Title: Letras
Author: Rubén Darío
Illustrator: Enrique Ochoa
Release date: January 24, 2016 [eBook #51029]
Most recently updated: January 25, 2021
Language: Spanish
Credits: Produced by Josep Cols Canals, Chuck Greif and the Online
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LETRAS
AL ÍNDICE |
STA frase de Elisée Reclus: «La ciudad de los libros» despierta en mí este pensar: «las casas de las ideas».
En efecto; si la palabra es un ser viviente, es a causa del espíritu que la anima: la idea.
Así, pues, las ideas, con sus carnes de palabras, vivientes, activas, se congregan, hacen sus ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la biblioteca, la casa es el libro.
Helas allí como los humanos seres; hay ideas reales, augustas, medianas, bajas, viles, abyectas, miserables. Visten también realmente, medianamente, miserablemente. Tienen corona de oro, tiara, yelmo, manto o harapos. Imperiosas o humilladas, se alzan o caen, cantan o lloran. Evocadas por el hombre, dejan sus habitáculos, abandonan sus alvéolos, resuenan en el aire, o, silenciosas, penetran en las almas por los ojos. Luego vuelven a sus casas, después de hacer el bien o el mal.
Tenéis aquí una vieja catedral: es un misal antiguo. Muestra sus ferradas y pesadas puertas; sus muros, sus esculturas, sus vidrios coloreados, sus rotondas, sus flechas, sus agujas, sus campanarios. En los nichos de las mayúsculas viven los santos, las vírgenes, los mártires. A su rededor clama un pueblo de ideas santas, canta como a son de órgano o al vago vibrar de tiorbas celestes. Las ideas angélicas, encarnadas en palabras castas y blancas, dicen en coro rezos, himnos, glorias, hosannas. Las martirizadas pasan purpúreas, cerca de los azules y oros que pulieron los monjes. Unas llevan los ramos de lirios en las manos, otras clavos, coronas de espinas o palmas. ¡Palmas! Cuando el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo llena las vastas naves, el pueblo de ideas fieles se congrega. Es el ambiente de los profetas, el mundo de los doctores, la atmósfera de los beatos. Un incienso de fe perfuma el aire. Los altares, bellos de oro y de cirios, presentan la magnificencia mística de sus arquitecturas. Por las cornisas, por los tallados de las puertas, por los calados de las piedras, piruetean los demonios bufos con los frailes obscenos; un cabrón que termina en largo y crespo follaje vegetal, quiere ascender hasta la soberbia expansión de los maravillosos e historiados rosetones.
Esa vieja historia es un castillo feudal. Ois el cuerno del enano, entráis por el puente levadizo. Encontraréis dentro al castellano, a la castellana, a los pajes, a las dueñas. Las ideas están vestidas a la usanza de entonces; todo es hierro, lorigas, caparazones; en los cintos las espadas, en los blancos cuellos las golas; en los puños gerifaltes. Y suena el rumor de las mesnadas de ideas. Ellas claman, vitorean, dicen decires, cantan cantos, tienen sus fiestas, sus cacerías; pelean bravas, juran y se signan, saben de respeto y de honor, de Dios y de los caballeros. De noche, al calor del buen hogar, cuentan cuentos.
En esa Ilíada pasa, truena un mundo de ideas gigantescas; viven en palabras desmesuradas, altas, vibrantes, sonoras, primitivas, divinas. Hay ideas que pasan desnudas como Venus; otras que ululan como Hécuba; otras heroicas y veloces como Aquiles. En esa portentosa ciudad griega por donde quiera os halaga la maravilla del ritmo, reina la música en su sentido original; al mandato de una lógica imperiosa, todo se mueve obedeciendo al número; al paso escucháis cómo hacen vibrar el bosque de aritmética las cigarras del verso.
En ese usado Ars Amandi os sonríen variadas y graciosas ideas femeninas. Provocan, llaman a la batalla del amor; así como ese ojeado Aretino, propiedad quizá de alguna refinada marquesa del tiempo pasado, es un curioso prostíbulo.
En las bibliotecas existe el «inferi», como en ciertos museos los gabinetes secretos, y en los estereoscopios las vistas reservadas. ¿En dónde había de estar sino en el infierno la Faustina del divino Marqués?
Los impresores y los encuadernadores son los arquitectos de las ideas congregadas. Ellos les levantan sus palacios, o las alojan en casas burguesas; las adornan de formas elegantes, caprichosas, modernas, graves, cómicas; las ilustran, las refinan o las ponen en aislados ghetos; las colocan, las recaman de oro como si fuesen personas imperiales; tapizan sus casas con las pieles de los animales, con costosos pergaminos, telas ricas, sedas y galones. Muchas, fastuosas y vulgares, moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, hermosísimas, puras, nobles, llevan pobremente en ediciones modestas su perfecta gracia gentilicia.
Las primeras son semejantes a ricas herederas, feas y estúpidas; las otras a princesas olvidadas, hijas de reyes caídos, virginales, supremas, avasalladoras por la sola virtud de su potencia nativa. Hay unas heroicas, yámbicas, masculinas. Hay las soldados, espadachines, verdugos, perros furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas!
Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciudades e imperios, las bibliotecas; tienen sus Parises, sus Londres, sus aldehuelas, sus villas. En las puertas de sus mansiones se ven nombres anunciadores de sus jerarquías, desde la Biblia hasta Bertoldo, desde Hugo hasta el Sr. X. Pues todo en ellas sucede como en los hombres, y así, son unas porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el hombre también, unas mueren y caen en el olvido; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma gloria del genio.
L influjo y el encanto de París son los mismos para todos; mas cada cual los recibe conforme con su temperamento y su manera de encarar la vida. París es embriagante como un alcohol; hay personas refractarias a todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes hacen de París su vicio. Hablo del París que produce la parisina, del París en que la existencia es un arte y un placer. Tal París embriaga de lejos. El chino, el japonés, el negro, el ruso, el yanqui, el criollo, sufren su atracción de la misma manera. El paraíso, un verdadero paraíso artificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en las costumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo, en la mujer. La parisiense sólo existe en París, afirmarían nuestros queridos maestros M. de la Palice y Pero Grullo. Mas el efecto de París se aminora o se agranda según la edad, los elementos de vida, los caracteres y las aspiraciones. No se trata de razas ni de países. Conozco por ejemplo dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, en quienes el influjo parisiense es nulo; en cambio hay innumerables vascos que gastan su dinero y dan placer a sus sentidos y a su imaginación en París, de la manera más meridional del mundo. En los escritores, en los artistas, se nota la diferencia de comprensión y de impresiones. La inoculación de parisina en unos es activa, en otros de mediana fuerza, en otros inocua. De los metecos, son los rumanos y levantinos los más accesibles a la parisinación completa. Los españoles resisten fuertemente, en tanto que los originarios de la América latina cuentan entre los que más se asimilan al medio y entre los refractarios. Véanse algunos ejemplos.
El marqués de Rojas vivía en París hace larguísimos años. Antiguo diplomático, ha conocido buen número de testas coronadas y ha permanecido en casi todas las cortes de Europa. Sus estudios preferidos han sido investigaciones históricas, la literatura, y sobre todo, los asuntos financieros, disciplina en que sobresale. Sus gustos, sus hábitos eran los de un gran señor; y la vida de París le sentaba tan bien, que ostentaba, no sin un justo orgullo, una florida y animada senectud. Mas una vez que se le conocía y se le trataba, se veía que el venezolano persistía, a pesar del tiempo, del medio y de las frecuentaciones. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu hispanoamericano. Lo propio puede decirse de un cubano eminente, D. Enrique Piñeyro. Crítico de alto valer, pensador ponderado, muy erudito en literaturas extranjeras y en la española, sobre todo, guarda en su espíritu la savia cubana, el aliento del terruño. Antiguo compañero de colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los últimos días, de José María de Heredia, el poeta francés, ha publicado, después de varios libros sobre asuntos literarios diversos, una monografía sobre José María de Heredia. ¿El cubano francés? No, el cubano del todo, el autor de la oda al Niágara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre el señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad acerca de la vida breve y agitada del cantor del Niágara, y a través de su prosa clara como las ondas de un río, se destaca con calor y vida la figura del gran poeta; se le ve muy joven estudiando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad oriental; más tarde le vemos investirse de abogado ante la Audiencia de Camagüey y ejercer la carrera al lado de su tío Ignacio en la poética Matanzas.
En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugitivo para desembarcar luego tiritando de frío en Boston, peregrinar en varias ciudades americanas enseñando el español, sin saber aún el inglés, hasta que apoyado con la influencia poderosa de Roca Fuerte, surge en Méjico como uno de los consejeros de Guadalupe Victoria, el primer presidente constitucional de aquella república. Allí trabaja tranquilo, crea familia, y como obedeciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto envuelto en los tormentosos acontecimientos políticos que señalaron el paso por el Gobierno mejicano del general Santa Ana. Mientras tanto aquí en Cuba se le había condenado a muerte, y cuando, decepcionada el alma y desfallecido el cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para abrazar a su madre, no encontró nave que le trajera a tiempo, pues antes la muerte, que le venía acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus restos han podido recogerse, pues cerrado el cementerio en donde fué enterrado, se mezclaron las osamentas para conducirlas al azar a otra parte.»
Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es la gran figura literaria cuya biografía traza con mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el renombrado crítico hubiese prendido bien la parisina, la monografía hubiera sido escrita sobre el famoso sonetista, miembro de la Academia francesa. La hubiera escrito en francés o la habría hecho traducir, para que fuera gustada, ante todo, por el público parisiense; habría hablado muy poco de la época de los primeros estudios en la Habana, y habría sido minucioso en recuerdos respecto a la intimidad de Heredia con Hugo, con Gautier y con todos los parnasianos; habría hablado de su salón literario, de su biblioteca, de sus obras de arte, y el escritor no habría revelado su origen de ninguna manera. Para el parisiense no existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de todo lo extranjero y el asombro curioso ante cualquier manifestación de superioridad extranjera. Ante un artista, ante un sabio, ante un talento extranjero, parecen preguntar: ¿Cómo, este hombre es extranjero y sin embargo tiene talento? Y el meteco que se parisianiza llega al mismo grado de exclusivismo que el legítimo parisiense de París.
El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la gran ciudad ya poseído de la locura de París.
Escribió versos franceses admirables, se llenó del espíritu luteciano, fué en el barrio latino como cualquier joven poeta francés de ensueños y melena—y se lo comió París. No existía entonces el arribismo. El pobre criollo vivía en su ilusión de gloria, dedicó poesías a todos los mamamuchis de entonces, y fuera de Banville, que le escribió una carta amable, nadie le hizo caso.
Muchos de los que hemos venido a habitar en París hemos traído esa misma ilusión. Mas hemos tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apasionado y he escrito cosas más «parisienses» antes de venir a París que durante el tiempo que he permanecido en París. Y jamás pude encontrarme sino extranjero entre estas gentes; y ¿en dónde están los cuentecitos de antaño...? Gómez Carrillo es un caso único. Nunca ha habido un escritor extranjero compenetrado del alma de París como Gómez Carrillo. No digo esto para elogiarle. Ni para censurarle. Señalo el caso. El es quien dijo, yo no recuerdo dónde, que el secreto de París no le comprendían sino los parisienses. Los parisienses ¡y él! Si no ha llegado a escribir sus libros en francés, es porque no se dedicó a ello con tesón. Mas en su estilo, en su psicología, en sus matices, en su ironía, en todo, ¿quién más parisiense que él? Muerto Jean Lorrain, no hay entre los mismos franceses un escritor más impregnado de París que Gómez Carrillo.
Revolviendo nombres y categorías puede observarse: Tourguenieff estuvo siempre en la estepa, Heine en el Walhalla, Wolff y Max Nordau en el ghetto, Eusebio Blasco en Fornos, Moreas en la Morea, la señorita Vacaresco en Rumania, Cantilo y Daireaux en la Argentina, Marinetti en Milán, Bonafoux en España... Carrillo es el meteco más parisiense de París. ¡Pues bien! El mismo Carrillo comienza a reconocer que más de una vez se ha sentido desarraigado en la babilónica metrópoli. Y él no puede quejarse de París, que bien se lo pudo tragar como se tragó a Augusto de Armas y a tantos otros. París le dió su gracia verbal, su versatilidad femenina, su sonrisa y el gusto por el refinamiento de sus placeres. Carrillo vino muy joven. Habitó en el barrio latino en un tiempo en que aún existía la bohemia y se amaba la poesía y el amor buenamente. Apenas si comenzaban a causar su efecto los venenos baudelaireano y verlaineano. Carrillo alcanzó las veladas de «La Plume». Tuvo buenos compañeros. Le halagaron desde entonces; le publicaron en aquella revista su retrato—un Carrillo adolescente y muy medalla romana—y logró una, dos y no sé cuántas Mimís, en la edad más hermosa, con cuerpo y alma de estreno. Con el tiempo evolucionó, con las ventajas y desventajas del medio... No creo que pudiera nunca separarse de París, aunque haya llegado a reconocer más de una de las falsías y engaños de la adorable cortesana que lo hechizó.
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Acabo de leer un pequeño libro del escritor dominicano Tulio M. Cestero. En estas páginas hay una sensación de París, expresada en un diálogo de transparente fondo psicológico. El autor expresa el encanto, el embrujamiento parisiense en el espíritu hispanoamericano, y el peligro del torbellino que atrae. No sé que haya permanecido largo tiempo en la ciudad luminosa. Lo que sí sé es que ha peleado ruda y bravamente en las revoluciones de su país, que es, entre los de la América revolucionaria, el país de las revoluciones. «Hemos hecho la guerra, dice, desde los días del descubrimiento. En el alma nacional lidian la tristeza del indio, el dolor del negro esclavo y la nostalgia del español aventurero, terrible herencia de odios que nos ha hecho un pueblo triste y levantisco.» Ha descrito, en prosa orgullosa y gallarda, escenas de las luchas arduas en que ha tomado parte. Deja ver ingenuidades de roca nativa, y en ellas el más puro oro cordial y diamantes generosos. Aun perfumada el alma del soplo de las patrias selvas, llega a Lutecia. Está en el bulevar. Párrafos del diálogo que he citado nos darán la impresión que buscamos:
«Marcelo.—El bulevar... ¿Has leído la reciente novela del corrosivo ironista La Jeunesse? Cuántos pensamientos en nuestras tierras de América se orientan hacia esta congestionada arteria donde el placer y el dolor forman una ola impetuosa. Venir a París, trotar por el bulevar, es la aspiración tenazmente perseguida de los intelectuales, políticos, mercaderes y mundanos de nuestras tierras calientes. Y casi tienen razón. Es única esta vía que encierra un mundo en algunos metros; ni Picadilly, de Londres, ni Unter den Linden, de Berlín, ni Broadway, de Nueva York, producen esta impresión de onda que acaricia y flagela al mismo tiempo; es una corriente que arrastra. Sí, pero es un río formado por los apetitos, las ambiciones, los dolores, las alegrías en delirio que bajan rugientes de Montmartre, de Batignolles, del barrio latino, de más lejos aún, de los cuatro puntos cardinales del globo, y en confluencia forman esta corriente que parece mansa y es pérfida, poderosa, cuyos remansos son las terrazas de los cafés. ¡Qué gloria enfrenarla y domarla; pero qué energías formidables se necesitan! Sondear su fondo me marea, y las bascas amargan mis labios.
Andrés.—Por el contrario, yo siento una sensación de fuerzas nuevas, alegres, un vehemente anhelo de conquistar el aplauso de esos hombres y el amor de esas mujeres; de erigirme un pedestal con las cabezas erguidas bajo las plumas o las sedas de los sombreros caros, y me digo cada vez: «París, tú serás mío».
Marcelo.—Ilusión.
Andrés.—París es inconquistable, indomable; olvida en la noche sus amores del alba. Es inútil empeño querer aprisionar el agua en el puño. Es en las tierras de América, que nuestros padres han regado con sangre, donde hemos de realizar la acción de nuestros sueños. A París viene todo el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos; y a los que llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma, París los devuelve enfermos, viejos, rotos. Café de la Paix, Americain, Maxim’s, cocotas, sombreros, sonrisas, grupas. Marcelo ha de sentir el influjo, la atracción, y después de una noche blanca, después de una borrachera, ha de exclamar al ir en el frío de una madrugada parisiense: «Me envuelve la ola, me desarraiga, me arrastra, en el torrente, voy aguas abajo... Este cielo es un trapo sucio y no hay sol, no hay sol... el sol». Ciertamente, en París no sólo hay grupas y sonrisas de venta, y cafés alegres. Mas, entre todos los que vienen, nadie prefiere Madame Curie a Mademoiselle Liane de Pougy. Y París, sobre todo, es mujer. Es la hembra. Y Cestero se va al Congreso de La Haya y luego partirá para Santo Domingo, a pelear quizá con los revolucionarios. Pero donde, por dentro y por fuera, tendrá el sol. Su sol.
ESPUÉS de haber publicado Maurice Maeterlinck su «Vida de las abejas», vió que su libro era bueno. El público y el editor fueron de su misma opinión. Así el autor prosigue en sus incursiones de poeta y de filósofo en el reino de la naturaleza. El libro sobre las flores, como el conocido sobre las abejas, está libre de toda pedantería científica. El autor declara al comenzar: «Quiero simplemente recordar aquí algunos hechos conocidos de todos los botanistas. No he hecho ningún descubrimiento, y mi modesta contribución se reduce a algunas observaciones elementales. Claro está que no tengo la intención de pasar en revista todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Esas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores, en las cuales se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.» En todo naturalista diríase que hay algo de poeta. Y todo poeta encuentra motivos de meditación y de emoción en las mil formas en que se manifiesta la voluntad de vida sobre la tierra. Dos autores que fueron de los primeros en la dirección del movimiento simbolista en Francia, dos antiguos idealistas, son los que hoy producen estas obras de un género nuevo en que se junta la observación científica y la literatura: Maeterlinck y Remy de Gourmont. Con la diferencia de que el primero ha permanecido fiel al misterio, al más allá, y el segundo ha evolucionado hacia una concepción absolutamente materialista del universo. Pero ambos son escritores de su tiempo, y la «Física del amor» debe complacer a quien escribió la monografía sobre las abejas, y estas páginas excelentes sobre las flores.
Ignoro si tuvo ocasión antes de morir, el lamentado André Theuriet, de conocer el volumen en que me ocupo. Tan sincero y apasionado «forestier» habría gozado de todo corazón con ver tratada tan sutil y delicadamente lo que llamaríamos el alma de esas cosas tan amables y tan encantadoras que representan como la gracia femenina en el mundo de las plantas. Las flores aman, las flores tienen designios, las flores luchan y vencen en contra de las disposiciones del destino. Uno rememora las concepciones de Ovidio; y se llega a imaginar que algo que se relaciona con lo humano obra en la planta después de misteriosas y extraordinarias metamorfosis.
En el poema latino Dafne se transforma en laurel, Siringa en caña, Narciso en flor de su nombre, Driope en loto, Jacinto en flor, Mirra en árbol, Adonis en anémona, las Ménades en árboles, Ayax en jacinto, Apolo en olivo. ¿Quién no ha visto, con la ayuda del pensamiento y de la imaginación, gestos y ademanes en los árboles, coquetería, o modestia, o lujuria, o voluptuosidad, u orgullo en el imperio floral? El buen sentido de las naciones ha hecho muy justas denominaciones simbólicas, y el sencillo y antiguo «Lenguaje de las flores» contiene una crecida cantidad de correspondencias, como diría un swedenborguiano. Es el mismo Swedenborg quien dice esto: «El hombre se asemeja a los animales por las afecciones y los apetitos de su natural; se abandona a los impulsos de ese apetito y se acerca a los animales con que tiene más correspondencia y relación. De allí viene que en uso ordinario se le compare con ellos. Si es de un carácter dulce, pacífico, se dice: es un cordero. Si es duro, implacable, cruel, se le califica de oso, tigre; si es voraz, de lobo; si es glotón, de cerdo; si es engañador, de zorro, y así de tantas otras maneras de decir, fundadas en las correspondencias entre el hombre y los animales; correspondencias o relaciones conocidas, pero sobre las cuales no se reflexiona lo bastante para darnos cuenta de mil cosas, tanto naturales como espirituales, que el hombre ignora. Esta correspondencia existe también con el reino vegetal.» Esta última frase la subraya Robert de Montesquiou a propósito de las «Flores animadas» de Grandville. Un delicioso poeta mejicano, ya desaparecido, Manuel Gutiérrez Nájera, animó líricamente también a esas lindas criaturas, en sus versos sobre «La misa de las flores», inspirados por unos de Víctor Hugo en las «Chansons des rues et des bois».
Y en otra poesía también se animan las flores, en la que él titula «Celebración del 14 de Julio en la floresta»; y en otra aún, «La santa capilla», que acaba:
Maeterlinck, por su parte, observa la íntima volición de las vegetales familias, sujetas a la tierra, mas sin embargo, conmovidas por la universal ley de fecundación y de vida. Él no trae nada nuevo, como lo ha advertido; mas de hechos conocidos en botánica él saca consecuencias que hacen meditar, une con una suerte común el alma de las flores con el alma de los hombres... Saint Pierre, el dulce e ingenuo Saint Pierre, aplicaba a tales asuntos sus inofensivas filosofías. Mas ya hay distancia entre el seráfico abuelo y el creador enigmático de Tintangiles, de Maleine, explorador sombrío de lo desconocido, de la muerte, del ensueño, de la previsión, del azar, del destino.
Es después del descenso repetido a la más obscura y temerosa de las minas del cerebro, que viene el místico moderno, a inclinarse en observación sobre el cáliz de una rosa, sobre la blancura de un lirio. Y a vislumbrar en el fondo de todos esos deliciosos aparatos, una luz de probabilidad consoladora, en el perpetuo enigma en que se agita la humanidad desde lo recóndito del tiempo.
AS apariencias: Luis Bonafoux, hombre terrible... La realidad: Luis Bonafoux, hombre suave y cordial... Quien dice el hombre, dice el escritor. Porque convenceos de que la frase de Bouffon—que generalmente se cita mal,—se debe entender al revés: el hombre es el estilo. Por lo general, en lo físico, se observa que las personas robustas, los colosos, los hércules, los fuertes, son de carácter dulce y más propensos a la alegría que al humor agrio y melancólico. En lo moral sucede lo mismo: guardaos de las almas flacas, de las almas pálidas. Luis Bonafoux es un amante de la justicia, y su pasión lo ha llevado a veces hasta la crueldad. Y ese vociferador, ese combatiente, ese perseguidor, ese «maître aux injures» que aparecerá a veces como un espíritu tendente al odio y a las más ásperas venganzas, tiene en el fondo desmayos hacia la caridad, aflicciones de altruísmo, consagraciones de sacrificios, ímpetus de ternura que parecerían increíbles. Cuando le oigo en ocasiones, o cuando leo algunas de sus ácidas páginas que terminan generalmente en un suspiro, en una sonrisa o en una lágrima, recuerdo aquella admirable figura de abuelo gruñón y tan sensible que encarnó Hugo en el M. Guillenormand de Los Miserables. O, en lo contemporáneo y de carne y hueso, evoco la memoria de una Luisa Michel o el aspecto de un Rochefort, de un Malatesta, o de un León Bloy, plumas furiosas por exceso de amor, cada cual en su ambiente de ideas, o en su ráfaga de aspiraciones.
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La obra de Bonafoux demuestra lo vano de la diferencia que ha querido hacerse entre escritores y periodistas. No existe después de todo sino esto: hay periodistas que saben escribir y periodistas que no saben escribir; hay quienes tienen ideas y quienes no tienen ideas. Y, como decía una vez el sesudo y acre Paul Groussac, más o menos: hay quienes no escriben ni bien ni mal; ¡no escriben! Mas hay artículos de periodista que valen, por fondo y forma, lo que un buen libro. Desconfiad de la fecundidad, de la cantidad. De Magnard díjose que escribía sonetos políticos. Las crónicas de Bonafoux serían así sonetos, rondeles, letrillas, sin rimas: aladas, picantes, ligeras, pesadas, con su poco de miel, con su poco de amargura, tal como hubieran podido complacer a cierto ruiseñor alemán que anidó en la peluca de Voltaire según confesión propia, y a quien también se puede colocar entre los «periodistas». ¿No es un periodista ya aquel Séneca antiguo que nos ha dejado tan singulares «crónicas» avant la lettre?
Para buscar antecesores a Bonafoux no hay necesidad de ir a extranjeras tierras. Sus abuelos mentales están en España. Se ha hablado de Heine. Pero ¿no es Cervantes uno de los espíritus que más influencia tuvieron en el atormentado y maravilloso teutón? Estaba yo releyendo en estos días el «Centón epistolario» del bachiller Fernand Gómez de Cibdareal, cuando recibí la reciente obra «Bombos y Palos»; y leyendo el libro nuevo observé que a través de largos siglos, había más de una relación ancestral con el libro viejo. He allí otro periodista, aquel bachiller que escribía, antes de Barrionuevo, sus cuartillas a las personas, como hoy se escriben a los diarios. Mas la vida moderna y la lucha del vivir, y los años que dejan ver lo amargo de las cosas humanas, han puesto en mi amigo Bonafoux una acritud que no desea disimularse, y que aparece casi siempre en su producción.
¡Por Dios! Encontramos gentes que de todo sonríen, o ríen, satisfechos, y que todo lo encuentran excelente en el mejor de los mundos posibles. No está mal que ante la fácil «candidez» surjan de tanto en tanto los protestantes contra las inevitables miserias en las tragedias y sainetes de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a desfacer entuertos. He allí la parte del eterno Quijote, en el defensor de los débiles, sin curarse de si una vez los galeotes libertados, no se volverán contra él y le lapidarán, como es muy de razón que así sea. ¡Y el amor de la verdad, el peligroso amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, y prestar para ello su vocabulario al argot, a los clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor a lo escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y en seguida gemir por un niño mártir, por un dolor ajeno, por una tristeza que necesita consuelo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís Bonafoux.
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Al recorrer este último libro, no puedo menos que pensar: ¡Si Bonafoux escribiese sus memorias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas sobre españoles e hispanoamericanos en París. Artistas, escritores, diplomáticos, hombres de bien y pillos están tratados conforme con sus merecimientos. Y desenfadadamente, para unos maneja el sonoro instrumento en que por lo general se percute la piel de los asnos; para otros, también desenfadadamente, emplea un nudoso garrote. Sobre todo, no caben en él disimulo y engaño. Mentiri nescio. Mas, en medio de esas tareas, no descuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por su jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, casi a escondidas, bellas rosas de arte, frescos lirios de sentimiento, frías y pomposas hortensias de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto sale de nuevo a la diaria faena, no deje de gritar por ejemplo: ¡Vaya cardo! y lo dé por espuertas a los que de ello han menester.
