procedimientos de las luchas sociales deban ser idénticos a los procedimientos de las luchas biológicas, como los de éstas no lo son a los de las llamadas luchas astronómicas. Un animal no se apropia directamente células arrancadas a otro animal, sino que las asimila por medio de la digestión; [103] y la latinización de la Galia fué hecha por medios muy diferentes de la digestión que se opera cuando un león se come a un antílope.

El darwinismo ha hecho olvidar también que existe otro fenómeno tan general y tan constante como la lucha: la asociación; y dentro de los seres que pueden asociarse los procedimientos de contensión, son muy diversos de los que se gastan entre los que no se asocian. Es un error, pues, identificar las luchas humanas con las luchas zoológicas que se llevan a cabo entre animales de especies diversas, de las cuales unas sirven, naturalmente, de substancia alimenticia a otras. Es menester identificar las luchas humanas con las que se efectúan entre las células de un mismo organismo biológico.

Al afirmar el darwinismo social que las formas superiores de la asociación humana sólo son posibles por medio de la guerra, incurre en contradicciones fundamentales. Tal observación implica la idea de que actos de disociación puedan producir la asociación y que actos patológicos sean normales. En efecto, la guerra no es más que una serie de homicidios y de destrucciones de la riqueza; significa una disminución de la intensidad vital, un estado patológico de los individuos.

Afirmar, pues, que se aumenta la intensidad vital de las sociedades por medio de la guerra equivale a afirmar que con las enfermedades [104] aumenta la salud de los hombres.

Si los hombres se encontrasen entre sí naturalmente en las relaciones en que se hallan el león y el antílope; si la asociación fuese imposible entre ellos, el darwinismo social sería una teoría verdadera. Pero como la asociación es posible entre los hombres, resulta que la guerra es un estado patológico y la conquista violenta es un acto patológico. Una enfermedad puede atacar a un hombre desde los primeros momentos de su existencia. Hay individuos que aun enferman antes de salir del seno de su madre. Luego la enfermedad sigue al hombre paso a paso durante toda su existencia y llega un momento en que triunfa y las fuerzas disolventes causan la muerte. Negar estos hechos sería soberanamente ridículo; pero ellos no autorizan de ninguna manera a afirmar que la enfermedad sea la causa y la condición misma de la salud. Seguramente la disociación (la muerte) es un fenómeno tan natural como la asociación; pero es contradictorio afirmar que sea la causa primera y la condición indispensable para alcanzar las formas superiores de la asociación. Sin embargo, no sostienen otras cosas los darwinistas sociales cuando dicen que la conquista es la condición indispensable para alcanzar las formas superiores de la asociación.

En la sociedad, el robo no produce la riqueza, sino la miseria, la guerra no produce la actividad [105] social sino la estagnación social. Sin duda, la locura, el vicio y el crimen son hechos tan naturales como la razón, la virtud y el honor, pero son éstas y no aquéllas las causas de la prosperidad social. Así como un hombre alcanza la mayor suma de exuberancia vital si no está nunca enfermo, del mismo modo la sociedad logra su máximum de bienestar si no se producen en ella hechos patológicos, es decir, homicidios y expoliaciones.

Una de las fuentes del darwinismo social es la hipnotización producida por la guerra. Ésta como un ciclón, impresiona los espíritus con la inmensidad de las catástrofes que ocasiona. Se descuida el examen de los mil pequeños hechos de la vida cotidiana que constituyen la verdadera trama de la existencia social, los observadores se sienten atraídos únicamente por los acontecimientos trágicos de las batallas. Los sociólogos caen ahora en los errores porque han pasado los geólogos en otros tiempos. Estos últimos han afirmado también, cuando su ciencia estaba en pañales, que las transformaciones operadas en la superficie del globo habían tenido por causa terribles cataclismos periódicos. Después los geólogos se han convencido, observando los hechos más de cerca, que las transformaciones de la corteza terrestre se han efectuado por la acción de los fenómenos ordinarios que han obrado durante períodos muy largos. Igualmente [106] se empieza a comprender que la evolución del género humano y la civilización no son de ninguna manera el producto de terribles catástrofes periódicas, sino de los pequeños hechos diarios que en número inmenso han venido repitiéndose durante períodos muy prolongados.

No es la guerra la que da origen a la civilización, sino el trabajo. Después del reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos por la corona británica, algunos ciudadanos americanos en 1812, 1845, desde 1861-65, y en 1898 han hecho la guerra. Estos individuos en conjunto han consagrado tal vez cinco mil días a las matanzas. Pero desde 1783 a 1905 el total de los ciudadanos americanos ha consagrado cuarenta mil días a la actividad productora, o sea 915 veces más que a la actividad guerrera. Se ve, pues, que esta actividad es un elemento casi despreciable con relación a la primera. Los progresos de los Estados Unidos han sido precisamente llevados a cabo por los cuarenta mil días consagrados a la producción y de ninguna manera por los cinco mil consagrados a la destrucción. Salta a la vista que es anticientífico afirmar que un fenómeno que es la 900 quinceava parte del conjunto de los fenómenos sociales es la causa principal e indispensable del progreso de las colectividades.

Lo que es cierto de los Estados Unidos en particular lo es de la humanidad en general.

[107] «El Estado, dice Ratzenhofer[8], no es el producto de intereses que obren libremente, como sucede en el caso de la horda, la tribu, los partidos y las otras uniones sociales. Es el producto del conflicto de los intereses hostiles. Es un hecho de organización coercitiva... Toda evolución es el producto de la lucha... Pero la violencia es el poder creador del Estado. Tal es la idea fundamental del Estado que no acepta ninguna desviación: admitir que sea un simple producto de la civilización que provenga de un arreglo pacífico o de cualquier otro hecho de este género, significa contradecir las enseñanzas de la sociología y marchar tras experiencias políticas destinadas a concluir de la manera más deplorable».

Novicow se complace en rebatir las afirmaciones de Ratzenhofer en los siguientes párrafos:

«Los sociólogos darwinistas no tienen informaciones completas sobre la manera cómo se han formado todos los Estados de nuestro globo. Las tienen solamente sobre la formación de algunos. Es decir, que después de haber estudiado un cierto número de hechos han razonado así: los hechos observados por nosotros se han verificado en todas partes y siempre; luego, podemos establecer el esquema natural de la formación del Estado. Ese luego implica una deducción lógica y no una observación directa, porque [108] para tener la observación directa habría sido preciso disponer de datos sobre la formación de todos los Estados, lo que es imposible.

«La forma superior de la asociación no depende únicamente del número de los asociados, proviene de una organización más perfecta. Cuando dos tribus compuestas, supongamos de mil personas, se funden en una por medio de la conquista, no resulta de ningún modo que su organización se mejore por el solo hecho de aumentar los medios del grupo. Mil bisontes reunidos a otros mil formarán un ganado de dos mil cabezas, pero no constituirán una organización de una naturaleza superior. Para que la sumisión de una poblada a otra pueda producir ventajas, es menester que el conquistador posea facultades mentales superiores a las del vencido. Para que el conquistador pueda hacer pasar un grupo de hombres de la faz de la tribu a la faz del Estado, es necesario que él mismo se encuentre ya en esta faz; porque si se halla en la de la horda, fundará simplemente una horda más grande, ni más ni menos como la reunión de dos ganados de bisontes produce un ganado más grande. ¿Y de qué manera el pueblo conquistador habría llegado al grado del Estado si este sólo se consigue por medio de la conquista? Es menester, entonces, que el conquistador actual haya sido subyugado antes por otros; mas entonces, ¿como pudo perfeccionarse el primero? Es preciso, [109] pues, admitir que se ha perfeccionado sólo por medio de procedimientos civiles e intelectuales. Ahora, si es así, queda arruinada la base de la teoría darwiniana. Si una sola sociedad humana ha podido llegar a constituir un Estado sin necesidad de la conquista, no es esta una condición indispensable para alcanzar tal perfeccionamiento.

«Ratzenhofer afirma que el Estado es un hecho de organización, pero pretende que sólo puede porvenir de un hecho de desorganización. Ratzenhofer no podrá negar que el Imperio Romano estaba dotado de cierta organización cuando fué invadido y destruído por los germanos. La conquista es, pues, la sustitución del desorden al orden, es la desorganización del Estado y no su organización. Más tarde los jefes germanos han sustituído un orden nuevo al antiguo. ¿Cómo no ve Ratzenhofer que sólo cuando los efectos de la conquista se han borrado completamente se llega a establecer el Estado como una forma social superior?

«Pasaremos a la observación de otros hechos. El estudio del origen de la sociedad americana es preciso para el sociólogo. Se ve ahí el principio de una sociedad en plena luz de la historia. Los hechos que han ocurrido en las colonias inglesas de las faldas de los Alleghanys han debido verificarse de un modo muy análogo en la alta antigüedad. Es menester considerar que todas [110] las sociedades humanas han empezado en cierta época por el establecimiento de algún grupo en un país desierto, como lo hicieron los emigrantes de la Gran Bretaña cuando llegaron al nuevo mundo. Después de la sumisión de una raza por otra, dicen los darwinistas, sobrevienen para formar una asociación superior el establecimiento de las castas, la desigualdad política y la sustitución de la ley a la fuerza. Ninguno de estos períodos considerados indispensables se encuentran en la historia de los Estados Unidos. He aquí cómo se ha constituído esta sociedad: hombres libres e iguales se han agrupado primeramente en comunas (townships); comunas iguales y libres han organizado voluntariamente el Estado colonial para su mayor seguridad y comodidad. Por fin, Estados iguales y libres han organizado voluntariamente y con un interés positivo el Estado federal. ¿Se ven aquí las castas, la desigualdad política y luego la supresión de esta desigualdad y el establecimiento de la justicia? Que a veces las cosas hayan pasado en el mundo de acuerdo con el esquema de Ratzenhofer es incontestable. Pero que las cosas no pueden pasar de otra suerte está decisivamente contradicho por los hechos.

«Ratzenhofer puede responder que él habla del origen del Estado en la época primitiva; pero, fuera de que es imposible determinar en qué momento principia y concluye este período [111] primitivo, tal punto de vista no resiste a la crítica. Una teoría científica o es verdadera para todas las épocas o es falsa. Un sociólogo no puede escoger fantásticamente un momento cualquiera de la historia de la humanidad y decir que no toma en consideración lo que ha sucedido después. Los acontecimientos de 1870 han constituído tan completamente (o más quizá) un Estado (la Alemania), como los que se han verificado en la aurora de la historia. Es muy frágil una teoría aplicable sólo a la época prehistórica, sobre la cual se tienen datos extremadamente inciertos. Nada más cómodo que las novelas prehistóricas; tan sólo es menester no olvidar de referirlas como tales y no confundirlas con la ciencia severa y positiva. ¿Qué se diría de un naturalista que en un tratado de embriología no quisiere considerar los seres que nacen a nuestra vista sino únicamente los nacidos en la época terciaria?

«Así el esquema de la formación del Estado elaborado por Ratzenhofer no resiste ni la crítica de la lógica ni la de los hechos. A este esquema erróneo, continúa Novicow, voy a oponer el que me parece corresponde a la realidad más de cerca.

«El hombre desciende de un animal inferior; ha comenzado, pues, por ser nómade. Mientras fué así, los límites de la asociación humana no han podido ser marcados por el territorio. Han [112] sido determinados por las relaciones individuales, por los lazos del parentesco, real primero y después real y ficticio. Es el período de la horda, del clan y de la tribu.

«Después el hombre se establece en un territorio determinado; se pone a practicar la agricultura y a construir habitaciones. Sucesivamente aparecen la diferenciación del trabajo y el cambio. La producción crece y se diversifica. Entonces son creadas unas después de otras las instituciones de todo género que aseguran el funcionamiento de la actividad económica y política. Al mismo tiempo, en virtud de la vida sedentaria, el lazo social se transforma lentamente (lo que requiere siglos): de individual se convierte en territorial. Una aglomeración más densa, la ciudad, alrededor de la cual se agrupan los agricultores, es la primera forma de esta nueva entidad: es la comuna, la cité, el municipio o el township. Cuando relaciones frecuentes se establecen entre ciudades vecinas, se hace sentir la necesidad de darles una organización de conjunto o, en otros términos, de fijar un cierto número de normas jurídicas. Ciudades o comunas unidas entre sí forman el Estado. Gracias a la organización más perfecta de este grupo social, se desarrolla la riqueza, es posible el ocio, y con éste nacen las necesidades de la inteligencia. Tal es la marcha normal de la evolución social. Se ve que en ella la guerra no es necesaria, como no lo es la enfermedad [113] para agrupar en asociación biológica los 60 trillones de células que forman el cuerpo humano».

No es posible dejar de conocer que Novicow ha sido más sólido en el ataque al darwinismo social que en la construcción de su propia doctrina. Su esquema es demasiado simple y fácil. Conviene recordar, antes de poner punto final a esta parte, que los autores que sostienen teorías que pueden quedar comprendidas dentro del darwinismo social más o menos atenuado no son, por supuesto, únicamente los tres nombrados en líneas anteriores. L. Stein en su obra La Question sociale au point de vue philosophique se expresa en los siguientes términos sobre el origen del Estado: «Comprenderemos ahora cómo se ha efectuado el paso de la sociedad al Estado. La caza, trabajo impuesto a los hombres por las condiciones económicas, colocó a los grupos sociales, que en tiempos anteriores habían sido pacíficos, en un estado de guerra perpetua. O bien acechaban el momento de caer oportunamente sobre sus vecinos, o bien se esforzaban en no ser sorprendidos por ellos. Así surgió y se constituyó el tipo guerrero, cuya nitidez y precisión fueron aumentado con el transcurso de las edades. Este tipo exigía imperiosamente la división de la sociedad, en gentes industriosas y en protectores. El proceso de las diferenciaciones progresó desde entonces rápidamente. La primera [114] división en estados había roto el comunismo primitivo, roto el curso ordinario de la sociedad gentil; sólo el nacimiento del Estado hizo imposible un bellum omniaum contra omnes.

Se ve que, según Stein, si el Estado no es el resultado de la conquista de un grupo social por otro, se deriva, sin embargo, necesariamente de la guerra entre los grupos.

Volviendo para terminar, a nuestro autor, debemos decir que si bien es cierto que sus doctrinas están exactamente citadas por Novicow cuando éste se propone atacar el origen que los darwinistas atribuyen a las formas superiores de la sociedad y del Estado, con todo, esas citas no constituyen la expresión completa de las teorías de Mr. Ward. Cualesquiera que sean las ideas del sociólogo norteamericano sobre el génesis del Estado, no afirma que la violencia sea la única manera de lograr el establecimiento de esa forma social. Al contrario, como tendremos que verlo más adelante, el remedio que indica para nuestros males sociales consiste en el perfeccionamiento del organismo social por medio de una mayor conciencia social, por medio de una educación amplísima; en el establecimiento de una forma de gobierno que se llama Sociocracia, o sea el gobierno de la sociedad misma, lo que viene a significar en substancia el establecimiento de un Estado superior, que sirva a todos los intereses sociales y no a tal o cual clase, [115] y cuya creación haya sido hecha posible en virtud únicamente del desarrollo de la inteligencia social.

V
OPTIMISMO O PESIMISMO.—MELIORISMO.

Después de este breve e incompleto resumen de las doctrinas de nuestro autor sobre el origen y primitivo desarrollo de la sociedad y del Estado, cabe ya preguntarse con él, dando un paso fuera de la sociología pura: ¿Qué concepto general debemos formarnos de este mundo? ¿Con qué ánimo debemos actuar en esta sociedad en que vivimos? ¿Seremos optimistas? ¿Seremos pesimistas?

Examinemos ligeramente estas dos tendencias.

Sostener con los optimistas que nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles, equivale a repetir una doctrina que desde un punto de vista filosófico y social no resiste a la más superficial impugnación, y constituye a la fecha una ingenuidad que hace sonreir con los recuerdos del Cándido de Voltaire.

El pesimismo es la doctrina que ha tenido por [116] sustentadores más conocidos a los filósofos alemanes, Schopenhauer y Hartmann. Según estos escritores, son más los dolores que los placeres de la vida. Esto es en cuanto a la cantidad. Cualitativamente, sólo el dolor es positivo, y el placer y la felicidad son negativos; resultan de que nos libramos de algún deseo que ha sido para nosotros, como todos los deseos, un aguijón desagradable. Mas, por nuestra naturaleza, apenas satisfecho un deseo aparece otro y así sucesivamente se va eslabonando desde el nacimiento hasta la muerte una serie de estados desagradables.

Esta filosofía es también inexacta. Nos conviene concretarnos a atacarla por su base y probar que los placeres constituyen por un lado estados psíquicos, y por otro lado que somos capaces de gozar de algunos de ellos sin haber pasado antes por dolores previos que sean la condición sine qua non de aquéllos.

Los placeres ocupan como estados psíquicos una extensión más o menos larga de tiempo. Es esta una cuestión de psicometría. Como las experiencias de la observación interna son muy expuestas a ilusiones, es mejor buscar la demostración de lo que afirmamos en las sensaciones más simples. Una persona, por ejemplo, no tiene el menor deseo de comer un dulce, no siente el ansia desagradable de un apetito no satisfecho. Sin embargo, se echa a la boca un confite delicado, lo saborea y experimenta una sensación de placer [117] que no ha venido precedida de ningún dolor anterior y que es completamente positiva.

En las emociones complejas la duración del estado placentero es mayor aún que en las emociones simples, y para gozar de ellas no necesitamos tampoco haber pasado antes por el purgatorio de algún dolor. Las emociones del amor no le dejarán en este respecto lugar a dudas a nadie que las haya sentido verdaderamente, a no ser que sea algún joven poeta de escasa inspiración y que por lo mismo canta lo que menos conoce: el dolor. El placer que nos produce la contemplación de un bello cuadro, de una hermosa estatua, la lectura de un buen libro, el conocimiento de una vida heroica, la admiración de los paisajes de la naturaleza, es, por dicha nuestra, perfectamente positivo y no necesitamos conquistarlo por medio de ningún tormento anterior.

La verdad es que el pesimismo constituye el fruto de un estado social imperfecto, malo, hostil, y uno de los problemas que tiene la ciencia por delante es destruir y aniquilar al pesimismo merced a la transformación y mejoramiento del estado social.

La solución de este problema es más difícil que entre nosotros en la vieja Europa, que se halla atada a su pasado por mil tradiciones falsas que en cierto sentido tienen petrificados a buen número de sus espíritus. Es una prueba [118] de esa incapacidad para mirar los problemas humanos frente a frente y esforzarse por resolverlos sin el auxilio de tradiciones reconocidamente erróneas, la novela de A. Fogazzaro llamada El Santo. Ver la salvación de la sociedad, como se dice en ese libro interesante, en la renovación del catolicismo efectuada gracias a la infusión de doctrinas nuevas en los arcaicos dogmas, es sólo la inspiración de un misticismo decadente.

La filosofía que se levanta frente a frente de este misticismo, evangelio de la desesperación y del optimismo, evangelio de la inacción, es el meliorismo[9]. El meliorismo es el utilitarismo científico que descansa en la ley de causalidad y en la eficacia de la acción humana bien dirigida. Como su nombre mismo lo da a entender, esta doctrina que aspira exclusivamente al mejoramiento de las condiciones de la vida humana. Está muy lejos de repetir con el optimismo que el nuestro sea el mejor de los mundos posibles; pero tampoco cree con el pesimismo que no tenga remedio. Se coloca a igual distancia de estos dos extremos y lanza a los hombres sus voces de aliento invitándolos a la acción.

Este término meliorismo fué usado primeramente por la célebre novelista inglesa J. Eliot [119] con el objeto de expresar su propia manera de ser. Constituye el meliorismo un principio dinámico, un principio de actividad, opuesto al laissez faire clásico. Implica el adelanto del estado social por los medios indirectos que inventa la inteligencia y no se contenta únicamente con aliviar los sufrimientos presentes, como lo hace la buena caridad sentimental y vana, sino que aspira (oh, ilusión) a crear condiciones bajo las cuales no existan sufrimientos.

VI
ECONOMÍA DE LA NATURALEZA Y ECONOMÍA DE LA MENTE

Llegamos aquí a una parte bastante original de las doctrinas de Mr. Ward, la que él llama economía de la naturaleza y economía de la mente.

En los principios del meliorismo va implícita la afirmación de que lo artificial, por lo menos desde un punto de vista antropocéntrico, es superior a lo natural. Una casa es mejor habitación que una caverna. La aseveración recién anotada es la razón de ser de las ciencias aplicadas. Lo hecho por el hombre es no sólo más adecuado a sus propios fines que lo que le ofrece [120] espontáneamente la naturaleza, sino que, además, es llevado a cabo con menor pérdida de fuerzas. Queda probada esta afirmación comparando los procedimientos creadores de la naturaleza o economía de la naturaleza y los procedimientos creadores de la mente o economía de la mente.

La naturaleza es extremadamente práctica, pero no económica, y es muy explicable que no lo sea. Las acciones y producciones de la naturaleza se ejecutan por medio de un gran derroche de sus energías. Su manera de proceder muy distinta de la del hombre, es exclusivamente genética, lo que quiere decir que es tan sólo movida por causas eficientes que no tienen la conciencia de ningún fin. En la economía genética, al mismo tiempo que no se economiza ninguna fuerza, para producir los más insignificantes resultados, tampoco nada se hace que no produzca algún resultado por pequeño que sea. Al revés, en la economía propiamente humana o teleológica (porque siempre obra proponiéndose fines) se despliega mucha parsimonia en los gastos y sucede al mismo tiempo que a menudo grandes trabajos se llevan a cabo sin resultados, a causa de algunas interpretaciones erróneas de los fenómenos. La naturaleza no se equivoca nunca, pero derrocha. El hombre economiza sus energías, pero a menudo sus errores lo hacen fracasar. Así el hombre, al revés de [121] la naturaleza, es económico, pero es siempre práctico.

Concretemos más la cuestión.

La extravagancia de los medios que emplea la naturaleza para llevar a cabo sus adaptaciones y creaciones ha sido un motivo corriente de observaciones. El profesor Huxley hizo ver en una conferencia que cada arenque hembra de medianas proporciones ponía 10.000 huevos y que de éstos morían 9.998 mucho antes de llegar a la madurez. Darwin calculó los huevos de una blanca Doris y supuso que serían no menos de 600.000. Al mismo tiempo encontró que los individuos de esa especie no eran numerosos, de manera que los huevos se producían en una cantidad desmesuradamente superior a la que se aprovechaba. Igual cosa se observa en la langosta de Juan Fernández; pone alrededor de 100.000 huevos y se pierde el mayor número de ellos.

Semejantes proporciones entre los muchos nacimientos o embriones y las pocas vidas completas revelan grandes derroches, e iguales derroches se notan en las semillas de los vegetales. Las semillas, los huevos y otros gérmenes parecen destinados a ser plantas y animales, pero ni uno entre miles o entre millones cumple con su destino. Así como de la luz solar que se derrama en todas direcciones sólo una porción insignificante es interceptada por la tierra o por otros [122] planetas para utilizarla en favor de la vida, así también acontece con los organismos empezados. Sólo una pequeña parte de ellos alcanza el presunto fin de su creación. Indudablemente que este orden de sembrar al azar y de que por cada ser que subsista 10.000 perezcan, sería considerado como el peor de los desórdenes, si lo imaginamos aplicado a cualquier asunto humano.

La naturaleza obra con la seguridad de que sus recursos son inagotables. Es posible decir que está empeñada en crear todas las formas concebibles. Cada cual sabe qué maravillosa variedad de especies existen en los reinos animal y vegetal. Pero estas variadas formas, tan numerosas como son, representan sólo los éxitos de la naturaleza y no sus múltiples fracasos. Aun entre las mismas formas vivientes hay una larga escala que va desde los fuertes hasta los débiles y el destino de estos últimos consiste en ser arrojados del mundo por los primeros. Los mismos organismos fuertes sólo conservan temporalmente su vigor. Como los imperios humanos, tienen su apogeo y su caída, y los pasos de la historia natural, de igual suerte que los de la historia humana, están marcados con los restos de las dinastías destronadas y las ruinas de las razas extintas.

En los procederes del hombre racional se encuentra por primera vez algo digno del nombre [123] de economía. Sólo por medio de previsiones y designios de que la naturaleza no es capaz, es posible llevar a cabo algo económicamente. Los canales son más rectos y adecuados a su objeto que los ríos.

Aquí conviene tocar ligeramente un punto de economía política que dice relación con esta materia.

Hace algunos siglos que fueron observadas la uniformidad e invariabilidad de los fenómenos astronómicos y físicos; después se efectuó igual observación con los animales y se encontró que sus acciones, aunque mucho más complicadas, obedecen a leyes fijas que el hombre es capaz de entender y aprovechar. Luego se extendió dicha afirmación a los actos más simples de los hombres y de los niños, y por último, no se requirió más que un corto paso adicional para llegar a la más amplia generalización y sostener que todas las actividades humanas y todos los fenómenos sociales se hallan tan rígidamente sujetos a una ley natural como lo están las actividades de los niños y de los animales y los movimientos de los cuerpos terrestres y celestes. Los primeros economistas se apoderaron de este razonamiento especioso e incompleto e hicieron de él la piedra angular de su ciencia y la base de sus grandes leyes sobre el comercio, la industria, la población y la riqueza.

Ha sido este un error que ha provenido de [124] ignorar la existencia de una facultad racional en el hombre, que, aunque no sustrae las acciones de éste a la influencia de las leyes naturales, con todo, las complica de un modo tan enorme que no es posible encerrarlas dentro de las simples fórmulas que bastan a explicar y a prever los motivos animales. La acción del factor intelectual o racional en el hombre es tan colosal que cualquiera ponderación del error de los primeros economistas no resulta exagerada. Pongamos un ejemplo más.

El sistema de la naturaleza para que las semillas se desarrollen, consiste en confiarlas al viento, al agua, a los pájaros y a otros animales. De las semillas lanzadas así, sólo muy pocas llegan a crecer, y de las que crecen son contadísimas las que alcanzan el estado de madurez. ¡Cuán distinta es la economía, la actividad del ser racional! El hombre prepara el terreno, lo limpia a fin de que no haya competidores vegetales, y luego con cuidados planta las semillas distanciadamente con el objeto de que no se amontonen y se dañen unas a otras; cuando ha aparecido el brote cuida solícitamente de que no sea destruído por algunos enemigos vegetales o animales, proporciónale agua cuando la necesita y aun coloca los abonos y substancias químicas que puedan servir para hacer que la planta crezca más vigorosa. Tal es la economía de la mente.

[125] El hondo significado de esta diferencia de procedimientos ha sido expresado en el principio de que «el medio transforma al animal mientras que el hombre transforma al medio».

El hombre procede en lo posible con economía de tiempo y de energía, procede con arte. Las artes tomadas en conjunto constituyen la civilización material que es debida exclusivamente a las facultades intelectuales del hombre.

En el perfeccionamiento mismo de las plantas y animales es posible observar la superioridad de los procedimientos humanos sobre los de la naturaleza. Como se ha dicho, el animal es transformado por el medio en que habita, dentro del cual el factor más importante es el orgánico, las otras especies animales y vegetales con que tiene que entablar la lucha por la existencia.

Es falsa la idea dominante de que, como resultado de esta lucha, sobreviva lo más perfecto posible. El efecto de la contienda consiste en impedir que cualquiera forma alcance su máximum de desarrollo y hacer que todas las formas que logran sobrevivir se mantengan en cierto nivel relativamente bajo de desenvolvimiento. Cuando la competencia es evitada, como acontece en lo tocante a algunas especies por medio de la acción del hombre, grandes progresos son inmediatamente llevados a cabo por la forma así protegida y pronto sobrepuja a las que se encuentran sometidas a la necesidad de la lucha. Tal [126] cosa ha ocurrido con los cereales, con los árboles frutales y con los animales domésticos, con todas las especies que el hombre ha sustraído al imperio de la ley biológica y colocado bajo el de la ley de la mente.

