Title: La enferma: novela
Author: Eduardo Zamacois
Release date: February 18, 2015 [eBook #48302]
Most recently updated: January 25, 2021
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
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LA ENFERMA
OBRAS COMPLETAS DE
EDUARDO ZAMACOIS
NOVELAS DE LA PRIMERA EPOCA
La enferma.—Punto-Negro.—Incesto.—Tik-Nay, El payaso inimitable.—El Seductor.—Duelo a muerte.—Memorias de una cortesana.—Sobre el abismo.
NOVELAS DE LA SEGUNDA EPOCA
El otro.—Europa se va...—La opinión ajena.—El misterio de un hombre pequeñito.—Memorias de un vagón de ferrocarril.—Una vida extraordinaria.—Traición por traición.—Las raíces.—Los vivos muertos.
NOVELAS CORTAS
Para ti... (Libro I.)—Rick.—El collar.—La cita.—El secreto.—El paralítico.—Una mujer espiritual.
Para ti... (Libro II.)—La caída.—La virtud se paga.—El hijo.—Historia de artistas.—Los ojos fríos.—Una buena acción.
Para ti... (Libro III.)—Odios salvajes.—El maleficio amarillo.—Historia de un drama que no gustó.—Astucias de mujer.—Sobre el mar.—El emigrante.
El Guiñol del Diablo.—Obra de amor, obra de arte.—El hotel vacío.—Don Paco “El Temerario”.—Lo horrible.—El amo del mundo.
AUTOBIOGRAFIA
Confesiones de “un niño decente”.—Años de miseria y de risa.
TEATRO
Nochebuena.—El pasado vuelve.—Frío.—Los reyes pasan.—Presentimiento.
VIAJES
La alegría de andar (Crónicas de un viaje por tierras de Puerto Rico y Cuba, Centro-América y América del Sur).—De Córdoba a Alcazarquivir.
CRITICA
Impresiones de arte.—Desde mi butaca (Apuntes para una psicología del teatro).—El teatro por dentro.
CUENTOS
La Risa, la Carne y la Muerte.
EN PREPARACION
El delito de todos (novela).
EDUARDO ZAMACOIS
OBRAS COMPLETAS
N O V E L A
UNICA EDICIÓN REFUNDIDA POR EL AUTOR
Compañía Ibero-Americana de Publicaciones (S. A.) RENACIMIENTO | ||
Puerta del Sol, MADRID |
15 Ronda Universidad, BARCELONA |
1 Florida, 251 BUENOS AIRES |
Compañía General de Artes Gráficas (S. A.)-Madrid |
Capítolo I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII. |
Este libro, publicado en 1896, es mi primera novela: afortunadamente, la prensa apenas habló de ella, la edición fué corta y mi esfuerzo pasó inadvertido. Aunque ogaño la presento muy corregida, el lector sorprenderá en sus páginas candores y balbuceos de principiante, descripciones borrosas, retratos que mi mano bisoña no supo dejar rotunda y gallardamente concluídos, momentos psicológicos que el temor de parecer machacón y difuso, dejó mal alumbrados. Conste así en desagravio de la labor que luego he hecho.
E. Z.
Madrid, Junio 1903.
Consuelito Mendoza despertó presa de un ligero acceso de fiebre: toda la noche estuvo viendo danzar ante ella varios personajes cubiertos de sangre y con heridas horribles por las cuales asomaban entrañas palpitantes. Las primeras claridades matutinas causáronla inmenso bien, al ahuyentar aquel mundo fantástico y rojo; mas la penosa impresión de la pesadilla y la falta de reposo, la dejaron rendida. Aún permaneció largo rato echada, sin atreverse a mover pie ni mano, bostezando nerviosamente, tiritando a pesar de la agradable temperatura de la habitación y sintiendo en sus oídos un raro y sostenido murmujeo. Estaba silenciosa, acurrucada en un ángulo de su gran cama matrimonial, paseando miradas indiferentes de un sitio a otro: primero sus ojos repararon en el abrigo de pieles que había dejado la víspera sobre una silla. ¡Pícara camarera, no acordarse de llevarlo a su sitio!... Aplicóse a examinarlo fijamente, por hacer algo y distraerse, batallando por buscarle semejanza con otro objeto, pero sin conseguirlo; siempre le parecía lo que era: un abrigo de pieles. Mas luego la endiablada imaginación empezó a triunfar de los sentidos, y lo que los ojos no pudieron ver lo vió el alma descomponiendo la realidad a través de los misteriosos cristales imaginativos: una arruga se la antojó un sombrero de copa antiguo, ancho de arriba y estrecho de abajo: aquello ya era algo, pero no todo: el sombrero, sí, era perfecto; mas, ¿dónde estaba la cabeza? Continuó mirando... y, nada; la realidad se obstinaba en no doblegarse al capricho.
—Pues yo he de conseguirlo—murmuró la joven esbozando un mohín picaresco.
Frunció los ojos y miró con uno de ellos a través de su mano derecha medio cerrada a guisa de telescopio: así quedóse inmóvil, embelesada, observando siempre: la autosugestión continuó y pronto la visión rebuscada surgió de golpe, con claridad indudable. Bajo el gran sombrero de copa, negro y peludo, había una cara redonda, mofletuda y riente; aquel rostro tenía un ojo hinchado y la nariz torcida; una nariz ciranesca, insolente y sensual. Consuelo se echó a reír recordando a Gelasio, el cochero de una amiga suya, cuando iba en el pescante bajo su pelerina de pieles, con el sombrero encajado hasta las orejas y los carrillos amoratados por el frío. Siguió mirando y la imagen tornó a descomponerse: el sombrero de copa se prolongaba convirtiéndose en hocico; la cara, formada por un trozo de piel blanca, parecía el terrible pechazo de un animal, las patas se bosquejaron en la sombra. Consuelo quiso reconocer al cochero y ya no pudo: Gelasio se había trocado en un oso negro, enorme, que por momentos adquiría mayores visos de objetividad. La joven lanzó un grito; la fiera no se movió; entonces ella encogióse más aún, presa de un temblor nervioso que estremecía el lecho moviendo hasta los cortinajes de muselina: al fin, sacando bríos de su propio terror y flaqueza, y con desatinados aspavientos, apoderóse de un zapatito que la víspera quedó olvidado sobre la mesilla de noche y lo arrojó violentamente contra la quimera: el fantasma del oso se deshizo y el zapatito cayó al suelo, reapareciendo el abrigo de pieles.
Pero Consuelo estaba tan nerviosa que no podía sosegar, y quiso distraerse examinando las figuritas de porcelana que exornaban su tocador, y estudiando la razón de que se reflejasen en el techo del gabinete las sombras de las personas que ambulaban por la calle. No podía distinguir si eran hombres o mujeres, mas sí la dirección que llevaban, lo que bastó a entretenerla algunos momentos. Cuando aquel juego ya la aburría quiso cambiar de actitud, mas la cama estaba tan fría que no supo moverse. Volvióse boca arriba y empezó a bostezar, desperezándose lentamente, con esa lasciva parsimonia de los gatos: sus blancos brazos extendiéronse hacia arriba, luego se abrieron en cruz y acabaron desplomándose pesadamente sobre el embozo de las colchas.
—Cuando venga Alfonso—murmuró cerrando los ojos—le diré: “Señor Sandoval, ¿cómo me tiene usted tan abandonada? ¿No me quiere usted ya?... Y le daré muchos besos, muchos... y un abrazo muy apretado”.
Tornó a bostezar y sus párpados se llenaron de agua; mareada por sus propios antojos y por aquel interminable desfile de sombras que recorrían el techo con sempiterno vaivén, apoyó un timbre; un prolongado repiqueteo metálico vibró en los aposentos interiores de la casa. Después resonaron pasos cautelosos.
Cuando Alfonso penetró en la alcoba, Consuelito Mendoza parecía dormir.
—¿Qué quiere mi dueña?—preguntó él socarronamente, acercándose.
Ella no contestó, pero al sentirse abrazar hizo un violento esfuerzo para desasirse y escondió la cabeza bajo las almohadas. Alfonso, a quien ya no sorprendían aquellos humorismos de su mujer, intentó reconquistarla con lagoterías y discretas razones de amante ducho. Ella mantúvose inexorable. ¡No, aquella vez no le perdonaba aunque se pusiera de rodillas y en cruz!... Vaya, irse y dejarla sola, sabiéndola enferma; ¿cuándo se vió entre buenos enamorados nada igual?... Alfonso sonreía; ella, por fin, abrió los ojos, con los labios y las cejas fruncidas y la expresión agria del muchacho revoltoso que se ha enfadado.
—Ande usted, bicho indómito—exclamó él bromeando y alargando una mano—; bese usted aquí.
—¿Qué hora es?
—No sé; bese usted humildemente aquí y se le contestará.
—He preguntado qué hora es—gritó Consuelo muy irritada—. ¡Jesús, hijo!... ¿Estás sordo?
Alfonso la dió un cachetito en la mejilla y ella se echó a reír: hasta entonces no comprendió que se había irritado un poco sin querer. Sandoval abrió completamente las hojas de madera del balcón, y descorrió las cortinas; la claridad gris de la mañana invadió el dormitorio. Eran las diez.
—No debes levantarte—aconsejó—; llueve y el aire húmedo podría perjudicarte.
Mas ella quiso llevarle la contraria: sí, señor; se levantaría a todo trance, aunque en ello se jugase la vida.
—Es un capricho que merecías pagar caro; tienes los labios fríos, la frente ardiendo...
Consuelo rompió a llorar.
—¡Qué desgraciada soy, qué desgraciada!—repetía—; ¡tampoco quieren dejarme andar tranquila por mi cuarto!...
Preciso fué complacerla: Alfonso cogió una bata y con mil trabajos consiguió que la enferma metiese los brazos por las mangas.
—Corre, muchacha—repetía—; si andas con esa cachaza atraparás un enfriamiento.
—No importa; cuando quise, tú no quisiste; ahora que quieres, no quiero yo. ¡Ea, chúpate ésa; para que aprendas!
Quedóse sentada al borde del lecho, con las ropas medio subidas y las piernas colgando, y una encantadora carita de mal humor. Sandoval acomodóse en el suelo, sobre la alfombra pintarrajeada de negro y amarillo, apercibido a calzarle a su mujer los zapatos: antes de hacerlo la besó los pies, esbozando al mismo tiempo, para obligarla a reír, extravagantes pamplinerías y visajes; después la tomó en brazos y la puso de pie, echándola, para mayor abrigo, un pañuelo de seda por la cabeza y un mantón peludo sobre los hombros. Consuelito Mendoza se acercó a un espejo.
—¡Mala jeta tengo!—exclamó—; me parece que el Día del Juicio no he de tenerla peor. Sí, queridito; voy a morirme muy pronto.
Pasados algunos segundos de autoinspección y religioso recogimiento, acercóse a la ventana con el semblante descompuesto por la fiebre. Del cielo plomizo atravesado por los hilos de una red telefónica, semejante a un pentagrama gigantesco, caía una lluvia fina y compacta; la calle Arenal y parte de la Puerta del Sol, estaban casi desiertas: bajo el balcón, los caballos de los coches de alquiler formados a lo largo de la acera, sacudían sus arreos moviendo resignadamente la cabeza para quitarse el agua que les corría orejas adentro; mientras, los cocheros, envueltos en sus viejos capotones de pardo paño, cabeceaban soñolientos bajo sus paraguas de algodón. Consuelo seguía ensimismada, mirando hacia afuera, los ojos medio cerrados, como meciendo su alma en brazos del ensueño: luego sus labios se agitaron y palideció intensamente. Sandoval corrió a ella.
—¿Te sientes peor?—inquirió solícito—. ¿Quieres acostarte?
Hizo ella un signo afirmativo, y él, cogiéndola entre sus brazos robustos, la volvió al lecho sin esfuerzo, ensabanándola después con cariño y compasión maternales. Transcurrieron quince o veinte minutos. El calorcillo reparador de los cobertores fué disipando el malestar de la mimada y su semblante picaresco tornó a sonreír sobre el embozo.
—¡Hola, mosquita—exclamó Alfonso—, parece que vuelves a la vida!... ¿Reconoces ya cómo tu empeño de levantarte era un disparate?
—Pero ya estoy tan famosa.
—Gracias a mí.
—Y a mí, que soy de buena madera.
—El refrán lo dijo: bicho malo...
—Bien podías—repuso ella—contarme un cuento.
—¡Un cuento!... ¡lindo compromiso!...
Sabía muchos, pues era gran aficionado a leer, y cuando no recordaba ninguno los inventaba sobre la marcha, poquito a poco, según hablaba, de suerte que en una inmensa mayoría de casos estaba tan ignorante del desenlace de la narración como su auditorio. Esto hacía que los cuentos fuesen unas veces cortos y otras excesivamente largos, según el ingenio y la vena del narrador. En aquella ocasión, teniendo la memoria vacía de argumentos, empezó a inventar uno. Reducíase éste a la prolija enumeración de las aventuras, malandanzas y pesadumbres sufridas por tres soldados ingleses a quienes apresaron los salvajes habitantes de un país que, desde luego, suponíase clavado en el corazón del africano continente. Las primeras peripecias ocurrían a orillas de un lago rodeado de selvas vírgenes impenetrables, a la puesta del sol, hora precisa en que los elefantes, hipopótamos, cocodrilos y demás respetables huéspedes del bosque, iban a refocilarse remojando sus cuerpos en las verdosas aguas del pantano, y en que las manadas de leones hambrientos acechaban en los claros del bosque la llegada de las tímidas jirafas.
Estas relaciones infantiles, soporíferas de puro inverosímiles, transportaban a Consuelito Mendoza a un mundo de aventuras y desatinos del cual no quería volver; siendo lo más chistoso que si no la petaba el hilo del cuento ella misma se erigía en autora y lo modificaba: este episodio no estaba bien y convenía suprimirlo, o buscar otro, pues de lo contrario se negaba a seguir escuchando: también los personajes habían de llevar nombres simpáticos...
Aquella vez Sandoval, a costa de esfuerzos mentales inimaginables, consiguió urdir una fábula de bastante interés, bautizó bien sus héroes, supo elegir episodios y arribó con toda felicidad y gallardía al término de su relato después de hablar sin interrupción más de una hora; él mismo quedó admirado de su locuacidad y fértil ingenio de cuentista, y Consuelo Mendoza, que compartía su sorpresa, permaneció silenciosa, saboreando las escenas oídas. Cuando llegó la hora de almorzar la joven obligó a Alfonso a comer allí, pues no quería quedarse sola: él accedió. El resto de la tarde lo pasaron sin salir del cuarto, refiriendo cuentos y tarareando aires populares y trozos de ópera al compás de una guitarra que Alfonso solía pulsar medianamente. Habían dado órdenes terminantes a las criadas de no recibir a nadie, y siempre que sonaba el timbre de la escalera, Consuelo se incorporaba, procurando conocer por la voz a la persona que llegaba. Después, al oír que el importuno se iba, dejábase caer en el lecho retorciéndose de risa.
—¡Qué cara llevará!—decía—; el muy tontísimo vendría aterido y calado hasta los calzoncillos pensando rejuvenecerse al amor de la chimenea, de los pasteles y de las copitas de Jerez. ¡Pues, hijo, límpiate por hoy!... Así te caigas al salir de aquí y llegues a tu casa embarrado y hecho un adefesio, y los porteros no quieran dejarte pasar... Y, ¿qué más diré?... Que encuentres la sopa fría, y tu mujer te arañe...
Ensartaba disparates, sin poder contenerse, como obedeciendo a un impulso irrefrenable, hasta que Sandoval, aturdido, acordaba cerrarla los labios a besos.
A media tarde Alfonso, cansado de no hacer nada entretenido, rindióse al sueño. Despertó ya de noche; la luz de los faroles callejeros bañaba gran parte de la habitación, y otra vez danzaban por el techo las sombras de los transeúntes que iban o venían: levantóse perezosamente, corrió las cortinas y encendió el quinqué de la chimenea. Al volver a la alcoba, sus pies tropezaron una silla: el ruido despertó a Consuelo.
—¡Ay!—exclamó ésta lanzando un suspiro de liberación—. ¡Afortunadamente es mentira! ¡Oye!... Una pesadilla horrible... Soñaba que un hombre... cuya cara no recuerdo... extendía los brazos para cogerme; yo huía y aquellos brazos se alargaban detrás de mí; eran negros... parecían dos cuerdas llenas de nudos...
Su cuerpo tiritaba de espanto ante la presencia imaginaria de aquel fantasma que pretendía abrazarla. Tenía la frente ardiendo, las mejillas arreboladas, la mirada brillante, el pulso insólito.
—¡Diablo!—murmuró Sandoval contrariado—; nunca te vi tan sobresaltada como esta noche.
Sentóse a los pies de la cama y quedó pensativo, maldiciendo en su interior la tardanza de Gabriel, a quien esperaba desde el mediodía. Consuelo le observaba con ojos febriles, paladeando mucho, cual si su seca garganta no pudiese deglutir la saliva. Pasó otra media hora; el timbre de la escalera volvió a sonar; Consuelo, que se había quedado traspuesta, abrió los ojos.
—Han llamado—dijo.
Alfonso se levantó; la voz de la doncella preguntaba desde el pasillo:
—Señorito, ¿puede pasar el doctor?
Sandoval miró a su mujer, inquieto.
—Diríase—murmuró—que le presentiste en tu pesadilla...
Gabriel Montánchez abrió la puerta y allí se detuvo, esperando a que su amigo saliera a recibirle.
—Adelante, querido—dijo Alfonso—, y ve a Consuelo; no sé qué tiene.
—¿Jaqueca?
—Jaqueca y mimo, de todo un poco.
—¡Bah! El mimo y los celos, achaques son de recién casadas.
Consuelo hizo un gesto de mal humor y escondió los brazos bajo las sábanas. Gabriel Montánchez era alto, representaba cuarenta años y sus ademanes y actitudes tenían naturalidad y sencillez encantadoras; era hermoso, con esa arrogancia y satisfecha osadía de los retratos antiguos: la frente desembarazada, pobladas las cejas, la nariz correcta, los labios finos, las mejillas siempre pálidas, sin barbas ni bigote. Pero lo más notable de su fisonomía eran los ojos; ojos pardos muy obscuros, que miraban fijamente, con expresión punzante, cual si fuesen capaces de leer a través de los cuerpos opacos; su fascinadora atracción llegaba a ser insoportable; era la mirada del hombre de genio que todo lo sabe, y también la del aventurero audaz que a todo se atreve.
—Hay algo de fiebre—afirmó Montánchez pasados algunos momentos de silenciosa observación—, ¿qué siente usted?
—Nada—repuso Consuelo—, sino son muchas ganas de comer golosinas. Pero, sí... me duele bastante la cabeza y hasta parece que la habitación gira en torno mío.
—Yo creo—interrumpió Alfonso viendo que su mujer no acertaba a explicarse—que a ese cuerpo le falta algún resorte esencialísimo, y de ahí que los demás órganos funcionen mal. A ratos y sin motivo, sufre fríos horribles, contra los cuales fracasan cuantos medios de calefacción se empleen, y que sólo yo puedo curar contando cuentos o discurriendo tonterías extravagantes: ¿qué te parece? Y otras, un calor extraño que la sofoca hasta bañarla en sudor. A veces la atormentan ridículos terrores, o se vuelve irritable y antojadiza... En fin, que la niña es un manojito de estrafalarios caprichos y de rarezas.
Montánchez encendió un fósforo y aproximándolo al rostro de la joven:
—Míreme usted—dijo—de frente, sin pestañear.
Consuelo sostuvo aquel examen cinco o seis segundos y empezó a parpadear.
—Estése usted quietecita—exclamó Gabriel sonriendo—; así no puedo observarla los ojos.
—Ni falta—repuso ella con su habitual mohín de desdén y atropellando todo género de miramientos—; no quiero que me mire usted; me hace usted daño.
—¿Dónde?
—Concho, en todo el cuerpo...
Montánchez la examinó el interior de los párpados y las encías.
—¿Tiene usted palpitaciones?—inquirió.
—No sé tampoco; a ratos me duele el corazón.
—¿Mucho?
—Mucho: es decir, regular... No sé...
—¿En qué quedamos?
—¡Ea, ya lo dije!... en que no sé.
El médico continuó preguntando lentamente, interrumpiéndola a cada momento para reflexionar.
—¿Siente usted, de cuando en cuando, un cuerpo extraño, a guisa de bola, que sube del estómago y se detiene en la garganta cual si no pudiera pasar de allí?
—¿Y no experimenta usted vahídos al levantarse después de haber permanecido mucho tiempo sentada?
—Tampoco—replicó Consuelito Mendoza con aquella vaguedad que ponía en todas sus respuestas—: es decir, vahídos, sí... muchas veces, cada lunes y cada martes...
—¿Se la hinchan los pies?
—Nunca, ¡concho, qué miedo!...
A cada nueva contestación Gabriel Montánchez, perplejo, enarcaba las cejas. Concluyó marchándose sin recetar.
Entonces Consuelito Mendoza se enfureció; estaban ofendiéndola y su marido lo permitía. Hola, ¿conque todos menospreciaban sus dolores? Pues ella sabría de qué modo comportarse en lo sucesivo: desde aquel momento quedaba libre para hacer cuanto se la ocurriese, comería lo que quisiera, iría al teatro sin permiso de nadie, y, sobre todo, no consentiría que volviesen a hablarla de aquel médico cazurro y antipático...
Sandoval, que había salido a despedir a Montánchez, le interrogó acerca de la enfermedad de Consuelo.
—Por ahora—repuso el médico—, el daño es insignificante, pero puede ser germen de perturbaciones gravísimas. Al principio, creí habérmelas con un desarreglo cardíaco, pero no, el corazón funciona perfectamente. Aquí todo el mal radica en el cerebro, o por decir mejor, en la médula espinal: los nervios son los causantes de esos vahídos y palpitaciones que sufre, y los conturbadores únicos de su carácter. Consuelo es extraordinariamente impresionable, parece una sensitiva o una balanza de precisión, y el menor disgusto, el accidente más nimio, la alteran: el color de sus cabellos, la expresión de su mirada, la palidez y suavidad de la piel, todo acusa un desarrollo neurológico excesivo; y los desmanes de esos nervios es lo que importa corregir. Para ello debes evitarla todo clase de emociones; las emociones son un veneno para los enfermos del corazón o del cerebro. Prohíbela el uso de perfumes, no la lleves al teatro cuando representen dramas demasiado vehementes, ni a la ópera, porque la música, según Goncourt, es el haschisch de las mujeres y las vuelve locas; no la contradigas nunca abiertamente, para que la contradicción no la excite irritándola, y distráela cuanto puedas: los nervios son a modo de sutilísimos hilos telegráficos que siempre están vibrando, y ya que no se les puede reducir al reposo absoluto, procuremos, al menos, que vibren agradablemente. Por ahora, nada de medicamentos. El agua de azahar sólo la procuraría alivios pasajeros, y el bromuro es un calmante demasiado enérgico. Más adelante, si la enfermedad se mostrase rebelde, recurriremos a las duchas o al hipnotismo, único sistema que puede emplearse con éxito en la curación de los padecimientos nerviosos.
Con esto se fue Montánchez, y Alfonso regresó al dormitorio donde su mujer continuaba llorando, muy pesarosa de que nadie creyera en la gravedad de su estado.
En días sucesivos la joven experimentó alguna mejoría.
Por las mañanas su refugio predilecto era el despacho; un cuarto grande y bien empapelado, con dos ventanas a un patio espacioso. A un lado de la habitación había un retrato de Víctor Hugo, ya viejo, con sus dulces ojos azules y su melena blanca; debajo estaba la mesa de escribir adornada por un tintero de plata que Sandoval conservaba como recuerdo de familia: los demás testeros los decoraba una rica estantería de caoba repleta de libros cuidadosamente colocados; los grandes a un lado, los chicos a otro, los encuadernados ocupaban sitios preferentes, los en rústica los lugares menos visibles. Sobre aquellos estantes varios bustos de hombres célebres levantaban sus escorzos inmóviles: Cervantes y Calderón, junto a Demóstenes y a Esquilo; Byron y Shakespeare, frente a Confucio y a Marco Aurelio; así, todos revueltos, como celebrando desde lo alto de los armarios un congreso misterioso a despecho de los siglos y de la muerte.
Allí era donde Consuelito Mendoza pasaba las mañanas, cosiendo junto a la ventana hasta la hora de almorzar; a ratos apoyaba la frente sobre el cristal para sentir una impresión de frialdad que aliviaba los ardores de su cerebro, y permanecía embelesada, mirando las paredes del patio renegridas a trechos por grandes manchas de humedad, y oyendo las voces de los vecinos o el adormecedor murmullo de la lluvia. Entonces su espíritu parecía desligarse del cuerpo; éste yacía inmóvil, conservando la actitud que adoptó al sentarse, mientras el otro se disipaba en lo infinito o era absorbido por ese “no ser” que en las horas de reflexión y recogimiento flota sobre nuestras cabezas: sus ojos abiertos, apenas veían el objeto reflejado en la retina, el tímpano vibraba transmitiendo al cerebro ecos indefinidos...
El alma, como el mundo, tiene sus desiertos, infinitamente más grandes que los terrestres; arenales inmensos, piélagos sin playas por las cuales vuela el pensamiento sin hallar una idea seductora. Cuando Consuelo Mendoza, harta de mirar hacia abajo, levantaba los ojos para complacerse viendo caer la nieve, apreciaba la velocidad con que descendían los copos a pesar de su extraordinaria rapidez, y entonces seguía mirando con nuevo ahinco, hasta que aquella multiplicación interminable de puntitos blancos empezaba a trastornarla: sucedíala con ellos lo que a los viajeros de un tren, para quienes los árboles, los postes telegráficos y los pueblos enteros corren hacia atrás, cuando son ellos los que caminan hacia adelante. Viéndolos caer, Consuelo pensaba subir. Esta ascensión comenzaba poco a poco, luego su rapidez aumentaba y al fin convertíase en carrera furiosa, trasportándose a través del abismo cual si fuese una pluma; y si no se estrellaba la cabeza contra el techo, era porque su casa y todas las adyacentes ascendían también con el mismo anhelo y premura con que los copos de nieve bajaban. Cuando la joven podía reconocer oportunamente su alucinación, apartaba los ojos del objeto que tan fuertemente la atraía; pero si el embeleso cobraba apariencias de realidad no podía substraerse a él, y muchas veces la hallaron junto a la ventana, la cabeza caída hacia atrás, jadeante, mirando al cielo con ojos alocados, cual si un hipnotizador sobrehumano la sugestionara desde la inmensidad del vacío.
Otras mañanas, hallándose con verdaderos deseos de trabajar, se entretenía repasando la ropa de su marido, examinando cada prenda una por una, y cuando muy a despecho suyo reconocía que todo estaba bien, arrancaba los botones de un chaleco para procurarse el gusto de ponérselos otra vez; o bien deshacía una camisa y luego empezaba a recoserla, poniendo todo su empeño en concluir aquella labor antes de que Alfonso volviese: lo importante, pues, era estar haciendo algo que aludiese a su marido, en quien no dejaba de pensar.
El origen de aquel desarreglo nervioso, que el tiempo y los azares y tropezones de la vida fueron desarrollando, nadie lo supo.
Consuelo era hija única de don Felipe Mendoza y Sorero, anciano militar que lidió en la primera guerra civil y se reintegró al tranquilo hogar cuando el reuma y las heridas le inutilizaron: su mujer murió de sobreparto y Consuelo quedó al cuidado de una tía solterona que la amparó desde muy pequeña y veló por ella con solicitud maternal.
Su niñez deslizóse plácidamente en una casita del barrio Pozas, que tenía ventanas a un vasto solar donde las vecinas iban por las tardes a tender ropa. Consuelito salía a las cinco y media de un colegio situado en la calle Don Evaristo, junto a la de Ferraz, y con dos o tres amiguitas de su edad íbase a rondar el solar, atisbando por entre las tablas mal unidas que lo circuían, la ocasión propicia de penetrar en él.
En aquel espacio cubierto de hierba lozana, que servía de pasto a las vacas de las lecherías inmediatas, había una casuca con techumbre de teja y chimenea de ladrillo, y agrandada en sus fachadas anterior y posterior por dos viejísimos soportales de madera. En aquella choza reinaba como omnipotente y única soberana la señora Daniela, viejecilla pequeña y canija como las brujas de Teniers. Vivía con su marido, que siempre estaba borracho, y por tanto impotente para nada útil, y con una hija, ya moza; pero ésta tampoco la ayudaba en sus quehaceres porque tenía un señorito que la compraba pendientes finos de oropel, y vestidos y zapatos de charol y camisas de treinta pesetas... Todo, menos mantenerla y casarse con ella.
Daniela, por tanto, era la administradora única de aquellos dominios: ella fué quien impuso a las vecinas que llevaban su ropa a secar allí, cinco céntimos de contribución, y diez o veinte, según las circunstancias y la abundancia de pastos, a los dueños de las vacas y burras de leche; la que regaba el solar con agua sacada de un pozo, hacía calceta por las noches, y barría y repasaba lo más apremiante de lo roto que tenían las ropas de su marido y las suyas; ella, finalmente, era propietaria de un copioso enjambre de pollitos culones y vivarachos, hechizo de Consuelo y de sus amigas.
Desde la ventana de su cuarto, Consuelito Mendoza los veía correr por el solar, moviendo las inteligentes cabecitas y riñendo sobre los montones de estiércol: todos eran hermanos, y cuando a la caída del sol su madre los llamaba, acudían en tropel a guarecerse bajo el soportal trasero de la casa. Poseer uno de aquellos pollitos, dormir con él y comérselo a besos, constituía la mayor ilusión de Consuelo.
Resuelta a dar satisfacción a este deseo, espió pacientemente la oportunidad de allanar los dominios de la señora Daniela: pasaron más de quince días sin que la anhelada coyuntura se presentase; ¡qué mala suerte!... los pollitos serían, cuando ella los cogiese, casi unos gallos. Pensando así la pobre niña lloró mucho, perdió el apetito y fué necesario llamar al médico. Cuando los tan codiciados animalitos crecieron, aquel antojo quedó repentinamente olvidado. Esta volubilidad de carácter presidió la psicología, toda la psicología, de Consuelo Mendoza.
A los diez y siete años, la joven sufrió un accidente que puso en riesgo su vida.
Una tarde, yendo con su padre, varios granujillas intentaron prenderla en el abrigo una obscena figura de papel: don Felipe, justamente irritado contra el atrevimiento de los chicuelos, quiso aplicarles una buena mano de azotes que, sin romperles hueso, les escociese, cuando se vió detenido por un hombre que, luego de insultarle groseramente por lo que llamó “cobardía y barbaridad”, intentó agredirle con un cuchillo. Afortunadamente, varias de las personas allí reunidas mediaron en la cuestión, evitando que ésta tuviese mal desenlace; pero Consuelo, que desde los primeros momentos comenzó a sentirse muy excitada, al ver brillar el arma dió un grito espantoso y cayó al suelo sin conocimiento. Este accidente, complicándose con las manifestaciones primeras de la pubertad, provocó una violentísima fiebre que la hizo delirar varias noches consecutivas y de la cual tardó mucho tiempo en reponerse.
Desde entonces su naturaleza quedó resentida: adelgazó, perdió el color, sus ojos se agrandaron, su mirada fué más profunda y brillante, y su carácter adquirió una irritabilidad morbosa. Todo llamaba su atención y de todo se aburría; sus cuadernos de dibujo estaban llenos de esbozos y figuras a medio terminar, y al piano farfullaba seguidamente los trozos musicales más opuestos, sin acabar ninguno: sus labores inconcluídas, la pluralidad de libros que empezó a leer y que rodaban de una silla a otra con las hojas a medio cortar, el desorden de sus conversaciones y propósitos, todo descubría un carácter inconstante, sujeto a crisis nerviosas y a inmotivados accesos de ternura. Pero, como el ataque primitivo no volvió a repetirse, los médicos opinaron neciamente que todo ello desaparecería con los años y el matrimonio, y dejaron que la enfermedad, al parecer dormida, siguiese echando mejores y más profundas raíces.
Dos años después conoció a Sandoval, un muchacho de muy buena familia que acababa de salir de la Universidad, y que, falto de obligaciones y no necesitando de su carrera para vivir, divertía agradablemente el tiempo en viajes o riendo con amigos y pecadoras de buen humor. Aquel noviazgo formó una pareja perfecta: ella de regular estatura, cabello negro y ondeado, ojos soñadores, un poco fruncidos, como los del árabe que explora el desierto; las curvas abultadas, breve la cintura, las manos y los pies aniñados; él, alto, vigoroso, alegre, con el ilusionado corazón siempre propicio a enamorarse de todo lo noble y digno de aplauso. Las relaciones fueron cortas, y tras un viaje de novios más empalagoso que un idilio de Mosco, los nuevos cónyuges se establecieron en un cuartito entresuelo de la calle Arenal. Poco después murió el padre de Consuelo, y la pérdida de aquel ser querido reforzó los lazos que ya la unían apretadamente a su esposo. El idilio de la niñez había terminado y empezaba la novela de la juventud.
Jorge Sand dijo que “una mujer no puede amar al hombre a quien considere inferior a ella, porque el amor sin veneración y sin entusiasmo sólo es amistad”. Con este idolátrico, ciego y bienhechor frenesí, quería Consuelito Mendoza a Sandoval: más fuerte que ella, dominándola por la amplitud y serenidad de su pensamiento y la entereza de su resolución. Alfonso era condescendiente, benévolo, fácil siempre a la súplica y al perdón; pero a ratos, en los asuntos de riesgo y trascendencia, sabía desenvolver su voluntad inexorable, probando cuán recta y dura eran su orientación y su temple.
A despecho de tales rozaduras, acaso por este mismo antagonismo de caracteres, ambos se amaban locamente. Consuelo reconocía ciertamente que Alfonso Sandoval era muy celoso, pues no la permitía salir sola a ninguna parte, y hasta dió a entender a sus amigos que las puertas de su casa no se abrían con gusto para ninguno de ellos, creyendo fundadamente que, si bien hay mujeres en quienes puede tenerse absoluta seguridad por lo que a ellas atañe y concierne, de los hombres, aun de los más fieles y allegados, debe siempre desconfiarse: mas aquel exceso de pasión halagaba el amor propio de la joven, y como no quería nada fuera de su hogar, no sintió el peso de tales prohibiciones. Vivía consagrada a su marido, con exclusión rotunda de todo otro afecto; y, sin procurarlo, imitó su manera de hablar, sus gestos, sus frases favoritas: le adivinaba en el modo de pisar, de toser, de subir la escalera; y a obscuras, sólo por el olor, reconocía sus ropas, aun cuando estuviesen recién lavadas, en algo simpático que sólo ella percibía. Hallándose sola, esperándole, solía suceder que su corazón, de pronto, latiese con más violencia.
—¡Ahí viene!—exclamaba corriendo a la ventana.
Y ¡cosa rara! su agudo instinto de mujer enamorada jamás la engañó: había necesariamente entre ellos un flúido que les ponía en relación constante, permitiendo que se buscaran sin verse, por la misma ley magnética que mueve a la aguja imantada a señalar al norte. En lo que Alfonso Sandoval mostrábase absolutamente intransigente era en cuanto a la salud de su mujer concernía: a verla sana y fuerte, aspiraban sus empeños.
—Acerca de esto procederé según mi criterio y mi conciencia me aconsejen—decía—; Montánchez, que, como médico y como amigo, está interesado en curarte, me aconseja evitarte toda clase de malas impresiones, que no te deje llorar ni reír con exceso... y yo, que cumplo fielmente estas cuerdas prescripciones, inmolando muchas veces mi voluntad y mis deseos a tu bien, ¿consentiré que nadie, sea quien fuere, llegue con su imbecilidad a destruir mi obra?
A pesar de tan prolijos cuidados, la flaca salud de Consuelito Mendoza no mejoraba; el diablillo inapresable de la neurosis mordía sus nervios; sus risas y sus lágrimas sucedíanse caprichosa e inesperadamente, como las grupadas en los días vernales o de otoño.
Una tarde, después de almorzar, el matrimonio pasó al gabinete a tomar el café. Era aquella una habitación cuadrangular, ricamente alfombrada. Sandoval arrimó su butaca a la chimenea, cruzó una pierna sobre otra y encendió un tabaco.
—Acércame el café, niña, ya que estás ahí—dijo con su tono cariñoso habitual.
Ella apresuróse a obedecerle trayendo un velador con dos tazas. Alfonso cogió la suya y bebió un sorbo.
—¡Uy, qué rico está!—dijo.
Aquel era uno de sus mayores caprichos; el de fumar y beber café al amor de la lumbre, sin discurrir nada serio, abandonándose a una pereza enervante. Entonces reconocíase completamente feliz; el adormecedor aroma del tabaco, el humo que caracoleaba alrededor de sus dedos y luego subía en líneas sinuosas girando sobre sí mismo en caprichosas espirales por el ambiente tibio, el sonsonete continuo de la lluvia y el cálido chisporroteo de la madera quemada inspirábanle un placer tranquilo, soporífero, paradisíaco.
Consuelo, sentada delante de él sobre el brazo de una butaca, le contemplaba silenciosa, cubriéndole bajo una mirada de amor: tenía el pelo graciosamente recogido, un pañuelo rojo de seda ceñía su cuello mórbido y blanco; el vestido negro realzaba los contornos ondulantes, exquisitamente pomposos, de su cuerpo; cuerpo juvenil, de carnes frías y apretadas. Su frente pequeña, sus ojos grandes, la afilada nariz y el tinte pálido del semblante y de los labios, daban a su fisonomía la expresión dulce de esos retratos de mujeres hebreas que publican las revistas ilustradas...
De pronto Sandoval miró su reloj; eran las tres, la hora de ir al Casino para desentumecerse haciendo gimnasia o tirando al florete.
—¿Te vas?—preguntó Consuelo.
Alfonso repuso indeciso:
—Psch... ¿Llueve mucho?
Ella corrió al balcón y levantando los visillos:
—¡Qué atrocidad—dijo—, no se ve a cuatro metros! ¡Qué modo de caer agua!... En toda la Puerta del Sol hay dos personas. Pero, chico, si los tranvías parecen submarinos y los pobrecitos caballos tienen un canalón en cada oreja...
Dejó caer la sutil cortinilla y fué a sentarse sobre las rodillas de Sandoval.
—¿Conque, vas a salir?
—¡Diantre... no sé!...
Consuelo sintió uno de aquellos vehementes arrebatos mimosos que la transfiguraban en otra mujer.
—Bien mío, no salgas, complace esta vez a tu mujercita. El tiempo es malo, llegas al Casino mojado de pies a cabeza, manchado de barro, tiritando de frío... ¿y para qué? Para ganar o perder una partida de tresillo: mientras que aquí estás abrigadito, con los pies calientes y, sobre todo, junto a mí, que te adoro. Verás: jugaremos al tute, al ajedrez, me contarás cuentos... ¿verdad que sí? ¡Concho, hijo, cuánto tardas en responder!... Di, ¿te quedas?... ¿Eh?... ¿Te quedas?...
Realmente Sandoval ya estaba decidido a quedarse, pero no quiso rendirse tan pronto.
—Acceder a esto—dijo—no es cuestión de cariño, porque las pequeñeces no merecen tenerse en cuenta. Lo que te quiero lo sabrás algún día, si llega el caso. Yo me quedaría, ¡pero eso de no ir al Casino, ni un ratito siquiera, es horrible!... La vida de Círculo llega a ser para ciertos hombres, para mí, verbigracia, una segunda naturaleza.
Consuelo hizo un gesto impaciente.
—¡Qué Casino ni qué concho! Siempre estás mortificándome; es lo primero que te pido y luego...
—Digo esto—agregó él complaciéndose en verla apurada—, porque prescindir del Casino equivale a renunciar a la tertulia de mis amigos, al riquísimo café que allí se bebe, a la sonrisa del criado que está en el guardarropa y me ayuda a quitarme el gabán, a los asaltos que riñen los aficionados en la sala de armas... y a otra multitud de atractivos; ¡celebraría que las mujeres tuvieran también sus círculos para que apreciases cuánto vale todo esto!... Pero el hombre es débil, y Hércules, hilando a los pies de Onfala, es el ejemplo que mejor demuestra cuán grandes son el imperio y poderío que las faldas tienen sobre los pantalones; por eso yo, que te quiero tanto o más que Hércules a Onfala, también me rindo a tus súplicas, bribonzuela, y con tal de verte alegre renuncio a todo y... ¡me quedo!
Ella, enajenada de gozo y no sabiendo cómo demostrar su regocijo, acomodóse en el suelo entre las piernas de él, los brazos apoyados sobre sus rodillas, besándole las manos. Alfonso sonreía satisfecho, acariciando aquella frente preciosa cubierta de abundantes cabellos negros que ponían a su cara un marco de azabache. Luego estuvieron contemplándose, dictando con sus miradas un idilio mudo.
—¿Me quieres mucho?—preguntó Consuelo.
—Más que el primer día de casados, y nunca he sido tan feliz como hoy: creo que ni en el paraíso cristiano, con sus santos repletos de teología y sus once mil vírgenes insulsas y rezadoras, ni en el edén musulmán poblado de huríes ardientes, puede estarse mejor que aquí: esto es un ensueño de opio y hasta me creo un sultán vestido a la europea, y tú una sultana más hermosa y discreta que Schéhérazade.
—¿Se te quitará el mal humor? ¿Serás bueno y tolerante para mí? ¿No volverás a reñirme?...
—Tonta; defendiendo tu bienestar soy para los demás una fiera; para ti, siempre seré un niño.
Consuelito, aburrida de permanecer en el suelo, quiso cambiar de posición, mas no acertaba a colocar cómodamente las piernas.
—¡Concho, siempre me lastimo!
Harta de removerse inútilmente, acabó por estirarlas, dejando al descubierto sus pantorrillas: tenía medias negras.
—¡Qué vergüenza!—exclamó Alfonso tapándose los ojos—; ¿le parece a usted eso decente?
—¿El qué, concho?
—Esas dos cosas negras que te asoman por debajo de las faldas.
—Y, ¿qué importa?
—¿Cómo?... ¿No es un delito tenerme siempre el ánimo en pecado mortal?
Ella, bruscamente, se levantó.
—¡Ah, está bien—dijo—, te disgustan!... Pues no volverás a verlas en toda tu vida, lo juro. Eso ya no es para nadie.
Parecía enfadada y corrió a echarse en el sofá, al otro extremo del gabinete. Después, sin saber por qué, comenzó a ponerse seria, muy seria; sus cejas se fruncieron; plegó los labios gravemente.
El crepúsculo fué breve y la noche cerró en seguida; la luz de los faroles atravesaba los cristales del balcón dejando en el techo ligeros resplandores que se movían en indeciso aquelarre.
Como la joven no depusiese su actitud esquiva, Sandoval la llamó.
—Acércate, quiero descubrirte un secreto al oído...
La requerida continuó impasible; él agregó incomodándose:
—¿Para eso me retuviste con tus ruegos? ¿Para luego ponerte a ensayar mojigangas?
—Pues... ¿por qué no quieres verme las piernas?
—Vaya, basta de tonterías, chiquilla mal criada.
—No haberlo dicho.
—Tonta.
—Mejor que mejor.
—Si quieres reconciliarte conmigo, ven aquí.
—¡No, ven tú!
—¡Eres más empalagosa que un tarro de almíbar! ¿Qué? ¡Haces lo que mando o me marcho y no vuelvo hasta la madrugada!
Consuelo reanudó su llanto, lanzando a cortos intervalos largos y entrecortados suspiros. Alfonso, compadecido, acercóse a ella; seguía tendida con abandono delicioso; bajo su traje negro, sencillo como el de una colegiala, se bocetaban las formas lujuriantes del cuerpo, y estaba tentadora, con esa seducción irresistible que tienen las mujeres bonitas cuando lloran de amor.
—Niña, no te excites, procura serenarte—dijo Sandoval—; levanta la cabeza; ya me tienes aquí. Ea, ¿qué?... ¿te pasó el mal humor?
—No. ¿Por qué me llamaste empalagosa? Hijo, yo debo de darte náuseas; las cosas muy dulces repugnan.
Decía esto abriendo mucho los ojos y arqueando las cejas con adorable expresión inocente: Alfonso la abrazó conmovido, murmurando:
—¡Pobre enfermita!
—No estoy enferma; ésas son calumnias que el mundo inventa para atormentarme. Lloro porque me tratas muy mal, porque no me quieres, porque te aburre en mí todo lo que antes te divertía, porque soy para ti menos que una esclava... Menos, sí; pues yo he oído contar que muchos hombres quieren a sus esclavas como a sus propias mujeres...
—¡Loca... locuela... loquilla!...
—Eso querría yo, eso... porque prefiero morir loca a que me abandones. Desgraciadamente no será así. Me lo aseguran tu manera de comportarte conmigo, tus miradas, tus atenciones, que más parecen dictadas por el deber que por el cariño; tu conversación...
Sandoval estaba perplejo, no sabiendo si entristecerse y tomar la cuestión por su lado serio, o si reír.
—¡Ay, maridito mío!—exclamó de repente Consuelo—: yo tengo muchas ganas de llorar.
—¡Cómo, tontuela! ¿qué motivo tienes?
—No sé, quizá ninguno, pero siento sobre el pecho un peso muy grande que me impide respirar, y estoy cierta de quitármelo llorando.
—Pues llora.
—Es que no puedo...
Volvió a reclinarse en el sofá, prorrumpiendo en sollozos fingidos; luego se sentó, oprimiéndose el pecho; pero las lágrimas no corrían, y tal fué su desesperación que llegó a pegarse un vigoroso cachete en la cara. El dolor permitió que los ojos se humedecieran momentáneamente, pero en seguida volvieron a secarse.
—¡Virgen, qué nerviosa estoy!... Alfonso, dime algo, hazme algo, para que llore...
Se retorcía los brazos como un reo en la tortura.
Sandoval la llevó al lecho, pero Consuelito Mendoza, insensible a sus halagos, dejóse caer en la cama, sollozando furiosamente, pugnando por derramar aquellas lágrimas rebeldes que se obstinaban en no correr. Su excitación nerviosa fué aumentando, empezó a revolcarse y llegó a tirarse del pelo.
—¡No seas imbécil!—gritó Alfonso realmente irritado—; vas a lastimarte.
—Eso quiero.
—Pues cuida de que no te haga llorar de veras aplicándote unos buenos azotes.
El semblante de Consuelo expresó alegría inmensa.
—¡Sí, por Dios, sí... dámelos!
—No instes, porque cumplo lo ofrecido.
—Bueno, pues, sí; anda pronto...
—Que van a escocerte...
—Lo que quieras, tirano mío; pégame cuanto gustes, tuyos son mi espíritu y mi cuerpo, pero no dejes de amarme. Mírame a merced tuya, sumisa, gozando ya con el castigo... ¡Pégame, Alfonso, pégame!...
Ella misma se tendió boca abajo, la cara sobre la almohada, esperando impaciente. Toda aquella flagelación envolvía una voluptuosidad extraña. Sandoval, sin otros ambages, sofaldó a la joven y cogiendo una chinela levantó el brazo sobre aquellas carnes turgentes que parecían vibrar de placer bajo la fina tela de la camisa. Consuelo permanecía inmóvil, suspirando dulcemente, esperando el castigo, deleitándose con él: al fin recibió el primer golpe y su cuerpo tembló más de sensualidad que de dolor; luego recibió otro y seguidamente cinco o seis más, muy fuertes... Después Sandoval, condolido, acarició la parte azotada. Consuelito le abrazó diciendo:
—¡Esposo mío, piedad para mí, no me pegues más, basta, por Dios!...