En Asnières, lugar florido, lejos de los ruidos de París, tiene hace tiempo su casa de trabajo y de reposo, al amor de su familia, pues es varón de orden y de hogar. Cuando viene a París, casi siempre está acompañado. La persona que con él podéis ver, puede ser un príncipe destronado, un periodista, un hombre de negocios, un anarquista. Unos le buscan por asuntos de bombos y otros por asuntos de bombas... Tal su ministerio.
Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, o en Tánger, leen tales o cuales diarios por el artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su talento, con talento. Y la cinta de la Legión de Honor, con honor.
E visto varias veces el «Glatigny» de Catule Mendès. Es un bello espectáculo. Bello como el ensueño y triste como la vida. Glatigny, príncipe y fauno de un cuento improbable, es un personaje de ayer no más, de carne y hueso; poca carne, huesos largos, pálido y soñador, nefelíbato y lascivo, que murió tísico por una equivocación. Un bohemio. Muchos amigos suyos existen aun, entre ellos el mismo Mendès. Vive también un su hermano, en provincias. Y Camille Pelletan, el que fué ministro de Marina, también fué de sus compañeros y acaba de hacer de él este amable retrato: «Sí, dice, he conocido a Glatigny y su figura era de las que uno no olvida. Pocas he visto tan extrañas y tan potentes. Este pagano furioso parecía descender por cierto lado del Sátiro de Víctor Hugo, suelto en los bosques llenos de ninfas y de náyades, ebria el alma de las florestas; y es sin duda por un recuerdo de familia que ha escrito un día:
Pero por otro lado de su genealogía, la sangre que corría en sus venas era bien gala: descendía de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa estallante, el don de las bromas enormes, la pasión de las aventuras y la alegre imprevisión. Debo agregar que no era todo lo que esa naturaleza valiente y leal había tomado al compañero bastante cobarde y bastante perverso de Pantagruel, de Epistemón y de frère Jean des Entommeures. Cómo, con ese doble origen, nació hijo de gendarme en su muy prosáico cheflieu de cantón de l’Eure, es lo que sería difícil de explicar. Sabéis que, como el mundo contemporáneo no tiene lugar para los seres fantásticos de antes, él se encontró arrojado en la existencia azarosa de los personajes de la novela cómica de Scarron: cómico errante como Destin o La Rancune; yendo de escena de provincia a escena de provincia; tan detestable actor por otra parte (no lo ocultaba él mismo) como excelente poeta».
Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de Baudelaire, de Mendès, de los jóvenes poetas que hoy peinan canas o duermen en la tumba, Glatigny vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy nos parece tan lejano, y exprimió el jugo de sus «viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego apolíneo, sus «flechas de oro». No pensó nunca en el mañana. Le persiguió naturalmente la miseria; le abrumó la vida de café; le engañaron los colegas, las mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria, ella no, no le olvidó.
Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como vagan por el mundo. Solamente, en el drama funambulesco de Mendès muere sin recobrar la cordura. Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fantasía y deseo, le acompañan en la agonía, y, seguramente, aunque sin confesión y sin buen sentido, se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. Se va para siempre en su postrer «salida».
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He aquí el drama: En un pequeño pueblo normando vive Glatigny, con su padre, un simple gendarme. El poeta, que como ya sabéis, si tiene en el alma una estrella, esa estrella está encerrada en el cuerpo de un sátiro, que danza sobre la hierba con sus pies hendidos, el poeta está en vagos amoríos con la empleada del correo, Emma, pobre mujer que está ciertamente enamorada del fantástico joven, y que, mayor que él, le quiere casi maternalmente. Una compañía de cómicos de la legua pasa por el pueblo. Están sin un cuarto y quieren irse sin pagar el hospedaje. Así, de noche, comienzan a poner en práctica la fuga. Entre ellos hay una guapa mocetona, Lizane, querida de uno de los cómicos, Fassin—pues hay allí tres de los que figuran en las Odas funambulescas de Banville: Neraut, Fassin y Grédelu. En momentos en que Lizane ha saltado por una ventana a la calle, medio vestida, Glatigny sale de casa de Emma; al ruido se esconde Lizane en un boscaje próximo. Glatigny la divisa y corre hacia ella. El sátiro y la ninfa. Palabras, audacias, versos lindos. Glatigny se enamora y, con anuencia de Lizane, que le ha contado la vida de los poetas de París que ella conoce, allá en el café—¡sueños de Glatigny!—se va con los de la farándula a la capital, no sin antes pagar, con dinero que le ha dado la misma Lizane, la cuenta del hotelero; y halagado por la canción que es como la Marsellesa de sus ensueños:
Y en el pueblecito queda la triste Emma, que ha hecho todo lo posible con sus súplicas para que la voluptuosa cómica errante le deje a su amado.
En el acto segundo Glatigny está ya en París, y en casa de Émile de Girardin que está para ser nombrado ministro, y cuya secretaría va a solicitar el bohemio. Mal vestido, pero ya con cierta fama y con un tupé colosal, comienza en la antesala del periodista famoso y rico por comerse los bizcochos y beberse el oporto de los visitantes.
Entra en esto Mme. d’Elfe, una embajadora—la célebre princesa de Meternich, que aún vive en Viena—llena de elegancia y de gracias. Viene a politiquear, intrigante y buena amiga de Napoleón III, con Girardin. Diálogo lleno de curiosas cosas, entre poeta y embajadora. Ella queda sorprendida y contenta de las ocurrencias y galanterías del flaco y lírico tipo, que le confía su calidad de poeta y de actor y que incontinenti le hace unos versos, que escribe en un precioso carnet de la princesa. Ésta arranca la hoja escrita, y ofrece el carnet a Glatigny, que rehusa el regalo. El carnet está cubierto de piedras preciosas. En cambio pide la rosa roja que adorna el tocado de la alta dama; la cual accede, pero viendo que el galante hombre va a besar la flor, le dice orgullosamente:
exclama Glatigny. Y envuelve la rosa en un autógrafo de Banville que él guarda preciosamente. La conversación sigue hasta la llegada de Girardin, al cual pide la princesa que modifique un artículo que está ya en prensa. El diarista accede, manda suspender la tirada y busca a su secretario, que ha partido; la princesa le recomienda a Glatigny, que empieza al instante sus funciones... que abandonará pronto por voluntad propia. Sale Girardin. Y entra Lizane, que había quedado fuera esperando al poeta. Conversación agitada. Lizane manifiesta que, una vez más, quiere dejarle, e ir a probar fortuna en calidad de cocota.
—¿Ah? ríe Glatigny.
Está bien. Y se despiden. No sin que antes le aconseje Lizane al abandonado que se junte con la hija de un músico de cervecería, la adolescente Cigalón, no bonita, pero que está profundamente enamorada de él. El acto acaba con la salida de Glatigny de su famosa secretaría y con el horror de Girardin y la risa de los que llegan y acaban de leer el diario recién aparecido. ¡El loco había escrito en verso el artículo dictado!
Tercer acto. La cervecería des Martyrs, que M. Audebrand acaba de desenterrar en uno de sus últimos libros. Centro de la bohemia, lugar en que se encuentran todos los comedores de azur y bebedores de toda clase de cosas, pintores, músicos, poetas melenudos, batalladores, templo tumultuoso en que se lanzan las más raras paradojas, se ríe, se combate, se besa a las muchachas y se imaginan todas las filosofías y locuras. El icono de ese lugar es el de Mürger. Allí aparecen personajes como Olivier Metra y Courbet, tipos como el del fracasado Morvieux, que son de todos los tiempos, y el coro de buscadores, de seguidores, de acólitos, de bohemios. Glatigny está desesperado por la separación de Lizane, y no comprende o no hace caso de la pasión ingenua de la pobre hija del músico de Cigalón, que procura darle algún consuelo. Ella sabe por qué sufre el poeta y le dice sus más suaves palabras y le anuncia que la otra ha de volver, que no sufra, que pronto ha de verla. Y Lizane vuelve, porque su amante, el cómico Tassin, está preso, porque no solamente vive de ella sino que ha robado. Y engaña de nuevo a Glatigny, que cree ciertas sus promesas de amor, sus frases que le enloquecen. La desventurada Cigalón ve el gozo del que ama por el retorno de Lizane, y llena de pena, al verlos partir juntos, va a llevarse a su padre, al músico raté, comedor de haschis, que vive su miseria en paraísos artificiales; y cuando quiere levantarle de la mesa en que está inclinado, le encuentra muerto.
En el acto cuarto Glatigny está unido a Emma y ambos trabajan en la Alhambra, ella en su repertorio cantaridado, él como improvisador. El público ve, al mismo tiempo, el escenario de la Alhambra, el cuarto de vestirse de Lizane y el de las demás artistas. Lizane, en una escena se muestra triste y de mal talante; y como Glatigny la pregunta el motivo, ella le hace ver que necesita dinero, bastante dinero, para vivir sólo para él, una vida de amor... El desastrado soñador se desespera... y por fin promete a la pérfida el dinero. Tiene allí cabalmente la rosa ya seca de la princesa d’Elfe; y en una salida que hace Lizane a escena, él envía a la princesa, que casualmente está en un palco, la rosa. Y en seguida recibe el carnet, que pasa a manos de Lizane. A esto ha venido a buscarla Tassin, que ha cumplido el tiempo de su prisión, y ella se va con él, mientras Glatigny improvisa ante el público, acompañado por el violín de Cigalón... La desesperación de Glatigny es inmensa, y mayor la de Cigalón, que ha de echarse al Sena en breve.
El último acto. El poeta, el amante pródigo, ha vuelto a su pueblo natal, ya tísico; y vive unido a Emma, que le recibió con los brazos y el corazón abiertos. Él guarda el recuerdo de sus pasados días. En su gastado cuerpo no han muerto ni el soñador ni el sátiro. Pero la enfermedad ha ganado ya mucho terreno, todo el terreno. Y cuando llega la noche y Emma le acuesta, después de un acceso, él finge quedarse tranquilo, dormir. La buena mujer se va confiada a su reposo. Y el lunático, el Quijote de la rima y de la carne, se levanta, como en un delirio. Le ha vuelto más viva que nunca su locura; busca su maleta vieja, sus papeles viejos, y sale a proseguir sus aventuras, sale a la calle, y al campo, sobre la nieve... Y muere en su sueño, con el beso de la esperanza en los labios:
Ahí le encuentran por la mañana, helado de muerte y de nieve.
—«Pauvre petit!»—suspira la pobre Emma.
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De uno de los pasados dramas en verso de Mendès decía Jules Lemaître que parecía escrito por Víctor Hugo. Este parece escrito por Rostand, siendo asimismo y por lo tanto huguesco, de un Hugo modernizado. Hay en Glatigny bastante de Cyrano. ¿No son ambos hermanos por la luna y por el quijotismo? Al uno le amortaja el otoño, al otro el invierno... A ambos hieren amor e imposible. Mendès ha hecho todo lo que ha querido, con su talento tan fuerte, tan bello y tan flexible. Ha hecho cosas como Hugo, como Leconte de Lisle, como Banville, como Baudelaire, como Verlaine, como los parnasianos, como los simbolistas, como los decadentes. Y además, como Mendès. Tiene una obra enorme y varia, y un espíritu siempre fresco y vivaz. Es, indudablemente, un gran virtuoso; pero es también, indudablemente, un grande y magnífico poeta.
L acabar de leer un reciente libro de León Daudet, La lutte, he sentido un gran bienestar. He pasado una colina para ir a ver el Océano. Venía sobre las olas un viento sano. El día estaba un tanto ardiente, mas soplaba frescor la inmensidad marina. Y pensé: la vida es hermosa; la naturaleza es la concreción de la vida. El hombre debe encontrar en la aflicción de su pensamiento su propia esperanza. Aprovechemos el lado sonriente del misterio. Seamos los perseguidores de la alegría. Más de la mitad de la alegría, si no toda la alegría, está en la salud. Seamos los perseguidores de la salud. Dediquémonos a ella hasta conseguirla lo más completa posible. Mantengamos los órganos de nuestro cuerpo lo mejor que podamos. Más hace por nuestras penas morales nuestro hígado que nuestras penas morales mismas.
El amor completo, el sabor de la gloria, el impulso generoso, la concepción luminosa, necesitan del buen estado de nuestras vísceras. La ciencia de las ciencias se llama Higiene.
Mientras nuestra alma permanece en su casa de carne, nuestra alma es fisiológica... Ordenémosle bien su casa. Con nuestro principal poder, con nuestra principal riqueza: la voluntad... De pronto observo: ¿este optimismo no será sospechoso? Arthur Symons ha escrito: «La mayor parte de los que han escrito de una manera seductora sobre el aire libre de lo que llamamos las cosas naturales y florecientes, han sido enfermos: Thoreau, Richard Jeffries, Stevenson. El hombre fuerte tiene tiempo de ocuparse en otra cosa, puede abandonarse a pensamientos abstractos sin tener un lanzamiento al cerebro, puede perseguir objetivamente las consecuencias morales de la acción, no está condenado a los solos elementos de la existencia. Y en su tranquila aceptación de los privilegios de la salud ordinaria, no encuentra ningún lugar para ese éxtasis lírico de las acciones de gracias que un día claro o una noche tranquila despierta en el enfermo.» ¿Y si para la exaltación del arte el hombre «sano» no existe, por lo menos en lo que toca al aparato nervioso? Tanto mayor razón entonces de fortalecernos y mantener en el mejor estado posible el mecanismo de la máquina animal. Y en tal caso, evitar ante todo cualquiera de las puertas señaladas con un peligroso signo mágico, por las cuales se entra en los paraísos artificiales. Epicuro, Anacreonte, se quedan a la entrada. Omar Kayam, Poe, Musset, Quincey, Verlaine, penetran, y cuando retornan vienen pálidos de haber visto el infierno de los infiernos.
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El personaje principal de la novela de León Daudet es un joven médico que en lo mejor del goce de su fresca juventud se siente presa de la tuberculosis. Para calmar sus males, o por el terror de su dolencia irremediable, se entrega a la morfina. Entre las más horribles agitaciones de su vicio, cuando el remedio ha resultado peor que la enfermedad, una resolución firme, ayudada por la constancia de buenos espíritus, por un noble amor, y a la verdad, por los medios que puede procurar una fortuna, triunfa de todo el daño. La voluntad ha vencido a la tuberculosis y a la morfinomanía. Esa es toda la novela. Los incidentes son variados y curiosos. El estilo es el que el autor ha hecho admirar por su vigor y concentración en obras anteriores.
Pierre Guisanne, el héroe, a pesar de su dedicación a la medicina, «n’est pas un savant, c’est un artiste», como pensaban sus camaradas; y al sentirse tuberculoso ha de haber recordado quizás ciertas palabras de Thomas de Quincey, en las que se refiere a que «bien podría ser (el opio), y lo pienso según un hecho absolutamente convincente para mí, el único remedio que haya, no para curar cuando ya ha estallado, sino para detener, cuando se halla en estado latente, la tisis pulmonar, ese azote tan temible en Inglaterra.» Guisanne se deja poseer del espanto de la muerte inevitable. El opio, o su alcaloide, le libra de la fatal idea fija, le crea un estado de alma nuevo, le mata el miedo. Ante la perspectiva del anonadamiento en la tumba, se acelera su deseo de vivir. Se impone el soplo de la vida ardiente. Él va en un querer frenético al placer y a la embriaguez que le hace aprovechar la eternidad de los instantes. La furia del gozo por la inminencia del aniquilamiento. Recuérdense las admirables páginas de Renan en la Abadesa de Jouarres. Es un «parisiense», una «persona muy parisiense», ese joven deseoso de todos los goces y que lleva la existencia de París como la más agradable de las cargas. Su viejo padre vive en provincia, es un sabio discreto. Él cumple con el programa del buen vividor en la capital de las capitales: amigos diversos, también «muy parisienses», queridas, diversiones, elegancias, citas, adulterios, ventajas de soltero. Hay tipos perfectamente delineados y copiados, seguramente, de lo vivo, de los conocimientos de M. Daudet; gentes de letras, ridículos y malos, exquisita canalla; mujercitas, «snobinettes», como dicen en París, impregnadas de vicio y de vicios; donjuanes vaudevillescos, y, demás está decirlo, cocotas de fama y clubmen; y también generosas almas, excelentes corazones, varones de bondad y experiencia, y un lirio de mujer, la novia salvadora. Cuando de repente, brota la primera sangre por la boca y el gozador contempla en su imaginación el fantasma de la tuberculosis, todas las ilusiones se vienen abajo. Alguien turba la fiesta... El se hace ver por uno de sus profesores, Contrat, hombre de seso y con conocimiento del mundo. «La voluntad, le dice, es lo contrario de la preocupación. Ella es un esfuerzo momentáneo, pero serio, en tanto que la preocupación es una vana y constante «revêrie»... ¿Sois creyente? Guisanne le contesta que es casi indiferente en materia religiosa. Que ha nacido en la religión católica, que tiene simpatía por las ideas de libertad que hay en ella y que son un feliz contrapeso al fanatismo materialista; pero no practica desde la edad de doce años, desde que perdió a su madre. «Je vous avoue que n’ai pas prié...»—¡Ah, tanto peor!, dice Contrat. «Contrat se había levantado y venía hacia mí lentamente, como si hablase a sí mismo en una semimeditación.—«Sí, he notado que los creyentes resisten más, en ese caso, que los otros. Es una escalera que hay que volver a subir... y ellos tienen una rampa; ¿comprendéis? Os parecerá divertido que el viejo maestro os hable de este modo. Ciertamente, yo he sido un famoso escéptico. Pero estoy en vía de evolucionar. Mi sobrina Blanca es tal vez la causa..., o la experiencia..., o el trabajo de los abuelos en mí... En todo caso vuestra sensibilidad ha permanecido cristiana. Sin duda. Y bien, mi querido hijo, poneos en la actitud moral que corresponde a la esperanza del milagro lo más a menudo que podáis. Quiero decir, implorad de vuestra voluntad, de las fuerzas desconocidas, de lo que gustéis, la curación súbita y radical... Hay un estado de receptividad moral para el bien como para el mal; eso es lo que es verdad, y los tejidos no son insensibles a eso. El escepticismo predispone a la ruina.»
Esto constituye la base principal de la fabulación, que hay que considerar como tomada de algún ejemplo viviente, ya que no relacionada con el más útil, digno y generoso de los casos autobiográficos. Así, pues, Guisanne, con todo, y su respeto por el profesor, se deja vencer por el terror inmediato, y antes que recurrir a la fuerza voluntaria o a la fe religiosa, se intoxica.
Un compañero médico le dice: «Yo no me atrevo a aconsejarte el opio porque es contrario a todas las doctrinas corrientes... y luego es el diablo para librarse de él...» El enfermo vacila, pero después cae en la tentación. El opio le engaña, le hace vivir en sus delicias ficticias, y le aleja la idea de la muerte. Al recurrir al opio en su situación—lo he dicho,—Guisanne ha debido recordar a Thomas de Quincey. El caso es casi el mismo, hay demasiada similitud. Y tanto más si se recuerda que el autor inglés pudo vencer también en absoluto su vicio, nada menos que después de más de cincuenta años de ser dominado por él. La voluntad fué seguramente más poderosa al luchar con triple fuerza de hábito y triple terreno ganado. Es verdad que de Quincey confiesa que la primera vez empleó el opio para calmar una fuerte e invencible neuralgia dental, y otra vez, más tarde, por una molestísima dolencia del estómago. Mas en una parte de las Confessions of an opium eater, dice claramente: «Al principio de mi carrera como comedor de opio, había sido señalado como una futura víctima de la tisis pulmonar, y me lo habían dicho más de una vez. Bien que las conveniencias humanas hubiesen hecho acompañar esa sentencia sobre mi suerte de palabras alentadoras; que se me haya dicho, por ejemplo, que los temperamentos varían a lo infinito, que nadie podía fijar límites a los recursos de la medicina o a defecto de los remedios a las fuerzas curativas de la sola naturaleza, no era menos preciso un milagro para quitarme la convincción de que era un caso condenado. Tal era el resultado definitivo de esas comunicaciones agradables; era bastante alarmante y llegaba a hacer más aun por tres motivos. Primero, esta opinión era formulada por las autoridades más fidedignas del mundo cristiano, conviene a saber los médicos de Clifton y de las fuentes termales de Bristol, que ven más enfermedades pulmonares en un año que todos sus colegas de Europa en un siglo; esta afección, como he dicho, era un azote muy propio de la Gran Bretaña, pues depende de los accidentes locales, del clima y de las variaciones continuas que sufre. No era, pues, sino en Inglaterra donde podía estudiarse; para profundizar ese estudio era preciso visitar los alrededores de Bristol, etc.»
Y en otra parte:
«El lector sabe que cuando llegamos a los cuarenta años, todos somos locos o médicos, según el proverbio de nuestros abuelos («fool or physicien»)... Presumo que ese proverbio significaba esto: que a esa edad se puede exigir de un hombre que acepte la responsabilidad de su propia salud. Es, pues, de mi deber ser, en ese sentido, un médico, de garantizar, en cuanto la previsión humana puede garantizar algo, mi propia salud corporal. En cuanto a eso, lo he logrado, según testimonios prácticos y ordinarios. Y agrego solemnemente, que sin el opio no hubiera logrado eso. ¡Hace treinta y cinco años, sin duda ninguna, que estaría enterrado!»
A Guisanne también le sirvió de mucho el opio o la morfina.
Mas, como a Quincey, el exceso le trajo un sinnúmero de penalidades, de sufrimientos que constituían otra y más terrible enfermedad. «No hay enfermedad peor que el alcohol», decía Poe. Que la morfina, dicen los morfinómanos. Y al describir los temerosos efectos del abuso, León Daudet parece que pone las impresiones de su propio individuo. Así Santiago Rusiñol, otro victorioso, ha escrito una página alucinante sobre esos mismos terroríficos efectos.
El héroe de esta novela de Daudet, después de una inaudita brega consigo mismo, ayudado de buenos consejeros, se resuelve a ir a un sanatorio alemán, donde un especialista ha de librarle de su fardo infernal de pesadillas. Allí la ciencia hace lo que puede lograr; mas es el ejercicio de la voluntad el que, en resumen, realiza el verdadero milagro. Un alma nueva nace, o más bien, el alma ligada y prisionera rompe sus hierros y cuerdas.
En todo esto hay escenas incidentales de un positivo interés y descritas de modo magistral. En ciertas partes, no se puede menos que recordar que el autor tiene una íntima herencia del creador de Jack y de Petit Chose. El hermoso optimismo fundamental no hace sino realzar y dorar del más bello oro espiritual esta obra bienhechora.
El fondo religioso y consolador es tanto más de admirar, cuanto que viene de un trabajador vigoroso de ideas y de sensaciones, de un hombre nutrido de ciencia, y de un criterio no por cierto empapado en aguas de azúcar sentimentales. No es una pluma afeminada y dulce la que ha escrito cerca de veinte volúmenes, todos masculinos y combativos, o nutridos de ideas medulares o reveladores de músculo y garra, como L’Astre Noir, Les Morticoles, Le Kamtchatka o Le Voyage de Shakespeare.
Y no es sino harto conocida su potencia de pugil en los encuentros periodísticos y entre las apacherías de la política. Su libro reciente es un libro de bien. Más de un enfermo de la voluntad encontrará alivio y tal vez curación en esas páginas saludables.
LGUNA vez he hablado de mis impresiones respecto a la intelectualidad de la República del Brasil. Nunca olvidaré mis días de Río Janeiro, donde tuve ocasión de conocer un núcleo de escritores y poetas que despertaron en mí una cordial simpatía y una alta estimación mental. El gran Machado de Asís, en su vivaz y alerta vejez, respetado y querido por todos como glorioso patriarca de la patria literatura; José Verissimo, el maestro cuya crítica es admirada y señalada entre las labores de valor superior; un perito de ideas que en cualquier centro europeo estaría en puesto de autoridad considerable; Graça Aranha, el novelista que ha adquirido por potencia y riqueza ideal y por verbo admirable una de las más puras glorias en las letras portuguesas en general, y que, según opiniones como la del célebre conde Prozor, ha escrito la mejor novela de estos últimos tiempos, su Canaan, cuya versión castellana es obra de Roberto Payró; Olavo Bilac, el poeta, uno de nuestros más gentiles poetas latinos, cuya prosa es de los más elevados quilates y cuyo don oratorio cautivó a los que oyeron su musical y fecunda palabra en la Argentina, y tantos otros que forman en la capital fluminense una agrupación de activos y productores cerebros que son la mejor corona de su patria, cuya tradición de cultura, que viene desde los primeros tiempos imperiales, ha formado, al lado de la preeminencia social, una aristocracia de la inteligencia, que en su cohesión y en su intensidad de producción—a pesar de las propias quejas—lleva la primacía en todo el continente.
En el elemento joven pude apreciar más de un vigoroso y lozano talento. Entre ellos llamó mi atención Elysio de Carvalho, de quien conocía las primeras obras y el plausible entusiasmo y la pasión artística siempre sincera.
En los últimos movimientos de ideas que se han desarrollado y han triunfado en el mundo literario, ha habido entre los luchadores quienes han sido intermediarios entre los grupos pensantes, iniciadores de relaciones, propagadores, vinculadores, anunciadores, introductores de espíritus hermanos o de obras afines. De éstos, unos se han envuelto en la luz de su propia emanación; otros, modestos, pero eficaces, han laborado por el triunfo de su ideal secundando el ajeno impulso, dando su contribución de ideas o ayudando a la definitiva victoria de los maestros y al mantenimiento de la fe y de la perseverancia en los compañeros de campaña.
Y mérito innegable y siempre digno de reconocimiento será el de los que, a más de la realización de sus personales ambiciones, han contribuído a esa especie de confraternidad espiritual internacional que ha sido uno de los distintivos especiales de la evolución que se inició en Francia con el nombre de simbolismo y que, alcanzando hasta nosotros después de otros «ismos», dió por resultado un nuevo triunfo para el arte humano y el definitivo reconocimiento del poder de la libertad y de la individualidad.
Entre esos propagadores e intermediarios entre las «élites» más o menos numerosas, no podrá nunca olvidarse a Elysio de Carvalho, en el Brasil; a Pedro Emilio Coll y Pedro César Dominici, en Venezuela; a Urueta, Valenzuela, José Juan Tablada y el grupo de la Revista Azul y de la Revista Moderna, en Méjico; a Luis Berisso, Jaimes Freyre y Díaz Romero, en la Argentina; a Rodó y Pérez Petit, en el Uruguay; a Santiago Argüello, Mayorga, Turcios, Troyo, Acosta y Ambrogi, en Centro América; a González y Contreras, en Chile; a Clemente Palma, Román, Albujar y otros, en el Perú; a Silva, Valencia y Darío Herrera, en Colombia; a dos o tres buenos poetas en el Ecuador; a Iraizos y Mortajo, en Bolivia; al culto y noble Gondra, en el Paraguay.
