Title: Dramas de Guillermo Shakspeare [vol. 4]
Author: William Shakespeare
Translator: José Arnaldo Márquez
Release date: June 6, 2019 [eBook #59686]
Most recently updated: April 1, 2020
Language: Spanish
Credits: Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
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SHAKSPEARE.
ES PROPIEDAD.
Julio César.
Como gusteis.—Comedia de equivocaciones.
Las alegres comadres de Windsor.
TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ
Dibujos y grabados al boj de los principales
artistas alemanes.
BARCELONA
BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS»
E. Domenech y C.ª—Ausias March, 95
1883
IMPRENTA DE F. GIRÓ, BARCELONA
AL ÍNDICE |
TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.
Ilustración de A. Wagner.
Grabados de Köseberg y Knesing.
{2}
JULIO CÉSAR. | |
OCTAVIO CÉSAR, | —Triunviros después de la muerte de Julio César. |
MARCO ANTONIO, | |
M. E. LÉPIDO, | |
CICERÓN, | —Senadores. |
PUBLIO, | |
POPILIO LENA, | |
MARCO BRUTO, | —Conspiradores contra César. |
CASIO, | |
CASCA, | |
TREBONIO, | |
LIGARIO, | |
DECIO BRUTO, | |
METELIO CIMBER, | |
CINNA, | |
FLAVIO y MARULO, tribunos. | |
ARTEMIDOR, sofista de Gnidos. | |
UN ADIVINO. | |
CINNA, poeta.—Otro poeta. | |
LUCILIO, TICINIO, MESSALA, CATÓN el joven y VOLUMNIO, amigos de Bruto y Casio.—VARRO, CLITO, CLAUDIO, STRATO, LUCIO, DARDANIO, criados de Bruto. | |
CALFURNIA, esposa de César. | |
PORCIA, esposa de Bruto. |
SENADORES, CIUDADANOS, GUARDIAS, ETC.
Escena.—Durante gran parte de la representación, en Roma.—Después en Sardis y cerca de Filipo.
Una calle de Roma.
Entran FLAVIO, MARULO y una turba de CIUDADANOS.
FLAVIO.
Fuera! Á vuestras casas, holgazanes, marchad á vuestras casas! ¿Acaso es hoy día de fiesta? ¡Qué! ¿Sois trabajadores, y no sabéis que en día de trabajo no debéis andar sin la divisa de vuestra profesión?—¡Habla! ¿Cuál es tu oficio?
Ciudadano 1.º—Á la verdad, señor, soy carpintero.
Marulo.—¿Dónde está tu delantal de cuero y tu escuadra? ¿Qué haces luciendo tu mejor vestido?—Y usarcé, señor mío, ¿de qué oficio es?
Ciudadano 2.º—En verdad, señor, que comparado con un obrero de lo mejor, no soy mas, como diríais, que un remendón.
Marulo.—Pero ¿cuál es tu oficio? Responde sin rodeos.
Ciudadano 2.º—Un oficio, señor, que espero podré ejercer con toda conciencia; y es, en verdad, señor, el de remendar malas suelas.{4}
Marulo.—¿Qué oficio tienes, bellaco? Avieso bellaco ¿qué oficio?
Ciudadano 2.º—No os enojéis conmigo, señor, os lo suplico. Pero aun enojado, os puedo remendar.
Marulo.—¿Qué significa eso? ¡Remendarme tú, mozo impudente!
Ciudadano 2.º—Es claro, señor; remendar vuestro coturno.
Flavio.—¿Es decir que eres zapatero de viejo?
Ciudadano 2.º—En verdad, señor, yo no vivo sino por la lesna. Ni me entremeto en los asuntos de los negociantes, ni en los de las mujeres, sino con la lesna. Soy en todas veras un cirujano de los calzados viejos. Cuando están en gran peligro los restauro; y la obra de mis manos ha servido á hombres tan correctos, como los que en cualquier tiempo caminaron en el cuero más lujoso.
Flavio.—¿Pues por qué no estás hoy en tu taller? ¿Por qué llevas á estos hombres á vagar por las calles?
Ciudadano 2.º—Á decir verdad, señor, para que gasten los zapatos y tener yo así más trabajo. Pero ciertamente, si holgamos hoy, es por ver á César y alegrarnos de su triunfo.
Marulo.—¡Regocijarse! ¿de qué? ¿Qué conquista trae á la patria? ¿Qué tributarios le siguen á Roma, engalanando con los lazos de su cautiverio las ruedas de su carro? Vosotros, imbéciles, piedras, menos que cosas inertes, corazones endurecidos, crueles hombres de Roma, ¿no conocisteis á Pompeyo? ¡Cuántas y cuántas veces habéis escalado muros y parapetos, torres y ventanas, y hasta el tope de las chimeneas, llevando en brazos á vuestros pequeñuelos, y os habéis sentado allí todo el largo día en paciente expectación para ver al gran Pompeyo pasar por las calles de Roma! Y apenas veíais asomar su carro ¿no lanzabais una aclamación universal que hacía temblar al Tíber en su{5} lecho al oir en sus cóncavas márgenes el eco de vuestro clamoreo? ¿Y ahora os engalanáis con vuestros mejores trajes? ¿Y ahora os regaláis con un día de fiesta? ¿Y ahora regáis de flores el camino de aquel que viene en triunfo sobre la sangre de Pompeyo?
¡Marchaos: corred á vuestros hogares, caed de rodillas y rogad á los dioses que suspendan la calamidad que por fuerza ha de caer sobre esta ingratitud!
Flavio.—Id, id, buenas gentes, y por esta falta reunid á todos los infelices de vuestra clase; llevadlos á orillas del Tíber y verted vuestras lágrimas en su cauce, hasta que su más humilde corriente llegue á besar la más encumbrada de sus márgenes. (Salen los ciudadanos.) Mirad si no se conmueve su más vil instinto. Su culpa les ata la lengua, y se ahuyentan. Bajad por aquella vía al Capitolio; yo iré por esta. Desnudad las imágenes si las encontráis recargadas de ceremonias.
Marulo.—¿Podremos hacerlo? Sabéis que es la fiesta Lupercalia.
Flavio.—No importa. No dejéis que imagen alguna sea colgada con los trofeos de César. Iré de aquí para allí, y alejaré de las calles al vulgo. Haced lo mismo donde quiera que lo veáis aglomerarse. Estas plumas crecientes, arrancadas á las alas de César, no le dejarán alzar más que un vuelo ordinario. ¿Quién otro se podría cerner sobre la vista de los hombres, y tenernos á todos en servil sobrecogimiento? (Salen.)
Plaza pública en Roma.
Entran en procesión, con música, CÉSAR, ANTONIO, para las carreras, CALFURNIA, PORCIA, DECIO, CICERÓN, BRUTO, CASIO y CASCA. Síguelos una gran muchedumbre en la cual está un ADIVINO.
César.—Calfurnia.
Casio.—¡Silencio! César habla.{6}
César.—Calfurnia.
Calfurnia.—Heme aquí, mi señor.
César.—Cuando Antonio emprenda la carrera, te colocarás directamente en su camino. Antonio!
Antonio.—César, mi señor.
César.—No olvides, Antonio, en la rapidez de tu carrera, el tocar á Calfurnia; porque al decir de nuestros mayores, las estériles tocadas en esta santa carrera, se libertan de la maldición de su esterilidad.
Antonio.—Tengo de recordarlo. Cuando César dice Haz esto, se hace.
Adivino.—César.
César.—¡Ea! ¿Quién llama?
Casca.—¡Que cese todo ruido! otra vez, ¡silencio!
César.—¿Quién de entre la multitud me ha llamado? Oigo una voz más vibrante que toda la música, clamar César. Habla. César se detiene á oirte.
Adivino.—¡Cuidado con los idus de Marzo!
César.—¿Quién es este hombre?
Bruto.—Un agorero os previene que desconfiéis de los idus de Marzo.
César.—Traedle á mi presencia. Quiero ver su rostro.
Casio.—Mozo, sal de la turba y mira á César.
César.—¿Qué me dices ahora? Habla de nuevo.
Adivino.—Cuidado con los idus de Marzo.
César.—Es un soñador. Dejémoslo. Abrid paso.
(Salen todos, menos Bruto y Casio.)
Casio.—¿Iréis á ver el orden de las carreras?
Bruto.—¿Yo? No.
Casio.—Id. Os lo ruego.
Bruto.—No soy aficionado á juegos. Me falta algo de ese vivaz espíritu que hay en Antonio. Pero no sea yo estorbo á vuestros deseos: me alejaré.
Casio.—De poco tiempo acá pongo empeño en observaros, Bruto. No encuentro en vuestros ojos aque{7}lla suavidad, aquella afectuosa expresión con que yo debía contar. Os mostráis demasiado rígido y extraño para con este amigo que os ama.
Bruto.—Casio, no os engañéis. Si mi aspecto se ha hecho sombrío, su turbación sólo se refiere á mí mismo. Desde hace poco estoy atormentado por pasiones un tanto desacordes; concepciones que no conciernen sino á mí propio, y que tal vez dan algún campo á mi proceder. No por esto se aflijan mis buenos amigos (de cuyo número sed uno, Casio), ni dén á mi negligencia otra interpretación que la de estar el pobre Bruto en lucha consigo mismo, olvidando así el dar muestras de afecto á los demás hombres.
Casio.—Pues, Bruto, he equivocado mucho vuestra pasión; y por esto había yo atesorado en este mi pecho, aspiraciones de alto valor, dignas de ser meditadas. Decidme, buen Bruto, ¿podéis mirar vuestro rostro?
Bruto.—No, Casio, porque el ojo no se ve á sí propio sino por reflejo, por algunos otros objetos.
Casio.—Es exacto. Y deplórase mucho que no tengáis, Bruto, espejos que os pongan á la vista vuestra oculta valía, para que podáis mirar vuestra sombra. Allí donde se respetan en Roma á muchos de los mejores (excepto el inmortal César), he oído hablar de Bruto, y gimiendo bajo el yugo de esta época, anhelar porque el noble Bruto abriera los ojos.
Bruto.—¿Á qué peligros querríais arrastrarme, Casio, haciéndome buscar en mí mismo lo que no existe en mí?
Casio.—Por tanto, buen Bruto, preparaos á oir: Y pues conocéis que no podríais miraros de mejor modo que por reflejo, yo, espejo vuestro, os revelaré modestamente aquella parte de vos mismo que no conocéis aún. Ni tengáis recelo de mí, gentil Bruto. Si fuera yo un atolondrado vulgar; ó acostumbrara repetir con manoseados juramentos mi afecto á cada{8} nuevo pretendiente; ó si supiérais que voy en pos de los hombres, los abrazo estrechamente, y luégo los hago blanco del escándalo; ó que de banquete en banquete me prodigo en adhesiones á todos los vencidos, entonces podríais tenerme por peligroso. (Preludios y aclamaciones.)
Bruto.—¿Qué significan estas aclamaciones? Temo que el pueblo elija á César por su rey.
Casio.—¿En verdad teméis eso? Luego debo pensar que no lo deseáis así.
Bruto.—No lo quisiera, Casio. Y, sin embargo, le amo bastante. Pero, ¿á qué me detenéis aquí tanto tiempo? ¿Qué es lo que deseáis comunicarme? Si es para el bien general, aunque pusiérais en un ojo los honores y en el otro la muerte, sería tan indiferente á los unos como á la otra. Porque, así me amparen los dioses, como es verdad que amo el nombre del honor más que temo la muerte.
Casio.—Conozco en vos esa virtud interna, Bruto, como conozco vuestra fisonomía exterior. Pues bien: el honor es el tema de mi relato. No sabría decir lo que vos y otros pensáis de esta vida; pero por lo que á mí toca, á mí solo, preferiría no vivir á vivir en el terror de aquello que es igual á mí. Nací libre, como César; y así nacísteis también. Ambos hemos sido igualmente bien alimentados, y podemos resistir tan bien como él los rigores del invierno. En cierta ocasión, en un día desapacible y borrascoso, cuando el Tíber agitado rompía contra sus márgenes, me dijo César: «¿Te atreverías, Casio, á arrojarte ahora conmigo en estas aguas furiosas, y nadar hasta aquel punto allá arriba?» Apenas lo hubo dicho cuando, equipado como me hallaba, me arrojé al agua y le invité á seguirme, lo cual ciertamente hizo. Rugía el torrente, y luchamos contra él hendiéndole con vigoroso esfuerzo y avanzando con corazones inflamados por la emulación;{9} pero antes de llegar al término, clamó César: «Auxíliame, Casio, ó me sumerjo.» Yo, como nuestro grande antepasado Eneas, que llevó sobre sus hombros al viejo Anquises para salvarlo de las llamas de Troya, llevé al fatigado César salvándolo de las aguas del Tíber. ¡Y este hombre ha llegado ahora á ser un dios! Y Casio es un miserable que se ha de encorvar humildemente si César se digna enviarle siquiera un negligente saludo! En Iberia tuvo una fiebre, y observé cómo temblaba durante el acceso. Sus cobardes labios palidecieron, y esos mismos ojos cuyo ceño intimida hoy al mundo, perdieron su brillo. Le oía gemir, sí; y esa su lengua que invitó á los romanos á distinguirlo y escribir en los libros sus discursos, ¡oh mengua! clamaba como una niña enferma: «¡Dame algo que beber, Ticinio!» ¡Por los dioses! que me confunde el ver á hombre de tan cuitado carácter ir á la cabeza del majestuoso mundo, y llevar la palma él solo. (Aclamación.)
Bruto.—¡Otra aclamación general! Creo que estos aplausos son por algunos nuevos honores prodigados á César.
Casio.—¡Pero, hombre! Él se pasea por el estrecho mundo, como un coloso. Y nosotros, turba mezquina, caminamos bajo sus piernas de gigante, y atisbamos por todos lados para ver de encontrar para nosotros una tumba sin honra. Alguna vez los hombres son dueños de sus destinos. La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, si consentimos en ser inferiores. Bruto y César. ¿Qué habría en ese César? ¿Por qué habría de ser ese nombre más ruidoso que el vuestro? Escribidlos juntos: tampoco es menos vuestro nombre, no es menos simétrico. Pronunciadlos: fácil á la boca. Pesadlos: no pesa menos. Conjurad con ellos: Bruto conmoverá un espíritu tan pronto como César. Y ahora, por todos los{10} dioses juntos, ¿de qué vianda se alimenta este nuestro César para haber llegado á ser tan grande? ¡Vergüenza para nuestra época! Has perdido ¡oh Roma! la prole de las sangres nobles! ¿Cuándo pasó edad alguna desde el gran diluvio sin que fuese famosa por más de un hombre? ¿Cuándo pudieron decir antes de ahora los que de Roma hablaban, que sus vastos muros no contenían sino un hombre? Y existe ahora en verdad Roma y sobra espacio cuando no hay en ella más que un solo hombre. ¡Oh! Vos y yo hemos oído decir á nuestros padres que existió una vez un Bruto que habría sobrellevado en paciencia al mismo eterno demonio, para mantener su rango en Roma, con tanta facilidad como un rey.
Bruto.—De vuestro afecto no abrigo inquietud. De lo que me induciríais á hacer, no me falta alguna aspiración. Más tarde os diré cómo he pensado en ello y en las cosas de estos tiempos; mas no deseo hacerlo por ahora. Os ruego afectuosamente que no queráis hacerme ir más lejos. Prestaré atención á lo que habéis dicho; escucharé con paciencia lo que tenéis que decir, y hallaré momento oportuno para oir y responder acerca de tan altos propósitos. Hasta entonces, noble amigo mío, meditad en esto: Bruto preferiría ser un aldeano á reputarse hijo de Roma en las duras condiciones que estos tiempos parecen imponernos. (Vuelven á entrar César y su séquito.) Han terminado los juegos y César está de vuelta.
Casio.—Cuando pase el cortejo, tirad á Casca por la manga, y él os dirá con su brusca manera cuánto hoy ha ocurrido digno de nota.
Bruto.—Así lo haré; pero, Casio, mira. La cólera centellea en el ceño de César, y los demás parecen un séquito consternado. Las mejillas de Calfurnia han palidecido; y Cicerón deja ver en sus ojos el mismo fuego intenso que les hemos visto en el{11} Capitolio cuando le contrariaban algunos senadores.
Casio.—Casca nos dirá lo que acontece.
César.—¿Antonio?
Antonio.—César.
César.—Rodéame de hombres gordos; hombres de poca cabeza, que duermen bien toda la noche. Allí está Casio con su aspecto escuálido y hambriento.—Piensa demasiado. Hombres así son peligrosos.
Antonio.—No le temáis, César. No es peligroso. Es un noble romano, y de muy buena pasta.
César.—Le querría más gordo; pero no le temo. Mas si cupiera temor en quien se llama César, no sé de hombre alguno á quien evitaría más pronto que á ese escuálido Casio. Lee mucho, es gran observador, y penetra perfectamente las acciones de los hombres. No es amigo de juegos como tú, Antonio, ni oye música. Rara vez sonríe, y si sonríe es de tal modo que parece burlarse de sí mismo y desdeñar su espíritu por haber sido capaz de sonreir á cosa alguna. Tales hombres jamás pueden estar tranquilos á la vista de alguno más grande que ellos, y por eso son muy peligrosos. Prefiero decirte lo que es de temer, no lo que yo tema; porque siempre soy César. Ven á mi derecha, pues no puedo oir por esta oreja, y dime verazmente lo que piensas de él. (Salen César y su séquito. Casca se queda atrás.)
Casca.—Me habéis tirado por la manga. ¿Querríais hablar conmigo?
Bruto.—Sí, Casca. Decidnos qué ha sucedido hoy para que César parezca tan melancólico.
Casca.—¿Pues no estabais con él? Yo así lo creía.
Bruto.—Entonces no preguntaría á Casca lo que ha sucedido.
Casca.—Pues sucedió que le ofrecieron una corona y al serle ofrecida la apartó con el revés de la mano, así. Y entonces el pueblo se puso á aclamarlo.{12}
Bruto.—Y el segundo bullicio ¿de qué provino?
Casca.—De lo mismo.
Bruto.—Tres veces aclamaron. ¿Por qué la última vez?
Casca.—Pues, por lo mismo.
Bruto.—¿Tres veces le fué ofrecida la corona?
Casca.—Tres veces, á fe mía, y tres veces la apartó—cada vez más suavemente que la anterior—y en cada vez mis honrados vecinos vociferaron.
Casio.—¿Quién le ofreció la corona?
Casca.—Antonio, por cierto.
Bruto.—Decidnos de qué manera, amable Casca.
Casca.—Que me ahorquen si puedo decir el cómo se hizo. No fué mas que una tontería y apenas me fijé en ello. Ví á Marco Antonio ofrecerle una corona—no, no era tampoco una corona; era una especie de coronilla—y, como os he dicho, la apartó una vez; pero á pesar de todo, tengo para mis adentros que más le habría gustado tenerla. Se la ofreció luégo por segunda vez, y volvió á apartarla; mas, á lo que barrunto, se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y en seguida se la ofreció por tercera vez, y por tercera vez la puso aparte. Al verle rehusar todavía, la turba vitoreó y batió palmas y arrojó por alto sus mugrientos gorros, y exhaló tal volumen de pestífero aliento porque César había rehusado la corona, que casi asfixió á César: pues se desmayó y cayó en el acto. Por mi parte no me atreví á reirme, de miedo de aspirar aquel aire al abrir los labios.
Bruto.—Hablad con calma, os lo ruego. ¡Qué! ¿Se desmayó César?
Casca.—Cayó en la plaza del mercado, arrojando espuma por la boca, y perdió el habla.
Bruto.—Es muy verosímil. Padece de vértigos.
Casio.—No. César no padece de vértigos. Somos vos y yo, y el honrado Casca quienes sufrimos vértigos.
Casca.—No sé lo que queréis decir en ello; pero estoy seguro de que César cayó. Y si no es verdad que el populacho palmoteó y lo silbó, según que él le agradaba ó le desagradaba, como suele hacerlo con los actores en el teatro, decid que no soy hombre de bien.
Bruto.—¿Qué dijo cuando volvió en sí?
Casca.—Antes de caer, cuando vió aquel rebaño de populacho alegrarse de que rehusaba la corona, me pidió abrir su gola, y les ofreció el cuello para que lo cortasen. Y á fe mía si yo hubiera sido uno de ellos, le habría tomado la palabra, aunque hubiese tenido que ir al infierno entre los bribones; y así cayó. Cuando volvió en sí dijo que si había hecho ó dicho cosa fuera de camino, deseaba que sus señorías lo atribuyesen á su enfermedad. Tres o cuatro perdidos, exclamaron: «¡Ay! ¡qué alma tan buena!» y lo perdonaron de todo corazón; pero de estos no se puede hacer caso. No habrían dicho menos si César hubiese acuchillado á sus madres.
Bruto.—Y después de esto se alejó así, lleno de tristeza?
Casca.—Sí.
Casio.—¿Dijo algo Cicerón?
Casca.—Sí. Habló en griego.
Casio.—¿Con qué objeto?
Casca.—Pues si yo os lo dijera, nunca volvería á veros la cara. Pero los que le entendían se sonreían uno al otro y meneaban la cabeza. En cuanto á mí... aquello estaba en griego. También puedo daros más nuevas. Marulo y Flavio han sido reducidos á silencio por haber arrancado adornos de las imágenes de César. Adios. Más tonterías hubo, pero no podría acordarme de todas.
Casio.—¿Queréis cenar conmigo esta noche, Casca?
Casca.—No. Ya he dado palabra á otro.
Casio.—¿Queréis comer conmigo mañana?{14}
Casca.—Sí, si estoy vivo, si no cambiáis de idea, y si la comida vale la pena.
Casio.—Bueno. Os aguardaré.
Casca.—Enhorabuena. Adios, amigos, uno y otro. (Sale.)
Bruto.—¡Qué impetuoso carácter ha llegado á ser! Ya era harto impulsivo cuando entró á la escuela.
Casio.—Y lo mismo es ahora para ejecutar cualquiera audaz ó noble empresa, aun cuando reviste esa forma embarazosa. Su rudeza sirve para sazonar su buen sentido, y hace que las gentes saboreen más sus palabras y las digieran mejor.
Bruto.—Así es en verdad. Por ahora os dejo. Si os place hablar conmigo mañana, iré á vuestra casa. Si preferís venir á la mía, os aguardaré.
Casio.—Haré esto último. Y hasta entonces, reflexionad sobre el mundo. (Sale Bruto.)
Bien, Bruto, eres noble, y, sin embargo, veo que, dispuesto como está tu noble metal, se le puede elaborar. Y por esto conviene que las almas nobles estén siempre asociadas á sus semejantes; porque ¿quién hay tan firme que no pueda ser seducido? César apenas me tolera, pero ama á Bruto. Si yo fuese ahora Bruto y Bruto fuese Casio, César no me soportaría. Por diferentes manos haré arrojar esta noche por sus ventanas, escritos, como provenientes de varios ciudadanos, mostrando la alta opinión que Roma tiene de su nombre; y en ellos se insinuará con disimulo la ambición de César. Después de esto, ya puede César ver de asentarse firmemente, porque le derribaremos, ó habremos de sufrir días peores. (Sale.){15}
Calle de Roma.
(Truenos y rayos. Entran por lados opuestos CASCA con la espada desnuda, y CICERÓN.)
Cicerón.—Buenas tardes, Casca. ¿Habéis llevado á César á casa? ¿Por qué estáis sin aliento, y por qué miráis tan azorado?
Casca.—¿No os conmueve el ver que todo el cimiento de la tierra se estremece como una cosa insegura? ¡Oh, Cicerón! He visto tempestades en que los vientos enfurecidos hendían los nudosos robles. He visto henchirse el ambicioso Océano, embravecerse y cubrirse de espumas por levantarse hasta las nubes amenazantes. Pero nunca hasta ahora he pasado por una tempestad que destile fuego. Ó hay en el cielo una guerra intestina, ó el mundo demasiado malo para con los dioses, los provoca á enviar la destrucción.
Cicerón.—¡Pues qué! ¿Habéis visto algo aún más asombroso?{16}
Casca.—Un esclavo ordinario (le conocéis bien de vista) alzó la mano izquierda que brotó llamas y ardió como veinte teas juntas. Y, sin embargo, esa mano, insensible al fuego, permaneció ilesa. Además (y desde ese instante no he vuelto á envainar mi espada), me encontré junto al capitolio con un león que me miró fijamente y se alejó encolerizado, sin molestarme. Y sobre un montículo había agrupadas cien mujeres, pálidas, demudadas por el espanto, que juraban haber visto hombres enteramente envueltos en llamas, que paseaban las calles arriba y abajo. Y ayer el ave nocturna se posó aun en mitad del día sobre la plaza del mercado gritando y chillando. Cuando tales prodigios coinciden de tal modo, nadie diga: «Son cosas naturales—sus razones son estas;» porque creo que son portentos llenos de pronósticos para los lugares donde aparecen.
Cicerón.—Ciertamente, este es un tiempo asaz extraño. Pero los hombres pueden interpretar las cosas á su modo, sin que entre en ello para nada el fin á que las cosas mismas se encaminan.—¿Vendrá César mañana al Capitolio?
Casca.—Vendrá porque requirió á Antonio para avisarnos que estaría allí mañana.
Cicerón.—Buenas noches, pues, Casca. Este cielo perturbado no está como para paseo.
Casca.—Adios, Cicerón. (Sale Cicerón.)
(Entra Casio.)
Casio.—¿Quién está ahí?
Casca.—Un romano.
Casio.—Por la voz, sois Casca.
Casca.—Tenéis buen oído, Casio: ¿qué noche es esta?
Casio.—Una noche muy grata á los hombres de bien.
Casca.—¿Quién vió jamás el cielo amenazar así?{17}
Casio.—Los que han conocido cuán llena de delitos está la tierra. En cuanto á mí, he recorrido las calles, arrostrando esta noche de peligros; y desceñido como me véis, he desnudado mi pecho al granizo de la tormenta; y cuando el azulado oblicuo rayo parecía abrir el seno del cielo, yo me presenté en su propia senda y bajo su mismo estallido.
Casca.—Pero ¿para qué provocasteis tanto á los cielos? Toca á los hombres temer y temblar, cuando los más poderosos dioses envían como señales heraldos tan terribles para despertar nuestra admiración.
Casio.—Casca, no sois despierto. Os faltan esos destellos de vida que todo romano debería tener, ó al menos no os servís de ellos.—Estáis pálido, azorado, lleno de temor y de asombro al ver la extraña impaciencia de los cielos. Pero si consideraseis la verdadera causa de estos fuegos, de estos espectros que se deslizan; el por qué los decrépitos, los idiotas y los niños calculan; y las aves y bestias de diversa clase y calidad, y mil otras cosas cambian su naturaleza y sus innatas facultades por una condición monstruosa; entonces hallaríais que el cielo les ha infundado esta disposición para que sean instrumentos de temor y alarma para algún monstruoso estado de cosas. Ahora podría yo, Casca, nombraros á un hombre por demás parecido á esta terrible noche; hombre que truena, lanza rayos, abre sepulcros y ruje como el león del Capitolio; un hombre que en acción personal no es más poderoso que vos ó yo; pero que ha crecido prodigiosamente y es temible como lo son estas extrañas erupciones.
Casca.—Aludís á César, ¿no es así, Casio?
Casio.—Sea á quién fuere; porque ahora los romanos tienen miembros y fuerza como sus antepasados; pero mientras tanto ¡oh desventura! el espíritu de nuestros padres está muerto, y sólo nos anima el de{18} nuestras madres; pues nuestro yugo y sumisión muestran que somos afeminados.
Casca.—En verdad, se dice que los senadores se proponen entronizar mañana á César, como rey; y que llevará su corona por mar y tierra en todas partes excepto aquí en Italia.
Casio.—Entonces, ya sé dónde he de usar este puñal. Casio libertará de la esclavitud á Casio. Por ello ¡oh dioses! tornáis á los débiles en los más fuertes; y por ello ¡oh dioses! vencéis á los tiranos. Ni las torres de piedra, ni los muros de bronce forjado, ni la prisión subterránea, ni los fuertes anillos de hierro, pueden reprimir las fuerzas del alma; porque la vida cansada de estas barreras del mundo, jamás pierde el poder de libertarse á sí misma. Y pues sé esto, sepa además todo el mundo, que de la parte de tiranía que sufro me puedo sustraer cuando quiera.
Casca.—También lo puedo yo. Cada siervo lleva en su propia mano el poder de acabar su servidumbre.
Casio.—Y entonces, ¿por qué habría de ser un tirano César? ¡Pobre hombre! Bien sé que no querría ser él un lobo si no viera que los romanos son ovejas; ni sería león si no fueran los romanos ciervos. Los que quieren encender un gran fuego, principian por algunas débiles pajas. ¿Qué hez es Roma, qué deshecho, qué escombro, cuando sirve de materia y base para iluminar una cosa tan vil como César? Mas ¡oh dolor! ¿adónde me has llevado? Tal vez hablo esto ante un cautivo voluntario, y entonces ya sé cuál tiene que ser mi respuesta; pero estoy armado y no me importan los peligros.
Casca.—Habláis á Casca, á un hombre que no es un decidor de chascarrillos. Tomad mi mano. Alzad el grito porque se remedien todos estos males, y no habrá quien dé un paso mas adelante que yo.
Casio.—Pues queda convenido. Sabed ahora, Cas{19}ca, que he movido á ciertos de los más dignos y generosos romanos á acometer conmigo una importante empresa llena de honroso peligro. Y sé que ahora me aguardan en el Pórtico de Pompeyo, porque en tan terrible noche como esta no hay movimiento ni paseo en las calles; y nos favorece que la condición de los elementos sea, como la obra que tenemos en mano, la más sangrienta, fiera y terrible. (Entra Cinna.)
Casca.—Quedad oculto un momento.—Alguno viene aprisa.
Casio.—Es Cinna. Le conozco por los pasos. Es amigo. Cinna, ¿dónde tan á prisa?
Cinna.—En busca vuestra. ¿Quién es ese? ¿Metelio Cimber?
Casio.—No. Es Casca: un afiliado á nuestro intento. ¿Me aguardan, Cinna?
Cinna.—Me alegro de ello. ¡Qué terrible noche! Dos ó tres de nosotros hemos visto extrañas visiones.
Casio.—¿Me aguardan? Decídmelo, Cinna.
Cinna.—Sí, se os aguarda. ¡Oh Casio; si pudiérais solamente atraer al noble Bruto á nuestro partido!
Casio.—Estad satisfecho.—Tomad, buen Cinna, este papel y cuidad de ponerlo en la silla del pretor, donde Bruto pueda hallarlo; arrojad este por su ventana; fijad este con cera en la estatua del antiguo Bruto; y hecho todo, encaminaos al Pórtico de Pompeyo donde nos hallaréis. ¿Están allí Decio Bruto y Tibonio?
Cinna.—Todos, excepto Metelio Cimber, que ha ido á buscaros en vuestra casa. Bien: me apresuraré á distribuir estos papeles como me pedís.
Casio.—Una vez hecho, dirigíos al teatro de Pompeyo. (Sale Cinna.)—Venid, Casca. Todavía veremos ambos á Bruto en su casa antes de amanecer. Tres cuartas partes de él son ya nuestras; después de la próxima entrevista, tendremos todo el hombre.
Casca.—¡Oh! ¡Él ocupa un puesto muy alto en to{20}dos los corazones del pueblo! Y aquello mismo que en nosotros parecería delito, se transformaría por su sola presencia, como por la más rica alquimia, en dignidad y en valía.
Casio.—Bien habéis estimado á Bruto, su valer y la gran necesidad que tenemos de él. Marchémonos; pues es pasada la media noche, y antes del día le despertaremos y contaremos con él. (Salen.)
El huerto de Bruto, en Roma.
Entra Bruto.
BRUTO.
Ea, Lucio! ¡Hola!... No puedo calcular por la marcha de las estrellas lo que falta para el día. ¿Oyes, Lucio? Ya quisiera yo tener el defecto de dormir tan profundamente.—¿Hasta cuándo? Despierta! Despierta, digo.—Ea, Lucio! (Entra Lucio.)
Lucio.—¿Habéis llamado, mi señor?
Bruto.—Coloca una lámpara en mi estudio, y encendida que sea, vendrás aquí á llamarme.
Lucio.—Así lo haré, señor. (Sale.)
Bruto.—Tiene que ser por su muerte.—En cuanto á mí no tengo para menospreciarle ninguna causa personal, sino la de todos. Él desearía coronarse. Cómo pueda cambiar esto su naturaleza, he ahí el problema.—Es el día brillante el que hace salir á luz la serpiente, y esto aconseja caminar con cautela.—¿Coronarlo? Sea.{22}—Y entonces, de seguro ponemos en él un estímulo por el cual pueda crear peligros á voluntad.—El abuso de la grandeza existe cuando esta separa del poder el remordimiento; y á decir verdad de César, nunca ha sabido que sus afectos hayan vacilado mas que su razón. Pero es prueba ordinaria que la humildad es para la joven ambición una escala, desde la cual el trepador vuelve el rostro; pero una vez en el más alto peldaño, da la espalda á la escala, alza la vista á las nubes y desdeña los bajos escalones por los cuales ascendió. Acaso lo haga César. Luego, so pena de que llegue á hacerlo, hay que evitarlo. Y pues la contienda no versará sobre lo que es él en sí, hay que darle esta forma: aumentando lo que él es, se precipitaría á estos y aquellos extremos; y, por lo tanto, se le debe considerar como al huevo de la serpiente, que incubado, llegaría á ser peligroso, como todos los de su especie; y hay que matarlo en el cascarón. (Vuelve á entrar Lucio.)
Lucio.—La lámpara, señor, está encendida en vuestro retrete.—Buscando una piedra de chispa en la ventana, hallé este papel, sellado como véis. Estoy seguro de que no estaba allí cuando fuí á acostarme.
Bruto.—Vuelve á tu lecho, aún no es de día. Dime ¿no son mañana los idus de Marzo?
Lucio.—No lo sé, señor.
Bruto.—Busca en el calendario y avísame.
Lucio.—Lo haré, señor.
Bruto.—Las exhalaciones que silban por los aires dan tanta luz que bien podría leer con ella. (Abre la carta y lee.)
«Bruto, estás dormido. Despierta y contémplate á ti mismo. Tendrá que permanecer Roma, etc.—Habla! Hiere! Haz justicia! Estás dormido, Bruto.—Despierta!»
Á menudo se han colocado instigaciones de esta clase allí donde he debido tomarlas.—«¿Tendrá que per{23}manecer Roma, etc.?» Luego de todo ello debo desentrañar esto: «¿Tendrá que permanecer Roma bajo el terror de un hombre?» ¡Qué! ¡Roma! Mis antepasados arrojaron de las calles de Roma á Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla! ¡Hiere! ¡Haz justicia!» ¿Se me suplica pues para que hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe todo lo que pides de las manos de Bruto. (Vuelve á entrar Lucio.)
Lucio.—Señor, han pasado catorce días de Marzo.
(Se oye un golpe.)
Bruto.—Está bien. Vé á la puerta, alguien llama. (Sale Lucio.) Desde el momento en que Casio me excitó contra César, no he dormido. Entre la ejecución de una cosa terrible y el primer móvil de ella, todo el intervalo es como un fantasma ó como un horrible sueño. El genio y los instrumentos mortales, se confrontan entonces; y el estado del hombre, como un{24} pequeño reino, adolece de la naturaleza de una insurrección. (Vuelve á entrar Lucio.)
Lucio.—Señor, es vuestro hermano Casio que está á la puerta y desea veros.
Bruto.—¿Está solo?
Lucio.—No, señor. Hay otros con él.
Bruto.—¿Los conoces?
Lucio.—No, señor. Tan enterrados llevan los sombreros y tan oculta en el embozo la mitad de la cara, que de modo alguno podría descubrirlos por sus fisonomías.
Bruto.—Hazlos entrar. (Sale Lucio.)—Son de la facción. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas acaso de mostrar tu peligroso ceño de noche, cuando en ella campea más libre el mal? ¿Ó bien dónde encontrarás de día una cueva bastante oscura para encubrir tu monstruosa faz? No la busques ¡oh conspiración! Pon sobre tu rostro una máscara de sonrisas y afabilidad; porque á dejarte ver con tu natural aspecto, ni el mismo Erebo sería bastante oscuro para sustraerte á la desconfianza. (Entran Casio, Casca, Decio, Cinna, Metelio Cimber y Trebonio.)
Casio.—Temo robaros el sueño con demasiado atrevimiento. Buenos días, Bruto, ¿os importunamos?
Bruto.—He estado en pié hasta ahora; despierto toda la noche. ¿Conozco á estos hombres que os acompañan?
Casio.—Sí, á cada uno de ellos. Y no hay uno solo entre todos que no os honre y venere; y cada cual desearía que tuviéseis de vos mismo la opinión que de vos tiene todo romano noble. Este es Trebonio.
Bruto.—Bien venido.
Casio.—Este, Decio Bruto.
Bruto.—Bien venido también.
Casio.—Este es Casca; éste, Cinna; y éste, Metelio Cimber.
Bruto.—Bien venidos son todos. ¿Qué vigilantes cuidados ahuyentan el reposo de vuestra noche?
Casio.—¿Permitís una palabra? (Cuchichean.)
Decio.—Aquí está el Este. ¿No es aquí por donde despunta el día?
Casca.—No.
Cinna.—¡Oh! Perdonad, que sí; y aquellas líneas pardas que orlan las nubes son mensajeras del día.
Casca.—Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. El sol se levanta allí adonde apunto con mi espada, que es buen trecho hacia el Sur, considerando la temprana estación del año. Dentro de unos dos meses, presentará su fulgor más hacia el Norte; y el alto Oriente está, como el Capitolio, directamente aquí.
Bruto.—Dadme todos vuestra mano, uno por uno.
Casio.—Y juremos nuestra resolución.
Bruto.—No, nada de juramento.—Si las miradas de los hombres, si el sufrimiento de nuestras almas, si los abusos del tiempo, no son motivos bastante poderosos, dispersémonos, y que cada cual vuelva al ocioso descanso de su lecho. Así dejaremos á la tiranía previsora que escoja la mira, hasta que caiga á su turno el último hombre. Pero si estos tienen, como estoy seguro de ello, sobrado fuego para inflamar á los cobardes y para revestir de valor el ánimo desfalleciente de las mujeres; entonces, compatriotas, ¿qué habemos menester de más estímulo que nuestra propia causa para impulsarnos á hacer justicia? ¿Qué mejor lazo que el de secretos romanos que han dado su palabra y que no la burlarán? ¿Ni qué otro juramento que el compromiso de la honradez con la honradez, para realizar esto ó sucumbir por ello? Juren los sacerdotes y los cobardes, y los hombres recelosos, decrépitos, corrompidos, y las almas que en sus padecimientos buscan sendas torcidas.—Juren en pró de las malas causas{26} aquellos miserables que inspiran dudas á los hombres; pero no manchéis la clara virtud de nuestra empresa, ni la inquebrantable altivez de nuestros ánimos, con el pensamiento de que ó nuestra causa ó su ejecución necesitaban ser juradas; siendo así que cada gota de la sangre que cada romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de bastardía si él quebrantara la más mínima parte de promesa alguna que hubiese hecho.
Casio.—¿Pero qué hacer respecto de Cicerón? ¿Le sondearemos? Pienso que estará resueltamente con nosotros.
Casca.—No lo dejemos fuera.
Cinna.—No: de ningún modo.
Metelio.—¡Oh! Tengámosle; porque sus cabellos canos nos harán adquirir buena opinión, y conseguirán que se levanten voces para encomiar nuestros hechos. Se dirá que nuestras manos han sido dirigidas por sus sentencias, y lejos de aparecer en lo menor nuestra juventud y fogosidad, desaparecerán por completo en su gravedad.
Bruto.—¡Oh! No mencionéis su nombre; pero no rompamos con él. Jamás seguirá cosa alguna principiada por otros.
Casio.—Entonces, dejadle fuera.
Casca.—En verdad no es hombre á propósito.
Decio.—¿No habrá de tocarse á hombre alguno, excepto César?
Casio.—Bien pensado, Decio. No juzgo oportuno que Marco Antonio, tan amado por César, le sobreviva. En él hallaríamos un astuto contendiente; y bien sabéis que si perfeccionase sus recursos, serían suficientes para fastidiarnos á todos. Pues para evitar esto, que César y Antonio caigan juntos.
Bruto.—Parecería demasiado sangriento nuestro plan, caro Casio, al cortar la cabeza y mutilar además los miembros. Sería algo como la ira en la muerte y la{27} envidia después. Porque Antonio no es sino un miembro de César. Casio, seamos sacrificadores, no carniceros. Todos nos erguimos contra el espíritu de César; pero el espíritu de los hombres no tiene sangre. ¡Oh! si pudiésemos por ello dominar el espíritu de César, y no desmembrar á César! Pero ¡ay! César tiene por eso que derramar su sangre! Y, benévolos amigos, matémosle audazmente pero sin ira. Tratémosle como la vianda que se corta para los dioses, no como la osamenta que se arroja á los perros. Y hagan nuestros corazones lo que los amos astutos: excitar á sus sirvientes á un acto de furor, y después aparentar que se les reprueba. Así nuestro propósito aparecerá necesario, no envidioso. Y con tal apariencia á los ojos de las gentes, se nos llamará redentores, no asesinos.—Y en cuanto á Marco Antonio, no penséis en él, porque no tendrá más poder que el brazo de César cuando la cabeza de César esté cortada.
Casio.—Y sin embargo, le temo, á causa del profundo amor que tiene á César.
Bruto.—¡Ah, buen Casio! no penséis en él. Si ama á César, lo más que podrá hacer será reflexionar dentro de sí mismo, y morir por César.—Y harto sería que lo hiciera; porque es hombre dado á juegos y disipación y á muchos camaradas.
Trebonio.—No ofrece peligro. No hay para que muera, desde que gusta de vivir y ha de reirse de esto después.
(Suena el reloj.)
Bruto.—Silencio: contad la hora.
Casio.—Han dado las tres.
Trebonio.—Es tiempo de partir.
Casio.—Pero es de dudar, si vendrá hoy César, ó no, porque de algún tiempo á esta parte se ha vuelto supersticioso. Alguna vez tuvo sobre la fantasía, los sueños y las ceremonias, una opinión del todo diferente de la del vulgo; pero quizás estos prodigios aparentes, el{28} extraño terror de esta noche y la persuasión de sus augures le hagan abstenerse de venir hoy al Capitolio.
Decio.—Perded cuidado. Si tal resolviera, yo prevalecería sobre él; porque se deleita en oir que se triunfa de los unicornios por medio de los árboles, de los osos por los espejos, de los elefantes por los fosos, y de los hombres por la adulación. Y cuando digo que él detesta á los aduladores, afirma que sí, porque esto le lisonjea más. Dejadme hacer; que ya daré á su humor la disposición conveniente, y le traeré al Capitolio.
Casio.—Allí estaremos todos para recibirlo.
Bruto.—Á la hora octava. ¿Es ese el último término?
Cinna.—Sea el último, y no faltéis entonces.
Metelio.—Cayo Ligario tiene mala voluntad á César, que lo reprendió por haber hablado bien de Pompeyo. Me admira que ninguno de vosotros se haya acordado de él.
Bruto.—Id en seguida á encontrarlo, buen Metelio. Me profesa un afecto verdadero y ya me he explicado con él. Enviadle aquí, que yo le apercibiré.
Casio.—La mañana se nos viene encima, y os dejaremos, Bruto. Amigos, dispersaos; pero recordad todos lo que habéis dicho, y haced ver que sois verdaderos romanos.
Bruto.—Buenos caballeros, poned risueños y alegres los semblantes, sin dejar que el aspecto revele los propósitos; antes bien llevadlos, como nuestros actores romanos, con entero aliento y con seria constancia. Y con esto os deseo buen día á cada uno. (Salen todos, menos uno.) ¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como una piedra?—No importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño.—No tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace surgir en el cerebro de los hombres, y por eso tienes el sueño tan profundo.
(Entra Porcia.)
Porcia.—Bruto, mi señor.{29}
Bruto.—Porcia ¿qué intentáis? ¿Y para qué os levantáis ahora? No es bueno para vuestra salud exponer vuestra delicada constitución al frío severo de la madrugada.
Porcia.—Tampoco lo es para la vuestra. Os habéis deslizado friamente de mi lecho; anoche durante la cena os levantasteis de repente y os pusisteis á pasear con los brazos cruzados, meditando y suspirando. Y cuando os pregunté lo que teníais, me mirasteis fijamente, con severidad. Insistí y os frotasteis la cabeza, y en un extremo de impaciencia golpeásteis el suelo con el pié. Volví á insistir de nuevo, y no me respondisteis, sino que con ademán encolerizado me hicisteis seña con la mano para que os dejara. Así lo hice, temiendo aumentar esa impaciencia que me parecía ya demasiado irritada; pero esperando á pesar de todo que no sería sino efecto del mal humor que á veces se apodera de todo hombre. Mas no os dejará comer, ni hablar, ni dormir; y si hubiera de hacer en vuestro semblante el mismo estrago que en vuestro ánimo, yo no podría{30} conoceros. Bruto, señor y amado mío, dejadme saber la causa de vuestro pesar.
Bruto.—No estoy bien de salud: no es nada más.
Porcia.—Bruto es sensato, y á estar falto de salud, emplearía los medios de recobrarla.
Bruto.—Así lo hago. Buena Porcia, id á vuestra cama.
Porcia.—¿Bruto está enfermo? ¿Y es medicinal pasearse descubierto y absorber las emanaciones de la húmeda mañana? ¡Qué! ¿Está enfermo Bruto, y abandona su saludable lecho para afrontar los miasmas de la noche, exponerse al aire vaporoso é impuro, y agravar su enfermedad? No, Bruto mío. Es en vuestra alma donde hay alguna amarga dolencia, y yo por el derecho y virtud de mi puesto debo conocerla. Y os imploro de rodillas, en nombre de la belleza que algún día se elogiaba en mí; en nombre de vuestras protestas de amor y de aquel gran juramento que nos reunió haciendo de ambos uno solo; os imploro para que descubráis ante mí, pues soy vuestra mitad, pues soy vos mismo, el por qué estáis tan adusto; y qué hombres se han dirigido á vos esta noche, puesto que había seis ó siete de ellos que ocultaban sus rostros aun en medio de la oscuridad.
Bruto.—No os arrodilleis, gentil Porcia.
Porcia.—No lo necesitaría si Bruto fuera afable.—Decidme, Bruto: Dentro del vínculo del matrimonio ¿es de esperar que yo ignore secretos que os pertenecen? ¿Ó no soy parte de vos mismo sino de una manera limitada; sólo para acompañaros á la mesa, confortar vuestro lecho, y hablaros de vez en cuando? ¿No hay sitio para mí sino en los confines de vuestra condescendencia? Si no es más que esto, Porcia es la manceba de Bruto, no su esposa.
Bruto.—Sois mi verdadera y honorable esposa, tan querida para mí como las gotas de sangre que afluyen á mi triste corazón.{31}
Porcia.—Si esto fuera verdad, sabría yo entonces este secreto. Mujer soy, es cierto; pero mujer á quien Bruto tomó por esposa. Soy mujer, es cierto; pero mujer bien conocida: hija de un Catón. ¿Pensáis que no seré más fuerte que mi sexo, teniendo tal padre y tal esposo? Decidme vuestros designios: no los revelaré. Harta prueba he dado de mi constancia, haciéndome voluntariamente una herida aquí en el muslo. ¿Puedo sobrellevar esto con paciencia, y no los secretos de mi esposo?
Bruto.—¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de esta noble esposa! (Se oye golpear adentro.) Escucha, escucha; alguien llama. Retírate, Porcia, por un rato, y pronto compartirá mi corazón con el tuyo sus secretos. Te explicaré mis compromisos y todo el significado de mi tristeza. Vete aprisa. (Sale Porcia.—Entran Lucio y Ligario.)—Lucio: ¿quién llama?
Lucio.—Hay aquí un hombre enfermo que desea hablaros.
Bruto.—(Aparte.) Es Cayo Ligario, de quien habló Metelio. Muchacho, apártate. (Sale Lucio.) Cayo Ligario?
Ligario.—Recibid el saludo matinal de una lengua débil.
Bruto.—¡Oh! ¡Qué tiempo habéis escogido, valeroso Ligario, para llevar pañuelo!—¡Cuánto desearía que no estuviéseis enfermo!
Ligario.—No estoy enfermo, si Bruto tiene en mano alguna proeza digna del nombre del honor.
Bruto.—La tengo, Ligario, si queréis oirla con sana disposición.
Ligario.—¡Por todos los dioses ante quienes se inclinan los romanos, aquí olvido mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Valeroso hijo, nacido de dignos progenitores! Tú, como los exorcistas, has conjurado mi pesaroso espíritu. Pídeme ahora que éntre en acción, y procu{32}raré lo imposible: más; lo venceré. ¿Qué debo hacer?
Bruto.—Una faena que tornará en hombres sanos á los enfermos.
Ligario.—Pero ¿no hay algunos sanos á quienes debemos tornar enfermos?
Bruto.—También tendremos que hacerlo. Os revelaré esto, Cayo mío, mientras vamos hacia aquel en quien se deba realizar.
Ligario.—Avanzad audazmente; que yo con el corazón de nuevo inflamado, os seguiré para hacer no sé qué; pero me basta estar guiado por Bruto.
Bruto.—Entonces, seguidme.
(Salen.)
Un cuarto en el palacio de César.
Los mismos.—Truenos y rayos.—Entra CÉSAR en traje de noche.
César.—Ni cielo ni tierra han estado en paz esta noche. Tres veces ha clamado Calfurnia durante su sueño: «¡Auxilio, oh! ¡Asesinan á César!»—¿Quién va?
(Entra un criado.)
Criado.—¿Señor?
César.—Vé á decir á los sacerdotes que ofrezcan el sacrificio y me traigan su opinión sobre los sucesos.
Criado.—Voy en el acto, señor. (Entra Calfurnia.)
Calfurnia.—César ¿qué intentáis? ¿Pensáis salir? No, no os moveréis hoy de vuestra casa.
César.—César saldrá. Jamás cosa alguna de cuantas me han amenazado, se me ha presentado de frente. Al ver el rostro de César, se desvanecen.
Calfurnia.—Nunca dí grande importancia á ritos y ceremonias; mas ahora me asustan. Fuera de las cosas que hemos oído y visto, cuéntanse las más horribles visiones como observadas por los guardias. Una leona{33} ha dado nacimiento á sus cachorros en la calle; y se han entreabierto las tumbas y dejado salir los muertos. Feroces guerreros combatían airados entre las nubes, en filas, en escuadrones y en extricta forma militar, haciendo llover la sangre sobre el Capitolio.—El fragor de la batalla atronaba el aire, y se oía el relinchar de los caballos y el quejido de los hombres moribundos, y los espectros daban alaridos por las calles. ¡Oh César! Estas no son cosas usuales y me infunden temor.
César.—¿Cómo evitar que se cumpla aquello que los dioses hayan dispuesto? César saldrá; pues esas predicciones tanto se dirigen á César como á todo el mundo.
Calfurnia.—No es al morir los mendigos cuando se ve aparecer los cometas; pero los cielos mismos se inflaman para anunciar la muerte de los príncipes.
César.—Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una vez. De todas las maravillas que he oído, la que más extraña me parece es el que los hombres tengan miedo; pues la muerte es un fin necesario y cuando haya de venir, vendrá. (Vuelve á entrar el criado.) ¿Qué dicen los augures?
Criado.—No querrían veros salir hoy. Sacando las entrañas de la víctima ofrecida en el sacrificio, no pudieron encontrarle en el pecho el corazón.
César.—Esto lo hacen los dioses para vergüenza de la cobardía. César sería una bestia sin corazón, si dejase de salir hoy por miedo. No, César no lo hará. Bien saben los peligros que César es más peligroso que ellos.—Somos leones gemelos; pero nací primero y soy el más terrible. ¡Y César saldrá!
Calfurnia.—¡Ay! ¡La confianza impone silencio á vuestra prudencia! No salgáis hoy, mi señor. Llamad temor mío, no vuestro, lo que os retiene en{34} casa. Enviaremos á Antonio al Palacio del Senado y dirá que no estáis bien de salud. Dejad que os ruegue de rodillas el concederme esto.
César.—Marco Antonio dirá que no estoy bien y me quedaré en casa por complacerte. (Entra Decio.)—He aquí á Decio Bruto que les dirá así.
Decio.—Salud ¡oh César! Buenos días, digno César. Vengo á conduciros al Senado.
César.—Y llegáis muy á tiempo para llevar mi saludo á los senadores y decirles que no iré hoy. Que no puedo, sería falso; y que no me atrevo, más falso aún.—No iré hoy: decidles solamente esto.
Calfurnia.—Decid que está enfermo.
César.—¿César enviar una mentira? ¿He llevado tan lejos las conquistas de mi brazo, para que tema decir la verdad á unos cuantos ancianos? Decio, id á decir que César no irá.
Decio.—Dejadme alegar alguna causa, poderoso César, para que al dar el mensaje no se burlen de mí.
César.—La causa es mi voluntad.—No iré. Esto basta para satisfacer al Senado. Mas para vuestra satisfacción particular os haré saber, pues os tengo en afecto, que es mi esposa Calfurnia quien me retiene en casa. Soñó anoche haber visto mi estatua, de la cual manaba, como de una fuente de cien bocas, un raudal de sangre; y á muchos vigorosos romanos venir á empapar sus manos en ella. Y creyendo que esto significa pronósticos, portentos y peligros inminentes, me ha suplicado de rodillas que permanezca hoy en casa.
Decio.—Errada interpretación ha dado al sueño. Ha sido más bien una buena y afortunada visión.—Vuestra estatua manando sangre por cien partes, significa que la gran Roma recibirá por vos nueva sangre vivificadora; y que grandes hombres se apresurarán por{35} obtener una tintura, una gota, un residuo.—He ahí lo que significa el sueño de Calfurnia.
César.—Habéis dado así una buena explicación.
Decio.—Mejor la encontraréis cuando hayáis oído lo que aún tengo que decir. Sabedlo ahora: el Senado ha resuelto dar hoy al poderoso César una corona. Si enviáis á decir que no iréis, podrían acaso variar de intento.—Además, sería un sarcasmo posible que alguno dijera: «Disolved el Senado hasta nueva ocasión, cuando la esposa de César tenga mejores sueños.» Si César se oculta ¿no susurrarán entre ellos «César tiene miedo?» Perdonadme, César; pero mi amor, mi profundo amor por vuestros actos me impele á decíroslo, y siempre mi razón ha sido dócil á mis afectos.
César.—¡Qué pueriles aparecen ahora tus temores, Calfurnia! Me avergüenzo de haber cedido ante ellos. Dame mi manto porque voy á ir. (Entran Publio, Bruto, Ligario, Metelio, Casca, Trebonio y Cinna.)—Y he aquí á Publio que viene á conducirme.
Publio.—Buenos días, César.
César.—Bienvenido, Publio. ¡Qué! ¿También habéis madrugado, Bruto? Buenos días, Casca.—Cayo Ligario, César nunca fué tan enemigo vuestro como esa fiebre que os trae tan extenuado.—¿Qué hora es?
Bruto.—César, han dado las ocho.
César.—Gracias por vuestra solicitud y cortesía. (Entra Antonio).—Ved: Antonio, á pesar de que se divierte hasta tarde en la noche, está en pié. Buenos días, Antonio.
Antonio.—Así los tenga el muy noble César.
César.—Invítalos á prepararse allá dentro. Hago mal en hacerme esperar así. Al momento, Cinna. Al momento, Metelio. ¡Qué! Trebonio, tengo en reserva para vos una hora de conversación. Acordaos de visitarme hoy. Colocaos cerca de mí para que lo recuerde.
Trebonio.—Lo haré, César (aparte), y tan cerca,{36} que vuestros mejores amigos hubieran querido verme más lejos.
César.—Entrad, buenos amigos, y bebamos juntos un poco de vino; y como buenos amigos iremos en seguida todos juntos.
Bruto.—(Aparte.) ¡Oh César! El corazón de Bruto se contrista pensando que cada apariencia no es la misma realidad.
(Salen.)
Una calle cerca del Capitolio.—La misma.
Entra ARTEMIDORO leyendo un papel.
Artemidoro.—«César, desconfía de Bruto: vigila á Casio: no te acerques á Casca: observa á Cinna: no confíes en Trebonio: nota bien á Metelio Cimber: Decio Bruto no te ama: has ofendido á Cayo Ligario: todos estos hombres tienen un mismo pensamiento, y este pensamiento es contra César. Si no eres inmortal, precávete: la seguridad abre las puertas á la conspiración. Que los poderosos dioses te amparen.
»Tu admirador
Artemidoro.»
Me quedaré aquí hasta que pase César, y como uno del séquito, le daré esto. Mi corazón deplora que la virtud no pueda vivir libre de la mordedura de la envidia. Si lees esto, ¡oh César! podrás vivir. Si no, los hados se habrán conjurado con los traidores. (Sale.)
Otra parte de la misma calle, delante de la casa de Bruto. La misma.
Porcia.—Corre, corre, muchacho, al palacio del Senado. No te detengas á responderme, vé al instante. ¿Á qué te detienes?{37}
Lucio.—Para saber qué me encargais, señora.
Porcia.—Querría que pudieses ir y volver, aun antes de decirte lo que has de hacer allí. ¡Oh constancia! ¡Dame toda tu fuerza! Pon una montaña entera entre mi corazón y mi boca. Tengo la mente del hombre, pero la debilidad de la mujer. ¡Qué duro es para nosotras guardar secretos! ¿Todavía estás aquí?...
Lucio.—Pero ¿qué haré, señora? ¿Nada más que correr al Capitolio? ¿Y regresar lo mismo que he ido, y nada más?
Porcia.—Sí, y avísame si tu amo parece bien, porque se fué un poco enfermo; y observa bien lo que hace César, y qué séquito le rodea.—¡Escucha! ¿Qué ruido es ese?
Lucio.—No alcanzo a oir nada, señora.
(Entra el adivino.)
Porcia.—Acércate, mozo. ¿Por dónde has andado?
Adivino.—En mi propia casa, señora.
Porcia.—¿Qué hora es?
Adivino.—Cerca de las nueve, señora.
Porcia.—¿Ha ido ya César al Capitolio?
Adivino.—Todavía no, señora. Voy á tomar un sitio para verle pasar al Capitolio.
Porcia.—¿Tienes algún lugar en el séquito de César? ¿No es así?
Adivino.—Le tengo, señora; y si César quiere ser tan bueno para César, que me preste oído, le suplicaré que vele por sí propio.
Porcia.—¡Qué! ¿Sabes acaso que se intente hacerle algún mal?
Adivino.—Ninguno, que yo sepa; pero alguno muy grande que temo podría acontecerle. Aquí la calle es angosta y la muchedumbre de senadores, pretores y secuaces comunes que se agrupan tras de los pasos de César, oprimirán á un hombre débil, quizás hasta{38} ahogarlo. Me iré á un sitio más despejado, y desde allí hablaré al gran César cuando pase.
Porcia.—Debo retirarme. ¡Ay de mí! ¡Qué débil cosa es el corazón de la mujer! ¡Oh Bruto! ¡Los cielos te amparen en tu empresa! Sin duda el muchacho me oyó decir: «Bruto tiene un séquito que no puede agradar á César.» ¡Oh, siento que me desmayo! Corre, Lucio, y hazme presente á mi señor: dile que estoy alegre, y vuelve pronto, y repíteme lo que te habrá dicho.
(Salen.)
El Capitolio de Roma.—El Senado en sesión.
Muchedumbre de pueblo en la calle que conduce al Capitolio, y entre ellos ARTEMIDORO y el ADIVINO.—Preludios.—Entran CÉSAR, BRUTO, CASIO, CASCA, DECIO, METELIO, TREBONIO, CINNA, ANTONIO, LÉPIDO, POPILIO, PUBLIO y otros.
CÉSAR.
Han llegado los idus de Marzo.
Adivino.—Sí, César: pero no han pasado.
Artemidoro.—Salve, César. Leed este papel.
Decio.—Trebonio desea que paséis la vista, cuando tengáis holgura para ello, sobre esta su humilde petición.
Artemidoro.—¡Oh César! Leed primero la mía, porque es una solicitud que concierne más de cerca á César. Leedla, gran César.{40}
César.—Lo que concierne personalmente á Nos se debe dejar para lo último.
Artemidoro.—No tardéis, César. Leed al instante.
César.—¡Qué! ¿Está loco este mozo?
Publio.—¡Apártate, malandrín!
Casio.—¡Qué! ¿Instáis vuestras peticiones en la calle? Venid al Capitolio. (César entra al Capitolio. Los demás le siguen. Los senadores se ponen en pié.)
Popilio.—Deseo que vuestra empresa hoy prospere.
Casio.—¿Qué empresa, Popilio?
Popilio.—Que os vaya bien. (Avanza hacia César.)
Bruto.—¿Qué dijo Popilio Lena?
Casio.—Dijo que deseaba que nuestra empresa hoy prosperase. Temo que haya sido descubierto nuestro intento.
Bruto.—Mira cómo se acerca á César: obsérvalo.
Casio.—Casca, sé rápido, pues tememos la alarma. Bruto, ¿qué se debe hacer? Si esto se llega á saber, ó Casio ó César no volverán jamás; pues me quitaré la vida.{41}
Bruto.—Sé constante, Casio. No es de nuestro proyecto de lo que habla Popilio Lena; porque, como ves, se sonríe, y César no cambia de aspecto.
Casio.—Trebonio conoce su oportunidad: ved, Bruto, cómo se lleva afuera á Marco Antonio. (Salen Antonio y Trebonio. César y los senadores se sientan.)
Decio.—¿Dónde está Metelio Cimber? Que llegue y presente ahora su petición á César.
Bruto.—Ya se ha dirigido allí. Poneos junto á él y secundadle.
Cinna.—Casca, sois el primero que alzará su mano.
César.—¿Estamos prontos? ¿Hay cosa alguna errada, que César y su Senado deban rectificar?
Metelio.—Muy alto, muy noble y muy poderoso César, Metelio Cimber depone á tus plantas un humilde corazón. (Se arrodilla.)
César.—Debo advertirte, Cimber, que estas genuflexiones y bajas cortesías podrán inflamar la sangre de las gentes vulgares y convertir la preeminencia y el primer rango, en juguetes pueriles. No te lisonjees con la idea de que César lleva en sí una sangre que pueda cambiar de su verdadera calidad, por lo que hace bullir la sangre de los necios: quiero decir por las palabras almibaradas, las reverencias humillantes y las lisonjas bajas y rastreras.—Tu hermano está expatriado por un decreto. Si te abajas y ruegas y adulas por él, te echo fuera de mi camino como á un perro. Entiende que César no hace injusticia; ni se dará por satisfecho sin motivo.
Metelio.—¿No hay voz más digna que la mía para que suene más grata á los oídos del gran César, al pedir la vuelta de mi hermano desterrado?
Bruto.—Beso tu mano, pero sin adulación, César; deseando que otorgues á Publio Cimber la inmediata libertad de regresar.
César.—¡Qué! ¡Bruto!{42}
Casio.—Perdona, César, perdona. Casio se pone á tus piés para implorar la libertad de Publio Cimber.
César.—Podría conmoverme si fuera yo como vosotros; y los ruegos me conmoverían si yo pudiera rogar para conmover.—Pero soy constante como la estrella del Norte, cuya fijeza é inmutable condición no tienen semejante en el firmamento. Esmaltado le véis con innumerables chispas, todas inflamadas y brillante cada una; pero entre todas una, sólo una mantiene su lugar. Y así sucede en el mundo: Está bien provisto de hombres; y los hombres, son de carne y sangre, y vacilantes. Sin embargo, entre todos conozco á uno, sólo uno que mantiene su rango incontrastable, superior á toda conmoción. Y que ese uno soy yo, lo mostraré un poco aun en esto: que he sido constante en que se desterrase á Cimber, y permanezco constante en mantenerlo así.
Cinna.—¡Oh César!
César.—¡Fuera de aquí! ¿Quieres levantar el Olimpo?
Decio.—¡Gran César!
César.—¿No está Bruto inútilmente de rodillas?
Casca.—Hablen por mí mis manos. (Casca hiere á César en el cuello. César le toma por el brazo. Hiérenle entonces otros conspiradores, y por último Marco Bruto.)
César.—¿También tú, Bruto? ¡César, déjate morir! (Muere. Los senadores y el pueblo se retiran en confusión.)
Cinna.—¡Libertad! ¡Libertad! ¡La tiranía ha muerto! Corred, proclamadlo, pregonadlo por las calles.
Casio.—Que vayan algunos á las tribunas populares y griten: «¡Libertad y emancipación!»
Bruto.—Pueblo y senadores, no os asustéis.—No huyáis: estad quedos. La ambición ha pagado su deuda.
Casca.—Id á la tribuna, Bruto.{43}
Decio.—Y Casio también.
Bruto.—¿Dónde está Publio?
Cinna.—Aquí, enteramente azorado con este tumulto.
Metelio.—Permaneced bien juntos, no sea que algún amigo de César pudiera.....
Bruto.—¡No habléis de permanecer así!—Buen ánimo, Publio. Ningún mal se intenta á vuestra persona, ni á la de ningún otro romano.—Decidlo así á todos.
Casio.—Y dejadnos, Publio; pues si el pueblo se precipitara hacia nosotros, podría ocasionar algún daño á vuestra avanzada edad.
Bruto.—Hacedlo así, y que ningún hombre responda de lo acontecido, sino nosotros que lo hemos hecho.
(Vuelve á entrar Trebonio.)
Casio.—¿Dónde está Antonio?
Trebonio.—Huyó azorado á su casa. Hombres, esposas y niños miran asombrados, vociferan y corren como si fuera el día final.
Bruto.—¡Hados! conocemos vuestra voluntad. Que tenemos de morir, lo sabemos. Sólo ignoramos el tiempo y cuáles días de los que los hombres cuentan como suyos, han de ser sorteados.
Casio.—¡Bah! El que suprime veinte años de vida, suprime veinte años de estar temiendo la muerte.
Bruto.—Reconoce eso, y entonces la muerte es ya un beneficio. Así somos amigos de César, habiendo abreviado el tiempo en que había de temer la muerte. Inclinaos, romanos, inclinaos, y bañemos nuestras manos y nuestros brazos en la sangre de César, y empapemos en ella nuestras espadas; y salgamos hasta la misma plaza del mercado, y agitando nuestras armas enrojecidas por encima de nuestras cabezas, gritemos: «Paz, independencia y libertad.»
Casio.—Inclinaos, pues, y lavaos con su sangre.{44} ¡Dentro de cuántas edades se volverá á representar esta nuestra grandiosa escena en naciones aún no nacidas y en idiomas que están aún por crearse!
Bruto.—¡Cuántas veces se verá en esos juegos futuros desangrar á César, que yace ahora al pié de la base de Pompeyo, no menos insignificante que un puñado de polvo!
Casio.—Y cuántas veces suceda, otras tantas nuestro grupo será apellidado el de los hombres que libertaron nuestra patria!
Decio.—Y bien ¿saldremos?
Casio.—Sí: en marcha todo hombre. Bruto irá á la cabeza, y nosotros honraremos sus huellas con los más intrépidos y mejores corazones de Roma.
(Entra un criado.)
Bruto.—Despacio. ¿Quién viene? Un amigo de Antonio.
Criado.—Así, ¡oh Bruto! me encargó mi señor que me arrodillase. Así me encargó Marco Antonio prosternarme; y una vez postrado, que dijera estas palabras: Bruto es noble, prudente, valeroso y honrado. César era poderoso, audaz, regio y afectuoso. Dí que amo á Bruto, y lo venero. Dí que temía á César, lo veneraba y lo amaba. Si Bruto promete que Antonio podrá venir sin peligro á su presencia, y que se le hará comprender cómo César había merecido la muerte, Marco Antonio no amará más á César muerto que á Bruto vivo; sino que seguirá con entera lealtad los trabajos y la suerte del noble Bruto al través de los azares de este nuevo estado. Esto dice Antonio, mi señor.
Bruto.—Tu señor es un romano sensato y valeroso. Nunca pensé menos de él. Dile que si gusta venir aquí, será satisfecho, y sobre mi honor, volverá ileso.
Criado.—Lo conduciré en seguida. (Sale el criado.){45}
Bruto.—Conozco que nos conviene tenerlo de amigo seguro.
Casio.—Me alegraría de que se pudiera. Sin embargo, tengo cierta inclinación á considerarlo como muy de temer; y mi recelo persiste en venir maliciosamente al propósito.
(Vuelve á entrar Antonio.)
Bruto.—He aquí á Antonio que viene. Bienvenido, Marco Antonio.