A este respecto cuenta Mr. Ward un caso muy interesante[10]. «Hace algunos años, dice, cuando era yo un amateur de la botánica, en una de mis excursiones de herborizador pasé por un campo solitario y abandonado, distante algunas millas de la capital nacional, y enverdecido por la presencia de una peculiar hierba completamente desconocida para mí. La examiné atentamente, y aunque algo conocedor de la flora indígena de esa región, fuí sorprendido por esta pequeña extranjera. Era muy verde y sus frutos y sus flores se veían bien; pero tenía cierta apariencia desgreñada y poco natural, indicadora de tiempos difíciles y de una dura lucha por la existencia. Recogí una buena cantidad de ella, coloquéla cuidadosamente en mi portafolios y la traje a casa junto con mis otros trofeos. Sin precipitación y con todos los requisitos necesarios procedí a analizarla. Era entonces yo diestro en la disecación de las plantas y en un momento compelí a mi hierbecita a revelar su nombre. Con gran sorpresa mía dijo llamarse Triticum aestivum. Como los más de ustedes saben, el Triticum aestivum [127] es aquel noble cereal que suministra la susbtancia de la mayor parte del pan de todo el mundo. ¿Puede ser ésto trigo? me pregunté medio dudoso de mi exactitud. Hice una nueva prueba y otra vez la respuesta fué: Triticum aestivum. Interrogúela aún por tercera vez, pero como un espíritu seco y porfiado lanzó rápidamente las mismas palabras: Triticum aestivum. No había equivocación. Esta pobre hierbecita debió salir de algunos granos de trigo sembrados o arrojados por algún accidente casual en este paraje desierto y silvestre lleno de vegetación natural. Aquí germinó y creció y trató de elevarse a la majestad y altura que se ve en los campos cultivados de granos. Pero ¡ay! no pudo. A cada paso fué encontrando la resistencia de un medio no arreglado ni preparado por la inteligencia. Le faltó el cuidado del hombre que aleja la competencia, destruye los enemigos y crea condiciones favorables al más alto desarrollo. El hombre procura a la planta cultivada una oportunidad para progresar y la diferencia entre mi extenuada hierbecita y el trigo de un campo bien labrado es diferencia únicamente de cultivo y no de capacidad nativa. En pocas palabras: es la diferencia entre la naturaleza y el arte (nature and nurture)».

La competencia, pues, no sólo envuelve el gran derroche que se ha descrito, sino que aun impide el máximum de desarrollo, desde que lo mejor [128] que se puede alcanzar bajo su influencia es muy inferior a lo obtenido gracias a la acción de lo artificial, es decir, a la supresión de la competencia por medio de la inteligencia y de la razón.

Por más difícil que pueda ser para los filósofos modernos entender esto, tal fué sin embargo, una de las primeras verdades que iluminó al entendimiento humano. Consciente o inconscientemente se sintió desde un principio que la misión de la mente era luchar con la ley de la competencia, resistirla y vencerla. La ley de hierro de la naturaleza, como puede propiamente llamársela (la ley de Ricardo sobre los salarios no es más que una manifestación de ella), se ha puesto por doquiera al través de los pasos del progreso humano, y todos los esfuerzos para marchar adelante, (ya sean físicos, sociales o morales) del hombre racional, han constituído un combate contra este tirano, la ley de la competencia. Todo utensilio, todo invento mecánico, toda cosa artificial que sirve a algún propósito humano, es un triunfo de la mente sobre las fuerzas físicas de la naturaleza que se hallan sin cesar y sin un fin determinado en competencia. El cultivo y desarrollo de las plantas útiles y la domesticación de algunos animales significa el someter a una dirección las fuerzas biológicas y eximir algunas formas vivientes de la acción de una ley natural que debilita sus poderes naturales de desenvolvimiento. Todas las instituciones [129] humanas—religión, gobierno, ley, matrimonio, etc.—y todos los modos de regularizar la vida social, industrial y comercial, son, considerados ampliamente, tan sólo otras tantas maneras de resistir y vencer a la ley de la competencia en sociedad. Finalmente, la ley moral de los hombres ilustrados no constituye nada más que los medios adoptados por la razón, por la inteligencia y por la sensibilidad refinada para aniquilar la naturaleza animal del hombre, para encadenar el egoísmo competidor que todo hombre ha heredado de sus antepasados animales.

Es verdad que el gran desarrollo del cerebro y de la inteligencia que ha caracterizado al hombre fué debido exclusivamente a la misma ley egoísta de la mayor ventaja, de la competencia. El cerebro no difiere a este respecto de los cuernos, de los dientes o de las garras. En la gran lucha que el animal humano tuvo que llevar a cabo para obtener la supremacía, el cerebro lo habilitó definitivamente para triunfar, y bajo la ley biológica de la selección, cuando la superior sagacidad significó mayor aptitud para sobrevivir, el cerebro humano fué gradualmente desarrollado, célula tras célula, hasta que los hemisferios completamente desenvueltos quedaron agregados a los ganglios primitivos. El intelecto en un principio fué un mero servidor de la voluntad; pero en virtud de su peculiar carácter [130] fué capaz de percibir que el método animal directo no era el más provechoso, aun en la más ruda lucha por la existencia, y así empezó, ya en una época muy remota, y en favor de su propio egoísmo, a contrarrestar aquel método y a adoptar el opuesto, el que se sirve de designios previos, del cálculo y de la cooperación. Las asociaciones de individuos se convierten a su vez en corporaciones más extensas, los trusts. Todo este proceso de cooperación compuesta no se detiene hasta que todo el producto de una industria dada es manejado por un solo cuerpo de hombres. Este cuerpo adquiere un poder absoluto sobre el precio del artículo producido. Así, por ejemplo, todo el petróleo que produce un país puede estar en las manos de un solo trust, y a fin de obtener para los capitalistas que lo forman las mayores ventajas posibles, el precio será puesto a la mayor altura que los consumidores se resignen a pagar antes de volver a usar velas de esperma o de recurrir al gas o a la electricidad. No se establece ninguna relación entre el precio y el costo de producción y éste puede ser veinte o cien veces más bajo que aquél y los provechos del trust incrementarse proporcionalmente.

Lo mismo pasa con el carbón, el hierro, el azúcar, el algodón, etc.

A pesar de lo mala que esta situación puede parecer, no deja de tener sus lados buenos. Aunque [131] estos inmensos beneficios van a parar exclusivamente a las cajas de unos pocos afortunados que han sabido colocarse en la embocadura de estas grandes corrientes de riquezas, sin embargo, para los consumidores el valor de todas las comodidades así monopolizadas es generalmente menor de lo que era cuando estaba entregado completamente a la influencia de la competencia.

Tal aserto debe sonar de una manera extraña en los oídos de los economistas, que consideran la competencia como el antídoto en contra del monopolio y a la cual le señalan como uno de sus efectos principales la baja de los precios. Pero los hechos contradicen esta manera de ver. He aquí la opinión resumida, al respecto, de un distinguido economista, el profesor Simón N. Patten:

«Empleo el término despilfarro (waste) en un sentido amplio para indicar con él todas aquellas causas que mantienen los precios de las cosas más altos de lo que serían si los vendedores no tuvieran que ir a buscar a los compradores. En otros tiempos, los vendedores permanecían tranquilos en sus almacenes o en sus oficinas, esperando la llegada de los compradores. Si en una tienda se vendía paño más barato que en otra, el comprador la buscaba y adquiría lo que deseaba. Pero estos buenos tiempos ya pasaron. Un vendedor debe estar alerta para atraerse parroquianos y clientela o sus competidores lo arruinan. [132] Su tienda debe estar en una buena calle, ha de gastar considerables sumas en propaganda y tiene que despachar agentes en todas direcciones para inducir al público a que compre sus artículos. ¿Y qué efecto produce este sistema sobre los precios? ¿No vienen a ser mucho más altos de lo que habrían sido si el comprador buscara al vendedor en lugar del vendedor al comprador? El número de éstos es siempre mucho menor que el de aquéllos y es considerablemente mucho más fácil que el comprador encuentre al vendedor y no que éste halle a aquél. En los Estados Unidos se gastan al año por esta razón en agentes viajeros 200.000.000 de pesos oro, desembolsos que, como todos los demás ocasionados por la competencia, no van a incrementar absolutamente en nada el bienestar de las poblaciones».

«El público está tan aferrado a la vieja fórmula de que la competencia baja los precios, que no ha apreciado los cambios que se han operado en los métodos de negociar. Piensa que una multitud de competidores en algún ramo de comercio constituye una salvaguardia para que los precios sean bajos. Mas, los rivales comerciantes consideran que la baratura pacífica produce pocos beneficios. Sin duda, el público desea la baratura, pero está dispuesto a pagar un poco más caro a los que le ayudan a buscar. Cuando los comerciantes reconocen estos hechos y organizan sus negocios sobre una base agresiva, las [133] cosas baratas tórnanse recuerdos del pasado y los precios llegan a una misma o mayor altura que si fueran manejados por un trust o un inteligente monopolio.»

Esto es lo que pasa entre los individuos racionales. Si la sociedad misma considerada en conjunto fuera racional, tales hechos parecerían absurdos y si llega alguna vez a ser racional no se tolerará ni por un instante semejante absurdidad. Algunos han comparado, es verdad, a la sociedad con un organismo, pero es un organismo como los de las épocas geológicas arcaicas, sin ganglios nerviosos coordinadores o directores, o más bien como una de aquellas bajas colonias de células, cada una de las cuales, de igual suerte que los individuos de la sociedad, es perfectamente independiente de la masa general, salvo que por el simple hecho de la coherencia se consigue cierto grado de protección, tanto para las células individuales como para toda la masa.

Una nueva y reformada economía política se consagrará sin duda a mostrar ampliamente, no las glorias de la competencia, sino la manera cómo la sociedad debe conducirse a fin de aprovechar los beneficios que la competencia pueda ofrecer, privando al mismo tiempo a ésta de sus efectos derrochadores y agresivos. La razón y la inteligencia, poderosos factores de civilización, no deben ser desalentadas, pero es conveniente que se las despoje de sus uñas y de sus garras. El [134] camino para contrarrestar los malos efectos de la mente que opera entre individuos, consiste en infundir una gran parte de esa misma facultad intelectual en el poder director de la sociedad. Un arma tan poderosa como la razón es peligrosa en manos de un individuo que la maneja en contra de otro individuo. Es todavía más peligrosa en manos de corporaciones que proverbialmente no tienen alma. Y significa el mayor de los daños cuando llega a ser manejada por un sindicato de corporaciones que trata de someter a su capricho la riqueza del mundo. Es salvadora únicamente cuando la emplea la conciencia social, el ego social (personificado de alguna manera) y emanado del cerebro colectivo de la sociedad toda. El arma de la inteligencia ha de ser manejada por la conciencia social, únicamente con el objeto de favorecer el interés común del organismo social. Sólo así se conseguirá la verdadera, completa y espontánea acción personal: la libertad individual podrá venir únicamente por medio de la mayor regulación social.

Las opiniones de Mr. Ward sobre la desorganización social y la manera de remediarla conducen indudablemente a una ampliación de las facultades del Estado, asunto sobre que tendremos que volver más adelante.

[135]

VII
LA SOCIOLOGÍA APLICADA.—INTERPRETACIONES DE LA HISTORIA.—CONSECUENCIAS DEL ERROR.

Internándonos más en el campo de la desorganización humana, llegamos a percibir nuevos caracteres de la sociología aplicada, que es la ciencia que señala los medios de ponerle término a dicha desorganización. Mientras que la sociología pura trata del desarrollo espontáneo de la sociedad, la sociología aplicada se ocupa de indagar cuáles sean los medios artificiales idóneos para acelerar el proceso espontáneo de la naturaleza.

Toda ciencia aplicada es necesariamente antropocéntrica. La antigua teoría antropocéntrica que enseñaba que el Universo había sido especialmente fabricado en interés del hombre, era no sólo falsa, sino también perniciosa, por cuanto engañando al hombre con el pretenso optimismo de las cosas, lo desarmaba para la acción eficaz y mejoradora. Pero el antropocentrismo verdadero y científico es altamente progresista desde el momento que enseña que si bien el mundo no se halla de por sí perfectamente [136] adaptado a las necesidades del hombre, puede éste en virtud de su propio esfuerzo llegar a adaptarlo.

Durante las edades teológica y metafísica del pensamiento, la filosofía estuvo absorbida en la contemplación del supuesto autor de todas las cosas. La ciencia pura produjo el primer cambio de frente de las preocupaciones intelectuales: la mente pasó del estudio de Dios al de la naturaleza. La ciencia aplicada ha venido a efectuar el segundo cambio de rumbo y la tercera orientación de la filosofía: la atención que la mente consagraba a la naturaleza, la ha dirigido ahora al hombre.

La sociología aplicada supone la superioridad de lo artificial sobre lo natural, en lo cual no difiere de ninguna otra ciencia aplicada, y cree, por lo mismo, en la eficacia del esfuerzo humano, y ataca la doctrina del laissez faire. En contra del «miserable laissez faire», como dice Spencer en su obra Justicia, que no es más que un veneno moral (Fouillée) y un «nirvana social» (Stein), se levanta la divisa del «hacer marchar» sin cuyo reconocimiento y aceptación no hay ciencia de sociología aplicada.

Para que asuma con provecho esta actitud activa que pretende, es menester que llegue a las verdaderas raíces de los males que aspira a curar.

En este punto tocamos la cuestión de cuáles [137] son las causas fundamentales de la vida social, o sea el problema de la interpretación de la historia. Como se sabe, existen en esta materia dos distintas doctrinas que dan soluciones que parecen completamente opuestas: la interpretación económica o concepción materialista de la historia y la interpretación ideológica o intelectualista. En realidad, establecer la conciliación entre estas teorías, no es difícil.

Aunque la tesis de que las ideas gobiernan al mundo puede ser retrotraída hasta encontrarla afirmada por Platón y Virgilio, sin embargo, los sostenedores del materialismo histórico y de que el factor fundamental y que todo lo decide en la vida social es el factor económico, prefieren tomar como blanco de sus ataques las proposiciones sostenidas por Augusto Comte en su Filosofía Positiva. Es lo que ha hecho, por ejemplo, Herbert Spencer, aun sin ser un paladín del materialismo histórico, al exponer los puntos en que disiente de las doctrinas del fundador del positivismo. «El mundo, dice Spencer, no es gobernado y transformado por las ideas, sino por los sentimientos, a los que las ideas sólo sirven de guías.»

El mecanismo social no descansa sobre opiniones, sino casi enteramente sobre caracteres.

Iguales conceptos han emitido Guillermo de Greef, Labriola y otros.

En verdad, la controversia ha provenido más [138] bien de la falta de comprensión de las ideas que se combaten. Comte no ha sostenido que sean las ideas teóricas las que gobiernen al mundo. Éstas son sustentadas sólo por un pequeño número de personas y no dan el principal impulso a los movimientos sociales. A las ideas que se ha referido Comte, son a las incorporadas en la masa de la sociedad, a las opiniones, como él mismo lo dice. Su famosa ley de las tres edades, se refiere a esa clase de ideas y su Política Positiva podría ser denominada también «Plan para convertir las ideas positivas en ideas corrientes o para hacer que el pensamiento científico sea tan universal como en otro tiempo lo fué el pensamiento religioso».

Es posible afirmar que las ideas corrientes o universales en cualquier tiempo han sido y son simples creencias. La característica de éstas es que son sustentadas sin prueba o evidencia suficiente. ¿Sobre qué descansan entonces? Sobre intereses, sobre sentimientos que constituyen el núcleo de lo que se considera necesario a la conservación de la especie y del individuo. Están formadas por afirmaciones a veces ni evidentes ni probadas, sobre las cuales los hombres en masa no admiten discusión ni réplica.

Este elemento del interés es, pues, el que liga las creencias a los deseos y reconcilia las interpretaciones ideológica y económica de la historia.

[139] Cada creencia envuelve un deseo o más bien una gran cantidad de deseos y ahí se halla la base de su poder para producir efectos. La creencia o la idea considerada como un fenómeno puramente intelectual no es una fuerza. La fuerza descansa en el deseo, el cual no puede ser ocasionado por la creencia. Los deseos son aspiraciones que nacen de la naturaleza del hombre y de las condiciones de la existencia. Son aspiraciones que requieren satisfacciones, y la suma total de las influencias internas y externas que obran sobre un grupo o un individuo conducen a la conclusión, creencia o idea de que cierta proposición es verdadera. Esta proposición, aunque pueda ser expresada en forma indicativa como una verdad independiente, es esencialmente un imperativo y exige la ejecución de ciertas acciones consideradas esenciales para la conservación del individuo o del grupo.

Así las ideas de que hemos hablado y que son las tomadas en cuenta por los partidarios de la interpretación ideológica de la historia, son aquellas ideas, opiniones o creencias que han sido formadas por las condiciones económicas de la existencia, tomando el término económico en su más amplio sentido. Dichas creencias son consideradas fundamentales para la vida de la sociedad y son aceptadas por todos o por el mayor número de los individuos sin considerar la mucha o poca verdad objetiva que encierren.

[140] Ahora, cuando las creencias que se desenvuelven de la manera que se ha visto, resultan ajustadas a la verdad, no hay más que regocijarse de ello; pero cuando no sucede así y las creencias son falsas, como acontece con las ideas antropomórficas y con casi todas las religiones, se llega a la raíz de los males de que padece la raza humana: el error. Sus consecuencias han sido y son inmensas y funestas.

He aquí algunas de ellas[11] consideradas principalmente desde un punto de vista religioso.

I. Automutilación.—Constituye una costumbre muy extendida, que se practica principalmente en los funerales, con el objeto de apaciguar al espíritu que ha partido, o en otras circunstancias para satisfacer a algún dios.

II. Superstición.—Bajo este nombre se comprenden un gran número de costumbres y prácticas que, aunque generalmente no producen la destrucción de la vida humana, restringen la libertad de acción y llenan la mente de temores y miedos infundados. Es la superstición una barrera para el progreso intelectual y material, y especialmente grave cuando pasa del estado de barbarie al de civilización y se infiltra [141] en éste. Como un ejemplo se puede citar el conocido caso de la oposición que hallaron los ferrocarriles en la China porque el ruido y el movimiento iban a molestar a los muertos.

III. Ascetismo.—Es desconocido para los salvajes y apenas posible en un estado de verdadera barbarie. Ha debido nacer en un grado más alto de desarrollo intelectual. Aunque basado en el temor, contiene algunas esperanzas que hace que sea esencialmente egoísta.

IV. Zoolatría.—El totemismo animal de los salvajes y de las tribus bárbaras que es una forma del culto de los animales, se convierte en un asunto muy serio cuando en pueblos más civilizados como los de la India, por ejemplo, hace sagrados los reptiles y las bestias feroces, e impide destruirlos. En 1899 murieron en la India 24.621 personas a consecuencia de mordeduras de serpientes, y en 1901 ese número fué de 23.166. Los tigres, leopardos, lobos, hienas, etc., matan de 2.000 a 3.000 personas más cada año. Todos estos animales son sagrados, y se consideran ocupados por almas humanas.

V. Hechicería.—Es una creencia universal entre todos los pueblos salvajes y bárbaros y [142] hasta fines del siglo xviii ha sido muy general entre los civilizados. Aun en 1902 se inició en Chicago un proceso en contra de una mujer porque había hechizado a otra, y había hecho que se le cayera el pelo. Miles de personas han sido arrastradas al patíbulo por errores de esta clase.

VI. Persecución.—Limito la extensión de este término a la persecución religiosa, esto es, a la persecución de los llamados herejes. Un hereje es una persona que tiene una creencia religiosa diferente (a veces en muy pequeños detalles) de la que profesa un mayor número de personas en el país en que vive, las cuales han adquirido poder sobre las vidas y libertades de los ciudadanos. La persecución es propia sólo de los pueblos algo civilizados, porque como se sabe, no existe variedad de creencias entre los salvajes. Diferencias de creencias es señal de civilización, y siempre ha sucedido que los disidentes han sido los más civilizados. La persecución y destrucción de ellos, como las efectuó la Inquisición en su tiempo, significa el asesinato de la élite de la humanidad. Los que pueden escapar, huyen a otros países y el pueblo perseguidor se ve privado de todos sus más vigorosos elementos. El objeto que se ha tenido en vista al practicar la persecución es conseguir que las creencias [143] sean uniformes, es decir, reducir un pueblo civilizado a la condición de pueblo salvaje. Esto ha sido hecho repetidas veces, particularmente en España, y la historia ha recordado las consecuencias que de ahí se han derivado. Un pueblo que no tolera diferencias de opiniones, degenera y entra a ocupar un lugar entre las naciones inferiores.

VII. Resistencia a la verdad.—Es más seria para la humanidad en general que cualquiera otra de las consecuencias del error, o tal vez que todas ellas combinadas, la oposición que siempre el error presenta al avance de la verdad. En las épocas primitivas fué imposible la existencia de la verdad.

El error era aceptado por todos, sin que a nadie se le ocurriese siquiera ponerlo en duda. Todos los pasos hacia la verdad fueron dados en épocas posteriores, principalmente en épocas que los etnólogos clasifican entre las civilizadas. Cada herejía, por muy pequeña que sea, significa un paso hacia la verdad. «Más tarde la resistencia a la verdad» se ha manifestado principalmente en la forma de oposición a la ciencia.

VIII. Oscurantismo.—Esta es una forma más sutil de persecución. Consiste, sobre todo, en la prohibición o en la supresión de libros y folletos y [144] en la censura de la prensa. Ya sabemos que esto no tiene valor, ahora, entre los pueblos verdaderamente civilizados, porque, como dijo Helvetius (De l'Homme), «sólo en los libros prohibidos se encuentra la verdad: los demás mienten», y es cosa averiguada, que en los índices de libros prohibidos se encuentran la mayoría de las obras que el mundo ha considerado grandes y memorables. Existe un país europeo, sin embargo, en el cual la prohibición se hace efectiva por la acción del Gobierno mismo que cuida de dar a luz un índice de libros vedados, y castiga severamente a los infractores de sus paternales prohibiciones. Es Rusia. Entre los autores condenados en este país del absolutismo, tienen el honor de figurar Spencer, Haeckel, Zola, Ribot, etcétera.

Creemos oportuno mencionar por último, agregándola a lo dicho por Mr. Ward, otra especie de oscurantismo difuso, difícil de percibir, y que por lo mismo ejerce una influencia maleante, tan insensible como eficaz y funesta: es a la que se ha referido el original Rector de la Universidad de Salamanca, señor de Unamuno, cuando ha dicho que en España la Inquisición se halla latente en la sociedad. Nosotros, los hispanoamericanos, debemos ver también si en nuestros rescoldos del coloniaje, que aun no se apagan, no queda algo de aquel inhumano fuego que atemorizaba a nuestros abuelos.

[145]

VIII
LA LUCHA CONTRA EL ERROR.—EL GENIO.—LA EDUCACIÓN

Lo que hemos dicho sobre el error y sus consecuencias nos conduce a deducir uno de los fines de la ciencia social aplicada. Destruir, expulsar los errores y difundir ampliamente el conocimiento de la verdad, con el objeto de que no sea ésta, como ahora, sólo la propiedad de una pequeñísima fracción de la humanidad, constituye una de las principales misiones de la ciencia social aplicada.

Es menester insistir en la necesidad de la difusión universal de la verdad. Los hombres que se ven privados de ella, los cuales todavía forman la enorme mayoría de la humanidad, se hallan sumidos en esta desgraciada situación, no por incapacidad de ellos mismos ni por culpa de ellos, sino, en gran parte, a causa de las circunstancias en que han nacido y en que han vivido.

Las afirmaciones anteriores plantean la cuestión de la cantidad de fuerzas intelectuales, genios y talentos, existentes en la sociedad de una manera latente y que se pierden por falta [146] de cultivo, de oportunidades adecuadas a su desarrollo.

El examen de esta posibilidad está relacionado con la dilucidación de otro problema que ha sido en varias épocas y ocasiones debatido por distintos escritores: el de si el genio obra en virtud de sus propias fuerzas sin tomar nada del medio en que actúa o es únicamente un resultado del medio y de las circunstancias. Lo admirable que hay en esta discusión es cómo los que han tomado parte en ella han sabido defender sólo los extremos o los casos más exagerados. Sabido es que hacen suya la primera creencia los que predican el culto de los grandes hombres o héroes como Carlyle; los que como Guyau en su obra El arte desde el punto de vista sociológico sostienen que el genio crea su medio; y los que como Galton en «Genio hereditario» mantienen la tesis de que el genio es exclusivamente un producto de las facultades trasmitidas por herencia de padres a hijos.

Un autor desconocido entre nosotros, Alfredo Odin, profesor de la Universidad de Sofía, ha efectuado sobre este asunto un trabajo rigurosamente científico, aplicando con toda la estrictez que ha podido un método estadístico. En su obra Génesis de los grandes hombres[12] ha examinado y analizado las vidas de más de [147] 6.000 hombres de letras francesas de los tiempos modernos. El método que ha seguido no le ha permitido ni extenderse a otros países ni a hombres de otras esferas. El medio lo ha dividido en medio físico, etnológico, religioso, local, económico, social y educativo, y ha estudiado la influencia de cada uno de ellos detenidamente formando mapas y cuadros muy completos. De ellos ha sacado en claro que el medio físico y etnológico no son factores que deban tomarse en cuenta al indagar el génesis de los grandes hombres. El medio religioso no carece de importancia. En cambio el medio económico, social y educativo es de influencia decisiva para impedir o permitir el florecimiento de los grandes hombres. No ha habido un sólo grande hombre que no haya disfrutado de algunas condiciones favorables a su educación o a su preparación para sus trabajos posteriores y que no haya tenido algunos recursos para hacer frente a las dificultades materiales de la vida. Darwin no tuvo que preocuparse jamás de trabajar para mantenerse y Spencer pudo consagrarse sin cuidados económicos a su grande obra, porque recibió de algunos parientes herencias y legados, sin los cuales tal vez no habría escrito los libros que escribió. En vista de todas las observaciones y datos acumulados, Odin ha llegado a afirmar que el «genio no está en los hombres, sino en las cosas».

[148] Este aserto encierra una parte considerable de la verdad. Podemos imaginarnos los frutos que darían un Goethe, un Zola entre los fueguinos. Pero, por otra parte, miles de hombres han vivido más o menos en las condiciones de Goethe y Zola sin que las corrientes del mundo hayan hecho brotar en sus cerebros una sola chispa, un solo rayo de luz.

Así, debe decirse más bien que los grandes hombres han sido producidos por la cooperación de dos causas, genio y oportunidad, ninguna de las cuales por sí sola habría hecho nada. Pero el genio es un factor constante, muy abundante en todas las categorías de la vida, mientras que la oportunidad es un factor variable y esencialmente artificial. Como tal, es algo que puede ser suministrado prácticamente, a voluntad. Por esto, la formación de grandes hombres, de agentes de civilización, de creadores de cosas nuevas, no es una concepción utópica, sino una empresa posible. Es algo relativamente sencillo y consiste tan sólo en poner al alcance de todos los miembros de la sociedad una oportunidad igual de ejercitar las facultades mentales que posean. Hay muchos sustitutos, procedimientos artificiales, para las varias especies de circunstancias favorables, pero todas quedan reducidas a la formación de un conveniente medio educativo. Así el factor real, que depende de nuestra voluntad, para el desarrollo del genio y del talento y [149] el progreso de la civilización, es el establecimiento en una escala universal y gigantesca de un medio educativo, cuyas influencias han de ser aprovechadas no sólo por los hombres sino igualmente por las mujeres, las que por las normas antifeministas o androcéntricas que predominan, no han podido ser lo que debieran haber sido si en el mundo hubieran imperado e imperaran puntos de vista más equitativos y libres de prejuicios respecto de ellas.

Con el establecimiento de amplias instituciones educativas se centuplicarán las fuerzas intelectuales y morales de la sociedad; la igualación de las oportunidades producirá más o menos la igualación de las inteligencias y hasta que esto suceda no se pueden tener esperanzas de una repartición equitativa de las riquezas materiales de la sociedad.

De muchas maneras se ha planteado hasta ahora algo desordenadamente el problema de la educación y sus soluciones han sido señaladas por varios ideales. Muchos individuos han fundado instituciones para realizar algún ideal predilecto y la Iglesia ha conducido siempre las empresas educativas de acuerdo con sus creencias; pero ante todo el Estado, es decir, la sociedad comprendida en su capacidad colectiva, ha sido el que ha efectuado más importantes progresos en esta materia. Todo lo que ha hecho a este respecto ha sido más provechoso que lo [150] llevado a cabo por los individuos o por los cuerpos eclesiásticos. Aunque no se puede decir que haya visto claramente que la educación debería consistir en la completa apropiación social de los conocimientos que han civilizado al mundo, con todo, ha dado importantes pasos hacia la realización de esta verdad, y ha obrado mejor que nadie en la convicción de que la educación debe ser para todos, de que es una necesidad social y de que sus beneficios son proporcionales a su extensión. En Francia y Alemania, casi toda la educación superior se encuentra ahora socializada y el Estado considera en esos países la instrucción pública como una de sus grandes funciones. Inglaterra y otras naciones van lentamente marchando hacia este ideal y no cabe la menor duda de que el siglo xx verá la completa socialización de la educación en el mundo civilizado. Y esto es lo que debe suceder y lo que conviene que suceda, porque la sociedad es la más interesada en el resultado. Es el recipiente de los principales beneficios, que de la educación se desprenden. Además, la educación es una de esas empresas que no pueden ser dirigidas por la ley de la oferta y de la demanda y según los principios de los negocios. Para la educación no existe el pedido en el sentido económico. Los niños no conocen nada de su valor y los padres muy a menudo no la desean. Puede afirmarse que el interés social es el único que la [151] pide y la sociedad misma debe satisfacer su propio anhelo.