Tenía los ojos colorados y las lágrimas corrían abundantes por sus mejillas. Pero Alfonso, comprendiendo la refinada voluptuosidad de aquel capricho, quiso extremarlo, y desasiéndose de la joven continuó macerando sañudamente aquellas carnes blancas y duras; ella sollozaba; después, juzgándola bastante castigada, se acostó a su lado para consolarla. Consuelo se dejaba acariciar besándole y riendo y llorando al mismo tiempo, complaciéndose en rendirse a su propio verdugo; y cuando estuvo completamente tranquila acabó por confesarle, y aun lo juró por su padre muerto, que desde aquel momento le quería más y que los azotes mejores fueron los últimos.
Aquella noche, acobardados los dos por el frío, se acostaron temprano: Consuelo tenía miedo; ese miedo a lo indeterminado y remoto que sólo conocen los nerviosos: la seguridad de sufrir el asalto de alguna pesadilla horrible, oprimía su ánimo.
—¿Qué tienes?—inquiría Alfonso sintiéndola temblar.
—¡Ay, no sé, pero... no me sueltes... se me antoja que van a llevarme!...
Al fin, tras muchos esfuerzos, logró dormirse; el temido ensueño, efectivamente, no tardó en llegar disfrazado bajo sus vagarosas hopalandas negras y grises...
...Era una tarde de invierno; ella vivía en aquella misma casa, pues todas las estancias guardaban entre sí idéntica disposición, pero las habitaciones eran inmensas, las paredes de color plomizo se balanceaban alejándose o acercándose cual si tramoyistas invisibles las pusieran en movimiento por medio de mágicos resortes...
Consuelo andaba por allí calladamente, sorprendida de que sus pasos no tuvieran eco y de la prolongada ausencia de Alfonso: también maravillábase de la pequeñez de los muebles y de la gran altura a que fueron colocados los cuadros: la cama no llegaba a sus rodillas, la mesita de noche apenas levantaba dos palmos del suelo. Alarmada por tanto silencio salióse al pasillo y llamó a la camarera; a sus voces sólo contestó un eco lejano, un quejido moribundo semejante al del viento penetrando por una abertura estrecha. Entonces recorrió el corredor, las alcobas, la cocina; todo estaba desierto: en la despensa, encaramado sobre un queso de bola, había un ratoncillo gris, de largos y blancos bigotes. Siguió adelante y se detuvo frente a la puerta del despacho; aplicó el oído a la cerradura y no oyó nada; llamó ligeramente con la yema de los dedos... y nadie respondió. Animándose a entrar empujó la puerta, y al comprender lo que en la habitación sucedía, quiso huir; una fuerza invencible se lo impidió. Delante de la chimenea y alrededor de un hombrecillo de pelo rojo, se hallaban repantigadas en sendos butacones de cuero claveteado, varias personas: el hombrecillo era un gnomo; los demás, las estatuas del despacho que habían dejado sus pedestales: todas tenían sus hermosas cabezas de yeso asentadas sobre pequeños cuerpos vestidos con jubones acuchillados, gregüescos y gola, y sus voces resonaban temerosamente como si saliesen de una caverna o del fondo de una tinaja vacía.
Consuelo colocóse sin ruido tras una cortina para no llamar la atención de los misteriosos personajes. La conversación de éstos llenóla de espanto; hablaban de ella, querían buscarla, prenderla, llevarla maniatada a un paraje lejano, a un mundo chiquitín que brillaba en medio del espacio... Quien entonces usaba de la palabra era Cervantes, y le respondían Quevedo y Marco Aurelio. Byron callaba, mirándoles con sus ojos sin luz. Todos ellos, y éste fue un detalle que no sorprendió a Consuelo, se expresaban fácilmente en correcto castellano. Entonces estuvo a punto de salir de su escondrijo diciendo a gritos:
—Concho, ¿qué es eso?... ¡Fuera de aquí, espíritus y desatinos mágicos! ¡Zape! ¡Cada mochuelo a su olivo!...
Mas se contuvo, sobrecogida de curiosidad y de miedo. El gnomo hechicero acababa de levantarse; iba vestido de encarnado, como el Mefistófeles de Fausto, y después de dar una cabriola en el aire, empezó a describir con su mano izquierda movimientos cabalísticos y a pronunciar palabras en un idioma desconocido. Obedeciendo a su irresistible llamamiento, penetraron por la ventana muchos espíritus revestidos de formas extrañas y tan pequeños, que el más grande, que tenía cabeza de elefante y cuerpo de pescado, no era mayor que una sopera.
Aquellos diablejos trabaron entre sí reñida batalla: un sapo que volaba por la habitación montado en un plumero, atravesó con su espadín a otro espíritu con trazas de zorro; dos escarabajos horripilantes trepaban cachazudamente por las flacas y torcidas piernas del gnomo, quien subido sobre un tambor, continuaba dirigiendo con los movimientos de su mano zurda la espantosa bataola; las estatuas dejaron los butacones para volver a sus sitiales respectivos. Consuelo las veía trepar por inseguras escalerillas de cuerda, pendientes del techo, apreciando las violentas contracciones musculares de sus brazos y de sus piernecillas negras, impotentes para soportar el peso abrumador de sus cabezotas; y por entre aquel perpetuo flujo y reflujo de figurillas disparatadas, de ratonzuelos que corrían por el suelo empujando quesos de bola, de machos cabríos, de lagartos verdes que se arrastraban por las paredes cazando tortugas con alas de murciélago, los ilustres padres del habla castellana, del romanticismo moderno y de la grave filosofía estoica, continuaban trepando en busca de sus pedestales vacíos. La joven les observaba atentamente, deseando verles arribar sanos y sin magulladuras al término de sus afanes. Cervantes llegó el primero; luego Calderón; al recobrar su puesto sus cuerpecillos desaparecían y tornaban a ser las pacíficas estatuas que ella misma compró por doce o quince pesetas a un mercader italiano.
Pero Marco Aurelio fué menos afortunado que los otros: al llegar a la cornisa del estante, un condenado diablillo que andaba por el suelo jugando al trompo, quiso subir por la escalerilla en que, desde hacía diez minutos, realizaba prodigios de agilidad el desgraciado emperador y filósofo romano, y aquélla empezó a oscilar. Consuelo hubiera deseado ahuyentar al maligno espíritu, mas como no podía moverse, tuvo que resignarse a permanecer inactiva. No obstante las importunas sacudidas del demoncejo revoltoso, el autor de “Los doce libros” estaba a punto de salvarse: ya había afianzado su pie izquierdo en la cornisa y reconcentraba todas sus energías para separarse con un último esfuerzo de la escala fatal, cuando una lagartija que huía de un repugnante sapo armado de adarga y lanza, tropezó con tal violencia al desventurado filósofo, que le arrebató el equilibrio. Consuelo le vió vacilar, inclinarse hacia atrás, dar una vuelta de campana y caer pesadamente al suelo, saltando en añicos. Al quedar la venerable cabezota de Marco Aurelio reducida a un montón de pedacitos de yeso, la joven lanzó un grito. Entonces desaparecieron por ensalmo los detalles de aquel aquelarre y la joven permaneció inmóvil, creyendo que la llamaban: luego aquella audición fue más clara; parecía la voz de Alfonso.
—¿Qué es eso?—murmuró.
—Despierta, mujer; tienes una pesadilla.
—Es que el pobrecito Aurelio se ha roto la cabeza...
Sus ideas tornaban a confundirse y calló.
—¿Qué dices, loca?... Vuelve en ti; no sueñes.
Era otra vez la voz de Alfonso. Consuelito Mendoza oyó que la hablaban casi al oído, un aliento tibio rozó su cara, manos vigorosas la sacudieron. Despertó sobresaltada, frotándose los ojos.
—Alfonso—balbuceó.
—¿Qué?
—¿Pasó ya?
—Sí; era una pesadilla; como te empeñas en acostarte del lado izquierdo... Ahora duerme y déjame en paz; tengo mucho sueño.
—¡Hijo... qué miedo tan grande!... ¡Si vieras!
Dió media vuelta, abrazándose al cuello de Sandoval.
—¿Qué hora es?—preguntó.
No dijo más y volvió a dormirse. Transcurridos algunos minutos, la pesadilla se reanudó.
Estaba con su marido en un palco del teatro Real, viendo una ópera cuyo argumento desconocía. De pronto tuvo frío y se levantó para vestirse el abrigo que había dejado en el antepalco: éste era una alcoba, su dormitorio de la calle Arenal, con su otomana, su mesa de noche y su cama matrimonial vestida de blanco. Sentóse en el lecho a reposar; tenía jaqueca; las notas llegaban a sus oídos debilitadas, tenues, remedando suspiros.
De pronto reapareció el gnomo con su luenga barba gris, su caperucita roja y una linterna en la mano. Corría de un lado a otro callado y sin ruido, como buscando algún pequeño objeto extraviado. Consuelo no tuvo ganas de seguir mirándole.
—Este hombre—pensó—es un pillo. ¿A qué vendrá esta noche aquí? Seguramente entró por el cristal roto de alguna ventana, como hacen las brujas, o por la puerta, bajo las faldas de alguna señora: como es tan chiquitín... Pero, ¿a qué habrá venido, a qué?... Yo antes lo sabía y la idea está aquí; se va... se me escapa, no consigo agarrarla bien. ¡Ah, sí... ya sé... ahora recuerdo!... Lo que pretende es organizar una reunión de diablos para que bailen un poquito al son de la música.
Reapareció el gnomo: sin fijarse en ella atravesó el cuarto y procuró ocultarse bajo la otomana: después de tenderse de pecho al suelo comenzó a estirarse alargando los miembros, doblegándose de diferentes modos con una suavidad de movimientos semejante a la de los gatos cuando quieren meterse por debajo de una puerta. Consuelo le observaba fijamente: el misterioso espíritu pasó primero la cabeza, luego la mitad del busto, en seguida la otra mitad, las piernecillas también fueron entrando poco a poco hasta desaparecer enteramente: y entonces sólo vió el reflejo de la linterna que continuaba luciendo bajo la otomana, iluminando su vientre, convirtiéndola en un gigantesco gusano de luz.
De pronto las miradas de Consuelo repararon en una puertecilla que acababan de abrir y por la cual entró un hombre muy pálido, sin pelo de barba, con las mejillas arreboladas, las orejas grandes y separadas del cráneo, los labios descoloridos, el pelo áspero y cortado a rape, la mirada inmóvil y sin expresión, las manos exangües como las de un muerto, el cuerpo vestido con un burdo traje de tafetán verde; aquel extraño antojo avanzaba lentamente, sin mover los brazos ni las piernas, como patinando... La joven comenzó a tiritar de miedo: no podía huir, ni gritar, ni defenderse; la espeluznante aparición ejercía sobre ella una atracción fascinante. Entretanto, la sombra fatídica se acercaba sin ruido, sin movimientos, sin voz, extendiendo hacia su víctima sus brazos y sus labios. Consuelo sintió que aquellos brazos la enlazaban con un anillo de hielo. El fantasma maldito tenía la fuerza de una realidad espantable: la boca del horrible engendro oprimió la suya con un beso mortal, mientras una mano, fría como el mármol, la palpaba bajo las faldas. Estaba tendida en el suelo, sin poder desasirse, jadeante, a punto de ser vencida... Entonces la expresión del hombrecillo del traje de tafetán empezó a cambiar: sus apagados ojuelos fueron transformándose en otros grandes, expresivos, penetrantes, de color pardo o verde muy obscuro, sombreados por largas pestañas negras. Consuelo, que había visto aquellos ojos en otra parte, miró mejor... El muñeco había desaparecido y en su lugar estaba Montánchez. La vergüenza y su dignidad de esposa sublevaron el valor de Consuelo, que empezó a defenderse.
—¿Qué hace usted?—exclamó.
—Nada, no se apure usted—repuso él con su acostumbrada finura—; vamos a representar la última escena de la ópera.
—No, no... puede venir Alfonso y enfadarse conmigo. Espere usted a que yo se lo diga; vuelvo pronto... Hombre, ¿usted no dice que deben evitarme las impresiones fuertes?... ¡No me irrite usted!
—Señora—insistía Montánchez sin soltarla—, tenga usted paciencia; concluímos en seguida.
—Suélteme usted, se lo ruego, porque si Alfonso nos ve aquí solos y abrazados, es capaz de matarnos. ¡Oh!... Si él supiera que un hombre me ha tenido entre sus brazos, me daba un tiro... Suélteme usted... oigo pasos... ¡es él... es él!...
Ya no percibía la música del teatro, ni los rumores de la sala, ni las voces de los cantantes: la decoración había cambiado.
En aquel momento apareció Sandoval. Consuelo le vió dar un paso atrás, ponerse horriblemente pálido y coger un cuchillo, una faca enorme, cuya hoja brillaba a la luz siniestramente; la faca, tal vez, con que quisieron matar a don Felipe: luego caminó hacia ellos... Montánchez no se movió: hubiérase creído que esperaba resignado el golpe, o que poseía algún medio oculto y sobrenatural para conjurar el peligro y detener el brazo agresor. Mas Consuelo no pudo contenerse y lanzó un grito.
—¡Yo no quería!—exclamó—; ¡es... él!...
Iba subiendo la voz. Luego oyó la de Sandoval, y el trágico caramillo se disipó.
—Es Montánchez—repetía la joven.
Abrió los ojos y vió que ya amanecía. Alfonso la riñó duramente; no le había dejado dormir en toda la noche.
—¡No te enfades, hijito!—repuso ella—. ¿Ves?... yo no soy responsable de mis males. Es que he tenido pesadillas horribles. Creí que un muñeco de estuco, vestido de verde, me abrazaba, y después aquel monigote se convirtió en Gabriel Montánchez, que quería representar conmigo la última escena de una ópera...
Y volvió a temblar, recordando aquellas quimeras.
Poco a poco, sin embargo, tornó a quedarse dormida. Tenía el semblante pálido, sus ojos cerrados temblaban ligeramente, los labios se movían balbuceando palabras que no llegaban a ser inteligibles...
Al día siguiente, y sin otro contratiempo o motivo, Consuelito Mendoza amaneció tiritando otra vez bajo las garras de la calentura.
Gabriel Montánchez vivía en un piso tercero de la calle Hortaleza, sin otra familia que una vieja sirvienta y un hermoso perrazo negro que agonizaba de viejo y de gordo.
La primera juventud de Montánchez fué borrascosa. Cuando cursaba el cuarto año de Medicina se enamoró de una modista vecina suya, y fué correspondido; su familia, sabiendo que el joven pagaba largamente las mercedes de la muchacha y que la pasión amorosa le quitaba la del estudio, intentó romper el idilio. La escena entre el padre y el hijo fué violentísima y se separaron sin avenirse.
Al día siguiente Gabriel corrió al Monte de Piedad a empeñar su reloj, sus sortijas y cuantas alhajas tenía, malbarató sus libros y algunos trajes, pidió dinero a varios amigos de posición holgada, aguzó el ingenio hasta conseguir que un prestamista conocido le facilitase dos mil reales, y con más de cuatrocientos duros en la bolsa, y en compañía de la moza que le había vuelto el juicio, emigró a París: fué un viaje relámpago, salpicado de peripecias interesantes, de escenas imprevistas.
Los primeros meses pasados en la ciudad del Sena no fueron malos.
Embriagados Montánchez y su coima de amor y de libertad, no miraron al porvenir hasta que su caja de caudales estuvo casi vacía. Entonces recordaron que ninguno de ellos era hijo de millonarios, y alarmados por tan razonable observación procuraron contener a la miseria con su trabajo: ella buscó quehacer en un obrador; él pidió dinero prestado a un viejo corredor de vinos con quien hubo de intimar en sus días de prosperidad y bonanza, y con aquel dinero y el que pudo allegar dando lecciones de español, pudo continuar evitando la bancarrota definitiva algunos meses más.
La situación, no obstante, fué agravándose: la patrona, sospechando que nunca vendría de España aquella letra de dos mil pesetas con que sus huéspedes parecían pretender engatusarla eternamente, empezó a desconfiar; púsoles mala cara y acabó negándose a mantenerles si no satisfacían su deuda.
Ante esta dificultad que las circunstancias hacían insuperable, Gabriel Montánchez procedió con el acierto y resolución que siempre fueron los rasgos sobresalientes de su carácter; obligó a su querida a ponerse unos sobre otros sus vestidos; él hizo lo mismo; y una mañana escaparon dejando a la patrona, por todo recuerdo, una maletilla vieja llena de piedras cuidadosamente envueltas en papeles para que no sonasen unas contra otras.
Esta aventura fué como la introducción o prólogo que el Destino maleante quiso poner a los muchísimos enredos en que más tarde el aventurero había de verse preso y trabado. Gabriel y su amiga descendieron los últimos peldaños del moral rebajamiento: la miseria corrompió sus costumbres y su amor; ella llegó a vivir de la prostitución; él, cuando la veía regresar a su boardilla despeinada y oliendo a vino, se encogía de hombros despreciativamente, feliz de que nunca le faltase tabaco con que llenar su pipa.
Una noche la pobre mujer no volvió: al día siguiente Montánchez supo, por los periódicos, que la habían asesinado en una taberna de los arrabales.
No tardó Montánchez en consolarse de aquel descalabro, y al fin, libre de la malhadada pasión que en un momento de fiebre le robó a su familia y a su patria, decidió regresar a Madrid, lo que hubiera hecho si el Destino no hubiese dispuesto el curso de los acontecimientos de muy distinta manera.
La esposa de un alemán de quien Montánchez era íntimo amigo, tuvo el imperdonable antojo de enamorarse del joven español a los cuarenta años cumplidos: fué una pasión tardía, pero abnegada y generosa, que proporcionó al antiguo estudiante ganancias pingües.
Más tarde la mujer de un sueco, recién venido a París de agregado a la embajada de su país, cautivó el corazón del arriscado mozo, arrastrándole a nuevos azares.
En este tercer enredo Montánchez fué menos afortunado. El marido, sospechando la verdad, le desafió, y Gabriel recibió una estocada que puso en gravísimo riesgo su vida.
Cuando salió del hospital, como París le inspirase repugnancia invencible, resolvió emigrar sentando plaza en un batallón de zuavos que salía para la guerra de Argel. Al año siguiente, cansado de la vida del campamento y comprendiendo que ni su carácter ni sus antiguas disipaciones le permitían resistir aquellos trabajos, desertó, y merced a un pasaporte falso pudo embarcarse con rumbo a Sicilia. Luego pasó a Italia y en Roma vivió dos años, endulzando con su amor las soledades de una rica viuda genovesa. Más tarde marchó a Grecia, recorrió el Asia Menor y, finalmente, volvió a París, donde conoció a Sandoval, de quien no tardó en ser muy camarada.
Aquélla fué para Montánchez una era de paz. Se colocó de traductor en una casa editorial, y los ratos que sus ocupaciones y sus devaneos le dejaban libres, los consagró al estudio de la Medicina. Por aquel entonces las teorías criminalistas de Lombroso y el hipnotismo empezaban a estar en boga; diariamente hablaban los periódicos y las revistas profesionales de los descubrimientos hechos en un sentido o en otro, y Montánchez, cediendo a ese impulso innato que arrastra a la juventud hacia lo desconocido, aceptó inmediatamente las teorías defendidas por la flamante escuela. Los misterios de la ciencia hipocrática y los nuevos vastísimos horizontes extendidos ante sus ojos, le sedujeron: los trabajos de Charcot, relativos al origen y desarrollo de los padecimientos mentales, le aficionaron al estudio de la psicología fisiológica; leyó a Wund y a Lotze, oyó las explicaciones de Cullerre y de Luys, concurrió asiduamente a la escuela de Medicina y a los hospitales, y bien pronto figuró entre los alumnos más aventajados: su espíritu, hasta entonces adormecido por los placeres, despertó súbitamente, adquiriendo en pocos meses un copioso caudal de conocimientos.
Aquel otoño Sandoval y su amigo regresaron a Madrid, donde Gabriel Montánchez tuvo la desgracia de saber muchas y muy amargas novedades: su padre había muerto poco después de su fuga, y su madre, aniquilada por tantos disgustos, vivía en una calle de las afueras, consagrada a sus recuerdos y a la educación de una sobrina.
La reconciliación entre la anciana y el hijo pródigo fué completa y dulcísima; pero Montánchez, para no tener nada que coartase su fanático amor a la libertad, quiso vivir solo, y no sosegó hasta hallar un cuarto al cual se fué a vivir con una antigua sirvienta de su familia.
Una vez establecido, tomó posesión de la parte que le correspondía de la herencia de su padre, que era considerable, y tres años después se graduaba doctor en Medicina; hecho lo cual compró aparatos de física y química, retortas, alambiques, dialisadores, balanzas de precisión, cajas de reactivos, pilas de Bunsen, una máquina eléctrica de Ramsden y una soberbia biblioteca que importó más de cinco mil duros y en la cual reunió lo más notable que en aquellos últimos años se había publicado relativo a la ciencia de curar.
En aquella casa pasaba Gabriel casi todo el día y gran parte de la noche estudiando a sus autores favoritos, sacando notas, escribiendo Memorias, entregado a una labor incesante que ocupaba todas sus horas, y disfrutando una vida anómala, más propia de un monomaníaco que de un hombre cuyos tornillos razonadores estuviesen bien apretados.
Asustado de sus antiguas calaveradas y de los años perdidos en torpes aventuras, odiaba al tiempo con todas las fuerzas de su alma, y a tener forma corporal se hubiera batido con él.
—Es el único enemigo que me ha hecho temblar—decía.
Y le odiaba porque le temía, seguro de que contra la eterna sucesión de las cosas no se puede luchar.
Cuando el amor al estudio transformó a Gabriel Montánchez en otro hombre, el antiguo aventurero, parapetado en su gabinete sin más entretenimientos que sus autores y sus recuerdos, echó una ojeada a su alrededor considerando lo que fué, lo que era, lo que podía ser... Nueve años eran pasados desde que una mujer le robó con el amor de sus padres el aprecio de sí mismo; aquellos años huyeron veloces y sus deleites podían compendiarse en estas palabras: amar y maldecir del objeto amado para volver a enamorarse de otros ídolos tan falsos como el caído y renegar de ellos también. Evocó aquella dichosa juventud que se cubría bajo un cendal de poéticos encantos según se alejaba, recordó su presente lleno de hastío y las nieves que coronarían los años venideros, y quedó horrorizado ante los progresos del tiempo, ese monstruo que los días hermosos se presenta con cara de risa y los nublados con ceño de demonio, pero a quien siempre recibimos con gusto porque trae cabalgando sobre cada amanecer una nueva esperanza.
Gabriel Montánchez, no queriendo envejecer ni morir, soñó con ser inmortal. Para lograrlo propúsose descubrir un elixir, que mantuviese la juventud perpetuamente, de modo que los cabellos no blanqueasen, ni los ojos perdieran su brillo, ni las carnes su tersura, ni el cuerpo se encorvara, ni el corazón dejase de alentar los divinos entusiasmos de la edad primera; quería, en fin, llegar a los treinta o treinta y cinco años, edad en que el desarrollo ha terminado definitivamente, y no pasar de allí. Y este propósito de substraerse a la muerte, de vivir en el mundo contrariando la más inquebrantable de sus leyes al conservar para sí la vida que la Naturaleza exige a todo lo que nace, era la ambición más grande, el desvarío más original y prodigioso, que ningún espíritu cultivado pudo concebir.
Gabriel Montánchez trabajó en su empresa cuanto supo; revolvió libros, consultó autores, practicó experimentos en animales vivos y compuso multitud de combinaciones químicas sin hallar la bebida que, reuniendo todos los elementos constitutivos de los tejidos orgánicos, tuviese la facultad de eliminar las substancias calizas que los años acumulan sobre los órganos.
Al fin se convenció de que el tiempo era más fuerte que él, y ya no pensó más en disputarle aquella vida miserable que se escapaba.
Pero el deseo de inmortalidad había logrado preocuparle tan hondamente, que aun después de reconocerse vencido no quiso saber la duración de su suplicio, y para conseguirlo apeló a un procedimiento original. Cerró cuidadosamente las ventanas de sus habitaciones, tapando con burletes y argamasa cuantos intersticios pudieran servir de paso a la luz exterior; extendió, para mayor seguridad de no ser nunca sorprendido en su refugio por un rayo de sol, grandes cortinajes de damasco sobre las ventanas y encendió magníficas lámparas en todos los cuartos; de este modo, permaneciendo sumido en una noche perpetua, ignoraba la sucesión de los días. Para realizar más cumplidamente su alejamiento del mundo, vendió todos los relojes, esos chismes fatales que amarran la humana existencia al rítmico girar de sus manecillas; los almanaques, que cuentan los días, los meses y los años, y cada una de cuyas hojas, al caer, deposita sobre el corazón una gotita de hielo; los termómetros, que al marcar la temperatura recuerdan indirectamente el nombre de la estación; los periódicos, que cada veinticuatro horas compendian en sus páginas los ecos todos de la opinión y de la vida, y los espejos, que al reflejar nuestra imagen nos obligan a comparar involuntariamente lo que fuimos y lo que somos... Y para estar más libre aún, su ama de llaves quedó encargada de recibir al casero y a cuantos importunos pudiesen recordarle que estaba en el mundo y que era esclavo de sus impertinencias.
Al principio este nuevo plan de vida no dió los resultados apetecidos, porque el hambre, el sueño y los ruidos que subían de la calle, le recordaban vagamente las horas; mas poco a poco la realidad mundana fué borrándose, la casa pareció un retiro encantado, los quinqués siempre estaban encendidos, el silencio era casi completo, sobre las habitaciones pesaba una noche eterna. Montánchez vivió así tres meses consecutivos, pasados los cuales vió con satisfacción que no recordaba fijamente ni la hora, ni el día, ni el mes en que vivía. Después empezó a salir a la calle y se hizo socio del casino a que concurría Sandoval, pero procurando siempre mantenerse alejado del movimiento de la vida. Si al salir de su casa encontraba la luz del sol o la de los faroles, o veía casualmente algún reloj, como no sabía ni el día ni el mes en que estaba, aquellas impresiones no le causaban efecto ninguno: cuando tenía que hacer alguna visita, su ama de llaves cuidaba de avisarle de un modo especial, previamente convenido, y de ventilarle bien las habitaciones durante sus ausencias, cerrándolas antes de que él volviese, para que las encontrase según las dejó, y de servirle las comidas a horas estrafalarias y desordenadamente. Merced a estas sapientísimas precauciones, el encanto duraba.
La última fecha conservada en la memoria del médico era la del cinco de diciembre, día en que se parapetó en su casa con el propósito firme de renunciar al mundo: a partir de allí, la realidad y la ficción se fundían en inextricable laberinto y, como sus paseos eran poco frecuentes, la ilusión persistió. La única persona que de tarde en tarde le visitaba, era Alfonso Sandoval, su amigo íntimo. Éste procuró arrancarle de la cabeza aquel inútil “odio al tiempo”, hablándole de su próximo enlace con Consuelo Mendoza, recordándole las bellezas del mundo y la posibilidad de matrimoniar con una joven guapa y rica, que le colmase de comodidades y de muchachos.
—Hay que cumplir los preceptos divinos—decía Sandoval—, y ya que no estamos en edad de crecer, debemos multiplicarnos para dejar a Dios contento.
Montánchez, indiferente, alzábase de hombros.
—El mundo—decía—me hizo mucho daño; no quiero saber de él.
Así vivía, retraído, a solas con sus autores y sus ensueños de sabio, luchando, ya que no por la inmortalidad del cuerpo, sí por la del hombre, en aquella mansión fantástica, remedo exacto de la eternidad, rodeado de libros y de objetos inmutables.
Este cambio radical de costumbres modeló notablemente los principales rasgos fisonómicos del médico.
Tenía los labios finos, la nariz aguileña, la cara cuidadosamente afeitada, conservando aún la fresca gallardía y desenvoltura de sus buenos tiempos de galán, pero sin olvidar la sangre fría y el aplomo propios del hombre de mundo.
Pero donde los efectos del trabajo mental se revelaron más poderosamente, fué en su mirada enérgica, fascinante, dotada de una fuerza magnética irresistible: había en ella algo sobrenatural y misterioso que infundía miedo, horizontes inmensos, relampagueos deslumbrantes de genio y de luz. Todas las actividades de su cuerpo estaban concentradas en los ojos: el fuego y las pasiones de la juventud dieron a su mirada la expresión de la audacia y del desprecio; la ciencia y el estudio, la mansedumbre y la profundidad; era una mirada fría y dura, dotada de fijeza mortificante, que acariciaba sondeando. Aquellos ojos eran el terror de Consuelito Mendoza; eran los ojos que tenía el muñeco vestido de tafetán verde de su pesadilla, y los que algunas veces vió en sus horas de ensueño. A su juicio, el poseedor de tales ojos no podía ser bueno.
Aquella mañana, Sandoval salió de su casa en busca de Montánchez: caía una lluvia menudita, que el viento pulverizaba.
Al cruzar la Puerta del Sol miró el reloj del ministerio de la Gobernación; eran las ocho. Cambió el paraguas a la mano izquierda y llevóse la derecha a la boca para alentar sobre ella e infundirla calor; después la guardó en el bolsillo del pantalón apretando mucho los dedos unos contra otros. Al entrar en la calle Montera oyó una voz estentórea que pregonaba: “¡Café caliente!...” Y vió un grupo de vendedores de periódicos, colilleros, barrenderos y agentes de orden público, reunidos alrededor de un hombrecillo regordete que sacaba un brevaje obscuro y humeante de una no muy limpia cantimplora de hojalata, colocada sobre un braserillo. Aquel cuadro de costumbres madrileñas trajo a Sandoval recuerdos de otros tiempos.
Iba caminando maquinalmente hacia la calle de Hortaleza y abarcando los detalles del cuadro. A su lado pasaban algunos obreros de prisa, con la gorra sobre las cejas, la nariz amoratada por el frío, la americanilla abrochada, los brazos cruzados sobre el pecho y las manos bajo los sobacos, para calentárselas con el calor del propio cuerpo; criadas madrugadoras que iban a la plaza envueltas en densos mantones a cuadros, y grupos de barrenderos que quitaban la nieve de la noche anterior con las mangas de riego y las escobas. Las puertas de los comercios se abrían con estrépito y a ellas salían los horteras, con sus redondas cabezas y sus semblantes inexpresivos, el centímetro alrededor del cuello y las tijeras en el bolsillo; parados con las piernas abiertas y frotándose sin cesar sus manos cuajadas de sabañones, miraban ufanos a las mujeres transeúntes. Las porteras barrían sus zaguanes, quitando el barro y sacudiendo las paredes, y los visillos de algunas ventanas se corrían descubriendo caras macilentas que aún conservaban en las mejillas las señales de la almohada.
Sandoval, agradablemente sorprendido por un espectáculo que, por perezoso y dormilón, veía pocas veces, ambulaba recomponiendo un mundo de memorias.
Recordó los años en que su padre le obligaba a ir todas las mañanas a un colegio de primera enseñanza situado en la calle del Pez, esquina a la de Pozas, y donde tenían que habérselas, él y sus condiscípulos, con un cura que les abofeteaba y vejaba sin motivo. A las siete en punto la criada iba a despertarle: ¡horrible iniquidad!... Él procuraba eludir la orden todo lo posible, seducido por el calor del lecho, la semiobscuridad encantadora de la habitación y el ruido de la lluvia; pero a las siete y cuarto volvían a llamarle y luego a las siete y media... A las ocho no había salvación; su padre en persona iba a visitarle armado con un jarro lleno de agua recién sacada de la fuente, amenazándole con echársela por la espalda si no se levantaba en seguida. Después, tras un buen chapuzón, le vestían su trajecito marinero, le daban un pocillo de chocolate y una ensaimada, le ponían su boina, le terciaban a la espalda la cartera de los libros y le echaban a la calle.
Y recordó también las noches que aprovechaba estudiando las lecciones de Gramática, de Historia o de Aritmética, del siguiente día; el repaso que les daba camino del colegio, los cinco céntimos de castañas asadas que siempre compraba al salir de su casa, no sólo por el gusto de comerlas, sino para calentarse con ellas las manos; el invariable mal humor del presbítero pedagogo, los insultos, los pescozones recibidos, muchas veces injustamente; y luego las correrías hechas con otros chicos por las orillas del Manzanares, las riñas con las lavanderas, las peleas con los granujillas del barrio de Pozas y de la Moncloa, y la ovación que le tributaron sus compañeros de hazañas una tarde en que luchó y venció a dos pilletes en la Fuente de la Teja.
De estas excursiones clandestinas regresaba entre seis y siete de la tarde, y a esa hora se iba por las calles de Fuencarral y Montera muy despacito, parándose embelesado ante los escaparates de las tiendas, con la gorrilla encasquetada, las manos en los bolsillos del pantalón y la bufanda muy levantada alrededor del cuello.
Los comercios que más le cautivaban eran los de juguetes y los de cuadros, sobre todo si éstos representaban batallas o cacerías; y luego, dentro de esos mismos establecimientos, se aficionó a determinados objetos. Había, por ejemplo, en la calle Caballero de Gracia, un cuadro representando una carga de coraceros franceses, que le gustaba apasionadamente; la cara de los jinetes, la actitud de un oficial herido, la posición de los caballos, los accidentes del terreno, el color del cielo, de todos los detalles se acordaba: este grabado y un teatro de fantoches expuestos en la vidriera de Medel, fueron los dos mayores caprichos de su niñez. Habló de ellos en su casa, y como cuantas diligencias hizo por adquirirlos resultaron inútiles, hubo de resignarse a ver sus dos codiciados juguetes a distancia y a través de un cristal.
La tarde en que uno y otro, teatro y cuadro, desaparecieron, fue para él tristísima; perdió el apetito, la alegría y el color, se le marcaron las ojeras, recibió una azotaina paternal y hubo de tomar una purga.
En este detalle, aunque con variantes leves, la niñez de Consuelito Mendoza y de Alfonso, se parecían.
Cuando Sandoval llegó a casa del médico, supo que éste se había acostado pocas horas antes, y entonces pasó al despacho a esperar que fuese más tarde.
El estudio del médico era un vasto salón con dos balcones a la calle Hortaleza, decorado con magníficos muebles de felpa, color verde musgo.
Todos los detalles indicaban que la noche anterior el trabajo se prolongó hasta muy tarde: sobre la mesa había un manojo de cuartillas escritas y varios libros abiertos y con las márgenes plagadas de anotaciones; el tintero estaba destapado, las plumas diseminadas aquí y allá, el depósito del quinqué casi vacío; en todo el cuarto se percibía un fuerte olor a petróleo y al carbón quemado en la chimenea.
Sandoval empezó a revolver cuartillas y vió que Gabriel se ocupaba en componer una Memoria acerca del medio mejor y más seguro de provocar el sueño hipnótico, y los peligros a que la ineptitud del operador expone a las personas sugestionadas. Los otros manuscritos también trataban asuntos puramente científicos.
Entonces cogió un número de la revista “Ambos Mundos” y fué a sentarse junto a la chimenea; sobre ésta vió una gran cabeza de cartón que explicaba el sistema frenológico de Gall, y el cráneo de un mono metido en una urna. Aparte de un magnífico cuadro al óleo que representaba a Cleopatra probando el poder de sus venenos en sus esclavas, las paredes estaban adornadas por cuadros anatómicos: uno de ellos figuraba un esqueleto en actitud de correr; otro, los lóbulos del cerebro; los demás un hombre de espaldas y sin epidermis, enseñando el complicado mecanismo de los músculos dorsales; y otro de frente, con el pecho y el abdomen abiertos, y mostrando los órganos interiores; bronquios, pulmones, diafragma, estómago, intestinos; aquella figura, que presentaba la cabeza vuelta hacia un lado para descubrir mejor las venas y tendones del cuello, parecía exhalar un olor nauseabundo y tenía una expresión tan grande de dolor, que inspiraba asco y miedo. En un ángulo había un esqueleto verdadero y un armario abastado de órganos de cartón; brazos, piernas y caderas que parecían manar sangre, y multitud de caras contraídas por muecas horribles.
Cansado de estar solo, Alfonso decidió despertar a su amigo, y allanó el gabinete que Montánchez había convertido en laboratorio; allí estaban las pilas de Volta, la máquina de Ramsden, metida en su funda de tela gris, un sillón-cama para operaciones y reconocimientos obstétricos, y buen número de vasijas de vidrio, frascos y tubos de reactivos colocados en hilera a lo largo de la pared; una marmita de Papín, dos alambiques, varias retortas, barómetros, higrómetros y un estantito lleno de minerales, cada uno en su cajita de cartón y con su etiqueta correspondiente.
Sandoval, sin fijarse en aquellos objetos, asomó la cabeza bajo los cortinajes. Al fondo, tendido sobre una amplia cama de hierro, dormía Montánchez: su rostro, habitualmente pálido, aparecía más delgado y largo que de costumbre, y las arrugas de las mejillas daban a su fisonomía la cansada expresión de los Cristos yacentes.
Alfonso se acercó al lecho y exclamó alegremente cogiéndole la mano que tenía al descubierto:
—¡Despierta, hombre ilustre, que la ciencia y la amistad te reclaman!
Montánchez se estremeció ligeramente y entreabrió sus ojos serenos y tranquilos.
—¡Cuánto he trabajado!—murmuró.
Sentado al borde de la cama, Sandoval expuso compendiosamente y sin preámbulos el objeto de su visita: Consuelo estaba peor, de día en día sus males se agravaban, a ratos sus nervios se exacerbaban de tal modo, que había serios motivos para temer por la salud de su razón.
Gabriel se había quedado muy serio y oía atentamente.
—¿Ha sufrido en estos últimos meses alguna crisis violenta?—preguntó.
Sandoval comenzó a referir cuantos detalles recordaba que podían contribuir a esclarecer la índole de la enfermedad. Describió la niñez de Consuelo, el susto a que aquellos padecimientos parecían referirse, las ocupaciones a que se entregaba, su afición a la lectura y al teatro, sus ensueños y sus extravagantes supersticiones. Cuando refirió el ahinco que la joven puso en ser azotada, Montánchez no pudo abstenerse de sonreír.
—Todo eso—comentó—es muy serio y muy interesante, y acusa los gérmenes de un grave desarreglo mental cuyos progresos debemos corregir antes que echen nuevas y más robustas raíces. La gran dificultad que ofrecen estas enfermedades es que ninguna de ellas presenta rasgos característicos constantes, sino que en su misma naturaleza va envuelta la vaguedad y multiplicidad de formas; lo inestable, lo anómalo, lo que está fuera del curso natural de las cosas, es lo único que hay en ellas de permanente. En estos casos los pobres médicos caminamos sin luz, expuestos a caer a cada paso, de misterio en misterio, y es evidente que el diagnóstico de la enfermedad no puede hacerse en tanto no haya una base segura de dónde partir.
Sandoval agregó nuevos pormenores.
—Todos son datos que merecen tenerse en cuenta—dijo Montánchez—, pues aun cuando considerados aisladamente valgan poco, su conjunto constituye la historia de una enfermedad. Consuelo es una desequilibrada; su cerebro nació defectuoso o ha sufrido una alteración por efecto del susto de que antes hablabas, y los síntomas de ese desequilibrio son los que necesito conocer para remontarme por derechos caminos al origen o matriz de la enfermedad.
Alfonso continuó narrando minuciosamente la vida íntima de su hogar, no omitiendo ninguna particularidad, ni aun las más secretas y calladas, con la confianza ciega del que habla delante del médico y del amigo.
Montánchez le escuchaba, murmurando como si dialogase consigo mismo:
—¡Es extraño todo eso!...
Y añadió:
—¿Sabes si tiene alguna manía constante?
—Manías tiene muchísimas, pero permanente creo que ninguna.
—¿No sorprendiste en ella alguno de esos extravismos del gusto que impulsan a ciertos enfermos a comer pedacitos de barro o granos de café?... ¿O si muestra deseo o aversión inmotivada hacia determinados objetos o personas?
Sandoval vaciló.
—Hasta hoy nada he notado, pero en lo sucesivo me fijaré... Aunque ahora se me ocurre una idea que confiaré sin rebozo, porque a ti poco debe importarte. Consuelo no te quiere.
—¿No me quiere?... ¿Cómo lo sabes?
—Ella misma me lo ha dicho; no sólo no te quiere, sino que te aborrece con ese ardor salvaje que pone en sus menores afectos.
—Pues no lo entiendo.
—Y lo entenderás menos sabiendo que ella me confesó muchas veces que eres guapo y que tienes buen trato y mucho talento; pues a pesar de comprender tus excelencias, sigue odiándote.
—He ahí un mal precedente para que yo pueda curarla con fortuna—dijo Gabriel—, porque empezará a mostrarse rebelde a mis tratamientos, y el enfermo que aborrece a su médico es como el chico que detesta a su maestro, que no aprenderá nunca lo que éste pretenda enseñarle. Tu revelación me contraría mucho; no por mí, sino por ella, pues tratándose de enfermedades nerviosas en las cuales las impresiones lo pueden todo, los peligros de la antipatía se multiplican en un cincuenta por ciento.
—No importa—repuso Sandoval levantándose—, quiero que la veas antes que ningún otro médico; ahora te dejo para volver a casa, donde te espero a las...
—Calla—interrumpió Montánchez—, ya sabes que los relojes y yo no nos entendemos; explícaselo a mi ama de llaves y ella cuidará de llamarme.
—¿Seguramente?
—Seguramente.
Alfonso salió, corriendo los cortinones que separaban la alcoba del gabinete; y Montánchez quedó sumido en esa semiobscuridad aliada poderosa del sueño; luego encendió un cigarrillo y se puso a fumar sosegadamente mirando al techo. El humo producía en su cerebro, según las circunstancias, dos efectos contrarios; unas veces le excitaba, otras le adormecía; pero entonces el silencio y aquella atmósfera cargada de olor a tabaco, consiguieron emborracharle, las ideas perdieron su lucidez y la realidad desapareció lentamente bajo gasas impalpables.
Montánchez tiró el cigarro a medio apurar.
—¿Por qué me odiará esa mujer?...—dijo.
Y se quedó profundamente dormido.
Cuando Sandoval llegó a su casa encontró a Consuelo desayunándose.
—Hola, flor de la maravilla—exclamó—, ¿ya te levantaste a dar guerra?
—¿Dónde has ido?
—A la calle.
—Necesito saber a qué sitio.
—Aquí estamos perfectamente—dijo Alfonso acercando una butaca a la chimenea recién encendida—; fuera hace un frío inaguantable.
—¡Concho!... ¿Quieres responder a lo que pregunto?... Estoy hablándote.
—¿Me convidas a chocolate?
—Vaya usted a paseo.
—Dame, una sopita siquiera, tragaldabas.
—Hasta que no digas lo que has hecho, no te miro a la cara, eso mismo... ni te dejo catar el chocolate.
—¡Ah! pues, tienes razón... ¡Pícara cabeza la mía!... He visto a Gabriel.
—¿A ese albéitar indecoroso?
—Al mismo; y no ponga usted esa carita porque no hay motivos para tanto.
—¡Lástima de albarda!
—Sí, señora doña Consuelito Mendoza; fuí a eso; a decirle que te riña y te meta en cintura.
—¡Pues que se ande con tiento!
—¿Qué ibas a hacerle?
—¡Reventarle, concho!... Mira... si entrase ahora, le tiraba el pocillo a la cabeza. Yo no quiero ver más a ese tío, eso es; porque ese hombre es un tío y quiera Dios que alguna vez no andes a trastazos con ese amigote de los infiernos.
—Ya no hay remedio, princesa; Montánchez vendrá dentro de algunas horas a tomarte el pulso y a mirarte la lengua; le he referido nuestra vida íntima sin omitir un detalle, ¿entiendes? ni uno solo... y el muy pillo se ha reído bastante.
—¡Asqueroso!
Alfonso se acercó a ella y quiso darle un beso; ella se defendió; al fin, las dulces paces quedaron hechas.
Entonces Consuelo se levantó muy solícita, le trajo una zapatillas para que se quitara el calzado húmedo y se abrigase bien los pies, y obligóle a vestirse una dulleta con cuello y bocamanga de pieles; luego, por tenerle más cerca, le hizo sentar a su lado, en una banqueta.
—Ponte aquí—dijo.
Él obedeció, quedándose con las piernas extendidas casi horizontalmente, el cuerpo entre las rodillas de la joven y la cabeza caída sobre sus faldas. Viéndole en tal posición, Consuelo, presa de un violento acceso de ternura, empezó a despeinarle suavemente, besándole.
—¡Qué guapo eres!—decía—. ¡Qué bien estás así!... No hay quien tenga tus cejas, ni tus ojos, ni tus pestañas, ni una nariz como la tuya... Ese Apolo de que hablan los libros no valía lo que este mechón que tienes sobre la frente. ¡Concho, si la señora Venus te hubiese cogido por su vereda, buenos ratos hubiera pasado contigo, diosa y todo!... Así te quiero yo, por supuesto, que estoy lela en cuanto te veo y no vivo si no es pensando en ti. ¿Y tú, también me quieres mucho, verdad?... ¿Y andarás siempre conmigo y no te juntarás con nadie, eh?... ¿Verdad que no?... Bueno, ¡concho, contesta pronto, ya me había asustado!... Parece que fué ayer cuando nos casamos. Entonces te quería mucho, muchísimo, ¡ya lo creo! como que pasaba las noches leyendo tus cartas a hurtadillas de mi padre; pero ahora te amo más y con mayor tranquilidad, porque eres mío, mío sólo. ¡Uy!... esto de poder llamarte Alfonso mío, maridito mío, delante de todo el mundo, me llena la boca y el corazón. ¡Quia! tú no sabes lo que te quiero; vosotros, los hombres, por muy apasionados que seáis, siempre tenéis en el pecho un pedacito de corcho.
Y añadió:
—¡Quién te quiere a ti!
Sandoval, que ya sabía la forma de este interrogatorio, repuso:
—Mi burra.
—¿Tu burra chiquinina?...
—Ella solita.
—¿Y tú, a quién quieres?
—A ti y a dos niñas que tengo en los ojos y son tan guapas y tan monísimas como tú.
—Pues yo a ti y a los Alfonsitos de mis pupilas. Dios mío, ¿por qué no tendré muchas bocas para besarte al mismo tiempo en muchos sitios? Y esta pasión que por ti siento es contagiosa, pues la extiendo a los objetos de tu propiedad; y así quiero más a tus trajes viejos que a los recién traídos de la sastrería, con los cuales aún no tengo confianza. ¡Esto sí que es querer!... Tengo celos de tu camisa, de tu chaleco, de tu corbata, de todo, concho, lo que llevas encima; ninguno de esos chismes se separa de ti, te acompañan a todas partes, corretean las calles contigo, van al casino... ¡Quién fuera petaca o botón de camisa para custodiarte y fisgarlo todo!... Hay el inconveniente de que cuando una elástica se rompe se tira, pero no importa... Yo cambiaría treinta años de vida por cinco, con tal de pasar éstos pegadita a tu cuerpo como una pieza de punto...
Volvió a besarle los ojos y la boca.
—¡No hay en el mundo nadie como tú; nadie, nadie!...
Sandoval se dejaba mimar, sonriendo y sin devolver aquel diluvio de caricias.
—Oye, Alfonsito—dijo de pronto la joven—, ¿quieres referirme un cuento?
—¡Un cuento!—exclamó él aterrado—. ¡Para romances tengo la cabeza!...
—¿Entonces, lo cuento yo? Y eso que, según vosotros, la mía está medio descompuesta.
—¡Bravo, me parece muy requetebién! ¡Desembucha!
—Te advierto que es largo.
—No importa; aunque tenga más rabo que el diablo, lo oiré con gusto.
—Bueno, verás qué bonito es... pero no vayas a reírte, porque entonces no lo concluyo y te dejo con las ganas de saber el desenlace.
—Espera a que encienda este cigarrillo.
Sandoval se acordaba en tales momentos de la vida en Persia y Arabia, porque, a pesar de la estación y de la capa de nieve que cubría las calles, había en aquel cuadro algo orientalesco, que hacía soñar con las solitarias palmeras del desierto y los harenes musulmanes.
