The Project Gutenberg eBook of El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2)

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Title: El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2)

Author: Jaime Luciano Balmes

Release date: June 23, 2019 [eBook #59797]

Language: Spanish

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO EN SUS RELACIONES CON LA CIVILIZACIÓN EUROPEA (VOLS 1-2) ***

Nota del Transcriptor:

Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.

Errores obvios de imprenta han sido corregidos.

Páginas en blanco han sido eliminadas.

La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.


Obras del Dr. D. Jaime Balmes, Pbro.

EL PROTESTANTISMO COMPARADO CON EL CATOLICISMO

EN SUS RELACIONES CON
LA CIVILIZACIÓN EUROPEA

DÉCIMA EDICIÓN

TOMO PRIMERO

BARCELONA
IMPRENTA DEL «DIARIO DE BARCELONA»
CALLE DE LA LIBRETERÍA, N.º 22
1921


ES PROPIEDAD

PRÓLOGO

Entre los muchos y gravísimos males que han sido el necesario resultado de las hondas revoluciones modernas, figura un bien sumamente precioso para la ciencia, y que probablemente no será estéril para el linaje humano: la afición á los estudios que tienen por objeto al hombre y la sociedad. Tan recios han sido los sacudimientos, que la tierra, por decirlo así, se ha entreabierto bajo nuestras plantas; y la inteligencia humana, que poco antes marchaba altiva y desvanecida sobre una carroza triunfal, no oyendo más que vítores y aplausos, y como abrumada de laureles, se ha estremecido también, se ha detenido en su carrera, y, absorta en un pensamiento grave, y dominada por un sentimiento profundo, se ha dicho á sí misma: «¿Quién soy? ¿de dónde salí? ¿cuál es mi destino?» De aquí es que han vuelto á recobrar su alta importancia las cuestiones religiosas: por manera que, mientras se las creía disipadas por el soplo del indiferentismo, ó reducidas á muy pequeño espacio por el sorprendente desarrollo de los intereses materiales, por el progreso de las ciencias[6] naturales y exactas, y por la pujanza siempre creciente de los debates políticos, se ha visto que, lejos de estar ahogadas bajo la inmensa balumba que parecía oprimirlas, se han presentado de nuevo con todo su grandor, con su forma gigantesca, sentadas en la cúspide de la sociedad, con la cabeza en el cielo y los pies en el abismo.

En esta disposición de los espíritus, era natural que llamase su atención la revolución religiosa del siglo xvi; y que se preguntase qué es lo que había hecho esa revolución en pro de la causa de la humanidad. Desgraciadamente se han padecido en esta parte equivocaciones de cuantía; ó bien por mirarse los hechos al través del prisma de las preocupaciones de secta, ó por considerarlos tan sólo por lo que presentaban en su superficie: y así se ha llegado á asegurar que los reformadores del siglo xvi contribuyeron al desarrollo de las ciencias, de las artes, de la libertad de los pueblos, y de todo cuanto se encierra en la palabra civilización, y que así dispensaron á las sociedades europeas un señalado beneficio.

¿Qué dice sobre esto la historia? ¿qué enseña la filosofía? Bajo el aspecto religioso, bajo el social, bajo el político y el literario, ¿qué es lo que deben á la reforma del siglo xvi el individuo y la sociedad? ¿Marchaba bien la Europa bajo la sola influencia del Catolicismo? ¿Éste embargaba en nada el movimiento de la civilización? He aquí lo que me he propuesto examinar en esta obra. Cada época tiene sus necesidades; y fuera de desear que todos los escritores católicos se convenciesen de[7] que una de las más imperiosas en la actualidad, es el analizar á fondo ese linaje de cuestiones: Belarmino y Bossuet trataron las materias conforme á las necesidades de su tiempo; nosotros debemos tratarlas cual lo exigen las necesidades del nuestro. Conozco la inmensa amplitud de las cuestiones que arriba he indicado; y así no me lisonjeo de poder dilucidarlas cual ellas demandan: como quiera, emprendo mi camino con el aliento que inspira el amor á la verdad; cuando mis fuerzas se acaben, me sentaré tranquilo, aguardando que otro que las tenga mayores, dé cumplida cima á tan importante tarea.


[9]

CAPITULO PRIMERO

Existe en medio de las naciones civilizadas un hecho muy grave, por la naturaleza de las materias sobre que versa; muy transcendental, por la muchedumbre, variedad é importancia de las relaciones que abarca; interesante en extremo, por estar enlazado con los principales acontecimientos de la historia moderna: este hecho es el Protestantismo.

Ruidoso en su origen, llamó desde luego la atención de la Europa entera, sembrando en unas partes la alarma, y excitando en otras las más vivas simpatías; rápido en su desarrollo, no dió lugar siquiera á que sus adversarios pudiesen ahogarle en su cuna; y, al contar muy poco tiempo desde su aparición, ya dejaba apenas esperanza de que pudiera ser atajado en su incremento, ni detenido en su marcha. Engreído con las consideraciones y miramientos, tomaba bríos su osadía y se acrecentaba su pujanza; exasperado con las medidas coercitivas, ó las resistía abiertamente, ó se replegaba y reconcentraba para empezar de nuevo sus ataques con más furiosa violencia; y de la misma discusión,[10] de las mismas investigaciones críticas, de todo aquel aparato erudito y científico que se desplegó para defenderle ó combatirle, de todo se servía como de vehículo para propagar su espíritu y difundir sus máximas. Creando nuevos y pingües intereses, se halló escudado por protectores poderosos; mientras, convidando con los más vivos alicientes todo linaje de pasiones, las levantaba en su favor, poniéndolas en la combustión más espantosa. Echaba mano alternativamente de la astucia ó de la fuerza, de la seducción ó de la violencia, según á ello se brindaban las varias ocasiones ó circunstancias; y, empeñado en abrirse paso en todas direcciones, ó rompiendo las barreras ó salvándolas, no paraba hasta alcanzar en los países que iba ocupando, el arraigo que necesitaba para asegurarse estabilidad y duración. Logrólo así, en efecto; y, á más de los vastos establecimientos que adquirió y conserva todavía en Europa, fué llevado en seguida á otras partes del mundo, é inoculado en las venas de pueblos sencillos é incautos.

Para apreciar en su justo valor un hecho, para abarcar cumplidamente sus relaciones, deslindándolas como sea menester, señalando á cada una su lugar, é indicando su mayor ó menor importancia, es necesario examinar si sería dable descubrir el principio constitutivo del hecho; ó, al menos, si se puede notar algún rasgo característico, que, pintado por decirlo así en su fisonomía, nos revele su íntima naturaleza. Difícil tarea, por cierto, al tratar de hechos de tal género y tamaño como es el que nos ocupa; ya por la variedad de los aspectos que se ofrecen, ya por la muchedumbre de relaciones que se cruzan y enmarañan. En tales materias, amontónanse con el tiempo un gran número de opiniones, que, como es natural, han buscado todas sus argumentos para apoyarse; y así se encuentra el observador con tantos y tan varios objetos, que se ofusca, se abruma y se confunde: y, si se empeña en mudar de lugar, por colocarse en un punto de vista más á propósito, halla esparcidos por el suelo tanta[11] abundancia de materiales, que le obstruyen el paso, ó, cubriendo el verdadero camino, le extravían en su marcha.

Con sólo dar una mirada al Protestantismo, ora se le considere en su estado actual, ora en las varias fases de su historia, siéntese desde luego la suma dificultad de encontrar en él nada de constante, nada que pueda señalarse como su principio constitutivo: porque, incierto en sus creencias, las modifica de continuo, y las varía de mil maneras; vago en sus miras, y fluctuante en sus deseos, ensaya todas las formas, tantea todos los caminos; y, sin que alcance jamás una existencia bien determinada, sigue siempre con paso mal seguro nuevos rumbos, no logrando otro resultado que enredarse en más intrincados laberintos.

Los controversistas católicos le han perseguido y acosado en todas direcciones; pero, si les preguntáis con qué resultado, os dirán que han tenido que habérselas con un nuevo Proteo, que, próximo á recibir un golpe, le eludía, cambiando de forma. Y en efecto, si se quiere atacar al Protestantismo en sus doctrinas, no se sabe á dónde dirigirse; porque no se sabe nunca cuáles son éstas, y aun él propio lo ignora; pudiendo decirse que bajo este aspecto el Protestantismo es invulnerable, porque invulnerable es lo que carece de cuerpo. Ésta es la razón de no haberse encontrado arma más á propósito para combatirle que la empleada por el ilustre obispo de Meaux: Tú varías, y lo que varía no es verdad. Arma muy temida por el Protestantismo, y, por cierto, digna de serlo; pues que todas las transformaciones que se empleen para eludir su golpe, sólo sirven para hacerle más certero y más recio. ¡Qué pensamiento tan cabal el de ese grande hombre! El solo título de la obra debió hacer temblar á los protestantes: es la Historia de las variaciones; y una historia de variaciones es la historia del error.[1]

Esta variedad, que no debe mirarse como extraña en el Protestantismo, antes sí como natural y muy propia, al paso que nos indica que él no está en posesión de la[12] verdad, nos revela también que el principio que le mueve y le agita, no es un principio de vida, sino un elemento disolvente. Hasta ahora siempre se le ha pedido en vano que asentase en alguna parte el pie, y presentase un cuerpo uniforme y compacto; y en vano será también pedírselo en adelante, porque vano es pedir asiento fijo á lo que está fluctuando en la vaguedad de los aires; y mal puede formarse un cuerpo compacto por medio de un elemento, que tiende de continuo á separar las partes, disminuyendo siempre su afinidad, y comunicándoles nuevas fuerzas para repelerse y rechazarse. Bien se deja entender que estoy hablando del examen privado en materias de fe; ya sea que para el fallo se cuente con la sola luz de la razón, ó con particulares inspiraciones del cielo. Si algo puede encontrarse de constante en el Protestantismo, es este espíritu de examen; es el substituir á la autoridad pública y legítima, el dictamen privado: esto se encuentra siempre junto al Protestantismo, mejor diremos, en lo más íntimo de su seno; éste es el único punto de contacto de todos los protestantes, el fundamento de su semejanza; y es bien notable que se verifica todo esto á veces sin su designio, á veces contra su expresa voluntad.

Pésimo y funesto como es semejante principio, sí al menos los corifeos del Protestantismo le hubieran proclamado como seña de combate, apoyándole, empero, siempre con su doctrina, y sosteniéndole con su conducta, hubieran sido consecuentes en el error, y, al verles caer de precipicio en precipicio, se habría conocido que era efecto de un mal sistema, pero que, bueno ó malo, era al menos un sistema. Pero ni esto siquiera: y, examinando las palabras y hechos de los primeros novadores, se nota que, si bien echaron mano de ese funesto principio, fué para resistir á la autoridad que los estrechaba; pero, por lo demás, nunca pensaron en establecerle completamente. Trataron, sí, de derribar la autoridad legítima, pero con el fin de usurpar ellos el mando; es decir, que siguieron la[13] conducta de los revolucionarios de todas clases, tiempos y países: quieren echar al suelo el poder existente, para colocarse ellos en su lugar. Nadie ignora hasta qué punto llevaba Lutero su frenética intolerancia; no pudiendo sufrir, ni en sus discípulos, ni en los demás, la menor contradicción á cuanto le pluguiese á él establecer, sin entregarse á los más locos arrebatos, sin permitirse los más soeces dicterios. Enrique VIII, el fundador en Inglaterra de lo que se llama independencia del pensamiento, enviaba al cadalso á cuantos no pensaban como él; y á instancias de Calvino fué quemado vivo en Ginebra Miguel Servet.

Llamo tan particularmente la atención sobre este punto, porque me parece muy importante el hacerlo: el hombre es muy orgulloso, y, al oir que se deja como sentado que los novadores del siglo xvi proclamaron la independencia del pensamiento, sería posible que algunos incautos tomaran por aquellos corifeos un secreto interés, mirando sus violentas peroratas como la expresión de un arranque generoso, y contemplando sus esfuerzos como dirigidos á la vindicación de los derechos del entendimiento. Sépase, pues, para no olvidarse jamás, que aquellos hombres proclamaban el principio del libre examen, sólo para escudarse contra la legítima autoridad; pero que en seguida trataban de imponer á los demás el yugo de las doctrinas que ellos habían forjado. Se proponían destruir la autoridad emanada de Dios, y sobre las ruinas de ella establecer la suya propia. Doloroso es el verse precisado á presentar las pruebas de esta aserción: no porque no se ofrezcan en abundancia, sino porque, si se quiere echar mano de las más seguras é incontestables, hay que recordar palabras y hechos que, si bien cubren de oprobio á los fundadores del Protestantismo, tampoco es grato el traerlos á la memoria; porque al pronunciar tales cargos la frente se ruboriza, y al consignarlos en un escrito parece que el papel se mancha.[2]

Mirado en globo el Protestantismo, sólo se descubre en él un informe conjunto de innumerables sectas,[14] todas discordes entre sí, y acordes sólo en un punto: en protestar contra la autoridad de la Iglesia. Ésta es la causa de que sólo se oigan entre ellas nombres particulares y exclusivos, por lo común sólo derivados del fundador de la secta; y que, por más esfuerzos que hayan hecho, no han alcanzado jamás á darse un nombre general, expresivo al mismo tiempo de una idea positiva; de suerte que hasta ahora sólo se denominan á la manera de las sectas filosóficas. Luteranos, calvinistas, zuinglianos, anglicanos, socinianos, arminianos, anabaptistas, y la interminable cadena que podría recordar, son nombres que muestran plenamente la estrechez y mezquindad del círculo en que se encierran sus sectas; y basta pronunciarlos para notar que no hay en ellos nada de general, nada de grande. Á quien conozca medianamente la religión cristiana, parece que esto debería bastarle para convencerse de que estas sectas no son verdaderamente cristianas; pero lo singular, lo más notable, es lo que ha sucedido con respecto á encontrar un nombre general. Recorred su historia, y veréis que tantea varios, pero ninguno le cuadra, en encerrándose en ellos algo de positivo, algo de cristiano; pero, al ensayar uno como recogido al acaso en la Dieta de Espira, uno que en sí propio lleva su condenación, porque repugna al origen, al espíritu, á las máximas, á la historia entera de la religión cristiana; un nombre que nada expresa de unidad, ni de unión; es decir, nada de aquello que es inseparable del nombre cristiano; un nombre que no envuelve ninguna idea positiva, que nada explica, nada determina; al ensayar éste, se le ha ajustado perfectamente, todo el mundo se lo ha adjudicado por unanimidad, por aclamación; y es porque era el suyo: Protestantismo.[3]

En el vago espacio señalado por este nombre, todas las sectas se acomodan, todos los errores tienen cabida: negad con los luteranos el libre albedrío, renovad con los arminianos los errores de Pelagio, admitid la presencia real con unos, desechadla luego con los zuin[15]glianos y calvinistas; si queréis, negad con los socinianos la divinidad de Jesucristo, adheríos á los episcopales ó á los puritanos, daos si os viniera en gana á las extravagancias de los cuáqueros, todo esto nada importa: no dejáis por ello de ser protestantes, porque todavía protestáis contra la autoridad de la Iglesia. Es ése un espacio tan anchuroso, del que apenas podréis salir, por grandes que sean vuestros extravíos: es todo el vasto terreno que descubrís en saliendo fuera de las puertas de la Ciudad Santa.[4]


CAPITULO II

Pero, ¿cuáles fueron las causas de que apareciese en Europa el Protestantismo, y de que tomase tanta extensión é incremento? Digna es, por cierto, tal cuestión de ser examinada con mucho detenimiento, ya por la importancia que encierra en sí propia, ya también porque, llamándonos á investigar el origen de semejante plaga, nos guía al lugar más á propósito para que podamos formarnos una idea más cabal de la naturaleza y relaciones de ese fenómeno, tan observado como mal definido.

Cuando á efecto de la naturaleza y tamaño del Protestantismo se trata de señalarle sus causas, es poco conforme á razón el recurrir á hechos de poca importancia; ya porque lo sean de suyo, ó porque estén limitados á determinados lugares y circunstancias. Es un error el suponer que de causas muy pequeñas pudiesen resultar efectos muy grandes; pues que, si bien es verdad que las cosas grandes tienen á veces su principio en las pequeñas, también lo es que no es lo mismo principio que causa, y que el principiar una cosa por otra, y el ser causada por ella, son expresiones de significado muy diferente. Una leve chispa produce tal[16] vez un espantoso incendio; pero es porque encuentra abundancia de materias inflamables. Lo que es general, ha de tener causas generales; lo que es muy duradero y arraigado, causas muy duraderas y profundas. Ésta es una ley constante, así en el orden moral como en el físico, pero ley cuyas aplicaciones son muy difíciles, particularmente en el orden moral; pues en él á veces están las cosas grandes encubiertas con velos tan modestos, está cada efecto enlazado con tantas causas, y por medio de tan delicadas hebras y tan complicada contextura, que al ojo más atento y perspicaz, ó se le escapa enteramente, ó se le pasa como cosa liviana y de poco resultado, lo que tenía tal vez la mayor importancia é influjo; y, al contrario, andan las cosas pequeñas tan cubiertas de oropel, tan adornadas y relumbrantes, tan acompañadas de ruidoso cortejo, que es muy fácil que engañen al hombre, ya muy propenso de suyo á juzgar por meras apariencias.

Insistiendo en los principios que acabo de asentar, no puedo inclinarme á dar mucha importancia, ni á la rivalidad excitada por la predicación de las indulgencias, ni á las demasías que pudieran cometer en esta materia algunos subalternos; pudo todo esto ser una ocasión, un pretexto, una señal de combate, pero en sí era muy poca cosa para poner en conflagración el mundo. Aunque tal vez sea más plausible, no es, sin embargo, más puesto en razón, el buscar las causas del nacimiento y extensión del Protestantismo en el carácter y circunstancias de los primeros novadores. Pondérase con énfasis la fogosa violencia de los escritos y palabras de Lutero; y hácese notar cuán á propósito eran para inflamar el ánimo de los pueblos, arrastrarlos en pos de los nuevos errores, é inspirarles encarnizado odio contra la Iglesia romana; encarécense no menos la sofística astucia, el estilo metódico, la expresión elegante de Calvino, calidades muy adaptadas para dar alguna aparente regularidad á la informe masa de errores que enseñaban los nuevos sectarios, poniéndola más en estado de ser abrazada por personas[17] de más fino gusto: y á este tenor se van trazando cuadros más ó menos verídicos de los talentos y demás calidades de otros hombres: ni á Lutero, ni á Calvino, ni á ninguno de los principales fundadores del Protestantismo, trato de disputarles los títulos con que adquirieron su triste celebridad; pero me parece que el insistir mucho sobre las calidades personales, y el atribuir á éstas la principal influencia en el desarrollo del mal, es no conocerle en toda su extensión, es no evaluar toda su gravedad, y es, además, olvidar lo que nos ha enseñado la historia de todos los tiempos.

En efecto: si miramos con imparcialidad á aquellos hombres, nada encontraremos en ellos de tan singular que no se halle con igualdad, ó con exceso, en casi todas las cabezas de secta. Sus talentos, su erudición, su saber, todo ha pasado ya por el crisol de la crítica; y, ni entre los católicos ni entre los protestantes, se halla ya nadie instruído é imparcial que no tenga por exageraciones de partido las desmedidas alabanzas que les habían tributado. Bajo todos aspectos, ya se los considera sólo en la clase de aquellos hombres turbulentos, que reunen las circunstancias necesarias para provocar trastornos. Desgraciadamente, la historia de todos tiempos y países y la experiencia de cada día nos enseñan que esos hombres son cosa muy común, y que aparecen dondequiera que una funesta combinación de circunstancias ofrezca ocasión oportuna.

Cuando se ha querido buscar otras causas, que por su extensión é importancia estuvieran más en proporción con el Protestantismo, se han señalado comunmente dos: la necesidad de una reforma, y el espíritu de libertad. «Había muchos abusos, han dicho algunos; se descuidó la reforma legítima, y este descuido provocó la revolución.» «El entendimiento humano estaba en cadenas, han dicho otros; quiso quebrantarlas; y el Protestantismo no fué otra cosa que un esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad, un vuelo atrevido del pensamiento humano.» Por cierto que á esas opiniones no puede tachárselas de que señalen causas pequeñas,[18] y cuya influencia se circunscriba á espacio breve; y hasta en ambas se encuentra algo que es muy á propósito para atraerles prosélitos. Ponderando la una la necesidad de una reforma, abre anchuroso campo para reprender la inobservancia de las leyes y la relajación de las costumbres, y esto excita siempre simpatías en el corazón del hombre, indulgente cuando se trata de los deslices propios, pero severo é inexorable con los ajenos; y, pronunciando la otra las deslumbradoras palabras de libertad, de vuelo atrevido del espíritu, puede estar siempre segura de hallar dilatado eco, pues que éste no falta jamás á la palabra que lisonjea el orgullo.

No trato yo de negar la necesidad que á la sazón había de una reforma; convengo en que era necesaria; bastándome para esto el dar una ojeada á la historia, el escuchar los sentidos lamentos de grandes hombres, mirados por la Iglesia como hijos muy predilectos, y sobre todo me basta leer en el primer decreto del Concilio de Trento que uno de los objetos del Concilio era la reforma del clero y del pueblo cristiano; me basta oir de boca del Papa Pío IV, en la confirmación del mismo Concilio, que uno de los objetos para que se había celebrado, era la corrección de las costumbres y el restablecimiento de la disciplina. Sin embargo, y á pesar de todo esto, no puedo inclinarme á dar á los abusos tanta influencia en el nacimiento del Protestantismo como le han atribuído muchos; y, á decir verdad, me parece muy mal resuelta la cuestión, siempre que, para señalar la verdadera causa del mal, se insiste mucho sobre los funestos resultados que habían de traer consigo los abusos; así como, por otra parte, no me satisfacen las palabras de libertad y de atrevido vuelo del pensamiento. Lo diré paladinamente: por más respeto que se merezcan algunos de los hombres que han dado tanta importancia á los abusos; por más consideraciones que tenga á los talentos de otros que han apelado al espíritu de libertad, ni en unos ni en otros encuentro aquel análisis, filosófico é histórico á la par, que no se apar[19]ta del terreno de los hechos, sino que los examina y alumbra, mostrando la íntima naturaleza de cada uno, sin descuidar su enlace y encadenamiento.

Se ha divagado tanto en la definición del Protestantismo y en el señalamiento de sus causas, por no haberse advertido que no es más que un hecho común á todos los siglos de la historia de la Iglesia, pero que tomó su importancia y peculiares caracteres de la época en que nació. Con esta sola consideración, fundada en el testimonio constante de la historia, y confirmada por la razón y la experiencia, todo se allana, todo se aclara y explica; nada hemos de buscar en sus doctrinas, ni en sus fundadores, de extraordinario ni singular; porque todo lo que tiene de característico, todo proviene de que nació en Europa, y en el siglo xvi. Desenvolveré este pensamiento, no echando mano de raciocinios aéreos, que sólo estriben en suposiciones gratuitas, sino apelando á hechos que nadie podrá contestar.

Es innegable que el principio de sumisión á la autoridad en materias de fe, ha encontrado siempre mucha resistencia por parte del espíritu humano. No es éste el lugar de señalar las causas de esta resistencia, causas que en el curso de esta obra me propongo analizar; me basta por ahora consignar el hecho, y recordar á quien lo pusiere en duda, que la historia de la Iglesia va siempre acompañada de la historia de las herejías. Conforme á la variedad de tiempos y países, el hecho ha presentado diferentes fases: ora haciendo entrar en torpe mezcolanza el judaísmo y el cristianismo, ora combinando con la doctrina de Jesucristo los sueños de los orientales, ora alterando la pureza del dogma católico con las cavilaciones y sutilezas del sofista griego; es decir, presentando diferentes aspectos, según ha sido diferente el estado del espíritu humano. No ha dejado, empero, este hecho de tener dos caracteres generales, que han manifestado bien á las claras que el origen es el mismo, á pesar de ser tan vario el resultado en su naturaleza y objeto. Estos caracteres son: el odio á la autoridad de la Iglesia y el espíritu de secta.

[20]

Bien claro es que, si en cada siglo se había visto nacer alguna secta que se oponía á la autoridad de la Iglesia, y erigía en dogmas las opiniones de sus fundadores, no era regular que dejase de acontecer lo mismo en el siglo xvi; y, atendido el carácter del espíritu humano, me parece que, si el siglo xvi hubiera sido una excepción de la regla general, tendríamos actualmente una cuestión bien difícil de resolver, y sería: ¿cómo fué posible que no apareciese en aquel siglo ninguna secta? Pues bien: una vez nacido en el siglo xvi un error cualquiera, sea cual fuere su origen, su ocasión y pretexto; luego que se haya reunido en torno de la nueva enseña una porción de prosélitos, veo ya al Protestantismo en toda su extensión, en toda su transcendencia, con todas sus divisiones y subdivisiones, con toda su audacia y energía para desplegar un ataque general contra cuantos puntos de dogma y de disciplina se enseñen y observen en la Iglesia. En vez de Lutero, de Zuinglio, de Calvino, poned, si os place, á Arrio, á Nestorio, á Pelagio; en lugar de los errores de aquéllos, enseñad, si queréis, los de éstos: todo será indiferente, porque todo tendrá un mismo resultado. El error excitará desde luego simpatías, encontrará defensores, acalorará entusiastas, se extenderá, se propagará con la rapidez de un incendio, se dividirá luego, y tomarán sus chispas direcciones muy diferentes; todo se defenderá con aparato de erudición y de saber, variarán de continuo las creencias, se formularán mil profesiones de fe, se cambiará ó anonadará la liturgia, y haránse mil trozos los lazos de disciplina: es decir, tendréis el Protestantismo. ¿Y cómo es que en el siglo xvi haya de tomar el mal tanta gravedad, tanta extensión y transcendencia? Porque la sociedad de entonces es muy diferente de todas las anteriores, y lo que en otras épocas pudiera causar un incendio parcial, había de acarrear en ésta una conflagración espantosa. Componíase la Europa de un conjunto de sociedades inmensas que, como formadas en una misma matriz, tenían mucha semejanza en ideas,[21] costumbres, leyes é instituciones; habíase entablado, por consiguiente, entre ellas una viva comunicación, ora excitada por rivalidades, ora por comunidad de intereses; en la generalidad de la lengua latina existía un medio que facilitaba la circulación de toda clase de conocimientos; y, sobre todo, acababa de generalizarse un rápido vehículo, un medio de explotación, de multiplicación y expresión de todos los pensamientos y afectos; un medio que poco antes saliera de la cabeza de un hombre, como un resplandor milagroso preñado de colosales destinos: la imprenta.

Tal es el espíritu humano, tal su volubilidad, tanto el apego que cobra fácilmente á toda clase de innovaciones, tal el placer que siente en abandonar los antiguos rumbos para seguir otros nuevos, que, una vez levantada la enseña del error, era imposible que no se agrupasen muchos en torno de ella. Sacudido el yugo de la autoridad en países donde era tan vasta, tan activa la investigación, donde fermentaban tantas discusiones, donde bullían tantas ideas, donde germinaban todas las ciencias, ya no era dable que el vago espíritu del hombre se mantuviera fijo en ningún punto, y debía por precisión pulular un hormiguero de sectas, marchando cada una por su camino, á merced de sus ilusiones y caprichos. Aquí no hay medio: las naciones civilizadas, ó serán católicas, ó recorrerán todas las fases del error; ó se mantendrán aferradas al áncora de la autoridad, ó desplegarán un ataque general contra ella, combatiéndola en sí misma, y en cuanto enseña ó prescribe. El hombre cuyo entendimiento está despejado y claro, ó vive tranquilo en las apacibles regiones de la verdad, ó la busca desasosegado é inquieto; y como, estribando en principios falsos, siente que no está firme el terreno, que está mal segura y vacilante su planta, cambia continuamente de lugar, saltando de error en error, de abismo en abismo. El vivir en medio de errores, y estar satisfecho de ellos, y transmitirlos de generación en generación, sin hacer modificación ni mudanza, es propio de aquellos[22] pueblos que vegetan en la ignorancia y envilecimiento: allí el espíritu no se mueve, porque duerme.

Colocado el observador en este punto de vista, descubre el Protestantismo tal cual es en sí; y, como domina completamente la posición, ve cada cosa en su lugar, y puede, por tanto, apreciar su verdadero tamaño, descubrir sus relaciones, estimar su influencia, y explicar sus anomalías. Entonces, situados los hombres en su lugar, y comparados con el vasto conjunto de los hechos, aparecen en el cuadro como figuras muy pequeñas, que podrían muy bien ser substituídas por otras, que nada importa que estuvieran un poco más acá, ó un poco más allá; que era indiferente que tuviesen esta ó aquella forma, este ó aquel colorido; y entonces salta á los ojos que el entretenerse mucho en ponderar la energía de carácter, la fogosidad y audacia de Lutero, la literatura de Melanchton, el talento sofístico de Calvino, y otras cosas semejantes, es desperdiciar el tiempo y no explicar nada. Y, en efecto: ¿qué eran todos esos hombres y otros corifeos? ¿tenían, acaso, algo de extraordinario? ¿no eran, por ventura, tales como se los encuentra con frecuencia en todas partes? Algunos de ellos ni excedieron siquiera de la raya de medianos; y de casi todos puede asegurarse que, si no hubieran tenido celebridad funesta, la hubieran tenido muy escasa. Pues ¿por qué hicieron tanto? Porque encontraron un montón de combustible y le pegaron fuego: ya veis que esto no es muy difícil; y, sin embargo, ahí está todo el misterio. Cuando veo á Lutero loco de orgullo, precipitarse en aquellos delirios y extravagancias que tanto lamentaban sus propios amigos; cuando le veo insultar groseramente á cuantos le contradicen, indignarse contra todo lo que no se humilla en su presencia; cuando le oigo vomitar aquel torrente de dicterios soeces, de palabras inmundas, apenas me causa otra impresión que la de lástima: este hombre, que tiene la singular ocurrencia de llamarse Notharius Dei, desvaría, tiene medio perdido el juicio, y no es extraño, porque ha soplado, y con su soplo se ha ma[23]nifestado un terrible incendio; es que había un almacén de pólvora, y su soplo le ha aproximado una chispa, y el insensato que en su ceguera no lo advierte, dice en su delirio: muy poderoso soy; mirad: mi soplo es abrasador: pone en conflagración al mundo.

Y los abusos ¿qué influencia tuvieron? Si no abandonamos el mismo punto de vista en que nos hemos colocado, veremos que dieron tal vez alguna ocasión, que suministraron algún pábulo, pero que están muy lejos de haber ejercido la influencia que se les ha atribuído, y no es porque trate ni de negarlos, ni de excusarlos; no es porque no haga el debido caso de los lamentos de grandes hombres; pero no es lo mismo llorar un mal, que señalar y analizar su influencia. El varón justo que levanta su voz contra el vicio, el ministro del santuario devorado por el celo de la Casa del Señor, se expresan con acento tan alto y tan sentido, que no siempre sus quejas y gemidos pueden servir de dato seguro para estimar el justo valor de los hechos. Ellos sueltan una palabra que sale del fondo de su corazón; sale abrasada, porque arde en sus pechos el amor, y el celo de la justicia; y viene en pos de ellos la mala fe, interpreta á su maligno talante las expresiones, y todo lo exagera y desfigura.

Sea lo que fuere de todo esto, bien claro es que, ateniéndonos á lo que dejamos firmemente asentado con respecto al origen y naturaleza del Protestantismo, no pueden señalarse como principal causa de él los abusos; y que, cuando más, pueden indicarse como ocasiones y pretextos. Si así no fuere, sería menester decir que en la Iglesia, ya desde su origen, aun en el tiempo de su primitivo fervor, y de su pureza proverbial, tan ponderada por los adversarios, ya había muchos abusos: porque también entonces pululaban de continuo sectas, que protestaban contra sus dogmas, que sacudían su autoridad, y se apellidaban la verdadera Iglesia. Esto no tiene réplica; el caso es el mismo; y si se alegare la extensión que ha tenido el Protestantismo, y su propagación rápida, recordaré que esto se verificó[24] también con respecto á otras sectas; reproduciré lo que decía San Jerónimo de los estragos del arrianismo: Gimió el orbe entero y asombróse de verse arriano. Que, si algo más se quiere citar con respecto al Protestantismo, bastante se lleva evidenciado que lo que tiene de característico, todo lo debe, no á los abusos, sino á la época en que nació.

Lo dicho hasta aquí es bastante para que pueda formarse concepto de la influencia que los abusos pudieron ejercer: pero, como este asunto ha dado tanto que hablar, y prestado origen á muchas equivocaciones, será bien, antes de pasar más adelante, detenerse todavía más en esta importante materia, fijando, en cuanto cabe, las ideas, y separando lo verdadero de lo falso, lo cierto de lo incierto. Que en los siglos medios se habían introducido abusos deplorables, que la corrupción de costumbres era mucha, y que, por consiguiente, era necesaria una reforma, es cierto, indudable. Por lo que toca á los siglos xi y xii, tenemos de esta triste verdad testigos tan intachables como San Pedro Damián, San Gregorio VII y San Bernardo. Algunos siglos después, si bien se habían corregido mucho los abusos, todavía eran de consideración, bastando para convencernos de esta verdad los lamentos de los varones respetables que anhelaban por la reforma; distinguiéndose muy particularmente el cardenal Julián en las terribles palabras con que se dirigía al Papa Eugenio IV, representándole los desórdenes del clero, principalmente del de Alemania. Confesada paladinamente la verdad, pues no creo que la causa del Catolicismo necesite para su defensa del embozo y de la mentira, resolveré en pocas palabras algunas cuestiones importantes.

¿Quién tenía la culpa de que se hubiesen introducido tamaños desórdenes? ¿Era la Corte de Roma? ¿Eran los obispos? Creo que sólo se la debe achacar á la calamidad de los tiempos. Para un hombre sensato bastará recordar que en Europa se habían consumado los hechos siguientes: la disolución del viejo y corrompido imperio romano; la irrupción é inundación de los bár[25]baros del Norte; la fluctuación y las guerras de éstos entre sí y con los demás pueblos por espacio de largos siglos; el establecimiento y el predominio del feudalismo con todas sus turbulencias y desastres; la invasión de los sarracenos, y su ocupación de una parte considerable de Europa. La ignorancia, la corrupción, la relajación de la disciplina, ¿no debían ser el resultado natural, necesario, de tanto trastorno? La sociedad eclesiástica ¿podía menos de resentirse profundamente de esa disolución, de ese aniquilamiento de la sociedad civil? ¿podía no participar de los males de ese horroroso caos en que se hallaba envuelta la Europa?

¿Faltó nunca en la Iglesia, el espíritu, el deseo, el anhelo de la reforma de los abusos? Se puede demostrar que no. Pasaré por alto los santos varones, que en todos aquellos calamitosos tiempos no dejó de abrigar en su seno; la historia nos los cuenta en número considerable, y de virtudes tan acendradas, que, al paso que contrastaban con la corrupción que les rodeaba, mostraban que no se había apagado en el seno de la Iglesia católica el divino fuego de las lenguas del Cenáculo. Este solo hecho prueba ya mucho; pero prescindiré de él, para llamar la atención sobre otro más notable, menos sujeto á cuestiones, menos tachable de exageración, y que no puede decirse limitado á este ó á aquel individuo, sino que es la verdadera expresión del espíritu que animaba al cuerpo de la Iglesia. Hablo de la incesante reunión de concilios en que se reprobaban y condenaban los abusos, y se inculcaba la santidad de costumbres, y la observancia de la disciplina. Afortunadamente este hecho consolador está fuera de toda duda; está patente á los ojos de todo el mundo, bastando, para convencerse de él, el haber abierto una vez siquiera algún libro de historia eclesiástica, ó alguna colección de concilios. Es sobremanera digno este hecho de llamar la atención, y aun puede añadirse que quizá no se ha advertido toda la importancia que encierra. En efecto: si observamos las otras sociedades, repararemos que, á medida que las[26] ideas ó las costumbres cambian, van modificando rápidamente las leyes; y, si éstas le son muy contrarias, en poco tiempo las hacen callar, las arrollan, las echan por el suelo. Pero en la Iglesia no sucedió así: la corrupción se había extendido por todas partes de una manera lamentable: los ministros de la religión se dejaban arrastrar de la corriente, y se olvidaban de la santidad de su ministerio; pero el fuego santo ardía siempre en el santuario: allí se proclamaba, se inculcaba sin cesar la ley; y aquellos mismos hombres ¡cosa admirable!, aquellos mismos hombres que la quebrantaban, se reunían con frecuencia para condenarse á sí mismos, para afear su propia conducta, haciendo de esta manera más sensible, más público el contraste entre su enseñanza y sus obras. La simonía y la incontinencia eran los dos vicios dominantes; pues bien, abrid las colecciones de los concilios, y por dondequiera los encontraréis anatematizados. Jamás se vió tan prolongada, tan constante, tan tenaz lucha del derecho contra el hecho; jamás, como entonces, se vió por espacio de largos siglos á la ley colocada cara á cara contra las pasiones desencadenadas; y mantenerse allí firme, inmóvil, sin dar un paso atrás, sin permitirles tregua ni descanso hasta haberlas sojuzgado.

Y no fué inútil esa constancia, esa santa tenacidad: y así es que á principios del siglo xvi, es decir, á la época del nacimiento del Protestantismo, vemos que los abusos eran incomparablemente menores, que las costumbres se habían mejorado mucho, que la disciplina había adquirido vigor, y que se la observaba con bastante regularidad. El tiempo de las declamaciones de Lutero no era el tiempo calamitoso llorado por San Pedro Damián y por San Bernardo: el caos se había desembrollado mucho; la luz, el orden y la regularidad se iban difundiendo rápidamente; y, por prueba incontestable de que no yacía en tanta ignorancia y corrupción como se quería ponderar, podía la Iglesia ofrecer una exquisita muestra de hombres tan distinguidos en santidad como brillaron en aquel mismo[27] siglo, y tan eminentes en sabiduría como resplandecieron en el Concilio de Trento. Es menester no olvidar la situación en que se había encontrado la Iglesia; es necesario no perder de vista que las grandes reformas exigen largo tiempo; que estas reformas encontraban resistencia en los eclesiásticos y en los seglares, y que, por haberlas querido emprender con firmeza y constancia Gregorio VII, se ha llegado á tacharle de temerario. No juzguemos á los hombres fuera de su lugar y tiempo; no pretendamos que todo se ajuste á los mezquinos tipos que nos forjamos en nuestra imaginación: los siglos ruedan en una órbita inmensa, y la variedad de circunstancias produce situaciones tan extrañas y complicadas, que apenas alcanzamos á concebirlas.

Bossuet, en su Historia de las variaciones, después de haber hecho una clasificación del diferente espíritu que guiaba á los hombres que habían intentado una reforma antes del siglo xvi, y después de citar las amenazadoras palabras del cardenal Julián, dice: «Así es como, en el siglo xv, ese cardenal, el hombre más grande de su tiempo, deploraba los males, previendo sus funestas consecuencias; de manera que parece haber pronosticado los que Lutero iba á causar á toda la cristiandad, empezando por la Alemania; y no se engañó al creer que el no haber cuidado de la reforma, y el aumento del odio contra el clero, iba á producir una secta más temible para la Iglesia que la de los bohemios.» De estas palabras se infiere que el ilustre obispo de Meaux encontraba una de las principales causas del Protestantismo en no haberse hecho á tiempo la reforma legítima. No se crea, por esto, que Bossuet excuse en lo más mínimo á los corifeos del Protestantismo, ni que trate de poner en salvo las intenciones de los novadores; antes al contrario, los coloca en la clase de los reformadores turbulentos, que, lejos de favorecer la verdadera reforma deseada por los hombres sabios y prudentes, sólo servían para hacerla más difícil, introduciendo con sus malas doctrinas el espíritu de desobediencia, de cisma y de herejía.

[28]

Á pesar de la autoridad de Bossuet, no puedo inclinarme á dar tanta importancia á los abusos, que los mire como una de las principales causas del Protestantismo, y no es necesario repetir lo que en apoyo de mi opinión he dicho antes. Pero no será fuera del caso advertir que mal pueden apoyarse en la autoridad de Bossuet los que intenten sincerar las intenciones de los primeros reformadores; pues que el ilustre prelado es el primero en suponerlos altamente culpables, y en reconocer que, si bien existían los abusos, nunca tuvieron los novadores la intención de corregirlos, antes sí de valerse de este pretexto para apartarse de la fe de la Iglesia, substraerse al yugo de la legítima autoridad, quebrantar todos los lazos de la disciplina, é introducir de esta suerte el desorden y la licencia.

Y á la verdad, ¿cómo sería posible atribuir á los primeros reformadores el espíritu de una verdadera reforma, cuando casi todos cuidaron de desmentirlo con su vergonzosa conducta? Si al menos se hubieran entregado á un riguroso ascetismo, si con la austeridad de sus costumbres hubiesen condenado la relajación de que se lamentaban, entonces podríamos sospechar si sus mismos extravíos fueron efecto de un celo exagerado, si fueron arrebatados al mal por un exceso de amor al bien; pero ¿sucedió algo de semejante? Oigamos lo que dice sobre el particular un testigo de vista, un hombre que por cierto no puede ser tildado de fanático, un hombre que guardó con los primeros corifeos del Protestantismo tantas consideraciones y miramientos, que no pocos los han calificado de culpables: es Erasmo, que, hablando con su acostumbrada gracia y malignidad, dice así: «Según parece, la reforma viene á parar á la secularización de algunos frailes, y al casamiento de algunos sacerdotes: y esa gran tragedia se termina, al fin, por un suceso muy cómico, pues que todo se desenlaza, como en las comedias, por un casamiento.»

Esto manifiesta hasta la evidencia cuál era el verda[29]dero espíritu de los novadores del siglo xvi, y que, lejos de intentar la enmienda de los abusos, se proponían más bien agravarlos. En esta parte, la simple consideración de los hechos ha guiado á M. Guizot por el camino de la verdad, cuando no admite la opinión de aquellos que pretenden que «la reforma había sido una tentativa concebida y ejecutada con el solo designio de reconstituir una Iglesia pura, la Iglesia primitiva; ni una simple mira de mejora religiosa, ni el fruto de una utopia de humanidad y de verdad.» (Historia general de la civilización europea, lección 12.)

Tampoco será difícil ahora el apreciar en su justo valor el mérito de la explicación que ha dado de este fenómeno el escritor que acabo de citar. «La reforma, dice M. Guizot, fué un esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad, una insurrección de la inteligencia humana.»

Este esfuerzo nació, según el mismo autor, de la vivísima actividad que desplegaba el espíritu humano, y del estado de inercia en que había caído la Iglesia romana: de que á la sazón caminaba el espíritu humano con fuerte é impetuoso movimiento, y la Iglesia se hallaba estacionaria. Ésta es una de aquellas explicaciones que son muy á propósito para granjearse admiradores y prosélitos; porque, colocados los pensamientos en terreno tan general y elevado, no pueden ser examinados de cerca por la mayor parte de los lectores, y, presentados con el velo de una imagen brillante, deslumbran los ojos, y preocupan el juicio.

Como lo que coarta la libertad de pensar, tal como la entiende aquí M. Guizot, y como la entienden los protestantes, es la autoridad en materias de fe, infiérese que el levantamiento de la inteligencia debió ser seguramente contra esa autoridad; es decir, que aconteció la sublevación del entendimiento, porque él marchaba, y la Iglesia no se movía de sus dogmas; ó, por valerme de la expresión de M. Guizot: «la Iglesia se hallaba estacionaria

Sea cual fuere la disposición de ánimo de M. Guizot[30] con respecto á los dogmas de la Iglesia católica, al menos como filósofo debió advertir que andaba muy desacertado en señalar, como particular de una época, lo que para la Iglesia era un carácter de que ella se había glorificado en todos tiempos. En efecto: van ya más de 18 siglos que á la Iglesia se la puede llamar estacionaria en sus dogmas; y ésta es una prueba inequívoca de que ella sola está en posesión de la verdad: porque la verdad es invariable, por ser una.

Si, pues, el levantamiento de la inteligencia se hizo por esta causa, nada tuvo la Iglesia en aquel siglo que no tuviera en todos los anteriores, y no lo haya conservado en los siguientes; nada hubo de particular, nada de característico; nada, por consiguiente, se ha adelantado en la explicación de las causas del fenómeno; y si por esta razón la compara M. Guizot á los gobiernos viejos, ésta es una vejez que la tuvo la Iglesia desde su cuna. Como si M. Guizot hubiese sentido él propio la flaqueza de sus raciocinios, presenta los pensamientos en grupo, en tropel; hace desfilar á los ojos del lector diferentes órdenes de ideas, sin cuidar de clasificaciones, ni deslindes, para que la variedad distraiga y la mezcla confunda. En efecto: á juzgar por el contexto de su discurso, no parece que entienda aplicar á la Iglesia los epítetos de inerte, ni estacionaria con respecto á los dogmas, sino que más bien se deja conjeturar que trata de referirlo á pretensiones bajo el aspecto político y económico; pues, por lo que toca á la tiranía é intolerancia que han achacado algunos á la Corte de Roma, lo rechaza M. Guizot como una calumnia.

Supuesto que en esta parte presenta una incoherencia de ideas que parece no debíamos esperar de su claro entendimiento, incoherencia que á muchos se les haría recio de creer, me es indispensable copiar literalmente sus propias palabras, y en ellas aprenderemos que nada hay más incoherente que los grandes talentos, una vez colocados en una posición falsa.

«Había caído la Iglesia, dice M. Guizot, en un estado[31] de inercia, se hallaba estacionaria: el crédito político de la Corte de Roma se había disminuído mucho: la dirección de la sociedad europea ya no le pertenecía, puesto que había pasado al gobierno civil. Con todo, tenía el poder espiritual las mismas pretensiones que antes; conservaba aún toda su pompa, toda su importancia exterior: sucedíale lo que ha acontecido, más de una vez á los gobiernos viejos y que han perdido su influencia: se dirigían de continuo quejas contra ella, y la mayor parte eran fundadas.» ¿Cómo es posible que M. Guizot no advirtiese que nada señalaba aquí que tuviese relación con la libertad del pensamiento, nada que no fuera de un orden muy diferente? El haberse disminuído el influjo político de la Corte de Roma, y el conservar aún sus pretensiones; el no pertenecerle ya la dirección de la sociedad europea, y el conservar ella su pompa é importancia exterior, ¿significa acaso otra cosa que las rivalidades que pudieron existir con respecto á asuntos políticos? ¿Y cómo pudo olvidar M. Guizot que poco antes había dicho que el señalar como causa del Protestantismo la rivalidad de los soberanos con el poder eclesiástico, no le parecía fundado, ni muy filosófico, ni en correspondiente proporción con la extensión é importancia de este suceso?

Si algunos creyesen que, aun cuando todo esto no tuviera relación directa con la libertad del pensamiento, no obstante, se provocó la sublevación intelectual con la intolerancia que manifestaba á la sazón la Corte de Roma: «No es verdad, les responderá M. Guizot, que en el siglo xvi la Corte de Roma fuese muy tiránica; no es verdad que los abusos, propiamente dichos, fuesen entonces más numerosos y más graves de lo que hasta aquella época habían sido. Al contrario, nunca quizás el gobierno eclesiástico se había mostrado más condescendiente y tolerante, más dispuesto á dejar marchar todas las cosas mientras no se cuestionase sobre su poder, mientras se le reconociesen, aun dejándolos sin ejercicio, los derechos que tenía: mientras se le asegurase la misma existencia, se le pagasen los mis[32]mos tributos. De este modo el gobierno eclesiástico hubiera dejado tranquilo al espíritu humano, si el espíritu humano hubiese querido hacer otro tanto con respecto á él.» Es decir, que no parece sino que M. Guizot se olvidó completamente de que asentaba todos esos antecedentes para manifestar que la reforma protestante había sido un grande esfuerzo en nombre de la libertad, un levantamiento de la inteligencia humana; pues que nada nos alega, nada recuerda que se opusiese á esta libertad; y aun si algo pudiera provocar el levantamiento, como habría sido la intolerancia, la crueldad, el no dejar tranquilo al espíritu humano, ya nos ha dicho M. Guizot que el gobierno eclesiástico en el siglo xvi no era tiránico, antes bien era condescendiente, tolerante, y que de su parte hubiera dejado tranquilo al espíritu humano.

Á la vista de tales datos, es evidente que el esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad de pensar, es, en boca de M. Guizot, una palabra vaga, indefinible; y, al proferirla, parece que se propuso cubrir con brillante velo la cuna del Protestantismo, aun á expensas de la consecuencia en sus propias opiniones. Desechó las rivalidades políticas y apela luego á ellas; no da importancia á la influencia de los abusos, no los juzga por verdadera causa, y se olvida que en la lección antecedente había asentado que, si se hubiera hecho á tiempo una reforma legal tan oportuna y necesaria, tal vez se hubiera evitado la revolución religiosa: traza un cuadro en que se propone presentar puntos de contraste con esta libertad, quiere alzarse á consideraciones generales, elevadas, que abarquen la posición y las relaciones de la inteligencia, y se detiene en la pompa y aparato exterior, recuerda las rivalidades políticas, y, abatiendo su vuelo, hasta desciende al terreno de los tributos.

Esa incoherencia de ideas, esa debilidad de raciocinio, ese olvido de los propios asertos, sólo podrá parecer extraño á quien esté más acostumbrado á admirar el vuelo de los grandes talentos que á estudiar la[33] historia de sus aberraciones. Cabalmente M. Guizot se hallaba en tal posición, que es muy difícil no equivocarse y deslumbrarse; porque, si es verdad que el caminar rastreramente sobre los hechos individuales trae el inconveniente de circunscribir la vista, y de conducir al observador á la colección de una serie de hechos aislados, más bien que á la formación de un cuerpo de ciencia, también es cierto que, divagando el espíritu por un inmenso espacio donde haya de abarcar muchos y muy variados hechos en todos sus aspectos y relaciones, corre peligro de alucinarse á cada paso; también es cierto que la demasiada generalidad suele rayar en hipotética y fantástica; que no pocas veces, alzándose con inmoderado vuelo el entendimiento para descubrir mejor el conjunto de los objetos, llega á no verlos como son en sí, quizás hasta los pierda enteramente de vista; y por eso es menester que los más elevados observadores recuerden con frecuencia el dicho de Bacón: «no alas, sino plomo».

M. Guizot tenía demasiada imparcialidad para que no pudiese menos de confesar la exageración con que habían sido abultados los abusos; además, tenía mucha filosofía para desconocer que no eran causa suficiente para producir un efecto tamaño; y hasta el sentimiento de su propia dignidad y decoro no le permitió mezclarse con esa turba bulliciosa y descomedida, que clama sin cesar contra la crueldad y la intolerancia; y así es que en esta parte hizo un esfuerzo para hacer justicia á la Iglesia romana. Pero desgraciadamente sus prevenciones contra la Iglesia no le permitieron ver las cosas como son en sí: columbró que el origen del Protestantismo debía buscarse en el mismo espíritu humano; pero, conocedor del siglo en que vive, y, sobre todo, de la época en que hablaba, presintió que, para ser bien acogidos sus discursos, era menester lisonjear al auditorio apellidando libertad; templó con algunas palabras suaves la amargura de los cargos contra la Iglesia, mas procurando luego que todo lo bello, todo lo grande y generoso, estuviera de parte[34] del pensamiento engendrador de la reforma, y que recayesen sobre la Iglesia todas las sombras que habían de obscurecer el cuadro.

Á no ser así, hubiera visto, sin duda, que, si bien la principal causa del Protestantismo se halla en el espíritu humano, no era necesario recurrir á parangones injustos; no hubiera caído en la incoherencia que acabamos de ver; hubiera encontrado la raíz del hecho en el propio carácter del espíritu humano, y hubiera explicado su gravedad y transcendencia, con sólo recordar la naturaleza, posición y circunstancias de las sociedades en cuyo centro apareció. Habría notado que no hubo allí un esfuerzo extraordinario, sino una simple repetición de lo acontecido en cada siglo; un fenómeno común, que tomó un carácter especial, á causa de la particular disposición de la atmósfera que le rodeaba.

Este modo de considerar el Protestantismo como un hecho común, agrandado, empero, y extendido á causa de las circunstancias de la sociedad en que nació, me parece tan filosófico como poco reparado: y así presentaré otra proposición, que nos suministrará juntamente razones y ejemplos. Tal es el estado de las sociedades modernas, de tres siglos á esta parte, que todos los hechos que en ellas se verifiquen, han de tomar un carácter de generalidad, y, por tanto, de gravedad, que los ha de distinguir de los mismos hechos, verificados, empero, en otras épocas en que era diferente el estado de las sociedades. Dando una ojeada á la historia antigua, observaremos que todos los hechos tenían cierto aislamiento, por el cual ni eran tan provechosos cuando eran buenos, ni tan nocivos cuando eran malos. Cartago, Roma, Lacedemonia, Atenas, y todos esos pueblos antiguos, más ó menos adelantados en la carrera de la civilización, siguen cada cual su camino; pero siempre de una manera particular: las ideas, las costumbres, las formas políticas se sucedían unas á otras; pero no se descubre esa influencia de las ideas de un pueblo sobre las ideas de otro pueblo, de las costumbres del uno sobre las cos[35]tumbres del otro; ese espíritu propagador que tiende á confundirlos á todos en un mismo centro: por manera que, excepto el caso de violenta conmixtión, se conoce muy bien que podrían los pueblos antiguos estar largo tiempo muy cercanos, conservando íntegramente cada uno sus propias fisonomías, sin experimentar á causa del contacto considerables mudanzas.

Observad, empero, cuán de otra manera sucede en Europa: una revolución en un país afecta todos los otros; una idea salida de una escuela pone en agitación á los pueblos, y en alarma á los gobiernos: nada hay aislado; todo se generaliza, todo se propaga, tomando con la misma expansión una fuerza terrible. He aquí por qué no es posible estudiar la historia de un pueblo, sin que se presenten en la escena todos los pueblos; no es posible estudiar la historia de una ciencia, de un arte, sin que se compliquen desde luego cien relaciones con otros objetos que no son ni científicos, ni artísticos: y es porque todos los pueblos se asimilan, todos los objetos se enlazan, todas las relaciones se abarcan y se cruzan; he aquí por qué no hay un asunto en un país en que no tomen interés, y aun parte si es posible, todos los demás; y he aquí por qué, concretándonos á la política, es y será siempre una idea sin aplicaciones la de no intervención; pues no se ha visto jamás que cada cual no procure intervenir en todos los negocios que le interesan.

Estos ejemplos, tomados de los órdenes políticos, literarios y artísticos, me parecen muy á propósito para dar á entender mi idea sobre lo que ha sucedido con respecto al orden religioso; y, si bien despojan al Protestantismo de ese manto filosófico con que se le ha querido cubrir aun en su cuna; si le quitan todo derecho á suponerse como un pensamiento que, lleno de previsión y de proyectos grandiosos, encerraba grandes destinos, tampoco rebajan en nada su gravedad y su extensión, en nada limitan el hecho; antes sí indican la verdadera causa de que se haya presentado con aspecto tan imponente.

[36]

Desde el punto de vista que acabo de señalar, todo se descubre en su verdadero tamaño: los hombres apenas figuran, casi desaparecen; los abusos se ofrecen como son: ocasiones y pretextos; los planes vastos, las ideas altas y generosas, los esfuerzos de independencia se reducen á suposiciones arbitrarias; el cebo de las depredaciones, la ambición, las rivalidades de los soberanos, juegan como causas más ó menos influyentes, pero siempre en un orden secundario: ninguna causa se excluye; sólo que se las coloca á todas en su lugar, no se permite la exageración en su influencia, y, señalándose una principal, no deja de mirarse el hecho como de tal naturaleza, que en su nacimiento y desarrollo debieron de obrar un sinnúmero de agentes. Y, cuando se llega á una cuestión capital en la materia; cuando se pregunta la causa del odio, de la exasperación, que han manifestado los sectarios contra Roma; cuando se pregunta si esto no revela algunos grandes abusos de su parte, si no hace sospechar su sinrazón, se puede responder tranquilamente: que siempre se ha visto que las olas en la tormenta braman furiosas contra la roca inmóvil que las resiste.

Tan lejos estoy de atribuir á los abusos la influencia que muchos les han asignado con respecto al nacimiento y desarrollo del Protestantismo, que estoy convencido de que, por más reformas legales que se hubieran hecho, por más condescendiente que se hubiera manifestado la autoridad eclesiástica en acceder á demandas y exigencias de todas clases, hubiera acontecido, poco más ó menos, la misma desgracia.

Es necesario haber reparado bien poco en la extrema inconstancia y movilidad del espíritu humano, y haber estudiado muy poco su historia, para desconocer que era ésta una de aquellas grandes calamidades que sólo Dios, por providencia especial, es bastante á evitarlas.[5]


[37]

CAPITULO III

La proposición sentada al fin del capítulo anterior me sugiere un corolario, que, si no me engaño, ofrece una nueva demostración de la divinidad de la Iglesia católica.

Se ha observado como cosa muy admirable la duración de la Iglesia católica por espacio de 18 siglos, y eso á pesar de tantos y tan poderosos adversarios; pero quizá no se ha notado bastante que, atendida la índole del espíritu humano, uno de los grandes prodigios que presenta sin cesar la Iglesia, es la unidad de doctrina en medio de toda clase de enseñanza, y abrigando siempre en su seno un número considerable de sabios.

Llamo muy particularmente sobre este punto la atención de todos los hombres pensadores; y estoy seguro de que, aun cuando yo no acierte á desenvolver cual merece este pensamiento, encontrarán ellos aquí un germen de muy graves reflexiones. Tal vez se acomodará también este modo de mirar la Iglesia, al gusto de ciertos lectores, pues prescindiré enteramente de los caracteres que se rocen con la revelación, y consideraré el Catolicismo, no como religión divina, sino como escuela filosófica.

Nadie que haya saludado la historia de las letras, me podrá negar que, en todos tiempos, haya tenido la Iglesia en su seno hombres ilustres por su sabiduría. En los primeros siglos, la historia de los Padres de la Iglesia es la historia de los sabios de primer orden, en Europa, en África y en Asia; después de la irrupción de los bárbaros, el catálogo de los hombres que conservaron algo del antiguo saber, no es más que un catálogo de eclesiásticos; y, por lo que toca á los tiempos[38] modernos, no es dable señalar un solo ramo de los conocimientos humanos, en que no figuren en primera línea un número considerable de católicos. Es decir, que, de 18 siglos á esta parte, hay una serie no interrumpida de sabios, que son católicos, ó que están acordes en un cuerpo de doctrina formado de la reunión de las verdades enseñadas por la Iglesia católica. Prescindiendo ahora de los caracteres de divinidad que la distinguen, y considerándola únicamente como una escuela, ó una secta cualquiera, puede asegurarse que presenta en el hecho que acabo de consignar, un fenómeno tan extraordinario, que, ni es posible hallarle semejante en otra parte, ni es dable explicarle como comprendido en el orden regular de las cosas.

Seguramente que no es nuevo en la historia del espíritu humano, el que una doctrina, más ó menos razonable, haya sido profesada algún tiempo por un cierto número de hombres ilustrados y sabios: este espectáculo lo hemos presenciado en las sectas filosóficas antiguas y modernas; pero que una doctrina se haya sostenido por espacio de muchos siglos, conservando adictos á ella á sabios de todos tiempos y países, y sabios, por otra parte, muy discordes en sus opiniones particulares, muy diferentes en costumbres, muy opuestos tal vez en intereses y muy divididos por sus rivalidades, este fenómeno es nuevo, es único, sólo se encuentra en la Iglesia católica. Exigir fe, unidad en la doctrina, y fomentar de continuo la enseñanza, y provocar la discusión sobre toda clase de materias; incitar y estimular el examen de los mismos cimientos en que estriba la fe, preguntando para ello á las lenguas antiguas, á los monumentos de los tiempos más remotos, á los documentos de la historia, á los descubrimientos de las ciencias observadoras, á las lecciones de las más elevadas y analíticas; presentarse siempre con generosa confianza en medio de esos grandes liceos donde una sociedad, rica de talentos y de saber, reune como en focos de luz todo cuanto le han[39] legado los tiempos anteriores, y lo demás que ella ha podido reunir con sus trabajos, he aquí lo que ha hecho siempre, y está haciendo todavía, la Iglesia; y, sin embargo, la vemos perseverar firme en su fe, en su unidad de doctrina, rodeada de hombres ilustres, cuyas frentes, ceñidas de los laureles literarios ganados en cien palestras, se le humillan serenas y tranquilas, sin que lo tengan á mengua, sin que crean que deslustren las brillantes aureolas que resplandecen sobre sus cabezas.

Los que miran el Catolicismo como una de tantas sectas que han aparecido sobre la tierra, será menester que busquen algún hecho que se parezca á éste; será menester que nos expliquen cómo la Iglesia puede de continuo presentarnos ese fenómeno, que tan en oposición se encuentra con la innata volubilidad del espíritu humano; será necesario que nos digan cómo la Iglesia romana ha podido realizar este prodigio, y qué imán secreto tiene en sus manos el Sumo Pontífice para que él pueda hacer lo que no ha podido otro hombre. Los que inclinan respetuosamente sus frentes al oir la palabra salida del Vaticano; los que abandonan su propio parecer para sujetarse á lo que les dicta un hombre que se apellida Papa, no son tan sólo los sencillos é ignorantes: miradlos bien: en sus frentes altivas descubriréis el sentimiento de sus propias fuerzas, y en sus ojos vivos y penetrantes veréis que se trasluce la llama del genio que oscila en su mente. En ellos reconoceréis á los mismos que han ocupado los primeros puestos de las academias europeas, que han llenado el mundo con la fama de sus nombres: nombres transmitidos á las generaciones venideras entre corrientes de oro. Recorred la historia de todos los tiempos, viajad por todos los países del orbe, y, si encontráis en ninguna parte un conjunto tan extraordinario, el saber unido con la fe, el genio sumiso á la autoridad, la discusión hermanada con la unidad, presentadle: habréis hecho un descubrimiento importante; habréis ofrecido á la ciencia un nuevo fenómeno que explicar:[40] ¡ah! esto os será imposible, bien lo sabéis; y por esto apelaréis á nuevos efugios, por esto procuraréis obscurecer con cavilaciones la luz de una observación que sugiere á una razón imparcial, y hasta al sentido común, la legítima consecuencia de que en la Iglesia católica hay algo que no se encuentra en otra parte.

«Estos hechos, dirán los adversarios, son ciertos; las reflexiones que sobre ellos se han emitido no dejan de ser deslumbradoras; pero, bien analizada la materia, desaparecerán todas las dificultades que pueden presentarse por la extrañeza que causa el haberse verificado en la Iglesia un hecho que no se ha verificado en ninguna secta. Si bien se mira, cuanto hasta aquí se lleva alegado, sólo prueba que en la Iglesia ha habido siempre un sistema determinado, que, apoyado en un punto fijo, ha podido ser realizado con uniforme regularidad. En la Iglesia se ha conocido que el origen de la fuerza está en la unión, que para esta unión era necesario establecer unidad en la doctrina, y que para conservar esta unidad era necesaria la sumisión á la autoridad. Esto una vez conocido, se ha establecido el principio de sumisión, y se le ha conservado invariablemente: he aquí explicado el fenómeno; en esto no negaremos que haya sabiduría profunda, que haya un plan vasto, un sistema singular; pero nada podréis inferir en pro de la divinidad del Catolicismo.»

Esto es lo que se responderá, porque es lo único que se puede responder; pero fácil es de notar que, á pesar de esa respuesta, queda la dificultad en todo su vigor. Resulta siempre en claro que hay una sociedad sobre la tierra, que por espacio de 18 siglos ha sido siempre dirigida por un principio constante, fijo; una sociedad que ha logrado que se adhiriesen á este principio hombres eminentes de todos tiempos y países, y, por tanto, permanece siempre en pie todo el embarazo que ofrecen á los adversarios las siguientes preguntas: ¿Cómo es que sólo la Iglesia ha tenido este principio? ¿cómo es que á sólo ella se le haya ocurrido tal pensamiento? ¿cómo es que, si ha ocurrido á otra secta, ninguna lo haya po[41]dido poner en planta? ¿cómo es que todas las sectas filosóficas hayan desaparecido unas en pos de otras, y la Iglesia no? ¿cómo es que las otras religiones, si han querido conservar alguna unidad, han tenido siempre que huir de la luz, y esquivar la discusión, y envolverse en negras sombras; y la Iglesia haya siempre conservado su unidad, buscando la luz, y no ocultando sus libros, no escaseando la enseñanza, sino fundando por todas partes colegios, universidades y demás establecimientos, donde pudiesen reunirse y concentrarse todos los resplandores de la erudición y del saber?

No basta decir que hay un sistema, un plan: la dificultad está en la misma existencia de ese sistema, de ese plan; la dificultad está en explicar cómo se han podido concebir y ejecutar. Si se tratase de pocos hombres reunidos en ciertas circunstancias, en determinados tiempos y países, para la ejecución de un proyecto limitado á breve espacio, no habría aquí nada de particular; pero se trata de 18 siglos, se trata de todos los países, de las circunstancias más variadas, más diferentes, más opuestas; se trata de hombres que no han podido avenirse, ni concertarse. ¿Cómo se explica todo esto? Si no es más que un sistema, un plan humano, ¿qué hay de misterioso en esa ciudad de Roma, que así reune en torno suyo á tantos hombres ilustres de todos tiempos y países? Si el Pontífice de Roma no es más que el jefe de una secta, ¿cómo es que de tal modo alcanza á fascinar el mundo? ¿se habría visto jamás un mago que ejecutase extrañeza más estupenda? ¿No hace ya mucho tiempo que se declama contra su despotismo religioso? ¿por qué, pues, no ha habido otro hombre que le haya arrebatado el cetro? ¿por qué no se ha erigido otra cátedra que disputase á la suya la preeminencia, y se mantuviese en igual esplendor y poderío? ¿Es acaso por su poder material? Es muy limitado, y no podría medir sus armas con ninguna potencia de Europa. ¿Es por el carácter particular, por la ciencia, por las virtudes de los hombres que han ocupado el solio pontificio? Pero, ¿cómo es posible que[42] en el espacio de 18 siglos no hayan tenido infinita variedad los caracteres de los Papas, y muy diferentes graduaciones su ciencia y sus virtudes? Á quien no sea católico, á quien no viere en el Pontífice romano al Vicario de Jesucristo, aquella piedra sobre la cual edificó Jesucristo la Iglesia, la duración de su autoridad ha de parecerle el más extraordinario de los fenómenos, ha de ofrecérsele como una de las cuestiones más dignas de proponerse á la ciencia que se ocupa en la historia del espíritu humano la siguiente: ¿cómo es posible que por espacio de tantos siglos haya podido existir una serie no interrumpida de sabios, que no se hayan apartado de la doctrina de la Cátedra de Roma?

Al comparar M. Guizot el Protestantismo con la Iglesia romana, parece que la fuerza de esta verdad conmovía algún tanto su entendimiento, y que los rayos de esta luz introducían el desconcierto en sus observaciones. Oigámosle de nuevo; oigamos á ese escritor cuyos talentos y nombradía habrán deslumbrado en estas materias á aquellos lectores que ni examinan siquiera la solidez de las pruebas, mientras vengan envueltas en hermosas imágenes; á aquellos que aplauden toda clase de pensamientos, mientras desfilen ante sus ojos en un torrente de elocuencia encantadora; que, llenos de entusiasmo por el mérito de un hombre, le escuchan como infalible oráculo, y, mientras blasonan de independencia intelectual, subscriben sin examen á las decisiones de su director, escuchan con sumisión sus fallos, y no se atreven á levantar la frente para pedirle los títulos del predominio. En las palabras de M. Guizot notaremos que sintió, como todos los grandes hombres del Protestantismo, el vacío inmenso que hay en estas sectas, y la fuerza y robustez que entraña la Religión católica; notaremos que no pudo eximirse de la regla general de los grandes ingenios, regla de que son prueba los más explícitos testimonios consignados en los escritos de los hombres más eminentes que ha tenido la reforma protestante. Después de haber notado M. Guizot la[43] inconsecuencia con que precedió el Protestantismo, y su falta de buena organización en la sociedad intelectual, continúa: «No se ha sabido hermanar todos los derechos y necesidades de la tradición con las pretensiones de la libertad. Y eso proviene, sin duda, de que la reforma no ha plenamente comprendido y aceptado, ni sus principios, ni sus efectos.» ¿Qué religión será ésa que ni comprende ni acepta plenamente sus principios, y sus efectos? ¿Salió jamás de boca humana condenación más terminante de la reforma? ¿Cómo podrá pretender el derecho de dirigir ni al hombre ni á la sociedad? ¿Pudo decirse jamás otro tanto de las sectas filosóficas antiguas y modernas? «De ahí ese aire de inconsecuencia, continúa M. Guizot, que ha tenido la reforma, y el espíritu limitado que ha manifestado, circunstancias que han prestado armas y ventajas á sus adversarios. Sabían éstos bien lo que deseaban y lo que hacían; partían de principios fijos, y marchaban hasta sus últimas consecuencias. Nunca ha habido un gobierno más consecuente y sistemático que el de la Iglesia romana.» ¿Y de dónde trae su origen ese sistema tan consecuente? Cuando es tanta la inconstancia y la volubilidad del espíritu del hombre, ¿este sistema, esta consecuencia, estos principios fijos, nada dicen á la filosofía y al buen sentido?

Al reparar en esos terribles elementos de disolución que tienen su origen en el espíritu del hombre, y que tanta fuerza han adquirido en las sociedades modernas; al notar cómo destrozan y pulverizan todas las escuelas filosóficas, todas las instituciones religiosas, sociales y políticas, pero sin alcanzar á abrir una brecha en las doctrinas del Catolicismo, sin alterar ese sistema tan fijo y consecuente, ¿nada se inferirá en favor de la Religión católica? Decir que la Iglesia ha hecho lo que no han podido hacer jamás ninguna escuela, ningún gobierno, ninguna sociedad, ninguna religión, ¿no es confesar que es más sabia que la humanidad entera? Y esto ¿no prueba que no debe su origen al pensamiento del hombre, y que ha bajado[44] del mismo seno del Criador del universo? En una sociedad formada de hombres, en un gobierno manejado por hombres, que cuenta 18 siglos de duración, que se extiende á todos los países, que se dirige al salvaje en sus bosques, al bárbaro en su tienda, al hombre civilizado en medio de las ciudades más populosas; que cuenta entre sus hijos al pastor que se cubre con el pellico, al rústico labrador, al poderoso magnate; que hace resonar igualmente su palabra al oído del hombre sencillo ocupado en sus mecánicas tareas, como al del sabio que, encerrado en su gabinete, está absorto en trabajos profundos; un gobierno como éste, tener, como ha dicho M. Guizot, siempre una idea fija, una voluntad entera, y guardar una conducta regular y coherente, ¿no es su apología más victoriosa, no es su panegírico más elocuente, no es una prueba de que encierra en su seno algo de misterioso?

Mil veces he contemplado con asombro ese estupendo prodigio; mil veces he fijado mis ojos sobre este árbol inmenso que extiende sus ramas desde el Oriente al Occidente, desde el Aquilón al Mediodía: véole cobijando con su sombra á tantos y tan diferentes pueblos, y encuentro descansando tranquilamente debajo de ella la inquieta frente del genio.

En Oriente, en los primeros siglos de haber aparecido sobre la tierra esa religión divina, en medio de la disolución que se había apoderado de todas las sectas, veo que se agolpan para escuchar su palabra los filósofos más ilustres; y en Grecia, en Asia, en los márgenes del Nilo, en todos esos países donde hormigueaba poco antes un sinnúmero de sectas, veo que se levanta de repente una generación de hombres grandes, ricos de erudición, de saber y de elocuencia, y todos acordes en la unidad de la doctrina católica. En Occidente, cuando se va á precipitar sobre el caduco imperio una muchedumbre de bárbaros, que se presentan á lo lejos como una negra nube que asoma en el horizonte preñada de calamidades y desastres, en medio de un pueblo sumergido en la corrupción de costum[45]bres y olvidado completamente de su antigua grandeza, veo á los únicos hombres que pueden apellidarse dignos herederos del nombre romano, buscar un asilo á su austeridad de costumbres en el retiro de los templos, y pedir á la religión sus inspiraciones para conservar el antiguo saber y enriquecerle y agrandarle. Lléname de admiración y asombro el encontrar al talento sublime, al digno heredero del genio de Platón, que, después de haber preguntado por la verdad á todas las escuelas y sectas, después de haber recorrido todos los errores con briosa osadía y con indomable independencia, se siente al fin dominado por la autoridad de la Iglesia, y el filósofo libre se transforma en el grande obispo de Hipona. En los tiempos modernos desfila delante de mis ojos esa serie de hombres grandes que brillaron en los siglos de León X y de Luis XIV; veo perpetuarse esa ilustre raza á través del calamitoso siglo xviii; y en el siglo xix veo que se levantan también nuevos atletas, que, después de haber acosado al error en todas direcciones, van á colgar sus trofeos en la puerta de la Iglesia católica.

¡Qué prodigio es éste! ¡dónde se ha visto jamás una escuela, una secta, una religión semejante! Todo lo estudian, de todo disputan, á todo responden, todo lo saben, pero siempre acordes en la unidad de doctrina, siempre sumisos á la autoridad, siempre inclinando respetuosamente sus frentes, siempre humillándolas en obsequio de la fe; esas frentes donde brilla el saber, donde imprime sus rasgos un sentimiento de noble independencia, de donde salen tan generosos arranques. ¿No os parece descubrir un nuevo mundo planetario, donde globos luminosos ruedan en vastas órbitas por la inmensidad del espacio, pero atraídos por una misteriosa fuerza hacia el centro del sistema? Fuerza que no les permite el extravío, sin quitarles, empero, nada, ni de la magnitud de su mole, ni de la grandiosidad de su movimiento, antes inundándolos de luz, y dando á su marcha una regularidad majestuosa.[6]


[46]

CAPITULO IV

Esa idea fija, esa voluntad entera, ese plan tan sabio y constante, ese sistema tan trabado, esa conducta tan regular y coherente, ese marchar siempre con seguro paso hacia objeto y fin determinado, ese admirable conjunto reconocido y confesado por M. Guizot, y que tanto honra á la Iglesia católica, mostrando su profunda sabiduría y revelando la altura de su origen, no ha sido nunca imitado por el Protestantismo, ni en bien, ni en mal; porque, según llevo ya demostrado, no puede presentar un solo pensamiento del que tenga derecho á decir: esto es mío. Se ha querido apropiar el principio de examen privado en materias de fe, y algunos de sus adversarios tal vez no se han resistido mucho á adjudicárselo, por no reconocer en él otro elemento que pudiera llamarse constitutivo; y, además, por reparar que, si de haber engendrado tal principio quisiera gloriarse, sería semejante á aquellos padres insensatos que labran su propia ignominia, haciendo gala de tener hijos de pésima índole, y, díscolos en conducta. Es falso, sin embargo, que tal principio sea hijo suyo; antes al contrario, más bien podría decirse que el principio de examen ha engendrado el Protestantismo, pues que este principio se halla ya en el seno de todas las sectas, y se le reconoce como germen de todos los errores: por manera que, al proclamar los protestantes el examen privado, no hicieron más que ceder á la necesidad que es común á todas las sectas separadas de la Iglesia.

Nada hubo en esto de plan, nada de previsión, nada de sistema: la simple resistencia á la autoridad de la Iglesia envolvía la necesidad de un examen privado sin límites, la erección del entendimiento en juez único; y así fué desde un principio enteramente inútil[47] toda la oposición que á las consecuencias y aplicaciones de tal examen hicieron los corifeos protestantes: roto el dique, no es posible contener las aguas.

«El derecho de examinar lo que debe creerse, dice una famosa dama protestante (De l'Allemagne, par Mad. Staël, 4.e partie, chap. 2), es el principio fundamental del Protestantismo. No lo entienden así los primeros reformadores; creían poder fijar las columnas del espíritu humano en los términos de sus propias luces; pero mal podían esperar que sus decisiones fuesen recibidas como infalibles, cuando ellos negaban este género de autoridad á la Religión católica.» Semejante resistencia por parte de ellos sólo sirvió á manifestar que no abrigaban ninguna de aquellas ideas que, si extravían el entendimiento, muestran al menos en cierto modo la generosidad y nobleza del corazón; y de ellos no podrá decir el entendimiento humano que le descaminasen con la mira de hacerle andar con mayor libertad. «La revolución religiosa del siglo xvi, dice M. Guizot, no conoció los verdaderos principios de la libertad intelectual; emancipaba el pensamiento, y todavía se empeñaba en gobernarlo por medio de la ley.»

Pero en vano lucha el hombre contra la fuerza entrañada por la misma naturaleza de las cosas; en vano fué que el Protestantismo quisiera poner límites á la extensión del principio de examen, y que á veces levantase tan alto la voz, y aun descargase su brazo con tal fuerza, que no parecía sino que trataba de aniquilarle. El espíritu de examen privado estaba en su mismo seno, allí perseveraba, allí se desenvolvía, allí obraba, aun á pesar suyo: no tenía medio el Protestantismo: ó echarse en brazos de la autoridad, es decir, reconocer su extravío, ó dejar al principio disolvente que ejerciera su acción, haciendo desaparecer de entre las sectas separadas hasta la sombra de la religion de Jesucristo, y viniendo á poner el Cristianismo en la clase de las escuelas filosóficas. Dado una vez el grito de resistencia á la autoridad de la Iglesia, pu[48]diéronse muy bien calcular los funestos resultados: fué desde luego muy fácil prever que, desenvuelto, el maligno germen traía consigo la ruina de todas las verdades cristianas. ¿Y cómo era posible que no se desenvolviese rápidamente ese germen, en un suelo donde era tan viva la fermentación? Señalaron á voz en grito los católicos la gravedad é inminencia del riesgo; y en obsequio de la verdad es menester confesar que tampoco se ocultó á la previsión de algunos protestantes. ¿Quién ignora las explícitas confesiones que se oyeron ya desde un principio, y se han oído después, de boca de sus hombres más distinguidos? Los grandes talentos nunca se han hallado bien con el Protestantismo; siempre han encontrado en él un inmenso vacío: y por esta causa se los ha visto propender, ó á la irreligión, ó á la unidad católica.

El tiempo, ese gran juez de todas las opiniones, ha venido á confirmar el acierto de tan tristes pronósticos: y actualmente han llegado ya las cosas á tal extremo, que es necesario, ó estar muy escaso de instrucción, ó tener muy limitados alcances, para no conocer que la Religión cristiana, tal como la explican los protestantes, es una opinión, y no más; es un sistema formado de mil partes incoherentes, y que pone el Cristianismo al nivel de las escuelas filosóficas. Y nadie debe extrañar que parezca aventajarse algún tanto á ellas, y conserve ciertos rasgos que dan á su fisonomía algo que no se encuentra en lo que es puramente excogitado por el entendimiento del hombre; ¿sabéis de dónde nace todo esto? Nace de aquella sublimidad de la doctrina, de aquella santidad de moral, que, más ó menos desfiguradas, resplandecen siempre en todo cuanto conserva algún vestigio de la palabra de Jesucristo. Pero el endeble resplandor que queda luchando con las sombras después que ha desaparecido del horizonte el astro luminoso, no puede compararse con la luz del día; las sombras avanzan, se extienden, y, ahogando el débil reflejo, acaban por sumir la tierra en obscuridad tenebrosa.

[49]

Tal es la doctrina del Cristianismo entre los protestantes: con sólo dar una ojeada á sus sectas se conoce que ni son meramente filosóficas, ni tienen los caracteres de religión verdadera: el Cristianismo está entre ellas sin una autoridad, y por esto parece un viviente separado de su elemento, un árbol secado en su raíz; por esto presenta la fisonomía pálida y desfigurada de un semblante que no está ya animado por el soplo de vida. Habla el Protestantismo de la fe, y su principio fundamental la hiere de muerte; ensalza el Evangelio, y el mismo principio hace vacilar su autoridad, pues que le deja abandonado al discernimiento del hombre; y, si pondera la santidad y pureza de Jesucristo, ocurre desde luego que en algunas de las sectas disidentes se le despoja de su divinidad, y que todas podrían hacerlo muy bien, sin faltar al único principio que les sirve de punto de apoyo. Y, una vez negada, ó puesta en duda, la divinidad de Jesucristo, queda, cuando más, colocado en la clase de los grandes filósofos y legisladores, pierde la autoridad necesaria para dar á sus leyes aquella augusta sanción que tan respetables las hace á los mortales, no puede imprimirles aquel sello que tanto las eleva sobre todos los pensamientos humanos, y no se ofrecen ya sus consejos sublimes como otras tantas lecciones que fluyen de los labios de la sabiduría increada.

Quitando al espíritu humano el punto de apoyo de una autoridad, ¿en qué podrá afianzarse? ¿no queda abandonado á merced de sus sueños y delirios? ¿no se le abre de nuevo la tenebrosa é intrincada senda de interminables disputas que condujo á un caos á los filósofos de las antiguas escuelas? Aquí no hay réplica, y en esto andan acordes la razón y la experiencia: substituído á la autoridad de la Iglesia el examen privado de los protestantes, todas las grandes cuestiones sobre la divinidad y el hombre quedan sin resolver; todas las dificultades permanecen en pie; y, flotando entre sombras el entendimiento humano, sin divisar una luz que pueda servirle de guía segura, abrumado[50] por la gritería de cien escuelas que disputan de continuo sin aclarar nada, cae en aquel desaliento y postración en que le había encontrado el Cristianismo, y del que le había levantado á costa de grandes esfuerzos. La duda, el pirronismo, la indiferencia, serán entonces el patrimonio de los talentos más aventajados; las teorías vanas, los sistemas hipotéticos, los sueños, formarán el entretenimiento de los sabios comunes; la superstición y las monstruosidades serán el pábulo de los ignorantes.

Y entonces, ¿qué habría adelantado la humanidad? ¿qué habría hecho el Cristianismo sobre la tierra? Afortunadamente para el humano linaje, no ha quedado la Religión cristiana abandonada al torbellino de las sectas protestantes; y en la autoridad de la Iglesia católica ha tenido siempre anchurosa base donde ha encontrado firme asiento para resistir á los embates de las cavilaciones y errores. Si así no fuera, ¿á dónde habría ya parado? La sublimidad de sus dogmas, la sabiduría de sus preceptos, la unción de sus consejos, ¿serían acaso más que bellos sueños contados en lenguaje encantador por un sabio filósofo? Sí, es preciso repetirlo: sin la autoridad de la Iglesia nada queda de seguro en la fe, es dudosa la divinidad de Jesucristo, es disputable su misión, es decir, que desaparece completamente la Religión cristiana; porque, en no pudiendo ella ofrecernos sus títulos celestiales, en no pudiendo darnos completa certeza de que ha bajado del seno del Eterno, que sus palabras son palabras del mismo Dios, que se dignó aparecer sobre la tierra para la salud de los hombres, ya no tiene derecho á exigirnos acatamiento. Colocada en la serie de los pensamientos puramente humanos, deberá someterse á nuestro fallo como las demás opiniones de los hombres; en el tribunal de la filosofía podrá sostener sus doctrinas como más ó menos razonables, pero siempre tendrá la desventaja de habernos querido engañar, de habérsenos presentado como divina, cuando no era más que humana; y al empezarse la discusión sobre la[51] verdad de su sistema de doctrinas, siempre tendrá en contra de sí una terrible presunción, cual es, el que, con respecto á su origen, habrá sido una impostora.

Gloríanse los protestantes de la independencia de su entendimiento, y achacan á la Religión católica el que viola los derechos más sagrados, pues que, exigiendo sumisión, ultraja la dignidad del hombre. Cuando se declama en este sentido, vienen muy á propósito las exageraciones sobre las fuerzas de nuestro entendimiento, y no se necesita más que echar mano de algunas imágenes seductoras, pronunciando las palabras de atrevido vuelo, de hermosas alas, y otras semejantes, para dejar completamente alucinados á los lectores vulgares.

Goce enhorabuena de sus derechos el espíritu del hombre, gloríese de poseer la centella divina que apellidamos entendimiento, recorra ufano la naturaleza, y, observando los demás seres que le rodean, note con complacencia la inmensa altura á que sobre todos ellos se encuentra elevado; colóquese en el centro de las obras con que ha embellecido su morada, y señale como muestras de su grandeza y poder las transformaciones que se ejecutan dondequiera que estampare su huella, llegando, á fuerza de inteligencia y de gallarda osadía, á dirigir y señorear la naturaleza; mas, por reconocer la dignidad y elevación de nuestro espíritu mostrándonos agradecidos al beneficio que nos ha dispensado el Criador, ¿deberemos llegar hasta el extremo de olvidar nuestros defectos y debilidad? ¿Á qué engañarnos á nosotros mismos, queriendo persuadirnos de que sabemos lo que en realidad ignoramos? ¿Á qué olvidar la inconstancia y volubilidad de nuestro espíritu? ¿Á qué disimularnos que en muchas materias, aun de aquellas que son objeto de las ciencias humanas, se abruma y confunde nuestro entendimiento, y que hay mucho de ilusión en nuestro saber, mucho de hiperbólico en la ponderación de los adelantos de nuestros conocimientos? ¿No viene un día á desmentir lo que asentamos otro día? ¿no viene de con[52]tinuo el curso de los tiempos burlando todas nuestras previsiones, deshaciendo nuestros planes, y manifestando lo aéreo de nuestros proyectos?

¿Qué nos han dicho en todos tiempos aquellos genios privilegiados á quienes fué concedido descender hasta los cimientos de nuestras creencias, alzarse con brioso vuelo hasta la región de las más sublimes inspiraciones, y tocar, por decirlo así, los confines del espacio que puede recorrer el entendimiento humano? Sí, los grandes sabios de todos tiempos, después de haber tanteado los senderos más ocultos de la ciencia, después de haberse arrojado á seguir los rumbos más atrevidos, que en el orden moral y físico se presentaban á su actividad y osadía en el anchuroso mar de las investigaciones, todos vuelven de sus viajes llevando en su fisonomía aquella expresión de desagrado, fruto natural de muy vivos desengaños; todos nos dicen que se ha deshojado á su vista una bella ilusión, que se ha desvanecido como una sombra la hermosa imagen que tanto los hechizaba; todos refieren que en el momento en que se figuraban que iban á entrar en un cielo inundado de luz, han descubierto con espanto una región de tinieblas, han conocido con asombro que se hallaban en una nueva ignorancia. Y por esta causa todos á una miran con tanta desconfianza las fuerzas del entendimiento, ellos que tienen un sentimiento íntimo que no les deja dudar de que las fuerzas del suyo exceden á las de los otros hombres. «Las ciencias, dice profundamente Pascal, tienen dos extremos que se tocan: el primero es la pura ignorancia natural, en que se encuentran los hombres al nacer; el otro es aquel en que se hallan las grandes almas, que, habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber, encuentran que no saben nada

El Catolicismo dice al hombre: «Tu entendimiento es muy flaco, y en muchas cosas necesita un apoyo y una guía»; y el Protestantismo le dice: «La luz te rodea, marcha por do quieras, no hay para ti mejor guía que tú mismo». ¿Cuál de las dos religiones está de acuerdo con las lecciones de la más alta filosofía?

[53]

Ya no debe, pues, parecer extraño que los talentos más grandes que ha tenido el Protestantismo, todos hayan sentido cierta propensión á la Religión católica, y que no haya podido ocultárseles la profunda sabiduría que se encierra en el pensamiento de sujetar en algunas materias el entendimiento humano al fallo de una autoridad irrecusable. Y en efecto: mientras se encuentre una autoridad que en su origen, en su establecimiento, en su conservación, en su doctrina y conducta, reuna todos los títulos que puedan acreditarla de divina, ¿qué adelanta el entendimiento con no querer sujetarse á ella? ¿qué alcanza divagando á merced de sus ilusiones, en gravísimas materias, siguiendo caminos donde no encuentra otra cosa que recuerdos de extravíos, escarmientos y desengaños?

Si tiene el espíritu del hombre un concepto demasiado alto de sí mismo, estudie su propia historia, y en ella verá, palpará, que, abandonado á sus solas fuerzas, tiene muy poca garantía de acierto. Fecundo en sistemas, inagotable en cavilaciones, tan rápido en conseguir un pensamiento como poco á propósito para madurarle; semillero de ideas que nacen, hormiguean y se destruyen unas á otras, como los insectos que rebullen en un lago; alzándose tal vez en alas de sublime inspiración, y arrastrándose luego como el reptil que surca el polvo con su pecho; tan hábil é impetuoso para destruir las obras ajenas como incapaz de dar á las suyas una construcción sólida y duradera; empujado por la violencia de las pasiones, desvanecido por el orgullo, abrumado y confundido por tanta variedad de objetos como se le presentan en todas direcciones, deslumbrado por tantas luces falsas, y engañosas apariencias; abandonado enteramente á sí mismo, el corazón humano presenta la imagen de una centella inquieta y vivaz, que recorre sin rumbo fijo la inmensidad de los cielos, traza en su vario y rápido curso mil extrañas figuras, siembra en el rastro de su huella mil chispas relumbrantes, encanta un momento la vista con su resplandor, su agilidad y sus caprichos, y des[54]aparece luego en la obscuridad, sin dejar en la inmensa extensión de su camino una ráfaga de luz para esclarecer las tinieblas de la noche.

Ahí está la historia de nuestros conocimientos: en ese inmenso depósito donde se hallan en confusa mezcla las verdades y los errores, la sabiduría y la necedad, el juicio y la locura; ahí se encontrarán abundantes pruebas de lo que acabo de afirmar: ellas saldrán en mi abono, si se quisiera tacharme de haber recargado el cuadro.[7]


CAPITULO V

Tanta verdad es lo que acabo de decir sobre la debilidad del humano entendimiento, que, aun prescindiendo del aspecto religioso, es muy notable que la próvida mano del Criador ha depositado en el fondo de nuestra alma un preservativo contra la excesiva volubilidad de nuestro espíritu; y preservativo tal, que, sin él, hubiéranse pulverizado todas las instituciones sociales, ó, más bien, no se hubieran jamás planteado; sin él, las ciencias no hubieran dado jamás un paso; y, si llegase jamás á desaparecer del corazón del hombre, el individuo y la sociedad quedarían sumergidos en el caos. Hablo de cierta inclinación á deferir á la autoridad; del instinto de fe, digámoslo así; instinto que merece ser examinado con mucha detención, si se quiere conocer algún tanto el espíritu del hombre, estudiar con provecho la historia de su desarrollo y progresos, encontrar las causas de muchos fenómenos extraños, descubrir hermosísimos puntos de vista que ofrece bajo este aspecto la Religión católica, y palpar, en fin, lo limitado y poco filosófico del pensamiento que dirige al Protestantismo.

Ya se ha observado muchas veces que no es posible acudir á las primeras necesidades, ni dar curso á los[55] negocios más comunes, sin la deferencia á la autoridad de la palabra de otros, sin la fe; y fácilmente se echa de ver que, sin esa fe, desaparecería todo el caudal de la historia y de la experiencia; es decir, que se hundiría el fundamento de todo saber.

Importantes como son estas observaciones, y muy á propósito para demostrar lo infundado del cargo que se hace á la Religión católica por sólo exigir fe, no son ellas, sin embargo, las que llaman ahora mi atención, tratando como trato de presentar la materia bajo otro aspecto, de colocar la cuestión en otro terreno, donde ganará la verdad en amplitud é interés, sin perder nada de su inalterable firmeza.

Recorriendo la historia de los conocimientos humanos, y echando una ojeada sobre las opiniones de nuestros contemporáneos, nótase constantemente que, aun aquellos hombres que más se precian de espíritu de examen, y de libertad de pensar, apenas son otra cosa que el eco de opiniones ajenas. Si se examina atentamente ese grande aparato, que tanto ruido mete en el mundo con el nombre de ciencia, se notará que, en el fondo, encierra una gran parte de autoridad; y al momento que en él se introdujera un espíritu de examen enteramente libre, aun con respecto á aquellos puntos que sólo pertenecen al raciocinio, hundiríase en su mayor parte el edificio científico, y serían muy pocos los que quedarían en posesión de sus misterios. Ningún ramo de conocimientos se exceptúa de esta regla general, por mucha que sea la claridad y exactitud de que se gloríe. Ricas como son en evidencia de principios, rigurosas en sus deducciones, abundantes en observaciones y experimentos, las ciencias naturales y exactas, ¿no descansan, acaso, muchas de sus verdades en otras verdades más altas, para cuyo conocimiento ha sido necesaria aquella delicadeza de observación, aquella sublimidad de cálculo, aquella ojeada perspicaz y penetrante, á que alcanza tan sólo un número de hombres muy reducido?

Cuando Newton arrojó en medio del mundo cientí[56]fico el fruto de sus combinaciones profundas, ¿cuántos eran entre sus discípulos los que pudieran lisonjearse de estribar en convicciones propias, aun hablando de aquellos que, á fuerza de mucho trabajo, habían llegado á comprender algún tanto al grande hombre? Habían seguido al matemático en sus cálculos, se habían enterado del caudal de datos y experimentos que exponía á sus consideraciones el naturalista, y habían escuchado las reflexiones con que apoyaba sus aserciones y conjeturas el filósofo: creían de esta manera hallarse plenamente convencidos, y no deber en su asenso nada á la autoridad, sino únicamente á la fuerza de la evidencia y de las razones: ¿sí? Pues haced que desaparezca entonces el nombre de Newton, haced que el ánimo se despoje de aquella honda impresión causada por la palabra de un hombre que se presenta con un descubrimiento extraordinario, y que para apoyarle despliega un tesoro de saber que revela un genio prodigioso; quitad, repito, la sombra de Newton, y veréis que en la mente de su discípulo los principios vacilan, los razonamientos pierden mucho de su encadenamiento y exactitud, las observaciones no se ajustan tan bien con los hechos; y el hombre que se creyera tal vez un examinador completamente imparcial, un pensador del todo independiente, conocerá, sentirá cuán sojuzgado se hallaba por la fuerza de la autoridad, por el ascendiente del genio; conocerá, sentirá que en muchos puntos tenía asenso, mas no convicción, y que, en vez de ser un filósofo enteramente libre, era un discípulo dócil y aprovechado.

Apélese confiadamente al testimonio, no de los ignorantes, no de aquellos que han desflorado ligeramente los estudios científicos, sino de los verdaderos sabios, de los que han consagrado largas vigilias á los varios ramos del saber: invíteselos á que se concentren dentro de sí mismos, á que examinen de nuevo lo que apellidan sus convicciones científicas; y que se pregunten con entera calma y desprendimiento si, aun en aquellas materias en que se conceptúan más aventaja[57]dos, no sienten repetidas veces sojuzgado su entendimiento por el ascendiente de algún autor de primer orden, y no han de confesar que, si á muchas cuestiones de las que tienen más estudiadas les aplicasen con rigor el método de Descartes, se hallarían con más creencias que convicciones.

Así ha sucedido siempre, y siempre sucederá así: esto tiene raíces profundas en la íntima naturaleza de nuestro espíritu, y, por lo mismo, no tiene remedio. Ni tal vez conviene que lo tenga; tal vez entra en esto mucho de aquel instinto de conservación que Dios con admirable sabiduría ha esparcido sobre la sociedad; tal vez sirve de fuerte correctivo á tantos elementos de disolución como ésta abriga en su seno.

Malo es, en verdad, muchas veces, malo es, y muy malo, que el hombre vaya en pos de la huella de otro hombre; no es raro el que se vean por esta causa lamentables extravíos; pero peor fuera aún que el hombre estuviera siempre en actitud de resistencia contra todo otro hombre para que no le pudiese engañar, y que se generalizase por el mundo la filosófica manía de querer sujetarlo todo á riguroso examen: ¡pobre sociedad entonces! ¡pobre hombre! ¡pobres ciencias, si cundiese á todos los ramos el espíritu de riguroso, de escrupuloso, de independiente examen!

Admiro el genio de Descartes, reconozco los grandes beneficios que ha dispensado á las ciencias; pero he pensado más de una vez que, si por algún tiempo pudiera generalizarse su método de duda, se hundiría de repente la sociedad; y aun entre los sabios, entre los filósofos imparciales, me parece que causaría grandes estragos; por lo menos es cierto que en el mundo científico se aumentaría considerablemente el número de los orates.

Afortunadamente no hay peligro de que así suceda; y, si el hombre tiene cierta tendencia á la locura, más ó menos graduada, también posee un fondo de buen sentido de que no le es posible desprenderse; y la sociedad, cuando se presentan algunos individuos de[58] cabeza volcánica que se proponen convertirla en delirante, ó les contesta con burlona sonrisa, ó, si se deja extraviar por un momento, vuelve luego en sí, y rechaza con indignación á aquellos que la habían descaminado.

Para quien conozca á fondo el espíritu humano, serán siempre despreciables vulgaridades esas fogosas declamaciones contra las preocupaciones del vulgo; contra esa docilidad en seguir á otro hombre, contra esa facilidad en creerlo todo sin haber examinado nada. Como si en esto de preocupaciones, en esto de asentir á todo sin examen, hubiera muchos hombres que no fueran vulgo; como si las ciencias no estuvieran llenas de suposiciones gratuitas; como si en ellas no hubiera puntos flaquísimos sobre los cuales estribamos buenamente, cual en firmísimo é inalterable apoyo.

El derecho de posesión y de prescripción es otra de las singularidades que ofrecen las ciencias, y es bien digno de notarse que, sin haber tenido jamás esos nombres, haya sido reconocido este derecho, con tácito, pero unánime, consentimiento. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo? Estudiad la historia de las ciencias, y encontraréis á cada paso confirmada esta verdad. En medio de las eternas disputas que han dividido á los filósofos, ¿cuál es la causa de que una doctrina antigua haya opuesto tanta resistencia á una doctrina nueva, y diferido por mucho tiempo y tal vez impedido completamente su establecimiento? Es porque la antigua estaba ya en posesión, es porque se hallaba robustecida por un derecho de prescripción: no importa que no se usaran esos nombres: el resultado era el mismo; y por esta razón los inventores se han visto muchas veces menospreciados ó contrariados, cuando no perseguidos.

Es preciso confesarlo, por más que á ello se resista nuestro orgullo, y por más que se hayan de escandalizar algunos sencillos admiradores de los progresos de las ciencias: muchos han sido esos progresos, an[59]churoso es el campo por donde se ha espaciado el entendimiento humano, vastas las órbitas que ha recorrido, y admirables las obras con que ha dado una prueba de sus fuerzas; pero en todas estas cosas hay siempre una buena parte de exageración, hay mucho que cercenar, sobre todo cuando el nombre de ciencia se refiere á las relaciones morales. De semejantes ponderaciones nada puede deducirse para probar que nuestro entendimiento sea capaz de marchar con entera agilidad y desembarazo por toda clase de caminos; nada puede deducirse que contradiga el hecho que hemos establecido de que el entendimiento del hombre está sometido casi siempre, aunque sin advertirlo, á la autoridad de otro hombre.

En cada época se presentan algunos pocos, poquísimos entendimientos privilegiados, que, alzando su vuelo sobre todos los demás, les sirven de guía en las diferentes carreras; precipítase tras ellos una numerosa turba que se apellida sabia, y con los ojos fijos en la enseña enarbolada va siguiendo afanosa los pasos del aventajado caudillo. Y ¡cosa singular! todos claman por la independencia en la marcha, todos se precian de seguir aquel rumbo nuevo, como si ellos le hubieran descubierto, como si avanzaran en él, guiados únicamente por su propia luz é inspiraciones. Las necesidades, la afición ú otras circunstancias nos conducen á dedicarnos á este ó aquel ramo de conocimientos; nuestra debilidad nos está diciendo de continuo que no nos es dada la fuerza creatriz; y, ya que no podemos ofrecer nada propio, ya que nos sea imposible abrir un nuevo camino, nos lisonjeamos de que nos cabe una parte de gloria siguiendo la enseña de algún ilustre caudillo; y, en medio de tales sueños, llegamos tal vez á persuadirnos de que no militamos bajo la bandera de nadie, que sólo rendimos homenaje á nuestras convicciones, cuando en realidad no somos más que prosélitos de doctrinas ajenas.

En esta parte el sentido común es más cuerdo que nuestra enfermiza razón; y así es que el lenguaje (esta[60] misteriosa expresión de las cosas, donde se encuentra tanto fondo de verdad y exactitud sin saber quién se lo ha comunicado) nos hace una severa reconvención por tan orgulloso desvanecimiento; y á pesar nuestro llama las cosas por sus nombres, clasificándonos á nosotros, y á nuestras opiniones, del modo que corresponde, según el autor á quien hemos seguido por guía. La historia de las ciencias ¿es acaso más que la historia de los combates de una escasa porción de aventajados caudillos? Recórranse los tiempos antiguos y modernos, extiéndase la vista á los varios ramos de nuestros conocimientos, y se verá un cierto número de escuelas, planteadas por algún sabio de primer orden, dirigidas luego por otro que por sus talentos haya sido digno de sucederle; y durando así, hasta que, cambiadas las circunstancias, falta de espíritu de vida, muere naturalmente la escuela, ó presentándose algún hombre audaz, animado de indomable espíritu de independencia, la ataca, y la destruye, para asentar sobre sus ruinas la nueva cátedra del modo que á él le viniera en talante.

Cuando Descartes destronó á Aristóteles ¿no se colocó por de pronto en su lugar? La turba de filósofos que blasonaban de independientes, pero cuya independencia era desmentida por el título que llevaban de Cartesianos, eran semejantes á los pueblos que en tiempo de revueltas aclaman libertad, y destronan al antiguo monarca, para someterse después al hombre bastante osado que recoge el cetro y la diadema que yacen abandonados al pie del antiguo solio.

Créese en nuestro siglo, como se creyó en el anterior, que marcha el entendimiento humano con entera independencia; y á fuerza de declamar contra la autoridad en materias científicas, á fuerza de ensalzar la libertad del pensamiento, se ha llegado á formar la opinión de que pasaron ya los tiempos en que la autoridad de un hombre valía algo, y que ahora ya no obedece cada sabio sino á sus propias é íntimas convicciones. Allégase á todo esto que, desacreditados los sis[61]temas y las hipótesis, se ha desplegado grande afición al examen y análisis de los hechos, y esto ha contribuído á que se figuren muchos que, no sólo ha desaparecido completamente la autoridad en las ciencias, sino que hasta ha llegado á hacerse imposible.

Á primera vista, bien pudiera esto parecer verdad; pero, si damos en torno de nosotros una atenta mirada, notaremos que no se ha logrado otra cosa sino aumentar algún tanto el número de los jefes, y reducir la duración de su mando. Éste es verdadero tiempo de revueltas, y tal vez de revolución literaria y científica, semejante en un todo á la política, en que se imaginan los pueblos que disfrutan más libertad, sólo porque ven el mando distribuído en mayor número de manos, y porque tienen más anchura para deshacerse con frecuencia de los gobernantes, haciendo pedazos como á tiranos á los que antes apellidaran padres y libertadores; bien que, después de su primer arrebato, dejan el campo libre para que se presenten otros hombres á ponerles un freno, tal vez un poco más brillante, pero no menos recio y molesto. Á más de los ejemplos que nos ofrecería en abundancia la historia de las letras de un siglo á esta parte, ¿no vemos ahora mismo unos nombres substituídos á otros nombres, unos directores del entendimiento humano substituídos á otros directores?

En el terreno de la política, donde al parecer más debiera campear el espíritu de libertad, ¿no son contados los hombres que marchan al frente? ¿no los distinguimos tan claro como á los generales de ejército en campaña? En la arena parlamentaria ¿vemos acaso otra cosa que dos ó tres cuerpos de combatientes que hacen sus evoluciones á las órdenes del respectivo caudillo con la mayor regularidad y disciplina? ¡Oh! ¡cuán bien comprenderán estas verdades aquellos que se hallan elevados á tal altura! Ellos que conocen nuestra flaqueza, ellos que saben que para engañar á los hombres bastan por lo común las palabras, ellos habrán sentido mil veces asomar en sus labios la sonrisa, cuan[62]do, al contemplar engreídos el campo de sus triunfos, al verse rodeados de una turba preciada de inteligente que los admiraba y aclamaba con entusiasmo, habrán oído á algunos de sus más fervientes y más devotos prosélitos cuál blasonaban de ilimitada libertad de pensar, de completa independencia en las opiniones y en los votos.

Tal es el hombre; tal nos le muestran la historia y la experiencia de cada día. La inspiración del genio, esa fuerza sublime que eleva el entendimiento de algunos seres privilegiados, ejercerá siempre, no sólo sobre los sencillos é ignorantes, sino también sobre el común de los sabios, una acción fascinadora. ¿Dónde está, pues, el ultraje que hace á la razón humana la Religión católica, cuando, al propio tiempo que le presenta los títulos que prueban su divinidad, le exige la fe? ¿Esa fe que el hombre dispensa tan fácilmente á otro hombre, en todas materias, aun en aquellas en que más presume de sabio, no podrá prestarla sin mengua de su dignidad á la Iglesia católica? ¿Será un insulto hecho á su razón el señalarle una norma fija, que le asegure con respecto á los puntos que más le importan, dejándole, por otra parte, amplia libertad de pensar lo que más le agrade sobre aquel mundo que Dios ha entregado á las disputas de los hombres? Con esto ¿hace acaso más la Iglesia que andar muy de acuerdo con las lecciones de la más alta filosofía, manifestar un profundo conocimiento del espíritu humano, y librarle de tantos males como le acarrea su volubilidad é inconstancia, su veleidoso orgullo, combinados de un modo extraño con esa facilidad increíble de deferir á la palabra de otro hombre? ¿Quién no ve que con ese sistema de la Religión católica se pone un dique al espíritu de proselitismo que tantos daños ha causado á la sociedad? Ya que el hombre tiene esa irresistible tendencia á seguir los pasos de otro, ¿no hace un gran beneficio á la humanidad la Iglesia católica, señalándole de un modo seguro el camino por donde debe andar, si quiere seguir las pisadas de un Hombre-Dios? ¿No pone[63] de esta manera muy á cubierto la dignidad humana, librando, al propio tiempo, de terrible naufragio los conocimientos más necesarios al individuo y á la sociedad?[8]


CAPITULO VI

En contra de la autoridad que trata de ejercer su jurisdicción sobre el entendimiento, se alegará, sin duda, el adelanto de las sociedades; y el alto grado de civilización y cultura á que han llegado las naciones modernas se producirá como un título de justicia para lo que se apellida emancipación del entendimiento. Á mi juicio, está tan distante esta réplica de tener algo de sólido, está tan mal cimentada sobre el hecho en que pretende apoyarse, que, antes bien, del mayor adelanto de la sociedad debiera inferirse la necesidad más urgente de una regla viva, tal como lo juzgan indispensable los católicos.

Decir que las sociedades en su infancia y adolescencia hayan podido necesitar esa autoridad como un freno saludable, pero que este freno se ha hecho inútil y degradante cuando el entendimiento humano ha llegado á mayor desarrollo, es desconocer completamente la relación que tienen con los diferentes estados de nuestro entendimiento, los objetos sobre que versa semejante autoridad.

La verdadera idea de Dios, el origen, el destino y la norma de conducta del hombre, y todo el conjunto de medios que Dios le ha proporcionado para llegar á su alto fin, he aquí los objetos sobre que versa la fe, y sobre los cuales pretenden los católicos la necesidad de una regla infalible; sosteniendo que, á no ser así, no fuera dable evitar los más lamentables extravíos, ni poner la verdad á cubierto de las cavilaciones humanas.

[64]

Esta sencilla consideración bastará para convencer de que el examen privado sería mucho menos peligroso en pueblos poco adelantados en la carrera de la civilización, que no en otros que hayan ya adelantado mucho en ella. En un pueblo cercano á su infancia hay naturalmente un gran fondo de candor y sencillez, disposiciones muy favorables para que recibiera con docilidad las lecciones esparcidas en el Sagrado Texto, saboreándose en las de fácil comprensión, y humillando su frente ante la sublime obscuridad de aquellos lugares que Dios ha querido encubrir con el velo del misterio. Hasta su misma posición crearía en cierto modo una autoridad; pues, como no estuviera aún afectado por el orgullo y la manía del saber, se habría reducido á muy pocos el examinar el sentido de las revelaciones hechas por Dios al hombre, y esto produciría naturalmente un punto céntrico de donde dimanara la enseñanza.

Pero sucede muy de otra manera en un pueblo adelantado en la carrera del saber; porque la extensión de los conocimientos á mayor número de individuos, aumentando el orgullo y la volubilidad, multiplica y subdivide las sectas en infinitas fracciones, y acaba por trastornar todas las ideas, y por corromper las tradiciones más puras. El pueblo, cercano á su infancia, como está exento de la vanidad científica, entregado á sus ocupaciones sencillas, y apegado á sus antiguas costumbres, escucha con docilidad y respeto al anciano venerable que, rodeado de sus hijos y nietos, refiere con tierna emoción la historia y los consejos que él á su vez había recibido de sus antepasados; pero, cuando la sociedad ha llegado á mucho desarrollo; cuando, debilitado el respeto á los padres de familia, se ha perdido la veneración á las canas; cuando nombres pomposos, aparatos científicos, grandes bibliotecas, hacen formar al hombre un gran concepto de la fuerza de su entendimiento; cuando la multiplicación y actividad de las comunicaciones esparcen á grandes distancias las ideas, y haciéndolas fermentar por medio del calor[65] que adquieren con el movimiento, les dan aquella fuerza mágica que señorea los espíritus; entonces es precisa, indispensable, una autoridad, que, siempre viva, siempre presente, siempre en disposición de acudir á donde lo exija la necesidad, cubra con robusta égida el sagrado depósito de las verdades independientes de tiempos y climas, sin cuyo conocimiento flota eternamente el hombre á merced de sus errores y caprichos, y marcha con vacilante paso desde la cuna al sepulcro; aquellas verdades sobre las cuales está sentada la sociedad como sobre firmísimo cimiento; cimiento que, una vez conmovido, pierde su aplomo el edificio, oscila, se desmorona, y se cae á pedazos. La historia literaria y política de Europa de tres siglos á esta parte nos ofrece demasiadas pruebas de lo que acabo de decir, siendo de lamentar que cabalmente estalló la revolución religiosa en el momento en que debía ser más fatal: porque, encontrando á las sociedades agitadas por la actividad que desplegaba el espíritu humano, quebrantó el dique, cuando era necesario robustecerle.

Por cierto que no es saludable apocar en demasía á nuestro espíritu, achacándole defectos que no tenga, ó exagerando aquellos de que en realidad adolece; pero tampoco es conveniente engreirle sobradamente, ponderando más de lo que es justo el alcance de sus fuerzas: esto, á más de serle muy dañoso en diferentes sentidos, es muy poco favorable á su mismo adelanto; y aun, si bien se mira, es poco conforme al carácter grave y circunspecto, que ha de ser uno de los distintivos de la verdadera ciencia. Que la ciencia, si ha de ser digna de este nombre, no ha de ser tan pueril, que se muestre ufana y vanidosa por aquello que en realidad no le pertenece como propiedad suya: es menester que no desconozca los límites que la circunscriben, y que tenga bastante generosidad y candidez para confesar su flaqueza.

Un hecho hay en la historia de las ciencias, que, al propio tiempo que revela la intrínseca debilidad del[66] entendimiento, hace palpar lo mucho que entra de lisonja en los desmedidos elogios que á veces se le prodigan; infiriéndose de aquí cuán arriesgado sea el abandonarle del todo á sí mismo, sin ningún género de guía. Consiste este hecho en las sombras que se van encontrando á medida que nos acercamos á la investigación de los secretos que rodean los primeros principios de las ciencias: por manera que, aun hablando de las que más nombradía tienen por su verdad, evidencia y exactitud, en llegando á profundizar hasta sus cimientos, parece que se encuentra un terreno poco firme, resbaladizo, en términos que el entendimiento, sintiéndose poco seguro y vacilante, retrocede, temeroso de descubrir alguna cosa que lanzara la incertidumbre y la duda sobre aquellas verdades, en cuya evidencia se había complacido.

No participo yo del mal humor de Hobbes contra las matemáticas, y, entusiasta como soy de sus adelantos y profundamente convencido como estoy de las ventajas que su estudio acarrea á las demás ciencias y á la sociedad, mal pudiera tratar, ni de disminuir su mérito, ni de disputarles ninguno de los títulos que las ennoblecen; pero, ¿quién diría que ni ellas se exceptúan de la regla general? ¿faltan acaso en ellas puntos débiles, senderos tenebrosos?

Por cierto que, al exponerse los primeros principios de estas ciencias, consideradas en toda su abstracción, y al deducir las proposiciones más elementales, camina el entendimiento por un terreno llano, desembarazado, donde ni se ofrece siquiera la idea de que pueda ocurrir el más ligero tropiezo. Prescindiré ahora de las sombras que hasta sobre este camino podrían esparcir la ideología y la metafísica, si se presentasen á disputar sobre algunos puntos, aun buscando su apoyo en los escritos de filósofos aventajados; pero, ciñéndonos al círculo en que naturalmente se encierran las matemáticas, ¿quién de los versados en ellas ignora que, avanzando en sus teorías, se encuentran ciertos puntos donde el entendimiento tropieza con una sombra;[67] donde, á pesar de tener á la vista la demostración, y de haberla empleado en todas sus partes, se halla como fluctuante, sintiendo un no sé qué de incertidumbre, de que apenas acierta á darse cuenta á sí propio? ¿Quién no ha experimentado que, á veces, después de dilatados raciocinios, al divisar la verdad, se halla uno como si hubiera descubierto la luz del día, pero después de haber andado largo trecho á obscuras, por un camino cubierto? Fijando entonces vivamente la atención sobre aquellos pensamientos que divagan por la mente como exhalaciones momentáneas, sobre aquellos movimientos casi imperceptibles que en tales casos nacen y mueren de continuo en nuestra alma, se nota que el entendimiento, en medio de sus fluctuaciones, extiende la mano sin advertirlo al áncora que le ofrece la autoridad ajena, y que, para asegurarse, hace desfilar delante de sus ojos la sombra de algunos matemáticos ilustres, y el corazón como que se alegra de que aquello esté ya enteramente fuera de duda, por haberlo visto de una misma manera una serie de hombres grandes. ¿Y qué? ¿se sublevarán tal vez la ignorancia y el orgullo contra semejantes reflexiones? Estudiad esas ciencias, ó, cuando menos, leed su historia, y os convenceréis de que también se encuentran en ellas abundantes pruebas de la debilidad del entendimiento del hombre.

La portentosa invención de Newton y Leibnitz ¿no encontró en Europa numerosos adversarios? ¿no necesitó para solidarse bien, el que pasara algún tiempo, y que la piedra de toque de las aplicaciones viniese á manifestar la verdad de los principios y la exactitud de los raciocinios? ¿y creéis, por ventura, que si ahora se presentara de nuevo esa invención en el campo de las ciencias, hasta suponiéndola pertrechada de todas las pruebas con que se la ha robustecido, y rodeada de aquella luz con que la han bañado tantas aclaraciones; creéis, por ventura, repito, que no necesitaría también de algún tiempo, para que, afirmada, digámoslo así, con el derecho de prescripción, alcanzase en sus do[68]minios la tranquilidad y sosiego de que actualmente disfruta?

Bien se deja sospechar que no les ha de caber á las demás ciencias escasa parte de esa incertidumbre, que trae su origen de la misma flaqueza del espíritu humano; y, como quiera que en cuanto á ellas apenas me parece posible que haya quien trate de contradecirlo, pasaré á presentar algunas consideraciones sobre el carácter peculiar de las ciencias morales.

Tal vez no se ha reparado bastante que no hay estudio más engañoso que el de las verdades morales; y le llamo engañoso, porque, brindando al investigador con una facilidad aparente, le empeña en pasos en que apenas se encuentra salida. Son como aquellas aguas tranquilas que manifiestan poca profundidad, un fondo falso, pero que encierran un insondable abismo. Familiarizados nosotros con su lenguaje desde la más tierna infancia; viendo en rededor nuestro sus continuas aplicaciones; sintiendo que se nos presentan como de bulto, y hallándonos con cierta facilidad de hablar de repente sobre muchos de sus puntos, persuadímonos con ligereza de que tampoco nos ha de ser difícil un estudio profundo de sus más altos principios, y de sus relaciones más delicadas; y ¡cosa admirable! apenas salimos de la esfera del sentido común, apenas tratamos de desviarnos de aquellas expresiones sencillas, las mismas que balbucientes pronunciábamos en el regazo de nuestra madre, nos hallamos en el más confuso laberinto. Entonces, si el entendimiento se abandona á sus cavilaciones; si no escucha la voz del corazón, que le habla con tanta sencillez como elocuencia; si no templa aquella fogosidad que le comunica el orgullo; si con loco desvanecimiento no atiende á lo que le prescribe el cuerdo buen sentido, llega hasta el exceso de despreciar el depósito de aquellas tan saludables como necesarias verdades que conserva la sociedad para irlas transmitiendo de generación en generación; y, marchando solo, á tientas, en medio de las más densas tinieblas, acaba por derrumbarse en aquellos[69] precipicios de extravagancias y delirios de que la historia de las ciencias nos ofrece tan repetidos y lamentables ejemplos.

Si bien se observa, se nota una cosa semejante en todas las ciencias; porque el Criador ha querido que no nos faltaran aquellos conocimientos que nos eran necesarios para el uso de la vida, y para llegar á nuestro destino; pero no ha querido complacer nuestra curiosidad, descubriéndonos verdades que para nada nos eran necesarias. Sin embargo, en algunas materias ha comunicado al entendimiento cierta facilidad que le hace capaz de enriquecer de continuo sus dominios; pero, en orden á las verdades morales, le ha dejado en una esterilidad completa: lo que necesitaba saber, ó se lo ha grabado con caracteres muy sencillos é inteligibles en el fondo de su corazón, ó se lo ha consignado de un modo muy expreso y terminante en el Sagrado Texto, mostrándole una regla fija en la autoridad de la Iglesia, á donde podía acudir para aclarar sus dudas; pero, por lo demás, le ha dejado de manera que, si se trata de cavilar y espaciarse á su capricho, recorre de continuo un mismo camino, lo hace y deshace mil veces; encontrando en un extremo el escepticismo, en el otro la verdad pura.

Algunos ideólogos modernos reclamarán, tal vez, contra reflexiones semejantes, y mostrarán en contra de esta aserción el fruto de sus trabajos analíticos. «Cuando no se había descendido al análisis de los hechos, dirán ellos; cuando se divagaba entre sistemas aéreos, y se recibían palabras sin examen ni discernimiento, entonces pudiera ser verdad todo esto; pero ahora, cuando las ideas de bien y mal moral las hemos aclarado nosotros tan completamente, que hemos deslindado lo que había en ellas de preocupación y de filosofía; que hemos asentado todo el sistema de moral sobre principios tan sencillos, como son el placer y el dolor; que hemos dado en estas materias ideas tan claras, como son las varias sensaciones que nos causa una naranja; ahora, decir todo esto, es ser ingrato con las[70] ciencias; es desconocer el fruto de nuestros sudores.» Ni me son desconocidos los trabajos de algunos nuevos ideólogo-moralistas, ni la engañosa sencillez con que desenvuelven sus teorías, dando á las más difíciles materias un aspecto de facilidad y llaneza, que, al parecer, debe de estar todo al alcance de las inteligencias más limitadas: no es éste el lugar á propósito para examinar esas teorías, esas investigaciones analíticas; observaré, no obstante, que, á pesar de tanta sencillez, no parece que se vaya en pos de ellos ni la sociedad, ni la ciencia; y que sus opiniones, sin embargo de ser recientes, son ya viejas. Y no es extraño, porque fácilmente se había de ocurrir que, á pesar de su positivismo, si puedo valerme de esta palabra, son tan hipotéticos esos ideólogos, como muchos de los antecesores á quienes ellos motejan y desprecian. Escuela pequeña y de espíritu limitado, que, sin estar en posesión de la verdad, no tiene siquiera aquella belleza con que hermosean á otras los brillantes sueños de grandes hombres; escuela orgullosa y alucinada, que cree profundizar un hecho, cuando le obscurece, y afianzarle, sólo porque le asevera; y que, en tratándose de relaciones morales, se figura que analiza el corazón, sólo porque le descompone y diseca.