Antonio.—¡Oh poderoso César! ¿Y yaces tan abatido? Todas tus conquistas, glorias, triunfos, despojos ¿han venido á reducirse á esta mezquina condición? Adios. Ignoro, caballeros, vuestros designios; quién otro deberá verter su sangre, quién está designado. Si lo estoy yo, ninguna hora mejor que la que ha visto morir á César; ni instrumento que sea la mitad tan digno como esas vuestras espadas, enriquecidas ya con la más noble sangre que hay en el mundo entero.—Si me tenéis aversión, os ruego satisfacer vuestro deseo ahora que vuestras manos enrojecidas exhalan todavía el vapor de la sangre. Si hubiera de vivir mil años, jamás me encontraría tan dispuesto á morir como en este momento. Ningún lugar me agradaría tanto como este al lado de César; ningún modo de muerte como el recibirla de vosotros los genios superiores y escogidos de esta edad.
Bruto.—¡Oh Antonio! No implores de nosotros la muerte. Aunque ahora tenemos que parecer sanguinarios y crueles como lo véis por nuestras manos y por este acto nuestro; vos no véis sino las manos y la acción sangrienta que han ejecutado. No véis nuestros corazones. Están llenos de compasión: y la compasión por el infortunio general de Roma (que así como el fuego ahoga al fuego, ahoga la compasión á la compasión), ha consumado este hecho en César. En cuanto á vos, nuestras espadas no tienen punta para dañaros, Marco Antonio. Nuestros brazos, seguros contra la{46} malicia, y nuestros corazones de fraternal genialidad, os reciben con todo benévolo afecto, con sana intención y reverencia.
Casio.—Vuestra voz alcanzará tanto poder como la de cualquier otro hombre, en la distribución de nuevas dignidades.
Bruto.—Tened solamente paciencia hasta que hayamos apaciguado á la multitud enagenada de espanto, y entonces os presentaremos la causa por la cual yo, que amaba á César en el momento de herirlo, he procedido así.
Antonio.—No dudo de vuestra rectitud! Déme cada uno su ensangrentada mano. Primero estrecharé la vuestra, Marco Bruto; en seguida la vuestra, Cayo Casio. Ahora á vos, Decio Bruto, y á vos ahora, Metelio; vuestra mano, Cinna; y, mi valeroso Casca, la vuestra. Y último, aunque no inferior en mi afecto, la vuestra buen Trebonio. Caballeros, todos, ¡ay! ¿qué diré? Mi crédito se asienta hoy en tan resbaladizo terreno, que sólo podréis considerarme de uno de dos tristes modos: ó cobarde ó adulador. Sí: es verdad que te amé ¡oh César! Y si ahora tu espíritu nos contempla ¿no te afligirá, aún más que su muerte, ver á Antonio hacer las paces, y estrechar las manos sangrientas de tus adversarios ¡oh tú el más noble de los hombres! en presencia de tu cadáver? Si tuviera yo tantos ojos como heridas tienes, y vertiera por ellos tantas lágrimas como sangre han manado éstas, me estaría mejor que unirme en lazos de amistad con tus enemigos.—Aquí fuíste cercado, bravo ciervo, y aquí caíste; y aquí están tus cazadores, puestas sus señales en tus despojos y enrojecidos en tu muerte. Tú eras el bosque de este siervo ¡oh mundo! y él era, en verdad, tu corazón. ¡Qué semejante al ciervo herido por muchos príncipes, yaces aquí!
Casio.—Marco Antonio.{47}
Antonio.—Perdonadme, Cayo Casio. Los mismos enemigos de César han de decirlo, y por tanto, en boca de un amigo, no es más que fría modestia.
Casio.—No os censuro porque elogiáis así á César. Pero ¿qué alianza pensáis tener con nosotros? ¿Queréis ser contado en el número de nuestros amigos? ¿Ó seguiremos adelante sin confiar en vos?
Antonio.—Por eso os estreché las manos. Pero en verdad me distrajo el ver cómo yace César. Amigo soy de todos, á todos os amo en la esperanza de que me daréis las razones de por qué y cómo era peligroso César.
Bruto.—Y de no serlo, este sería un espectáculo salvaje. Nuestras razones abundan tanto en rectitud, que quedaríais satisfecho, Antonio, aun cuando fuerais el hijo de César.
Antonio.—Eso es todo lo que busco. Y además, solicito poder exhibir su cuerpo en la plaza del mercado, y hablar en la tribuna, como cumple á un amigo, en el orden de su funeral.
Bruto.—Lo harás, Marco Antonio.
Casio.—Bruto, quiero deciros una palabra. (Aparte.) No sabéis lo que estáis haciendo. No consintáis en que hable Antonio en el funeral. ¿Sabéis hasta qué grado se podrá conmover el pueblo con lo que él diga?
Bruto.—(Aparte.) Con vuestro permiso. Yo ocuparé primero la tribuna y explicaré la causa de la muerte de César. Haré constar que Antonio hablará por nuestra venia y consentimiento y que nos complacemos en que César tenga todos los ritos y ceremonias legales. Esto nos hará más provecho que daño.
Casio.—(Aparte.) No sé lo que pueda acontecer. Esto no me place.
Bruto.—Marco Antonio, tomad aquí el cuerpo de César. En vuestra oración fúnebre no nos censuréis, pero hablaréis de César todo el bien que podáis, y di{48}réis que para ello os hemos dado permiso. De otro modo no tendréis parte alguna en este funeral. Y hablaréis en la misma tribuna que yo, después de terminar mi discurso.
Antonio.—Sea así. No deseo más.
Bruto.—Preparad, pues, el cadáver y seguidnos.
(Salen todos, excepto Antonio.)
Antonio.—Perdóname ¡oh despojo desangrado! si soy manso y gentil con estos carniceros. Reliquia eres del hombre más noble que jamás vieron los tiempos. ¡Ay de la mano que derramó esta valiosa sangre! Ante tus heridas frescas aún, que abren sus labios enrojecidos como bocas mudas implorando de mi lengua la voz y la expresión, hago ahora esta profecía: Caerá una maldición sobre los miembros de los hombres: el furor intestino y la cruel guerra civil arrasarán todas las partes de Italia; la sangre y la destrucción serán tan habituales, y los objetos terribles tan familiares, que las madres no harán mas que sonreir cuando vean á sus pequeñuelos descuartizados por la mano de la guerra; la costumbre de los hechos atroces ahogará toda piedad: el espíritu de César, ávido de venganza, discurrirá teniendo á su lado á Atos acabada de salir del infierno, y gritará en todos estos confines con voz de monarca: «¡Destrucción!», y soltará los perros de la guerra; y que este crimen trascenderá por sobre la tierra en el quejido de los moribundos implorando un sepulcro. (Entra un criado.) Tú sirves á Octavio César ¿no es así?
Criado.—Así es, Marco Antonio.
Antonio.—César escribió para que viniese á Roma.
Criado.—Recibió las cartas y está en camino y me encargó deciros de palabra... ¡Oh César! (Viendo el cadáver.)
Antonio.—Tienes henchido el corazón. Apártate y llora. Veo que la pasión es contagiosa, porque al ver{49} las lágrimas que llenan tus ojos, siento que los míos se humedecen. ¿Viene tu señor?
Criado.—Esta noche estará á menos de siete leguas de Roma.
Antonio.—Pues vuela á encontrarle y dile lo que ha acontecido. Hay una Roma enlutada, una Roma peligrosa; pero todavía no hay para Octavio una Roma segura. Sal de aquí y dile esto. Pero, quédate un momento. No tornarás hasta que haya yo llevado este cadáver á la plaza del mercado; allí sondearé con mi discurso el modo cómo el pueblo ha recibido la cruel resolución de estos hombres sanguinarios; y según lo que sea, explicarás al joven Octavio el estado de las cosas. Ayúdame. (Salen llevando el cuerpo de César).
La misma.—El Foro.
Entran BRUTO y CASIO y un grupo de ciudadanos.
Ciudadano.—Queremos satisfacernos! ¡Que se nos satisfaga...!
Bruto.—Pues bien: seguidme y escuchadme, amigos. Casio, id á la otra calle, y quede dividido el auditorio. Permanezcan aquí los que desean oirme, y acompañen á Casio los que quieran seguirle; y se darán públicamente las razones de la muerte de César.
Ciudadano 1.º—Quiero oir hablar á Bruto.
Ciudadano 2.º—Quiero oir á Casio, y comparar sus razones cuando hayamos oído á uno y otro. (Sale Casio con algunos ciudadanos. Bruto va al rostrum.)
Ciudadano 3.º—El noble Bruto ha subido. ¡Silencio!
Bruto.—¡Tened paciencia hasta el fin, romanos, compatriotas y amigos! Escuchadme en mi causa, y guardad silencio para que podáis escuchar; creedme{50} por mi honor, y respetad mi honor para que creáis: censuradme en vuestra sensatez, y despertad vuestros sentidos para juzgar mejor. Si hubiere en esta asamblea algún caro amigo de César, á él me dirijo para decirle que él no amaba á César más que Bruto. Y si ese amigo pregunta por qué se levantó Bruto contra César, he aquí mi respuesta: no porque amara menos á César, sino porque amaba más á Roma. ¿Querríais mas bien que viviera César y morir esclavos todos, que ver morir á César y vivir todos como hombres libres?—Puesto que César me amaba, le lloro; de que fué afortunado me regocijo; como á valiente le honro; pero como á ambicioso le maté. Hay lágrimas para su afecto, alegría para su fortuna, honra para su valor, y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan bajo que quisiera ser siervo? Si le hay, que hable; pues á ése he ofendido. ¡Quién hay aquí tan embrutecido que no quisiera ser romano? Si le hay, que hable; pues á ése he ofendido también. ¿Quién hay aquí tan vil que no ame á su patria? Si le hay, que hable; pues también le he ofendido. Me detengo para esperar respuesta.
Ciudadano.—(Hablan muchos á un tiempo.) Ninguno, Bruto, ninguno.
Bruto.—Entonces á ninguno he ofendido. No he hecho á César sino lo que haríais á Bruto. La cuestión de su muerte está inscrita en el Capitolio: no disminuída su gloria en cuanto era digno de ella, ni exageradas las ofensas por las cuales sufrió la muerte. (Entran Antonio y otros con el cuerpo de César.)—Aquí viene su cadáver escoltado por Marco Antonio. Ninguna parte tuvo éste en su muerte, y, sin embargo, goza del beneficio de ella, ocupando un puesto en la comunidad. ¿Y cuál de vosotros no lo obtendrá también? Y me despido protestando que si sólo por el bien de Roma maté al hombre á quien más amaba, tengo la{51} misma arma para mí propio cuando la patria necesite mi muerte.
Ciudadano.—¡Viva Bruto! ¡Viva, viva!
Ciudadano 1.º—Llevémosle en triunfo hasta su casa.
Ciudadano 2.º—Erigidle una estatua junto á las de sus antepasados.
Ciudadano 3.º—Hagámosle César.
Ciudadano 4.º—Y lo que había de mejor en César será ahora coronado en Bruto.
Ciudadano 1.º—Le llevaremos á su casa con vítores y aclamaciones.
Bruto.—Compatriotas míos...
Ciudadano 2.º—¡Orden! ¡Silencio! Bruto habla.
Bruto.—Mis buenos compatriotas, dejadme partir solo, y por merced á mí quedaos aquí con Antonio. Haced honor al cuerpo de César, y á la oración de Antonio encaminada á la gloria de César. Hácela con nuestro beneplácito y le hemos dado permiso para pronunciarla. Os ruego que ningún hombre se ausente, excepto yo, hasta que Antonio haya hablado.
Ciudadano 1.º—Quedémonos para oir á Marco Antonio.
Ciudadano 3.º—Que suba á la tribuna pública y le oiremos. Noble Antonio, subid.
Antonio.—Por consideración á Bruto, me véis en presencia vuestra.
Ciudadano 4.º—Lo mejor sería que no hablase aquí mal de Bruto.
Ciudadano 1.º—Este César era un tirano.
Ciudadano 3.º—No hay duda de ello. Es una bendición para nosotros que Roma se haya librado de él.
Ciudadano 2.º—¡Silencio! Oigamos lo que puede decir Antonio.
Antonio.—Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención. Vengo á sepultar á César, no á ensalzarlo. El mal que los hombres hacen les sobrevive: el{52} bien es á menudo enterrado con sus huesos. Sea también así con César. El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si tal ha sido, su falta fué muy grave, y la habrá pagado terriblemente. Ahora, con permiso de Bruto y los demás (porque Bruto es un hombre honorable, y honorables son todos ellos, todos) vengo á hablar en el funeral de César.—Amigo mío era, leal y justo para mí; pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honorable. Muchos cautivos trajo á Roma, y con sus rescates llenó las arcas públicas. ¿Pareció esto ambicioso en César? Las lágrimas de los pobres hacían llorar á César, y la ambición debería ser de índole más dura. Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso; y Bruto es un hombre honorable. Todos habéis visto cómo en la fiesta Lupercalia le presenté tres veces una corona real y cómo la rehusó tres veces. ¿Era esto ambición? Sin embargo, Bruto dice que era ambicioso, y por cierto que él es un hombre honorable. No hablo para reprobar lo que habló Bruto; pero estoy aquí para decir lo que sé. Todos le amasteis un día y no fué sin motivo. ¿Qué causa os retiene, pues, para no llevar luto por él? ¡Oh discernimiento! Has ido á albergarte en los animales inferiores y los hombres han perdido la razón! Toleradme; porque mi corazón está allí en ese féretro, con César, y he de detenerme hasta que vuelva á mí.
Ciudadano 1.º—Parece que hay mucho de verdad en lo que dice.
Ciudadano 2.º—Bien pensado, se ha hecho grande injusticia á César.
Ciudadano 3.º—¿En verdad, señores? Pues temo que en lugar suyo venga alguno peor.
Ciudadano 4.º—¿Te has fijado en sus palabras? No quiso tomar la corona. Luego de seguro que no era ambicioso.{53}
Ciudadano 1.º—Si resulta así, alguien lo ha de pagar bien caro!
Ciudadano 2.º—¡Pobre hombre! Tiene enrojecidos los ojos de llorar.
Ciudadano 3.º—No hay en Roma hombre más noble que Antonio.
Ciudadano 4.º—Observémosle ahora. Vuelve á hablar.
Antonio.—Sólo ayer, la palabra de César habría hecho frente al mundo todo: y hedle allí que yace ahora sin que haya uno solo bastante humilde para rendirle homenaje. ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto á conmover vuestros corazones y vuestra mente y arrastrarlos á la cólera y al tumulto, haría injusticia á Bruto é injusticia á Casio; y todos sabéis bien que son hombres honorables. No quiero ser injusto para con ellos. Prefiero serlo para con el muerto, para conmigo mismo y para con vosotros, antes que para con hombres tan honorables.—Pero tengo aquí un pergamino con el sello de César. Lo encontré en su retrete y es su testamento.—Permitid que oigan su última voluntad los ciudadanos (si bien, con vuestro permiso, no me propongo leerlo), é irán á besar las heridas de César muerto, y mojarán sus telas en su sagrada sangre; sí; y mendigarán uno solo de sus cabellos como memoria, y al morir lo mencionarán en sus testamentos como rico legado á sus sucesores.
Ciudadano 4.º—Queremos oir el testamento. Leedlo, Marco Antonio.
Ciudadanos.—¡El testamento! ¡El testamento! ¡Queremos oir el testamento!
Antonio.—Tened paciencia, benévolos amigos; no debo leerlo. No es oportuno que sepáis á qué punto os amó César. No sois leños, no sois piedras; sois hombres, y como hombres, al oir el testamento de César, os sentiríais inflamados, exasperados por la indigna{54}ción.—No es bien haceros saber que sois sus herederos; pues á saberlo ¿qué no podría resultar?
Ciudadano 4.º—Leed el testamento. Queremos oirlo, Antonio. Habéis de leernos el testamento, el testamento de César.
Ciudadanos.—¡El testamento! ¡El testamento!
Antonio.—¿Queréis tener paciencia? ¿Permaneceréis tranquilos un rato? Me he dejado llevar más allá de mi intento, al deciros eso. Temo hacer mal á los hombres honorables cuyos puñales hirieron á César. Lo temo.
Ciudadano 4.º—¡Eran traidores! ¡Hombres honorables!
Ciudadanos.—¡El testamento! ¡La última voluntad!
Antonio.—¿Queréis forzarme, pues, á leer el testamento? Rodead entonces el cadáver y dejadme mostraros á aquel que hizo el testamento.—¿Me daréis permiso para bajar?
Ciudadanos.—¡Bajad!
Ciudadano 2.º—¡Descended!
Ciudadano 3.º—Tenéis el permiso.
Ciudadano 4.º—Hagamos rueda. Poneos alrededor.
Ciudadano 1.º—Apartaos un tanto del cadáver y del féretro.
Ciudadano 2.º—Haced lugar para Antonio, para el muy noble Antonio.
Antonio.—No os agolpéis tanto sobre mí. Teneos á distancia.
Ciudadano.—¡Atrás! ¡Haced sitio! ¡Retroceded!
Antonio.—Si tenéis lágrimas, preparaos á verterlas. Todos conocéis este manto. Recuerdo cuando César lo llevó por primera vez. Era una tarde de verano, en su tienda. Ese día venció á los Nervos. Ved: por aquí penetró el puñal de Casio. Mirad qué rasgadura hizo el envidioso Casca. Por esta otra hirió Bruto el bien amado. Y observad cómo al retirar su maldito acero, la{55} sangre de César parece haberse lanzado en pos de éste, como para cerciorarse de si era Bruto en verdad quien le había abierto tan odiosamente la puerta. Porque Bruto, bien lo sabéis, era el ángel de César. ¡Juzgad, oh dioses, qué entrañablemente le amaba César! Esa fué la más cruel herida de todas. Porque cuando el noble César vió que él también le hería, la ingratitud más fuerte que los brazos de los traidores, lo abrumó completamente. Y estalló entonces su poderoso corazón; y envolviendo su rostro con el manto, cayó el gran César en la base de la estatua de Pompeyo, inundada de sangre. ¡Oh, qué caída, compatriotas! Allí, vosotros y yo caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nuestras cabezas. ¡Oh! Ahora lloráis: veo que la piedad os mueve, y esas lágrimas son bondadosas. Pero ¡qué! ¡Lloráis almas benévolas, cuando véis solamente la desgarrada vestidura de César! Mirad aquí, aquí está él mismo, acribillado por los traidores.
Ciudadano 1.º—¡Qué triste espectáculo!
Ciudadano 2.º—¡Oh noble César!
Ciudadano 3.º—¡Oh desgraciado día!
Ciudadano 4.º—¡Oh traidores! ¡Villanos!
Ciudadano 1.º—¡Oh sangriento cuadro!
Ciudadano 3.º—Seremos vengados: ¡Venganza! Buscad, registrad, incendiad, matad. ¡Que no quede un traidor vivo!
Antonio.—Quedaos, compatriotas.
Ciudadano 1.º—Guardad silencio. Oigamos al noble Antonio.
Ciudadano 2.°—Le oiremos, y le seguiremos, y moriremos con él.
Antonio.—Buenos amigos, caros amigos, no anhelo agitaros con semejante irrupción de tumulto. Aquellos que han consumado ese hecho son honorables. Qué secretos agravios tenían para hacer esto ¡ay! no lo sé. Ellos son discretos y honorables, y, sin duda, os respon{56}derán con razones. No vengo, amigos, á seducir vuestros corazones. Yo no soy orador, como Bruto; y todos me conocéis como un hombre sencillo y rudo que amaba á su amigo. Y bien lo sabían los que me dieron públicamente permiso para hablar de él; porque no tengo el talento, ni la elocuencia, ni la valía, ni la acción, ni la fuerza de la palabra, para sublevar la sangre de los hombres.—Hablo sin rodeos, y sólo os digo aquello que todos sabéis: os muestro las heridas del afectuoso César, estas pobres, pobres bocas mudas, y les pido que hablen por mí. Que si yo fuera Bruto, y Bruto fuera Antonio, habría un Antonio que sublevaría vuestros ánimos y pondría una lengua en cada herida de César capaz de hacer moverse y amotinarse hasta las piedras de Roma.
Ciudadano.—¡Nos levantaremos!
Ciudadano 1.º—¡Quemaremos la casa de Bruto!
Ciudadano 3.º—¡Pues vamos! Busquemos á los conspiradores.
Antonio.—Oídme aún, compatriotas: oídme unas palabras más.
Ciudadano.—¡Silencio! Oíd á Antonio, al muy noble Antonio.
Antonio.—Pero, amigos, os lanzáis á hacer no sabéis qué. ¿Qué ha hecho César para merecer así vuestros afectos? ¡Ay! No sabéis aún, debo decíroslo, habéis olvidado el testamento de que os hablé.
Ciudadano.—Muy cierto. El testamento. Quedémonos á oir el testamento.
Antonio.—Hedlo aquí, y bajo el sello de César. Da á cada ciudadano romano, á cada un hombre, setenta y cinco dracmas.
Ciudadano 2.º—¡Qué noble César! Vengaremos su muerte!
Ciudadano 3.º—¡Qué regio César!
Antonio.—Escuchadme con paciencia.{57}
Ciudadano.—¡Silencio! ¡Silencio!
Antonio.—Os ha dejado además todos sus paseos, sus parques particulares, y sus huertos recién plantados, en este lado del Tíber; los ha dejado á perpetuidad para vosotros y vuestros herederos, como parques públicos, para pasearos y solazaros en ellos.—Hed ahí lo que ha sido César. ¿Cuándo vendrá uno que se le parezca?
Ciudadano 1.º—Nunca, jamás. Salgamos, salgamos; quememos sus restos en el lugar sagrado, y con los tizones incendiemos las casas de los traidores! Levantemos el cuerpo.
Ciudadano 2.º—Id á traer fuego.
Ciudadano 3.º—Derribad los bancos.
Ciudadano 4.º—Derribad las molduras, las ventanas, lo que sea. (Salen los ciudadanos con el cuerpo.)
Antonio.—Y ahora, siga adelante la obra.—Ya estás en marcha ¡oh revuelta! Toma el camino que quieras.—¿Qué hay ahora, mozo? (Entra un criado.)
Criado.—Señor. Octavio ha llegado ya á Roma.
Antonio.—¿Y en dónde está?
Criado.—Él y Lépido están en casa de César.
Antonio.—Y allí voy inmediatamente á visitarlo. Viene como traído al intento. La fortuna está alegre, y en su buen humor nos dará no importa qué.
Criado.—Les oí decir que Bruto y Casio escapan como locos furiosos fuera de las puertas de Roma.
Antonio.—Es probable que tuviesen alguna noticia del pueblo y de cómo yo lo había movido.—Condúceme donde Octavio.
La misma.—Una calle.
Entra CINNA, el poeta.
Cinna.—Soñé esta noche que estaba en un banquete con César, y las cosas impresionan mi fantasía de un{58} modo desafortunado. No tengo deseo de andar por las calles, y, sin embargo, algo me impele á hacerlo.
(Entran ciudadanos.)
Ciudadano 1.º—¿Cómo os llamáis?
Ciudadano 2.º—¿Á dónde váis?
Ciudadano 3.º—¿Dónde residís?
Ciudadano 4.º—¿Sois casado ó soltero?
Ciudadano 2.º—Responded á cada uno terminantemente.
Ciudadano 1.º—Sí; y en pocas palabras.
Ciudadano 4.º—Sí; y discretamente.
Ciudadano 3.º—Sí; y con veracidad. Será mejor para vos.
Cinna.—¿Cómo me llamo? ¿Á dónde voy? ¿Dónde resido? ¿Soy casado ó soltero? Pues para responder á cada uno terminantemente, en pocas palabras, discretamente y con veracidad, digo discretamente: soy soltero.
Ciudadano 2.º—Eso quiere decir que los que se casan son unos necios. Me temo que esto os costará que os dé un golpe. Continuad: terminantemente.
Cinna.—Terminantemente, voy al funeral de César.
Ciudadano 1.º—¿Como amigo ó enemigo?
Cinna.—Como amigo.
Ciudadano 2.º—Ese punto está respondido terminantemente.
Ciudadano 4.º—¿Vuestra residencia? En pocas palabras.
Cinna.—En pocas palabras, resido junto al Capitolio.
Ciudadano 3.º—¿Vuestro nombre, señor? Con veracidad.
Cinna.—Con veracidad, mi nombre es Cinna.
Ciudadano 1.º—Hacedle pedazos. Es un conspirador.
Cinna.—Soy Cinna el poeta, soy Cinna el poeta.
Ciudadano 4.º—Despedazadle por sus malos versos. Despedazadle por sus malos versos.{59}
Ciudadano 2.º—No importa. Su nombre es Cinna. Arrancad solamente ese nombre de su corazón, y hacedle que retroceda.
Ciudadano 3.º—¡Despedazadle, despedazadle! ¡Y ahora á las teas! ¡Á casa de Bruto! ¡Á casa de Casio! Incendiémoslo todo. ¡Que vayan unos á casa de Decio, otros á la de Casca, otros á la de Ligario! (Salen.)
En Roma. Cuarto en casa de Antonio.
ANTONIO, OCTAVIO Y LÉPIDO sentados alrededor de una mesa.
Antonio.
odos estos, pues, tienen que morir. Sus nombres están marcados.
Octavio.—Vuestro hermano debe morir también. ¿Consentís, Lépido?
Lépido.—Consiento.
Octavio.—Marcadlo, Antonio.
Lépido.—Á condición de que no vivirá Publio, que es hijo de vuestra hermana, Marco-Antonio.
Antonio.—No vivirá. Mirad: le condeno con esta señal. Pero id, Lépido, á casa de César; traed el testamento y arreglaremos el modo de suprimir alguna parte de los legados.
Lépido.—¡Qué! ¿Os hallaré aquí?{62}
Octavio.—Aquí ó en el Capitolio. (Sale Lépido.)
Antonio.—Este es un pobre hombre sin mérito que sólo está bueno para hacer mandados. ¿Es conveniente que, dividido el mundo en tres partes, venga él á ser uno de los tres que lo dominen?
Octavio.—Así lo pensabais y consultasteis su voto sobre quiénes debían ser marcados para morir en nuestra sentencia de muerte y proscripción.
Antonio.—Octavio, he vivido más días que vos, y aunque prodigamos estos honores en este hombre para libertarnos del peso de algunas calumnias, él no los llevará sino como lleva el asno el oro, para trabajar y sudar en la faena, ya sea que al señalar el camino sea guiado ó sea arreado. Y cuando hemos traído nuestro tesoro adonde queremos, le quitamos la carga y le hacemos irse, como el asno descargado, á sacudir las orejas y pacer en el campo.
Octavio.—Haced como queráis; pero es un bravo y experto soldado.
Antonio.—También lo es mi caballo, Octavio, y por tanto le proveo con un depósito de heno. Es una cria{63}tura á la cual he enseñado á lidiar, á partir, á detenerse, á correr de frente, gobernados siempre por mi espíritu los movimientos de su cuerpo. En cierto modo, Lépido no es más que esto. Tiene que ser enseñado, disciplinado, estimulado á ir adelante.—Es un espíritu estéril que se alimenta con objetos, artes é imitaciones, manoseadas por otros hombres y caídas en desuso, pero que para él son moda nueva. No habléis de él sino como de una propiedad. Y ahora, Octavio, escuchad grandes cosas. Bruto y Casio están reclutando fuerzas. Nosotros debemos ir adelante sin vacilar. Combinemos, pues, nuestra alianza, aseguremos á nuestros más fieles amigos y ensanchemos nuestros mejores recursos. Reunámonos inmediatamente en consejo para descubrir mejor las cosas encubiertas y hacer frente á los peligros visibles.
Octavio.—Hagámoslo; porque estamos en juego, circundados por muchos enemigos, y me temo que algunos de los que nos sonríen, tienen en su corazón abismos de maldad.
(Salen.)
Delante de la tienda de Bruto, en el campo cerca de Sardis.
Tambor.—Entran BRUTO, LUCILIO, LUCIO y SOLDADOS. TICINIO Y PÍNDARO se encuentran con ellos.
Bruto.—¡Alto aquí!
Lucilio.—Dad la voz y haced alto.
Bruto.—¿Qué hay, Lucilio? ¿Está Casio cerca?
Lucilio.—Va á llegar, y Píndaro ha venido á saludaros en nombre de su señor.
(Píndaro da una carta á Bruto).
Bruto.—Me saluda bien. Vuestro señor, Píndaro, por mudanza en él, ó por malos oficiales, me ha dado algún motivo para desear que cosas que habían sido{64} hechas se deshicieran; pero si está tan próximo, quedaré satisfecho.
Píndaro.—No dudo que mi noble dueño aparecerá tal como es, lleno de delicadeza y honor.
Bruto.—No se duda de él. Una palabra, Lucilio. Quiero saber con certeza de qué modo os recibió.
Lucilio.—Cortésmente y con bastante respeto; pero no con las mismas formas familiares, ni con el libre y amistoso trato que acostumbraba en tiempos anteriores.
Bruto.—En ello habéis descrito á un caluroso amigo que se enfría. Advertid, Lucilio, que cuando el amor principia á debilitarse y decaer, usa siempre una ceremonia forzada. La fe honesta y sencilla no conoce disfraces.—Pero los hombres frívolos, como ciertos caballos fogosos al principio, hacen ostentación y alarde de su firmeza; pero luégo que sienten las sangrientas espuelas, agachan la cabeza como rocines mañosos y sucumben en la prueba. ¿Avanza su ejército?
Lucilio.—Propónense acampar esta noche en Sardis. La mayor parte, las tropas de á caballo, han venido con Casio.
Bruto.—¿Oyes? Ha llegado. Vé pausadamente á encontrarlo.
(Entran Casio y soldados.)
Casio.—¡Alto!
Bruto.—¡Alto! Pasad la voz.
Dentro.—¡Alto!
Dentro.—¡Alto!
Dentro.—¡Alto!
Casio.—Muy noble hermano. Habéis sido injusto hacia mí.
Bruto.—Juzgadme ¡oh dioses! ¿Hago injusticia á mis enemigos? Pues si no la hago ¿cómo podría hacerla á un hermano?
Casio.—Bruto, esta sobria apariencia vuestra encubre injusticias; y cuando las hacéis....{65}
Bruto.—Conteneos, Casio. Exponed vuestros agravios tranquilamente. Os conozco bien. Aquí bajo las miradas de nuestros dos ejércitos, que no deben ver entre nosotros sino buen afecto, no disputemos. Haced que se retiren y luégo en mi tienda, Casio, os espaciaréis sobre vuestras quejas y os daré audiencia.
Casio.—Píndaro, pedid á los jefes que retiren un poco de este lugar sus tropas.
Bruto.—Hacedlo también, Lucilio; y que nadie venga á nuestra tienda hasta que haya terminado nuestra conferencia. Que Lucio y Ticinio guarden la puerta.
(Salen.)
En la tienda de Bruto.
LUCIO y TICINIO á alguna distancia de ella.
Casio.—Que me habéis tratado injustamente, se ve en que habéis condenado y marcado á Lucio Pella por haber recibido aquí sobornos de los sardios; al paso que mis cartas implorando en su favor, porque conozco al hombre, han sido despreciadas.
Bruto.—Os hicisteis injusticia vos mismo, escribiendo en semejante caso.
Casio.—En tiempos como el presente, no es oportuno que una pequeña falta sea tan notada.
Bruto.—Dejadme deciros, Casio, que vos, vos mismo, tenéis la mala reputación de la codicia; de vender y traficar por oro nuestros empleos á personas indignas.
Casio.—¿Codicia, yo? Bien sabéis, Bruto, que á no ser vos quien habla ¡por los dioses! estas serían vuestras últimas palabras.{66}
Bruto.—Y á no estar esta corrupción amparada bajo el nombre de Casio, no tardaría en aparecer el castigo.
Casio.—¡Castigo!
Bruto.—¡Acordaos de Marzo, de los ídus de Marzo! ¿No fué por la justicia que corrió la sangre del gran Julio? ¿Qué villano tocó su cuerpo y lo hirió, y no por justicia? ¡Qué! ¿Habrá de haber uno de nosotros, los que pusimos la mano sobre el primer hombre del mundo, sólo porque protegía á los expoliadores, que manche ahora sus manos con bajos cohechos? ¿Y venda la alta región de nuestros grandes honores, por la vil basura que así se pueda recoger?—Antes que ser un romano semejante, prefiriera ser un perro hambriento.
Casio.—No me provoquéis, Bruto. No he de sufrirlo. Os olvidáis de vos mismo al acusarme. Soldado soy, soldado más antiguo y experimentado, más hábil que vos para dictar condiciones.
Bruto.—Apartaos. No sois Casio.
Casio.—Casio soy.
Bruto.—Digo que no.
Casio.—Conteneos ó lo olvidaré todo. Mirad por vos mismo. No me tentéis más.
Bruto.—¡Fuera! ¡Pobre diablo!
Casio.—¿Es posible esto?
Bruto.—Oíd, porque tengo que hablar. ¿Debo yo ceder y abrir campo á vuestra temeraria cólera? ¿Me asustaré de que me mire un loco?
Casio.—¡Oh dioses! ¡Oh dioses! ¿Y debo soportar todo esto?
Bruto.—¿Todo esto? Sí, y más. Enfureceos hasta que estalle vuestro orgulloso corazón. Id, mostrad á vuestros esclavos cuán iracundo sois, y que tiemblen vuestros siervos. ¿He de alterarme? ¿He de guardaros consideración? ¿He de humillarme ante vuestro{67} mal humor? ¡Por los dioses! que habéis de digerir el veneno de vuestro fastidio, aunque os haga reventar; porque de hoy en adelante haré de vos mi diversión, sí, mi hazme-reir, cuando estéis rabioso.
Casio.—¿Y á esto hemos llegado?
Bruto.—Decís que sois mejor soldado. Pues mostradlo. Que vuestra jactancia se convierta en hechos y quedaré muy contento. Por lo que á mí toca, me alegraría recibir lecciones de hombres nobles.
Casio.—Me hacéis injusticia en todo. Dije que soy soldado más antiguo, no mejor.—¿Dije que soy mejor?
Bruto.—Si lo dijisteis, no me importa.
Casio.—Cuando César vivía no se atrevió á provocarme así.
Bruto.—Poco á poco. No os atrevisteis á tentarlo así!
Casio.—¿No me atreví?
Bruto.—No.
Casio.—¡Qué! ¿No atreverme á tentarlo?
Bruto.—Por vida vuestra, que no.
Casio.—No contéis demasiado sobre mi afecto.—Podría hacer algo que me pesara después.
Bruto.—Ya habéis hecho algo que os debería pesar. Nada hay, Casio, en vuestras amenazas, que pueda inquietarme; porque estoy tan poderosamente armado de honradez, que pasan junto á mí como el aire juguetón del que no puedo hacer caso. Envié á pediros ciertas sumas de oro, que habéis rehusado; porque yo no sé levantar dinero por medios viles, y antes de arrancar por fraude de las endurecidas manos de los campesinos su mezquina ganancia ¡por los cielos! ¡preferiría hacer acuñar mi corazón y destilar mi sangre por dracmas! Envié donde vos por oro para pagar mis legiones, y lo negasteis. ¿Fué ese proceder digno de Casio? ¿Habría yo respondido así á Cayo Casio?{68} Cuando Marco-Bruto llegue á ser tan avaro que encierre de sus amigos esas miserables monedas, ¡aprontad, oh dioses, todos vuestros rayos para despedazarle!
Casio.—No os negué!
Bruto.—Negasteis.
Casio.—No negué. El que os trajo mi respuesta fué un imbécil. Bruto ha desgarrado mi corazón. Un amigo debería soportar los defectos de sus amigos; pero Bruto exagera los míos.
Bruto.—No lo hago, sino cuando me hacéis sufrir por ellos.
Casio.—No me tenéis afecto.
Bruto.—No me gustan vuestras faltas.
Casio.—El ojo de un amigo nunca podría ver tales faltas.
Bruto.—No las vería un adulador, aunque son tan grandes como el monte Olimpo.
Casio.—¡Venid, Antonio y joven Octavio, venid y vengaos sólo de Casio! Porque Casio está cansado del mundo; odiado por aquel á quien ama; retado por su hermano; oprimido como un siervo; observadas todas sus faltas y anotadas en el libro y divulgadas y aprendidas de memoria para arrojárselas al rostro. ¡Oh! ¡Podría llorar el alma por los ojos! Aquí está mi puñal: he aquí mi pecho desnudo. Dentro hay un corazón más valioso que la mina de Pluto, más rico que el oro. Si es verdad que eres un romano, tómale. Yo que te he negado oro, te entrego mi corazón. Hiere como hiciste con César; yo sé que cuando más lo aborreciste, lo amabas aún más que lo que nunca amaste á Casio.
Bruto.—Envainad vuestro puñal. Montad en cólera cuanta os plazca: ya tendrá libre campo. Haced lo que os plazca: el deshonor será mal humor. ¡Oh Casio! Estáis uncido con un cordero que soporta la có{69}lera como el pedernal soporta el fuego; y que sólo cuando se le fuerza mucho, despide una chispa rápida y se enfría al momento.
Casio.—¿Ha vivido Casio solamente para servir de diversión y risa á su Bruto, cuando el pesar y la sangre enardecida le irritaban?
Bruto.—También estaba yo irritado cuando hablé así.
Casio.—¿Confesáis esto? Dadme vuestra mano.
Bruto.—Y mi corazón también.
Casio.—¡Oh Bruto!
Bruto.—¿Qué hay ahora?
Casio.—¿No tenéis por mí bastante afecto para tolerarme, cuando ese violento humor que me dió mi madre, me hace olvidarlo todo?
Bruto.—Sí, Casio. Y en adelante, cuando seáis demasiado exaltado con vuestro Bruto, él pensará que es vuestra madre quien regaña y os dejará así. (Ruido dentro.)
Poeta.—(Adentro.) Dejadme entrar á ver á los generales.—Hay un resentimiento entre ellos.—No está bien dejarlos solos.
Lucilio.—(Adentro.)—No tendréis entrada.
Poeta.—Nada me detendrá sino la muerte. (Entra el poeta.)
Casio.—¿Qué hay ahora? ¿qué sucede?
Poeta.—En nombre de la vergüenza, generales, ¿qué intentáis? Amaos y sed amigos cual cumple á dos hombres como vosotros. Porque estoy cierto de haber vivido más años que vosotros.
Casio.—¡Ha! ¡ha! ¡Qué detestablemente rima este cínico!
Bruto.—¡Fuera de aquí, villano! ¡Mozo impudente, fuera!
Casio.—Tened paciencia con él, Bruto. Es su manera.{70}
Bruto.—Yo sabré soportar su genialidad, cuando él sepa escoger la ocasión.—¿Qué tiene que hacer la guerra con estos necios danzantes?—¡Camarada, fuera!
Casio.—¡Fuera! ¡fuera! Marchaos. (Sale el poeta.)
(Entran Lucilio y Ticinio.)
Bruto.—Lucilio y Ticinio, encargad á los jefes que se preparen á alojar sus tropas.
Casio.—Y regresad inmediatamente trayéndonos á Messala. (Salen Lucilio y Ticinio.)
Bruto.—Lucio. Una taza de vino.
Casio.—No pensé que podíais haber estado tan encolerizado.
Bruto.—¡Oh Casio! Me tienen enfermo muchos pesares.
Casio.—No usáis de vuestra filosofía, si dáis importancia á males accidentales.
Bruto.—Ningún hombre soporta mejor la aflicción.—Porcia ha muerto.
Casio.—¡Ah! ¡Porcia!
Bruto.—Es muerta.
Casio.—¡Y habéis podido no matarme cuando os contrarié tanto! ¡Oh! pérdida conmovedora é insoportable! ¿De qué dolencia?
Bruto.—Impaciente por mi ausencia, y pesarosa de que el joven Octavio y Marco Antonio se hayan hecho tan fuertes (pues con su muerte llegó esa nueva), perdió la razon, y en ausencia de sus servidores, tragó fuego.
Casio.—¿Y murió así?
Bruto.—Así.
Casio.—¡Oh dioses inmortales!
(Entra Lucio con vino y bujías.)
Bruto.—No hableis más de ella. Dadme una taza de vino. En esto sepulto todo resentimiento, Casio. (Bebe.)
Casio.—Sediento está mi corazon de esa noble promesa. Llena, Lucio, llena hasta que se derrame la ta{71}za. Nunca beberé demasiado del afecto de Bruto. (Bebe.)
(Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)
Bruto.—Entrad, Ticinio. Bienvenido, buen Messala. Sentémonos ahora bien junto á esta luz y examinemos nuestras necesidades.
Casio.—¡Porcia! ¿Y eres ida?
Bruto.—Basta. Os lo ruego. Messala, he recibido aquí cartas anunciando que el joven Octavio y Marco Antonio avanzan sobre nosotros con fuerzas poderosas, y que dirigen su marcha hacia Filipi.
Messala.—También tengo cartas del mismo tenor.
Bruto.—¿Con qué adición?
Messala.—Que por proscripciones y mandando poner fuera de la ley, Octavio, Antonio y Lépido han hecho matar cien senadores.
Bruto.—No están acordes nuestras cartas en ese punto. Las mías hablan de setenta senadores muertos por sus proscripciones, siendo Cicerón uno de ellos.
Casio.—Cicerón?{72}
Messala.—Sí. Cicerón ha muerto por esa orden de proscripción. ¿Son de vuestra esposa esas cartas, mi señor?
Bruto.—No, Messala.
Messala.—¿Ni cosa alguna escrita en esas cartas acerca de ella?
Bruto.—Nada, Messala.
Messala.—Paréceme extraña cosa.
Bruto.—¿Por qué lo preguntáis? ¿Habéis sabido algo de ella en vuestras cartas?
Messala.—No, mi señor.
Bruto.—Pues sois romano, decid la verdad.
Messala.—Pues bien: sobrellevad como romano la verdad que digo. Muerta es en verdad y de extraña manera.
Bruto.—Adios, pues, Porcia. Tenemos que morir, Messala; y reflexionando en que ella había de morir un día, encuentro paciencia para sufrir esto ahora.
Messala.—Así es como los grandes hombres deben sobrellevar las grandes pérdidas.
Casio.—Tengo tanto de ello en teoría como vos; pero mi naturaleza no podría sufrirlo así.
Bruto.—Bien. Á nuestra obra viva. ¿Qué pensáis de marchar inmediatamente á Filipi?
Casio.—No me parece bien.
Bruto.—¿Qué razón tenéis?
Casio.—Esta. Es mejor que el enemigo nos busque. Así gastará sus recursos y cansará á sus soldados, dañándose á sí propio; mientras que nosotros permaneciendo inmóviles estamos descansados, fuertes para la defensa y activos.
Bruto.—Las buenas razones han de ceder, es claro, ante las mejores. El pueblo entre Filipi y este campo permanece en una adhesión forzada, pues nos ha dado de mala gana la contribución. El enemigo, marchando entre ellos, llenará con ellos sus filas y vendrá refres{73}cado, acrecido y más animoso.—Le quitaremos esta ventaja si vamos á Filipi á hacerle frente, dejando este pueblo á nuestra espalda.
Casio.—Escuchadme, buen hermano.
Bruto.—Con vuestro permiso. Debéis advertir, además, que hemos procurado obtener de nuestros amigos lo más que era posible. Nuestras legiones están del todo completas y nuestra causa ha llegado á su madurez. El enemigo aumenta cada día. Nosotros, que nos hallamos en la cima, estamos expuestos á declinar.—Hay en los negocios humanos una marea que, tomada cuando está llena, conduce á la fortuna; y omitida, hace que el viaje de la vida esté circundado de bajíos y miserias.—Flotando estamos ahora en ese mar, y tenemos que aprovechar la corriente cuando es favorable, ó perder nuestras probabilidades.
Casio.—Así, pues, como lo deseáis, seguid adelante. Nosotros nos pondremos en marcha y los encontraremos en Filipi.
Bruto.—La alta noche ha avanzado mientras hablábamos. La naturaleza tiene que obedecer á la necesidad, y la satisfaremos, aunque mezquinamente, con un breve descanso. ¿No hay más que hablar?
Casio.—No más. Buenas noches. Madrugaremos mañana, y en camino.
Bruto.—Lucio, mi túnica. (Sale Lucio.)—Adios, buen Messala. Buenas noches, Ticinio. Buenas noches y buen reposo, noble Casio.
Casio.—¡Oh querido hermano! Esta noche ha tenido un mal principio. Que jamás semejante disensión surja entre nuestras almas! No dejéis que suceda, Bruto.
Bruto.—Ya está bien todo.
Casio.—Buenas noches, mi señor.
Bruto.—Buenas noches, buen hermano.
Ticinio.—Buenas noches, Bruto, mi señor.{74}
Bruto.—Adios á cada uno. (Salen Casio, Ticinio y Messala.—Vuelve á entrar Lucio con la túnica.)—Dame mi túnica. ¿Dónde está tu instrumento?
Lucio.—Aquí en la tienda.
Bruto.—¡Qué! ¿Hablas medio dormido? Pobre bellaco, no te culpo: has vigilado con exceso.—Llama á Claudio y algunos otros de mis hombres. Los haré dormir en mi tienda sobre almohadones.
Lucio.—¡Varro y Claudio! (Entran Varro y Claudio.)
Varro.—¿Llamáis, señor?
Bruto.—Os ruego, señores, acostaros en mi tienda y dormir. Acaso os despierte más tarde para asuntos con mi hermano Casio.
Varro.—Con vuestro permiso quedaremos en pié esperando vuestras órdenes.
Bruto.—No lo consentiré. Acostaos, buenos señores. Quizás podré variar de pensamiento. Mira, Lucio, aquí está el libro que busqué tanto. Le puse en el bolsillo de la túnica.
(Se acuestan los sirvientes.)
Lucio.—Estaba seguro de que su señoría no me lo había dado.
Bruto.—Ten paciencia conmigo, buen muchacho; soy muy olvidadizo. ¿Quieres abrir por un rato tus ojos soñolientos y tocar uno ó dos trozos en tu instrumento?
Lucio.—Sí, mi señor, si os place.
Bruto.—Me place, muchacho. Te fatigo demasiado, pero tienes buena voluntad.
Lucio.—Es mi deber, señor.
Bruto.—Yo no exigiría tu deber más allá de tus fuerzas. Sé que las sangres jóvenes anhelan la hora del descanso.
Lucio.—He dormido ya, mi señor.
Bruto.—Has hecho bien; y volverás á dormir. No te retendré mucho rato. Si vivo, seré bueno para ti. (Música y un canto.)—Es un tono soñoliento. ¡Maldito
sueño! ¿Has dejado caer tu maza de plomo sobre mí, muchacho, que así hace música para ti? Buenas noches, gentil siervo. No te haré el daño de despertarte. Si cabeceas romperás tu instrumento. Te lo tomaré, y, buen muchacho, buenas noches. Vamos. ¿No está doblada la hoja donde dejé la lectura?—Paréceme que es esta. (Se sienta.—Entra el espectro de César.) ¡Qué mal arde esta bujía! ¡Ah! ¿Quién viene aquí? Pienso que la debilidad de mis ojos da forma á esta monstruosa aparición. Viene hacia mí. ¿Eres algo? ¿Eres algún dios, ángel ó demonio, que haces helarse mi sangre y erizarse mis cabellos? Dime lo que eres.
Espectro.—Tu mal genio, Bruto.
Bruto.—¿Por qué vienes?
Espectro.—Á decirte que me verás en Filipi.
Bruto.—Bien. ¿Entonces he de verte otra vez?
Espectro.—Sí: en Filipi. (Se desvanece el espectro.)
Bruto.—Pues bien: te veré entonces en Filipi. Ahora que he recobrado mi serenidad te desvaneces. Mal espíritu, querría hablar más contigo. Muchacho! Lucio! Varro! Claudio! Despertad! Claudio!
Lucio.—Las cuerdas, mi señor, están destempladas.
Bruto.—Piensa que todavía se ocupa de su instrumento. Lucio, despierta!
Lucio.—¿Mi señor?
Bruto.—¿Estabas soñando, Lucio, para haber gritado así?
Lucio.—Mi señor, no sabía que hubiese gritado.
Bruto.—Sí, por cierto. ¿Viste algo?
Lucio.—Nada, mi señor.
Bruto.—Vuelve á dormir, Lucio. Siervo Claudio! Mozo, despierta!
Varro.—¿Mi señor?
Claudio.—¿Mi señor?
Bruto.—¿Por qué habéis gritado, señores, en vuestro sueño?{76}
Varro y Claudio.—¿Hemos gritado, señor?
Bruto.—Sí. ¿Visteis alguna cosa?
Varro.—No, mi señor, nada he visto.
Claudio.—Ni yo, mi señor.
Bruto.—Id y saludad por mí á mi hermano Casio. Decidle que ponga en movimiento sus fuerzas con anticipación, y nosotros seguiremos.
Varro y Claudio.—Se hará así, mi señor. (Salen.)
Los llanos de Filipi.
Entran OCTAVIO, ANTONIO y su ejército.
OCTAVIO.
Ahora se realizan, Antonio, nuestras esperanzas. Dijisteis que no bajaría el enemigo, sino que se mantendría en las colinas y tierras altas. Resulta no ser así; el grueso de sus fuerzas está muy próximo, y su intento es anticipársenos aquí en Filipi, buscándonos antes de ser buscados.
Antonio.—Bah! Penetro bien su ánimo, y sé por qué lo hacen. Ya se contentarían con ir á otros lugares; y si descienden con arrogante intrepidez, sólo es para inspirarnos por medio de tal apariencia la idea de que tienen valor. Pero no es verdad. (Entra un mensajero.)
Mensajero.—Generales, preparaos! El enemigo viene en bizarro orden marcial. Está levantado su san{78}griento estandarte y hay que tomar alguna medida inmediatamente.
Antonio.—Octavio, haced avanzar vuestras fuerzas sin precipitación sobre la izquierda del terreno llano.
Octavio.—Yo iré á la derecha: conservad vos la izquierda.
Antonio.—¿Por qué me contrariáis en este trance?
Octavio.—No os contrarío; pero haré como he dicho. (Marcha.—Tambor. Entran Bruto, Casio y su ejército. Lucilio, Messala y otros.)
Bruto.—Hacen alto, y quieren parlamentar.
Casio.—Manteneos firmes, Ticinio. Nosotros tenemos que ir y hablar.
Octavio.—Marco Antonio, ¿daremos la señal de la batalla?
Antonio.—No, César. Responderemos á su ataque. Avanzad. Los generales querrían decir algo.
Octavio.—No os mováis hasta que se dé la señal.
Bruto.—Antes las palabras que los golpes. ¿No es así, compatriotas?
Octavio.—No porque nos agraden más las palabras, como á vosotros.
Bruto.—Buenas palabras son mejores que malos golpes, Octavio.
Antonio.—En vuestros malos golpes, dáis buenas palabras, Bruto. Dígalo, si no, el agujero que hicisteis en el corazón de César, gritando: «Salve, viva César!»
Casio.—Antonio: de cómo dáis golpes, nada se sabe todavía; pero en cuanto á vuestras palabras, parecen haber quitado á las abejas toda su miel.
Antonio.—Y su aguijón también.
Bruto.—¡Oh, sí! y su zumbido; porque hacéis ruido como ellas y muy discretamente amenazáis antes de punzar.
Antonio.—No lo hicisteis vosotros ¡villanos! cuando vuestros viles puñales tropezaban uno con otro en los{79} costados de César! Mostrabais los dientes como monos, y hacíais fiestas como perros, y os inclinabais como siervos para besar los piés de César, mientras que el infernal Casca, como un miserable hería por la espalda el cuello de César! ¡Oh aduladores!
Casio.—¡Aduladores! Agradecedlo á vos mismo, Bruto, que, á haber dominado Casio, esa lengua no habría ofendido hoy así.
Octavio.—Venid, venid á la causa. Si la discusión trae gotas de sudor, la prueba de ella las traerá más coloridas. Mirad. Desnudo la espada contra conspiradores: ¿cuándo pensáis que volverá á la vaina? Nunca, mientras no queden bien vengadas las veintitres heridas de César, ó hasta que otro César se añada á la carnicería hecha por la espada de los traidores.
Bruto.—César, no morirás por manos de traidores, á menos que los traigas contigo.
Octavio.—Así lo espero. No nací para morir por la espada de Bruto.
Bruto.—¡Oh! Si fueras el más noble de tu raza, no podrías, joven, recibir más honrosa muerte.
Casio.—Un impertinente muchacho de escuela, indigno de tal honor, unido á un jaranista enmascarado.
Antonio.—¡Silencio, viejo Casio!
Octavio.—Venid, Antonio. Fuera! Os lanzamos el reto al rostro, traidores! Si os atrevéis á combatir hoy, venid al campo. Si no, cuando hagáis el ánimo.
(Salen Octavio, Antonio y su ejército.)
Casio.—Pues bien: ahora, sopla ¡oh viento! Hínchate, ola; boga, barca; que está encima la tormenta, y todo está en manos del acaso.
Bruto.—Ea! Lucilio. Tengo que deciros una palabra.
Casio.—Messala?
Messala.—¿Qué decís, mi general?
Casio.—Messala, hoy es mi cumpleaños; pues Ca{80}sio nació en este mismo día. Dame tu mano y sé testigo de que contra mi voluntad, como sucedió en Pompeya, me veo forzado á aventurar en el éxito de una batalla todas nuestras libertades. Sabéis que tuve en grande estima á Epicuro y su doctrina. Ahora, pienso de otro modo, y en parte creo en cosas que son presagios. Viniendo de Sardis, cayeron sobre la enseña de nuestra vanguardia dos vigorosas águilas y en ella se posaban, y se alimentaban de manos de nuestros soldados que nos acompañaron aquí á Filipi.—Esta mañana volaron y se fueron, y en su lugar vuelan sobre nuestras cabezas cuervos, milanos y buitres que miran hacia nosotros abajo, como si fuéramos una presa moribunda.—Sus sombras parecían el más funesto pabellón extendido sobre nuestro ejército próximo á perecer.
Messala.—No creáis tal cosa.
Casio.—No lo creo sino en parte; porque tengo el espíritu despejado, y resuelto á afrontar los peligros con toda constancia.
Bruto.—Lucilio también.
Casio.—Ahora, muy noble Bruto, los dioses nos son favorables, para que amándonos en paz, dejemos correr los días hasta la vejez. Pero desde que son siempre tan inciertas las cosas humanas, discurramos sobre lo que puede acontecer de peor. Si perdemos esta batalla, seguramente es esta la última ocasión en que hablaremos juntos.—En tal caso ¿qué contáis hacer?
Bruto.—Seguiré la norma de aquella filosofía en cuyo nombre censuré á Catón por haberse dado la muerte. No sé por qué, pero encuentro que es cobardía y vileza anticipar el término de la vida, por temor á lo que pueda acontecer. Me armaré de paciencia para sobrellevar los decretos de los altos poderes que gobiernan las cosas de aquí abajo.
Casio.—¿Es decir que si perdemos esta batalla, es{81}taréis contento con ser llevado como trofeo del vencedor por las calles de Roma?
Bruto.—No, Casio, no. Ni pienses tú, noble romano, que Bruto se dejaría llevar cautivo á Roma. Tiene el alma sobrado grande. Pero este mismo día debe concluir la obra principiada en los idus de Marzo, y no sé si volveremos á encontrarnos. Recibid por tanto un último adios. Adios, Casio, por siempre jamás! Si volvemos á encontrarnos ¡bien! será con una sonrisa. Si no, habremos hecho bien de despedirnos ahora.
Casio.—¡Por siempre jamás, adios, Bruto! Si volvemos á encontrarnos, ciertamente que sonreiremos. Si no, en verdad, que esta despedida habrá sido oportuna.
(Salen.)
La misma.—El campo de batalla.
Bruto.—Corre á toda brida, Messala, corre, corre, y da estas órdenes á las legiones en el otro lado. Que avancen al instante porque percibo tibieza en el ala de Octavio, y un ataque repentino los derrotará. Corre, corre, Messala. Que vengan todos.
(Salen.)
La misma.—Otra parte del campo.
Toque de alarma.—Entran CASIO y TICINIO.
Casio.—¡Oh, mirad, Ticinio! Mirad! Los cobardes! Huyen! Yo mismo he debido volverme enemigo de los míos. Ví que retrocedía mi enseña. Maté al cobarde y la tomé de sus manos.{82}
Ticinio.—¡Oh Casio! Bruto dió la señal demasiado pronto. Había alcanzado alguna ventaja sobre Octavio, y la asió con demasiada precipitación. Sus soldados se dieron á buscar botín, mientras que nosotros estamos rodeados por todas partes por Antonio.
(Entra Píndaro.)
Píndaro.—¡Huíd á más distancia, mi señor, huíd á más distancia! Marco Antonio está en vuestras tiendas. ¡Huíd, noble Casio, más lejos!
Casio.—Esta colina está bastante lejos. Mira, mira, Ticinio. ¿Son mis tiendas aquellas donde diviso un incendio?
Ticinio.—Ellas son, mi señor.
Casio.—Ticinio, si me amas, monta en mi caballo y sepulta tus espuelas en sus ijares, hasta que hayas llegado á aquellas tropas, allá arriba, y estés de regreso aquí, á fin de que pueda yo estar seguro de si son nuestras ó del enemigo.
Ticinio.—Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.
(Sale.)
{83}
Casio.—Píndaro, sube más arriba, á aquella colina. Mi vista fué siempre débil. Mira bien, Ticinio, y dime lo que observes en el campo. (Sale Píndaro.)—En este día exhalé mi primer aliento. El tiempo se acerca, y donde principié tengo que acabar. Está llena la medida de mi vida.—¿Qué noticias?
Píndaro.—¡Oh, mi señor!
Casio.—¿Qué noticias?
Píndaro.—Ticinio está cercado de jinetes que avanzan sobre él á escape tendido, pero él sigue adelante. Ya están á su alcance. Ahora se apean algunos. ¡Oh! Él se apea también. Le han cogido. (Aclamación.) Y ¡oíd! Dan vítores de alegría!
Casio.—Baja: no mires más. ¡Oh cobarde de mí, que vivo hasta haber visto á mi mejor amigo apresado en mi presencia! (Entra Píndaro.)—Ven acá, siervo. En Parcia te hice prisionero, y me juraste como precio de tu vida, que siempre tratarías de hacer lo que yo te mandase. Pues bien: cumple tu juramento! Sé ahora un hombre libre; y con esta buena espada que atravesó las entrañas de César, busca mi seno. No te detengas á replicar. Ea! Toma la empuñadura, y cuando haya cubierto mi rostro, como ves que ya lo está, hiere! ¡César, estás vengado con la misma espada con que te dí muerte!
(Muere.)
Píndaro.—Así, soy libre. No lo habría sido de este modo, si me hubiese atrevido á hacer mi voluntad. ¡Oh Casio! Píndaro huirá lejos de este país, adonde ningún romano se pueda acordar de él. (Sale.—Vuelven á entrar Ticinio y Messala.)
Messala.—No es más que un cambio, Ticinio, porque Octavio está derrotado por el ejército del noble Bruto, como las legiones de Casio lo están por Antonio.
Ticinio.—Estas nuevas darán no poca satisfacción á Casio.
Messala.—¿Dónde le dejasteis?{84}
Ticinio.—Quedó lleno de desconsuelo en esta colina con Píndaro su siervo.
Messala.—¿No es él quien yace allí en tierra?
Ticinio.—No yace como los que viven. ¡Oh dolor!
Messala.—¿No es él?
Ticinio.—No: éste era él, Messala; pero Casio ya no existe. ¡Oh sol poniente! Como tú envuelto en tus rojos rayos te sepultas en la noche, así Casio está envuelto en su roja sangre! Se ha puesto el sol de Roma! Se ha acabado nuestro día! Venid, nubes, lluvias y peligros. Nuestros hechos están consumados, y de este fué causa la desconfianza de que yo alcanzara buen éxito.
Messala.—La desconfianza del éxito ha causado este hecho! ¡Oh odioso error, engendro de la melancolía! ¿Por qué presentas á la mente de los hombres cosas que no son? ¡Oh error! Prontamente concebido, jamás alcanzas un nacimiento feliz; sino que matas á la madre que te concibió!
Ticinio.—¡Hola, Píndaro! ¿Dónde está Píndaro?
Messala.—Búscalo, Ticinio, mientras voy á encontrar al noble Bruto y á fulminarle esta noticia. Y digo bien fulminarle, porque el agudo acero y los dardos envenenados serían mejor recibidos por Bruto que la noticia de este espectáculo.
Ticinio.—Id, Messala, que entre tanto yo buscaré á Píndaro. (Sale Messala.)—¿Á qué enviarme, valiente Casio? Pues ¿no encontré a tus amigos? ¿No pusieron sobre mis sienes este laurel de victoria invitándome á que te lo diera? ¿No oíste sus aclamaciones? ¡Y todo lo interpretaste en daño tuyo! Pero toma este lauro para tu frente. Tu Bruto me encargó dártele y cumplo su encargo. Bruto, acercaos un tanto y ved cómo he considerado á Cayo Casio. Con vuestro permiso ¡oh dioses! esto es lo que cumple á un romano. Ven, espada de Casio, á encontrar el corazón de Ticinio.{85}
(Muere.—Alarma. Vuelven á entrar Messala, con Bruto, Catón el joven, Strato, Volumnio y Lucilio.)
Bruto.—¿Dónde, Messala, dónde yace su cuerpo?
Messala.—Un poco más allá; y Ticinio lo acompaña.
Bruto.—Ticinio, yace de espaldas.
Catón.—Ha muerto.
Bruto.—¡Oh Julio César! ¡Aún eres poderoso! ¡Tu espíritu nos persigue y hace tornar nuestras espadas contra nuestras propias entrañas!
Catón.—¡Valiente Ticinio! ¡Mirad cómo ha coronado á Cayo Casio muerto!
Bruto.—¿Hay todavía entre los vivos dos romanos como estos? ¡Adios, oh tú el último romano! ¡Jamás, jamás podrá producir Roma uno igual á ti! Amigos, debo á este hombre muerto más lágrimas que las que me veríais derramar. Ya encontraré tiempo, Casio, ya encontraré tiempo. Venid, pues, y enviad su cuerpo á Fhasos. No debemos hacerle funerales en el campamento, por no desalentar las tropas. Venid, Lucilio y joven Catón, vamos al campo. Labeo y Flavio, avanzad con vuestras fuerzas. Son las tres, y á fuer de romanos, probaremos fortuna antes de la noche en un segundo combate.
(Salen.)
Alarma. Entran combatiendo soldados de ambos ejércitos. En seguida BRUTO, CATÓN, LUCILIO y otros.
Bruto.—¡Ea, compatriotas, erguid la cabeza, erguidla aún!
Catón.—¿Qué cobarde no lo hará? ¿Quién quiere seguirme? Proclamaré mi nombre por el campo. ¡Oh! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Enemigo de los tiranos y amigo de la patria! ¡Soy el hijo de Marco Catón! ¡Oh!
(Carga sobre el enemigo).
{86}
Bruto.—Y yo soy Bruto, Marco Bruto soy. Bruto, el amigo de mi patria. Sabed que yo soy Bruto. (Sale cargando al enemigo. Catón el joven es vencido y cae.)
Lucio.—¡Oh joven y noble Catón! ¿Has caído? Pues mueres tan valerosamente como Ticinio, y bien se te debe honorar como al hijo de Catón.
Soldado 1.º—¡Ríndete ó mueres!.
Lucilio.—Yo no me rindo sino para morir. Toma este dinero para que me mates pronto (le ofrece dinero); para que te honres con la muerte de Bruto.
Soldado 1.º—No debemos hacerlo. ¡Un noble prisionero!
Soldado 3.º—¡Campo! ¡Campo! Decid á Antonio que Bruto está en nuestras manos.
Soldado 1.º—Daré la nueva. Aquí viene el general. (Entra Antonio.)—¡Bruto es prisionero, señor, Bruto es prisionero!
Antonio.—¿Dónde está?
Lucilio.—En salvo. Antonio, Bruto está bastante salvo. Me atrevo á asegurarte que jamás enemigo alguno cogerá vivo al noble Bruto. Los dioses le defienden de tan gran vergüenza. Cuando le encontréis, vivo ó muerto, le hallaréis digno de sí mismo, digno de Bruto!
Antonio.—Amigo, este no es Bruto; pero te aseguro que es una presa que no vale menos. Vela por la seguridad de este hombre y trátalo con toda bondad. Prefiere tener á tales hombres por amigos que por enemigos. Marchad y ved si Bruto está vivo ó muerto, y avísanos en la tienda de Octavio de todo lo que haya acontecido.
(Salen.)
{87}
Otra parte del campo.
Entran BRUTO, DARDANIO, CLITO, STRATO y VOLUMNIO.
Bruto.—Venid, exiguo resto de amigos, y descansad en esta roca.
Clito.—Stacilio mostró la encendida antorcha, pero, señor, no ha vuelto. Ha sido cogido ó muerto.
Bruto.—Siéntate, Clito. Muerto es la palabra. Es la cosa á la moda. Escucha, Clito. (Le habla en secreto.)
Clito.—¡Qué! ¡Yo! ¡No, mi señor, no por el mundo entero!
Bruto.—Calma, pues; nada de palabras.
Clito.—Primero me mataré.
Bruto.—Oye, Dardanio. (Le habla en secreto.)
Dardanio.—¿Hacer semejante cosa, yo?
Clito.—¡Oh, Dardanio!
Dardanio.—¡Oh, Clito!
Clito.—¿Qué te pidió Bruto?
Dardanio.—Que lo matara, Clito. Mira. Está meditando.
Clito.—Está ese noble vaso tan colmado de dolor que casi se derrama por sus ojos.
Bruto.—Acércate, buen Volumnio, y escucha una palabra.
Volumnio.—¿Qué dice mi señor?
Bruto.—Esto, Volumnio. El espectro de César se me ha aparecido dos veces de noche: una en Sardis y otra anoche, aquí en el campo de Filipi. Conozco que ha llegado mi hora.
Volumnio.—No, por cierto, señor.
Bruto.—Estoy seguro de ello, Volumnio. Ya ves cómo van las cosas. Nuestros enemigos nos han batido{88} completamente. Es más digno anticiparse que aguardar á ser forzado. Buen Volumnio, acuérdate de que íbamos juntos á la escuela. Pues te suplico por ese antiguo afecto, que tengas el puño de mi espada mientras me arrojo sobre ella.
Volumnio.—Eso no es lo que cumple á un amigo, señor.
(Nueva alarma.)
Clito.—Huíd, huíd, mi señor. Es imposible quedarse aquí.
Bruto.—Adios á vos, y á vos, y á vos, Volumnio. Strato, has estado dormido todo este tiempo. Adios á ti también, Strato. ¡Compatriotas! Mi corazón se regocija de que en toda mi vida no he encontrado un hombre que no fuese leal para mí. Más gloria tendré yo por este día de derrota que Octavio y Marco Antonio por su vil conquista. Así, adios os digo, porque la lengua de Bruto ha terminado casi la historia de su vida. La noche está suspendida sobre mis ojos y mis huesos deben descansar, ya que han trabajado sólo para llegar á esta hora. (Alarma. Gritos adentro: ¡huíd! ¡huíd!)
Clito.—¡Huíd, mi señor, huíd!
Bruto.—Aléjate. Ya te seguiré.
(Salen Clito, Dardanio y Volumnio.)
Bruto.—Strato, te ruego que te quedes junto á tu señor. Tú eres un mozo digno y en tu vida ha habido algún destello de honor. Ten, pues, derecha mi espada, y vuelve el rostro á un lado, mientras me arrojo sobre ella. ¿Quieres hacerlo, Strato?
Strato.—Dadme primero vuestra mano. ¡Adios, oh mi señor!
Bruto.—Adios, buen Strato. Está tranquilo ¡oh César! ¡No tuve para tu muerte la mitad de la buena voluntad que para la mía! (Se precipita sobre su espada y muere.—Alarma. Retirada. Entran Octavio, Antonio, Messala, Lucilio y su ejército.)
Octavio.—¿Qué hombre es ese?{89}
Messala.—El criado de mi señor. Strato: ¿dónde está tu amo?
Strato.—Libre de la servidumbre en que estáis vos, Messala. Los vencedores no podrán hacer de él sino una pira. Bruto no se rindió sino á sí mismo, y ningún otro hombre tiene el honor de su muerte.
Lucilio.—Así es cómo debía encontrarse á Bruto. Gracias ¡oh Bruto! que has probado cómo Lucilio había dicho verdad.
Octavio.—Á cuantos han servido á Bruto mantendré en mi servicio. Mozo, ¿quieres pasar tu tiempo conmigo?
Strato.—Sí, si Messala me transfiere á vos.
Octavio.—Consentid, Messala.
Messala.—¿Cómo murió mi señor, Strato?
Strato.—Mantuve su espada y se arrojó sobre ella.