—Pues, señor—empezó Consuelo—, una mañana supo el gallo Pinto que su amigo Periquito se casaba y quiso ir a la boda: para ello se lavó de patas a cresta, se arregló las plumas y salió al campo; en la misma puerta del corral encontró un cajón muy grande, lleno de trigo.
—Concho—pensó el gallo—; si como trigo se me ensuciará el pico y los que me vean comprenderán que soy un tragón y se reirán de mí. Pero pudo más el hambre que sus escrúpulos, y picotazo va, picotazo viene, dejó la caja sin un solo granito, pensando que ya tendría ocasión favorable de limpiarse el pico por el camino. Conque siguió andando, hasta que vió una malva y dijo:
—Malva, limpia el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito. Y la malva no quiso. Entonces continuó caminando muy triste, y a poco rato encontró un borrego y le dijo:
—Borrego, cómete la malva que no quiso limpiar el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito. Y tampoco quiso. Prosiguió su camino, y al ver un lobo le dijo:
—Lobo, muerde al borrego que se negó a comer la malva que no quiso limpiar el pico del gallo Pinto para ir a la boda de Periquito. Y tampoco quiso...
Y por este estilo continuó hilvanando una retahila de nombres: sucesivamente el gallo, héroe de tan conmovedora narración, fué encontrando un perro, un palo, un haz de leña ardiendo, un río y un burro, y a cada nuevo tropiezo volvía a repetir todo el rosario de palabras que precedían, lo cual causaba efectos soporíferos decisivos.
Era una historia infantil que aprendió siendo niña, cuando iba al colegio, y que frecuentemente se complacía en recordar para distraer a su marido.
Alfonso cerró los ojos, dando muestras evidentes de cuán poco le importaba saber lo que le acaeció al gallo del cuento en su accidentada peregrinación.
Cuando Consuelo acabó de hablar, él parecía dormir; ella contemplóle en silencio, después le rodeó la cabeza con sus brazos y empezó a apretársela contra el pecho, mientras le prodigaba cariñosos epítetos; pasado este segundo arrebato de ternura, abrió los brazos separándose para mejor ver al amado, que continuaba con los ojos herméticos: la joven lanzó un grito y Sandoval se incorporó sobresaltado.
—¿Qué sucede, mujer?—dijo—. Me has dejado sin sangre en el cuerpo.
—¡Jesús, concho—repuso ella lloriqueando—, qué susto tan grande! Como te di un abrazo tan largo y tan fuerte... Pensé haberte ahogado.
La miró sonriendo, pero se convenció de que hablaba formalmente, porque estaba pálida y con las manos frías.
Por la tarde, a la hora de costumbre, Sandoval cogió el gabán y el sombrero para salir, y ella, contra lo que en semejantes ocasiones sucedía, no opuso la menor resistencia: acompañóle hasta la puerta de la escalera, puso la frente para recibir el beso de despedida, y retiróse al gabinete después de dar orden a su doncella de no recibir a nadie.
Aquellas horas de soledad y recogimiento eran su delicia, pues podía discutir consigo misma los mil proyectos que bullían en su cabeza, y fantasear a su antojo. Allí nadie la forzaba a seguir ésta o la otra conversación, podía discurrir libremente, sin aguardar a que su interlocutor hablase para responder ella, ni que observar cierto comedimiento en las palabras: allí no había estorbos; estaba sola, entregada a su albedrío, con un mundo de quimeras por delante.
La soñadora se fastidiaba porque ni sabía seguir con paciencia el lento curso de los acontecimientos naturales, ni podía doblegar el mundo a sus caprichos. Sabiendo que esta imposibilidad duraría lo que su vida, hizo lo que los filósofos idealistas: fabricar un mundo arbitrario para refugiarse dentro de él cuando lo estimara conveniente y vivir feliz.
Consuelito Mendoza quedó largo rato sin pensamientos, perdido el magín en un vacío infinito, la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos cerrados: después levantó la frente y sus miradas se fijaron en el espejo situado sobre la chimenea, fronterizo al sofá. Allí, dentro de la luna, había otra muchacha, otra Consuelo envuelta, como ella, en un mantón negro, y como ella peinada con los cabellos sobre la frente.
—Ésa soy yo—dijo la joven—; porque es indudable que lo que ahí veo es mi propia imagen.
Agitó un brazo en el aire cerciorándose de que su sombra lo haría también, y pareció quedar más tranquila.
—Estas cosas tan raras que me suceden—murmuró—, no sé si atribuirlas a que estoy medio chiflada, como dice Alfonso, o a que tengo mucho talento. A ratos creo que no vivo y que cuanto siento y pienso es pura invención mía, como le pasaba al famoso personaje de Calderón. Voy por la calle y me pregunto: ¿Andaré yo como las demás personas, vestiré lo mismo, no habrá sobre mi cuerpo nada estrafalario que haga volver la cabeza?... ¡Quién se viera por detrás!... Si pudiese hacer lo que San Cristóbal, que cogió su propia cabeza después de cortada... Si yo me encontrase a mí misma en la calle, ¿me reconocería?... Seguramente, porque cuando me observo en un espejo sé que la figura aquella es otra yo. A veces pienso que mis palabras carecen de significado, que nadie me entiende y hasta que mis labios se mueven sin formular ningún sonido comprensible. ¿Qué es una sílaba, qué es una palabra, qué es un idioma?... No acabo de entender por qué todos los hombres se mueven de la misma manera, aplican a cada objeto un nombre particular y argumentan de idéntico modo. Necesariamente esto se debe a algún convenio que celebraron nuestros abuelos, los cuales acordaron llamar sombrero a la prenda de vestir que se pone en la cabeza, y zapato a la destinada a abrigar los pies, y hombres... a los hombres, vamos... y mujeres, a nosotras. Tampoco comprendo por qué los franceses hablan de diferente modo que los rusos, y los españoles que los chinos. A mí me enseñan una carta geográfica y me dicen: este pedacito pintado de amarillo, es España; y este otro muy largo y del mismo color, que parece una bota de montar, Italia; el encarnado, Francia y el verdoso, Dinamarca. ¡Concho! Pues yo pregunto: ¿Por qué los de aquí no hablarán como los de allá, y éstos tienen su bandera y aquéllos la suya, y los unos se llaman austriacos y los otros ingleses?... Todo en el mundo es convencional; por eso a ratos dudo de mí y creo que la suerte me hizo diferente de los demás, y que parezco a los ojos de los que me rodean un bicho raro. Y el carácter... ¿qué será eso?... Siempre que se habla de una persona dicen que es de este modo o del otro, que tiene bueno o mal carácter... De modo que el carácter es el humor o genio de cada quisque; esto es claro. Pero, ¿qué carácter es el mío? ¿En qué grupo debo clasificarlo?... ¡Concho, qué pena tan grande... si creo que no tengo ninguno!... Yo desearía ser algo, poseer algo exclusivamente mío: hay mujeres frías, chismosas, indiferentes, alegres, apasionadas... y yo no siento ninguna de estas tendencias; no tengo amor patrio, ni fe religiosa, ni entusiasmo por nada; lo podré aparentar, pero, en el fondo, no es cierto, lo sé perfectamente. Es decir, según y cómo; apasionada sí soy, ¡qué concho!... no me lo vaya a quitar todo ahora, porque lo que es a Alfonsito le quiero con delirio; pero en cuanto a sentir entusiasmo por mis semejantes... que no puede ser, vaya...
Quedó silenciosa, contemplándose en el espejo con religioso arrobamiento, examinando su fisonomía con el prolijo cuidado del naturalista que escudriña los órganos de un insecto a través de los cristales de un microscopio.
Primero reparó en su frente, un poco pequeña, orlada de cabellos ondulantes; luego en sus grandes ojos adormecidos entonces por la pereza; en su boca de labios finos, en sus mejillas un poco pálidas, en la parte superior de su busto redondo y esbelto...
—Soy guapa—dijo—; lo reconozco aunque tengo el buen juicio de juzgarme sin apasionamiento: además, lo que dicen por ahí y los delirios que le inspiro a mi maridito, lo confirman. ¡Lástima que no tenga la boca un poco más chica, concho!... ¿En qué estarían pensando mi madre y padre?... Así, en esta posición, estaré el día en que me muera. No... así mejor, con la cabeza caída sobre el hombro y las manos cruzadas... ¡Uy, si ahora me quedase muerta, valiente susto iban a pasar los que fuesen entrando! ¿Qué haría Alfonso?... Probablemente echaría unas cuantas lágrimas de cocodrilo o de viudo joven, que es lo mismo; muy pocas, las indispensables para parecer bien... y luego se consolaría con otra. ¡Concho, si eso fuese verdad, resucitaba, y después de reventarle me volvería a morir tranquila!...
Tendióse en el sofá y cerró los ojos, quedando con las manos cruzadas sobre el pecho. Insensiblemente experimentó en todo el cuerpo una extraña sensación de flojedad, una laxitud invencible y creciente, cual si algún mecánico desconocido fuese aflojándola uno tras otro los resortes y tornillos de su ser; los órganos se independizaban poco a poco de la voluntad, los nervios se negaban a transmitir impresiones y la actividad cerebral decrecía paulatinamente según aquel agotamiento psíquico iba invadiendo las celdillas donde el pensamiento elabora sus maravillosas pulsaciones.
Consuelo sentía que su yo se desdoblaba en dos personalidades o entidades distintas; una material, de carne y hueso, que permanecía tendida en el sofá; y otra aérea, vaporosa como un jirón de neblina, que flotaba en el aire yendo de un lado a otro cual si quisiera escapar por algún intersticio de las paredes o del techo, y que sólo se hallaba unida a la primera por un hilo sutilísimo.
—Estoy medio muerta—pensó la joven—; concho, lo que siento es haberlo procurado tan bien, porque voy a morirme de verdad... y eso, francamente, me haría poquísima gracia. Me parece que dentro de mi cuerpo se ha roto algo y que por el agujerillo se escapa el alma sin pedirme consejo... ¡Eh, señora!... ¿Dónde se camina tan diligente?... Ahora la veo flotar; sí... es ella; concho, ¡qué delgadita y qué blanca es!... y está prendida a mí por un rabo fino y muy largo... como esas tenias que exhiben los boticarios, metidas en tubos de cristal. ¡Qué lástima! Si tuviese aquí una de esas redecillas con que los naturalistas salen al campo a cazar mariposas, la atrapaba. ¡Ay, Virgen de la Soledad, Cristo de la Misericordia, qué miedo tengo!... Si esa lombriz se rompe, mi alma se escapa y quedo más muerta que mi abuela... Cuidado si soy burra; ¿quién me mandaría abrir la boca para que el espíritu se escapara?... Vamos, eso de morirse sin motivo no tiene sentido común. Bien; ahora la cuestión se arregla, y el alma, comprendiendo que fuera hace demasiado frío, vuelve a refugiarse dentro de mí: perfectamente, porque así, estando yo cierta de no correr ningún peligro, representaré mejor y con más tranquilidad mi papel de difunta... Ya me han metido en el ataúd; el maldito, por lo duro, parece de piedra: ¡bien se conoce que los colchones de muelles no se hacen para los muertos! Tengo las manos y los pies helados, circunstancia que ayuda mucho a encubrir mi superchería; ¡qué frío! Por ahí debe de haber alguna puerta abierta... Ya siento ruido de gente que se acerca y oigo voces, pero no puedo conocer quiénes son. Están dándome tentaciones de abrir un ojo un poquitín para ver lo que sucede; estoy segura de que todos los asistentes vienen vestidos de negro, con unas caras muy compungidas y hasta pálidos, porque hay personas que tienen, como los camaleones, la capacidad de cambiar de color; pero por dentro están perfectamente, deseando salir a la calle para charlar y reír a sus anchas... ¡Qué diablo! Voy a mirar; para eso me he muerto, para enterarme de lo que harán conmigo el día en que la cuestión vaya de veras. Ea, vamos allá; ¡uf, cuánta gente y qué serios están todos!... Allí está Alfonso; ¡oh, granuja! ¿Pues no está fumando y riéndose con aquel tipo de patillas rubias como si nada grave le hubiera sucedido? ¿Y quién será ese mamarracho? Me revienta; los rubios no deben asistir a los entierros. En ese grupo de hombres y mujeres sólo trato a dos o tres... y ellas no son feas... y miran a mi marido de una manera... Lo que me molesta mucho a los ojos es la luz de los cirios... y éste que tengo junto a mi cabeza está derritiéndose, y como me caiga una gota de cera en la cara voy a freírme. Esa maldita puertecita que dejaron abierta tiene la culpa; si me quemo no podré contenerme y daré un grito. ¡Puf!... ¿No lo dije? ya está aquí, en la frente ha sido; menos mal que no he chillado. ¡Concho, aquí están los de la funeraria! ¡Qué pantorrillas tan delgadas tienen!... Y me bajan sin acordarse de cerrar la caja... me agarraré, porque, si no, estos bárbaros me matan sin remisión. Me llevan por unos pasillos muy anchos atestados de gente que mira con estúpida curiosidad; no conozco a nadie: atravieso la antesala, en pies ajenos, se entiende, y empiezo a bajar la escalera. Lo dicho; esta bromita me cuesta un riñón; en un recodo he visto una anciana llorando, conmovida; ¡pobrecita, si supiera que todo esto es una farsa!... Eh, ¿qué es eso?... Siento un ruido extraño de pasos que se acercan; los de la funeraria no se mueven y mi ataúd ha quedado en el suelo; tengo mucho frío y mucho miedo, y no me atrevo a abrir los ojos... Dios mío, ¿qué ocurrirá?... ¡Ay! Pretendo incorporarme y no puedo; siento una opresión en el pecho que no me deja respirar y me duele el corazón. ¡Aaa... aaa!... este nudo que tengo en la garganta me ahoga... No puedo desunir las manos... las manos cruzadas y... ¡aaa... aaa!... Un hombre se acerca muy de prisa, oigo sus pisadas, ya está aquí; me toca, me sacude por un brazo, me acaricia... ¡No puedo moverme ni gritar!... Me toca el cuerpo con sus manos ardientes, ¡qué horror, va a besarme!... Tiene su boca junto a la mía, su aliento roza mi cara... ¿Quién es?... No sé, no lo veo... pero le presiento, le adivino y me infunde mucho miedo... Ya le reconozco; esa mirada... esos ojos me aterrorizan y me atraviesan de parte a parte como cuchillos; son los de Montánchez, es él... ¡Soo... socoo... rrooó!... Sí... si ya le dije a usted las otras noches en el palco que no podía ser... que no po... po... día...
La joven perdió la conciencia de su ensueño y empezó a luchar defendiéndose de aquella agresión imaginaria, hasta que su mano derecha tropezó violentamente contra la pared: el dolor físico la despertó.
Era ya tarde: incorporóse en el sofá, y al tenue reflejo de los faroles de la calle vió su imagen dibujarse confusamente sobre el cristal del espejo como una mancha negra.
En el silencio, el timbre de la puerta de la calle vibró largamente.
Eran Sandoval y Gabriel Montánchez. La joven murmuró:
—Os había presentido.
—¿Estabas soñando?—preguntó Alfonso.
—Sí.
Luego agregó, mirando al médico de soslayo y torvamente:
—Esto parece una maldición. Le encuentro a usted en todas mis pesadillas...
El quinqué que Sandoval acababa de encender esparcía por la habitación una suave luz verdosa que realzaba las diversas expresiones de aquellos tres semblantes.
Sentada entre los dos hombres, Consuelo miraba al médico con ojos muy abiertos y una expresión parecida a la de esos muchachos revoltosos que, para persuadir al maestro de que se fijan mucho en la explicación, le miran sin pestañeos. Sandoval la contemplaba ansiosamente, queriendo adivinar sus palabras antes de oírlas; y Montánchez permanecía frío, siempre encerrado en sí mismo, midiendo el alcance de sus preguntas y aquilatando el valor de las respuestas, con los codos apoyados en los brazos del sillón y las manos cruzadas sobre el pecho, atento a las últimas particularidades.
—¿Cómo se encuentra usted ahora?—dijo.
Consuelito Mendoza se palpó el cuerpo como si se tratara de algún dolor físico.
—Ahora, bien—repuso.
—¿No sufre nada?
—Nada, no, señor, absolutamente nada; y es raro... pues hace un momento me quedé dormida aquí y desperté con mucho dolor de cabeza y mal sabor de boca.
Montánchez inició un hábil interrogatorio. Iba enumerando uno a uno los síntomas de la enfermedad que, según su criterio, padecía la joven, y después la preguntaba minuciosamente acerca de ellos. Su trabajo fué prolijo como el del juez que procura poner al reo en contradicción consigo mismo: hablaba repetidamente y de diverso modo de los mismos temas, unas veces preguntando y otras afirmando rotundamente, y en tanto que sus palabras y sus argumentos de médico experto obtenían confesiones de la enferma, sus ojos sagaces escudriñaban el semblante de Consuelo con tenacidad infatigable.
La empresa, sin embargo, era difícil: las respuestas de la joven carecían de fijeza.
—¿Suele usted sufrir mareos al levantarse de la cama o de la mesa?
—No, señor.
—Repase bien su memoria: probablemente los ha experimentado usted más de una vez y más de dos; ¿qué digo?... lo aseguro, estoy persuadido de ello; no lo niegue, porque es un síntoma muy característico.
Consuelo tardó bastante en contestar; quería complacer al médico demostrando que meditaba sus respuestas, pero en aquellos momentos la indócil imaginación vagaba muy lejos de allí. A pesar suyo no podía fijarse en nada: la distraían los semblantes de Sandoval y de su amigo, las arrugas de los cortinajes de la alcoba, la forma puntiaguda de la llama del quinqué, el sempiterno tic-tac del reloj...
Aquellas nimiedades ejercían sobre su espíritu atracción invencible; no podía desecharlas, ni mirar a otro sitio, ni proponerse otro asunto; era una manía, una obsesión de loca; y cuando respondía procuraba hacerlo, no con arreglo a su criterio, pues en circunstancias tales carecía de voluntad y de pensamientos, sino del modo que más satisficiese a Montánchez.
Éste llegó a comprenderlo.
—Es imposible entenderse con usted—dijo severo—; siempre contesta usted lo primero que se la ocurre y esa falta de sindéresis reporta dos males gravísimos: el de confundirme y el de engañarse a sí propia. Diga usted lo que sienta y no lo que yo quiero oírla decir, pues yo no quiero nada: vine a que usted me esclarezca respecto de un asunto para mí desconocido, y si por pereza, indiferencia o volubilidad de carácter, me lo oculta o desfigura, las consecuencias podrían ser fatales para usted.
El semblante de Consuelito Mendoza reflejó vergüenza y arrepentimiento, y el esfuerzo brioso que sobre sí misma hacía para gobernar su atención. Pero su buena voluntad no tardó en decaer y sus ideas empezaron de nuevo a confundirse: el mundo de lo soñado volvió a surgir ante sus ojos; su imaginación, harta de seguir paso a paso aquel interrogatorio odioso, atropelló todas las conveniencias.
Miraba al médico sin verle, o sin poder apreciar, cuando menos, los rasgos de su cara; le oía sin comprender claramente sus palabras y replicaba con la vaguedad del alumno que responde sin conciencia de lo que dice y movida sólo por la idea de complacer a su marido y a Montánchez, y de que la dejasen sola.
En tal ocasión experimentaba con redoblada fuerza el indefinible malestar que sufría siempre que la examinaban con fijeza, pues los ojos del médico la sugestionaban. Al principio de la entrevista pudo mirarle con timidez, luego empezó a desconcertarse y una profunda turbación invadió su espíritu; sus ideas se nublaron y acabó por no atreverse a levantar la vista del suelo; a continuación sintió miedo y ese frío íntimo y penetrante de la calentura; los ojos del médico la hormigueaban en las entrañas. De pronto, rompiendo aquel exótico embrollo de impresiones y de recuerdos, surgió una idea que murió casi al mismo tiempo de nacer, iluminando el obscuro abismo de la conciencia con una luz tenuísima de fuego fatuo; pero aquella imagen reapareció más tarde, y entonces sus contornos fueron mejor definidos. Era algo soñado que pretendía armonizarse con la realidad; un recuerdo, una figura misteriosa, un jirón de gasa o de niebla cuyos vagos perfiles iban acentuándose. En aquella forma incorpórea, Consuelo veía los rasgos de una persona que en otra ocasión la impresionara fuertemente, pero que entonces no recordaba bien...
—¿Sueña usted mucho?—inquirió Montánchez.
—Sí; casi todas las noches.
—¿Y se refieren sus pesadillas a asuntos determinados?...
—No, señor... es decir, no recuerdo...
—Insisto en ello—advirtió el médico—, porque el estudio de los sueños es interesantísimo, no desde el punto de vista profético, como afirmaban los antiguos y como aparentan creer las gitanas, sino por hallarse ligados a muchas enfermedades nerviosas; y tan cierto es esto, que algunas afecciones cardíacas o espinales, van siempre unidas a determinados ensueños.
—Pues mis pesadillas varían mucho—contestó Consuelo—, pero generalmente se refieren a lo que me ha impresionado durante el día.
—¿Y en ellas no vió usted nunca unos objetos muy grandes y otros muy pequeños?
—No, señor, aunque... espere usted... ¡Ah, sí!... he tenido un delirio horrible, que no puedo olvidar...
—Uno de los fantasmas que más activamente intervienen en las dislocadas imaginaciones de mi mujercita—observó Sandoval—, eres tú.
—¡Yo!—repuso el médico sorprendido.
—Sí; noches atrás, cuando la desperté, me dijo que querías representar con ella no sé qué ópera o qué belenes...
Estas palabras fueron para Consuelo una revelación; se acordó de las quimeras que tanto la atormentaban, de aquellos brazos inconmensurables, largos y negros como alambres quemados, que una tarde soñó se extendían tras ella para sujetarla; de la reunión de espíritus celebrada por un gnomo en un antepalco del teatro Real, y de aquel horripilante monigote de estuco vestido con traje de tafetán verde, que al abrazarla se convirtió repentinamente en Gabriel Montánchez...
Al recomponer este último detalle de su pesadilla, la imagen incolora que momentos antes surgiera en su cerebro, reapareció en toda su fuerza, y la vida ficticia de sus noches y la realidad se dieron la mano. El hombre que tenía delante era el mismo con quien tantas veces soñó en sus horas nocturnas de fiebre; era el original de aquel fantasma que pretendió abrazarla so pretexto de representar una ópera desconocida; aquellos ojos eran los mismos ojos verdes y penetrantes que en su pesadilla de la última siesta la observaban cuando ella iba hacia el Campo Santo en hombros de cuatro sepultureros imaginarios; la mirada diabólica que registraba sus pensamientos más íntimos y gravitaba sobre ella como una maldición. Ante aquel hombre tan temido, su valor flaqueó, y tapándose la cara con un pañuelo rompió a llorar. Montánchez se levantó.
—¿Qué es ello?—dijo—. ¿Se siente usted mal?
La joven no repuso y siguió llorando, dejando correr a lo largo de sus dedos gruesos lagrimones.
El médico quiso pulsarla, mas ella le rechazó violentamente.
—¡No, por Dios... suélteme usted!...
—Consuelo—exclamó Sandoval procurando obligarla a levantar la cabeza—: no te pongas así, ¿qué tienes?...
—¡Déjeme usted tranquila: no me toque usted!
—Pero si soy yo quien te habla... ¿no me conoces?...
Ella le miró: estaba hermosa, con las mejillas encendidas y cubiertas de lágrimas y los ojos brillantes. Una sonrisa imperceptible alegró sus labios; pero al ver a Montánchez que se había quedado un poco detrás, sus facciones volvieron a contraerse penosamente. Alfonso insistió:
—¿Qué tienes?
—Nada, déjame en paz.
—Consuelo, está aquí Gabriel, que se enfadará contigo y con razón.
—¡No guardo contemplaciones a nadie!—gritó la joven furiosa—; eso es lo que quiero, que se enfade, que se vaya... que no vuelva más... Ea, ya lo dije bien clarito para que todos me entiendan; ¿lo ha oído usted?... pues me alegro mucho de que lo sepa. No le quiero; sin saber la causa me pongo nerviosa en cuanto le siento... No me es usted antipático, precisamente, pero le tengo miedo, muchísimo miedo...
Sandoval se había levantado y miraba estupefacto a su amigo; mientras Montánchez, de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho, según su costumbre, sonreía con sonrisa burlona imperceptible.
—¿Pero quieres callar, imprudente?—gritó Alfonso exasperado.
—No, no... quiero que se vaya...
Continuaba echada sobre el diván, tapándose los ojos con ambas manos. Gabriel, sin despedirse, dirigíase de puntillas hacia la puerta. Alfonso le siguió. Cuando llegaron al recibimiento, Sandoval preguntó:
—Es un caso muy extraño—repuso el médico gravemente.
—Es que te odia.
—Sí, me odia y me teme: quizá la inspiro más miedo que aborrecimiento.
—¿Y qué opinas de su mal?
—No he conocido ningún temperamento tan original como el suyo: es un carácter incomprensible que tan pronto está de un modo como de otro; o más exactamente: son diez o doce caracteres diferentes arracimados en un solo espíritu. Desde que me hablaste de ella hasta ahora, he pensado mucho en su enfermedad, y con lo que me dijiste y lo que acabo de presenciar, creo conocerla bien. Consuelo tiene un temperamento extraordinariamente sensible; el menor accidente la contraría, el obstáculo más insignificante la asusta; a solas se atreve a todo, en el terreno de los hechos no es capaz de nada; su voluntad, por tanto, es una actividad puramente subjetiva, que no trasciende al exterior, que no sale fuera de su propio ser y se limita a elaborar ideas que, por no tener cimiento sólido, son siempre descabelladas, y a voliciones que ceden y se desvanecen al primer asomo de peligro. Consuelo es una persona doble, o lo que es lo mismo: entre sus muchas manías, cada una de las cuales constituye un carácter distinto, hay dos determinadas y permanentes. En el seno del hogar, contigo o con otra persona que la inspire confianza, debe de ser alegre, decidora, resuelta y hasta un tantico amiga de imponer su voluntad; en cambio, cuando se halla entre extraños, parece cohibida y acobardada. Al principio de la consulta me miraba familiarmente; luego advertí en ella señales de turbación que fueron aumentando hasta provocar el desenlace que hemos visto y del cual la pobrecilla no es responsable: y es que se turba; que en su cerebro debilitado desde aquel susto que me referiste, las ideas se confunden y la falta de aplomo en los pensamientos origina esas vacilaciones y esos terrores pueriles cuyo origen desconoce ella tanto como nosotros. Su falta de carácter lo atestigua su modo de mirar; Consuelo no puede sostener la mirada porque carece de voluntad.
—¿Y será fácil su curación?
—Creo que sí, y debemos intentarla en seguida, antes que el daño crezca.
Hablaron del plan curativo.
—Yo emplearía el hipnotismo—dijo Montánchez—; es mi panacea para toda clase de males. Además, el magnetismo no deja en el cuerpo, como el mercurio, señales de su paso: el imán, cual la luz, obra sin manchar. El hipnotismo es la gran terapéutica del espíritu: impón a Consuelo tu voluntad, domínala, enséñala a tener firmeza en sus deseos y conciencia de sus actos, tonifica mediante esa gimnasia espiritual los resortes de su carácter relajado, y verás cómo esas veleidades ridículas desaparecen.
—Pues, en ese caso—contestó Sandoval estrechando la mano de su amigo, que ya se marchaba—, quedas en libertad de obrar según te acomode; ven cuando gustes y procederemos al primer ensayo.
Despidióse Montánchez, y Alfonso volvió al gabinete donde Consuelo le esperaba arreglándose los cabellos. Al verle entrar, la joven corrió a echarse en sus brazos.
—Concho, ¿de qué habéis hablado tanto?... Hijo, desde aquí no oía más que el “muu” de la conversación; parecíais dos moscones.
—Contento me tienes—repuso Alfonso sentándose y afectando gran seriedad—; ¿es disculpable lo que has hecho esta tarde?... ¿Qué dirá ese hombre de nosotros? Vamos a ver, ¿qué dirá? Pues dirá que eres una niña incorregible que no debió salir nunca de la escuela y que mejor estaría en un convento estudiando el abecé, que casada; y yo, un marido bonachón, un ablandahigos sin medio adarme de sentido común para distinguir lo bueno de lo malo, y sin fuerza de voluntad para hacerme respetar ni aun de las muñecas como tú. Ahí tienes, eso es lo que dirá, ¿te parece bonito...
Consuelo sonreía comprendiendo que Alfonso no hablaba formalmente; esto la tranquilizó.
—Pero, hijo mío, si no lo pude remediar; ese amigote de los demonios es muy antipático.
—Pues, niña, bien guapo es.
—¡Lo cual no impide que sea muy antipático, concho!
—Haces mal en odiar a Gabriel—dijo Alfonso—, cuando no hay razón para ello; pues, como enseña un antiguo proverbio, necesitamos comer una fanega de sal con un hombre antes de conocerle.
—No, señor; yo le conozco muy bien, como si nos hubiésemos criado juntos; y sé que es un infame, un bandido de mala ley... ¡ya ves si le conozco mejor que tú!...
—No hay hombre que no tenga sus ribetes de bellaco.
—¡Y además, tiene cara de bruto!
Sandoval se echó a reír.
—No rías, que es la verdad; de bruto... y luego con aquellos bigotazos que parecen... no sé qué...
—¿Bigotes Montánchez? ¿Gabriel con bigotes?—exclamó Alfonso—; muchacha, ¿has perdido la chaveta?
—¿Que no tiene bigote?...
—¡Qué ha de tener, si siempre anda afeitado como un inglés!... ¿Pero tú, cómo miras a las personas que después no las recuerdas?... Apuesto a que si me vieras en la calle no ibas a conocerme tampoco.
—Pues, no sé—dijo—, no me acuerdo...
Y así era.
A la semana siguiente verificóse la primera prueba de hipnotismo que, como era de suponer, no dió ningún resultado.
Practicóse el experimento en casa de Sandoval, una tarde.
Acomodóse Consuelo en un sillón, de espaldas a la luz y con la cabeza echada hacia atrás; delante de ella se puso Montánchez, y a un lado, y de modo que ella no podía verle, Alfonso.
—El sueño hipnótico vendrá en seguida—dijo Gabriel disponiéndose a la operación—, porque este cuarto reúne inmejorables condiciones; poca luz y mucho silencio. Usted procure no distraerse y cortarle los vuelos a la picara imaginación: de no hacerlo así, dificultaría usted mucho mi trabajo y nos cansaríamos todos inútilmente. Piense en lo que vamos a hacer; esto es: en que se halla enferma, y que yo, para curarla, quiero dormirla; que Alfonso también desea oírla roncar como una bienaventurada, y que usted procura dormir porque está rendida y tiene mucho sueño. Conque, veamos, ¿lo hará usted así?... Ponga sus manos sobre las mías y míreme fijamente a los ojos, tratando de pestañear lo menos posible.
Pero Consuelo, a quien la sola presencia de aquel hombre bastaba otras veces para ponerla de mal humor, no podía reprimir la risa; una risa inmotivada y tonta que llenaba de lágrimas sus bellos ojos.
—Ya sé lo que debo hacer—decía—; pero no consigo mirarle seriamente: pone usted un semblante tan estrafalario que me río con toda el alma; pero no de usted, concho, no sea que “papá” Sandoval lo oiga y luego haya sermón: es del hip... no... tizador, ¿no se dice así?... Hip, hip, hip... parece que acaba una de comer, que no hizo bien la digestión y que está hip... hipando.
Montánchez no respondió, esperando a que pasase aquel acceso de hilaridad. Cuando la comprendió más tranquila, volvió a cogerla de las manos.
—Procedamos con formalidad—dijo—; quizá de esto, que parece un juego de estudiantes, dependa su curación.
—¡Pero si no estoy mala!... ¡qué hombres éstos... empeñarse en decir a todo el mundo que estoy enferma y que ellos van a curarme!... Vamos, ¿se apuesta usted algo a que de los tres que estamos aquí quien primero se muere es usted, y que una de las mujeres que irán al entierro seré yo?... Ea, ¿se apuesta usted algo?...
Fue preciso desistir de la empresa, pues cuando Consuelo se hartó de reír, se levantó diciendo que no quería más mojigangas.
A la tarde siguiente hubo otra sesión hipnótica.
Esta vez Montánchez, para evitar los perturbadores efectos de la risa, acudió a otro procedimiento. En las garras del buitre disecado que colgaba del techo, ató un hilito del cual pendía un esferita de metal brillante. El hilo tenía la longitud necesaria para que la bolita metálica estuviese suspendida a media pulgada sobre el entrecejo de Consuelo, quien, como el día anterior, hallábase sentada en un sillón de espaldas a la luz.
—Mire usted a esa esfera—dijo Montánchez—, y si se arma de paciencia, antes de cinco minutos dormirá como un lirón.
La joven quiso obedecer.
—¡Concho—exclamó pasados algunos segundos—, yo no sigo mirando!
—¿Por qué?
—Porque me duelen mucho los ojos.
—Tenga usted calma, mujer, que ese desasosiego visual es el primer síntoma del sueño.
Consuelo volvió a inclinarse hacia atrás mientras Alfonso y su amigo permanecían inmóviles, conteniendo la respiración. Durante algunos instantes sólo se percibió la tranquila respiración de la joven, el tic-tac del reloj, el sordo rumor de los coches rodando sobre el entarugado de la calle...
Sandoval miró al médico preguntándole con un gesto si la paciente dormía; Montánchez se encogió de hombros, pero viendo que habían pasado cinco minutos, aproximóse a ella de puntillas. Consuelito Mendoza tenía las manos caídas sobre la falda, la boca entreabierta, los ojos cerrados y el aspecto de una persona dormida.
—¿Duerme?—preguntó Alfonso.
—Ahora veremos.
—Mejor será dejar que el sueño sea más profundo.
—Sí... mejor es.
Entonces ella abrió sus grandes ojazos y lanzó sobre el médico una mirada burlona como una carcajada.
—¡Yo no estoy dormida!
—¿Y por qué tenía usted los ojos cerrados, diablillo indómito?
—¡Concho, porque me dolían mucho! Y, además, porque para mirar esa bola debo ponerme bizca y no tengo ganas de quedarme hecha un adefesio para toda la vida... Entonces ya podía echarle un galgo corredor a mi maridito, que se iría por esos mundos a buscar mujeres que le mirasen con buenos ojos.
Sandoval quiso reñirla por su falta de respeto y de juicio.
—Vaya—exclamó Consuelo insinuando un mohín como si fuese a llorar—, te aseguro que por hoy no puede ser; no te encalabrines, hombre, mañana será otro día; ahora estoy muy distraída y os será imposible sacar partido de mí. ¿Sabes de lo que estaba acordándome hace un rato?... Pues de aquella fábula que habla de un labrador que, estando sentado a la sombra de un guindo, se lamentaba de que las guindas no fuesen tan grandes como los melones; y cuando ya empezaba a sentir humos de teólogo campestre y a decir que el mundo no estaba bien arreglado y que Dios no sabía un pitoche de eso de fabricar planetas, ¡pum! le cayó una guinda en la punta de la nariz; lo cual le hizo comprender que bien están los melones cerquita del suelo. Y por eso yo pensaba: si conforme esta bola es una esferita que no pesa, fuese como un melón o un pepino, cualquiera me hacía estar debajo de ella...
—Pues mírese usted las narices—dijo Montánchez—, a mí, me es igual...
—Como a mí—interrumpió ella riendo—, que se mire usted las suyas, o que se las suene.
—Lo digo porque los resultados son idénticos; ese procedimiento y el de mirarse el ombligo eran los usados por los frailes medioevales.
—¡Hoy no me parece nada bien; mañana, mañana!...—gritó Consuelo.
Montánchez se convenció de que la misma impresionabilidad de la joven, que al principio juzgó circunstancia favorable para emplear el hipnotismo como plan curativo, era el primer obstáculo que entorpecía sus planes.
Consuelo Mendoza era una desequilibrada animada por un espíritu de protesta que la incitaba a rebelarse continuamente. Cuando comprendía que se trataba de un asunto serio sentía deseos de jugar, porque su alegría y su risa se excitaban ante la gravedad ajena; y, por el contrario, si veía a los demás contentos, experimentaba súbitos accesos de tristeza. El único modo de dominarla era sorprenderla con lo desconocido, con lo que ella no pudiese prever ni esperar; a traición exclusivamente se vencerían las asperezas de aquel carácter que sólo era consecuente en sus propias inconsecuencias.
—Estoy seguro de subyugarla—decía Montánchez a su amigo—; si bien necesitamos aprovechar la ocasión propicia. Siempre el primer experimento es el más difícil, porque aún el organismo no está predispuesto a recibir las influencias del sueño hipnótico, pero en los sucesivos se camina como por país conquistado.
Aquella ocasión tardó mucho en presentarse.
Aunque Alfonso dejó de ir al casino con tal de que Montánchez fuese a visitarle por las tardes, casi nunca Consuelo les acompañaba: se metía en sus habitaciones y ellos quedaban en el comedor, con los pies colocados sobre los morillos de la chimenea, las piernas envueltas en mantas, fumando y bebiendo café, adormecidos en la tibieza de la atmósfera. A veces Consuelo, cansada de estar sola, venía a acompañarles: ellos entonces sacudían su pereza oriental y hablaban de los asuntos del día, para distraerla: Sandoval refería chascarrillos o el escándalo de la última semana: Montánchez le escuchaba atentamente, porque aquéllos eran los ecos de un mundo que él desconocía.
Las conversaciones de su amigo despertaban en su memoria gratos recuerdos de otros tiempos y de otros lugares, y su borrascosa juventud desfilaba ante sus ojos medio cerrados: él también había amado y reñido con maridos celosos, y recibido heridas por mujeres que no le importaban, y peleado, como Byron, por una patria que no era la suya, y sufrido miserias por el gusto de triunfar de todas y poder referirlas después... Y entonces recordaba los años que fueron y le acometían súbitos deseos de desenterrar, charlando, detalles de su historia que sus amigos ignoraban; y cuando Alfonso agotaba el tema de las comidillas callejeras, Gabriel hablaba de París, de Argel, de un carnaval pasado en Venecia, de la noche en que hirió, a la entrada de Atenas, a un marinero corso por una mora a quien había visto sólo un ojo y con la cual huyó después a Menidi; de las noches pasadas al pie de las palmeras en los oasis, contemplando el fantástico espectáculo de la luna iluminando la arenosa inmensidad del desierto; y de las orgías nocturnas celebradas en góndolas al pie del Vesubio, con napolitanas complacientes...
A Consuelo la divertían aquellos episodios que, por lo inverosímiles, parecían capítulos sacados de un folletín.
Montánchez gozaba refiriéndolos, y como los recuerdos, cuando son muy vivos, caldean el cerebro, aquellas viejas memorias adquirían a sus ojos toda la fuerza de la realidad: entonces parecía que su alma misteriosa, deponiendo su habitual reserva, se desdoblaba para mostrarse mejor, y Consuelo le escuchaba embelesada, algunas veces con curiosidad, otras con grima, siempre con interés.
Gabriel Montánchez, que vivió mucho en poco tiempo, era más viejo de lo que parecía y tenía una historia más larga de lo que sus amigos imaginaban. Aquel hombre cuyos ojos encerraban, como el mar, abismos insondables; el médico que vivía encerrado en su estudio, emborrachándose con tinta, según la expresión de Flaubert, y arrancándole secretos al cuerpo humano con el microscopio y el bisturí; aquel viejo de cuarenta años, tan frío y dueño de sí mismo, era en sus ratos de expansión, otro individuo. A pesar del empeño que siempre mostraba en no revelarse, la naturaleza o el temperamento vencían su voluntad, y el alma surgía. Su conversación era sencilla, su lenguaje claro, sus pensamientos ingeniosos o mordaces: todo lo refería llanamente, con un candor de niño grande que cautivaba, aun cuando tratase asuntos difíciles: los mayores delitos los refería claramente, sin rebuscar palabras que dulcificaran las durezas de la acción ni disculparse de las infamias cometidas.
Aquellas confesiones provocaban las de Sandoval, reverdecía sus amores de estudiante, las graves deudas que contrajo y de las cuales hubo de librarle su padre, su viaje por Europa, en compañía de algunas pecadoras que se encargaron de embellecerle su estancia en Basilea, Munich y París, y otros pormenores de su antigua vida de soltero: Montánchez refería una historieta y él otra, y a veces contaban entre los dos una travesura en que ambos intervinieron.
Consuelo les oía silenciosa, sin acordarse de su costura, pensando que su inocencia debía de ser muy grande cuando no tenía nada que referir: quería conocer bien los secretos del hombre a quien estaba unida por los vínculos del amor, de la religión y de la ley, y de aquel otro fantástico personaje que el Destino atravesaba en su camino. Pero en Alfonso jamás sorprendió nada aborrecible; siempre fué el mismo calavera de buen tono, franco y valiente, que ella conoció; mozo sin dobleces ni hipocresías, poeta por temperamento y artista de corazón, que necesitaba de la alegría y del amor, como del aire, para poder vivir.
En Montánchez su fino instinto procuró ver la luz, y, no hallándola, retrocedió espantada ante las tinieblas pavorosas que rodeaban su espíritu gigante: aquel hombre, a pesar de su amabilidad y de la miel que destilaban sus labios, tenía una historia lúgubre, que se traslucía en las sencillas narraciones de su vida pasada. Lo más novelesco, los cuadros más interesantes y dramáticos, aquéllos donde existía un destello de pasión para disculpar los errores del hombre, eran los que Montánchez contaba; pero tras estos episodios había otros cuidadosamente velados, lagunas enormes que el narrador no quiso o no supo llenar, contradicciones que envolvían misterios, viajes sin objeto, ciudades y personas cuyos nombres no pudo saber.
A Sandoval le parecía su amigo un calavera afortunado y de talento, que, cansado de correr mundo, se retiró a la vida tranquila cuando su cerebro conservaba aún muchas energías para el estudio y su corazón mucho entusiasmo por la gloria; para Consuelito Mendoza, Gabriel Montánchez era algo peor que un aventurero; era un criminal; y su imaginación, predispuesta siempre a ver las cosas abultadas y por su lado pésimo, creyó adivinar en el misterioso pasado de aquel truhán muchas páginas rojas. Su marido decía que Gabriel fué un loco de buena índole, porque él era bueno y no podía juzgar mal a nadie; pero ella no pensaba así: Montánchez no trabajaba “por amor al estudio”, mentira; quien tal cosa dijese, era un embustero o un tonto: estudiaba por distracción, por espantar algún remordimiento ineluctable: el trabajo era para él lo que el aguardiente para los borrachos o el opio para los chinos; un medio de olvidar...
Gabriel Montánchez era alto, fornido, con un pechazo de atleta y un cuello de león. Cuando aquel cerebro privilegiado funcionó estimulado por la abrasadora sangre de la juventud, y a sus nervios, semejantes a hilos telegráficos, los contrajo la pasión, sus energías serían portentosas. Era, pues, un coloso que, si entonces se mostraba grande en sus libros y en sus rarezas, también lo fué antes en sus amores y en sus crímenes. Un amor desgraciado y un crimen horrendo: tal era, según Consuelo, el nudo más interesante de la historia del terrible médico.
Prescindiendo de estas particularidades físicas, lo que más aterrorizaba a Consuelo era la aureola sobrenatural que, según ella, envolvía el nacimiento y la historia del arriscado desertor de las tropas argelinas. Montánchez era médico, conocía el mecanismo de los músculos y de los huesos, los secretos de la química y de la botánica, y dormir con los ojos e imponer su voluntad a la persona dormida, convirtiéndola en instrumento inconsciente y dócil de sus caprichos; y además de este saber peligroso que adquiriera en las bibliotecas, había viajado mucho por Oriente, donde aprendió, quizá por boca de algún endiablado brujo, el secreto de componer venenos, decir sortilegios y preparar filtros mágicos. En suma: Montánchez era un bandido que, cual otro Judío Errante, recorrió el mundo bajo la nefasta influencia de su sino; un corsario del siglo XV vestido a la moderna, un brujo rezagado de la última “misa negra” que se celebró antes del descubrimiento del gas; un nigromante que, a usar bigote, hubiera tenido tres pelos del diablo en cada una de sus guías; una mala persona de la que era prudente recatarse como de los espíritus infernales...
—Adviértele a Gabriel—dijo Consuelo a su marido una noche después que el médico se hubo marchado—, que no vuelva a contar más aventuras; de oírle me pongo nerviosa; es un hombre que da miedo, porque, si es malo lo que cuenta, peor es lo que calla.
—¿Así que tú crees que Montánchez es uno de los pocos demonios que se libraron de las parrillas inquisitoriales?
—Poco menos.
—Entonces, ¿un Borgia con su correspondiente redomita de venenos en el pomo de la espada?... Pues aún le haces favor...
—Búrlate cuanto quieras—exclamó la joven—, pero ¡ojalá que ese tío no sea nuestro ángel malo!
Alfonso sonrió.
—¡Ay, cabecita, cabecita mía!—dijo—, ¿cuándo te acostumbrarás a ver las cosas como son?...
Aquellas tardes de invierno pasadas con sus amigos y al amor de la lumbre, fueron una resurrección para el misantrópico carácter de Montánchez.
Insensiblemente su espíritu despertaba, sus expansiones eran más francas, sus pensamientos más explícitos, y aunque seguía fiel a su antigua costumbre de vivir retraído, esquivando las impresiones con el mismo cuidado que ponía en impedir que ciertos elementos químicos quedasen expuestos a la luz, aquel cuartito bien alfombrado y confortable de la calle Arenal, fue para él un oasis delicioso en su desierto de estudios y vigilias. En casa de Alfonso encontró comodidades, una chimenea siempre encendida, tabacos, café, un amigo con quien evocar libremente los recuerdos de los años pretéritos en la seguridad de ser escuchado con interés, ya que sus vidas corrieron juntas muchas veces, y una mujer que halagaba su vanidad con la atención que prestaba al relato de sus aventuras.
En el seno de aquella intimidad, donde la presencia de Consuelo reforzaba el afecto de los dos amigos, pasó el invierno y llegó el mes de mayo con sus alegres alboradas.
—Estoy quebrantando mis votos—solía exclamar el médico—, y jugándome la tranquilidad; y como aún soy joven y remolco muchos vicios sobre la conciencia, temo que el mundo consiga engatusarme otra vez.
Sandoval procuraba retenerle alegando, entre otras razones, la necesidad de velar por la salud de su mujer.
—No seas maniático—decía—; aquí vives perfectamente, tan libre del mundo y del tiempo como en tu misma casa; puedes con más facilidad estudiar el temperamento y los achaques de mi enfermita y, sobre todo, ganar poco a poco su confianza y su aprecio, circunstancias que te permitirán entenderte con ella y someterla a tus procedimientos sugestivos.
—Eso sí—replicaba Gabriel—, en cuanto yo pueda allanar el misterioso santuario donde las personas nerviosas encierran sus afectos, y Consuelo se acostumbre a verme sin temblar, su curación está asegurada.
La vida de Montánchez había cambiado notablemente. Al principio sus visitas eran raras, parecía que le llevaban a remolque, y siempre pretextaba, para no ir, su amor a la soledad o la urgencia con que había de terminar algunos trabajos: después sus visitas menudearon y pocos meses después eran casi diarias: hubiérase dicho que su espíritu empezaba a disfrutar de una segunda primavera y que bajo el sol de la amistad retoñaban los pocos gérmenes que no tronchó el sufrimiento.
—El mundo y la juventud vencen mi voluntad—decía Gabriel cuando vió que el fastidio también le perseguía en su cuarto de estudio—; la soledad me aburre, mi dolor de tantos años se desploma, el contento vuelve a uncirme a su dorado carro de cascabeles...
Pero Consuelo creía con terror que quien le arrastraba era un diablo, y que ese diablo le empujaba hacia ella...