Si tal es nuestro entendimiento, si tanta es su flaqueza con respecto á todas las ciencias, si tanta es su esterilidad en los conocimientos morales, que no ha podido adelantar un ápice sobre lo que le ha enseñado la bondadosa Providencia, ¿qué beneficio ha hecho el Protestantismo á las sociedades modernas, quebrantando la fuerza de la autoridad, única capaz de poner un dique á lamentables extravíos?[9]


[71]

CAPITULO VII

Rechazada por el Protestantismo la autoridad de la Iglesia, y estribando sobre este principio como único cimiento, ha debido buscar en el hombre todo su apoyo; y, desconocido hasta tal punto el espíritu humano, y su verdadero carácter, y sus relaciones con las verdades religiosas y morales, le ha dejado ancho campo para precipitarse, según la variedad de las situaciones, en dos extremos tan opuestos como son el fanatismo y la indiferencia.

Extraño parecerá quizás enlace semejante, y que extravíos tan opuestos puedan dimanar de un mismo origen, y, sin embargo, nada hay más cierto; viniendo en esta parte los ejemplos de la historia á confirmar las lecciones de la filosofía. Apelando el Protestantismo al solo hombre en las materias religiosas, no le quedaban sino dos medios de hacerlo: ó suponerle inspirado del cielo para el descubrimiento de la verdad, ó sujetar todas las verdades religiosas al examen de la razón; es decir, ó la inspiración ó la filosofía. El someter las verdades religiosas al fallo de la razón debía acarrear tarde ó temprano la indiferencia, así como la inspiración particular, ó el espíritu privado, había de engendrar el fanatismo.

Hay en la historia del espíritu humano un hecho universal y constante, y es su vehemente inclinación á imaginar sistemas que, prescindiendo completamente de la realidad de las cosas, ofrezcan tan sólo la obra de un ingenio, que se ha propuesto apartarse del camino común, y abandonarse libremente al impulso de sus propias inspiraciones. La historia de la filosofía apenas presenta otros cuadros que la repetición perenne de este fenómeno; y, en cuanto cabe en las otras materias, no ha dejado de reproducirse, bajo una ú[72] otra forma. Concebida una idea singular, mírala el entendimiento con aquella predilección exclusiva y ciega, con que suele un padre distinguir á sus hijos; y, desenvolviéndola con esta preocupación, amolda en ella todos los hechos, y le ajusta todas las reflexiones. Lo que en un principio no era más que un pensamiento ingenioso y extravagante, pasa luego á ser un germen, del cual nacen vastos cuerpos de doctrina; y, si es ardiente la cabeza donde ha brotado ese pensamiento, si está señoreada por un corazón lleno de fuego, el calor provoca la fermentación, y ésta el fanatismo, propagador de todos los delirios.

Acreciéntase singularmente el peligro cuando el nuevo sistema versa sobre materias religiosas, ó se roza con ellas por relaciones muy inmediatas: entonces las extravagancias del espíritu alucinado se transforman en inspiraciones del cielo; la fermentación del delirio, en una llama divina, y la manía de singularizarse en vocación extraordinaria. El orgullo, no pudiendo sufrir oposición, se desboca furioso contra todo lo que encuentra establecido; é insultando la autoridad, atacando todas las instituciones, y despreciando las personas, disfraza la más grosera violencia con el manto del celo, y encubre la ambición con el nombre del apostolado. Más alucinado á veces que seductor, el miserable maniático llega quizás á persuadirse profundamente de que son verdaderas sus doctrinas, y de que ha oído la palabra del cielo; y, presentando en el fogoso lenguaje de la demencia algo de singular y extraordinario, transmite á sus oyentes una parte de su locura, y adquiere en breve un considerable número de prosélitos. No son, á la verdad, muchos los capaces de representar el primer papel en esa escena de locura; pero, desgraciadamente, los hombres son demasiado insensatos para dejarse arrastrar por el primero que se arroje atrevido á acometer la empresa: pues que la historia y la experiencia harto nos tienen enseñado que, para fascinar un gran número de hombres, basta una palabra, y que, para formar un partido, por malvado, por[73] extravagante, por ridículo que sea, no se necesita más que levantar una bandera.

Ahora que se ofrece la oportunidad, quiero dejar consignado aquí un hecho, que no sé que nadie le haya observado: y es, que la Iglesia en sus combates con la herejía ha prestado un eminente servicio á la ciencia que se ocupa en conocer el verdadero carácter, las tendencias y el alcance del espíritu humano. Celosa depositaria de todas las grandes verdades, ha procurado siempre conservarlas intactas, y, conociendo á fondo la debilidad del humano entendimiento, y su extremada propensión á las locuras y extravagancias, le ha seguido siempre de cerca los pasos, le ha observado en todos sus movimientos, rechazando con energía sus impotentes tentativas, cuando él ha tratado de corromper el purísimo manantial de que era poseedora. En las fuertes y dilatadas luchas que contra él ha sostenido, ha logrado poner de manifiesto su incurable locura, ha desenvuelto todos sus pliegues, y le ha mostrado en todas sus fases: recogiendo en la historia de las herejías un riquísimo caudal de hechos, un cuadro muy interesante donde se halla retratado el espíritu humano en sus verdaderas dimensiones, en su fisonomía característica, en su propio colorido: cuadro de que se aprovechará, sin duda, el genio á quien esté reservada la grande obra que está todavía por hacer: la verdadera historia del espíritu humano.[10]

Tocante á extravagancias y delirios del fanatismo, por cierto que no está nada escasa la historia de Europa de tres siglos á esta parte: monumentos quedan todavía existentes, y por dondequiera que dirijamos nuestros pasos, encontraremos que las sectas fanáticas nacidas en el seno del Protestantismo, y originadas de su principio fundamental, han dejado impresa una huella de sangre. Nada pudieron contra el torrente devastador, ni la violencia de carácter de Lutero, ni los furibundos esfuerzos con que se oponía á cuantos enseñaban doctrinas diferentes de las suyas: á unas impiedades sucedieron presto otras impiedades; á unas[74] extravagancias, otras extravagancias; á un fanatismo, otro fanatismo; quedando luego la falsa reforma fraccionada en tantas sectas, todas á cual más violentas, cuantas fueron las cabezas que á la triste fecundidad de engendrar un sistema reunieron un carácter bastante resuelto para enarbolar una bandera. Ni era posible que de otro modo sucediese, porque, cabalmente, á más del riesgo que traía consigo el dejar solo al espíritu humano encarado con todas las cuestiones religiosas, había una circunstancia que debía acarrear resultados funestísimos: hablo de la interpretación de los Libros Santos encomendada al espíritu privado.

Manifestóse entonces con toda evidencia que el mayor abuso es el que se hace de lo mejor; y que ese libro inefable, donde se halla derramada tanta luz para el entendimiento, tantos consuelos para el corazón, es altamente dañoso al espíritu soberbio, que á la terca resolución de resistir á toda autoridad en materias de fe, añada la ilusoria persuasión de que la Escritura Sagrada es un libro claro en todas sus partes, de que no le faltará en todo caso la inspiración del cielo para la disipación de las dudas que pudieran ofrecerse, ó que recorra sus páginas con el prurito de encontrar algún texto, que, más ó menos violentado, pueda prestar apoyo á sutilezas, cavilaciones, ó proyectos insensatos.

No cabe mayor desacierto que el cometido por los corifeos del Protestantismo, al poner la Biblia en manos de todo el mundo, procurando, al mismo tiempo, acreditar la ilusión de que cualquier cristiano era capaz de interpretarla; no cabe olvido más completo de lo que es la Sagrada Escritura. Bien es verdad que no quedaba otro medio al Protestantismo, y que todos los obstáculos que oponía á la entera libertad en la interpretación del Sagrado Texto eran para él una inconsecuencia chocante, una apostasía de sus propios principios, un desconocimiento de su origen; pero esto es su más terminante condenación; porque, ¿cuáles son los títulos, ni de verdad, ni de santidad, que podrá[75] presentarnos una religión, que en su principio fundamental envuelve el germen de las sectas más fanáticas y más dañosas á la sociedad?

Difícil fuera reunir en breve espacio tantos hechos, tantas reflexiones, tan convincentes pruebas en contra de ese error capital del Protestantismo, como ha reunido un mismo protestante. Es O'Callaghan: y no dudo que el lector me quedará agradecido de que transcriba aquí sus palabras; dice así: «Llevados los primeros reformadores de su espíritu de oposición á la Iglesia romana, reclamaron á voz en grito el derecho de interpretar las Escrituras conforme al juicio particular de cada uno....; pero, afanados por emancipar al pueblo de la autoridad del Pontífice romano, proclamaron este derecho sin explicación ni restricciones, y las consecuencias fueron terribles. Impacientes por minar la base de la jurisdicción papal, sostuvieron sin limitación alguna que cada individuo tiene indisputable derecho á interpretar la Sagrada Escritura por sí mismo; y, como este principio, tomado en toda su extensión, era insostenible, fué menester, para afirmarle, darle el apoyo de otro principio, cual es, que la Biblia es un libro fácil, al alcance de todos los espíritus; que el carácter más inseparable de la revelación divina es una gran claridad: principios ambos, que, ora se les considere aislados, ora unidos, son incapaces de sufrir un ataque serio.

»El juicio privado de Munzer descubrió en la Escritura que los títulos de nobleza y las grandes propiedades son una usurpación impía, contraria á la natural igualdad de los fieles, é invitó á sus secuaces á examinar si no era ésta la verdad del hecho: examinaron los sectarios la cosa, alabaron á Dios, y procedieron en seguida, por medio del hierro y del fuego, á la extirpación de los impíos, y á apoderarse de sus propiedades. El juicio privado creyó también haber descubierto en la Biblia que las leyes establecidas eran una permanente restricción de la libertad cristiana; y heos aquí que Juan de Leyde tira los instrumentos de su[76] oficio, se pone á la cabeza de un populacho fanático, sorprende la ciudad de Múnster, se proclama á sí mismo rey de Sión, toma catorce mujeres á la vez, asegurando que la poligamia era una de las libertades cristianas, y el privilegio de los Santos. Pero, si la criminal locura de los paisanos extranjeros aflige á los amigos de la humanidad y de una piedad razonable, por cierto que no es á propósito para consolarlos la historia de Inglaterra, durante un largo espacio del siglo xvii. En ese período de tiempo, levantáronse una innumerable muchedumbre de fanáticos, ora juntos, ora unos en pos de otros, embriagados de doctrinas extravagantes y de pasiones dañinas, desde el feroz dominio de Fox hasta la metódica locura de Barclay, desde el formidable fanatismo de Cromwell hasta la necia impiedad de Praise-God-Barebones. La piedad, la razón y el buen sentido parecían desterrados del mundo, y se habían puesto en su lugar una extravagante algarabía, un frenesí religioso, un celo insensato: todos citaban la Escritura, todos pretendían haber tenido inspiraciones, visiones, arrobos de espíritu; y, á la verdad, con tanto fundamento lo pretendían unos como otros.

»Sosteníase con mucho rigor que era conveniente abolir el sacerdocio y la dignidad Real; pues que los sacerdotes eran los servidores de Satanás, y los reyes eran los delegados de la Prostituta de Babilonia, y que la existencia de unos y otros era incompatible con el reino del Redentor. Esos fanáticos condenaban la ciencia como invención pagana, y las universidades como seminarios de la impiedad anticristiana. Ni la santidad de sus funciones protegía al obispo, ni la majestad del trono al rey; uno y otro eran objetos de desprecio y de odio, y degollados sin compasión por aquellos fanáticos, cuyo único libro era la Biblia, sin notas ni comentarios. Á la sazón estaba en su mayor auge el entusiasmo por la oración, la predicación y la lectura de los Libros Santos; todos oraban, todos predicaban, todos leían, pero nadie escuchaba. Las mayores atroci[77]dades se las justificaba por la Sagrada Escritura; en las transacciones más ordinarias de la vida se usaba el lenguaje de la Sagrada Escritura; de los negocios interiores de la nación, de sus relaciones exteriores, se trataba con frases de la Escritura; con la Escritura se tramaban conspiraciones, traiciones, proscripciones; y todo era, no sólo justificado, sino también consagrado con citas de la Sagrada Escritura. Estos hechos históricos han asombrado con frecuencia á los hombres de bien, y consternado á las almas piadosas; pero, demasiado embebido el lector en sus propios sentimientos, olvida la lección encerrada en esta terrible experiencia, á saber: que la Biblia, sin explicación, ni comentarios, no es para leída por hombres groseros é ignorantes.

»La masa del linaje humano ha de contentarse con recibir de otro sus instrucciones, y no le es dado acercarse á los manantiales de la ciencia. Las verdades más importantes en medicina, en jurisprudencia, en física, en matemáticas, ha de recibirlas de aquellos que las beben en los primeros manantiales: y, por lo que toca al Cristianismo, en general se ha constantemente seguido el mismo método, y siempre que se le ha dejado hasta cierto punto, la sociedad se ha conmovido hasta sus cimientos

No necesitan comentarios esas palabras de O'Callaghan; y por cierto que no se las podrá tachar ni de hiperbólicas, ni de declamatorias, no siendo más que una sencilla y verídica narración de hechos harto sabidos. El solo recuerdo de ellos debería ser bastante para convencer de los peligros que consigo trae el poner la Sagrada Escritura sin notas ni comentarios en manos de cualquiera, como lo hace el Protestantismo, acreditando en cuanto puede el error de que para la inteligencia del Sagrado Texto es inútil la autoridad de la Iglesia, y que no necesita más todo cristiano que escuchar lo que le dictarán con frecuencia sus pasiones y sus delirios. Cuando el Protestantismo no hubiera cometido otro yerro que éste, bastaría ya para que se reprobase, se condenase á sí propio, pues que[78] no hace otra cosa una religión que asienta un principio que la disuelve á ella misma.

Para apreciar en esta parte el desacierto con que procede el Protestantismo, y la posición falsa y arriesgada en que se ha colocado con respecto al espíritu humano, no es necesario ser teólogo, ni católico; basta haber leído la Escritura, aun cuando sea únicamente con ojos de literato y filósofo. Un libro que, encerrando en breve cuadro el extenso espacio de cuatro mil años, y adelantándose hasta las profundidades del más lejano porvenir, comprende el origen y destinos del hombre y del universo; un libro que, tejiendo la historia particular de un pueblo escogido, abarca en sus narraciones y profecías las revoluciones de los grandes imperios; un libro en que los magníficos retratos donde se presentan la pujanza y el lujoso esplendor de los monarcas de Oriente, se encuentran al lado de la fácil pincelada que nos describe la sencillez de las costumbres domésticas, ó el candor é inocencia de un pueblo en la infancia; un libro donde narra el historiador, vierte tranquilamente el sabio sus sentencias, predica el apóstol, enseña y disputa el doctor; un libro donde un profeta, señoreado por el espíritu divino, truena contra la corrupción y extravío de un pueblo, anuncia las terribles venganzas del Dios de Sinaí, llora inconsolable el cautiverio de sus hermanos y la devastación y soledad de su patria, cuenta en lenguaje peregrino y sublime los magníficos espectáculos que se desplegaron á sus ojos en momentos de arrobo, en que, al través de velos sombríos, de figuras misteriosas, de emblemas obscuros, de apariciones enigmáticas, viera desfilar ante su vista los grandes sucesos de la sociedad y las catástrofes de la naturaleza; un libro, ó más bien un conjunto de libros, donde reinan todos los estilos y campean los más variados tonos, donde se hallan derramadas y entremezcladas la majestad épica y la sencillez pastoril, el fuego lírico y la templanza didáctica, la marcha grave y sosegada de la narración histórica y la rapidez y viveza del drama; un conjunto[79] de libros escritos en diferentes épocas y países, en varias lenguas, en circunstancias las más singulares y extraordinarias, ¿cómo podrá menos de trastrocar la cabeza orgullosa que recorre á tientas sus páginas, ignorando los climas, los tiempos, las leyes, los usos y costumbres; abrumada de alusiones que la confunden, de imágenes que la sorprenden, de idiotismos que la obscurecen; oyendo hablar en idioma moderno al hebreo ó al griego que escribieron allá en siglos muy remotos? ¿Qué efectos ha de producir ese conjunto de circunstancias, creyendo el lector que la Sagrada Escritura es un libro muy fácil, que se brinda de buen grado á la inteligencia de cualquiera, y que, en todo caso, si se ofreciere alguna dificultad, no necesita el que lee de la instrucción de nadie, sino que le bastan sus propias reflexiones, ó concentrarse dentro de sí mismo para prestar atento oído á la celeste inspiración que levantará el velo que encubre los más altos misterios? ¿Quién extrañará que se hayan visto entre los protestantes tan ridículos visionarios, tan furibundos fanáticos?[11]


CAPITULO VIII

Injusticia fuera tachar una religión de falsa, sólo porque en su seno hubieran aparecido fanáticos: esto equivaldría á desecharlas todas; pues que no sería dable encontrar una que estuviese exenta de semejante plaga. No está el mal en que se presenten fanáticos en medio de una religión, sino en que ella los forme, en que los incite al fanatismo, ó les abra para él anchurosa puerta. Si bien se mira, en el fondo del corazón humano hay un germen abundante de fanatismo, y la historia del hombre nos ofrece de ello tan abundantes pruebas, que apenas se encontrará hecho que[80] deba ser reconocido como más indudable. Fingid una ilusión cualquiera, contad la visión más extravagante, forjad el sistema más desvariado; pero tened cuidado de bañarlo todo con un tinte religioso, y estad seguros de que no os faltarán prosélitos entusiastas que tomarán á pecho el sostener vuestros dogmas, el propagarlos, y que se entregarán á vuestra causa con una mente ciega y un corazón de fuego; es decir, tendréis bajo vuestra bandera una porción de fanáticos.

Algunos filósofos han gastado largas páginas en declamar contra el fanatismo, y como que se han empeñado en desterrarle del mundo, ora dando á los hombres empalagosas lecciones filosóficas, ora empleando contra el monstruo toda la fuerza de una oratoria fulminante. Bien es verdad que á la palabra fanatismo le han señalado una extensión tan lata, que han comprendido bajo esta denominación toda clase de religiones; pero yo creo, sin embargo, que, aun cuando se hubieran ceñido á combatir el verdadero fanatismo, habrían hecho harto mejor si, no fatigándose tanto, hubiesen gastado algún tiempo en examinar esta materia con espíritu analítico, tratándola, después de atento examen, sin preocupación, con madurez y templanza.

Por lo mismo que veían que éste era un achaque del espíritu humano, escasas esperanzas podían tener, si es que fueran filósofos cuerdos y sesudos, de que con razones y elocuencia alcanzaran á desterrar del mundo al malhadado monstruo; pues que, hasta ahora, no sé yo que la filosofía haya sido parte á remediar ninguna de aquellas graves enfermedades que son como el patrimonio del humano linaje. Entre tantos yerros como ha tenido la filosofía del siglo xviii, ha sido uno de los más capitales la manía de los tipos: de la naturaleza del hombre, de la sociedad, de todo se ha imaginado un tipo allá en su mente; todo ha debido acomodarse á aquel tipo, y cuanto no ha podido doblegarse para ajustarse al molde, todo ha sufrido tal descarga filosófica, que, al menos, no ha quedado impune por su poca flexibilidad.

[81] ¿Pues qué? ¿podrá negarse que haya fanatismo en el mundo? Y mucho. ¿Podrá negarse que sea un mal? Y muy grave. ¿Cómo se podría extirpar? De ninguna manera. ¿Cómo se podrá disminuir su extensión, atenuar su fuerza, refrenar su violencia? Dirigiendo bien al hombre. Entonces, ¿no será con la filosofía? Ahora lo veremos.

¿Cuál es el origen del fanatismo? Antes es necesario fijar el verdadero sentido de esta palabra. Entiéndese por fanatismo, tomado en su acepción más lata, una viva exaltación del ánimo fuertemente señoreado por alguna opinión, ó falsa, ó exagerada. Si la opinión es verdadera, encerrada en sus justos límites, entonces no cabe el fanatismo; y, si alguna vez lo hubiere, será con respecto á los medios que se emplean en defenderla; pero, entonces ya existirá también un juicio errado, en cuanto se cree que la opinión verdadera autoriza para aquellos medios; es decir, que habrá error, ó exageración. Pero, si la opinión fuere verdadera, los medios de defenderla, legítimos, y la ocasión, oportuna, entonces no hay fanatismo, por grande que sea la exaltación del ánimo, por viva que sea la efervescencia, por vigorosos que sean los esfuerzos que se hagan, por costosos que sean los sacrificios que se arrostren; entonces habrá entusiasmo en el ánimo y heroísmo en la acción, pero fanatismo no: de otra manera los héroes de todos tiempos y países quedarían afeados con la mancha de fanáticos.

Tomado el fanatismo con toda esta generalidad, se extiende á cuantos objetos ocupan al espíritu humano; y así hay fanáticos en religión, en política, y hasta en ciencias y literatura; no obstante, el significado más propio de la palabra fanatismo, no sólo atendiendo á su valor etimológico, sino también usual, es cuando se aplica á materias religiosas; y, por esta causa, el solo nombre de fanático, sin ninguna añadidura, expresa un fanático en religión; cuando, al contrario, si se le aplica con respecto á otras materias, debe andar acompañado del apuesto que las califique; así se dice: faná[82]ticos políticos, fanáticos en literatura, y otras expresiones por este tenor.

No cabe duda de que, en tratándose de materias religiosas, tiene el hombre una propensión muy notable á dejarse dominar de una idea, á exaltarse de ánimo en favor de ella, á transmitirla á cuantos le rodean, á propagarla luego por todas partes, llegando con frecuencia á empeñarse en comunicarla á los otros, aunque sea con las mayores violencias.

Hasta cierto punto se verifica también el mismo hecho en las materias no religiosas; pero es innegable que en las religiosas adquiere el fenómeno un carácter que le distingue de cuanto acontece en esfera diferente. En cosas de religión adquiere el alma del hombre una nueva fuerza; una energía terrible, una expansión sin límites; para él no hay dificultades, no hay obstáculos, no hay embarazos de ninguna clase; los intereses materiales desaparecen enteramente, los mayores padecimientos se hacen lisonjeros, los tormentos son nada, la muerte misma es una ilusión agradable.

El hecho es vario, según lo es la persona en quien se verifica, según lo son las ideas y costumbres del pueblo en medio del cual se realiza; pero, en el fondo, es el mismo: examinada la cosa en su raíz, se halla que tienen un mismo origen las violencias de los sectarios de Mahoma, que las extravagancias de los discípulos de Fox.

Acontece en esta pasión lo propio que en las demás, que, si producen los mayores males, es sólo porque se extravían de su objeto legítimo, ó se dirigen á él por medios que no están de acuerdo con lo que dictan la razón y la prudencia; pues que, bien observado, el fanatismo no es más que el sentimiento religioso extraviado; sentimiento que el hombre lleva consigo desde la cuna hasta el sepulcro, y que se encuentra como esparcido por la sociedad, en todos los períodos de su existencia. Hasta ahora ha sido siempre vano el empeño de hacer irreligioso al hombre: uno que otro individuo se ha entregado á los desvaríos de una irreligión[83] completa; pero el linaje humano protesta sin cesar contra ese individuo, que ahoga en su corazón el sentimiento religioso. Como este sentimiento es tan fuerte, tan vivo, tan poderoso á ejercer sobre el hombre una influencia sin límites, apenas se aparta de su objeto legítimo, apenas se desvía del sendero debido, cuando ya produce resultados funestos; pues que se combinan desde luego dos causas muy á propósito para los mayores desastres, como son: absoluta ceguera del entendimiento, y una irresistible energía en la voluntad.

Cuando se ha declamado contra el fanatismo, buena parte de los protestantes y filósofos no se han olvidado de prodigar ese apodo á la Iglesia católica; y por cierto que debieran andar en ello con más tiento, cuando menos en obsequio de la buena filosofía. Sin duda que la Iglesia no se gloriará de que haya podido curar todas las locuras de los hombres, y, por tanto, no pretenderá tampoco que de entre sus hijos haya podido desterrar de tal manera el fanatismo, que, de vez en cuando, no haya visto en su seno algunos fanáticos; pero sí que puede gloriarse de que jamás religión alguna ha dado mejor en el blanco para curar, en cuanto cabe, este achaque del espíritu humano; pudiendo, además, asegurarse que tiene de tal manera tomadas sus medidas, que, en naciendo el fanatismo, le cerca desde luego con un vallado, en que podrá delirar por algún tiempo, pero no producirá efectos de consecuencias desastrosas.

Esos extravíos de la mente, esos sueños de delirio que, nutridos y avivados, con el tiempo arrastran al hombre á las mayores extravagancias, y hasta á los más horrorosos crímenes, apáganse por lo común en su mismo origen, cuando existe en el fondo del alma el saludable convencimiento de la propia debilidad, y el respeto y sumisión á una autoridad infalible; y, ya que á veces no se logre sofocar el delirio en su nacimiento, quédase al menos aislado, circunscrito á una porción de hechos más ó menos verosímiles, pero de[84]jando intacto el depósito de la verdadera doctrina, y sin quebrantar aquellos lazos que unen y estrechan á todos los fieles como miembros de un mismo cuerpo. ¿Se trata de revelaciones, de visiones, de profecías, de éxtasis? Mientras todo esto tenga un carácter privado, y no se extienda á las verdades de fe, la Iglesia, por lo común, disimula, tolera, se abstiene de entrometerse, calla, dejando á los críticos la discusión de los hechos, y al común de los fieles amplia libertad para pensar lo que más les agrade. Pero, si toman las cosas un carácter más grave, si el visionario entra en explicaciones sobre algunos puntos de doctrina, veréis, desde luego, que se despliega el espíritu de vigilancia; la Iglesia aplica atentamente el oído para ver si se mezcla por allí alguna voz que se aparte de lo enseñado por el divino Maestro; fija una mirada observadora sobre el nuevo predicador, por si hay algo que manifieste, ó al hombre alucinado y errante en materias de dogma, ó al lobo cubierto con piel de oveja; y, en tal caso, levanta desde luego el grito, advierte á todos los fieles, ó del error, ó del peligro, y llama con la voz de pastor á la oveja descarriada. Si ésta no escucha, si no quiere seguir más que sus caprichos, entonces la separa del rebaño, la declara como lobo, y, de allí en adelante, el error y el fanatismo ya no se hallan en ninguno que desee perseverar en el seno de la Iglesia.

Por cierto que no dejarán los protestantes de echar en cara á los católicos la muchedumbre de visionarios que ha tenido la Iglesia, recordando las revelaciones y visiones de los muchos Santos que veneramos sobre los altares; echaránnos también en cara el fanatismo: fanatismo que dirán no haberse limitado á estrecho círculo, pues que ha sido bastante á producir los resultados más notables. «Los solos fundadores de las órdenes religiosas, dirán ellos, ¿no ofrecen acaso el espectáculo de una serie de fanáticos que, alucinados ellos mismos, ejercían sobre los demás, con su palabra y ejemplo, la influencia más fascinadora que jamás se haya visto?» Como no es éste el lugar de tratar por ex[85]tenso el punto de las comunidades religiosas, cosa que me propongo hacer en otra parte de esta obra, me contentaré con observar que, aun dando por supuesto que todas las visiones y revelaciones de nuestros Santos y las inspiraciones del cielo con que se creían favorecidos los fundadores de las órdenes religiosas, no pasaran de pura ilusión, nada tendrían adelantado los adversarios para achacar á la Iglesia católica la nota de fanatismo. Por de pronto, ya se echa de ver que, en lo tocante á visiones de un particular, mientras se circunscriban á la esfera individual, podrá haber allí ilusión, y, si se quiere, fanatismo; pero no será el fanatismo dañoso á nadie, y nunca alcanzará á acarrear trastornos á la sociedad. Que una pobre mujer se crea favorecida con particulares beneficios del cielo, que se figure oir con frecuencia la palabra de la Virgen, que se imagine que confabula con los ángeles, que le traen mensajes de parte de Dios; todo esto podrá excitar la credulidad de unos y la mordacidad de otros; pero á buen seguro que no costará á la sociedad ni una gota de sangre, ni una sola lágrima.

Y los fundadores de las órdenes religiosas ¿qué muestras nos dan de fanatismo? Aun cuando prescindiéramos del profundo respeto que se merecen sus virtudes, y de la gratitud con que debe corresponderles la humanidad por los beneficios inestimables que han dispensado; aun cuando diéramos por supuesto que se engañaron en todas sus inspiraciones, podríamos apellidarlos ilusos, más no fanáticos. En efecto: nada encontramos en ellos, ni de frenesí, ni de violencia; son hombres que desconfían de sí mismos; que, á pesar de creerse llamados por el cielo para algún grande objeto, no se atreven á poner manos á la obra sin haberse postrado antes á los pies del Sumo Pontífice, sometiendo á su juicio las reglas en que pensaban cimentar la nueva orden, pidiéndole sus luces, sujetándose dócilmente á su fallo, y no realizando nada sin haber obtenido su licencia. ¿Qué semejanza hay, pues, de los fundadores de las órdenes religiosas con esos fanáticos[86] que arrastran en pos de sí una muchedumbre de furibundos, que matan, destruyen por todas partes, dejando por doquiera regueros de sangre y de ceniza? En los fundadores de las órdenes religiosas vemos á un hombre que, dominado fuertemente por una idea, se empeña en llevarla á cabo, aun á costa de los mayores sacrificios; pero vemos siempre una idea fija, desenvuelta en un plan ordenado, teniendo á la vista algún objeto altamente religioso y social; y, sobre todo, vemos ese plan sometido al juicio de una autoridad, examinado con madura discusión, y enmendado, ó retocado, según parece más conforme á la prudencia. Para un filósofo imparcial, sean cuales fueren sus opiniones religiosas, podrá haber en todo esto más ó menos ilusión, más ó menos preocupación, más ó menos prudencia y acierto; pero, fanatismo, no, de ninguna manera, porque nada hay aquí que presente semejante carácter.[12]


CAPITULO IX

El fanatismo de secta, nutrido y avivado en Europa por la inspiración privada del Protestantismo, es ciertamente una llaga muy profunda y de mucha gravedad; pero no tiene, sin embargo, un carácter tan maligno y alarmante como la incredulidad y la indiferencia religiosa: males funestos que las sociedades modernas tienen que agradecer en buena parte á la pretendida reforma. Radicados en el mismo principio que es la base del Protestantismo; ocasionados y provocados por el escándalo de tantas y tan extravagantes sectas que se apellidan cristianas, empezaron á manifestarse con síntomas de gravedad ya en el mismo siglo xvi. Andando el tiempo, llegaron á extenderse de un modo terrible, filtrándose en todos los ramos científicos y literarios, comunicando su expresión y sabor á los[87] idiomas, y poniendo en peligro todas las conquistas que en pro de la civilización y cultura había hecho por espacio de muchos siglos el linaje humano.

En el mismo siglo xvi, en el mismo calor de las disputas y guerras religiosas encendidas por el Protestantismo, cundía la incredulidad de un modo alarmante; y es probable que sería más común de lo que aparentaba, pues que no era fácil quitarse de repente la máscara, cuando, poco antes, estaban tan profundamente arraigadas las creencias religiosas. Es muy verosímil que andaría disfrazada la incredulidad con el manto de la reforma; y que, ora alistándose bajo la bandera de una secta, ora pasando á la de otra, trataría de enflaquecerlas á todas para levantar su trono sobre la ruina universal de las creencias.

No es necesario ser muy lógico para pasar del Protestantismo al Deísmo, y de éste al Ateísmo no hay más que un paso; y es imposible que, al tiempo de la aparición de los nuevos errores, no hubiese muchos hombres reflexivos que desenvolviesen el sistema hasta sus últimas consecuencias. La religión cristiana, tal como la conciben los protestantes, es una especie de sistema filosófico más ó menos razonable; pues que, examinada á fondo, pierde el carácter de divina; y, en tal caso, ¿cómo podrá señorear un ánimo que á la reflexión y á las meditaciones reuna espíritu de independencia? Y, á decir verdad, una sola ojeada sobre el comienzo del Protestantismo debía de arrojar hasta el escepticismo religioso á todos los hombres que, no siendo fanáticos, no estaban, por otra parte, aferrados con el áncora de la autoridad de la Iglesia; porque tal es el lenguaje y la conducta de los corifeos de las sectas, que brota naturalmente en el ánimo una vehemente sospecha de que aquellos hombres se burlaban completamente de todas las creencias cristianas; que encubrían su ateísmo ó indiferencia asentando doctrinas extrañas que pudieran servir de enseña para reunir prosélitos; que extendían sus escritos con la más insigne mala fe, encubriendo el pérfido intento de ali[88]mentar en el ánimo de sus secuaces el fanatismo de secta.

Esto es lo que dictaba al padre del célebre Montagne el simple buen sentido, pues, aunque sólo alcanzó los primeros principios de la reforma, sabemos que decía: «este principio de enfermedad degenerará en un execrable ateísmo»; testimonio notable, cuya conservación debemos á un escritor que, por cierto, no era apocado ni fanático: á su hijo Montagne. (Ensayos, de Montagne, 1. 2, c. 12.) Tal vez no presagiaría ese hombre, que con tanta cordura juzgaba la verdadera tendencia del Protestantismo, que fuese su hijo una confirmación de sus predicciones; porque es bien sabido que Montagne fué uno de los primeros escépticos, que figuraron con gran nombradía en Europa. Por aquellos tiempos era menester andar con cuidado en manifestarse ateo ó indiferente, aun entre los mismos protestantes; pero, aun cuando sea fácil sospechar que no todos los incrédulos tendrían el atrevimiento de Gruet, por cierto que no ha de costar trabajo el dar crédito al célebre toledano Chacón, cuando, al empezar el último tercio del siglo xvii, decía que la «herejía de los ateístas, de los que nada creen, andaba muy válida en Francia y en otras partes».

Seguían ocupando la atención de todos los sabios de Europa las controversias religiosas, y, entre tanto, la gangrena de la incredulidad avanzaba de un modo espantoso; por manera que, al promediar el siglo xvi, se conoce que el mal se presentaba bajo un aspecto alarmante. ¿Quién no ha leído con asombro los profundos pensamientos de Pascal sobre la indiferencia en materias de religión? ¿quién no ha percibido en ellos aquel acento conmovido, que nace de la viva impresión causada en el ánimo por la presencia de un mal terrible?

Se conoce que á la sazón estaban ya muy adelantadas las cosas, y que la incredulidad se hallaba ya muy cercana á poder presentarse como una escuela que se colocara al lado de las demás que se disputaban la preferencia en Europa. Con más ó menos disfraz habíase[89] ya presentado desde mucho tiempo en el socinianismo; pero esto no era bastante, porque el socinianismo llevaba al menos el nombre de una secta religiosa, y la religión empezaba á sentirse demasiado fuerte para que no pudiera apellidarse ya con su propio nombre.

El último tercio del siglo xvii nos presenta una crisis muy notable con respecto á la religión: crisis que tal vez no ha sido bien reparada, pero que se dió á conocer por hechos muy palpables. Esta crisis fué un cansancio de las disputas religiosas marcada en dos tendencias diametralmente opuestas, y, sin embargo, muy naturales: la una hacia el Catolicismo, la otra hacia el Ateísmo.

Bien sabido es cuánto se había disputado hasta aquella época sobre la religión: las controversias religiosas eran el gusto dominante, bastando decir que no formaban solamente la ocupación favorita de los escolásticos, así católicos como protestantes, sino también de los sabios seculares; habiendo penetrado esa afición hasta en los palacios de los príncipes y reyes. Tanta controversia debía naturalmente descubrir el vicio radical del Protestantismo; y, no pudiendo mantenerse firme el entendimiento en un terreno tan resbaladizo, había de esforzarse en salir de él, ó bien llamando en su apoyo el principio de autoridad, ó bien abandonándose al ateísmo ó á una completa indiferencia. Estas dos tendencias se hicieron sentir de una manera nada equívoca; y así es que, mientras Bayle creía la Europa bastante preparada para que pudiera abrirse ya en medio de ella una cátedra de incredulidad y de escepticismo, se había entablado seria y animada correspondencia para la reunión de los disidentes de Alemania al gremio de la Iglesia católica.

Conocidas son de todos los eruditos las contestaciones que mediaron entre el luterano Molano, abate de Lockum, y Cristóbal, obispo de Tyna, y después de Neustad; y para que no faltase un monumento del carácter grave que habían tomado las negociaciones, se conserva aún la correspondencia motivada por este[90] asunto, entre dos hombres de los más insignes que se contaban en Europa en ambas comuniones: Bossuet y Leibnitz. No había llegado aún el feliz momento, y consideraciones políticas que debieran desaparecer á la vista de tamaños intereses, ejercieron maligna influencia sobre la grande alma de Leibnitz, para que no conservara en el curso de la discusión y de las negociaciones aquella sinceridad y buena fe y aquella elevación de miras con que al parecer había comenzado. Aunque no surtiese buen efecto la negociación, el sólo haberse entablado indica ya bastante que era muy grande el vacío descubierto en el Protestantismo, cuando los dos hombres más célebres de su comunión, Molano y Leibnitz, se atrevían ya á dar pasos tan adelantados: y sin duda debían de ver en la sociedad que los rodeaba abundantes disposiciones para la reunión al gremio de la Iglesia, pues no de otra manera se hubieran comprometido en una negociación de tanta importancia.

Alléguese á todo esto la declaración de la universidad luterana de Helmstad en favor de la religión católica, y las nuevas tentativas hechas á favor de la reunión por un príncipe protestante que se dirigió al Papa Clemente XI, y tendremos vehementes indicios de que la reforma se sentía ya herida de muerte; y que, si obra tan grande hubiese Dios querido que tuviera alguna apariencia de depender en algo de la mano del hombre, tal vez no fuera ya entonces imposible que, á fuerza de la convicción que de lo ruinoso del sistema protestante se habían formado sus sabios más ilustres, se adelantase no poco para cicatrizar las llagas abiertas á la unidad religiosa por los perturbadores del siglo xvi.

Pero el Eterno, en la altura de sus designios, lo tenía destinado de otra manera; y, permitiendo que la corriente de los espíritus tomase la dirección más extraviada y perversa, quiso castigar al hombre con el fruto de su orgullo. No fué la propensión á la unidad la que dominó en el siglo inmediato, sino el gusto por una[91] filosofía escéptica, indiferente con respecto á todas las religiones, pero muy enemiga en particular de la católica. Cabalmente á la sazón se combinaban influencias muy funestas para que la tendencia hacia la unidad pudiese alcanzar su objeto; eran ya innumerables las fracciones en que se habían dividido y subdividido las sectas protestantes: y esto, si bien es verdad que debilitaba al Protestantismo, sin embargo, estando él como estaba difundido por la mayor parte de Europa, había inoculado el germen de la duda religiosa en la sociedad europea; y, como no quedaba ya verdad que no hubiera sufrido ataques, ni cabía imaginar error ni desvarío que no tuviera sus apóstoles y prosélitos, era muy peligroso que cundiera en los ánimos aquel cansancio y desaliento, que viene siempre en pos de los grandes esfuerzos hechos inútilmente para la consecución de un objeto, y aquel fastidio que se engendra con interminables disputas y chocantes escándalos.

Para colmo de infortunio, para llevar al más alto punto el cansancio y fastidio, sobrevino una nueva desgracia, que produjo los más funestos resultados. Combatían con gran denuedo y con notable ventaja los adalides del Catolicismo contra las innovaciones religiosas de los protestantes: las lenguas, la historia, la crítica, la filosofía, todo cuanto tiene de más precioso, de más rico y brillante el humano saber, todo se había desplegado con el mayor aparato en esa gran palestra; y los grandes hombres que por doquiera se veían figurar en los puestos más avanzados de los defensores de la Iglesia católica, parecían consolarla algún tanto de las lamentables pérdidas que le habían hecho sufrir las turbulencias del siglo xvi, cuando he aquí que, mientras estrechaba en sus brazos á tantos hijos predilectos que se gloriaban de este nombre, notó con pasmosa sorpresa que algunos de éstos se le presentaban en ademán hostil, bien que solapado: y al través de palabras mal encubiertas, y de una conducta mal disfrazada, no le fué difícil reparar que trataban[92] de herirla con herida de muerte. Protestando siempre la sumisión y la obediencia, pero sin someterse ni obedecer jamás; resistiendo siempre á la autoridad de la Iglesia, ensalzando, empero, de continuo esa misma autoridad de origen divino; encubriendo sagazmente el odio á todas las leyes é instituciones existentes, con la apariencia del celo por el restablecimiento de la antigua doctrina; zapando los cimientos de la moral, al paso que se mostraban entusiastas encarecedores de su pureza; disfrazando con falsa humildad y afectada modestia la hipocresía y el orgullo, llamando firmeza á la obstinación, y entereza de conciencia á la ceguedad refractaria, presentaban esos rebeldes el aspecto más peligroso que jamás había presentado herejía alguna; y sus palabras de miel, su estudiado candor, el gusto por la antigüedad, el brillo de erudición y de saber, hubieran sido parte á deslumbrar á los más avisados, si desde un principio no se hubiesen distinguido ya los novadores con el carácter eterno é infalible de toda secta de error: el odio á la autoridad.

Luchaban, empero, de vez en cuando, con los enemigos declarados de la Iglesia, defendían con mucho aparato de doctrina la verdad de los sagrados dogmas, citaban con respeto y deferencia los escritos de los Santos Padres, manifestaban acatar las tradiciones y venerar las decisiones conciliares y pontificias; y, teniendo siempre la extraña pretensión de apellidarse católicos, por más que lo desmintieran con sus palabras y conducta; no abandonando jamás la peregrina ocurrencia, que tuvieron desde su principio, de negar la existencia de su secta, ofrecían á los incautos el funesto escándalo de una disensión dogmática, que parecía estar en el mismo seno del Catolicismo. Declarábalos herejes la Cabeza de la Iglesia, todos los verdaderos católicos acataban profundamente la decisión del Vicario de Jesucristo, y de todos los ángulos del orbe católico se levantaba unánimemente un grito que pronunciaba anatemas contra quien no escuchara al sucesor de Pedro; pero ellos, empeñados en negarlo todo, en eludir[93]lo todo, en tergiversarlo todo, mostrábanse siempre como una porción de católicos oprimidos por el espíritu de relajación, de abusos y de intriga.

Faltaba ese nuevo escándalo para que acabasen de extraviarse los ánimos, y para que la gangrena fatal que iba cundiendo por la sociedad europea, se desarrollase con la mayor rapidez, presentando los síntomas más terribles y alarmantes. Tanto disputar sobre la religión, tanta muchedumbre y variedad de sectas, tanta animosidad entre los adversarios que figuraban en la arena, debieron por fin disgustar de la religión misma á aquellos que no estaban aferrados en el áncora de la autoridad; y, para que la indiferencia pudiera erigirse en sistema, el ateísmo en dogma y la impiedad en moda, sólo faltaba un hombre bastante laborioso para recoger, reunir y presentar en cuerpo los infinitos materiales que andaban dispersos en tantas obras; que supiera bañarlos con un tinte filosófico acomodado al gusto que empezaba á cundir entonces, comunicando al sofisma y á la declamación aquella fisonomía seductora, aquel giro engañoso, aquel brillo deslumbrador, que aun en medio de los mayores extravíos se encuentran siempre en las producciones del genio. Este hombre se presentó: era Bayle; y el ruido que metió en el mundo su célebre Diccionario, y el curso que tuvo desde luego, manifestaron bien á las claras que el autor había sabido comprender toda la oportunidad del momento.

El Diccionario de Bayle es una de aquellas obras que, aun prescindiendo de su mayor ó menor mérito científico y literario, forman, no obstante, muy notable época; porque se recoge en ellas el fruto de lo pasado y se desenvuelven con toda claridad los pliegues de un extenso porvenir. En tales casos no figura el autor tanto por su mérito, como por haberse sabido colocar en el verdadero puesto para ser el representante de ideas que de antemano estaban ya muy esparcidas en la sociedad, por más que anduvieran fluctuantes, sin dirección fija, como marchando al acaso.[94] El solo nombre del autor recuerda entonces una vasta historia, porque él es la personificación de ellas. La publicación de la obra de Bayle puede mirarse como la inauguración solemne de la cátedra de incredulidad en medio de Europa. Los sofistas del siglo xviii tuvieron á la mano un abundante repertorio para proveerse de toda clase de hechos y argumentos; y, para que nada faltase, para que pudieran rehabilitar los cuadros envejecidos, avivarse los colores anublados, y esparcirse por doquiera los encantos de la imaginación y las agudezas del ingenio; para que no faltara á la sociedad un director que la condujera por un sendero cubierto de flores hasta el borde del abismo, apenas había descendido Bayle al sepulcro, ya brillaba sobre el horizonte literario un mancebo cuyos grandes talentos competían con su malignidad y osadía: era Voltaire.

Necesario ha sido conducir al lector hasta la época que acabo de apuntar, porque tal vez no se hubiera imaginado la influencia que tuvo el Protestantismo en engendrar y arraigar en Europa la irreligión, el ateísmo, y esa indiferencia fatal que tantos daños acarrea á las sociedades modernas. No es mi ánimo el tachar de impíos á todos los protestantes: y reconozco gustoso la entereza y tesón con que algunos de sus sabios más ilustres se han opuesto al progreso de la impiedad. No ignoro que los hombres adoptan á veces un principio cuyas consecuencias rechazan, y que entonces sería una injusticia el colocarlos en la misma clase de aquellos que defienden á las claras esas mismas consecuencias; pero también sé que, por más que se resistan los protestantes á confesar que su sistema conduzca al ateísmo, no deja por ello de ser muy cierto: pueden exigirme que yo no culpe en este punto sus intenciones, mas no quejarse de que haya desenvuelto hasta las últimas consecuencias su principio fundamental, no desviándome nunca de lo que nos enseñan acordes la filosofía y la historia.

Bosquejar, ni siquiera rápidamente, lo que sucedió[95] en Europa desde la época de la aparición de Voltaire, sería trabajo por cierto bien inútil, pues que son tan recientes los hechos y andan tan vulgares los escritos sobre esa materia, que, si quisiera entrar en ella, difícilmente podría evitar la nota de copiante. Llenaré, pues, más cumplidamente mi objeto presentando algunas reflexiones sobre el estado actual de la religión en los dominios de la pretendida reforma.

En medio de tantos sacudimientos y trastornos, en el vértigo comunicado á tantas cabezas, cuando han vacilado los cimientos de todas las sociedades, cuando se han arrancado de cuajo las más robustas y arraigadas instituciones, cuando la misma verdad católica sólo ha podido sostenerse con el manifiesto auxilio de la diestra del Omnipotente, fácil es calcular cuán malparado debe de estar el flaco edificio del Protestantismo, expuesto, como todo lo demás, á tan recios y duros ataques.

Nadie ignora las innumerables sectas que hormiguean en toda la extensión de la Gran Bretaña, la situación deplorable de las creencias entre los protestantes de Suiza, aun con respecto á los puntos más capitales; y, para que no quedase ninguna duda sobre el verdadero estado de la religión protestante en Alemania, es decir, en su país natal, en aquel país donde se había establecido como en su patrimonio más predilecto, el ministro protestante barón de Starch ha tenido cuidado de decirnos que en Alemania no hay ni un solo punto de la fe cristiana que no se vea atacado abiertamente por los mismos ministros protestantes. Por manera que el verdadero estado del Protestantismo me parece viva y exactamente retratado en la peregrina ocurrencia de J. Heyer, ministro protestante: publicó J. Heyer en 1818 una obra que se titula Ojeada sobre las confesiones de fe, y, no sabiendo cómo desentenderse de los embarazos que para los protestantes presenta la adopción de un símbolo, propone un expediente muy sencillo, que, por cierto, allana todas las dificultades, y es: desecharlos todos.

[96]

El único medio que tiene de conservarse el Protestantismo, es falsear, en cuanto le sea posible, su principio fundamental; es decir, apartar á los pueblos de la vía del examen, haciendo que permanezcan adheridos á las creencias que se les han transmitido con la educación, y no dejándoles que adviertan la inconsecuencia en que caen, cuando se someten á la autoridad de un simple particular, mientras resisten á la autoridad de la Iglesia católica. Pero no es éste cabalmente el camino que llevan las cosas, y, por más que tal vez se propusieran seguirle algunos de los protestantes, las solas sociedades bíblicas que con un ardor digno de mejor causa trabajan para extender entre todas las clases la lectura de la Biblia, son un poderoso obstáculo para que pueda adormecerse el ánimo de los pueblos. Esta difusión de la Biblia es una perenne apelación al examen particular, al espíritu privado; ella acabará de disolver lo que resta del Protestantismo, bien que, al propio tiempo, prepara tal vez á las sociedades días de luto y de llanto. No se ha ocultado todo esto á los protestantes, y algunos de los más notables entre ellos han levantado ya la voz, y advertido del peligro.[13]


CAPITULO X

Quedando demostrada hasta la evidencia la intrínseca debilidad del Protestantismo, ocurre naturalmente una cuestión: ¿cómo es que, siendo tan flaco por el vicio radical de su constitución misma, no haya desaparecido completamente? Llevando un germen de muerte en su propio seno, ¿cómo ha podido resistir á dos adversarios tan poderosos como la religión católica, por una parte, y la irreligión y el ateísmo, por otra? Para satisfacer cumplidamente á esta pregunta, es necesario considerar el Protestantismo bajo dos as[97]pectos: ó bien en cuanto significa una creencia determinada, ó bien en cuanto expresa un conjunto de sectas, que, teniendo la mayor diferencia entre sí, están acordes en apellidarse cristianas, conservar alguna sombra de cristianismo, desechando, empero, la autoridad de la Iglesia. Es menester considerarle bajo estos dos aspectos, ya que es bien sabido que sus fundadores, no sólo se empeñaron en destruir la autoridad y los dogmas de la Iglesia romana, sino que procuraron también formar un sistema de doctrina que pudiera servir como de símbolo á sus prosélitos. Por lo que toca al primer aspecto, el Protestantismo ha desaparecido ya casi enteramente, ó, mejor diremos, desapareció al nacer, si es que pueda decirse que llegase ni á formarse. Harto queda evidenciada esta verdad con lo que llevo expuesto sobre sus variaciones, y su estado actual en los varios países de Europa; viniendo el tiempo á confirmar cuán equivocados anduvieron los pretendidos reformadores, cuando se imaginaron poder fijar las columnas de Hércules del espíritu humano, según la expresión de una escritora protestante: Madama de Staël.

Y, en efecto, las doctrinas de Lutero y de Calvino, ¿quién las defiende ahora? ¿quién respeta los lindes que ellos prefijaron? Entre todas las Iglesias protestantes, ¿hay alguna que se dé á conocer por su celo ardiente en la conservación de estos ó de aquellos dogmas? ¿cuál es el protestante que no se ría de la divina misión de Lutero, y que crea que el Papa es el Anticristo? ¿Quién entre ellos vela por la pureza de la doctrina? ¿quién califica los errores? ¿quién se opone al torrente de las sectas? ¿El robusto acento de la convicción, el celo de la verdad, se deja percibir ya, ni en sus escritos, ni en sus púlpitos? ¡Qué diferencia tan notable cuando se comparan las Iglesias protestantes con la Iglesia católica! Preguntadla sobre sus creencias, y oiréis de la boca del Sucesor de San Pedro, de Gregorio XVI, lo mismo que oyó Lutero de la boca de León X; y cotejad la doctrina de León X con la de sus[98] antecesores, y os hallaréis conducidos por vía recta, siempre por un mismo camino, hasta los Apóstoles, hasta Jesucristo. ¿Intentáis impugnar un dogma? ¿enturbiáis la pureza de la moral? La voz de los antiguos Padres tronará contra vuestros extravíos; y, estando en el siglo xix, creeréis que se han alzado de sus tumbas los antiguos Leones y Gregorios. Si es flaca vuestra voluntad, encontraréis indulgencia; si es grande vuestro mérito, se os prodigarán consideraciones; si es elevada vuestra posición social, se os tratará con miramiento; pero, si abusando de vuestros talentos queréis introducir alguna novedad en la doctrina, si valiéndoos de vuestro poderío queréis exigir alguna capitulación en materias de dogma, si para evitar disturbios, prevenir escisiones, conciliar los ánimos, demandáis una transacción, ó, al menos, una explicación ambigua: eso no, jamás, os responderá el Sucesor de San Pedro; eso no, jamás: la fe es un depósito sagrado que nosotros no podemos alterar; la verdad es inmutable, es una; y á la voz del Vicario de Jesucristo, que desvanecerá todas vuestras esperanzas, se unirán las voces de nuevos Atanasios, Naciancenos, Ambrosios, Jerónimos y Agustinos. Siempre la misma firmeza en la misma fe, siempre la misma invariabilidad, siempre la misma energía para conservar intacto el depósito sagrado, para defenderle contra los ataques del error, para enseñarle en toda su pureza á los fieles, para transmitirle sin mancha á las generaciones venideras. ¿Será eso obstinación, ceguera, fanatismo? ¡Ah! El transcurso de 18 siglos, las revoluciones de los imperios, los trastornos más espantosos, la mayor variedad de ideas y costumbres, las persecuciones de las potestades de la tierra, las tinieblas de la ignorancia, los embates de las pasiones, las luces de la ciencia, ¿nada hubiera sido bastante para alumbrar esa ceguera, ablandar esa terquedad, enfriar ese fanatismo? Sin duda que un protestante pensador, uno de aquellos que sepan elevarse sobre las preocupaciones de la educación, al fijar la vista en ese cotejo, cuya variedad y[99] exactitud no podrá menos de reconocer, si es que tenga instrucción sobre la materia, sentirá vehementes dudas sobre la verdad de la enseñanza que ha recibido; y que deseará, cuando menos, examinar de cerca ese prodigio que tan de bulto se presenta en la Iglesia católica. Pero volvamos al intento.

Á pesar de la disolución que ha cundido de un modo tan espantoso entre las sectas protestantes, á pesar de que en adelante irá cundiendo todavía más, no obstante, hasta que llegue el momento de reunirse los disidentes á la Iglesia católica, nada extraño es que no desaparezca enteramente el Protestantismo, mirado como un conjunto de sectas que conservan el nombre y algún rastro de cristianas. Para que esto no sucediera así, sería menester, ó que los pueblos protestantes se hundiesen completamente en la irreligión y en el ateísmo, ó bien que ganase terreno entre ellos alguna otra religión de las que se hallan establecidas en otras partes de la tierra. Uno y otro extremo es imposible, y he aquí la causa por que se conserva, y se conservará bajo una ú otra forma, el falso cristianismo de los protestantes, hasta que vuelvan al redil de la Iglesia.

Desenvolvamos con alguna extensión estos pensamientos. ¿Por qué los pueblos protestantes no se hundirán enteramente en la irreligión y en el ateísmo, ó en la indiferencia? Porque todo esto puede suceder con respecto á un individuo, mas no con respecto á un pueblo. Á fuerza de lecturas corrompidas, de meditaciones extravagantes, de esfuerzos continuados, puede uno que otro individuo sofocar los más vivos sentimientos de su corazón, acallar los clamores de su conciencia, y desentenderse de las preciosas amonestaciones del sentido común; pero, un pueblo, no: un pueblo conserva siempre un gran fondo de candor y docilidad, que, en medio de los más funestos extravíos, y aun de los crímenes más atroces, le hace prestar atento oído á las inspiraciones de la naturaleza. Por más corrompidos que sean los hombres en sus costumbres, son siempre pocos los que de propósito han[100] luchado mucho consigo mismos para arrancar de sus corazones aquel abundante germen de buenos sentimientos, aquel precioso semillero de buenas ideas, con que la mano próvida del Criador ha cuidado de enriquecer nuestras almas. La expansión del fuego de las pasiones produce, es verdad, lamentables desvanecimientos, tal vez explosiones terribles; pero, pasado el calor, el hombre vuelve á entrar en sí mismo, y deja de nuevo accesible su alma, á los acentos de la razón y de la virtud. Estudiando con atención á la sociedad, se nota que, por fortuna, es poco abundante aquella casta de hombres que se hallan como pertrechados contra los asaltos de la verdad y del bien; que responden con una frívola cavilación á las reconvenciones del buen sentido; que oponen un frío estoicismo á las más dulces y generosas inspiraciones de la naturaleza, y que ostentan, como modelo de filosofía, de firmeza y de elevación de alma, la ignorancia, la obstinación y la aridez de un corazón helado. El común de los hombres es más sencillo, más cándido, más natural; y, por tanto, mal puede avenirse con un sistema de ateísmo ó de indiferencia. Podrá semejante sistema señorearse del orgulloso ánimo de algún sabio soñador, podrá cundir como una convicción muy cómoda en las disposiciones de la mocedad; en tiempos muy revueltos, podrá extenderse á un cierto círculo de cabezas volcánicas; pero, establecerse tranquilamente en medio de una sociedad, formar su estado normal, eso no sucederá jamás.

No, mil veces no: un individuo puede ser irreligioso; la familia y la sociedad no lo serán jamás. Sin una base donde pueda encontrar su asiento el edificio social, sin una idea grande, matriz, de donde nazcan las de razón, virtud, justicia, obligación, derecho, ideas todas tan necesarias á la existencia y conservación de la sociedad como la sangre y el nutrimiento á la vida del individuo, la sociedad desaparecería; y sin los dulcísimos lazos con que traban á los miembros de la familia las ideas religiosas, sin la celeste harmonía que[101] esparcen sobre todo el conjunto de sus relaciones, la familia deja de existir, ó, cuando más, es un nudo grosero, momentáneo, semejante en un todo á la comunicación de los brutos. Afortunadamente ha favorecido Dios á todos los seres con un maravilloso instinto de conservación, y, guiadas por ese instinto, la familia y la sociedad rechazan indignadas aquellas ideas degradantes, que, secando con su maligno aliento todo jugo de vida, quebrantando todos los lazos y trastornando toda economía, las harían retrogradar de golpe hasta la más abyecta barbarie, y acabarían por dispersar sus miembros, como al impulso del viento se dispersan los granos de arena, por no tener entre sí ni apego ni enlace.

Ya que no la consideración del hombre y de la sociedad, al menos las repetidas lecciones de la experiencia debieran haber desengañado á ciertos filósofos de que las ideas y sentimientos grabados en el corazón por el dedo del Autor de la naturaleza, no son para desarraigados con declamaciones y sofismas; y, si algunos efímeros triunfos han podido alguna vez engreirlos, dándoles exageradas esperanzas sobre el resultado de sus esfuerzos, el curso de las ideas y de los sucesos ha venido luego á manifestarles que, cuando cantaban alborozados su triunfo, se parecían al insensato que se lisonjeara de haber desterrado del mundo el amor maternal, porque hubiese llegado á desnaturalizar el corazón de algunas madres.

La sociedad, y cuenta que no digo el pueblo ni la plebe; la sociedad, si no es religiosa, será supersticiosa; si no cree cosas razonables, las creerá extravagantes; si no tiene una religión bajada del cielo, la tendrá forjada por los hombres; pretender lo contrario, es un delirio; luchar contra esa tendencia, es luchar contra una ley eterna; esforzarse en contenerla, es interponer una débil mano para detener el curso de un cuerpo que corre con fuerza inmensa: la mano desaparece y el cuerpo sigue su curso. Llámesela superstición, fanatismo, seducción, todo podrá ser bueno para des[102]ahogar el despecho de verse burlado; pero no es más que amontonar nombres, y azotar el viento.

Siendo, como es, la religión una verdadera necesidad, tenemos ya la explicación de un fenómeno que nos ofrecen la historia y la experiencia, y es que la religión nunca desaparece enteramente; y que, en llegando el caso de una mudanza, las dos religiones rivales luchan más ó menos tiempo sobre el mismo terreno, ocupando progresivamente la una los dominios que va conquistando de la otra. De aquí sacaremos también que, para desaparecer enteramente el Protestantismo, sería necesario que se pusiese en su lugar alguna otra religión; y que, no siendo esto posible durante la civilización actual, á menos que no sea la católica, irán siguiendo las sectas protestantes ocupando con más ó menos variaciones el país que han conquistado.

Y, en efecto, en el estado actual de la civilización de las sociedades protestantes, ¿es acaso posible que ganen terreno entre ellas, ni las necedades del Alcorán, ni las groserías de la idolatría?

Derramado como está el espíritu del Cristianismo por las venas de las sociedades modernas, impreso su sello en todas las partes de la legislación, esparcidas sus luces sobre todo linaje de conocimientos, mezclado su lenguaje con todos los idiomas, reguladas por sus preceptos las costumbres, marcada su fisonomía hasta en los hábitos y modales, rebosando de sus inspiraciones todos los monumentos del genio, comunicado su gusto á todas las bellas artes; en una palabra, filtrado, por decirlo así, el Cristianismo en todas las partes de esa civilización tan grande, tan variada y fecunda de que se glorían las sociedades modernas, ¿cómo era posible que desapareciese hasta el nombre de una religión, que á su venerable antigüedad reune tantos títulos de gratitud, tantos lazos, tantos recuerdos? ¿Cómo era posible que encontrara acogida en medio de las sociedades cristianas ninguna de esas otras religiones, que á primera vista muestran, desde luego, el dedo del hom[103]bre; que á primera vista manifiestan como distintivo un sello grosero, donde está escrito degradación y envilecimiento? Aun cuando el principio fundamental del Protestantismo zape los cimientos de la religión cristiana, por más que desfigure su belleza, y rebaje su majestad sublime; sin embargo, con tal que se conserven algunos vestigios de Cristianismo, con tal que se conserve la idea que éste nos da de Dios, y algunas máximas de su moral, estos vestigios valen más, se elevan á mucha mayor altura, que todos los sistemas filosóficos, que todas las otras religiones de la tierra.

He aquí por qué ha conservado el Protestantismo alguna sombra de religión cristiana: no es otra la causa, sino que era imposible que desapareciese del todo el nombre cristiano, atendido el estado de las naciones que tomaron parte en el cisma; y he aquí cómo no debemos buscar la razón en ningún principio de vida entrañado por la pretendida reforma. Añádanse á todo esto los esfuerzos de la política, el natural apego de los ministros á sus propios intereses, el ensanche con que lisonjea al orgullo la falta de toda autoridad, los restos de preocupaciones antiguas, el poder de la educación, y otras causas semejantes, y se tendrá completamente resuelta la cuestión; y no parecerá nada extraño que vaya siguiendo el Protestantismo ocupando muchos de los países en que, por fatales combinaciones, alcanzó establecimiento y arraigo.


CAPITULO XI

No hay mejor prueba de la profunda debilidad entrañada por el Protestantismo, considerado como cuerpo de doctrina, que la escasa influencia que ha ejercido sobre la civilización europea, por medio de sus doctrinas positivas. Llamo doctrinas positivas aquellas en que ha procurado establecer un dogma propio, y de[104] esta manera las distingo de las demás, que podríamos llamar negativas, porque no consisten en otra cosa que en la negación de la autoridad. Estas últimas, como muy conformes á la inconstancia y volubilidad del espíritu humano, han encontrado acogida; pero, las demás, no; todo ha desaparecido con sus autores, todo se ha sepultado en el olvido. Si algo se ha conservado de cristianismo entre los protestantes, ha sido solamente aquello que era indispensable para que la civilización europea no perdiera eternamente su naturaleza y carácter; por manera que aquellas doctrinas que tenían una tendencia demasiado directa á desnaturalizar completamente esa civilización, la civilización las ha rechazado; mejor diremos, las ha despreciado.

Hay en esta parte un hecho muy digno de llamar la atención, y en que, sin embargo, quizás no se haya reparado, y es lo acontecido con respecto á la doctrina de los primeros novadores relativa á la libertad humana. Bien sabido es que uno de los primeros y más capitales errores de Lutero y Calvino consistía en negar el libre albedrío, hallándose consignado esta su funesta enseñanza en las obras que de ellos nos han quedado. Esta doctrina parece que debía conservarse con crédito entre los protestantes, y que debía ser sostenida con tesón, pues que regularmente así acontece cuando se trata de aquellos errores que han servido como de primer núcleo para la formación de una secta. Parece, además, que, habiendo alcanzado el Protestantismo tanta extensión y arraigo en varias naciones de Europa, esa doctrina fatalista debía también influir mucho en la legislación de las naciones protestantes; y ¡cosa admirable! nada de esto ha sucedido; y las costumbres europeas la han despreciado, la legislación no la ha tomado por base, y la sociedad no se ha dejado dominar ni dirigir por un principio que zapaba todos los cimientos de la moral, y que, si hubiese sido aplicado á las costumbres y á la legislación, hubiera reemplazado la civilización y dignidad europeas con la barbarie y abyección musulmana.

[105]

Sin duda que no han faltado individuos corrompidos por tan funesta doctrina; sin duda que no han faltado sectas más ó menos numerosas que la han reproducido; y no puede negarse tampoco que sean de mucha consideración las llagas abiertas por ella á la moralidad de algunos pueblos. Pero es cierto también que, en la generalidad de la gran familia europea, los gobiernos, los tribunales, la administración, la legislación, las ciencias, las costumbres, no han dado oídos á esa horrible enseñanza de Lutero, en que se despoja al hombre de su libre albedrío, en que se hace á Dios autor del pecado, en que se descarga sobre el Criador toda la responsabilidad de los delitos de la criatura humana, en que se le presenta como un tirano, pues que se afirma que sus preceptos son imposibles, en que se confunden monstruosamente las ideas de bien y de mal, y se embota el estímulo de toda virtud, asegurando que basta la fe para salvarse, que todas las obras de los justos son pecados.

La razón pública, el buen sentido, las costumbres, se pusieron en este punto de parte del Catolicismo; y los mismos pueblos que abrazaron en teoría religiosa esas funestas doctrinas, las desecharon por lo común en la práctica; porque era demasiado profunda la impresión que en esos puntos capitales les había dejado la enseñanza católica, porque era demasiado vivo el instinto de civilización que de las doctrinas católicas se había comunicado á la sociedad europea. Así fué como la Iglesia católica, rechazando esos funestos errores difundidos por el Protestantismo, preservaba á la sociedad del envilecimiento que consigo traen las máximas fatalistas; se constituía en barrera contra el despotismo, que se entroniza siempre en medio de los pueblos que han perdido el sentimiento de su dignidad; era un dique contra la desmoralización, que cunde necesariamente cuando el hombre se cree arrastrado por la ciega fatalidad, como por una cadena de hierro; así libertaba al espíritu de aquel abatimiento en que se postra cuando se ve privado de dirigir su propia[106] conducta, y de influir en el curso de los acontecimientos. Así fué como el Papa, condenando esos errores de Lutero que formaban el núcleo del naciente Protestantismo, dió un grito de alarma contra una irrupción de barbarie en el orden de las ideas, salvando de esta manera la moral, las leyes, el orden público, la sociedad; así fué como el Vaticano conservó la dignidad del hombre, asegurándole el noble sentimiento de la libertad en el santuario de la conciencia; así fué como la cátedra de Roma, luchando con las ideas protestantes, y defendiendo el sagrado depósito que le confiara el Divino Maestro, era, al propio tiempo, el numen tutelar del porvenir de la civilización.

Reflexionad sobre esas grandes verdades, entendedlas bien vosotros que habláis de las disputas religiosas con esa fría indiferencia, con esos visos de burla y de compasión, como si nunca se tratase de otra cosa que de frivolidades de escuela. Los pueblos no viven de sólo pan; viven también de ideas, de máximas que, convertidas en jugo, ó les comunican grandeza, vigor y lozanía, ó los debilitan, los postran, los condenan á la nulidad y al embrutecimiento. Tended la vista por la faz del globo, recorred los períodos de la historia de la humanidad, comparad tiempos con tiempos, naciones con naciones, y veréis que, dando la Iglesia católica tan alta importancia á la conservación de la verdad en las materias más transcendentales, y no transigiendo nunca en punto á ella, ha comprendido y realizado mejor que nadie la elevada y saludable máxima de que la verdad debe ser la reina del mundo, de que del orden de las ideas depende el orden de los hechos y de que, cuando se agitan cuestiones sobre las grandes verdades, se interesan en esas cuestiones los destinos de la humanidad.

Resumamos lo dicho: el principio esencial del Protestantismo es un principio disolvente: ahí está la causa de sus variaciones incesantes, ahí está la causa de su disolución y aniquilamiento. Como religión particular ya no existe porque no tiene ningún dogma[107] propio, ningún carácter positivo, ninguna economía, nada de cuanto se necesita para formar un ser: es una verdadera negación. Todo lo que se encuentra en él que pueda apellidarse positivo, no es más que vestigios, ruinas; todo está sin fuerza, sin acción, sin espíritu de vida. No puede mostrar un edificio que haya levantado por su mano, no puede colocarse en medio de esas obras inmensas entre las cuales puede situarse con tanta gloria el Catolicismo, y decir: esto es mío. El Protestantismo puede sólo sentarse en medio de espantosas ruinas; y de ellas sí que puede decir con toda verdad: yo las he amontonado.

Mientras pudo durar el fanatismo de esta secta, mientras ardía la llamarada encendida por fogosas declamaciones y avivada por funestas circunstancias, desplegó cierta fuerza que, si bien no manifestaba la verdadera robustez, mostraba al menos la convulsiva energía del delirio. Pero su época pasó, la acción del tiempo ha dispersado los elementos que daban pábulo al incendio; y, por más que se haya trabajado por acreditar la reforma como obra de Dios, no se ha podido encubrir lo que era en realidad: obra de las pasiones del hombre. No deben causarnos ilusión esos esfuerzos que actualmente parece hacer de nuevo: quien obra en ello, no es el Protestantismo en vida; es la falsa filosofía, tal vez la política, quizás el mezquino interés, que toman su nombre, se disfrazan con su manto; y, sabiendo cuán á propósito es para excitar disturbios, provocar escisiones y disolver las sociedades, van recogiendo el agua de los charcos que han quedado manchados con su huella impura, seguros de que será un violento veneno para dar la muerte al pueblo incauto, que llegue á beber de la dorada copa con que pérfidamente se le brinda.

Pero en vano se esfuerza el débil mortal en luchar contra la diestra del Omnipotente. Dios no abandonará su obra; y, por más que el hombre forceje, por más que se empeñe en remedar la obra del Altísimo, no podrá borrar los caracteres eternos que distinguen el[108] error de la verdad. La verdad es de suyo fuerte, robusta: y, como es el conjunto de las mismas relaciones de los seres, enlázase, trábase fuertemente con ellos, y no son parte á desasirla, ni los esfuerzos de los hombres, ni los trastornos de los tiempos. El error, mentida imagen de los grandes lazos que vinculan la completa masa del universo, tiéndese sobre sus usurpados dominios como un informe conjunto de ramos mal trabados que no reciben jamás el jugo de la tierra, que tampoco le comunican verdor y frescura, y sólo sirven de red engañosa tendida á los pasos del caminante.

¡Pueblos incautos! No os seduzcan ni aparatos brillantes, ni palabras pomposas, ni una actividad mentida: la verdad es cándida, modesta y confiada, porque es pura y fuerte; el error es hipócrita y ostentoso, porque es falso y débil. La verdad es una mujer hermosa que desprecia el afectado aliño porque conoce su belleza; el error se atavía, se pinta, violenta su talle porque es feo, descolorido, sin expresión de vida en su semblante, sin gracia ni dignidad en sus formas. ¿Admiráis tal vez su actividad y sus trabajos? Sabed que sólo es fuerte cuando es el núcleo de una facción, ó la bandera de un partido; sabed que entonces es rápido en su acción, violento en sus medios; es un meteoro funesto que fulgura, truena y desaparece, dejando en pos de sí la obscuridad, la destrucción y la muerte; la verdad es el astro del día despidiendo tranquilamente su luz vivísima y saludable, fecundando con suave calor la naturaleza, y derramando por todas partes, vida, alegría y hermosura.


CAPITULO XII

Para apreciar en su justo valor el efecto que pueden producir sobre la sociedad española las doctrinas protestantes, será bien dar una ojeada al actual estado de las ideas religiosas en Europa. Á pesar del vértigo in[109]telectual, que es uno de los caracteres dominantes de la época, es un hecho indudable que el espíritu de incredulidad y de irreligión ha perdido mucho de su fuerza; y que, en la parte que desgraciadamente le queda de existencia, es más bien transformado en indiferentismo, que no conservando aquella índole sistemática de que se hallaba revestido en el pasado siglo. Con el tiempo se gastan todas las declamaciones, los apodos fastidian, las continuas repeticiones fatigan; irrítase el ánimo con la intolerancia y la mala fe de los partidos, descúbrense el vacío de los sistemas, la falsedad de las opiniones, lo precipitado de los juicios, lo inexacto de los raciocinios; andando el tiempo, van publicándose datos que ponen de manifiesto las solapadas intenciones, lo engañoso de las palabras, la mezquindad de las miras, lo maligno y criminal de los proyectos; y al fin restablécese en su imperio la verdad, recobran las cosas sus propios nombres, toma otra dirección el espíritu público; y lo que antes se encontraba inocente y generoso, preséntase como culpable y villano; y, rasgados los fementidos disfraces, muéstrase la mentira, rodeada de aquel descrédito que debiera haber sido siempre su único patrimonio.

Las ideas irreligiosas, como todas aquellas que pululan en sociedades muy adelantadas, no quisieron, ni pudieron mantenerse en el recinto de la especulación, é invadiendo los dominios de la práctica, quisieron señorear todos los ramos de administración y de política. El trastorno que debían producir en la sociedad, debía serles fatal á ellas mismas: porque no hay cosa que ponga más de manifiesto los defectos y vicios de un sistema, y sobre todo que más desengañe á los hombres, que la piedra de toque de la experiencia. Yo no sé qué facilidad tiene nuestro entendimiento para concebir un objeto bajo muchos aspectos, y qué fecundidad funesta para apoyar con un sinnúmero de sofismas las mayores extravagancias; pues que, en tratándose de apelar á la disputa, apenas puede la razón desentenderse de las cavilaciones del sofisma.[110] Pero, en llegando á la experiencia, todo se cambia: el ingenio enmudece, sólo hablan los hechos; y si la experiencia se ha verificado en grande, y sobre objetos de mucho interés ó de alta importancia, difícil es que pueda ofuscarse con especiosas razones la convincente elocuencia de los resultados. Y de aquí es que observamos á cada paso que un hombre que haya adquirido grande experiencia, llega á poseer cierto tacto tan delicado y seguro, que, á la sola exposición de un sistema, señala con el dedo todos sus inconvenientes: la inexperiencia, fogosa y confiada, apela á las razones, al aparato de doctrinas; pero el buen sentido, el precioso, el raro, el inapreciable buen sentido, menea cuerdamente la cabeza, encoge tranquilamente los hombros, y, dejando escapar una ligera sonrisa, abandona seguro sus predicciones á la prueba del tiempo.

No es necesario ponderar ahora los resultados que han tenido en la práctica aquellas doctrinas, cuya divisa era la incredulidad; tanto se ha dicho ya sobre esto, que quien emprenda el tocarlo de nuevo, corre mucho riesgo de pasar plaza de insulso declamador. Bastará decir que aun aquellos hombres que por principios, por intereses, recuerdos ú otras causas, como que pertenecen aún al siglo pasado, se han visto precisados á modificar sus doctrinas, á limitar los principios, á paliar las proposiciones, á retocar los sistemas, á templar el calor y el arrebato de las invectivas; queriendo dar una muestra de su aprecio y veneración á aquellos escritores que formaron las delicias de su juventud, dicen con indulgente tono: «que aquellos hombres eran grandes sabios, pero que eran sabios de gabinete»; como si, en tratándose de hechos y de práctica, lo que se llama sabiduría de mero gabinete, no fuese una peligrosa ignorancia.

Como quiera, lo cierto es que de estos ensayos ha resultado el provecho de desacreditarse la irreligión como sistema; y que los pueblos la miran, si no con horror, al menos con desvío y con desconfianza. Los trabajos científicos provocados en todos ramos por la[111] irreligión, que con locas esperanzas había creído que los cielos dejarían de cantar la gloria del Señor, que la tierra desconocería á Aquel que le dió su cimiento, y que la naturaleza toda levantaría su testimonio contra Dios, que le dió el ser y la animó con la vida, han hecho desaparecer el divorcio que, con escándalo, se iba introduciendo entre la religión y las ciencias, y los acentos del antiguo hombre de la tierra de Hus se ha visto que podían resonar sin desdoro del saber en la boca de los sabios del siglo xix. ¿Y qué diremos del triunfo de la religión en todo lo que existe de bello, de tierno y de sublime sobre la tierra? ¡Cuán grande se ha manifestado en este triunfo la acción de la Providencia! ¡Cosa admirable! En todas las grandes crisis de la sociedad, esa mano misteriosa que rige los destinos del universo, tiene como en reserva á un hombre extraordinario; llega el momento, el hombre se presenta, marcha, el mismo no sabe á dónde, pero marcha con paso firme á cumplir el alto destino que el Eterno le ha señalado en la frente.

El ateísmo anegaba á la Francia en un piélago de sangre y de lágrimas, y un hombre desconocido atraviesa en silencio los mares; mientras el soplo de la tempestad despedaza las velas de su navío, él escucha absorto el bramar del huracán, y contempla abismado la majestad del firmamento. Extraviado por las soledades de América, pregunta á las maravillas de la creación el nombre de su autor; y el trueno le contesta en el confín del desierto, las selvas le responden con sordo mugido, y la bella naturaleza, con cánticos de amor y de harmonía. La vista de una cruz solitaria le revela misteriosos secretos, la huella de un misionero desconocido le excita grandes recuerdos que enlazan el nuevo mundo con el mundo antiguo; un monumento arruinado, una choza salvaje, le inspiran aquellos sublimes pensamientos que penetran hasta el fondo de la sociedad y del corazón del hombre. Embriagado con los sentimientos que le ha sugerido la grandeza de tales espectáculos, llena su mente de con[112]ceptos elevados, y rebosando su pecho de la dulzura que han producido en él los encantos de tanta belleza, pisa de nuevo el suelo de su patria. ¿Y qué encuentra allí? La huella ensangrentada del ateísmo, las ruinas y cenizas de los antiguos templos, ó devorados por el fuego, ó desplomados á los golpes de bárbaro martillo; sepulcros numerosos que encierran los restos de tantas víctimas inocentes, y que poco antes ofrecieran en su lobreguez un asilo oculto al cristiano perseguido. Nota, sin embargo, un movimiento: ve que la religión quiere descender de nuevo sobre la Francia, como un pensamiento de consuelo, para aliviar un infortunio, como un soplo de vida para reanimar un cadáver; desde entonces oye por todas partes un concierto de célica harmonía; se agitan, rebullen en su grande alma las inspiraciones de la meditación y de la soledad, y enajenado y extático canta con lengua de fuego las bellezas de la religión, revela las delicadas y hermosas relaciones que tiene con la naturaleza, y, hablando un lenguaje superior y divino, muestra á los hombres asombrados la misteriosa cadena de oro que une el cielo con la tierra: era Chateaubriand.

Sin embargo, es preciso confesarlo: un vértigo como se ha introducido en las ideas no se remedia en poco tiempo; y no es fácil que desaparezca sin grandes trabajos la huella profunda que ha debido dejar la irreligión con sus estragos. Los ánimos, es verdad, van cansados del sistema de irreligión; una desazón profunda agita la sociedad; ella ha perdido su equilibrio; la familia ha sentido aflojar sus lazos, y el individuo suspira por un rayo de luz, por una gota de consuelo y esperanza. Pero, ¿dónde hallará el mundo el apoyo que le falta? ¿Seguirá el buen camino, el único, cual es entrar de nuevo en el redil de la Iglesia católica? ¡Ah! Sólo Dios es el dueño de los secretos del porvenir; sólo él mira desplegados con toda claridad delante de sus ojos, los grandes acontecimientos que se preparan sin duda á la humanidad; sólo él sabe cuál será el resultado de esa actividad y energía que vuelve á apode[113]rarse de los espíritus en el examen de las grandes cuestiones sociales y religiosas; sólo él sabe cuál será el fruto que recogerán las generaciones venideras de los triunfos conseguidos por la religión, en las ciencias, en la política, en todos los ramos por donde se explaya el humano entendimiento.

Nosotros, débiles mortales, que, arrastrados rápidamente por el precipitado curso de las revoluciones y trastornos, tenemos apenas el tiempo necesario para dar una fugaz mirada al caos en que está envuelto el país que atravesamos, ¿qué podremos decir que tenga alguna prenda de acierto? Sólo podemos asegurar que la presente es una época de inquietud, de agitación, de transición; que multiplicados escarmientos y repetidos desengaños, fruto de espantosos trastornos y de inauditas catástrofes, han difundido por todas partes el descrédito de las doctrinas irreligiosas y desorganizadoras, sin que por esto haya tomado en su lugar el debido ascendiente la verdadera religión; que el corazón, fatigado de tantos infortunios, se abre de buen grado á la esperanza, sin que el entendimiento deje de contemplar en grande incertidumbre el porvenir, y de columbrar tal vez una nueva cadena de calamidades. Merced á las revoluciones, al vuelo de la industria, á la actividad y extensión del comercio, al adelanto y expansión prodigiosa de la imprenta, á los progresos científicos, á la facilidad, rapidez y amplitud de las comunicaciones, al gusto por los viajes, á la acción disolvente del Protestantismo, de la incredulidad y del escepticismo, presenta en la actualidad el espíritu humano una de aquellas fases singulares, que forman época en su historia.

El entendimiento, la fantasía, el corazón, se hallan en estado de grande agitación, de movilidad, de desarrollo, presentando, al propio tiempo, los contrastes más singulares, las extravagancias más ridículas, y hasta las contradicciones más absurdas.

Observad las ciencias, y, sin notar en su estudio aquellos trabajos prolijos, aquella paciencia incansa[114]ble, aquella marcha pausada y detenida que caracterizan los estudios de otras épocas, descúbrese, sin embargo, un espíritu de observación, un prurito de generalizar, de alzar las cuestiones á un punto de vista elevado y transcendente, y, sobre todo, un afán de tratar todas las ciencias bajo aquel aspecto en que se divisan los puntos de contacto que entre sí tienen, los lazos que las hermanan, y los canales por donde se comunican recíprocamente la luz.

Las cuestiones de religión, de política, de moral, de legislación, de economía, todas van enlazadas, marchan de frente, dándose al horizonte científico un grandor, una inmensidad, que no había jamás alcanzado. Este adelanto, este abuso, ó este caos, si se quiere, es un dato que no debe despreciarse cuando se estudia el espíritu de la época, cuando se examina su situación religiosa; pues que no es la obra de ningún hombre aislado, no es un efecto casual: es el resultado de un sinnúmero de causas que han conducido la sociedad á este punto; es un grande hecho, fruto de otros hechos; es una expresión del estado intelectual en la actualidad; es un síntoma de fuerzas y de enfermedades, un anuncio de transición y de mudanza, tal vez una señal consoladora, tal vez un funesto presagio. Y ¿quién no ha notado el vuelo que va tomando la fantasía, y la prodigiosa expansión del corazón, en esa literatura tan varia, tan irregular, tan fluctuante, pero, al propio tiempo, tan rica de hermosísimos cuadros, rebosante de sentimientos delicadísimos, y embutida de pensamientos atrevidos y generosos? Dígase lo que se quiera del abatimiento de las ciencias, del decaimiento de los estudios; nómbrense con tono mofador las luces del siglo, vuélvase la vista dolorida hacia tiempos más estudiosos, más sabios, más eruditos; en esto habrá sus verdades, sus falsedades, sus exageraciones, como acontece siempre en declamaciones semejantes; pero no podrá negarse que, sea lo que fuere de la utilidad de sus trabajos, tal vez nunca había desplegado el espíritu humano semejante actividad y energía, tal vez[115] nunca se le había visto agitado con un movimiento tan vivo, tan general, tan variado: tal vez nunca como ahora se habrá deseado, con tan excusable curiosidad é impaciencia, el levantar una punta del velo que encubre un inmenso porvenir.

¿Quién dominará tan opuestos y poderosos elementos? ¿Quién podrá restablecer el sosiego en ese piélago combatido por tantas borrascas? ¿Quién podrá dar unión, enlace, consistencia, para formar un todo compacto, capaz de resistir á la acción de los tiempos? ¿Quién podrá darlo á esos elementos que se rechazan con tanta fuerza, que luchan sin cesar, estallando con detonaciones horrorosas? ¿Será el Protestantismo, con su principio fundamental? ¿Será sentando, difundiendo, acreditando el principio disolvente del espíritu privado en materias religiosas, y realizando este pensamiento con derramar á manos llenas entre todas las clases de la sociedad los ejemplares de la Biblia?

Sociedades inmensas, orgullosas con su poderío, engreídas de su saber, disipadas por los placeres, refinadas con el lujo, expuestas de continuo á la poderosa acción de la imprenta, disponiendo de unos medios de comunicación que hubieran parecido fabulosos á nuestros mayores; donde todas las grandes pasiones encuentran su objeto, todas las intrigas una sombra, toda corrupción un velo, todo crimen un título, todo error un intérprete, todo interés un pábulo; trocados los nombres, socavados los cimientos, cargadas de escarmientos y desengaños, flotando entre la verdad y la mentira con horrorosa incertidumbre, dando de vez en cuando una mirada á la antorcha celestial para seguir sus resplandores, y contentándose luego con fugaces vislumbres, haciendo un esfuerzo para dominar la tormenta, y abandonándose luego á merced de los vientos y de las ondas, presentan las sociedades modernas un cuadro tan extraordinario como interesante, donde pueden campear con toda amplitud y libertad las esperanzas y temores, los pronósticos y conjeturas, pero sin que sea dable lisonjearse de acierto, sin que[116] el hombre sensato pueda tomar más cuerdo partido que esperar en silencio el desenlace que está señalado en los arcanos del Señor, á cuyos ojos están desplegados con toda claridad los sucesos de todos los tiempos, y los futuros destinos de los pueblos.

Pero sí que se alcanza fácilmente que, siendo, como es, el Protestantismo disolvente por su propia naturaleza, nada puede producir en el orden moral y religioso que sea en pro de la felicidad de los pueblos; ya que esta felicidad no es dable que exista estando en continua guerra los entendimientos con respecto á las más altas é importantes cuestiones que ofrecerse puedan al espíritu humano.

Cuando en medio de ese tenebroso caos, donde vagan tantos elementos, tan diferentes, tan opuestos y tan poderosos, que, luchando de continuo, se chocan, se pulverizan y se confunden, busca el observador un punto luminoso de donde pueda venir una ráfaga que alumbre al mundo, una idea robusta que, enfrenando tanto desorden y anarquía, se enseñoree de los entendimientos, y los vuelva al camino de la verdad, ocurre, desde luego, el Catolicismo como el único manantial de tantos bienes; y al ver cuál se sostiene aún con brillantez y pujanza, á pesar de los inauditos esfuerzos que se están haciendo todos los días para aniquilarle, llénase de consuelo el corazón, y, brotando en él la esperanza, parece que le convida á saludar á esa religión divina, felicitándola por el nuevo triunfo que va á adquirir sobre la tierra.

Hubo un tiempo en que, inundada la Europa por una nube de bárbaros, vió desplomarse de un golpe todos los monumentos de la antigua civilización y cultura: los legisladores con sus leyes, el imperio con su brillo y poderío, los sabios con las ciencias, las artes con sus monumentos, todo se hundió; y esas inmensas regiones donde florecían poco antes toda la civilización y cultura que habían adquirido los pueblos por espacio de muchos siglos, viéronse sumidas de repente en la ignorancia y en la barbarie. Pero la[117] brillante centella de luz arrojada sobre el mundo desde la Palestina, continuaba fulgurando aún en medio del caos; en vano se levantó la espesa polvareda que amagaba envolverla en las tinieblas; alimentada por el soplo del Eterno, continuaba resplandeciendo; pasaron los siglos, fué extendiendo su órbita brillante, y los pueblos, que tal vez no pensaban que pudiera servirles de más que de una guía para marchar sin tropiezo por entre la obscuridad, viéronla presentarse como sol resplandeciente, esparciendo por todas partes la luz y la vida.

¿Y quién sabe si en los arcanos del Eterno no le está reservado otro triunfo más difícil, y no menos saludable y brillante? Instruyendo la ignorancia, civilizando la barbarie, puliendo la rudeza, amansando la ferocidad, preservó á la sociedad de ser víctima, tal vez para siempre, de la brutalidad más atroz, y de la estupidez más degradante; pero, ¿qué timbre más glorioso para ella, si, rectificando las ideas, centralizando y purificando los sentimientos, asentando los eternos principios de toda sociedad, enfrenando las pasiones, templando los enconos, cercenando las demasías, y señoreando todos los entendimientos y voluntades, pudiera levantarse como una reguladora universal, que, estimulando todo linaje de conocimientos y adelantos, inspirara la debida templanza á esta sociedad agitada con tanta furia por tan poderosos elementos, que, privados de un punto céntrico y atrayente, la están de continuo amenazando con la disolución y el caos?

No es dado al hombre penetrar en el porvenir; pero el mundo físico se disolvería con espantosa catástrofe, si faltase por un momento el principio fundamental que da unidad, orden y concierto á los variados movimientos de todos los sistemas; y, si la sociedad, llena como está de movimiento, de comunicación y de vida, no entra bajo la dirección de un principio regulador, universal y constante, al fijar la vista sobre la suerte de las generaciones venideras, el corazón tiembla, y la mente se anubla.

[118]

Hay, empero, un hecho sumamente consolador, y es el admirable progreso que hace el Catolicismo en varios países. En Francia, en Bélgica se robustece; en el Norte de Europa parece que se le teme, cuando de tal manera se le combate; en Inglaterra, es tanto lo que ha ganado en menos de medio siglo, que sería increíble, si no constara en datos irrecusables; y en sus misiones vuelve á manifestarse tan emprendedor y fecundo, que nos recuerda los tiempos de su mayor ascendiente y poderío.

Y cuando los otros pueblos tienden á la unidad, ¿podría prevalecer el desbarro de que nosotros nos encamináramos al cisma? Cuando los demás pueblos se alegrarían infinito de que subsistiera entre ellos algún principio vital que pudiese restablecerles las fuerzas que les ha quitado la incredulidad, España, que conserva el Catolicismo, y todavía solo, todavía poderoso, ¿admitiría en su seno ese germen de muerte que la imposibilitaría de recobrarse de sus dolencias, que aseguraría, á no dudarlo, su completa ruina? En esa regeneración moral á que aspiran los pueblos, anhelantes por salir de la posición angustiosa en que los colocaron las doctrinas irreligiosas, ¿será posible que no se quiera parar la atención en la inmensa ventaja que la España lleva á muchos de ellos, por ser uno de los menos tocados de la gangrena de la irreligión, y por conservar todavía la unidad religiosa, inestimable herencia de una larga serie de siglos? ¿Será posible que no se advierta lo que puede ser esa unidad, si la aprovechamos cual merece; esa unidad, que se enlaza con todas nuestras glorias, que despierta tan bellos recuerdos, y tan admirablemente podría servir para elemento de regeneración en el orden social?

Si se pregunta lo que pienso sobre la proximidad del peligro, y si las tentativas que están haciendo los protestantes para este efecto, tienen alguna probabilidad de resultado, responderé con alguna distinción. El Protestantismo es profundamente débil, ya por su naturaleza, y, además, por ser viejo y caduco; tratando[119] de introducirse en España, ha de luchar con un adversario lleno de vida y robustez, y que está muy arraigado en el país; y por esta causa, y bajo este aspecto, no puede ser temible su acción. Pero, ¿quién impide que, si llegase á establecerse en nuestro suelo, por más reducido que fuera su dominio, no causara terribles males?

Por de pronto, salta á la vista que tendríamos otra manzana de discordia, y no es difícil columbrar las colisiones que ocasionaría á cada paso. Como el Protestantismo en España, á más de su debilidad intrínseca, tendría la que le causara el nuevo clima en que se hallaría tan falto de su elemento, viérase forzado á buscar sostén arrimándose á cuanto le alargase la mano; entonces es bien claro que serviría como un punto de reunión para los descontentos; y, ya que se apartase de su objeto, fuera cuando menos un núcleo de nuevas facciones, una bandera de pandillas. Escándalos, rencores, desmoralización, disturbios, y quizás catástrofes, he aquí el resultado inmediato, infalible, de introducirse entre nosotros el Protestantismo: apelo á la buena fe de todo hombre que conozca medianamente al pueblo español.

Pero no está todo aquí; la cuestión se ensancha y adquiere una importancia incalculable, si se la mira en sus relaciones con la política extranjera. ¿Qué palanca tendría entonces para causar en nuestra desgraciada patria toda clase de sacudimientos? ¡Oh! ¡y cómo se asiría ávidamente de ella! ¡cómo trabaja quizás para buscar un punto de apoyo! Hay en Europa una nación temible por su inmenso poderío, respetable por su mucho adelantamiento en las ciencias y artes, y que, teniendo á la mano grandes medios de acción por todo el ámbito de la tierra, sabe desplegarlos con una sagacidad y astucia verdaderamente admirables. Habiendo sido la primera de las naciones modernas en recorrer todas las fases de una revolución religiosa y política, y que en medio de terribles trastornos contemplara las pasiones en toda su desnudez, y el crimen en todas[120] sus formas, se aventaja á las otras en el conocimiento de toda clase de resortes; al paso que, fastidiada de vanos nombres, con que en esas épocas suelen encubrirse las pasiones más viles y los intereses más mezquinos, tiene sobrado embotada su sensibilidad para que puedan fácilmente excitarse en su seno las tormentas que á otros países los inundan de sangre y de lágrimas. No se altera su paz interior en medio de la agitación y del acaloramiento de las discusiones; y, aunque no deje de columbrar en un porvenir más ó menos lejano las espinosas situaciones que podrían acarrearle gravísimos apuros, disfruta entre tanto de aquella calma que le aseguran su constitución, sus hábitos, sus riquezas, y sobre todo el Océano que la ciñe. Colocada en posición tan ventajosa, acecha la marcha de los otros pueblos, para uncirlos á su carro con doradas cadenas, si tienen candor bastante para escuchar sus halagüeñas palabras; ó al menos procura embarazar su marcha y atajar sus progresos, en caso de que con noble independencia traten de emanciparse de su influjo. Atenta siempre á engrandecerse por medio de las artes y comercio, con una política mercantil en grado eminente, cubre, no obstante, la materialidad de los intereses con todo linaje de velos; y si bien, cuando se trata de los demás pueblos, es indiferente del todo á la religión é ideas políticas, sin embargo, se vale diestramente de tan poderosas armas para procurarse amigos, desbaratar á sus adversarios, y envolvernos á todos en la red mercantil que tiene de continuo tendida sobre los cuatro ángulos de la tierra.

No es posible que se escape á su sagacidad lo mucho que tendría adelantado para contar á España en el número de sus colonias, si pudiese lograr que fraternizase con ella en ideas religiosas; no tanto por la buena correspondencia que semejante fraternidad promovería entre ambos pueblos, como porque sería éste el medio más seguro para que el español perdiese del todo ese carácter singular, esa fisonomía austera que le distingue de todos los otros pueblos, olvidando la única idea[121] nacional y regeneradora que ha permanecido en pie en medio de tan espantosos trastornos; quedando así susceptible de toda clase de impresiones ajenas, y dúctil y flexible en todos los sentidos que pudiera convenir á las interesadas miras de los solapados protectores.

No lo olvidemos: no hay nación en Europa que conciba sus planes con tanta previsión, que los prepare con tanta astucia, que los ejecute con tanta destreza, ni que los lleve á cabo con igual tenacidad. Como, después de las profundas revoluciones que la trabajaron, ha permanecido en un estado regular desde el último tercio del siglo xvii, y enteramente extraña á los trastornos sufridos en este período por los demás pueblos de Europa, ha podido seguir un sistema de política concertado, así en lo interior como en lo exterior; y de esta manera sus hombres de gobierno han podido formarse más plenamente, heredando los datos y las miras que guiaron á los antecesores. Conocen sus gobernantes cuán precioso es estar de antemano apercibidos para todo evento; y así no descuidan de escudriñar á fondo qué es lo que hay en cada nación que los pueda ayudar ó contrastar; saliendo de la órbita política, penetran en el corazón de la sociedad sobre la cual se proponen influir; y rastrean allí cuáles son las condiciones de su existencia, cuál es su principio vital, cuáles las causas de su fuerza y energía. Era en el otoño de 1805, y daba Pitt una comida de campo, á la que asistían varios de sus amigos. Llególe entre tanto un pliego en que se le anunciaba la rendición de Mack en Ulma con cuarenta mil hombres, y la marcha de Napoleón sobre Viena. Comunicó la funesta noticia á sus amigos, quienes, al oirla, exclamaron: «Todo está perdido, ya no hay remedio contra Napoleón.» «Todavía hay remedio, replicó Pitt; todavía hay remedio si consigo levantar una guerra nacional en Europa, y esta guerra ha de comenzar en España.» «Sí, señores, añadió después, la España será el primer pueblo donde se encenderá esa guerra patriótica, la sola que puede libertar la Europa.»

[122]

Tanta era la importancia que daba ese profundo estadista á la fuerza de una idea nacional, tanto era lo que de ella esperaba; nada menos que hacer lo que no podían todos los esfuerzos de todos los gabinetes europeos: derrocar á Napoleón, libertar la Europa. No es raro que la marcha de las cosas traiga combinaciones tales, que las mismas ideas nacionales que un día sirvieron de poderoso auxiliar á las miras de un gabinete, le salgan otro día al paso, y le sean un poderoso obstáculo: y entonces, lejos de fomentarlas y avivarlas, lo que le interesa es sofocarlas. Lo que puede salvar á una nación libertándola de interesadas tutelas, y asegurándole su verdadera independencia, son ideas grandes y generosas, arraigadas profundamente entre los pueblos; son los sentimientos grabados en el corazón por la acción del tiempo, por la influencia de instituciones robustas, por la antigüedad de los hábitos y de las costumbres; es la unidad de pensamiento religioso, que hace de un pueblo un solo hombre. Entonces lo pasado se enlaza con lo presente, y lo presente se extiende á lo porvenir; entonces brotan á porfía en el pecho aquellos arranques de entusiasmo, manantial de acciones grandes; entonces hay desprendimiento, energía, constancia; porque hay en las ideas fijeza y elevación, porque hay en los corazones generosidad y grandeza.

No fuera imposible que en algunos de los vaivenes que trabajan á esta nación desventurada, tuviéramos la desgracia de que se levantasen hombres bastante ciegos para ensayar la insensata tentativa de introducir en nuestra patria la religión protestante. Estamos demasiado escarmentados para dormir tranquilos, y no se han olvidado sucesos que indican á las claras hasta dónde se hubiera ya llegado algunas veces, si no se hubiese reprimido la audacia de ciertos hombres con el imponente desagrado de la inmensa mayoría de la nación. Y no es que se conciban siquiera posibles las violencias del reinado de Enrique VIII; pero sí que podría suceder que, aprovechándose de una fuerte rup[123]tura con la Santa Sede, de la terquedad y ambición de algunos eclesiásticos, del pretexto de aclimatar en nuestro suelo el espíritu de tolerancia, ó de otros motivos semejantes, se tantease con este ó aquel nombre, que eso poco importa, el introducir entre nosotros las doctrinas protestantes.

Y no sería por cierto la tolerancia lo que se nos importaría del extranjero, pues que ésta ya existe de hecho, y tan amplia, que seguramente nadie recela el ser perseguido, ni aun molestado, por sus opiniones religiosas; lo que se nos traería y se trabajaría por plantear, fuera un nuevo sistema religioso, pertrechándole de todo lo necesario para alcanzar predominio, y para debilitar, ó destruir, si fuera posible, el Catolicismo. Y mucho me engaño, si en la ceguedad y rencor que han manifestado algunos de nuestros hombres que se dicen de gobierno, no encontrase en ellos decidida protección el nuevo sistema religioso, una vez le hubiéramos admitido. Cuando se trataría de admitirle, se nos presentaría quizás el nuevo sistema en ademán modesto, reclamando tan sólo habitación, en nombre de la tolerancia y de la hospitalidad; pero bien pronto le viéramos acrecentar su osadía, reclamar derechos, extender sus pretensiones, y disputar á palmos el terreno de la religión católica. Resonaran entonces con más y más vigor aquellas rencorosas y virulentas declamaciones que tan fatigados nos traen por espacio de algunos años; esos ecos de una escuela que delira porque está por expirar. El desvío con que mirarían los pueblos á la pretendida reforma, sería, á no dudarlo, culpado de rebeldía; las pastorales de los obispos serían calificadas de insidiosas sugestiones; el celo fervoroso de los sacerdotes católicos, acusado de provocación sediciosa, y el concierto de los fieles para preservarse de la infección, sería denunciado como una conjuración diabólica, urdida por la intolerancia y el espíritu de partido, y confiada en su ejecución á la ignorancia y al fanatismo.

En medio de los esfuerzos de los unos y de la resis[124]tencia de los otros, viéramos más ó menos parodiadas escenas de tiempos que pasaron ya, y, si bien el espíritu de templanza, que es uno de los caracteres del siglo, impediría que se repitiesen los excesos que mancharon de sangre los fastos de otras naciones, no dejarían, sin embargo, de ser imitados. Porque es menester no olvidar que, en tratándose de religión, no puede contarse en España con la frialdad é indiferencia que, en caso de un conflicto, manifestarían en la actualidad otros pueblos: en éstos han perdido los sentimientos religiosos mucho de su fuerza, pero en España son todavía muy hondos, muy vivos, muy enérgicos: y el día que se les combatiera de frente, abordando las cuestiones sin rebozo, sentiríase un sacudimiento tan universal como recio. Hasta ahora, si bien es verdad que en objetos religiosos se han presenciado lamentables escándalos, y hasta horrorosas catástrofes, no ha faltado nunca un disfraz que, más ó menos transparente, encubría, empero, algún tanto la perversidad de las intenciones. Unas veces ha sido el ataque contra esta ó aquella persona, á quien se han achacado maquinaciones políticas; otras contra determinadas clases, acusadas de crímenes imaginarios; tal vez se ha desbordado la revolución, y se ha dicho que era imposible contenerla, y que los atropellamientos, los insultos, los escarnios de que ha sido objeto lo más sagrado que hay en la tierra y en el cielo, eran sucesos inevitables, tratándose de un populacho desenfrenado: aquí mediaba al menos un disfraz, y un disfraz, poco ó mucho, siempre cubre; pero, cuando se viesen atacados de propósito, á sangre fría, todos los dogmas del Catolicismo, despreciados los puntos más capitales de la disciplina, ridiculizados los misterios más augustos, escarnecidas las ceremonias más sagradas; cuando se viera levantar un templo contra otro templo, una cátedra contra otra cátedra, ¿qué sucedería? Es innegable que se exasperarían los ánimos hasta el extremo, y, si no resultaban, como fuera de temer, estrepitosas explosiones, tomarían al menos las controversias religiosas un carácter[125] tan violento, que nos creeríamos trasladados al siglo xvi.

Siendo tan frecuente entre nosotros que los principios dominantes en el orden político sean enteramente contrarios á los dominantes en la sociedad, sucedería á menudo que el principio religioso, rechazado por la sociedad, encontraría su apoyo en los hombres influyentes en el orden político; reproduciéndose con circunstancias agravantes el triste fenómeno, que tantos años ha estamos presenciando, de querer los gobernantes torcer á viva fuerza el curso de la sociedad. Ésta es una de las diferencias más capitales entre nuestra revolución y la de otros países; ésta es la clave para explicar chocantes anomalías: allí las ideas de revolución se apoderaron de la sociedad, y se arrojaron en seguida sobre la esfera política; aquí se apoderaron primero de la esfera política, y trataron en seguida de bajar á la esfera social; la sociedad estaba muy distante de hallarse preparada para semejantes innovaciones, y por esto han sido indispensables tan rudos y repetidos choques.

De esta falta de harmonía ha resultado que el gobierno en España ejerce sobre los pueblos muy escasa influencia, entendiendo por influencia aquel ascendiente moral que no necesita andar acompañado de la idea de la fuerza. No hay duda que esto es un mal, porque tiende á debilitar el poder, necesidad imprescindible para toda sociedad; pero no han faltado ocasiones en que ha sido un gran bien: porque no es poca fortuna, cuando un gobierno es liviano é insensato, el que se encuentre con una sociedad mesurada y cuerda, que, mientras aquél corre á precipitarse desatentado, vaya ésta marchando con paso sosegado y majestuoso. Mucho hay que esperar del buen instinto de la nación española, mucho hay que prometerse de su proverbial gravedad, aumentada además con tanto infortunio; mucho hay que prometerse de ese tino que le hace distinguir también el verdadero camino de su felicidad, y que la vuelve sorda á las insidiosas suges[126]tiones con que se ha tratado de extraviarla. Si van ya muchos años que por una funesta combinación de circunstancias, y por la falta de harmonía entre el orden político y el social, no acierta á darse un gobierno que sea su verdadera expresión, que adivine sus instintos, que siga sus tendencias, que la conduzca por el camino de la prosperidad, esperanza alimentamos de que ese día vendrá, y de que brotarán del seno de esa sociedad, rica de vida y de porvenir, esa misma harmonía que le falta, ese equilibrio que ha perdido. Entre tanto, es altamente importante que todos los hombres que sientan latir en su pecho un corazón español, que no se complazcan en ver desgarradas las entrañas de su patria, se reunan, se pongan de acuerdo, obren concertados para impedir el que prevalezca el genio del mal, alcanzando á esparcir en nuestro suelo una semilla de eterna discordia, añadiendo esa otra calamidad á tantas otras calamidades, y ahogando los preciosos gérmenes de donde puede rebrotar lozana y brillante nuestra civilización remozada, alzándose del abatimiento y postración en que la sumieran circunstancias aciagas.

¡Ah! oprímese el alma con angustiosa pesadumbre, al solo pensamiento de que pudiera venir un día en que desapareciese de entre nosotros esa unidad religiosa, que se identifica con nuestros hábitos, nuestros usos, nuestras costumbres, nuestras leyes; que guarda la cuna de nuestra monarquía en la cueva de Covadonga, que es la enseña de nuestro estandarte en una lucha de ocho siglos con el formidable poder de la Media Luna, que desenvuelve lozanamente nuestra civilización en medio de tiempos tan trabajosos, que acompañaba á nuestros terribles tercios cuando imponían silencio á la Europa, que conduce á nuestros marinos al descubrimiento de nuevos mundos, á dar los primeros la vuelta á la redondez del globo; que alienta á nuestros guerreros al llevar á cabo conquistas heroicas, y que en tiempos más recientes sella el cúmulo de tantas y tan grandiosas hazañas derrocando á Na[127]poleón. Vosotros que con precipitación tan liviana condenáis las obras de los siglos, que con tanta avilantez insultáis á la nación española, que tiznáis de barbarie y obscurantismo el principio que presidió nuestra civilización, ¿sabéis á quién insultáis? ¿sabéis quién inspiró el genio del gran Gonzalo, de Hernán Cortés, de Pizarro, del Vencedor de Lepanto? Las sombras de Garcilaso, de Herrera, de Ercilla, de Fray Luis de León, de Cervantes, de Lope de Vega, ¿no os infunden respeto? ¿Osaréis, pues, quebrantar el lazo que á ellos nos une, y hacernos indigna prole de tan esclarecidos varones? ¿Quisierais separar por un abismo nuestras creencias de sus creencias, nuestras costumbres de sus costumbres, rompiendo así con todas nuestras tradiciones, olvidando los más embelesantes y gloriosos recuerdos, y haciendo que los grandiosos y augustos monumentos que nos legó la religiosidad de nuestros antepasados, sólo permanecieran entre nosotros, como una reprensión la más elocuente y severa? ¿Consentiríais que se cegasen los ricos manantiales á donde podemos acudir para resucitar la literatura, vigorizar la ciencia, reorganizar la legislación, restablecer el espíritu de nacionalidad, restaurar nuestra gloria, y colocar de nuevo á esta nación desventurada en el alto rango que sus virtudes merecen, dándole la prosperidad y la dicha que tan afanosa busca, y que en su corazón augura?


CAPITULO XIII

Parangonados ya bajo el aspecto religioso el Catolicismo y el Protestantismo en el cuadro que acabo de trazar, y evidenciada la superioridad de aquél sobre éste, no sólo en lo concerniente á certeza, sino también en todo lo relativo á los instintos, á los sentimientos, á las ideas, al carácter del espíritu humano, será[128] bien entrar ahora en otra cuestión, no más importante por cierto, pero sí menos dilucidada, y en que será preciso luchar con fuertes antipatías, y disipar considerable número de prevenciones y errores. En medio de las dificultades de que está erizada la empresa que voy á acometer, aliéntame una poderosa esperanza, y es que lo interesante de la materia, y el ser muy del gusto científico del siglo, convidará quizás á leer, obviándose de esta manera el peligro que suele amenazar á los que escriben en favor de la religión católica: son juzgados sin ser oídos. He aquí, pues, la cuestión en sus precisos términos: Comparados el Catolicismo y el Protestantismo, ¿cuál de los dos es más conducente para la verdadera libertad, para el verdadero adelanto de los pueblos, para la causa de la civilización?

Libertad: ésta es una de aquellas palabras tan generalmente usadas como poco entendidas; palabras que, por envolver cierta idea vaga muy fácil de percibir, presentan la engañosa apariencia de una entera claridad, mientras que, por la muchedumbre y variedad de objetos á que se aplican, son susceptibles de una infinidad de sentidos, haciéndose su comprensión sumamente difícil. ¿Y quién podrá reducir á guarismo las aplicaciones que se hacen de la palabra libertad? Salvándose en todas ellas una idea que podríamos apellidar radical, son infinitas las modificaciones y graduaciones á que se la sujeta. Circula el aire con libertad; se despejan los alrededores de una planta para que crezca y se extienda con libertad; se mondan los conductos de un regadío para que el agua corra con libertad; al pez cogido en la red, al avecilla enjaulada se los suelta, y se les da libertad; se trata á un amigo con libertad; hay modales libres, pensamientos libres, expresiones libres, herencias libres, voluntad libre, acciones libres; no tiene libertad el encarcelado, carece de libertad el hijo de familia, tiene poca libertad una doncella, una persona casada ya no es libre, un hombre en tierra extraña se porta con más libertad, el soldado no tiene libertad; hay hombres li[129]bres de quintas, libres de contribuciones; hay votaciones libres; dictámenes libres, interpretación libre, versificación libre, libertad de comercio, libertad de enseñanza, libertad de imprenta, libertad de conciencia, libertad civil, libertad política, libertad justa, injusta, racional, irracional, moderada, excesiva, comedida, licenciosa, oportuna, inoportuna; mas, ¿á qué fatigarse en la enumeración, cuando es poco menos que imposible el dar cima á tan enfadosa tarea? Pero menester parecía detenerse algún tanto en ella, aun á riesgo de fastidiar al lector; quizás el recuerdo de este fastidio podrá contribuir á grabar profundamente en el ánimo la saludable verdad de que, cuando en la conversación, en los escritos, en las discusiones públicas, en las leyes, se usa tan á menudo esta palabra, aplicándola á objetos de mayor importancia, es necesario reflexionar maduramente sobre el número y naturaleza de ideas que en el respectivo caso abarca, sobre el sentido que la materia consiente, sobre las modificaciones que las circunstancias demandan, sobre las precauciones y tino que las aplicaciones exigen.

Sea cual fuere la acepción en que se tome la palabra libertad, échase de ver que siempre entraña en su significado ausencia de causa que impida ó coarte el ejercicio de alguna libertad: infiriéndose de aquí que, para fijar en cada caso el verdadero sentido de esta palabra, es indispensable atender á la naturaleza y circunstancias de la facultad cuyo uso se quiere impedir ó limitar, sin perder de vista los varios objetos sobre que versa, las condiciones de su ejercicio, como y también el carácter, la eficacia y extensión de la causa que al efecto se empleare. Para aclarar la materia, propongámonos formar juicio de esta proposición: el hombre ha de tener libertad de pensar. Aquí se afirma que al hombre no se le ha de coartar el pensamiento. Ahora bien: ¿habláis de coartación física ejercida inmediatamente sobre el mismo pensamiento? Pues entonces es de todo punto inútil la proposición; porque, como semejante coartación es imposible, vano es decir que no se la[130] debe emplear. ¿Entendéis que no se debe coartar la expresión del pensamiento, es decir, que no se ha de impedir ni restringir la libertad de manifestar cada cual lo que piensa? Entonces habéis dado un salto inmenso, habéis colocado la cuestión en muy diferente terreno; y, si no queréis significar que todo hombre, á todas horas, en todo lugar, pueda decir sobre cualquier materia cuanto le viniere á la mente, y del modo que más le agradare, deberéis distinguir cosas, personas, lugares, tiempos, modos, condiciones, en una palabra, atender á mil y mil circunstancias, impedir del todo en unos casos, limitar en otros, ampliar en éstos, restringir en aquéllos, y así tomaros tan largo trabajo que de nada os sirva el haber sentado, en favor de la libertad del pensamiento, aquella proposición tan general, con toda su apariencia de sencillez y claridad.

Aun penetrando en el mismo santuario del pensamiento, en aquella región donde no alcanzan las miradas de otro hombre, y que sólo está patente á los ojos de Dios, ¿qué significa la libertad de pensar? ¿Es acaso que el pensamiento no tenga sus leyes, á las que ha de sujetarse por precisión, si no quiere sumirse en el caos? ¿Puede despreciar la norma de una sana razón? ¿Puede desoir los consejos del buen sentido? ¿Puede olvidar que su objeto es la verdad? ¿Puede desentenderse de los eternos principios de la moral?

He aquí cómo, examinando lo que significa la palabra libertad, aun aplicándola á lo que seguramente hay de más libre en el hombre, como es el pensamiento, nos encontramos con tal muchedumbre y variedad de sentidos, que nos obligan á un sinnúmero de distinciones, y nos llevan por necesidad á restringir la proposición general, si algo queremos expresar que no esté en contradicción con lo que dictan la razón y el buen sentido, con lo que prescriben las leyes eternas de la moral, con lo que demandan los mismos intereses del individuo, con lo que reclaman el buen orden y la conservación de la sociedad. ¿Y qué no[131] podría decirse de tantas otras libertades como se invocan de continuo, con nombres indeterminados y vagos, cubiertos á propósito con el equívoco y las tinieblas?

Pongo estos ejemplos, sólo para que no se confundan las ideas; porque, defendiendo como defiendo la causa del Catolicismo, no necesito abogar por la opresión, ni invocar sobre los hombres una mano de hierro, ni aplaudir que se huellen sus derechos sagrados. Sagrados, sí; porque, según la enseñanza de la augusta religión de Jesucristo, sagrado es un hombre á los ojos de otro hombre, por su alto origen y destino, por la imagen de Dios que en él resplandece, por haber sido redimido con inefable dignación y amor por el mismo Hijo del Eterno; sagrados declara esa religión divina los derechos del hombre, cuando su augusto Fundador amenaza con eterno suplicio, no tan sólo á quien le matare, no tan sólo á quien le mutilare, no tan sólo á quien le robare, sino ¡cosa admirable! hasta á quien se propasare á ofenderle con solas palabras. «Quien llamare á su hermano fatuo, será reo del fuego del infierno.» (Mat., c. 5, v. 22.) Así hablaba el Divino Maestro.

Levántase el pecho con generosa indignación, al oir que se achaca á la religión de Jesucristo tendencia á esclavizar. Cierto es que, si se confunde el espíritu de verdadera libertad con el espíritu de los demagogos, no se le encuentra en el Catolicismo; pero, si no se quieren trastrocar monstruosamente los nombres, si se da á la palabra libertad su acepción más razonable, más justa, más provechosa, más dulce, entonces la religión católica puede reclamar la gratitud del humano linaje: ella ha civilizado las naciones que la han profesado; y la civilización es la verdadera libertad.

Es un hecho ya generalmente reconocido y paladinamente confesado, que el Cristianismo ha ejercido muy poderosa influencia en el desarrollo de la civilización europea; pero á este hecho no se le da todavía por algunos la importancia que merece, á causa de no[132] ser bastante bien apreciado. Con respecto á la civilización, distínguese á veces el influjo del Cristianismo del influjo del Catolicismo, ponderando las excelencias de aquél y escaseando los encomios á éste; sin reparar que, cuando se trata de la civilización europea, puede el Catolicismo demandar una consideración siempre principal, y, por lo tocante á mucho tiempo, hasta exclusiva, pues que se halló por largos siglos enteramente solo en el trabajo de esa grande obra. No se ha querido ver que, al presentarse el Protestantismo en Europa, estaba ya la obra por concluir; y que con una injusticia é ingratitud que no acierta uno á calificar, se ha tachado al Catolicismo de espíritu de barbarie, de obscurantismo, de opresión, mientras se hacía ostentosa gala de la rica civilización, de las luces y de la libertad que á él principalmente son debidas.

Si no se tenía gana de profundizar las íntimas relaciones del Catolicismo con la civilización europea; si faltaba la paciencia que es menester en las prolijas investigaciones á que tal examen conduce, al menos parecía del caso dar una mirada al estado de los países donde en siglos trabajosos no ejerció la religión católica todo su influjo, y compararlos con aquellos otros en que fué el principio dominante. El Oriente y el Occidente, ambos sujetos á grandes trastornos, ambos profesando el Cristianismo, pero de manera que el principio católico se halló débil y vacilante allí, mientras estuvo robusto y profundamente arraigado entre los occidentales, hubieran ofrecido dos puntos de comparación muy á propósito para estimar lo que vale el Cristianismo sin el Catolicismo, cuando se trata de salvar la civilización y la existencia de las naciones. En Occidente los trastornos fueron repetidos y espantosos, el caos llegó á su complemento, y, sin embargo, del caos han brotado la luz y la vida. Ni la barbarie de los pueblos que inundaron estas regiones y que adquirieron en ellas asiento, ni las furiosas arremetidas del islamismo, aun cuando estaba en su mayor brío y pujanza, bastaron para que se ahogase el germen de[133] una civilización rica y fecunda: en Oriente todo iba envejeciendo y caducando, nada se remozaba, y á los embates del ariete que nada había podido contra nosotros, todo cayó. Ese poder espiritual de Roma, esa influencia en los negocios temporales, dieron por cierto frutos muy diferentes de los que produjeron en semejantes circunstancias sus rencorosos rivales.

Si un día estuviese destinada la Europa á sufrir de nuevo algún espantoso y general trastorno, ó por un desborde universal de las ideas revolucionarias, ó por alguna violenta irrupción del pauperismo sobre los poderes sociales y sobre la propiedad; si ese coloso que se levanta en el Norte en un trono asentado entre eternas nieves, teniendo en su cabeza la inteligencia y en su mano la fuerza ciega, que dispone á la vez de los medios de la civilización y de la barbarie, cuyos ojos van recorriendo de continuo el Oriente, el Mediodía y el Occidente, con aquella mirada codiciosa y astuta, señal característica que nos presenta la historia en todos los imperios invasores; si, acechando el momento oportuno, se arrojase á una tentativa sobre la independencia de la Europa, entonces quizás se vería una prueba de lo que vale en los grandes apuros el principio católico; entonces se palparía el poder de esa unidad proclamada y sostenida por el Catolicismo; entonces, recordando los siglos medios, se vería una de las causas de la debilidad del Oriente y de la robustez del Occidente; entonces se recordaría un hecho que, aunque es de ayer, empieza ya á olvidarse, y es que el pueblo contra cuyo denodado brío se estrelló el poder de Napoleón, era el pueblo proverbialmente católico. Y ¿quién sabe si en los atentados cometidos en Rusia contra el Catolicismo, atentados que ha deplorado en sentido lenguaje el Vicario de Jesucristo; quién sabe si influye el secreto presentimiento, ó quizás la previsión, de la necesidad de debilitar aquel sublime poder, que, en tratándose de la causa de la humanidad, ha sido en todas épocas el núcleo de los grandes esfuerzos? Pero volvamos al intento.