Carvalho fué el paladín de la revolución intelectual en la juventud brasilera. En relación con los leaders de Europa, llevó su entusiasmo hasta a afiliarse a pequeñas agrupaciones que en el mismo París tuvieron una efímera vida; tal el mentado naturismo, que no tuvo más razón de ser en pleno afianzamiento simbolista que el talento impaciente de unos cuantos. En el Brasil, la aparición de un joven combatiente como Carvalho llamó la atención de todos, provisto como iba, según el decir de José Verissimo, «de una rica si bien desordenada y no menos interesante actividad mental... Todo en él revestía un bello entusiasmo juvenil, sincero y vigoroso, servido por un talento que aparecía real en medio de la extravagancia de su precoz literatura, de la anarquía de sus ideas y de la multiplicidad de sus propagandas estéticas. ¡Curioso! Este mozo exuberante, franco hasta la prodigalidad, ávido, sin duda, de surgir, mas con derecho a ello, al cabo ingenuo y bueno, fué, por sus mismos compañeros de juventud y literatura nueva, discutido, negado, calumniado.» Bien ha estado al recordar esos comienzos de la labor de Elysio de Carvalho, ahora que, como comprueba el mismo Verissimo, la personalidad del autor de «As modernas correntes esthéticas na literatura brazileira» queda situada definitiva y dignamente en las letras de su país.
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La producción de Elysio de Carvalho se relaciona, como he dicho, con las últimas manifestaciones mentales que han conmovido el Arte y la Filosofía en el mundo europeo y cuyas repercusiones han influído en los espíritus estudiosos y entusiásticos de todas las naciones.
Aparte de sus expansiones de alma, de la revelación de sus íntimos sueños e ideologías, en versos y prosas de audacia y de elegancia, de altivez y de ansia moral, como sus «Horas de Febre», su «Alma antiga», tradujo admirablemente a su idioma la célebre Balada carcelaria de Osear Wilde y los «Poemas» de este mismo poeta. Narró el proceso de su educación filosófica y artística en su «Historia de um cerebro»; se afilió—más o menos pasajeramente—a lo que aquí se llamó naturismo, en su «Delenda Carthago». Nietzsche tuvo en él un admirador; Stirner un apasionado propagandista, comentador y biógrafo. Toda nueva idea, todo nuevo impulso en el pensamiento contemporáneo halló en él un apoyo y un entusiasmo. Razones claras me impiden ocuparme de una de sus últimas producciones: «Rubén Darío», estudio crítico (1906). Mas he de decir que tal trabajo figura hermosamente entre el magistral aunque fragmentario estudio sobre el mismo autor, de Rodó y los de González Blanco, Henríquez Ureña, Pardo Bazán, Martínez Sierra, Alberto Ghiraldo, Ricardo Rojas y Díaz Romero.
El amor de la novedad y de la combatividad, naturalmente despertaron en unos ya el asombro, ya la voluntad hostil; más también tuvo Carvalho su cosecha de simpatías y sus conquistas justas. Su puro fervor de Belleza y su anhelo de verdad, le han colocado entre los excelentes. Pertenece a esa aristocracia inconfundible de la idea, que no se compadece con la mediocridad ni con la chatura.
Naturalmente, con el tiempo, los primeros fuegos juveniles se han aminorado, y a la incondicional determinación ha sucedido una manera reflexiva y serena que no por eso deja de conservar la fuerza y la sinceridad de antaño.
Y es que jamás consideró este hombre de cultura y este artista íntegro, la facultad de pensar y el don de escribir, sino con toda la seriedad y la profundidad que requiere tal condición que innegablemente coloca al ser humano en superior jerarquía. Abominados sean los histriones del pensamiento y los apaches de la pluma, que prostituyeron la singular virtud que pudo servirles para propia elevación y bien de almas hermanas.
Los defectos de Carvalho en sus primigenias producciones han sido los del árbol demasiado copioso de savia y de follaje, defectos de los años en que, poseídos del brío primaveral, los espíritus tienen asimismo exuberancia de savia y de follaje. «Una visión extraordinaria y que engrandezca las cosas vistas, también es un defecto», dice José Verissimo con su habitual exactitud de juzgar. Elysio de Carvalho, y como él muchos de los que en la América latina han seguido y proclamado las nuevas ideas, se señaló por su exageración en el sostenimiento de sus principios; mas esa exageración ha sido, si se quiere, benéfica y precisa en los iniciales momentos de la proclamación de los flamantes credos; y luego, una vez pasadas las agitaciones y violencias de la lucha, una vez abierto el camino por donde los intelectos habían de comenzar su viaje al ideal, vino la tranquilidad, la calma de raciocinio, la posible mesura en la elocuencia—que en determinados caracteres y medios es a veces difícil de conseguir—y la elevación serena de criterio que, con gran complacencia de todos los intelectuales brasileños, sin distinción de escuelas o de preferencias estéticas, se ha manifestado en «As modernas correntes esthéticas na literatura brazileira», la reciente obra que motiva estas líneas.
XISTE una literatura en los momentos actuales, que presenta un carácter inconfundible en su variedad: la literatura en que expresan su alma, sus voliciones y sus ensueños, la Joven España y la Joven América española. Las nuevas ideas han unido en una misma senda a los distintos buscadores de belleza, mas en tal unión no pierde nada el impulso del individuo ni la influencia de la tierra, sin contar, por supuesto, en este caso, a los natos desarraigados en el espacio y en el tiempo. Una de las ventajas que han tenido nuestras dos últimas generaciones, es la de la comunicación y mutuo conocimiento. Si aun algo queda que desear, ya no sucede como antaño, que se ignoren, de nación a nación, los seguidores de una misma orientación filosófica o estética, los correligionarios de un mismo culto de arte.
Entre toda la producción argentina, pongo por caso, de hace unos veintitantos años, tan solamente los nombres de Andrade, Guido Spano, y luego Obligado y Oyuela, se impusieron a la atención de las repúblicas hermanas. Hoy la obra de un Lugones adquiere proporciones continentales; mas no se ignoran, en el Sur ni en el Centro de América, ni en las Antillas, los esfuerzos o la obra realizada de otros artistas de la palabra, de otros hombres de pensamiento, ni la constante virtud de entusiasmo que anima a los consagrados de la juventud. Hay mayor intercambio de ideas. Se comunican los propósitos y las aspiraciones. Se cambian los estímulos. Hay muchas simpatías trocadas y muchas cartas. Los imbéciles no evitan el afirmar: sociedad de elogios mutuos. No se hace caso a los imbéciles. Los libros y las cartas se siguen trocando. No otra cosa se hacía en latín, entre los sabios humanistas del Renacimiento.
Entre los escritores que desde hace algún tiempo se han dado a conocer está Tulio M. Cestero, originario de la República dominicana. Es joven; cursa la vida intensa y la gracia del arte. Su florecimiento en Santo Domingo no es sino propio de un país que ha dado a las bellas letras hispanoamericanas, desde pasadas épocas, figuras de gran valer. Por Menéndez Pelayo conocemos algo del período colonial, en que se ufana gentilmente aquel popular Meso Mónica, de tan fino y autóctono ingenio. La cesión a Francia, por el Tratado de Basilea, y la ocupación por los haitinianos, durante veintidós años, de la parte española de la isla, produjeron la emigración a Venezuela y Cuba de gran número de familias principales, gloriosas en los líricos y literarios anales; de ahí los Rojas venezolanos, los Heredia, a que pertenecieron los dos José María, y cuya casa solariega existía, según tengo entendido, en la capital dominicana, hasta hace algunos años, frente al cuartel edificado en el reinado de Carlos III; y los Delmonte, de Cuba. Después de la proclamación de la república en 1844, las personalidades eminentes, en las letras, no han sido pocas. Allá en la época romántica hay un Félix Delmonte, no privado del don de armonía, como su amiga y preferida la alondra. Apartándose un tanto de la influencia europea, Nicolás Ureña ameniza el paisaje y las costumbres. Un varón de alma compleja y de vigor verbal, Meriño, es a un mismo tiempo jefe del estado y de la iglesia. Luego surge Emiliano Tejera, escritor, investigador, que escribió su célebre folleto aclarando la verdad sobre los restos de Colón y sosteniendo que son los que están en Santo Domingo. Aparecen el historiador García, el polemista Mariano Cestero; y el que es considerado como el primero en su patria, el novelista Galván. Una musa es justamente famosa, Salomé Ureña, vigorosa y pindárica, sin perder la gracia y el encanto de su alma femenina. Pérez, modernizado en los últimos años, cantó castizamente las leyendas y sufrimientos de los indios quisqueyanos. Billini, presidente, no desdeña ni los dones apolíneos ni los atractivos de la novela. Por todos los géneros espiga el talento de un Henríquez y Carvajal. Penzón vuelve la vista al pasado y busca la tradición y el tema legendario. Más recientemente aparecen Gastón Deligne, poeta, que hoy se siente atraído por nuestro movimiento reformador; Rafael Deligne, poeta, crítico y dramaturgo; Pellerano, que se distingue por amante del color y de la vida locales; Fabio Fiallo, espíritu nobilísimo y elevado, que en su «Primavera sentimental», celebrada por Díaz Rodríguez, inició sus delicadezas ideológicas y su culto de la hermosura exquisita. Un hombre potente, de rasgos geniales, combativo y dominador del verbo, Deschamps. Américo Lugo, docto y elegante, perito en cosas y leyes de amor y galantería; el poeta Aibar; los hermanos Henríquez Ureña, de los cuales Max ha escrito páginas de crítica que yo prefiero y guardo con alto aprecio. Osvaldo Bazil, gallardo y generoso, en lo florido de su juventud, hoy en Cuba, bajo la advocación divina de la Lira. Ya véis que hay sus motivos para que Tulio Cestero haya nacido en esa isla fecunda y solar que fué deleite de los ojos del iluminado y profético Navegante.
Cestero es un espíritu inquieto ante la vida, nacido para los esfuerzos y las bregas. Este lírico de la prosa, cuya cultura es completamente europea, ha tenido que desarrollar sus energías de carácter y de intelecto en un medio hostil a las dedicaciones al puro arte. Él sabe, por propia experiencia, lo que son revoluciones, pronunciamientos. Ha andado con su fusil, o su sable, por los montes patrios, entre fieras, víboras, guerreando por su caudillo o por su presidente. Conoce las excursiones por los bosques y los movimientos de las guerrillas. Alma gentil, escribe su «Jardín de los sueños», mas tiene un admirable y práctico sentido de la realidad. Si se le ocurre, escribirá lindamente a una mujer: «Bella, sé piadosa, y convierte tus ojos milagrosos al alma-océano de aguas muertas y profundas—del amante prosternado que arrancará a las entrañas de la tierra avara el oro virgen para el anillo de tus bodas». Y, si se le ocurre, mandará fusilar en las maniguas al coronel criollo sublevado. Soles y vientos de aquellas latitudes le han amacizado el cuerpo y el alma. Ello no es un inconveniente para que haya labrado finas páginas en libros suaves. El poema en prosa después de la acción, la lírica después de la estrategia, o antes. El bregador que existe en él ha publicado también páginas de campaña en que el estilo se revela apto también a ejercicios de músculo y a maneras de fortaleza. Yo le veo vagar por la montaña. Si encuentra flores, formará un ramo para la primera gallarda moza que le cautive. Si no, desgajará un árbol para encender fuego y hacer su barbacoa con el primer venado que alcance su carabina. Algo de Gastibelza, si gustáis, de un Gastibelza de tierra ardiente, a quien si su doña Sabina y el aire de la montaña le vuelven loco, le hacen decir bellos decires de amor y de combate.
Hace tiempo leí sus «Notas y escorzos», capítulos de crítica literaria; sus impresiones de viaje «Por el Cibao», de las que casi nada recuerdo. Su «Del Amor», es obra de despertamiento, de pasión exuberante, de juventud y de savia temprana. Mas su folleto político «Una campaña», publicado en 1903, llamó grandemente mi atención por el modo robusto de narrar, amena y bizarramente, sucesos que no han tenido en la América nuestra sino señaladas plumas de valor que los traten. Hemos sido célebres por nuestras revoluciones, y Europa no conoce aún el libro que bellamente e intensamente diga tanta cosa extraordinaria, terrible y pintoresca, porque ese libro no se ha escrito todavía.
En «El jardín de los sueños» este autor está seducido por el esteticismo, y muestra una viva preocupación del estilo. Hay sutileza, escritura «artista», prosa galante, paisajes al «claire de lune», relentes románticos e influencias simbolistas. Se advierte el amor de las gracias plásticas, de ritmo, de la concreción de la expresión noble. Sus lecturas son de la más reciente literatura; y cuando creéis encontrar una reminiscencia de Laforgue, pasa el soplo d’annunziano. Hay ideas, plasticidad y música «avant toute chose». Al madrigalizar, eleva los asuntos, poetiza el medio, se transporta a otras épocas más bellas, o dora, con el oro de la ilusión o de la fantasía, el tema inmediato. Veo sobre todo a un poeta, al parecer, en ocasiones, sentimental, y en ocasiones impasible en la labor de orfebrería que prefiere. Después viaja. Los viajes son bienhechores y precisos para los poetas. «Navegar es necesario; vivir no es necesario». Navega, pues, para venir a esta Europa que todos ansiamos conocer. La moderna literatura nuestra está llena de viajeros. Casi no hay poeta o escritor nuestro que no haya escrito, en prosa o verso, sus impresiones de peregrino o de turista. Se pasa, como Robert de Montesquiou, «del ensueño al recuerdo.» Como todo está dicho, en lo que se refiere a lo contenido en ciudades y museos, no queda sino la sensación personal, que siempre es nueva, con tal de apartar la obsesión de autores preferidos y la imposición de páginas magistrales que triunfan en la memoria. Es esto difícil, antes de que la tranquilidad de la vida reflexiva llegue. Cestero, en sus narraciones de viaje, se aparta dichosamente de los escollos del bedekerismo y de los peligros de la obra recordada. Esto no quita que no le acompañen el recuerdo de espíritus amados en sus periplos. Mas noto que los viajes en él, las frecuentaciones diplomáticas y los contactos de París, han marchitado un tanto la frescura franca de las floraciones de antaño. Parece que el entusiasmo, sal del arte, no está en él con la abundancia de los pasados días.
Yo no le pido una fe señalada, pero sí una fe. En verdad, el paulatino conocimiento de las asperezas del mundo crea los peores escepticismos; para librarse de esto sirve tan solamente la voluntad, la elevación de la conciencia, la virtud de un ideal. Si ha de poner Europa sobre esa amable psique el peso de un materialismo que le impida el vuelo, quédese el artista y el combatiente haciendo sabrosas prosas y nuevas revoluciones en el país dominicano. Y si ha de perder, Dios no lo quiera, su original nobleza de espíritu, su respeto y adoración por la sinceridad, su pasión por lo sagrado del arte, si ha de aprovechar los dones divinos en el daño y en la mentira, si ha de mirar el misterio demiúrgico de la palabra como arma de malhechor o como útil de saltimbanqui, si ha de abandonar lo que, privilegio singular, trajo desde el materno vientre por la volición suprema, la pureza y la dignidad mentales, la única razón moral de existir—que en la primera revuelta en que lo tome el general contrario, sin formación de causa, le fusile. Mas si no, suya será la gloria.
GRADEZCO muy de veras a Alberto Osorio de Castro el envío de su volumen de poesías A cinza dos Mirtos, porque en el volumen hay lindos versos y porque esos versos vienen desde Nova Goa, en la India portuguesa. Me complace tener un lírico amigo y un comprendedor en aquellas tierras fabulosas. Ya en otra ocasión he dicho lo que un poeta gana, a mi entender, con emular a Simbad; y lo que, ante mi gusto, ganó, pongo por caso, el autor de El alma japonesa con haber ido al Japón. Mas, yo iré mañana al Japón o a la India, si La Nación me envía, o si deseos me vienen de entenderme con la agencia Cook. El asunto es vivir en uno de tantos países exóticos la vida de esos países, y penetrar en sus almas, y entender sus palabras y sus ritos, para luego contar o cantar cosas bizarras, extrañas, peregrinas, como Lafcadio Hearn, Paúl Claudel o Alberto Osorio de Castro.
Aunque este último ha amado y soñado en Portugal, en donde florecieron sus mirtos, y aunque en su vergel antiguo fué encendida la pasional hoguera, es en Oriente en donde clama a la mujer amada:
Allá en las regiones lejanas en donde habita recordará las nieves de antaño. Recordará que «en Coimbra, en el Jardín, una dulce mañana de fin de invierno fino y claro, Ella y su Hermana, pasaban para la misa ideal de las Ursulinas.
Yo me imagino que en su existencia en los exóticos reinos de antiguas leyendas y teogonías, pasará el poeta horas prosaicas a causa de las invasiones civilizadoras. Las caravanas de las agencias turísticas le perturbarán en sus recogimientos, y quizá algún cargo administrativo aplane en cotidianas tareas idealizadas colinas de encantamiento. Mas todo esto, por la virtud voluntaria, puede ponerse como una subvida «a côté», dado que la única vida es aquella que nuestra voluntad declara y que nuestro espíritu reconoce, contra todas las dificultades de la circunstancia. Y en todo poeta hay un terrible o dulce filósofo.
Las citas y los epígrafes indican las lecturas y las predilecciones de Osorio de Castro. Es un «moderno» y un aristócrata. Considera con justeza que la facultad de pensar humanamente es el sumo poder del ser humano,—humanamente y divinamente; y que por algo el cerebro corona el edificio, bajo la redondez de su cúpula.
Mas penetremos en la hermosa colonia de poesía.
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Al eco de la música d’annunziana—«Nel plenilunio di calendimaggio»—se comunica con el mundo de las hadas.
Por los labios de Mab se expresan la Ilusión, el Amor, la Esperanza. Y la mujer surge en su gracia y omnipotencia carnal. Después exóticas figuras pasan, como la amorosa chiquinha cuya faz de encanto japonés se entrevé. Chiquinha, que tiene «la gracia de la mujer de nuestra sangre y la gracia de la exótica sangre». En las tristezas de la tarde es un desvanecimiento de íntimas «saudades». Se esfuma la ronda de las horas. Suena la canción del agua:
¿Hay en el rimador un creyente? ¿Su paganismo termina en un anhelo de mortalidad cristiana? Más bien se ve un lejano resplandor de fe en los comienzos de la juventud. «¡Viña de inmortalidad, dame tu vino de luz eterna! ¡Ah, que «saudade» de la dulce creencia en Jesús, en mi infancia de sueño! Era para mí el mundo misterioso jardín. Y no el abismo horrible que veo ante mí ahora. Viña de inmortalidad, dame el fruto de la verdad y el vino de la eterna aurora». Anatole France le seduce con su Thaïs de Alejandría. Uno como sentimiento barresiano, basado en un decir de la antología griega, le hace preguntar a los muertos el secreto de las agitaciones de la vida. En un sueño de delicias amorosas, momentos de pasión: «Claro día de aquella primavera extinta, y por siempre refloreciendo en el sueño de lo pasado... Aguamarina de sus ojos, lindo reir de luz que enamoraba y era un vino hechizado!» Hay una linda balada que tiene un perfume de jardines lejanos:
Él ha frecuentado todos los vergeles de poesía que han deleitado al mundo. En todo el imperio de la mujer se define y provoca lo que antaño se llamaba la inspiración. Para la musicalización verbal de su sueño, o de sus fantasías, de sus idealizaciones o de sus ímpetus cordiales, el poeta emplea las clásicas maneras, o se deja seducir por las sabias libertades que han invadido las métricas de todas las lenguas. Hay composiciones absolutamente normales, las hay de un aire parnasiano, las hay modernísimas. Mas el tono general obedece sin duda alguna a las influencias del pasado movimiento simbolista. ¿Qué poeta de estos últimos tiempos no ha sentido en todas partes esas influencias?
La obra de Osorio de Castro, cuando se complica de exotismo, de ese exotismo vivido de quien como él habita ha largo tiempo aquel continente misterioso, adquiere singular personalidad.
Cantó Camoens sus endechas para una bárbara esclava, y aquí encontramos renovado aquel son de lira. Es en loor siempre de la hembra ardiente y amorosa que concentra en sí la llama de su sol y de su cielo, e íntimas y misteriosas llamas.
Tal dice el antiguo. El lírico actual nos habla de la misma encarnación que adquiere una fuerza simbólica:
La atracción de las cosas, el enigma de la naturaleza ha de despertar ansias que se expresarán en rimadas armonías, o correspondencias que se exteriorizarán en trozos musicales. Y en medio del ambiente asiático os sorprenderá escuchar tal reminiscencia de Vigny, tal eco de arieta de Verlaine, o de melodía poemal. El amador canta a la mujer y a las mujeres. Estas pasan en un amable desfile. Yo veo las inglesas viajeras, amantes de la literatura y de excursiones; francesas de paso, buscadoras de las bellas aventuras de là-bas; portuguesas intelectuales, nobles y finas, amigas de la naturaleza y de los viajes aéreos en compañía de los poetas. Las inglesas suelen decirles lindas verdades que complacen el sentido shakespeareano. Por ejemplo, esta verdad gentil, expresada bajo el cielo de Aden: «It is better to have loved and lost than never to have loved at all». A esa hija de Albión que tales cosas emite, aplaudiría sin duda alguna nuestra Teresa de Jesús.
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Ved rosas de sangre y de piedad. Deteneos en ese «beautiful Bombay»; escuchad, a la orilla del mar, cantares de melancólicas insinuaciones. Vuelve un eco de los pasados madrigales, de las primeras delicias juveniles, de los primeros despertamientos del deseo.
Con una gracia de virtuoso os narrará el portalira un idilio sajónico. Se celebrará el prestigio de antiguas proezas de familiares caballeros. Habrá una variada confusión de rememoraciones y de sensaciones, y junto a un paisaje de Goa se encenderá en su dulce fuego azul la bahía de Nápoles; y después de una evocación mortuoria, se tornará a la eterna tentación femenina. He ahí la sonatina de las hojas caídas y el cuento del rey de Brocelianda, de la más feliz y sonora elegancia. He ahí a Sisina:
He ahí un cuento de monjas, a propósito de las cuales sabemos que, como reza en la Historia de la Fundación del convento de Santa Mónica de Goa, «las sutilezas con que el común adversario procura impedir las obras del servicio de Dios, son todas como suyas; mas cuando este Señor quiere que ellas aparezcan a la luz, importan poco sus sutilezas y sus ardides. Halla el poeta asuntos en bellos hechos pasados, y así recuerda las leyendas de la India, de Gaspar Correa, o la Historia trágico-marítima del naufragio del gran galeón San Juan en la costa del Natal, el año 1552. O canta el sitio de San Francisco de Goa, arcaicamente:
ó la dramática muerte de don Juan de Eça.
Mas nada es tan de mi placer como los cantos en que surge la poesía índica, con sus perfumes, sus notas, su extraña melancolía, y «surumba» y «oh Dunga»... Y como en el libro viene la notación musical, he hecho que lindos labios de Europa me den la ilusión de las voces de la tierra brahamánica.
Sati, es un poema que me deleita en su rareza de tema y de decoración; y bien me gustaría departir de tan mágicos asuntos, en aquellas regiones ensoñadas, con Osorio de Castro y su amigo «el fino Lírico de Guserathe», Ardeshir Framji Khabardar. «¿Cómo se puede ser persa?», dice la frase célebre francesa... Yo encuentro tan natural el ser hindú, o persa, o japonés!...
En verdad os digo que este poeta me ha hecho un precioso regalo. Por él he pasado instantes especiales en un reino de hechizo. Por él he escuchado el launim de la canción de la bayadera que ha compuesto Djaiégri Maneken Shirodcârine. Por él sé que «allá lejos» se llaman las bayaderas: Zaiu, Sazerên, Tará, Gangá, Priaga, Anahany, Calhiâne, Mogrên Vigei, Baigy, Surata, Nanum, Baghèn, Gultchábou, Camenên, Mâinâ, Nonan, Mothu, Sarassepâti, Manequên...
Y todo eso es, para mí, excelente.
ERVOR, veneración casi religiosa, devoción que casi va a la plegaria; he ahí lo que profesa a la dulce hermana de Mauricio de Guérin el piadoso y patriota conde de Colleville. Para él, Eugenia es una santa que a la diestra de Dios está en el Paraíso entre los santos.
No sin razón asegura que en Inglaterra tiene aquella lilial mujer muchos admiradores; Mauricio espera que ha de canonizarse a Eugenia, pues es de aquellas que el Soberano Pontífice honra profundamente. ¿Se quieren milagros? ¿Qué milagros mayores que la conversión de su hermano Mauricio y la de Barbey d’Aurevilly? El conde católico está en su razón. Por lo que respecta al nombre, será lindo en el santoral: Santa Eugenia de Guérin, virgen. ¿Y por qué no mártir? ¿No sufrió lo inexpresable en su vida de penar, por sí, por su hermano, por los tristes y los pobres todos? La obra que le ha consagrado el conde de Colleville pudiera decirse que pertenece a la hagiografía. Con justicia Coppée cree percibir, por las flores recogidas en el jardín de la doncella, un olor de santidad. El personaje no puede ser para Coppée más simpático.
Ha tenido desde sus primeros años una hermana que le consagró su vida, que ha sido todo para él... «ce qui m’émeut plus que tout, ayant vécu auprè d’une excellente sœur qui ne me quitta jamais...» Pues el amor de Eugenia para Mauricio era todo el amor, ternuras de madre, suavidades de esposa, cuidados sacerdotales, todo en un ambiente de Leyenda Dorada, impregnado de perfume bíblico, y más que bíblico, cristiano. Eugenia era un espíritu. Creyérase que la fisiología no tenía que ver con ella. Nada manifiesta del niño enfermo y doce veces impuro... Tanto alejamiento de lo terreno explica la adoración que por ella sienten sus devotos. Sobre todo si se la compara con la alta dama de hoy, en quien las principales preocupaciones son principalmente mundanas y sportivas. M. de Colleville no deja de señalar a este respecto las respetables excepciones: Madame de Mac-Mahon, Mme. de Cureville, la baronesa de Puille, Mme. de Saint Laurent, Mme. de Brigde, Mme. de Boury, «todas las que batallan por Dios y por la patria». Eugenia, es verdad, tenía poco de combativa. Era una monja sin hábito. Dios la llamó. Con tanta más razón que no era bonita. Como no tuvo devaneos ni pasiones amorosas, toda su femenina facultad se concentró en su hermano, y ese ardor sororal fué al propio tiempo la delicia y la amargura de su existencia. Colleville la define: «el perfecto modelo de la fille de race, absolutamente virtuosa y cristiana, ella es a la vez de una distinción acabada, de una educación exquisita, habla una lengua divina, y esta artista maravillosa hace ella misma su cocina, hila en su rueca, socorre a los enfermos, visita a los moribundos. Es leyendo a Platón, Fenelón, Bossuet, Corneille, cuando ella descansa de las tareas del hogar, es enseñando el Catecismo a los pobrecitos, hablando de Dios a los vagabundos, cuando ella emplea la lengua más noble y más sencilla del siglo XVII».