La joven seguía empeorando; cada vez su temperamento era más irritable, más irregular; lloraba y reía por todo, y su carácter cambiaba como las piedras de un kaleidoscopio sin que en ella se revelase ninguna idea matriz que sirviese de norma a sus pensamientos. Pocas eran los noches en que no sufría algún ataque de jaqueca: entonces se ponía insoportable; todo la molestaba: la luz, el ruido de los platos que la doncella fregaba a cencerros tapados al otro extremo de la casa, el ruido de la péndola del reloj, las voces de los vecinos, el rodar de los coches. Al fin se quedaba dormida boca abajo, con la cabeza entre las manos para no oír, sufriendo descargas nerviosas que la hacían brincar cual si de improviso la pusieran en comunicación con una pila eléctrica.
Algunos médicos que la examinaron dijeron que aquello no revestía gravedad, que todo ello desaparecería con los primeros síntomas de embarazo, y que era inútil y hasta peligroso emprender ningún plan curativo, ya que se trataba de una enfermedad que no ofrecía caracteres determinados. Montánchez también se mostró partidario de la espera.
—Aguardemos—decía—a que llegue el verano; el frío ejerce influencia funesta sobre los organismos delicados, pues contrae los nervios sometiéndolos a dolores cruelísimos; con los primeros calores se disiparán esos amagos de histerismo y entonces emplearemos con ella un tratamiento más bien higiénico que terapéutico.
A despecho de tantas opiniones tranquilizadoras, un accidente imprevisto demostró que no se trataba de ningún desarreglo vulgar, y que el mal de Consuelo adquiría proporciones alarmantes.
Una tarde, después que Montánchez se marchó, la joven fué a sentarse sobre las rodillas de su marido, rogándole con porfiada insistencia que contase algún cuento para distraerla; todo el día estuvo alegre y parlanchina, y muy entusiasmada con la idea de ir por la noche a ver unos acróbatas chinos que despertaban en el público, según decía el cartel, “gran atracción”.
—¿Te sientes bien?—preguntó Alfonso.
—Sí, muy bien.
—Tienes amarillentos los ojos y las encías muy pálidas—agregó él examinándola—; pronto empezarás a beber agua de hierro y en cuanto llegue el buen tiempo saldremos a pasear todas las mañanas, para que aspires los aires vivificadores del campo; y este verano, al mar, a bañarnos y a correr por la playa. Dos meses de vida salvaje nos harán infinito bien a los dos: este Madrid es una cloaca blasonada donde estamos pudriéndonos poco a poco.
—Conformes, ¿me cuentas eso?...
—No creas—continuó Sandoval distraído—, yo también deseo verme vestido de campesino y tener una escopeta y un perro, ¡me aburren tanto esas alamedas del Retiro, con sus arbolitos recortaditos y afeitados por la mano del jardinero!...
—¿Me complaces en lo que pido—interrumpió Consuelito impaciente—, sí o no?
—Sí, niña; ¿qué es ello?
—Un cuento.
—¿Cómo lo quieres?
—¡Como te dé la gana, con tal que dure hasta la hora de cenar!
Y su cara, hasta entonces sonriente, se puso seria, expresando en pocos segundos sorpresa, furor y angustia.
Había visto en el alfiler de corbata de Alfonso un hilo de toquilla, que recordaba la presencia de otra mujer.
—¿Qué tienes aquí?—preguntó levantándose y cogiendo entre sus dedos convulsos aquella prueba de adulterio.
—¿Dónde?—preguntó Sandoval estupefacto.
—Aquí, ¿no ves? ¿Dónde has estado, de dónde vienes, a qué mujer has abrazado? Alfonso, dímelo por Dios, por tu madre... mira que prefiero saber la verdad, toda la verdad, por tus labios. ¿No ves? Habla, cuéntamelo todo, yo te perdono antes de saberlo... pero dime a quién has abrazado, dime su nombre, ¡su nombre! para que yo pueda maldecirlo...
—¡Consuelo, por lo que padeció Cristo en la cruz!
—Porque tú has abrazado a otra mujer—afirmó ella—; éste es un hilo de toquilla, de una toquilla azul y yo no tengo ninguna de ese color...
—Cálmate y déjame hablar—dijo Alfonso poniéndose muy serio—, y procura no aturdirme con papeles trágicos; estás preguntándome cosas a las cuales no puedo responder porque las ignoro tanto como tú...
—¡Mentira!
—Repito que no puedo satisfacer tu curiosidad más que con suposiciones: yo no he estado en ningún sitio donde no pueda entrar contigo, y con esto digo bastante: ni he hablado con mujeres. Ese hilo maldito habrá caído de algún balcón y se enredaría ahí... ¿qué sé yo?...
—¡Mentira!—gritó la joven con vehemencia—, conozco que mientes en tu manera tibia de negar; porque si fueras inocente y te doliesen mis dudas, protestarías fogosamente, como todo el que tiene su conciencia limpia.
Y continuó mesándose los cabellos:
—¡Con otra, Virgen santa, con otra, dejarme a mí por otra, a mí, que le quiero tanto!... ¡Eres un criminal que va matándome poco a poco!... Y es que ya no me quieres... estás harto de mí y con mi enfermedad, Dios mío, te aburro más aún... y me castigas así, dejándome, como si yo tuviese la culpa de los dolores que sufro...
—¿Quieres escucharme una observación?
—No, este desengaño me mata... no podré resistirlo... ¡Con otra, padre mío, con otra!...
Aquel ataque de celos fue tan violento, que su delicado organismo no pudo soportarlo. Calló repentinamente, permaneciendo de pie, con la cabeza un poco inclinada hacia adelante y los brazos inertes a lo largo del cuerpo; parecía la imagen del abatimiento: después, perdiendo el equilibrio, lanzó un grito ronco y hubiese caído al suelo si Alfonso no la coge del talle.
Inmediatamente una criada fué en busca de Montánchez, que no tardó en acudir: cuando llegó, la joven seguía tendida en la cama sin recobrar el conocimiento: tenía los ojos un poco abiertos y entre los párpados dos gruesos lagrimones que parecían congelados; el semblante conservaba su color habitual, pero el pulso era casi imperceptible y la respiración fatigosa. Gabriel la llamó por su nombre y no obtuvo contestación.
—Está insensible—dijo—; todo lo que ahora hiciésemos por despertarla a la vida sería inútil; esperemos a que decline la crisis.
—¿Te parece—observó Alfonso—que le echemos agua fría por la cara?... Acaso reaccione.
—No consigues nada, pues no hay reacción donde la sensibilidad falta; es preferible aguardar a que vuelva en sí, y probablemente no tardará mucho, pues ya la naturaleza estará luchando y poniendo en juego sus resortes para triunfar del mal.
Alfonso, lleno de impaciencia, comenzó a pasear por el gabinete, mientras Montánchez permanecía de pie junto a la cama, mirando a la enferma: estaba un poco pálido y en su semblante impasible vagaba una ligera expresión de tristeza y ansiedad. En aquel momento Consuelo sonrió y sus facciones denotaron bienestar infinito.
—Consuelo—exclamó Alfonso cogiéndola una mano—, ¿te sientes mejor?
Montánchez le hizo seña de que era inútil hablar, pues la enferma no oía.
—¿Que no me oye... y está riendo?
—Ríe... ¡vaya al diablo a saber de qué! Esta muchacha es histérica y casi todos los ataques de histerismo se presentan así.
—Nunca la he visto igual.
—Es porque el mal sigue creciendo.
—¡No quiero café, concho!... ¿No sabes que me pone nerviosa?—gritó de repente la joven.
Los dos hombres se miraron.
—De eso hablamos hoy a la hora de almorzar—dijo Alfonso—. ¿Pero será posible que no me oiga?... ¡Consuelo, Consuelo!...
—Alfonsete, ¡qué rico!...—exclamó ella—, las consecuencias serán de oro, ya verás... si no te quedas ciego... ¿Sabes que me duele el corazón?
—¡Si parece loca!—murmuró Sandoval consternado—; ¿es posible que se discurra así sin haber perdido la razón?...
—Lo que presenciamos no es extraordinario; cuando recobre el conocimiento estará como de costumbre y sin acordarse de nada.
Consuelo se había quedado seria y su semblante expresó ira, cansancio, después miedo.
—¿Y si muriera en un ataque de esos?...—preguntó Alfonso.
—Imposible, en el caso presente, por lo menos.
Sandoval empezó de nuevo a pasear con los brazos cruzados a la espalda, mientras el médico continuaba en la alcoba mirando a la joven con insistente fijeza. Entonces Consuelo sonreía con sonrisita semejante a un iris de paz, cual si sus oídos gozasen los acordes de una música deliciosa.
Alfonso, que se había detenido delante del lecho, exclamó:
—¿Es hermosa, verdad?
—¡Oh... es preciosa!—repuso Montánchez cerrando los ojos, distraído y como en éxtasis.
Sandoval le miró un instante y dijo:
—No puedo estar tranquilo mientras la vea tendida ahí, como una muerta; ¿quieres que probemos a despertarla dándole a oler amoníaco?
—Probemos.
Alfonso salió del gabinete trayendo a poco un frasquito destapado que puso bajo las narices de la enferma; ésta, al principio, no demostró sentir nada; luego ladeó la cara con un gesto de repugnancia, se colorearon sus mejillas y empezó a toser.
—Hola—murmuró Sandoval alegre—, ya parece volver a la vida.
Pero Montánchez le obligó a retirar el brazo, diciendo:
—No lo creas; esa tos proviene, no de que su olfato perciba el olor, sino de la irritación que el amoníaco produce en la membrana pituitaria; tengamos paciencia, pues, para ser espectadores.
Transcurrieron algunos minutos y Consuelo comenzó a inquietarse; la sonrisa huyó de sus labios y su entrecejo se contrajo; parecía ahogarse; luego balbuceó palabras incoherentes...
—A... aa.. ven, ven... siento que suben... la escalera, qué miedo, qué frío... es un hombre, un hombre alto... ¡¡Alfonso!!
Dió un grito fortísimo, y como si los músculos del cuello hubieran perdido instantáneamente el vigor, su hermosa cabeza rodó sobre la almohada, y su boca se llenó de espumarajos que en vano pretendía escupir; después llevóse las manos al corazón y su respiración fué difícil, agitóse violentamente presa de movimientos espasmódicos y volvió a quedar tranquila. Luego bostezó profundamente y abrió los ojos; sus miradas, que parecían por lo inmóviles las de una idiota, se fijaron alternativamente en su marido y en Montánchez.
—¡Uy, qué miedo!—murmuró.
—¿Quieres agua?—dijo Alfonso acercándola un vaso a los labios.
—Agua... agua—repitió ella como un eco.
Bebió algunos sorbos y volvió a tenderse diciendo que tenía mucho sueño.
El acceso histérico había pasado.
Aquellas crisis se repitieron. Ocurrían sin pretexto justificativo, a veces por la menor contrariedad, y se anunciaban por un malestar general y una laxitud indefinible que obligaban a la paciente a adoptar distintas posturas sin que en ninguna de ellas acertara a estar bien: entonces sentía frío y calor, contento y tristeza, miedo y ganas de llorar; era una modorra suprema que la hacía maldecir de sí misma.
Con los primeros amagos de sueño experimentaba deseos de estirarse y de suspirar: extendía los brazos y las piernas, arqueaba la columna vertebral con la voluptuosidad de los gatos que se desperezan al sol, y su boca se abría bajo la acción de grandes bostezos que hacían crujir sus mandíbulas y llenaban sus ojos de lágrimas. Después quedaba inmóvil, los párpados temblaban un momento antes de cerrarse, la cabeza perdía su posición, y sus miembros, atacados de súbito desmadejamiento, adoptaban la actitud más conforme con las leyes de la gravedad: en seguida sobrevenía el desvanecimiento y la insensibilidad era completa.
Aquello era una muerte que sólo conservaba de la vida el aliento y un poco de calor: perdido el oído, la vista y el olfato, el mundo exterior desaparecía completamente.
En ciertas ocasiones el ataque era pasivo y Consuelito Mendoza conservaba durante muchas horas la misma posición, sin parpadear ni moverse: otras su espíritu rebrincaba furioso en su cárcel de células, víctima de pesadillas intraducibles, y entonces refería escenas que había presenciado o lo que pensaba hacer, y todo con perfecta hilación y notable claridad y lógica, como si estuviera despierta.
Cuando las crisis eran habladoras, Alfonso y su amigo escuchaban con vivísimo interés aquellas confesiones inconscientes en que la enferma refería todos sus pensamientos con la prolijidad y franqueza del que charla sin saber que le oyen; y tan íntimas fueron en más de una ocasión sus confidencias, que Sandoval hubo de taparle la boca.
Todo cuanto se hacía para arrancarla de aquel estado, era inútil; no había medio de conmoverla; los nervios estaban rotos o embotados y era imposible hacerlos vibrar.
Lo más sorprendente de aquellas crisis eran los presentimientos, las corazonadas. Consuelo, que no veía la luz encendida delante de sus ojos, ni oía las voces dadas cerca de ella para despertarla, experimentaba pequeñas sensaciones inapreciables para otro cualquiera.
—En toda mi carrera de médico, y a pesar de lo mucho que he estudiado las afecciones mentales—decía Montánchez—, he visto nada semejante: a veces creo habérmelas con una de aquellas adivinas que el fanatismo de la Edad Media asesinó en las hogueras inquisitoriales; a una posesa que mantiene relaciones sobrehumanas con ese mundo fantástico que no vemos y dicen está habitado por millones de almas de personas que ya murieron y de otras que no han nacido aún. Porque en esos momentos, aunque Consuelo no disfrute una vida semejante a la nuestra, tiene otra enteramente suya, en la cual discurre con perfecta lógica; un retablo poblado de imágenes y de escenas que ella misma dispone y al cual raras veces llegan las luces y rumores del mundo.
Y esto era cierto, pues la joven, que parecía ajena a toda sensación física, contraía súbitamente los ojos, como herida por una luz vivísima.
—¡Oh, qué miedo!—murmuraba—, ¿has visto, Alfonso?... Por ahí ha pasado una sombra; será la de algún bandido; sal al balcón y llama a los guardias, di que quieren robarte... pero no, no vayas, porque teniéndote junto a mí estoy más tranquila. Ven, acércate, ¿dónde te escondes?... ¿Es que no quieres estar conmigo?... ¿No quieres?
Extendía las manos y sus dedos se agitaban en el aire buscando un fantasma, un vapor impalpable, y luego cerraba los brazos apretando entre ellos aquel ser misterioso que su imaginación la ofrecía, en tanto su bello semblante expresaba placer y sosiego subidísimos.
Pero la sombra de que hablaba no era un antojo; Sandoval y Montánchez la habían visto también: fué la de un coche que se dibujó fugazmente en el techo del gabinete, o un reflejo ligerísimo que entró por la ventana, casi nada... y, sin embargo, Consuelo la vió, puesto que sus párpados temblaron en el preciso instante de cruzar la sombra y hasta explicó su aparición diciendo que era la de un hombre que huía... Otras veces sus cejas se arqueaban y permanecía inmóvil, conteniendo el aliento y abriendo la boca para oír mejor; después se incorporaba en el lecho, apoyándose sobre un codo y estirando el cuello, como escuchando la revelación de algún espíritu a través del espacio infinito...
—Algo debe de impresionarla—decía Montánchez—; todos sus gestos lo indican.
—¡Consuelo, Consuelo!—gritaba Alfonso—, ¿me oyes?
Pero la joven le rechazaba, imponiéndole silencio con el ademán, mientras escuchaba aquellos ruidos que sólo ella percibía.
—¡Ah, sí, es él... le conozco perfectamente por el modo de andar!... ¡Qué oportunamente llega! Cuando sepa que ha entrado aquí un ladrón y que estuve sola con él, se pondrá furioso... Sí; ya ha entrado en el zaguán; ya empieza a subir la escalera...
En efecto, se oía ruido de pisadas.
—¡Ya viene, ya va a tocar!—exclamaba Consuelo alegremente—; voy a abrirle.
Y como hiciese ademán de levantarse y Alfonso se lo impidiera:
—Dejadme, concho—decía—; quiero abrirle la puerta; es mi marido...
Y sus misteriosos ensueños la daban, efectivamente, la facultad de presentir y de ver a despecho de la distancia y de los cuerpos opacos, pues mientras decía aquello el timbre de la escalera sonaba. Las agudas vibraciones del metal disipaban instantáneamente su ilusión; Consuelo se entristecía, echaba la cabeza hacia atrás y volvía a tenderse en la cama suspirando profundamente.
—¡No es él, no es él!—murmuraba—. ¡Dios mío! ¿dónde andará?... ¿Por qué no viene?...
Transcurrido algún tiempo, la crisis disminuía y su desaparición se indicaba por caracteres semejantes a los que fueron heraldo de su llegada.
Empezaba a desperezarse y a bostezar, paladeaba mucho, chasqueando la lengua como si tuviese mal sabor de boca o se la hubiera atravesado algún cabello en la garganta, se pasaba las manos por la frente y abría los ojos.
Al volver en sí no recordaba nada y permanecía atontada largo rato, sorprendida de oír los detalles que su marido y el médico referían de su accidente. No tenía conciencia de lo pasado y su memoria no hallaba solución de continuidad entre lo último que dijo o hizo antes de perder el conocimiento y el instante en que lo recobró, aun cuando el acceso hubiese durado varias horas.
La buena alimentación, los largos paseos por el campo, los vasos de leche recién ordeñada bebidos en el Retiro o en la Moncloa, y las distracciones de que Sandoval procuró rodear a la joven, no modificaron su salud, que, aparte de su histerismo y de sus ratos de negra pesadumbre, era excelente.
Los primeros días de junio fueron de distracción para Consuelo; el cumpleaños de su marido se acercaba y era preciso celebrarlo según costumbre.
“El día grande”, como ella lo llamaba, estuvo atareadísima. Aquella mañana fué a la joyería de Ansorena a recoger una preciosa sortija de oro, con esmalte verde, que había encargado; luego, a una tienda de bisutería de la calle del Príncipe; después a casa de Tournié en busca de dulces y fiambres. Por la tarde no quiso salir de la cocina, empeñada en preparar por sí misma los flanes y las fuentes de natillas que debían de servirse a los postres; aquel desusado trajín y el calor de la lumbre la rindieron, y tuvo que sentarse junto a la ventana, fatigada, sudorosa, aventándose con el delantal.
La hora de la cena deslizóse agradablemente; el único invitado a ella fué Montánchez. Se habló de literatura; el médico, contra lo que de un empirista acérrimo podía esperarse, sostuvo la preeminencia de la forma sobre el fondo.
—Si hubiera caído la caja de Pandora entre mis manos—dijo—, no la hubiese abierto.
Después, ponderando la magnitud de sus pesadumbres, agregó:
—Aseguraba Ernesto Renán, que para leer todo lo que se ha escrito, para amar y para escribir, se necesitan tres vidas; figuraos yo, que he escrito bastante y leído mucho y amado mucho también, si habré sufrido condensando las amarguras de esas tres existencias en una sola.
Después de tomar el café, y cuando los tres se disponían a prolongar en la sala la reunión, dijo el médico:
—Sandoval es un Nabab que me ha tratado espléndidamente, pero esto no pasa de ser una comida europea. Yo, a mi vez, deseo invitaros a una fiesta oriental, si es que os dignáis aceptar el modesto ofrecimiento de un persa con levita: mi festín se reducirá a algunos exquisitos licores que yo mismo compongo, porque aquí son desconocidos; a frutas de entre trópicos y a media docena de pipas cargadas de opio: ahí es donde escondo los deleites de mi orgía.
—Opio he tomado una vez—repuso Sandoval—, y creí volverme loco; después de aquel ensayo anduve atontado varios días, y prometí contentarme con los sueños que tuviera cuando me acostase del lado izquierdo.
—Pero yo lo sé administrar y respondo de que no sufrirás la menor molestia.
—¡Tú no tomarás eso!—gritó Consuelo acercándose a Alfonso y sacudiéndole por un brazo—; no lo tomarás porque es un veneno, y no hagas caso de lo que ese hombre te diga...
—No te apures—repuso Sandoval rechazándola suavemente—; aún no ha sucedido nada.
—Pero sucederá...
—No, mujer.
—Lo que Gabriel te brinda no es opio, es ponzoña... lo sé... me lo ha revelado ahora mismo una voz misteriosa...
Y agregó con excitación creciente:
—¡Júramelo!... Júrame que no tomarás nada de su mano... Júrame que no te separarás de mí ni el negro de una uña... ¡Júramelo!
Palideció.
—¡Consuelo, Consuelo!
Ella no contestó: sus labios balbucearon algunas palabras, arreboláronse sus mejillas, se llevó las manos al corazón y empezó a vacilar.
—¡Agua, agua en seguida!...—pidió Sandoval.
Entonces Montánchez se acercó a la enferma y, cogiéndola por un brazo, la miró fijamente a los ojos: ella exhaló un pequeño grito y quedó inmóvil, sosteniendo la mirada del médico.
Fué una escena relámpago que apenas duró tres segundos.
—Vamos—exclamó Gabriel con aire triunfal—, al fin se presentó la ocasión que tanto hemos buscado y pude aprovecharla. Ya está hipnotizada.
Las experiencias que siguieron a esta primera sugestión se realizaron fácilmente.
Todas las tardes iba Gabriel Montánchez a casa de Alfonso, y era tan grande la presión que ejercía sobre el ánimo de la joven, que no necesitaba recurrir al procedimiento de la bolita metálica, ni a ninguno de los medios que provocan la hipnotización por fatiga: le bastaba mirarla repentinamente a los ojos para ponerla en estado cataléptico.
Una vez dormida, Gabriel imponía su voluntad de un modo absoluto, con sólo tocar a la enferma, obedeciendo ésta los mandatos del médico con la pasividad de una máquina.
—Como su desarreglo nervioso—explicaba Montánchez—procede indudablemente de atonía cerebral o medular, podemos someterla a duchas artificiales; esto es, a duchas imaginarias o nerviosas que, sobre ser más intensas que las naturales, ofrecen la ventaja de aumentar o disminuir en intensidad frigorífica a mi capricho. Ya verás qué remedio tan raro, es un baño que puede tomar el paciente sin desnudarse ni mojarse las puntas de los pies, y de cuya dolorosa impresión no se acuerda en cuanto recobra el dominio de sí mismo.
Durante estas sesiones Alfonso se colocaba en un ángulo del aposento, sin hablar y comunicándose con el médico por señas, mientras Consuelo, en los momentos de descanso, permanecía de pie en medio de la habitación.
Gabriel se acercaba a ella y, poniéndola una mano sobre el hombro o en la frente, decía con acento enérgico:
—¡Hace un frío horrible, estás tiritando!...
Consuelito Mendoza dudaba un momento, luego empezaba a temblar y sus dientes castañeteaban, corría de un lado a otro, acercándose a los muebles, buscando algún calor que mitigase el frío que penetraba sus huesos; poco a poco la alucinación adquiría mayor fuerza y los efectos producidos por la voluntad del operador eran conmovedores. La joven se arrodillaba, se encogía, doblegándose y enroscándose como un gato para calentar unas con otras las partes de su cuerpo, lanzaba quejidos angustiosos, se azotaba los sobacos con las manos, se alentaba las puntas de los dedos e iba encogiéndose hasta quedar tendida sobre la alfombra hecha un ovillo, casi sin conocimiento, acometida por tiritones intermitentes, como una mendiga que hubiese caído medio helada bajo nieve.
Entonces palidecía hasta la lividez, sus labios perdían el color, su nariz se amorataba y los efectos de aquel frío imaginario eran tan reales y valederos, que casi paralizaban los movimientos respiratorios y las palpitaciones cardíacas; y era que sus nervios, sometidos en absoluto a la voluntad del médico, vibraban al unísono coadyuvando a producir la misma alucinación de frío.
—En estos momentos no hay para Consuelo más mundo que el que yo quiera poner delante de sus ojos—decía Gabriel—: y reirá hasta morir o llorará hasta que sus ojos queden secos, si ése fuere mi gusto: es un cuerpo que, durante la operación, no tiene más inteligencia, ni otros sentidos, ni más voluntad, ni más conciencia que mi capricho: y mira cómo el hipnotismo ha proclamado, en este siglo de libertades, la esclavitud del espíritu.
Luego, cuando calculaba que aquella sensación no debía prolongarse más, ponía una mano sobre el cuerpo de la joven, diciendo con el mismo tono autoritario de antes:
—¡Hace un calor insoportable; estás ahogándote!...
Instantáneamente Consuelo dejaba de tiritar y se ponía de pie; el semblante readquiría su color natural; comenzaba a pasearse con la boca abierta, cual si la faltase aire respirable; quería abrir los balcones y era preciso sujetarla para que no se desnudase. En menos de dos minutos aparecían los primeros síntomas de la asfixia, y se dejaba caer sobre una silla o en el suelo, la faz congestionada, la frente inundada en sudor copiosísimo, la mirada inmóvil, los ojos inyectados...
Estos “baños nerviosos” sólo duraban cinco o seis minutos, pues aunque Consuelo, al recobrar su personalidad, no se acordaba de lo hecho y hasta se resistía a creer lo que su marido y el médico contaban, solía quedar tan rendida que era necesario llevarla al lecho.
Una tarde Gabriel Montánchez tuvo una curiosidad.
—Alfonso—dijo—, ¿quieres que examinemos a esta criatura por dentro?
—No entiendo—repuso Sandoval.
—Propongo sondear su conciencia, lo que piensa, lo que siente, bañando en luz cuanto lleva oculto en el corazón y detrás de la frente.
—¿Y lo dirá todo?
—Todo. Recuerdo que hace algunos años, estando en el Cairo de paso para Grecia, conocí a Emanuele Cannezotti, un médico italiano con quien me ligaba una amistad bastante estrecha. El hombre era partidario de las antiguas teorías de Mésmer y de Teste, y a pesar de su poca ciencia hipnotizaba fácilmente y disfrutaba en el Cairo de popularidad y clientela envidiables. Me presentó a sus enfermas, porque debo advertirte que el bigardo sólo curaba mujeres, diciendo que yo era su primer ayudante, y desde entonces tuve derecho a acompañarle. Una vez me propuso lo que ahora acabo de proponerte, y fingiéndose amigo íntimo de las sugestionadas, empezó a sonsacarlas. De las confesiones resultó que casi todas le querían, porque el dichoso italiano era guapo mozo; pero, chico... al ayudante le querían más. Excuso decirte que no desaproveché estas revelaciones, y aunque mi amigo lo supo, probablemente nos hubiéramos separado bien, de haber yo respetado a su favorita: mi traición le puso fuera de sí, y con energía y coraje propios de un italiano, me pidió explicaciones una tarde que paseábamos por las afueras de la ciudad: yo no quise dárselas, reñimos y le arrojé al Nilo; un chapuzón nada más... Ahora la cuestión es muy diferente, pero siempre gusta violar el alma de una mujer.
—Probemos—exclamó Sandoval—, aunque me parece que Consuelo no tiene un pensamiento que yo desconozca.
—Sin embargo—dijo Montánchez cambiando súbitamente de tono—, si se tratase de otra persona diría que todos estamos más o menos podridos por dentro, y que las sentinas no deben revolverse porque huelen mal; pero siendo Consuelo un espíritu puro, me limito a aconsejarte que no la analices; no por ti... ¡dichoso tú, que puedes confiar en la persona a quien amas!... Sino por mí, que podría descubrir, sin procurarlo, algún secreto íntimo.
—No tengas escrúpulos; si Consuelo revela alguna intimidad, ni tú ni yo hemos de asustarnos; por tanto...
—Pues descendamos al fondo de su alma: verás qué pronto sabemos lo que guarda su conciencia.
Cogió a la joven por una mano y exclamó con tono imperativo:
—Di lo que piensas de tu marido; si le quieres mucho, si le amas ahora más que el día en que te casaste con él; y di también lo que te parece Gabriel Montánchez.
Como si las ideas estuviesen guardadas en vasijas y el médico hubiera abierto al mismo tiempo las llaves de todas ellas, así empezaron a manar de labios de Consuelo torrentes de palabras, de ideas y de confesiones encantadoras.
Los dos hombres, sentados delante de ella, escuchaban silenciosos.
—Es la primera vez, y quizá la última—advirtió Montánchez—, que una persona, mayor de veinte años, dice cuanto piensa y siente con entera franqueza; aprovechemos, pues, tan feliz actualidad, porque es un milagro de muy difícil repetición.
Consuelo hablaba dirigiéndose a aquel ser impersonal que la sugestionaba.
A su marido le quería ciegamente, con frenesí, como ninguna mujer amó a su esposo; por él daría su vida, su felicidad futura, toda la sangre de su venas; era el hombre más simpático, el más elegante, el más ilustrado, el más valiente de cuantos había conocido; era imposible concebir un tipo que sobrepujase en belleza física y en cualidades morales a su Alfonso, al Alfonsito de su alma...
Sandoval reía con la íntima satisfacción de un bienaventurado, arrullado por aquellos borbotones de palabras que le acariciaban como manos enguantadas.
—¿Qué te parece esto?—dijo.
—Me parece un sueño—repuso Montánchez.
Consuelo seguía hablando, desvariando como una loca de amor.
Por el semblante del médico pasó una nube de tristeza. Para disimular los sentimientos que le agitaban, preguntó bruscamente:
—¿Qué piensas de mí?...
—Tú... tú...
—Sí, yo.
—Apuesto a que le pareces muy mal—dijo Alfonso en voz baja.
—¿Y quién eres tú—preguntó la joven.
—¿Y tú, quién crees que soy?
—No lo sé.
—Mírame bien.
—No sé... no veo nada.
—No.
—Fíjate; esta frente...
—¡Ah! sí... esa frente...
—Estos ojos...
—Sí, sí... esos ojos... esos ojos...
Su voz tenía la languidez y el misterio vago de los ecos...
—Soy Montánchez; ¿qué te parezco?
—¡Ah, sí!... Veo una sombra, un bulto... parece un hombre; sí, es pequeñito, tiene la cara afeitada y los mofletes muy encendidos... ¿será el espectro de tafetán verde?... ¡Qué daño me hace ese color!...
—No es el muñeco de tafetán, no...
—¡Dice que no es el muñeco de tafetán!—repuso la joven perpleja.
—Soy Montánchez.
Consuelo retrocedió cubriéndose el rostro con un pañuelo.
—¡Qué miedo!—dijo—; ¡oh, yo no sabía quién era usted!... Pero sí, esa es su voz... sí, ya veo su cara y sus manos... ya le veo... Me da usted mucho miedo, no puedo remediarlo... lo siento mucho, y, sin embargo, hay en mí algo que me incita a huir de usted... Por eso le ruego que no me haga daño nunca, ni a mi marido tampoco; Alfonso le quiere a usted mucho...
Mientras hablaba fué retrocediendo hasta tropezar con la pared, y allí permaneció extendiendo las manos hacia adelante como para rechazar una agresión.
—Usted es el hombre de los brazos negros que quiso sujetarme una noche y me besó estando ensayando conmigo una ópera... una ópera, sí... ahora recuerdo... una ópera que no sé cómo se llama...
Alfonso miró a Montánchez.
—¡Es singular!—murmuró.
—Y tanto...—repuso Gabriel cual saliendo de un sueño.
—¡No le quiero, no puedo verle, suélteme usted, me ahogo!... ¡¡Alfonso, Alfonso!!...—gritó Consuelo luchando por desasirse de un abrazo invisible.
Cuando el sueño magnético desapareció y Consuelo supo lo que acababan de hacer con ella, se fué a la cama llorando y diciendo que tenía el cuerpo molido.
Bien pronto se redujeron aquellos tratamientos sugestivos a dos curas semanales, pues la enferma pareció hallar desde las primeras curas notable mejoría, y Montánchez no quiso abusar del hipnotismo por no desvirtuar su acción.
El carácter de la joven se regularizó levemente y fué más sostenido, uniforme y consecuente, ofreciendo alegrías motivadas y lágrimas razonables; era, pues, seguro que la enfermedad retrocedía.
Una tarde Consuelito Mendoza, hallándose en el comedor, recibió la visita de Montánchez.
—Sandoval ha salido hace un momento—dijo la joven—, pero si desea verle puede buscarle en el casino.
El médico pareció muy contrariado.
—Siento no encontrarle aquí—repuso—, porque ir al casino es exponerme a soportar el insípido saludo de personas a quienes apenas conozco, y a las cuales mi salud no interesa...
Consuelo se encogió de hombros tímidamente, no teniendo nada que agregar a lo ya dicho.
—¿Quiere usted que vayan a buscarle?—preguntó súbitamente.
—¡Oh, no... no merece la pena!
—Sí, sí... eso es lo mejor, irán en seguida...
—No, de ningún modo, no se moleste usted; iré yo a buscarle.
Consuelo volvió a sentarse, recogió su labor, que había caído al suelo, y cruzó las manos sobre la falda; parecía inquieta, como si ya sintiera el influjo de un flúido extraño y molesto. Hubo algunos minutos de silencio durante los cuales el médico examinaba atentamente a su interlocutora, y ésta, sin atreverse a levantar la vista del suelo, se rebullía desasosegada en su asiento. Luego recordó que tenía que ordenar a la criada algo importante...
Quiso incorporarse, y al levantar la cabeza sus ojos vieron los de Montánchez que la miraban con frialdad y sañuda dureza.
No tuvo valor ni alientos para moverse y volvió a sentarse, acongojada.
—¡Ay—balbuceó entre dientes—; no puedo!...
Después empezó a temblar.
—¿Qué tiene usted?—preguntó Gabriel.
—Nada... mucho frío.
—Señora, veo con dolor que está usted tiritando de miedo; si soy causa de ese malestar la ruego me lo diga para retirarme inmediatamente, pues todo pretendo menos incomodarla; si no soy responsable de ese daño, dígamelo también para mi sosiego.
—No, señor; es que me atortolo sin motivo; ya sabe usted, los nervios...
—Pero, suponiendo que esto carezca de importancia, ¿no abusaré de su bondad rogándola me otorgue un rato de conversación?
—No, señor... de ningún modo...
Pronunció estas palabras desmayadamente, maldiciendo de sus piernas que se negaban a sostenerla.
—Yo vine esta tarde—continuó Montánchez—creyendo hallar a Alfonso y con el único objeto de divertir un rato agradablemente. ¡Estaba tan solo en mi casa, tan triste, tan aburrido con mis libros y mis retortas!... que todo, hasta mi máquina de electricidad, lo hubiera dado por tener un amigo verdadero con quien hablar. En busca de ese rato de plática sabrosa, de confianza y abandono, he venido; mi mala estrella quiere que no encuentre a Alfonso, pero como hace tiempo que nos conocemos me he atrevido a quedarme. ¿Hice mal?... responda usted francamente.
—No, señor... ¿por qué?...
—Consuelo—prosiguió el médico acercando su silla a la joven—, ¿usted y yo somos amigos?
—¡Oh, amigos!...
—Sí, amigos; ¿usted cree que es amiga mía?
—Sí... ¿por qué no?
—¡Es extraño su modo de responderme! Siempre acaba usted lo que dice con una interrogación que desvirtúa lo que afirma o niega al principio. Yo pregunto si somos o no amigos, y usted contesta: “¿por qué no hemos de serlo?”... Pues, eso digo yo: ¿por qué no lo somos?
—No le entiendo... no comprendo bien...
—Consuelo—agregó Gabriel con acento insinuante—, hace tiempo que me examino y no me reconozco, pues en menos de un año parece que una mano invisible y bienhechora fué quitándome de encima los siete años que más pesan sobre mi conciencia. Cuando huí de Madrid para abandonarme al mundo de los lances imprevistos, era como usted: noble, leal, ingenuo, sin malos pensamientos ni pasiones bastardas, todo corazón y buena fe... La lucha por la vida, que según el parecer de los sabios selecciona el cuerpo, sólo sirve para endurecer el espíritu, y el mío perdió cuantos gérmenes bondadosos puso en él mi madre. Pero he sufrido mucho, he recibido grandes traiciones, me han apuñalado cobardemente por la espalda, me han engañado muchas veces, y eso me disculpa... Pues aunque a Cristo le dictase otras máximas su divina bondad, todos, cuando somos escarnecidos por los mismos infames que nos ofendieron, sentimos la necesidad de devolverles afrenta por afrenta... y aun derramar la sangre de los hijos cuando no podernos verter la de los padres... Hastiado de la vida huí del mundo, y en la ciencia y el estudio busqué tranquilidad para mi alma. Usted, mejor que nadie, sabe que vivo, solo, como un faisán; para el vulgo imbécil soy un sabio que no morirá sin descubrir la cuadratura del círculo, la dirección de los globos o el movimiento continuo; para los escritores, uno de tantos amantes de la gloria que moriría feliz sabiendo que en la casa mortuoria habían de poner después la lápida conmemorativa de su nombre; para mi portera, que conoce algunas particularidades de mi vida íntima, un monomaníaco; para muchos, un criminal cargado de remordimientos, que vive solo para que nadie le oiga delirar por las noches... ¡entre los últimos está usted!...
Consuelo lanzó un quejido.
—¿Pero qué pretende usted de mí?—dijo—; yo sólo sé que le temo; que ese miedo me lo infundió desde la primera vez que le vi, y que luego esta aprensión o esta locura mía fue aumentando inmotivadamente.
—¿La ofendí alguna vez? ¿La he molestado en algo?...
—No, no, señor—repuso Consuelo con súbita energía—; pero comprendo que tiene usted una voluntad de acero y que esa voluntad podría ahogarme si usted quisiera... Yo sólo presiento la proximidad de mi marido y la de usted; a Alfonso le adivino porque deseos extraños de cantar y de reír me anuncian su llegada; y a usted... por un malestar, una opresión misteriosa, asfixiante, que me obliga a bajar los ojos...
Y agregó vivamente y sonriendo:
—Es usted simpático y guapo, a mi marido se lo dije muchas veces... pero tiene usted la hermosura del león o del tigre, y como además posee usted talento, le creo doblemente peligroso...
Calló y se puso otra vez seria, temiendo haber hablado más de lo justo, y sin atreverse a dar por terminada la entrevista.
—Usted lo dice—exclamó Montánchez—; parezco un criminal, una fiera... y, claro, huye usted de mí... Esas apariencias que no adivino de dónde nacieron son las que pretendo destruir. Hace una semana, estando dormida, confesó usted que me odiaba, que no podía verme sosegadamente, que yo era un malvado...
—¡Oh, si eso es cierto, crea usted que hablé sin conciencia de lo que decía—interrumpió Consuelo juntando las manos suplicante—, y sin deseo de ofenderle!...
—Haré lo posible por complacerla—respondió Gabriel fríamente.
Los ojos de Consuelito Mendoza se llenaron de lágrimas. El médico continuó:
—Pero esas son impertinencias de enfermo en las cuales no me fijo; no pienso recriminarla por la antipatía que me tiene; sí solicitar su perdón y su amistad. ¿Puedo esperar ambos favores?
—Sí—repuso ella con la angustia de quien está en el tormento.
—¿No me engaña usted?
—No, no le engaño.
—¡Ay!... ¡Sería tan feliz si usted me quisiera un poco!...
—Le dije que soy su amiga, ¿qué más pretende usted?...
—Que esas palabras las dicte su corazón, no su miedo.
—No sé... no estoy para distingos ni argucias; parece que el comedor da vueltas en torno mío...
—Usted me teme porque sólo ve mi lado malo; usted cree que soy un criminal que ha recorrido el mundo huyendo de la justicia y de sus remordimientos, o un hechicero como aquel famoso José Bálsamo, que reveló a la reina María Antonieta su trágico fin mostrándoselo en el fondo de una botella.
—¿Está usted mala?
—Estoy en un potro, mientras esté usted aquí.
—Bien, me voy; pero, su amistad, ¿podré obtenerla algún día?...
Entonces sonó el timbre de la escalera y Consuelo dió un grito. Montánchez se levantó.
—No se atortole usted—dijo tranquilo—; será alguna visita.
—No, debe de ser Alfonso.
Era la modista; Consuelo lanzó un largo suspiro de liberación y contento; el médico se despidió inclinándose gravemente.
—Señora...
—Adiós, don Gabriel.
—Beso a usted los pies.
A mediados de julio, Alfonso Sandoval y su mujer marcháronse a una playa, de la que regresaron a fines de septiembre más gordos y con los semblantes curtidos por el sol y los aires costeros.
Los buenos alimentos, el cambio de clima, las distracciones del viaje, y el placer de reintegrarse a su cuartito de la calle Arenal, tan lleno de sabrosos recuerdos, fueron circunstancias que influyeron eficazmente en el humor y en la salud de Consuelo.
Los baños la beneficiaron perfectamente: vino más gruesa, con mejor color, con más sangre en los labios y más alegría en los ojos; no sentía palpitaciones cardíacas ni calofríos, ni dolores de cabeza, ni aquellos súbitos desvanecimientos de la temporada anterior. Alfonso, creyéndola definitivamente curada, visitó a Montánchez para hablarle del asunto. El médico mostróse desconfiado. Dijo que el mal era muy antiguo y de raíces harto profundas para que unos cuantos baños de placer hubiesen bastado a extirparlo, que sin duda Consuelo estaba en mejores condiciones que antes para someterse a un tratamiento higiénico y terapéutico regular, pues su organismo tenía más sangre y más vida, pero que aún faltaba lo más delicado y lo que más paciencia requería por parte de todos.
—Es indispensable—concluyó—que tu mujer vuelva a someterse al hipnotismo: con este poderoso agente, el frío del invierno, que ya se nos echa encima, y las diversiones que diariamente la proporciones, podemos triunfar del mal antes de un año. Conviene, sobre todo, que la distraigas mucho, para allanarme el camino. Consuelo te quiere demasiado; su amor a ti constituye un capricho que la acosa diariamente y la persigue hasta en sueños, como el recuerdo de un crimen, barrenando su cabecita enferma: por eso las diversiones contribuirán eficazmente a contrarrestar los destructores efectos de esa idea fija. Las ideas fijas son los clavos del cerebro, las espadas invisibles que lo atraviesan destruyendo la excelsa arquitectura de sus ruedas. He pensado insistentemente en el temperamento de nuestra querida enferma, y confieso que no vi nada tan digno de estudio. Consuelo, aunque correspondas santamente a su cariño, sufre de amor; y así como hay organismos animales y vegetales parasitarios que sólo pueden vivir adheridos al cuerpo de otros animales mayores, así el espíritu de Consuelo es un espíritu parásito que vive en el tuyo y por el tuyo. Te tiene junto a sí y desearía sentirte más cerca, sobre sus rodillas, entre sus brazos, para guardarte todo entero dentro de sí misma; estáis separados y se divierte contando los golpecitos que da el segundero del reloj, comprendiendo que cada uno de ellos acerca en un instante el de tu regreso, y te presiente como si tu voluntad obrase a distancia sobre la suya. Consuelo, y no lo digo para que te engrías, sino para que procures remediar ese daño que inconscientemente produces, vive en ti y para ti, como Santa Teresa de Jesús creía vivir en Dios: vive en ti, porque sólo en ti piensa, y por ti, porque tú eres la voluntad que la sostiene, el objeto de su amor, el elegido de su alma; eres la luz que alumbra el mundo puesto ante sus ojos, la cabeza con que discurre, la única voz que conmueve sus entrañas, la sangre que la nutre, su presente, su porvenir, su vida entera, ahogándose en tu amor como el duque de Clarens en su barril de malvasía. ¿Y crees que puede vivir bien aquél cuya alma habita en otro cuerpo que el suyo? ¿Crees que Consuelo tendrá alguna vez carácter, por más esfuerzos que yo haga para infundírselo, mientras tú sigas viviendo y queriendo y pensando por ella?... Imposible: aquí se trata de restituirla lo que ella sin querer te dió y lo que tú, sin darte cuenta, aceptaste; es decir, su carácter, su modo de ser, su idiosincrasia moral; o lo que es lo mismo: urge que Consuelo tenga un alma que viva, obre y discurra libremente.
—¿Y para eso, qué debemos hacer?—preguntó Sandoval.
—Para eso necesitamos que, al mismo tiempo que la diviertes, dejes sentir tu influencia lo menos posible, para que insensiblemente vaya enajenándose de esa tutela psíquica que sobre ella ejerces. Sé que la labor es escabrosa y que Consuelo será el primer obstáculo que estorbe su emancipación; pero si tienes fe en mis consejos apóyalos en la seguridad de que mis planes no han de fallar.
—Comprendo tu pensamiento: quieres que divierta a Consuelo, que la lleve al teatro, a las reuniones de sus amigas, y que, según la entre el mundo de la alegría y de los placeres por los ojos, me anule retirándome discretamente por el foro, para que ella, viéndose sola y fuera de su casita, se acostumbre a regirse por sí misma, ¿no es eso?...
—Exactamente.
—Tu proyecto no está mal urdido, pero... ese papel de simple tramoyista es difícil para un hombre tan enamorado y celoso de su mujer como yo. Tiene enjundia decir al entrar en un baile y aunque sólo sea mentalmente: “Vaya, caballeros, aquí tienen ustedes a mi mujercita que se ha enfermado de quererme; como ven, es joven y hermosa; tengan ustedes la bondad de agasajarla y distraérmela a fin de que se acostumbre a vuestras monadas y a quererme un poco menos”...
—Búrlate cuanto quieras—repuso Montánchez—; pero si examinas el asunto comprenderás que mis consejos son los únicos que pueden conducir a un feliz resultado, pues mientras debilitas el influjo que tu voluntad ejerce sobre su espíritu, el roce del mundo, la costumbre de discurrir y de moverse por sí misma y el hipnotismo tonificarán su espíritu. La vida es un cambio continuo de sugestiones; estudia lo que sucede cuando dos personas viven juntas: siempre una de ellas, la más inteligente, la más enérgica o la más graciosa, es quien actúa sobre la otra; influjo del cual suelen no darse cuenta ninguna de las dos, pero cuyos efectos son innegables, porque lo que al principio fué simple imitación, se convierte luego en identidad moral y hasta en cierto parecido físico. Tu matrimonio es un ejemplo de esto, pues la idiosincrasia de Consuelo y la tuya armonizan perfectamente: ella es dócil y sumisa, aun cuando tratada superficialmente parezca lo contrario; impresionable y cariñosa, de inteligencia despierta, pero de voluntad débil y deseos tranquilos; y tú eres apasionado, enérgico, arrebatado, dominador; naciste para vivir libremente y ser cabeza en donde estuvieres; tu mujer nació para querer mucho y obedecer ciegamente al objeto amado: cualquier hombre la hubiese subyugado fácilmente, pero tú la esclavizaste en absoluto: padece un “mimetismo” psíquico completo, y ahora, aunque quieras levantarla del suelo donde se prosternó voluntariamente para adorarte y devolverla su carácter y su libertad moral, no lo conseguirás sin grandes trabajos. Su conciencia es para ti lo que Dios para Lutero: un cuadro en blanco sin otras inscripciones que las que quieras poner. Tú eres la voz, Consuelo el eco; tú eres el cuerpo, ella el espejo reflector; tú, en fin, bribonazo, posees lo que tendrán muy pocos hombres: una boca que sólo se abre para reír tus gracias y asentir a cuanto la tuya diga; unos ojos que ven por los tuyos y que cegarían de tanto llorar si no los mirases; un cerebro y un corazón que son eco de tus pensamientos y de tus pasiones; una mujer que siente contigo, que llora o ríe cuando te ve llorar o reír, y que si alguna vez se acuerda del mundo es porque vives en él... Declaro, por tanto, que Consuelo ha lanzado un “mentís” incontestable sobre mis teorías acerca del amor y de la duración de los humanos afectos; pues ni he visto querer así, ni creí nunca que en corazones femeninos cupiesen pasiones tan grandes.
—¿Y qué haré para principiar mi tarea?
—No ser celoso. Su salud lo exige. Debes dejarla en libertad, que salga sola...
