Title: La Ruta del Aventurero
Author: Pío Baroja
Release date: December 20, 2015 [eBook #50726]
Language: Spanish
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Nota del Transcriptor:
Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.
Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
Páginas en blanco han sido eliminadas.
La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.
PÍO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador.
El escuadrón del Brigante.
Los caminos del mundo.
Con la pluma y con el sable.
Los recursos de la astucia.
La ruta del aventurero.
Los contrastes de la vida.
La veleta de Gastizar.
Los caudillos de 1830.
La Isabelina.
El sabor de la venganza.
ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES
COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1921
Establecimiento tipográfico
de Rafael Caro Raggio
PÍO BAROJA
NOVELA
RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
MENDIZÁBAL, 34
MADRID
Estas dos historias, El Convento de Monsant y El Viaje sin objeto, parece que fueron escritas, hace años, por un inglés, J. H. Thompson, que vivió mucho tiempo en Málaga, donde se dedicaba al comercio de la uva.
Algunos dicen que el tal ciudadano no se contentaba con el comercio del susodicho género al exterior, sino que lo consumía también en zumo y al interior; pero esta debe ser una de tantas calumnias que se ceban en los hombres de aspecto y costumbres distintos de la generalidad.
Como verá el curioso o indiferente lector, en las dos narraciones thompsonianas aparece nuestro héroe Aviraneta de una manera un tanto episódica.
Quizá los aviranetistas científicos o aviranetistas de la cátedra nos pregunten: ¿Qué garantías tiene ese J. H. Thompson como historiador veraz? ¿Qué grado de certeza pueden conceder a sus afirmaciones las personas serias y sensatas? Lo ignoramos.
Por ahora, a pesar de haber revisado todos cuantos diccionarios enciclopédicos han caído en nuestras manos, no lo hemos visto citado entre los Bossuet, los Solís, los Macaulay, los Cantú, los Thiers y otros grandes historiadores, magníficos por su elocuencia, su pedantería y su moral, que han contribuído a aburrir al mundo; tampoco se sabe que el dicho Thompson perteneciera a ninguna academia de buenas ni de malas letras, histórica, arqueológica, lingüística o filatélica, lo cual, unido a que no tuvo, al parecer, ninguna cruz, ni encomienda, ha hecho pensar a muchos que debió ser hombre de poca formalidad y de poca importancia.
Los datos que hemos podido recoger de este inglés extravagante y jovial, proporcionados por uno de sus amigos, son los siguientes:
Juan Hipólito Thompson era hijo de un disecador de animales de Holborn Street, en Londres, y sobrino de un farmacéutico de Soho, de la misma ciudad.
J. H. pasó la infancia en el taller de su padre, entre tigres, serpientes, caimanes, cocodrilos y otros animales disecados, llenos de escamas, garras, uñas, picos, y de furor en vida; y de paja, papel de periódicos, virutas, y serenidad después de la muerte.
J. H. jugó con los ojos de cristal que habían de resplandecer en las cuencas vacías de los monstruos; J. H. se divirtió con los dientes afilados de las fieras; J. H. se entretuvo con las lenguas rojas de las alimañas, con las plumas de los pavos reales y las crestas de las abubillas.
J. H. vió claramente que un cocodrilo nunca tiene una mirada tan fascinadora como cuando se le ponen ojos de cristal, y que una serpiente de cascabel nunca parece tan de cascabel como cuando se le ata uno de estos adminículos a la cola.
Tan grandes descubrimientos le condujeron con rapidez al escepticismo.
Esta colección de uniformes barrocos que posee la madre Naturaleza, esta guardarropía absurda y caprichosa, llevó a J. H. a mirar con cierto desdén la realidad fenomenal y a sentir una gran inclinación hacia el conocimiento de esa incógnita que los sabios llamamos lo nouménico, y también la cosa en sí.
Como hemos indicado antes, J. H. tuvo un tío, soltero y de alguna posición. Este señor, bibliófilo y ex farmacéutico, que vivía rodeado de libros y de estampas, hizo leer a su sobrino las obras de los filósofos, entre ellos Bacon, el caballero Locke, Berkeley y Kant.
J. H. discutió con sus amigos acerca de las grandes antinomias del pensamiento humano.
J. H. profundizó los tres diálogos entre Hylas y Philonous de Berkeley, y se convenció de que el mundo, la materia, los astros, el amor y hasta las casas de préstamos, que a veces frecuentaba por ineludible necesidad, no tenían realidad objetiva.
Llevado por estas ideas, o por sus inclinaciones, en vez de dedicarse a cosas sanas, decentes y respetables, como la abogacía, el comercio o el préstamo usurario, J. H. se dedicó al dibujo, a la caricatura, a la pintura y a otras absurdidades que, en general, no conducen mas que a sentir el hambre con violencia y en horas intempestivas, en que no suenan los tres golpes de la campana del comedor de un hotel.
A J. H., además de llevarle a la ruina, le obligaron a escapar de Inglaterra.
—¿Adónde ir?—se dijo J. H.—. ¿En dónde colocar la débil e insegura planta?
¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro.
Esta pregunta se hizo J. H., como Mignon en la canción de Goethe.
No; no conocía el país donde maduran los limoneros, ni la montaña y su sendero brumoso, ni la tierra que se adorna con el mirto discreto y el soberbio laurel.
No conocía J. H. mas que las calles sucias de Londres y las tabernas de la City; y como un ibis de los que había disecado su padre, antes de caer bajo el plomo de un cazador irrespetuoso, extiende sus alas sobre las aguas del Nilo y se lanza en el espacio azul, él levantó el vuelo y se vino a España. Sus aventuras en nuestro país le impulsaron a escribir el Viaje sin objeto.
Después Thompson hizo la expedición de Missolonghi con lord Byron, se casó en Andalucía y acabó olvidando a Kant, a Berkeley, los dibujos, las caricaturas y vendiendo pasas.
Ya sabemos que la mayoría de los críticos suspicaces no creerán en la existencia de J. H.; que supondrán que[10] es un Homunculus creado por nosotros con una fórmula más o menos vulgar, pensando que el inglés jovial no existe y que, a lo más, es un embolado que el editor de esta obra trae del cabestro para entretener al público.
Piensen lo que quieran estos críticos suspicaces, el editor no vacila en afirmar, con la mano puesta en el corazón y con la lealtad de un hombre que desciende, según su difunta tía, de uno de los más ilustres caballeros de la antigüedad, contemporáneo del reino, que J. H. vivió, existió, tuvo realidad objetiva en nuestro pequeño e insignificante planeta.
Algunos escépticos han intentado sembrar dudas acerca de la autenticidad del Convento de Monsant, basándose en hallarse raspados, borrados y sustituídos por otros escritos encima los nombres de los personajes que intervienen en la acción.
Al mismo tiempo afirman que está cambiado el nombre de la ciudad levantina que aparece como fondo, pues la Ondara que figura aquí no es la Ondara de la provincia de Alicante, que no es puerto de mar.
Nada de esto ha podido quebrantar nuestra fe en la existencia de J. H. y en la veracidad de su relato.
Para nosotros, El Convento de Monsant es tan auténtico, tan demostrado como el Viaje sin objeto.
Se podrá argüir que ambas narraciones no son brillantes, que no tienen la magia de estilo de un poeta meridional, que están escritas, como quien dice, en tono menor; pero todo ello depende de que la visión de J. H. es la visión escueta y descarnada del que mira y contempla con la pupila fría de un hombre del Norte, acostumbrado, como disecador, a ver la entraña de las cosas.
Hechas estas salvedades, para dejar en buen lugar nuestra seriedad de hombres históricos y nuestro respeto por las grandes verdades de la filosofía, la geografía, etcétera, etc., pasamos a copiar los dos relatos de J. H., ex disecador, ex acuarelista, ex caricaturista y vendedor de pasas.
A orillas del Mediterráneo y en el fondo de una ensenada hay una pequeña ciudad blanca colocada sobre alta colina y rodeada por una sierra que forma gran anfiteatro de montes desnudos y pedregosos.
Ondara, nombre que unos consideran de origen griego y otros de origen ibérico, se repliega en la falda de un cerro, promontorio destacado de la cordillera que penetra en el mar.
Este promontorio, llamado por los romanos Promontorio Ondarœ, tiene un viejo castillo en la cumbre, y debió ser en otro tiempo una Acrópolis donde se encerraban las tropas con su caudillos a la llegada del enemigo y se guardaban los dioses lares de la ciudad.
La gran sierra, en anfiteatro, de Ondara se levanta al acercarse al mar en un monte más alto, denominado el Monsant.
El Monsant limita la bahía de Ondara por el norte. Hacia el interior tiene un picacho cónico y desnudo, gi[12]gante abrumado en la soledad, que debió ser en otro tiempo un volcán, con sus aristas y surcos, por donde corrió la lava. Hacia el mar avanza formando un cabo, como una proa formidable rota por alguna convulsión ígnea en láminas negras, hendidas por rajaduras, en cuyo fondo penetra el agua y golpea como un ariete.
El desmoronamiento del Monsant ha dejado pequeños archipiélagos rocosos: tritones negros que se bañan entre los meandros blancos de las olas y de las espumas.
Neptuno y Anfitrite, con su cortejo de nereidas y de sirenas, parecen presidir estos locos desvaríos del mar.
La ensenada de Ondara, cerrada al norte por el Monsant, circunscrita por la sierra con sus rocas azules por la mañana y moradas al anochecer, termina hacia el sur en una punta baja de arena con un faro en su extremo. Tiene esta ensenada dos playas grandes, abiertas, llenas de pedruscos, ennegrecidas por las algas, y un puerto natural al pie mismo de las casas.
Durante el primer tercio del siglo XIX Ondara era todavía pueblo de alguna importancia estratégica; tenía un castillo y una muralla.
El castillo había sufrido mucho durante la guerra de la Independencia; los cañones estaban desmontados; las casamatas, destruídas; por todas partes quedaban reliquias de una lucha violenta y tenaz.
La muralla general del pueblo, de poco valor defensivo, era baja, sin fosos ni obras exteriores, a trechos aspillerada y a trechos no, interrumpida por baluartes y torreones circulares, con sus correspondientes garitas.
Esta pared moderna, blanca y de poca altura, que rodeaba la ciudad, se unía al castillo y tenía hacia el puerto una explanada grande, llamada la Glorieta, y un hornabeque con sus baterías.
Había, además de la pared baja, que circunvalaba a Ondara, restos de fortificaciones, antiguos lienzos de muralla de color de ámbar dorados por el sol de los siglos y ennegrecidos por el aire del mar.
[13] Uno de éstos, el más extenso, cerraba un gran barranco que existía entre el castillo y el barrio de pescadores.
Era una cortina de piedra de grandes bloques tallados. Los eruditos no se hallaban muy de acuerdo en señalar la época de construcción de esta muralla. Unos la consideraban del tiempo de los etruscos, fundadores de la ciudad; otros, de origen romano.
Los eclécticos afirmaban que había parte de muro antiquísima; otra, romana, y otra, reedificada por los árabes.
El conjunto de murallas de Ondara levantadas en distintas épocas se unía, trazando un 8, encerrando en sus dos círculos el castillo y la ciudad.
Se comprendía que antiguamente Ondara debió de ser fortaleza importante, casi inexpugnable; del lado del mar tenía que ser muy difícil su conquista, y difícil también del lado de tierra, guardando los pasos de su anfiteatro de montañas.
Todavía fuera de su recinto la ciudad presentaba vestigios de defensa, y a la entrada del puerto, sobre unas rocas, se levantaban dos torrecillas negras medio derruídas: una, llamada el Fortín, y la otra, la Torreta.
La ciudad de Ondara, muy vieja en sus ruinas y muy nueva en sus construcciones, era casi en su totalidad moderna. Únicamente la iglesia mayor, y algunas casas próximas a la muralla, procedían de edades pretéritas.
La iglesia mayor, de traza gótica, tenía una fachada pintada de color azul claro, con una portada barroca y una galería con remates en forma de jarrones.
Esta iglesia se levantaba en el centro de una plazoleta, y se erguía sobre el caserío ondarense con su torre cuadrada y su cúpula de azulejos verdes.
Por dentro, la alta nave mostraba las nervaduras de sus columnas y sus ojivas pintadas de amarillo, y en las claves tenía escudos coloreados.
En las capillas resplandecían los grandes altares chu[14]rriguerescos, con sus columnas salomónicas retorcidas, y las tablas antiguas pintadas por maestros imitadores de los flamencos.
Otra iglesia existía en Ondara, hacia el puerto; los arqueólogos no hubiesen encontrado en ella belleza alguna; sin embargo, pintada de azul y de rosa, daba la impresión de juventud y de fuerza de una aldeana rozagante.
El caserío de Ondara, agrupado en torno de la iglesia, en la colina del castillo, tenía un aire de inocencia, de beatitud, de paz; parecía un rebaño blanco que rodease a su pastor. En las azoteas de las casas se secaban al sol trapos de mil colores. A los pocos tejados del pueblo la humedad del mar los llenaba de musgo y hacía brotar en ellos hierbales frondosos y verdes.
Ondara no ofrecía nada de caprichoso ni de pintoresco; tenía un barrio de campesinos y otro de pescadores. El centro lo formaban dos o tres calles bastante anchas, con comercios importantes. Paseaban por ellas los señoritos desocupados, los jóvenes militares, arrastrando el sable, y los curas, con su gran teja y las manos a la espalda, recogiendo el manteo por detrás. A ciertas horas cruzaban grupos de mocitas muy garbosas, muy limpias y pizpiretas, que trabajaban en el embalaje de las naranjas.
De vez en cuando pasaba algún coche o una tartana de familia rica, y los jóvenes sabían inmediatamente si era Vicenteta o Doloretes, o el padre o la madre de una de éstas, la que iba en el carruaje.
Fuera de las calles céntricas y comerciales, las demás eran rectas, bastante anchas y desiertas. Las casas, bajas, sin alero, de grandes puertas y rejas pintadas de verde, se alineaban una tras otra, inundadas de sol, como ensimismadas en la calma soñolienta.
Los transeúntes eran escasos.
Sólo por la mañana se veían viejas vestidas de negro, de ojos desconfiados, y alguna con su poco de barba, [15] que sacaban una llave de debajo del manto, abrían un postigo y cerraban después dando un gran portazo, manifestando su desprecio para el resto de los mortales.
El barrio de pescadores era lo más pintoresco de Ondara: allí se veían calles estrechas y en cuesta, con casuchas pequeñas, chozas, barcas metidas en los corrales y una población marinera expresiva, exagerada y gesticulante. Los hombres trabajaban, hablando, gritando, en su lengua mediterránea; las viejas, ennegrecidas por el sol, componían redes y velas, y los chiquillos haraposos, con harapos rojos, amarillos, verdes, de los colores más vivos, correteaban con los pies descalzos...
Si Ondara no presentaba nada extraordinario desde el punto de vista arqueológico, poseía una luz mágica que la doraba, la hermoseaba, la convertía a ciertas horas en una ascua de oro, en una ciudad de fuego, y en otras le daba un aire de pueblo oriental, de inmovilidad, de calma y de luz.
Como todas las ciudades del Mediterráneo, nacidas del beso suave de la tierra con el mar, Ondara tenía algo armónico por encima del caos producido por la mezcla de muchas razas y de diversas gentes.
Era ciudad provinciana y cosmopolita, campesina y pescadora. En ella el ser más humilde, el pescador más mísero, llevaba en el cerebro, por la misma limitación del mar interior, una idea del mundo. Allí cerca estaba el Africa, con sus misterios; más lejos, Grecia, Roma, Egipto, con sus ciudades opulentas de cielo incomparable y de suelo fecundo...
El habitante obscuro del Atlántico mira el mar como un final ilimitado; el habitante obscuro del Mediterráneo mira el mar como un camino.
De ahí quizá su superioridad colectiva, su sentido social.
Para un hombre llegado de las costas del Atlántico, las orillas del mare nostrum guardan siempre una sor[16]presa, que a veces toma aspecto de lección. En estas aguas azules del mar latino, que cantan eternamente en las costas, el hombre vive una vida ligera y elástica; allá, a veces, parece superficial lo que en otras partes parece profundo; allá la marea no amenaza constantemente al hombre como en el Océano, y la vida humana se desarrolla en el contacto plácido de la tierra con el mar; de la tierra, que es la patria y la ciudad; del mar, que por el remo o por la vela se convierte en el camino del mundo...
A pesar de esto, la misma magia de la decoración, la misma esplendidez del fondo, hace en estos lugares que el hombre parezca de contornos más limitados, más acusados y quizá por esto más pequeño.
El castillo era un peñón árido que se destacaba de la sierra y avanzaba hundiendo en el mar sus acantilados rojos y amarillentos.
Contemplado a lo lejos apenas se advertía en él mas que alguno que otro lienzo de muralla de color de ceniza, la torre de señales y las baterías altas de su cumbre.
Desde el puerto aparecía imponente con sus paredones grandes de piedra, dorados por el sol; sus torres, sus baterías, sus fortines, sus garitas verdinegras, los traveses, que iban trazando zig-zag por los glacis, y los viejos cañones, que miraban al mar.
La tierra, rojiza, de entre muralla y muralla tenía rincones con almendros y melocotoneros, que en primavera resplandecían como ramos de nieve y de rosa, y taludes con viñas y hierbas salvajes esmaltadas de flores amarillas y azules.
Subiendo al castillo y entrando en su recinto se veía que era ya una ruina, un amontonamiento confuso de murallas viejas, griegas, romanas, visigodas, árabes y alguna que otra moderna.
Los militares consideraban la restauración de la fortaleza casi inútil, y el Gobierno no tenía, al parecer, intenciones de artillarla.
El castillo tenía tres puertas: la puerta de Tierra, que salía cerca de la plaza de la Iglesia; la de la Marina, que miraba al muelle, y la del Socorro, que daba al campo.
Esta última, de extramuros, servía para recibir refuerzos y auxilios del exterior en el caso de que la ciudad estuviese rebelada contra el Poder o se hallara ocupada por el enemigo.
Entrando por la puerta de la Marina y pasando por un puente levadizo, limitado por cadenas y flanqueado por dos garitas, se atravesaba un arco, a uno de cuyos lados estaba el cuerpo de guardia.
Allí, en unos bancos, solía verse a los soldados sentados, mientras que el oficial paseaba por delante del muelle o fumaba en una mecedora.
Del arco de entrada partía una cuesta muy agria, que pasaba por debajo de un túnel de ocho o diez pasos de largo, y al salir de él se desembocaba en un anchurón con casamatas, parque de municiones y almacén de pólvora.
Desde aquí el camino se bifurcaba; uno iba por la izquierda mirando a la sierra; el otro, por la derecha, frente al mar. Los dos se encontraban en la explanada de una batería y rodeaban la ciudadela.
El camino de la izquierda pasaba por encima del pueblo, amenazándole con sus viejas torres, rojizas, guarnecidas con matacanes, y sus baluartes del tiempo de Vauban; luego iba la contraescarpa dando vista a la campiña, limitada por el anfiteatro de montañas, que comenzaba en el Monsant y seguía por las otras alturas que formaban la sierra.
El camino de la derecha presentaba puntos de vista admirables; tenía al principio una batería enlosada, la batería de la Marina, encima mismo del puerto.
Los cañones de esta batería eran de bronce, verdes, con escudos y letreros, y pesadas cureñas llenas de adornos. Era aquel sitio uno de los más pintorescos del Castillo. Por entre las almenas se veía el mar. Una garita de piedras, vacilantes, colgada en el vacío, con un agujero redondo en el suelo, dejaba ver el puerto a vista de pájaro.
Saliendo de la batería de la Marina, el camino esca[19]laba una cuesta, corría por encima de los acantilados, pasaba por delante de la Cueva de Pastor, que terminaba en el mar, y llegaba a la batería de las Damas. Aquí la vista se había alargado, ensanchado, enriquecido.
Más arriba se hallaba la batería de San Antón, donde se encontraban los dos caminos que daban la vuelta al monte, y, desde esta batería, subía otro camino, que escalaba lo más alto del promontorio. Desde aquí se divisaban dos o tres pabellones, una torre grande y cuadrada, el Macho, una pequeña azotea convertida en jardín, el Mirador, y una última batería, la batería del Rey, sin muralla ni troneras, desde la cual, los morteros podían disparar en todas direcciones.
De lo alto de aquella altísima explanada se abarcaba el paisaje y el pueblo, excepto algunas rinconadas muy próximas al castillo.
Dominábase desde la altura, como de ninguna otra parte, la sierra, Ondara, el mar azul y las rocas del cabo de Monsant.
El pueblo, acurrucado debajo del castillo, tenía un aire ensimismado y soñoliento; centelleaban sus luceros de cristal, la cúpula de azulejos de su iglesia, sus tejados verdosos y sus azoteas, llenas de ropas blancas. En los alrededores, al borde de las sendas, crecían las grandes piteras entrecruzando sus láminas verdes y agudas como puñales, cubiertas de polvo.
Hacia la sierra, el campo fulguraba ardoroso y requemado; en las partes bajas algunos pequeños huertos de hortalizas regados por acequias mostraban su verdura, y otros más grandes de naranjos brillaban en invierno con sus constelaciones de frutos dorados entre el obscuro follaje. En los repechos y faldas de la sierra se respaldaban alquerías rodeadas de bosquecillos, de olivos y de almendros. En las cumbres, los montes secos y pedregosos, como formados por ceniza y piedra pómez, erizaban sus aristas, y los caminos blancos parecían sembrados de yeso.
En una cuesta, dos filos de cipreses, interrumpidas por cruces de piedra, escalaban una altura hasta llegar al camposanto.
En lo más elevado del castillo, sobre el antiguo promontorio ardoroso y calcinado, estaba el jardín del Mirador. Este jardín era un repecho de la muralla, anejo al pabellón donde vivía el coronel que mandaba las fuerzas de la ciudadela. Tenía el Mirador una torrecilla, llamada el Castellet, y unas escaleras para subir a la batería del Rey.
Desde allí se dominaba el mar, el mar azul, de un color espléndido, intenso, bajo el cielo fulgurante.
A lo lejos, sobre un acantilado que parecía de mármol, brillaba la mancha blanca de un pueblecito.
En el Mirador brotaban rosales con rosas de todos colores; jazmines mezclados con mirtos y con el follaje obscuro de los naranjos. Una adelfa, de flor encendida, parecía una cascada de fuego.
La coronela cuidaba con mucho cariño las plantas del Mirador.
Todos los días, los soldados sacaban agua para regar el jardín de una cisterna, la cisterna del Moro, que era antigua, revestida de piedra y profundísima.
En el castillo de Ondara había de guarnición dos compañías de infantería y un destacamento de artillería. Esta pequeña fuerza, que apenas llegaba a cuatrocientos hombres, contaba con una oficialidad numerosa, mandada por un coronel titulado gobernador.
Este, con su mujer, vivía en uno de los pabellones del castillo; en otro pabellón habitaban, con sus familias, un comandante y un capitán. Los demás oficiales tenían sus casas en el pueblo.
Por las tardes de primavera y otoño, y el verano, por las noches, solía haber tertulia en el Mirador del castillo. La coronela hacía los honores en su jardín, e iban a saludarla los oficiales distinguidos de la guarnición.
Una tarde de mayo, al caer el sol, después de un día ardoroso y sofocante, el puerto de Ondara se veía más animado que de ordinario. Estaban desembarcando dos laúdes de carbón llegados de Ibiza, y volvían al mismo tiempo de retorno las lanchas de los pescadores.
El mar estaba azul, de un azul casi negro, tranquilo, sosegado; sobre su anchura brillaban, como alas mágicas, las triangulares velas latinas.
El sol poniente iluminaba la tierra. El castillo centelleaba en sus acantilados rojizos y amarillentos. Parte del pueblo refulgía como un ascua, y saltaban chispas de incendio de las vidrieras, de los luceros y de los azulejos; parte, hundido en la sombra, se bañaba en un aire de color de violeta.
En el muelle, los cargadores, con sus gorros rojos, iban y venían llevando fardos; los carpinteros de ribera aserraban cuadernas y armaban las costillas de las barcas en esqueleto, tendidas en los arsenales; los chicos jugaban y correteaban como gorriones, acercándose a la lancha que llegaba; las viejas componían redes, y algunos carabineros, sentados en un banco, delante de la puerta de la Marina, hablaban entre sí. Mozos, negros por el sol, con aire de piratas berberiscos, cargados con[22] cuévanos llenos de pececillos brillantes, pasaban delante de los carabineros, pagaban unos cuartos y entraban en las calles voceando pescado.
En las tabernas, los marineros hablaban a gritos; otros, agrupados en las mesas, oían las explicaciones sabias de algún piloto experto y decidido: viejo Palinuro, conocedor de las corrientes y de los vientos...
En esto, a la caída de la tarde, se presentó a unas millas de Ondara un barco, que produjo gran sorpresa en el pueblo. Era un navío de alto bordo que, en aquel momento, se acercaba con sus velas blancas desplegadas, fantástico, como una alucinación.
El atalayero de la fortaleza hizo las señas con gallardetes, y el barco izó la bandera en el castillo de popa.
Los curiosos de Ondara se acercaron al puerto a contemplar el navío, y los militares de la ciudadela aparecieron en la batería de la Marina y en la batería del Rey a mirar con anteojos y gemelos.
Alguno de los oficiales se acercó a la atalaya, y el atalayero, en tono que no tenía réplica, dijo que el barco aquel era una polacra de doscientas cincuenta toneladas, que llevaba bandera del reino de las Dos Sicilias.
Sabidos la nacionalidad y el tonelaje del navío, los oficiales de guardia del castillo se pusieron a hacer comentarios acerca del objeto que podía tener la polacra al acercarse a Ondara.
Estaría la embarcación napolitana a una milla próximamente de distancia del puerto cuando cayeron unas velas, se levantaron otras y la polacra quedó al pairo, inmóvil. Entonces se vió que de su costado bajaba un bote al mar, que poco después avanzaba, a fuerza de remos, hacia el muelle.
El coronel, gobernador del castillo, mandó que un oficial fuera a interrogar a los del bote, y quedó él con un anteojo mirando al mar desde la alta explanada de la ciudadela.
La gente marinera contemplaba también, con curiosidad, la lancha de la polacra, que iba avanzando.
Esta se acercó, dejando una estela plateada en el agua, hasta atracar en una de las escaleras del malecón del muelle. Inmediatamente bajaron tres hombres.
Eran del aspecto más heterogéneo que puede imaginarse: uno, alto, grueso, colorado, vestido con un viejo redingote; el otro, también alto, encorvado, amarillo, con aire de enfermo, cubierto con un carrick negro con rayas blancas; el tercero, pequeño, engallado, rubio, vestido elegantemente con frac azul de botones dorados, pantalones azules, chaleco de grana y cachucha de oficial de Marina inglesa. Los dos primeros parecían vestidos en una trapería; al tercero se le hubiera tomado por un currutaco que iba a un baile o a una recepción aristocrática.
El hombre alto, al desembarcar, subió las escaleras con un saco; el enfermo llevaba un fardel en la mano; el pequeño, rubio y elegante, hizo que un marinero le llevase al muelle una gran maleta.
El oficial enviado por el gobernador se acercó a los tres individuos con el fin de interrogarles.
Los marineros del bote, al momento que dejaron a los hombres con sus equipajes en tierra, separándose del muelle comenzaron a remar furiosamente y se alejaron dirigiéndose a la polacra.
—¡Se van!—exclamaron los del público con sorpresa.
—No; es que van a traer otros—replicaron algunos de esos seres perspicaces que siempre están en el secreto de los acontecimientos.
Los desconocidos acabados de desembarcar se hallaban en el malecón, rodeados de un círculo de marineros, mujeres y chiquillos.
—¡Bueno, bueno, basta ya!—gritaba el hombre pequeño y rubio, dirigiéndose a la multitud—. No seáis imbéciles. Aquí no hay nada que ver. ¡Fuera!
En esto, apartando la gente, se acercó a los tres individuos el oficial enviado por el coronel gobernador.
—¿De dónde vienen ustedes?—preguntó con voz seca.
—Venimos de Grecia, después de haber tocado en Nápoles—contestó el hombre alto y rozagante.
—¿Son ustedes españoles?
—No; somos ingleses.
—¿Qué hacían ustedes en Grecia?
—Eramos comerciantes. Los turcos saquearon la ciudad donde vivíamos y tuvimos que escapar.
—¿Y por qué los han desembarcado?
—Es que nuestro compañero se encuentra enfermo y quería a toda costa dejar el barco.
Un sargento que acompañaba al oficial se acercó a él y le dijo en voz baja:
—No vayan a tener la peste.
El oficial dió unos pasos atrás. La frase y el movimiento no pasaron inadvertidos para la gente, que al momento ensanchó el círculo que rodeaba a los tres hombres.
El oficial habló con mucha reserva con el sargento y dijo después dirigiéndose a los sospechosos:
—No pueden ustedes entrar en el pueblo.
—¿Por qué?—preguntó el hombre alto.
—Porque tienen que ir al lazareto en observación.
Los desconocidos se miraron unos a otros.
—¿No habrá un mozo o una caballería para llevar nuestro equipaje?—preguntó el elegante pequeño y rubio con voz seca—. Se le pagará lo que sea.
Un campesino, después de vacilar mucho, dijo que él tenía una mula y que la traería.
Se esperó a que viniera, se sujetaron encima de la caballería el saco y la maleta, se fué el oficial, y el sargento, dueño de la situación, dijo severamente a los supuestos apestados:
—Vengan ustedes detrás de mí; pero de lejos ¡eh! No hay necesidad de acercarse.
Los tres hombres, llevando en medio al enfermo, si[25]guieron al sargento y al campesino de la mula. Avanzaron por la playa. De trecho en trecho tenían que pararse para que el enfermo descansara. Cruzaron un pequeño barrio formado por cabañas y algunas barcazas convertidas en viviendas y adornadas con tiestos y cajas llenas de tierra con flores.
Allí por donde pasaban iban produciendo expectación; la voz de que eran apestados había corrido por el pueblo.
El sargento, dejando la parte habitada de la playa, se acercó a un arenal desierto en donde se levantaba una casa cuadrada, medio ruinosa, montada sobre un basamento macizo de piedra, que impedía que el agua del mar entrase dentro en los temporales. Para subir a la casa había unos escalones.
Veíanse alrededor de ella cajas de mercancías abiertas y algunas lanchas podridas.
—Este es lazareto de Ondara—dijo el sargento—. Aquí van ustedes a pasar la cuarentena de observación. Bajen ustedes los equipajes.
El enfermo se sentó tristemente en una de las escaleras de la casa abandonada, mientras los otros dos y el campesino descargaban la caballería.
Hecho esto, el sargento dijo como despedida:
—No se les permite a ustedes acercarse a la ciudad bajo pena de muerte. Por la mañana y por la noche se les traerá pan y rancho, que se les dejará en la puerta. Ya lo saben. ¡Adiós!
El campesino tomó el ronzal de su macho, cogió el dinero que le dió el hombre rubio, lo contó y comenzó a alejarse despacio por la playa.
Se quedaron los tres hombres solos, y mientras el enfermo, envuelto en una manta, miraba el mar, los otros dos entraban en la casa solitaria.
Abrieron las carcomidas ventanas. El sitio era destartalado y sucio: una nave como una sala de hospital con una cocina pequeña en el fondo.
—Puesto que aquí tenemos que estar algunos días, vamos a ver si limpiamos esto—dijo el hombre alto.
—Vamos allá—repuso el pequeño.
Se quitaron los dos las levitas, y en mangas de camisa y con un cubo cada uno, fueron a orillas del mar a buscar agua. Estuvieron después una hora, armados de escobas, barriendo y baldeándolo todo, hasta dejar el suelo limpio.
Terminada esta faena, sacaron unos jergones viejos y los sacudieron al aire libre.
El enfermo dijo que tenía ganas de tenderse; le pusieron dos jergones en el suelo, uno encima de otro, y se acostó envuelto en una manta.
Los dos hombres sanos, después de acabar la tarea, quedaron a la puerta, cansados, sin hablarse, en una plácida contemplación del paisaje.
Iba anocheciendo. Enfrente se veía el mar, rizado, con adornos de plata; a la derecha brillaban las murallas del castillo con los últimos resplandores del sol; a la izquierda se veía una punta lejana azul con un faro, cuya luz escintilaba pálidamente en el cielo incendiado del crepúsculo.
Las nubes, grandes y algodonosas, tomaban un tinte cobrizo; el viento fuerte del anochecer rizaba el agua en pequeñas olas; seguían resplandeciendo blancas, amarillas, remendadas, las velas latinas a lo lejos. Las barcas pescadoras volvían de dos en dos; la polacra napolitana había encendido un fanal que parecía un gran lucero vespertino, y con todas sus velas desplegadas comenzaba a alejarse, con el aire misterioso de una alucinación...
Por la noche todo el mundo hablaba en Ondara de los tres hombres llegados en el bote al puerto, a quienes se tenía como pestíferos. Se recelaba que el capitán de la polacra siciliana los había expulsado de su barco por considerarles sospechosos de padecer la peste. Algunos vecinos afirmaban que el gobernador debió prohibirles terminantemente bajar en el muelle; otros, más piadosos, decían que no era lícito abandonar y dejar desamparados a unos hombres aunque estuvieran enfermos.
Los técnicos aseguraban que todo dependía de no tener organizados los servicios sanitarios. Según ellos, si se hubiera ido con la lancha de sanidad al encuentro del bote lanzado al mar por la polacra, se hubiera impedido el desembarco.
En la tertulia de la señora del coronel Hervés, en el mirador del castillo, se habló mucho de los supuestos pestíferos, y un médico militar, don Jesús Martín, y un teniente de artillería llamado Eguaguirre, decidieron visitar a los aislados en el lazareto.
A la mañana siguiente montaron a caballo y se presentaron en la casa abandonada de la playa.
Al llegar se encontraron a los dos hombres sanos, al alto grueso y al pequeño delgado, afanados en calafa[28]tear un bote viejo. Les saludaron y les preguntaron qué hacían.
—Aquí estamos—dijo el alto con una alegre sonrisa—trabajando a ver si componemos este bote.
—¿Para qué?
—Para salir al mar. Así podremos entretenernos un poco y pescar y cambiar de alimentación.
—¿Y el enfermo?—preguntó el médico.
—Está igual.
—¿Qué tiene?
—Tiene unas fiebres palúdicas que le han consumido.
—Voy a verle. Soy médico.
El hombre alto subió los escalones de la casa, abrió la puerta e hizo pasar al doctor adentro. Este se acercó a la cama del enfermo. Apenas podía incorporarse con la debilidad.
El doctor Martín reconoció al palúdico, salió de la casa y se lavó las manos en un cubo de agua del mar.
—Este hombre está muy grave—dijo.
—Sí; ya se ve.
—¿Ha tomado quinina?
—Con poca constancia.
—¿Cómo se alimenta?
—Mal; ya ve usted; nos mandan rancho únicamente. Le damos el caldo, que filtramos por una tela.
—Bueno; pues ya enviaremos otro alimento y quinina.
—Veremos a ver si mejora—murmuró el hombre alto.
—No, creo que no—dijo el médico—. Está ya muy depauperado. No durará una semana.
Al salir el médico y el hombre alto a la playa se encontraron al pequeño y delgado, que seguía trabajando en mangas de camisa calafateando el bote, mientras el teniente Eguaguirre le contemplaba.
—Veo que son ustedes gente que no se deja amilanar por la desgracia—exclamo el doctor.
—Está uno acostumbrado a todo.
—Será difícil que pongan esta lancha a flote—saltó el oficial de artillería.
—Ya veremos—replicó el hombre delgado—. Se intentará.
—Les voy a enviar a ustedes—repuso el médico—un bote viejo que teníamos para el servicio de sanidad, y que ya no se emplea. Está feo y sin pintar, pero no hace agua.
—¡Oh, muchas gracias!
Se fueron el médico y el joven oficial, y al día siguiente había un bote delante del lazareto. Los dos marineros que lo tripulaban bajaron a la playa y, desde lejos, advirtieron a los pestíferos que allí estaba la lancha.
El doctor había mandado llevarles un aparejo de pesca, que vieron en el bote sobre un banco, envuelto en un papel.
Durante una semana la vida de los dos hombres fué la misma. Por la mañana se levantaban al amanecer, daban alimento al enfermo, almorzaban ellos y salían a pescar en el bote; por la tarde volvían al mar, y de noche, uno de los compañeros velaba al palúdico mientras el otro dormía.
A los ocho días de llegar al lazareto el enfermo murió.
El hombre delgado escribió al gobernador del castillo y al alcalde. Les decía en su carta que había muerto de fiebre uno de los recogidos en el lazareto, coronel inglés al servicio del Gobierno griego. Añadía que el coronel profesaba la religión evangélica y que por este motivo rogaba a las autoridades dijeran dónde podía ser enterrado su cadáver, para lo cual pedía les facilitaran instrumentos: un pico y una pala para cavar la sepultura.
El alcalde contestó secamente diciendo que podían enterrar al muerto cerca de la playa. Cualquier cosa era buena para malvados herejes como aquéllos.
El gobernador mandó a dos soldados con una pala y y un pico.
Los dos hombres del lazareto recorrieron la playa. Encontraron lejos de la casa un trozo de terreno firme, de arena petrificada, al pie de un acantilado, y allí decidieron cavar la fosa. Hicieron un hoyo profundo y, terminado éste, volvieron al lazareto. Después vistieron el cadáver, lo metieron en el bote y se acercaron al lugar escogido. Tomaron el muerto entre los dos sobre una escalera, cruzaron la playa y dejaron el cadáver en la fosa. El hombre alto sacó del bolsillo una Biblia y comenzó a leer versículos en inglés; el otro le escuchaba atento. Este, de cuando en cuando, echaba un montón de arena en la fosa y después quedaba inmóvil, apoyado en el mango de la pala. Hecha la obra, los dos hombres volvieron al bote, y mientras remaban hablaron.
El alto y grande atendía y respetaba al pequeño, a quien consideraba como capitán. Este llamaba a su compañero por su apellido: Thompson.
—Amigo Thompson—dijo el Capitán—, desde este momento cambio de nombre y de personalidad.
—¿Cómo?
—Voy a tomar mientras esté aquí el nombre del pobre Mac-Clair, que hemos enterrado. Llevo pasaporte de súbdito inglés con mi verdadero nombre, pero prefiero usar el de Mac-Clair.
—Pero usted no sabe inglés, Capitán.
—No importa. Mac-Clair será un inglés que ha vivido en España y en Francia y que no quiere hablar su idioma. Un inglés antiinglés de la escuela de nuestro lord Byron.
Llegaron en el bote a la playa, desembarcaron, encallaron la lancha en la arena y entraron en el lazareto. Dejaron la pala y el pico en un rincón y leyeron los papeles del muerto. Podían servir para el Capitán. Al revisar los documentos Thompson encontró un sobre pesado. Tenía dentro veinte libras esterlinas.
—Se ha muerto Mac-Clair y la situación mejora—dijo Thompson.
—Mac-Clair ahora soy yo—replicó el Capitán—. No se le ocurra a usted decir que ha muerto.
—Ya que usted se empeña, lo haré así. Me acostumbraré a llamar al muerto el Coronel. El pobre Coronel tenía mala suerte.
Al día siguiente Thompson y el Capitán salieron a pescar como de costumbre.
Así estuvieron viviendo un mes, aislados, sin hablar con nadie.
Difícil hubiera sido encontrar otros hombres tan obedientes a las órdenes dadas por las autoridades. No se acercaban al pueblo con el menor pretexto.
Al terminar el mes, en vez de ir ellos hacia la gente de los alrededores, fué la gente de los alrededores la que comenzó a aproximarse a ellos. Una vieja, que tenía una cantina en un lanchón, sostenido por cuatro montones de piedras en la playa, se ofreció a hacer la comida y la cena a los dos hombres sospechosos.
Estos dejaron el rancho a algunos hambrientos, y los pescadores, viendo que los supuestos pestíferos estaban cada vez más sanos y fuertes, se hicieron amigos suyos y salían a pescar juntos.
Desde el momento que se supo en el pueblo que los desterrados del lazareto no estaban enfermos ni daban señales de impaciencia ni de cólera, la opinión comenzó a manifestarse contra ellos. La mayoría consideraba irritante que los tales hombres vivieran en el lazareto como en un lugar de placer.
También les parecía una prueba de indiferencia absurda el que no hubiesen hecho el menor intento de entrar en Ondara, como si la ciudad no les interesara lo más mínimo.
—¡Qué gentes serán éstas!—se decían los ondarenses.
El gobernador, al saber que había transcurrido el tiempo reglamentario de cuarentena, dió la orden de que no se llevara el rancho a los detenidos y de que desalojaran inmediatamente el lazareto.
El Capitán y Thompson mandaron a un chiquillo en busca de una tartana. Cuando llegó ésta metieron los equipajes en ella y fueron los dos hombres al pueblo.
Compraron ropa blanca y algunas prendas que necesitaban, se afeitaron y cortaron el pelo y se presentaron en la fonda de la Marina, en donde les contemplaron con sorpresa.
Todo el mundo los creía unos lobos de mar, aventureros, medio piratas, negros, barbudos, y se encontraron bastante sorprendidos al hallarse con dos caballeros, uno de ellos elegante hasta el dandysmo.
Al instalarse en la fonda, el Capitán dijo a la dueña que pensaba estar pocos días; esperaba un barco para marcharse a Francia. Thompson aseguró que él también se dirigiría a Gibraltar cuanto antes.
La fonda de la Marina, en donde se instalaron ambos, era bastante cómoda y limpia. Los cuartos que les destinaron daban a un ancho balcón corrido, que caía hacia un huerto.
Desde este balcón se veía, delante, el castillo sobre los glacis, con sus cubos y murallones, bañados por el sol, que los iluminaba, según las horas, con luz diferente.
Thompson comenzó a pintar acuarelas, poniendo por fondo las ruinas del castillo.
Ocupaba la fortaleza todo el horizonte. Comenzaba por un torreón de piedra rojiza, cuadrado, con matacanes en la parte alta y saeteras estrechas y ventanas enrejadas en la baja.
El sol poniente solía dorar esta torre al caer de la tarde, y le daba un color de miel.
El torreón se unía con lienzos de paredes amarillentas, almenadas, con otra torre que se prolongaba hasta el mar, dejando cubos y baluartes y cortinas de piedra entre ellos. A un nivel más bajo, rodeando la fortaleza,[34] había una muralla blanca, moderna, con garitas redondas y troneras que limitaba el camino de ronda.
Desde la parte alta del castillo a la contraescarpa bajaba la colina formando gradas de anfiteatro y taludes de tierra, cortados en diagonal y en zig-zag por los muros de poca altura de los traveses.
En estos taludes, cuyas trincheras estaban muy mal conservadas, brotaban toda clase de hierbas: aquí había un jardincito con unos cuantos rosales y un almendro; allá, unas plantas de viña. Arriba, arriba, se veía el follaje de un laurel del mirador de la coronela...
El huerto de la casa era triste; reinaban allí el silencio y la sombra; los naranjos altos subían en busca de sol, y un limonero mostraba en sus ramas limones marchitos, atados a ellas con bramantes. La luz clara y diáfana de las mañanas, la reverberación cegadora del mediodía y de las primeras horas de la tarde, el ambiente tibio del anochecer, el silencio, el ruido de agua en la acequia cercana, sumían a Thompson en una gran delicia.
En tanto el acuarelista se ocupaba de sus dibujos y de sus manchas, el Capitán iba al puerto y quería preparar su viaje en seguida.
En la fonda de la Marina había cuatro oficiales y algunas otras personas de menos importancia. Entre estos oficiales, el que se consideraba, no se sabía por qué, con más derechos, era el teniente de artillería Eguaguirre. Eguaguirre tenía el mejor cuarto y pagaba como los demás. Algunos intentaron protestar de esta distinción injustificada; pero Eguaguirre siguió siendo el hombre mimado de la casa.
El teniente tuvo, al llegar a Ondara, dos desafíos, que produjeron una gran emoción en la ciudad. En el primero hirió gravemente a su adversario en el cuello; en el segundo le dieron una estocada en el pecho que le obligó a estar en la cama cerca de un mes.
La patrona trataba a Eguaguirre con gran consideración. Los demás oficiales de la fonda no se atrevían a tutearle como a sus camaradas.
Juan Eguaguirre era poco querido.
Su impertinencia, su frialdad, su tendencia al malhumor, su manera de hablar con desprecio de los hombres y de las mujeres le hacían antipático.
Era Eguaguirre alto, moreno, esbelto, de nariz fuerte y bien dibujada, ojos negros, bigote corto, patillas pequeñas; el pelo, bastante largo, con un mechón sobre la frente. Eguaguirre tenía una gran elegancia; los ademanes, siempre fáciles y académicos. Vestido de uniforme, parecía un personaje. Al contemplarle por primera vez, se veía que era un orgulloso, un conquistador que se creía digno de todo.
Esta seguridad de algunos hombres, que convencen con su ademán de que tienen más derechos que los demás, la poseía él en grado sumo. Cuando Eguaguirre entraba en algún sitio, sobre todo donde hubiera mujeres, era el primero; sentía la convicción de su valer, que llegaba a comunicar a los otros.
Por lo que se contaba, Eguaguirre había tenido disgustos en su infancia, cuando vivía con su tío el coronel del mismo apellido que fué encausado durante la primera reacción de Fernando VII.
Eguaguirre era puntilloso, de un amor propio exagerado, que disimulaba con afectada indiferencia.
El orgullo es, sin duda, planta que crece en las razas viejas y en los pueblos en ruina. La vanidad es sentimiento de países más jóvenes y con más ilusiones. El orgullo es lo que queda a las razas y castas caídas.
Eguaguirre era de una antigua familia acomodada de Navarra, cuya casa y cuyos bienes habían desaparecido.
Al encontrarse en la mesa de la fonda de la Marina, Eguaguirre y el Capitán se sintieron hostiles.
El Capitán habló a Eguaguirre en tono ligero, cosa que al oficialito produjo enorme asombro.
No sólo hizo esto, sino que al segundo día el Capitán comenzó a interrogarle.
—¿Es usted sobrino del coronel Eguaguirre?—le dijo.
Eguaguirre no contestó.
—¿Si es usted sobrino del coronel Eguaguirre?—volvió a preguntar el Capitán.
—¿Por qué me lo pregunta usted?
—Por nada, por saberlo.
—¿Es que yo le pregunto a usted quién es, ni quiénes son sus parientes, por curiosidad?
—No; pero puede usted preguntármelo. Yo le contestaré si me parece.
Eguaguirre miró con una sorpresa creciente al Capitán. El tono ligero de éste le produjo verdadera estupefacción.
Eguaguirre esperó a que terminara la comida, y acercándose al Capitán le preguntó de un modo frío y seco:
—¿Qué tenía usted que decirme del coronel Eguaguirre?
—Yo, nada. Que es un valiente y un buen liberal.
—¿Lo dice usted como censura?
—No; al contrario.
La mano derecha del Capitán hizo entonces el signo de reconocimiento de la masonería escocesa, al cual contestó el teniente.
—Sabía que era usted amigo o enemigo—dijo Eguaguirre—, que no era usted persona indiferente.
—Somos hermanos—replicó el Capitán.
—Dígame usted qué quiere usted hacer aquí para que le ayude.
—Mi amigo Thompson y yo—dijo el Capitán—volvemos de Grecia, donde hemos estado en compañía de lord Byron. A la altura de este puerto tuvimos que desembarcar y salir de la polacra siciliana donde íbamos por imposición de los marineros, que habían supuesto que Thompson, el enfermo y yo estábamos los tres[37] apestados. Respecto a nuestros proyectos, Thompson quiere marchar a España, y yo pienso ir a Marsella, luego a Burdeos y trasladarme a Méjico.
—Creo—repuso Eguaguirre—que lo que más le conviene a usted es ir a Valencia.
—No; no me entusiasma esa idea. El Angel Exterminador tiene muchos agentes en esas ciudades del litoral mediterráneo.
—Sí, es verdad—dijo Eguaguirre estremeciéndose y mirando a derecha e izquierda—. Entonces tendrá usted que esperar un laúd que vaya directamente a un puerto de Francia.
Tras de una larga conversación a solas, Eguaguirre intimó con el Capitán. Thompson, en cambio, nunca simpatizó con el oficial de artillería. Este era aficionado a dar largos paseos a caballo. Thompson prefería ir a pescar.
El Capitán, buen jinete, comenzó a acompañar a Eguaguirre en sus paseos a caballo por los alrededores de Ondara. Muchas veces se cruzaban con otros militares jóvenes, y también con frecuencia con una damita rubia y pequeña que, vestida de amazona y montada en un caballo tordo, marchaba muy esbelta y elegante.
—Es la coronela—dijo Eguaguirre al verla por primera vez yendo en compañía del Capitán—. Es mísis Hervés.
—¿Inglesa?
—Mixta, hija de un militar inglés y de una española.
—¿Pero casada con un español?
—Sí; con el gobernador del castillo.
Otros muchos días se cruzaron con la coronela.
El Capitán llegó a creer que entre la angloespañola y Eguaguirre había algo, y que sus saludos fríos y corteses escondían una pasión o un principio de amor.
El Capitán, al parecer, conocía bien la vida y los tipos de la milicia, porque pronto llegó a calar a Eguaguirre.
—Este es un hombre de pasiones—le dijo a Thompson—, sensual, poco inteligente. Aunque no me ha dicho nada, le creo jugador y me figuro que está en relaciones íntimas con la coronela.
—Parece un hombre apático.