Tal arcaismo de expresión da en efecto a los escritos de Eugenia de Guérin un aire suranné, que le sienta a maravilla y le da el aspecto de otra edad, de tiempos más puros o menos contaminados que el siglo XIX en que escribiera.
Los Guérin son de origen veneciano. Guarini. La suntuosa Venecia de la más bella de las épocas reaparecerá en el paganismo íntimo del autor del Centauro, que debe haber amado como artista la Anadiómena de las ciudades. Mauricio y Eugenia, bajo el amparo de Dios, formaron la pareja perfumada de virtud casi angélica, que con los soplos del diablo y en los antiguos existires venecianos se habría transformado en una de aquellas locas llamaradas de incestos patricios que enrojecen las crónicas del tiempo. La noble ascendencia llega hasta ella diluída en fe religiosa y en caridad columbina. He dicho que no era linda; mas sus biógrafos hacen resaltar su distinción innata y su sencillez de casta flor. Paréceme en su cultura discreta y exquisita, nutrida de vidas de santos y de filósofos dulces. Cuando tenía catorce años, al despertar de la juventud, momento crítico en las niñas, ella «era entonces primitiva y casi ignorante, pero dotada de una bondad suma, como Francisco de Asís; amaba las bestias y conversaba con los pájaros». Es muy otra que Jacqueline Pascal. No ha nacido para las humanidades. Creo que no sabe griego ni latín; mas podría conversar con su hermana la alondra y su hermano el ruiseñor. Su fina lengua sabe, como muy pocas, alabar a Dios. Diríase que en ella no existe sexo. Y la facultad maternal que pudo tener se deriva toda en la pasión de su hermano, a quien trata como a un hijo, como a un esposo, como a un amigo.
Encanta esa vida gentil. La jovencita aprende a leer en la Imitación de Jesucristo y en San Francisco de Sales. Y ella enseña a su hermano menor, a su predilecto fraternal, a leer y a rezar, y a sentir la hermosura de la naturaleza, todo con una tendencia divina. Es matinal como las aves del bosque. Se complace en cultivar su inteligencia, pero se dedica asimismo a los trabajos de la casa. Dice sus oraciones, se pasea por el campo, visita a los enfermos.
En el dominio familiar del Cayla lleva una vida de «año cristiano». Un día escribirá a Mauricio estas palabras: «Sacarme de aquí es como sacar a Paula de su gruta; es preciso que sea por ti que yo pueda dejar mi desierto, por ti por quien Dios sabe que iría al extremo del mundo. ¡Adiós al claro de luna, al canto de los grillos, al glú glú del arroyo! Antes tenía también al ruiseñor; mas siempre algún encanto falta a nuestros encantos. Ahora nada, sino mi plegaria a Dios y el sueño.»
La prosa de la mujer amable y predestinada se desliza a modo de un agua de fuente. Es transparente, cristalina. Bajan a ella—se pensaría—a beber los corderos del amor divino, los corzos blancos de la caridad. Mauricio, que empieza la vida al claror de esa alba, no ha de olvidar nunca tanta candidez celestial, a pesar de las tempestades de París y de las tempestades de su propia alma de artista, en que palpitan violentos los jugos de la tierra.
Deseaba la hermana estar siempre al lado del hermano, y asistía a sus clases, hasta a la de latín; «cela m’aidera à comprendre mes offices», decía ella: ¡Cuan lejos del cotillón y del bridge! Por su parte, Mauricio, se manifestaba castamente enamorado de Eugenia.
«El sentimiento que inspiraba a Pablo estas palabras para Virginia, no era más sincero que el mío.» En efecto, son dos almas que se aman de amor, excluyendo toda sombra de malicia o pecado. Ella se aplica hasta a tareas de lavandera, evocando para el caso a Nausica, Santa Catalina de Sena y a las princesas de la Biblia. A los veinte años, sin belleza, es, sin embargo, atrayente. Lamartine ha dejado de ella un agradable retrato en que hace notar «el contorno armonioso del rostro» y «el talle esbelto y flexible que hace resaltar las formas del cuerpo». Toda ella se consagra a la devoción y a las prácticas religiosas. A la devoción, a las prácticas religiosas y a su hermano. Escribe versos inocentemente románticos. Y cuando la tristeza la invade, tiene el remedio de la oración. Los tempranos desencantos de Mauricio la hacen sufrir, y no cesa de darle, por lo tanto, buenos consejos. Él, soñador, como todos los de su tiempo, está enfermo de lo que se llama en estos momentos «el mal del siglo». Ella desearía verle dedicado a la carrera religiosa, confesarse con él, como la madre de San Francisco de Sales se confesaba con su hijo. Y luego, él tiene que ir a París. ¡París! ¡El pecado, la corrupción, el campo del demonio! Y deja Mauricio el Cayla y parte a la gran ciudad a continuar sus estudios. Comienza a escribir en los periódicos, se une a su maestro Lamennais, y cuando Lamennais se insurge contra la autoridad papal, Mauricio comparte sus opiniones, cosa que desola a Eugenia. Esta, entretanto, escribe sus admirables cartas y su Diario. Este libro es tenido como uno de los más bellos producidos por un cerebro femenino. Es un breviario ideal para las ascensiones espirituales. «Jamás su prosa deja ver el esfuerzo, dice Colleville; escribe con una naturalidad y una facilidad maravillosa, canta como el pájaro, naturalmente, así su pensamiento, se impone victoriosamente, nos seduce y nos penetra de esa religión que lo vivifica.»
La publicación de esa obra excelente se debe a Barbey d’Aurevilly y a Tributien. «No sé por qué, dice ella, en mí el escribir es como en la fuente correr.» La vida de su hermano en París la inquieta. Sobre todo, sus decaimientos de fe. Comenzaba a aparecer en Mauricio el despertamiento pagano. Pan se le había revelado y su oído oía en la sonora tierra el galope del antiguo centauro. Piensa su hermana en casarlo. Él se enamora de Mlle. de Bayne, pero le rehusan la mano de tal señorita. Enfermo, retorna al Cayla, en donde se repone.
Vuelto a París, un nuevo amor le consuela, y logra casarse con una joven originaria de Batavia, que le adora. Pero la tisis ha hecho presa ya de él.
Así regresa al dominio paterno. Eugenia, estoicamente cristiana, viendo perdido el cuerpo, se dedica más que nunca a la cura del espíritu. Logra su objeto y muere Mauricio en la absoluta fe católica. Ella continuará hablando con el ausente, con quien espera juntarse por siempre en la inmortalidad. «Del Calvario al cielo el camino no es largo. La vida es corta, y ¿qué haríamos de la eternidad sobre la tierra?»
Su pensamiento no se separará nunca de su hermano. «Él y yo eramos los dos ojos de una misma frente.» No cesará de rezar por él, de encomendarlo a Dios. «Bueno es llorar, pero no sin la plegaria. La plegaria es el rocío del purgatorio.» Luego, continuará su misión de dulcificadora de almas, con Barbey d’Aurevilly, íntimo amigo de Mauricio. Del dandy byroniano y un tanto satánico que era entonces el Condestable, hizo ella el paladín católico, el caballero de la Iglesia. «Es, pues, dice Colleville, un hecho, que el novelista, el crítico, el pensador, ha sido después de su conversión el servidor más decidido y más convencido de la Iglesia romana, y que es ciertamente a Eugenia a quien se debe esa milagrosa conversión.»
El dolor que le causó la pérdida de su hermano hízola hasta pensar entrar en religión; mas su deber de hija le impidió realizar esos propósitos. Y así bien queda la frase del crítico inglés en que la llama la Antígona cristiana. «Sin mi padre yo iría tal vez a juntarme con las hermanas de San José a Argel. Al menos, mi vida sería útil. ¿Qué hacer ahora? Mi vida la había entregado a ti, mi pobre hermano. Tú me decías que no te dejara nunca. En efecto, he permanecido cerca de ti hasta verte morir. ¿Qué voy a buscar ahora en las criaturas? Reposar en un pecho humano, ¡ay! Yo he visto cómo nos lo quita la muerte. Mejor apoyarme, Jesús, sobre vuestra corona de espinas. ¡Cuántas veces he soñado ser hermana de caridad para encontrarme cerca de los moribundos que no tienen ni hermana ni familia! Hacer veces de todo lo que les falta de amoroso, cuidar sus sufrimientos y hacerlos volver el alma a Dios. ¡Oh, bella vocación de mujer, que a menudo he envidiado! Pero ni esa ni otra: todas están cortadas.»
Y en otra parte:
«No comprendo cómo las mujeres que no tienen piedad no mueren todas locas. ¿Qué llegar a ser bajo tantas impresiones destructoras? Todo nos es hierro y fuego, nos rasga o nos quema, pobres mujeres que somos.»
En verdad, es una santa. El tota in utero se convierte toda en espíritu. Para ella no existieron los goces de la carne. A su hermano tocaron las tempestades de la duda, las negruras de la incertidumbre y la furia misteriosa de los sentidos, la savia pánica. «Yo he anudado mis brazos alrededor del busto del centauro y del cuerpo del héroe y del tronco de las encinas. Mis manos han tocado las rocas, las aguas, las plantas innumerables y las más sutiles impresiones del aire.» Sobre la floresta sonora en que Mauricio se compenetra con el monstruo divino, como la paloma blanca de las leyendas sagradas, el alma de Eugenia voló al cielo.
ARA el público nuestro habré de decir que Arthur Symons es un poeta y escritor inglés. Su obra es ya considerable. Comienza a ser conocido en Francia gracias a recientes traducciones, no obstante el haber sido desde los buenos tiempos del simbolismo amigo y propagador de Verlaine, de Mallarmé, de Verhaeren, de los iniciadores de aquel movimiento. Él hizo pasar el Canal de la Mancha al Pauvre Lelian, para dar conferencias que le valieron algunas libras. Verlaine no olvidó nunca a su amigo inglés, y, ya en sus últimos años, recuerdo que escribió un estudio sobre un volumen de poesías en que Symons rima cosas de Francia.
Para mí, Symons es atrayente desde que, hace años, me entusiasmaron sus esfuerzos por la Belleza en su inolvidable Savoy, el magazin intelectual tan refinado que él dirigía, acompañado por aquel prodigioso artista que se llevó la muerte demasiado temprano, y que tuvo por nombre Aubrey Beardsley. En esa publicación leí por primera vez prosas y versos de Symons, el cual llevó a colaborar en su revista a lo más brillante de la juventud literaria del momento. El mismo Aubrey Beardsley publicó allí los capítulos de su inconcluso y deleitosamente alucinante Under the hill; y sus dibujos allí aparecidos junto con los del Yellow Book, están entre los mejores de toda su producción. Esas revistas excepcionales, para un público restricto, no podían tener larga vida. Hoy se las disputan los coleccionistas.
La traducción que acaba de hacerse en francés de los Portraits de Symons, pone de actualidad esa simpática figura de aristócrata del arte,—aunque estas dos palabras parezcan una redundancia, una vez que el arte es excelencia y por lo tanto aristocracia. ¿Se ha de llamar crítica a las opiniones y maneras de ver de un poeta? Pasa la palabra porque no hay otra para la comprensión de la generalidad. Los «Retratos Ingleses» están hechos con una intensidad que llama a la admiración, y que no recuerdan otras maneras e interpretaciones anteriores. Es que Symons, por la virtud de su genio poético, se compenetra con el alma de los modelos, y va a buscarles, él sabe en qué rincón de sus florestas mentales, cuervo, paloma, unicornio o león.
Fuera de los retratos, hay en el volumen algunas apreciaciones estéticas aparte, como las páginas en que trata «del hecho en literatura» y sobre «lo que es la poesía». No dejarán de sentirse contrariados por lo que posiblemente llamarían arranques paradógicos, los acostumbrados a los juicios ya hechos y a canónicos modos de ver. Paradoja se dirá cuando se lea por ejemplo: «La invención de la imprenta ha contribuído a la ruina de la literatura». O bien: «El diario es el flagelo, la peste negra del mundo moderno.» Mas mirad bien los desarrollos de las postulaciones. La paradoja ha sido en todos los tiempos propia de alados espíritus. Fijaos hoy mismo en España: dos, tres, cuatro, de sus principales hombres de letras diríase que no escriben sino paradojas. Mirad bien en Symons los desarrollos de las postulaciones: «La invención de la imprenta ha contribuído a la ruina de la literatura». ¿Por qué? los trabajos de los copistas y la memoria de los hombres, no fatigada todavía con un relleno excesivo, preservaron toda la literatura que lo merecía. Las obras que era preciso saber de memoria, o que eran copiadas por mano lenta y cuidadosa, no se prodigaban a las gentes que no las querían; quedaban en manos de los hombres de gusto. El primer libro abrió la vía al primer periódico, y un periódico es algo destinado al olvido y aun a la destrucción. Con la destrucción querida de la obra impresa, el respeto por la literatura se desvaneció, y se acabó por emplear un mismo término para designar un poema y las «noticias del día». Del mismo modo, lo que antes hubiera sido un arte para algunos, llega a ser un oficio para una multitud; y mientras que en la pintura, la escultura, la música, el simple hecho de producir significa generalmente un ensayo de producción artística, el empleo de las palabras impresas y escritas ha llegado necesariamente a no tener más importancia que lo que, según el decir de un poeta español, es «el cacareo del animal humano» (?). Tales razonamientos explican lo cortante de las afirmaciones, y dan a entender que se trata de un criterio que abomina la casilla y la peluca. Muy justamente ha dicho de Symons Andrés Ruyters que «tiene en el movimiento intelectual inglés un lugar considerable, menos a causa de la influencia que bien quiere ejercer, que porque posee en el más alto grado ese don de animación que hace de la crítica, no una fría policía literaria, sino una viva y ardiente interpretación». En efecto, no veo entre todos los críticos conocidos ninguno que más libremente se coloque en el ambiente del arte puro. Queda aparte la mecánica literaria y aun la contraposición de ideas que darían a entender un sectarismo cualquiera. A través de la arquitectura de la obra, va directamente a la psique productora, y define su tipo y la atmósfera mental en que se produce.
Los «portraits» no están recargados por el detalle documentario; la vitalidad interior de la figura es completa. He ahí que se presentará a Thomas de Quincey, conocido tan solamente en Europa después de la publicación de los Paraísos artificiales, de Baudelaire, y cuyas Confesiones, de lo más interesante que para el estudio de la anomalía cerebral puede encontrarse. Symons nos explica el motivo intelectual de su fatigoso procedimiento narrativo, y da el buen consejo de leerlo «con paciencia, raramente y por fragmentos». Para quien haya leído las páginas autobiográficas del famoso comedor de opio, no serán sino de un valor concentrativo incomparable las siguientes palabras del psicólogo-poeta: «Escribe ciertamente por el placer de escribir, y también para desembarazarse de todas las telarañas que obscurecen su cerebro. Su espíritu es fino, pero sin dirección; sus nervios vibran de sensaciones mórbidas y ellos hablan en todas sus obras. Es un hombre de ciencia fuera del mundo, un hombre que se interesa a su espíritu en sí mismo, y no porque es el suyo; tiene el ideal del sabio, de un estilo separado de lo que expresa. «Tal la personalidad pensante y escribiente de quien tenía como la única miseria sin descanso... «el fardo de lo incomunicable.»
Del yanqui Hawthorne expresa el sentido casuístico, y colócale de par con Tolstoï, como el único novelista del alma: «Obsedido por lo que es obscuro, peligroso, en los confines del bien y del mal, por lo que es realmente anormal, si debemos aceptar la humana naturaleza como una cosa establecida entre los límites de la responsabilidad y de la conciencia de las relaciones sociales.» No hay poco de parentesco íntimo con Poe en el autor de Twice-Told Tales, sin tener las alas arcangélicas y el profundo y transcendente sentido matemático. Mas Baudelaire, por el lado del pecado, habría simpatizado también con él. Así Barbey. De tal manera he pensado siempre en Hawthorne al ver, por ejemplo, aquella aguafuerte de Rops para Las Diabólicas, que hay en Le bonheur dans le crime. Evocación del vínculo que en la obra hawthorniana une a Miriam y Donatello, a Hester y a Arthur Dimmesdale.
Otro retrato es el de William Morris, el poeta y poetizador de la vida. «Era el tipo perfecto del artista, y no contento con trabajar en su propio oficio, la poesía, extendió los principios del arte a una muchedumbre de técnicas secundarias, la tapicería, la decoración de muros, la imprenta, que él aprendió, como los artistas del Renacimiento aprendieron todas las artes y todos los oficios.» Mas también, como aquellos artistas, llevó a la vida cotidiana las cosas del arte y de las artes, haciendo de tal guisa de la existencia una obra artística,—hasta los límites posibles. Tal su pasión social tan concentrada, no fué sino una caridad de aristócrata que por la belleza quería ayudar y levantar el espíritu de la muchedumbre de abajo. Feliz vivir el de aquel práctico lírico que vivía contento, como dice en uno de sus versos, de pasar sus días
Otro retrato es el de Wálter Pater, que también fué un prodigioso retratista de retratos imaginarios... En dos rasgos véis surgir aquel admirable y poderoso intelecto: «Wálter Pater era un hombre en el cual la fineza y la sutileza de emoción se unían a una exacta y profunda erudición; en el cual una personalidad singularmente llena de encanto encontraba para expresarse un estilo absolutamente propio y absolutamente nuevo, que era el más preciosamente y el más curiosamente bello de todos los estilos ingleses.» Entusiasta por toda la producción del maestro, mira y admira, no solamente al crítico, sino al autor de obras originales que cuentan entre lo más definitivo y valioso de toda la lectura victoriana. De la misma manera nos presenta a George Meredith, esa alta alma orgullosa de su ideación y de su singular poder verbal, que tantos puntos de contacto tiene con el francés Stéphane Mallarmé. Meredith, que escribe el inglés «como una lengua sabia», y que tanto en prosa como en verso llega a una casi perfección que se creería inaccesible. ¡Un decadente! Sea. La palabra decadente, dice Symons, ha sido en Francia y en Inglaterra—en todas partes, hay que decir—empequeñecida hasta no ser más que una estampilla para una escuela particular de recientísimos escritores. Lo que decadencia significa en literatura realmente, es esa sabia corrupción de lenguaje por la cual el estilo deja de ser orgánico y llega a ser, persiguiendo tal medio de expresión, o tal belleza nueva, deliberadamente anormal. Esto ya más o menos lo había expresado en página memorable Théophile Gautier, a propósito de Baudelaire.
De Rober Lois Stevenson sabemos que era un artista desdeñoso, enamorado del estilo, y, para decirlo así, de una manera apasionada; y sin embargo, era popular. A propósito de él hace ver Symons el error de los críticos que suelen hacer elogios aun fuera de razón, sin dar a comprender a la muchedumbre leyente el verdadero valor de un escritor o de un poeta.
Otro retrato es el de John A. Symons, cuya autobiografía es una obra maestra, y que era un «carácter» intelectual; otro es el de Rober Buchanan, que escribió bellas prosas y bellos versos, y que sin embargo no era sino un combatiente, un irreductible polemista, especie de León Bloy, poeta, que se proclamara ante todo un hombre entre los hombres. Otro retrato es el de Wilde, hecho con comprensión y serenidad, escrito con nobleza. Y siguen otros como los de Hubert Crackantorpe, el artista tan personal e independiente; Rober Criages, el puro lírico; el «patético» Austin Dobson. Y es poeta y nada más que poeta; Stephen Phillips, que se me antoja el Rostand de Inglaterra; el pobre alcohólico y bohemio admirable de poesía que fué Ernest Dowson, que murió joven, gastado, por lo que no había nunca sido la vida para él, dejando algunos versos que tienen lo patético de las cosas demasiado jóvenes y demasiado frágiles aún para envejecer. Y todos esos retratos afirman la seguridad de la mano, la fina y potente mirada interior, la transparencia del juicio, la auténtica virtualidad incontaminada del ánimo, la obra de un maestro. Y no hay sino aplaudir a Arthur Herbert, que imprime a la inglesa tan bellos libros ingleses en lengua francesa.
ORQUE hay una familia del Río de la Plata que ha venido a buscar aire fresco a tierra bretona, he oído en la mañana de cristal vidalitas junto a menhires. Gratamente habrían sorprendido al padre del poeta, que habita en el manoir del Boultous, pues recordarán sus oídos de viajero antiguas noches de Buenos Aires, tardes de las costas uruguayas.
A un lado del camino vemos de cuando en cuando cuadros pastoriles o agrícolas. La tierra es pobre de árboles. Sobre las colinas nos hacen pensar en nuestro Don Quijote los molinos de viento. Pegado a los filos de la tierra se ve el ajonc con sus pompones de oro. En los cuadrados de hortalizas, la patata, modesta, pero dignamente, luce cerca de la madre col sus flores claras. Encontramos muchachas robustas, campesinos, soldados. De pronto, al acabar de subir una cuesta, se presenta a nuestra vista el panorama de Camaret. Las casitas grises pegadas a la costa, las barcas de pesca en la bahía, la espuela de roca que se interna en el mar y en cuya roseta se aloja la iglesita de Notre-Dame-de-Roch-Amadour y el famoso y vetusto castillo de Vauban. Al frente, sobre lo alto, se destaca el semáforo, y se miran como en un cuento de caballero las torres del manoir en que sueña y piensa Saint-Pol-Roux, no lejos del chalet de Antoine, el histrión ilustre.
Bajo un árbol estamos, ya cerca de la puerta en donde nos reciben amables el perro gris y la criada rubia. En el salón hay panoplias de armas, el piano, los retratos de los hijos y las dos insignias pirográficas que Gauguin tenía en su casa de arte allá en Tahiti, donde pintó con sol extraño, metiendo su alma por los ojos entre almas primitivas y descubriendo las partes secretas de la Belleza. Y cuelgan, secas ya, las ramas rituales que vinieron de la iglesia donde se repartieron en el día del triunfo de Jesús.
Estamos luego en un saloncito blanco y oro.
Sobre el marco del espejo hay pintada una fantasía marina. En la mesa libros de poetas, en cuyas páginas dicen las sendas dedicatorias los más admirativos conceptos. Y he aquí al dueño de casa. Viste el traje en que recorre a pie todos estos contornos. Terciopelo castaño, polainas de cuero, zapatos sólidos. La melena de antaño está un tanto recortada. El rostro es dulce, la mirada del más bello oriente, el gesto acogedor, la voz con blandura e inflexiones de bondad. Ya ha hablado fraternalmente; ya no nos deja partir sin que almorcemos con él; ya habla de América como de un país de encanto, y aunque confunde a Buenos Aires con el Brasil, a pesar de los periplos paternales, no importa. Este gran despertador de valores del verbo es un sencillo. Este «raro» es un familiar. Suele inclinarse de tanto en tanto cuando habla, habituado como está a portar su carga de pensamiento. Una formidable conciencia de su valer le aisla indiferente a los vanos esfuerzos de los adoradores del momento.
Su espíritu ha descifrado lo hondo de la inscripción del Templo délfico. Y al oído le han repetido: Platón, lo Bello es el esplendor de lo Verdadero; Platino, lo Bello es la idea de lo Verdadero; Gœthe, hay diosas augustas que reinan en la soledad; alrededor de ellas no hay ni lugar ni tiempo; se turban cuando se habla de ellas. La Bruyère, aquel que no considera al escribir sino el gusto de su siglo, piensa más en su persona que en sus escritos; hay siempre que tender a la perfección, y entonces, esta justicia, que nos es a veces negada por nuestros contemporáneos, la posteridad sabe otorgárnosla.—Con tales ensalmos bien aprendidos se abren innumerables sésamos invisibles.
El meridional que ha cantado tan bellamente a la sonora Marsella, ha extraído de los silencios de Bretaña ricos diamantes de concentración. Asombra la joyería metafórica y el prodigio de combinaciones ideícas; es el dominio del iris y la sujeción de todas las gamas; y el volcar de la aladínica mina íntima un inacabable tesoro.
Emperador de las Imágenes, rey de las Analogías, es para mí un gran placer la comunicación fraternal con tal creador de nuevas existencias y conceptos, y mirar, por el don amistoso, como la del argentino Lugones, como la del griego Moreas, transparente su alma. Tales tratos inmunizan contra la mirada de los basiliscos y las ponzoñas de los escorpiones.
dijo un lírico de sufrimiento. Saint-Pol-Roux ha logrado ambas cosas.
Se presentó, toda ella un bouquet de gracia, Mme. Saint-Pol-Roux. Es parisiense de París, y a pesar de sus largos años de Bretaña hay en su acento un grato acento montmartrés. Nos sentamos a la mesa. Y aparecen también Cœcilien, tan celebrado por su prosa gallarda como por buen nadador y mozo de corazón, y Loredán, en la flor de los catorce años, y Divine, la diminuta y gentil madrina de la antigua chaumière de Roscanvel. Y así todo, desde el pescado hasta el champaña entablamos la más sabrosa de las charlas. Descubro a Ricardo Rojas, ojos de fauno, cuando al decir sus años aplaudimos tanta juventud. Y nos vamos luego, con un gran cariño y una admiración grande, frescos aun los labios de la espuma del montebello.
Y ya de vuelta, al descender las colinas en la tarde de ámbar, pienso en la obra vasta de ese solitario que ha huído de la ciudad dorada y martirizadora, y que va descendiendo su existencia apoyado en su bastón de cordura. El fué con los del alba simbolista, de los que comenzaron a practicar la libertad mental sin dejar por eso de amar a sus maestros «como a dioses», siendo los dos maestros, el uno un pobre profesor de inglés, el otro un bohemio desventurado, ebrio de alcoholes y de dolores. Es el poeta de sus Anciennetés, en que canta en «el tiempo abstracto de lo solo» el orgullo humano hecho una llama, a su manera, la arcilla ideal de Hugo, de la reina primitiva, de la «rosa maligna»; la vuelta de Odises; el chivo emisario en el mundo judío, la divina Magdalena,
Lázaro y el Gólgota, en versos que hubieran sido de un Leconte de L’Isle flexible y trascendente.
Aquellos pasados «reposorios» que aparecían en el primer Mercure, y hoy coleccionados en series que forman una sucesión de, como dice el poeta, «temas filosóficos, símbolos de alma, notaciones de estaciones, pinturas de horas, magias de fenómenos», constituyen una de las obras más hondas y más puramente artísticas de la última época intelectual. Son de esas criaturas cerebrales que suelen resucitar a través de los siglos.
Concentraré. Aún me deleita, como la primera vez, aquella inicial significación de las alondras. «Les coups de ciseaux gravissent l’air.» Es el poemal comienzo de la vida en la sucesión cotidiana. Son el clarín del gallo, «la diana» y la salida del sol. De poner los ojos en una rata nace una música de ideas, y aun de ver la ropa lavada que tiende la madre en la aldea. Cada paso en la existencia da nacimiento a una lírica expansión. Interpreta el tiempo, el número, el espacio. Siempre está en él el pensamiento. Las apariencias se expresan, se entrelazan las alegorías. ¿Es prosa, es verso? El ritmo impera. Y hay verso y prosa, o solo verso, según el entender mallarmeano.