—¿Y si la enamoran por ahí?
—No es probable.
—Pero, ¿y si sucediera?
—Te aguantas y la vigilas desde lejos; de no comprometerte a hacerlo así, no cuentes conmigo.
De vuelta a su casa, Alfonso se apresuró a comunicar a Consuelo lo que Gabriel le había prescrito.
—Quiero que te diviertas, que vayas al teatro, que salgas de paseo, que cultives la amistad de tus amiguitas predilectas y asistas a sus reuniones... Cuando yo no pueda acompañarte—agregó Sandoval preparando el terreno para acometer más tarde la magna obra de la emancipación moral de su esposa—, saldrás con la muchacha y luego yo iré a buscarte: deseo, en fin, que te muevas con libertad, ¡qué diantre!... no conviene que estando tan delicadita de salud pierdas la juventud aquí, entre cuatro paredes.
La joven, que al principio le oyó con mucha complacencia creyendo hablaba de fiestas que había de compartir, al comprender que trataban de transportarla sola a otro mundo de agitación, emociones y libertad, para ella desconocido, se enfureció.
—¿Y eres tú quien propone eso?
—¿Tú?...
—Claro, mujer—repuso Alfonso con aire inocente.
—¡Eres un embustero!
—Cómo, ¿hay en mi deseo algo extraordinario? ¿Te he pedido permiso para vestir de moro, obligar a las personas que nos visiten a quitarse los zapatos como si esto fuese una mezquita, o establecer la poligamia en mi casa?... Pues, entonces, ¿de qué te asustas?
Pero Consuelo, irritada por el fingido candor de su esposo, prorrumpió en un chaparrón de sollozos y pucheritos.
—No me quieres ni me has querido nunca—decía—, pues si me quisieras un poco no te atreverías a proponerme esa infamia. ¡Si no te conozco, si pareces otro hombre, si estoy por creer que eres un cualquiera, un don nadie, el vecino de enfrente, que se ha puesto una cara igual a la tuya para engañarme!...
—Muchacha—respondió Sandoval desconcertado—, mi proposición es inofensiva, pero tienes un geniecillo tan arrebatado, que ves un bombardeo donde sólo hay un tiro de pichón.
Ella continuó:
—¿Qué hiciste de tus celos, de tu empeño en no dejar que nadie me viese ni se acercara a mí, y de cuantos cuidados me rodearon hasta ahora?... Te veo y no te conozco, y te oigo y me figuro que los oídos me engañan también. ¿Quién te dijo que para curarme necesito andar sola de Ceca en Meca, como una de esas vendedoras de específicos que ya están subidas sobre una silla bajo los portales de la Plaza Mayor, como en el pescante de un coche de alquiler en medio de la Glorieta de Bilbao?... Y, sobre todo, si esa vida ambulante me es provechosa, ¿por qué no has de soportarla también tú?...
—No me comprendiste, niña—repuso Alfonso disponiéndose a desarrollar la teoría de cómo se influencian las personas que viven juntas—, y voy a darte las razones que me asisten...
—Sí lo sé todo—replicó ella haciendo un mohín despreciativo—; no tienes que molestarte; conozco la fuente, la cabeza, de donde ha brotado esa idea tan huérfana de sentido común... Eso te lo dijo Montánchez, ese tío infame, ese bandido con traje de persona decente, que será tu perdición y la mía; sí, lo que oyes, soy medio bruja, voy a morirme pronto y tengo la facultad de conocer lo futuro, como les sucede a muchos moribundos. Y ahora sí te juro que no lo hago; aunque me muera, no lo hago... ¡y yo sé por qué!... Montánchez es un miserable, un criminal con más veneno que sangre en el cuerpo... Si no, el tiempo ha de decirlo y entonces exclamarás, si tienes la desgracia de verlo: “¡Pero con cuánta razón hablaba aquella pobrecita loca... que decía las verdades!”
—Y suponiendo que Montánchez sea el autor de ese proyecto—interrumpió Alfonso—, ¿por qué te parece mal?
—Porque... ¡no sé por qué!... pero él pone siempre, en cuanto dice, segunda intención, y esa intención es perversa.
—¡Deliras con los ojos abiertos!
—Alfonso—gritó Consuelo muy excitada—, ¡no me hagas hablar!
—¿Tienes algún secreto?
—¡Quién sabe!
—No, no te tiro de la lengua... sé que no tienes nada que decir.
—¿No crees en la virtud profética de ciertos sueños?... ¿No recuerdas aquél, tan espantoso, que tuve una noche?...
—¿Cuál?
—Aquél en que un monigote verde me abrazaba: pues ese antojo era Gabriel, le vi perfectamente y recuerdo la escena como si ahora sucediese... y el demonio que anda metido en esto hará que mi pesadilla se realice...
—Hazme el obsequio de no seguir disparatando porque tus visiones me lastiman.
—La verdad siempre cura con dolor.
Sandoval concluyó por irritarse formalmente; pero, a pesar de su autoridad, no pudo vencer la obstinación de Consuelo.
—Ahora querría yo ver a Montánchez—decía Alfonso—, a él, que hace unos momentos me aseguraba que tu enfermedad principal consistía en no tener voluntad...
—Pues no quiero hacerlo—repetía ella triunfante—, no lo hago aunque me descuarticen; no quiero hacer nada que venga por conducto o iniciación suya, porque ese hombre sólo puede aconsejar maldades.
—¿Y si te mueres?
—Si me muero, mejor, en paz, así descansaremos todos; tú te distraes con otra... ¡y tal día hizo un año!...
En semanas sucesivas Consuelito Mendoza continuó mostrándose insensible a los ruegos de Sandoval y acabó por declararse francamente en rebeldía. Ella tenía sus razones para obrar así.
Recordaba el cambio de costumbre que Montánchez introdujo en su manera de vivir, sus frecuentes visitas, sus miradas de fuego, sus conversaciones y la tarde en que estuvo departiendo con ella a solas. Hasta entonces le temió sin motivo ninguno, pero después sintió hacia él terror razonado y repugnancia invencibles.
Gabriel Montánchez era el hombre misterioso que fue infiltrándose poco a poco en el seno de su hogar, antes tan tranquilo: Montánchez era el espectro de todas sus pesadillas, el monigote de bayeta verde que quiso besarla en un palco y la acariciaba con sus manos de nieve; el que procuró abrazarla otra noche en que ella se murió por satisfacer el capricho de saber lo que sucedería en su entierro; la sombra del crimen y del adulterio que la acosaba desde hacía muchos meses; el fantasma que antes sólo la persiguió en sueños y que ahora pretendía tejer con ella en la realidad un idilio horrible.
Consuelo Mendoza reconocía la belleza física del médico, su talento, su educación esmerada, su elegancia y su valor; pero creía que aquella hermosa apariencia era la máscara de una íntima y repugnante podredumbre. Su amabilidad era fingimiento; su misantropía, la del hombre hastiado que no se divierte porque está ahito de placeres y ya no le quedan fuerzas para seguir pecando; su valor, la crueldad del bandido avezado al crimen; su talento y su hermosura, las del ángel caído. Y aquel hombre era quien, invocando sus tristezas y soledades de soltero, fué a pedirla un poco de amistad; ¿para qué?... ¿Qué necesidad tenía de que ella fuese amiga suya? ¿No vivieron separados hasta entonces?... Y si esto era cierto, ¿cómo explicar aquellas debilidades y aquellos arranques de ternura en un hombre tan esquivo y dueño de sí mismo?...
Consuelo discurrió largamente a solas acerca de los incidentes de su conversación con el médico, recordando sus palabras, sus preguntas llenas de miel, sus frases saturadas de fuego de amor.
Gabriel estaba enamorado de ella; el hielo se había derretido; el corazón, embotado por los desengaños y los abusos, renacía a la vida del placer; el hombre sesudo de ahora se transformaba por ensalmo en el fogoso aventurero de antaño; aquel volcán dormido bajo su capa de nieve, despertaba. Las figuras del escritor y del sabio se obscurecían ante la del calavera desertor de las tropas argelinas. Y aquel hombre, poderoso y atrayente como un héroe legendario, la había declarado su amor con los ojos, con sus ademanes, casi con los labios, la tarde en que estuvo mendigando de ella un poco de amistad: y la fascinaba como al pajarillo la serpiente cazadora, y la aturdía con su conversación apasionada y la dormía mirándola...
Pero lo que más sorprendió a Consuelo fué no haber sospechado antes la existencia de una pasión que indudablemente era ya antigua, puesto que Gabriel no podía disimularla más tiempo, y empezaba a insinuarse a despecho de todas las conveniencias, y el apoyo que inconscientemente prestaba Alfonso a las torpes cábalas de su enemigo.
Meditó mucho acerca de aquel período de su vida que parecía llamado a formar el nudo de una novela, en su enfermedad, en sus ataques de histerismo, en su carácter caprichoso merced al cual nadie apreciaba seriamente sus deseos; en la estrecha amistad que unía a su marido con el médico, en la prodigiosa facilidad con que éste la dormía, en sus primeras insinuaciones, y, finalmente, en aquella vida mundana a que querían acostumbrarla, y en favor de la cual Alfonso abogaba continuamente. En toda esta serie de pequeñas circunstancias que parecían dispuestas por un genio infernal, creía entrever Consuelo la mano oculta del Destino que la separaba de sus deberes para entregarla indefensa al individuo que tanto temía.
Con los primeros fríos otoñales readquirió Madrid su fisonomía habitual; las calles y los cafés se llenaron de gente, enmudecieron los Jardines del Buen Retiro, se cerraron los circos, y los teatros de invierno abrieron de nuevo sus puertas.
Entonces Alfonso Sandoval procuró nuevamente convencer a Consuelo de que “en la emancipación moral radicaba el secreto de sus padecimientos y de su curación, y que para libertarse moralmente no había medio más eficaz ni divertido que el de andar sola, acostumbrándose a discurrir con su cabeza y a moverse por sí misma...”
Mas ella se mantuvo inflexible: iría, sí, de paseo, al teatro, a cualquier parte, pero siempre que fuese con su marido; sola, nunca.
—Bueno—dijo al fin Sandoval, creyendo que por la vía diplomática adelantaría más—; estoy conforme contigo; nos divertiremos juntos, pero concédeme permiso para que Montánchez empiece a curarte como antes.
—¡Tampoco, tampoco—gritó Consuelo—, no quiero nada que venga de manos de ese hombre, ni saber siquiera que vive en este mundo! Además, cuando yo me niego a complacerte, mis razones tendré.
—¿Qué razones, ni qué pájaros fritos?...
—Está bien.
—Tú no tienes razones, sólo tienes caprichos.
—Eso es lo que ignoras... y haces mal en tratarme así, pero muy mal... cuando sabes que mi único defecto es quererte más que a las niñas de mis ojos...
—No importa, te trato con dureza porque va en ello tu salud.
—Pues, si me muero, mejor; ea, ya lo he dicho otras veces; me entierras o me tiras en mitad del regajo, que no faltará quien cuide de recogerme cuando empiece a oler mal... Y, ¡tal día hizo un año que aquella mártir empezó a mascar tierra!...
Sandoval se empeñó en averiguar el origen de la aversión que Consuelo sentía hacia Montánchez, pero la joven se negó a responder explícitamente.
—No me atormentes con más preguntas—agregó—, porque ni puedo ni sé decirte más de lo dicho; Gabriel es fino, elegante, tiene talento y gracia innegables; es hasta bueno... Pero, chico, me revienta, no puedo soportarle, parece que cuando viene a visitarnos se me sienta en la boca del estómago y ahí permanece hasta marcharse.
—Como sigas dando rienda suelta a esas humoradas—dijo Sandoval—, cualquiera mañana despiertas convencida de que ya no puedes aguantarme y me dices sencillamente: “Querido, en esta casa sobra uno, y eres tú; conque coge el sombrero y vete, que la puerta no está cerrada con llave”.
—Y cualquiera mañanita lo hago.
—Ya digo que no me cogería de susto.
—Lo que debíamos hacer—repuso Consuelo conciliadora—era salir de Madrid, emprender un viaje largo por España o por Europa, recorrer muchas tierras y enterarnos de cómo está el mundo. ¡Eso sí que me gustaría a mí, viajar!... ¡Tengo tantos deseos de ver Granada!... ¿No dices que necesito mucha distracción?... pues, mira: nada mejor que amanecer hoy aquí y acostarme sesenta leguas más allá. ¡Visitar Roma, Nápoles, Venecia, París... especialmente París!...
—¡Eche usted tierras!
—Mas, en fin: me es indiferente ir a un sitio o a otro, llegar a Londres o no pasar del Escorial; lo único que deseo ardientemente es salir de Madrid, a ver si durante nuestra ausencia me curo, o la sociedad que ahora conocemos, cambia. Nos vamos a cualquiera parte, a Málaga, a Valencia... o a uno de esos villorrios que, por sobradamente pequeños, no aparecen consignados en ninguna carta geográfica: lo importante es que nadie sepa de nosotros, que nos crean viajando por el extranjero... Di, ¿te parece bien mi idea?... ¿No te agradaría vivir fuera de Madrid un par de añitos?... Me es indiferente el nombre y situación del retiro que elijamos, por aquello de que quien se ahoga no mira el agua que bebe, y porque, teniéndote a mi lado y estando persuadida de que ningún mal nos amenazaba, todos me parecerían igualmente seductores. Habla: ¿me complacerás? Ese viaje me haría infinito bien, los desarreglos de esta cabecita y de este corazón se curarían y ¡quién sabe!...—añadió poniéndose un poco colorada—, si se realizarían nuestros deseos de tener un hijo...
Alfonso sonrió.
—Eres una tunantuela con mucho jarabe en el pico: tú quieres salir de Madrid no para ver mundo, sino para estar lejos de Montánchez...
—Precisamente.
—¿Y por huir de un hombre que hasta ahora no nos ha hecho ningún daño, y que se guardaría de hacerlo, porque para eso vivo yo, vamos a salir de aquí punto menos que huídos y renunciando al bienestar de que ahora disfrutamos?
—Sí, Alfonso, ¿qué quieres?... ese hombre me asusta... Todas las leguas que pongamos entre él y yo, son necesarias.
Alfonso Sandoval tardó poco en decidirse a emprender aquel largo éxodo: a él también le agradaba dar otro paseíto por Europa, ya que ni la juventud, ni el buen humor, ni el dinero le faltaban. Resolvieron, por tanto, que pasado el invierno saldrían de Madrid para Italia, pasarían un mes en Roma, invertirían otros dos recorriendo Nápoles y Venecia, y al empezar la estación veraniega irían a instalarse en los alrededores de París, allí donde pudiesen gozar simultáneamente de la tranquilidad y comodidades del campo y del bullicio de la gran ciudad. Entretanto su cuartito de la calle Arenal seguiría como hasta entonces: dejarían los armarios bien perfumados con alcanfor para que la polilla no hiciese de las suyas en las ropas; cerrarían las persianas de los balcones para que la luz no deteriorase el color de las alfombras, y con estas precauciones y las limpiezas que de vez en cuando hiciese la cocinera, que sería la persona encargada de quedarse con la llave del cuarto, todo estaba arreglado.
Los fríos y las humedades de octubre influyeron perjudicialmente en la salud de Consuelo Mendoza: los días lluviosos la inspiraban tristeza mortal; sus ojos se llenaban de lágrimas, no podía respirar, el corazón la dolía como si se lo apretasen con un nudo corredizo y sufría accesos de fiebre y dolores neurálgicos.
—Parece—decía explicando su enfermedad—, que están metiéndome una barrena de sien a sien, y siento un objeto muy duro y muy frío que gira en mi cabeza como queriendo rompérmela en dos pedazos.
Una tarde de tormenta produjo en ella un violentísimo ataque histérico; era el primero que sufría después de los baños.
Las sacudidas nerviosas fueron terribles, y Sandoval, que estaba solo con ella, tuvo que apelar a todo su brío y coraje para sujetarla y evitar que se destrozase la cabeza contra los pilares de la cama. Como siempre, la enferma fué insensible a las exhortaciones de su marido, y el ruido de la lluvia que chocaba contra los cristales del mirador y los silbidos del viento tampoco la impresionaron. Pero los fenómenos eléctricos de la tormenta la produjeron angustias mortales; la vívida luz de los relámpagos, a pesar de ser casi imperceptible dentro de la alcoba, la hacía parpadear fuertemente. Entonces lanzaba un grito, un grito horrible, como si el rayo la hubiese herido en la frente, y al pavoroso fragor del trueno respondía con salvajes alaridos: su boca se llenaba de grandes espumarajos pegajosos que no podía escupir, y en su semblante, tan pronto contraído por el gesto del miedo como por el de la ira, empezaban a manifestarse síntomas de asfixia. Dejaba de alentar, sus mejillas se coloreaban de sangre, sus pupilas se dilataban bajo sus párpados cerrados, hinchábanse las venas de su cuello, inclinaba la cabeza sobre el pecho apretándose furiosamente la garganta con la mandíbula inferior, y de su pecho salía un ruido ronco, inarticulado, como el último estertor de los moribundos. Los efectos de la asfixia aumentaban rápidamente y su cuerpo se doblaba como el arco de un violín; hincaba la nuca sobre la almohada y los talones en el colchón, e iba arqueándose poco a poco hacia arriba, formando con el cuerpo un puente, mientras sus brazos permanecían fuertemente unidos a los costados; después, cuando la contracción histérica alcanzaba su mayor intensidad, daba un grito formidable seguido de grandes silbidos causados por el aire al penetrar violentamente en los pulmones, y caía desmadejada sobre el lecho, como si careciese de coyunturas y sus brazos y piernas pudieran doblegarse lo mismo en un sentido que en otro. Luego suspiraba profundamente, entreabría los párpados, bebía algunos sorbos de agua y quedaba tranquila.
Aquel ataque fué seguido de otros muchos: rara era la semana en que Alfonso no tenía que deplorar algún nuevo accidente: un cambio de temperatura, una escena desagradable o la opresión del corsé, ponían a Consuelo repentinamente enferma; otras veces, sin causa ninguna justificativa, empezaba a sentirse muy triste, muy acongojada por una pena sin nombre, y, como no podía llorar y desahogarse, sobrevenía la crisis inmediatamente. Sandoval recurrió una vez más a Montánchez, solicitando de su experiencia nuevos consejos.
—No puedo añadir nada a lo que ya sabes—dijo Gabriel—, es necesario dominar a Consuelo, rendirla, esclavizarla...
—Pero, si no puedo, si te odia con sus cinco sentidos, con toda su alma, con todos sus nervios...
—¡Me odia!...—repuso Gabriel fríamente—, ¡ya lo sé!... y por algo te dije que ese odio dificultaría mi gestión. Ese odio me abruma, soy impotente para luchar con él, no sé cómo vencerlo... y, sin embargo, hay que dominarlo, es indispensable, absolutamente indispensable...
—Pues, chico, no quiere.
—¡Pues, aunque no quiera!—exclamó Montánchez con arrebato—, en uno de esos ataques puede sobrevenir la ruptura de la aorta y morirse... Ya ves, estamos jugándonos su vida, que es preciosa, y debemos disputársela a la muerte con energía y por cuantos medios sean oportunos; yo estoy resuelto a todo; ahora, quien tiene que decidirse eres tú...
Gabriel Montánchez acompañó a su amigo hasta el recibimiento y luego volvió a su laboratorio a continuar un experimento que la inesperada visita de Sandoval había interrumpido.
Montánchez vestía su ropa de trabajo: una dulleta con el cuello y las bocamangas de piel, y un gorro colorado adornado por una larga borla de seda negra.
Las hojas de madera de los balcones estaban cerradas, según costumbre, y las cortinas corridas; sobre la mesa de escribir lucía un gran quinqué con depósito de cristal y pantalla verde, que sólo iluminaba la parte inferior de la habitación, dejando la mitad superior de los armarios, el cuadro de Cleopatra y las sangrientas figuras de los atlas anatómicos, envueltos en sombras.
A pocos pasos delante de Montánchez había una mesita pequeña, con piedra de mármol, y sobre ella un gato, víctima inocente sacrificada por la ciencia en aras del progreso.
El animalito se hallaba tendido boca arriba, sujeto a la mesa por una correa que le pasaba por mitad del cuerpo y con las manos y las patas hábilmente atadas por fuertes ligaduras, que le impedían todo movimiento, excepto los respiratorios.
Montánchez quería comprobar la posibilidad de contener la vida psíquica en una cabeza separada del tronco. Muchas veces lo había intentado y jamás sus investigaciones le satisficieron. El primer gato que utilizó para esto murió medio minuto después de la decapitación, sin darle tiempo a someterlo a la circulación artificial; la segunda víctima sacrificada fué un conejo, que también sucumbió a los dolores prematuramente, y las sucesivas experiencias tampoco dieron mejores resultados.
La operación era difícil y exigía una habilidad de manos y un golpe de vista perfectos para aprovechar los segundos y establecer la circulación mecánica antes de que la muerte sobreviniese. Junto a la mesita de operaciones estaba un aparatito semejante al usado por Schiff en sus curiosos experimentos, y al cual Gabriel Montánchez agregó ciertos detalles que omitió su inventor, y que él estimaba esenciales.
Era un aparato de aspecto irregular, formado por dos depósitos: uno grande, cuya mitad inferior era de metal y estaba destinado a recibir el calor de un reverbero, y otro más pequeño de cristal, puesto en comunicación con el primero por un tubito casi capilar de vidrio. En el receptáculo mayor se ponía la sangre ya desfibrinada, para que no se solidificara al contacto del aire e imposibilitase la operación; la sangre, sometida a la presión de un émbolo de “caoutchouc” que el operador podía elevar o deprimir según estimase oportuno, ascendía por el tubito capilar a la otra esfera y desde allí pasaba a cuatro conductos muy delgados destinados a enchufarse en las yugulares y arterias carótidas y vertebrales de la cabeza, y mantener en ésta la circulación.
Montánchez encendió el reverbero, y esperó a que un termómetro colocado dentro de la vasija mayor, y cuyo depósito de mercurio estaba sumergido en la sangre, marcase cierta temperatura, y en seguida, valiéndose de un bisturí muy cortante, cercenó con dos golpes la cabeza del animal, procediendo inmediatamente con singular destreza y sangre fría a atar con hilo encerado las venas, que no podían relacionarse con los tubos del aparato, para evitar por ellas la hemorragia, y luego de poner éstos en comunicación con las yugulares, vertebrales y carótidas, colocó bajo la mesita un vaso de porcelana destinado a recibir la sangre, que en abundancia manaba del cuello cortado, apoyó una mano sobre el émbolo y empezó a imprimirle un movimiento acompasado y lento, procurando que fuesen idénticos en intensidad y rapidez a las palpitaciones del corazón.
La cabeza del gato, fuertemente sujeta a la mesa por una correa y comunicando solamente con el resto del cuerpo por los nervios y ligamentos espinales, después de algunas contorsiones agónicas que sucedieron a la decapitación, cerró los ojos y quedó insensible, cual si la muerte se hubiese apoderado de ella. Pero así que los movimientos del aparato ingirieron parte de la sangre desfibrinada restableciendo la circulación craneal, la vida reapareció en todos los órganos: abrió la boca y agitó varias veces la lengua, queriendo expresar con mayidos los dolores del suplicio; pero los pulmones faltaban y la laringe no pudo articular sonido ninguno; también abrió los ojos y sus pupilas rodaron en todos sentidos quedando fijas en el médico, y mirándole permanecieron inmóviles.
Montánchez, satisfecho del sesgo que adquiría la operación, se recostó en el sillón y, extendiendo la mano, hizo girar un sistema de dos cristales de aumento colocados encima de la mesa sobre un soporte metálico.
La luz del quinqué atravesó la primer lente, y el rayo luminoso, ya reforzado por la potencia concentrativa del cristal, atravesó el segundo, yendo a proyectarse sobre los ojos del animal decapitado. Aquél era el objeto único del difícil experimento, pues había de demostrar la existencia o ausencia de la vida psíquica en la cabeza amputada.
Montánchez se inclinó hacia delante anhelando ver comprobadas sus teorías acerca de las fuentes de las vidas orgánicas y pensantes. Al caer el haz de rayos luminosos sobre los ojos del gato, los párpados, hasta entonces inmóviles, se contrajeron violentamente, y el médico, que antes de hacer girar los lentes reflectores palideció de ansiedad, tornó a palidecer de alegría; aquello era lo que él buscaba, lo que tantas veces afirmó antes de poder comprobarlo por sí mismo.
La vida intelectual, como la física, depende exclusivamente de la circulación sanguínea, tanto, que el órgano donde ésta se mantuviese con perfecta regularidad, podría vivir y desarrollarse separado del cuerpo.
El movimiento producido por el rayo de luz en los ojos del gato, pertenecía al orden de los movimientos llamados reflejos, pues implicaba acción y reacción nerviosa: acción directa o sea transmisión de la impresión visual por los nervios centrípetos a los tálamos ópticos, y reacción instintiva o voluntaria a lo largo de los nervios centrífugos desde los tálamos ópticos a los músculos constrictores del ojo, que eran los que inmediatamente determinaron la contracción de los párpados. Se trataba, por tanto, de un fenómeno nervioso perfecto.
La sensación de dolor causada en la retina por la luz del quinqué, determinó un movimiento puramente físico que hirió al nervio óptico y se transmitió al cerebro; y luego esta conmoción física engendró otra de un orden reflejo o psíquico, que partía del centro a la periferia implicando la existencia de un entendimiento que comprende dónde están el peligro y el dolor, y de una voluntad ordenadora que cierra los párpados para impedir que la luz mortifique la retina.
Gabriel Montánchez apartó dos o tres veces el haz luminoso de los ojos del animal para volver a dirigirlo sobre ellos, y siempre obtuvo el mismo feliz resultado.
—¡Ya está, ya conseguí lo que deseaba, ya llegué adonde me propuse llegar!—exclamó en voz alta—. Lo sé todo: sé cómo nace el pensamiento, cómo vibran los nervios, cómo se engendra el deleite en la médula espinal... Los hombres son cadáveres galvanizados que van pudriéndose poco a poco: somos una cloaca en que diariamente se disgrega lo que ingerimos en ella por la boca; cuando la bala de un revólver o la hoja de un cuchillo rompe las paredes de esa gran retorta, llena de substancias putrefactas, todo ha concluído, y la última idea, la última aspiración de la materia, sucumben con la última contracción nerviosa. No hay alma, no hay espíritu, no hay en nosotros nada que recuerde lo eterno. ¡Horrible verdad!... Saber que sólo tenemos huesos, carne, nervios y cartílagos, materia frágil que se pudre sin cesar... Y, sin embargo, fuerza es resignarse a tan espantoso suplicio y dejar que el tiempo vaya abatiendo las energías de esta pobre armazón de barro que apenas puede resistir, sin estallar, las furiosas acometidas de sus propias pasiones.
Cogió de encima de una silla una larga pipa de ámbar amarillo y empezó a cargarla lentamente de tabaco; sacaba la picadura de una tabaquerita de plata y la metía en el depósito de la pipa, apretándola con los dedos; luego, mezcló al tabaco algunos granos de opio y se puso a fumar.
En aquella posición, con el gorro tunecino echado sobre las cejas, la pipa entre los dientes, la mirada inmóvil y más bien encogido que sentado en su butaca, parecía un mercader judío tomando el sol a la entrada de una sinagoga.
El médico había caído en una especie de sopor que confundía sus ensueños y pasiones de hombre y de sabio; ya no recordaba su experimento, ni las cuartillas que tenía preparadas para anotar las observaciones que resultasen del ensayo, ni siquiera el sitio donde estaba; su imaginación iba de un punto a otro, acariciando ideas que rechazaba en seguida, sin detenerse en ninguna, cual soñando con los ojos abiertos.
En la casa reinaba silencio absoluto, semejante al que debe haber en el interior de las tumbas cuando los gusanos acabaron de devorar el cadáver y se retiran arrastrándose por las hendiduras de la tierra en busca de otros festines; la luz del quinqué esparcía por la habitación reflejos indecisos que aumentaban la hediondez y repulsivo aspecto de las figuras anatómicas pendientes de la pared; el único sitio bien iluminado por las lentes reflectoras era la mesilla, con piedra de mármol, sobre la cual yacía aquella cabeza ensangrentada cuyas grandes pupilas, de un color amarillento leonado, expresaban una angustia suprema. Los pelos de la cola estaban erizados, el cuerpo temblaba bajo sus ligaduras, del cuello medio cercenado salía un reguero de sangre que se solidificó al caer de la mesa a la vasija y parecía un hilito de lacre obscuro... Montánchez, absorto en sus pensamientos, miraba indiferente el silencioso y trágico suplicio...
Poco a poco la sangre contenida en el receptáculo del aparato inhalador fué enfriándose, el émbolo quedó inmóvil, la circulación sanguínea se paralizó en los tubitos de goma, cesó la respiración artificial y la muerte se extendió instantáneamente sobre aquel despojo que la ciencia defendió algunos segundos. Los pelos de la cabeza se erizaron, la lengua escapóse de la boca, como si el animal muriese por estrangulación, y sus ojos sanguinolentos, tras una contracción espantosa, quedaron inmóviles, turbios, mirando al médico iluminados por aquel frío rayo de luz que los cubría bajo su brillante efluvio como en un sudario de puntos luminosos.
Gabriel Montánchez continuaba impasible, la pipa entre los dientes, contemplando el cadáver.
—¡Ya ha muerto!—exclamó al fin—, ya acabó todo... Así acaban los hombres y los pueblos. Hace media hora ese animal gozaba una vida semejante a la mía, pero la suya era mejor porque sentía y pensaba menos, y en las sensaciones siempre hay más dolor que placer; y ahora nada; un pedazo de materia que dentro de algunas horas apestará y que pasado mañana albergará muchos gusanos... “Acuérdate, hombre, de que polvo eres y que en polvo te convertirás”, dice la Iglesia. No, no hay cielo; desgraciadamente todo acaba aquí, todos morimos aquí como el sapo que expira entre las tembladeras del pantano y parece no desempeñar ningún papel en el concierto universal... El gran secreto de la vida está en la sangre: cuando ésta deja de correr llega nuestro último cuarto de hora, y la sangre corre mientras late nuestro corazón, y a éste sólo le paraliza el tiempo, el implacable enemigo de la vida: todo le está sometido, todo envejece por igual y corre hacia el no ser con la misma velocidad; y yo, que no tengo relojes que me cuenten las horas, ni almanaques que recuerden el curso de los días y de los meses, ni espejos donde mirarme, también camino a la muerte con perseverancia aterradora, pues, aunque en cierto modo viva separado del mundo, ¿dejaré por eso de envejecer con él?...
Se puso de pie y colocó la mano sobre el cadáver del gato, que continuaba mirándole con sus ojos vidriosos: estaba frío y rígido. Entonces zafó las ligaduras que le sujetaban a la mesa y lo arrojó con repugnancia sobre el trozo de cinc extendido delante de la chimenea: el cuerpo produjo al chocar contra el suelo un ruido sordo y quedó extendido con la cara hacia abajo y las patas abiertas.
—¡Imposible!—prosiguió diciendo el médico—, no puede adormecerme; me sucede con el opio lo que a Mitrídates con los venenos, y lo siento, porque me hace mucha falta descansar... ¡Oh! Tengo un amor funesto, una pasión insensata que está cavando nuevos abismos a mis pies... Y la idea de morir sin satisfacer este último capricho me llena de angustia... Amo a Consuelo... Eso no me lo puedo negar, a mí, que me conozco perfectamente; ¡casi no puedo ocultárselo tampoco a los demás!... No sé cómo ni cuándo nació tan peligroso deseo, pero comprendo que me devora y que soy impotente para dominarlo o cobarde para combatirlo. ¿Dónde me arrastrará este postrer delirio? No lo sé; pero soy capaz de llegar por él a donde sólo van los locos de amor. ¡Y todo por una mujer!... ¿Qué misterioso encanto tiene esa criatura que no poseen las demás? No temo las consecuencias de esta pasión por ella, sino por mí; sí, por mí, que pierdo la tranquilidad, el único placer positivo de la tierra... Porque Sandoval no me importa... Creo que me quiere bastante; en muchas ocasiones dió prueba de ello; es lo que en el lenguaje vulgar se llama “un buen amigo”; pero su cariño es finito como todos los afectos humanos. Alfonso prefiere su bienestar al ajeno y no vacilaría en sacrificar mi felicidad a la suya; me quiere lo suficiente para darme todo el dinero que yo le pidiese y exponer su vida por mí; mas si yo le dijera: no deseo dinero porque me sobran corazón y brazos para adquirirlo, ni que arriesgues tu vida, porque me basto solo para defenderme, pero sí pretendo que me des algo que vale más que la vida y el dinero; deseo esa mujer en quien depositaste tu ternura y tu honor, la dueña de tu corazón y de tu hogar, la compañera de toda tu vida, la que te adormece con sus caricias y calma tus afanes con sus besos, la que cerrará tus párpados el día de tu muerte... dámela o concédeme permiso para conquistarla, porque esa mujer también forma mi encanto y sin ella la existencia me es imposible... estoy cierto de que Alfonso se echaría a reír...
Volvióse hacia la chimenea, quedando inmóvil, el ceño arrugado, contemplando con ensimismamiento las lenguas de fuego que corrían sobre los carbones encendidos.
—Eso no sucederá—agregó—, porque eso no se pide; se toma, se adquiere de cualquier modo... con habilidad o por la fuerza... Somos dos hombres para una mujer: él es bastante egoísta para cedérmela de buen grado, y demasiado valiente para no defenderla, y a mí me sobran coraje y audacia para renunciar mansamente a poseerla; él o yo, tal es el dilema; pero si yo tengo más fuerza, más valor o más fortuna, el sacrificado será él. Y ella... ella me odia, me detesta, como su marido me ha dicho, con toda su alma y todos sus nervios; mas no importa, yo sabré enamorarla y predisponerla en mi favor, y pues me abraso de amor, es muy justo que ella se queme también. Todo esto parecerá monstruoso, pero ya que la naturaleza nos puso el corazón a un lado, ¿por qué no darle de lado algunas veces?...
Presa de una agitación febril que le hacía temblar, Montánchez tornó a sentarse.
—Vivo entregado a la ciencia—dijo—. ¡Ja, ja, ja! ¿Y qué es eso?
Removió un poco la lumbre con la badila, puso los pies sobre los morillos para calentárselos mejor, encendió de nuevo su pipa y esperó...
Las azuladas espirales de humo desprendidas del tabaco y del opio quemados, ascendían lentamente girando alrededor de su cabeza y produciéndole enervamiento invencible. Sus pensamientos se obscurecían difundiéndose en aquella especie de vaporosa neblina que bajaba del mundo de lo inconsciente, quitando precisión a sus conceptos, lo mismo que la neblina borra los contornos de los cuerpos: la conciencia se sumergía en un delicioso no ser saturado de pereza y de suprema tranquilidad, las nociones de la vida real fueron borrándose una tras otra, olvidó el sitio donde estaba, la luz del quinqué palideció y su luz tornóse más diáfana; un velo gris cubría los estantes y los muebles, y al fin el opio consiguió apoderarse de su cerebro produciéndole alucinaciones exquisitas.
La luz que irradiaban los carbones de la chimenea fué disminuyendo hasta extinguirse, y sus ojos sólo vieron aún el cadáver del gato tendido sobre la plancha de cinc, con las patas abiertas; pero el sangriento despojo también acabó de borrarse y el médico se quedó soñando, sumido en una atmósfera de humo.
La amorosa pasión de Gabriel tardó mucho tiempo en manifestarse, pero una vez declarada se desató furiosa, arrollándolo todo: amistad, afectos, conveniencias sociales. Aquel tardío rasgo de su vida afectiva fué el más violento de todos los que hasta entonces experimentó: fué una pasión salvaje, una inexplicable explosión de ternuras y de juventud en un corazón de cuarenta años. Era la primera vez que Gabriel avanzaba contrariando realmente el curso natural de las cosas, pues mientras el mundo envejecía, él, en menos de un año, había logrado quitarse de encima cerca de dos lustros.
No le importaban su pasado vituperable, ni el cansancio que las batallas reñidas al Destino dejaron en su alma, ni las ilusiones malogradas, ni aquella lozana juventud perdida: un mundo nuevo y alegre, una vida seductora, un horizonte vastísimo iluminado con los mágicos resplandores de una aurora primaveral, extendía ante sus ojos la ilusión.
La vez primera que Gabriel Montánchez vió a Consuelo no sintió la menor emoción: sólo recordaba que su amigo Alfonso se la presentó en el teatro después de un estreno... y era una mujer como las demás... acaso más guapa que otras... Luego, la obsequiosa amistad de Alfonso, los lazos que a él le unían, la enfermedad de la joven y las tardes pasadas en la intimidad de aquel hogar, contribuyeron a revestir de interés la figura de Consuelito Mendoza.
Cuando Montánchez hizo votos de romper con el mundo y cayó en aquella misantropía que le obligaba a vivir en una noche perpetua, ignorante de la sucesión de los días, sin espejos, relojes, almanaques, termómetros, ni nada que recordase el movimiento decadente de las cosas, creyó que en aquel nido de anacoreta cortesano podría envejecer tranquilo entregado a sus estudios y a sus libros: los mundanales deleites ya no constituían para él un misterio, los conocía perfectamente; todos los fué apurando uno tras otro y le eran familiares. Pasaron los años y de pronto su viejo corazón despertó; y aquel despertar fué dulcísimo, pues su pasión, como todas las pasiones grandes, empezó a desarrollarse lentamente. El color blanco pálido de la joven, sus grandes ojos hebraicos que miraban con tristeza y abandono orientales, su boquita entreabierta, sus actitudes llenas de languidez y de gracia, todo concurrió a reavivar con maravillosos artificios los recuerdos de la juventud pasada. El médico creyó que se trataba de un afecto amistoso, limpio de todo pensamiento carnal, y cuando aquel fugitivo destello de amistad se había convertido en amor, casi se alegró, como hombre que no acostumbra a preocuparse mucho de los acontecimientos que embarazan el porvenir.
—Vivimos—dijo—en este mundo para amar y ser amados, para reír y gozar, y lo que tienda a fortalecer nuestra felicidad, es bueno y santo. No soporto imposiciones morales que son al espíritu lo que las esposas para las muñecas del preso; me gusta la amistad en tanto mis amigos no me molestan; y el mundo, siempre que no quiera volver a ponerme sobre la cabeza su gorro de plomo; y la ética, siempre que esté de acuerdo con mis deseos; y hasta me agrada respetar, como al que más, la mujer del prójimo, cuando comprendo que ese prójimo la quiere con toda su alma... y que ella no me gusta mucho. Pero renunciar a una pasión que me hace enteramente feliz, por temor al escándalo o por no lastimar a un amigo, es imbecilidad indiscutible: seré un monstruo de egoísmo, pero el mundo me enseñó a discurrir así; son muy contadas las personas que quieren a un amigo tanto como a sus muelas, a sus brazos o a sus piernas, y, sin embargo, cuando aquéllas duelen más de lo justo corren a casa del dentista, y si los otros se enferman, el cirujano se encarga de amputarlos; ¿con cuánta más razón podremos amputarlos del corazón un afecto que nos amarga la vida en vez de embellecerla?...
Firme en este criterio, entregóse a su nueva pasión con el frenesí del jugador que aventura a una carta su última peseta; y como Gabriel Montánchez creía, con todos los que han corrido mucho, que el verdadero placer reside más en el deseo que en el goce, así como los secretos más deliciosos de la mujer son los que tiene mejor guardados, no se dió prisa en conquistar lo que por un medio u otro estaba seguro de obtener.
El carácter impetuoso y uraño de Consuelo, sus murrias, sus histerismos, la profunda aversión que le tenía y las dificultades de tiempo y de lugar con que continuamente tropezaba, le desconcertaron bastante, y entonces apeló a otro sistema, quizá más lento, pero indudablemente más seguro. Durante aquellas tardes de invierno que Alfonso Sandoval y él distraían contando cuentos, Montánchez sorprendió muchas veces el efecto que sus palabras, sus narraciones y hasta sus gestos, ejercían sobre el ánimo de Consuelo; y aunque estaba cierto de que un odio infundado, pero invencible, le separaba de ella, sabía que esta repulsión era ineficaz porque la joven vivía subyugada y fascinada en absoluto por él, que a su lado no tenía pensamientos, ni voluntad, ni conciencia de sus actos, y que la sugestión magnética la convertía en una muñequita dócil a cuanto se la quisiera imponer; sabía también que Consuelo le adivinaba obedeciendo a esas misteriosas relaciones merced a las cuales los animales presienten la aproximación de una tempestad, y que su presencia la atortolaba como a una perdiz los ladridos del perro que se acerca, y reconociendo que el terror le hacía déspota único de aquella alma niña, esperó, con la cachaza del cocodrilo que acecha una presa mientras toma el sol, la ocasión propicia de rendir el cuerpo. Para asegurar la victoria probó en Consuelo el sueño hipnótico, deseando saber de antemano la facilidad con que podría rendirla, y aconsejó a Alfonso que se apartase de la joven para favorecer su emancipación moral. La primera parte del plan salió según su deseo; la mujer, convertida en máquina, estaba dispuesta a entregarse; sólo faltaba la ocasión, el eterno “cuarto de hora” que, afortunadamente para Consuelito Mendoza, aún no había llegado.
Mientras Gabriel Montánchez urdía y maduraba sus endiablados proyectos fumando sendas pipas morunas cargadas de opio y de sándalo en su estudio de la calle Hortaleza, Consuelo esperaba ansiosamente el fin del invierno para realizar aquel delicioso “viaje de novios” que tenía proyectado. No era por satisfacer una curiosidad, pues nunca sintió grandes deseos de ver mundo, ni por el gusto tonto de deslumbrar a sus amigas refiriendo las mil y una maravillas que pensaba ver en su excursión, porque las pocas personas que conocía habían viajado más que ella y la importaban tanto las montañas suizas o las nieblas del Rhin, como las nubes de antaño; ni tampoco el deseo de escribir sus impresiones, pues nunca tuvo pujos de escritora, y las contadas veces que cogió la pluma en su vida fué para escribir a Sandoval cartas en las cuales la pasión y la ortografía andaban en razón inversa. La pobre niña sólo quería huir de Madrid, adivinando que Gabriel Montánchez constituía un peligro para ella y para Alfonso.
Cuando le conoció no supo formar idea ninguna de él; sí recordaba que le había saludado con bastante encogimiento y que hasta dudó en alargarle la mano; pero, como aquello la sucedió con otras personas, no dió importancia a su vacilación. Más tarde, la noche en que Gabriel estuvo examinándola, pudo reconocer mejor los rasgos más salientes de aquella extraña fisonomía: su palidez marmórea, sus labios delgados, su ancha frente que las tempestades del alma surcaron de arrugas indelebles, sus ojos grandes, indescifrables y traidores; entonces sintió gravitar sobre ella todo el peso de aquella mirada penetrante que registraba sus pensamientos, y quedó sobrecogida de pavor; fué una descarga eléctrica que la dejó sin movimientos y sin fuerzas.
Quién había comunicado a Montánchez aquel ascendiente sobre ella, fué lo que Consuelo no se explicaba; mas no por eso dejó de padecer los efectos del fenómeno con menor intensidad: sentía que el médico le robaba las ideas, los movimientos, la voluntad; junto a él no tenía fuerzas, porque él se las quitaba con sólo mirarla, le imitaba inconscientemente y hasta de gustos propios carecía; siempre estaba conforme con sus opiniones, y su docilidad era tan absoluta, que antes de que hablase ya daba ella con la cabeza señales de asentimiento. De esta pasividad moral Consuelo se daba exacta cuenta, y la idea de estar incapacitada para defenderse de un “algo” misterioso, y criminal que presentía en Montánchez, la infundió hacia él repulsión espantosa.
Sus accidentes y la influencia hipnótica de Gabriel acabaron de aterrarla: creyó que Montánchez era un encantador, un mago de buena sociedad que se perfumaba todas las mañanas para no oler a azufre y al que no se podía espantar con cuentas de azabache ni matas de ruda, y se consideró perdida: por eso le dijo cuantos descomedimientos la vinieron a la boca, e hizo cuanto pudo por que Alfonso riñese con él; y cuando se convenció de que la cizaña moral no existiría si todas las personas fuesen tan torpes como ella para sembrarla, concibió el proyecto de viajar mucho, medio fácil de poner entre ella y el odiado médico centenares de leguas. Esta idea significó para Consuelo un rayo de felicidad, y tan bienhechores fueron sus efectos que hasta los ataques de histerismo disminuyeron.
Nunca se levantaba antes de las once: tomaba el chocolate en la cama, y mientras apuraba lentamente el contenido de la jícara y partía los bizcochos y casi lloraba porque un pedacito que “le era simpático” se cayó al suelo, su mano, un poco torpe, equivocaba frecuentemente el camino que conducía a la boca, y el bizcocho, mojado en chocolate, solía marcar sobre la nariz una manchita obscura; entonces, la joven se dejaba caer hacia atrás riendo a carcajadas, con el cuello y los pechos descubiertos, la boquirrita y los ojos contraídos por la risa.
—¡Concho, qué bien debo de estar así—decía—; pareceré un clown!...
Y cuando ya estaba más serena:
—Alfonsito—continuaba—, ¿quieres una sopa de chocolate? Está muy rico; anda, concho, cernícalo, si no te pinto... ¡pero, qué mal pensado eres!... Si a mí me hubiesen dicho que querían hacer contigo, es decir, que querían que tú hicieras conmigo... ¿entiendes?...
—Ahora entiendo menos.
—Que si tú quisieras hacer conmigo lo que yo he procurado hacer contigo... ¿está bien así? ¡Vaya, ya salió!... te hubiera dicho en seguida que sí, porque nunca pienso que puedas engañarme, y eso que el nene, concho, es de oro... Conque, ¿quieres?... Anda, sosón...
Con sus ardides y marrullerías entretenía a Sandoval hasta las doce o la una; entonces se levantaba, y luego de bien lavoteada y peripuesta iba al comedor.
Después de la comida, y mientras llegaba la hora de que Alfonso se fuese al casino, hablaban del pesado sueño que tenían por las mañanas, de lo que ella le dijo para obligarle a abrir los ojos y de la grandísima picardía que él contestó; de teatros, del último estreno, del “crimen de ayer” referido con prolijidad enojosa por los periódicos de la mañana, de si saldrían o no por la noche, de modas y del viaje; ¡sobre todo, del viaje!
Esta conversación era inagotable para Consuelo: por docenas podían contarse las veces que habló de cada detalle, invirtiendo horas en discutir la clase en que debían viajar, el sitio que ocuparían en el vagón y hasta el color de los vestidos, que serían grises por ser los más sufridos...
Cuando Alfonso se marchaba, Consuelito Mendoza se encerraba en su gabinete o en el despacho, y allí se ponía a coser. Por las noches el matrimonio cenaba un bocadillo ligero antes de ir al teatro.
Aquel invierno también picó en lluvioso y frío, pero Consuelo, a despecho de la estación y de la falta de medicinas, pues se había negado rotundamente a tomar ninguna, temiendo que estuviesen prescritas por Montánchez, estaba mejor de salud.
La soledad de sus tardes la entretenía con los preparativos del viaje. Aunque propensa a la vida holgazana y contemplativa, desplegó una actividad ejemplar. Le parecía que entre todos los relojes de Madrid estaba verificándose la apuesta de cuál de ellos daría más vueltas en menos tiempo, lo que hacía que las horas, por su brevedad, pareciesen minutos; que las hojas de los calendarios se cayesen solas, que los meses huyeran como golondrinas y que el momento de la partida iba a sorprenderla sin tener arreglados sus trapitos.
—¿Cuánta ropa llevaremos?—le preguntó a Sandoval.
—La que calcules que podamos necesitar en un viaje de ocho o nueve meses.