Messala.—Octavio, tomadle y que os siga, pues prestó á mi señor el último servicio.
Antonio.—Este fué el más noble romano entre todos ellos. Todos los conspiradores, excepto él, hicie{90}ron lo que hicieron sólo por envidia al gran César; sólo él, al asociarse á ellos, fué guiado por un pensamiento de general honradez y del bien común á todos. Su vida era pura, y de tal modo se combinaron en él los elementos, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo: «¡Este era un hombre!»
Octavio.—Tratémosle conforme á sus virtudes, con todo respeto y solemnidad en sus funerales. Sus restos descansarán esta noche en mi tienda como los de un soldado con los debidos honores. Haced, pues, que reposen las tropas y vámonos á compartir las glorias de este afortunado día!
(Salen.)
TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.
Ilustración de E. Klimsch.
Grabado de Fernando Tegetmeyer.
{92}
EL DUQUE, que vive en el destierro. | |
FEDERICO, hermano del duque y usurpador de sus dominios. | |
AMIENS | —Lores que asisten al duque en su destierro. |
JACQUES | |
LE BEAU, cortesano al servicio de Federico. | |
CARLOS, luchador de Federico. | |
OLIVERIO | —Hijos de sir Rowland de Bois. |
SANTIAGO | |
ORLANDO | |
ADAM | —Criados de Oliverio. |
DIONISIO | |
PIEDRA-DE-TOQUE, Payaso. | |
DON OLIVERIO DAÑATEXTO, vicario. | |
CORÍN | —Pastores. |
SILVIO | |
GUILLERMO, campesino, enamorado de Andréy. | |
UNA PERSONA QUE REPRESENTA Á HIMENEO. | |
ROSALINDA, hija del duque desterrado. | |
CELIA, hija de Federico. | |
FEBE, pastora. | |
TOMASA, campesina. |
LORES DEL SÉQUITO DE LOS DUQUES, PAJES, MONTEROS Y OTROS CRIADOS.{93}
Huerto cerca de la casa de Oliverio.
Entran ORLANDO y ADAM.
ORLANDO.
or lo que recuerdo, Adam, me fué legado de este modo: por testamento, sólo unas miserables mil coronas; y, como dices, encargó á mi hermano, sobre su bendición, el cuidarme bien. Y en esto principia mi desconsuelo. Tiene en la escuela á mi hermano Santiago, de quien se cuenta con gran elogio el aprovechamiento. En cuanto á mí, me mantiene en casa groseramente; ó para hablar con más propiedad, me detiene aquí sin mantenerme; porque ¿llamáis manutención para un caballero de mi nacimiento, la que no difiere del modo de mantener á un buey en el establo? Mejor criados están sus caballos; pues aparte de lo lozanos que se ven con su alimento, se les enseña y adiestra, teniendo para ello picadores pagados á alto precio.—Pero yo, hermano suyo, nada gano bajo su poder, sino la talla; por lo cual tan obligados deben{94} estarle sus animales en sus estercoleros como yo. Fuera de esta nada que tan liberalmente me da, su conducta parece quitarme lo poco que me dió la naturaleza. Me hace alimentar entre sus criados, me priva del lugar que corresponde á un hermano, y hace cuanto puede para que la educación mine mi buen natural. Esto es, Adam, lo que me aflige; y el espíritu de mi padre, que pienso está dentro de mí, principia á sublevarse contra esta servidumbre. No la soportaré más tiempo, aunque no conozco todavía remedio eficaz para evitarla. (Entra Oliverio.)
Adam.—Ahí viene mi señor, vuestro hermano.
Orlando.—Retírate á un lado, Adam, y oirás cómo ha de atormentarme.
Oliverio.—¡Hola, señor mío! ¿Qué hacéis aquí?
Orlando.—Nada. No se me enseña á hacer cosa alguna.
Oliverio.—¿Pues qué dañáis, entonces, señor mío?
Orlando.—Por cierto, señor, os estoy ayudando á estropear por la ociosidad una de las obras de Dios: un pobre é indigno hermano vuestro.
Oliverio.—Por cierto, empleaos mejor, y callad algún tanto.
Orlando.—¿Cuidaré vuestros cerdos, y comeré bellotas con ellos? ¿Qué herencia de hijo pródigo he consumido para tener que venir á semejante miseria?
Oliverio.—¿Sabéis, señor mío, dónde estáis?
Orlando.—¡Oh! Perfectamente. Aquí, en vuestro huerto.
Oliverio.—¿Y sabéis en presencia de quién?
Orlando.—Sí; y mejor que lo que sabe de mí aquel en cuya presencia estoy. Sé que sois mi hermano mayor, y del mismo modo la consideración de una sangre generosa debería hacerme conocer de vos. Os permite preferencia sobre mí la etiqueta que rige en las naciones, por cuanto nacisteis primero; pero la misma{95} tradición no me despoja de mi sangre, aun cuando hubieran veinte hermanos entre vos y yo. Tengo en mí tanto de mi padre como vos, aunque confieso que el nacer antes que yo os acerca más á su respeto.
Oliverio.—¡Qué! ¡Muchacho!
Orlando.—Vamos, vamos, hermano mayor, en esto sois demasiado joven.
Oliverio.—¿Y pondrás tus manos en mí, villano?
Orlando.—No soy villano. Soy el hijo menor de sir Rowland de Bois. Él fué mi padre; y es tres veces villano quien dice que semejante padre engendró villanos.—Si no fueras mi hermano, no apartaría esta mano de tu garganta hasta haber arrancado con la otra la lengua que tal dijo. Te has injuriado á ti mismo.
Adam.—(Avanzando.) Apaciguaos, mis gentiles señores. En nombre de la memoria de vuestro padre, tened armonía.
Oliverio.—Suéltame, te digo.
Orlando.—No lo haré hasta que me plazca. Tenéis que oirme. Mi padre os encargó en su testamento darme buena educación. Me habéis educado como á un gañán, oscureciendo y ocultando de mí todas las cualidades propias de un caballero. El espíritu de mi padre cobra fuerza en mí, y no sufriré eso más tiempo. Por consiguiente, permitidme los ejercicios que cumplen á un caballero, ó dadme la escasa suma que me fué legada en su testamento. Yo trataré de probar con ella fortuna.
Oliverio.—¿Y qué irás á hacer? ¿Mendigar cuando la hayas gastado? Bien, señor mío, no me molestaré por vos mucho tiempo más: tendréis alguna parte de lo que deseáis. Os ruego que me dejéis.
Orlando.—No deseo molestaros más de lo que exige en conciencia mi propio bien.
Oliverio.—Márchate con él, perro viejo.{96}
Adam.—¿Y es mi recompensa que me llaméis «perro viejo»? Mucha verdad es que he perdido los dientes en vuestro servicio. ¡Bendiga Dios á mi antiguo amo! ¡Jamás habría dicho él semejante palabra! (Salen Orlando y Adam.)
Oliverio.—¿Con que á esto hemos llegado? ¿Principiáis á imponerme? Yo os curaré de vuestra petulancia y no por eso daré tampoco las mil coronas. ¡Hola! Dionisio! (Entra Dionisio.)
Dionisio.—¿Llama vuesamerced?
Oliverio.—¿No había venido Carlos, el luchador del duque, á hablar conmigo?
Dionisio.—Si os place, está á la puerta y solicita llegar hasta vos.
Oliverio.—Hazle entrar. (Sale Dionisio.) Será buen medio y la lucha es mañana. (Entra Carlos.)
Carlos.—Buenos días á vuestra señoría.
Oliverio.—Mi buen monsieur Carlos, ¿qué noticias en la Corte?
Carlos.—No hay en la Corte, señor, mas noticias que las antiguas, esto es, que el antiguo duque está desterrado por su hermano menor el nuevo duque; y tres ó cuatro lores, por amor á él, se han impuesto un destierro voluntario para acompañarle; y como sus tierras y sus rentas enriquecen al nuevo duque, este les concede de buena gana permiso para que peregrinen.
Oliverio.—¿Podéis decir si Rosalinda, la hija del duque, es desterrada con su padre?
Carlos.—¡Oh, no! porque su prima, la hija del duque, que se ha criado junto con ella desde la cuna, la ama tanto, que la habría seguido al destierro ó habría muerto si hubiera quedado separada de ella. Está en la Corte tan amada del duque como su propia hija, y jamás dos señoras se amaron tanto.
Oliverio.—¿Dónde vivirá el antiguo duque?{97}
Carlos.—Dicen que se encuentra ya en el bosque de Ardenas y buen número de hombres alegres con él, y que allí viven sin temor á rey ni Roque, como el antiguo Robin Hood de Inglaterra. Dicen que muchos caballeros jóvenes acuden á él de día en día y dejan correr alegremente el tiempo como allá en la edad de oro.
Oliverio.—¿Y váis á luchar mañana en presencia del nuevo duque?
Carlos.—Sí, señor. Y vine á haceros saber un asunto. Se me ha dado á comprender embozadamente que vuestro hermano menor Orlando está algo dispuesto á venir disfrazado para probar contra mí sus fuerzas. Mañana, señor, lucharé por mi reputación, y el adversario mío que no saque un miembro roto, quedará bien librado. Vuestro hermano es joven y delicado, y, por el afecto que os tengo, se me haría penoso el causarle daño, como tendría que hacerlo por honor mío, si se presentara. Así, por el afecto que os profeso, he venido á haceros saber esto para que le apartéis de su intento ó para que soporte sin encono el daño á que él mismo se lanza, por cuanto es él quien lo busca y lo hace de todo punto contra mi voluntad.
Oliverio.—Gracias, Carlos, por tu afecto hacia mí, que verás cuán benévolamente he de recompensar. Ya tenía yo noticia del intento de mi hermano y me he esforzado secretamente para disuadirle, pero él está resuelto. Te diré, Carlos, que es el mozo más testarudo que hay en Francia; lleno de ambición, émulo envidioso de cuanto sobresale en cada hombre, y oculto y villano conspirador contra mí, que soy su natural hermano. Así, pues, procede como quieras: tanto me importa que le rompas la crisma, como que le rompas un dedo; y mejor sería que cuidaras de hacerlo, porque si sólo le infieres un daño leve, ó si él no alcanza á brillar grandemente á costa tuya, te suministrará un{98} veneno, te atrapará en algún lazo traidor y te perseguirá hasta arrancarte la vida por cualquiera suerte de medios indirectos. Te aseguro, y hablo así casi con lágrimas en los ojos, que no hay entre los vivos uno que sea á la vez tan joven y tan vil. Hablo solamente como hermano; pues si me pusiera á analizarlo á tus ojos, tal como es en sí, tendría yo que ruborizarme y llorar, y tú quedarías pálido y atónito.
Carlos.—Con todo mi corazón me alegro de haberme dirigido á vos. Si viene mañana, ya le daré su merecido; pues si vuelve á andar por sus piés, jamás volverá á luchar por premio. Y con esto guarde Dios á vuestra merced.
(Sale.)
Oliverio.—Adios, buen Carlos. Y ahora á excitar á ese tunante. Espero que he de verle llegar á su fin; pues sin saber por qué, no hay cosa que mi alma deteste más que á él. Sin embargo, es manso, instruído sin haber tenido escuela, lleno de noble aspiración y ciertamente tan amado de todos, y en especial de mi propio pueblo, que es quien mejor le conoce, que yo soy enteramente tenido en menos. Pero esto no ha de durar; este luchador lo allanará todo. Sólo falta enardecer al muchacho para que acuda allí, y voy al instante á ocuparme de ello.
(Sale.)
Esplanada delante del palacio del duque.
Entran ROSALINDA y CELIA.
Celia.—Te suplico, mi dulce prima, que estés alegre.
Rosalinda.—Más alegría demuestro, querida Celia, que la que hay en mí.—¿Y querríais verme más alegre aún? Á menos que me enseñéis á olvidar á un{99} padre desterrado, no debéis enseñarme á recordar ningún placer extraordinario.
Celia.—En esto veo que no me amas con tanta consagración como yo á ti. Si mi tío, tu desterrado padre, hubiese desterrado á tu tío, el duque mi padre, con tal de que hubieses permanecido á mi lado, yo habría podido enseñar á mi afecto á tomar á tu padre por mío; y así lo harías si la realidad de tu amor hacia mí fuera tan bien templada como la de mi amor por ti.
Rosalinda.—Bien. Olvidaré las circunstancias de mi posición, para regocijarme en la tuya.
Celia.—Sabes que mi padre no ha tenido ni es probable que tenga otros hijos que yo; y ciertamente, á su muerte, serás su heredera; porque lo que él tomó de tu padre por fuerza, te lo devolveré por afecto.—Te prometo por mi honor que lo haré, y sea yo convertida en un monstruo si quebranto mi juramento. Así, pues, mi dulce Rosalinda, mi querida Rosalinda, alégrate!
Rosalinda.—Lo haré en adelante, prima, é idearé pasatiempos. Veamos ¿qué pensaríais de improvisar unos amores?
Celia.—Excelente, y te ruego lo hagas para divertirte; pero no ames con todas veras á hombre alguno, ni te dejes llevar de ese juego tan allá que no puedas salir de él libre y con honra á costa de un honesto sonrojo.
Rosalinda.—Pues entonces ¿cuál ha de ser nuestro pasatiempo?
Celia.—Sentémonos, y con nuestras burlas echemos de su rueda á la buena matrona Fortuna, para que en adelante sus dones sean igualmente repartidos.
Rosalinda.—Desearía que así pudiera ser; porque sus favores están harto mal colocados; y la pródiga ciega se equivoca más á menudo en sus dádivas á mujeres.{100}
Celia.—Es verdad; porque rara vez da la honestidad á aquellas á quienes dota con la hermosura; y da muy pobre apariencia á aquellas á quienes hace honestas.
Rosalinda.—No. En esto equivocas la tarea de la Fortuna con la de la naturaleza. La Fortuna impera en los dones del mundo, no en los rasgos de la naturaleza.
(Entra Piedra-de-toque.)
Celia.—¿No? ¿Pues no puede la Fortuna hacer que caiga en el fuego una criatura á quien ha hecho hermosa la naturaleza?—Y aunque esta nos ha dado ingenio para burlarnos de la Fortuna: ¿no es esta quien envía á este necio para dar al traste con el argumento?
Rosalinda.—En verdad que es la Fortuna demasiado dura para con la naturaleza, cuando se sirve de un natural idiota para imponer silencio al natural ingenio.
Celia.—Quizás tampoco sea esto obra de la Fortuna, sino de la naturaleza; la cual advirtiendo que nuestro ingenio es demasiado obtuso para discurrir sobre semejante diosa, ha enviado á este idiota para estimularnos; ya que siempre la estupidez del necio es aguijón del discreto. Hola! Prodigio ¿adónde bueno?
Piedra.—Señora: debéis venir á donde vuestro padre.
Celia.—¿Os tomó de mensajero?
Piedra.—No, por mi honor; pero se me encargó llamaros.
Celia.—¿Dónde aprendiste ese juramento, bufón?
Piedra.—De cierto caballero que juró por su honor ser buenas las tortas y juró por su honor ser mala la mostaza. Ahora bien; yo sostengo que eran malas las tortas y buena la mostaza; y, sin embargo, el caballero no perjuró.
Celia.—¿Y cómo lo pruebas, lumbrera de ciencia?
Rosalinda.—Sí, sí. Quita el bozal á tu ingenio.{101}
Piedra.—Adelantad ahora las dos: tocaos las caras y jurad por vuestras barbas que soy un bribón.
Celia.—Sí que lo sois, por nuestras barbas si las tuviéramos.
Piedra.—Sí, que lo soy, por mi bribonada si la tuviera. Pero si juráis por lo que no tenéis, no perjuráis; ni más perjuró ese caballero jurando por su honor, pues jamás lo tuvo; ó si lo tuvo lo había perdido á fuerza de jurar antes de haber visto nunca aquella mostaza, ni aquellas tortas.
Celia.—¿Y te dignarás decirme á quién aludes?
Piedra.—Á uno á quien ama el viejo Federico, vuestro padre.
Celia.—Para honrarle basta el amor de mi padre.{102} Silencio! no hables más de él. No tardará mucho el que te azoten por maldiciente.
Piedra.—Tanto más lastimoso, que los necios no hablen discretamente de las necedades de los discretos.
Celia.—Á fe que dices verdad: porque al haberse impuesto silencio al poco ingenio que tienen los necios, la poca necedad que tienen los discretos ha tomado mucho vuelo.—Aquí viene Monsieur Le Beau.
(Entra Le Beau.)
Rosalinda.—Con la boca llena de noticias.
Celia.—Que nos administrará como las palomas dan el sustento á sus pequeñuelos.
Rosalinda.—Así quedaremos cebadas con noticias.
Celia.—Tanto mejor: seremos más negociables.—Buenos días, monsieur Le Beau, ¿qué nuevas?
Le Beau.—Hermosa princesa, habéis perdido muchos juegos interesantes.
Celia.—¿Juegos? ¿De qué color?
Le Beau.—¿De qué color, señora? ¿Cómo habré de responderos?
Rosalinda.—Como lo quieren el ingenio y la fortuna.
Piedra.—Ó como lo mande el destino.
Celia.—Bien dicho. Eso se ha aplicado con llana.
Piedra.—Y aún más. Si no mantengo mi rango....
Rosalinda.—Estás perdiendo tu antiguo olfato.
Le Beau.—Me admiráis, señoras. Habría querido contaros una buena lucha, cuyo espectáculo habéis perdido.
Rosalinda.—Con todo, decidnos cómo fué.
Le Beau.—Os contaré el principio, y si os place, podréis ver vosotras mismas el fin, porque aún falta lo mejor; y vienen aquí, donde os halláis, para ejecutarlo.
Celia.—Bien. Sepamos el principio, que ya está muerto y sepultado.{103}
Le Beau.—Ahí viene un anciano con sus tres hijos.
Celia.—Yo podría referir un cuento añejo que principia de ese modo.
Le Beau.—Tres jóvenes apuestos, de excelente vigor y presencia.
Rosalinda.—Con carteles en el pescuezo: «Sepan cuantos las presentes vieren.»
Le Beau.—El hermano mayor luchó con Carlos, el luchador del duque, y en un momento fué aquel derribado y sacó tres costillas rotas, con lo cual pocas esperanzas le quedan de vida. Y otro tanto hizo con el segundo y con el tercero. Allí yacen, y el pobre anciano su padre se lamenta de tan lastimosa manera, que cuantos le ven simpatizan sollozando con él.
Rosalinda.—¡Ay, desdichado!
Piedra.—Pero, señor, ¿cuál es la diversión que han perdido las señoras?
Le Beau.—Pues es claro; la que acabo de decir.
Piedra.—De este modo los hombres podrán crecer en sensatez de día en día. Es la primera vez que oigo decir que romper costillas es una diversión propia de señoras.
Celia.—Como que sí; te lo aseguro.
Rosalinda.—¿Pero hay alguien más que tenga comezón porque le apliquen ese solfeo en los costados? ¿Hay algún otro tan apasionado al rompe-costillas? ¿Veremos esta lucha, prima?
Le Beau.—Tendréis que verla si os quedáis; porque, he ahí el sitio destinado para la lucha, y ya están prontos los que deben tomar parte en ella.
Celia.—Allí vienen, por cierto. Quedémosnos y veámosla. (Preludio. Entran el duque Federico, Lores, Orlando, Carlos y séquito.)
Duque.—Venid. Pues el mancebo no da oído á súplicas, que su audacia responda de su peligro.
Rosalinda.—¿Es aquél el antagonista?{104}
Le Beau.—Él mismo, señora.
Celia.—¡Ay, qué joven es! Sin embargo, parece como si hubiera de vencer.
Duque.—¿Qué es esto, hija y sobrina? ¿Os habéis escurrido hasta aquí para ver la lucha?
Rosalinda.—Sí, mi señor, si os place darnos permiso.
Duque.—Poca diversión tendréis en ella, os lo aseguro, siendo tan desiguales los luchadores. Por compasión á la temprana edad del joven, intentaría disuadirle, pero no quiere oir consejo. Habládle, niñas; ved si podéis influir sobre él.
Celia.—Hacedle venir, monsieur Le Beau.
Duque.—Hacedlo. Yo me apartaré. (El duque se va á un lado.)
Le Beau.—Señor desafiador: las princesas quieren hablaros.
Orlando.—Estoy á sus órdenes con todo respeto y humildad.
Rosalinda.—Mancebo, ¿habéis desafiado á Carlos el luchador?
Orlando.—No, hermosa princesa. Es él quien hace un reto general. Yo no vengo sino como uno de tantos, para probar en él la fuerza de mi juventud.
Celia.—Vuestro valor ¡oh joven! sobrepuja con exceso á vuestros años. Crueles pruebas habéis visto del vigor de ese hombre. Si pudiérais veros con nuestros ojos, ó juzgaros con nuestro discernimiento, el recelo de vuestra aventura os aconsejaría una empresa más proporcionada. Os rogamos, por vuestro bien, que penséis en vuestra seguridad y abandonéis esta tentativa.
Rosalinda.—Hacedlo, buen joven; que no por ello será rebajada vuestra reputación. Solicitaremos del duque que haga suspender la lucha.
Orlando.—Os suplico no me impongáis el castigo{105} de pensar mal de mí, aunque me reconozco culpable de negar cosa alguna á tan bellas y eminentes señoras. Pero acompáñenme en la lucha vuestras hermosas miradas y benévolos deseos; que si he de ser vencido, no tendrá que avergonzarse sino uno que jamás fué favorecido; y si recibo la muerte, sólo sucumbirá uno que ya sobrado la desea. Ni causaré pesadumbre á mis amigos, desde que no tengo uno para deplorarme; ni mal alguno al mundo, en el cual nada poseo; y el lugar que en él ocupo, será ocupado mejor cuando yo lo deje vacío.
Rosalinda.—Quisiera añadir á vuestra fuerza la muy poca que hay en mí.
Celia.—Y yo la mía para aumentar la suya.
Rosalinda.—Adios. Ruego al cielo estar equivocada en cuanto á vos.
Celia.—¡Ojalá se cumplan vuestros deseos!
Carlos.—¡Ea! ¿Dónde está ese valeroso joven que tanto afán tiene por yacer en su madre tierra?
Orlando.—Presto, señor; pero sus deseos son más modestos.
Duque.—Sólo probaréis una suerte.
Carlos.—Aseguro á vuestra alteza que no tendrá ocasión de rogarle para la segunda, después de haber intentado con tanto empeño disuadirle de la primera.
Orlando.—Pensáis burlaros de mí después. No deberíais burlaros antes. Pero probad como gustéis.
Rosalinda.—Que Hércules os asista, ¡oh joven!
Celia.—Quisiera ser invisible para atrapar por una pierna á aquel hombronazo. (Carlos y Orlando luchan).
Rosalinda.—¡Oh extraordinario joven!
Celia.—Si pudiera lanzar de mis ojos un rayo, ya sé quién había de caer.
(Carlos es derribado.—Aclamación).
Duque.—Basta, basta.{106}
Orlando.—Suplico á Vuestra Alteza que nos deje continuar. Aún no estoy bastante alentado.
Duque.—¿Cómo te encuentras, Carlos?
Le Beau.—Ha quedado sin habla, señor.
Duque.—Llevadlo fuera. (Llevan á Carlos).—¿Cómo te llamas, mancebo?
Orlando.—Orlando, señor, el hijo menor de sir Rowland de Bois.
Duque.—Habría preferido que fueses hijo de otro. Las gentes tenían á tu padre por honorable; pero, sin embargo, encontré en él un enemigo. Más me habría agradado tu proeza si hubieses descendido de otro linaje. Pero Dios te guarde. Eres un mancebo valiente. Me habría alegrado de que hubieses mencionado otro padre. (Salen el Duque, Federico, el séquito y Le Beau).
Celia.—Á estar yo en lugar de mi padre, ¿haría esto, prima?
Orlando.—Á orgullo tengo ser hijo de sir Rowland, siquiera su hijo menor, y no cambiaría de condición así me adoptara el duque por heredero suyo.
Rosalinda.—Mi padre amaba con toda su alma á sir Rowland, y todo el mundo era del mismo modo de sentir. Si hubiese yo conocido antes á este joven, hijo suyo, le habría suplicado con lágrimas que no se aventurase de ese modo.
Celia.—Vamos, querida prima, á darle las gracias y á animarlo. La índole áspera y envidiosa de mi padre me lastima el corazón. Sois digno de aplauso, joven. Si tan bien cumplís vuestras promesas de amor, como la que ahora habéis excedido, vuestra amante deberá ser muy feliz.
Rosalinda. (Dándole una cadena de su cuello).—Caballero, llevad esto en recuerdo mío; que por contraria fortuna no tengo en la mano los medios de ofrecer todo lo que quisiera. ¿Nos iremos, prima?
Celia.—Sí. Adios, gentil caballero.
Orlando.—¿No puedo daros las gracias? Me habéis abrumado en lo que hay de mejor en mí, y sólo quedo en vuestra presencia como un poste, como un mármol inerte.
Rosalinda.—Nos llama. Mi orgullo ha desaparecido junto con mi prosperidad. Le preguntaré lo que desea. ¿Nos llamasteis, caballero? Habéis luchado bien, y vencido aún más que á vuestros adversarios.
Celia.—¿Nos vamos, prima?
Rosalinda.—Soy con vos. Quedad con Dios.
(Salen Rosalinda y Celia).
Orlando.—¿Qué pasión me ata la lengua? Ha querido que le hable y no he podido hablar.—(Vuelve á entrar Le Beau).—¡Oh pobre Orlando! Estás derribado. No Carlos, algo más débil te domina.
Le Beau.—Amistosamente os aconsejo, buen señor, que abandonéis este lugar. Aunque habéis merecido altos elogios, aplausos y afecto, la índole del duque es tal que da mal sentido á cuanto habéis hecho. El duque es caprichoso; y lo que es él en toda verdad sería mejor que lo presumiéseis vos que el que yo os lo dijera.
Orlando.—Os doy las gracias, señor. Dignaos decirme ¿cuál de las dos damas que presenciaron la lucha es la hija del duque?
Le Beau.—Ninguna, á juzgar por los modales; pero en realidad es su hija la menor en estatura. La otra es hija del duque desterrado, y la detiene aquí su tío el usurpador para que acompañe á su hija; y las liga un afecto más estrecho que el natural vínculo de las hermanas. Pero puedo aseguraros que de poco tiempo acá el duque ve con desagrado á su gentil sobrina, sin más motivo que el de alabar el pueblo las virtudes de ésta y compadecerla por amor á su buen padre. Y á fe mía, la mala voluntad del duque hacia ella estallará de repente. Quedad con Dios, señor. Desearía conoceros{108} mejor y gozar de vuestro afecto en el porvenir en un mundo mejor que este.
Orlando.—Os quedo sumamente agradecido.—(Sale Le Beau).—¿Es decir que tengo que salir de las brasas para caer en las llamas? Del duque tirano al hermano tirano. ¡Pero, divina Rosalinda!
(Sale).
Un cuarto en el palacio.
Entran CELIA y ROSALINDA.
Celia.—¿Es posible, prima? ¿Es posible, Rosalinda? ¡Ten piedad, Cupido! ¿Ni una palabra?
Rosalinda.—Ni una para echarla á un perro.
Celia.—No, tus palabras tienen demasiado valor para desperdiciarlas en perros; echa algunas para mí. ¡Ea! Póstrame con razones.
Rosalinda.—Pues así habría dos primas postradas: la una á causa de las razones, y la otra por haber enloquecido sin ninguna.
Celia.—¿Pero es todo esto por tu padre?
Rosalinda.—No. Alguna parte de ello es por la hija de mi padre. ¡Oh, qué lleno de espinas es este fatigoso mundo!
Celia.—No son sino cardillos arrojados sobre ti, en festivo retozo. Si no caminas por las sendas trilladas, hasta tus faldas los atraparán.
Rosalinda.—Podría sacudirlos de mi ropa. Pero estos están en mi corazón.
Celia.—Tóselos y saldrán.
Rosalinda.—Probaría; si llorando de tos, pudiera tenerlo.
Celia.—Vamos, vamos, lucha con tus afectos.{109}
Rosalinda.—¡Ah! Se ponen del lado de un luchador más fuerte que yo.
Celia.—¡Válgate mi buen deseo! Ya harás la prueba á su tiempo, á riesgo de una caída. Pero dejando á un lado estas chanzas, hablemos con seriedad. ¿Es posible que tan de súbito hayas sentido esta vehemente inclinación por el hijo menor de sir Rowland?
Rosalinda.—El duque, mi padre, amaba á éste de todo corazón.
Celia.—¿Y se sigue de ello que has de amar de todo corazón á su hijo? Por ese camino llegaremos á que yo debiera odiarle, porque mi padre odió cordialmente al suyo; y sin embargo, no aborrezco á Orlando.{110}
Rosalinda.—¡Por Dios! no le odies, por amor á mí.
Celia.—¿Y por qué lo odiaría? ¿No merece aprecio?
Rosalinda.—Deja que por ello le ame; y ámalo tú porque yo lo hago. Mira: ahí viene el duque. (Entran el duque Federico y Lores.)
Duque.—Señorita, disponeos á toda prisa y alejaos de nuestra corte.
Rosalinda.—¿Yo, tío?
Duque.—Vos, sobrina. Si pasados estos diez días se te encuentra á veinte millas de mi corte, mueres.
Rosalinda.—Ruego á Vuestra Alteza que me haga saber en qué he faltado. Si tengo conciencia de mi misma, ó si conozco mis deseos; si no sueño ó no estoy delirando (y confío en que no lo estoy), entonces, querido tío, jamás he ofendido á Vuestra Alteza ni con la sombra de un pensamiento.
Duque.—Así proceden todos los traidores. Si su purificación consistiera en palabras, serían todos tan inocentes como la gracia misma de Dios.—Baste el que sepas que no confío en tí.
Rosalinda.—Vuestra desconfianza no puede hacer que mi traición exista. Decidme en qué se funda la sospecha.
Duque.—Eres hija de tu padre; basta con eso.
Rosalinda.—También lo era cuando Vuestra Alteza se apoderó de su ducado. También lo era cuando Vuestra Alteza lo desterró. No se hereda la traición, señor. Ó si la tenemos por contagio de nuestros amigos ¿en qué me afectaría eso? Mi padre no fué traidor. No me equivoquéis, pues, mi buen señor, á tal punto que juzguéis traidora mi pobreza.
Celia.—Escuchadme, querido soberano.
Duque.—Sólo por causa vuestra, Celia, la hemos{111} tenido aquí. Á no ser por eso, habría corrido la suerte de su padre.
Celia.—Yo no pedí entonces que se quedara, sino que así lo quisieron vuestro deseo y vuestro propio remordimiento. Era yo entonces demasiado niña para conocerla en todo su valor. Pero ahora la conozco. Si es culpable de traición, también lo soy yo misma. Hasta ahora hemos dormido juntas, y juntas nos hemos levantado, estudiado, jugado y sentado á la mesa. Y como los cisnes de Juno, jamás fuímos á lugar alguno sino como una pareja inseparable.
Duque.—Es demasiado astuta para ti, y su suavidad, su silencio mismo y su paciencia, hablan al pueblo, y éste la compadece. Eres una simple. Ella te defrauda de tu reputación; y tú aparecerás más inteligente y más virtuosa, cuando ella se haya ido. No repliques, pues. La sentencia que he dado contra ella es firme é irrevocable: está desterrada.
Celia.—Pronunciad entonces, señor, esa sentencia contra mí. Yo no puedo vivir sino á su lado.
Duque.—Eres una loca. Disponeos á partir, sobrina. Si os excedéis del plazo, por mi honor y lo sagrado de mi palabra, que os costará la vida.
(Salen el duque Federico y séquito.)
Celia.—¡Oh pobre Rosalinda mía! ¿Á donde irás? ¿Quieres cambiar de padres? Te daré el mío. Te aseguro que no estás más desolada que yo.
Rosalinda.—Tengo mayor motivo.
Celia.—No es así, prima. Te ruego que te animes. ¿No comprendes que el duque me ha desterrado, á mí, su hija?
Rosalinda.—No, no lo ha hecho.
Celia.—¿Que no? Te falta, pues, Rosalinda, el amor que te enseña que tú y yo somos una? ¿Habremos de ser separadas? ¿Habremos de decirnos adios, dulce prenda mía? No. Busque mi padre otro heredero. Dis{112}curre conmigo el modo de que huyamos, á dónde iremos y lo que habremos de llevar. Y no intentes soportar tú sola tus pesares, prescindiendo de mí; porque tomo por testigo al cielo, que palidece á la vista de nuestras penas, de que á pesar de cuanto digas, me marcharé contigo.
Rosalinda.—Pero ¿á dónde ir?
Celia.—Á buscar á mi tío.
Rosalinda.—¡Ah! ¡Qué peligro para nosotras, doncellas, viajar á tanta distancia! Más pronto provoca á los malvados la belleza que el oro.
Celia.—Me cubriré de pobres y mezquinas vestiduras, y me embadurnaré la cara con una especie de barniz oscuro. Haréis lo mismo, y así seguiremos nuestro camino sin provocar asaltos.
Rosalinda.—¿No sería mejor, ya que soy de una estatura más alta que la general, que me disfrazara de hombre? Con una buena daga al cinto y un venablo en la mano (aunque en mi corazón se anide oculto todo el miedo de la mujer), tendré un exterior marcial é imponente. Y en ello seré como muchos hombrezuelos cobardes que con la apariencia ocultan su cobardía.
Celia.—¿Qué nombre te he de dar cuando seas hombre?
Rosalinda.—No quiero tener un nombre que valga menos que el del mismo paje de Júpiter. Así, me llamarás Ganimedes. ¿Y qué nombre tomarás tú?
Celia.—Uno que de algún modo se refiera á mi situación. Ya no me llamaré Celia, sino Aliena.
Rosalinda.—¿Y qué te parecería, prima, si ensayáramos robarnos á aquel necio de bufón de la corte de vuestro padre? ¿No nos serviría de solaz durante el viaje?
Celia.—Me seguiría de extremo á extremo del mundo. Deja á mi cuidado el ganarlo. Vámonos. Juntemos nuestras joyas y nuestro caudal, y discurre tú{113} el tiempo más oportuno y el camino más seguro para sustraernos á la persecución que se nos ha de hacer después de mi fuga. Ahora iremos contentas, no al destierro, sino á la libertad.
El bosque de Ardenas.
Entran el antiguo DUQUE, AMIENS y otros lores en traje de monteros.
DUQUE.
bien, compañeros y hermanos de destierro, ¿no hace la costumbre que sea más dulce esta vida que la de las vanas pompas? ¿No están más exentas de peligro estas selvas que la envidiosa corte? Aquí no tenemos otro padecimiento que el de Adán; la diversidad de la estación; el rudo zumbido y el diente helado del viento del invierno. Y cuando sopla sobre mi cuerpo y lo muerde y lo hace encogerse de frío, me digo sonriendo: «Esto no es adulación; estos son consejeros que con toda sinceridad me convencen de lo que soy.» Dulces son los frutos de la adversidad que, semejante al feo y venenoso sapo, lleva en la cabeza una preciosa joya.—Y esta nuestra vida retirada del bullicio público, descubre idiomas en los árboles, libros en los arroyos, sermones en las piedras, y el bien en todas las cosas.{116}
Amiens.—No querría cambiarla. ¡Dichoso sois, Alteza, que podéis tornar la obstinación de la fortuna en un modo de ser tan dulce y apacible!
Duque.—Venid. ¿Iremos á matar venados? Y sin embargo me contrista el que estos pobrecillos abigarrados, naturales moradores de esta soledad, sientan que en sus propios confines un venablo de doble filo les atraviese los costados.
Lord 1.º—Por cierto, mi señor, que el melancólico Santiago se aflige de ello; y en ese sentido jura que sois más usurpador que el hermano que os ha desterrado. Milord Amiens y yo nos deslizamos hoy ocultamente hasta donde yacía aquel, declinado bajo un roble cuyas viejas raices asoman sobre el arroyo que susurra á lo largo de este bosque.—Vino á desfallecer allí un pobre ciervo fugitivo herido por el arma de algún cazador; y en verdad, señor, que el desventurado animal exhalaba tan hondos quejidos, que su piel se dilataba por el esfuerzo como si hubiera ido á rasgarse, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos una tras otra en lastimera sucesión. Así, la pobre alimaña, permaneció en el borde mismo del rápido arroyo que recibía sus lágrimas, mientras la observaba atentamente el melancólico Santiago.
Duque.—Pero ¿qué dijo éste? ¿No moralizó sobre ese espectáculo?
Lord 1.º—¡Oh, sí, por mil símiles! En primer lugar porque vertía sus lágrimas en el arroyo que no necesitaba de ellas, exclamó: «¡Pobre venado! Haces testamento como las gentes mundanas, dando lo más que tienes á quien ya tiene demasiado.» En seguida por hallarse solo y abandonado por sus amigos de piel aterciopelada, dijo: «Es justo: esta desgracia ahuyenta la afluencia de compañeros.» Al mismo tiempo un hato harto de pacer pasa saltando á su lado sin cuidarse de él. «Sí, seguid adelante, gordos y lustrosos ciudada{117}nos. Es la moda. ¿Á qué mirar á ese quebrado, pobre y arruinado?»—Así con gran vehemencia destrozó la estructura del país, corte y ciudad, y aun nuestro presente género de vida; jurando que no somos más que usurpadores, tiranos y todo lo que hay de peor, en espantar á estos animales y matarlos en su propio y nativo albergue.
Duque.—¿Y estaba en tal meditación cuando le dejasteis?
Lord 2.º—Sí, mi señor; llorando y comentando sobre el quejumbroso ciervo.
Duque.—Mostradme el sitio. Pláceme escucharle en estos arranques repentinos, porque entonces está lleno de lucidez.
Lord 2.º—Os conduciré directamente hacia él.
(Salen.)
Cuarto en el palacio.
Entran el DUQUE FEDERICO, LORES y SÉQUITO.
Duque Federico.—¿Cómo es posible que ningún hombre las haya visto? No puede ser. Sin duda hay en mi corte algunos villanos que han consentido y cooperado en ello.
Lord 1.º—No puedo saber de persona alguna que la haya visto. Las señoras camareras suyas, la vieron acostarse en su lecho, y temprano en la mañana hallaron que faltaba de él el tesoro de su dueño.
Lord 2.º—Señor, también se echa de menos al bufón que tantas veces hizo reir á Vuestra Alteza. Hesperia, la dama de honor de la princesa, confiesa haber oído secretamente á vuestra hija y á su prima elogiar en extremo las cualidades y atractivos del luchador que poco há venció al robusto Carlos; y cree que{118} adonde quiera que hayan ido, seguramente ese joven las acompaña.
Duque Federico.—Enviad adonde su hermano, y traed aquí á ese valiente. Si se ha ausentado, traedme á su hermano. Yo haré que lo encuentre. Haced esto al instante, y no haya tregua en la investigación y diligencia para hacer regresar á esas locas fugitivas.
(Salen.)
Delante de la casa de Oliverio.
Entran ORLANDO y ADAM, que se encuentran.
Orlando.—¿Quién está ahí?
Adam.—¡Cómo! ¿mi joven señor? ¡Oh mi buen y amado señor! ¡Oh vos, memoria viva de sir Rowland! ¡Cómo! ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué sois virtuoso? ¿Por qué os aman las gentes? ¿Y por qué sois gentil, fuerte y valeroso? ¿Por qué tomaríais tan á deseo el vencer al membrudo luchador del caprichoso duque? Demasiado aprisa ha llegado aquí antes que vos vuestra alabanza. ¿No sabéis, señor, que para cierta clase de hombres sus buenas prendas les sirven sólo de enemigos? Así os sirven las vuestras. Vuestras virtudes, mi gentil señor, son para vos santificados traidores. ¡Oh! ¡qué mundo éste en el cual la nobleza de alma atrae el veneno al que la posee!
Orlando.—¿Pero qué acontece?
Adam.—¡Oh desdichado joven! No paséis por estas puertas. Bajo este techo vive el enemigo de todas vuestras virtudes. Vuestro hermano (no, no hermano, y sin embargo es hijo—pero no, no es hijo—no quiero llamarlo hijo—de aquel á quien iba á llamar su padre) ha oído vuestras alabanzas, y se propone incendiar esta noche el alojamiento en que acostumbráis{119} dormir, cuando estéis en él. Si no lo consigue así, echará mano de otros medios para deshacerse de vos. Pude oir lo que él y los suyos decían. Este no es un hogar: esta casa no es más que un matadero. ¡Abominadla, temedla, no entréis en ella!
Orlando.—¿Pues á dónde querrías entonces que fuese, Adam?
Adam.—No importa á dónde, con tal de que no vengáis aquí.
Orlando.—¡Pues qué! ¿Querrías verme ir á mendigar mi alimento? ¿Ó con una espada vil y turbulenta arrancar por fuerza en el camino público una{120} subsistencia furtiva? Tendría que hacer esto, ó no sabría qué hacer. Y esto no lo haré jamás, suceda lo que quiera. Antes me someteré á la malignidad de una sangre degenerada, y de un sanguinario hermano.
Adam.—Pero no hagáis tal. Tengo quinientas coronas, el salario economizado bajo vuestro padre, que atesoré para que me alimentara cuando mis miembros envejecidos no pudieran ya hacer el servicio y estuviera mi vejez abandonada en un rincón. Tomadlas; y aquel que alimenta al cuervo y provee de sustento al gorrioncillo, será el báculo de mi vejez. He aquí el oro: os le doy por entero. Permitidme ser vuestro criado. Aun cuando parezco anciano, soy vigoroso y activo; porque jamás en mi juventud vicié mi sangre con licores ardientes y perturbadores; ni con desvergonzada frente atraje sobre mí la extenuación y el agotamiento. Así mi edad es como un invierno helado pero saludable. Dejad que os acompañe y os prestaré en todas vuestras ocupaciones y necesidades los servicios de un hombre más joven.
Orlando.—¡Oh buen anciano! ¡Qué bien se muestra en ti el fiel servicio del mundo antiguo en el cual el servidor derramaba su sudor por el deber, no por la recompensa! No eres tú semejante á los de este tiempo, en que ninguno trabaja sino por medrar, y una vez conseguido esto, entorpece el servicio aun con la ganancia. No es así contigo, pobre anciano, que cultivas un árbol carcomido que no puede producir ni siquiera una flor en cambio de todas tus fatigas y cuidados. Pero haz como quieres: iremos juntos, y antes de consumir los salarios de tu mocedad, encontraremos algún modesto modo de vivir.
Adam.—Poneos en camino, señor; que yo os seguiré hasta el último aliento, con sincera lealtad. Desde que tuve diez y siete años hasta ahora que cuento{121} cerca de ochenta, he vivido aquí; pero ya aquí no vivo más. Muchos prueban fortuna á los diez y siete años; pero á los ochenta es demasiado tarde. Sin embargo, la fortuna no puede darme mejor premio que el morir bien, habiendo cumplido mi deber con el amo.
(Salen.)
El bosque de Ardenas.
Entran ROSALINDA en traje de mancebo. CELIA vestida de pastora y PIEDRA-DE-TOQUE.
Rosalinda.—¡Oh Júpiter! ¡Qué fatigado está mi ánimo!
Piedra.—Poco me importaría el ánimo, si no tuviera cansadas las piernas.
Rosalinda.—Si me dejara llevar de mi corazón, deshonraría mi traje de hombre llorando como una mujer. Pero debo animar á la parte más débil; porque justillo y bragas han de ostentar valor ante una falda. Ánimo, pues, buena Aliena.
Celia.—Te ruego que tengas paciencia conmigo. No puedo seguir adelante.
Piedra.—Pues por lo que á mí atañe, mejor querría llevaros en paciencia que llevaros en brazos; aunque llevaros á cuestas no sería llevar ninguna cruz; pues creo que andáis con la bolsa vacía.
Rosalinda.—Bien. Esta es la selva de Ardenas.
Piedra.—Sí, heme aquí en Ardenas, con lo cual soy doblemente idiota; pues mejor lugar tenía cuando estaba en casa. Pero los que viajan han de contentarse con todo.
Rosalinda.—Y así debéis hacerlo, buen Piedra-de-toque. Pero mirad quién viene. Son un joven y un{122} anciano que conversan con solemnidad. (Entran Corino y Silvio.)
Corino.—Ese es el camino para hacer que os desprecie todavía.
Silvio.—¡Oh Corino! ¡Si supieras cuanto la amo!
Corino.—Algo de ello conjeturo; como que alguna vez he amado.
Silvio.—No, Corino. No puedes imaginarlo, siendo anciano, aunque hayas sido en tu juventud un amante tan verdadero, como el que en cualquier tiempo haya suspirado en el insomnio de la media noche. Pero si tu amor se parecía al mío (aunque estoy seguro de que jamás hombre alguno amó como yo) ¡á cuantas acciones soberanamente ridículas no te ha de haber arrastrado tu fantasía!{123}
Corino.—Á mil de ellas que ya ni recuerdo.
Silvio.—¡Oh! ¡Pues entonces jamás amaste tan de corazón! Si no tienes presente hasta la más insignificante locura en que te hiciera caer el amor, no has amado; ó si no te has sentado, como yo ahora, fatigando á tu interlocutor con las alabanzas de tu amada, no has amado: ó si no has abandonado bruscamente la compañía, como me obliga la pasión á hacerlo ahora, no has amado. ¡Oh Febe, Febe, Febe!
(Sale Silvio.)
Rosalinda.—¡Pobre pastor! ¡Por buscar tu herida, he venido desgraciadamente á dar con la mía propia!
Piedra.—Y yo con la mía. Me acuerdo de que estando enamorado, quebré mi espada contra una piedra, y le dije que aguantara eso por venir de noche en busca de Juana Remilgos; y de cómo besé su batidera y los pezones de la vaca que ella había ordeñado con sus lindas manos agrietadas; y recuerdo, en fin, haber hecho la corte en lugar de ella á una vaina de guisantes, de la cual saqué dos y se los devolví diciendo con los ojos llenos de lágrimas: «Póntelos por amor á mí.» Nosotros, los que amamos de veras, damos en extrañas manías; pero así como todo muere en la naturaleza, toda naturaleza enamorada muere en la tontería.
Rosalinda.—Hablas con más sensatez de lo que piensas.
Piedra.—Ya lo creo: no he de caer jamás en cuenta de mi propio ingenio, hasta que me dé de narices contra él.
Rosalinda.—¡Oh Jove, Jove! La pasión de este pastor se parece mucho á la mía.
Piedra.—Y á la mía; pero ya se me va poniendo un poco rancia aquí dentro.
Celia.—Os ruego que uno de vosotros pregunte á aquel hombre, si nos dará por oro algún alimento.{124}
Estoy medio muerta de desmayo.
Piedra.—¡Hola! ¡á ti, villano!
Rosalinda.—Silencio, bufón: no es pariente tuyo.
Corino.—¿Quién llama?
Piedra.—Tus superiores, pobre hombre.
Corino.—Muy desvalidos han de ser, si son mis iguales.
Rosalinda.—Silencio, digo. Buenas tardes, amigo.
Corino.—Y á vos, gentil caballero, y á todos vosotros.
Rosalinda.—Ruégote, pastor, que si el afecto ó el oro pueden comprar algún refrigerio en este desierto, nos procures algo con qué reposar y alimentarnos. He aquí una joven doncella fatigada en demasía por el viaje y que se desmaya por falta de socorro.
Corino.—La compadezco, gentil señor, y quisiera por su bien más que por el mío que mis recursos fuesen mayores para aliviarla; pero soy pastor al servicio de otro hombre, y no trasquilo el rebaño que apaciento. Mi dueño es de carácter duro, y no se cuida de encontrar el camino del cielo por actos de hospitalidad. Por otra parte, su egido, sus ganados y sus pastos están en venta; y con motivo de su ausencia, no hay en nuestro cortijo cosa con que pudiérais alimentaros; pero venid y veréis lo que hay, que por mi parte seréis muy bienvenidos.
Rosalinda.—¿Y quién comprará sus rebaños y sus pastos?
Corino.—Aquel joven zagal, que visteis poco há, y que tiene muy poco interés en comprar algo.
Rosalinda.—Te suplico que, guardando los fueros de la honradez, compres tú la casa, los pastos y rebaños. Te daremos con que pagarlos.
Celia.—Y aumentaremos tu salario. Gústame el sitio, y de buena gana pasaría en él mi tiempo.
Corino.—Que todo está para vender, es seguro.{125} Venid conmigo, y si os agradan los informes sobre el suelo, las ganancias y este género de vida, seré vuestro fiel labrador, y lo compraré todo con vuestro oro sin perder momento.
(Salen.)
Entran AMIENS, SANTIAGO y otros.
Canto.
Jaques.—Continuad, continuad, os lo suplico.
Amiens.—Os entristecería, monsieur Jaques.
Jaques.—Y gracias. Más, os ruego, más. Puedo sorber melancolía de una canción, como huevos la comadreja. Más, te ruego, más.
Amiens.—Estoy enronquecido. Conozco que no podría agradaros.
Jaques.—No deseo que me agradéis; deseo, sí, que cantéis. Vamos: más: otra estrofa. ¿No las llamáis estrofas?
Amiens.—Lo que queráis, monsieur Jaques.
Jaques.—No me importan sus nombres. Nada me deben. ¿Queréis cantar?
Amiens.—Más por satisfaceros que por placer mío.
Jaques.—Pues bien: si alguna vez doy las gracias á un hombre, será á vos; aunque lo que llaman cumplidos se parece al encuentro de dos monos; y cuando un{126} hombre me da gracias sinceramente, se me figura haberle dado un centavo, y que me devuelve gracias á lo mendigo. Vamos, cantad y que los demás cierren la boca.
Amiens.—Bien. Concluiré la canción. Mientras tanto, señores, cubrid la mesa; el duque quiere beber bajo este árbol. Ha esperado todo este día para veros.
Jaques.—Y yo todo este día he estado evitándolo. Discute demasiado para mí. Yo pienso en tantos asuntos como él; pero, gracias al cielo, no hago alarde de ello. Vamos, vamos, trinad.
Canto.
Jaques.—Voy á daros un verso para esa tonada, que hice ayer, mal que pesara á mi inventiva.
Amiens.—Y yo lo cantaré.
Jaques.—Dice así:
Amiens.—¿Qué significa ese duc ad me?
Jaques.—Es una invocación griega para llamar á los necios á formar círculo. Me voy á dormir, si puedo. Y si no pudiese, renegaré de todos los primogénitos de Egipto.
Amiens.—Y yo voy á buscar al duque. Está preparado su banquete.
(Salen separadamente.)
La misma.
Entran ORLANDO y ADAM.
Adam.—Mi querido señor, ya no puedo ir más lejos. ¡Oh, me muero de hambre! Aquí me acuesto, y marco la medida de mi sepulcro. Adios, mi bondadoso señor.
Orlando.—¿Cómo es eso, Adam? ¿Tú no tienes más corazón? Vive un poco, anímate un poco, alégrate un poco. Si este áspero bosque produce algún animal salvaje, ó yo le serviré de alimento, ó lo traeré para alimentarte. Tu imaginación, no tus fuerzas, es lo que está expuesto á morir. Tranquilízate por amor á mí; y por unos momentos pon á raya la muerte. Estaré aquí contigo dentro de breve rato, y si no te traigo algún alimento, tendrás mi consentimiento para morir. Pero si mueres antes, me habrás hecho perder mi trabajo. ¿No lo dije? Tienes más alegre la cara. No tardaré en estar de vuelta. Pero yaces aquí á la intemperie. Te llevaré á algún punto abrigado, y si hay cosa que viva en este yermo, no morirás por falta de comida. ¡Ánimo, buen Adam!
(Salen.)
{128}
La misma.—Una mesa cubierta.
Entran el antiguo DUQUE, AMIENS, señores y otros.
Duque.—Parece que se ha transformado en bestia, pues no puedo encontrarle cosa alguna á semejanza del hombre.
Lord 1.º—Señor, hace un momento que se fué de aquí, donde había estado alegre oyendo una canción.
Duque.—Si él, que es un conjunto de discordancias, se aficiona á la música, no tardaremos en ver discordancia en los cielos. Id á buscarle: decidle que deseo hablar con él.
(Entra Jaques.)
Lord 1.º—Me ahorra la pena viniendo él mismo.
Duque.—¡Hola! ¿Cómo es esto, monsieur, y qué vida lleváis, que vuestros pobres amigos tienen que conquistar vuestra compañía?
Jaques.—Un bufón! un bufón! Encontré un bufón en el bosque; un bufón abigarrado. ¡Oh miserable mundo! Tan cierto como que vivo encontré á un bufón que se acostó á calentarse al sol, y renegó de la fortuna en buenas frases, en buenas vigorosas frases. «Buenos días, zote—le dije.—No señor—respondió—no me llaméis zote mientras el cielo no me haya enviado fortuna.»—Sacó luégo de su bolsillo un reloj de sol y mirándolo con ojos amortiguados, dijo muy sensatamente: «Son las diez; por lo cual vemos, añadió, cómo va el mundo. No hace sino una hora que eran las nueve, y dentro de una hora serán las once. Así, de hora en hora maduramos y maduramos, y luego de hora en hora nos pudrimos y nos pudrimos, y de aquí sale un cuento.» Cuando oí á aquel pintarrajeado bufón filosofar así sobre el tiempo, solté una carcajada más sonora{129} que el canto del gallo á la madrugada, al pensar que un bufón fuese tan profundamente meditativo, y me reí sin tregua una hora entera contada en su reloj. ¡Oh noble bufón! ¡Oh digno bufón! No hay más traje que el de arlequín.
Duque.—¿Qué bufón es este?
Jaques.—¡Oh insigne bufón! Ha sido cortesano, y dice que con tal de que las damas sean jóvenes y hermosas, tienen el don de conocerlo; y en su cerebro tan seco como galleta de viaje pasado, tiene extraños sitios atestados de observaciones á las cuales da salida en zurdas formas. ¡Oh qué daría por ser un bufón! ¡Cuánto codicio un traje con cascabeles!
Duque.—Tendrás uno.
Jaques.—Es todo mi deseo, con tal de que desarraiguéis de vuestros mejores juicios toda opinión que se haya robustecido en ellos en contra de mi cordura. He de tener completa libertad, una patente tan amplia como el viento, para soplar sobre quien yo quiera, pues así la tienen los bufones. Y aquellos á quienes más zahieran mis bufonadas, son los que más deberán reir. ¿Y por qué ha de ser así, señor? El porqué es claro como camino de iglesia parroquial. Aquel á quien el bufón hiera muy cuerdamente, haría una gran necedad, si á pesar de lo que le escueza, no pareciera insensible al golpe. Si no, quedaría desmenuzada la necedad del cuerdo, aun por las chanzas perdidas del bufón. Revestidme con mi traje de arlequín; dadme permiso para decir lo que pienso, y limpiaré por completo el asqueroso cuerpo del infecto mundo, si es que se deja administrar con paciencia mi remedio.
Duque.—¡Quita allá! Puedo decir lo que harías.
Jaques.—¿Pues qué haría contrariándolo sino un bien?
Duque.—Pecarías maligna y groseramente cuando criticaras el pecado; porque tú mismo has sido un li{130}bertino tan sensual como el instinto brutal mismo. Y derramarías sobre el mundo todas las úlceras acumuladas y los males crónicos atrapados por tu libertinaje.
Jaques.—¡Pues qué! ¿Acusa á persona alguna en particular, quien clama contra el orgullo? ¿No fluye con tanta pompa como el mar, hasta que refluye contra los mismos medios que lo sustentan? ¿A qué mujer de la ciudad habré nombrado, si digo que la mujer de la ciudad lleva en sus hombros impúdicos el precio pagado por príncipes? ¿Cuál de ellas puede venir á decirme que he querido hablar de ella, cuando su vecina es ni más ni menos que ella misma? ¿Ó quién es aquél aun de la más baja condición que (pensando que aludo á él) dice, que su magnificencia no existe á expensas mías, sin que en ello ajuste su propia necedad al tenor de mi discurso? Ahora bien: ¿qué resulta? Dejadme ver en qué le habrá ofendido mi lengua. Si le ha hecho justicia, será él quien se habrá ofendido á si propio; si no, mi invectiva habrá pasado volando como el ganso silvestre que ningún hombre reclama por suyo. Pero ¿quién viene? (Entra Orlando, espada en mano.)
Orlando.—Deteneos y no sigáis comiendo.
Jaques.—Pues aún no he probado bocado.
Orlando.—Ni lo probaréis antes que la miseria sea socorrida.
Jaques.—¿Qué clase de pájaro es este?
Duque.—¿Es la miseria la que te hace proceder así, hombre atrevido, ó eres un grosero ignorante de los buenos modales, para mostrarte tan falto de buena crianza?
Orlando.—Acertasteis al principio. La aguda espina de la más rigorosa necesidad, me privó de mostrarme suave y cortés. Nací tierra adentro, y tengo alguna cultura. Pero, deteneos, repito; porque si alguno toca
á estos frutos antes que yo haya cumplido mi propósito, morirá.
Jaques.—Y si no admitís razones en respuesta, habré de morir.
Duque.—¿Qué deseáis? Nos forzaría á ser benévolos vuestra cortesía, más que nos inclinaría á la bondad vuestra fuerza.
Orlando.—Estoy casi muerto por el hambre. Dejadme tomar alimento.
Duque.—Sentaos y alimentaos y sed bien venido á nuestra mesa.
Orlando.—¿Habláis afablemente? Os ruego que me perdonéis. Parecíame que todo había de ser salvaje en este lugar, y por eso tomé un aspecto imperioso é inflexible. Pero quienes quiera que seáis, los que en este desierto inaccesible, á la sombra del melancólico ramaje véis correr indiferentes las cansadas horas del tiempo; si alguna vez visteis días mejores; si alguna vez oísteis el tañer de las campanas llamándoos al templo; si os habéis sentado al banquete de un hombre de bien; y si alguna vez enjugasteis de vuestros párpados una lágrima de piedad y sabéis lo que es compadecer y ser compadecidos, dejad que la humildad sea mi principal fuerza, y en tal esperanza envaino, sonrojándome, este acero.
Duque.—En verdad, hemos visto días mejores, y la sagrada campana nos ha llamado al templo, y nos hemos sentado á las fiestas de hombres buenos, y hemos enjugado de nuestros párpados lágrimas arrancadas por la santa piedad; así, pues, sentaos tranquilamente y disponed de cuanta ayuda podemos ofrecer en alivio de vuestras necesidades.
Orlando.—Pues bien: aplazad por pocos momentos vuestro alimento, mientras voy, como la cierva, en busca de mi cervato para alimentarlo. Hay allí un pobre anciano que siguió con paso fatigado mi largo ca{132}mino, movido por el más desinteresado afecto. Hasta que él, oprimido por dos causas de debilidad—los años y el hambre—sea satisfecho primero, yo no probaré bocado.
Duque.—Id á traerlo, y nada será tocado hasta que volváis.
Orlando.—Os lo agradezco, y sed bendecidos por vuestro auxilio. (Sale.)
Duque.—Ya lo ves: no somos los únicos desgraciados. Este vasto teatro del mundo, presenta escenas aún más dolorosas que esta en que tomamos parte.
Jaques.—Todo el mundo es un escenario, y todos, hombres y mujeres, son meros actores. Todos tienen sus entradas y salidas, y cada hombre en su vida representa muchos papeles, siendo los actos siete edades. Al principio, infante que lloriquea en brazos de la nodriza. Luégo lloroso rapaz, con su saquillo y su luciente cara matutina, arrastrándose de mala gana á la escuela, con paso de caracol. Después, enamorado, suspirando como una fragua, con una triste balada compuesta á las cejas de su dama. En seguida, soldado, lleno de extrañas imprecaciones, bigotudo como el leopardo, celoso del honor, súbito y pronto en la pendencia, buscando la efímera reputación hasta en la boca del cañón. Más tarde, juez, de redondo y prominente abdomen bien aforrado de capón, de severa mirada y barba cortada en estilo serio, lleno de sesudos adagios y de modernas citas: y así desempeña su papel. En la sexta edad múdase en enjuto arlequín, calzado de chinelas, puestas en la nariz las antiparras y el saco al costado, y con las bien conservadas bragas de su mocedad flotando en anchos pliegues sobre sus encogidas piernas; y su sonora voz varonil vuelta al tiple de la infancia resopla y silba en su sonido. La última escena de todas, que termina esta extraña y nutrida{133} historia, es la segunda infancia, un mero olvido, sin dientes, sin ojos, sin palabras, sin cosa alguna.
(Vuelve á entrar Orlando con Adam.)
Duque.—Bienvenidos.—Poned en un asiento vuestra venerable carga, y que se alimente.
Orlando.—Os doy mil gracias por él.
Adam.—Así os era menester.—Apenas puedo hablar para hacerlo yo mismo.
Duque.—Bienvenido. Principiad. Por ahora no os molestaré con preguntas acerca de vuestras aventuras.—Dejadnos oir un poco de música, y, buen primo, cantad.
Canto.
Duque.—Si sois hijo del buen sir Rowland, como me lo habéis fielmente dicho al oído, y como ven mis ojos por su imagen vivamente retratada y viviente en vuestro rostro; sed, en verdad, bienvenido aquí. Soy el duque que amó á vuestro padre. Vendréis á mi cueva á decirme el fin de vuestras aventuras.—Buen anciano, bienvenido eres también, como tu señor. Dadle el brazo, y á mí la mano; y hacedme comprender toda vuestra situación. (Salen.)
Un cuarto en el palacio.
Entran el DUQUE FEDERICO, OLIVERIO, nobles y séquito.
DUQUE FEDERICO.
o verle desde entonces? Señor mío, eso no puede ser. Si no fuera la piedad la principal parte de mí mismo, no buscaría un objeto ausente para saciar mi venganza, hallándote tú aquí. Pero ten cuidado: encuentra á tu hermano donde quiera que esté; búscalo con una linterna: tráelo vivo ó muerto, dentro del plazo de un año, ó jamás vuelvas á buscar tu vida en nuestro territorio. Tus tierras y cuanto hay secuestrable en lo que llamas tuyo, quedan secuestrados en nuestras manos, hasta que puedas justificarte por boca de tu hermano de las sospechas que abrigamos contra ti.
Oliverio.—¡Oh, si conociera Vuestra Alteza mis sentimientos en esto! Jamás en mi vida he amado á mi hermano.{136}
Duque.—Pues eres tanto más vil por eso. ¡Echadle fuera! Y que vayan mis funcionarios á quienes tal incumbe, á embargarle casa y tierras. Hacedlo al punto, y despedidle en seguida. (Salen.)
El bosque.
Entra ORLANDO, con un papel.
Orlando.—Quedad aquí, versos míos, en testimonio de mi amor. Y tú, reina de la noche coronada de triple diadema, observa con tu casta mirada desde tu pálida y alta esfera el nombre de tu cazadora, que domina toda mi existencia.—Estos árboles ¡oh Rosalinda! serán mis libros, y grabaré mis pensamientos en su corteza, para que tus virtudes sean contempladas por todas partes por cuantos seres hay en este bosque.—Corre, corre, Orlando, y graba en cada árbol el nombre de la bella, la casta, la imponderable. (Sale.—Entran Corino y Piedra-de-toque.)
Corino.—¿Y cómo os place esta vida de pastor, señor Piedra-de-toque?
Piedra.—Á la verdad, pastor, que considerada en sí misma es una vida buena, pero como vida de pastor no vale nada. Me gusta bastante porque es solitaria; pero siendo tan retraída, es una vida muy despreciable. Agrádame también por lo que tiene de campestre, pero me fastidia el que no sea en la corte. Y notad que cuadra bien á mi temperamento, porque es una vida económica; pero como no ofrece mucha abundancia, mi estómago no se aviene con ella. Pastor: ¿tienes algo de filósofo?
Corino.—No más que lo suficiente para comprender que cuanto más enfermo está uno, peor se siente; que{137} faltan tres buenos amigos á quien no tiene dinero, medios y satisfacción; que la lluvia moja y el fuego quema; que el buen pasto engorda al rebaño; y que entra por mucho el que no haya sol para que sea de noche; y que quien no adquirió ingenio por la naturaleza ó por el arte, puede quejarse ó de su educación ó de su mala estirpe.
Piedra.—Un hombre así es un filósofo natural. ¿Has estado alguna vez en la corte, pastor?
Corino.—No, por cierto.
Piedra.—Pues entonces estás condenado.
Corino.—Espero que no.
Piedra.—Condenado, en verdad. Te tostarán por un lado como huevo mal frito.
Corino.—¿Por no haber estado en la corte? ¿Y por qué?
Piedra.—Es claro. No habiendo estado en la corte nunca has visto buenos modales; y no habiendo visto buenos modales, los tuyos tienen que ser muy malos; y lo malo es un pecado y el pecado se condena. En mal trance te veo, pastor.
Corino.—Nada de eso, Piedra-de-toque. Tan ridículos son en el campo los buenos modales de la corte, como risibles en la corte las maneras del campo. Me habéis dicho que en la corte no saludáis sino que besáis las manos. Tal cortesía no fuera decente, si los cortesanos fuesen pastores.
Piedra.—Un ejemplo, pronto; vamos, un ejemplo.
Corino.—Continuamente manoseamos nuestras ovejas, y sabéis que sus vellones son grasientos.
Piedra.—¡Pues qué! ¿No sudan las manos de los cortesanos? ¿Y no es tan saludable la grasa de un carnero como el sudor de un hombre? La razón que alegas es fútil. Dame un ejemplo mejor. Vamos á ello.
Corino.—Además, nuestras manos son ásperas.
Piedra.—Así las sentirán más pronto vuestros{138} labios. Otra futileza. ¡Ea! Veamos mejor ejemplo.
Corino.—Y á menudo tenemos las manos embreadas con los remedios que aplicamos á nuestros rebaños. ¿Os gustaría besar brea? Las manos de los cortesanos están perfumadas con algalia.
Piedra.—¡Oh hombre insustancial! Eres comida de gusanos comparada con un buen pedazo de carne fresca.—Aprende de los sensatos y reflexiona. La algalia es de más baja estirpe que la brea: es una asquerosa secreción de un gato.—Vamos: mejora el ejemplo, pastor.
Corino.—Tenéis, como cortesano, demasiado ingenio para mí.—Me callaré.
Piedra.—¿Quieres condenarte, pues? Dios te valga, hombre superficial! Dios te abra la mollera, porque no sabes nada.
Corino.—Señor, soy un honrado labrador, que gano lo que como y lo que visto; que no aborrezco á nadie ni envidio la dicha de ningún hombre; que me alegro del bien de los demás y me resigno á mi propio daño; y mi mayor orgullo se reduce á ver pastar mis ovejas y amamantar mis corderos.
Piedra.—He ahí otro pecado de ignorancia en que caéis: juntar moruecos y ovejas, prometiéndoos ganar la vida por la cópula del ganado: servir de tercero á un carnero-guía, y sacrificar una ovejita de año entregándola á un morueco viejo, de patas torcidas, y de todos modos cornudo, faltando en ello á toda equidad y proporción. Si no te condenas por esto, á fe que no querrá coger nunca pastores el diablo. No veo por cuál otro motivo escaparías.
Corino.—Aquí viene el joven señor Ganimedes, el hermano de mi nueva ama.
(Entra Rosalinda, leyendo un papel.)
Piedra.—Pues yo os haré rimas por el estilo ocho años seguidos, exceptuando solamente las horas de almorzar, comer y dormir.
Rosalinda.—¡Calla, loco!
Piedra.—Va de muestra:
Este es el fastidioso martilleo de los versos. ¿Por qué os contagiáis con él?
Rosalinda.—¡Silencio, tonto! Los encontré en un árbol.
Piedra.—Á fe mía que da mal fruto.
Rosalinda.—Pues lo ingertaré contigo, que será ingertarlo con un níspero, y así será el fruto más temprano del país; porque os habréis podrido antes de estar medio maduro, que es la condición propia del níspero.
Piedra.—Eso decís; pero si cuerdamente ó no, que lo decida el bosque. (Entra Celia, leyendo un papel.)
Rosalinda.—Guardad silencio y haceos á un lado, que aquí viene mi hermana leyendo.
Rosalinda.—¡Oh Dios de misericordia! ¡Y qué fastidiosa homilia de amor habéis hecho pesar sobre vuestros feligreses, sin daros la pena de decir siquiera: «¡Tened paciencia, buenas gentes!»
Celia.—¿Qué es esto? ¡Atrás, amigos! Pastor, retírate un poco: y tú, vete con él, bellaco.
Piedra.—Ven, pastor. Pongámonos en honrosa retirada, si no con carros y bagajes, al menos con zurrón y cayado. (Salen Corino y Piedra-de-toque.)
Celia.—¿Oiste esos versos?
Rosalinda.—Sí: todos ellos y aun más; porque algunos tenían más piés que los que el verso admite.