[134]

No puede negarse que desde el siglo xvi se ha mostrado la civilización europea muy lozana y brillante, pero es un error atribuir este fenómeno al Protestantismo. Para examinar la influencia y eficacia de un hecho, no se han de mirar tan sólo los sucesos que han venido después de él; se ha de considerar si estos sucesos estaban ya preparados, si son algo más que un resultado necesario de hechos anteriores: conviene no hacer aquel raciocinio que tachan de sofístico los dialécticos: después de esto, luego por esto; post hoc, ergo propter hoc. Sin el Protestantismo, y antes del Protestantismo, estaba ya muy adelantada la civilización europea por los trabajos é influencia de la religión católica; y la grandeza y esplendor que sobrevinieron después, no se desplegaron á causa del Protestantismo, sino á pesar del Protestantismo.

Al extravío de ideas en esta materia ha contribuído no poco el estudio poco profundo que se ha hecho del Cristianismo, el haberse contentado no pocas veces con una mirada superficial sobre los principios de fraternidad que él tanto recomienda, sin entrar en el debido examen de la historia de la Iglesia. Para comprender á fondo una institución, no basta pararse en sus ideas más capitales; es necesario seguirle también los pasos, ver cómo va realizando esas ideas, cómo triunfa de los obstáculos que le salen al encuentro. Nunca se formará concepto cabal sobre un hecho histórico, si no se estudia detenidamente su historia; y el estudio de la historia de la Iglesia católica en sus relaciones con la civilización deja todavía mucho que desear. Y no es que sobre la historia de la Iglesia no se hayan hecho estudios profundos; sino que, desde que se ha desplegado el espíritu de análisis social, no ha sido todavía objeto de aquellos trabajos admirables que tanto la ilustraron bajo el aspecto dogmático y crítico.

Otro embarazo media para que pueda dilucidarse cual conviene esta materia, y es el dar sobrada importancia á las intenciones de los hombres, distrayéndose de considerar la marcha grave y majestuosa de las co[135]sas. Se mide la magnitud y se califica la naturaleza de los acontecimientos por los motivos inmediatos que los determinaron, y por los fines que se proponían los hombres que en ellos intervinieron; y esto es un error muy grave: la vista se ha de extender á mayor espacio y se ha de observar el sucesivo desarrollo de las ideas, el influjo que anduvieron ejerciendo en los sucesos, las instituciones que de ellas iban brotando, pero considerándolo todo como es en sí, es decir, en un cuadro grande, inmenso, sin pararse en hechos particulares, contemplados en su aislamiento y pequeñez. Que es menester grabar profundamente en el ánimo la importante verdad de que, cuando se desenvuelve alguno de esos grandes hechos que cambian la suerte de una parte considerable del humano linaje, rara vez lo comprenden los mismos hombres que en ello intervienen, y que como poderosos agentes figuran: la marcha de la humanidad es un gran drama, los papeles se distribuyen entre los individuos que pasan y desaparecen: el hombre es muy pequeño, sólo Dios es grande. Ni los actores de las escenas de los antiguos imperios de Oriente, ni Alejandro arrojándose sobre el Asia y avasallando innumerables naciones, ni los romanos sojuzgando el mundo, ni los bárbaros derrocando y destrozando el imperio romano, ni los musulmanes dominando el Asia y el África y amenazando la idependencia de Europa, pensaron, ni pensar podían en que sirviesen de instrumento para realizar los destinos cuya ejecución nosotros admiramos.

Quiero indicar con esto que, cuando se trata de civilización cristiana, cuando se van notando y analizando los hechos que señalan su marcha, no es necesario, y muchas veces ni conveniente, el suponer que los hombres que á ella han contribuído de una manera muy principal, conocieran en toda su extensión el resultado de su propia obra; bástale á la gloria de un hombre, el que se le señale como escogido instrumento de la Providencia, sin que sea menester atribuir demasiado á su conocimiento particular, á sus intencio[136]nes personales. Basta reconocer que un rayo de luz ha bajado del cielo y ha iluminado su frente; pero no hay necesidad de que él mismo previera que ese rayo reflejando se desparramara en inmensas madejas sobre las generaciones venideras. Los hombres pequeños son comunmente más pequeños de lo que piensan; pero los hombres grandes son á veces más grandes de lo que creen; y es que no conocen todo su grandor, por no saber que son instrumentos de altos designios de la Providencia.

Otra observación debe tenerse presente en el estudio de esos grandes hechos, y es que no se debe buscar un sistema cuya trabazón y harmonía se descubran á la primera ojeada. Preciso es resignarse á sufrir la vista de algunas irregularidades y algunos objetos poco agradables; es menester precaverse contra la pueril impaciencia de querer adelantarnos al tiempo; es indispensable despojarse de aquel deseo, que, más ó menos vivo, nunca nos abandona, de encontrarlo todo amoldado conforme á nuestras ideas, de verlo marchar todo de la manera que más nos agrada. ¿No veis esa naturaleza tan grande, tan variada, tan rica, cómo prodiga en cierto desorden sus productos ocultando inestimables piedras y preciosísimos veneros entre montones de tierra ruda, cuál despliega inmensas cordilleras, riscos inaccesibles, horrendas fragosidades, que contrastan con amenas y espaciosas llanuras? ¿no veis ese aparente desorden, esa prodigalidad, en medio de las cuales están trabajando en secreto concierto innumerables agentes para producir el admirable conjunto que encanta nuestros ojos y admira al naturalista? Pues he aquí la sociedad: los hechos andan dispersos, desparramados acá y acullá, sin ofrecer muchas veces visos de orden ni concierto; los acontecimientos se suceden, se empujan, sin que se descubra un designio; los hombres se aúnan, se separan, se auxilian, se chocan; pero va pasando el tiempo, ese agente indispensable para la producción de las grandes obras, y va todo caminando al destino señalado en los arcanos del Eterno.

[137]

He aquí cómo se concibe la marcha de la humanidad, he aquí la norma del estudio filosófico de la historia, he aquí el modo de comprender el influjo de esas ideas fecundas, de esas instituciones poderosas que aparecen de vez en cuando entre los hombres para cambiar la faz de la tierra. En semejante estudio, y cuando se descubre obrando en el fondo de las cosas una idea fecunda, una institución poderosa, lejos de asustarse el ánimo por encontrar alguna irregularidad, se complace y se alienta; porque es excelente señal de que la idea está llena de verdad, de que la institución rebosa de vida, cuando se las ve atravesar el caos de los siglos y salir enteras de entre los más horrorosos sacudimientos. Que estos ó aquellos hombres no se hayan regido por la idea, que no hayan correspondido al objeto de la institución, nada importa, si la institución ha sobrevivido á los trastornos, si la idea ha sobrenadado en el borrascoso piélago de las pasiones. Entonces el mentar las flaquezas, las miserias, la culpa, los crímenes de los hombres, es hacer la más elocuente apología de la idea y de la institución.

Mirados los hombres de esta manera, no se los saca de su lugar propio, ni se exige de ellos lo que racionalmente no se puede exigir. Encajonados, por decirlo así, en el hondo cauce del gran torrente de los sucesos, no se atribuye á su inteligencia ni voluntad, mayor esfera de la que les corresponde: y, sin dejar, por eso, de apreciar debidamente la magnitud y naturaleza de las obras en que tomaron parte, no se da exagerada importancia á sus personas, honrándolas con encomios que no merezcan ó achacándoles cargos injustos. Entonces no se confunden monstruosamente tiempos y circunstancias; el observador mira con sosiego y templanza los acontecimientos que se van desplegando ante sus ojos; no habla del imperio de Carlomagno como hablar pudiera del imperio de Napoleón, ni se desata en agrias invectivas contra Gregorio VII, porque no siguió en su política la misma línea de conducta que Gregorio XVI.

[138]

Y cuenta que no exijo del historiador filósofo una impasible indiferencia por el bien y por el mal, por lo justo y lo injusto; cuenta que no reclamo indulgencia para el vicio, ni pretendo que se escaseen los elogios á la virtud; no simpatizo con esa escuela histórica fatalista, que ha vuelto á presentar sobre el mundo el Destino de los antiguos; escuela que, si extendiera mucho su influencia, malograría la más hermosa parte de los trabajos históricos, y ahogaría los destellos de las inspiraciones más generosas. En la marcha de la sociedad veo un plan, veo un concierto, mas no ciega necesidad; no creo que los sucesos se revuelvan y barajen en confusa mezcolanza en la obscura urna del destino, ni que los hados tengan ceñido el mundo con un arco de hierro.

Veo sí una cadena maravillosa tendida sobre el curso de los siglos; pero es cadena que no embarga el movimiento de los individuos ni de las naciones; que, ondeando suavemente, se aviene con el flujo y reflujo demandado por la misma naturaleza de las cosas; que con su contacto hace brotar de la cabeza de los hombres pensamientos grandiosos: cadena de oro que está pendiente de la mano del Hacedor Supremo, labrada con infinita inteligencia y regida con inefable amor.


CAPITULO XIV

¿En qué estado encontró al mundo el Cristianismo? Pregunta es ésta en que debemos fijar mucho nuestra atención, si queremos apreciar debidamente los beneficios dispensados por esa religión divina al individuo y á la sociedad; si deseamos conocer el verdadero carácter de la civilización cristiana.

Sombrío cuadro, por cierto, presentaba la sociedad en cuyo centro nació el Cristianismo. Cubierta de bellas apariencias, y herida en su corazón con enferme[139]dad de muerte, ofrecía la imagen de la corrupción más asquerosa, velada con el brillante ropaje de la ostentación y de la opulencia. La moral sin base, las costumbres sin pudor, sin freno las pasiones, las leyes sin sanción, la religión sin Dios, flotaban las ideas á merced de las preocupaciones, del fanatismo religioso, y de las cavilaciones filosóficas. Era el hombre un hondo misterio para sí mismo, y ni sabía estimar su dignidad, pues que consentía que se le rebajase al nivel de los brutos; ni, cuando se empeñaba en ponderarla, acertaba á contenerse en los lindes señalados por la razón y la naturaleza: siendo á este propósito bien notable que, mientras una gran parte del humano linaje gemía en la más abyecta esclavitud, se exaltasen con tanta facilidad los héroes, y hasta los más detestables monstruos, sobre las aras de los dioses.

Con semejantes elementos debía cundir tarde ó temprano la disolución social; y, aun cuando no hubiera sobrevenido la violenta arremetida de los bárbaros, más ó menos tarde aquella sociedad se hubiera trastornado: porque no había en ella ni una idea fecunda, ni un pensamiento consolador, ni una vislumbre de esperanza que pudiese preservarla de la ruina.

La idolatría había perdido su fuerza: resorte gastado con el tiempo y por el uso grosero que de él habían hecho las pasiones; expuesta su frágil contextura al disolvente fuego de la observación filosófica, estaba en extremo desacreditada; y, si, por efecto de arraigados hábitos, ejercía sobre el ánimo de los pueblos algún influjo maquinal, no era éste capaz ni de restablecer la harmonía de la sociedad, ni de producir aquel fogoso entusiasmo inspirador de grandes acciones: entusiasmo que, en tratándose de corazones vírgenes, puede ser excitado hasta por la superstición más irracional y absurda. Á juzgar por la relajación de costumbres, por la flojedad de los ánimos, por la afeminación y el lujo, por el completo abandono á las más repugnantes diversiones y asquerosos placeres, se ve claro que las ideas religiosas nada conservaban de aquella majestad[140] que notamos en los tiempos heroicos; y que, faltas de eficacia, ejercían sobre el ánimo de los pueblos escaso ascendiente, mientras servían de un modo lamentable como instrumentos de disolución. Ni era posible que sucediese de otra manera: pueblos que se habían levantado al alto grado de cultura de que pueden gloriarse griegos y romanos; que habían oído disputar á sus sabios sobre las grandes cuestiones acerca de la Divinidad y el hombre, no era regular que permaneciesen en aquella candidez que era necesaria para creer de buena fe los intolerables absurdos de que rebosa el paganismo: y, sea cual fuere la disposición de ánimo de la parte más ignorante del pueblo, á buen seguro que lo creyeran cuantos se levantaban un poco sobre el nivel regular, ellos que acababan de oir filósofos tan cuerdos como Cicerón, y que se estaban saboreando en las maliciosas agudezas de sus poetas satíricos.

Si la religión era impotente, quedaba, al parecer, otro recurso: la ciencia. Antes de entrar en el examen de lo que podía esperarse de ella, es necesario observar que jamás la ciencia fundó una sociedad, ni jamás fué bastante á restituirle el equilibrio perdido. Revuélvase la historia de los tiempos antiguos: hallaránse al frente de algunos pueblos hombres eminentes que, ejerciendo un mágico influjo sobre el corazón de sus semejantes, dictan leyes, reprimen abusos, rectifican las ideas, enderezan las costumbres, y asientan sobre sabias instituciones un gobierno, labrando más ó menos cumplidamente la dicha y la prosperidad de los pueblos que se entregaron á su dirección y cuidado. Pero muy errado anduviera quien se figurase que esos hombres procedieron á consecuencia de lo que nosotros llamamos combinaciones científicas: sencillos por lo común, y hasta rudos y groseros, obraban á impulsos de su buen corazón, y guiados por aquel buen sentido, por aquella sesuda cordura que dirigen al padre de familia en el manejo de los negocios domésticos; mas nunca tuvieron por norma esas miserables cavilaciones que nosotros apellidamos teorías, ese[141] fárrago indigesto de ideas que nosotros disfrazamos con el pomposo nombre de ciencia. ¿Y qué? ¿fueron acaso los mejores tiempos de la Grecia aquellos en que florecieron los Platones y los Aristóteles? Aquellos fieros romanos que sojuzgaron el mundo, no poseían, por cierto, la extensión y variedad de conocimientos que admiramos en el siglo de Augusto: y ¿quién trocara, sin embargo, unos tiempos con otros tiempos, unos hombres con otros hombres?

Los siglos modernos podrían también suministrarnos abundantes pruebas de la esterilidad de la ciencia en las instituciones sociales; cosa tanto más fácil de notar, cuando son tan patentes los resultados prácticos que han dimanado de las ciencias naturales. En éstas diríase que se ha concedido al hombre lo que en aquéllas le fué negado; si bien que, mirada á fondo la cosa, no es tanta la diferencia como á primera vista pudiera parecer. Cuando el hombre trata de hacer aplicación de los conocimientos que ha adquirido sobre la naturaleza, se ve forzado á respetarla; y como, aunque quisiese, no alcanzara con su débil mano á causarle considerable trastorno, se limita en sus ensayos á tentativas de poca monta, excitándole el mismo deseo del acierto, á obrar conforme á las leyes á que están sujetos los cuerpos sobre los cuales se ejercita. En las aplicaciones de las ciencias sociales sucede muy de otra manera: el hombre puede obrar directa á inmediatamente sobre la misma sociedad; con su mano puede trastornarla, no se ve por precisión limitado á practicar sus ensayos en objetos de poca entidad y respetando las eternas leyes de las sociedades, sino que puede imaginarlas á su gusto, proceder conforme á sus cavilaciones, y acarrear desastres de que se lamente la humanidad. Recuérdense las extravagancias que sobre la naturaleza han corrido muy válidas en las escuelas filosóficas antiguas y modernas, y véase lo que hubiera sido de la admirable máquina del universo, si los filósofos la hubieran podido manejar á su arbitrio. Por desgracia, no sucede así en la sociedad: los ensayos se[142] hacen sobre ella misma, sobre sus eternas bases, y entonces resultan gravísimos males, pero males que evidencian la debilidad de la ciencia del hombre. Es menester no olvidarlo: la ciencia, propiamente dicha, vale poco para la organización de las sociedades; y en los tiempos modernos, en que tan orgullosa se manifiesta por su pretendida fecundidad, será bien recordarle que atribuye á sus trabajos lo que es fruto del transcurso de los siglos, del sano instinto de los pueblos, y á veces de las inspiraciones de un genio: y ni el instinto de los pueblos, ni el genio, tienen nada de parecido á la ciencia.

Pero, dando de mano á esas consideraciones generales, siempre muy útiles, como que son tan conducentes para el conocimiento del hombre, ¿qué podía esperarse de la falsa vislumbre de ciencia que se conservaba sobre las ruinas de las antiguas escuelas, á la época de que hablamos? Escasos como eran en semejantes materias los conocimientos de los filósofos antiguos, aun de los más aventajados, no puede menos de confesarse que los nombres de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, recuerdan algo de respetable; y que, en medio de desaciertos y aberraciones, ofrecen conceptos dignos de la elevación de sus genios. Pero, cuando apareció el Cristianismo, estaban sofocados los gérmenes del saber esparcidos por aquellos grandes hombres: los sueños habían ocupado el lugar de los pensamientos altos y fecundos; el prurito de disputar reemplazaba el amor de la sabiduría, y los sofismas y las cavilaciones se habían substituído á la madurez del juicio y á la severidad del raciocinio. Derribadas las antiguas escuelas, formadas de sus escombros otras, tan estériles como extrañas, brotaba por todas partes cuantioso número de sofistas, como aquellos insectos inmundos que anuncian la corrupción de un cadáver. La Iglesia nos ha conservado un dato preciosísimo para juzgar de la ciencia de aquellos tiempos: la historia de las primeras herejías. Si prescindimos de lo que en ellas indigna, cual es su profunda inmoralidad, ¿puede dar[143]se cosa más vacía, más insulsa, más digna de lástima?[14]

La legislación romana, tan recomendable por la justicia y equidad que entraña y por el tino y sabiduría con que resplandece, si bien puede contarse como uno de los más preciosos esmaltes de la civilización antigua, no era parte, sin embargo, á prevenir la disolución de que estaba amenazada la sociedad. Nunca debió ésta su salvación á jurisconsultos; porque obra tamaña no está en la esfera del influjo de la jurisprudencia. Que sean las leyes tan perfectas como se quiera, que la jurisprudencia se haya levantado al más alto punto de esplendor, que los jurisconsultos estén animados de los sentimientos más puros, que vayan guiados por las miras más rectas, ¿de qué servirá todo esto, si el corazón de la sociedad está corrompido, si los principios morales han perdido su fuerza, si las costumbres están en perpetua lucha con las leyes?

Ahí están los cuadros que de las costumbres romanas nos han dejado sus mismos historiadores, y véase si en ellos se encuentran retratadas la equidad, la justicia, el buen sentido, que han merecido á las leyes romanas el honroso dictado de razón escrita.

Como una prueba de imparcialidad, omito de propósito el notar los lunares de que no carece el derecho romano; no fuera que se me achacase que trato de rebajar todo aquello que no es obra del Cristianismo. No debe, sin embargo, pasarse por alto que no es verdad que al Cristianismo no le cupiese ninguna parte en la perfección de la jurisprudencia romana; no sólo con respecto al período de los emperadores cristianos, lo que no admite duda, sino también hablando de los anteriores. Es cierto que algún tiempo antes de la venida de Jesucristo era muy crecido el número de las leyes romanas, y que su estudio y arreglo llamaba la atención de los hombres más ilustres. Sabemos por Suetonio (in Caesa., c. 44) que Julio César se había propuesto la utilísima tarea de reducir á pocos libros lo más selecto y necesario que andaba desparramado[144] en la inmensa abundancia de leyes; un pensamiento semejante había ocurrido á Cicerón, quien escribió un libro sobre la redacción metódica del derecho civil (De iure civili in arte dirigendo), como atestigua Gellio (Noct. Att., l. 1, c. 22); y, según nos dice Tácito (Ann., l. 3, c. 28), este trabajo había también ocupado la atención del emperador Augusto. Esos proyectos revelan ciertamente que la legislación no estaba en su infancia; pero no deja por ello de ser verdad que el derecho romano, tal como le tenemos, es casi todo un producto de siglos posteriores. Varios de los jurisconsultos más afamados, y cuyas sentencias forman una buena parte del derecho, vivían largo tiempo después de la venida de Jesucristo; y las constituciones de los emperadores llevan en su propio nombre el recuerdo de su época.

Asentados estos hechos, observaré que, por ser paganos los emperadores y los jurisconsultos, no se infiere que las ideas cristianas dejasen de ejercer influencia sobre sus obras. El número de los cristianos era inmenso por todas partes; la misma crueldad con que se los había perseguido, la heroica fortaleza con que arrostraban los tormentos y la muerte, debían de haber llamado la atención de todo el mundo; y es imposible que entre los hombres pensadores no se excitara la curiosidad de examinar cuál era la enseñanza que la religión nueva comunicaba á sus prosélitos. La lectura de las apologías del Cristianismo, escritas ya en los primeros siglos con tanta fuerza de raciocinio y elocuencia, las obras de varias clases publicadas por los primeros Padres, las homilías de los obispos dirigidas á los pueblos, encierran un caudal tan grande de sabiduría, respiran tanto amor á la verdad y á la justicia, proclaman tan altamente los eternos principios de la moral, que no podía menos de hacerse sentir su influencia aun entre aquellos que condenaban la religión del Crucificado.

Cuando van extendiéndose doctrinas que tengan por objeto aquellas grandes cuestiones que más interesan[145] al hombre, si estas doctrinas son propagadas con fervoroso celo, aceptadas con ardor por un crecido número de discípulos, y sustentadas con el talento y el saber de hombres ilustres, dejan en todas direcciones hondos surcos, y afectan aun á aquellos mismos que las combaten con acaloramiento. Su influencia en tales casos es imperceptible, pero no deja de ser muy real y verdadera; se asemejan á aquellas exhalaciones de que se impregna la atmósfera: con el aire que respiramos absorbemos á veces la muerte, á veces un aroma saludable que nos purifica y conforta.

No podía menos de verificarse el mismo fenómeno con respecto á una doctrina predicada de un modo tan extraordinario, propagada con tanta rapidez, sellada su verdad con torrentes de sangre, y defendida por escritores tan ilustres como Justino, Clemente de Alejandría, Ireneo y Tertuliano. La profunda sabiduría, la embelesante belleza de las doctrinas explanadas por los doctores cristianos, debían de llamar la atención hacia los manantiales donde las bebían; y es regular que esa picante curiosidad pondría en manos de muchos filósofos y jurisconsultos los libros de la Sagrada Escritura. ¿Qué tuviera de extraño que Epicteto se hubiese saboreado largos ratos en la lectura del sermón sobre la montaña; ni que los oráculos de la jurisprudencia recibiesen sin pensarlo las inspiraciones de una religión que, creciendo de un modo admirable en extensión y pujanza, andaba apoderándose de todos los rangos de la sociedad? El ardiente amor á la verdad y á la justicia, el espíritu de fraternidad, las grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, temas perpetuos de la enseñanza cristiana, no eran para quedar circunscritos al solo ámbito de los hijos de la Iglesia. Con más ó menos lentitud, íbanse filtrando por todas las clases; y cuando con la conversión de Constantino adquirieron influencia política y predominio público, no se hizo otra cosa que repetir el fenómeno de que, en siendo un sistema muy poderoso en el orden social, pasa á ejercer un señorío, ó al menos su influencia, en[146] el orden político. Con entera confianza abandono estas reflexiones al juicio de los hombres pensadores, seguro de que, si no las adoptan, al menos no las juzgarán desatendibles. Vivimos en una época fecunda en acontecimientos, y en que se han realizado revoluciones profundas: y por eso estamos más en proporción de comprender los inmensos efectos de las influencias indirectas y lentas, el poderoso ascendiente de las ideas, y la fuerza irresistible con que se abren paso las doctrinas.

Á esa falta de principios vitales para regenerar la sociedad, á tan poderosos elementos de disolución como abrigaba en su seno, allegábase otro mal, y no de poca cuantía, en lo vicioso de la organización política. Doblegada la cerviz del mundo bajo el yugo de Roma, veíanse cien y cien pueblos, muy diferentes en usos y costumbres, amontonados en desorden como el botín de un campo de batalla, forzados á formar un cuerpo facticio, como trofeos ensartados en el astil de una lanza.

La unidad en el gobierno no podía ser provechosa, porque era violenta; y añadiéndose que esta unidad era despótica, desde la silla del imperio hasta los últimos mandarines, no podía traer otro resultado que el abatimiento y la degradación de los pueblos; siéndoles imposible desplegar aquella elevación y energía de ánimo, frutos preciosos del sentimiento de la propia dignidad, y el amor á la independencia de la patria. Si al menos Roma hubiese conservado sus antiguas costumbres, si abrigara en su seno aquellos guerreros tan célebres por la fama de sus victorias como por la sencillez y austeridad de sus costumbres, pudiérase concebir la esperanza de que emanara á los pueblos vencidos algo de las prendas de los vencedores, como un corazón joven y robusto reanima con su vigor un cuerpo extenuado con las más rebeldes dolencias. Pero desgraciadamente no era así: los Fabios, los Camilos, los Escipiones, no hubieran conocido su indigna prole; y Roma, la señora del mundo, yacía esclava bajo[147] los pies de unos monstruos, que ascendían al trono por el soborno y la violencia, manchaban el cetro con su corrupción y crueldad, y acababan la vida en manos de un asesino. La autoridad del Senado y la del pueblo habían desaparecido: quedaban tan sólo algunos vanos simulacros, vestigia morientis libertatis, como los apellida Tácito; vestigios de la libertad expirante; y aquel pueblo rey, que antes distribuía el imperio, las fasces, las legiones, y todo, á la sazón ansiaba tan sólo dos cosas: pan y juegos.

Qui dabat olim
Imperiun, fasces, legiones, omnia, nunc se
Continet, atque duas tantum res anxius optat:
Panem et circenses.
(Juvenal, Satyr. 10.)

Vino, por fin, la plenitud de los tiempos: el Cristianismo apareció, y sin proclamar ninguna alteración en las formas políticas, sin atentar contra ningún gobierno, sin ingerirse en nada que fuese mundanal y terreno, llevó á los hombres una doble salud, llamándolos al camino de una felicidad eterna, al paso que iba derramando á manos llenas el único preservativo contra la disolución social, el germen de una regeneración lenta y pacífica, pero grande, inmensa, duradera, á la prueba de los trastornos de los siglos. Y ese preservativo contra la disolución social, y ese germen de inestimables mejoras, era una enseñanza elevada y pura, derramada sobre todos los hombres, sin excepción de edades, de sexos, de condiciones, como una lluvia benéfica que se desata en suavísimos raudales sobre una campiña mustia y agostada.

No hay religión que se haya igualado al Cristianismo, ni en conocer el secreto de dirigir al hombre, ni cuya conducta en esa dirección sea un testimonio más solemne del reconocimiento de la alta dignidad humana. El Cristianismo ha partido siempre del principio de que el primer paso para apoderarse de todo el[148] hombre es apoderarse de su entendimiento; que, cuando se trata de extirpar un mal, ó de producir un bien, es necesario tomar por blanco principal las ideas, dando de esta manera un golpe mortal á los sistemas de violencia, que tanto dominan dondequiera que él no existe, y proclamando la saludable verdad de que, cuando se trata de dirigir á los hombres, el medio más indigno y más débil es la fuerza. Verdad benéfica y fecunda, que abría á la humanidad un nuevo y venturoso porvenir.

Sólo desde el Cristianismo se encuentran, por decirlo así, cátedras de la más sublime filosofía, abiertas á todas horas, en todos lugares, para todas las clases del pueblo: las más altas verdades sobre Dios y el hombre, las reglas de la moral más pura, no se limitan ya á ser comunicadas á un número escogido de discípulos en lecciones ocultas y misteriosas: la sublime filosofía del Cristianismo ha sido más resuelta, se ha atrevido á decir á los hombres la verdad entera y desnuda, y eso en público, en alta voz, con aquella generosa osadía, compañera inseparable de la verdad.

«Lo que os digo de noche, decidlo á la luz del día, y lo que os digo al oído, predicadlo desde los terrados.» Así hablaba Jesucristo á sus discípulos. (Mat., c. 10, v. 27.)

Luego que se hallaron encarados el Cristianismo y el paganismo, hízose palpable la superioridad de aquél, no tan sólo por el contenido de las doctrinas, sino también por el modo de propagarlas: púdose conocer desde luego que una religión cuya enseñanza era tan sabia y tan pura, y que, para difundirla, se encaminaba sin rodeos, en derechura, al entendimiento y al corazón, había de desalojar bien pronto de sus usurpados dominios á otra religión de impostura y mentira. Y, en efecto, ¿qué hacía el paganismo para el bien de los hombres? ¿cuál era su enseñanza sobre las verdades morales? ¿qué diques oponía á la corrupción de costumbres? «Por lo que toca á las costumbres, dice á este propósito San Agustín, ¿cómo no cuidaron los dioses[149] de que sus adoradores no las tuvieran tan depravadas? El verdadero Dios, á quien no adoraban, los desechó, y con razón; pero los dioses, cuyo culto se quejan que se les prohiba esos hombres ingratos, esos dioses, ¿por qué á sus adoradores no les ayudaron con ley alguna para vivir? Ya que los hombres cuidaban del culto, justo era que los dioses no olvidasen el cuidado de la vida y costumbres. Se me dirá que nadie es malo sino por su voluntad; ¿quién lo niega? Pero cargo era de los dioses, no ocultar á los pueblos sus adoradores los preceptos de la moral, sino predicárselos á las claras, reconvenir y reprender por medio de los vates á los pecadores, amenazar públicamente con la pena á los que obraban mal, y prometer premios á los que obraban bien. En los templos de los dioses, ¿cuándo resonó una voz alta y vigorosa que á tamaño objeto se dirigiese?» (De Civit. Dei, l. 2, c. 4.) Traza en seguida el Santo Doctor un negro cuadro de las torpezas y abominaciones que se cometían en los espectáculos y juegos sagrados celebrados en obsequio de los dioses, á que él mismo dice que había asistido en su juventud, y luego continúa: «Infiérese de esto que no se curaban aquellos dioses de la vida y costumbres de las ciudades y naciones que les rendían culto, dejándolas que se abandonasen á tan horrendos y detestables males, no dañando tan sólo á sus campos y viñedos, no á su casa y hacienda, no al cuerpo sujeto á la mente, sino permitiéndoles, sin ninguna prohibición imponente, que abrevasen de maldad á la directora del cuerpo, á su misma alma. Y, si se pretende que vedaban tales maldades, que se nos manifieste, que se nos pruebe. Jáctanse de no sé qué susurros que sonaban á los oídos de muy pocos, en que, bajo un velo misterioso, se enseñaban los preceptos de una vida honrada y pura; pero muéstrennos los lugares señalados para semejantes reuniones, no los lugares donde los farsantes ejecutaban los juegos con voces y acciones obscenas, no donde se celebraban las fiestas fugales con la más estragada licencia, sino donde oyesen los pueblos los[150] preceptos de los dioses, sobre reprimir la codicia, quebrantan la ambición, y refrenar los placeres; donde aprendiesen esos infelices aquella enseñanza que con severo lenguaje les recomendaba Persio (Satyr. 3) cuando decía: «Aprended, oh miserables, á conocer las causas de las cosas, lo que somos, á qué nacimos, cuál debe ser nuestra conducta, cuán deleznable es el término de nuestra carrera, cuál es la razonable templanza en el amor del dinero, cuál su utilidad verdadera, cuál la norma de nuestra liberalidad con nuestros deudos y nuestra patria, á dónde te ha llamado Dios y cuál es el lugar que ocupas entre los hombres.» Dígasenos en qué lugares solían recitarse de parte de los dioses semejantes preceptos, dónde pudiesen oirlos con frecuencia los pueblos sus adoradores; muéstrensenos estos lugares, así como nosotros mostramos iglesias instituídas para este objeto, dondequiera que se ha difundido la religión cristiana.» (De Civit. Dei, l. 2, c. 6.)

Esta religión divina, profunda conocedora del hombre, no ha olvidado jamás la debilidad é inconstancia que le caracterizan; y por esta causa ha tenido siempre por invariable regla de conducta, inculcarle sin cesar, con incansable constancia, con paciencia inalterable, las saludables verdades de que dependen su bienestar temporal y su felicidad eterna. En tratándose de verdades morales, el hombre olvida fácilmente lo que no resuena de continuo á sus oídos; y, si se conservan las buenas máximas en su entendimiento, quedan como semilla estéril, sin fecundar el corazón. Bueno es y muy saludable que los padres comuniquen esta enseñanza á sus hijos: bueno es y muy saludable que sea éste un objeto preferente en la educación privada; pero es necesario, además, que haya un ministerio público que no le pierda nunca de vista, que se extienda á todas las clases y á todas las edades, que supla el descuido de las familias, que avive los recuerdos y las impresiones que las pasiones y el tiempo van de continuo borrando.

[151]

Es tan importante para la instrucción y moralidad de los pueblos ese sistema de continua predicación y enseñanza practicado en todas épocas y lugares por la Iglesia católica, que debe juzgarse como un gran bien el que, en medio del prurito que atormentó á los primeros protestantes, de desechar todas las prácticas de la Iglesia, conservasen, sin embargo, la de la predicación. Y no es necesario por eso el desconocer los daños que en ciertas épocas han traído las violentas declamaciones de algunos ministros, ó insidiosos ó fanáticos; sino que, en el supuesto de haberse roto la unidad, en el supuesto de haberse arrojado á los pueblos por el azaroso camino del cisma, habrá influído no poco en la conservación de las ideas más capitales sobre Dios y el hombre, y de las máximas fundamentales de la moral, el oir los pueblos con frecuencia explicadas semejantes verdades por quien las había estudiado de antemano en la Sagrada Escritura. Sin duda que el golpe mortal dado á las jerarquías por el sistema protestante, y la consiguiente degradación del sacerdocio, hace que la cátedra de la predicación no tenga entre los disidentes el sagrado carácter de cátedra del Espíritu Santo; sin duda que es un grande obstáculo, para que la predicación pueda dar fruto, el que un ministro protestante no pueda ya presentarse como un ungido del Señor, sino que, como ha dicho un escritor de talento, sólo sea un hombre vestido de negro que sube al púlpito todos los domingos para hablar de cosas razonables; pero al menos oyen los pueblos algunos trozos de las excelentes pláticas morales que se encuentran en el Sagrado Texto; tienen con frecuencia á su vista los edificantes ejemplos esparcidos en el viejo y nuevo Testamento; y, sobre todo, se les refieren á menudo los pasos de la vida de Jesucristo, de esa vida admirable, modelo de toda perfección; y que, aun mirada con ojos humanos, es, en confesión de todo el mundo, la pura santidad por excelencia, el más hermoso conjunto moral que se viera jamás, la realización de un bello ideal que bajo la forma humana jamás concibió la filosofía[152] en sus altos pensamientos, jamás retrató la poesía en sus sueños más brillantes. Esto es muy útil, altamente saludable; porque siempre lo es el nutrir el ánimo de los pueblos con el jugoso alimento de las verdades morales, y el excitarlos á la virtud con el estímulo de tan altos ejemplos.


CAPITULO XV

Por grande que fuese la importancia dada por la Iglesia á la propagación de la verdad, y por más convencida que estuviera de que, para disipar esa informe masa de inmoralidad y degradación que se ofrecía á su vista, el primer cuidado había de dirigirse á exponer el error al disolvente fuego de las doctrinas verdaderas, no se limitó á esto; sino que, descendiendo al terreno de los hechos, y siguiendo un sistema lleno de sabiduría y cordura, hizo de manera que la humanidad pudiese gustar el precioso fruto, que hasta en las cosas terrenas dan las doctrinas de Jesucristo. No fué la Iglesia sólo una escuela grande y fecunda, fué una asociación regeneradora; no esparció sus doctrinas generales arrojándolas como al acaso, con la esperanza de que fructificaran con el tiempo, sino que las desenvolvió en todas sus relaciones, las aplicó á todos los objetos, procuró inculcarlas á las costumbres y á las leyes, y realizarlas en instituciones que sirviesen de silenciosa, pero elocuente, enseñanza á las generaciones venideras. Veíase desconocida la dignidad del hombre, reinando por doquiera la esclavitud; degradada la mujer, ajándola la corrupción de costumbres y abatiéndola la tiranía del varón; adulteradas las relaciones de familia, concediendo la ley al padre unas facultades que jamás le dió la naturaleza; despreciados los sentimientos de humanidad en el abandono de la infancia, en el desamparo del pobre y del enfermo; lle[153]vadas al más alto punto la barbarie y la crueldad en el derecho atroz que regulaba los procedimientos de la guerra; veíase, por fin, coronando el edificio social, rodeada de satélites y cubierta de hierro, la odiosa tiranía, mirando con despreciador desdén á los infelices pueblos que yacían á sus plantas, amarrados con remachadas cadenas.

En tamaño conflicto no era pequeña empresa la de desterrar el error, reformar y suavizar las costumbres, abolir la esclavitud, corregir los vicios de la legislación, enfrenar el poder y harmonizarle con los intereses públicos, dar nueva vida al individuo, reorganizar la familia y la sociedad; y, sin embargo, esto, y nada menos que esto, ejecutó la Iglesia.

Empecemos por la esclavitud. Ésta es una materia que conviene profundizar, dado que encierra una de las cuestiones que más pueden excitar la curiosidad de la ciencia, é interesar los sentimientos del corazón. ¿Quién ha abolido entre los pueblos cristianos la esclavitud? ¿Fué el Cristianismo? ¿y fué él solo, con sus ideas grandiosas sobre la dignidad del hombre, con sus máximas y espíritu de fraternidad y caridad, y, además, con su conducta prudente, suave y benéfica? Me lisonjeo de poder manifestar que sí.

Ya no se encuentra quien ponga en duda que la Iglesia católica ha tenido una poderosa influencia en la abolición de la esclavitud; es una verdad demasiado clara, salta á los ojos con sobrada evidencia, para que sea posible combatirla. M. Guizot, reconociendo el empeño y la eficacia con que trabajó la Iglesia para la mejora del estado social, dice: «Nadie ignora con cuánta obstinación combatió los vicios de aquel estado, la esclavitud por ejemplo.» Pero á renglón seguido, y como si le pesase de asentar sin ninguna limitación un hecho que por necesidad había de excitar á favor de la Iglesia católica las simpatías de la humanidad entera, continúa: «Mil veces se ha dicho y repetido que la abolición de la esclavitud en los tiempos modernos, es debida enteramente á las máximas del Cris[154]tianismo. Esto es, á mi entender, adelantar demasiado: mucho tiempo subsistió la esclavitud en medio de la sociedad cristiana, sin que semejante estado la confundiese ó irritase mucho.» Muy errado anda M. Guizot, queriendo probar que no es debida exclusivamente al Cristianismo la abolición de la esclavitud, porque subsistiese tal estado por mucho tiempo en medio de la sociedad cristiana. Si se quería proceder con buena lógica, era necesario mirar antes si la abolición repentina de la esclavitud era posible; y si el espíritu de orden y de paz que anima á la Iglesia, podía permitir que se arrojase á una empresa, con la que hubiera trastornado el mundo, sin alcanzar el objeto que se proponía. El número de los esclavos era inmenso; la esclavitud estaba profundamente arraigada en las ideas, en las costumbres, en las leyes, en los intereses individuales y sociales: sistema funesto, sin duda, pero que era una temeridad pretender arrancarle de un golpe, pues que sus raíces penetraban muy hondo, se extendían á largo trecho debajo de las entrañas de la tierra.

Contáronse en un censo de Atenas veinte mil ciudadanos y cuarenta mil esclavos; en la guerra del Peloponeso se les pasaron á los enemigos nada menos que veinte mil, según refiere Tucídides. El mismo autor nos dice que en Chío era crecidísimo el número de los esclavos, y que la defección de éstos, pasándose á los atenienses, puso en apuros á sus dueños; y, en general, era tan grande su número en todas partes, que no pocas veces estaba en peligro por ellos la tranquilidad pública. Por esta causa era necesario tomar precauciones para que no pudieran concertarse. «Es muy conveniente, dice Platón (Diál. 6. De las leyes), que los esclavos no sean de un mismo país, y que, en cuanto fuere posible, sean discordes sus costumbres y voluntades, pues que repetidas experiencias han enseñado en las frecuentes defecciones que se han visto entre los mesenios, y en las demás ciudades que tienen muchos esclavos de una misma lengua, cuántos daños suelen de esto resultar.»

[155]

Aristóteles en su Economía (1. 1, c. 5) da varias reglas sobre el modo con que deben tratarse los esclavos, y es notable que coincide con Platón, advirtiendo expresamente: «que no se han de tener muchos esclavos de un mismo país». En su Política (l. 2, c. 7) nos dice que los tesalios se vieron en graves apuros por la muchedumbre de sus penestas, especie de esclavos; aconteciendo lo propio á los lacedemonios, de parte de los ilotas. «Con frecuencia ha sucedido, dice, que los penestas se han sublevado en Tesalia; y los lacedemonios, siempre que han sufrido alguna calamidad, se han visto amenazados por las conspiraciones de los ilotas.» Ésta era una dificultad que llamaba seriamente la atención de los políticos, y no sabían cómo salvar los inconvenientes que consigo traía esa inmensa muchedumbre de esclavos. Laméntase Aristóteles de cuán difícil era acertar en el verdadero modo de tratarlos, y se conoce que era ésta una materia que daba mucho cuidado. Transcribiré sus propias palabras: «Á la verdad, que el modo con que se debe tratar á esa clase de hombres es tarea trabajosa y llena de cuidados: porque, si se usa de blandura, se hacen petulantes y quieren igualarse con los dueños: y, si se los trata con dureza, conciben odio y maquinan asechanzas.»

En Roma era tal la multitud de esclavos, que, habiéndose propuesto el darles un traje distintivo, se opuso á esta medida el Senado, temeroso de que, si ellos llegaban á conocer su número, peligrase el orden público: y á buen seguro que no eran vanos semejantes temores, pues que ya de mucho antes habían los esclavos causado considerables trastornos en Italia. Platón, para apoyar el consejo arriba citado, recuerda que «los esclavos repetidas veces habían devastado la Italia con la piratería y el latrocinio»; y en tiempos más recientes, Espartaco, á la cabeza de un ejército de esclavos, fué por algún tiempo el terror de Italia, y dió mucho que entender á distinguidos generales romanos.

Había llegado á tal exceso en Roma el número de los[156] esclavos, que muchos dueños los tenían á centenares. Cuando fué asesinado el prefecto de Roma Pedanio Secundo, fueron sentenciados á muerte 400 esclavos suyos (Tácit., Ann., l. 14); y Pudentila, mujer de Apuleyo, los tenía en tal abundancia, que dió á sus hijos nada menos que 400. Esto había llegado á ser un objeto de lujo, y á competencia se esforzaban los romanos en distinguirse por el número de sus esclavos. Querían que, al hacerse la pregunta de Quot pascit servos, cuántos esclavos mantiene, según expresión de Juvenal (Satyr. 3, v. 140), pudiesen ostentarlos en grande abundancia; llegando la cosa á tal extremo, que, según nos asegura Plinio, más bien que al séquito de una familia, se parecían á un verdadero ejército.

No era solamente en Grecia é Italia donde era tan crecido el número de los esclavos; en Tiro se sublevaron contra sus dueños, y, favorecidos por su inmenso número, lo hicieron con tal resultado, que los degollaron á todos. Pasando á pueblos bárbaros, y prescindiendo de otros más conocidos, nos refiere Herodoto (lib. 3) que, volviendo de la Media, los escitas se encontraron con los esclavos sublevados, viéndose forzados los dueños á cederles el terreno, abandonando su patria; y César en sus comentarios (De Bello Gall., lib. 6) nos atestigua lo abundantes que eran los esclavos en la Galia.

Siendo tan crecido en todas partes el número de esclavos, ya se ve que era del todo imposible predicar su libertad, sin poner en conflagración el mundo. Desgraciadamente, queda todavía en los tiempos modernos un punto de comparación, que, si bien en una escala muy inferior, no deja de cumplir á nuestro propósito. En una colonia donde los esclavos negros sean muy numerosos, ¿quién se arroja de golpe á ponerlos en libertad? ¿Y cuánto se agrandan las dificultades, qué dimensión tan colosal adquiere el peligro, tratándose, no de una colonia, sino del universo? El estado intelectual y moral de los esclavos los hacía incapaces de disfrutar de un tal beneficio en provecho suyo y de la[157] sociedad; y en su embrutecimiento, aguijoneados por el rencor y por el deseo de venganza nutridos en sus pechos con el mal tratamiento que se les daba, hubieran reproducido en grande las sangrientas escenas con que dejaran ya manchadas en tiempos anteriores las páginas de la historia. ¿Y qué hubiera acontecido entonces? Que, amenazada la sociedad por tan horroroso peligro, se hubiera puesto en vela contra los principios favorecedores de la libertad, hubiéralos en adelante mirado con prevención y suspicaz desconfianza, y, lejos de aflojar las cadenas de los esclavos, se las habría remachado con más ahinco y tenacidad. De aquella inmensa masa de hombres brutales y furibundos, puestos sin preparación en libertad y movimiento, era imposible que brotase una organización social: porque una organización social no se improvisa, y mucho menos con semejantes elementos; y, en tal caso, habiéndose de optar entre la esclavitud y el aniquilamiento del orden social, el instinto de conservación que anima á la sociedad, como á todos los seres, hubiera acarreado indudablemente la duración de la esclavitud allí donde hubiese permanecido todavía, y su restablecimiento allí donde se la hubiese destruído.

Los que se han quejado de que el Cristianismo no anduviera más pronto en la abolición de la esclavitud, debían recordar que, aun cuando supongamos posible una emancipación repentina ó muy rápida, aun cuando queramos prescindir de los sangrientos trastornos que por necesidad habrían resultado, la sola fuerza de las cosas, saliendo al paso con sus obstáculos insuperables, hubiera inutilizado semejante medida. Demos de mano á todas las consideraciones sociales y políticas, y fijémonos únicamente en las económicas. Por de pronto era necesario alterar todas las relaciones de la propiedad: porque, figurando en ella los esclavos como una parte principal, cultivando ellos las tierras, ejerciendo los oficios mecánicos, en una palabra, estando distribuído entre ellos lo que se llama trabajo,[158] y hecha esta distribución en el supuesto de la esclavitud, quitada esta base se acarreaba una dislocación tal, que la mente no alcanza á comprender sus últimas consecuencias.

Quiero suponer que se hubiese procedido á despojos violentos, que se hubiese intentado un reparto, una nivelación de propiedades; que se hubiesen distribuído tierras á los emancipados, y que á los más opulentos señores se les hubiese forzado á manejar el azadón y el arado; quiero suponer realizados todos estos absurdos, todos esos sueños de un delirante: ni aun así, se habría salido del paso: porque es menester no olvidar que la producción de los medios de subsistencia ha de estar en proporción con las necesidades de los que han de subsistir; y esto era imposible, supuesta la emancipación de los esclavos. La producción estaba regulada, no suponiendo precisamente el número de individuos que á la sazón existían, sino también que la mayor parte de éstos eran esclavos; y las necesidades de un hombre libre son alguna cosa más que las necesidades de un esclavo.

Si ahora, después de diez y ocho siglos, rectificadas las ideas, suavizadas las costumbres, mejoradas las leyes, amaestrados los pueblos y los gobiernos, fundados tantos establecimientos públicos para el socorro de la indigencia, ensayados tantos sistemas para la buena distribución del trabajo, repartidas de un modo más equitativo las riquezas, hay todavía tantas dificultades para que un número inmenso de hombres no sucumba víctima de horrorosa miseria; si es éste el mal terrible que atormenta á la sociedad, y que pesa sobre su porvenir como un sueño funesto, ¿qué hubiera sucedido con la emancipación universal al principio del Cristianismo, cuando los esclavos no eran reconocidos en el derecho como personas, sino como cosas; cuando su unión conyugal no era juzgada como matrimonio, cuando la pertenencia de los frutos de esa unión era declarada por las mismas reglas que rigen con respecto á los brutos, cuando el infeliz esclavo era maltrata[159]do, atormentado, vendido, y aun muerto, conforme á los caprichos de su dueño? ¿No salta á los ojos que el curar males semejantes era obra de siglos? ¿No es esto lo que nos están enseñando las consideraciones de humanidad, de política y de economía?

Si se hubiesen hecho insensatas tentativas, á no tardar mucho, los mismos esclavos habrían protestado contra ellas, reclamando una esclavitud que al menos les aseguraba pan y abrigo, y despreciando una libertad incompatible con su existencia. Éste es el orden de la naturaleza: el hombre necesita ante todo tener para vivir, y si le faltan los medios de subsistencia, no le halaga la misma libertad. No es necesario recorrer á ejemplos de particulares, que se nos ofrecieran con abundancia; en pueblos enteros se ha visto una prueba patente de esta verdad. Cuando la miseria es excesiva, difícil es que no traiga consigo el envilecimiento, sofocando los sentimientos más generosos, desvirtuando los encantos que ejercen sobre nuestro corazón las palabras de independencia y libertad. «La plebe, dice César, hablando de los galos (Bello Gallico, lib. 6), está casi en el lugar de los esclavos, y de sí misma ni se atreve á nada, ni es contado su voto para nada; y muchos hay que, agobiados de deudas y de tributos, ú oprimidos por los poderosos, se entregan á los nobles en esclavitud: habiendo sobre éstos así entregados, todos los mismos derechos que sobre los esclavos.» En los tiempos modernos no faltan tampoco semejantes ejemplos; porque sabido es que entre los chinos abundan en gran manera los esclavos, cuya esclavitud no reconoce otro origen, sino que ellos ó sus padres no se vieron capaces de proveer á su subsistencia.

Estas reflexiones, apoyadas en datos que nadie me podrá contestar, manifiestan hasta la evidencia la profunda sabiduría del Cristianismo en proceder con tanto miramiento en la abolición de la esclavitud. Hízose todo lo que era posible en favor de la libertad del hombre; no se adelantó más rápidamente en la obra, porque no podía ejecutarse sin malograr la empresa,[160] sin poner gravísimos obstáculos á la deseada emancipación. He aquí el resultado que, al fin, vienen á dar siempre los cargos que se hacen á algún procedimiento de la Iglesia: se le examina á la luz de la razón, se le coteja con los hechos, viniéndose á parar á que el procedimiento de que se la culpa, está muy conforme con lo que dicta la más alta sabiduría, y con los consejos de la más exquisita prudencia.

¿Qué quiere decirnos, pues, M. Guizot cuando, después de haber confesado que el Cristianismo trabajó con ahinco en la abolición de la esclavitud, le echa en cara el que consintiese por largo tiempo su duración? ¿Con qué lógica pretende de aquí inferir que no es verdad que sea debido exclusivamente al Cristianismo ese inmenso beneficio dispensado á la humanidad? Duró siglos la esclavitud en medio del Cristianismo, es cierto; pero anduvo siempre en decadencia, y su duración fué sólo la necesaria para que el beneficio se realizase sin violencias, sin trastornos, asegurando su universalidad y su perpetua conservación. Y de estos siglos en que duró, débese todavía cercenar una parte muy considerable, á causa de que, en los tres primeros, se halló la Iglesia proscripta á menudo, mirada siempre con aversión, y enteramente privada de ejercer influjo directo sobre la organización social. Débese también descontar mucho de los siglos posteriores, porque había transcurrido todavía muy poco tiempo desde que la Iglesia ejercía su influencia directa y pública, cuando sobrevino la irrupción de los bárbaros del Norte, que, combinada con la disolución de que se hallaba atacado el imperio, y que cundía de un modo espantoso, acarreó un trastorno tal, una mezcolanza tan informe de lenguas, de usos, de costumbres y de leyes, que no era casi posible ejercer con mucho fruto una acción reguladora. Si en tiempos más cercanos ha costado tanto trabajo el destruir el feudalismo, si después de siglos de combates quedan todavía en pie muchas de sus reliquias, si el tráfico de los negros, á pesar de ser limitado á determinados países, á pecu[161]liares circunstancias, está todavía resistiendo al grito universal de reprobación que contra semejante infamia se levanta de los cuatro ángulos del mundo, ¿cómo hay quien se atreva á manifestar extrañeza, é inculpar al Cristianismo, porque la esclavitud duró algunos siglos, después de proclamadas la fraternidad entre todos los hombres, y su igualdad ante Dios?


CAPITULO XVI

Afortunadamente la Iglesia católica fué más sabia que los filósofos, y supo dispensar á la humanidad el beneficio de la emancipación, sin injusticias y trastornos: ella regenera las sociedades, pero no lo hace en baños de sangre. Veamos, pues, cuál fué su conducta en la abolición de la esclavitud.

Mucho se ha encarecido ya el espíritu de amor y fraternidad que anima al Cristianismo; y esto basta para convencer de que debió de ser grande la influencia que tuvo en la grande obra de que estamos hablando. Pero quizás no se ha explorado bastante todavía cuáles son los medios positivos, prácticos, digámoslo así, de que echó mano para conseguir su objeto. Al través de la obscuridad de los siglos, en tanta complicación y variedad de circunstancias, ¿será posible rastrear algunos hechos que sean como las huellas que indiquen el camino seguido por la Iglesia católica para libertar á una inmensa porción del linaje humano de la esclavitud en que gemía? ¿Será posible decir algo más que algunos encomios generales de la caridad cristiana? ¿Será posible señalar un plan, un sistema, y probar su existencia y desarrollo, apoyándose, no precisamente en expresiones sueltas, en pensamientos altos, en sentimientos generosos, en acciones aisladas de algunos hombres ilustres, sino en hechos positivos, en documentos históricos, que manifiesten cuál era el espíritu[162] y la tendencia del mismo cuerpo de la Iglesia? Creo que sí: y no dudo que me sacará airoso en la empresa lo que puede haber de más convincente y decisivo en la materia, á saber: los monumentos de la legislación eclesiástica.

Y ante todo no será fuera del caso recordar lo que se lleva ya indicado anteriormente: que, cuando se trata de conducta, de designios, de tendencias, con respecto á la Iglesia, no es necesario suponer que esos designios cupieran en toda su extensión en la mente de ningún individuo en particular, ni que todo el mérito y efecto de semejante conducta fuesen bien comprendidos por ninguno de los que en ella intervenían: y aun puede decirse que no es necesario suponer que los primeros cristianos conociesen toda la fuerza de las tendencias del Cristianismo con respecto á la abolición de la esclavitud. Lo que conviene manifestar es que se obtuvo el resultado por las doctrinas y la conducta de la Iglesia; pues que entre los católicos, si bien se estiman los méritos y el grandor de los individuos en lo que valen, no obstante, cuando se habla de la Iglesia, desaparecen los individuos; sus pensamientos y su voluntad son nada, porque el espíritu que anima, que vivifica y dirige á la Iglesia, no es el espíritu del hombre, sino el Espíritu del mismo Dios. Los que no pertenezcan á nuestra creencia, echarán mano de otros nombres; pero estaremos conformes, cuando menos, en que, mirados los hechos de esta manera, elevados sobre el pensamiento y voluntad del individuo, conservan mucho mejor sus verdaderas dimensiones, y no se quebranta en el estudio de la historia la inmensa cadena de los sucesos. Dígase que la conducta de la Iglesia fué inspirada y dirigida por Dios, ó bien que fué hija de un instinto, que fué el desarrollo de una te tendencia entrañada por sus doctrinas; empléense estas ó aquellas expresiones, hablando como católico ó como filósofo: en esto no es menester detenerse ahora; que lo que conviene manifestar es que ese instinto fué generoso y atinado, que esa tendencia se dirigía á un grande objeto y que lo alcanzó.

[163]

Lo primero que hizo el Cristianismo con respecto á los esclavos, fué disipar los errores que se oponían, no sólo á su emancipación universal, sino hasta á la mejora de su estado; es decir, que la primera fuerza que desplegó en el ataque fué, según tiene de costumbre, la fuerza de las ideas. Era este primer paso tanto más necesario para curar el mal, cuanto acontecía en él lo que suele suceder en todos los males, que andan siempre acompañados de algún error, que, ó los produce, ó los fomenta. Había no sólo la opresión, la degradación de una gran parte de la humanidad; sino que estaba muy acreditada una opinión errónea, que procuraba humillar más y más á esa parte de la humanidad. La raza de los esclavos era, según dicha opinión, una raza vil, que no se levantaba ni de mucho al nivel de la de los hombres libres: era una raza degradada por el mismo Júpiter, marcada con un sello humillante por la naturaleza misma, destinada ya de antemano á ese estado de abyección y vileza. Doctrina ruin sin duda, desmentida por la naturaleza humana, por la historia, por la experiencia, pero que no dejaba por esto de contar distinguidos defensores, y que, con ultraje de la humanidad y escándalo de la razón, la vemos proclamar por largos siglos, hasta que el Cristianismo vino á disiparla, tomando á su cargo la vindicación de los derechos del hombre.

Homero nos dice (Odis., 17) que «Júpiter quitó la mitad de la mente á los esclavos». En Platón encontramos el rastro de la misma doctrina, pues que, si bien en boca de otros, como acostumbra, no deja, sin embargo, de aventurar lo siguiente: «Se dice que en el ánimo de los esclavos nada hay de sano ni entero, y que un hombre prudente no debe fiarse de esa casta de hombres, cosa que atestigua también el más sabio de nuestros poetas; citando en seguida el pasaje de Homero, arriba indicado (Plat., l. de las Leyes.) Pero donde se encuentra esa degradante doctrina en toda su negrura y desnudez, es en la Política de Aristóteles. No ha faltado quien ha querido defenderle, pero en vano; por[164]que sus propias palabras le condenan sin remedio. Explicando en el primer capítulo de su obra la constitución de la familia, y proponiéndose fijar las relaciones entre el marido y la mujer, y entre el señor y el esclavo, asienta que, así como la hembra es naturalmente diferente del varón, así el esclavo es diferente del dueño; he aquí sus palabras: «y así la hembra y el esclavo son distinguidos por la misma naturaleza.» Esta expresión no se le escapó al filósofo, sino que la dijo con pleno conocimiento, y no es otra cosa que el compendio de su teoría. En el capítulo 3 continúa analizando los elementos que componen la familia y, después de asentar que «una familia perfecta consta de libres y de esclavos», se fija en particular sobre los últimos, y empieza combatiendo una opinión que parecía favorecerles demasiado. «Hay algunos, dice, que piensan que la esclavitud es cosa fuera del orden de la naturaleza; pues que sólo viene de la ley el ser éste esclavo y aquél libre, ya que por la naturaleza en nada se distinguen.» Antes de rebatir esta opinión, explica las relaciones del dueño y del esclavo, valiéndose de la semejanza del artífice y del instrumento, y también del alma y del cuerpo, y continúa: «Si se comparan el macho y la hembra, aquél es superior y por esto manda, ésta inferior y por esto obedece, y lo propio ha de suceder en todos los hombres; y así aquellos que son tan inferiores cuanto lo es el cuerpo respecto del alma, y el bruto respecto del hombre, y cuyas facultades consisten principalmente en el uso del cuerpo, siendo este uso el mayor provecho que de ellos se saca, éstos son esclavos por naturaleza. Á primera vista podría parecer que el filósofo habla solamente de los fatuos, pues así parecen indicarlo sus palabras; pero veremos en seguida por el contexto que no es tal su intención. Salta á la vista que, si hablara de los fatuos, nada probaría contra la opinión que se propone impugnar, siendo el número de éstos tan escaso, que es nada en comparación de la generalidad de los hombres: además que, si á los fatuos quisiera ceñirse, ¿de qué sirviera su teoría, fun[165]dada únicamente en una excepción monstruosa y muy rara?

Pero no necesitamos andarnos en conjeturas sobre la verdadera mente del filósofo; él mismo cuida de explicárnosla, revelándonos, al propio tiempo, el por qué se había valido de expresiones tan fuertes, que parecían sacar la cuestión de su quicio. Nada menos se propone que atribuir á la naturaleza el expreso designio de producir hombres de dos clases: unos nacidos para la libertad, otros para la esclavitud. El pasaje es demasiado importante y curioso para que podamos dejar de copiarle. Dice así: «Bien quiere la naturaleza procrear diferentes los cuerpos de los libres y los de los esclavos: de manera que los de éstos sean robustos, y á propósito para los usos necesarios, y los de aquéllos bien formados, inútiles sí para trabajos serviles, pero acomodados para la vida civil, que consiste en el manejo de los negocios de la guerra y de la paz; pero muchas veces sucede lo contrario, y á unos les cabe cuerpo de esclavo y á otros alma de libre. No hay duda que, si en el cuerpo se aventajasen tanto algunos como las imágenes de los dioses, todo el mundo sería de parecer que debieran servirlos aquellos que no hubiesen alcanzado tanta gallardía. Si esto es verdad hablando del cuerpo, mucho más lo es hablando del alma; bien que no es tan fácil ver la hermosura de ésta como la de aquél; y así no puede dudarse que hay algunos hombres nacidos para la libertad, así como hay otros nacidos para la esclavitud: esclavitud que, á más de ser útil á los mismos esclavos, es también justa

¡Miserable filosofía! que para sostener un estado degradante necesitaba apelar á tamañas cavilaciones, achacando á la naturaleza la intención de procrear diferentes castas, nacidas las unas para dominar, las otras para servir: ¡filosofía cruel! la que así procuraba quebrantar los lazos de fraternidad con que el Autor de la naturaleza ha querido vincular al humano linaje, que así se empeñaba en levantar una barrera entre hombre y hombre, que así ideaba teorías para sostener la des[166]igualdad; y no aquella desigualdad que resulta necesariamente de toda organización social, sino una desigualdad tan terrible y degradante cual es la de la esclavitud.

Levanta el Cristianismo la voz, y en las primeras palabras que pronuncia sobre los esclavos los declara iguales en dignidad de naturaleza á los demás hombres: iguales también en la participación de las gracias que el Espíritu Divino va á derramar sobre la tierra. Es notable el cuidado con que insiste sobre este punto el apóstol San Pablo: no parece sino que tenía á la vista las degradantes diferencias que por un funesto olvido de la dignidad del hombre se querían señalar: nunca se olvida de inculcar la nulidad de la diferencia del esclavo y del libre. «Todos hemos sido bautizados en un espíritu, para formar un mismo cuerpo, judíos ó gentiles, esclavos ó libres.» (I ad Cor., c. 12, v. 13.) «Todos sois hijos de Dios por la fe que es Cristo Jesús. Cualesquiera que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay macho ni hembra: pues todos sois uno en Jesucristo.» (Ad Gal., c. 3, v. 26, 27, 28.) «Donde no hay gentil ni judío, circunciso é incircunciso, bárbaro y escita, esclavo y libre, sino todo y en todos Cristo.» (Ad Coloss., c. 3, v. 11.)

Parece que el corazón se ensancha al oir proclamar en alta voz esos grandes principios de fraternidad y de santa igualdad; cuando acabamos de oir á los oráculos del paganismo ideando doctrinas para abatir más y más á los desgraciados esclavos, parece que despertamos de un sueño angustioso, y nos encontramos con la luz del día, en medio de una realidad halagüeña. La imaginación se complace en mirar á tantos millones de hombres que, encorvados bajo el peso de la degradación y de la ignominia, levantan sus ojos al cielo, y exhalan un suspiro de esperanza.

Aconteció con esta enseñanza del Cristianismo lo que acontece con todas las doctrinas generosas y fecundas: penetran hasta el corazón de la sociedad, quedan allí[167] depositadas como un germen precioso y, desenvueltas con el tiempo, producen un árbol inmenso que cobija bajo su sombra las familias y las naciones. Como esparcidas entre hombres, no pudieron tampoco librarse de que se las interpretase mal, y se las exagerase; y no faltaron algunos que pretendieron que la libertad cristiana era la proclamación de la libertad universal. Al resonar á los oídos de los esclavos las dulces palabras del Cristianismo, al oir que se los declaraba hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al ver que no se hacía distinción alguna entre ellos y sus amos, ni aun los más poderosos señores de la tierra, no ha de parecer tampoco muy extraño que hombres acostumbrados solamente á las cadenas, al trabajo y á todo linaje de pena y envilecimiento, exagerasen los principios de la doctrina cristiana, é hiciesen de ella aplicaciones, que ni eran en sí justas, ni tampoco capaces de ser reducidas á la práctica.

Sabemos por San Jerónimo que muchos, oyendo que se los llamaba á la libertad cristiana, pensaron que con ésta se les daba la libertad; y quizás el Apóstol aludía á este error, cuando en su primera carta á Timoteo (c. 6, v. 1) decía: «Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, que honren con todo respeto á sus dueños para que el nombre y la doctrina del Señor no sean blasfemados.» Este error había tenido tal eco, que después de tres siglos andaba todavía muy válido, viéndose obligado el concilio de Gangres, celebrado por los años de 324, á excomulgar á aquellos que, bajo pretexto de piedad, enseñaban que los esclavos debían dejar á sus amos, y retirarse de su servicio. No era esto lo que enseñaba el Cristianismo; y, además, queda ya bastante evidenciado que no hubiera sido éste el verdadero camino para llegar á la emancipación universal.

Así es que el mismo Apóstol, á quien hemos oído hablar á favor de los esclavos un lenguaje tan generoso, les inculca repetidas veces la obediencia á sus dueños; pero es notable que, mientras cumple con este deber impuesto por el espíritu de paz y de justicia que anima[168] al Cristianismo, explica de tal manera los motivos en que se ha de fundar la obediencia de los esclavos, recuerda con tan sentidas y vigorosas palabras las obligaciones que pesan sobre los dueños, y asienta tan expresa y terminantemente la igualdad de todos los hombres ante Dios, que bien se conoce cuál era su compasión para con esa parte desgraciada de la humanidad, y cuán diferentes eran sobre este particular sus ideas de las de un mundo endurecido y ciego.

Albérgase en el corazón del hombre un sentimiento de noble independencia, que no le consiente sujetarse á la voluntad de otro hombre, á no ser que se le manifiesten títulos legítimos en que fundarse puedan las pretensiones del mando. Si estos títulos andan acompañados de razón y de justicia, y, sobre todo, si están radicados en altos objetos que el hombre acata y ama, la razón se convence, el corazón se ablanda, y el hombre cede. Pero, si la razón del mando es sólo la voluntad de otro hombre, si se hallan encarados, por decirlo así, hombre con hombre, entonces bullen en la mente los pensamientos de igualdad, arde en el corazón el sentimiento de la independencia, la frente se pone altanera y las pasiones braman. Por esta causa, en tratándose de alcanzar obediencia voluntaria y duradera, es menester que el que manda se oculte, desaparezca el hombre, y sólo se vea el representante de un poder superior, ó la personificación de los motivos que manifiestan al súbdito la justicia y la utilidad de la sumisión: de esta manera no se obedece á la voluntad ajena por lo que es en sí, sino porque representa un poder superior, ó porque es el intérprete de la razón y de la justicia; y así no mira el hombre ultrajada su dignidad, y se le hace la obediencia suave y llevadera.

No es menester decir si eran tales los títulos en que se fundaba la obediencia de los esclavos antes del Cristianismo: las costumbres los equiparaban á los brutos, y las leyes venían, si cabe, á recargar la mano, usando de un lenguaje que no puede leerse sin indignación.[169] El dueño mandaba porque tal era su voluntad, y el esclavo se veía precisado á obedecer, no en fuerza de motivos superiores, ni de obligaciones morales, sino porque era una propiedad del que mandaba, era un caballo regido por el freno, era una máquina que había de corresponder al impulso del manubrio. ¿Qué extraño, pues, si aquellos infelices, abrevados de infortunio y de ignominia, abrigaban en su pecho aquel hondo y concentrado rencor, aquella virulenta saña, aquella terrible sed de venganza, que á la primera oportunidad reventaba con explosión espantosa? El horroroso degüello de Tiro, ejemplo y terror del universo, según la expresión de Justino, las repetidas sublevaciones de los penestas en Tesalia, de los ilotas en Lacedemonia, las defecciones de los de Chío y Atenas, la insurrección acaudillada por Herdonio, y el terror causado por ella á todas las familias de Roma, las sangrientas escenas, la tenaz y desesperada resistencia de las huestes de Espartaco, ¿qué eran sino el resultado natural del sistema de violencia, de ultraje y desprecio con que se trataba á los esclavos? ¿No es esto lo mismo que hemos visto reproducido en tiempos recientes, en las catástrofes de los negros de las colonias? Tal es la naturaleza del hombre: quien siembra desprecio y ultraje, recoge furor y venganza.

Estas verdades no se ocultaron al Cristianismo, y así es que, si predicó la obediencia, procuró fundarla en títulos divinos; si conservó á los dueños sus derechos, también les enseñó altamente sus obligaciones; y allí donde prevalecieron las doctrinas cristianas, pudieron los esclavos decir: «Somos infelices, es verdad; á la desdicha nos han condenado, ó el nacimiento, ó la pobreza, ó los reveses de la guerra; pero al fin se nos reconoce por hombres, por hermanos; y entre nosotros y nuestros dueños hay una reciprocidad de obligaciones y de derechos.» Oigamos, ó si no, lo que dice el Apóstol: «Esclavos, obedeced á los señores carnales con temor y temblor, con sencillez de corazón como á Cristo, no sirviendo con puntualidad para agradar á los[170] hombres, sino como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena voluntad, como al Señor, y no como á los hombres; sabiendo que cada uno recibirá del Señor el bien que hiciere, sea esclavo, sea libre. Y vosotros, señores, haced lo mismo con vuestros esclavos, aflojando en vuestras amenazas; sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos; y delante de él no hay acepción de personas.» (Ad Ephes., c. 6, v. 5, 6, 7, 8, 9.)

En la carta á los colosenses (c. 3) vuelve á inculcar la misma doctrina de la obediencia, fundándola en los mismos motivos; y, como consolando á los infelices esclavos, les dice: «Del Señor recibiréis la retribución de la heredad. Servid á Cristo Señor. Pues, quien hace injuria, recibirá su condigno castigo: y no hay delante de Dios acepción de personas.» Y más abajo (c. 4, v. 1), dirigiéndose á los señores, añade: «Señores, dad á los esclavos lo que es justo y equitativo; sabiendo que vosotros también tenéis un Señor en el cielo.»

Esparcidas doctrinas tan benéficas, ya se ve que había de mejorarse en gran manera la condición de los esclavos, siendo el resultado más inmediato el templarse aquel rigor tan excesivo, aquella crueldad que nos sería increíble, si no nos constara en testimonios irrecusables. Sabido es que el dueño tenía el derecho de vida y de muerte, y que se abusaba de esta facultad hasta matar á un esclavo por un capricho, como lo hizo Quinto Flaminio en medio de un convite; y hasta arrojar á las murenas á uno de esos infelices, por haber tenido la desgracia de quebrar un vaso, como se nos refiere de Vedio Polión. Y no se limitaba tamaña crueldad al círculo de algunas familias que tuviesen un dueño sin entrañas, no, sino que estaba erigida en sistema; resultado funesto, pero necesario, del extravío de las ideas sobre este punto, del olvido de los sentimientos de humanidad: sistema violento que sólo se sostenía teniendo hincado sin cesar el pie sobre la cerviz del esclavo, que sólo se interrumpía cuando, pudiendo éste prevalecer, se arrojaba sobre su dueño y[171] lo hacía pedazos. Era antiguo proverbio: «tantos enemigos, cuantos esclavos.»

Ya hemos visto los estragos que hacían esos hombres furiosos y abrasados de sed de venganza, siempre que podían quebrantar las cadenas que los oprimían; pero, á buen seguro que no les iban en zaga los dueños, cuando se trataba de inspirarles terror. En Lacedemonia, temiéndose un día de la mala voluntad de los ilotas, los reunieron á todos cerca del templo de Júpiter, y los pasaron á cuchillo (Tucy., l. 4); y en Roma había la bárbara costumbre de que, siempre que fuese asesinado algún dueño, fueran condenados á muerte todos sus esclavos. Congoja da el leer en Tácito (Ann., l. 14, 43) la horrorosa escena ocurrida después de haber sido asesinado por uno de sus esclavos el prefecto de la ciudad, Pedanio Secundo. Eran nada menos que 400 los esclavos del difunto, y, según la antigua costumbre, debían ser conducidos todos al suplicio. Espectáculo tan cruel y lastimoso en que se iba á dar la muerte á tantos inocentes, movió á compasión al pueblo, que llegó al extremo de amotinarse para impedir tamaña carnicería. Perplejo el Senado, deliberaba sobre el negocio, cuando, tomando la palabra un orador llamado Casio, sostuvo con energía la necesidad de llevar á cabo la sangrienta ejecución, no sólo á causa de prescribirlo así la antigua costumbre, sino también por no ser posible de otra manera el preservarse de la mala voluntad de los esclavos. En sus palabras sólo hablan la injusticia y la tiranía; ve por todas partes peligros y asechanzas; no sabe excogitar otros preservativos que la fuerza y el terror; siendo notable en particular la siguiente cláusula, porque en breve espacio nos retrata las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto: «Sospechosa fué siempre á nuestros mayores la índole de los esclavos, aun de aquellos que, por haberles nacido en sus propias posesiones y casas, podían desde la cuna haber cobrado afición á los dueños; pero, después que tenemos esclavos de naciones extrañas, de diferentes usos y de diversa religión, para contener[172] á esa canalla no hay otro medio que el terror.» La crueldad prevaleció: se reprimió la osadía del pueblo, se cubrió de soldados la carrera, y los 400 desgraciados fueron conducidos al patíbulo.

Suavizar ese trato cruel, desterrar esas horrendas atrocidades, era el primer fruto que debían dar las doctrinas cristianas; y puede asegurarse que la Iglesia no perdió jamás de vista tan importante objeto, procurando que la condición de los esclavos se mejorase en cuanto era posible; que en materia de castigo se substituyese la indulgencia á la crueldad; y, lo que más importaba, se esforzó en que ocupase la razón el lugar del capricho, que á la impetuosidad de los dueños sucediese la calma de los tribunales: es decir, que se anduvieran aproximando los esclavos á los libres, rigiendo, con respecto á ellos, no el hecho, sino el derecho.

La Iglesia no ha olvidado jamás la hermosa lección que le dió el Apóstol cuando, escribiendo á Filemón, intercedía por un esclavo, y esclavo fugitivo, llamado Onésimo, y hablaba en su favor un lenguaje que no se había oído nunca en favor de esa clase desgraciada. «Te ruego, le decía, por mi hijo Onésimo; ahí te lo he remitido, recíbelo como mis entrañas, no como á esclavo, sino como á hermano cristiano; si me amas, recíbelo como á mí; si en algo te ha dañado, ó te debe, yo quedo responsable.» (Ep. ad Philem.) No, la Iglesia no olvidó esta lección de fraternidad y de amor, y el suavizar la suerte de los esclavos fué una de sus atenciones más predilectas.

El concilio de Elvira, celebrado á principios del siglo IV, sujeta á penitencia á la mujer que haya golpeado con daño grave á su esclava. El de Orleans, celebrado en 549 (can. 22), prescribe que, si se refugiare en la iglesia algún esclavo que hubiere cometido algunas faltas, se le vuelva á su amo, pero haciéndole antes prestar juramento de que, al salir, no le hará daño ninguno; mas que, si le maltratare quebrantando el juramento, sea separado de la comunión y de la mesa de[173] los católicos. Este canon nos revela dos cosas: la crueldad acostumbrada de los amos, y el celo de la Iglesia por suavizar el trato de los esclavos. Para poner freno á la crueldad, nada menos se necesitaba que exigir un juramento; y la Iglesia, aunque de suyo tan delicada en materia de juramentos, juzgaba, sin embarco, el negocio de bastante importancia para que pudiera y debiera emplearse en él el augusto nombre de Dios.

El favor y protección que la Iglesia dispensaba á los esclavos, se iba extendiendo rápidamente: y, á lo que parece, debía de introducirse en algunos lugares la costumbre de exigir juramento, no tan sólo de que el esclavo refugiado en la iglesia no sería maltratado en su persona, pero que ni aun se le impondría trabajo extraordinario, ni se le señalaría con ningún distintivo que le diera á conocer. De esta costumbre, procedente sin duda del celo por el bien de la humanidad, pero que quizás hubiera traído inconvenientes aflojando con demasiada prontitud los lazos de la obediencia, y dando lugar á excesos de parte de los esclavos, encuéntranse los indicios en una disposición del concilio de Epaona (hoy, según algunos, Abbón), celebrado por los años de 517, en que se procura atajar el mal, prescribiendo una prudente moderación, sin levantar por eso la mano de la protección comenzada. En el canon 39 ordena que, si un esclavo reo de algún delito atroz se retrae á la iglesia, sólo se le libre de las penas corporales; sin obligar al dueño á prestar juramento de que no le impondrá trabajo extraordinario, ó que no le cortará el pelo para que no sea conocido. Y nótese bien que, si se pone esa limitación, es cuando el esclavo haya cometido un delito atroz, y que, en tal caso, la facultad que se le deja al amo, es la de imponerle trabajo extraordinario, ó de distinguirle cortándole el pelo.

Quizás no faltará quien tizne de excesiva semejante indulgencia; pero es menester advertir que, cuando los abusos son grandes y arraigados, el empuje para arrancarlos ha de ser fuerte; y que á veces, si bien parece á[174] primera vista que se traspasan los límites de la prudencia, este exceso aparente no es más que aquella oscilación indispensable que sufren las cosas antes de alcanzar su verdadero aplomo. Aquí no trataba la Iglesia de proteger el crimen, no reclamaba indulgencia para el que no la mereciese; lo que se proponía era poner coto á la violencia y al capricho de los amos; no quería consentir que un hombre sufriese los tormentos y la muerte, porque tal fuese la voluntad de otro hombre. El establecimiento de leyes justas, y la legítima acción de los tribunales, son cosas á que jamás se ha opuesto la Iglesia; pero la violencia de los particulares no ha podido consentirla nunca.

De este espíritu de oposición al ejercicio de la fuerza privada, espíritu que entraña nada menos que la organización social, encontramos una muestra muy á propósito en el canon 15 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666. Sabido es, y lo llevo ya indicado, que los esclavos eran una parte principal de la propiedad, y que, estando arreglada la distribución del trabajo conforme á esa base, no le era posible prescindir de tener esclavos á quien tuviese propiedades, sobre todo si eran algo considerables. La Iglesia se hallaba en este caso; y, como no estaba en su mano el cambiar de golpe la organización social, tuvo que acomodarse á esta necesidad, y tenerlos también. Si con respecto á éstos quería introducir mejoras, bueno era que empezase ella misma á dar el ejemplo; y este ejemplo se halla en el canon del concilio que acabo de citar. En él, después de haber prohibido á los obispos y á los sacerdotes el maltratar á los sirvientes de la Iglesia mutilándolos, dispone el concilio que, si cometen algún delito, se los entregue á los jueces seglares, pero de manera que los obispos moderen la pena á que sean condenados. Es digno de notarse que, según se deduce de este canon, estaba todavía en uso el derecho de mutilación, hecha por el dueño particular, y que quizás se conservaba aún muy arraigado, cuando vemos que el concilio se limita á prohibir esta pena á los eclesiásticos, y nada dice con respecto á los legos.

[175]

En esta prohibición influía, sin duda, la mira de que, derramando sangre humana, no se hicieran incapaces los eclesiásticos de ejercer aquel elevado ministerio, cuyo acto principal es el augusto sacrificio en que se ofrece una víctima de paz y de amor; pero esto nada quita de su mérito, ni disminuye su influencia en la mejora de la suerte de los esclavos: siempre era reemplazar la vindicta particular con la vindicta pública; era una nueva proclamación de la igualdad de los esclavos con los libres cuando se trataba de efusión de sangre; era declarar que las manos que derramasen la de un esclavo, quedaban con la misma mancha que si hubiesen vertido la de un hombre libre. Y era necesario inculcar de todos modos esas verdades saludables, ya que estaban en tan abierta contradicción con las ideas y costumbres antiguas; era necesario trabajar asiduamente en que desapareciesen las expresiones vergonzosas y crueles, que mantenían privados á la mayor parte de los hombres de la participación de los derechos de la humanidad.

En el canon que acabo de citar hay una circunstancia notable, que manifiesta la solicitud de la Iglesia para restituir á los esclavos la dignidad y consideración de que se hallaban privados. El rapamiento de los cabellos era entre los godos una pena muy afrentosa, y que, según nos dice Lucas de Tuy, casi les era más sensible que la muerte. Ya se deja entender que, cualquiera que fuese la preocupación sobre este punto, podía la Iglesia permitir el rapamiento, sin incurrir en la nota que consigo lleva el derramamiento de sangre; pero, sin embargo, no quiso hacerlo; y esto indica que procuraba borrar las marcas de humillación, estampadas en la frente del esclavo. Después de haber prevenido á los sacerdotes y obispos, que entreguen al juez á los que sean culpables, dispone que «no toleren que se los rape con ignominia».

Ningún cuidado estaba de más en esta materia: era necesario acechar todas las ocasiones favorables, procurando que anduviesen desapareciendo las odiosas[176] excepciones que afligían á los esclavos. Esta necesidad se manifiesta bien á las claras en el modo de expresarse el concilio undécimo de Toledo, celebrado en el año 675. En su canon 6.º prohibe á los obispos el juzgar por sí los delitos dignos de muerte, y el mandar la mutilación de los miembros; pero véase cómo juzgó necesario advertir que no consentía excepción, añadiendo: «ni aun contra los siervos de su Iglesia». El mal era grave, y no podía ser curado sino con solicitud muy asidua; por manera que, aun limitándonos al derecho más cruel de todos, cual es el de vida y muerte, vemos que cuesta largo trabajo el extirparle. Á principios del siglo VI no faltaban ejemplos de tamaño exceso, pues que el concilio de Epaona en su canon 34 dispone «que sea privado por dos años de la comunión de la Iglesia el amo que por su propia autoridad haga quitar la vida á un esclavo». Había promediado ya el siglo IX, y todavía nos encontramos con atentados semejantes; atentados que procuraba reprimir el concilio de Wormes, celebrado en el año 868, sujetando á dos años de penitencia al amo que con su autoridad privada hubiese dado muerte á su esclavo.


CAPITULO XVII

Mientras se suavizaba el trato de los esclavos, y se los aproximaba en cuanto era posible á los hombres libres, era necesario no descuidar la obra de la emancipación universal; pues que no bastaba mejorar ese estado, sino que, además, convenía abolirle. La sola fuerza de las doctrinas cristianas, y el espíritu de caridad que, al par con ellas, se iba difundiendo por toda la tierra, atacaban tan vivamente la esclavitud, que, tarde ó temprano, debían llevar á cabo su completa abolición; porque es imposible que la sociedad permanezca por largo tiempo en un orden de cosas que esté[177] en oposición con las ideas de que está imbuída. Según las doctrinas cristianas, todos los hombres tienen un mismo origen y un mismo destino, todos son hermanos en Jesucristo, todos están obligados á amarse de todo corazón, á socorrerse en las necesidades, á no ofenderse ni siquiera de palabra; todos son iguales ante Dios, pues que serán juzgados sin acepción de personas; el Cristianismo se iba extendiendo, arraigando por todas partes, apoderándose de todas las clases, de todos los ramos de la sociedad: ¿cómo era posible, pues, que continuase la esclavitud, ese estado degradante en que el hombre es propiedad de otro, en que es vendido como un bruto, en que se le priva de los dulcísimos lazos de familia, en que no participa de ninguna de las ventajas de la sociedad? Cosas tan contrapuestas, ¿podían vivir juntas?

Las leyes estaban en favor de la esclavitud, es verdad, y aun puede añadirse más, y es que el Cristianismo no desplegó un ataque directo contra esas leyes; pero, en cambio, ¿qué hizo? Procuró apoderarse de las ideas y costumbres, les comunicó un nuevo impulso, les dió una dirección diferente, y, en tal caso, ¿qué pueden las leyes? Se afloja su rigor, se descuida su observancia, se empieza á sospechar de su equidad, se disputa sobre su conveniencia, se notan sus malos efectos, van caducando poco á poco, de manera que, á veces, ni es necesario darles un golpe para destruirlas; se las arrumba por inútiles, ó, si merecen pena de una abolición expresa, es por mera ceremonia: son como un cadáver que se entierra con honor.

Mas no se infiera de lo que acabo de decir, que, por dar tanta importancia á las ideas y costumbres cristianas, pretenda que se abandonó el buen éxito á esa sola fuerza, sin que, al propio tiempo, cuidara la Iglesia de tomar las medidas conducentes, demandadas por los tiempos y circunstancias: nada de eso; antes, como llevo indicado ya, la Iglesia echó mano de varios medios, los más á propósito para surtir el efecto deseado.

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Si se quería asegurar la obra de emancipación, era muy conveniente, en primer lugar, poner á cubierto de todo ataque la libertad de los manumitidos: libertad que, desgraciadamente, no dejaba de verse combatida con frecuencia, y de correr graves peligros. De este triste fenómeno no es difícil encontrar las causas en los restos de las ideas y costumbres antiguas, en la codicia de los poderosos, en el sistema de violencia generalizado con la irrupción de los bárbaros, y en la pobreza, desvalimiento y completa falta de educación y moralidad, en que debían de encontrarse los infelices que iban saliendo de la esclavitud; porque es de suponer que muchos no conocerían todo el valor de la libertad, que no siempre se portarían en el nuevo estado conforme dicta la razón y exige la justicia, y que, entrando de nuevo en la posesión de los derechos de hombre libre, no sabrían cumplir con sus nuevas obligaciones. Pero, todos estos inconvenientes, inseparables de la naturaleza de las cosas, no debían impedir la consumación de una obra reclamada por la religión y la humanidad; era necesario resignarse á sufrirlos, considerando que en la parte de culpa que caber pudiera á los manumitidos, había muchos motivos de excusa, á causa de que el estado de que acababan de salir, embargaba el desarrollo de las facultades intelectuales y morales.

Poníase á cubierto de los ataques de la injusticia, y quedaba, en cierto modo, revestida de una inviolabilidad sagrada la libertad de los nuevos emancipados, si su emancipación se enlazaba con aquellos objetos que á la sazón ejercían más poderoso ascendiente. Hallábase en este caso la Iglesia, y cuanto era de su pertenencia; y por lo mismo fué, sin duda, muy conducente que se introdujese la costumbre de manumitir en los templos. Este acto, al paso que reemplazaba los usos antiguos, y los hacía olvidar, venía á ser como una declaración tácita de lo muy agradable que era á Dios la libertad de los hombres; una proclamación práctica de su igualdad ante Dios, ya que allí mismo se ejecutaba[179] la manumisión, donde se leía con frecuencia que delante de Dios no hay acepción de personas, en el mismo lugar donde desaparecían todas las distinciones mundanas, donde quedaban confundidos todos los hombres, unidos con suaves lazos de fraternidad y de amor. Verificada de este modo la manumisión, la Iglesia tenía un derecho más expedito para defender la libertad del manumitido; pues que, habiendo sido ella testigo del acto, podía dar fe de su espontaneidad y demás circunstancias para asegurar la validez; y aun podía también reclamar su observancia, apoyándose en que faltar á ella era, en cierto modo, una profanación del lugar sagrado, era no cumplir lo prometido delante del mismo Dios.

No se olvidaba la Iglesia de aprovechar en favor de los manumitidos, semejantes circunstancias; y así vemos que el primer concilio de Orange, celebrado en 441, dispone en su canon 7 que es menester reprimir con censuras eclesiásticas á los que quieren someter á algún género de servidumbre á los esclavos á quienes se haya dado libertad en la Iglesia; y un siglo después encontramos repetida la misma prohibición en el canon 7 del 5.º concilio de Orleans, celebrado en el año 549.

La protección dispensada por la Iglesia á los esclavos manumitidos era tan manifiesta y conocida de todos, que se introdujo la costumbre de recomendárselos muy particularmente. Hacíase esta recomendación á veces en testamento, como nos lo indica el concilio de Orange poco ha citado; ordenando que, por medio de las censuras eclesiásticas, se impida que sean sometidos á género alguno de servidumbre los esclavos manumitidos, recomendados en testamento á la Iglesia. No siempre se hacía por testamento esa recomendación, según se infiere del canon 6 del concilio de Toledo, celebrado en 589, donde se dispone que, cuando sean recomendados á la Iglesia algunos manumitidos, no se los prive ni á ellos ni á sus hijos de la protección de la misma. Aquí se habla en general, sin limitarse[180] al caso de mediar testamento. Lo mismo puede verse en otro concilio de Toledo, celebrado en el año 633, donde se dice que la Iglesia recibirá únicamente bajo su protección á los libertos de los particulares que se los hayan recomendado.

Aun cuando la manumisión no se hubiese hecho en el templo, ni hubiese mediado recomendación particular, no obstante, la Iglesia no dejaba de tomar parte en la defensa de los manumitidos, en viendo que peligraba su libertad. Quien estime en algo la dignidad del hombre, quien abrigue en su pecho algún sentimiento de humanidad, seguramente no llevará á mal que la Iglesia se entrometiese en esa clase de negocios, aunque no consideráramos otros títulos que los que da al hombre generoso la protección del desvalido; no le desagradará el encontrar mandado en el canon 29 del concilio de Agde en Languedoc, celebrado en 506, que la Iglesia, en caso necesario, tome la defensa de aquellos á quienes sus amos han dado legítimamente libertad.

En la grande obra de la abolición de la esclavitud, ha tenido no escasa parte el celo que en todos tiempos y lugares ha desplegado la Iglesia por la redención de los cautivos. Sabido es que una porción considerable de esclavos debía esta suerte á los reveses de la guerra. Á los antiguos les hubiera parecido fabulosa la índole suave de las guerras modernas; ¡ay de los vencidos! podíase exclamar con toda verdad; no había medio entre la muerte y la esclavitud. Agravábase el mal con una preocupación funesta que se había introducido contra la redención de los cautivos; preocupación que tenía su apoyo en un rasgo de asombroso heroísmo. Admirable es sin duda la fortaleza de Régulo; erízanse los cabellos al leer las valientes pinceladas con que le retrata Horacio (L. 3, od. 5); y el libro se cae de las manos al llegar el terrible lance en que:

Fertur pudicae confugis osculum
Parvosque natos, ut capitis minor,
A se removisse, et virilem
Torvus humi possuisse vultum.

[181] Pero, sobreponiéndonos á la profunda impresión que nos causa tanto heroísmo, y al entusiasmo que excita en nuestro pecho todo cuanto revela una grande alma, no podremos menos de confesar que aquella virtud rayaba en feroz; y que en el terrible discurso que sale de los labios de Régulo, hay una política cruel contra la que se levantarían vigorosamente los sentimientos de humanidad, si no estuviera embargada y como aterrada nuestra alma, á la vista del sublime desprendimiento del hombre que habla.

El Cristianismo no podía avenirse con semejantes doctrinas: no quiso que se sostuviese la máxima de que, para hacer á los hombres valientes en la guerra, era necesario dejarlos sin esperanza; y los admirables rasgos de valor, las asombrosas escenas de inalterable fortaleza y constancia, que esmaltan por doquiera las páginas de la historia de las naciones modernas, son un elocuente testimonio del acierto de la religión cristiana, al proclamar que la suavidad de costumbres no estaba reñida con el heroísmo. Los antiguos rayaban siempre en uno de dos extremos: la molicie ó la ferocidad; entre estos extremos hay un medio, y este medio lo ha enseñado la religión cristiana.

Consecuente, pues, el Cristianismo en sus principios de fraternidad y de amor, tuvo por uno de los objetos más dignos de su caritativo celo el rescate de los cautivos; y ora miremos los hermosos rasgos de acciones particulares que nos ha conservado la historia, ora atendamos al espíritu que ha dirigido la conducta de la Iglesia, encontraremos un nuevo y bellísimo título para granjear á la religión cristiana la gratitud de la humanidad.

Un célebre escritor moderno, M. de Chateaubriand, nos ha presentado en los bosques de los francos á un sacerdote cristiano esclavo, y esclavo voluntario, por haberse entregado él mismo á la esclavitud en rescate de un soldado cristiano que gemía en el cautiverio, y que había dejado su esposa en el desconsuelo, y á tres hijos en la orfandad y en la pobreza. El sublime es[182]pectáculo que nos ofrece Zacarías, sufriendo con serena calma la esclavitud por el amor de Jesucristo y de aquel infeliz á quien había libertado, no es una mera ficción del poeta; en los primeros siglos de la Iglesia viéronse en abundancia semejantes ejemplos, y el que haya llorado al ver el heroico desprendimiento y la inefable caridad de Zacarías, puede estar seguro de que con sus lágrimas ha pagado un tributo á la verdad. «Á muchos de los nuestros hemos conocido, dice el Papa San Clemente, que se entregaron ellos mismos al cautiverio para rescatar á otros.» (Carta 1 á los Corin., c. 55.)

Era la redención de los cautivos un objeto tan privilegiado, que estaba prevenido por antiquísimos cánones que, si esta atención lo exigía, se vendiesen las alhajas de las iglesias, hasta sus vasos sagrados: en tratándose de los infelices cautivos, no tenía límites la caridad; el celo saltaba todas las barreras, hasta llegar al caso de mandarse que, por malparados que se hallasen los negocios de una iglesia, primero que á su reparación, debía atenderse á la redención de los cautivos. (Cuas. 12, q. 2.) Al través de los trastornos que consigo trajo la irrupción de los bárbaros, vemos que la Iglesia, siempre constante en su propósito, no desmiente la generosa conducta con que había principiado. No cayeron en olvido ni en desuso las disposiciones benéficas de los antiguos cánones, y las generosas palabras del santo obispo de Milán en favor de los cautivos, encontraron un eco, que nunca se interrumpió, á pesar del caos de los tiempos. (V. S. Ambros., de off. L. 2, c. 15.) Por el canon 5 del concilio de Macón, celebrado en 585, vemos que los sacerdotes se ocupaban en el rescate de los cautivos, empleando para ello los bienes eclesiásticos; el de Reims, celebrado en el año 625, impone la pena de suspensión de sus funciones al obispo que deshaga los vasos sagrados; añadiendo, empero, generosamente: «por cualquier otro motivo que no sea el de redimir cautivos»; y mucho tiempo después hallamos en el canon 12 del de Verneuil, celebrado en el[183] año 844, que los bienes de la Iglesia servían para la redención de cautivos.

Restituído á la libertad el cautivo, no le dejaba sin protección la Iglesia, antes se la continuaba con solicitud, librándole cartas de recomendación; seguramente con el doble objeto de guardarle de nuevas tropelías en su viaje, y de que no le faltasen los medios para repararse de los quebrantos sufridos en el cautiverio. De este nuevo género de protección tenemos un testimonio en el canon 2 del concilio de Lión, celebrado en 583, donde se dispone: que los obispos deben poner en las cartas de recomendación que dan á los cautivos, la fecha, y el precio del rescate.

De tal manera se desplegó en la Iglesia el celo por la redención de los cautivos, que hasta se llegaron á cometer imprudencias, que se vió en la necesidad de reprimirlas la autoridad eclesiástica. Pero estos mismos excesos nos indican hasta qué punto llegaba el celo, pues que por su impaciencia caía en extravíos. Sabemos por un concilio celebrado en Irlanda, llamado de San Patricio, y que tuvo lugar por los años de 451 ó 456, que algunos clérigos se ocupaban en procurar la libertad de los cautivos haciéndoles huir; exceso que reprime con mucha prudencia el concilio en su canon 32, disponiendo que el eclesiástico que quiera redimir cautivos, lo haga con su dinero, pues que el robarlos para hacerles huir, daba ocasión á que los clérigos fuesen mirados como ladrones, y redundaba en deshonra de la Iglesia. Documento notable, que, si bien nos manifiesta el espíritu de orden y de equidad que dirige á la Iglesia, no deja, al propio tiempo, de indicarnos cuán profundamente estaba grabado en los ánimos lo santo, lo meritorio, lo generoso que era el dar libertad á los cautivos, pues que algunos llegaban al exceso de persuadirse de que la bondad de la obra autorizaba la violencia.

Es también muy loable el desprendimiento de la Iglesia en este punto: una vez invertidos sus bienes en la redención de un cautivo, no quería que se la recom[184]pensase en nada, aun cuando alcanzasen á hacerlo las facultades del redimido. De esto tenemos un claro testimonio en las cartas del Papa San Gregorio, donde vemos que, estando recelosas algunas personas, libradas del cautiverio con la plata de la Iglesia, de si con el tiempo podría venir caso en que se les pidiera la cantidad expendida, les asegura el Papa que no, y manda que nadie se atreva á molestarles ni á ellos ni á sus herederos, en ningún tiempo, atendido que los sagrados cánones permiten invertir los bienes eclesiásticos en la redención de los cautivos. (L. 7, ep. 14.)

Este celo de la Iglesia por tan santa obra debió de contribuir sobremanera á disminuir el número de los esclavos; y fué mucho más saludable su influencia por haberse desplegado cabalmente en las épocas de más necesidad; es decir, cuando, por la disolución del imperio romano, por la irrupción de los bárbaros, por la fluctuación de los pueblos, que fué el estado de Europa durante muchos siglos, y por la ferocidad de las naciones invasoras, eran tan frecuentes las guerras, y tan repetidos los trastornos, y tan familiar se había hecho por doquiera el reinado de la fuerza. Á no haber mediado la acción benéfica y libertadora del Cristianismo, lejos de disminuirse el inmenso número de los esclavos legado por la sociedad vieja á la sociedad nueva, se habría acrecentado más y más: porque dondequiera que prevalece el derecho brutal de la fuerza, si no le sale al paso para contenerla y suavizarla algún poderoso elemento, el humano linaje camina rápidamente al envilecimiento, resultando, por necesidad, el que la esclavitud gane terreno.

Ese lamentable estado de fluctuación y de violencia, era de suyo muy á propósito para inutilizar los esfuerzos que hacía la Iglesia en la abolición de la esclavitud; y no le costaba escaso trabajo el impedir que se malograse por una parte lo que ella procuraba remediar por otra. La falta de un poder central, la complicación de las relaciones sociales, pocas bien deslindadas, muchas violentas, y todas sin prenda de estabili[185]dad, hacía que estuviesen mal seguras las propiedades y las personas, y que, así como eran invadidas aquéllas, fueran éstas privadas de su libertad. Por manera que era menester evitar que hiciese ahora la violencia de los particulares, lo que antes hacían las costumbres y la legislación. Así vemos que en el canon 3 del concilio de Lión, celebrado por los años de 566, se excomulga á los que retienen injustamente en la esclavitud á personas libres; en el canon 17 del de Reims, celebrado en el año 625, se prohibe bajo pena de excomunión el perseguir á personas libres para reducirlas á esclavitud; en el canon 27 del de Londres, celebrado en el año 1102, se prohibe la bárbara costumbre de hacer comercio de hombres cual si fueran brutos animales; y en el capítulo 7 del concilio de Coblenza, celebrado en el año 922, se declara reo de homicidio al que seduce á un cristiano para venderlo. Declaración notable, en que la libertad es tenida en tanto precio, que se la equipara con la vida.

Otro de los medios de que se valió la Iglesia para ir aboliendo la esclavitud, fué el dejar á los infelices que por su pobreza hubiesen caído en ese estado, camino abierto para salir de él. Ya he notado más arriba que la indigencia era una de las fuentes de la esclavitud; y hemos visto el pasaje de Julio César, en que nos dice cuán general era esto entre los galos. Sabido es también que, por el derecho antiguo, el que había caído en la esclavitud, no podía recuperar su libertad sino conforme á la voluntad de su amo; pues que, siendo el esclavo una verdadera propiedad, nadie podía disponer de ella sin consentimiento del dueño, y mucho menos el mismo esclavo. Este derecho era muy corriente, supuestas las doctrinas paganas; pero el Cristianismo miraba la cosa con otros ojos; y, si el esclavo era una propiedad, no dejaba por esto de ser hombre. Así fué que la Iglesia no quiso seguir en este punto las estrictas reglas de las otras propiedades; y, en mediando alguna duda, ó en ofreciéndose alguna oportunidad, siempre se ponía de parte del esclavo. Previas estas[186] consideraciones, se comprenderá todo el mérito de un nuevo derecho que introdujo la Iglesia, cual es, que las personas libres que hubiesen sido vendidas ó empeñadas por necesidad, tornasen á su estado primitivo, en devolviendo el precio que hubiesen recibido.

Este derecho, que se halla expresamente consignado en un concilio de Francia, celebrado por los años 616, según se cree en Boneuil, abría anchurosa puerta para recobrar la libertad: pues que, á más de dejar en el corazón del esclavo la esperanza, con la que podía discurrir y practicar medios para obtener el rescate, hacía la libertad dependiente de la voluntad de cualquiera, que, compadecido de la suerte de un desgraciado, quisiera pagar ó adelantar la cantidad necesaria. Recuérdese ahora lo que se ha notado sobre el ardiente celo despertado en tantos corazones para esa clase de obras, y que los bienes de la Iglesia se daban por muy bien empleados, siempre que podían acudir al socorro de un infeliz, y se verá la influencia incalculable que había de tener la disposición que se acaba de mentar; se verá que esto equivalía á cegar uno de los más abundantes manantiales de la esclavitud, y abrir á la libertad un anchuroso camino.


CAPITULO XVIII

No dejó también de contribuir á la abolición de la esclavitud la conducta de la Iglesia con respecto á los judíos. Ese pueblo singular, que lleva en su frente la marca de un proscripto, que anda disperso entre todas las naciones, sin confundirse con ellas, como nadan enteras en un líquido las porciones de una materia insoluble, procura mitigar su infortunio acumulando tesoros, y parece que se venga del desdeñoso aislamiento en que le dejan los otros pueblos, chupándoles la sangre con crecidas usuras. En tiempos de grandes[187] trastornos y calamidades, que por necesidad debían de acarrear la miseria, podía campear á sus anchuras el detestable vicio de una codicia desapiadada; y, recientes como eran la dureza y crueldad de las antiguas leyes y costumbres sobre la suerte de los deudores, no estimado aún en su justa medida todo el valor de la libertad, no faltando ejemplos de algunos que la vendían para salir de un apuro, era urgente evitar el riesgo y no consentir que tomase sobrado incremento el poderío de las riquezas de los judíos, en perjuicio de la libertad de los cristianos.

Que no era imaginario el peligro, demuéstralo el mal nombre que desde muy antiguo llevan los judíos en la materia; y lo confirman los hechos que todavía se están presenciando en nuestros tiempos. El célebre Herder, en su Adrastea, se atreve á pronosticar que los hijos de Israel llegarán con el tiempo, á fuerza de su conducta sistemática y calculada, á reducir á los cristianos á no ser más que esclavos suyos: si, pues, en circunstancias infinitamente menos favorables á los judíos, cabe que hombres distinguidos abriguen semejantes temores, ¿qué no debía recelarse de la codicia inexorable de los judíos en los desgraciados tiempos á que nos referimos?

Por estas consideraciones, un observador imparcial, un observador que no esté dominado del miserable prurito de salir abogando por una secta cualquiera, con tal que pueda tener la complacencia de inculpar á la Iglesia católica, aun cuando sea en contra de los intereses de la humanidad; un observador que no pertenezca á la clase de aquellos que no se alarmarían tanto de una irrupción de cafres como de una disposición en que la potestad eclesiástica parezca extender algún tanto el círculo de sus atribuciones; un observador que no sea tan rencoroso, tan pequeño, tan miserable, verá, no con escándalo, sino con mucho gusto, que la Iglesia seguía con prudente vigilancia los pasos de los judíos, aprovechando las ocasiones que se ofrecían, para favorecer á los esclavos cristianos, y llegan[188]do al fin á madurar el negocio hasta prohibirles el tenerlos.

El tercer concilio de Orleans, celebrado en el año 538, en su canon 13 prohibe á los judíos el obligar á los esclavos cristianos á cosas opuestas á la religión de Jesucristo. Esta disposición, que aseguraba al esclavo la libertad en el santuario de su conciencia, le hacía respetable á los ojos de su propio dueño, y era una proclamación solemne de la dignidad del hombre, en que se declaraba que la esclavitud no podía extender sus dominios á la sagrada región del espíritu. Esto, sin embargo, no bastaba, sino que era conveniente facilitar á los esclavos de los judíos el recobro de la libertad. Sólo habían pasado tres años cuando se celebró el cuarto concilio de Orleans, y es notable lo que se adelantó en éste con respecto al anterior: pues que en su canon 30 permite rescatar á los esclavos cristianos que huyan á la iglesia, con tal que se pague á los dueños judíos el precio correspondiente. Si bien se mira, una disposición semejante debía producir abundantes resultados en favor de la libertad, dando asa á los esclavos cristianos para que huyesen á la iglesia, é implorando desde allí la caridad de sus hermanos, lograsen más fácilmente que se les socorriera con el precio del rescate.

El mismo concilio, en su canon 31, dispone que el judío que pervierta á un esclavo cristiano, sea condenado á perder todos sus esclavos. Nueva sanción á la seguridad de la conciencia del esclavo, nuevo camino abierto por donde pudiera entrar la libertad.

Iba la Iglesia avanzando con aquella unidad de plan, con aquella constancia admirable que han reconocido en ella sus mismos enemigos, y en el breve espacio que media entre la época indicada y el último tercio del mismo siglo, se deja notar el adelanto, pues se encuentra en las disposiciones canónicas mayor empresa, y, si podemos expresarnos así, mayor osadía. En el concilio de Macón, celebrado en el año 581 ó 582, en su canon 16 llega á prohibir expresamente á los judíos el[189] tener esclavos cristianos: y á los existentes permite rescatarlos, pagando 12 sueldos. La misma prohibición encontramos en el canon 14 del concilio de Toledo, celebrado en el año 589; por manera que, á esta época, manifestaba la Iglesia sin rebozo cuál era su voluntad: no quería absolutamente que un cristiano fuese esclavo de un judío.

Constante en su propósito, atajaba el mal por todos los medios posibles, limitando, si era menester, la facultad de vender los esclavos, en ocurriendo peligro de que pudieran caer en manos de los judíos. Así vemos que en el canon 9 del concilio de Châlons, celebrado en el año 650, se prohibe el vender esclavos cristianos fuera del reino de Clodoveo, con la mira de que no caigan en poder de los judíos. No todos comprendían el espíritu de la Iglesia en este punto, ni secundaban debidamente sus miras; pero ella no se cansaba de repetirlas y de inculcarlas. Á mediados del siglo VII se nota que en España no faltaban seglares y aun clérigos cristianos que vendieran sus esclavos á los judíos; pero acude desde luego á reprimir este abuso el concilio 10 de Toledo, tenido en el año 656, prohibiendo en su canon 7 que los cristianos, y principalmente los clérigos, vendan sus esclavos á judíos; «porque, añade bellamente el concilio, no se puede ignorar que estos esclavos fueron redimidos con la sangre de Jesucristo, por cuyo motivo antes se los debe comprar que venderlos.»

Esa inefable dignación de un Dios hecho hombre, vertiendo la sangre por la redención de todos los hombres, era el más poderoso motivo que inducía á la Iglesia á interesarse con tanto celo en la manumisión de los esclavos; y, en efecto, no se necesitaba más para concebir aversión á desigualdad tan afrentosa, que pensar cómo aquellos mismos hombres, abatidos hasta el nivel de los brutos, habían sido objeto de las miradas bondadosas del Altísimo, lo mismo que sus dueños, lo mismo que los monarcas más poderosos de la tierra. «Ya que nuestro Redentor, decía el Papa San[190] Gregorio, y Criador de todas las cosas, se dignó propicio tomar carne humana, para que, roto con la gracia de su divinidad el vínculo de la servidumbre que nos tenía en cautiverio, nos restituyese á la libertad primitiva, es obra saludable el restituir por la manumisión su nativa libertad á los hombres, pues que en su principio á todos los crió libres la naturaleza, y sólo fueron sometidos al yugo de la servidumbre por el derecho de gentes.» (Lib. 5, ep. 12.)

Siempre juzgó la Iglesia muy necesario el limitar todo lo posible la enajenación de sus bienes; y puede asegurarse que, en general, fué regla de su conducta, en esta materia, confiar poco en la discreción de ninguno de los ministros, tomados en particular. Obrando de esta manera, se proponía evitar las dilapidaciones, que de otra suerte hubieran sido frecuentes, estando esos bienes desparramados por todas partes, y encontrándose á cargo de ministros escogidos de todas las clases del pueblo, y expuestos á la diversidad de influencias que consigo llevan las relaciones de parentesco, de amistad, y mil y mil otras circunstancias, efecto de la variedad de índole, de conocimientos, de prudencia, y aun de tiempos, climas y lugares: por esto se mostró recelosa la Iglesia en punto á conceder la facultad de enajenar; y, si venía el caso, sabía desplegar saludable rigor contra los ministros que olvidasen sus deberes, dilapidando los bienes que tenían encomendados. Á pesar de todo esto, ya hemos visto que no reparaba en semejantes consideraciones cuando se trataba de la redención de cautivos: y se puede también manifestar que, en lo tocante á la propiedad que consistía en esclavos, miraba la cosa con otros ojos, y trocaba su rigor en indulgencia.

Bastaba que los esclavos hubiesen servido bien á la Iglesia, para que los obispos pudiesen concederles la libertad, donándoles también alguna cosa para su manutención. Este juicio sobre el mérito de los esclavos se encomendaba, según parece, á la discreción del obispo; y ya se ve que semejante disposición abría ancha[191] puerta á la caridad de los prelados, así como, por otra parte, estimulaba á los esclavos á observar un comportamiento que les mereciese tan precioso galardón. Como podía ocurrir que el obispo sucesor, levantando dudas sobre la suficiencia de los motivos que habían inducido al antecesor á dar libertad á un esclavo, quisiese disputársela, estaba mandado que los obispos respetasen en esta parte las disposiciones de sus antecesores; no tan sólo dejando en libertad á los manumitidos, sino también no quitándoles lo que el obispo les hubiera señalado, fuese en tierras, viñas, ó habitación. Así lo encontramos ordenado en el canon 7 del concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506. Ni obsta el que en otros lugares se prohiba la manumisión, pues que en ellos se habla en general, y no concretándose al caso en que los esclavos fuesen beneméritos.

Las enajenaciones ó empeños de los bienes eclesiásticos hechos por un obispo que no dejase nada al morir, debían revocarse; y ya se echa de ver que la misma disposición está indicando que se trata de aquellos casos en que el obispo hubiese obrado con infracción de los cánones; mas, á pesar de esto, si sucedía que el obispo hubiese dado libertad á algunos esclavos, encontramos que se templaba el rigor, previniéndose que los manumitidos continuasen gozando de su libertad. Así lo ordenó el concilio de Orleans, celebrado en el año 541, en su canon 9; dejando tan sólo á los manumitidos el cargo de prestar sus servicios á la Iglesia: servicios que, como es claro, no serían otros que los de los libertos, y que, por otra parte, eran también recompensados con la protección que á los de esta clase dispensaba la Iglesia.

Como un nuevo indicio de la indulgencia en punto á los esclavos, puede también citarse el canon 10 del concilio de Celchite (Celichytense) en Inglaterra, celebrado en el año 816, canon de que nada menos resultaba, sino quedar libres en pocos años todos los siervos ingleses de las iglesias en los países donde se ob[192]servase; pues que disponía que á la muerte de un obispo se diese libertad á todos sus siervos ingleses, añadiendo que cada uno de los demás obispos y abades debía manumitir tres siervos, dándoles á cada uno tres sueldos. Semejantes disposiciones iban allanando el camino para adelantar más y más lo comenzado, y preparando las cosas y los ánimos de manera que, pasado algún tiempo, pudieran presentarse escenas tan generosas como la del concilio de Armach, en 1171, en que se dió libertad á todos los ingleses que se hallaban esclavos en Irlanda.

Estas condiciones ventajosas de que disfrutaban los esclavos de la Iglesia, eran de mucho más valor, á causa de una disciplina que se había introducido que se las hacía inadmisibles. Si los esclavos de la Iglesia hubieran podido pasar á manos de otros dueños, venido este caso, se habrían hallado sin derecho á los beneficios que recibían los que continuaban bajo su poder; pero felizmente estaba permitido el permutar esos esclavos por otros, y, si salían del poder de la Iglesia, era quedando en libertad. De esta disciplina tenemos un expreso testimonio en las Decretales de Gregorio IX (l. 3, t. 19, c. 3 y 4); y es notable que en el documento que allí se cita, son tenidos los esclavos de la Iglesia como consagrados á Dios, fundándose en esto la disposición de que no puedan pasar á otras manos, y que no salgan de la Iglesia, á no ser para la libertad. Se ve también allí mismo que los fieles, en remedio de su alma, solían ofrecer los esclavos á Dios y á sus santos; y, pasando así al poder de la Iglesia, quedaban fuera del comercio común, sin que pudiesen volver á servidumbre profana. El saludable efecto que debían producir esas ideas y costumbres, en que se enlazaba la religión con la causa de la humanidad, no es menester ponderarlo: basta observar que el espíritu de la época era altamente religioso, y que todo cuanto se asía del áncora de la religión estaba seguro de salir á puerto.

La fuerza de las ideas religiosas que se andaban des[193]envolviendo cada día, dirigiendo su acción á todos los ramos, se enderezaba muy particularmente á substraer por todos los medios posibles al hombre del yugo de la esclavitud. Á este propósito, es muy digna de notarse una disposición canónica del tiempo de San Gregorio el Grande. En un concilio de Roma, celebrado en el año 597, y presidido por este Papa, se abrió á los esclavos una nueva puerta para salir de su abyecto estado, concediéndoles que recobrasen la libertad aquellos que quisiesen abrazar la vida monástica. Son dignas de notarse las palabras del Santo Papa, pues que en ellas se descubre el ascendiente de los motivos religiosos, y cómo iban prevaleciendo sobre todas las consideraciones é intereses mundanos. Este importante documento se encuentra entre las epístolas de San Gregorio, y se hallará en las notas al fin de este tomo.

Sería desconocer el espíritu de aquellas épocas el figurarse que semejantes disposiciones quedasen estériles; no era así, sino que causaban los mayores efectos. Puédenos dar de ello una idea lo que leemos en el decreto de Graciano (Distin. 54, c. 12), donde se ve que rayaba la cosa en escándalo; pues que fué menester reprimir severamente el abuso de que los esclavos huían de sus amos ó se iban con pretexto de religión á los monasterios; lo que daba motivo á que se levantasen por todas partes quejas y clamores. Como quiera, y aun prescindiendo de lo que nos indican esos abusos, no es difícil conjeturar que no dejaría de cogerse abundante fruto, ya por procurarse la libertad de muchos esclavos; ya también porque los realzaría en gran manera á los ojos del mundo, el verlos pasar á un estado, que luego fué tornando creces, y adquiriendo inmenso prestigio y poderosa influencia.

Contribuirá no poco á darnos una idea del profundo cambio que por esos medios se iba obrando en la organización social, el pararnos un momento á considerar lo que acontecía con respecto á la ordenación de los esclavos. La disciplina de la Iglesia sobre este punto era muy consecuente con sus doctrinas. El esclavo era[194] un hombre como los demás, y por esta parte podía ser ordenado lo mismo que el primer magnate; pero, mientras estaba sujeto á la potestad de su dueño, carecía de la independencia necesaria á la dignidad del augusto ministerio, y por esta razón se exigía que el esclavo no pudiese ser ordenado, sin ser antes puesto en libertad. Nada más razonable, más justo ni más prudente que esta limitación en una disciplina que, por otra parte, era tan noble y generosa; en esa disciplina que por sí sola era una protesta elocuente en favor de la dignidad del hombre, una solemne declaración de que, por tener la desgracia de estar sufriendo la esclavitud, no quedaba rebajado del nivel de los demás hombres, pues que la Iglesia no tenía á mengua el escoger sus ministros entre los que habían estado sujetos á la servidumbre; disciplina altamente humana y generosa, pues que, colocando en esfera tan respetable á los que habían sido esclavos, tendía á disipar las preocupaciones contra los que se hallaban en dicho estado, y labraba relaciones fuertes y fecundas, entre los que á él pertenecían, y la más acatada clase de los hombres libres.

En esta parte llama sobremanera la atención el abuso que se había introducido de ordenar á los esclavos sin consentimiento de sus dueños: abuso muy contrario, en verdad, á los sagrados cánones, y que fué reprimido con laudable celo por la Iglesia, pero que, sin embargo, no deja de ser muy útil al observador para apreciar debidamente el profundo efecto que andaban produciendo las ideas é instituciones religiosas. Sin pretender disculpar en nada lo que en eso hubiera de culpable, bien se puede hacer también méritos del mismo abuso; pues que los abusos muchas veces no son más que exageraciones de un buen principio. Las ideas religiosas estaban mal avenidas con la esclavitud, ésta se hallaba sostenida por las leyes, y de aquí esa lucha incesante que se presentaba bajo diferentes formas, pero siempre encaminada al mismo blanco, á la emancipación universal. Con mucha confianza se[195] pueden emplear en la actualidad ese linaje de argumentos, ya que los más horrendos atentados de las revoluciones los hemos visto excusar con la mayor indulgencia, sólo en gracia de los principios de que estaban imbuídos los revolucionarios, y de los fines que llevaba la revolución, que eran el cambiar enteramente la organización social.

Curiosa es la lectura de los documentos que sobre este abuso nos han quedado, y que pueden leerse por extenso al fin de este volumen, sacados del Decreto de Graciano. (Dist. 54, c. 9, 10, 11, 12.) Examinándolos con detenimiento se echa de ver: 1.º Que el número de esclavos que por este medio alcanzaban libertad era muy numeroso, pues que las quejas y los clamores que en contra se levantan son generales. 2.º Que los obispos estaban por lo común á favor de los esclavos, que llevaban muy lejos su protección, y que procuraban realizar de todos modos las doctrinas de igualdad, pues que se afirma allí mismo que casi ningún obispo estaba exento de caer en esa reprensible condescendencia. 3.º Que los esclavos, conociendo ese espíritu de protección, se apresuraban á deshacerse de las cadenas, y arrojarse en brazos de la Iglesia. 4.º Que ese conjunto de circunstancias debía de producir en los ánimos un movimiento muy favorable á la libertad, y que, entablada tan afectuosa correspondencia entre los esclavos y la Iglesia, á la sazón tan poderosa é influyente, debió de resultar que la esclavitud se debilitase rápidamente, caminando los pueblos á esa libertad que siglos adelante vemos llevada á complemento.

La Iglesia de España, á cuyo influjo civilizador han tributado tantos elogios hombres por cierto poco adictos al Catolicismo, manifestó también en esta parte la altura de sus miras y su consumada prudencia. Siendo tan grande como hemos visto el celo caritativo á favor de los esclavos, y tan decidida la tendencia á elevarlos al sagrado ministerio, era conveniente dejar un desahogo á ese impulso generoso, conciliándole, en cuanto era dable, con lo que demandaba la santidad del mi[196]nisterio. Á este doble objeto se encaminaba sin duda la disciplina que se introdujo en España de permitir la ordenación de los esclavos de la Iglesia, manumitiéndolos antes, como lo dispone el canon 74 del 4.º concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y como se deduce también del canon 11 del 9.º concilio también de Toledo, celebrado en el año 655, donde se manda que los obispos no puedan introducir en el clero á los siervos de la Iglesia sin haberles dado antes libertad.

Es notable que esta disposición se ensanchó en el canon 18 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666, donde se concede, hasta á los curas párrocos, el escoger para sí clérigos entre los siervos de su iglesia, con la obligación, empero, de mantenerlos según sus rentas. Con esta disciplina sin cometer ninguna injusticia se salvaban todos los inconvenientes que podía traer consigo la ordenación de los esclavos; y, además, se conseguían muy benéficos resultados por una vía más suave: porque, ordenándose siervos de la misma iglesia, era más fácil que se los pudiera escoger con tino, echando mano de aquellos que más lo merecieran por sus dotes intelectuales y morales: se abría también ancha puerta para que pudiese la Iglesia emancipar sus siervos, haciéndolo por un conducto tan honroso, cual era el de inscribirlos en el número de sus ministros, y, finalmente, dábase á los legos un ejemplo muy saludable, pues que, si la Iglesia se desprendía tan generosamente de sus esclavos, y era en este punto tan indulgente, que, sin limitarse á los obispos, extendía la facultad hasta á los curas párrocos, no debía tampoco ser tan doloroso á los seglares el hacer algún sacrificio de sus intereses en pro de la libertad de aquellos que pareciesen llamados á tan santo ministerio.