Aquellos que fundan establecimientos de educación y promueven empresas educadoras, se colocan en el lugar de la sociedad y no deben olvidar que la situación que asumen les obliga a obrar y hablar generosamente en nombre de ella y según las conveniencias de ella y no guiados por algún interés económico egoísta.

IX
LA SOCIOCRACIA

La educación entendida de la manera amplia y completa que hemos visto, que ha de ser lo propio de la función del Estado, hará surgir alguna vez una mayor integración social que produzca una verdadera conciencia social con voluntad e inteligencias sociales.

Hacer uso de estos últimos conceptos es establecer una analogía entre el individuo y la sociedad y considerar a ésta, de igual suerte que al primero, como un organismo. Es una comparación, no biológica, sino psicológica.

La voluntad individual no es más que la facultad que un ser pone en ejercicio para satisfacer [152] sus deseos. La impresión que llega a la conciencia produce un movimiento reflejo que es la acción apropiada. En la sociedad las necesidades de los individuos (en cuanto tienen importancia colectiva) luchan por alcanzar el campo de la conciencia social, que es el Estado organizado, y tratan de verificar reacciones análogas que ocasionen la satisfacción deseada. En los gobiernos bien constituídos esta analogía es muy clara y se logra conseguir en ellos cierto grado de correspondencia o simpatía en contestación a los movimientos de los centros sociales, algo semejantes a los reflejos de la voluntad individual. Pero aun en las formas de gobierno más rudas y bajas existe un poco de aquella correspondencia. Todo gobierno, aun el más despótico, es hasta cierto punto representativo del estado social en que funciona, y muy a menudo, más de lo que generalmente se cree, es tal vez el mejor que puede existir dentro de las circunstancias en que actúa. Por ejemplo, se considera generalmente al gobierno ruso fuera de armonía con el pueblo del imperio; pero esto es probablemente un error que proviene de dos causas. Aquellos que viven bajo un gobierno más liberal se inclinan a imaginarse que las otras sociedades han de ser como la suya propia. Se olvidan que la gran razón porque un gobierno es más liberal reside en que la sociedad es mucho más inteligente, y que es la sociedad la que determina el [153] carácter del gobierno. La segunda equivocación resulta de que el pueblo ruso es muy heterogéneo. Existe en ese país una numerosa clase inteligente que no merece el gobierno bajo cuya tiranía padece. Pero esta clase es relativamente pequeña y el gobierno representa más bien a la gran masa del pueblo, para la cual tal vez no sería fácil encontrar un gobierno mejor. El gobierno tiene siempre que adaptarse a la peor de las clases de la nación y una pequeña banda de ciudadanos incultos rebaja su standard en una proporción mucho mayor de lo que debería ser, según la importancia de dichos ciudadanos. Esto hace que la clase inteligente aparezca como peligrosa y turbulenta, e induzca a algunos a mirar la inteligencia como una calamidad antes que como una bendición. El mayor desideratum social es cierto grado de uniformidad en las inteligencias o sea la homogeneidad moral e intelectual.

Que los gobiernos fracasen a menudo en sus medidas para satisfacer las aspiraciones sociales, es explicable de la misma manera que son explicables los fracasos de la voluntad individual. En ambos casos el mal está en la ignorancia de las leyes físicas y en especial de las de la naturaleza humana. En los gobiernos es ignorancia de las leyes sociales. Aquellos que hacen leyes malas, ineficaces o perjudiciales, no tienen conocimiento de la naturaleza de las fuerzas sociales.

No es lógico, pues, sólo por esas faltas de éxito [154] argüir que el Estado no debe extender más sus poderes. Él es el órgano de la conciencia social y debe tratar siempre de obedecer a la voluntad de la sociedad. Debe estar pronto a conseguir o hacer lo que la sociedad pida. Las funciones del gobierno no están necesariamente limitadas a las pocas que ha desempeñado hasta ahora. El único límite es el del bien de la sociedad y mientras exista algún medio para conseguir este fin por la acción del Estado, ese fin debe ser puesto en práctica.

De los gobiernos existentes es posible decir que sólo en grado muy insignificante constituyen la conciencia, la voluntad y la inteligencia de la sociedad. La conciencia social ha sido hasta ahora excesivamente débil, pareciéndose más bien a la conciencia de un caenobium como en las Flagellata y Ciliata antes que a la de cualquier animal superior. La voluntad social es por esto tan sólo una suma de deseos contendientes que se neutralizan en gran escala unos a otros y consigue muy poco movimiento en una dirección dada. El intelecto social es un pobre guía por ahora, no porque no sea suficientemente vigoroso, sino porque los conocimientos que se refieren a la sociedad son tan limitados y los que existen están en las cabezas de aquellos individuos que no tienen voz en los negocios del Estado.

Sólo por medio de esa educación amplia de [155] que se ha hablado antes, y después de largos períodos, llegarán a ser la voluntad y la inteligencia social para la sociedad algo semejante a lo que es ahora la mente para los individuos.

Los gobiernos del pasado y del presente han sido y son esencialmente empíricos. Los términos de monarquía y democracia con que se les designa han pasado a ser inadecuados.

Casi todas las monarquías de Europa, con excepción de dos, son ahora democracias, si es que hay algún gobierno que merezca este nombre, y en América, donde todo son repúblicas en el nombre, en el fondo son autocracias y oligarquías, en las cuales las elecciones se reducen a meras farsas.

Donde la evolución ha sido más completa, los gobiernos han pasado de ser autocracias a ser aristocracias y democracias. En estos cambios la naturaleza humana no se ha alterado: el egoísmo sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es la manera de satisfacerlo.

El resultado general ha sido que el mundo, después de estar regido por autocracias y aristocracias y habiendo entregado la dirección de sus destinos a la democracia, ha venido a caer, en virtud de la reacción que se ha verificado en contra de los poderes personales que ha disminuído notablemente la acción de los gobiernos, en las manos de las plutocracias. Estas tratan de supeditar a las democracias que suponen [156] su existencia ajustada a supuestas leyes naturales, lo que las haría dignas también de ser denominadas fisiocracias. En realidad, por su afirmación interesada de que es menester limitar las facultades de los gobiernos, lo que hacen es sostener el imperio de un individualismo exagerado que mantiene a las naciones en una situación acrática (acracia) por no decir anárquica. Laissez-faire es la divisa de este extremado individualismo que conduce a la anarquía en todo, menos en el reforzar los derechos de propiedad existentes, divisa que se proclama en alta voz y mantiene cegada a la opinión pública sobre la verdadera condición de las cosas.

Los males existentes son grandes y serios, y comparados con ellos los crímenes, ya declarados tales, que pudieran cometerse si no hubiera gobiernos, serían futilezas. Todas las desgracias que resultan del trabajo mal pagado, del exceso de labor, de las fuerzas perdidas, de las malas condiciones de vida, de las muertes prematuras, etc., sobrepasan en importancia y en consecuencia en un solo año a todos los crímenes juntos de una centuria. Este vasto teatro de males se considera por los individualistas fuera de la acción de los gobiernos, al mismo tiempo que se pone en acción un estruendoso esfuerzo para reducir a prisión y castigar al perpetrador del más insignificante de los crímenes catalogados en los códigos.

[157] Los gobiernos primitivos, cuando sólo imperaba la fuerza bruta, eran bastante fuertes para asegurar una justa y equitativa repartición de las riquezas. Hoy día, en que la fuerza mental lo puede todo y la fuerza física vale relativamente poco, están desarmados para intervenir de esa manera. Esto prueba únicamente que debe ser robustecida esa esencial facultad del gobierno de proteger a la sociedad. Es enteramente ilógico el afirmar que la ambición y el egoísmo que buscan su satisfacción por medio del abuso de la fuerza física, deben ser prohibidos mientras que la misma satisfacción que se busca por medio de la fuerza mental o de la ficción legal deba ser permitida. Es absurdo reclamar que la injusticia cometida por los músculos sea impedida y que la cometida por el cerebro goce de toda libertad.

¿Dónde está el remedio para estos males? ¿Cómo podrá libertarse la sociedad de esta última conquista de la autoridad efectuada por el intelecto egoísta? Ha impedido el abuso de la fuerza bruta por medio del establecimiento del gobierno; ha suplantado a las autocracias por las aristocracias y a estas por las democracias, y ahora se encuentra ella misma en las redes de la plutocracia. ¿Escapará la sociedad de este peligro? ¿Necesitará, para conseguirlo, volver a confiarse a un autócrata o debe resignarse a ser aniquilada? Ni lo uno ni lo otro. Existe un [158] poder y sólo uno que es más grande que el imperante en la sociedad. Ese poder es la sociedad misma. Hay una forma de gobierno que es más fuerte que la autocracia, la aristocracia y la democracia y aun que la plutocracia: es la sociocracia.

El individuo ha reinado ya bastante. Ha llegado para la sociedad el día en que le toca tomar en sus manos sus propios asuntos y dar forma a sus destinos. El individuo ha obrado lo mejor que ha podido y de la única manera que le era posible. No debe ser censurado. Aun más, debe ser alabado y aun imitado. La sociedad debe aprender de él la manera de tener éxito. Debe imaginarse ella que es un individuo con todos los intereses que le son propios, y perfectamente consciente de ellos debe proseguir su satisfacción con la misma indomable voluntad que han gastado los individuos.

La sociocracia será diferente de todos los gobiernos que se han imaginado; pero esta diferencia no será radical hasta el punto de requerir una revolución. La democracia es capaz aun sin cambiar de nombre, de convertirse suavemente en una sociocracia. Porque, aunque parezca paradojal, la democracia que es ahora la más débil de todas las formas de gobierno, puede llegar a convertirse en la más fuerte.

La sociocracia significa el gobierno de la sociedad entera y no el de partidos y banderías que [159] mientras se hallan en el poder tienen al frente otros partidos y banderías que son sus enemigos y sólo aspiran a derrocarlos para hacer una vez en el poder poco más o menos lo mismo que sus predecesores censurados y derribados por ellos.

En el régimen sociocrático la legislación dejará de ser principalmente coercitiva y prohibitiva, como ahora, y pasará a ser atractiva, de igual manera que el trabajo, fundado en la necesidad de actividad que tiene el organismo humano, no será una condenación sino una bendición también atractiva.

X
CONCLUSIÓN

Hemos llegado al fin de nuestro análisis que no ha sido tan detallado como lo merecería la filosofía de Ward.

De carácter enteramente científico y positivo, levantada sobre una concepción del universo exclusivamente monista, esta filosofía lleva en sí doctrinas muy alentadoras. Cualesquiera que sean las ideas del que llegue a conocerla, debe inspirar respeto e invitar a la reflexión. No contempla la existencia ni con el ingenuo optimismo de los [160] bienaventurados ni con el estéril pesimismo de los débiles y de los fracasados. Su divisa es el meliorismo, el mejoramiento del mundo por medio de la acción humana inteligente y gracias a una educación científica ampliamente difundida que haga que las ideas positivas que hoy inspiran la mente de unos pocos lleguen a ser posesión de la masa humana completa y procuren la existencia de un gobierno que sea la expresión de la conciencia social entera y liberte a las democracias actuales de las redes de la plutocracia.

Con tal fin preconiza sin duda nuestro autor la extensión de las funciones del Estado.

El desarrollo amplio de este punto requeriría muy lato examen. No ha sido ni es posible fijar de una manera definitiva cuál sea el límite de la acción del Estado. Algunas esferas de la actividad social han sido ya casi generalmente sustraídas a su influencia. Por ejemplo, ya nadie—queremos decir ninguna persona culta y estudiosa—piensa que los gobiernos puedan tener religión y al Estado se le concibe como una entidad laica. La historia, por otro lado, nos presenta curiosos y numerosos ejemplos de funciones que se han dejado en un principio exclusivamente a la iniciativa individual, y que cuando ha madurado para ellos la conciencia social y se ha formado en lo tocante a ellas una voluntad social clara, han pasado a ser funciones públicas. El castigo de los crímenes y delitos en contra de las [161] personas, empezó por ser un asunto de carácter enteramente privado; lo mismo ha pasado con la instrucción y en menor grado con el ejército y la marina. Dentro de este tópico es sugestivo lo que ha ocurrido con los cuerpos de bomberos. En la antigua Roma eran muy frecuentes los incendios a causa del material con que estaban fabricadas las casas y la estrechez de las calles. Cuenta G. Ferrero en su obra Grandeza y decadencia de Roma, que al conocido hombre de negocios y millonario, contemporáneo de Julio César, M. Licinio Craso, se le ocurrió tener una bomba para apagar los incendios. Sus agentes, bien repartidos en la ciudad, le advertían con presteza cuando sobrevenía algún siniestro. Los bomberos de Craso acudían al sitio amagado; pero junto con ellos iba un empleado del financista que ofrecía a los propietarios de la casa amenazada por las llamas comprar el edificio a un bajo precio. Si aceptaba se apagaba el incendio y Craso había dado un nuevo golpe de fortuna, y si no, los empresarios privados dejaban que se destruyera una parte de la ciudad. En nuestro tiempo todo el mundo considera natural que los cuerpos de bomberos sean instituciones del Estado. Me imagino la sorpresa de algunos individualistas al reflexionar sobre aquel estado de cosas y me imagino más aún las protestas con que los individualistas de entonces habrían recibido cualquiera medida tendente a ponerle [162] término a la explotación hecha por Craso.

A muchos las doctrinas del sabio norteamericano parecerán en su parte aplicada nada más que hermosos ensueños; pero son ensueños que en nuestro tiempo brotan por doquiera, merced al estudio, en toda mente que considera los problemas humanos con amor, calma, ilustración, elevación y profundidad de miras; brotan por la misma razón, sin el menor acuerdo previo, con rasgos notablemente semejantes en los sitios más lejanos y en personas que no tienen conocimiento unas de otras; son la superior florescencia del alma, que no respeta diferencias de climas ni de latitudes; surgen tanto en las faldas de los Alleghany como en las de los Andes y en las riberas del Báltico: Ward y H. Höffding, el sabio filósofo, profesor y rector de la Universidad de Copenhague, no se conocen, por lo menos no se citan en sus obras, y sus doctrinas son en alto grado análogas.

Decir que los ideales son palabrería vana y por este solo hecho condenarlos, es ignorar el proceso de toda creación genuínamente humana, es renunciar al distintivo específicamente racional. Hasta para ser práctico de una manera verdadera e inteligente se necesitan ideales. No ha habido una sola de las realidades, una sola de las cosas llevadas a cabo racionalmente por el hombre, y no inconsciente y automáticamente, que no haya empezado por ser de un modo necesario [163] una idea, una concepción expresada por palabras, un ideal. Concebir ideales es concebir posibilidades que para convertirse en realidades esperan su oportunidad. Lo cual no quiere decir que convenga dar por cierto un ensueño antes de tiempo porque, aunque el ensueño en sí mismo sea bueno para impulsar a la acción, proceder así sería marchar a un fracaso seguro. Concebir la posibilidad de tener una comunicación expedita a través de los Andes en el invierno, es dar el primer paso para convertirla en un hecho; ir a practicar luego la travesía como si ese progreso ya se hubiese conquistado es exponerse a morir helado.

Una filosofía alentadora que nos impulsa a transformar la existencia por medio de la acción debe ser nuestra bienvenida. Debe ser nuestro evangelio una filosofía que nos da confianza en el progreso siempre que no nos durmamos. Son ilusiones de la proximidad el desconfiar amargamente de la época en que se vive. Los hombres juzgan a su tiempo como Gulliver a las mujeres de Brondignac: ven enormemente grandes los lunares y defectos y no pueden apreciar la belleza del conjunto.

La voz de esta filosofía me parece la de un hombre de estudio simbólico que no tiene ambiciones, que las ha sacrificado placentero al culto de la ciencia, con la cual ha contraído un matrimonio sublime, y que no aspira más que a dar [164] calor y vida intensa a los más hermosos frutos del más bello desposorio humano, las verdades; que puede llamarse a sí mismo el condensador de las mil corrientes que han seguido las almas de los hombres y las almas de los pueblos desde los primitivos tiempos y que lleva en sí la luz que del choque de esas corrientes ha brotado para alumbrar el porvenir. Es una voz que nos enseña a contemplar la realidad en su plenitud inmensa; nos señala los millares de siglos que hay detrás de nosotros y los millares de siglos que habrá después de nosotros; nos indica cómo nos es dado admirar por un instante esta realidad grandiosa, que en las obras científicas que la interpretan y pintan adquiere proporciones épicas, nos impulsa a que ante el eterno todo y la eterna nada que nos espera, asumamos los caracteres de fraternales y solidarios cooperadores y perfeccionadores de la creación y no dejemos que nuestra existencia bastardee empequeñecida con temores infundados, atraída únicamente por el cosquilleo de los apetitos y tolerando que el engaño mutuo con gestos simiescos impere entre los hombres.

Es propio de los caracteres débiles el considerar las situaciones difíciles no como difíciles sino como irremediables y apresurarse a arrojar los ideales sino se puede medrar con ellos; y es un espejismo de la historia el imaginarse que ha habido épocas de héroes (me refiero a los héroes [165] de la paz y del civismo) y épocas de sibaritas que han impuesto a los hombres un sello fatal e indeleble. No; siempre han debido los héroes del civismo pasar al lado de las faces indiferentes o escépticas de los sibaritas, y han debido, para cumplir con su misión, recordando lo que dice el Poeta en el prólogo de Fausto, de que «lo brillante existe momentáneamente y lo meritorio perdura en la posteridad», embotar en su valor moral los resplandores de falsa grandeza con que la vida ordinaria centellea.

Seamos capaces de librarnos de estos males del ánimo, distendamos nuestras facultades, apliquémoslas con desinterés o elevado criterio a la solución de nuestros problemas, guiados por la aspiración de servir al alma de nuestro pueblo y de nuestra juventud y de infundirles una conciencia más clara de sus derechos y deberes.

Si nuestra filosofía ha de ser de aliento y de nobles luchas, ha de tener también ilusiones. Las quimeras que impulsan a la acción elevada son salvadoras, moralizadoras. Para la masa enorme de nuestro pueblo ignorante que vive sumido en tradiciones contradictorias y prejuicios, nuestra filosofía es un anuncio redentor; para las damas es un aliado que se ha puesto al lado de ellas en la campaña emprendida con el fin de obtener el reconocimiento de sus derechos; y como una consecuencia necesaria que debe resultar de tomar las manifestaciones de la mente no [166] a modo de diletantismo y pasatiempo, sino como sustancia misma de la vida, para los hombres y los jóvenes que sienten en sí el superior anhelo de gloria, el ímpetu sincero de hacer que haya más justicia, más progreso, más belleza, para estos, repite los ecos mejores de la tierra y les dice: «Vosotros no estáis solos. Hay hermanos vuestros no únicamente en la falda de los Alleghany, en las riberas del Báltico, en las orillas del Sena y del Spree, en las bellas campiñas de Italia y en las tristes llanuras de Castilla; no: en todas partes hay hermanos vuestros, almas delicadas, que suspiran noblemente por cosas mejores. Todos competís heroicamente para cumplir con la ley histórica de transformar y aumentar las fuerzas civilizadoras. Así como la Grecia, hija del Oriente, incrementó en sumo grado para bien de la humanidad, la herencia que recibiera de sus padres y convirtió en bronces y mármoles inmortales la arcilla y la madera de sus dioses, así también vosotros, pensadores del siglo xx, debéis aspirar a crear nuevas formas de vida, a hacer de las sociedades desordenadas que os han legado las generaciones pasadas, patrias conscientes y justas dentro de la solidaridad humana.»


[167]

EL PRAGMATISMO
o la Filosofía práctica de William James.

SUMARIO

I. — Origen del pragmatismo.—Mr. Charles Peirce.
II. — Juicio general.
III. — Caracteres lógicos y psicológicos del pragmatismo.—El concepto de verdad.
IV. — Crítica de esos principios.
V. — El pragmatismo y algunos problemas metafísicos.
VI. — El pragmatismo meliorista y voluntarista.
VII. — Últimas observaciones.

I

En materia de ideas y doctrinas también hay modas: algunas, efímeras, que resultan de un estado morboso de los espíritus; otras, que duran más tiempo aunque carecen igualmente de fundamento sólido y provienen sólo de la necesidad[168] que tiene el hombre de cambiar de camino, y otras, por último, a las cuales puede más bien no sentarles el nombre de modas, y que son el fruto del señalamiento de una nueva senda, de la formación de alguna síntesis que viene a esclarecernos un poco los problemas de la vida.

Las doctrinas científicas estrictamente tales, han estado expuestas continuamente a esta alta y baja marea de la inconstancia y de la impaciencia humanas. Si la ciencia no ha satisfecho pronto todas las aspiraciones del hombre, éste se hace escéptico por algún tiempo para volver a la ciencia de nuevo, después de haber dado algunas manotadas en el vacío.

Un caso de escepticismo semejante ha podido verse por algún motivo en el pragmatismo y, por tal razón, los tradicionalistas, no entendiéndole por completo y no exprimiéndole todo el jugo y la sustancia que encierra, lo han recibido alborozados y lo han anunciado al mundo con los más alegres tañidos de sus campanas.

El pragmatismo está a la fecha de moda en el campo de la filosofía, y es de presumir y en parte (en cuanto rechaza todo dogmatismo) de esperar, que no sea una moda pasajera. Las revistas traen casi en todos sus números artículos y notas destinadas a su defensa o a su ataque, libros enteros se han consagrado a discutir sus concepciones y ha dado la materia para acaloradas controversias en los congresos filosóficos. Hasta un[169] médico me decía, no ha mucho, que la última palabra en achaque de curaciones era la terapéutica pragmática.

El pragmatismo se ha levantado en contra del materialismo y de la ciencia, haciendo suyas arcaicas banderas, pues como lo dice su principal adalid, «el pragmatismo es un nuevo nombre para viejas maneras de pensar».

Su principal campeón es el eminente psicólogo de la Universidad de Harvard, Mr. William James, autor de los Principios de Psicología, de la Experiencia Religiosa y de muchos ensayos filosóficos.

He tomado como fuente para escribir este estudio, ocho conferencias, dadas por Mr. James en Boston y en Nueva York, en la Columbia University, en Diciembre de 1906 y en Enero de 1907 respectivamente, y publicadas después en un volumen con el título de Pragmatismo[13].

Este término se deriva del griego, significa acción, su raíz es la misma de donde han provenido nuestras voces «práctico» y «práctica». Fué introducida por primera vez en la filosofía por Mr. Charles Peirce en 1878, quien en un artículo publicado en el Popular Science Monthly, afirmaba que nuestras creencias son sólo reglas para la acción y que para comprender bien el sentido de una idea necesitamos sólo determi[170]nar qué clase de conducta será adecuada a producir. Esta conducta es para nosotros su único significado. Para alcanzar perfecta claridad en nuestros pensamientos respecto de un objeto, necesitamos considerar exclusivamente qué efectos producirá en la práctica dicho objeto, qué sensaciones debemos esperar de él y qué reacciones debemos preparar.

Estos son los principios pragmáticos de Mr. Peirce, que permanecieron completamente desconocidos durante veinte años, hasta que en 1898 empezó Mr. James a propagarlos.

«En esta fecha, dice nuestro autor, los tiempos parecían haber madurado para recibirlos. El término pragmatismo se ha extendido y ahora ocupa las páginas de todos los periódicos filosóficos.»

II

Las conferencias de nuestro autor dejan una impresión muy variada, y fuera de reconocer el admirable idealismo que campea en algunas de ellas y la sencillez de su lenguaje, no es fácil dar un juicio de conjunto sobre todas.

Conviene distinguir entre los principios mismos del pragmatismo y las consecuencias que el autor saca de ellos. Estas consecuencias nos[171] han parecido a veces demasiado tradicionalistas, y aquí se encuentra la razón de que muchos dogmáticos lo hayan recibido en palmas, sin percatar que por otros lados encierra explosivos mortales para muchas preocupaciones existentes.

Dentro de los principios es menester distinguir una parte lógica y psicológica y otra metafísica y moral.

No hay escuela filosófica ni de ningún género que sea capaz de satisfacer por completo a otra persona que su propio fundador, y aun en este caso no son pocas las veces, me parece, en que el autor mismo critica sus obras o incurre en contradicciones manifiestas, lo que equivale a negar alguna parte de lo que ha dicho. Hasta los creyentes de fe más ardiente ensanchan de alguna manera las tiranteces de los dogmas, suavizan la severidad de algún mandamiento y modifican algo a su sabor y comodidad los sagrados cánones de su credo.

No es posible imaginarse que el pragmatismo haya nacido con más feliz estrella que los demás ensayos humanos de orden filosófico o religioso y resista el examen de los estudiosos, de los aficionados o de los curiosos, y salga sin mácula de esta dura prueba.

[172]

III

Veamos primero el lado lógico y psicológico de nuestra doctrina. Se presenta desde luego con caracteres un poco vagos, cuyo primer efecto es sorprender y extrañar al lector. Tomando en cuenta nada más que la pura creencia, no cabe negar que las ideas pragmáticas son inmejorables. El autor se concreta exclusivamente al campo subjetivo de la simple creencia y casi niega la posibilidad del saber objetivo. Él dice que niega la existencia de la verdad a la manera como la entienden los racionalistas, es decir, como una entidad exterior a nosotros, como un arquetipo, como una cosa objetiva, inmutable y eterna, respecto de la cual nuestra misión sea tratar de conocerla.

Tales afirmaciones hacen pensar en que cierto suave vapor de escepticismo mariposeara en la mente de nuestro filósofo; pero muchos párrafos de sus conferencias prueban que está muy lejos de ser un escéptico en el sentido corriente de este vocablo.

Con lo que dijimos de Mr. Peirce y su manera de entender los principios de la nueva escuela que él fundó, tenemos ya algunos caracte[173]res de lo que es o debe entenderse por verdad.

En el curso de la obra de Mr. James se afirman estos mismos caracteres y se diseñan otros. Veamos algunos.

Todas las representaciones e imágenes y todos los sistemas filosóficos dependen para nuestro filósofo de los temperamentos de los pensadores. Probablemente en la mente del autor está el sostener que esta es una afirmación que tiene valor sólo para la mera creencia, pero él nada dice al respecto y su proposición se halla establecida sin distinciones.

«La historia de la filosofía es en una gran extensión la de cierto antagonismo de los temperamentos humanos. Aunque esta manera pueda parecer poco digna a alguno de mis colegas, tengo que tomar cuenta de este antagonismo y explicar por él un buen número de las divergencias de los filósofos. Es cierto que un filósofo de profesión trata ante todo de ocultar el hecho de su temperamento, porque éste no se halla reconocido convencionalmente como una fuerza dotada de razón, y funda sus conclusiones sólo en razones impersonales. Pero su temperamento tiene una influencia más fuerte que cualquiera de sus premisas más estrictamente objetivas. Él confía en su temperamento. Necesitando un universo que esté de acuerdo con él, cree en la representación del universo que esté de acuerdo con él.»

[174]

«Siente que los hombres de un temperamento opuesto al suyo se encuentran fuera de la clave del carácter del mundo y son incompetentes para ocuparse de asuntos filosóficos.»

Los distintos temperamentos dan lugar en filosofía a dos tendencias o escuelas principales: los racionalistas y los empíricos. Los primeros son los partidarios de los principios abstractos y eternos, y los segundos lo son de los hechos en toda su cruda y desordenada variedad. (Lover of facts in all their crude variety).

No se puede negar que esta clasificación es simple en demasía. Así lo reconoce también el autor.

No pasaremos más adelante sin decir que no es exacto colocar al empirismo como desprovisto de principios.

Las grandes leyes de la naturaleza son los principios del empirismo, dentro del cual la crudeza de los hechos no impide la formación de grandes síntesis, que tienen el mérito de no ser a priori, sino fundadas en la experiencia.

«Pero estas dos corrientes tienen el inconveniente de ser demasiado extremas; la una se aleja por completo de los hechos y queda muy en el aire; la otra carece de espíritu religioso, se pierde en la multiplicidad de los hechos y hace del hombre un juguete de fuerzas mecánicas inferiores.»