—No, no. Es todo lo contrario: de una sensibilidad aguzada y de un amor propio enfermizo. Toda esa indiferencia es una comedia, una finta. Eguaguirre, por lo que creo, es un caso curioso. Está en parte, desesperado, porque se considera como liberal perseguido y cree que no va a prosperar en el ejército; por otra parte, los amores con la coronela y el juego le tienen en una continua exaltación...
La historia de Eguaguirre era interesante.
Al poco tiempo después de salir de la Academia, a mediados de 1822, había sido destinado a Valencia, donde se afilió a la masonería. Eguaguirre era valiente y estaba dispuesto a batirse para ascender en la carrera. En 1823, después de la expedición de Bessieres, Eguaguirre buscó la ocasión de salir al campo.
El 19 de marzo, los cabecillas realistas Sempere y Ulman sorprendieron Sagunto y se apoderaron del castillo. El Gobierno ordenó al coronel Fernández Bazán que saliera a atacar a los facciosos. Bazán encontró a los realistas entre Sagunto y Almenara, y, a pesar de que tenía menos fuerzas que ellos, los derrotó.
Poco después, Bazán se encontraba en Chilches con las tropas reunidas de Sempere y de Capapé y sufrió un completo descalabro.
Se habían unido Sempere, Capapé, Ulman, algunas compañías de Prast y Chambó, y habían colocado sus fuerzas de artillería en un repliegue del terreno. Bazán, al ponerse en contacto con la primera línea de los realistas la hizo retroceder; los realistas se acogieron a su línea de trincheras. Bazán mandó que, al mismo tiempo que avanzaba su infantería, la caballería diera una carga por uno de los flancos; pero el escuadrón completo,[39] en vez de obedecer, huyó cobardemente en todas direcciones; los realistas rodearon a los constitucionales, y éstos, entre los cuales estaba Eguaguirre, quedaron prisioneros.
Los realistas ataron a los constitucionales y los llevaron al castillo de Sagunto.
Eguaguirre, que no tenía ideas políticas muy arraigadas y a quien, en el fondo de su alma, lo mismo le daba el rey absoluto que la Constitución, se desesperó al verse atado como un bandido y conducido en manada como cabeza de ganado.
Eguaguirre tuvo que devorar durante el camino los mas violentos ultrajes. ¡Lladres! ¡Negres! ¡Chudios!—les llamaban las viejas. ¡Mueran los franc-masones! ¡Mueran los asesinos de Elío!—gritaban los hombres.
Cuando Eguaguirre llegó a entrar en el calabozo del castillo de Sagunto, y se echó en un montón de paja, lloró de desesperación y de rabia.
Unos días después estaba el oficialito tendido en su camastro, pensando en la posibilidad de ser fusilado, cuando se abrió la puerta de la mazmorra y aparecieron dos mujeres: una de ellas, la mujer del cabecilla Chambó; la otra, la del coronel realista Espuny, gobernador del castillo de Sagunto.
La mujer de Chambó era una moza bravía, de Ulldecona, frescachona y guapa; la de Espuny era del mismo Valencia, una rubia perfilada y redicha.
Las dos mujeres hablaron con Eguaguirre y decidieron salvarle. Al día siguiente, el oficial era trasladado de cuarto, y a la semana estaba libre para andar por la ciudad.
Entre las dos mujeres, la de Chambó y la de Espuny, se estableció una rivalidad celosa por salvar a Eguaguirre. El oficialito se dejó querer con su indiferencia de sultán.
Un día, Chambó, que era hombre arrebatado y decidido, detuvo a Eguaguirre, y, agarrándole de la solapa, le provocó a un desafío.
—No tengo armas—le contestó Eguaguirre, pálido de cólera.
—Yo le traeré a usted un sable—replicó el cabecilla en su acento catalán rudo.
Chambó volvió al poco tiempo con dos caballos y dos sables.
—Sígame usted—dijo.
Montaron los dos a caballo y se dirigieron por el camino de Valencia, al trote, sin hablarse.
No haría cinco minutos que habían salido cuando dos jinetes, al galope, fueron tras ellos.
Llevaban un parte urgente para Chambó.
El cabecilla, al leerlo, se enfureció, tiró la gorra al suelo con rabia y comenzó a lanzar juramentos.
—Espéreme usted aquí—dijo a Eguaguirre—. Vuelvo en seguida.
—Esperaré—contestó éste.
Chambó desapareció, seguido de los dos hombres. Eguaguirre quedó solo y reflexionó. Realmente, era una tontería esperar; tenía el camino abierto ante él; un caballo bueno; era excelente jinete. Se decidió, aflojó la brida, dió dos espolazos y se lanzó camino de Valencia.
Llegó a la ciudad, que estaba alarmada con las noticias del avance de los franceses.
Eguaguirre no se unió a las fuerzas constitucionales del general Ballesteros; tenía una señora amiga de influencia y se acogió a ella.
Esta señora consiguió que Eguaguirre fuese purificado al terminar la guerra y enviado a Ondara.
A pesar de sus maniobras para ocultar el pasado, Eguaguirre no había podido borrar del todo las huellas en su liberalismo, y los voluntarios realistas de Ondara sospechaban de él y le espiaban.
Un día, Eguaguirre dijo a sus nuevos amigos, el Capitán y Thompson, que la coronela quería conocerlos y que les invitaba a tomar el té en el mirador del castillo. Aceptaron los dos invitados con satisfacción.
Por la tarde, Eguaguirre, Thompson y el Capitán montaban a caballo delante de la fonda de la Marina, entraban por la puerta de Tierra y subían las cuestas de la ciudadela.
Thompson, a cada paso se paraba, admirado, entusiasmado, a contemplar el paisaje. El día era de viento sur, luminoso y sofocante; una languidez pesada parecía desprenderse del cielo, azul obscuro, y del mar, verde e inmóvil.
—¡Qué vista más espléndida!—exclamaba el inglés, sacando el pañuelo para enjugarse la cara.
El Capitán sonreía, y Eguaguirre, con cierta impaciencia, murmuraba:
—La señora de Hervés nos espera. No lleguemos tarde.
En pocos minutos subieron a la parte alta del castillo; pasaron por delante de una casamata, a cuya entrada se veían unos cuantos soldados; Eguaguirre llamó a uno, le entregó las riendas y bajó del caballo.
Thompson y el Capitán hicieron lo mismo, y se acer[42]caron los tres al pabellón donde vivía el coronel; llamó Eguaguirre, y les pasaron por un patio hasta el jardín del mirador.
La señora de Hervés les salió al encuentro, y Eguaguirre hizo las presentaciones.
Era la coronela una mujer de mediana estatura, más bien baja que alta, los ojos negros, el pelo rubio castaño, la boca de almendra, el cuello redondo y las manos muy pequeñas.
—¿Esta señorita es la hija del coronel?—preguntó el Capitán, aunque sabía que no lo era.
—No; es la coronela auténtica—repuso Eguaguirre.
—No me llame usted coronela, ¡por Dios!—dijo ella.
—Es para convencer a este amigo de lo que es usted y de que no es usted una supuesta hija del coronel.
—Este señor es muy galante.
—No; de verdad que parece usted una muchachita soltera—replicó el Capitán—, y hace usted muy bien al protestar de que la llamen coronela, porque esta palabra parece que ha de referirse siempre a alguna señora vieja y avinagrada.
Thompson cambió unas palabras con Kitty; le pidió después permiso para contemplar las vistas desde el mirador y desde la batería del Rey. Kitty le acompañó, señalándole los pueblos y los montes que se veían a lo lejos. Thompson miraba el paisaje con exclamaciones de entusiasmo.
Eguaguirre y el Capitán hablaban. El jardín aquel era pequeño y tupido. Los rosales y los mirtos estaban cuajados de flor, y en las manchas verdes de follaje de las enredaderas brillaban las campanillas blancas, rojas y moradas.
En un extremo del jardín se levantaba el castillejo o castellet, antigua torre del homenaje, desde donde se dominaban los alrededores casi a vista de pájaro, como desde un globo.
Recorrieron Thompson y Kitty los rincones de la ba[43]tería, y descendieron por una escalerilla de piedra al jardín, a reunirse con el capitán y Eguaguirre. Se sentaron en unas butacas de mimbre y charlaron los cuatro.
Kitty era hija de un militar inglés y de una señora alavesa, de Vitoria. Había quedado huérfana muy joven y se había casado con el coronel Hervés, que le llevaba más de treinta años de edad.
Después de un largo rato de conversación, Kitty les invitó a subir a una galería abierta que daba al jardín, por unas gradas. Esta galería tenía unos arcos. En ella, un criado estaba preparando un refrigerio. El Capitán y Eguaguirre tomaron café, y Kitty y Thompson, té.
Desde la galería, a través de los cristales, se veía el cuarto de trabajo de la coronela. Kitty les hizo pasar a sus invitados para verlo. Tenía una pequeña biblioteca, un piano y un arpa, y cuadernos de música clásica y de canciones populares inglesas.
Los entusiasmos literarios de Kitty eran Walter Scott, lord Byron y Schelley. Sentía un gran entusiasmo por Diana Vernon, la heroína de Rob Roy, a quien confesaba había querido imitar. También tenía en la biblioteca obras de Sterne, Fielding y Goethe.
El Capitán miró todos los libros, las estampas y un retrato de mujer pintado al óleo.
—¿Quién es? ¿Quizá su madre?—preguntó.
—Sí.
—¿Vive?
—No. Murió cuando yo nací. No la he conocido.
—A juzgar por el retrato, debía ser una mujer encantadora.
—Todos los que la conocieron hablan de ella con entusiasmo.
Kitty quedó melancólica.
Eguaguirre, para borrar esta impresión, instó a Kitty a que cantara, y ella, sin hacerse rogar, cantó acompañándose con el arpa algunas canciones irlandesas, que produjeron un gran entusiasmo en Thompson.
Tras de recibir los plácemes de todos, Kitty fué a la mesita, donde guardaba sus papeles de música, y sacó el Don Juan, de Mozart.
—¡Ah! Mozart—exclamó Thompson—. Conozco algunas de sus sonatas. Dicen que Don Juan es de una música muy obscura.
—Yo no lo creo así—contestó Kitty.
—Vamos—le dijo a Eguaguirre—. Cante usted.
—¡Oh! No, no. Por Dios. Es molestar a estos señores.
—De ninguna manera.
Eguaguirre insistió en que lo hacía mal; pero, al fin, cantó con gran maestría la serenata de Don Juan.
Deh vieni alla finestra.
—¡Admirable!—exclamó Thompson—. ¡Magnífico!
Eguaguirre perdió su habitual expresión de tedio y quedó confuso y sonrojado de placer.
Después Kitty entonó el aire de Doña Elvira:
In quali eccesi o numi,
y tras de éste la coronela y el teniente cantaron el admirable dúo de Don Juan y de Zerlina,
La ci darem la mano,
que tuvieron que repetir una porción de veces.
Daban a la canción una gran malicia y desenvoltura que ocultaba, sobre todo en ella, su entusiasmo amoroso. No había necesidad de ser muy psicólogo oyéndolos a los dos para comprender que había entre ellos algo más que una efusión artística.
Era lástima viéndolos tan bellos el pensar que sólo saltando por encima de las leyes y afrontando el desprecio de la multitud podían llegar a unirse.
¿Habrían dado el salto?—pensó el Capitán—. Todo hacía creer que Eguaguirre no era de los hombres que sienten temor a coger las flores al borde del precipicio.
Después del concierto y del canto charlaron largamente. El Capitán había conocido a lord Byron, por quien Kitty tenía gran admiración, y contó sus entrevistas con el noble poeta. También había conocido a la amazona realista Josefina Comerford, y esta dama interesaba de tal manera a Kitty, que el Capitán tuvo que describirla con gran lujo de detalles.
Al anochecer se presentó en la galería el coronel Hervés, el marido de Kitty.
Era un hombre viejo, opaco, frío, con una amabilidad desdeñosa y una manera de hablar balbuceante, de paralítico.
Kitty presentó al Capitán y a Thompson, y el coronel, tomándole a éste por su cuenta, se puso a explicarle un sinfín de menudencias burocráticas que a él, sin duda, le parecían importantísimas.
Hablaba de una manera fatigosa y pesada:
—En estas cuestiones ¡ejem!... hay que atenerse a la parte ex... po... si... ti... va ¡ejem! como a la dis... po... si... ti... va ¡ejem! ¡ejem! ¿Usted me comprende? Porque si usted no se fija mas que en la parte dis... po... si... ti... va ¡ejem! ¡ejem! no podrá comprender el sentido claro y preciso que el legislador ¡ejem! ¡ejem! ha querido dar a la ley... ¡ejem! ¡ejem!
Thompson soportó lo más amablemente los ¡ejem! ¡ejem! y las explicaciones pesadísimas del coronel; Kitty mientrastanto sonreía con aire de excesiva amabilidad, y Eguaguirre, con su aspecto habitual de tedio y de desesperanza, miraba hacia el mar.
Era ya de noche. Los contertulios se despidieron del coronel y de su señora y montaron a caballo.
La noche estaba espléndida. Thompson fué mostrando la Osa Mayor y Arturus, la Estrella Polar, la Corona Boreal, Casiopea, en medio de la Vía Láctea, y los grandes astros, como Capella, Altair y Aldebaran...
El mar murmuraba allá abajo y se oía el rítmico batir de sus olas.
Al acercarse a la batería de San Antón sonó el grito del centinela.
—¡Centinela, alerta!
Y después los alertas se oyeron más lejanos, hasta que volvieron a acercarse.
Llegaron a la puerta de Tierra. Eguaguirre habló con el capitán de Llaves, y los tres pasaron al pueblo.
En los buenos tiempos en que el castillo de Ondara era una fortaleza importante, el cuadro del Estado Mayor de la plaza estaba completo y la oficialidad era numerosa. Había entonces un gobernador, el teniente del rey, el sargento mayor o mayor de plaza, el asesor, los comisarios, el comandante de Artillería, el comandante de Ingenieros, los ayudantes y el capitán de Llaves.
En el tiempo de decadencia del castillo, después de la guerra de la Independencia, ya estos cargos no tenían más valor que un valor burocrático. En esta época de la segunda reacción de Fernando VII, el cuadro de oficiales del ejército no ofrecía el carácter homogéneo de la oficialidad anterior a la guerra de la Independencia; ya no era ésta exclusivamente aristocrática, sino mezclada; los jóvenes de buenas familias se encontraban revueltos con los antiguos guerrilleros, con los liberales traidores y luego purificados y con los aventureros absolutistas que habían ganado sus grados a las órdenes de Mosén Antón, el Trapense, Bessieres o Quesada.
Entre los oficiales de la guarnición de Ondara había individuos de estos diversos orígenes.
En un pueblo de escasa población y sin vida política no era fácil que las divergencias ideológicas de militares[48] y paisanos se hicieran más intensas, y, efectivamente, allí se amortiguaban; en cambio, las categorías sociales se acusaban y se llegaban a aquilatar los más ligeros matices de riqueza, distinción y superioridad.
Kitty había querido influír y suavizar estas diferencias en su tertulia del jardín del Mirador.
Al principio iban muchos oficiales de la guarnición; luego comenzaron a faltar y, al último, quedaron una media docena.
De las señoras nunca fueron mas que dos o tres.
Sabido es, y ya lo demostró un fraile en un librito publicado a fines del siglo XVIII, titulado Los peligros de las tertulias, que estas reuniones tienen muchos agarraderos para las uñas del Diablo.
Las señoras de Ondara, como la señora doña Proba, que aparece en el librito del fraile, creían muy peligrosas las tertulias de Kitty, y no iban.
De los hombres, uno de los más asiduos eran don Jesús Martín, el médico del regimiento, hombre grueso, lento en el hablar, muy gráfico y exacto. Don Jesús era el más entusiasta de los contertulios de Kitty, un adorador incondicional de su inteligencia y de su gracia.
Otro de los contertulios temido por su pesadez era el capitán Barrachina, hombre alto, de pecho saliente, que se creía conquistador. Barrachina tenía los ojos negros, el bigote retorcido, las patillas cortas y el color bilioso.
Barrachina era una buena y estúpida persona, con la mentalidad de un muchacho de diez y seis años. No había leído nada en su vida. Creía que ser un hombre—y él suponía una gran cosa—era ser un fantoche vestido de uniforme, con el pecho muy abombado y el ademán desafiador.
Barrachina tenía muchos hijos, y mientras su mujer bregaba con ellos, él paseaba su estupidez por el pueblo.
Barrachina hacía la gracia de desacreditar a su mujer; contaba si llevaba postizos, si se apretaba el[49] corsé, indiscreciones que a Kitty molestaban profundamente.
Otro de los asiduos a la tertulia era el capitán Embun, aragonés, hombre fuerte, alto, tosco, de pómulos salientes, que había campeado con los realistas de Eroles, y estaba enamorado de Kitty. A veces le decía a Eguaguirre:
—Esta mujer me vuelve loco—y añadía—: Y está por usted.
También solían frecuentar el pabellón de Kitty un teniente de artillería, de anteojos, muy tímido y distinguido, que se llama Urbina, y que vivía en la misma fonda de la Marina, y un farmacéutico muy míope y muy pedante.
Urbina, que tenía gran amistad con Kitty, no se hablaba con Eguaguirre.
El coronel Hervés andaba siempre en compañía de un comandante, don Santos, hombre de aspecto hipócrita y tan pesado como el coronel. Este don Santos hablaba en párrafos redondos y con distingos. Los sin embargo, los si bien es verdad, los si es cierto que, estaban constantemente en su boca.
A sus largas oraciones no se les veía el fin, eran capaces de quitar la paciencia a cualquiera. Para hacerlas más exasperantes, terminaba diciendo: ¿Está claro? ¿Se da usted cuenta? ¿Ha comprendido usted el sentido? ¿Me entiende usted bien?
En la tertulia de Kitty se jugaba al tresillo, y a veces se cantaba y se tocaba el piano.
De las señoras, únicamente la mujer de un capitán, una andaluza muy graciosa que parecía un chico, iba alguna que otra vez y hablaba como una cotorra e imitaba con mucha chispa a todo el mundo.
Thompson hizo amistades con Miguel Urbina, el teniente de artillería tímido y distraído que vivía en la misma fonda y frecuentaba la tertulia de Kitty.
Urbina era hombre de estudio; tenía gran afición y entusiasmo por las matemáticas y se preocupaba de los problemas científicos de la guerra.
Estaba desde hacía tiempo escribiendo unas observaciones acerca de la teoría analítica de las probabilidades de Laplace, trabajo que absorbía todo su tiempo.
Urbina no podía comunicar sus dificultades y sus dudas a sus compañeros, porque entre los oficiales del castillo no había ninguno que pasara de saber las cuatro reglas.
El matemático no tenía amigos. No se entendía bien con los demás oficiales.
No cabe duda que el Ejército, noble y esforzado en tiempo de guerra, se convierte en una baja institución rutinaria en tiempo de paz. El militar formado en el campo de batalla, entre el humo de la pólvora y el vaho de la sangre, tiene siempre algo superior a su empleo, que borra el carácter de la reglamentación estrecha y de las ordenanzas de una disciplina chinesca; en cambio el que no ha tenido más campo de acción que la oficina o el rincón maloliente del cuartel, se hace el más incomprensivo de los burócratas.
Urbina, que era hombre de preocupaciones elevadas, no podía convivir a gusto con sus compañeros, que no hablaban con entusiasmo mas que del sueldo y del escalafón y cuyo único entretenimiento era jugar a las cartas.
Como hombre tímido y sabio, Urbina había tenido que sufrir muchas bromas de jóvenes oficiales estúpidos y petulantes.
Kitty, que comprendía la clase de hombre que era el teniente, le acogía con su más amable sonrisa y sabía tratarle con tanta amabilidad, que el Mirador del castillo era el único sitio donde el oficial se encontraba a gusto.
Urbina tenía esa timidez que no depende de la inteligencia, ni aun de la voluntad, sino que parece que está en los músculos, que se niegan a obedecer.
El teniente era capaz de pensar con claridad, de intentar realizar lo pensado con audacia, de marchar con ímpetu; pero llegaba un momento en que sus nervios flaqueaban y se sentía paralizado. En esta situación de azoramiento, cualquier cosa, abrir una puerta, saludar, salir de una habitación, le dejaba confuso, vacilante, en una actitud de perplejidad que a él le resultaba embarazosa y triste y a los demás muy cómica. La gente se reía de él, y a consecuencia de esto, Urbina, al verse tan absurdo y tan poco consecuente consigo mismo, iba aislándose.
Urbina y Thompson se hicieron amigos y se les veía pasearse juntos con mucha frecuencia por el castillo y por el muelle. Cuando hubo confianza entre los dos, Urbina habló de Kitty y de Eguaguirre:
—¿Qué vida hace la señora de Hervés?—le preguntó Thompson.
—Una vida muy independiente. Por la mañana toma su baño, luego da un paseo a caballo, lee, escribe, hace excursiones en lancha. Al anochecer recibe a sus amigos.
—¿Y el pueblo ve bien este espíritu de independencia de nuestra amiga?
—No. ¡Ca! El pueblo entero está contra ella. Se la considera loca, rara, absurda.
—No es extraño.
—Luego se habrá usted fijado en que Kitty tiene un gran desprecio por todas las vulgaridades y lugares comunes que forman como el caparazón constante de la gente mezquina. Muchas veces es capaz de llevar la contraria a una persona que defiende una opinión cierta, no porque ella piense lo contrario, sino porque tanta seguridad en una idea vulgar, aunque sea exacta, le repugna.
—Así, tiene que tener muchas enemistades.
—Figúrese usted.
—No le perdonarán esta independencia de espíritu.
—No. ¡Ca! A un hombre no se le perdona tener ingenio y un poco de nobleza de espíritu; a una mujer, mucho menos.
—¡Lástima!
—Sí. Kitty no es nada simpática en Ondara. Su originalidad ha parecido a las señoras del pueblo una muestra de extravagancia. No se puede encontrar por ahora en su conducta nada digno de tacha, pero se cree que no tardará en encontrarse. Su ingenio y su cultura son muy sospechosos para las damas ondaresas. No queremos ir a verla—dicen—. ¡Es tan sabia! Nos pregunta los libros que leemos, sabiendo que no leemos ninguno. Para estas damas cuanto hace Kitty es una ridiculez y una pedantería. Para ellas todo lo que no sea hablar con el novio en la reja, si son solteras, confesarse con el curita jacarandoso u ocuparse de trapos, es absurdo.
—Así que Kitty estará muy aislada.
—Completamente.
—¡Parece mentira! ¡Una mujer tan simpática!
—Y tan buena—repuso Urbina.
—¿Usted cree que es buena de verdad?—preguntó Thompson.
—Sí; muy buena y muy inteligente. No encontrará usted en ella envidia, ni rencor, ni ningún sentimiento bajo; únicamente, orgullo; pero un orgullo noble de verse superior a la generalidad.
—Esto habrá contribuído a la antipatía general.
—Seguramente; Kitty tiene la vaga sospecha de que todas las superioridades se pagan. La finura, la gracia, la amabilidad desarman y domestican un momento a las gentes cerriles; pero es una domesticación pasajera, porque el bruto vuelve pronto a ser agresivo.
—¿Y cree usted que hay algo entre Eguaguirre y ella?
—Usted habrá notado lo mismo que yo lo que hay.
—¿Qué le parece a usted Eguaguirre? A mí me da la impresión de un egoísta frenético.
—Sí; es un gran egoísta; pero, al mismo tiempo, hombre tímido, violento y sensible. No tiene freno; el menor contratiempo le amilana y le sume en una desesperación sombría.
—Pues, si Kitty está enamorada de él, como parece—dijo Thompson—, Eguaguirre la hará desgraciada.
—Sí; por petulancia, por estupidez, por darse tono.
Urbina contó a Thompson la causa de haber reñido con Eguaguirre. Urbina había comenzado a galantear a una muchacha del pueblo, huérfana, de una familia rica, a quien llamaban Dolores y también la Clavariesa, y Eguaguirre se interpuso haciendo el amor a la muchacha y entrando en su casa.
El tutor había cogido a su pupila y la había llevado al convento de Monsant, en donde estaba por el momento. Desde entonces, Urbina no quería tratar con Eguaguirre, y únicamente cruzaba con él algunas fórmulas de cortesía cuando se encontraba en su presencia delante de Kitty.
—No quiero tener amistad con él—concluyó diciendo—. Me busca; ha intentado darme explicaciones, pero estoy dispuesto a no transigir.
Las guarniciones, como los seminarios y los conventos, tienen todos los vicios y las hipocresías de los grupos colegiados.
La proximidad del hombre para el hombre es corruptora: un cuartel, un colegio, o un convento siempre serán un centro de fermentaciones pútridas. Al hombre, sin duda, le dignifica la soledad; el campo, cuanto más deshumanizado, es más sano para el espíritu.
La tropa de un pueblo, en tiempo de paz, es uno de los mayores focos de corrupción. Únicamente, el clero puede ponerse a veces a la altura del ejército en rapacidad, en lubricidad y en malas costumbres. Difícil será encontrar en una guarnición nada alto, levantado y noble; en cambio la envidia, la malevolencia, el odio crecen de una manera lozana y fuerte.
Pronto se enteraron Thompson y el Capitán de las historias y murmuraciones de Ondara...
Una tarde de día de fiesta, en que todo el pueblo estaba en el campo, entró Thompson sin meter ruido en su cuarto y se tendió en la cama. Durmió un rato. Había dejado la ventana que daba a la galería abierta, y al despertarse oyó un rumor de conversación.
Se asomó a curiosear, y vió al comandante don Santos que hablaba con un joven oficial de la fonda.
El hombre de las perífrasis y de los circunloquios excitaba al joven oficial a que espiara a Eguaguirre y a los dos extranjeros sospechosos. Thompson oyó toda la conversación, esperó a que se marcharan los militares, y cuando se fueron, salió a la calle a buscar a Eguaguirre y al Capitán, que estaban jugando al tresillo en casa de un comerciante de la calle Mayor.
Thompson explicó lo que había oído.
—¿Qué ha dicho don Santos de mí?—preguntó Eguaguirre.
—Ha dicho que un tío de usted, que comenzó su vida militar de guerrillero con Mina, fué perseguido como conspirador, en 1816, en Denia; que su mismo tío castigó con rudeza a los realistas de Villarrobledo, en 1823, y que usted está en relación con él.
—¡Bah! No es cierto. Y el oficial, ¿qué decía?
—Decía que no; que usted es un hombre indiferente a la política; que todas sus aspiraciones consisten en tener dinero y en hacer el amor a las mujeres, y que es usted el amante de la señora de Hervés.
Eguaguirre se puso serio y palideció.
—También ha contado la historia de una novia de usted, a quien han tenido que meter en un convento.
—Nada; que no hay manera de vivir aquí sin que la gente se meta en lo que uno hace y en lo que no hace—exclamó Eguaguirre furioso.
—Y de nosotros, ¿no ha dicho nada?—preguntó el Capitán.
—De nosotros ha dicho don Santos que somos masones y que va a mandar las señas nuestras a la policía.
El Capitán quedó intranquilo:
—Ese hombre debe ser de la sociedad El Angel Exterminador—murmuró.
—Es probable—dijo Eguaguirre.
—¿Algún espía pagado por esa sociedad?—preguntó Thompson.
—No; pagado, no—repuso Eguaguirre—; el coman[57]dante ejerce, seguramente, el espionaje para prosperar, para ascender. Ya no tenemos los militares españoles guerra, ni posibilidad de ella en mucho tiempo; ya no se puede llegar como Mina, el Empecinado o Renovales, en seis años, de soldado a general, y la gente que quiere hacer carrera intriga y espía.
El Capitán estaba pensativo.
Las noticias que llegaban de la persecución de liberales en Valencia y en Cataluña eran para llenar de espanto a cualquiera. Se contaban historias terribles del Angel Exterminador. Por toda la costa del Mediterráneo las venganzas de los absolutistas eran espantosas.
Al ver la intranquilidad del Capitán, Eguaguirre le dijo:
—No tenga usted cuidado. Vaya usted a ver a Kitty y háblele francamente. El coronel hará lo que ella le indique.
—¿Pero no contará lo que se le diga, sin malicia...?
—No, no; puede usted fiarse en Kitty mejor que en un hombre.
El Capitán fué a visitar a la señora de Hervés y le expuso sus temores. Ella le tranquilizó, asegurándole que influiría en su marido y pararía los golpes de don Santos.
El Capitán volvió al lado de Eguaguirre diciendo que Kitty era una mujer encantadora.
Unos días después, la señora de Hervés escribía a Thompson una carta rogándole que fuera a verla.
Thompson fué y charlaron largo rato.
—¿Quién es el Capitán?—preguntó Kitty con curiosidad—. Me ha dado la impresión de un hombre extraño, de un personaje de novela.
—El Capitán es un aventurero—contestó Thompson—; un tipo de estos que, en otro tiempo, hubiera sido un condottiere italiano o un compañero de Hernán Cortés en Méjico.
—¿Y usted dónde le ha conocido?
—Yo le conocí en un barco, al dejar Missolonghi. El[58] llegaba de Alejandría, de Egipto; había ido a Missolonghi a verse con lord Byron, y como el lord estaba enfermo, esperaba el desenlace de la enfermedad. Al saber su muerte, se decidió a volver a Occidente y entró en la misma corbeta griega que nosotros. En ella fuimos a Nápoles, donde nos embarcamos en la polacra siciliana, en la que llegamos hasta aquí; el amigo mío, que murió luego en el lazareto, se agravó en la enfermedad; los marineros comenzaron a decir que tenía la peste, y obligaron al capitán del barco a desembarcarlo. Yo no quise abandonar a mi amigo; el Capitán protestó; pero como la tripulación estaba contra nosotros, tuvimos que salir los tres.
—¿Y de dónde es el Capitán?—preguntó Kitty.
—Actualmente, es súbdito inglés; pero creo que ha nacido en España.
Hablaron de otras cosas, y de pronto la coronela dijo:
—Usted es amigo de Miguel Urbina, ¿verdad?
—Sí.
—Y el Capitán, ¿no le trata?
—Muy poco.
—Dígale usted que se haga amigo de él. Yo le quiero mucho a Urbina. Es un corazón excelente. Miguel está enamorado de una muchacha encerrada en un convento de aquí cerca, el convento de Monsant.
—Sí; me ha contado sus amores.
—¡Ah! ¿Le ha contado a usted sus amores?
—Sí.
—Pues yo desearía que ustedes le animaran, le ayudasen para que hiciese algo por esa muchacha, aunque fuese una locura. El quedaría satisfecho, y ella es posible que al verle capaz de una hombrada le quisiera.
—Nada, le animaremos—dijo Thompson—; intentaremos impulsarle a que tome una actitud heroica.
Se despidió Thompson de la señora de Hervés, y por la noche contó al Capitán la conversación que habían tenido y el proyecto de que hablaron.
Puesto que nuestra encantadora amiga Kitty ha hecho a usted esa recomendación—dijo el Capitán—, trataremos de servirla. Amor, con amor se paga. ¿Usted ha comprendido la causa de ese encargo, amigo Thompson?
—No.
—Pues yo se la explicaré a usted. Kitty está enamorada locamente de Eguaguirre y quiere tenerlo seguro; teme alguna veleidad de su amante por esa muchacha encerrada en el convento de Monsant, de que usted habrá oído hablar, que llaman Dolores la Clavariesa, y va buscando que Urbina se case con la Dolores.
—¡Bah! ¿Usted cree en todo lo que se cuenta?
—Conozco la historia en sus detalles—replicó el Capitán—. Al llegar Juanito Eguaguirre al pueblo, había aquí dos mujeres que los poetastros de la localidad llamaban las dos beldades de Ondara: una era Kitty; la otra, una huérfana rica, a quien por haber tenido no sé qué cargo honorífico en el Calvario, llamaban la Clavariesa; Kitty tenía el prestigio de su elegancia, de su cultura, de su aspecto extranjero; la Clavariesa era una mujer hermosa, con la perfección de líneas de una modelo de Praxiteles. Esta Clavariesa era la pupila de un abogado llamado Vicente Fenoller. Fenoller, uno de los[60] grandes hombres del pueblo, es un señor de gran fachenda, abogado elocuente, regionalista entusiasta y católico fanático. Fenoller ha casado a un hijo suyo con una mujer rica, y piensa casar al otro con su pupila la Clavariesa. La tía de la muchacha no es nada partidaria de tal matrimonio.
En este estado de rivalidad entre Kitty y la Clavariesa, vino Urbina, y, a pesar de su timidez y de su apocamiento, fué acogido por las dos rivales con sus más graciosas sonrisas. Urbina, si hubiera sido un hombre valiente y de poca preocupación moral, se hubiera lanzado a galantear a Kitty; pero no tuvo bastante ánimo para ello, y se dedicó a hacer el amor a la Clavariesa, que al principio le correspondió. En tal situación se presentó Eguaguirre en Ondara.
Al primer mes de estar aquí el teniente había dado un escándalo; había ganado y perdido fuertes sumas en el juego, y había tenido un desafío, en el cual hirió gravemente a su adversario.
Eguaguirre comenzó sus amores en Ondara por partida doble: galanteaba a una muchacha del barrio de pescadores y a la coronela. Kitty se divertía con este galanteo, que consideraba inocente. Eguaguirre, que es un egoísta furibundo, se encontraba mal de dinero, y al saber que Dolores la Clavariesa era rica y huérfana, no se cuidó para nada de su amigo Urbina, ni de la coronela, ni de la muchacha del barrio de pescadores, y escribió a Dolores una carta de amor. La Clavariesa le aceptó con gran entusiasmo. Estas permutaciones amorosas fueron la comidilla del pueblo. La coronela se eclipsó, y Urbina hizo lo mismo. Entonces Fenoller, el tutor de la Dolores, advirtió a ésta que Eguaguirre era un perdido, jugador, mujeriego, que no quería mas que su dinero.
—El que no quiere mas que mi dinero es usted—le contestó ella violentamente, y aseguró que no, que no la casarían con otro.
Fenoller cogió a su pupila, y con engaños la llevó al[61] convento de Monsant. Eguaguirre se olvidó al momento de la Clavariesa, y volvió a ser el caballero de Kitty, que le aceptó con todas las consecuencias.
—No comprendo el éxito de Eguaguirre—dijo Thompson.
—Mi querido amigo—replicó el Capitán—; el éxito de Eguaguirre es, como todos los éxitos, un poco fatal y un poco injusto. Hay hombres que tienen disposiciones para amar, para querer, y otros para ser queridos. Hablo desde un punto de vista casi físico, sexual. Eguaguirre es de estos últimos. Ha nacido con la facultad de ser apetecible para el sexo contrario. ¿Cuál es esa facultad? ¿En qué consiste? ¿Cómo la ha desarrollado? No lo sé.
—Encuentro muy problemático lo que usted dice.
—Es que usted cree que las mujeres se enamoran exclusivamente de los hombres puros, angelicales, de los sabios, de los héroes.
—No, no; ya sé que no.
—Entonces estamos en lo mismo. Las mujeres se enamoran de hombres altos y bajos, buenos y malos, raros y vulgares; pero entre éstos no cabe duda que hay unos que, sin saber por qué, hacen mover con más facilidad esa maquinaria de afectos, de deseos, de vanidades, de inclinaciones que hay en una mujer. Esos son los donjuanes, los hombres interesantes, los codiciados... Y uno se pregunta el por qué. ¿Es que estos hombres tienen una perspicacia especial para ver los puntos flacos del sexo contrario? No. ¿Es que comprenden a las mujeres mejor que los otros? Tampoco. Como todos los demás, en estas cuestiones amorosas disparan su flecha con los ojos cerrados; pero, a diferencia de los demás, dan casi siempre en el blanco. Ahora usted dirá: ¿Por qué dan en el blanco? Por la razón sencilla de que la mujer que hace de juez y de árbitro en el juego está dispuesta a creer que para aquel hombre escogido por[62] ella donde dé la flecha estará el blanco. Es la arbitrariedad de la Naturaleza.
—Es posible que sea así—dijo Thompson—; yo, la verdad, no le encuentro nada extraordinario a Eguaguirre.
—¡Usted qué le va a encontrar! Ni yo tampoco. Son las mujeres las que le encuentran algo especial. Es la mirada impertinente, es la flema, es el desdén... Quizá le agradecen vivir exclusivamente para ellas, cosa que a la larga debe ser aburrida. El caso es que Eguaguirre es un Tenorio y que nuestra encantadora Kitty quiere favorecer los amores de Urbina y de la muchacha encerrada en Monsant para tener la exclusiva de su Tenorio.
—Sí, sí, es posible, y lo siento. La verdad, no creo que Eguaguirre valga la pena de tantos cuidados.
—Amigo Thompson. Está usted hablando como un niño. ¿Es que va usted a pretender que las mujeres no tengan derecho a enamorarse de los imbéciles y de los egoístas? ¿Es que les va usted a privar de ese sacrosanto derecho? Pues entonces les va usted a cercenar la vida. Es la fruta que más les ilusiona.
Y el Capitán se rió, frotándose las manos alegremente.
Thompson quedó algo preocupado con las palabras del Capitán, y como no quería ser un negador sistemático, intentó estudiar a Eguaguirre.
No encontró en el joven teniente nada que le sorprendiera. Era de una inteligencia menos que mediana, de una cultura casi nula, orgulloso, sombrío, con una gran fe en sí mismo. Quizá ésta era una de sus fuerzas. Otro atractivo podía tener el oficial para las mujeres, y era que su vida parecía próxima a una tragedia, a una catástrofe.
El egoísmo de Eguaguirre era monstruoso. Kant, en su antropología práctica, encuentra que hay tres clases de egoísmo: el egoísmo lógico, el estético y el práctico.
El egoísmo lógico juzga sin tener en cuenta el juicio[63] ajeno; el estético, se contenta con su gusto, sin hacer caso de la opinión general, y el egoísmo práctico subordina todo lo del mundo a la vida de uno.
Eguaguirre tenía algo del egoísmo lógico y del estético; pero el que le poseía por completo era el egoísmo práctico. Sentía desdén por la gente, creía despreciar a todo el mundo, lo cual no era obstáculo para que fuera capaz de exponer la vida para que los demás, una turba de imbéciles, según él, no creyesen que alguna vez él, el teniente Eguaguirre, pudiera quedar mal en un asunto cualquiera.
El Capitán, siguiendo la indicación de Kitty, se hizo amigo de Urbina, quien le contó sus amores.
—Amigo Urbina—le dijo el Capitán—, ¿usted está enamorado de verdad de esa chica?
—Sí.
—¿De verdad, de verdad?
—Sí, hombre, sí.
—¿Sería usted capaz de raptarla del convento de Monsant si ella quisiera?
—No creo que fuera muy fácil.
—Lo facilitaremos. Todo es cuestión de tener voluntad.
—¡Ah! Si fuera posible, con mil amores.
—Tiene usted que hacer algo extraordinario para influír en la imaginación de su dama Urbina—dijo el Capitán—. Kitty nos ayudará.
—¿Querrá?
—Sí.
Fueron a visitar a la coronela, Urbina, Thompson y el Capitán. Le explicaron la idea, como si no hubiese partido de ella, y se comenzó a estudiar el proyecto.
Primeramente era necesario hacer una visita al convento de Monsant.
Kitty dijo que ella era amiga de la superiora y que le escribiría pidiéndole permiso para hacerla una visita.
—Esto es lo primero que hay que resolver—dijo el Capitán—; luego, ya veremos si a Urbina, al ver a su novia se le ocurre una inspiración genial que haga gran efecto en el corazón de su amada.
—¿A mí? ¡Ca!—exclamó Urbina—. No se me ocurrirá nada.
—Bueno, no se asuste usted tan pronto, Urbina—dijo Kitty—. Usted no llevará la dirección del asunto, y no será usted responsable del éxito o del fracaso de la empresa. El Capitán será nuestro director, el Próspero de nuestra isla.
—El Capitán no creo que haya leído La Tempestad, de Shakespeare—replicó Thompson—, ni que se haya hecho cargo de la alusión de usted; pero yo, que la he leído, afirmo que nuestro Próspero es de lo más maravilloso que puede ser un Próspero solamente humano.
—No me den ustedes fama antes de ver los resultados—replicó el Capitán—. Con el éxito aceptaré los aplausos.
Una semana después Kitty le dijo al Capitán que había recibido una carta de la superiora diciéndola que podían ir a visitar el convento cuando quisieran.
—Muy bien.
—Iremos unos cuantos—dijo la coronela.
—¿Quienes vamos a ir?
—El doctor y su mujer, Urbina, Thompson, usted y yo.
—¿Y Eguaguirre?—preguntó el Capitán, indiferente.
—No—contestó ella, mirando con atención al Capitán, para ver si en la cara de éste se reflejaba algún pensamiento malicioso.
El rostro del Capitán estaba impasible.
—¿Cómo haremos el viaje?—preguntó Thompson.
—Otras veces hemos salido de Ondara al amanecer. Embarcamos aquí, hasta un pueblecito que está a dos[67] horas de distancia, donde suele esperar una tartana. Como vamos a ir más gente que de costumbre, mandaremos que saquen unos caballos. A media tarde, o al anochecer, podemos estar de vuelta.
—¿De manera que usted ha estado ya en el convento?—preguntó el Capitán.
—Sí. Dos veces.
—Dígame usted cómo es.
—¿Qué quiere usted que le diga?
—Hágame usted una descripción de él: si es grande, si es chico, si tiene un jardín, si no lo tiene, cómo está emplazado, etc.
Kitty hizo una descripción del convento, todo lo detallada que pudo. El Capitán no se fijó mas que en dos detalles: en que al lado del monasterio se cortaba la tierra, hacia el mar, en un acantilado muy alto, y en que había muchas palomas.
—¿De manera que hay palomas?—preguntó varias veces.
—Sí, muchas; tanto, que las venden.
—¡Ah, las venden! Ya tenemos un pequeño dato—dijo el Capitán—. Y el acantilado, ¿cómo es?
Kitty no recordaba bien cómo era, y no pudo contestar con precisión a esta pregunta.
—Otra cosa—preguntó el Capitán—. ¿No tiene usted un anteojo?
—Sí.
Kitty llamó a un criado, que vino con un anteojo, y el Capitán estuvo mirando con él, observando la costa y la ensenada de Monsant, de la cual no se veía mas que la entrada.
Después llegó Eguaguirre, y Thompson y él se retiraron.
Se fijó como día de marcha un domingo, y por la mañana, antes de amanecer, estaban todos los que formaban la expedición en el muelle.
El capitán de Llaves había mandado echar el puente levadizo, en la puerta de la Marina, más temprano que de costumbre, y acompañaba a los expedicionarios, que formaban un grupo...
Era la hora anterior al alba; la hora del despertar de los puertos y de los barrios de pescadores; la hora que los antiguos representaban como una muchacha con alas, vestida con una túnica de color violeta pálido y acompañada de una lechuza de color de crepúsculo. El cielo, estrellado, estaba aún negro; la Osa Mayor se inclinaba hacia el mar, que florecía en fosforescentes espumas, y en el pueblo comenzaban a cantar algunos gallos madrugadores, que presentían la aurora.
Había, en la popa de una barca atracada al muelle y sujeta por una maroma, un farolillo que se balanceaba.
En esta barca, la Joven Rosario, iban a partir Kitty y sus amigos para Monsant.
Dos marineros, ayudados por los soldados de la guardia de la puerta de la Marina, pasaron de una mano a otra unos cuantos fardos y varios cestos de provisiones por la escotilla al interior de la bodega del falucho. Embarcaron luego los pasajeros; se acomodaron en los ban[70]cos, a popa, sobre la cubierta, y la Joven Rosario se separó del malecón y comenzó a alejarse a fuerza de remos, haciendo un ruido de chapuzones en el agua.
—¡Adiós! ¡Divertirse!—dijo el capitán de Llaves desde el muelle.
—¡Adiós! ¡Adiós! Hasta la vuelta—contestaron los viajeros.
El falucho era ancho y pesado; los tripulantes, cuatro: dos marineros, el patrón y un grumete.
Hacía un viento fresco; el relente de la noche dejaba la ropa humedecida. El agua parecía tan cuajada como el cielo de estrellas, que iban siguiendo a la barca, palpitando y temblando sobre las olas sombrías, que pasaban por encima del abismo negro del mar...
De pronto comenzó a rechinar una garrucha agriamente; la gran vela latina se extendió, como una claridad fantástica, en el aire de la noche, que tenía ráfagas turbias de luz; dió un latigazo, se inclinó la barca por una de sus bordas, y comenzó a marchar de prisa, abriéndose paso entre remolinos de espuma... El horizonte aclaraba por instantes; las estrellas palidecían. Unas nubecillas grises, azuladas, habían invadido el cielo por Levante, y estas nubecillas fueron enrojeciéndose hasta que el sol hizo su salida triunfal, rasando con su luz dorada las crestas espumosas de las olas.
Las nubes se fueron esparciendo por el cielo en grandes copos rojos, que se subdividieron y concluyeron por deshacerse.
El grumete, que corría a proa con los pies desnudos, se puso a cantar, con voz atiplada:
—¡Silencio!—le gritó el patrón severamente.
—Déjele usted cantar—exclamó Kitty—; lo hace muy bien.
El muchacho siguió con su canción, cambiando de voces con mucha gracia.
Ya la luz de la mañana alumbraba el mar, y los viajeros se veían unos a otros.
Kitty iba muy sonrosada y elegante con un chal y una capucha que le cubría la cabeza; la mujer del médico comenzaba a ponerse pálida, algo mareada; Urbina estaba preocupado; el Capitán, silencioso, y el doctor y Thompson se entretenían en hacer cabriolas y gansadas, exponiéndose a caerse al agua.
Al alejarse a una distancia de un par de millas del puerto oyeron la diana que tocaban los tambores y cornetas en el castillo de Ondara.
Se volvieron todos a mirar hacia atrás. El castillo brillaba como una ascua. Parecía fundido, incendiado por el sol; el pueblo estaba todavía en la sombra, y únicamente un rayo de oro daba en la cúpula de la iglesia, que centelleaba con mil reflejos.
Poco después se oyeron varios cañonazos.
Se veía el humo blanco de la salva, que manchaba el aire azul, formando una nube redonda, y unos segundos más tarde sonaba el estampido.
—La Naturaleza tiene también cosas cómicas—dijo el Capitán—. Esa diferencia de rapidez entre la luz y el sonido hace un efecto grotesco.
—¿Tampoco quiere usted estar conforme con la Naturaleza?—preguntó Kitty, riendo.
—Tampoco.
En esto se izó la bandera en el castillo de Ondara, que comenzó a brillar al sol.
—¡Hurra! ¡Hurra!—gritó Thompson, agitando su sombrero en el aire.
—No me ha parecido bien ese hurra cosaco, Thompson—dijo burlonamente el doctor—. ¿Ustedes qué opinan?
—La verdad es que ese grito del Norte en pleno Mediterráneo parece intempestivo—contestó Kitty.
—Completamente intempestivo—dijo el Capitán.
—Yo creo que el eco ha protestado con indignación—añadió el doctor.
—¡Qué duda cabe!—repuso el Capitán—. Yo mismo he visto un delfín que se ruborizaba al oír esa exclamación salvaje.
—No se esfuercen ustedes más, amigos míos—exclamó Thompson—, en convencerme que he hecho mal. Tienen ustedes razón. Había perdido la noción geográfica, se me había confundido en la cabeza el paralelo. Pero ahora estoy orientado, he encontrado la aguja de marear y creo que a este grito no tendrán ustedes que poner ninguna objeción.
—Vamos a ver—dijo el doctor.
—¡Evohe! ¡Evohe!—gritó Thompson desaforadamente—. ¡Eh! ¿Qué tal? ¿Tengo aire clásico?
—Parece usted un Sileno—dijo el doctor.
—¡Evohe! ¡Evohe!—repitió Thompson.
—Va usted hacer zozobrar la barca con sus gritos báquicos—exclamó el Capitán.
—Me callaré; pero ustedes confiesen que este ¡Evohe! ha estado muy bien.
—Yo lo confieso—dijo el Capitán—; la prueba es que el delfín, que iba antes avergonzado y triste con sus hurras, me ha hecho una seña de amistad y ha sonreído.
Hacía poco viento y tardaron dos horas en desembarcar en Alba, un pueblecito de la falda del Monsant.
Era el pueblo pequeño y blanco; se destacaba en el cielo azul intenso, colocado sobre un acantilado calcáreo de poca altura, rodeado por un arenal. Brillaba esta pared como si fuera de mármol veteado y manchado por algunas plantas trepadoras. Encima se alineaban casas blancas, cuadradas, como dados, sin alero, que refulgían al sol.
Al pie del acantilado se extendía la playa, llena de algas de aspecto haraposo.
La barca se acercó y encalló en el arenal.
Veíase éste en aquel momento lleno de gente; unos arrieros de pueblos de alrededor compraban y cargaban pescado en carros pequeños, y con tal motivo había gran movimiento de ir y venir.
Los viajeros, dirigidos por Kitty, cruzaron por entre los pescadores, salieron a una calle del pueblo y entraron en la posada.
—¿Qué hora es?—preguntó Kitty.
—Las ocho.
—Entonces tenemos que esperar una hora a que vengan la tartana y los caballos.
Salieron todos a una galería del mesón que daba hacia la playa.
Al lado del mar había un conjunto de chozas, unas de paja, otras de tablas, en cuyos cobertizos y tejados se amontonaban cuerdas de esparto. Entre barca y barca se secaban al sol las ropas de los marineros. Los chicos y las mujeres cavaban con la azada pequeños canales en la arena, para que las barcas que partían se deslizasen hacia el mar, y ayudaban a subir a las que llegaban, tirando de una cuerda que pasaba por dos poleas.