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CAPITULO XIX

Así andaba la Iglesia deshaciendo, por mil y mil medios, la cadena de la servidumbre, sin salirse, empero, nunca de los límites señalados por la justicia y la prudencia: así procuraba que desapareciese de entre los cristianos ese estado degradante, que de tal modo repugnaba á sus grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, á sus generosos sentimientos de fraternidad y de amor. Dondequiera que se introduzca el Cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en suaves lazos, y los hombres abatidos podrán levantar con nobleza su frente. Agradable es sobremanera el leer lo que pensaba sobre este punto uno de los más grandes hombres del Cristianismo: San Agustín. (De Civit. Dei, 1. 19, c. 14, 15, 16.) Después de haber sentado en pocas palabras la obligación del que manda, sea padre, marido ó señor, de mirar por el bien de aquel á quien manda, encontrando así uno de los cimientos de la obediencia en la misma utilidad del que obedece; después de haber dicho que los justos no mandan por prurito ni soberbia, sino por el deseo de hacer bien á sus súbditos: «neque enim dominandi cupiditate imperant, sed officia consulendi, nec principandi superbia, sed providendi misericordia»; después de haber proscripto con tan nobles doctrinas toda opinión que se encaminara á la tiranía, ó que fundase la obediencia en motivos de envilecimiento; como si temiese alguna réplica contra la dignidad del hombre, enardécese de repente su grande alma, aborda de frente la cuestión, la eleva á su altura más encumbrada, y, desatando sin rebozo los nobles pensamientos que hervían en su frente, invoca en su favor el orden de la naturaleza, y la volun[198]tad del mismo Dios, exclamando: «Así lo prescribe el orden natural, así crió Dios al hombre; díjole que dominara á los peces del mar, á las aves del cielo, y á los reptiles que se arrastran sobre la tierra. La criatura racional, hecha á su semejanza, no quiso que dominase sino á los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre al bruto.»

Este pasaje de San Agustín es uno de aquellos briosos rasgos que se encuentran en los escritores de genio, cuando, atormentados por la vista de un objeto angustioso, sueltan la rienda á la generosidad de sus ideas y pensamientos, expresándose con osada valentía. El lector, asombrado con la fuerza de la expresión, busca, suspenso y sin aliento, lo que está escrito en las líneas que siguen, como abrigando un recelo de que el autor se haya extraviado, seducido por la nobleza de su corazón y arrastrado por la fuerza de su genio; pero se siente un placer inexplicable cuando se descubre que no se ha apartado del camino de la sana doctrina, sino que únicamente ha salido, cual gallardo atleta, á defender la causa de la razón, de la justicia y de la humanidad. Tal se nos presenta aquí San Agustín: la vista de tantos desgraciados como gemían en la esclavitud, víctimas de la violencia y caprichos de los amos, atormentaba su alma generosa; mirando al hombre á la luz de la razón y de las doctrinas cristianas, no encontraba motivo por que hubiese de vivir en tanto envilecimiento una porción tan considerable del humano linaje; y por eso, mientras proclama las doctrinas que acabo de indicar, lucha por encontrar el origen de tamaña ignominia, y, no hallándola en la naturaleza del hombre, la busca en el pecado, en la maldición. «Los primeros justos, dice, fueron más bien constituídos pastores de ganados que no reyes de hombres, dándonos Dios á entender con esto lo que pedía el orden de las criaturas, y lo que exigía la pena del pecado: pues que la condición de la servidumbre fué con razón impuesta al pecador; y por esto no encontramos en las Escrituras la palabra sirvió hasta que el[199] justo Noé la arrojó como un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se sigue que este nombre vino de la culpa, no de la naturaleza.»

Este modo de mirar la esclavitud como hija del pecado, como un fruto de la maldición de Dios, era de la mayor importancia; pues que, dejando salva la dignidad de la naturaleza del hombre, atajaba de raíz todas las preocupaciones de superioridad natural que en su desvanecimiento pudieran atribuirse los libres. Quedaba también despejada la esclavitud del valor que podía darle el ser mirada como un pensamiento político, ó medio de gobierno; pues sólo se debía considerarla como una de tantas plagas arrojadas sobre la humanidad por la cólera del Altísimo. En tal caso, los esclavos tenían un motivo de resignación; pero la arbitrariedad de los amos encontraba un freno, y la compasión de todos los libres, un estímulo; pues que, habiendo nacido todos en culpa, todos hubieran podido hallarse en igual estado; y, si se envanecían por no haber caído en él, no tenían más razón que quien se gloriase, en medio de una epidemia, de haberse conservado sano, y se creyese por eso con derecho de insultar á los infelices enfermos. En una palabra, el estado de la esclavitud era una plaga, y nada más; era como la peste, la guerra, el hambre ú otras semejantes; y por esta causa era deber de todos los hombres el procurar, por de pronto, aliviarla, y el trabajar para abolirla.

Semejantes doctrinas no quedaban estériles; proclamadas á la faz del mundo, resonaban vigorosamente por los cuatro ángulos del orbe católico: y, á más de ser puestas en práctica como lo acabamos de ver en ejemplos innumerables, eran conservadas, como una teoría preciosa al través del caos de los tiempos. Habían pasado ocho siglos, y las vemos reproducidas por otra de las lumbreras más resplandecientes de la Iglesia católica: Santo Tomás de Aquino. (1 p, q. 96, art. 4.) En la esclavitud no ve tampoco ese grande hombre, ni diferencia de razas, ni la inferioridad imagina[200]ria, ni medios de gobierno; no acierta á explicársela de otro modo que considerándola como una plaga acarreada á la humanidad por el pecado del primer hombre.

Tanta es la repugnancia con que ha sido mirada entre los cristianos la esclavitud, tan falso es lo que asienta M. Guizot de que «á la sociedad cristiana no la confundiese ni irritase ese estado». Por cierto que no hubo aquella confusión é irritación ciegas, que, salvando todas las barreras, y no reparando en lo que dicta la justicia y aconseja la prudencia, se arrojan sin tino á borrar la marca de abatimiento é ignominia; pero, si se habla de aquella confusión é irritación que resultan de ver oprimido y ultrajado al hombre, que no están, empero, reñidas con una santa resignación y longanimidad, y que, sin dar treguas á la acción de un celo caritativo, no quieren, sin embargo, precipitar los sucesos, antes los preparan maduramente para alcanzar efecto más cumplido; si hablamos de esta santa confusión é irritación, ¿cabe mejor prueba de ella, que los hechos que he citado, que las doctrinas que he recordado? ¿cabe protesta más elocuente contra la duración de la esclavitud que la doctrina de los dos insignes doctores, que, como acabamos de ver, la declaran un fruto de maldición, un castigo de la prevaricación del humano linaje; que no la pueden concebir sino poniéndola en la misma línea de las grandes plagas que afligen á la humanidad?

Las profundas razones que mediaron para que la Iglesia recomendase á los esclavos la obediencia, bastante las llevo evidenciadas, y no puede haber nadie imparcial que se lo achaque á olvido de los derechos del hombre. Ni se crea por eso que faltase en la sociedad cristiana la firmeza necesaria para decir la verdad toda entera, con tal que fuera verdad saludable. Tenemos de ello una prueba en lo que sucedió con respecto al matrimonio de los esclavos: sabido es que no era reputado como tal, y que ni aun podían contraerle sin el consentimiento de sus amos, so pena de considerar[201]se como nulo. Había en esto una usurpación, que luchaba abiertamente con la razón y la justicia: ¿qué hizo, pues, la Iglesia? Rechazó sin rodeos tamaña usurpación. Oigamos, ó si no, lo que decía el Papa Adriano I. «Según las palabras del Apóstol, así como en Cristo Jesús no se ha de remover de los sacramentos de la Iglesia ni al libre ni al esclavo, así tampoco entre los esclavos no deben de ninguna manera prohibirse los matrimonios; y, si los hubieren contraído contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera se deben por eso disolver.» (De Coniu. serv., l. 4., t. 9, c. 1.) Esta disposición, que aseguraba la libertad de los esclavos en uno de los puntos más importantes, no debe ser tenida como limitada á determinadas circunstancias; era algo más, era una proclamación de su libertad en esta materia, era que la Iglesia no quería consentir que los hombres estuviesen al nivel de los brutos, viéndose forzados á obedecer al capricho ó al interés de otro hombre, sin consultar siquiera los sentimientos del corazón. Así lo entendía Santo Tomás, pues que sostiene abiertamente que, en punto á contraer matrimonio, no deben los esclavos obedecer á sus dueños. (2.ª 2.ae, q. 104, art. 5.)

En el rápido bosquejo que acabo de trazar, he cumplido, según creo, con lo que al principio insinué: de que no adelantaría una proposición que no la apoyara en irrecusables documentos, sin dejarme extraviar por el entusiasmo á favor del Catolicismo, hasta atribuirle lo que no le pertenezca. Velozmente, á la verdad, hemos atravesado el caos de los siglos: pero se nos han presentando, en diversísimos tiempos y lugares, pruebas convincentes de que el Catolicismo es quien ha abolido la esclavitud, á pesar de las ideas, de las costumbres, de los intereses, de las leyes que formaban un reparo, al parecer invencible; y todo sin injusticias, sin violencias, sin trastornos, y todo con la más exquisita prudencia, con la más admirable templanza. Hemos visto á la Iglesia católica desplegar contra la esclavitud un ataque tan vasto, tan variado, tan[202] eficaz, que, para quebrantarse la ominosa cadena, no se ha necesitado siquiera un golpe violento; sino que, expuesta á la acción de poderosísimos agentes, se ha ido aflojando, deshaciendo, hasta caerse á pedazos. Primero se enseñan en alta voz las verdaderas doctrinas sobre la dignidad del hombre, se marcan las obligaciones de los amos y de los esclavos, se los declara iguales ante Dios, reduciéndose á polvo las teorías degradantes que manchan los escritos de los mayores filósofos de la antigüedad; luego se empieza la aplicación de las doctrinas, procurando suavizar el trato de los esclavos; se lucha con el derecho atroz de vida y muerte, se les abren por asilo los templos, no se permite que á la salida sean maltratados, y se trabaja por substituir á la vindicta privada la acción de los tribunales; al propio tiempo se garantiza la libertad de los manumitidos enlazándola con motivos religiosos, se defiende con tesón y solicitud la de los ingenuos, se procura cegar las fuentes de la esclavitud, ora desplegando vivísimo celo por la redención de los cautivos, ora saliendo al paso á la codicia de los judíos, ora abriendo expeditos senderos por donde los vendidos pudiesen recobrar la libertad; se da en la Iglesia el ejemplo de la suavidad y del desprendimiento, se facilita la emancipación admitiendo á los esclavos á los monasterios y al estado eclesiástico, y por otros medios que iba sugiriendo la caridad: y así, á pesar del hondo arraigo que tenía la esclavitud en la sociedad antigua, á pesar del trastorno traído por la irrupción de los bárbaros, á pesar de tantas guerras y calamidades de todos géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de toda acción reguladora y benéfica, se vió, no obstante, que la esclavitud, esa lepra que afeaba á las civilizaciones antiguas, fué disminuyéndose rápidamente en las naciones cristianas, hasta que al fin desapareció.

No se descubre, por cierto, un plan concebido y concertado por los hombres; mas, por lo mismo que sin ese plan se nota tanta unidad de tendencias, tanta[203] identidad de miras, tanta semejanza en los medios, hay una prueba evidente del espíritu civilizador y libertador entrañado por el Catolicismo; y los verdaderos observadores se complacerán, sin duda, en ver en el cuadro que acabo de presentar, cuál concuerdan admirablemente en dirigirse al mismo blanco, los tiempos del imperio, los de la irrupción de los bárbaros, y los de la época del feudalismo; y, más que en aquella mezquina regularidad que distingue lo que es obra exclusiva del hombre, se complacerán, repito, los verdaderos observadores, en andar recogiendo los hechos desparramados en aparente desorden, desde los bosques de la Germania hasta las campiñas de la Bética, desde las orillas del Támesis hasta las márgenes del Tiber.

Estos hechos yo no los he fingido; anotadas van las épocas, citados los concilios; al fin de este volumen encontrará el lector, originales y por extenso, los textos que aquí he extractado y resumido, y allí podrá cerciorarse plenamente de que no le he engañado. Que, si tal hubiera sido mi intención, á buen seguro que no hubiera descendido al terreno de los hechos: entonces habría divagado por las regiones de las teorías; habría pronunciado palabras pomposas y seductoras; habría echado mano de los medios más á propósito para encantar la fantasía y excitar los sentimientos; me habría colocado en una de aquellas posiciones, en que puede un escritor suponer á su talante cosas que jamás han existido, y lucir, con harto escaso trabajo, las galas de la imaginación y la fecundidad del ingenio. Me he impuesto una tarea algo más penosa, quizás no tan brillante, pero ciertamente más fecunda.

Y ahora podremos preguntar á M. Guizot, cuáles han sido las otras causas, las otras ideas, los otros principios de civilización, cuyo completo desarrollo, según nos dice, ha sido necesario para que triunfase al fin la razón, de la más vergonzosa de las iniquidades. Esas causas, esas ideas, esos principios de civilización que, según él, ayudaron á la Iglesia en la abolición de la escla[204]vitud, menester era explicarlos, indicarlos cuando menos; que así el lector hubiera podido evitarse el trabajo de buscarlos como quien adivina. Si no brotaron del seno de la Iglesia, ¿dónde estaban? ¿Estaban en los restos de la civilización antigua? Pero los restos de una civilización destrozada, y casi aniquilada, ¿podrían hacer lo que no hizo ni pensó hacer jamás esa misma civilización cuando se hallaba en todo su vigor, pujanza y lozanía? ¿Estaban quizás en el individualismo de los bárbaros, cuando este individualismo era inseparable compañero de la violencia, y, por consiguiente, debía ser una fuente de opresión y esclavitud? ¿Estaban quizás en el patronazgo militar, introducido, según Guizot, por los mismos bárbaros, que puso los cimientos de esa organización aristocrática, convertida más tarde en feudalismo? Pero, ¿qué tenía que ver ese patronazgo con la abolición de la esclavitud, cuando era lo más á propósito para perpetuarla en los indígenas de los países conquistados, y extenderla á una porción considerable de los mismos conquistadores? ¿Dónde está, pues, una idea, una costumbre, una institución que, sin ser hija del Cristianismo, haya contribuído á la abolición de la esclavitud? Señálese la época de su nacimiento, el tiempo de su desarrollo; muéstresenos que no tuvo su origen en el Cristianismo, y entonces confesaremos que él no puede pretender exclusivamente el honroso título de haber abolido estado tan degradante; y no dejaremos por eso de aplaudir y ensalzar aquella idea, costumbre ó institución que haya tomado una parte en la bella y grandiosa empresa de libertar á la humanidad.

Y ahora, bien se puede preguntar á las Iglesias protestantes, á esas hijas ingratas que, después de haberse separado del seno de su madre, se empeñan en calumniarla y afearla: ¿dónde estabais vosotras cuando la Iglesia católica iba ejecutando la inmensa obra de la abolición de la esclavitud? ¿Cómo podréis achacarle que simpatiza con la servidumbre, que trata de envilecer al hombre, de usurparle sus derechos? ¿Podréis[205] vosotras presentar un título, que así os merezca la gratitud del linaje humano? ¿Qué parte podéis pretender en esa grande obra, que es el primer cimiento que debía echarse para el desarrollo y grandor de la civilización europea? Solo, sin vuestra ayuda, la llevó á cabo el Catolicismo; y solo hubiera conducido á la Europa á sus altos destinos, si vosotras no hubierais venido á torcer la majestuosa marcha de esas grandes naciones, arrojándolas desatentadamente por un camino sembrado de precipicios: camino cuyo término está cubierto con densas sombras, en medio de las cuales sólo Dios sabe lo que hay.[15]


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NOTAS:

[1] Pág. 11.—La historia de las variaciones de los protestantes, de Bossuet, es una de aquellas obras que agotan su objeto; que ni dejan réplica, ni consienten añadidura. Leída con reflexión esta obra inmortal, la causa del Protestantismo está fallada bajo un aspecto dogmático; no queda medio alguno entre el Catolicismo y la incredulidad. Gibbon la había leído en su juventud, y se había hecho católico, abandonando la religión protestante, en que había sido educado. Después volvió á separarse de la Iglesia católica, pero no fué protestante, sino incrédulo. Quizás no disgustará á los lectores el oir de la boca de este célebre escritor el juicio que formaba de la obra de Bossuet, y la relación del efecto que le produjo su lectura; dice así: «En la Historia de las variaciones, ataque tan vigoroso como bien dirigido, desenvuelve, con felicísima mezcla de raciocinio y de narración, las faltas, los extravíos, las incertidumbres y las contradicciones de nuestros primeros reformadores, cuyas variaciones, como él sostiene hábilmente, llevan el carácter del error, mientras que la no interrumpida unidad de la Iglesia católica es la señal y testimonio de la infalible verdad: leí, aprobé, creí.» (Gibbon, Memorias.)

[2]Pág. 13.—Lutero, á quien se empeñan todavía algunos en presentárnoslo como un hombre de altos conceptos, de pecho noble y generoso, de vindicador de los derechos de la humanidad, nos ha dejado en sus escritos el más seguro y evidente testimonio de su carácter violento, de su extremada grosería y de la más feroz intolerancia. Enrique VIII, Rey de Inglaterra, había refutado el libro de Lutero llamado de Captivitate Babilonica, y, enojado este por semejante atrevimiento, escribe al Rey, llamándole sacrílego, loco, insensato, el más grosero de todos los puercos y de todos los asnos. Si la majestad real no inspiraba á Lutero respeto ni miramiento, tampoco tenía ningu[208]na consideración al mérito. Erasmo, quizás el hombre más sabio de su siglo, ó al menos el más erudito, más literato y brillante, y que, por cierto, no escaseó la indulgencia con Lutero y sus secuaces, fué, no obstante, tratado con tanta virulencia por el fogoso corifeo, así que éste vió que no podía traerle á la nueva secta, que, lamentándose de ello Erasmo, decía: «que en su vejez se veía obligado á pelear con una bestia feroz, ó con un furioso jabalí». No se contentaba Lutero con palabras, sino que pasaba á los hechos: y bien sabido es que por instigación suya fué desterrado Carlostadio de los estados del duque de Sajonia, hallándose, por efecto de la persecución, reducido á tal miseria, que se veía precisado á ganarse el sustento llevando leña, y haciendo otros oficios muy ajenos á su estado. En sus ruidosas disputas con los zuinglianos, no desmintió Lutero su carácter, llamándolos hombres condenados, insensatos, blasfemos. Cuando así trataba á sus compañeros disidentes, nada extraño es que llamase á los doctores de Lovaina verdaderas bestias, puercos, paganos, epicúreos, ateos; que prorrumpiese en otras expresiones que la decencia no permite copiar, y que, desenfrenándose contra el Papa, dijese, «que era un lobo rabioso, que todo el mundo debía armarse contra él, sin esperar orden alguna de los magistrados; que en este punto sólo podía caber arrepentimiento por no haberle pasado el pecho con la espada; y que todos aquellos que le seguían, debían ser perseguidos como los soldados de un capitán de bandoleros, aunque fueran reyes ó emperadores». Este es el espíritu de tolerancia y libertad de que estaba animado Lutero: y cuenta que nos sería fácil aducir muchas otras pruebas.

No se crea que tal intolerancia fuese exclusivamente propia de Lutero; extendíase á todo el partido, y se hacían sentir sus efectos de un modo cruel. Afortunadamente tenemos de esta verdad un testigo irrefragable. Es Melanchton, el discípulo querido de Lutero, uno de los hombres más distinguidos que ha tenido el Protestantismo. «Me hallo en tal esclavitud (decía, escribiendo á su amigo Camerario) como si estuviera en la cueva de los cíclopes; por manera que apenas me es posible explicarte mis penas, viniéndome á cada paso tentaciones de escaparme.» «Son gente ignorante (decía en otra carta) que no conoce piedad ni disciplina; mirad á los que mandan, y veréis que estoy como Daniel en la cueva de los leones.» ¡Y se dirá todavía que presidía á tamaña empresa un pensamiento generoso, y que se trataba de emancipar el pensamiento humano! La intolerancia de Calvino es bien conocida, pues, á más de quedar consignada en el hecho indicado en el texto, se manifiesta á cada paso en sus obras, por el tratamiento que da á sus adversarios. Malvados, tunantes, borrachos, locos, furiosos, rabiosos, bestias, toros, puercos, asnos, perros, viles esclavos de Satanás: he aquí las lindezas que se hallan á cada paso en los escritos del célebre reformador. ¡Cuán[209]to y cuánto de semejante podría añadir, si no temiese fastidiar á los lectores!

[3]Pág. 14.—En la dieta de Espira se había hecho un decreto que contenía varias disposiciones relativas al cambio de religión: catorce ciudades del imperio no quisieron someterse á este decreto y presentaron una protesta; de aquí vino que los disidentes empezaron á llamarse protestantes. Como este nombre es la condenación de las Iglesias separadas, han tratado algunas veces de apropiarse otros; pero siempre en vano. Los nombres que se daban eran falsos, y un nombre falso no dura. ¿Qué pretendían significar cuando se llamaban evangélicos? ¿acaso el que se atenían únicamente al Evangelio? En tal caso mejor debían llamarse, bíblicos, pues que no pretendían precisamente atenerse al Evangelio, sino á la Biblia. Llámanse también á veces reformados, y algunos suelen apellidar al Protestantismo Reforma; pero basta pronunciar este nombre para descubrir su impropiedad. Revolución religiosa le cuadraría mucho mejor.

[4]Pág. 15.—El conde de Maistre, en su obra Del Papa, ha desenvuelto este punto de los nombres de una manera inimitable. Entre otras muchas observaciones hay una muy atinada, cual es, que sólo la Iglesia católica tiene un nombre positivo y propio, con que se llama ella á sí misma, y hace que la llamen los otros. Las Iglesias separadas han excogitado varios, pero no han podido apropiárselos. «Si cada uno, dice, es libre de darse el nombre que le agrada, la misma Lais en persona podría escribir sobre la puerta de su casa: Palacio de Artemisa. La dificultad está en obligar á los demás á darnos el nombre que nosotros escogemos.»

No se crea que sea el conde de Maistre el inventor de ese argumento de los nombres: habíanlo empleado de antemano San Jerónimo y San Agustín: «Si oyeres, dice San Jerónimo, que se llaman marcionistas, valentinianos, montanistas, sepas que no son la Iglesia de Cristo, sino la Sinagoga del Anticristo.» Si audieris nuncupari marcionistas, valentinianos, montanenses, scito non Ecclesiam Christi, sed Antichristi esse Sinagogam. (Hieron., lib. adversus Luciferanios.) «Tiéneme en la Iglesia, dice San Agustín, el mismo nombre de católica, pues que no sin causa, y entre tantas sectas, le obtuvo ella sola, y de tal manera, que, queriéndose llamar católicos todos los herejes, sin embargo, si un peregrino les pregunta por el templo católico, ninguno de los herejes se atreve á mostrarle su basílica ó su casa.» «Tenet me in Ecclesia ipsum catholicae nomen, quod non sine causa inter tam multas haereses, sic ipsa sola obtinuit, ut cum omnes haeretici se catholicos dici velint, quaerenti tamen peregrino alicui, ubi ad catholicam conveniatur, nullus haereticorum, vel basilicam suam, vel domum audcat ostendere.» (S. Aug.) Esto que observaba San Agustín en su tiempo, se ha verificado también con respecto á los protestantes, y pueden dar de ello testimo[210]nio los que han visitado aquellos países en que hay diferentes comuniones. Un ilustre español del siglo xvii y que había pasado mucho tiempo en Alemania, nos dice: «Todos quieren llamarse católicos y apostólicos, pero los demás los llaman luteranos y calvinistas. Singuli volunt dici catholici et apostolici, sed volunt, et ab aliis non hoc praetenso illis nomine, sed luterani potius aut calviniani nominantur.» (Caramuel.) «He habitado, continúa el mismo, en ciudades de herejes, y vi con mis ojos y oí con mis oídos, una cosa que debieran pesar los heterodoxos: esto es, que á excepción del predicador protestante, y de algunos pocos que pretenden saber más de lo que conviene, todo el vulgo de los herejes llama católicos á los romanos.» (Habitavi in haereticorum civitatibus; et hoc propriis oculis vidi, propriis auditi auribus, quod deberet ab haeterodoxis ponderari. Praeter praedicantem, et pauculos qui plus sapiunt quam oportet sapere, totum haereticorum vulgus catholicos vocat romanos.) Tanta es la fuerza de la verdad. Los ideólogos saben muy bien que semejantes fenómenos proceden de causas profundas, y que estos argumentos son algo más que sutilezas.

[5]Pág 36.—Tanto se ha hablado de los abusos, tanto se ha exagerado su influencia en los desastres que en los últimos siglos han afligido á la Iglesia, teniéndose cuidado, al propio tiempo, de ensalzar con hipócritas encomios la pureza de las costumbres y la rigidez de la disciplina de los primeros siglos, que algunos han llegado á imaginarse una línea divisoria entre unos tiempos y otros; no concibiendo en los primeros más que verdad y santidad, y no atribuyendo á los segundos otra cosa que corrupción y mentira; como si en los primeros siglos de la Iglesia todos los miembros hubiesen sido ángeles, como si en todas épocas no hubiese tenido la Iglesia que corregir errores y enfrenar pasiones. Con la historia en la mano sería fácil reducir á su justo valor estas ideas exageradas; exageración de que se hizo cargo el mismo Erasmo, por cierto poco inclinado á disculpar á sus contemporáneos. En un cotejo de su tiempo con los primeros siglos de la Iglesia, hace ver hasta la evidencia, cuán infundado y pueril era el prurito que entonces cundía de ensalzar todo lo antiguo para deprimir lo presente. Un fragmento de este objeto se halla entre las obras de Marchetti, en sus observaciones sobre las historia de Fleury.

Curioso fuera también hacer una reseña de las disposiciones tomadas por la Iglesia para refrenar toda clase de abusos. Las colecciones de los concilios podrían suministrarnos tan copiosa materia para comprobar este aserto, que no sería fácil encerrarla en pocos volúmenes; ó, más bien, las mismas colecciones, con toda su mole asombradora, no son otra cosa, de un extremo á otro, que una prueba evidente de estas dos verdades: primera, que en todos tiempos ha habido muchos abusos que corregir; cosa necesaria, atendida la debilidad y la corrupción humanas; segunda,[211] que en todas épocas la Iglesia ha procurado corregirlos, pudiendo, desde luego, asegurarse que no es posible señalar uno, sin que se ofrezca también la correspondiente disposición canónica que lo reprime ó castiga. Estas observaciones acaban de dejar en claro que el Protestantismo no tuvo su principal origen en los abusos, sino que era una de aquellas grandes calamidades que, atendida la volubilidad del espíritu humano y el estado en que se encontraba la sociedad, puede decirse que son inevitables. En el mismo sentido que dijo Jesucristo que era necesario que hubiese escándalos, no porque nadie se halle forzado á darlos, sino porque tal es la corrupción del corazón humano, que, siguiendo las cosas el orden regular, no puede menos de haberlos.

[6]Pág. 45.—Ese concierto, esa unidad, que se descubren en el Catolicismo, deben llenar de admiración y asombro á todo hombre juicioso, sean cuales fueren sus ideas religiosas. Si no suponemos que hay aquí el dedo de Dios, ¿cómo será posible explicar ni concebir la duración del centro de la unidad, que es la Cátedra de Roma? Tanto se ha dicho ya sobre la supremacía del Papa, que es muy difícil añadir nada nuevo; pero quizás no desagradará á los lectores el que les presente un interesante trozo de San Francisco de Sales, en que reunió los varios y notables títulos que ha dado á los Sumos Pontífices, y á su silla, la antigüedad eclesiástica. Este trabajo del santo Obispo es interesante, no tan sólo por lo que pica la curiosidad, sino también porque da margen á gravísimas reflexiones, que el lector hará, sin duda, por sí mismo. Helo aquí:

NOMBRES QUE SE HAN DADO AL PAPA
El muy santo Obispo de la Iglesia Católica. En el concilio de Soissons de 300 Obispos.
El muy santo y muy feliz Patriarca. Ibíd., tomo 7. Concil.
El muy feliz Señor. S. Agustín., Ep. 95.
El Patriarca universal. S. León P, Ep. 62.
El Jefe de la Iglesia del mundo. Innoc. ad PP. Concili. Milevit.
El Obispo elevado á la cumbre apostólica. S. Cipr., Ep. 3 et 12.
El Padre de los Padres. Concil. de Calced., ses. 3.
El Soberano Pontífice de los Obispos. Ibíd. in praef.
El Soberano Sacerdote. Concil. de Calced., ses. 16.
El Príncipe de los Sacerdotes.[212] Esteban Ob. de Cartago.
El Prefecto de la Casa de Dios, y el Custodio y Guarda de la viña del Señor. Concil. de Cartago, Ep. ad Damasum.
El Vicario de Jesucristo, y el Confirmador de la fe de los cristianos. S. Jerón., praef. in Evang. ad Damasum.
El Sumo Sacerdote. Valentiniano y toda la antigüedad.
El Soberano Pontífice. Concil. de Calced., in Ep. ad Theod. Imper.
El Príncipe de los Obispos. Ibíd.
El Heredero de los apóstoles. S. Bern., lib. de Consid.
Abrahán por el Patriarcado. S. Ambros., in 1 ad Tim., 3.
Melquisedech por el orden. Concil. de Calced., Epist. ad Leonem.
Moisés por la autoridad. S. Bern., Epist. 190
Samuel por la jurisdicción. Ibíd. et in lib. de Consid.
Pedro por el poder. Ibíd.
Cristo por la unción. Ibíd.
El Pastor del aprisco de Jesucristo. Ibíd., lib. 2, Consid.
El Llavero de la Casa de Dios. Idem idem, cap. 8.
El Pastor de todos los pastores. Ibíd.
El Pontífice llamado á la plenitud del poder. Ibíd.
San Pedro fué la boca de Jesucristo. S. Crisóst., Homil. 2, in divers. serm.
La Boca y el Jefe del apostolado. Orig., Hom. 55, in Matth.
La Cátedra y la Iglesia principal. S. Cipr., Ep. 55, ad Corn.
El Origen de la unidad sacerdotal. S. Cipr., Epist. 3,2
El Lazo de la unidad. Idem ibíd., 4,2.
La Iglesia donde reside el poder principal. Idem ibíd., 3,8.
La Iglesia Raíz y Matriz de todas las demás Iglesias. S. Anaclet. Pap., Epist. ad om. Episc. et fidel.
La Sede sobre la cual ha construído el Señor la Iglesia universal. S. Dámas., Ep., ad univ. Episc.
El Punto Cardinal y el Jefe de todas las Iglesias. S. Marcelin., Pap., Epist. ad Episc. Antioc.
El Refugio de los Obispos. Conc. de Alex., Ep. ad Felic. P.
La Suprema Sede Apostólica. S. Atanas.
La Iglesia presidente. Imp. Justin., in 1, 8, Cod. de SS. Trinit.
La Sede Suprema que no puede ser juzgada por otra. S. León, in nat. SS. Apost.[213]
La Iglesia antepuesta á todas las demás Iglesias. Víctor de Utica, in lib. de perfect.
La primera de todas las Sedes. S. Próspero, lib. de Ingrat.
La Fuente apostólica. S. Ignat., Ep. ad Rom, in Suscript.
El Puerto segurísimo de toda la Comunión Católica. Concil. Rom. por S. Gelasio.

[7] Pág. 54.—He dicho que los más distinguidos protestantes sintieron el vacío que encerraban todas las sectas separadas de la Iglesia católica: voy á presentar las pruebas de esta aserción, que quizás algunos juzgarían aventurada. Oigamos al mismo Lutero, que, escribiendo á Zuinglio, decía: «Si dura mucho el mundo, será de nuevo necesario, á causa de las varias interpretaciones de la Escritura que ahora circulan, para conservar la unidad de la fe, recibir los decretos de los concilios y refugiarnos en ellos.» (Si diutius steterit mundus, iterum erit necessarium, propter diversas Scripturae interpretationes quae nunc sunt, ad conservandam fidei unitatem, ut conciliorum decreta recipiamus, adque ad ea confugiamus.)

Melanchton, lamentándose de las funestas consecuencias de la falta de jurisdicción espiritual, decía: «resultará una libertad de ningún provecho á la posteridad»; y en otra parte dice estas notabilísimas palabras: «En la Iglesia se necesitan inspectores para conservar el orden, observar atentamente á los que son llamados al ministerio eclesiástico, velar sobre la doctrina de los sacerdotes, y ejercer los juicios eclesiásticos; por manera que, si no hubiera obispos, sería menester crearlos. La monarquía del Papa serviría también mucho para conservar entre tan diversas naciones la uniformidad de la doctrina.»

Oigamos á Calvino: «Colocó Dios la silla de su culto en el centro de la tierra, poniendo allí un Pontífice, único, á quien miraran todos para conservarse mejor en la unidad.» (Cultus sui sedem in medio terrae collocavit illi unum Antistitem praefecit, quem omnes respicerent, quo melius in unitate continerentur.)» (Calv., inst. 6, §. 11.)

«Atormentáronme también á mí mucho y por largo tiempo, dice Beza, esos mismos pensamientos que tú me pintas: veo á los nuestros divagando á merced de todo viento de doctrina, y, levantados en alto, caerse ahora á una parte, después á otra. Lo que piensan hoy de la religión quizá podría saberlo; lo que pensarán mañana, no. Las Iglesias que han declarado la guerra al Romano Pontífice, ¿en qué punto de la religión convienen? Recórrelo todo desde el principio al fin, y apenas encontrarás cosa afirmada por uno que desde luego no la condene otro como[214] impía.» Exercuerunt me diu et multum illae, ipsae quas describis cogitationes: video nostros palantes omni doctrinae vento et, in altum sublatos, modo ad hanc, modo ad illam partem deferri. Horum quae sit hodie de Religione sententia scire fortasse possis; sed quae eras de eadem futura sit opinio, neque tu certo affirmare queas. In quo tandem religionis capite, congruunt inter se Ecclesiae, quae Romano Pontifici bellum indixerunt? A capite ad calcem si percurras omnia, nihil propemodum reperias, ab uno affirmari, quod alter statim non impium esse clamitet. (Th. Epist. ad Andream Duditium.)

Grocio, uno de los hombres más sabios que haya tenido el Protestantismo, conoció también la flaqueza de los cimientos en que estriban las sectas separadas. No son pocos los que han creído que había muerto católico. Los protestantes le acusaron de que intentaba convertirse al Catolicismo, y los católicos que le habían tratado en París, pensaban de la misma manera. No diré que sea verdad lo que se cuenta del insigne P. Petau, amigo de Grocio, de que, habiendo sabido su muerte, había celebrado misa por él; pero lo cierto es que Grocio en su obra titulada De Antichristo no piensa como los protestantes que el Anticristo sea el Papa; lo cierto es que en otra obra publicada, Votum pro pace Ecclesiae, dice redondamente que «sin el primado del Papa no es posible dar fin á las disputas, como acontece entre los protestantes»; lo cierto es que en su obra póstuma, Rivetiani apologetici discussio, asienta abiertamente el principio fundamental del Catolicismo, á saber, que «los dogmas de la fe deben decidirse por la tradición y la autoridad de la Iglesia, y no por la sola Sagrada Escritura.»

La ruidosa conversión del célebre protestante Papín es otra prueba de lo mismo que estamos demostrando. Meditaba Papín sobre el principio fundamental del Protestantismo, y la contradicción en que estaba con este principio la intolerancia de los protestantes, pues que, estribando en el examen privado, apelaban para conservarse á la vía de la autoridad, y argumentaba de esta manera: «Si la vía de la autoridad de que pretenden asirse es inocente y legítima, ella condena su origen, en el que no quisieron sujetarse á la autoridad de la Iglesia católica; mas, si la vía del examen que en sus principios abrazaron fué recta y conforme, resulta entonces condenada la vía de autoridad que ellos han ideado para evitar excesos: quedando así abierto y allanado el camino á los mayores desórdenes de la impiedad.»

Puffendorf, que por cierto no puede ser notado de frialdad cuando se trata de atacar al Catolicismo, no pudo menos de tributar su obsequio á la verdad, estampando una confesión que le agradecerán todos los católicos. «La supresión de la autoridad del Papa ha sembrado en el mundo infinitas semillas de discordia; pues, no habiendo ya ninguna autoridad soberana para[215] terminar las disputas que se suscitaban en todas partes, se ha visto á los protestantes dividirse entre si mismos, y despedazarse las entrañas con sus propias manos.» (Puffendorf, de Monarch. Pont. Rom.)

Leibnitz, ese grande hombre que, según la expresión de Fontenelle, conducía de frente todas las ciencias, reconoció también la debilidad del Protestantismo, y la firmeza de organización de la Iglesia católica. Sabido es que, lejos de participar del furor de los protestantes contra el Papa, miraba su supremacía religiosa con las mayores simpatías. Confesaba paladinamente la superioridad de las misiones católicas sobre las protestantes; y las mismas comunidades religiosas, objeto para muchos de tanta aversión, eran para él altamente respetables. Cuando tales antecedentes se tenían sobre las ideas religiosas de ese grande hombre, vino á confirmarlos más y más una obra suya póstuma, publicada en París por primera vez en 1819. Quizás no disgustará á los lectores una breve noticia sobre acontecimiento tan singular. En el citado año dióse á luz en París la Exposición de la doctrina de Leibnitz sobre la religión, seguida de pensamientos extraídos de las obras del mismo autor, por M. Emery, antiguo superior general de San Sulpicio. En esta obra de M. Emery está contenida la póstuma de Leibnitz, y cuyo título en el manuscrito original es: Sistema teológico. El principio de la obra es notable por su gravedad y sencillez, dignas ciertamente de la grande alma de Leibnitz. Hele aquí: «Después de largo y profundo estudio sobre las controversias en materia de religión, implorada la asistencia divina, y depuesto, al menos en cuanto es posible al hombre, todo espíritu de partido, me he considerado como un neófito venido del Nuevo Mundo, y que todavía no hubiese abrazado ninguna opinión; y he aquí dónde al fin me he detenido, y, entre todos los dictámenes que he examinado, lo que me parece que debe ser reconocido por todo hombre exento de preocupaciones, como lo más conforme á la Escritura Santa, á la respetable antigüedad, y hasta á la recta razón y á los hechos históricos más ciertos.»

Leibnitz establece en seguida la existencia de Dios, la Encarnación, la Trinidad, y los otros dogmas del Cristianismo; adopta con candor y defiende con mucha ciencia la doctrina de la Iglesia católica sobre la tradición, los sacramentos, el sacrificio de la misa, el culto de las reliquias y de las santas imágenes, la jerarquía eclesiástica, y el primado del Romano Pontífice. «En todos los casos, dice, que no permiten los retardos de un concilio general, ó que no merecen ser tratados en él, es preciso admitir que el primero de los obispos, ó el Soberano Pontífice, tiene el mismo poder que la Iglesia entera.»

[8] Pág. 63.—Quizás algunos podrían creer que lo dicho sobre la vanidad de las ciencias humanas, y sobre la debilidad de nuestro entendimiento, es con la sola mira de realzar la nece[216]sidad de una regla en materias de fe. Muy fácil fuera aducir larga serie de textos sacados de los escritos de los hombres más sabios, antiguos y modernos; pero me contento con insertar un excelente trozo de un ilustre español, de uno de los hombres más grandes del siglo xvi. Es Luis Vives.

«Iam mens ipsa, suprema animi et celsissima pars, videbit quantopere sit tum natura sua tarda ac praepedita, tum tenebris peccati caeca, et a doctrina, usu, ac solertia imperita et rudis, ut ne ea quidem quae videt, quaeque manibus contrectat, cuiusmodi sint, aut qui fiant assequatur, nedum ut in abdito illa naturae arcana possit penetrare; sapienterque ab Aristotele illa est posita sententia: Mentem nostram ad manifestissima naturae non aliter habere se, quam noctuae oculum ad lumen solis: ea omnia, quae universum hominum genus novit, quota sunt pars eorum quae ignoramus! nec solum id in universitate artium est verum, sed in singulis earum, in quarum nulla tantum, est humanum ingenium progressum, ut ad medium pervenerit, etiam in infimis illis ac vilissimis: ut nihil existimetur verius esse dictum ab Academicis, quam: scire nihil.» (Ludovicus Vives, De Concordia et Discordia. Lib. 4, cap. 3.)

Así pensaba este grande hombre, que, á más de estar muy versado en toda clase de erudición, así sagrada como profana, había meditado profundamente sobre el mismo entendimiento humano; que había seguido con ojo observador la marcha de las ciencias, y que, como lo acreditan sus escritos, se había propuesto regenerarlas. Sensible es que no se puedan copiar por extenso sus palabras, así del lugar citado, como de su obra inmortal sobre las causas de la decadencia de las artes y ciencias y el modo de enseñarlas.

Como quiera, á quien se manifestase descontento porque se han dicho algunas verdades sobre la debilidad de nuestros alcances, y tuviese recelos de que esto dañara al progreso de las ciencias, porque así se apoca el entendimiento, será bien recordarle que el mejor modo de hacer progresar á nuestro espíritu es el que se conozca á sí mismo; pudiendo á este propósito citarse la profunda sentencia de Séneca: «Pienso que muchos hubieran podido alcanzar la sabiduría, si no hubiesen presumido que la habían ya alcanzado.» «Puto multos ad sapientiam potuisse pervenire, nisi se iam crederent pervenisse.»

[9] Pág. 70.—Es cierto que, al acercarse á los primeros principios de las ciencias, se encuentra el entendimiento rodeado de espesas sombras. He dicho que de esta regla general no se exceptúan las mismas matemáticas, cuya certeza y evidencia se han hecho proverbiales. El cálculo infinitesimal, que en el estado actual de la ciencia puede decirse que la domina, estriba, sin embargo, en algunas ideas sobre los límites, ideas que hasta ahora nadie ha podido aclarar bien. Y no es que trate de poner[217] en duda su certeza y verdad; solo me propongo hacer notar que, si se quisiera llamar á examen en el tribunal de la metafísica las ideas que son como los elementos de ese cálculo, no dejarían de poder esparcirse sobre ellas algunas sombras. Aun concretándonos á la parte elemental de la ciencia, se podrían también descubrir algunos puntos que no sufrirían sin algún daño un detenido análisis metafísico é ideológico; cosa que sería muy fácil manifestar, si lo consintiese el género de esta obra. Entre tanto puede recomendarse á los lectores la preciosa carta dirigida por el distinguido jesuíta español Eximeno á su amigo Juan Andrés, donde se hallan observaciones muy oportunas sobre la materia, hechas por un hombre á quien de seguro no se puede recusar por incompetente. Esta carta está en latín, y su título es: Epistola ad clarissimum virum Ioannem Andresium.

Por lo que toca á las otras ciencias, no es necesario insistir en manifestar cuánta obscuridad se encuentra al acercarse á sus primeros principios; pudiéndose asegurar que los brillantes sueños de los hombres más ilustres han reconocido este origen. Impulsados por el sentimiento de sus propias fuerzas, penetraban hasta los abismos en busca de la verdad; allí la antorcha se apagaba en sus manos, por valerme de la expresión de un ilustre poeta contemporáneo, y extraviados por un obscuro laberinto se entregaban á merced de su fantasía y de sus inspiraciones, tomando por la realidad los hermosos sueños de su genio.

[10] Pág. 73.—Para ver con toda claridad, para sentir con viveza la innata debilidad del espíritu humano, no hay cosa más á propósito que recorrer la historia de las herejías, historia que debemos á la Iglesia por el sumo cuidado que ha tenido en definirlas y clasificarlas. Desde Simón Mago, que se apellidaba el legislador de los judíos, el reparador del mundo, el Paracleto, mientras tributaba á su querida Elena culto de latría bajo el nombre de Minerva, hasta Hermán, predicando la matanza de todos los sacerdotes y magistrados del mundo, y asegurando que él era el verdadero Hijo de Dios, puede un observador contemplar ese vasto cuadro, que, si bien es muy desagradable, cuando no por otras causas, al menos por su extravagancia, no deja, sin embargo, de sugerir graves y profundas reflexiones sobre el verdadero carácter del espíritu humano, manifestando la sabiduría del Catolicismo, cuando en ciertas materias se empeña en sujetarle á una regla.

[11] Pág 79.—Quizás no todos se persuadirán fácilmente de que las ilusiones y el fanatismo estén, como en su elemento, en medio de los protestantes; y por esto será preciso traer aquí el irrecusable testimonio de los hechos. Podrían escribirse sobre el particular crecidos volúmenes, pero habré de contentarme con una rapidísima reseña, empezando desde Lutero. Yo no sé si puede llevarse más allá el delirio, que el pretender haber sido enseñado por el diablo, y gloriarse de ello, y sostener con ta[218]maña autoridad las nuevas doctrinas. Y, sin embargo, el fundador del Protestantismo, el mismo Lutero, es quien así delira, dejándonos consignado en sus obras el testimonio de su entrevista con Satanás. ¿Puede darse mayor desvarío? Ya fuese real la aparición, ya fuese un sueño de cabeza calenturienta, ¿puede llegarse más allá en la línea del fanatismo que jactarse de haber tenido tal maestro? Varios fueron los coloquios que, según nos dice él mismo, tuvo con el diablo; pero es digna de referirse la visión, en que, según nos cuenta con toda seriedad, le obligó Satanás con sus argumentos á prohibir la misa privada. La descripción que del caso nos hace es muy viva. Despierta Lutero á media noche, se le aparece Satanás, Lutero se horroriza, suda, tiembla, y el corazón le palpita de un modo horrible. Entáblase, no obstante, la disputa; el diablo, á fuer de buen dialéctico, le estrecha con sus argumentos de tal manera, que no le queda respuesta. Lutero queda vencido; y no es extraño, porque la lógica del diablo dice que andaba acompañada con una voz tan horrorosa que helaba la sangre. «Entonces entendí, dice este miserable, lo que sucede á menudo, de que mueren repentinamente muchos al amanecer, y es que el demonio puede matar ó ahogar á los hombres; y hasta sin esto, los pone con sus disputas en tales apuros, que puede causar la muerte de esta manera, como muchas veces lo he experimentado yo.» El pasaje es peregrino. El fantasma de Zuinglio, fundador del Protestantismo en Suiza, no deja también de presentar un ejemplo de ridícula extravagancia. Quería este heresiarca negar la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, pretendiendo que lo que hay debajo de las especies consagradas no es más que un signo. Como en la Sagrada Escritura se expresa tan claramente lo contrario, se hallaba embarazado con la autoridad del sagrado texto; cuando he aquí que, mientras se imaginaba que estaba disputando con el Secretario de la Ciudad, se le aparece un fantasma blanco ó negro, como nos dice él mismo, y le señala una salida que le deja libre del apuro. Este gracioso cuento lo sabemos por el mismo Zuinglio.

¿Quién no se aflige al ver á un hombre como Melanchton entregado á las preocupaciones y manías de la superstición más ridícula, al verle neciamente crédulo en materia de sueños, de fenómenos raros, de pronósticos astrológicos? Y, sin embargo, nada hay más cierto; léanse sus cartas y se tropezará á cada paso con semejantes miserias. Al tiempo de celebrarse la dieta de Augsburgo, parecíanle presagios muy favorables al nuevo Evangelio, una inundación del Tiber, el que en Roma una mula hubiese dado á luz un monstruo con un pie de grulla, y el haber nacido en el territorio de Augsburgo un becerro con dos cabezas. Estos acontecimientos eran para él anuncios indudables de un cambio en el universo, y singularmente de la próxima ruina de Roma por el cisma. Así escribía seriamente á Lutero. Forma él mismo el horóscopo de su hija, pero está temblando por ella á causa de[219] que Marte presenta un aspecto horrible, asustándole no menos la pavorosa llama de un cometa muy septentrional. Los astrólogos habían pronosticado que por el otoño serían los astros más favorables á las disputas eclesiásticas, y ese pronóstico basta para consolar á nuestro buen hombre de que las conferencias de Augsburgo sobre religión vayan tan lentamente; y se ve además que sus amigos, es decir, los jefes del partido, se dejan dominar también por tan poderosas razones. Como si no tuviera bastantes penas, se le pronostica que había de padecer un naufragio en el Báltico y él se guardara de surcar aquellas aguas fatales. Cierto franciscano había tenido la humorada de profetizar que el poder del Papa iba á debilitarse y en seguida á caer para siempre, como y también que en el año 1600 el turco dominaría la Italia y la Alemania; y el bueno de Melanchton se gloría de tener en su poder la profecía original, además que los terremotos que suceden le confirman en su creencia.

Apenas acababa de erigirse en juez único el espíritu privado, ya la Alemania estaba inundada de sangre por las atrocidades del más furioso fanatismo. Matías Harlem, anabaptista, puesto á la cabeza de una turba feroz, manda saquear las iglesias, destrozar sus ornamentos y quemar todos los libros como impíos ó inútiles, exceptuando sólo la Biblia. Situado en Múnster, que él llama La Montaña de Sión, hace llevar á sus pies todo el oro y plata y joyas preciosas que poseen los habitantes, lo deposita en un tesoro común, y nombra diáconos para la distribución. Obliga á todos sus discípulos á comer en común, á vivir en perfecta igualdad y á prepararse para la guerra que habían de emprender, saliendo de la Montaña de Sión, para someter, según decía, á su poder todas las naciones de la tierra; y mueren por fin en un arrojo temerario, en que se prometía que, cual nuevo Gedeón, exterminaría con un puñado de hombres el ejército de los impíos. No faltó á Matías un heredero de fanatismo, presentándose luego Becold, quizás más conocido bajo el nombre de Juan de Leyde. Este fanático, sastre de profesión, echó á correr desnudo por las calles de Múnster gritando: El rey de Sión viene. Entró en su casa, se encerró allí por tres días, y, cuando el pueblo se presentó preguntando por el, aparentó que no podía hablar. Como otro Zacarías, pidió por señas recado de escribir, y escribió que Dios le había revelado que el pueblo había de ser regido por jueces, á imitación del pueblo de Israel. Nombró doce jueces, escogiendo aquellos que le eran más adictos, y hasta que la autoridad de los nuevos magistrados fué reconocida, tuvo él la precaución de no dejarse ver de nadie. Estaba ya asegurada en cierto modo la autoridad del nuevo profeta, pero no se contentó con el mando efectivo, sino que le ambicionó rodeado de toda pompa y majestad; propúsose nada menos que proclamarse rey. En tan lastimoso vértigo estaban los fanáticos sectarios, que no le fué difícil salir á cabo con su loca empresa: no se necesi[220]taba más que jugar una grosera farsa. Un platero, que estaba en inteligencia con el aspirante á rey, y que también se hallaba iniciado en el arte de profetizar, se presenta á los jueces de Israel y les habla de esta manera: He aquí lo que dice el Señor Dios, el Eterno: como en otro tiempo yo establecí á Saúl sobre Israel, y después de él á David, no siendo más que un simple pastor, así establezco hoy á Becold, mi profeta, rey de Sión. Los jueces no podían determinarse á renunciar; pero Becold aseguró que también había tenido él la misma revelación, que la había callado por humildad, pero que, habiendo Dios hablado á otro profeta, era menester resignarse á subir al trono, para cumplir las órdenes del Altísimo. Los jueces insistieron en que se convocase al pueblo, que en efecto se reunió en la plaza del mercado; y allí, habiéndosele presentado por un profeta de parte de Dios una espada desnuda en señal de quedar constituído justiciero sobre toda la tierra para extender el imperio de Sión por los cuatro ángulos del mundo, fué proclamado rey con ruidosa alegría, y coronado solemnemente en 24 de junio de 1534. Como se había casado con la esposa de su predecesor, la elevó también á la dignidad real; pero, si bien á ésta sola la miró como reina, no dejó de tener hasta diez y siete mujeres; todo conforme á la santa libertad que en esta materia había proclamado. Las orgías, los asesinatos, las atrocidades y delirios de todas clases que se siguieron, no hay por qué referirlo: pudiendo asegurarse que los 16 meses del reinado de este frenético no fueron más que una cadena de crímenes. Clamaron los católicos contra tamaños excesos; clamaron también, es verdad, los protestantes; pero ¿quién tenía la culpa? ¿no eran aquellos que habían proclamado la resistencia á la autoridad de la Iglesia, y que habían arrojado la Biblia en medio de aquellos miserables, para que con la interpretación individual se les trastornase la cabeza, y se arrojaran á proyectos tan criminales como insensatos? Así lo conocieron los mismos anabaptistas, y así es que se indignaron sobremanera contra Lutero, que con sus escritos los condenaba. Y, en efecto: quien había sentado el principio ¿qué derecho tenía para atajar las consecuencias? Si Lutero encontraba en la Biblia que el Papa era el Anticristo, y de su propia autoridad se arrojaba á destruir el reino del Papa, exhortando á todo el mundo á conjurarse contra él; ¿por qué no podían también los anabaptistas decir: que habían hablado con Dios, y que habían recibido el mandato de exterminar á todos los impíos, y de constituir un nuevo mundo en que vivieran solamente los pios é inocentes, siendo dueños de todas las cosas?

Hermán predicando la matanza de todos los sacerdotes y magistrados del mundo; David Jorge proclamando que sólo su doctrina era perfecta, que la del antiguo y nuevo Testamento era imperfecta, y que él era el verdadero Hijo de Dios; Nicolás desechando la fe y el culto como inútiles, despreciando los pre[221]ceptos fundamentales de la moral, y enseñando que era bueno perseverar en el pecado para que la gracia pudiese abundar; Macket pretendiendo que había descendido sobre el el espíritu del Mesías, enviando á dos de sus discípulos, Arthington y Coppinger, á vocear por las calles de Londres que el Cristo venía allí con su vaso en la mano, y clamando él mismo á la vista del cadalso y en el trance del suplicio: «¡Jehovah! ¡Jehovah! ¿no veis que los cielos se abren, y á Jesucristo que viene á libertarme?» Esos deplorables espectáculos, y cien y cien otros que podríamos recordar, son pruebas harto evidentes del terrible fanatismo nutrido y avivado por el sistema protestante. Venner, Fox, William Sympson, J. Naylor, el conde Tinzendorf, Wesley, el barón de Sweedenborg, y otros nombres semejantes, bastan para recordar un conjunto de sectas tan locas, y una serie de extravagancias y crímenes tales, que darían materia para formar gruesos volúmenes donde se presentarían los cuadros más ridículos y más negros, las mayores miserias y extravíos del espíritu humano. Eso no es fingir, no es exagerar; ábrase la historia, consúltense los autores, no precisamente católicos, sino protestantes, ó sean cuales fueren; por dondequiera se encontrarán abundancia de testigos que deponen de la verdad de esos hechos; hechos ruidosos, sucedidos á la luz del día, en medio de grandes capitales, en tiempos que casi tocan á los nuestros. Y no se crea que se haya agotado con el transcurso del tiempo ese manantial de ilusión y de fanatismo; á lo que parece, no lleva camino de cegarse, y la Europa está condenada todavía á escuchar la relación de otras visiones como la acaecida en la fonda de Londres al barón de Sweedenborg, y á ver pasaportes de tres sellos como los que despacha para el cielo Juana Soutchote.

[12] Pág. 86.—Nada más palpable que la diferencia que media en este punto entre los protestantes y los católicos. En ambas partes hay personas que se pretenden favorecidas con visiones celestiales; pero con las visiones los protestantes se vuelven orgullosos, turbulentos, frenéticos, mientras los católicos ganan en humildad, y en espíritu de paz y de amor. En el mismo siglo xvi, cuando el fanatismo de los protestantes llevaba revuelta la Europa entera, y la inundaba de sangre, había en España una mujer que, á juicio de los protestantes y de los incrédulos, debe de ser una de las que más han adolecido de achaque de ilusión y fanatismo; pero el pretendido fanatismo de esa mujer, ¿hizo derramar acaso, ni una gota de sangre, ni una sola lágrima? Y sus visiones ¿eran acaso órdenes del cielo para exterminar á los hombres como desgraciadamente sucedía entre les protestantes? Después que en la nota anterior se habrá horrorizado el lector con las visiones de los sectarios, quizás no le desagradará tener á la vista un cuadro tan bello como apacible.

Es Santa Teresa, que, escribiendo su propia vida, por motivos de pura obediencia, nos refiere sus visiones con un candor ange[222]lical, con una dulzura inefable. «Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión, veía un ángel cabe mí, hacia el lado izquierdo, en forma corporal; lo que no suelo ver, sino por maravilla, aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada, que dije primero. En esta visión quiso el Señor le viese ansí, no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido, que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan: deben ser los que llaman serafines; que los nombres no me los dicen; mas, bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles á otros, y de otros á otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba á las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.» (Vida de Santa Teresa, capítulo 29, n.º 11.)

He aquí otra muestra: «Estando en esto, veo sobre mi cabeza una paloma bien diferente de las de acá, porque no tenía estas plumas, sino las de unas conchitas, que echaban de sí gran resplandor. Era grande más que paloma, paréceme que oía el ruido que hacia con las alas. Estaría aleando por espacio de una Avemaría. Ya el alma estaba de tal suerte, que perdiéndose á sí de sí la perdió de vista. Sosegóse el espíritu con tan buen huésped, que, según mi parecer, la merced tan maravillosa le debía de desasosegar y espantar, y como comenzó á gozarla, quitósele el miedo y comenzó la quietud con el gozo, quedando en arrobamiento.» (Vida, cap. 28, n.º 7.)

Difícil será encontrar algo de tan bello, expresado con tan vivo colorido, y con tan amable sencillez.

No será inoportuno el copiar otros dos trozos de distinto género, que, al paso que harán sensible lo que nos proponemos evidenciar, podrán contribuir á despertar la afición hacia cierta clase de escritores castellanos que van cayendo en olvido entre nosotros, mientras los extranjeros los buscan con afán, y hacen de ellos lujosas ediciones.

»Estando una vez en las horas con todas, de presto se recogió mi alma, y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas, ni lado, ni alto, ni bajo, que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo Nuestro Señor como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma, le veía claro como en un espejo, y también este espejo (yo no sé decir cómo) se esculpía todo en el mismo Señor, por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa. Sé que me fué esta visión de gran provecho, cada vez que se me acuerda, en especial cuando acabo de comulgar. Dióseme á entender que estar una alma en pecado mortal, es cubrirse este espejo de gran niebla, y quedar muy negro, y ansí no se puede representar, ni[223] ver este Señor, aunque esté siempre presente dándonos el ser, y que los herejes, es como si el espejo fuese quebrado, que es muy peor que obscurecido. Es muy diferente el cómo se ve, á decirse, porque se puede mal dar á entender. Mas hame hecho mucho provecho y gran lástima de las veces que, con mis culpas, obscurecí mi alma, para no ver este Señor.» (Vida, capítulo 40, número 4.)

En otro lugar explica un modo de ver las cosas en Dios, y presenta su idea bajo una imagen tan brillante y grandiosa, que nos parece que leemos á Malebranche explanando su famoso sistema.

«Digamos ser la Divinidad como un claro diamante muy mayor que todo el mundo, ó espejo, á manera de lo que dije del alma en otra visión, salvo que es por tan sublime manera que yo no lo sabré encarecer, y que todo lo que hacemos se ve en este diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza. Cosa espantosa me fué en tan breve espacio ver tantas cosas juntas aquí en este claro diamante, y lastimosísima cada vez que se me acuerda ver que cosas tan feas se me representan en aquella limpieza de claridad, como eran mis pecados.» (Vida, cap. 40, número 7.)

Supongamos ahora con los protestantes que todas esas visiones no sean más que pura ilusión; pues es evidente que ni extravían las ideas, ni corrompen las costumbres, ni perturban el orden público; y ciertamente que, aun cuando no hubieran servido más que para inspirar tan hermosas páginas, no habría por qué dolernos de la ilusión. Y he aquí confirmado lo que he dicho sobre los saludables efectos que produce en las almas el principio católico, no dejándolas cegar por el orgullo, ni andar por caminos peligrosos, antes limitándolas á un círculo, desde el cual no pueden dañar á nadie, si es que sus favores del cielo no sean más que ilusión, y no perdiendo nada de su fuerza y energía para hacer el bien, dado caso que su inspiración sea una realidad.

Mil y mil otros ejemplos podría citar; pero, en obsequio de la brevedad, me he limitado á uno solo, escogiendo á Santa Teresa, ya por ser una de las que más se han distinguido en la materia, ya por ser contemporánea de las grandes aberraciones de los protestantes, ya también por ser española; aprovechando esta oportunidad de recordarla á los españoles que empiezan á olvidarla.

[13] Pág. 96.—He indicado las sospechas que inspiraban algunos de los corifeos de la reforma, de que, procediendo de mala fe, no dando asenso á lo mismo que predicaban, tratasen únicamente de alucinar á sus prosélitos. No quiero que se diga que he andado con ligereza en achacarles ese cargo, y así produciré algunas pruebas que garanticen mi aserción.

[224]

Oigamos al mismo Lutero. «Muchas veces pienso á mis solas que casi no sé dónde estoy, ni si enseño la verdad ó no.» «Saepe sic mecum cogito: propemodum nescio quo loco sim, et utrum veritatem doceam, necne.» (Luther, colloquio. Isleb. de Christo.) Y éste es el mismo hombre que decía: «Es cierto que yo he recibido mis dogmas del cielo: no permitiré que juzguéis de mi doctrina, ni vosotros, ni los mismos ángeles del cielo.» «Certum est dogmata mea habere me de coelo. Non sinam vel vos vel ipsos angelos de coelo de mea doctrina iudicare.» (Luth. Contra Reg. Ang.) Juan Metthei, que publicó algunos escritos sobre la vida de Lutero, y que se deshace en alabanzas del heresiarca, nos ha conservado una anécdota curiosa sobre las convicciones de Lutero; dice así: «Un predicante llamado Juan Musa me contó que cierta vez se había lamentado con Lutero, de que no podía resolverse á creer lo que predicaba á los otros. Bendito sea Dios, respondió Lutero, pues que sucede á los demás lo mismo que á mí: antes creía yo que sólo á mí me sucedía.» (Ioannes Matthesius, condone 12.)

Las doctrinas de la incredulidad no se hicieron esperar mucho, y quizás no se figurarían algunos lectores que se hallen consignadas expresamente en varios lugares de las obras de Lutero. «Es verosímil, dice, que, excepto pocos, todos duermen insensibles.» «Soy de parecer que los muertos están sepultados en tan inefable y admirable sueño, que sienten ó ven menos que los que duermen con sueño común.» «Las almas de los muertos no entran ni en el purgatorio ni en el infierno.» «El alma humana duerme embargados todos los sentidos.» «En la mansión de los muertos no hay tormentos.» «Verisimile est, exceptis paucis, omnes dormire insensibiles.» «Ego puto mortuos sic ineffabili, et miro somno sopitos, ut minus sentiant aut videant, quam hi qui alias dormiunt.» «Animae mortuorum non ingrediuntur in purgatorium nec infernum.» «Anima humana dormit omnibus sensibus sepultis.» «Mortuorum locus cruciatus nullus habet.» (Tom. 2, Epist Latin Isleb. fol. 44. Tom. 6, Lat. Wittemberg, in cap. 2, cap. 23, cap. 25, cap. 42, et cap. 49. Genes. et Tom. 4, Lat Wittemberg, fol. 109.) No faltaba quien recogiese semejantes doctrinas, y los estragos que tal enseñanza andaba haciendo eran tales, que el luterano Brentzen, discípulo y sucesor de Lutero, no dudaba en decir lo siguiente: «Aunque no exista entre nosotros ninguna profesión pública de que el alma perezca con el cuerpo, y que no haya resurrección de muertos, sin embargo, la vida impurísirna y profanísima que la mayor parte lleva, indica bien á las claras que no creen que haya otra vida. Y á algunos se les escapan ya semejantes expresiones, no sólo entre el calor de los brindis, sí que también en la templanza de las conversaciones familiares.» Etsi inter nos nulla sit publica professio, quod anima simul cum corpore intereat, et quod non sit mortuorum resurrectio: tamen impurissima et profa[225]nissima illa vita, quam maxima pars hominum sectatur, perspicue indicat quod non sentiat vitam post hanc. Nonnullis etiam tales voces, tam ebriis inter pocula excidunt, quam sobriis in familiaribus colloquiis. (Brentius, hom. 35, in cap. 20, Luc.)

En el mismo siglo xvi no faltaron algunos que, sin curarse de dar su nombre á esta ó aquella secta, profesaban sin rebozo la incredulidad y escepticismo. Sabido es que al famoso Gruet le costó la cabeza su atrevimiento en este punto; y no fueron los católicos los que se la hicieron cortar, sino los calvinistas, que llevaban á mal el que este desgraciado se hubiese tomado la libertad de pintar con sus verdaderos colores el carácter y la conducta de Calvino, y de fijar en Ginebra algunos pasquines en que acusaba de inconsecuencia á los pretendidos reformados, por la tiranía que querían ejercer sobre las conciencias, después de haber sacudido ellos mismos el yugo de la autoridad. Todo esto sucedía no mucho después de haber nacido el Protestantismo, pues que la sentencia de Gruet fué ejecutada en el año 1549.

Montaigne, á quien he señalado como uno de los primeros escépticos que alcanzaron mucha nombradía, llevaba la cosa tan allá, que ni siquiera admite ley natural. «Graciosos están, dice, cuando, para dar alguna certeza á las leyes, asientan que hay algunas, firmes, perpetuas é inmutables, que ellos llaman naturales, grabadas en el linaje humano por la condición de su propia esencia.» «Ils sont plaisants quand, pour donner quelque certitude aux lois, ils disent qu'il y en a aucunes, fermes, perpétuelles et immuables, qu'ils nomment naturelles, qui sont empreintes en l'humain genre par la condition de leur propre essence, etc.» (Montaigne Es. Tom. 2, cap. 12.)

Ya hemos visto lo que pensaba Lutero sobre la muerte, ó al menos las expresiones que sobre este particular se le habían escapado; no es extraño, pues, que Montaigne pretendiese morir como verdadero incrédulo, y que hablando de este terrible trance dijera: «Estúpidamente, y con la cabeza baja, me sumerjo en la muerte, sin considerarla ni reconocerla, como en una profundidad silenciosa y obscura que me traga de un golpe, y me ahoga en un instante, en un hondo sueño lleno de insensibilidad y de indolencia.» «Je me plonge, la tête baissée, stupidement dans la mort, sans la considérer et reconnaître, comme dans une profondeur muette et obscure, qui m'engloutit d'un saut, et m'étouffe en un instant d'un puissant sommeil plein d'insipidité et d'indolence.» (Montaigne Livr. 3, chap. 9.)

Pero este hombre, que deseaba que la muerte le sorprendiese plantando sus hortalizas, y sin curarse de ella (Je veux que la mort me trouve plantant mes choux, mais sans me soucier d'elle), no lo pensó así en sus últimos momentos; pues que, estando para expirar, quiso que se celebrara en su mismo aposento el santo sacrificio de la misa, y expiró en el mismo instante en que aca[226]baba de hacer un esfuerzo para levantarse sobre su cama en el acto de la adoración de la Sagrada Hostia. Bien se ve que no había quedado estéril en su corazón aquel pensamiento con que hablando de la religión cristiana decía: «El orgullo es lo que aparta al hombre de los caminos comunes, que le hace abrazar novedades, prefiriendo ser jefe de una tribu errante y descaminada, enseñando el error y la mentira, á ser discípulo de la escuela de la verdad.» Acordaríase también de lo que había dicho en otro lugar, condenando de un rasgo todas las sectas disidentes: «En materia de religión es preciso atenerse á los que son establecidos jefes de doctrina y que tienen una autoridad legítima, y no á los más sabios y á los más hábiles.» «En matière de religion il faut s'attacher à ceux qui sont établis juges de la doctrine, et qui ont une autorité légitime, non pas aux plus savants et aux plus habiles.»

Por lo que acabo de decir, se echa de ver con cuánta razón he culpado al Protestantismo de haber sido una de las principales causas de la incredulidad en Europa. Repito aquí lo que he dicho en el texto: que no es mi ánimo desconocer los esfuerzos que hicieron algunos protestantes para oponerse á la incredulidad; pues lo que ataco no son las personas, sino las cosas, y respeto el mérito dondequiera que se encuentre. Añadiré también que, si en el siglo xvii se notó que no pocos protestantes tendían hacia el Catolicismo, debió de ser á causa de que veían los progresos que iba haciendo la incredulidad; progresos que no era posible atajar, sino asiéndose del áncora de la autoridad que les ofrecía la Iglesia Católica.

No me es posible, sin salir de los límites que me he prefijado, dar noticias circunstanciadas sobre la correspondencia entre Molano y el obispo de Tyna, y entre Leibnitz y Bossuet; pero los lectores que quieran instruirse á fondo en la materia, podrán verlo, parte en las mismas obras de Bossuet, parte en la interesante obra del abate Bausset, que precede á la edición de las obras de Bossuet, hecha en París en 1814.

[14] Pág. 143.—Para formarse idea del estado de la ciencia al tiempo de la aparición del Cristianismo, y convencerse de lo que podía esperarse del espíritu humano, abandonado á sus propias luces, basta recordar las monstruosas sectas que pululaban por doquiera, en los primeros siglos de la Iglesia, y que reunían en sus doctrinas la mezcolanza más informe, más extravagante é inmoral, que concebirse pueda. Cerinto, Menandro, Ebión, Saturnino, Basílides, Nicolao, Carpocrates, Valentino, Marción, Montano y otros, son nombres que recuerdan sectas donde el delirio andaba hermanado con la inmoralidad. Echando una ojeada sobre aquellas sectas filosófico-religiosas, se conoce que ni eran capaces de concebir un sistema filosófico un poco concertado, ni de idear un conjunto de doctrinas y prácticas, que pudiese merecer el nombre de religión. Todo lo trastornan, todo[227] lo mezclan y confunden; el judaísmo, el Cristianismo, los recuerdos de las antiguas escuelas, todo se amalgama en sus delirantes cabezas; no olvidándose, empero, de soltar la rienda á todo linaje de corrupción y obscenidad.

Abundante campo ofrecen aquellos siglos á la verdadera filosofía para conjeturar lo que hubiera sido del humano saber, si el Cristianismo no hubiese alumbrado el mundo con sus doctrinas celestiales; si no hubiese venido esa religión divina á confundir el desatentado orgullo del hombre, mostrándole cuán vanos é insensatos eran sus pensamientos, y cuán descarriado andaba del camino de la verdad. ¡Cosa notable! ¡Y esos mismos hombres cuyas aberraciones hacen estremecer, se apellidaban á sí mismos Gnósticos, por el superior conocimiento de que se imaginaban dotados! Está visto: el hombre en todos los siglos es el mismo.

[15] Pág 205.—He creído que no dejaría de ser útil copiar aquí literalmente los cánones á que hice referencia en el texto. Así podrán los lectores enterarse por sí mismos de su contenido, y no podrá caber sospecha de que, extrayendo la especie del canon, se le haya atribuído un sentido de que carecía.

Cánones y otros documentos que manifiestan la solicitud de la Iglesia en aliviar la suerte de los esclavos, y los diferentes medios de que se valió para llevar á cabo la abolición de la esclavitud.

§ I

(Concilium Eliberitanum, anno 305.)

Se impone penitencia á la señora que maltrata á su esclava.

«Si qua domina furore zeli accensa flagris verberaverit ancillam suam, ita ut in tertium diem animam cum cruciatu effundat; eo quod incertum sit, voluntate an casu occiderit; si voluntate, post septem annos, si casu, post quinquenii tempora, acta legitima poenitentia, ad communionem placuit admiti. Quod si infra tempora constituta fuerit infirmata, accipiat communionem.» (Canon 5.)

Nótese que la palabra ancillam expresa una esclava propiamente tal, no una sirvienta cualquiera, como se entiende de aquellas otras palabras flagris verberaverit, que era el castigo propio de los esclavos.

(Concilium Epaonense, anno 517.)

Se excomulga al dueño que por autoridad propia mata á su esclavo.

«Si quis servum proprium sine conscientia iudicis occiderit, excommunicatione biennii effusionem sanguinis expiabit.» (Canon 34.)

Esta misma disposición se halla repetida en el canon 15 del concilio 17 de Toledo, celebrado en el año 694, copiándose el mismo canon del concilio de Epaona, con muy ligera variación.

(Ibíd.) El esclavo reo de un delito atroz, se libra de suplicios corporales, refugiándose en la iglesia.

«Servus reatu atrociore culpabilis si ad ecclesiam confugerit, a corporalibus tantum suppliciis excusetur. De capillis vero, vel quocumque opere, placuit a dominis iuramenta non exigi.» (Canon 39.)

(Concilium Aurelianense quintum, anno 549.)

Precauciones muy notables para que los amos no maltratasen á los esclavos que se habían refugiado en las iglesias.

[229]

«De servis vero, qui pro qualibet culpa ad ecclesiae septa confugerint, id statuimus observandum, ut sicut in antiquis constitutionibus tenetur scriptum, pro concessa culpa datis a domino sacramentis, quisquis ille fuerit, expediatur de venia iam securus. Enim vero si immemor fidei dominus trascendisse convincitur quod iuravit, ut is qui veniam acceperat, probetur postmodum pro ea culpa qualicumque supplicio cruciatus, dominus ille qui immemor fuit datae fidei, sit ab omnium communione suspensus. Iterum si servus de promissione veniae datis sacramentis a domino iam securus exire noluerit, ne sub tali contumacia requirens locum fugae, domino fortasse dispereat, egredi nolentem a domino eum liceat occupari, ut nullam, quasi pro retentatione servi, quibuslibet modis molestiam, aut calumniara patiatur ecclesia: fidem tamen dominus, quam pro concessa venia dedit, nulla temeritate trascendat. Quod si aut gentilis dominus fuerit, aut alterius sectae, qui a conventu ecclesiae probatur extraneus, is qui servum repetit, personas requirat bonae fidei chistianas, ut ipsi in persona domini servo praebeant sacramenta: quia ipsi possunt servare quod sacrum est, qui pro transgressione ecclesiasticam metuunt disciplinam.» (Can. 22.)

Difícil es llevar más allá la solicitud para mejorar la suerte de los esclavos, de lo que se deduce del curioso documento que se acaba de copiar.

(Concilium Emeritense, anno 666.)

Se prohibe á los obispos la mutilación de sus esclavos, y se ordena que su castigo se encargue el juez de la ciudad, pero sin raparlos torpemente.

«Si regalis pietas pro salute omnium suarum legum dignata est ponere decreta, cur religio sancta per sancti concilii ordinem non habeat instituta, quae omnino debent esse cavenda? Ideoque placuit huic sancto concilio, ut omnis potestas episcopalis modum suae ponat irae; nec pro quolibet excessu cuilibet ex familia ecclesiae aliquod corporis membrorum sua ordinatione praesumat extirpare, aut auferre. Quod si talis emerserit culpa advocato iudice civitatis, ad examen eius deducatur quod factum fuisse asseritur. Et quia omnino iustum est ut pontifex saevissimam non impendant vindictam; quidquid coram iudice verius patuerit, per disciplinae severitatem absque turpi decalvatione maneat emendatum.» (Can 15.)

(Concilium Teletanum undecimum, anno 675.)

Se prohibe á los sacerdotes la mutilación de los esclavos.

«His a quibus domini sacramenta tractanda sunt, iudicium sanguinis agitare non licet: et ideo magnopere talium excessibus prohibendum est; ne indiscretae praesumptionis motibus agi[230]tati, aut quod morte plectendum est, sententia propriae iudicare praesumant, aut truncationes quaslibet membrorum quibuslibet personis aut per se inferant, aut inferendas praecipiant. Quod si quisquam horum immemor praeceptorum, aut ecclesiae, suae familiis, aut in quibuslibet personis tale quid fecerit, et concessi ordinis honore privatus, et loco suo, perpetuo damnationis teneatur religatus ergastulo: cui tamen communio exeunti ex hac vita non neganda est, propter domini misericordiam, qui non vult peccatoris mortem, sed ut convertatur et vivat.» (Can. 6.)

Es de notar que, cuando en los dos cánones últimamente citados se usa de la palabra familia, se deben entender los esclavos. Que ésta es la verdadera acepción de la palabra se deduce claramente del canon 74 del concilio 4.º de Toledo, celebrado en el año 633, donde se lee: De familiis ecclesiae constituere presbiteros et diaconos per parochias liceat..... ea tamen ratione ut antea manumissi libertatem status sui percipiant.» Lo mismo se deduce del sentido en que emplea esta palabra el Papa San Gregorio, en su epístola 44, 1. 4.

(Concilium Wormatiense, anno 868.)

Se impone penitencia al amo que por autoridad propia mata á su esclavo.

«Si quis servum proprium sine conscientia iudicum qui tale quid commisserit, quod morte sit dignum, occiderit, excommunicatione vel poenitentia biennii, reatum sanguinis emendabit.» (Can. 38)

«Si qua femina furore zeli accensa, flagris verberaverit ancillam suam, ita ut intra tertium diem animam suam cum cruciata efiundat, eo quod incertum sit voluntate, an casu occiderit; si voluntate, septem annos, si casu, per quinque annorum tempora legitimam peragat poenitentiam.» (Can. 39.)

(Concilium Arausicanum primum, anno 441.)

Se reprime la violencia de los que se vengaban del asilo dispensado á los esclavos, apoderándose de los de la Iglesia.

«Si quis autem mancipia clericorum pro suis mancipiis ad ecclesiam fugientibus crediderit occupanda, per omnes ecclesias districtissima damnatione feriatur.» (Can. 6.)

§ II

(Ibíd) Se reprime á los que atentan en cualquier sentido contra la libertad de los manumitidos en la Iglesia, ó que le hayan sido recomendados por testamento.

«In ecclesia manumissos, vel per testamentum ecclesiae com[231]mendatos, si quis in servitutem, vel obsequium, vel ad colonariam conditionem imprimere tentaverit, animadversione ecclesiastica coerceatur.» (Can. 7.)

(Concilium quintum Aurelianense, anno 549.)

Se asegura la libertad de los manumitidos en las iglesias; y se prescribe que éstas se encarguen de la defensa de los libertos.

«Et quia plurimorum suggestione comperimus, eos qui in ecclesiis iuxta patrioticam consuetudinem a servitiis fuerunt absoluti, pro libito quorumcumque iterum ad servitium revocari, impium esse tractavimus, ut quod in ecclesia Dei consideratione a vinculo servitutis absolvitur, irritum habeatur. Ideo pietatis causa communi concilio placuit observandum, ut quaecumque mancipia ab ingenuis dominis servitute laxantur, in ea libertate maneant, quam tunc a dominis perceperunt. Huiusmodi quoque libertas si a quocumque pulsata fuerit, cum iustitia ab ecclesiis defendatur, praeter eas culpas, pro quibus leges collatas servis revocare iusserunt libertates.» (Can. 7.)

(Concilium Masticonense secundum, anno 585.)

Se prescribe que la Iglesia defienda á los libertos, ora hayan sido manumitidos en el templo, ora hayan pasado largo tiempo disfrutando la libertad. Se reprime la arbitrariedad de los jueces que atropellaban á esos desgraciados, y se dispone que los obispos conozcan de estas causas.

«Quae dum postea universo coetui secundum consuetudinem recitata innotescerent, Praetextatus et Pappulus viri beatissimi dixerunt: Decernat itaque, et de miseris libertis vestrae auctoritatis vigor insignis, qui ideo plus a iudicibus affliguntur, quia sacris sunt commendati ecclesiis; ut si quas quispiam dixerit contra eos actiones habere, non audeat eos magistratus contradere; sed in episcopi tantum iudicio, in cuius praesentia litem contestans quae sunt iustitiae ac veritatis audiat. Indignum est enim, ut hi qui in sacrosancta ecclesia iure noscuntur legitimo manumissi aut per epistolam, aut per testamentum aut per longinquitatem temporis libertatis iure fruuntur, a quolibet iniustissime inquietentur Universa sacerdotalis Congregatio dixit: Iustum est, ut contra calumniatorum omnium versutias defendantur, qui patrocinium immortalis ecclesiae concupiscunt. Et quicumque a nobis de libertis latum decretum; superbiae ausu praevaricare tentaverit, irreparabili damnationis suae sententia feriatur. Sed si placuerit episcopu ordinarium iudicem, aut quemlibet alium saecularem, in audientiam eorum accerseri, cum libuerit fiat, et nullus alius audeat causas pertractare libertorum nisi episcopus cuius interest, aut is cui idem audiendum tradiderit.» (Can. 7.)

[232]

(Concilium Parisiense quintum, anno 614.)

Se encarga á los sacerdotes la defensa de los manumitidos.

«Liberti quorumcumque ingenuorum a sacerdotibus defensentur, nec ad publicum ulterius revocentur. Quod si quis ausu temerario eos imprimere voluerit, aut ad publicum revocare, et admonitus per pontificem ad audientiam venire neglexerit, aut emendare quod perpetravit distulerit, communione privetur.» (Can. 5.)

(Concilium Toletanum tertium, anno 589.)

Se prescribe que los manumitidos recomendados á las iglesias sean protegidos por los obispos.

«De libertis autem id Dei praecipiunt sacerdotes, ut si qui ab episcopis facti sunt secundum modum quo canones antiqui dant licentiam, sint liberi; et tantum a patrocinio ecclesiae tam ipsi quam ab eis progeniti non recedant. Ab aliis quoque libertati traditi, et ecclesiis commendati, patrocinio episcopali tegantur, a principe hoc episcopus postulet.» (Can. 6.)

(Concilium Toletanum quartum, anno 633.)

Se manda que la Iglesia se encargue de defender la libertad y el peculio de los manumitidos recomendados á ella.

«Liberti qui a quibuscumque manumissi sunt, atque ecclesiae patrocinio commendati existunt, sicut regulae antiquorum patrum constituerunt, sacerdotali defensione a cuiuslibet insolentia protegantur; sive in statu libertatis eorum, seu in peculio quod habere noscuntur.» (Can. 72.)

(Concilium Agathense, anno 506.)

Se dispone que la Iglesia defienda á los manumitidos; y se habla en general, prescindiendo de que le hayan sido recomendados ó no.

«Libertos legitime a dominis suis factos ecclesia, si necessitas exigerit, tueatur quos si quis ante audientiam, aut pervadere aut expoliare praesumpserit, ab ecclesia repellatur.» (Can. 29.)

§ III

Se dispone que se atienda á la redención de los cautivos; y que á este objeto se pospongan los intereses de la Iglesia, por desolada que se halle.

«Sicut omnino grave est, frustra ecclesiastica ministeria venun[233]dare, sic iterum culpa est, imminente huiusmodi necessitate, res maxime desolatae Ecclesiae captivis suis praeponere, et in eorum redemptione cessare.» (Caus. 12. Q 2.ª Can. 16.)

Notables palabras de San Ambrosio sobre la redención de los cautivos. Para atender á tan piadoso objeto, el santo obispo quebranta y vende los vasos sagrados.

(S. Ambrosius, de Off. L. 2, cap. 15.)

(§ 70) «Summa etiam liberalitas captos redimere, eripere ex hostium manibus, subtrahere neci homines, et maxime faeminas turpidini, reddere parentibus liberos, parentes liberis, cives patriae restituere. Nota sunt haec nimis Illiriae vastitate et Thraciae: quanti ubique venales erant captivi orbe.....»

Ibíd. (§ 71.) «Praecipua est igitur liberalitas, redimere captivos et maxime ab hoste barbaro, qui nihil deferat humanitatis ad misericordiam, nisi quod avaritia reservaverit ad redemptionem.»

Ib. L. 2. C. 2. (§ 13.) «Ut nos aliquando in invidiam incidimus, quod confregerimus vasa mistica, ut captivos redimeremus, quod arrianis displicere potuerat, nec tam factum displicerit, quam ut esset quod in nobis reprehenderetur.»

Estos nobles y caritativos sentimientos no eran sólo de San Ambrosio; sus palabras son la expresión de los sentimientos de toda la Iglesia. A más de diferentes pruebas que podría traer aquí, y de lo que se deduce de los cánones que insertaré á continuación, es digna de notarse la sentida carta de San Cipriano, de la cual copiaré algunos trozos, en los cuales están compendiados los motivos que impulsaban á la Iglesia en tan piadosa tarea, y vivamente pintados el celo y la caridad con que la ejercía:

«Cyprianus, Ianuario, Maximo, Proculo, Victori, Modiano, Nemesiano, Nampulo et Honorato fratribus salutem. Cum maximo animi nostri gemitu et non sine lacrymis legimus litteras vestras, fratres carissimi, quas ad nos pro dilectionis vestrae sollicitudine de fratrum nostrorum et sororum captivitate fecistis. Quis enim non doleat in eiusmodi casibus, ut quis non dolorem fratris sui suum proprium computet, cum loquatur apostolus Paulus et dicat: Si patitur unum membrum, compatiuntur et caetera membra; si laetatur membrum unum, collaetantur et caetera membra? (1 ad Cor., 12.) Et alio loco: Quis infirmatur inquit et non ego infirmor? (2 ad Cor., 11.) Quare nunc et nobis captivitas fratrum nostra captivitas computanda est; et periclitantium dolor pro nostro dolore numerandus est, cum sit scilicet adunationis nostrae corpus unum, et non tantum dilectio instigare nos debeat et conferare ad fratrum membra redimenda. Nam cum denuo apostolus Paulus dicat: Nescitis quia templum Dei estis, et Spiritus Dei habitat in vobis? (1 ad Cor., 3) etiamsi cha[234]ritas nos minus adigeret ad opem fratribus ferendam, considerandum tamen hoc in loco fuit, Dei templum esse quae capta sunt, nec pati non longa cessatione et neglecto dolore debere, ut diu Dei templa captiva sint; sed quibus possumus viribus elaborare et velociter gerere ut Christum iudicem et Dominum et Deum nostum promereamur absequiis nostris. Nam cum dicat Paulus apostolus, Quotquot in Christo baptizati estis, Christum induistis (Ad Gal., 3), in captivis fratribus nostris contemplandus est Christus et redimendus de periculo captivitatis, qui nos de diaboli faucibus exuit, nunc ipse qui manet et habitat in nobis de barbarorum manibus exuatur, et redimatur nummaria quantitate qui nos cruce redemit et sanguine...

Quantus vero communis omnibus nobis moeror atque cruciatus est de periculo virginum quae illic tenentur; pro quibus non tantum libertatis, sed et pudoris iactura plangenda est, nec tam vincula barbarorum quam lenonum et lupanarium stupra deflenda sunt, ne membra Christo dicata et in aeternum continentiae honorem pudica virtute devota, insultantium libidine et contagione foedentur? Quae omnia istic secundum litteras vestras fraternitas nostra cogitans et dolenter examinans; prompte omnes et libenter ac largiter subsidia nummaria fratribus contulerunt...

Missimus autem sextertia centum millia nummorum, quae istic in ecclesia cui de Domini indulgentia praesumus, cleri et plebis apud nos consistentis collatione, collecta sunt, quae vos illic pro vestra diligentia dispensabitis...

Si tamen ad explorandam nostri animi charitatem, et examinandi nostri pectoris fidem tale aliquid acciderit, nolite cunctari nuntiare haec nobis litteris vestris, pro certo habentes ecclesiam nostram et fraternitatem istic universam, ne haec ultra fiant precibus orare, si facta fuerint, libenter et largiter, subsidia praestare.» (Epist. 60)...

Véase, pues, cómo el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos, que tan vivo se desplegó siglos después, había comenzado ya en los primeros tiempos; y se fundaba en los grandes y elevados motivos que divinizan en cierto modo la obra, asegurando, además, á quien la ejerce, una corona inmarcesible.

En las obras de San Gregorio se hallarán también importantes noticias sobre este punto (V. L. 3, ep. 16; L. 4, ep. 17; L. 6, ep. 35; L. 7, ep. 26, 28 y 38; L. 9, ep. 17.)

(Concilium Masticonense secundum, anno 585.)

Los bienes de la Iglesia se empleaban en la redención de los cautivos.

[235] «Unde statuimus ac decernimus, ut nos antiquus a fidelibus reparetur; et decimas ecclesiasticis famulantibus ceremoniis populus omnis inferat, quas sacerdotes aut in pauperum usum, aut in captivorum redemptionem praerogantes, suis orationibus pacem populo ac salutem impetrent: si quis autem contumax nostris statutis saluberrimis fuerit, a membris ecclesiae omni tempore separetur.» (Can. 5.)

(Concilium Rhemense, anno 625 vel 630.)

Se permite quebrar los vasos sagrados para expenderlos en la redención de cautivos.

«Si quis episcopus, excepto si evenerit ardua necessitas pro redemptione captivorum, ministeria sancta frangere pro qualicumque conditione praesumpserit, ab officio cessabit ecclesiae.» (Can. 22.)

(Concilium Lugdunense tertium, anno 683.)

Se ve, por el siguiente canon, que los obispos daban á los cautivos cartas de recomendación; y se prescribe en él que se pongan en ellas la fecha y el precio del rescate; y que se expresen también las necesidades de los cautivos.

«Id etiam de epistolis placuit captivorum, ut ita sint sancti pontifices cauti, ut in servitio pontificibus consistentibus, qui eorum manu vel subscriptione agnoscat epistolae aut quaelibet insinuationum litterae dari debeant, quatenus de subscriptionibus nulla ratione possit Deo propitio dubitare: et epistola commendationis pro necessitate cuiuslibet promulgata dies datarum et pretia constituta, vel necessitates captivorum quos cum epistolis dirigunt, ibidem inserantur.» (Can. 2.)

(Synodus S. Patricii Auxilii et Isernini Episcoporum in Hibernia celebrata, circa annum Christi 450, vel 456.)

Excesos á que eran llevados algunos eclesiásticos por un celo indiscreto á favor de los cautivos.

«Si quis clericorum voluerit iuvare captivo com suo pretio illi subveniat, nam si per furtum illum inviolaberit, blasphemantur multi clerici per unum latronem, qui sic fecerit excommunionis sit.» (Can. 32.)

(Ex epistolis S. Gregorii.)

La Iglesia gastaba sus bienes en el rescate de los cautivos, y, aun cuando con el tiempo tuvieran facultades para reintegrarla de la cantidad adelantada, ella no quería semejante reintegro: les condonaba generosamente el precio del rescate.

«Sacrorum canonum statuta et legalis permitit auctoritas, licite res ecclessiasticas in redemptionem captivorum impendi. Et[236] ideo, quia edocti a vobis sumus, ante annos fere 18 reverendissimum quemdam Fabium, Episcopum Ecclesia Firmanae, libras 11 argenti de eadem ecclesia pro redemptione vestra, ac patris vestri Passivi, fratris et coepiscopi nostri, tunc vero clerici, necnon matris vestrae, hostibus impedisse, atque ex hoc quamdam formidinem vos habere, ne hoc quod datum est, a vobis quolibet tempore repetatur, huius praecepti auctoritate suspicionem vestram praevidimus auferendam; constituentes, nullam vos exinde, haeredesque vestros quolibet tempore repetitionis molestiam sustinere, nec a quoquam vobis aliquam obiici quaestionem.» (Libro 8, ep. 14, et hab. Caus. 12, Q. 2, C. 15.)

(Concilium Vernense secundum, anno 884.)

Los bienes de la Iglesia servían para el rescate de los cautivos.

«Ecclessiae facultates quas reges et reliqui christiani Deo voverunt, ad alimentum servorum Dei et pauperum, ad exceptionem hospitum, redemptionis captivorum, atque templorum. Dei instaurationem, nunc in usu saecularium detinentur. Hinc multi servi Dei pecuniam cibi et potus ac vestimentorum patiuntur, pauperes consuetam eleemosynam non accipiunt, negliguntur hospites, fraudantur captivi, et fama omnium meritu laceratur.» (Can. 12.)

Es digno de notarse en el canon anterior el uso que hacía la Iglesia de sus bienes; pues que vemos que, á más de la manutención de los clérigos y los gastos del culto, servían para el socorro de pobres, de peregrinos, y para el rescate de los cautivos. Hago aquí esta observación, porque se ofrece la oportunidad; y no porque sea el canon citado el único texto en que pueda fundarse la prueba del buen uso que hacía la Iglesia de sus bienes. Muchos son los cánones que podrían citarse, empezando desde los llamados apostólicos; siendo de notar la expresión de que se valen á veces para afear la maldad de los que se apoderaban de los bienes eclesiásticos, ó los administraban mal. Pauperum necatores, matadores de pobres, se los llama, para dar á entender que uno de los principales objetos de esos bienes era el socorro de los necesitados.

§ IV

(Concilium Lugdunense secundum, anno 566.)

Se excomulga á los que atentan contra la libertad de la personas.

«Et quia peccatis facientibus multi in perniciem animae suae ita conati sunt, aut conantur assurgere, ut animas longa temporis quiete sine ulla status sui competitione viventes, nunc impro[237]ba proditione atque traditione, aut captivaverint aut captivare conentur, si iuxta praeceptum domini regis emendare distulerint, quosque hos quos obduxerunt, in loco in quo longum tempus quiete vixerint, restaurare debeant, ecclesiae communione priventur.» (Can. 3.)

Del canon que acabo de citar se infiere que era muy general el abuso de apelar los particulares á la violencia para reducir á esclavitud á personas libres. Tal era en aquella época la situación de Europa, á causa de las irrupciones de los bárbaros, que el poder público era débil en extremo, ó, mejor podríamos decir, que no existía. Por esto es muy bello el ver á la Iglesia salir en apoyo del orden público, y en defensa de la libertad, excomulgando á los que atacaban y menospreciaban así el precepto del rey: praeceptum domini regis.

(Concilium Rhemense, anno 625 vel 630.)

Se reprime el mismo abuso que en el canon anterior.

«Si quis ingenuum aut liberum ad servitium inclinare voluerit, an fortasse iam fecit, et commonitus ab episcopo se de inquietudine eius revocare neglexerit, aut emendare noluerit, tanquam calumniae reum placuit sequestrari.» (Can. 17.)

(Concilium Confluentium, anno 922.)

Se declara reo de homicidio al que seduce á un cristiano y lo vende.

«Item interrogatum est, quid de eo faciendum sit qui christianum hominem seduxerit, et sic vendiderit; responsumque est ab omnibus, homicidii reatum, ipsum hominem sibi contrahere.» (Can. 7.)

(Concilium Londinense, anno 1102.)

Se prohibe el comercio de hombres que se hacía en Inglaterra, vendiéndolos como brutos animales.

«Nequis illud nefarium negotium quo hactenus in Anglia solebant homines sicut bruta animalia venundari, deinceps ullatenus facere praesumat.»

Echase de ver, por el canon que acabo de citar, cuánto se adelantaba la Iglesia en todo lo perteneciente á la verdadera civilización. Estamos en el siglo xix, y se mira como un notable paso dado por la civilización moderna, el que las grandes naciones europeas firmen tratados para reprimir el tráfico de los negros; y por el canon citado se ve que, á principios del siglo xi, cabalmente en la misma ciudad de Londres, donde se ha firmado últimamente el famoso convenio, se prohibía el tráfico de hombres, calificándole cual merece. Nefarium negorium: detestable[238] negocio, le apellida el concilio; tráfico infame, le llame la civilización moderna, heredando, sin advertirlo, sus pensamientos y hasta sus palabras de aquellos hombres á quienes se apellida bárbaros, de aquellos obispos á quienes se ha calumniado, pintándolos poco menos que como una turba de conjurados contra la libertad y la dicha del género humano.

(Synodus incerti loci, circa annum 616.)

Se manda que las personas que se hubiesen vendido ó empeñado, vuelvan sin dilación al estado de libertad, así que devuelvan el precio; y se dispone que no se les pueda exigir más de lo que hubiesen recibido.

«De ingenuis qui se pro pecunia aut alia re vendiderint, vel oppignoraverint, placuit ut quandoquidem pretium, quantum pro ipsis datum est, invenire potuerunt, absque dilatione ad statum suae conditionis reddito pretio reformentur, nec amplius quam pro eis datum est requiratur. Et interim, si vir ex ipsis, uxorem ingenuam habuerit, aut mulier ingenuum habuerit maritum filii qui ex ipsis nati fuerint in ingenuitate permaneant.» (Can. 14.)

Es tan importante el canon del concilio que acabo de citar, celebrado, según opinan algunos, en Boneuil, que bien merece que se hagan sobre él algunas reflexiones. Cabalmente esta disposición tan benéfica en que se concedía al vendido el volver á la libertad, una vez satisfecho el precio que había recibido en la venta, atajaba un mal que debía de estar muy arraigado en las Galias, pues que databa de muy antiguo; supuesto que sabemos por César, citado ya en el texto, que muchos, acosados por la necesidad, se vendían para salir de situaciones apuradas.

Es también muy digno de notarse lo que se dispone en el mismo canon con respecto á los hijos de la persona vendida; pues, ora sea el padre, ora la madre, se prescribe que, en ambos casos, los hijos sean libres; derogándose aquí la tan sabida regla del derecho civil: partus sequitur ventrem.

§ V

(Concilium Aurelianense tertium, anno 538.)

Se prohibe el devolver á los judíos los esclavos refugiados en las iglesias, si hubieren buscado este asilo, ó bien por obligarlos los amos á cosas contrarias á la religión cristiana, bien por haber sido maltratados después de haberlos sacado antes del asilo de la iglesia.

«De mancipiis christianis, quae in iudaeorum servitio detinentur, si eis quod christiana religio vetat, a dominis imponitur, aut si eos quos de ecclesia excusatos tollent, pro culpa quae remissa est, affligere aut caedere fortasse praesumpserint, et ad ecclesiam iterato confugerint, nullatenus a sacerdote reddantur, nisi pre[239]tium offeratur ac detur, quod mancipia ipsa valere pronuntiaverit iusta taxatio.» (Can. 13.)

(Concilium Aurelianense quartum, anno 541.)

Se manda observar lo mandado en el precedente concilio del mismo nombre, en el canon arriba citado.

«Cum prioribus canonibus iam fuerit definitum, ut de mancipiis christianis, quae apud iudaeos sunt, si ad ecclesiam confugerint, et redimi se postulaverint, etiam ad quoscumque christianos refugerint, et servire iudaeis noluerint, taxato et oblato a fidelibus iusto pretio, ab eorum dominio liberentur, ideo statuimus, ut tam iusta constitutio ab omnibus catholicis conservetur.» (Can. 30.)

(Ibíd.) Se castiga con la pérdida de todos los esclavos al judío que pervierte á un esclavo cristiano.

«Hoc etiam decernimus observandum, ut quicumque iudaeus. proselytum, qui advena dicitur, iudaeum facere praesumpserit, aut christianum factum ad iudaicam superstitionem adducere; vel si iudaeus christianam ancillam suam sibi crediderit sociandum; vel si de parentibus christianis natum, iudaeum sub promissione fecerit libertatis, mancipiorum amissione multetur.» (Can. 31.)

(Concilium Masticonense primum, anno 581.)

Se prohibe á los judíos el tener en adelante esclavos cristianos, y con respecto á los existentes, se permite á cualquier cristiano el rescatarlos, pagando al dueño judío 12 sueldos.

«Et liceat quid de christianis qui aut de captivitatis incursu, aut fratribus iudaeorum servitio implicantur, debeat observari, non solum canonicis statutis, sed et legum beneficio pridem fuerit constitutum; tamen quia nunc item quorundam querela exorta est, quosdam iudaeos, per civitates aut municipia consistentes, in tantam insolentiam et proterviam prorrupisse, ut nec reclamantes christianos liceat vel pretio de eorum servitute absolvi; idcirco praesenti concilio, Deo auctore, sancimus ut nullus christianus iudaeos deinceps debeat deservire; sed datis pro quolibet bono mancipio 12 solidis, ipsum mancipium quicumque christianus, seu ad ingenuitatem, seu ad servitium, licentiam habeat redimendi: quia nefas est, ut quos Christus dominus sanguinis sui effusione redemit, persecutorum vinculis maneant irretiti. Quod si acquiescere his quae statuimus quicumque iudaeus noluerit, quamdiu ad pecuniam constitutam venire distulerit, liceat mancipio ipsi cum christianis ubicumque voluerit habitare. Illud etiam specialiter sancientes, quod si qui iudaeus christianum mancipium ad errorem iudaicum convictus fuerit suassisse, ut ipse mancipio careat et legandi damnatione plectatur.» (Can. 16.)

[240]

El canon que antecede, equivale á poco menos que un decreto de entera emancipación de los esclavos cristianos; porque, si los judíos quedaban inhibidos de adquirir nuevos esclavos cristianos, y los que tenían, podían ser rescatados por cualquier cristiano, claro es que la puerta quedaba abierta de tal suerte á la caridad de los fieles, que por necesidad hubo de disminuirse en gran manera el número de los esclavos cristianos que gemían en poder de los judíos. Y no es esto decir que estas disposiciones canónicas surtiesen desde luego todo el efecto que se proponía la Iglesia; pero sí que, siendo éste el único poder que á la sazón permanecía en pie, y que ejercía influencia sobre los pueblos, debían de ser sus disposiciones sumamente provechosas á aquellos en cuyo favor se establecían.

(Concilium Toletanum tertium, anno 589.)

Se prohibe á los judíos el adquirir esclavos cristianos. Si un judío induce al judaísmo, ó circuncida á un esclavo cristiano, éste queda libre, sin que haya de pagarse nada al dueño.

«Suggerente concilio, id gloriosissimus dominus noster, canonibus inserendum praecipit, ut iudaeis non liceat christianas habere uxores, neque mancipia comparare in usus proprios

«Si qui vero christiani ab eis iudaico ritu sunt maculati, vel etiam circumcissi, non reddito pretio ad libertatem et religionem redeant christianam.» (Can. 14.)

Es notable este canon, ya porque defendía la conciencia del esclavo, ya porque imponía al dueño una pena favorable á la libertad. De esta clase de penas para reprimir la arbitrariedad de los amos que violentaban la conciencia de los esclavos, encontramos un ejemplo muy curioso en el siglo siguiente, en una colección de leyes de Ina, rey de los sajones occidentales. Helo aquí:

(Leges Inae Regis Saxonum Occidiorum, anno 692.)

Si un amo hace trabajar á su esclavo en domingo, el esclavo queda libre.

«Si servus operatur die dominica per praeceptura domini sui, sit liber.» (Leg. 3.)

OTRO EJEMPLO

(Concilium Berghamstedae anno 5.º Withredi Regis Cantii, id est Christi 697: sub Bertualdo Cantuariensi archiepiscopo celebratum. Haec sunt iudicia Withredi Regis Cantuariorum.)

Si un amo da de comer carne á un esclavo en día de ayuno, éste queda libre.

[241] «Si quis servo suo carnem in ieiunio dediderit comedendam, servus liber exeat.» (Can. 15.)

(Concilium Toletanum quartum, anno 633.)

Se prohibe enteramente á los judíos el tener esclavos cristianos; disponiéndose que, si algún judío contraviene á lo mandado aquí, se le quiten los esclavos y éstos alcancen del príncipe la libertad.

«Ex decreto gloriosissimi principis hoc sanctum elegit concilium, ut iudaeis non liceat christianos servos habere, nec christiana mancipia emere, nec cuiusquam consequi largitate: nefas est enim ut membra Christi serviant Antichristi ministris. Quod si deinceps servos christianos, vel ancillas iudaei habere praesumpserint, sublati ab eorum dominatu libertatem a principe consequantur.» (Can. 66.)

(Concilium Rhemense, anno 625.)

Se prohibe vender esclavos cristianos á los gentiles ó judíos; y se anulan esas ventas si se hicieren.

«Ut christiani iudaeis vel gentilibus non vendantur; et si quis christianorum necessitate cogente mancipia sua christiana elegerit venundanda, non aliis nisi tantum christianis expendat. Nam si paganis aut iudaeis vendiderit, communione privetur, et emptio careat firmitate.» (Can. 11.)

Ninguna precaución era excesiva en aquellos calamitosos tiempos. A primera vista podría parecer que semejantes disposiciones eran efecto de la intolerancia de la Iglesia con respecto á los judíos y á los gentiles; y, sin embargo, era en realidad un dique contra la barbarie que lo iba invadiendo todo; una garantía de los derechos más sagrados del hombre: garantía tanto más necesaria cuanto puede decirse que todas las otras habían desaparecido. Léase, ó si no el documento que sigue á continuación, donde se ve que algunos llegaban hasta el horrible extremo de vender sus esclavos á los gentiles para sacrificarlos.

(Gregorius Papa III, ep. I ad Bonifacium Archiepiscoporum; anno 731.)

«Hoc quoque inter alia crimina agi in partibus illis dixisti, quod quidam ex fidelibus ad immolandum paganis sua venundent mancipia. Quod ut magnopere corrigere debeas fratres commonemus, nec sinas fieri ultra; scelus est enim et impietas. Eis ergo qui haec perpetraverunt, similem homicidiae indices poenitentiam.»

Estos excesos debían de llamar en gran manera la atención,[242] pues que vemos que el concilio de Ciptines, celebrado en el año 743, vuelve á insistir en lo mismo, prohibiendo que los esclavos cristianos se entreguen á gentiles.

«Et ut mancipia christiana paganis non tradantur.» (Can. 7.)

(Concilium Cabilonense, anno 650.)

Se prohibe vender un esclavo cristiano fuera del territorio comprendido en el reino de Clodoveo.

«Pietatis est maxime et religionis intuitus, ut captivitatis vinculum omnino a christianis redimatur. Unde Sancta Synodus noscitur censuisse, ut nullus mancipium extra fines vel terminos, qui ob regnum domini Clodovei regis pertinent, debeat venundare, ne quod obsit, per tale commercium, aut captivitatis vinculo, vel quod peius est, iudaica servitute mancipia christiana teneantur implicita.» (Can. 9.)

El antecedente canon en que se prohibe la venta de los esclavos cristianos fuera del territorio del reino de Clodoveo, por temor de que caiga el esclava en poder de paganos, ó de judíos; y el otro del concilio de Reims copiado más arriba en que se encuentra una especie semejante, son notables bajo dos aspectos: 1.º En cuanto manifiestan el sumo respeto que se ha de tener al alma del hombre, aunque sea esclavo; pues que se prohibe el venderlo allí donde pueda hallarse en un compromiso la conciencia de vendido; respeto que era muy importante sostener, así para desarraigar las erradas doctrinas antiguas sobre este punto, como por ser el primer paso que debía darse para llegar á la emancipación. 2.º Limitándose la facultad de vender, se entrometía la ley en esa clase de propiedad, distinguiéndola de las demás, y colocándola en una categoría diferente, y más elevada: esto era un paso muy adelantado para declarar guerra abierta á esa misma propiedad, pasando á abolirla por medios legítimos.

(Concilium decimum Toletanum, anno 656.)

Se reprende severamente á los clérigos que vendían sus esclavos á judíos y se les conmina con penas terribles.

«Septimae collationis immane satis et infandum operationis studium nunc sanctum nostrum adiit concilium; quo plerique ex sacerdotibus et Levitis, qui pro sacris ministeriis, et pietatis studio, gubernationisque augmento sanctae ecclesiae deputati sunt officio, malunt imitari turbam malorum, potius quam sanctorum patrum insistere mandatis: ut ipsi etiam qui redimere debuerunt, venditiones facere intendant, quos Christi sanguine praesciunt esse redemptos; ita dumtaxat ut eorum dominio qui sunt empti in rito Iudaismi convertantur opressi, et fit execrabile commercium ubi nitente Deo iustum et sanctum adesse conventum;[243] quia maiorum canones vetuerunt ut nullus iudaeorum coniugia vel servitia habere praesumat de christanorum coetu.»

Sigue reprendiendo elocuentemente á los culpables, y luego continúa: «Si quis enim post hanc definitionem talia agere tentaverit, noverit se extra ecclesiam fieri, et praesenti, et futuro iudicio cum Iuda simili poena percelli, dummodo Dominum denuo proditionis pretio malunt ad iracundiam provocare.» (Can. 7.)

§ VI

Manumisión que hace el Papa San Gregorio I de dos esclavos de la Iglesia romana; texto notable en que explica el Papa los motivos que inductan á los cristianos á manumitir sus esclavos.

«Cum Redemptor noster totius conditor creaturae ad hoc propitiatus humanam voluerit carnem assumere, ut divinitatis suae gratia, diruto quo tenebamur captivi vinculo servitutis, pristinae nos restitueret libertati; salubriter agitur, si homines quos ab initio natura creavit liberos et protulit, et ius gentium iugo substituit servitutis, in ea natura in qua nati fuerant, manumitentis beneficio, libertati reddantur. Atque ideo pietatis intuitu, et huius rei consideratione permoti, vos Montanam atque Thomam famulos Sanctae Romanae Ecclesiae, cui Deo adiutore deservimus, liberos ex hac die civesque Romanos efficimus, omneque vestrum vobis relaxamus servitutis peculium.» (S. Greg., L. 5, ep. 12.)

(Concilium Agathense, anno 506.)

Se manda que los obispos respeten la libertad de los manumitidos por sus predecesores. Se indica la facultad que tenían los obispos de manumitar á los esclavos beneméritos, y se fija la cantidad que podían donarles para su subsistencia.

«Sane si quos de servis ecclesiae benemeritos sibi episcopus libertate donaverit collatam libertatem a successoribus placuit custodiri cum ho quod eis manumissor in libertate contulerit, quod tamen iubemus viginti solidorum numerum, et modum in terrula, vineola, vel hospitiola tenere. Quod amplius datum fuerit, post manumissoris mortem ecclesia revocabit.» (Can. 7.)

(Concilium Aurelianense quartum, anno 541.)

Se manda devolver á la Iglesia lo empeñado ó enajenado por el obispo, que nada le haya dejado de bienes propios; pero se exceptúan de esta regla los esclavos manumitidos, quienes deberán quedar en libertad.

«Ut episcopus qui de facultate propria ecclesiae nihil relinquit, de ecclesiae facultate si quid aliter quam canones eloquuntur[244] obligaverit, vendiderit, aut distraxerit, ad ecclesiam revocetur. Sane si de servis ecclesiae libertos fecerit numero competenti, in ingenuitate permaneant, ita ut ab officio ecclesiae non recedant.» (Can. 9.)

(Synodus Celichytensis, anno 816.)

Se ordena que á la muerte de cada obispo se dé libertad á todos sus esclavos ingleses. Se dispone la solemnidad que ha de haber en las exequias del difunto, previniéndose que, al fin de ellas, cada obispo y abad habían de manumitir tres esclavos, dándoles á cada uno tres sueldos.

«Decimo iubetur, et hoc firmiter statuimus asservandum, tam in nostris diebus, quamque etiam futuris temporibus, omnibus successoribus nostris qui post nos illis sedibus ordinentur quibus ordinati sumus: ut quandocumque aliquis ex numero episcoporum migraverit de saeculo, hoc pro anima illius praecipimus, ex substantia uniuscumque rei decimam partem dividere, ad distribuere pauperibus in eleemosynam, sive in pecoribus, et armentis, scu de ovibus et porcis, vel etiam in cellariis, necnon omnem hominem Anglicum liberare, qui in diebus suis sit servituti subiectus, ut per illud sui proprii laboris fructum retributionis percipere mereatur, et indulgentiam peccatorum. Nec ullatenus ab aliqua persona huic capitulo contradicatur, sed magis, prout condecet, a successoribus augeatur, et eius memoria semper in posterum per universas ecclesias nostrae ditioni subiectas cum Dei laudibus habeatur et honoretur. Prorsus orationes et eleemosynas quae inter nos specialiter condictam habemus, id est, ut statim per singulas parochias in singulis quibusque ecclesiis, pulsato signo, omnis famulorum Dei coetus ad basilicam conveniant, ibique pariter XXX psalmos pro defuncti animae decantent. Et postea unusquisque antistes et abbas sexcentos psalmos, et centum viginti missas celebrare faciat, et tres homines liberet, et eorum cuilibet tres solidos distribuat.» (Can. 10.)

(Concilium Ardamachiense in Hibernia celebratum anno 1171:)

(Ex Giraldo Cambrensi, cap. 28 Hiberniae expugnatae.)

Curioso documento en que se refiere la generosa resolución tomada en el concilio de Armach en Irlanda, de dar libertad á todos los esclavos ingleses.

«His completis convocatos apud Ardamachiam totius Hiberniae clero, et super advenarum in insulam adventu tractato diutius et deliberato, tandem communis omnium in hoc sententia resedit; propter peccata scilicet populi sui, eoque praecipue quod Anglos olim, tam a mercatoribus, quam praedonibus atque piratis, emere passim, et in servitutem redigere consueverant, divinae, censura vindictae hoc eis incomodum accidisse, ut et ipsi quoque ab ea[245]dem gente in servitutem vice reciproca iam redigantur. Anglorum namque populus adhuc integro eorum regno, communi gentis vitio liberos suos venales exponere, et priusquam inopiam ullam aut inediam sustinerent, filios proprios et cognatos in Hiberniam vendere consueverant. Unde et probabiliter credi potest, sicut venditores olim, ita emptores, tam enormi delicto iuga servitutis iam meruisse. Decretum est itaque in praedicto concilio, et cum universitatis consensu publice statutum, ut Angli ubique per insulam, servitutis vinculo mancipati, in pristinam revocentur libertatem.»

En el documento que se acaba de leer, es digno sobremanera de notarse cómo influían las ideas religiosas en amansar las feroces costumbres de los pueblos. Sobreviene una calamidad pública, y he aquí que desde luego se encuentra la causa de ella en la indignación divina, ocasionada por el tráfico que hacían los irlandeses comprando esclavos ingleses á los mercaderes, y á los bandoleros y piratas.

No deja también de ser curioso el ver que por aquellos tiempos eran los ingleses tan bárbaros, que vendían á sus hijos y parientes, á la manera de los africanos de nuestros tiempos. Y esto debía de ser bastante general, pues que leemos en el lugar arriba copiado: que esto era común vicio de aquellos pueblos; communi gentis vitio. Así se concibe mejor cuán necesaria era la disposición insertada más arriba, del concilio de Londres, celebrado en 1102, en que se prohibe ese infame tráfico de hombres.

(Ex concilio apud Silvanectum, anno 864.)

Los esclavos de la Iglesia no deben permutarse con otros; á no ser que por la permuta se les dé libertad.

«Mancipia ecclesiastica, nisi ad libertatem, non convenit commutari; videlicet ut mancipia, quae pro eclesiastico homine dabuntur, in Ecclesiae servitute permaneant, et ecclesiasticus homo, qui commutatur, fruatur perpetua libertate. Quod enim semel Deo consecratum est, ad humanus usus transferri non decet.» (V. Decret. Greg. IX. L. 3, Tit. 19, cap. 3.)

(Ex eodem, anno 864.)

Contiene la misma especie que el anterior; y además se deduce de el que los fieles, en remedio de sus almas, acostumbraban ofrecer sus esclavos á Dios y á los santos.

«Iniustum videtur et impium, ut mancipia, quae fideles Deo, et Sanctis eius pro remedio animae suae consecrarunt, cuiuscumque muneris mancipio, vel commutationis commercio iterum in servitutem saecularium redigantur, cum canonica auctoritas servos tantummodo permittat distrahi fugitivos. Et ideo ecclaesiarum[246] Rectores summopere caveant, ne eleemosyna unius, alterius peccatum fiat. Et est absurdum ut ab ecclesiastica dignitate servus discedens, humanae sit obnoxius servituti. (Ibíd., cap. 4.)

(Concilium Romanum sub S. Gregorio I, anno 597.)

Se ordena que se dé libertad á los esclavos que quieran abrazar la vida monástica, previas las precauciones que pudiesen probar la verdad de la vocación.

«Multos de ecclesiastica seu saeculari familia, novimus ad omnipotentis Dei servitium festinare ut ab humana servitute liberi in divino servitio valeant familiarius in monasteriis conservari, quos si passim dimittimus, omnibus fugiendi ecclesiastici iuris dominium occasionem praebemus: si vero festinantes ad omnipotentis Dei servitium, incaute retinemus, illi invenimur negare quaedam qui dedit omnia. Unde necesse est, ut quisquis ex iuris ecclesiastici vel saecularis militiae servitute ad Dei servitium converti desiderat, probetur prius in laico habitu constitutus: et si mores eius atque conversatio bona desiderio eius testimonium ferunt, absque retractatione servire in monasterio omnipotenti Domino permittatur, ut ab humano servitio liber recedat qui in divino obsequio districtiorem appetit servitutem.» (S. Greg., Epist. 44., Lib. 4.)

(Ex epistolis Gelasii Papae.)

Se reprime el abuso que iba cundiendo de ordenar á los esclavos sin consentimiento de sus dueños.

«Ex antiquis regulis et novella synodali explanatione comprehensum est, personas obnoxias servituti, cingulo coelestis militiae non praecingi. Sed nescio utrum ignorantia an voluntate rapiamini, ita ut ex hac causa nullus pene Episcoporum videatur extorris. Ita enim nos frequens et plurimorum querela nos circumstrepit, ut ex hac parte nihil penitus potetur constitutum.» (Distin. 54, c. 9.)

«Frequens equidem, et assidua nos querela circumstrepit de his pontificibus, qui nec antiquas regulas nec decreta nostra noviter directa cogitantes, obnoxias possesionibus obligatasque personas, venientes ad clericalis officii cingulum non recusant.» (Ibíd., c. 10.)

«Actores siquidem filiae nostrae illustris et magnificae feminae, Maximae petitori nobis insinuatione conquesti sunt, Sylvestrum atque Candidum, originarios suos, contra constitutiones quae supradictae sunt, et contradictione praeeunte a Lucerino Pontifice Diaconos ordinatos.» (Ibíd, c. 11.)

«Generalis etiam querelae vitanda praesumptio est, qua propemodum causantur universi, passim servos et originarios, dominorum iura, possesionumque fugientes, sub religiosae con[247]versationis obtentu, vel ad monasteria sese conferre, vel ad ecclesiasticum famulatum, conniventibus quippe praesulibus, indifferenter admitti. Quae modis omnibus est amovenda pernicies, ne per christiani nominis institutum aut aliena pervadi, aut publica videatur disciplina subverti.» (Ibíd., c. 12.)

(Concilium Emeritense, anno 666.)

Se permite á los párrocos el escoger de entre los siervos de la Iglesia algunos para clérigos.

«Quidquid unanimiter digne disponitur in sancta Dei ecclesia, necessarium est ut a parochitanis presbyteris custoditum maneat. Sunt enim nonnulli qui ecclessiarum suarum res ad plenitudinem habent et sollicitudo illis nulla est habendi clericos cum quibus omnipotenti Deo laudum debita persolvant officia. Proinde instituit haec sancta synodus ut omnes parochitani presbyteri, iuxta ut in rebus sibi a Deo creditis sentiunt habere virtutem, de ecclesiae suae familia clericos sibi faciant; quos per bonam voluntatem ita nutriant, ut et officium sanctum digne peragant, et ad servitium suum aptos eos habeat. Hi etiam victum et vestitum dispensatione presbyteri merebuntur, et domino et presbytero suo, atque utilitati ecclesiae fideles esse debent. Quod si inutiles apparuerint, ut culpa patuerit, correptione disciplinae feriantur: si quis presbyterorum hanc sententiam minime custodierit et non adimpleverit, ab episcopo suo corrigatur: ut plenissime custodiat, quod digne iubetur.» (Can. 18.)

(Concilium Toletanum nonum, anno 655.)

Se dispone que los obispos den libertad á los esclavos de la Iglesia que hayan de ser admitidos en el clero.

«Qui ex familiis ecclesiae servituri devocantur in clerum ab Episcopis suis, necesse est, ut libertatis percipiant donum: et si honestae vitae claruerint meritis, tunc demum maioribus fungantur officiis.» (Can. 11.)

(Concilium quartum Toletanum, anno 633.)

Se permite ordenar á los esclavos de la Iglesia dándoles antes libertad.