No estará de más también intercalar aquí, que[175] dentro de las doctrinas deterministas, empíricas y científicas el hombre no es sólo un juguete sometido a las leyes naturales, sino que por medio del conocimiento de esas mismas leyes y formando ideales que son creaciones de su mente, puede a su vez ser un transformador de la naturaleza y de la sociedad. Evidentemente nuestro autor debe de referirse a un empirismo muy restringido.

Continúa Mr. James:

«Lo que ustedes necesitan es una filosofía que no sólo ejercite sus poderes de abstracción intelectual, sino que los mantenga también en conexión con este actual mundo de vidas humanas finitas. Ustedes necesitan un sistema que combine las dos cosas, la lealtad científica hacia los hechos, la disposición a tomar cuenta de ellos y el espíritu de adaptación por un lado, y por otro la antigua confianza en los valores humanos y en la espontaneidad que de ellos resulta. Y tal es su dilema: Ustedes encuentran ambas partes de su quaesitum separadas y sin esperanzas de unirse. Ustedes encuentran el empirismo del brazo con el inhumanismo y la irreligión, o la filosofía racionalista que puede llamarse a sí misma religiosa, pero que se mantiene fuera de toda relación definida con los hechos concretos, con las alegrías y las penas.»

Este modo de presentar al pragmatismo nos choca un poco. Según los pragmatistas, al estu[176]diar un sistema filosófico no se debe preguntar uno si es verdadero o falso en sus líneas generales, sino si le conviene o no le conviene. El pragmatista les dice a sus neófitos: yo les recomiendo este sistema, no porque sea verdadero, sino porque es el que ustedes necesitan. De la verdad o error objetivo que él encierre no nos preocupamos. Es cierto que puede afirmarse que se habla de conveniencia, en cuanto conveniencia intelectual, es decir, como de un cuerpo de doctrinas dotado de consistencia intelectual y exento de contradicciones.

Por supuesto, Mr. James habla más adelante una vez de la consistencia intelectual; pero ahora se refiere más bien seguramente a la conveniencia entendida en un alto y total sentido humano.

Así continúa:

«Ofrezco esta cosa singularmente llamada pragmatismo como una filosofía que puede satisfacer ambas aspiraciones. Puede permanecer religiosa como el racionalismo, pero al mismo tiempo, de acuerdo con el empirismo, puede estar en el más fecundo contacto con los hechos.»

Fuera de afirmar esos principios que envuelven una negación de la verdad objetiva, y sobre lo que tendremos que volver en más de una ocasión, el pragmatismo es muy principalmente un método.

[177]

«El método pragmático es ante todo un método para fijar las cuestiones metafísicas que de otra manera podrían ser interminables. ¿Es el mundo uno o vario, determinado o libre, material o espiritual? Estas son nociones que pueden ser o no ser verdaderas respecto del mundo, y disputas sobre tales nociones no tienen fin. El método pragmático consiste en cada caso en tratar de interpretar una noción por las consecuencias prácticas que pueden desprenderse de ella. ¿Qué diferencia podrá haber para mí en que esta o aquella noción sea verdadera? Si no se puede trazar ninguna diferencia práctica, entonces las alternativas significan prácticamente la misma cosa y la discusión es ociosa.

«El pragmatismo se aparta de toda abstracción (no se dice si con base o sin base), de toda solución verbal, de las razones malas a priori, de los principios fijos (¿no hay naturales entonces?), de los sistemas cerrados. Busca lo concreto, los hechos (¿sin explicarlos por medio de inducciones?).

«Por lo demás, el pragmatismo no se interesa por ningún resultado especial; es sólo: 1.º, un método, y 2.º, una teoría genética de la verdad.

«Pero si seguís el método pragmático no podéis considerar ningún término (de estos con que se designan los grandes principios: Universo, Dios, Materia, Razón, lo Absoluto, la Energía) como una solución que ponga fin a vuestras[178] investigaciones. Necesitáis sacar de cada término un valor práctico (practical vash-value), ponerlo a la obra en la corriente de vuestra experiencia. Es, pues, antes que una solución un programa para nuevos trabajos y especialmente una indicación de cómo pueden cambiarse las realidades existentes.»

Sobre esta admirable tendencia meliorista del pragmatismo tendremos que volver más adelante.

Ante todo conviene que dejemos bien establecido que el pragmatismo no se interesa (teórica y especulativamente) por ningún resultado especial y que «no rechaza ninguna hipótesis si se desprenden de ella consecuencias útiles para la vida.»

Un pragmatista puede ser ardoroso socialista y otro al mismo tiempo reposado individualista; de igual suerte no hay que admirarse si un pragmatista es ateo y otro deísta. Lo único que está reñido con lo más íntimo de su idiosincrasia es el dogmatismo y cuanto trabe su acción meliorista. No puede ser dogmático: su espíritu está abierto a todos los vientos de la experiencia, y los resortes de su actividad listos para girar en el sentido de la mayor conveniencia humana.

Sin embargo, este es el caso de distinguir entre los principios de la doctrina y las consecuencias que el autor saca de ellos. Estas son[179] tan determinadas y tan armónicas, que cuesta creerle al autor que no se interese por ningún resultado especial.

Concluyamos de definir la concepción pragmática de la verdad.

«La verdad significa el acuerdo de nuestras ideas con la realidad, así como la falsedad significa su desacuerdo.

«Los pragmatistas y los intelectualistas aceptan esta definición como indiscutible. Principian a reñir sólo cuando se presenta la cuestión de qué se entiende por el término acuerdo y qué por el de realidad, tomada esta como una cosa que reclama de nuestras ideas que se encuentren de acuerdo con ella.

«Al responder a estas preguntas, el pragmatista es más analítico y cuidadoso, el intelectualista más ligero, superficial (offhand) e irreflexivo. La creencia popular es que una idea verdadera debe ser una copia de la realidad a que se refiere. Los intelectualistas presumen además que verdad, quiere decir esencialmente la existencia de una relación estática, inerte. Cuando habéis logrado tener una idea verdadera respecto de algo, habéis llegado a un fin en cierta materia. Usted se halla en posesión de la verdad, usted sabe, usted ha cumplido con su destino de pensador, usted se encuentra donde debía estar mentalmente, usted ha obedecido a su imperativo categórico y no necesita seguir más allá de esa[180] cima de su destino racional. Epistemológicamente usted se halla en equilibrio estable.

«El pragmatismo, por otro lado, formula su acostumbrada pregunta. Si se discute si una idea es verdadera o falsa, interroga él: ¿Qué concreta diferencia se desprenderá para la vida actual del hecho de que sea verdadera o no? ¿En qué forma se realizará esta verdad? ¿Qué experiencias nos resultarían distintas por el hecho de ser verdadera y no falsa la creencia? ¿Cuál es el valor de la verdad en términos experimentales?

«La respuesta del pragmatista es la siguiente: Ideas verdaderas son aquellas que nosotros podemos asimilar (?), validar, corroborar y verificar. Ideas falsas son aquellas con las cuales no podemos hacer esto. La verdad de una idea no es una propiedad estacionaria, inherente a ella. La verdad suele residir en una idea (Truth happens to an idea). Esta puede llegar a ser verdadera por los acontecimientos. Su verdad es un suceso, es un proceso de verificarse, su veri-ficación. Su validez es el proceso de su valid-ación.

«Las voces mismas verificación y validación significan, pragmáticamente, ciertas consecuencias prácticas de la idea verificada y validada.

«La posesión de la verdad, lejos de ser un bien en sí mismo, es únicamente un medio preliminar para otras satisfacciones vitales. Si me encuentro perdido en un bosque y a punto de perecer de[181] fatiga y encuentro la huella de las patas de una vaca, es de suma importancia que yo infiera la existencia de una habitación humana al fin del sendero, porque si razono así y sigo las huellas, me salvo. El pensamiento verdadero es útil aquí, porque la casa que constituye su objeto lo es también. El valor práctico de las verdaderas ideas depende, de esta suerte, primeramente de la importancia práctica que su objeto tenga para nosotros. Los objetos o contenidos de tales ideas no son efectivamente importantes en todo tiempo. En otra ocasión puedo no preocuparme de tal casa, y mi idea de ella, aunque verificable, estará prácticamente desprovista de valor y hará mejor en permanecer latente. Usted puede, pues, decir de una verdad que es útil porque es verdadera y que es verdadera porque es útil. Ambas proposiciones (!) significan exactamente la misma cosa y en particular que hay una idea que ha sido completada y que puede ser verificada.

«Las realidades son, o hechos concretos o especies abstractas de cosas y de relaciones percibidas intuitivamente entre ellas. Además, y en tercer lugar, el término realidad quiere decir el conjunto de verdades que poseemos en un momento dado, porque nuestras nuevas ideas deben ser tomadas en cuenta. Estar de acuerdo con esta triple realidad quiere decir únicamente el poder ser guiado, o directamente hacia ella o hacia sus inmediaciones (surroundings),[182] o el ser puesto de tal manera en contacto con ella que sea posible manejarla a ella misma o a algo relacionado con ella, mejor que si estuviéramos en desacuerdo. La cosa esencial es el proceso de ser guiado.

«Nuestra explicación de la verdad es una explicación de las verdades (en plural), de los procesos que sirven para guiarnos y conducirnos. La verdad, para nosotros, es simplemente un nombre colectivo relativo a algunos procesos de verificación, como lo son igualmente los términos de salud, riqueza, fuerza, que designan otros procesos relacionados con la vida. El concepto de verdad se forma, lo mismo que los de salud, riqueza y fuerza en el curso de la experiencia: es una abstracción creada por el hombre. Las verdades emergen de los hechos y reaccionan después profundamente sobre éstos y agregan algo a ellos. Los hechos en seguida crean o revelan nuevas verdades, y así indefinidamente. La experiencia cambia sin cesar y nuestras proposiciones sobre la verdad tienen que cambiar también.

«Las teorías son instrumentos para la acción (práctica o intelectual) y no soluciones de enigmas en que podemos descansar, (answers of enigmas in which we can rest).»

Las verdades, por otra parte, son simplemente el resultado de una transacción entre ideas antiguas y nuevas. «El individuo tiene un stock de viejas opiniones. Las nuevas experiencias las[183] obligan a extenderse, ampliarse, dilatarse. Algunas de estas resultan en contradicciones con aquellas, de donde proviene una perturbación interior que sorprende a su mente y de la cual trata de librarse modificando su masa de opiniones previas. Salva de estas todas las que puede, porque en materia de creencias somos extremadamente conservadores. Así, trata de cambiar primero una opinión y después otra, hasta que al fin alguna idea nueva logra introducirse en el antiguo stock con la menor perturbación posible. Ideas objetivas que no estén sometidas a este proceso no existen.»

Agreguemos un último rasgo para terminar con los perfiles de la verdad, entendida según las concepciones pragmatistas.

«Con el desarrollo de las ciencias, dice nuestro autor, ha ganado terreno la noción de que las más de las leyes, tal vez todas, son sólo aproximaciones. Las leyes mismas han llegado a ser tan numerosas que ya no se pueden contar y se proponen tantas fórmulas opuestas en todas las ramas de las ciencias, que los investigadores han llegado a acostumbrarse al concepto de que ninguna teoría es absolutamente la trascripción de la realidad y de que todas ellas son utilizables desde algún punto de vista.»

[184]

IV

Ahora, para dar más claridad a nuestras ideas y facilitar el análisis de la concepción pragmatista resumamos en unas pocas proposiciones los caracteres que distinguen a la nueva escuela:

1.º Las creencias, las ideas y hasta los sistemas filosóficos dependen de los temperamentos de los pensadores.

2.º No hay verdades objetivas en sí.

3.º Llegan a ser verdad aquellas representaciones que se adaptan, amoldan, injertan en el stock de las creencias establecidas; no las que chocan con éstas.

4.º El toque para conocer si una idea es verdadera está en que sirva para la práctica. Es verdadera la idea que conviene a la acción.

5.º Lo verdadero es útil y lo útil es verdadero.

6.º La idea de la verdad es una abstracción formada y transformada por la mente humana en el curso de la experiencia, como las de salud, riqueza, fuerza y otras semejantes. No son cosas en sí, sino creaciones humanas que se van haciendo y modificando.

7.º Las leyes científicas constituyen sólo generalizaciones aproximativas. Las teorías no de[185]ben ser consideradas como transcripciones absolutas de la realidad y todas (se entiende que hasta las más contrarias) son utilizables desde algún punto de vista.

Por suerte, al examinar estas proposiciones, no nos encontramos en aquellos ajustados casos que eran propios de algunas dietas o asambleas de otros siglos que debían de aceptar o rechazar en block los proyectos que se les presentaban. Podemos a nuestro agrado y sabor comulgar con algunas y apartarnos de otras.

Empecemos por lo que es más agradable a nuestro corazón humano; con el acuerdo, la comunión con nuestros semejantes y veamos cuál de esas tesis nos parece aceptable.

En esta condición se encuentra la señalada bajo el número 6.º. Allí se halla expresada la teoría genética de la verdad. La verdad es un término abstracto, sin existencia real, que usamos para designar el conjunto de las verdades más o menos concretas y más o menos generales que son las que efectivamente existen. No hay, pues, una verdad inmutable. Las verdades las formamos en virtud de la experiencia y las transformamos por medio de nuevas experiencias. La vida intelectual entera de la humanidad es una serie de ensayos de interpretaciones totales o parciales del mundo, rectificados sin cesar en atención a la percepción de nuevos hechos, al[186] registro de nuevas observaciones que se ponen en contradicción con las representaciones anteriores. Así se va verificando una eliminación continua de lo que va apareciendo como erróneo. No de otra manera han ido siendo reputadas falsas todas las cosmogonías antiguas y las leyendas mitológicas de los pueblos primitivos; así ha sido reemplazada la teoría geocéntrica de Tolemeo por la concepción heliocéntrica de Copérnico y así ha sustituído a la hipótesis de la creación la de la evolución para explicar el origen de las especies animales. Todas las metafísicas y todas las religiones, sin excepción de una sola, no son más que tentativas de interpretación de los misterios del mundo, que sufren a poco de haber nacido un inevitable fracaso, porque son pequeñas para la realidad y esta en su complejidad grandiosa las rompe y rebasa por todos lados a pesar de los esfuerzos que gastan sus adeptos para ocultar los quebrantos y roturas de su nave ideal. La tela y la madera primitivas se llenan de parches y de correcciones exigidas en el curso de la experiencia, y de la sustancia que fué la medula del sistema o de la religión en un principio, apenas va quedando el nombre.

Que así como fabricamos las verdades fabriquemos también la realidad, es un aserto un tanto alambicado que volveremos a considerar más adelante.

[187]

Las afirmaciones contenidas en los números 1.º y 2.º expuestas con toda su temeraria desnudez en una de las primeras conferencias, reciben algunos retoques más tarde, que nos hacen salir en parte del caos del más extremado subjetivismo en que ellas nos habían sumergido. No todas las representaciones dependen exclusivamente del temperamento del pensador, y es menester reconocer la existencia de algunas verdades objetivas. El mismo Mr. James dice en la conferencia sobre la noción de la verdad: «Hay relaciones entre ideas puramente mentales, y cuando las creencias que a dichas relaciones se refieren son verdaderas, llevan el nombre de definiciones o de principios. Es un principio o una definición que 1 y 1 son 2, que 2 y 1 son 3, y así sucesivamente; que el color blanco difiere menos del gris que el negro, que cuando la causa principia a obrar el efecto también principia.» Estos son indudablemente ejemplos de principios que no dependen de los temperamentos y que encierran verdades objetivas. Mr. James no señala más casos; pero no cabe dudar de que la lista podría aumentarse con todos los hechos comprobados y sometidos a mediciones matemáticas y científicas y que se encuentran sustraídos a la apreciación caprichosa y subjetiva del temperamento de cada cual.

Las proposiciones que he colocado bajo los números 4.º y 5.º, fueron las que especialmente[188] sobrecogieron mi ánimo y me dejaron perplejo cuando las leí por primera vez. ¿Cómo es posible, me pregunté, que la prueba para conocer si una idea es verdadera esté en que sirva para la práctica y que sean aserciones igualmente ciertas que lo verdadero es útil y lo útil es verdadero?

Tales frases las tomé como las exterminadoras de la lógica y de todas las ciencias, de una plumada. Ya, después de esta novísima doctrina, no hay que buscar certidumbre ni en la evidencia ni en los métodos lógicos y deben dejar de existir la física, la química, la biología, la psicología, etc., y todas las ciencias concretas derivadas de éstas, de las cuales, a su vez, la industria de todos los países y muy especialmente la de los compatriotas de Mr. James, saca tan útiles y fecundas aplicaciones. Tanta extrañeza me causó esto, que pareciome una aberración que no podía ser tomada en serio y me di a pensar en la suerte que habría corrido la nueva escuela filosófica si en lugar de llevar por padrino a un filósofo de fama mundial, como Mr. William James, hubiera llegado a los grandes centros de estudio amparada tan sólo por el modesto nombre de un pastor protestante de un pobre pueblo de provincia. Seguramente no habría encendido las discusiones que ha encendido, no habría provocado uno sólo de los artículos de revista que han visto la luz por ella, y los filósofos, al conocerla, habrían a lo más y en el mejor de los casos, des[189]plegado sus más irónicas y despreciativas sonrisas. Pero no ha sido así: el mundo de los filósofos ha discutido vivamente el problema de la verdad, y el pragmatismo y el humanismo, el intelectualismo y el racionalismo han esgrimido sus mejores armas para obtener el triunfo.

Primeramente es menester reconocer que la concepción pragmatista da lugar a confusiones. Hasta ahora nosotros hemos distinguido con fundamento y claridad las verdades propiamente dichas (que pueden ser amargas) y errores convenientes para inducir a obrar. A un niño embustero le podemos decir que abrigamos plena fe en su palabra (aunque precisamente no sea así) a fin de que él mismo adquiera confianza en su persona y no mienta. Un error sirve para la acción mucho mejor que la verdad en este caso. A una madre que adora a su hijo no es posible decirle la verdad de que éste ha muerto. La verdad, lejos de servirle para la acción, podría ocasionarle un síncope o arrancarle a ella misma la vida. El error es salvador en esta ocasión y la verdad es funesta. En conformidad a la doctrina pragmatista la verdad sería que el hijo no había muerto. No es necesario insistir sobre tales naderías.

En segundo lugar, con la doctrina que analizamos se pierde todo criterio para juzgar el pasado. Para los antiguos iráneos fué de suma importancia su creencia en Ormuz y Ahriman.[190] Por favorecer a aquél y hostilizar a éste cultivaron sus campos, fertilizaron las tierras estériles, domesticaron los animales útiles y exterminaron las bestias dañinas. Nosotros no debemos decir únicamente que la fe en Ormuz fué útil para los persas sino que, pragmáticamente, Ormuz y Ahriman tuvieron tanta existencia real como, por ejemplo, el Tigris y el Éufrates, cuyas aguas utilizaron los persas cuando conquistaron la Mesopotamia. Como el pragmatismo no cree en la existencia de verdades objetivas, quedan para él dentro de la misma penumbra la simple creencia que es un acicate para la acción y la representación que, además de impulsar la acción, va acompañada de certidumbre objetiva.

En tercer lugar, no es posible tener una norma para juzgar nuestras representaciones relativas a entidades o cosas que no se hallan al alcance de nuestra experiencia. El pragmatismo renuncia al manejo de los principios lógicos y no se inquieta por las contradicciones cuando se trata de infundir vigor a la acción. Freno poderoso para la impulsividad de súbditos salvajes ha de ser que crean a su reyezuelo dotado de poderes mágicos. El pragmatismo debe decir entonces que es una verdad la existencia de la hechicería como don sobrenatural otorgado a algunos hombres. Para la conducta de algunos pazguatos puede ser mejor que crean en el infierno; y el pragmatismo debe consagrar con su sello filosófico[191] esta creencia vulgar, sin importarle un ardite lo inconcebible que es la suposición de una sustancia material o espiritual que esté ardiendo eternamente sin consumirse.

En cuarto lugar. Al proferir la frase «lo verdadero es útil y lo útil es verdadero» me parece que un eco burlón repitiera «lo bello es útil y lo útil es bello», «lo bueno es útil y lo útil es bueno», «la lezna del zapatero es útil, la lezna del zapatero es bella». He aquí la doctrina ideal para los abogados y rábulas, para los farsantes, para los políticos que engañan: si conservan en algún rincón de su alma alguna partecita de conciencia que de vez en cuando los clava para advertirles que han mentido, deben apresurarse a aleccionarla con la nueva doctrina y hacerla comprender que si han perseguido lo útil para ellos, no han mentido. Estas afirmaciones pragmatistas (si no son una pura tautología) nos precipitan en una confusión de conceptos donde los términos se barajan unos con otros y no es fácil entenderse sobre su significado. Si decimos que lo útil es verdadero y sabemos que la mentira es a menudo útil, llegaremos a la conclusión peregrina de que la mentira es verdadera. A la inversa, si lo verdadero es útil y sabemos cuántas innumerables desgracias hay verdaderas, seremos conducidos a sostener que las desgracias son útiles.

No debemos silenciar en este punto una aplicación que el mismo Mr. James hace de su doc[192]trina a la teología. «El pragmatismo, dice, no tiene prejuicios a priori en contra de la teología. Si las ideas teológicas resultan de algún valor para la vida, deben de ser ciertas para el pragmatismo, en el sentido de que son buenas para dicho fin». No se puede negar que esta es una admirable, pasmosa afirmación. ¡Prejuicios a priori en contra de la teología! Decir que el pragmatismo no los tiene y esmerarse en expresarlo, es dar a entender que otra escuela filosófica los tiene, tal vez el racionalismo, el empirismo o el naturalismo. ¡Cuán infundado es hablar de principios a priori respecto de ese orden de estudios! Si hay alguna disciplina que haya ido desacreditándose a posteriori es la teología. En otros tiempos esta seudociencia[14] ha sido un fuerte lazo de unión para todas las inteligencias, un lazo sagrado y querido; y si se ha ido debilitando después hasta el punto de encontrarse casi del todo gastado, no ha sido en virtud de ataques a priori, sino por medio de muy lentas enseñanzas a posteriori, por los descubrimientos experimentales y científicos que han puesto al desnudo la vaciedad e inconsistencia de sus doctrinas, por lo menos de sus doctrinas relativas a la concepción del mundo y de la vida humana.

[193] Agregando a los puntos que estamos analizando el que se halla expresado bajo el número 3.º y que dice «que llegan a ser verdad aquellas representaciones que se adaptan, amoldan, injertan en el stock de las creencias establecidas, no las que chocan con estas», encontramos nuevas objeciones que apuntar en contra del pragmatismo.

No se nos ocurre pensar qué actitud decorosa, digámoslo así, podría haber asumido el pragmatismo ante teorías que hoy son verdades inconclusas y que cuando recién hicieron irrupción en la mente de algunos genios no prometían ventajas prácticas por el momento y venían armadas de condiciones que, lejos de plegarlas al cuerpo de ideas existentes, las ponían en pugna con él. Para el pragmatismo esas teorías, que para nosotros son y fueron verdades, son seguramente verdades también, pero cuando recién salieron a luz debieron de ser errores. Así ¿qué habría contestado el pragmatismo en el siglo xv cuando se comenzó a plantear el problema de si la tierra era redonda o plana, o la tesis de si la tierra o el sol es el centro del mundo? ¿Qué habría contestado en el siglo xvii al hacérsele la pregunta de si la sangre circula o no?

En problemas como estos no ha habido, en un principio, ninguna conveniencia práctica señalada, según se tomara un partido u otro. Más aún, lo práctico, lo conveniente para la acción[194] y la conducta, fué en aquella época mantenerse en el error. Si hubieran procedido así los sostenedores de esas ideas, habríanse visto libres de las inhumanas persecuciones de que fueron víctimas. Si Galileo hubiera sido pragmatista no habría desafiado las iras de la Inquisición y hubiera vivido en paz y oscuramente, sofocando con el manto de la fe los aleteos de su genio. No incurriré en la injusticia de afirmar que Mr. James pueda o tenga que aceptar estas inferencias que obtenemos exagerando un aspecto algo vulgar y egoísta que es fácil de explotar en su doctrina. El idealismo de nuestro filósofo lo eleva hasta colocarlo por encima de las consecuencias de sus propias premisas.

Una pregunta más: ¿Fueron pragmatistas o procedieron como tales los sabios de Salamanca cuando en pleno siglo xviii rechazaron el introducir en los cursos de su universidad los sistemas de Copérnico, Galileo y Newton, porque se hallaban en oposición con la verdad revelada? ¿No tomaron entonces la senda más conveniente para su conducta, para su práctica, según la manera de entender de ellos? ¿No repudiaron algo que no se avenía con el stock de sus antiguas creencias? Nosotros decimos que repudiaron la verdad para permanecer en el error; pero debemos reconocer que procedieron en un todo como pragmatistas consumados.

Así el pragmatismo se presenta no sólo como[195] indiferente a la verdad, sino que aún viene a servir, retrospectivamente aplicado, de sostén a errores manifiestos.

Acercándonos ya al fin de esta parte, examinaremos el último número de nuestro resumen, que dice así:

7.º Las leyes científicas constituyen sólo generalizaciones aproximativas. Las teorías no deben ser consideradas transcripciones absolutas de la realidad y todas (se entiende que hasta las más contrarias) son utilizables desde algún punto de vista.

Si esto acontece con las leyes y teorías científicas, con mayor razón y en superior escala debe acontecer con todas las creencias y sistemas formulados y concebidos con menos precisión que las leyes y teorías científicas. A los principios pragmatistas les corresponderá el rango de generalizaciones aproximativas de segundo o tercer grado, y el ser pragmatista a outrance consistirá precisamente en ser pragmatista a medias. Todavía valdría la pena de oir la respuesta que daría el pragmatista si se le preguntara si afirmar que la sangre circula, que la tierra gira alrededor de su eje y en torno del sol, no son absolutas transcripciones de la realidad, sino sólo generalizaciones aproximativas utilizables; o si son aún utilizables en algunos casos las ideas de que la sangre sea un líquido estancado, la tierra forme el centro de nuestro sistema pla[196]netario y su figura sea la de una superficie plana inmóvil bajo la bóveda estrellada.

No se nos ocurre que Mr. James fuera a contestar estas interrogaciones en el sentido que implícitamente se desprende de ellas; pero la verdad es que nuestro filósofo no distingue en sus conferencias entre leyes probadas y leyes discutidas, entre teorías e hipótesis y arroja sobre todo el cuerpo del saber humano el vapor difuso y confuso de su fino escepticismo y de la desconfianza en la ciencia.

Causa mayor perplejidad ver que quien afirma que las leyes y teorías científicas son sólo aproximaciones aproximativas utilizables es Mr. William James, autor de unos Principios de Psicología, donde ha estampado centenares de reglas que después en su obra posterior, cuando habla como pragmatista y no como hombre de ciencia, declara inciertas. En los filósofos del Renacimiento, eran frecuentes contradicciones como estas: para librarse de las persecuciones y de la hoguera (lo que no siempre conseguían) los pensadores se apresuraban a declarar que aceptaban como cristianos los dogmas que rechazaban como filósofos. Pero ¿qué temen ahora los pragmatistas? Albert Schinz en su libro Anti-Pragmatisme presume que temen el desarrollo de una democracia licenciosa que, falta de frenos religiosos, arrastrará a la sociedad por pendientes imprevistas. Creo que a los que niegan la verdad[197] y la certidumbre de las leyes científicas, movidos por un fantástico peligro que amenazara a la conservación social, se les podría preguntar si han ahondado en sus conciencias y están seguros de que sea un amplio y generoso interés social el que los mueve y no algún menguado y apenas consciente, casi instintivo, interés individual, de clase o de secta.

Un párrafo más para terminar esta sección de nuestro ensayo.

La concepción pragmatista de la verdad es, como se ha dicho, genética, y esta parte de la nueva escuela es la que, a nuestro entender, descansa sobre bases sólidas. Es además instrumentalista, individualista y voluntarista, caracteres que la conducen al escepticismo.

Este núcleo lógico y psicológico, que es la esencia de la novísima doctrina, ha sido el que ha recibido las principales críticas de los filósofos.

En el reciente Tercer Congreso de Filosofía celebrado en Heidelberg en Septiembre de 1908, Mr. Josiah Royce, de la Universidad de Harvard, como Mr. James, hizo una comunicación sobre la materia con el título de El problema de la verdad según recientes investigaciones (The problem of Truth in the light of recent research). En esta exposición, el filósofo americano ha distinguido las diferentes formas del pragmatismo y ha mantenido contra el individualismo (o subjeti[198]vismo) y el instrumentalismo (o la teoría de que la verdad sea un simple instrumento para la acción) la existencia de una verdad absoluta, independiente de las necesidades y de la vida social y orgánica, aunque siempre relacionada con la voluntad, por cuanto es la obra de una serie de procesos de actividad. Esta doctrina de Mr. Royce tiene de común con el intelectualismo que admite una verdad independiente de la práctica ordinaria y se diferencia de él en que insiste sobre los procesos activos que su constitución (de la verdad) supone. Mr. Royce propone para ella el nombre de Pragmatismo absoluto.