Celia.—Eso no importa: los versos podrán así caminar por sus piés.
Rosalinda.—Bien; pero como eran piés quebrados, el verso no podía caminar con ellos, y por esto los piés hacían que los versos anduviesen cojeando.
Celia.—¿Pero no te ha admirado el oir que tu nombre estuviese suspendido y grabado en estos árboles?{142}
Rosalinda.—Hacía ya una eternidad que me había pasado el asombro cuando vinisteis; porque, ved lo que encontré en el tronco de una palmera. Jamás había sido yo tan asendereada en versos, desde los días de Pitágoras, en que fuí una rata irlandesa, cosa que ya casi se me había escapado de la memoria.
Celia.—¿Adivinas quién lo ha hecho?
Rosalinda.—¿Un hombre?
Celia.—Y que lleva en el cuello una cadena que fué tuya. ¡Cómo! ¿Cambiáis de color?
Rosalinda.—¿Quién? Te lo suplico.
Celia.—¡Válgame Dios! No es cosa tan fácil que dos amigos se encuentren; pero hasta las montañas si las traslada un terremoto, se encuentran.
Rosalinda.—Pero ¿él? ¿Quién es él?
Celia.—¿Es posible?
Rosalinda.—Te vuelvo á rogar y más encarecidamente aún, que me digas quién es.
Celia.—¡Asombroso, asombroso! Asombro de los asombros! ¡Y otra vez aún, prodigioso sobre toda ponderación!
Rosalinda.—¡Por mi estampa! ¿Te imaginas que porque llevo un traje de hombre, tengo el alma vestida de pantalón y chaqueta? Un minuto más de demora, es todo un viaje al rededor del mundo. Ruégote decir ¿quién es? Pronto y habla aprisa. Desearía que tartamudeases, á ver si así echabas por la boca á este misterioso hombre, como el vino por el angosto cuello de la botella. Ó demasiado, ó nada. Te suplico que quites el corcho á tu boca para beber yo las nuevas.
Celia.—Así podrías engullirte un hombre.
Rosalinda.—¿Es hechura de Dios? ¿Qué especie de hombre? ¿Vale la pena su cabeza de que lleve sombrero? ¿Tiene cara como para barbas?
Celia.—De barbas, pocas tiene.
Rosalinda.—Pues Dios le enviará más, si él es{143} agradecido. Déjame conocer su cara, y yo dejaré que le crezcan las barbas.
Celia.—Es el joven Orlando; el que hizo dar á un mismo tiempo aquella voltereta al luchador Carlos y á tu corazón.
Rosalinda.—¡Da al diablo las bromas! Habla seriamente y á fe de doncella de buena ley.
Celia.—Pues á fe de tal, prima, que es él.
Rosalinda.—¿Orlando?
Celia.—Orlando.
Rosalinda.—¡Desdichado día! ¿Qué voy á hacer ahora con mi justillo y mis bragas? ¿Qué hizo cuando le viste? ¿Qué dijo? ¿Qué aspecto tenía?¿Qué hace aquí? ¿Preguntó por mí? ¿Adónde vive? ¿Cómo se despidió de ti? ¿Y cuándo volverás á verle? Respóndeme en una palabra.
Celia.—Primero, consigue prestada para mí la boca de Gargantua. La palabra que pides no cabría en ninguna boca de las que se ven en nuestro tiempo. Decir sí y no á todos esos detalles, sería más que responder al Catecismo.
Rosalinda.—Pero ¿sabe él que estoy en este bosque y en traje de hombre? ¿Parece tan lozano como el día de la lucha?
Celia.—Satisfacer las preguntas de los amantes, es tan fácil como contar los átomos. Consuélate con saber que le he encontrado, y saborea esta buena observación. Lo hallé en tierra al pié de un árbol, como una bellota caída.
Rosalinda.—Árbol que deja caer tal fruto no puede ser sino el árbol de Jove.
Celia.—Concededme audiencia, mi buena señora.
Rosalinda.—Continúa.
Celia.—Estaba acostado cuan largo es, como un caballero herido.{144}
Rosalinda.—Aunque es lástima ver semejante cuadro, debía venir bien á la decoración.
Celia.—Ataja tu lengua, por Dios. Se pone á saltar fuera de tiempo. Vestía de cazador.
Rosalinda.—¡Siniestro presagio! Viene á traspasar mi corazón.
Celia.—Quisiera entonar la canción sin tropiezo; pero me haces desafinar.
Rosalinda.—¿No sabes que soy mujer? Cuando pienso, tengo de hablar. Sigue, querida mía, sigue.
(Entran Orlando y Duque.)
Celia.—Me sacáis de mis casillas. ¡Calla! ¿no es él quien viene?
Rosalinda.—El es. Escóndete y obsérvalo.
(Celia y Rosalinda se retiran.)
Jaques.—Gracias por vuestra compañía; pero en verdad me habría sido lo mismo estar solo.
Orlando.—Lo mismo que á mi. Sin embargo, por cumplir con la moda, os doy también las gracias por vuestra sociedad.
Jaques.—Id con Dios. Procuremos encontrarnos lo menos posible.
Orlando.—Prefiero que seamos enteramente extraños cada uno para el otro.
Jaques.—Y os ruego que no echéis á perder los árboles escribiendo canciones amorosas en su corteza.
Orlando.—Y os ruego que no echéis á perder mis versos leyéndolos con tan poca gracia.
Jaques.—¿Es Rosalinda el nombre de vuestra amada?
Orlando.—Precisamente.
Jaques.—No me gusta su nombre.
Orlando.—Sin duda no la bautizaron así para daros gusto.
Jaques.—¿Qué estatura tiene?
Orlando.—La que llega hasta mi corazón.{145}
Jaques.—Siempre tenéis bonitas respuestas. ¿No habéis tenido amistad con esposas de joyeros, y habéis aprendido esas respuestas en las inscripciones de las sortijas?
Orlando.—Nada de eso. Os respondo como las telas pintadas, en las cuales habéis estudiado las preguntas.
Jaques.—Tenéis el ingenio muy vivo. Parece que le hubieran sacado de los piés de Atalante. ¿Queréis que nos sentemos juntos? Echaremos pestes contra nuestras amadas, el mundo y todas nuestras desdichas.
Orlando.—No murmuraré de alma viviente en el mundo, sino de mí mismo, que es en quien más defectos advierto.
Jaques.—El peor que tenéis es estar enamorado.
Orlando.—Pues no cambiaría tal defecto por la mejor de vuestras virtudes. Ya me habéis cansado.
Jaques.—Á fe mía que andaba en busca de un necio cuando dí con vos.
Orlando.—Se había ahogado en el arroyo. Si os asomáis al agua le veréis la cara.
Jaques.—Allí no veré sino la mía.
Orlando.—Pues tengo para mí que si es cara de algo es la de un tonto.
Jaques.—No gastaré más palabras con vos. ¡Adios, señor don Cupido!
Orlando.—Gracias á Dios que os váis. Adios, señor don Quejumbres.
(Sale Jaques.—Celia y Rosalinda se adelantan.)
Rosalinda.—Le hablaré como un paje impertinente, y así disfrazada le haré alguna travesura. ¿Oís?
Celia.—Bien ¿qué queréis?
Rosalinda.—¿Qué hora ha dado?
Orlando.—Deberíais preguntar qué hora es, no qué hora ha sonado. No hay reloj en el bosque.
Rosalinda.—Es decir que no hay en el bosque ningún verdadero enamorado; porque á razón de suspiro{146} por minuto y de gemido por hora, podría contar tan bien como un reloj el paso tardío del tiempo.
Orlando.—¿Y no sería más propio decir el paso veloz del tiempo?
Rosalinda.—De ningún modo, señor. El tiempo camina con diferente paso para diferentes personas. Os diré para quién va con paso de andadura, para quién trota, para quién galopa y para quién se para é inmoviliza.
Orlando.—Os ruego me digáis ¿para quién trota?
Rosalinda.—Á fe, trota duramente para la joven doncella desde el contrato de matrimonio hasta la bendición nupcial. Y aunque el intervalo no pase de siete días, se hace tan duro el paso del tiempo, que parece haber medido siete años.
Orlando.—¿Y para quién va á paso de andadura?
Rosalinda.—Para el clérigo que no sabe bien el latín, y para el rico que no padece de la gota; porque aquel duerme bien no teniendo estudio que le desvele; y éste vive alegremente no sintiendo dolor. Falta al primero el peso de la faena con que la instrucción debilita y consume: al otro la fastidiosa carga de la pobreza. Para ambos va el tiempo á paso de andadura.
Orlando.—¿Y para quién galopa?
Rosalinda.—Para el ladrón que va al cadalso; pues aunque vaya tan despacio como pueda ser movido el pié, siempre le parece que llega allí demasiado pronto.
Orlando.—¿Y para quién se detiene?
Rosalinda.—Para los abogados en vacaciones; porque entre el punto que se cierra y el que se abre, se la pasan durmiendo y no perciben la marcha del tiempo.
Orlando.—¿Dónde vivís, lindo mancebo?
Rosalinda.—Con esta zagala, hermana mía, en las faldas del bosque, como fleco de saya.
Orlando.—¿Es este vuestro lugar nativo?
Rosalinda.—Soy en él como el conejo que véis habitar siempre el sitio donde nació.{147}
Orlando.—Vuestra habla parece más refinada que la que puede adquirirse en tan remota habitación.
Rosalinda.—Muchas personas me lo han dicho. Un anciano y devoto tío mío, me enseñó á hablar. Había sido cortesano en su juventud, y conocía demasiado las cosas de la corte, como que allí se había enamorado. Muchas veces le oí disertar contra el amor, y doy gracias á Dios de no ser mujer, por no verme manchado con las liviandades y defectos que echaba en cara á todo el sexo.
Orlando.—¿Podríais recordar algunos de los mayores males de que acusaba á las mujeres?
Rosalinda.—Ninguno era mayor, sino tan parecidos é iguales todos como los ochavos. Cada pecado parecía monstruoso, hasta que venía á igualarlo el inmediato.
Orlando.—Ruégote que repitas algunos.
Rosalinda.—No: no desperdiciaré mi remedio dándolo á quien no está enfermo. Por ahí anda un hombre que vagabundea en el bosque, maltrata nuestras plantas tiernas grabando Rosalinda en sus cortezas; cuelga odas en los espinos y elegías en las zarzas, y todo con el propósito de divinizar el nombre de Rosalinda. Si tropezara yo con este visionario, le daría un buen consejo, porque parece que le aqueja la fiebre cuotidiana del amor.
Orlando.—Soy yo quien está tan enfermo de amor y os suplico me digáis vuestro remedio.
Rosalinda.—No veo en vos ni siquiera una de las señales que decía mi tío. Él me enseñó á conocer á los enamorados, y de seguro que no estáis aprisionado en su jaula de mimbres.
Orlando.—¿Qué señales eran esas?
Rosalinda.—Mejillas enjutas, que no tenéis; ojos ojerudos y hundidos, que no tenéis; espíritu esquivo, que no tenéis; una barba descuidada, que no tenéis.{148}—¡Ah! ¡Perdonad! el no tener barba es en vos herencia de hermano menor. Y luégo, debíais andar con las medias sin ligas, el sombrero sin cinta, las mangas sin botones, el calzado sin abrochar, y cada cosa de vuestra persona mostrando el abandono de la desolación.—Pero no sois tal hombre.—Antes bien parecéis esmerado en el vestir, como quien ama su propia persona mucho más que lo que pareciera amar á otra.
Orlando.—Hermoso joven, quisiera poder convencerte de que amo.
Rosalinda.—¡Convencerme! Más fácil sería convencer á la que amáis; lo cual, os aseguro, ella no confesaría por más que lo creyera; y este es uno de los puntos en que las mujeres desmienten su concien{149}cia.—Pero, en toda seriedad ¿sois vos quien cuelga en los árboles los versos en que se alaba tanto á Rosalinda?
Orlando.—Te juro, joven, por la casta mano de Rosalinda, que ese desgraciado soy yo, yo mismo.
Rosalinda.—¿Pero estáis realmente tan enamorado como lo dicen vuestros versos?
Orlando.—No hay rima ni discurso que lo puedan expresar tanto como es.
Rosalinda.—El amor no es más que una locura, y os aseguro que merece tanto una celda oscura y un látigo, como los otros alienados.—Y si alguna causa hay para que así no se les castigue y cure, es el ser la locura tan general que hasta los azotadores andan enamorados.—No obstante, estoy seguro de curarla con mis consejos.
Orlando.—¿Habéis curado así á alguien?
Rosalinda.—Sí, á uno. Convenimos en que se imaginaría que yo era su amante, su Dulcinea, y le puse á hacerme la corte cada día; en cuya ocasión, yo, que era un chiquillo caprichoso, aparecía triste, afeminado, antojadizo, soberbio, fantástico, de mal humor, frívolo, inconstante, ya lleno de sonrisas, ya de lágrimas; dando algo para cada pasión, y verdaderamente todo para la carencia de pasión,—como que muchachos y mujeres son á este respecto ganado de la misma pinta; tan pronto gustaba de él como le aborrecía; ya buscaba su conversación, ya huía de su compañía; ora lloraba por él, ora le ultrajaba; de manera que lo hice pasar de su furiosa locura de enamorado, á una locura mansa, cual fué la de alejarse del torrente mundano para refugiarse en el arroyuelo monástico.—Así lo curé; y así me comprometo á curaros, dejando vuestro corazón más limpio que el de un borrego sano, sin que quede en él ni la más pequeña mancha de amor.{150}
Orlando.—No querría ser curado, mancebo.
Rosalinda.—Pues os curaré, si solamente consentís en llamarme Rosalinda, y en venir todos los días á mi ejido á hacerme la corte.
Orlando.—Bien. Á fe de mi amor, que lo haré. Decidme á dónde es.
Rosalinda.—Venid conmigo y os le mostraré. Mientras caminamos, me diréis en qué parte del bosque vivís. ¿Queréis venir?
Orlando.—Con todo mi corazón, joven amigo.
Rosalinda.—No. Tenéis que llamarme Rosalinda. ¡Ea! ¡Hermana! ¿Quieres venir? (Salen.)
(Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.—Jaques los observa desde alguna distancia.)
Piedra-de-toque.—Vamos, apúrate, buena Tomasa, yo te traeré las cabras. ¿Y qué tal, Tomasa? ¿Soy todavía el que te conviene? ¿Quedas contenta con esta simple fisonomía?
Tomasa.—¡Fisonomía! ¡Dios nos asista! ¿Qué es fisonomía?
Piedra.—Contigo y tus cabras estoy aquí ni más ni menos que aquel caprichoso poeta, el honrado Ovidio, entre los godos.
Jaques. (Aparte.)—¡Oh erudición mal colocada! ¡Peor que Júpiter bajo tejado!
Piedra.—Cuando los versos de un hombre no pueden ser comprendidos, ni secundado su ingenio por el entendimiento, se le mata más pronto que si se le cobraran por el alquiler de un cuartito las cuentas del gran capitán.—Verdaderamente me habría alegrado de que los dioses te hubiesen hecho poética.{151}
Tomasa.—No sé qué quiere decir poética. ¿Es algo de honrado en la acción y en la palabra? ¿Es cosa de buena ley?
Piedra.—En cuanto á eso, no; porque la mejor poesía es la que finge mejor. Los enamorados son muy dados á poesías; y lo que en ellas juran, se puede decir que, como amantes, lo fingen.
Tomasa.—¡Y así queréis que los dioses me hubiesen hecho poética!
Piedra.—Por cierto que sí; porque me juraste que eres honrada: y si fueras poetisa, me quedaría alguna esperanza de que me engañabas.
Tomasa.—¡Qué! ¿No me querríais honrada?
Piedra.—Es claro que no; á menos que fueses muy fea; porque añadir la honradez á la belleza, es como endulzar el azúcar añadiéndole miel.
Jaques.—(Aparte.)—¡Un idiota consumado!
Tomasa.—Bien. No soy hermosa, y por lo mismo ruego á los dioses que me conserven honrada.
Piedra.—En verdad, prodigar la honradez en una fregona pestífera, sería poner un manjar sabroso en un plato sucio.
Tomasa.—Aunque fea, no soy, á Dios gracias, una mujer de esa clase.
Piedra.—Bueno: demos gracias á Dios por tu fealdad. Lo demás vendrá con el tiempo. Pero sea de ello lo que fuere, me casaré contigo; y con tal fin me he visto con D. Oliverio Dañatextos, cura de la aldea vecina.—Me ha prometido venir á este sitio del bosque y unirnos.
Jaques. (Aparte.)—Ya querría yo ver esta entrevista.
Tomasa.—Bien, y que los dioses nos dén regocijo.
Piedra.—Amen. Un hombre de corazón apocado vacilaría antes de acometer la empresa; porque aquí no tenemos más templo que el bosque, ni más congregación{152} que los animales de cuernos. Pero ¿y qué? ¡Valor! Por odiosos que sean, los cuernos son necesarios. Suele decirse que muchos ricos no saben todo lo que tienen.—Exacto.—Y muchos hombres tienen buenos cuernos y nunca sabrán cuántos, ni cuáles serán los últimos. Bien: es la dote que le da la mujer; no es cosa que él mismo ha traído al matrimonio. ¿Cuernos? Ni más ni menos. ¿Y sólo para los pobres? No: no. El más noble ciervo los tiene tan desmesurados como el plebeyo. ¿Es acaso feliz por eso el soltero? No: pues así como vale más una ciudad amurallada que una aldea, así la frente del marido es más honorable que la frente desnuda del soltero; y así como es más valiosa la defensa que la impericia, así es también más precioso en igual grado tener un buen cuerno que necesitarlo. (Entra Oliverio Dañatextos.) Aquí viene el señor Oliverio Dañatextos. Mucho me alegro de veros, señor. ¿Queréis despacharnos aquí, á la sombra de este árbol, ó deberemos ir con vos á vuestra capilla?
Oliverio.—¿No hay alguien aquí para servir de padrino á la novia y entregarla?
Piedra.—No la tomara yo como dádiva de hombre alguno.
Oliverio.—Pero si no es dada la novia, el matrimonio no es legítimo.
Jaques. (Presentándose.).—Continuad: yo la daré.
Piedra.—Buenas tardes, señor de....... Cómo os llamáis? ¿Qué tal os va? Me alegro mucho de encontraros. Dios os premie por vuestra última visita. Tengo sumo placer en veros. ¿Tenéis aún esa friolera en la mano? Vamos, cubríos, os ruego.
Jaques.—¿Os queréis casar, bufón?
Piedra.—Como tienen el buey su yugo, el caballo su brida y el halcón sus cascabeles, así tiene el hombre sus deseos; y como se arrullan las palomitas, así quiere el matrimonio andar picoteando.{153}
Jaques.—¿Y es posible que un hombre de vuestra condición se case á escondidas como un pordiosero? Id al templo y tomad un buen sacerdote que os pueda decir lo que es el matrimonio: este mozo no hará más que juntaros como dos piezas de ensambladura; y luego uno de vosotros empezará á encogerse, como madera verde, y al fin todo quedará torcido.
Piedra.—(Aparte.)—Pues me inclino más á que me case este que otro; porque no tiene trazas de casarme en regla; y no siendo en regla el casamiento, ya tendré más tarde una buena excusa para dejar plantada á mi mujer.
Jaques.—Venid conmigo, y dejad que os aconseje.
Piedra.—Ven, dulce Tomasa. Hemos de casarnos, ó viviremos á salto de mata.
(Salen Jaques, Piedra y Tomasa.)
Oliverio.—No importa.—Nunca me desviará de mi vocación ninguno de estos antojadizos bellacos.
(Sale.)
La misma. Delante de una casa de campo.
Entran ROSALINDA y CELIA.
Rosalinda.—No me digas palabra; romperé en llanto.
Celia.—Hazlo, te ruego; pero ten la bondad de considerar que no sientan bien las lágrimas á un hombre.
Rosalinda.—¿Pero no tengo motivo para llorar?{154}
Celia.—Tanto como se puede desear.—Así, pues, llora.
Rosalinda.—Hasta su cabello es del color de la falsedad.
Celia.—Un poco más oscuro que el de Judas; y á fe que sus besos son nietos legítimos de los de éste.
Rosalinda.—Por cierto, tiene el cabello de bonito color.
Celia.—Excelente.—No hay color como tu castaño.
Rosalinda.—Y tiene un modo de besar tan casto, como el contacto del pan bendito.
Celia.—Ha comprado un par de labios fundidos en el molde de los de Diana.—Una monja de la hermandad del invierno no pondría en sus besos compunción más edificante.—Hay en ellos una castidad de hielo.
Rosalinda.—Pero ¿por qué juró venir esta mañana y no viene?
Celia.—Lo cierto es que no hay verdad en él.
Rosalinda.—¿Te parece?
Celia.—Sí: no le tengo por un ratero ni por un ladrón de caballos: pero en cuanto á su sinceridad en amor, la juzgo tan hueca como un cubilete ó como una nuez carcomida.
Rosalinda.—¿Falso en amor?
Celia.—Sincero, cuando está enamorado; pero creo que no lo está.
Rosalinda.—Le habéis oído jurar que sí lo está.
Celia.—«Estaba», es una cosa, y «está» es otra. Fuera de esto, los juramentos en los enamorados no tienen más fuerza que las palabras de los taberneros: sólo sirven para confirmar cuentas mentirosas. Él se halla aquí en el bosque al servicio del duque vuestro padre.
Rosalinda.—Ayer encontré al duque y tuve larga conversación con él. Preguntóme de qué familia desciendo, y le dije que de una tan buena como él; lo{155} cual hizo que se riera y me dejara ir. Pero ¿á qué hablamos de padres, habiendo un hombre como Orlando?
Celia.—¡Oh, es un gallardo sujeto! Escribe gallardos versos, dice gallardas palabras, hace gallardos juramentos y gallardamente los quebranta, como de través, en el corazón de su amante; como el justador novicio que espolea su caballo por un solo lado, y rompe su lanza como un gallardo majadero. Pero donde impera la juventud y guía el paso la locura, todo es gallardo! ¿Quién viene ahí? (Entra Corino.)
Corino.—Señor, y amo mío, habéis indagado más de una vez acerca de aquel pastor que se quejaba de amores, á quien visteis sentado junto á mí en el césped alabando á la altiva y desdeñosa zagala que fué su amante.
Celia.—Y bien: ¿qué es de él?
Corino.—Si deseáis ver representar un verdadero espectáculo, entre el pálido aspecto del verdadero amor, y el encendido color del altivo desdén y del desprecio, caminad un breve espacio y os conduciré.
Celia.—Ea! vamos. La vista de unos enamorados alimenta á los otros. Déjanos contemplar esa vista, y podrás decir que también he desempeñado un activo papel en su comedia.
(Salen.)
Otra parte del bosque.
Entran SILVIO y FEBE.
Silvio.—No me desprecies, dulce Febe, no. Dí que no me amas, pero no lo digas con encono. El verdugo, cuyo corazón está endurecido por el hábito de ver la muerte, no deja caer el hacha sobre la cerviz inclinada sin pedir perdón primero. ¿Quieres ser más dura que{156} aquel que por oficio pasa toda su vida entre la sangre?
(Entran Rosalinda, Celia y Corino á cierta distancia.)
Febe.—No querría ser tu verdugo, y huyo de ti porque no deseo hacerte mal. Me dices que mis ojos despiden la muerte; pero se me antoja que es cosa muy probable el que los ojos—la parte más débil y suave, la que se cierra hasta por temor á un grano de polvo—no puedan ser llamados tiranos, carniceros, asesinos! Pues bien: ahora te miro con el mas entrañable enojo, y que mis ojos te maten en este momento, si son capaces de herir. Finge que te desmayas, ea! Déjate caer por tierra; ó si no puedes, al menos por vergüenza no digas que mis ojos son asesinos. Muéstrame la herida que te han hecho. Púnzate, aunque sólo sea con un alfiler, y te quedará alguna señal: apóyate, aunque sólo sea sobre un junco, y la mano conservará siquiera por unos instantes la huella de la presión. Pero mis ojos ahora que se han clavado ceñudos en ti, no te lastiman; y, estoy segura de ello, ningunos ojos tienen fuerza para hacerlo.
Silvio.—¡Oh amada Febe! Si alguna vez (y acaso se halle próxima) encuentras en alguna fresca mejilla el poder de la fantasía, entonces sabrás qué invisibles heridas hacen las agudas flechas del amor.
Febe.—Pues hasta entonces no te me acerques; y cuando suceda, persígueme con tus burlas y no me compadezcas, así como yo no he de compadecerte hasta entonces.
Rosalinda. (Avanzando.)—¿Y sabréis decirme por qué? ¿De qué madre habéis nacido que así insultáis y desdeñáis y abrumáis á un desdichado? Pues aunque tuviérais más belleza (y, á fe mía, no veo que tenéis más que la necesaria para acostaros á oscuras) ¿habríais de ser por eso orgullosa é implacable? ¿Por qué me miráis así? No veo en vos más que una de tantas obras vulgares de la naturaleza. ¡Por vida mía! ¡Pienso
que quiere también confundir mis ojos! No, por cierto, soberbia dama, no esperéis tal. No son vuestras cejas color de tinta, vuestro cabello de seda negra, vuestros ojos de abalorio, ni vuestra mejilla de natas, lo que podría subyugar mi ánimo á vuestra adoración. Necio pastor: ¿por qué la seguís como el brumoso viento del Sur, lleno de ráfagas y lluvia? Sois mil veces mejor como hombre que ella como mujer; y son los necios, como vos, quienes llenan el mundo de hijos desgraciados. Sois vos y no su espejo quien la adula; y á causa de vos, se ve ella mucho mejor que lo que pueden mostrarla sus propias facciones. Pero, señora, conoceos bien, poneos de rodillas, y dad gracias al cielo, con el ayuno, por el amor de un hombre honrado. Y tengo que deciros una verdad al oído: Vended cuando podáis; no sois artículo que tendría salida en cualquier mercado. Pedid perdón al hombre; amadle; aceptad su oferta. Es doblemente fea la que añade á la fealdad el desprecio. Tómala, pues, pastor, y quedad con Dios.
Febe.—Hermoso joven, regañadme un año entero. Prefiero vuestras reconvenciones á requiebros de este hombre.
Rosalinda.—Él se ha enamorado de la fealdad de ella, y ella acabará por enamorarse de mi enojo. Si es así, cuanto más airada se muestre contigo, más la atormentaré con palabras amargas. ¿Por qué me miráis así?
Febe.—No por mala voluntad.
Rosalinda.—Por amor de Dios, no os vayáis á enamorar de mí, porque soy más falso que juramento de borracho. Fuera de esto, no me gustáis.—Si queréis saber dónde vivo, es á un paso de aquí, en el olivar. ¿Quieres que nos vayamos, hermana? Pastor, acosadla. Ven, hermana. Pastora, miradle con mejores ojos, y no seáis soberbia. Nadie en el mundo entero sería{158} tan engañado por sus ojos como él. Vamos, á nuestro ejido. (Salen Rosalinda, Celia y Corino.)
Febe.—¡Insensible pastor! Ahora siento la fuerza de esta verdad; «¿quién que amó, no amó á primera vista?»
Silvio.—Adorable Febe...
Febe.—¡Ah! ¿decíais algo, Silvio?
Silvio.—Adorable Febe; compadécete de mí.
Febe.—En verdad, siento veros así, amable Silvio.
Silvio.—Adonde está el pesar, debería hallarse el consuelo. Si mi amorosa pesadumbre os entristece, vuestra tristeza y mi pesar desaparecerían con un poco de amor.
Febe.—Tienes mi afecto. ¿No es casi lo mismo?
Silvio.—Querría poseerte.
Febe.—Eso sería codicia. Silvio, ha pasado el tiempo en que te aborrecía; y, sin embargo, no es que sienta amor por ti; pero desde que te muestras tan capaz de hablar bien de amor toleraré tu sociedad, que me era fastidiosa y aun te ocuparé; mas no esperes otra recompensa que tu propia satisfacción en verte ocupado por mí.
Silvio.—Tan puro y santo es mi amor y tan pobre me encuentro de mercedes, que será para mí abundante cosecha el ir recogiendo las espigas olvidadas por aquel que recogió la cosecha principal. Dame de vez en cuando una sonrisa perdida y ella me hará vivir.
Febe.—¿Conoces al joven que me habló hace poco?
Silvio.—No mucho, pero le he encontrado muchas veces; y ha comprado la casa y los ganados que pertenecían al viejo huraño.
Febe.—No pienses que le ame aunque pregunte por él. No es más que un muchacho petulante. Sin embargo, habla bien. ¿Pero acaso me cuido yo de palabras? Las palabras, no obstante, vienen bien,{159} cuando el que las dice es visto con agrado por el que las oye. Es un bonito joven—no demasiado bonito—pero sin duda alguna es orgulloso. Tiene un orgullo que no le sienta mal. Llegará á ser un hombre en regla. Lo mejor de él es su temperamento; y antes que sus palabras acabasen de hacer una herida, sus ojos la habían ya cicatrizado. No es de alta estatura, aunque sí lo bastante para su edad. La pierna es así, así, pero no está mal. Tienen sus labios un lindo color rosado; un encarnado algo más maduro y lozano que el que colora sus mejillas: la misma diferencia que entre una encendida rosa de Damasco y otra de color mezclado. Mujeres hay, Silvio, que á haberlo examinado minuciosamente, como lo hice, casi se habrían enamorado de él; pero en cuanto á mí, ni le amo ni le aborrezco. Y, sin embargo, más motivo tendría para aborrecerle que para amarle; porque ¿quién le autorizaba á dirigirme reproches? Dijo que mis ojos y mis cabellos son negros; y ahora recuerdo que me trató con desprecio. Me admira el no haberle replicado. Pero en fin de cuentas es lo mismo, ya que cuenta olvidada no es cuenta saldada. Le escribiré una carta que le escueza de veras y tú se la llevarás. ¿Apruebas, Silvio?
Silvio.—Con todo mi corazón, Febe.
Febe.—Pues la escribiré en seguida. Lo que he de decirle está en mi cabeza y en mi corazón. Seré con él lacónica y severa. Ven conmigo, Silvio.
La misma.
Entran ROSALINDA, CELIA y JAQUES.
Jaques.
uégote, bello joven, que me hagas conocerte mejor.
Rosalinda.—Dicen que sois dado á la melancolía.
Jaques.—Así soy. Me gusta más que la risa.
Rosalinda.—Los que pecan por uno ú otro de ambos extremos son gentes abominables y se exponen más á la moderna crítica que si cayeran en la embriaguez.
Jaques.—Pues paréceme bien que quien está triste guarde silencio.
Rosalinda.—Pues entonces me parece bien ser un poste.
Jaques.—No tengo la melancolía del erudito, que es emulación; ni la del músico, que es fantástica; ni la del cortesano, que es altiva; ni la del soldado, que es ambiciosa; ni la del abogado, que es política; ni la{162} de la dama, que es agraciada; ni la del enamorado, que es todo esto á la vez. La mía es una melancolía peculiar de mí mismo, un compuesto de muchos simples, extraído de muchos objetos; y en verdad, la contemplación de mis viajes, que á menudo absorbe mis meditaciones, es una tristeza en extremo caprichosa.
Rosalinda.—¡Viajero! Pues á fe mía que os sobra motivo para estar triste. Me temo que hayáis vendido vuestras tierras por ir á ver las agenas. Y luégo, haber visto mucho y no tener nada, es tener ojos ricos y manos pobres.
Jaques.—Sí; he ganado experiencia.
(Entra Orlando.)
Rosalinda.—Y vuestra experiencia os entristece. Yo preferiría tener un bufón que me pusiera alegre, y no una experiencia que me pusiera triste. ¡Y todavía viajar por ella!
Orlando.—Buenos días y ventura, amada Rosalinda.
Jaques.—Pues nada; Dios os asista, que estáis hablando en verso suelto.
Rosalinda.—Adios, señor viajero. Parad mientes. Mientras no habléis pronunciando con afectación, os vistáis con extraños trajes, echéis á perder los beneficios de vuestro propio país, reneguéis del amor á vuestra nacionalidad y aun echéis en cara á Dios el haberos dado la forma que tenéis, me costará mucho trabajo creer que habéis navegado ni siquiera en una góndola. (Sale Jaques.) ¿Qué significa esto, Orlando? ¿A dónde habéis estado todo este tiempo? ¿Y sois un amante? Si os acontece hacerme otra partida como esta, no os volváis á presentar á mi vista.
Orlando.—Amada Rosalinda, no ha pasado una hora desde el momento de veros, según mi promesa.
Rosalinda.—¡Faltar una hora entera á una promesa amorosa! En materia de amor, aquel que divida un{163} minuto en mil partes y falte en fracción alguna á la milésima parte del minuto, está, como si se dijera, en manos de la policía del amor; pero yo garantizo que está sano de corazón.
Orlando.—Perdonadme, amada Rosalinda.
Rosalinda.—No. Si habéis de ser tan lento, no volváis á verme. Tanto me valdría tener por pretendiente á un caracol.
Orlando.—¿Un caracol?
Rosalinda.—Sí; pues aunque camina despacio, lleva su casa en la cabeza; mejor dote que la que podéis hacer á mujer alguna. Fuera de esto, lleva consigo su destino.
Orlando.—¿Qué es eso?
Rosalinda.—Los cuernos con los cuales se presume que deben aparecer á mérito de sus esposas aquellos que se os parecen; mientras que él tiene la suerte de venir armado sin que por ello se pueda difamar á su esposa.
Orlando.—La virtud no es fabricante de cuernos; y mi Rosalinda es virtuosa.
Rosalinda.—Y yo soy vuestra Rosalinda.
Celia.—Le agrada daros ese nombre; pero él tiene una Rosalinda de mejor aspecto que vos.
Rosalinda.—Vamos, galanteadme, galanteadme, que estoy de humor de fiesta, y es bastante probable que consienta. ¿Qué me diríais ahora si yo fuera vuestra Rosalinda en alma y cuerpo?
Orlando.—Principiaría por un beso antes de decir nada.
Rosalinda.—No; mejor sería hablar primero, y cuando os viérais embarazado por falta de asunto, podríais aprovechar la oportunidad para los besos. Hay muy buenos oradores que cuando pierden el hilo del discurso se limpian el pecho, y entre los amantes, cuando viene á faltar asunto (lo que Dios no permita{164} en nuestro caso) el mejor método de limpiar el pecho es besarse.
Orlando.—¿Y cuando se niega el beso?
Rosalinda.—Entonces se os obliga á suplicar, y he ahí nuevo asunto.
Orlando.—Pero ¿á quién se le perdería el discurso estando en presencia de la dama que adora?
Rosalinda.—Á vos, por cierto, si fuese yo la dama; ó pensaría que mi honradez no valía tanto como mi discreción. ¿No soy vuestra Rosalinda?
Orlando.—Algún placer encuentro en decir que lo sois, pues así puedo hablar de ella.
Rosalinda.—Pues en nombre de ella os digo que no quiero teneros.
Orlando.—Pues en mi propio nombre os digo que me muero.
Rosalinda.—No, á fe mía; morid por poderes. Este bendito mundo lleva ya cosa de seis mil años de vida, y en todo ese tiempo jamás ha habido varón que haya muerto en persona por enfermedad de amor. Froilo, que es uno de los modelos de amante, tuvo aplastados los sesos por una maza griega; pero hizo cuanto pudo para morir antes. Á no haber sido por una calurosa noche de la canícula, Leandro habría vivido muchos buenos años, por mas que Hero se hubiese metido á monja; pues habéis de saber, buen joven, que no fué al Helesponto mas que por darse una lavada; pero le sobrevino un calambre y se ahogó. Por esto los necios cronistas de aquel tiempo echaron la culpa á Hero de Sestos. Pero todas estas son mentiras. Los hombres se mueren alguna vez y los gusanos se los comen, pero no por amor.
Orlando.—No desearía que mi verdadera Rosalinda fuese de ese modo de pensar; pues protesto que su enojo podría matarme.
Rosalinda.—Por esta mano protesto que no podría{165} matar un mosquito. Pero vamos; seré vuestra Rosalinda en más accesible temperamento y pedidme lo que queráis que os lo concederé.
Orlando.—Pues amadme, Rosalinda.
Rosalinda.—Sí, á fe mía que sí, los viernes y los sábados y todo lo demás.
Orlando.—¿Y quieres que sea tuyo?
Rosalinda.—Por cierto, y veinte por el estilo.
Orlando.—¿Qué dices?
Rosalinda.—¿No eres bueno?
Orlando.—Deseo serlo.
Rosalinda.—Pues entonces, ¿no se puede desear de lo bueno lo más? Ea! hermana! Vos seréis el sacer{166}dote y nos casaréis. Orlando, dadme vuestra mano. ¿Qué decís, hermana?
Orlando.—Casadnos, os ruego.
Celia.—No puedo decir las palabras.
Orlando.—Debéis principiar así: «¿Queréis, Orlando.....
Celia.—Ya estoy. «¿Queréis, Orlando, tomar por esposa á Rosalinda?
Orlando.—Sí, quiero.
Rosalinda.—Sí, pero ¿cuándo?
Orlando.—Por supuesto, ahora mismo, y tan aprisa como pueda ella casarnos.
Rosalinda.—Entonces debéis decir: «Rosalinda, te tomo por esposa.»
Orlando.—Rosalinda, te tomo por esposa.
Rosalinda.—Podría yo pediros que me mostréis vuestra credencial; pero, «Orlando, te tomo por esposo.» He aquí una jovencita que se anticipa al sacerdote: y ciertamente, el pensamiento de la mujer se anticipa á sus actos.
Orlando.—Así es con todo pensamiento; tienen alas.
Rosalinda.—Decidme ahora, ¿cuánto tiempo querréis guardarla después de haberla poseído?
Orlando.—Para siempre y un día más.
Rosalinda.—Decid un día sin el siempre. No, no, Orlando. Los hombres son Abril cuando pretenden y Diciembre cuando se casan. Las doncellas son Mayo cuando solteras, pero casadas, cambia la atmósfera. Tendré más celos de ti, que un palomo berberisco de su paloma; seré más bullanguera que un loro cuando asoma la lluvia; más antojadiza que una mona; más voluble en mis deseos, que un mico. Romperé en llanto por nada, como Diana en la fuente, y he de hacerlo cuando estés dispuesto á la alegría; y me reiré como una hiena, y esto cuando te sientas más inclinado á dormir.{167}
Orlando.—Pero ¿haría tal mi Rosalinda?
Rosalinda.—Por vida mía, que hará lo mismo que yo.
Orlando.—¡Oh! Pero ella es sensata.
Rosalinda.—Y de no serlo le faltaría el talento de hacer esto; pues cuanto más sensata, más excéntrica. Cerrad las puertas al ingenio de la mujer y se saldrá por la ventana, cerrad ésta y se escapará por el ojo de la cerradura; obstruíd este agujero y volará con el humo por la chimenea.
Orlando.—El hombre que tenga una mujer de tal ingenio, podrá decir: «Ingenio, ¿adónde te quieres ir?»
Rosalinda.—No podéis usar de este freno para con él, hasta que lo encontréis llevando á vuestra mujer al lecho de vuestro vecino.
Orlando.—¿Y de dónde sacaría ese talento el talento de disculpar eso?
Rosalinda.—Nada más fácil, iba allí en busca vuestra. Jamás podréis tomar á la mujer sin la réplica, á menos que la toméis sin su lengua. ¡Oh! La que no pueda echar siempre á su marido la culpa de cuanto malo ella hace, que no amamante jamás á su hijo, porque lo criará como un idiota!
Orlando.—Rosalinda, me separo de ti por dos horas.
Rosalinda.—¡Ay, amor mío! No puedo pasar dos horas sin ti.
Orlando.—He de asistir al duque en la mesa. Á las dos estaré otra vez contigo.
Rosalinda.—Bien está, idos, idos. Ya me lo había yo presumido. Me lo habían dicho mis amigos y yo no pensaba menos que ellos. Me habéis alucinado con vuestras zalamerías. Todo se reduce á que haya una mujer echada en olvido. Quisiera morir ahora. ¿Vuestra hora es las dos?
Orlando.—Sí, amada Rosalinda.{168}
Rosalinda.—Por mi palabra y de todas veras, así Dios me valga, y por todos los juramentos que no sean ruines ni peligrosos, si faltáis en una tilde á vuestra promesa, si venís un solo minuto después de la hora, os tendré en concepto del más patético embustero y del amante más superficial y del más indigno de la que llamáis Rosalinda, aun escogiendo entre la vasta caterva de desleales. Por tanto, tened cuidado de mi reprimenda y cumplid vuestra promesa.
Orlando.—No menos religiosamente que si fuéseis Rosalinda en persona. Así, hasta luégo.
Rosalinda.—Bueno. El tiempo es el viejo juez que examina á tales delincuentes. Dejemos que el tiempo juzgue. Adios.
(Sale Orlando.)
Celia.—En tu charla amorosa, no has hecho más que maltratar nuestro sexo. Es menester que te pongamos sobre la cabeza tus calzas y tu chaqueta, y hagamos ver al mundo lo que ha hecho el ave á su propio nido.
Rosalinda.—¡Oh, prima, prima hermosa, primita mía, si supieras á cuántos brazos de profundidad estoy sumergida en el amor! Pero es imposible sondear esto. Mi afecto, como la bahía de Portugal, tiene un fondo desconocido.
Celia.—Ó más bien, no tiene fondo; pues cuanto más afecto derramas sobre él, más se sale.
Rosalinda.—Que juzgue cuán profundamente enamorada estoy el mismo bastardo maligno de Venus, engendrado por el pensamiento, concebido por la hipocondria y nacido de la locura; aquel bellaco ceguezuelo que engaña los ojos de cada cual, porque él no tiene los suyos propios. Te aseguro, Aliena, que no puedo estar sin Orlando ante mis ojos. Voy á buscar la sombra y á suspirar hasta que él vuelva.{169}
Otra parte del bosque.
Entran JAQUES y señores en traje de monteros.
Jaques.—¿Quién mató al ciervo?
Lord 1.º—Yo, señor.
Jaques.—Presentémosle al duque como un conquistador romano; y no vendría mal el ponerle los cuernos del ciervo sobre la cabeza, como lauro de victoria. ¿No tenéis, montero, alguna canción adecuada al asunto?
Lord 2.º—Sí, señor.
Jaques.—Cantadla, y no importa que desafinéis, con tal que metáis bastante ruido.
(Salen.)
{170}
El bosque.
Entran ROSALINDA y CELIA.
Rosalinda.—Y ahora ¿qué decís? ¿No han dado ya las dos? Pues de Orlando, nada.
Celia.—Te aseguro que, convertido todo él en amor y turbado el cerebro, ha tomado su arco y sus flechas y se ha ido á dormir. Pero mira quien viene.
(Entra Silvio.)
Silvio.—Hermoso joven, para vos es mi recado. Mi gentil Febe me pidió entregaros esto. (Dándole una carta.) Ignoro su contenido; pero á lo que presumo por el adusto ceño y vehemente acción que mostraba al escribirla, debe ser de tenor colérico. Perdonadme: no soy más que mensajero sin culpa.
Rosalinda.—La paciencia misma se violentaría y saldría de juicio con esta carta. Soportad esto, y lo soportaréis todo. Dice que no tengo ni gallardía ni buenos modales; me llama orgulloso y asegura que no me amaría así fueran los hombres tan raros como el fénix. Pues tan singular es mi voluntad, que no es el amor de ella el blanco de mis tiros. ¿De qué le viene el escribirme tales cosas? Vamos, pastor, vamos: eres tú quien le ha sugerido esta carta.
Silvio.—No, no. Protesto ignorar el contenido. Es Febe quien la escribió.
Rosalinda.—Vamos, sois un tonto y enamorado de remate. Ví su mano, una mano de cuero, color de piedra, que me hizo pensar realmente que se había puesto sus guantes viejos. Pero no, eran sus propias manos: tiene manos de fregona. Mas no importa. Digo que ella jamás ha inventado tal carta. Esto es invención y escritura de hombre.{171}
Silvio.—De seguro es de ella.
Rosalinda.—Cómo! Este es un estilo fanfarrón y cruel, estilo de perdonavidas. ¿Pues no me desafía, como un moro á un cristiano? El benigno cerebro de la mujer no podría destilar una invención tan enormemente grosera, ni tales palabras etiopes, más negras en su alcance que en su apariencia. ¿Queréis oir la carta?
Silvio.—Si lo tenéis á bien; pues nunca la he oído, aunque sí he oído mucho de la crueldad de Febe.
Rosalinda.—Hace de las suyas conmigo. Fijaos en el modo como escribe la tirana.
(Leyendo.) «¿Eres algún dios convertido en pastor, que así has abrasado el corazón de una doncella?»
¿Puede una mujer regañar así?
Silvio.—¿Llamáis á eso regañar?
Rosalinda.—«¿Por qué, olvidando lo que tienes de divino, te ensañas contra el corazón de una mujer?»
¿Habéis oído nunca semejante regaño?
«Muchas veces la mirada suplicante del hombre me habló de un amor que no podía conmoverme.»
Lo cual quiere decir que soy una bestia.
«Si el desdén de tus ojos basta para encender tanto amor en los míos, ¡ay! ¿qué no me harían sentir si me miraran cariñosos? Os amé mientras me ofendíais. ¿Á que no me moverían, pues, vuestros ruegos? El mensajero de esta queja amorosa, no sospecha que tal amor existe en mí. Confíale tu respuesta en pliego sellado, y dime en ella si tu juventud y tu condición aceptarán la leal oferta de mi persona y de cuanto soy y valgo; ó desecha mi amor y buscaré el modo de morir.»
Silvio.—¿Y esto también es regaño?
Celia.—¡Ay, pobre pastor!
Rosalinda.—¿Le compadecéis? No, no merece compasión. ¿Amarás á semejante mujer? ¡Qué! Servirse de ti como de un instrumento para burlarte mejor!{172} Eso es intolerable. Bien: torna á su lado, pues veo que el amor te ha convertido en una serpiente mansa, y dile esto: que si ella me ama, le exijo que te ame; y si no, no la tomaré nunca, á menos que tú mismo ruegues por ella. Si sois un verdadero amante, id y no repliquéis palabra, porque viene gente.
(Sale Silvio.)
Oliverio.—Salud, hermosas. ¿Podéis decirme, os ruego, en qué parte del circuíto de este bosque se encuentra un ejido circundado de olivos?
Celia.—Al oeste de este sitio, en la hondonada vecina, dejando á vuestra derecha la fila de mimbreras que está á orillas del arroyo, os encontraréis en el redil. Mas en este momento no hay persona alguna en la casa, ni aun para cuidar de ella.
Oliverio.—Si puede el ojo aprovechar de la lengua, debería yo conoceros por descripción. Tales trajes y tal edad. «El joven es de complexión clara, femenil de aspecto, y se presenta como una hermana experta; pero la joven es de baja estatura y más morena, que su hermano.» ¿No sois dueño de la casa por la cual preguntaba?
Celia.—Pues lo preguntáis, no es jactancia deciros que es nuestra.
Oliverio.—Orlando me encarga saludaros á una y otro, y envía al joven á quien llama su Rosalinda, esta servilleta ensangrentada. ¿Sois acaso vos?
Rosalinda.—Sí; pero ¿qué significa esto?
Oliverio.—Algo de lo que me avergüenza, si queréis saber qué hombre soy, y cómo y por qué y cuándo fué manchado de sangre este pañuelo.
Celia.—Referidlo, os ruego.
Oliverio.—Cuando el joven Orlando se alejó de vos, hace poco, empeñó su palabra de volver dentro de una hora; y caminaba por el bosque, engolfada su fantasía en visiones ya tristes, ya risueñas, cuando ¡extraño suceso! al mirar á un lado observó ¿qué{173} diréis? Un infeliz hombre cubierto de harapos, que yacía de espaldas dormido bajo un roble cuyo ramaje musgoso y encumbrada copa desnuda, dan testimonio de su antigüedad. Una sierpe color verde y oro se había enroscado á su cuello, y acercaba á sus labios entreabiertos la presta y amenazadora cabeza; pero de súbito al ver á Orlando se desenrolló y se deslizó sinuosamente á un matorral, á cuya sombra yacía agazapada con la cabeza en el suelo y en acecho como un gato, una leona con las ubres secas, aguardando que el hombre dormido se moviese. Porque es regio instinto de este animal no hacer presa en lo que parece muerto. Al ver esto, Orlando se acercó al hombre y halló que era su hermano, su hermano mayor.
Celia.—Le he oído hablar de ese mismo hermano, y lo describía como al más desnaturalizado que había entre los hombres.
Oliverio.—Y con justicia podía decirlo, porque bien sé que era desnaturalizado.
Rosalinda.—Pero Orlando, ¿lo dejó allí para ser devorado por la exhausta y hambrienta leona?{174}
Oliverio.—Dos veces volvió la espalda con ese propósito; pero la bondad, más noble que la venganza, y la naturaleza más fuerte que la ocasión oportuna, le hicieron luchar contra la leona, que no tardó en sucumbir. El ruido de la lucha me despertó de mi miserable sueño.
Celia.—¿Sois su hermano?
Rosalinda.—¿Sois aquel á quien salvó?
Celia.—¿Sois el que tantas veces atentó contra su vida?
Oliverio.—Era yo tal como fuí, no como soy. No me avergüenza confesaros lo que he sido, desde que la conversión es tan dulce para mí, siendo el infeliz que soy.
Rosalinda.—¿Pero qué del pañuelo ensangrentado?
Oliverio.—En un momento. Cuando las lágrimas de uno y otro hubieron corrido por la narración de todo lo que había pasado, hasta decir la manera como vine á este desierto; llevóme donde el buen duque, quien me dió vestidos y asistencia y me encomendó al afecto de mi hermano, que me condujo al punto á su cueva. Allí se desnudó y en esta parte del brazo la leona había desgarrado algo de la carne, que desde entonces había estado desangrando todo el tiempo; al fin se desmayó, y al desmayarse llamó á Rosalinda. En una palabra: le hice volver en sí, vendé su herida, y recobradas á poco rato sus fuerzas, me envió aquí, á pesar de ser yo extraño, á referiros el suceso para que podáis disculparlo de no haber cumplido su promesa, y á entregar el pañuelo mojado con su sangre al joven zagal á quien por juego llama su Rosalinda.
Celia.—¡Ay! ¿Qué tienes, Ganimedes? ¡Ganimedes mío! (Rosalinda se desmaya.)
Oliverio.—Muchos hay á quienes la vista de la sangre ocasiona un vértigo.{175}
Celia.—Algo más hay en esto.—¡Primo! ¡Ganimedes!
Oliverio.—Ya lo véis; vuelve en sí.
Rosalinda.—Quisiera estar en casa.
Celia.—Te conduciremos allí.—¿Queréis, os lo suplico, sostenerlo por un brazo?
Oliverio.—¡Ea! ánimo, jovencito.—¿Y sois un hombre?—No tenéis varonil el corazón.
Rosalinda.—Es verdad: lo confieso. ¡Ah, señor! cualquiera pensaría que esto estuvo bien fingido. Os ruego decir á vuestro hermano lo bien que lo fingí.
Oliverio.—Esto no ha sido ficción. Demasiado testimonio da vuestro aspecto de que ello era un acceso verdadero.
Rosalinda.—Os aseguro que fué imitación.
Oliverio.—Pues bien, entonces cobrad ánimo y tratad de pasar por hombre.
Rosalinda.—Es lo que hago; pero por cierto que debería haber sido mujer.
Celia.—Vamos, palideces cada vez más.—Os ruego que os pongáis en camino.—Buen hidalgo, acompañadnos.
Oliverio.—Así lo haré, pues debo volver llevando á mi hermano la respuesta sobre el modo cómo disculpáis á mi hermano, Rosalinda.
Rosalinda.—Ya discurriré algo. Pero os suplico que le hagáis presente mi pantomima. ¿Queréis venir?
La misma.
Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.
PIEDRA.
a encontraremos ocasión, Tomasa: paciencia, gentil Tomasa.
Tomasa.—Por vida! que el clérigo era harto bueno, á pesar de cuanto decía el caballero viejo.
Piedra.—Un perverso don Oliverio, Tomasa; un vil Dañatextos. Pero, Tomasa, aquí en el bosque hay un mancebo que te reclama.
Tomasa.—Sí, ya sé quién es. No tiene en mí ni el menor interés del mundo. Aquí viene el que decís.
(Entra Guillermo.)
Piedra.—La vista de un patán es cosa que me llena y satisface más que un banquete. Á fe mía que los hombres de ingenio tenemos mucho de qué responder. Siempre hemos de hacer burla: no podemos evitarlo.
Guillermo.—Buenas tardes, Tomasa.
Tomasa.—Buenas os las dé Dios, Guillermo.{178}
Guillermo.—Y buenas tardes á vos, caballero.
Piedra.—Buenas tardes, buen amigo. Cubre tu cabeza, cubre tu cabeza: te ruego que la cubras. ¿Qué edad tienes, amigo?
Guillermo.—Veinticinco, señor.
Piedra.—Madura edad. ¿Es Guillermo tu nombre?
Guillermo.—Guillermo, señor.
Piedra.—Bonito nombre. ¿Es este bosque el lugar de tu nacimiento?
Guillermo.—Sí, señor, á Dios gracias.
Piedra.—«¡Á Dios gracias!» Galana respuesta. ¿Eres rico?
Guillermo.—Á fe mía, señor, así... así.
Piedra.—«Así, así;» está bien, muy bien, desmesuradamente bien; y sin embargo, no lo es; no es más que así, así. ¿Eres discreto?
Guillermo.—Sí, señor: tengo un ingenio regular.
Piedra.—Pues dices bien. Recuerdo ahora un dicho: «el necio se cree discreto y el discreto se tiene á sí propio en concepto de necio.» El filósofo pagano cada vez que tenía deseo de comer un racimo de uvas abría los labios al ponerlo en la boca; significando con ello que las uvas han sido hechas para comerlas y los labios para abrirse. ¿Amas á esta muchacha?
Guillermo.—Sí, señor, la amo.
Piedra.—Dame tu mano. ¿Eres instruído?
Guillermo.—No, señor.
Piedra.—Entonces aprende de mí esto: tener es tener; porque es una figura retórica que la bebida vertida de una taza á un vaso, mientras llena al uno deja vacía á la otra; pues todos vuestros autores convienen en que ipse es él. Ahora bien; vos no sois ipse, porque ese soy yo.
Guillermo.—¿Cuál es ese?
Piedra.—El que se ha de casar con esta mujer.{179} Por lo cual vos, patán, abandonad—ó en lenguaje vulgar—dejad la sociedad, que en rústico es la compañía, de esta hembra—que en el trato común es esta mujer—y todo junto quiere decir, abandona la sociedad de esta hembra ó pereces ¡oh patán!; ó para que lo entiendas mejor, mueres: á saber: te mato, te hago desaparecer, cambio tu vida en muerte, tu libertad en servidumbre. Te administraré veneno, paliza ó cuchillada. Haré asonadas para pelotearte, te abrumaré con mi política, te mataré de ciento cincuenta modos. Tiembla, pues, y vete.
Tomasa.—Hazlo, buen Guillermo.
Guillermo.—Que Dios os conserve el humor, caballero.
(Sale.—Entra Corino.)
Corino.—Nuestros amos os buscan: venid, venid.
Piedra.—Lista, Tomasa, lista, Tomasa. Ya sigo, ya sigo.
(Sale.)
La misma.
Entran ORLANDO y OLIVERIO.
Orlando.—¿Es posible que conociéndola apenas os hayáis prendado de ella? ¿Que la améis sólo con haberla visto? ¿Y amándola la pretendáis? ¿Y pretendiéndola haya ella consentido? ¿Y tendréis perseverancia en gozarla?
Oliverio.—No os preocupe lo súbito de mi afecto, ni la pobreza de ella, ni el corto trato y repentino galanteo que me ganaron su consentimiento; sino antes bien, decid conmigo: amo á Aliena; con ella, que me ama; y con los dos, que consentís para que gocemos cada uno del otro. Y ello será en beneficio vuestro; porque transferiré á vuestro favor la casa de mi padre,{180} junto con todas las rentas que fueron del anciano sir Rowland, y yo viviré y moriré aquí como pastor.
(Entra Rosalinda.)
Orlando.—Tenéis mi consentimiento. Que sean mañana las nupcias. Á ellas invitaré al duque y á todos sus joviales secuaces. Id á preparar á Aliena, pues he aquí que llega Rosalinda.
Rosalinda.—Dios os guarde, hermano.
Oliverio.—Y á vos, hermosa hermana.
Rosalinda.—¡Oh mi querido Orlando! ¡Cuánto me duele verte llevar vendado el corazón!
Orlando.—Es mi brazo.
Rosalinda.—Pensé que las garras de la leona te habían herido el corazón.
Orlando.—Muy herido está; pena por los ojos de una dama.
Rosalinda.—¿Díjote tu hermano cómo fingí desmayarme cuando me mostró tu pañuelo?
Orlando.—Sí, y aun prodigios mayores que ese.
Rosalinda.—Ya sé lo que queréis decir. Y en verdad que jamás hubo cosa tan repentina, á no ser el choque de dos carneros, y la famosa baladronada de César: «vine, ví, vencí.» Porque todo fué encontrarse vuestro hermano con mi hermana, cuando se vieron; apenas se vieron se amaron; no bien nació este amor, se dieron á suspirar; al primer suspiro se preguntaron el por qué; y en el instante de saberlo, buscaron el remedio; de modo que escalón por escalón han subido así un par de escaleras hacia el piso del matrimonio. Y lo escalarán incontinenti, so pena de ser incontinentes antes de entrar en él. Están en una verdadera furia de amor y quieren unirse. No los apartarán ni á garrotazos.
Orlando.—Se casarán mañana, é invitaré al duque á la boda. Pero ¡ay! ¡qué dura cosa es mirar la felicidad por la vista de otros hombres! Tanto mas sentiré{181} mañana en mi corazón el colmo del abatimiento, cuanto más piense en la felicidad de mi hermano al obtener lo que desea!
Rosalinda.—Pues entonces, ¿por qué no podré mañana hacer el papel de Rosalinda?
Orlando.—No puedo vivir más tiempo de ilusiones.
Rosalinda.—Ya no os fatigaré mas con palabras ociosas. Dejadme deciros, pues (y hablo ahora con algún propósito), que os conozco por caballero bien educado. Y no lo digo por inspiraros buena opinión de mi discernimiento al expresar que os conozco así; ni tengo por objeto ganar vuestro aprecio más allá de lo necesario para que creáis aquello que podrá adquiriros algún bien más que á mí una gracia. Creed, pues, si os place, que puedo hacer cosas extrañas. Desde que tuve tres años de edad, he tratado á un mágico, eximio en su arte, y, sin embargo, no condenable. Si tan de corazón amáis á Rosalinda como parece declararlo vuestra actitud, os casaréis con ella al mismo tiempo que vuestro hermano con Aliena. Conozco bien las adversidades de fortuna en que se encuentra; y no es imposible para mí, si no os parece objecionable, hacerla aparecer en vuestra presencia mañana, en toda su humana realidad y sin peligro alguno.
Orlando.—¿Hablas seriamente?
Rosalinda.—Te lo aseguro por mi vida, á la cual tengo un afecto muy tierno, aunque diga que soy mágico. Así, pues, vístete de gala, é invita á tus amigos; porque si quieres casarte mañana, te casarás; y con Rosalinda, si quieres. (Entran Silvio y Febe.) Mira, aquí vienen una que se ha enamorado de mí, y uno que se ha enamorado de ella.
Febe.—Me habéis tratado con demasiada dureza, joven, mostrando la carta que os había escrito.
Rosalinda.—Si lo he hecho, no me importa. Pongo especial cuidado en parecer adverso y rudo hacia vos.{182} Un fiel pastor os solicita: miradle bien y amadle. Os adora.
Febe.—Buen zagal, decid á este joven lo que es amar.
Silvio.—Es volverse uno todo suspiros y lágrimas; como yo por Febe.
Febe.—Y yo por Ganimedes.
Orlando.—Y yo por Rosalinda.
Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.
Silvio.—Tiene que ser todo fe y sumisión, como yo para Febe.
Febe.—Y yo para Ganimedes.
Orlando.—Y yo para Rosalinda.
Rosalinda.—Y yo para ninguna mujer.
Silvio.—Tiene que ser todo fantasía, todo pasión, todo deseos, todo adoración, deber y observancia, todo humildad, todo paciencia é impaciencia, todo pulcritud, contradicción y obediencia, como yo por Febe.
Febe.—Y yo por Ganimedes.
Orlando.—Y yo por Rosalinda.
Rosalinda.—Y yo por ninguna mujer.
Febe.—(A Rosalinda.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?
Silvio.—(A Febe.) Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?
Orlando.—Y si es así ¿por qué tenéis á mal el que yo os ame?
Rosalinda.—¿De quién habláis al decir «tenéis a mal que os ame?»
Orlando.—De aquella que no está aquí ni me oye.
Rosalinda.—Basta de esto, basta, os lo ruego. Se parece al aullido de los lobos irlandeses á la luna. (A Silvio.) Os ayudaré, si puedo. (A Febe.) Os amaría, si pudiera. Venid juntos á verme mañana. (A Febe.) Me casaré con vos, si he de casarme con alguna mujer, y me casaré mañana. (A Orlando.) Os daré satisfacción,{183} si alguna vez he de haber podido darla á un hombre, y os casaréis mañana. (A Silvio.) Os dejaré contento, si os contenta lo que os agrada, y os casaréis mañana. (A Orlando.) Pues amáis á Rosalinda, venid á la cita. (A Silvio.) Pues amáis á Febe, venid á la cita. Y pues no amo á ninguna, vendré á la cita. Así, quedad con Dios. Ya os daré mis órdenes.
Silvio.—No faltaré, si vivo.
Febe.—Ni yo.
Orlando.—Ni yo.
(Salen.)
La misma.
Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.
Piedra.—Mañana es el día de júbilo, Tomasa: mañana nos casaremos.
Tomasa.—Con todo mi corazón lo deseo, y espero que no sea malhonesto el desear ser mujer de mundo. He aquí á dos pajes del desterrado duque.
(Entran dos pajes.)
Paje 1.º—Buen encuentro, honrado caballero.
Piedra.—Buen encuentro, por vida mía. Vamos, asiento, asiento, y una canción.
Paje 2.º—Estamos á vuestras órdenes: sentaos entre los dos.
Paje 1.º—¿Entraremos en ello de rondón, sin limpiar el pecho, ni escupir, ni decir que estamos roncos, que es el prólogo obligado de toda mala voz?
Paje 2.º—Por cierto, por cierto; y ambos en un solo tono, como dos gitanos en un mismo caballo.
Piedra.—En verdad, caballeritos, que aunque la letra no valía gran cosa, la entonación era insoportable.
Paje 1.º—Os equivocáis, señor. Hemos guardado el tiempo; no hemos perdido el tiempo.
Piedra.—Á fe mía que sí; pues el tiempo pasado en oir tan necia canción no es más que tiempo perdido. Que Dios os guarde y remiende vuestras voces. Ven, Tomasa.
(Salen.)
{185}
Otra parte del bosque.
Entran el DUQUE (MAYOR), AMIENS, JAQUES, ORLANDO, OLIVERIO Y CELIA.
Duque (M.)—¿Crees, Orlando, que el mancebo podrá cumplir todo lo que ha prometido?
Orlando.—Á veces lo creo y á veces no, como aquellos que temen esperar y saben que temen.
(Entran Rosalinda, Silvio y Febe.)
Rosalinda.—Paciencia una vez más, mientras llega el momento de cumplir nuestro pacto. (Al Duque.) ¿Decís, señor, que si os traigo á vuestra Rosalinda la daréis aquí por esposa á Orlando?
Duque (M.)—Así lo haría, aunque tuviera que dar reinos con ella.
Rosalinda.—(A Orlando.) ¿Y vos decís que la tomaréis por esposa en el momento en que la traiga?
Orlando.—Así lo haría, aunque fuese soberano de todos los reinos.
Rosalinda.—(A Febe.) ¿Decís que os casaréis conmigo si lo deseo?
Febe.—Así lo haría aunque tuviera que morir una hora después.
Rosalinda.—Pero si rehusáis el casaros conmigo, ¿seréis la esposa de este fidelísimo pastor?
Febe.—Es lo convenido.
Rosalinda.—(A Silvio.) ¿Decís que tomaréis por esposa á Febe, si consiente?
Silvio.—Aunque tomarla y morir fuese todo uno.
Rosalinda.—He prometido allanar todo esto. Cumplid vuestra palabra ¡oh duque! de dar vuestra hija; vos, Orlando, la vuestra de recibir su hija; cumplid{186} vuestra palabra, Febe, de desposaros conmigo; ó si lo rehusáis, de ser la esposa de este pastor. Cumplid vuestra palabra, Silvio, de casaros con ella, si me rehusa; y yo me aparto de aquí para que todas estas perplejidades se aclaren.
(Salen Rosalinda y Celia.)
Duque (M.)—Este joven zagal me trae vivamente á la memoria ciertos rasgos de la fisonomía de mi hija.
Orlando.—Señor, la primera vez que le ví me pareció hermano de vuestra hija; pero, benévolo señor, este joven es nativo de este bosque, y ha sido educado en los rudimentos de muchos aventurados estudios por un tío suyo, de quien dice que era gran mágico y que vivía oscuramente en el recinto de este bosque.
(Entran Piedra-de-toque y Tomasa.)
Jaques.—De seguro que se aproxima algún nuevo diluvio y estas parejas vienen en busca del arca. He aquí que llega un par de las más extrañas bestias, que en todos los idiomas se conocen con el nombre de imbéciles.
Piedra.—Salud y buenaventura á todos.
Jaques.—Acogedle benignamente, señor. Éste es el caballero de estrambótica imaginación, que tantas veces he encontrado en el bosque, y jura que ha sido cortesano.
Piedra.—Y si hay quien lo dude, á la prueba me remito. He bailado una contradanza: he adulado á una señora: he sido político con mi amigo y suave con mi enemigo: he estafado á tres sastres: he tenido cuatro desafíos, y uno de ellos casi acaba á estocadas.
Jaques.—¿Pues cómo vino á acabar?
Piedra.—Llegando al terreno, y descubriendo que la disputa versaba sobre la séptima causa.
Jaques.—¿Qué séptima causa es esa? Duque mío, vale la pena de gustar de este perillán.
Duque.—No me desagrada en manera alguna.
Piedra.—Dios os premie, y otro tanto deseo para{187} vos. Vengo aquí, señor, entre la muchedumbre de paisanos copulativos, á jurar y perjurar, según como liga el matrimonio y como la sangre quebranta. Una pobre doncella, señor, nada agraciada, pero mía. Con ella cargo, señor, por un humilde capricho mío, de tener lo que nadie querría. La honestidad oculta su riqueza, como los avaros, señor, en un pobre alojamiento; así como la perla dentro de una fea ostra.
Duque.—Á fe mía que es agudo y sentencioso.
Piedra.—Conforme á la coyunda de los necios, señor, y á tales dulzainas dolencias.
Jaques.—Pero vamos á la séptima causa. ¿Cómo descubristeis que la querella era sobre la séptima causa?
Piedra.—Por una mentira contradecida siete veces.—No te pongas en tan mala postura, Tomasa.—Y es como sigue, señor. No me gustaba el corte de la barba de cierto cortesano, y él hizo que me dijeran de su parte que si yo decía que su barba no estaba bien cortada, él era de parecer que sí lo estaba: esto se llama la réplica cortés. Si yo le enviaba á decir que no estaba bien cortada, él replicaría que la cortaba á su gusto: y esto se llama el sarcasmo modesto. Si todavía, que no estaba bien cortada, me calificaría de juez incapaz; y esto es la réplica grosera. Si una vez aún, que no estaba bien cortada, me respondería que yo faltaba á la verdad; y esto se llama la repulsa valiente. Y si tornase á decir que no estaba bien cortada, me diría que miento; y esto es el rechazo turbulento. Y así sucesivamente se llega al mentís condicional y al mentís directo.
Jaques.—¿Y cuántas veces dijisteis que su barba no estaba bien cortada?
Piedra.—No me animé á pasar del mentís condicional, ni él se atrevió á darme el mentís directo. Así, medimos las armas y nos despedimos.{188}
Jaques.—¿Podríais enumerar ahora por su orden los grados de la mentira?
Piedra.—¡Oh señor! Así como tenéis libros para los buenos modales, tenemos también las querellas en letra de molde, en libro. Os enumeraré los grados. Primero, la réplica cortés; segundo, el sarcasmo modesto; tercero, la réplica grosera; cuarto, la repulsa valiente; quinto, el rechazo turbulento; sexto, el mentís condicional; séptimo, el mentís directo. Podéis evadir todos estos, excepto el mentís directo; y aun este se puede evadir por medio de un si hipotético. Supe de una querella que siete jueces no habían podido arreglar; pero cuando los contendientes se encontraron uno frente á otro en el terreno, ocurriósele á uno de ellos aquel si, como por ejemplo: «Si dijisteis tal cosa, entonces dije tal otra;» y se dieron la mano y se juraron amistad eterna. Es increíble lo que puede el si hipotético.