«De familiis ecclesiae constituere presbyteros et diaconos per parochias liceat; quos tamen vitae rectitudo et probitas morum comendat: ea tamen ratione, ut antea manumissi libertatem status sui percipiant, et denuo ad ecclesiasticos honores succedant; irreligiosum est enim obligatos existere servituti, qui sacri ordinis suscipiunt dignitatem.» (Can. 74.)

[248]

§VII

Visto ya cuál fué la conducta de la Iglesia con respecto á la esclavitud en Europa, excitase, naturalmente, el deseo de saber cómo se ha portado en tiempos más recientes con relación á los esclavos de las otras partes del mundo. Afortunadamente puedo ofrecer á mis lectores un documento, que, al paso que manifiesta cuáles son en este punto las ideas y los sentimientos del actual pontífice Gregorio XVI, contiene, en pocas palabras, una interesante historia de la solicitud de la Sede Romana, en favor de los esclavos de todo el universo. Hablo de unas letras apostólicas contra el tráfico de negros, publicadas en Roma en el día 3 de noviembre de 1839. Recomiendo encarecidamente su lectura, porque ellas son una confirmación auténtica y decisiva, de que la Iglesia ha manifestado siempre y manifiesta todavía, en este gravísimo negocio de la esclavitud, el más acendrado espíritu de caridad, sin herir en lo más mínimo la justicia, ni desviarse de lo que aconseja la prudencia.

Gregorio PP. XVI ad futuram rei memoriam.

«Elevado al grado supremo de dignidad apostólica, y siendo, aunque sin merecerlo, en la tierra vicario de Jesucristo Hijo de Dios, que por su caridad excesiva se dignó hacerse hombre y morir para redimir al género humano, hemos creído que corresponde á nuestra pastoral solicitud hacer todos los esfuerzos para apartar á los cristianos del tráfico que están haciendo con los negros y con otros hombres, sean de la especie que fueren. Tan luego como comenzaron á esparcirse las luces del Evangelio, los desventurados que caían en la más dura esclavitud, y en medio de las infinitas guerras de aquella época, vieron mejorarse su situación porque los apóstoles, inspirados por el espíritu de Dios, inculcaban á los esclavos la máxima de obedecer á sus señores temporales como al mismo Jesucristo, y á resignarse con todo su corazón á la voluntad de Dios; pero, al mismo tiempo, imponían á los dueños el precepto de mostrarse humanos con sus esclavos, concederles cuanto fuese justo y equitativo, y no maltratarlos, sabiendo que el Señor de unos y otros está en los cielos, y que para El no hay acepción de personas.

»La Ley Evangélica, al establecer de una manera universal y fundamental la caridad sincera para con todos, y el Señor declarando que miraría como hechos ó negados á sí mismo, todos los actos de beneficencia y de misericordia hechos ó negados á las pobres y á los débiles, produjo, naturalmente, el que los cristianos, no sólo mirasen como hermanos á sus esclavos sobre todo cuando se habían convertido al Cristianismo, sino que se mostrasen inclinados á dar la libertad á aquellos que por su conducta[249] se hacían acreedores á ella, lo cual acostumbraban hacer, particularmente en las fiestas solemnes de Pascuas, según refiere San Gregorio de Nicea. Todavía hubo quienes inflamados de la caridad más ardiente, cargaron ellos mismos con las cadenas para rescatar á sus hermanos, y un hombre apostólico, nuestro predecesor el Papa Clemente I, de santa memoria, atestigua haber conocido á muchos que hicieron esta obra de misericordia; y ésta es la razón por que, habiéndose disipado con el tiempo las supersticiones de los paganos, y habiéndose dulcificado las costumbres de los pueblos más bárbaros, gracias á los beneficios de la fe, movida por la caridad, las cosas han llegado al punto de que hace muchos siglos no hay esclavos en la mayor parte de las naciones cristianas.

»Sin embargo, y lo decimos con el dolor más profundo, todavía se vieron hombres, aun entre cristianos, que, vergonzosamente cegados por el deseo de una ganancia sórdida, no vacilaron en reducir á la esclavitud en tierras remotas á los indios, á los negros, y á otras desventuradas razas, ó ayudar en tan indigna maldad, ínstituyendo y organizando el tráfico de estos desventurados, á quienes otros habían cargado de cadenas. Muchos pontífices romanos, nuestros predecesores, de gloriosa memoria, no se olvidaron, en cuanto estuvo de su parte, de poner un coto á la conducta de semejantes hombres, como contraria á su salvación, y degradante para el nombre cristiano; porque ellos veían bien que ésta era una de las causas que más influyen para que las naciones infieles mantengan un odio constante á la verdadera religión.

»A este fin se dirigen las letras apostólicas de Paulo III de 20 de mayo de 1537, remitidas al cardenal arzobispo de Toledo, selladas con el sello del Pescador, y otras letras mucho más amplias de Urbano VIII de 22 de abril de 1639 dirigidas al colector de los derechos de la Cámara apostólica en Portugal; letras en las cuales se contienen las más serias y fuertes reconvenciones contra los que se atreven á reducir á la esclavitud á los habitantes de la India occidental ó meridional, venderlos, comprarlos, cambiarlos, regalarlos, separarlos de sus mujeres y de sus hijos, despojarlos de sus bienes, llevarlos ó enviarlos á reinos extranjeros, y privarlos de cualquier modo de su libertad, retenerlos en la servidumbre, ó bien prestar auxilio y favor á los que tales cosas hacen, bajo cualquier causa ó pretexto, ó predicar ó enseñar que esto es lícito, y por último cooperar á ello de cualquier modo. Benedicto XIV confirmó después y renovó estas prescripciones de los Papas ya mencionados, por nuevas letras apostólicas á los obispos del Brasil y de algunas otras regiones en 20 de diciembre de 1741, en las que excita con el mismo objeto la solicitud de dichos obispos.

»Mucho antes, otro de nuestros predecesores más antiguos, Pío II, en cuyo pontificado se extendió el dominio de los portu[250]gueses en la Guinea y en el país de los negros, dirigió sus letras apostólicas en 7 de octubre de 1482 al obispo de Ruvo, cuando iba á partir para aquellas regiones, en las que no se limitaba únicamente á dar á dicho prelado los poderes convenientes para ejercer en ellas el santo ministerio con el mayor fruto, sino que tomó de aquí ocasión para censurar severamente la conducta de los cristianos que reducían á los neófitos á la esclavitud. En fin, Pío VII en nuestros días, animado del mismo espíritu de caridad y de religión que sus antecesores, interpuso con celo sus buenos oficios cerca de los hombres poderosos, para hacer que cesase enteramente el tráfico de los negros entre los cristianos. Semejantes prescripciones y solicitud de nuestros antecesores nos han servido, con la ayuda de Dios, para defender á los indios y otros pueblos arriba dichos, de la barbarie, de las conquistas y de la codicia de los mercaderes cristianos; mas es preciso que la Santa Sede tenga por qué regocijarse del completo éxito de sus esfuerzos y de su celo, puesto que, si el tráfico de los negros ha sido abolido en parte, todavía se ejerce por un gran número de cristianos. Por esta causa, deseando borrar semejante oprobio de todas las comarcas cristianas, después de haber conferenciado con todo detenimiento con muchos de nuestros venerables hermanos, los cardenales de la Santa Iglesia romana, reunidos en consistorio, y siguiendo las huellas de nuestros predecesores, en virtud de la autoridad apostólica, advertimos y amonestamos con la fuerza del Señor á todos los cristianos, de cualquiera clase y condición que fuesen, y les prohibimos que ninguno sea osado en adelante á molestar injustamente á los indios, á los negros ó á otros hombres, sean los que fueren, despojarlos de sus bienes ó reducirlos á la esclavitud, ni á prestar ayuda ó favor á los que se dedican á semejantes excesos, ó á ejercer un tráfico tan inhumano, por el cual los negros, como si no fuesen hombres, sino verdaderos impuros animales, reducidos cual ellos á la servidumbre sin ninguna distinción, y contra las leyes de la justicia y de la humanidad, son comprados, vendidos y dedicados á los trabajos más duros, con cuyo motivo se excitan desavenencias, y se fomentan continuas guerras en aquellos pueblos por el cebo de la ganancia propuesta á los raptores de negros.

»Por esta razón, y en virtud de la autoridad apostólica, reprobamos todas las dichas cosas como absolutamente indignas del nombre cristiano; y en virtud de la propia autoridad, prohibimos enteramente, y prevenimos á todos los eclesiásticos y legos el que se atrevan á sostener como cosa permitida el tráfico de negros, bajo ningún pretexto ni causa, ó bien predicar y enseñar en público ni en secreto, ninguna cosa que sea contraria á lo que se previene en estas letras apostólicas.

»Y con el fin de que dichas letras lleguen á conocimiento de todos, y que ninguno pueda alegar ignorancia, decretamos y ordenamos que se publiquen y fijen según costumbre, por uno[251] de nuestros oficiales, en las puertas de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles de la Cancillería Apostólica, del Palacio de Justicia, del monte Citorio, y en el campo de Flora.

»Dado en Roma en Santa María la Mayor, sellado con el sello del Pescador á 3 de noviembre de 1839, y el 9.º de nuestro pontificado.—Aloisio, cardenal Lambruschini.»

Llamo particularmente la atención sobre el interesante documento que acabo de insertar, y que puede decirse que corona magníficamente el conjunto de los esfuerzos hechos por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Y como en la actualidad sea la abolición del tráfico de los negros uno de los negocios que más absorben la atención de Europa, siendo el objeto de un tratado concluído recientemente entre las grandes potencias, será bien detenernos algunos momentos á reflexionar sobre el contenido de las letras apostólicas del Papa Gregorio XVI.

Es digno de notarse, en primer lugar, que ya en 1482 el Papa Pío II dirigió sus letras apostólicas al obispo de Ruvo cuando iba á partir para aquellas regiones, letras en que no se limitaba únicamente á dar á dicho prelado los poderes convenientes para ejercer en ellas el santo ministerio con el mayor fruto, sino que tomó de aquí ocasión para censurar severamente la conducta de los cristianos que reducían á los neófitos á la esclavitud. Cabalmente á fines del siglo xv, cuando puede decirse que tocaban á su término los trabajos de la Iglesia para desembrollar el caos en que se había sumergido la Europa á causa de la irrupción de los bárbaros, cuando las instituciones sociales y políticas iban desarrollándose cada día más, formando ya á la sazón un cuerpo algo regular y coherente, empieza la Iglesia á luchar con otra barbarie que se reproduce en países lejanos, por el abuso que hacían los conquistadores de la superioridad de fuerzas y de inteligencia con respecto á los pueblos conquistados.

Este solo hecho nos indica que para la verdadera libertad y bienestar de los pueblos, para que el derecho prevalezca sobre el hecho y no se entronice el mando brutal de la fuerza, no bastan las luces, no basta la cultura de los pueblos, sino que es necesaria la religión. Allá en tiempos antiguos vemos pueblos extremadamente cultos que ejercen las más inauditas atrocidades; y en tiempos modernos, los europeos, ufanos de su saber y de sus adelantos, llevaron la esclavitud á los desgraciados pueblos que cayeron bajo su dominio. ¿Y quién fué el primero que levantó la voz contra tamaña injusticia, contra tan horrenda barbarie? No fué la política, que quizás no lo llevaba á mal para que así se asegurasen las conquistas; no fué el comercio, que veía en ese tráfico infame un medio expedito para sórdidas pero pingües ganancias; no fué la filosofía, que, ocupada en comentar las doctrinas de Platón y Aristóteles, no se hubiera quizás resistido mucho á que renaciese para los países conquistados la degradante teoría de las razas nacidas para la esclavitud; fué[252] la religión católica, hablando por boca del Vicario de Jesucristo.

Es ciertamente un espectáculo consolador para los católicos el que ofrece un pontífice romano condenando, hace ya cerca de cuatro siglos, lo que la Europa, con toda su civilización y cultura, viene á condenar ahora; y con tanto trabajo, y todavía con algunas sospechas de miras interesadas por parte de alguno de los promovedores. Sin duda que no alcanzó el pontífice á producir todo el bien que deseaba; pero las doctrinas no quedan estériles, cuando salen de un punto desde el cual pueden derramarse á grandes distancias, y sobre personas que las reciben con acatamiento, aun cuando no sea sino por respeto á aquel que las enseña. Los pueblos conquistadores eran á la sazón cristianos, y cristianos sinceros; y así es indudable que las amonestaciones del Papa, transmitidas por boca de los obispos y demás sacerdotes, no dejarían de producir muy saludables efectos. En tales casos, cuando vemos una providencia dirigida contra un mal, y notamos que el mal ha continuado, solemos equivocarnos, pensando que ha sido inútil, y que quien la ha tomado no ha producido ningún bien. No es lo mismo extirpar un mal que disminuirle; y no cabe duda en que, si las bulas de los Papas no surtían todo el efecto que ellos deseaban, debían de contribuir al menos á atenuar el daño, haciendo que no fuese tan desastrosa la suerte de los infelices pueblos conquistados. El mal que se previene y evita no se ve, porque no llega á existir, á causa del preservativo; pero se palpa el mal existente, éste nos afecta, éste nos arranca quejas, y olvidamos con frecuencia la gratitud debida á quien nos ha preservado de otros más graves. Así suele acontecer con respecto á la religión. Cura mucho, pero todavía precave más que no cura, porque, apoderándose del corazón del hombre, ahoga muchos males en su misma raíz.

Figurémonos á los europeos del siglo xv, invadiendo las Indias orientales y occidentales, sin ningún freno, entregados únicamente á las instigaciones de la codicia, á los caprichos de la arbitrariedad, con todo el orgullo de conquistadores, y con todo el desprecio que debían de inspirarles los indios, por la inferioridad de sus conocimientos, y por el atraso de su civilización y cultura; ¿qué hubiera sucedido? Si es tanto lo que han tenido que sufrir los pueblos conquistados, á pesar de los gritos incesantes de la religión, á pesar de su influencia en las leyes y en las costumbres, ¿no hubiera llegado el mal á un extremo intolerable, á no mediar esas poderosas causas que le salían sin cesar al encuentro, ora previniéndole ora atenuándole? En masa hubieran sido reducidos á la esclavitud los pueblos conquistados, en masa se los hubiera condenado á una degradación perpetua, en masa se los hubiera privado para siempre, hasta de la esperanza de entrar un día en la carrera de la civilización.

Deplorable es, por cierto, lo que han hecho los europeos con los hombres de las otras razas; deplorable es, por cierto, lo que toda[253]vía están haciendo algunos de ellos; pero al menos no puede decirse que la religión católica no se haya opuesto con todas sus fuerzas á tamaños excesos, al menos no puede decirse que la Cabeza de la Iglesia haya dejado pasar ninguno de esos males, sin levantar contra ellos la voz, sin recordar los derechos del hombre, sin condenar la injusticia y sin execrar la crueldad, sin abogar por la causa del linaje humano, no distinguiendo razas, climas ni colores.

¡De dónde le viene á Europa ese pensamiento elevado, ese sentimiento generoso, que la impulsan á declararse tan terminantemente contra el tráfico de hombres, que la conducen á la completa abolición de la esclavitud en las colonias! Cuando la posteridad recuerde esos hechos tan gloriosos para la Europa, cuando los señale para fijar una nueva época en los anales de la civilización del mundo, cuando busque y analice las causas que fueron conduciendo la legislación y las costumbres europeas hasta esa altura; cuando elevándose sobre causas pequeñas y pasajeras, sobre circunstancias de poca entidad, sobre agentes muy secundados, quiera buscar el principio vital que impulsaba á la civilización europea hacia término tan glorioso, encontrará que ese principio era el Cristianismo. Y cuando trate de profundizar más y más en la materia, cuando investigue si fué el Cristianismo bajo una forma general y vaga, el Cristianismo sin autoridad, el Cristianismo si el Catolicismo, he aquí lo que le enseñará la historia. El Catolicismo dominando solo, exclusivo, en Europa, abolió la esclavitud en las razas europeas; el Catolicismo, pues, introdujo en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; manifestando con la práctica que no era necesaria en la sociedad como se había creído antiguamente, y que para desarrollarse una civilización grande y saludable era necesario empezar por la santa obra de la emancipación. El Catolicismo inoculó, pues, en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; á él se debe, pues, si, dondequiera que esta civilización ha existido junto con esclavos, ha sentido siempre un profundo malestar que indicaba bien á las claras que había en el fondo de las cosas dos principios opuestos dos elementos en lucha, que habían de combatir sin cesar hasta que prevaleciendo el más poderoso, el más noble y fecundo, pudiese sobreponerse al otro, logrando primero sojuzgarle, y no parando hasta aniquilarle del todo. Todavía más: cuando se investigue si en la realidad vienen los hechos á confirmar esa influencia del Catolicismo, no sólo por lo que toca á la civilización de Europa, sino también de los países conquistados por los europeos en los tiempos modernos, así en Oriente como en Occidente, ocurrirá desde luego la influencia que han ejercido los prelados y sacerdotes católicos en suavizar la suerte de los esclavos en las colonias, se recordará lo que se debe á las misiones católicas, y se producirán, en fin, las letras apostólicas de Pío II, expedidas[254] en 1482, y mencionadas más arriba, las de Paulo III en 1537, las de Urbano VIII en 1639, las de Benedicto XIV en 1741 y las de Gregorio XVI en 1839.

En esas letras se encontrará, ya enseñado y definido, todo cuanto se ha dicho y decirse puede en este punto en favor de la humanidad; en ellas se encontrará reprendido, condenado, castigado, lo que la civilización europea se ha resuelto al fin á condenar y castigar; y cuando se recuerde que fué también un Papa, Pío VII, quien en el presente siglo interpuso con celo su mediación y sus buenos oficios con los hombres poderosos, para hacer que cesase enteramente el tráfico de negros entre los cristianos, no podrá menos de reconocerse y confesarse que el Catolicismo ha tenido la principal parte en esa grandiosa obra, dado que él es quien ha fundado el principio en que ella se funda, quien ha establecido los precedentes que la guían, quien ha proclamado sin cesar las doctrinas que la inspiran, quien ha condenado siempre las que se le oponían, quien se ha declarado en todos tiempos en guerra abierta con la crueldad y la codicia, que venían en apoyo y fomento de la injusticia y de la inhumanidad.

El Catolicismo, pues, ha cumplido perfectamente su misión de paz y de amor, quebrantando sin injusticias ni catástrofes las cadenas en que gemía una parte del humano linaje; y las quebrantaría del todo en las cuatro partes del mundo, si pudiese dominar por algún tiempo en Asia y en África, haciendo desaparecer la abominación y el envilecimiento, introducidos y arraigados en aquellos infortunados países por el mahometismo y la idolatría.

Doloroso es, á la verdad, que el Cristianismo no haya ejercido todavía sobre aquellos desgraciados países toda la influencia que hubiera sido menester para mejorar la condición social y política de sus habitantes, por medio de un cambio en las ideas y costumbres; pero, si se buscan las causas de tan sensible retardo, no se encontrarán, por cierto, en la conducta del Catolicismo. No es éste el lugar de señalarlas; pero, reservándome hacerlo después, indicaré entre tanto que no cabe escasa responsabilidad al Protestantismo por los obstáculos que, como demostraré á su tiempo, ha puesto á la influencia universal y eficaz del Cristianismo sobre los pueblos infieles.

En otro lugar de esta obra me propongo examinar detenidamente tan importante materia, lo que hace que me contente aquí con esta ligera indicación.

FIN DE LAS NOTAS

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ÍNDICE DE LOS CAPÍTULOS Y MATERIAS DEL TOMO PRIMERO

PÁG.
Prólogo. Objeto de la obra. 5
Capítulo I. Naturaleza y nombre del Protestantismo. 9
Cap. II. Investigación de las causas del Protestantismo. Examen de la influencia de sus fundadores. Varias causas que se le han señalado. Equivocaciones que se han padecido en este punto. Opiniones de Guizot y de Bossuet. Se designa la verdadera causa del hecho, fundada en el mismo estado social de los pueblos europeos. 15
Cap. III. Nueva demostración de la divinidad de la Iglesia católica sacada de sus relaciones con el espíritu humano. Fenómeno extraordinario que se presenta en la Cátedra de Roma. Superioridad del Catolicismo sobre el Protestantismo. Confesión notable de Guizot; sus consecuencias. 37
Cap. IV. El Protestantismo lleva en su seno un principio disolvente. Tiende de suyo al aniquilamiento de todas las creencias. Peligrosa dirección que da al entendimiento. Descripción del espíritu humano. 46
Cap. V. Instinto de fe. Se extiende hasta á las ciencias. Newton. Descartes. Observaciones sobre la historia de la filosofía. Proselitismo. Actual situación del entendimiento. 54
Cap. VI. Diferentes necesidades religiosas de los pueblos, en relación á los varios estados de su civilización. Sombras que se encuentran al acercarse á los primeros principios de las ciencias. Ciencias matemáticas. Carácter particular de las ciencias morales. Ilustración de algunos ideólogos modernos. Error cometido por el Protestantismo en la dirección religiosa del espíritu humano. 63[256]
Cap. VII. Indiferencia y fanatismo: dos extremos opuestos acarreados á la Europa por el Protestantismo. Origen del fanatismo. Servicio importante prestado por la Iglesia á la historia del espíritu humano. La Biblia abandonada al examen privado, sistema errado y funesto del Protestantismo. Texto notable de O'Callaghan. Descripción de la Biblia. 71
Cap. VIII. El fanatismo. Su definición. Sus relaciones con el sentimiento religioso. Imposibilidad de destruirle. Medios de atenuarle. El Catolicismo ha puesto en práctica esos medios, muy acertadamente. Observaciones sobre los pretendidos fanáticos católicos. Verdadero carácter de la exaltación religiosa de los fundadores de órdenes religiosas. 79
Cap. IX. La incredulidad y la indiferencia religiosa, acarreadas á la Europa por el Protestantismo. Síntomas fatales que se manifestaron desde luego. Notable crisis religiosa ocurrida en el último tercio del siglo XVII. Bossuet y Leibnitz. Los jansenistas: su influencia. Diccionario de Bayle: observaciones sobre la época de su publicación. Deplorable estado de las creencias entre los protestantes. 86
Cap. X. Se resuelve una importante cuestión sobre la duración del Protestantismo. Relaciones del individuo y de la sociedad con el indiferentismo religioso. Las sociedades europeas con respecto al mahometismo y al paganismo. Cotejo del Catolicismo y Protestantismo en la defensa de la verdad. Íntimo enlace del Cristianismo con la civilización europea. 96
Cap. XI. Doctrinas del Protestantismo. Su clasificación en positivas y negativas. Fenómeno muy singular: la civilización europea ha rechazado uno de los dogmas más principales de los fundadores del Protestantismo. Servicio importante prestado á la civilización europea por el Catolicismo, con la defensa del libre albedrío. Carácter del error. Carácter de la verdad. 103
Cap. XII. Examen de los efectos que produciría en España el Protestantismo. Estado actual de las ideas religiosas. Triunfos de la religión. Estado actual de la ciencia y de la literatura. Situación de las sociedades modernas. Conjeturas sobre su porvenir, y sobre la futura influencia del Catolicismo. Sobre las probabilidades de la introducción del Protestantismo en España. La Inglaterra. Sus relaciones con España. Pitt: Carácter de las ideas religiosas en España. Situación de España. Sus elementos de regeneración. 108
[257]Cap. XIII. Empieza el cotejo del Protestantismo con el Catolicismo en sus relaciones con el adelanto social de los pueblos. Libertad. Vago sentido de esta palabra. La civilización europea se debe principalmente al Catolicismo. Comparación del Oriente con el Occidente. Conjeturas sobre los destinos del Catolicismo en las catástrofes que pueden amenazar á la Europa. Observaciones sobre los estudios filosófico-históricos. Fatalismo de cierta escuela histórica moderna. 127
Cap. XIV. Estado religioso, social y científico del mundo á la época de la aparición del Cristianismo. Derecho romano. Conjeturas sobre la influencia ejercida por las ideas cristianas sobre el derecho romano. Vicios de la organización política del imperio. Sistema del Cristianismo para regenerar la sociedad: su primer paso se dirigió al cambio de las ideas. Comparación del Cristianismo con el paganismo en la enseñanza de las buenas doctrinas. Observaciones sobre el púlpito de los protestantes. 138
Cap. XV. La Iglesia no fué tan sólo una escuela grande y fecunda, sino también una asociación regeneradora. Objetos que tuvo que llenar. Dificultades que tuvo que vencer. La esclavitud. Quién abolió la esclavitud. Opinión de Guizot. Número inmenso de esclavos. Con qué tino debía procederse en la abolición de la esclavitud. La abolición repentina era imposible. Impúgnase la opinión de Guizot. 152
Cap. XVI. La Iglesia católica empleó para la abolición de la esclavitud, no sólo un sistema de doctrinas, y sus máximas y espíritu de claridad, sino también un conjunto de medios prácticos. Punto de vista desde el cual debe mirarse este hecho histórico. Ideas erradas de los antiguos sobre la esclavitud. Homero, Platón, Aristóteles. El Cristianismo se ocupó desde luego en combatir esos errores. Doctrinas cristianas sobre las relaciones entre esclavos y señores. La Iglesia se ocupa en suavizar el trato cruel que se daba á los esclavos. 161
Cap. XVII. La Iglesia defiende con celo la libertad de los manumitidos. Manumisión en las iglesias. Saludables efectos de esta práctica. Redención de cautivos. Celo de la Iglesia en practicar y promover esta obra. Preocupación de los romanos sobre este punto. Influencia que tuvo en la abolición de la esclavitud el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos. La Iglesia protege la libertad de los ingenuos. 176
Cap. XVIII. Sistema seguido por la Iglesia con respecto á los esclavos de los judíos. Motivos que impulsaban á la Iglesia á la manumisión de sus esclavos. Su indulgencia en este punto. Su generosidad para con sus libertos. Los esclavos de la Iglesia eran considerados como consagrados á Dios. Saludables efectos de esta consideración. Se concede libertad á los esclavos que querían abrazar la vida monástica. Efectos de esta práctica. Conducta de la Iglesia en la ordenación de los esclavos. Represión de abusos que en esta parte se introdujeron. Disciplina de la Iglesia de España sobre este particular. 186[258]
Cap. XIX. Doctrinas de San Agustín sobre la esclavitud. Importancia de estas doctrinas para acarrear su abolición. Se impugna á Guizot. Doctrinas de Santo Tomás sobre la misma materia. Matrimonio de los esclavos. Disposición del derecho canónico sobre este matrimonio. Doctrina de Santo Tomás sobre este punto. Resumen de los medios empleados por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Impúgnase á Guizot. Se manifiesta que la abolición de la esclavitud es debida exclusivamente al Catolicismo. Ninguna parte tuvo en esta grande obra el Protestantismo. 197

[259]

ÍNDICE DE LAS NOTAS

PÁG.
(1)Gibbon, y la Historia de las variaciones de los protestantes, de Bossuet. 207
(2)Intolerancia de Lutero y demás corifeos del Protestantismo. 207
(3)Protestantismo: origen de este nombre. 209
(4)Observaciones sobre los nombres. 209
(5)Abuso. 210
(6)Unidad y concierto del Catolicismo. Feliz pensamiento de San Francisco de Sales. 211
(7)Confesiones de los más distinguidos protestantes sobre la debilidad del Protestantismo. Lutero, Melanchton, Calvino, Reza, Grocio, Papín, Puffendorf, Leibnitz. Descubrimiento importante de una obra póstuma de Leibnitz sobre la religión. 213
(8)Ciencias humanas. Luis Vives. 215
(9)Ciencias matemáticas. Eximeno, jesuíta español. 216
(10)Herejías de los primeros siglos. Su carácter. 217
(11)Superstición y fanatismo de los protestantes. El diablo de Lutero. La fantasma de Zuinglio. Los pronósticos de Melanchton. Matías Harlem. El sastre de Leyde, rey de Sión. Hermán, Nicolás, Hacket, y otros visionarios y fanáticos. 217
(12)Sobre las visiones de los católicos. Santa Teresa. Las visiones de esta Santa. 221
(13)Mala fe de los fundadores del Protestantismo. Textos notables que la manifiestan. Estragos que hizo desde luego la incredulidad. Gruet. Pasajes notables de Montaigne 223
(14)Las extravagancias de las primeras herejías como muestra del estado de la ciencia en aquellos tiempos. 226
(15)Cánones y otros documentos que manifiestan la solicitud de la Iglesia en aliviar la suerte de los esclavos, y los diferentes medios de que se valió para llevar á cabo la abolición de la esclavitud. 227
(§1) Cánones dirigidos á suavizar el trato de los esclavos. 228
[260](§2)Cánones dirigidos á la defensa de la libertad de los manumitidos, y á la protección de los libertos recomendados á la Iglesia. 230
(§3)Cánones y otros documentos con respecto á la redención de cautivos. 232
(§4)Cánones relativos á la defensa de la libertad de los ingenuos. (Al principiar el canon del Concilium Lugdunense secundum, anno 566). 236
(§5)Cánones sobre los esclavos de los judíos. 238
(§6)Cánones sobre las manumisiones que hacía la Iglesia de sus esclavos. 243
(§7)Letras apostólicas del Papa Gregorio XVI sobre el tráfico de negros. Doctrinas, conducta é influencia del Catolicismo sobre la abolición de este tráfico, y de la esclavitud en las colonias. 248

[1]

TOMO SEGUNDO

CAPITULO XX

El más bello timbre de la civilización europea, la conquista más preciosa en favor de la humanidad, cual es la abolición de la esclavitud, ya hemos visto á quién se debe: á la Iglesia católica: por medio de sus doctrinas tan benéficas como elevadas, y de un sistema tan eficaz como prudente, con su generosidad sin límites, su celo incansable, su firmeza invencible, abolió la esclavitud en Europa; es decir, dió el primer paso que debía darse en la regeneración de la humanidad, sentó la primera piedra que debía sentarse en el hondo y anchuroso cimiento de la civilización europea: la emancipación de los esclavos, la abolición para siempre de este estado tan degradante: la libertad universal. Sin levantar antes al hombre de ese abyecto estado, sin alzarle sobre el nivel de los brutos, no era posible crear ni organizar una civilización llena de grandor y dignidad; porque, dondequiera que se ve á un hombre acurrucado á los pies de otro hombre, esperando con ojo inquieto las órdenes de su amo, ó temblando medroso al solo movimiento de un látigo; dondequiera que el[2] hombre es vendido como un bruto, estimadas todas sus facultades, y hasta su vida, por algunas monedas, allí la civilización no se desenvolverá jamás cual conviene: siempre será flaca, enfermiza, falseada, porque, donde esto se verifica, la humanidad lleva en su frente una marca de ignominia.

Probado, pues, que fué el Catolicismo quien quitó de en medio ese obstáculo á todo adelanto social, limpiando, por decirlo así, á la Europa de esa repugnante lepra que la infestaba de pies á cabeza, entremos ahora en la investigación de lo que hizo el Catolicismo para levantar el grandioso edificio de la civilización europea; que, si reflexionamos seriamente cuanto ella entraña de vital y fecundo, encontraremos nuevos y poderosos títulos que merecen á la Iglesia católica la gratitud de los pueblos. Y ante todo será bien echar una ojeada sobre el vasto é interesante cuadro que nos presenta la civilización europea, resumiendo en pocas palabras sus principales perfecciones; pues que de esta manera podremos más fácilmente darnos razón á nosotros mismos de la admiración que nos causa, y del entusiasmo que nos inspira. El individuo, con un vivo sentimiento de su dignidad, con un gran caudal de laboriosidad, de acción y energía, y con un desarrollo simultáneo de todas sus facultades; la mujer, elevada al rango de compañera del hombre, y compensado, por decirlo así, el deber de la sujeción con las respetuosas consideraciones de que se la rodea; la blandura y firmeza de los lazos de familia, con poderosas garantías de buen orden y de justicia; una admirable conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de justicia y de equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia que sobrevive al naufragio de la moral privada, y que no consiente que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos; cierta suavidad general de costumbres, que en tiempo de guerra evita grandes catástrofes, y en medio de la paz hace la vida más dulce y apacible; un profundo respeto al hombre y á su propiedad, que hace[3] tan raras las violencias particulares, y sirve de saludable freno á los gobernantes en toda clase de formas políticas: un vivo anhelo de perfección en todos ramos; una irresistible tendencia, errada á veces, pero siempre viva, á mejorar el estado de las clases numerosas; un secreto impulso á proteger la debilidad, á socorrer el infortunio, impulso que á veces se desenvuelve con generoso celo, y, cuando no, permanece siempre en el corazón de la sociedad causándole el malestar y la desazón de un remordimiento; un espíritu de universalidad, de propagación, de cosmopolitismo; un inagotable fondo de recursos para remozarse sin perecer, para salvarse en las mayores crisis; una generosa inquietud que se empeña en adelantarse al porvenir, y de que resultan una agitación y un movimiento incesantes, algo peligrosos á veces, pero que son comunmente el germen de grandes bienes, y señal de un poderoso principio de vida: he aquí los grandes caracteres que distinguen á la civilización europea, he aquí los rasgos que la colocan en un puesto inmensamente superior á todas las demás civilizaciones antiguas y modernas.

Leed la historia, desparramad vuestras miradas por todo el orbe, y dondequiera que no reina el Cristianismo, si no prevalece la vida bárbara ó la salvaje, hallaréis, por lo menos, una civilización que en nada se parece á la nuestra, que ni aun remotamente puede comparársele. Veréis algunas de esas civilizaciones con cierta regularidad, con señales de firmeza, pues que duran al través de largos siglos; pero, ¿cómo duran? Sin caminar, sin moverse, porque carecen de vida, porque su regularidad y duración son la de una estatua de mármol, que inmóvil ve pasar ante sí numerosas generaciones. Pueblos hubo también con una civilización que rebosaba de actividad y movimiento; pero, ¿qué actividad? ¿qué movimiento? Unos, dominados por el espíritu mercantil, no aciertan á fundar sobre sólida base su felicidad interior, sólo saben abordar á nuevas playas que ofrezcan cebo á su codicia, desem[4]barazándose del excedente de la población por medio de las colonias, y estableciendo en el nuevo país crecido número de factorías; otros, disputando y combatiendo eternamente por la mayor ó menor latitud de la libertad política, olvidan su organización social, no cuidan de su libertad civil, y, revolviéndose turbulentos en estrechísimo círculo de espacio y de tiempo, no serían dignos siquiera de que la posteridad conservara sus nombres, si no brillara entre ellos con indecible encanto el genio de lo bello, si en los monumentos de su saber no reflejaran, como en un claro espejo, algunos hermosos rayos de la ciencia tradicional del Oriente; otros, grandiosos y terribles á la verdad, pero trabajados sin cesar por las disensiones intestinas, llevan esculpido en su frente el formidable destino de la conquista, le cumplen avasallando el mundo, y caminan desde luego á su ruina por un rapidísimo declive, en que nada los puede contener; otros, por fin, exaltados por un violento fanatismo, se levantan como las olas azotadas por el huracán, se arrojan sobre los demás pueblos como inundación devastadora, y amenazan arrastrar en su fragosa corriente á la misma civilización cristiana; pero es en vano su esfuerzo, se estrellan sus oleadas contra una resistencia invencible; redoblan sus acometidas, pero siempre forzadas á retroceder, y á tenderse de nuevo sobre su lecho con un sordo bramido. Y ahora, vedlos allá al Oriente, cual parecen un turbio charco que los ardores del sol acaban de secar; vedlos allá los hijos y sucesores de Mahoma y de Omar, vedlos allá de rodillas á las plantas del poderío europeo, mendigando una protección que por ciertas miras se les dispensa, pero con desdeñoso desprecio.

Éste es el cuadro que nos ofrecen todas las civilizaciones antiguas y modernas, excepto la europea, es decir, la cristiana. Sólo ella abarca á la vez todo lo grande y lo bello que se encuentra en las demás; sólo ella atraviesa las más profundas revoluciones, sin perecer; sólo ella se extiende á todas las razas, se acomo[5]da á todos los climas, se aviene con las más variadas formas políticas; sólo ella se enlaza amigablemente con todo linaje de instituciones, mientras pueda circular por su corazón cual fecundante savia, produciendo gratos y saludables frutos para bien de la humanidad.

¿Y de dónde habrá recibido la civilización europea su inmensa superioridad sobre todas las otras? ¿De dónde ha salido tan gallarda, tan rica, tan variada y fecunda, con ese sello de dignidad, de nobleza y elevación, sin castas, sin esclavos, sin eunucos, sin esas miserias que cual asquerosa lepra encontramos en los demás pueblos antiguos y modernos? ¡Ah! los europeos nos lamentamos á menudo, y tan sentidamente cual hacerlo pudo ningún pueblo; y no reflexionamos que somos los hijos mimados de la Providencia, y que, si es verdad que sufrimos males, patrimonio inseparable de la humanidad, son, empero, muy ligeros, nulos, en comparación de los que sufrieron y sufren los demás pueblos. Por lo mismo que es grande nuestra dicha, somos más descontentadizos, y, por decirlo así, más melindrosos; sucediéndonos lo que á un hombre de distinguida clase, acostumbrado á vivir rodeado de consideración y respeto en medio de las comodidades y regalos: una leve palabra le indigna, la más pequeña molestia le mortifica y desazona; sin reparar que hay tantos hombres desnudos, y transidos de miseria, que no pueden cubrir su desnudez sino con algunos harapos, ni apagar su hambre sino con algunos mendrugos, todo recogido al través de mil repulsas y bochornos.

Al contemplar la civilización europea, hieren el ánimo tantas y tan varias impresiones, agólpase tal tropel de objetos como demandando consideración y preferencia, que, si bien la imaginación se recrea con la magnificencia y hermosura del cuadro, el entendimiento se abruma, no atinando fácilmente por dónde se deba empezar el examen. El mejor recurso, en tales casos, es la simplificación, descomponiendo el objeto[6] complexo, y reduciéndolo todo á sus elementos más simples. El individuo, la familia, la sociedad: he aquí lo que debemos examinar á fondo, he aquí lo que ha de ser el blanco de nuestras investigaciones; que, si llegamos á comprenderlo bien, tal como es en sí y prescindiendo de ligeras variaciones que no afectan su esencia, la civilización europea, con todas sus riquezas, con todos sus secretos, se desenvolverá á nuestros ojos, como sale de entre las sombras una campiña abundante y amena al bañarla los rayos de la aurora.

Debe la civilización europea todo cuanto es y todo cuanto tiene, á la posesión en que está de las principales verdades sobre el individuo, sobre la familia y sobre la sociedad; se han comprendido en Europa mejor que en ninguna otra parte la verdadera naturaleza, las verdaderas relaciones, el verdadero fin de estos objetos; se tienen sobre ellos ideas, sentimientos, miras de que se careció en otras civilizaciones; y estas ideas y sentimientos están grabados fuertemente en la fisonomía de los pueblos europeos, inoculados en sus leyes, en sus costumbres, en sus instituciones, en su lenguaje; se respiran con el aire, porque traen impregnada nuestra atmósfera como un aroma vivificante. Y es porque de largos siglos abriga en su seno la Europa un principio robusto que los conserva, propaga y aplica; es porque en las épocas más trabajosas en que disuelta la sociedad tuvo que formarse de nuevo, fué cabalmente cuando este principio regenerador disfrutó de más influjo y prepotencia. Pasaron los tiempos, sobrevinieron grandes mudanzas, el Catolicismo sufrió alternativas en su poder é influencia sobre la Europa; pero la civilización, que era su obra, era demasiado sólida para ser fácilmente destruída; el impulso era sobrado fuerte y certero para que se perdiera fácilmente el rumbo; la Europa era un joven en la flor de sus años, dotado de complexión robusta, y en cuyas venas circula en abundancia la salud y la vida; los excesos del trabajo y de la disipación le postran por algún tiempo, le hacen palidecer; pero bien pronto[7] recobra su rostro la lozanía y los colores, bien pronto recobran sus miembros la agilidad y la fuerza.


CAPITULO XXI

El individuo: he aquí el elemento más simple de la sociedad; he aquí lo primero que debe estar bien constituído, por decirlo así; he aquí lo que, en siendo mal comprendido y apreciado, será un eterno obstáculo á la medra de la verdadera civilización. Ante todo es necesario advertir que aquí se trata sólo del individuo, del hombre tal como es en sí, y prescindiendo de las numerosas relaciones que le rodean, luego que se pasa á considerarlo como miembro de una sociedad. Mas no se crea, por esto, que voy á considerar al hombre en un completo aislamiento, llevándole al desierto, reduciéndole al estado salvaje, y analizando el individualismo tal como nos le ofrecen algunas hordas errantes, excepción monstruosa que sólo ha podido resultar de la degradación de la naturaleza humana. Esto equivaldría á resucitar el método de Rousseau, método puramente utópico, que sólo puede conducir al error y á la extravagancia. Las piezas de una máquina pueden ser examinadas aparte, aisladamente, con la mira de comprender mejor su construcción peculiar; pero nunca deben olvidarse los usos á que se las destina, nunca debe perderse de vista el todo á que pertenecen; de otra suerte; el juicio que sobre ellas se forme, no podrá menos de ser equivocado. El cuadro más sublime y sorprendente no sería más que una ridícula monstruosidad, si se examinaran en completo aislamiento, ó en combinaciones arbitrarias, los grupos y las figuras: con semejante método podrían convertirse en sueños de un delirante los prodigios de Miguel Ángel y Rafael.

Pero, sin olvidar que el hombre no está solo en el mundo, y que no ha nacido para vivir solo; sin olvi[8]dar que, á más de lo que es en sí, forma también parte del gran sistema del universo, y que, á más de los destinos que le corresponden como comprendido en el vasto plan de la creación, está elevado por la bondad del Criador á otra esfera más alta, superior á todo pensamiento terreno; sin prescindir de nada de esto, como en buena filosofía no se puede prescindir, queda todavía lugar al estudio del individuo, y del individualismo; en la consideración del hombre puédese todavía abstraer la calidad del ciudadano, abstracción que, lejos de conducirnos á extravagantes paradojas, es muy á propósito para comprender á fondo cierta particularidad notable que se observa en la civilización europea, cierto distintivo que por sí solo no la dejaría confundir con las otras.

Que deba hacerse una distinción entre el hombre y el ciudadano, que estos dos aspectos den lugar á consideraciones muy diferentes, nadie habrá que no lo perciba fácilmente; pero es tarea algo difícil el deslindar hasta dónde se extiendan los resultados de esa distinción, hasta qué punto sea conveniente el sentimiento de la independencia personal, cuál sea la esfera que deba señalarse al desarrollo puramente individual, qué es lo que sobre este particular se encuentra en nuestra civilización que no se halle en las otras; es tarea harto difícil apreciar debidamente esta diferencia, señalar su origen y objeto, y pesar atinadamente cuál ha sido su verdadero influjo en la marcha de la civilización. Tarea, repito, muy difícil, porque se encierran aquí varias cuestiones, bellas é importantes en verdad, pero delicadas, profundas, donde es muy fácil equivocarse, porque es casi imposible fijar certeramente la mirada, á causa de que los objetos tienen algo de vago, de indeterminado, de aéreo, andan como fluctuando, sólo vinculados entre sí por relaciones imperceptibles.

Tropezamos aquí con el famoso individualismo, que, según Guizot, fué importado por los bárbaros del Norte y representó un papel tan descollante, que debe se[9] reconocido como uno de los primeros y más fecundos principios de la civilización europea. Analizando el célebre publicista los elementos de esta civilización, señalando la parte que en su juicio cupo al imperio romano y á la Iglesia, pretende hallar algo de singular y muy fecundo en el sentimiento de individualismo que traían los germanos consigo, y que inocularon en las costumbres europeas.

No será inútil dar razón aquí de la opinión de M. Guizot sobre esta importante y delicada materia, porque, al paso que se logrará fijar mejor el estado de la cuestión, cosa harto difícil en objetos de suyo tan vagos, se disipará la grave equivocación que padecen algunos en este punto, debida á la autoridad del citado escritor, que, con los recursos de su ingenio y los encantos de su elocuencia, ha hecho verosímil y plausible lo que, examinado á fondo, no es más que una paradoja.

Como al combatir las opiniones de un escritor debe tenerse el primer cuidado en no alterárselas, atribuyéndole lo que en realidad no ha dicho, y estando, por otra parte, la materia que nos ocupa tan sujeta á equivocaciones, será bien copiar por entero las palabras de M. Guizot. «El estado general de la sociedad entre los bárbaros es lo que nos importa conocer; y esto cabalmente es muy difícil. Comprendemos sin mucho trabajo el sistema municipal romano, y la Iglesia cristiana; su influencia se ha perpetuado hasta nuestros días; encontramos su huella en muchas instituciones, en hechos que tenemos á la vista, y esto nos facilita mil medios de reconocerlos y explicarlos. Nada, empero, ha quedado de las costumbres y del estado social de los bárbaros; vémonos obligados á adivinar, ora apelando á remotísimos monumentos históricos, ora supliendo la falta de esos monumentos con un atrevido esfuerzo de imaginación.»

No negaré ser muy poco lo que nos ha quedado de las costumbres de los bárbaros, ni disputaré con M. Guizot sobre lo que pueda valer una observación[10] que versa sobre hechos en que sea menester suplir con esfuerzos de imaginación lo mucho que de ellos nos falta, en que nos veamos obligados á entrar en la peligrosa y resbaladiza senda de adivinar; no desconozco lo que son estas materias, y en las reflexiones que acabo de hacer sobre la cuestión que nos ocupa, y en los términos con que la he calificado, bien se alcanza que no juzgo posible andar con la regla y el compás; pero sí que puede servir esto para prevenir á los lectores contra la ilusión que pudiera causarles una doctrina que, bien profundizada, no es más, repito, que una brillante paradoja.

«Hay un sentimiento, un hecho, continúa M. Guizot, que es preciso analizar y comprender para pintar con rasgos verídicos á un bárbaro: tal es el placer de la independencia individual: el placer de lanzarse con su fuerza y su libertad en medio de las vicisitudes del mundo y de la vida; los goces de una actividad sin trabajo, la inclinación á una vida aventurera, llena de imprevisión, de desigualdad, de peligro. Éste era el sentimiento dominante del estado bravío, la necesidad moral que ponía en perpetuo movimiento aquellas masas de hombres. Viviendo nosotros en medio de una sociedad tan regular, tan uniforme, nos es sobremanera difícil representarnos ese sentimiento con todo el imperio, con toda la violencia que ejercía sobre los bárbaros de los siglos IV y V. Una sola obra he visto en la cual se halla perfectamente retratado ese carácter de la barbarie: la Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, de M. Thierry, es el solo libro en que se ven reproducidos con una exactitud, con una naturalidad verdaderamente homéricas, los motivos, las inclinaciones, los impulsos que mueven y agitan á los hombres en un estado social próximo á la barbarie. En ninguna parte he comprendido, he sentido mejor lo que es un bárbaro, lo que es la vida de un bárbaro. Algo semejante se encuentra en las novelas de Cooper sobre los salvajes de América, si bien, á mi entender, en un grado muy inferior, de una mane[11]ra menos simple, menos verdadera. Vese en la vida de los salvajes americanos, en las relaciones que los unen, en los sentimientos que abrigan en medio de sus bosques, algún reflejo, alguna analogía que recuerda hasta cierto punto la vida y las costumbres de los primitivos germanos. Estos cuadros son ciertamente un poco ideales, tienen algo de poético; la parte repugnante de las costumbres y de la vida de los bárbaros no se presenta en ellos con toda su crudeza; y no hablo solamente de los males acarreados por esas costumbres al estado social, sino de la situación interior, individual del mismo bárbaro. En esta necesidad imperiosa de independencia personal había algo de más material, algo de más grosero de lo que se desprende y pudiera deducirse de la obra de M. Thierry: dominaba en los bárbaros del Norte cierto grado de brutalidad, de embriaguez, de apatía, que no siempre se ven fielmente representadas en aquellas narraciones. No obstante, profundizando más y más las cosas, á pesar de esa confusa mezcla de brutalidad, de materialismo, de egoísmo estúpido, se conoce que aquella pasión por la independencia individual es un sentimiento noble, cuyo poder deriva todo de la parte superior, de la naturaleza moral del mismo hombre: es el placer de sentirse hombre, el sentimiento de la personalidad, de la espontaneidad humana en su libre desarrollo.

»Á los bárbaros germanos, señores, debe la moderna civilización ese sentimiento desconocido enteramente de los romanos, de la Iglesia, de casi todas la civilizaciones antiguas. Cuando en éstas hace algún papel la libertad, es la libertad política, la libertad del ciudadano; ésta era la que le movía, la que le entusiasmaba; no su libertad personal: pertenecía á una asociación, se hallaba consagrado á una asociación, y por una asociación estaba pronto á sacrificarse. Lo mismo sucedía en la Iglesia cristiana: reinaba entre los fieles un vivo apego á la corporación cristiana, un rendido acatamiento, un entero abandono á sus leyes, un fuerte empeño de extender su imperio: otras veces el senti[12]miento religioso conducía al hombre á una reacción sobre sí mismo, sobre su alma, á una lucha interior, para sojuzgar su libre albedrío y someterlo á las inspiraciones de su fe. El sentimiento, empero, de independencia personal, ese anhelo de libertad que se desarrolla sin otro fin ni objeto que el de complacerse, este sentimiento, repito, era desconocido á los romanos y á la sociedad cristiana. Los bárbaros le llevaron consigo y le depositaron en la cuna de la civilización europea. Tan descollante papel ha en ella representado, tan hermosos resultados ha producido, que es imposible dejar de reconocerle como uno de sus elementos principales.» (Historia de la civilización europea. Lección II.)

El sentimiento de la independencia personal atribuído exclusivamente á un pueblo, ese sentimiento vago, indefinible, con una extraña mezcla de noble y de brutal, de bárbaro y de civilizador, tiene algo de poético, muy propio para seducir la fantasía; pero, como el contraste mismo con que se procura aumentar el efecto de las pinceladas lleva en sí algo de extraordinario y hasta contradictorio, la severa razón sospecha algún error oculto, y se pone en cautelosa guarda.

Si es verdad que tal fenómeno haya existido, ¿de dónde pudo dimanar? ¿fué quizás un resultado del clima? Pero ¿cómo es concebible que abrigaran los hielos del Norte lo que no abrigaban los ardores del Mediodía? ¿cómo es que, desenvolviéndose con tanta fuerza en los países meridionales de Europa el sentimiento de la independencia política, cabalmente no se encontrara en ellos el sentimiento de la independencia personal? ¿no fuera una extrañeza, mejor diré, un absurdo, que los climas se hubiesen repartido como patrimonios los sentimientos de las dos clases de libertad?

Diráse quizás que procedía este sentimiento del estado social; pero, en tal caso, no era menester atribuirle como característico á un pueblo; bastaba asentar, en general, que ese sentimiento era propio de los[13] pueblos que se hallasen en el estado social de los germanos. Además que, si era un efecto del estado social, ¿cómo pudo ser un germen, un principio fecundo de civilización, lo que era propio de la barbarie? Este sentimiento debiera haberse borrado por la civilización, no conservarse en medio de ella, no contribuir á su desarrollo; y, si bajo alguna forma debía permanecer, ¿por qué no sucedió lo mismo en otras civilizaciones, ya que no fueron, por cierto, los germanos el único pueblo que haya pasado de la barbarie á la civilización?

No se pretende, por eso, decir que los bárbaros del Norte no ofrecieran bajo este aspecto alguna particularidad notable, ni tampoco que no se encuentre en la civilización europea un sentimiento de personalidad, por decirlo así, que no se halla en las demás civilizaciones; pero sí que para explicar el individualismo de los germanos es poco filosófico valerse de misterios y enigmas, sí que para señalar la razón de la superioridad que tiene en esta parte la civilización europea, no es necesario acudir á la barbarie de los germanos. Si queremos formarnos idea cabal de esta cuestión tan complexa é importante, conviene ante todo fijar en cuanto cabe la verdadera naturaleza del individualismo de los bárbaros. En un opúsculo que di á luz hace algún tiempo, cuyo título era: Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, traté por incidencia de ese individualismo, y me esforcé en aclarar sobre este punto las ideas, y, como desde entonces no he variado de opinión, antes me he confirmado más en ella, trasladaré á continuación lo que allí decía: «¿Qué venía á ser este sentimiento? ¿era peculiar de aquellos pueblos, era un resultado de las influencias del clima, de una situación social? ¿era tal vez un sentimiento, que se halle en todos lugares y tiempos, pero modificado á la sazón por circunstancias particulares? ¿Cuál era su fuerza, cuál su tendencia, qué encerraba de justo ó de injusto, de noble ó degradante, de provechoso ó nocivo? ¿qué bienes llevó á la[14] sociedad, qué males? y éstos ¿cómo se combatieron, por quién, y por qué medios, con qué resultado? Muchas cuestiones hay encerradas aquí; pero no traen, sin embargo, la complicación que pudiera parecer; aclarada una idea fundamental, las demás se desenvolverán muy fácilmente; y, simplificada la teoría, vendrá luego la historia en su confirmación y apoyo.

»Hay en el fondo del corazón del hombre un sentimiento fuerte, vivo, indeleble, que le inclina á conservarse, á evitarse males, y á procurarse bienestar y dicha. Llámesele amor propio, instinto de conservación, deseo de la felicidad, anhelo de perfección, egoísmo, individualismo, llámesele como se quiera, el sentimiento existe: aquí dentro le tenemos, no podemos dudar de él; él nos acompaña en todos nuestros pasos, en todas nuestras acciones, desde que abrimos los ojos á la luz hasta que descendemos al sepulcro. Este sentimiento, si bien se le observa en su origen, naturaleza y objeto, no es más que una gran ley de todos los seres, aplicada al hombre; ley que, siendo una garantía de la conservación y perfección de los individuos, contribuye de un modo admirable á la harmonía del universo. Bien claro es que semejante sentimiento nos ha de llevar naturalmente á aborrecer la opresión, y á experimentar un desagrado por cuanto tiende á embarazarnos, ó á coartarnos el uso de nuestras facultades: la razón es obvia; todo esto nos causa un malestar, y á semejante estado se opone nuestra naturaleza; hasta el niño más tierno sufre ya de mala gana la ligadura que le embarga el libre movimiento: se enfada, forceja, llora.

»Además, si por una ú otra causa no carece totalmente el individuo del conocimiento de sí mismo; si, por poco que sea, han podido desarrollarse algún tanto sus facultades intelectuales, brotará en el fondo de su alma otro sentimiento que nada tiene de común con el instinto de conservación que impele á todos los seres, otro sentimiento que pertenece exclusivamente á la inteligencia: hablo del sentimiento de dignidad,[15] del aprecio, de la estimación de nosotros mismos, de ese fuego que brota en el corazón de nuestra más tierna infancia, y que, nutrido, extendido y avivado con el pábulo que va suministrando el tiempo, es capaz de aquella fuerza prodigiosa, de aquella expansión que tan inquietos, tan activos, tan agitados nos trae en todos los períodos de nuestra vida. La sujeción de un hombre á otro hombre envuelve algo que hiere este sentimiento de dignidad; porque, aun suponiendo esta sujeción conciliada con toda la libertad y suavidad posibles, con todos los respetos á la persona sujeta, revela al menos á ésta alguna flaqueza ó necesidad que la obliga á dejarse cercenar algún tanto del libre uso de sus facultades: y he aquí otro origen del sentimiento de independencia personal.

»Infiérese de lo que acabo de exponer, que el hombre lleva siempre consigo el amor á la independencia, que este sentimiento es común á todos los tiempos y países, y que no puede ser de otra manera, pues que hemos encontrado su raíz en dos sentimientos tan naturales al hombre, como son: el deseo de bienestar, y el sentimiento de su dignidad.

»Es evidente que en la infinidad de situaciones, física y moralmente diversas, en que puede encontrarse el individuo, las modificaciones de tales sentimientos podrán también variarse hasta lo infinito; y que éstos, sin salir del círculo que les traza su esencia, tienen mucha latitud para que sean susceptibles de muy diferentes graduaciones en su energía ó debilidad, y para que sean morales ó inmorales, justos ó injustos, nobles ó innobles, provechosos ó nocivos, y, por consiguiente, para que puedan comunicar al individuo á quien afectan mucha diversidad de inclinaciones, de hábitos y costumbres, dando así á la fisonomía de los pueblos rasgos muy diferentes, según sea el modo particular y característico con que se hallan afectados los individuos. Aclaradas ya estas nociones, sin haber dejado nunca de la mano el corazón del hombre, queda también manifestado cómo deben resolverse todas[16] las cuestiones generales que se habían ofrecido con relación al sentimiento de individualismo; echándose de ver también que no es menester recurrir á palabras misteriosas, ni á explicaciones poéticas; porque nada hay aquí que no pueda sujetarse á riguroso análisis.

»Las ideas que el hombre se forme de su bienestar y dignidad, y los medios de que disponga para alcanzar aquél, y conservar ésta, he aquí lo que graduará la fuerza, determinará la naturaleza, fijará el carácter, señalará la tendencia de todos estos sentimientos; es decir, que todo dependerá del estado físico y moral en que se hallen la sociedad y el individuo. Y, aun en igualdad de las demás circunstancias, dad al hombre las verdaderas ideas de su bienestar y dignidad, tales como las enseñan la razón y, sobre todo, la religión cristiana, y formaréis un buen ciudadano; dádselas equivocadas, exageradas, absurdas, tales como las explican escuelas perversas y como las propalan los tribunos de todos los tiempos y países, y sembraréis abundante semilla de turbulencias y desastres.

»Falta ahora hacer una aplicación de esta doctrina, para que, concretándonos al objeto que nos ocupa, podamos manifestar con toda claridad el punto principal que nos hemos propuesto.

»Si fijamos nuestra atención sobre los pueblos que invadieron y derribaron el imperio romano, ateniéndonos á los rasgos que sobre ellos nos ha conservado la historia, á lo que de sí arrojan las mismas circunstancias en que se encontraban, y á lo que en esta materia ha podido enseñar á la ciencia moderna la inmediata observación de algunos pueblos de América, no nos será imposible formarnos idea de cuál era entre los bárbaros invasores el estado de la sociedad y del individuo. Situados los bárbaros en su país natal, en medio de sus montes y bosques cubiertos de nieve y de escarcha, tenían también sus lazos de familia, sus relaciones de parentesco, su religión, sus tradiciones, sus hábitos, sus costumbres, su apego al propio suelo, su amor á la independencia de la patria, su entusias[17]mo por las hazañas de sus mayores, su amor á la gloria adquirida en el combate, su anhelo de perpetuar en sus hijos una raza robusta, valiente y libre, sus distinciones de familias, sus divisiones en tribus, sus sacerdotes, sus caudillos, su gobierno. Sin que sea menester entrar ahora en cuestiones sobre el carácter que entre ellos tenían las formas de gobierno, y dando de mano á cuanto pudiera decirse sobre su monarquía, asambleas públicas y otros puntos semejantes, cuestiones todas que, á más de ser ajenas de este lugar, llevan siempre consigo mucho de imaginario é hipotético, me contentaré con observar lo que para todos los lectores será incontestable, y es, que la organización de la sociedad era entre ellos cual debía esperarse de ideas rudas y supersticiosas, usos groseros y costumbres feroces; es decir, que su estado social no se elevaba sobre aquel nivel que naturalmente debían de haberle señalado tan imperiosas necesidades, como son, el que no se convirtieran en absoluto caos sus bosques, y que á la hora del combate no marcharan sin alguna cabeza y guía confusos pelotones.

»Nacidos aquellos pueblos en climas destemplados y rigurosos, embarazándose y estrechándose unos á otros por su asombrosa multiplicación, escasos, por lo mismo, de medios de subsistencia, y teniendo á la vista la abundancia y comodidades con que les brindaban espaciosas y cultivadas comarcas, sentíanse á la vez acosados de grandes necesidades, y estimulados vivamente por la presencia y cercanía de la presa; y, como que no veían otro dique que las flacas legiones de una civilización muelle y caduca, sintiéndose ellos robustos de cuerpo, esforzados y briosos de ánimo, y alentados por su misma muchedumbre, despegábanse fácilmente de su país natal, desenvolvíase en su pecho el espíritu emprendedor, y se precipitaban impetuosos sobre el imperio, como un torrente que se despeña de un alto risco, inundando las llanuras vecinas.

»Por imperfecto que fuera su estado social, por groseros que fueran los lazos de que estaba formado, bas[18]tábales, sin embargo, á ellos en su país natal, y en sus costumbres primitivas; y, si los bárbaros hubiesen permanecido en sus bosques, habría continuado aquella forma de gobierno llenando á su modo su objeto, como nacida que era de la misma necesidad, adaptada á las circunstancias, arraigada con el hábito, sancionada por la antigüedad, y enlazada con todo linaje de tradiciones y recuerdos.

»Pero eran sobrado débiles estos lazos sociales para que pudieran ser trasladados sin quebrantarse; y aquellas formas de gobierno eran, como se echa de ver, tan acomodadas al estado de barbarie, y, por consiguiente, tan circunscriptas y limitadas, que mal podían aplicarse á la nueva situación en que casi de repente se encontraron aquellos pueblos.

»Figuraos ahora á los bravos hijos de las selvas arrojados sobre el Mediodía, como un león sobre su presa, precedidos de sus feroces caudillos, seguidos del enjambre de sus mujeres é hijos, llevando consigo sus rebaños y sus groseros arreos, destrozando de paso numerosas legiones, saltando trincheras, salvando fosos, escalando baluartes y murallas, talando campiñas, arrasando bosques, incendiando populosas ciudades, arrastrando grandes pelotones de esclavos recogidos en el camino, arrollando cuanto se les opone, y llevando delante de sí numerosas bandadas de fugitivos, corriendo pavorosas y azoradas por escapar del hierro y del fuego; figuráoslos un momento después, engreídos por la victoria, ufanos con tantos despojos, encrudecidos con tantos combates, incendios, saqueos y matanzas; trasladados como por encanto á un nuevo clima, bajo otro cielo, nadando en la abundancia, en los placeres, en nuevos goces de todas clases; con una confusa mezcla de idolatría y de Cristianismo, de mentira y de verdad, muertos en los combates los principales caudillos, confundidas con el desorden las familias, mezcladas las razas, alterados y perdidos los antiguos hábitos y costumbres, y desparramados, por fin, los pueblos en países inmensos, en medio de otros pueblos de diver[19]sas lenguas, de otras ideas, de distintos usos y costumbres; figuraos, si podéis, ese desorden, esa confusión, ese caos; y decidme si no veis quebrantados, hechos mil trozos todos los lazos que formaban la sociedad de esos pueblos, y si no veis desaparecer de repente la sociedad civilizada con la sociedad bárbara, aniquilarse todo lo antiguo, antes que pudiera reemplazarlo nada nuevo.

»Y entonces, si fijáis vuestra vista sobre el adusto hijo del aquilón, al sentir que se relajan de repente todos los vínculos que le unían con su sociedad, que se quebrantan todas las trabas que contenían su fiereza, al encontrarse solo, aislado, en posición tan nueva, tan singular y extraordinaria, conservando un obscuro recuerdo de su país, sin haberse aficionado todavía al recién ocupado, sin respeto á una ley, sin temor á un hombre, sin apego á una costumbre, ¿no le veis, arrastrado de su impetuosa ferocidad, arrojarse sin freno á dondequiera que le conducen sus hábitos de violencia, de vagancia, de pillaje y matanzas; y, confiado siempre en su nervudo brazo, en su planta ligera, guiado por las inspiraciones de un corazón lleno de brío y de fuego, y por una fantasía exaltada con la vista de tantos, tan nuevos y variados países, por los azares de tantos viajes y combates, no le veis acometer temerario todas las empresas, rechazar toda sujeción, sacudir todo freno, y saborearse en los peligros de nuevas luchas y aventuras? ¿Y no encontráis aquí el misterioso individualismo, el sentimiento de independencia personal, con toda su realidad filosófica y con toda su verdad histórica?

»Este individualismo brutal, este feroz sentimiento de independencia, que ni podía conciliarse con el bienestar del individuo, ni con su verdadera dignidad; que, entrañando un principio de guerra eterna, y de vida errante, debía acarrear necesariamente la degradación del hombre y la completa disolución de la sociedad, tan lejos estaba de encerrar un germen de civilización, que antes bien era lo más á propósito para conducir la[20] Europa al estado salvaje, ahogando en su misma cuna toda sociedad, desbaratando todas las tentativas encaminadas á organizarla y acabando de aniquilar cuantos restos hubiesen quedado de la civilización antigua.»

Las reflexiones que se acaban de presentar serán más ó menos felices, pero al menos no adolecen de la inconcebible incoherencia, por no decir contradicción, de hermanar la barbarie y la brutalidad con la civilización y la cultura; por lo menos no se llama principio descollante, fecundo en la civilización europea, á lo mismo que un poco más allá se señala como uno de los obstáculos más poderosos que salían al paso á las tentativas de organización social. Como en este punto coincide M. Guizot con la opinión que acabo de manifestar, y hace resaltar notablemente la incoherencia de su doctrina, el lector no llevará á mal que se lo haga oir de su propia boca: «Es claro que, si los hombres carecen de ideas que se extiendan más allá de su propia existencia; si su horizonte intelectual no alcanza más allá del individualismo; si se dejan arrastrar por la fuerza de sus pasiones é intereses; si no poseen un cierto número de nociones y de sentimientos comunes que sirvan como de lazo entre todos los asociados; es claro, digo, que será imposible entre ellos toda idea de sociedad, que cada individuo será en la sociedad á que pertenezca, un principio de trastorno y de disolución.

»Dondequiera que domine casi absolutamente el individualismo; dondequiera que el hombre no se considere más que á sí propio, que sus ideas no se extiendan más allá de sí mismo, no obedezca más que á su pasión, la sociedad (hablo de una sociedad un poco dilatada y permanente) llega á ser poco menos que imposible. Tal era en el tiempo de que hablamos el estado moral de los conquistadores de Europa. Hice ya notar en la última reunión que debíamos á los germanos el sentimiento enérgico de la libertad particular y del individualismo humano. Pues bien: cuando el[21] hombre se halla en un estado de extrema rusticidad y de ignorancia, entonces ese sentimiento es el egoísmo con toda su brutalidad, con toda su insociabilidad, y en este estado se encontraba entre los germanos desde el siglo v hasta el viii. Sin hallarse acostumbrados á más que á cuidar de su propio interés, á satisfacer sus pasiones, á dar cumplimiento á su voluntad, ¿cómo habrían podido acomodarse á un estado un poco organizado? Habíase intentado varias veces hacerlos entrar en él, ellos mismos lo deseaban; mas, burlaban siempre esos deseos, y hacían inútil toda tentativa, la brutalidad, la ignorancia, la imprevisión. Á cada instante se ve levantarse un embrión de sociedad, y á cada instante se ve esa misma sociedad desmembrarse, arruinarse, por faltar en los hombres ideas morales y comunes, elementos tan necesarios é indispensables.

»Tales eran, señores, las dos verdaderas causas que prolongaron el estado de la barbarie: mientras existieron, ella también duró.» (Historia general de la civilización europea. Lección III.)

Á M. Guizot sucedióle con su individualismo lo que suele acontecer á los grandes talentos: un fenómeno singular los hiere vivamente, inspírales un ardiente deseo de averiguar la causa, y tropiezan á menudo, caen en error, arrastrados por una secreta inclinación á señalar un origen nuevo, inesperado, sorprendente. Para extraviarle, mediaba todavía otra causa. En su mirada vasta y penetrante sobre la civilización europea, en el cotejo que de ella hizo con las más famosas civilizaciones antiguas, descubrió una diferencia muy notable entre el individuo de la primera y el individuo de las otras; vió, sintió en el hombre europeo algo de más noble, de más independiente que no hallaba ni en el griego ni en el romano; era menester señalar el origen de esta diferencia, y no era poco trabajosa la tarea para la posición en que se encontraba el historiador filósofo. Ya al echar una ojeada sobre los varios elementos de la civilización europea, se le había pre[22]sentado la Iglesia como uno de los más poderosos, como uno de los más influyentes en la organización social, y en el impulso que hizo marchar el mundo hacia un porvenir grande y venturoso; ya lo había reconocido expresamente así, y tributado un testimonio á la verdad, con aquellos rasgos magníficos que trazar sabe su elocuente pluma; ¿y queríase ahora que, para explicar el fenómeno que llamaba su atención, recurriese también al Cristianismo, á la Iglesia? Eso hubiera sido dejarla sola en la grande obra de la civilización, y M. Guizot á toda costa quería señalarle coadjutores; por esta causa fija sus miradas sobre las hordas bárbaras; y en la frente adusta, en la fisonomía feroz, en el mirar inquieto y fulminante del hijo de las selvas, pretende descubrir el tipo, algo tosco sí, pero no menos verdadero, de la noble independencia, de la elevación y dignidad, que lleva rasgueadas en su frente el individuo europeo.

Aclarada ya la naturaleza del misterioso individualismo de los germanos, y demostrado también que, lejos de ser un elemento de civilización, lo era de desorden y barbarie, falta ahora examinar cuál es la diferencia que media entre la civilización europea y las demás con respecto al sentimiento de dignidad é independencia que anima al individuo; falta determinar á punto fijo cuáles son las modificaciones que en Europa ha tomado un sentimiento, el cual, como vimos ya, mirado en sí, es común á todos los hombres.

En primer lugar, carece de fundamento lo que afirma M. Guizot: que el sentimiento de independencia personal, ese anhelo de libertad que agita los corazones sin otro fin ni objeto que el de complacerse, fuese característico de los bárbaros, y desconocido entre los romanos. Claro es que, al entablarse semejante comparación, no puede entenderse del sentimiento en su estado de bravura y ferocidad, pues que esto equivaldría á decirnos que los pueblos civilizados no podían tener el carácter distintivo de la barbarie; pero, si le despojamos de esta circunstancia, hallábase, y muy vivo, no[23] sólo entre los romanos, sino también entre los pueblos más famosos de la antigüedad.

«Cuando en las civilizaciones antiguas, dice M. Guizot, hace algún papel la libertad, debe entenderse de la libertad política, de la libertad del ciudadano; ésta era la que le movía, la que le entusiasmaba, no su libertad personal; pertenecía á una asociación, y por una asociación estaba pronto á sacrificarse.» Sin que sea menester negar que había ese espíritu de consagrarse á una asociación, y con algunas particularidades notables, que más abajo me propongo explicar, puédese afirmar, no obstante, que el deseo de la libertad personal, con el solo fin y objeto de complacerse, quizás era entre ellos más vivo que entre nosotros; si no, ¿qué buscaban los fenicios, los griegos isleños y asiáticos, y los cartagineses, cuando emprendían sus navegaciones, que, para el atraso de aquellos tiempos, eran tan osadas y peligrosas como las de nuestros más intrépidos marinos? ¿Era acaso por sacrificarse á una asociación, cuando sólo ansiaban descubrir nuevas playas donde pudiesen amontonar plata y oro, y todo linaje de preciosidades? ¿No los guiaba el anhelo de adquirir, de complacerse? ¿Dónde está la asociación? ¿Dónde se la divisa? ¿Vemos acaso otra cosa que el individuo con sus pasiones, con sus gustos, con su afán de satisfacerlos? Y los griegos, esos griegos tan muelles, tan voluptuosos, tan sedientos de placer, ¿no tenían vivísimo el sentimiento de su libertad personal, de poder vivir con amplia libertad, con el solo fin y objeto de complacerse? Sus poetas cantando el néctar y los amores, sus libres cortesanas recibiendo los obsequios de los hombres más famosos, y haciendo olvidar á los sabios la mesura y gravedad filosóficas, y el pueblo celebrando sus fiestas en medio de la disolución más espantosa, ¿era todo esto un sacrificio que se hacía en las aras de la asociación? ¿Tampoco había aquí el individualismo, el afán de complacerse?

Por lo que toca á los romanos, si se hablase de lo que se llama bellos tiempos de la república, no fuera qui[24]zás tan fácil ofrecer pruebas de lo que estamos manifestando; pero cabalmente se trata de los romanos del imperio, de los romanos que vivían en la época de la irrupción de los bárbaros; de esos romanos tan sedientos de complacerse, y tan devorados de esa fiebre de que tan negros cuadros nos conserva la historia. Sus soberbios palacios, sus magníficas quintas, sus regalados baños, sus espléndidos cenáculos, sus mesas opíparas, sus lujosos trajes, su disipación voluptuosa, ¿no muestran acaso al individuo, que, sin pensar en la asociación á que pertenece, trata tan sólo de lisonjear sus pasiones y caprichos, viviendo con la mayor comodidad, regalo y esplendor posibles; que no cuida de otra cosa que de solazarse con sus amigos, de mecerse blandamente en los brazos del placer, de satisfacer todos sus caprichos, de saciar todas sus pasiones, que todo lo ha olvidado, que en nada piensa, sino en que tiene un corazón que ansía por complacerse y gozar?

No es fácil tampoco atinar por qué M. Guizot atribuye exclusivamente á los bárbaros el placer de sentirse hombre, el sentimiento de su personalidad, de la espontaneidad humana en su libre desarrollo. ¿Y podemos creer que de tales sentimientos carecieran los vencedores de Maratón y de Platea, los pueblos que tantos monumentos nos han legado que inmortalizan sus nombres? Cuando en las bellas artes, en las ciencias, en la oratoria, en la poesía, brillaban por doquiera hermosísimos rasgos de genio, ¿no existía el placer de sentirse hombre, no se tenía el sentimiento y poder del libre desarrollo en todas las facultades? Y en una sociedad donde tan apasionadamente se amaba la gloria, como sucedía entre los romanos, que puede presentarnos hombres como Cicerón y Virgilio; en una sociedad donde pudieron escribirse las valientes plumadas de Tácito, esas plumadas que á la distancia de diez y nueve siglos hacen retemblar todavía los corazones generosos; ¿allí no había el placer de sentirse hombre, no había el orgullo de comprender su dignidad, no había el sentimiento de la espontaneidad humana en su libre[25] desarrollo? ¿Cómo es posible concebir que en esta parte se aventajasen los bárbaros del Norte á los griegos y romanos?

¿Á qué semejantes paradojas? ¿Á qué semejante trastorno y confusión de ideas? ¿Qué valen las palabras, por brillantes que sean, cuando nada significan? ¿Qué valen las observaciones, por delicadas que parezcan, cuando el entendimiento á la primera ojeada descubre en ellas la inexactitud y la vaguedad, y, examinándolas á fondo, las encuentra llenas de incoherencias y de absurdos?


CAPITULO XXII

Si profundizamos la cuestión que se agita, si no nos dejamos llevar hasta el error y la extravagancia por la manía de pasar plaza de pensadores profundos y de observadores muy delicados, si hacemos uso de una recta y templada filosofía, fundada en los hechos que nos suministra la historia, echaremos de ver que la diferencia capital entre nuestra civilización y las antiguas, con respecto al individuo, consistía en que el hombre, como hombre, no era estimado en lo que vale. No faltaban ni el sentimiento de independencia personal, ni el anhelo de complacerse y gozar, ni cierto orgullo de sentirse hombre: el defecto no estaba en el corazón, sino en la cabeza. Lo que faltaba, sí, era la comprensión de toda la dignidad del hombre, era el alto concepto que de nosotros mismos nos ha dado el Cristianismo, al paso que con admirable sabiduría nos ha manifestado también nuestras flaquezas; lo que faltaba, sí, á las sociedades antiguas, lo que ha faltado y faltará á todas en las que no reine el Cristianismo, era ese respeto, esa consideración de que entre nosotros está rodeado un individuo, un hombre sólo por ser hombre. Entre los griegos el griego lo es todo; los extranjeros, los bárba[26]ros, no son nada; en Roma el título de ciudadano romano hace al hombre; quien carece de ese título, es nada. En los países cristianos, si nace una criatura deforme ó privada de algún miembro, excita la compasión, es objeto de más tierna solicitud, bástale para ello el ser hombre, y, sobre todo, hombre desgraciado; entre los antiguos era mirada una criatura así como cosa inútil, despreciable, y, en ciertas ciudades, como por ejemplo en Lacedemonia, estaba prohibido alimentarla, y por orden de los magistrados encargados de la policía de los nacimientos ¡horror causa decirlo! era arrojada á una sima. Era un hombre; pero esto ¿qué importaba? Era un hombre que para nada podía servir, y una sociedad sin entrañas no quería imponerse la carga de mantenerle. Léase á Platón (Lib. 5 de Rep.), á Aristóteles (Pol., lib. 7, c. 15 y 16), y se verá los medios crueles que sabían excogitar esos filósofos para precaver el excesivo progreso que ha hecho la sociedad bajo la influencia del Cristianismo, en todo lo que dice relación al hombre.

Los juegos públicos, esas horrendas escenas en que morían á centenares los hombres, para divertir á un concurso desnaturalizado, ¿no son un elocuente testimonio de cuán en poco era tenido el hombre, pues que tan bárbaramente se le sacrificaba por motivos los más livianos?

El derecho del más fuerte estaba terriblemente practicado por los antiguos, y ésta es una de las causas á que debe atribuirse esa absorción, por decirlo así, en que vemos al individuo con respecto á la sociedad. La sociedad era fuerte, el individuo era débil; y así la sociedad absorbía al individuo, se arrogaba sobre él cuantos derechos puedan imaginarse; y, si alguna vez servía de embarazo, podía estar seguro de ser aplastado con mano de hierro. Al leer el modo con que explica M. Guizot esta particularidad de las civilizaciones antiguas, no parece sino que en ellas había un patriotismo desconocido, entre nosotros, patriotismo que, llevado hasta la exageración, y no andando acompañado del[27] sentimiento de independencia personal, producía esa especie de absorción individual, ese anonadamiento del individuo en presencia de la sociedad. Si hubiese reflexionado más á fondo sobre esta materia, habría alcanzado fácilmente que no estribaba la diferencia en que unos hombres tuvieran unos sentimientos de que carezcan los otros, sino en que se ha verificado una revolución inmensa en las ideas, en que el individuo, el hombre, es tenido en mucho, cuando entonces era tenido en nada; y de aquí no era difícil inferir que las mismas diferencias que se notasen en los sentimientos, debían tener su origen en la diferencia de las ideas.

En efecto, no es extraño que, viendo el individuo cuán en poco era tenido por sí mismo, viendo el poder ilimitado que sobre él se arrogaba la sociedad, y que sirviendo de estorbo era pulverizado, nada extraño es que él mismo se formase de la sociedad y del poder público una idea exagerada, que se anonadase en su corazón ante ese coloso que le infundía miedo, y que, lejos de mirarse como miembro de una asociación, cuyo objeto era la seguridad y la felicidad de todos los individuos, y para cuyo logro era indispensable por parte de éstos el resignarse á algunos sacrificios, se considerase antes bien como una cosa consagrada á esta asociación, y en cuyas aras debía ofrecerse en holocausto sin reparos de ninguna clase. Ésta es la condición del hombre: cuando un poder obra sobre él por mucho tiempo en acción ilimitada, ó se indigna contra este poder y le rechaza con violencia, ó bien se humilla, se abate, se anonada ante aquella fuerza cuya acción prepotente le doblega y aterra. Véase si es éste el contraste que sin cesar nos ofrecen las sociedades antiguas: la más ciega sumisión, el anonadamiento, de una parte, y, de otra, el espíritu de insubordinación, de resistencia, manifestado en explosiones terribles. Así, y sólo así, es posible comprender cómo unas sociedades en que la agitación y las turbulencias eran, por decirlo así, el estado normal, nos presentan ejem[28]plos tan asombrosos como Leónidas pereciendo con sus trescientos lacedemonios en el paso de las Termópilas, Scévola con la mano en el brasero, Régulo volviéndose á Cartago para padecer y morir, y Marco Curcio arrojándose armado en la insondable sima abierta en medio de Roma.

Todo esto, que á primera vista pudiera parecer inconcebible, se aclara perfectamente cotejándolo con lo acontecido en las revoluciones de los tiempos modernos. Trastornos terribles han desquiciado algunas naciones; la lucha de las ideas é intereses, trayendo consigo el calor de las pasiones, acarreó por algunos intervalos, más ó menos duraderos, el olvido de las verdaderas relaciones sociales: ¿y qué sucedió? Que, al paso que se proclamaba una libertad sin límites, y se ponderaban sin cesar los derechos del individuo, levantábase en medio de la sociedad un poder terrible, que, concentrando en su mano toda la fuerza pública, la descargaba del modo más inhumano sobre el individuo. En esas épocas resucitaba en toda su fuerza la formidable máxima del salus populi de los antiguos, pretexto de tantos y tan horrendos atentados; y, por otra parte, se veía renacer aquel patriotismo frenético y feroz, que los hombres superficiales admiran en los ciudadanos de las antiguas repúblicas.

¡Cosa notable! Algunos escritores habían prodigado desmedidos elogios á los antiguos, y sobre todo á los romanos; parece que tenían vivos deseos de que la civilización moderna se amoldase á la antigua; hiciéronse locas tentativas, se atacó con inaudita violencia la organización social existente, procuróse con ahinco que perecieran, ó al menos se sofocaran, las ideas cristianas sobre el individuo y la sociedad, se pidieron inspiraciones á las sombras de los antiguos romanos, y en el brevísimo plazo que duró el ensayo, viéronse también, cual en la antigua Roma, rasgos admirables de fortaleza, de valor, de patriotismo, contrastando de un modo horroroso con inauditas crueldades, con horrendos crímenes; y en medio de una nación grande[29] y generosa, viéronse aparecer de nuevo con espanto de la humanidad los sangrientos espectros de Mario y Sila. Tanta verdad es que el hombre es el mismo por todas partes, y que un mismo orden de ideas viene, al fin, á engendrar un mismo orden de hechos. Que desaparezcan la ideas cristianas, que las ideas antiguas recobren su fuerza, y veréis que el mundo nuevo se parecerá al mundo viejo.

Felizmente para la humanidad, esto es imposible; todos los ensayos hechos hasta ahora para lograr tan funesto efecto han sido y debido ser poco duraderos; lo propio sucederá en adelante; pero la página ensangrentada que dejan en la historia de la humanidad tan criminales tentativas, ofrece un rico caudal de reflexiones al observador filósofo para conocer á fondo las delicadas é íntimas relaciones de las ideas con los hechos, para contemplar en su desnudez la vasta trama de la organización social, y apreciar en su justo valor la influencia benéfica ó nociva de las varias religiones y sistemas filosóficos.

Las épocas de revolución, es decir, aquellas épocas tempestuosas en que se hunden los gobiernos unos tras otros, como edificios cimentados sobre un terreno volcanizado, llevan todas ese carácter que las distingue: el predominio de los intereses del poder público sobre todos los intereses privados. Nunca es más flaco ese poder, nunca es menos duradero; pero nunca es más violento, más frenético; todo lo sacrifica á su seguridad ó á su venganza; la sombra de sus enemigos le persigue y le hace estremecer á todas horas; su propia conciencia le atormenta y no le deja descanso; la debilidad de su organización y la movilidad de su asiento le advierten á cada paso de la proximidad de su caída, y en su impotente desesperación se agita y se revuelve convulsivo, como un moribundo que expira entre padecimientos atroces. ¿Qué es entonces á sus ojos la vida de los ciudadanos, si esta vida puede inspirarle la más leve, la más remota sospecha? Si con la sangre de millares de víctimas puede alcanzar algu[30]nos momentos de seguridad, si puede prolongar por algunos días más su existencia: «perezcan, dice, perezcan mis enemigos; así lo exige la seguridad del Estado; es decir, la mía.»

¿Y de dónde tanto frenesí? ¿de dónde tanta crueldad? ¿Sabéis de dónde? La causa está en que, derribado el gobierno antiguo por medio de la fuerza, y entronizado otro en su lugar, apoyado sólo en la fuerza, la idea del derecho ha desaparecido de la región del poder, la legitimidad no le escuda, su misma novedad le muestra como de poco valer, y le augura escasa duración; y, falto de razón y de justicia, y viéndose precisado á invocarlas para sostenerse, las busca en la misma necesidad de un poder, en esa necesidad social que está siempre patente; proclama que la salud del pueblo es la suprema ley, y entonces la propiedad, la vida del individuo son nada, se aniquilan completamente á la vista de un espectro sangriento, que se levanta en el centro de la sociedad, y que, armado con la fuerza, y rodeado de satélites y de cadalsos dice: «yo soy el poder público, á mí me está confiada la salud del pueblo, yo soy el que vela por los intereses de la sociedad.»

¿Y sabéis lo que acontece entonces con esa falta absoluta de respeto al individuo, con ese completo aniquilamiento del hombre ante el poder aterrador que se pretende representante de la sociedad? Sucede que renace el sentimiento de asociación en diferentes sentidos; pero no un sentimiento dirigido por la razón y por miras benéficas y previsoras, sino un sentimiento ciego, instintivo, que lleva á los hombres á no quedarse solos, sin defensa, en medio del campo de batalla y asechanzas en que se ha convertido la sociedad; que los conduce á unirse, ó para sostener al poder, si, arrastrados por el torbellino de la revolución, se han identificado con él y le miran como su único resguardo y defensa contra los enemigos que les amenazan, ó para derribarle, si, arrojados por una ú otra causa á las filas contrarias, le contemplan como su enemigo más capital, y la fuerza de que dispone, como una espada levantada[31] de continuo sobre sus cabezas. Entonces se verifica que los hombres pertenecen á una asociación, están consagrados á una asociación, y por esta asociación están prontos á sacrificarse; porque no pueden vivir solos, porque conocen, ó sienten al menos instintivamente, que el individuo es nada, porque, rotos todos los diques que mantenían el orden social, no le queda al individuo aquella esfera tranquila donde podía vivir sosegado, independiente, seguro de que un poder, fundado en la legitimidad y guiado por la razón y la justicia, velaba por la conservación del orden público y por el respeto de los derechos del individuo. Entonces los medrosos tiemblan y se humillan, y empiezan á representar la primera escena de la esclavitud, donde el oprimido besa la mano opresora, donde la víctima adora al verdugo; los más audaces, ó se resisten y pelean, ó se buscan y reunen en las sombras, preparando explosiones terribles; nadie pertenece á sí mismo; el individuo se siente absorbido por todas partes, ó por la fuerza que oprime, ó por la fuerza que conspira; porque sólo la justicia es el numen tutelar de los individuos; y, cuando ella desaparece, no son más que imperceptibles granos de arena arrebatados por el huracán, gotas de agua confundidas en las oleadas de una tormenta.

Concebid sociedades donde no reine ese frenesí que nunca puede ser duradero, pero que, sin embargo, no posean las verdaderas ideas sobre los derechos y deberes del individuo y del poder público; sociedades donde se encuentren como divagando al acaso algunas nociones sobre esos puntos cardinales, pero inciertas, obscuras, imperfectas, ahogadas en la atmósfera de mil preocupaciones y errores, donde bajo esa influencia se haya organizado un poder público, con estas ó aquellas formas, pero que al fin haya llegado á solidarse por la fuerza del hábito, y por falta de otro mejor que satisfaga las necesidades más urgentes de la sociedad; y entonces habréis concebido las sociedades antiguas, mejor diremos, las sociedades sin el Cristianismo; en[32]tonces concebiréis el anonadamiento del individuo ante la fuerza del poder público, sea bajo el despotismo asiático, sea bajo la turbulenta democracia de las antiguas repúblicas. Es lo mismo que habréis podido observar en las sociedades modernas en las épocas de revolución; sólo que en estas sociedades es pasajero y estrepitoso ese mal, cual los estragos de una tempestad; pero en las antiguas era su estado normal, como una atmósfera viciada, que afecta y daña sin cesar á los que viven en ella.

Si examinamos la causa de dos fenómenos tan encontrados, como son, la exaltación patriótica de los antiguos griegos y romanos, y la postración y abatimiento político en que yacían otros pueblos, y en que yacen todavía aquellos donde no domina el Cristianismo; si buscamos la raíz de esa abnegación individual que se descubre en el fondo de dos sentimientos tan opuestos; si investigamos cuál es la causa de que no se encuentre ni en unos ni en otros ese desarrollo individual que se observa en Europa, acompañado de un patriotismo razonable, pero que no sofoca el sentimiento de una legítima independencia personal; encontraremos una muy poderosa en que el hombre no se conocía á sí mismo, no sabía bien lo que era; y que sus verdaderas relaciones con la sociedad eran miradas al través de mil preocupaciones y errores, y, por consiguiente, mal comprendidas.

Á la luz de estas observaciones se echa de ver que la admiración por el patriótico desprendimiento, por la heroica abnegación de los antiguos, se ha llevado quizás demasiado lejos; y que tanto distan esas calidades de revelar en ellos una mayor perfección individual, una elevación de alma superior á la de los hombres de los tiempos modernos, que antes bien podrían indicar ideas menos altas que las nuestras, sentimientos menos independientes que los nuestros. Y qué, ¿no conciben, acaso, algunos ciegos admiradores de los antiguos cómo pueden sostenerse tan extrañas aserciones? Entonces les diré que admiren también á las mujeres[33] de la India al arrojarse tranquilas á la hoguera después de la muerte de sus maridos; que admiren al esclavo que se da la muerte porque no puede sobrevivir á su dueño; y entonces notarán que la abnegación personal no es siempre señal infalible de elevación de alma, sino que á veces puede ser el resultado de no conocer toda la dignidad propia, de imaginarse consagrado á otro ser, absorbido por él, de mirar la propia existencia como una cosa secundaria, sin más objeto que el de servir á otra existencia.

Y no queremos, no, rebajar en nada el mérito que á los antiguos legítimamente pertenezca; no queremos, no, deprimir su heroísmo en lo que tenga de justo y de laudable; no queremos, no, atribuir á los modernos un individualismo egoísta que les impida el sacrificarse individualmente por su patria: tratamos únicamente de señalar á cada cosa su justo lugar, disipando preocupaciones hasta cierto punto excusables, pero que no dejan de falsear lastimosamente los principales puntos de vista de la historia antigua y moderna.

Á ese anonadamiento del individuo, que notamos en los antiguos, contribuían también la escasez y la imperfección de su desarrollo moral, la falta de reglas en que se hallaba con respecto á su dirección propia, por cuyo motivo la sociedad se entrometía en todas sus cosas, como si la razón pública hubiese querido suplir el defecto de la razón privada. Si bien se observa, se notará que, aun en los países en que metía más ruido la libertad política, era harto desconocida la libertad civil; de manera que, mientras los ciudadanos se lisonjeaban de ser muy libres porque podían tomar parte en las deliberaciones de la plaza pública, eran privados de aquella libertad que más de cerca interesa al hombre, cual es, la que ahora se denomina civil. Podemos formar concepto de las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto, leyendo á uno de sus más célebres escritores políticos: Aristóteles. Nótase en los escritos de este filósofo que apenas acertaba á ver otro título que hiciera digno del nombre de ciu[34]dadano que el tomar parte en el gobierno de la república; y estas ideas, que pudieran parecer muy democráticas, muy á propósito para extender los derechos de la clase más numerosa, y que quizás algunos creerían dimanadas de la exageración de la dignidad del hombre, se hermanaban muy bien en su mente con un profundo desprecio del mismo hombre, con el sistema de vincular en un reducido número todos los honores y consideraciones, condenando al abatimiento y á la nulidad, nada menos que todos los labradores, artesanos y mercaderes. (Pol. L. 7, c. 9 y 12. L. 8, c. 1 y 2, L. 3, c. 1.) Ya se ve que esto suponía ideas muy peregrinas sobre el individuo y la sociedad, y confirma más y más lo que he dicho arriba sobre el origen de las extrañezas, por no decir monstruosidades, que nos admiran en las repúblicas antiguas. Lo repetiré, porque conviene mucho no olvidarlo: una de las principales raíces del mal, era la falta de conocimiento del hombre, era el poco aprecio de su dignidad en cuanto hombre, era que el individuo estaba escaso de reglas para dirigirse á sí mismo y para conciliarse la estimación; en una palabra, era que faltaban las luces cristianas que debían esclarecer el caos.

Tan profundamente se ha grabado en el corazón de las sociedades modernas ese sentimiento de la dignidad del hombre, con tales caracteres se halla escrita por doquiera la verdad de que el hombre, ya por solo este título, es muy respetable, muy digno de alta consideración, que aquellas escuelas que se han propuesto realzar al individuo, aunque sea con inminente riesgo de un espantoso trastorno en la sociedad, toman siempre por tema de su enseñanza, esa dignidad, esa nobleza, distinguiéndose sobremanera de los antiguos demócratas, en que éstos se agitaban en un círculo reducido, mezquino, sin pasar más allá de un cierto orden de cosas, sin extender su vista fuera de los límites del propio país; cuando en el espíritu de los demócratas modernos se nota un anhelo de invasión en todos los ramos, un ardor de provocación que abarca[35] todo el mundo: nunca invocan nombres pequeños; el hombre, su razón, sus derechos imprescriptibles: he aquí sus temas. Preguntadles qué quieren, y os dirán que quieren pasar el nivel sobre todas las cabezas, para defender la santa causa de la humanidad. Esta exageración de ideas, motivo y pretexto de tantos trastornos y crímenes, nos revela un hecho precioso, cual es, el progreso inmenso que á las ideas sobre la dignidad de nuestra naturaleza ha comunicado el Cristianismo, pues que en las sociedades que le deben su civilización, cuando se trata de extraviarlas, no se encuentra medio más á propósito que el invocar esa dignidad.

Como la religión cristiana es altamente enemiga de todo lo criminal, y no podía consentir que, á nombre de defender y realzar la dignidad humana, se trastornase la sociedad, muchos de los más ardientes demócratas se han desatado en injurias y sarcasmos contra la religión; pero, como también la historia está diciendo muy alto que todo cuanto se sabe y se siente de verdadero, de justo y de razonable sobre este punto, es debido á la religión cristiana, se ha tanteado últimamente si se podría hacer una monstruosa alianza entre las ideas cristianas y lo más extravagante de las democráticas: un hombre demasiado célebre se ha encargado del proyecto; pero el verdadero Cristianismo, es decir, el Catolicismo, rechaza esas monstruosas alianzas, y no conoce á sus más insignes apologistas, así que llegan á desviarse del camino señalado por la eterna verdad. El abate de Lamennais vaga ahora por las tinieblas del error abrazado con una mentida sombra de Cristianismo; y el supremo Pastor de la Iglesia ha levantado ya su augusta voz para prevenir á los fieles contra las ilusiones con que podría deslumbrarnos un nombre por tantos títulos ilustre.


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CAPITULO XXIII

Si, entendiendo el individualismo en un sentido justo y razonable; si, tomando el sentimiento de la independencia personal en una acepción, que ni repugne á la perfección del individuo, ni esté en lucha con los principios constitutivos de toda sociedad, queremos hallar otras causas que hayan influído en el desarrollo de ese sentimiento, aun pasando por alto una de las principales, señalada ya más arriba, cual es, la verdadera idea del hombre y de sus relaciones con sus semejantes, encontraremos todavía en las mismas entrañas del Catolicismo, algunas sobremanera dignas de llamar la atención. M. Guizot se ha equivocado grandemente cuando ha pretendido equiparar á los fieles con los antiguos romanos en punto á falta del sentimiento de independencia personal; nos pinta al individuo fiel como absorbido por la asociación de la Iglesia, como enteramente consagrado á ella, como pronto á sacrificarse por ella; de manera que lo que hacía obrar al fiel, eran los intereses de la asociación. En esto hay un error; pero, como lo que ha dado quizás ocasión á este error, es una verdad, menester se hace deslindar los objetos con mucho cuidado.

Es indudable que desde la cuna del Cristianismo fueron los fieles sumamente adictos á la Iglesia, y que siempre se entendió que dejaba de ser contado en el número de los verdaderos discípulos de Jesucristo el que se apartase de la comunión de la Iglesia. Es indudable también que «tenían los fieles, como dice M. Guizot, un vivo apego á la Iglesia, un rendido acatamiento á sus leyes, un fuerte empeño de extender su imperio»; pero no es verdad que obrase en el fondo de todos estos sentimientos, como causa de ellos, el solo espíritu de asociación, y que esto excluyese el[37] desarrollo del verdadero individualismo. El fiel pertenecía á una asociación, pero esta asociación él la miraba como un medio de alcanzar su felicidad eterna, como una nave en que andaba embarcado entre las borrascas de este mundo para llegar salvo al puerto de la eternidad; y, si bien creía imposible el salvarse fuera de ella, no se entendía consagrado á ella, sino á Dios. El romano estaba pronto á sacrificarse por su patria; el fiel, por su fe; cuando el romano moría, moría por su patria; pero, cuando el fiel moría, no moría por la Iglesia, sino que moría por su Dios. Ábranse los monumentos de la Historia eclesiástica, léanse las actas de los mártires, y véase lo que sucedía en aquel lance terrible, en que el Cristianismo manifestaba todo lo que era; en que, á la vista de los potros, de las hogueras y de los más horrendos suplicios, se manifestaba en toda su verdad el resorte que obraba en el corazón del fiel. Les pregunta el juez su nombre; lo declaran, y manifiestan que son cristianos: se les invita á que sacrifiquen á los dioses: «nosotros no sacrificamos sino á un solo Dios, criador del cielo y de la tierra»; se les echa en cara como ignominioso el seguir á un hombre que fué clavado en cruz; ellos tienen á mucha honra la ignominia de la cruz, y proclaman altamente que el crucificado es su Salvador y su Dios: se les amenaza con los tormentos; los desprecian porque son pasajeros, y se regocijan de que puedan sufrir algo por Jesucristo: la cruz del suplicio está ya aparejada, ó la hoguera arde á su vista, ó el verdugo tiene levantada el hacha fatal que ha de cortarles la cabeza; nada les importa, esto es un instante, y en pos viene una nueva vida, una felicidad inefable, y sin fin. Échase de ver en todo esto que lo que movía el corazón del fiel, eran el amor de su Dios y el interés de la felicidad eterna; y que, por consiguiente, es falso y muy falso que el fiel se pareciese á los antiguos republicanos, anonadando su individuo ante la asociación á que pertenecía, y dejando que en ella se absorbiese á su persona como una gota de agua en la inmensidad del Océano. El in[38]dividuo fiel pertenecía á una asociación que le daba la pauta de su creencia y la norma de su conducta: á esta asociación la miraba como fundada y dirigida por el mismo Dios; pero su mente y su corazón se elevaban hasta el mismo Dios, y, cuando escuchaba la voz de la Iglesia, creía también hacer su negocio propio, individual, nada menos que el de su felicidad eterna.

El deslinde que se acaba de hacer era muy necesario en esta materia, donde son tan varias y delicadas las relaciones, que la más ligera confusión puede conducir á errores de monta, haciendo, de otra parte, perder de vista un hecho recóndito y preciosísimo, que arroja mucha luz para estimar debidamente las causas del desarrollo y perfección del individuo en la civilización cristiana. Necesario como es un orden social al que esté sometido el individuo, conviene, sin embargo, que éste no sea de tal modo absorbido por aquél, de manera que sólo se le conciba como parte de la sociedad, sin que tenga una esfera de acción que pueda considerársele como propia. Á no ser así, no se desarrollará jamás de un modo cabal la verdadera civilización, la que, consistiendo en la perfección simultánea del individuo y de la sociedad, no puede existir á no ser que tanto ésta como aquél tengan sus órbitas de tal manera arregladas, que el movimiento que se hace en la una, no embargue ni embarace el de la otra.

Previas esas reflexiones, sobre las que llamo muy particularmente la atención de todos los hombres pensadores, observaré lo que quizás no se ha observado todavía, y es, que el Cristianismo contribuyó sobremanera á crear esa esfera individual en que el hombre, sin quebrantar los lazos que le unen á la sociedad, desenvuelve todas sus facultades. De la boca de un apóstol salieron aquellas generosas palabras que encierran nada menos que una severa limitación del poder político, que proclaman nada menos que este poder no debe ser reconocido por el individuo, cuando se propasa á exigirle lo que éste cree contrario á su conciencia: Obedire oportet Deo magis quam hominibus.[39] (Act., c. 5, v. 29.) Primero se ha de obedecer á Dios que á los hombres. Los cristianos fueron los primeros que dieron el grandioso ejemplo de que individuos de todos países, edades, sexos y condiciones, arrostrasen toda la cólera del poder y todo el furor de las pasiones populares, antes de pronunciar una palabra que los manifestase desviados de los principios que profesaban en el santuario de su conciencia: y esto no con las armas en la mano, no en conmociones populares donde pudiesen despertarse las pasiones fogosas que comunican al alma una energía pasajera; sino en medio de la soledad y lobreguez de los calabozos, en la aterradora calma de los tribunales, es decir, en aquella situación en que el hombre se encuentra solo, aislado, y en que el mostrar fortaleza y dignidad revela la acción de las ideas, la nobleza de los sentimientos, la firmeza de una conciencia inalterable, el grandor del alma.

El Cristianismo fué quien grabó fuertemente en el corazón del hombre, que el individuo tiene sus deberes que cumplir, aun cuando se levante contra él el mundo entero; que el individuo tiene un destino inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío. Esta importante verdad, sin cesar inculcada por el Cristianismo á todas las edades, sexos y condiciones, ha debido de contribuir poderosamente á despertar en el hombre un sentimiento vivo de su personalidad, en toda su magnitud, en todo su interés, y combinándose con las demás inspiraciones del Cristianismo, llenas todas de grandor y dignidad, ha levantado el alma humana del polvo en que la tenían sumida la ignorancia, las más groseras supersticiones, y los sistemas de violencia que la oprimían por todas partes. Como extrañas y asombrosas sonarían sin duda á los oídos de los paganos las valientes palabras de Justino, que expresaban nada menos que la disposición de ánimo de la generalidad de los fieles, cuando en su Apología dirigida á Antonio Pío decía: «Como no tenemos puestas las esperanzas en las cosas presentes,[40] despreciamos á los matadores, mayormente siendo la muerte una cosa que tampoco se puede evitar.»

Esa admirable entereza, ese heroico desprecio de la muerte, esa presencia de ánimo en el hombre, que, apoyado en el testimonio de su conciencia, desafía todos los poderes de la tierra, debía de influir tanto más en el engrandecimiento del alma, cuanto no dimanaba de aquella fría impasibilidad estoica, que, sin contar con ningún motivo sólido, se empeñaba en luchar con la misma naturaleza de las cosas; sino que tenía su origen en un sublime desprendimiento de todo lo terreno, en la profunda convicción de lo sagrado del deber, y de que el hombre, sin cuidar de los obstáculos que le oponga el mundo, debe marchar con firme paso al destino que le ha señalado el Criador. Ese conjunto de ideas y sentimientos comunicaba al alma un temple fuerte y vigoroso, que, sin rayar en aquella dureza feroz de los antiguos, dejaba al hombre en toda su dignidad, en toda su nobleza y elevación. Y conviene notar que esos preciosos efectos no se limitaban á un reducido número de individuos privilegiados, sino que, conforme al genio de la religión cristiana, se extendían á todas las clases: porque la expansión ilimitada de todo lo bueno, el no conocer ninguna acepción de personas, el procurar que resuene su voz hasta en los más obscuros lugares, es uno de los más bellos distintivos de esa religión divina. No se dirigía tan sólo á las clases elevadas, ni á los filósofos, sino á la generalidad de los fieles, la lumbrera del África, San Cipriano, cuando compendiaba en pocas palabras la grandeza del hombre, y rasgueaba con osada mano el alto temple en que debe mantenerse nuestra alma, sin aflojar jamás. «Nunca, decía, nunca admirará las obras humanas quien se conociere hijo de Dios. Despéñase de la cumbre de su nobleza quien puede admirar algo que no sea Dios.» (De Spectaculis.) Sublimes palabras que hacen levantar la frente con dignidad, que hacen latir el corazón con generoso brío, que, derramándose sobre todas las clases como un calor fecundo, hacían que el último de[41] los hombres pudiese decir lo que antes pareciera exclusivamente propio del ímpetu de un vate:

Os homini sublime dedit, coelumque tueri
Iussit, et erectos ad sidera tullere vultus.

El desarrollo de la vida moral, de la vida interior, de esa vida en que el hombre se acostumbra á concentrarse sobre sí mismo, dándose razón circunstanciada de todas sus acciones, de los motivos que las dirigen, de la bondad ó malicia que encierran, y del fin á que le conducen, es debido principalmente al Cristianismo, á su influjo incesante sobre el hombre en todos los estados, en todas las situaciones, en todos los momentos de su existencia. Con un desarrollo semejante de la vida individual, en todo lo que tiene de más íntimo, de más vivo é interesante para el corazón del hombre, era incompatible esa absorción del individuo en la sociedad, esa abnegación ciega en que el hombre se olvidaba de sí mismo para no pensar en otra cosa que en la asociación á que pertenecía. Esa vida moral, interior, faltaba á los antiguos, porque carecían de principios donde fundarla, de reglas para dirigirla, de inspiraciones con que fomentarla y nutrirla; y así observamos que en Roma, tan pronto como el elemento político fué perdiendo su ascendiente sobre las almas, gastándose el entusiasmo con las disensiones intestinas, y sofocándose todo sentimiento generoso con el insoportable despotismo que sucedió á las últimas turbulencias de la república, se desenvuelven rápidamente la corrupción y la molicie más espantosas; pues que la actividad del alma, consumida poco antes en los debates del foro, y en las gloriosas hazañas de la guerra, no encontrando pábulo en que cebarse, se abandona lastimosamente á los goces materiales, con un desenfreno tal, que nosotros apenas acertamos á concebir, á pesar de la relajación de costumbres de que con razón nos lamentamos. Por manera que entre los antiguos sólo vemos dos extremos: ó un patriotismo llevado al[42] más alto punto de exaltación, ó una postración completa de las facultades de una alma, que se abandona sin tasa á cuanto le sugieren sus pasiones desordenadas: el hombre era siempre esclavo, ó de sus propias pasiones, ó de otro hombre, ó de la sociedad.

Merced al enflaquecimiento de las creencias, acarreado por el individualismo intelectual en materias religiosas proclamado por el Protestantismo; merced al quebrantamiento del lazo moral con que reunía á los hombres la unidad católica, podemos observar en la civilización europea algunas muestras de lo que debía de ser entre los antiguos el hombre, falto como estaba de los verdaderos conocimientos sobre sí mismo, y sobre su origen y destino. Pero, dejando para más adelante el señalar los puntos de semejanza que se descubren entre la sociedad antigua y la moderna en aquellas partes donde se ha debilitado la influencia de las ideas cristianas, bástame por ahora observar que, si la Europa llegase á perder completamente el Cristianismo, como lo han deseado algunos insensatos, no pasaría una generación, sin que renaciesen entre nosotros el individuo y la sociedad tales como estaban entre los antiguos, salvo, empero, las modificaciones que trae necesariamente consigo el diferente estado material de ambos pueblos.

La libertad de albedrío, altamente proclamada por el Catolicismo, y tan vigorosamente por él sostenida, no sólo contra la antigua enseñanza pagana, sino y muy particularmente contra los sectarios de todos tiempos, y en especial contra los fundadores de la llamada Reforma, ha sido también un poderoso resorte que ha contribuído más de lo que se cree al desarrollo y perfección del individuo, y á realzar sus sentimientos de independencia, su nobleza y su dignidad. Cuando el hombre llega á considerarse arrastrado por la irresistible fuerza del destino, sujeto á una cadena de acontecimientos en cuyo curso él no puede influir; cuando llega á figurarse que las operaciones del alma, que parecen darle un vivo testimonio de su libertad[43], no son más que una vana ilusión, desde entonces el hombre se anonada, se siente asimilado á los brutos, no es ya el príncipe de los vivientes, el dominador de la tierra; es una rueda colocada en su lugar, y que mal de su grado ha de continuar ejerciendo sus funciones en la gran máquina del universo. Entonces el orden moral no existe; el mérito y el demérito, la alabanza y el vituperio, el premio y la pena son palabras sin sentido; el hombre goza ó sufre, sí, pero á la manera del arbusto, que, ora es mecido por el blando céfiro, ora azotado por el furioso aquilón. Muy al contrario sucede cuando se cree libre: él es el dueño de su destino; y el bien y el mal, la vida y la muerte están ante sus ojos; puede escoger, y nada es capaz de violentarle en el santuario de su conciencia. El alma tiene allí su trono, donde está sentada con dignidad, y el mundo entero bramando contra ella, y el orbe desplomándose sobre su frágil cuerpo, no pueden forzarla á querer ó á no querer. El orden moral en todo su grandor, en toda su belleza, se despliega á nuestros ojos, y el bien se presenta con toda su hermosura, el mal con toda su fealdad, el deseo de merecer nos estimula, el de desmerecer nos detiene, y la vista del galardón que puede ser alcanzado con libre voluntad, y que está como suspendido al extremo de los senderos de la virtud, hace estos senderos más gratos y apacibles, y comunica al alma actividad y energía. Si el hombre es libre, conserva un no sé qué de más grandioso y terrible, hasta en medio de su crimen, hasta en medio de su castigo, hasta en medio de la desesperación del infierno. ¿Qué es un hombre que ha carecido de libertad, y que, sin embargo, es castigado? ¿qué significa ese absurdo, dogma capital de los fundadores del Protestantismo? Es una víctima miserable, débil, en cuyos tormentos se complace una omnipotencia cruel, un Dios que ha querido criar para ver sufrir, un tirano con infinito poder, es decir, el más horrendo de los monstruos. Pero, si el hombre es libre, cuando sufre, sufre porque lo ha merecido: y, si le contemplamos en me[44]dio de la desesperación, sumido en un piélago de horrores, lleva en su frente la señal del rayo con que justamente le ha herido el Eterno; y parécenos oirle todavía con su ademán altanero, con su mirada soberbia, cuál pronuncia aquellas terribles palabras: non serviam, no serviré.

En el hombre, como en el universo, todo está enlazado maravillosamente, todas las facultades tienen sus relaciones, que, por delicadas, no dejan de ser íntimas, y el movimiento de una cuerda hace retemblar todas las otras. Necesario es llamar la atención sobre esa mutua dependencia de nuestras facultades para prevenir la respuesta que quizás darían algunos, de que sólo se ha probado que el Catolicismo ha debido de contribuir á desenvolver al individuo en un sentido místico: no, no; las reflexiones que acabo de presentar, prueban algo más: prueban que al Catolicismo es debida la clara idea, el vivo sentimiento del orden moral en toda su grandeza y hermosura; prueban que al Catolicismo es debido lo que se llama conciencia propiamente tal; prueban que al Catolicismo es debido el que el hombre se crea con un destino inmenso cuyo negocio le es enteramente propio, y destino que está puesto en manos de su libre albedrío; prueban que al Catolicismo es debido el verdadero conocimiento del hombre, el aprecio de su dignidad, la estimación, el respeto que se le dispensan por el mero título de hombre; prueban que el Catolicismo ha desenvuelto en nuestra alma los gérmenes de los sentimientos más nobles y generosos, puesto que ha levantado la mente con los más altos conceptos, y ha ensanchado y elevado nuestro corazón, asegurándole una libertad que nadie le puede arrebatar, brindándole con un galardón de eternal ventura, pero dejando en su mano la vida y la muerte, haciéndole en cierto modo árbitro de su destino. Algo más que un mero misticismo es todo esto: es nada menos que el verdadero individualismo, el único individualismo noble, justo, razonable; es nada menos que un conjunto de poderosos impulsos para llevar al in[45]dividuo á su perfección en todos sentidos; es nada menos que el primero, el más indispensable, el más fecundo elemento de la verdadera civilización.[1]


CAPITULO XXIV

Hemos visto lo que debe al Catolicismo el individuo; veamos ahora lo que le debe la familia. Claro es que, si el Catolicismo es quien ha perfeccionado al individuo, siendo éste el primer elemento de la familia, la perfección de ella deberá ser también mirada como obra del Catolicismo; pero sin insistir en esta ilación, quiero considerar el mismo lazo de familia, y para esto es menester llamar la atención sobre la mujer. No recordaré lo que era la mujer entre los antiguos, ni lo que es todavía en los pueblos que no son cristianos; la historia, y aun más la literatura de Grecia y Roma, nos darían de ello testimonios tristes, ó más bien vergonzosos; y todos los pueblos de la tierra nos ofrecerían abundantes pruebas de la verdad y exactitud de la observación de Buchanan, de que, dondequiera que no reine el Cristianismo, hay una tendencia á la degradación de la mujer.

Quizás el Protestantismo no quiera en esta parte ceder terreno al Catolicismo, pretendiendo que, por lo que toca á la mujer, en nada ha perjudicado la Reforma á la civilización europea. Pero, prescindiendo, por de pronto, de si el Protestantismo acarreó en este punto algunos males, cuestión que se ventilará más adelante, no puede al menos ponerse en duda que, cuando él apareció, tenía ya la religión católica concluída su obra por lo tocante á la mujer: pues que nadie ignora que el respeto y consideración que se dispensa á las mujeres, y la influencia que ejercen sobre la sociedad, datan de mucho antes que del primer tercio del siglo xvi. De lo que se deduce que el Catolicismo no[46] tuvo ni pudo tener al Protestantismo por colaborador, y que obró solo, enteramente solo, en uno de los puntos más cardinales de toda verdadera civilización; y que, al confesarse generalmente que el Cristianismo ha colocado á la mujer en el rango que le corresponde, y que más conviene para el bien de la familia y de la sociedad, tributándose este elogio al Cristianismo se le tributa al Catolicismo; pues que, cuando se levantaba á la mujer de la abyección, cuando se la alzaba al grado de digna compañera del hombre, no existían esas sectas disidentes, que también se apellidan cristianas; no había más Cristianismo que la Iglesia católica.

Como el lector habrá notado ya que en el decurso de esta obra no se atribuyen al Catolicismo blasones y timbres, echando mano de generalidades, sino que para fundarlos se desciende al pormenor de los hechos, estará naturalmente esperando que se haga lo mismo aquí, y que se indique cuáles son los medios de que se ha valido el Catolicismo para dar á la mujer consideración y dignidad: no quedará el lector defraudado en su esperanza.

Por de pronto, y antes de bajar á pormenores, es menester observar que á mejorar el estado de la mujer debieron de contribuir sobremanera las grandiosas ideas del Cristianismo sobre la humanidad; ideas que, comprendiendo al varón como á la hembra, sin diferencia ninguna, protestaban vigorosamente contra el estado de envilecimiento en que se tenía á esa preciosa mitad del linaje humano. Con la doctrina cristiana quedaban desvanecidas para siempre las preocupaciones contra la mujer; é igualada con el varón en la unidad de origen y destino y en la participación de los dones celestiales, admitida en la fraternidad universal de los hombres entre sí y con Jesucristo, considerada también como hija de Dios y coheredera de Jesucristo, como compañera del hombre, no como esclava, ni como vil instrumento de placer, debía callar aquella filosofía que se había empeñado en degradarla; y aquella literatura procaz que con tanta insolencia se des[47]mandaba contra las mujeres, hallaba un freno en los preceptos cristianos, y una reprensión elocuente en el modo lleno de dignidad con que, á ejemplo de la Escritura, hablaban de ella todos los autores eclesiásticos.

Pero, á pesar del benéfico influjo que por sí mismas habían de ejercer las doctrinas cristianas, no se hubiera logrado cumplidamente el objeto, si la Iglesia no tomara tan á pecho el llevar á cabo la obra más necesaria, más imprescindible para la buena organización de la familia y de la sociedad: hablo de la reforma del matrimonio. La doctrina cristiana es en esta parte muy sencilla: uno con una, y para siempre; pero la doctrina no era bastante, á no encargarse de su realización la Iglesia, á no sostener esa realización con firmeza inalterable; porque las pasiones, y sobre todo las del varón, braman contra semejante doctrina, y la hubieran pisoteado sin duda, á no estrellarse contra el insalvable valladar que no les ha dejado vislumbrar ni la más remota esperanza de victoria. ¿Y querrá también gloriarse de haber formado parte del valladar el Protestantismo, que aplaudió con insensata algazara el escándalo de Enrique VIII, que se doblegó tan villanamente á las exigencias de la voluptuosidad del landgrave de Hesse-Cassel? ¡Qué diferencia tan notable! Por espacio de muchos siglos, en medio de las más varias y muchas veces terribles circunstancias, lucha impávida la Iglesia católica con las pasiones de los potentados, para sostener sin mancilla la santidad del matrimonio: ni los halagos ni las amenazas nada pueden recabar de Roma que sea contrario á la enseñanza del Divino Maestro, y el Protestantismo, al primer choque, ó, mejor diré, al asomo del más ligero compromiso, al solo temor de malquistarse con un príncipe, y no muy poderoso, cede, se humilla, consiente la poligamia, hace traición á su propia conciencia, abre ancha puerta á las pasiones para que puedan destruir la santidad del matrimonio, esa santidad que es la más segura prenda del bien de las familias, la primera piedra sobre que debe cimentarse la verdadera civilización.

[48]

Más cuerda en este punto la sociedad protestante que los falsos reformadores, empeñados en dirigirla, rechazó con admirable buen sentido las consecuencias de semejante conducta; y ya que no conservase las doctrinas del Catolicismo, siguió al menos la saludable tendencia que él le había comunicado, y la poligamia no se estableció en Europa. Pero la historia conservará los hechos que muestran la debilidad de la llamada Reforma, y la fuerza vivificante del Catolicismo: ella dirá á quién se debe que en medio de los siglos bárbaros, en medio de la más asquerosa corrupción, en medio de la violencia y ferocidad por doquiera dominantes, tanto en el período de la fluctuación de los pueblos invasores, como en el del feudalismo, como en el tiempo en que descollaba ya prepotente el poderío de los reyes, ella dirá, repito, á quién se debe que el matrimonio, el verdadero paladión de la sociedad, no fuera doblegado, torcido, hecho trizas, y que el desenfreno de la voluptuosidad no campease con todo su ímpetu, con todos sus caprichos, llevando en pos de sí la desorganización más profunda, adulterando el carácter de la civilización europea, y lanzándola en la honda sima en que yacen desde muchos siglos los pueblos del Asia.

Los escritores parciales pueden registrar los anales de la historia eclesiástica para encontrar desavenencias entre papas y príncipes, y echar en cara á la Corte de Roma su espíritu de terca intolerancia con respecto á la santidad del matrimonio; pero, si no los cegara el espíritu de partido, comprenderían que, si esa terca intolerancia hubiera aflojado un instante, si el Pontífice de Roma hubiese retrocedido ante la impetuosidad de las pasiones un solo paso, una vez dado el primero, encontrábase una rápida pendiente, y al fin de ésta, un abismo; comprenderían el espíritu de verdad, la honda convicción, la viva fe de que está animada esa augusta Cátedra, ya que nunca pudieron consideraciones ni temores de ninguna clase hacerla enmudecer, cuando se ha tratado de recordar á todo el mundo, y muy en[49] particular á los potentados y á los reyes: serán dos en una carne; lo que Dios unió, no lo separe el hombre; comprenderían que, si los papas se han mostrado inflexibles en este punto, aun á riesgo de los desmanes de los reyes, además de cumplir con el sagrado deber que les imponía el augusto carácter de jefes del Cristianismo, hicieron una obra maestra en política, contribuyeron grandemente al sosiego y bienestar de los pueblos: «porque los casamientos de los príncipes, dice Voltaire, forman en Europa el destino de los pueblos, y nunca se ha visto una corte libremente entregada á la prostitución, sin que hayan resultado revoluciones y sediciones.» (Ensayo sobre la historia gener., tom. 3, cap. 101.)

Esta observación tan exacta de Voltaire bastaría para vindicar á los papas, y con ellos al Catolicismo, de las calumnias de miserables detractores; pero, si esa reflexión no se concreta al orden político y se la extiende al orden social, crece todavía en valor, y adquiere una importancia inmensa. La imaginación se asombra al pensar en lo que hubiera acontecido, si esos reyes bárbaros en quienes el esplendor de la púrpura no bastaba á encubrir al hijo de las selvas, si esos fieros señores encastillados en sus fortalezas, cubiertos de hierro y rodeados de humildes vasallos, no hubieran encontrado un dique en la autoridad de la Iglesia; si al echar á alguna belleza una mirada de fuego, si al sentir con el nuevo ardor que se engendraba en su pecho el fastidio por su legítima esposa, no hubiesen tropezado con el recuerdo de una autoridad inflexible. Podían, es verdad, cometer una tropelía contra el obispo, ó hacer que enmudeciese con el temor ó los halagos; podían violentar los votos de un concilio particular, ó hacerse un partido con amenazas, ó con la intriga y el soborno; pero allá, en obscura lontananza, divisaban la cúpula del Vaticano, la sombra del Sumo Pontífice se les aparecía como una visión aterradora; allí perdían la esperanza, era inútil combatir: el más encarnizado combate no podía dar por resultado la victoria; las[50] intrigas más mañosas, los ruegos más humildes, no recabarán otra respuesta que: uno con una, y para siempre.