V

Es peculiar de la naturaleza del pragmatismo no enarbolar ninguna bandera metafísica. Ya hemos visto que no se interesa por ningún resultado (especulativo o doctrinario) especial, quiere ser ante todo un método, una teoría genética de la verdad.

Mr. James, como buen pragmatista, empieza por declarar que, todas las discusiones metafísicas son en sí ociosas e interminables y pueden recibir el dictado de verdaderas o falsas, según como se coloque el prisma con que se las mire.[199] Mas, luego les aplica a algunos problemas de este género, tales como el de la existencia de Dios, de la acción de un designio en el universo (o sea la Providencia) el del libre albedrío y el determinismo (haciendo de esta cuestión una tesis metafísica y no psicológica), les aplica el infalible reactivo pragmatista y se pregunta tan sólo cuál solución sería más conveniente para la conducta en las tres siguientes tesis y antítesis, o dilemas: que Dios exista o no exista; que haya un designio en el universo o no; que la voluntad sea libre o no.

Paso a paso, en las lucubraciones de Mr. James se va cristalizando que para obrar mejor nos interesa creer en la existencia de Dios, en la acción de un designio en el universo y en el libre albedrío. El nuevo árbol del pragmatismo, esponjado en sus principales consecuencias, por uno de sus más preclaros sostenedores, va a cubrir con su sombra al añoso tronco del tradicionalismo. Me imagino el placentero recogimiento que producirá en ciertas almas este hecho. El gran psicólogo, después de haber remontado la cumbre del saber por el camino de la ciencia, ansioso de nuevos horizontes, va a buscarlos al templo proteiforme del deísmo. Además, por su defensa del libre albedrío, y de la idea de una vida futura, en cuanto sirven para favorecer nuestra mejor conducta, y sosteniendo que lo primero es obrar bien y que después viene el[200] pensar bien, Mr. James comulga en los altares del moralismo criticista, la tendencia que han defendido en la segunda mitad del siglo xix Mrs. Renouvier y Secretan.

Aunque parezca redundancia, debemos decir, con todo, que existe una diferencia profunda entre el tradicionalismo y el moralismo por un lado, y el pragmatismo por otro. Las creencias que hemos citado recientemente sobre la divinidad, la vida futura, la Providencia y el libre albedrío, son para el tradicionalismo y el moralismo representaciones de cosas que existen en sí o de atributos que se hallan dotados de existencia real, mientras para el pragmatismo son sólo creencias, desprovistas de toda objetividad, imágenes útiles para nuestra conducta, son, casi casi, ilusiones, añagazas o señuelos destinados a darnos vigor en nuestro bregar continuo por las variadas corrientes de la vida.

VI

Cualesquiera que sean las objeciones que fluyan en contra del credo de Mr. James, es no obstante bello, simpático, y en parte grandioso, dentro de sus tendencias voluntaristas, idealistas y melioristas. Estos rasgos lo hacen marchar de[201] acuerdo con el humanismo que predican los señores Schiller y Dewey.

Hablando de los puntos en que se igualan los caracteres del pragmatismo y del humanismo, dice Mr. James en sus dos últimas conferencias:

«Estas cosas (la verdad, el derecho, el lenguaje, etc.), se van haciendo a medida que la especie humana avanza en la existencia y son creaciones que se desarrollan dentro del proceso histórico. Lejos de ser antecedentes que animan esos procesos, el derecho, el lenguaje y la verdad, son sólo nombres abstractos para sus resultados. Nuestras creencias no son pues imágenes de la realidad, sino productos hechos por el hombre. (Man-made products).

«El mundo es como nosotros lo hacemos (The world is what we make it). Es infructuoso definirlo por lo que fué originalmente o por lo que es aparte de nosotros; no es más que lo que se hace de él (it is what is made of it). De aquí... (se infiere)... que el mundo, es plástico. Podemos conocer los límites de su plasticidad sólo por medio de nuestros ensayos (only by trying) y debemos proceder como si fuera completamente plástico, obrando metódicamente dentro de esta presunción y deteniéndonos en el caso de que seamos decisivamente contrariados por la experiencia.

«La realidad independiente de nuestro pensar humano es muy difícil de encontrar.

[202]

«Nosotros rompemos a nuestra voluntad el flujo de la realidad; creamos los sujetos de nuestras verdades y de nuestras proposiciones falsas. Creamos también los predicados de ellos, muchos de los cuales expresan únicamente las relaciones en que se encuentran las cosas con nuestros sentimientos.

«Tanto en nuestra vida activa como en nuestra vida cognoscitiva somos creadores. El mundo es maleable y espera sus últimos retoques de nuestras manos. El hombre engendra las verdades en él.

«Nadie podrá negar que este papel aumenta tanto nuestra dignidad como nuestra responsabilidad de pensadores y que da fuerzas inspiradoras al hombre el saberse dotado de divinas funciones creadoras.

«Mientras que para el racionalismo la realidad se encuentra completamente hecha de una vez y por toda la eternidad, para el pragmatismo se está todavía haciendo y espera del futuro parte de su complexión.

«El pragmatismo es meliorista; ocupa el término medio entre el pesimismo que afirma que el mundo es malo sin remedio, y el optimista que considera el perfeccionamiento del mundo inevitable.

«El pragmatismo vive en medio de un conjunto de posibilidades y se halla dispuesto a pagar hasta con su propia vida, si es preciso,[203] la realización de los ideales que ha forjado.»

Esta concepción es grandiosamente hermosa, casi poética. El hombre, formador y trasformador de la realidad; el hombre cooperador en la creación universal; y, para los deístas como Mr. James, en este gran movimiento de la vida universal, Dios es un cooperador también (helper) y nada más; es primus inter pares.

Examinando con calma la dirección del pensamiento de Mr. James, se ve de sobra y se ha dicho ya que es voluntarista en oposición a intelectualista: afirma que es de más importancia para nosotros obrar que perdernos en disquisiciones sobre el conocimiento. Este rumbo no es una novedad en las orientaciones del espíritu humano.

A fines del siglo xix empezó una reacción antiintelectualista, no sólo en Estados Unidos e Inglaterra, sino muy principalmente en Francia. La conocida obra de Mr. Jules Payot sobre «La educación de la voluntad», es fundamental en esta materia y las predicaciones pragmatistas de Mr. James, lejos de agregar, después de lo escrito en esa obra, algo a la veneración de la voluntad, señalan en parte un retroceso respecto de ella. Los estimulantes que Mr. James indica para la voluntad en sus conferencias, quedan reducidos a tener confianza en ella, a creer en el fiat de los librearbitristas, a esperar la cooperación divina y providencial en un mundo guiado[204] por un supremo designio misterioso del cual nosotros alcanzamos a percatar tanto como pueden percatar de nuestros proyectos «nuestros gatos y perros domésticos». No se puede negar que esta comparación es capaz de entumecerle las alas al hombre dotado de más impulsos creadores.

Mr. James no cree seguramente en tal peligro, porque mientras en una conferencia nos eleva a la categoría de cooperadores en la creación universal, dentro de la cual Dios, como se ha dicho, es un auxiliar (helper), primus inter pares, en otra nos coloca respecto del gran designio que imprime movimiento al universo, en la deprimida situación de animalitos domésticos.

Mr. Payot ni nos eleva ni nos abate tanto. Antes de exponer su doctrina se hace cargo de los dos peligros extremos existentes para conseguir el desarrollo de la voluntad: el uno lo constituye el desfallecimiento, el desaliento fatalista, el aboulie que no tiene fuerza para reaccionar; el otro lo forma la excesiva confianza en el poder de la libertad humana, en el fiat de los espiritualistas.

Esta última disposición de ánimo es expuesta a fracasos irremediables. Las dificultades no previstas de la acción o de una empresa, desalientan hondamente al que se ha lanzado a ella armado sólo de su confianza en el valor del querer.

[205]

En medio de estos dos extremos el hombre puede triunfar estudiando el mecanismo de su voluntad, confiando en la formación de hábitos y esperando obtener más y más relativa libertad entre los deslumbramientos del libre albedrío y las obscuridades del fatalismo, merced al aprovechamiento de las lecciones del determinismo. Corroborando este aserto debemos agregar que el determinismo es la única salvaguardia, casi el único creador de la menguada libertad de que podemos disfrutar. Lejos de confundirse con el fatalismo, es precisamente lo contrario. El determinismo implica la existencia y funcionamiento de una ley de causalidad en el orden universal. Según ese principio, unas mismas causas o unos mismos antecedentes producen siempre unos mismos efectos o unos mismos consecuentes.

Nuestro obrar, o si queréis hablar como los espiritualistas, el ejercicio de nuestra libertad, consiste siempre en hacer algo, es decir, producir algún efecto por medio del movimiento de alguna cosa. Por ejemplo, yo me propongo ir a Valparaíso esta tarde; para conseguirlo ejecuto una multitud de movimientos, como son la preparación de mi equipaje, el proveerme de dinero, trasladarme a la estación, adquirir los billetes respectivos.

No hago ningún caudal de que la resolución misma de mi viaje no puede ser indeterminada.[206] El hecho de encontrarme en nuestro puerto a media noche es el efecto de mi voluntad; pero este no habría sido posible sin el determinismo y la ley de causalidad.

Que una locomotora se mueva por medio del vapor de agua, que a su vez se ha producido por medio de la combustión del carbón, son meras aplicaciones de la ley de causalidad y del determinismo. Si os imagináis un mundo no regido por estos principios y si sois consecuentes debéis convenir en que dentro de tal mundo, para efectuar un viaje, estaríamos en peores condiciones que los volantines de los muchachos de la calle, cuyo encumbramiento depende de los caprichos del viento.

Concebid un mundo no regido por los principios de que hablo y sed consecuentes: dentro de ese mundo la dosis de neurosina con que hoy alentáis a un neurasténico puede ser mañana o una cosa inútil o un veneno. Las cualidades esenciales y duraderas de las cosas dejarían de ser tales y se cambiarían al azar movidas por un hado caprichoso y loco.

¿Qué sería de nosotros si los múltiples antecedentes que hacen que las golondrinas sean lo que son, no obrasen, y de la noche a la mañana pudieran convertirse en víboras de mortal picadura? Tal universo sí que sería un caos si es que alcanzábamos a vivir en él un segundo para concebirlo así y decirlo. Si tales cosas no suceden[207] es en virtud de la uniformidad esencial de la naturaleza, de la ley de causalidad y del determinismo.

He dicho que el conocimiento y aplicación del principio determinista es lo único que puede aumentar la menguada y mal llamada libertad de que disfrutamos. Es claro que si queremos hacer una cosa o evitar otra, lo mejor es conocer las causas y los agentes que nos conducirán a esos fines, y, lo repetimos, poner en acción esos agentes es aplicar y confiar en el determinismo. Estamos en situación de aumentar nuestra libertad especialmente, cuando disponemos de tiempo para la consecución de nuestros objetos.

El determinismo está en razón inversa del tiempo que falta para que se efectúe el fenómeno. No cabe dentro de ninguna facultad el evitar que los hijos de una familia dada sean raquíticos, débiles y torpes si sabemos que sus padres, además de tener complexiones enfermizas, eran parientes muy cercanos entre sí. El que nazcan niños degenerados en tales circunstancias se halla casi fatalmente determinado; pero el hombre tiene el poder de impedir que este mal se repita en lo porvenir haciendo que no se verifiquen matrimonios entre parientes cercanos y que no se liguen por los lazos del amor conyugal sino personas sanas. El aumento de nuestra propia voluntad se verifica de la misma suerte. Si un hombre de hábitos desarreglados, glotón y pe[208]rezoso, lanza una tarde el fiat y resuelve trabajar inmediatamente después de su almuerzo o de un lunch suculento, no conseguirá nada, sino adelantarse. Pero si al día siguiente se levanta temprano, se baña, reforma su régimen alimenticio y se modera en el comer y en el beber, empezará a sentir inmediatamente mayor elasticidad en sus músculos, fuerza para trabajar, viveza de imaginación, más voluntad y más libertad.

Por todas estas razones hemos dicho que la obra de Mr. Payot corresponde mejor a sus tendencias voluntaristas que las conferencias de Mr. James.

El voluntarismo del psicólogo de Harvard (por lo menos tal como aparece en sus conferencias pragmatistas y en su ensayo sobre la Voluntad de creer), puede no sólo carecer de eficacia, sino aun ser perjudicial.

Decidle a un dispéptico que confíe sólo en su voluntad para levantar su ánimo abatido, no le proporcionéis las pócimas y régimen adecuados a sus dolencias y le habréis infligido uno de los mayores males de su vida.

Es de advertir que Mr. James, psicólogo, no es voluntarista de la misma manera que Mr. James, pragmatista. En los Principios de Psicología trata científicamente de la formación de hábitos y de la educación de la voluntad.

Ya he dicho también que Mr. James considera[209] el problema de la libertad como un problema metafísico y cree en ella sólo por motivos morales. Así las ideas de libertad y responsabilidad pasan a ocupar la categoría, no de poderes y estados reales, sino de postulados éticos, necesarios al educador y al moralista.

VII

Antes de concluir, permítansenos algunas últimas observaciones. Vamos a explotar una de las cualidades esenciales del propio pragmatismo, para poner en claro cómo su principal característica resulta ser la carencia de carácter distintivo, cómo es un término general que no tiene connotación en sentido lógico.

Ya sabemos que se vanagloria de ser antidogmático; y que cobija bajo sus alas anhelantes de poder, cualquiera idea que sirva para la acción. De aquí se infiere que, disintiendo de Mr. James, se puede, no obstante, reclamar el dictado de ser tan pragmatista como él, siempre que el contradictor sostenga que sus ideas, distintas de las del psicólogo de Harvard las considera más aptas que cualesquiera otras a robustecer su voluntad.

Ese tercero imaginario podría decirle a Mr. James:

[210]

«Aceptamos su fe meliorista; pero precisamente por creerlo más apto, más eficaz, más fecundo, más salvador, oponemos a su meliorismo providencialista, vago, metafísico, especie de panacea espiritual y moral, un meliorismo humano que no esté reñido con el conocimiento objetivo de las cosas y confíe en las inducciones y deducciones de la ciencia para introducir ideas nuevas y realizar obras melioristas. Este pragmatismo reformado, por llamarlo así, cree en la verdad y descansa exclusivamente en las virtualidades de la acción humana para transformar al mundo.»

«Es menester, continúa el tercero imaginario, convencerse de una vez por todas de que la necesidad más urgente para el hombre es mejorar la vida de la especie, pensando por ahora nada más que en ella misma y contando nada más que con sus medios humanos. Si existe un Supremo Hacedor, dejémosle tranquilo entre lo incognoscible, en la caprichosa e insondable sombra del misterio que envuelve el principio de las cosas. Procediendo así estamos de acuerdo con su indudable norma de no intervención, porque si alguna vez ese Supremo Hacedor dió dentro del caos el primer impulso para el desenvolvimiento de las cosas inorgánicas y orgánicas, no se puede negar que desde aquel instante dejó a los mundos entregados a la suerte que le resultara del funcionamiento de sus leyes mecánicas, complejas e[211] invariables; no ha vuelto a mezclarse en el destino de sus criaturas y se ha retirado por completo a su enigmática mansión de lo eterno, de lo infinito y de lo misterioso».

«Esta concepción es franca y además profundamente religiosa. Establece la más santa hermandad entre los hombres, liga a los hijos de esta tierra con sólidos lazos para que venzan mejor las peripecias de su común destino; y en lugar de las vanas palabras y pequeñas formas e imágenes, todas muy vanas y pequeñas hasta ahora, con que se ha pretendido llenar el arcano sin fondo de lo desconocido y de los orígenes del universo, coloca sonriente al frente el término Misterio. No adora al indescifrable Supremo Hacedor en los ríos, en los mares, en las montañas, en los templos ni en representaciones antropomórficas, sino que lo busca donde palpita la esencia de la vida que es y de la vida que aspira a ser más, en el corazón de los que sufren y de los que aman, en el alma de los ignorantes que esperan más luz para ser también conscientes cooperadores en la creación, en las pasiones de los extraviados y de los desequilibrados, para estudiar ensayos fracasados de las infinitas formas de la palpitante vida, en las esperanzas locas y en las quimeras de la juventud, que suelen constituir anuncios inconscientes de lo porvenir, en el espíritu de los místicos sinceros, porque se olvidan de sí mismos, en el corazón de[212] los héroes, de los genios y de los esforzados, porque viven para los demás y forman cristalizaciones del alma popular.»

«Llevados en alas de esa concepción, el tiempo que gastábamos en invocaciones y súplicas debe ir a aumentar las vigilias que consagramos a nuestras aspiraciones y tareas melioristas, y entonces la serenidad de un espíritu verdaderamente moral y religioso se expresará diciendo: Estoy bien en conciencia con Dios porque estoy bien en conciencia conmigo y con los hombres; porque he tratado de descifrar la obscuridad del destino humano, he puesto con ahinco mi alma en la solución de este problema y sinceramente no he encontrado otra que buscar el conocimiento de las leyes de nuestro universo para mejorar las cosas de esta tierra y las relaciones de los hombres entre sí».

Tales serían las palabras que un espíritu lógico podría pronunciar, reclamando para ellas el calificativo de ser, por el hecho de creerlas alentadoras de la acción, tan pragmatistas como las que pronuncia Mr. James, que predica ideas contrarias; tales son algunas de las inferencias que irrefutablemente cabe deducir de los principios teóricos y método lógicos del pragmatismo.

Pero el pragmatismo aplicado, aplicado por el mismo Mr. James, resulta otra cosa: es una forma de escepticismo encaminada principal[213]mente a apuntalar al tradicionalismo. Lo que hace que el conjunto de la obra de nuestro filósofo resulte contradictorio, porque empieza alardeando de antidogmatismo para concluir doblando la cerviz bajo el dogmatismo.

Esta escuela filosófica ha encontrado en la gran República del Norte su cuna y una tierra propicia para su difusión, por dos razones: una es la primacía que tiene la actividad sobre el pensar especulativo entre los hijos de aquella nación, y la otra la constituyen los temores que inspira el desarrollo de una democracia desbordada que sin freno religioso pueda ser víctima de su egoísmo y de su concupiscencia.

Como ha dicho A. Schinz[15], el pragmatismo es la escolástica moderna, de igual suerte que la escolástica fué el pragmatismo de la Edad Media. En ambos casos se ha sacrificado la verdad a la consecución de fines considerados superiores.

En la Edad Media la filosofía escolástica se cortó las alas para seguir los pasos de la teología, y ahora el pragmatismo quiere maniatar a la filosofía para hacer de ella la humilde servidora de la ética tradicional.

En el pragmatismo hay no sólo escepticismo y tradicionalismo; es un nuevo aspecto del sutil obscurantismo. Podría verse en él también una[214] especie de decadentismo filosófico, de igual manera que el decadentismo propiamente dicho es un género de obscurantismo literario.

Cabe decir que en la producción de obras obscuras y decadentes, ya sean filosóficas o literarias, no toca toda la responsabilidad a los escritores que las dan a luz; no: parece que una gran masa del público pide, desea o fomenta tales obras. Así como hay gentes que prefieren contemplar las pequeñas realidades de la vida, las realidades cotidianas, al través de los vapores del alcohol o del humo de los cigarros, a pesar de que no ignoran cuan funestos son esos hábitos para su salud y la nitidez de sus percepciones, de idéntico modo muchas otras, al tratarse de los grandes problemas de la existencia, rechazan las ideas claras y coherentes, se niegan a examinarlas; prefieren la confusión que no choca con la imitación tradicional o los impulsos hereditarios; prefieren el engaño tranquilo a las inquietudes de la duda y de la reconstrucción mental.

Felizmente no hay cuidado de que entre nosotros prendan en forma tan amenazante tales retoños de escepticismo intelectual y de obscurantismo filosófico. Entre nosotros ha echado bastantes raíces la filosofía científica europea, que por nuestra parte la consideramos positiva, en cuanto al método, evolucionista en cuanto a la ley que rige los procesos de los fenómenos y[215] monista en cuanto supone la existencia de una sola substancia. No es tampoco su positivismo tan estrecho que niegue a la psiquis la facultad de efectuar síntesis creadoras, de crear formas nuevas, de ser una cooperadora de la creación universal y de transformarse y perfeccionarse a sí misma. Esa filosofía auna y armoniza las aspiraciones del naturalismo y del humanismo, prestando a la acción humana la base del conocimiento objetivo y científico, sin el cual el espíritu humano, entregado a los inconsistentes espejismos pragmatistas de Mr. James, sería como una ave poderosa que, entendiendo que el aire era un estorbo para emprender un alto vuelo, saliera de la atmósfera, y por su ilusión temeraria se viera con las alas plegadas rodando al abismo.

La filosofía científica de que hablamos no se halla reñida con la más elevada vida ética y ofrece a los hombres de estudio los más ciertos y fecundos métodos de investigación y principios sólidos de interpretación del mundo, de previsión y de acción. En esta época de crisis moral y mental en que se cruzan y luchan las corrientes de ideas más contrarias, aparece la filosofía científica como el evangelio dotado de superior eficacia para librarnos del escepticismo que nos echa en brazos de los placeres sensuales; del diletantismo literario que señala a la inteligencia desorientada un fin y un goce en las brillantes frases de hueca sonoridad; para apartarnos de[216] la superidolatría del dinero y del pesimismo social que engendra el desánimo de la voluntad.

Y si ponemos con amor la conciencia atenta a las sagradas esperanzas contenidas en las almas jóvenes, una voz íntima nos dice que la filosofía científica, que aún exige luchas, es la única disciplina seria, es el único mentor sólido para esa juventud intelectual que busca con agitado entusiasmo la senda que debe seguir.


[217]

LA EDUCACIÓN INTELECTUAL Y LA IMITACIÓN INGLESA

Causa placer considerar el gran interés con que se estudian y discuten actualmente las cuestiones de educación. La opinión pública recibe y da en este sentido impulsos que han de producir magníficos resultados.

Sin embargo, se ha dejado sentir en los últimos tiempos una marcada tendencia a señalar a la educación rumbos exclusivamente prácticos y a presentarnos como el perfecto modelo que debemos imitar: la educación inglesa. Este propósito es algo erróneo y extraviado, porque nace de ideas inexactas sobre las instituciones pedagógicas inglesas y no es quizás más que el resultado del deslumbramiento superficial producido por el actual poderío británico, cuyas complejísimas causas no se estudian detenida y hondamente, y porque revela la carencia de una concepción clara, propia y llena de alientos de lo que debe ser la educación de un pueblo nuevo[218] que quiere dejar grabado con brillante vigor el paso de su nacionalidad por la historia humana. Los pueblos como los individuos han de ver ejemplos que seguir en las grandes personalidades y naciones del pasado y del presente; pero teniendo al mismo tiempo la serenidad suficiente para conocer los defectos de sus modelos y ánimo inquebrantable de corregirlos y afrontar la vida con ideales superiores.

Se ha dicho entre nosotros últimamente en la prensa, en revistas y discursos, que la educación que proporcionan nuestros Liceos es mala y no corresponde a las necesidades del día, por dar sobrada importancia al cultivo de la inteligencia y no habilitar a los jóvenes para ganarse la vida en cuanto salgan de los establecimientos de instrucción secundaria.

Naturalmente, nuestros Liceos están lejos, muy lejos de ser perfectos; pero son infundadas las críticas que se hacen y en parte inadecuados los remedios que se proponen. Al criticar nuestros sistemas de enseñanza se ha caído en el juicio inexacto de ver intelectualismo exagerado donde no existe, por la sencilla razón de que observamos muchas cosas a través de libros franceses. Algunos franceses, preocupados de una manera anhelante y casi angustiada de la expansión comercial y colonial de su país, dominados con obsesión por la idea de la potencia abrumadora del imperio británico, han ido a estudiar en[219] Inglaterra las causas de ese poder para ver si es cosa que se puede imitar, ni más ni menos como en tiempo de Luis XIV observaron los procedimientos y quisieron seguir los pasos de los holandeses que entonces tenían en el mundo la hegemonía de los mares.

Han creído encontrar esos motivos en las diferencias de educación y han iniciado un movimiento poderoso de reforma de su instrucción nacional. Y han tenido en parte razón.

El programa de enseñanza clásica ha consagrado diez horas semanales durante seis años al estudio del latín y del griego, las lenguas modernas se estudiaban mal; apenas se ha dejado lugar para las ciencias naturales y para la física y la química, a las cuales se ha consagrado unas pocas horas como partes subordinadas de la filosofía que se ha estudiado en el último año. En contra de este programa se han levantado las voces de Lemaitre y Desmolins y en contra del intelectualismo—excesivo también—las de Payot y Thomas. Pero ¿ocurre en Chile algo semejante? ¿Dónde se cultiva y prospera ese intelectualismo absorbente? Los programas actuales recargan tal vez la memoria de los alumnos en algunas materias; pero eso no es un intelectualismo ni defectuoso ni de ninguna clase. Lo que deberían haber dicho los críticos de nuestra enseñanza es que ella conduce al profesionalismo, lo que es algo enteramente distinto[220]. Precisamente, entre otras cosas, y dicho sea esto en honor de las excepciones, que son las que más sufren con ello, lo que falta en Chile en alto grado es cultura intelectual general. El mismo Desmolins en su programa de enseñanza nueva y moderna conserva en la sección de letras el estudio del griego y del latín y en todos los cursos de su escuela consagra durante los seis años cuatro horas semanales a la historia y a la geografía, mientras nosotros sólo les dedicamos tres en los primeros años y pronto les dedicaremos tres en todos los años de las humanidades. El programa de Desmolins, que es la última palabra de lo práctico, reserva tiempo suficiente a estudios que nosotros o hemos suprimido o restringido por considerarlos poco útiles. Y aun quieren que seamos más utilitarios.

Es igualmente un grave error histórico atribuir el colosal desenvolvimiento de Inglaterra a la influencia de sus sistemas de educación práctica. Al contrario, debe pensarse, que tanto su vasto imperio como su educación son efectos de una complicada multitud de causas históricas y sociales, que han obrado durante varios siglos, causas entre las cuales es menester reconocer un valor importantísimo a la situación geográfica de la Gran Bretaña y a la raza de sus pobladores.

¿Qué sería esa nación sin la posición insular que ocupa y sin los grandes tesoros minerales que le brinda su suelo? Aun la explotación de[221] esos mismos tesoros y el aprovechamiento de su situación han sido precedidos de grandes movimientos intelectuales. Según Buckle, del desarrollo del escepticismo, a fines del siglo xvi y principios del xvii, resultó en Inglaterra el amor a las investigaciones científicas, que produjeron el progreso constante de los conocimientos a los cuales debe esta gran nación su prosperidad. La época de Bacón, que fué un resultado del Renacimiento, que dió al mundo una concepción nueva de las ciencias y de la vida, influyó poderosamente en los descubrimientos que se hicieron más tarde y en el vuelo que tomaron las industrias. Todos estos hechos no han sido efecto de una educación que enseñe únicamente a ganarse la vida. El clima ha influído también, como todos sabemos, en las actitudes de la raza. Le ha impuesto en un principio una lucha dura para poder vivir y ha desarrollado en ella esas cualidades de utilitarismo, previsión y energía que le son propias. El hábito de la resistencia y del trabajo seculares ha hecho nacer en ella, conforme a la opinión de E. Boutmy, su cualidad característica dominante, la pasión del esfuerzo por el esfuerzo, el amor a gastar sus fuerzas con o sin resultado. ¿Qué sería esa nación sin esas cualidades y otras, cuyos obscuros orígenes es muy difícil investigar, que produjeron a principios y a mediados de los tiempos modernos, junto con la reforma religiosa, la concepción de un ideal[222] moral superior, elevadísimo, severo, intransigente, que hizo de cada pecho una fortaleza y de cada hombre un héroe? Al analizar el poder colonizador de Inglaterra, dice el último autor citado, es preciso pensar en la gran acción ejercida en ese sentido por las religiones disidentes. Los puritanos, los cuáqueros, los wesleyanos, han sido colonizadores por excelencia; son personas que ocupan en la historia un lugar preeminente por el valor moral inapreciable que desplegaron para defender sus conciencias, donde ellos encontraban sus ideales, su noción de la divinidad; todo lo que puede valorizar la vida, y las fuerzas suficientes para lanzarse a tierras desconocidas, a climas malsanos, no arredrándose ni por los bosques impenetrables ni por desiertos, buscando sólo un sitio donde plantar de manera inconmovible el pabellón de su independencia.