Yo he respirado los perfumes de la Rosa y me he herido en las Espinas del camino... Del sol me he abrevado con el que nació en el Mediodía y no he perdido nunca su don apolíneo; y con brazos de fuego he penetrado la floresta del misterio, clamando, por donde Mæterlinck habla en voz baja...
Largas páginas tendría que escribir para hacer un estudio de esta producción de psíquicas piedras preciosas. Desde el primero hasta el reciente tomo de los Reposorios, la maestría se ha querido demostrar, lográndolo, poseída de don infuso, extraordinario. ¿Quién le llamó pastor? ¿Quién le llamó loco? Pastor de ideas, loco de poesía, con más filosofía que las bibliotecas y ardiendo en amor humano. ¡Ser pastor, Dios mío, ser pastor como Apolo, como Jesucristo! estado, por consiguiente divino.
Rara vez habréis leído en ningún autor tal maravilla de transposiciones conceptuales en un discurso prestigioso casi todo constituído de alusión. Y la manera es por extremo singular de armonía y de libre voluntad. El poeta dice en cortos períodos sonoros las voliciones íntimas de las cosas, los secretos del vínculo, las correspondencias de las plantas y de los animales, Gaspard Hauser en el arca de Noé, Orfeo que ha habitado en París. ¿Quién aseguraba que tan solamente en el Norte florecía bajo las nieblas el árbol del misterio? De misterio vivía envuelto en sol Raimundo Lulio, en un día hecho de pedrerías; de misterio arden aún las mágicas Mil y una Noches, y por Saint-Pol-Roux del misterio vienen, de una selva encantada de misterio, su blanca Paloma, su negro Cuervo, su Pavo real.
«Por mínimo que fuese, yo he sido, tal vez por momentos, el protagonista del gran Pan», dice alguna vez.
Es la reducción del Universo al servicio del poeta, en cuya alma, por divina virtud, se juntan todo el tiempo y todo el espacio. ¿A quién se parece Saint-Pol-Roux? Primeramente, «a sí mismo», y luego, a la Poesía. Mas no por ser tal flor de propio carácter dejará de tener tales relaciones. Hay en la obra de Saint-Pol-Roux esencias que creéis distinguir en el ramo singular. Esencia de Píndaro y esencia de Ezequiel, esencia de Rabelais y esencia de Virgilio, esencia de Góngora y esencia de Hugo, esencia de Gœthe y esencia de Mallarmé... Mas, sobre todo, esencia del día y esencia de la noche, esencia del cielo y esencia de la tierra, esencia de la Vida y esencia de la Muerte. ¡La Muerte! Desde Orcagna, desde la danza Macabra, nadie ha podido como él traer por el poder del Arte ante nuestros ojos, personalizada y vestida de símbolos, a la siniestra Flaca, a la Dama de la Hoz. Una vez lograda esa caza de prodigio, volvió a los reinos vitales.
Y así continúa, coleccionando en el receptáculo de los libros la riqueza que extrae de sus hondos senos propios. Y para andar entre las gentes preciso le es el hablar el idioma de todos los días, vivir la diaria vida. Sus pescadores, sus vecinos sencillos, le aman. Cuando pasa por las calles del pueblo todo el mundo le señala con afecto.
Con las rocas habita, en una altura, en frente del mar. Abajo tiene arena blanda; sedas de espuma. Y en el invierno, el viento hace temblar el manoir. Se levanta matinal. Trabaja fumando su pipa. La luz de su lámpara sirve de faro a las barcas de pesca que vuelven por la madrugada.
L progreso moderno es enemigo del ensueño y del misterio, en cuanto a que se ha circunscrito a la idea de utilidad. Mas, no habiéndose todavía dado un solo paso en lo que se refiere al origen de la vida y a nuestra desaparición en la inevitable muerte, el ensueño y el misterio permanecen con su eterna atracción. Lo desconocido en la naturaleza surge de repente en formas tales, que llegan a realizar lo imaginado. El radium es un milagro. Todavía no se sabe lo que es la electricidad. A este propósito, en un libro reciente, dice M. Lucien Poincaré: «Los espíritus, aun los más cultivados, tienen una tendencia tan natural como engañadora a creer que han comprendido la causa de un fenómeno cuando se ha dado una explicación que junta ese fenómeno a otro anteriormente conocido, y al cual se está acostumbrado desde hace tiempo. Reflexiónese un poco y se advertirá que el embarazo en que se encuentra el sabio sería igualmente grande si fuera preciso dar una explicación completa de no importa qué otro fenómeno físico, aun tomado entre los más familiares. Si ante una de las aplicaciones más sencillas y más vulgares de la corriente eléctrica, en frente, supongamos, de una modesta campanilla eléctrica, el físico se encuentra un tanto molesto cuando se le pregunta cómo la energía de la pila se transporta a lo largo de un hilo, y a qué modificaciones en el hierro corresponde la imantación del electroimán, estaría en el derecho de hacer notar que sabría, además, satisfacer plenamente la curiosidad de quien quisiera darse una cuenta enteramente exacta de las razones profundas por las cuales la vieja y respetable campanilla antaño usada hace oir un sonido cuando se tira del cordón.» Así en todo. La ciencia de hoy corrige a la de ayer; mas poco a poco y de tiempo en tiempo se descubre o se entrevé un nuevo enigma del universo, que hace más profundo y formidable el enigma total. Muchos creen que la astronomía y la química son las sucesoras de la astrología y de la alquimia. ¡De ninguna manera! protesta un estudioso como M. Jacques Brieu. Preguntad a Paúl Flamblart, Selva, Fomalhaut, Barlet y algunos otros, de los cuales tres o cuatro, por lo menos, son antiguos alumnos de la Politécnica, si se debe confundir la astrología con la astronomía. Esta difiere de aquélla tanto como la anatomía de la fisiología y de la psicología. En cuanto a la química, comienza apenas ahora a entrar en los dominios de la alquimia.—Dijérase que el ejercicio de la inteligencia nunca como hoy ha contado con más investigadores de absoluto. En otras épocas, la concentración de la labor mental, en solitarios gabinetes y en silenciosas celdas de conventos, se tendía por el esfuerzo teológico a la rebusca y comprensión de Dios. Hoy la unida labor intelectual se dirige a la exploración de la materia y de la fuerza, de lo arcano inmediato, de lo que nos rodea; y está en nosotros mismos.
Pero, tanto en lo lejano de los astros apenas vislumbrados con el aún impotente telescopio, como en lo recóndito de la vida atómica, hay un infinito ignorado. La geografía ha avanzado mucho. Mas ¿está todo el globo ya en nuestros nutridos inventarios? Hay todavía rincones inviolados. Y está el Polo, guardado aún por la enorme y blanca esfinge que surge en una de las más maravillosas creaciones o supervisiones de Poe.
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Tales temas tientan hoy a más de un escritor de imaginación. Wells, el inglés, ha sido el conquistador de la celebridad inmediata por sus novelas extraordinarias. Hay antecesores ilustres, y con razón se ha citado a este respecto los nombres de Poe, de Villiers de l’Isle Adam, y aun el del venerable y pueril Julio Verne.
Otros pueden agregarse, en cierto sentido, como Lytton Bullver o Rider Hagard. En Francia, y tratándose únicamente de la sorpresa intelectual producida por la obra de Wells, no habían aparecido aún seguidores del autor británico. M. Charles Derennes, cuya reciente obra El pueblo del Polo acabo de leer, me parece que inicia la serie de los imitadores, y a pesar de lo que en su contra tiene toda imitación, el libro de que trato logra el propósito, y podría pasar por «du Wells», si no apareciese en medio de los más interesantes momentos de la acción el inevitable «esprit», que echa a perder la intensidad de lo que nos conmueve y hace pensar.
La fabulación es sencilla; y el procedimiento conocido: prólogo explicativo, manuscrito encontrado. El autor cuenta que en Septiembre del año de 1906 se encontraba en Saint-Margarit Bay, pueblo del condado Real, en la costa del Paso de Calais, a seis millas de Dover. Allí se junta con un su amigo, Luis Valentón, profesor del Colegio de Francia, miembro del Instituto, que ha hecho grandes exploraciones en Siberia, y que ha descubierto muchas cosas; entre ellas un esqueleto de animal desconocido que habría regocijado al sabio Ameghino y que él califica de antroposauro. Este animal, explica Valentón, es contemporáneo de los primeros hombres, y la inteligencia humana y la inteligencia... antroposauria han debido, en una época, existir juntamente...
Hay una comparación que me parece explicar bien la manera con que las especies evolucionan, se transforman y salen las unas de las otras. Imaginada familia que posee una casa en un país fértil. Los campos la nutren, nutren a los primeros hijos y aun, quizás, a los hijos de esos hijos; pero la raza se multiplica, el terreno no basta ya, y pronto tienen las nuevas generaciones que ir a buscar fortuna a otra parte. Esos hombres llegan a ser lo que la naturaleza de su patria de adopción quiere que sean; si el país es, por ejemplo, cubierto de bosques y poblado de animales, serán cazadores y no agricultores como sus hermanos y primos que han quedado en la tierra original de la raza.
Así, abandonando los pantanos primitivos donde vivían los monstruosos saurios de las viejas edades, ciertas especies han, poco a poco, ganado la tierra firme, se han cubierto de pelo, y de ellas han salido las razas mamíferas. Pero las especies fraternas que habían permanecido en los pantanos no dejaron de transformarse menos en el sentido del progreso, y entonces, ¿qué de extraño hay en que una o varias de ellas hayan llegado, como la especie humana, hasta la posesión de un cerebro dotado de razón y de inteligencia, punto culminante del progreso que nos es permitido concebir para un ser viviente?
En resumen; queda casi afirmada la existencia del antroposaurio, rival único del primate triunfante, del rey de la creación. Mas ¿dónde existe el antroposaurio? «Quelque part il y a quelque chose», dice el miembro del Instituto. Y entrega al autor un manuscrito, encontrado cerca de los hielos polares entre una lata de gasolina—, como el de un cuento de Poe fué encontrado en una botella.
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En el manuscrito cuenta un tal Vénasque las más raras aventuras. Después de una introducción sobre los antecedentes familiares y su modo de ver y de pensar, presenta a un su amigo llamado Ceintra, ingeniero, preocupado del problema de la navegación aérea. Ambos se proponen construir un dirigible con el cual pueden ir nada menos que a descubrir el Polo—, anticipándose así a los proyectos de la expedición Wellmann, de que tanto se ha hablado últimamente. Se ensayó un primer globo cerca de París. Para el segundo se pensó en un lugar cercano a las regiones árticas, «a fin de que las condiciones climatéricas durante las experiencias y durante el viaje fuesen las mismas». Escogieron Kabarowa, aldea samoyeda, al Sur del estrecho de Yugor, a la entrada del mar de Mara, último lugar habitado que vió Nansen antes de internarse entre las nieves polares.
Para abreviar detalles: el dirigible dió buen resultado y ambos amigos se embarcaron con rumbo a lo desconocido. Después de pasada una vasta región glacial, se encuentran conque la temperatura desciende. Y, primera sorpresa extraordinaria, entran en la verdadera parte polar de la tierra, en donde el día, según lo advierten, es de color violeta. Descubren aspectos extraños, vegetaciones distintas a las conocidas. El paisaje no tenía verdaderamente nada de terrestre. Y fué mucho peor cuando, de pronto, el manto de bruma que cubría el horizonte se desgarró y el sol del Polo apareció en el extremo de la llanura, inmenso y semejante a un escudo de metal empañado; el poder del dueño de la Tierra parecía aquí aniquilado por el de la singular fuerza luminosa que había invadido el cielo; ningún rayo emanaba de él, y se veía en la claridad violeta como una luciérnaga bajo el brillo de una lámpara de arco. A esa luz misteriosa perciben el vuelo de no conocidos pájaros. La influencia de un gran peso de ondas eléctricas se reconoce en el ambiente. Quieren huir, pero no pueden mover el globo, a pesar de funcionar bien el motor; y la barquilla, que tiene gran parte acerada, es atraída por un enorme imán, como el del cuento de Simbad. Por de pronto, los viajeros viven de sus provisiones, y tienen de ellas copioso depósito. Se convencen, con todo, de que son prisioneros de seres inteligentes que les rodean sin dejarse vencer por ellos.
En la tierra encuentran huellas de un animal ignorado. La arcilla suave y flexible había netamente guardado la huella del paso de un animal... Un paso aquí, otro allá... tiene el aspecto de una huella de bípedo, o, mejor, de un animal que utiliza únicamente para caminar sus miembros posteriores y su cola: algo como un kanguro... ¿Se trata del iguanodon...? Quizá hay rebaños de iguanodones, de iguanodones domesticados... Como el lector comprende, el antroposaurio va a aparecer. Han encontrado, en ciertas rocas, o en la tierra, puertas metálicas. Han oído ruidos subterráneos. Y luego, se dan cuenta de que les han robado varias piezas del motor. Advierten que la luz especial que allí forma el día es producida a voluntad. Por fin, un ser, el «ser» de esos lugares, se deja ver. «Desde que hube observado ese cráneo extremadamente desarrollado, hipertrofiado en partes, y como hinchado de un exceso de cerebro; desde que, sobre todo, los grandes ojos iluminados de un reflejo interior, se fijaron en los míos, comprendí definitivamente que esa criatura estaba dotada de razón.
»Pero el aspecto del monstruo no recordaba en nada el del hombre. Estaba acurrucado sobre sus miembros posteriores, y debía andar apoyándose en su fuerte cola; sus brazos grotescos y cortos, en lugar de caer en el reposo, a lo largo de los costados, parecían restos de manos, sino dedos unidos directamente a los puños, dedos desunidos y larguísimos, más largos que los brazos, al parecer, y semejantes a tentáculos. Sobre, la cara, nada de pelos; una piel descolorida y pálida que me hacía pensar en una cabeza de ternero pelada. Los ojos redondos, ligeramente salientes y metidos, sin párpados visibles en las órbitas prominentes. En lugar de nariz, dos hoyos profundos de donde salía vapor; abajo, la raja desmesurada de una boca de reptil provista de muchos dientes agudos que no llegaban a cubrir los labios delgados y córneos. En las comisuras de los labios, que se juntaban casi a las orejas movibles y minúsculas, salía un poco de saliva. El mentón no existía, o desaparecía bajo los lisos repliegues de pellejo blando que había sobre el cuello y la parte superior del tronco. Después, por dos veces, los párpados se agitaron, y velaron un instante los ojos, blancos, tenues, casi diáfanos, como los de las serpientes o de los pájaros».
Poco a poco, Vénasque llega a hacerse vagamente comprender por señas de algunos de los monstruos. Mas el ingeniero Ceintras se vuelve loco, y, una vez que han podido penetrar en el imperio subterráneo de los habitantes del Polo, si Vénasque tiene tiempo para observar un sistema de gobierno, una ciencia y una vida social singulares, su compañero, armado de una carabina, asesina una cantidad increíble de antroposaurios; el paso de los dos humanos ha sido una catástrofe en ese mundo recóndito. El loco se pierde entre los hielos, una vez salido de las entrañas de la tierra; y Vénasque puede aún escribir su relación antes de la inevitable desaparición. Ese es el resumen de la obra.
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Desde luego, como he dicho, el libro interesa. Desgraciadamente, en lo mejor de la narración, un diálogo que se quiere hacer espiritual, la cosa parisiense, la «blague» bulevardera, descompone la tensión curiosa del que lee. Algunas descripciones del novelista hacen pensar en otros autores. La luz producida por una fuerza especial que maneja un sabio tan solamente dedicado a eso, recuerda el «vril» de la también subterránea «raza futura» de lord Lytton. La labor de los polares y hasta su superdesarrollado cerebro, tienen más de un punto de semejanza con los selenitas y con los marcianos de dos novelas de Wells muy conocidas. A pesar de todo, me ha complacido le lectura de este volumen, que no tiene nada que ver con el adulterio y el apachismo ambientes, y cuyo autor busca en problemas científicos atrayentes como las más bien urdidas fábulas, un tema que hace pensar y mantiene la atención viva.
N notable escritor y poeta, que por cierto es de la familia de Castelar—me refiero a don Mariano Miguel de Val, dice lo siguiente:
«Es un libro que está por hacerse, a pesar de lo agotado que parecía el tema: Hércules y Sileno, precursores del valeroso hidalgo Don Quijote y de su escudero Sancho. Hércules, libertador de los oprimidos, amparo de los débiles, castigo de los tiranos y espanto de los monstruos, tiene tales analogías con el ingenioso hidalgo de la Mancha, que hasta la protección de Palas Atenea, diosa de la sabiduría, parece sentar el principio de que también al hijo adulterino de Júpiter le sorbieron el seso los libros, más o menos de caballerías.»
La comparación de Don Quijote con Hércules me parece nueva e ingeniosa. La de Sancho y Sileno la había hecho ya el gran Hugo en un capítulo de su William Shakespeare.
«En Cervantes—dice—, un recién llegado entrevisto en Rabelais, hace decididamente su entrada: es el buen sentido. Se le ha percibido en Panurgo, se le ve de lleno en Sancho. Llega como el Sileno de Plauto, y él también puede decir: Soy el Dios montado sobre un asno.»
El señor de Val busca los puntos de semejanza en los dos héroes. Hércules, en su destierro, condenado por Anfitrión, rey de Tebas, haciendo vida pastoril, y don Quijote, enamorado y poeta, en Sierra Morena. En las «salidas» hubo indudablemente muchos «trabajos»; las aventuras de los molinos de viento, en la venta, lo del yelmo de Mambrino, la liberación de los presos, el caballero del bosque, los leones, a los cuales se pueden agregar el descenso a la cueva de Montesinos, los batanes, los cuadrilleros, el barco encantado y tantos otros momentos de la vida heroica del caballero de los caballeros.
Todo esto, desde cierto punto de vista, es comparable con las hazañas del esposo de Deyanira. Mas, a mi entender, la psicología, digamos así, de los dos personajes, es absolutamente distinta. Además, Don Quijote es inseparable de Rocinante. Es el «caballero». Diríase que sin su caballería está incompleto. Cuando no va en Rocinante hacia el heroísmo, va en Clavileño hacia el ensueño. Hércules no cabalga. La única vez que usa de corceles es cuando ya consumido su cuerpo por las llamas en la cumbre del Œta, en soberbia apoteosis, y bajo su olímpico aspecto de inmortal, asciende, por orden de Júpiter, hasta los astros, en un carro tirado por una cuadriga:
Podríase comparar don Quijote, a ese respecto, con Belerofonte, con Perseo, ambos jinetes de Pegaso y sublimes caballeros andantes. Cervantes cita poco a Hércules. En la primera parte del Quijote, cuando habla de las lecturas del héroe, dice:
«Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteón, el hijo de la Tierra, entre los brazos.»
Hércules es el prototipo de la fuerza bruta, aunque, según las palabras de Muller, «lo heroico-ideal está expresado con la mayor fuerza en Hércules, quien fué preeminentemente un héroe nacional helénico. Su semejante bíblico es Sansón. Don Quijote es el Espíritu cabalgante, el Ideal caballero. Otros hay que pudiéranse nombrar a su respecto: el ya dicho Perseo, San Jorge, Santiago, Astolfo—y todo Poeta que monta en Pegaso.
Don Quijote es casto. Hércules es tan lascivo como Pan. En el canto en que Deyanira se dirige a su esposo en las Nereidas, de Ovidio, ella enumera alguna de las eróticas fazañas del formidable marcheur. Le habla de sus amoríos errantes y variados. «Cualquier mujer, le dice, puede ser madre por obra tuya.» Le recuerda la violación de Angea y el «pueblo de mujeres», nietas de Teutra, de las cuales gozó, y la tremenda Onfalia, que afemina al beluario, y le hace hilar a sus pies como a una esclava. Don Quijote no encuentra siquiera a Dulcinea y n se deja tentar por la carne, siempre con el alma de hinojos ante la figura soñada. Hércules, por fin, es el semidiós medio bandido, y don Quijote, aunque él asegure, al compararse con don San Jorge y don San Diego y otros caballeros canonizados, que ellos pelearon a lo divino y él a lo humano, es un paladín medio santo.
¿Y Sancho y Sileno? Ya hemos visto cómo Hugo hace la comparación en su libro sobre Shakespeare. Sancho es también inseparable de su asno. Recordaré el párrafo del admirable capítulo:
«Llega como el Sileno de Plauto y él también puede decir: Soy el Dios montado sobre un asno. La cordura en seguida, la razón muy tarda; es la historia extrema del espíritu humano. ¿Qué de más cuerdo que todas las religiones? ¿Qué de menos razonable? Morales verdaderas, dogmas falsos. La cordura está en Homero y en Job; la razón, tal como debe ser para vencer los prejuicios, es decir, completa y armada en guerra, no estará sino en Voltaire.
El buen sentido no es la cordura y no es la razón. Es un poco de lo uno y un poco de lo otro, con un matiz de egoísmo. Cervantes lo pone a caballo sobre la ignorancia, y al mismo tiempo, acabando su irrisión profunda, da por caballería al heroísmo la fatiga. Así muestra, en uno después del otro, el uno con el otro, los dos perfiles del hombre y las parodias, sin más piedad para lo sublime que para lo grotesco. El hipógrifo llega a ser Rocinante. Detrás del personaje ecuestre, Cervantes crea y pone en marcha el personaje asnal. Entusiasmo entra en campaña. Ironía sigue al paso. Los altos hechos de Don Quijote, sus espolazos, su gran lanza enderezada, son juzgados por el asno; perito en molinos. La invención de Cervantes es magistral, hasta el punto que hay entre el hombre tipo y el cuadrúpedo complemento, adherencia estatuaria, el razonador como el aventurero hace un solo cuerpo con la bestia, que le es propia, y no se puede desmontar ni a Don Quijote ni a Sancho Panza.»
El asno de Sancho es silencioso y paciente, el asno de Sileno de Plauto está dotado del don de la palabra, como el de Balaan, como el que dialoga en Turmeda, como el que habla largamente al filósofo Kant en el poema de Víctor Hugo. El asno ha tenido insignes cantores desde Grecia y Roma, hasta Daniel Heinsius, hasta Hugo, hasta nuestro buen Lugones. Cierto es que, el dulce animal de las largas orejas, además de conducir a Sancho y a Sileno, sirvió de caballería triunfal al Señor de Amor en su entrada a Jerusalén.
ACE poco tiempo, el señor don Adolfo Calzado, publicó un volumen que contiene muchas cartas de Castelar, dirigidas a él—desde el año de 1868 hasta el 98—, y otras escritas a Castelar por Víctor Hugo, Renán, Dumas, Duque de la Victoria, Mazzini, Thiers, Garibaldi y otros famosos y gloriosos hombres de diferentes naciones.
El señor Calzado fué el amigo más íntimo de Castelar, y quien, sin alardes de humillante mecenismo, ayudó pecuniariamente al gran orador, en ocasiones en que éste necesitaba de su apoyo. Calzado, rico banquero muy conocido en París, y al propio tiempo persona de superior cultura, ha escogido, entre las muchas cartas que recibiera, las principales.
¿De qué manera—dice en el prólogo—he procedido al ordenar estas cartas? Desde luego he hecho poco uso de aquellas cortas circulares que me enviaba Castelar periódicamente, al mismo tiempo que a otros cuatro amigos, las cuales dictaba a su secretario para que sacase copias de ellas. Doy preferencia a las íntimas, porque reflejan idénticos pensamientos con mayor espontaneidad y abandono, bien que ofrezcan el peligro de hacerme parecer inmodesto, aceptando elogios inmerecidos y expansiones que el lector, con su buen criterio, achacará indudablemente a la parcialidad del amigo. Después he eliminado lo agresivo, lo que, dicho en la intimidad y con el calor y la vehemencia de la lucha, pudiera ofender a muchos que fueron amigos suyos y son sus primeros admiradores. Por el deleznable fin de sazonarle a la curiosidad pública manjares, con la sal y pimienta del escándalo, hubiera faltado a deberes elementales. Tampoco he querido suavizar aquellas frases de ingenio tan peculiares en él, verdaderos zarpazos de león, para convertirlos en vulgares arañazos de gato. Suprimiéndolas sencillamente, si no doy gusto a los aficionados al escándalo, dejo en pie la idea, el concepto, que por faltar un adjetivo o un donaire no pierden su razón y su virtualidad.»
El compilador, respecto a las necesidades de aquel grande hombre que cumplió con el deber estético de darse la mejor vida posible, agrega:
«No me he creído con derecho a suprimir lo relativo a sus apuros económicos, porque ponen en relieve su laboriosísima existencia, su trabajo diario de diez horas, y cómo el hombre que ocupó los primeros puestos en la nación murió tan pobre que cuatro amigos tuvieron que pagarle el entierro. ¡Y no fué un entierro nacional, si fueron nacionales el duelo y el quebranto!»
Al leer la correspondencia de Castelar se ve ante todo la facilidad de fuente que había en aquel surtidor de ideas y de cláusulas armoniosas. Castelar en sus cartas, como en sus novelas, como en sus artículos, es el Castelar de los discursos, es siempre el orador. Hace su frase, busca la cadencia y el efecto, redondea su hipérbaton. Así era también en su conversación. Y, a propósito, fué Castelar quien me presentó a su amigo Calzado, una vez que almorzamos en su casa de la calle de Serrano. Otra cosa que se advierte en seguida es la vehemencia meridional en todo, y una facultad de dar en todo, un soplo de lirismo.
Claro que lo que principalmente preocupa al escritor se ve que es la política, y de política tratan la mayor parte de las epístolas. Tanto como la política española dijérase que le interesa la francesa; y se sienten sus protestas, sus enojos, sus críticas, llenas de fogosidad. No queda muy bien Gambetta ante sus juicios. Y cuando Castelar se exalta, no se para en señalar hasta el defecto de ser tuerto.
También resalta el ingenuo y natural orgullo de quien sabía lo que era y lo que valía. Esa águila tiene mucho de pavo real. Y la verdad es que los oros y colores de su estilo brillan lindamente al sol. Hugo tenía también ese conocimiento de lo desmesurado de su genio, y asimismo mostraba su soberanía con sencillez, simplemente, como un león. Y hay que ver el cambio de cumplimientos olímpicos entre el gran francés y el gran español.
Y todo eso estaba perfectamente. Castelar no iba a dirigir sus pomposos elogios a M. Tartampion, ni Víctor Hugo sus inciensos pontificios a Juan de las Viñas.
Otra cosa que advertiréis es el trabajo formidable de aquel cerebro excepcional. Aunque la política le quitase mucho tiempo, él se arreglaba de modo que, mientras había libros suyos en prensa, iban sus larguísimas y profusas correspondencias a Buenos Aires, a Montevideo, a Venezuela, México, a Nueva York, fuera de su colaboración en diarios y revistas europeas. Ganaba mucho dinero, es verdad; puede decirse que nadie aquí ha sacado tanto oro de sus tinteros. Pero gastaba mucho; su vida de gran señor y de hombre de buen gusto le costaba un dineral, y ya habéis visto cómo Calzado cuenta que cuatro amigos tuvieron que pagar su entierro.