Jaques.—Alteza: ¿no es éste un curioso sujeto? Lo mismo sirve para todo; y, sin embargo, es un bufón.
Duque.—De esa calidad se sirve como de una emboscada, y escondido desde ella dispara sus agudezas. (Entran Himeneo, conduciendo á Rosalinda en traje de mujer, y Celia.)
Rosalinda (al duque.)—Á vos me entrego, pues soy vuestra.—(A Orlando.) Á vos me entrego, pues soy vuestra.
Duque.—Si no engaña la vista, sois mi hija.
Orlando.—Si no engaña la vista, sois mi Rosalinda.
Febe.—Si la vista y la forma no engañan, ¡adios mi amor!
Rosalinda (al duque.)—No tendré padre, si no lo sois vos. (A Orlando.) No tendré esposo, si no lo sois vos. (A Febe.) Ni me casaré con mujer, si no es con vos.
Duque.—Bienvenida eres ¡oh amada sobrina! No menos bienvenida que propia hija.
Febe (á Silvio).—No faltaré á mi palabra, ahora que eres mío. Tu constancia te ha conciliado mi afecto.
(Entra Jaques de Bois.)
Jaques de B.—Concededme audiencia para unas pocas palabras. Soy el hijo segundo de sir Rowland de Bois, y traigo á la digna Asamblea estas nuevas: El duque Federico, informado del considerable número de hombres de valer que diariamente afluyen á este bosque, se puso á la cabeza de un grande ejército para apoderarse aquí de su hermano y darle muerte. Había llegado ya á los linderos de este bosque, cuando se encontró con un anciano religioso, y después de una conferencia con él, quedó resuelto á abandonar su empresa y á retirarse del mundo. La corona queda devuelta á su hermano, y restituídos a sus compañeros de destierro todas las propiedades que poseían. De la verdad de estas noticias respondo con mi vida.
Duque.—Sed bienvenido, joven. Traes hermosos presentes á las bodas de tu hermano. Al uno, sus tierras confiscadas, y al otro todo un territorio, un poderoso ducado. Ante todo, acabemos en este bosque lo que fué tan felizmente comenzado; y en seguida, todos los que han compartido con nosotros acerbos{191} días, participen de la vuelta de nuestra buena fortuna, conforme á su jerarquía. Y al mismo tiempo, olvidemos por un momento esta nueva dignidad, y volvamos á nuestros regocijos campestres. Suene la música, y vosotros, novios y novias, medid por nuestra alegría los compases de la danza.
Jaques.—Con vuestra venia, señor. Si no os he oído mal, el joven duque ha abrazado la vida religiosa, renunciando á las pompas de la corte?
Jaques de B.—Así es.
Jaques.—Pues me marcho á donde él. Hay mucho que oir y aprender oyendo á estos nuevos convertidos. (Al duque.) Os lego vuestros antiguos honores. Bien los merecen vuestra virtud y paciencia. (A Orlando.) Á vos, el amor que con verdadera fe habéis conquistado. (A Oliverio.) Á vos vuestras tierras, vuestro amor y vuestros poderosos aliados. (A Silvio.) Á vos larga duración en un lecho bien merecido. (A Piedra.) Y á ti el eterno disputar: porque el viaje de tu amor no lleva víveres ni para dos meses.—Y con esto, entregaos á vuestros placeres. Yo, no estoy para fiestas.
Duque.—Quedaos, Jaques, quedaos.
Jaques.—No para ver pasatiempos. Para saber lo que os acontezca, permaneceré en la cueva que abandonáis.
(Sale.)
Duque.—Adelante, pues, y principiaremos las ceremonias, que confío terminarán en la ventura de todos.
(Baile.)
{192}
Rosalinda.—No es costumbre ver á la dama en el epílogo; pero no es mejor ver al galán en el prólogo. Si es verdad que «el buen vino no necesita enseñas,» también lo es que una buena comedia no ha menester epílogo. Sin embargo, en buenas enseñas se anuncian buenos vinos, y los buenos epílogos mejoran las buenas comedias. ¿Cuál es, pues, mi situación, no siendo yo un buen epílogo, ni pudiendo insinuar cosa alguna para que toméis por buena esta comedia? No estoy aparejada como los mendigos, y por lo tanto no me cumple mendigar. No me queda otro camino que el de conjuraros; y principiaré por las mujeres. Os recomiendo ¡oh mujeres! por el amor que tenéis á los hombres, que os guste de esta comedia todo lo que á ellos agradare; y de igual modo os recomiendo ¡oh varones! por el amor que tenéis á las mujeres (y creo percibir que ninguno de vosotros las tiene aversión) que entre vosotros y ellas, encontréis que la comedia os agrada. Á ser yo mujer, besaría á todos aquellos de vosotros que tengan barbas que me gusten, caras que me plazcan y alientos que no me repugnen: y estoy segura de que todos cuantos tienen buenas barbas, ó hermosas caras ó aliento puro, querrán en pago de mi oferta despedirme afectuosamente cuando les haga mi reverencia.
(Sale.)
TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.
Ilustración de H. Knacksuss.
Grabados de Otto Minde.
{194}
SOLINO, duque de Éfeso. | |
ÆGEÓN, mercader de Siracusa. | |
ANTÍFOLO de Éfeso. | —Hermanos gemelos, hijos de Ægeón y de Emilia, pero desconocidos uno de otro. |
ANTÍFOLO de Siracusa. | |
DROMIO de Éfeso. | —Hermanos gemelos y esclavos de los dos Antífolo. |
DROMIO de Siracusa. | |
BALTASAR, mercader. | |
ANGELO, platero. | |
UN COMERCIANTE, amigo de Antífolo de Siracusa. | |
PINCH, maestro de escuela y mágico. | |
EMILIA, esposa de Ægeón, abadesa de una comunidad de Éfeso. | |
ADRIANA, esposa de Antífolo de Éfeso. | |
LUCIANA, hermana de Adriana. | |
LUCÍA, doncella de Luciana. | |
UNA CORTESANA. | |
UN ALCAIDE. |
OFICIALES DE JUSTICIA Y OTROS.
La escena pasa en Éfeso.
{195}
Sala en el palacio del duque.
El DUQUE DE ÉFESO, ÆGEÓN, un ALCAIDE, oficiales y otras gentes del séquito del duque.
ÆGEÓN.
ontinuad, Solino; procurad mi pérdida; y con la sentencia de muerte, terminad mis desgracias y mi vida.
El duque.—Mercader de Siracusa, cesa de defender tu causa; yo no soy bastante parcial para infringir nuestras leyes.—La enemistad y la discordia, recientemente excitadas por el ultraje bárbaro que vuestro duque ha hecho á estos mercaderes, honrados compatriotas nuestros, quienes, por falta de oro para rescatar sus vidas, han sellado con su sangre sus rigurosos decretos, excluyen toda piedad de nuestra amenazante actitud; pues desde las querellas intestinas y mortales levantadas entre tus sediciosos compatriotas y los nuestros, se ha sancionado en consejos solemnes, tanto por nosotros como por los siracusanos, no permitir tráfico alguno á las ciudades enemigas nuestras. Ade{196}más, si un natural de Éfeso es visto en los mercados y ferias de Siracusa, ó si un natural de Siracusa viene á la bahía de Efeso, muere, y sus mercaderías son confiscadas á disposición del duque, á menos que levante una cantidad de mil marcos para cumplir la pena y servirle de rescate. Tus géneros, vendidos al más alto precio, no pueden subir á cien marcos; por consiguiente la ley te condena á morir.
Ægeón.—Bien! Lo que me consuela es que, al realizarse vuestras palabras, mis males terminarán con el sol poniente.
El duque.—Vamos, siracusano, dinos brevemente por qué has dejado tu ciudad natal y qué motivo te ha traído á Éfeso.
Ægeón.—No podía haberse impuesto tarea más penosa que la de intimarme á decir males indecibles. Sin embargo, á fin de que el mundo sea testigo de que mi muerte habrá provenido de la naturaleza y no de un crimen vergonzoso, diré todo lo que el dolor me permita decir.—Nací en Siracusa y me casé con una mujer que hubiese sido feliz sin mí, y por mí también sin nuestro mal destino. Vivía contento con ella; nuestra fortuna se aumentó por los fructuosos viajes que con frecuencia hacía yo á Epídoro, hasta la muerte de nuestro agente de negocios. Su pérdida, habiendo dejado en abandono el cuidado de grandes bienes, me obligó á sustraerme de los tiernos abrazos de mi esposa. Apenas habían pasado seis meses de ausencia, cuando casi desfallecida bajo la dulce carga que llevan las mujeres, hizo sus preparativos para seguirme, y llegó con prontitud y seguridad á los lugares donde me hallaba. Poco tiempo después de su llegada hízose la feliz madre de dos hermosos niños; y, lo que hay de extraño, tan parecidos entre sí, que no se podían distinguir sino por sus nombres. Á la misma hora y en la misma hostería, una pobre mujer fué desembarazada{197} de una carga semejante, dando al mundo dos gemelos varones igualmente parecidos. Compré estos dos muchachos á sus padres, quienes se encontraban en extrema indigencia, y los crié para servir á mis hijos. Mi mujer, que no estaba poco orgullosa de estos dos niños, me instaba cada día para volver á nuestra patria. Consentí á pesar mío ¡ay! demasiado temprano. Nos embarcamos.—Estábamos á una legua de Epídoro, antes que la mar, siempre dócil á los vientos, nos hubiese amenazado con algún accidente trágico; pero no conservamos mucho tiempo la esperanza. La escasa claridad que nos prestaba el cielo no servía sino para mostrar á nuestras almas aterradas, el mandato dudoso de una muerte inmediata. En cuanto á mí, yo la habría abrazado con alegría, si las lágrimas incesantes de mi esposa, que lloraba de antemano la desgracia que veía venir inevitablemente, y los gemidos lastimeros de los dos niños que lloraban por imitación, ignorando lo que era de temer, no me hubiesen forzado á buscar el modo de retardar el instante fatal para ellos y para mí; y he aquí cuál fué nuestro recurso; no quedaba otro:—Los marineros buscaron su salvación en nuestro bote, y nos abandonaron dejándonos el barco ya á punto de hundirse. Mi esposa, más atenta á velar sobre mi último nacido, lo había ligado al pequeño mástil de reserva del cual se proveen los marinos para las tempestades; con él estaba ligado uno de los gemelos esclavos; y yo había tenido que hacer lo mismo con los otros dos niños. Hecho esto, mi esposa y yo con las miradas fijas en aquellos en quienes estaban fijos nuestros corazones, nos atamos á cada uno de los extremos del palo; y flotando en seguida á voluntad de las olas, fuímos llevados por ellas hacia Corinto, á lo que nosotros habíamos pensado. Al fin, el sol, mostrándose á la tierra, disipó los vapores que habían causado nuestros males; bajo la influencia benéfica de su{198} luz deseada, los mares se calmaron gradualmente, y descubrimos en lontananza dos barcos que navegaban sobre nosotros; de Corinto el más lejano, y el otro de Epídoro. Pero antes de que nos hubiesen alcanzado... ¡Oh! no me obliguéis á decir más; conjeturad lo que aconteció por lo que acabáis de oir.
El duque.—Prosigue, anciano: no interrumpas tu relato; podemos al menos compadecerte si no podemos perdonarte.
Ægeón.—¡Oh! ¡Si los dioses nos hubiesen compadecido, no les llamaría ahora con tanta justicia desapiadados hacia nosotros! Antes que los dos barcos hubiesen avanzado á diez leguas de nosotros, dimos contra una grande roca; é impulsado con violencia sobre este escollo, nuestro mástil de socorro fué roto por el medio; de tal modo que, en esta nuestra injusta separación, la fortuna nos dejó á los dos de qué regocijarnos y de qué afligirnos. La mitad que llevaba á la infeliz y que parecía cargada de menor peso, aunque no de menor infortunio, fué impulsada con más velocidad por los vientos: y fueron recogidos los tres á nuestra vista por pescadores de Corinto, á lo que nos pareció. Finalmente, otro barco se había apoderado de nosotros; y llegando á conocer sus tripulantes quiénes eran aquellos que la suerte les había conducido á salvar, acogieron con benevolencia á sus náufragos: y hubiesen alcanzado á quitar á los pescadores su presa á no haber sido el buque tan mal velero. Se vieron, pues, obligados á dirigir su rumbo hacia la patria.—Habéis oído cómo he sido separado de mi dicha y cómo mi vida ha sido prolongada por adversidades para haceros el triste relato de mis desventuras.
El duque.—Y, en bien de los que lloras, hazme el favor de decir detalladamente lo que os aconteció á ellos y á ti hasta ahora.
Ægeón.—Mi hijo menor, que es el mayor en mi cui{199}dado, cumplida la edad de diez y ocho años, se ha mostrado deseoso de buscar á su hermano, y me ha rogado con importunidad permitirle que su joven esclavo (pues los dos muchachos habían compartido la misma suerte, y éste, separado de su hermano, había conservado el nombre) pudiese acompañarle en esta investigación. Para poder encontrar uno de los objetos de mi atormentada ternura, yo arriesgaba perder el otro. He recorrido durante cinco veranos las extremidades más apartadas de la Grecia, errando hasta más allá de los límites de Asia; y costeando hacia mi pátria, he abordado á Éfeso sin esperanza de encontrarlos, pero repugnándome pasar por este lugar ó cualquiera otro donde habitan hombres, sin explorarlo. Es aquí, en fin, donde debe terminar la historia de mi vida; y sería feliz de esta muerte oportuna, si todos mis viajes me hubiesen asegurado al menos que mis hijos viven.
El duque.—¡Desventurado Ægeón, á quien los hados han marcado para probar el colmo de la desgracia! Créeme: mi alma abogaría por tu causa si pudiese hacerlo sin violar nuestras leyes, sin ofender mi corona, mi juramento y mi dignidad, que los príncipes no pueden anular, aun cuando lo quisieran. Pero aunque tú seas destinado á la muerte, y que la sentencia pronunciada no pueda revocarse sin grave daño de nuestro honor, sin embargo te favoreceré en lo que pueda. Así, mercader, te concederé este día para buscar tu salvación en un socorro bienhechor: acude á todos los amigos que tienes en Éfeso, mendiga ó toma prestado para recoger la suma y vive; si no, tu muerte es inevitable.—Alcaide, tómalo bajo tu custodia.
Alcaide.—Sí, mi señor.
(El duque sale con su séquito.)
Ægeón.—Ægeón se retira sin esperanza y sin socorro, y su muerte no es sino diferida.
(Salen.)
{200}
Plaza pública.
ANTÍFOLO y DROMIO de Siracusa; UN MERCADER.
El mercader.—Tened cuidado de esparcir la voz de que sois de Epídoro, si no queréis ver todos vuestros bienes confiscados al instante. Hoy mismo un mercader de Siracusa acaba de ser preso por haber abordado aquí, y, no encontrándose en estado de rescatar su vida, debe perecer, según los estatutos de la ciudad, antes que el sol fatigado se ponga al occidente. He aquí vuestro dinero que tenía en depósito.
Antífolo.—(A Dromio.) Vé á llevarlo al Centauro, donde posamos, Dromio, y esperarás allí que yo vaya á reunirme contigo. Dentro de una hora será la comida: hasta entonces voy á echar un vistazo sobre las costumbres de la ciudad, tratar á los mercaderes, mirar los edificios; después de lo cual volveré á tomar algún reposo en mi hostería, pues estoy cansado y adolorido de este largo viaje. Vete.
Dromio.—Más de un hombre os tomaría la palabra gustosamente, y se iría en efecto teniendo tan buen medio de partir.
(Sale Dromio.)
Antífolo.—(Al mercader.) Es un criado de confianza, señor, que á menudo, cuando estoy agobiado por la inquietud y la melancolía, alegra mi humor con sus chanzas. Vamos, ¿queréis pasearos conmigo en la ciudad y venir en seguida á mi posada á comer conmigo?
El mercader.—Estoy invitado, señor, en casa de ciertos negociantes, de los cuales espero grandes beneficios. Os ruego me excuséis. Pero mas tarde, si gustáis, á las cinco, os tomaré en la plaza del mercado, y desde ese momento os haré compañía hasta la hora{201} de acostarse. Mis negocios en este instante me obligan á dejaros.
Antífolo.—Adios, pues, hasta luégo. Yo, voy á perderme errando de aquí para allí, á fin de ver la ciudad.
El mercader.—Señor, os deseo mucha satisfacción.
(El mercader sale.)
Antífolo.—(Solo.) El que me desea la satisfacción, me desea lo que no puedo obtener: Estoy en el mundo como una gota de agua que busca en el Océano otra gota; y no pudiendo encontrar allí su compañera, se pierde ella propia errante é inapercibida. Así yo, desgraciado, para encontrar una madre y un hermano, me pierdo á mí propio buscándolos.
(Entra Dromio de Éfeso.)
Antífolo.—(Percibiendo á Dromio.) He aquí el almanaque de mi verdadera fecha. ¿Cómo, cómo sucede que estás de vuelta tan pronto?
Dromio de Éfeso.—¿De vuelta tan pronto, decís? Mas bien vengo demasiado tarde. El capón se quema, el lechón se cae del asador; la campana del reloj ha dado las doce y mi dueña las juntó en la una sobre mi mejilla. Ella está tan acalorada porque la carne está fría: la carne está fría porque no venís á casa; no venís á casa porque no tenéis apetito; no tenéis apetito porque habéis almorzado: pero nosotros que sabemos lo que es ayunar y rogar, estamos en penitencia hoy por vuestra culpa.
Antífolo.—Guardad vuestro resuello, señor, y responded á esto, os lo ruego: ¿dónde habéis dejado el dinero que os he remitido?
Dromio.—¡Oh! ¿Qué? ¿Los seis cuartos que tuve el miércoles último para pagar al sillero la gurupera de mi ama? Es el sillero quien los ha tenido, señor; yo no los he guardado.
Antífolo.—No estoy en este momento de humor de{202} chancear: dime y sin tergiversar ¿dónde está el dinero? Somos extranjeros aquí. ¿Cómo osas confiar á otros la custodia de una cantidad tan fuerte?
Dromio.—Os ruego, señor, chancead cuando os sentéis á la mesa para comer. Corro á todo escape á buscaros de parte de mi ama: si vuelvo sin vos no tendré escape para que ella no me escriba vuestra culpa en el hocico. Me parece que vuestro estómago debería, como el mío, hacer veces de reloj y llamaros al albergue sin necesidad de mensajero.
Antífolo.—Vamos, vamos, Dromio, estas chanzas están fuera de razón. Guárdalas para hora más alegre que esta. ¿Dónde está el oro que he confiado á tu cuidado?
Dromio.—¿Á mí, señor? ¡Pero si no me habéis dado oro!
Antífolo.—Vamos, señor bergante, dejad vuestras tonterías y decidme ¿cómo has dispuesto de lo que te confié?
Dromio.—Todo lo que se me ha confiado es el conduciros del mercado á casa, al Fénix, para comer: mi ama y su hermana os esperan.
Antífolo.—Tan verdad como soy cristiano, quieres responderme ¿en qué lugar de seguridad has puesto mi dinero? Ó voy á romper tu atolondrada cabeza que se obstina en la broma cuando no estoy dispuesto á ello: ¿dónde están los mil fuertes que has recibido de mí?
Dromio.—He recibido de vos algunos fuertes en la cabeza, algunos otros de mi ama sobre las espaldas, pero nunca mil fuertes entre vosotros dos. Y si los devolviera á vuestra señoría, quizá no los soportaría en paciencia.
Antífolo.—¡Los fuertes de tu ama! ¿Y qué ama tienes tú, esclavo?
Dromio.—La esposa de vuestra señoría, mi ama,{203} que está en el Fénix; la que ayuna hasta que vengáis á comer, y que os ruega venir lo más pronto para sentarse á la mesa.
Antífolo.—¡Cómo! ¿Quieres reirte en mi cara de mí de ese modo después de habértelo prohibido?... Toma, toma esto, pícaro.
Dromio.—Eh! ¿Qué queréis decir, señor? En nombre de Dios, tened vuestras manos tranquilas; ó si no, voy á pedir socorro á mis piernas.
(Dromio huye.)
Antífolo.—Por vida mía, de una manera ú otra, este pícaro se habrá dejado escamotear todo mi dinero. Dícese que esta ciudad está llena de pillos, de escamoteadores listos, que engañan la vista; de hechiceros que trabajan en las sombras, y cambian el espíritu; de agoreras asesinas del alma, que deforman el cuerpo; de bribones disfrazados, de charlatanes y de mil otros criminales autorizados. Si es así, no partiré sino lo más pronto. Voy á ir al Centauro para buscar á este esclavo: temo mucho que mi dinero no esté en seguridad.
Plaza pública.
Entran ADRIANA y LUCIANA.
ADRIANA.
i mi marido, ni el esclavo á quien con tanta prisa envié á buscar á su amo, han vuelto. Luciana, son las dos.
Luciana.—Quizás algún comerciante le habrá invitado, y habrá ido del mercado á comer á alguna parte. Querida hermana, comamos y no os agitéis. Los hombres son dueños de su libertad. El tiempo es el único dueño de ellos; y, según ven el tiempo, van ó vienen. Así, tomad paciencia, mi querida hermana.
Adriana.—Eh! ¿Por qué ha de ser su libertad mayor que la nuestra?
Luciana.—Porque sus quehaceres están siempre fuera del hogar.
Adriana.—Y ved, cuando yo hago lo mismo lo toma á mal.
Luciana.—¡Oh! Sabed que él es la brida de vuestra voluntad.{206}
Adriana.—No hay sino los asnos que se dejan embridar así.
Luciana.—Una libertad obstinada es herida por la desgracia. Nada existe bajo el cielo, sobre la tierra, en el mar y en el firmamento, que no tenga sus límites.—Entre los animales, los peces y los pájaros alados, dominan los machos, y los demás están sujetos á su autoridad; los hombres, más cercanos de la divinidad, dueños de todas esas criaturas, soberanos del ancho mundo y de los vastos y turbulentos mares, dotados de alma y de inteligencia, de un rango más elevado que los peces y los pájaros, son los dueños de sus esposas y sus señores. Que vuestra voluntad sea, pues, sometida á sus acuerdos.
Adriana.—¿Es esta esclavitud lo que os impide casaros?
Luciana.—No, no es eso, sino los inconvenientes del lecho conyugal.
Adriana.—Pero, si fueses casada, sería necesario soportar la autoridad.
Luciana.—Antes de aprender á amar, quiero acostumbrarme á obedecer.{207}
Adriana.—¿Y si vuestro marido fuese á hacer alguna encartada á otra parte?
Luciana.—Hasta que él hubiese vuelto á mí, yo tendría paciencia.
Adriana.—Mientras la paciencia no está perturbada, no es maravilla que se tenga tranquila. Puede ser dulce quien no tenga otro motivo. Pedimos á una alma desgraciada, oprimida por la adversidad, que esté tranquila cuando la oímos gemir. Pero si estuviéramos cargadas con el mismo peso de dolor, nos quejaríamos nosotros mismos tanto ó más aún. Así, tú que no tienes un marido duro que te aflija, pretendes consolarme instando una paciencia que no da ningún socorro; pero si vives suficiente para verte tratar como á mí, echarás pronto á un lado esta absurda paciencia.
Luciana.—Vamos, quiero casarme algún día, aunque no sea sino para hacer la prueba.—Pero, he aquí á vuestro esclavo que vuelve; vuestro marido no está lejos. (Entra Dromio de Éfeso.)
Adriana.—¡Y bien! ¿Tu tardío amo está ya cerca?
Dromio.—Verdaderamente, está á diez dedos de mí; lo cual pueden atestiguar mis orejas.
Adriana.—Dime ¿le has hablado? ¿Sabes su intención?
Dromio.—Sí, sí; ha explicado su intención á mi oreja. Maldita sea su mano. ¡Trabajo he tenido para comprenderla!
Luciana.—¿Ha hablado de una manera tan equívoca, que no hayas podido sentir su pensamiento?
Dromio.—¡Oh! ha hablado tan claro, que no he sentido sino demasiado bien sus golpes; y á pesar de esto tan confusamente, que apenas los he comprendido.
Adriana.—Pero, te ruego decirme ¿está en camino para volver aquí? ¡Parece que se cuida bien de agradar á su esposa!{208}
Dromio.—Ama, mi amo es seguramente del orden del creciente ¿estáis?
Adriana.—¡Del orden del creciente, pícaro!
Dromio.—No quiero decir que sea deshonrado; pero ciertamente, es de todo punto lunático.—Cuando le he dado priesa de venir á comer, me ha pedido mil coronas en oro.—Es hora de comer, le he dicho.—Mi oro, ha respondido.—Vuestras viandas se queman, he dicho.—Mi oro, dijo.—¿Váis á venir? dije.—Mi oro, replicó, ¿dónde están las mil coronas que te he dado, malvado?—El lechón, dije, está todo quemado.—Mi oro, díjome.—Mi ama, señor, le dije.—¡Que vaya tu ama á ahorcarse! ¡Yo no conozco ama! ¡Al diablo tu ama!
Luciana.—¿Quién ha dicho eso?
Dromio.—Es mi amo quien lo ha dicho. No conozco, dijo, ni casa, ni esposa, ni ama. De suerte que os traigo sobre mis espaldas el mensaje del cual mi lengua debía haber sido encargada; pues, para concluir, me ha dado golpes sobre ellas.
Adriana.—Vuelve hacia él, miserable, y tráele al albergue.
Dromio.—Sí, vuelve hacia él, para hacerte enviar otra vez al albergue molido de golpes! ¡En nombre de Dios! Enviad algún otro mensajero.
Adriana.—Vuelve á ir, esclavo, ó voy á abrirte la cabeza por en medio.
Dromio.—Y él bendecirá esta cruz con otros golpes. Entre ambos tendré una cabeza bien santa.
Adriana.—Vete, rústico hablador; conduce tu amo á la casa.
Dromio.—¿Soy tan movible con vos, como lo sois conmigo, para que me echéis como una pelota? Vos me arrojáis de aquí y él me arrojará para acá. Si he de durar en este servicio, haríais bien en aforrarme de {209}cuero. (Sale.)
Luciana.—¡Vaya! ¡Cómo rebaja la impaciencia la expresión de vuestro rostro!
Adriana.—¿Es necesario que halague con su compañía á sus favoritas, mientras que yo languidezco en el albergue y suspiro por una mirada afectuosa? ¿Ha desaparecido con la fealdad de los años la belleza seductora de mi pobre rostro? Entonces es él quien lo ha marchitado. ¿Es fastidiosa mi conversación, estéril mi ingenio? Si ya no tengo una conversación viva y picante, es su dureza, peor que la del mármol, lo que la ha embotado. ¿Atraen otras su afecto con brillantes aderezos? No es culpa mía: él es dueño de mis bienes. ¿Qué estragos hay en mí que no haya causado él? Sí, es él solo quien ha alterado mis facciones.—Una mirada suya animadora restauraría bien pronto mi belleza; pero él, ciervo indomable, salta las empalizadas y corre á buscar pasto lejos de su albergue. ¡Pobre desventurada! No soy ya para él sino un goce pasado.
Luciana.—¡Celos con que te atormentas tú misma! ¡Ea, pues! arrójalos de ti.
Adriana.—Sólo idiotas insensibles pueden prescindir de semejantes agravios. Sé que sus ojos llevan á otra parte su homenaje; si no ¿qué causa le impediría estar aquí? Hermana, sabéis que me ha prometido una cadena.—¡Pluguiera á Dios que esto fuese la sola cosa que me negara! No desertaría entonces de su lecho legítimo. Veo que la joya mejor esmaltada ha de perder su hermosura; que si el oro resiste largo tiempo al frotamiento, al fin se gasta con el roce; del mismo modo no hay hombre, que tenga un nombre sin que la falsedad y la corrupción lo degraden. Puesto que mi belleza no tiene encanto á sus ojos, llorando consumiré lo que me queda de ella, y moriré en el llanto.
Luciana.—¡Cuántas amantes insensatas se esclavizan á celos furiosos!
(Salen.)
{210}
Plaza pública.
Entra ANTÍFOLO de Siracusa.
Antífolo.—El oro que remití á Dromio está colocado con seguridad en el Centauro, y el solícito esclavo ha ido á vagar por la ciudad en busca mía..... Según mi cálculo y la relación del hostelero, no ha podido hablar á Dromio desde que al principio lo envié del mercado..... Pero, hele aquí que viene. (Entra Dromio de Siracusa). ¡Y bien! señor, ¿habéis perdido vuestro buen humor? Ya que os agradan los golpes, no tenéis sino empezar de nuevo vuestra broma conmigo. ¿No conocéis el Centauro? ¿No habéis recibido el oro? ¿Vuestra ama os ha enviado á buscarme para comer? ¿Mi alojamiento era en el Fénix? ¿Has perdido la razón para darme respuestas tan descabelladas?
Dromio.—¿Qué respuestas, señor? ¿Cuándo os he hablado así?
Antífolo.—Hace apenas un momento, aquí mismo; no hace media hora.
Dromio.—No os he visto desde que me habéis mandado de aquí al Centauro con el oro que me habíais confiado.
Antífolo.—Pícaro, me has negado haber recibido este depósito, y me has hablado de una ama y de una comida, lo que me desagradaba demasiado, como habrás sentido, lo espero.
Dromio.—Estoy muy satisfecho de veros en vena de buen humor: pero ¿qué quiere decir esta broma? Os ruego, mi señor, que os expliquéis.
Antífolo.—¡Qué! ¿quieres hacerme burla aún y{211} provocarme de frente? ¿Piensas que chanceo? Toma, toma esto y esto.
(Le golpea).
Dromio.—Parad, señor, ¡en nombre de Dios! Ya vuestro juego se vuelve de veras. ¿Por qué motivo me golpeais así?
Antífolo.—¡Porque te tomo familiarmente algunas veces por mi bufón, y converso contigo, tu insolencia se burlará de mi afecto é interrumpirá libremente mis horas serias! Cuando brilla el sol retocen los moscones; pero desde que oculta sus rayos escúrranse en los agujeros de las paredes. Cuando quieras bromear conmigo, estudia mi rostro y conforma tus modales á mi fisonomía, ó bien haré entrar á golpes este método en tu cabeza.
Dromio.—En mi cráneo, decís. Preferiría yo que fuese cabeza, no cráneo solo, si dejarais de magullarla; pero si seguís con estos golpes, será necesario procurarme un cráneo para cubrir mi cabeza y ponerla al abrigo, ó si no tendré que buscar mi entendimiento en mis espaldas. ¿Pero por gracia, señor, por qué me golpeais?
Antífolo.—¿No lo sabes?
Dromio.—No sé nada, señor, sino que soy golpeado.
Antífolo.—¿Quieres que te diga por qué?
Dromio.—Sí, señor, el por qué. Pues dícese que todo por qué tiene su por qué.
Antífolo.—Desde luégo, porque has osado burlarte de mí. ¿Y por qué todavía? Por haber venido á burlarte una segunda vez.
Dromio.—¿Se ha golpeado alguna vez á un hombre tan mal á propósito, cuando en el por qué y en el por qué no hay concordancia ni razón?—Vamos, señor, os doy gracias.
Antífolo.—Me das gracias, y á propósito ¿de qué?
Dromio.—¡Ah! señor, porque me habéis dado algo por nada.{212}
Antífolo.—Te lo pagaré pronto, dándote nada por algo.—Pero dime, ¿es la hora de comer?
Dromio.—No, señor; creo que á la comida le falta de lo que yo tengo.
Antífolo.—Vamos, ¿de qué?
Dromio.—De salsa.
Antífolo.—¡Bien! Entonces estará seca.
Dromio.—Si es así, señor, os ruego no probarla.
Antífolo.—¿Y la razón?
Dromio.—De miedo de que os haga encolerizaros y me valga otra salsa de palos.
Antífolo.—Vamos, aprende á chancear á propósito. Cada cosa á su tiempo.
Dromio.—Habría osado negarlo antes que os hubiéseis puesto tan enojado.
Antífolo.—¿Según qué regla?
Dromio.—¡Diablos, señor! Según una regla tan llana como la cabeza calva del viejo padre Tiempo en persona.
Antífolo.—Veámosla.
Dromio.—No hay ocasión de que recobre sus cabellos el hombre que se pone naturalmente calvo.
Antífolo.—¿No puede recobrarlos por multa y recobros?
Dromio.—Sí, pagando multa por llevar peluca, y recobrando de los cabellos que ha perdido otro hombre.
Antífolo.—¿Por qué el tiempo escatima tanto los cabellos, puesto que son una secreción tan abundante?
Dromio.—Porque es un dón que prodiga á los animales; y lo que quita á los hombres en cabellos se lo devuelve en cordura.
Antífolo.—¡Cómo! Si existen hombres que tienen más cabellos que entendimiento!
Dromio.—Ninguno de esos hombres tiene el talento de perder los cabellos.{213}
Antífolo.—¡Pues qué! has dicho ahora poco que los hombres de abundantes cabellos son buenas gentes sin ingenio.
Dromio.—Cuanto más simple es un hombre, tanto más pronto los pierde. Sin embargo, los pierde con una especie de alegría.
Antífolo.—¿Por qué razón?
Dromio.—Por dos razones, y dos buenas.
Antífolo.—Te ruego no digas buenas.
Dromio.—Entonces por dos razones seguras.
Antífolo.—No, no seguras, en una cosa falsa.
Dromio.—Entonces por dos razones ciertas.
Antífolo.—Preséntalas.
Dromio.—Una, para economizar el dinero que le costarían sus rizos; otra, á fin de que en la comida sus cabellos no caigan en la sopa.
Antífolo.—Deberías haber probado en todo este tiempo que no hay tiempo para todo.
Dromio.—Y así lo he hecho, señor, probando que no hay tiempo para recobrar los cabellos que se han perdido naturalmente.
Antífolo.—Pero no has dado una razón sólida para probar que no hay tiempo alguno para recobrarlos.
Dromio.—Voy á remediarlo de este modo. El Tiempo mismo es calvo; así, pues, hasta el fin del mundo tendrá un séquito de hombres calvos.
Antífolo.—Sabía que la conclusión sería calva. Pero despacio, ¿quién nos hace señas allá abajo?
(Entran Adriana y Luciana.)
Adriana.—Sí, sí, Antífolo; tienes una expresión extraña y adusta: guardas tus dulces miradas para alguna otra querida: no soy más tu Adriana, tu esposa. Hubo un tiempo en que sin exigírtelo jurabas que ninguna habla era una música á tu oído sino el sonido de mi voz; ningún objeto tan encantador á tus ojos como mis miradas; ningún tacto más lisonjero para{214} tu mano que el de la mía; ningún manjar delicioso que te agradase sino los que yo te servía. Cómo sucede hoy, esposo mío, ¡oh! cómo sucede que te hayas alejado tanto de ti mismo? Sí; digo alejado de ti mismo, porque lo estás de mí; que, siendo incorporada á ti, inseparable de ti, soy más que la mejor y más amada parte de ti mismo. ¡Ah! no te arranques de mi lado; pues créeme, mi bien amado, que te sería tan fácil dejar caer una gota de agua en el Océano y recogerla en seguida sin mezcla, sin adición, ni disminución alguna, como separarte de mí sin arrastrarme contigo también. ¡Oh! ¿cómo heriría tu corazón en lo más vivo, si oyeras solamente decir que soy infiel, y que este cuerpo, consagrado á ti, es manchado por una grosera voluptuosidad? ¿No me escupirías el rostro? ¿No me arrojarías? ¿No me echarías en cara el nombre de marido? ¿No desgarrarías la piel teñida de mi frente de cortesana? ¿No arrancarías el anillo nupcial de mi mano pérfida? ¿Y no le destrozarías con el juramento del divorcio? Sé que no lo puedes: ¡y bien! hazlo desde este momento..... Estoy cubierta con una mancha adúltera; mi sangre está manchada con el crimen de la prostitución; pues si los dos no formamos sino una sola carne y tú eres infiel, recibo el veneno mezclado en tus venas y quedo prostituída por tu contagio.—Sé, pues, constante y fiel á tu lecho legítimo. Entonces viviremos yo sin mancha y tú sin deshonor.
Antífolo.—¿Es á mí á quien persuadís, bella dama? No os conozco. No ha sino dos horas que estoy en Éfeso, tan extranjero á vuestra ciudad como á vuestros discursos: y aunque tengo que emplear toda mi atención para estudiar cada una de vuestras palabras, no puedo comprender una sola de lo que decís.
Luciana.—¡Vaya, hermano, cómo ha cambiado el mundo para vos! ¿Cuándo habéis tratado así á mi
hermana? Ella os ha enviado á buscar por Dromio para comer.
Antífolo.—¿Por Dromio?
Dromio.—¿Por mí?
Adriana.—Por ti. Y he aquí la respuesta que me has traído: que él te había abofeteado, y que al hacerlo había renegado mi casa por suya y á mí por su esposa.
Antífolo.—¿Habéis hablado á esta dama? ¿Cuál es, pues, el giro y el fin de vuestra intriga?
Dromio.—Yo, señor, no la he visto jamás hasta este momento.
Antífolo.—Mientes, bellaco; pues me has repetido en la plaza las propias palabras que acabas de decir.
Dromio.—Jamás en mi vida le he hablado.
Antífolo.—¿Cómo sucede, pues, que nos llama por nuestros nombres, á menos que no sea por inspiración?
Adriana.—¡Qué mal sienta á vuestra gravedad fingir tan groseramente, de acuerdo con vuestro esclavo, y excitarlo á que me contraríe! Sea mía la culpa y que de ella no os toque parte alguna; pero no os hagáis culpable hacia esa culpa añadiendo todavía mayor desprecio. Vamos, voy á coger tu brazo: tú eres el olmo, esposo mío, y yo soy la vid, cuya debilidad unida á tu fuerza me da algo de tu vigor; si algún objeto te desliga de mí, no puede ser sino una vil planta, una yedra usurpadora ó un musgo inútil que, creciendo sin cultivo, penetra en tu savia, la infecta y vive á expensas de tu honor.
Antífolo.—¡Es á mí á quien habla! Me toma por tema de sus discursos. ¡Qué! ¿La habré desposado en sueños, ó estoy dormido en este momento y me imagino oir todo esto? ¿Qué error engaña nuestros oídos y nuestros ojos? Hasta que haya aclarado esta incertidumbre quiero entretener el error que se me ofrece.{216}
Luciana.—Dromio, vé á decir á los criados que sirvan la comida.
Dromio.—¡Oh! ¡Si yo tuviese mi rosario! Me santiguo como pecador. Este es el país de las hadas. ¡Oh enigma de los enigmas! Hablamos á fantasmas, á buhos, á espíritus fantásticos. Si no les obedecemos, he aquí lo que sucederá: nos chuparán la sangre ó nos pellizcarán hasta ponernos azules y negros.
Luciana.—¿Qué refunfuñas ahí á tus solas en lugar de responder? Dromio, zángano, caracol, holgazán, imbécil.
Dromio.—Estoy metamorfoseado, amo; ¿no es verdad?
Antífolo.—Creo que lo estás en tu alma, y que yo también lo estoy.
Dromio.—Todo, á fe, amo mío, alma y cuerpo.
Antífolo.—Tú conservas tu propia forma.
Dromio.—No: soy un mono.
Luciana.—Si en algo te has convertido, es en asno.
Dromio.—Eso es verdad: yo la llevo á cuestas y estoy ansioso de pacer. No hay duda; soy un asno. ¿De qué otro modo podría ser que la conociese yo tan bien como ella me conoce?
Adriana.—Vamos, vamos, no quiero ser tan necia que me ponga el dedo en el ojo y llore, mientras que el criado y el amo ríen y se burlan de mis males. Vamos, señor, venid á comer: Dromio, cuida la puerta. Esposo mío, hoy comeré arriba con vos y os obligaré á hacer confesión de mil travesuras. Oye, bellaco; si alguien viniere á preguntar por tu amo, dirás que come fuera y no dejarás entrar alma viviente. Venid, hermana. Dromio, haz bien tu papel de portero.
Antífolo.—¿Estoy en la tierra, en el cielo ó en el infierno? ¿Estoy dormido ó despierto, loco ó en mi buen sentido? Conocido de éstas y disfrazado para mí mismo. Diré lo que digan ellas, lo sostendré con perseve{217}rancia y en esta niebla me dejaré llevar á todas las aventuras.
Dromio.—Amo, ¿serviré de portero?
Antífolo.—Sí; no dejes entrar á nadie, si no quieres que te rompa la cabeza.
Luciana.—Vamos, venid, Antífolo. Comemos demasiado tarde.
(Salen.)
Se ve la calle que pasa delante de la casa de Antífolo de Éfeso.
ANTÍFOLO de Éfeso, DROMIO de Éfeso, ANGELO y BALTASAR.
ANTÍFOLO DE ÉFESO.
i buen señor Angelo, es necesario que nos excuséis á todos: mi mujer se pone de mal humor, cuando no llego á tiempo. Decid que me entretuve en vuestra tienda viendo trabajar en su cadena, y que mañana la llevaréis á la casa. Pero he aquí un canalla que quiere sostener en mi presencia que me ha alcanzado en la plaza, que le he golpeado, que le he confiado mil marcos en oro, y que he renegado de mi casa y mi esposa.—¿Qué quisiste decirme con esto, grandísimo borracho?
Dromio de Éfeso.—Decid lo que queráis, señor; pero yo sé lo que sé. Guardo todavía las señales de vuestra mano para probar que me habéis golpeado en la plaza. Si mi piel fuese un pergamino y vuestros golpes tinta, vuestra propia escritura atestiguaría lo que digo.{220}
Antífolo de Éfeso.—Yo, digo que eres un asno.
Dromio de Éfeso.—Por cierto que así parece por los malos tratos que recibo y por los golpes que sufro. Debería responder á un puntapié con una coz, y entonces os guardaríais de mis cascos y tendríais cuidado con el asno.
Antífolo.—Estáis triste, señor Baltasar. Ruego á Dios que nuestro banquete responda á mi buena voluntad y á la buena acogida que recibiréis aquí.
Baltasar.—Doy poco valor á vuestro banquete, señor, al lado del alto valor de vuestra buena acogida.
Antífolo.—¡Oh! señor Baltasar, sea carne ó pescado, una mesa llena de buena acogida hace parecer pobre el plato más exquisito.
Baltasar.—La buena vianda es común, señor; se encuentra hasta en la mesa de todos los rústicos.
Antífolo.—Y una buena acogida es aún más común; porque no es nada sino palabras.
Baltasar.—Mesa parca y buena acogida hacen una alegre fiesta.
Antífolo.—Sí, para un huésped avaro y un convidado aún más mezquino. Pero, aunque mis provisiones sean exiguas, aceptadlas de buena gracia: podéis encontrar mejor festín, pero no ofrecido más de corazón.—Pero despacio, mi puerta está cerrada. (Á Dromio.) Vé á decir que se nos abra.
Dromio.—(Llamando.) Hola, Magdalena, Brígida, Mariana, Cecilia, Giulieta, Juana.
Dromio de Siracusa.—(Dentro.) Silencio, caballo de noria, capón, gañán, idiota! Aléjate de la puerta ó siéntate en el umbral. ¿Andas reclutando mozas que así llamas tal surtido de ellas, cuando con una sola hay ya una de más? Vamos, vete de esta puerta.
Dromio de Éfeso.—¿Qué belitre nos han dado de portero?—Mi amo espera en la calle.{221}
Dromio de Siracusa.—Que se marche por donde vino, no sea que coja frío en los piés.
Antífolo de Éfeso.—¿Quién habla ahí dentro? ¡Hola! abrid la puerta.
Dromio de Siracusa.—Bien, señor; os diré el cuándo si me decís para qué!
Antífolo de Éfeso.—¿Para qué? Para sentarme á comer; no he comido hoy.
Dromio de Siracusa.—Ni comeréis hoy aquí; volved cuando podáis.
Antífolo de Éfeso.—¿Quién eres para cerrarme la puerta de mi casa?
Dromio de Siracusa.—Soy portero por el momento, señor, y mi nombre es Dromio.
Dromio de Éfeso.—¡Ah! bandido! me has robado á la vez mi empleo y mi nombre. El uno no me ha dado jamás honra y el otro me ha traído amargos reproches. Si hubieses sido Dromio hoy y hubieses estado en mi lugar, habrías cambiado con gusto tu facha por un nombre, ó tu nombre por un asno.
Lucía.—(Del interior de la casa.) ¿Qué barullo es ese? ¿Dromio, qué gente es esa que está en la puerta?
Dromio de Éfeso.—Lucía, haz entrar á mi amo.
Lucía.—No, ciertamente: viene demasiado tarde; puedes decírselo á tu amo.
Dromio de Éfeso.—¡Santo Dios! Es necesario que ría.—Á vos el proverbio. ¿Debo colocar mi bastón?
Lucía.—Y á vos este otro; quiere decir ¿cuándo? ¿Podéis decirlo?
Dromio de Siracusa.—Si tu nombre es Lucía, Lucía le has respondido bien.
Antífolo de Éfeso.—¿Oyes, tontuela? ¿Espero que nos dejarás entrar?
Lucía.—Pensaba habéroslo preguntado.
Dromio de Siracusa.—Y habéis dicho que no.{222}
Dromio de Éfeso.—Vamos, bien, bien contestado; es golpe por golpe.
Antífolo de Éfeso.—Ea! maula, déjame entrar.
Lucía.—¿Podríais decir para agradar á quién?
Dromio de Éfeso.—Señor, golpead fuerte en la puerta.
Lucía.—Que golpee, hasta que le duela á la puerta.
Antífolo de Éfeso.—Te lo haré pagar caro, aunque tenga que echar abajo la puerta.
Lucía.—¿Quién se antoja de eso y de un cepo de piés en la ciudad?
Adriana.—(En el interior de la casa.) ¿Quién hace tanto ruido en la puerta?
Dromio de Siracusa.—Bajo mi palabra, que vuestra ciudad está embarullada por mozos turbulentos.{223}
Antífolo de Éfeso.—¿Estáis ahí, esposa mía? Podíais haber venido un poco más pronto.
Adriana.—¿Vuestra esposa, señor bribón? Ea! Marchaos de esta puerta.
Dromio de Éfeso.—Si tenéis que sufrir, señor, ese bribón no quedará bueno y sano.
Angelo.—(Á Antífolo de Éfeso.) Aquí no hay ni mesa puesta, ni buena acogida; ya quisiéramos tener una ú otra.
Baltasar.—Discutiendo lo que se debe hacer, no perderemos una ni otra.
Dromio de Éfeso.—(Á Antífolo.) Estos señores están en la puerta, mi amo; decidles pues, que entren.
Antífolo.—Algo de sospechoso sucede cuando no podemos entrar.
Dromio de Éfeso.—Vuestra sopa está caliente, adentro; y vos quedáis aquí expuesto al frío. Hay para poner á un hombre furioso como un gamo, cuando es engañado y burlado de este modo.
Antífolo.—Vé á traer alguna cosa para derribar la puerta.
Dromio de Siracusa.—Romped alguna cosa aquí, y yo romperé vuestra cabeza de bribón.
Antífolo de Éfeso.—Vamos, quiero entrar por fuerza; vé á traer una grúa.
Dromio de Éfeso.—¿Una grúa sin plumas, señor, es lo que queréis decir? Para un pez sin nadaderas, hé aquí un pájaro sin plumas; si un pájaro puede hacernos entrar, tunante, desplumaremos un cuervo.
Antífolo.—Vé pronto á buscarme una grúa de hierro.
Baltasar.—Tened paciencia, señor. ¡Oh! No lleguéis á tal extremidad. Hacéis mal á vuestra reputación y vais á poner al alcance de las sospechas el honor inmaculado de vuestra esposa. Una palabra más. Vuestra larga experiencia de su sensatez, de su casta vir{224}tud, de sus años y de su modestia alegan en su favor alguna razón que os es desconocida; no dudéis, señor; ella os explicará por qué se encuentran hoy cerradas para vos las puertas; dejaos guiar por mí, apartaos de este lugar con paciencia y vamos á comer juntos á la hostería del Tigre, y al caer la tarde volved solo para saber la razón de esta extraña sorpresa. Si queréis entrar por fuerza en medio del movimiento del día, se suscitarán sobre esto los comentarios del vulgo. Las suposiciones injuriosas á vuestra reputación, sin mancha aún, se deslizarán hasta vuestra tumba y se albergarán sobre ella cuando ya no existáis. La calumnia vive de herencias y se establece para siempre allí donde penetra una vez.
Antífolo de Éfeso.—Habéis prevalecido. Voy á retirarme tranquilamente, y á despecho de la alegría, pretenderé estar alegre. Conozco una moza de humor encantador, bonita y espiritual, un poco extravagante, y, sin embargo, benigna. Comeremos allí; mi esposa me ha movido querella muy á menudo por ese motivo, pero inmerecidamente lo protesto. Iremos á comer donde ella. Volved á vuestra casa y traed la cadena. Sé que ha de estar terminada á esta hora. Llevadla, os lo ruego, al Puerco-espín, que es la casa. Voy á regalar esta cadena á mi hostelera, aunque no sea sino para hacer rabiar á mi esposa; querido amigo, daos prisa; puesto que mi esposa me cierra las puertas, iré á llamar á otra parte y veremos si me rechaza del mismo modo.
Angelo.—Iré á encontraros á esta cita dentro de una hora.
Antífolo.—Hacedlo; esta broma me costará algún gasto.{225}
La casa de Antífolo de Éfeso.
LUCIANA aparece con ANTÍFOLO de Siracusa.
Luciana.—¡Ah! ¿Es posible que hayáis olvidado completamente los deberes de un marido? Qué, Antífolo, ¿vendrá el odio desde la primavera del amor á corromper los primeros brotes de vuestro amor? ¿El edificio empezado á fabricar por el amor amenazará ruina desde ahora? Si habéis desposado á mi hermana por su riqueza, al menos, por consideración á ésta, tratadla con más bondad. Si amáis en otra parte, hacedlo en secreto; ocultad vuestro amor pérfido con alguna apariencia de misterio y que mi hermana no lo lea en vuestros ojos. Que vuestra lengua no sea heraldo de vuestra vergüenza; el aspecto afable, las palabras honestas convienen á la deslealtad; revestid al vicio con la librea de la virtud; conservad la actitud de la inocencia, aunque vuestro corazón sea culpable; enseñad al crimen á llevar el exterior de la santidad; sed pérfido en silencio. ¿Qué necesidad hay de que ella sepa nada? ¿Qué ladrón es tan torpe que se jacte de su propio delito? Es doble injuria abandonar vuestro lecho y hacerlo comprender en la mesa por vuestro aspecto. Hay para el vicio una especie de buena fama bastarda cuando se le maneja con habilidad. Las malas acciones se duplican con las malas palabras. ¡Ah! ¡Pobres mujeres! Puesto que es fácil engañarnos, hacednos creer á lo menos que nos amáis. Si otras tienen el brazo, mostradnos al menos la manga; estamos avasalladas á todos vuestros movimientos y nos hacéis mover como queréis. Vamos, querido hermano, entrad en casa; consolad á mi hermana, regocijadla, llamadla{226} vuestra esposa. Es una mentira santa el faltar un poco á la sinceridad, cuando la dulce voz de la lisonja subyuga á la discordia.
Antífolo de Siracusa.—Amada señora (pues no conozco vuestro nombre ni sé por qué prodigio habéis podido acertar con el mío), vuestra inteligencia y vuestra gracia hacen de vos nada menos que una maravilla del mundo. Sois una criatura divina; enseñadme lo que debo pensar, lo que debo decir. Manifestad á mi inteligencia grosera, terrena, ahogada por los errores, débil, ligera y superficial, el sentido del enigma oculto en el disfraz de vuestras palabras. ¿Por qué trabajáis contra la sencilla rectitud de mi alma para hacerla vagar por un campo desconocido? ¿Sois un dios? ¿Querríais crearme de nuevo? Transformadme, pues, y cederé á vuestro poder. Pero si soy yo mismo, sé bien entonces que vuestra llorosa hermana no es mi esposa ni debo homenaje alguno á su lecho. Mucho más, mucho más arrastrado me siento hacia vos. ¡Ah! No me atraigas con tus cantos, dulce sirena, para ahogarme en la corriente de las lágrimas de tu hermana. Canta, sirena, para ti misma y te adoraré; extiende sobre la onda plateada tus dorados cabellos y serás el lecho donde me recline. Si tal gloria fuese posible, ¡dichoso aquel que muriera teniendo semejante modo de morir! Que el amor, este sér ligero, se ahogue, si se hunde bajo las aguas.
Luciana.—¡Qué! ¿Estáis loco para discurrir de esta manera?
Antífolo.—No, no estoy loco; estoy subyugado, no sé cómo.
Luciana.—Es una ilusión de vuestros ojos.
Antífolo.—Por haber visto de cerca vuestros rayos, brillante sol.
Luciana.—No veáis sino lo que debéis ver, y vuestra vista se despejará.{227}
Antífolo.—Tanto vale cerrar los ojos, dulce amor, como abrirlos en la oscuridad.
Luciana.—¡Qué! ¿Me llamáis amor? Dad ese nombre á mi hermana.
Antífolo.—Á la hermana de vuestra hermana.
Luciana.—Queréis decir mi hermana.
Antífolo.—No: sino tú misma; tú, la mejor mitad de mi sér; la pura luz de mis pupilas; el caro corazón de mi corazón; mi alimento, mi fortuna y el único anhelo de mi tierna esperanza; tú, mi cielo en la tierra, toda mi ambición en el cielo.
Luciana.—Mi hermana es todo esto, ó al menos, debería serlo.
Antífolo.—Toma tú misma el nombre de hermana, mi bien amada, pues es á ti á quien aspiro: es á ti á quien quiero amar; es contigo con quien quiero pasar mi vida. No tienes esposo aún, ni yo tengo aún esposa. Dame tu mano.
Luciana.—¡Oh! Poco á poco, señor: esperad, voy á traer á mi hermana para pedirle su consentimiento.
(Sale Luciana.—Entra Dromio de Siracusa.)
{228}
Antífolo de Siracusa.—¡Y bien! ¿Qué ocurre, Dromio? ¿Á dónde corres tan aprisa?
Dromio.—¿Me conocéis, señor? ¿Soy Dromio? ¿Soy vuestro criado? ¿Soy yo, yo mismo?
Antífolo.—Eres Dromio, eres mi criado, eres tú mismo.
Dromio.—Soy un asno, soy el hombre de una mujer, y todo esto sin ser yo parte en ello.
Antífolo.—¡Cómo! ¿El hombre de qué mujer? ¿Y cómo sin que seas parte en ello?
Dromio.—Á fe mía, señor, que sin saber cómo pertenezco á una mujer; á una mujer que me reivindica; á una mujer que me persigue; á una mujer que está resuelta á tenerme.
Antífolo.—¿Qué derechos alega sobre ti?
Dromio.—¡Ah! señor, el derecho que alegaríais sobre vuestro cabello; pretende poseerme como á una bestia de carga: no que quiera tenerme por ser yo una bestia, sino que siendo ella una criatura enteramente bestial, quiere tener derechos sobre mí.
Antífolo.—¿Quién es ella?
Dromio.—Un cuerpo muy venerable: sí, uno del cual un hombre no puede hablar sin decir: «Muy reverendo señor.» Bien flaca suerte me cabría en esta unión, y sin embargo, es un casamiento maravillosamente gordo.
Antífolo.—¿Qué quieres decir por un casamiento maravillosamente gordo?
Dromio.—¡Oh! sí, señor: es la moza de cocina, y con más grasa que piel. Ni se me ocurre lo que podré hacer con ella, á menos que sea hacerla arder como una lámpara para escaparme lejos á favor de su propia claridad. Garantizo que los andrajos con que se viste y el sebo de que están impregnados calentarían el invierno de Polonia: y si viviese hasta el juicio final, podría arder una semana más que el mundo entero.{229}
Antífolo.—¿Cuál es el color de su rostro?
Dromio.—Prieto como el cuero de mis zapatos, pero está lejos de tener la cara como ellos. ¿Por qué? Porque suda de modo que un hombre tendría que calzar zuecos para andar sobre esa mugre.
Antífolo.—Esa es una falta que el agua puede corregir.
Dromio.—No, señor, está dentro de la piel: el diluvio de Noé no llegaría á limpiarla.
Antífolo.—¿Cuál es su nombre?
Dromio.—Ana, señor; pero su nombre y tres cuartos, quiero decir, una ana y tres cuartos no bastarían para medirla de un cuadril al otro.
Antífolo.—¿Mide, pues, algún ancho?
Dromio.—No es más larga de la cabeza á los piés que ancha de un cuadril á otro. Es esférica como un globo; podría marcar los paises sobre ella.
Antífolo.—¿En qué parte de su cuerpo está la Irlanda?
Dromio.—Á fe mía, señor, en las nalgas: lo he reconocido por las aguas cenagosas.
Antífolo.—¿En dónde la Escocia?
Dromio.—Lo he reconocido por lo ávida: está en la palma de la mano.
Antífolo.—¿Y la Francia?
Dromio.—Sobre su frente, armada y volteada, y en guerra con sus cabellos.
Antífolo.—¿Y la Inglaterra?
Dromio.—He buscado las rocas de yeso: pero no he podido reconocer en ellas ninguna blancura; conjeturo que podrá hallarse sobre la barba, según el flujo salobre que corría entre ella y la Francia.
Antífolo.—¿Y la España?
Dromio.—Á fe mía que no la he visto; pero la he sentido en el calor de su aliento.
Antífolo.—¿Dónde están las Américas y las Indias?{230}
Dromio.—¡Oh! señor, en su nariz; completamente adornada de rubíes, escarbunclos y zafiros, é inclinando su rico aspecto hacia el cálido aliento de la España que enviaba flotas enteras á cargar lastre en su nariz.
Antífolo.—¿Dónde estaban la Bélgica y los Paises Bajos?
Dromio.—¡Oh! señor; no he estado á ver tan abajo. Para concluir: este limpión ó bruja ha reclamado sus derechos sobre mí, me ha llamado Dromio, ha jurado que estaba comprometido con ella, me ha dicho las señales particulares que tenía en el cuerpo, por ejemplo, la mancha que tengo en la espalda, el lunar que hay en mi cuello, la gran berruga que tengo en el brazo izquierdo; de modo que, absorto y confundido, he huído lejos de ella, como de una bruja. Y creo que si mi pecho no hubiese estado tan lleno de fe y mi corazón tan templado como el acero, me habría metamorfoseado en perro rabón ó me habría hecho dar vueltas al asador.
Antífolo.—Vete, márchate en seguida; corre al gran camino: si el viento sopla de cualquier modo de la playa, por poco que sea, no quiero pasar la noche en esta ciudad. Si hay alguna barca lista á darse á la vela, vuelve al mercado donde me estaré paseando hasta que vuelvas. Si todo el mundo nos conoce, no conociendo nosotros á nadie, paréceme que es tiempo de alistar el equipaje y partir.
Dromio.—Como huiría un hombre para salvar de las garras de un oso su vida, así huyo yo de esa que pretende ser mi esposa.
Antífolo.—En este país no habitan sino brujas, y por consiguiente debía ya haberme ido. Mi corazón aborrece la que me llama su marido; pero su encantadora hermana posee gracias maravillosas y soberanas; su aire y sus discursos son tan encantadores que casi me he hecho traición á mí mismo. Y para no cau{231}sar yo mi propio daño, taparé mis oídos ante los cantos de la sirena.
(Entra Angelo).
Angelo.—¿Señor Antífolo?
Antífolo.—Sí, ese es mi nombre.
Angelo.—Lo sé bien, señor. Tomad, he aquí vuestra cadena. Creía encontraros en el «Puerco-espín: la cadena no estaba terminada aún; es lo que me ha retardado tanto tiempo.
Antífolo.—¿Qué queréis que haga de esto?
Angelo.—Lo que gustéis, señor; la he hecho para vos.
Antífolo.—¡Hecha para mí, señor!—No os la he ordenado.
Angelo.—No una vez, no dos veces, sino veinte veces. Id á vuestro alojamiento y haced la corte á vuestra esposa con este regalo; y luégo, á la hora de cena, volveré á veros y á recibir el importe de mi cadena.
Antífolo.—Os ruego, señor, que recibáis el dinero al instante, no sea que no volváis á ver ni cadena ni dinero.
Angelo.—Sois jovial, señor; adios, hasta luégo.
(Sale.)
Antífolo.—Me sería imposible decir lo que debo pensar de todo esto; pero lo que sé muy bien, al menos, es que no existe hombre tan tonto para despreciar, cuando se le ofrece, una cadena tan hermosa. Veo que aquí un hombre no necesita atormentarse para vivir, puesto que se hacen en las calles tan ricos presentes. Voy á ir á la plaza del mercado á esperar allí á Dromio; si algún buque se hace á la vela, parto en seguida.{233}{232}
La escena pasa en la calle.
UN MERCADER, ANGELO, UN OFICIAL DE JUSTICIA.
EL MERCADER.—(A Angelo.)
abéis que se debe la cantidad desde Pentecostés, y que desde ese tiempo no os he importunado mucho; ni lo haría aun hoy mismo si no partiese para Persia y no tuviese necesidad de guilder para mi viaje; así satisfacedme inmediatamente, ú os hago prender por este oficial.
Angelo.—Exactamente la misma cantidad de que os soy deudor, me es debida por Antífolo; y en el instante en que os he encontrado, acababa de entregarle una cadena. Á las cinco recibiré su precio: hacedme el placer de venir conmigo hasta su casa, donde os pagaré mi obligación, y os daré las gracias.
(Entran Antífolo de Éfeso y Dromio de Éfeso.)
El oficial.—(Apercibiéndoles, á Angelo.) Podéis evitaros la molestia: mirad, he aquí que llega.
Antífolo de Éfeso.—Mientras voy á casa del platero, vé, tú, á comprar un pedazo de cuerda; quiero{234} servirme de ella para mi esposa y sus cómplices, por haberme cerrado la puerta en pleno día.—¡Pero despacio! Veo al platero.—Véte; compra una soga y tráemela á casa.
(Sale.)
Dromio de Éfeso.—¡Ah! ¡Voy á comprar una soga!
Antífolo de Éfeso.—¡Muy lucido queda un hombre cuando cuenta con vos! Había prometido vuestra visita y la cadena; pero no he visto ni cadena ni platero. Probablemente pensasteis que mi amor á mi esposa duraría demasiado tiempo si lo encadenabais; y por tanto, no habéis venido.
Angelo.—Con permiso de vuestro jovial humor, he aquí la cuenta del peso de vuestra cadena, hasta el último quilate, la ley del oro y el precio de la hechura: todo lo cual importa tres ducados más que lo que debo á este señor.—Os ruego, me hagáis el favor de cancelarme con él desde luégo, pues está próximo á embarcarse y no espera sino esto para partir.
Antífolo de Éfeso.—No traigo conmigo la cantidad necesaria; por otra parte, tengo algunos negocios en la ciudad.—Conducid á este extranjero á mi casa; llevad con vos la cadena, y al entregarla á mi esposa, decidle que salde la suma; quizás estaré allí al mismo tiempo que vos.
Angelo.—¿Entonces llevaréis la cadena vos mismo?
Antífolo de Éfeso.—No; tomadla con vos; no sea que yo llegue tarde.
Angelo.—Vamos, señor, está bien. ¿La tenéis con vos?
Antífolo de Éfeso.—Si no la tengo, es porque vos la tenéis; sin lo cual, podríais volveros sin vuestro dinero.
Angelo.—Vamos, señor, os ruego que me déis la cadena. El viento y la marea esperan á este caballero y tengo que reprocharme el haberle retenido aquí tanto tiempo.{235}
Antífolo de Éfeso.—Señor mío, os valéis de este pretexto para excusar vuestra falta de palabra, al no haberla llevado al Puerco-Espín; es á mí á quien toca regañaros por esto. Pero, á fuer de astuto, principiáis por ser el primero en querellarse.
El mercader.—La hora avanza. Señor, os ruego que os déis prisa.
Angelo.—¿Véis cómo me importuna...? Pronto, la cadena.
Antífolo de Éfeso.—¡Y bien! Llevadla á mi esposa, y recibid vuestro dinero.
Angelo.—Vamos, vamos; sabéis que os la he dado hace un momento. Enviad la cadena, ó entregadme alguna prenda.
Antífolo de Éfeso.—Veo que lleváis la broma hasta el exceso. Veamos, ¿dónde está la cadena? Dejadme verla.
El mercader.—Mis asuntos no permiten estas tardanzas; caro señor, decidme si queréis satisfacerme ó no; si no queréis, voy á dejar á este señor entre las manos del oficial.
Antífolo de Éfeso.—¿Yo, satisfaceros? ¿Y con qué satisfaceros?
Angelo.—Dando el dinero que me debéis por la cadena.
Antífolo de Éfeso.—No os debo nada, mientras no la haya recibido.
Angelo.—¡Ah! Sabéis que os la he entregado hace media hora.
Antífolo de Éfeso.—No me habéis dado ninguna cadena: mucho me ofendéis diciéndome esto.
Angelo.—Vos, señor, me ofendéis mucho más negándolo. Considerad cuánto interesa esto á mi crédito.
El mercader.—Vamos, oficial, prendedlo sobre mi demanda.{236}
El oficial (á Angelo.)—Os prendo y os intimo obedecer en nombre del duque.
Angelo.—Esto compromete mi reputación. (Á Antífolo.) Ó consentís en pagar la suma á mi saldo, ú os hago prender por este mismo oficial.
Antífolo de Éfeso.—¡Consentir en pagar una cosa que no he recibido, jamás! Préndeme, loco, si te atreves.
Angelo.—He aquí los gastos. Prendedle, señor oficial... No perdonaría á mi hermano en semejante caso, si me insultaba con tanto desprecio.
El oficial.—Os prendo, señor; oís la requisición.
Antífolo de Éfeso.—Te obedezco, hasta que te dé caución. (A Angelo.) Bribón, me pagarás esta broma con todo el oro que puede haber en tu tienda.
Angelo.—Señor, no dudo que obtendré justicia en Éfeso, para vergüenza vuestra.
(Entra Dromio de Siracusa.)
Dromio.—Señor, hay una barca de Epidauro que no espera sino que llegue á bordo el armador, y se dará á la vela en seguida. He embarcado nuestro equi{237}paje; he comprado aceite, bálsamo y aguardiente. El navío está aparejado; un buen viento sopla alegremente de tierra y no se espera sino al armador y á vos, señor.
Antífolo de Éfeso.—¡Qué! ¿Te has vuelto loco? ¿Qué quieres decir, imbécil? ¿Qué barco de Epidamno me espera á mí, pícaro?
Dromio.—El barco al cual me habéis enviado para tomar nuestro pasaje.
Antífolo de Éfeso.—Esclavo ebrio, te he enviado á buscar una soga, y te he dicho para qué y lo qué quería hacer con ella.
Dromio.—Es como si dijerais que me habíais enviado á ahorcarme. Me habéis enviado á la bahía, señor, á buscar un buque.
Antífolo de Éfeso.—Examinaré este asunto más despacio y enseñaré á tus orejas á escucharme con más atención. Vé, pues, derecho á casa de Adriana, pillo, dale esta llave y dile que en el pupitre que está cubierto con una alfombra de Turquía, hay una bolsa llena de ducados; que me la mande; dile que me han prendido en la calle y que este dinero será una caución: corre pronto, esclavo: parte. Vamos, oficial, os sigo á la cárcel, hasta que vuelva el criado. (Salen.)
Dromio (solo).—¡Á casa de Adriana! Quiere decir á casa de aquella donde hemos comido, donde Dulcebella me ha reclamado por marido: es demasiado gorda para que yo alcance á abrazarla; pero es preciso que vaya, aunque contra mi voluntad: pues es necesario que los criados ejecuten las órdenes de sus amos.
(Sale.)
{238}
La escena pasa en la casa de Antífolo de Éfeso.
ADRIANA y LUCIANA.
Adriana.—¿Cómo, Luciana, te ha tentado hasta este punto? ¿Has podido leer cuidadosamente en sus ojos si sus exigencias eran serias ó no? ¿Estaba colorado ó pálido, triste ó alegre? ¿Qué observaciones has hecho en ese instante sobre los meteoros de su corazón que chispeaban en su rostro?
Luciana.—Desde luégo, ha negado que tuviéseis derecho alguno sobre él.
Adriana.—Quería decir que él obraba como si yo no tuviera ninguno. Por esto mismo estoy aún más indignada.
Luciana.—En seguida me ha jurado que era extranjero aquí.