Estos acontecimientos no son consecuencia de la educación, que se nos presenta ahora como modelo.

Hasta el siglo xvii otras potencias superaron a Inglaterra en poder colonial y marítimo y sólo en el siglo xviii llegó a tomar esta nación las grandes proporciones que creciendo han formado el vasto imperio de hoy. Si fuera la educación la causa principal de esa gran evolución, su acción debería haberse manifestado claramente en aquella época. Pero no ha sido así: la educación que se nos ofrece a manera de imagen, o[223] es muy restringida en la esfera de influencia que abarca, lo cual debe haberla hecho incapaz de ejercer un extenso poder sobre la masa de la nación, o ha sido muy defectuosa y reformada sólo en la segunda mitad del siglo xix. De suerte que antes de este tiempo tampoco se ha hallado dotada de las virtudes que se le atribuyen.

Probémoslo.

En 1868 se nombró una comisión para que examinara el estado en que se encontraba la llamada instrucción secundaria. Uno de los miembros de la comisión, Mr. James Bryce, autor y profesor bastante conocido, resume así las conclusiones de la comisión:

«Las escuelas eran insuficientes en número y no estaban situadas donde se tenía necesidad de ellas. La instrucción era a menudo de mediocre calidad y no existían relaciones orgánicas, sea entre los diferentes grados de las escuelas secundarias o entre las escuelas secundarias tomadas en conjunto, o entre éstas y las escuelas primarias y las superiores. En algunas escuelas el exclusivismo religioso había aumentado el mal, ya haciendo la escuela impopular, ya excluyendo de ella toda una categoría de ciudadanos. Los medios de que el poder central disponía para vigilar o reformar eran lentos, costosos y tan sobrecargados de formalidades legales, que eran totalmente ineficaces. Algunos maestros eran con frecuencia incapaces y muy a menudo[224] positivamente iletrados; y sus enseñanzas, salvo algunas excepciones, pobres y superficiales. Algunas de estas escuelas se llamaban prácticas para atraerse sobre todo la clientela de los comerciantes; pero convertidas en establecimientos estrechamente comerciales quedaban muy lejos de preparar bien a sus alumnos para los trabajos de la vida real».

A propósito de esto mismo decía el sabio Huxley en ese tiempo: «La posteridad nos infamará si no ponemos un remedio a esta situación deplorable. Y si nosotros vivimos veinte años más, nuestras propias conciencias nos infamarán».

He aquí gran parte de la educación inglesa de hace menos de medio siglo juzgada por dos hombres de ciencia ilustres. ¿Puede haber sido esta educación la creadora del poderío del imperio británico?

Otro error, especie de error callejero, es el que nos pone ante la vista como tipo único de inglés, que debemos imitar, un personaje que anda a trancos largos, afanado en ganarse la vida y que restaura sus fuerzas por medio del foot-ball y del cricket; personaje serio, estirado, sincero e implacable en la lucha por la vida, que aplasta, siempre que puede, sin inmutarse y correctamente a su rival, y que no se preocupa de especulaciones intelectuales, desdeñándolas como algo vano y fútil más adecuado para las naturalezas afeminadas y fantásticas de los latinos.[225] ¡Qué cuadro tan falso, superficial e incompleto!

Es verdad que en Inglaterra jamás ha estado en boga la metafísica y que las más superiores inteligencias no le han dedicado a ella ni ratos de ocios, en lo que han obrado muy cuerdamente. Pero de aquí a la afirmación de que en Inglaterra no ocupan un lugar preeminente las cuestiones intelectuales entre las cosas que interesan vivamente a un grupo selecto y al gran público, hay un abismo. Basta para corroborar este aserto, recordar que ha sido la patria de hombres de ciencia y filósofos que han ocupado puestos sobresalientes en los anales del espíritu humano por sus servicios, sus descubrimientos y estudios. Desde Bacón y Newton en los comienzos de la edad moderna, hasta Stuart Mill, Alejandro Bain, Herbert Spencer, Huxley, Lublock, Macaulay y muchos otros, en el siglo xix, la Inglaterra ha contribuído poderosamente al progreso de las ideas y de las ciencias. Los franceses dicen que los ingleses no tienen aptitudes para manejar abstracciones; pero esto no significa que no sean eximios como hombres de ciencia que emplean métodos positivos y experimentales, ni tampoco que los que se consagran a tales estudios dejen de necesitar la abnegación indispensable para renunciar a los goces y triunfos mundanos, abnegación que sólo resulta de un desarrollo superior de ciertos sentimientos altruístas y de la concepción de la vida, no como un campo de[226] lucha por la satisfacción de apetitos, sino como una arena de esfuerzos equilibrados en que, sin descuidar las bases necesarias de la propia existencia, se siente el impulso de cooperar en la obra inmensa e indefinida de la humanidad entera. Esto es vivir vida completa, dilatar los horizontes de nuestra conciencia, aumentar la órbita de nuestras sensaciones en el tiempo y en el espacio y experimentar los goces más superiores de que es susceptible la naturaleza humana, ya que todo buen desarrollo de actividad es fuente de placer.

Pero nada de esto nos hablan los que nos incitan a que imitemos a los ingleses.

Las grandes Universidades inglesas son centros donde se forma una parte distinguida de la sociedad, muy selecta por su elevadísima cultura intelectual. Sólo en una sociedad que ha llegado a un alto grado de intelectualismo se encuentran vidas como la de James Mill, educaciones como las de J. Stuart Mill, hijo de éste, de Macaulay, de Ruskin, etc. James Mill era padre de una numerosa familia y carecía de fortuna; los recursos necesarios se los procuraba escribiendo artículos para los diarios y revistas, y simultáneamente encontraba tiempo suficiente para consagrarse personalmente y con un celo digno de imitación a la educación de sus hijos y para escribir una vasta y bien documentada obra sobre la India. Más o menos por 1840 apareció[227] la primera edición del «Sistema de Lógica» de Stuart Mill, y un libro tan abstracto y especulativo como ese fué agotado rápidamente por el público.

También sólo es concebible en una sociedad que goza de una alta y general instrucción la propaganda casi revolucionaria que hacen contra el estado actual del mundo, espíritus tan sobresalientes como un Díckens, un Thackeray, un Carlyle; y lo que es más, esos autores eminentes atacan precisamente la situación actual de Inglaterra, las injusticias sociales y los múltiples defectos de una colectividad que han estudiado con ciencia y arte muy de cerca.

Pero de esto no se ocupan los que nos presentan a Inglaterra como ideal intachable.

Bajemos ahora de las cumbres. El amor al estudio desinteresado, que recrea, ilustra y eleva el pensamiento, es igualmente intenso en las clases medias e inferiores. Algunos ejemplos serán suficientes. En Birmingham se fundó por una sociedad particular el «Birmingham and Midland Institute», que da clases nocturnas a obreros, a los cuales se les enseña no sólo química industrial y otros ramos de utilidad práctica, sino también historia y literatura. Este establecimiento en 1886 contaba con 4.190 alumnos. Proporcionalmente Santiago debería tener 3.000 asistentes a sus escuelas nocturnas. Aquella institución hace ir un profesor universitario de[228] Londres u Oxford una vez por semana a dar conferencias.

La llamada extensión universitaria es una prueba brillante de los gustos intelectuales de los ingleses. En 1867 existían en varias grandes ciudades asociaciones de señoras que tenían por objeto organizar conferencias que debían ser dadas por profesores universitarios llamados especialmente para ello. Fué tal el éxito de esta novedad, que las personas ocupadas solicitaron de los profesores que repitieran en las noches las conferencias dadas en las tardes antes a las señoras. Conviene tener presente que esos profesores no hablaban gratuitamente. Además, no han tratado en los temas que han elegido asuntos que fuesen más o menos de utilidad y provecho inmediatos para su auditorio, sino al contrario, cuestiones muy generales, casi abstractas, si se considera que el público era no pocas veces compuesto en su mayor parte de obreros. Delante de trabajadores de Sheffield han pintado el siglo de Perícles; a los tejedores de Oldham les han contado la historia de Florencia; a los mineros de New-Castle han entretenido con narraciones sobre la tragedia griega y la Iliada.

Los profesores, encuentran que la seriedad y el ardor con que estos hombres escuchan y aprovechan y la precisión de su lenguaje son admirables. Un conferencista conversaba con un grupo de mineros y se llegó a hablar de la[229] Historia de las ciencias inductivas de Whewell. Un minero exclamó: «Ah, he ahí un libro que desde hace mucho tiempo deseo conocer. Stuart Mill lo ataca en un punto; pero, por lo que puedo juzgar, Mill no tiene razón». ¿Qué tal? Un minero discutiendo sobre Stuart Mill y ciencias inductivas. ¿Carecerá de inclinaciones intelectuales un pueblo así?

No existe país en el mundo como Inglaterra donde el pueblo lea más diarios, revistas y libros, dice Max Leclerc. El inglés lee toda su vida, no sólo para distraerse, sino para instruirse aun después que ha salido de la escuela, porque está naturalmente penetrado de la idea de que el hombre jamás ha concluído de aprender.

El Times anuncia cada día tantos libros recientemente publicados, como todos los diarios de París en una semana.

Con razón ha podido decir Johnson, que Inglaterra, es el país que cultiva mejor su suelo y su espíritu.

Todos estos detalles son seguramente muy conocidos; pero la verdad es que en los últimos tiempos se les ha silenciado por completo y se ha insistido, recargando de colores los cuadros que se han hecho, en dos de las otras cualidades de los ingleses: la fuerte musculatura y el egoísmo sincero que no miente. Se ha proclamado, en consecuencia, que es de urgente necesidad educar a la juventud con dos fines princi[230]pales: Adquirir fuerza física y actitud para ganarse la vida.

Una de las razones que más o menos expresa o implícitamente ha hecho valer para sustentar esta propaganda, es la de que los ingleses han obrado y han obtenido la supremacía en el mundo.

Ya se ha visto cuánto de inexacto envuelve esta afirmación, cuántas inolvidables lecciones deberíamos sacar de la educación intelectual del pueblo inglés y cuánto podría enseñar un minero de Newcastle, no digo sobre cosas de su oficio, sino sobre la antigüedad clásica, a muchos ciudadanos de esta tierra.

En realidad, grandes ejemplos que imitar nos ofrece la Inglaterra; pero debemos proceder a seguirlos sin desequilibrarnos.

La familia es la primera escuela donde los niños empiezan a desarrollar el carácter que hace más tarde de ellos verdaderos hombres. Los padres no miman al niño, no aumentan la natural timidez infantil asustándose demasiado por cada nuevo paso que el niño da o por algún insignificante peligro de que se vea amenazado; acostumbran fríamente, y se entiende que con cuidado, al pequeñuelo a sufrir las consecuencias de que lo hace. Así ejercitan más su actividad y lo hacen adquirir confianza en sí mismo.

En igual atmósfera de iniciativa y responsabilidad crece el joven. Puede tener un padre mi[231]llonario; pero éste goza del derecho de disponer de su fortuna a su antojo y en aquél domina el sentimiento de que precisa empezar por combatir solo. No pone sus ojos ni en la futura herencia paterna ni espera surgir por medio de empeños. Respira un aire viril, adquiere carácter, confía soberanamente en sus esfuerzos y no deja penetrar en sí aquella idea desconsoladora, germen destructor de la voluntad, de que sin apoyos superiores nada se consigue, creencia por desgracia demasiado difundida entre nosotros.

De tal suerte florece ese individualismo que tanto se admira y que es efectivamente por tantos aspectos digno de admiración. El individualismo que consiste en el respeto exagerado de la propia conciencia sin consideración a nadie ni al que dirán, siempre que no se violen derechos ajenos, que sugiere valor moral para no faltar nunca a la verdad, aunque sean heridos con ella sentimientos de otros y perjudicados intereses propios; y que hace que cada cual sea capaz de apreciar en sí mismo el mérito de lo que hace sin buscar el aplauso de los demás: este es un individualismo grande y viril que debemos tratar de inculcar a nuestra juventud.

Pero si es cierto que la actual educación de Inglaterra contribuye a desarrollar esas altas cualidades individualistas, también es indudable que en su origen no se deben a ella. Fueron fomentadas en un principio por la reforma[232] religiosa y afianzadas soberanamente por la energía y sacrificios de los puritanos, cuáqueros y wesleyanos, héroes de la libertad personal, que consagraron a la conciencia humana como el santuario inviolable de toda autonomía, rectitud y justicia. Milton, Jorge Fox, Penn, son algunos de los adalides de ese individualismo elevadamente humano, puro e ideal.

Entre otros puntos que se recomiendan en la educación inglesa, se olvida que no son prácticas propias de ella, sino que han sido ya establecidas, por lo menos entre nosotros, por la pedagogía alemana. El estudio del carácter de los niños efectuado con atención durante todos los años que permanecen en el colegio; el cultivo de relaciones francas, sinceras entre los alumnos y el profesor, de tal suerte que aquéllos consideren a éste casi como un padre cariñoso; el cuidar particularmente de la moralidad, no por medio de sermones, sino con ejemplos, y condenar la mentira con severidad inflexible, constituyen principios de educación que han sido enseñados por los profesores del Instituto Pedagógico desde su fundación. Desmolins en su libro «La educación nueva» cuenta como un gran rasgo de moralidad inglesa que entre los estudiantes de esa nacionalidad se considera una cobardía no confesar una falta. Precisamente, lo mismo nos dijo durante las lecciones del primer curso nuestro profesor de pedagogía y nosotros con nues[233]tro espíritu ladino de niños mal educados, nos reimos de semejante prueba de valor.

A la implantación completa de todas esas sanas prácticas educativas, y en lo que se refiere muy especialmente a la moralidad, se han opuesto varias circunstancias sociales y de otro carácter, y no ha sido ignorancia de los procedimientos lo que ha faltado. Para estudiar detenidamente y mantener relaciones estrechas con cada alumno, es preciso que las clases sean poco numerosas. Ahora bien, por diversas causas son frecuentísimas en nuestros Liceos las clases con más de 50 alumnos: he visto hasta con 70, sin que se consiguiera en todo el año seccionarla. La ley misma no permite dividir una clase sino cuando han entrado más de 50 alumnos. Con esta enorme acumulación de niños es absolutamente imposible dedicar a cada cual una regular atención.

Se nos dice que una mentira se castiga en Inglaterra con la expulsión. Con no menos severidad se procede en Alemania.

Imaginémonos el efecto que una medida de esta naturaleza produciría por ahora entre nosotros. El padre del niño expulsado, que, como muchos de nuestra sociedad, sin ofender a nadie, considera la mentira una prueba de ingenio, un inofensivo juego de artificio, un deleite mundano, entre aspavientos e interjecciones enérgicas protestaría delante del mismo niño contra semejante determinación y la calificaría de[234] injusta, torpe e inadecuada. Pondría en seguida en movimientos sus empeños y sus relaciones, hablaría a sus amigos, algunos de los cuales pueden ser diputados y senadores, y se cernería sobre el desgraciado rector o profesor que había tenido la malhadada idea de imitar a los ingleses, sin reflexionar en qué país se encontraba, una atmósfera de desprestigio y se diría de él que era un sujeto sin tino, que carecía de don de gentes, y quién sabe hasta dónde se llegaría si se presentara una situación política adecuada y el padre fuera un elector influyente.

Imitemos a los ingleses en fundar asociaciones que difundan la ilustración en todas las clases sociales. No es posible silenciar en estos momentos una bella iniciativa tomada por algunas personas entusiastas y emprendedoras para establecer con recursos privados un colegio como los mejores ingleses, para lo cual una de esas personas ha obsequiado ya generosamente el terreno adecuado en Peñalolen. Que nuestros hombres acaudalados imiten a los millonarios británicos y echen las bases de escuelas, universidades y bibliotecas ricamente dotadas, que tengan asegurada en el porvenir una existencia del todo independiente, de modo que algún día podamos decir de nuestra patria algo parecido a lo que Johnson dijo de la suya: «Ningún país en el nuevo mundo cultiva mejor su suelo y el espíritu de su pueblo que Chile.»

[235]

Me ha inducido particularmente a escribir este trabajo la propaganda activa, constante, apasionada que se ha hecho en estos años en contra de la educación de nuestros Liceos y a favor de la llamada educación práctica y del desarrollo corporal. Sentí el temor de que se fuera a producir un desequilibrio lamentable en la cultura de nuestra patria. Nadie niega la vital importancia de la educación física y la necesidad de dotar a la juventud de aptitudes que la habiliten para tomar parte con confianza y éxito en los trabajos de la vida; pero insistir únicamente en estos puntos, sea por considerar que lo relativo al cuidado de la inteligencia ya está alcanzado entre nosotros, o, lo que sería peor, por creer que se le ha prestado hasta ahora excesiva atención, es concebir de una manera muy incompleta la educación total e integral de un pueblo; es cerrar los ojos sobre algunas de las exigencias más claras de una nación, interrumpiendo un proceso histórico de noventa años, muchísimo antes de que esté terminado, porque la historia de la educación en Chile, como pueblo libre, ha sido y debe continuar siendo la reacción contra las herencias coloniales que viven latentes entre nosotros, aunque a fuerza de verlas nos hayamos acostumbrado a no notarlas, y si ese fin se ha de conseguir en realidad en alto grado por medio de la educación técnica e industrial, la educación intelectual es[236] indispensable también para elevar el nivel general de la nación. Hay tal vez en mi manera de concebir el porvenir de mi patria, mucho de subjetivismo y casi de sentimentalismo al imaginármela como la tierra de un pueblo primeramente robusto, sano y, por consiguiente, alegre, que sabe sacar del seno de su suelo todas las riquezas que las transformaciones gigantescas de la naturaleza han depositado en él; que luego procede a combinar esas riquezas primitivas y produce las maravillosas combinaciones de la industria que esparce por el mundo por medio del comercio; de un pueblo que de su abundante savia reserva una cantidad importante de ella a las labores del pensamiento y del sentimiento, a las ciencias y a las artes; de un pueblo que en los trajines mismos del comerciante y del industrial siente refrescado su espíritu por una alegre visión de idealismo que le promete para las horas de descanso los placeres más puros y reales de que puede disfrutar la naturaleza humana: sentir, amar y pensar. Y no se diga, para no reflexionar sobre estas cosas que son fantasías. Todas las concepciones de la mente tienen derecho a la vida; son las fuerzas que contribuyen a diseñar las formas de lo futuro; los pensamientos de la conciencia nacional, cuya única condición esencial para poder existir ha de ser la sinceridad. Los ensueños tienen en sí una especie de realidad particular casi tan efec[237]tiva como la llamada comúnmente realidad.

Renunciar a los ensueños que tienen una base inductiva en el pasado de la humanidad, que es una garantía y promesa para el perfeccionamiento posible de alcanzar, es renunciar al progreso, es destruir el único mundo verdadero que existe para cada hombre, el mundo de su conciencia; es llevar el limbo por dentro y Babel por fuera; es cegarse para mirar por los ojos de una multitud anónima; es dejarse cortar las alas por los que no las tienen.

Sentí profundo pesar cuando me impuse de esa propaganda que más o menos ha dicho: «Jóvenes, preocupaos únicamente de ganaros la vida, y para esto desarrollad vuestra musculatura, lanzaos a la refriega, acumulad dinero y para distraeros aprended a jugar foot-ball, cricket, lawn tennis, remad, andad a caballo; y sobre todo lo demás de cuanto existe, bellos cuadros, hermosas estatuas, música soñadora, libros conceptuosos, inspirada poesía, ideas humanitarias, regeneración social, sobre todo eso corred un denso velo, no penséis en ello y seréis felices».

Me imaginé la criatura que resultaría de esa educación y el pueblo que resultaría de la suma de esas criaturas. Vi un ser bien conformado, de fuertes brazos, de amplio pecho, de andar aplastador, admirablemente dotado para comer, beber, dormir y procrear, movido por un espíritu egoísta, no con el egoísmo franco y sincero[238] de un inglés que no miente, sino con el egoísmo solapado y disimulado de un latino, y vi un pueblo de fenicios, de vientres abultados, miradas sin brillo, y cabezas huecas, especies de pequeños sistemas planetarios que llevaban en el centro un astro, el oro, alrededor del cual giraban en confuso torbellino, alumbrados por él, los apetitos.

Qué propaganda tan desconsoladora si se medita sobre el estado actual de nuestro pueblo. Qué mal ideado ese plan de empujar a los hombres exclusivamente a ganarse la vida, cuando al revés, gran número, si no todos los defectos orgánicos de que padecemos y las desgracias sociales que a menudo nos sacuden, tienen sus raíces en la falta de ideales firmes y levantados que sirvan a los hombres de freno y luminoso guía; cuando en medio del escepticismo reinante inevitable está ocupando con sólida base el lugar de los dioses caídos y es objeto de veneración universal el éxito, ídolo cuyo carro conduce en alto a no pocos indignos y ha destrozado a su paso a no pocos desgraciados. Enaltecer a los hombres prácticos que son cuerpos nuevos con espíritus viejos, tumbas semovientes de las ideas de sus abuelos, nubarrones sociales que interceptan la luz para sí y para los demás, cuando nuestros pueblos languidecen, no sólo por carencia de capitales sino también por falta de iniciativa, de innovaciones y de ideas nuevas.

[239]

Denigrar la educación intelectual cuando la ignorancia general es aún tan densa como las selvas de nuestras tierras no colonizadas.

Las dos terceras partes de nuestra población no saben leer ni escribir. Hace años se encontró en la Argentina, que en igual caso se hallaba, la mitad de sus pobladores y allende los Andes dijeron que esta era una cifra que marcaba para un pueblo un estado vecino al de la barbarie. Creemos comúnmente que educación profesional es sinónima de intelectual y que error tan completo envuelve semejante ideal.

Son notables muchos síntomas que revelan, a pesar del relativamente crecido número de profesionales que poseemos, que el grado de la cultura intelectual entre nosotros no es elevado. ¿Por qué solo muy de tarde en tarde visitan a nuestro país compañías dramáticas de fama? ¿Por qué ninguna revista científica o literaria costea sus gastos y a los pocos meses muere de consunción? Dedicarse con perseverancia entre nosotros a las letras y a las ciencias es casi falta de seriedad. El escritor y el hombre de ciencia no alcanzan la consideración que logran un diputado, un senador, un llamado hombre público, que son personas muy honorables si se quiere, pero que no han necesitado para llegar a ocupar la posición de que gozan desplegar esa suma de virtudes, esfuerzos y perseverancia que aquéllos han menester en su carrera, siempre[240] también mucho más fructífera que la de los políticos.

En provincia la cosa es un poco peor. A un profesional oí una vez decir con tono doctoral y convencido que los versos, se entienden los buenos, no eran asuntos que debieran preocupar a la gente del siglo xx; eran globos de jabón buenos para entretener a la humanidad en su infancia y adolescencia. Un amigo me ha contado que en cierta ocasión un músico célebre proyectó dar un concierto en una de las principales ciudades de Chile, y la persona a quien se dirigió para que le preparara todo lo preciso le contestó que desistiera de su viaje, porque había llegado en esos días un circo, cuya competencia no resistiría ni por una sola vez. En nuestros pueblos, a una corrida de toros, va todo el mundo; a una conferencia, a una fiesta literaria, asisten contadas personas. Hay mucha gente de la llamada decente que concurre con más placer a una riña de gallos que a un concierto. Son rarísimas las personas que leen otras materias que diarios e insubstanciosas novelas de intriga, cuando leen algo.

En nuestro país no existen establecimientos en que se hagan estudios verdaderamente superiores en el sentido que se da a estos trabajos en otros países, es decir, en que se estudie la ciencia por la ciencia sin otro fin profesional que el de resolver los problemas dejados por los predece[241]sores en esos ramos y descubrir nuevas verdades. El Instituto Pedagógico, que sería uno de los planteles que mejor podría corresponder por varias razones a esa manera de comprender los estudios superiores, sólo prepara profesores, porque el tiempo no alcanza para más. La Universidad produce abogados, ingenieros y médicos; pero investigadores no se producen en ninguna parte.

Paralelamente con este estado de cosas, es posible indicar otro aspecto de nuestra sociedad, muy relacionado con aquél: entre nosotros tampoco existe, propiamente hablando, la carrera de profesor universitario, y si algunos merecen por excepción y para honra de ellos el título de tales, ha sido tal vez porque su amor al estudio, a la ciencia, y quién sabe si a la juventud, que es la patria de mañana, los ha impulsado a consagrarse a unas labores que brindan muchos goces íntimos, pero que no dan posición social. La carrera de profesor universitario no ocupa casi ningún lugar entre los que pueden asegurar el porvenir de una persona, por la sencilla razón de que no se destinan para ella las remuneraciones que necesitaría. Así tenemos en nuestros cursos de leyes y medicina como profesores notables, abogados, jueces y médicos; pero profesores universitarios verdaderamente tales sólo existen como distinguidísimas excepciones.

[242]

¿Revelan también estos hechos el predominio de un intelectualismo desmesurado?

Un notable profesor de la Escuela de Medicina, pronunciando no hace muchos días un elocuente discurso en la velada celebrada en honor de Virchow, se quejaba tristemente de la decadencia de nuestra vida intelectual, mal que él debe palpar como hombre de ciencia y como escritor; y atribuía el origen de tal situación al avance de la democracia, que sofoca las grandes originalidades. Creo que el hábil profesor en parte tenía razón y en parte no. La tuvo al decir que ciertas civilizaciones que favorecen la implantación de desigualdades sociales, irritantes, que acumulan la vida para colmar de bienes a unos pocos privilegiados mientras las multitudes vegetan en la escasez, son propias al florecimiento de las artes y de las letras, como se vió por ejemplo en el Renacimiento y en la mayor parte de las épocas llamadas antes de ahora siglos de oro. Pero no la tuvo al considerar que el incremento de la democracia es necesariamente perjudicial al brillo de las artes y de las letras. Yo creo que la causa de la decadencia está en las corrientes sociales demasiado fuertes que nos encaminan por todos lados al utilitarismo. Nos encontramos en relaciones más estrechas que antes con el extranjero, y en él no hemos admirado nada más que su potencia industrial, comercial y financiera; estamos abrumados por nuestra[243] pequeñez económica y desesperados con las ansias de ser grandes. De aquí las tendencias desequilibradamente prácticas que imperan entre nosotros. Acontece en nuestro campo intelectual lo propio que en muchos de nuestros campos agrícolas, y en uno y otro lo que sucede es consecuencia, no de falta de recursos o de tiempo, sino de falta de gusto o de educación. En esas haciendas a que me refiero, el propietario, hombre práctico, ha pensado únicamente de sacar de su suelo el mayor rendimiento posible y lo ha dedicado todo, todo a producir trigo. En el sentido que se dirija la vista sólo se notan colinas, lomas y valles amarillentos, sin un árbol, sin una flor. No existe un pequeño parque en que crezcan ciertas plantas delicadas cultivadas con esmero, ni tampoco la selva primitiva, la suprema democracia de la flora; no existe un sitio sombrío donde sentarse a descansar, y los sentidos y el alma no encuentran ahí nada más que la aridez de lo útil.

En la agricultura y en la sociedad ese utilitarismo exagerado es contraproducente; agota la vida y se destruye a sí mismo. En los campos arrasados, las lluvias se hacen más escasas y las tierras se tornan estériles, y en las sociedades la rutina embota, aniquila muchas generosas actividades. El intelectualismo, las ideas nuevas, los descubrimientos científicos, son las lluvias vivificadoras, el abono fecundante que hace sur[244]gir incesantemente formas más perfectas y creaciones superiores en las comunidades humanas.

Este crecido número de hechos prueba que la cultura intelectual general de nuestra sociedad es baja y que es indispensable fomentarla equilibradamente y no denigrar tanto su valor como se ha procedido en los últimos tiempos. No confundamos el recargo de la memoria con el cultivo de la inteligencia, que es algo enteramente distinto, y sin descuidar un solo instante la producción de riquezas, aumentemos la cultura para gozarlas y distribuirlas mejor. Dirijamos a la juventud un lenguaje elevado en que aparezcan sabiamente unidos un utilitarismo y un idealismo armonizados, de suerte que cada cual en su nave lleve una sonda para tantear el camino, combustibles y bastimentos en abundancia, un poderoso foco eléctrico para disipar las sombras y para cuando esté lejos del puerto y no vean los faros plantados por los hombres, la facultad de guiarse por las estrellas.