A las nueve en punto, la moza del mesón avisó que estaban la tartana y los caballos en la puerta, con el asistente de Urbina.
Kitty notó en aquel momento que el Capitán llevaba en la mano un bulto cuadrado cubierto de tela.
—¿Qué lleva usted ahí?—le dijo.
—Es un secreto.
—¿No lo puedo yo saber?
—Sí; es una jaula. Póngala usted en el coche, ya le diré a usted luego para qué es.
Las señoras y el médico subieron en la tartana; los demás, en los caballos, y se dirigieron todos por una[74] rambla llena de polvo, y después por una cuesta pedregosa, a escalar la parte alta de un acantilado, por donde corría un camino de herradura. Este camino, la Volta del Rosignol, iba rodeando el monte hasta dominar la ensenada del Monsant, una ensenada casi redonda con un islote en medio, el islote del Farallón. A un extremo de la ensenada estaba el convento.
Al llegar sobre la altura y comenzar el descenso del camino, el caballo de la tartana salió con un trote descompasado, agitando la collera y un cucurucho de cascabeles que llevaba fijo en ella y que sonaba estrepitosamente en la marcha.
Los jinetes picaron la espuela a sus caballos, y en hora y media estaban todos en el convento.
Era un magnífico lugar aquel en donde se asentaba el monasterio. Se hallaba en una alta explanada del Monsant, al borde mismo del acantilado de la costa; tenía delante un bosquecillo de olivos; encima de éste, un pinar, y más arriba, cimas ásperas y pedregosas; abajo se extendía el mar, en cuya superficie luminosa se dibujaba la sombra del islote. Al acercarse al convento, por la Volta del Rosignol, se veía, primeramente, la torre por encima de los viejos y mugrientos tejados, entre los cipreses del camposanto; luego se abarcaba todo el conjunto del edificio, circundado por una muralla con aspilleras y rejas. Dentro de esta muralla se encerraba la iglesia, la vivienda, el jardín y el claustro.
Entre el convento y el bosquecillo de olivos había un raso ancho y empedrado, con una cruz de piedra en medio.
En aquel momento, un mendigo, envuelto en una anguarina parda, dormía al sol.
Llegaron la tartana y los caballos a la plazoleta; se detuvieron y bajaron los viajeros.
Un arco de la muralla entre dos columnas, con una puerta claveteada y pintada de azul, daba acceso al primer patio. En el fondo de éste se levantaba la iglesia, una fachada barroca con guirnaldas y grandes tejas con celosías. Encima de la puerta, contorneada por una moldura retorcida de piedra, había una hornacina[76] con una Virgen antigua esculpida por algún artista gótico, y a los lados de ella se destacaban dos grandes escudos coloreados. La fachada remataba en una torre adornada con varios jarrones y tres campanas.
En el patio, los arrayanes decrépitos y mal cortados trazaban un rectángulo, y en medio de éste se levantaba una gran taza de mármol, musgosa, olvidada y triste, que en otro tiempo debió de estar embellecida y animada por el chorro vivo de un surtidor de agua clara.
Kitty y los amigos atravesaron el patio y se acercaron a la iglesia.
—Thompson y yo esperaremos aquí un momento—dijo el Capitán—, luego entraremos.
Kitty, con la mujer del doctor, el doctor y Urbina, pasaron al patio, y Thompson y el Capitán quedaron fuera con el asistente de Urbina y el tartanero.
—Oye, muchacho—le dijo a éste el Capitán.
—¿Qué quiere usted?
—Pasa por ahí y llama al jardinero o al portero, y dile a cualquiera de ellos que te venda dos palomas, y pregúntale si todas las semanas podrán vender otras dos.
—Bueno.
—Toma—y el Capitán le alargó unas monedas.
—¿Ya, cuidarán ustedes de la tartana?
—Sí, estaremos aquí.
El tartanero entró en el convento y volvió al poco rato con dos palomas grises.
—¿Qué han dicho?—preguntó el Capitán.
—Que venderán todas las que se quieran. Ahí tiene usted la vuelta.
El Capitán dió una propina al muchacho y cogió las dos palomas, las examinó, las encerró en la jaula y ésta la dejó dentro de la tartana.
—¿Qué vamos a hacer ahora?—preguntó Thompson.
—Yo voy a entrar—dijo el Capitán—; usted se queda aquí, inspecciona esto y me hace un pequeño plano del conjunto del edificio y de sus alrededores.
—¡Pero entonces no voy a ver el convento!
—Y a un luterano como usted, ¿qué demonio le importa ver un convento de papistas?
—¿Y el arte?
—¡Qué arte! No sea usted amanerado, Thompson. ¿No es una obra de arte el intentar, como intentaremos nosotros, si se puede, robar una señorita de un convento? Le creía a usted superior a esas supersticiones.
—No he dicho nada. Es usted el Capitán y le obedezco.
—Bueno. Hasta luego entonces.
Entró el Capitán en el patio, lo recorrió y pasó a la iglesia, y después al claustro. Aquí se reunió con Kitty y sus amigos, que estaban en compañía de la superiora y de una mujer de una belleza espléndida, vestida de negro. Era la Clavariesa. La Clavariesa hablaba con Kitty, al parecer, come con una amiga íntima.
Precediéndolos a todos iba un sacristán cojo, vestido con una túnica negra y armado de un llavero, abriendo puertas.
El Capitán se acercó a Urbina y le preguntó, señalando a la Clavariesa:
—¿Es la novia de usted?
—Sí.
—La puede usted decir unas palabras?
—Sí.
—Dígale usted que una paloma gris que llegará el domingo, por la mañana, a las doce del día, le traerá noticias de Ondara y de usted.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Usted dígaselo en seguida. Que espere la llegada de la paloma.
Urbina, apretado de cerca, dió el encargo a la Clavariesa.
Siguieron todos visitando el convento.
Mientrastanto, Thompson tomaba notas y apuntes desde fuera.
Comenzaba a hacer calor; la luz cegaba y el tiempo invitaba a la pereza. Las cigarras llenaban con su chirrido el silencio del campo.
Thompson no sabía el propósito definido del Capitán. Hizo primero un croquis de los alrededores del convento y de la cima del Monsant, que tenía en uno de sus cabezos una atalaya derruída, del tiempo de los moros.
Después dibujó el conjunto del monasterio desde la Volta de Rosignol, con sus grandes tapias, su arco de entrada, su torre, sus tejados musgosos y sus cipreses negros y afilados.
Luego, abandonando el camino y alejándose de la costa, subió a un bosquecillo de olivos. Estos árboles centenarios, negros y retorcidos, parecían pulpos monstruosos de muchos brazos y de muchas manos que iban ascendiendo penosamente la montaña.
Desde aquella altura se veía la huerta del convento con una gran alberca cuadrada, en la que el agua negra verdeaba. Detrás de los perales y de los melocotoneros asomaban los cipreses melancólicos del cementerio, como detrás de la vida aparece la muerte. Sobre el mar azul revoloteaban algunas gaviotas y sobre la tierra, algunas palomas.
Thompson dejó el bosquecillo de olivos y subió por un pinar hasta la parte alta de una cima, desde donde se dominaba la costa al prolongarse hacia el norte. Al principio quedó extrañado; enfrente brillaba un peñón calcáreo erguido sobre una playa. El sol le arrancaba unos reflejos tan extraños que aquella roca gigantesca, blanca, roja y amarilla, parecía el fantasma de un monte vigía del mar azul.
Thompson estuvo contemplando aquella roca un momento para cerciorarse de que tenía realidad; luego temió quedar retrasado, cruzó el pinar y el bosque de los olivos y bajó a la puerta del monasterio.
Serían las once cuando los visitantes de Monsant salieron al patio.
—¿Y por qué no ha entrado Thompson?—preguntó Kitty.
—Tenía que hacer un encargo mío—repuso el Capitán.
—¡Qué egoísmo! ¿Por qué no lo ha hecho usted?
—Es que él sabe más geología que yo, y necesitaba examinar unas piedras. Además de que los aires papistas no convienen a los luteranos.
—No diga usted papistas. ¡Qué horror!
—¿Es usted ferviente católica, Kitty?
—Lo más ferviente que puedo.
Entraron unos en la tartana, montaron los otros a caballo y volvieron al mesón de Alba, a comer.
—¿Qué le ha parecido a usted la Clavariesa?—preguntó Kitty al Capitán.
—Muy bien; una mujer espléndida.
—Cuando estaba en Ondara querían encontrar rivalidad entre ella y yo. ¡Qué tontería, verdad!
—¡Sí!; hay demasiada diferencia entre ella y usted—dijo el Capitán.
—¿Verdad?
—Enorme.
—¿Tanta, tanta, cree usted?
—Es como comparar una estrella, no con un gusano de luz, huyamos de las exageraciones, como comparar una estrella de luz propia con un planeta.
—¿Y ella es la estrella de luz propia?
—No, la estrella es usted.
—Gracias, Capitán, es usted muy galante.
—Es usted como esas estrellas pequeñas, brillantes, intensas, que lanzan una mirada que vibra en el aire.
Kitty tomó un aspecto mixto de coquetería y de tristeza.
—Me gustaría saber, la verdad, lo que piensa usted de mí—dijo.
—Lo que siento de usted. Sencillamente, que es usted una mujer admirable.
—Se quiere usted reír de mí.
—No, no. Es usted una mujer encantadora.
—Con eso quiere usted decir que soy loca, temeraria... ¿verdad?
—¿Y quién no lo es? Solamente las gentes mezquinas saben hacerse un escudo con los lugares comunes y las preocupaciones generales para vestir su mezquindad. La poca gente noble que hay en el mundo, esa va a pecho descubierto; si le hieren de un flechazo, la flecha penetra hasta el corazón; si va por un precipicio y se desliza, la caída es hasta el fondo...
—Me da usted miedo—dijo Kitty—, debe usted odiar a la sociedad.
—La odio... y la desprecio—contestó el Capitán en tono sombrío.
—Pero sin sociedad, ¿cómo podríamos vivir?
—No sé; ni me importa pensarlo.
—Es necesario que haya leyes.
—Sí; así al menos hay la satisfacción de violarlas—replicó el Capitán en tono sarcástico.
—Y de Eguaguirre, ¿qué piensa usted?
—¡Eguaguirre!... Tiene un perfecto egoísmo a cubierto de todo ataque. Garitas, baterías, hornabeques, galerías cubiertas: su fortaleza es inexpugnable. No se perderá por amor al prójimo.
—¿Tan malo le cree usted?
—No; malo, no. Egoísta, frío, petulante. Tiene grandes condiciones de conquistador.
Kitty escuchó nerviosa y demudada. Al tranquilizarse un poco dijo:
—¿También tiene usted mala opinión de Urbina?
—No. ¡Ca! Urbina es un santo varón. Entre hacer de víctima o de verdugo, preferirá hacer de víctima; entre ser martillo o yunque, elegirá ser yunque. Yo le respeto y le reverencio, y si llega su martirologio le dedicaré un recuerdo y una piadosa lágrima.
Comieron en el fonducho de Alba y, después de pa[81]sar un rato de sobremesa y esperar a que transcurrieran las horas calurosas de la tarde, marcharon a la playa y entraron en la Joven Rosario.
El asistente de Urbina y el tartanero fueron a Ondara por tierra, dando una gran vuelta.
Kitty, que se había sentado a popa, se fijó en el envoltorio que llevaba el Capitán.
—No me ha dicho usted para qué es la jaula—dijo.
—¿Y quiere usted saberlo?
—Sí.
—Pues llevo aquí dentro dos palomas.
—¿En dónde las ha cogido usted?
—¿Cree usted que las he robado? No. Comprendo que hubiera estado más en carácter robándolas; pero me he contentado con comprarlas en el monasterio.
—¿Y para qué las quiere usted?
—Una de ellas servirá para llevar la carta que nuestro amigo Urbina escribirá a su amada.
—¡Qué idea! Pero tendría que estar advertida la Clavariesa.
—Lo está.
—¿Y la contestación?
—Yo supongo que se necesitarán dos cartas para que haya contestación. Si la muchacha se aviene a entrar en correspondencia con Urbina, se le enviarán palomas del castillo, de regalo, que desde el momento que las suelte volverán a su palomar.
—¡Bravo! Es usted un hombre de recursos, Capitán.
Se desembarcó en Ondara al anochecer, y el Capitán y Thompson se fueron a la fonda de la Marina.
Por la noche, los dos dijeron a Urbina que podía escribir una carta a la Clavariesa, que iría al convento llevada por una paloma.
Urbina, al saberlo, quedó intranquilo y nervioso, y se puso hacer borradores, que consultó con Thompson, a quien consideraba hombre más susceptible de sentimentalismo que el Capitán.
Dos días después había que enviar la paloma mensajera. Se leyó la carta definitiva, que se sometió al juicio de Kitty. Kitty hizo algunas observaciones de psicología femenina muy agudas, que Urbina atendió, y por la mañana del domingo subieron Urbina, Thompson y el Capitán al Mirador del castillo. Kitty tomó entre las manos una de las palomas y estuvo acariciándola. Según Thompson, era un ejemplar de la Columba Tabellaria. Esta clase, de pequeño tamaño, es de gran instinto viajero. El Capitán cogió la carta de Urbina, la dobló y la ató con una cinta en el ala de la paloma. Luego Kitty dejó el ave mensajera en el pretil del Mirador. La paloma dió unos pasos a un lado y a otro, después se lanzó al aire, trazó una gran curva para orientarse, se dirigió como una flecha hacia Monsant, y desapareció.
—He escrito una tontería—dijo Urbina—. Va a creer que soy un imbécil.
—Ya no puede usted recoger la carta del correo—exclamó el Capitán burlonamente.
—Se va a reír de mí.
—¡Qué se ha de reír!—exclamó Kitty.
—¿Cree usted que no?
—No. Claro que no. Es usted el hombre más notable que he conocido en mi vida.
—¿Cómico? ¿Grotesco?
—No. Delicado. Un carácter bueno, generoso.
Urbina, en un arranque de emoción, se acercó a Kitty y le cogió la mano con intención de besársela; luego no se atrevió y quedó en una actitud de perplejidad triste.
Al día siguiente Kitty escogió una paloma con pintas del palomar del castillo, la metió en una jaula, puso en un cartón atado el nombre de la Clavariesa e hizo que se la llevara un cosario que recorría los pueblos de la costa y que pasaba por Alba y por el convento de Monsant.
A los dos días la Clavariesa contestaba, y Urbina estaba loco de contento.
El Capitán, a quien habían asegurado que no corría el menor peligro de ser detenido, decidió quedarse en Ondara hasta el final de la aventura de Urbina.
Los amores de Kitty y Eguaguirre seguían en el mismo estado de amable galanteo; la gente sospechaba; pero nadie tenía un indicio claro de la intimidad de los amantes.
A las dos semanas de cruzarse cartas entre la Clavariesa y Urbina, el oficial, por consejo de sus amigos, se puso al habla con la tía de su novia.
Esta señora recibió a Urbina muy amablemente, y le dijo que Fenoller, el tutor, no cedería de ninguna manera mientras tuviera poderes. Había decidido que Dolores se casara con su hijo, y esta solución le parecía, porque le convenía a él, tan buena, que no aceptaba otra.
El despotismo de Fenoller había producido tal protestes y oposición en la tía de Dolores, que estaba deseando encontrar cualquier medio para chasquear al despótico tutor.
Urbina, al ver lo bien dispuesta que se hallaba aquella señora, pensó que debía hacer un gran esfuerzo.
Consultó con su amigo Thompson y después con el Capitán.
—¿Usted cree que ella estará dispuesta a escaparse con usted?—le preguntó el Capitán.
—Yo creo que sí.
—Pregúnteselo usted claramente. Si acepta organizaremos en seguida el plan de evasión.
—Creo que aceptará.
—Pues nada ¡adelante!, como decía el general Blücher cuando se ponía la pipa en la boca y un sombrero de mujer en la cabeza. Thompson y yo prepararemos el rapto. Usted se queda en el pueblo. Fenoller parece que vigila a Eguaguirre, pero no a usted. Si supiera que faltaba usted de aquí comenzaría a sospechar. Usted obtenga la contestación categórica de la chica. Le dice usted que su tutor no cede y que la tía está de acuerdo con usted.
—Eso haré.
—Y mientrastanto nosotros estudiaremos el terreno.
—¿Qué van ustedes a hacer?
—Como yo supongo que por tierra no se puede intentar nada, alquilaremos un falucho por un par de semanas y reconoceremos los alrededores del convento.
—Yo les cederé Roque, mi asistente. Es listo como un diablo.
—Lo conozco. Necesitaremos tres o cuatro hombres más.
—Eso se encuentra fácilmente.
—Sí; creo que sí. Pongámonos de acuerdo. Nosotros, de todas maneras, alquilamos el falucho; si no se puede emplear en la evasión, se perderá el dinero, y nos pasearemos.
—Bueno; no importa.
—En seguida que nos hagamos con el falucho inspeccionaremos la costa y veremos las posibilidades de la empresa; usted, mientrastanto, habrá escrito a su novia y recibido la contestación. ¿Que ella acepta? Pues le comunica usted en seguida el plan de fuga con todos los detalles; pide usted una licencia de un mes o[85] de dos, rapta usted a la muchacha, se casa usted, y laus Deo.
—Haremos todo lo posible para que la cosa salga bien—dijo Urbina.
—Usted no hable ni a sus amigos íntimos del proyecto.
—No; no los tengo.
—La cuestión es llevar el asunto con el mayor sigilo, que no haya posibilidad de una sospecha, y luego realizarlo con rapidez.
Thompson fué el encargado de buscar la barca, y tras de dar muchos pasos inútiles, encontró un contrabandista de mala fama, que vivía en la punta del faro, que se avino a alquilarle su falucho con cualquier objeto.
Este contrabandista, el Farestac, de apodo, era hombre fornido, de mediana estatura, silencioso, negro por el sol, la cabellera roja, que le salía por debajo del gorro colorado y le caía sobre los hombros; las barbas grandes, cobrizas y enmarañadas, el pecho de oso y las manos peludas. El Farestac vivía con su madre, una mujer también roja y también selvática, en una casucha próxima al mar, medio cueva, medio cabaña.
El Farestac era un solitario, un insociable; necesitaba espacio, soledad, olas, espumas, huracanes. Este delfín misantrópico, a pesar de su violencia, tenía mucho de contemplador y de quietista. Dionysios no hubiera encontrado para sus fiestas un sátiro, un sileno, un egipan, en cuya mirada ardiera un fuego tan intenso y tan salvaje.
El único amigo y compañero del Farestac era el Rabec, viejo pescador andrajoso, de cara bronceada y llena de arrugas, la nariz de cuervo y el gorro rojo y agujereado.
El Rabec tenía varias cicatrices, una oreja cortada y en la íntegra un anillo de plata.
El Rabec era malhumorado y sarcástico, y gozaba[86] fama de mala sangre. Su risa, su raílla, era siempre cruel y sangrienta.
El Rabec tenía un perro de aguas, el Dragó, feo, sucio e inteligente.
En la barca del Farestac, que se llamaba la Sargantana (la lagartija), servía de grumete Pascualet, un muchachillo morenito y ágil como un mono. La Sargantana del Farestac no era una barca limpia y bien cuidada, sino una barca abandonada y harapienta. En su casco se veían mapas de desconchados de su pintura verde, y sus velas estaban llenas de remiendos de varios colores.
La Sargantana no era un lacértido respetable, sino una lagartija bohemia y vagabunda, que conocía las sendas del mal mejor que las del bien.
Una tarde, al anochecer, Thompson con sus acólitos, el Farestac, el Rabec y el grumete, llegaron a Ondara; el inglés desembarcó y avisó al Capitán que para el día siguiente, por la mañana, iban a salir.
Les faltaba un botecillo, que alquilaron, y al otro día, al alba, los argonautas de Ondara salieron en la Sargantana, en dirección del Monsant. Llevaban una escalera, dos azadas, un pico, cuerdas y unas cestas con comestibles.
Hacía un viento vivo; el falucho marchaba rápidamente, con la vela grande y el foque inflados por el viento, haciendo murmurar las aguas que cortaba con la proa y dejando una estela de remolinos espumosos.
Doblaron la punta del Monsant, terminada en un amontonamiento de grandes rocas que formaban una cueva abierta por ambos lados; entraron en la ensenada y se dirigieron, en línea recta, hacia el islote del Farallón.
El islote brillaba al sol, seco, como un trozo de lava, amarillo y rojo, lleno de rajaduras y de agujeros, sin una mata de verde en los resquicios. Uno de sus lados estaba cortado a pico; el otro se alargaba en una roca[87] horadada, que formaba un arco, por debajo del cual pasaban las olas.
Dieron la vuelta al islote, que desde algunos sitios, al reflejar el sol, parecía un témpano de hielo; acercaron el falucho, a golpes de remo, hasta un canal angosto, entre grandes piedras, y lo encallaron. El Dragó, el perro de Rabec, fué el primero que saltó a tierra y subió a la parte alta del Farallón, espantando a una nube de gaviotas que tenían allí su nido.
Había, arriba, una pequeña explanada en cuesta cubierta de esqueletos de aves.
Thompson y el Capitán subieron a la explanada y se tendieron a contemplar la costa.
Brillaba el mar, como una roca azul de diversos matices, bajo el esplendor del cielo inflamado. El aire estaba tibio, impregnado de esencias salobres. Un delfín jugueteaba entre las olas.
—Vamos a estar aquí hasta mañana por la mañana—dijo el Capitán—en que haremos un reconocimiento en el bote. Ahora, cada cual puede elegir el entretenimiento que quiera.
—¿Hay tantos?—preguntó Thompson.
—Se puede dormir, pescar, jugar, bañarse...
—¿Y usted qué va a hacer?
—Yo me voy a dedicar a la investigación y a la reflexión.
El Capitán sacó su anteojo y se puso a contemplar la costa y la ensenada del Monsant, que parecía estrechar entre sus brazos el islote.
El acantilado, en cuya cumbre estaba el convento, comenzaba en la playa de Alba; luego seguía como un zócalo por debajo del pueblo, e iba elevándose, al alejarse de él, hasta tomar gran altura y terminar en una punta rocosa.
Al comienzo, este acantilado era liso, calcáreo, sin hendiduras; de lejos parecía de mármol; luego, al aumentar en elevación, la pared que formaba se convertía[88] en un peñascal, con desigualdades, con senos, en donde penetraba el mar y trozos del monte desprendidos que avanzaban en el agua, sembrándola de arrecifes. En algunos sitios, el suelo rojo mostraba sus entrañas desnudas y sangrientas.
Al lado contrario de Alba, detrás de la otra punta de la ensenada, se erguía a orilla del mar una roca, que parecía de piedra pómez por lo blanca y lo seca.
—¡Qué extraña mole!—exclamó Thompson—. El otro día la miraba desde lo alto del Monsant, y se me figuraba una nube iluminada por el sol.
—Si parece un azucarillo—dijo el Capitán, poco dispuesto a maravillarse.
Desde allí, el convento se presentaba muy en alto; no se veía de él mas que el cementerio con sus cipreses blanquecinos por el polvo, una torre cuadrada, con una galería con matacanes, adornada por una parra, y una muralla con aspilleras, que bajaba en zig-zag hacia el mar.
El convento tenía, mirado desde el islote, un aire belicoso y altivo.
A la derecha del monasterio se veía la mancha obscura del olivar, y luego, pinares que iban reptando cada vez más claros, hasta desaparecer en la parte rocosa y desnuda del monte. En un extremo, en uno de los cabezos, aparecía una atalaya del tiempo de los moros con un resto de muralla agujereada y rota.
—¿Quién conoce bien estos sitios?—preguntó el Capitán a Thompson.
—El Farestac.
—¿Quién es el Farestac?
—El patrón de la Sargantana; ese de las barbas rojas.
—Es un pirata. ¡Qué tipo! Dígale usted que venga.
El Farestac, que estaba preparando el almuerzo en compañía del Rabec y del grumete en un hornillo de hierro, subió a lo alto del islote.
—¿Qué quiere usted?—preguntó en un castellano rudo al Capitán.
—Siéntate aquí—le dijo el Capitán—¡compañero!—y le dió una palmada en el hombro.
—¿Compañero de qué?—preguntó el Farestac con tono burlón.
—De piratería. Tú eres un pirata, ¿verdad?
—¿Yo?
—Si no lo eres en grande, no es por falta de ganas, Farestac. Tu barco destila contrabando y piratería.
—¿Y el barco de usted?
—Yo no tengo barco—replicó el Capitán—; soy un pirata de monte. Siéntate; somos lobos de la misma carnada.
El Farestac se sentó, mirando al hombre con sorpresa.
—¿Conoces esta tierra que está delante de nosotros?—dijo el Capitán.
—Sí.
—¿Bien?
—Mejor que nadie.
—¿Cuántas entradas hay en esta costa?
—¿Entradas?
—Sí. ¿Cómo les llaman aquí? Calas. ¿Cuántas calas hay?
—Tres—contestó el Farestac.
—¿Cómo se llama aquella de enfrente?
—¿Aquélla?
—Sí.
—Cala del Infern.
—¿Y ésta que está aquí cerca de la punta?
—La dels Capellans.
—Y la tercera, ¿dónde está?
—La tercera está doblando esta punta, y se llama dels Avions.
—¿Por alguna de ellas se puede subir?
—Por todas se puede subir.
—¿Por cuál es más fácil la subida?
—Por la del Infern.
—¿Has subido tú?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hará un año la última vez.
—¿A dónde se sale?
—Al cementerio del convento.
—¿Te daría miedo subir otra vez?—repuso el Capitán.
—Menos que a usted—contestó el salvaje marino sarcásticamente.
—A mí no me da miedo nada, hijo mío—repuso el Capitán, dando un nuevo golpecito en el hombro del patrón y sonriendo.
El Farestac miró a su interlocutor con curiosidad creciente.
—¿Qué van ustedes a hacer en la cala del Infern?—preguntó.
—Vamos a subir al convento.
—¿A qué?
—A robar una monja.
—Una moncha. ¿De verdad?
—Sí. Una moncha joven y guapa. ¿Tú te llevarías una?
—Una joven y guapa ¡ya lo creo!—exclamó el Farestac con los ojos brillantes.
—Pues nada, escoge una y te ayudaremos. Formaremos una Sociedad de Raptos y Empresas peligrosas reunidas. Razón social: Farestac, Thompson, Rabec, etc., etcétera. Capital: el que se robe.
El Farestac, que no entendía bien lo que decía el Capitán, comenzó a mirarle con mayor extrañeza. Quizá pensó que estaba loco.
Se comió en la parte baja del islote del Farallón, se pasaron las horas pescando y al anochecer se tendieron todos a dormir.
Antes de amanecer, el Farestac despertó a la gente. Se decidió que el Rabec, a quien nada se había contado del proyecto, quedara en el islote cuidando de la Sargantana en compañía del Dragó. Los demás se metieron en la lancha y se dirigieron hacia la costa.
En el mar palpitaban tantas estrellas, que su brillo tembloroso producía el vértigo.
En media hora se acercaron a la cala del Infern. Amanecía.
No era aquella cala un pequeño golfo bien abierto e iluminado por la luz del sol, sino un agujero irregular y tenebroso que comenzaba por una hendidura estrecha.
Delante de esta hendidura había rocas basálticas blancas y grises que formaban como restos de un gran palacio, del que quedaran arcos y galerías rotos. Al borde mismo del agua salían pinos por las grietas de las piedras. El bote se deslizó por entre los peñascos sobre el agua inmóvil, que parecía de cristal, y penetró en la hendidura. Llegaron hasta el fondo y ataron la lancha, y almorzaron.
Empezaba a entrar por arriba la claridad del sol y se iba viendo poco a poco la extraña configuración de la cala. El mar aparecía blanco, lechoso, entre dos paredes negras, húmedas, llena de oquedades; ya fuera, era azul, con un color turbio de cristal; una red de meandros de espuma cubría su superficie con un galoneado de plata.
Comenzó a sonar la campanita del convento de una manera charlatana y alborotadora.
—Vamos a hacer nuestra inspección—dijo el capitán.
—Vamos—repuso el Farestac.
La hendidura era más estrecha en la boca que en el fondo. La cala formaba dentro un seno irregular. Tenía allí unos sesenta pies de ancho y ciento veinte de alto. El Farestac aseguraba que había una senda que a trechos se convertía en escalera y que llegaba a lo alto.
Se encontró un resto de camino que comenzaba por el lado izquierdo mirando hacia el interior. Al principio iba en una pendiente suave; luego se hacía más escarpado, rodeaba la cala y pasaba al lado derecho. Hasta la mitad de la altura se logró subir con grandes dificultades; luego había una parte de veinte pies como un lomo de piedra resbaladizo, que se podía escalar trepando, agarrándose a las rendijas. De aquí el camino pasaba por un resalto medio desmoronado por las filtraciones del agua. Este resalto, que corría paralelamente a una hendidura horizontal, se llamaba, según dijo el Farestac, el Pas de la Rabosa.
El marino encontraba muy cambiada la senda de la cala del Infern desde que él había estado la última vez.
Sin duda las aguas de lluvia habían ido deshaciendo y arrancando grandes trozos de la arena y de la piedra calcárea, echándola al fondo de la cala.
El Pas de la Rabosa terminaba en la pared de la derecha, en una oquedad profunda, de donde salía otra senda a trechos con escalones que subía a la parte alta del acantilado. Esta senda se hallaba interrumpida por un desmoronamiento que dejaba unos quince pies sin paso.
Al llegar a la oquedad el Capitán se detuvo, y dirigiéndose a Thompson, exclamó:
—Amigo Thompson, ¿tiene usted buena memoria?
—No; pero tengo un lápiz y un cuaderno que la substituye mal que bien.
—Bueno. Vaya usted apuntando todo lo que necesitamos para dejar accesible la subida.
Thompson fué apuntando lo que le dijeron: garfios de hierro, varias tablas, cuerdas, etc.
Arreglaron durante la mañana la subida hasta el Pas de la Rabosa. Después comieron. Habían llevado un hornillo de hierro, donde se guisó y se hizo café. El vino lo echaban a un porrón de hoja de lata, y de allí bebieron todos a chorro.
Al comenzar la tarde hicieron una maniobra de importancia y de peligro. Ataron con la cuerda por la cintura a Pascualet; tendieron después la escalera de un lado del abismo al otro, sujetándola en una piedra lo mejor posible, e hicieron que el muchacho atado pasara y afirmara la escalera con grandes clavos por el otro lado.
Hecho este puente, cruzaron todos por él. Primero pasaron el Farestac y el Capitán; después, Roque y Thompson. Les faltaba únicamente unos cincuenta pies para llegar al borde superior de la cala del Infert; pero esta subida no era difícil, porque había una buena senda. La limpiaron quitándola hierbajos resbaladizos, y cuando comenzaba a hacerse de noche salieron a lo alto del acantilado.
Ahora también la campanita del convento derramaba sus notas de cristal en la calma del crepúsculo...
El Farestac y el Capitán se acercaron al cementerio, mientras Roque y Thompson quedaban en las esquinas de la tapia mirando a hurtadillas por si llegaba alguien.
El capitán escaló la tapia del camposanto, y el Farestac le siguió. Se acercaron saltando tumbas a una puerta en arco que comunicaba con el jardín del convento. Esta puerta, pintada de verde, estaba cerrada con cerrojo y llave.
Por una rendija miraron y vieron a la superiora y a otra monja dando instrucciones al jardinero.
—Hay que limar la lengüeta de esta llave—dijo el Capitán—. Teniendo abierto esto, la fuga es fácil... Abriremos la otra puerta del cementerio que da hacia el mar, y en un minuto la novia de Urbina puede estar en el Pas de la Rabosa. Vámonos, Farestac. Por hoy ha concluído sus funciones la Sociedad de Raptos y Empresas peligrosas reunidas.
Salieron el Capitán y el Farestac del camposanto, y reunidos con los otros dos y el chico, comenzaron casi[94] a tientas la bajada por la senda de la cala del Infern hasta llegar al mar.
—Añada usted a lo que necesitamos—dijo el capitán a Thompson—un par de limas buenas y una tranca.
—Está bien.
Se embarcaron en la lancha. Llegaron al islote, y poco después la Sargantana, como un tritón jovial y alegre que deja por primera vez la férula de los maestros y de los padres, marchaba hacia Ondara con las velas desplegadas.
Inmediatamente que llegaron a Ondara el Capitán y Thompson fueron a ver a Urbina. Este les mostró una carta de la Clavariesa, en la que se mostraba anhelante por dejar el convento y dispuesta a escaparse.
—Bueno—dijo el Capitán—; puede usted escribir a su novia que pasado mañana, a las siete de la tarde, el sábado, irá usted por ella. Dígale usted que a esa hora en punto esté delante de la puerta del jardín del convento que da al cementerio. Allí la esperaremos nosotros y la llamaremos. La lengüeta de la puerta estará cortada. Que abra el cerrojo y entre en el cementerio, y caerá en los brazos de su adorador.
Urbina escribió la carta con estas instrucciones, la mandó con una paloma desde el castillo y para la tarde tenía la contestación.
La muchacha estaba con ansiedad esperando el momento de la fuga; se colocaría a la hora de la cita delante de la puerta del jardín que daba al cementerio y, al oír que la llamaban, descorrería el cerrojo y pasaría.
—Esta noche saldremos a nuestra expedición—dijo el Capitán—. ¿Ha pedido usted su licencia?
—Sí; Kitty se encarga de facilitármela.
—Después del rapto, ¿volveremos a Ondara?
—¿A usted que le parece?—preguntó Urbina.
—Yo, como usted, si tuviéramos buen tiempo y buena mar, seguiría hasta donde se pudiera.
—Y usted, Capitán, ¿qué piensa hacer?
—A mí no me importa dejar esto.
—¿Y Thompson?
—Thompson, si quiere, se puede quedar aquí. Pasaremos por delante de Ondara: hay que traer el bote; en él puede volver.
El viernes, por la tarde, Thompson y el Capitán mandaron llevar al falucho todos los útiles necesarios para la expedición, y el Capitán añadió su equipaje.
Salieron a media noche remolcando una lancha plana; hacía poco viento y tardaron dos horas largas en llegar a la ensenada de Monsant; a la luz de las estrellas se acercaron al islote del Farallón, ataron la Sargantana, dejaron al Rabec con el Dragó de guardia en el peñasco solitario, y con la lancha se acercaron a la cala del Infern.
El Capitán y Thompson subieron a lo alto del acantilado, saltaron la tapia del cementerio y comenzaron a serrar la lengüeta de la cerradura de la puerta que daba al jardín de las monjas. Para el amanecer habían concluído su trabajo. De miedo que la puerta chirriase al abrirla untaron sus goznes con aceite.
—La Sociedad de Raptos y de Empresas peligrosas reunidas es una Sociedad prudente—dijo el Capitán—; el dinero de los asegurados puede estar tranquilo.
—¿Qué capital social tenemos?—preguntó Thompson alegremente.
—El que se robe. No nos queremos distinguir de las demás Sociedades.
La puertecilla del cementerio que daba hacia el mar estaba podrida, y de un empujón quedó abierta.
—¿Hay que hacer algo más?—preguntó Thompson.
—Nada, esperar.
Terminados estos preparativos, Thompson y el Capi[97]tán se acercaron gateando al borde de la cala del Infern y se tendieron en la hierba.
—Creo que voy a pescar un magnífico reúma—dijo el Capitán, al echarse en el suelo.
—En cambio verá usted un amanecer espléndido—replicó Thompson.
—¿Usted cree que compensa una cosa la otra?
—Hombre, según la importancia que se le dé al reúma.
—Y según la importancia que se dé a la contemplación del amanecer.
Comenzaba la hora tímida e indecisa de la mañana. Thompson, que era hombre de cierta cultura clásica, recordó los celebérrimos y conocidos dedos de rosa de la Aurora y habló de Faetonte y de Tithon.
—Ahora es la Aurora una muchacha púdica—dijo—, como una niña que va a la primera comunión. No se atreve a mirarnos, lleva la cabellera recogida y el cuerpo cubierto por su túnica blanca; dentro de poco será como una bacante rubia, que nos envolverá con sus cabellos inflamados y hará arder la tierra en rubíes y el mar en perlas y en diamantes.
—Así la quiero yo: enérgica, antirreumática.
—Destruye usted la poesía de las cosas, Capitán, con esos recuerdos de tisanas y franelas.
—Es que yo soy un hombre antipoético por excelencia.
—No lo creo así.
El Capitán se entretuvo entonces en desarrollar ante su amigo Thompson el funcionamiento de la Sociedad de Raptos y Empresas peligrosas reunidas, que había ideado.
—Sabe usted lo que estoy pensando al oírle—dijo Thompson con seriedad.
—¿Qué?—preguntó el Capitán.
—Que tan fantástica es esa Sociedad como nuestros actos. Es usted una sombra que está creando otra sombra.
—¡Bah! Literatura, amigo Thompson. ¡Sueños!
—Toda la vida es sueño, Capitán. Si en otro tiempo[98] se hubieran escrito nuestras aventuras, los eruditos de hoy supondrían que no tenían realidad.
—No sé por qué.
—Lo supondrían. Y no crea usted que yo lo supongo igualmente. No. Yo creo que somos hombres de carne y hueso—repuso Thompson.
—Yo también—dijo el Capitán—. Más hueso que carne; pero, en fin, hay algo de carne.
—Eso lo dirá usted pensando en sí mismo, no en mí.
—Sí, me había olvidado de su opulencia, Thompson. Siga usted con su argumento.
—Decía, que siendo nosotros hombres de carne y hueso ¡con qué facilidad se nos convertiría en símbolos de un viejo mito!
—No veo la facilidad.
—Yo, sí. Figúrese usted los indicios que tendría el comentarista al leer nuestra historia, para creer en un mito y en un mito solar: primeramente, estamos en el solsticio del año; fíjese usted bien: ¡el solsticio del año!; segundo, vamos a robar a una dama. Esta dama, la Clavariesa, es una belleza, una gran belleza; por tanto, una encarnación de Mithras, del sol, de Venus, del amor; el convento es la noche, en que está guardada la luz; Urbina es Marte, enamorado de Venus...
—Un Marte muy tímido—dijo el Capitán.
—El sacristán del convento es Vulcano. Usted ha dicho que es cojo.
—Y lo repito.
—El Farestac es la naturaleza salvaje, que se pone a favor de los enamorados.
—¿La Sargantana?
—La fuerza del mar.
-¿Y yo?
—Usted será, probablemente, una encarnación de Mercurio, dios de los comerciantes y de los ladrones, lleno de recursos para todo.
—¡Gracias!
—Pascualet y yo seríamos espíritus auxiliares de poca importancia.
—¿Y Roque?
—Roque, la fidelidad, que en vez de vestir de blanco y llevar una llave y un perro, va vulgarmente de asistente en la vida de los fenómenos.
—No falta mas que el Rabec—dijo el Capitán.
—El Rabec es un servidor del Cerbero, del Dragó, de ese perro de aguas que nos parece insignificante y que el comentarista daría proporciones de dios infernal. Respecto a esta cala, que se encuentra a nuestros pies, unos dirían que era la caverna de Ténare, con sus fauces abiertas, por donde bajaron Hércules y Orfeo a los infiernos, según Virgilio; otros, que el antro de la serpiente Python; pero el comentarista filósofo y racionalista comprendería que esta cueva simbolizaba la humedad y la lobreguez de la tierra cuando no ha sido acariciada aún por los rayos del sol. Ahí tiene usted una pequeña trama mitológica, en donde aparecen Venus, Marte, Mercurio, Vulcano, con acompañamiento de fuerzas de mar y tierra. Vea usted, Capitán, cómo nuestros cuerpos mortales pueden tomar las apariencias de un símbolo.
—Descendamos, amigo Thompson, a las realidades de la vida—dijo el Capitán—, porque esta bacante rubia de la Aurora empieza ya a molestar un poco.
—Descendamos a la cala del Infern—repuso Thompson...
El Mediterráneo se extendía verde, cerca de la costa; más lejos, azul intenso. El viento era vivo, y las olas, al romperse, llenaban de un rebaño de corderos blancos la superficie del mar.
El Capitán y Thompson volvieron al interior de la cala y ayudaron al Farestac, a Roque y a Pascualet en el trabajo de dejar la bajada más fácil.
Urbina estaba en el colmo del asombro al verse metido en aquel rincón fantástico.
Almorzaron y comieron allá, y al caer de la tarde comenzaron los últimos preparativos. Se hizo que Urbina subiera y bajara desde lo alto del acantilado hasta el mar, para que se acostumbrara.
Urbina y el Capitán se colocaron en el cementerio. Thompson estaría en el Pas de la Rabosa con una antorcha, que encendería al ver llegar a la Clavariesa; Roque y el Farestac, en las cuestas resbaladizas, y Pascualet, al cuidado de la lancha.
A las siete menos cuarto, el Capitán y Urbina salieron de la cala gateando para que nadie les viera, y corriendo por el borde del acantilado entraron en el cementerio.
Urbina tenía un aspecto encogido y avergonzado.
—Amigo Urbina—le dijo el Capitán—, hay que adoptar una postura gallarda. La naturalidad y el encogimiento modesto no se han hecho para los héroes. Recuerde usted a Napoleón, que tomaba lecciones de prestancia de Talma.
Urbina sonrió.
Cruzaron los dos el cementerio y se acercaron a la puerta que daba al jardín de las monjas.
Miraron por una rendija.
—Se acerca ella—dijo Urbina de pronto, con el corazón palpitante.
—Háblela usted—murmuró el Capitán.
—Cuando venga.
—Ande usted. No vaya a creer que no hay nadie.
—¿Estás ahí?—preguntó Urbina con voz ahogada.
—Aquí estoy.
—Pregúntele usted si no la observan.
—¿Hay alguna monja en el huerto?
—Ahora, sí. Espera un instante.
Esperaron unos minutos.
—Ya no hay nadie. ¿Abro?
—Sí.
La Clavariesa descorrió el cerrojo y empujó la puer[101]ta, cuyos viejos y enmohecidos goznes chirriaron, y la muchacha pasó al cementerio. La Clavariesa dió la mano a Urbina, que no se atrevió a besarla.
El Capitán sujetó la puerta con una tranca.
—¡Adelante!—dijo—. Ya sabe usted el camino.
La Clavariesa y Urbina salieron del cementerio. El Capitán miró por el resquicio de la puerta. No aparecía nadie en el jardín del convento.
Cerciorado de la tranquilidad que había, corrió por el cementerio, se deslizó a gatas por el talud y entró en la cala del Infern.
—La Sociedad de Raptos y Empresas peligrosas reunidas es una Sociedad prudente—dijo en voz alta—, y el dinero de los asegurados se halla en buenas manos.
—¿Estamos ya?—preguntó Thompson.
—Sí.
El inglés encendió su antorcha.
La Clavariesa, muy dueña de sí misma, comenzó a bajar la senda y cruzó el Pas de la Rabosa riendo. Urbina, con la emoción y el vértigo, vacilaba y tuvo el Capitán que sostenerle.
—¡Animo!—le dijo éste—; un momento de esfuerzo. Hay que dominar los nervios rebeldes. No vaya usted a estropearnos los dividendos de la Sociedad.
Urbina se rehizo y siguió bajando el sendero hasta el mar. Afortunadamente para él, estaba obscuro y su novia no pudo notar su turbación.
Al llegar al bote se dejó sitio a Urbina y a la Clavariesa en la popa, y los demás quedaron reunidos a proa.
—¿Qué, no salimos?—preguntó la muchacha alegremente.
—Esperamos a que sea de noche completa para que no nos vean.
Serían las nueve cuando la lancha se deslizó por la hendidura de piedra de la cala del Infern y se dirigió al islote del Farallón.
Urbina había consultado con su novia si volver a Ondara o seguir adelante, y ésta fué partidaria de seguir adelante.
Entraron todos en la Sargantana y ataron el bote a popa.
Hacía viento y las olas venían erizadas de espuma. La gran vela latina del barco se extendió en el aire y blanqueó pálidamente en la obscuridad; después se largó el foque. La Sargantana se acercó a una milla de Ondara.
Se veía en el ambiente de la noche estrellada la vaga silueta del castillo y algunas luces que brillaban aquí y allá en el pueblo.
—Bueno, Roque y yo nos vamos en la lancha—dijo Thompson.
Thompson abrazó al Capitán y a Urbina, y estrechó la mano de la Clavariesa; Roque se despidió emocionado del teniente y bajó al bote. La barca estuvo un momento inmóvil; Thompson y el soldado comenzaron a remar. Cuando volvieron la cabeza hacia atrás, la Sargantana había desaparecido...
A la hora en que la luz de la mañana comienza a filtrarse por entre las nubes; a la hora en que palidece Venus y lanza sus últimos destellos Syrio; a la hora en que las brumas se evaporan y aparece el mar azul con sus meandros de espuma, bajo la gran claridad gloriosa del sol; a la hora en que se abren las puertas del día y Faetonte galopa arrastrando el carro de la Aurora por el incendio del cielo, comenzaron a tocar a rebato las campanas de Monsant.
Algo grave ocurría a las buenas hermanas para producir tanta alarma.
Las gaviotas que hacían su primer viaje de exploración por entre las rocas quedaron sorprendidas de este campaneo insólito; las palomas que revoloteaban alrededor del convento se alejaron en son de protesta; las[103] golondrinas y los vencejos chillaron más; el mismo islote del Farallón pareció asomar su lomo puntiagudo como un delfín sobre las aguas preguntándose la causa de este alboroto.
Poco después, desde lejos, se vió entrar en el cementerio unas siluetas negras, las de varias monjas, dirigidas por la superiora de la Comunidad. Fueron de aquí para allá mirándolo todo; luego se acercaron a la cala del Infern y huyeron de ella rápidamente, haciéndose cruces...
Y, mientrastanto, las campanas de Monsant seguían tocando a rebato desesperadamente...
«Málaga, julio de 1827.
Señor don Eugenio de Aviraneta.—En Veracruz.
Mi querido Capitán: He recibido su carta con los informes comerciales que le pedí acerca de esa plaza. Muchas gracias por su diligencia y amabilidad. De nuestros amigos de Ondara no le puedo dar buenas noticias. El médico don Jesús, que está ahora aquí, me ha hablado de ellos.
El comandante don Santos, el que usted suponía, y con motivo, que era un agente del Angel Exterminador, preparó un lazo contra nuestra amiga Kitty y Eguaguirre, e hizo que el coronel los sorprendiera en el mirador del castillo: a él, estrechando por la cintura a Kitty; a ella, con la cabeza apoyada en el hombro del teniente. La escena debió de ser terrible; al coronel, que ya estaba predispuesto a la apoplejía, le dió un ataque, y quedó baldado y paralítico.
Todo el mundo se enteró en Ondara de lo ocurrido, y el escándalo en el pueblo fué sonado. Figúrese usted la alegría de las gentes que se creen virtuosas porque van a la iglesia, al saber la deshonra efectiva de la coronela. Kitty ha estado cuidando a su marido. ¿Y sabe usted lo que ha hecho Eguaguirre? Ha pedido el traslado y se ha marchado a Barcelona, donde anda de garito en garito. Tras de la muerte del coronel, Kitty, sola, abandonada, influída por los curas de Ondara, ha entrado en el convento de Monsant.
Este Eguaguirre, que siempre me fué odioso por su egoísmo y por su brutalidad, ha deshonrado, ha abandonado a nuestra pobre Kitty, tan ingenua, tan cariñosa, tan buena.
¿Se marchitará en la soledad, en ese suicidio lento del claustro, esta mujer tan digna de ser feliz? Yo espero que no.
Es de usted muy amigo, J. H. Thompson.»
«Ondara, diciembre de 1827.
Señor don Eugenio de Aviraneta.—En Nueva Orléans.
Querido Capitán: Le escribo a usted desde este pueblo, que tiene para mí profundos recuerdos desde la época en que fundamos la Sociedad de Raptos y Empresas peligrosas reunidas.
En el tiempo que he estado aquí me han contado muchas cosas, y todas tristes. Kitty me dicen que se encuentra enferma en el convento de Monsant; parece que está dando pruebas de santidad. No se la puede visitar.
La pareja Clavariesa-Urbina vive en Valencia, y no son tampoco muy felices. La Clavariesa domina a su marido; le trae, le lleva, le reprocha que es pobre. Las observaciones acerca de la teoría analítica de las probabilidades de Laplace, de mi pobre amigo, se van a quedar en el tintero. De las dos parejas que tanto nos interesaban en Ondara: Kitty-Eguaguirre y Clavariesa-Urbina, las dos han terminado mal; en las dos ha caído lo peor y lo más bueno.
Como dice el refrán español: «Siempre se quiebra la cuerda por lo más delgado». ¿Conoce usted las Afinidades electivas, de Goethe? Formulo la pregunta tontamente. Ya sé que no quiere usted nada con el astro de Weimar.
¿Sabe usted que he visto al Farestac y me ha preguntado por usted? Tiene un recuerdo de nosotros extraordinario. Me ha dicho que si estuviera usted cerca iría a reunirse con usted. Sigue tan salvaje como antes.
La verdad es que cuando vive uno en un mundo tan bestial como el nuestro dan ganas de marcharse a una isla como la del Farallón, y no tener más amigos que los delfines y los atunes.
A pesar de estos lamentos pasajeros, ya sabe usted que soy un optimista rival del doctor Pangloss, y que pienso persistir en mi optimismo.
Su amigo cariñoso, J. H. Thompson.»
«Ondara, mayo de 1831.
Señor don Eugenio de Aviraneta.—En Bayona.