La respuesta era algo vaga, y Consuelo no supo a qué atenerse; y después de contar las semanas que tiene cada mes y las veces que ella mudaba sus ropas interiores a la semana, más las prendas que se pierden y las que se rompen, creyó necesario llevar, por lo menos, cuatro docenas de cada artículo.
Preparar cuarenta y ocho camisas suyas y otras tantas de Alfonso, más otro número igual de calzoncillos, pantalones de señora, calcetines, sábanas, etc... era un trabajo enorme para cuyo desempeño tuvo que desplegar todo su celo.
Las festividades de Pascua pasaron para ella casi inadvertidas, pues los preparativos del viaje absorbían de tal modo su atención, que hasta las ganas de dormir le quitaban. En todo este tiempo su salud fué inmejorable; se puso más gruesa y de mejor color, con más alegría en los ojos y menos electricidad en los nervios. Sandoval estaba encantado: era indudable que la robustez de la joven triunfaba de todo, y que por aquella vez quedarían chasqueadas la ciencia y las profecías de Montánchez.
Hasta muy vencida la segunda quincena de enero no creyó Consuelito Mendoza que el equipaje estaba terminado y que podía enseñarle a Alfonso su obra de tantos meses; y éste, aunque la había visto andar muy afanosa de un lado a otro saqueando roperos, y notó los vacíos que dejaron en los estantes los libros secuestrados, se quedó estupefacto ante el convoy que su mujercita tenía preparado.
—Pero, muchacha—dijo—, ¿tú sabes lo que eso pesa y el dineral que cuesta su traslado?
Consuelo, avergonzada, no se atrevía a hablar.
—Veamos—dijo Alfonso—, ¿cuántos baúles destinas a la ropa blanca?
—¿Yo?—repuso ella con el aplomo de la persona que sabe bien lo que ha dispuesto—, pues... siete.
—¡Siete baúles, es decir, siete mundos, pues apostaría la cabeza a que los elegiste así!—exclamó Sandoval encogiéndose cómicamente de hombros como temiendo que aquel sistema planetario, repleto de ropa blanca, se desplomara sobre él.
—¿Qué, te parecen muchos?
—Ay, niña; no me asustan esos siete, si no los que irán saliendo, porque para tus trajes y los míos, ¿qué menos vamos a necesitar que otros tres?
—Cinco calculé yo, y no son muchos.
—¿Cinco dijiste?... Más a mi favor. ¿Ves cómo hice bien no asustándome de los siete primeros?... Y miren cómo mi mujercita me ha convertido en una especie de Dios chico, que se permite el lujo de andar rodando por ahí con sus mundos, maravillando a los carabineros y empleados de ferrocarriles que sólo están acostumbrados a tratar con esos pobres diablos que no tienen más que un baúl... quiero pensar en lo que, gracias a ti, voy a reírme en el viaje cuando se hable de astronomía y mi interlocutor me pregunte con acento inglés:
“—¿El Sol marcha, verdad?
“—Sí, señor—le responderé yo—; el Sol marcha; Eugenio Pelletán fue un descortés que sólo se acordó de la Tierra; pero el Sol también le da a las tabas lindamente a pesar de sus muchos años.
“—Y la Tierra, ¿hacia dónde camina?
“—La Tierra camina conmigo.
“—¿Cómo, con usted?—dirá mi inglés, un tío muy largo, como si le viera, con grandes patillas rubias, un monóculo, una guía debajo del brazo y un sombrero más chiquito que la cabeza—, ¿usted está loco?
“—No, señor; el mundo va conmigo, adonde yo quiera llevarlo, como otros treinta o cuarenta que vienen ahí detrás; es todo un sistema planetario: Flammarión no se ha enterado aún de esta francachela cósmica que vamos corriendo, pero puede usted creerme bajo mi palabra”.
Consuelito Mendoza, aunque desconcertada y corrida, declaró que, a su juicio, se necesitaban diez y ocho baúles de los grandes.
Sandoval se echó a reír.
—Todo nuestro equipaje—dijo—ha de caber en un baúl. ¿Oyes?... No admito ni una sombrerera más.
—Pero, hombre, ¡qué cosas tienes! ¿Y dónde meto el contenido de los diez y siete mundos restantes?
—En ninguna parte, lo dejas aquí.
—¿Y tus libros?
—Mis libros se quedan en su sitio; ¿qué necesidad tienen los pobretes de exponerse a perder un canto por esos andurriales?
—¿Y cuando quieras leer?
—Compro uno.
—¿Y qué haremos de los libros comprados?
—Si encuentro alguno bueno lo guardaré; pero lo bueno escasea tanto que probablemente me cabrán todos en un bolsillo del chaleco; los malos, los tiro o los quemo, o los cambio en las estaciones del tránsito por vasos de agua o por naranjas...
Estaban a mediados de febrero y la gente moza y alegre de Madrid, animada por la festividad del día y por un hermoso sol primaveral, bajaba al Prado y a Recoletos en bulliciosa manifestación.
Era domingo de Carnaval.
Las máscaras ejercían sobre Consuelo atracción irresistible, aunque ignoraba, con el candor de una niña, los placeres de que las mujeres disfrutan llevando el semblante bajo un antifaz.
El Carnaval se asociaba en su memoria a recuerdos infantiles que la transportaban quince años atrás, cuando era una rapaza que pasaba las noches pensando en los pollitos culones de la señora Daniela; eran recuerdos inocentes, que todos los años se renovaban produciéndola la misma dulce y poética complacencia.
Siendo niña se asomaba a la ventana a ver las máscaras mientras oía con suave ensimismamiento “El carnaval de Venecia” de Schulhoff, tocado al piano por una vecinita suya; y mezclando las notas populares que sirvieron de tema al profesor alemán para componer su célebre obra, con la idea que ella tenía formada de Venecia, llena de góndolas, y los monigotes embadurnados de amarillo y de verde que desfilaban ante sus ojos, con otras muchas tonterías aposentadas en su cerebro de muchacha, formaba un carnaval extraño, fantástico, con músicas y tipos enteramente suyos. Esta borrosa visión infantil duró muchos años, y siempre recordaba con plácida melancolía aquel carnaval veneciano escuchado por ella tras los cristales de su gabinete.
Alfonso y su mujer bajaban la calle Alcalá en un coche abierto. La animación era inmensa. Al llegar a la fuente Cibeles la multitud se bifurcaba, y mientras unos seguían por el Salón del Prado, hacia Neptuno, otros caminaban hacia la plaza de Colón.
Los coches descubiertos formaban mayoría, y en ellos lucían sus atractivos algunas jóvenes disfrazadas de pasiegas, de andaluzas o de gitanas; también había muchos niños vestidos a la antigua, con pelucas empolvadas, medias de seda, zapatos de charol con hebillas de plata, pantalón ceñido y largos casacones bordados que les azotaban las corvas; parecían comparsas de teatro, y sus perillas y bigotes postizos, de un negro betún, daban a sus tersas caritas una expresión de seriedad y vejez contrahecha que inspiraba risa. Entre ellos también mostraban sus atractivos las Pompadour de tres pies de estatura, semejantes a figuritas arrancadas de un abanico estilo Watteau.
Por entre las dos filas de coches, una de las cuales iba con la misma lentitud con que la otra venía, como los costados paralelos de una correa sin fin, pululaban bandadas de máscaras vocingleras: mujeres con disfraces varoniles cuyas piernas apenas podían moverse dentro de los pantalones en que un capricho de su dueña las aprisionó; hombres que cambiaban su traje por una enagua y un corpiño, comparsas de frailes rezadores que leían en un libro y echaban bendiciones; “bebés”, astrólogos, escoceses, locuras, moros, caballeros del siglo XVI, estudiantes, osos, enanos, lechuzas y otros mil abigarrados figurones y disparates.
Por las aceras discurría el público de a pie, y entre los trajes obscuros de los espectadores pacíficos, bullían grupos de máscaras retozonas que perseguían a sus conocidos para darles un confite y una broma: todo ello bajo un cielo azul que se deshacía en torrentes de luz.
En aquellas fiestas, consagradas al placer de los sentidos, Alfonso recordaba sus travesuras de soltero, y aunque ni su edad ni su posición de hombre casado le permitían ciertas distracciones, gustaba de hacer un extraordinario echando, como vulgarmente se dice, una cana al aire.
El extraordinario fué bien insignificante y se redujo aquel año a comer fuera de su casa, en una de esas fondas donde se sirven comidas desde diez reales en adelante: porque Alfonso, lo mismo que Consuelo, gustaban de sentarse de cuando en cuando junto a una mesa de pino, a la luz de un mechero de gas, aspirando el fuerte olor a guisos escapado de las cocinas y oyendo las voces de la plebe.
Aquella noche cenaron bien; cuando salieron a la calle, aún no eran las nueve: entraron en el Oriental a tomar café y luego se fueron a la Comedia. Ambos iban muy contentos.
—Es preciso—decía ella—hacer algo gordo, que suene, concho... para que salgamos en los papeles.
—¿Te atreves a ir a la Zarzuela?—propuso Alfonso, olvidándose de lo mal que están los casados en un baile público.
Consuelito Mendoza acogió la idea con regocijo.
—Sí, sí—dijo palmoteando—, eso es lo que yo quería, concho, sólo que no me acordaba.
—¿Entonces, no vamos al teatro?
—¡Quiá, qué disparate!
—¡Pues, ale!... Corriendo a casa, que no hay momento que perder.
Al cruzar de nuevo la Puerta del Sol, vieron a Montánchez.
—Si quieres pasar la noche conmigo—dijo Sandoval estrechándole la mano y sin detenerse—, ve a la Zarzuela; allí estaré yo.
El médico saludó quitándose el sombrero y repuso:
—No iré.
—¿Para qué le has hablado a ese gaznápiro?—exclamó Consuelo con el semblante contraído como si fuese a llorar—; ¿cómo te empeñas en hacerle partícipe de nuestras alegrías sabiendo que le odio y que donde él esté no puede haber sosiego para mí?
Alfonso, que comprendió su yerro, acudió a componerlo recurriendo al repertorio de sus ternezas, y como el enfado de la joven no era muy sincero no le costó trabajo tranquilizarla. A la una de la madrugada llegaron a la Zarzuela.
Consuelo vestía un capuchón azul con adornos negros, zapatitos de raso blanco y antifaz encarnado. Todos los palcos estaban ya vendidos y tuvieron que comprar dos entradas. Las luces, el calor y el ruido causados por la aglomeración de personas, produjeron en Consuelo un sobrecogimiento que la hizo aferrarse estrechamente al brazo de su marido; aquel espectáculo, tan nuevo para ella, la atraía y asustaba a la vez.
Entonces la orquesta no tocaba y los bailarines descansaban dando vueltas al salón: en el centro de aquella movible cinta de carne humana había muchos hombres que, no teniendo pareja, esperaban ansiosamente la llegada de nuevas mujeres. En los palcos se comían fiambres y se vaciaban botellas de Jerez, y en uno de ellos, ocupado por camareras y jóvenes de buena sociedad, un adolescente, en el colmo de la embriaguez, vertía el vino en el interior de su sombrero de copa, aplicaba los labios a las alas y bebía. En el escenario algunos bailarines disfrazados se habían rendido ya a las fatigas del baile y a los vapores de la bebida, y dormían profundamente tendidos boca arriba, con los brazos abiertos, los semblantes desfigurados por las pinturas, el sudor y el polvo, y teniendo aún en una mano la última botella vacía; mientras otros, que hicieron con su rabo de diablo una especie de cojín para sentarse y estar más cómodos, cenaban tranquilamente recostados contra la pared.
De repente, y cayendo sobre aquel polífino desconcierto producido por tantas voces que destempló la agitación y la borrachera, resonaron nuevamente los acordes de la orquesta, y aquella masa de carne empezó a ondular siguiendo el ritmo musical.
Consuelo, aunque sufriendo ya el malestar causado por el calor y la mucha gente, se dejó llevar por Alfonso a través de aquella multitud ebria de vino y de vicioso júbilo.
—¿Te sientes mal?—preguntó él inquieto.
—No—repuso la joven mirándole cariñosamente por las aberturas del antifaz—, estoy muy contenta.
Terminado el baile, Sandoval dejó a Consuelo un momento para saludar a varios amigos que le habían llamado: en tal momento un numeroso grupo de máscaras empujó a la joven hacia un extremo del salón.
Ella, toda medrosita y atortolada, sin fuerzas para resistir la avalancha, ni estatura para orientarse en aquel mar de cabezas, empezó a gritar llamando a Alfonso. Algunos desocupados, notando su turbación, se complacieron en aumentarla con sus voces y requiebros, y siguieron acosándola hasta acorralarla contra un ángulo del escenario. En esto la orquesta volvió a tocar y muchos quisieron bailar con ella: Consuelo, al principio pudo defenderse, pero después el miedo paralizó su lengua; un hombre medio borracho y disfrazado de diablo se arrodilló ante ella para verle el rostro por debajo de la sotabarba, y mientras con lengua estropajosa iba diciendo cuantas sandeces se le ocurrían, extendió la mano y la pellizcó una pierna; Consuelo dió un grito y retrocedió algunos pasos sin poder desembarazarse de otros importunos que, excitados por su cándido aspecto, abusaban de su turbación para manosearle los brazos y los pechos. Y ya empezaban a acongojarla, cuando rompiendo violentamente el grupo de hombres que en torno de ella se había formado, la forzó a bailar, cogiéndola por el talle, una máscara disfrazada de astrólogo.
La súbita presentación y el aire autoritario de aquella extraña figura, vestida con un rico manto de terciopelo azul cuajado de estrellas argentinas, sorprendió a todos, incluso a la misma Consuelo, que se dejó arrebatar.
El máscara bailaba sin decir palabra: al llegar al comedio del salón pasó Sandoval y la joven corrió hacia él dando un grito. Alfonso se volvió repentinamente, y viendo que el astrólogo procuraba retenerla por un extremo del capuchón quiso agredirle, pero algunos bastoneros le contuvieron y la cuestión no siguió adelante.
Cuando regresaron a su casa, Consuelito Mendoza, extenuada por las fuertes emociones de aquella noche de aventuras, no pudo resistir más y se desmayó.
Las amistosas relaciones entre Gabriel Montánchez y Sandoval parecían haberse enfriado un poco: sólo de tarde en tarde se veían, y cuando Alfonso reprochaba a su amigo su tibieza, el médico se disculpaba alegando sus muchas ocupaciones.
Consuelo Mendoza celebró aquel retraimiento, pero a pesar de tan tranquilizadoras apariencias siempre recordaba con miedo la tarde en que Montánchez estuvo hablándola de amistad, quejándose de sus soledades y explicando su necesidad de ser querido por alguien; y sus palabras, sus gestos, el fuego que puso en su conversación y la extraña expresión de su mirada. En su lenguaje apasionado, la joven adivinó un amor criminal; y aunque Montánchez, o por prudencia o por miedo, no se declaró más francamente y todo ello parecía olvidado, Consuelo recelaba las consecuencias de esas tempestades que se forman poco a poco y sin ruido, y en un momento dado estallan con violencia aterradora.
Consuelo sentía cernirse sobre su cabeza aquel ciclón “pasional”; empezó por un puntito negro apenas perceptible y ya ocupaba el horizonte. Como a sus cándidos ojos de niña crédula Gabriel Montánchez se había ofrecido como un genio superior relacionado y hasta emparantado con los espíritus maléficos más poderosos del otro mundo, temía que el endiablado médico pusiera en juego para rendirla algún procedimiento sobrenatural, algún filtro o conjuro, alguna hierba milagrosa de ésas que, según afirman las viejas zurcidoras de voluntades, poseen la virtud de volver los corazones hacia determinados afectos. Y esto era precisamente lo que más miedo y repugnancia le causaba: la idea de que Montánchez poseyese el secreto de hacerse querer de ella, hasta estrecharla entre sus brazos alguna vez...
Cuando Sandoval cogía un periódico y leía la descripción de uno de esos sangrientos dramas de amor y de celos tan frecuentes en nuestro pueblo, Consuelo se echaba a temblar como si su conciencia la acusase de algo.
—¡Calla, por Dios—decía—; la relación de ese crimen me crispa los nervios! ¿Te parece bien que siempre, las pobrecitas mujeres, paguen el pato?
—Como que sois las únicas causantes de nuestras malandanzas y desventuras.
—Sí, ¿eh?
—Claro, ¿quién os manda ser tan guapas?
—Y a vosotros, ¿quién os obliga a ser tan viciosos?
—¡Toma... misterios del querer!...
—¡Ay, amigo, eso no está bien!... ¿De modo que el amante, el Tenorio callejero, que allana una casa sin pedir permiso y no vacila en hacer desgraciada a una familia por satisfacer un necio antojo, no merece castigo?
—Ése, también; el hombre por buscar... la mujer por dejar que la encuentren.
—¿Así que tú—agregó Consuelo riendo—eres uno de esos maridos matasietes que no perdonan a nadie?
—A nadie—repuso Sandoval distraído.
—¿Y matarías a tu contrario, Alfonsito?
—Como a un perro.
—¿De un tirito?
—O de dos; de todos los que hicieran falta.
—Naturalmente, porque si con el primero no tenía bastante...
—Repetía la dosis.
—¡Concho, qué miedo!... ¿Y a mí también me matarías?
—También; con otros dos o tres tiritos, según tuviera el pulso.
—¡Qué burro!... ¿Y después?...
—Después—contestó Sandoval que continuaba leyendo—, me pegaba otro tiro, o dos... ya digo que eso dependería de cómo tuviese el pulso.
—Necesitarías antes volver a cargar, porque las cápsulas se te habrían acabado ya.
—Naturalmente.
—Conque, ¿se habrían acabado, naturalmente?
—Muchacha, ¿quieres dejarme leer?
—Oye, Alfonsito—prosiguió ella bromeando y por agotar la conversación y la paciencia de su marido—, y después que todos estuviésemos bien muertos, ¿qué harían con nosotros?...
—Pero, ¿es que estás tomando informes para que nada te coja de susto?—preguntó Sandoval amostazado—; pues no sé lo que harían con nosotros; probablemente nos enterrarían de cara al sol... no sé... ¡Déjame en paz, tabardillo!
Estas conversaciones en que siempre descubría Alfonso los sanguinarios instintos de su celoso temperamento, preocupaban mucho a Consuelo; sin querer echábase a fantasear acerca del cúmulo inagotable de calamidades que caerían sobre ella si el Destino consintiese que sus tristes presentimientos se cumplieran y Montánchez la violentara o rindiera con sus hechicerías; pensaba en la horrible tragedia que entonces se desarrollaría entre aquellos hombres, y se veía sola, indefensa, arrodillada en el suelo llorando, sin fuerzas para separar a los dos rivales; y después calculaba las consecuencias de su caída...
Éstas dependían del resultado de la lucha. ¡Oh, no! ella no quería que Sandoval riñese con Gabriel Montánchez, porque el médico no era un hombre como los demás, sino un demonio que le vencería. ¿Pero, y si Alfonso quedaba triunfante?... Entonces ella también podía darse por muerta, porque Sandoval, en su exaltación, la aplastaría con el pie como quien mata una araña. ¡Qué miedo, morir así o estrangulada... y quedarse luego muy fea, con los ojos desencajados y la roja lengüecilla fuera de la boca!...
Si, por el contrario, Sandoval sucumbía a manos de Montánchez, ¡qué horror!... verle muerto y quedar entregada a las caricias de aquel otro tipo tan disimulado y tan hipócrita que tarde o temprano la mataría también...
A fuerza de discurrir en el mismo tema, esta idea llegó a dominar su espíritu; creía que el desastre iba a suceder de un día a otro y hasta extrañaba que nada serio hubiese ocurrido aún; era una pesadilla ineluctable, un espectro con la cara y las manos manchadas de sangre que la perseguía en el lecho, en la mesa, en el teatro.
El viaje se había fijado para el día quince de marzo.
La víspera de la partida Consuelo comenzó a sufrir ese vago sentimiento de temor que infunde lo desconocido. Como todas las mujeres de corazón sensible, nunca había fijado dique a sus afectos y amaba cuanto veía a su alrededor; y a colocar ordenadamente sus afecciones, se hubiera visto que la primera, la más grande, era la de Alfonso Sandoval, aun cuando este amor relegaba el de Dios a un impío segundo término; y después y en línea descendente, figuraban otro sin fin de amorcillos que no por su pequeñez eran menos reales ni dignos de ser apreciados; tales como el cariño que sentía por la cocinera, por el niño ciego que algunas tardes tocaba un violín implorando la caridad pública al pie de sus balcones, por el jilguero que alegraba la casa con sus trinos, por una sillita de cuero donde se sentaba a coser, por un dedalito de plata que la regalaron siendo niña, y por cuantos muebles y fruslerías estaban en contacto con ella. Separarse de todo aquello, aunque sólo fuese por un tiempo relativamente corto, era una necesidad que la afligía hasta el llanto, pues no sólo pensaba en sus penas, sino en las que por idéntico motivo sufrirían sus queridos chirimbolos, a los que, desde luego, suponía capaces de sentir pesadumbres de amor.
Aquella mañana la joven madrugó más que de costumbre y se asomó al balcón: el tiempo había cambiado, y un fuerte viento Sur empujaba rápidamente las nubes unas sobre otras: se padecía ese bochorno que precede a las tempestades; el cielo estaba nublado y de los nubarrones más bajos caían gruesas gotas que manchaban la calle de enormes viruelas negras.
Consuelo seguía en el cierre de cristales, mirando distraídamente las columnas de polvo que el viento levantaba, como esgrimiendo un escobón invisible; las puertas y ventanas se cerraban o abrían con estrépito, sacudidas por el ciclón; algunos cristales cayeron a la calle hechos pedazos y por la Puerta del Sol eran muchos los transeúntes que corrían detrás de sus sombreros.
Recordando su próximo viaje Consuelito tuvo miedo.
—¡Dios mío!—meditó—, ¿no quieres que me vaya?...
El resto de la mañana lo invirtió arreglando de nuevo su bagaje.
Debían de salir a la noche siguiente para Barcelona, donde embarcarían en el primer buque que navegase con rumbo a Italia.
—¿Y nos iremos de aquí aunque llueva?—preguntó Consuelo, que a un mismo tiempo temía y deseaba marcharse.
—¿Pues quién nos lo impide?...—repuso Sandoval—; el agua no molesta cuando se viaja en ferrocarril.
Después de almorzar, Alfonso salió a hacer efectivos algunos cheques, y como Consuelo no quiso acompañarle, acobardada por el mal cariz del tiempo, la cocinera y la camarera fueron las encargadas de comprar una maleta destinada a guardar los enseres de tocador.
—Oye—gritó Consuelo desde el gabinete a su doncella, que ya se iba—, cuando vuelvas llama con los nudillos para que yo te reconozca, o si no... llévate el llavín; mejor es, porque quizá tenga luego gana de echarme a dormir un rato...
Las mujeres salieron y la joven se puso a coser cerca del balcón.
El horizonte se había obscurecido completamente y la luz que penetraba por los visillos era escasa. Consuelo empezó a sentir miedo, miedo de saberse sola en aquella casa tan grande que parecía dormir bajo sus tapices y cortinajes, y recordando las cabezotas de yeso del despacho y aquel ensueño en que las vió animadas, volvió a temblar; a cada instante creía que caminaban por el pasillo los bustos de Cervantes o de Quevedo, asentados sobre dos piernas muy largas y negras como patas de langosta, y tan grande fué su aprensión, que hubo de levantarse y cerrar la puerta.
El viento silbaba en la calle produciendo, al quebrarse en las esquinas, lamentos lúgubres semejantes a suspiros. Consuelo dejó su costura y se asomó a la ventana: del cielo caían gruesos goterones que, por lo pesados, parecían de plomo, y causaban un ruido fastidioso al chocar contra el cinc del mirador; luego aquellos amagos de lluvia fueron aumentando hasta convertirse en espantoso aguacero.
La lluvia caía tan compacta que parecía un inmenso velo de gasa: los transeúntes, acobardados por el agua, se guarecían en los portales a esperar cachazudamente que disminuyese la fuerza del chaparrón, y sólo los muy impacientes seguían con el inútil paraguas abierto, el cuello de la americana levantado y los pantalones doblados sobre los tobillos.
Consuelo se retiró del balcón un poco mareada por aquel continuo llover, y al ir a sentarse repercutió el timbre de la puerta de entrada. La joven quedó inmóvil, con la quieta rigidez de las estatuas.
—¿Quién será?—pensó—; aún es muy temprano para que Alfonso vuelva... Es extraño, no adivino quién pueda ser...
De pronto sus facciones se contrajeron y llevóse ambas manos a la boca sofocando un grito de terror; se había acordado de Montánchez.
El timbre volvió a vibrar, y Consuelo salió al pasillo, dirigiéndose al recibimiento.
—¿Quién?—preguntó con voz trémula.
—Yo—repuso una voz de hombre que la joven no reconoció.
Acercóse a la mirilla de la puerta, mas no pudo distinguir nada porque el visitante estaba cerca de la pared.
—¿Y... quién es usted?—inquirió Consuelo, cuyas piernas flaqueaban.
—Gabriel, señora.
—¡Ay... no le había conocido!
—¿Puede usted recibirme?
—Alfonso no está...
—No lo sabía... pero eso no empece...
—Estoy sola.
—Vuelvo a repetir que su soledad no es un inconveniente.
—Pero...
—Deseo hacerles a ustedes un encargo, es asunto para mí de mucha cuantía; sé que se van mañana y no quiero desperdiciar la ocasión...
—No puedo...
—Haga usted un poder, se lo ruego...
Su voz era imperiosa. La requerida, aunque jadeante de emoción, aún quiso resistir.
—¡Vaya... que no puedo!
—¡Señora, tenga usted la bondad de abrir!
Los desfallecimientos físico y moral de Consuelo Mendoza fueron tan grandes, que casi perdió la conciencia de sí misma y no supo oponerse al mandato del médico; estaba acostumbrada a obedecerle: como un autómata abrió la puerta y entró Gabriel.
—¿No hay nadie?—preguntó.
—No, señor—repuso ella haciendo esfuerzos sobrehumanos por cobrar aplomo—, pero Alfonso no tardará en venir...
Este fué el único embuste que se la ocurrió, pues estaba segura de que Sandoval no regresaría antes de la noche. Se habían sentado en el sofá del gabinete, el uno al lado del otro: Montánchez estaba limpio, sin ninguna manchita de barro en el pantalón, como si acabase de salir de su cuarto.
—¿Vino usted en coche?—preguntó ella por decir algo.
—Sí, señora... He visto salir a Sandoval y a las criadas, sabía que tardarían en volver y que estaba usted sola... por eso he subido...
A pesar de su aplomo, el médico estaba un poco inquieto.
—¿Cuándo es el viaje?—agregó.
—Mañana.
—¿Y de quién partió esa idea sorprendente de ir a correr mundo?
—De mí—repuso Consuelo mirando a su interlocutor audazmente.
—¡De usted, ya lo sabía!... Porque eso más parece una fuga que un viaje.
La joven sintió que su valor declinaba y bajó los ojos.
—Sí—continuó Montánchez—, es una fuga; usted sale de Madrid huyendo de una persona que, sin querer, la mortifica mucho y a quien odia usted con toda el alma, ¿no es cierto?
Consuelo no respondió.
—En estas cuestiones no me engaño nunca: ¿qué más? sé el nombre del ser odiado... ¡soy yo!... No haga usted signos negativos que no me convencerán: usted me odia, me detesta, me aborrece con un sentimiento inextinguible de repulsión, y eso, si el testimonio de mis sentidos no bastase a revelármelo, lo sé por Sandoval, por usted misma... Desconozco el origen de esa repugnancia, quizá usted la ignore como yo, mas no por ello es menos cierta. También usted produjo una revolución en mí, pero de bien distinto carácter: usted me atraía, a su lado me encontraba bien, y al poco tiempo mi amistad hacia usted era más grande y más firme que la que profesaba a Alfonso, con ser ésta muy antigua.
—Pero, caballero—interrumpió Consuelo—, ¿a qué viene usted aquí?... ¿A acusarme?
—No, señora.
—Entonces... ¿a qué?
—A decir que la amo, que la quiero con toda mi alma—repuso Gabriel aplomadamente.
—¿A mí?...—exclamó Consuelo poniéndose de pie—; ¿pero usted sabe lo que dice?
—Sí, señora, porque lo siento aquí dentro, en este pobre corazón que se me rompe.
—¡Ay, por la Virgen del Carmen!—gritó Consuelo llorando—, váyase usted... sí, yo le odio y le temo al mismo tiempo, por eso huyo de Madrid... acertó usted; quiero hallarme lejos, muy lejos, donde no pueda usted hacerme daño...
—Consuelo—dijo Gabriel—, siento asustarla hablándola así, pero el tiempo apremia y no quiero separarme de usted sin confesar toda mi pasión. Hace algunos meses yo la hubiese podido querer a usted castamente, como a una amiga; más todavía: como a una hermana... Pero después este cariño estalló como un volcán y hoy me devora el pecho; ya no tengo paciencia ni fuerzas para contenerme, ni para resignarme a soportar un día y otro los furiosos embates de esta borrachera amorosa que no da treguas y va abrasándome las entrañas. No, mentira, yo nunca he sido amigo suyo, porque aquel sentimiento amistoso duró un instante y el amor lo substituyó en seguida; yo no puedo cortejarla a usted lentamente, porque ni mi edad ni mi temperamento lo consienten, y sé cuán ridículo es el hombre que mendiga lo que por su esfuerzo puede obtener. Eso es vulgar, y yo, señora, seré un malvado, un criminal... lo que usted quiera; nunca una vulgaridad.
La ventana de una de las habitaciones interiores, impulsada por el viento, se cerró con estrépito, saltando en pedazos sus cristales, y la lívida luz de un relámpago bañó el gabinete con su lívido y fugitivo reflejo.
Consuelo lanzó un grito de terror y se persignó; y cuando, pasados algunos segundos, resonó la lejana voz campanuda del trueno, que gruñía como un mastín malhumorado, la joven se encogió en el diván sollozando, tapándose los oídos.
—¡Por Dios, Gabriel, por el recuerdo de la mujer que más haya querido!—exclamó suplicante—, váyase usted, se lo ruego... siento que las fuerzas me faltan, que mi vista se nubla... voy a ponerme mala.
—Sí, me iré—repuso el médico con apasionamiento—, y para conseguirlo no necesita usted implorar la intercesión de un Dios, en quien no creo, ni tampoco la de ninguna mujer querida, pues mi primera pasión está muerta y enterrada, y la única que luego reverdeció mi corazón es la que ahora siento por usted. Por eso me iré, por complacerla, pero antes quiero que sepa usted todo lo que siento, todo lo que sufro... hoy aún es tiempo; mañana ya sería tarde... Consuelo—prosiguió Montánchez, cogiendo una de las manos de la joven, que estaba inmóvil y helada—, repare usted en lo grande que será mi pasión cuando obliga a un hombre, tan altivo y bien curado de calenturas amorosas como yo, a dar este paso. Yo, desengañado del mundo, renuncié a él; cansado de una vida en que sólo pesares y miserias coseché, me escondí en mi estudio resuelto a morir lejos de aquella sociedad que mi juventud amó tanto; usted, mejor que nadie, sabe cómo vivo... y vivía feliz, porque vivía tranquilo, con esa felicidad helada de los que no sienten; y tan dichoso era en mi nuevo estado y tal miedo me inspiraban los combates del mundo, que ni la virtud de Penélope ni la hermosura de Safo, me hubiesen hecho renacer a mi pasada vida aventurera. Usted, sin embargo, tuvo habilidad para transformarme antes de que yo mismo preveyera lo que iba a ocurrir... Ahora la deseo a usted con frenesí, con un arrebato que da vértigos, con la ceguedad que deben de poner en sus pasiones los salvajes o los dementes. Mucho quiero a Sandoval, pero antes que su felicidad está la mía; y como mi dicha es usted y usted es también la suya, estoy dispuesto a disputársela palmo a palmo, cara a cara, riñendo noblemente...
—¡Oh, no!—interrumpió Consuelo—, usted no hará nada en contra de mi marido... entonces le odiaría más y hasta sería capaz de asesinarle.
—No sé aún qué haré—repuso Montánchez levantándose—, pero confieso que algunas veces me ciega una nube de sangre... La noche en que fué usted al baile de la Zarzuela, yo era la máscara disfrazada de astrólogo que la obligó a bailar... ¡Estaba usted tan hermosa... miraba usted a Sandoval con tanto cariño, resultaba tan horrible mi soledad comparada con su alegría!... que enloquecí de celos y tentado anduve de reñir con él para desafiarle y matarle después.
—Es usted un miserable—gritó la joven con violencia y acercándose al balcón—; váyase usted, salga usted de aquí, porque si Alfonso viene y le encuentra se lo cuento todo.
—No me importa.
—¡Váyase usted!
—No puedo.
—Pediré socorro.
—No podrá usted; tengo yo más fuerza y se lo impediré.
—Me da usted miedo—murmuró Consuelo levantándose—; parece usted un demonio.
—¡Y lo soy!—gritó impetuosamente Montánchez atrayéndola hacia sí—; soy un ángel rebelde que sólo tiembla ante sus propias pasiones; no me preocupa la muerte, pues cien veces luché cuerpo a cuerpo con ella sin inmutarme; ni el mundo, porque le desprecio profundamente; ni temo a los hombres, porque al más fuerte de ellos estoy cierto de aplastarle bajo mis pies... Lo único que me seduce es usted, por quien vivo...
Un segundo relámpago, seguido inmediatamente de un trueno horrísono, iluminó la habitación; su luz cárdena resbaló sobre los muebles.
La luz fué tan vivísima que Consuelo cayó temblando sobre el sofá.
El médico la cogió las manos: en aquel momento estaba muy lejos de representar una comedia.
—Consuelo—dijo modificando el tratamiento para imprimir mayor dulzura a sus palabras—, no te aflijas ni asustes de ese modo, porque estando a mi lado nada debes temer. No vengo a proponerte un adulterio vulgar que repugnaría a tu virtud y que a mí también me sería odioso, mas no por eso renuncio a la esperanza de obtenerte. Yo te robaría de aquí, iríamos a vivir a otro país donde nadie nos conociese y en que no tuvieras que avergonzarte de nada, y allí disfrutaríamos de esta pasión gigante que me consume y de la que no tardarías en participar... Yo quise atraerte poco a poco y disminuir la influencia que Alfonso tiene sobre ti, pero el odio que te inspiro y las circunstancias inutilizaron mis planes; ahora te quiero más, mucho más que antes... y la misma violencia de mi amor, aniquila mi paciencia y no me deja suplicar... Consuelo, cariño de mi alma, esperanza mía, quiéreme... te lo pido de rodillas como esclavo sumiso, te lo mando, si es necesario, como un rey absoluto... pero calma mi sed y pon remedio a mis dolores...
Ella, que había permanecido indiferente, con la cabeza caída sobre el pecho, se irguió altanera.
—¡Gabriel, váyase usted!—gritó iracunda, desasiéndose del médico que la retenía por las muñecas.
—Consuelo—repuso Montánchez levantándose y sonriendo fríamente—, yo estoy loco y a los locos no se les razona; se les pega; de lo contrario el loquero está perdido.
—¿Y qué quiere usted decir con esto?
—Que, con palabras, nada consigues de mí.
—¡Ay sí... es verdad, es usted demasiado cruel para enternecerse!
—A ser cruel me enseñó el mundo; ¿no lo eres tú también conmigo?
—Pues me defenderé cuanto pueda; pediré socorro.
—Tampoco conseguirás nada; yo soy el más fuerte.
Montánchez miró su reloj, vió que aún podía disponer de una hora y procuró conquistar mañosamente lo que, por la violencia de sus manos y el imperio de su voluntad, hubiera obtenido al momento.
—Consuelo—repitió acercándose al mirador en que la joven se había refugiado—, acércate, aquí dentro no estarás tan expuesta al flúido eléctrico de la tempestad.
—No, no, antes me muero—repuso ella mirándole con ojos de loca—, prefiero sucumbir abrasada por un rayo a estar junto a usted.
Entonces Montánchez sintió que su calma y su prudencia se agotaban y que las oleadas de ira le invadían el corazón.
—Pero, insensata—rugió asiendo fuertemente a la joven por el talle y atrayéndola hacia sí—, ¿no ves que tu resistencia es inútil y que si ya no apelé a la fuerza es porque te quiero demasiado para lastimarte antes de agotar todos mis recursos y toda mi paciencia?
—¡Piedad!...
—Tú eres mía, mía en cuanto yo quiera... Estás sola, indefensa, entregada a mi pasión... ¿No comprendes que eres mi esclava porque mis ojos te fascinan y no resistes mi mirada?...
—Déjeme usted, suélteme—murmuró la joven pugnando por desasirse.
—No, eso nunca, mañana te vas y el Destino te habrá separado de mí para siempre.
—Va usted a perderme, a envilecerme...
—¿Qué importa? Aquí tiene que haber una víctima... y esa víctima serás tú, pues si yo llevase mi abnegación al extremo de inmolarme por ti, mi sacrificio sería una de esas heroicidades anónimas que nadie agradece y que pronto se olvidan. Tú o yo, es el dilema; pero como me disputas la felicidad me incitas a seguir tu ejemplo, y el triunfo, por tanto, será del que más pueda; ven...
—Piedad, Gabriel, piedad para mí...
—Y de mí, ¿quién tendrá piedad?
—Dios, que lo ve todo.
—No creo en su justicia.
—Por Alfonso, Gabriel.
—Tampoco. Alfonso, en mi caso, sería traidor como yo.
—¡Ay!... ¿Cómo es usted tan insensible?
—¿No lo sabes?—repuso el médico devorándola con los ojos—; porque eres muy hermosa y tu cuerpo es de ésos que los hombres no perdonan. Ven...
Consuelo echó a correr y, pasando por detrás de los sillones colocados delante de la chimenea, se refugió en la alcoba.
Montánchez la siguió.
La tempestad había acortado la duración del crepúsculo, y las sombras nocturnas aumentaban el pavoroso rumor de la lluvia contra los cristales.
—Salga usted de aquí—exclamó Consuelo imperiosamente—; éste es el dormitorio de una mujer honrada en el cual ningún hombre, que no sea su marido, puede entrar; salga usted, repito: fuera, lo que usted quiera; aquí, nada.
Su voz vibraba bajo el influjo de sus nervios crispados.
—Consuelo—repuso el médico, calculando que la cama era demasiado ancha para salvarla de un salto y que la joven se disponía a correr sirviéndose de ella como de un burladero—, acércate.
—¡Salga usted de aquí!—contestó ella.
Montánchez quiso atajarla por un lado, pero comprendió que si se separaba de la puerta su víctima encontraría el paso libre para huir.
—Váyase usted—repitió la joven—, es muy tarde y Alfonso puede llegar.
—Vengo dispuesto a todo y le mataré; pero, antes, acércate.
—Nunca.
—¡Acércate!
—No, no.
—¡Consuelo—gritó Gabriel clavando en la joven su poderosa mirada—, ven aquí!
El flúido magnético empezó a obrar.
—¿No oyes?
Ella lanzó un alarido desgarrador y se tapó la cara con las manos para substraerse al poder de aquellos ojos devoradores.
—¡Ven aquí!—repitió Montánchez—, ¡ven aquí; yo te lo mando!
Después, adivinando que la infeliz, falta de voluntad, no podría moverse, se acercó a ella a pasos lentos y mirándola siempre.
En aquel momento la angustia de Consuelo fué infinita: sabía que su verdugo la sugestionaba desde lejos, que su pobre albedrío era esclavo del suyo y que estaba perdida; Gabriel la envolvía con una red invisible que paralizaba todos sus movimientos y hasta del uso de la palabra la privaba; le vió acercarse y su piernas rígidas se negaron a andar; y cuando sintió la vigorosa mano de Montánchez posarse sobre su hombro fué tan grande la atonía que instantáneamente invadió sus miembros, que hubo de apoyarse sobre el pecho del médico para no caer.
Mas aquel desmayo duró segundos, y otra vez su dignidad ofendida protestó contra las vergonzosas debilidades de los nervios.
—¡Piedad, piedad para mí!—murmuró.
Y con un esfuerzo se zafó de Montánchez y corrió al gabinete: allí se detuvo junto a la ventana, pálida, los cabellos en desorden, la respiración anhelante, perdido el color, mirando a todas partes con una siniestra expresión de idiota asustada.
Pero Gabriel Montánchez, que corría tras ella borracho de lujuria, la asió brutalmente y la arrojó sobre el sofá.
Entonces se trabó entre ambos una lucha desesperada en que la joven, no pudiendo desembarazarse de aquellas manos que la oprimían como dos anillos de hierro, se revolcaba desesperadamente, retorciéndose como un trozo de pergamino sobre el fuego.
—¡No quiero, no quiero!...—repetía.
Mientras, el médico, a quien su pasión fatigaba más que los esfuerzos que hacía para sujetar a su presa, alentaba penosamente como un caballo cargado después de subir una larga cuesta. Luego apoyó una rodilla sobre una de las piernas de la joven, inclinóse hacia adelante y sus labios se acercaron.
La viva luz de un relámpago iluminó el cuadro con resplandores de incendio, y ella lanzó un grito estridente: acababa de ver al médico junto a sí, devorándola con sus ojos inyectados, y sentido su aliento mezclarse al suyo y el primer beso, beso frenético que debió de hacerla sangre en las encías. Aquella era la realización de sus horribles pesadillas de calenturienta; por fin estaba a punto de consumarse el crimen que tanto temió; aquél era el hombre siniestro, encarnación viva de todos los fantasmas que en otras épocas la persiguieron; era el mismo semblante afeitado, pálido y frío, del fatídico monigote vestido de bayeta verde...
Hizo otro esfuerzo supremo para librarse, pero no lo consiguió: no podía respirar ni defenderse; tenía una pierna colgando fuera del sofá y la otra rígida, inmóvil, bajo una rodilla de Gabriel que, ebrio de pasión, la sofocaba besándola los ojos, la boca, detrás de las orejas; ella sentía repugnancia y desmadejamiento invencibles y unas manos que la acariciaban bajo las faldas, causándola un sentimiento de asco que helaba su corazón. Después resonó un trueno, y Consuelo, como si acabase de recibir una descarga eléctrica, dió un bote tan violento que Montánchez perdió el equilibrio y los dos cayeron al suelo. Pero la víctima, privada de conocimiento, ya no se defendía y únicamente se agitaba presa de una crisis nerviosa que la hacía prorrumpir en exclamaciones y frases incoherentes, en tanto Montánchez la mordía, estrujándola entre sus brazos...
Luego se levantó, colocando a Consuelo sobre el sofá, a su lado: también a él le faltaban fuerzas para respirar y lanzó un suspiro profundo, aspirando con regocijo el aire de aquella habitación, tan pura hasta entonces, y que ya parecía oler a adulterio y a cuerpo de mujer gozada: sentía en sus profundos un pequeño escozor, algo así como un remordimiento, por haber vencido a una infeliz desmayada, y al mismo tiempo un sentimiento de orgullo satisfecho que le esponjaba.
Y como Consuelo siguiera gritando y retorciéndose bajo el influjo del ataque histérico que sufría:
—Calla, pobrecita—dijo sujetándola las manos para evitar que se lastimase—, soy malo, es cierto, soy criminal... pero este crimen no quedará así, pues pienso unir para siempre mi vida a la tuya... y con el tiempo conquistaré tu cariño y serás mía en cuerpo y alma...
Las luces de los faroles de la calle iluminaban el cuarto con claridad incierta.
Entonces fué cuando Montánchez reparó en el gran espejo puesto sobre la chimenea, y en que sobre su luna, débilmente alumbrada y preñada de sombras se percibía la cabeza de un hombre; aquella cabeza era la suya. Levantóse lleno de curiosidad para examinarse mejor; hacía más de tres años que no se veía y la súbita aparición de su imagen le cautivó. Era el mismo de siempre, con aquélla su hermosura varonil de atleta romano; comparóse mentalmente a su último retrato y vió que no había cambiado notablemente; quizá su frente fuese algo más espaciosa que antes, y las arrugas de su entrecejo, largas horas contraído por la meditación, se hubiesen acentuado; pero la nariz, los ojos, la expresión de la mirada, todo seguía igual, como insensible a los años, a las vigilias y a los sufrimientos.
Montánchez permaneció algunos minutos delante del espejo, inmóvil y preocupado, pensando en la misteriosa relación que tal vez mediase entre su última hazaña y la súbita aparición de su imagen que volvía a ponerse delante de sus ojos, mostrándole tal como fué siempre.
—Ese soy yo—dijo—, el Gabriel de hace quince años... pero desde Amalia a Consuelo, cuántos nombres de mujer, cuántas aventuras, cuántos acontecimientos han pasado... ¿Por qué la memoria seguirá inmutable en medio de las transformaciones de la materia?... ¿Habrá en el hombre algo más que huesos que se rompen, tendones que se relajan y carne que se pudre?...
De pronto recordó que era muy tarde y salió precipitadamente de la habitación; Consuelo quedaba desmayada y expuesta a romperse la cabeza contra el suelo, pero era preciso huir antes de que la llegada de Alfonso agravase la situación. Al llegar al recibimiento sintió que abrían la puerta de la escalera y apenas tuvo tiempo para esconderse tras la cortina que cubría la entrada del despacho.
En aquel momento entró Sandoval, y Consuelito Mendoza, cual si hubiese adivinado su llegada, dió un grito desgarrador, llamándole; Alfonso lanzó otro de sorpresa y corrió hacia el cuarto de su mujer sin acordarse, en su atolondramiento, de cerrar la puerta, circunstancia que aprovechó Montánchez para salir de la casa sin ruido.
Consuelo se revolcaba por la alfombra dando gritos horribles, golpeándose la hermosa cabeza contra los muebles, con el pelo suelto y las ropas jironadas.
Alfonso se arrojó sobre ella para impedir que se destrozase, y trabajosamente consiguió levantarla en brazos y llevarla al lecho. Allí la lucha continuó; ella lanzaba gemidos de angustia, barbotaba frases incoherentes que no podía terminar porque su boca se llenaba de espumarajos blancos, y se retorcía de un lado a otro agitando los brazos como si rechazase las furiosas acometidas de un enemigo invisible.
Pocos momentos después llegaron las criadas. Sandoval las interrogó acerca de cómo había comenzado aquel ataque, pero ellas no supieron qué responder: cuando salieron, la señorita quedó en el gabinete cosiendo; no sabían nada más.
Las convulsiones de la joven eran tan violentas que fué necesario atarla los brazos al cuerpo y los pies a los pilares de la cama, mientras Alfonso agotaba los recursos de su menguada ciencia casera poniéndola un pañuelo empapado en amoníaco debajo de la nariz, friccionando sus muñecas con alcohol, apretándola fuertemente entre sus manos el dedo que llaman “del corazón” y rociándola con agua los ojos y la frente. Después de forzarla a tomar un baño de pies, casi hirviendo, disminuyó la intensidad de la crisis y pasados algunos instantes la enferma abrió los ojos.
—¡Pobre niñita mía!—exclamó con júbilo Sandoval acariciando las mejillas ardientes de Consuelo y desatando sus ligaduras—, no te apures; la tempestad ha pasado; los truenos te asustaron, ¿verdad, nena?... ¡Pícaros truenos! ¡Asustar a mi niña, a la mujercita de mi alma!... ¡Como tope por ahí alguno voy a hacer con él un escarmiento! Pero no los encontraré, porque son unos cobardones que sólo saben meter ruido!...
Consuelito Mendoza estaba inmóvil, insensible a aquellas frases cuyo cariñoso significado no comprendía; sus ojos abiertos no parpadeaban.
—Consuelo—dijo Sandoval, poniéndose en la línea que seguían las miradas de la enferma para obligarla a fijarse en él—, ¿no me conoces?...
—Yo...—repuso ella moviendo la lengua con suma dificultad—, yo... yo no le conozco a usted.