Adriana.—Y ha jurado la verdad, pues ha perjurado de su hogar.
Luciana.—Entonces he intercedido por vos.
Adriana.—¡Y bien! ¿Qué ha dicho él?
Luciana.—El amor que yo reclamaba para vos, lo ha implorado de mí para él.
Adriana.—¿Con qué persuasiones ha solicitado tu ternura?
Luciana.—En términos que hubiesen podido conmover, tratándose de una pretensión honrada. Primero ha elogiado mi belleza, en seguida mi inteligencia.
Adriana.—¿Le has respondido como debías?
Luciana.—Tened paciencia, os conjuro.
Adriana.—No puedo, ni quiero tenerme tranquila. Es necesario que se satisfaga mi lengua, si no mi corazón. Es deforme, contrahecho, viejo y marchito, feo{239} de cara, peor configurado de cuerpo, de todo punto deforme; vicioso, rudo, extravagante, tonto y bruto; detestable en los hechos, y más detestable aún en los propósitos.
Luciana.—¿Y quién podría estar celosa de semejante hombre? Nunca se llora un mal perdido.
Adriana.—¡Ah! Pero pienso mejor de él que lo que hablo. Y, no obstante, quisiera que fuese aún más deforme á los ojos de los otros. El Avefría grita lejos de su nido, para que se alejen de él. Mientras mi lengua le maldice, mi corazón ruega por él.
(Entra Dromio.)
Dromio.—Ea! venid. El pupitre, la bolsa: mis caras señoras, apresuraos.
Luciana.—¿Por qué estás tan fuera de aliento?
Dromio.—Á fuerza de correr.
Adriana.—¿Dónde está tu amo, Dromio? ¿Está bien?
Dromio.—No; está en los limbos del Tártaro, peor que en el infierno; un diablo de eterno uniforme lo ha cogido; un diablo cuyo corazón está revestido de acero, un malvado, un genio brutal é implacable; un lobo, peor que lobo, un mozo vestido de piel de búfalo, un enemigo secreto que os pone la mano sobre la espalda, y que os cierra el paso de avenidas, esquinas y calles; en fin, alguien que arrastra las pobres almas al infierno antes del juicio.
Adriana.—¡Hombre de Dios! ¿De qué se trata?
Dromio.—No sé de qué se trata; pero le han prendido.
Adriana.—¡Qué! ¿Está preso? ¿Y por demanda de quién?
Dromio.—No sé bien por demanda de quién está preso; todo lo que puedo decir, es que el que lo ha prendido está vestido con uniforme de piel de búfalo. ¿Queréis, señora, mandarle para rescatarse, el dinero que está en el pupitre?{240}
Adriana.—Vé á buscarlo, hermana mía. (Luciana sale.) Me extraña que tenga deudas que yo ignore. Dime ¿le han prendido por un pagaré?
Dromio.—No por un pagaré, sino á propósito de algo mas fuerte; una cadena, una cadena: ¿no oís sonar?
Adriana.—¡Qué! ¿La cadena?
Dromio.—No, no; la campana. Ya debía haberme marchado; eran las dos cuando me separé de él; y he aquí que el reloj da la una.
Adriana.—¿Las horas retroceden pues? Jamás he oído tal cosa.
Dromio.—¡Oh! sí, verdaderamente; cuando una de las dos horas encuentra á un sargento, retrocede de miedo.
Adriana.—¡Como si el tiempo tuviera deudas! Razonas como un loco rematado.
Dromio.—El tiempo es un verdadero quebrado, y debe á la estación más de lo que él vale. Y es un ladrón también; ¿no habéis oído decir que el tiempo adelanta á paso de lobo, como un ladrón? Si el tiempo está adeudado y es ladrón, y encuentra en el camino á un sargento, ¿no tiene razón de retroceder una hora en un día?
Adriana.—Corre, Dromio, he aquí el dinero (Luciana vuelve con la bolsa); llévalo pronto y trae á tu amo á casa inmediatamente. Venid, hermana mía, estoy abatida por mis conjeturas que ya me animan, ya me desalientan.
(Salen.)
Una calle de Éfeso.
ANTÍFOLO de Siracusa solo.
No encuentro un solo hombre que no me salude, como si fuese un amigo familiar, y todos me llaman{241} por mi nombre. Unos me ofrecen dinero, otros me invitan á comer; estos me dan las gracias por servicios que les he hecho; aquellos me ofrecen mercaderías en venta. Hace un momento un sastre me ha llamado á su tienda y me ha mostrado sederías que había comprado para mí; y á renglón seguido ha tomado la medida de mi cuerpo. Seguramente que todo esto no es sino encanto, ilusiones, y los hechiceros de Laponia habitan aquí.
(Entra una cortesana.)
Dromio.—Amo, he aquí el oro que me enviásteis á buscar..... ¡Qué! ¿Habéis hecho vestir de nuevo el retrato del viejo Adam?
Antífolo.—¿Qué oro es ese? ¿De qué Adam quieres hablar?
Dromio.—No del Adam que habitaba el paraíso, sino del Adam que mora en la cárcel; de aquel que anda uniformado con piel del ternero muerto para el hijo pródigo; aquel que vino tras de vos, señor, como un ángel malo, y que os ha ordenado renunciar á vuestra libertad.
Antífolo.—No te entiendo.
Dromio.—¿No? Y, no obstante, es una cosa bien sencilla: este hombre que andaba como un violón en un estuche de cuero; el hombre, señor, que, cuando los caballeros están cansados, les da un chasco y los arresta; aquel que tiene piedad de los hombres arruinados, y les da un vestido de cárcel; aquel que tiene la pretensión de hacer más hazañas con su maza que una lanza morisca.
Antífolo.—¡Qué! ¿Quieres decir un sargento?
Dromio.—Sí, señor, el sargento de las obligaciones: aquel que obliga á cada individuo que falta á sus compromisos, á responder de ellos; hombre que cree que uno está siempre á punto de acostarse y dice: «¡Dios os dé buen descanso!»
Antífolo.—Vamos, amigo, dejémonos de locuras.{242} ¿Hay algún barco que salga esta noche? ¿Podemos partir?
Dromio.—Sí, señor; he venido á daros la respuesta hace una hora; la barca Expedición partirá esta noche; pero estabais impedido por el sargento y obligado á retardaros más allá del tiempo fijado. He aquí los dineros que me habéis mandado á buscar para libertaros.
Antífolo.—Este mozo está loco y yo también; no hacemos sino errar de ilusiones en ilusiones. ¡Que alguna santa protección nos saque de aquí!
La cortesana.—¡Ah! ¡Cuánto me alegro de encontraros, señor Antífolo! Veo que habéis, en fin, hallado al platero: ¿es esa la cadena que me prometísteis hoy?
Antífolo.—¡Atrás, Satanás! Te prohibo tentarme.
Dromio.—Señor, ¿es esta la señora de Satanás?
Antífolo.—Es el demonio.
Dromio.—Es aún peor, es la señora del demonio; y viene aquí bajo la forma de una moza ligera de cascos; y por esto las muchachas dicen: ¡Dios me condene! lo cual significa: ¡Dios me haga una moza de la vida airada! Está escrito que se aparecen á los hombres como ángeles de luz. La luz es un efecto del fuego y el fuego quema. Ergo, las mozas de placer quemarán; no os aproximéis á ella.
La cortesana.—¡Vuestro criado y vos, señor, estáis de un humor maravilloso. ¿Queréis venir conmigo? Recobraremos aquí la comida que no hemos podido tomar en casa.
Dromio.—Amo, si debéis probar la sopa, pedid de antemano una cuchara larga.
Antífolo.—¿Pues para qué, Dromio?
Dromio.—Verdaderamente, es menester una cuchara larga al hombre que debe comer con el diablo.
Antífolo.—(A la cortesana.) ¡Atrás, pues, demonio!{243} ¿Á qué vienes á hablarme de cena? Eres como todas las demás, una bruja. Conjúrote á que me dejes y te vayas.
La cortesana.—Dadme el anillo que me habéis tomado en la comida; ó en cambio de mi diamante, la cadena que me habéis prometido; y entonces me iré, señor, y no os importunaré más.
Dromio.—Hay diablos que no piden sino el recorte de una uña, un junco, un cabello, una gota de sangre, un alfiler, una nuez, una semilla de cereza; pero esta, más codiciosa, quisiera tener una cadena. Amo, tened cuidado: si le dáis la cadena, la diabla la sacudirá y nos espantará con ella.
La cortesana.—Os ruego, señor, que me déis mi sortija ó mi cadena. Espero que no tenéis intención de defraudarme de este modo.
Antífolo.—¡Fuera de aquí, gitana! Vamos, Dromio, partamos.
Dromio.—Huye del orgullo, dice el pavo; ¿sabéis eso, señora?
(Salen Antífolo y Dromio.)
La cortesana.—Ahora está fuera de duda que Antífolo está loco; de otro modo jamás se habría conducido tan mal. Me tiene una sortija que vale cuarenta ducados y me había prometido en cambio una cadena de oro: y ahora me niega la una y la otra, lo que me obliga á concluir que se ha vuelto loco. Además de esta actual prueba de su demencia, me acuerdo de los cuentos extravagantes que me ha endilgado hoy en la comida, como el de no haber podido entrar en su casa, porque le habían cerrado la puerta. Probablemente su esposa, que conoce sus accesos de locura, le ha cerrado, en efecto, la puerta intencionalmente. Lo que tengo que hacer ahora, es llegar pronto á su casa, y decir á su esposa, que en un acceso de locura ha entrado bruscamente en mi casa, y me ha quitado de viva fuerza una sortija que se ha llevado. He aquí el par{244}tido que me parece mejor escoger, pues cuarenta ducados son demasiado para perderlos.
La escena pasa en la calle.
ANTÍFOLO DE ÉFESO y UN SARGENTO.
Antífolo.—No tengáis ninguna inquietud; no me escaparé; te daré como caución, antes de dejarte, la cantidad por la cual estoy preso. Mi esposa está hoy de mal humor, y no querrá fiarse ligeramente al mensajero, ni creer que haya podido yo ser prendido en Éfeso; dígote que esta nueva sonará en sus oídos de una manera extraña. (Entra Dromio de Éfeso, con un pedazo de soga en la mano.)
Antífolo de Éfeso.—He aquí á mi criado, creo que traerá el dinero. ¡Y bien! Dromio, ¿traes lo que te he mandado á buscar?
Dromio de Éfeso.—He aquí, os lo garantizo, con qué pagar á todos.
Antífolo.—Pero el dinero ¿dónde está?
Dromio.—Por supuesto, he dado el dinero por el cordel.
Antífolo.—¿Quinientos ducados, tunante, por un pedazo de soga?
Dromio.—Yo os daría quinientas, señor, por ese precio.
Antífolo.—¿Pues para qué te mandé correr á toda prisa al alojamiento?
Dromio.—Para traeros un pedazo de soga, señor; y con este he vuelto.
Antífolo.—Y con este fin, voy á recibirte como mereces.
(Le golpea.)
El oficial.—Paciencia, señor.{245}
Dromio.—Verdaderamente yo soy quien debe ser paciente: me acosa la adversidad.
El oficial.—(A Dromio.) Es bastante: cállate ahora.
Dromio.—Persuadidle más bien para que haga callar sus manos.
Antífolo.—¡Bastardo! ¡Bribón insensible!
Dromio.—Quisiera ser insensible, señor, para no sentir vuestros golpes.
Antífolo.—No eres sensible sino á los golpes, como los asnos.
Dromio.—En efecto, soy un asno; podéis probarlo por mis grandes orejas. Le he servido desde la hora de mi nacimiento hasta este instante, y jamás he recibido de él por mis servicios, sino golpes. Cuando tengo frío, me calienta con golpes; cuando tengo calor me refresca con golpes; con golpes me despierta cuando estoy dormido; con ellos me hace levantar si estoy sentado; con golpes me despide cuando salgo de la casa, y con golpes me acoge cuando estoy de vuelta. En fin, llevo sus golpes en las espaldas como un mendigo tiene que llevar su pequeñuelo; y creo que cuando me haya invalidado, me será preciso ir á mendigar con ello de puerta en puerta. (Entran Adriana, Luciana, la cortesana, Pinch y otros.)
Antífolo.—Vamos, seguidme, he allí á mi esposa que llega.
Dromio.—Ama, respice finem, respetad vuestro fin; ó más bien la profecía, como el loro, «¡cuidado con la soga!»
Antífolo.—(Golpeando á Dromio.) ¿Y hablarás todavía?
La cortesana.—(A Adriana.) ¡Y bien! ¿qué pensais ahora? ¿Está loco vuestro marido?
Adriana.—Su incivilidad no prueba menos. Buen doctor Pinch, vos que sabéis exorcisar, restable{246}cedle en su buen sentido, y os daré cuanto pidiéreis.
Luciana.—¡Ay! ¡Qué chispeantes y furiosas son sus miradas!
La cortesana.—¡Ved cómo tiembla en su enagenación!
Pinch.—Dadme vuestra mano; dejadme sentir vuestro pulso.
Antífolo.—Tomad, he aquí mi mano, y que la sienta vuestra oreja.
Pinch.—Te adjuro, Satanás, ya que habitas dentro de este hombre, ceder la posesión á mis santas oraciones y hundirte al instante en tus dominios tenebrosos; te adjuro por todos los santos del cielo.
Antífolo.—Silencio, brujo chocho; silencio; no estoy loco.
Adriana.—¡Oh! ¡Pluguiese á Dios que no lo estuvieses, alma desventurada!
Antífolo.—(A su esposa.) Y vos, favorita, ¿son estos vuestros compinches? ¿Es este compañero, cara de azafrán, quien estaba de gala y fiesta hoy en mi casa, mientras que las puertas estaban criminalmente cerradas, y que se me rehusaba la entrada?
Adriana.—¡Oh! esposo mío, Dios sabe que habéis comido en casa; ¡y ojalá hubiéseis permanecido hasta ahora al abrigo de esta difamación y de este público oprobio!
Antífolo.—¿He comido en casa? Tú, tunante, qué dices tú?
Dromio.—Para decir la verdad, señor, no habéis comido en el alojamiento.
Antífolo.—¿Mis puertas no estaban cerradas y yo fuera?
Dromio.—¡Por Dios! Vuestra puerta estaba cerrada y vos fuera.
Antífolo.—¿Y ella misma no me ha colmado de injurias?
Dromio.—Sin mentir, os ha dicho injurias ella misma.
Antífolo.—¿Su cocinera no me ha insultado, zaherido, despreciado?
Dromio.—Cierto, lo ha hecho: la vestal de la cocina os ha rechazado injuriosamente.
Antífolo.—¿Y no me he ido todo enagenado de ira?
Dromio.—En verdad, nada más cierto: mis huesos son testigos de ello, que han sentido desde entonces toda la fuerza de esta rabia.
Adriana.—(A Dromio.) ¿Es bueno darle razón en sus contradicciones?
Pinch.—No hay mal en eso: este mozo conoce su humor y cediendo le lisonjea en su frenesí.
Antífolo.—Has conquistado al platero para hacerme prender.
Adriana.—¡Ay! al contrario: os he mandado dinero para rescataros, por mano de Dromio que, vedle aquí, había corrido á buscarle.
Dromio.—¿Dinero? ¿Por mi mano? Buen corazón y buena voluntad, podría ser; pero ciertamente, mi amo, ni una partícula de dinero.
Antífolo.—¿No has ido á encontrarla para pedirle una bolsa de ducados?
Adriana.—Ha venido y se la he entregado.
Luciana.—Y yo soy testigo de que se la entregó.
Dromio.—Dios y el cordelero me son testigos de que no se me ha mandado á buscar otra cosa que un pedazo de soga.
Pinch.—Señora, el amo y el criado están poseídos ambos. Lo veo en sus semblantes pálidos y cadavéricos. Es necesario atarlos y ponerlos en algún cuarto oscuro.
Antífolo.—Responded; ¿por qué me habéis cerrado la puerta hoy? Y tú, (á Dromio) ¿por qué niegas la bolsa de oro que te han dado?{248}
Adriana.—Mi buen esposo, no os he cerrado la puerta.
Dromio.—Y yo, querido amo, no he recibido oro; pero confieso, señor, que sí os han cerrado la puerta.
Adriana.—¡Hipócrita villano, dices una doble mentira!
Antífolo.—Prostituta hipócrita, mientes en todo; y has hecho liga con una banda de forajidos para llenarme de afrentas y desprecio; pero, con estas uñas arrancaré tus pérfidos ojos, que se complacen en verme en tal ignominia. (Pinch y su gente amarran á Antífolo y Dromio de Éfeso.)
Adriana.—¡Oh! ¡Amarradle, amarradle; que no se acerque á mí!
Pinch.—¡Más gente! El demonio que lo posee es fuerte.
Luciana.—¡Ay! ¡Qué pálido y desfigurado está el pobre hombre!
Antífolo.—¡Qué! ¿Queréis asesinarme? Tú, carcelero, yo soy tu prisionero; ¿sufrirás que me arranquen de tus manos?
El oficial.—Señores, dejadle; es mi preso y vosotros no lo tendréis.
Pinch.—Vamos, que se amarre á este hombre, pues es frenético también.
Adriana.—¿Qué quieres decir, rencoroso sargento? ¿Tienes gusto de ver á un infortunado hacerse mal y daño á sí mismo?
El oficial.—Es mi preso; si le dejo ir, me exigirán la suma que debe.
Adriana.—Te eximiré de ello antes de dejarte; condúceme al instante donde su acreedor. Cuando sepa la naturaleza de esta deuda, la pagaré. Mi buen doctor, ved que sea conducido en seguridad hasta mi casa. ¡Oh desventurado día!
Antífolo.—¡Oh, miserable prostituída!{249}
Dromio.—Amo, heme aquí apresado por causa de vos.
Antífolo.—¡Enhoramala para ti, bandido! ¿Por qué me haces encolerizar?
Dromio.—¿Queréis, pues, que os amarren por nada? Sed loco, amo; gritad, el diablo...
Luciana.—¡Dios les asista, pobres almas! ¡Cómo desvarían!
Adriana.—Vamos, sacadle de aquí. Venid conmigo, hermana. (Salen Pinch, Antífolo, Dromio, etc.—Al oficial.) Decidme, ahora, ¿á requisición de quién está preso?
El oficial.—Sobre la demanda de un tal Angelo, un platero. ¿Le conocéis?
Adriana.—Le conozco. ¿Qué cantidad le debe?
El oficial.—Doscientos ducados.
Adriana.—¿Y por qué se los debe?
El oficial.—Es el valor de una cadena que vuestro esposo ha recibido de él.
Adriana.—Había encargado una cadena para mí, pero no se le ha entregado.
La cortesana.—Cuando vuestro esposo, todo enfurecido, vino hoy á mi casa, se llevó mi sortija, que he visto en su dedo, hace poco, y momentos después le he encontrado con mi cadena.
Adriana.—Eso puede muy bien ser; pero no la he visto nunca. Venid, alcaide, conducidme á casa del platero. Estoy impaciente por saber la verdad de esto con todos sus detalles. (Entran Antífolo de Siracusa con la espada desnuda y Dromio de Siracusa.)
Luciana.—¡Oh Dios, tened piedad de nosotros! ¡Heles aquí de nuevo en libertad!
Adriana.—¡Y vienen con la espada desnuda! ¡Pidamos socorro, para hacerlos amarrar de nuevo!
El oficial.—Escapémonos; nos matarían.
(Huyen.)
{250}
Antífolo.—Veo que estas brujas tienen miedo de las espadas.
Dromio.—La que quería ser vuestra esposa ahora poco, os huye ahora.
Antífolo.—Vamos al Centauro. Saquemos nuestros equipajes; no veo la hora de estar sano y salvo á bordo.
Dromio.—No, quedaos aquí esta noche; seguramente no se nos hará mal alguno. Véis que se nos habla amistosamente, que se nos ha dado oro; me parece que son unas buenas gentes; y sin esta montaña de carne loca, que me reclama para el matrimonio, me sentiría con bastante ganas de quedarme aquí siempre, y de hacerme brujo.{251}
Antífolo.—No me quedaría esta noche ni por el valor de la ciudad entera: vámonos á hacer llevar nuestro equipaje á bordo. (Salen.)
La misma.
Entran EL MERCADER y ANGELO.
ANGELO.
iento mucho, señor, haber retardado vuestra partida. Pero os protesto que la cadena le ha sido entregada por mí, aunque tenga la deshonra inconcebible de negarlo.
El mercader.—¿Cómo está considerado este hombre en la ciudad?
Angelo.—Goza de una reputación respetable, de un crédito sin límites; es muy querido; ningún ciudadano de esta ciudad es superior á él: su palabra, cuando él lo quisiera, respondería de toda mi fortuna.
El mercader.—Hablad bajo: creo que es él quien se pasea allí. (Entra Antífolo de Siracusa.)
Angelo.—Sí, es él: y lleva en su cuello esta misma cadena que por perjurio monstruoso ha jurado no haber recibido. Acercaos, señor, voy á hablarle.—(Á Antífolo.) Señor Antífolo, me asombra sobrema{254}nera que me hayáis causado esta vergüenza y este embarazo, no sin daño de vuestra propia reputación. ¡Negarme tan decididamente y con juramentos haber recibido esta cadena que lleváis ahora á la vista de todos! Además de la acusación, la vergüenza y el arresto, habéis perjudicado también á este honrado amigo, que á no haber tenido que aguardar el fallo de nuestro debate, se habría dado á la vela, y estaría actualmente en el mar. ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¡Habéis recibido esta cadena de mí! ¿Podéis negarlo?
Antífolo.—Creo que la he recibido de vos; no lo he negado jamás, señor.
Angelo.—¡Oh! lo habéis negado, señor, y aun habéis perjurado.
Antífolo.—¿Quién me ha oído negar y jurar lo contrario?
El mercader.—Yo, á quien conocéis, lo he oído con mis propias orejas. ¡Bah! ¡Miserable! Es una vergüenza que te sea permitido pasearte allí donde concurre la gente honrada.
Antífolo.—Eres un villano en insultarme así. Probaré mi honor y probidad contra vos dentro de un momento, si te atreves á hacerme frente.
El mercader.—Me atrevo, y te desafío como al vil que eres. (Sacan las espadas para batirse. Entran Adriana, Luciana, la cortesana y otros.)
Adriana.—(Corriendo.) Parad, no le hiráis; por el amor de Dios! Está loco. Que alguien se apodere de él; quitadle la espada. Atad á Dromio también, y conducidles á mi casa.
Dromio.—Huyamos, amo mío, huyamos; en nombre de Dios, entrad en alguna casa. He aquí una especie de convento: entremos, ó estamos perdidos. (Antífolo de Siracusa y Dromio entran en el convento: se presenta la abadesa.){255}
La abadesa.—Silencio, buenas gentes: ¿por qué os agrupáis aquí?
Adriana.—Vengo á llevar de aquí á mi pobre esposo que está loco. Entremos á fin de que podamos atarle con firmeza y conducirle á casa para que se cure.
Angelo.—Bien veía yo que no estaba en su entero juicio.
El mercader.—Me pesa ahora haber sacado la espada contra él.
La abadesa.—¿Desde cuándo está así poseído?
Adriana.—Toda esta semana ha estado melancólico, sombrío y triste; bien diferente de lo que era siempre; pero hasta este medio día, su enfermedad no había jamás estallado en tal extremo de rabia.
La abadesa.—¿No ha sufrido grandes pérdidas en un naufragio? ¿Ó enterrado algún amigo querido? ¿Sus ojos no han extraviado á su corazón en un amor ilegítimo? Es un pecado muy común en los jóvenes, quienes dan á sus ojos la libertad de verlo todo. ¿Á cuál de estos accidentes ha solido estar sujeto?
Adriana.—Á ninguno, si no es el último. Quiero decir, algún amorío que le alejaba frecuentemente de su casa.
La abadesa.—Deberíais haberle amonestado por ello.
Adriana.—Por cierto, lo he hecho.
La abadesa.—Quizás con escasa energía.
Adriana.—Con tanta como me lo permitía el pudor.
La abadesa.—Quizás en particular.
Adriana.—Y en público también.
La abadesa.—Sí, pero no lo suficiente.
Adriana.—Era el tema de todas nuestras conversaciones; en la cama, no podía él dormir, por lo mucho que de ello le hablaba. En la mesa, no podía comer por lo mucho que de ello le hablaba. Á solas, era el objeto de mis reconvenciones. En sociedad, aludía yo{256} frecuentemente á ello, y aun le decía cuán malo y vergonzoso era.
La abadesa.—Y de ahí ha sucedido que este hombre se ha vuelto loco. Los clamores emponzoñados de una mujer celosa son un veneno más mortífero que el diente de un perro rabioso.—Parece que su sueño era interrumpido por tus querellas; he ahí lo que ha debilitado su cabeza. Dices que las comidas eran sazonadas con tus reproches; las comidas perturbadas hacen las malas digestiones, de donde nacen el fuego y el delirio de la fiebre. ¡Y qué cosa es la fiebre, sino un acceso de locura!—Dices que tu vehemencia ha interrumpido sus pasatiempos. Privando al hombre de una dulce recreación, ¿qué ha de venir? Una acerba y triste melancolía, análoga á la feroz é inconsolable desesperación; y en seguida una grande é infecta multitud de enfermedades, enemigas de la existencia.—Ser perturbado en sus alimentos, en su recreo, en el sueño conservador de la vida, bastaría para hacer que se volvieran locos hombres y bestias. La consecuencia es, pues, que vuestros accesos de celos son los que han privado á vuestro esposo del uso de su razón.
Luciana.—No le ha hecho sino dulces amonesta{257}ciones, cuando él se entregaba al ímpetu, á la brutalidad de arrebatos groseros. (Á su hermana.) ¿Por qué soportáis estos reproches sin responder?
Adriana.—Me ha entregado á los reproches de mi propia conciencia. Buenas gentes, entrad y apoderaos de él.
La abadesa.—No; nadie entra jamás en mi casa.
Adriana.—Entonces, que vuestros criados traigan á mi esposo.
La abadesa.—Eso no será tampoco; él ha tomado este lugar como un asilo sagrado; y éste lo garantizará de vuestras manos, hasta que yo lo haya devuelto al uso de sus facultades, ó haya perdido mi trabajo en intentarlo.
Adriana.—Quiero cuidar á mi esposo, ser su custodia, su enfermera, pues es mi obligación; y no quiero otro agente que yo misma. Así dejadme conducirle á mi casa.
La abadesa.—Tened paciencia; no lo dejaré salir de aquí hasta que no haya empleado los medios probados que poseo; jarabes, drogas saludables y santas oraciones, para restablecerle en el estado natural del hombre; es una parte de mi voto, un deber caritativo de mi orden; así retiraos y dejadle confiado á mis cuidados.
Adriana.—No me moveré de aquí, y no dejaré aquí á mi esposo. Sienta mal á vuestra santidad el separar al marido y la mujer.
La abadesa.—Calmaos y retiraos. Vos no lo tendréis.
(Sale la abadesa.)
Luciana.—Quejaos al duque de esta indignidad.
Adriana.—Vamos, venid: caeré prosternada á sus piés y no me levantaré hasta que mis lágrimas y mis ruegos hayan comprometido á Su Alteza á venir en persona al monasterio, para quitar por fuerza mi esposo á la abadesa.{258}
El mercader.—El horario de este cuadrante creo que marca las cinco. Estoy seguro de que en este momento, el duque se dirige en persona hacia la triste llanura, lugar de muerte y de tristes ejecuciones, que está detrás de los fosos de esta abadía.
Angelo.—¿Y por qué causa va allí?
El mercader.—Para ver cortar públicamente la cabeza de un respetable mercader de Siracusa que ha tenido la desgracia de infringir las leyes y los estatutos de esta ciudad, abordando á esta bahía.
Angelo.—En efecto, helos aquí que vienen: vamos á asistir á la ejecución.
Luciana.—(A su hermana.) Arrojaos á los piés del duque, antes que haya pasado la abadía. (Entran el duque con su cortejo, Ægeón, con la cabeza descubierta, el verdugo, guardias y otros oficiales.)
El duque.—(A un pregonero público.) Proclamad públicamente una vez más, que si hay algún amigo que quiera pagar la suma por él, no morirá, pues nos interesamos en su suerte!
Adriana.—(Arrojándose á las rodillas del duque.) ¡Justicia contra la abadesa!
El duque.—Es una señora virtuosa y respetable: no es posible que os haya hecho mal.
Adriana.—Que Vuestra Alteza se digne oirme: Antífolo, mi esposo, á quien hice dueño de mi persona y de cuanto poseía, conforme á vuestras cartas presentes, ha sido atacado, en este día fatal, por un espantoso acceso de locura. Se ha lanzado furioso á la calle (y con él su esclavo que está loco también) ultrajando á los ciudadanos, entrando por fuerza en sus casas, llevándose sortijas, joyas, todo lo que agradaba á su capricho. He logrado hacerlo atar una vez y conducirlo á mi casa, mientras iba yo á reparar los perjuicios que su furia había causado aquí y allá en la ciudad. Sin embargo, no sé por qué medio ha podido{259} escaparse; se ha desembarazado de los que le custodiaban, seguido de su esclavo, alienado como él; ambos, impulsados por una rabia desenfrenada, con las espadas desnudas, nos han encontrado y han venido á caer sobre nosotros y nos han puesto en fuga hasta que provistas de nuevos refuerzos hemos vuelto para detenerlos; entonces se han escapado á esta abadía, donde les hemos perseguido. Y he aquí que la abadesa nos cierra las puertas y no nos permite buscarle, ni hacerle salir, con el fin de que podamos llevarle. Así, muy noble duque, con vuestra autoridad, ordenad que lo traigan y lo lleven á su casa, para que allí sea auxiliado.
El duque.—Vuestro esposo ha servido ya en mis guerras y os he prometido mi palabra de príncipe, cuando lo admitisteis á compartir vuestro lecho, hacerle todo el bien que podría depender de mí. Id, alguno de vosotros, tocad á las puertas de la abadía y decid á la señora abadesa que venga á hablarme: quiero arreglar esto antes de pasar á otra cosa. (Entra un criado.)
El criado.—¡Oh! ama mía, ama mía, huíd, poneos en salvo! Mi amo y su esclavo se han escapado; han golpeado á las sirvientas una tras otra y amarrado al doctor y quemádole las barbas con tizones encendidos; y á medida que ardían, le han arrojado baldes de fango infecto para apagar el fuego de sus cabellos. Mi amo le exhorta á la paciencia, mientras que su esclavo le trasquila con tijeras como á un loco; y seguramente, si no enviáis socorro al instante, matarán al mágico entre los dos.
Adriana.—Calla; imbécil: tu amo y su criado están aquí; y todo lo que dices, no es más que un cuento.
El criado.—Ama, por mi vida, os digo la verdad. Desde que ví esta escena he corrido casi sin respirar. Grita contra vos, y jura que si puede cogeros, os tostará la{260} cara y os desfigurará. (Se oyen gritos en el interior.) Escuchad, escuchad; ya le oigo; huíd, ama mía, escapaos!
El duque.—(A Adriana.) Venid, poneos junto á mí. No tengáis ningún temor. Guardadla con vuestras alabardas.
Adriana.—(Viendo entrar á Antífolo de Éfeso.) ¡Oh dioses! ¡Es mi esposo! Sed testigos, que reaparece aquí como un espíritu invisible. No hace sino un momento que le hemos visto refugiarse en esta abadía, y hele aquí ahora que llega por otro lado. ¡Esto sobrepuja la inteligencia humana!
(Entran Antífolo y Dromio de Éfeso.)
Antífolo.—¡Justicia, generoso duque! ¡Oh! ¡Aseguradme justicia! En nombre de los servicios que os he hecho en tiempos pasados, cuando os he cubierto con mi cuerpo en el combate y he recibido profundas heridas por salvar vuestra vida; en nombre de la sangre que perdí entonces por vos, acordadme justicia.
Ægeón.—Si el temor de la muerte no me ha trastornado la razón, es á mi hijo Antífolo á quien veo, y á Dromio.
Antífolo.—¡Justicia, buen príncipe, contra esta mujer que véis allí! Ella, á quien me habéis dado vos mismo por esposa, me ha ultrajado y deshonrado, con la más grande y la más cruel afrenta. La injuria que sin pudor me ha hecho hoy, sobrepuja la imaginación.
El duque.—Explicaos y me encontraréis justo.
Antífolo.—Hoy mismo, poderoso duque, ha cerrado para mí las puertas de mi casa, mientras que ella se regalaba allí con bribones infames.
El duque.—Grave falta; responde, mujer: ¿has obrado así?
Adriana.—No, mi digno señor. Yo, él y mi hermana, hemos comido hoy juntos. ¡Que caiga sobre{261} mi alma la acusación, sí no es enteramente falsa!
Luciana.—¡Que jamás vuelva yo á ver la luz del día, ni á reposar en la noche, si ella no dice la pura verdad á Vuestra Alteza!
Angelo.—¡Oh mujer perjura! Una y otra juran en falso. Sobre este punto, el loco las acusa con justicia.
Antífolo.—Mi soberano, sé lo que digo. No estoy perturbado por los vapores del vino, ni extraviado por el desorden de la cólera, aunque las injurias que he recibido bastarían para hacer perder la razón á un hombre más prudente que yo. Esta mujer me ha impedido entrar hoy á mi casa para comer: este platero que véis, si no estuviese de acuerdo con ella, podría atestiguarlo, pues estaba conmigo entonces; me ha dejado para ir á buscar una cadena, prometiendo traérmela al Puerco-Espín, donde Baltasar y yo comimos juntos; terminada nuestra comida y no volviendo él, he ido á buscarle y le he encontrado en la calle en compañía de este caballero. Allí este platero perjuro me ha jurado descaradamente haberme entregado una cadena que ¡lo sabe Dios! no he visto jamás, ¡y por esta causa me ha hecho prender por un sargento! He obedecido y he enviado mi criado á mi casa á buscar algunos ducados. Volvió, pero sin dinero. Entonces rogué cortesmente al oficial que me acompañase él mismo hasta mi casa. En el camino hemos encontrado á mi esposa, su hermana y toda una caterva de viles cómplices; traían con ellos á un tal Pinch, un perdido, de cara flaca y aire de hambriento, un esqueleto descarnado, un charlatán, decidor de buena aventura, escamoteador remendado, un miserable necesitado, de ojos hundidos y mirada maliciosa, una momia ambulante. Este pillo peligroso ha osado hacerse pasar por mágico, mirándome los ojos, tomándome el pulso, despreciándome en mi presencia. Él, que apenas es un ente, ha exclamado que yo{262} estaba loco. En seguida todos han caído sobre mí, me han amarrado, arrastrado y sumergido á mí y á mi criado, atados ambos, en una húmeda y tenebrosa cueva de mi casa. Al fin royendo mis lazos con los dientes, los he roto; he recobrado mi libertad y he corrido en seguida en busca de Vuestra Alteza; conjúrola que me haga dar una satisfacción amplia por estas indignidades y las afrentas inauditas que me han hecho sufrir.
Angelo.—Mi príncipe, en toda verdad, mi testimonio se acuerda con el suyo en que no ha comido en su casa sino que le han cerrado la puerta.
El duque.—¿Pero le habéis entregado ó no la cadena en cuestión?
Angelo.—La ha recibido de mí, Alteza; y cuando corría en esta calle, esta gente ha visto la cadena en su cuello.
El mercader.—Además, yo juraré que con mis propios oídos os he oído confesar que habíais recibido de él la cadena, después de haberlo negado con juramento en la plaza del Mercado. En esta ocasión es cuando saqué la espada contra vos: entonces os escapasteis en esta abadía, de donde creo habéis salido por milagro.
Antífolo.—Jamás he entrado en el recinto de esta abadía; jamás habéis sacado la espada contra mí; jamás he visto la cadena: ¡tomo por testigo al cielo! Y todo lo que me imputáis es mentira.
El duque.—¡Qué acusación tan enredada! Creo que habéis bebido todos en la copa de Circeo. Si hubiera entrado en esta casa, allí estaría aún; si estuviese loco, no defendería su causa con tanta sangre fría. Decís que ha comido en su casa; el platero lo niega. ¿Y tú, tunante, qué dices tú?
Dromio.—Príncipe, ha comido con esta mujer en el Puerco-Espín.{263}
La cortesana.—Sí, mi príncipe, ha cogido de mi dedo esa sortija que le véis.
Antífolo.—Es verdad, mi soberano, es de ella de quien tengo esta sortija.
El duque.—(A la cortesana.) ¿Le habéis visto entrar en esta abadía?
La cortesana.—Tan seguro, mi príncipe, como lo es, que veo á Vuestra Gracia.
El duque.—Es extraño! Id á decir á la abadesa que se presente aquí: creo, verdaderamente, que estáis todos de acuerdo ó completamente locos.
(Uno de la gente del duque va á buscar á la abadesa.)
Ægeón.—Poderoso duque, acordadme la libertad de decir una palabra. Quizás veo aquí un amigo que salvará mi vida y pagará la suma que puede libertarme.
El duque.—Decid libremente, siracusano, lo que queráis.
Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Vuestro nombre, señor, no es Antífolo? ¿Y no es ese vuestro esclavo Dromio?
Dromio de Éfeso.—No hace aún una hora, señor, que era su esclavo: pero él, se lo agradezco, ha cortado mis cuerdas con sus dientes; y ahora soy Dromio y su servidor, pero ya no esclavo.
Ægeón.—Estoy seguro que los dos os acordáis de mí.
Dromio de Éfeso.—Nos acordamos de nosotros mismos, señor, en viéndoos; pues hace algunos instantes que estábamos ligados, como lo estáis vos ahora. ¿No sois un enfermo de Pinch, no es verdad, señor?
Ægeón.—(Á Antífolo.) ¿Por qué me miráis como á un extraño? Me conocéis bien.
Antífolo de Éfeso.—Jamás en mi vida os he visto, hasta este momento.
Ægeón.—¡Oh! la tristeza me ha cambiado desde la última vez que me habéis visto; mis horas de inquietud, y la mano destructora del tiempo han grabado{264} extrañas alteraciones sobre mi rostro. Pero decidme aún ¿no reconocéis mi voz?
Antífolo de Éfeso.—Tampoco.
Ægeón.—¿Y tú, Dromio?
Dromio de Éfeso.—Ni yo, señor; os lo aseguro.
Ægeón.—Y yo estoy seguro que la reconoces.
Dromio de Éfeso.—¿Sí, señor? Y yo estoy seguro que no, y lo que un hombre os niega, estáis obligado ahora á creerlo.
Ægeón.—¡No reconocer mi voz! ¡Oh estrago del tiempo! ¡Has deformado y entorpecido á tal punto mi lengua, en el corto espacio de siete años, que mi hijo único no pueda ya reconocer mi débil voz que hacen vibrar desapacible los cuidados! Aunque mi rostro surcado de arrugas, esté oculto bajo la nieve del invierno que hiela la savia; aunque todos los canales de mi sangre estén helados; sin embargo, un resto de memoria reluce en la noche de mi vida; las antorchas medio consumidas de mi vista, despiden aún alguna pálida claridad; mis orejas ensordecidas me sirven aún para oir un poco; y todos estos viejos testigos (no, no puedo equivocarme) me dicen que eres mi hijo Antífolo.
Antífolo de Éfeso.—Nunca en mi vida he visto á mi padre.
Ægeón.—No hace aún siete años, joven, lo sabes, que nos hemos separado en Siracusa: pero puede ser, hijo mío, que tengas vergüenza de reconocerme en el infortunio.
Antífolo de Éfeso.—El duque, y todos los de la ciudad que me conocen, pueden atestiguar conmigo que eso no es verdad. No he visto jamás Siracusa, en toda mi vida.
El duque.—Te aseguro, siracusano, que desde ha veinte años que soy el protector de Antífolo, jamás ha visto Siracusa: veo que tu edad y tu peligro perturban{265} tu razón. (Entra la abadesa, seguida de Antífolo y de Dromio de Siracusa.)
La abadesa.—Muy poderoso duque, he aquí un hombre cruelmente ultrajado. (Todo el mundo se aproxima y se apresura para ver.)
Adriana.—Veo dos maridos, ó mis ojos me engañan.
El duque.—Uno de estos dos hombres es sin duda el genio del otro; y lo mismo sucede con estos dos esclavos. ¿Cuál de los dos es el hombre natural y cuál el espíritu? ¿Quién puede distinguir al uno del otro?
Dromio de Siracusa.—Soy yo, señor, quien soy Dromio; ordenad á ese hombre que se retire.
Dromio de Éfeso.—Soy yo, señor, quien soy Dromio: permitid que me quede.
Antífolo de Siracusa.—¿No eres Ægeón, ó eres su fantasma?{266}
Dromio de Siracusa.—¡Oh mi viejo amo! ¿Quién lo ha cargado aquí con estos lazos?
La abadesa.—Cualquiera que sea el que le ha encadenado, le libertaré de su cadena y ganaré un esposo. Hablad, viejo Ægeón, si sois el hombre que tuvo una esposa, hace tiempo, llamada Emilia, que os dió á la vez dos hermosos niños; ¡oh! ¡si sois el mismo Ægeón, hablad, y hablad á la propia Emilia!
Ægeón.—Si no sueño, eres Emilia; si eres Emilia dime ¿dónde está este hijo que flotaba contigo sobre aquella balsa fatal?
La abadesa.—Él y yo con el gemelo Dromio, fuímos recogidos por habitantes de Epidamno; pero un momento después, pescadores feroces de Corinto les quitaron por fuerza á Dromio y á mi hijo, y me dejaron con los de Epidamno. Lo que fué de ellos después, no puedo decirlo; á mí, la fortuna me ha colocado en el estado en que me véis.
El duque.—He aquí que principia á confirmarse la historia de esta mañana; ¡estos dos Antífolo, estos dos hijos tan parecidos, y estos dos Dromio tan semejantes! He aquí los padres de estos dos niños que la casualidad reune. Antífolo, ¿has venido primero de Corinto?
Antífolo de Siracusa.—No, príncipe; yo no: vine de Siracusa.
El duque.—Vamos, teneos separados; no puedo distinguiros uno de otro.
Antífolo de Éfeso.—Vine de Corinto, mi bondadoso señor.
Dromio de Éfeso.—Y yo con él.
Antífolo de Éfeso.—Conducido a esta ciudad por vuestro tío, el duque Menafón, guerrero tan famoso.
Adriana.—¿Cuál de los dos ha comido conmigo hoy?
Antífolo de Siracusa.—Yo, mi bella dama.
Adriana.—¿Y no sois vos mi esposo?{267}
Antífolo de Éfeso.—No, á eso digo yo no.
Antífolo de Siracusa.—Y convengo con vos; aunque ella me haya dado este título...., y que esta bella señorita, su hermana, que he ahí, me haya llamado su hermano.—Lo que os he dicho entonces, espero tener un día la ocasión de probároslo, si todo lo que veo y oigo no es un sueño.
Angelo.—He aquí la cadena, señor, que habéis recibido de mí.
Antífolo de Siracusa.—Lo creo, señor, no lo niego.
Antífolo de Éfeso (á Angelo).—Y vos, señor, me habéis hecho prender por esta cadena.
Angelo.—Creo que sí, señor; no lo niego.
Adriana (á Antífolo de Éfeso.)—Os he enviado dinero, señor, para serviros de caución, por Dromio; pero creo que no os lo ha llevado. (Señalando á Dromio de Siracusa.)
Dromio de Siracusa.—No, yo no.
Antífolo de Siracusa.—He recibido de vos esta bolsa de ducados; y es Dromio, mi criado, quien me la ha traído: veo ahora que cada uno de nosotros ha encontrando el criado del otro; yo he sido tomado por él, y él por mí; y de aquí han provenido todas estas equivocaciones.
Antífolo de Éfeso.—Empeño aquí estos ducados por el rescate de mi padre, que he aquí.
El duque.—Es inútil; doy la vida á vuestro padre.
La cortesana (á Antífolo de Éfeso.)—Señor, es necesario que me volváis este diamante.
Antífolo de Éfeso.—Helo aquí, tomadle, y muchas gracias por vuestra buena carne.
La abadesa.—Ilustre duque, dignaos daros la molestia de entrar con nosotros en esta abadía; oiréis la historia entera de nuestras aventuras. Y vosotros{268} todos, que estáis reunidos en este lugar y que habéis sufrido algún perjuicio por las equivocaciones recíprocas de este día, venid, acompañadnos, y tendréis plena satisfacción. Durante veinticinco años enteros, he sufrido los dolores del alumbramiento, á causa de vosotros, hijos míos, y no es sino en esta hora cuando estoy al fin desembarazada de mi penoso fardo. El duque, mi marido, mis dos hijos y vosotros que marcáis la fecha de su nacimiento, venid conmigo á una fiesta de puerperio; á tan largos dolores debe suceder tal natividad.
El duque.—Con todo mi corazón; quiero apadrinar esta fiesta. (Salen el duque, la abadesa, Ægeón, la cortesana, el mercader y el séquito.)
Dromio de Siracusa.—(A Antífolo de Éfeso.) Mi amo, ¿iré á tomar vuestro equipaje á bordo?
Antífolo de Éfeso.—Dromio, ¿qué equipaje á bordo has embarcado?
Dromio de Siracusa.—Todos vuestros efectos, señor, que teníais en el albergue del Centauro.
Antífolo de Siracusa.—Es á mí á quien quiere hablar: soy yo, quien soy tu amo, Dromio. Vamos, ven con nosotros: trataremos de arreglar eso más tarde: abraza á tu hermano y diviértete con él. (Los dos Antífolos salen.)
Dromio de Siracusa.—Hay en la casa de vuestro amo una amiga gorda, que hoy en la comida me ha ENCOCINADO tomándome por vos. En lo sucesivo será mi hermana y no mi esposa.
Dromio de Éfeso.—Me parece que sois mi espejo en lugar de ser mi hermano. Veo en vuestro rostro que soy un muchacho bonito. ¿Queréis entrar para ver su fiesta?
Dromio de Siracusa.—No es á mí, señor, á quien toca pasar el primero: sois el mayor.
Dromio de Éfeso.—Es una cuestión: ¿cómo la resolveremos?{269}
Dromio de Siracusa.—Tiraremos á la paja corta para decidirla. Hasta entonces, pasa tú delante.
Dromio de Éfeso.—No, tengámonos así. Hemos entrado en el mundo como dos hermanos: entremos aquí mano en mano y no uno delante del otro. (Salen.)
TRADUCCIÓN DE
JOSÉ ARNALDO MÁRQUEZ.
Ilustración de P. Thumann.
Grabados de H. Günther.
{272}
SIR JOHN FALSTAFF. | |
FENTON. | |
POCOFONDO.—Juez de paz de campaña. | |
SLENDER, primo de Pocofondo. | |
Mr. FORD, | —Caballeros residentes en Windsor. |
Mr. PAGE, | |
GUILLERMO PAGE, menor, hijo de Mr. Page. | |
Dr. HUGH EVANS, cura galo. | |
EL DOCTOR CAIUS, médico francés. | |
EL POSADERO DE LA LIGA. | |
BARDOLF, | —Acompañantes de Falstaff. |
PISTOL, | |
NYM, | |
ROBIN, paje de Falstaff. | |
SIMPLE, criado de Slender. | |
RUGBI, criado del Doctor Caius. | |
SEÑORA FORD. | |
SEÑORA PAGE. | |
SEÑORITA ANA PAGE, su hija, enamorada de Fenton. | |
SEÑORA APRISA, criada del Dr. Caius. |
criados de page, de Ford, etc.
La escena pasa en Windsor y sus alrededores.
{273}
En Windsor, delante de la casa de Page.
Entran el juez POCOFONDO, SLENDER y Sir HUGH EVANS.
POCOFONDO.
o tratéis de disuadirme, sir Hugh. Llevaré este asunto á la alta corte de justicia para lo criminal. Así valiera sir Juan Falstaff veinte como él, no ofenderá á Roberto Pocofondo, escudero.
Slender.—En el condado de Glocester, Juez de paz y coram.
Pocofondo.—Sí, primo Slender, y Cust-alorum.
Slender.—Sí, y también ratolorum, gentilhombre de nacimiento, señor cura, que se firma armígero en todos los actos, notas, recibos, mandatos y obligaciones: armígero.
Pocofondo.—Sí, que lo hacemos y lo hemos hecho invariablemente en estos últimos trescientos años.
Slender.—Todos sus sucesores que han vivido antes que él, lo han hecho; y todos sus antepasados que{274} han de venir después de él podrán hacerlo. Podrán exhibir los doce lucios en su casaca.
Pocofondo.—Es una antigua casaca.
Evans.—Sienta muy bien á una casaca antigua una docena de lucios. Lo uno se aviene muy bien con lo otro. Es un animal familiar al hombre: un emblema de amor.
Pocofondo.—El lucio es pescado fresco: la casaca antigua es pescado salado.
Slender.—¿Puedo hacer tercio, primo?
Pocofondo.—Sin duda alguna, si os casáis.
Evans.—Pues si entra en tercio, de seguro que no podrá hacer sino mal tercio.
Pocofondo.—De ninguna manera.
Evans.—Por nuestra señora, que sí. Si él toma un tercio de vuestra casaca, no quedarán, en mi humilde juicio, sino los otros tercios para vos. Pero todo sale á lo mismo. Si el caballero Falstaff ha cometido algún desacato hacia vos, miembro soy de la iglesia y me emplearía de todo corazón en hacer mediar desagravios y avenimientos.
Pocofondo.—No; la alta corte habrá de tomar noticia de esto. Hay rebelión.{275}
Evans.—No es propio que se le haga oir de tal asunto. En las rebeliones no hay temor de Dios y el Consejo preferirá oir hablar del temor de Dios más bien que de una rebelión. Considerad esto.
Pocofondo.—¡Ah, por vida mía! Si fuese joven aún, esto acabaría á estocadas.
Evans.—Más vale que sean los amigos y no la espada quien termine esto. Y además, tengo en la cabeza un proyecto que quizás tenga ventajosos resultados. Hay una Ana Page, hija del señor Jorge Page, que es una guapa doncella.
Slender.—¿La señorita Ana Page? Tiene cabellos castaños y habla tímidamente como cumple á una mujer.
Evans.—De cuantas hay en el mundo, es ella precisamente la que podríais desear. Y su abuelo (guárdele Dios una resurrección feliz) en su lecho de muerte le dejó setecientas libras en dineros, y oro y plata, para cuando cumpla los diez y siete años. Sería cosa muy cuerda dejar vuestras disputas y procurar un matrimonio entre el señor Abraham y la señorita Ana Page.
Pocofondo.—¿Setecientas libras le dejó su abuelo?
Evans.—Sí, por cierto. Y su padre le dará aún mejor caudal.
Pocofondo.—Conozco á la señorita: tiene buenas prendas.
Evans.—Setecientas libras y esperanzas de heredar más, no son malas prendas.
Pocofondo.—Bien. Busquemos al digno señor Page. ¿Está allí Falstaff?
Evans.—¿Habré de deciros una mentira? Desprecio al mentiroso, como desprecio á uno que es falso, ó como desprecio á uno que no es sincero. El caballero sir Juan está allí y os ruego que os dejéis guiar por los que os quieren bien. Llamaré á la puerta y pre{276}guntaré por el señor Page (golpea). Hola! Dios bendiga vuestra casa! (Entra Page.)
Page.—¿Quién llama?
Evans.—He aquí, con la bendición de Dios y con vuestro amigo, al juez Pocofondo y al joven señor Slender, que acaso podrán contaros un cuento, si las cosas salen á gusto vuestro.
Pocofondo.—Señor Page, alégrome de veros. Huélguese vuestro buen corazón! Deseo que vuestra cacería mejore, pues no fué muerta como manda la ley. ¿Cómo está la buena señora Page? Os amo de corazón, así, de corazón.
Page.—Gracias, señor.
Pocofondo.—Gracias, señor; por sí y por no, gracias.
Page.—Me alegro de veros, amiguito Slender.
Slender.—¿Cómo está vuestro lebrel leonado, señor? Me dijeron que había perdido en las carreras de Cotsale.
Page.—La cosa no pudo ser juzgada.
Slender.—No queréis confesarlo, no queréis confesarlo.
Pocofondo.—¡No lo ha de querer! «Es culpa vuestra, es culpa vuestra.» Es un buen perro.
Page.—Perro de mala ralea, señor.
Pocofondo.—Un buen perro, señor, un hermoso perro. ¿Qué más se puede decir? Es bueno y hermoso. ¿Está aquí el señor Juan Falstaff?
Page.—Está dentro. Quisiera poder hacer algo en bien de vosotros.
Evans.—Así es como debe hablar un cristiano.
Pocofondo.—Señor Page, él me ha ofendido.
Page.—Lo reconoce en cierto modo, señor.
Pocofondo.—Si lo reconoce, no lo repara. ¿No es así, señor Page? Me ha ofendido; en todas veras me ha ofendido: en una palabra, me ha ofendido. Creedme,{277} Roberto Pocofondo, escudero, lo ha dicho: se le ha ofendido.
Page.—Aquí viene sir Juan. (Entran sir Juan Falstaff, Bardolfo, Nym y Pistol.)
Falstaff.—Y bien, señor Pocofondo: ¿váis á quejaros de mí al rey?
Pocofondo.—Caballero: habéis golpeado á mis gentes, muerto mi caza y forzado las puertas de mi habitación.
Falstaff.—¿Pero no he besado á la hija de vuestro guardián?
Pocofondo.—Se me da un ardite. Tendréis que responder de esto.
Falstaff.—Y respondo desde luégo: he hecho todo eso. Ya está respondido.
Pocofondo.—Esto irá á dar al Consejo.
Falstaff.—Sería mejor para vos que el Consejo nada supiera. Se reirían de vos.
Evans.—Pauca verba, sir Juan, buenas palabras.
Falstaff.—Buenas palabras! buenas coles! Slender, os rompí la cabeza: ¿qué tenéis contra mí?
Slender.—Por cierto, señor, tengo algo contra vos en la cabeza y contra vuestros ladrones de conejos, Bardolfo, Nym y Pistol. Me llevaron á la taberna, me emborracharon y en seguida me robaron el bolsillo.
Bardolfo.—¿Á ti, queso de Banbury?
Slender.—Bien, eso no importa.
Pistol.—¿Con esas nos sales, Mefistófeles?
Slender.—Bien, eso no importa.
Nym.—Tajarlo! digo, pauca, pauca, tajarlo! Eso me pide el gusto.
Slender.—¿Dónde está Simple, mi criado? ¿Lo sabéis, primo?
Evans.—¡Paz, os ruego! Procuremos entendernos. Á lo que se me alcanza, hay tres árbitros en este asunto, á saber: el señor Page, fidelicet, señor Page: yo mis{278}mo, fidelicet yo: y por fin y remate el tercero es mi posadero de la Liga.
Page.—Nosotros tres para entender del asunto y arreglarlo entre ellos.
Evans.—Muy bien. Tomaré nota en mi libro memorandum, y después nos ocuparemos de la causa con toda la discreción que nos sea posible.
Falstaff.—Pistol!
Pistol.—Soy todo orejas.
Evans.—¡El diablo y su abuela! ¿Qué frase es esa «ser todo orejas»? Pues eso es afectación.
Falstaff.—Pistol, ¿robaste la bolsa del señorito Slender?
Slender.—Sí, por vida de mis guantes, que lo hizo, (ó no querría yo, á no ser cierto, volver jamás á mi gran cámara). Me robó siete monedas de á cuatro peniques y dos tablillas Edward para jugar al tejo, que me habían costado dos chelines y dos peniques cada una, en casa de Miller. Sí, por estos guantes!
Falstaff.—¿Es verdad esto, Pistol?
Evans.—No: es falso, si es una ratería.
Pistol.—¡Ah! Eres un forastero montaraz! Sir Juan, amo mío, reto á combate á este sable de hoja de lata. Aquí, en tus labios está la mentira: hez y escoria, mientes!
Slender.—Pues por estos guantes, que entonces era el otro.
Nym.—Andad con cuidado y dejaos de bromas, señor mío, que si os acomoda tratarme como á ratero, á mí me acomodará atraparos á mi modo. Y esto es lo que hay en el caso.
Slender.—Pues entonces, por este sombrero, quien tiene la culpa es aquel de la cara colorada; pues aunque no puedo acordarme de lo que hice cuando me embriagasteis, con todo no soy enteramente un asno.
Falstaff.—¿Qué decís vosotros, Scarlet y Juan?{279}
Bardolfo.—Por mi parte, lo que digo es que el caballero bebió hasta perder los cinco sentimientos.
Evans.—Los cinco sentidos, se dice. ¡Santo Dios! ¡Qué ignorancia!
Bardolfo.—Y estando achispado, le arreglaron las cuentas, como dicen, y así se acabó el cuento.
Slender.—Sí, y entonces hablaste en latín pero no importa. Nunca, jamás me emborracharé mientras viva otra vez, sino en honrada y buena sociedad, á causa de este percance. Si me emborracho, me emborracharé con los que tienen temor de Dios, y no con ebrios bribones.
Evans.—Que Dios me juzgue, como es cierto que ese es un propósito de virtud.
Falstaff.—Oís, señores, que todos esos cargos han sido negados. ¿Lo oís? (Entra Ana Page, trayendo vino, seguida por la Sra. Ford y la Sra. Page.)
Page.—No, hija. Llévate el vino. Beberemos allá dentro.
(Sale Ana Page.)
Slender.—¡Oh cielos! Esta es la señorita Ana Page.
Page.—¿Cómo va, señora Ford?
Falstaff.—Por vida mía, señora Ford, sois muy bien venida. Con vuestro permiso, buena señora.
(La besa.)
Page.—Esposa mía, da la bien venida á estos caballeros. Venid, tenemos un buen pastel caliente de cacería para la comida. Vamos, señores, que ahogaremos en el vino todo resentimiento.
(Salen todos menos Pocofondo, Slender y Evans.)
Slender.—Daría cuarenta chelines por tener aquí mi libro de canciones y sonetos. (Entra Simple.) ¡Cómo! Simple ¿dónde habéis estado? Tendré que ser mi propio sirviente, ¿no es así? ¿Ni tenéis tampoco á la mano el libro de los enigmas, por supuesto?
Simple.—¡El libro de los enigmas! ¿Pues no lo pres{280}tasteis á Alicia Pocapasta en la fiesta última de Todos Santos, quince días antes del San Miguel?
Pocofondo.—Venid, primo, venid. Os estamos aguardando. Una palabra al oído, primo. Hay, como quien dice, una oferta, una especie de oferta muy á lo lejos, hecha por sir Hugh. ¿Entendéis?
Slender.—Sí, y me encontraréis razonable. Si ha de ser así, haré lo que esté puesto en razón.
Pocofondo.—Pero entendedme bien.
Slender.—Lo hago, señor.
Evans.—Prestad oído á sus consejos, señorito Slender. Ya os describiré el asunto si tenéis capacidad para ello.
Slender.—Haré como diga mi primo Pocofondo. Perdonadme, pues él es juez de paz en su país, aunque yo no sea aquí sino un cualquiera.
Evans.—Pero no se trata de eso. Se trata de lo concerniente á vuestro matrimonio.
Pocofondo.—Sí; este es el punto vital de la cuestión.
Evans.—Por cierto que lo es. Es el punto vital de la señorita Ana Page.
Slender.—Pues siendo así, me casaré con ella si se me pide en debida forma.
Evans.—Pero ¿podéis amar á la mujer? Debemos exigir que lo digáis con vuestros labios; porque muchos filósofos pretenden que los labios son una parte de la boca; por tanto, ¿podéis, sí ó no, inclinar vuestra buena voluntad hacia la doncella?
Pocofondo.—Primo Abraham Slender, ¿podéis amarla?
Slender.—Así lo espero. Haré lo que cumple á uno que quiere obrar en razón.
Evans.—No, por Dios y sus santos y sus esposas; debéis decir positivamente si podéis inclinar hacia ella vuestros deseos.{281}
Pocofondo.—Tenéis que hacerlo. ¿Queréis, siendo buena la dote, casaros con ella?
Slender.—Haré aún mucho más que eso, por cualquiera razón, primo, si lo queréis.
Pocofondo.—No; comprendedme, comprendedme, amable primo mío. Lo que hago es por seros grato, primo. ¿Podéis amar á la doncella?
Slender.—La tomaré por esposa á petición vuestra, señor. Si no hay mucho amor al principio, con el favor del cielo podrá disminuir cuando nos conozcamos mejor después de casados y que haya habido ocasión de conocerse el uno al otro. Espero que con la familiaridad crecerá el menosprecio; pero si decís «casaos con ella,» con ella me caso. Á eso estoy disuelto disolutamente.
Evans.—Muy juiciosa respuesta; salvo la falta en las palabras «disuelto disolutamente,» que quisieron significar «resuelto absolutamente.» Pero su sentido era bueno.
Pocofondo.—Sí, creo que fué buena la intención de mi primo.
Slender.—Y si no, que me ahorquen.
(Vuelve á entrar Ana Page.)
Pocofondo.—He aquí á la hermosa señorita Ana. Querría por vos volver á la juventud, señorita Ana.
Ana.—La comida está en la mesa. Mi padre desea el honor de vuestra compañía.
Pocofondo.—Estoy á sus órdenes, bella señorita Ana.
Evans.—La voluntad de Dios sea bendecida! No faltaré al benedícite. (Salen Pocofondo y sir Hugh Evans.)
Ana.—¿Tenéis á bien, caballero, pasar adelante?
Slender.—No; gracias os doy por ello muy de corazón. Estoy muy bien.
Ana.—Os espera la comida, señor.
Slender.—No tengo hambre, os doy las gracias. Vé,{282} criado, pues todo tú eres mi sirviente, vé á servir á mi primo Pocofondo. (Sale Simple.) Un juez de paz puede alguna vez quedar obligado á su amigo por un sirviente. No tengo á mi servicio sino tres criados y un muchacho, hasta que muera mi madre: pero ¿qué importa? Sin embargo, vivo como si fuera un caballero de cuna pobre.
Ana.—No entraré sin vos, señor. No se sentarán á la mesa hasta que hayáis llegado.
Slender.—Á fe mía, no comeré. Os agradezco, sin embargo, como si comiera.
Ana.—Os suplico, señor, que entréis.
Slender.—Me agradaría más pasear aquí. Os doy las gracias. El otro día, jugando á la esgrima, con espada y daga, con un profesor de armas, me lastimé la cara. Habíamos apostado en tres asaltos un plato de ciruelas guisadas. Desde entonces no puedo soportar el olor de las viandas calientes. ¿Por qué ladran vuestros perros? ¿Hay osos en la ciudad?
Ana.—Pienso que sí, señor. He oído hablar de ellos.
Slender.—Me agrada bastante la diversión de cazarlos; pero en ella soy tan pronto en enfadarme como el hombre que más en Inglaterra. Un oso suelto os intimida ¿no es verdad?
Ana.—Ciertamente que sí, señor.
Slender.—Eso para mí es ahora como comer y beber. Veinte veces he visto suelto á Sakerson, y lo he cogido de la cadena; pero os aseguro que las mujeres han gritado y chillado tanto, que era sobre toda ponderación. En verdad las mujeres no pueden sufrirlos. Son animales bastante feos y rudos.
(Vuelve á entrar Page.)
Page.—Venid, querido señor Slender, venid. Os esperamos.
Slender.—No quiero comer nada. Os doy las gracias, señor.{283}
Page.—Nada, no podéis hacer lo que queráis. Venid, venid.
Slender.—No, os lo suplico. Id delante.
Page.—Vamos, señor; adelante.
Slender.—Señorita Page, id vos primero.
Ana.—De ningún modo yo, señor. Os ruego que sigáis.
Slender.—En verdad, no iré primero, en verdad, no. Sería haceros agravio.
Ana.—Os lo suplico, señor.
Slender.—Prefiero faltar á los buenos modales que á las conveniencias. Os hacéis agravio, en verdad.
(Salen.)
La misma.
Entran sir HUGH EVANS y SIMPLE.
Evans.—Id á averiguar á dónde es la casa del doctor Caius. Allí vive una señora Aprisa, que le sirve de nodriza ó de ama seca, ó de cocinera, lavandera y planchadora.
Simple.—Está bien, señor.
Evans.—Aguardad, que hay mejor. Dadle esta carta; porque es mujer muy del conocimiento de la señorita Ana Page; y la carta es para pedirle que haga presentes á esta señorita los deseos de vuestro amo. Id desde luégo, os lo encarezco. Yo iré á acabar mi comida, pues faltan aún las manzanas y el queso.
(Salen.)
{284}
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF, el POSADERO, BARDOLFO, NYM, PISTOL y ROBIN.
Falstaff.—Posadero mío de la Liga...
Posadero.—¿Qué dice mi enredista matasiete? Hablad con discreción y finura.
Falstaff.—En verdad, posadero mío, que tengo que despedir á algunos de mis secuaces.
Posadero.—Despedidles, mi valeroso Hércules: echadles; que tomen el portante. Al trote, al trote.
Falstaff.—Me cuesta el albergue diez libras por semana.
Posadero.—Eres un emperador, César, Czar y cavilante. Tomaré á Bardolfo. Escanciará los barriles y manejará sus llaves. ¿Está bien dicho, bravo Héctor?
Falstaff.—Hacedlo en buen hora, amigo posadero.
Posadero.—Está dicho. Que me siga. Quiero ver la espuma y la cal. No tengo más que una palabra. Sígueme.
Falstaff.—Bardolfo, vé con él. Es buen oficio el de mozo de taberna. Una capa vieja hace un nuevo coleto, y un criado gastado hace un nuevo mozo de taberna. Vete. Adios.
Bardolfo.—Es un género de vida que deseaba, y he de prosperar en él.
(Sale Bardolfo.)
Pistol.—¡Oh miserable bohemio! ¿Y quieres manejar las espitas?
Nym.—En borrachera fué engendrado. ¿No es natural su gusto? No tiene una mente heróica, y de allí el que tenga aquel instinto.
Falstaff.—Me alegro de haberme desembarazado de tal caja de yesca. Sus robos eran demasiado desca{285}rados. Su manera de hurtar se parece al canto de un mal aficionado: no guarda tiempo ni compás.
Nym.—Lo exquisito es robar en un solo minuto de descanso.
Pistol.—Sutileza, que no robo, es el nombre que dan á esto las gentes sensatas. ¡Robo! Mala peste cargue con la palabra.
Falstaff.—Bien, señores, pero estoy ya en el último apuro. Es necesario que me ingenie, que aguce el majín para encontrar medios. Tiene que ser.
Pistol.—Los buitres jóvenes necesitan alimento.
Falstaff.—¿Quién de vosotros conoce á Ford, de esta ciudad?{286}
Pistol.—Conozco al individuo. No es de mala sustancia.
Falstaff.—Honrados muchachos míos, voy á deciros lo que tengo en perspectiva.
Pistol.—Las dos yardas ó más que tenéis de circunferencia.
Falstaff.—Nada de bromas ahora, Pistol. En verdad que me veo con el agua á las narices; y a pesar de mis dos yardas de redondez no puedo redondearme. Así, estoy por ver de medrar y no de quedarme con un palmo de narices. En una palabra: me propongo enamorar á la esposa de Ford. Entreveo disposición de su parte. Discurre, trincha, dirige miradas tentadoras. Puedo interpretar la acción de su estilo familiar, y la más sólida expresión de su conducta, puesta en buen inglés, dice: «Soy de sir Juan Falstaff.»
Pistol.—La ha estudiado bien: la ha traducido bien: de la honestidad al inglés.
Nym.—Hondo me parece el fondeadero. ¿Morderá ahí el ancla?
Falstaff.—Corre la voz de que es ella quien maneja los cordones de la bolsa de su marido. Tiene legiones de ángeles en oro sellado.
Pistol.—Que llaman á otros tantos diablos. «Á ella, muchacho!» es lo que digo yo.
Nym.—El buen humor toma creces: excelente cosa. Poned de buen humor conmigo á esos ángeles.
Falstaff.—Aquí tengo una carta que le he escrito; y he aquí otra para la esposa de Page, que acaba de ponerme ahora mismo los ojos dulces y ha examinado minuciosamente y como persona experta cuanto puede haber en mí. Sus miradas, como rayos de oro, brillaban revisando ya mi pié, ya mi majestuoso talle.
Pistol.—Entonces podéis decir que el sol brillaba sobre el estercolero.
Nym.—Te felicito por esa jovialidad.{287}
Falstaff.—¡Oh! Pues recorrió todo mi exterior con intención tan manifiesta, que el fuego del deseo en sus ojos parecía quemarme como un lente puesto al sol. He aquí otra carta para ella. También ella maneja la bolsa: es una región de la Guayana: toda oro y liberalidades. Explotaré á una y otra, y serán mi tesorería. Las tendré como á mis Indias Orientales y Occidentales, y comerciaré con ambas. Vé y lleva tú esta carta á la señora Ford; tú, esta á la señora Page. Prosperaremos, muchachos, prosperaremos.