Digámosles:

«Jóvenes que estáis en el dintel del mundo, que sentís vuestros pechos agitados por variados sentimientos que coloran de rosa cuanto véis, que os halláis solicitados por contradictorias interpretaciones de la vida, concebid vuestra educación como el trabajo armónico que ha de hacer de vosotros hombres en el más perfecto sentido de la palabra. Que no se os culpe de negligen[245]cia ni en el desarrollo de vuestro cuerpo, de vuestras habilidades manuales, de vuestros entendimientos, de vuestra inteligencia. Consideraos como parte integrante de una gran colectividad, que mientras más grande mayor será la amplitud de vuestro espíritu, a la cual debéis amar y por cuyo progreso debéis esforzaros. Pensad que si vuestra patria necesita industrias que la hagan próspera, también ha menester de hombres que trabajen con la inteligencia para que le den un lugar eminente entre las naciones civilizadas. No olvidéis que los descubrimientos científicos son requisitos esenciales del adelanto de los pueblos; que las letras ennoblecen la vida, son las mil voces de los ideales individuales que llegan a convertirse en ideales sociales y dan fuerzas que no se encuentran con los alimentos del cuerpo. No penséis que la existencia del hombre verdadero se satisface con solo adquirir los medios materiales de nutrición. Mirad el panorama animado que presenta la humanidad en su marcha, fuente de lecciones eternas. Pensad con absoluta libertad y originalidad sin dejaros encadenar por tradiciones que vuestro juicio rechaza, que no sean vuestras ciudades necrópolis donde aun floten y supervivan los espíritus del pasado, sino talleres de actividad infatigable donde se hermosea el presente y se forje el porvenir, donde vosotros mismos encontréis, entresacados como productos admirables, los[246] ejemplos de los grandes hombres de vuestra patria que han sido vuestros compañeros espirituales, porque en su alma vivieron con vosotros. Id por el mundo con entereza y sin desfallecer, y si alguna vez sentís que se acerca a vuestras puertas la miseria, acordaos de que la perseverancia es la palanca más poderosa que se conoce, de que entre nuestras eminencias intelectuales uno, en cierta vez, no tuvo que comer y la lectura le hizo olvidar esa necesidad. Otro principió su vida de hombre antes de los veinte años sin tener siquiera cubiertos que poner en la mesa de su familia. Así, si tenéis amor al estudio podréis sufrir un poco, como aquellos esclarecidos escritores, pero seréis los escultores del alma nacional y recibiréis aun en vida la bendición de los pueblos. No os dejéis solo alucinar por el ejemplo de esta o aquella nación. Si Inglaterra tiene sus grandezas, no olvidéis a Francia y Alemania, de la cual ha dicho el gran Taine que en ella sus sabios y pensadores han ideado y descubierto desde 1780 a 1830 todo lo que la humanidad ha continuado pensando más tarde hasta nuestros días, sin agregar nada substancialmente nuevo. Y sobre todo, sin permitir que se os deslumbre con los triunfos de otras naciones, esbozad para vuestra patria un destino más humano y superior a todos los que nos ofrece la historia; haced que vuestra fantasía sea un hada benéfica en que, de todas las cualidades[247] que han dado a conocer los pueblos, tome las mejores para modelar con ellas el ser aun modelado de un pueblo nuevo; y escogiendo de los sajones la energía, la pasión por el esfuerzo, la paciencia para la investigación, la profundidad para pensar, y la tenacidad para luchar con la naturaleza, y de los latinos el amor a la justicia, a las formas bellas, al ideal, a la expansión simpática que ve en cada hombre un hermano, que procediendo así el hada benéfica de vuestra fantasía, oh jóvenes, ayudada por el acerado buril de vuestra voluntad, legue a la posteridad una nación escogida y sensata, fuerte y pensadora, que cubra con el vapor de sus creaciones poéticas y la armonía de sus músicas el humo y el ruido de sus máquinas, que sea foco de luz para otros pueblos y la realizadora de la felicidad ideal tantas veces soñada.»


[249]

LA MISIÓN DEL PROFESOR
Y LA
ENSEÑANZA DE LA HISTORIA

Es indudable que para que la tarea de un profesor sea provechosa e intensa, influyen más que una serie de máximas sobre procedimientos técnicos, el concepto general de la vida que él tenga, una elevada idea de su misión y un sentimiento profundo de lo que le corresponde hacer en la sociedad.

Movidos por esta manera de pensar vamos, para principiar, a ocuparnos brevemente de este asunto del concepto de la vida.

Aunque Spinoza y Ribot sostengan que el hombre no quiere lo que cree bueno sino que cree bueno lo que quiere, no se puede negar que existe una relación de causalidad entre el concepto de la vida y la conducta. Según la idea de los filósofos nombrados, tanto la conducta como ese concepto serían el resultado del temperamento, tendencias y sentimientos del indi[250]viduo y no la conducta un efecto del concepto; y, como consecuencia ineludible, la educación no ejercería ninguna influencia en el perfeccionamiento del individuo. Nos parece más acertado pensar que la influencia de estas cosas es recíproca: las disposiciones hereditarias, el temperamento, la robustez o debilidad del organismo, las tendencias y sentimientos influyen en el concepto de la vida, y, a la vez, un concepto adquirido más tarde puede reaccionar sobre las tendencias y sentimientos.

No tenemos el propósito de desarrollar este concepto en su sentido amplio y completo, tal como se encuentra explayado en el sistema de un Kant, de un Spencer, de un Haeckel, sino tratar de él sólo en sus conexiones con la moral.

De este sentido amplio sólo recordemos que el concepto de la vida que en nuestra época predomina, es positivista en cuanto al método, monista en cuanto a la afirmación de la existencia de una sola substancia, y evolucionista en cuanto a la ley de la formación y transformación de los organismos. Es de advertir también que los conceptos corrientes de la vida, conceptos al uso de las gentes de mundo, significan cierto desconocimiento de esas nociones científicas. El profesor debe poseer una ilustración científica general que le permita elevarse sobre las nociones vulgares comunes, no olvidando que en estas materias el vulgo no está formado únicamente[251] por aquellos que andan desarrapados y mal trajeados.

Esta elevación intelectual y moral del profesor es en la realidad entorpecida por la acción de varias circunstancias de carácter social.

En nuestra sociedad, y en cualquiera otra también, se forma cada cual el concepto de la vida, aun aquél que baja a la tumba sin darse cuenta de que se lo ha formado, por medio de la aceptación pasiva de las ideas dominantes que circulan bajo la fe de los demás, sin fundamento científico ni lógico y que, por consiguiente, son sólo nociones fiduciarias, papel moneda intelectual. La inmensa mayoría de las personas rara vez se detienen a considerar el porqué de las cosas más trascendentales de la vida. Entre éstas se encuentran los problemas de la moral y los principios que generalmente se señalan como normas de conducta. A las ideas de deber, bien, virtud y otras, se les concede una existencia real algo mitológica, y no se piensa que son puras abstracciones, derivadas de una elaboración lenta llevada a cabo por la inteligencia humana. Las personas, obedeciendo a esta concepción mitológica de la ética, no hacen otra cosa que imitar, y de este modo se van trasmitiendo los usos y creencias. Así la base que en cualquiera época tienen las normas de conducta se encuentra en la tradición y en los hábitos sociales. La sociedad impone sus normas: esta es la doctrina de la[252] moral sociocrática, sostenida por Levy Bruhl[16].

Afortunadamente el espíritu humano posee, además de la tendencia a la imitación, el poder de invención que permite que, como en cualquiera otra materia de estudio o de actividad, sea capaz de llevar a cabo en la moral innovaciones en las normas y principios tradicionales. Esta es la doctrina de la moral filosófica defendida por Höffding[17].

Volviendo al concepto corriente de la vida de que hablábamos en líneas anteriores, debemos decir que algunos de sus rasgos característicos son una lamentable cortedad de vista y un filisteismo satisfecho. La sociedad es como es y ha de ser como es, se dice. Se niega la posibilidad de la evolución y del progreso. Se afirma la existencia, no de un orden social que con el tiempo ha de alterar sus principios y la situación de sus elementos y clases, sino la permanencia del orden social actual como algo invariable. Las ideas que llegan a formar el núcleo de toda alma cultivada, las ideas de justicia, verdad, belleza, sinceridad y progreso, son divagaciones para esa comprensión corriente de la vida; dichas ideas llegan a no resistir a la acción destructora del medio social, y en las conciencias no van quedando más que una tendencia imperante, una idea, un[253] anhelo, grabados con vigor indestructible por el ejemplo de lo que hacen y predican todos los hombres graves, serios y prácticos: «ganarse la vida».

No tenemos para qué entrar a examinar cómo entienden algunos esto de ganarse la vida, que lo entienden de modo que otros trabajen por ellos o que otros hayan trabajado para ellos.

Debemos notar, sí, que de esa manera de entender la vida resulta la apreciación de los individuos y de las ocupaciones sólo desde el punto de vista económico egoístamente comprendido, y no se estiman ni el carácter ni el talento, ni tampoco la influencia que tengan las profesiones individuales sobre el adelanto social. Un bolsista, un abogado y hasta un jugador, es decir, cualquier parásito que se procura diestramente dinero en abundancia, valen más en la sociedad que un educador.

Los daños que de esta falsa escala de valores resultan son incalculables. Ella aniquila la idea de luchar por el bien de la sociedad y de la humanidad.

Pero el profesor, por la naturaleza misma de su ministerio, tiene que darle a la vida un sentido más elevado. Comte ha clasificado a los hombres en dos grandes grupos: el uno lo forman los altruístas, servidores de sus semejantes y propulsores del progreso; y el otro los egoístas, a quienes el filósofo nombrado denomina dura[254]mente producteurs de fumiers. El profesor debe considerarse colocado entre los primeros, y este sólo sentimiento abrigado profundamente, vale por algunas reglas de procedimientos técnicos y por algunos volúmenes de erudición. El profesor debe de ser una de aquellas personas que no comprendiendo la vida sin obligaciones de actividad social y de acción progresista, no se contentan con ser sólo muñecos correctos, tratan de abarcar intelectualmente a la sociedad de que son miembros, en su conjunto y en sus relaciones con las demás sociedades del orbe, hacen comparaciones, y,—de acuerdo con aquellos caracteres profundos de que habla Goethe en sus Memorias (Aus meinem Leben), que han menester vivir tanto en el pasado como en el porvenir,—hacen resurgir los tiempos ya muertos, presienten el futuro, examinan las necesidades sociales, y esforzándose en atender a ellas, procuran realizar ideales soñados por inteligencias superiores.

El profesor no puede, pues, prescindir de un juicio general sobre la sociedad en que actúa, juicio que tiene que ser al mismo tiempo una gran síntesis que ponga de relieve la influencia de su propia misión en relación con los demás factores y elementos sociales.

No puede prescindir de esta síntesis, entre otras razones, porque debe creer en el mejoramiento social producido por su acción. En este[255] punto se le impone el siguiente dilema: O la educación ejerce la influencia que esperamos, y en este caso progresaremos; o no ejerce influencia alguna, y en este caso debían cesar inmediatamente las tareas del educador, so pena de no continuar siendo más que un infeliz ganapán.

Se podría preguntar todavía si educamos únicamente para no retroceder; pero sería demasiado cruel nuestro destino si tuviéramos que vivir en una sociedad amenazada de retroceso si no obrábamos, e incapaz de adelantar si no obrábamos con vigor.

Se impone en definitiva el orientar nuestros actos en el sentido del progreso. Para llevar a cabo esta obra disponemos de la fuerza creadora de nuestra psiquis, que, acumulando y ordenando los elementos dispersos que le ofrece el mundo o que ella misma se procura por medio del análisis, da a luz las síntesis que son inventos, conceptos, leyes y procedimientos nuevos que van mejorando las formas de la existencia y adaptándolas a las necesidades de la realidad.

Tomando en consideración únicamente las creaciones morales y religiosas, puede decirse que desde los tiempos más remotos la inteligencia y el sentimiento se han preocupado tan sólo de dar vida y presentar a la veneración general a dioses con caracteres humanos. Pensemos que ya es hora de crear y presentar al respeto mutuo hombres con caracteres divinos, pensemos en[256] realizar al revés un hermoso mito griego. Los griegos imaginaron en un principio que los dioses vivían en el Monte Olimpo; pero, explorado este monte, nada encontraron y concibieron entonces la existencia de un Olimpo celeste: los dioses volaron de la tierra al cielo. Hagamos ahora descender a los dioses o, más bien a las cualidades ideales de los dioses del cielo a la tierra, y soñemos con que, empleando todos los medios imaginables de perfeccionamiento, los hombres se convertirán, por la serenidad de su ánimo, la grandeza de sus especulaciones intelectuales y la pureza de sus goces, en verdaderos dioses.

En esta magna empresa, que puede presentarse a muchos con todos los caracteres de un ensueño, le corresponde a los educadores una parte principal. Que cada educador, en la modesta y reducida esfera de su acción, se considere como un verdadero redentor intelectual y moral de su pueblo, como un creador del porvenir; y así fortificará sus sentimientos y su voluntad y tendrá vigor para llevar a cabo sus tareas, no como un oficinista o un síndico, sino con inspiración sugestiva, despertadora de inteligencias y caracteres. Realizará de esta manera una de las vidas más dignas que es posible concebir en nuestro planeta: consagrarse al acrecentamiento y difusión de verdades científicas y artísticas, al impulso del progreso y al cultivo de las nobles y frescas fuerzas de la juventud, rindiendo a[257] estos ideales un culto constante de amor y trabajo.


Entrando a tratar brevemente de la enseñanza de la historia, creemos que debe empezarse por formular la siguiente pregunta que hace Spencer al principio de su obra sobre la educación: ¿Para qué sirve esto?

Establezcamos primeramente que la enseñanza de la historia en la instrucción secundaria no puede servir ni para formar investigadores e historiadores de profesión ni sociólogos que, sobre los datos, hechos y fechas aprendidas, vayan a levantar grandes inducciones sociales.

Para llegar a estas dos alturas intelectuales es menester pasar por una preparación metódica y técnica especial que es propia de la instrucción superior.

No le quedan otros papeles en la instrucción secundaria a la historia, que el de la pintura de la vida de los tiempos pasados, comprendiendo todas las manifestaciones de la actividad humana, a saber, la económica religiosa, social, jurídica, política, militar, intelectual, moral y artística; el de descripción en sus rasgos generales,—no pintorescos, como en el caso anterior,—del [258] desarrollo de la humanidad; y el de exposición de las leyes generales que de la vida humana pueden deducirse.

Sucede que no siempre los profesores de historia toman en cuenta los resultados y fines posibles de la enseñanza de dicho ramo, y, teniendo en vista únicamente o los exámenes del año o los del bachillerato, recargan la memoria de los alumnos con una cantidad considerable de nombres y fechas inútiles. Las críticas que Spencer[18] y Fouillée[19] han formulado a este respecto son fundadas. La historia enseñada de tal manera es no sólo inútil, sino perjudicial. En esta época en que, por el desarrollo de los conocimientos, la vida es muy corta para alcanzar a adquirir todas las nociones realmente necesarias y sólidas que los diversos ramos de estudio ofrecen, se pierde mucho tiempo en aprender datos superfluos, que los jóvenes olvidan para siempre a los dos o tres meses de haber dejado las aulas del Liceo. Si no los olvidan, quedan esos datos como muestra de una erudición vana e inconexa, sin fuerza sugestiva, y sirven a lo más para brillar a veces en algún salón y proporcionar fáciles triunfos al amor propio superficial.

El profesor de historia,—en atención a estas consideraciones,—debe formularse la pregunta [259] de para qué sirve su asignatura, que hicimos en algunos líneas anteriores, no sólo al empezar sus cursos o al trazarse un programa, sino antes de cada materia nueva que enseña y antes de cada clase.

¿Qué efecto van a llevar a cabo en el espíritu de mis alumnos estos hechos? ¿Van a evocar con caracteres de realidad la vida del pasado y fijar puntos de comparación con la vida del presente? ¿Sugerirán por sus condiciones dramáticas (como puede suceder con la muerte de César) una impresión artística y despertarán interés por estudiar más detalladamente algunas obras históricas y biográficas? ¿Harán pensar en el lazo de unión que liga a estos hechos con otros hechos ya expuestos oportunamente y ocasionarán así el placer de encontrar por sí mismo un encadenamiento social? ¿Ofrecerán el goce de contemplar casi de una vez el desenvolvimiento total de la humanidad expuesto en sus grandes rasgos y darán confianza en los destinos y esfuerzos humanos y esperanzas de un porvenir social mejorado? ¿Alcanzarán los alumnos a deducir por sí solos los principios generales que de estos hechos se desprenden? ¿Se sentirán emocionados ante el espectáculo de las luchas grandiosas de tal pueblo o de tal hombre? ¿Experimentarán emulación en vista del heroísmo ya sea brillante, o silencioso y modesto de tal personaje? ¿Amarán los alumnos, después de lo que se les enseña, [260] amarán más que antes a la verdad, la sinceridad, la justicia, el progreso, la belleza, la patria, la humanidad, y comprenderán mejor el valor de la solidaridad humana?

Estas son algunas de las formas en que, según las circunstancias, el profesor de historia deberá interrogarse a sí mismo. También podrá preguntarse: ¿O enseño tales y cuales cosas únicamente para cumplir con un determinado programa y pasar un señalado examen, y soy, por consiguiente, nada más que una especie de aparato comunicante que lleno, cual si fueran copas, las mentes de estos jóvenes, para que después de vaciarse ante una comisión especial, obtengan con esto un título y queden tan huecas como antes?

Es menester, pues, considerar a la historia en la enseñanza secundaria no sólo como una colección de datos, sino principalmente como un factor importante de educación intelectual y moral.

En la educación intelectual puede influir ejercitando la observación, la atención, la reflexión, la asociación de ideas y el juicio. Como se sabe, estas facultades se han de desenvolver presentando a los alumnos, no soluciones hechas, sino cuestiones por resolver y acostumbrándolos a dar a sus percepciones la mayor exactitud posible y hacer análisis completos de los mapas, cuadros u objetos que sirvan de base al estudio. [261] Los niños son capaces de encontrar, gracias a su propia reflexión, las causas de muchos hechos sociales. Por ejemplo:

Origen de las diferencias de cultura entre los indoeuropeos del sur e indoeuropeos del norte, durante toda la antigüedad, a consecuencia de los territorios mediterráneos que ocuparon aquéllos, y de las tierras del norte, de clima crudo y alejadas de todo centro importante, que ocuparon éstos después de su salida del Asia. Tal relación de causalidad pueden encontrarla los alumnos con sólo hacer que se fijen en el mapa de Europa, y este procedimiento es más conveniente y agradable que el de la simple comunicación de los hechos por parte del profesor.

Explicación de la leyenda del Minotauro como un símbolo de la abolición de los sacrificios humanos. Por medio de una serie de preguntas hábilmente dispuestas, y partiendo de la base de que dicho monstruo no existió jamás, y de que bien pudiera haber sucedido que por alguna creencia de cierto carácter religioso sucumbieran todos los años en Atenas siete jóvenes y siete niñas, es posible conducir perfectamente a los alumnos a encontrar la causa que se desea.

Explicación de la leyenda del diluvio universal. Presentando a los alumnos cualquier plano inclinado que represente sencillamente la llanura de Mesopotamia, llegan ellos a hacer el mismo descubrimiento del geólogo Suess, de que lo que [262] se llama el diluvio no consistió en lluvias torrenciales, como cuenta la leyenda, sino en una salida de mar.

Origen de la idea de dioses con caracteres antropomórficos. Preguntándoles a los estudiantes si sería posible que una persona medianamente ilustrada dijese hoy que el rayo es lanzado por un ser llamado Zeus que tiene su asiento en tal o cual montaña y, contestando que esto no sucedería porque se sabe en qué consiste el rayo, se llega a establecer una de las condiciones que hacen germinar las ideas antropomórficas en determinados estados sociales.

Con lo dicho se comprende en qué forma sería fácil continuar con otros ejemplos.

La sugestión de asociaciones de ideas derivadas de las relaciones de causa o efecto o de las percepciones de semejanzas y coexistencias entre los hechos sociales, es una de las funciones más importantes de la enseñanza de la historia para la solidez de los recuerdos, formación de grandes síntesis y para la amplitud y elevación de las ideas. Como casos de esta sugestión pueden ofrecerse los dos siguientes:

Observación de las circunstancias y causas semejantes que en la antigüedad motivaron el paso de un gobierno monárquico a un gobierno republicanoaristocrático en Esparta, Atenas y Roma. En virtud de las mismas observaciones [263] quedan explicadas simultáneamente las respectivas leyendas.

Observación de las semejanzas que hay entre el cristianismo y el islamismo que hacen que las dos religiones no sean más que retoños de un tronco común, el judaismo.

Como se deja ver por las opiniones y ejemplos expuestos, es preciso que en la clase de historia los alumnos estén en actividad. Tal idea la manifiesta también Rafael Altamira en su obra sobre la Enseñanza de la Historia, y llega a recomendar este autor,—a fin de que los alumnos no reciban pasivamente ni las lecciones del profesor ni las del escritor de un texto,—que debe estudiarse la historia en sus fuentes mismas, en los documentos, monumentos, restos, etc.

Se comprende fácilmente cuántas dificultades puede presentar la aplicación de este método en cualquier país y más en el nuestro, donde los establecimientos de instrucción no tienen a su disposición no sólo los monumentos y documentos necesarios para efectuar cursos completos, pero ni aun cuadros en cantidad y de calidad suficientes.

Por estas razones,—y sin olvidar el principio primordial de la actividad de los alumnos,—es menester considerar mucho todavía entre nosotros la manera cómo el profesor comunica ciertos conocimientos a sus alumnos y trata de que éstos se los asimilen.

[264] Consideremos primeramente la narración oral. Usada ésta de una manera exclusiva tiene que ir acompañada del trabajo de redactar apuntes, si el profesor no habla muy rápidamente, o si sucede esto último, el estudiante llega a encontrarse sin puntos de apoyo y referencia para refrescar sus recuerdos.

En el primero de los casos indicados ya ocurre que el profesor dicta lentamente sus lecciones, lo que hace que la clase sea muy aburrida e inactiva, tanto para los alumnos como para el profesor, ya sucede que éste lleva a cabo una narración propiamente tal y entonces los estudiantes se ven reducidos, cuando tienen interés, a redactar, según sus recuerdos, algunos apuntes en sus casas. Aunque esto es menos malo que dictar en clase, sin embargo, de todas maneras es recomendable que no se llegue a caer en el sistema de los apuntes. Éstos resultan generalmente escritos con mala sintaxis, mala ortografía, letra apenas inteligible y muchos errores de fondo, de suerte que el estudiante los consulta y lee más tarde sólo por necesidad, y, una vez rendido el examen, o los arroja en un rincón o los deja en legado a otro estudiante de curso inferior, para quien pasan a ser una calamidad aun mayor. Todo el tiempo que se gasta en esta labor de resultados fugaces debe ser mejor empleado.

Cuando el profesor, en el segundo de los casos [265] anotados más atrás, narra con mucha rapidez y no repite lo suficiente, y los alumnos, que no tienen a su disposición un texto o manual adecuado, no alcanzan a tomar o redactar apuntes, viene como consecuencia inevitable el fracaso de la clase.

Por los motivos expuestos, creemos que lo más conveniente es la combinación discreta de la narración en clase con el uso de un buen libro fuera de la clase.

Casi no es menester ya detenerse a decir cuán censurable es el uso de un manual o texto mal hecho, recargados de cifras y de nombres, y adquirido principalmente para que el alumno aprenda de memoria cierto número de páginas que el profesor cuida de indicar en cada clase.

La narración ha de ser vivaz, casi artística, evocadora de los tiempos ya muertos, sugestiva, de modo que haga sentir que la historia es la vida del pasado.

Para que el profesor esté en aptitud de hacer narraciones en la forma que se acaba de expresar, le es indispensable la lectura de las obras de los grandes maestros de la historia y de obras literarias y poéticas importantes de la época de que se ocupa, o de obras de tiempos posteriores que se refieran a dicha época. Ejemplos de estas últimas serían buenas novelas históricas.

No se puede encarecer lo bastante cuán necesaria es la lectura de los grandes autores para [266] que el profesor de historia manifieste en su clase el gusto, la confianza y el entusiasmo que la hacen agradable y educadora. Ni el profesor de los primeros años de Humanidades debe prescindir de esas lecturas. A este respecto acuden a la memoria los nombres de autores como Fustel de Coulanges, Mommsen, Curtius, Taine, Renan, Macaulay, Buckle, Michelet, Lamprecht, Monod, H. Houssaye, Mitre, Letelier, Barros Arana, Amunátegui, etc. Entre los historiadores de fama más reciente hay que recordar al norteamericano H. Charles Lea, que, entre otras obras, ha escrito una Historia de la Inquisición en la Edad Media (traducida al francés por Salomón Reinach), considerada unánimemente por los críticos europeos como un libro monumental que en el porvenir no podrá ser superado; y al italiano Guillermo Ferrero que lleva publicados tres volúmenes (traducidos al francés) de su obra Grandeza y Decadencia de Roma.

Debe ser también una de las más importantes consecuencias de las clases de Historia, que los alumnos mismos de los cursos superiores adquieran gusto por la lectura de los autores de mérito y que han escrito sirviéndose de fuentes originales. Consiguiendo esto, no sólo se enseña sino que se educa, se encamina a los jóvenes por la senda de los goces delicados y salvadores que procura la comunión intelectual con los grandes hombres.

[267] Por último, considerando, que en la vida es preciso no sólo pensar exactamente, sino también sentir y obrar de las maneras que más elevadamente correspondan a las justas aspiraciones individuales y sociales y a las mutuas adaptaciones de éstas,—se llega a apreciar el valor que la Historia tiene para la educación moral. Su influencia en este sentido la ejerce la historia por medio de los ejemplos de trabajo, abnegación, constancia, valor moral, independencia y tenacidad para las luchas legítimas que ofrecen las vidas de los grandes hombres y de los grandes pueblos. Para que el efecto benéfico de tales ejemplos obre sobre los alumnos, es menester que el profesor sienta primero vivamente la importancia, belleza y grandeza que dichos ejemplos contienen.


[269]

IDEALES PARA LA JUVENTUD

La Federación de Estudiantes me ha conferido la honra de hablar en esta hermosa velada, organizada para celebrar el Centenario de la Independencia Argentina, y como un homenaje a la Federación Universitaria de Buenos Aires.

Es un honor que impone serias responsabilidades, y éstas crecen cuando, como voy a hacerlo ahora, no se ha de hablar en nombre de la Federación respecto de la República hermana, sino a los estudiantes con motivo del aniversario que conmemoramos.

Si de toda obra de carácter intelectual, y por consiguiente de un discurso, se entiende en general que ha de ser la expresión sincera de un alma y no un conjunto de fórmulas huecas, propias de una ceremonia oficial; si toda producción que se presenta al público como la manifestación de un espíritu ha de ser la expresión de lo que él tenga por verdadero y no sólo de lo que considere conveniente en ese momento para su auditorio, en desmedro de la verdad,—es indudable que[270] estas condiciones se tornan más exigentes cuando el auditorio o el público lo forma la juventud de una nación. Hablar a la juventud es practicar un acto que revista algo de sagrado. No comprenderlo así es como tener en sus manos el ser aún informe de la patria futura y soltarlo, abandonándole al tiempo tal como se le había recibido, en lugar de apretarlo con amor en sus brazos para darle los rasgos que las lecciones del pasado y la visión del porvenir enseñan, para hacerle sentir que es el depositario dichoso de la fuerza viva más rica, que ha de ser la causa y el objeto de las transformaciones individuales y sociales de los días venideros.

Por tales razones y sentimientos, esta fiesta se me presenta con caracteres excepcionales que la realizan a mis ojos.

Que los sucesos épicos de nuestra independencia sean celebrados dignamente por la juventud que estudia, es como si los frutos del heroísmo fueran celebrados por el heroísmo en flor. Si nos imaginamos, tal vez de una manera poco precisa, que existe el alma de una raza, el alma de un pueblo, y que en ella palpita sin cesar algo de heroico que anda buscando personalidades en quienes encarnarse para realizar lo grande que las necesidades de cualquier instante de la vida social reclaman,—esa parte heroica del alma de la raza ha de tener puestas sus esperanzas seguramente en la juventud que trabaja; en la[271] que no deserta de las nobles luchas; en la que, al emprender una campaña de adelanto, no siente el miedo de perder en ella el logro de ambiciones bastardas o las comodidades de la existencia ordinaria; en la que cree que lo bello y lo bueno ha de amarse y que, aunque cueste, lo justo ha de hacerse y lo verdadero ha de decirse.