Mi querido Capitán: Siento mucho que no pueda usted entrar en España todavía, y que tenga usted que estar constantemente detenido ahí. Hoy he cumplido mi piadosa misión de visitar la tumba de Kitty. He ido al convento de Monsant; he hablado con la superiora, una vieja escuálida y apergaminada, a quien he dicho ser hermano de Kitty, y la he pedido permiso para adornar con flores el trozo de tierra donde está enterrada nuestra amiga.
Al entrar en aquel cementerio abandonado, al ver el mar azul y el islote del Farallón, que brota de las aguas; al llegar al pie de la tumba, donde duerme eternamente nuestra pobre Kitty, he llorado como un niño.
Me perseguía el sacristán, y, para quedarme solo, he salido del camposanto y, en aquel talud que baja a la cala del Infern, me he sentado sobre una piedra a entregarme a mis pensamientos.
De todos mis recuerdos relacionados con Ondara, el[108] más fuerte en aquel momento era el de una tarde en que estuvimos usted y yo en el mirador del castillo. Hacía calor. Usted hablaba con Eguaguirre; Kitty, conmigo; ustedes discutían de política; nosotros charlábamos acerca de nuestras preferencias poéticas.
Kitty recitó entonces la canción del Mignon, de Goethe, que tanto le gustaba:
«¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro?»
Tal sentimiento puso en su canción, que, al terminarla, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Se emociona usted mucho—la dije.
—Sí. Esta canción, en la que no se habla de nada triste—me contestó—, me parece impregnada de la idea de la muerte, del acabamiento. Al recordarla pienso dónde estaré enterrada cuando muera.
—¿Y en dónde quisiera usted estar enterrada?—dije yo, echando la pregunta a broma.
—Ahí, en Monsant—me contestó—, al lado del mar, en una tierra inundada de sol.
Ya lo está.
¡Dolor! ¡Dolor de morir! ¡Dolor de vivir!
Al volver a Ondara me he sentado en una piedra, en la Volta del Rosignol, y he tratado de llevar el orden y el reposo a mi pobre cabeza perturbada.
No lo he podido conseguir.
«¿Conoces tú el país donde maduran los limoneros y en el follaje sombrío brilla la naranja de oro?» «¿Conoces tú la montaña y su sendero brumoso?»
[109] Estos recuerdos de la canción de Mignon han ido sumiéndome, durante largo rato, en ideaciones vagas, informes, de una desoladora tristeza, en deseos de languidez y de muerte.
He seguido como un autómata el camino, hasta llegar a Alba, y me he parado a descansar a la sombra de un pequeño cementerio, algo retirado de la carretera, sobre un altozano árido y pedregoso.
He mirado hacia dentro. En el camposanto, abandonado, las ortigas, las cicutas, las digitales y las zarzas crecían con una fuerza salvaje. Ni una lápida, ni una corona había resistido el impulso avasallador de la flora parásita, bien abonada con los detritos humanos; sólo algunas cruces de madera podrida se levantaban entre la masa espesa de los hierbajos; un pájaro de pecho rojo y cola larga saltaba sobre una de estas cruces y piaba dulcemente...
Al oírle, me he acordado de otra mañana suave, brumosa, del país vasco, en que estuve oyendo los gorjeos de un ruiseñor.
Era cerca de Hasparren, un pueblo vascofrancés. Había estado más de una hora, y hubiera estado la vida entera, como los encantados de las historias infantiles, oyendo al ruiseñor, cuando las campanas de la iglesia comenzaron a tocar, y el mágico cantor huyó. Entonces entré en el pueblo a buscar una posada, y al mirar a la iglesia con cierto odio, porque sus campanas habían interrumpido la serenata del ruiseñor, vi en la torre escrita esta sentencia: Ut fugitur umbra sic vita (Como huye la sombra, así es la vida).
Aquel terrible apotegma me hizo el efecto de un golpe de maza.
Hoy se me ha venido a la imaginación contemplando el cementerio abandonado de Alba, y al pájaro, que cantaba sobre un trozo de madera podrida. Luego esta sentencia se ha convertido en un pesado estribillo de mi cerebro. Y en el pueblo, y después en el barco, antes de[110] llegar y después de llegar a Ondara, mi espíritu no tenía mas que el mismo comentario para lo que iba viendo y para lo que iba oyendo: Ut fugitur umbra sic vita (La vida huye como una sombra).
¡Adiós, amigo mío!—J. H. Thompson.»
Unos días después del rapto de la Clavariesa estábamos charlando en aquel espléndido mirador del castillo de Ondara, cuando Kitty, la coronela, me preguntó si había escrito alguna relación de mis aventuras desde que salí de Londres.
—Tengo varias notas—la dije—, pero dispersas y sin orden.
—¿Por qué no las ordena usted?—me preguntó ella.
—¿Con qué objeto?
—Para leérmelas a mí.
—Si usted lo desea, lo haré; pero le advierto que es muy probable que tenga usted un desencanto. En mis andanzas no me han ocurrido grandes cosas.
—No importa. Cualquier relato, aderezado con un poco de imaginación, puede ser interesante.
—¡Ah! ya lo creo; pero es que yo no tengo imaginación.
—Se quiere usted excusar, Thompson.
—No, no. Créame usted. Lo único que quiero es prepararle a usted para que no sufra un pequeño chasco.
—No lo sufriré. Esté usted tranquilo. Sus impresiones serán para mí siempre interesantes.
—¡Oh! ¡Bondad!—exclamé yo—. ¿Por qué no guardaría entre mis papeles unos parlamentos inéditos de Calderón, unos diálogos de Shakespeare, unas baladas de Burns o unas páginas desconocidas de Mozart para traérselas a usted?
—No tanta modestia, Thompson. Se quiere usted escabullir.
—No, señora. Cuando ordene mis papeles, aquí estoy.
—¿Da usted su palabra?
—Sí.
Me marché a la fonda de la Marina y comencé el arreglo de mis notas. No era fácil, ni mucho menos. A veces, yo mismo no sabía lo que había querido decir. Cuando concluí una parte de mi trabajo, con un gran paquete de papeles, fuí a ver a mi amiga Kitty.
—El viaje sin objeto—leí en la primera página, con la voz velada por la emoción.
—¿Lo llama usted así?—me preguntó ella.
—Sí; pero si lo encuentra usted mal, lo borro.
—No, no; me parece bien. ¿Le habrá dado usted este título significando que ha hecho usted ese viaje a la buena ventura?
—Sí; eso es. Hubiera sido, quizá, más exacto llamarle «Viaje sin objeto ni fin»; pero no he querido recalcar demasiado. ¿Sigo adelante?
—Sí; siga usted...
Realmente, este Viaje sin objeto es posible que sea una tontería, porque está escrito sin pies ni cabeza, de una manera confusa y desordenada.
El señor Leguía, primer compilador de las Memorias de un hombre de acción, tuvo que suprimir del Viaje sin objeto una porción de digresiones: itinerarios de caminos, clasificaciones botánicas, recetas de cocina, reflexiones religiosas, y otras bagatelas que no venían a cuento.
Thompson tenía el vicio de expandirse, de dispersarse en el comentario; por otra parte, quería ser muy exacto. A la manera de Jorge Borrow, Ricardo Fox y otros viajeros ingleses, se propuso escribir un viaje con gran minuciosidad y lleno de detalles; pero como hombre perezoso y olvidadizo, dejaba muchas de sus ideas en embrión, y únicamente expresaba en un título lo que hubiera querido hacer.
En la gran hojarasca de cuestiones sin tratar y de reflexiones inoportunas que apuntó Thompson, entró Leguía a saco, cortando y rajando.
Después de la poda de Leguía, el editor actual ha tenido que hacer nuevos cortes en el manuscrito, para dar al Viaje sin objeto cierta proporción de obra de arquitectura, o, por lo menos, de albañilería modesta.
Ciertamente, Thompson no era un académico, ni un clásico, y es posible que las tragedias de Racine le parecieran grandes monumentos de cartón piedra.
También hay que reconocer que Thompson no se mostraba siempre hombre serio y razonable, y que muchas veces parecía no comprender la diferencia entre lo trascendental y lo fútil.
Lo único que se puede decir en su descargo es que Thompson no aspiró nunca a terminar su Viaje sin objeto en el Parnaso, porque, de ser así, hubiera sido el suyo un viaje con objeto, y él creía que en el segmento de nuestra limitada vida nada tiene objeto ni fin.
Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente, como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.
De día y de noche, con el sol de agosto y con el viento helado de diciembre, he seguido mi ruta, al azar: unas veces, asustado ante peligros quiméricos; otras, sereno ante realidades peligrosas.
Para entretener mi soledad he ido cantando, silbando, tarareando canciones alegres y tristes, según el humor y el reflejo del ambiente en mi espíritu.
A veces, al pasar por delante de una casa del camino, cantaba más alto, gritaba, quizá con jactancia, queriendo ser escuchado.
Alguna ventana se abrirá—pensaba—y aparecerá un rostro simpático y jovial.
No se abría ninguna ventana, no salía nadie; yo insistía cándidamente, y al insistir iban brotando de aquí y de allá caras torvas, miradas hostiles, gente en guardia, que apretaba el garrote entre las manos huesudas.
Quizá les he ofendido—discurría yo—. Esta gente no quiere nada conmigo, y seguía mi marcha, al azar, con la chaqueta al hombro, sin objeto, sin saber por qué, cantando, tarareando y silbando...
Durante mucho tiempo, esta soledad, el graznido de las lechuzas, el aullido de los lobos, me llenaban de angustia y de inquietud. Entonces intentaba acercarme a la ciudad; pero al querer entrar en ella me paraban en la puerta, y me ponían como condición, para pasar, el dejar a la entrada unos sueños gratos, más gratos que la vida misma.
No, no; prefiero volver al camino—murmuraba—; y seguía marchando con la chaqueta al hombro, al azar, sin objeto, sin saber por qué, cantando, silbando y tarareando, estremeciéndome con los rumores del campo, con el ruido del agua en el arroyo y el cantar agorero de las cornejas.
Después, poco a poco, me dejaron entrar en la ciudad sin condiciones; pero dentro de las calles me sentí ahogado, estrechado, sin poder respirar, y volví de nuevo al campo...
Hoy, algún camarada me dice:
«Descansa aquí. ¿Por qué no vivir entre las gentes? Hay remansos tranquilos, hay rincones donde no se miran unos a otros con faz torva y amenazadora.»
Amigo—respondo yo—, yo soy un hombre de paso, algo que se mueve y no arraiga, una partícula de aire en el viento, una gota de agua en el mar.
Ahora me sucede como al viajero que ha creído marchar a la casualidad por el fondo de los barrancos, y al llegar a una altura, al ver el camino recorrido, comprende que, a pesar de sus desviaciones y de sus curvas, llevaba instintivamente un plan.
Ahora, en el río confuso de las cosas que pasan eternamente, siempre cambiando y buscando su fórmula definitiva (el werden hegeliano), veo mi existencia como una cosa que ha sido y que ha llegado a su devenir.
Ahora, la soledad no me entristece, ni me asustan los murmullos misteriosos del campo, ni el graznido de las cornejas. Ahora conozco el árbol en que cantan los ruiseñores, y la estrella que lanza su mirada confidencial en la noche. Ya encuentro suaves las inclemencias del tiempo y admirables las horas silenciosas del crepúsculo, en que una columna de humo se levanta en el horizonte.
Y así sigo, con la chaqueta al hombro, por este camino que yo no he elegido, cantando, silbando, tarareando.
Y cuando el Destino quiera interrumpirlo, que lo interrumpa; yo, aunque pudiera protestar, no protestaría...
Este preámbulo, que parece que quiere ser alegórico, puso J. H. Thompson a su Viaje sin objeto. Su única legitimación para estar aquí es que es tan sin objeto como todo el libro.
Entre el gran número de Thompsons que ha producido Inglaterra, yo soy uno de ellos.
Mi padre era disecador de animales y tenía su casa y su taller en Gray's-Inn-Lane, una callejuela que sale a Holborn Street.
El sitio, aunque céntrico, es poco frecuentado por gente rica, y mi padre solía exponer sus ejemplares disecados en la mitad de un escaparate que le cedía un frenólogo de Holborn Street, el señor Fitzhamer, por veinte libras esterlinas al año.
A nuestra casa, bastante sombría y negra, apenas le daba el sol algunos días de verano. Teníamos una ama de gobierno, la señora Webster; pero esta señora llegó a adquirir tanta confianza con nosotros, que no nos hacía caso.
Además, como decía una amiga suya suspirando, la señora Webster tenía la desgracia de beber. Esta amiga quería dar a entender que el tomar la costumbre de ir a la taberna era como padecer el tifus o la viruela.
La señora Webster había perdido la moral doméstica y le parecían accidentes insignificantes y que no afectaban a su honor de ama de llaves el que la carne estuviese quemada o las patatas crudas.
Mi padre no se quejaba. Era un tanto estoico. En sus[122] buenos tiempos había vivido con holgura y ganado mucho dinero; después fué cayendo, y cayendo, hasta arruinarse.
Mi padre fué el Rey Lear de los disecadores, un Rey Lear sin Cordelia. Las Cordelias no abundan en el mundo. Mi padre trabajó con afán por conseguir la elevación de sus hijos, y, efectivamente, los elevó y ellos le olvidaron.
Yo era el hijo más pequeño. Mis hermanos mayores se colocaron bien; mis hermanas llevaron dote al matrimonio; mi padre, que había dado todo su dinero a sus hijos, se quedó, el pobre hombre, sin un penique.
Mi padre se hallaba dispuesto a seguir arruinándose conmigo y llegar a la mayor miseria.
Yo le recuerdo ya viejo. Era alto, robusto, con el pelo muy blanco y la cara sonrosada.
No he conocido a mi madre, que murió cuando yo tenía pocos meses.
Desde la más remota infancia estoy acostumbrado a contemplar la ruina como un estado natural de mi casa. Mi padre me puso en un colegio rico hasta que no pudo pagar más, y entonces me sacó de allí con el pretexto de que nos marchábamos de Londres.
Mientras estuve en el colegio, desde los diez a los catorce años, al volver a mi casa me encontraba invariablemente en las vacaciones con algo menos.
En la extrema necesidad, mi padre tenía que recurrir a empeñar y a vender los mejores modelos de sus animales disecados, y yo vi salir de nuestra casa leones, tigres y serpientes, ejemplares magníficos de piel fina, brillante y sin zurcidos, y quedarse sólo en el taller los zorros calvos, los flamencos desplumados y los buhos sin ojos.
—¡Cuántas veces he pedido inspiración a un caimán disecado o a un buitre sin plumas para resolver el problema de la familia!
Yo tenía que elegir una manera de vivir. Mi padre no[123] quería que me dedicase al arte de disecar. Suponía que este oficio estaba en baja y me hablaba mal de él. Así perdí yo la moral del disecador.
Mi padre tenía varios amigos que no le abandonaban en su desgracia: uno de ellos era Fitzhamer, el frenólogo; otro, un disecador, el señor Sammerson, personaje alto, grande, pomposo, irreprochable en el vestir y adornado constantemente con un gran paraguas; y, por último, un empleado de Fitzhamer, el joven Cheene, hombre delgadito, fino e inteligente, que se dedicaba a armar esqueletos para los estudiantes de Anatomía.
Se discutió entre todos la profesión que debía seguir, y la opinión de los tres consultados fué que lo mejor sería que mi padre me llevara a la farmacia de un cuñado suyo y tío mío farmacéutico, llamado Samuel Cox.
Mi padre tenía viejos resentimientos con su cuñado Samuel; pero viendo que era la única solución para mí, le habló a mi tío, y yo entré de practicante en la botica.
Entonces mi padre deshizo su casa y su taller y entró de director en el establecimiento de Sammerson.
Yo estuve en la botica de Cox cerca de tres años, y salí no por mi culpa.
Mi tío Samuel era un solterón empedernido que vivía asistido por una viuda, mistress Blount.
La tal señora tenía un hijo que estudiaba Farmacia fuera de Londres. Era esta viuda una mujer de unos cincuenta años, ceñuda, mandona, con anteojos y una papalina blanca.
Mi tío Samuel le tenía miedo y la esquivaba con mucho arte. Mi tío era hombre de gran sagacidad, tan diplomático como Talleyrand y casi tan egoísta. A fuerza de egoísmo se había hecho un completo poltrón, y las recriminaciones le molestaban horriblemente.
Mi tío Samuel y yo nos hicimos pronto amigos. Al principio me trató como a su dependiente, pero luego se convirtió en un camarada.
Así, mi infancia se ha deslizado parte en el taller de disecar y parte en la botica de mi tío. He vivido al lado de una fauna y de una flora exótica, en una fauna y una flora muerta y conservada.
En mi niñez he puesto mi hamaca entre los leones, las panteras y los cocodrilos disecados; en mi adolescencia he recogido el maná como los israelitas, el sperma cœti como los balleneros y la canela de Cylán como los vedas y los cingaleses.
Soy un hombre exótico, oriental y occidental, polar y ecuatorial. Soy un planetario.
Los tres años de farmacia se interrumpieron con la llegada del hijo de mistress Blount. Entonces hubo una serie constante de riñas, de amenazas entre la viuda, su hijo y mi tío.
Un día supe con asombro que éste dejaba la botica. La viuda le había puesto como condición, o casarse con ella o dejar la farmacia. Mistress Blount tenía cartas en donde el tío Samuel le daba palabra de casamiento.
Mi tío no vaciló en aceptar la cesación de la botica y se alejó del barrio de Soho para siempre.
—Tú te vienes por ahora conmigo—me dijo. Y, efectivamente, yo, armado de unos cuantos bártulos, me marché a su casa.
A pesar de ser hijo de viejo, mi padre contaba más de sesenta años cuando yo nací, soy hombre fuerte y de gran vigor.
Según Fitzhamer, el frenólogo, que nos cedía la mitad de su escaparate, donde exponíamos nuestros ejemplares disecados por veinte libras esterlinas al año, mis facultades más desarrolladas son la adquisividad, la habitabilidad y la religiosidad. La vida no ha destacado en mí estas condiciones pronosticadas por su frenologidad. Es posible que la culpa sea mía.
No sé a punto fijo cuáles son las condiciones íntimas de mi carácter, como no lo sabe nadie o casi nadie. La divisa délfica de conócete a ti mismo no ha fructificado en mí. Respecto a los orígenes de mis conocimientos, son el colegio, el taller de mi padre y la botica de mi tío. En el colegio adquirí rudimentos clásicos; llegué al latín y un poco al griego; en el taller de mi padre aprendí a disecar y algunas nociones de zoología, y en la botica de mi tío comencé el estudio de la química y de la botánica y abrí las obras de los grandes filósofos.
El tío Samuel se contaba entre los mejores bibliófilos de Londres. Reunía libros y colecciones de estampas con una gran perseverancia. Mientras estuve yo en la [126] botica solía verle llegar todos los días con paquetes de libros y rollos de papel.
Si se le hablaba del cliente que había venido por la triaca magna o por el aceite de escorpión, todavía en aquel tiempo se usaban estas cosas, escuchaba, al parecer, muy atentamente; pero la verdad era que no hacía caso.
Cuando abandonamos la botica él y yo, fuimos a vivir a una estrecha callejuela que comunicaba por un arco con la plaza llamada Lincoln's-Inn-Fields. La casa era un edificio negro y alto, que tenía delante un jardinillo desolado. Difícil hubiera sido encontrar una vivienda que tuviera un aire más triste. El humo y la niebla habían dejado sus paredes negras, los cristales de las ventanas empañados. En el último piso tenía sus habitaciones mi tío. Estaban éstas llenas de libros y de papeles.
Los libros constituían allí una vegetación parásita; asomaban por encima de los armarios, por debajo de las sillas y de las mesas.
Todos los días mi tío solía hacer compras, y yo le acompañaba. Ibamos a los baratillos, a las ferias, a las casas particulares. Mi tío tenía alquilados varios cuartos pequeños en distintos barrios de la ciudad, donde depositaba sus compras.
Yo, al ver estos rincones abarrotados de libros y papeles, le pregunté qué quería hacer con tanto libro y tanta estampa, si quería venderlos o regalarlos al Museo Británico; después, cuando comencé a tomarle gusto a la caza del libro y de la estampa, comprendí que la bibliofilia y la estampofilia, como todas las chifladuras humanas que amenizan la existencia, tienen su fin en sí mismas. Mi tío pasaba por coleccionista humilde, y si alguien le preguntaba si compraba libros, decía que no, que sus medios no se lo permitían.
Ciertamente no era mi tío un bibliófilo bastante rico e ilustre para pertenecer al Roxburg-Club de Londres; [127] pero algunos de los individuos de esta Sociedad le conocían y le habían invitado más de una vez al banquete anual que celebraban en la taberna de Old-Saint-Albans, invitación que mi tío Samuel aceptaba, porque además de bibliófilo era un gastrónomo consumado.
A mi tío lo encontraba siempre en tratos y cabildeos con toda clase de libreros, anticuarios, traperos, comerciantes de papel viejo y encuadernadores. Uno de los hombres con quien tenía más negocios pendientes era un comerciante de papel llamado Tick, dueño de una tienda de White Hart Sreet, callejuela próxima a Drury Lane. Tick, hijo de un judío alemán y de una irlandesa, era un viejo alto, de barba cana, con los ojos azules y la expresión sonriente. En su tienda era difícil entrar, por lo estrecha y negra. En la muestra apenas podía leerse:
ABRAHAM TICK
COMERCIO DE PAPEL AL POR MAYOR Y AL DETALLE
De la tienda se pasaba a un pequeño patio atestado de papeles viejos.
Abraham Tick tenía un hijo de mi edad, William, muchacho fuerte y guapo, con los ojos negros, las cejas rubias y el pelo negro.
Según el frenólogo Fitzhamer, hay que desconfiar de las personas cuyos cabellos y cejas son de un color diferente. No sé si en todos los casos; pero, al menos, en aquél, Fitzhamer tenía razón.
William Tick, a quien todos llamábamos Will Tick, se hizo muy amigo mío; mejor dicho, yo me hice amigo suyo, porque al poco tiempo de conocerle estaba sometido a su influencia.
Como mi tío Samuel vió que yo tenía afición a los libros, creyó debía perfeccionarme en la bibliografía, y me llevó de dependiente a la casa de Israels y Piper, de Chancery Lane.
Chancery Lane es una callejuela que baja de Holborn a Fleet Street. Como muchas de Londres, tiene una especialidad; es una calle de gente de toga, de librerías de Derecho y banqueros.
Entonces, supongo que ahora seguirá lo mismo, Chancery Lane estaba formada por casas altas, de ladrillo, ennegrecidas por el tiempo, la bruma y el humo, y acariciadas muy de tarde en tarde por los rayos de un sol traducido al inglés.
Los colores de esta calle, la gradación de matices de sus paredes de ladrillo, los encontraba yo muy agradables a la vista; tenían en tonos obscuros las variaciones irisadas del coral y del nácar.
Las casas de Chancery Lane eran tan indiferentes y tan hostiles como las demás londinenses, y un poco más: presentaban al transeúnte puertas bien cerradas y claveteadas, verjas llenas de pinchos, rejas tupidas; eran estas casas de leguleyos de lo más inhospitalarias, de lo más fundamentalmente británicas que pueden ser unas casas, unas puertas y unas rejas.
Próxima a la salida de Chancery Lane a Lincoln's-Inn-Fields, y casi enfrente de Cursitor Street, se hallaba la librería de Israels y Piper. Tenía en la puerta, sobre la pared roja de la casa, este letrero, medio borrado por las lluvias:
ISRAELS & PIPER, LIMITED
EDITORES DE OBRAS DE HISTORIA, FILOSOFÍA Y GENEALOGÍA
La librería de Israel y Piper tenía un escaparate pequeño, una tienda reducida y casi siempre desierta, y después, un pasillo larguísimo.
Cualquiera hubiese pensado que aquel establecimiento no tenía apenas importancia; pero a medida que se penetraba en él, se iba haciendo mayor y mostrando sus grandes galerías de catacumba.
Por un lado daba el establecimiento de Israels y Piper al jardín de Lincoln's-Inn-Fields, donde se hallaba instalada la imprenta.
Los depósitos de la casa eran inmensos; los libros formaban calles y más calles, y de trecho en trecho, por encima de estas calles, había puentes de tablas y más libros encima.
A algunos pasos de la tienda había una puerta que daba a un gran patio enlosado y cubierto de cristales, y a todas horas estaban allí los empleados embalando libros en cajas, que luego se cargaban en carros, y a todas horas entraban los mozos de la imprenta, llevando montones de papel en rama en la cabeza.
De los dueños, Israels era un judío de unos sesenta años, de ojos claros, nariz cortante y perilla blanca. Tenía una amabilidad excesiva y una mirada burlona.
El señor Piper era un buen inglés, de cabeza cuadrada, con cara de perro dogo y aire malhumorado.
El empleo en casa de Israels y Piper no me sedujo. Teníamos Will Tick y yo un despacho cerca del patio, en un subterráneo muy húmedo y sombrío, donde trabajábamos constantemente; y este vivir de topo, siempre con luz artificial, en sitio negro y húmedo, me molestaba mucho.
Will Tick se las arreglaba para no trabajar, y me puso al corriente de sus mañas.
La casa de Israels y Piper tenía grandes curiosidades: se guardaban las prensas que se habían usado en la casa desde su fundación, los originales de las obras publicadas y un gran archivo con ejecutorias y manuscritos heráldicos.
Para preservar estos tesoros de las ratas había cuatro perros repulsivos y una docena de gatos feroces.
Los perros enseñaban los dientes a cuanto desconocido veían, y los gatos saltaban y bufaban como panteras. Estos animalitos eran hijos de una gata atigrada, que atacaba y arañaba al que se acercara a ella.
Este animal feroz era para Israels el genio familiar de la casa; le miraba con el mismo entusiasmo que Dick Whittington, el popular personaje, a su felino, a quien debía la fortuna y el llegar a haber sido lord mayor de Londres.
Entre los dependientes de la librería Israels y Piper, me hice amigo, además de Will Tick, de un joven, Percy Harrison, muchacho simpático, hijo de un labrador.
Percy tendría mi edad y mis aficiones, y me convenció para que fuera con él, de noche, a una academia de dibujo. Había visto los ensayos de caricaturas que yo hacía, y pensaba que podría utilizar mi pequeño talento.
Todo el tiempo que estuve en casa de Israels y Piper, un año y medio, fuí de noche a la academia de dibujo; pero noté que, a medida que copiaba de estatua, la poca gracia que tenían mis caricaturas desaparecía.
Se lo advertí a Percy, y éste reconoció que el cultivo del arte clásico no me convenía.
Percy, al mismo tiempo que se perfeccionaba en el dibujo, practicaba la litografía. Cuando creyó que dominaba este arte, proyectó comprar una prensa litográfica y útiles para el oficio, y establecerse.
Formamos una sociedad Will Tick, Percy y yo, y decidimos abandonar a Israels y Piper y lanzarnos un poco a la aventura.
Los primeros trabajos litográficos que hicimos entre Percy y yo fueron vistas de pueblos, escenas pintorescas y retratos de personajes célebres. Will Tick vendió las estampas a buen precio, y al recibir el producto de las ventas, consideramos que un río de oro entraba en nuestros bolsillos.
Tras de estos tímidos ensayos, intenté yo la caricatura, y una de las mejores que hice fué a favor de los liberales españoles y en contra del rey Fernando VII. Esta caricatura me relacionó con algunos españoles, entre ellos, con el hispanoinglés Blanco-White, que acababa de publicar unas cartas sobre España, y que fué, probablemente, el que me sugirió la idea de venir a la Península.
Después de mi estampa antifernandina, hice otras varias, que se vendieron mal que bien. Pronto noté que faltaba a mis caricaturas personalidad y crueldad. No podía llegar a la sátira brutal y enconada de un Gilray, ni a dar a mis personajes el aire tan típicamente inglés de las estampas de Jorge Cruikshank.
—En la caricatura—me dijo Will Tick, que en esto, como en todo, discurría con mucha claridad—hay la cepa dulce y la cepa agria. Tú eres de la cepa dulce, y en Inglaterra, actualmente, eso no gusta.
Will Tick tenía razón.
Como vi que el mercado se cansaba pronto de mis estampas, intenté dar otro producto, y me dediqué al agua fuerte.
El agua fuerte es un arte, indudablemente, de más interés, de mayor individualidad que la litografía.
Tiene, además, un encanto para el que la cultiva, y es el encanto de las sorpresas. Estas sorpresas proceden de los efectos inesperados de la mordedura del ácido en la plancha, y también mucho de la estampación.
La litografía, en cambio, no tiene sorpresa alguna, y su estampación es más mecánica. Se puede decir que cada prueba de agua fuerte es casi tan única como un cuadro; en cambio, las pruebas litográficas son todas iguales.
El procedimiento del agua fuerte me gustó, por ser más personal, más complicado y, al mismo tiempo, más libre que el de la litografía.
En la litografía, vencida la dificultad de dibujar al revés, está todo resuelto; en tanto que se realiza el trabajo se puede seguir su progreso mirando la piedra directamente o en un espejo; en cambio, en el agua fuerte, mientras se raya la plancha de cobre, ésta es un misterio. El grabador supone que una parte le ha salido bien, que la otra, mal; cree que esto es demasiado negro; aquello, por el contrario, demasiado blanco; mete la plancha en el ácido, saca después la prueba, y todas son para él sorpresas.
La litografía es más honrada; en ella no sale ni más ni menos que lo que se pone.
Mis entusiasmos por el agua fuerte me quitaron la afición a trabajar en la litografía. Me gustaba, sí, la estampa litográfica; pero más las de los otros que las mías. Prefería ser coleccionista de estampas que litógrafo.
Realmente, la litografía no es un gran arte, pero es un arte simpático dentro de su vulgaridad. Es algo como la canción de la calle, como la melodía popularizada por un organillo.
La fusión de la litografía con el costumbrismo y con la historia episódica de la época ha dado origen a una clase de estampas que son los mejores documentos de nuestro tiempo.
Se dirá que estas láminas nos dejan una impresión falsa de las cosas.
Cierto.
Alguno asegurará que el arte debe dar la sensación de la realidad con elementos artificiales y que la litografía hace todo lo contrario: dar una impresión de irrealidad con elementos verdaderos. ¿Qué importa? ¿Es que hay una realidad fuera de nosotros? Yo, lector de Kant y de Berkeley, no creo en más realidad que la de nuestro yo. Lo demás son disfraces de la Madre Naturaleza, aspectos de la Cosa en sí que no sabemos hasta qué punto existen, y si sus presentaciones ante nuestros sentidos son o no constantes.
Podrán otros despreciar la litografía como un arte industrial, vulgar e insignificante; para mí ha tenido y sigue teniendo grandes atractivos.
Estas vistas de pueblos, tan falsas en conjunto y tan exactas en los detalles; estas escenas campestres, tan poco campestres; estos españoles, tan poco españoles; estos griegos, tan poco griegos; estos ríos, estas cataratas, estos personajes, estas amazonas, que son la verdad convencional de un momento histórico, no hubieran podido representarse tan en armonía con el espíritu de la época como con el lápiz ligero, amable y un poco banal de la litografía.
Percy y yo alquilamos un cuarto, y llevamos a él nuestros útiles y algunos muebles al fiado.
Al principio trabajamos con entusiasmo; luego, poco a poco, fuimos flaqueando y llegamos a no hacer nada y a mirar con desdén y con cierta sorna nuestros instrumentos de grabadores.
Will Tick nos sacaba con frecuencia de apuros con la fertilidad de sus recursos. Muchas veces nos llevaba a su casa para que le ayudásemos.
Tick, padre e hijo, se dedicaban a negocios sospechosos.
Guardaban montones de papel sellado viejo, que les debía servir para falsificar documentos. Lavaban y cocían papeles escritos con agua de cloro y los sacaban limpios; sabían también hacer tinta antigua y calcar firmas.
Todos los trabajos de la casa eran poco claros y menos lícitos. Durante el tiempo que acudí al taller de los Tick, el negocio más legal que hicieron padre e hijo fué decolorar y raspar unas hojas en pergamino de unos libros capitulares y convertirlos en parches de tambores y panderetas.
Siempre se les veía al padre, al hijo y a un criado,[138] albino y zambo, en el patio, sucio y negro, borrando papeles y secándolos en una estufa.
Abraham Tick maniobraba en aquellas cosas que no caen fácilmente bajo la mirada de un juez.
Una de sus especialidades consistía en inventar genealogías y falsificar documentos nobiliarios. La impunidad estaba asegurada. Era muy difícil que su trabajo llegara a conocimiento de la justicia, porque el que encargaba la falsificación de una ejecutoria o de un árbol genealógico era el primer interesado en que ningún perito examinara con cuidado sus documentos.
Abraham Tick nos pagaba bien cuando le ayudábamos. En su tienda conocí mucha gente, porque el viejo Tick tenía grandes relaciones. Solían reunirse allí una porción de tipos que andaban a la husma por las prenderías, librerías y tiendas de antigüedades.
Yo también me decidí a sacar la comida al husmeo, y comencé a proveer a mi tío y a unas cuantas personas más de libros y de estampas. También compraba retratos, que vendía después a Fitzhamer. El frenólogo los utilizaba para sus estudios. Algunas estampas anteriores al título no tenían nombre, y yo solía ponerlo al margen con lápiz. Era curioso ver con qué candidez se las arreglaba el frenólogo para encontrar en la cabeza del retratado lo que, según todo el mundo, había; cómo adivinaba el espíritu matemático en Pascal, la gracia en Voltaire, el sentido astronómico en Copérnico, etcétera, etc. Una confusión mía hizo que el retrato de Fenelón pasara por el de Maquiavelo, y el de Florián por Fouquier-Thinville, y al contrario: y hubo que admirar con qué precisión Fitzhamer encontró matemáticamente la chistosidad y la astuciosidad en Fenelón, tomándolo por Maquiavelo, y la destructividad en el insípido Florián, a quien tomaba por Fouquier-Thinville.
No siempre daba yo en el blanco en mis paseos a la busca de unos cuantos chelines, y entonces Percy y yo nos dedicábamos a comer al fiado. Al principio nos pre[139]ocupábamos de pagar; pero llegó un día en que el pensamiento del mañana no nos alteró lo más mínimo, y nos dedicamos, desde entonces, a los platos más suculentos y a los líquidos más espirituosos, con la vaga esperanza de que alguien los pagara.
Cuando la estrechez era grande íbamos a ver a Will Tick; pero éste nos ofrecía ya descaradamente trabajos peligrosos de falsificación, lo que nos alarmaba.
Los amigos de Percy y los míos, alegres camaradas, vivían de una manera parecida a la nuestra, dispuestos a gozar, a sacarle jugo a la existencia.
Uno de ellos, para mí el más querido, a quien había conocido en el colegio, era Tomás Burton, joven disipado y de familia acomodada, de la escuela de lord Byron, que encontraba todo muy negro en la vida.
Burton se envenenaba con opio y leía libros de astronomía, de los cuales sacaba argumentos para deducir la mezquindad y la miseria de la vida humana.
—Lo mejor que puedo hacer, en obsequio de mi familia, es arruinarla—decía—, y después suprimirme yo. El dinero nos ha hecho desdichados.
Otro de los comensales constantes en nuestras francachelas, Joe Flinder, viejo estudiante de leyes, guardaba, según decía, un gran baúl lleno de obras maestras, diez o doce poemas que hubiera firmado Milton, y un centenar de tragedias y comedias bastante más sugestivas y profundas que las de Shakespeare.
A pesar de esta premisa, él pensaba que se podía afirmarla con la seguridad de un axioma matemático, no había editor ni empresario para sus obras. ¡Tal era la estupidez y el mal gusto de la orgullosa Inglaterra!
Otras personas se reunían con nosotros, sobre todo algunos jóvenes ricos que venían acompañados por Will Tick. Will nos presentaba a ellos como hombres de un talento enorme, bohemios incorregibles, de una existencia pintoresca, desordenada y absurda.
Percy y yo habíamos llegado a encontrar muy lógico[140] nuestro sistema de vida; generalmente no pagábamos a los proveedores, y los ingresos que obteníamos unas veces por la compraventa de un cuadro, de un grabado o de un libro raro, los empleábamos en una cena alegre.
Solíamos tener grandes discusiones, debatíamos acerca de la gloria, de la política, de la literatura, de los medios de hacer dinero, de la Reforma, de la Constitución, y concluíamos con las caras inyectadas, cantando a voz en grito el Fantasma, de Cock Lane, los Niños en el bosque, o alguna canción patriótica, como ¡Rule Britannia! y ¡Oh, Bretaña, el orgullo del Océano!
Bien comprendía yo que aquella vida no podía durar, que era un paréntesis más o menos largo que se había de cerrar de un día a otro. Efectivamente, el paréntesis se cerró pronto. Una mañana el dueño de la casa nos avisó que habiendo aguardado mucho tiempo el cobro de nuestros alquileres, ya no podía esperar más. Nos daba un plazo de veinticuatro horas para desalojar la habitación.
Poco después de este aviso llegó Flinders con la noticia de que Burton se acababa de suicidar. Al entrar su madre en su cuarto se lo había encontrado tendido en el suelo y muerto.
La noticia me hizo una gran impresión.
Percy, Flinders y yo hablamos largo rato, y yo me olvidé de mis apuros.
Hubiéramos ido a dar el último adiós a nuestro amigo; pero temíamos que la familia no nos quisiera dejarle ver, considerándonos como gente perdida que quizá había arrastrado al suicida a su mal fin.
Decidimos salir y acercarnos a la casa de Burton. Al bajar las escaleras un muchacho me trajo una carta.
Decía así:
[142] «Querido Thompson: Si te envían esta carta, es que me habrán encontrado muerto. Me voy con gusto. Un apretón de manos y buena suerte.
Burton.»
Discutimos si había hecho bien, si había hecho mal nuestro camarada, porque no hay nada que remueva tanto el espíritu como esa negación de la vida del suicidio.
Hablando de Burton salimos a la calle. Era al anochecer. Hacía uno de estos días de otoño de Londres en que el cielo, invariablemente sombrío, descarga aguaceros sobre aguaceros; toda la gran urbe exudaba humedad negra y polvo de carbón, y los hombres, los caballos y los perros se arrastraban sobre el fango de las calles, mientras algunos pocos privilegiados se aburrían en sus palacios o miraban por la ventana del club o por el cristal del coche a los desharrapados rebozados en el barro.
Llegamos a casa de Burton y no nos quisieron recibir; tales eran nuestras trazas. Volver a la habitación de noche, despertando a la vecindad, hubiera sido exasperar al propietario. Pasamos la noche a pie firme y por la mañana me presenté a mi padre.
Hablamos, me sermoneó un tanto y me dijo que debía ir a ver a mis hermanos. Yo le contesté que no. Mis hermanas se sentían orgullosas de su posición; estaban casadas con personas de calidad y no les gustaba pensar que tenían un pariente perdulario. Mis dos hermanas mayores eran de la misma madera; de un egoísmo perfecto y de una indiferencia insolente por la suerte de la familia. No iban a preocuparse de mí, a quien apenas conocían.
Me dió mi padre unos peniques, lo único que tenía; comí y fuí a ver a mi tío. Le dije que me hallaba en una situación difícil y que había pensado pedir trabajo a[143] William Tick. Luego le conté los procedimientos que empleaba Will.
—Sí, los ha heredado de su padre—dijo mi tío—. Se ve que es tan granuja como todos los de su familia. Ten cuidado, no te vayan a arrastrar a dar un mal paso. Abraham Tick está haciendo constantemente falsificaciones; tú dibujas algo y querrán utilizarte. No seas tonto. Haz todas las deudas que puedas; pon tu firma en todos los pagarés que te traigan; pero nada de imitar letras, facturas, sellos o cosa por el estilo. Esto es la cuerda o los trabajos forzados.
La observación de mi tío me hizo mella; yo pensaba lo mismo, aunque no me había planteado la cuestión tan claramente. El era un truchimán listo y su consejo no cayó en olvido.
Viví unos días en casa de Tick encerrado, pintando árboles genealógicos, y un día Will me trajo unas láminas de un banco de la City para que yo las calcara y luego las estampara Percy.
Pretexté que no tenía vista. Will Tick se rió diciéndome que lo hiciera, o que si no, me marchase. Yo opté por marcharme.
—Te morirás de hambre—me dijo.
—No; porque mi tío me ha encargado hacer un catálogo de su biblioteca.
Will Tick me insultó, llamándome estúpido y egoísta; y yo fuí en busca de mi tío. Le conté el caso; cómo me hallaba perseguido por los acreedores, la proposición de falsificación que me había hecho Will Tick, y le pedí que me cediese una de sus madrigueras de libros y me diera de comer, a cambio de lo cual yo le haría el trabajo que me indicara de copia o de calco. Después de vacilar mucho mi tío aceptó y quedamos de acuerdo en que le restauraría algunas portadas y documentos antiguos. Fuimos los dos a una casucha del barrio de Islington. Era un zaquizamí del último piso, lleno de montones de libros que conservaban polvo de muchos años.
Un tabernero de la esquina, conocido de mi tío, me traería la comida y no me prestaría ni un penique.
Tomé posesión de mi cuchitril y comencé mis trabajos.
Todo el invierno lo pasé así encerrado. Miraba desde mi palomar el cielo bajo y sombrío de Londres con el humo espeso que salía de las chimeneas. Por la mañana hacía las restauraciones para mi tío, y después estudiaba francés y español, porque tenía el proyecto de escaparme de Londres.
De noche los ratones me hacían compañía y venían a devorar los restos de mi comida. Algunas veces ataba con un bramante una corteza de queso y me divertía retirándola cuando se echaban sobre ella los pequeños y graciosos roedores.
Los días brumosos y negros me entraba la desesperación de no hacer nada y me metía en la cama.
Uno de aquellos días en que me hallaba más aburrido aún que de ordinario, hice este cuadro de mis aptitudes morales e intelectuales por el sistema métrico decimal:
CONDICIONES DE J. H. THOMPSON | |||
Amor al trabajo. | 5 | por 100. | |
Benevolencia. | 10 | » | |
Egoísmo. | 15 | » | |
Valor personal. | 5 | » | |
Sentido erótico. | 10 | » | |
Moralidad. | 5 | » | |
Espíritu religioso y superstición. | 2 | 1/2 | » |
Adquisividad (estilo Fitzhamer). | 2 | 1/2 | » |
Sociabilidad. | 10 | » | |
Instinto de vagabundez. | 15 | » |
Después del cuadro sinóptico de mis aptitudes, comencé el de mis conocimientos por el mismo sistema métrico decimal, y me resultó éste:
Dibujo. | 10 | por 100. |
Literatura. | 10 | » |
Filosofía. | 5 | » |
Botánica y Farmacia. | 10 | » |
Arte de disecar. | 15 | » |
Geografía. | 5 | » |
Lenguas. | 5 | » |
[146] Por una fantasía como ésta, el frenólogo Fitzhamer cobraba bastante dinero; en cambio, yo no me cobré nada a mí mismo.
Mi interés en esta época consistía en elevar mis conocimientos lingüísticos (5 por 100, según el cuadro) a un 10 o a un 15 por 100.
Aprendía el español y el francés sin maestro, y tenía la sospecha de que iba a entendérseme con dificultades. Sobre todo la pronunciación y la propiedad de las palabras me fallarían. Me pasaría probablemente lo que al inglés de una caricatura francesa, que entra en un café de París y para pedir: Garçon, une bouteille de biere, hace un esfuerzo de memoria y dice: Celibataire, une bouteille de cercueil!
Esta confusión de las cervezas con los ataúdes, lo más que podía producir es que se burlasen de uno.
Aunque comprendía que no me las arreglaría fácilmente, no me preocupaba esto mucho. Lo difícil para mí era dar el primer paso, cruzar el canal de la Mancha y desembarcar en el Continente.
Había pensado marchar a España. Sentía hambre de sol y de cielo azul; estaba cansado de encierro, de lluvias y de barro.
Había leído bastante sobre España; no creía, ni mucho menos, que fuera un país de delicias en que a cada paso ocurrieran aventuras extraordinarias; pero pensaba ir allí.
Aunque soy optimista, no soy de los que abrigan una confianza excesiva en los hombres y en las cosas, y que se desilusionan al menor tropiezo. Mi fuerza está en la perseverancia y en la resignación estoica. He sido siempre más espectador que actor; la vida me ha dado la impresión de una comedia, a veces amable, a veces aburrida. Tengo las decisiones tardas. He necesitado siempre el aguijón de la necesidad imperiosa para lanzarme a la acción. Si esta necesidad imperiosa no me azuza, miro los acontecimientos con calma.
Muchas veces he dicho: Veremos a ver esto adónde nos arrastra; y he seguido a la deriva, bastante indiferente, mientras no aparecía la cruel y urgente necesidad.
Mi viaje a España era cuestión de momento. A veces creía si sería mejor quedarme en Londres. Mis acreedores estaban despistados, ¿pero cómo vivir así constantemente? La quietud me iba enmoheciendo; necesitaba hacer algo, aunque fuesen tonterías: andar, correr, cambiar de escenario...
Un día leí en un periódico el descubrimiento de una falsificación de billetes de Banco y la prisión de los falsificadores y encubridores, entre los cuales se encontraba mi amigo Percy Harrison. Will Tick no aparecía en la lista de los presos.
¿Sería extraño al asunto? ¿O se habría escabullido de las garras de la justicia con arte?
Dada su habilidad y su maña, era cosa muy probable.
Unas semanas después iba yo muy envuelto en mi gabán raído, y más envuelto aún en una niebla espesa y rojiza, a casa de mi padre, cuando me encontré a Will Tick hablando con una mujer.
Me paró; le dije claramente que suponía que el instigador de la falsificación por la cual habían prendido a Percy era él; pero Will Tick me demostró, con argumentos, que no era cierta mi sospecha.
Sus razones mitigaron la cólera que sentía en contra suya, y hablamos largamente. Le dije que pensaba marcharme a España.
—¿Tienes dinero?—me preguntó.
—No.
—¿Sabes a quién le podríamos sacar unos cuartos?
—¿A quién?
—A mi padre.
—¿Cómo?
—Tu tío ha dejado en depósito cuarenta libras esterlinas en casa de mi padre para que le compre la biblioteca de un anticuario que ha muerto. Mi padre ha visto la biblioteca y siente tener la necesidad de comprarla para tu tío, porque en esa biblioteca hay algunos libros de valor; pero ha dado su palabra y no se puede volver atrás; perdería un buen parroquiano.
—Entonces no hay nada que hacer.
—Sí, hay mucho que hacer. Mi padre, al menor pretexto que tenga, devuelve con gusto las cuarenta libras esterlinas. Tú vienes conmigo a mi casa, le dices a mi padre que tu tío ha cambiado de parecer, y te entrega las cuarenta libras, que nos las repartiremos.
—No, no. Yo no hago eso.
—Lo haré yo por tu cuenta; pero es necesario que tú te presentes conmigo y recibas el dinero.
Vacilé, porque la cosa me parecía un poco dura, tratándose de un hombre que me había favorecido como mi tío Samuel; pero pensé también: «Si no aprovecho esta ocasión, ¿cuándo se me presentará otra? Hay que decidirse. ¡Adelante!»
Fuimos a casa de Tick, y Will habló a su padre.
El viejo falsificador escuchó largo tiempo sonriendo, moviendo la cabeza en ademán negativo, hasta que se decidió, y sacando de un cajón las cuarenta libras esterlinas me las puso en la mano. Will me empujó a la salida y me dijo:
—¡Venga mi parte!
Le di veinte libras; luego me pidió que le diera otras cinco por la comisión.
—No; no te doy una más.
—Bueno. Eres un roñoso. ¡Adiós!
Con el dinero en el bolsillo y el espíritu lleno de remordimientos un poco cómicos, me fuí a los muelles y averigüé que, pocas horas después, al amanecer, salía[151] un paquebot para Burdeos. Como temía la indignación de mi tío Samuel, a quien quizá ya no podría pedir nunca nada en la vida, le escribí una carta desde una taberna contándole la hazaña que habíamos realizado a expensas entre Will y yo. Le decía que obraba impulsado por una fuerza mayor. Después escribí otra carta a mi padre despidiéndome de él, y al rayar la mañana bajaba en el barco por el Támesis, camino del Continente.
—Veremos lo que nos reserva el destino—murmuré, mientras me acercaba a la borda, mareado y con la mano aplicada a la boca del estómago.
Cualquiera, al leer la frase final del capítulo anterior, supondrá que yo soy un fatalista. No; no lo soy. No lo soy, pero no ando lejos de serlo. Esta idea de fatalidad es un poco confusa. Encerrando la idea de predestinación, es para mí falsa; pero significando sólo destinación, me parece exacta.
No cabe duda que si uno marca en un papel una serie de puntos, se pueden unir éstos con una línea; tampoco cabe duda que la tal línea tendrá un carácter: será recta o quebrada, y presentará una figura especial. A esta figura, después de hecha a posteriori, le llamaremos necesidad, destinación, y si estuviera hecha a priori, le llamaríamos fatalidad, predestinación.
En el punto 1 de la línea no sabemos dónde va a caer el punto 2, ni en el punto 2 cuál va a ser el 3; pero trazados los puntos 2 y 3, podemos asegurar que de ninguna manera, aunque se deshiciera el Universo, podrían estar en otro sitio mas que en el que están.
Tales reflexiones me hacía yo, tendido en un banco de la cubierta del paquebot, a medida que salíamos del canal de la Mancha y se me iba pasando el mareo.
Cuando se disipó por completo pensé que sería práctico inventar una finalidad para mi viaje al llegar al Continente, y se me ocurrió una pequeña historia basa[154]da en mi tío, el sargento Cox, que había sido un calavera y había estado en la Península con las tropas del general Moore. Me pareció que nadie se incomodaría porque ascendiese un poco en el escalafón a mi tío, y decidí llamarle el comandante Cox. El comandante había muerto en la Península, dejando una pequeña fortuna, que yo iba a recoger, ¿cinco mil libras?, ¿seis mil libras? Creo que nadie se enfadaría si elevaba la herencia a diez mil libras.