Hay en esas cartas opiniones sobre hechos y sobre gentes, sobre arte, vida pública; paisajes rápidos, soñaciones e intenciones de poeta. Escribe en una parte, desde Étretat:
«Tengo el valor de predicar a un poeta prusiano, muy amigo de Bismark, su agente en Roma, que Alemania debe reconciliarse con Francia, como se ha reconciliado con Italia, volviéndole Milán y Venecia. Por consiguiente, debe volver a Francia, Metz y Estraburgo.»
Una tablita:
«Querido Adolfo: Aquí me tienes en la soledad más completa. Frente de mis balcones se extiende el Mediterráneo, que me envía sus frescas y a veces tempestuosas brisas; en torno de la casa una multitud de colinas sombreadas por pinos de Italia, y en cuyas cañadas crecen las higueras, los naranjales y las palmas.»
Política europea:
«Estoy indignado con ese bárbaro zar moscovita. Después de haber echado los pobres servios al campo, todavía los insulta. Después de haber convertido el ejército servio en ejército ruso, todavía escupe por el colmillo. Ayer comí en casa de Layard con tres diputados conservadores del Parlamento inglés. Me dijeron que Alejandro ladra, pero no muerde.»
Un buen párrafo para Gambetta, en Noviembre del 76:
«La campaña de Gambetta me admira más cada día. Es el verdadero talento político que hay en la democracia francesa. Por él, y sólo por él, vivirá la República. Si hoy tengo tiempo te incluiré una carta en español para que se la traduzcas de viva voz al francés, felicitándole y felicitándome por sus triunfos, que son también triunfos de la democracia europea.»
Y en Agosto del 77, refiriéndose a un discurso pronunciado por Gambetta:
«Aunque he dicho a América que me había gustado el discurso de Lila, te digo a ti que no me ha gustado nada. Cada día encuentro a ese mozo más gárrulo y más vacío. Luego, a su altura, no se comprometen los hombres públicos en procesos de imprenta como cualquier pelafustán de baja talla.»
Después, aún hay cosas peores contra Gambetta. Un sabroso párrafo culinario:
«Las últimas chucherías salen de provincias y llegarán antes de dos días. Haced un almuerzo español. Freid las morcillas, asad las longanizas, hervid las batatas de Málaga, coced los blancos de Elda, desgranad las granadas; reunid a todo esto el turrón y luego preguntad dónde se quedan Chevet y Compañía.»
Pues Castelar amaba como pocos los placeres de la mesa. Y ya he hablado en uno de mis libros de ciertas perdices, regalo de la duquesa de Medinaceli, que me hizo saborear aquel hombre glorioso de alma infantil.
EAN Orth es sabido que es el archiduque austriaco, de la imperial familia atrida, que, enamorado como un antiguo estudiante romántico, se embarcó un día con la mujer amada en un navío de ignorada suerte. Con rumbo a la buscada Felicidad, se esfumó en el Misterio. Y Eugenio Garzón es el Gaucho Dandy del Fígaro de París, que llegado a Lutecia de su Uruguay nativo, tiró las boleadoras a la Fama, y la llevó de las alas a la garçonnière de la rue de Courcelles, para lanzarla a todas partes, dando buenas nuevas propias y curiosas noticias del archiduque Juan de Habsburgo.
¿El archiduque naufragó? ¿El archiduque ha sido encontrado en el Río de la Plata? ¿El archiduque está en el Japón? Después de leer el buen libro de Garzón sobre Jean Orth, no tenemos la certeza de nada de eso. Quizás esto vale más, pues archiduque encontrado, leyenda acabada; y es siempre mejor que Barbarroja esté en su ignorada gruta, haciendo compañía probablemente a Enoch y a Elías. Y luego, yo creo que Garzón es tan artista que ha dejado escaparse al príncipe hacia su sueño de soledad—, quedándose con el pretexto, es natural, de escribir un bello volumen.
Este tuvo el consiguiente éxito cuando apareció en castellano. A pesar de estar escrito en nuestra lengua, tan poco leída en Europa, se habló bastante de él en Italia, en Alemania y en Austria. La versión francesa lo hará conocer mayormente. La crítica española le ha sido favorable, y sus colegas y amigos de América han tenido para el autor gentiles opiniones. Manuel Bueno proclama su «mérito indiscutible»; Emilio Mitre reconoce el interés y la agradable literatura del libro; Eduardo Wilde encuentra «páginas encantadoras»; Daniel Muñoz aplaude esta obra «variada en su unidad»; García Ladevese asegura que «son los libros escritos como Jean Orth los que consuelan de la impotente literatura de decadencia»; y Gómez Carrillo cuenta que se ha «olvidado de almorzar» por leer Jean Orth. Esto que parece más bien un prière d’insérer, no es sino un ramillete de justicias. Al cual yo agrego, gustoso, mis cumplimientos.
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Hace algún tiempo, visitando la admirable mansión de Miramar que posee en la isla de Mallorca el archiduque Luis Salvador, vi en una capilla construída no lejos de la legendaria gruta de Raimundo Lulio, una estatua de mármol, simulacro de nuestra católica Virgen. En el zócalo una inscripción recuerda las dos visitas que a Miramar hiciera la emperatriz que tan bellas páginas inspiró a Maurice Barrès, y que el doctor Christomanos biografiara fervorosamente. Y en tal inscripción se ponía bajo el amparo y la protección de la Maris Stella, a la porfirogénita viajera que en Corfú descansa en su Achilleion, frente al monumento que consagrara a su admirado Heine, de sus errantes fatigas. La Estrella del Mar no pudo desviar, por ley de la superioridad divina, el arma del anarquista que, a las orillas del lago de Ginebra, hirió a la soberana y solitaria señora. Y al leer la inscripción votiva no pude menos que recordar a Jean Orth que, como el holandés errante, se perdió en lo incógnito del mar sobre su barco fantasma. Tiene Garzón una hermosa página en que los datos fatídicos se amontonan como puñales en el proceso histórico de esa familia predestinada. Quizá poseído del terror de su sangre, el príncipe perdido abandonó la existencia palatina de Viena y en compañía de la hembra elegida, vestido de su pseudónimo, se fué en busca de paz, de acción, de horas tranquilas y amorosas.
Su caso queda entre los enigmas de la historia. Su vida es una novela que justamente ha tentado la pluma de un escritor de fantasía y entusiasmo, que ha hecho juntarse en el camino de la leyenda el Río de la Plata y el bello Danubio azul. El hallazgo del príncipe hubiera sido una victoria periodística destructora de ilusiones; el triunfo literario en que me ocupo deja felizmente el campo libre a la suposición y a la imaginación.
El temperamento caballeresco de Garzón se aviene a maravilla con la aventura romántica del archiduque navegante, y su habilidad de escritor sale ufana del intento de demostrarnos la posibilidad de que actualmente existe en alguna parte el que casi todo el mundo ha creído muerto en el mar.
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Contraste curioso ofrece el autor, entre estas páginas laboradas con una firme preocupación y elegancia de estilo, y su diaria tarea de Le Fígaro, en donde con períodos erizados de guarismos y de manera concentrada y expositiva, hace la propaganda de las riquezas y de los progresos de la América nuestra, sobre todo de la maravillosa República Argentina. Gracias a esto, le perdonarán sus amigos de estancia y automóvil sus apasionados devaneos con las bellas letras que no son de cambio. El Fígaro parisiense ha ganado mucho, es indudable, en nuestro continente y en nuestro mundo hispanoparlante, con el trabajo asiduo de su redactor platense. Y nuestras repúblicas, a su vez, han logrado por fin tener en Europa un expositor útil y fidedigno y serio, de su civilización y de sus elementos de riqueza y de cultura. Tanto más, que a la propaganda simplemente comercial e industrial de la hoja cotidiana, se agregará pronto la social y artística en Le Figaro Illustré.
Amigo de las elegancias y de las distinciones, alejado de los murmuradores charlatanes y de los folicularios de países latinos que abundan en las colonias de París, puede Garzón entretener sus vagares de mundano, escribiendo con pluma fina libros como su Jean Orth y como La entraña del bulevar, que aparecerá en breve.
En el tiempo relativamente corto en que ha logrado ser el primer hispanoamericano que ha entrado a formar parte de la redacción activa de un gran diario, ha llegado a conocer la vida parisiense como muy pocos extranjeros la conocen. Conversar con él es un placer. Y así, entre anécdota y frase oportuna, os narrará cosas del mundo internacional de la Metrópoli, como traerá a cuento sus días de juventud y de lucha, en su amada tierra original. Trofeo forman, en su gabinete de trabajo, los ponchos costosos de los gauchos, las espuelas, la guitarra del payador, las boleadoras que han detenido carreras de avestruces y de potros en las vastas pampas. Y bajo esos trofeos suelen verse lindas sonrisas francesas, monóculos literarios; o tal o cual barba blanca de personaje.
Aunque ya ha nevado sobre él, guarda con bizarra actitud sus bríos de antaño, que recuerdan sus antiguos compañeros de periodismo en el Plata, hoy casi todos diplomáticos y hombres de estado. Y es soltero. Garzón para la garçonnière.
Este escritor y este periodista, ambos en el mejor sentido de la palabra, es, como lo he dicho en otra ocasión y en este nuestro querido Fígaro habanero, un romántico modernizado. A pesar del continuo contacto con esta inquietante ultracivilización, conserva viejas virtudes castizas, que Dios le guarde siempre. Cree en la nobleza, en el carácter, en la amistad, en el honor, en la cortesía. Y aunque ya todo eso casi no está de moda, él lo sabe lucir de manera envidiable. Y es que este dandy, que hubiera sido amigo de Barbey d’Aurevilly, tiene también el dandismo «por dentro».
UANDO comencé a dar a mis ansias artísticas, hace ya cerca de veinticinco años, los nuevos rumbos que habían de traerme en América y en España tantos amigos y enemigos—«todo buena cosecha»,—uno de mis maestros, uno de mis guías intelectuales, después del gran Hugo—el pobre Verlaine vino después—fué el poeta que de modo tan horrible ha muerto, tras de vivir tan hermosamente: Catulle Mendès. Su influencia principal fué en la prosa de algunos cuentos de Azul; y en otros muchos artículos no coleccionados y que aparecieron en diarios y revistas de Centro América y de Chile, puede notarse la tendencia a la manera mendeciana, del Mendès cuentista de cuentos encantadores e innumerables, galante, finamente libertino, preciosamente erótico. Mi admiración se exteriorizó en un soneto:
Mi admiración fué siempre la misma, aun después de la nueva moda de revisar valores. Siempre le tuve por un admirable artífice de la palabra y por un espíritu alta y elegantemente romántico. Fué uno de los pajes predilectos del emperador de la Leyenda de los Siglos. Cuando la muerte de Gautier, cuya hija Judith fué la primera esposa de Mendès, Víctor Hugo escribió a éste:
«Hautevill-Housse, 23 Octobre 1872. 5 heures du soir.—C’était prévu et c’est affreux. Ce grand poète, ce grand artiste, cet admirable cœur, le voilà donc parti! Des hommes de 1830 il ne reste plus que moi. C’est maintenant mon tour. Cher poète, je vous serre dans mes bras. Mettez aux pieds de Mme. Judith Mendès mes tendres et douloureux respects.»
Alma muy 1830, queda hasta su último día la de Mendès. Yo no le traté personalmente, y vale más. Le ví muchas veces en París, y sobre todo en su café preferido, el Napolitain, donde, alrededor de una mesa, a la izquierda de la entrada, se reunen todas las tardes a conversar y tomar aperitivos unos cuantos hombres de letras y periodistas. Allí reinaba Mendès, teniendo a su lado a un gran amigo suyo, Courteline. Vi algunas ocasiones a Moreas, entre otros comediógrafos, poetas y cronistas. Una tarde vi también que llegó a buscar a su marido Madame Jane Catulle Mendès, bella, elegante, muy «parisiense.» Su marido, apartando un poco el guante, descubrió el rosado puño de su mujer y le dió gentilmente un beso. Ella, poco tiempo después, recuerdo que publicó un lindo tomo de poesías, en que en plausibles estrofas se manifestaba muy enamorada de él. Los versos eran exquisitos. No pasó mucho sin que ocurriese la separación de los cónyuges. Esto, en París, es muy sencillo.
Era ese poeta amable, de noble continente y gestos de hombre «nacido». Y era israelita. Nació dotado de gran belleza. Se cuenta que cuando llegó a París, muy joven, una noche, al presentarse en un palco, acompañado de su madre, llamó la atención su rostro de príncipe de cuento.
Fué un bizarro conquistador de amores. Hizo poética su vida. Hasta sus últimos años tenía, en un cuerpo ya cargado de edad, el alma fresca. Su muerte ¿un suicidio? Imposible. Anacreonte muere de otra cosa. Si la existencia no tuviese esos golpes violentos, debidos a una misteriosa lógica absurda, Mendès debió morir académico. Aunque más peligrosa a la blancura de los azahares, si su obra, allá en los primeros pasos, le llevó a la cárcel, como a Richepin, no tiene la brutalidad del Turiano. Y de seguro Mendès no hubiera escrito Père et mère... En cambio, Zo, Lo y Jo, sus antiguas figuritas predilectas, antecesoras de todas las Claudinas, hubieran concurrido a oir el discurso de recepción bajo la Cúpula.
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Era el poeta. Su crítica, sus cuentos, sus dramas, sus novelas, eran de poeta. A todo le daba valor armonioso. Puede decirse que no tenía creencias religiosas o que las tenía todas bajo el imperio de la poesía. Ese judío escribió páginas inefables, no sin el inseparable perfume venusino, en el Evangelio de la Santísima Virgen y en Santa Teresa. Todas las teogonías tenían para él, como para todos los poetas, los prestigios del misterio, del símbolo, del mito. Su inspiración vuela por todas las latitudes. Ya comprende e interpreta, desde sus primeros poemas, el encanto nórdico, explorando las brumas y las nieves del país en donde suavemente y fantásticamente brilla el sol de media noche, y hace dialogar a Snorr y Snorra; ya su pasión wagneriana, tan sólo superada en él por su pasión hugueana, le hace escribir una exégesis poemática de la obra del Thor musical, y novelas como aquella en que narra a su manera la legendaria vida del Rey Virgen; ya con su Hesperus flota en el mundo de Swedenborg, o con Panteleia crea una música astral y deliciosa. Como su dios Hugo, él tenía toda la lira, aunque más pequeña, y también sabía agregar la cuerda de bronce.
Tenía un admirable don de asimilación, y, voluntariamente, o por sugestiones sucesivas, dejó en su obra numerosa algo que hubiera firmado Hugo, algo que se confundiría con lo de Gautier, con lo de Leconte de L’Isle, con lo de Banville, con lo de Heredia. Es cierto que él perteneció, y se glorió siempre de ello, a la familia parnasiana, que se desarrolló bajo el ramaje del patriarcal Roble romántico.
El fué bondadoso con los poetas que vinieron después de su generación. No careció de enemigos, ésto conforme con su mérito. Mas da a quien lo merece el justo elogio con sus crónicas, y en su voluminoso trabajo sobre la poesía francesa en el siglo XIX, que escribió por encargo oficial.
Lo que nunca pudo ver con buenos ojos ni oir con benévolas orejas fué el verso libre. Que no le hablasen del verso libre. Y eso, siendo como era un gran conocedor de secretos musicales, un wagnerista, y habiendo escrito en prosa rítmica y rimada los más encantadores «lieds de France». Es una joya ese librito, en el que a los lieds de Mendès viene unida la música de ya no recuerdo cuál joven autor parisiense.
De todas las artes es la música la que más se compadece con la mentalidad israelita, y este poeta tenía la facultad musical en el verbo, que en el pentágrama tuvieron y tienen muchos artistas de su raza.
Yo admiro el buen tino del padre de Mendès que supo comprender desde la niñez de su hijo la verdadera vocación. ¿Qué digo tino? Debo decir don de profecía, pues si le impulsó a las letras en lo fragante y primaveral de su ensoñadora juventud, vió desde la cuna el laurel verde y así le llamó con nombre de poeta. El padre de Chapelain fué menos avisado, y su cosecha fué, como dicen los franceses, plutôt maigre.
Era el poeta. Un poeta pagano, alerta siempre, que sabía amar con elegancia y lirismo las mujeres y el vino; por lo cual debe haberle encantado el consejo luterano que leyera inscrito en letras góticas en las cervecerías alemanas, cuando, en sus días de estudiante, cantara en Heidelberg el Gaudiamus igitur después de los salamander, en los coros de escolares teutónicos. ¡Gentil epicúreo! Casi septuagenario, se regalaba con primicias ofrecidas por la Fama y por la Voluptuosidad. Su primera esposa era una musa; se separa de ella y se consuela con otra musa adoradora de Wagner como él; en seguida, su esposa es musa también; se separa de ella y se consuela con la amistad de una bella cortesana de letras.
Es muy de París, como hubiera sido muy de Atenas. Con sus corbatas de seda blanca y fina bajo su cuello doblado, con su en bon point, con sus cabellos entre plata y oro, su cara de Cristo satisfecho, con su indumentaria, si no de dandy nunca descuidada, me parecía más joven que todos los que a su rededor se congregaban, más joven que el mismo Moreas, tan lleno de juventud, y desde luego más joven que otros amigos jóvenes, pero de espíritu y corazón matusalénicos.
Luego se batía por cosas de arte y de poesía, defendía a sus maestros y daba la sangre por sus ideas estéticas. Un escritor y conferenciante, ya difunto, le agujereó el vientre en una de esas bizarras cyranadas.
Sabía latín bien; debe haber sabido griego, pues hizo muy buenas humanidades; el alemán debe haberle sido familiar, puesto que cursó en Alemania estudios universitarios. En cuanto a su español, si nos atenemos a las citas que alguna vez hiciera, y a los nombres estrafalarios de ciertos personajes de su Santa Teresa, debe haberlo conocido y hablado como un cisne francés...—No debe haber existido la tradición sefardita en su familia paterna—desde luego su madre era cristiana, según tengo entendido. Si no, ya hubiese parlado un sabroso castellano viejo, como el que habla el doctor Nordau; y si no, portugués.
Como crítico, siempre manifestaba para toda obra extranjera el parti pris, el modo de ver francés. Sus funciones de crítico teatral en el Journal parisiense fueron arduas. El hijo del judío rico, en sus últimos años, que debían haber sido de rentas y reposo relativo, tenía que trabajar como un negro para llenar sus necesidades de gentleman y de mundano. Porque era poeta con renombre de bohemio, el amigo de Glatigny y su resurrector, y el cliente del Napolitaine lo era también de Ritz y comía—como comió la noche de su muerte—en casa del banquero Openheimer.
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Sobre el movimiento literario contemporáneo francés tuvo ciertas expansiones, hace algún tiempo, con un escritor que fué a conversar con él a ese respecto. Creo que Mendès vivía en ese tiempo en la calle Boccador, frente a la Legación de Nicaragua. El visitante pinta su gabinete de trabajo, lleno de libros, y en el que resalta, dignamente enmarcado, un autógrafo de Hugo, «La siesta» de El arte de ser abuelo. Y habla del poeta, que se presenta sonriente y casi joven:
«M. Mendès ha visto morir el romanticismo, desenvolverse los destinos del Parnaso, nacer y morir el simbolismo; pero los años no le pasan, sobrevive a todos los naufragios alerta y alegre.»
Y Mendès da su opinión sobre la literatura francesa contemporánea. Para él no hay nada nuevo. Por otra parte, que se lea su «Rapport sur la Poesie». Con justicia se sulfura contra las escuelas. ¿Acaso había antes escuelas?, dice. «Hugo siempre negó haber fundado una escuela; en todos sus prefacios se acordó de protestar. El Parnaso no es tampoco una escuela. Era una agrupación de amigos que se estimaban y que trabajaban juntos; pero nuestras tendencias eran tan poco comunes, que nada se parece menos a la obra de Heredia que la de Coppée, a la de Sully-Prudhomme que la mía...»
Y luego:
«Cada poeta hace su obra como puede, como lo entiende, lo menos mal posible. Eso es todo. La escuela simbolista, la escuela romana, la escuela naturista, grupos sistemáticos y artificiales, ¡qué tontería! ¡Vedlos! Pasan su vida redactando proclamas y olvidan hacer obras.—No hay nada nuevo después de los prefacios de Cronwell y de Hernani. Todavía viven de eso todos; los comentan, los discuten, los niegan; pero es alrededor de ellos que se baten.»
Y el poeta se expresa poco amable con las técnicas nuevas. Los poetas jóvenes creen encontrar a cada paso un nuevo camino; pero siempre siguiendo las huellas de sus antecesores.
«Hacen ahora tragedias clásicas. ¿Y por qué? Porque yo he hecho Medea. Así se grita: ¡renacimiento clásico! Pero si yo tenía derecho de hacer Medea sin ver en ese asunto más que un motivo interesante de teatro. Entonces, porque he escrito El hijo de la Estrella se deberá clamar: ¡renacimiento bíblico! No. Cada poeta es libre de ir a extraer su inspiración de donde bien le parezca, sin que se pueda interpretar ese esfuerzo particular como una tendencia general. Corneille ha hecho tragedias griegas y tragedias españolas. Todos los asuntos son buenos; sólo el talento del poeta les da valor.»
Y cuenta que un día un amigo de Alejandro Dumas lo invitó a comer, ofreciendo darle «un excelente asunto para una pieza». Dumas fué a la comida, y preguntó a su amigo, que quizá sería el mismo Mendès:—¿Y ese asunto?—Es éste: un joven y una joven quieren casarse; pero el padre no quiere. En efecto, afirma el poeta, con eso hacéis El Cid, sólo que depende del modo que esté tratado el asunto.
Tenía sus admiraciones especiales: Rostand, Madame de Noailles. Con todo y no creer en los nuevos poetas, siempre estaba pronto a dar buenos consejos y a alentar a los que a él se acercaban. M. Saint-George de Bouhelier le debe mucho de su renombre.
Y con buenos lustros encima, era un formidable laborioso, pues teniendo a su cargo la crítica teatral de un diario parisiense, y casi la dirección literaria del mismo, tenía tiempo para hacer vida social y escribir dramas, comedias, cuentos, novelas, todo lo imaginable. Su pegaso estaba enyugado, como el de la poesía de Schiller y el del dibujo de Retzsche. Pero, de pronto, quedaba libre, y de un solo lírico impulso se elevaba al azul.
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Con motivo de su muerte se han repetido los ataques que la murmuración, con razón o sin ella, propagaban en su contra. Hemos quedado en que nadie es perfecto en la tierra. Los defectos que se le achacan, los pecados que se le critican, los tienen en el mundo infinitos fulanos, sólo que en él si existieron, como parece muy probable, resaltan más al brillo de su talento, al resplandor de su obra, que si no durará ha tenido su triunfo de belleza. Pero a veces la crítica aparta el prestigio de los dones singulares y se empeña en medirlo todo con igual rasero. Poco científico y poco justo. Cartouche no es Benvenuto Cellini, y Soleilland no es César Borgia.
E aquí el poeta más español de todos los que escriben versos en España. De él decía hace algún tiempo: «Poeta diplomático. Es un señor. Continúa la tradición propia; es de la familia de los viejos poetas hidalgos; prendados de noblezas, de prestigios, de heroísmo, de ceremonia. Con todo, su vocabulario, su elegancia decorativa, los saltos libres de su pegaso, le ponen entre los innovadores. A veces, con pensamientos nuevos hace versos antiguos, y con pensamientos antiguos hace versos nuevos. El verso libre en España no ha llegado a la licencia de ciertos versolibristas franceses, con todo y haber escrito Manuel Machado versos libérrimos. Los de Antonio de Zayas son voluntariamente sujetos a un ritmo general que no desentona ni se rompe nunca. En Paisajes, los hay magistrales. Hay una oración por el alma de Felipe II, que en cualquier literatura honraría a un poeta; pero que en este caso concentra el alma española, la cristaliza en un diamante verbal sorprendente. Sus sonetos se resienten de heredianos algunos: los escritos en alejandrinos. Los otros siguen la influencia gallarda que nos viene de los grandes sonetistas del siglo de oro: Quevedo y el admirable Góngora.»
A esas afirmaciones, me complazco ahora en agregar otras.
Ese aristócrata—Antonio de Zayas pertenece a la nobleza—, ese hombre de protocolo y ese hombre de mundo, tiene un respeto y una pasión profunda por la dignidad del pensamiento y por la pureza del Arte. Sabe que el ciego Homero tuvo templos como los semidioses y que la lira es un instrumento sagrado aun en la época de los gramófonos y de las pianolas. Con su dignidad gentilicia trata a las musas, y ellas le corresponden con dones preciados y envidiables sonrisas. Tributario de la Diplomacia, peregrino de la Carrera, ha vivido en países extranjeros, en climas ásperos para el hijo de una tierra armoniosa y solar, y su noble pasión por las bellas letras le ha consolado, con la juventud y el amor, en sus horas frígidas y brumosas, pues, como Ovidio, ha podido escribir:
De esas oficiales peregrinaciones ha habido felices consecuencias poéticas. Los paisajes distintos, las costumbres exóticas, las evocaciones históricas y los espectáculos pintorescos han inspirado a nuestro artista de la palabra preciosas preseas, entre las cuales rítmicos «joyeles bizantinos». Él estuvo en ese Oriente europeo que ha cambiado de pronto al influjo del tiempo nuevo; alcanzó a ver la vida de la Turquía misteriosa y un poco miliunanochesca que han europeizado esos niños y ancianos terribles que se llaman los Jóvenes Turcos. Su saber y su gusto de poeta le hicieron aprovechar del lado bello y peregrino de las cosas. Y en armoniosas y bien sonantes estrofas nos regaló con sus impresiones y sensaciones orientales.
Él lleva consigo su luz y su sol nativos. Así os explicaréis cómo, según nos ha narrado en cierta hermosa página, sus Paisajes, esos versos que se dirían impregnados de llama andaluza y de calor castellano, fueron acordados «en las inmediaciones del Círculo Polar Ártico, durante el rigor del invierno, cuando, rodeado de nieve por todas partes y perdida la mirada en los turbios cristales del Melar, contemplaba en lontananza como único límite del horizonte, inmóviles ejércitos de abetos, solemnes como obeliscos funerarios.»
De tal modo su espíritu hizo brotar ardientes rosas bajo toldos de brumas en instantes cimerianos. Sus Retratos antiguos, sus Noches blancas, su Leyenda, son la prueba del constante ingenio y la maestría elegante de un artífice que, consciente y vigoroso, ha adornado su juventud con frescos y bien ganados laureles. Su reciente traducción de la obra poética de Heredia ha aumentado sus prestigios.