La juventud, en efecto, (hablo de la que es capaz de disciplina y esfuerzo), ocupa en la sociedad un lugar privilegiado: ha alcanzado cierta madurez que le falta al niño, y lleva en su pecho valientes anhelos e impulsos de que suele carecer el hombre. En el sistema de la rotación histórica es como un calor de mediodía que apresura el maduramiento de los frutos del progreso, que no estarían nunca en sazón al contar sólo con la indiferencia de los espíritus vulgares y cansados, que comen, miran y duermen, y creen en los descubrimientos y adelantos sólo cuando se les ponen en las manos.

Esta especie de conjunción del recuerdo de un gran hecho del pasado americano con la fuerza generosa de la adolescencia, impone el considerar con reflexión lo que haremos esta noche y cuál será el orden de ideas más apropiadas a ella. En esta circunstancia y en la de que es poco menos que imposible expresar algo nuevo sobre el patriotismo y la confraternidad chilenoargentina después de todo lo que se ha hablado y escrito en estos días sobre el particular, se encuentran[272] las razones del rumbo que voy a dar a mis palabras. Al concepto dominante de este discurso, que es un género de patriotismo recomendado a los estudiantes de cursos superiores, llamadlo, a falta de otra denominación mejor, patriotismo intelectual, patriotismo superior o americanismo intelectual.

Me parece, en consecuencia, que en estos instantes no basta con que nos regocijemos al rememorar las hazañas de los padres de la patria, sino que es menester para celebrar y comprender a los héroes, sentir en sí mismo algo de heroico. Proceder del primer modo, sólo aumentando la intensidad de los goces fáciles, sería indigno de nosotros, sería como aplaudir los triunfos de César y Alejandro, con las parodias de Caracalla y de otros emperadores romanos.

Primeramente voy a concretar a un punto esta manifestación cariñosa y entusiasta de simpatía a la República hermana del otro lado de los Andes, punto que va a ser de admiración para ella y de enseñanza para nosotros.

Hemos sido y somos en estos días viajeros que recorremos la espléndida selva de los progresos argentinos; admirados y contentos, hemos puesto nuestros ojos en sus árboles gigantescos y en sus frutos exquisitos. ¡Quién ha contado los progresos materiales de esa tierra, quién ha entonado himnos a sus guerreros, quién ha celebrado la opulencia de su capital, la segunda metrópoli[273] del mundo latino! Yo, de la floresta, voy a tomar una flor humilde, especie de violeta del campo social, y a ella voy a consagrar mi admiración. Esta flor es la instrucción primaria. Aspirando su perfume y bendiciendo al suelo que la ha hecho crecer, os digo mi sentimiento en la siguiente expresión:—Saludemos en la República Argentina a la primera democracia de la América española, a una democracia que tiene instrucción primaria gratuita, secularizada y obligatoria. Saludémosla con estos dictados que nos señalan un camino y que la honran. En efecto, la instrucción primaria de aquella República desde los seis hasta los catorce años, y completamente secularizada, de manera que en las escuelas no se da ninguna enseñanza religiosa, a menos que los alumnos o sus padres la soliciten expresamente, y, en este caso, la reciben en horas extraordinarias. De esta suerte, la República Argentina ha llegado a tener una proporción de un poco más de un treinta por ciento de analfabetos, mientras que nosotros contamos con cerca de un setenta por ciento de los mismos. Estos son los resultados funestos de un concepto de la libertad, aún poderoso entre nosotros, que se resiste a hacer compulsiva la instrucción más indispensable al ciudadano, libertad que, así entendida, no es otra cosa que una desorganización erradamente individualista, feudal y anárquica. A los partidarios de esta falsa libertad les dijo Mirabeau en la[274] Constituyente, hace más de un siglo: «Si defendéis la ignorancia del pueblo es porque os habéis formado una renta con esa ignorancia».

A este respecto es de lo más sugestivo el informe presentado el año pasado por nuestro conocido, el ilustre profesor de ciencia política de la Universidad de Pensilvania, Mr. L. S. Rowe, sobre la instrucción pública en la Argentina y Chile.

«El progreso de la educación en Chile, dice el distinguido profesor, en el Report of the Commissioner of Education (1909), presenta un contraste notable con el de la República Argentina». En la República Argentina el desarrollo democrático del país desde 1850, ha conducido hacia un temprano desenvolvimiento de la instrucción primaria. La instrucción secundaria y superior han recibido poca atención. La organización social aristocrática de Chile, por otro lado, ha encaminado los esfuerzos hacia el desarrollo de los establecimientos de instrucción secundaria. En consecuencia, Chile posee los mejores Liceos e institutos de Sud América. Desgraciadamente la instrucción primaria fué descuidada por muchos años y ha resultado de ahí un grado de ignorancia tal en las masas populares, que hace insalvable (impassable) el abismo (chasm) que existe entre las clases sociales. El país sufre ahora las consecuencias de esta larga negligencia...

[275]

«El problema de mayor importancia que en estos momentos afronta Chile, es el del adelanto y expansión del sistema de educación primaria. Sólo por medio de la educación de las masas y el consecuente emparejamiento del tremendo abismo que separa las clases ricas y educadas, podrá Chile retardar el aumento del descontento».

Tiene razón Mr. Rowe. La educación contribuirá a que se solucionen de una manera suave, en una evolución social progresiva, los conflictos internos que han de sobrevenir. Esta previsión está fundada en la historia entera del siglo xix. Inglaterra y España ofrecen a este respecto ejemplos elocuentes. Ambos pueblos eran, al empezar aquella centuria, monarquías absolutas autocráticas; pero mientras en la primera existía desde entonces una opinión pública educada y preparada, en la segunda, durante el primer cuarto del siglo, un ministro de Fernando VII, Calomarde, cerraba casi todos los establecimientos de instrucción, y dejaba abierta, bajo los especiales auspicios de Su Majestad Católica, ¿qué? una escuela de Tauromaquia en Sevilla. Las consecuencias de este estado de cosas y de las diferencias de educación de los dos países son bien conocidas: Inglaterra, en el trascurso del siglo, ha realizado una transformación maravillosa de sus instituciones y ha llegado a ser una monarquía democrática modelo, sin ninguna revolución, y ofreciendo al[276] mundo los más bellos ejemplos de luchas cívicas; y España, en el mismo lapso de tiempo, se ha visto sacudida por innumerables revoluciones sangrientas, que han costado la vida a millares de sus hijos, no ha logrado dar una forma sólida a su Constitución, y se debate aún dolorosamente en medio de las tendencias más opuestas y desgarradoras.

Pero entre nosotros, no existe únicamente ese abismo entre las clases sociales de que habla el profesor norteamericano; existe,—en virtud del mismo hecho de la falta de educación de una gran parte de la población,—una notable disonancia entre nuestra cultura intelectual y nuestras instituciones sociales. Estas no corresponden al grado de adelanto que ha alcanzado aquélla.

Estos problemas del desarrollo y expansión de la instrucción primaria y del mejoramiento de las instituciones, son problemas que se compenetran. Ambos requieren que se ilustre a la sociedad para transformar al Estado. De aquí la importancia que envuelve el que la juventud se forme un concepto cabal de la vida social y de sus exigencias de progreso, lo cual no se consigue sin una instrucción que sea simultáneamente positiva, científica y filosófica.

—¿Qué nexo, qué relación se deja sentir entre estos asuntos y el centenario de la independencia argentina, o de la independencia americana si se quiere, que celebramos en estos instantes?[277] Hay algunos muy esenciales y al ocuparnos de ellos llegaremos a la segunda y última parte de que pienso tratar.

Así como comprende y sabe amar a Jesús sólo el que desprecia de corazón las riquezas y quiere a los pobres, a los humildes y a los niños; así como comprende y estima el alma de Marco Aurelio aquél que obedece en su vida espiritual a una austeridad benévola y a una ecuanimidad severa; así como penetra mejor el ser de un Spencer, de un Comte, o de un Stuart Mill el que consagra sus desvelos al estudio y a la ciencia, de igual suerte será capaz de apreciar y de celebrar las hazañas de los héroes de nuestra independencia sobre todo el que tenga el ánimo, como ellos lo tuvieron, de consagrar su individualidad a un ideal humano y nacional.

¿Se dirá, acaso, que ya pasaron los tiempos del heroísmo y que las espadas de San Martín, de Belgrano y de O'Higgins descansan en los museos para que nosotros las miremos sonrientes y evoquemos tranquilos el recuerdo de una edad homérica que no ha de volver?

¡Ah, no! Las espadas pueden descansar en los museos y quizás no sea necesario el heroísmo de la guerra (y esto aun desgraciadamente puede no ser cierto); pero, qué hermosas jornadas nos presenta el heroísmo de la paz, cómo reclaman nuestra acción la pluma, la palabra, el laboratorio, las masas incultas y los errores impe[278]rantes, con un apremio que parece que aun centuplicándonos seríamos pocos. Así como creía John Ruskin, allá por 1860, en su bella y solitaria residencia de Los Alpes, tener su cabeza sumida en un haz de hierbas de un campo de batalla, empapado en sangre, y oir los gritos que se levantaban de la tierra, los gritos de la inocencia que quería ser socorrida y los de la miseria que quería ser consolada, así me imagino que brotan de nuestra tierra y de la América en general, voces por doquiera, voces que claman por hombres que trabajen con fe y entusiasmo en las cosas del progreso espiritual; me imagino que hay verdades que palpitan en el aire esperando quien con valor las sostenga y las proclame; reformas que esperan un adalid que las convierta en realidades; y pobrezas, dolores e injusticias que, si no han de ser remediadas, suspiran a lo menos por la pluma atrevida de un Galdós, de un Zola o de un Díckens que, con obras de aliento, los inmortalicen en el arte.

Este heroísmo de la paz no es algo brillante y que sólo requiera el esfuerzo de un día. No; es labor modesta, a veces obscura, de energía tenaz, de perseverancia que llega a ser un hábito; es la existencia entera del hombre noblemente vivida; es marchar con la augusta serenidad del estoico para cumplir sus deberes y con la fuerza propulsora del amor para efectuar creaciones; es tener la convicción de que en la vida social[279] nada se improvisa, y de que los hombres no somos más que las madréporas solidarias de un monumento colosal que en el mar del espacio está construyendo la humanidad.

En el heroísmo de la guerra se lanza la voz de «al abordaje» una o varias veces en una o más campañas. En el heroísmo de la paz hay que vivir siempre, como Cirano, con el penacho en alto, para combatir sin tregua a los verdaderos enemigos del hombre: la pereza y el egoísmo, el misoneismo, los prejuicios y el dogmatismo. En el heroísmo de la guerra bajan del cielo las walkirias a coronar a los guerreros después de las batallas; en el heroísmo de la paz llevan los guerreros las walkirias en el alma en forma de virtudes, que celebran sus triunfos y entonan sólo para ellos himnos de aliento cuando desmayan.

Se puede decir que los esfuerzos de los hombres se encaminan al mejor aprovechamiento y desarrollo de dos clases de energías: energías materiales y energías espirituales y sociales. Entre nosotros, movidos por el gran afán de las cosas prácticas, se ha gastado especial cuidado sobre todo con las primeras. No obstante, nuestros campos y las entrañas de nuestros montes y las caídas de agua de nuestras cordilleras están todavía casi vírgenes y encierran tesoros incalculables para los trabajadores que a arrancarlos se consagren. No es raro que esto suceda en Chile, cuando al decir de W. Ostwald, la explota[280]ción de las energías del sol y de la tierra se encuentran en la infancia aun en los países más adelantados. Si es verdad, pues, que se pierden en Chile muchísimas energías de la tierra, es preciso también apresurarse a reconocer que son inmensas las fuerzas sociales que se despilfarran. El pueblo ignorante de que hemos hablado, la mujer que por preocupaciones de casta no sigue una profesión que le permita mantenerse, los ociosos que podrían robustecer los músculos en las fábricas, los parásitos de todas clases que pululan en los clubs, en el foro o en los templos; los llevados por la ventolera de la idea ramplona dominante de que en la vida, con el dinero que bien o mal gasta, no hay otra cosa que hacer que gozar hoy y preparar los placeres de mañana; todas estas son fuerzas sociales que se malgastan.

En la necesidad de salvar y aprovechar estas energías sociales, necesidad que concuerda con la tendencia constante de la especie de dar intensidad y facilidad a su existencia, radica el motivo de hacer germinar y cultivar en la juventud un concepto superior de la vida, un concepto armónico en que, a la base de la riqueza material, se agregue el florecimiento de la cultura espiritual, sintetizada en una filosofía que sea a la vez positivista e idealista evolucionista y meliorista.

Al cultivo de la ciencia y de la filosofía en[281] Hispano América quiero llamar la atención de las almas jóvenes, considerándolo como el supremo trabajo del heroísmo de la paz, en cuanto significa la empresa más digna de continuar la obra de los padres de la patria, tanto por su valor intrínseco, cuanto por la reacción que debe operar sobre la vida realmente práctica.

¿No merecen esta clase de homenaje los héroes de 1810? ¿O es homenaje inadecuado que tratemos de retemplar nuestro espíritu con el ejemplo de aquéllos para practicar las principales formas de heroísmo que las condiciones de la época presente permiten? ¿O viviremos en nuestra vida espiritual y social únicamente de imitaciones y repeticiones?

Proceder así sería decirle a la juventud que la forma en que hemos vivido nosotros es la mejor forma de vida posible, o que la existencia social no es susceptible de mejoramiento. Ninguna persona puede con seguridad decir esto; y la que lo hace no ve en su pesimismo que lo que falta no son tanto las virtudes en el corazón de los hombres, como quizás la fuerza en su propio pecho, la fuerza generosa que sube al alma en vapor de esperanza y de aliento.

¿O no tenemos tal vez los elementos para dar a las mejores enseñanzas de la ciencia y de la filosofía modernas formas adecuadas a nuestras condiciones de pueblos nuevos, que nos permitan establecer y aplicar principios, conceptos e[282] innovaciones que a su vez recobren sobre el resto del mundo?

Aunque dudemos de esta posibilidad, debemos tentarla. Como ha dicho Hoffnidg, el que no se atreve a equivocarse no acierta jamás con la verdad.

Si queremos dar a nuestra patria y a nuestra raza personalidad en el concierto de la humanidad, debemos esforzarnos por darle personalidad espiritual, es decir, artística y científica.

El que no nos atreviéramos a esto encontraría una mengua para nuestro carácter, así como es en cierto grado dolorosa, vergonzosa, la situación internacional de nuestro idioma castellano.

Nuestra bella lengua, que es el órgano de cincuenta millones de hombres, no ocupa en el universo intelectual un lugar de primera fila, ni mucho menos. En las aulas en que se celebran los Congresos científicos europeos, el español no resuena. Hasta en un congreso sobre educación moral que se verificó en Londres en Septiembre de 1908, los únicos idiomas que circularon fueron el inglés, el alemán y el francés. Y se trataba de una materia que no exige para realizar experiencias en ella ni institutos especiales, ni una técnica científica muy complicada.

Creo que esta situación nos apocará, nos enfermará moralmente, si nos resignamos sólo a ser siempre satélites y no encaminamos el ánimo hacia el fin de dar a la lengua castellana y a la[283] cultura hispanoamericana un lugar eminente y de igualdad con las primeras de la tierra. Empecemos por sentir la necesidad de hacerlo. Al lado de los pocos que con igual propósito trabajan en la madre patria, luchemos con constancia, con energía de cíclopes, para encender los focos de la cultura hispanoamericana que deben marcar una nueva faz en la historia de la humanidad.

Convenzámonos de que esos fines no los alcanzaremos únicamente con el cultivo de las letras. Sólo la ciencia nos conducirá a ellos, la ciencia que disciplina el carácter y la inteligencia, la ciencia que endereza el espíritu hacia la libertad del pensamiento y de la acción, y de la cual ha dicho Ostwald, el sabio profesor de la Universidad de Léipzig, que es la raíz de toda cultura y al mismo tiempo su más espléndida flor.

Las tareas de este heroísmo de la paz son las que os propongo como divisa, ¡oh, jóvenes! y podemos estar seguros de que con un movimiento intelectual de carácter social, científico y filosófico, conseguiremos, por lo menos, dos cosas: hacer algo que tenga un alto valor en sí mismo, dando a nuestras vidas orientaciones elevadas y morales, y simultáneamente recobrar sobre nuestro organismo social, arrostrando en esta procesión de las antorchas del porvenir, a los rezagados, a los perezosos, a los egoístas, e imponiendo las reformas que reclaman el examen racional e histórico de nuestra sociabilidad[284] en sus relaciones con la cultura humana general, reformas que las interminables querellas y la ambiciosa o epicúrea inacción de los políticos, indefinidamente dilatan.

Tales son las águilas y las banderas de las legiones del heroísmo de la paz, que sostienen el imperio de la ciencia que ya existe, y avanzan hacia el de la justicia que existirá.

Si logramos que estos sentimientos arraiguen en nuestras entrañas, y, al calor de noble entusiasmo, que nos ha agitado en estos días y nos agita ahora, nos es dado fundirlos con nuestro ser, podremos decir que hemos celebrado el centenario de la independencia argentina uniendo fraternalmente a los héroes de la República hermana con los nuestros, y buscando en el recuerdo de ellos luz, fuerza moral y orientaciones para el porvenir. Nos imaginaríamos que, armados de un bagaje espiritual digno de un dios germánico de la familia de Odin, a saber: de energía, de valor y de sinceridad, habríamos realizado una romería al templo de la gloria para decirles a los héroes de nuestra raza:

«En la sagrada cohorte de la humanidad somos los que vosotros érais al empezar vuestra carrera, somos peregrinos del ideal. En estos instantes consagrados a vuestros nombres, acudimos a vosotros y rememoramos vuestras hazañas para beber en ellas las fuerzas necesarias. En estas horas solemnes os decimos que anhela[285]mos ser vuestros continuadores y completadores. Os ofrecemos estos votos cual coro de voces del alma con que acompañamos íntimamente las músicas que os ensalzan; os los ofrecemos como flores que han de dar frutos de nuestra voluntad.»

«Así como vosotros cortasteis, hace un siglo, las amarras que mantenían atadas las naves de estos pueblos al tronco de una monarquía decrépita por la falta de toda libertad, así queremos nosotros a nuestra vez cortar las cuerdas que aún atan las velas y limpiar los cascos de las naves de las rémoras que las entorpecen al marchar. Queremos dotar a las naves de luz propia y de recursos abundantes, y a la tripulación ignara, floja y timorata, disciplinarla con equidad e ilustrarla para que no la detenga ningún «más allá», para que no se detenga cuando vea que conoce los nuevos horizontes, el cielo y los mares y sus escollos, de una manera experimental; queremos acudir a donde nos llaman otras escuadras más avanzadas que la nuestra para vivir en concierto solidario y concluir de sondar los misterios del espacio, de la tierra y de la vida inmaterial.»

«Así como vosotros realizasteis, hace un siglo, la que era entonces en el terreno político utopía de la libertad, así aspiramos nosotros a ser los ejecutores de las nuevas concepciones científicas y sociales que el espíritu del tiempo nos pone por delante, como mandatos de las a veces descono[286]cidas, pero siempre inmortales y modestas diosas de la humanidad: la verdad, la justicia y la belleza».


[287]

UN CONGRESO DE LIBREPENSADORES

Qué grato placer nos produjo la idea de celebrar en Santiago un Congreso de Librepensadores.

Nos pareció que por este solo hecho ya recorriera a todo Chile en su larga extensión de Norte a Sur, un soplo suave de vida que alegrara los espíritus y dejara tras de sí una estela luminosa.

Como un pequeño eco del gran Congreso de Librepensadores celebrado recientemente en Roma, y también como necesaria manifestación de nuestra vida propia, vendrá este Congreso—si los chilenos lo queremos—a grabar una de las mejores páginas de nuestra historia de pueblo civilizado.

Anhelamos que la noticia sola de este acontecimiento que se prepara conmueva hondamente a cada hombre y a cada joven que se crea con alma y le haga sentir la importancia de ese Congreso: movidos por los sentimientos más elevados, amor a la humanidad, amor a la patria, amor a la verdad, acudir de los diferentes puntos de la República a reunirse en un mismo sitio,[288] ligados por los delicados lazos de aspiraciones intelectuales y morales comunes, para exponer los resultados de trabajos modestos y sinceros, confortar las voluntades para las nobles luchas de la verdad y dar generosos ejemplos a la juventud: éstos son algunos de los valores de semejante Congreso.

Si no somos capaces de pensar libremente, debemos de renunciar al concepto de civilizados. Tendremos de la civilización su perfume y su ropaje; pero no su esencia, si no tenemos fuerzas para elevarnos a la vida superior del pensamiento.

Este Congreso viene a ser como un oasis en el camino de la vida para los que no se contentan ni con las satisfacciones vulgares y mundanas, ni se consuelan con las fantasías místicas que son sólo errores seculares.

No hay centro importante en nuestro país que no cuente con un pequeño núcleo de personas ansiosas de luz, de ideal, de arte, de ciencia y de una vida mejor y más justa, realizada y construída en este mundo. Pasan, es cierto, algo inadvertidos, porque en el ajetreo mundano sólo se oyen las músicas de fanfarria y no las canciones apenas rumorosas de los soñadores.

Pero, hay también otras personas a las cuales se puede aplicar lo que un poeta decía de sí mismo: «que llevan en el corazón de hielo, como un sepulcro, de su entusiasmo los despojos» y[289] que van a engrosar el grande y turbio río de las multitudes para quienes la vida es sólo hacer papel y gozar.

A aquéllas, a las que aún creen en ideales, a fin de que perseveren, y a éstas, a las desprovistas de entusiasmo, para que vuelvan en sí, hay que recordarles que la verdadera vida es amar, pensar obrar y luchar noblemente; y hay que recordarles el caso referido por Darwin en su autobiografía, para que no olviden cuán importante es consagrar siquiera cortos instantes al idealismo.

Cuenta el ilustre naturalista, que en su juventud gozaba con la música, la pintura y la lectura de Shakespeare; pero en su edad madura encontró al genial dramaturgo tonto y aburridor y que no gozó con la música ni la pintura. Se había privado de estos goces, había atrofiado algunas de sus facultades por no haberlas ejercitado.

Algo análogo acontece a todos los hombres con la facultad de pensar y de idealizar. Movidos únicamente por el interés y el goce, pierden el poder de elevarse a concepciones superiores a esos dos móviles. Con la decantada experiencia que adquieren destruyen sus ilusiones, por lo que Goethe decía que preferiría más bien no ser nunca hombre de experiencia y continuar escuchando siempre a los grillos y ruiseñores que en los cerebros jóvenes entonan los más deliciosos cantares de la existencia.

[290]

Todo lo dicho significa, que por la propia felicidad conviene conservar en el fondo de su ser un santuario libre de egoísmo y de sensualismo dedicado a las puras concepciones artísticas y científicas.

En un Congreso de Librepensadores esos fuegos individuales se confortarán y robustecerán al contacto de otros fuegos semejantes.

El pensamiento desinteresado y libre es felicidad.


Ese Congreso no es tampoco una amenaza para nadie.

El pensar libre es un pensar sin dogmas, pero no sin principios.

Al revés de lo que se pudiera imaginar a primera vista, es la forma más difícil del pensar, la que requiere más carácter, más precauciones y más ilustración. No es el pensamiento desenfrenado, sino armado de todos los recursos de la lógica para defenderse de los errores que con tanta sutileza se introducen en la mente.

El libre pensamiento es lógico.

Es el pensamiento provisto de poderosos telescopios y de la precisión de las matemáticas para escudriñar los misterios de los cielos; es el [291] que armado de balanzas, microscopios, alambiques, retortas y de cien aparatos más, analiza, disuelve y estudia la materia para arrancar los secretos a la tierra; es el que para establecer un solo hecho histórico, consulta, compara y critica centenares de documentos y monumentos; es el que para establecer una sola ley social se basa en lo posible en las estadísticas de todos los países y de todos los tiempos.

El libre pensamiento es trabajo.

Es el que incorporado en Jesús, en Sócrates y en Jordán Bruno, los condujo al cadalso; es el que brillando en la mente de un Galileo, lo arrastró a las prisiones de la Inquisición; es el que ha inspirado la labor de un Newton en la mecánica, de un Claudio Bernard en la fisiología, de un Darwin y un Haeckel en las ciencias naturales; el que produjo los esfuerzos agotadores y casi mortales de un Comte y un Spencer en la filosofía.

El libre pensamiento es severo y heroico.

En el campo de la moral y de la conducta su acción es inmensa. Sólo ciertas inteligencias y muy contados caracteres gozan de esa libertad superior que consiste en sustraerse a la masa abrumadora de prejuicios que se sugieren con el uso como verdades inconclusas, a esas normas de vida que la tradición impone y que las muchedumbres siguen sin discutir como reglas dictadas por su majestad anónima e irresistible «La [292] opinión pública». Es un fruto del pensar libre concebir y practicar modos superiores de vida que ataquen usos irracionales, que restablezcan la verdad en las relaciones del hombre con el hombre, o del hombre con la naturaleza, que arrojen un poco de ideal sobre la realidad y que echen sobre esta vida surgida del enfriamiento de la corteza terrestre, el velo embellecedor tejido con el calor del alma humana.

El libre pensamiento es creador y revela carácter.

FIN

Notas al Calce

[1] Einleitung in die Moral Wissenschaft, II, Die Freiheit.

[2] Les lois de i'imitation, III.

[3] Höffding, Histoire de la philosophie moderne.

[4] Pure Sociology, III.

[5] General Sociology, I.

[6] Logik der Geisteswissenschaffen. p. 267.

[7] Pure Sociology, p. 238.

[8] Sociologische Erkeniniss, citado por J. Novicow.

[9] The Psychic Factors of Civilization, xxxiii.

[10] Applied Sociology, p. 126.

[11] Applied Sociology, p. 68.

[12] Citada por Mr. Ward, Applied Sociology, p. 147 y siguientes.

[13] London. Longman, Green and C.º.

[14] La llamo seudociencia porque no puede ser ciencia, aunque la designen así los teólogos, ya que éstos no pueden suponer como base de ella la ley de causalidad y el determinismo, que constituyen los postulados primordiales de toda ciencia.

[15] Antipragmatismo.

[16] La Morale et la Science des Mœurs.

[17] La morale.

[18] De la educación intelectual, moral y física.

[19] La Réforme de l'enseignement par la philosophie.


[293]

ÍNDICE

I
LA LIBERTAD, EL DETERMINISMO Y LA RESPONSABILIDAD
I. —Las ideas de libertad y el determinismo. 2
II. —El determinismo y su influencia sobre la acción humana y el pensamiento. 10
III. —La libertad absoluta. 17
IV. —El determinismo psíquico y las ideas nuevas. 26
V. —La fuerza coordinadora de la voluntad y la libertad virtual. 34
VI. —El determinismo social y el individuo. 40
VII. —El fundamento de la responsabilidad. 50
VIII. — El sentimiento de responsabilidad y su educación.—Conceptos definitivos de libertad y responsabilidad. 57
[294]II
EL MELIORISMO O LA FILOSOFÍA SOCIAL DE LESTER F. WARD
I. —Mr. Lester F. Ward.—Sus obras principales.—Lo que es una filosofía social. 66
II. —La Sociología Pura.—La materia de la Sociología. 69
III. —La síntesis creadora.—El dualismo cósmico.—El principio de la sinergía.—Base psicológica de la Sociología.—El alma.—Las fuerzas sociales. 80
IV. —La sinergía social.—Las estructuras sociales.—La lucha de razas.—Origen del Estado y del derecho.—El darwinismo social. 93
V. —Optimismo o pesimismo.—Meliorismo. 115
VI. —Economía de la naturaleza y economía de la mente. 119
VII. —La Sociología aplicada.—Interpretaciones de la historia.—Consecuencias del error. 135
VIII. —La lucha contra el error.—El genio.—La educación. 145
IX. —La Sociocracia. 151
X. — Conclusión. 159
[295]III
EL PRAGMATISMO O LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE WILLIAM JAMES
I. —Origen del pragmatismo.—Mr. Charles Peirce. 167
II. —Juicio general. 170
III. —Caracteres lógicos y psicológicos del pragmatismo.—El concepto de verdad. 172
IV. —Crítica de esos principios. 184
V. —El pragmatismo y algunos problemas metafísicos. 198
VI. —El pragmatismo meliorista y voluntarista. 200
VII. —Últimas observaciones. 209
IV
LA EDUCACIÓN INTELECTUAL Y LA IMITACIÓN INGLESA 217
V
LA MISIÓN DEL PROFESOR Y LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA 249
VI
IDEALES PARA LA JUVENTUD 269
VII
UN CONGRESO DE LIBREPENSADORES 287

Tip. Garnier (Chartres). 296.4.14.


Nota del Transcriptor:

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.