Animado por una perspectiva tan agradable, me levanté de mi banco y me puse a pasearme por la toldilla.
Había otro joven, poco más o menos de mi misma edad, que llevaba por todo equipaje una caja de tabaco; nos pusimos a hablar, y, llevado por esa necesidad de confidencia que se siente al viajar solo, le conté mi historia.
—¿Así que va usted sin objeto al Continente?—me preguntó.
—Sí.
—Pues a mí me pasa lo mismo; pero como soy en el fondo fatalista, creo que adonde me lleve la casualidad allí estaría fijado mi sino. Aquí donde me ve usted, salgo de una cárcel, donde he estado durante algún tiempo deshaciendo cuerda.
—¿Hizo usted alguna falsificación?
—No; yo estaba en relaciones mercantiles con una banda de ladrones que me alimentaban. Una vez proyectaron un robo en un hotel. Cada cual tenía su misión; yo era el encargado de echar un pedazo de carne con láudano al perro. Me dieron el frasquito y, como yo soy desmemoriado, lo dejé en un rincón; luego lo confundí con una botella de una salsa, y eché salsa a la carne que tenía que comer el perro, y, claro, no se durmió. Resultó que la policía estaba avisada, y que me habían visto echar la carne al perro, y que nos prendieron a todos los ladrones, a mí con la botella de la salsa. Cuan[155]do le conté lo ocurrido a mi abogado, éste dijo en el juicio que yo era un joven muy virtuoso, y explicó cómo había caído en manos de malhechores, que me habían enviado con un frasco de láudano y un pedazo de carne para echársela al perro, y yo había dejado el láudano y cogido una botella de salsa para rociar con ella la carne que iba a echar al guardián de la casa.
Reconocieron todos los jueces que yo era un joven virtuoso, y me echaron a la calle, donde empecé a morirme de hambre.
Entonces entré en sociedad con un par de individuos que se dedicaban a ese negocio bastante lucrativo que llaman los franceses chantage. Llevaban ya en preparación uno importante; tenían documentos de un político, con los cuales pensaban sacar mucho dinero, y me enviaron a mí a hacer la proposición. Llegué yo a casa del político con la lección aprendida; pero no sé cómo me las arreglé, que confundí todo lo que tenía que decir; descubrí el juego de mis socios e hice que nos metieran a todos en la cárcel.
Como la otra vez, me absolvieron, y considerándome, sin duda, como un inconsciente, me llevaron a un asilo, donde he estado durante algún tiempo haciendo estopa.
Al salir del asilo pensé si mi porvenir estaría en explotar a las mujeres. Elegí una muchacha que me pareció dócil, y comencé a cultivarla con el fin de vivir a sus expensas; pero se interpuso un hombre, luché con él; nos llevaron a juicio, y todo el mundo creyó que yo era un idealista y que me había pegado con mi rival por defender a una dama.
Ayer estaba en Hyde Park, al anochecer, pensando en la manera de quitar a una señora, acompañada de un caballero, un collar que llevaba, cuando vi que el señor que hablaba con esta dama era el político a quien habíamos querido explotar. Este se acercó a mí y me dijo:
—Si no hablas de lo que has visto, te daré veinte libras.
Yo no había visto nada. Alargué la mano y recibí un billete. Fuí al Arco del mármol y miré el billete a la luz de un farol. Era bueno.
Por la mañana compré un traje, comí y me vine a este barco. Voy a desembarcar en Francia, en donde no sé qué haré. Ya que no puedo ser un criminal hábil, intentaré ser una persona honrada. Si no puedo ser ni una cosa ni otra, me dedicaré al comercio.
El joven fatalista se encogió de hombros y yo me volví a tender en mi banco.
El paquebot había entrado en Burdeos. El día, de mayo, estaba espléndido; el sol, brillante. Hacía un ligero vientecillo del norte. Como no llevaba equipaje, salí inmediatamente del barco, fuí a la terraza de un café y estuve contemplando la gente que pasaba y el movimiento del puerto. Sentí cierta soñolencia y hubo un momento en que cerré los ojos y estuve desvariando. Creí encontrarme entre mis amigos de Londres y que interpelaba a Burton, que me escuchaba muerto y sonriendo.
J. H. Thompson pone aquí el discurso que dirigió a la sombra de su amigo, que aunque no viene muy a cuento lo insertamos:
—¡Qué error el de suprimirse así del mundo de los vivos!—le dice a su amigo—. ¡Qué error, querido Burton. Habiendo este sol y este aire puro, y este cielo azul, surcado por nubes blancas, y estas gentes que van y vienen, y estas extrañas apariencias de la Cosa en sí! ¡Qué error, amigo Burton, el suprimirse!
Oh, no; yo no te diré que estos hombres valgan la pena de ser hablados, ni que estas mujeres sean Ofelias románticas y puras, no. Es posible que la mayoría de todos ellos sean ganado vacuno, o quizá de cerda; pero[158] ¡qué cielo! ¡qué luz! ¡Cómo se siente la sangre que circula por las venas!
¡Qué error, amigo Burton, el de suprimirse!
No, yo no trataré jamás de convencerte de que el amor y la fraternidad humana nazcan con tanta facilidad como las algas en el mar, ni que la amistad pura sea una cosa corriente. Yo reconozco, de buen grado, como tú, que la mayoría de los hombres somos egoístas y bestias, ¿pero qué duda cabe de que los hay inteligentes y buenos?
Ciertamente, yo no creo en las grandes palabras; soy nihilista de todos los nihilismos, y ateo de todos los ateísmos; pero, aun así, amigo Burton, ¡qué error más grande el de suprimirse!
Verdad que todo lo que nos rodea es fugitivo, es inasible; pero nos queda el momento, ¡el minuto! ¡Cosa admirable!
Sí, quizá las grandes palabras se encuentren un poco vacías; pero en cambio las pequeñas, ¡qué llenas están!
Una conversación agradable, una mujer bella que pasa, una bocanada de aire puro de un día de verano, un libro entretenido...
—¡Qué error, amigo Burton, el de suprimirse!
Tú afirmarás que nuestra vida no es nada, que un guiño de una estrella representa más que todas las existencias humanas.
Yo te contestaré que la grandeza y la pequeñez son ideas relativas, y que los soles de la Vía Láctea y los rayos de Sirio o de Aldebaran son menos trascendentales para ese señor que pasa y para mí que la lámpara que se nos apaga por la noche.
Sí, amigo Burton; ese infinito del Universo que tanto te preocupaba es, después de todo, un infinito de negaciones, y esas nebulosas de estrellas no deben tener más importancia para nosotros que las nubes de chispas que salen de una fragua.
Tú me dirías, bajando a la vida fisiológica, que cuando el engranaje de nuestras ruedas interiores chirria, todo es molestia y dolor. Es verdad.
Pero aun así, en los intervalos del dolor se puede encontrar momentos de placidez y de reposo.
¡Qué error, amigo Burton, el de suprimirse!
Así sigue perorando Thompson, hasta que dice que despertó, abrió los ojos y, en vez de ver a su antiguo camarada, vió los mástiles de los barcos, que se balanceaban en el puerto.
Dejé el café y las divagaciones—sigue escribiendo Thompson—y fuí a hospedarme a un garni barato, desde donde escribí de nuevo a mi tío. Le decía que William Tick había sido el inventor de la combinación para sacarle las cuarenta libras esterlinas, y que yo no había hecho mas que dar mi asentimiento, por encontrarme perseguido por un acreedor, que me puso en la alternativa de pagarle inmediatamente o llevarme a la cárcel. De tanto repetir esta invención, llegué a creerla. Comunicaba también a mi tío mi proyecto de ir a España, y le juraba que si conseguía encontrar trabajo le devolvería el dinero. También le escribí a mi padre. Los dos me contestaron en seguida; mi padre, dándome consejos; mi tío, menos incomodado de lo que yo suponía. Por lo que me contaba, advertido por la carta que le envié al salir de Londres, había comprado la biblioteca del anticuario antes de que se presentara Abraham Tick.
Tranquilizado, con relación a esto, me dediqué en Burdeos, por unos días, al dolce farniente. Burdeos me pareció grande, tristón, como un pueblo desalquilado, hecho para capital de un gran Estado y que se queda en capital de provincia.
Paseando por el pueblo tuve la suerte de encontrar[162] en un tenducho un paquete de caricaturas francesas contra los ingleses, que me costaron quince francos. Eran las figuras lores ventrudos y ladys delgadas y ridículas. No había podido dar con ellas en Londres.
Las compré y se las envié a mi tío, quien reconciliado conmigo me escribió pocos días después a Bayona, muy contento, encargándome que cuando entrara en España no me olvidara de buscar las estampas de Goya.
Pasados seis días en la capital de la Gironda, hice mi primer ensayo de viandante. Había comprado un traje de verano barato, un morral de tela, donde metí la ropa que tenía, y un mapa de Francia, con las carreras de postas, hecho por J. B. Poirson en 1821, en París, en la calle Saint-Jean de Beauvais. Con estos requisitos me eché a andar.
Como me habían dicho que el camino por las Landas era poco agradable, tomé por la orilla del Garona, con la intención de bajar hacia Orthez y marchar de allí de nuevo hacia el mar.
El primer día lo pasé bien, hice una caminata de seis leguas y comí y dormí perfectamente.
El segundo día hice unos conocimientos un tanto raros. En un pueblo del camino, antes de llegar a Bazas, había une feria y me detuve un poco a curiosear en sus puestos.
Entré en una barraca de figuras de cera y pasé revista a los personajes de la Revolución, a los generales del Imperio, a María Antonieta, a varias víctimas y asesinos, y a un gran grupo en que se veía un cazador devorado por tigres y leones. Aquellos animales no eran una maravilla de exactitud. Me permití hacer unos gestos desdeñosos y manifestar mi poca conformidad. Un señor bajete y rechoncho, vestido de negro, me preguntó:
—¿No le gustan a usted?
—Poca cosa.
—Esos animales se han copiado del natural.
—No. ¡Ca! No puede ser.
Y expliqué cómo y por qué esto no era posible.
—¿Lo haría usted mejor?
—Yo, ¡ya lo creo! Soy disecador de Londres y pintor.
—Sí; en Londres se trabaja bien en estas cuestiones; pero en París tampoco se hacen las cosas mal. No hay que quitarle nada a París.
Callé, como no queriendo comprometerme demasiado, y entonces el dueño de las figuras de cera me dijo si tendría inconveniente en trabajar para él, modelándole en cera varias alimañas en actitud feroz, y retocando algunas figuras como la de Danton, la de Fualdés, el asesinado, y otras que habían perdido el color, pues la gente no se contentaba con ver sus caras, sino que quería tocarlas.
—¿Tanto tiempo va usted a estar aquí?—le pregunté yo.
—No, me marcho en seguida; pero usted puede venir conmigo en mi coche.
Quedamos de acuerdo en que le haría el trabajo y en que él me proporcionaría los útiles necesarios, pagaría mis gastos y me daría tres francos al día. Me instalé en su carreta de cuatro ruedas, cerrada y con techo, y comenzamos a marchar despacio camino de Pau.
El dueño de las figuras de cera, monsieur David, era un señor fino que hubiera podido ser académico, notario o enterrador. Vestía de negro y llevaba una cinta roja en el ojal. Viajaba en compañía de sus figuras de cera y de su criado Michel. Al mismo tiempo que monsieur David, y llevando el mismo camino, iban varias carretas: dos de un domador de fieras, que se decía húngaro, con un león viejo, unas panteras y varios monos; un coche de una señora que tenía cacatúas amaestradas; un furgón de un domesticador de focas, y un tílburi de un charlatán vendedor de específicos, prestidigitador, sacamuelas y frenólogo.
En el camino nos encontramos con saltimbanquis, gitanos, y alguna mujer harapienta con un carretón donde llevaba un organillo y la familia menuda.
En los tres días que fuí en compañía de monsieur David, puse los más brillantes colores en las mejillas de Fualdés, el asesinado; animé los ojos de María Antonieta, de Carrier, de Napoleón, de Danton y de Marat, y comenzaba unos bocetos de fieras cuando nos detuvimos en una posada, poco antes de llegar a Pau.
Estaba lloviendo; se metieron las carretas en un corral y nos reunimos en un cuarto de la posada, el domador húngaro y su criado, el charlatán prestidigitador, un ventrílocuo, el domesticador de focas, la madama de las cacatúas, monsieur David y yo.
Cenamos juntos, y como esta gente es jactanciosa, cada cual contó sus triunfos en los diferentes pueblos del tránsito. El domesticador de focas hizo tales elogios de sus animales, que la gente los tomó a broma. Apostó entonces él a que enviaba a su Baby, la mejor de sus focas, con una carta para monsieur David, y a que se la entregaba. Se aceptó la apuesta y se puso dinero en pro y en contra. El domesticador salió del cuarto al patio y, poco después, vimos a la foca que avanzaba pesadamente con sus aletas por el pasillo, entraba en el cuarto donde estábamos, ofrecía un sobre que llevaba en la boca a monsieur David y le hacía una ceremoniosa reverencia. Se aplaudió al domesticador de focas y a su discípula Baby, que se dieron un beso. El charlatán explicó sus juegos de manos, y después sacó una baraja e invitó a una partida. Yo creí que los demás no aceptarían. ¿A quién se le ocurre jugar a las cartas con un prestidigitador?
Se sentaron en la mesa, y el charlatán, el domador, la madama de las cacatúas, el domesticador de focas y monsieur David barajaron y cortaron y se pusieron a jugar a la malilla. Yo me tendí en un diván y me quedé dormido.
A media noche me despertaron los gritos.
Todos vociferaban y discutían, y tenían montones de plata y de cuartos encima de la mesa.
El domador debía de perder mucho; estaba anhelante, congestionado, con una gruesa vena hinchada en la frente. A cada momento se pasaba la mano por las patillas. La madama de las cacatúas marchaba también mal, a juzgar por su aire humillado; el domesticador de focas estaba indiferente; monsieur David sonreía, y el charlatán, delgado, mefistofélico, tenía un aire plácido e insinuante y ponía derecho un naipe en la nariz y seguía jugando.
Mientrastanto el ventrílocuo, alto y flaco, con los brazos y piernas recogidos en la silla, sacaba unas extrañas voces de su cuerpo.
El final del juego se aproximaba, y, efectivamente, en una pasada, el dinero del domador húngaro desapareció y fué a parar a manos del charlatán y de monsieur David. El domador se irguió lanzando juramentos, y los gananciosos, con aire compungido y los bolsillos llenos, se prepararon a levantarse.
—Esperen ustedes—gritó el domador—. Me deben el desquite. Vuelvo en seguida.
Salió el domador, y al momento monsieur David y el charlatán se escabulleron del cuarto. El ventrílocuo, el de las focas y la madama de las cacatúas hicieron lo mismo.
Yo iba también a salir y me dispuse a ponerme los zapatos cuando entró el domador de nuevo con un látigo seguido de dos panteras.
Yo quedé horrorizado.
Al ver que no había ningún jugador se puso a pasear por el cuarto furioso, gritando y blasfemando y dando trallazos en el aire, mientras las dos fieras que traía saltaban y enseñaban los dientes.
Yo estaba espantado. El domador se fijó en mí y se acercó al diván.
Me dijo burlonamente que el dueño de las figuras de cera y el prestidigitador le habían robado su dinero. Era necesario que le pagase yo.
—Yo, hombre, ¿por qué?
—Porque me han estafado. Venga el dinero... Si no...
—Si no..., ¿qué pasará?
—Se arrepentirá usted—y dió un latigazo sobre el diván, y las dos panteras saltaron como gatos.
—Espere usted, espere usted, no tenga usted prisa le dije yo, y me levanté y me puse tranquilamente la chaqueta.
—Pronto, pronto—gritó él, asombrado de mi súbita serenidad.
—¡Ah! ¿Pronto? Pues ahora le voy a decir a usted una cosa.
—¿Qué?
—Que no le voy a dar a usted nada.
—¿No? Y levantó el látigo.
—No—le dije yo, y le pegué un puñetazo en la barba que lo tumbé al suelo, derribando una silla y la mesa.
Las dos panteras se escondieron en un rincón asustadas.
Antes de que el domador pudiera levantarse, abrí el cuarto, salí al patio y de aquí al camino. Crucé la aldea y fuí andando hasta que se hizo de día. Estaba a poca distancia de Pau; llegué a esta ciudad, entré en una posada, me lavé, me puse mi traje de señor y metí el otro en el morral. Pregunté cómo podría salir para Bayona. Me indicaron el punto donde partían las diligencias, y me encaminé hacia él con el morral convertido en maleta.
Estaba sentado en un banco de la Plaza Real esperando que dieran las ocho y se abrieran las oficinas de la diligencia, cuando vi dos mujeres de luto que avanzaban vacilando y mirando a derecha e izquierda.
Se sentaron en el mismo banco que yo; pero debían estar impacientes, porque se levantaron pronto, dejando un paquete en el asiento.
Al notarlo llamé a las dos damas y les di lo que olvidaban.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias!—exclamó la mayor de las dos—. No sé dónde tenemos la cabeza.
—Si en algo puedo servirlas, lo haré con mucho gusto—les dije yo.
—Venimos a buscar la diligencia que va hacia Orthez.
—Yo también; pero me han dicho que no hay diligencia hasta el mediodía. Ahora únicamente se puede tomar un pequeño coche, que llaman Cuco.
—¿Y cuándo va a salir?
—Parece que hasta dentro de hora y media no sale.
—¿Y qué hacemos aquí hora y media?—exclamó la joven—. Nos van a conocer.
—¿Usted ha tomado el billete?—me preguntó la señora mayor.
—No; todavía, no.
—¿Quiere usted acompañarnos?
—Con mucho gusto.
Nos metimos los tres en un café que acababan de abrir.
La señora mayor tenía unos cincuenta o cincuenta y cinco años, y llevaba tocas de viuda; la otra era una muchacha, pálida e insignificante, de unos veintitrés años.
La señora hablaba con un acento nervioso y asustado; la señorita estaba como apabullada.
Cuando pasó el tiempo necesario nos acercamos al despacho de diligencias. Esperamos a que prepararan el Cuco, y entramos en él las dos señoras y un capitán de la gendarmería de Bayona, que había ido a Pau a recibir órdenes, y yo.
El capitán y yo hablamos. La señora mayor no hacía mas que saltar en el asiento, de impaciencia. El Cuco marchaba perfectamente, con un movimiento suave.
En los diferentes puntos que mudaban los caballos se presentaban los gendarmes y preguntaban invariablemente si no iban españoles.
—Point d'espagnols—decía el capitán—. Dos damas francesas, un señor inglés y un capitán de la gendarmería real.
—Perdón, mi capitán—decían los gendarmes, haciendo el saludo militar.
—¿Por qué preguntan siempre si van españoles?—dije yo.
—Es que se teme que haya por aquí agentes españoles revolucionarios—contestó al capitán.
Llegamos a Orthez por la mañana. El capitán y yo ofrecimos a las señoras nuestra compañía, y como ellas aceptaron, fuimos hasta su casa. El capitán dió el brazo a la mayor, y yo a la muchacha. Llegamos delante de[169] la puerta de la verja de una magnífica posesión y nos despedimos de las señoras. El capitán fué hacia un lado y yo hacia el contrario. Avancé un poco paralelamente a la verja, que era más larga de lo que yo me figuraba, y al volver vi que las dos mujeres estaban todavía a la entrada.
—¿No les oyen?—les pregunté—. ¿Quieren ustedes que yo llame?
—No, no—dijeron las dos, asustadas.
—Lo que ustedes quieran—y me preparé a seguir.
—¿Podría usted hacernos un favor?—me preguntó la señora con su voz trágica.
—Sí, con mucho gusto.
—Querríamos entrar en el parque sin que nos viera el portero.
—No sé la manera.
—Hay una puerta chiquita, cerrada con solo un cerrojo, aquí, a un lado.
—¿Y desde fuera cómo la va usted a abrir?
—No, desde fuera ya sé que no. ¿Usted no sería capaz de escalar esta verja?
—¡Escalar la verja! ¿Y si le ven a uno?
—No. No se levanta en la casa nadie hasta muy tarde.
—Bueno; avísenme ustedes si aparece alguien.
Sin más dejé mi fardelillo en el suelo, escalé la verja, bajé por el otro lado, corrí hacia la puerta pequeña y abrí el cerrojo. Las dos mujeres entraron en el jardín y yo salí al camino.
Al pasar de nuevo por delante de la puerta de la verja estaba la señora aguardando y me dijo:
—Quiero darle a usted una explicación y hablar con usted. Venga usted cuando se haga de noche a esta verja.
—Sí, señora, vendré.
Me fuí a una fonda con la imaginación un poco excitada, y de noche me presenté en la verja. Al poco rato llegó la señora. Me habló durante más de una hora con[170] un tono inquieto, lleno de angustia, y me contó, atropelladamente, una porción de cosas.
Aquella dama era pariente y al mismo tiempo señora de compañía de la muchacha joven que había venido con ella en el coche. Se llamaba madama Domesan. La muchacha, Gabriela de Beaumont; por lo que me dijo, vivía con su padre, su tío y una señora amiga de su padre, Enriqueta Sarrazin, que se había hecho dueña de la casa de tal manera, que los tenía presos a todos, sin dejarles salir de allí.
El día anterior esta señora había marchado del castillo, y aprovechando su salida, Gabriela y ella habían ido a Pau a hablar con un pariente y a explicarle la situación en que se encontraban, pero no le habían visto.
En la casa, la Enriqueta Sarrazin mandaba como dueña, y había dispuesto casar a su hijo, que era un perturbado, con Gabriela, y estaba aislando a la familia de Beaumont de sus amigos y parientes, de tal manera, que ya nadie entraba en la casa. En los planes le ayudaba un cura del pueblo.
Después de todos estos datos, madama Domesan me dijo que si yo tenía valor y energía para ello, que me presentara al día siguiente en el castillo preguntando por el vizconde Beaumont de Lomagne; que le dijera que llegaba de Londres y que era aficionado a los árboles y a las plantas exóticas, y que quería ver el parque y el invernadero, y me hiciera amigo de él.
Me sugestionaron los relatos de aquella dama y prometí seguir la aventura.
Al día siguiente, al mediodía, me presenté en el castillo y llamé tirando de la cadena.
Salió a abrir un portero viejo, con una gran librea; le di mi tarjeta, y esperé.
Poco después se abrió la verja, y el criado me dijo que pasara.
Comencé a marchar por una avenida enarenada. Al final de ésta se veía un edificio grande, pesado, de[171] piedra, con varias torres de pizarra adornadas con veletas.
A un lado y a otro había árboles centenarios, altísimos, y delante de la fachada del castillo, un estanque oval, de agua profunda y obscura, a cuyo alrededor las hojas caídas en muchos años formaban como un marco de plata.
Este estanque parecía un espejo negro que reflejase el cielo a través del follaje de los árboles. Bordeando el estanque nos acercamos al castillo, y entramos en un gran zaguán, que parecía una cripta, con el suelo, las paredes y el techo de piedra. Subimos la ancha escalera, pasamos un salón grande como un museo y fuimos a un gabinete elegante, pero también triste, en donde había dos viejos momificados sentados el uno frente al otro, la señora y la señorita del coche y madama Sarrazin, una mujer de cara juanetuda, de ojos claros y pelo blanco.
El vizconde me saludó amablemente. Era un hombre alto, encorvado y pálido, con un aire de temor y de cansancio.
Vestía un traje del tiempo del Imperio, y al andar parecía arrastrarse.
Su hermano, el caballero de Maslac, era un vejestorio del tipo más completo del antiguo régimen; llevaba calzones de terciopelo de color, medias de seda, casaca y coleta. Iba perfumado, pintado, con colorcitos en las mejillas y en los labios; los dientes, postizos, y peluca. Usaba constantemente un lente y una tabaquera; en los dedos, anillos, y dijes, y, al levantarse de la butaca, se apoyaba en un bastón con puño de oro.
La señorita Gabriela y madama Domesan me saludaron amablemente, y la señora Sarrazin apenas se dignó mirarme.
El vizconde de Beaumont, que tenía la manía de la botánica, me mostró el parque y el invernadero de su castillo.
El parque era tristísimo; parecía que habían querido darle un aire lúgubre, haciendo que los árboles gigantescos estuvieran tan cerca uno de otro que, paseando por las sendas, no se veía el cielo.
El estanque reflejaba las nubes como una pupila desesperada y sombría.
El vizconde me enseñó la antigua torre de los Beaumont, con sus baluartes y sus argollas, que daban al río y servían para atar las gabarras.
Después de ver sus plantas extrañas, dije que tenía que marcharme; pero el vizconde me rogó varias veces que me quedara a cenar y a dormir. Como este era mi objeto, me quedé allá.
La cena fué siniestra. El vizconde miraba a un lado y a otro, como poseído por el mayor espanto; el caballero de Maslac, con sus adobes y sus dijes, parecía una momia desenterrada.
No se habló en la mesa mas que de genealogías, y únicamente el vizconde interrumpía esta conversación para disertar acerca de botánica. Después de cenar jugaron una partida de cartas entre los dos viejos, la Sarrazin y Gabriela, y madama Domesan me indicó que fuera a la biblioteca, donde hablaríamos.
Efectivamente, fuí a ella y hablamos largamente. Me dijo, de una manera nerviosa y perentoria, que yo, que había sido simpático al vizconde, debía entrar en la casa y luchar contra la influencia de madama Sarrazin, que les dominaba a todos.
Después me contó, con su tono dramático, la historia de un muchacho que había galanteado largo tiempo a Gabriela, y a quien se había encontrado ahogado en el río, y de un hombre misterioso que aparecía de cuando en cuando en las proximidades del castillo.
Luego me habló de su vida y de su familia.
Me dijo que ella procedía del secretario de Felipe II, Antonio Pérez.
—Al evadirse Antonio Pérez de la cárcel de la Inqui[173]sición de Zaragoza—me contó—, se refugió en el Bearn y fué protegido por Enrique IV y por Margarita de Valois. Antonio Pérez tuvo amores con una señora de Orthez, y su hijo se estableció aquí definitivamente, y de él procedo yo.
Siguió la señora Domesan contando una serie de relatos de crímenes y de sucesos extraños donde aparecían asesinos, misterios, fantasmas, y llegué a pensar si aquella mujer estaría un poco perturbada, y sería, sin proponérselo, una especie de Anna Radcliffe gascona. Por lo menos era un folletín de muchas entregas.
Al pasar a la alcoba que me destinaron, que era inmensa y obscura, no pude dormir. Toda la noche la pasé pensando en ahogados y muertos.
Al día siguiente comprendí que aquellas grandezas no eran para mí, y, sin despedirme de nadie, con el pretexto de dar un paseo, me marché del castillo y no volví.
Corrí con mi morral al sitio donde salían las diligencias y tomé un asiento para Bayona.
Me encontré con el mismo capitán de la gendarmería con quien había ido a Orthez. Nos saludamos y nos dimos nuestros nombres. Me dijo que se llamaba Montmartin, y me invitó a tomar una copa de coñac.
En la diligencia iba mucha gente que subía y bajaba en los pueblos pequeños, llevando cestas y encargos, y un comerciante bayonés, con su mujer y dos hijas.
Una de ellas, por lo que contó su madre, tenía una voz preciosa, y había obtenido un gran éxito cantando la Cavatina «Una voce poco fá», del Barbero de Sevilla, en una de las casas del gran mundo de Orthez.
La otra señorita poseía, según su madre, grandes conocimientos literarios e históricos, y sabía el inglés y el español. Había sido muy galanteada por un joven oficial de la guarnición de Orthez, llamado Alfredo de Vigni, que había escrito para ella una poesía preciosa.
A pesar de hablar yo bastante mal el francés («¡Celibataire, une boutaille de cercueil!), quedé un poco mejor que el capitán de la gendarmería, pues éste consideraba que ante las señoras debía tomar una aptitud rígida, como si estuviera en actos de servicio.
Quizá influían en su tiesura las frecuentes libaciones,[176] pues aprovechaba todas las paradas para intoxicarse cuanto podía.
Con este combustible se reveló en él su fondo de francés, y dijo que Napoleón era un grande hombre, a quien los ingleses habían hecho perecer miserablemente. Habló también de la batalla de Orthez, en que Wéllington, con el ejército aliado, había batido al mariscal Soult, y se deshizo en insultos contra el vencedor de Waterloo.
El comerciante bayonés y su familia parecían desolados al oír esto, y me miraban como pidiéndome mil perdones.
El capitán vió que yo no me daba por aludido, se calmó, se hizo amigo mío y amenizó el viaje con algunos cuentos de cuerpo de guardia.
A la tardecita llegamos a Bayona, y, pasado el puente sobre el Adour, el sargento del puesto de la gendarmería preguntó si no había viajeros españoles. El capitán Montmartin dijo que no, y seguimos adelante hasta la plaza de Armas.
El capitán sintió no sé por qué un vago impulso de simpatía o de remordimiento al despedirse de mí, quizá por haber hablado mal de los ingleses, y me invitó a cenar con él al café del Comercio tan insistentemente, que tuve que aceptar.
Estaba el café, envuelto en una nube de humo, atestado de oficiales de la guarnición. Se hablaba a gritos.
En una mesa había un grupo de tenientes y suboficiales, y uno de ellos leía un libro que acababa de publicarse, de un tal Paul de Kock, llamado Gustavo el calavera. Los que escuchaban se reían a carcajadas. El capitán Montmartin y yo nos acercamos al grupo, y aunque yo apenas oía la lectura, contagiado por la risa de todos, acabé por reírme.
Mareado y algo intoxicado me despedí de Montmartin y me fuí a la fonda. Al día siguiente me levanté temprano y salí a la calle. Vi muchos grupos de españoles[177] que me dijeron eran realistas, y entre ellos un cura y un fraile, el uno con su gran sombrero de teja y el otro con su cerquillo.
Los dos tiraban al blanco con carabina y tenían una magnífica puntería.
—Son soldados de la Fe—me dijo un francés que debía ser realista entusiasta.
—No cabe duda que con esa puntería—le contesté yo—han de ganar muchas almas para el cielo.
En la fonda de Bayona me dijeron que podía ir a San Juan de Luz a caballo en un cacolet. No sabía lo que era esto, que resultó un artefacto que en castellano llaman jamugas.
Llegué a San Juan de Luz en mi cacolet; dejé el morralillo en un fonducho de la salida del pueblo y fuí a estirarme las piernas hacia la playa.
Me sorprendió un chubasco y entré en un café pequeño y me senté delante de una ventana con cristales, y estuve contemplando cómo chocaban las gotas de agua en la tierra, y las nubes que corrían por el cielo.
Al terminar el chaparrón volví al fonducho de la salida del pueblo e hice mis preparativos para entrar al día siguiente en España.
Estaba sentado en la mesa y estudiando un mapa cuando entró una muchacha a preguntarme si quería cenar. Al verla, me pareció que el cuarto se iluminaba; tan bonita era.
—¿Usted me va a servir la cena?—le dije.
—Sí.
—No creí poder ser tan feliz.
Ella se rió. Yo la contemplé embobado. Tenía unos ojos claros azul verdosos, una boca burlona y un cuerpo[180] ligero y fuerte al mismo tiempo. Era un fruto del Norte dorado por el sol del mediodía.
Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que Mary; le volví a preguntar de dónde era y me contestó que de Biriatu, un pueblecillo pequeño asentado en un cerro próximo al Bidasoa.
—Voy a quedarme aquí—le dije—para poder verla a usted muchos días.
—No podrá ser—contestó ella.
—¿Por qué?
—Porque me marcho a Biriatu mañana.
—Iré yo a Biriatu.
—Es igual; no me verá usted.
—¿Tendrá usted novio?
—No.
—¿Pero tendrá usted muchos pretendientes?
—No; tampoco.
—¿Cómo puede ser eso, siendo tan bonita?
—No opinan todos como usted—me replicó riendo.
—Eso es imposible—exclamé—. ¿Es que los hombres de este país no tienen ojos? ¿Es que son como esos peces de los lagos sin luz, que son ciegos? ¿Es que tienen alguna membrana nictitante perpetua? ¿Es que...?
Mary la de Biriatu iba y venía trayendo platos, haciendo poco caso de mis frases.
Cuando se acabó la cena le dije que ya que no podía verla quería marcharme al amanecer y que me diera la cuenta.
Me la trajo y quise darle de propina un luis de oro.
—No, no—me dijo—; guárdese usted su moneda de oro. No la quiero.
—¡Pero, si yo no la pido nada a cambio!
—Es igual; no la quiero. Le hará a usted más falta que a mí. ¡Adiós! Buenas noches.
J. H. Thompson dice, al llegar aquí, que se metió en su cuarto y sacando lápiz y papel escribió una poesía [181] en inglés en honor de la muchacha que encontró en la fonda. La tal poesía es una españolada poco seria que no nos puede agradar a las personas sensatas, y si la traducimos y la copiamos es, más que para otra cosa, para demostrar la extravagancia de los extranjeros cuando se ocupan de España. Dice así la canción traducida al pie de la letra:
«A Mary la de Biriatu:
»Tienes los ojos azul verde claros, Mary la de Biriatu, como las olas del mar; tienes la boca burlona y fresca y el cuerpo ágil y armónico como el de una diosa. Cuando te veo marchar de aquí para allá, mi corazón tiembla y siente el mismo sobresalto que si fuera una pieza de porcelana de Sèvres en manos de una criada cerril, o la copa más fina de cristal de Bohemia entre los dedos de un chico atolondrado.
»Eres amable, Mary la de Biriatu, y, sin embargo, eres cruel. Tienes la crueldad de la fuerza, que no sospecha la debilidad ajena; tienes la exactitud del teorema matemático, que es un tormento para la inteligencia obscura; eres soberbia como la Naturaleza, y yo soy humilde como una cosa humana.
»¡Si tú quisieras!, yo saldría de mí mismo como un dragón de su agujero, y sería el hombre más turbulento y más dionisíaco de la tierra. Pero no, no lo sería; lo soy ya.
»Me he transfigurado, y las furias anidan en mi corazón. Ya no soy un inglés pesado y grueso; soy andaluz y tengo sangre mora en las venas; tengo garras como las águilas y colmillos agudos como los tigres. Ya no diseco fieras, las mato; ya no discuto con los hombres, los domino.
»Ven conmigo, Mary, Mary la de Biriatu. Yo te llevaré en mi caballo cordobés, desde el Pirineo a Sierra Ne[182]vada y reposaremos al pie de las palmeras de Andalucía al son de las castañuelas y las guitarras.
»Si quieres que sea contrabandista, Mary, me haré contrabandista; si quieres que sea salteador de caminos, lo seré sin miedo e imitaré al bandido generoso,
»Para mí no habrá más leyes que tu capricho, Mary, Mary la de Biriatu; para mí no habrá más cielo azul que el azul verdoso de tus ojos. Con el trabuco al brazo, montado en mi jaca torda, seré una exhalación. Yo me escabulliré de entre las manos de la justicia y haré llorar de rabia a los alguaciles, y a los alcaldes, y a los corchetes de la Santa Hermandad.
»¿Hay que desafiar al rey, a la Inquisición, a los ángeles, a los demonios?
»Aquí estoy yo. Yo robaré las alhajas de la Virgen para adornar tu garganta y te daré la Biblia de Lutero para que con sus hojas hagas papillotes.
»Y cuando el mundo entero esté retemblando con mi gloria como una caldera de vapor, y mis hazañas sean cantadas por los ciegos, tú, con tu mantilla de casco y una peineta de concha; yo, con el calzón corto y mi capa andaluza, iremos los dos del brazo a la corrida.
»Ven conmigo, Mary, Mary la de Biriatu. Mira que soy capaz de todo por ti. Mira que si no te pierdes al mismo Robin Hood con calañés».
Esta es la absurda e insensata poesía que J. H. Thompson dedicó a la muchacha de la fonda de San Juan de Luz, donde estuvo hospedado, y que ha desagradado profundamente a varias personas respetables que la han leído.
Después de descargar mi corazón en estos versos me tendí en la cama, me quedé dormido, y por la mañana, al amanecer, me levanté y salí de casa.
—Veremos lo que nos reserva la suerte—me dije.
Anduve una legua antes de que saliera el sol, y me senté al pie de un árbol y saqué del bolsillo mi mapa de España. Estaba publicado en Londres, en 1808, por la casa John Stockdale de Piccadilly, y debió de servir para las tropas de Wéllington que iban a la Península.
—Como no tengo objeto—murmuré—, seguiré el meridiano. El mito de mi tío el comandante Cox y el meridiano serían mis directrices.
Decidí pasar uno o dos meses en el país vasco, medio año en Castilla, e ir a parar a Andalucía. Estaba enfrascado en la observación del mapa cuando pasó una chiquilla que se me quedó mirando.
Me levanté y la pregunté:
—¿Este es el camino de Navarra?
—Sí.
La muchacha iba hasta un caserío llamado Herburu, y yo fuí con ella.
Encontré a un aduanero francés a quien le dije me indicara el camino de España. Me miró con desconfianza y me mostró un sendero.
Siguiéndolo, llegué a un bosque bastante cerrado, con una venta, la venta de Inzola. Estaba en territorio español. Pedí en la venta que me pusieran algo de comer, y con un gran trozo de pan, de chorizo y de queso y una botella de vino, me senté en la hierba, en un prado. Brillaban las margaritas y las flores del brezo; una serpentaria mostraba su mazorca roja entre lo verde. Corría allá un vientecillo del mar fresco y agradable; el cielo estaba muy azul; en Francia se veía la llanura y la costa; hacia España, un laberinto de montes ceñudos y sombríos. Unos grillos amenizaban la soledad y un cuco lanzaba su voz irónica entre los árboles.
Devoré mis provisiones, y después dirigí un toast elocuente a la vieja España de Don Quijote, y del Cid, y de San Ignacio de Loyola. Añadí a Loyola, para probarme a mí mismo, que este Amadís de Gaula, católico y papista, no sólo no irritaba mis sentimientos de protestante de raza, sino que veía en él un hermoso manantial de energía y de tesón.
Después de este toast hice mi segunda libación brindando por las damas españolas, los caballeros, las majas, los toreadores, los gitanos, los corchetes, los alguaciles y los alcaldes, y, sobre todo, por la bella entre las bellas, Mary la de Biriatu. Como me quedaba más vino en la botella y no era desagradable, tuve que brindar por el mar, por el cielo azul, y hasta por la Cosa en sí, y me quedé un momento dormido.
Cuando yo leía de chico las descripciones de los placeres campestres—dice J. H. Thompson—, me parecían una de las cosas más insulsas y más tontas del mundo. Es extraño cómo la retórica, a fuerza de repetir las mismas frases, llega a borrar todo sentido de la realidad.
Los placeres campestres en las páginas de los escritores bucólicos del siglo XVII y XVIII han sido siempre placeres amables y sociales; se ve que para estos escritores la Naturaleza estaba representada por un parque bien cuidado, como para Fenelón la gruta de Calipso era uno de los subterráneos del jardín de Versalles. Los placeres campestres en la pintura han sido también tan sosos, tan amanerados, como los descriptos por los poetas.
Al llegar a vivir en el campo por primera vez, nunca recordé las descripciones que había leído en la infancia, ni los cuadros de los pintores. No me acordé jamás de Galatea, ni de Amarilis, ni de Thirsis, ni de Nemoroso; todas estas amables personificaciones no salieron del estante que les corresponde en el armario de la guardarro[186]pía poética para presentarse a mi imaginación. Me desdeñaron tanto como les desdeñaba yo a ellas.
Al acercarme al campo, la Naturaleza, en vez de una impresión amable, pastoril y bucólica, me dió una sensación ruda y me habló con una voz áspera y discordante.
El viento y la lluvia, el murmullo de los árboles en el follaje y el rumor del arroyo, el caminar por entre las altas hierbas o por el claro del bosque me produjeron una sorpresa.
Tuve también otras sorpresas y descubrimientos. Uno de éstos fué encender hogueras.
Pocas cosas me han parecido tan sugestivas. ¡Hacer fuego al borde de un camino y ver cómo chisporrotean las hierbas secas, serpentean las llamas y se desparrama el humo por el aire! ¡Qué gran placer! ¡Qué eterna admiración!
Siempre parece un espectáculo nuevo, como si guardara uno en el fondo del alma el asombro del hombre primitivo, descubridor del fuego al ver levantarse las llamas en el aire.
Este es uno de los grandes placeres tristes y melancólicos del campo. Mirar la llama de la hoguera, ver el humo que mancha las claridades del crepúsculo, mientras las estrellas comienzan a presentarse en el cielo...
Hoy, al pensar en ello, siento melancolía, la melancolía del enamorado de la Naturaleza unida a la melancolía del reumático.
Después de mis libaciones dejé la venta de Inzola y comencé a marchar hacia Vera. Enfrente tenía un enmarañamiento de montañas fragosas y obscuras, de crestas y de barrancos.
Por toda la zona pirenaica vasconavarra ocurre lo mismo: lo trágico y fosco ha quedado para España; lo sonriente y amable, para Francia.
A pesar de esto, el espíritu de los vascos de un lado y otro de la frontera ha quedado el mismo; la misma seriedad, el mismo gusto por los trajes negros, el mismo aire de desilusión.
Parece que este pequeño pueblo tiene la conciencia vaga de su desaparición, de su absorción por los de alrededor, y le queda la tristeza y el orgullo de los pueblos viejos que se hunden sin dejar apenas rastro de su existencia.
Bajaba despacio de la venta de Inzola a Vera del Bidasoa cuando oí a lo lejos el ruido de una carreta. ¡Cómo chirriaba! Tan pronto se la oía como se perdía su sonido, como volvía a aparecer. Estas carretas vascas tienen las ruedas de madera de una sola pieza y sujetas al eje, lo que hace el rozamiento muy grande.
Preguntaba unos días después a los campesinos en Vera por qué hacían así las carretas, al menos por qué[188] no daban sebo a los ejes, y uno me dijo que con aquel chirrido áspero se divertían los bueyes, y otro, que así no había que avisar a nadie del paso de la carreta, porque el chirrido de las ruedas avisaba solo.
Iba bajando al fondo de un arroyo, a cuyo borde se veían varios caseríos, cuando me encontré con un viejo que marchaba seguido de su perro. Era un hombre afeitado, encorvado, con un perfil de cuervo.
Entablé conversación con él y, después de someterme a un interrogatorio, me dijo que andaba buscando minas.
En el interrogatorio tuve que decir quién era y a qué venía a España, y eché mano del mito Cox y de la herencia, y expliqué mis planes.
El mismo individuo me preguntó qué pensaba hacer en Vera; le dije que pasaría allí un día nada más y seguiría adelante.
—¿Tiene usted posada?
—No.
—Pues yo le llevaré a casa de un paisano amigo mío, que le hospedará barato.
Llegamos a uno de los barrios del pueblo al anochecer. En lo hondo de un valle se veían unas cuantas casas viejas en fila, envueltas en la niebla; el humo salía de las chimeneas en ligeras columnas azules.
El viejo y yo recorrimos una calle larga, pasamos por cerca de la iglesia y salimos a la carretera, a orilla del Bidasoa, y en una casa con una tienda nos detuvimos.
A la puerta estaba Erlaiz, el panadero; hablaba con un herrador de una fragua próxima. El panadero, un hombre bajo, cuadrado, picado de viruelas, de cara fosca y ceñuda, explicaba algo al herrador, hombre grueso, panzudo, con una sonrisa llena de malicia.
El panadero nos recibió ásperamente, al viejo y a mí, y a una muchacha que estaba en la tienda le dijo que me llevara a una habitación.
Crucé la tienda, subí a un cuarto pintado de verde,[189] me lavé y eché un vistazo al pueblo. El vasco es indiferente y un tanto hostil al extranjero; aunque se le hable en español, si le ven a uno extraño, le miran con desconfianza y con suspicacia. La gente a quien pregunté algo, en vez de responderme dándome los datos que les pedía, me contestaban preguntándome a qué venía y qué pensaba hacer.
Estos vascos recelosos suponen que se les tiende un lazo al hacerles la pregunta más sencilla.
Pensé que no estaría muchas horas en el pueblo.
A la hora de cenar volví a mi posada de casa del panadero, y me hicieron pasar a un comedor, en donde se hallaban el buscador de minas, que había encontrado en el monte, Erlaiz y un militar.
El panadero, mi patrón, cambiado por completo de aspecto, se mostraba sonriente y amable. Me indicaron mi sitio en la mesa, y nos pusimos a cenar.
El viaje me había abierto el apetito, y di un ataque formidable a los platos, al pan y al vino. Los demás no se quedaron atrás. Después de cenar trajeron café y licores, y nos pusimos a hablar y a cantar. Yo no he visto compadres más alegres que aquéllos.
El militar, guerrillero con Mina en la guerra de la Independencia, contó sus hechos de armas, y el panadero habló de sus aventuras en tierra de Castilla.
Los dos estuvieron a cuál más exagerados.
Estos buenos vascos, cuando se lanzan a ello, son un tanto fanfarrones, como los escoceses de Walter Scott, o como los gascones. Al oírles a ellos, cualquier encuentro de cincuenta hombres contra otros cincuenta es una batalla de Austerlitz; una aldea con cuatro casas viejas, una Florencia y un granero con una torre es el Louvre o el Kremlin.
Después de las hazañas del militar y del panadero, el viejo buscador de minas, que se llamaba Bidarraín, nos dió lecciones de botánica y de mineralogía popular, mezcladas con algunas supersticiones.
A las doce y media, rendido de sueño, me fuí a la cama, dormí de un tirón hasta las diez, y, al despertar, pensé si la cena de la noche habría sido una realidad o una fantasía.
Me vestí, bajé a la tienda de Erlaiz y me lo encontré displicente y malhumorado.
—Ahí ha venido ese viejo Bidarraín a preguntar por usted—me dijo—. En la huerta debe estar.
Tomé el café con leche que me sirvió la sobrina de Erlaiz, salí a la huerta y encontré al viejo buscador de minas.
Me preguntó si quería dar un paseo con él, le dije que sí y echamos a andar. Bidarraín me mostró varias muestras de mineral, y hablamos de mineralogía y de botánica. Luego le pregunté qué clase de hombre era Erlaiz, el panadero, pues me parecía de genio mudable.
—Es buena persona—me dijo—, pero muy violento y muy terco. Cuando se le pone una cosa en la cabeza no hay quien le pueda convencer de lo contrario. Le hemos querido persuadir el teniente Leguía y yo de que es una barbaridad que ponga cepos en el Bidasoa para los salmones en época de veda; pues los pone, y aunque viniese el obispo y se lo pidiera de rodillas, los seguiría poniendo.
Bidarraín contó otros detalles de la barbarie del panadero. Llegamos a mi posada; el buscador de minas se marchó y yo entré en la tienda. Pasé a la tahona, y vi a dos viejas que amasaban los panes en una artesa, mientras Erlaiz trabajaba con la pala en el horno.
Murgui, la sobrina del panadero, me sirvió la comida; entablé conversación con esta muchacha, y le pregunté qué clase de hombre era Bidarraín. Me dijo que pasaba por hombre rico; que tenía minas de plata y de oro.
También le pregunté a Murgui acerca del teniente Leguía, y, por lo que contó, deduje que a éste le consideraban como el enemigo del pueblo.
Por la tarde volvió a presentarse Bidarraín y me llevó[191] a una huertecilla contigua al cementerio, donde se hallaban enterrados dos oficiales ingleses, muertos en el pueblo al pasar los aliados el Bidasoa, en 1813.
Después fuimos hasta Lesaca, villa donde tuvo lord Wéllington su cuartel general.
Bidarraín debió hablar al panadero de mis conocimientos mineralógicos, porque Erlaiz, por la noche, me preguntó si era ingeniero. Le dije que no, y él pareció no creerme. Me preguntó también si tendría algún inconveniente en ver unas minas algo lejanas. Le contesté que ninguno. Dispusimos hacer la expedición al día siguiente. El panadero, contento, trajo la guitarra y estuvo cantando. Cantaba de una manera bárbara y graciosa. Cuando terminó, me fuí a mi cuarto y estuve un rato en la ventana mirando las estrellas, oyendo el rumor del río y el canto de un sapo (bufo músicus), que entretenía su soledad con sus notas.
Bidarraín y Erlaiz me llevaron varias veces a ver sus minas. Estaban empeñados los dos en que yo entendía mucho de minería; pero que, por razones especiales, no lo quería confesar.
Erlaiz y Bidarraín me pidieron que les escribiera varias cartas en francés y en inglés, y cuando yo indiqué al panadero me hiciera la cuenta, me dijo que no le debía nada.
El teniente Leguía pensaba marchar a Elizondo con unos cuantos hombres de su partida, y yo quedé en acompañarle y seguir después a Pamplona.
Con este motivo se decidió obsequiarnos a los dos con una cena de despedida en las Ventas de Yanci.
Eramos los comensales, además del panadero, Leguía, Bidarraín y yo; dos milicianos nacionales, sargento y cabo de la partida de Leguía, y un liberal de Vera, que gastaba antiparras de plata, a quien llamaban Laubeguicua (el de los cuatro ojos).
Fuimos todos paseando a las Ventas de Yanci, que distan una legua y media de Vera; nos sentamos a beber sidra, y se llamó al ventero y a la ventera y se les sometió a un grave interrogatorio.
Erlaiz, Bidarraín y el sargento de milicianos dieron a la consulta una importancia sacerdotal.