—¿Que no me conoces?
—No, señor.
—¡Muchacha; mírame bien!
Consuelo se alzó de hombros.
—Vaya, cuando digo que no sé quién es usted... Sí, quizá le he visto alguna vez, pero ahora no recuerdo... Lo que tengo es mucho sueño; déjeme dormir...
Y entornó los ojos tranquilamente.
—¡Pero, fíjate bien—insistió Sandoval—, soy yo, tu maridito... Alfonso!...
—Alfonso...—repitió la joven coordinando las ideas rebeldes que se obstinaban en escapar—; sí, recuerdo... ¡pero hace de eso tanto tiempo!... Además... Alfonso ha muerto; ha muerto, sí—añadió suspirando—, le mataron, yo quise defenderle y no pude... le dió una puñalada ese amigo suyo... a quien él quería mucho... ¡hombre, usted debe de conocerle! Concho, ¿qué hace usted ahí callado, que no lo dice?...
—Pues yo soy ese Alfonso de que hablas.
—¿Usted?... ¡Ca, ya quisiera! No nacerá otro hombre como aquél; usted se le parece, pero no es el mismo.
—¿Y quién le mató?—dijo Sandoval emocionado por aquellas extrañas confesiones.
—No sé...
—¿Era Gabriel?
Un súbito presentimiento le animaba.
—Era—repuso ella contrayendo los ojos para reunir mejor sus recuerdos—, era... ¡concho, qué rabia, lo tengo aquí, en la punta de la lengua y no sé decirlo!...
Su semblante se entristeció repentinamente y por sus mejillas resbalaron dos lágrimas.
—Lo cierto es—murmuró con angustia—, que mi Alfonsito ha muerto o que ya no se acuerda de mí, pues nunca viene a verme. Me trajeron a este manicomio pretextando que estoy loca, cuando en realidad no estoy enferma de aquí arriba, sino de aquí—dijo señalando el corazón—; éste es el que me duele, porque ha querido mucho... sí, mucho... a ese Sandoval, precisamente, de quien usted hablaba...
Alfonso, conmovido por aquellas lágrimas de amor, tan puras y tan tristes, estrechó a Consuelo entre sus brazos; ella no hizo ningún movimiento y volvió a quedar tendida sobre el lecho con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Sandoval aprovechó este período de calma para desnudarla: la operación fué larga, el desmazalado cuerpo de la joven cedía a la fuerza de la gravedad tan absolutamente, que cada uno de sus miembros pesaba doble que en su estado normal, cual si estuviesen rellenos de plomo. Alfonso, jadeante, se aceleraba cuanto podía, recelando una nueva crisis; no pudo desembarazarla de sus pantalones y tuvo que rasgarlos, y como el corsé también se obstinaba en no ceder, cogió unas tijeras y cortó las cintas. Al quitarla el corpiño sus miradas advirtieron un profundo arañazo en el cuello: sin duda se lo hizo ella durante su delirio, como también algunas uñetadas en la frente. Pero examinándola mejor, retrocedió con la estupefacción pintada en el semblante: acababa de ver cinco manchas negras en cada brazo de la enferma, cinco cardenales producidos por los dedos de una mano vigorosa: las señales eran tan claras, tan evidentes, que era imposible dudar, y Alfonso presintió que aquella crisis encerraba un misterio, acaso un atropello abominable.
Consuelo seguía inerte, en medio de aquel lecho tan grande.
Volvió a estudiar Sandoval las manchas cárdenas de los brazos, y se convenció de que sólo las manos de un hombre robusto pudieron causarlas. Entonces sintió que la sangre afluía a sus sienes y con agitación febril empezó a examinar el cuerpo de Consuelo: necesitaba pruebas que corroborasen el lúgubre pensamiento que crecía por instantes en su cerebro; la reconoció los brazos, el pecho, el vientre, la puso de costado, boca abajo, volteándola en un sentido y en otro, como el tigre que juega con una presa. En la parte anterior interna del muslo derecho vió una manchita negra causada por un golpe o por una fuerte presión, y en el lado posterior de la misma pierna, un arañazo: aquella última señal por sí sola, era inocente, pues Consuelo pudo hacérsela con las uñas, pero unida a las otras constituía una prueba más. Allí había un problema, una incógnita que urgía despejar.
Alfonso Sandoval permanecía de pie, los brazos cruzados, absorto, mirando con insistencia a un ángulo obscuro de la alcoba, como si allí estuviese oculta la clave del misterio. Había en su cabeza tal confusión de pensamientos que no podía meditar en ninguno sin que otros cien vinieran a distraerlo. De pronto tapó a Consuelo que empezaba a tiritar de frío, y apoyó un timbre. La doncella y la cocinera acudieron.
—¿A qué hora—preguntó Alfonso—he salido hoy de aquí?
—Pues... a las dos.
—¿Y vosotras?
—A las tres y media... o poco más.
—¿Había empezado a llover?
—No, señor.
—Cuando os marchasteis, ¿qué hacía la señora?
—La señorita estaba cosiendo aquí, junto a la ventana... aguarde usted, me parece que era una camisa de usted lo que cosía...
—¿Y parecía alegre?
—Sí que lo parecía; “lo cual” que yo la dije que por qué no se echaba a descansar un poquito...
—¿Y después de salir yo, vino alguien?
—No, señor; por lo menos, mientras nosotras estuvimos aquí.
—¿Nadie, nadie?—insistió Sandoval con un acento colérico que hizo temblar a las dos mujeres.
—Le juro a usted que nadie—repuso la doncella—; ya ve usted, ¿qué interés íbamos a tener en negar?...
—¡Basta! podéis acostaros; no ceno esta noche ni estoy para nadie.
Cuando se quedó solo cerró la puerta del aposento con llave y cogiendo el quinqué se puso a escudriñar todos los rincones, buscando las pruebas de aquella espantosa tragedia que creía aspirar en el aire.
Buscó sobre el sofá; debajo de las sillas; junto a la chimenea; sólo halló una horquilla y era un dato tan mezquino, que apenas merecía contarse. Entonces se sentó en una butaca y con los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos, abismóse en un mar de cavilaciones inconexas.
Desde allí veía la cabeza de Consuelo iluminada por la luz del quinqué colocado a la cabecera del lecho, sobre la mesilla de noche, y su silueta seductora aumentaba sus dudas y sus celos. Porque Alfonso tenía celos...
—Sí—exclamó a media voz—, aquí ha entrado un hombre, no puedo dudarlo... y ese hombre no vino por mi dinero... sino por ella... Y logró su intento: el miserable consiguió su objeto, porque una pobre mujer enferma como ésta no tiene ni valor, ni energías, ni astucia para defenderse... Pero, no—añadió levantándose—, estoy loco; ¿quién se atrevería a tanto? ¿Quién pudo saber que ella estaba sola? Y, sin embargo, esos cardenales que afean sus brazos no tienen explicación posible; los arañazos y aun la mancha del muslo no encierran gravedad, pero, ¿y las señales de los brazos?...
Sandoval se acercó otra vez a la desmayada como queriendo leer a través de sus párpados cerrados la pureza de su alma, o arrancar a su ensueño alguna confesión, algún nombre, que aclarase sus dudas. Las campanadas de un reloj vecino, a pesar de lo amortiguadas que llegaron a la alcoba, produjeron en la enferma el mismo efecto que todos los ruidos lejanos: Consuelo se estremeció, cual si una corriente de aire frío la hubiese azotado, bostezó profundamente y abrió los ojos. La brillantez de su mirada revelaba que el ataque pasó y que la conciencia readquiría su acostumbrado imperio.
—Consuelo, ¿qué tienes?—fueron las primeras palabras de Alfonso.
La joven le miró y sus hermosos ojos reflejaron un espanto indecible; hizo ademán de arrojarse del lecho para huir, y como él se lo impidiera, se echó en sus brazos dominada por una angustia suprema. Pronto aquel paroxismo doloroso empezó a deshacerse en un abundante raudal de lágrimas y suspiros.
—¡Ay, Dios mío, Dios de mi alma... Alfonso de mi vida, si tú supieras, si tú supieras!
—¿El qué, hermosa; qué te ha sucedido?
Pero ella continuó llorando y sin contestar.
Después el exceso del dolor determinó un nuevo accidente, perdió el conocimiento y su espíritu sepultóse en aquel mundo caótico donde de nada le servía a Alfonso la sonda de su buen juicio para guiarse y llegar a la posesión de la verdad. Luego prorrumpió en gritos y frases cuya misteriosa hilación era inapreciable, pues el cerebro funcionaba como el cilindro de una caja de música al que le faltan muchas púas y, por efecto de esta mutilación, produce acordes incompletos.
Así fueron resbalando las horas; eran las dos de la madrugada, la lluvia y el viento habían cesado y en el silencio sólo resonaban las tenues pisadas de los trasnochadores; el ruido de sus pasos se acercaba, se les sentía pasar bajo los balcones y luego aquel rumoreo sordo decrecía lentamente, hasta extinguirse con la sombra del transeúnte; y entretanto, resonaban en la quietud de la casa los gritos de Consuelo; gritos estridentes, espantosos, que erizaban el vello de la piel.
El éter y el agua de azahar fueron impotentes para contrarrestar los efectos del ataque, y la crisis duró hasta el amanecer. Entonces la enferma, dominada por la fatiga, cayó en un sopor profundo que fué relajando sus tendones y quitando a los músculos energía: quedó tendida sobre el lado derecho, la boca entreabierta, las mejillas demacradas, los brazos sobre el embozo, la cabeza caída hacia atrás, sin fuerzas ni aun para cerrar las manos...
Sandoval, que se había sentado junto a la cama, siguió largo rato sumido en sus tenebrosas meditaciones: estaba frente al misterio y no podía resignarse a no resolverlo.
El quinqué, falto de petróleo, se apagó y Alfonso quedó a obscuras, el ceño fruncido, persiguiendo entre las sombras el semblante de aquel hombre que desde hacía algunas horas procuraba inútilmente reconocer: parecía Harpócrates velando la cuna de un niño. Pero el fresquecillo de la mañana y el cansancio de aquella terrible noche rindieron su voluntad, y acabó quedándose adormilado, la frente apoyada sobre el lecho.
Estos violentos ataques de histerismo determinaron nuevos desarreglos en la salud de Consuelo. La desdichada, presa de fuerte calentura, pasaba las noches y casi todas las horas del día delirando o sumida en un sopor del que despertaba temblando de miedo.
En los tres días consecutivos al primer ataque, el mal adquirió ventajas decisivas; los desvanecimientos eran tan prolongados, los delirios tan intensos, había tal confusión en las ideas de la paciente y tal expresión de insensibilidad en su mirada, que Alfonso llegó a temer que Consuelo perdiese la razón.
Alarmado por este pensamiento, encargó a las criadas el cuidado de la joven y corrió a casa de Montánchez.
El médico estaba en su despacho escribiendo, cuando Sandoval llegó.
Alfonso refirió abreviadamente el objeto de su visita.
—¡Diablo!—exclamó Gabriel soltando la pluma—, ¿qué advertiste en ella para alarmarte de ese modo?
—No acierto a decirlo concretamente—repuso Sandoval, a quien un íntimo sentimiento de pudor contenía—; pero desde anteayer está desconocida. Parece que la última tormenta le causó efectos horribles; el ruido de los truenos o la electricidad de la atmósfera rompieron algún resorte capital de su cerebro y la máquina está desorganizada: quiero que la veas, que la examines bien, pero con interés, con verdadera pasión, como si fuera cosa tuya. Me mata la inquietud; necesito conocer el estado de Consuelo, pero pronto, aunque tu diagnóstico me sea fatal... soy de los hombres que prefieren luchar con los obstáculos frente a frente, por grandes que sean, a caminar entre sombras...
—Pues no puedo complacerte.
—¿Cómo?
—Porque no debo ir a tu casa.
—Y ¿por qué?
—Mi presencia perjudicaría a Consuelo; ¿no sabes que me detesta?
Alfonso miró a su amigo de un modo extraño.
—¡Y eso qué importa!... otras veces no te has preocupado de ello: tú vas, la examinas, me prescribes lo que debo hacer y asunto terminado.
—No puedo—repuso Gabriel con entereza—, y no achaques esta negativa a terquedad mía; no puedo, no debo ir, ¿entiendes?...
—¿Me obligas, pues, a buscar otro médico?
—Sí, es preferible; otro cualquiera podrá dirigir a Consuelo con más facilidad que yo, pues no tendrá que habérselas con la antipatía que ella siente por mí. ¿Y delira?
—Constantemente; es una verbosidad inagotable.
Un ligero estremecimiento contrajo las facciones de Montánchez; sus mejillas palidecieron.
—¿Cuál es ahora su tema favorito?
Alfonso repuso, temiendo que el médico descubriera su secreto:
—Ninguno, o mejor dicho, lo ignoro, porque habla con dificultad suma y apenas la entiendo.
Con esto se fué Sandoval y Montánchez se quedó examinando su situación y los acontecimientos que se precipitaban unos en pos de otros como los eslabones de una cadena; estaba indeciso, fluctuando entre la idea de esperar en su casa el trágico desenlace de aquel enredo, o luchar sobre el campo empleando toda su audacia y todo su ingenio en ocultar su crimen: al fin resolvió dejar transcurrir algunos días.
Por su parte, Alfonso no sabía qué hacer: el consejo de llamar a otro médico y de inmiscuirle en sus secretos de alcoba le repugnaba, y consecuente con el procedimiento favorito de los irresolutos, prefirió quedarse en expectativa aguardando la llegada de algo que resolviese aquella situación anómala.
Entretanto el espíritu de Consuelo experimentaba una revolución radical; durante los primeros días la joven estuvo sepultada en un marasmo preñado de siluetas de las que apenas se acordaba. La escena con Gabriel Montánchez fué tan fuerte y concurrieron en ella tantas circunstancias contrarias, que su razón cayó anonadada, cual si hubiese recibido el choque de un rayo en la frente.
Pasado aquel momento en que su miedo y su amor propio la incitaron a defenderse briosamente de su violador, su alma quedó sumida en un mundo inconsciente, tenebroso, velado de sombras; era un vacío inmenso, sin luz ni ruidos, sin sensaciones, poblado de fantasmas negros.
En aquel estado presentía débilmente la existencia del mundo real donde hasta entonces había vivido, pero sus ecos eran tan tenues que no bastaban a sacarla de su letargo: los percibía, sí, pero entre sueños, vagamente, sin que su razón coordinase aquellas impresiones lejanas; era una somnolencia extraña, semejante a un éxtasis, con la diferencia de que el suyo era un éxtasis pasivo, sin alucinaciones visuales ni voces proféticas, como si su alma durmiese con un sueño tan profundo que el cuerpo, a pesar, de las vibraciones de sus nervios, no tuviera fuerzas para despertarla.
A ratos aquel mundo sombrío se iluminaba con destellos fugitivos de razón, y Consuelo entonces readquiría por breves momentos la conciencia y el dominio de sí misma; pero la realidad era tan cruel que no tenía valor para mirarla frente a frente, y tornaba a desvanecerse.
En aquella situación Consuelo se manifestaba exteriormente de dos maneras distintas. Unas veces, particularmente de noche, caía en un estado de idiotez y desmadejamiento completos, y otras su excitación nerviosa era tan grande, que se convulsionaba, lanzando gritos y retorciéndose los brazos como una endemoniada.
Cuando la hiperestesia de aquel primer período fué decreciendo, la enferma presentó una nueva fase: iba recobrando la conciencia de un modo lento, por grados casi insensibles, mientras sus facultades volvían poco a poco al mundo de la luz y de la realidad.
Entonces, y sin procurarlo, se examinó, y advirtióse tan cambiada, tan diferente de sí misma, que tardó mucho en reconocerse, como el borracho a quien aplican un frasco de amoníaco a las narices y vuelve en sí, que hallándose aún medio adormilado por los vapores del alcohol se palpa y duda, a despecho de lo que sus sentidos le dicen, de si aquél es su cuerpo y aquéllas sus manos. Así Consuelo se sentía desfallecida, aplanada por un supremo cansancio moral.
Luego esta impresión indefinible y mortificante se precisó más, trocándose en una tristeza muy grande, muda, taciturna, que no se traducía en lágrimas ni en quejidos; algo así como un remordimiento. Cuando Sandoval procuraba distraerla con sus burletas y sus cuentos, la pobre enfermita permanecía silenciosa, sin comprender bien a su marido.
Éste hablaba de teatros, del viaje que emprenderían en cuanto ella se restableciese un poco, y de las mil preciosas chucherías que pensaba comprarle en los bazares de París: y como ella moviese la cabeza en señal de duda:
—Sí, niña—se apresuraba a decir Alfonso—, lo que tú tienes es una debilidad que desaparecerá no bien aspires los aires del campo; te he examinado y sé que tus órganos están intactos: el corazón y la cabeza, que son los dos centros motores más importantes, funcionan perfectamente, y cuando logres sobreponerte a ese decaimiento que dejó en ti la fiebre, te quedarás mejor que al principio de la enfermedad. ¡Ya verás—proseguía dominando el sombrío curso de sus pensamientos para distraer a la joven y apartarla de los suyos—, en cuanto lleguemos a unos de esos villorrios que blanquean entre las peñas del mar, vamos a ponernos desconocidos; tú más gorda que una sultana favorita, y yo más negro que un moro; porque en eso consiste la mitad de la diversión; en volver bien bronceados por el sol y los aires costeros. Por las mañanas nos levantaremos temprano y en casa de cualquier vaquero vecino ordenaremos nos sirvan dos vasos muy grandes de leche: luego me terciaré una escopeta al hombro y nos iremos al bosque a cazar, cogidos de la mano como dos chicos. Tú llevarás el morral y serás la encargada de coger los pajaritos muertos, o las liebres, que de todo hay en el campo, y tan bien puedo andar de puntería que acaso mate algo; y si quisieras acostumbrarte a los tiros, yo me echaría el fusil a la cara, tú apretarías el gatillo, y así los estragos que causásemos los llevaríamos a medias sobre la conciencia. Cuando el calor apretase mucho nos refugiaríamos al pie de los árboles frondosos, hechos dos filósofos peripatéticos de aquéllos que antiguamente se sentaban, con un libro en las rodillas a arrancarle secretos a la ciencia, al pie de un alcornoque o de un ciruelo. Yo me acostaría tripa arriba, con la cabeza sobre el morral o sobre un canto, y me metería unos taponcillos de hilas en los oídos, para impedir que las hormigas, compañeras inseparables de los que comen en el campo, cayesen en la tentación de amenizarnos la siesta tocándome las trompas de Eustaquio; tú, como eres más delicadita, te acostarías con la cabeza apoyada en mi pecho, y así nos quedaríamos haciendo con nuestros cuerpos la señal de la cruz para ahuyentar al diablo que podía andar por allí y tener la tentación de cargar la carabina para darnos luego un susto. Aunque mejor sería no asustarle para que nos espantase las moscas con el rabo... ¿Qué te parece?
Consuelo casi nunca respondía; cuando más articulaba un monosílabo o hacía un gesto; esto era todo: su atención era tan débil que cuando su marido acababa de hablar no recordaba lo que había dicho, y tanto se acentuó su pasividad intelectual, que Alfonso se convenció de que su mujer había sufrido un golpe que iba privándola de razón y convirtiéndola en una idiota.
No obstante, las ideas de Consuelo fueron precisándose, y comprendía mejor las diferencias de tiempo y de espacio; y la distancia que separaba al ayer del presente, y al hoy del mañana.
Sabía que estaba enferma, y que lo estuvo mucho más, y que sufrió fiebres y delirios espantosos, porque su marido y las criadas se lo dijeron; pero esto no era todo.
Había en su historia de la anterior semana un punto obscuro del cual no recordaba por más empeño que ponía en ello; contraía las cejas, se golpeaba la frente llamando al recuerdo fugitivo y nada, su memoria no conseguía despejar las sombras; y, sin embargo, Consuelo presentía que aquel punto obscuro encerraba un secreto de donde provenía el origen de su enfermedad y de su tristeza.
Cuando su mejoría se acentuó un poco más y pudo hablar, interrogó a su marido acerca de aquella incógnita que tanto la preocupaba; Alfonso, temiendo provocar alguna nueva crisis, rehuía la conversación, aplazando la ocasión de hablar.
—¿Desde cuándo estoy mala?—preguntaba la joven.
—Desde la semana anterior.
—¿Qué día de la semana?
—El viernes.
—¡El viernes!—repetía ella que revelaba por las contracciones de su semblante sus esfuerzos mentales—, no sé qué hice ese día ni a qué hora me acosté, ¿fuimos al teatro aquella noche?
—No.
—Y por la tarde, ¿qué hicimos?
—Lo de costumbre; yo me marché al casino y tú te quedaste cosiendo; ¿no recuerdas que al día siguiente debíamos irnos de viaje?...
—¿Qué viaje?
—¡Por Europa, chiquilla!... Pues apenas si tenías entonces ganas de ver mundo...
—Por Europa... Europa... ¡Es raro! No establezco bien la conexión que hay entre los objetos y las palabras... En cuanto me separo un poquitín de lo visible, mi cerebro empieza a dar vueltas y todas mis ideas desaparecen en una nube de humo... Europa... Tengo de ello una noción que no concreto bien.
—¿Y del viaje?...
—¡Psch!... eso del viaje me parece un sueño, un proyecto que tuvimos hace mucho tiempo.
—Pues no es un sueño, querida mía, porque ahí está nuestro equipaje.
Consuelo no sabía qué responder; sus pensamientos perdían su hilación al llegar a aquel lugar obscuro que dividía su existencia en dos mitades, y todos sus esfuerzos imaginativos para pasar de allí eran inútiles.
Los días se sucedían sin que en la salud de la enferma se iniciase ningún progreso notable: su sueño siempre intranquilo, interrumpido por pesadillas que a cada momento la despertaban, y los días los pasaba inmóvil, mirando un objeto cualquiera con la fijeza de un hipnotizado; por las tardes era preciso arroparla mucho porque la fiebre la hacía tiritar; en cuanto comía empezaba a quejarse del corazón y se mantenía con ponches y tazas de caldo que Alfonso cuidaba de administrarla de hora en hora.
Conforme su organismo iba reconstituyéndose con los buenos alimentos y el descanso, sus ideas se fortalecían y el campo de los recuerdos se agrandaba.
Cierta tarde Consuelo mostróse algo más comunicativa que de ordinario, y hasta se extralimitó a pedir unas rodajitas de pan frito para acompañar el chocolate. Sandoval, maravillado de tan evidente mejoría, procuró animarla a levantarse un ratito, mas ella dijo que la dejasen tranquila pues quería dormir. Pero, mientras su cuerpo permaneció indolentemente inclinado como si realmente disfrutase de un sueño reparador, el espíritu continuaba trabajando, inquiriendo, analizando, zurciendo ideas, evocando impresiones y desmenuzando recuerdos allá en las microscópicas retortas de su invisible laboratorio. Ello fué que la conciencia avanzó un poco más que otras veces, logrando asir un concepto que hasta entonces anduvo huído; aquél trajo otro y éste otro, que a su vez arrastró tras sí algunos más, pues los recuerdos son como las cerezas, y la luz, la terrible luz tanto tiempo buscada, brotó al fin.
Por primera vez vió Consuelo iluminarse aquel punto tan negro hasta entonces; su conversación con Montánchez, la tempestad, la lucha, la caída... todo desfiló ante sus ojos como las figuras de una terrible linterna mágica.
La impresión causada por este doloroso recuerdo fué tan viva, que la joven dió un salto sobre la cama exhalando un grito angustioso.
Sandoval se levantó precipitadamente.
—¡Consuelo, Consuelo!...
Pero la infeliz ya no le oía.
Cuando, pasado aquel ataque que duró varias horas, recobró Consuelo la conciencia de sí misma, su tristeza hasta entonces muda y sin nombre, sacudió la embotada sensibilidad de sus nervios deshaciéndose en torrentes de lágrimas.
¡Al fin lo recordaba “todo”, estremeciéndose ante el secreto encerrado en aquella palabra!...
Como por arte mágico desfilaron por su imaginación los recuerdos de aquellos dos últimos años y la historia de la insensata pasión de Gabriel: la noche en que Sandoval le presentó a su amigo, la desagradable emoción que experimentó al sondear con una mirada el semblante del médico, las circunstancias innúmeras que más tarde concurrieron a aumentar el antagonismo que involuntariamente sentía por él, la repugnancia a someterse a sus planes curativos, sus ensueños que parecían profetizar lo que luego sucedió, sus congojas cuando estaba junto a aquel hombre misterioso que, a despecho de su amabilidad, la infundía miedo; los perversos planes ideados por Montánchez para alejarla de su marido y disminuir la bienhechora influencia de Sandoval; y, finalmente, sus proyectos de viaje o, más bien, de fuga, único medio de evitar las fatales consecuencias del amor que bien a pesar suyo había encendido.
La pasión creció poco a poco en Gabriel hasta dominarle por completo; era un fuego tardío que volvía a caldear las cenizas aún tibias que le dejaron otros amores, pero que por lo mismo de ser el postrero brotaba con ardor y pujanza juveniles; que así como los crepúsculos matutino y vespertino se parecen, de igual modo las pasiones que marcan la primavera y el otoño del corazón se asemejan también.
Consuelo adivinó la tempestad que en aquella alma iba formándose, la sintió crecer y rugir, y tembló por ella y por Sandoval. Cohibida por las circunstancias, sin energía para tomar una resolución decisiva y temiendo provocar un conflicto grave entre Montánchez y Alfonso, cuyo genio arrebatado no necesitaba excitaciones para desbocarse, prefirió esperar creyendo que manifestando repugnancia hacia el médico conseguiría separar a Alfonso de su amigo y disuadir a éste de su amor. Pero la enfermedad era muy grande y un remedio tan débil no dió resultado.
Gabriel no se preocupó de aquel odio de paloma, seguro de conquistar tarde o temprano los favores que Consuelo no quisiera otorgarle de buena voluntad, y Alfonso se rió de las antipatías de su mujer como de un capricho infantil. ¡La pobre no consideró que estando enferma nadie tomaría en serio sus deseos, y la tratarían como a una loca mansa y bonita a la que era necesario dispensar todo!
Quiso protestar y no pudo; le faltaban palabras, conceptos propios y una voluntad enérgica que la sostuviese; si alguna vez procuró hablar con su marido de aquel asunto, Alfonso la embromaba llamándola monigote mimado, la besaba, la daba azotitos, la hacía cosquillas... y ella entonces también reía y olvidaba sus negros presentimientos: así fueron sucediéndose los meses a los días, y cuando Consuelo, quebrantando su letargo, comprendió que era preciso huir, el Destino torció un instante la buena marcha de las cosas, despeñándola al abismo cuando iba tocando con sus manos las puertas de la salvación.
El recuerdo de aquella caída obscura y sin placer, la causaba infinita angustia. ¡Ay!... nadie lo sabía, a nadie se lo dijo, el horrible misterio moriría con ella, pero adivinaba que ya no era la misma, que la Consuelo de ahora era semejante pero no idéntica a la Consuelo de antes, y que sobre su cuerpo, hasta entonces tan fiel, había caído una mancha imborrable, que Alfonso no la perdonaría nunca. Recordaba las conversaciones de su marido acerca de la fidelidad conyugal, la idea elevadisísima que tenía éste formada de la mujer, y lo que dijo una noche en que, siendo novios aún, ella le reprochó llorando sus relaciones con una cantante de zarzuela.
—Ése es un pecadillo que debes perdonarme—había contestado Alfonso—, pues los hombres que como yo están acostumbrados a la vida alegre, no pueden prescindir de ciertas distracciones; pero eso acabará hoy mismo, y si alguna vez mis ojos y mi cuerpo te han sido infieles, mi corazón y mis pensamientos siempre fueron tuyos; la materia podrá caer arrastrada por la tentación, pero el alma te pertenece.
—Esos distingos no me convencen—repuso ella—; ¿te gustaría que yo hiciese otro tanto? ¿O eres tú de los caballeretes que defienden la ley del embudo?...
Entonces Sandoval se extendió en una larga disertación acerca de la citada ley, diciendo que pues las primitivos legisladores no disfrutaron de sueldo, no es raro procuraran recompensarse su trabajo concediendo a los hombres libertades especiales.
—El amor—sostenía Alfonso—es una pasión única, inmensa, universal, sin épocas ni fronteras; es el único destello que Dios puso en nosotros: el sentimiento que nos hace discurrir, trabajar y caminar hacia adelante; y si estudiásemos minuciosamente la historia, veríamos cuántos adelantos ha realizado el amor en la humanidad. Esta pasión tiene dos fases, dos aspectos diferentes; las mujeres lo consideran de un modo, los hombres de otro. El amor lo ocupa todo en la vida de una mujer, mientras en el hombre sólo llena una parte; la mujer cifra su felicidad en querer hasta el delirio y ser amada de igual modo, y está dispuesta a los mayores sacrificios aun cuando el hombre a quien entregó su albedrío no corresponda cumplidamente a su pasión; y no le pregunta por su pasado, ni le importa que haya tenido queridas; sólo ansía amor, amor eterno; así quieren las mujeres de corazón, así me quieres tú... El hombre no siente el amor así, pues su sexo, su educación y su temperamento, se lo impiden. Yo, verbigracia, hago de mi mujer mi ángel tutelar: tú eres mi amor, mi ilusión más querida, mi esperanza más risueña, mi tesoro más preciado; en ti deposito mi felicidad y mi honor, te doy mi juventud, mi existencia, mi fortuna, el vigor de mis caricias, todo lo que poseo, hasta mi nombre... Nuestros destinos no pueden separarse; tu sangre es mía; tu carne es mi carne, lo que a ti te molesta a mí me ofende también; no tenemos más que una cabeza y un corazón, un entendimiento y una sola voluntad, y, claro es, Consuelo mía, que poniendo en ti toda mi alma, he de quererte más que a mí, pues al amor que te profeso agrego el que tú me inspiras como mujer buena y hermosa. Por mi persona no paso cuidados; soy fuerte y me sobran brazos y corazón para defenderme de cualquier enemigo; pero en cambio tú, niña de mi alma, que eres débil y tímida, me preocupas constantemente. Yo, que conozco los lazos que el vicio enlaza a los pies de las mujeres, ¿cómo he de consentir que ande libremente por el arroyo la joya que yo desearía guardar en un fanal para que el aire no la tocase?... Eso equivaldría a poner una perla en el regajo, al alcance de la codicia pública. No, Consuelo; yo te deseo con toda mi alma y todo mi cuerpo, y por eso quiero que tu cuerpo y tu alma estén enteramente puros, que no hayas querido a nadie, que no hayas besado a nadie, que yo sea el único hombre que estreche tu brazo y llegue a tu corazón. Conozco tu historia; tu buen padre, al echarte en mis brazos limpia de toda mancha, cumplió su misión; ahora he de cumplir yo la mía. No tengo celos de ti, pero debo tenerlos de todos los hombres, porque mi buen sentido me dice que ellos te desean como yo te deseo, porque tu hermosura halaga su sensualidad y despierta sus pasiones, y si no te enamoran es porque no se atreven. Y no digas que soy mal pensado, porque eso mismo hice yo antes de enamorarme de ti con todas las hembras hermosas que he visto, y no soy más pecador que otro cualquiera... Pues bien; si alguno de ellos, abusando de tu debilidad o de mi confianza, llegase a ti, manchando la castidad de tu cuerpo, creería que el mundo me aplastaba. ¡Ay, Consuelo!... Nada ha sucedido y, sin embargo, cuando pienso que esa catástrofe entra en el número de las cosas posibles, siento vértigos de ira. No hallaría ningún tormento para castigar al villano que nos hubiera perdido, pues aunque sorprendiese a su mujer y a sus hijas y devolviera en ellas la afrenta que en ti me hizo, aunque le cosiera a puñaladas, su sangre no bastaría a lavar su crimen, porque las cosas que sucedieron son irremediables. Tú eres luz que me guía, aire que dilata mis pulmones, espejo donde mi honor se refleja... y antes que ese espejo se rompa o se empañe, antes que esa luz se extinga o ese aire me falte, prefiero morir.
De estas apasionadas conversaciones se acordaba Consuelo y cada frase punzaba su corazón: Alfonso había sido un buen profeta, sus temores se cumplieron.
—Ya no soy la misma mujer—murmuraba en sus amargos soliloquios—que hace dos años llevó al altar; ya no soy su ángel custodio, porque el demonio me cortó las alas... Sí, quiero morir para descansar, para no acordarme; las caricias de Gabriel me dan frío; sus besos, asco... algunas veces creo que se me conocen en la cara... Deseo morir, es el único medio de que este secreto permanezca oculto; muerta yo, Alfonso nada sabrá y seguirá amándome: soy buena, la conciencia no me reprocha nada; merezco, pues, en cierto modo, que él siga amándome... y la idea de que mi memoria le arranque lágrimas y de que irá a poner flores sobre mi tumba, es lo único que me hace feliz... No quiero vengarme de ese canalla; la persona a quien podía encomendar mi venganza es Alfonso, y aunque el desgraciado le matara, se moriría después de dolor; ¡él mismo me lo ha dicho muchas veces!...
Estos monólogos eran silenciosos, los discurría sin llegar a pronunciarlos, y dando vueltas al mismo tema pasaba los días, mientras Alfonso, sentado junto a ella, miraba sus labios, acechando alguna frase que le pusiera en la pista del hecho que su corazón presentía. Cuando la intensidad de aquel marasmo intelectual disminuía, Sandoval procuraba distraerla refiriendo cuentos; ella le escuchaba atentamente, pero de pronto, y cuando él estaba más satisfecho de la virtud terapéutica de su conversación, el rostro de la joven se cubría de palidez cadavérica, sus ojos se llenaban de lágrimas y se arrojaba llorando en brazos de su marido.
—¡Ay, Alfonso, encanto de mi vida—decía entre sollozos—, qué desgraciada soy!... ¡Qué pena, Dios mío, qué pena tan grande llevo en el corazón!... Yo me siento morir, porque esto no me deja respirar, no puedo vivir así... tengo metida en el pecho una serpiente que va devorándome las entrañas poco a poco... ¡No, tú no sabes cuánto sufro... es una espina, un veneno, un demonio... deseo morir o que me mates!...
Y en el paroxismo del dolor, con la voz enronquecida por la angustia y como si quisiera descargar su conciencia:
—¡Ay, Alfonso—decía—, si tú supieras, si tú supieras!...
Al fin, caía rendida sobre el lecho, y Sandoval quedaba absorto, devorando sus dudas, estudiando aquellas palabras misteriosas que el dolor arrancaba a la prudencia de la enferma.
Cuando salía de su abstracción, ya Consuelo estaba desmayada y era inútil preguntarla; entonces la sacudía desesperado, cogiéndola de un brazo.
—¿Qué no sé yo? di... ¿qué es lo que ocultas?...
Después su excitación disminuía y tornaba a sentarse, con las piernas extendidas y los brazos cruzados.
Había transcurrido un mes desde que Consuelo cayó enferma: los ataques histéricos eran menos frecuentes, pero su salud quedó muy resentida. Tenía los ojos más hundidos, el semblante enflaquecido, los labios sin color, el cuerpo desmazalado; comía poco, dormía mal y la fatiga avasallaba su espíritu.
Alfonso Sandoval decidió que los médicos la reconociesen, pues Montánchez se había negado a ello rotundamente, y por la alcoba de Consuelo pasaron varias celebridades científicas. Unos creyeron que se trataba de una afección cardíaca, otros de un padecimiento cerebral, quién de un desarreglo en las funciones del aparato generador, y quién imputó al hígado la culpa de todo. Alfonso escuchaba sus pareceres y les hacía recetar, y cuando hubo desfilado el último, reunió un montón de prescripciones tan extensas, que entre todas hubiesen agotado los medicamentos de una botica bien surtida: duchas, fricciones, pomadas, cataplasmas, sanguijuelas, agua de azahar, éter, cloroformo, valeriana, acónito, bromuro... de todo había allí.
El último médico que vió a Consuelito Mendoza fué un antiguo amigo de Sandoval.
El anciano profesor la pulsó, la examinó los ojos, auscultó los latidos cardíacos, reconoció detenidamente el vientre y los costados, y después de repetir las mismas operaciones varias veces, sorprendido de no hallar nada se encogió de hombros.
—El corazón—declaró—está sano, pero anda mal; sufre palpitaciones y contracciones violentísimas que me inducen a creer que la enferma ha experimentado una impresión muy grande.
—No sospecho qué pueda ser—repuso Alfonso.
—¡Es extraño!... yo juraría que algo grave la ha sobrecogido.
—Y usted no podría precisar...
—Imposible; si usted, que vive con ella, lo ignora, ¿cómo voy a saberlo yo, que desconozco su historia y su vida?...
El médico se fué sin recetar y Alfonso volvió al cuarto de Consuelo devorado por sus presentimientos.
La joven, que no se había enterado de nada, parecía dormir.
—En este misterio hay un hombre—murmuró Alfonso—; no sé quién es, pero el corazón me dice que hay un traidor, cuyo nombre necesito conocer; ¡si ella hablase, si pronunciase una palabra, una sola!...
Y se quedó mirando a Consuelo como quien contempla a una esfinge.
La vida de Consuelo iba extinguiéndose paulatinamente, como lámpara falta de aceite. El cerebro perdía vigor y las nociones del mundo real se borraban mezclándose unas a otras; los nervios, relajados por las descargas eléctricas que habían sufrido, no vibraban y yacían insensibles y lacios como las cuerdas de un instrumento musical roto; y como consecuencia inmediata de aquel agotamiento intelectual, el cuerpo también se hallaba rendido.
Consuelo empezó a enflaquecer de un modo alarmante: su repugnancia a ingerir alimentos y su dolor silencioso y continuo, eran dos poderosos agentes de destrucción a los cuales su delicada juventud no podía sobreponerse. En su pálido semblante se acentuaban las dos arrugas laterales que cava el desencanto desde las ventanas de la nariz a las comisuras labiales, los ojos perdieron su brillo, el cuerpo su esbeltez, el cuello su gracia. Una consunción terrible minaba su organismo arrebatando lentamente la vitalidad a la sangre, la energía a los músculos, su frescura a la carne.
Consuelito Mendoza se moría, pero rápidamente, por momentos, con una velocidad tal, que casi podía apreciarse a simple vista: Sandoval lo reconoció y su angustia fué mayor sabiendo que la joven moría de tristeza, de anemia, de histerismo, del corazón, de una enfermedad, en fin, sin nombre, vaga, misteriosa como la producida por aquellos infernales venenos que componían los italianos del siglo XVI.
Hasta entonces se limitó a ver y callar, y cuando hablaba con ella lo hacía de asuntos indiferentes, temiendo mortificarla con sus preguntas. Entretanto, se devanaba los sesos discurriendo siempre acerca de la misma cuestión. ¿Cómo enfermó tan repentinamente? ¿Quién la cubrió los brazos de cardenales?... Un hombre, sin duda; y ese hombre, ¿quién era, cómo se llamaba, dónde vivía?...
Muchas veces pensó en Gabriel Montánchez; el médico era su amigo, casi su hermano, y aunque no hubiese renunciado por cansancio y desde hacía mucho tiempo a su antigua vida libertina, el entrañable cariño que ambos se profesaban imposibilitaba una traición: desconfiar de Montánchez equivalía a dudar de la virtud de Consuelo o de sí mismo, presunciones ambas inadmisibles.
Alfonso renunció, pues, a esta primera hipótesis y echóse a discurrir y a fabricar castillos en el aire. Un enamorado desconocido no podía ser, porque Consuelo jamás salía sola a la calle y nadie enloquece de amores por una mujer a quien no ha tratado; el hombre que entró en su casa tampoco fué un ladrón, pues nada faltaba; era, por tanto, lógico suponer que habían ido por su honra y no por su dinero.
El silencio de la joven corroboraba sus conjeturas; era innegable que ella, contra su costumbre, disimulaba algo. ¿Por qué no hablaba del viaje con el interés que hasta entonces? ¿A qué causa atribuir su tristeza y su enfermedad?... ¿Era admisible que una tronada de primavera fuese origen de aquella gravísima perturbación nerviosa?... Y, finalmente, ¿cómo Consuelo no le reveló el motivo de los arañazos y verdugones que tenía en las piernas, en los brazos y en la cara?... Allí había un secreto, tanto mayor cuanto más inexplicable era el silencio de la enferma, y era necesario despejarlo en seguida porque le iba en ello su tranquilidad y tal vez la vida de la joven.
Alfonso Sandoval dejó de salir; permanecía día y noche sentado en un sillón junto al lecho, cuidando a Consuelo, tapándola cuando se desnudaba, inventando farsas para distraerla en sus ratos de juicio, procurándola bocados substanciosos y exquisitos al paladar, y acechando el momento de arrancar a sus delirios alguna revelación. Esta esperanza era la que le sostenía impidiendo que la fatiga cerrase sus párpados; no tenía sueño, ni ganas de comer, ni de salir: era también un estado patológico de sus nervios, acuciados siempre por una idea fija.
De noche se embozaba con su capa para no sentir frío, y mientras apuraba, una tras otra, varias tacitas de café, vigilaba a Consuelo con atención y paciencia incansables; cuando ella balbuceaba alguna frase, Alfonso se inclinaba sobre el pecho de la enferma procurando entender lo que decía por el movimiento de las labios; mas aquellos sonidos mal articulados eran tan débiles que nunca podía entenderlos, y tornaba a sentarse desesperado, bregando siempre con el mismo tema.
Y otra vez desfilaron por su cabeza aquel ladrón desconocido y las figuras de sus compañeros de casino, aun las de aquéllos que menos trataba, y la de Montánchez; y después de examinarlas minuciosamente volvía a empezar con la primera de la serie, obligándolas a girar en torno suyo como los caballejos de un tío vivo.
De pronto sus ojos se iluminaron y cuatro palabras que envolvían una duda espantosa surgieron ante él entre dos signos de interrogación.
—¿Y si fuese Montánchez?—preguntó la voz reveladora.
—¿Y si fuese Montánchez?—murmuraron como un eco los labios de Sandoval.
Pero, no, eso era imposible; ya se lo había preguntado antes y rechazó tal pensamiento como absurdo... ¿Y por qué lo rechazó?... Ah, sí, por varias razones que eran de gran peso. Sin embargo, no estaba tranquilo.—¿Y si fuese, y si fuese?...—repetía en sus profundos la voz misteriosa.
—Gabriel—agregó—siempre fué un calavera, un perdido con talento y buena fortuna, pero también un vicioso con el alma manchada de cieno. Un hombre que no cree en el honor, ni en sí mismo, ¿no es capaz de todo?... ¡Horror!... Hacerme él traición... no, no lo creo; yo, tratándose de un amigo íntimo, tampoco sería capaz de cometer villanía semejante... Además, Gabriel me quiere bien, tengo recibidas de su cariño pruebas inconcusas, y aunque sea un pillo es también un valiente que, antes de traicionarme, me diría sus intenciones claramente. ¡Además!... él está muy hastiado de placeres y el cansancio es la moral que más santos ha hecho. Por otra parte, Consuelo le odia con toda su alma... ¡No, cuando digo que eso es imposible!...
Sandoval se pasó la mano por la frente horrorizado de la ofensa que mentalmente infiriera a la honradez y fidelidad del médico, y nuevamente comenzó a girar el fantástico tío vivo de sus amistades.
Pero la figura de Gabriel Montánchez volvió a presentarse una vez y otra con tal insistencia, que llegó a dominarle. Recordó las palabras que había oído a Consuelo en diferentes ocasiones, la inexplicable aversión que sintió siempre hacia su amigo, el malestar que experimentaba en su presencia y la facilidad que Gabriel adquirió para dormirla...
—¡Y si el miserable, abusando de ese poder, hubiera llegado hasta el punto...!
El concepto embozado en aquella frase despertó en él una ira salvaje y, sin saber lo que hacía, dió tal patada en el suelo, que las paredes retemblaron y Consuelo abrió los ojos; mas el ruido se extinguió y sus párpados volvieron a cerrarse con la tranquilidad del caminante que, tras una jornada de muchas leguas, se abandona al sueño sobre un colchón de plumas.
Aquellas primeras cavilaciones arrastraron en pos de sí otras memorias y Sandoval fué acordándose del empeño que mostró Gabriel en curar el histerismo de Consuelo por la sugestión; sus consejos acerca de la conveniencia de conceder a la joven más libertad y permitir que anduviese sola y por donde quisiera, so color de fortalecer su voluntad y acostumbrarla a discurrir por sí misma; su empeño en referir en sus reuniones íntimas del invierno, lances maravillosos que cautivaban la imaginación de Consuelo y le ofrecían como a un personaje novelesco rodeado de esa aureola fantástica que envuelve a los protagonistas de los cuentos orientales; y, sobre todo, recordó un detalle... una frase que entonces creyó insignificante, pero que ahora era para él la expresión indubitable de un pensamiento criminal.
En cierta ocasión, estando Consuelo desmayada, él, subyugado por la hermosura de la joven, le preguntó a Gabriel sin poder dominar su pensamiento:
—¿Es hermosa, verdad?
Y Montánchez repuso:
—¡Oh, es perfecta!...
Sandoval recordó bien los pormenores de aquella escena: su amigo estaba de pie, mirando a la enferma con un arrobamiento que le alejaba del mundo; al oír su pregunta se estremeció, y como quien despierta de un sueño lanzó aquella exclamación; exclamación leal, que le salía de muy hondo, porque Montánchez la dijo con el acento del hombre que, creyendo estar solo, habla consigo mismo. Era, pues, indudable, que en tal momento el médico también admiraba la belleza de Consuelo, y este pensamiento envolvía un deseo, un principio de amor, que pudo ir muy lejos.
Sí, era innegable que Montánchez le había traicionado con el pensamiento, y el que las imagina las hace, no bien la ocasión se presenta; ¡y si aquella ocasión fatal hubiese llegado!...
Sandoval quedó estupefacto ante su descubrimiento, pues ya imaginaba que el criminal estaba descubierto y que sólo faltaba castigarle. Levantóse cautelosamente del sillón y, apartando la sábana y las mantas, examinó nuevamente los brazos de Consuelo a la luz del quinqué: las señales moradas habían disminuído mucho, pero aún se distinguían perfectamente; y tan grande, tan íntima era ya la convicción de Alfonso, que creyó reconocer en ellas las manos y los dedos de Montánchez.
—Sí, es él—exclamó a media voz—; ¿por qué buscar sofismas que le disculpen? Aquí ha ocurrido una escena horrible; en ausencia mía la ha fascinado, arrojándome a la cara un estigma que nadie puede borrar...
El crimen adquiría a los ojos de Sandoval proporciones tan gigantescas, que la magnitud de su venganza no le cabía en la frente. Levantóse desesperado y abrió con estrépito las hojas de la ventana; eran cerca de las siete de la mañana y la rojiza luz del quinqué palideció bajo la claridad diurna. El tiempo era hermoso, por la calle discurrían algunos barrenderos con sus escobas al hombro, en la Puerta del Sol había un grupo de desarrapados junto a un puesto de café.
—Pero necesito una prueba—murmuró Sandoval—, una sola, porque de lo contrario no sabré acusarle... Cuando venga le recibiré secamente, como nunca; a él le sorprenderá mi conducta, y como a los criminales los dedos les parecen agentes de policía, dirá: “Éste ya sabe algo”. Y como es de los templados, se pondrá fosco.—¿Por qué estás así?—Porque eres un canalla, Gabriel.—¿Yo?—Tú, sí; abusaste de Consuelo y voy a arrancarte las entrañas... no lo niegues, ten agallas para confesar tu crimen, cobarde ladrón... Atrévete, tú que has realizado tantas proezas, que has hecho correr a tantos... ven a mí, quiero reñir contigo en un cuarto cerrado, como pelean los hombres de verdad, no los fantoches de novela... Y él se encrespará furioso y se arrojará sobre mí, y entonces... ¡me le como a mordidas, le despedazo!... Le saco los riñones y se los pateo; le trituro, le reduzco los huesos a polvo, me baño en su sangre... ¡Toma, charrán, miserable, villano, bandido, toma!...