La simple lectura de la historia de la Edad Media, aquella escena de violencias, donde se retrata con toda viveza el hombre bárbaro forcejando por quebrantar los lazos que pretende imponerle la civilización; con sólo recordar que la Iglesia debía estar siempre en vigilante guarda, no tan sólo para que no se hiciesen pedazos los vínculos del matrimonio, sino también para que no fuesen víctimas de raptos y tropelías las doncellas, aun las consagradas al Señor; salta á los ojos que, si la Iglesia católica no se hubiese opuesto como un muro de bronce al desbordamiento de la voluptuosidad, los palacios de los príncipes y castillos de los señores se habrían visto con su serrallo y harén, y siguiendo por la misma corriente las demás clases, quedara la mujer europea en el mismo abatimiento en que se encuentra la musulmana. Y, ya que acabo de mentar á los sectarios de Mahoma, recordaré aquí á los que pretenden explicar la monogamia y poligamia sólo por razones de clima, que los cristianos y mahometanos se hallaron por largo tiempo en los mismos climas, y que con las vicisitudes de ambos pueblos se han establecido las respectivas religiones, ora en climas más rígidos, ora en más templados y suaves; y, sin embargo, no se ha visto que las religiones se acomodasen al clima, sino que antes bien el clima ha tenido, por decirlo así, que doblegarse á las religiones.

Gratitud eterna deben los pueblos europeos al Catolicismo, por haberles conservado la monogamia, que á no dudarlo ha sido una de las causas que más han contribuído á la buena organización de la familia y al realce de la mujer. ¿Cuál sería ahora la situación de Europa, qué consideración disfrutaría la mujer, si Lutero, el fundador del Protestantismo, hubiese alcanzado á inspirar á la sociedad la misma indiferencia en este punto que él manifiesta en su Comentario sobre el[51] Génesis? «Por lo que toca á saber, dice Lutero, si se pueden tener muchas mujeres, la autoridad de los patriarcas nos deja en completa libertad»; y añade después que esto no se halla ni permitido, ni prohibido, y que él por sí no decide nada. ¡Desgraciada Europa, si semejantes palabras, salidas nada menos que de la boca de un hombre que arrastró en pos de su secta tantos pueblos, se hubiesen pronunciado algunos siglos antes, cuando la civilización no había recibido todavía bastante impulso para que, á pesar de las malas doctrinas, pudiese seguir en los puntos más capitales una dirección certera! ¡Desgraciada Europa, si á la sazón en que escribía Lutero, no se hallaran ya muy formadas las costumbres, y si la buena organización dada á la familia por el Catolicismo, no tuviera ya raíces demasiado profundas para ser arrancadas por la mano del hombre! El escándalo del landgrave de Hesse-Cassel, á buen seguro que no fuera un ejemplo aislado, y la culpable condescendencia de los doctores luteranos habría tenido resultados bien amargos. ¿De qué sirvieran, para contener la impetuosidad feroz de los pueblos bárbaros y corrompidos, aquella fe vacilante, aquella incertidumbre, aquella cobarde flojedad con que se amilanaba la Iglesia protestante, á la sola exigencia de un príncipe como el landgrave? ¿Cómo sostuviera una lucha de siglos, la que al primer amago del combate ya se rinde, la que antes del choque ya se quebranta?

Al lado de la monogamia, puede decirse que figura por su alta importancia la indisolubilidad del matrimonio. Aquellos que se apartan de la doctrina de la Iglesia opinando que es útil en ciertos casos permitir el divorcio, de tal manera que se considere, como suele decirse, disuelto el vínculo, y que cada uno de los consortes pueda pasar á segundas nupcias, no me podrán negar que miran el divorcio como un remedio, y remedio peligroso, de que el legislador echa mano á duras penas, sólo en consideración á la malicia ó á la flaqueza; no me podrán negar que el multiplicarse[52] mucho los divorcios acarrearía males de gravísima cuenta, y que, para prevenirlos en aquellos países donde las leyes civiles consienten este abuso, es menester rodear la permisión de todas las precauciones imaginables; y, por consiguiente, tampoco me podrán disputar que el establecer la indisolubilidad como principio moral, el cimentarla sobre motivos que ejercen poderoso ascendiente sobre el corazón, el seguir la marcha de las pasiones, teniéndolas de la mano para que no se desvíen por tan resbaladiza pendiente, es un eficaz preservativo contra la corrupción de costumbres, es una garantía de tranquilidad para las familias, es un firme reparo contra gravísimos males que vendrían á inundar la sociedad; y, por tanto, que obra semejante es la más propia, la más digna de ser objeto de los cuidados y del celo de la verdadera religión. ¿Y qué religión ha cumplido con este deber, sino la católica? ¿Cuál ha desempeñado más cumplidamente tan penosa y saludable tarea? ¿Ha sido el Protestantismo, que ni alcanzó á penetrar la profundidad de las razones que guiaban en este particular la conducta de la Iglesia católica?

Los protestantes, arrastrados por su odio á la Iglesia romana, y llevados del prurito de innovarlo todo, creyeron hacer una gran reforma secularizando, por decirlo así, el matrimonio, y declamando contra la doctrina católica, que le miraba como un verdadero sacramento. No cumpliría á mi objeto el entrar aquí en una controversia dogmática sobre esta cuestión; bástame hacer notar que fué grave desacuerdo despojar el matrimonio del augusto sello de un sacramento, y que con semejante paso se manifestó el Protestantismo muy escaso conocedor del corazón humano. El considerar el matrimonio, no como un mero contrato civil, sino como un verdadero sacramento, era ponerle bajo la augusta sombra de la religión, y elevarle sobre la turbulenta atmósfera de las pasiones: ¿quién puede dudar que todo esto se necesita cuando se trata de poner freno á la pasión más viva, más caprichosa, más[53] terrible del corazón del hombre? ¿Quién duda que para producir este efecto no son bastante las leyes civiles, y que son menester motivos que, arrancando de más alto origen, ejerzan más eficaz influencia?

Con la doctrina protestante se echaba por tierra la potestad de la Iglesia en asuntos matrimoniales, quedando exclusivamente en manos de la potestad civil. Quizás no faltará quien piense que este ensanche dado á la potestad secular no podía menos de ser altamente provechoso á la causa de la civilización, y que el arrojar de este terreno á la autoridad eclesiástica fué un magnífico triunfo sobre añejas preocupaciones, una utilísima conquista sobre usurpaciones injustas. ¡Miserables! Si se albergaran en vuestra mente elevados conceptos, si vibraran en vuestros pechos aquellas harmoniosas cuerdas, que dan un conocimiento delicado y exacto de las pasiones del hombre, y que inspiran los medios más á propósito para dirigirlas, vierais, sintierais que el poner el matrimonio bajo el manto de la religión, substrayéndolo, en cuanto cabe, de la intervención profana, era purificarle, era embellecerle, era rodearle de hermosísimo encanto, porque se colocaba bajo inviolable salvaguardia aquel precioso tesoro, que con sólo una mirada se aja, que con un levísimo aliento se empaña. ¿Tan mal os parece un denso velo corrido á la entrada del tálamo nupcial, y la religión guardando sus umbrales con ademán severo?


CAPITULO XXV

Pero, se nos dirá á los católicos: ¿no encontráis vuestras doctrinas sobrado duras, demasiado rigurosas? ¿no advertís que esas doctrinas prescinden de la flaqueza y volubilidad del corazón humano, que le exigen sacrificios superiores á sus fuerzas? ¿no conocéis que es[54] inhumano sujetar á la rigidez de un principio las afecciones más tiernas, los sentimientos más delicados, las inspiraciones más livianas? ¿Concebís toda la dureza que entraña una doctrina que se empeña en mantener unidos, amarrados con el lazo fatal, á dos seres que ya no se aman, que ya se causan mutuo fastidio, que quizá se aborrecen con un odio profundo? Á estos seres que suspiran por su separación, que antes quisieran la muerte que permanecer unidos, responderles con un jamás, con un eterno jamás, mostrándoles, al propio tiempo, el sello divino, que se grabó en su lazo en el momento solemne de recibir el sacramento del matrimonio, ¿no es olvidar todas las reglas de la prudencia, no es un proceder desesperante? ¿No vale algo más la indulgencia del Protestantismo, que, acomodándose á la flaqueza humana, se presta más fácilmente á lo que exige, á veces nuestro capricho, á veces nuestra debilidad?

Es necesario contestar á esta réplica, disipar la ilusión que pueden causar ese linaje de argumentos, muy á propósito para inducir á un errado juicio, seduciendo de antemano el corazón. En primer lugar, es exagerado el decir que, con el sistema católico, se reduzca á un extremo desesperante á los esposos desgraciados. Casos hay en que la prudencia demanda que los consortes se separen, y entonces no se oponen á la separación, ni las doctrinas ni las prácticas de la Iglesia católica. Verdad es que no se disuelve por eso el vínculo del matrimonio, ni ninguno de los consortes queda libre para pasar á segundas nupcias; pero hay ya lo bastante para que no se pueda suponer tiranizados á ninguno de los dos; no se les obliga á vivir juntos, y, de consiguiente, no sufren ya el tormento, á la verdad intolerable, de permanecer siempre reunidas dos personas que se aborrecen.

«Pero bien, se nos dirá, una vez separados los consortes, no se les atormenta con la cohabitación, que les era tan penosa, pero se les priva de pasar á segundas nupcias, y, por tanto, se les veda el satisfacer otra[55] pasión que pueden abrigar en su pecho, y que quizá fué la causa del fastidio ó aborrecimiento, de que resultaron la discordia y la desdicha en el primer matrimonio. ¿Por qué no se considera entonces este matrimonio como disuelto del todo, quedando enteramente libres ambos consortes? ¿Por qué no se les permite seguir las afecciones de su corazón, que, fijado ya sobre otro objeto, les augura días más felices?» Aquí, donde la salida parece más difícil, donde la fuerza de la dificultad se presenta más apremiadora, aquí es donde puede alcanzar el Catolicismo un triunfo más señalado, aquí es donde puede mostrar más claramente cuán profundo es su conocimiento del corazón del hombre, cuán sabias son en este punto sus doctrinas, cuán previsora y atinada su conducta. Lo que parece rigor excesivo, no es más que una severidad necesaria; y que, tanto dista de merecer la tacha de cruel, que antes bien es para el hombre una prenda de sosiego y bienestar. Á primera vista no se concibe cómo puede ser así, y, por lo mismo, será menester desentrañar este asunto, descendiendo, en cuanto posible sea, á un profundo examen de los principios que justifican á la luz de la razón la conducta observada por el Catolicismo, no sólo por lo tocante al matrimonio, sino también en todo lo relativo al corazón humano.

Cuando se trata de dirigir las pasiones, se ofrecen dos sistemas de conducta. Consiste el uno en condescender, el otro en resistir. En el primero se retrocede delante de ellas á medida que avanzan; nunca se les opone un obstáculo invencible, nunca se las deja sin esperanza; se les señala en verdad una línea para que no pasen de ciertos límites, pero se les deja conocer que, si se empeñan en pisarla, esta línea se retirará un poco más; por manera que la condescendencia está en proporción con la energía y con la obstinación de quien la exige. En el segundo, también se marca á las pasiones una línea, de la que no pueden pasar; pero esta línea es fija, inmóvil, resguardada en toda su extensión por un muro de bronce. En vano lucharían para[56] salvarla; no les queda ni una sombra de esperanza; el principio que las resiste no se alterará jamás; no consentirá transacciones de ninguna clase. No les queda recurso de ninguna especie, á no ser que quieran pasar adelante por el único camino que nunca puede cerrarse á la libertad humana: el de la maldad. En el primer sistema, se permite el desahogo para prevenir la explosión; en el segundo, no se consiente que principie el incendio, para no verse obligado á contener su progreso; en aquél, se temen las pasiones cuando están en su nacimiento, y se confía limitarlas cuando hayan crecido; en éste, se conceptúa que, si no es fácil contenerlas cuando son pequeñas, lo será mucho menos cuando sean grandes; en el uno, se procede en el supuesto de que las pasiones con el desahogo se disipan y se debilitan; en el otro, se cree que satisfaciéndose no se sacían, y que antes bien se hacen más sedientas.

Generalmente hablando, puede decirse que el Catolicismo sigue el segundo sistema; es decir, que, en tratando con las pasiones, su regla constante es atajarlas en los primeros pasos; dejarlas, en cuanto cabe, sin esperanza; ahogarlas, si es posible, en la misma cuna. Y es necesario advertir que hablamos aquí de la severidad con las pasiones, no con el hombre que las tiene; que es muy compatible no transigir con la pasión, y ser indulgente con la persona apasionada; ser inexorable con la culpa, y sufrir benignamente al culpable. Por lo tocante al matrimonio, ha seguido este sistema con una firmeza que asombra; el Protestantismo ha tomado el camino opuesto; ambos convienen en que el divorcio que llevare consigo la disolución del vínculo, es un mal gravísimo; pero la diferencia está en que, según el sistema católico, no se deja entrever ni siquiera la esperanza de que pueda venir el caso de esa disolución, pues se la veda absolutamente, sin restricción alguna, se la declara imposible, cuando en el sistema protestante se la puede consentir en ciertos casos; el Protestantismo no tiene para el matrimonio un sello divino que garantice su perpetuidad, que lo haga in[57]violable y sagrado; el Catolicismo tiene este sello, le imprime en el misterioso lazo, y en adelante queda el matrimonio bajo la guarda de un símbolo augusto.

¿Cuál de las dos religiones es más sabia en este punto? ¿cuál procede con más acierto? Para resolver esta cuestión, prescindiendo, como prescindimos aquí, de las razones dogmáticas, y de la moralidad intrínseca de los actos humanos que forman el objeto de las leyes cuyo examen nos ocupa, es necesario determinar cuál de los dos sistemas arriba descritos es más á propósito para el manejo y dirección de las pasiones. Meditando sobre la naturaleza del corazón del hombre y ateniéndonos á lo que nos enseña la experiencia de cada día, puede asegurarse que el medio más adaptado para enfrenar una pasión es dejarla sin esperanza; y que el condescender con ella, el permitirle continuos desahogos, es incitarla más y más, es juguetear con el fuego al rededor del combustible, dejarle que prenda en él una y otra vez, con la vana confianza de que siempre será fácil apagar el incendio.

Demos una rápida ojeada sobre las pasiones más violentas, y observemos cuál es su curso ordinario, según el sistema que con ellas se practica. Ved al jugador, á ese hombre dominado por un desasosiego indefinible, que abriga al mismo tiempo una codicia insaciable y una prodigalidad sin límites, que ni se contenta con la más inmensa fortuna, ni vacila en aventurarla á un azar de un momento, que en medio del mayor infortunio sueña todavía en grandes tesoros, que corre afanoso y sediento en pos de un objeto, que parece el oro, y que, sin embargo, no lo es, pues que su posesión no le satisface; ved á ese hombre, cuyo corazón inquieto sólo puede vivir en medio de la incertidumbre, del riesgo, suspenso entre el temor y la esperanza, y que, al parecer, se complace en esa rápida sucesión de vivas sensaciones que de continuo le sacuden y atormentan: ¿cuál es el remedio para curarle de esa enfermedad, de esa fiebre devoradora? Aconsejadle un sistema de condescendencia, decidle que juegue, pero que se limite[58] á cierta cantidad, á ciertas horas, á ciertos lugares; ¿qué lograréis? Nada, absolutamente nada. Si estos medios pudieran servir de algo, no habría jugador en el mundo que no se hubiese curado de su pasión; porque ninguno hay que no se haya fijado mil veces á sí mismo esos límites, que no se haya dicho mil veces: «jugarás no más que hasta tal hora, no más que en este ó aquel lugar, no más que sobre tal cantidad.» Con estos paliativos, con estas precauciones impotentes, ¿qué le sucede al desgraciado jugador? Que se engaña miserablemente, que la pasión transige para cobrar fuerzas y asegurar mejor la victoria, que va ganando terreno, que va ensanchando el círculo prefijado, y que vuelve á los primeros excesos, si no á otros mayores. ¿Queréis curarle de raíz? Si algún remedio queda, será, no lo dudéis, abstenerse desde luego completamente. Esto, á primera vista, será más doloroso, pero en la práctica será más fácil; desde que la pasión vea cerrada toda esperanza, empezará á debilitarse, y al fin desaparecerá. No creo que ninguna persona experimentada tenga la menor duda sobre la exactitud de lo que acabo de decir; y que no convenga conmigo en que el mejor medio de ahogar esa formidable pasión es quitarle de una vez todo pábulo, dejarla sin esperanza.

Vamos á otro ejemplo más allegado al objeto que principalmente me propongo dilucidar. Supongamos á un hombre señoreado por el amor; ¿creéis que, para curarle de su mal, será conveniente consentirle un desahogo, concediéndole ocasiones, bien que menos frecuentes, de ver á la persona amada? ¿Paréceos si podrá serle saludable el permitirle la continuación, vedándole, empero, la frecuencia? ¿Se apagará, se amortiguará siquiera con esa precaución, la llama que arde en su pecho? Es cierto que no: la misma compresión de esta llama acarreará su aumento, y multiplicará su fuerza; y como, por otra parte, se le va dando algún pábulo, si bien más escaso, y se le deja un respiradero por donde puede desahogarse, irá ensanchando cada día ese res[59]piradero, hasta que, al fin, alcance á desembarazarse del obstáculo que la resiste. Pero quitad á esa pasión la esperanza; empeñad al amante en un largo viaje, ó poned de por medio algunos impedimentos que no dejen entrever como probable, ni siquiera posible, el logro del fin deseado; y entonces, salvas algunas rarísimas excepciones, conseguiréis primero la distracción, y en seguida el olvido. ¿No es esto lo que está enseñando á cada paso la experiencia? ¿No es éste el remedio que la misma necesidad sugiere todos los días á los padres de familia? Las pasiones son como el fuego: se apaga si se le echa agua en abundancia; pero se enardece con más viveza, si el agua es poca é insuficiente.

Pero elevemos nuestra consideración, coloquémonos en un horizonte más vasto, y observemos las pasiones obrando en un campo más extenso, y en regiones de mayor altura. ¿Cuál es la causa de que, en épocas tormentosas, se exciten tantas y tan enérgicas pasiones? Es que todas conciben esperanzas de satisfacerse; es que, volcadas las clases más elevadas, y destruídas las instituciones más antiguas y colosales, y reemplazadas por otras que antes eran imperceptibles, todas las pasiones ven abierto el camino para medrar en medio de la confusión y de la borrasca. Ya no existen las barreras que antes parecían insalvables, y cuya sola vista, ó no dejaba nacer la pasión, ó la ahogaba en su misma cuna; todo ha quedado abierto, sin defensa; sólo se necesita valor y constancia para saltar intrépido por en medio de los escombros y ruinas que se han amontonado con el derribo de lo antiguo.

Considerada la cosa en abstracto, no hay absurdo más palpable que la monarquía hereditaria, que la sucesión en la corona asegurada á una familia donde á cada paso puede encontrarse sentado en el solio, ó un niño, ó un imbécil, ó un malvado; y, sin embargo, en la práctica nada hay más sabio, más prudente, más previsor. Así lo ha enseñado la experiencia de largos siglos, así con esa enseñanza lo conoce bien claro la[60] razón, así lo han aprendido con tristes escarmientos los desgraciados pueblos que han tenido la monarquía electiva. Y esto, ¿por qué? Por la misma razón que estamos ponderando: porque con la monarquía hereditaria se cierra toda puerta á la esperanza de una ambición desmesurada; porque, de otra suerte, abriga la sociedad un eterno germen de agitación y revueltas, promovidas por todos los que pueden concebir alguna esperanza de empuñar un día el mando supremo. En tiempos sosegados, y en una monarquía hereditaria, llegar á ser rey un particular, por rico, por noble, por sabio, por valiente, por distinguido que sea de cualquier modo, es un pensamiento insensato, que ni siquiera asoma en la mente del hombre; pero cambiad las circunstancias, introducid la probabilidad, tan sólo una remota posibilidad, y veréis como no faltan luego fervientes candidatos.

Fácil sería desenvolver más semejante doctrina, haciendo de ella aplicación á todas las pasiones del hombre; pero estas indicaciones bastan para convencer que, cuando se trata de sojuzgar una pasión, lo primero que debe hacerse es oponerle una valla insuperable, que no le deje esperanza alguna de pasar adelante; entonces la pasión se agita por algunos momentos, se levanta contra el obstáculo que la resiste; pero, encontrándole inmóvil, retrocede, se abate, y cual las olas del mar se acomoda murmurando al nivel que se le ha señalado.

Hay en el corazón humano una pasión formidable que ejerce poderosa influencia sobre los destinos de la vida, y que con sus ilusiones engañosas y seductoras labra no pocas veces una larga cadena de dolor y de infortunio. Teniendo un objeto necesario para la conservación del humano linaje, y encontrándose en cierto modo en todos los vivientes de la naturaleza, revístese, sin embargo, de un carácter particular, con sólo abrigarse en el alma de un ser inteligente. En los brutos animales, el instinto la guía de un modo admirable, limitándola á lo necesario para la conservación de[61] las especies; pero, en el hombre, el instinto se eleva á pasión; y esta pasión, nutrida y avivada por el fuego de la fantasía, refinada con los recursos de la inteligencia, y veleidosa é inconstante por estar bajo la dirección de un libre albedrío, que puede entregarse á tantos caprichos cuantas son las impresionas que reciben los sentidos y el corazón, se convierte en un sentimiento vago, voluble, descontentadizo, insaciable; parecido al malestar de un enfermo calenturiento, al frenesí de un delirante, que ora divaga por un ambiente embalsamado de purísimos aromas, ora se agita convulsivo con las ansias de la agonía.

¿Quién es capaz de contar la variedad de formas bajo las cuales se presenta esa pasión engañosa, y la muchedumbre de lazos que tiende á los pies del desgraciado mortal? Observadla en su nacimiento, seguidla en su carrera, hasta el fin de ella, cuando toca á su término y se extingue como una lámpara moribunda. Asoma apenas el leve bozo en el rostro del varón, dorando graciosamente una faz tierna y sonrosada, y ya brota en su pecho como un sentimiento misterioso, le inquieta y desasosiega, sin que él mismo conozca la causa. Una dulce melancolía se desliza en su corazón, pensamientos desconocidos divagan por su mente, sombras seductoras revolotean por su fantasía, un imán secreto obra sobre su alma, una seriedad precoz se pinta en su semblante, todas sus inclinaciones toman otro rumbo; ya no le agradan los juegos de la infancia, todo le hace augurar una vida nueva, menos inocente, menos tranquila; la tormenta no ruge aún, el cielo no se ha encapotado todavía, pero los rojos celajes que le matizan son un triste presagio de lo que ha de venir. Llega, entre tanto, la adolescencia, y lo que antes era un sentimiento vago, misterioso, incomprensible al mismo que le abrigaba, es, desde entonces, más pronunciado, los objetos se esclarecen y se presentan como son en sí, la pasión los ve, y á ellos se encamina. Pero no creáis que por esto la pasión sea constante; es tan vana, tan voluble y caprichosa, como[62] los objetos que se le van presentando; corre sin cesar en pos de ilusiones, persiguiendo sombras, buscando una satisfacción que nunca encuentra, esperando una dicha que jamás llega. Exaltada la fantasía, hirviendo el corazón, arrebatada el alma entera, sojuzgada en todas sus facultades, rodéase el ardiente joven de las más brillantes ilusiones, comunícalas á cuanto le circunda, presta á la luz del cielo un fulgor más esplendente, reviste la faz de la tierra de un verdor más lozano, de colores más vivos, esparciendo por doquiera el reflejo de su propio encanto.

En la edad viril, cuando el pensamiento es más grave y más fijo, cuando el corazón ha perdido de su inconstancia, cuando la voluntad es más firme y los propósitos más duraderos, cuando la conducta que debe regir los destinos de la vida está ya sujeta á una norma, y como encerrada en un carril, todavía se agita en el corazón del hombre esa pasión misteriosa, todavía le atormenta con inquietud incesante. Sólo que entonces, con el mayor desarrollo de la organización física, la pasión es más robusta y más enérgica; sólo que entonces, con el mayor orgullo que inspiran al hombre la independencia de la vida, el sentimiento de mayores fuerzas, y la mayor abundancia de medios, la pasión es más decidida, más osada, más violenta; así como, á fuerza de los desengaños y escarmientos que le ha dado la experiencia, se ha hecho más cautelosa, más previsora, más astuta; no anda acompañada de la candidez de los primeros años, sino que sabe aliarse con el cálculo, sabe marchar á su fin por caminos más encubiertos, sabe echar mano de medios más acertados. ¡Ay del hombre que no se precave á tiempo contra semejante enemigo! Consumirá su existencia en una agitación febril; y de inquietud en inquietud, de tormenta en tormenta, si no acaba con la vida en la flor de sus años, llegará á la vejez dominado todavía por su pasión funesta; ella le acompañará hasta el sepulcro, con aquellas formas asquerosas y repugnantes con que se pinta en un rostro surcado por los años,[63] en unos ojos velados que auguran la muerte ya cercana.

Ahora bien: ¿cuál es el sistema que conviene seguir para enfrenar esa pasión y encerrarla en sus justos límites, para impedir que acarree al individuo la desdicha, á las familias el desorden, á las sociedades el caos? La regla invariable del Catolicismo, así en la moral que predica, como en las instituciones que plantea, es la represión. Ni siquiera el deseo le consiente; y declara culpable á los ojos de Dios á quien mirare á una mujer con pensamiento impuro. Y esto ¿por qué? Porque, á más de la moralidad intrínseca que se encierra en la prohibición, hay una mira profunda en ahogar el mal en su origen; siendo muy cierto que es más fácil impedir al hombre el que se complazca en malos deseos, que no el que se abstenga de satisfacerlos, después de haberles dado cabida en su abrasado corazón; porque hay una razón muy profunda en procurar de esta suerte la tranquilidad del alma, no permitiéndole que, cual sediento Tántalo, sufra con la vista del agua que huye de sus labios. Quid vis videre quod non licet habere? ¿Para qué quieres ver lo que no puedes obtener? dice sabiamente el autor del admirable libro De la imitación de Jesucristo, compendiando así, en pocas palabras, la sabiduría que se encierra en la santa severidad de la doctrina cristiana.

Los lazos del matrimonio, señalando á la pasión un objeto legítimo, no ciegan, sin embargo, el manantial de agitación y de caprichosa inquietud que se alberga en el corazón. La posesión empalaga y fastidia, la hermosura se marchita y se aja, las ilusiones se disipan, el hechizo desaparece, y, encontrando el hombre una realidad que está muy lejos de alcanzar á los bellos sueños á que se entregara allá en sus delirios una imaginación fogosa, siente brotar en su pecho nuevos deseos; y, cansado del objeto poseído, alimenta nuevas ilusiones, buscando en otra parte aquella dicha ideal que se imaginaba haber encontrado, y huyendo de la triste realidad, que así burla sus más bellas esperanzas.

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Dad entonces rienda suelta á las pasiones del hombre, dejadle que de un modo ú otro pueda alimentar la ilusión de hacerse feliz con otros enlaces, que no se crea ligado para siempre y sin remedio á la compañera de sus días, y veréis como el fastidio llegará más pronto, como la discordia será más viva y ruidosa; veréis como los lazos se aflojan luego de formados, como se gastan con poco tiempo, como se rompen al primer impulso. Al contrario, proclamad la ley que no exceptúe ni á pobres ni á ricos, ni á débiles ni á potentados, ni á vasallos ni á reyes; que no atienda á diferencias de situación, de índole, de salud, ni á tantos otros motivos, que en manos de las pasiones, y sobre todo entre los poderosos, fácilmente se convierten en pretextos; proclamad esa ley como bajada del cielo, mostrad el lazo del matrimonio como sellado con un sello divino; y á las pasiones que murmuran, decidles en alta voz que si quieren satisfacerse no tienen otro camino que el de la inmoralidad; pero que la autoridad encargada de la guarda de esa ley divina, jamás se doblegará á condescendencias culpables, que jamás consentirá que se cubra con el velo de la dispensa la infracción del precepto divino, que jamás dejará á la culpa sin el remordimiento, y entonces veréis que las pasiones se abaten y se resignan, que la ley se extiende, se afirma, y se arraiga hondamente en las costumbres, y habréis asegurado para siempre el buen orden y la tranquilidad de las familias; y la sociedad os deberá un beneficio inmenso. Y he aquí cabalmente lo que ha hecho el Catolicismo, trabajando para ello largos siglos; y he aquí lo que venía á deshacer el Protestantismo, si se hubiesen seguido generalmente en Europa sus doctrinas y sus ejemplos; si los pueblos dirigidos no hubiesen tenido más cordura que sus directores.

Los protestantes y los falsos filósofos, examinando las doctrinas y las instituciones de la Iglesia católica al través de sus preocupaciones rencorosas, no han acertado á concebir á qué servían los dos grandes ca[65]racteres que distinguen siempre por doquiera los pensamientos y las obras del Catolicismo: unidad y fijeza: unidad en las doctrinas, fijeza en la conducta, señalando un objeto y marchando hacia él, sin desviarse jamás. Esto los ha escandalizado; y, después de declamar contra la unidad de la doctrina, han declamado también contra la fijeza en la conducta. Si meditaran sobre el hombre, conocieran que esta fijeza es el secreto de dirigirle, de dominarle, de enfrenar sus pasiones cuando convenga, de exaltar su alma cuando sea menester, haciéndola capaz de los mayores sacrificios, de las acciones más heroicas. Nada hay peor para el hombre que la incertidumbre, que la indecisión; nada que tanto le debilite y esterilice. Lo que es el escepticismo al entendimiento, es la indecisión á la voluntad. Prescribidle al hombre un objeto fijo, y haced que se dirija hacia él: á él se dirigirá y le alcanzará. Dejadle vacilando entre varios, que no tenga para su conducta una norma fija, que no sepa cuál es su porvenir, que marche sin saber á dónde va, y veréis que su energía se relaja, sus fuerzas se enflaquecen, hasta que se abate y se para. ¿Sabéis el secreto con que los grandes caracteres dominan el mundo? ¿Sabéis cómo son capaces ellos mismos de acciones heroicas, y cómo hacen capaces de ellas á cuantos los rodean? Porque tienen un objeto fijo para sí, y para los demás: porque le ven con claridad, le quieren con firmeza, y se encaminan hacia él, sin dudas, sin rodeos, con esperanza firme, con fe viva, sin consentir la vacilación, ni en sí mismos ni en los otros. Alejandro, César, Napoleón, y los demás héroes antiguos y modernos, ejercían sin duda con el ascendiente de su genio una acción fascinadora; pero el secreto de su predominio, de su pujanza, de su impulso que todo lo arrollaba, era la unidad de pensamiento, la fijeza del plan, que engendraban un carácter firme, aterrador, dándoles sobre los demás hombres una superioridad inmensa. Así pasaba Alejandro el Gránico, y empezaba, y llevaba á cabo su prodigiosa conquista del Asia; así pasaba Cé[66]sar el Rubicón, y ahuyentaba á Pompeyo, y vencía en Farsalia, y se hacía señor del mundo; así dispersaba Napoleón á los habladores que estaban disertando sobre la suerte de Francia, vencía en Marengo, se ceñía la diadema de Carlomagno, y aterraba y asombraba el mundo con los triunfos de Austerlitz y de Jena.

Sin unidad no hay orden, sin fijeza no hay estabilidad; y en el mundo moral como en el físico, nada puede prosperar que no sea ordenado y estable. Así el Protestantismo, que ha pretendido hacer progresar al individuo y á la sociedad destruyendo la unidad religiosa, é introduciendo en las creencias y en las instituciones la multiplicidad y movilidad del pensamiento privado, ha acarreado por doquiera la confusión y el desorden, y ha desnaturalizado la civilización europea, inoculando en sus venas un elemento desastroso, que le ha causado y le causará todavía gravísimos males. Y no puede inferirse de esto que el Catolicismo esté reñido con el adelanto de los pueblos, por la unidad de sus doctrinas y la fijeza de las reglas de su conducta; pues también cabe que marche lo que es uno, también cabe movimiento en un sistema que tenga fijos algunos de sus puntos. Este universo que nos asombra con su grandor, que nos admira con sus prodigios, que nos encanta con su variedad y belleza, está sujeto á la unidad, y está regido por leyes fijas y constantes.

Ved ahí algunas de las razones que justifican la severidad del Catolicismo; ved ahí por qué no ha podido mostrarse condescendiente con esa pasión que, una vez desenfrenada, no respeta linde ni barrera, que introduce la turbación en los corazones y el desorden en las familias, que gangrena la sociedad, quitando á las costumbres todo decoro, ajando el pudor de las mujeres y rebajándolas del nivel de dignas compañeras del hombre. En esta parte el Catolicismo es severo, es verdad; pero esta severidad no podía renunciarla, sin renunciar al propio tiempo sus altas funciones de depositario de la sana moral, de vigilante atalaya por los destinos de la humanidad.[2]


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CAPITULO XXVI

Ese anhelo del Catolicismo para cubrir con tupido velo los secretos del pudor, y por rodear de moralidad y de recato la pasión más procaz, manifiéstase en sumo grado en la importancia que ha dado á la virtud contraria, hasta coronando con brillante aureola la entera abstinencia de placeres sensuales: la virginidad. Cuanto haya contribuído con esto el Catolicismo á realzar á la mujer, no lo comprenderán ciertamente los entendimientos frívolos, mayormente si andan guiados por las inspiraciones de un corazón voluptuoso; pero no se ocultará á los que sean capaces de conocer que todo cuanto tiende á llevar al más alto punto de delicadeza el sentimiento del pudor, todo cuanto fortifica la moralidad, todo cuanto se encamina á presentar á una parte considerable del bello sexo como un dechado de la virtud más heroica, todo esto se endereza también á levantar á la mujer sobre la turbia atmósfera de las pasiones groseras, todo esto contribuye á que no se presente á los ojos del hombre como un mero instrumento de placer, todo esto sirve maravillosamente á que, sin disminuirse ninguno de los atractivos con que la ha dotado la naturaleza, no pase rápidamente de triste víctima del libertinaje á objeto de menosprecio y fastidio.

La Iglesia católica había conocido profundamente esas verdades; y así, mientras celaba por la santidad de las relaciones conyugales, mientras creaba en el seno de las familias la bella dignidad de una matrona, cubría con misterioso velo la faz de la virgen cristiana, y las esposas del Señor eran guardadas como un depósito sagrado en la augusta obscuridad de las sombras del santuario. Reservado estaba á Lutero, al grosero profanador de Catalina de Boré, el descono[68]cer también en este punto la profunda y delicada sabiduría de la religión católica; digna empresa del fraile apóstata, que después de haber hecho pedazos el augusto sello religioso del tálamo nupcial, se arrojase también á desgarrar con impúdica mano el sagrado velo de las vírgenes consagradas al Señor; digna empresa de las duras entrañas del perturbador violento el azuzar la codicia de los príncipes, para que se lanzasen sobre los bienes de doncellas desvalidas, y las expulsaran de sus moradas, atizando luego la voluptuosidad, y quebrantando todas las barreras de la moral, para que, cual bandadas de palomas sin abrigo, cayesen en las garras del libertinaje. ¿Y qué? ¿también así se aumentaba el respeto debido al bello sexo? ¿también así se acendraba el sentimiento del pudor? ¿también así progresaba la humanidad? ¿también así daba Lutero robusto impulso á las generaciones venideras, brío al espíritu humano, medra y lozanía á la cultura y civilización? ¿Quién que sienta latir en su pecho un corazón sensible, podrá soportar las desenvueltas peroratas de Lutero, mayormente si ha leído las bellísimas páginas de los Ciprianos, de los Ambrosios, de los Jerónimos y demás lumbreras de la Iglesia católica, sobre los altos timbres de una virgen cristiana? En medio de siglos donde campeaba sin freno la barbarie más feroz, ¿quién llevará á mal encontrarse con aquellas solitarias moradas, donde se albergan las esposas del Señor, preservando sus corazones de la corrupción del mundo, y ocupadas perennemente en levantar sus manos al cielo para atraer hacia la tierra el rocío de la divina misericordia? Y en tiempos y países más civilizados, ¿tan mal contrasta un asilo de la virtud más pura y acendrada, con un inmenso piélago de disipación y libertinaje? ¿También eran aquellas moradas un legado funesto de la ignorancia, un monumento de fanatismo, en cuya destrucción se ocupaban dignamente los corifeos de la Reforma protestante? ¡Ah! si así fuere, protestemos contra todo lo interesante y bello, ahoguemos en nuestro corazón todo entusiasmo[69] por la virtud, no conozcamos otro mundo que el que se encierra en el círculo de las sensaciones más groseras, que tire el pintor su pincel y el poeta su lira, y, desconociendo todo nuestro grandor y dignidad, digamos embrutecidos: comamos y bebamos, que mañana moriremos.

No, la verdadera civilización no puede perdonarle jamás al Protestantismo esa obra inmoral é impía; la verdadera civilización no puede perdonarle jamás el haber violado el santuario del pudor y de la inocencia, el haber procurado con todas sus fuerzas que desapareciese todo respeto á la virginidad, pisando, de esta suerte, un dogma profesado por todo el humano linaje; el no haber acatado lo que acataron los griegos en sus sacerdotisas de Ceres, los romanos en sus vestales, los galos en sus druidesas, los germanos en sus adivinas; el haber llevado más allá la procacidad de lo que no hicieron jamás los disolutos pueblos del Asia, y los bárbaros del nuevo continente. Mengua es, por cierto, que se haya atacado en Europa lo que se ha respetado en todas las partes del mundo; que se haya tachado de preocupación despreciable, una creencia universal del género humano, sancionada, además, por el Cristianismo. ¿Dónde se ha visto una irrupción de bárbaros que compararse pudiera al desbordamiento del Protestantismo contra lo más inviolable que debe haber entre los hombres? ¿Quién dió el funesto ejemplo á los perpetradores de semejantes crímenes en las revoluciones modernas?

Que, en medio de furores de una guerra, se atreva la barbarie de los vencedores á soltar el brutal desenfreno de la soldadesca sobre las moradas de las vírgenes consagradas al Señor, esto se concibe muy bien; pero, el perseguir por sistema estos santos establecimientos, concitando contra ellos las pasiones del populacho, y atacando groseramente la institución en su origen y en su objeto, esto es más que inhumano y brutal, esto carece de nombre cuando lo hacen los mismos que se precian de reformadores, de amantes del[70] Evangelio puro, y que se proclaman discípulos de Aquel que en sus sublimes consejos señaló la virginidad como una de las virtudes más hermosas que pueden esmaltar la aureola de un cristiano. ¿Y quién ignora que ésta fué una de las obras con más ardor emprendidas por el Protestantismo?

La mujer sin pudor ofrecerá un cebo á la voluptuosidad, pero no arrastrará jamás el alma con el misterioso sentimiento que se apellida amor. ¡Cosa notable! El deseo más imperioso que se abriga en el corazón de una mujer, es el de agradar, y tan luego como se olvida del pudor, desagrada, ofende; así está sabiamente ordenado que sea el castigo de su falta, lo que hiere más vivamente su corazón. Por esta causa, todo cuanto contribuye á realzar en las mujeres ese delicado sentimiento, las realza á ellas mismas, las embellece, les asegura mayor predominio sobre el corazón de los hombres, les señala un lugar más distinguido, así en el orden doméstico como en el social. Estas verdades no las comprendió el Protestantismo, cuando condenó la virginidad. Sin duda que esta virtud no es condición necesaria para el pudor; pero es su bello ideal, su tipo de perfección; y por cierto que el desterrar de la tierra ese modelo, el negar su belleza, el condenarle como perjudicial, no era nada á propósito para conservar un sentimiento que está en continua lucha con la pasión más poderosa del corazón humano, y que difícilmente se conserva en toda su pureza si no anda acompañado de las precauciones más exquisitas. Delicadísima flor, de hermosos colores y suavísimo aroma, puede apenas sufrir el leve oreo del aura más apacible; su belleza se marchita con extremada facilidad, sus olores se disipan como exhalación pasajera.

Pero, combatiendo la virginidad, se me hablará quizás de los perjuicios que acarrea á la población, contándose como defraudadas á la multiplicación del humano linaje las ofrendas que se hacen en las aras de aquella virtud. Afortunadamente, las observaciones de los más distinguidos economistas han venido á di[71]sipar este error proclamado por el Protestantismo, y reproducido por la filosofía incrédula del siglo xviii. Los hechos han demostrado, de una manera convincente, dos verdades, á cual más importantes, para vindicar las doctrinas y las instituciones católicas: 1.ª Que la felicidad de los pueblos no está en proporción necesaria con el aumento de su población. 2.ª Que tanto ese aumento como la disminución dependen del concurso de tantas otras causas, que el celibato religioso, si es que en algo figure entre ellas, debe considerarse como de una influencia insignificante.

Una religión mentida y una filosofía bastarda y egoísta se empeñaron en equiparar los secretos de la multiplicación humana con la de los otros vivientes. Prescindieron de todas las relaciones religiosas, no vieron en la humanidad más que un vasto plantel, en que no convenía dejar nada estéril. Así se allanó el camino para considerar también al individuo como una máquina de que debían sacarse todos los productos posibles; para nada se pensó en la caridad, en la sublime enseñanza de la religión sobre la dignidad y los destinos del hombre; y así la industria se ha hecho cruel, y la organización del trabajo, planteada sobre bases puramente materiales, aumenta el bienestar presente de los ricos, pero amenaza terriblemente su porvenir.

¡Hondos designios de la Providencia! La nación que ha llevado más allá estos principios funestos, encuéntrase en la actualidad agobiada de hombres y de productos. Espantosa miseria devora sus clases más numerosas, y toda la habilidad de los hombres que la dirigen no será parte á desviarla de los escollos á que se encamina, impelida por la fuerza de los elementos á que se entregó sin reserva. Los distinguidos profesores de la universidad de Oxford, que, al parecer, van conociendo los vicios radicales del Protestantismo, encontrarían aquí abundante objeto de meditación para investigar hasta qué punto contribuyeron los pretendidos reformadores del siglo xvi á preparar la situación[72] crítica, en que, á pesar de sus inmensos adelantos, se encuentra la Inglaterra.

En el mundo físico, todo está dispuesto con número, peso y medida; las leyes del universo muestran, por decirlo así, un cálculo infinito, una geometría infinita; pero guardémonos de imaginarnos que todo podemos expresarlo por nuestros mezquinos signos, que todo podemos encerrarlo en nuestras reducidas combinaciones. Guardémonos, sobre todo, de la insensata pretensión de semejar demasiado el mundo moral al mundo físico, de aplicar sin distinción á aquél lo que sólo es propio de éste, y de trastornar con nuestro orgullo la misteriosa harmonía de la creación. El hombre no ha nacido tan sólo para procrear, no es sólo una rueda colocada en su puesto para funcionar en la gran máquina del mundo. Es un ser á imagen y semejanza de Dios, un ser que tiene su destino superior á cuanto le rodea sobre la tierra. No rebajéis su altura, no inclinéis su frente al suelo inspirándole tan sólo pensamientos terrenos; no estrechéis su corazón privándole de sentimientos virtuosos y elevados, no dejándole otro gusto que el de los goces materiales. Si sus pensamientos religiosos le llevan á una vida austera, si se apodera de su alma el generoso empeño de sacrificar en las aras de su Dios los placeres de esta vida, ¿por qué se lo habéis de impedir? ¿con qué derecho le insultáis, despreciando un sentimiento que exige, por cierto, más alto temple de alma que el entregarse livianamente al goce de los placeres?

Estas consideraciones, comunes á ambos sexos, adquieren todavía mayor importancia cuando se aplican á la mujer. Con su fantasía exaltada, su corazón apasionado y su espíritu ligero, necesita, aun más que el varón, de inspiraciones severas, de pensamientos serios, graves, que contrapesen, en cuanto sea posible, aquella volubilidad con que recorre todos los objetos, recibiendo con facilidad extrema las impresiones de cuanto toca, y comunicándolas á su vez, como un agente magnético, á cuantos la rodean. Dejad, pues, que[73] una parte del bello sexo se entregue á una vida de contemplación y austeridad, dejad que las doncellas y las matronas tengan siempre á la vista un modelo de todas las virtudes, un sublime tipo de su más bello adorno, que es el pudor; esto no será inútil por cierto: esas vírgenes no son defraudadas, ni á la familia ni á la sociedad; una y otra recobrarán con usura lo que os imaginabais que habían perdido.

En efecto: ¿quién alcanza á medir la saludable influencia que deben de haber ejercido sobre las costumbres de la mujer, las augustas ceremonias con que la Iglesia católica solemniza la consagración de una virgen á Dios? ¿Quién puede calcular los santos pensamientos, las castas inspiraciones que habrán salido de esas silenciosas moradas del pudor, que ora se elevan en lugares retirados, ora en medio de ciudades populosas? ¿Creéis que la doncella en cuyo pecho se agitara una pasión ardorosa, que la matrona que diera cabida en su corazón á inclinaciones livianas, no habrán encontrado mil veces un freno á su pasión, en el solo recuerdo de la hermana, de la parienta, de la amiga, que allá en silencioso albergue levantaba al cielo un corazón puro, ofreciendo en holocausto al Hijo de la Virgen, todos los encantos de la juventud y de la hermosura? Esto no se calcula, es verdad; pero es cierto á lo menos que de allí no sale un pensamiento liviano, que allí no se inspira una inclinación voluptuosa; esto no se calcula, es verdad; pero tampoco se calcula la saludable influencia que ejerce sobre las plantas el rocío de la mañana, tampoco se calcula la acción vivificante de la luz sobre la naturaleza, tampoco se calcula cómo el agua que se filtra en las entrañas de la tierra, la fecunda y fertiliza, haciendo brotar de su seno vistosas flores y regalados frutos.

Son tantas las causas cuya existencia y eficacia son indudables, y que, sin embargo, no pueden sujetarse á un cálculo riguroso, que, si buscamos la razón de la impotencia que caracteriza toda obra hija exclusiva del pensamiento del hombre, la encontraremos en que[74] él no es capaz de abarcar el conjunto de relaciones que se complican en esa clase de objetos, y no puede apreciar debidamente las influencias indirectas, á veces ocultas, á veces imperceptibles, de puro delicadas. Por eso viene el tiempo á disipar tantas ilusiones, á desmentir tantos pronósticos, á manifestar la debilidad de lo que se creía fuerte, y la fuerza de lo que se creía débil; y es que con el tiempo se van desenvolviendo mil relaciones cuya existencia no se sospechaba, se ponen en acción mil causas que no se conocían, ó quizás se despreciaban; los efectos van creciendo, se van presentando de bulto, hasta que, al fin, se crea una situación nueva, donde no es posible cerrar los ojos á la evidencia de los hechos, donde no es dado resistir á la fuerza de las cosas.

Y he aquí una de las sinrazones que más chocan en los argumentos de los enemigos del Catolicismo. No aciertan á mirar los objetos sino por un aspecto, no comprenden otra dirección de una fuerza que en línea recta; no ven que, así el mundo moral como el físico, es un conjunto de relaciones infinitamente variadas, de influencias indirectas, que obran á veces con más eficacia que las directas; que todo forma un sistema de correspondencia y harmonía, donde no conviene aislar las partes sino lo necesario para conocer mejor los lazos ocultos y delicados que las unen con el todo; donde es necesario dejar que obre el tiempo, elemento indispensable de todo desarrollo cumplido, de toda obra duradera.

Permítaseme esa breve digresión para inculcar verdades que nunca se tendrá demasiado presentes, cuando se trate de examinar las grandes instituciones fundadas por el Catolicismo. La filosofía tiene en la actualidad que devorar amargos desengaños; vese precisada á retractar proposiciones avanzadas con demasiada ligereza, á modificar principios establecidos con sobrada generalidad; y todo este trabajo se hubiera podido ahorrar, siendo un poco más circunspecta en sus fallos, andando con mayor mesura en el curso de[75] sus investigaciones. Coligada con el Protestantismo, declaró guerra á muerte á las grandes instituciones católicas, clamó por la excentralización moral y religiosa, y un grito unánime se levanta de los cuatro ángulos del mundo civilizado invocando un principio de unidad. El instinto de los pueblos le busca, los filósofos ahondan en los secretos de la ciencia con la mira de descubrirle; ¡vanos esfuerzos! Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto ya; su duración responde de su solidez.


CAPITULO XXVII

Un celo incansable por la santidad del matrimonio, y un sumo cuidado para llevar el sentimiento del pudor al más alto punto de delicadeza, son los dos polos de la conducta del Catolicismo para realzar á la mujer. Éstos son los grandes medios de que echó mano para lograr su objeto; de ahí procede el poder y la importancia de las mujeres en Europa; y es muy falso lo que dice M. Guizot (Lec. 4) de «que esta particularidad de la civilización europea haya venido del seno del feudalismo». No disputaré sobre la mayor ó menor influencia que pudo ejercer en el desarrollo de las costumbres domésticas; no negaré que el estado de aislamiento en que vivía el señor feudal, el «encontrar siempre en su castillo á su mujer, á sus hijos y á nadie más que á ellos, el ser ellos siempre su compañía permanente, el participar ellos solos de sus placeres y penas, el compartir sus intereses y destinos, no hubiese de contribuir á desenvolver las costumbres domésticas, y á que éstas tomasen un grande y poderoso ascendiente sobre el jefe de familia». Pero ¿quién hizo que, al volver el señor á su castillo, encontrase tan sólo á una mujer, y no á muchas? ¿Quién le contuvo para que no abusase de su poderío, convirtiendo su[76] casa en harén? ¿Quién le enfrenó para que no soltase la rienda á sus pasiones, y de ellas no hiciese víctimas á las más hermosas doncellas que veía en las familias de sus rendidos vasallos? Nadie negará que quien esto hizo fueron las doctrinas y las costumbres introducidas y arraigadas en Europa por la Iglesia católica, y las leyes severas con que opuso un firme valladar al desbordamiento de las pasiones; y, por consiguiente, aun dado que el feudalismo hubiera hecho el bien que se supone, sería este bien debido á la Iglesia católica.

Ha dado ocasión, sin duda, á que se exagerase la influencia del feudalismo en dar importancia á las mujeres, un hecho de aquella época que se presenta muy de bulto, y que efectivamente á primera vista no deja de deslumbrar. Este hecho consiste en el gallardo espíritu de caballería, que, brotando en el seno del feudalismo, y extendiéndose rápidamente, produjo las acciones más heroicas, dió origen á una literatura rica de imaginación y sentimiento, y contribuyó no poco á amansar y suavizar las feroces costumbres de los señores feudales. Distinguíase principalmente aquella época por su espíritu de galantería; mas no la galantería común cual se forma dondequiera con las tiernas relaciones de los dos sexos, sino una galantería llevada á la mayor exageración por parte del hombre, combinada de un modo singular con el valor más heroico, con el desprendimiento más sublime, con la fe más viva y la religiosidad más ardiente. Dios y su dama: he aquí el eterno pensamiento del caballero; lo que embarga todas sus facultades, lo que ocupa todos sus instantes, lo que llena toda su existencia. Con tal que pueda alcanzar un triunfo sobre la hueste infiel, con tal que le aliente la esperanza de ofrecer á los pies de su señora los trofeos de la victoria, no hay sacrificio que le sea costoso, no hay viaje que le canse, no hay peligro que le arredre, no hay empresa que le desanime; su imaginación exaltada le traslada á un mundo fantástico, su corazón arde como una fragua, todo lo[77] acomete, á todo da cima; y aquel mismo hombre que poco antes peleaba como un león, en los campos de la Bética ó de la Palestina, se ablanda como una cera al solo nombre del ídolo de su corazón, vuelve sus amorosos ojos hacia su patria, y se embelesa con el solo pensamiento de que, suspirando un día al pie del castillo de su señora, podrá recabar quizás una seña amorosa, ó una mirada fugitiva. ¡Ay del temerario que osare disputarle su tesoro! ¡Ay del indiscreto que fijare sus ojos en las almenas de donde espera el caballero una seña misteriosa! No es tan terrible la leona á la que han arrebatado sus cachorros; y el bosque azotado por el aquilón no se agita como el corazón del fiero amante; nada será capaz de detener su venganza; ó dar la muerte á su rival, ó recibirla.

Examinando esta informe mezcla de blandura y de fiereza, de religión y de pasiones, mezcla que, sin duda, habrán exagerado un poco el capricho de los cronistas y la imaginación de los trovadores, pero que no deja de tener su tipo muy real y verdadero, nótase que era muy natural en su época, y que nada entraña de la contradicción que á primera vista pudiera presentar. En efecto: nada más natural que el ser muy violentas las pasiones de unos hombres, cuyos progenitores poco lejanos habían venido de las selvas del Norte á plantar su tienda ensangrentada sobre las ruinas de las ciudades que habían destruído; nada más natural que el no conocer otro juez que el de su brazo unos hombres que no ejercían otra profesión que la guerra, y que, además, vivían en una sociedad que, estando todavía en embrión, carecía de un poder público bastante fuerte para tener á raya las pasiones particulares; y nada, por fin, más natural en esos mismos hombres que el ser tan vivo el sentimiento religioso, pues que la religión era el único poder por ellos reconocido, la religión había encantado su fantasía con el esplendor y magnificencia de los templos y la majestad y pompa del culto, la religión los había llenado de asombro presentando á sus ojos el espectáculo de[78] las virtudes más sublimes y haciendo resonar á sus oídos un lenguaje tan elevado, como dulce y penetrante: lenguaje que, si bien no era por ellos bien comprendido, no dejaba de convencerlos de la santidad y divinidad de los misterios y preceptos de la religión, arrancándoles una admiración y acatamiento, que, obrando sobre almas de tan vigoroso temple, engendraba el entusiasmo y producía el heroísmo. En lo que se echa de ver que todo cuanto había de bueno en aquella exaltación de sentimientos, todo dimanaba de la religión; y que, si de ella se prescinde, sólo vemos al bárbaro que no conoce otra ley que su lanza, ni otra guía en su conducta que las inspiraciones de un corazón lleno de fuego.

Calando más y más en el espíritu de la caballería, y parándose particularmente en el carácter de los sentimientos que entrañaba con respecto á la mujer, parece que, lejos de realzarla, la supone ya realzada, ya rodeada de consideración; no le da un nuevo lugar, la encuentra ocupándolo ya. Y, á la verdad, á no ser así, ¿cómo es posible concebir tan exagerada, tan fantástica galantería? Pero imaginaos la belleza de la virgen cubierta con el velo del pudor cristiano, y aumentándose así la ilusión y el encanto; entonces concebiréis el delirio del caballero; imaginaos á la virtuosa matrona, á la compañera del hombre, á la madre de familia, á la mujer única en quien se concentran todas las afecciones del marido y de los hijos, á la esposa cristiana, y entonces concebiréis también por qué el caballero se embriaga con el solo pensamiento de alcanzar tanta dicha, y por qué el amor es algo más que un arrebato voluptuoso, es un respeto, una veneración, un culto.

No han faltado algunos que han pretendido encontrar el origen de esa especie de culto, en las costumbres de los germanos, y, refiriéndose á ciertas expresiones de Tácito, han querido explicar la mejora social de las mujeres como dimanada del respeto con que las miraban aquellos bárbaros. M. Guizot desecha esta[79] aserción, y la combate muy atinadamente, haciendo observar «que lo que nos dice Tácito de los germanos, no era característico de aquellos pueblos, pues que expresiones iguales á las de Tácito, los mismos sentimientos, los mismos usos de los germanos se descubren en las relaciones que hacen una multitud de historiadores de otros pueblos salvajes». Todavía después de la observación de M. Guizot, se ha sostenido la misma opinión, y así es menester combatirla de nuevo.

He aquí el pasaje de Tácito: «Inesse quin etiam sanctum aliquid et providum putant: nec aut consilia earum aspernantur, aut responsa negligunt. Vidimus sub divo Vespasiano, Velledam diu apud plerosque numinis loco habitam.» (De mor. Germ.) «Hasta llegan á creer que hay en las mujeres algo de santo y de profético, y ni desprecian sus consejos, ni desoyen sus pronósticos. En tiempo del divino Vespasiano, vimos que por largo espacio Velleda fué tenida por muchos como diosa.» Á mi juicio, se entiende muy mal ese pasaje de Tácito, cuando se le quiere dar extensión á las costumbres domésticas, cuando se le quiere tomar como un rasgo que retrata las relaciones conyugales. Si se fija debidamente la atención en las palabras del historiador, se echará de ver que esto distaba mucho de su mente; pues que sus palabras sólo se refieren á la superstición de considerar á algunas mujeres como profetisas. Confírmase la verdad y exactitud de esta observación con el mismo ejemplo que aduce de Velleda, la cual dice era reputada por muchos como diosa. En otro lugar de sus obras (Histor., lib. 4), explica Tácito su pensamiento, pues hablando de la misma Velleda nos dice «que esta doncella de la nación de los Bructeros tenía gran dominio, á causa de la antigua costumbre de los germanos, con que miraban á muchas mujeres como profetisas, y, andando en aumento la superstición, llegaban hasta á tenerlas por diosas.» «Ea virgo nationis Bructerae late imperitabat: vetere apud germanos more, quo plerasque faeminarum, fa[80]tidicas, e augescente superstitione, arbitrantur deas.» El texto que se acaba de citar prueba hasta la evidencia que Tácito habla de la superstición, no del orden doméstico, cosas muy diferentes, pues no media inconveniente alguno en que algunas mujeres sean tenidas como semidiosas, y, entre tanto, la generalidad de ellas no ocupen en la sociedad el puesto que les corresponde. En Atenas se daba grande importancia á las sacerdotisas de Ceres; en Roma á las vestales; y las Pitonisas, y la historia de las famosas Sibilas, manifiestan que el tener por fatídicas á las mujeres, no era exclusivamente propio de los germanos. No debo ahora explicar la causa de estos hechos, me basta consignarlos; tal vez la fisiología podría en esta parte suministrar luces á la filosofía de la historia.

Que el orden de la superstición y el de la familia eran muy diferentes, es fácil notarlo en la misma obra de Tácito, cuando describe la severidad de costumbres de los germanos con respecto al matrimonio. Nada hay allí de aquel sanctum et providum; sólo sí una austeridad que conservaba á cada cual en la línea de sus deberes, y lejos de ser la mujer tenida como diosa, si caía en la infidelidad, quedaba encomendado al marido el castigo de su falta. Es curioso el pasaje, pues indica que entre los germanos no debían tampoco de ser escasas las facultades del hombre sobre la mujer. «Accisis crinibus, dice, nudatam coram propinquis expellit domo maritus, ac per omnem vicum verbere agit.» «Rapado el cabello, échala de casa el marido en presencia de los parientes, y desnuda la anda azotando por todo el lugar.» Este castigo da, sin duda, una idea de la ignominia que entre los germanos acompañaba al adulterio; pero no es muy favorable á la estimación pública de la mujer: ésta hubiera ganado mucho con la pena del apedreamiento.

Cuando Tácito nos describe el estado social de los germanos, es preciso no olvidar que quizás algunos rasgos de costumbres son de propósito realzados algún tanto, pues que nada es más natural en un escritor[81] del temple de Tácito, viviendo acongojado y exasperado por la espantosa corrupción de costumbres que á la sazón dominaba entre los romanos. Píntanos con magníficas plumadas la santidad del matrimonio de los germanos, es verdad; pero ¿quién no ve que, mientras escribe, tiene á la vista aquellas matronas que, como dice Séneca, debían contar los años, no por la sucesión de los cónsules, sino por el cambio de maridos? ¿aquellas damas sin rastro de pudor, entregadas á la disolución más asquerosa? Poco trabajo cuesta el concebir dónde se fijaba la ceñuda mirada de Tácito, cuando arroja sus concisas reflexiones como flechas: «Nemo, enim, illic vitia ridet, nec corrumpere et corrumpi saeculum vocatur.» «Allí el vicio no hace reir, ni la corrupción se apellida moda.» Rasgo vigoroso que retrata todo un siglo, y que nos hace entender el secreto gusto que tendría Tácito en echar en cara á la corrompida cultura de los romanos la pureza de costumbres de los bárbaros. Lo mismo que aguzaba el festivo ingenio de Juvenal y envenenaba su punzante sátira, excitaba la indignación de Tácito, y arrancaba á su grave filosofía reprensiones severas.

Que sus cuadros tenían algo de exagerado en favor de los germanos, y que entre ellos no eran las costumbres tan puras cual se nos quiere persuadir, indícanlo otras noticias que tenemos sobre aquellos bárbaros. Posible es que fueran muy delicados en punto al matrimonio, pero lo cierto es que no era desconocida en sus costumbres la poligamia. César, testigo ocular, refiere que el rey germano Ariovisto tenía dos mujeres (De bello gall., L. 1); y esto no era un ejemplo aislado, pues que el mismo Tácito nos dice que había algunos pocos que tenían á un tiempo varias mujeres, no por liviandad, sino por nobleza: «exceptis admodum paucis, qui non libidine, sed ob nobilitatem pluribus nuptiis ambiuntur.» No deja de hacer gracia aquello de non libidine, sed ob nobilitatem; pero, al fin, resulta que los reyes y los nobles, bajo uno ú otro pretexto, se tomaban alguna mayor libertad de la que hubiera querido el austero historiador.

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¿Quién sabe cómo estaría la moralidad en medio de aquellas selvas? Si discurriendo con analogía quisiéramos aventurar algunas conjeturas fundándonos en las semejanzas que es regular tuviesen entre sí los diferentes pueblos del Norte, ¿qué no podríamos sospechar por aquella costumbre de los bretones, quienes, de diez en diez ó de doce en doce, tenían las mujeres comunes, y mayormente hermanos con hermanos, y padres con hijos, de suerte que, para distinguir las familias, tenían que andar á tientas, atribuyendo los hijos al primero que había tomado la doncella? César, testigo de vista, es quien lo refiere: «Uxores habent (Britanni) deni duodenique inter se communes, et maxime fratres cum fratribus et parentes cum liberis; sed si qui sunt ex his nati, eorum habentur liberi, a quibus primum virgines quaeque ductae sunt.» (De bell. gall., L. 4.)

Sea de esto lo que fuere, es cierto, al menos, que el principio de la monogamia no era tan respetado entre los germanos como se ha querido suponer; había una excepción en favor de los nobles, es decir, de los poderosos, y esto bastaba para desvirtuarle y preparar su ruina. En estas materias, limitar la ley con excepciones en favor del poderoso es poco menos que abrogarla. Se dirá que al poderoso nunca le faltan medios para quebrantar la ley; pero no es lo mismo que él la quebrante ó que ella misma se retire para dejarle el camino libre: en el primer caso, el empleo de la fuerza no anonada la ley, el mismo choque con que se la rompe hace sentir su existencia, y pone de manifiesto la sinrazón y la injusticia; en el segundo, la misma ley se prostituye, por decirlo así: las pasiones no necesitan de la violencia para abrirse paso, ella les franquea villanamente la puerta. Desde entonces queda envilecida y degradada, hace vacilar el mismo principio moral que le sirve de fundamento; y, como en pena de su complicidad inicua, se convierte en objeto de animadversión de aquellos que se encuentran forzados todavía á rendirle homenaje.

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Así que, una vez reconocido entre los germanos el privilegio de poligamia en favor de los poderosos, debía, con el tiempo, generalizarse esta costumbre á las demás clases del pueblo; y es muy probable que así se hubiera verificado luego que la ocupación de nuevos países más templados y feraces, y algún adelanto en su estado social, les hubiesen proporcionado en mayor abundancia los medios de satisfacer las necesidades más urgentes. Sólo puede prevenirse tan grave mal, con la inflexible severidad de la Iglesia católica. Los nobles y los reyes conservaban todavía fuerte inclinación al privilegio de que hemos visto que disfrutaran sus antecesores antes de abrazar la religión cristiana, y de aquí es que, en los primeros siglos después de la irrupción, vemos que la Iglesia alcanza á duras penas á contenerlos en sus inclinaciones violentas. Los que se han empeñado en descubrir entre los germanos tantos elementos de la civilización moderna, ¿no hubieran quizás andado más acertados en encontrar en las costumbres que se han indicado más arriba, una de las causas que ocasionaron tan frecuentes choques entre los príncipes seculares y la Iglesia?

No alcanzo por qué se ha de buscar en los bosques de los bárbaros el origen de una de las más bellas cualidades que honran nuestra civilización, ni por qué se les han de atribuir virtudes de que, por cierto, no se mostraron muy provistos, tan pronto como se arrojaron sobre el Mediodía. Sin monumentos, sin historia, con escasísimos indicios sobre el estado social de aquellos pueblos, difícil es, por no decir imposible, asentar nada fijo sobre sus costumbres; pero ¿qué había de ser de la moralidad en medio de tanta ignorancia, tanta superstición y barbarie?

Lo poco que sabemos de aquellos tiempos hemos tenido que tomarlo de los historiadores romanos, y, desgraciadamente, no es éste uno de los mejores manantiales para beber el agua bien pura. Sucede, casi siempre, que los observadores, mayormente cuando son guerreros que van á conquistar, sólo pueden dar algu[84]na cuenta del estado político de los pueblos poco conocidos á quienes observan, andando escasos en lo tocante al social y de familia. Y es que, para formarse idea de esto último, es necesario mezclarse é intimarse con los pueblos observados, cosa que no suele consentir el diferente estado de la civilización, y mucho menos cuando entre observadores y observados reinan encarnizados odios, hijos de largas temporadas de guerra á muerte. Añádase á esto que, en tales casos, lo que llama más particularmente la atención es lo que puede favorecer ó contrariar los designios de los conquistadores, quienes, por lo común, no dan mucha importancia á las relaciones morales, y se verá por qué los pueblos que son objeto de observación quedan conocidos sólo en la corteza, y cuánto debe desconfiarse entonces de todas las narraciones relativas á religión y costumbres.

Juzgue el lector si esto es aplicable cuando se trata de apreciar debidamente el valor de lo que sobre los bárbaros nos cuentan los romanos; basta fijar la vista en aquellas escenas de sangre y horrores prolongadas por siglos, en las que se veía, de una parte, la ambición de Roma, que, no contenta con el dominio del orbe conocido, quería extender su mando hasta lo más recóndito y escabroso de las selvas del Norte, y, de otra, resaltaba el indomable espíritu de independencia de los bárbaros, que rompían y hacían pedazos las cadenas que se pretendía imponerles, y destruían con briosas acometidas las vallas con que se esforzaba en encerrarlos en los bosques la estrategia de los generales romanos.

Como quiera, siempre es muy arriesgado buscar en la barbarie el origen de uno de los más bellos florones de la civilización, y explicar por sentimientos supersticiosos y vagos, lo que por espacio de muchos siglos forma el estado normal de un gran conjunto de pueblos, los más adelantados que se vieron jamás en los fastos del mundo. Si estos nobles sentimientos que se nos quieren presentar como dimanados de los bárba[85]ros, existían realmente entre ellos, ¿cómo es que no perecieron en medio de las transmigraciones y trastornos? Si nada ha quedado de aquel estado social, ¿serán cabalmente estos sentimientos lo único que se habrá conservado, y no como quiera, sino despojados de la superstición y grosería, purificados, ennoblecidos, transformados en un sentimiento racional, justo, saludable, caballeresco, digno de pueblos civilizados? Tamañas aserciones presentan á la primera ojeada el carácter de atrevidas paradojas. Por cierto que, cuando se ofrece explicar grandes fenómenos en el orden social, es algo más filosófico buscar su origen en ideas que hayan ejercido por largo tiempo vigorosa influencia sobre la sociedad, en las costumbres é instituciones que hayan emanado de esas ideas, en leyes que hayan sido reconocidas y acatadas durante muchos siglos, como establecidas por un poder divino.

¿Á qué, pues, para explicar la consideración de que disfrutan las mujeres europeas, recurrir á la veneración supersticiosa tributada por pueblos bárbaros, allá en sus salvajes guaridas, á Velleda, á Aurinia ó á Gauna? La razón, el simple buen sentido, nos están diciendo que no es éste el verdadero origen del admirable fenómeno que vamos examinando; que es necesario buscar en otra parte el conjunto de causas que han concurrido á producirle. La historia nos revela estas causas, mejor diremos, nos las hace palpables, ofreciéndonos en abundancia los hechos que no dejan la menor duda sobre el principio del cual ha dimanado tan saludable y transcendental influencia. Antes del Cristianismo, la mujer estaba oprimida bajo la tiranía del varón, pero elevada sobre el rango de esclava: como débil que era, veíase condenada á ser la víctima del fuerte. Vino la religión cristiana, y con sus doctrinas de fraternidad en Jesucristo, y de igualdad ante Dios, sin distinción de condiciones ni sexos, destruyó el mal en su raíz, enseñando al hombre que la mujer no debía de ser su esclava, sino su compañera. Desde entonces la mejora de la condición de la mujer se hizo sentir[86] en todas partes donde iba difundiéndose el Cristianismo; y en cuanto era posible, atendido el arraigo de las costumbres antiguas, la mujer recogió bien pronto el fruto de una enseñanza que venía á cambiar completamente su posición, dándole, por decirlo así, una nueva existencia. He aquí una de las primeras causas de la mejora de la condición de la mujer: causa sensible, patente, cuyo señalamiento no pide ninguna suposición gratuita, que no se funda en conjeturas, que salta á los ojos con sólo dar una mirada á los hechos más conocidos de la historia.

Además, el Catolicismo, con la severidad de su moral, con la alta protección dispensada al delicado sentimiento del pudor, corrigió y purificó las costumbres; así realzó considerablemente á la mujer, cuya dignidad es incompatible con la corrupción y la licencia. Por fin: el mismo Catolicismo, ó la Iglesia católica, y nótese bien que no decimos el Cristianismo, con su firmeza en establecer y conservar la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio, puso un freno á los caprichos del varón, y concentró sus sentimientos hacia su esposa, única é inseparable. Así con este conjunto de causas pasó la mujer del estado de esclava al rango de compañera del hombre; así se convirtió el instrumento de placer en digna madre de familia rodeada de la consideración y respeto de los hijos y dependientes; así se creó en las familias la identidad de intereses, se garantizó la educación de los hijos, resultando esa intimidad en que se hermanan marido y mujer, padres é hijos, sin el derecho atroz de vida y muerte, sin facultad siquiera para castigos demasiado graves: y todo vinculado por lazos robustos, pero blandos, afianzados en los principios de la sana moral; sostenidos por las costumbres, afirmados y vigilados por las leyes, apoyados en la reciprocidad de intereses, asegurados con el sello de la perpetuidad y endulzados por el amor. He aquí descifrado el misterio, he aquí explicado á satisfacción el origen del realce y de la dignidad de la mujer europea, he aquí de donde nos[87] ha venido esa admirable organización de la familia que los europeos poseemos sin apreciarla, sin conocerla bastante, sin procurar, cual debiéramos, su conservación.

Al ventilar esta importante materia, he distinguido de propósito entre el Cristianismo y el Catolicismo, para evitar la confusión de palabras, que nos habría llevado á la confusión de las cosas. En la realidad, el verdadero, el único Cristianismo es el Catolicismo; pero hay ahora la triste necesidad de no poder emplear indistintamente estas palabras: y esto no sólo á causa de los protestantes, sino por razón de esa monstruosa nomenclatura filosófico-cristiana que no se olvida jamás de mezclar el Cristianismo entre las sectas filosóficas; ni más ni menos que si esa religión divina no fuera otra cosa que un sistema imaginado por el pensamiento del hombre. Como el principio de la caridad descuella en todas partes donde se encuentra la religión de Jesucristo, y se hace visible hasta á los ojos de los incrédulos, aquellos filósofos que han querido permanecer en la incredulidad, sin incurrir, empero, en la nota de volterianos, se han apoderado de las palabras de fraternidad y de humanidad, para hacerlas servir de tema á su enseñanza, atribuyendo principalmente al Cristianismo el origen de esas ideas sublimes y de los generosos sentimientos que de ellas emanan. Así aparentan que no rompen con toda la historia de lo pasado, como lo hiciera allá en sus sueños la filosofía del siglo anterior, sino que pretenden acomodarlo á lo presente, y preparar el camino á más grande y dichoso porvenir.

Pero no creáis que el Cristianismo de esos filósofos sea una religión divina; nada de eso: es una idea feliz, grandiosa, fecunda en grandes resultados, pero no es más que una idea puramente humana. Es un producto de largos y penosos trabajos de la humanidad. El politeísmo, el judaísmo, la filosofía de Oriente, la de Egipto, de Grecia, todo era una especie de trabajo preparatorio para la grande obra. Jesucristo, se[88]gún ellos, no hizo más que formular ese pensamiento que en embrión se removía y se agitaba en el seno de la humanidad: él fijó la idea, la desenvolvió, y, haciéndola bajar al terreno de la práctica, hizo dar al linaje humano un paso de inmensa importancia en el camino de la perfección á que se dirige. Pero, en todo caso, Jesucristo no es más, á los ojos de esos filósofos, que un filósofo en Judea, como un Sócrates en Grecia, ó un Séneca en Roma:[.?] Y no es poca fortuna si le conceden todavía esa existencia de hombre, y no les place transformarle en un ser mitológico, convirtiendo la narración del Evangelio en una pura alegoría.

Así es de la mayor importancia en la época actual el distinguir entre el Cristianismo y el Catolicismo, siempre que se trata de poner en claro y de presentar á la gratitud de los pueblos los inefables beneficios de que son deudores á la religión cristiana. Conviene demostrar que lo que ha regenerado al mundo no ha sido una idea lanzada como al acaso en medio de tantas otras que se disputaban la preferencia y el predominio; sino un conjunto de verdades y de preceptos bajados del cielo, transmitidos al género humano por un Hombre-Dios por medio de una sociedad formada y autorizada por él mismo, para continuar hasta la consumación de los siglos la obra que él estableció con su palabra, sancionó con sus milagros y selló con su sangre. Conviene, por tanto, mostrar á esa sociedad, que es la Iglesia católica, realizando en sus leyes y en sus instituciones las inspiraciones y la enseñanza del Divino Maestro, y cumpliendo al mismo tiempo el alto destino de guiar á los hombres hacia la felicidad eterna, y el de mejorar su condición y consolar y disminuir sus males en esta tierra de infortunio. De esta suerte se concreta, por decirlo así, el Cristianismo, ó mejor diremos, se le muestra tal cual es, no cual lo finge el vano pensamiento del hombre.

Y cuenta que no debemos temer jamás por la suerte de la verdad á causa de un examen detallado y profundo de los hechos históricos: que, si en el vasto[89] campo á que nos conducen semejantes investigaciones encontramos de vez en cuando la obscuridad, andando largos trechos por caminos abovedados donde no penetran los rayos del sol, donde sonoroso el terreno que pisamos amenaza con abismos á nuestra planta, marchemos todavía con más aliento y brío; á la vuelta de la sinuosidad más medrosa descubriremos en lontananza la luz que alumbra la extremidad del camino, y la verdad sentada á sus umbrales, sonriéndose apaciblemente de nuestros temores y sobresaltos.

Entre tanto es necesario decirlo á esos filósofos, como á los protestantes: el Cristianismo, sin estar realizado en una sociedad visible que esté en continuo contacto con los hombres, y autorizada, además, para enseñarlos y dirigirlos, no sería más que una teoría semejante á tantas otras como se han visto y se ven sobre la tierra; y, por consiguiente, fuera también, si no del todo estéril, á lo menos impotente para levantar ninguna de esas obras que atraviesan intactas el curso de los siglos. Y es una de éstas, sin duda, el matrimonio cristiano, la organización de la familia, que ha sido su inmediata consecuencia. En vano se hubieran difundido ideas favorables á la dignidad de la mujer, y encaminadas á la mejora de su condición, si la santidad del matrimonio no se hubiese hallado escudada por un poder generalmente reconocido y acatado. Las pasiones, que á pesar de encontrarse con este poder forcejaban, no obstante, por abrirse camino, ¿qué hubieran hecho en el caso de no hallar otro obstáculo que el de una teoría filosófica, ó de una idea religiosa no realizada en ninguna sociedad que exigiese sumisión y obediencia?

No tenemos, pues, necesidad de acudir á esa filosofía extravagante que anda buscando la luz en medio de las tinieblas, y que, al ver que el orden ha sucedido al caos, tiene la peregrina ocurrencia de afirmar que el orden fué producido por el caos. Supuesto que encontramos en las doctrinas, en las leyes de la Iglesia católica el origen de la santidad del matrimonio y de[90] la dignidad de la mujer, ¿por qué lo buscaríamos en las costumbres brutales de unos bárbaros que tenían apenas un velo para el pudor, y para los secretos del tálamo nupcial? Hablando César de las costumbres de los germanos de no conocer á las mujeres hasta cierta edad, dice: «Y en esto no cabe ocultación ninguna, pues que en los ríos se bañan mezclados y sólo usan de unas pieles ó pequeños zamarros, dejando desnuda gran parte del cuerpo»; «cuius res nulla est ocultatio. quod et promiscui in fluminibus perluuntur, et pellibus aut rhenonum tegumentis utuntur magna corporis parte nuda.» (César, De bel. gall., L. 6.)

Heme visto obligado á contestar á textos con textos, disipando los castillos aéreos levantados por el prurito de cavilar y de andar en busca de causas extrañas en la explicación de fenómenos cuyo origen se encuentra fácilmente, apelando con sinceridad y buena fe á lo que nos enseñan de consuno la filosofía y la historia. Así era menester, dado que se trataba de esclarecer uno de los puntos más delicados de la historia del linaje humano, de buscar la procedencia de uno de los más fecundos elementos de la civilización europea: se trataba nada menos que de comprender la organización de la familia, es decir, de fijar uno de los polos sobre que gira el eje de la sociedad.

Gloríese enhorabuena el Protestantismo de haber introducido el divorcio, de haber despojado el matrimonio del bello y sublime carácter de sacramento, de haber substraído del cuidado y de la protección de la Iglesia el acto más importante de la vida del hombre; gócese en las destrucciones de los sagrados asilos de las vírgenes consagradas al Señor, y en sus declamaciones contra la virtud más angelical y más heroica: nosotros, después de haber defendido la doctrina y la conducta de la Iglesia católica en el tribunal de la filosofía y de la historia, concluiremos invocando el fallo, no precisamente de la alta filosofía, sino del simple buen sentido, de las inspiraciones del corazón.[3]


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CAPITULO XXVIII

Al enumerar en el capítulo XX los principales caracteres que distinguen la civilización europea, señalé, como uno de ellos, «una admirable conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de justicia y equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia que sobrevive al naufragio de la moral privada, y que no consiente que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos». Ahora es menester explicar con alguna extensión en qué consiste esa conciencia pública, cuál es su origen, y cuáles sus resultados, indagando al propio tiempo la parte que en formularla ha cabido, así al Protestantismo como al Catolicismo. Cuestión importante y delicada, y que, sin embargo, me atrevería á decir que está intacta; pues que no sé que nadie se haya ocupado en ella. Se habla continuamente de la excelencia de la moral cristiana, y en este punto están acordes los hombres de todas las sectas y escuelas de Europa; pero no se fija bastante la atención en el modo con que esa moral ha llegado á dominarlo todo, desalojando primero la corrupción del paganismo, y manteniéndose después, á pesar de los estragos de la incredulidad, formando una admirable conciencia pública, cuyos beneficios disfrutamos todos, sin apreciarlos debidamente, sin advertirlos siquiera.

Profundizaremos mejor la materia si ante todo nos formamos una idea bien clara de lo que se entiende por conciencia. La conciencia, tomando esta palabra en su sentido general ó más bien ideológico, significa el conocimiento que tiene cada cual de sus propios actos. Así se dice que el alma tiene conciencia de sus pensamientos, de los actos de su voluntad, de sus sen[92]saciones; por manera que, tomada en esta acepción la palabra conciencia, expresa una percepción de lo que estamos haciendo ó padeciendo.

Trasladada esta palabra al orden moral, significa el juicio que formamos de nuestras acciones, en cuanto son buenas ó malas. Así, antes de ejercer una acción, la conciencia nos la señala como buena ó mala, y, de consiguiente, como lícita ó ilícita, dirigiendo de este modo nuestra conducta; así, después de haberla ejercido, nos dice la conciencia si hemos obrado bien ó mal, excusándonos ó condenándonos, premiándonos con la tranquilidad del corazón ó atormentándonos con el remordimiento.

Previas estas aclaraciones, no será difícil concebir la que debe entenderse por conciencia pública; la cual no es otra cosa que el juicio que forma sobre las acciones la generalidad de los hombres; resultando de esto que, así como la conciencia privada puede ser recta ó errónea, ajustada ó lata, lo propio sucede con la pública; y que entre la generalidad de los hombres de distintas sociedades ha de mediar una diferencia semejante á la que se nota en este punto entre los individuos. Es decir, que, así como en una misma sociedad se encuentran hombres de una conciencia más ó menos recta, más ó menos errónea, más ó menos ajustada, más ó menos lata, deben encontrarse también sociedades que aventajan á otras en formar el juicio más ó menos acertado sobre la moralidad de las acciones, y que sean en este punto más ó menos delicadas.

Si bien se observa, la conciencia del individuo es el resultado de varias causas muy diferentes. Es un error el creer que la conciencia esté sólo en el entendimiento; tiene raíces en el corazón. La conciencia es un juicio, es verdad; pero juzgamos de las cosas de una manera muy diferente, según el modo con que las sentimos, y si á esto se añade que, en tratándose de ideas y acciones morales, tienen muchísima influencia los sentimientos, resulta que la conciencia se forma bajo el influjo de todas las causas que obran con alguna[93] eficacia sobre nuestro corazón. Comunicad á los niños los mismos principios morales, dándoles la enseñanza por un mismo libro y por un mismo maestro; pero suponed que el uno vea en su propia familia la aplicación continua de la instrucción que recibe, cuando el otro no observa más en la suya que tibieza ó distracción. Suponed, además, que estos dos niños entran en la adolescencia con la misma convicción religiosa y moral, de suerte que, por lo tocante á su entendimiento, no se descubra entre los dos la menor diferencia. ¿Creéis, sin embargo, que su juicio será idéntico sobre la moralidad de las acciones que se les vaya ofreciendo? Es cierto que no. Y esto, ¿por qué? Porque el uno no tiene más que convicciones, el otro tiene, además, los sentimientos; en el uno la doctrina ilustraba la mente, en el otro venía el ejemplo continuo á grabar la doctrina en el corazón. Así es que lo que aquél mirará con indiferencia, éste lo contemplará con horror; lo que el primero practicará con descuido, el segundo lo practicará con mucho cuidado; lo que para el uno será objeto de mediano interés, será para el otro de alta importancia.

La conciencia pública, que en último resultado viene á ser en cierto modo la suma de las conciencias privadas, está sujeta á las mismas influencias á que lo están éstas: por manera que tampoco le basta la enseñanza, sino que le es necesario, además, el concurso de otras causas que pueden, no sólo instruir el entendimiento, sino formar el corazón. Comparando la sociedad cristiana con la pagana, échase de ver al instante que en esta parte debe aquélla encontrarse muy superior á ésta, no sólo por la pureza de su moral y la fuerza de los principios y motivos con que la sanciona, sino también porque sigue el sabio sistema de inculcar de continuo esa moral, consiguiendo de esta suerte grabarla más vivamente en el ánimo de los que la aprendan y recordarla incesantemente para que no pueda olvidarse.

Con esta continua repetición de las mismas verdades[94] consigue el Cristianismo lo que no pueden alcanzar las demás religiones, de las cuales ninguna ha podido acertar en la organización y ejercicio de un sistema tan importante. Pero, como quiera que sobre este punto me extendí bastante en el primer tomo de esta obra (cap. XIV), no repetiré aquí lo que dije allí, y pasaré á consideraciones particulares sobre la conciencia pública europea.

Es innegable que en esta conciencia dominan, generalmente hablando, la razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y, ni en las leyes, ni en las costumbres, descubriréis aquellas chocantes injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades que encontraréis en otros pueblos. Hay males, por cierto, y muy graves; pero al menos nadie los desconoce, y se los llama con su nombre. No se apellida bien al mal y mal al bien; es decir, que está en ciertas materias la sociedad como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres, que son los primeros en reconocer que su conducta es errada, que hay contradicción entre sus doctrinas y sus obras.

Lamentámonos con frecuencia de la corrupción de costumbres, del libertinaje de nuestras capitales; pero, ¿qué son la corrupción y el libertinaje de las sociedades modernas, si se los compara al desenfreno de las sociedades antiguas? No puede negarse que hay en algunas capitales de Europa una corrupción espantosa. En los registros de la policía figuran un asombroso número de mujeres perdidas; en los de las casas de beneficencia, el de los niños expósitos; y en las casas más acomodadas hacen dolorosos estragos la infidelidad conyugal y todo linaje de disipación y desorden. Sin embargo, los excesos no llegan ni de mucho al extremo en que los vemos entre los pueblos más cultos de la antigüedad, como son los griegos y romanos. Por manera que nuestra sociedad, tal como nosotros la vemos con harta pena, hubiérales parecido á ellas un modelo de pudor y de decoro. ¿Será menester recordar los nefandos vicios, tan comunes y tan públicos en[95]tonces, y que ahora apenas se nombran entre nosotros, ó por cometerse muy raras veces, ó porque, temiendo la mirada de la conciencia pública, se ocultan en las más densas sombras, como debajo de las entrañas de la tierra? ¿Será necesario traer á la memoria las infamias de que están mancillados los escritos de los antiguos cuando nos retratan las costumbres de su tiempo? Nombres ilustres, así en las ciencias como en las armas, han pasado á la posteridad con manchas tan negras, que, no sin dificultad, se estampan ahora en un escrito; y esto nos revela la profunda corrupción en que yacerían sumidas todas las clases, cuando se sabía, ó al menos se sospechaba, que hasta tal punto se habían degradado los hombres que por su elevada posición y demás circunstancias eran las lumbreras que guiaban la sociedad en su marcha.

¿Habláis de la codicia, de esa sed de oro que todo lo invade y marchita? Pues mirad á esos usureros que chupaban la sangre del pueblo por todas partes: leed los poetas satíricos, y allí veréis lo que eran en este punto las costumbres; consultad los anales de la Iglesia, y veréis sus trabajos para atenuar las males de ese vicio. Leed los monumentos de la historia romana, y encontraréis la maldita sed de oro, y los desapiadados pretores robando sin pudor, llevando á Roma en triunfo el fruto de sus rapiñas, para vivir allí con escandaloso fausto y comprar los sufragios que habían de levantarlos á nuevos mandos. No, en la civilización europea, entre pueblos educados por el Cristianismo, no se tolerarían por tanto tiempo tamaños males; supóngase el desgobierno, la tiranía, la corrupción de costumbres, hasta el punto que se quiera; pero la conciencia pública levantará su voz, dará una mirada ceñuda á los opresores; si bien podrán cometerse tropelías parciales, jamás la rapiña se erigirá en un sistema seguido sin rebozo, como una pauta de gobierno. Esas palabras de justicia, de moralidad, de humanidad, que sin cesar resuenan entre nosotros, y no como palabras vanas, sino produciendo efectos inmensos, y evitando gran[96]des males, están como impregnando nuestra atmósfera, las respiramos, detienen mil y mil veces la mano del culpable, y, resistiendo con increíble fuerza á las doctrinas materialistas y utilitarias, continúan ejerciendo en la sociedad un efecto incalculable. Hay un sentimiento de moralidad que todo lo suaviza y domina, sentimiento cuya fuerza es tanta, que obliga al vicio á conservar las apariencias de la virtud, á encubrirse con cien velos, si no quiere ser el objeto de la execración pública.

La sociedad moderna parece que debió heredar la corrupción de la antigua, supuesto que se formó de los fragmentos de ella, y esto en la época en que la disolución de costumbres había llegado al mayor exceso. Es notable, además, que la irrupción de los bárbaros estuvo tan lejos de mejorar la situación, que, antes bien, contribuyó á empeorarla. Y esto, no sólo por la corrupción propia de sus costumbres brutales y feroces, sino también por el desorden que introdujeron en los pueblos invadidos, quebrantando la fuerza de las leyes, convirtiendo en un caos los usos y costumbres, y aniquilando toda autoridad.

De lo que resulta que es tanto más singular la mejora de la conciencia pública que distingue á los pueblos europeos, y que no puede atribuirse á otra causa que á la influencia del vital y poderoso principio que obró en el seno de Europa por largos siglos.

Es sobremanera digna de observarse la conducta seguida en este punto por la Iglesia, siendo quizá uno de los hechos más importantes que se encuentran en la historia de la Edad media. Colocaos en un siglo cualquiera, en un siglo en que la corrupción y la injusticia levanten más erguida la frente, y siempre observaréis que, por más repugnante, por más impuro que sea el hecho, la ley es siempre pura: es decir, que la razón y la justicia tenían siempre quien las proclamaba, aun cuando pareciese que por nadie debían ser escuchadas. Las tinieblas de la ignorancia eran densas en extremo, las pasiones desenfrenadas no reconocían[97] dique que alcanzase á contenerlas; pero la enseñanza, las amonestaciones de la Iglesia no faltaban jamás, como en una noche tenebrosa brilla á lo lejos el faro que indica á los perdidos navegantes la esperanza de salvamento.

Al leer la historia de la Iglesia, cuando se ven por todas partes reuniones de concilios proclamando los principios de la moral evangélica, mientras se tropieza á cada paso con hechos los más escandalosos; cuando se oye sin cesar inculcado el derecho tan quebrantado y pisoteado por el hecho, pregúntase uno naturalmente: ¿de qué sirve todo esto? ¿de qué sirven las palabras cuando están en completa discordancia con las cosas? No creáis, sin embargo, que esta proclamación sea inútil, no os desaliente el tener que esperar siglos para recoger el fruto de esa palabra.

Cuando por espacio de mucho tiempo se proclama en medio de una sociedad un principio, al cabo este principio llega á ejercer su influencia; y, si es verdadero, y entraña, por consiguiente, un elemento de vida, al fin prevalece sobre los demás que se le oponen y se hace dueño de cuanto le rodea. Dejad, pues, á la verdad que hable, dejadla que proteste, y que proteste sin cesar; esto impedirá que el vicio prescriba, esto le dejará siempre con su nombre propio, esto impedirá al hombre insensato de divinizar sus pasiones, de colocarlas sobre los altares, después de haberlas adorado en su corazón.

No lo dudéis: esa protesta no será inútil; la verdad saldrá, al fin, victoriosa y triunfante: que la protesta de la verdad es la voz del mismo Dios, que condena las usurpaciones de su criatura.

Así sucedió, en efecto: la moral cristiana, en lucha primero con las disolutas costumbres del imperio y después con la brutalidad de los bárbaros, tuvo que atravesar muchos siglos sufriendo rudas pruebas; pero, al fin, triunfó de todo y llegó á dominar la legislación y las costumbres públicas. Y no es esto decir que ni á aquélla ni á éstas pudiera elevarlas al grado de per[98]fección que reclama la pureza de la moral evangélica; pero sí que hizo desaparecer las injusticias más chocantes, desterró los usos más feroces, enfrenó la procacidad de las costumbres más desenvueltas, y logró, por fin, que el vicio fuera llamado en todas partes por su nombre, que no se le disfrazase con mentidos colores, que no se le divinizase con la impudencia intolerable con que se hacía entre los antiguos.

En los tiempos modernos, tiene que luchar con la escuela que proclama el interés privado como único principio de moral; y, si bien es verdad que no alcanza á evitar que esta funesta enseñanza acarree grandes males, no deja, sin embargo, de disminuirlos. ¡Ay del mundo, el día en que pudiera decirse sin rebozo: mi virtud es mi utilidad, mi honor es mi utilidad; todo es bueno ó malo, según que me proporciona una sensación grata ó ingrata! ¡Ay del mundo, el día en que la conciencia pública no rechazase con indignación tan impudente lenguaje!

La oportunidad que se brinda, y el deseo de aclarar más y más tan importante materia, me inducen á presentar algunas observaciones sobre una opinión de Montesquieu relativa á los censores de Grecia y Roma. Si hay digresión, no será inoportuna.


CAPITULO XXIX

Montesquieu ha dicho que las repúblicas se conservan por la virtud y las monarquías por el honor: observando, además, que este honor hace que no sean necesarios entre nosotros los censores, como lo eran entre los antiguos. Es muy cierto que en las sociedades modernas no existen esos censores encargados de velar por la conservación de las buenas costumbres; pero no lo es que la causa de esta diferencia sea la se[99]ñalada por el ilustre publicista. Las sociedades cristianas tienen en los ministros de la religión los censores natos de las costumbres. La plenitud de esta magistratura la posee la Iglesia, con la diferencia de que el poder censorio de los antiguos era una autoridad puramente civil, y el de la Iglesia, un poder religioso, que tiene su origen y su sanción en la autoridad divina.

La religión de Grecia y Roma no ejercía ni podía ejercer sobre las costumbres ese poder censorio, bastando para convencerse de esta verdad el notable pasaje de San Agustín que llevo copiado en el capítulo XIV, pasaje tan interesante en esta materia, que me atreveré á pedir la repetición de su lectura. He aquí la razón de que se encuentren en Grecia y Roma los censores, que no se vieron después en los pueblos cristianos. Esos censores eran un suplemento de la religión pagana y mostraban á las claras su impotencia; pues que, siendo dueña de toda la sociedad, no alcanzaba á cumplir una de las primeras misiones de toda religión, que es el vigilar sobre las costumbres. Tanta verdad es lo que acabo de observar, que así que han menguado en los pueblos modernos la influencia de la religión y el ascendiente de sus ministros, han aparecido de nuevo en cierto modo los antiguos censores en la institución que llamamos policía: cuando faltan los medios morales, es indispensable echar mano de los físicos; á la persuasión se substituye la violencia; y, en vez del misionero caritativo y celoso, encuentra el culpable al encargado de la fuerza pública.

Mucho se ha escrito ya sobre el sistema de Montesquieu con respecto á los principios que sirven de base á las diferentes formas de gobierno, pero quizás no se ha reparado todavía en el fenómeno que, observado por el publicista, contribuyó á deslumbrarle. Como esto se enlaza íntimamente con el punto que acabo de tocar sobre las causas de la existencia de los censores, desenvolveré con alguna extensión las indicaciones que acabo de presentar.

En tiempo de Montesquieu no era la religión cristia[100]na tan profundamente conocida como lo es ahora con respecto á su importancia social, y, si bien en este punto le tributó el autor del Espíritu de las leyes un cumplido elogio, es menester no olvidar cuáles habían sido en los años de su juventud sus preocupaciones anticristianas; y hasta conviene tener presente que en su Espíritu de las leyes dista mucho de hacer á la verdadera religión la justicia que le es debida. Estaban á la sazón en su ascendiente las ideas de la filosofía irreligiosa que años después arrastró á tantos malogrados ingenios; y Montesquieu no tuvo bastante fuerza para sobreponerse del todo al espíritu que tanto cundía, y que amenazaba invadirlo y dominarlo todo.

Combinábase con esta causa, otra que, aunque en sí distinta, reconocía, sin embargo, el mismo origen, y era: la prevención favorable por todo lo antiguo, una admiración ciega por todo lo que era griego ó romano. Parecíales á los filósofos de dicha época que la perfección social y política había llegado al más alto punto entre aquellos pueblos; que poco ó nada se les podía añadir ni quitar; y que hasta en religión eran mil veces preferibles sus fábulas y sus fiestas, á los dogmas y al culto de la religión cristiana. Á los ojos de los nuevos filósofos, el cielo del Apocalipsis no podía sufrir parangón con el cielo de los Campos Elíseos; la majestad de Jehová era inferior á la de Júpiter; todas las más altas instituciones cristianas eran un legado de la ignorancia y del fanatismo; los establecimientos más santos y benéficos eran obra de miras torcidas, la expresión y el vehículo de sórdidos intereses; el poder público no era más que atroz tiranía; sólo eran bellas, sólo eran justas, sólo eran saludables las instituciones paganas: allí todo era sabio, todo abrigaba designios profundos, altamente provechosos á la sociedad; sólo los antiguos habían disfrutado de las ventajas sociales, sólo ellos habían acertado á organizar un poder público con garantías para la libertad de los ciudadanos. Los pueblos modernos debían llorar con lágrimas de amargura por no poder disfrutar del bullicio del foro.[101] por no oir oradores como Demóstenes y Cicerón, por carecer de los juegos olímpicos, por no poder asistir al pugilato de los atletas, por no serles dado profesar una religión que, si bien llena de ilusiones y mentiras, daba, sin embargo, á la naturaleza toda un interés dramático, animando sus fuentes, sus ríos, sus cascadas y sus mares, poblando de hermosas ninfas los campos, las praderas y los bosques, dando al hombre dioses compañeros del hogar doméstico, y, sobre todo, haciendo la vida más llevadera y agradable con soltar la rienda á las pasiones, supuesto que las divinizaba bajo las formas más hechiceras.

Al través de semejantes preocupaciones, ¿cómo era posible comprender las instituciones de la Europa moderna? Todo se trastornaba de un modo deplorable; todo lo existente se condenaba sin apelación, y quien saliera á su defensa, era reputado por hombre ó de pocos alcances, ó de mala fe, y que no podía contar con otro apoyo que el que le dispensaban los gobiernos todavía preocupados en favor de una religión y de unas instituciones que, según todas las probabilidades, habían de perecer á no lardar. ¡Lamentables aberraciones del espíritu humano! ¿Qué dirían aquellos escritores si ahora se levantasen de la tumba? ¡Y todavía no ha pasado un siglo desde la época en que empezó á ser influyente su escuela! ¡Y sus discípulos han sido por largo tiempo dueños de arreglar el mundo como bien les ha parecido! ¡Y no han hecho más que hacer derramar torrentes de sangre, amontonando nuevos escarmientos y desengaños en la historia de la humanidad!

Pero volvamos á Montesquieu. Este publicista, que tanto se resintió de la atmósfera que le rodeaba, y que también no dejó de tener alguna parte en malearla, advirtió los hechos que de bulto se presentan á los ojos del observador, y cuáles son los efectos de la conciencia pública creada entre los pueblos europeos por la influencia cristiana; pero, notando los efectos, no se remontó á la verdadera causa, y así se empeñó en ajus[102]tarlos de todos modos al sistema que había imaginado. Comparando la sociedad antigua con la moderna, descubrió una notable diferencia en la conducta de los hombres, observando que entre nosotros se ejercen las acciones más heroicas y más bellas y se evitan, por una parte, muchos vicios que contaminaban á los antiguos; cuando, por otra parte, se echa de ver que los hombres de nuestras sociedades no siempre tienen aquel alto temple moral que debiera de ser la causa regular de esta conducta. La codicia, la ambición, el amor de los placeres y demás pasiones, reinan todavía en el mundo, bastando dar una mirada en torno, para descubrirlas por doquiera; y, sin embargo, estas pasiones no se desmandan hasta tal punto que se entreguen á los excesos que lamentamos en los antiguos: hay un freno misterioso que las contiene; antes de arrojarse sobre el cebo que las brinda, dan siempre al rededor de sí una cautelosa mirada; no se atreven á ciertos excesos, á no ser que puedan contar de seguro con un velo que las encubra. Temen de un modo particular la vista de los hombres: no pueden vivir sino en la soledad y en las tinieblas. ¿Cuál es la causa de este fenómeno? se preguntaba á sí mismo el autor del Espíritu de las leyes. «Los hombres, diría, obran muchas veces, no por virtud moral, sino por consideración al juicio que de las acciones formarán los demás: esto es obrar por honor; éste es un hecho que se observa en Francia y en las demás monarquías de Europa: éste será, pues, un carácter distintivo de los gobiernos monárquicos; ésta será la base de esa forma política; ésta la diferencia de la república y del despotismo.»

Oigamos al mismo autor: «¿En qué clase de gobierno son necesarios los censores? En una república donde el principio del gobierno es la virtud. No son solamente los crímenes lo que destruye la virtud, sino también las negligencias, las faltas, cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las semillas de corrupción, lo que sin chocar con las leyes las elude, y sin destruirlas las enflaquece. Todo esto debe ser corre[103]gido por los censores.

»En las monarquías no son necesarios por estar fundadas en el honor, y la naturaleza de éste es el tener por censor á todo el universo. Cualquiera que falte al honor, se encuentra expuesto á las reconvenciones de los mismos que carecen de él.» (Espíritu de las leyes, lib. V, cap. XIX). He aquí lo que pensaba este publicista. Sin embargo, reflexionando sobre la materia, se echa de ver que padeció una equivocación trasladando al orden político, y explicando por causas meramente políticas, un hecho puramente social. Montesquieu señala como característico de las monarquías lo que es general á todas las sociedades modernas, y parece que no comprendió la verdadera causa de que en éstas no haya sido necesaria la institución de censores, así como no alcanzó el verdadero motivo de esta necesidad en las repúblicas antiguas.

Las formas monárquicas no han dominado exclusivamente en Europa. Se han visto en ella poderosas repúblicas, y se encuentra todavía alguna nada despreciable. La misma monarquía ha sufrido muchas modificaciones, aliándose, ora con la democracia, ora con la aristocracia, ora ejerciendo un poder sin límites, ora obrando en círculos más ó menos dilatados; y, sin embargo, se encuentra por todas partes ese freno de que habla Montesquieu, y que apellida honor; es decir, un poderoso estímulo para hacer buenas acciones y un robusto dique para evitar las malas, por consideración al juicio que de nosotros formarán los demás.

«En las monarquías, dice Montesquieu, no se necesitan censores; ellas están fundadas sobre el honor, y es de la naturaleza del honor el tener por censor á todo el universo»; palabras notables que nos revelan todo el pensamiento del escritor, y que, al propio tiempo, nos indican el origen de su equivocación. Estas mismas palabras nos servirán de clave para descifrar el enigma. Para hacerlo cual conviene á la importancia de la materia, y con la claridad que se necesita en un objeto que por las complicadas relaciones que abarca[104] ofrece alguna confusión, procuraré presentar las ideas con la mayor precisión posible.

El respeto al juicio de los demás es innato en el hombre: y, de consiguiente, está en su misma naturaleza el que haga ó evite muchas cosas, por consideración á este juicio. Esto se funda en un hecho tan sencillo como es el amor de nuestra buena reputación, el deseo de parecer bien ó el temor de parecer mal á los ojos de nuestros semejantes. Esto, de puro claro y sencillo, no necesita ni aun consiente pruebas ni comentarios.

El honor es un estímulo más ó menos vivo, ó un freno más ó menos poderoso, según la mayor ó menor severidad de juicio que supongamos en los demás. Por esta causa, entre personas generosas hace el tacaño un esfuerzo por parecer liberal; así como el pródigo se limita, si se halla entre compañeros amantes de la economía. En una reunión donde la generalidad de los concurrentes sea morigerada, se mantienen en la línea del deber aun los libertinos; cuando en otra donde campee la licencia, llegan á permitirse cierta libertad hasta los habitualmente severos de costumbres.

La sociedad en que vivimos es una gran reunión: si sabemos que dominan en ella principios severos, si oímos proclamadas por todas partes las reglas de la sana moral, si conceptuamos que la generalidad de los hombres con quienes vivimos llama á cada acción con su verdadero nombre, sin que falsee su juicio el desarreglo que tal vez pueda haber en su conducta, entonces nos veremos rodeados por todas partes de testigos y de jueces, á cuya corrupción no podemos alcanzar: y esto nos detendrá á cada paso en los deseos de obrar mal, nos impulsará de continuo á portarnos bien.

Muy de otra suerte sucederá si nos prometemos indulgencia en la sociedad que nos rodea: entonces, aun suponiéndonos con las mismas convicciones, el vicio no nos parecerá tan feo, ni el crimen tan detestable, la corrupción tan asquerosa; serán muy diferentes nuestros pensamientos con respecto á la moralidad de[105] nuestra conducta, y, andando el tiempo, llegarán á resentirse nuestras acciones de la influencia funesta de la atmósfera en que vivimos.

De esto se infiere que, para formar en nuestro corazón el sentimiento del honor, de manera que sea bastante eficaz para evitar el mal y producir el bien, conviene que dominen en la sociedad sanos principios de moral, de suerte que sean una creencia generalmente arraigada. Si esto se consigue, se llegará á formar ciertos hábitos sociales, que moralizarán las costumbres, y que, aun cuando no alcancen á prevenir la corrupción de muchos individuos, serán bastantes, sin embargo, á obligar al vicio á cubrirse con ciertas formas, que, por más hipócritas que sean, no dejarán de contribuir al decoro de las costumbres.

Los saludables efectos de estos hábitos durarán todavía después de debilitadas considerablemente las creencias que servían de base á los principios morales; y la sociedad recogerá en abundancia beneficiosos frutos del mismo árbol que desprecia ó descuida. Ésta es la historia de la moralidad de las sociedades modernas, que, si bien corrompidas de un modo lamentable, no lo son tanto, sin embargo, como las antiguas, y conservan en su legislación y en sus costumbres un fondo de moralidad y decoro que no han podido destruir los estragos de las ideas irreligiosas.

Consérvase todavía la conciencia pública: ella censura todos los días al vicio y encarece la hermosura y las ventajas de la virtud; reina sobre los gobiernos y sobre los pueblos, y ejerce el poderoso ascendiente de un elemento esparcido por todas partes, como desparramado en la atmósfera que respiramos.

«Á más del Areópago, dice Montesquieu, había en Atenas guardianes de las costumbres, y guardianes de las leyes; en Lacedemonia todos los ancianos eran censores; en Roma tenían este encargo los magistrados particulares; así como el Senado vigila sobre el pueblo, es menester que haya censores que á su vez vigilen así al pueblo como al Senado: ellos deben restablecer[106] en la república todo lo que se ha corrompido, notar la tibieza, juzgar las negligencias y corregir las faltas, como las leyes castigan los crímenes.» (Espíritu de las leyes, lib. V, cap. VII.) No parece sino que el autor del Espíritu de las leyes se propone retratar las funciones de un poder religioso, describiéndonos las atribuciones de los censores antiguos. Alcanzar á donde no llegan las leyes civiles, corregir y castigar á su modo lo que éstas dejan impune, ejercer sobre la sociedad una influencia más delicada, más minuciosa, de la que pertenece al legislador: he aquí el objeto de los censores. ¿Y quién no ve que este poder está muy bien reemplazado por el poder religioso, y que, si aquél no ha sido necesario en las sociedades modernas, debe atribuirse, ó á la presencia de éste, ó al resultado de su acción ejercida por largos siglos?

Que este poder religioso obró por largo tiempo sobre todos los entendimientos y los corazones con un ascendiente decisivo, es un hecho consignado en todas las páginas de la historia de Europa; y cuál haya sido el resultado de esa influencia saludable, tan calumniada y tan mal comprendida, lo estamos palpando nosotros, que vemos dominantes todavía en el pensamiento, en la conciencia pública, los principios de justicia y de sana moral, á pesar de los estragos que han causado en la conciencia particular las doctrinas irreligiosas é inmorales.

Para dar mejor á comprender el poderoso influjo de esa conciencia, será bien hacerlo sensible con algún ejemplo. Supóngase que el magnate más opulento, que el monarca más poderoso, se entregue á los abominables excesos á que se abandonaron los Tiberios, los Nerones, y otros monstruos que mancharon el solio del imperio. ¿Qué sucederá? No lo sabemos; pero lo cierto es que nos parece ver levantado tan alto el grito de reprobación y de horror universal, parécenos ver al monstruo tan abrumado bajo el peso de la execración pública, que se nos hace hasta imposible que este monstruo pueda existir. Nos parece un anacronismo,[107] un absurdo de la época, y no porque no pensemos que haya algunos hombres bastante inmorales para semejantes infamias, bastante pervertidos de entendimiento y de corazón para ofrecer ese espectáculo de ignominia, sino porque vemos que eso choca, se estrella contra las costumbres universales, y que un escándalo semejante no podría durar un momento á los ojos de la conciencia pública.

Infinitos contrastes podría presentar, pero me contentaré con otro que, recordando un bello pasaje de la historia antigua, y pintándonos la virtud de un héroe, nos retrata las costumbres de una época, y el mal estado de la conciencia pública. Supóngase que un general de nuestra Europa moderna toma por asalto una plaza, donde una señora distinguida, esposa de uno de los principales caudillos del ejército enemigo, cae en manos de la soldadesca. Presentada al general la hermosa prisionera, ¿cuál debe ser la conducta del vencedor? Claro es que nadie vacilará un momento en afirmar que la señora debe ser tratada con el miramiento más delicado, que debe dejársela desde luego libre, permitiéndole que vaya á reunirse con su esposo, si ésta fuera su voluntad. Esta conducta la encontramos nosotros tan obligatoria, tan en el orden regular de las cosas, tan conforme á todas nuestras ideas y sentimientos, que á buen seguro no haríamos un mérito particular por ella á quien la hubiese observado. Diríamos que el general vencedor cumplió con un deber riguroso, sagrado, de que le era imposible prescindir, si no quería cubrirse de baldón y de ignominia. Por cierto que no encomendaríamos á la historia el cuidado de inmortalizar un hecho semejante; lo dejaríamos pasar desapercibido en el curso regular de los sucesos comunes. Pues bien: esto hizo Escipión en la toma de Cartagena con la mujer de Mardonio; y la historia antigua nos recuerda esta generosidad como un eterno monumento de las virtudes del héroe. Este parangón explica mejor que todo comentario el inmenso progreso de las costumbres y de la conciencia pública bajo la influencia cristiana.

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Y esta conducta, que entre nosotros es considerada como muy regular y como estrictamente obligatoria, no trae su origen del honor monárquico, como pretendería Montesquieu; sino de la mayor elevación de ideas sobre la dignidad del hombre, de un conocimiento más claro de las verdaderas relaciones sociales, de una moral más pura, más fuerte, porque está sentada sobre cimientos eternos. Esto que se encuentra en todas partes, que se hace sentir por doquiera, que ejerce su predominio sobre los buenos, y que impone respeto aun á los malos, sería el poderoso obstáculo que se atravesara á los pasos del hombre inmoral que en casos semejantes se empeñase en dar rienda suelta á su crueldad, ó á otras pasiones.

El claro entendimiento del autor del Espíritu de las leyes hubiera reparado, sin duda, en estas verdades, á no estar preocupado por su distinción favorita, que, establecida desde el comienzo de su obra, la sujeta toda á un sistema inflexible. Y bien sabido es lo que son los sistemas, cuando, concebidos de antemano, sirven como de matriz á una obra. Son el verdadero lecho de tormento de las ideas y de los sucesos; de buen ó de mal grado, todo se ha de acomodar al sistema: lo que sobra, se trunca; lo que falta, se añade. Así vemos que la razón de la tutela de las mujeres romanas la encuentra también Montesquieu en motivos políticos fundados en la forma republicana; y el derecho atroz concedido á los padres sobre los hijos, la potestad patria, que tan ilimitada establecían las leyes romanas, pretende que dimanaba también de razones políticas. Como si no fuera evidente que el origen de una y otra de estas disposiciones del antiguo derecho romano, debe referirse á razones puramente domésticas y sociales, del todo independientes de la forma de gobierno.[4]


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CAPITULO XXX

Definida la naturaleza de la conciencia pública, señalado su origen, é indicados sus efectos, fáltanos ahora preguntar si se pretenderá también que el Protestantismo haya tenido parte en formarla, atribuyéndole de esta suerte la gloria de haber servido también en este punto á perfeccionar la civilización europea.

Se ha demostrado ya que el origen de la conciencia pública se hallaba en el Cristianismo. Éste puede considerarse bajo dos aspectos: ó como una doctrina, ó como una institución para realizar la doctrina; es decir, que la moral cristiana podemos mirarla, ó en sí misma, ó en cuanto es enseñada ó inculcada por la Iglesia. Para formar la conciencia pública, haciendo prevalecer en ella la moral cristiana, no era bastante la aparición de esa doctrina; sino que era precisa la existencia de una sociedad que, no sólo la conservase en toda su pureza para irla transmitiendo de generación en generación, sino que la predicase sin cesar á los hombres, haciendo de ella aplicaciones continuas á todos los actos de la vida. Conviene observar que, por más poderosa que sea la fuerza de las ideas, tienen, sin embargo, una existencia precaria hasta que han llegado á realizarse, haciéndose sensibles, por decirlo así, en alguna institución, que, al paso que reciba de ellas la vida y la dirección de su movimiento, les sirva á su vez de resguardo contra los ataques de otras ideas ó intereses. El hombre está formado de cuerpo y alma, el mundo entero es un complexo de seres espirituales y corporales, un conjunto de relaciones morales y físicas; y así es que una idea, aun la más grande y elevada, si no tiene una expresión sensible, un órgano por donde hacerse oir y respetar, co[110]mienza por ser olvidada, queda confundida y ahogada en medio del estrépito del mundo, y, al cabo, viene á desaparecer del todo. Por esta causa, toda idea que quiere obrar sobre la sociedad, que pretende asegurar un porvenir, tiende, por necesidad, á crear una institución que la represente, que sea su personificación; no se contenta con dirigirse á los entendimientos, descendiendo así al terreno de la práctica sólo por medios indirectos, sino que se empeña, además, en pedir á la materia sus formas, para estar de bulto á los ojos de la humanidad.

Estas reflexiones, que someto con entera confianza al juicio de los hombres pensadores y sensatos, son la condenación del sistema protestante; manifestando que, tan lejos está la pretendida Reforma de poderse atribuir ninguna parte en el saludable fenómeno cuya explicación nos ocupa, que, antes bien, debe decirse que por sus principios y conducta le hubiera impedido, si afortunadamente en el siglo xvi la Europa no se hubiese hallado en edad adulta, y, por consiguiente, poco menos que incapaz de perder las doctrinas, los sentimientos, los hábitos, las tendencias, que le había comunicado la Iglesia católica con una educación continuada por espacio de tantos siglos.

En efecto: lo primero que hizo el Protestantismo fué atacar á la autoridad; y no como un simple acto de resistencia, sino proclamando esta resistencia como un verdadero derecho, erigiendo en dogmas el examen particular y el espíritu privado. Con este solo paso quedaba la moral cristiana sin apoyo; porque no había una sociedad que pudiera pretender derecho á explicarla, ni á enseñarla; es decir, que esa moral quedaba relegada al orden de aquellas ideas que, no estando representadas y sostenidas por ninguna institución, no teniendo órganos autorizados para hacerse oir, carecen de medios directos para obrar sobre la sociedad, ni saben dónde guarecerse, en el caso de hallarse combatidas.

Pero, se me dirá, el Protestantismo ha conservado[111] también esa institución que realiza la idea, conservando sus ministros, su culto, su predicación, en una palabra, todo lo necesario para que la verdad tuviese medios para llegar hasta el hombre, y de estar con él en comunicación continua. No negaré lo que haya aquí de verdad, y hasta recordaré que en el capítulo XIV de esta obra no tuve reparo en afirmar «que debía juzgarse como un gran bien el que, en medio del prurito que atormentó á los primeros protestantes de desechar todas las prácticas de la Iglesia, conservasen, sin embargo, la de la predicación». Añadí también en el mismo lugar «que, sin desconocer los daños que en ciertas épocas han traído las declamaciones de algunos ministros, ó insidiosos, ó fanáticos, sin embargo, en el supuesto de haberse roto la unidad, en el supuesto de haber arrojado á los pueblos por el azaroso camino del cisma, habrá influído no poco en la conservación de las ideas más capitales sobre Dios y el hombre, y de las máximas fundamentales de la moral, el oir con frecuencia los pueblos explicadas semejantes verdades por quien las había estudiado de antemano en la Sagrada Escritura». Repito aquí lo mismo que allí dije: que el haber conservado los protestantes la predicación debía de haber producido considerables bienes. Pero, con esto no se dice otra cosa sino que el Protestantismo, á pesar del mucho mal que hizo, no lo llevó al extremo que era de temer, atendidos sus principios. Parecióse en esta parte á los hombres de malas doctrinas, quienes no son tan malos como debieran ser, si su corazón estuviera de acuerdo con su entendimiento. Tienen la fortuna de ser inconsecuentes. El Protestantismo había proclamado la abolición de la autoridad, el derecho de examen sin límites; había erigido en regla de fe y de conducta la inspiración privada; pero, en la práctica, se apartó algún tanto de estas doctrinas. Así es que se entregó con ardor á lo que él llamaba la predicación evangélica, y sus ministros fueron llamados evangélicos. De suerte que, mientras se acababa de establecer que cada individuo tenía el derecho[112] ilimitado de examen, y que, sin prestar oídos á ninguna autoridad externa, sólo debía escuchar los consejos, ó de su razón, ó de su inspiración privada, se difundían por todas partes ministros protestantes, que se pretendían los órganos legítimos para comunicar á los pueblos la divina palabra.

Se verá todavía más lo extraño de semejante conducta, si se recuerda la doctrina de Lutero con respecto al sacerdocio. Bien sabido es que, embarazado el heresiarca por las jerarquías que constituyen el ministerio de la Iglesia, pretendió derribarlas todas de una vez, sosteniendo que todos los cristianos eran sacerdotes, sin que se necesitase más para ejercer el sagrado ministerio que una simple presentación; nada añadía de esencial ni característico á la calidad de sacerdote, pues que ésta era patrimonio de todos los fieles. Infiérese de esta doctrina que el predicador protestante carece de misión, no tiene carácter que le distinga de los demás cristianos, no puede ejercer, por consiguiente, sobre ellos autoridad alguna, no puede hablar imitando á Jesucristo quasi potestatem habens; y, por tanto, no es más que un orador que toma la palabra en presencia de un auditorio, sin más derecho que el que le dan su instrucción, su facundia, ó su elocuencia.

Esta predicación sin autoridad, predicación que, en el fondo, y por los propios principios del predicador mismo, no era más que humana, á pesar de que por una chocante inconsecuencia se pretendiese divina, si bien podía contribuir algún tanto á la conservación de los buenos principios morales que hallaba ya establecidos por todas partes, hubiera sido impotente para plantearlos en una sociedad donde hubiesen sido desconocidos; mayormente teniendo que luchar con otros diametralmente opuestos, sostenidos, además, por preocupaciones envejecidas, por pasiones arraigadas, por intereses robustos. Hubiera sido impotente para introducir sus principios en una sociedad semejante, y conservarlos después intactos al través de las revoluciones más espantosas y de los trastornos más inauditos; hu[113]biera sido impotente para comunicarlos á pueblos bárbaros que, ufanos de sus triunfos, no escuchaban otra voz que el instinto de su ferocidad, guiado por el sentimiento de la fuerza; hubiera sido impotente para hacer doblegar ante esos principios así á los vencedores como á los vencidos, refundiéndolos en un solo pueblo, imprimiendo un mismo sello á las leyes, á las instituciones, á las costumbres, para formar esa admirable sociedad, ese conjunto de naciones, ó, mejor diremos, esa gran nación, que se apellida Europa. Es decir, que el Protestantismo, por su misma constitución, hubiera sido incapaz de realizar lo que realizó la Iglesia católica.

Todavía más: este simulacro de predicación que ha conservado el Protestantismo, es, en el fondo, un esfuerzo para imitar á la Iglesia, para no quedarse desarmado en presencia de un adversario á quien tanto temía. Érale preciso conservar un medio de influencia sobre el pueblo, un conducto abierto para comunicarle las varias interpretaciones de la Biblia que á los usurpadores de la autoridad les pluguiese adoptar; y por esto conservaba la preciosa práctica de la Iglesia romana, á pesar de las furibundas declamaciones contra todo lo emanado de la Cátedra de San Pedro.