—Vamos a ver, ¿qué podemos comer?—preguntó Erlaiz.
—Si quieren ustedes un cordero, ya lo asaremos—dijo la ventera, cantando al hablar.
—Bueno, un cordero. ¿Que más?
—Ya tenemos también buenas truchas.
—¿Truchas? No está mal. ¿Que más?
—Pollos también ya tenemos.
—¿Pollos? Bueno. ¿Qué más?
—Jamón bueno ya pondremos.
Así siguió la ventera explicando las provisiones que tenía, siempre empleando esta fórmula de ya tenemos o ya pondremos. Este ya, de aire germánico, me chocaba verlo empleado a todo pasto.
Después de consultarse con la mirada Bidarraín, Erlaiz y el sargento de nacionales, decidieron, de común acuerdo, que pusieran todo lo que hubiese para no engañarse.
Dispuesta la cena, seguimos bebiendo, hasta que nos dijeron que la mesa estaba puesta.
Al sargento de los milicianos, hombre alto, de vientre piriforme, se le encandilaron los ojos, y frotándose las manos de gusto exclamó:
—¡Pien, pien! Una puena cena. Esto es lo que me gusta. Puen cordero, puenas truchas, puen pollo y puen vino. ¡A comerr! ¡A comerr!
Comimos como buitres y bebimos hasta quedar mareados, lo que me dió una idea bastante pobre de la sobriedad de los vascos; se habló con entusiasmo de Mina, Riego y el Empecinado; con rabia, de las correrías que hacían por Navarra Juanito el de la Rochapea y don Santos Ladrón, y se cantó el Himno de Riego, a pesar de que el ventero y su mujer suplicaron que callásemos, porque les comprometíamos.
Salimos de las Ventas de Yanci a media noche; los de Vera se marcharon a su pueblo, y Leguía, con sus dos milicianos y yo, seguimos hasta Sumbilla.
Nos detuvimos en el parador de San Tiburcio. El sargento del vientre piriforme me dijo ingenuamente que con el paseo se le había abierto el apetito, y que iba a mandar que le hicieran unas sopas de ajo. Le miré con asombro y me fuí a acostar.
Al despertarme por la mañana supe que Leguía había partido con sus milicianos camino da Santesteban, dejándome una carta para un amigo suyo de Pamplona.
Como no tenía prisa y hacía calor, dejé la marcha hasta que cayera el sol. Estaba en el portal del parador de San Tiburcio cuando se acercó un carro grande, tirado por siete mulas.
El arriero fué soltando sus animales, llamándolos uno a uno y llevándolos a la cuadra. La Morena, la Montesina, la Capitana, la Coronela, la Bonita, el Vigilante y la Leona fueron despacio al pesebre, donde primero se les dió de beber.
El posadero me preguntó:
—¿No va usted a Pamplona?
—Sí.
—Pues si quiere usted, puede usted ir con este arriero.
—¿No hay inconveniente?...
—Ninguno.
El arriero se llamaba Mandashay, y era un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta años, rubio, con unos ojos que parecían de cristal azul.
Me advirtió que si quería ir con él saldríamos a la mañana siguiente; le dije que tendría mucho gusto en marchar en su compañía, y le convidé a un vaso de vino. Quedamos de acuerdo; yo me fuí a acostar, y al amanecer me llamaron.
La mañana estaba fresca; había una niebla espesa que prometía un día de calor. Mandashay sacó sus mulas y echamos a andar camino de Almandoz.
—Cuando se canse usted puede tenderse en la galera—me dijo Mandashay.
—No, no me canso tan fácilmente.
La galera española es un carro grande, de cuatro ruedas, tirado por una larga recua de mulas. En Navarra y en Castilla la Vieja se ven con frecuencia estas galeras; en Castilla la Nueva abunda más el carromato, que también llaman carro catalán.
El viaje a pie detrás de un carro tiene sus encantos. El que aproximó de un modo ideológico la galera carro a la galera barco, dándole el mismo nombre, no estaba equivocado. El parecido de estos dos medios de comunicación salta a la vista. El barco es una casa que flota, como el carro es una casa que rueda. El carretero tiene algo de marino: es un hombre que pasa y no se detiene, que lleva una ruta, que vive en un mundo de soledad.
Mandashay era un hombre muy interesante y ameno. Cada rincón del camino le recordaba una historia. Aquí habían salido a robar a un rico unos enmascarados; allá había vivido una muchacha de cabeza loca que trajo revueltos a todos los jóvenes de los contornos.
En algunos momentos Mandashay se agarraba a la galga, y en otros tiraba de la brida del macho de varas, gritando: ¡Eup! ¡Eup! o ¡ueschqué! ¡ueschqué!
Charlando llegamos a Almandoz y seguimos subiendo una cuesta hasta el alto de Velate. El cielo estaba azul y el sol calentaba de firme. No hacía mucho calor porque íbamos ya a bastante altura y corría aire fresco.
A media tarde cruzamos un bosque, que me pareció debía servir para los misterios de los druidas, y fuimos a parar a las Ventas Quemadas, en lo más alto del puerto.
Salimos de Ventas Quemadas por la mañana, y emprendimos la marcha hacia la vertiente del Ebro.
El paisaje había cambiado en absoluto. El cielo se mostraba más azul; el campo, más seco; en los altos corrían pequeños caballos de grandes colas y triscaban las cabras y los corderos; abajo resplandecían los campos de trigo y alguno que otro viñedo.
Al comenzar a descender hacia la cuenca del Ebro, me pareció que empezaba España; todo tomaba a mis ojos un carácter más triste y más serio: veía pueblos taciturnos, casas de paredes grises, árboles cubiertos de polvo.
Nos alejamos de la altura a medida que avanzábamos, y fuimos bajando hacia el llano. En los trigales brillaban las amapolas como gotas de sangre y los grillos nos ensordecían con sus chirridos.
Dormimos en Villaba, y al día siguiente entraba yo en Pamplona. Me despedí de Mandashay y fuí a parar a una posada de la calle de la Curia. Saqué la carta del teniente Leguía; era para un capitán de ejército llamado Iriarte. Me presenté a él, me acogió con amabilidad y me invitó a comer.
Durante la comida le hablé del mito Cox, y de cómo esperaba recoger una pequeña fortuna. En tanto, le dije,[198] me hallaba dispuesto a trabajar en lo que se me presentase.
—Y usted, ¿qué sabe hacer?—me preguntó Iriarte.
—Sé francés y, naturalmente, inglés.
—Sí; quizá esto le pueda servir de algo.
—También tengo nociones de botánica.
—¿Botánica? No creo que haya aquí nadie que se ocupe de eso. A no ser algún herbolario.
—Pues éstos son mis conocimientos. También sé disecar animales—añadí con resignación.
—¡Hombre! Eso quizá nos sirva. Aquí hay un profesor que todos los pajarracos y alimañas que le dan los envía a Francia a disecarlos, lo que le cuesta mucho dinero.
—Voy a verle.
—Sí, iremos juntos.
Fuimos, efectivamente; hablamos con él, y yo me comprometí a restaurarle algunos animales y a disecarle de nuevo otros, por el sueldo de seis pesetas al día, mientras durara el trabajo.
Disequé para aquel señor un caimán, un águila, un cisne y varios otros bicharracos.
El capitán Iriarte me recomendó una casa de huéspedes de la plaza del Castillo y me trasladé a ella.
Mi vida en Pamplona, mientras tuve trabajo, fué muy agradable. Por la mañana y por la tarde trabajaba, y al anochecer paseaba por los alrededores, y cuando no tenía tiempo de sobra iba a la Taconera.
Allí se reunían los aristócratas y los burgueses, los militares, las señoritas, los chicos y los curas, y algunos días de fiesta, por la noche, se ponían unos farolillos de papel colgados de los árboles.
Yo cultivaba mucho el mirador de la Taconera, un sitio bonito, desde donde se ven los pueblos de la cuenca de Pamplona.
Daba con prudencia la vuelta a las murallas. Conocía la Ciudadela y los baluartes: el de la Reina, el de Redín,[199] el de Labrit, el de los Canónigos, el de Gonzaga; las cinco puertas y la poterna de la Tejería.
Tenía algunos amigos, porque el capitán Iriarte me presentó a varios de sus compañeros, militares liberales.
Por entonces, entre los militares y los milicianos de Pamplona, había gran hostilidad; los militares se manifestaban anticlericales, partidarios de la Constitución; en cambio, los milicianos eran fervientes católicos y monárquicos, y armaban trifulcas gritando: «¡Viva Dios!» No parecía sino que tenían miedo de que lo mandasen matar los liberales. Yo, como extranjero, no daba mi opinión acerca de estas cuestiones.
En la casa de huéspedes donde fuí por recomendación de Iriarte, eran todos perfectamente reaccionarios, comenzado por la dueña, doña Saturnina, señora vieja, nariguda y charlatana.
Doña Saturnina era un producto clásico de las ciudades levíticas; tenía la adoración por el aristócrata, por el cura, por el Don Juan provinciano; hablaba con ternura de los mozos calaveras alborotadores, que iban a los toros, bebían vino hasta emborracharse y hacían de cuando en cuando alguna canallada y luego iban a confesarse con aire hipócrita y santurrón al confesonario del cura que pasaba por más severo, que generalmente era el penitenciario de la catedral.
Al principio de estar en casa de doña Saturnina creí que se podría bromear con las costumbres del pueblo, e hice algunos chistes acerca de ese cartel que se pone en ciertos días en las iglesias de España: «Hoy se sacan ánimas del Purgatorio»; pero pronto vi que en Pamplona las bromas de este género tenían sus peligros.
Doña Saturnina la patrona y un sobrino suyo me espiaron y hasta me siguieron un domingo para ver si iba a misa. En vista de que no frecuentaba la iglesia, doña Saturnina me interpeló con valor:
—Dígame usted, ¿usted no es católico?—me dijo.
—No, señora—le contesté.
—¿Pues qué es usted? ¿Protestante?
—Sí; soy de una clase de secta que se llama de los agnósticos, que supone que no se sabe nada de nada.
—¿Pero usted no cree en la Virgen y en los santos?
—Los de mi secta creemos más bien en la substancia única, y practicamos el culto del nuestro señor el Yo, y de nuestra señora de la Cosa en Sí.
A esto dijo mi patrona que esta virgen sería muy importante; pero que los milagros de la Virgen del Camino eran mayores, porque se la había visto elevarse en el aire y ponerse en un madero que hay en la iglesia de San Cernín de Pamplona, a lo cual yo repliqué diciendo que bien podía la ley de la gravitación, inventada por mi paisano Newton, ser una costumbre o una rutina de la Naturaleza, y de nuestro espíritu, y que, como dijo atrevidamente Protágoras, todas las cosas son verdaderas, y que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que existen como existentes y de las que no existen como no existentes.
Doña Saturnina me preguntó si este Protágoras era algún santo; yo la dije que si no lo era, podía haberlo sido.
Entonces, doña Saturnina me recomendó que me convirtiese al catolicismo, y yo la tranquilicé diciendo que estudiaría la cuestión.
En España y en pueblos como Pamplona todavía hay un gran atractivo en ser incrédulo. ¿Cuánto durará esto? Al paso que vamos, ya poco. Cien años; doscientos años. Nada, una miseria.
La verdad es que, con el progreso, se priva al hombre libre de los grandes encantos y emociones de ser perseguido.
¿Qué vale un incrédulo, un librepensador en un país donde todo el mundo puede serlo impunemente? Nada. En cambio, en plena persecución, ¡qué delicia! Tener el libro prohibido bien guardado, leerlo a escondidas, bur[201]larse por dentro de todas las ceremonias y mojigangas, y escapar de las tramas de esta red con la cual el despotismo judaico-cristiano ha intentado envolver al mundo. ¡Admirable cosa!
Los incrédulos debíamos protestar de la lenidad actual, que nos priva de una de nuestras mayores satisfacciones...
En la casa de huéspedes de doña Saturnina conocí a varias personas, gentes pintorescas, cuya vida sabía luego por la misma patrona.
Uno de los fijos en la casa era un señor alto, moreno, de pelo blanco, vestido con traje obscuro, y que se paseaba por los arcos de la plaza del Castillo ataviado con un sombrero de copa cubierto de hule y una levita larga, y que cuando hacía fresco se ponía una esclavina azul sobre los hombros.
—¿Quién es este señor?—le pregunté a la patrona.
Doña Saturnina me dió tres o cuatro nombres de estos compuestos y largos que usan los españoles.
—¿Y este caballero no trabaja?—pregunté yo.
—No. ¡Ca!
—¿Es rico?
—Poca cosa.
—¿Es de buena familia?
—Ya lo creo. ¡Es un Pérez de Cascante! Es de los caballeros de Olite.
Este caballero tenía un amigo que le acompañaba en sus paseos, el señor Sánchez de Peralta.
Doña Saturnina me explicó la genealogía de ambos.
—Ninguno de los dos ha trabajado nunca—me decía la patrona con entusiasmo—. Son caballeros.
Me hizo gracia el equiparar la holganza con la nobleza, lo que en el fondo es muy natural y lógico.
Todos los días les veía a los dos caballeros dar vueltas y vueltas por la plaza del Castillo, con sus sombreros de copa y sus botas, que les crujían al andar. Los dos parecían mucho más jóvenes de lo que eran. Siempre he creído que el no discurrir conserva la vida; por eso dijo Juan Jacobo Rousseau, y otros lo habían dicho antes, que el hombre que piensa es un animal depravado.
Muchas veces he pensado que la felicidad está en ser un Pérez de Cascante o un Sánchez de Peralta, y en dar vueltas por los arcos de la plaza del Castillo con unas botas que crujen y una esclavina azul; pero, puesto en esta actitud espiritual, se me ha ocurrido si no sería aún más perfecto el ser una vaca, o quizá una ostra.
No he decidido yo, como creo que no lo ha decidido nadie, si es mejor la ciencia unida a la desdicha y al dolor o la estupidez mezclada a la felicidad; pero, sin decidirlo, cuando veo algún vago de estos firmes y constantes en su noble ocupación de no hacer nada, siempre pienso si será uno de los caballeros de Olite, el señor Pérez de Cascante o el hidalgo Sánchez de Peralta.
Como era la primera ciudad española que habitaba, quise darme cuenta clara de su contextura física y moral. Sus calles, sus plazas, los rincones de la muralla, los conocía palmo a palmo; gracias a alguna que otra amistad y a las explicaciones de doña Saturnina pude darme también una idea de la vida moral del pueblo.
Pamplona era un receptáculo de aristócratas, de leguleyos, de militares, de curas y de perros. Yo no digo que para todo el mundo esta clase de población sea antipática u odiosa, no; ahora, para mí sí lo es, excepto los perros, por los cuales siempre he tenido una debilidad de corazón.
Pamplona se mostraba como una construcción en pisos. En el alto había dos o tres familias aristocráticas, y estas familias tomaban un poco cómicamente un aire de familias reales. A pesar de que doña Saturnina quería demostrarme con todo su fuego oratorio que las dos o tres familias del primer tramo social de Pamplona eran ilustrísimas, la verdad es que no contaba de ellas nada que valiera la pena de esculpirse en bronces.
Después de estas dos o tres familias del primer tramo que miraban al vulgo de los pamploneses como diciendo: podéis vivir, os permitimos graciosamente la exis[206]tencia, había otras seis o siete ya de menos tono, con algunos titulillos insignificantes y algún coche destartado, pero todavía en buen uso, en la cuadra.
Tras de este segundo tramo venía el tercero, formado por los hidalgos, estos hidalgos por los que doña Saturnina sentía gran respeto y veneración y de los cuales decía: ¡Es un Pérez de Cascante! Es un Sánchez de Peralta!
Fuera del elemento autóctono, había otros dos elementos aristocráticos: el ejército y el clero. El ejército en su alta esfera llegaba a veces al primer tramo; pero lo más corriente era que se quedase en el segundo; el brigadier y el general alternaban con el marqués o con el conde, un poco tronados, si no tenían alguna mancha de liberalismo que se lo impidiese, porque entonces no alternaban con nadie.
El Gobierno constitucional en esto había defraudado al buen pueblo, primero suprimiendo el título de virrey de Navarra, cosa que a los pamploneses sonaba agradablemente al oído, y substituyéndole por el de capitán general; después, enviando militares inficionados con el virus del liberalismo. El clero era, naturalmente, aristocrático y absolutista, y el obispo movía todos los resortes de la mecánica pamplonesa. El obispo entraba de lleno en el primer tramo de la vida ciudadana. El deán y los canónigos distinguidos se distribuían en el segundo y en el tercero. Aristocracia, clero, ejército y clase media formaban un pequeño mundo. Pamplona, encerrada en su muralla, era para el pamplonés un microcosmos. A mí, que llevaba todavía el humo de Londres en la cabeza, me parecía que todo el pueblo vivía enmohecido, apegado a unas cuantas rutinas y a unos cuantos lugares comunes.
A veces se me ocurría pensar que no estaba mal ideado aquel sistema de categorías y de subordinaciones. Realmente, el catolicismo ha resuelto la vida a su modo, disciplinándola y encerrándola en estrechas casillas;[207] esto, unido a que ha dado a las necesidades apremiantes el carácter de vicios, ha hecho que los pueblos pobres como el español, que viven en la estrechez y en la incuria, se crean rodeados de placeres sardanapálicos.
En parte, esta severidad es una ventaja, porque da a la vida un poco de picante.
La construcción, en tramos, de Pamplona, tenía también su parte útil.
Cierto que a mí me parecía un poco absurda y mezquina; pero no le parecía, seguramente, lo mismo al nacido en el pueblo.
La verdad es que todo el aparato enfático y teatral del aristocratismo, que pretende imponer el ánimo por su esplendor, se convierte en una mueca cómica cuando no va acompañado de la fortuna o del poder.
No es fácil encontrar nada tan imponente como esas damas inglesas, hijas de algún almacenista de cacao, de un prestamista o de un fabricante de sebo casadas con algún lord. ¡Qué orgullo! ¡Qué majestad! ¡Qué admirable desprecio por los demás mortales!
Estas alianzas del dinero con los títulos dan buenos resultados; en cambio, en los sitios donde las familias nobles no pueden abonar sus campos o sus cuarteles con dinero plebeyo, los aristócratas degeneran.
Se nota en Francia, como en España, en las ciudades de provincia, que el pequeño aristócrata, el hidalgo, el «hobereau», es mucho más feo y menos inteligente que el hombre de la clase media y del pueblo. Esto depende, seguramente, del cuidado de casarse entre gentes de la misma casta, de la endogamia, que decimos los antropólogos.
En Pamplona, como en casi todas las capitales españolas, me parecieron los pequeños aristócratas muy cómicos. ¡Qué gente! Unas bocas desdeñosas, unos gestos de orgullo, unas mujeres feas y con bigote, unos tipos morenos y escurridos que parecían micos; muy chatos o con narices de loro; con escrófulas o con herpes.
Este prestigio de la aristocracia no es cosa que a mí me preocupe; no tengo la aspiración de saludar al conde ni al marqués, ni siquiera de estrechar la mano de un Pérez de Cascante o de un Sánchez de Peralta. A un vagabundo, como yo, no le pueden importar gran cosa las superioridades locales ni las cuestiones de etiqueta; tampoco sé si estos condes y marqueses de aquí proceden de las Cruzadas (como todos los aristócratas de los folletines franceses); supongo que serán tan antiguos como puedan serlo los de Inglaterra; pero no hay más remedio que reconocer que son más pobres. Y, la verdad: la aristocracia, con casas sucias y destartaladas y unos majuelos por toda propiedad; el aristócrata, con un sombrero seboso y un pantalón con rodilleras, no llega a imponer respeto ni a causar gran sensación. Es decir, a mí no me la producía, porque a mi patrona, doña Saturnina, le producía grande. Verdad que ella veía los conceptos más que los accesorios y las formas. Doña Saturnina era un poco platoniana.
Tras de la aristocracia pamplonesa, venía la clase media, formada por leguleyos y comerciantes, y después, el pueblo.
Desde arriba a abajo; desde lo alto de la pirámide hasta la base; desde el primer tramo hasta el último, Pamplona era un pueblo intoxicado por la clericalina. La clericalina rebosaba por todas partes; una clericalina activísima; pues no había apenas un pamplonés que no tuviera depósitos de este alcaloide entre la píamadre y la aracnoides. Era una clericalina que producía un estado de estupor incurable.
Una gota en la conjuntiva de un individuo lo envenenaba para siempre.
Todas las aguas del Arga reunidas, no bastaban para disolver la clericalina, la cleritoxina y el ácido clerigálico que producía la ciudad.
Solía yo andar con mucha frecuencia por la Taconera, y daba casi todas las tardes un paseo por las afueras de la muralla, lo que llaman en el pueblo la Vuelta del Castillo. Un día vi que un perrucho me seguía. Era un perro feo y poco estético, que tenía cara de persona, lanas rojizas y unas barbuchas lacias de filósofo cínico.
—Bueno, bueno—le dije—. Márchate, que aquí no haces nada.
Seguí mi camino, e iba pensando en la realidad que podían tener las cosas, cuando vi a mi lado de nuevo al perro feo.
—Este can me sigue—murmuré—. A ver si es un demonio como el perro de aguas que acompaña al doctor Fausto a su laboratorio.
Continué mi paseo, y siguió el perro feo junto a mí.
—Bueno; que haga lo que quiera—dije—. Si el destino ha dispuesto que este canis familiaris sea mi amigo, no me opongo.
Pensé que si venía hasta mi casa y se unía a mí, tendría que darle un nombre, y decidí llamarle Philonous.
Efectivamente: entró en mi casa, le di de comer y le adopté. Unos meses después, al llegar a Tafalla, Philonous riñó con otro perro con gran valor; el otro perro le[210] mordió en una pata y tuvo una llaga que le duró mucho tiempo.
Entonces, como tributo a su valor y como recuerdo a un héroe griego, que padeció también una úlcera en una pierna, añadí a su nombre el de Philotectes, y así se llamó mi perro en su vida terrena, que no es poca cosa para un perro.
Philonous era profundo y sentimental. En las circunstancias difíciles se crecía. A veces era un poco cínico; estaba en su derecho, siendo perro y perro de pobre; a veces me parecía un caballero «sans peur et sans reproche», como Bayardo.
Yo siempre le encontré un aire socrático.
Me parecía que el mejor día iba a salir Minerva de su cabeza.
Un día pararon en la casa de doña Saturnina unos franceses realistas.
Estos franceses, supe, cuando se marcharon, que habían ido a reunirse con la partida absolutista de un tal Salaverri, que merodeaba por la ribera de Navarra.
Los tales franceses me fueron poco simpáticos. Tenían un criterio pequeño y estrecho. Elogiaban lo peor de Francia y de España. Para ellos la crueldad empleada con los liberales era un gran mérito; el talento militar consistía en hacer todas las barbaridades posibles en perjuicio del enemigo.
Así un vendeano cualquiera era un militar más ilustre que Napoleón.
Nunca jamás he visto una gente más vanidosa, más necia ni más incomprensiva. Tenían unas ideas extrañas. Según ellos, puesto que los revolucionarios franceses habían guillotinado a Luis XVI, a su mujer y a su hijo, ellos podían, con un derecho natural de represalia, matar a todos los hombres, mujeres y niños del Universo.
La carreta en donde habían ido a la guillotina estos Borbones debía ser como el célebre carro de Jaggernath, del Indostán, que va aplastando a todo el mundo.
Así como nosotros, que hemos nacido mil ochocien[212]tos años después de Cristo, tenemos la culpa de su muerte, según los místicos, y estamos deshonrados por la mayor o menor bellaquería que hicieron unos supuestos Adán y Eva en el paraíso, así también todos, franceses y no franceses, tenemos la responsabilidad de la muerte de Luis XVI y de su familia.
¡Qué fanatismo el de aquella gente! Seguramente hubiera sido difícil encontrar en personas de otro país un producto así de amaneramiento, de afectación y de petulancia.
Si no hubiera sido porque tenían modales de señores, se les hubiera tomado a aquellos franceses por unos brutos feroces y fanáticos que no buscaban mas que el exterminio de todo el que no pensara como ellos.
Después de conocerles, los absolutistas de Pamplona me fueron casi simpáticos.
Al menos el reaccionarismo español es más natural: es la incompresión y la brutalidad simple; el reaccionarismo francés es la incompresión adornada; el uno es una construcción de espíritus toscos, el otro es un gótico pestilente de confitería.
No me ocupaba yo gran cosa de lo que ocurría en Pamplona, ni estaba enterado de sus cuestiones políticas, cuando el capitán Iriarte y un francés emigrado por sus ideas republicanas, Juan Pontecoulant, me llevaron un día a una velada masónica que se daba en el billar de un café.
Se trataba de celebrar el triunfo liberal obtenido en Madrid el 7 de julio.
Mientras esperábamos que comenzase la reunión, Pontecoulant, que tenía bonita voz, cantó La Marsellesa, y después, la canción de Los Girondinos, con mucho fuego y gran énfasis:
Le escuchamos con gusto y coreamos sus cantos.
Cuando se reunieron los masones, que casi todos eran militares, se comenzó a hablar de la conspiración realista que se había tramado en Navarra y tenía su centro en Pamplona. Yo entonces me enteré de los manejos de los absolutistas.
Los primeros conspiradores de Navarra habían sido el cura de Barasoaín; el canónigo Lacarra; un tal Uriz, de un pueblo llamado Sada, y los militares Eraso,[214] Juanito el de la Rochapea y don Santos Ladrón de Cegama.
Estos tres últimos eran antiguos guerrilleros del general Espoz y Mina en la guerra de la Independencia. Mina consideraba a Eraso como absolutista de corazón, pero no a Ladrón ni a Juanito; a Ladrón le tenía por hombre de ideas liberales; respecto a Juanito el de la Rochapea, lo miraba como a hombre desleal y traidor.
Juanito el de la Rochapea, Juan Villanueva, había sido capitán del primer regimiento de la división Navarra, mandada por Mina.
Cuando la tentativa liberal de éste sobre Pamplona, en 1814, Juanito fué el que comprometió con su impaciencia al coronel Górriz, y pasándose luego a los realistas contribuyó a su fusilamiento.
Villanueva odiaba a Mina y le tenía miedo. Al entrar éste en Pamplona en triunfo con la bandera constitucional, en 1820, Juanito se escapó e hizo preguntar a su antiguo jefe si tenía que temer algo de él. Mina le contestó que no. Juanito creyó que todo se había olvidado entre los dos y se presentó al general, quien le miró de arriba a abajo, con desprecio.
Respecto a Ladrón de Cegama se había lanzado al campo por despecho y por rivalidad con los militares que se pronunciaron por la Constitución.
Reunidos los contrarrevolucionarios realistas, Eraso, Juanito y los demás dispusieron una estratagema para armarse. Eraso era alcalde de Garinoaín, pueblo del valle de Orba. Eraso mandó reunir las cendeas del valle e hizo que oficialmente se pidieran a la Diputación provincial trescientos fusiles y sus municiones correspondientes con destino a los milicianos nacionales. La Diputación los proporcionó, y los trescientos fusiles sirvieron para formar la primera expedición realista.
La política de los católicos siempre ha sido igual. Ellos harán una deslealtad o una infamia; pero eso sí, la harán con reservas mentales; luego oirán su misa[215] con devoción, se confesarán, tendrán propósito de enmienda, se darán unos golpes de pecho, y limpios para hacer otra canallada.
Los fusiles del Gobierno sirvieron para preparar unas compañías absolutistas bien armadas y equipadas.
El general Eguía, presidente de la Junta realista, y don Vicente Quesada, comandante general de las tropas del rey absoluto, nombraron jefes a Guergué, a Ladrón y a Juanito el de la Rochapea, que salieron al campo y comenzaron a operar.
El capitán general de Navarra ordenó a las compañías del regimiento de Toledo y a las partidas de milicianos guardasen los pasos de la frontera, por si los realistas entraban por Francia.
Se vigiló Vera, Zugarramurdi, Maya, el Irati y el Roncal.
Los absolutistas tenían protectores por todas partes y no se les encontraba; en cambio, se capturó en el Irati a ocho soldados franceses desertores y a su capitán, llamado Adolfo, que intentaban entrar en España con proclamas republicanas.
El capitán Adolfo se escapó, gracias a la protección masónica del comandante español; los otros soldados franceses, presos por los milicianos nacionales de Salazar, fueron traídos a Pamplona. La gente creía que los iban a fusilar, y les parecía muy lógico a los buenos católicos que se les fusilase, por ser republicanos; pero el capitán general mandó incorporarlos en las filas del ejército.
Juan Pontecoulant me dijo que Adolfo era un hijo del general Berton, y que este general, que por entonces era el jefe de los revolucionarios y con quien más se contaba para la revolución en Francia, había estado en San Sebastián.
El capitán Adolfo vivió oculto en un caserío de la frontera; pero los realistas de Ochagavia lo denunciaron y fué preso.
La hostilidad entre el ejército y los milicianos, la conspiración permanente de los absolutistas, los rumores que corrían de que los exaltados de Madrid intentaban establecer la República, todo esto hacía que la provincia de Navarra viviese en perpetua agitación. Los realistas pamploneses se escapaban al campo con armas, y algunos se descolgaban de noche por las murallas. Yo hubiera estado tranquilo en Pamplona si hubiese tenido medios de fortuna; pero mis trabajos de disecación se acababan y era indispensable levantar el vuelo. Así que puse mis papeles en regla, gracias al capitán Iriarte y a sus amigos, y preparé mi viaje.
Salí de Pamplona a mediados de julio. Hacía un tiempo bochornoso; el cielo estaba blanquecino del vaho y del polvo, los campos de trigo segados, los montones de gavillas en la tierra. Anduve yo largo rato resguardándome en las sombras de los árboles y bebiendo en las fuentes; Philonous hacía lo mismo.
En las paradas me dedicaba a reflexionar. Una de las cosas que se me ocurrió fué el hacer un esfuerzo en dominar las impresiones desagradables y ver si podía llegar a contemplar el paisaje con el máximo de ecuanimidad. Me pareció que con ese sistema se encontraría belleza e interés en todo. El primer ensayo del procedimiento lo hice mirando en el valle de Orba una nube de polvo sofocante iluminada por el sol.
¿Se puede llegar en esta contemplación a suprimir el dolor o la molestia física? Es lo que me preguntaba varias veces en el camino.
No cabe duda que el carácter de la contemplación es una más o menos aparente generosidad; ¿pero es real o no este carácter?
¿No habrá en el fondo de nuestras efusiones estéticas una raíz utilitaria?
Cuando ve uno un campo verde y se regocija, ¿no será esto el resultado de que nuestros antepasados, al ver los[218] campos verdes, han supuesto que en ellos había algo que comer?
El segundo punto que intenté dilucidar en el camino fué si la contemplación desinteresada es buena o no, y saqué en consecuencia que si es cierto que arrastra a la pereza y al aislamiento, le lleva a uno también a bastarse a sí mismo en momentos penosos, lo cual no es poco.
El primer alto en mi marcha lo hice en la venta de las Campanas, donde tomé unos huevos cocidos y pan, y por la tarde seguí hasta llegar a Barasoaín, rendido de cansancio y, sobre todo, de calor. Dormí bastante mal en una posada y me levanté al amanecer a continuar mi ruta.
El día prometía ser tan ardoroso como el anterior.
Avancé todo lo que pude por la mañana. Al llegar al puente sobre el Cidacos se despertaba una tropa de gitanos. Dos o tres hombres se desperezaban extendiendo los brazos, una mujer hacía fuego con unas ramas y unos chicos dormían al sol, medio desnudos.
El calor y el bochorno seguían terribles. El cielo echaba lumbre; los montones de gavillas parecían rebaños de oro sobre un campo ceniciento.
A lo lejos veía pueblos con tejados blanquecinos que con la fuerza de la luz del sol me parecían nevados. Las mujeres, montadas en los trillos, daban vuelta a las eras.
Cuando más apretaba el sol, muerto de sudor, llegué a Tafalla y entré en una posada. El posadero era hombre amable que nos recibió bien a Philonous y a mí.
Tafalla es una ciudad colocada en una enorme llanura. Tiene una campiña fértil y de aspecto monótono, formada por viñedos, trigales y huertas.
Este pueblo se me figuró una granja colocada en medio de sus tierras de labor.
Por todas partes se notaba el reinado de Baco, de un Baco huraño y violento. Se veía vino en las barricas, en los toneles, en las palanganas.
Pasé la tarde y la noche en Tafalla en una taberna.
La gente me pareció agresiva y malhumorada. Únicamente estos ribereños se humanizaban hablando del vino, por el cual tenían una verdadera adoración.
Allí el vino es un dios, un dios que hace a los hombres irritables y violentos.
En toda la ribera de Navarra la agresividad es una costumbre.
El carácter de los ribereños es de una petulancia que desconocen los vascos de la montaña. Al llegar a Castilla esta petulancia se transforma en una serenidad arrogante, a veces un poco teatral, pero que da cierta idea de nobleza.
Uno de los rasgos simpáticos que encontré en estos navarros, rasgos que quizá es común a todos los pueblos un poco primitivos, fué el tener cierto desdén por el dinero.
El amo de la posada de un pueblo considera mucho más al compadre suyo que al forastero rico.
Esto me parece muy bien. Yo soy de los que creen que el dinero no es apenas de uno; solamente son de uno los instintos y las pasiones, las enfermedades y los deseos.
Salí de Tafalla de noche, antes de que apuntara la mañana, y comencé a marchar.
Entreví en Olite al amanecer las torres amarillentas de su castillo y seguí por la orilla del Cidacos. Comenzó el día muy temprano. Persistía el horrible bochorno; tuve que ir quitándome ropa, y llevándola al brazo. Mi primera entrevista con la tierra llana española era poco grata. Mi cuerpo marchaba en perpetuo incendio; tenía la cara roja, los ojos inyectados, las manos abultadas por la sangre. El maldito bochorno no desaparecía. El cielo seguía gris y el aire caliginoso.
Almorzamos Philonous y yo en la venta del Morillete, y tuvimos que detenernos en un pueblo requemado y[220] polvoriento, con unas cuevas agujereadas en una tierra blanca y arenosa y una gente áspera y desabrida.
Todo el mundo estaba con plan de reñir. Se lo hice notar al posadero y éste me dijo, riendo, que a aquellos navarricos no los bautizaban con agua, sino con vino.
Inmediatamente que el ribereño bebe se muestra jactancioso y desafiador y siente deseos de golpear o de herir.
En este pueblo, donde me detuve, me contaba un mozo con satisfacción que todos los sábados había allí trabucazos. No se podían tener faroles en las calles porque al día siguiente estaban hechos añicos.
Otro mozo de Ujué que estaba oyendo dijo, celebrándolo, que en su pueblo era una cosa rara un día sin puñaladas y que había habido un cura que tenía que ir a decir misa con el trabuco debajo del manteo, porque si no se burlaban de él. Esto me entristeció.
—En el fondo, la gente no tiene la culpa—dije—. Es la geografía en connivencia con las instituciones la que produce tales efectos.
Es imposible que la gente sea civilizada y sociable en una tierra gris, abrasada por el sol, olvidada por las personas ricas, donde no hay frescura, ni sombra, ni medias tintas y a la cual no llega ni el eco más lejano de la cultura de Europa.
Mientras marchaba por estos pueblos, Philonous me producía serios conflictos, y yo, como Pedro, tenía que negarle más de tres veces.
Hacía barbaridades; un día entraba en la cocina de una venta, tiraba la olla y se la comía; otro salió de una tahona con todo el hocico lleno de harina, perseguido por el tahonero; también se comía los pollos que podía, pero sólo cuando estaba muy hambriento.
Muchas veces no le veía en todo el día, pero luego, por la noche, se me acercaba y me daba con la pata, como diciendo: Aquí estoy, amigo.
Tanto o más que el calor me molestaban en mi viaje las moscas. Había en las calles de estos pueblos una cantidad inconcebible de moscas, pesadas, pegajosas, repugnantes.
—Mientras haya moscas en el mundo no habrá civilización—me decía yo con tristeza.
Para combatir sus ataques, me puse a filosofar acerca de ellas, en lo perniciosas que debían ser y en la poca ciencia que demuestra la Naturaleza, que se deja llevar de sus rutinas y de sus lugares comunes de una manera lamentable.
Recordé que Luciano de Samosata, el célebre satírico griego, había hecho un elogio de la mosca, y de aquí obtuve una casi luminosa consecuencia.
Muchos suponen que este escritor fué cristiano, a pesar de que en la historia de Peregrinus llama a Cristo un sofista crucificado.
Este dato parece dar a entender que Luciano no fué cristiano; pero el elogio de la mosca para mí es definitivo. Da el diagnóstico del escritor greco-sirio.
Era cristiano. ¿Hay algo más cristiano que la mosca? La mosca es constante, persistente, zumbona.
A la mosca le gusta andar en las llagas, en el pus, en las basuras, como a los verdaderos cristianos.
[222] Alguno dirá que a los obispos y a los papas les agrada más el dinero, la opulencia, el fausto; pero esto no demuestra más sino que las moscas son mucho más cristianas que los obispos y que los papas.
La mosca crece en razón directa del sol, de la suciedad, de los establos y de las cuadras, y en razón inversa de la limpieza, del agua corriente y de la gente razonable. Lo mismo les pasa a los frailes.
Sorprendido por tales semejanzas obtuve la ecuación de la cultura en la forma que expongo aquí.
El índice de la cultura se expresa sumando la cantidad de vino, el número de moscas y el número de clérigos, y partiendo el total por el número de árboles.
X (índice de la cultura) = | Vino + Moscas + Clérigos |
Arboles |
Las profundas consecuencias que se desprenden de mi descubrimiento las entrego a la Humanidad futura. Ella sabrá plantar más árboles y exterminar las moscas.
Estando yo en Caparroso se presentó una partida de milicianos nacionales, mandada por un capitán que iba de vanguardia de la columna de un jefe llamado Iribarren. Saludé al capitán, a quien conocía de Pamplona por ser amigo de Iriarte, y hablamos.
Me dijo que se había quedado la partida sin cirujano, porque a este le habían muerto, y me preguntó si yo podría sustituírlo por lo menos un día.
—Yo no soy cirujano—le dije.
—¡Bah! Para lo que hay que hacer, lo hará usted mejor que cualquier otro. Mañana vamos a atacar a la gente de Salaberrí, que campea por ahí, por las Bárdenas. Necesitamos de alguien que sea capaz de poner una venda.
—¿Y el cirujano de este pueblo?
—Es uno de los facciosos y anda por el monte.
No tuve más remedio que aceptar; pero puse la condición de no seguir después a la partida; pasada la acción, yo me marcharía por donde quisiera.
—Bueno. Bueno. Muy bien.
El capitán señaló un cabo y ocho hombres para que quedasen a mis órdenes. Sacamos el botiquín del cirujano y vimos lo que había.
Mientras hicimos los preparativos estuve tranquilo;[224] pero por la noche, al tenderme en el pajar, me vino la idea de que cuando el otro cirujano había muerto, el cargo era peligroso. Luego, la imaginación se puso en movimiento y fué pintándome con una realidad desagradable las perspectivas que me esperaban.
Creer que estos forajidos realistas iban a respetarle a uno porque llevase el carácter de cirujano o de médico me parecía una ilusión.
Pensé en lo que me pasaría si quedaba herido al cuidado de un barbero en un rincón sucio, con aquella temperatura al rojo blanco.
Se me pintaron todos los horrores posibles. Comencé a agitarme de la derecha a la izquierda, sin poder dormir.
Al amanecer, momentos antes de salir el sol, me cogió el sueño, y poco después me llamaron. Estaba tan fuertemente dormido, que tuvieron que empujarme de un lado a otro para despertarme. El sol iluminaba el campo, desolado y desierto, cuando la partida se puso en marcha. Yo iba a retaguardia con las camillas, unas mulas y un carro. Caminamos durante un par de horas hasta llegar a las Bárdenas. El sitio era solitario y pobre, de una monotonía, de una tristeza y de una fealdad desagradable, agudizada por el tiempo bochornoso. La tierra, cenicienta, se extendía como un mar, y delante se nos presentaba unas colinas roídas por las lluvias.
Estaba yo pensando que los realistas rehuían el encuentro cuando sonaron los primeros tiros. Se hallaban los facciosos parapetados en unas lomas blanquecinas.
Mandé yo a mis hombres con la mayor serenidad posible que abriesen el botiquín e hicieran sus preparativos.
Nuestros soldados se desplegaron en guerrilla y comenzaron a disparar y a avanzar.
Hubo que seguirlos. Las balas pasaban silbando, y yo volvía la cabeza a un lado y a otro violentamente. Uno de los nuestros cayó. Me entró un sudor frío; me acerqué a él; le tomé el pulso. Estaba muerto.
De nuevo tuvimos que marchar adelante. Los enemigos habían vuelto a ocupar otras posiciones y seguían tiroteando. Los nuestros fueron avanzando de una manera irregular y consiguieron que la partida absolutista se disolviera.
El capitán tuvo que esperar largo rato a que se reunieran sus fuerzas, que se habían desperdigado; y mientrastanto, los sanitarios improvisados y yo comenzamos a vendar a varios heridos; y yo sangré a uno que se trajo sin conocimiento en unas parihuelas, y que recobró el sentido.
Cuando se reunió la fuerza, el capitán ordenó la retirada y nos pusimos en marcha. Los heridos venían a mi cargo en las caballerías y en el carro. Contemplábamos a los lejos Caparroso en un collado y las ruinas de un castillo antiguo.
Ibamos tranquilos internándonos en un soto de álamos blancos que llaman la Lobera cuando unos realistas apostados hicieron una descarga que produjo el desorden en nuestra partida. Se desordenó la columna, comenzó el tiroteo por nuestro lado, y yo me vi separado de mi gente y en medio del soto en compañía de Philonous.
Cuando cesaron los tiros comencé a avanzar despacio. Iba marchando con las mayores precauciones cuando topé con el cuerpo de un realista herido o muerto. Me paré para ver si vivía; llevaba un pañuelo atado a la cintura lleno de sangre. Se lo corté con el cuchillo; y viendo que pesaba me encontré que llevaba dos onzas de oro, cuatro centenes y varias monedas de plata, que me apropié porque el hombre estaba muerto. Salí del soto y me acerqué a la carretera. Estaba rendido de cansancio y de hambre. Debía ser media tarde. Eché a andar por la carretera en dirección contraria a Caparroso cuando se acercó un coche viejo y desvencijado.
En el coche iban un hombre, que dirigía, y un cura.
Se paró el coche un momento, y yo le pregunté al cochero si podía llevarme al pueblo próximo.
—Si el señor cura quiere, a mí no me importa—me dijo, con tosco acento.
—Por mí, que suba—dijo el cura.
Subí y me senté. El cura era un hombre flaco, desmayado, las cejas como dos acentos circunflejos; los párpados, apenas abiertos, como dos líneas, y un lente en la mano.
Llegamos a Valtierra a media tarde; fuí a una posada-taberna, y lo primero que hice fué pedir que me pusieran de comer.
El pueblo me pareció grande, triste, polvoriento y abrasado.
En la taberna, a la moza que me servía le pregunté si hacía mucho calor.
—¿Aquí?—exclamó un hombre interrumpiendo—. Aquí en invierno se hiela la Virgen y en verano se deshace el palio.
Es la costumbre de esta gente el barajar siempre y con cualquier motivo en su conversación los artefactos religiosos.
Dormí en el corral, y de noche salí para Tudela.
A pesar de que Philonous y yo salimos a media noche de Valtierra, llegamos a Tudela, rendidos por el calor, a media mañana.
Entré yo en una posada, pedí un cuarto y me tumbé en el suelo, porque no podía aguantar el sofoco del jergón. Tendido y sudando estuve varias horas oyendo el retumbar de unas campanas y el rebuzno de un burro, hasta que el hambre me indicó que era hora de levantarme. Pregunté a qué hora se cenaba, y me dijeron que a las nueve. Cuando empezó a caer la tarde salí con Philonous a la orilla del Ebro, a respirar. No se movía una partícula de viento. El cielo estaba blanquecino por el calor; el tío, muy ancho, parecía arder, con un color rojo de escarlata, sombreado por los bosquecillos de las riberas; el horizonte se encendía con los relámpagos de los montes lejanos; por el puente, de arcos desiguales, pasaban algunos carromatos.
Estuve sentado a las orillas del Ebro hasta que empezó a obscurecer. Su superficie roja palideció y la sombra de los bosquecillos quedó muy negra.
Volví a la posada y estuve hablando con el patrón, que era herrador, un viejo canoso con unas antiparras y aire de sabio. Todavía faltaban tres cuartos de hora para la cena.
Salí de nuevo; había visto al llegar una parte del pueblo moderna, insignificante. Tiré ahora por el lado contrario; seguí una callejuela; luego otra; después pasé un arco. En aquellos callejones estrechos había carros grandes llenos de paja que interceptaban el paso; en las puertas de las casas la gente salía a respirar el aire ardoroso, seco y lleno de polvo; y algunos campesinos medio desnudos pasaban montados en un borrico o en una mula.
Un farol debajo de un arco brillaba iluminando una hornacina y la puerta de una iglesia. La obscuridad y el piso desigual me hacían ir tropezando por las calles.
Al pasar por una encrucijada me tiraron agua y tierra desde un balcón.
Intenté volver a casa del herrador, pero me perdí, y durante algún tiempo anduve dando vueltas por los mismos sitios y rincones.
En esto oí una campanilla, y vi poco después, delante de un portal estrecho, una fila de hombres con cirios en la mano que, sin duda, acompañaban al Viático. Tenían la cabeza para abajo, iluminada por el resplandor de los cirios. ¡Qué caras! ¡Qué aires de cansancio y de resignación! ¡Qué miradas de abatimiento! ¡Qué español! ¿Qué terriblemente español era aquello!
Sin fijarme en la dirección eché a andar, salí a una plaza y de allí encontré fácilmente la posada.
El herrador y otros dos huéspedes me esperaban a cenar.
Nos sentamos a la luz de un candil. Uno de los hombres era un campesino de un pueblo próximo, hombre de unos cincuenta años, de ojos azules y pelo rubio; el otro, un tipo de judío tan característico, que me chocó.
El labrador tenía una idea de Tudela como de un foco de comodidades y de placeres. Yo le dije que el campo por donde había cruzado me pareció árido y seco; pero él me aseguró que era fertilísimo, y es posible que tuviera razón.
El otro, el del aire judaico, era, por lo que me dijo, saludador, medio brujo y medio médico; hacía conjuros para que no enfermaran las caballerías y para quitar el mal de ojo a los niños, y creía que tenía procedimientos especiales para alargar la vida.
Le dije que viéndole en otra parte le hubiera tomado por un judío de casta sacerdotal, lo cual no le molestó; por el contrario, me dijo que su padre y su familia procedían de la judería de Tudela, y que no sería raro que él fuese de raza hebrea.
Después de cenar se apagó el candil, me fuí yo a la cama, y tuve que acostarme sin ropa por el calor. Afortunadamente, a media noche comenzó una tormenta con truenos y relámpagos, cayó un copioso chaparrón y refrescó el ambiente.
Dormí unas horas y salí por la mañana.
El aire era ya respirable. Inmediatamente me dirigí hacia la catedral. Me reconcilié con el pueblo.
A pesar de ser la mayoría de las casas de ladrillo, eran hermosas; algunas, verdaderos palacios con grandes puertas, balcones espaciados y una galería alta con arcadas en el segundo piso. Empotrados en las paredes ostentaban escudos abultados y salientes de piedra blanca, y en las ventanas se veían orlas esculpidas con los primores del Renacimiento incrustadas en el ladrillo.
Recorriendo este pueblo y luego visitando otros, me expliqué que en España la gente de inclinaciones estéticas no sea muy entusiasta del progreso; lo viejo tiene aquí su hermosura y su nobleza; en cambio, lo nuevo es de una mezquindad que asombra por su sentido de economía, por su sordidez trágica y completa. Callejeé largo rato por Tudela, al amanecer; ¡qué nombres los de las calles! Calle de la Vida, calle de la Muerte, calle del Juicio...; luego las calles de los oficios: de las Chapinerías, de las Herrerías, de los Caldereros...
Se iban abriendo las puertas de las casas y saliendo los labradores para sus faenas; luego comenzaron a pa[230]sar mujeres, muchachitas y viejas con su mantilla, camino de la iglesia, y empezó a tocar una campana.
Di varias vueltas a la catedral hasta encontrar una puerta abierta. Entré y estuve sentado contemplando la majestuosa nave; luego pasé a una capilla a mirar un admirable retablo. Estaba apoyado en un confesonario, por el lado de la reja por donde se confiesan las mujeres. De pronto apareció por la ventanilla una cabeza gruesa de un cura, y, sin hablarme, me hizo con la mano un gesto de que me acercara. Quedé paralizado, horrorizado. Quizá había cometido yo un sacrilegio. Quizá me esperaba la Inquisición.
Retrocedí de prisa, salí de la capilla y me dirigí hacia la puerta. No me seguía nadie; pero, por si acaso, me marché fuera.
Comenzaba a hacer calor, pasaban muchos curas por las callejuelas. Llegué a la plaza y me senté. Había mercado, puestos de verduras, de cacharros, de instrumentos de labranza....
En las mujeres que correteaban por allí, me pareció ver más claramente que en los hombres dos tipos distintos: unas, morenas de óvalo alargado, ojos negros, melancólicos, de aire un tanto judaico, y otras, con un tipo germano, rubias, con ojos azules o claros, la cara cuadrada y la mirada enérgica y dura.
Fuí a mi posada. Acababan de llenar de paja el patio, y los montones dorados de gavillas lo inundaban todo.