Comenzó a dar puntapiés, presa de terrible cólera; los muebles caían al suelo.
—¿Qué habías creído, bellacón—prosiguió—, que yo no era capaz de vengar tamaño agravio?... Toma, en las tripas, ¡pum! en la cabeza... ¡así! ven acá, levántate, ya te dejo, acércate, acércate más... Parece que mi cabeza va a dar un estallido... ¡Qué martilleo, estoy atontado!... ¿Y si fuera inocente, o tan hipócrita que negase a pies juntillas el mal que ha hecho? ¿Cómo la emprendo a bofetadas con quien jura ser mi mejor amigo?... ¿Y si con sus razones consigue calmarme y mientras yo me sosiego el indecente se ríe por dentro de mi credulidad?... ¿Qué hago yo entonces?... Por eso necesito una prueba de esas que se ven y se tocan... que son irrecusables... y con un testigo así ya no dudaré aunque él me aseverase lo contrario de rodillas. Señor, ¿por qué no habla Consuelo, por qué ese espejo no conserva la imagen de lo que aquí sucedió aquella tarde maldita?...
Acercóse a la chimenea y oprimió un timbre; la doncella se presentó.
—Ten—dijo Alfonso entregándola una tarjeta en donde había escrito algunas palabras—, ve corriendo a casa del señor Montánchez y entrégale esto. Vuelve pronto.
Cuando la muchacha llegó al domicilio del médico, éste se disponía a meterse en la cama.
Montánchez cogió la tarjeta y leyó:
“Gabriel: Necesito verte en seguida; ven”.
Montánchez estrujó el cartoncillo entre sus dedos y empezó a pasear por su despacho con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos echados atrás, sin acordarse de que la mujer que tenía delante esperaba una contestación.
—¿Qué hora es?—preguntó.
—Las siete y media.
—¿De la mañana o de la noche?
—¡De la mañana!—replicó la doncella estupefacta.
Hubo una pausa.
—Bueno; dile a don Alfonso que iré después de la una...
En el transcurso de aquel mes Gabriel Montánchez había tenido tiempo suficiente para examinar su situación y el curso probable de los acontecimientos. Al principio creyó que todo estaba irremisiblemente perdido, pues lo más fácil era que Consuelo, en un momento de locura o de debilidad, se lo dijese todo a Sandoval, y resolvió permanecer alejado del teatro de los sucesos, esperando el desenlace de aquel drama cuyas últimas páginas iban necesariamente a mancharse de sangre; pero cuando vió que todo continuaba tranquilo y que Consuelo Mendoza se moría poco a poco y sin hablar, recobró su aplomo.
Montánchez se había engañado respecto de sí mismo una vez más, pues tomando por verdadera pasión lo que sólo fué un arrebato de su sensualidad, creyó que el amor hacia Consuelo era el mayor cariño de su vida; pero cuando satisfizo aquel deseo, la indiferencia consiguiente a la posesión le demostró que su corazón estaba frío y que la cabeza era demasiado dueña de sí para consentirle nuevas locuras, y lo único que deploró fué haberse expuesto tanto por lo que le interesaba tan de soslayo.
—Si Consuelo muere—pensó Montánchez disponiéndose a dormir—, el conflicto queda resuelto, pues los difuntos no hablan; si vive, procuraré estar a su lado todo el tiempo posible para sujetar su lengua.
A la hora indicada llegó el médico a casa de Sandoval. Éste le recibió en el gabinete; estaba un poco pálido por las cavilaciones y las noches de insomnio.
Gabriel se sentó en una butaca junto a la chimenea.
—¿Y Consuelo?—preguntó.
—Peor que nunca—repuso Alfonso secamente—; ninguno de los médicos que la han reconocido sabe decirme qué tiene; parece hechizada.
—Pues yo no pensaba venir—dijo Gabriel poniendo indolentemente una pierna sobre otra y apoyando sus manos cruzadas sobre la rodilla cabalgadora—, pero me has enviado un mensaje tan despótico que más bien parece un cartel de desafío, y en la duda he venido, ignorando ciertamente si me quieres para pedirme consejo o para reñir.
Sandoval miró a su interlocutor de hito en hito, y Montánchez sostuvo la mirada con perfecta tranquilidad, sonriente, como si no comprendiera que los ojos de su amigo querían leer su pensamiento.
—Te he llamado—dijo Alfonso—para ambas cosas; para pedirte consejos... y para reñir contigo si te negabas a dármelos.
—Pero, ¿a muerte?
—A muerte; como riñen los hombres.
—Veo que la enfermedad de Consuelo—repuso Montánchez burlesco—te ha avinagrado el carácter y haces mal en ponerte así, porque la dolencia de tu mujer no es grave; si enviudaras serías un viudo intratable, un traidor de melodrama.
—Gabriel—interrumpió Sandoval levantándose—, no te llamé para pasar un rato riendo, sino para discutir seriamente: quiero que cures a Consuelo; lo quiero y la curarás... porque eres el único hombre que puede curarla.
—Gracias.
—¿La curarás?
—Haré lo posible—repuso Montánchez fríamente—; vamos a verla.
Entraron en la alcoba.
—Ahí la tienes—dijo Alfonso señalando a la joven que parecía dormir—; así está desde hace un mes, desde la tarde del ciclón... ¿recuerdas aquella tarde?
—Perfectamente.
—¿Cuánto tiempo hará?
—Eso que has dicho; un mes.
—¿Nos vimos aquella tarde en el casino?
—No.
—¿Te importa saberlo?
Sandoval miró al médico fijamente, no sabiendo si atribuir la ingenuidad de sus respuestas a su inocencia o a su descaro; pero la escasa luz que atravesaba los visillos de la ventana le impidió ver la expresión impasible de Gabriel.
—Pues bien, cúrala tú, que sabes el origen de su enfermedad.
—Lo supongo, pero puedo equivocarme.
—No, Gabriel; tú no lo supones, tú lo sabes...
—Te engañas.
—¡Mentira! Tú lo sabes... por consiguiente no caminas a ciegas.
Montánchez no respondió y se acercó a la enferma. Inmediatamente los ojos de Consuelo, cual si hubiesen adivinado la mirada del médico, empezaron a parpadear y después todo su cuerpo vibró con un temblor nervioso: entonces Montánchez la cogió una mano y ella, como si acabase de recibir la descarga de una máquina eléctrica, despertó súbitamente lanzando un grito. Al fijarse en el médico sus ojos, expresaron un terror supremo; abrió la boca y sin poder articular palabra ninguna se desvaneció.
Cuando la intensidad del ataque hubo pasado, Gabriel se levantó para marcharse.
—La enfermedad—dijo—reviste los caracteres de costumbre, y por tanto no desconfío de poder curarla: todos los días vendré y lucharé hasta el fin; en el poder de la sugestión fundo mis esperanzas.
Montánchez tenía demasiado mundo para no comprender lo que en el ánimo de su amigo sucedía: el lenguaje lacónico y duro empleado por Sandoval para llamarle, la sequedad de su recibimiento y el marcado retintín con que pronunció ciertas palabras, le revelaron que sospechaba la traición de que había sido víctima.
Otras razones no menos poderosas concurrieron a corroborar su pensamiento; al acercarse al lecho de Consuelo para pulsarla, vió que los brazos de la joven estaban señalados en ciertos sitios por dos manojitos de manchas negras, y supuso cuerdamente que aquellas señales pusieron a Sandoval sobre la pista del crimen: lo que Alfonso ignoraba era el nombre del criminal y esta ignorancia fué la que Montánchez quiso prolongar indefinidamente, aun cuando la empresa durase años.
Después que pasó el ataque nervioso motivado por la visita del médico, Consuelo se incorporó en la cama y con un aplomo que sorprendió a Sandoval:
—Alfonso—dijo posando sobre su marido una mirada llena de dolor—, ¿Montánchez va a volver?
—Sí, hermosa, le he llamado para que te cure, porque los otros médicos son unos burros que no ven más allá de sus narices.
—¡Ah!... ¿Tú le llamaste?
—Sí, porque él no quería venir, temiendo que su presencia te impresionase desagradablemente.
La miró procurando sorprender el efecto que en ella causaban estas palabras; pero Consuelo, que parecía sumida en graves cavilaciones, se pasó la mano por la frente y repuso con la impasibilidad de un sonámbulo:
—¡Qué fatalidad!... ¡Tú, siempre tú!
—¿Por qué dices eso?
—Porque yo no quería verle; ya sabes que siempre me fué antipático, pero hoy me es más repulsivo que nunca... ahora, por tanto, necesito, más que nunca, vivir lejos de él... Si yo estuviese buena o convaleciente, te instigaría a que me sacases de Madrid, mas no hablemos de esto porque sé que de esta cama no he de levantarme. Estoy enferma, Alfonso mío, muy enferma... y mi mal es incurable: lo tengo metido en mi corazón, en mi sangre, tan hondo, tan hondo, que es imposible llegar a él con ninguna medicina... Deja que concluya—agregó, viendo que Alfonso quería hablar—, me quedan pocas fuerzas y temo se agoten antes de decir todo lo que pienso. Comprendo que siempre fuí una niña mimosa y lunática, cuyos juicios raras veces has tomado en cuenta. Yo, que puedo ahora examinarme bien, porque he dejado de parecerme a la Consuelo de antes, no te recrimino por ello; tenías razón... siempre he sido una cabeza de chorlito, sin más virtud que la de amarte con toda mi alma... Óyeme con atención y ten fe en mis palabras, que los locos y los moribundos dicen las verdades, y a mí poca vida me queda. Pues bien, como iba diciendo... he tenido poco juicio, pero en cambio tuve una penetración extraña, una doble vista que me permitía adivinar lo que mi pobre entendimiento no razonaba: no acierto a explicarte de dónde procede esta voz sobrenatural que habla en mí, pero la siento resonar clara y distintamente en mi interior y sé que nunca me engañó... Esa voz siempre me ha prevenido contra Montánchez y hecho sentir hacia él aversión invencible; parece lo más natural, lo más lógico, puesto que yo le odiaba, que ese hombre hubiese vivido fuera de mi intimidad más que otro cualquiera, y, sin embargo, el Destino, por conducto tuyo, me le puso constantemente delante de los ojos... Tú, desde antes de casarnos, me hablabas de él; tú me lo presentaste en el teatro; tú, venciendo mi repugnancia y su retraimiento, le aficionaste a frecuentar nuestra amistad; por ti empezó a curarme, finalmente...
—¿Pero me acusas de haber provocado alguna desgracia?—preguntó Alfonso sin poder contenerse—; ¿te ha ofendido ese hombre?... Habla, Consuelo, por Dios; no es amigo mío quien te ofenda... si él te ultrajó, aún vivo yo para arrancarle las entrañas... ¿Por qué te detienes?... ¿A dónde vas a parar?...
—No te enfades, porque me asustas—dijo ella hablando con dificultad—, y ya sabes que las impresiones me son funestas. Lo que iba a decir era que, pues hasta aquí me has contradicho forzándome a aceptar su amistad, no sigas violentándome en lo sucesivo. Alfonso, sé cariñoso como siempre lo fuiste para mí y cede una vez más; éste es uno de los postreros favores que te pido... ¡y es tan pequeño!... No quiero ver a tu amigo, deseo morir tranquila junto a ti, sin ver a nadie, y si él se presentara moriría rabiando... Quiero estar sola contigo, entregada a ti, ya que soy completamente tuya... Háblame... ¡tengo tanta necesidad de oír tu voz y de recibir tus besos!...
La enferma calló sofocada por los suspiros que subían a su garganta y rompió a llorar.
—Consuelo—exclamó Sandoval—, tú sufres alguna desgracia, tú has sido víctima de una asechanza inicua; me lo dicen mi amor y mis celos, que no se engañan: tú me quieres, lo sé, pero disimulas en esta ocasión por no disgustarme, y haces mal... quiero saberlo todo, ¡todo!... aunque la rabia me ahogue después de oírte... ¡Habla; te lo ruego por caridad, como un esclavo... te lo exijo como marido... habla!...
—No oculto nada—repuso ella con acento desmayado—, no hables así, me infundes miedo.
—Y entonces, esas señales que tienes aquí, ¿de qué provienen?
Fuera de sí, no podía contenerse más tiempo.
—¿Cuáles?—exclamó Consuelo abriendo mucho los ojos y mirando espantada a su alrededor.
—Éstas que tienes aquí, en los brazos... no lo niegues, porque hasta ahora creí que sólo había un infame y si te obstinas en fingir, Consuelo... creeré que hay dos.
La joven miró hacia el sitio indicado y no pudo responder; su impresión fué tan grande que perdió el conocimiento y empezó a delirar en voz alta y perfectamente inteligible.
—No, no puedo más, ¡qué dolor, si parece que están partiéndome los brazos con tenazas de hierro!... Sobre todo éste, el derecho... so... so... corro... Y esa tempestad, esos rayos malditos, esos truenos que me aturden... Alfonso, ven, que ya no puedo más... ¡ay, ay!...
Su voz se ahogó y sus labios barbotaron algunas palabras que Sandoval no pudo entender.
—No—prosiguió Consuelo esforzándose en sonreír—, si no lloro, ¡qué tontería!... estoy muy bien, muy alegre... tengo los ojos llenos de lágrimas porque he estado picando cebollas... Nadie tiene derecho a averiguar mi historia, nadie... y menos usted, que es una vecina a quien apenas conozco; pero, en fin, para que no crea usted que oculto algo se lo diré todo, sí, señora... como si fuese usted mi confesor. Esta niñita tan mona, tan gordita, con esos ojos tan grandes, es mía, mía sola... ¿que no puede ser?... Ya lo creo, ¿quién lo sabrá mejor que yo, que soy su madre, quien la ha parido?... Ea, es usted tan cabezona que no hay más remedio que ceder... Pues sí... es hija de Alfonso... por eso la tengo vestida siempre con trajecitos azules adornados de encajes blancos, porque esos eran los colores que más le gustaban... Pero luego me dejó... hace ya tres o cuatro años... ¡ay!... ¿Dónde andará?... Me dejó porque me volví muy mala, muy mala; una tía completa. No, él era bueno; no ha nacido ningún hombre más hermoso ni más caballero que él... y no tuerza usted el gesto porque reñimos... Él me dejó porque yo era una perdida, por eso no me quejo... ¡pero si él supiera que yo no tuve la culpa de nada!... Le aseguro a usted que esta niña es de Alfonso; lo juro, vaya... si fuese de otro cualquiera, lo mismo lo diría...
Calló, suspirando honda y largamente.
—¡Ah, sí!—continuó—, esas manchas no sé de qué serán... ¡Cuidado si eres fastidioso!... ¿Cómo he de decir que no me acuerdo?... Serán de tinta o de betún...
Lanzó una carcajada corta y estridente, y luego se puso muy seria; frunció las cejas y levantó un poco la cabeza, procurando percibir un ruido lejano.
Entonces se oyeron el repiqueteo de un timbre y los pasos de la doncella que salió a abrir: después entró en el gabinete Gabriel Montánchez.
—¿Duerme?—dijo.
Montánchez se acercó al lecho, y Consuelo, cual si hubiese tenido conciencia de su llegada, se cubrió la cara y fué encogiéndose hasta quedar hecha un ovillo, como los chicos cuando se suben las mantas a la cabeza para librarse del coco.
—¡Qué miedo... ya está ahí... se acerca... me callaré, schiii, silencio!...
El médico la miraba con todo el poder fascinador de sus ojos.
—Estoy temblando... que no me sienta...
No dijo más y quedó inmóvil, rendida por un sueño magnético.
Los ataques que sobrevinieron en los días sucesivos tuvieron un desenlace idéntico: en cuanto el médico la miraba, la infeliz histérica enmudecía como amordazada, y ya no volvía a desplegar los labios ni a moverse en muchas horas.
Gabriel Montánchez seguía un plan maravilloso.
Estaba seguro de que Consuelo no viviría más de un mes; la ciencia se lo dijo y la ciencia en ciertos casos no se engaña. La joven se hallaba herida de muerte; tenía una anemia crónica que por sí sola hubiese bastado a destruir su vida; y como si aquel padecimiento obrase con demasiada lentitud, sufría una inflamación en uno de los lóbulos del cerebro que podía causar de un momento a otro la muerte por congestión, y un principio de aneurisma en el cayado de la aorta: la infeliz, por tanto, estaba sentenciada de modo irrevocable, y todo el trabajo del médico, durante aquellas semanas de agonía, se reducía a velar a Consuelo constantemente, para impedir que hablase, resultado que conseguía fácilmente merced a su influencia sugestiva.
Para esto, y amparado por la amistad de Alfonso, pasaba todo el día y gran parte de la noche velando a la enferma y espiando sus palabras con el mismo interés que Sandoval, y, en cuanto el delirio la impulsaba a hablar, torcía instantáneamente con una mirada el curso de sus ideas y sellaba su boca.
Abusando de estos sopores magnéticos, el infame conseguía dos objetos: impedir que revelara inconscientemente su caída y acortar su existencia, pues como los ataques se sucedían casi sin interrupción, apenas tenía tiempo de tomar alimentos entre acceso y acceso, lo cual acrecía enormemente los destructores efectos de la debilidad.
Los resultados de tan infernales maquinaciones se apreciaban ya a simple vista: la postración de Consuelo era espantosa, su cuerpo y su espíritu iban sumergiéndose en el no ser, rápidamente, y la nostalgia y la anemia se daban la mano para completar el aniquilamiento del organismo; sus largos desmayos la dejaban postrada, y cuando volvía en sí, la conciencia de su triste estado la precipitaba otra vez en nuevos delirios.
Más que para Montánchez, las noches se hacían insoportables para Sandoval, que comprendía cuán equívoca y terrible era su situación. A las ocho de la noche la doncella iba a decirles que la cena estaba servida, y entonces los dos salían del dormitorio de la enferma para pasar al comedor. Las comidas eran tristes; se sentaban el uno frente al otro y permanecían silenciosos, comiendo maquinalmente, preocupados con sus pensamientos.
Después de tomar el café, Montánchez se sentaba en un sillón, cargaba una pipa de sándalo y fumaba tranquilamente, adormeciéndose con las voluptuosas emanaciones de aquel humo perfumado; Sandoval quedábase inmóvil, los codos sobre la mesa y la cara entre las manos, mirando detenidamente su taza, ya vacía, llena de cenizas de cigarro. Así estaban una hora, dos... hasta que la campana del reloj o algún grito de Consuelo les sacaba de su éxtasis; entonces se levantaban cual si sólo hubiesen estado aguardando aquella señal para ponerse en movimiento y volvían al cuarto de la joven. Allí se instalaban, cada cual en su butaca, y dejaban transcurrir el tiempo entretenidos, al parecer, en mirarse la bigotera de sus botas o los dibujos de la alfombra.
A pesar de esta calma aparente, empezaba a surgir entre ambos un disgusto, un antagonismo, una tirantez magnética que acrecía por momentos; eran amigos o, por lo menos, lo fueron hasta allí, y la amistad y la consecuencia que creían deber guardar a su antiguo cariño, era lo que les impedía abofetearse. Aquella animosidad radicaba principalmente en Alfonso: su instinto suspicaz había convertido sus recelos en certidumbres y un odio mortal iba invadiendo su corazón; y si no estalló de una vez fué porque algo misterioso le retenía, poniéndole ese pelo que se enreda al frenillo de la lengua, aun en las circunstancias más críticas, y que rara vez deja hablar a tiempo.
Su exasperación provenía de su situación harto equívoca; sabía que su honor fué pisoteado, que sus ensueños de felicidad estaban muertos y que el único autor de aquella catástrofe era un hombre, quizá el mismo que tenía delante, y a quien, por falta de pruebas, no podía estrangular. La idea de representar un papel ridículo y de que alguien estuviera riéndose en silencio de su ceguedad le ponían fuera de sí: hubiera preferido habérselas con un demonio de cien cabezas, a reprimirse y sufrir por no hablar fuera de razón: su actitud era agresiva, pero aún no estaba bien determinada y padecía ese raro furor que acomete a los perros de presa cuando oyen el gruñido provocador de un rival invisible.
La posición de Gabriel Montánchez era bien distinta: conocía perfectamente qué circunstancias le favorecían y cuáles le perjudicaban, y la única persona de quien debía guardarse, caso de que el enredo se descubriese. Estaba, por tanto, a la defensiva, pero tranquilo, confiando a la ciencia el éxito lisonjero de su empresa, y en último caso, y cuando toda compostura fuese imposible, encomendándose a su valor.
Así iban filando las horas para ambos, inquiriendo el uno y esperando el otro, los dos silenciosos, velando atentamente el sueño de aquella pobre mujer que se moría.
Pasaron más días, todos monótonos y tristes como las vibraciones de la campana que anuncia en los cementerios la llegada de los difuntos, y el trágico desenlace de la enfermedad previsto por Montánchez tampoco era un misterio para Alfonso: Consuelo se moría, era preciso ser ciego para no verlo.
Cuando Gabriel se lo advirtió, Sandoval no dijo nada, no se le ocurrió nada, apenas experimentó una pequeña sensación, como si fuere una noticia insignificante que ya supiera desde hacía mucho tiempo: era una insensibilidad absurda, de loco o de imbécil; sus preocupaciones invadían su espíritu desquiciándolo; no aquilataba los hechos que a su alrededor ocurrían, ni que Consuelo, la mujer amada, su encanto, su esperanza, su espíritu bienhechor, su ángel guardián, iba a morir. ¡Morir!... aquella palabra lúgubre llenaba su cerebro produciéndole una noción vaga cuya importancia desconocía.
Una noche se levantaron de la mesa peor humorados que nunca; sabían que el desenlace de la tragedia se acercaba y que sólo algunas horas bastarían para romper aquella situación. Alfonso asomó la cabeza por entre las cortinas que separaban el gabinete de la alcoba; la joven estaba tendida de lado, la cabeza sobre el antebrazo izquierdo, descansando toda ella con el lánguido abandono de una persona profundamente dormida.
Entonces se retiró de puntillas y fué a sentarse en un sillón, después de cubrir con un papel la parte inferior del quinqué colocado sobre la chimenea, para que su luz no le molestase. Montánchez se había tendido en el sofá. Alfonso empezó a contemplarle a su sabor aprovechando la circunstancia de tener el médico los ojos cerrados. Hasta entonces nunca pudo fijarse bien en su amigo, y quiso corregir aquel descuido de su atención; examinó su ancha frente surcada de arrugas, sus cejas bien arqueadas, su nariz recta, sus mejillas hundidas y la blancura marmórea de aquel semblante que parecía más pálido de lo que era en realidad, visto a los reflejos del quinqué: después, aquellos rasgos fueron borrándose y concluyó viendo en el sitio ocupado por la cabeza una sombra blanca. Vencido por el sueño, inclinó la cabeza sobre el pecho...
A pesar de los recelos que hasta allí le sostuvieron en perpetua vigilia, su cuerpo y su espíritu, extenuados, reclamaban imperiosamente el derecho que tiene todo lo que vive al reposo; la materia estaba aniquilada, las piernas no querían moverse, los oídos eran dos órganos inservibles, sordos a toda impresión; sus ojos, abiertos por un esfuerzo supremo de voluntad, no veían; los nervios estaban embotados, el cerebro dormido; la naturaleza exigía descanso y fué preciso rendirse.
Largo rato hacía que los dos hombres disfrutaban el más reparador de los sueños, cuando Consuelo, que se revolvía en la cama articulando palabras, lanzó un grito tan penetrante que les despertó.
—¡Socorro, socorro, suélteme usted!—decía.
Ellos se levantaron, pero Alfonso había entendido las palabras pronunciadas por la enferma y aquello fué para él un rayo de luz.
—No te muevas—dijo con tono imperioso y sujetando por un brazo a Montánchez que se dirigía a la alcoba.
—¿Por...?
—Porque quiero oír lo que dice.
—¡Valiente antojo!... Dirá mil simplezas, como siempre; suelta, conviene cortar el ataque para impedir que aumente...
—¡Socorro, que me ahogan, no puedo respirar!...—gritó Consuelo.
—No te muevas—dijo Sandoval poniéndose de un salto delante de la alcoba—, a esa mujer la ha sucedido algo muy grave cuando grita de ese modo, y necesito saber qué es.
—Quieres una tontería; dejándola entregada a sí misma, la crisis puede matarla.
—No importa; he de arrancarla ese secreto que me oculta... y por saberlo diera su vida; ¡ya ves si deseo conocerlo!... Parece que no quieres que hable, que te da miedo oírla, que tratas de amordazarla con tu magnetismo...
—¡Basta, Alfonso!—replicó Gabriel haciendo un gesto despreciativo—; mi corazón no conoce el miedo; no temo a nadie y menos a una mujer histérica, y si no creyese que discurres así porque la fiebre nubla tu razón, me iba de aquí para no volver, pues hay ofensas que la amistad más estrecha no disculpa...
Diciendo esto sentóse en el sofá con toda la indolencia del que se dispone a dormir, y Alfonso permaneció de pie, escuchando la voz amada.
Consuelo hablaba tranquilamente.
—No sé cómo arreglármelas para meter mi equipaje en estos baúles; ¡y cuidado que son grandes los malditos!... ¿Pero en qué pensaría Alfonso? Debió de comprar muchos, muchos, veinticinco o treinta, aunque fuesen pequeñitos... Y ahora no puedo cerrarlos, no tengo fuerzas... ¡Ay!... qué triste estoy; el día se presenta malo, ¡cómo llueve!... Voy a helarme en el tren... si me parece que estoy metida en el coche y que junto a mí va un señor muy gordo, con unas narices muy coloradas, durmiéndose sobre una maleta... Pero no, aún no he salido de mi casita, ni saldría nunca si en mí consistiera; Alfonso cree que deseo viajar, correr mundo... como si me importase algo verle los bigotes al emperador de los chinos o patinar por el Sena; lo que necesito es huir, poner muchas leguas por medio... ¡Uy, ahora que se han ido ésas empiezo a sentir miedo!... Me aterroriza pensar que estoy solita en esta casa tan grande y tan obscura; parece que las estatuas del despacho se descuelgan a lo largo de los armarios para visitarme... Sí, cerraré la puerta para que no entren. ¡Cómo llueve! Lo que más temo son los relámpagos y los truenos... Y Alfonso sin venir...
Calló haciendo sonar su lengua contra el paladar, como saboreando algo. Sandoval continuaba inmóvil, con el oído pegado a la cortina de la alcoba, poseído de ansiedad creciente; tenía el presentimiento de que iba a saber el misterio con que luchaba desde hacía tanto tiempo, y que Consuelo sería la pitonisa reveladora. Montánchez seguía en el sofá, pálido y frío.
—Y han llamado—continuó diciendo la joven—, juraría que es el timbre de la escalera... Dios santo, vuelven a llamar, ¿quién será?...
Las ideas que sucesivamente se ofrecían a su espíritu eran de tal naturaleza, que comenzó a temblar violentamente.
—¡Es él, y yo aquí sola!... voy a morirme de espanto. No, señor; pero mi marido volverá de un momento a otro... quizá no tarde ni diez minutos... si quiere usted hacerle algún encargo yo se lo diré; sí, eso es lo mejor; ¿para qué va usted a molestarse en esperar?... ¡Y estoy sola!... Este hombre y el diablo se dan la mano para perderme.
Hubo otra pausa; Alfonso y Montánchez se miraron fijamente.
—No, no, señor—prosiguió Consuelo—, eso, de ninguna manera; o usted ha perdido el juicio, o me toma por una tía del arroyo... Lo que usted oye; sí, señor, eso mismo, no tengo nada que añadir, mis fallos son irrevocables como los de las leyes absolutas. Por la violencia menos... se lo juro a usted, antes muerta: yo tendré menos fuerza, pero a corazón nadie me gana y el mío es de un hombre que quiero con toda mi alma; se lo di enterito hace mucho tiempo... ya sabe usted demasiado a quién me refiero; pues sí, él se lo llevó y aquí no me ha quedado ni una piltrafa... ignoro la razón de mi cariño; es bueno y es guapo... ¡ya ve usted si le quiero, que por él perdí hasta las ganas de besar a mi padre!... Pero aunque así no fuera, a usted no puedo amarle nunca, le odio demasiado para mirarle alguna vez con buenos ojos... me ha sido usted siempre repulsivo; desde la primera vez que le vi... usted es malo y las personas malas me infunden repugnancia y miedo.
—¿Pero con quién hablará esa mujer?—exclamó Sandoval—, ¿con quién?...
Montánchez no se movió.
—¡Uy, qué asco!—dijo Consuelo desvariando y echando poco a poco hacia fuera la saliva que tenía en la boca—, ¡qué sabor tan repugnante tiene esta agua de tila!... ¡Puf! me he tragado un cuerpecillo sólido, quizá una pajilla o un pedacito de azúcar... pero no, es un sabor amargo, tal vez habría en el fondo una araña muerta... ¡Qué asco, un bicho negro y con tantas patas!...
Prorrumpió en arcadas como si fuese a vomitar; aquella alucinación gustal aumentó la fuerza del ataque histérico y su cuerpo empezó a crisparse.
Entonces Sandoval, temiendo que se lastimara, cogió el quinqué y penetró en la alcoba; Gabriel, que a pesar de su aparente tranquilidad no había perdido un solo detalle de la escena, se apresuró a seguirle, comprendiendo que el momento decisivo llegaba.
Alfonso se sentó en la cama procurando dominar las sacudidas nerviosas de la joven sujetándola por las muñecas, mientras Montánchez, no queriendo que su solicitud despertase la ya alarmada suspicacia de su amigo, permaneció al otro lado de la cama, con los brazos cruzados y la impasibilidad del exorcista ante los calambres de una posesa a quien está sacando con conjuros los demonios del cuerpo.
Consuelo procuraba desasirse de las manos de Alfonso, empleando para conseguirlo un vigor sobrehumano. Tenía el semblante congestionado, el pelo suelto y extendido sobre las revueltas almohadas, los ojos apretados convulsivamente, las narices dilatadas, los labios descoloridos, la boca llena de espumarajos, las venas del cuello pletóricas de sangre, el cuerpo arqueado, los brazos rígidos. Conforme la intensidad del ataque arreciaba, la curvatura del cuerpo aumentaba también; hubo momento en que las nalgas estuvieron separadas del colchón cerca de medio metro, y Sandoval creyó que la columna vertebral iría doblándose hasta permitir que la cabeza se juntase con los pies: en aquel instante la cara de Consuelo ofrecía un aspecto horrible; el pecho contraído por un espasmo violentísimo no podía alentar y la falta de respiración determinó un aumento considerable de sangre venosa; el cuello y el semblante fueron obscureciéndose hasta renegrirse; sus ojos se abrieron; los tenía inyectados como los de las personas que mueren por asfixia, y entre las babas que salían de su boca entreabierta, apareció un hilito de sangre. Pero el espasmo había llegado a su mayor grado de intensidad sin conseguir romper ninguna fibra vital, y Consuelo lanzó un grito y cayó sobre la cama: el aire penetró silbando por las fosas nasales, el pecho alentó con placer y la cara recobró su color; pasados algunos minutos, el delirio histérico empujaba los nervios hacia otras sensaciones y la joven palideció como la persona que sucumbe víctima de una sangría suelta. Después empezó a hablar.
—Esto es espantoso, váyase usted, se lo ruego de rodillas; mi marido puede llegar... ¡Ay! no me apriete usted de ese modo, parece que se parten mis brazos, yo desfallezco... ¡Alfonso de mi alma, ven aquí, ven a favorecerme, que ya no puedo más!...
Se agitaba luchando con aquel enemigo que su imaginación la ponía delante.
—¿Dónde estará Alfonso, que no viene?... No, la muerte antes... si yo pudiera valerme de mis brazos o morder...
Aún se defendió un poco y al fin tendióse a discreción, destrozada de tanto pelear. Hubo un largo silencio.
—Sí, maridito mío—agregó—, yo no quería contarte las causas de estas señales, pero ahora he resuelto decírtelo todo; sí, todo; ya ves que me pongo muy seria... Te lo explicaré todo, ¿entiendes? aunque el recordarlo me hace mucho daño; pero promete que no te enfadarás conmigo ni con nadie...
Entonces Gabriel se acercó a la cama.
—¡Déjala, no la mires!—gritó Sandoval de un modo siniestro—; déjala que hable, mi vida depende de sus labios.
—Por esas incomprensibles temeridades tuyas, puede sobrevenir otra crisis como la que ha sufrido hace un momento y de la que libró milagrosamente.
—Montánchez—exclamó Alfonso con el acento del hombre resuelto a todo—, te aconsejo que no la mires; sé que no quieres que hable y tratas de callarla con los ojos, y haces mal en mantener tal empeño; no me importa que muera, el corazón me dice que aquí habrá más de un cadáver.
Pero la poderosa mirada del médico ya había producido su efecto y Consuelo empezó a tartamudear:
—¡Qué miedo, ese hombre, ese... qué cara tiene tan seria!...
Y se cubrió los ojos con las manos.
Alfonso conoció la perfidia encerrada en la conducta de su amigo y anhelando contrarrestar su influjo, asió violentamente una de las muñecas de Consuelo.
—¡Habla—dijo en tono imperativo—, yo te lo mando!
El semblante de la joven expresó sorpresa, después alegría.
—¡Es él!—murmuró.
—¡Habla, habla!—repitió Alfonso colérico.
—Sí, sí... es él, ¡ay! pero no me atrevo, está ahí el otro, no le veo... pero le siento cerca...
En efecto, Montánchez la miraba con toda la fuerza de sus ojos.
Sandoval nunca había puesto a prueba el poder magnético de su mirada, ni sabía el estado psicológico en que debe colocarse el operador para producir más fácilmente la sugestión; pero si le faltaban la ciencia y la costumbre, en cambio poseía ese vigor extraordinario que desarrolla en los espíritus el amor y los celos; y como el cerebro de Consuelo tenía la sensibilidad de las agujas imantadas, no pudo substraerse a aquella nueva y simpática corriente sugestiva que la libertaba de la odiosa fascinación del médico.
—No puedo, no me atrevo—balbuceó aún.
—Sí, sí puedes, te lo mando yo, yo que estoy aquí para defenderte—gritó Alfonso con toda la energía de que fué capaz, temiendo que su voluntad no prevaleciese.
La corriente simpática triunfó.
—Creo que se ha ido—prosiguió Consuelo—, no sé por dónde, pero no le siento... Verás, yo estaba sola en el gabinete...
—¿Cuándo?
—Me quedé sola cosiendo... y llamaron a la puerta... un repiqueteo muy largo y luego otro... ¡hijo, cuánto me duele el corazón, apenas puedo respirar!... Parece que me ponen una piedra muy grande sobre el pecho... y entró; desfallecí al verle, y para que comprendas que el diablo anda metido en esto, yo misma abrí la puerta y dejé entrar al lobo.
En aquel momento el semblante de Montánchez adquirió una expresión feroz, y sus ojos relampaguearon con ira salvaje.
Consuelo calló y sus manos temblaron.
—Sigue—dijo Sandoval, que por la posición en que estaba no pudo ver los gestos que desfiguraban la fisonomía del médico—, te lo mando yo, ¿no entiendes?... ¡Sigue!
Indudablemente los pensamientos de la joven continuaron desarrollándose mientras permaneció silenciosa, porque súbitamente su alucinación fué terrorífica.
—¡Ay, suélteme usted!... yo quererle, ¡qué locura!... yo, que no puedo verle ni pintado... No, señor, a mí no me toca nadie más que mi marido, y a mí no tiene usted que tutearme... ¡Ay! me aprieta entre sus brazos... Bueno, me escaparé, no puedo, me echa sobre el sofá... no puedo moverme... ¡favor, socorro... so... ay... no me deja gritar, me tapa la boca con la suya!
Incorporóse con un movimiento rápido y empeñó con Sandoval una lucha desesperada, procurando morderle, babeando de coraje y deshaciéndose en denuestos que la ira entrecortaba.
—¡Mentira, perro, mentira—repetía—, de mi marido sola, de usted nunca: me tendría usted que matar antes!...
—Pero, ¿con quién hablas, con qué demonio del infierno?—gritó Alfonso, ciego de ira, sacudiéndola por los brazos como si quisiera arrancárselos.
—Déjala—exclamó Montánchez—, estás maltratándola bárbaramente.
—Gabriel, aquí hay un hombre engañado, un hombre del que otro se ríe, y ese hombre soy yo... Pues bien, el misterio ha de quedar resuelto en seguida, y de aquí no sales sin que yo esté persuadido de que no eres un criminal.
Consuelo le interrumpió.
—Sí, marido mío, esa es la verdad, la horrible verdad... ¿quién había de pensarlo?... Créeme, no estoy borracha, no... ¿Cómo, y el miserable dice que no... me desmiente, se atreve a negarlo?... ¡Cobarde, canalla!... Usted es, usted sólo, tenga usted siquiera el valor de confesarlo... ¿No siente usted vergüenza de su conducta?... ¡Sí, Alfonso, ése es el infame que me ha perdido, el que se ha mofado de tu honor y del mío, ése!...
—Pero, ¿quién es ése?—gritó Sandoval, por cuya frente corrían gruesas gotas de sudor—, ¿quién es, no tiene nombre?...
El médico, silencioso, se mordía los labios.
—¿Que quién es?—balbuceó ella queriendo despertar.
—Sí, ¿quién es?
—Es... no puedo decirlo... es tu amigo.
—¿Mi amigo, dices... mi amigo Montánchez?
Ella vaciló.
—¡Acaba!
—Sí, sí, ése mismo...
—¿Montánchez?
—Sí, ése... Montánchez...
Sandoval ya lo sabía; uno de esos presentimientos que nunca engañan se lo dijo y, sin embargo, la confesión que acababa de sorprender a Consuelo le anonadó. Se puso pálido, luego lívido, abrió la boca y se pasó las manos por la frente; después retrocedió buscando un punto de apoyo, porque sus piernas empezaron a temblar y creyó que las paredes de la habitación giraban en torno suyo y que el piso se hundía bajo sus pies; pero súbitamente la voluntad reaccionó sobre sí misma devolviendo a los músculos su entereza.
—¡Consuelo!—gritó cogiéndola por los brazos y obligándola a sentarse en el lecho—, piensa lo que has dicho; Consuelo, por tu padre, por el amor que me tienes... habla: si Gabriel te arrastró al adulterio, le mato; pero si es inocente, dímelo, dímelo pronto para descansar... Consuelo, vuelve en ti, ¿quién es el hombre que te ha perdido?... Acaba, miserable, despierta, recobra el seso, porque si no harás que yo lo pierda también... Dilo, antes de que te ahogue...
Y la sacudía, la abofeteaba, ciego de coraje.
—Di, ¿quién fue?... ¿Es Montánchez, es Montánchez?...
La voz de Sandoval tenía un poder extraordinario, que daba frío; Consuelo se estremeció y sus párpados se entreabrieron.
Entonces exclamó Alfonso, señalando al médico:
—Me lo acabas de confesar, ¿es ése?... ¿Es ése?...
Las pupilas de la joven se dilataron y un terror infinito desfiguró su semblante: con esa lucidez de los moribundos, comprendió la situación, la sima que acababa de abrirse a sus pies y la horrible tragedia que seguiría a su muerte; el crimen estaba descubierto y ella perdida.
—Pero, habla, ¿es ése?... ¿Es ése?—repitió Sandoval.
Consuelo Mendoza hizo un gesto de suprema angustia y se desplomó sobre el lecho murmurando:
—¡Sí, ése es!...
Cayó boca arriba, los brazos abiertos y la cabeza colgando fuera de la cama; muerta...
Alfonso miró al médico, y con una voz que el dolor tremolaba:
—Gabriel—dijo—, ¿es cierto lo que ella ha dicho?...
—Completamente cierto—repuso Montánchez sin inmutarse—, y si no hubiese hablado, yo lo hubiera dicho, pues ya me repugnaba prolongar tanto tiempo una mentira.
—¿Y fué tuya?
—Sí.
—¿La violentaste?
—Sí; fué una caída de la que la infeliz no es responsable: luchamos, yo era más fuerte y vencí.
—¿Y los cardenales de los brazos se los hiciste tú?
—Yo mismo.
—Eso ocurrió...
—La tarde de la tempestad.
—Nadie, más que tú y yo.
Hubo un silencio.
—¿Qué hiciste, Gabriel?—exclamó Alfonso con un acento que revelaba las angustias de su alma—, ¿qué hiciste de nosotros?...
Y le miraba fijamente, pensando en lo que acababa de oír y examinándole los brazos, los ojos, la boca, las manos... ¡las manos, sobre todo!... Aquellas manos habían mancillado el cuerpo de Consuelo, aquellos labios la besaron, aquellos ojos la vieron desnuda...
Los dos hombres se contemplaron con furor: Sandoval estaba a un lado del lecho, Montánchez a otro, como separados por la muerta.
—¡Suya, suya!—murmuró Alfonso abrumado—; ¿es posible?
Luego agregó:
—Gabriel, uno de nosotros morirá.
—Sí, es preciso—repuso el médico con arrebato—; yo lo quiero también: no creas que soy como aquel parricida que trató de conmover a sus jueces recordándoles su orfandad. Cuando me decidí a traicionarte sabía que en este lance me jugaba la vida; él o yo, dije entonces; y ahora que ha llegado el momento de resolver aquel dilema quiero agregar al crimen de Consuelo el tuyo, o morir a tus manos.
Montánchez parecía tranquilo y su voz resonaba con ese aplomo que, aun en las circunstancias difíciles, conservan los caracteres bien templados. Y había una grandeza imponente y trágica en aquellos dos hombres que iban a destrozarse en una habitación cerrada.
—No eres despreciable del todo—murmuró Alfonso—, me debes tu sangre y me la traes.
—Sí, te la debo y te la traigo; pero para cobrarte has de venir por ella; yo no te la doy.
Sandoval no le oyó: un destello de razón había iluminado su cerebro y vió su pasado, su amor, su juventud, su deshonra, su porvenir lleno de oprobio, el cuerpo ultrajado de Consuelo pidiéndole venganza y la alevosía de aquel amigo a quien tanto quiso: una ola de fuego le abrasaba el rostro, una nube de sangre se extendía ante sus ojos.
—¡Suya, suya!—murmuraba.
Corrió al gabinete para cerrar la puerta y volvió en seguida al dormitorio palpándose los bolsillos.
—No tengo armas—dijo.
—Yo tampoco—repuso Gabriel—, pero eso no importa; así la agonía del que sucumba será mayor y podrán saciarse más cumplidamente los deseos vengativos del matador.
Y extendiendo el brazo como para contener aún a su enemigo.
—¡Alfonso!—gritó—, dos hombres como nosotros si riñen es a muerte.
—¡A muerte!—repitió Sandoval con alegría feroz—; tú has matado a Consuelo y por su vida, la tuya.
—Sea, pues.
Los dos rivales se acometieron.
La lucha prometía ser horrible: eran dos atletas; vigorosos de cuerpo, enteros de alma, llenos de agilidad, de audacia y de ira; pronto sus caras y manos estuvieron cubiertas de sangre, que se limpiaban con el antebrazo o que escupían cuando se les entraba por la boca. El dolor de los golpes centuplicó su coraje, y deseando abreviar la pelea lucharon a brazo partido: Montánchez era más alto que Alfonso y más membrudo, pero, en cambio, éste tenía más elasticidad en los músculos, más rapidez en los movimientos, más nervios, más ira.
Entonces el combate alcanzó proporciones épicas. Los rivales, anhelantes, frenéticos, se oprimían, se estrujaban, se separaban un poco para volver a embestirse con nuevo encono, procurando sorprender una debilidad, un descuido, una pisada en falso de su contrario, para cargar sobre él y derribarle; jadeantes y ensangrentados peleaban con la desesperación del que sabe que no puede rehuir el peligro.
Las sillas quedaron derribadas y la mesilla de noche cayó al suelo saltando en pedazos su tapa de mármol. Oyéronse pasos precipitados; eran las criadas que, sobrecogidas de terror al sentir el estrépito, procuraban enterarse de lo que ocurría; al convencerse de que en la alcoba reñían trataron de abrir la puerta, pero como ésta estaba cerrada y no cedió, prorrumpieron en alaridos de espanto y en voces desaforadas pidiendo ¡socorro, socorro!...
Entretanto, los combatientes continuaban su cruel porfía, sintiendo que su sed de venganza aumentaba con el cansancio.
Hubo un momento en que Montánchez, ágil como un tigre, descargó un vigoroso puntapié en el vientre de su enemigo; era ésta una estratagema decisiva que había aprendido de los boxeadores ingleses: Sandoval ladeó el cuerpo, mas no pudo evitar del todo el golpe y fué a recostarse sobre la pared arrojando sangre por la boca; estaba pálido, desencajado por la fatiga, porque su boca y su nariz no bastaban a aspirar todo el aire que necesitaban sus pulmones.
Gabriel también se hallaba rendido, pero calculando que su viveza en los ataques podrían darle la victoria arremetió a Sandoval y cogióle por debajo de los brazos; Alfonso lanzó un grito frenético, viéndose perdido si su agilidad no le sugería algún nuevo medio de defensa. En aquella falsa posición no podía revolverse, sus pies apenas tocaban el suelo, y mientras sus brazos se agitaban en el vacío los del médico le oprimían en un círculo de acero; en tal actitud estaba a merced de su enemigo que podía, haciendo un esfuerzo, levantarle completamente en el aire y estrellarle el cráneo contra el suelo.
—¡Ya eres mío!—rugió Montánchez.
Y le alzó para voltearle; mas no pudo y Sandoval cayó de pie.
—Todavía no—murmuró éste.
—¡Pero lo serás!... ¡lo serás!...
La idea de su impotencia y de que aquel infame jugaba con su vida como antes jugó con su honor, redoblaron las fuerzas de Alfonso.
Con rapidez felina apoyó sus manos sobre el pecho de Montánchez, y en cuanto pudo ensanchar un poco el círculo donde se ahogaba y afirmarse en el suelo, se precipitó sobre el médico asiéndole por el cuello con los dientes: Gabriel hizo un violento esfuerzo para desasirse, pero no lo consiguió; las mandíbulas de Sandoval se apretaban en una especie de crisis epiléptica; Montánchez sintió que el pecho se le empapaba de sangre y Alfonso que su boca se llenaba de un líquido caliente, nauseabundo, acre, que enardecía su rabia.
Fuera resonaban los gritos de las criadas, pidiendo auxilio.
En los vaivenes de la pelea Gabriel tropezó y, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo arrastrando a Sandoval tras sí: entonces arreció el empeño de la lucha y con él los esfuerzos de los combatientes, que rodaban el uno sobre el otro sin poder desasirse; un instante consiguieron ponerse de rodillas, pero pronto les faltó el equilibrio y forcejeando volvieron a caer. Esta vez Sandoval quedó debajo, medio ahogado: la sangre del médico inundaba su boca y en su angustia tenía que tragársela; y mientras procuraba degollar a su enemigo con los dientes, Gabriel Montánchez gemía sobre él de rabia y de dolor.
La cabeza de Consuelo pendía fuera del lecho, el quinqué, falto de petróleo, parpadeaba como la rojiza pupila de un borracho, y entre los muebles destrozados y sobre un charco de sangre, aquellos dos hombres seguían ahogándose en un postrer abrazo...
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Días después los periódicos publicaron la siguiente noticia:
“Anoche, en el “rápido” Irún-París, se suicidó, disparándose un tiro, el señor A. S., muy conocido de la buena sociedad madrileña. Su muerte se relaciona con el trágico crimen de la calle Arenal, del que dimos oportuna cuenta a nuestros lectores. La gravedad de este drama es de tal naturaleza, que nos impide, por hoy, ser más explícitos”.
Madrid, mayo 1896.
FIN