Pero, donde se hace notar la inferioridad del Protestantismo con respecto al conocimiento y comprensión de los medios más á propósito para extender y cimentar la moralidad, haciéndola dominar sobre todos los actos de la vida, es en haber interrumpido toda comunicación de la conciencia del fiel con la dirección del sacerdote, en no haber dejado á éste otra cosa que una dirección general, la que, por lo mismo que se extiende de una vez sobre todos, no se ejerce eficazmente sobre nadie. Aun cuando no consideremos más que bajo este aspecto la abolición del sacramento de la Penitencia entre los protestantes, puede asegurarse que desconocieron uno de los medios más legítimos, más poderosos y suaves, para dar á la vida del hombre una dirección conforme á los principios de la sana[114] moral. Acción legítima, porque legítima es la comunicación directa, íntima, de la conciencia que debe ser juzgada por Dios, con la conciencia de aquel que hace las veces de Dios en la tierra. Acción poderosa, porque, establecida la íntima comunicación de hombre á hombre, de alma con alma, se identifican, por decirlo así, los pensamientos y los afectos, y, ausente todo testigo que no sea el mismo Dios, las amonestaciones tienen más fuerza, los mandatos más autoridad, y los mismos consejos penetran mejor hasta el fondo del alma, con más unción y más dulzura. Acción suave, porque supone la espontánea manifestación de la conciencia que se trata de dirigir, manifestación que trae su origen de un precepto, pero que no puede ser arrancada por la violencia, supuesto que sólo Dios puede ser el juez competente de su sinceridad; suave, repito, porque, obligado el ministro al más estricto secreto, y tomadas por la Iglesia todas las precauciones imaginables para precaver la revelación, puede el hombre descansar tranquilo, con la seguridad de que serán fielmente guardados los arcanos de su conciencia.

Pero, se nos dirá, ¿creéis acaso que todo esto sea necesario para establecer y conservar una buena moralidad? Si esta moralidad ha de ser algo más que una probidad mundana, expuesta á quebrantarse al primer encuentro con un interés, ó dejarse arrastrar por el seductor halago de las pasiones engañosas; si ha de ser una moralidad delicada, severa, profunda, que se extienda á todos los actos de la vida, que la dirija, que la domine, haciendo del corazón humano ese bello ideal que admiramos en los católicos dedicados á la verdadera observancia y á las prácticas de su religión; si se habla de esta moralidad, repito, es necesario que esté bajo la inspección del poder religioso, y que reciba la dirección y las inspiraciones de un ministro del santuario en esa abertura íntima, sincera, de todos los más recónditos pliegues del corazón, y de los deslices á que nos conduce á cada paso la debilidad de nuestra[115] naturaleza. Esto es lo que enseña la religión católica, y yo añado que esto es lo que muestra la experiencia, y lo que enseña la filosofía. No quiero decir con esto que sólo entre los católicos sea posible practicar acciones virtuosas; sería una exageración desmentida por la experiencia de cada día: hablo únicamente de la eficacia con que obra una institución católica despreciada por los protestantes; hablo de su alta importancia para arraigar y conservar una moralidad firme, íntima, que se extienda á todos los actos de nuestra alma.

No hay duda que hay en el hombre una monstruosa mezcla de bien y de mal, y que no le es dado en esta vida alcanzar aquella perfección inefable que, consintiendo en la conformidad perfecta con la verdad y con la santidad divinas, no puede concebirse siquiera, sino para cuando el hombre, despojado del cuerpo mortal, tendrá su espíritu sumido en un piélago purísimo de luz y de amor. Pero no cabe duda tampoco que, aun en esta morada terrestre, en esta mansión de miserias y tinieblas, puede el hombre llegar á poseer esa moralidad universal, profunda y delicada que se ha descrito más arriba: y sea cual fuere la corrupción del mundo de que con razón nos lamentamos, es menester confesar que se encuentran todavía en él un número considerable de honrosas excepciones, en personas que ajustan su conducta, su voluntad, hasta sus más íntimos pensamientos y afecciones, á la severa regla de la moral evangélica. Para llegar á este punto de moralidad, y cuenta que aun no decimos de perfección evangélica, sino de moralidad, es necesario que el principio religioso esté presente con viveza á los ojos del alma, que obre de continuo sobre ella, alentándola ó reprimiéndola en la infinita variedad de encuentros que en el concurso de la vida se ofrecen para apartarnos del camino del deber. La vida del hombre es una cadena de actos infinitos en número, por decirlo así, y que no pueden andar acordes siempre con la razón y con la ley eterna, á no estar incesantemente bajo un regulador universal y fijo.

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Y no se diga que una moralidad semejante es un bello ideal, que, aun cuando existiera, traería consigo una tal confusión en los actos del alma, y, por consiguiente, tal complicación en la vida entera, que ésta llegaría á hacerse insoportable. No, no es meramente un bello ideal lo que existe en la realidad, lo que se ofrece á menudo á nuestros ojos, no tan sólo en el retiro de los claustros y en las sombras del santuario, sino también en medio del bullicio y de las distracciones del mundo. No acarrea tampoco confusión á los actos del alma ni complica los negocios de la vida, lo que establece una regla fija. Al contrario: lejos de confundir, aclara y distingue; lejos de complicar, ordena y simplifica. Asentad esta regla y tendréis la unidad, y, en pos de la unidad, el orden en todo.

El Catolicismo se ha distinguido siempre por su exquisita vigilancia sobre la moral, y por su cuidado en arreglar todos los actos de la vida, y hasta los más secretos movimientos del corazón. Los observadores superficiales han declamado contra la abundancia de moralistas, contra el estudio detenido y prolijo que se ha hecho de los actos humanos, considerados bajo el aspecto moral; pero debían haber observado que, si el Catolicismo es la religión en cuyo seno han aparecido mayor número de moralistas, y donde se han examinado más minuciosamente todas las acciones humanas, es porque esta religión tiene por objeto moralizar al hombre todo entero, por decirlo así, en todos sentidos, en sus relaciones con Dios, con sus semejantes y consigo mismo. Claro es que semejante tarea trae necesariamente un examen más profundo y detenido del que sería menester, si se tratase únicamente de dar al hombre una moralidad incompleta, y que, no pasando de la superficie de sus actos, no se filtrase hasta lo íntimo del corazón.

Ya que se ha tocado el punto de los moralistas católicos, y sin que pretenda excusar las demasías á que se hayan entregado algunos de ellos, ora por un refinamiento de sutileza, ora por espíritu de partidos y[117] disputas, demasías que nunca pueden ser imputadas á la Iglesia católica, la que, cuando no las ha reprobado expresamente, al menos les ha hecho sentir su desagrado, obsérvase, no obstante, que esta abundancia, este lujo, si se quiere, de estudios morales, ha contribuído quizá más de lo que se cree á dirigir los entendimientos al estudio del hombre, ofreciendo abundancia de datos y de observaciones á los que se han querido dedicar posteriormente á esta ciencia importante, que es, sin duda, uno de los objetos más dignos y más útiles que pueden ofrecerse á nuestros trabajos. En otro lugar de esta obra me propongo desenvolver las relaciones del Catolicismo con el progreso de las ciencias y de las letras, y así me hallo precisado á contentarme por ahora con las indicaciones que acabo de hacer. Permítaseme, sin embargo, observar que el desarrollo del espíritu humano en Europa fué principalmente teológico; y que así en el punto de que tratamos, como en otros muchos, deben los filósofos á los teólogos mucho más de lo que, según parece, ellos se figuran.

Volviendo á la comparación de la influencia protestante con la influencia católica, relativamente á la formación y conservación de una sana conciencia pública, queda demostrado que, habiendo el Catolicismo sostenido siempre el principio de autoridad combatido por el Protestantismo, dió á las ideas morales una fuerza, una acción, que no hubiera podido darles su adversario, quien, por su naturaleza, por sus mismos principios fundamentales, las ha dejado sin más apoyo que el que tienen las ideas de una escuela filosófica.

«Pues bien, se me dirá, ¿desconocéis acaso la fuerza de las ideas, fuerza propia, entrañada en su misma naturaleza, que tan á menudo cambia la faz de la humanidad, decidiendo de sus destinos? ¿No sabéis que las ideas se abren paso al través de todos los obstáculos, á pesar de todas las resistencias? ¿Habéis olvidado lo que nos enseña la historia entera? ¿Pretendéis despojar el pensamiento del hombre de su fuerza vital, creado[118]ra, que le hace superior á todo cuanto le rodea?» Tal suele ser el panegírico que se hace de la fuerza de las ideas; así las oímos presentar á cada paso como si tuvieran en la mano la varita mágica para cambiarlo y transformarlo todo, á merced de sus caprichos. Respetando como el que más el pensamiento del hombre, y confesando que en realidad hay mucho de verdadero en lo que se llama la fuerza de una idea, me permitirán, sin embargo, los entusiastas de esta fuerza, hacer algunas observaciones, no para combatir de frente su opinión, sino para modificarla en lo que fuere necesario.

En primer lugar, las ideas con respecto al punto de vista desde el cual las miramos aquí, deben distinguirse en dos órdenes: unas que lisonjean nuestras pasiones, otras que las reprimen. Las primeras no puede negarse que tienen una fuerza expansiva, inmensa. Circulando con movimiento propio, obran por todas partes, ejercen una acción rápida y violenta, no parece sino que están rebosando de actividad y de vida; las segundas tienen la mayor dificultad en abrirse paso, progresan lentamente, necesitan apoyarse en alguna institución que les asegure estabilidad. Y esto ¿por qué? Porque lo que obra en el primer caso no son las ideas, sino las pasiones que formando un cortejo toman su nombre, encubriendo de esta suerte lo que á primera vista se ofrecería como demasiado repugnante; en el segundo es la verdad la que habla; y la verdad en esta tierra de infortunio es escuchada muy difícilmente; porque la verdad conduce al bien, y el corazón del hombre, según expresión del sagrado texto, está inclinado al mal desde la adolescencia.

Los que tanto nos encarecen la fuerza íntima de las ideas, debieran señalarnos en la historia antigua y moderna una idea, una sola idea, que, encerrada en su propio círculo, es decir, en el orden puramente filosófico, merezca la gloria de haber contribuído notablemente á la mejora del individuo ni de la sociedad.

Suele decirse á menudo que la fuerza de las ideas es[119] inmensa, que una vez sembradas entre los hombres fructifican tarde ó temprano, que una vez depositadas en el seno de la humanidad se conservan como un legado precioso que, transmitido de generación en generación, contribuye maravillosamente á la mejora del mundo, á la perfección á que se encamina el humano linaje. No hay duda que en estas aserciones se encierra una parte de verdad; porque, siendo el hombre un ser inteligente, todo lo que afecta inmediatamente su inteligencia, no puede menos de influir en su destino. Así es que no se hacen grandes mudanzas en la sociedad, si no se verifican primero en el orden de las ideas; y es endeble y de escasa duración todo cuanto se establece, ó contra ellas, ó sin ellas. Pero de aquí á suponer que toda idea útil encierre tanta fuerza conservadora de sí propia, que por lo mismo no necesite de una institución que le sirva de apoyo y defensa, mayormente si ha de atravesar épocas muy turbulentas, hay una distancia inmensa, que no se puede salvar, so pena de ponernos en desacuerdo con la historia entera.

No, la humanidad, considerada por sí sola, entregada á sus propias fuerzas, como la consideran los filósofos, no es una depositaria tan segura como se ha querido suponer. Desgraciadamente tenemos de esa verdad bien tristes pruebas; pues que, lejos de parecerse el humano linaje á un depositario fiel, ha imitado más bien la conducta de un dilapidador insensato. En la cuna del género humano encontramos las grandes ideas sobre la unidad de Dios, sobre el hombre, sobre sus relaciones con Dios y sus semejantes: estas ideas eran, sin duda, verdaderas, saludables, fecundas; pues bien, ¿qué hizo de ellas el género humano? ¿no las perdió, modificándolas, mutilándolas, estropeándolas, de un modo lastimoso? ¿Dónde estaban esas ideas cuando vino Jesucristo al mundo? ¿Qué había hecho de ellas la humanidad? Un pueblo, un solo pueblo las conserva, pero ¿cómo? Fijad la atención sobre el pueblo escogido, sobre el pueblo judío, y veréis que existe en él[120] una lucha continua entre la verdad y el error; veréis que con una ceguera inconcebible se inclina sin cesar á la idolatría, á substituir á la ley sublime del Sinaí las abominaciones de los gentiles. ¿Y sabéis cómo se conserva la verdad en aquel pueblo? Notadlo bien: apoyada en instituciones las más robustas que imaginarse puedan, pertrechada con todos los medios de defensa de que la rodeó el legislador inspirado por Dios. Se dirá que aquél era un pueblo de dura cerviz, como dice el sagrado texto; desgraciadamente, desde la caída de nuestro primer padre, esta dureza de cerviz es un patrimonio de la humanidad; el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia, y siglos antes de que existiese el pueblo judío, abrió Dios sobre el mundo las cataratas del cielo, y borró al hombre de la faz de la tierra, porque toda carne había corrompido su camino.

Infiérese de aquí la necesidad de instituciones robustas para la conservación de las grandes ideas morales; y se ve con evidencia que no deben abandonarse á la volubilidad del espíritu humano, so pena de ser desfiguradas y aun perdidas.

Además, las instituciones son necesarias, no precisamente para enseñar, sino también para aplicar. Las ideas morales, mayormente las que están en oposición muy abierta con las pasiones, no llegan jamás al terreno de la práctica sino por medio de grandes esfuerzos; y para esos esfuerzos no bastan las ideas en sí mismas, son menester medios de acción con que pueda enlazarse el orden de las ideas con el orden de los hechos. Y he aquí una de las razones de la importancia de las escuelas filosóficas cuando se trata de edificar. Son no pocas veces poderosas para destruir, porque para destruir basta la acción de un momento, y esta acción puede ser comunicada fácilmente en un acceso de entusiasmo; pero, cuando quieren edificar poniendo en planta sus concepciones, se encuentran faltas de acción, y, no teniendo otros medios de ejercerla que lo que se llama la fuerza de las ideas, como que éstas va[121]rían ó se modifican incesantemente, dando de ello el primer ejemplo las mismas escuelas, queda reducido á objeto de pura curiosidad lo que poco antes se propalara como la causa infalible del progreso del linaje humano.

Con estas últimas reflexiones prevengo la objeción que se me podría hacer, fundándose en la mucha fuerza adquirida por las ideas por medio de la prensa. Ésta propaga, es verdad, y por lo mismo multiplica extraordinariamente la fuerza de las ideas; pero, tan lejos está de conservar, que antes bien es el mejor disolvente de todas las opiniones. Obsérvese la inmensa órbita recorrida por el espíritu del hombre desde la época de ese importante descubrimiento, y se echará de ver que el consumo (permítaseme la expresión), que el consumo de las opiniones ha crecido en una proporción asombrosa. Sobre todo desde que la prensa se ha hecho periódica, la historia del espíritu humano parece la representación de un drama rapidísimo, donde unas escenas suceden á otras, sin dejar apenas tiempo al espectador para oir de boca de los actores una palabra fugitiva. No estamos todavía á la mitad del presente, y, sin embargo, no parece sino que han transcurrido muchos siglos. ¡Tantas son las escuelas que han nacido y muerto, tantas las reputaciones que se han encumbrado muy alto, hundiéndose luego en el olvido!

Esta rápida sucesión de ideas, lejos de contribuir al aumento de la fuerza de las mismas, acarrea necesariamente su flaqueza y esterilidad. El orden natural en la vida de las ideas es: primero aparecer, en seguida difundirse, luego realizarse en alguna institución que las represente, y, por fin, ejercer su influencia sobre los hechos, obrando por medio de la institución en que se han personificado. En todas estas transformaciones que por necesidad reclaman algún tiempo, es necesario que las ideas conserven su crédito, si es que han de producir algún resultado provechoso. Este tiempo falta, cuando se suceden unas á otras con demasiada rapidez, pues que las nuevas trabajan en desacreditar[122] las que las han precedido, y de esta suerte las utilizan. Por cuya causa quizás nunca, como ahora, ha sido más legítima una profunda desconfianza en la fuerza de las ideas, ó sea en la filosofía, para producir nada de consistente en el orden moral; y bajo este aspecto es muy controvertible el bien que ha hecho la imprenta á las sociedades modernas. Se concibe más, pero se madura menos: lo que gana el entendimiento en extensión, lo pierde en profundidad, y la brillantez teórica contrasta lastimosamente con la impotencia práctica. ¿Qué importa que nuestros antecesores no fuesen tan diestros como nosotros para improvisar una discusión sobre las más altas cuestiones sociales y políticas, si alcanzaron á fundar y organizar instituciones admirables? Los arquitectos que levantaron los sorprendentes monumentos de los siglos que apellidamos bárbaros, por cierto que no serían ni tan eruditos ni tan cultos como los de nuestra época; y, sin embargo, ¿quién tendría aliento para comenzar siquiera lo que ellos consumaron? He aquí la imagen más cabal de lo que está sucediendo en el orden social ó político. Es necesario no olvidarlo: los grandes pensamientos nacen más bien de la intuición que del discurso; el acierto en la práctica depende más de la calidad inestimable, llamada tino, que de una reflexión ilustrada; y la experiencia enseña á menudo que quien conoce mucho, ve poco. El genio de Platón no hubiera sido el mejor consejero del genio de Solón y de Licurgo; y toda la ciencia de Cicerón no hubiera alcanzado á lo que alcanzaron el tacto y el buen sentido de los hombres rudos, como Rómulo y Numa.[5]


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CAPITULO XXXI

Cierta suavidad general de costumbres, que en tiempo de guerra evita grandes catástrofes y en medio de la paz hace la vida más dulce y apacible, es otra de las calidades preciosas que llevo señaladas como características de la civilización europea. Éste es un hecho que no necesita de prueba; se le ve, se le siente por todas partes, al dar en torno de nosotros una mirada: resalta vivamente abriendo las páginas de la historia, y comparando nuestros tiempos con otros tiempos, sean los que fueren. ¿En qué consiste esta suavidad de costumbres? ¿cuál es su origen? ¿quién la ha favorecido? ¿quién la ha contrariado? He aquí unas cuestiones á cual más interesantes, y que se enlazan de un modo particular con el objeto que nos ocupa: porque en pos de ellas se ofrecen desde luego al ánimo estas preguntas: ¿el Catolicismo ha influído en algo en crear esta suavidad de costumbres? ¿le ha puesto algún obstáculo ó le ha causado algún retardo? ¿al Protestantismo le ha cabido alguna parte en esta obra, en bien ó en mal?

Conviene ante todo fijar en qué consiste la suavidad de costumbres; porque, aun cuando ésta sea una de aquellas ideas que todo el mundo conoce, ó más bien siente; no obstante, cuando se trata de esclarecerla y analizarla, es necesario dar de ella una definición cabal y exacta, en cuanto sea posible. La suavidad de costumbres consiste en la ausencia de la fuerza, de modo que serán más ó menos suaves en cuanto se emplee menos ó más la fuerza. Así, costumbres suaves no es lo mismo que costumbres benéficas: éstas incluyen el bien, aquéllas excluyen la fuerza; costumbres suaves tampoco es lo mismo que costumbres conformes á la razón y á la justicia: no pocas veces la in[124]moralidad es también suave, porque anda hermanada, no con la fuerza, sino con la seducción y la astucia. Así es que la suavidad de costumbres consiste en dirigir el espíritu del hombre, no por medio de la violencia hecha al cuerpo, sino por medio de razones enderezadas á su entendimiento, ó de cebos ofrecidos á sus pasiones; y por esto la suavidad de costumbres no es siempre el reinado de la razón, pero es siempre el reinado de los espíritus, por más que éstos sean no pocas veces esclavos de las pasiones con las cadenas de oro que ellos mismos se labran.

Supuesto que la suavidad de costumbres proviene de que en el trato de los hombres sólo se emplean la convicción, la persuasión ó la seducción, claro es que las sociedades más adelantadas, es decir, aquellas donde la inteligencia ha llegado á gran desarrollo, deben participar más ó menos de esta suavidad. En ellas la inteligencia domina porque es fuerte, así como la fuerza material desaparece porque el cuerpo se enerva. Además: en sociedades muy adelantadas, que por precisión acarrean mayor número de relaciones y mayor complicación en los intereses, son necesarios aquellos medios que obran de un modo universal y duradero, siendo, además, aplicables á todos los pormenores de la vida. Estos medios son sin disputa los intelectuales y morales: la inteligencia obra sin destruir, la fuerza se estrella contra el obstáculo: ó le remueve ó se hace pedazos ella misma; y he aquí un eterno manantial de perturbación que no puede existir en una sociedad de relaciones numerosas y complicadas, so pena de convertirse ésta en un caos, y perecer.

En la infancia de las sociedades encontramos siempre un lastimoso abuso de la fuerza. Nada más natural: las pasiones se alían con ella porque se le asemejan: son enérgicas como la violencia, rudas como el choque. Cuando las sociedades han llegado á mucho desarrollo, las pasiones se divorcian de la fuerza y se enlazan con la inteligencia; dejan de ser violentas y se hacen astutas. En el primer caso, si son los pueblos los que[125] luchan, se hacen la guerra, se combaten y se destruyen; en el segundo, pelean con las armas de la industria, del comercio, del contrabando: si son los gobiernos, se atacan, en el primer caso con ejércitos, con invasiones; en el segundo con notas: en una época los guerreros lo son todo; en la otra no son nada: su papel no puede ser de mucha importancia, cuando en vez de pelear se negocia.

Echando una ojeada sobre la civilización antigua, se nota desde luego una diferencia singular entre nuestra suavidad de costumbres y la suya; ni griegos ni romanos alcanzaron jamás esta preciosa calidad en el grado que distingue la civilización europea. Aquellos pueblos más bien se enervaron, que no se suavizaron; sus costumbres pueden llamarse muelles, pero no suaves: porque hacían uso de la fuerza siempre que este uso no demandaba energía en el ánimo ni vigor en el cuerpo.

Es sobremanera digna de notarse esa particularidad de la civilización antigua, sobre todo de la romana; y este fenómeno, que á primera vista parece muy extraño, no deja de tener causas profundas. Á más de la principal, que es la falta de un elemento suavizador, cual es el que han tenido los pueblos modernos, la caridad cristiana, descendiendo á algunos pormenores encontraremos las razones de que no pudiese llegar á establecerse entre los antiguos la verdadera suavidad de costumbres.

La esclavitud, que era uno de los elementos constitutivos de su organización doméstica y social, era un eterno obstáculo para introducirse en aquellos pueblos esa preciosa calidad. El hombre puede arrojar á otro hombre á las murenas, castigando así con la muerte el haber quebrado un vaso; el que puede por un mero capricho quitar la vida á uno de sus semejantes en medio de la algazara de un festín; quien puede acostarse en un blando lecho con los halagos de la voluptuosidad y el esplendor de la más suntuosa magnificencia, sabiendo que centenares de hombres están[126] encerrados y amontonados en obscuros subterráneos por su interés y por sus placeres; quien puede escuchar el gemido de tantos desgraciados que demandan un bocado de pan para atravesar una noche cruel que enlazará las fatigas y los sudores del día siguiente con los sudores y fatigas del día que pasó, ese tal podrá tener costumbres muelles, pero no suaves; su corazón podrá ser cobarde, pero no dejará de ser cruel. Y tal era cabalmente la situación del hombre libre en la sociedad antigua: esta organización era considerada como indispensable; otro orden de cosas no se concebía siquiera como posible.

¿Quién removió este obstáculo? ¿No fué la Iglesia católica aboliendo la esclavitud, después de haber suavizado el trato cruel que se daba á los esclavos? Véanse los capítulos XV, XVI, XVII, XVIII y XIX de esta obra con las notas que á ellos se refieren, donde se halla demostrada esta verdad con razones y documentos incontestables.

El derecho de vida y muerte, concedido por las leyes á la potestad patria, introducía también en la familia un elemento de dureza, que debía de producir resultados muy dañosos. Afortunadamente, el corazón del padre estaba en lucha continua con la facultad otorgada por la ley; pero, si esto no pudo impedir algunos hechos, cuya lectura nos estremece, ¿no hemos de pensar también que en el curso ordinario de la vida pasarían de continuo escenas crueles que recordarían á los miembros de la familia ese derecho atroz de que estaba investido su jefe? Quien sabe que puede matar impunemente, ¿no se dejará llevar repetidas veces al ejercicio de un despotismo cruel, y á la aplicación de castigos inhumanos? Esa tiránica extensión de la potestad patria á derechos que no concedió la naturaleza, fué desapareciendo sucesivamente por la fuerza de las costumbres y de las leyes, secundadas también en buena parte por la influencia del Cristianismo. (V. cap. XIV.) Á esta causa puede agregarse otra, que tiene con ella mucha analogía: el despotismo que el varón ejercía[127] sobre la mujer, y la escasa consideración que ésta disfrutaba.

Los juegos públicos eran también entre los romanos otro elemento de dureza y crueldad. ¿Qué puede esperarse de un pueblo cuya principal diversión es asistir fríamente á un espectáculo de homicidios, que se complace en mirar cómo perecen en la arena á centenares los hombres, ó luchando entre sí, ó en las garras de las bestias?

Siendo español, no puedo menos de intercalar un párrafo para decir dos palabras en contestación á una dificultad, que no dejará de ocurrírsele al lector cuando vea lo que acabo de escribir sobre los combates de hombres con fieras. ¿Y los toros en España? se me preguntará naturalmente; ¿no es un país cristiano católico donde se ha conservado la costumbre de lidiar los hombres con las fieras? Apremiadora parece la objeción, pero no lo es tanto, que no deje una salida satisfactoria. Y ante todo, y para prevenir toda mala inteligencia, declaro que esa diversión popular es, á mi juicio, bárbara, digna, si posible fuese, de ser extirpada completamente. Pero, toda vez que acabo de consignar esta declaración tan explícita y terminante, permítaseme hacer algunas observaciones para dejar en buen puesto el nombre de mi patria. En primer lugar, debe notarse que hay en el corazón del hombre cierto gusto secreto por los azares y peligros. Si una aventura ha de ser interesante, el héroe ha de verse rodeado de riesgos graves y multiplicados; si una historia ha de excitar vivamente nuestra curiosidad, no puede ser una cadena no interrumpida de sucesos regulares y felices. Pedimos encontrarnos á menudo con hechos extraordinarios y sorprendentes; y, por más que nos cueste decirlo, nuestro corazón, al mismo tiempo que abriga la compasión más tierna por el infortunio, parece que se fastidia si tarda largo tiempo en hallar escenas de dolor, cuadros salpicados de sangre. De aquí el gusto por la tragedia, de aquí la afición á aquellos espectáculos donde los actores corran, ó en la apariencia ó en la realidad, algún grave peligro.

[128]

No explicaré yo el origen de este fenómeno; bástame consignarlo aquí, para hacer notar á los extranjeros que nos acusan de bárbaros, que la afición del pueblo español á la diversión de los toros no es más que la aplicación á un caso particular de un gusto cuyo germen se encuentra en el corazón del hombre. Los que tanta humanidad afectan cuando se trata de la costumbre del pueblo español, deberían decirnos también: ¿de dónde nace que se vea acudir un concurso inmenso á todo espectáculo que por una ú otra causa sea peligroso á los actores; de dónde nace que todos asistirían con gusto á una batalla por más sangrienta que fuese, si era dable asistir sin peligro; de dónde nace que en todas partes acude un numeroso gentío á presenciar la agonía y las últimas convulsiones del criminal en el patíbulo; de dónde nace, finalmente, que los extranjeros cuando se hallan en Madrid se hacen cómplices también de la barbarie española asistiendo á la plaza de toros?

Digo todo esto, no para excusar en lo más mínimo una costumbre que me parece indigna de un pueblo civilizado, sino para hacer sentir que en esto, como casi en todo lo que tiene relación con el pueblo español, hay exageraciones que es necesario reducir á límites razonables. Á más de esto, hay que añadir una reflexión importante, que es una excusa muy poderosa de esa reprensible diversión.

No se debe fijar la atención en la diversión misma, sino en los males que acarrea. Ahora bien: ¿cuántos son los hombres que mueren en España lidiando con los toros? Un número escasísimo, insignificante, en proporción á las innumerables veces que se repiten las funciones; de manera que, si se formara un estado comparativo entre las desgracias ocurridas en esta diversión y las que acaecen en otras clases de juegos, como las corridas de caballos y otras semejantes, quizás el resultado manifestaría que la costumbre de los toros, bárbara como es en sí misma, no lo es tanto, sin embargo, que merezca atraer esa abundancia de afec[129]tados anatemas con que han tenido á bien favorecernos los extranjeros.

Y, volviendo al objeto principal, ¿cómo puede compararse una diversión donde pasan quizás muchos años sin perecer un solo hombre, con aquellos juegos horribles donde la muerte era una condición necesaria al placer de los espectadores? Después del triunfo de Trajano sobre los dacios, duraron los juegos ciento veintitrés días, pereciendo en ellos el espantoso número de diez mil gladiadores. Tales eran los juegos que formaban la diversión, no sólo del populacho romano, sino también de las clases elevadas; en esa repugnante carnicería se gozaba aquel pueblo corrompido, que hermanaba con la voluptuosidad más refinada, la crueldad más atroz. Y he aquí la prueba convincente de lo dicho más arriba, á saber: que las costumbres pueden ser muelles sin ser suaves; antes se aviene muy bien la brutalidad de una molicie desenfrenada con el instinto feroz del derramamiento de sangre.

En los pueblos modernos, por corrompidas que sean las costumbres, no es posible que se toleren jamás espectáculos semejantes. El principio de la caridad ha extendido demasiado sus dominios, para que puedan repetirse tamaños excesos. Verdad es que no recaba de los hombres que se hagan recíprocamente todo el bien que deberían; pero al menos impide que se hagan tan fríamente el mal, que puedan asistir tranquilos á la muerte de sus semejantes, cuando no les impele á ello otro motivo que el placer causado por una sensación pasajera. Ya desde la aparición del Cristianismo comenzaron á echarse las semillas de esta aversión á presenciar el homicidio. Sabida es la repugnancia de los cristianos á los espectáculos de los gentiles, repugnancia que prescribían y avivaban las santas amonestaciones de los primeros pastores de la Iglesia. Era cosa reconocida que la caridad cristiana era incompatible con la asistencia á unos juegos donde se presenciaba el homicidio bajo las formas más crueles y refinadas.[130] «Nosotros, decía bellamente uno de los apologistas de los primeros siglos, hacemos poca diferencia entre matar á un hombre ó ver que se le mata.»[6]


CAPITULO XXXII

La sociedad moderna debía, al parecer, distinguirse por la dureza y crueldad de sus costumbres, pues que, siendo un resultado de la sociedad de los romanos, y de la de los bárbaros, debió heredar de ambas esa dureza y crueldad. En efecto, ¿quién ignora la ferocidad de costumbres de los bárbaros del Norte? Los historiadores de aquella época nos han dejado narraciones horrorosas cuya lectura nos hace estremecer. Llegóse á pensar que estaba cercano el fin del mundo, y á la verdad que los que hacían semejante presagio eran bien excusables de creer que estaba muy próxima la mayor de las catástrofes, cuando eran tantas las que abrumaban á la triste humanidad. La imaginación no alcanza á figurarse lo que hubiera sido del mundo en aquella crisis, si el Cristianismo no hubiese existido; y, aun suponiendo que se hubiese llegado á organizar de nuevo la sociedad bajo una ú otra forma, no hay duda en que las relaciones, así privadas como públicas, habrían quedado en un estado deplorable, tomando, además, la legislación un sesgo injusto é inhumano. Por esta razón fué un beneficio inestimable la influencia de la Iglesia en la legislación civil; y la misma prepotencia temporal del clero fué una de las primeras salvaguardias de los más altos intereses de la sociedad.

Mucho se ha dicho contra este poder temporal del clero, y contra este influjo de la Iglesia en los negocios temporales; pero ante todo era menester hacerse cargo de que ese poder y ese influjo fueron traídos por la misma naturaleza de las cosas; es decir, que fueron[131] naturales, y, por consiguiente, el hablar contra ellos es un estéril desahogo contra la fuerza de acontecimientos cuya realización no era dado al hombre impedir. Eran, además, legítimos: porque, cuando la sociedad se hunde, es muy legítimo que la salve quien pueda, y en la época á que nos referimos, sólo podía salvarla la Iglesia. Ésta, como que no es un ser abstracto, sino una sociedad real y sensible, debía obrar sobre la civil por medios también reales y sensibles. Supuesto que se trataba los intereses materiales de la sociedad, los ministros de la Iglesia debían tomar parte, de una ú otra suerte, en la dirección de estos negocios. Estas reflexiones son tan obvias y sencillas, que para convencerse de su verdad y exactitud basta el simple buen sentido. En la actualidad están generalmente acordes sobre este punto cuantos entienden algo en historia; y, si no supiésemos cuánto trabajo suele costar al entendimiento del hombre el entrar en el verdadero camino, y, sobre todo, cuánta mala fe se ha mezclado en esa clase de cuestiones, difícil fuera explicar cómo se ha tardado tanto en ponerse todo el mundo de acuerdo sobre una cosa que salta á los ojos, con la simple lectura de la historia. Pero volvamos al intento.

Esa informe mezcla de la crueldad de un pueblo culto, pero corrompido, con la ferocidad atroz de un pueblo bárbaro, orgulloso, además, de sus triunfos, y abrevado de sangre vertida en tantas guerras continuadas por tan largo tiempo, dejó en la sociedad europea un germen de dureza y crueldad, que se hizo sentir por largos siglos y cuyo rastro ha llegado hasta épocas recientes. El precepto de la caridad cristiana estaba en las cabezas, pero la crueldad de los romanos, combinada con la ferocidad de los bárbaros, dominaba todavía el corazón; las ideas eran puras, benéficas, como emanadas de una religión de amor; pero hallaban una resistencia terrible en los hábitos, en las costumbres, en las instituciones, en las leyes; porque todo llevaba el sello más ó menos desfigurado de los dos principios que se acaban de señalar.

[132]

Reparando en la lucha continua, tenaz, que se traba entre la Iglesia católica y los elementos que le resisten, se conoce con toda evidencia que las ideas cristianas no hubieran alcanzado á dominar la legislación y las costumbres, si el Cristianismo no hubiese sido más que una idea religiosa abandonada al capricho del individuo, tal como la conciben los protestantes; si no se hubiese realizado en una institución robusta, en una sociedad fuertemente constituída, cual es la Iglesia católica. Para que se forme concepto de los esfuerzos hechos por la Iglesia, indicaré algunas de las disposiciones tomadas con el objeto de suavizar las costumbres.

Las enemistades particulares tenían á la sazón un carácter violento; el derecho se decidía por el hecho, y el mundo estaba amenazado de no ser otra cosa que el patrimonio del más fuerte. El poder público, que, ó no existía, ó andaba como confundido en el torbellino de las violencias y desastres que su mano endeble no alcanzaba á evitar ni á reprimir, era impotente para dar á las costumbres una dirección pacífica, haciendo que los hombres se sujetasen á la razón y á la justicia. Así vemos que la Iglesia, á más de la enseñanza y de las amonestaciones generales, inseparables de su augusto ministerio, adoptaba en aquella época ciertas medidas para oponerse al torrente devastador de la violencia, que todo lo asolaba y destruía.

El concilio de Arles, celebrado á mediados del siglo V, por los años de 443 á 452, dispone en su canon 50 que no se debe permitir la asistencia á la iglesia á los que tienen enemistades públicas, hasta que se hayan reconciliado con sus enemigos.

El concilio de Angers, celebrado en el año 453, prohibe en su canon 3.º las violencias y mutilaciones.

El concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506, ordena en su canon 31 que los enemigos que no quieran reconciliarse, sean desde luego amonestados por los sacerdotes, y, si no siguieren los consejos de éstos, sean excomulgados.

[133]

En aquella época tenían los galos la costumbre de andar siempre armados, y con sus armas entraban en la iglesia. Alcánzase fácilmente que una costumbre semejante debía de traer graves inconvenientes, haciendo no pocas veces de la casa de oración arena de venganzas y de sangre. Á mediados del siglo VII vemos que el concilio de Châlons, en su canon 17, señala la pena de excomunión contra todos los legos que promuevan tumultos ó saquen la espada para herir á alguno en las iglesias ó en sus recintos. Esto nos indica la prudencia y la previsión con que había sido dictado el canon 29 del tercer concilio de Orleans, celebrado en el año 538, donde se manda que nadie asista con armas á misa ni á vísperas.

Es curioso observar la uniformidad de plan y la identidad de miras con que marchaba la Iglesia. En países muy distantes, y en época en que no podía ser frecuente la comunicación, hallamos disposiciones análogas á las que se acaban de apuntar. El concilio de Lérida, celebrado en el año 546, ordena en el canon 7.º que el que haga juramento de no reconciliarse con su enemigo, sea privado de la comunión del cuerpo y sangre de Jesucristo hasta haber hecho penitencia de su juramento, y haberse reconciliado.

Pasaban los siglos, continuaban las violencias, y el precepto de caridad fraternal que nos obliga al amor de nuestros propios enemigos, encontraba abierta resistencia en el carácter duro y en las pasiones feroces de los descendientes de los bárbaros; pero la Iglesia no se cansaba de insistir en la predicación del precepto divino, inculcándolo á cada paso y procurando hacerlo eficaz por medio de penas espirituales. Habían transcurrido más de 400 años desde la celebración del concilio de Arles, en que hemos visto privados de asistir á la iglesia á los que tenían enemistades públicas, y encontramos que el concilio de Worsmes, celebrado en el año 868, prescribe en su canon 41 que se excomulgue á los enemistados que no quieran reconciliarse.

[134]

Basta tener noticia del desorden de aquellos siglos para figurarse si durante ese largo espacio se habían podido remediar las enemistades encarnizadas y violentas; parece que debiera de haberse cansado la Iglesia de inculcar un precepto que tan desatendido estaba, á causa de funestas circunstancias; sin embargo, ella habla hoy como había hablado ayer, como siglos antes, no desconfiando nunca de que sus palabras producirían algún bien en la actualidad y serían fecundas en el porvenir.

Éste es su sistema; no parece sino que oye de continuo aquellas palabras clama y no ceses, levanta tu voz como una trompeta. Así alcanza el triunfo sobre todas las resistencias; así, cuando no puede ejercer predominio sobre la voluntad de un pueblo, hace resonar de continuo su voz en las sombras del santuario; allí reune siete mil que no doblaron la rodilla ante Baal, y al paso que los afirma en la fe y en las buenas obras, protesta en nombre de Dios contra los que resisten al Espíritu Santo. Tal vez durante la disipación y las orgías de una ciudad populosa, penetramos en un sagrado recinto donde reinan la gravedad y la meditación en medio del silencio y de las sombras. Un ministro del santuario, rodeado de un número escogido de fieles, hace resonar de vez en cuando algunas palabras austeras y solemnes: he aquí la personificación de la Iglesia en épocas desastrosas por el enflaquecimiento de la fe ó la corrupción de costumbres.

Una de las reglas de conducta de la Iglesia católica ha sido el no doblegarse jamás ante el poderoso. Cuando ha proclamado una ley, la ha proclamado para todos, sin distinción de clases. En las épocas de la prepotencia de los pequeños tiranos que bajo distintos nombres vejaban los pueblos, esta conducta contribuyó sobremanera á hacer populares las leyes eclesiásticas; porque nada más propio para hacer llevadera al pueblo una carga, que ver sujeto á ella al noble y hasta al mismo rey. En el tiempo á que nos referimos, prohibíanse severamente las enemistades y las violen[135]cias entre los plebeyos; pero la misma ley se extendía también á los grandes y á los mismos reyes. No había mucho que el Cristianismo se hallaba establecido en Inglaterra, y encontramos sobre este particular un ejemplo curioso. Nada menos que tres príncipes excomulgados en un mismo año, y en una misma ciudad, y obligados á hacer penitencia de los delitos cometidos. En la ciudad de Landaff, en el país de Gales, en Inglaterra, en la metrópoli de Cantorbery, se celebraron en el año 560 tres concilios. En el primero fué excomulgado Monrico, rey de Clamargon, por haber dado muerte al rey Cineiba, á pesar de la paz que se habían jurado sobre las santas reliquias; en el segundo se excomulga al rey Morcante, que había quitado la vida á Friaco su tío, después de haberle jurado igualmente la paz; en el tercero se excomulgó al rey Guidnerto por haber dado muerte á su hermano, que le disputaba la corona.

No deja de ser interesante ver á los jefes de los bárbaros, que convertidos en reyes se asesinaban tan fácil y atrozmente, obligados á reconocer la autoridad de un poder superior que los precisaba á hacer penitencia de haber manchado sus manos con la sangre de sus parientes, y haber quebrantado la santidad de sus pactos, y échase de ver los saludables efectos que de esto debían seguirse para suavizar las costumbres.

«Fácil era, dirán los enemigos de la Iglesia, los que se empeñan en rebajar el mérito de todos sus actos, fácil era, dirán, predicar la suavidad de costumbres exigiendo la observancia de los preceptos divinos á jefes de tan escaso poder y que no tenían de rey más que el nombre. Fácil era habérselas con reyezuelos bárbaros que, fanatizados por una religión que no comprendían, inclinaban humildemente la cabeza ante el primer sacerdote que se presentaba á intimidarlos de parte de Dios. Pero ¿qué significa esto? ¿qué influencia pudo tener en el curso de los grandes acontecimientos? La historia de la civilización europea ofrece un teatro inmenso, donde los hechos deben estudiarse en[136] mayor escala, donde las escenas han de ser grandiosas, si es que han de ejercer influencia sobre el ánimo de los pueblos.»

Despreciemos lo que hay de fútil en un razonamiento semejante; pero, ya que se quieran escenas grandes, que hayan debido influir en desterrar el empleo brutal de la fuerza, sin suavizar las costumbres, abramos la historia de los primeros siglos de la Iglesia, y no tardaremos en encontrar una página sublime, eterno honor del Catolicismo.

Reinaba sobre todo el mundo conocido un emperador cuyo nombre era acatado en los cuatro ángulos de la tierra, y cuya memoria es respetada por la posteridad. En una ciudad importante el pueblo amotinado degüella al comandante de la guarnición, y el emperador en su cólera manda que el pueblo sea exterminado. Al volver en sí el emperador revoca la orden fatal; pero ya era tarde: la orden estaba ejecutada, y millares de víctimas habían sucumbido en una carnicería horrorosa. Al esparcirse la noticia de tan atroz catástrofe, un santo obispo se retira de la corte del emperador y le escribe desde la campaña estas graves palabras: «Yo no me atrevo á ofrecer el sacrificio, si vos pretendéis asistir á él: si el derramamiento de la sangre de un solo inocente bastaría á vedármelo, ¡cuánto más siendo tantas las muertes inocentes!» El emperador, confiado en su poder, no se detiene por esta carta y se dirige á la iglesia. Llegado al pórtico, se le presenta un hombre venerable, que con ademán grave y severo le detiene y le prohibe entrar. «Has imitado, le dice, á David en el crimen; imítale en la penitencia.» El emperador cede, se humilla, se somete á las disposiciones del santo prelado; y la religión y la humanidad quedan triunfantes. La ciudad desgraciada se llama Tesalónica, el emperador era Teodosio el Grande, y el prelado era San Ambrosio, arzobispo de Milán.

En este acto sublime se ven personificadas de un modo admirable, y encontrándose cara á cara, la justicia y la fuerza. La justicia triunfa de la fuerza, pero[137] ¿por qué? Porque el que representa la justicia la representa en nombre del cielo, porque los vestidos sagrados, la actitud imponente del hombre que detiene al emperador, recuerdan á éste la misión divina del santo obispo y el ministerio que ejerce en la sagrada jerarquía de la Iglesia. Poned en lugar del obispo á un filósofo y decidle que vaya á detener al emperador, amonestándole que haga penitencia de su crimen, y veréis si la sabiduría humana alcanza á tanto como el sacerdocio hablando en nombre de Dios; poned, si os place, á un obispo de una Iglesia que haya reconocido la supremacía espiritual en el poder civil, y veréis si en su boca tienen fuerza las palabras para alcanzar tan señalado triunfo.

El espíritu de la Iglesia era el mismo en todas épocas, sus tendencias eran siempre hacia el mismo objeto; su lenguaje igualmente severo, igualmente fuerte, ora hablase á un plebeyo romano, ora á un bárbaro, sea que dirigiese sus amonestaciones á un patricio del imperio ó á un noble germano: no le amedrentaba ni la púrpura de los Césares, ni la mirada fulminante de los reyes de la larga cabellera. El poder de que se halló investida en la Edad media no dimanó únicamente de ser ella la sola que había conservado alguna luz de las ciencias y el conocimiento de principios de gobierno, sino también de esa firmeza inalterable que ninguna resistencia, ningún ataque, eran bastantes á desconcertar. ¿Qué hubiera hecho á la sazón el Protestantismo para dominar circunstancias tan difíciles y azarosas? Falto de autoridad, sin un centro de acción, sin seguridad en su propia fe, sin confianza en sus medios, ¿qué recursos hubiera empleado para contener el ímpetu de la fuerza que señoreada del mundo acababa de hacer pedazos los restos de la civilización antigua, y oponía un obstáculo poco menos que insuperable á toda tentativa de organización social? El Catolicismo, con su fe ardiente, su autoridad robusta, su unidad indivisible, su trabazón jerárquica, pudo acometer la alta empresa de suavizar las costumbres con aquella con[138]fianza que inspira el sentimiento de las propias fuerzas, con aquel brío que alienta el corazón cuando se abriga en él la seguridad del triunfo.

No se crea, sin embargo, que la manera con que suavizó las costumbres la Iglesia católica fuese siempre un rudo choque contra la fuerza; vémosla emplear medios indirectos, contentarse con prescribir lo que era asequible, exigir lo menos para allanar el camino al logro de lo más.

En una capitular de Carlomagno formada en Aix-la-Chapelle en el año 813, que consta de 26 artículos, que no son otra cosa que una especie de confirmación y resumen de cinco concilios celebrados poco antes en las Galias, encontramos dos artículos añadidos, de los cuales el segundo prescribe que se proceda contra los que, con pretexto del derecho llamado Fayda, excitan ruidos y tumultos en los domingos y fiestas, y también en los días de trabajo. Ya hemos visto más arriba emplear las sagradas reliquias para hacer más respetable el juramento de paz y amistad que se prestaban los reyes: acto augusto en que se hacía intervenir el cielo para evitar la fusión de sangre y traer la paz á la tierra; ahora vemos que el respeto á los domingos y demás fiestas se utiliza también para preparar la abolición de la bárbara costumbre de que los parientes de un hombre muerto pudiesen vengar la muerte, dándola al matador.

El lamentable estado de la sociedad europea en aquella época se retrata vivamente en los mismos medios que el poder eclesiástico se veía obligado á emplear para disminuir algún tanto los desastres ocasionados por las violencias de las costumbres. El no acometer á nadie para maltratarle, el no recurrir á la fuerza para obtener una reparación, ó desahogar la venganza, nos parece á nosotros tan justo, tan conforme á razón, tan natural, que apenas concebimos posible que puedan las cosas andar de otra manera. Si en la actualidad se promulgase una ley que prohibiese el atacar á su enemigo en este ó en aquel día, en esta ó en aquella hora,[139] nos parecería el colmo de la ridiculez y de la extravagancia. No lo parecía, sin embargo, en aquellos tiempos; y una prohibición semejante se hacía á cada paso, no en obscuras aldeas, sino en las grandes ciudades, en asambleas numerosísimas, donde se contaban á centenares los obispos, donde acudían los condes, los duques, los príncipes y reyes. Esa ley que á nosotros nos parecería tan extraña, y por la que se ve que la autoridad se tenía por dichosa si podía alcanzar que los principios de justicia fuesen respetados al menos algunos días, particularmente en las mayores solemnidades, esa ley fué por largo tiempo uno de los puntos capitales del derecho público y privado de Europa.

Ya se habrá conocido que estoy hablando de la Tregua de Dios. Muy necesaria debía ser á la sazón una ley semejante, cuando la vemos repetida tantas veces en países muy distantes unos de otros. Entre lo mucho que se podría recordar sobre esta materia, me contentaré con apuntar algunas decisiones conciliares de aquella época.

El concilio de Tubuza, en la diócesis de Elna, en el Rosellón, celebrado por Guifredo, arzobispo de Narbona, en el año 1041, establece la Tregua de Dios, mandando que, desde la tarde del miércoles hasta la mañana del lunes, nadie tomase cosa alguna por fuerza, ni se vengase de ninguna injuria, ni exigiese prendas de fiador. Quien contraviniese á este decreto, debía pagar la composición de las leyes, como merecedor de muerte, ó ser excomulgado y desterrado del país.

Considerábase tan beneficiosa la práctica de esta disposición, que, en el mismo año, se tuvieron en Francia otros muchos concilios sobre el mismo asunto. Teníase también el cuidado de recordar con frecuencia esta obligación, como lo vemos en el concilio de Saint-Gilles, en Languedoc, celebrado en el año 1042, y en el de Narbona, celebrado en 1045.

Á pesar de insistirse tanto sobre lo mismo, no se alcanzaba todo el fruto deseado, como lo indica la fluctuación que sufrían las disposiciones de la ley. Así ve[140]mos que, en el año 1047, la Tregua de Dios se limitaba á un tiempo menor del que tenía en 1041, pues que el concilio de Telugis, de la diócesis de Elna, celebrado en 1047, dispone que en todo el condado del Rosellón nadie acometa á su enemigo desde la hora nona del sábado hasta la hora de prima del lunes; por manera que la ley era entonces mucho más lata que en 1041, donde hemos visto que la Tregua de Dios comprendía desde la tarde del miércoles hasta la mañana del lunes.

En el mismo concilio que acabo de citar, se encuentra una disposición notable, pues que se manda que nadie pueda acometer á un hombre que va á la iglesia, ó vuelve de ella, ó que acompaña mujeres.

En el año 1054, la Tregua de Dios iba ganando terreno, pues, no sólo vuelve á comprender desde el miércoles por la tarde hasta el lunes por la mañana después de la salida del sol, sino que se extiende á largas temporadas. Así vemos que el concilio de Narbona, celebrado por el arzobispo Guifredo en dicho año, á más de señalar comprendido en la Tregua de Dios desde el miércoles por la tarde hasta el lunes por la mañana, la declara obligatoria para el tiempo y días siguientes: desde el primer domingo de Adviento hasta la octava de la Epifanía, desde el domingo de la Quincuagésima hasta la octava de Pascua, desde el domingo que precede la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, en los días de las fiestas de Nuestra Señora, de San Pedro, de San Lorenzo, de San Miguel, de Todos los Santos, de San Martín, de Santos Justo y Pastor, titulares de la Iglesia de Narbona, y todos los días de ayuno; y esto, so pena de anatema y de destierro perpetuo.

En el mismo concilio se encuentran otras disposiciones tan bellas, que no es posible dejar de recordarlas, dado que se trata de manifestar y hacer sentir la influencia de la Iglesia católica en suavizar las costumbres. En el canon 9.º se prohibe cortar los olivos, señalándose una razón, que, si á los ojos de los juristas no parecerá bastante general y adecuada, es á los de la filosofía de la historia un hermoso símbolo de las[141] ideas religiosas, ejerciendo sobre la sociedad su benéfica influencia. La razón que señala el concilio, es que los olivos suministran la materia del santo Crisma y del alumbrado de las iglesias. Una razón semejante producía, sin duda, más efecto que todas las que pudieran sacarse de Ulpiano y Justiniano.

En el canon 10 se manda que, en todo tiempo y lugar, gocen de la seguridad de la Tregua los pastores y sus ovejas, disponiéndose lo mismo en el canon 11 con respecto á las casas situadas á treinta pasos al rededor de las iglesias. En el canon 18 se prohibe á los que tienen pleito usar de procedimientos de hecho ó cometer alguna violencia, antes que la causa haya sido juzgada en presencia del obispo y del señor del lugar. En los demás cánones se prohibe robar á los mercaderes y peregrinos, y hacer daño á nadie, bajo la pena de ser separados de la Iglesia los perpetradores de este delito, si lo hubiesen cometido durante la Tregua.

Á medida que iba adelantando el siglo xi, notamos que se inculca más y más la saludable práctica de la Tregua de Dios, interviniendo en este negocio la autoridad de los Papas.

En el concilio de Gerona, celebrado por el cardenal Hugo el Blanco en 1068, se confirmó la Tregua de Dios por autoridad de Alejandro II, so pena de excomunión; y en 1080, el concilio de Lilebona, en Normandía, supone establecida ya muy generalmente esta Tregua, pues que manda en su canon primero que los obispos y los señores cuiden de su observancia, aplicando á los prevaricadores censuras y otras penas.

En el año 1093, el concilio de Troya, en la Pulla, celebrado por Urbano II, confirma también la Tregua de Dios; siendo notable el ensanche que debía ir tomando esa disposición eclesiástica, pues que á dicho concilio asistían setenta y cinco obispos. Mucho mayor era el número en el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado por el mismo Urbano II en el año 1095, pues que contaba nada menos que trece arzobispos, doscientos veinte obispos y muchos abades. En su canon[142] 1.º confirma la Tregua con respecto al jueves, viernes, sábado y domingo; pero quiere que se observe todos los días de la semana con respecto á los monjes, clérigos y mujeres.

En los cánones 29 y 30 se dispone que, si alguno, perseguido por su enemigo, se refugia junto á una cruz, debe estar allí tan seguro como si hubiese buscado asilo en la iglesia. Esta enseña sublime de redención, después de haber dado salud al linaje humano, empapándose en la cima del Calvario con la sangre del Hijo de Dios, servía ya de amparo á los que, en el asalto de Roma, se refugiaban á ella, huyendo del furor de los bárbaros; y siglos después encontramos que, levantada en los caminos, salvaba todavía al desgraciado que se abrazaba con ella, huyendo de un enemigo sediento de venganza.

El concilio de Ruán, celebrado en el año 1096, extiende todavía más el dominio de la Tregua, mandando observarla desde el domingo antes del miércoles de Ceniza hasta la segunda feria después de la octava de Pentecostés, desde la puesta del sol en el miércoles antes del Adviento hasta la octava de la Epifanía, y en cada semana, desde el miércoles puesto el sol hasta su salida del lunes siguiente; y, por fin, en todas las fiestas y vigilias de la Virgen y de los Apóstoles.

En el canon 2.º se ordena que gocen de una paz perpetua todos los clérigos, monjas y religiosas, mujeres, peregrinos, mercaderes y sus criados, los bueyes y caballos de arado, los carreteros, los labradores y todas las tierras que pertenecen á los santos, prohibiendo acometerlos, robarlos, ó ejercer en ellos alguna violencia.

En aquella época se conoce que la ley se sentía más fuerte, y que podía exigir la obediencia en tono más severo; pues vemos que en el canon 3.º del mismo concilio se prescribe que todos los varones que hayan cumplido doce años, presten juramento de observar la Tregua; y en el canon 4.º se excomulga á los que se resistan á prestarle; así como algunos años después, á saber, en 1115, la Tregua empieza á comprender, no ya[143] algunas temporadas, sino años enteros: el concilio de Troya, en la Pulla, celebrado en dicho año por el papa Pascual, establece la Tregua por tres años.

Los papas continuaban con ahinco la obra comenzada, sancionando con el peso de su autoridad, y difundiendo con su influencia, entonces universal y poderosa en toda la Europa, la observancia de la Tregua. Ésta, aunque en la apariencia no fuese otra cosa que un acatamiento á la religión por parte de las pasiones violentas, que por respeto á ella suspendían sus hostilidades, era, en el fondo, el triunfo del derecho sobre el hecho, y uno de los más admirables artificios que se han visto empleados jamás para suavizar las costumbres de un pueblo bárbaro. Quien se veía precisado á no poder echar mano de la fuerza en cuatro días de la semana, y largas temporadas del año, claro es que debía de inclinarse á costumbres más suaves, no empleándola nunca. Lo que cuesta trabajo, no es convencer al hombre de que obra mal, sino hacerle perder el hábito de obrar mal; y sabido es que todo hábito se engendra por la repetición de los actos, y se pierde cuando se logra que éstos cesen por algún tiempo.

Así, es sumamente satisfactorio el ver que los papas procuraban sostener y propagar esa Tregua renovando el mandamiento de su observancia en concilios numerosos, y, por tanto, de una influencia más eficaz y universal. En el concilio de Reims, abierto por el mismo pontífice Calixto II en 1119, se expidió un decreto en confirmación de la misma Tregua. Asistieron á este concilio trece arzobispos, más de doscientos obispos y un gran número de abades y eclesiásticos distinguidos en dignidad. Inculcóse la misma observancia en el concilio de Letrán IX, general, celebrado en 1123, congregado por Calixto II. Eran más de trescientos los prelados entre arzobispos y obispos, y el número de los abades pasaba de seiscientos. En 1130 se insiste sobre lo mismo en el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado por Inocencio II, renovándose los reglamentos pertenecientes á la observancia de la Tregua; y en el[144] concilio de Aviñón en 1209, celebrado por Hugo, obispo de Riez, y Milón, notario del papa Inocencio III, ambos legados de la Santa Sede, se confirman las leyes anteriormente establecidas para la observancia de la paz y de la Tregua, condenándose á los revoltosos que la perturbaban. En el concilio de Montpeller, celebrado en 1215, juntado por Roberto de Corceón, y presidido por el cardenal de Benevento como legado que era en la provincia, se renueva y confirma todo cuanto en distintos tiempos se había arreglado para la seguridad pública, y más recientemente para la subsistencia de la paz entre señor y señor, y entre los pueblos.

Á los que han mirado la intervención de la sociedad eclesiástica en los negocios civiles como una usurpación de las atribuciones del poder público, podríase preguntarles si puede ser usurpado lo que no existe, y si un poder incapacitado para ejercer sus atribuciones propias, se quejaría con razón de que las ejerciese otro que tuviese para ello la inteligencia y la fuerza necesarias. No se quejaba entonces el poder político de esas pretendidas usurpaciones, y así los gobiernos como los pueblos las miraban como muy justas y legítimas, porque, como se ha dicho más arriba, eran naturales, necesarias, traídas por la fuerza de los acontecimientos, dimanadas de la situación de las cosas. Por cierto que sería ahora curioso ver que los obispos se ocupasen en la seguridad de los caminos, que publicasen edictos contra los incendiarios, los ladrones, los que cortasen los olivos ó causasen otros estragos semejantes; pero en aquellos tiempos se consideraba este proceder como muy natural y muy necesario. Merced á estos cuidados de la Iglesia, á este solícito desvelo, que después se ha culpado con tanta ligereza, pudieron echarse los cimientos de este edificio social cuyos bienes disfrutamos, y llevarse á cabo una reorganización que hubiera sido imposible sin la influencia religiosa y sin la acción de la potestad eclesiástica.

¿Queréis saber el concepto que debe formarse de un hecho, descubriendo si es hijo de la naturaleza misma[145] de las cosas, ó efecto de combinaciones astutas? Reparad el modo con que se presenta, los lugares en que nace, los tiempos en que se verifica; y cuando le veáis reproducido en épocas muy distintas, en lugares muy lejanos, entre hombres que no han podido concertarse, estad seguros que lo que obra allí no es el plan del hombre, sino la fuerza misma de las cosas. Estas condiciones se verifican de un modo palpable en la acción de la potestad eclesiástica sobre los negocios públicos. Abrid los concilios de aquellas épocas y por doquiera os ocurrirán los mismos hechos; así, por ejemplo, el concilio de Palencia, en el reino de León, celebrado en 1129, ordena en su canon 12 que se destierre ó se recluya en un monasterio á los que acometan á los clérigos, monjes, mercaderes, peregrinos y mujeres. Pasad á Francia y encontraréis el concilio de Clermont, en Auvernia, celebrado en 1130, que en su canon 13 excomulga á los incendiarios. En 1157 os ocurrirá el concilio de Reims, mandando en su canon 3.º que durante la guerra no se toque la persona de los clérigos, monjes, mujeres, viajantes, labradores y viñeros. Pasad á Italia y encontraréis el concilio de Letrán IX, general, convocado en 1179, que prohibe, en su canon 22, maltratar é inquietar á los monjes, clérigos, peregrinos, mercaderes, aldeanos que van de viaje, ó están ocupados en la agricultura, y á los animales empleados en ella. En el canon 24 se excomulga á los que apresen ó despojen á los cristianos que naveguen para su comercio ú otras causas legítimas y á los que roben á los náufragos, si no restituyen lo robado. Pasando á Inglaterra, encontramos el concilio de Oxford, celebrado en 1222 por Esteban Langton, arzobispo de Cantorbery, prohibiendo en el canon 20 que nadie pueda tener ladrones para su servicio. En Suecia el concilio de Arbogen, celebrado en 1396 por Enrique, arzobispo de Upsal, dispone en su canon 5.º que no se conceda sepultura eclesiástica á los piratas, raptores, incendiarios, ladrones de caminos reales, opresores de pobres y otros malhechores. Por manera que, en todas partes,[146] y en todos tiempos, se encuentra el mismo hecho: la Iglesia luchando contra la injusticia, contra la violencia, y esforzándose por reemplazarlas con el reinado de la justicia y de la ley.

Yo no sé con qué espíritu han leído algunos la historia eclesiástica, que no hayan sentido la belleza del cuadro que se ofrece en las repetidas disposiciones que no he hecho más que apuntar, todas dirigidas á proteger al débil contra el fuerte. Si al clérigo y al monje, como débiles que son por pertenecer á una profesión pacífica, se les protege de una manera particular en los cánones citados, notamos que se dispensa la misma protección á las mujeres, á los peregrinos, á los mercaderes, á los aldeanos que van de viaje y se ocupan en los trabajos del campo, á los animales de cultivo, en una palabra, á todo lo débil. Y cuenta que esta protección no es un mero arranque de generosidad pasajera: es un sistema seguido en lugares muy diferentes, continuado por espacio de siglos, desenvuelto y aplicado por los medios que la caridad sugiere, inagotable en recursos y artificios cuando se trata de hacer el bien y de evitar el mal. Y por cierto que aquí no puede decirse que la Iglesia obrase por miras interesadas, porque, ¿cuál era el provecho material que podía resultarle de impedir el despojo de un obscuro viajante, el atropellamiento de un pobre labrador, ó el insulto hecho á una desvalida mujer? El espíritu que la animaba entonces, á pesar de los abusos que consigo traía la calamidad de los tiempos; el espíritu que la animaba entonces, como ahora, era el Espíritu de Dios; ese Espíritu que le comunica sin cesar una decidida inclinación á lo bueno, á lo justo, y que la impele de continuo á buscar los medios más á propósito para realizarlo.

Juzgue ahora el lector imparcial si esfuerzos tan continuados por parte de la Iglesia para desterrar de la sociedad el dominio de la fuerza debieron ó no contribuir á suavizar las costumbres. Esto aun limitándonos al tiempo de paz; pues, por lo que toca al de guerra, no[147] es necesario siquiera detenerse en probarlo. El vae victis de los antiguos ha desaparecido en la historia moderna, merced á la religión divina que ha inspirado á los hombres otras ideas y sentimientos; merced á la Iglesia católica, que con su celo por la redención de los cautivos ha suavizado las máximas feroces de los romanos, que conceptuaban necesario, para hacer á los hombres valientes, no dejarles esperanza de salir de la esclavitud, en caso de que á ella los condujesen los azares de la guerra. Si el lector quiere tomarse la pena de leer el capítulo XVII de esta obra con el § III de la nota primera, donde se hallan algunos de los muchos documentos que se podrían citar sobre este punto, formará cabal concepto de la gratitud que se merece la Iglesia católica por su caridad, su desprendimiento, su celo incansable en favor de los infelices que, privados de libertad, gemían en poder de los enemigos. Á esto debe añadirse también la consideración de que, abolida la esclavitud, había de suavizarse por necesidad el sistema de la guerra. Porque, si al enemigo no era lícito matarle, una vez rendido, ni tampoco retenerle en esclavitud, todo se reducía á retenerle el tiempo necesario para que no pudiese hacer daño, ó hasta que se recibiese por él la compensación correspondiente. He aquí el sistema moderno, que consiste en retener los prisioneros hasta que se haya terminado la guerra ó verificado un canje.

Bien que, según lo dicho más arriba, la suavidad de costumbres consiste, propiamente hablando, en la exclusión de la fuerza, no obstante, como en este mundo todo se enlaza, no debe mirarse esta exclusión de un modo abstracto, considerando posible que exista por la sola fuerza del desarrollo de la inteligencia. Una de las condiciones necesarias para una verdadera suavidad de costumbres, es que, no sólo se eviten en cuanto sea posible los medios violentos, sino que, además, se empleen los benéficos. Si esto no se verifica, las costumbres serán más bien enervadas que suaves, y el uso de la fuerza no será desterrado de la sociedad,[148] sino que andará en ella disfrazado con artificio. Por estas razones conviene echar una ojeada sobre el principio de donde ha sacado la civilización europea el espíritu de beneficencia que la distingue; pues que así se acabará de manifestar que al Catolicismo es debida principalmente nuestra suavidad de costumbres. Además, que, aun prescindiendo del enlace que con esto tiene la beneficencia, ella por sí sola entraña demasiada importancia, para que sea posible desentenderse de consagrarle algunas páginas, cuando se hace una reseña analítica de los elementos de nuestra civilización.[7]


CAPITULO XXXIII

Las costumbres no serán jamás suaves, si no existe la beneficencia pública. De suerte que la suavidad y esta beneficencia, si bien no se confunden, no obstante, se hermanan. La beneficencia pública, propiamente tal, era desconocida entre los antiguos. El individuo podía ser benéfico una que otra vez; la sociedad no tenía entrañas. Así es que la fundación de establecimientos públicos de beneficencia no entró jamás en su sistema de administración. ¿Qué hacían, pues, de los desgraciados? se nos dirá; y nosotros responderemos á esta pregunta con el autor del Genio del Cristianismo: «Tenían dos conductos para deshacerse de ellos: el infanticidio y la esclavitud.»

Dominaba ya el Cristianismo en todas partes, y vemos todavía que los rastros de costumbres atroces daban mucho que entender á la autoridad eclesiástica. El concilio de Vaisón, celebrado en el año 442, al establecer un reglamento sobre pertenencia legítima de los expósitos, manda castigar con censura eclesiástica á los que perturbaban con reclamaciones importunas á las personas caritativas que habían recogido un niño;[149] lo que hacía el concilio con la mira de no apartar de esta costumbre benéfica, porque, en el caso contrario, según añade, estaban expuestos á ser comidos por los perros. No dejaban, todavía, de encontrarse algunos, padres desnaturalizados que mataban á sus hijos; pues que un concilio de Lérida, celebrado en el año 546, impone siete años de penitencia á los que cometan semejante crimen; y el de Toledo, celebrado en 589, dispone en su canon 17 que se impida que los padres y madres quiten la vida á sus hijos.

No estaba, sin embargo, la dificultad en corregir estos excesos, que por su misma oposición á las primeras ideas de moral, y por su repugnancia á los sentimientos más naturales, se prestaban á ser desarraigados y extirpados. La dificultad consistía en encontrar los medios para organizar un vasto sistema de beneficencia, donde estuviesen siempre á la mano los socorros, no sólo para los niños, sino también para los viejos inválidos, para los enfermos, para los pobres que no pudiesen vivir de su trabajo; en una palabra, para todas las necesidades. Como nosotros vemos esto planteado ya, y nos hemos familiarizado con su existencia, nos parece una cosa tan natural y sencilla, que apenas acertamos á distinguir una mínima parte del mérito que encierra. Supóngase, empero, por un instante que no existiesen semejantes establecimientos; trasladémonos con la imaginación á aquella época en que no se tenía de ellos ni idea siquiera; ¿qué esfuerzos tan continuados no supone el plantearlos y organizarlos?

Es claro que, extendida por el mundo la caridad cristiana, debían ser socorridas todas las necesidades con más frecuencia y eficacia que no lo eran anteriormente, aun suponiendo que el ejercicio de ella se hubiese limitado á medios puramente individuales: porque nunca habría faltado un número considerable de fieles que hubieran recordado las doctrinas y el ejemplo de Jesucristo, quien, mientras nos enseñaba la obligación de amar á los demás hombres como á nosotros mismos, y esto no con un afecto estéril, sino dando de co[150]mer al hambriento, de beber al que tiene sed, vistiendo al desnudo y visitando al enfermo y al encarcelado, nos ofrecía en su propia conducta un modelo de la práctica de esa virtud. De mil maneras podía ostentar el infinito poder que tenía sobre el cielo y la tierra: al imperio de su voz se hubieran humillado dóciles todos los elementos, los astros se hubieran detenido en su carrera, y la naturaleza toda hubiera suspendido sus leyes; pero es de notar que se complace en manifestar su omnipotencia, en atestiguar su divinidad, haciendo milagros que servían de remedio ó consuelo de los desgraciados. Su vida está compendiada en la sencillez sublime de aquellas dos palabras del sagrado texto: Pertransiit benefaciendo. Pasó haciendo bien.

Sin embargo, por más que pudiese esperarse de la caridad cristiana entregada á sus propias inspiraciones, y obrando en la esfera meramente individual, no era conveniente dejarla en semejante estado, sino que era menester realizarla en instituciones permanentes, por medio de las cuales se evitase que el socorro de las necesidades estuviese sujeto á las contingencias inseparables de todo lo que depende de la voluntad del hombre y de circunstancias de momento. Por este motivo, fué sumamente cuerdo y previsor el pensamiento de plantear un gran número de establecimientos de beneficencia. La Iglesia fué quien lo concibió y lo realizó; y en esto no hizo otra cosa que aplicar á un caso particular la regla general de su conducta: no dejar nunca á la voluntad del individuo lo que puede vincularse en una institución. Y es digno de notarse que ésta es una de las razones de la robustez que tiene todo cuanto pertenece al Catolicismo: de manera que, así como el principio de la autoridad en materias de dogma le conserva la unidad y la firmeza en la fe, así la regla de reducirlo todo á instituciones asegura la solidez y duración á todas sus obras. Estos dos principios tienen entre sí una correspondencia íntima; porque, si bien se mira, el uno supone la desconfianza en el entendimiento del hombre, el otro en su voluntad y en[151] sus medios Individuales. El uno supone que el hombre no se basta á sí mismo para el conocimiento de muchas verdades, el otro que es demasiado veleidoso y débil para que el hacer el bien pueda quedar encomendado á su inconstancia y flaqueza. Y ni uno ni otro hacen injuria al hombre, ni uno ni otro rebajan su dignidad; no hacen más que decirle lo que en realidad es, sujeto al error, inclinado al mal, variable en sus propósitos y escaso en sus recursos. Verdades tristes, pero atestiguadas por la experiencia de cada día, y cuya explicación nos ofrece la religión cristiana, asentando como dogma fundamental la caída del humano linaje en la prevaricación del primer padre.

El Protestantismo, siguiendo principios diametralmente opuestos, aplica también á la voluntad el espíritu de individualismo que predica para el entendimiento, y así es que de suyo es enemigo de instituciones. Concretándonos al objeto que nos ocupa, vemos que su primer paso, en el momento de su aparición, fué destruir lo existente, sin pensar cómo podría reemplazarse. Increíble parecerá que Montesquieu haya llegado al extremo de aplaudir esa obra de destrucción, y ésta es otra prueba de la maligna influencia ejercida sobre los espíritus por la pestilente atmósfera del siglo pasado. «Enrique VIII, dice el citado autor, queriendo reformar la Inglaterra, destruyó los frailes; gente perezosa que fomentaba la pereza de los demás, porque, practicando la hospitalidad, hacía que una infinidad de personas ociosas, nobles y de la clase del pueblo, pasasen su vida corriendo de convento en convento. Quitó también los hospitales, donde el pueblo bajo encontraba su subsistencia, como los nobles la suya en los monasterios. Desde aquella época se estableció en Inglaterra el espíritu de industria y de comercio.» (Espíritu de las leyes. Lib. 23, cap. 29.) Que Montesquieu hubiese encomiado la conducta de Enrique VIII en destruir los conventos apoyándose en la miserable razón de que, faltando la hospitalidad que en ellos se encontraba, se quitaría á los ociosos este recurso, es[152] cosa que no fuera de extrañar, supuesto que semejantes vulgaridades eran del gusto de la filosofía que empezaba á cundir á la sazón. En todo lo que estaba en oposición con las instituciones del Catolicismo se pretendía encontrar profundas razones de economía y de política; cosa muy fácil, porque un ánimo preocupado encuentra en los libros, como en los hechos, todo lo que quiere. Podíase, sin embargo, preguntar á Montesquieu cuál había sido el paradero de los bienes de los conventos; y, como de esos pingües despojos cupo una buena parte á esos mismos nobles que antes encontraban allí la hospitalidad, quizás podría reconvenirse al autor del Espíritu de las leyes, por haber pretendido disminuir la ociosidad de éstos por un medio tan singular como era darles los bienes de aquellos que los hospedaban. Por cierto que, teniendo los nobles en su casa los mismos bienes que sufragaban para darles hospitalidad, se les ahorraba el trabajo de correr de convento en convento. Pero lo que no puede tolerarse, es que presente como un golpe maestro en economía política «el haber quitado los hospitales, donde el pueblo bajo encontraba su subsistencia.» ¡Qué! ¿Á tan poco alcanza vuestra vista, tan desapiadada es vuestra filosofía, que creáis conducente para el fomento de la industria y comercio la destrucción de los asilos del infortunio?

Y es lo peor que, seducido Montesquieu por el prurito de hacer lo que se llama observaciones nuevas y picantes, llega al extremo de negar la utilidad de los hospitales, pretendiendo que en Roma ésta es la causa de que viva en comodidad todo el mundo, excepto los que trabajan. Si las naciones son pobres, no quiere hospitales; si son ricas, tampoco; y para sostener esa paradoja inhumana se apoya en las razones que verá el lector en las siguientes palabras. «Cuando la nación es pobre, dice, la pobreza particular dimana de la miseria general; y no es más, por decirlo así, que la misma miseria general. Todos los hospitales no sirven entonces para remediar esa pobreza particular; al contrario, el espíritu de pereza que ellos inspiran aumenta la[153] pobreza general, y, por consiguiente, la particular.» He aquí los hospitales presentados como dañosos á las naciones pobres, y, por tanto, condenados. Oigámosle ahora por lo tocante á las ricas. «He dicho que las naciones ricas necesitaban hospitales, porque en ellas está sujeta la fortuna á mil accidentes; pero échase de ver que socorros pasajeros valdrían mucho más que establecimientos perpetuos. El mal es momentáneo; de consiguiente, es menester que los socorros sean de una misma clase, y aplicables al accidente particular.» (Espíritu de las leyes. Lib. 23, cap. 29.) Difícil es encontrar nada más vacío y más falso que lo que se acaba de citar; de cierto que, si por semejante muestra se hubiese de juzgar esa obra, cuyo mérito se ha exagerado tanto, merecería una calificación aun más severa de la que le da M. Bonald cuando la llama «la más profunda de las obras superficiales».

Afortunadamente para los pobres, y para el buen orden de la sociedad, la Europa en general no ha adoptado esas máximas; y en este punto, como en muchos otros, se han dejado aparte las preocupaciones contra el Catolicismo, y se ha seguido con más ó menos modificaciones el sistema que él había enseñado. En la misma Inglaterra existen en considerable número los establecimientos de beneficencia, sin que se crea que para aguijonear la diligencia del pobre sea menester exponerle al peligro de perecer de hambre. Conviene, sin embargo, observar que ese sistema de establecimientos públicos de beneficencia, generalizado en la actualidad por toda Europa, no hubiera existido sin el Catolicismo; y puede asegurarse que, si el cisma religioso protestante hubiese tenido lugar antes de que se plantease y organizase el indicado sistema, no disfrutaría actualmente la sociedad europea de unos establecimientos que tanto le honran, y que, además, son un precioso elemento de buena policía y de tranquilidad pública.

No es lo mismo fundar y sostener un establecimiento de esta clase, cuando ya existen muchos otros del[154] mismo género, cuando los gobiernos tienen á la mano inmensos recursos, y disponen de la fuerza necesaria para proteger todos los intereses, que plantear un gran número de ellos cuando no hay tipos á que referirse, cuando se han de improvisar los recursos de mil maneras diferentes, cuando el poder público no tiene ni prestigio ni fuerza para mantener á raya las pasiones violentas que se esfuerzan en apoderarse de todo lo que les ofrece algún cebo. Lo primero se ha hecho en los tiempos modernos desde la existencia del Protestantismo; lo segundo lo había hecho siglos antes la Iglesia católica.

Y nótese bien que lo que se ha realizado en los países protestantes á favor de la beneficencia, no ha sido más que actos administrativos del gobierno, actos que necesariamente debía inspirarle la vista de los buenos resultados que hasta entonces habían producido semejantes establecimientos. Pero el Protestantismo en sí, y considerado como Iglesia separada, nada ha hecho. Ni tampoco podía hacer, pues que allí donde conserva algo de organización jerárquica, es un puro instrumento del poder civil, y, por tanto, no puede obrar por inspiración propia. Para acabar de esterilizarse en este punto, tiene, además del vicio de su constitución, sus preocupaciones contra los institutos religiosos, tanto de hombres como de mujeres; y así está privado de uno de los poderosos medios que tiene el Catolicismo para llevar á cabo las obras de caridad más arduas y penosas. Para los grandes actos de caridad es necesario el desprendimiento de todas las cosas, y hasta de sí mismo; y esto es lo que se encuentra eminentemente en las personas consagradas á la beneficencia en un instituto religioso; allí se empieza por el desprendimiento raíz de todos los demás: el de la propia voluntad.

La Iglesia católica, lejos de proceder en esta parte por inspiraciones del poder civil, ha considerado como objeto propio el cuidar del socorro de todas las necesidades; y los obispos han sido considerados como los[155] protectores y los inspectores natos de los establecimientos de beneficencia. Y de aquí es que por derecho común los hospitales estaban sujetos á los obispos, y en la legislación canónica ha ocupado siempre un lugar muy principal el ramo de establecimientos de beneficencia.

Es antiquísimo en la Iglesia legislar sobre esos establecimientos, y así vemos que el concilio de Calcedonia, al prescribir que esté bajo la autoridad del obispo de la ciudad el clérigo constituído in ptochiis, esto es, según explicación de Zonaras, «en unos establecimientos destinados al alimento y cuidado de los pobres, como son aquellos donde se reciben y mantienen los pupilos, los viejos y enfermos», usa la siguiente expresión: según la tradición de los Santos Padres; indicando con esto que existían ya disposiciones antiguas de la Iglesia sobre tales objetos, pues que ya entonces se apelaba á la tradición, en tratándose de arreglar algún punto á ellos concerniente. Son conocidas también de los eruditos las antiguas Diaconías, lugares de beneficencia donde se recogían viudas pobres, huérfanos, viejos y otras personas miserables.

Cuando con la irrupción de los bárbaros se introdujo por todas partes el dominio de la fuerza, los bienes que habían adquirido, ó que en lo sucesivo adquiriesen, los hospitales, estaban muy mal seguros, pues que de suyo ofrecían un cebo muy estimulante. No faltó, empero, la Iglesia á cubrirlos con su protección. La prohibición de apoderarse de ellos se hacía de un modo muy severo, y los perpetradores de este atentado eran castigados como homicidas de pobres. El concilio de Orleans, celebrado en el año 549, prohibe en su canon 13 el apoderarse de los bienes de hospitales; y en el canon 15, confirmando la fundación de un hospital hecho en León por el rey Childeberto y la reina Ultragotha, encargando la seguridad y la buena administración de sus bienes, impone á los contraventores la pena de anatema como reos de homicidio de pobres.

Ciertas disposiciones sobre los pobres, que son á un[156] tiempo de beneficencia y de policia, y adoptadas en la actualidad en varios países, las encontramos en antiquísimos concilios; como el formar una lista de los pobres de la parroquia, el obligar á ésta á mantenerlos, y otras semejantes. Así, el concilio de Tours, celebrado por los años de 566 ó 567, ordena en su canon 5.º que cada ciudad mantenga sus pobres, y que los sacerdotes rurales y sus feligreses alimenten los suyos, para evitar que los mendigos anden vagabundos por las ciudades y provincias. Por lo que toca á los leprosos, el canon 21 del concilio de Orleans, poco ha citado, prescribe que los obispos cuiden particularmente de los pobres leprosos de sus diócesis, suministrándoles del fondo de la Iglesia alimento y vestido; y el concilio de León, celebrado en el año 583, manda en su canon 6.º que los leprosos de cada ciudad y su territorio sean mantenidos á expensas de la Iglesia, cuidando de esto el obispo.

Teníase en la Iglesia una matrícula de los pobres, para distribuirles una parte de los bienes, y estaba expresamente prohibido el recibir nada de ellos por inscribirlos en la misma. En el concilio de Reims, celebrado en el año 874, se prohibe en el 2.º de sus cinco artículos el recibir nada de los pobres que se matriculaban, y esto so pena de deposición.

La solicitud por la mejora de la suerte de los presos, que tanto se ha desplegado en los tiempos modernos, es antiquísima en la Iglesia, y es de notar que ya en el siglo sexto había en ellas un visitador de cárceles. El arcediano, ó el prepósito de la iglesia, tenía la obligación de visitar los presos todos los domingos. No se exceptuaba de esta solicitud ninguna clase de criminales; y el arcediano debía enterarse de sus necesidades y suministrarles el alimento y lo demás que necesitasen, por medio de una persona recomendable elegida por el obispo. Así consta del canon 20 del concilio de Orleans, celebrado en el año 549.

Larga sería la tarea de enumerar ni aun una pequeña parte de las disposiciones que atestiguan el celo[157] desplegado por la Iglesia en el consuelo y alivio de todos los desgraciados; ni esto fuera propio de este lugar, dado que sólo me he propuesto comparar el espíritu del Protestantismo con el del Catolicismo con respecto á las obras de beneficencia. Pero, ya que el mismo desarrollo de la cuestión me ha llevado como de la mano á algunas indicaciones históricas, no puedo menos de recordar el capítulo 141 del concilio de Aix-la-Chapelle, donde se ordena que los prelados, siguiendo los ejemplos de sus predecesores, funden un hospital para recibir tantos pobres cuantos alcancen á mantener las rentas de la iglesia. Los canónigos habían de dar al hospital el diezmo de sus frutos, y uno de ellos debía ser nombrado para recibir á los pobres extranjeros, y para la administración del hospital. Esto en la regla para los canónigos. En la regla para las canonesas dispone el mismo concilio que se establezca un hospital cerca del monasterio, y que dentro del mismo haya un sitio destinado para recibir á las mujeres pobres. De esta práctica resultó que, muchos siglos después, se veían en varias partes hospitales junto á la iglesia de los canónigos.

Llegando á tiempos más cercanos, son en muy crecido número los institutos que se fundaron con objetos de beneficencia; siendo de admirar la fecundidad con que brotaban por dondequiera los medios de socorrer las necesidades que se iban ofreciendo. No es dado calcular á punto fijo lo que hubiera sucedido sin la aparición del Protestantismo; pero, discurriendo por analogía, se puede conjeturar que, si el desarrollo de la civilización europea se hubiese llevado á su complemento bajo el principio de la unidad religiosa, y sin las revoluciones y reacciones incesantes en que se halló sumida la Europa, merced á la pretendida reforma, no habría dejado de nacer del seno de la religión católica algún sistema general de beneficencia que, organizado con una grande escala y conforme á lo que han ido exigiendo los nuevos progresos de la sociedad, quizás hubiera prevenido ó remediado esa plaga del[158] pauperismo, que es el cáncer de los pueblos modernos. ¿Qué no podía esperarse de los esfuerzos de toda la inteligencia y de todos los recursos de Europa, obrando de concierto para lograr este objeto? Desgraciadamente se rompió la unidad de la fe, se desconoció la autoridad que debía ser el centro en adelante, como lo había sido hasta allí, y, desde entonces, la Europa, que estaba destinada á ser en breve un pueblo de hermanos, se convirtió en un campo de batalla donde se peleó con inaudito encarnizamiento. El rencor, engendrado por la diferencia de religión, no permitió que se aunasen los esfuerzos para salir al paso de las nuevas complicaciones y necesidades que iban á brotar de la organización social y política alcanzada por la Europa á costa de los trabajos de tantos siglos; en lugar de esto, se aclimataron entre nosotros las disputas rencorosas, la insurrección y la guerra.

Es menester no olvidar que con el cisma de los protestantes, no sólo se ha impedido la reunión de todos los esfuerzos de Europa para alcanzar el fin indicado, sino que se ha causado, además, otro mal muy grave, cual es: que el Catolicismo no ha podido obrar de una manera regular, aun en los países donde se ha conservado con predominio, ó principal, ó exclusivo. Casi siempre ha tenido que mantenerse en actitud de defensa, y así se ha visto precisado á gastar una gran parte de sus recursos en procurarse medios de salvar su existencia propia. Resulta de esto ser muy probable que el orden actual de cosas en Europa es del todo diferente del que hubiera sido en la suposición contraria, y que tal vez, en este último caso, no hubiera sido necesario fatigarse en esfuerzos impotentes contra un mal que, según todas las apariencias, si no se imaginan otros medios que los conocidos hasta aquí, es poco menos que incurable.

Se me dirá que, en tal caso, la Iglesia hubiera conservado una autoridad excesiva sobre todo el ramo de beneficencia, lo que habría sido una limitación injusta de las facultades del poder civil; pero esto es un error.[159] Porque es falso que la Iglesia pretendiese nada que no estuviese muy de acuerdo con lo que exige el mismo carácter de protectora de todos los desgraciados, de que se halla tan dignamente revestida. Verdad es que en ciertos siglos apenas se oye otra voz, ni se ve otra acción que la suya, en todo lo tocante al ramo de beneficencia; pero es menester observar que en aquellos siglos estaba muy lejos el poder civil de poseer una administración ordenada y vigorosa, con que pudiese auxiliar como corresponde á la Iglesia. Tanto dista de haber mediado en esto ninguna ambición por parte de ella, que, antes bien, llevada por su celo sin límites, había cargado sobre sus hombros todo el cuidado, así de lo espiritual como de lo temporal, sin reparar en ninguna clase de sacrificios y dispendios.

Tres siglos han pasado desde el funesto acontecimiento que lamentamos, y la Europa, que durante este tiempo ha estado sujeta en buena parte á la influencia del Protestantismo, no ha dado un solo paso más allá de lo que estaba ya hecho antes de aquella época. No puedo creer que, si estos tres siglos hubiesen corrido bajo la influencia exclusiva del Catolicismo, no hubiese brotado de su seno alguna invención caritativa, que hubiese elevado los sistemas de beneficencia á toda la altura reclamada por la complicación de los nuevos intereses. Echando una ojeada sobre los varios sistemas que fermentan en el espíritu de los que se ocupan en esta cuestión gravísima, figura la asociación bajo una ú otra forma. Cabalmente éste ha sido uno de los principales favoritos del Catolicismo, el cual, así como proclama la unidad en la fe, así proclama la unión en todo. Pero hay la diferencia de que muchas de las asociaciones que se conciben y plantean, no son más que aglomeración de intereses, faltándoles la unión de voluntades, la unidad de fin, circunstancias que no se encuentran sino por medio de la caridad cristiana; y, no obstante, son necesarias estas circunstancias para llevar á cabo las grandes obras de beneficencia, si en ella se ha de encontrar algo más[160] que una medida de administración pública. Esta administración de poco sirve cuando no es vigorosa; y, desgraciadamente, cuando alcanza este vigor, su acción se resiente un poco de la dureza y tirantez de los resortes. Por esto se necesita la caridad cristiana, que, filtrándose por todas partes á manera de bálsamo, suavice lo que tenga de duro la acción del hombre.

¡Ay de los desgraciados que no reciben el socorro en sus necesidades, sino por medio de la administración civil, sin intervención de la caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público, la filantropía exagerará los cuidados que prodiga al infortunio, pero en la realidad las cosas pasarán de otra manera. El amor de nuestros hermanos, si no está fundado en principios religiosos, es tan abundante de palabras como escaso de obras. La vista del pobre, del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para que podamos soportarla por mucho tiempo, cuando no nos obligan á ello muy poderosos motivos. ¿Cuánto menos se puede esperar que los cuidados penosos, humillantes, de todas horas, que reclama el socorro de esos infelices, puedan ser sostenidos cual conviene por un vago sentimiento de humanidad? No: donde falte la caridad cristiana, podrá haber puntualidad, exactitud, todo lo que se quiera, por parte de los asalariados para servir, si el establecimiento está sujeto á una buena administración; pero faltará una cosa que con nada se suple, que no se paga, el amor. Mas, se nos dirá, ¿no tenéis fe en la filantropía? No; porque, como ha dicho Chateaubriand, la filantropía es la moneda falsa de la caridad.

Muy razonable era, pues, que la Iglesia tuviese una intervención directa en todos los ramos de beneficencia, pues que ella era quien debía saber mejor que nadie el modo de hacer obrar la caridad cristiana, aplicándola á todo linaje de necesidades y miserias. No era esto satisfacer la ambición, sino dar pábulo al celo; no era reclamar un privilegio, sino hacer valer un derecho. Por lo demás, si os empeñareis en apellidar am[161]bición este deseo, al menos no podréis negarnos que es una ambición de nueva clase, una ambición muy digna de gloria y prez, la de reclamar el privilegio de socorrer y consolar el infortunio.[8]


CAPITULO XXXIV

La cuestión sobre la suavidad de costumbres, tratada en los capítulos anteriores, me conduce naturalmente á otra, harto difícil ya de suyo, y que, además, ha llegado á ser en extremo espinosa, á causa de las muchas preocupaciones que la rodean. Hablo de la tolerancia en materias religiosas. Para ciertos hombres la palabra Catolicismo es sinónima de intolerancia; y es tal el embrollo de ideas en este punto, que es tarea trabajosa el empeño de aclarárselas. Basta pronunciar el nombre de intolerancia, para que el ánimo de algunas personas se sienta asaltado de toda clase de ideas tétricas y horrorosas. La legislación, las instituciones, los hombres de los tiempos pasados, todo es condenado sin apelación, al menor asomo que se descubre de intolerancia. Las causas que á esto contribuyen son varias; pero, si se quiere señalar la principal, se podría repetir la profunda sentencia de Catón, cuando, acusado, á la edad de 86 años, de no sé qué delitos de su vida, en épocas muy anteriores, dijo: «Difícil es dar cuenta de la propia conducta á hombres de otro siglo del en que uno ha vivido.»

Cosas hay sobre las que no es posible formar juicio acertado, sin poseer no sólo el conocimiento, sino un sentimiento vivo de la época en que se realizaron. ¿Y cuántos son los hombres capaces de llegar á este punto? Pocos son los que consiguen poner su entendimiento á cubierto del influjo de la atmósfera que los circunda; pero todavía son menos los que lo alcanzan con[162] respecto al corazón. Cabalmente el siglo en que vivimos es el reverso de los siglos de la intolerancia, y he aquí la primera dificultad que ocurre en la discusión de esta clase de cuestiones.

El acaloramiento y la mala fe de algunos que las examinaron, han tenido también no escasa parte en el extravío de la opinión. Nada existe en el mundo que no pueda desacreditarse si no se mira más que por un lado; porque las cosas, miradas así, son falsas, ó, en otros términos, no son ellas mismas. Todo cuerpo tiene tres dimensiones: quien no atienda más que á una, no se forma idea del cuerpo, sino de una cantidad que es muy diferente de él. Tomad una institución cualquiera, la más justa, la más útil que podáis imaginar; proponeos examinarla bajo el aspecto de los males é inconvenientes que haya acarreado, cuidando de agrupar en pocas páginas lo que en realidad está desparramado en muchos siglos. Su historia resultará repugnante, negra, digna de execración. Dejad que un amante de la democracia os pinte en breve cuadro, y con hechos históricos, los males é inconvenientes de la monarquía, y los vicios y los crímenes de los monarcas; ¿qué parece entonces la monarquía? Pero, á un amante de ésta, dejadle que á su vez pueda retrataros también con hechos históricos, la democracia y los demagogos; ¿qué resulta entonces la democracia? Reunid en un cuadro los males acarreados por el mucho adelanto de los pueblos; la civilización y la cultura os parecerán detestables. Andando en busca de hechos en los fastos del espíritu humano, se puede hacer de la historia de la ciencia, la historia de la locura y hasta del crimen. Acumulando los accidentes funestos ocasionados por los profesores del arte de curar, se puede presentar esta profesión benéfica, como la carrera del homicidio. En una palabra: todo se puede falsear procediendo de esta suerte. Dios mismo se nos ofrecerá como un monstruo de crueldad y tiranía, si, haciendo abstracción de su bondad, de su sabiduría, de su justicia, no atendemos á otra cosa que á los males que[163] presenciamos en un mundo creado por su poder y sujeto á su providencia.

Apliquemos estos principios. Si, dejando aparte el espíritu de los tiempos, de circunstancias particulares de un orden de cosas del todo diferente, se nos hace la historia de la intolerancia religiosa de los católicos, cuidando de que los rigores de Fernando é Isabel, de Felipe II, de la reina María de Inglaterra, de Luis XIV, y todo lo acontecido en el espacio de tres siglos, se vean reducidos en pocas páginas, y con los colores tan recargados como posible sea; el lector que recibe en pocos momentos la impresión de sucesos que se anduvieron realizando en trescientos años, el lector que, viviendo en una sociedad donde las cárceles se van convirtiendo en casas de recreo, y donde es vivamente combatida la pena de muerte, ve delante de sus ojos tanto lóbrego calabozo, aparatos de tormento, sambenitos y hogueras, siente latir vivamente su corazón, llora sobre el infortunio de los desgraciados que perecen, y se indigna contra los autores de lo que él apellida horrendas atrocidades. Nada se le ha dicho al cándido lector de los principios y de la conducta de los protestantes en la misma época, nada se le ha recordado de la crueldad de Enrique VIII y de Isabel de Inglaterra, y así todo su odio se concentra sobre los católicos, y se acostumbra á mirar el Catolicismo como una religión de tiranía y de sangre. Pero el juicio que de ahí se forme, ¿será recto? ¿será un fallo dado con pleno conocimiento de causa? Veamos lo que haríamos al encontrar un negro cuadro, tal como se ha indicado más arriba, sobre la monarquía, sobre la democracia, sobre la civilización, sobre la ciencia, sobre las profesiones más benéficas. Lo que haríamos, ó al menos lo que ciertamente debiéramos hacer, sería extender más allá nuestra vista, volver el objeto mirándole en sus diferentes caras, atender á los bienes después de habernos hecho cargo de los males; disminuir la impresión que éstos nos han causado y considerarlos como fueron en sí, es decir, distribuídos á grandes distancias[164] en el curso de los siglos; en una palabra, procuraríamos ser justos tomando en nuestras manos la balanza para pesar el bien y el mal, para compararlos, como debe hacerse siempre que se trate de apreciar debidamente las cosas en la historia de la humanidad. Lo propio se habría de ejecutar en el caso en cuestión, para precaverse contra el error á que conducen las falsas relaciones, y la exageración de ciertos hombres, cuyo objeto evidente ha sido falsear los hechos, no presentándolos sino por un lado. Ahora no existe la Inquisición y por cierto que no hay probabilidades de que se restablezca; no existen tampoco las leyes severas que sobre este particular regían en otros tiempos: ó están abrogadas, ó han caído en desuso; y así nadie puede tener un interés en que se las mire desde un punto de vista falso. Concíbese que para algunos existiese ese interés, mientras se trató de hacerles la guerra con la mira de destruirlas; pero, una vez logrado el objeto, la Inquisición y esas leyes son un hecho histórico que conviene examinar con detenimiento é imparcialidad.

Aquí hay dos cuestiones: la del principio, y la de su aplicación; ó bien, de la intolerancia, y del modo de ejercerla. Es menester no confundir estas dos cosas, que, por más enlazadas que se hallen, son, sin embargo, muy diferentes. Empezaré por examinar la primera.

En la actualidad se proclama como un principio la tolerancia universal, y se condena sin restricción todo linaje de intolerancia. ¿Quién cuida de examinar el verdadero sentido de esas palabras? ¿Quién analiza á la luz de la razón las ideas que encierran? ¿Quién, para aclararlas, echa mano de la historia y de la experiencia? Muy pocos. Se pronuncian maquinalmente, se emplean á cada paso para establecer proposiciones de la mayor transcendencia, sin recelo siquiera de que en ellas se envuelva un orden de ideas, de cuya buena ó mala inteligencia y aplicación está pendiente la sociedad. Pocos se paran en que hay aquí cuestiones de de[165]recho tan profundas como delicadas, que hay una gran parte de la historia en que, según como se resuelvan los problemas sobre la tolerancia, se condena todo lo pasado, se derriba todo lo presente, y no se deja, para edificar en el porvenir, más que un movedizo cimiento de arena. Por cierto que lo más cómodo en semejantes casos, es recibir y emplear las palabras tales como circulan, de la misma suerte que se toma y da una moneda corriente, sin pararse en examinar si es ó no es de buena ley. Pero lo más cómodo no es siempre lo más útil; y así como, en tratándose de monedas de algún valor, nos tomamos la molestia de examinarlas para evitar el engaño, es menester observar la misma conducta con respecto á palabras cuyo significado sea muy transcendental.

Tolerancia: ¿que significa esa palabra? Propiamente hablando, significa el sufrimiento de una cosa que se conceptúa mala, pero que se cree conveniente dejarla sin castigo. Así se toleran cierta clase de escándalos, se toleran las mujeres públicas, se toleran estos ó aquellos abusos; de manera que la idea de tolerancia anda siempre acompañada de la idea del mal. Tolerar lo bueno, tolerar la virtud, serían expresiones monstruosas. Cuando la tolerancia es en el orden de las ideas, supone también un mal del entendimiento: el error. Nadie dirá jamás que tolera la verdad.

En contra de esto último puede hacerse una observación, fundada en el uso generalmente introducido de decir: tolerar las opiniones; y opinión es muy diferente de error. Á primera vista, la dificultad parece no tener solución; pero, bien mirada la cosa, es muy difícil encontrársela. Cuando decimos que toleramos una opinión, hablamos siempre de opinión contraria á la nuestra. En este caso, la opinión ajena es en nuestro juicio un error; pues que no es posible que tengamos una opinión sobre un punto, es decir, que pensemos que una cosa es ó no es, ó es de esta manera ó de la otra, sin que al propio tiempo juzguemos que los que no piensan como nosotros, yerran. Si nuestra opinión[166] no pasa de tal, es decir, si el juicio, bien que afianzado en razones que nos parecen buenas, no ha llegado á una completa seguridad, entonces nuestro juicio sobre el error de los otros será también una mera opinión; pero, si llega la convicción á tal punto, que se afirme y consolide del todo, esto es, si llegamos á la certeza, entonces estaremos también ciertos de que los que forman un juicio opuesto, yerran. De donde se infiere que en la palabra tolerancia referida á opiniones, se envuelve siempre la significación de tolerancia de errores. Quien está por el , tiene por falso el no; y quien está por el no, tiene por falso el . Esto no es más que una simple aplicación de aquel famoso principio: es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.

Pero, entonces, se me dirá, ¿qué significamos cuando decimos respetar las opiniones? ¿Se sobrentenderá también que respetamos errores? No. El respetar las opiniones puede tener dos sentidos muy razonables. El primero se funda en la misma flaqueza de convicción de la persona que respeta; porque, cuando sobre un punto no hemos llegado á más que á formar opinión, se entiende que no hemos llegado á certeza; y, por tanto, en nuestra mente hay el conocimiento de que existen razones por la parte opuesta. Bajo este concepto podemos muy bien decir que respetamos la opinión ajena; con lo que expresamos la convicción de que podemos engañarnos, y de que quizás no está la verdad de nuestra parte. Segundo: respetar las opiniones significa á veces respetar las personas que las profesan, respetar su buena fe, respetar sus intenciones. Así se dice á veces respetar las preocupaciones, y claro es que no se habla entonces de un verdadero respeto que á ellas se profese.

De donde se ve que la expresión respetar las opiniones ajenas tiene significado muy diferente, según que la persona que las respeta tiene ó no convicciones ciertas en sentido contrario.

Comprenderemos mejor lo que es la tolerancia, cuál su origen y cuáles sus efectos, si, antes de examinarla[167] en la sociedad, la analizamos de suerte que el objeto de nuestra observación se reduzca á su elemento más simple: la tolerancia considerada en el individuo. Se llama tolerante un individuo, cuando está habitualmente en tal disposición de ánimo, que soporta sin enojarse ni alterarse las opiniones contrarias á la suya. Esta tolerancia tendrá distintos nombres, según las diferentes materias sobre que verse. En materias religiosas, la tolerancia, así como la intolerancia, pueden encontrarse en quien tenga religión y en quien no la tenga; de suerte que ni una ni otra de estas dos últimas situaciones envuelve por necesidad el ser tolerante ni intolerante. Algunos se imaginan que la tolerancia es propia de los incrédulos y la intolerancia de los hombres religiosos; pero esto es un error: ¿quién más tolerante que San Francisco de Sales? ¿y quién más intolerante que Voltaire?

La tolerancia en un hombre religioso, aquella tolerancia que no dimana de la flojedad en las creencias, y que se enlaza muy bien con un ardiente celo por la conservación y la propagación de la fe, nace de dos principios: la caridad y la humanidad: la caridad, que nos hace amar á todos los hombres, aun á nuestros mayores enemigos; que nos inspira la compasión de sus faltas y errores; que nos obliga á mirarlos como hermanos, y á emplear los medios que estén en nuestro alcance para sacarlos de su mal estado, sin que nos sea lícito considerarlos privados de esperanza de salvación, mientras viven sobre la tierra. Rousseau ha dicho que «es imposible vivir en paz con gentes á quienes se cree condenadas»; nosotros no creemos ni podemos creer condenado á nadie, mientras vive; pues que, por grande que sea su iniquidad, todavía son mayores la misericordia de Dios y el precio de la sangre de Jesucristo; y tan lejos estamos de pensar lo que dice el filósofo de Ginebra que «amar á esos tales sería aborrecer á Dios», que antes bien dejaría de pertenecer á nuestra creencia quien sostuviese semejante doctrina. La humildad cristiana es la otra fuente de la[168] tolerancia; la humildad, que nos inspira un profundo conocimiento de nuestra flaqueza, que nos hace mirar cuanto tenemos como venido de Dios, que no nos deja ver nuestras ventajas sobre nuestros prójimos, sino como mayores títulos de agradecimiento á la liberal mano de la Providencia; la humildad, que, no limitándose á la esfera individual, sino abrazando la humanidad entera, nos hace considerar como miembros de la gran familia del linaje humano, caído de su primitiva dignidad por el pecado del primer padre, con malas inclinaciones en el corazón, con tinieblas en el entendimiento, y, por consiguiente, digno de lástima é indulgencia en sus faltas y extravíos; esa virtud sublime en su mismo anonadamiento, y que, como ha dicho admirablemente Santa Teresa, agrada tanto á Dios, porque la humildad es la verdad, esa virtud nos hace indulgentes con todo el mundo, porque no nos deja olvidar un momento que nosotros, más tal vez que nadie, necesitamos también de indulgencia.

No bastará, sin embargo, para que un hombre religioso sea tolerante en toda la extensión de la palabra, el que sea caritativo y humilde: la experiencia nos lo enseña así y la razón nos indica las causas. Con la mira de aclarar perfectamente un punto cuya mala inteligencia embrolla casi siempre esta clase de cuestiones, presentaré un paralelo de dos hombres religiosos cuyos principios serán los mismos, pero cuya conducta será muy diferente. Supónganse dos sacerdotes, ambos distinguidos en ciencia y eminentes en virtud; pero de manera que el uno haya pasado su vida en el retiro, rodeado de personas piadosas, y no tratando sino con católicos, mientras el otro, empleado en misiones en diferentes países donde se hallan establecidas diversas religiones, se ha visto precisado á conversar con hombres de distintas creencias, á vivir entre ellos, y á sufrir el altar de una religión falsa levantado á poca distancia del de la religión verdadera. Los principios de la caridad cristiana serán los mismos en ambos, uno y otro mirarán como un don de Dios la fe que[169] recibieron y conservan; pero, á pesar de todo esto, su conducta será muy diferente, si se encuentran con un hombre que, ó tenga otras creencias, ó no profese ninguna. El primero, que jamás ha tratado sino con fieles, que siempre ha oído hablar con respeto de la religión, se estremecerá, se indignará, á la primera palabra que oiga contra la fe ó las ceremonias de la Iglesia, siéndole poco menos que imposible sostener con serenidad la conversación ó la disputa que sobre la materia se entable; mientras el segundo, acostumbrado á oir cosas semejantes, á ver contrariada su creencia, á discutir con hombres que la tenían diferente, se mantendrá sosegado y calmoso, entrando reposadamente en la cuestión, si necesario fuere, ó esquivándola hábilmente, si así lo dictare la prudencia. ¿De dónde esta variedad? No es difícil conocerlo: es que este último, con el trato, la experiencia, las contradicciones, ha llegado á poseer un conocimiento claro de la verdadera situación del mundo, se ha hecho cargo de la funesta combinación de circunstancias que han conducido ó mantienen á muchos desgraciados en el error, sabe en cierto modo colocarse en el lugar en que ellos se encuentran, y así siente con más viveza el beneficio que él debe á la Providencia, y es para con los otros más benigno é indulgente. Enhorabuena que el otro sea tan virtuoso, tan caritativo, tan humilde cuanto se quiera; pero, ¿cómo se puede exigir de él que no se conmueva profundamente, que no deje traslucir las señales de su indignación, cuando oye negar por la primera vez lo que él ha creído siempre con la fe más viva, sin que haya encontrado otra oposición que los argumentos propuestos en algunos libros? No le faltaba, por cierto, la noticia de la existencia de herejes é incrédulos, pero le faltaba el haberse encontrado con ellos á menudo, el haber oído la exposición de cien sistemas diferentes, el haber visto extraviadas personas de distintas clases, de diversas índoles, de variada disposición de ánimo; la susceptibilidad de su espíritu, como que nunca había sufrido, no había podido embotarse; y así, con las[170] mismas virtudes, y si se quiere con los mismos conocimientos, que el otro, no había alcanzado aquella viveza, por decirlo así, con que un entendimiento claro, y además ejercitado con la práctica, entra en el espíritu de aquellos con quienes habla, y ve las razones ó los motivos ó las pasiones que los ciegan para que no lleguen al conocimiento de la verdad.

Por donde se echa de ver que la tolerancia en un individuo que tenga religión, supone cierta blandura de ánimo, que, nacida del trato y de los hábitos que éste engendra, se hermana, no obstante, con las convicciones religiosas más profundas, y con el celo más puro y ardiente por la propagación de la verdad. En lo moral como en lo físico, el roce afina, el uso gasta, y no es posible que nada se sostenga por largo tiempo en actitud violenta. El hombre se indignará una, dos, cien veces al oir que se impugna su manera de pensar; pero no es posible que continúe indignándose siempre, y así al cabo vendrá á resignarse á la oposición, se acostumbrará á sufrirla con templanza, y por más sagradas que conceptúe sus creencias, se contentará con defenderlas y propagarlas cuando le sea posible, y, cuando no, tratará de guardarlas en el fondo de su alma como un precioso depósito, procurando reservarlas del viento disipador que oye soplar en sus alrededores.

La tolerancia, pues, no supone en el individuo nuevos principios, sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición de ánimo que se va adquiriendo insensiblemente, un hábito de sufrir formado con la repetición del sufrimiento.

Pasando ahora á considerar la tolerancia en el hombre no religioso, observaremos que éste puede serlo de dos maneras. Los hay que, no sólo no tienen religión, sino que le profesan odio, ora por un funesto extravío de ideas, ora por mirarla como un obstáculo á sus pasiones ó á sus particulares designios. Éstos son en extremo intolerantes; y su intolerancia es la peor, porque no va acompañada de ningún principio moral que pueda enfrenarla. El hombre en semejantes cir[171]cunstancias siéntese, por decirlo así, en guerra consigo mismo, y con el linaje humano: consigo mismo, porque tiene que sofocar los gritos de su conciencia propia; con el linaje humano, que protesta contra la doctrina insensata empeñada en desterrar de la tierra el culto de Dios. Por esta causa se encuentra en los hombres de esta clase un fondo excesivo de rencor y despecho; por esto sus palabras destilan hiel; por esto echan mano de la burla, del insulto, de la calumnia.

Hay, empero, otra clase de hombres, que, si bien carecen de religión, no tienen en contra de ella una opinión determinada; viven en una especie de escepticismo, á que han sido conducidos, ó por la lectura de malos libros, ó por reflexiones de una filosofía superficial y ligera; no están adheridos á la religión, pero tampoco están enemistados con ella. Muchos conocen su alta importancia para el bien de la sociedad; y aun algunos abrigan cierto deseo de volver á poseerla: allá en momentos de recogimiento y meditación recuerdan con gusto los días en que ofrecían á Dios un entendimiento fiel y un corazón puro, y al ver cómo se precipitan los momentos de la vida, quizás conservan aún la vaga esperanza de reconciliarse con el Dios de sus padres, antes de bajar al sepulcro. Estos hombres son tolerantes; pero, si bien se mira, la tolerancia no es en ellos ni un principio, ni una virtud: es una simple necesidad que resulta de su posición. Mal puede indignarse contra las doctrinas ajenas quien no tiene ninguna, y, por tanto, no encuentra oposición en ninguna; mal puede indignarse contra la religión quien la considera como una cosa necesaria al bienestar de la sociedad; mal puede abrigar contra ella rencorosos sentimientos quien la echa de menos en el fondo de su alma, quien la mira tal vez como un rayo de esperanza al fijar sus ojos en un pavoroso porvenir. La tolerancia, en tal caso, nada tiene de extraño, es natural, necesaria; y lo que fuera inconcebible, lo que fuera extravagante, y que indicaría un mal corazón, sería la intolerancia.

[172]

Elevando del individuo á la sociedad las consideraciones que se acaban de presentar, debe observarse que la tolerancia, así como la intolerancia, puede mirarse, ó en el gobierno, ó en la sociedad: porque sucede á veces que no andan acordes, y que mientras el gobierno sostiene un principio, predomina en la sociedad otra directamente opuesto. Como el gobierno está formado de un corto número de individuos, es aplicable á él todo cuanto se ha dicho de la tolerancia, considerada en la esfera puramente individual: bien que debe tenerse en cuenta que los hombres colocados en el gobierno no pueden abandonarse sin tasa al impulso de sus opiniones y sentimientos, y á menudo se ven precisados á sacrificarlos en las aras de la opinión pública. Por algún tiempo, y favorecidos por circunstancias excepcionales, podrán contrariarla ó falsearla; pero bien pronto la fuerza de las cosas les sale al paso, obligándolos á cambiar de rumbo.

Limitándonos, pues, á considerar la tolerancia en la sociedad, pues que al fin, tarde ó temprano, el gobierno llega á ser la expresión de las ideas y sentimientos de esta misma sociedad, podemos notar que sigue los mismos trámites que en el individuo. No es efecto de un principio, sino de un hábito. Cuando en una misma sociedad viven por largo tiempo hombres de diferentes creencias religiosas, al fin llegan á sufrirse unos á otros, á tolerarse, porque á esto los conduce el cansancio de repetidos choques, y el deseo de un tenor de vida más tranquilo y apacible; pero en el comienzo de esta discordancia de creencias, cuando se encuentran cara á cara por primera vez los hombres que las tienen distintas, el choque más ó menos rudo es siempre inevitable. Las causas de esto se encuentran en la misma naturaleza del hombre, y vano es luchar contra ella.

Algunos filósofos modernos han creído que la sociedad actual les es deudora del espíritu de tolerancia que en ella domina; pero no han advertido que esa tolerancia es más bien un hecho que se ha consumado[173] lentamente por la fuerza misma de las cosas, que el fruto de la doctrina por ellos predicada. En efecto: ¿qué es lo que han dicho por nuevo? Han recomendado la fraternidad universal; pero esta fraternidad es una de las doctrinas del Cristianismo. Han exhortado á vivir en paz á los hombres de todas religiones; pero, antes que ellos empezasen á decírselo, los hombres comenzaban ya á tomar ese partido en muchos países de Europa, pues que desgraciadamente eran tantas y tan diferentes las religiones, que ya no era posible que ninguna alcanzase un predominio exclusivo. Tienen, es verdad, ciertos filósofos incrédulos un triste título á sus pretensiones sobre la extensión de la tolerancia, y es que, habiendo llegado á sembrar la incredulidad y el escepticismo, han generalizado, así en los gobiernos como en los pueblos, aquella falsa tolerancia, que no es ninguna virtud, sino la indiferencia por todas las religiones.

Y en verdad, ¿por qué es tan general la tolerancia en nuestro siglo?; ó, mejor diremos, ¿en qué consiste esta tolerancia? Observadla bien, y veréis que no es más que el resultado de una situación social, en un todo conforme á la descrita más arriba con respecto al individuo que carece de creencias, pero que no las rechaza porque las considera como muy útiles al bien público, y hasta alimenta una vaga esperanza de volver á ellas algún día. En lo que hay en esto de bueno ninguna parte han tenido los filósofos incrédulos, es más bien una protesta contra ellos; que ellos, mientras eran impotentes para apoderarse del mando, prodigaban la calumnia y el sarcasmo á todo lo más sagrado que hay en el cielo y en la tierra, y así que pudieron levantarse al poder, derribaron con furor indecible todo lo existente, é hicieron perecer millones de víctimas en el destierro y en los cadalsos.

La multitud de religiones, la incredulidad, el indiferentismo, la suavidad de costumbres, el cansancio dejado por las guerras, la organización industrial y mercantil que han ido adquiriendo las sociedades, la[174] mayor comunicación de las personas por medio de los viajes, y la de las ideas por la prensa: he aquí las causas que han producido en Europa esa tolerancia universal que lo ha ido invadiendo todo, estableciéndose de hecho donde no ha podido establecerse de derecho. Esas causas, como es fácil de notar, son de diferentes órdenes; ninguna doctrina puede pretender en ellas una parte exclusiva; son un resultado de mil influencias diversas que han obrado simultáneamente en el desarrollo de la civilización.


CAPITULO XXXV

En el siglo anterior se declamó mucho contra la intolerancia; pero una filosofía menos ligera que la entonces dominante, hubiera reflexionado algo más sobre un hecho que, sea cual fuere el juicio que de él se forme, no puede, sin embargo, negarse haber sido general á todos los países y á todos los tiempos. En Grecia, Sócrates muere bebiendo la cicuta; Roma, cuya tolerancia se ha encomiado, no tolera sino aquellos dioses extranjeros que lo son sólo por nombre, pues que, formando parte de aquella especie de panteísmo que era el fondo de su religión, sólo necesitan, para ser declarados dioses de Roma, una mera formalidad; que se les libre, por decirlo así, el título de ciudadanos. Pero no consiente los dioses de los egipcios, ni tampoco la religión de los judíos ni de los cristianos, de quienes tenía ideas muy equivocadas, en verdad, pero bastantes para entender que esas religiones eran muy diferentes de la suya. La historia de los emperadores gentiles es la historia de la persecución de la Iglesia; y así que los emperadores se hicieron cristianos, empieza una legislación penal contra los que siguen una religión diferente de la que domina en el[175] Estado. En los siglos posteriores la intolerancia continuó en diferentes formas, y también ha continuado hasta nosotros, que no estamos de ellas tan libres como se quisiera hacernos creer. La emancipación de los católicos en Inglaterra es de fecha muy reciente; las ruidosas desavenencias del gobierno de Prusia con el Sumo Pontífice, por causa de las arbitrariedades de aquél con respecto á la religión católica, son de ayer; la cuestión de Argovia en Suiza está pendiente aún; y la persecución del gobierno ruso contra el Catolicismo sigue tan escandalosa como nunca. Esto, en cuanto á los hombres de las sectas disidentes; pues, por lo que toca á la tolerancia de los humanos filósofos del siglo xviii, menester es confesar que hubiera sido muy amable, á no recibir su digna sanción de la mano de Robespierre.

Todo gobierno que profesa una religión es más ó menos intolerante con las otras; y esta intolerancia sólo disminuye, ó cesa, cuando los que profesan la religión odiada se hacen temer por ser muy fuertes, ó despreciar por muy débiles. Aplicad á todos los tiempos y países la regla que se acaba de establecer; por todas partes la encontraréis exacta; es un compendio de la historia de los gobiernos con respecto á las religiones. El gobierno inglés ha sido siempre intolerante con los católicos, y continuará siéndolo más ó menos según las circunstancias; los gobiernos de Prusia y de Rusia seguirán como hasta aquí, bien que con las modificaciones que exigirá la variedad de los tiempos; así como en los países donde predomine el principio católico se pondrán trabas más ó menos fuertes al ejercicio del culto protestante. Se me citará como prueba de lo contrario el ejemplo de la Francia, donde, á pesar de ser el Catolicismo la religión de la inmensa mayoría, son tolerados los demás cultos, sin que se trasluzca la menor señal de reprimirlos ni molestarlos. Esto se atribuirá quizás al espíritu público; pero yo creo que dimana del estado de aquella sociedad, en la cual ha dejado profundas huellas la filosofía del siglo pasado[176] y también de que en las regiones del poder de aquel país no prevalece ningún principio fijo; no siendo más toda su política interior y exterior que una continua transacción para salir del paso, del mejor modo, que se pueda. Esto dicen los hechos, esto expresan las bien conocidas opiniones del reducido número de hombres que de algunos años á esta parte disponen de los destinos de la Francia.

Se ha pretendido establecer como un principio la tolerancia universal, negando á los gobiernos el derecho de violentar las conciencias en materias religiosas;, sin embargo, y á pesar de cuanto se ha dicho, los filósofos no han podido poner su aserción bien en claro, y mucho menos hacerla adoptar generalmente como sistema de gobierno. Para demostrar que la cosa no es tan sencilla como se ha querido suponer, me han de permitir esos pretendidos filósofos que les dirija algunas preguntas.

Si viene á establecerse en vuestro país una religión cuyo culto demande sacrificios humanos, ¿la toleraréis?—No.—Y ¿por qué?—Porque no podemos tolerar un crimen semejante.—Pero entonces seréis intolerantes, violentaréis las conciencias ajenas, prohibiendo como un crimen lo que á los ojos de estos hombres es un obsequio á la Divinidad. Así lo pensaron muchos pueblos antiguos, así lo piensan todavía algunos en nuestros tiempos; ¿con qué derecho, pues, queréis que vuestra conciencia prevalezca sobre la suya?—No importa, seremos intolerantes, pero nuestra intolerancia será en pro de la humanidad.—Aplaudo vuestra conducta; pero no podéis negarme que se ha ofrecido un caso en que la intolerancia de una religión os ha parecido un derecho y un deber.

Pero, si proscribís el ejercicio de ese culto atroz, ¿al menos permitiréis enseñar la doctrina donde se encarezca como santa y saludable la práctica de los sacrificios humanos?—No, porque esto equivaldría á permitir la enseñanza del asesinato.—Enhorabuena; pero reconoced al mismo tiempo que se os ha presentado una[177] doctrina, con la cual os habéis creído con derecho y obligación de ser intolerantes.

Prosigamos la tarea comenzada. Vosotros no ignoráis, por cierto, los sacrificios ofrecidos en la antigüedad á la diosa del amor, y el nefando culto que se le tributaba en los templos de Babilonia y Corinto; si un culto semejante renaciese entre vosotros, ¿le toleraríais?—No, por contrario á las sagradas leyes del pudor.—¿Toleraríais que se enseñara al menos la doctrina que le apoyase?—No, por la misma razón.—Entonces encontramos otro caso en que os creéis con derecho y obligación de ser intolerantes, de violentar la conciencia ajena, y no podéis alegar otra razón, sino que á esto os obliga vuestra conciencia propia.