Los mozos que habían trabajado, sudando a chorros, estaban bebiendo vino.
Este polvo, este calor, esta mezcla de barbarie y de simplicidad, este contraste de la pobreza de los callejones del pueblo con la pompa de la catedral me dió la revelación de la España clásica, emborrachada con su sol, con su vino, con su fanatismo y con su violencia.
El saludador de aspecto judaico pensaba ir hasta Agreda y fuí con él en el carro de un ordinario. En Cintruénigo se nos reunieron un santero y un muchacho vizcaíno que iba a Madrid a buscar una conveniensia, como decía él.
El santero era un hombre flaco y denegrido, con los ojos muy brillantes y el pelo rizado. Parecía un cuervo; llevaba una sotana raída, unas polainas y un sombrero ancho colocado encima de un pañuelo negro que le apretaba la cabeza.
El vizcaíno era alto, estrecho, de nariz larga y gruesa, ojos abultados y expresión parada. Se llamaba Belausteguigoitia, y tenía un segundo apellido más largo que éste.
Belausteguigoitia creía que los Belausteguigoitias eran la flor de su pueblo en Vizcaya; que Vizcaya era la flor de España, y España, la flor del mundo. Los Belausteguigoitias eran las delicias del género humano, y se podía considerar como un verdadero honor el que este exquisito molde de los Belausteguigoitias siguiera produciendo más Belausteguigoitias y esparciéndolos por el mundo, para ejemplo de los demás y gloria suya.
La sociedad entera debía estar interesada en el acre[232]centamiento y en la propagación de los Belausteguigoitias y de sus narices.
Este vizcaíno habló de las grandezas de su pueblo y de su familia de una manera tan exagerada, que provocó la réplica irónica del saludador, quien le dijo que no comprendía cómo estando tan bien en su casa podía dirigirse a Madrid, a pie, en busca de una conveniensia.
El vizcaíno dijo orgullosamente que el saludador era un ignorante y un plebeyo, y el saludador le contestó que había conocido mucha gente fantasmona y vanidosa entre los vizcaínos; pero que nunca había encontrado uno tan vanidoso y tan fantasmón como él.
Belausteguigoitia se dió por ofendido y no nos dirigió la palabra.
Discutimos después el santero, el saludador y yo de varias cosas; los dos creían en el diablo como en un personaje que anduviera todos los días cruzándose en su camino, algo como un perro que se metiera entre las piernas.
—Si yo creyera tanto como ustedes en el diablo y en Dios—les dije—, dejaría al diablo que se explicara alguna vez, no fuera a tener razón.
El santero dijo que no había oído nunca absurdo mayor; el saludador murmuró que quizá estaba yo en lo cierto.
En Agreda quedó el saludador; y el vizcaíno de la conveniensia, el santero y yo seguimos en otro carro, camino de Almazán.
El santero tenía que ir a Barahona a cobrar una parte de herencia. Nos invitó a ir con él, y fuimos el vizcaíno y yo. Yo estuve a ver, de lejos, el campo de las Brujas y un pueblo en ruinas que se llama Los Hoyos, en donde no quedaba mas que una casa en pie y al lado una horca.
Por la noche fuimos a cenar a casa del cura del pueblo con el santero, y no sé por que me dió a mí la ocurrencia de decir que no era católico.
—¿No es usted católico?
—No.
—Tenemos un hereje en casa—murmuró el cura, dirigiéndose al ama.
A la mujer le entró un temblor tal, que creí se le iban a caer los platos de la mano. No hacía mas que mirarme con gran curiosidad, para ver, sin duda, si se me veían los cuernos.
Interrumpí la cena con un pretexto, y me marché a la posada, y por la noche vinieron el alcalde y el alguacil a buscarme. Estuvo el alcalde vacilando en prenderme; pero se decidió por mandarme salir del pueblo a la mañana siguiente.
Desde entonces no volví a decir, ni en broma, que era protestante.
Seguimos el vizcaíno de la conveniensia y yo, a pie, nuestra marcha por Paredes y la Venta de Río Frío a entrar en Castilla la Nueva.
Hacía mucho calor; pero estábamos en la segunda mitad de agosto, y por la noche refrescaba y se podía dormir.
De vez en cuando encontrábamos arboledas, en las que solíamos descansar. En estos países donde el árbol escasea, toma tal valor, que un bosquecillo de chopos o de álamos parece un paraíso, una maravilla de la Naturaleza, algo divino y admirable.
En Jadraque encontramos un carretero, con quien nos hicimos amigos, y en el carro de éste llegamos a Alcalá.
Aquí me pareció lo mejor tomar la diligencia, y en la diligencia entré en Madrid.
La llegada a las proximidades de Madrid en un día de verano, de sol, con la tierra desnuda, sin color por la claridad y el polvo, me pareció un tanto trágica y sombría. La puerta de Alcalá mitigó algo la triste impresión del paisaje que había recibido. Nos detuvimos a la entrada de la villa, y después subimos al galope por la calle de Alcalá y llegamos a la de las Huertas, hasta una administración de coches.
Una chusma policíaca, cínica y desvergonzada, revolvió mi pequeño equipaje, y uno de ellos me dijo que tenía que tomar carta de seguridad.
Fuí a cumplir este requisito y me instalé en una fonda muy mala de la calle de la Gorguera.
La primera impresión de Madrid fué para mí confusa.
Afortunadamente, como venía de pueblos abandonados, no me dió la sensación de pequeñez y de miseria que daba a otros extranjeros.
Mi primer cuidado fué buscar un modo de vivir, pues no tenía mas que unas monedas de cobre por todo capital.
Fuí al café de La Fontana de Oro, tomé un refresco y pregunté al mozo por el Gran Oriente Escocés. Me dió la dirección y me presenté en la logia masónica. Salió a recibirme un hermano con aspecto frailuno; me preguntó lo que sabía hacer, expuse yo mis conocimientos y dejé las señas de mi posada. Al día siguiente me enviaron una esquelita diciéndome que fuera al Museo de Historia Natural, en la calle de Alcalá, y que preguntara por el director.
Fuí, efectivamente, y el director me dijo que podía tener trabajo durante algún tiempo, y que me pagarían cincuenta duros al mes. Me marché satisfecho y comencé a acudir todos los días al Museo. Pronto vi que allí no trabajaba nadie. El director tenía por costumbre no ir a la oficina, y los demás empleados hacían lo mismo.
Después pude comprobar que esta era una costumbre de casi todos los centros oficiales de España.
Como se veía en la precisión de pasar el mes entero sin cobrar un céntimo, fuí de nuevo a la logia y me hicieron un anticipo de veinte duros, que devolví puntualmente cuando me pagaron.
En seguida que me encontré dueño de algún dinero, pagué la fonda y busqué una casa de huéspedes. Un empleado del Museo me recomendó a un oficinista amigo, que tomaba algunas personas en familia. Vivía este ciudadano en los barrios bajos, en la calle de la Encomienda, entre la de Embajadores y la de Mesón de Paredes; se llamaba don Nemesio Fernández de la Encina, y era escribiente en la Contaduría general de Valores, con poco sueldo. Su mujer, doña Mencía, patroneaba sus huéspedes, y con esto se ayudaba un poco.
Don Nemesio y doña Mencía me mostraron un cuarto claro y bastante ancho, que me cederían; me explicaron con detalles lo que se comía en la casa, y me dijeron que me llevarían diez reales.
Al principio se negaron a aceptar a Philonous; pero[237] como yo dije que no quería desprenderme del perro, lo aceptaron, a condición de que lo llevara siempre conmigo y no lo tuviera en el cuarto mas que de noche.
La casa del señor Fernández de la Encina era una casa vieja, a la que por una casualidad le daba el sol; tenía muchos cuartos, con un piso de baldosas rojas que se deshacían.
No había en aquella casa ni una arista aplomada, ni un ángulo recto; todo parecía andar bailando, y muchas veces se me figuraba que los techos y las paredes iban a venirse al suelo.
Al principio, la vida en casa del señor Fernández de la Encina me pareció un tanto monótona; pero me fuí acostumbrando hasta encontrarla bien.
El señor Fernández era un poco petulante, y hablaba de su familia y de sus posesiones de Extremadura como un hidalgo venido a menos.
Su mujer, doña Mencía, una señora de cara pálida y agria, se lamentaba siempre de la carestía de la vida, y tenía que explicarme lo que costaban cuantos manjares ponía en la mesa.
—Ya ve usted, don Juan—me decía—, este escabeche que está usted comiendo me ha costado dos reales. No sabe usted cómo está la plaza.
Doña Mencía hablaba el castellano como un libro, con unos giros tan académicos y una cantidad tal de palabras, que me sorprendía.
Los otros huéspedes de la casa eran un matrimonio que había venido de un pueblo de Andalucía.
Los dos, muy viejecillos, tenían cierta gracia, por lo amartelados que estaban.
De las hijas del señor de la Encina, la mayor era una solterona ya marchita y de mal genio, que hacía labores. La segunda, muy decidida, iba y venía y estaba siempre en la calle; y la pequeña, la Paquita, tenía afición a las cosas de la casa, administraba los caudales familiares e impulsaba a moverse a la criada, una astu[238]riana que se dormía de pie, se olvidaba de todo y tiraba las salsas encima de los comensales.
El hijo, el más joven de todos, era un diablo; estaba constantemente haciendo ruido, pegando a los gatos, y aspiraba a ser miliciano nacional.
La madre y las niñas se pasaban la mitad de la vida cosiendo en el balcón, debajo de una cortina de lona. Tenían allí algunos tiestos con geranios y claveles, y para ellas el balconcito éste era un Versalles.
Enfrente, en la vecindad, vivían unos muchachos, y solían pasarse los vecinos cestitas con caramelos y con cartas.
La hija menor, la Paquita, solía bromear conmigo y me preguntaba si tenía novia en Inglaterra. Yo le contestaba contándole mentiras, y ella me decía:
—¡Ay, don Juan, don Juan! Es usted un pillo.
En el piso bajo de la casa trabajaba un sillero, picado de viruelas, que se llamaba Deogracias y que tocaba la guitarra; en su tenducho se reunía una tertulia de milicianos.
Allí solía oír contar lo que ocurría en Madrid.
Los sábados, el Deogracias y su hijo salían al portal, el uno con la guitarra y el otro con la bandurria, y tocaban ellos y bailaban las chicas de la vecindad.
La Paquita, la niña pequeña de doña Mencía, bailaba con mucha gracia el bolero.
—Es muy bonita mi niña; ¿no es verdad, señor inglés?—me decía su madre.
—Ya lo creo.
Todos los muchachos de la vecindad andaban tras ella, y los domingos, después de misa mayor, aparecían en la calle tres o cuatro lechuguinos con aire de Tenorio.
En la sillería de Deogracias, como en el taller del Museo de Historia Natural, como en la mesa de La Fontana de Oro, adonde solía ir de cuando en cuando por la noche, no se hacía mas que discutir de política. Quizá no se razonaba gran cosa; pero se ponía en las discusiones mucho fuego y apasionamiento.
El presenciar estos altercados me dió la idea de que España perdía por completo su antigua homogeneidad. El país no podía transformarse en bloque y se escindía violentamente. El Gobierno revolucionario había dado una carrera en una senda obscura y estaba ya perdido, sin poder orientarse. Su empujón había desgarrado más el espíritu del país y no era posible ya un zurcido. La clase pobre en Madrid seguía su vida a la antigua, en sus callejuelas estrechas y sórdidas, y tenía sus majos y sus majas, sus manolas, sus toreros, sus bravucones, sus menestrales, que empeñaban el colchón para ir a los toros; sus maestros zapateros y herreros, que trabajaban en un portalillo o en la calle; sus aguadores, sus rateros, sus mozas de partido, sus ciegos que tocaban la guitarra en los rincones...
La clase directora quería transformar esto rápidamente, y como no podía, se quejaba del pueblo.
Les pasaba lo que a algunos extranjeros que habían[240] venido a España creyendo que la Revolución iba a cambiar el país en un momento.
—Esto no es Europa—solían decir, y hablaban de París, de Londres, de Bruselas.
Los tales franceses e ingleses suponían que no hay mas que un figurín para vestir a los pueblos y un modo, uno e indivisible, de hacer su dicha.
Esto, por lo menos, no está probado. Yo, por mi parte, creo que cada cual debe buscar la felicidad a su manera; cada cual bebe en la fuente de la vida cuando puede y como puede.
Mucha gente cree que no hay mas que una felicidad para el individuo: ser rico, respetable, etc., etc.; pero hay hombres que son felices contemplando un paisaje, otros interviniendo en una intriga, otros pensando exclusivamente en las mujeres, otros trabajando en un laboratorio, otros mirando un campo verde. La vida de cada uno tiene sus directrices. El poder seguirlas lo más exactamente posible es el sentirse bien, y lo mismo pasa en los pueblos. Claro que esto no se puede conseguir fácilmente; pero, ¿por qué hemos de creer que no hay para el hombre mas que una clase de felicidad? ¿Por qué hay que pensar que únicamente el voto y el sistema parlamentario y lo que llaman la democracia es la felicidad y el progreso de los pueblos?
Algunos dicen que para saber si las cosas son buenas no hay mas que confrontarlas con la realidad. ¿Pero cuál es la realidad?
Hay mucha gente que cree que la realidad es sólo lo tangible, como si el tacto fuera un sentido de exactitud matemática. Tan realidad es una piedra como una nube; no hay más diferencia que a la piedra se le siente con el tacto y con los ojos, y a la nube sólo con los ojos. En la Naturaleza misma no es fácil distinguir la realidad. Y si en la Naturaleza no es fácil distinguir la realidad, ¿cómo se va a distinguir en los hechos sociales?
Cuando yo discutía con mis amigos de Madrid de política y de filosofía me tenían por un perturbador.
—Nuestras conclusiones están demostradas; son definitivas—afirmaban ellos.
Es notable el afán de los políticos de concluír, de no dejar nada que hacer a los que vengan detrás.
Esto es lo definitivo, lo verdadero, lo inatacable—dicen los de los ojos miopes, y lo creen cándidamente.
¿Qué sabemos nosotros qué es lo definitivo y lo que no lo es? ¿No va rodando la verdad por el mundo y cambiando de aspecto de época en época? Más definitivo que la democracia y el parlamentarismo pareció en su tiempo Júpiter con su cortejo de dioses, y se vino abajo; más definitivo ha parecido Jehová, y ya se retira entre bastidores con su cortejo de profetas de barba negra y de nariz de loro; tan verdadero como el sistema de Copérnico se creyó el de Hiparco, corregido por Ptolomeo...
¡Qué imprudencia más ridícula hablar de lo definitivo! ¡Qué ganas de cerrar puertas que han de abrir los que vengan detrás!
Por eso yo le suelo decir constantemente a Philonous:
—Amigo can. Dejemos las conclusiones para los imbéciles.
El ambiente de Madrid, de broma y de vida picaresca, me cogió a mí de lleno. Vi que no se trabajaba apenas en el taller del Museo y que nadie tomaba aquello en serio, e hice como los demás: ir cada vez más tarde, y acabar por no aparecer. Algunos amigos masones me dijeron que mientras ellos siguieran en el mando disfrutaría del sueldo con seguridad; pero que cuando salieran del Poder no duraría mi empleo más que una semana a lo sumo.
Escribí a Will Tick diciéndole lo que había hecho en mi viaje, y me contestó una larga carta; me contaba que le habían nombrado secretario de una sociedad de filohelenos de Londres, y que él, a su vez, me había nombrado agente de esta sociedad en España. Añadía que para junio me girarían una cantidad a Sevilla con el objeto de que comprara armas y las llevara a Gibraltar, y me indicaba que si yo conocía algunas personas simpatizadoras del movimiento libertador de Grecia iniciara una suscripción y me quedase con los cuartos. Pensé que si no encontraba otro recurso acudiría a éste, preparándome de antemano alguna máxima jesuítica y una gruesa de reservas mentales.
Mientrastanto, ya sin ocuparme de mi destino mas que para cobrar, comenzaba a tomarle gusto a Madrid:[244] formaba corrillos con los liberales y los serviles, oía las letanías de los ciegos e iba a la vuelta de los toros a ver las manolas en los calesines y a los picadores con los monosabios en las ancas de los caballos.
Una persona con quien solía reunirme casi todos los días era un tal Patricio Moore, ex fraile español, de origen irlandés, exaltado y afiliado al carbonarismo.
Con él andaban dos italianos de aire muy misterioso, con los bigotes erizados, y un cómico, hombre de ciertas condiciones geniales en su oficio, pero que abusaba del alcohol e iba enronqueciendo por momentos.
Todos ellos eran republicanos y vivían en una exaltación perpetua, hablando y perorando constantemente. Yo me encontraba con ellos casi siempre en desacuerdo y me parecían proyectos utópicos los que ellos consideraban realizables, y al contrario. Una de las cosas que se discutía a todas horas entre ellos era si debía haber una o dos Cámaras representativas. Parecía imposible que una cuestión así pudiera apasionar a la gente. Claro que al pueblo esto le tenía sin cuidado; pero ellos suponían que el pueblo era una entidad que habían inventado y que servía para realizar las más estúpidas de las utopías.
No comprendían estos reformadores que se encontraban en España en una minoría insignificante, porque no sólo en el campo, en donde todos eran realistas, sino en Madrid mismo, no estaban los liberales con relación a los serviles en proporción de uno a diez.
Patricio Moore y sus amigos me tachaban de poco afecto al nuevo régimen y de que miraba las cosas serias con indiferencia. Yo no podía entusiasmarme en el mismo grado que ellos ni llegar a la pasión ardiente por una cuestión de palabras.
Cuando los soldados del duque de Angulema se presentaron en la frontera, la expectación pública se hizo enorme: algunos creían que si entraban los franceses volvería una época como la de la Independencia; pero la[245] mayoría de la gente veía que los momentos eran distintos.
En la tertulia de Deogracias, el sillero de la calle de la Encomienda, explicó un criado del conde de Montijo cómo su amo estaba trabajando por el partido que llamaban de los anilleros o moderados, y cómo estaban de acuerdo los generales O'Donnell, Ballesteros, Morillo y los amigos de Martínez Rosa en intentar el cambio de la Constitución.
Este mismo criado de Montijo, liberal acérrimo, nos contó una escena que ocurrió en el palacio del conde, en la plazuela del Angel, entre Montijo y el Empecinado.
Montijo había convidado a comer a D. Juan Martín y a su ayudante Aviraneta y les esperó en compañía de una muchacha, querida suya. Se sentaron los cuatro a la mesa y hablaron de cosas indiferentes. Cuando acabaron de tomar el café, Montijo invitó al Empecinado a pasar a su gabinete. El ayudante quedó solo con la muchacha y comenzó a galantearla; ella se reía. En esto se oyó un estrépito de voces; la muchacha llamó al criado, se forzó la puerta del gabinete y se vió al conde de Montijo debajo de una mesa gritando y al Empecinado amenazándole con el bastón en la mano. La muchacha empezó a chillar; pero el conde le tapó la boca, y el Empecinado y su ayudante se fueron. Uno de los criados había visto y oído lo ocurrido. El conde había tratado de convencer al Empecinado de que era necesario cambiar de Gobierno y acabar con la Constitución; después le había intentado sobornar, y en vista de la frialdad del guerrillero le dijo con cólera: «Es usted un bruto, incapaz de sacramentos». Entonces el Empecinado, enfurecido, le dió tal bofetón al conde que le tiró al suelo, y enarbolando el bastón intentó pegarle.
El criado que nos contó esto nos dió tantos detalles, que no nos dejó duda alguna de que la escena era cierta.
Al entrar los franceses en España, la cólera de unos y el desaliento de los otros se acentuó.
Por esta época hubo un cambio de ministerio y me dijeron en el Museo que habían suprimido mi plaza y que estaba de más.
Tenía guardado algún dinero, y como no me convenía esperar, me decidí a marcharme a Sevilla sin tardanza. Hice mi maleta, y con mis documentos en regla y una recomendación eficaz para la logia masónica del Oriente Escocés, dispuse el viaje.
Me despedí del señor Fernández de la Encina y familia, que me dijeron que me quedara con ellos hasta encontrar trabajo, y tomé la diligencia.
Quise llevar conmigo a Philonous, pero el perro se opuso. Al subir yo al coche se me quedó mirando como diciendo; Esto no es lo pactado entre nosotros; y dando una vuelta, se fué.
Le dediqué un recuerdo sentimental y seguí adelante.
En el camino tuvimos un ligero tropiezo con una partida de realistas que mandaba un sacristán, lugarteniente de Palillos.
Entre Andújar y Carmona se habló constantemente, en la diligencia, del peligro de encontrar partidas de bandoleros; pero no las encontramos, y llegamos con toda felicidad a Sevilla.
Llegué a Sevilla con bastante dinero para esperar un mes. Era ya verano; hacía un calor respetable.
Acudí a la logia masónica, donde trabé algunos conocimientos, y estuve en casa de un banquero representante de Beltrán de Lis, el cual me dijo que en seguida que recibiera el aviso de los filohelenos de Londres me pagaría.
Este banquero me presentó a varias personas, entre ellas a una inglesa viuda, la señora Landon, y a su sobrina Mercedes.
El tiempo que estuve en Sevilla lo pasé bien. A pesar de las trifulcas políticas, la vida era allí alegre. Se bailaba en todas partes; y yo, siguiendo el ejemplo de otros señores, fuí a una academia de baile que dirigía un hidalgo apellidado Alvarez de Acuña. Alvarez de Acuña era una de las personas más serias de la Península. Pocos hombres ponen tan buena fe en su sacerdocio. El daba a la ciencia del baile todo lo necesario, y cada pirueta suya tenía la estabilidad de un axioma y la transcendencia de un dogma.
Alvarez de Acuña era un hombrecito pequeño y canoso, con una cara tan movible que parecía de goma. Exageraba la gesticulación de tal modo, que yo me figu[248]raba si haría gimnasia con la cara. Vestía con una pulcritud excesiva y tenía la costumbre de taparse la boca con la mano derecha, como considerando cínico el mostrar una mella de su dentadura.
En la academia de Alvarez de Acuña conocí a mucha gente joven; se supuso, no sé por qué, que yo era hombre rico, y aunque afirmé repetidas veces que no, no se me creyó.
Mientras yo me divertía, los asuntos de España iban de mal en peor; los franceses ocuparon Madrid, y presencié su entrada en Sevilla y el alboroto que armaron la gente de Triana y los gitanos en contra de los liberales y a favor de Fernando VII.
Una día de agosto recibí una carta de Will Tick en la que me decía que fuese a Cádiz y esperara allí un brick-barca que vendría con un cargamento de fusiles para Missolonghi.
Todo el mundo me dijo que por tierra sería muy difícil llegar a Cádiz, y que me prenderían.
Tomé en Triana un barquito de vapor que se llamaba el Guadalquivir, y bajando el río llegué hasta Bonanza. Desembarqué y fuí a hospedarme a un fonducho lleno de oficiales franceses.
Iba a salir inmediatamente, cuando el dueño de la fonda me recomendó no saliera.
—Pues ¿qué pasa?—pregunté.
—Pasa, que la playa de Sanlúcar está llena de ladrones y bandidos y al extranjero que lo pescan lo cosen a puñaladas.
—¿No hay vigilancia?
—Sí; andan rondando patrullas francesas de caballería, infantería y gendarmes.
—Pues yo necesito trasladarme a Sanlúcar para ir a Cádiz.
—Le será a usted imposible.
—¿Por qué?
—Porque todos los barcos de estos puertos y los va[249]pores del Guadalquivir están embargados por las autoridades francesas para llevar municiones al Puerto de Santa María.
—¿Y qué se dice de la guerra?
—La gente dice que Cádiz resistirá ya muy poco.
Me acosté sin resolver el plan de viaje. Dormí profundamente, y a la mañana siguiente me encontré sorprendido al ver que entraban en mi cuarto un sargento y cuatro soldados realistas. Venían a prenderme.
—¡Esto es una equivocación!—exclamé yo—. Yo soy una persona pacífica.
—Sí, será cierto—me replicó el sargento—; pero tenemos la orden de conducirle a usted preso a Sanlúcar de Barrameda.
Pensé si me habría denunciado el fondista; aunque éste me juró que no había hablado a nadie de mi presencia allí.
Pagué la fonda, tomé un calesín para preservarme del sol de fuego que caía, y al paso, y escoltado por los cuatro soldados, salimos de Bonanza.
El sargento de realistas subió conmigo en el calesín y fuimos hablando. Me contó que era bodeguero y cachicán de un rico propietario de Sanlúcar que estaba en Cádiz con los liberales, y que él había tomado el partido de inscribirse en la Milicia realista para defender los intereses de su amo contra la barbarie de los absolutistas, que estaban fanatizados por algunos frailes y clérigos furibundos.
Llegamos al pueblo de Sanlúcar, y entre grupos de campesinos y de soldados franceses nos acercamos a casa del comandante de voluntarios realistas.
Entramos en una sala de estas de los pueblos españoles, llenas de cortinas, que tienen aire de capillitas, y me llevaron a la presencia del comandante, que estaba en compañía de un cura.
El comandante era un hombre rechoncho, de unos cincuenta años, con los ojos chiquitos y negros, la cara[250] muy carnosa y roja y una levita entallada. Le saludé y comenzó a interrogarme.
Conferenciaron después el clérigo y el comandante y me dijeron que tenía que ir a la cárcel pública.
Protesté, pero fué inútil.
Salí en compañía del sargento; tomamos de nuevo el calesín y bajamos delante de la cárcel, en una plaza cuadrada. El sargento dió dos aldabonazos, abrió un soldado un rastrillo, y pasamos adentro por un corredor hasta otra puerta. Se volvió a llamar: se descorrieron varios cerrojos; giró un postigo, y un hombre viejo y seco, con una gorrilla en la cabeza, me hizo pasar a una cuadra grande, donde había unos cien hombres; unos sentados, otros tendidos, unos charlando y otros fumando.
Saludé a derecha e izquierda, sonriendo amablemente, y me retiré a un rincón.
—Es un francés—decían unos.
—No; es un inglés.
En esto dos hombres ennegrecidos y malencarados se abanlanzaron a mí, y cogiéndome uno de ellos de la barbilla me dijo:
—Oiga uzté, inglé. Ya zabe la obligasión de loz novatoz.
—No sé nada. ¿Qué obligación es?
—Apoquine uzté aquí la mitá del dinero que yeva y haga cuenta que noz ha entendío.
—¿Yo? ¡Ca!—exclamé.
—Vamoz, cabayero, zuelte uzté el dinero—dijo el otro con sorna—, que en nuestraz manoz eztará máz zeguro, porque aquí hay mucha gente perdía y ze lo podrían robar.
Volví yo a agitar la cabeza con energía en señal de negación, y uno de los matones, metiéndome la mano en el bolsillo, me sacó el pañuelo.
Le agarré yo inmediatamente de la chaqueta, y como le tenía sujeto y él quería escaparse, se desgarró la cha[251]queta hasta el hombro. El matón, al ver la prenda de vestir rota, dijo que la estimaba más que a su propia piel y que aquella ofensa no se podía lavar mas que con sangre. Efectivamente, abrió la navaja; pero yo, con una rapidez extraordinaria, le agarré de la muñeca y se la estrujé con tal fuerza que tuvo que soltar el arma, dando unos chillidos que creí que le había roto el brazo.
El otro matón se me acercó de lado, con la navaja escondida en la manga; pero acerté a darle una patada tan definitiva en la parte más redonda de su individuo, que le dejé en potencia propincua para hacer, a estilo de Fielding, una luminosa disertación acerca de los puntapiés en el trasero.
Después de la batalla recogí la navaja del primer matón, que era una navaja realista, pues en la hoja, a un lado, ponía: «Muero por mi rey», y, en el otro: «Peleo a gusto matando negros».
La riña mía había producido un tremendo estrépito entre los presos; unos estaban a mi favor, otros en contra. Se gritaba y se chillaba con exageraciones y frases cómicas que se lanzaban unos a otros.
—Que traigan el zanto óleo para ezte zeñó, porque lo voy a matar—decía uno.
—Encomiéndeze uzté a Dioz—gritaba otro.
En esto entraron los calaboceros repartiendo estacazos a diestro y siniestro, seguidos del alcaide. El alcaide prendió a los dos matones y me interrogó. Era un hombre tuerto, alto, seco, membrudo y malencarado.
Le conté lo que había ocurrido y decidió sacarme de aquella cuadra y llevarme a la alcaidía.
En compañía del tuerto salí de la cuadra, recorrí un largo pasillo, subimos una escalera de madera y entramos en una hermosa casa. Era la alcaidía. En una salita, cosiendo, había una mujer. El tuerto me dijo que era su señora. Se llamaba Nieves.
Era la Nieves una mujer soberbia, de unos treinta años, morena, de tipo árabe, los ojos negros, rasgados, el pelo de ébano, los dientes deslumbrantes y la boca pequeña. Había nacido en Ceuta.
Explicó el tuerto a su mujer lo que me había pasado. Nos sentamos. Luego el tuerto habló largo rato. Era un aventurero. Había sido sargento de artillería en Orán y vivido mucho tiempo entre los moros.
El alcaide, después de contarme largas historias muy interesantes, dijo a su mujer que me arreglara dos comidas al día, me pusiera una cama y me llevara lo que bien le pareciera. Dicho esto, el hombre se marchó y nos quedamos la alcaidesa y yo solos.
Me preguntó quién era y por qué me habían metido en la cárcel, y se lo conté. Estuvimos charlando amablemente largo rato.
Por la noche, antes de la hora de cenar, vino el tuerto y me dijo que el comandante de los voluntarios realistas, el amo del pueblo en aquel momento, había sabido mi[254] riña en la cárcel con los matones, lo que le hizo mucha gracia, y añadió que podía estar yo en la alcaidía con tranquilidad hasta que se enviara la remesa de presos a Sevilla, y que me autorizaba para salir a pasear por la ciudad con una persona de confianza.
—Bueno; entonses zaldrá conmigo—dijo la Nieves—. ¿Eh, qué parese inglé?
—Yo encantado. Si su marido lo permite.
—Nada, nada; aquí mando yo.
Se marchó el tuerto y quedé solo con la alcaidesa y la criada.
Pusieron la mesa y dos cubiertos.
—¿Su marido de usted no come con nosotros?—pregunté.
—No; él come zolo y yo también.
Me sirvió la sopa, un puchero con garbanzos y jamón, y un buen trozo de carne, un plato de verdura, luego una perdiz asada, después pescado frito, aceitunas en abundancia, todo esto regado con vino de Manzanilla de Sanlúcar y tinto de Rota.
Yo comí como un bárbaro, y algo arrepentido le dije a la alcaidesa:
—He comido como un príncipe, como un príncipe hambriento; pero temo no poder estar aquí mucho tiempo, porque esto debe costar mucho.
—Te yevaré trez pezetaz al día—dijo la Nieves, que se había empeñado en hablarme de tú.
—¿Tres pesetas?
—Zí.
—¡Pero se va usted a arruinar!
—Ezo a ti no te importa. Ahora me voy a veztir y noz vamoz al café.
Esperé un momento, y poco después se presentó la Nieves muy peinada, con grandes rizos, vestida de negro, con mantilla de casco y una rosa roja en la mata negra del pelo.
—¿Eztoy bien azí?—me dijo.
—Como la mismísima diosa Venus.
—Bueno, bueno; pocaz bromaz, que tengo mal genio.
—Pues no sabe usted lo que a mí me gustan las mujeres de mal genio, patrona—le dije yo.
—Vamoz, sosón, ¡zangre gorda! Arréglate.
La alcaidesa me miró, me arregló la corbata y se echó a reír.
Cruzamos unas calles, salimos a la plaza de la Constitución, que ya era de la ex Constitución, y entramos en un café lleno de gente.
La Nieves y yo llamamos la atención de todos los espectadores; las mujeres hablaban de mí; aseguraban que era un inglés millonario y liberal; los franceses se entusiasmaban con la gracia y el garbo de la Nieves.
—¡Oh, quelle belle fille!—se les oía decir—. ¡C'est un vrai tipe d'andalouse! Voilà una véritable manola.
Salimos del café y estuvimos paseando por la plaza.
Había muchas chicas bonitas, de ojos negros y vivos, en el paseo. Este cantar que oí por entonces me pareció muy legitimado:
A las once de la noche mi patrona se cansó de pasear y nos volvimos a la cárcel.
Aquella noche me acosté en una hermosa cama y dormí hasta las ocho. Poco después la Nieves abrió la ventana y me trajo un vaso de leche azucarada, con una torta, y me dijo que la tomase bien caliente y que no me levantase hasta las diez.
—Señora—le dije—: me trata usted demasiado bien; yo debo ser quien tenga el honor de servir a usted.
—A mí no me llamez zeñora. Erez un tonto, inglé.
—Sí; pero soy un tonto bien cuidado.
Me levanté de la cama y me vestí.
—Ahora vamoz a zalir—dijo ella.
—Bueno.
Salimos a la calle y fuimos a la parroquia.
—Le advierto a usted que soy protestante—le dije, para ver qué contestaba.
—¿Qué me cuentaz con ezo?—exclamó ella con desgarro—. ¿Que erez hereje? Pues hijo mío, dilo en alta vo y te llevarán al palo.
Yo quise convencerla seriamente de que todo el mundo tiene derecho a profesar sus ideas religiosas; pero no me hizo caso y fué necesario oír misa, tomar agua bendita y hasta darse golpes de pecho como un verdadero papista.
Al salir de la iglesia me dijo:
—Ahora vamoz a ve a mi comadre, que ez prima del comandante de voluntarioz realiztaz, a ver si hase algo por ti.
—Vamos donde usted quiera.
La comadre era una mujerona morenaza y atrevida.
—¿De dónde haz zacado a ezte inglezote?—le dijo a mi patrona, al verme.
La Nieves le contó lo que me había pasado; dijo que yo era un inocente completo y que quería que ella hablase al comandante de realistas para que no hicieran una charranada conmigo.
La comadre dijo que haría lo que pudiese; pero que la Nieves debía hablar también al primo de una amiga del ama del cura que era consejero del comandante.
Por la conversación resultaba que no se hacía absolutamente nada en el pueblo mas que por recomendaciones.
Esta red de influencias y de manejos maquiavélicos lo tenía todo minado.
Era imposible que hubiese así la más ligera sombra de justicia en el pueblo.
Después de la visita a la comadre de la Nieves volvimos a la cárcel.
Estuve seis días en la alcaidía. Para no quedar torpe con la inmovilidad y la buena alimentación me dedicaba a hacer gimnasia; luego hablaba con mi patrona.
La Nieves llevaba y traía a su marido como a un cordero; ella vestía los pantalones en la casa, y, según las malas lenguas, empleaba de cuando en cuando y con gran eficacia una vara de fresno, con la cual devolvía la razón a su marido, que la perdía en la taberna, por lo menos una vez por semana.
Por lo que me dijeron, esta costumbre la inauguró una noche que el tuerto, de mal humor, quiso emplear con su mujer el mismo procedimiento que empleaba con los presos; es decir, el del garrote; pero ella se lo quitó a tiempo y le supo administrar tal paliza que el tuerto quedó convencido para siempre de la superioridad de su mujer.
A los seis días de vivir en casa de la Nieves la comadre suya me avisó que a la mañana siguiente iban a trasladar a los presos a Sevilla; yo iría a caballo con el sargento.
Efectivamente; antes de la siete se presentó la escolta a la puerta de la cárcel. Sacaron de ella unos ochenta presos, cincuenta milicianos y soldados prisioneros del Trocadero, y el resto, de delitos comunes.
El comandante de realistas y la comadre de la alcaidesa vinieron a saludarme, y la Nieves me abrazó casi llorando.
Subí a mi caballo, y al lado del sargento, que montaba una linda jaca cordobesa, salimos del pueblo.
Llegamos a las tres horas a una venta del camino entre Sanlúcar y Trebujena y se detuvo nuestra comitiva. A los presos de delitos comunes se les metió en un corral, debajo de un cobertizo; a los políticos se les llevó a una cuadra, y nosotros, el sargento y yo, quedamos en el ventorro.
Entramos en la cocina, que era enorme, y hablamos con la ventera. Nos dijo que si no queríamos esperar podía darnos al momento una sopa, un puchero, una cazuela de arroz con conejo, un plato de callos y ensalada.
—¿Qué le parece a usted?—me preguntó el sargento.
—Que luego es tarde, como decía mi patrona.
Nos sentamos en una mesita pequeña, dispuestos a comer, cuando estalló un gran escándalo en el zaguán; salimos a ver qué pasaba y vimos a un grupo de oficiales franceses acompañados por una pequeña escolta.
Hablaban de una manera tan despótica y tan desagradable, que para cortar las explicaciones salí yo al portal y me ofrecí a servirles de intérprete y de amistoso componedor.
Los franceses querían habitaciones para dos jefes; el ventero se las pudo proporcionar.
Arreglada la cosa comimos el sargento y yo en paz en un rincón de la cocina.
Habíamos dado buena cuenta de la sopa, del cocido y del arroz con conejo, e íbamos a comenzar con los callos cuando me acordé de los presos liberales que venían con nosotros, y dije:
—¿Habrá comido esa pobre gente?
—Sí, algo tendrán.
—¿Quiénes son estos presos políticos?
—Son catalanes—me dijo el sargento—que estaban en el ejército de Cádiz. Parece que hicieron una salida de la isla a los pinares de Chiclana y se vieron rodeados por los franceses. Quisieron resistir, pero la mitad de ellos murieron, y los demás quedaron prisioneros con el teniente.
—Bueno; vamos a llevarles esta fuente de callos. Les compraré unos panes y unas botellas de vino.—Lo hice así; entramos en una tejavana, y hablé yo con el teniente catalán, quien me confesó que tenía un hambre que se le nublaba la vista, y que nuestra aparición en el corral con la fuente de callos y los panes le había parecido más sublime que todas las apariciones celestes.
A las dos horas de llegar a la venta el sargento dió la orden de marcha y nos formamos todos.
Uno de los militares franceses, comandante de la gendarmería real, estaba en el balcón de la posada.
—¿Es que es usted el jefe de esta canalla de soldados de la Fe?—me preguntó en francés, de una manera incisiva y seca.
—Esta canalla se ha formado gracias a la protección y a los cuidados de ustedes los franceses—le dije, inclinándome.
—Ya lo sé. Es una vergüenza para la Francia. ¿En calidad de qué va usted con esa tropa?
—Voy como prisionero a que me identifiquen en Sevilla.
El comandante me dió su nombre y sus señas, ofreciéndose por si me podía ser útil en algo, y echamos a andar.
—¿Qué le ha dicho a usted ese franchute?—me preguntó el sargento.
—Me ha preguntado por qué iba en la comitiva.
—¡Qué gente! Se tienen que meter en todo; ya se creen otra vez los amos de España.
Al salir del camino de Trebujena y desembocar en la carretera que va de Jerez de la Frontera a Lebrija, se acercó a nosotros un escuadrón de caballería española. Iban diez o doce jefes, entre ellos un edecán francés, escoltando a un general.
El general era un hombre ya viejo, de cara correcta, patillas blancas, ojos claros y aspecto malhumorado.
Uno de los jefes del escuadrón se paró a preguntar al sargento quién era yo, y el sargento preguntó a su vez a un soldado quién era el general que escoltaban, a lo que contestó diciendo que era don Francisco Ballesteros, un militar de los liberales exaltados que acababa de capitular de una manera más que sospechosa.
Al anochecer llegamos a Lebrija, y el sargento y yo fuimos enviados a casa de un labrador rico, de ideas liberales, que nos trató muy bien.
El día 27 de septiembre de 1823, a las once de la mañana, llegábamos los presos a la capital de Andalucía y hacíamos nuestra entrada triunfal en medio de gritos y mueras y de alguno que otro tomate podrido o troncho de berza con que nos obsequiaba el pueblo soberano.
Fuimos todos a parar a la subdelegación de policía.
El subdelegado estaba en Alcalá de Guadaira, y nos recibió su secretario.
Interrogó al sargento rápidamente y mandó que llevaran a los presos por delitos comunes a la cárcel, a los soldados catalanes a la comandancia militar, y a mí al Salón de Cortes.
El sargento distribuyó su fuerza y me envió con un soldado a mi destino. Aquel Salón de Cortes era un antiguo cuartel de artillería, que antes había sido colegio de jesuítas. Me recibió el alcaide, un andaluz de unos sesenta años, a quien llamaban el señor Pepe, hombre que para dar mayor brillo a su figura vestía un frac viejo y un sombrero de copa.
—¿Ez uzté inglé?—me dijo.
—Sí, señor.
—No zé zi estará uzté bien aquí, porque loz ingleze zon muy amigoz de comodidadez; pero véngaze al zalón, y ayí ze encontrará entre cabayeroz.
Entré en el salón, y fuí muy bien acogido por aquellos señores liberales presos.
El señor Pepe, el alcaide, me alquiló dos colchones y una almohada, y buscando sitio para hacer mi nido encontré una pequeña tribuna vacante, donde me instalé.
Poco después del mediodía, los presos se disponían a comer en las mesas, formando grupos. Como yo no pertenecía a ninguno de ellos, me senté por separado en un banco y me preparé a comer un poco de pescado frito y pan, que me vendió el alcaide por seis reales.
Los de la mesa inmediata me instaron a que me reuniese con ellos; les di las gracias, diciendo que no tenía ganas; pero dos señores se levantaron, me agarraron, me pusieron de pie y me obligaron a sentarme a su lado.
Comimos admirablemente, y algunos de aquellos sevillanos me dieron broma por mi falta de apetito.
—Un muchacho como éste, como un castillo, y además inglés—decía un viejo—, se traga todo lo que le pongan.
Después de comer y de tomar café se quitaron las mesas, y unos se pusieron a fumar sentados en las sillas, y otros a pasear por la antigua iglesia, como si estuvieran en una plazoleta.
Hubo discusiones violentas, interrumpidas por chistes; luego un señor se subió en una silla y echó un discurso muy retórico que fué estrepitosamente aplaudido.
Aquello me daba una impresión un poco rara: no se podía comprender si iba en serio o en broma.
La mayor parte de los presos eran caballeros y ricos propietarios de Sevilla.
Se pasó la tarde así, y al anochecer comenzaron[265] a entrar en el salón las familias, los parientes y amigos de los presos.
A la hora estaba llena la antigua capilla. Se encendieron las lámparas, se pusieron mesas de juego y el salón se convirtió en un gran café.
Asistieron también muchos oficiales de artillería y algunos jefes de la guarnición.
Yo me paseé con un coronel llamado Rosales y un canónigo grueso que estaba detenido como liberal: el canónigo Molinedo.
El coronel Rosales y el canónigo dijeron que las noticias de Cádiz eran muy malas y que el Gobierno constitucional había hecho proposiciones de paz a los franceses.
A las once se dió la orden de evacuar el salón por las familias y gente extraña. Cada cual se dispuso a acostarse; yo me metí en mi tribuna, y tendido en el colchón pasé la noche en un sueño.
Al día siguiente me desperté temprano, me lavé y me vestí, y salí a pasear por los claustros del convento.
Le dije al señor Pepe, el alcaide, que me permitiera hacer gimnasia en el claustro, porque me apoltronaba estando quieto.
El señor Pepe debió desconfiar, porque puso un subordinado suyo, un hombre bajito y rubio, para que me vigilara. No tenía aquel guardián un aire tranquilizador. Se me figuró conocerle, aunque no sabía de qué.
Hice una porción de flexiones en el montante de una puerta, bastante fuerte para sostenerme a mí, y anduve después con las manos, con la cabeza para abajo y los pies para arriba.
Me encontraba en esta actitud cuando oí risas de mujer; volví a mi posición natural y me encontré con la señora Landon y su sobrina Mercedes.
—Hace usted unas planchas preciosas—me dijo Mercedes, burlonamente.
—Sí, no las hago mal. Y ¿qué las trae a ustedes por aquí?
—Vengo por usted—me dijo la señora Landon—. Me hablaron ayer de un inglés que estaba preso de las señas de usted, y venimos a verle.
Yo me incliné muy reconocido.
Añadió la señora Landon que conocía mucho al subdelegado de policía de Sevilla, don Lorenzo Hernández de Alba, y que inmediatamente que volviera de Alcalá de Guadaira le hablaría para que me dejaran en libertad.
—Yo supongo que usted no será ningún Bruto. ¿No habrá usted matado a ningún tirano?
—No, no. A no ser en sueños.
—Entonces creo que le libraremos a usted.
Le di mis más expresivas gracias, y la señora Landon añadió que mandaría enviar una cama y ropa blanca para mí, y que encargaría a una fonda mi comida y almuerzo.
—Señora—le dije—, que no me manden mucha comida, porque la comeré toda y me pondré pesado y no podré hacer estos ejercicios.
La señorita Mercedes se reía. Charlaron un largo rato conmigo, dijeron que volverían al día siguiente y se fueron.
Yo me reuní con el canónigo grueso de la noche anterior y con un joven capitán que se llamaba Iscar.
Iscar era un hombre muy nervioso y muy vivo, que había tomado parte en varios movimientos revolucionarios. Fué el brazo derecho del general Porlier cuando éste intentó levantarse en Galicia con el marqués de Viluma. Fracasada la empresa de Porlier y fusilado el general, a quien llamaban el Marquesito, Iscar, Viluma y los demás complicados estuvieron presos en La Coruña durante algún tiempo.
—Ha tenido usted la visita de una señora principal de Sevilla—me dijo el canónigo.
—Sí, la señora Landon.
—Los sevillanos que están aquí han quedado un poco asombrados de la visita, y dicen que debe usted ser hombre de gran familia y posición.
—No, no. Soy de familia modesta.
El canónigo sonrió con incredulidad. En esto pasó el[269] hombrecito rubio que me había vigilado mientras yo hacía gimnasia, y el capitán Iscar se abalanzó a él.
El hombre rubio miró antes a derecha e izquierda con gran alarma, hablaron los dos un rato rápidamente y se separaron.
—Esto está lleno de misterios—me dijo el canónigo.
Volvimos al salón; pero la estancia allí no era del todo grata. Entre los presos había enfermos en sus camas, algunos de tifus y de disentería; nadie se había cuidado de resolver el modo de ventilar la antigua iglesia, y el ambiente era ya irrespirable.
Yo decidí dejar la tribuna y poner mis dos colchones en el claustro, a pesar de que todo el mundo consideraba esto como una extravagancia.
El último día del mes de septiembre entraron en el viejo edificio del Salón de Cortes una nueva remesa de nacionales prisioneros del Trocadero. Estaban asustados. Hablé con alguno de ellos, y me dijeron que temían por su vida, pues habían fusilado varios de los suyos en el camino.
El mismo día el Salón de Cortes se desocupó y más de la mitad de los presos vecinos de Sevilla quedaron libres, gracias a las gestiones del subdelegado de policía. Esta mezcla de severidad y de lenidad me preocupaba; a veces me figuraba que se iba a implantar el terror blanco por los realistas; a veces, que todo era una broma.
Al parecer, esta divergencia dimanaba de que en ocasiones mandaba el capitán general, y en otras, el subdelegado de policía.
El capitán general quería fusilar a todo el mundo, y, en cambio, el subdelegado de policía pretendía dejar en libertad a los presos políticos; de aquí esta desigualdad de procedimientos tan inquietante y tan absurda. Yo estaba sin saber a qué atenerme; tan pronto me parecía aquello una comedia de risa, como una cosa seria. Los presos se escapaban con el asentimiento del subdelegado; pero de cuando en cuando se ponía a uno en capilla y se le fusilaba por orden de un consejo de guerra.
Una mañana, antes de almorzar, vino a visitarme la señora Landon con su sobrina; me dijeron que el subdelegado había dado orden de dejarme en libertad; pero que el secretario se oponía diciendo que el capitán general había escrito recomendando la mayor vigilancia con los extranjeros sospechosos.
—Así que tendrá usted que estar unos días más—terminó diciendo la señora Landon.
—No me importa gran cosa el encierro—le contesté—; lo que me desagrada es ir a comer al salón, en donde ya no se puede estar por la pestilencia que hay. Si me trasladaran a otro lado, estaría bien.
—¿Adónde quiere usted que le trasladen?
—¡Qué sé yo! A un rincón cualquiera de este viejo edificio.
—Espere usted un cuarto de hora. Voy a hablar con el jefe del cuartel.
Me quedé con la señorita Mercedes, que me imponía un poco, y media hora después entró la señora Landon con un comandante de artillería.
El comandante dijo que todo el edificio estaba ocupado por la tropa y los presos políticos.
—El único local vacío que hay—siguió diciendo—es una pequeña habitación en el campanario, la antigua vivienda del campanero. En este momento la ocupa un sargento guardaalmacén que ha puesto allí su oficina; pero le podemos decir que se vaya.
—Vamos a ver esa habitación—dijo la señora Landon.
—Vamos—repuse yo.
Fuimos las dos señoras, el comandante y yo; recorrimos un claustro, pasamos una puerta y salimos a un patio abandonado y lleno de hierbas. El comandante abrió una puerta maciza de una torre, pasamos un pequeño zaguán empedrado y subimos por una escalerilla de piedra, de caracol hasta el primer piso.
La habitación del guardaalmacén consistía en un[273] cuarto como un gabinete y una alcoba. El cuarto tenía una gran ventana con rejas, y la alcoba, una aspillera.
—¿Qué le parece a usted esto?—me preguntó el comandante.
—Muy bien. Me conviene.
—¿Le gusta a usted?—me dijo la señora Landon.
—Sí, mucho. Pienso inmortalizar esta torre llamándola desde ahora la torre de Thompson.
El comandante mandó desocupar el local e hizo trasladar mi cama. Me pusieron una mesita y una silla, y la señora Landon prometió enviarme unos tomos de sir Walter Scott.