Se le ha querido absurdamente afiliar a esta o aquella tendencia literaria; quiénes le hacen seguidor de los clásicos, quiénes le declaran parnasiano, quiénes le bautizan con el absurdo epíteto de modernista. Los primeros se fijan en algunas de sus poesías construídas según los cánones de la poética ortodoxa castellana; los otros en la voluntaria ausencia de todo subjetivismo emocional, en la impasibilidad escultural de tales sonetos; los otros en sus novedades de expresión, en su virtuosismo rítmico. Él es simplemente un poeta, un artista del verbo; sincero, de conciencia, y como tal capaz de contradicciones en el proceso de su evolución mental, y en lo que no ataña a las ideas primordiales. Es un admirable evocador de figuras y escenarios del pasado. Hay en él como la herencia de una visión ancestral. Su énfasis es atávico, así como su buen gusto y sus aptitudes de aristócrata. Y no es un refinado hasta el límite decadente como el francés Montesquiou-Fesenzac, sino el descendiente de los viejos poetas españoles que a un tiempo amaban la lira y las máscaras, el arcabuz y la espada de Toledo.
Viajero y políglota, ha procurado siempre alejarse de toda heterodoxia de lenguaje, de ser en todo y por todo de su tierra. Y su misma simpatía por Heredia, tiene de seguro por razón el abolengo intelectual y familiar del sonetista franco-cubano, que tuvo ascendientes conquistadores como el bizarro don Pedro, fundador de Cartagena de Indias.
No soy yo amigo de las traducciones en verso. Un poeta es intraducible. Si el traductor es otro poeta, hará obra propia. El canto del poeta extranjero no será comprendido sino por los que entienden su música original. Con todo, alabo la traducción que Antonio de Zayas ha hecho de la obra herediana, porque ha dado a España la poesía de un poeta que tenía mucho en su espíritu de español; porque ha realizado su labor con nobleza y mucho conocimiento, y porque parece en ocasiones que, al ser refundida y troquelada con la alianza del metal castellano, vibrase más sonora la medalla francesa.
Lleno de distinción, verboso—¡como que posee, signo de raza, el don oratorio!—amable y rebosante de hidalguía, joven, unido a una gentil dama de gran cultura que le ha acompañado en sus viajes y que es encanto de su casa; con títulos de nobleza y ejecutorias de talento; feliz, en lo relativo de este mundo; así vive su lozano vivir este mi buen amigo que acabará sus días, Deo volente, embajador y académico entre los hombres, y portalira glorioso premiado por los dioses.
IBLIOTECARIO Mayor de S. M. el rey don Alfonso XIII, es el Excelentísimo Señor don Juan Gualberto López Valdemoro y de Quesada, Conde de las Navas. Como otros caballeros de sangre azul, se dedicó a los deportes el conde de las Navas, sin desdeñar los ejercicios de la fuerza y elegancia, pues hasta está en la lista de los nobles que han toreado; se consagró principalmente a la bibliografía, a la erudición, a la literatura. A mí me parece extraño que, aunque relativamente joven, no tenga ya su sillón en la Real Academia de la Lengua. Ha producido ya buen número de libros que le hacen acreedor a tal merecimiento. Conoce su idioma como muy pocos, es un escritor castizo y de tradición. Y por su nombre, su papel social, su cultura y sus vinculaciones, debía estar ya entre los eminentes fabricantes del Diccionario.
Yo le conozco desde hace ya algunos años. Solía encontrarle en la célebre tertulia de D. Juan Valera y en casa de la condesa de Pardo Bazán. Su conversación es tan amena como sus escritos. Su cultura es sólida y su carácter no está agriado de pesimismos, a pesar de haberle coartado su actividad física una penosa dolencia que ha hecho aún más sedentaria su vida de religioso de los libros. Adora a su España, es andaluz y se encanta con la región asturiana, que le ha hecho producir páginas hermosas. «¡Ah! exclama, si yo no hubiese nacido bajo los verdes nopales de Gibralfaro, rezado la primera vez ante el altar de la Virgen de Araceli, y estudiado Derecho romano a la sombra de la torre de los Siete Suelos; si no debiera, en parte, mis pocas felices inspiraciones—si tuve alguna—al elixir del Tío Pepe, y si la Reina del Guadalquivir, con su Giralda, que, destacándose sobre el cielo, parece signo de admiración por tanta y tanta grandeza, no me hubiese prohijado más tarde, renegaría de mi tierra para hacerme asturiano y beber en el borde de la herrada el agua cristalina y fría en donde pesca la lóndriga la riquísima trucha, y para dormir la siesta a la sombra «proyectada por el ancho alero del hórreo», siquiera me despertase alguna vez la fuina persiguiendo a los pichones en el palomar cercano».
Mas es un purísimo hijo de Andalucía, y en su obra encontraréis alternados, como pasa en la existencia de esa tierra solar, la alegría y la tristeza andaluzas, ambas intensas y cordiales.
Yo no conozco todas las ya numerosas obras del conde de las Navas, pero algunas que he leído me han procurado momentos de amable solaz, me han conmovido o me han enseñado muchas cosas interesantes, raras, curiosas o divertidas. No ha llegado a mis manos La docena del fraile, que se publicó con un prólogo de Carlos Frontaura, jovial escritor cuyo nombre hoy dice poco y es por muchos ignorado, pero que tuvo en su época fama de ingenio fino y despierto. ¡Un infeliz! es una novela que se diría romántica si no fuese el estudio observado de la realidad, el trasunto de una vida, expuesta con procedimientos que poco se relacionan con lo moderno y menos con lo que hoy se llama modernista, con sutileza psicológica que nada tiene de bourgetiana, y con una gran penetración de sentimiento en lo que puede haber de más humano y al mismo tiempo de más español.
De más está decir que todavía, cuando publicó López Valdemoro ese libro, no había aparecido aún por estas tierras peninsulares la influencia del más loco y terrible de los filósofos anticristianos, y que, con todo y su cultura universal y variada, es y permanece fiel al espíritu tradicional de su patria y conserva su pensar absolutamente ortodoxo, a pesar de que se siente el estremecimiento de su alma ante el eterno misterio de la vida y de la muerte. ¡Un infeliz! el protagonista, es el que, en medio de los humanos lobos, cree en el bien, en la dignidad, en el honor, y, sobre todo, es capaz de amar de veras hasta el sacrificio, hasta el heroísmo, hasta la soñada eternidad. El tipo no es común, pero existe, y, sobre todo, ha existido, principalmente entre estos hidalgos españoles.
En una edición de doscientos cincuenta ejemplares, en papel de hilo, hoy agotada, publicó la primera serie, que no conozco, de sus interesantes Cosas de España, la cual primera serie fué escrita en colaboración con D. Manuel R. Zarco del Valle. Trátase en ese volumen, que se imprimió en Sevilla, de varios asuntos: Máscara de los artífices de la platería de México (1621); Entrevista de Carlos I y Francisco I (1538); La fuerza en España; La destreza en España; Don Josef Daza y su arte del Toreo; Los bufones en España y El tropezón de la risa. No han llegado a mi conocimiento tampoco su Chavala, historia disfrazada de novela; ni La media docena, cuentos y fábulas para niños, obra declarada de texto, ni algunas otras de sus producciones. En la segunda serie de Cosas de España, que poseo, hay monografías llenas de erudición sabrosa y entretenida.
La que trata del Tabaco, aunque no muy extensa, está escrita con verdadero amore y será leída con agrado especial por los fumadores. (En América hemos tenido, entre otros, dos grandes fumadores delante del Eterno, ambos generales: en la del Norte, el general Grant, y en la del Sur, el general Mitre). Hay muchos datos peregrinos y citas bibliográficas sobre el origen del tabaco y el placer de fumar. Ignoro si mi eminente amigo conoce un librito, o más bien folleto, del cual encontré un ejemplar en uno de mis paseos por los puestos de libros de viejo de los «quais» de París; me refiero al Traité-Théorique et practique-de-Culotage des pipes-œuvre posthume-de Culot, librepenseur-Philosophe éphectique-Professeur honoraire de pipe à la Société Œnofine-Membre-de plusieurs Sociétés buvantes-Avec les lumières de M. P. R. fumeur émerite.—Paris.—Etienne Sausset, Libraire Editeur.—Galeries de l’Odéon. Si no ha leído el conde de las Navas ese opúsculo, y llega a leerlo, su buen humor tendrá un nuevo momento de expansión, pues el francés tiene el verbo ágil y picante y es un ferviente adorador de la «nicotiana tabacum».
Los otros trabajos de la segunda serie de las Cosas de España, se refieren a Juan de la Cosa y su Mapa-mundi; a la Noche Buena; a don Fernando Colón—a propósito de las muchas discusiones que ha habido sobre si ese hijo del Almirante fué natural o legítimo—; a las Estatuas; a los Juegos de pelota, y al Robinsón español. En todas esas páginas demuestra el escritor que van iguales su talento de expositor y sus condiciones de «chercheur» y de «curieux».
No han llegado a mi poder los Cuentos y chascarrillos andaluces; pero sí he admirado a La niña Araceli, y el escenario andaluz en que se mueve su gracia y todo ese vivir de la famosa tierra que aún aman los moros; como me satisfizo El procurador Yerbabuena, entre lo cómico y lo amoroso, y Retama, el rústico, víctima de lo duro de la suerte, de la universal fatalidad que no conoce lo bueno ni lo malo, lo justo ni lo injusto. La pelusa es una novelita, o, como dicen los franceses, una «nouvelle», y, para seguir con ellos, una «tranche de vie». El argumento se desarrolla en la Corte. Hay en la narración la misma perspicacia y la misma desenvoltura ingeniosa con que el conde ha hecho vivir los personajes y tipos de sus novelas andaluzas.
Otros libros: La decena, cuentos y chascarrillos, inventados o recogidos de labios de amigos de buen humor. Literatura de buena digestión y de buena conciencia. De allende el Pajares, paisajes y cuentos trasladados e inspirados al amor del cielo y del suelo de Asturias. Yo he pasado algunos veranos en esa región amable y me explico el entusiasmo del autor por tierra tan llena de encantos y atractivos, tierra sonriente en medio de una como natural melancolía y un como flotante ensueño.
Mas una de las fases principales del espíritu del conde de las Navas, es su faz de bibliófilo en el verdadero sentido de la palabra. Él tiene el amor de los libros y frecuenta con asiduidad y cariño esas casas de las ideas. No podría encontrar el rey Alfonso XIII ni sacerdote más fervoroso, ni vigilante más celoso, a quien confiar el santuario intelectual riquísimo que es su Biblioteca. Sabida es la gran importancia de ella y las joyas bibliofílicas que contiene. El conde tiene también su biblioteca particular que, según tengo entendido, es muy digna de sus gustos y de su talento. El afecto a los libros demuestra un alma plácida y un fondo bondadoso. La buena erudición aleja los malos sentimientos. Erasmo, o M. Bergeret, tienen que sernos simpáticos. Además, tened por entendido que un bibliófilo no morirá nunca aplastado por un 40 HP, o despedido por un aeroplano. Pocos, poquísimos dice López Valdemoro en una parte de su tratado De libros, son los verdaderos bibliófilos que aman el libro en alma y cuerpo, por lo que dice, por su rareza en el mercado y por la buena ropa con que aparece vestido. Si a este propósito se preguntara a don Francisco Rodríguez Marín: «Después de las de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, ¿con qué gran pérdida nacional cree usted que se cerró la lista de nuestro inmenso despojo?», me atrevo a asegurar que el ilustre escritor sevillano respondería inmediatamente: «Con la venta de la magnífica biblioteca del marqués de Xerez de los Caballeros». Al poner el conde de las Navas tal respuesta en boca del señor Rodríguez Marín, deja ver que él habría contestado en igual caso la misma cosa. Él ha escrito sobre los amigos y enemigos del libro—hombres, mujeres e insectos...—; sobre las erratas, de las cuales cita celebérrimas; sobre el tamaño del libro; sobre los libros españoles de sastrería; sobre el plan de un libro que se propone escribir respecto al vino; sobre la venta de libros con dedicatorias autógrafas; sobre el arte de la encuadernación, y sobre otras semejantes disciplinas.
Y en todo lo suyo encontraréis claridad, elegancia, nobleza, gracia oportuna, documentado saber. Lo que él os diga, tened por sabido que no lo encontraréis en las fáciles y usuales enciclopedias. ¡Por Dios! Ha escrito sobre las gallinas, y para ello ha consultado ciento catorce obras impresas y nueve manuscritos.
Recientemente hizo un viaje a Lourdes y publicó sus Impresiones de un incurable. Esas impresiones son las de un cristiano sincero, las de un católico prudente. Él ha leído todo lo que a Lourdes se refiere, desde Lasserre hasta Zola, desde el abate Archelet hasta el doctor Baraduc, desde el P. Camboné hasta Huysmans, Gourmont y tantos otros, creyentes o ateos. Él cree en el poder de la fe y en la especialidad del milagro, y sabía que él, en su peregrinación, no alcanzaría la curación como otros. Él no es fanático; mas escucha en veces a la ciencia misma, decir por boca de sabios como Ramón y Cajal: «A despecho de los inmensos progresos acumulados en el pasado siglo, la fisiología cerebral del entendimiento y de la voluntad, continúan siendo el enigma de los enigmas... por mucho que se descubra no se llegará a contemplar objetivamente el pensamiento, ni se averiguará por qué un movimiento en lo objetivo resulta una percepción en lo subjetivo».
Del conde de las Navas han dicho: Picón, «que tiene un estilo en que andan mezcladas por partes iguales la corrección, la sencillez y la gracia»; el finado P. Blanco García, «que Alarcón hubiera firmado sin escrúpulo algunos cuentos de La docena del fraile»; la condesa de Pardo Bazán, le hace notar «su gran riqueza de diccionario»; Le Quesnel, afirma que es «un artiste ciseleur, ou mieux un artiste joaillier qui ne cesse de sertir des perles»—; y de su obra sobre el espectáculo nacional, dicen unos cuantos inmortales que es magistral y merecedora de todo aplauso.
Pero entonces, vuelvo a asombrarme: ¿Por qué no ocupa el sillón que de derecho le corresponde en la Real Academia Española, el Excelentísimo señor don Juan Gualberto López Valdemoro, conde de las Navas y Bibliotecario Mayor del Rey don Alfonso XIII?
EA usted qué tarde más triste, qué tarde más gris—me dice el pintor burgalés Santa María, tan gentil y talentoso;—el gris de las tumbas es el mismo del cielo.
Así era. Salíamos del cementerio de Nuestra Señora de la Almudena; acabábamos de dejar bajo la tierra al poeta y escritor José Nogales. Y había una tristeza muy grande en el ambiente, en todas las cosas. Nada más lleno de la ceniza del otoño y de la pena del otoño que esta tarde. Yo no voy casi nunca a entierros. Padezco la fobia de la muerte y desde mi niñez me emponzoñó el terror católico. Quizás en la antigua Grecia, habría acompañado con cantos alegres y con flores, los despojos de un amigo. Mas ya en mis primeros años me poseyó el espanto de la Desnarigada.
Recuerdo que en la ciudad nicaragüense de León, cuando un vecino estaba para expirar, tocaban en los campanarios de las viejas iglesias un son lento y doloroso que infundía pavor, el toque de agonía. Al oirlo, en todas las casas se rezaba, encomendando a Dios el alma del agonizante. Eso ha desaparecido, felizmente. Pero en mi espíritu quedó la huella de tanta temerosa impresión mediœval. Así siempre he procurado no escribir ciertas palabras, no ocuparme en ciertos asuntos y no ir a los entierros.
...A acompañar a Nogales si fuí. Yo no le vi nunca. No fuí amigo personal suyo. Mas aparte de que era un compañero en La Nación, tenía todas mis simpatías por lo noble de su espíritu, por lo caballeresco de su manera, por lo castizo, por lo elegante y lo sensitivo. Luego, en medio de la comedia literaria, era un sincero, decía con claridad y franqueza su sentir y su pensar, y daba a cada cual lo suyo. Por eso creo que a su entierro, si concurrieron algunos hombres de letras y hombres de gloria, faltaron tales o cuales rozados por las firmes verecundias de Nogales.
...La procesión iba triste y lentamente, precedida por el fúnebre carro modesto, sin una sola corona. Vi en la concurrencia a Moret, a Canalejas, a Galdós y a Blasco Ibáñez, a Moya y a Castrovido, a Querol y a Benlliure. Yo iba en compañía de Valle-Inclán y de Antonio Palomero. Y hablábamos de la triste vida de las letras, de la terrible vida del periodismo, del vicio de la publicidad. Una vez que se ha probado de ella, ¡hasta el fin! Raros son los casos de liberación. He ahí un hombre que vivía relativamente feliz en provincia y quien, si le hubiese faltado un poco de talento, habría tenido algo más de existencia, exenta de luchas y de afanes. Según sé, poseía algunas tierras, y cultivaba las bellas letras en los periódicos de su región, gratamente. Pero ganó un día un premio en el concurso de cuentos promovido por un diario de la Corte, y a la Corte se vino lleno de ilusiones. ¿A qué? A afianzar su renombre literario, a hacer labor de periodista, sin dejar de ser lo que fué: un artista y un talento literario de primer orden. Esos artículos que aquí, a la francesa, llaman crónicas, y que son vistos aun por muchos que los escriben, como cosa de poca monta, como producción del instante y para el olvido, tuvieron en él un buen obrero que dejó mucho de valor antológico. Mas el cuento fué su trabajo preferido y aquel en que mayormente se hicieron notar su imaginación bizarra y su don de buen lenguaje y su culto de la tradición castiza. Su prosa era sana y fluida, quizá oliente todavía al terruño provincial y nativo; y si atavismos buscárais, habría que dar el gran salto hacia Grecia, de donde parecía traer su pasión de luz y de prosa marmórea el que pudiera ser considerado a través de tiempo y espacio un español homérida.
Dicen los que le trataron íntimamente que era de humor jovial y de carácter íntegro y generoso. Aún en las penas de la enfermedad parece que guardaba sus sonrisas. Y eso que, antes de la gravedad que le llevó al cementerio, padeció la pérdida de la vista, y para cumplir sus compromisos con los periódicos en donde trabajaba, se ponía a dictar miltonianamente, a una bella y joven hija suya, sus juicios y sus fabulaciones.
Si el sepulcro es la paz, paz tenga inacabable el compañero que ha partido.
L Ayuntamiento de Zaragoza, «la heroica», ha acordado rendir un homenaje de admiración a Mariano de Cávia, porque si no lo sabéis, sabedlo: Mariano de Cávia es aragonés como la virgen del Pilar y como la jota.
La noticia de ese homenaje ha tenido en toda España la mejor acogida y se ha aplaudido con todo entusiasmo. Mariano es muy admirado y muy querido. Se juntan en su caso las dos cosas del verso de Musset:
Es el caso rarísimo de un hombre de talento sin enemigos. A través de la política, en su faena de periodista ha pasado sonriendo sin que le hayan rasgado las carnes los garfios salientes de los zarzales de los partidos. Siempre ha estado al alcance de su pensamiento una idea generosa que su pluma ha servido con buen humor y con gallardía. Su estilo ameno, ductil y elegante, es la transposición de su persona. Su cultura es varia y su don de oportunidad incomparable.
«Es único—dice El Imparcial—. Humanista y culto, a la manera de hombres insignes del siglo XVII y de muy contados de días posteriores, trajo al periodismo español, en pleno fragor de luchas políticas, una renovación de orientaciones y de ambiente. Su humorismo, castizamente español, burlón sin encono, ridiculizador sin acritudes, no tiene en el periodismo español más precedente ni semejante que el de Fígaro.»
Algunas veces se notará en su prosa cierta acidez, pero ella no es dañosa ni aun para aquellos a quienes va destinada. Es una acidez de manzana, de fruto sabroso. Tan castizos como él hay pocos, y, sin embargo, aparece libre de la hiperlogia española, de la elocuencia. Su discurrir es culto al propio tiempo que sencillo; en él va la alusión para los refinados, la reminiscencia para el erudito y la frase llana para el pueblo. Es el perfecto periodista.
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Ya he dicho en otra ocasión mi pensar respecto a eso del periodismo. Hoy y siempre, un periodista y un escritor se han de confundir. La mayor parte de los fragmentarios son periodistas. ¡Y tantos otros! Séneca es un periodista. Montaigne y de Maistre son periodistas, en un amplio sentido de la palabra. Todos los observadores y comentadores de la vida han sido periodistas. Ahora, si os referís simplemente a la parte mecánica del oficio moderno, quedaríamos en que tan sólo merecerían el nombre de periodistas los reporters comerciales, los de los sucesos diarios, y hasta éstos pueden ser muy bien escritores que hagan sobre un asunto árido una página interesante, con su gracia de estilo y su buen por qué de filosofía. Hay editoriales políticos escritos por hombres de reflexión y de vuelo, que son verdaderos capítulos de obras fundamentales—y eso pasa.
Hay crónicas, descripciones de fiestas o ceremoniales, escritas por reporters que son artistas, las cuales aisladamente tendrían cabida en libros antológicos, y eso pasa. El periodista que escribe con amor lo que escribe no es sino un escritor como otro cualquiera. Solamente merece la indiferencia y el olvido aquel que premeditadamente se propone escribir para el instante palabras sin lastre e ideas sin sangre. Muy hermosos y muy útiles y muy valiosos volúmenes podrían formarse con entresacar de las colecciones de los periódicos la producción escogida y selecta de muchos considerados como simples periodistas.
Cávia, de quien apenas si se ha publicado alguna que otra pequeña selección de artículos, ha tratado en los suyos de omnia re scibilli, de letras, de arte, de poesía, de ciencia y, sobre todo, de cosa pública, dando a cada cual lo suyo, haciendo siempre justicia, una justicia sonriente, un si es no es campechana, no sin mostrar cuando el caso lo ha requerido, que sus abejas productoras de muy sabrosa miel tienen un agudo y eficaz aguijón, que, como él diría, «hace pupa». Como clásicas han quedado sus famosas revistas de toros. Nadie como él para narrar las peripecias pintorescas de la lidia; nadie como él para conocer la calidad de un torero.
Por largo tiempo fué el Homero alerta, y con un buen par de ojos, del coso. Sin abusar del especial tecnicismo que convierte algunas páginas de esos artículos en jergas erizadas para el no ducho, sabía contarlo y calificarlo todo con insuperable gracejo; y en sus revistas aparecían siempre, sin arrastrarlos, sin forzarlos, el asunto de actualidad, la nota del día, el hecho culminante, en una aplicación que ni de intento. Dejó la literatura torera y se aplicó a esas sus impresiones del día, comento de sucedidos y magistrales improvisaciones. Aunque en él no haya nada improvisado, a pesar de las exigencias del periódico, porque bien nutrido como está, bien pertrechado en toda suerte de disciplinas, siempre encuentra para toda circunstancia la anécdota aplicable, la cita precisa, el recuerdo a propósito, el refrán irremplazable, el verso o la frase en castellano o en cualquier idioma vivo o muerto. El inglés, el francés, el italiano, el portugués, los conoce perfectamente. En cuanto al latín no sé si le conoce, pero sí que, como Sarmiento, si no sabe latín sabe latines.
¿Tiene una filosofía? Quizá la tenga guardada en alguna gaveta de su mesa de trabajo. Sólo sé que en él no han hecho mella ninguna de las importadas modas de pensar que han sido tan sonadas en estos últimos tiempos. ¿Tiene una religión? También lo ignoro; pero sí sé que está en excelentes relaciones con su paisana la Pilarica. Ateo, no es ni escéptico ni pesimista. Jamás se ha burlado de un culto ni se ha encarnizado contra ningún presbítero, ulema, pastor o rabino. Cree que todavía no es de mal gusto amar a la patria y sentir entusiasmo por sus glorias al soñar en su engrandecimiento. Es uno de los pocos que no dejan decaer las esperanzas de Juan Español. Es un fiel discípulo de nuestro Maestro Don Miguel de Cervantes y tiene afectos y ternuras para nuestro Señor Don Quijote de la Mancha.
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Por su don de comprensión es menester alabarle. Los limitados, los retraídos, aunque sean dotados de fortaleza, no gustan de los que en todo tienen la facultad de discernir. Mariano lleva su alegre discreción a todas partes y nada le es extraño, desde la teología hasta la gramática. Tiene sus caprichos. Un día, para indicar ciertas reformas urgentes, anuncia que el museo del Prado se ha quemado, y hasta después de irlo a ver la gente no se fija en el doble sentido de la ocurrencia. Otra ocasión, recientemente, se le antoja que debe rechazarse la palabra inglesa foot-boll, ser sustituída por una de su composición, «balompié». Y la gente, en su mayor parte, le hace caso a Mariano y comienza a decir y a escribir «balompié».
Ha escrito versos en francés, bien hechos; no sé si en latín, pero ciertamente en castellano como estos con que me obsequió en El Imparcial, cuando la aparición de mis Cantos de Vida y Esperanza, en tercetos monorrimos que compuso al modo litúrgico:
RAPSODIA
No ha sido hostil como otros para los nuevos poetas; pero sí ha sido y es implacable para los poetas malos; nuevos y viejos. Una cualidad habrá que reconocerle entre todas, y es ella la distinción. Es algo de abolengo. Su estilo, aun cuando emplee términos del pueblo y trate de tópicos ultramodernos, siempre es de capa y espada. Quevedo en el bulevar, como antes le llamara. Como todo el mundo, claro que ha sufrido; pero con un supremo estoicismo: no ha mostrado nunca sus quebrantos; y, a la japonesa, ha opuesto siempre al duelo su sonrisa.
Mariano ha creado unas «marionetas» que le sirven de intérprete de sus opiniones y de sus críticas, de vez en cuando. Madame de la Pilongue, una francesa importada que vale por tres; el profesor Humbugman, de la Universidad de Pluncake; Don Vicente de la Recua, Barón de la Reata, suelen representar sus oportunos papeles en el pasar de los cotidianos acontecimientos. También ha resucitado por su influjo otro personaje, creación de uno de los que él considera como precursores y maestros, el perínclito don Patricio Buena Fe, que no deja de parecemos un poco fuera de su centro y otro poco Falot, en esta época de autos, aviación y demás cosas precursoras del Antecristo...
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Ahora se trata de cuál sea la forma más indicada para rendir el homenaje. Hay un nombre célebre, una vida generosa y treinta y tantos años de labor. Por de pronto, está muy bien la lápida en la casa donde nació. Ahora estará muy bien pensar en darle la casa donde muera. Mariano ha sido la cigarra del periodismo. Ha desdeñado la intriga y la cábala, no ha querido ser más que un hombre de pluma y de libertad y no ha solicitado los que para él hubieran sido fáciles honores y prebendas. Ha sido un trabajador formidable en su temperamento acerado y hoy está tan vigoroso de intelecto como antaño. Pero ¡qué diablos! Uno no es de granito, y un día llega en que el cerebro necesita reposo, en que de las batallas del espíritu se sale quebrantado, aunque uno las gane. Y para los soldados del pensamiento no hay cuartel de inválidos. Dígalo el Mariscal Zorrilla, cuya corona de platería anduvo, en la ancianidad del glorioso, en una casa de empeño...