Pistol.—¿Y he de volverme un Mercurio, un Pandarus de Troya, yo que llevo un acero al cinto? No: vaya todo al diablo!
Nym.—No quiero bajezas en la broma. Ea! Tomad la carta. Yo he de conservar una conducta reputable.
Falstaff.—Aquí, muchacho (á Robin.) Lleva tú estas cartas, y sal como mi bajel hacia esas playas doradas. Y vosotros ¡bribones! fuera de aquí! lejos! Pasad como el granizo. Trabajad, surcad el suelo con los talones, buscad albergue, marchaos! Falstaff quiere acomodarse al espíritu de la época, y medrar á la francesa ¡bribones! para mí y para mi paje galoneado.
(Salen Falstaff y Robin.)
Pistol.—Que los buitres te roan las entrañas! Siempre son buenos los dados cargados y la botella, porque arriba y abajo seducen al rico y al pobre. Yo tendré llenos de testones los bolsillos, mientras tú carecerás de ellos, vil turco frigio!
Nym.—Algo me bulle en la cabeza, como sugerido por el deseo de venganza.
Pistol.—¿Quieres vengarte?
Nym.—Por el cielo y su estrella.
Pistol.—¿Por astucia, ó por acero?
Nym.—Con uno y otra. Yo conversaré con Page sobre la fantasía de este amor.
Pistol.—Y yo revelaré igualmente á Ford, cómo{288} Falstaff, vil bribón, tratará de seducir á su paloma, robarle su oro y deshonrar su lecho.
Nym.—No desmayará mi encono. Induciré á Page á que se sirva del veneno: haré que lo posean los celos, porque la sublevación del ánimo altivo es peligrosa. Tal es mi verdadero anhelo.
Pistol.—Eres el Marte de los descontentos, y yo te secundo. Vamos adelante.
(Salen.)
Cuarto en casa del doctor Caius.
Entran la señora APRISA, SIMPLE y RUGBI.
Aprisa.—¿Oyes, Juan Rugbi? Te ruego que vayas á la puerta-ventana, y veas si puedes divisar á mi señor, el señor doctor Caius, en camino hacia aquí; pues á fe mía, que si llega y encuentra á alguien en la casa, ya tendrán que pagarlo la paciencia de Dios y el idioma del rey.
Rugbi.—Voy á hacer de centinela.
(Sale.)
Aprisa.—Vé, que por ello tendremos una buena colación temprano en la noche, te lo prometo, al último calor del carbón de piedra. Es un mozo honrado, servicial y bondadoso como el mejor sirviente que jamás pisó casa alguna. Y os aseguro que no es chismoso, ni pendenciero. Su peor falta es ser dado á rezos, y á veces es testarudo en esto; pero no hay quien no tenga algún defecto. Así, no hagamos caudal de ello. ¿Decís que vuestro nombre es Pedro Simple?
Simple.—Sí, á falta de otro mejor.
Aprisa.—¿Y el señor Slender es vuestro amo?
Simple.—Sí, ciertamente.
Aprisa.—¿No lleva unas grandes barbas redondeadas como la cuchilla de los guanteros?{289}
Simple.—No, en verdad. Tiene una carita escuálida con un poquito de barba amarillenta, barba color de Caín.
Aprisa.—Hombre de espíritu apocado: ¿no es así?
Simple.—Muy cierto; pero tan apto para hacer valer sus manos como cualquiera. Se ha batido con un guarda-caza.
Aprisa.—¿Qué decís? ¡Oh, ya debería recordarlo! ¿No lleva muy erguida la cabeza y se pone tieso al caminar?
Simple.—Exactamente, así es como hace.
Aprisa.—Bien. No envíe el cielo peor fortuna á Ana Page. Decid al señor cura Evans que haré por vuestro señorito cuanto pueda. Ana es una buena doncella, y quiero.....
(Vuelve á entrar Rugbi.)
Rugbi.—Idos. ¡Ay! aquí viene mi amo.
Aprisa.—Seremos exterminados todos. Corred allí, buen joven, meteos en ese armario. (Encierra á Simple en el armario.) No permanecerá mucho rato. ¡Hola! Juan Rugbi. Juan, digo! ¡Ea, Juan! Vé á averiguar del señor. Temo que haya enfermado, pues no le veo venir á casa.
(Canta.)
(Entra el doctor Caius.)
Caius.—¿Qué cantáis ahí? No me gustan estos pasatiempos. Id y traed de mi armario un boitier vert, una caja, una caja verde. ¿Oís lo que digo? Una caja verde.
Aprisa.—Sí, ciertamente, os la traeré. (Aparte.) Me alegro de que no se le ocurriera ir en persona. Á haber encontrado al joven, se habría puesto loco de ira.
Caius.—Uf! Á fe mía que hace demasiado calor. ¡Me voy á la corte. El gran negocio!
Aprisa.—¿Es esta, señor?{290}
Caius.—Sí: ponedla en mi bolsillo. Despachad pronto. ¿Dónde está el bellaco Rugbi?
Aprisa.—¡Hola! Juan Rugbi! Juan!
Rugbi.—Estoy aquí, señor.
Caius.—Eres un Juan Rugbi y un animal Rugbi. Ea! Toma tu sable y ven á la corte pisándome los talones.
Rugbi.—Está listo, señor, aquí en el pórtico.
Caius.—Por vida mía, que demoró demasiado. ¿De qué me olvido? ¡Ah! Allí hay unos medicamentos en el armario. No quisiera olvidarlos por nada de este mundo.
Aprisa.—¡Ay, Dios mío! Va á encontrar allí al mozo, y se pondrá como un vive Cristo!
Caius.—¡Diablo! diablo! ¿Qué hay en mi armario? (Sacando afuera á Simple.) ¡Villano! ¡ladrón! Rugby, mi espada!
Aprisa.—Señor, tranquilizaos.
Caius.—¡Pues hay de qué estar tranquilo!
Aprisa.—Este es un mozo honrado.
Caius.—¿Y qué tienen que hacer los hombres honrados dentro de mi armario? Ningún hombre honrado tiene á qué venir á mi armario.
Aprisa.—Os conjuro para que no seáis tan flemático. Escuchad la verdad. Él vino donde yo con un recado del cura Hugh Evans.
Caius.—¿Y bien?
Simple.—Sí, en conciencia; para rogarle que.....
Aprisa.—Paz, os ruego.
Caius.—Paz á tu lengua. Dime el cuento tú.
Simple.—Á rogar á esta honrada señora, vuestra doncella, que intercediese para con la señorita Ana Page en favor de mi amo, á fin de hacer el matrimonio.
Aprisa.—Eso es todo, ciertamente. Pero no meteré yo la mano al fuego, ni necesito hacerlo.
Caius.—¿Es sir Hugh quien os ha enviado? Dame{291} un poco de papel, Rugbi. Y vos esperad un momento.
(Escribe.)
Aprisa.—Harto me alegro de que esté tan tranquilo. Si se hubiese impresionado mucho, ya le habríais oído poner el grito en el cielo, y con poca jovialidad. Sin embargo, haré por vuestro amo cuanto pueda; pero el sí y el no dependen de mi amo el doctor francés. Y digo mi amo, porque, ya lo véis, estoy encargada de su casa, lavo la ropa, hago el pan, preparo la comida, pongo la mesa, hago la cama, la deshago, y tengo que hacerlo todo.
Simple.—Pues debéis tener bastante peso sobre los brazos.
Aprisa.—¿No os parece? Ya veréis si es una carga pesada. Levantarse á la madrugada y acostarse tarde. Pero no obstante (os lo digo en secreto, pues no deseo que se hable de ello), mi amo en persona está enamorado de la señorita Ana Page; pero á pesar de todo, yo conozco la mente de la señorita: ella no piensa en el uno ni en el otro.{292}
Caius.—Vé, galopín; entrega esta carta á sir Hugh. ¡Voto á sanes! Es un cartel de desafío. Le cortaré el pescuezo en el parque, y enseñaré á este ganapán de cura á entrometerse en lo que no le atañe. Marchaos: no tenéis que hacer aquí. ¡Vive Dios! Que he de cortarlo en dos, y no le dejaré ni manos para tirar una piedra á su perro.
(Sale Simple.)
Aprisa.—El infeliz no habla sino por su amigo.
Caius.—Eso nada importa. ¿No me decís que Ana Page ha de ser mía? Por vida de...! que he de matar á ese intruso clérigo, y ya he encargado al posadero de la Liga que mida nuestras armas. Por mi alma, que he de tener á Ana Page para mí solo!
Aprisa.—Señor, la damisela os ama, y todo irá bien. Debemos dejar hablar á las gentes. ¡Pues no faltaba más!
Caius.—Rugbi, ven conmigo á la corte. Por mi vida, que si no tengo á Ana Page, te planto en la puerta de la calle. Sígueme, Rugbi. (Salen Caius y Rugbi.)
Aprisa.—Lo que tienes es una cabeza de imbécil. No, demasiado bien conozco á Ana Page; ni hay en Windsor quien sepa sus intenciones mejor que yo; ni, gracias á Dios, quien haga más que yo por ella.
Fenton.—(Desde adentro.) Hola! ¿Hay alguien en la casa?
Aprisa.—¿Quién está ahí? Acercaos, os ruego.
(Entra Fenton.)
Fenton.—¿Qué tal, buena mujer? ¿Te sientes bien?
Aprisa.—Lo mejor que su señoría puede desearme.
Fenton.—¿Qué nuevas? ¿Cómo está la bella señorita Ana Page?
Aprisa.—Y por cierto, señor, que es bella y gentil y honrada; y, lo diré de paso, buena amiga vuestra, gracias sean dadas al cielo.
Fenton.—¿Te parece que haré cosa de provecho? ¿No perderé mi tiempo en cortejarla?{293}
Aprisa.—En verdad, señor, que todo depende de la voluntad del que está arriba; pero puedo jurar sobre un libro, que os ama. ¿No tiene vuestra señoría un pequeño lunar encima del ojo?
Fenton.—Ciertamente que sí. ¿Y bien?
Aprisa.—Pues en ello hay todo un cuento. ¡Qué alegre humor el de Ana! Pero, jamás probó pan una doncella más honesta! Una hora entera hablamos ayer de ese lunar. Estoy seguro de que nadie sino ella sería capaz de hacerme reir. Pero, en verdad, es muy propensa á la melancolía y los ensueños; á no ser por vos. Bien; adelante.
Fenton.—Bueno. La veré hoy. He aquí un poco de dinero para ti. Háblale en favor mío, y si la ves antes que yo, salúdala á mi nombre.
Aprisa.—¿Que si lo haré? Ya lo creo que sí. Y diré á vuestra señoría algo más sobre el lunar la próxima vez que podamos hablar confidencialmente; y también de otros pretendientes.
Fenton.—Bien: adios. Estoy muy de prisa en este momento.
(Sale.)
Aprisa.—Dios acompañe á vuestra señoría. Honrado caballero, en verdad; pero Ana no le ama; pues yo conozco su mente tanto como quien más. Acabemos de una vez. ¿Qué se me olvida?
(Sale.)
Delante de la casa de Page.
Entra la señora PAGE con una carta.
SEÑORA PAGE.
ómo! ¿En los alegres días de mi belleza habré escapado á las cartas de amor, y me veré ahora expuesta á ellas? Veamos:—«No me preguntéis por qué os amo, pues aunque el amor toma á la razón por su médico, jamás lo ha tomado por consejero. Ya no estáis en la primavera de la juventud ni yo tampoco, y he ahí un motivo de simpatía. Sois alegre y también lo soy. Pues más simpatía por ello. Gustáis del jerez seco y yo también. ¿Quisiérais mayores causas de simpatía? Sea suficiente para ti (si al menos el amor de un soldado puede ser suficiente) el saber que te amo. No diré compadécete de mí, porque no es frase que cuadre bien á un soldado. Pero diré «ámame.»
¿Qué Herodes de Judea es este? ¡Oh mundo bellaco, pícaro mundo! Echarla de joven y galante quien se está desmoronando de puro viejo! ¿Qué acto inmeditado ha podido sorprender en mi conversación y trato, este flamenco borracho, que así se atreve á emprender conmigo? Pues si apenas ha estado tres veces en mi sociedad! ¿Qué decirle? Entonces me contenía para no reirme, ¡Dios me perdone! Presentaré una moción, para que llevada al Parlamento sirva de freno á los hombres. ¿Cómo haré para vengarme? Porque de vengarme tengo, tan cierto como que él tiene de budín las entrañas.
(Entra la Sra. Ford.)
Sra. Ford.—¡Señora Page! Creedme que iba á vuestra casa.
Sra. Page.—Y yo os aseguro que me dirigía á la vuestra. Tenéis el aire de estar sufriendo mucho.
Sra. Ford.—No por cierto, no lo creeré nunca. Tengo algo que mostrar en prueba de lo contrario.
Sra. Page.—Pues á fe mía, que para mi modo de ver parecéis muy enferma.
Sra. Ford.—Bueno: que sea como decís. Pero dije que puedo mostrar algo para probar lo contrario. ¡Oh señora Page; aconsejadme!
Sra. Page.—¿De qué se trata, mujer?
Sra. Ford.—¡Oh mujer! ¡Á qué alto honor podría{297} yo llegar, si no fuera por un frívolo escrúpulo de respeto!
Sra. Page.—Pues vaya enhoramala el escrúpulo y echad mano de ese honor. Bagatelas á un lado. ¿Qué cosa es?
Sra. Ford.—Podría entrar en la orden de la caballería, con sólo consentir en irme á los infiernos por una eternidad, ó una friolera semejante.
Sra. Page.—¡Cómo! ¡Tú mientes! ¡Sir Alicia Ford! Estos caballeros son todos unos benditos y así no deberías alterar la condición de tu alcurnia.
Sra. Ford.—Perdemos lastimosamente el día. Leed esto, leed y contemplad el modo como puedo alcanzar la orden de caballería. Mientras me venga á las mientes el observar la diferencia en los gustos de los hombres, pensaré lo peor acerca de los gordos. Sin embargo, él no habría dicho un juramento por nada del mundo: ensalzaba la modestia de las mujeres, y era tan ordenado y circunspecto en su reprobación de todas las inconveniencias, que yo habría jurado á favor de la entera consonancia entre sus sentimientos y sus palabras. Pero la verdad es que unos y otras no concuerdan mejor que el miserere de los salmos con la tonada de «las mangas verdes.» ¿Qué borrasca hizo que esta ballena con cien toneladas de aceite en la barriga, viniese á varar en Windsor? ¿Cómo me vengaré de él? Se me ocurre que lo mejor sería entretenerle con esperanzas, hasta que el diabólico fuego de la lujuria le hiciera derretirse en su propia grasa. ¿Quién ha oído jamás cosa semejante?
Sra. Page.—Carta por carta; pero los nombres, Page y Ford, son diferentes. He aquí, para consuelo tuyo en este misterio de malos pensamientos, la hermana gemela de tu carta; pero que la tuya sea la primer nacida y la natural heredera, pues protesto que la mía no lo será jamás. Respondo de que él tiene un{298} millar de estas cartas con el blanco necesario para llenarlo con nombres diferentes; y estas son de la segunda edición. Sin duda alguna las hará imprimir, pues no le importa lo que ponga en prensa, desde que querría ponernos á nosotras dos. Por lo que á mí respecta, más me gustaría ser un gigante, una mujer Titán y tener sobre mí el monte Pelión. Verdaderamente que antes podría encontrar veinte tortugas lascivas que un hombre casto.
Sra. Ford.—Pues por cierto que son las cartas en todo iguales. La misma escritura, las mismas palabras. ¿Qué ha pensado de nosotras este hombre?
Sra. Page.—No lo sé, en verdad. Tentada estoy casi de armar quimera á mi propia honradez. Seguramente me tendré yo misma en el concepto que tendría de mí quien ignorase completamente lo que soy; pues á menos que haya descubierto él en mí algún lado débil que yo misma no conozco, jamás habría podido tener la audacia de abordarme de semejante modo.
Sra. Ford.—¿Llamáis á esto abordaje? Pues ya lo he de poner yo suspendido sobre cubierta.
Sra. Page.—Yo haré otro tanto. Venguémosnos de él; démosle una cita; aparentemos alentarlo en sus galanteos; y con una demora gradual y suave, llevémosle hasta que empeñe sus caballos al posadero de la Liga.
Sra. Ford.—Mientras no sea empañando el lustre de nuestra honestidad, consiento en cualquiera bellaquería contra él. ¡Oh, si hubiese visto esta carta mi marido! Habría sido un alimento eterno para sus celos!
Sra. Page.—Pues mírale ahí que viene; y mi buen esposo con él. Tan distante está de tener celos, como yo de darle causa para ellos; y esto, me atrevo á decirlo, es una distancia inconmensurable.
Sra. Ford.—De las dos, sois la más feliz.{299}
Sra. Page.—Consultemos juntas acerca de ese gordo caballero. Venid conmigo.
(Se retiran.—Entran Ford, Pistol, Page y Nym.)
Ford.—Bueno: espero que no será así.
Pistol.—Espero es en muchos negocios un perro sin cola, un carro sin ruedas. Sir Juan es aficionado á tu esposa.
Ford.—Pero, hombre! si mi esposa no es joven!
Pistol.—El hace la corte á la dama y á la fregona, á la rica y á la pobre, á la joven y á la vieja, una tras otra, ó dos ó más á la vez. Le gusta la variedad. Ponte en guardia, Ford.
Ford.—¡Ama á mi mujer!
Pistol.—Con un calor de quemarse. Toma tus precauciones, ó te vas á encontrar de repente como aquel sir Acteón, que tenía al otro sobre los talones. ¡Oh, y qué nombre tan odioso!
Ford.—¿Qué nombre, si gustáis?
Pistol.—El nombre de cuerno. Adios. Para mientes y abre el ojo, pues de noche es cuando los ladrones están en pié. Y no esperes hasta que llegue el verano y empiecen los cuclillos á repetir la cantinela. En marcha, señor cabo Nym. Créele, Page; te habla en razón.
Ford.—Tendré paciencia hasta descubrir lo que haya en esto.
Nym.—Y es la verdad. No gusto de mentiras. Hízome agravio en algunos caprichos. Yo debía haber llevado aquella pícara carta á vuestra esposa; pero tengo una espada que me ayudará á satisfacer mi necesidad. Lo que hay en todo esto es que él ama á vuestra esposa; y lo digo y lo sostengo, como que mi nombre es Nym. Es la verdad, y Nym me llamo, y Falstaff anda enamorado de vuestra esposa. Adios. No me antojo de venderme por pan y queso, y es toda la fantasía que hay en ello.
(Sale Nym.)
Page.—«La fantasía que hay en ello,» ha dicho.{300} Vaya un mozo capaz de volver la fantasía en sandez.
Ford.—Buscaré á Falstaff.
Page.—Jamás he oído á un bribón tan relamido y tan pesado.
Ford.—Si descubro esto, veremos.
Page.—Yo no daría fe á semejante charlatán, así respondiera por él el cura del pueblo.
Ford.—Hablaba como hombre de seso y de buena índole. Veremos.
Page.—¿Tú por aquí, Margarita?
Sra. Page.—¿Á dónde váis, Jorge? Escuchad.
Sra. Ford.—¿Qué ocurre, querido Frank? ¿Por qué estás melancólico?
Ford.—¡Melancólico! No: no estoy melancólico. Volved á casa, id.
Sra. Ford.—Juraría que tienes ahora alguna cavilación que te calienta el cerebro. ¿Queréis venir, señora Page?{301}
Sra. Page.—Soy con vos. Vendréis á comer, Jorge. Ved quien llega. (Aparte á La señora Ford.) Ella será nuestro mensajero para el caballero bellaco.
(Entra la señora Aprisa.)
Sra. Ford.—Confiad en mí. Yo había pensado en ella, y es muy apta para el caso.
Sra. Page.—¿Venís á ver á mi hija Ana?
Aprisa.—Ciertamente, y os ruego me digáis ¿cómo está la señorita Ana?
Sra. Page.—Venid con nosotras y la veréis. Tenemos que conversar largamente con vos.
(Salen la señora Page, señora Ford y señora Aprisa.)
Page.—¿Qué tal, señor Ford?
Ford.—¿Oísteis lo que me dijo aquel bribón, no es verdad?
Page.—Sí; ¿y oísteis lo que me dijo el otro?
Ford.—¿Creéis que hablan de buena fe?
Page.—El diablo cargue con ellos. ¡Esclavos! No pienso que el caballero propusiera tal cosa; pero estos que le acusan de malas intenciones respecto de nuestras esposas, son una pareja de criados despedidos, que se hacen aún más pícaros ahora que se ven sin servicio.
Ford.—¿Eran sirvientes suyos?
Page.—Sí que lo eran.
Ford.—Pues razón de más para que la cosa me guste menos. ¿Se hospeda en la Liga?
Page.—Allí mismo. Si tal propósito abrigara él acerca de mi esposa, yo se la dejaría accesible sin estorbo alguno; y si consiguiera de ella otra cosa que una buena reprimenda, que me la claven en la frente.
Ford.—Yo no desconfío de mi mujer; pero se me haría pesado dejarlos entregados á sí solos. Puede pecar un hombre por exceso de confianza; y no quisiera yo, por cierto, que me clavaran nada en la frente. No es así como puedo quedar satisfecho.{302}
Page.—He ahí á nuestro pomposo posadero de la Liga, que se acerca. Ó tiene vino en la testa, ó dinero en la bolsa, cuando parece tan alegre. ¿Cómo va, posadero mío?
(Entran el posadero y Pocofondo.)
Posadero.—¡Hola, mi gran picarón! Tú eres un caballero; caballero juez, digo.
Pocofondo.—Soy con vos, mi buen posadero. Buenas tardes, excelente señor Page, una y veinte veces. ¿Querríais venir con nosotros? Tenemos entre manos un pasatiempo.
Posadero.—Contadle, caballero juez, contadle, gran tuno!
Pocofondo.—Pues, señor, hay un duelo pendiente entre el señor Hugh, párroco galo, y el doctor francés Caius.
Ford.—Bien, amigo posadero de la Liga. Deseo hablaros una palabra.
Posadero.—¿Qué dices, gran bribonazo mío?
(Se van á un lado.)
Pocofondo.—(A Page.) ¿Queréis venir con nosotros á presenciar el lance? Mi alegre posadero ha tenido el encargo de medir las armas; y, á lo que pienso, les ha señalado sitios opuestos, porque, creedme, sé que el párroco no es hombre de gastar bromas. Escuchad y os diré en qué consiste nuestro juego.
Posadero.—¿Tienes algo contra mi campeón, mi caballero huésped?
Ford.—Nada, por vida mía; pero os obsequiaré con una botella de Jerez rancio si me introducís á él diciéndole que mi nombre es Brook. Es una mera chanza, pura jovialidad.
Posadero.—Venga esa mano, mi bravo. Tendrás entrada y salida francas. ¿Es bien dicho? Y te llamarás Brook. Es un caballero jovial. ¿Queréis venir, corazones míos?
Pocofondo.—Soy con vos, amigo posadero.{303}
Page.—He oído decir que el francés maneja bien su espada.
Pocofondo.—Bah! Más podría yo decir. En estos tiempos todo se vuelve distancias, y pases, y estocadas, y qué sé yo qué más. Pero el asunto es el valor, señor Page, es el corazón aquí, aquí. Hubo tiempo en que con mi espada larga os habría hecho, á los cuatro gallardos mozos que sois, escabulliros como ratoncillos.
Posadero.—Vamos, muchachos, vamos. ¿Hemos de eternizarnos aquí?
Page.—Á vuestras órdenes. Preferiría una disputa entre ellos á una lucha.
(Salen el Posadero, Pocofondo y Page.)
Ford.—Aunque Page es loco de remate y descansa con tanta seguridad en la fidelidad de su esposa, yo no puedo prescindir de mi opinión tan fácilmente. Ella estuvo en compañía de él en casa de Page, y no se me alcanza lo que harían allí. Bueno, examinaré esto más de cerca. Tengo un disfraz para sondear á Falstaff. Si encuentro que es honrada no habré perdido mi trabajo; y si resulta que no lo es, será trabajo bien empleado.
(Sale.)
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y FISTOL.
Falstaff.—No te prestaré ni siquiera un penique.
Pistol.—Pues entonces haré del mundo una ostra y la abriré con mi espada. Devolveré la suma en equipos.
Falstaff.—Ni un penique. He tenido á bien dejaros tomar mi nombre para que tomaseis dinero sobre prendas. He atormentado a mis amigos para que vos{304} y vuestro compinche Nym obtuviérais tres prórrogas; ó de lo contrario habríais tenido que ir á parar tras de las rejas, como un par de monos enjaulados. Tengo el alma condenada al infierno, por haber jurado á caballeros amigos míos, que erais buenos soldados y bravos mozos, y cuando la Sra. Bridget perdió el mango de su abanico, respondí sobre mi honor de que tú no lo habías tomado.
Pistol.—¿Y no tuviste tu parte? ¿No recibiste quince peniques?
Falstaff.—Reflexiona, bribón, reflexiona. ¿Te imaginas que he de poner mi alma en peligro, gratis? En una palabra, no procures estar colgado de mí, que no he nacido para ser el patíbulo en que te han de colgar. Vete. Una cuchilla poco larga y un poco de muchedumbre, te hacen falta. Vete á tus dominios de Pickthatch, vete. No queríais llevar una carta mía, bribón! Hacéis punto de honor! Por vida mía, has de saber tú, insondable bajeza, que lo más que puedo hacer yo mismo es mantener íntegras las circunstancias de mi honor. Yo, yo, yo mismo, algunas veces, dejando el temor al cielo en mi mano izquierda, y ocultando en la necesidad mi honor, me veo precisado á buscar astucias, á acechar, á sorprender; y sin embargo vos pretendéis esconder vuestros harapos, vuestra figura de gato montés, vuestros dicharachos y vuestros brutales juramentos, bajo la capa de vuestro honor! No, no lo haréis nunca!
Pistol.—Cedo. ¿Qué más podéis exigir de un hombre?
(Entra Robin.)
Robin.—Señor, hay aquí una mujer que desea hablaros.
Falstaff.—Déjala entrar.
(Entra la Sra. Aprisa.)
Aprisa.—Buenos días á vuestra señoría.
Falstaff.—Así los tengas, buena esposa.
Aprisa.—No de esa manera, si place á vuestra señoría.{305}
Falstaff.—Pues entonces, buena doncella.
Aprisa.—Y que podría jurarlo, como mi propia madre cuando me dió á luz.
Falstaff.—Lo creo aun sin juramento. ¿Qué se ofrece conmigo?
Aprisa.—¿Me permitirá su señoría hablarle una palabra ó dos?
Falstaff.—Dos mil, honrada mujer, y te concedo audiencia.
Aprisa.—Señor, hay una señora Ford—os ruego que vengáis un poquito más cerca.—Yo resido en casa del Dr. Caius.
Falstaff.—Bueno. Adelante. Decíais que la señora Ford.....
Aprisa.—Mucha verdad dice vuestra señoría. Os suplico que os acerquéis un poquito más.
Falstaff.—Te aseguro que nadie nos escucha. Esas gentes son de mi servicio: de mi servicio.
Aprisa.—¿En verdad? Dios los bendiga y los haga buenos servidores suyos.
Falstaff.—Bien; pero ¿qué, á propósito de la señora Ford?
Aprisa.—Por mi vida, señor, que es una criatura inmejorable, un alma de Dios! ¡Ay señor! ¡Ay señor! Y qué travieso es vuestra señoría! En fin, que el cielo nos perdone, á vos y á todos nosotros!
Falstaff.—La señora Ford..... Vamos al caso. La señora Ford.....
Aprisa.—Pues allá va todo el asunto en dos palabras. Le habéis trastornado la cabeza de una manera asombrosa! No podría haberlo conseguido el mejor de cuantos galanes luce la corte cuando viene á Windsor. Y os aseguro que han venido caballeros y lores, uno tras otro, en sus carruajes. Os lo aseguro, coche tras coche, carta tras carta, presente tras presente, y todo tan lleno de olor de algalia y tan envuelto en oro{306} y seda, y con mensajes en tan elegantes términos y tan almibarados con la más fina y mejor azúcar, que no habría habido corazón de mujer capaz de resistir. Pues á pesar de todo, os garantizo que no consiguieron ni una guiñada. Yo misma recibí esta mañana un obsequio, veinte ángeles; pero desafío á todos los ángeles á que consigan nada por otro camino que la honradez. Ni el más encopetado de todos logró alcanzar de ella, vamos, lo que es un sorbo de una taza; y eso que había condes, y lo que es aún más, pensionistas! Pero os aseguro que con ella todo sale á lo mismo.
Falstaff.—Pero ¿qué dice de mí? Sed lacónica, mi señora Mercurio.
Aprisa.—Por cierto que recibió vuestra carta, por la cual os da mil veces las gracias, y desea que tengáis aviso de que su esposo estará fuera de casa entre las diez y las once.{307}
Falstaff.—¿Entre diez y once?
Aprisa.—Sí, exactamente. Y en ese tiempo podréis ir á ver la pintura que sabéis, y su esposo, el señor Ford, no estará en casa. ¡Ay! ¡qué vida lleva la pobrecita con él! Es un hombre tan celoso, que la hace pasar la mar á pié, como dicen. ¡Pobre palomita!
Falstaff.—Entre diez y once. Preséntale mis cumplimientos. No dejaré de ser puntual á la cita.
Aprisa.—Muy bien dicho; pero tengo otro mensaje para vuestra señoría. La señora Page os presenta también sus más afectuosos cumplimientos—y dejad que os lo diga muy en secreto—es una esposa recatada y virtuosa, como la mejor que pueda haber en Windsor, y que jamás falta al rezo de la mañana y de la tarde. Me ha pedido decir á vuestra señoría, que su marido sale muy raras veces de casa, pero que tiene ella la esperanza de que no faltará una oportunidad. Jamás, en los días de mi vida, he visto á una mujer tan apasionada de un hombre. Seguramente tenéis alguna magia para encantarlas.
Falstaff.—Os aseguro que no. Fuera del natural atractivo en mi persona, no tengo encantos.
Aprisa.—Pues Dios os bendiga por ellos, mi feliz señor!
Falstaff.—Sólo te ruego que me digas esto: ¿saben la esposa de Ford y la de Page, cada una, que la otra está enamorada de mí?
Aprisa.—Pues bonita la habríamos hecho! Espero que no son tan estúpidas. Por cierto que eso no habría sido sino una treta. Pero la señora Page desea que á todo trance le enviéis á vuestro pajecito. Su esposo tiene un afecto singular hacia éste, y os aseguro que el señor Page es todo un hombre de bien. No hay en Windsor esposos mejor avenidos; como que él hace lo que ella quiere, dice lo que se le antoja, toma cuanto le pide y paga cuanto toma: se acuesta cuando ella lo{308} desea, se levanta cuando se lo dice, y en todo y por todo no se hace en la casa sino lo que ella ordena. Y en verdad que lo merece; porque si hay en Windsor una excelente mujer, es ella. Debéis enviarle vuestro paje, no hay remedio.
Falstaff.—Por supuesto que lo haré.
Aprisa.—Bien; pues manos á la obra. Pero mientras él hace el corre-vé-y-díle entre vosotros dos, cuidad de que haya siempre una excusa ó pretexto ostensible, para que comprendiendo vosotros vuestra buena intención, él no pueda caer en sospecha alguna, pues no está bien que los muchachos entren en malicia. Los viejos, como sabéis, tenemos discreción y conocemos el mundo.
Falstaff.—Adios. Hazme presente á las dos señoras. He aquí mi bolsa, y todavía me reconozco por deudor tuyo. Muchacho, vé con esta mujer. ¡Esta noticia me tiene aturdido!
(Salen la señora Aprisa y Robin.)
Pistol.—Esta galera vieja es uno de los mensajeros de Cupido. Forcemos velas, démosle caza, vamos al abordaje, hagamos fuego y será mía la presa, ó que el Océano nos trague á todos!
(Sale Pistol.)
Falstaff.—¿Con que esas tenemos, mi viejo Falstaff? Sigue adelante, que todavía sacaré de tu viejo cuerpo más que en los tiempos pasados. ¿Todavía te persiguen ellas? Y después de tanto dinero perdido, ¿vas á entrar ahora en ganancias? Gracias, cuerpo mío. Que digan enhorabuena que ha sido hecho groseramente. Con tal de que se gane bastante, ¿qué importa?
(Entra Bardolfo.)
Bardolfo.—Señor Juan, hay abajo un señor Brook que desea hablaros y entrar en relación con vos, y ha enviado para vuestra señoría una bota de jerez seco.
Falstaff.—¿Dices que se llama Brook?
Bardolfo.—Sí, señor.{309}
Falstaff.—Hazle venir. (Sale Bardolfo.) Esta clase de Brooks, que derrama semejante licor, es siempre bienvenida. Ah! ah! Señora Ford, señora Page, ¿no os he atrapado mal, eh? Adelante, adelante, via!
(Vuelve á entrar Bardolfo, con Ford disfrazado.)
Ford.—Dios os guarde, señor.
Falstaff.—Y á vos. ¿Deseáis hablar conmigo?
Ford.—Temo ser demasiado audaz, presentándome en vuestra casa sin preparativo alguno.
Falstaff.—Sois bien venido. ¿Qué deseáis? Retírate, mozo.
(Sale Bardolfo.)
Ford.—Soy un caballero que ha gastado excesivamente. Me llamo Brook.
Falstaff.—Mi buen señor Brook, me alegraré de conoceros más íntimamente.
Ford.—El mismo deseo me anima respecto de vos; pues debo declararos que me considero en mejor situación que la vuestra para prestar dineros. Y esto me ha animado un tanto á entrar aquí inoportunamente, como un intruso; pero dicen que cuando el dinero hace veces de introductor, todas las puertas se abren.
Falstaff.—El dinero es un valeroso soldado, que siempre sale adelante en sus empresas.
Ford.—Por cierto. Y he aquí que tengo este saco de dinero que me molesta; y si queréis, señor Juan, tomar todo ó la mitad de él, ese peso menos tendré que llevar.
Falstaff.—No sé en verdad, señor, cómo podré merecer el ayudaros de este modo.
Ford.—Os lo diré si queréis escucharme.
Falstaff.—Hablad, mi buen señor Brook. Me encantará ser vuestro auxiliar.
Ford.—Dicen que sois instruído. Por tanto, seré lacónico. Os conozco de tiempo atrás, aunque nunca haya tenido tan buena ocasión como deseaba para entrar en relación con vos. Y ahora debo haceros una{310} revelación que pondrá al descubierto muchas de mis imperfecciones; pero, buen sir Juan, si fijáis la vista en mis locuras, á medida que os las refiera, acordaos al mismo tiempo de echar una mirada á las vuestras, á fin de que me sea menos penosa la censura, sabiendo que vos mismo conocéis cuán fácil es caer en semejantes debilidades.
Falstaff.—Perfectamente. Proseguid.
Ford.—Hay en esta ciudad una señora cuyo marido se llama Ford.
Falstaff.—¿Y bien?
Ford.—Hace mucho tiempo que la amo, y os aseguro que no es poco lo que he gastado por ella. La he seguido con la perseverancia más obstinada: he multiplicado las ocasiones de encontrarme con ella; he promovido hasta las más leves oportunidades de alcanzar siquiera á verla un instante: no solamente he gastado con profusión en obsequiarla, sino que he dado mucho dinero por saber lo que ella querría dar: en una palabra, la he perseguido como me ha perseguido á mí el amor, esto es, tomando al vuelo todas las ocasiones posibles. Pero cualquiera que haya sido mi merecimiento, ya por el afecto, ya por los medios, ninguna recompensa he recibido, á no ser que la experiencia sea, como dicen, una joya, y en este caso la he comprado á precio fabuloso. Esto me ha enseñado que:
Falstaff.—¿Y nunca habéis obtenido promesa alguna de satisfacción?
Ford.—Nunca.{311}
Falstaff.—¿Y no la habéis acosado para ello?
Ford.—Nunca.
Falstaff.—¿Pues entonces qué clase de amor era el vuestro?
Ford.—Como una bella casa fabricada en el terreno de otro hombre; de modo que he perdido mi edificio por haber equivocado el sitio donde había de erigirlo.
Falstaff.—¿Y cuál es vuestro propósito al descubrirme todo esto?
Ford.—Cuando os lo haya dicho, lo habré dicho todo. Dicen algunas personas que, aun cuando ella aparece honrada ante mí, sin embargo suele llevar su alegría á tal punto, que se hacen sobre ella poco piadosos comentarios. Y vengo ahora á lo esencial de mi propósito. Vos sois un caballero perfectamente educado, admirable en el discurso, bien acogido en la mejor sociedad, valioso por la posición y la persona, y reconocido por muchas eminentes cualidades de guerra, de corte y de ciencia.
Falstaff.—¡Oh! Me abrumáis!
Ford.—Debéis creerme, pues tenéis conciencia de todo esto. Aquí tenéis dinero: gastadlo; gastadlo todo; gastad más; gastad cuanto tengo; y en cambio, concededme solamente aquella parte de vuestro tiempo que baste á poner un asedio amoroso á la honestidad de la mujer de Ford. Emplead para conquistarla todos los recursos de vuestro arte; que si hombre alguno puede triunfar de ella, ninguno lo podría más pronto que vos.
Falstaff.—¿Y cómo puede conciliarse la vehemencia de vuestra pasión, con la idea de que yo me apodere de lo mismo que anheláis disfrutar? Se me figura que os servís de un remedio en extremo ineficaz.
Ford.—¡Oh! Comprended mi intento. Está esa mujer tan encastillada en la excelencia de su honor, que no me atrevo á presentarle la locura de mi alma.{312} Es como una luz que no puedo mirar de frente porque me deslumbra. Ahora bien: si pudiera acercarme á ella con alguna prueba de su verdadera fragilidad en la mano, mis exigencias y pretensiones tendrían un fundamento para hacerse valer: ella quedaría desalojada entonces de ese atrincheramiento de su pureza, su reputación, su juramento de fidelidad al esposo, y de las otras mil defensas que ahora la hacen inexpugnable para mí. ¿Qué pensáis de este plan?
Falstaff.—Amigo Brook, principiaré por tratar sin ceremonia vuestro dinero; dadme vuestra mano en seguida; y, por último, tan cierto como que soy un caballero, podréis, si queréis, gozar de la esposa de Ford.
Ford.—¡Oh mi buen amigo!
Falstaff.—Señor Brook, os digo que será así.
Ford.—No os faltará dinero, no; lo tendréis de sobra.
Falstaff.—Ni vos necesitaréis una señora Ford, pues la tendréis. Yo estaré con ella (podéis estar seguro de lo que os digo), entre las diez y las once, por cita que ella misma me ha dado. Precisamente cuando llegabais, acababa de salir su asistente, emisaria ó corre-vé-y-dile. Digo que estaré con ella entre las diez y las once, pues á esa hora se hallará ausente el bellaco del marido. Venid por la noche y sabréis el progreso que habré alcanzado.
Ford.—Ah! vuestra amistad es una bendición para mí! ¿Conocéis, por ventura, á Ford?
Falstaff.—Que el diablo cargue con ese pobre bellaco cornudo! No le conozco pero le hago injusticia al llamarle pobre; pues dicen que ese celoso cornudo tiene montones de oro, y por esto mismo me parece su mujer muy apetecible. Me serviré de ella como de llave para abrir el cofre del cornudo bribón, y allí tendré mi cosecha.
Ford.—Me alegraría de que conociéseis á Ford á fin de que le evitéis si le encontráis.{313}
Falstaff.—Vaya al diablo ese tuno, estatua de manteca salada! Le haré perder el seso de un susto; le espantaré con mi bastón, levantado como un meteoro sobre sus astas de cornudo. Veréis, señor Brook, cómo haré lo que quiera de ese paisano, y cómo os acostaréis con su esposa. Venid esta noche temprano. Ford es un bribón y yo le añadiré lo que le falta. Vos, amigo Brook, conoceréis pronto que es bribón y cornudo. Venid temprano esta noche.
(Sale.)
Ford.—¡Qué infernal pillo sibarita es éste! El corazón me quiere estallar de impaciencia! Mi mujer le ha dado cita, queda fijada la hora, y el convenio está hecho! ¿Qué hombre lo habría pensado? ¡Oh! ¡Qué infierno es tener una mujer falsa! La deshonra para mi lecho, el robo para mi caudal, la burla y el escarnio para mi reputación! Y no solamente he de recibir estos viles ultrajes, sino que he de sobrellevar los más abominables dictados de boca del mismo que me infama con los hechos! Dictados! Nombres! Satanás, Lucifer, Amaimón, todo eso suena bien, aunque sean dictados de demonios, nombres de desalmados. Pero ¡cornudo! ¡Complaciente cornudo! Ni el diablo mismo se resigna á llevar semejante nombre! Page es un asno, asno de nacimiento. Confía en su mujer y no es celoso. Antes confiaría yo mi manteca á un flamenco, mi queso al cura galo Hugh, mi botella de aguardiente á un irlandés, ó mi caballo de más estima á un ladrón, que confiar á mi mujer á sí propia. Entonces urde, trama, intriga; y han de ejecutar lo que les viene á la mente: lo han de ejecutar, cueste lo que costare. ¡Gracias al cielo por mis celos! Las once es la hora. Evitaré esto, sorprenderé á mi mujer, me vengaré de Falstaff y me reiré de Page. Voy á atender á ello. Vale más que sea tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde. Vaya! vaya! vaya! ¡Cornudo!... ¡cornudo!... ¡cornudo!...
(Sale.)
{314}
Parque de Windsor.
Entran CAIUS y RUGBI.
Caius.—¿Rugbi?
Rugbi.—Señor.
Caius.—¿Qué hora es?
Rugbi.—Ha pasado, señor, la hora en que sir Hugh prometió venir.
Caius.—Por mi vida, que ha salvado su alma con no venir. Ha rezado bien en su biblia, cuando no ha venido. Voto á sanes, Rugbi, que si viene, es hombre muerto!
Rugbi.—No es tonto, señor. Él sabe bien que vuestra señoría lo habría muerto si hubiese venido.
Caius.—Vive Dios, que no hay arenque tan muerto como él cuando yo lo mate. Voy á decirte el modo cómo he de matarle.
Rugbi.—¡Ay, señor! Yo no entiendo de esgrima.
Caius.—Toma tu espada, canalla.
Rugbi.—Tened calma. Aquí viene gente.
(Entran el posadero, Pocofondo, Slender y Page.)
Posadero.—Dios te bendiga, bravo doctor.
Pocofondo.—Él os salve, señor doctor Caius.
Page.—¿Qué tal, mi buen doctor?
Slender.—Os deseo buen día, señor.
Caius.—¿Á qué habéis venido todos, uno, dos, tres, cuatro?
Posadero.—Á verte batiéndote, yendo á fondo, parando, replicando, yendo de aquí para allí, dando golpes de punta y de filo, haciendo tus pases, dando tus estocadas en tercia, en cuarta, y, en fin, tu flanconada.{315} ¿Ha muerto, etíope mío? ¿Ha muerto, Francisco mío? ¡Ah, bravo! ¿Qué dice mi Esculapio, mi Galeno? ¿Mi corazón de saúco? Ah! ¿Está muerto, bravo Stale? ¿Está muerto?
Caius.—Voto á cribas! Es el clérigo más cobarde del mundo. No se ha dejado ver la cara!
Posadero.—Eres un rey de Castilla, un Héctor de Grecia, muchacho mío!
Caius.—Dad testimonio, os ruego, de que le he esperado dos y tres horas y que no ha venido.
Pocofondo.—Es el más prudente, señor doctor. Él es curador de almas y vos lo sois de cuerpos. Si os batís, váis directamente contra toda la índole de vuestra profesión. ¿No es así, señor Page?
Page.—Vos mismo, señor Pocofondo, habéis sido gran duelista, aunque ahora sois hombre de paz.
Pocofondo.—Puñales! Amigo Page, viejo y hombre de paz como me véis, cuando veo una espada, me comen los dedos por menearla; pues aunque seamos jueces y doctores y gente de iglesia, nos queda aún algo del brío de la juventud. Somos hijos de mujeres, amigo Page.
Page.—No hay duda de ello, señor Pocofondo.
Pocofondo.—Así se ha de descubrir, señor Page. Señor doctor Caius, he venido para llevaros á casa. Estoy juramentado para la paz. Habéis probado ser un médico prudente, y el señor Hugh ha probado ser un prudente y sufrido sacerdote. Tenéis que venir conmigo, señor doctor.
Posadero.—Perdonad, juez-huésped. Una palabra, señor Aguaturbia.
Caius.—¡Aguaturbia! ¿Qué significa eso?
Posadero.—En nuestro idioma, quiere decir valentía, bravo mío.
Caius.—¡Voto á san! que entonces tengo tanta agua turbia como cualquier inglés. ¡Ah, perro sarnoso de{316} clérigo! Voto á tantos que le he de cortar las orejas!
Posadero.—Te clavará los dientes de firme, bravo mío.
Caius.—¿Qué es eso de clavar los dientes?
Posadero.—Es decir que te dará satisfacciones.
Caius.—Pues por vida mía que tendrá que hacerlo, porque yo he de tenerlas.
Posadero.—Y yo le provocaré á ello, ó que se vaya á paseo.
Caius.—Y os doy gracias por esto.
Posadero.—Y además, bravo mío... Pero ante todo, señor huésped, señor Page y caballero Slender, id por la ciudad hasta Frogmore.
(Aparte á éstos.)
Page.—¿Está allí el señor Hugh?
Posadero.—Allí está. Ved en qué disposición se encuentra, y yo haré venir al doctor por entre los campos. ¿Os parece bien?
Pocofondo.—Así lo haremos.
Page.}
Pocofondo.} Adios, amigo doctor.
Slender.}
(Salen Page, Pocofondo y Slender.)
Caius.—¡Voto á....! que he de matar al clérigo, porque se pone á hablar á Ana Page en favor de ese pedazo de mico!
Posadero.—Que muera en buen hora! Pero primero calma tu impaciencia, echa agua fría sobre tu cólera, ven conmigo al través de los campos hasta Frogmore, y te guiaré á la quinta donde está Ana Page en una fiesta, y allí la conquistarás. ¿Digo bien?
Caius.—Por vida de...! que os lo agradezco. Por vida de...! que os amo, y os he de procurar la amistad de mis clientes, caballeros, nobles y lores.
Posadero.—Por todo lo cual seré tu adversario con Ana Page. ¿Digo bien?{317}
Caius.—Por mi alma que está bien, muy bien dicho.
Posadero.—Pues entonces, en marcha.
Caius.—Ven tras de mí, Rugby.
(Salen.)
Campo cerca de Frogmore.
Entran Sir HUGH EVANS y SIMPLE.
EVANS.
s ruego me digáis, buen servidor del señor Slender, y amigo Simple por vuestro nombre, ¿de qué manera habéis buscado al señor Caius, que se da el título de «Doctor en medicina?»
Simple.—En verdad, señor, le busqué en el distrito de la ciudad y en el del parque, en todas direcciones: en el antiguo camino de Windsor, y en todos los demás, excepto el de la ciudad.
Evans.—Pues deseo con la mayor vehemencia, que busquéis también en ese camino.
Simple.—Así lo haré.
Evans.—¡Dios me asista! ¡Cuán lleno estoy de cólera y de incertidumbre! Me alegraré de que él me haya engañado. ¡Qué melancólico estoy! En la primera oportunidad le haré salir la cruz de los calzones por la copa del sombrero, á ese bribón! ¡Dios me asista!
(Canta.){320}
¡Válgame Dios! ¡Y qué gana tengo de llorar!
Simple.—Señor Hugh, vedle que viene por allí abajo.
Evans.—Bien venido.
¡Que el cielo ayude al que tenga justicia! ¿Qué armas trae?
Simple.—Ninguna, señor. Vienen mi amo el señor Slender y otro caballero de Frogmore, y se dirigen hacia aquí.
Evans.—Bien. Dame mi toga; ó más bien, tenla en tu brazo.
(Entran Page, Pocofondo y Slender.)
Pocofondo.—¿Qué tal, señor cura? Buenos días, buen señor Hugh. Quien quiera hacer una maravilla, que separe de los dados á un jugador y dé su libro á un estudiante.{321}
Slender.—¡Ah, dulce Ana Page!
Page.—Dios os guarde, buen señor Hugh.
Evans.—Él os bendiga á todos por su misericordia.
Pocofondo.—¡Qué! ¿La espada y la palabra? ¿Estudiáis una y otra, señor cura?
Page.—¿Y todavía andáis en cuerpo, como un jovencito, en un día tan crudo y reumático?
Evans.—Hay motivos y razones para ello.
Page.—Hemos venido á encontraros, señor cura, con ánima de hacer una buena acción.
Evans.—Muy bien. ¿Cuál es?
Page.—Allá hay un venerable caballero, que juzgándose ofendido por alguna persona, está en la más terrible lucha que se pueda ver con su propia gravedad y paciencia.
Pocofondo.—Ochenta y pico de años he vivido, y nunca he visto á hombre de su posición, gravedad y saber, tan celoso de su propio respeto.
Evans.—¿Quién es?
Page.—Pienso que le conocéis. Es el señor doctor Caius, el reputado médico francés.
Evans.—¡Por Dios y todos los santos del cielo! Preferiría hablar de un hervido de coles!
Page.—¿Por qué?
Evans.—Porque no sabe jota de Hipócrates y Galeno. Y además es un bribón: tan cobarde bribón, como el que más de cuantos pudiérais conocer.
Page.—Os aseguro que este es quien se batiría con él.
Slender.—¡Oh dulce Ana Page!
Pocofondo.—Así parece, por sus armas. Mantenedles separados: aquí viene el doctor Caius.
(Entran el posadero, Caius y Rugbi.)
Page.—No, señor cura: no desnudéis vuestra arma.
Pocofondo.—Ni tampoco vos, mi buen doctor.
Posadero.—Desarmadles y dejad que discutan. Así{322} conservarán ilesos sus miembros y no harán trizas sino nuestro idioma.
Caius.—Dejadme deciros una palabra al oído, si gustáis. ¿Por qué evitáis el encuentro conmigo?
Evans.—Tened un poco de paciencia, os ruego. Ya vendrá el momento oportuno.
Caius.—¡Voto á san! que sois un cobarde, un perro, un mico!
Evans.—Os suplico que no nos hagáis el hazme-reir del buen humor de otras personas. Deseo vuestra amistad, y de un modo ú otro os dejaré satisfecho. (En voz baja.) Os he de sacar á puntapiés la cruz del calzón por la cabeza, gran bellaco, para que no os burléis de citas y compromisos de honor.
Caius.—¡Al diablo! Jack Ruby, y vos, hostelero de la Liga, ¿no le esperé para matarle? ¿No estuve en el sitio designado?
Evans.—Tan cierto como que soy cristiano, este es el sitio que se había señalado. Que lo diga el mismo hostelero de la Liga.{323}
Posadero.—¡Paz! ¡Paz, digo, entre Gales y la Galia! entre galo y francés! Paz entre el que cura el alma y el que cura el cuerpo!
Caius.—Sí, eso es muy bueno, excelente!
Posadero.—Paz, digo. Decid si el posadero de la Liga no es un político sutil, si no es un Maquiavelo! ¿Perderé á mi médico? No! Él es quien me da las pociones y mociones. ¿Perderé á mi cura? ¿Á mi sacerdote? ¿Á mi amigo Hugh? No. El me da los proverbios y los pater-noster. Dame tu mano, hombre terreno, así. Dadme la tuya, hombre místico, así. No sois más que niños en la astucia. Os he engañado á ambos, dirigiéndoos á diferentes lugares para que no pudiérais encontraros. Vuestros corazones están llenos de vigor, vuestros cuerpos ilesos, y el desenlace debe ser una libación de vino jerez. Ea! guárdense esas armas para empeño. Sígueme, hombre de paz. Seguidme, seguidme.
Pocofondo.—Contad conmigo, huésped. Seguid, caballeros, seguid.
Slender.—¡Oh dulce Ana Page!
(Salen Pocofondo, Slender, Page y el posadero.)
Caius.—¡Ah! Ya caigo en cuenta. Nos ha hecho pasar por un par de tontos! ah! ah!
Evans.—Está muy bien. Se ha reído de nosotros. Deseo que vos y yo seamos amigos, y vamos concertando juntos el modo de vengarnos de este despreciable, sarnoso y tahur compañero, el posadero de la Liga.
Caius.—¡Voto á! Con todo mi corazón. Me prometió conducirme á donde Ana Page y también me ha engañado!
Evans.—Bueno. He de romperle la crisma. Tened la bondad de venir conmigo.
(Salen.)
{324}
Una calle de Windsor.
Entran la señora PAGE y ROBIN.
Sra. Page.—No; sigue adelante, galancito mío. Tú debías ir detrás y ahora vas á la cabeza. ¿Te gusta más hacer que te sigan mis ojos, ó seguir con los tuyos los talones de tu señor?
Robin.—Á fe mía que prefiero ir delante como un hombre, que seguirle como un enano.
Sra. Page.—¡Oh! Eres un chico zalamero. Veo que pararás en cortesano.
(Entra Ford.)
Ford.—Me alegro de encontraros, señora Page. ¿Á dónde vais?
Sra. Page.—Por cierto que á ver á vuestra esposa. ¿Está en casa?
Ford.—Sí, y tan ociosa, por falta de compañía, que no sé cómo no se le caen los cuartos. Se me figura que, si muriesen vuestros maridos, os casaríais las dos.
Sra. Page.—De seguro; con otros dos maridos.
Ford.—¿Dónde hubisteis este bonito gallo de campanario?
Sra. Page.—Por nada puedo acordarme del nombre del sujeto de quien lo tuvo mi esposo. Muchacho ¿cómo se llama tu señor?
Robin.—El señor Juan Falstaff.
Ford.—¡El señor Juan Falstaff!
Sra. Page.—El mismo. Nunca puedo dar con su nombre. Hay tanta intimidad entre mi buen hombre y él! ¿Es seguro que vuestra esposa está en casa?
Ford.—Seguro que está allí.
Sra. Page.—Con vuestro permiso. Estoy impaciente por verla.
(Salen la señora Page y Robin.)
{325}
Ford.—¿Tiene Page sesos? ¿Tiene ojos? ¿Tiene algo como entendimiento? Pues si los tiene, no hay duda de que están dormidos: no le sirven para nada. Por cierto que este muchacho llevara una carta veinte millas, con tanta facilidad como un cañón arroja una bala, punto en blanco, á doscientas cuarenta yardas. Page da rienda suelta á la inclinación de su esposa; da impulso y facilidades á su insensatez; y ahora va á donde mi mujer, y la acompaña el muchacho de servicio de Falstaff! Un ciego podría ver al través de esto. ¡La acompaña el muchacho de Falstaff! ¡Bien urdidas están las intrigas! Y nuestras mujeres se juntan para condenarse¡ Bueno. Me apoderaré de él; en seguida torturaré á mi esposa, arrancaré la máscara de falsa modestia de la hipócrita señora Page, exhibiré á Page como un Acteón voluntario; y á estos violentos procederes, todos mis vecinos dirán amen. (Se oye el reloj dar horas.) El reloj me da el aviso, y mi certeza me invita á hacer un registro. Allí encontraré á Falstaff; y seré más encomiado que ridiculizado por esto; porque tan seguro es que Falstaff está allí como que la tierra está bajo los piés. Iré. (Entran Page, Pocofondo, Slender, el posadero, sir Hugh Evans, Caius y Rugbi.)
Pocofondo, Page, ETC.—Pláceme veros, señor Ford.
Ford.—Una buena reunión, á fe mía. Hay una buena mesa hoy en casa; y os ruego á todos que me acompañéis.
Pocofondo.—Debo ofreceros mis excusas, señor Ford.
Slender.—Y yo igualmente, señor. Estamos comprometidos á comer donde la señorita Ana, y no le faltaría por ninguna suma de dinero que se pueda contar.
Pocofondo.—Hemos disertado sobre unas bodas entre Ana Page y mi primo Slender, y hoy debemos recibir la respuesta.{326}
Slender.—Espero contar con vuestro favor, padre Page.
Page.—Tenéis mi buena voluntad, señor Slender. Estoy enteramente á favor vuestro; pero mi esposa, señor doctor, está no menos decidida por vos.
Caius.—Y ¡por vida de...! que la doncella está enamorada de mí; que así me lo ha dicho mi aya, la señora Aprisa.
Posadero.—¿Y qué decís al joven señor Fenton? Él baila, tiene el brillo de la juventud, escribe versos, habla alegremente, y tiene olor de Abril y Mayo. Él ganará la partida; él ganará la partida. Eso está en la masa de la sangre. Ganará la partida.
Page.—No con mi consentimiento, os lo aseguro. No es un caballero apetecible. Era asociado y compinche del príncipe disoluto y de Poins. Pertenece á una región demasiado elevada, y tiene demasiado mundo. No. No será con mi caudal con lo que ha de echar un remiendo á su fortuna. Si ha de tomar á mi hija, la tomará á ella sola; pues la riqueza que poseo, será dirigida por mi voluntad; y mi voluntad no se dirige hacia ese lado.
Ford.—Os suplico lo más encarecidamente que algunos de vosotros vengáis á casa á comer conmigo; pues fuera de la mesa, habrá una buena diversión: os haré ver un monstruo. Vendréis, señor doctor; y también vos, señor Page; y vos, señor Hugh.
Pocofondo.—Bien: quedad con Dios. Así tendremos más libertad para los asuntos matrimoniales en casa del señor Page.
(Salen Pocofondo y Slender.)
Caius.—Vete á casa, Rugbi. Ya iré yo.
(Sale Rugbi.)
Posadero.—Adios, amigos de mi alma. Me voy donde mi honrado huésped el caballero Falstaff á beber con él un trago de vino de España.
(Sale el posadero.)
Ford.—(Aparte.) Creo que primero beberé vino de{327} pipa con él. Ya le haré bailar. ¿Queréis venir, buenos amigos?
Todos.—Somos con vos, para ver el monstruo.
(Salen.)
Cuarto en casa de Ford.
Entran la señora FORD y la señora PAGE.
Sra. Ford.—¡Hola, Juan! ¡Hola, Roberto!
Sra. Page.—Pronto, pronto. Es en la canasta...
Sra. Ford.—Por vida mía. ¡Hola, Robin, ¿oyes?
(Entran criados con una canasta.)
Sra. Page.—Venid, venid.
Sra. Ford.—Ponedla aquí.
Sra. Page.—Dad la orden á vuestras gentes. No tenemos tiempo que perder.
Sra. Ford.—Entended, como os tengo dicho, Juan y Roberto, que debéis estar listos aquí cerca, en la cervecería; y en el mismo instante en que yo os llame, venid, sin dilación ni tropiezo, y tomad esta canasta en vuestros hombros. Con ella iréis á toda prisa hacia los lavaderos de la ciénaga de Datchet, y la vaciaréis en la zanja cenagosa que está junto a la margen del Támesis.
Sra. Page.—¿Lo haréis así?
Sra. Ford.—Les he hecho el encargo una y otra vez. No son instrucciones lo que les falta. Idos, y acudid en el momento en que os llame.
(Salen los criados.)
Sra. Page.—Aquí viene el rapazuelo Robin.
(Entra Robin.)
Sra. Ford.—¿Qué tal, chiquitín mío? ¿Qué nuevas traes?{328}
Robin.—Mi amo sir Juan, ha venido á la puerta falsa, señora, y solicita vuestra compañía.
Sra. Page.—Y tú, rapazuelo prestado, ¿no nos has hecho alguna mala partida?
Robin.—Puedo jurar que no. Mi señor no sabe que estais aquí, y me ha amenazado con despedirme si os digo la menor palabra, pues jura que me pondría á la puerta.
Sra. Page.—Eres un buen muchacho, y tu sigilo te servirá de sastre; como que le deberás un vestido nuevo. Voy á esconderme.
Sra. Ford.—Hacedlo. Vé á decir á tu señor que estoy sola. Señora Page, no os olvidéis de la señal.
(Sale Robin.)
Sra. Page.—Te lo garantizo. Si no desempeño mi papel, sílvame.
(Sale la Sra. Page.)
Sra. Ford.—Pues á ello. Nos serviremos de esta pestilente humedad, de esta grosera calabaza, y le enseñaremos á distinguir las flores de los guijarros.
(Entra Falstaff.)
Falstaff.—¿Te he alcanzado al fin, celeste joya mía? Pues ahora debería yo morir, ya que he vivido bastante tiempo para ver coronada mi ambición. ¡Oh! ¡Bendita hora!
Sra. Ford.—¡Oh simpático sir Juan!
Falstaff.—Señora Ford, no puedo lisonjear, no puedo charlar, señora Ford. Ahora mi deseo es pecaminoso: quisiera que estuviese muerto vuestro marido. En presencia del más encumbrado lord lo diría: te haría mi esposa.
Sra. Ford.—¡Yo, esposa vuestra, sir Juan! Sería una muy pobre esposa para vos.
Falstaff.—No la hay igual en toda la corte de Francia! Veo cómo tu mirada rivaliza con el brillo del diamante; tienes en las cejas el arco armonioso que corresponde á un modelo veneciano ricamente adornado.{329}
Sra. Ford.—Un modesto pañuelo es todo lo que puede venirles bien. Y aun eso, lo dudo.
Falstaff.—Es una traición lo que te haces hablando así. Harías en todo rigor una excelente dama de corte; y tu paso firme y elástico, daría á tu talle la más seductora oscilación bajo los semicírculos de la crinolina. Bien veo lo que serías si no te fuera adversa la fortuna; pero la naturaleza te ha favorecido, y esto no puedes ocultarlo.
Sra. Ford.—Creedme, no tengo tales atractivos.
Falstaff.—¿Pues por qué te he amado? Esto solo basta para convencerte de que hay en ti algo de extraordinario. Vamos, yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello, como tantos de esos remilgados pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombre y perfumados de piés á cabeza. No, no puedo hacerlo, pero te amo, á ti, á ti sola, y lo mereces.
Sra. Ford.—Pero no me traicionéis. Mucho me temo que amáis á la Sra. Page.
Falstaff.—Tanto valdría que dijeras que me gusta ir á parar á la cárcel; cosa que me halaga tanto como el vapor de cal viva.
Sra. Ford.—Bueno. El cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis de ello.
Falstaff.—No varíes de pensamiento, que yo mereceré tu amor.
Sra. Ford.—Nunca, debo decíroslo, si no variáis vos mismo; pues entonces no podría pensar del mismo modo.
Robin.—(Adentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está á la puerta, toda sudando y jadeando y con la cara despavorida, y dice que tiene que hablaros inmediatamente.
Falstaff.—Es necesario que no me vea. Me ocultaré aquí detrás de este tapiz.{330}
Sra. Ford.—Hacedlo. Es una mujer muy chismosa. (Falstaff se oculta.—Entran la señora Page y Robin.) ¿Qué ocurre? ¿Qué hay de nuevo?
Sra. Page.—¡Oh señora Ford! ¿Qué habéis hecho? Estáis cubierta de afrenta, estáis arruinada, estáis perdida para siempre!
Sra. Ford—Pero ¿qué acontece, buena señora Page?
Sra. Page.—¡Pues no es nada, señora Ford! Teniendo por marido á un hombre honrado, darle semejante motivo de sospecha!
Sra. Ford—¿Qué motivo de sospecha?
Sra. Page.—¿Qué motivo de sospecha? ¡Vergüenza para vos! ¿Cómo he podido equivocarme sobre vos?
Sra. Ford—Pero ¡por Dios! ¿de qué se trata?
Sra. Page.—Se trata, mujer, de que vuestro marido viene en este momento con todos los oficiales de Windsor, á sorprender á un caballero que dice está ahora aquí en su casa, de acuerdo con vos, para aprovechar deshonrosamente su ausencia. Estáis perdida!
Sra. Ford—(Aparte.) Hablad más alto.—Espero que no es así.
Sra. Page.—Plegue á Dios que no sea así el que tengáis aquí á tal hombre; pero es indudable que vuestro esposo viene con la mitad de Windsor tras de él, para buscarle aquí. Me he adelantado á ellos por daros aviso. Si os encontráis inocente, me alegro en el alma; pero si ocultáis aquí algún amigo, hacedle salir al instante, al instante. No os atolondréis; apelad á toda vuestra lucidez, defended vuestra reputación ó despedíos para siempre de la buena vida que habíais disfrutado.
Sra. Ford—¡Ay Dios mío! ¿Qué haré? Allí está un caballero, amiga querida; y no es tanto mi vergüenza{331} lo que tomo como el peligro que él corre. Daría mil libras por verle sano y salvo fuera de la casa.
Sra. Page.—¡Qué disparate! Este no es tiempo de «daría esto» ni «daría aquello.» Vuestro marido llegará dentro de pocos instantes. Pensad en algún medio de transportar á vuestro amigo. Ocultarlo en la casa es imposible. ¡Oh! ¡Cómo me habéis engañado! Mirad. Aquí hay un canasto. Si él no es de una estatura desmedida, podrá agazaparse aquí. Lo cubriréis con ropas sucias como para enviar al lavado; ó si aún hay tiempo, enviadlo con vuestros criados á los lavaderos de la ciénaga de Datchet.
Sra. Ford.—Es demasiado corpulento para caber ahí.
(Vuelve á entrar Falstaff.)
Falstaff.—Dejadme ver! Dejadme ver! Probaré entrar. Sí. Entraré, entraré!
Sra. Page.—¡Qué! ¡Señor Juan Falstaff! ¿En esto han venido á parar las cartas que me habéis escrito, caballero?
Falstaff.—Es á ti á quien amo; a nadie sino á ti. Ayúdame á escapar. Déjame meterme aquí dentro. Jamás en mi vida....
(Se mete en el canasto y lo cubren con ropa sucia.)
Sra. Page.—Ayuda á tapar á tu amo, muchacho. Señora Ford, llamad á vuestros criados. ¡Desleal caballero!
Sra. Ford.—¡Hola! Juan! Roberto! ¡Juan! (Sale Robin.—Vuelven á entrar los criados.) Ea! Levantad ese canasto de ropas. Pronto! ¿Dónde está la vara en que se cuelga para llevarlo? Vamos! No hay que andar bamboleándose. Llevadlo á la lavandera en la ciénaga de Datchet. ¡Listos, listos!
(Entran Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)
Ford.—Acercaos, os lo suplico. Si mis sospechas carecen de fundamento, pues bien, burlaos de mí, hacedme vuestro hazme-reir. Lo tendré bien merecido. Hola! ¿Á dónde lleváis eso?{332}
Criado.—Á donde la lavandera, por cierto.
Sra. Ford.—Pues está bien! ¿Qué tenéis que hacer con que lleven eso acá ó allá? Sería mejor que os encargaseis del lavado y de apuntar la ropa.
Ford.—¿Apuntar, eh? Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar! Punta! Punta! Punta! Sí; punta, punta, os lo garantizo. Y de la estación, como se verá luégo. (Salen los criados con la canasta.) Señores; he tenido anoche un sueño y os le he de contar. He aquí mis llaves; aquí, aquí las tenéis. Subid á mis habitaciones, buscad, registrad, descubrid. Os aseguro que atraparemos el zorro. Dejadme primero que obstruya esta salida. Ahora, principiad la caza.
Page.—Buen señor Ford, tranquilizaos. Vos mismo os hacéis grave injusticia.
Ford.—¿De veras? Adelante, caballeros, que vais á tener diversión. Seguidme, señores.
(Sale.)
Evans.—Fantasías de celoso.
Caius.—Por vida de...! que no es así la moda en Francia. Nadie tiene celos en Francia.
Page.—No. Seguidle, señores, y ved el resultado de su investigación.
(Salen Evans, Page y Caius.)
Sra. Page.—¿No hay en esto un doble mérito?
Sra. Ford.—No sé qué me deleita más; si ver que mi marido se engaña, ó ver la burla hecha á sir Juan.
Sra. Page.—¡Qué bien atrapado debió verse cuando vuestro esposo preguntó lo que iba en el canasto!
Sra. Ford.—Temblando estoy de que necesite un baño para lavarse: de manera que echarlo al agua, será hacerle un beneficio.
Sra. Page.—Que el diablo cargue con ese bribón sin vergüenza! De buena gana vería yo en igual trance á todos los de su jaez!
Sra. Ford.—Me parece que mi marido tenía una sospecha particular de que Falstaff estaba aquí; por{333}que nunca le he visto tan rudo en su celo, como ahora.
Sra. Page.—Voy á urdir una trama, para que tengamos algunas tretas más contra Falstaff. Su mal crónico de corrupción, difícilmente cederá á este medicamento.
Sra. Ford.—¿Os parece bien enviar á esa mala peste de la señora Aprisa, para ofrecerle excusas por haberle echado al agua, y darle una nueva esperanza que le haga caer en un nuevo castigo?