—Aquí puede usted dedicarse a contemplar Sevilla. Desde lo alto del campanario se domina toda la ciudad—me dijo el comandante.
—Aprovecharé el permiso.
—¿Supongo que no se escapará usted, señor inglés?—me dijo luego el comandante al darme la mano.
—Si encuentro ocasión, creo que lo haré.
El comandante se echó a reír, y la señora Landon y Mercedes hicieron lo mismo.
Al día siguiente de ocupar mi celda en la torre de Thompson, mi amiga la señora Landon me envió los libros prometidos. Estuve leyendo algún tiempo y cuando me cansé me fuí a pasear al claustro con el canónigo Molinedo y el capitán Iscar.
De noche subí a lo alto del campanario, desde cuyo balcón pasé horas y horas contemplando Sevilla a la luz de la luna. Veía la Giralda, los pináculos de la catedral, algunas torres y cúpulas lejanas que no conocía y los tejados, bañados de luz plateada.
Muchas extravagancias, absurdos e insensateces escribió Thompson dirigidos a la luna, a la que contemplaba por las noches desde el balcón de la torre. Entre sus notas fragmentarias la única que tiene un poco de sentido es ésta, titulada Mare Serenitatis, y que dice así:
«Entre los nombres extraordinarios y poéticos que los astrónomos han puesto en la geografía de la luna, ninguno para mí tan sugestivo como el Mar de la Serenidad (Mare Serenitatis).
Antiguamente debían creer que estos mares lunares tenían agua y oleaje; hoy se sabe que son llanuras, oquedades entre montes y cráteres volcánicos.
Como ese supuesto mar tuyo, ¡oh Luna!, nosotros quisiéramos que en el espíritu humano hubiera también otro mar de la Serenidad en una región oculta e inexplorada...
¡Qué admirable descubrimiento sería llegar a él por entre un laberinto de montañas abruptas!
Este mare serenitatis tendría un agua más sutil que la de las lagunas de las altas cumbres, y se extendería bajo un cielo claro y sin brillo.
Yo no le pediría a este mar placeres indignos de un[276] espíritu noble, ni el olvido de las aguas del Leteo, sino la claridad, la comprensión de los enigmas de la vida, de nuestras brutalidades, de nuestros fanatismos y de nuestras violencias.
Allí me gustaría verme, sin cólera y sin humildad, limitado ante la Naturaleza y tranquilo en mi limitación; allí me gustaría ver mi espíritu limpio de posos turbios y malsanos como un cristal brillando a la luz del sol.
Desgraciadamente, ni en ti, vieja Selene, pequeño satélite, ni en nuestro espíritu humano, tan pequeño como tú, existe ese mar de la Serenidad».
El segundo día de mi prisión en la torre no vinieron la señora Landon y su sobrina; en cambio, tuve la visita del canónigo Molinedo y del capitán Iscar. Por lo que dijo el canónigo no quedaban ya presos en el Salón de Cortes, excepto unos milicianos, a los cuales querían trasladar a otro pueblo. El rey iba a llegar a Sevilla, y los realistas habían pensado, como un número de festejos para agasajar a Fernando VII, hacer una degollina de negros; y el subdelegado de policía, siempre paternal con los liberales, se disponía a ir sacando de Sevilla a los más calificados y llevarlos a otra parte. Molinedo e Iscar saldrían al día siguiente.
El absurdo seguía; persistía el régimen mixto de severidad y de benevolencia. Se fusilaba a las personas más inocentes y se dejaba libres a las más comprometidas.
El capitán Iscar me dijo:
—¿Sabe usted aquel hombre bajito y rubio, algo bizco, que estuvo vigilándole a usted por orden del alcaide?
—Sí. ¿Qué le ha ocurrido?
—Que se ha escapado.
—Pero, ¿no era un vigilante de la cárcel?
—¡Ca! Es un conspirador.
Iscar me contó cómo había engañado a los carceleros.
—Y ¿quién era ese hombre?
—Es uno de los tipos más revoltosos de la época. Se llama Aviraneta, y ha sido el brazo derecho del Empecinado.
—Ahora que me habla usted del Empecinado, recuerdo a este Aviraneta. Le he visto una vez con el general en el café de La Fontana de Madrid. Y ¿usted le conocía de hace tiempo?
—Sí; yo le conocía desde la intentona de Porlier. Yo fuí como emisario de Porlier a ver al Empecinado a su finca de Castrillo de Duero, y allí hablamos Aviraneta, él y yo.
Se fueron Iscar y el canónigo Molinedo; yo subí al campanario y estuve contemplando Sevilla, iluminada por los últimos rayos del sol.
Al día siguiente, por la mañana, al despertar, experimenté la desagradable sorpresa de ver a un fraile dominico que entraba en mi cuarto acompañado del sargento guardaalmacén.
Era un fraile grueso, panzudo, con un aire de ballenato putrefacto, las barbas rubias, el pelo rojo y ensortijado, que parecía hecho con virutas, y los ojos de míope.
—Hijo mío—me dijo el fraile con un acento andaluz muy meloso—, he sabido que estás preso y vengo a ofrecerte los socorros de la religión. Supongo que tendrás cargada la conciencia y que una confesión general aliviará tu alma.
—¿Es que han pensado ahorcarme?—pregunté yo al sargento, saltando en camisa de la cama.
—No, no. Este padre ha venido aquí a confesar a otros presos y ha querido verle a usted.
—¡Pues así se muera de repente!—murmuré para mis adentros.
—¿No quiere usted confesarse?—me preguntó el padre.
—No, yo no soy católico—exclamé—. Soy inglés y de la religión de mi país.
—Tienes que abandonar esa herejía, hijo mío.
—Si tengo que convertirme por la fuerza—murmuré yo—, mi conversión no tendrá ningún valor. Me he educado en la religión reformada y no tengo motivo ninguno para creer que sea falsa. Si me dan argumentos, los tomaré en cuenta.
No me atreví a decir que el protestantismo, como el catolicismo, me parecían formados por mitos más alejados de la realidad que el de la Cosa en sí.
El fraile me echó una plática de las más ramplonas; en su acento dulzón me dijo que el momento de la muerte podía estar muy próximo; que había que prepararse para este instante terrible, y que me traería libros religiosos.
Se marchó el fraile con el sargento. Salté de la cama, me vestí y bajé las escaleras hasta la puerta de la torre. Tenía ésta un cerrojo por dentro y decidí correrlo para que no me sorprendieran visitas como aquella.
Acababa de echar el cerrojo cuando oí un ruido de pasos en el pequeño portal.
—¿Quién está aquí? ¿Quién es?
—¡Por Dios, caballero!—dijo una voz—. No me pierda usted.
—¿Pero quién es usted? A ver. Venga usted a la luz, que nos veamos las caras.
Subimos al primer piso y quedé atónito al ver una muchacha vestida de soldado.
—No diga usted nada, por Dios—exclamó.
—Yo qué voy a decir, si soy un preso.
—¿Es usted un preso?
—Sí.
—Pues yo he venido disfrazada de soldado a darle un papel a mi novio, en el que le explicaba por dónde se podía escapar; pero precisamente esta misma noche le han sacado de Sevilla. Al saberlo he intentado mar[280]charme; pero me he encontrado la puerta cerrada, y para que no me vieran me he metido aquí.
—Pues le va a usted a ser muy difícil salir. ¿No traía usted ropa de mujer?
—No.
—Veremos qué se hace. Suba usted.
La muchacha no era melindrosa. Nos repartimos los colchones, y ella durmió en la alcoba, y yo, en el gabinete.
Al otro día la Tránsito, así se llamaba la chica, arregló el cuarto y lo limpió, mientras estaba la puerta de la torre cerrada. Después tuvo que subir al campanario y pasar el día allí.
Al día siguiente decidí estudiar el terreno para ver si era posible una evasión.
Me acosté muy temprano y me levanté al amanecer. Bajé las escaleras de mi encierro, abrí la puerta y exploré el patio. Este patio, en donde se levantaba la la torre, se hallaba enlosado y circunscrito por tres paredes altísimas y otra no tan alta que le separaba de un jardín poblado de árboles.
Examiné la tapia más baja y vi que había una antigua ventana cerrada a una altura de tres o cuatro varas.
Si esta ventana no tenía reja, por allí debía de ser fácil pasar al jardín vecino.
Vi en el patio una barrica, la empujé y la llevé debajo de la ventana; bajé de mi cuarto una silla y la puse encima. Después me subí a la silla, y con un palo con punta, metiéndolo en el resquicio de la ventana, llegué a abrirla. No había reja. Cerré la ventana y me volví a la torre.
A las nueve de la mañana vino a visitarme el sargento guardaalmacén que había ocupado la torre antes que yo. Traía varios libros místicos, enviado para mí por el fraile.
Me dijo que ya no quedaban presos políticos, pues[282] todos habían sido trasladados fuera de Sevilla, mientras estuviera el rey en la ciudad.
—Y conmigo, ¿qué van a hacer?
—No sé. A mí me han ordenado que le ponga un centinela de vista y que le encierre con llave desde mañana.
—Pues es una broma.
Me convenía hacer algunas investigaciones antes de que se cerrase la puerta, y al día siguiente, antes del alba, bajé al patio.
La Tránsito quedaría en la ventana, y si veía asomarse a alguien tiraría una piedrecita al suelo para avisarme.
Cogí la silla en una mano, bajé las escaleras, abrí la puerta de la torre, marché hacia donde estaba la barrica y la coloqué debajo de la ventana, y encima la silla, y después a pulso entré por la ventana, llenándome de arañazos la cara y las manos.
Pasé al otro lado, al jardín vecino; me agarré a la rama de un árbol y bajé por el tronco hasta la tierra. Estaba el huerto en el mayor silencio; se oía únicamente el piar de los pájaros en el follaje. Crucé el jardín sin hacer ruido.
Me acerqué al árbol que estaba más inmediato a la pared que daba a la calle; trepé por él, y de rama en rama llegué al borde de la tapia y miré con precaución. Daba a una callejuela estrecha y desierta. La tapia tendría seis o siete varas de alto. Me dieron tentaciones de saltar; pero no quise dejar sola a Tránsito y volví al jardín, luego al patio y después a mi torre.
Hecha la excursión me lavé y me acosté.
Al día siguiente, al levantarme de la cama, vi que en la puerta había un artillero de centinela, con la bayoneta calada.
—¿Es que no puedo salir?—le pregunté.
—Esa es la orden que me han dado.
Al mediodía se presentó la señora Landon. Le dije[283] que mi asunto se complicaba; que tenía un centinela de vista y que me encerraban en la torre con llave.
—Yo voy a ver si me escapo—continué diciendo.
—Hará usted muy bien—exclamó ella.
—¿Usted me podría ayudar?
—Sí, sí; dígame usted lo que necesita.
Yo tenía pensado mi plan.
—Necesitaré un cordel de ochenta varas de largo, del grueso del dedo meñique.
—¿Y eso cómo lo voy a entrar aquí?
—Usted mañana me regalará un almohadón; dirá usted que es mi cumpleaños, y dentro del almohadón vendrá la cuerda.
—Muy bien.
—Además, tomará usted dos botellas de Jerez, vacías, que conserven las etiquetas, las llenará usted de aguarrás, las cerrará muy bien y me las enviará con el almohadón, como regalo.
—Descuide usted; todo esto se hará. ¿Cómo piensa usted salir?
—Voy a hacer una escalera con el cordel que usted me traiga, y me descolgaré por la torre.
—¿Y después?
—Después pasaré al jardín de al lado por un agujero de la tapia, y de este jardín iré a la calle. Lo que quisiera saber son las salidas de la calle que va por ahí detrás.
La señora Landon y yo nos asomamos a la ventana enrejada, y yo le mostré las copas de los árboles del jardín próximo, que asomaban por encima de la tapia.
—Yo le podría enviar a usted un plano de Sevilla—dijo la señora Landon—. Pero ¿para qué? Es mejor otra cosa. ¿Mañana será la escapatoria?
—Sí, si usted me manda el almohadón.
—Eso vendrá sin falta. ¿A qué hora piensa usted escaparse?
—De diez a diez y media de la noche.
—A esa hora habrá en esa callejuela una persona apostada que le esperará y le acompañará.
Se marchó la señora, y yo pasé el día con la mayor impaciencia. Por la mañana me despertaron, trayéndome los regalos de la señora Landon: el almohadón y las dos botellas de aguarrás disfrazadas de Jerez. Al verme solo rompí el almohadón, saqué la cuerda, y la Tránsito y yo comenzamos a hacer la escala. Reservé un trozo de cordel de unas ocho varas.
Cerré el cerrojo de la puerta de la torre y estuvimos trabajando en el campanario.
Desde allí advertimos la gran animación del pueblo.
Iba a entrar el rey de España en la ciudad. Todos los balcones se veían engalanados con colgaduras, con arcos de triunfo, ramas y flores. Las calles estaban atestadas de gente.
—Por la orilla del río se veían coches y calesines que iban hacia la torre del Oro, y por los caminos lejanos se advertían grupos de labradores a pie y en caballerías.
—¡Pueblo estúpido!—exclamé yo elocuentemente—. Entusiásmate con tu Fernando. Cuando le convenga a este truhán te calentará las espaldas.
En todo el día terminamos la escala entre la muchacha y yo. A la hora de retreta bajé yo a la puerta de la torre. Estaba cerrada con llave. Escuché. No andaba nadie por el patio.
Comencé mis pruebas. La escala no bastaba; le faltaban cinco o seis varas para llegar desde el balconcillo del campanario al patio. Estuve pensando en la manera de resolver esta dificultad, y me decidí a añadir a la escala una cuerda hecha con un trozo de sábana.
—Yo bajaré primero—le dije a la Tránsito—; esperaré en el patio y silbaré. Si acaso, cuando llegue usted a la cuerda hecha con la sábana le falta fuerza para sostenerse, la recogeré en brazos.
La muchacha dijo que no tenía miedo. Entonces yo vacié mis dos botellas de aguarrás en la palangana y fuí[285] embebiendo la escala y el trozo de la sábana, hasta que empaparon casi todo el líquido. El resto lo eché por un agujero en el zaguán de la torre.
Después até la escala al barandado de piedra del balcón del campanario, y fuí echándola abajo. Hecho esto, metí una caja de pajuelas en el bolsillo, y salté al lado de fuera del barandado y fuí descendiendo con dificultades hasta alcanzar al trozo de sábana y llegar al patio.
Silbé suavemente, y noté, por la cuerda, que la escala se agitaba y la muchacha comenzaba a bajar despacio. Antes de que llegara al trozo de la sábana yo acerqué la barrica y me subí a ella. Al llegar la Tránsito al trozo de sábana pude sostener a la muchacha por los pies y luego por el cuerpo.
Venía la muchacha rendida.
—Descanse usted—le dije—. Ahora vamos a ver un bonito espectáculo—añadí.
Saqué el eslabón, el pedernal y la mecha; até una pajuela de azufre en el trozo de sábana en que terminaba la escala y la pegué fuego con la mecha.
Ardió la pajuela, después el pedazo de sábana, luego la escala, de una manera tan discreta, que parecía desaparecer por arte de magia.
Concluída esta parte, acercamos la barrica al ventanillo que comunicaba con el jardín contiguo; hice pasar a la muchacha, luego pasé yo, cruzamos el jardín y subimos por un árbol a la tapia.
Até el trozo de cuerda que llevaba a una rama gruesa de un árbol y la punta la eché fuera de la tapia, hacia la calle.
—Yo me descolgaré primero—le dije a la Tránsito—; luego la recibiré en brazos.
Me deslicé por cerca de la pared y descendí fácilmente. Después bajó la muchacha, que se desolló las manos, y estuvo a punto de derribarme al sostenerla.
Para que nadie lo advirtiera, desde la calle hice un[286] ovillo con la punta de la cuerda y la tiré al otro lado de la tapia hacia el jardín.
—Ahora ¿qué hacemos?—preguntó la Tránsito.
—¿Usted tiene sitio adonde ir?
—Sí.
—Pues entonces cada cual por su lado.
La estreché la mano y me separé de ella. La noche estaba obscura; no había un alma por aquellas inmediaciones.
Di dos vueltas arriba y abajo por la calle, cuando se me acercó una mujer de pobre aspecto.
Era la señora Landon.
—Sígame usted—me dijo.
La seguí; en las calles céntricas se sentía el gran barullo; había comparsas de guitarras y panderetas y gente que cantaba canciones alusivas a la entrada del rey. Los curas y frailes pasaban seguidos del populacho, hablando y accionando, y capitaneando a patrullas de desharrapados.
Todos eran gritos y vivas al rey absoluto y mueras a la Constitución, a los herejes y a los negros.
Siempre tras de la señora Landon llegué a una calle muy lejana de la cárcel y me detuve delante de un gran caserón. Cruzó mi guía un portal, pasé yo después de ella; llegamos a un patio con jardín; luego a otro patio, y me encontré en una casa grande y abandonada. La señora Landon me llevó a una sala con una alcoba con columnas. Me mostró una mesa con viandas y me dijo:
—Cene usted y acuéstese.
—Muy bien. ¿Nada más?
—Puede usted estar con la luz encendida; pero no vaya usted con ella a las habitaciones que dan a la calle. Esta casa está deshabitada y tiene dos salidas. Si por una casualidad, que me parece improbable, vinieran a buscarle por el lado por donde hemos entrado, puede usted escaparse por esta otra parte. La llave está en la puerta.
—Bueno. Entendido.
—¿Quiere usted alguna cosa?
—Si no le molesta a usted, le diría que cree que sería conveniente el que fuera usted mañana al Salón de Cortes a hacer como que va a visitar al preso y ver lo que dicen de su fuga.
—Sí, sí; tiene usted razón. Así lo haré.
Dicho esto, la señora Landon me dió las buenas noches y me dejó solo. Cené, me acosté y dormí perfectamente hasta las siete.
Me levanté a esta hora y recorrí la casa.
Las habitaciones que daban a la calle estaban cerradas; el suelo y los muebles, cubiertos de una capa de polvo. En los grandes espejos deslustrados me veía en la semiobscuridad como un duende.
Salí al momento al jardín. Era grande, tenía naranjos y palmeras y comunicaba únicamente con el de la señora Landon. Una pared muy alta lo separaba de un convento.
Me paseé una hora, escudriñé en un antiguo invernadero, con las puertas podridas y los cristales rotos y después entré en la casa; recorrí los salones, y en uno encontré un armario abierto lleno de libros encuadernados en pergamino. Casi todos estaban en latín, y únicamente vi en castellano la historia de la conquista de Méjico, por el capitán Bernal Díaz del Castillo, y el libro de mi paisano William Bowles, la Introducción a la Historia Natural y a la Geografía de España.
Leí alternativamente uno y otro libro y me engolfé de tal modo en la lectura, que cuando miré al reloj eran las doce.
Bajé al jardín, y la señora Landon, desde su ventana, me dijo que me acercase.
Había estado en la cárcel, y al llegar al patio de la torre se había encontrado con los artilleros asombrados y risueños.
—El inglés ha volado—le dijo el sargento guardaalmacén.
—¿Cómo? ¿Ha huído?—le preguntó ella.
—Sí.
—¿Por dónde?
—Pues no se sabe. Es un misterio.
El sargento le contó que por la mañana, al ver la puerta cerrada por dentro, habían creído que el inglés[289] estaría enfermo y llamaron repetidas veces, y en vista de que no contestaba descerrajaron la puerta y entraron. En el cuarto del preso se vió que estaba rota una sábana de la cama; en el campanario se encontró una peineta de mujer, y en el zaguán de la torre un fuerte olor a aguarrás.
Algunos creían que el inglés había huído por arte de magia.
En aquel momento dos capitanes hacían un informe para resolver cómo se había podido llevar a cabo la evasión.
Después de contarme esto, la señora Landon mandó que me pasaran la comida, y por la tarde me dediqué a leer.
Al tercer día de cautiverio la señora Landon vino a visitarme y me dijo que había visto al subdelegado de policía y le había confesado que yo estaba en su casa. El subdelegado le advirtió que no me presentara en la calle, pero que no tenía necesidad de esconderme.
El mismo día la señora Landon me indicó que me iba a llevar por la noche a casa de un sastre; le dije que en aquel momento yo no tenía dinero, a lo que contestó que no importaba. Como la señora Landon era tan dominante, tuve que ceder y fuí con ella en coche a ver al sastre, que llegaba de Gibraltar.
Era este sastre un francés de caricatura inglesa: alto, flaco, con los hombros más altos que la cabeza, la cara juanetuda y amarilla y las piernas delgadas. No le faltaba para ser un tipo de Gillrray mas que llevar las pantorrillas al aire, coleta y papillotes, y una rana en la mano.
El sastre nos elogió sus telas con grandes extremos y nos mostró sus trajes hechos.
La señora Landon escogió una levita verde botella que, según dijo, me venía muy bien, dos chalecos de piqué y un pantalón claro.
Después pasamos por una sombrerería, donde me[290] compró un sombrero de copa; luego, por una zapatería, y volvimos con nuestras compras.
—Ahora, señor Thompson, va usted a hacer lo siguiente: Mañana por la mañana, antes de que se hayan levantado mis criadas, irá usted al sitio en donde paran las diligencias con un maletín en la mano; esperará usted que venga una, y en seguida tomará usted un coche, dará las señas de mi casa, y se presentará usted aquí y llamará a la puerta. Pasará usted por mi sobrino.
Hice lo que me dijo, y al día siguiente llamaba a la puerta haciendo mi papel de extranjero. La criada me hacía entrar en la sala, y la señora Landon me recibía con una mezcla de displicencia y afecto, como si fuera de verdad un pariente importuno.
Los días siguientes fuí presentado a los amigos como sobrino de la señora Landon, y llegó esta señora a estar tan bien en su papel de tía, que me acusaba de holgazán y vagabundo, como si me conociera a fondo.
Aunque lo pasaba bien, me aburría sin salir; tenía grandes conversaciones con Mercedes, a quien llamaba mi prima, en broma. Le conté mi vida sin ocultarle nada, y ella me habló de su novio, un muchacho de Sevilla, que estaba en el ejército, por quien sentía la señora Landon un gran odio.
Un día, la señora Landon me llamó a su gabinete, y me dijo:
—Habla usted bastante con mi sobrina Mercedes.
—Sí.
—Mi sobrina, que, como habrá usted notado, es bastante coqueta, tiene una bonita renta, y le convendría a usted, que es un vagabundo sin un cuarto.
—Ciertamente que me convendría—le dije—; pero como yo, aunque sea un vagabundo, no soy un granuja, ni siquiera un ambicioso, no tengo pretensiones con respecto a ella. No. Conozco mi situación.
—No me entiende usted—dijo la señora Landon—. No me parece mal que se dirija usted a ella.
—Pero hay un inconveniente, señora.
—¿Cuál?
—Que ella tiene un novio.
—Sí; un miserable botarate, raquítico, inútil para todo.
—Pero ella le quiere.
—Pues piense usted que no le quiere. En fin, ya sabe usted. Si usted consigue que Mercedes olvide a ese mico, usted aquí será el amo; si no, ya se puede usted marchar de esta casa cuanto antes. Ocho días le doy de plazo.
Tuve una conferencia con Mercedes, y le dije lo que me había expuesto la señora Landon.
—Me ha dado ocho días para hacer su conquista. Como yo no me siento ningún Don Juan, me voy a marchar.
Ella me dijo que no me fuera; pero como el dilema era irme o casarme con ella, Merceditas optó porque me marchase.
—¿Tiene usted dinero?—me dijo.
—No.
—Yo no tengo mas que dos monedas de cinco duros, que se las ofrezco.
—No; no quiero.
—Las tendrá usted que tomar.
—Bueno; las tomaré.
—¿Y cuándo se va usted?
—Mañana mismo. Llevaré de la biblioteca este libro de Historia Natural de William Bowles.
—Sí, sí; puede usted llevárselos todos, si quiere.
Al anochecer salí de la casa y fuí a ver al banquero y representante de Bertrán de Lis, por si tenía alguna noticia de Inglaterra.
Al entrar en la cárcel le había escrito a Will Tick diciéndole lo que me pasaba y encargándole que si tenía algo que decirme escribiera al banquero de Sevilla.
El banquero me dijo que no le habían escrito absolutamente nada.
Únicamente sabía que, por encargo de los filohelenos de Londres, se estaban comprando armas en Algeciras, que se llevarían en un barco que pasaría por el Estrecho con voluntarios, en dirección a Grecia.
Volví a casa, y por la noche escribí una carta a la señora Landon dándole las gracias por sus bondades, y al amanecer me vestí mi redingote viejo y la ropa que había sacado de Madrid; abrí la puerta, crucé Sevilla y me dirigí camino de Jimena.
Tomé mi camino hacia Gibraltar por Utrera. Era a principios de noviembre y hacía un hermoso tiempo para viajar. Las horas de sol apretaba el calor, pero no de una manera molesta.
Solía dormir en el campo; compraba pan en los pueblos, y con pan y fruta me alimentaba.
Me sirvió mucho el libro de William Bowles que había sacado de casa de la señora Landon, y gracias a sus indicaciones pude desayunarme con los frutos del madroño (arbustus unedo), del alfonsigo (pistacia vera) y del algarrobo (seratonia silicua), que produce vainas azucaradas. También tuve que explotar, en malas ocasiones, la glycyrrhiza gladia o regaliz y el opuntia vulgaris o higo chumbo.
Lo pasaba mal que bien siguiendo mi camino cuando, al comenzar a subir una sierra, entre El Bosque y Ubrique, me encontré con un aldeano que marchaba con su hija a Gibraltar; los dos a caballo.
El era hombre de cincuenta años, muy moreno y muy seco, con patillas ya grises. Ella tendría lo más unos quince o diez y seis, y era preciosa, delgada, fina, con los ojos negros, llameantes, la cara redonda y los labios rojos.
Hablamos largamente el hombre y yo; me dijo que viajaba con frecuencia y que hacía contrabando. El se llamaba el señor Juan; la niña, Milagros. Yo les conté quién era y algunas de mis aventuras, y los dos se rieron mucho.
—Vaya, móntese usted a la grupa de mi caballo—me dijo él—, que me va dando pena verle caminar a pie.
Subí al caballo y seguimos conversando y marchando por entre breñales secos, abruptos, interrumpidos muy de tarde en tarde por matas polvorientas y lentiscos.
En los picachos áridos, quemados por el sol, se veían algunas cabras, y las águilas volaban trazando grandes curvas por el aire.
—¿Y qué? ¿No tiene usted miedo a los bandidos?—me dijo de pronto ella.
—Yo, ninguno. ¿A mí qué me van a hacer, si no tengo un cuarto?
—Quitarle la vida.
—¿Para qué?
—¿No le han ofrecido allí en Sevilla un seguro para los ladrones?—me preguntó él.
—A mí, no. ¿Es que hay un seguro así?
—Sí, señor. En toda Andalucía tiene usted seguros contra los ladrones. El propietario que viaja y no quiere ser robado paga una cantidad a la sociedad, y ésta le da un salvoconducto y a veces una pequeña escolta.
—¿Pero el Gobierno no hace nada para acabar con esta inmoralidad?
—Nada. El Gobierno de la Constitución parece que ha querido hacer algo; pero con la entrada de los franceses se ha acabado todo el orden, y la gente perdida anda por los caminos como Pedro por su casa.
Mientras el señor Juan hablaba, su hija me examinaba con una mirada curiosa e irónica.
Ibamos marchando por un mal camino ardoroso y polvoriento, por la sierra, entre grandes encinas y algarrobos.
Antes de llegar a Ubrique paramos en una venta del camino.
—¿Usted hará noche aquí?—me dijo el señor Juan.
—¿Es buena venta ésta?—le pregunté.
—Muy buena.
—Es que no me quedan mas que unas pocas pesetas para llegar a Algeciras y no me atrevo a gastarlas.
—No tenga usted cuidado. No le llevarán aquí casi nada.
Bajamos en la venta, y el ventero, un tipo no muy bien encarado, nos llevó a los tres a la cocina. Estuvimos charlando, cenamos, y después de cenar se armó un bailoteo de padre y muy señor mío con la Milagros y otras chicas de la venta y unos mozos arrieros.
Los tales arrieros me parecieron un tanto desvergonzados. El señor Juan me presentó a ellos.
Se llamaban el Gavilán, el Moreno, el tío Malaspulgas y el Manquillo; todos iban muy elegantes.
Me chocó que obedecieran al señor Juan ciegamente, y éste me dijo que eran sus mozos.
Yo tuve que bailar y lucir las habilidades que había aprendido en Sevilla en la academia de Alvarez de Acuña.
—¡Olé por el inglés! ¡Ahí la sangrecita gitana! ¡Vaya calor!—me gritaban.
Estuvimos de broma hasta media noche.
Cansado y con el recuerdo de la Milagros en el cerebro me eché en un colchón y me quedé dormido.
Desperté ya entrada la mañana. Bajé a la cocina y no había nadie. Llamé, no me contestaron. La puerta estaba cerrada.
Entré en un cuarto próximo a la cocina y me chocó ver en un rincón dos trabucos y varios paquetes.
¿Quizá aquél era un nido de contrabandistas? Salí al zaguán y quedé atónito y espantado al ver en el suelo un reguero de sangre. Este reguero manchaba el portal y la cocina, seguía por un corralillo y terminaba en un[298] rincón, donde la tierra estaba removida. La idea de que allí acababan de enterrar a un hombre me sobrecogió.
Entonces recordé vagamente que de noche había oído ruido y rumores de lucha. ¿Este señor Juan y su hija y sus mozos serían bandidos?
Me pareció que no cabía duda, y sin pensar en más escalé la tapia del corral, salté al campo y salí a marchas forzadas camino de Ubrique.
Al registrarme los bolsillos vi que me habían robado el poco dinero que llevaba, dejándome solamente unas monedas de cobre.
Pasé Ubrique, pueblo bastante mísero, en donde todo el mundo se dedicaba a hacer contrabando con la mayor impunidad y a coser petacas de cuero. Me chocó que se vendiera el tabaco de contrabando a la vista de todo el mundo, y me dijeron que el Gobierno español no se atrevía a mandar aduaneros.
Los ubriqueños estaban dispuestos a defender su prerrogativa de hacer contrabando con la sangre de sus venas.
Desde Ubrique me interné en la sierra de los Gazules y llegué a Jimena.
Entraba en este pueblo por una callejuela cuando me vi seguido por un hombre alto, delgado, moreno, con los ojos muy hundidos y la barba negra, manchada de plata. Me esperaba algún nuevo percance. Me detuve dispuesto a afrontar el conflicto. El hombre se me acercó y me dijo con una voz bronca:
—¿Es usted godo?
Hice un gesto de extrañeza, que lo mismo podía ser afirmativo que negativo.
El hombre debió creer que decía que sí, y sacando una hoja del bolsillo exclamó:
—Tome usted y lea usted.
Cogí el papel, que era un impreso, y comencé a[300] leerlo. Se trataba de un manifiesto anticonstitucional completamente absurdo en donde se protestaba de las impiedades de la época. El manifiesto terminaba diciendo: «¡Viva la religión! ¡Viva el Cid! ¡Viva el honor castellano! ¡Abajo el vil judío que mora en Gibraltar!
»Dado en Jimena de la Frontera el 15 de agosto de 1823.—Yo el Rey.»
Después de leer el papel sonreí, comprendiendo que aquel pobre hombre no andaba bien del caletre, e hice una señal de asentimiento, y el loco, agarrándome del brazo, me dijo:
—¿Me reconoce usted como soberano?
—Sí, señor.
—¿Me traerá usted la cabeza del traidor Riego?
—Ahora mismo.
—¿Sabe usted dónde está ese pillo?
—Sí; necesitaría una cuerda para atarlo.
—Ahora vengo con ella.
El loco echó a correr y yo me metí en una posada. Pedí noticias de aquel desdichado, y me dijeron que las cuestiones políticas le habían sorbido el seso; se habló también de los bandidos que merodeaban en la sierra; pero yo no dije nada ni indiqué que los conocía.
Por la tarde salí de Jimena, y poco después comencé a ver el mar.
El paisaje cambiaba; se veían grandes piteras y chozas con el tejado de ramaje y de hierba.
Ya enfrente de la bahía encontré a un guardia del resguardo, que me indicó el camino de Algeciras.
Llegué a Algeciras un día de noviembre por la mañana, cansado y sin una moneda de cobre; antes de entrar en el pueblo me acerqué a la playa de los Paredones, y viendo que no había nadie me desnudé, dejé la ropa sujeta con una piedra y me metí en el mar.
El agua estaba templada; me froté el cuerpo con manojos de algas secas y con arena.
El baño me quitó la comezón del camino y me dió un gran sueño y mucha hambre.
Me hubiera gustado ser como el asno de Buridán, que me hubiesen puesto a un lado una ración de comida y al otro unos colchones, para demostrar, eligiendo, que tenía libre albedrío.
Como no estaba de suerte, no pude satisfacer mis dos necesidades de comer y dormir, y me decidí por aquella que no me costaba nada, y me tumbé al lado de una barca, de manera que el sol no me diese en la cabeza.
Dormí bastantes horas, y cuando me desperté me encontré rodeado de un círculo de muchachos y de algún hombre, haraposos todos, que me miraban hablando y riendo.
—Este es un gigante—decía uno.
—¡Ca! ¡Es un elefante!
—Pues las patas las tiene de camello.
—No vaya a ser un ballenato que se ha escapado de la jaula.
—¿A qué va a venir aquí un ballenato, compadre?
—Quizá quiera tomar lecciones para sacar el copo.
—Señores—dije yo, incorporándome—, no soy nada de lo que dicen ustedes; soy un ciudadano inglés que en este momento bosteza de hambre.
—¡Ah! Es un inglé—exclamaron todos.
—Pues, nada—dijo uno—: si tiene usted tanta carpanta, tire usted del copo con nosotros y tendrá usted su parte.
—Tiraré aunque sea de una carreta por comer.
Quizá el hombre había hecho su ofrecimiento con ironía; pero al ver que yo aceptaba su proposición se quedó sorprendido.
Me enteré en qué consistía el copo; me quité la levita, que dejé en una caseta de la playa, cogí una cuerda de esparto con un corcho en la punta y me puse a tirar de la sirga como los demás.
Teníamos ya las redes cerca de la playa cuando se nos acercó un vejete.
—No cogeréis más de dos pájaros—nos dijo.
El pronunciaba páharos.
—Así revientes, pájaro de mal agüero—murmuré yo.
Se sacó el copo, salieron en la red un amontonamiento de peces grandes, y de pececillos, y se presentaron en seguida varios hombres a ofrecer dinero por el pescado. Se terminó la subasta y se sacaron cincuenta reales, de los que me correspondieron a mí tres. Al parecer fué una buena pesca. Concluída la faena me lavé y me puse la levita.
—¿Dónde coméis vosotros?—le dije a uno de los muchachos compañeros míos de tirar del copo.
Cada uno me indicó un sitio distinto y me decidí a ir a un figón con uno a quien llamaban Cara e perro, que me inspiró más confianza. Comí en el muelle, en[303] una taberna, cerca de donde sale al mar el río de la Miel, y fraternicé con Cara e perro, el Currichi, el Mojama, el Chirri, el Rondeño y otros personajes distinguidos.
Estaba pensando en el problema de acostarme cuando se presentó en la taberna un hombre de unos veinticinco años, en compañía de un viejo.
El joven se acercó a la mesa.
—Tú, Chirri—dijo de una manera imperiosa—, vete a casa del Nacional y dile que mañana esté listo para las siete.
El Chirri se levantó inmediatamente y salió escapado.
—¿Quién es este señor?—pregunté yo, señalando al hombre del bigote.
—Este es Paquito, nuestro patrón—me dijeron—, el amo de la red de la que ha tenido usted que tirar esta mañana, y de los botes.
—¿El no suele estar allá?
—No; él tiene dos barcas, una grande, con la que hace el contrabando, que se llama el Lince, y otra más pequeña, la Consolación.
Al mismo tiempo el dueño de las barcas y el viejo que le acompañaba debían hablar de mí. Paquito llamó a uno de los muchachos que estaban en mi mesa, que después se me acercó.
—El patrón—me dijo—quiere hablar con usted.
Me levanté y fuí a su mesa.
—Siéntese usted—me dijo Paquito—y tome usted lo que quiera.
Me senté y pedí una taza de café.
Era el patrón un hombre de unos treinta años, delgado, seco, curtido por el sol y el aire del mar, con los ojos brillantes y el bigote negro.
—¿Es usted inglés?—me preguntó de pronto.
—Sí, señor.
—Me han contado que ha estado usted esta tarde tirando del copo.
—Es verdad.
—¿Ha sido por capricho?
—No. Por ganar unos cuartos para comer. Se me ha concluído el dinero que traía...
—Eso está bien. Puede uno ser más caballero que el verbo divino y tener las manos callosas del trabajo... ¿Viene usted de Gibraltar?
—No, vengo por Francia.
—Y, oiga usted, ¿ha venido usted a España por pasear nada más?
—No.
Y en seguida eché mano del mito Cox y lo desarrollé ante los ojos del patrón.
—¿Le ha gustado a usted España?
—Mucho. Es un país por el que tengo gran simpatía.
—Chóquela usted. No le falta a usted más que una cosa para tenerme de su parte.
—¿Y es?
—El ser liberal.
—Pues lo soy.
—Es usted de los míos. ¿Cómo se llama usted, señor inglés?
—Yo, Thompson.
—Bueno, señor Thompson, aquí tiene usted un amigo.
—Muchas gracias.
—¿Qué necesita usted por el momento?
—Un sitio donde comer y dormir hasta que me manden dinero de mi país.
—Vendrá usted a mi casa. ¡Hala, vamos!
Salimos de la taberna, tomamos por una calle en cuesta a salir a una hermosa plaza, y de allá seguimos por una avenida hasta detenernos en una casita de un piso solo con una puerta grande y un escalón.
—Pase usted, Thompson—me dijo Paquito, y yo pasé.
Me presentó Paquito a su mujer y a su madre y ordenó después que me arreglaran un cuarto. Estuvimos hablando de varias cosas. Paquito, como todos los liberales españoles, altos y bajos, tenía la preocupación de la política y me preguntó acerca de las costumbres parlamentarias inglesas, estas costumbres que son, según parece, un gran honor para todo inglés, aunque a mí, la verdad, me han dejado siempre un tanto indiferente.
Luego hablamos de la posibilidad de que la reacción, entronizada por los Cien Mil Hijos de San Luis en España, se sostuviera o no. Paquito tenía la esperanza de un movimiento revolucionario. A mí no me parecía esto probable, y menos próximo, porque la mayoría de la gente había quedado cansada de los ensayos infructuosos de los constitucionales.
Acabada nuestra charla me llevaron a un cuarto pequeño y encalado que me cedieron.
Paquito se mostraba en su casa, a pesar de su liberalismo, perfectamente tiránico. Era exigente, gruñón; todo lo que hacían los demás le parecía detestable y únicamente manifestaba benevolencia para sus faltas.
La madre era por el estilo: una vieja que reñía por[306] costumbre y hablaba con una rapidez incomprensible para mí. Siempre se quejaba de frío.
Muchas veces que yo estaba sofocado por la tibieza del ambiente le oía lamentarse de que no cerraban las puertas:
—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Qué frío hace hoy! ¡Me quieren matar! ¡Yo no puedo resistir este viento, que corta! Santo Cristo de la Alameda, ¿por qué no me habrá quitado Dios de en medio, que no sirvo mas que de estorbo a todo el mundo?
Así iba esta vieja engarzando quejas y conjurando todos los santos y santas del calendario.
La mujer de Paquito parecía una princesita condenada a vivir entre piratas. Tenía un aire resignado, unos ojos claros, ingenuos y una gran suavidad. Era hija de un militar que había guerreado en América. Había quedado huérfana muy niña. Se llamaba Dolores. Me pareció que en la casa no la guardaban consideración alguna y que la hacían trabajar demasiado.
El matrimonio tenía un chico y una chica. El chico era un salvaje de seis o siete años, despótico y mal educado. Yo estuve muchas veces a punto de calentarle las orejas porque se manifestaba de muy mala intención. El chiquillo llegó a tomarme odio.
Al cuarto o quinto día de llegar a Algeciras fuí a ver al cónsul inglés, que me proporcionó trabajo para una temporada.
Le dije que estaba en relación con los filohelenos de Londres, y él me informó de que iba a llegar un barco con soldados para Grecia.
Cuando cobré el dinero del cónsul hablé con Dolores, la mujer de Paquito, para que me dijera lo que tenía que pagar por estar en su casa.
Nos pusimos de acuerdo, y quedé allá, en mi cuartito pequeño, escribiendo y pintando. Por la tarde solía dar un paseo por la playa, y recorría también las calles del pueblo, con sus grandes caserones blancos, con[307] balconadas salientes, adornadas con hierros barrocos, sus rejas, sus canalones y sus persianas pintadas de verde.
Paseaba también por la plaza Alta y por una avenida, cuyas bocacalles iban a dar a la bahía, y por las cuales se divisaba el cielo y el mar.
Como se estaba en un período de política revuelta, todos los días había algún acontecimiento. A medida que los ministros de Fernando VII se apoderaban del Poder la represión era mayor. Se hacían prisiones, y llegaban constantemente cuerdas de presos que el comandante del campo de Gibraltar, don José O'Donnell, enviaba a los presidios de Africa.
Un día vi en la plaza Alta un espectáculo triste. Un constitucional, un hombre viejo, de noble aspecto, se escapó de la cuerda; dos voluntarios realistas le siguieron gritando: «¡A ése! ¡A ése!» La gente fué tras él, le cogieron y a palos lo dejaron tendido en el suelo.
El pueblo entero manifestaba un gran fervor realista; se había sustituído la lápida de la Constitución por otra con el letrero: «Plaza del Rey», con las armas de la ciudad y una corona. Paquito, que estaba señalado como liberal exaltado, no salía apenas, y muchos, entre ellos yo, le aconsejaron que fuera a Gibraltar y que no viniese mas que de tarde en tarde. Esto fué lo que hizo.
Yo me alegré mucho, no por la seguridad de Paquito, que me tenía sin cuidado, sino por hablar libremente con Dolores. La verdad es que me iba enamorando de ella por momentos. ¡Era una mujer tan simpática, tan buena! No me cansaba de oírla.
Ya sé yo que hay un mandamiento, no se cuál, que dice que no se debe desear la mujer del prójimo; pero esto siempre me ha parecido una tontería; yo, no sólo deseaba la mujer de mi prójimo, sino que se la hubiera quitado si hubiese podido.
Cuando Dolores quedó sola con su suegra y los chi[308]cos, yo le decía que saliera, que no estuviera siempre metida en casa.
Un domingo dimos una vuelta por la bahía en el Lince, una barca grande. El Chirri iba al cuidado de la vela y yo al timón.
Estaba el cielo azul y el mar casi tan azul como el cielo.
Enfrente se divisaba el Peñón, de un color gris de ceniza, obscuro en los sitios cubiertos de bosque y alargado hasta la punta de Europa...
Dolores me habló de su infancia, de la que conservaba un recuerdo confuso de idas y venidas por colegios de distintas ciudades; me contó una serie de niñerías con verdadera gracia. Yo le hacía mil preguntas y le oía encantado.
El barco marchaba suavemente; veía desarrollarse ante mis ojos la línea quebrada de los montes formada por las últimas ramificaciones de la sierra de los Gazules.
A lo lejos aparecía la serranía de Ronda, los montes de Gaucín y Casares y los de Estepona.
Más cerca la sierra Carbonera, con San Roque en un alto; El Campamento, a orillas del mar, y luego La Línea sobre el arenal que une la tierra con Gibraltar.
—Vamos ya—dijo Dolores—, que la madre estará esperando.
—¿Qué prisa tiene usted para volver?—le pregunté yo.
—Sí, hay que hacer la cena.
—Deje usted la cena; por un día cenaremos más tarde. ¡El día está tan hermoso!
—Bueno—replicó ella.
Seguimos hablando. Avanzamos hasta la salida de la bahía. Estaba el Estrecho lleno de barcos, que navegaban con las velas desplegadas. Pasamos cerca de las murallas, llenas de líquenes, de la isla Verde.
Ahora se veía el otro extremo de la gran bahía casi[309] circular, la Punta Carnero, y a lo lejos, la costa de Africa, el acantilado blanquecino de los montes de Sierra Bullones y el pico de la Almina de Ceuta.
Seguimos hablando Dolores y yo largo rato, y al caer la tarde le dije al Chirri que volviéramos.
Pasamos de nuevo por delante de la isla Verde. El sol iba retirándose con lentitud, iba escalando las casas de Algeciras, brillaba en los cristales, subía a los tejados, los abandonaba e iluminaba el campanario de la iglesia con una claridad rojiza. La sierra parecía acercarse, y al borrarse sus repliegues tomaba el aspecto de una muralla que se levantara tras del pueblo. Las casas se destacaban con más claridad a la luz fría del crepúsculo.
El cielo tomaba un color de escarlata por el lado del mar y éste iba brillando con resplandores de rosa.
Al desembarcar, al acercarnos a Algeciras, las ventanas de las casas comenzaban a iluminarse; se oía en las tabernas rasguear de guitarras y se sentía un olor fuerte de aceite frío.
Desde el muelle fuimos hasta la plaza Alta.
Al pasar hacia casa oíamos la retreta en un cuartel.
Dos días después estaba en mi cuarto escribiendo, cuando se me presentó Paquito, con un aire grave, dramático.
Me advirtió que me tenía que hablar; hice ademán de oírle, y de repente me dijo que yo era un sinvergüenza, un ingrato y un canalla que estaba cortejando a su mujer. Negué yo el hecho, y entonces él me replicó que el domingo anterior había ido a pasear en la lancha con Dolores y que le había dicho que era muy guapa y otra porción de cosas.
—¿Quién le ha dicho a usted eso?
—Mi chico y el Chirri.
Me callé y no repliqué; él siguió insultándome, y después insultando a su mujer.
Esto no lo pude soportar y salté.
Ya furioso, le dije que era un botarate y que su mujer valía millones de veces más que él; que le tenía por un vanidoso y un farsante; que su liberalismo era una mentira, porque no era mas que envidia por los que podían y valían más que él, y, en último término, que estaba dispuesto a batirme con él a puñetazos, a navajazos o a tiros, porque le consideraba uno de los seres más despreciables y más ridículos de la tierra.
Mi indignación le enfrió a Paquito, y sin contestarme nada se marchó, dejándome solo e iracundo.
Después de nuestra riña, toda la familia de Paquito se trasladó a Gibraltar, y yo quedé en una casa de la vecindad, en la más profunda desesperación.
Seguía trabajando para el cónsul, cuando recibí un carta de Will Tick anunciándome que pocos días después pasaría el Estrecho, en dirección a Grecia, una expedición de filohelenos.
Antes llegaría a Algeciras el coronel Mac Clair, que iba a comprar armas y municiones de guerra.
Saldría yo a recibirle al muelle y le reconocería, por ser un tipo alto y delgado, vestido con un ulster negro con rayas blancas, y que llevaría un bulto cuadrado envuelto en tela encerada en la mano derecha y un paraguas en la izquierda.
Efectivamente, lo reconocí. Era Mac Clair un hombre delgado, seco, de aire enfermizo. Tenía el pelo rojo, rizado, patillas cortas, bigote grueso y anteojos azules. Por debajo del ulster usaba redingote de color de castaña.
Llevé a mi casa a Mac Clair, y al día siguiente fuimos en coche a Tarifa, donde recogimos varias cajas de fusiles, escondidas cerca de la playa, y las embarcamos en una gabarra.
El coronel Mac Clair marchó después a Gibraltar,[312] donde compró un ciento de fusiles españoles e ingleses.
El coronel me dijo que me avisaría la llegada del paquebot que venía de Londres con los filohelenos.
Efectivamente, quince días después me avisó. Con un tiempo muy malo salimos los dos en un falucho.
Fuimos hasta Tarifa, en donde teníamos nuestras cajas de fusiles, las embarcamos y esperamos toda una tarde y toda una noche.
Al día siguiente, el coronel reconoció el bergantín Fénix, al que esperábamos.
Nos acercamos al barco, que parecía un gran pez negro sobre el agua, y entramos en él.
Al pasar por delante de Algeciras se me humedecieron los ojos con el recuerdo de Dolores.
Estas cuartillas leí a mistress Hervés, en el mirador del castillo de Ondara, una tarde de verano.
Mi aventura en Grecia, quizá por ser insignificante, no la he escrito todavía. No sé si la escribiré alguna vez.
Itzea-Vera del Bidasoa.—Octubre, 1916.
FIN DE LA RUTA DEL AVENTURERO
I.—El alma castellana.
II.—La voluntad.
III.—Antonio Azorín.
IV.—Las confesiones de un pequeño filósofo. (Aumentada.)
V.—España.
VI.—Los pueblos.
VII.—Fantasías y devaneos.
VIII.—El político.
IX.—La ruta de Don Quijote.
X.—Lecturas españolas.
XI.—Los valores literarios.
XII.—Clásicos y modernos.
XIII.—Castilla.
XIV.—Un discurso de La Cierva.
XV.—Al margen de los clásicos.
XVI.—El licenciado Vidriera.
XVII.—Un pueblecito.
XVIII.—Rivas y Larra.
XIX.—El paisaje de España visto por los españoles.
XX.—Entre España y Francia.
XXI.—Parlamentarismo español.
XXII.—París bombardeado y Madrid sentimental.
XXIII.—Laberinto.
XXIV.—Mi sentido de la vida.
XXV.—Autores antiguos. (Españoles y franceses.)
XXVI.—Los dos Luises y otros ensayos.