Pide la Prensa que Cávia entre a la Academia. La honra es merecida; pero no es Mariano para ir a sentarse gravemente a su sillón en la terrible tarea de cocinar el diccionario. A menos que haga lo que Anatole France en la Academia Francesa: no ir nunca a las sesiones. No veo yo a Mariano discutiendo un vocablo con el señor Cotarelo, o con el padre Mir. Mas si ello ha de ser, preparémonos a saborear el que será exquisito discurso de recepción del Benjamín de los inmortales españoles. Aunque ha hecho y hace más por el idioma desde las columnas de su periódico que lo que hacer podría entre los conservadores oficiales.
Y todo eso estará muy bien; pero estamos en el tiempo de ser prácticos. Hay que ser como los ingleses. El esfuerzo y la gloria son un valor que se cotiza. No a todos ha de tocar el premio Nobel; y los homenajes positivos son los más preciados homenajes. Cierto es que El Imparcial ha apoyado y apoya eficazmente a ese escritor que le ha dado lo mejor del jugo de su cerebro; mas no se trata de algo que deba hacer El Imparcial solo, sino toda la prensa y los poderes que ella mueva.
Que se haga, pues, algo que valga la pena, algo fundamental y algo contante y sonante. Y que se haga pronto, ahora que Mariano está todavía joven. No pase como lo que cuentan de cierto militar español, que cuando, ya viejo, le llevaban su sueldo de Capitán General, exclamaba:
—¿Y ahora para qué? ¡Si me hubiesen dado esto cuando yo era teniente...!
UANDO se habla de la Isla de Cuba como país lírico, en Francia se recuerda al «conquistador» José María de Heredia, y en España a aquella exuberante y hermosa musa que se llamó Gertrudis Gómez de Avellaneda en el tiempo apasionado y sonoro del romanticismo.
En mi primaveral adolescencia era ya Cuba para mí una tierra de poesía. La «Perla de las Antillas» era en verdad una inmensa y maravillosa perla, llena de mansiones ilusorias y de paisajes de encanto, como los paisajes de las Mil y una noches que el prestigioso verbo del Dr. Mardrus nos ha hecho conocer. Yo he tenido el amor de las islas, y entre todas Ceylán y Cuba me han atraído como dos soberbias mujeres; la una perfumada de las más finas canelas, la otra olorosa a rosas y jazmines. En pasados tiempos conocí a dos peregrinos que aumentaron mi entusiasmo. Era el uno un poeta rubio, bizarro y caballeresco, que recorría nuestro continente en una jira de leyenda, diciendo versos de amor y de patria, conquistando simpatías para la causa de la libertad cubana y damas para sus apetitos sentimentales y voluptuosos de don Juan errante. Se llamaba José Joaquín Palma. Era quien había escrito ciertos versos que, encontrados entre los papeles de Olegario Andrade, fueron publicados como del autor de la Atlántida, rectificándose luego la equivocación.
El otro era un fogoso y armonioso orador, que en los intermedios de sus bravas campañas patrióticas decía rimas de pasión y cuentos de ensueños en los salones donde era su palabra un atractivo y un hechizo. Se llamaba Antonio Zambrana. Ambos me hablaban de las dulzuras de su tierra, de sus mujeres incomparables y de sus nidos de amor. Me llegaba un aroma de bosques de la Isla de las Islas, un aroma de bosques entre ruidos de mar. Soñaba con las maravillas de un suelo lleno de vida bajo un cielo todo azul lleno de sol. Y era la visión de jardines deliciosamente criollos, exacervantes de olores, sonoros de arrullos de paloma, de cantos de pájaros, del revolar de las milanesianas cimarronzuelas de rojos pies... Y, como en Oriente, calcadas en el zafiro del celeste fondo, «las palmas ¡ay! las palmas deliciosas» que hicieron suspirar a Heredia el castellano, nostálgico de ellas junto a la catarata yanqui.
Soñaba yo con la Habana como con una capital de placer y de deleite. Una decoración extraña y pintorescas fortalezas sobre las olas, playas adornadas de árboles y flores del trópico; calesas en que iban marquesas blancas de grandes ojeras; criados negros, terribles y fieles; elegancias europeas en un ambiente tibio de pereza sensual, y, sobre todo, una cálida gracia que embargaría los sentidos y haría ensoñar de tal manera que se sentiría pasar la vida como una onda de miel y una caricia de seda. Y mi adolescencia se estremecía ante tantas imaginaciones.
Yo decía: Amar allá en Cuba debe ser amar. Decía: El gozo en Cuba debe ser un multiplicado gozo. Y sentía como el sabor de un beso de rara sulamita, con un algo de azúcares de níspero, de ámbar, y de la miel y de la leche que regocijaron el paladar del querido colega, del perfecto enamorado lírico que se llamaba Salomón.
Muchos años pasaron y pude por fin estar unas horas—las que el vapor me permitía—en tierra cubana. No tuve tiempo de verificar mi ensueño antiguo. Esas horas las pasé entre poetas y almas generosas que me manifestaron su confraternidad y su cariño en un banquete inolvidable. Entreví, sí, jardines, elegancias, ardientes poemas de carne, ojos milagrosos. Y con los poetas, entre tanta vida, la única visita que pude hacer fué a la Muerte. Ciertamente—el motivo no lo recuerdo—nos dirigimos al cementerio, en aquel día un tanto opaco, con otros amigos, Kostia el perspicuo, Hernández Miyares, cuya gentil arrogancia se arregla muy bien con su amabilidad cordial; Raoul Cay, aquel charmant Raoul en cuya casa bebimos un té digno de Confucio y nos vestimos de mandarines chinos con espléndidos trajes auténticos, mientras en el salón el General Lachambre hacía la corte a la soberbia María, hoy su respetable viuda; Julián del Casal, atormentado y visionario como Nerval, todo hecho un panal de dolor, un acerico de penas, ya con algo de ultratumba en las extrañas pupilas, y que hoy reposa en la paz y en la gloria que merecieron su corazón de niño desventurado y sus versos de hondo y exquisito príncipe de melancolías; Pichardo, el que es hoy laureado poeta de la Isla, y yo.
Tengo presente que íbamos conversadores y que retornamos menos locuaces y con alguna vaga tristeza. ¿Es que comprendimos que la visita debía ser pronto pagada?... Poco tiempo después llegó la Misteriosa, en su carro negro, a casa de nuestro pobre Julián.
Y fué en esa tarde de la visita al cementerio, como en las horas del ágape amistoso, cuando por primera vez comuniqué con el alma poética de Manuel Serafín Pichardo—a quien su pueblo aclama entre los primeros—pudiendo apreciarle entre los vinos y las rosas, y junto a los cipreses. Desde esa época «ha pasado mucha agua bajo los puentes». El destino nos ha llevado a unos a un punto, o otros a otro. Con el poeta que acaba de ser moralmente coronado por su patria, nos hemos encontrado, al azar de la vida, una noche, en un teatro de Madrid, creo que en una representación de Réjane. Cambiamos unas palabras y no nos hemos vuelto a ver. Hoy le escribo estas para su libro de versos. Lo hago con sincero placer, a pesar de una preocupación que ya raya en mí en supersticiosa: casi todo pórtico que he levantado a la fábrica intelectual de un amigo, me ha caído encima...
Me encantan los versos de Pichardo, antes que todo, porque no veo en él a un fanático de escuelas, o maniático de maneras. No se propone enseñar, ni ponerse los hábitos apolillados de fray Luis de León, o los casacones de Quintana, ni entablar ningún flirt con mis pasadas princesas azules... Menos se propone componer el mundo; por lo cual le felicito de todo corazón, no viendo la necesidad absoluta de que todos nos dediquemos a la carrera de apóstol. Bellamente, noblemente, gallardamente, expresa el poeta sus pensares y sentires en ritmos varios, y en veces veréis en él reminiscencias clásicas, en veces, sobre el modo moderno, escucharéis muy sutiles melodías, rapsodias elegantes y tal cual sonata sentimental chopinizada a la luz de la bella luna de su patria.
A este noble poeta no le pueden acusar de no cantar las cosas de su tierra. Patriótico, familiar, o pintor de caracteres, almas y paisajes, ha escrito poesías que son productos cubanos genuínos, autóctonos. Yo no sé de versos más hermosamente gráficos que ese Danzón que exterioriza todo el picante de la molicie lujuriosa, al mismo tiempo que transciende al perfume del corazón del terruño; relentes de Africa, atavismos voluptuosos, ecos de legendarios ingenios, noches de libertad jocunda, aguardiente fuerte y caña dulce y labios rojos.
El poeta va a España y allí sufre la tentación de todo artista. Allá ha de producir cincelados sonetos castellanos à l’instar de las labradas orfebrerías de Gautier; ha de externar su espíritu de adorador de hermosas visiones en poemas que se demuestran sentidos y brotados espontáneamente, con el influjo de ese soplo arcano que ha producido en el mundo tantas maravillas y que antes se llamaba «inspiración». Si el calificativo se usase todavía, podría decirse de este autor que es un lírico verdaderamente inspirado.
Tiene en su rica colección una parte fúnebre que podríamos llamar la loggia de los duelos. Allí están los afectuosos cenotafios, los «mármoles negros», las urnas votivas, las lápidas recordatorias, los conceptos consagrados a seres admirados o amados que han desaparecido en la eternidad. No puedo menos que señalar los versos que dedica a Julián del Casal, al triste Julián del Casal, a quien yo también amé mucho, pagando así la más pura de las admiraciones y el más sincero de los afectos.
Hay en este volumen poemas de dolor, ecos de desgarraduras, crujidos de fibras y de entrañas, lamentos lanzados al choque de la vida. Tal lo que se contiene en «La copa amarga». Hay otros poemas de entusiasmo, de impresiones literarias—algunas no muy de mi predilección, como los afamados versos «A Rostand»—en que no dejan de manifestarse siempre la bizarría, el bello gesto del esparcidor de flores o del portapalma que se acerca a decorar el altar de su ídolo o el simulacro de su dios. En ocasiones es escultórico, y más de una vez sus composiciones hacen recordar la dignidad métrica de su semipaisano Heredia el francés.
La poesía doméstica que ha tentado a Pichardo es para mí cosa peregrina y extraña. No porque la considere ingenua, arrierée y a la papá, sino porque juzgo poco a sus anchas a las nueve musas para danzar libremente ante los lares... Y eso que el portentoso Hugo las hizo hacer las más lindas evoluciones en El Arte de ser abuelo. Con todo, ¡los niños tienen tan frescas sonrisas y tan claras miradas! ¡Y Pichardo las ha interpretado tan hondamente!
Otra cosa es la canción galante que este poeta cultiva y prefiere y la cual vuela libre y atrevida como una abeja. Abeja que en este caso tiene mucho en donde revolar y en donde posarse en esa tierra de Cuba, florecida de beldades, y en donde hay tanto
Insistiré: todas las mujeres bellas del mundo tienen sus encantos especiales; mas el encanto de la mujer cubana es único por su algo de Oriente, por una fascinación misteriosa, porque por pudorosa que sea hay en ella como un incesante y secreto llamamiento. Ovidio lo diría mejor que yo:
Y esto lo digo de las pocas cubanas que en mis peregrinaciones por el mundo he encontrado. ¡Cómo será la delicia en el paraíso ardiente de la Isla!
Réstame referirme a las traducciones que de varios poetas ha hecho Pichardo. No puedo aplaudirlas sino como originales, porque no creo en la posibilidad de una traducción de poeta que satisfaga. Apenas en prosa se puede dar a entrever el alma de una poesía extranjera. En verso el intento es inútil, así sea el traductor otro poeta y sea hombre de arte y de gusto, llámese Llorente, Díez-Canedo, Leopoldo Díaz, Valencia, o Pichardo. Lo que el lector obtendrá será una poesía de Pichardo, de Leopoldo Díaz, de Valencia o de Llorente, o de Díez-Canedo, no de Verlaine, de Poe, de Mallarmé o de Gœthe. Don Miguel de Cervantes sabía bien lo que se decía con lo del revés de los tapices.
Y he aquí lo más conocido, lo más reproducido, lo más gustado de mi amigo Pichardo: las «Ofélidas». El nombre evoca en seguida a la pálida enamorada shakespeareana, muerta bajo las flores; «¡flores sobre la flor!» Y el triunfo de esas poesías cortas, intensas, comprensivas, expresivas, sensitivas, consiste en su intimidad; en que dejan ver lo interior del poeta, los caprichos, las amarguras, las heridas. Son pequeños estuches que encierran joyas con secretos, alfileres con más o menos ponzoña o con casi invisibles manchas sangrientas... Son fragmentos de vida, he ahí la razón de su boga. Por eso casi todos los grandes poetas que han escrito «ofélidas» han ido en seguida al corazón de las gentes. Las de Heine se llaman «Intermezzo», las de Bécquer «Rimas», las de Verlaine «Parallélement»... Allá lejos, Catulo habría gustado de todas ellas.
Yo saludo a Pichardo, al gran poeta de Cuba, al aparecer su brillante libro, en cuya cubierta la musa medio desnuda, destacándose en el fondo de la sagrada selva, muestra sus blancos pechos erectos, cerca de los cisnes, de los bienhechores, melodiosos y olímpicos cisnes.
ARINETTI es un poeta italiano de lengua francesa. Es un buen poeta, un notable poeta. La «élite» intelectual universal le conoce. Sé que personalmente es un gentil mozo y es mundano. Publica en Milán una revista políglota y lírica, lujosamente presentada, Poesía. Sus poemas han sido alabados por los mejores poetas líricos de Francia. Su obra principal hasta ahora: Le roi Bombance, rabelesiana, pomposamente cómica, trágicamente burlesca, exuberante, obtuvo un éxito merecido, al publicarse, y seguramente no lo obtendrá cuando se represente en L’Œuvre de París bajo la dirección del muy conocido actor Lugne-Poe. Su libro contra D’Annunzio es tan bien hecho y tan mal intencionado que el Imaginífico—¿la pluma en el sombrero, Lugones?—debe estar satisfecho del satírico homenaje. A este propósito, el conde Robert de Montesquiou le dice conceptos que yo hago míos:
«Le temps et le verve que vous lui donnerez sont des beaux éloges, dénués de la fadeur des cassolettes et de l’écœurement des encensoirs. La louange n’est pas une; et, surtout, pas forcément suave: elle peut être acidulée; ce n’est pas la pire. Et le «toujours Lui, Lui partout!» de votre brillante critique, représente une salve d’applaudissements qui a bien son prix. La gentiane est amère, le pavot empoisonné, la belladone, vénéneuse: elles n’en sont pas moins des fleurs salutaires, belles, entre toutes, que plusieurs, non des moins difficiles, preféreront au jasmin. Et leur gerbe, déposée au socle d’un buste, l’honore autant que le ferait la flore étoilée.»
Los poemas de Marinetti son violentos, sonoros y desbridados. He ahí el efecto de la fuga italiana en un órgano francés. Y es curioso observar, que aquel que más se le parece es el flamenco Verhaeren. Pero el hablaros ahora de Marinetti es con motivo de una encuesta que hoy hace, a propósito de una nueva escuela literaria que ha fundado, o cuyos principios ha proclamado con todos los clarines de su fuerte verbo. Esta escuela se llama El Futurismo.
Solamente que el Futurismo estaba ya fundado por el gran mallorquín Gabriel Alomar. Ya he hablado de esto en las Dilucidaciones, que encabezan mi Canto errante.
¿Conocía Marinetti el folleto en catalán en que expresa sus pensares de futurista Alomar? Creo que no, y que no se trata sino de una coincidencia. En todo caso, hay que reconocer la prioridad de la palabra, ya que no de toda la doctrina.
¿Cuál es ésta?
Vamos a verlo.
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1. «Queremos cantar el amor del peligro, el hábito de la energía y de la temeridad». En la primera proposición paréceme que el futurismo se convierte en pasadismo. ¿No está todo eso en Homero?
2. «Los elementos esenciales de nuestra poesía serán el valor, la audacia y la rebeldía». ¿No está todo eso ya en todo el ciclo clásico?
3. «Habiendo hasta ahora magnificado la literatura la inmovilidad pensativa, el éxtasis y el sueño, queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febriciente, el paso gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo». Creo que muchas cosas de esas están ya en el mismo Homero, y que Píndaro es un excelente poeta de los deportes.
4. «Declaramos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carrera, con su cofre adornado de gruesos tubos semejantes a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece que corre sobre metrallas, es más bello que la Victoria de Samotracia». No comprendo la comparación. ¿Qué es más bello, una mujer desnuda o la tempestad? ¿Un lirio o un cañonazo? ¿Habrá que releer, como decía Mendès, el prefacio del Cronwell?
5. «Queremos cantar al hombre que tiene el volante, cuyo bello ideal traspasa la Tierra lanzada ella misma sobre el circuito de su órbita». Si no en la forma moderna de comprensión, siempre se podría volver a la antigüedad en busca de Belerofontes o Mercurios.
6. «Es preciso que el poeta se gaste con calor, brillo y prodigalidad, para aumentar el brillo entusiasta de los elementos primordiales». Plausible. Desde luego es ello un impulso de juventud y de conciencia, de vigor propio.
7. «No hay belleza sino en la lucha. No hay obra maestra sin un carácter agresivo. La poesía debe ser un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para imponerles la soberanía del hombre». ¿Apolo y Anfion inferiores a Herakles? Las fuerzas desconocidas no se doman con la violencia. Y, en todo caso, para el Poeta, no hay fuerzas desconocidas.
8. «Estamos sobre el promontorio extremo de los siglos... ¿Para qué mirar detrás de nosotros, puesto que tenemos que descerrajar los vantaux de lo Imposible? El Tiempo y el Espacio han muerto ayer. Vivimos ya en lo Absoluto, puesto que hemos ya creado la eterna rapidez omnipotente». ¡Oh, Marinetti! El automóvil es un pobre escarabajo soñado, ante la eterna Destrucción que se revela, por ejemplo, en el reciente horror de Trinacria.
9. «Queremos glorificar la guerra—sola higiene del mundo,—el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas Ideas que matan, y el desprecio de la mujer». El poeta innovador se revela oriental, nietszcheano, de violencia acrática y destructora. ¿Pero para ello artículos y reglamentos? En cuanto a que la Guerra sea la única higiene del mundo, la Peste reclama.
10. «Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas utilitarias».
11. «Cantaremos las grandes muchedumbres agitadas por el trabajo, el placer o la revuelta; las resacas multicoloras y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas, la vibración nocturna de los arsenales y los astilleros bajo sus violentas lunas eléctricas; las estaciones glotonas y tragadoras de serpientes que humean, los puentes de saltos de gimnasta lanzados sobre la cuchillería diabólica de los ríos asoleados; los paquebots aventureros husmeando el horizonte; las locomotoras de gran pecho, que piafan sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados de largos tubos, y el vuelo deslizante de los aeroplanos, cuya hélice tiene chasquidos de bandera y de muchedumbre entusiasta.» Todo esto es hermosamente entusiástico y, más que todo, hermosamente juvenil. Es una plataforma de plena juventud; por serlo, tiene sus inherentes cualidades y sus indispensables puntos vulnerables.
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Dicen los futuristas, por boca de su principal leader, que lanzan en Italia esa proclama—que está en francés, como todo manifiesto que se respeta—porque quieren quitar a Italia su gangrena de profesores, de arqueólogos, de ciceroni y de anticuarios. Dicen que Italia es preciso que deje de ser el «grand marché des brocanteurs». No estamos desde luego en pleno futurismo cuando son profesores italianos los que llaman a ilustrar a sus pueblos respectivos un Teodoro Roosevelt y un Emilio Mitre.
Es muy difícil la transformación de ideas generales, y la infiltración en las colectividades humanas se hace por capas sucesivas. ¿Que los museos son cementerios? No nos peladanicemos demasiado. Hay muertos de mármol y de bronce en parques y paseos, y si es cierto que algunas ideas estéticas se resienten de la aglomeración en esos edificios oficiales, no se ha descubierto por lo pronto nada mejor con que sustituir tales ordenadas y catalogadas exhibiciones. ¿Los Salones? Eso ya es otra cosa.
La principal idea de Marinetti es que todo está en lo que viene y casi nada en lo pasado. En un cuadro antiguo no ve más que «la contorsión penosa del artista que se esfuerza en romper las barreras infranqueables a su deseo de expresar enteramente su ensueño.» Pero ¿es que en lo moderno se ha conseguido esto? Si es un ramo de flores cada año, a lo más, el que hay que llevar funeralmente a la «Gioconda», ¿qué haremos con los pintores contemporáneos de golf y automóvil? Y ¡adelante! Pero ¿a dónde? Si ya no existen Tiempo y Espacio, ¿no será lo mismo ir hacia Adelante que hacia Atrás?
Los más viejos de nosotros, dice Marinetti, tienen treinta años. He allí todo. Se dan diez años para llenar su tarea, y en seguida se entregan voluntariamente a los que vendrán después. «Ellos se levantarán—¡cuando los futuristas tengan cuarenta años!—ellos se levantarán al rededor de nosotros, angustiados y despechados, y todos exasperados por nuestro orgulloso valor infatigable, se lanzarán para matarnos, con tanto mayor odio cuanto que su corazón estará ebrio de amor y de admiración por nosotros.»
¡Y en este tono la oda continúa con la misma velocidad e ímpetu!
¡Ah, maravillosa juventud! Yo siento cierta nostalgia de primavera impulsiva al considerar que sería de los devorados, puesto que tengo más de cuarenta años. Y, en su violencia, aplaudo la intención de Marinetti, porque la veo por su lado de obra de poeta, de ansioso y valiente poeta que desea conducir el sagrado caballo hacia nuevos horizontes. Encontraréis en todas esas cosas mucho de excesivo; el son de guerra es demasiado impetuoso; pero ¿quiénes sino los jóvenes, los que tienen la primera fuerza y la constante esperanza, pueden manifestar los intentos impetuosos y excesivos?
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* *
Lo único que yo encuentro inútil es el manifiesto. Si Marinetti con sus obras vehementes ha probado que tiene un admirable talento y que sabe llenar su misión de Belleza, no creo que su manifiesto haga más que animar a un buen número de imitadores a hacer «futurismo» a ultranza, muchos, seguramente, como sucede siempre, sin tener el talento ni el verbo del iniciador. En la buena época del simbolismo hubo también manifiestos de jefes de escuela, desde Moreas hasta Ghil. ¿En qué quedó todo eso? Los naturistas también «manifestaron» y la pasajera capilla tuvo resonancia, como el positivismo, en el Brasil. Ha habido después otras escuelas y otras proclamas estéticas. Los más viejos de todos esos revolucionarios de la literatura no han tenido treinta años.
El calvo D’Annunzio no sé cuántos tiene ya, y fíjese Marinetti que el glorioso italiano goza de buena salud después de la bella bomba con que intentó demolerle. Los dioses se van y hacen bien. Si así no fuese no habría cabida para todos en este pobre mundo. Ya se irá también D’Annunzio. Y vendrán otros dioses que asimismo tendrán que irse cuando les toque el turno, y así hasta que el cataclismo final haga pedazos la bola en que rodamos todos hacia la eternidad, y con ella todas las ilusiones, todas las esperanzas, todos los ímpetus y todos los sueños del pasajero rey de la creación. Lo Futuro es el incesante turno de la Vida y de la muerte. Es lo pasado al revés. Hay que aprovechar las energías en el instante, unidos como estamos en el proceso de la universal existencia. Y después dormiremos tranquilos y por siempre jamás. Amén.
OBRAS COMPLETAS
DE
FRANCISCO VILLAESPESA
TOMOS PUBLICADOS
I.—Intimidades.—Flores de almendro.
II.—Luchas.—Confidencias.
III.—La copa del rey de Thule.—La musa enferma.
IV.—El alto de los bohemios.—Rapsodias.
V.—Las horas que pasan.—Veladas de amor.
VI.—Las joyas de Margarita: Breviario de amor.—La tela de Penélope.—El Milagro del vaso de agua.
VII.—Doña María de Padilla.—La cena de los cardenales.
VIII.—El Milagro de las Rosas.—Resurrección. Amigas viejas.
IX.—Las granadas de rubíes.—Las pupilas de almotadid.—Las garras de la pantera.—El último Abderramán.
X.—Tristitiæ rerum.
XI.—La leona de Castilla.—En el desierto.
XII.—El rey Galaor. El triunfo del amor.
EDITORIAL MUNDO LATINO
Barbieri, 1 duplicado.—Apartado 502
——MADRID——
Las librerías de España y América deberán dirigir sus pedidos a la
Sociedad General Española de Librería.
Diarios, revistas y publicaciones (S. A.)
——FERRAZ,——21 MADRID——
Los errores corregidos: |
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ciuda griega=> ciudad griega {pg 7} |
En estas paginas=> En estas páginas {pg 17} |
los intectuales=> los intelectuales {pg 18} |
Es el mismo Sweendenborg=> Es el mismo Swedenborg {pg 23} |
Gentón epistolario=> Centón epistolario {pg 29} |
ella en su rerepertorio=> ella en su repertorio {pg 39} |
Confesions of an opium eater=> Confessions of an opium eater {pg 49} |
quitarme la convinción=> quitarme la convincción {pg 49} |
Lep Morticoles=> Les Morticoles {pg 51} |
los últimos movientos=> los últimos movimientos {pg 54} |
naturalmentedes pertaron=> naturalmente despertaron {pg 57} |
Nel plenilunio di calendimaagio=> Nel plenilunio di calendimaggio {pg 71} |
«It is better to have loved and los than never to have lovei at all»=> «It is better to have loved and lost than never to have loved at all» {pg 75} |
Arthur Simons es un poeta y escritor inglés=> Arthur Symons es un poeta y escritor inglés {pg 89} |
casa de arte allá en Taliti=> casa de arte allá en Tahiti {pg 100} |
más admirativos cenceptos=> más admirativos conceptos {pg 100} |
Etre admire n’est rien, l’affaire est d’être aimé,=> Être admiré n’est rien, l’affaire est d’être aimé, {pg 102} |
como Lytton Bwllver=> como Lytton Bullver {pg 110} |
los selanitas=> los selenitas {pg 116} |
ya dicho Perso=> ya dicho Perseo {pg 119} |
CATULLE MENDÉS=> CATULLE MENDÈS {pg 135} |
mes tendres et donloureux=> mes tendres et douloureux {pg 137} |
conocimiento tampoco=> conocimiento tammpoco {pg 156} |
facultad de discenir=> facultad de discernir {pg 171} |
alegre discrección=> alegre discreción {pg 171} |
Es algo de abolego=> Es algo de abolengo {pg 173} |
en a ancianidad=> en la ancianidad {pg 175} |
que Cavia entre=> que Cávia entre {pg 175} |
bebimos un te=> bebimos un té {pg 180} |
l’ocœurement des encensoirs=> l’écœurement des encensoirs {pg 188} |
Teodoro Rooselvet=> Teodoro Roosevelt {pg 192} |
Saint-Poul-Roux=> Saint-Pol-Roux {pg 197—índice} |