Sra. Page.—Sí; hagámoslo. Que venga mañana á las ocho para recibir satisfacciones. (Vuelven á entrar Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans.)
Ford.—No he podido encontrarle. Quizás el bribón se jactaba de lo que no podía alcanzar.
Sra. Page.—¿Habéis oído eso?
Sra. Ford.—Sí, sí, basta. Me tratáis bien, señor Ford, ¿no os parece así?
Ford.—Sí, así lo hago.
Sra. Ford.—Que Dios os haga mejor que vuestros pensamientos.
Ford.—Amen.
Sra. Page.—Os causáis un gran mal vos mismo, señor Page.
Ford.—Sí, sí. Debo sobrellevar todo esto.
Evans.—Así Dios me perdone el día del juicio final, como es verdad que no hay nadie en los dormitorios, ni en los cofres, ni en los armarios.
Caius.—Por vida de..! yo digo lo mismo. No hay nadie, nadie.
Page.—¡Por Dios! ¿No os avergonzáis, señor Ford? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere tal imaginación? No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia, ni por todas las riquezas de Windsor.
Ford.—Confieso que es culpa mía, señor Page, y sufro por ello.
Evans.—Sufrís por una mala conciencia. Vuestra{334} esposa es una mujer tan honesta como podría desearla yo entre cinco mil y quinientas más.
Caius.—Voto á..! que veo claro su honradez.
Ford.—Bien. Os prometí una comida. Venid á dar un paseo por el parque. Os ruego que me perdonéis. Más tarde os diré por qué hice esto. Ven, esposa mía. Venid, señora Page. Os suplico que me perdonéis: lo suplico sinceramente.
Page.—Vamos con él, señores; pero, creedme, que le haremos blanco de nuestra jovialidad. Os invito á almorzar mañana temprano en mi casa. Después iremos á cazar pájaros; tengo un buen halcón. ¿Os acomoda?
Ford.—Lo que queráis.
Evans.—Si hay uno, yo seré el segundo de la partida.
Caius.—Y si hay uno ó dos, yo seré el tercero.
Evans.—Os ruego ahora que os acordéis mañana de aquel sucio bribón de posadero.
Caius.—Perfectamente. ¡Por vida de..! que lo haré con todo mi corazón.
Evans.—¡Sarnoso bribón! Que se permite bromas y burlas!
(Salen.)
Cuarto en casa de Page.
Entran FENTON y ANA PAGE.
Fenton.—Veo que no puedo alcanzar el beneplácito de tu padre. No me obligues de nuevo, dulce Ana mía, á acudir donde él.
Ana.—¡Ay! ¿Qué hacer, pues?
Fenton.—¿Qué? El ser tú misma. Se opone porque considera demasiado alta mi alcurnia, y presume que, mermados mis bienes por mis gastos, sólo procuro restablecerlos á favor de su riqueza. Fuera de estos{335} obstáculos me presenta otros: mis turbulencias pasadas, mis asociaciones de disipación; y me dice que es imposible que yo te ame de otro modo que como una propiedad.
Ana.—Quizás os dice verdad.
Fenton.—No; y así me ampare el cielo en el tiempo futuro. Confieso, sin embargo, que la fortuna de tu padre fué el primer móvil que me impulsó á pretenderte; pero, Ana mía, al hacerlo, encontré que valías más que toda fortuna en oro ó en cualquier otro valor. Ahora no ambiciono otra riqueza que tú misma.
Ana.—Amable señor Fenton, insistid aún en solicitar la buena voluntad de mi padre; buscad de nuevo su consentimiento. Si la oportunidad y la humilde solicitud nada consiguiesen, pues bien! entonces... Escuchad un momento. (Hablan aparte.—Entran Pocofondo, Slender y la señora Aprisa.){336}
Pocofondo.—Interrumpid su conversación, señora Aprisa. Mi pariente debe hablar por sí mismo.
Slender.—Lo echaré á perder de un modo ú otro. Esto no es más que aventurar.
Pocofondo.—No os acobardéis.
Slender.—No, ella no me acobarda. Eso no me importa. Solamente que tengo miedo.
Aprisa.—Oíd, Ana. El señor Slender desea hablaros una palabra.
Ana.—Soy con él al instante. Este es el escogido por mi padre. ¡Oh! ¡Qué cúmulo de viles y feos defectos, parece hermoso por trescientas libras de renta!
(Aparte.)
Aprisa.—¿Y qué tal os va, mi buen señor Fenton?
Pocofondo.—Ya viene.—¡Á ella, primo!—¡Oh muchacho, has tenido padre!
Slender.—Yo tuve padre, señorita Ana; mi tío puede deciros buenas bromas de él. Contad á la señorita Ana el chiste de cómo mi padre se robó dos gansos de la jaula.
Pocofondo.—Señorita Ana, mi primo os ama.
Slender.—Por cierto que sí; tanto como á cualquiera mujer en Gloucestershire.
Pocofondo.—Y os mantendrá en el rango de una dama.
Slender.—Por cierto que sí, y con traje de cola larga, como corresponde al rango de escudero.
Pocofondo.—Y os dará una dote de ciento y cincuenta libras.
Ana.—Buen señor Pocofondo, dejad que él hable por sí mismo.
Pocofondo.—De buen grado y os doy las gracias. Os agradezco este descanso. Os llama, primo. Me retiro.
Ana.—¿Y bien, señor Slender?
Slender.—¿Y bien, señorita Ana?{337}
Ana.—¿Cuál es vuestra voluntad, vuestra disposición?
Slender.—¿Mi voluntad? ¿Mi disposición? Este sí que es chiste. Gracias á Dios, no soy tan enfermizo que haya tenido que hacer mi disposición, ni mi voluntad. No he hecho testamento.
Ana.—Quiero decir, señor Slender, ¿qué es lo que deseáis de mí?
Slender.—Por lo que á mí toca, en verdad, poco ó nada tendría que hacer con vos. Vuestro padre y mi tío lo han hablado entre ellos. Si sale bien, bueno: si no, también. Ellos podrán deciros mejor que yo cómo van estas cosas. Aquí viene vuestro padre; podéis preguntarle.
(Entran Page y la Sra. Page.)
Page.—Bien, señor Slender. Ámale, Ana, hija mía. ¿Qué hacéis aquí, señor Fenton? Sabéis que me inferís agravio empeñándoos en visitar esta casa. Ya os he dicho que he dispuesto de mi hija.
Fenton.—Os suplico no os impacientéis, señor Page.
Sra. Page.—Mi buen señor Fenton, no volváis á acercaros á mi hija.
Page.—No es un partido para vos.
Fenton.—¿Queréis escucharme, señor?
Page.—No, mi buen señor Fenton. Venid, señor Slender: venid adentro, así. Sabiendo mi decisión, señor Fenton, me agraviáis.
Fenton.—Señora Page: amando á vuestra hija con toda la verdad y honradez de mi afecto, fuerza es que sostenga mi pretensión á pesar de todos los obstáculos, repulsas y desaires, y que no desista. Concededme, os suplico, vuestra buena voluntad.
Ana.—Buena madre mía, no me caséis con ese idiota que está allí.
Sra. Page.—No es mi intención. Busco mejor esposo para ti.
Aprisa.—Y ese es mi amo, el señor doctor.{338}
Ana.—¡Ay de mí! Antes querría que me pusieran pronto bajo de tierra, y sembraran berzas encima.
Sra. Page.—Vamos, no te atormentes. Señor Fenton, no seré para vos en esto ni amiga, ni enemiga. Examinaré á mi hija para saber qué grado de afecto os tiene; y según lo que en ella descubra arreglaré mi proceder. Hasta entonces, adios, señor. Es necesario que Ana éntre, ó se enfadaría su padre.
(Salen la Sra. Page y Ana.)
Fenton.—Adios, bondadosa señora; adios, Ana.
Aprisa.—Todo esto es obra mía. ¡Pues qué!—le dije—¿vais á malograr vuestra hija en manos de un imbécil y por añadidura médico? Ya lo véis, señor Fenton, todo esto es obra mía.
Fenton.—Te doy las gracias, y te ruego que esta noche dés á mi dulce Ana esta sortija. Toma por tu molestia.
(Sale.)
Aprisa.—¡Dios te llene de bendiciones! Como que tiene un corazón bondadoso. ¡Una mujer sería capaz de echarse de cabeza al fuego por tan buen corazón! Sin embargo, yo quisiera mas bien que Ana fuese de mi amo, ó del señor Slender; ó en fin, que fuese del señor Fenton. Haré todo lo que pueda por los tres, ya que así lo he prometido y que soy incapaz de faltar á mi palabra; pero especialmente por el señor Fenton. Bueno: ahora tengo que ir con otro mensaje al señor Falstaff de parte de mis dos señoras. ¡Soy un animal en tardarme así!
(Sale.)
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y BARDOLFO.
Falstaff.—Bardolfo, escucha.
Bardolfo.—¿Señor?
Falstaff.—Vé á traerme una pinta de Jerez, y una{339} tostada. (Sale Bardolfo.) ¿Y es posible que haya vivido yo para ver el día en que habían de llevarme en un canasto como un montón de desecho de carnicero, y arrojarme al río? Por mi alma, que si vuelvo á sufrir chasco semejante, he de hacer que mis sesos sirvan para comida de perros el día de año nuevo. Los pillastres, para echarme al Támesis no tuvieron más remordimiento que si se tratara de los cachorros recién nacidos de una perra, con los ojos cerrados. Y por mi tamaño es fácil ver que tengo gran propensión á sumergirme. Si el fondo del río fuera tan hondo como el infierno, creo que iría hasta el fondo. Á no haber sido tan poco profunda la margen, de seguro que me habría ahogado: género de muerte que detesto, porque el agua hace que el cuerpo se hinche ¡y qué cuerpo sería el mío si se hinchara! ¡Vaya! ¡una momia como una montaña!
(Vuelve á entrar Bardolfo, con el vino.)
Bardolfo.—Señor, aquí está la señora Aprisa, que viene á hablaros.
Falstaff.—Déjame vaciar un poco de Jerez sobre esta agua del Támesis; porque tengo en el vientre un frío tal, que no parece sino que hubiese tomado píldoras de nieve. Hazla entrar.
Bardolfo.—Entrad, mujer.
(Entra la Sra Aprisa.)
Aprisa.—Con vuestro permiso: merced, os digo. Doy buenos días á vuestra señoría.
Falstaff.—Llévate estos vasos. Prepárame cuidadosamente un azumbre de Jerez.
Bardolfo.—¿Con huevos, señor?
Falstaff.—No: solo. No quiero grasa de gallina en mi bebida. (Sale Bardolfo.) ¿Y bien?
Aprisa.—Vengo á encontraros de parte de la señora Ford.
Falstaff.—¡La señora Ford! Harto de su nombre estoy. Con ese nombre me ha hecho bautizar en el río.
Aprisa.—¡Qué desgracia! ¡Pero no fué culpa suya,{340} pobre palomita! Así está furiosa contra sus criados porque equivocaron su dirección.
Falstaff.—Así como me equivoqué yo fundando esperanzas sobre la promesa de una mujer atolondrada.
Aprisa.—Pues si viérais cómo se lamenta de aquello, se os partiría el corazón. Su marido sale á cazar pájaros esta mañana, y ella os ruega una vez más que vayáis á verla entre las ocho y las nueve. Me ha exigido que le responda al instante. Ella os dará satisfacciones, os lo garantizo.
Falstaff.—Bien. Iré á visitarla. Dile así, y que considere lo que es un hombre, y su fragilidad, y juzgue por ello de mi merecimiento.
Aprisa.—Así se lo diré.
Falstaff.—Enbuenhora. ¿Decís que entre nueve y diez?
Aprisa.—Entre ocho y nueve, señor.
Falstaff.—Está bien: id. No dejaré de verla.
Aprisa.—Quedad con Dios.
(Sale.)
Falstaff.—Es extraño que no tenga noticia del señor Brook. Me envió á decir que le aguardara. Me agrada bastante su dinero. ¡Oh! Hele aquí que llega.
(Entra Ford.)
Ford.—Dios os bendiga, señor.
Falstaff.—Y bien, señor Brook: ¿habéis venido á saber lo que ha pasado entre la señora Ford y yo?
Ford.—Efectivamente, sir Juan; es el objeto de mi visita.
Falstaff.—Señor Brook, no os diré una mentira: estuve en su casa á la hora convenida.
Ford.—¿Y qué tal os fué por allí?
Falstaff.—Muy desgraciadamente, señor Brook.
Ford.—¿Cómo así? ¿Acaso mudó de parecer?
Falstaff.—No, señor Brook; pero aquel descomunal cornudo de su marido, que vive en la eterna alarma{341} del celoso, se aparece en el instante de más interés, cuando ya nos habíamos abrazado, besado y jurado, y hecho, en fin, el prólogo de nuestra comedia; y tras de él una caterva de sus compañeros, llamados y provocados por su mala índole, a fin de que registraran la casa en busca del amante de su esposa.
Ford.—¡Qué! ¿Mientras estábais allí?
Falstaff.—Mientras estaba allí.
Ford.—¿Y os buscó y no pudo encontraros?
Falstaff.—Vais á oirlo. Como si la buena suerte lo hubiera dispuesto, llega una señora Page: da aviso de la llegada de Ford; y gracias á su inventiva y á la desesperación de la señora Ford, me hicieron entrar en un canasto de ropa.
Ford.—¡En un canasto de ropa!
Falstaff.—Por Dios, en un canasto de ropa de lavado. Allí me sepultaron entre un montón de ropas sucias, camisas y enaguas, hediondas calcetas y medias, servilletas grasientas; de manera, señor Brook, que jamás nariz humana sintió semejante compuesto de pestilentes olores!
Ford.—¿Y cuánto tiempo permanecísteis allí?
Falstaff.—Vais á ver, señor Brook, cuánto he padecido por inducir á esta mujer al mal para bien vuestro. Así acondicionado en el canasto, la señora Ford llamó á un par de los bribones criados de su marido para hacerme llevar á los lavaderos de la Ciénaga de Datchet. Tomáronme en hombros, y al salir se dieron en la puerta con el celoso bribón de su amo, quien les preguntó una ó dos veces lo que llevaban en el cesto. Me tembló el cuerpo sólo de pensar que el bellaco lunático hubiese querido registrar; pero el destino, para que no pueda dejar de ser cornudo, le detuvo la mano. Bien: él se fué á registrar la casa, y yo me fuí en calidad de ropa sucia. Pero atended á lo que siguió, señor Brook. He sufrido las torturas de{342} tres muertes diversas. Primero: un terror indecible de ser descubierto por el apolillado carnero manso. Segundo: estar como hoja de Toledo enrollada con la punta junto á la guarnición, encerrado en la circunferencia de un celemín, con la cabeza entre los piés. Y luégo ser embutido allí con pestíferas telas que fermentaban en su propia grasa. Pensad en esto: un hombre de mi temperamento, sensible al calor como la manteca: un hombre que está continuamente sudando y derritiéndose. Fué un milagro no morir asfixiado. Y en lo más fuerte de este baño, cuando estaba ya medio cocido en aceite, como guisado holandés, ser arrojado al Támesis, y enfriarse en esa marejada, pasando de repente del rojo cereza al ceniza oscuro, como herradura de caballo. Considerad esto, considerad: un calor de ascua, un calor de infierno!
Ford.—Con toda mi alma deploro que por culpa mía hayáis sufrido todo esto. Considero, pues, perdida mi pretensión. ¿Pensáis no volver á hacer la prueba?
Falstaff.—Señor Brook, consentiría en ser arrojado al Etna, como lo he sido al Támesis, antes que dejar esto así. Su marido ha salido á cazar pájaros esta mañana; he recibido de ella otro mensaje dándome nueva cita; y la hora es entre las ocho y las nueve.
Ford.—Pues ya han dado las ocho, señor.
Falstaff.—¿Ya? Entonces acudo inmediatamente á la cita. Venid cuando lo tengáis á bien, y os informaré del progreso que haga. La conclusión ha de ser que gozaréis de ella. Adios. La tendréis, señor Brook, la tendréis y pondréis los cuernos á Ford.
(Sale.)
Ford.—Hum! ¡Ah! ¿Es esto una visión? ¿Es esto un sueño? ¿Estoy dormido? Despierta, Ford: Ford, despierta! Tu mejor precaución se encuentra burlada. ¡Y para esto se casa uno! ¡Para esto tiene uno en su casa ropas y canastas! Bien. Proclamaré en alta voz{343} lo que soy. Ahora no se me escapará el miserable, no. Es imposible que se escape. Está en mi casa, y no se ha de ocultar en una alcancía ni en la caja de la pimienta. Registraré hasta los lugares imposibles, y le he de atrapar á menos que le ayude su consejero el diablo. Si no puedo evitar lo que soy, al menos no me resignaré mansamente á ser lo que no quisiera. Y si he detener cuernos, yo haré que tenga razón el refrán, y que ese bribón salga por la punta de un cuerno.
(Sale.)
La calle.
Entran la Sra. PAGE, la Sra. APRISA y GUILLERMO.
Sra. Page.
e parece que está ya en casa de Ford?
Aprisa.—Sin duda, que ha de estar á esta hora, ó en pocos momentos más. Pero podéis creer que está verdaderamente furioso por aquello de haberlo echado al río. La señora Ford desea que vayáis inmediatamente.
Sra. Page.—Ya estaré con ella dentro de un rato. No voy á hacer mas que dejar en la escuela á mi chico que véis conmigo. Ahí viene su maestro. Es día de asueto, á lo que veo. (Entra sir Hugh Evans.) ¿Cómo estáis, señor Hugh? ¿No es hoy día de escuela?
Evans.—No. El señor Slender ha dado á los chicos permiso para jugar.
Sra. Page.—Señor Hugh, mi esposo dice que mi hijo aprovecha maldita de Dios la cosa en su libro. Y os ruego que le hagáis algunas preguntas sobre sus rudimentos.{346}
Evans.—Ven aquí, Guillermo. Levanta la cabeza. Ven.
Sra. Page.—Venid, gran tuno. Erguid la cabeza y responded al maestro. No tengáis miedo.
Evans.—Guillermo, ¿cuántos números hay en los nombres?
Guillermo.—Dos.
Aprisa.—Pues yo pensé que había uno mas; porque las gentes dicen «nombres raros.»
Evans.—Dejad vuestra charla. ¿Qué significa «bello?»
Guillermo.—Pulchro.
Aprisa.—¡Sepulcro! Pues ya conozco yo muchas cosas más bellas que un sepulcro!
Evans.—¡Qué mujer tan simple! Hacedme el favor de callar. Guillermo: ¿qué significa lapis?
Guillermo.—Piedra.{347}
Evans.—¿Y qué es piedra, Guillermo?
Guillermo.—Un guijarro.
Evans.—No: es lapis. Que no se os borre del cerebro.
Guillermo.—Lapis.
Evans.—¡Bravo, Guillermito! Y decid: ¿de dónde se toman los artículos?
Guillermo.—Los artículos se toman del pronombre, y se declinan así: «Singular, nominativo hic, hæc, hoc.»
Evans.—Nominativo hic, hac, hoc. No hay que distraerse.
Guillermo.—Acusativo hinc.
Evans.—Os encargo no perder la memoria. Acusativo hinc, hanc, hoc.—¿Cuál es el caso vocativo?
Guillermo.—O, vocativo. O.
Evans.—Acordaos. Vocativo caret.
Aprisa.—Provocativa es la carne. Eso ya se sabe. Lo mismo en latín que en todas las lenguas.
Evans.—¡Por Dios, mujer!
Sra. Page.—Callad.
Evans.—¿Cuál es el caso genitivo?
Guillermo.—¿Caso genitivo?
Evans.—Sí.
Guillermo.—Orum, arum, orum.
Aprisa.—¡Mal haya con el genit...! ¡Jesús! ¡Niño! ¡Nunca digas esa palabra!
Evans.—¡Por pudor, mujer!
Aprisa.—¡Es una temeridad enseñar estas palabras á los niños! El le enseña cosas de malicia, que ya se las aprenden solos los muchachos en un abrir y cerrar de ojos. ¡Dios lo sabe!
Evans.—¿Estás loca, mujer? ¿No tienes entendimiento para tus casos y el número de los géneros?
Sra. Page.—Hazme el favor de callar.{348}
Evans.—Declina ahora, Guillermo, algunos pronombres.
Guillermo.—Se me han olvidado.
Evans.—Es así: qui, que, quod. Si olvidáis los qui, los que y los quod, habrá que vestiros de corto. Id á jugar.
Sra. Page.—Sabe mucho más que lo que yo suponía.
Evans.—Tiene una memoria muy feliz. Adios, señora Page.
Sra. Page.—Adios, buen señor Hugh. Vamos á casa, niño. Vamos, ya me he demorado en extremo.
(Salen.)
Cuarto en casa de Ford.
Entran FALSTAFF y la Sra. FORD.
Falstaff.—Señora Ford, vuestro pesar ha hecho desaparecer mi resentimiento. Veo que sois consecuente en vuestro amor, y me precio de cumplido en corresponder hasta la más mínima fineza. Y esto, señora, no sólo en cuanto al amor mismo, sino también en todos los accesorios, complementos y ceremonias que lo acompañan. ¿Pero estáis ahora segura de vuestro marido?
Sra. Ford.—Ha salido á cazar, amable sir Juan.
Sra. Page.—(Adentro.) ¡Ea! ¡Hola! Señora Ford. ¿Me oís?
Sra. Ford.—Entrad á esa cámara, sir Juan.
(Sale Falstaff.—Entra la Sra. Page.)
Sra. Page.—¿Cómo estáis, querida mía? ¿Hay alguien con vos en la casa?{349}
Sra. Ford.—¿Quién podría haber? Nadie sino las gentes de mi servicio.
Sra. Page.—¿De veras?
Sra. Ford.—Nadie, por cierto. (Aparte.) Hablad más alto.
Sra. Page.—No sabéis cuánto me alegro de que estéis sola.
Sra. Ford.—¿Por qué?
Sra. Page.—¡Ay, mujer! Vuestro marido vuelve á su vieja manía. ¡Si oyérais lo que dice allá abajo á mi esposo! ¡Y cómo reniega de cuantos matrimonios hay en el mundo! Maldice á todas las hijas de Eva, de cualquiera condición y carácter que sean; y se golpea la frente gritando: «¡Salid de una vez, salid de una vez!» de modo que cualquiera locura furiosa que haya visto en mi vida, no es más que mansedumbre, paciencia y cortesía, comparada con la furia en que él está. ¡Gracias á Dios que el caballero gordo no está aquí!
Sra. Ford.—¡Pues qué! ¿Habla de él?
Sra. Page.—Nada más que de él; y jura que la última vez que lo buscó lo hicieron salir dentro de un canasto; asegura á mi esposo que él está ahora en este lugar; y ha hecho que todos los que le acompañaban en la caza abandonen su recreo para venir á darles una nueva prueba de sus sospechas. Me alegro en el alma de que el caballero no se encuentre aquí; pues así verá vuestro esposo su propio desatino.
Sra. Ford.—¿Y está cerca de la casa?
Sra. Page.—Al fin de esta calle; de manera que no tardará en llegar.
Sra. Ford.—¡Estoy perdida!—¡El caballero está ahí dentro!
Sra. Page.—¡Ay, Dios mío! ¡Pues entonces estáis arruinada sin remedio, y él ya se puede dar por hombre muerto! Pero ¿qué mujer sois? ¡Que salga al{350} instante, que salga! Mas vale pasar un bochorno que ser causa de un asesinato!
Sra. Ford.—¿Pero por dónde podrá salir? ¿Cómo lo ocultaré? ¿Volveré á ponerlo en el canasto?
(Vuelve á entrar Falstaff.)
Falstaff.—No, no volveré á entrar en el canasto. ¿No podré irme antes de que él venga?
Sra. Page.—¡Ay! Allí están guardándo la puerta tres de los hermanos de Ford, armados de pistolas! Y no dejarán salir á nadie. Si no fuera por esto, podríais salir antes que él llegase. ¿Pero qué hacéis aquí?
Falstaff.—¿Qué haré? ¿Qué haré? Me subiré por la chimenea.
Sra. Ford.—Siempre que vuelven de cazar descargan allí sus escopetas. Meteos por la boca del horno.
Falstaff.—¿Adónde está?
Sra. Ford.—Pero es indudable que registrará allí también. No le quedará armario, cofre, baúl, pozo, bóveda ni rincón por registrar; pues tiene escrita la nota de todo, y se guía por ella: Es imposible ocultaros en la casa.
Falstaff.—Entonces saldré.
Sra. Page.—Si salís tal como estáis, sir Juan, no pasaréis vivo la puerta de la calle. Sólo que pudiérais disfrazaros...
Sra. Ford.—¿Qué disfraz podremos ponerle?
Sra. Page.—¡Qué desgracia! No se me ocurre la menor idea. No hay enaguas bastante grandes para él; que de no, se le podría poner un sombrero, un embozo, un pañuelo, y así podría escapar sin dificultad.
Falstaff.—Por amor de Dios, ingeniad algún medio. Lo que queráis, con tal de que no haya aquí alguna catástrofe.
Sra. Ford.—La tía de mi doncella de labor, la obe{351}sa señora de Brentford, tiene en un cuarto de aquí arriba una bata.
Sra. Page.—Por vida mía que le vendrá bien. Ella es tan gruesa como él. Y ahí están también su sombrero tejido y su manto. Subid, sir Juan.
Sra. Ford.—Subid, subid, amable sir Juan. La señora Page y yo buscaremos algunas blondas para la cabeza.
Sra. Page.—Pronto, daos prisa. Subiremos inmediatamente á vestiros. Mientras tanto, poneos la bata.
(Sale Falstaff.)
Sra. Ford.—Me alegraría de que le encontrase en esta traza mi marido. No puede tolerar á la vieja de Brentford: jura que es bruja: le ha prohibido venir á la casa, y la ha amenazado con echarla á golpes.
Sra. Page.—¡Dios le ponga debajo del bastón de vuestro marido, y venga el diablo á guiar el bastón!
Sra. Ford.—¿Pero viene realmente mi esposo?
Sra. Page.—Sí, y de bastante mal humor, por cierto. Habla del canasto, pero no sé cómo haya podido ser informado de esto.
Sra. Ford.—Probaremos lo mismo otra vez; porque encargaré á mis criados que vuelvan á llevar el canasto, para que se encuentren con él á la puerta, lo mismo que la vez pasada.
Sra. Page.—Ya no debe tardar en presentarse.—Vamos á vestir al otro como á la bruja de Brentford.
Sra. Ford.—Daré primero instrucciones á mis gentes sobre lo que han de hacer con el canasto. Subid, que yo iré en seguida llevando la ropa que falte.
(Sale.)
Sra. Page.—¡Cargue el diablo con el muy rematado pillo! Nunca podremos atormentarle como merece. Daremos una prueba en lo que vamos á hacer, de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que á menudo chanceamos y nos reímos, no{352} pasamos todas de las palabras bulliciosas á las obras calladas. Es refrán antiguo, pero muy verdadero que, «del agua mansa nos libre Dios.» (Sale.)—(Vuelve á entrar la Sra. Ford con dos criados.)
Sra. Ford.—¡Ea! Tomad otra vez en hombros el canasto. Vuestro amo está cerca de la puerta. Si os pide poner en tierra vuestra carga, hacedlo. Pronto, daos prisa. (Sale.)
Criado 1.º—Vamos, vamos, levanta.
Criado 2.º—Dios quiera que no esté lleno con el caballero otra vez.
Criado 1.º—Espero en Dios que no. Tanto me gustaría que estuviese lleno de plomo. (Entran Ford, Page, Pocofondo, Caius, y sir Hugh Evans.)
Ford.—Bueno. Pero si resulta ser verdad: ¿tendréis algún modo de quitarme mi locura? ¡Abajo ese canasto, canalla! Que llamen á mi mujer. ¡Oh vosotros, bellacos, alcahuetes! ¡Aquí hay una pandilla, una conspiración contra mí! Pero toda esta infamia saldrá ahora á luz. ¡Mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí á ver qué ropas tan inocentes enviáis al lavadero!
Page.—Esto es insufrible. Señor Ford, no debéis ya andar suelto. Será menester poneros una camisola de fuerza.
Evans.—Está lunático, loco furioso, tan furioso como un perro con la rabia.
Pocofondo.—Verdaderamente, señor Ford, esto no está bien. En verdad que no. (Entra la señora Ford.)
Ford.—Lo mismo digo yo, señor. Venid aquí, señora Ford; la señora Ford, la mujer honrada, la esposa modesta, la virtuosa criatura que tiene por marido un loco celoso! ¿Sospecho sin motivo, señora mía, no es así?
Sra. Ford.—Si sospecháis de mi honra, pongo al cielo por testigo de que no tenéis razón.
Ford.—Muy bien dicho, sin vergüenza; insiste{353} en ello. Ven acá, criado. (Saca las ropas del canasto.)
Page.—Esto es intolerable.
Sra. Ford.—¿No os avergonzáis? Dejad esos trapos.
Ford.—Ya os encontraré al instante.
Evans.—Esto no está en el orden. ¿Váis á vaciar las ropas de la señora?
Ford.—Vaciad el canasto, os digo!
Sra. Ford.—Pero ¡hombre! ¿qué es esto?
Ford.—Tan cierto como que soy hombre, señor Page, ayer se ha hecho salir de mi casa á un hombre en este canasto. ¿Por qué no había de estar en él también hoy? De que se encuentra en mi casa, estoy seguro: mis informes no pueden engañarme, y mi celo es justo. Echadme fuera todas esas telas.
Sra. Ford.—Si halláis allí un hombre, morirá de la muerte de una pulga.
Page.—Aquí no hay nadie.
Pocofondo.—Sobre mi fe, señor Ford, que esto no está bien. Os hacéis agravio vos mismo.
Evans.—Señor Ford, deberíais rezar en vez de entregaros á las imaginaciones de vuestro corazón. Esto no es más que celos.
Ford.—Bueno. El que busco no está aquí.
Page.—No: ni en parte alguna que no sea vuestro cerebro.
Ford.—Ayudadme á registrar la casa nada más que esta vez; y si no encontramos lo que busco, no tengáis misericordia conmigo; hacedme para siempre el tema de vuestra charla de sobremesa, y que se diga de mí en todas partes: «celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para encontrar al amante de su esposa.» Dadme una sola vez esta satisfacción: busquemos esta vez.
Sra. Ford.—Hola! Eh! Señora Page! Bajad con la{354} anciana, que mi esposo necesita ir á la habitación.
Ford.—¡Anciana! ¿Qué anciana es esa?
Sra. Ford.—La tía de mi doncella, la anciana de Brentford.
Ford.—Una bruja, una mujer perdida, una vieja enredista! ¿No le he prohibido venir á mi casa? ¿Á qué vendrá sino á traer mensajes? Nosotros, hombres sencillos, no sabemos lo que se hace pasar bajo la pretendida profesión de adivinar la fortuna. Ella se sirve de talismanes, de oráculos, de figuras y de cosas por el estilo; todo fuera de nuestro elemento; de manera que no podemos saber nada. ¡Baja de ahí, vieja bruja, baja, te digo!
Sra. Ford.—No le hagáis mal, esposo mío. Caballeros, os ruego que no le dejéis maltratar á la pobre anciana. (Entra Falstaff vestido de mujer, conducido por la señora Page.)
Sra. Page.—Venid, madre Prat, venid, dadme la mano.
Ford.—¿Sí? Pues yo le daré bastón. (Le da golpes.) Harapo! Pelleja! Gato montés! Pandorga! Fuera de aquí! Fuera! Yo te daré conjuros! Yo te daré adivinar fortuna!
Sra. Page.—¿No os da vergüenza? Creo que habéis casi muerto á la pobre mujer!
Sra. Ford.—No tardará en hacerlo. Será para vos un crédito muy honroso.
Ford.—¡Que el diablo cargue con la bruja!
Evans.—Por sí ó por no, me figuro que la mujer es realmente bruja. No me gusta que las mujeres tengan una barba crecida, y he notado una gran barba bajo el embozo de ésta.
Ford.—¿Queréis seguirme, señores? Os suplico que me sigáis á ver el éxito de mis celos. Si he dado la alarma sin fundamento, no confiéis jamás en mí cuando os invite de nuevo.{355}
Page.—Obedezcamos su capricho todavía un poco más. Vamos, caballeros.
(Salen Page, Ford, Pocofondo y Evans.)
Sra. Page.—Creedme, que le ha golpeado lastimosamente.
Sra. Ford.—Pues os aseguro por la misa, que no lo ha hecho así; más bien creo que le ha golpeado sin lástima alguna.
Sra. Page.—Voy á hacer bendecir el bastón y que lo cuelguen en algún altar. Ha prestado un servicio de los más meritorios.
Sra. Ford.—Ahora bien, decidme vuestro parecer. ¿Pensáis que en nuestra condición de señoras y con el testimonio de una buena conciencia, debemos perseguirle con nuevas venganzas?
Sra. Page.—Tengo por seguro que con estos sustos ya se le habrá quitado el espíritu de libertinaje. Si el diablo no lo ha comprado sin pacto de retroventa, pienso que jamás volverá á atrevérsenos.
Sra. Ford.—¿Diremos á nuestros esposos lo que le hemos hecho?
Sra. Page.—Indudablemente debemos decírselo, aunque sólo fuera para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro marido. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, vicioso y obeso caballero debe ser más castigado todavía, nosotras dos seremos aún los instrumentos.
Sra. Ford.—Os garantizo que le harán pasar una vergüenza en público; y creo que de no hacerle pasar esa pública humillación, no deberíamos cesar un instante en la burla que le hacemos sufrir.
Sra. Page.—Pues manos á la obra. Combinemos el plan. No me gusta que estas cosas se enfríen. (Salen.){356}
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran el POSADERO y BARDOLFO.
Bardolfo.—Señor, los alemanes desean tomar tres de vuestros caballos. El duque vendrá mañana á la corte y ellos irán á recibirlo.
Posadero.—¿Qué duque puede ser ese que viene con tanto secreto? No he oído decir de él ni una palabra en la corte. Déjame hablar con esos señores. Ellos hablan el idioma.
Bardolfo.—Bien, señor; les diré que vengan.
Posadero.—Les daré mis caballos, pero haré que me los paguen á buen precio. Yo les exprimiré el jugo. Han tenido mis casas á su disposición una semana, he tenido que despedir á los demás huéspedes. Es necesario hacerles pagar bien: exprimirles el jugo.
(Salen.)
Cuarto en casa de Ford.
Entran PAGE, FORD, la señora PAGE, la señora FORD y sir HUGH EVANS.
Evans.—Es uno de los más discretos procederes de mujer que jamás he visto.
Page.—¿Y envió estas cartas á cada una de vosotras dos á un mismo tiempo?
Sra. Page.—Con quince minutos de diferencia.
Ford.—Perdóname, esposa mía. En adelante harás{357} lo que quieras; y más bien sospecharé al sol de frío, que á ti de frivolidad. Tu honor es ahora, para este antiguo hereje, una verdadera y firme fe.
Page.—Está bien: está bien: basta. No seáis ahora tan extremado en la sumisión como lo fuísteis en la ofensa. Sigamos adelante con nuestro plan, y que nuestras esposas, una vez más para darnos una diversión pública, dén cita á ese viejo obeso, á fin de que nosotros le sorprendamos y le presentemos á la pública vergüenza.
Ford.—Eso es: y no hay mejor modo que el que ellas han sugerido.
Page.—¡Cómo! ¿Haciéndole decir que se encontrarán con él á media noche en el parque? No vendría jamás.
Evans.—Decís que ha sido echado al río y que se le ha estropeado severamente tomándolo por una vieja? Pues se me figura que habrá quedado tan lleno de terror, que no vendrá. Y considero además que carne tan castigada, ya estará curada de malos deseos.
Page.—Pienso lo mismo.
Sra. Ford.—Arreglad el modo cómo habéis de recibirle, que ya arreglaremos nosotras el modo de hacerle venir.
Sra. Page.—Hay un cuento antiguo según el cual, el cazador Herne, que alguna vez fué guarda-bosque de Windsor, se pasea á media noche, durante todo el invierno, al rededor de un roble, llevando en la cabeza grandes cuernos como de ciervo; y allí hiela el árbol y ataca al ganado, y hace que la vaca vierta en vez de leche sangre, y sacude una cadena de la manera más espantosa y temible. Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis bien que los antiguos, llenos de superstición, recibieron como una verdad, y como tal trasmitieron á nuestros días, la fábula del cazador Herne.{358}
Page.—Sin embargo, no faltan muchos que temen pasar en alta noche junto al roble de Herne. Pero ¿qué resulta de eso?
Sra. Ford.—Pues nuestro plan es que Falstaff vaya á encontrarse con nosotras al pié del roble, disfrazado de Herne, con grandes cuernos en la cabeza.
Page.—Bien: admitiendo que acudirá á la cita en el modo y forma que decís, ¿qué vais á hacer con él? ¿Cuál es vuestro intento?
Sra. Page.—También hemos pensado en ello, y he aquí cómo: mi hija Ana Page, mi hijo y tres ó cuatro chicuelos de su edad, estarán vestidos de enanos, de duendes y de hadas, de color verde y azul, llevando en la cabeza coronas de bujías de cera, y matracas en las manos. En el momento en que Falstaff y nosotras estemos reunidos, saldrán ellos precipitándose de repente de su escondite y entonando alguna bulliciosa canción; y á su vista nos escaparemos nosotras dando muestras de grande asombro. Entonces ellos le rodearán, y á usanza de hadas, principiarán á pinchar al torpe caballero, preguntando cómo ha podido atreverse, siendo un profano, á penetrar en sus sagrados senderos en aquella hora de su fiesta.
Sra. Ford.—Y que las supuestas hadas sigan punzándolo bien y quemándolo con sus bujías, hasta que haya confesado la verdad.
Sra. Page.—Y una vez confesada, nos presentaremos nosotras, quitaremos los cuernos al espíritu, y le llevaremos en medio de nuestras burlas hasta su casa en Windsor.
Ford.—Será menester aleccionar bien á los niños para esto; ó de no, jamás podrán hacerlo como se debe.
Evans.—Yo enseñaré á los chicos el modo cómo han de conducirse; y yo mismo me disfrazaré de mono para quemar con mi bujía al caballero.{359}
Ford.—Eso será excelente. Yo iré á comprar los disfraces.
Sra. Page.—Mi Ana será la reina de todas las hadas, elegantemente vestida de blanco.
Page.—Yo le compraré esa seda. (Aparte.) Y al mismo tiempo, se la llevará Slender á Eton para que se casen allí. Ea! Envía sin demora el mensaje á Falstaff.
Ford.—Yo volveré á verle bajo el nombre de Brook y me descubrirá todo su propósito. Es seguro que vendrá.
Sra. Page.—No os cuidéis de ello. Id y procuradnos las cosas que necesitan nuestras hadas.
Evans.—Ocupémonos de ello desde luégo. Son placeres admirables, y muy honestas bellaquerías.
(Salen Page, Ford y Evans.)
Sra. Page.—Id, señora Ford, y enviad la señora Aprisa á donde sir Juan para conocer su disposición. (Sale la señora Ford.) Yo veré al doctor. Él, y nadie sino él, ha tenido mi consentimiento para casarse con Ana. Ese Slender, aunque bien fincado, es un idiota; y mi marido le prefiere á todos. El doctor es acaudalado y tiene amigos poderosos en la corte. Nadie sino él ha de tener á mi hija, aunque haya veinte mil mejores muriéndose por ella.
(Sale.)
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran el POSADERO y SIMPLE.
Posadero.—¿Qué quieres, patán? ¿Qué, imbécil? Habla, resuella, discute; breve, lacónico, pronto, de estallido.{360}
Simple.—Vengo, señor, de parte de mi amo el señor Slender, á hablar con el señor Falstaff.
Posadero.—Pues allí está su cuarto, su casa, su castillo, su cama fija y su cama de ruedas; todo pintado de nuevo con la historia del hijo pródigo. Vé, golpea y llama. Te hablará como un antropófago. Llama, te digo.
Simple.—Á ese cuarto ha subido una vieja, una mujer gorda. Si permitís, aguardaré á que baje, porque en verdad vengo á hablar con ella.
Posadero.—¡Hola! ¡Una mujer gorda! Pueden robar al caballero: daré voces. Bravo caballero! Bravo sir Juan! Habla marcialmente desde tus pulmones. ¿Estás ahí? Es tu posadero, tu efesino, quien llama.
Falstaff.—¿Qué ocurre, posadero mío?
(Desde arriba.)
Posadero.—Aquí hay un tártaro-bohemio que se desespera por que baje tu mujer gorda. Déjala bajar, déjala bajar. Mis cuartos son santuarios. ¿Secretos, eh? ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!
(Entra Falstaff.)
Falstaff.—Hasta hace un momento estaba conmigo una vieja gorda; pero ya se ha ido.
Simple.—Tened la bondad de decirme, señor: ¿no era la hechicera de Brentford?
Falstaff.—Ella misma, concha de ostra: ¿qué tienes que hacer con ella?
Simple.—Mi amo el señor Slender, viéndola pasar por la calle, envía á saber, señor, si un tal Nym que le ha escamoteado una cadena, la tiene ó no.
Falstaff.—He hablado de ello con la vieja.
Simple.—¿Os dignaréis decirme lo que ella dice?
Falstaff.—Sí, por cierto. Dice que el mismo individuo que le escamoteó la cadena es quien le ha defraudado de ella.
Simple.—Hubiera querido hablar con la mujer en{361} persona; pues tenía que hablarle de parte de él sobre otros asuntos.
Falstaff.—¿Cuáles? Sepamos.
Posadero.—Al grano: pronto.
Simple.—No lo ocultaré, señor.
Falstaff.—Ocúltalo, ó mueres.
Simple.—Señor, si no es nada: todo era sobre la señorita Ana Page, para saber si la tendrá mi amo ó no.
Falstaff.—Esa, esa es su fortuna.
Simple.—¿Cuál, señor?
Falstaff.—Tenerla ó no. Vé á decirle que así me lo dijo la mujer.
Simple.—¿Deberé atreverme á decirlo así?
Falstaff.—Sí, señor palurdo. ¿Quién se atreverá á más?
Simple.—Doy gracias á vuestra señoría. Voy á alegrar á mi amo con estas nuevas.
(Sale Simple.)
Posadero.—Eres docto, eres docto, sir Juan. ¿Estabas con una adivina?
Falstaff.—Es verdad, posadero mío, con una que{362} me ha enseñado á tener más ingenio, que lo que jamás había aprendido en toda mi vida. Y que en lugar de pagarle por ello, he sido pagado por mi aprendizaje.
(Entra Bardolfo.)
Bardolfo.—¡Ah, señor! Ha sido una picardía! Una bribonada!
Posadero.—¿Dónde están mis caballos? Habla bien de ellos, bellaco.
Bardolfo.—Se han ido con los rateros; porque apenas había yo pasado de Eton, me arrojaron de las ancas de uno de ellos dentro un gran charco de lodo, y apretaron las espuelas y partieron volando como tres diablos alemanes, como tres doctores Fausto.
Posadero.—No han ido más que á recibir al duque, canalla! No digas que se han fugado: los alemanes son hombres de bien!
(Entra sir Hugh Evans.)
Evans.—¿Dónde está mi posadero?
Posadero.—¿Qué se ofrece, señor?
Evans.—Tened cuidado con las gentes que recibís. Un amigo mío que acaba de llegar á la ciudad, me dice que andan por aquí unos tres primos alemanes que han desbalijado á todos los posaderos de Readings, de Maidenhead y de Colebrook, robándoles dinero y caballos. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Vos sois un hombre listo, lleno de bromas y tretas, y no estaría bien que os dieran el bromazo de escamotearos. Quedad con Dios.
(Sale.—Entra el doctor Caius.)
Caius.—¿Dónde está mi posadero de la Liga?
Posadero.—Heme aquí, señor doctor, lleno de incertidumbre y perplejidad.
Caius.—No estoy muy al corriente del asunto; pero oigo decir que hacéis grandes preparativos para recibir á un duque de Alemania. Por mi alma, que en la corte no se tiene la menor noticia de que venga tal duque. Os lo aviso por la buena voluntad que os tengo. Quedad con Dios.
(Sale.)
{363}
Posadero.—¡Vé, corre, grita, da la alarma, canalla! ¡Ayudadme, caballero! ¡Corre, vuela, da voces de alarma! ¡Villano! ¡Me han robado!
(Salen el Posadero y Bardolfo.)
Falstaff.—Me alegraría de que todo el mundo fuera escamoteado; porque yo lo he sido, y golpeado por añadidura. Si llegara á oídos de la corte el modo cómo he sido transformado y cómo mi transformación ha sido lavada y apaleada, harían derretir gota á gota toda mi gordura, y me flagelarían con sus sátiras y chistes hasta dejarme más encogido que una pera seca. Nunca he medrado desde que falté á mi propósito la primera vez. Bien. Si me alcanzara el aliento no mas que para decir mis preces, me arrepentiría. (Entra la Sra. Aprisa.) ¿Y bien? ¿De dónde venís?
Aprisa.—Ya podéis pensarlo; de donde las señoras que sabéis.
Falstaff.—¡Que el diablo cargue con una de ellas, y la hembra del diablo con la otra! Así quedarán colocadas las dos. Más he sufrido por causa de ellas que cuanto puede soportar la villana inconsecuencia de la disposición del hombre.
Aprisa.—¡Y qué! ¿No han padecido ellas? Sí, por cierto; podéis estar seguro de ello. Especialmente la señora Ford ¡pobre palomita! ha quedado de los golpes de su marido, tan llena de manchas azules y moradas, que no tiene un pedacito blanco en todo el cuerpo.
Falstaff.—¿Qué me cuentas de azul ni de morado? Á mí me han sacado de la piel á fuerza de golpes todos los colores del arco-iris; poco ha faltado para que me prendieran como bruja de Brentford; y gracias á la admirable destreza de mi ingenio en imitar las acciones y movimientos de una vieja, pude salvarme. El bribón de condestable me habría puesto en el cepo, en el cepo público, por bruja.{364}
Aprisa.—Permitidme, señor, hablaros en vuestro alojamiento y sabréis cómo van las cosas, que, os lo aseguro, no dejarán de satisfaceros. He aquí una carta que os hará saber algo. ¡Dios mío! ¡Y qué afanes cuesta poneros uno junto á otra! Sin duda que entre vosotros dos hay quien cumple mal con el cielo, según son las dificultades que se encuentran!
Falstaff.—Subid á mi cuarto.
(Salen.)
Entran FENTON y el POSADERO.
Posadero.—Señor Fenton, no me habléis. Tengo el ánimo abatido y estoy por abandonarlo todo.
Fenton.—Oidme, sin embargo; ayudadme en mi intento y á fe de caballero prometo daros cien libras en oro sobre el total de vuestra pérdida.
Posadero.—Os oiré, señor Fenton; y al menos seguiré vuestro consejo.
Fenton.—De vez en cuando he solido hablaros del íntimo afecto que profeso á la bella Ana Page, quien me apoya, hasta donde le es permitido escoger por sí misma y corresponde á mi amor. Tengo una carta suya, cuyo contenido no dejará de causaros asombro, en la cual andan tan mezclados la jovialidad de aquél y mi propio asunto, que es imposible presentar al uno separado de la otra. En esto corresponde un gran papel al obeso Falstaff; pero ya os mostraré (enseñándole la carta) más tarde todo el asunto de la broma. Escuchad ahora, posadero mío. Esta noche, en el roble de Herne, precisamente entre las doce y la una, mi dulce Ana tiene que representar á la reina de las hadas y he aquí con qué objeto: mientras tienen lugar otros juegos, deberá en obediencia á un mandato de su padre,{365} fugar con Slender y dirigirse á Eton, donde serán casados inmediatamente. Y ella ha consentido. Por otra parte, su madre, que se opone tenazmente á ese enlace y está resuelta á favor del doctor Caius, ha convenido en que éste aproveche la distracción que causarán los juegos y se deslize con ella á la abadía, en donde los espera un sacerdote para casarles. Á este plan de su madre, ella, dócil en apariencia, ha consentido, dando su promesa al doctor. Ahora, la cosa se ha arreglado así; su padre quiere que esté vestida de blanco y que Slender en el momento oportuno la tome de la mano y la invite á seguirle; lo cual deberá hacer ella. La madre quiere que para hacerla conocer del doctor (pues todos han de estar enmascarados) se presente vestida de un traje verde, flotante y con largas cintas que bajarán desde la cabeza, y en el instante que parezca favorable al doctor, éste la haga señal con la mano; en lo cual ha consentido la doncella para salir con él.
Posadero.—¿Y á quién desea ella engañar? ¿Al padre ó á la madre?
Fenton.—Á ambos, mi querido posadero, para poder venir conmigo. Y todo consiste ahora en que me procuréis un vicario que me aguarde en la iglesia; entre doce y una y dé á nuestros corazones en nombre del matrimonio, la unión legal que necesitan.
Posadero.—Bien: abrazo vuestro plan. Iré adonde el vicario. Traed á la doncella, que no es sacerdote lo que os podrá faltar.
Fenton.—Y por ello te seré obligado eternamente, fuera de la recompensa que te otorgaré desde luégo.
Cuarto en la posada de la Liga.
Entran FALSTAFF y la Sra. APRISA.
FALSTAFF.
asta de charla. Vete. Lo cumpliré. Esta es la tercera vez, y creo que á la tercera va la vencida. Márchate. Dicen que hay algo de la voluntad del cielo en los números impares, ya sea en el nacer, en la suerte, ó en el morir. Vete, vete.
Aprisa.—Os proveeré de la cadena, y haré cuanto esté á mi alcance para procuraros un par de cuernos.
Falstaff.—Márchate, digo. El tiempo pasa. Vamos: levanta la cabeza, y trote menudo. (Sale la Sra. Aprisa.) (Entra Ford.) ¡Hola! ¿Qué tal, señor Brook? Ha de saberse la verdad esta noche, ó nunca. Estad en el parque esta media noche, junto al roble de Herne, y veréis maravillas.
Ford.—¿No fuísteis ayer, señor, conforme á la cita que me dijísteis os había dado?
Falstaff.—Á la cita fuí, señor Brook, como el pobre hombre que me véis; pero salí de ella como una pobre vieja. Ese mismo pillo, Ford, su esposo,{368} tenía en el cuerpo, señor Brook, el diablo más furioso de celos que jamás haya infundido frenesí á un hombre. Os diré que, tomándome por una anciana, me aporreó terriblemente; pues ya se echa de ver que en mi propia forma de hombre no temería yo ni al mismo Goliat con una viga de telar; porque sé también que la vida es una lanzadera. Estoy de prisa. Venid conmigo, señor Brook, y os lo diré todo. Desde los días en que desplumaba gansos, corría la tuna y jugaba al trompo, no he sabido lo que es atrapar golpes hasta esta ocasión. Seguidme, y os referiré extrañas cosas de este bellaco Ford, de quien he de vengarme esta noche, y cuya esposa os he de entregar.
(Salen.)
En el parque de Windsor.
Entran PAGE, POCOFONDO y SLENDER.
Page.—Venid, venid. Nos ocultaremos en el foso del castillo hasta que veamos las luces de nuestras hadas. Hijo Slender, no os olvidéis de mi hija.
Slender.—No, por cierto. La he hallado y tenemos convenida una palabra para reconocernos. Yo debo llegar vestido de blanco y exclamar: ¡chito! y ella debe responder ¡morral! y así conoceremos cada uno al otro.
Pocofondo.—Eso está bien; pero ¿qué necesidad hay de que vos exclaméis: ¡chito! y ella morral? El vestido blanco os la hará ver bien claro. Han dado las diez.
Page.—La noche es oscura, y le vienen bien luces y espíritus. ¡Que el cielo favorezca nuestro juego! Aquí nadie desea el mal sino el diablo, y lo conoceremos por sus cuernos. Vámonos. Seguidme.
(Salen.)
{369}
La calle en Windsor.
Entran la Sra. PAGE, Sra. FORD y doctor CAIUS.
Sra. Page.—Señor doctor, mi hija está vestida de verde. Tan pronto como veáis llegada la oportunidad, tomadla por la mano, llevadla á la abadía y despachad la ceremonia aprisa. Id primero al parque. Nosotras dos debemos ir juntas.
Caius.—Ya sé lo que tengo que hacer. Adios.
Sra. Page.—Id con Dios. (Sale Caius.) Mi marido no se alegrará tanto de la burla á Falstaff, como se fastidiará del casamiento del doctor con mi hija. Vale más un rato de mal humor que toda una vida de padecimientos.
Sra. Ford.—¿Adónde está ahora Ana con su cortejo de hadas? ¿Y el diablo galo Hugh?
Sra. Page.—Están todos en una zanja cerca del roble de Herne, con las luces escondidas, y en el momento en que Falstaff se encuentre con nosotras, las harán brillar todas á un tiempo en la oscuridad de la noche.
Sra. Ford.—Eso no podrá menos que dejarle azorado.
Sra. Page.—Si no se azora, sufrirá la burla. Y si se azora, la sufrirá de todos modos.
Sra. Ford.—Se la jugaremos buena.
Sra. Page.—No hay pecado en burlarse de tales libertinos y de su corrupción.
Sra. Ford.—Se acerca la hora. Vamos al roble, al roble!
(Salen.)
{370}
Parque de Windsor.
Entran sir HUGH EVANS y hadas.
Evans.—Corred, corred. Vamos, y acordaos de vuestros papeles. Sed osados, os ruego. Seguidme á la zanja, y cuando os haya dado la señal, haced lo que os diga. Ea! vamos! corred, corred!
Otra parte del Parque.
Entra FALSTAFF disfrazado y con una cabeza postiza de gamo.
Falstaff.—La campana de Windsor ha sonado las doce; y ahora, que me asistan los dioses de sangre ardorosa. Acuérdate, Júpiter, de que por tu Europa fuíste toro: llevabas el amor en tus cuernos. ¡Oh poderoso amor! Que bajo ciertos aspectos haces de la bestia un sér humano, y bajo otros haces del hombre una bestia! También ¡oh Júpiter! por amor á Leda fuíste cisne. ¡Oh amor omnipotente! ¡Qué cerca pusiste al dios de parecer un ganso! Primero, una falta cometida bajo la forma de una bestia; falta bestial; ¡oh Júpiter! Y en seguida otra falta bajo la apariencia de una ave; falta volante. Cuando los dioses hacen tales faltas, ¿qué haremos los pobres hombres? Por mi parte, soy ahora un ciervo de Windsor, el más gordo de los del bosque, según creo. Envíame ¡oh Júpiter! un buen tiempo de brama. Pero ¿quién viene? ¿Es acaso mi cierva?
(Entran la Sra. Ford y la Sra. Page.)
{371}
Sra. Ford.—¿Estás aquí, sir Juan, gamo, gamo mío?
Falstaff.—¿Es mi cierva de pequeña cola negra? Que lluevan patatas; que los truenos canten la tonada de «las mangas verdes», que caigan por granizo confites azucarados: que haya una borrasca de todas las tentaciones; yo me refugiaré siempre aquí.
(La abraza.)
Sra. Ford.—La señora Page ha venido conmigo, vida mía.
Falstaff.—Pues divididme como ciervo regalado, la mitad de las ancas para cada una; guardaré para mí los costados, daré los hombros al mozo que pasea por aquí, y dejaré en legado á vuestros maridos estos cuernos. ¿No soy un verdadero montañés? ¿No hablo como el cazador? Por mi alma que ahora Cupido es muchacho de conciencia, como que hace restitución. Sed bienvenidas á este vuestro espíritu verdadero.
(Se oye ruido dentro.)
Sra. Page.—¡Ay! ¡Qué ruido!
Sra. Ford.—¡Que el cielo se apiade de nosotras!
Falstaff.—¿Qué podrá ser?
Sra. Ford. | } | Huyamos! |
Sra. Page. |
(Se van.)
Falstaff.—Parece que el diablo no quiere que yo me condene, mientras la grasa que hay en mí no haga prender fuego al infierno. Á no ser así, no me contraría de este modo.
(Entran sir Hugh Evans en traje de sátiro, la señora Aprisa y Pistol; Ana Page como reina de hadas, acompañada por su hermano y otros, en traje de hadas, con bujías de cera en la cabeza.)
Aprisa.—Hadas negras, pardas, verdes y blancas; vosotras, alegres huéspedes de la claridad de la luna y de las sombras de la noche; vosotras, herederas huérfanas de un destino invariable, atended á vuestras{372} funciones y gerarquía. Duende heraldo, haced los tres pregones de las hadas.
Pistol.—Duendes, escribid vuestros nombres: guardad silencio, aéreos rapazuelos. Grillo, tú saltarás á las chimeneas de Windsor; y en donde encuentres fuegos llenos de cenizas y piedras de hogar sin barrer, punzad á las doncellas hasta ponerlas moradas como ciruelas. Nuestra brillante reina aborrece el desaseo y las gentes desaseadas.
Falstaff.—Son hadas. Quien oiga lo que hablan, tiene que morir por ello. Cerraré los ojos y me acostaré. Ningún hombre debe ver lo que hacen.
(Se acuesta boca abajo.)
Evans.—¿Á dónde está Pede? Vé, y en donde quiera que encuentres á una doncella que antes de acostarse haya dicho tres veces sus oraciones, estimularás los órganos de su fantasía y la adormecerás en un sueño tan profundo y delicioso como el de la infancia. Pero á las que se duermen sin pensar en sus pecados, pínchalas en los brazos, las piernas, las espaldas, los hombros, los costados y las espinillas.
Aprisa.—¡Á la obra! ¡Á la obra! Duendes, registrad el castillo de Windsor por dentro y fuera; hechiceras, derramad la buena suerte en cada sagrada habitación, para que se mantenga en pié hasta el fin de los siglos, en estado tan perfecto como conviene al Estado; digno siempre de su dueño y éste de él. Cuidad de perfumar el asiento de cada orden, con los jugos y aromas de las flores más preciadas: y sean para siempre bendecidos los leales blasones, escudos y crestas de cada uno. Y por la noche, vosotras, hadas de las praderas, cantad en coro formando un anillo á semejanza del de la Jarretera; y que la divisa que éste ostenta, sea más fértil en nueva vida que todos los campos, y escribid: Honi soit qui mal y pense, con ramilletes de esmeralda, flores moradas, blancas y azules, como za{373}firos, perlas y ricos bordados, enlazándolas bajo la rodilla doblada de esta orden de caballería. Las flores son la escritura de las hadas. Marchad! Dispersaos! Pero hasta que suene la una, renovemos la acostumbrada danza al rededor del roble de Herne el cazador.
Evans.—Poneos en orden, os ruego, entrelazando las manos de unos con otros; y mientras bailamos al rededor del árbol, veinte luciérnagas nos servirán de linternas para guiar nuestra danza. Pero deteneos. Siento el olor de un hombre de enmedio de la tierra.
Falstaff.—Dios me defienda de este duende galo; no sea que me haga transformar en un pedazo de queso!
Pistol.—¡Vil gusano! Fuíste mirado con desprecio aun en el instante en que naciste.
Aprisa.—Tocad la extremidad de su dedo con el fuego de prueba. Si es casto, la llama se retirará por sí sola sin causarle dolor alguno, pero si hace cualquier movimiento, entonces es la carne de un corazón corrompido.
Pistol.—Á la prueba: venid.
Evans.—Venid. ¿Arderá esta madera?
(Le queman con sus bujías.)
Falstaff.—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!
Aprisa.—¡Corrompido, corrompido y manchado por la lujuria! Á él, duendes y hadas. Entonad una canción de desprecio, y mientras saltáis, idlo pinchando á compás.
Evans.—Es justo. Está lleno de lujuria é iniquidad.
(Durante la canción, las hadas pinchan á Falstaff. El doctor Caius llega por un lado y se escapa con una hada vestida de verde; Slender por otro lado se lleva á una vestida de blanco. Y llega Fenton y se lleva á Ana Page. Se oye adentro ruido de caza: todas las hadas huyen. Falstaff se quita la cabeza de gamo y se levanta.—Entran Page, Ford, señora Page y señora Ford, y se apoderan de él.)
Page.—No hay que huir. Me parece que esta vez os hemos atrapado. ¿No habrá nadie sino Herne el cazador que haga vuestro negocio?
Sra. Page.—Vamos; os ruego no llevar la broma más lejos. Y ahora, buen sir Juan, ¿qué tal os gustan las esposas de Windsor? ¿Véis, esposo mío? ¿No sientan mejor estas hermosas astas al bosque que á la ciudad?
Ford.—Y bien, señor mío: ¿quién es ahora el cornudo, el bribón cornudo? He aquí sus cuernos, señor Brook; y no ha gozado cosa alguna de Ford, señor Brook, excepto su canasto de la ropa sucia, su bastón,{375} y veinte libras en dinero, que tendrá que pagar al señor Brook, por cuanto, señor Brook, se le han embargado los caballos con ese objeto.
Sra. Ford.—Mala suerte hemos tenido, señor Juan; nunca pudimos gozar una cita. No volveré á tomaros por mi galán, siervo de mis antojos; pero sí os contaré siempre como á mi ciervo.
Falstaff.—Principio á comprender que me han hecho hacer el papel de asno.
Ford.—Y además el de buey. Las pruebas de uno y otro están á la vista.
Falstaff.—¿Y estos no son hadas? Tres ó cuatro veces me asaltó la idea de que no eran hadas; y sin embargo, la culpabilidad de mi intento, la súbita sorpresa de mis facultades, convirtió la tosquedad de la ficción en natural creencia de que á despecho de todo ritmo y razón eran hadas. He aquí, pues, de qué modo puede degenerar el ingenio en estupidez, cuando se encamina á un mal propósito.
Evans.—Servid á Dios, sir Juan, y dejad vuestros malos deseos, y las hadas no os atormentarán.
Ford.—Bien dicho, duende Hugh.
Evans.—Y dejad vos también vuestros celos, os lo suplico.
Ford.—Jamás volveré á desconfiar de mi esposa, hasta que podáis galantearla en lenguaje correcto.
Falstaff.—¿Acaso he puesto mi cerebro á secarse al sol, que no veo cómo evitar un exceso tan grosero como este? ¿También tengo que sufrir á este cabrón galo? ¿Habré de tener una coronilla de rizos? Ya es tiempo de que me atorase con un pedazo de queso tostado.
Evans.—No es bueno poner mantequilla al queso, y vuestro abdomen es todo mantequilla.
Falstaff.—¡Queso y mantequilla! ¿Y se ha de burlar de mí hasta este que hace trizas el idioma?{376} Bastaría esto para que se acabaran en todo el reino las malas tentaciones y los paseos á media noche!
Sra. Page.—Pero ¡qué! sir Juan: ¿pensáis que aun cuando hubiésemos arrojado de nuestros corazones toda virtud y nos hubiésemos entregado en cuerpo y alma al infierno, habría podido el diablo hacer que nos deleitáramos en vos?
Ford.—¿En un budín? ¿En un saco de linaza?
Sra. Page.—¿En un hombre inflado?
Page.—Viejo, frío, ajado, y de entrañas intolerables.
Ford.—Y tan maldiciente como Satanás.
Page.—Y tan pobre como Job.
Ford.—Y tan depravado como su mujer.
Evans.—Y dado á la lujuria y á tabernas y al vino y la borrachera, y los juramentos, y las disputas!
Falstaff.—Bien. Soy ahora el blanco de vuestras burlas; tenéis la ventaja sobre mí; estoy abatido y ni siquiera soy capaz de responder al zurdo galo: hasta la ignorancia misma es una cimera junto á mí. Podéis hacer conmigo lo que gustéis.
Ford.—Por cierto, señor mío, que os vamos á llevar á Windsor á casa de un tal Brook, á quien habéis escamoteado dinero ofreciendo servirle de tercero. Después de lo que habéis sufrido, se me figura que restituir ese dinero sería una aflicción cruel.
Sra. Ford.—No, esposo mío; dejad que ese dinero quede ahí por vía de compensación. Perdonad esa suma y así quedaremos todos amigos.
Ford.—Bien: todo queda perdonado. He aquí mi mano.
Page.—Á pesar de todo, alégrate, caballero; porque esta noche vas á tomar en mi casa un vaso de leche con vino. Allí te reirás de mi esposa que se ríe ahora de tí; y le dirás que el señor Slender se ha casado con su hija.{377}
Sra. Page.—Hay doctores que lo dudan (aparte); pues si Ana Page es mi hija, á esta hora es ya la esposa del doctor Caius.
(Entra Slender.)
Slender.—¡Oh! ¡Oh! ¡Padre Page!
Page.—Hijo ¿qué sucede? ¿Qué ocurre, hijo? ¿Habéis despachado ya?
Slender.—¡Despachado! He de hacer que esto lo sepa todo Gloucestershire. Quisiera verme ahorcado!
Page.—¿Por qué motivo?
Slender.—Fuí allá abajo, á Eton, á casarme con Ana Page, y resulta que se ha vuelto un muchachón contrahecho. Si no hubiéramos estado en la iglesia, yo le habría dado una buena zurra, ó él á mí. Por cierto que no me hubiera yo movido, si no porque pensé que era Ana Page. Ana Page! Un muchacho de la oficina de correos!
Page.—Pues por vida mía que echasteis mano de él por equivocación.
Slender.—Gran noticia me dáis! Ya creo que me equivoqué al tomar un muchacho por una doncella. Y aunque estaba vestido de mujer, si me hubiese casado con él no lo habría tomado.
Page.—Vuestro propio atolondramiento es el que ha ocasionado esto. ¿No os dije que conociérais á mi hija por los vestidos?
Slender.—Conforme habíamos convenido, me acerqué á ella de blanco y dije: «¡Chito!» y ella respondió: «¡Morral!» Y sin embargo, no era Ana sino el muchacho del Correo.
Evans.—¡Jesús! ¡Señor Slender! ¿No véis cosa mejor que casaros con muchachos?
Page.—Tengo el despecho en el corazón. ¿Qué haré?
Sra. Page.—No os enojéis, buen Jorge. Yo sabía vuestro propósito é hice vestir á mi hija de verde; y en verdad que ahora está en la abadía casándose con el doctor Caius.
(Entra Caius.)
{378}
Caius.—¿Dónde está la señora Page? ¡Voto á sanes, que he sido embaucado! ¡Me he casado con un muchacho, un garçon! ¡un muchacho campesino! ¡un muchacho que no es Ana Page, voto á!...
Sra. Page.—¡Qué! ¿Pues no estaba vestida de verde?
Caius.—¡Sí, por cierto, y era muchacho! He de revolver todo Windsor.
(Sale Caius.)
Sra. Page.—¡Qué cosa tan extraña! ¿Quién se ha llevado á la verdadera Ana?
Page.—Mal me anuncia el corazón. Aquí viene el señor Fenton. (Entran Fenton y Ana Page.) ¿Cómo va, señor Fenton?
Ana.—¡Perdón, padre mío! ¡Perdón, buena madre!
Page.—¿Cómo es, señorita, que no habéis ido con el señor Slender?
Sra. Page.—¿Cómo es, niña, que no fuíste con el doctor Caius?{379}
Fenton.—No debéis aturdirla. Os diré la verdad de todo. Vosotros la habríais casado vergonzosamente, sin que hubiese habido en su matrimonio la debida proporción en los afectos. La verdad es que ella y yo, comprometidos de tiempo atrás, estamos ahora tan seguros, que ya nada podría separarnos. La falta que ha cometido es santa y no se la puede llamar con los nombres de engaño y desobediencia en que se falta al deber; pues con ella ha evitado las mil horas de irreligiosa desesperación que le habría traído un matrimonio forzado.
Ford.—No os aturdáis. La cosa ya no tiene remedio. En asuntos de amor, es el cielo quien decide. Los dineros compran tierras; pero á la mujer nadie la vende sino el destino.
Falstaff.—Me alegro, á pesar del empeño especial que habéis puesto contra mí, de que vuestro dardo haya resbalado.
Page.—Bien ¿qué remedio? ¡Fenton, que el cielo te dé alegría! Lo que ha de ser bien castigado ha de ser bien perdonado.
Falstaff.—Cuando se da caza de noche, se persigue á toda clase de ciervos.
Evans.—Bailaré y comeré golosinas en vuestra boda.
Sra. Page.—Bien: no me entristeceré más tiempo. Señor Fenton, que Dios os dé muchos, muchos días felices. Buen esposo mío, vamos todos á casa y delante de un buen fuego riámonos de la aventura; todos, incluso sir Juan.
Ford.—Sea como dices. Sir Juan: todavía cumpliréis vuestra palabra al señor Brook; porque esta noche dormirá con la señora Ford.
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Julio César | 1 |
Como gustéis | 91 |
Comedia de equivocaciones | 193 |
Las alegres comadres de Windsor | 271 |
Abril 1883