Todavía más: supongamos que con la lectura de la Biblia vuelven á calentarse algunas cabezas, y tratan de fundar un nuevo cristianismo á imitación de Matías Harlem ó Juan de Leyde; que empiezan los sectarios á difundir sus doctrinas, á reunir conciliábulos, y que con sus peroratas fanáticas arrastran una parte del pueblo; ¿toleraréis esa nueva religión?—No, porque esos hombres podrían renovar en nuestros tiempos las sangrientas escenas de Alemania en el siglo xvi, cuando en nombre de Dios, y para cumplir, según decían, las órdenes del Altísimo, los anabaptistas atacaban la propiedad, destruían todo poder existente, y sembraban por todas partes la desolación y el exterminio.—Obraréis con tanta justicia como prudencia, pero al fin tampoco podéis negar que ejerceréis un acto de intolerancia. ¿Qué se ha hecho, pues, de la tolerancia universal, de ese principio tan claro, tan cierto, si á cada paso os encontráis vosotros mismos con la necesidad de restringirle, mejor diré, de arrumbarle y de obrar en sentido diametralmente opuesto? Diréis que la seguridad del Estado, el buen orden de la sociedad, la moral pública, os obligan á obrar así; pero entonces ¿qué viene á ser un principio que en ciertos casos se halla en oposición con los intereses de la moral pública, del bien social y la seguridad del Estado? ¿Y creéis, por ventura, que[178] aquellos contra quienes declamáis, no pensaban también poner á cubierto esos intereses, cuando eran intolerantes?

En todos tiempos y países, se ha reconocido como un principio indisputable que el poder público tiene el derecho, en algunos casos, de prohibir ciertos actos, no obstante la mayor ó menor violencia que con esto se haga á la conciencia de los individuos que los ejercían ó pretendían ejercerlos. Si no bastaba el constante testimonio de la historia, debiera ser suficiente á convencernos de esta verdad el breve diálogo que se acaba de leer; donde se ha visto que los más ardientes encomiadores de la tolerancia podían verse obligados á ser intolerantes. Ellos se veían precisados á serlo en nombre de la humanidad, en nombre del pudor, en nombre del orden público; luego la tolerancia universal de doctrinas y religiones proclamada como un deber de todo gobierno es un error, una regla sin aplicación; pues que hemos demostrado hasta la evidencia que la intolerancia ha sido siempre, y es todavía, un principio reconocido por todo gobierno y cuya aplicación, más ó menos severa ó indulgente, depende de la diversidad de circunstancias, y, sobre todo, del punto de vista desde el cual mira las cosas el gobierno que la ha de ejercer.

Surge aquí una gravísima cuestión de derecho, cuestión que á primera vista parece conducir á la condenación de toda intolerancia relativa á doctrinas y á los actos que á consecuencia de ellas se practican. Sin embargo, mirada la cosa á fondo, no es así; y aun dado que el entendimiento no alcanzara á disipar completamente la dificultad por medio de razones directas, con todo, indirectamente, y con la argumentación que llaman ad absurdum, se llega á conocer la verdad, al menos hasta aquel punto que es necesario para servir de guía á la incierta prudencia humana. He aquí la cuestión: «¿Con qué derecho puede prohibirse á un hombre que profese una doctrina, y que obre conforme á ella, si él está convencido de que aquella doctrina es[179] verdadera, y que cumple con su obligación ó ejerce un derecho, cuando obra conforme á lo que la misma le prescribe? Si la prohibición no ha de ser ridícula, ha de llevar la sanción de la pena; y, cuando apliquéis esa pena, castigaréis á un hombre que en su conciencia es inocente. La justicia supone el culpable; y nadie es culpable, si primero no lo es en su conciencia. La culpabilidad radica en la misma conciencia, y sólo podemos ser responsables de la infracción de una ley cuando esta ley ha hablado por el órgano de nuestra conciencia. Si ella nos dice que una acción es mala, no podemos ejecutarla, por más que nos la prescriba la ley, y si nos dicta que tal acción es un deber, no podemos omitirla, por más que esté prohibida por la ley.» He aquí presentado en pocas palabras, y con la mayor fuerza posible, todo cuanto puede alegarse contra la intolerancia de las doctrinas y de los actos que de ellas emanan; veamos ahora cuál es el verdadero peso de estas reflexiones, que á primera vista parecen tan concluyentes.

Por de pronto salta á la vista que la admisión de este sistema haría imposible todo castigo de los crímenes políticos. Bruto clavando el puñal en el pecho de César, Jacobo Clement asesinando á Enrique III, obraban, sin duda, á impulsos de una exaltación de ánimo que les hacía mirar su atentado como un acto de heroísmo; y, sin embargo, si uno y otro hubiesen sido conducidos á un tribunal, ¿os parecería razonable exigir que se libertasen de la pena, el uno alegando su amor de la patria, el otro su celo por la religión? La mayor parte de los crímenes políticos se cometen con la convicción de que se obra bien, aun prescindiendo de las épocas turbulentas, donde los hombres de los diferentes bandos están íntimamente persuadidos de tener cada cual la razón de su parte. Las mismas conspiraciones que se traman contra un gobierno en épocas pacíficas, son, por lo común, obra de algunos individuos que tienen por ilegítimo ó por tiránico el poder; y trabajando para derribarle, obran conforme á sus[180] principios. El juez los castiga justamente aplicándoles la ley impuesta por el legislador; y, sin embargo, ni el legislador al señalar la pena, ni el juez al aplicarla, ignoran, ni ignorar pueden, la disposición de ánimo en que debía de hallarse el delincuente cuando la infringía.

Se dirá que, atendiendo á la fuerza de estas razones, se va aumentando cada día la compasión y la indulgencia por los crímenes políticos; pero yo replicaré que, si establecemos el principio de que la justicia humana no tiene derecho á castigar cuando el delincuente ha obrado en fuerza de sus principios, no sólo deberían endulzarse esas penas, sino abolirse. En tal caso, la pena capital sería un verdadero asesinato; la pecuniaria, un robo, y las demás, un atropellamiento. Y advertiré de paso que no es verdad que tanto se disminuya el rigor contra los crímenes políticos; la historia de Europa en los últimos años nos suministraría algunas pruebas de lo contrario. No se ven en la actualidad aquellos castigos atroces que estaban en uso en otras épocas; pero esto no dimana de que se atienda á la conciencia del que ha cometido el crimen, sino de la suavidad y dulzura de costumbres que va difundiéndose por todas partes, y que no ha podido menos de afectar la legislación criminal. Lo que es extraño es la severidad que les queda á las leyes relativas á los crímenes políticos, cuando tantos y tantos de los mismos legisladores, en las diferentes naciones de Europa, sabían muy bien que ellos á su tiempo habían cometido el mismo crimen. No serán pocos seguramente los que, al votarse una ley penal, habrán opinado con indulgencia, porque presentían ó preveían que aquella misma ley habría de pesar un día sobre sus propias cabezas.

La impunidad de los crímenes políticos traería consigo la subversión del orden social, porque haría imposible todo gobierno. Pero, aun dejando aparte ese mal gravísimo, que, como acabamos de ver, dimana naturalmente de la doctrina que pretende dejar impu[181]ne al criminal cuando ha obrado á impulsos de su conciencia, nótase, por otra parte, que no son únicamente los crímenes políticos los que vendrían á quedar sin castigo, sino también los delitos comunes. Los atentados contra la propiedad pertenecen á este género, y, sin embargo, es bien sabido que no han faltado en otras épocas, y desgraciadamente no faltan en la nuestra, muchos hombres que miran la propiedad como una usurpación, como una injusticia. Los atentados contra la santidad del matrimonio son también delitos comunes, y, no obstante, se han visto sectas que le declaraban ilícito, y otras han opinado y opinan por la comunidad de mujeres. Las santas leyes del pudor y el respeto á la inocencia han sido también consideradas por algunas sectas como una injusta limitación de la libertad del hombre, y su atropellamiento como una obra meritoria. ¿Y qué? Aun cuando no se pudiese dudar del extravío de ideas, del ciego fanatismo de esos hombres que han profesado semejantes doctrinas, ¿quién se atrevería á negar la justicia del castigo que se les impusiese, cuando á consecuencia de ellas perpetrasen un crimen, ó cuando se empeñasen en difundir por la sociedad su funesta enseñanza?

Si injusto fuese el castigo que se impone cuando el criminal obra conforme á su conciencia, libres serían de cometer todos los crímenes que se les antojasen los ateos, los fatalistas, los partidarios de la doctrina del interés privado, porque, destruyendo como destruyen la base de toda moralidad, no obrarían jamás contra su conciencia, pues que no tienen ninguna. Si hubiese de tener fuerza el argumento que se ha querido hacer valer, ¿cuántas y cuántas veces podría echarse en cara á los tribunales de nuestros tiempos, la injusticia que cometen cuando aplican el castigo á esa clase de hombres? Entonces podríamos decirles: «¿Con qué derecho castigáis á ese hombre que, no admitiendo la existencia de Dios, no puede reconocerse culpable á sus ojos, y, por tanto, ni á los vuestros? Vosotros habíais hecho la ley en cuya fuerza le castigáis, pero esa ley[182] ningún valor tenía en su conciencia, porque vosotros sois sus iguales, y él no reconoce la existencia de ningún ser superior que haya podido concederos el derecho de coartar la libertad. ¿Con qué justicia castigáis á ese otro que está convencido de que todas sus acciones son efecto de causas necesarias, que el libre albedrío es una quimera, y que, cuando se arroja á cometer la acción que vosotros tacháis de criminal, no piensa ser más libre para dejar de obrar, que el bruto al precipitarse sobre el alimento que tiene á la vista, ó sobre otro bruto que le ha enfurecido? ¿Con qué justicia castigáis á quien está persuadido de que la moral es una mentira, que no hay otra que el interés privado, que el bien y el mal no son otra cosa que ese mismo interés bien ó mal entendido? Si le hacéis sufrir una pena, será, no porque sea culpable según su conciencia, sino porque ha errado un cálculo, porque se ha equivocado en las probabilidades del resultado que su acción le había de acarrear.» He aquí las consecuencias necesarias, inevitables, de la doctrina que niega al poder público la facultad de castigar los crímenes que se cometen á consecuencia de un error de entendimiento.

Pero se dirá que el derecho de castigar se entiende con respecto á las acciones, no á las doctrinas; que las primeras deben sujetarse á la ley, las segundas deben campear con ilimitada libertad. Si se habla de las doctrinas en cuanto están únicamente en el entendimiento sin manifestarse en lo exterior, claro es que, no sólo no hay derecho, pero ni siquiera posibilidad de castigarlas, porque sólo Dios puede conocer los secretos del espíritu del hombre; pero, si se trata de las doctrinas manifestadas, entonces es falso el principio, y acabamos de demostrar que ni los mismos que le sostienen en teoría pueden atenerse á él en la práctica. Por fin, se nos podrá replicar que, aun cuando la doctrina que impugnamos conduce á grandes absurdos, sin embargo, no deja de permanecer en pie la dificultad capital, que consiste en la incompatibilidad de la justicia del castigo con la acción dictada ó permitida por la[183] conciencia de quien la comete. ¿Cómo se suelta esa dificultad? ¿Cómo se salva tamaño inconveniente? ¿Podrá ser lícito en ningún caso tratar como culpable á quien no lo es en el tribunal de su propia conciencia?

Al parecer, los hombres de todas opiniones y religiones deben estar de acuerdo en los puntos principales sobre que gira la presente cuestión; y, sin embargo, no es así; y entre los católicos, de una parte, y los incrédulos y protestantes, de otra, media una diferencia profunda. Los primeros tienen por principio inconcuso que hay errores de entendimiento que son culpables; los segundos piensan, al contrario, que todos los errores de entendimiento son inocentes. Los católicos miran como una de las primeras ofensas que puede el hombre hacer á Dios, el error acerca de las importantes verdades religiosas y morales; sus adversarios excusan esa clase de errores con la mayor indulgencia, y no pueden conducirse de otro modo, so pena de ser inconsecuentes. Los católicos admiten la posibilidad de la ignorancia invencible de algunas verdades muy graves, pero esta posibilidad la limitan á ciertas circunstancias, fuera de las cuales declaran al hombre culpable; pero sus adversarios, ponderando de continuo la libertad del pensar, no poniéndole más trabas que las que sean del gusto de cada individuo, afirmando sin cesar que cada cual es libre de tener las opiniones que más le agraden, han llegado á inspirar á todos sus partidarios la convicción de que no hay opiniones culpables ni errores culpables, que no tiene el hombre la obligación de escudriñar cuidadosamente el fondo de su alma para examinar si hay algunas causas secretas que le impelen á apartarse de la verdad; han llegado, por fin, á confundir monstruosamente la libertad física del entendimiento con la libertad moral; han desterrado del orden de las opiniones las ideas de lícito ó ilícito; han dado á entender que estas ideas no tenían aplicación cuando se trataba del pensamiento. Es decir, que en el orden de las ideas han confundido el derecho con el hecho, han declarado inútiles é incompetentes todas[184] las leyes divinas y humanas. ¡Insensatos! ¡Cómo si fuera posible que lo que hay más alto y más noble en la humana naturaleza, no estuviera sujeto á ninguna regla; cómo si fuera posible que lo que hace al hombre rey de la creación, no debiese concurrir á la inefable harmonía de las partes del universo entre sí, y del todo con Dios; cómo si esta harmonía pudiese ni subsistir ni concebirse siquiera en el hombre, no declarando como la primera de sus obligaciones la de mantenerse adherido á la verdad!

He aquí una razón profunda que justifica á la Iglesia católica, cuando considera el pecado de herejía como uno de los mayores que el hombre puede cometer. ¡Qué! Vosotros que os sonreís de lástima y desprecio al sólo mentar el nombre de pecado de herejía; vosotros que le consideráis como una invención sacerdotal para dominar las conciencias y escatimar la libertad del pensamiento, ¿con qué derecho os arrogáis la facultad de condenar las herejías que se oponen á vuestra ortodoxia? ¿Con qué derecho condenáis esas sociedades donde se enseñan máximas atentatorias á la propiedad, al orden público, á la existencia del poder? Si el pensamiento es libre, si quien pretende coartarle en lo más mínimo viola derechos sagrados, si la conciencia no debe estar sujeta á ninguna traba, si es un absurdo, un contrasentido el pretender obligar á obrar contra ella ó á desobedecer sus inspiraciones, ¿por qué no dejáis hacer á esos hombres que quieren destruir todo el orden social existente, á esas asociaciones subterráneas que de vez en cuando envían algunos de sus miembros á disparar el plomo homicida contra el pecho de los reyes? Sabed que si, para declarar injusta y cruel la intolerancia que se ha tenido en ciertas épocas con vuestros errores, invocáis vosotros vuestras convicciones, ellos también pueden invocar las suyas. Vosotros decíais que las doctrinas de la Iglesia eran invenciones humanas, ellos dicen que las doctrinas reinantes en la sociedad son también invenciones humanas; vosotros decíais que el orden social antiguo[185] era un monopolio, ellos dicen que es un monopolio el orden actual; vosotros decíais que los poderes antiguos eran tiránicos, y ellos dicen que los poderes actuales tiránicos son; vosotros decíais que queríais destruir lo existente para fundar instituciones nuevas que harían la dicha de la humanidad, ellos dicen que quieren derribar todo lo existente para plantear también otras instituciones que labrarán la dicha del humano linaje; vosotros declarabais santa la guerra que se hacía al poder antiguo, y ellos declaran santa la guerra que se hace al poder actual; vosotros apelasteis á los medios de que podíais disponer y los pretendisteis legitimados por la necesidad, ellos declaran también legítimo el único medio que tienen, que consiste en concertarse, en prepararse para el momento oportuno, procurando acelerarle asesinando personas augustas. Habéis pretendido hacer respetar todas vuestras opiniones hasta el ateísmo, y habéis enseñado que nadie tenía el derecho de impediros el obrar conforme á vuestros principios: pues bien, principios tienen también, y principios horribles, los fanáticos de quienes estamos hablando; convicciones tienen también, y convicciones horribles. ¿Qué prueba más convincente de que existe entre ellos esa convicción espantosa, que verlos, en medio de la alegría y de las fiestas públicas, deslizarse pálidos y sombríos entre la alborozada muchedumbre, escoger el puesto oportuno y aguardar imperturbables el momento fatal, para sumergir en la desolación una augusta familia, y cubrir de luto una nación, con la seguridad de atraer sobre la propia cabeza la execración pública y acabar la vida en un cadalso? Pero, nos dirán nuestros adversarios, estas convicciones no tienen escusa; bien la tendrían, si tenerla hubieran podido las vuestras; con la diferencia de que vosotros labrasteis vuestros funestos y ambiciosos sistemas en medio de la comodidad y de los regalos, quizás en medio de la opulencia y á la sombra del poder, y ellos se formaron sus abominables doctrinas, en medio de la obscuridad, de la pobreza, de la miseria, de la desesperación.

[186]

En verdad que la inconsecuencia de ciertos hombres es en extremo chocante. El burlarse de todas las religiones, el negar la espiritualidad é inmortalidad del alma, la existencia de Dios, el derribar toda la moral y socavar sus más profundos cimientos, todo ha sido para ellos una cosa muy excusable, y hasta, si se quiere, digna de alabanza. Los escritores que desempeñaron tan funesta tarea, son todavía dignos de apoteosis; es menester lanzar la Divinidad de los templos para colocar en ellos los nombres y las imágenes de los jefes de aquellas escuelas: debajo de las bóvedas de la magnífica basílica, en los lugares destinados al reposo de las cenizas del cristiano que espera la resurrección, es necesario levantar los sepulcros de Voltaire y de Rousseau, para que las generaciones venideras desciendan á recogerse algunos momentos en aquellas mansiones silenciosas y sombrías, y á recibir las inspiraciones de aquellos genios. Entonces, ¿cómo es posible quejarse con razón de que se ataque la propiedad, la familia, el orden social? La propiedad es sagrada, pero ¿es acaso más sagrada que Dios? Por más transcendentales que quieran suponerse las verdades relativas á la familia y á la sociedad, ¿son, por ventura, de un orden superior á los eternos principios de la moral? ó, por mejor decir, ¿son, acaso, otra cosa que la aplicación de esos eternos principios?

Pero volvamos al hilo del discurso. Una vez sentado el principio de que hay errores culpables, principio que, si no en la teoría, al menos en la práctica todo el mundo debe admitir, pero principio que en teoría sólo el Catolicismo sostiene cumplidamente, resulta bien clara la razón de la justicia con que el poder humano castiga la propalación y la enseñanza de ciertas doctrinas, y los actos que á consecuencia de ellas se cometen, sin pararse en la convicción que pudiera abrigar el delincuente. La ley conviene en que existió ó pudo existir ese error de entendimiento; pero en tal caso declara culpable ese mismo error; y cuando el hombre invoca el testimonio de la propia conciencia, la ley le[187] recuerda el deber que tenía de rectificarla. He aquí el fundamento de la justicia de una legislación que parecía tan injusta; fundamento que era necesario encontrar, si no se quería dejar una gran parte de las leyes humanas con la mancha más negra; porque negra mancha fuera la de arrogarse el derecho de castigar á quien no fuera verdaderamente culpable: derecho absurdo, que tan lejos está de pertenecer á la justicia humana, que no compete al mismo Dios. La misma justicia infinita dejaría de ser lo que es, si pudiese castigar al inocente.

Podríase señalar quizás otro origen al derecho que tienen los gobiernos de castigar la propagación de ciertas doctrinas, y las acciones que á consecuencia de ellas se cometen, aun en el caso en que la convicción de los criminales sea la más profunda. Podríase decir que los gobiernos obran en nombre de la sociedad, la cual, como todo ser, tiene un derecho á su propia defensa. Hay doctrinas que amenazan la existencia misma de la sociedad, y, por tanto, ésta se halla en la necesidad y en el derecho de combatir á sus autores. Por más plausible que parezca una razón semejante, adolece, sin embargo, de un inconveniente muy grave, y es que hace desaparecer de un golpe la idea de castigo y de justicia. Quien se defiende, cuando hiere al invasor, no le castiga, sino que le rechaza; y, si se mira la sociedad desde este punto de vista, el criminal conducido al patíbulo no será un verdadero criminal: no será más que un desgraciado que sucumbe en una lucha desigual en que temerariamente se empeñó. La voz del juez que le condena no será la augusta voz de la justicia; su fallo no representará otra cosa que la acción de la sociedad, vengándose de quien ha osado atacarla. La palabra pena tiene entonces un sentido muy diferente: y la graduación de ella sólo depende del cálculo, no de un principio de justicia. Es menester no olvidarlo: en suponiéndose que la sociedad, por derecho de defensa, impone castigo al que ella, por otra parte, considera como del todo inocente, la socie[188]dad no juzga, no castiga, sino que lucha. Esto asienta muy bien, tratándose de sociedad con sociedad; pero, muy mal, tratándose de sociedad con individuo. Parécenos entonces ver la lucha desigual de un desmesurado gigante con un pequeñísimo pigmeo. El gigante le toma en sus manos y le aplasta contra una roca.

Con la doctrina que acabo de exponer se ve con toda evidencia lo que vale el tan ponderado principio de la tolerancia universal: demostrado está que es tan impracticable en la región de los hechos como insostenible en teoría; y, por tanto, vienen al suelo todas las acusaciones que se han hecho al Catolicismo por su intolerancia. En claro queda que la intolerancia es, en cierto modo, un derecho de todo poder público; que así se ha reconocido siempre; que así se reconoce ahora todavía; á pesar de que, generalmente hablando, se han elevado á las regiones del poder los filósofos partidarios de la tolerancia. Sin duda que los gobiernos han abusado mil veces de este principio; sin duda que en su nombre se ha perseguido también á la verdad; pero, ¿de qué no abusan los hombres? Lo que debía hacerse, pues, en buena filosofía, no era establecer proposiciones insostenibles, y además altamente peligrosas; no era declamar hasta el fastidio contra los hombres y las instituciones de los siglos que nos han precedido, sino procurar la propagación de sentimientos suaves é indulgentes, y, sobre todo, no combatir las altas verdades, sin las cuales no puede sostenerse la sociedad, y cuya desaparición dejaría el mundo entregado á la fuerza, y, por consiguiente, á la arbitrariedad y á la tiranía.

Se han atacado los dogmas, pero no se ha reflexionado bastante que con ellos estaba ligada íntimamente la moral, y que esa moral misma es un dogma. Con la proclamación de una libertad de pensar ilimitada, se ha concedido al entendimiento la impecabilidad; el error ha dejado de figurar entre las faltas de que puede el hombre hacerse culpable. Se ha olvidado que para querer, es necesario conocer, y que para querer bien, es[189] indispensable conocer bien. Si se examinan la mayor parte de los extravíos de nuestro corazón, se encontrará que tienen su origen en un concepto errado; ¿cómo es posible, pues, que no sea para el hombre un deber el preservar su entendimiento de error? Pero, desde que se ha dicho que las opiniones importaban poco, que el hombre era libre de escoger las que quisiese, sin ningún género de trabas, aun cuando perteneciesen á la religión y á la moral, la verdad ha perdido de su estimación y no disfruta á los ojos del hombre aquella alta importancia que antes tenía por sí misma, por su valor intrínseco; y muchos son los que no se creen obligados á ningún esfuerzo para alcanzarla. Lamentable situación de los espíritus y que encierra uno de los más terribles males que afligen á la sociedad.[9]


CAPITULO XXXVI

Hállome naturalmente conducido á decir cuatro palabras sobre la intolerancia de algunos príncipes católicos, sobre la Inquisición, y particularmente la de España; á examinar brevemente qué es lo que puede echarse en cara al Catolicismo por la conducta que ha seguido en los últimos siglos. Los calabozos y las hogueras de la Inquisición, y la intolerancia de algunos príncipes católicos, ha sido uno de los argumentos de que más se han servido los enemigos de la Iglesia para desacreditarla, y hacerla objeto de animadversión y de odio. Y menester es confesar que, en esta especie de ataque, tenían de su parte muchas ventajas que les daban gran probabilidad de triunfo. En efecto, y como ya llevo indicado más arriba, para el común de los lectores que no cuidan de examinar á fondo las cosas, que se dejan llevar candorosamente á donde quiera el sagaz autor, que abrigan un corazón sensible y dis[190]puesto á interesarse por el infortunio, ¿qué medio más á propósito para excitar la indignación, que presentar á su vista negros calabozos, caballetes, sambenitos y hogueras? En medio de nuestra tolerancia, de nuestra suavidad de costumbres, de la benignidad de los códigos criminales, ¿qué efecto no debe producir el resucitar de golpe otros siglos con su rigor, con su dureza, y todo exagerado, todo agrupado, presentando en un solo cuadro las desagradables escenas que anduvieron ocurriendo en diferentes lugares, y en el espacio de largo tiempo? Entonces, teniendo el arte de recordar que todo esto se hacía en nombre de un Dios de paz y de amor, se ofrece más vivo el contraste, la imaginación se exalta, el corazón se indigna; y resulta que el clero, los magistrados, los reyes, los papas de aquellos tiempos son considerados como una tropa de verdugos que se complacen en atormentar y desolar á la humanidad. Los escritores que así han procedido, no se han acreditado, por cierto, de muy concienzudos; porque es regla que no deben perder nunca de vista ni el orador ni el escritor, que no es legítimo el movimiento que excitan en el ánimo, si antes no le convencen ó no le suponen convencido; y, además, es una especie de mala fe el tratar únicamente con argumentos de sentimiento materias que, por su misma naturaleza, sólo pueden examinarse cual conviene, mirándolas á la luz de la fría razón. En tales casos no debe empezarse moviendo, sino convenciendo: lo contrario es engañar al lector.

No es mi ánimo hacer aquí la historia de la Inquisición, ni del sistema que en diferentes países se ha seguido en punto de intolerancia en materias religiosas; esto me fuera imposible, atendidos los estrechos límites á que me hallo circunscrito; y sería, además, inconducente para el objeto de esta obra. De la Inquisición en general, de la de España en particular, y de la legislación más ó menos intolerante que ha regido en varios países, ¿puede resultar un cargo contra el Catolicismo? Bajo este respecto, ¿puede sufrir un parangón[191] con el Protestantismo? Éstas son las cuestiones que yo debo examinar.

Tres cosas se presentan desde luego á la consideración del observador: la legislación é instituciones de intolerancia; el uso que de ellas se ha hecho, y, finalmente, los actos de intolerancia que se han cometido fuera del orden de dichas leyes é instituciones. Por lo que á esto último corresponde, diré, en primer lugar, que nada tiene que ver con el objeto que nos ocupa. La matanza de San Bartolomé, y las demás atrocidades que se hayan cometido en nombre de la religión, en nada deben embarazar á los apologistas de la misma; porque la religion no puede hacerse responsable de todo lo que se hace en su nombre, si no se quiere proceder con la más evidente injusticia. El hombre tiene un sentimiento tan fuerte y tan vivo de la excelencia de la virtud, que aun los mayores crímenes procura disfrazarlos con su manto; ¿y sería razonable el desterrar por esto la virtud de la tierra? Hay en la historia de la humanidad épocas terribles en que se apodera de las cabezas un vértigo funesto; el furor encendido por la discordia, ciega los entendimientos y desnaturaliza los corazones; llámase bien al mal, y mal al bien; y los más horrendos atentados se cometen invocando nombres augustos. En encontrándose en semejantes épocas, el historiador y el filósofo tienen señalada bien claramente la conducta que han de seguir: veracidad rigurosa en la narración de los hechos, pero guardarse de juzgar, por ellos, ni las ideas ni las instituciones dominantes. Están entonces las sociedades como un hombre en un acceso de delirio; y mal se juzgaría, ni de las ideas, ni de la índole, ni de la conducta del delirante, por lo que dice y hace mientras se halla en ese lamentable estado.

En tiempos tan calamitosos ¿qué bando puede gloriarse de no haber cometido grandes crímenes? Ateniéndonos á la misma época que acabamos de nombrar, ¿no vemos los caudillos de ambos partidos, asesinados de una manera alevosa? El almirante Coligny[192] muere á manos de los asesinos que comienzan el degüello de los hugonotes, pero el duque de Guisa había sido también asesinado por Poltrot delante de Orleans; Enrique III muere asesinado por Jacobo Clement, pero éste es el mismo Enrique que había hecho asesinar traidoramente al otro duque de Guisa en los corredores de palacio, y al cardenal hermano del duque en la torre de Moulins; y que, además, había tenido parte también en el degüello de San Bartolomé. Entre los católicos se cometieron atrocidades; pero, ¿no las cometieron también sus adversarios? Échese, pues, un velo sobre esas catástrofes, sobre estos aflictivos monumentos de la miseria y perversidad del corazón del hombre.

El tribunal de la Inquisición, considerado en sí, no es más que la aplicación á un caso particular de la doctrina de intolerancia, que, con más ó menos extensión, es la doctrina de todos los poderes existentes. Así es que sólo nos resta examinar el carácter de esa aplicación, y ver si con justicia se le pueden hacer los cargos que le han hecho sus enemigos. En primer lugar, es necesario advertir que los encomiadores de todo lo antiguo falsean lastimosamente la historia, si pretenden que esa intolerancia soló se vió en los tiempos en que, según ellos, la Iglesia había degenerado de su pureza. Yo lo que veo es que, desde los siglos en que empezó la Iglesia á tener influencia pública, comienza la herejía á figurar en los códigos como delito; y hasta ahora no he podido encontrar una época de completa tolerancia.

Hay también que hacer otra observación importante, que indica una de las causas del rigor desplegado en los siglos posteriores. Cabalmente la Inquisición tuvo que empezar sus procedimientos contra herejes maniqueos; es decir, contra los sectarios que en todos tiempos habían sido tratados con más dureza. En el siglo xi, cuando no se aplicaba todavía á los herejes la pena de fuego, eran exceptuados de la regla general los maniqueos; y hasta en tiempo de los emperadores[193] gentiles eran tratados esos sectarios con mucho rigor; pues que Diocleciano y Maximiano publicaron en el año 296 un edicto que condenaba á diferentes penas á los maniqueos que no abjurasen sus dogmas, y á los jefes de la secta á la pena de fuego. Esos sectarios han sido mirados siempre como grandes criminales; su castigo se ha considerado necesario, no sólo por lo que toca á la religión, sino también por lo relativo á las costumbres, y al buen orden de la sociedad. Ésta fué una de las causas del rigor que se introdujo en esta materia; y, añadiéndose al carácter turbulento que presentaron las sectas que bajo varios nombres aparecieron en los siglos xi, xii y xiii, se atinará en otro de los motivos que produjeron escenas que á nosotros nos parecen inconcebibles.

Estudiando la historia de aquellos siglos, y fijando la atención sobre las turbulencias y desastres que asolaron el mediodía de la Francia, se ve con toda claridad que, no sólo se disputaba sobre este ó aquel punto de dogma, sino que todo el orden social existente se hallaba en peligro. Los sectarios de aquellos tiempos eran los precursores de los del siglo xvi, mediando, empero, la diferencia de que estos últimos eran en general menos democráticos, menos aficionados á dirigirse á las masas, si se exceptúan los frenéticos anabaptistas. En la dureza de costumbres de aquellos tiempos, cuando, á causa de largos siglos de trastornos y violencias, la fuerza había llegado á obtener una preponderancia excesiva, ¿qué podía esperarse de los poderes que se veían amenazados de un peligro semejante? Claro es que las leyes y su aplicación habían de resentirse del espíritu de la época.

En cuanto á la Inquisición de España, la cual no fué más que una extensión de la misma que se había establecido en otras partes, es necesario dividir su duración en tres grandes épocas, aun dejando aparte el tiempo de su existencia en el reino de Aragón, anteriormente á su importación en Castilla. La primera comprende el tiempo en que se dirigió principalmente[194] contra los judaizantes y los moros, desde su instalación en tiempo de los Reyes Católicos hasta muy entrado el reinado de Carlos V; la segunda abraza desde que comenzó á dirigir todos sus esfuerzos para impedir la introducción del Protestantismo en España, hasta que cesó este peligro, la que contiene desde mediados del reinado de Carlos V hasta el advenimiento de los Borbones; y, finalmente, la última encierra la temporada en que se ciñó á reprimir vicios nefandos, y á cerrar el paso á la filosofía de Voltaire, hasta su desaparición en el primer tercio del presente siglo. Claro es que, siendo en dichas épocas una misma la institución, pero que se andaba modificando según las circunstancias, no pueden deslindarse á punto fijo, ni el principio de la una, ni el fin de la otra. Pero no deja, por esto, de ser verdad que estas tres épocas existen en la historia de la Inquisición, y que presentan caracteres muy diferentes.

Nadie ignora las circunstancias particulares en que fué establecida la Inquisición en tiempo de los Reyes Católicos; pero bueno será hacer notar que quien solicitó del Papa la bula para el establecimiento de la Inquisición, fué la Reina Isabel, es decir, uno de los monarcas que rayan más alto en nuestra historia, y que todavía conserva, después de tres siglos, el respeto y la veneración de todos los españoles. Tan lejos anduvo la Reina de ponerse con esta medida en contradicción con la voluntad del pueblo, que antes bien no hacía más que realizar uno de sus deseos. La Inquisición se establecía principalmente contra los judíos; la bula del Papa había sido expedida en 1478; y antes que la Inquisición publicase su primer edicto en Sevilla en 1481, las Cortes de Toledo de 1480 cargaban reciamente la mano en el negocio, disponiendo que, para impedir el daño que el comercio de judíos con cristianos podía acarrear á la fe católica estuviesen obligados los judíos no bautizados á llevar un signo distintivo, á vivir en barrios separados, que tenían el nombre de juderías, y á retirarse antes de la noche. Se renovaban los anti[195]guos reglamentos contra los judíos, y se les prohibía ejercer las profesiones de médico, cirujano, mercader, barbero y tabernero. Por ahí se ve que, á la sazón, la intolerancia era popular; y que, si queda justificada á los ojos de los monárquicos por haber sido conforme á la voluntad de los Reyes, no debiera quedarlo menos delante de los amigos de la soberanía del pueblo.

Sin duda que el corazón se contrista al leer el destemplado rigor con que á la sazón se perseguía á los judíos; pero menester es confesar que debieron de mediar algunas causas gravísimas para provocarlo. Se ha señalado como la principal, el peligro de la monarquía española, aun no bien afianzada, si dejaba que obrasen con libertad los judíos, á la sazón muy poderosos por sus riquezas y por sus enlaces con las familias más influyentes. La alianza de éstos con los moros y contra los cristianos era muy de temer, pues que estaba fundada en la respectiva posición de los tres pueblos; y así es que consideró necesario quebrantar un poder que podía comprometer de nuevo la independencia de los cristianos. También es necesario advertir que, al establecerse la Inquisición, no estaba finalizada todavía la guerra de ocho siglos contra los moros. La Inquisición se proyecta antes de 1478, y no se plantea hasta 1480; y la conquista de Granada no se verifica hasta 1492. En el momento, pues, de establecerse la Inquisición, estaba la obstinada lucha en su tiempo crítico, decisivo; faltaba saber todavía si los cristianos habían de quedar dueños de toda la Península, ó si los moros conservarían la posesión de una de las provincias más hermosas y más feraces, si continuarían establecidos allí, en una situación excelente para sus comunicaciones con África, y sirviendo de núcleo y de punto de apoyo para todas las tentativas que en adelante pudiese ensayar contra nuestra independencia el poder de la Media Luna. Poder que á la sazón estaba todavía tan pujante, como lo dieron á entender en los tiempos siguientes sus atrevidas empresas sobre el resto de Europa. En crisis semejantes, después de siglos de com[196]bates, en los momentos que han de decidir de la victoria para siempre, ¿cuándo se ha visto que los contendientes se porten con moderación y dulzura?

No puede negarse que en el sistema represivo que se siguió contra los judíos y los moros, pudo influir mucho el instinto de conservación propia; y que quizás los Reyes Católicos tendrían presente este motivo, cuando se decidieron á pedir para sus dominios el establecimiento de la Inquisición. El peligro no era imaginario, sino muy positivo; y, para formarse idea del estado á que hubieran podido llegar las cosas, si no se hubiesen adoptado algunas precauciones, basta recordar lo mucho que dieron que entender en los tiempos sucesivos las insurrecciones de los restos de los moros.

Sin embargo, conviene no atribuirlo todo á la política de los Reyes, y guardarse del prurito de realzar la previsión y los planes de los hombres, más de lo que corresponde. Por mi parte, me inclino á creer que Fernando é Isabel siguieron naturalmente el impulso de la generalidad de la nación, la cual miraba con odio á los judíos que permanecían en su secta, y con suspicaz desconfianza á los que habían abrazado la religión cristiana. Esto traía su origen de dos causas: la exaltación de los sentimientos religiosos, general á la sazón en toda Europa y muy particularmente en España, y la conducta de los mismos judíos, que habían atraído sobre sí la indignación pública.

Databa de muy antiguo en España la necesidad de enfrenar la codicia de los judíos para que no resultase en opresión de los cristianos: las antiguas asambleas de Toledo tuvieron ya que poner en esto la mano repetidas veces. En los siglos siguientes llegó el mal á su colmo: gran parte de las riquezas de la Península habían pasado á manos de los judíos; y casi todos los cristianos habían llegado á ser sus deudores. De aquí resultó el odio del pueblo contra ellos; de aquí los tumultos frecuentes en muchas poblaciones de la Península, tumultos que fueron más de una vez funestos á[197] los judíos, pues que se derramó su sangre en abundancia. Difícil era, en efecto, que un pueblo acostumbrado por espacio de largos siglos á librar su fortuna en la suerte de las armas, se resignase tranquilo y pacífico á la suerte que le iban deparando las artes y las exacciones de una raza extranjera, que llevaba, además, en su propio nombre el recuerdo de una maldición terrible.

En los tiempos siguientes se convirtió á la religión cristiana un inmenso número de judíos; pero, ni por esto se disipó la desconfianza, ni se extinguió el odio del pueblo. Y, á la verdad, es muy probable que muchas de esas conversiones no serían demasiado sinceras, dado que eran en parte motivadas por la triste situación en que se encontraban, permaneciendo en el judaísmo. Cuando la razón no nos llevara á conjeturarlo así, bastante fuera para indicárnoslo el crecido número de judaizantes que se encontraron luego que se investigó con cuidado cuáles eran los reos de ese delito. Como quiera, lo cierto es que se introdujo la distinción de cristianos nuevos y cristianos viejos, siendo esta denominación un título de honor, y la primera una tacha de ignominia; y que los judíos convertidos eran llamados por desprecio marranos.

Con más ó menos fundamento se les acusaba también de crímenes horrendos. Decíase que en sus tenebrosos conciliábulos perpetraban atrocidades que debe uno creer difícilmente, siquiera para honor de la humanidad; como, por ejemplo, que en desprecio de la religión y en venganza de los cristianos, crucificaban niños de éstos, escogiendo para el sacrificio los días más señalados de las festividades cristianas. Sabida es la historia que se contaba del caballero de la familia de Guzmán, que, enamorado de una doncella judía, estuvo una noche oculto en la familia de ésta, y vió con sus ojos cómo los judíos cometían el crimen de crucificar un niño cristiano, en el mismo tiempo en que los cristianos celebraban la institución del sacramento de la Eucaristía.

[198]

Á más de los infanticidios, se les imputaban sacrilegios, envenenamientos, conspiraciones y otros crímenes; y que estos rumores andaban muy acreditados, lo prueban las leyes que les prohibían las profesiones de médico, cirujano, barbero y tabernero, donde se trasluce la desconfianza que se tenía de su moralidad.

No es menester detenerse en examinar el mayor ó menor fundamento que tenían semejantes acusaciones; ya sabemos á cuánto llega la credulidad pública, sobre todo cuando está dominada por un sentimiento exaltado que le hace ver todas las cosas de un mismo color; bástanos que estos rumores circulasen, que fuesen acreditados, para concebir á cuán alto punto se elevaría la indignación contra los judíos, y, por consiguiente, cuán natural era que el poder, siguiendo el impulso del espíritu público, se inclinase á tratarlos con mucho rigor.

Que los judíos procurarían concertarse para hacer frente á los cristianos, ya se deja entender por la misma situación en que se encontraban; y lo que hicieron cuando la muerte de San Pedro de Arbués, indica lo que practicarían en otras ocasiones. Los fondos necesarios para la perpetración del asesinato, pago de los asesinos y demás gastos que consigo llevaba la trama, se reunieron por medio de una contribución voluntaria impuesta sobre todos los aragoneses de la raza judía. Esto indica una organización muy avanzada, y que, en efecto, podía ser fatal, si no se la hubiese vigilado.

Á propósito de la muerte de San Pedro de Arbués, haré una observación sobre lo que se ha dicho para probar la impopularidad del establecimiento de la Inquisición en España, fundándose en este trágico acontecimiento. ¿Qué señal más evidente de esta verdad, se nos dirá, que la muerte dada al inquisidor? ¿No es un claro indicio de que la indignación del pueblo había llegado á su colmo, y de que no quería en ninguna manera la Inquisición, cuando, para deshacerse de ella, se arrojaba á tamaños excesos? No negaré que, si por pueblo entendemos los judíos y sus descendientes, lle[199]vaban muy á mal el establecimiento de la Inquisición; pero no era así con respecto á lo restante del pueblo. Cabalmente, el mismo asesinato de que hablamos dió lugar á un suceso que prueba todo lo contrario de lo que pretenden los adversarios. Difundida por la ciudad la muerte del inquisidor, se levantó el pueblo con tumulto espantoso para vengar el asesinato. Los sublevados se habían esparcido por la ciudad, y, distribuídos en grupos, andaban persiguiendo á los cristianos nuevos; de suerte que hubiera ocurrido una catástrofe sangrienta, si el joven arzobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón, no se hubiese resuelto á montar á caballo, y presentarse al pueblo para calmarle, con la promesa de que caería sobre los culpables del asesinato todo el rigor de la ley. Esto no indica que la Inquisición fuese tan impopular como se ha querido suponer, ni que los enemigos de ella tuviesen la mayoría numérica; mucho más si se considera que ese tumulto popular no pudo prevenirse, á pesar de las precauciones que para el efecto debieron emplear los conjurados, á la sazón muy poderosos por sus riquezas é influencia.

Durante la temporada del mayor rigor desplegado contra los judaizantes, obsérvase un hecho digno de llamar la atención. Los encausados por la Inquisición, ó que temen serlo, procuran de todas maneras substraerse á la acción de este tribunal, huyen de España, y se van á Roma. Quizá no pensarían que así sucediese los que se imaginan que Roma ha sido siempre el foco de la intolerancia y el incentivo de la persecución; y, sin embargo, nada hay más cierto. Son innumerables las causas formadas en la Inquisición, que de España se avocaron á Roma, en el primer medio siglo de la existencia de este tribunal; siendo de notar, además, que Roma se inclinaba siempre al partido de la indulgencia. No sé que pueda citarse un solo reo de aquella época que, habiendo acudido á Roma, no mejorara su situación. En la historia de la Inquisición de aquel tiempo ocupan una buena parte las contestaciones de los reyes con los papas, donde se descubre siempre,[200] por parte de éstos, el deseo de limitar la Inquisición á los términos de la justicia y de la humanidad. No siempre se siguió cual convenía la línea de conducta prescrita por los Sumos Pontífices. Así vemos que éstos se vieron obligados á recibir un sinnúmero de apelaciones, y á endulzar la suerte que hubiera cabido á los reos si su causa se hubiese fallado definitivamente en España. Vemos también que, solicitado el Papa por los Reyes Católicos, que deseaban que las causas se fallasen definitivamente en España, nombra un juez de apelación, siendo el primero D. Iñigo Manrique, arzobispo de Sevilla. Tales eran, sin embargo, aquellos tiempos, y tan urgente la necesidad de impedir que la exaltación de ánimo llevase á cometer injusticias, ó se arrojase á medidas de una severidad destemplada, que el mismo Papa, y al cabo de muy poco tiempo, decía, en otra bula expedida en 2 de agosto de 1483, que había continuado recibiendo las apelaciones de muchos españoles de Sevilla que no habían osado presentarse al juez de apelación por temor de ser presos. Añadía el Papa que unos habían recibido ya la absolución de la Penitenciaría apostólica, y otros se disponían á recibirla; continuaba quejándose de que en Sevilla no se hiciese el debido caso de las gracias recientemente concedidas á varios reos, y, por fin, después de varias prevenciones, hacía notar á los Reyes Fernando é Isabel que la misericordia para con los culpables era más agradable á Dios que el rigor de que se quería usar, como lo prueba el ejemplo del Buen Pastor corriendo tras la oveja descarriada; y concluía exhortando á los Reyes á que tratasen benignamente á aquellos que hiciesen confesiones voluntarias, permitiéndoles residir en Sevilla, ó donde quisiesen; dejándoles el goce de todos sus bienes, como si jamás hubiesen cometido el crimen de herejía.

Y no se crea que en las apelaciones admitidas en Roma, y en que se suavizaba la suerte de los encausados, se descubriesen siempre vicios en la formación de la causa en primera instancia, ó injusticias en la apli[201]cación de la pena; los reos no siempre acudían á Roma para pedir reparación de una injusticia, sino porque estaban seguros de que allí encontrarían indulgencia. Buena prueba tenemos de esto en el número considerable de refugiados españoles, á quienes se les probó que habían recaído en el judaísmo. Nada menos que 250 resultaron de una sola vez convictos de reincidencia; pero no se hizo una sola ejecución capital; se les impusieron algunas penitencias, y, cuando fueron absueltos, pudieron volverse á sus casas sin ninguna nota de ignominia. Este hecho ocurrió en Roma en el año 1498.

Es cosa verdaderamente singular lo que se ha visto en la Inquisición de Roma, de que no haya llegado jamás á la ejecución de una pena capital, á pesar de que durante este tiempo han ocupado la Silla Apostólica papas muy rígidos y muy severos en todo lo tocante á la administración civil. En todos los puntos de Europa se encuentran levantados cadalsos por asuntos de religión; en todas partes se presencian escenas que angustian el alma; y Roma es una excepción de esa regla general; Roma, que se nos ha querido pintar como un monstruo de intolerancia y de crueldad. Verdad es que los papas no han predicado como los protestantes y los filósofos la tolerancia universal; pero los hechos están diciendo lo que va de unos á otros: los papas, con un tribunal de intolerancia, no derramaron una gota de sangre, y los protestantes y los filósofos la hicieron verter á torrentes. ¿Qué les importa á las víctimas el oir que sus verdugos proclaman la tolerancia? Esto es acibarar la pena con el sarcasmo.

La conducta de Roma, en el uso que ha hecho del tribunal de la Inquisición, es la mejor apología del Catolicismo contra los que se empeñan en tildarle de bárbaro y sanguinario; y, á la verdad, ¿qué tiene que ver el Catolicismo con la severidad destemplada que pudo desplegarse en este ó aquel lugar, á impulsos de la situación extraordinaria de razas rivales, de los peligros que amenazaban á una de ellas, ó del interés[202] que pudieron tener los reyes en consolidar la tranquilidad de sus Estados y poner fuera de riesgo sus conquistas? No entraré en el examen detallado de la Inquisición de España con respecto á los judaizantes; y estoy muy lejos de pensar que su rigor contra ellos sea preferible á la benignidad empleada y recomendada por los papas; lo que deseo consignar aquí, es que aquel rigor fué un resultado de circunstancias extraordinarias, del espíritu de los pueblos, de la dureza de costumbres todavía muy general en Europa en aquella época, y que nada puede echarse en cara al Catolicismo por los excesos que pudieron cometerse. Aun hay más: atendido el espíritu que domina en todas las providencias de los papas relativas á la Inquisición, y la inclinación manifiesta á ponerse siempre del lado que podía templar el rigor, y á borrar las marcas de ignominia de los reos y de sus familias, puede conjeturarse que, si no hubiesen temido los papas indisponerse demasiado con los reyes, y provocar escisiones que hubieran podido ser funestas, habrían llevado mucho más allá sus medidas. Para convencerse de esto, recuérdense las negociaciones sobre el ruidoso asunto de las reclamaciones de las Cortes de Aragón, y véase á qué lado se inclinaba la Corte de Roma.

Dado que estamos hablando de la intolerancia contra los judaizantes, bueno será recordar la disposición de ánimo de Lutero con respecto á los judíos. Bien parece que el pretendido reformador, el fundador de la independencia del pensamiento, el fogoso declamador contra la opresión y tiranía de los papas, debía de estar animado de los sentimientos más benignos hacia los judíos; y así deben de pensarlo sin duda los encomiadores del corifeo del Protestantismo. Desgraciadamente para ellos, la historia no lo atestigua así; y, según todas las apariencias, si el fraile apóstata se hubiese encontrado en la posición de Torquemada, no hubieran salido mejor parados los judaizantes. He aquí cuál era el sistema aconsejado por Lutero, según refiere su mismo apologista Seckendorff: «Hubiérase de[203]bido arrasar sus sinagogas, destruir sus casas, quitarles los libros de oraciones, el Talmud, y hasta los libros del viejo Testamento, prohibir á los rabinos que enseñasen, y obligarlos á ganarse la vida por medio de trabajos penosos.» Al menos la Inquisición de España procedía, no contra los judíos, sino contra los judaizantes, es decir, contra aquellos que, habiéndose convertido al Cristianismo, reincidían en sus errores, y unían á su apostasía el sacrilegio, profesando exteriormente una creencia que detestaban en secreto, y que profanaban, además, con el ejercicio de su religión antigua. Pero Lutero extendía su rigor á los mismos judíos; de suerte que, según sus doctrinas, nada podía echarse en cara á los reyes de España cuando los expulsaron de sus dominios.

Los moros y moriscos ocuparon también mucho por aquellos tiempos la Inquisición de España; á ellos puede aplicarse con pocas modificaciones cuanto se ha dicho sobre los judíos. También era una raza aborrecida, una raza con la que se había combatido por espacio de ocho siglos, y que, permaneciendo en su religión, excitaba el odio, y, abjurándola, no inspiraba confianza. También se interesaron por ellos los papas de un modo muy particular, siendo notable á este propósito una bula expedida en 1530, donde se habla en su favor un lenguaje evangélico, diciéndose en ella que la ignorancia de aquellos desgraciados era una de las principales causas de sus faltas y errores, y que, para hacer sus conversiones sinceras y sólidas, debía, primeramente, procurarse ilustrar sus entendimientos con la luz de la sana doctrina.

Se dirá que el Papa otorgó á Carlos V la bula en que le relegaba del juramento prestado en las Cortes de Zaragoza de 1519, de no alterar nada en punto á los moros, y que así pudo el Emperador llevar á cabo la medida de expulsión; pero conviene también advertir que el Papa se resistió por largo tiempo á esta concesión, y que, si condescendió con la voluntad del monarca, fué porque éste juzgaba que la expulsión era[204] indispensable para asegurar la tranquilidad en sus reinos. Si esto era así en la realidad ó no, el Emperador era quien debía saberlo, no el Papa, colocado á mucha distancia y sin conocimiento detallado de la verdadera situación de las cosas. Por lo demás, no era sólo el monarca español quien opinaba así: cuéntase que, estando prisionero en Madrid Francisco I, Rey de Francia, dijo un día á Carlos V que la tranquilidad no se solidaría nunca en España basta que se expeliesen los moros y moriscos.


CAPITULO XXXVII

Se ha dicho que Felipe II fundó en España una nueva Inquisición, más terrible que la del tiempo de los Reyes Católicos, y aun se ha dispensado á la de éstos cierta indulgencia, que no se ha concedido á la de aquél. Por de pronto, resalta aquí una inexactitud histórica muy grande; porque Felipe II no fundó una nueva Inquisición: sostuvo la que le habían legado los Reyes Católicos, y recomendado muy particularmente en testamento su padre y antecesor Carlos V. La comisión de las Cortes de Cádiz, en el proyecto de abolición de dicho tribunal, al paso que excusa la conducta de los Reyes Católicos, vitupera severamente la de Felipe II, y procura que recaigan sobre este príncipe toda la odiosidad y toda la culpa. Un ilustre escritor francés que ha tratado poco ha esta cuestión importante, se ha dejado llevar de las mismas ideas con aquel candor que es no pocas veces el patrimonio del genio. «Hubo en la Inquisición de España, dice el ilustre Lacordaire, dos momentos solemnes, que es preciso no confundir: uno al fin del siglo xv, bajo Fernando é Isabel, antes que los moros fuesen echados de Granada, su último asilo; otro á mediados del siglo xvi bajo Felipe II,[205] cuando el Protestantismo amenazaba introducirse en España, La comisión de las Cortes distinguió perfectamente estas dos épocas, marcando de ignominia la Inquisición de Felipe II, y expresándose con mucha moderación con respecto á la de Isabel y de Fernando.» Cita en seguida un texto donde se afirma que Felipe II fué el verdadero fundador de la Inquisición, y que, si ésta se elevó en seguida á tan alto poder, todo fué debido á la refinada política de aquel príncipe, añadiendo un poco más abajo el citado escritor que Felipe II fué el inventor de los autos de fe para aterrorizar la herejía, y que el primero se celebró en Sevilla en 1559. (Memoria para el restablecimiento en Francia del orden de los Frailes Predicadores, por el abate Lacordaire. Capítulo 6.)

Dejemos aparte la inexactitud histórica sobre la invención de los autos de fe, pues es bien sabido que ni los sambenitos ni las hogueras fueron invención de Felipe II. Estas inexactitudes se le escapan fácilmente á todo escritor, mayormente cuando no recuerda un hecho sino por incidencia; y así es que ni siquiera debemos detenernos en eso; pero enciérrase en dichas palabras una acusación á un monarca, á quien ya de muy antiguo no se le hace la justicia que merece. Felipe II continuó la obra empezada por sus antecesores; y si á éstos no se les culpa, tampoco se le debe culpar á él. Fernando é Isabel emplearon la Inquisición contra los judíos apóstatas; ¿por qué no pudo emplearla Felipe II contra los protestantes? Se dirá, empero, que abusó de su derecho y que llevó su rigor hasta el exceso; mas á buen seguro que no se anduvo muy abundante de indulgencia en tiempo de Fernando é Isabel. ¿Se han olvidado, acaso, las numerosas ejecuciones de Sevilla y otros puntos? ¿Se ha olvidado lo que dice en su historia el Padre Mariana? ¿Se han olvidado las medidas que tomaron los papas para poner coto á ese rigor excesivo?

Las palabras citadas contra Felipe son sacadas de la obra La Inquisición sin máscara, que se publicó en Es[206]paña en 1811; pero se calculará fácilmente el peso de autoridad semejante, en sabiéndose que su autor se ha distinguido hasta su muerte por un odio profundo contra los reyes de España. La portada de la obra llevaba el nombre de Natanael Jomtob, pero el verdadero autor es un español bien conocido, que en los escritos publicados al fin de su vida no parece sino que se propuso vindicar con su desmedida exageración, y sus furibundas invectivas, todo lo que anteriormente había atacado: tan insoportable es su lenguaje contra todo cuanto se le ofrece al paso. Religión, reyes, patria, clases, individuos, aun los de su mismo partido y opiniones, todo lo insulta, todo lo desgarra, como atacado de un exceso de rabia.

No es extraño, pues, que mirase á Felipe II como han acostumbrado mirarle los protestantes y los filósofos; es decir, como un príncipe arrojado sobre la tierra para oprobio y tormento de la humanidad, como un monstruo de maquiavelismo que esparcía las tinieblas para cebarse á mansalva en la crueldad y tiranía.

No seré yo quien me encargue de justificar en todas sus partes la política de Felipe II, ni negaré que haya alguna exageración en los elogios que le han tributado algunos escritores españoles; pero tampoco puede ponerse en duda que los protestantes, y los enemigos políticos de este monarca, han tenido un constante empeño en desacreditarle. ¿Y sabéis por qué los protestantes le han profesado á Felipe II tan mala voluntad? Porque él fué quien impidió que penetrara en España el Protestantismo, él fué quien sostuvo la causa de la Iglesia católica en aquel agitado siglo. Dejemos aparte los acontecimientos transcendentales al resto de Europa, de los cuales cada uno juzgará como mejor le agradare; pero, ciñéndonos á España, puede asegurarse que la introducción del Protestantismo era inminente, inevitable, sin el sistema seguido por aquel monarca. Si en este ó aquel caso hizo servir la Inquisición á su política, éste es otro punto que no nos toca[207] examinar aquí; pero reconózcase al menos que la Inquisición no era un mero instrumento de miras ambiciosas, sino una institución sostenida en vista de un peligro inminente.

De los procesos formados por la Inquisición en aquella época, resulta con toda evidencia que el Protestantismo andaba cundiendo en España de una manera increíble. Eclesiásticos distinguidos, religiosos, monjas, seglares de categoría, en una palabra, individuos de las clases más influyentes, se hallaron contagiados de los nuevos errores; bien se echa de ver que no eran infructuosos los esfuerzos de los protestantes para introducir en España sus doctrinas, cuando procuraban de todos modos llevarnos los libros que las contenían, hasta valiéndose de la singular estratagema de encerrarlos en botas de vino de Champaña y Borgoña, con tal arte, que los aduaneros no podían alcanzar á descubrir el fraude, como escribía á la sazón el embajador de España en París.

Una atenta observación del estado de los espíritus en España en aquella época, haría conjeturar el peligro, aun cuando hechos incontestables no hubieran venido á manifestarle. Los protestantes tuvieron buen cuidado de declamar contra los abusos, presentándose como reformadores, y trabajando por atraer á su partido á cuantos estaban animados de un vivo deseo de reforma. Este deseo existía en la Iglesia de mucho antes; y si bien es verdad que en unos el espíritu de reforma era inspirado por malas intenciones, ó, en otros términos, disfrazaban con este nombre su verdadero proyecto, que era de destrucción, también es cierto que en muchos católicos sinceros había un deseo tan vivo de ella, que llegaba á celo imprudente y rayaba en ardor destemplado. Es probable que este mismo celo llevado hasta la exaltación se convertiría en algunos en acrimonia; y que así prestarían más fácilmente oídos á las insidiosas sugestiones de los enemigos de la Iglesia. Quizás no fueron pocos los que empezaron por un celo indiscreto, cayeron en la exageración, pa[208]saron en seguida á la animosidad, y al fin se precipitaron en la herejía. No faltaba en España esta disposición de espíritu, que, desenvuelta con el curso de los acontecimientos, hubiera dado frutos amargos, por poco que el Protestantismo hubiese podido tomar pie. Sabido es que en el concilio de Trento se distinguieron los españoles por su celo reformador y por la firmeza en expresar sus opiniones: y es necesario advertir que, una vez introducida en un país la discordia religiosa, los ánimos se exaltan con las disputas, se irritan con el choque continuo, y á veces hombres respetables llegan á precipitarse en excesos, de que poco antes ellos mismos se habrían horrorizado. Difícil es decir á punto fijo lo que hubiera sucedido por poco que en este punto se hubiese aflojado; lo cierto es que, cuando uno lee ciertos pasajes de Luis Vives, de Arias Montano, de Carranza, de la consulta de Melchor Cano, parece que está sintiendo en aquellos espíritus cierta inquietud y agitación, como aquellos sordos mugidos que anuncian en lontananza el comienzo de la tempestad.

La famosa causa del arzobispo de Toledo fray Bartolomé de Carranza es uno de los hechos que se han citado más á menudo en prueba de la arbitrariedad con que procedía la Inquisición de España. Ciertamente es mucho el interés que excita el ver sumido de repente en estrecha prisión, y continuando en ella largos años, uno de los hombres más sabios de Europa, arzobispo de Toledo, honrado con la íntima confianza de Felipe II y de la reina de Inglaterra, ligado en amistad con los hombres más distinguidos de la época, y conocido en toda la cristiandad por el brillante papel que había representado en el concilio de Trento. Diez y siete años duró la causa, y á pesar de haber sido avocada á Roma, donde no faltarían al arzobispo protectores poderosos, todavía no pudo recabarse que en el fallo se declarase su inocencia. Prescindiendo de lo que podía arrojar de sí una causa tan extensa y complicada, y de los mayores ó menores motivos que pudieron dar las palabras y los escritos de Carranza para hacer sos[209]pechar de su fe, yo tengo por cierto que en su conciencia, delante de Dios, era del todo inocente. Hay de esto una prueba que lo deja fuera de toda duda: hela aquí. Habiendo caído enfermo al cabo de poco de fallada la causa, se conoció luego que su enfermedad era mortal y se le administraron los santos sacramentos. En el acto de recibir el Sagrado Viático, en presencia de un numeroso concurso, declaró del modo más solemne que jamás se había apartado de la fe de la Iglesia católica, que de nada le remordía la conciencia de todo cuanto se le había acusado, y confirmó su dicho poniendo por testigo á aquel mismo Dios que tenía en su presencia, á quien iba á recibir bajo las sagradas especies, y á cuyo tremendo tribunal debía en breve comparecer. Acto patético que hizo derramar lágrimas á todos los circunstantes, que disipó de un soplo las sospechas que contra él se habían podido concebir, y aumentó las simpatías excitadas ya durante la larga temporada de su angustioso infortunio. El Sumo Pontífice no dudó de la sinceridad de la declaración, como lo indica el que se puso sobre su tumba un magnífico epitafio, que por cierto no se hubiera permitido, á quedar alguna sospecha de la verdad de sus palabras. Y de seguro que fuera temeridad no dar fe á tan explícita declaración, salida de la boca de un hombre como Carranza, y moribundo, y en presencia del mismo Jesucristo.

Pagado este tributo al saber, á las virtudes y al infortunio de Carranza, resta ahora examinar si, por más pura que estuviese su conciencia, puede decirse con razón que su causa no fué más que una traidora intriga tramada por la enemistad y la envidia. Ya se deja entender que no se trata aquí de examinar el inmenso proceso de aquella causa; pero así como suele pasarse ligeramente sobre ella, echando un borrón sobre Felipe II y sobre los adversarios de Carranza, séame permitido también hacer algunas observaciones sobre la misma para llevar las cosas á su verdadero punto de vista. En primer lugar, salta á los ojos que es bien sin[210]gular la duración tan extremada de una causa destituída de todo fundamento, ó al menos que no hubiese tenido en su favor algunas apariencias. Además, si la causa hubiese continuado siempre en España, no fuera tan de extrañar su prolongación; pero no fué así, sino que estuvo pendiente muchos años también en Roma. ¿Tan ciegos eran los jueces ó tan malos, que, ó no viesen la calumnia, ó no la desechasen, si esta calumnia era tan clara, tan evidente, como se ha querido suponer?

Se puede responder á esto que las intrigas de Felipe II, empeñado en perder al arzobispo, impedían que se aclarase la verdad, como lo prueba la morosidad que hubo en remitir á Roma al ilustre preso, á pesar de las reclamaciones del Papa, hasta verse, según dicen, obligado Pío V á amenazar con la excomunión á Felipe II, si no se enviaba á Roma á Carranza. No negaré que Felipe II haya tenido empeño en agravar la situación del arzobispo, y deseos de que la causa diera un resultado poco favorable al reo; sin embargo, para saber si la conducta del rey era criminal ó no, falta averiguar si el motivo que le impelía á obrar así, era de resentimiento personal, ó si en realidad era la convicción, ó la sospecha, de que el arzobispo fuese luterano. Antes de su desgracia era Carranza muy favorecido y honrado de Felipe: dióle de ello abundantes pruebas con las comisiones que le confió en Inglaterra, y, finalmente, nombrándole para la primera dignidad eclesiástica de España; y así es que no podemos presumir que tanta benevolencia se cambiase de repente en un odio personal, á no ser que la historia nos suministre algún dato donde fundar esta conjetura. Este dato es el que yo no encuentro en la historia, ni sé que hasta ahora se haya encontrado. Siendo esto así, resulta que, si en efecto se declaró Felipe II tan contrario del arzobispo, fué porque creía, ó al menos sospechaba fuertemente, que Carranza era hereje. En tal caso pudo ser Felipe II imprudente, temerario, todo lo que se quiera; pero nunca se podrá decir que persi[211]guiese por espíritu de venganza, ni por miras personales.

También se han culpado otros hombres de aquella época, entre los cuales figura el insigne Melchor Cano. Según parece, el mismo Carranza desconfió de él; y aun llegó á estar muy quejoso por haber sabido que Cano se había atrevido á decir que el arzobispo era tan hereje como Lutero. Pero Salazar de Mendoza, refiriendo el hecho en la Vida de Carranza, asegura que, sabedor Cano de esto, lo desmintió abiertamente, afirmando que jamás había salido de su boca expresión semejante. Y á la verdad, el ánimo se inclina fácilmente á dar crédito á la negativa; hombres de un espíritu tan privilegiado como Melchor Cano, llevan en su propia dignidad un preservativo demasiado poderoso contra toda bajeza, para que sea permitido sospechar que descendiera al infame papel de calumniador.

Yo no creo que las causas del infortunio de Carranza sea menester buscarlas en rencores ni envidias particulares, sino que se las encuentra en las circunstancias críticas de la época y en el mismo natural de este hombre ilustre. Los gravísimos síntomas que se observaban en España de que el luteranismo estaba haciendo prosélitos; los esfuerzos de los protestantes para introducir en ella sus libros y emisarios, y la experiencia de lo que estaba sucediendo en otros países, y, en particular, en el fronterizo reino de Francia, tenía tan alarmados los ánimos y los traía tan asustadizos y suspicaces, que el menor indicio de error, sobre todo en personas constituídas en dignidad, ó señaladas por su sabiduría, causaba inquietud y sobresalto. Conocido es el ruidoso negocio de Arias Montano sobre la Poliglota de Amberes, como y también los padecimientos del insigne fray Luis de León y de otros hombres ilustres de aquellos tiempos. Para llevar las cosas al extremo, mezclábase en esto la situación política de España con respecto al extranjero; pues que, teniendo la monarquía española tantos enemigos y rivales, temíase con fundamento que éstos se valdrían de la he[212]rejía para introducir en nuestra patria la discordia religiosa, y, por consiguiente, la guerra civil. Esto hacía naturalmente que Felipe II se mostrase desconfiado y suspicaz, y que, combinándose en su espíritu el odio á la herejía y el deseo de la propia conservación, se manifestase severo é inexorable con todo lo que pudiese alterar en sus dominios la pureza de la fe católica.

Por otra parte, menester es confesar que el natural de Carranza no era el más á propósito para vivir en tiempos tan críticos sin dar algún grave tropiezo. Al leer sus Comentarios sobre el Catecismo, conócese que era hombre de entendimiento muy despejado, de erudición vasta, de ciencia profunda, de un carácter severo y de un corazón generoso y franco. Lo que piensa lo dice con pocos rodeos, sin pararse mucho en el desagrado que en estas ó aquellas personas podían excitar sus palabras. Donde cree descubrir un abuso, lo señala con el dedo y le condena abiertamente, de suerte que no son pocos los puntos de semejanza que tiene con su supuesto antagonista Melchor Cano. En el proceso se le hicieron cargos, no sólo por lo que resultaba de sus escritos, sino también por algunos sermones y conversaciones. No sé hasta qué punto pudiera haberse excedido; pero desde luego no tengo reparo en afirmar que quien escribía con el tono que él lo hace, debía expresarse de palabra con mucha fuerza, y quizás con demasiada osadía.

Además, es necesario también añadir, en obsequio de la verdad, que en sus Comentarios sobre el Catecismo, tratando de la justificación, no se explica con aquella claridad y limpieza que era de desear, y que reclamaban las calamitosas circunstancias de aquella época. Los versados en estas materias saben cuán delicados son ciertos puntos, que cabalmente eran entonces el objeto de los errores de Alemania; y fácilmente se concibe cuánto debían de llamar la atención las palabras de un hombre como Carranza, por poca ambigüedad que ofreciesen. Lo cierto es que en Roma no salió absuelto de los cargos, que se le obligó á abjurar[213] una serie de proposiciones, de las cuales se le consideró sospechoso, y que se le impusieron por ello algunas penitencias. Carranza en el lecho de la muerte protestó de su inocencia, pero tuvo el cuidado de declarar que no por esto tenía por injusta la sentencia del Papa. Esto explica el enigma; pues no siempre la inocencia del corazón anda acompañada de la prudencia en los labios.

Heme detenido algún tanto en esta causa célebre, porque se brinda á consideraciones que hacen sentir el espíritu de aquella época; consideraciones que sirven, además, para restablecer en su puesto la verdad, y para que no se explique todo por la miserable clave de la perversidad de de los hombres. Desgraciadamente hay una tendencia á explicarlo todo así, y por cierto que no es escaso el fundamento que muchas veces dan los hombres para ello; pero, mientras no haya una evidente necesidad de hacerlo, deberíamos abstenernos de acriminar. El cuadro de la historia de la humanidad es de suyo demasiado sombrío, para que podamos tener gusto en obscurecerle, echándole nuevas manchas; y es menester pensar que á veces acusamos de crimen lo que no fué más que ignorancia. El hombre está inclinado al mal, pero no está menos sujeto al error; y el error no siempre es culpable.

Yo creo que pueden darse las gracias á los protestantes del rigor y de la suspicacia que desplegó en aquellos tiempos la Inquisición de España. Los protestantes promovieron una revolución religiosa; y es una ley constante que toda revolución, ó destruye el poder atacado, ó le hace más severo y duro. Lo que antes se hubiera juzgado indiferente, se considera como sospechoso, y lo que en otras circunstancias sólo se hubiera tenido por una falta, es mirado entonces como un crimen. Se está con un temor continuo de que la libertad se convierta en licencia; y como las revoluciones destruyen, invocando la reforma, quien se atreva á hablar de ella corre peligro de ser culpado de perturbador. La misma prudencia en la conducta será tildada de[214] precaución hipócrita; un lenguaje franco y sincero, calificado de insolencia y de sugestión peligrosa; la reserva lo será de mañosa reticencia; y hasta el mismo silencio será tenido por significativo, por disimulo alarmante. En nuestros tiempos hemos presenciado tantas cosas, que estamos en excelente posición para comprender fácilmente todas las fases de la historia de la humanidad.

Es un hecho indudable la reacción que produjo en España el Protestantismo: sus errores y excesos hicieron que, así el poder eclesiástico como el civil, concediesen en todo lo tocante á religión mucha menor latitud de la que antes se permitía. La España se preservó de las doctrinas protestantes, cuando todas las probabilidades estaban indicando que al fin se nos llegarían á comunicar de un modo ú otro: y claro es que este resultado no pudo obtenerse sin esfuerzos extraordinarios. Era aquello una plaza sitiada, con un poderoso enemigo á la vista, donde los jefes andan vigilantes de continuo, en guarda contra los ataques de afuera y en vela contra las traiciones de adentro.

En confirmación de estas observaciones aduciré un ejemplo, que servirá por muchos otros: quiero hablar de lo que sucedió con respecto á las Biblias en lengua vulgar, pues que esto nos dará una idea de lo que anduvo sucediendo en lo demás, por el mismo curso natural de las cosas. Cabalmente tengo á la mano un testimonio tan respetable como interesante: el mismo Carranza, de quien acabo de hablar. Oigamos lo que dice en el prólogo que precede á sus Comentarios sobre el Catecismo Cristiano. «Antes que las herejías de Lutero saliesen del infierno á esta luz del mundo, no sé yo que estuviese vedada la Sagrada Escritura en lenguas vulgares entre ningunas gentes. En España, había Biblias trasladadas en vulgar por mandato de reyes católicos, en tiempo que se consentían vivir entre cristianos los moros y judíos en sus leyes. Después que los judíos fueron echados de España, hallaron los jueces de la religión que algunos de los que se convirtieron á[215] nuestra santa fe, instruían á sus hijos en el judaísmo, enseñándoles las ceremonias de la ley de Moisés, por aquellas Biblias vulgares; las cuales ellos imprimieron después en Italia, en la ciudad de Ferrara. Por esta causa tan justa se vedaron las Biblias vulgares en España; pero siempre se tuvo miramiento á los colegios y monasterios, y á las personas nobles que estaban fuera de sospecha, y se les daba licencia que las tuviesen y leyesen.» Continúa Carranza haciendo en pocas palabras la historia de estas prohibiciones en Alemania, Francia y otras partes, y después prosigue: «En España, que estaba y está limpia de la cizaña, por merced y gracia de Nuestro Señor, proveyeron en vedar generalmente todas las traslaciones vulgares de la Escritura, por quitar la ocasión á los extranjeros de tratar de sus diferencias con personas simples y sin letras. Y también porque tenían y tienen experiencia de casos particulares y errores que comenzaban á nacer en España, y hallaban que la raíz era haber leído algunas partes de la Escritura sin las entender. Esto que he dicho aquí es historia verdadera de lo que ha pasado. Y por este fundamento se ha prohibido la Biblia en lengua vulgar.»

Este curioso pasaje de Carranza nos explica en pocas palabras el curso que anduvieron siguiendo las cosas. Primero no existe ninguna prohibición, pero el abuso de los judíos la provoca; bien que dejándose, como se ve por el mismo texto, alguna latitud. Vienen en seguida los protestantes, perturban la Europa con sus Biblias, amenaza el peligro de introducirse los nuevos errores en España, se descubre que algunos extraviados lo han sido por mala inteligencia de algún pasaje de la Biblia, lo que obliga á quitar esta arma á los extranjeros que intentasen seducir á las personas sencillas, y así la prohibición se hace general y rigurosa.

Volviendo á Felipe II, no conviene perder de vista que este monarca fué uno de los más firmes defensores de la Iglesia católica, que fué la personificación de la política de los siglos fieles en medio del vértigo que á[216] impulsos del Protestantismo se había apoderado de la política europea. Á él se debió en gran parte que al través de tantos trastornos pudiese la Iglesia contar con la poderosa protección de los príncipes de la tierra. La época de Felipe II fué crítica y decisiva en Europa; y, si bien es verdad que no fué afortunado en Flandes, también lo es que su poder y su habilidad formaron un contrapeso á la política protestante, á la que no permitió señorearse de Europa como ella hubiera deseado. Aun cuando supusiéramos que entonces no se hizo más que ganar tiempo, quebrantándose el primer ímpetu de la política protestante, no fué poco beneficio para la religión católica, por tantos lados combatida. ¿Qué hubiera sido de la Europa, si en España se hubiese introducido el Protestantismo como en Francia, si los hugonotes hubiesen podido contar con el apoyo de la Península? Y si el poder de Felipe II no hubiese infundido respeto, ¿qué no hubiera podido suceder en Italia? Los sectarios de Alemania ¿no hubieran alcanzado á introducir allí sus doctrinas? Posible fuera, y en esto abrigo la seguridad de obtener el asentimiento de todos los hombres que conocen la historia; posible fuera que, si Felipe II hubiese abandonado su tan acriminada política, la religión católica se hubiese encontrado, al entrar en el siglo xvii, en la dura necesidad de vivir, no más que como tolerada, en la generalidad de los reinos de Europa. Y lo que vale esta tolerancia, cuando se trata de la Iglesia católica, nos lo dice siglos ha la Inglaterra, nos lo dice en la actualidad la Prusia, y, finalmente, la Rusia, de un modo todavía más doloroso.

Es menester mirar á Felipe II desde este punto de vista; y fuerza es convenir que, considerado así, es un gran personaje histórico, de los que han dejado un sello más profundo en la política de los siglos siguientes, y que más influjo han tenido en señalar una dirección al curso de los acontecimientos.

Aquellos españoles que anatematizan al fundador del Escorial, menester es que hayan olvidado nuestra[217] historia, ó que al menos la tengan en poco. Vosotros arrojáis sobre la frente de Felipe II la mancha de odioso tirano, sin reparar que, disputándole su gloria, ó trocándola en ignominia, destruís de una plumada toda la nuestra, y hasta arrojáis en el fango la diadema que orló las sienes de Fernando y de Isabel. Si no podéis perdonar á Felipe II el que sostuviese la Inquisición, si por esta sola causa no podéis legar á la posteridad su nombre sino cargado de execraciones, haced lo mismo con el de su ilustre padre Carlos V, y llegando á Isabel de Castilla escribid también en la lista de los tiranos, de los azotes de la humanidad, el nombre que acataron ambos mundos, el emblema de la gloria y pujanza de la monarquía española. Todos participaron en el hecho que tanto levanta vuestra indignación; no anatematicéis, pues, al uno, perdonando á los otros con una indulgencia hipócrita; indulgencia que no empleáis por otra causa, sino porque el sentimiento de nacionalidad que late en vuestros pechos os obliga á ser parciales, inconsecuentes, para no veros precisados á borrar de un golpe las glorias de España, á marchitar todos sus laureles, á renegar de vuestra patria. Ya que desgraciadamente nada nos queda sino grandes recuerdos, no los despreciemos; que estos recuerdos en una nación son como en una familia caída los títulos de su antigua nobleza: elevan el espíritu, fortifican en la adversidad, y, alimentando en el corazón la esperanza, sirven á preparar un nuevo porvenir.

El inmediato resultado de la introducción del Protestantismo en España habría sido, como en los demás países, la guerra civil. Ésta nos fuera á nosotros más fatal por hallarnos en circunstancias mucho más críticas. La unidad de la monarquía española no hubiera podido resistir á las turbulencias y sacudimientos de una disensión intestina; porque sus partes eran tan heterogéneas, y estaban, por decirlo así, tan mal pegadas, que el menor golpe hubiera deshecho la soldadura. Las leyes y las costumbres de los reinos de Navarra y de Aragón eran muy diferentes de las de[218] Castilla; un vivo sentimiento de independencia, nutrido por las frecuentes reuniones de sus Cortes, se abrigaba en sus pueblos indómitos; y sin duda que hubieran aprovechado la primera ocasión de sacudir un yugo que no les era lisonjero. Con esto, y las facciones que hubieran desgarrado las entrañas de todas las provincias, se habría fraccionado miserablemente la monarquía, cabalmente cuando debía hacer frente á tan multiplicadas atenciones en Europa, en África y en América. Los moros estaban aún á nuestra vista, los judíos no se habían olvidado de España; y por cierto que unos y otros hubieran aprovechado la coyuntura, para medrar de nuevo á favor de nuestras discordias. Quizás estuvo pendiente de la política de Felipe II, no sólo la tranquilidad, sino también la existencia de la monarquía española. Ahora se le acusa de tirano; en el caso contrario, se le hubiera acusado de incapaz é imbécil.

Una de las mayores injusticias de los enemigos de la religión, al atacar á los que la han sostenido, es el suponerlos de mala fe; el acusarlos de llevar en todo segundas intenciones, miras tortuosas é interesadas. Cuando se habla, por ejemplo, del maquiavelismo de Felipe II, se supone que la Inquisición, aun cuando en la apariencia tenía un objeto puramente religioso, no era más en realidad que un dócil instrumento político, puesto en las manos del astuto monarca. Nada más especioso para los que piensan que estudiar la historia es ofrecer esas observaciones picantes y maliciosas, pero nada más falso en presencia de los hechos.

Viendo en la Inquisición un tribunal extraordinario, no han podido concebir algunos cómo era posible su existencia sin suponer en el monarca que le sostenía y fomentaba, razones de Estado muy profundas, miras que alcanzaban mucho más allá de lo que se descubre en la superficie de las cosas. No se ha querido ver que cada época tiene su espíritu, su modo particular de mirar los objetos, y su sistema de acción, sea para procurarse bienes, sea para evitarse males. En aquellos[219] tiempos, en que por todos los reinos de Europa se apelaba al hierro y al fuego en las cuestiones religiosas, en que así los protestantes como los católicos quemaban á sus adversarios, en que la Inglaterra, la Francia, la Alemania estaban presenciando las escenas más crueles, se encontraba tan natural, tan en el orden regular la quema de un hereje, que en nada chocaba con las ideas comunes. Á nosotros se nos erizan los cabellos á la sola idea de quemar á un hombre vivo. Hallándonos en una sociedad donde el sentimiento religioso se ha amortiguado en tal manera, y acostumbrados á vivir entre hombres que tienen religión diferente de la nuestra, y á veces ninguna, no alcanzamos á concebir que pasaba entonces como un suceso muy ordinario el ser conducidos al patíbulo esta clase de hombres. Léanse, empero, los escritores de aquellos tiempos; y se notará la inmensa diferencia que va de nuestras costumbres á los suyas; se observará que nuestro lenguaje templado y tolerante hubiera sido para ellos incomprensible. ¿Qué más? El mismo Carranza, que tanto sufrió de la Inquisición, ¿piensan quizás algunos cómo opinaba sobre estas materias? En su citada obra, siempre que se ofrece la oportunidad de tocar este punto, emite las mismas ideas de su tiempo, sin detenerse siquiera en probarlas, dándolas como cosa fuera de duda. Cuando en Inglaterra se encontraba al lado de la reina María, sin ningún reparo ponía también en planta sus doctrinas sobre el rigor con que debían ser tratados los herejes; y á buen seguro que lo hacía sin sospechar, en su intolerancia, que tanto había de servir su nombre para atacar esa misma intolerancia.

Los reyes y los pueblos, los eclesiásticos y los seglares, todos estaban acordes en este punto. ¿Qué se diría ahora de un rey que con sus manos aproximase la leña para quemar á un hereje, que impusiese la pena de horadar la lengua á los blasfemos con un hierro? Pues lo primero se cuenta de San Fernando, y lo segundo lo hacía San Luis. Aspavientos hacemos ahora, cuan[220]do vemos á Felipe II asistir á un auto de fe; pero, si consideramos que la corte, los grandes, lo más escogido de la sociedad, rodeaban en semejante caso al rey, veremos que, si esto á nosotros nos parece horroroso, insoportable, no lo era para aquellos hombres, que tenían ideas y sentimientos muy diferentes. No se diga que la voluntad del monarca lo prescribía así, y que era fuerza obedecer; no, no era la voluntad del monarca lo que obraba, era el espíritu de la época. No hay monarca tan poderoso que pueda celebrar una ceremonia semejante, si estuviere en contradicción con el espíritu de su tiempo; no hay monarca tan insensible que no esté él propio afectado del siglo en que reina. Suponed el más poderoso, el más absoluto de nuestros tiempos: Napoleón en su apogeo, el actual emperador de Rusia, y ved si alcanzar podría su voluntad á violentar hasta tal punto las costumbres de su siglo.

Á los que afirman que la Inquisición era un instrumento de Felipe II, se les puede salir al encuentro con una anécdota, que por cierto no es muy á propósito para confirmarnos en esta opinión. No quiero dejar de referirla aquí, pues que, á más de ser muy curiosa é interesante, retrata las ideas y costumbres de aquellos tiempos. Reinando en Madrid Felipe II, cierto orador dijo en un sermón, en presencia del rey, que los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de los vasallos y sobre sus bienes. No era la proposición para desagradar á un monarca, dado que el buen predicador le libraba, de un tajo, de todas las trabas en el ejercicio de su poder. Á lo que parece, no estaría todo el mundo en España tan encorvado bajo la influencia de las doctrinas despóticas como se ha querido suponer, pues que no faltó quien delatase á la Inquisición las palabras con que el predicador había tratado de lisonjear la arbitrariedad de los reyes. Por cierto que el orador no se había guarecido bajo un techo débil; y así es que los lectores darán por supuesto que, rozándose la denuncia con el poder de Felipe II, trataría la Inquisición de no hacer de ella ningún mérito. No fué así, sin embargo:[221] la Inquisición instruyó su expediente, encontró la proposición contraria á las sanas doctrinas, y el pobre predicador, que no esperaría tal recompensa, á más de varias penitencias que se le impusieron, fué condenado á retractarse públicamente, en el mismo lugar, con todas las ceremonias del auto jurídico, con la particular circunstancia de leer en un papel, conforme se le había ordenado, las siguientes notabilísimas palabras: «Porque, señores, los reyes no tienen más poder sobre sus vasallos, del que les permite el derecho divino y humano: y no por su libre y absoluta voluntad.» Así lo refiere D. Antonio Pérez, como se puede ver en el pasaje que se inserta por entero en la nota correspondiente á este capítulo. Sabido es que D. Antonio Pérez no era apasionado de la Inquisición.

Este suceso se verificó en aquellos tiempos que algunos no nombran jamás, sin acompañarles el título de obscurantismo, de tiranía, de superstición; yo dudo, sin embargo, que en los más cercanos, y en que se dice que comenzó á lucir para España la aurora de la ilustración y de la libertad, por ejemplo, de Carlos III, se hubiese llevado á término una condenación pública, solemne, del despotismo. Esta condenación era tan honrosa al tribunal que la mandaba, como al monarca que la consentía.

Por lo que toca á la ilustración, también es una calumnia lo que se dice, que hubo el plan de establecer y perpetuar la ignorancia. No lo indica así, por cierto, la conducta de Felipe II, cuando, á más de favorecer la grande empresa de la Poliglota de Amberes, recomendaba á Arias Montano que las sumas que se fuesen recobrando del impresor Platino, á quien para dicha empresa había suministrado el monarca una crecida cantidad, se emplease en la compra de libros exquisitos, así de impresos como de mano, para ponerlos en la librería del monasterio del Escorial, que entonces se estaba edificando; habiendo hecho también el encargo, como dice el rey en la carta á Arias Montano, á D. Francés de Alaba, su embajador en Francia, que pro[222]curase de haber los mejores libros que pudiere en aquel reino.

No, la historia de España, desde el punto de vista de la intolerancia religiosa, no es tan negra como se ha querido suponer. Á los extranjeros, cuando nos echan en cara la crueldad, podemos responderles que, mientras la Europa estaba regada de sangre por las guerras religiosas, en España se conservaba la paz; y por lo que toca al número de los que perecieron en los patíbulos, ó murieron en el destierro, podemos desafiar á las dos naciones que se pretenden á la cabeza de la civilización, la Francia y la Inglaterra, á que muestren su estadística de aquellos tiempos sobre el mismo asunto, y la comparen con la nuestra. Nada tememos de semejante cotejo.

Á medida que anduvo menguando el peligro de introducirse en España el Protestantismo, el rigor de la Inquisición se disminuyó también; y, además, podemos observar que suavizaba sus procedimientos, siguiendo el espíritu de la legislación criminal en los otros países de Europa. Así vemos que los autos de fe van siendo más raros, según los tiempos van aproximándose á los nuestros; de suerte que, á fines del siglo pasado, sólo era la Inquisición una sombra de lo que había sido. No es necesario insistir sobre un punto que nadie ignora, y en que están de acuerdo hasta los más acalorados enemigos de dicho tribunal: en esto encontramos la prueba más convincente de que se ha de buscar en las ideas y costumbres de la época lo que se ha pretendido hallar en la crueldad, en la malicia, ó en la ambición de los hombres. Si llegasen á surtir efecto las doctrinas de los que abogan por la abolición de la pena de muerte, cuando la posteridad leería las ejecuciones de nuestros tiempos, se horrorizaría del propio modo que nosotros con respecto á los anteriores. La horca, el garrote vil, la guillotina, figurarían en la misma línea que los antiguos quemaderos.[10]


[223]

NOTAS:

[1] Pág. 45—Recio se hace de creer el extravío de los antiguos sobre el respeto debido al hombre; inconcebible parece que llegasen á tener en nada la vida del individuo que no podía servir en algo á la sociedad; y, sin embargo, nada hay más cierto. Lamentable fuera que esta ó aquella ciudad hubiesen dictado una ley bárbara, ó, por una ú otra causa, llegase á introducirse en ellas una costumbre atroz; no obstante, mientras la filosofía hubiese protestado contra tamaños atentados, la razón humana se habría conservado sin mancilla, y no se la pudiera achacar con justicia que tomase parte en las nefandas obras del aborto y del infanticidio. Pero cuando encontramos defendido y enseñado el crimen por los filósofos más graves de la antigüedad, cuando le vemos triunfante en el pensamiento de sus hombres más ilustres, cuando los oímos prescribiendo esas atrocidades con una calma y serenidad espantosa, el espíritu desfallece, la sangre se hiela en el corazón; quisiera uno taparse los ojos para no ver humillada á tanta ignominia, á tanto embrutecimiento, la filosofía, la razón humana. Oigamos á Platón en su República, en aquel libro donde se proponía reunir las teorías que eran en su juicio las más brillantes, y al propio tiempo las más conducentes para el bello ideal de la sociedad humana. «Menester es, dice uno de los interlocutores del diálogo, menester es, según nuestros principios, procurar que entre los hombres y las mujeres de mejor raza, sean frecuentes las relaciones de los sexos; y al contrario, muy raras entre los de menos valer. Además, es necesario criar los hijos de los primeros, más no de los segundos, si se quiere tener un rebaño escogido. En fin, es necesario que sólo los magistrados tengan noticia de estas medidas, para evitar en cuanto sea posible la discordia en el rebaño.» «Muy bien», responde otro de los interlocutores. (Platón, Repúb., L. 5.)

[224] He aquí reducida la especie humana á la simple condición de los brutos; el filósofo hace muy bien en valerse de la palabra rebaño, bien que hay la diferencia de que los magistrados imbuídos en semejantes doctrinas, debían resultar más duros con sus súbditos que no lo fuera un pastor con su ganado. No, el pastor que entre los corderillos recién nacidos encuentra alguno débil y estropeado, no le mata, no le deja perecer de hambre; le lleva en brazos junto á la oveja, que le sustentará con su leche, y le acaricia blandamente para acallar sus tiernos balidos.

Pero ¿serán quizás las expresiones citadas, una palabra escapada al filósofo en un momento de distracción? El pensamiento que revelan, ¿no podrá mirarse como una de aquellas inspiraciones siniestras, que se deslizan un instante en el espíritu del hombre, pasando sin dejar rastro, como serpea rápido un pavoroso reptil por la amenidad de una pradera? Así lo deseáramos para la gloria de Platón; pero, desgraciadamente, él propio nos quita todo medio de vindicarle, pues que insiste sobre lo mismo tantas veces, y con tan sistemática frialdad. «En cuanto á los hijos, repite más abajo, de los ciudadanos de inferior calidad, y aun por lo tocante á los de los otros, si hubiesen nacido deformes, los magistrados los ocultarán como conviene, en algún lugar secreto, que será prohibido revelar.» Y uno de los interlocutores responde: «Sí, sí, queremos conservar en su pureza la raza de los guerreros.»

La voz de la naturaleza protestaba en el corazón del filósofo contra su horrible doctrina; presentábanse á su imaginación las madres reclamando sus hijos recién nacidos, y por esto encarga el secreto, prescribe que sólo los magistrados tengan noticia del lugar fatal, para evitar la discordia en la ciudad. Así los convierte en asesinos alevosos, que matan, y ocultan desde luego su víctima bajo las entrañas de la tierra.

Continúa Platón prescribiendo varias reglas en orden á las relaciones de los sexos, y, hablando del caso en que el hombre y la mujer han llegado á una edad algo avanzada, nos ofrece el siguiente escandaloso pasaje «Cuando uno y otro sexo, dice el filósofo, hayan pasado de la edad de tener hijos, dejaremos á los hombres la libertad de continuar con las mujeres las relaciones que quieran, exceptuando sus hijas, madres, nietas y abuelas; y á las mujeres les dejaremos la misma libertad con respecto á los hombres y, les recomendaremos muy particularmente que tomen todas las precauciones para que no nazca de tal comercio ningún fruto; y que si á pesar de sus precauciones nace alguno, que lo expongan: pues que el Estado no se encarga de mantenerle.» Platón estaba, á lo que parece, muy satisfecho de su doctrina, pues que en el mismo libro donde escribía lo que acabamos de ver, dice aquella sentencia que se ha hecho tan famosa: que los males de los Estados no se remediarán jamás, ni serán bien gobernadas las sociedades hasta que los filósofos lle[225]guen á ser reyes, ó los reyes se hagan filósofos. Dios nos preserve de ver sobre el trono una filosofía como la suya; por lo demás, su deseo del reino de la filosofía se ha realizado en los tiempos modernos; y más que el reino todavía, la divinización, hasta llegar á tributarle en un templo público los homenajes de la divinidad. No creo, sin embargo, que sean muchos los que echen de menos los aciagos días del Culto de la Razón.

La horrible enseñanza que acabamos de leer en Platón, se transmitía fielmente á las escuelas venideras. Aristóteles, que en tantos puntos se tomó la libertad de apartarse de las doctrinas de su maestro, no pensó en corregirlas por lo tocante al aborto y al infanticidio. En su Política enseña los mismos crímenes, y con la misma serenidad que Platón. «Para evitar, dice, que se alimenten las criaturas débiles ó mancas, la ley ha de prescribir que se las exponga, ó se las quite de en medio. En el caso que esto se hallare prohibido por las leyes y costumbres de algunos pueblos, entonces es necesario señalar á punto fijo el número de los hijos que se puedan procrear; y, si aconteciere que algunos tuvieren más del número prescrito, se ha de procurar el aborto antes que el feto haya adquirido los sentidos y la vida.» (Aristót., Polít., L. 7, c. 16.)

Véase, pues, con cuánta razón he dicho que entre los antiguos, el hombre, como hombre, no era tenido en nada; que la sociedad le absorbía todo entero, que se arrogaba sobre él derechos injustos, que le miraba como un instrumento de que se valía si era útil, y que, en no siéndolo, se consideraba facultada para quebrantarle.

En los escritos de los antiguos filósofos se nota que hacen de la sociedad una especie de todo, al cual pertenecen los individuos, como á una masa de hierro los átomos que la componen. No puede negarse que la unidad es un gran bien de las sociedades, y que hasta cierto punto es una verdadera necesidad; pero esos filósofos se imaginan cierta unidad á la que debe todo sacrificarse, sin consideraciones de ninguna clase á la esfera individual, sin atender á que el objeto de la sociedad es el bien y la dicha de las familias y de los individuos que la componen. Esta unidad es el bien principal, según ellos; nada puede comparársele; y la ruptura de ella es el mal mayor que pueda acontecer, y que conviene evitar por todos los medios imaginables. «El mayor mal de un Estado, dice Platón, ¿no es lo que le divide, y de uno hace muchos? Y su mayor bien, ¿no es lo que liga todas partes, y le hace uno?» Apoyado en este principio, continúa desenvolviendo su teoría, y, tomando las familias y los individuos, los amasa, por decirlo así, para que den un todo compacto, uno. Por esto, á mas de la comunidad de educación y de vida, quiere también la de mujeres y de hijos: considera como un mal el que haya goces ni sufrimientos personales; todo lo exige común, social. No permite que los individuos vivan, ni[226] piensen, ni sientan, ni obren, sino como partes del gran todo. Léase con reflexión su República, y en particular el libro V, y se echará de ver que éste es el pensamiento dominante en el sistema de aquel filósofo.

Oigamos sobre lo mismo á Aristóteles. «Cuando el fin de la sociedad es uno, claro es que la educación de todos sus miembros debe ser necesariamente una, y la misma. La educación debería ser pública, no privada; como acontece ahora, que cada cual cuida de sus hijos, y les enseña lo que más le agrada. Cada ciudadano es una partícula de la sociedad, y el cuidado de una partícula debe naturalmente enderezarse á lo que demanda el todo.» (Arist., Polít., L. 8, c. 1.)

Para darnos á comprender cómo entiende esta educación común, concluye haciendo honorífica mención de la que se daba en Lacedemonia, que, como es bien sabido, consistía en ahogar todos los sentimientos, excepto el de un patriotismo feroz, cuyos rasgos todavía nos estremecen.

No: en nuestras ideas y costumbres no cabe el considerar de esta suerte la sociedad. Los individuos están ligados á ella, forman parte de ella, pero sin que pierdan su esfera propia, ni la esfera de sus familias; y disfrutan de un vasto campo donde pueden ejercer su acción, sin que se encuentren con el coloso de la sociedad. El patriotismo existe aún; pero no es una pasión ciega, instintiva, que lleva al sacrificio como una víctima con los ojos vendados; sino un sentimiento racional, noble, elevado, que forma héroes como los de Lepanto y Bailén, que convierte en leones ciudadanos pacíficos, como en Gerona y Zaragoza, que levanta cual chispa eléctrica un pueblo entero, y desprevenido é inerme le hace buscar la muerte en las bocas de fuego de un ejército numeroso y aguerrido, como Madrid en pos del sublime ¡Muramos!... de Daoiz y de Velarde.

He insinuado también en el texto que entre los antiguos se creía con derecho la sociedad para entrometerse en todos los negocios del individuo; y aun puede añadirse que las cosas se llevaban hasta un extremo que rayaba en ridículo. ¿Quién dijera que la ley había de entrometerse en los alimentos que hubiese de tomar una mujer en cinta, ni en prescribirle el ejercicio que le convenía hacer? «Conviene, dice gravemente Aristóteles, que las mujeres embarazadas cuiden bien de su cuerpo, y que no sean desidiosas en demasía, ni tomen alimentos sobrado tenues y sutiles. Y esto lo conseguirá fácilmente el legislador, ordenándoles y mandándoles que hagan todos los días un paseo para honrar y venerar aquellos dioses á quienes les cupo en suerte el presidir la generación.» (Polít., L. 7, c. 16.)

La acción de la ley se extendía á todo; y en algunas partes no podía escaparse de su severidad ni el mismo llanto de los niños. «No hacen bien, dice Aristóteles, los que por medio de las leyes prohiben á los niños el gritar y llorar: los gritos y el[227] llanto les sirven á los niños de ejercicio, y contribuyen á que crezcan. Esfuerzo natural que desahoga, y comunica vigor á los que se encuentran en angustia.» (Polít., Lib. 7, cap. 17.)

Estas doctrinas de los antiguos, ese modo de considerar las relaciones del individuo con la sociedad, explican muy bien por qué se miraban entre ellos como cosa muy natural las castas y la esclavitud. ¿Qué extrañeza nos ha de causar el ver razas enteras privadas de la libertad, ó tenidas por incapaces de alternar con otras pretendidas superiores, cuando vemos condenadas á la muerte generaciones de inocentes, sin que los concienzudos filósofos dejen traslucir siquiera el menor escrúpulo sobre la legitimidad de un acto tan inhumano? Y no es esto decir que ellos, á su modo, no buscasen también la dicha como fin de la sociedad, sino que tenían ideas monstruosas sobre los medios de alcanzarla.

Entre nosotros es tenida también en mucho la conservación de la unidad social; también consideramos al individuo como parte de la sociedad, y que en ciertos casos debe sacrificarse al bien público; pero miramos al mismo tiempo como sagrada su vida, por inútil, por miserable, por débil que él sea; y contamos entre los homicidios el matar un niño que acaba de ver la luz, ó que no la ha visto aún, del mismo modo que el asesinato de un hombre en la flor de sus años. Además, consideramos que los individuos y las familias tienen derechos que la sociedad debe respetar, secretos en que ésta no se puede entrometer; y cuando se les exigen sacrificios costosos, sabemos que han de ser previamente justificados por una verdadera necesidad. Sobre todo, pensamos que la justicia, la moral, deben reinar en las obras de la sociedad como en las del individuo; y así como rechazamos con respecto á éste el principio de la utilidad privada, así no le admitimos tampoco con relación á aquélla. La máxima de que la salud del pueblo es la suprema ley, no la consentimos sino con las debidas restricciones y condiciones; sin que por esto sufran perjuicio los verdaderos intereses de la sociedad. Cuando estos intereses son bien entendidos, no están en pugna con la sana moral; y, si pasajeras circunstancias crean á veces esa pugna, no es más que aparente; porque, reducida como está á pocos momentos, y limitada á pequeño círculo, no impide que al fin resulten en harmonía, y no se compense con usura el sacrificio que se haga de la utilidad, en las aras de los eternos principios de la moral.

[2] Pág. 66.—El lector me dispensará fácilmente de entrar en pormenores sobre la situación abyecta y vergonzosa de la mujer entre los antiguos, y aun entre los modernos, allí donde no reina el Cristianismo; pues que las severas leyes del pudor salen á cada paso á detener la pluma, cuando quiere presentar algunos rasgos característicos. Basta decir que el trastorno de las ideas era tan extraordinario, que aun los hombres más señalados por su gravedad y mesura deliraban sobre este punto de[228] una manera increíble. Dejemos aparte cien y cien ejemplos que se podrían recordar; pero ¿quién ignora el escandaloso parecer del sabio Solón sobre prestar las mujeres para mejorar la raza? ¿Quién no se ha ruborizado al leer lo que dice el divino Platón, en su República, sobre la conveniencia y el modo de tomar parte las mujeres en los juegos públicos? Pero echemos un velo sobre estos recuerdos tan vergonzosos á la sabiduría humana, que así desconocía los primeros elementos de la moral y las más sentidas inspiraciones de la naturaleza. Cuando así pensaban los primeros legisladores y sabios, ¿qué había de suceder entre el vulgo? ¡Cuánta verdad hay en las palabras del sagrado texto que nos presentan á los pueblos fallos de la luz divina del Cristianismo como sentados en las tinieblas y sombras de la muerte!

Lo más temible para la mujer, como lo más propio para conducirla á la degradación, es lo que mancilla el pudor; sin embargo, puede contribuir también á este envilecimiento la ilimitada potestad otorgada sobre ella al varón. En este particular se hallaba en posición tan dolorosa, que su suerte venía á ser en muchas partes la de una verdadera esclava. Pasemos por alto las costumbres de otros pueblos, y detengámonos un instante en los romanos, donde la fórmula ubi tu Caius, ego Caia, parece indicar una sujeción tan ligera, que se aproxima á la igualdad. Para apreciar debidamente lo que valía esta igualdad, basta recordar que un marido romano se creía facultado hasta para dar la muerte á su mujer, y esto no precisamente en caso de adulterio, sino por faltas mucho menos graves. En tiempo de Rómulo fué absuelto de este atentado Egnacio Mecenio, quien no había tenido otro motivo para cometerle, que el haber caído su mujer en la flaqueza de probar el vino de la bodega. Estos rasgos pintan un pueblo; y aun cuando concedamos toda la importancia que se quiera al cuidado de los romanos para que sus matronas no se diesen al vino, no sale muy bien parada de semejantes costumbres la dignidad de la mujer. Cuando Catón prescribía entre los parientes la afectuosa demostración de darse un ósculo, con la mira, según refiere Plinio, de saber si las mujeres sentían á vino, an temetum olerent, hacía por cierto ostentación de su severidad y de su celo, pero ultrajaba villanamente la reputación de las mismas mujeres cuya virtud se proponía conservar. Hay remedios peores que el mal.

Por lo tocante al mérito de la indisolubilidad del matrimonio, establecida y conservada por el Catolicismo, fácil me fuera corroborar de mil maneras lo que llevo dicho en el texto. Me contentaré, sin embargo, en obsequio de la brevedad, con insertar un muy notable pasaje de Madama de Staël, que muestra cuán funestas han sido á la moral pública las doctrinas protestantes. Este testimonio es mucho más decisivo, no sólo por ser de una escritora protestante, sino también porque versa sobre las costumbres de un país que ella tanto estimaba y admiraba. «El[229] amor es una religión de Alemania, pero una religión poética que tolera con demasiada facilidad todo lo que la sensibilidad puede excusar. No puede negarse que en las provincias protestantes la facilidad del divorcio ataca la santidad del matrimonio. Cámbiase tan tranquilamente de esposos, como si no se tratase de otra cosa que de arreglar los incidentes de un drama: el buen natural de los hombres y de las mujeres hace que estas fáciles separaciones se lleven á cabo sin amargura; y como en los alemanes hay más imaginación que verdadera pasión, los acontecimientos más extraños se realizan entre ellos con la mayor tranquilidad del mundo. Sin embargo, esto hace perder toda la consistencia á las costumbres y al carácter; el espíritu de paradoja conmueve las instituciones más sagradas, y no se tienen en ninguna materia reglas bastante fijas.» (De la Alemania, por Madama Staël, primera parte, cap. 3.)

Echase, pues, de ver que el Protestantismo, atacando la santidad del matrimonio, abrió una llaga profunda á las costumbres. Ya llevo indicado que el mal no fué tan grave como era de temer, á causa de que el buen sentido de los pueblos europeos, formado bajo la enseñanza del Catolicismo, no les permitió abandonarse sin mesura á las funestas doctrinas de la pretendida Reforma. Con mucho gusto he consignado este hecho, pero es necesario, por otra parte, no olvidar las notables confesiones de la célebre escritora: la santidad del matrimonio atacada por el divorcio, el fácil y tranquilo cambio de esposos, la pérdida de la consistencia de las costumbres y carácter, el desmoronamiento de las instituciones más sagradas, la falta de reglas fijas en todas materias. Si esto dicen los mismos protestantes, difícil será que á los católicos se nos pueda tachar de exageración, cuando pintamos los males acarreados por la Reforma.

[3] Pág. 90—La filosofía anticristiana ha debido de tener considerable influencia en ese prurito de encontrar en los bárbaros el origen del ennoblecimiento de la mujer europea, y otros principios ó civilización. En efecto, una vez encontrado en los bosques de Germania el manantial de tan hermosos distintivos, despojábase al Cristianismo de una porción de sus títulos, y se repartía entre muchos la gloria que es suya, exclusivamente suya. No negaré que los germanos de Tácito son algo poéticos, pero los germanos verdaderos no es creíble que lo fueran mucho. Algunos pasajes citados en el texto robustecen sobremanera esta conjetura; pero yo no encuentro medio más á propósito para disipar todas las ilusiones, que el leer la historia de la irrupción de los bárbaros, sobre todo en los testigos oculares. El cuadro, lejos de resultar poético, se hace en extremo repugnante. Aquella interminable serie de pueblos desfilan, á los ojos del lector, como una visión espantosa en un sueño angustioso; y por cierto que la primera idea que se ofrece al contemplar aquel cuadro, no es buscar en las hordas invasoras el origen de ninguna de las cali[230]dades de la civilización moderna, sino la terrible dificultad de explicar cómo pudo desembrollarse aquel caos, ni cómo fué dado atinar en los medios de hacer que surgiera de en medio de tanta brutalidad, la civilización más hermosa y brillante que se vió jamás sobre la tierra. Tácito parece entusiasta, pero Sidonio, que no escribía á larga distancia de los bárbaros, que los veía, que los sufría, no participaba á buen seguro de semejante entusiasmo. «Me encuentro, decía, en medio de los pueblos de la larga cabellera, precisado á oir el lenguaje del germano, y aplaudir, mal que me pese, el encanto del borgoñón borracho, y con los cabellos engrasados de manteca ácida. ¡Felices vuestros ojos que no los ven; felices vuestros oídos que no los oyen!» Si el espacio lo permitiese, sería fácil amontonar mil y mil textos, que nos mostrarían hasta la evidencia lo que eran los bárbaros y lo que de ellos podía esperarse en todos sentidos. Lo que resulta más en claro que la luz del día, es el designio de la Providencia de servirse de aquellos pueblos para destruir el imperio romano y cambiar la faz del mundo. Al parecer, tenían los invasores un sentimiento de su terrible misión. Marchan, avanzan, ni ellos mismos saben á dónde van; pero no ignoran que van á destruir. Atila se hacía llamar el azote de Dios, función tremenda que el mismo bárbaro expresó por estas otras palabras: «La estrella cae, la tierra tiembla; yo soy el martillo del orbe.» «Donde mi caballo pasa, la hierba no crece jamás.» Alarico, marchando hacia la capital del mundo, decía: «No puedo detenerme: hay alguien que me impele, que me empuja á saquear á Roma.» Genserico hace preparar una expedición naval, sus hordas están á bordo, el mismo se embarca también, nadie sabe el punto á dónde se dirigirán las velas; el piloto se acerca al bárbaro, y le dice: Señor, ¿á qué pueblos queréis llevar la guerra? «A los que han provocado la cólera de Dios», responde Genserico.

Si en aquella catástrofe no se hubiese hallado el Cristianismo en Europa, la civilización estaba perdida, anonadada, quizás para siempre. Pero, una religión de luz y de amor debía triunfar de la ignorancia y de la violencia. Durante las calamidades de la irrupción, evitó ya muchos desastres, merced al ascendiente que comenzara á ejercer sobre los bárbaros, y pasado lo más crítico de la refriega, tan luego como los conquistadores tomaron algún asiento, desplegó un sistema de acción tan vasto, tan eficaz, tan decisivo, que los vencedores se encontraron vencidos, no por la fuerza de las armas, sino de la caridad. No estaba en manos de la Iglesia el prevenir la irrupción; Dios lo había decretado así, y el decreto debía cumplirse; así el piadoso monje que salió al encuentro de Alarico al dirigirse sobre Roma, no pudo detenerle en su marcha porque el bárbaro responde que no puede pararse, que hay quien le empuja y que avanza contra su propia voluntad. Pero la Iglesia aguardaba á los bárbaros después de la conquista; ella sabía que la Providencia no abandonaría su obra,[231] que la esperanza de los pueblos en el porvenir estaba en manos de la Esposa de Jesucristo; así Alarico marcha sobre Roma, la saquea, la asuela; pero, al encontrarse con la religión, se detiene, se ablanda, y señala, como lugares de asilo, las iglesias de San Pedro y de San Pablo. Hecho notable, que simboliza bellamente la religión cristiana, preservando de su total ruina el universo.

[4] Pág. 108.—El alto beneficio dispensado á las sociedades modernas con la formación de una recta conciencia pública, podríase encarecer sobremanera comparando nuestras ideas morales con las de todos los demás pueblos antiguos y modernos; de donde resultaría demostrado cuán lastimosamente se corrompen los buenos principios cuando quedan encomendados á la razón del hombre; sin embargo, me contentaré con decir dos palabras sobre los antiguos, para que se vea con cuánta verdad llevo asentado que nuestras costumbres, corrompidas como se hallan, les hubieran parecido á los gentiles un modelo de moralidad y decoro. Los templos consagrados á Venus, en Babilonia y Corinto, recuerdan abominaciones que hasta se nos hacen incomprensibles. La pasión divinizada exigía sacrificios dignos de ella: á una divinidad sin pudor le correspondía el sacrificio del pudor; y el santo nombre de templo se aplicaba á unas casas de la más desenfrenada licencia; ni un velo siquiera para los mayores desórdenes. Conocida es la manera con que las doncellas de Chipre ganaban el dote para el matrimonio; y nadie ignora los misterios de Adonis, de Príapo, y otras inmundas divinidades. Hay vicios que, entre los modernos, carecen, en cierto modo, de nombre; y que, si le tienen, anda acompañado del recuerdo de un horroroso castigo sobre ciudades culpables. Leed los escritores antiguos que nos pintan las costumbres de sus tiempos; el libro se cae de las manos. Materia es ésta en que se hace necesario contentarse con indicaciones, que despierten en los lectores la memoria de lo que les habrá ofendido una y mil veces, al recorrer la historia y ocuparse en la literatura de la antigüedad pagana. El autor se ve precisado á contentarse con recuerdos, absteniéndose de pintar.

[5] Pág. 122.—Como es tan común en la actualidad el ponderar la fuerza de las ideas, exagerado quizás juzgarán algunos lo que acabo de decir sobre su flaqueza, no sólo para influir sobre la sociedad, sino también para conservarse, siempre que, permaneciendo en su región propia, no alcanzan á realizarse en instituciones que sean como su órgano, y que, además, les sirvan de resguardo y defensa. Lejos estoy, y así lo he dicho claramente en el texto, de negar ni poner en duda lo que se llama la fuerza de las ideas; sólo me propongo manifestar que ellas por sí solas pueden poco, y que la ciencia, propiamente dicha, es más pequeña cosa de lo que generalmente se cree, en todo lo concerniente á la organización de la sociedad. Tiene esta doctrina un íntimo enlace con el sistema seguido por la Iglesia católica, la[232] cual, si bien ha procurado siempre el desarrollo del espíritu humano por medio de la propagación de las ciencias, no obstante, ha señalado á éstas un lugar secundario en el arreglo de la sociedad. Nunca la religión ha estado reñida con la verdadera ciencia, pero jamás ha dejado de manifestar cierta desconfianza en todo lo que era exclusivo producto del pensamiento del hombre; y nótese bien que ésta es una de las capitales diferencias entre la religión y la filosofía del siglo pasado, ó, mejor diremos, éste era el motivo de su fuerte antipatía. La primera no condenaba la ciencia, antes la amaba, la protegía, la fomentaba; pero le señalaba, al propio tiempo, sus límites, le advertía que en ciertos puntos era ciega, le anunciaba que en ciertas obras sería impotente, y en otras destructora y funesta. La segunda proclamaba en alta voz la soberanía de la ciencia, la declaraba omnipotente, la divinizaba, atribuyéndole fuerza y brío para cambiar la faz del mundo, y bastante previsión y acierto para verificar ese cambio en pro de la humanidad. Ese orgullo de la ciencia, esa divinización del pensamiento es, si bien se mira, el fondo de la doctrina protestante. Fuera toda autoridad, la razón es el único juez competente, el entendimiento recibe directa é inmediatamente de Dios toda la luz que necesita: he aquí las doctrinas fundamentales del Protestantismo, es decir, el orgullo del entendimiento.

Si bien se observa, el mismo triunfo de las revoluciones en nada ha desmentido las cuerdas previsiones de la religión, y la ciencia, propiamente dicha, tan lejos se halla de haber en esta parte ganado crédito, que, antes bien, lo ha perdido completamente. En efecto: nada queda de la ciencia revolucionaria; lo que resta son los efectos de la revolución; los intereses por ella creados, las instituciones que han brotado de esos mismos intereses, y que, desde luego, han buscado en la región misma de la ciencia otros principios en que apoyarse, muy distintos de los que antes se habían proclamado.

Tanta verdad es lo que llevo asentado, de que toda idea necesita realizarse en una institución, que las revoluciones mismas, guiadas por el instinto que las conduce á conservar más ó menos enteros los principios que las producen, tienden, desde luego, á crear esas instituciones donde se puedan perpetuar las doctrinas revolucionarias, ó donde puedan tener como un sucesor y representante, después que ellas hayan desaparecido de las escuelas. Esta indicación podría dar lugar á extensas consideraciones sobre el origen y el estado actual de algunas formas de gobierno en distintos pueblos de Europa.

Hablando de la rapidez con que se suceden unas á otras las teorías científicas, y de la inmensa amplitud que ha tomado con la prensa el campo de la discusión, he observado que no era esto una señal infalible de adelanto científico, ni menos una prenda de fecundidad del pensamiento para realizar grandes[233] obras en el orden material, ni en el social. He dicho que los grandes pensamientos nacen más bien de la intuición que del discurso, y al efecto he recordado hechos y personajes históricos que dejan esta verdad fuera de duda. La ideología pudiera suministrarnos abundantes pruebas, si para probar la esterilidad de la ciencia fuese necesario acudir á la misma ciencia. Pero el simple buen sentido, amaestrado por lo que está enseñando á cada paso la experiencia, basta para convencer de que los hombres más sabios en el libro, son no pocas veces, no sólo medianos, sino hasta ineptos en el mundo. Por lo tocante á lo que he insinuado con respecto á la intuición y al discurso, lo someto al juicio de los hombres que se han dedicado al estudio del entendimiento humano: estoy seguro de que su opinión no se diferenciará de la mía.

[6] Pág. 130.—He atribuído al Cristianismo la suavidad de costumbres de que disfruta la Europa; y como, á pesar de haber decaído en el último siglo las creencias religiosas, ha durado, sin embargo, esta misma suavidad, y se ha elevado todavía á más alto punto, es menester hacerse cargo de ese contraste, que á primera vista parece destruir lo que llevo establecido. Es necesario no olvidar la diferencia indicada ya en el texto, entre costumbres muelles y costumbres suaves: lo primero es un defecto; lo segundo, una calidad preciosa: lo primero dimana del enervamiento del ánimo, del enflaquecimiento del cuerpo, y del amor de los placeres; lo segundo trae su origen de la preponderancia de la razón, del predominio del espíritu sobre el cuerpo, del triunfo de la justicia sobre la fuerza, y del derecho sobre el hecho. En las costumbres actuales hay una buena parte de verdadera suavidad, pero no es poco lo que tiene de molicie: y esto último no lo han tomado, por cierto, de la religión, sino de la incredulidad, que, no extendiendo sus ojos más allá de esta vida, hace olvidar los altos destinos del espíritu, y hasta su misma existencia, entroniza el egoísmo, despierta y aviva de continuo la sed de los placeres y hace al hombre esclavo de sus pasiones. Pero, en lo que nuestras costumbres tienen de suave, se conoce á la primera ojeada que lo deben al Cristianismo; pues que todas las ideas y sentimientos en que se funda dicha suavidad llevan el sello cristiano. La dignidad del hombre, sus derechos, la obligación de tratarle con el debido miramiento, de dirigirse antes á su espíritu por medio de la razón, que á su cuerpo por la violencia, la necesidad de mantenerse cada cual en la línea de sus deberes, respetando las propiedades y personas de los demás, todo este conjunto de principios de donde nace la verdadera suavidad de costumbres, es debido en Europa á la influencia cristiana, que, luchando largos siglos con la barbarie y la ferocidad de los pueblos invasores, logró destruir el sistema de violencia que éstos habían generalizado. Como la filosofía ha tenido cuidado de cambiar los antiguos nombres, consagrados por la religión y au[234]torizados con el uso de muchos siglos, acontece que hay ciertas ideas que, aun cuando sean hijas del Cristianismo, sin embargo, apenas se las reconoce como tales, á causa de que andan disfrazadas con traje mundano. ¿Quién ignora que el mutuo amor de los hombres, la fraternidad universal, son ideas enteramente debidas al Cristianismo? ¿Quién no sabe que la antigüedad pagana no las conocía, ni las columbraba siquiera? No obstante, este mismo afecto, que antes se apellidaba caridad, porque ésta era la virtud de que debía proceder, ahora se cubre siempre con otros nombres y como que se avergüenza de presentarse en público con ninguna apariencia religiosa. Pasado el vértigo de atacar la religión cristiana, se confiesa abiertamente que á ella es debido el principio de la fraternidad universal; pero el lenguaje ha quedado infecto de la filosofía volteriana, aun después del descrédito en que ésta ha caído. De aquí resulta que muchas veces no apreciamos debidamente la influencia cristiana en la sociedad que nos rodea, y que atribuímos á otras ideas y á otras causas fenómenos cuyo origen se encuentra evidentemente en la religión. La sociedad actual, por más indiferente que sea, tiene de la religión más de lo que comunmente pensamos: se parece á aquellos hombres que han salido de una familia ilustre, donde los buenos principios y una educación esmerada se transmiten como un patrimonio de generación en generación: aun en medio de sus desórdenes, de sus crímenes, y hasta de su envilecimiento, conservan en su porte y modales, algunos rasgos que manifiestan su hidalga cuna.

[7] Pág. 148.—He citado algunas disposiciones conciliares que bastan á dar una idea del sistema observado por la Iglesia con la idea de reformar y suavizar las costumbres. Tanto en este volumen como en el anterior, ya se ha podido notar cuán inclinado me hallo á recordar esta clase de monumentos; y advertiré aquí que á esto me inducen dos motivos: primero, tratando de comparar el Protestantismo con el Catolicismo, creo que el mejor medio de retratar el verdadero espíritu de éste y de señalar su influjo en la civilización europea, es presentarle obrando; y esto se logra aduciendo las providencias que los Papas y los concilios iban tomando, según lo exigían las circunstancias; segundo, atendido el curso que los estudios históricos van siguiendo en Europa, generalizándose cada día más el gusto de apelar, no á las historias, sino á los monumentos históricos, conviene tener presente que la colección de concilios es de la mayor importancia, no sólo en el orden religioso y eclesiástico, sino también en el social y político; por manera que la historia de Europa se trunca monstruosamente, ó, por mejor decir, se destruye del todo, si se prescinde de lo que arrojan las colecciones de los concilios. Por esta causa es muy útil, y en no pocas materias hasta necesario, el revolver dichas colecciones, por más que de esto retraigan su desmesurado volumen y el fastidio que á veces se engendra en el[235] ánimo, al encontrarse con cien y cien cosas que para nuestros tiempos carecen de interés. Las ciencias, sobre todo las que tienen por objeto la sociedad, no conducen á resultados satisfactorios sino después de penosos trabajos; lo útil se encuentra á menudo mezclado y confundido con lo inútil; y la más rica preciosidad se descubre á veces al lado de un objeto repugnante; pero, en la naturaleza, ¿se encuentra, por ventura, el oro, sin haber revuelto informes masas de tierra?

Los que se han empeñado en encontrar entre los bárbaros del Norte el germen de algunas preciosas calidades de la civilización europea, sin duda que debieran haberles atribuído también la suavidad de costumbres modernas, dado que, en apoyo de esa paradoja, podían echar mano de un hecho, por cierto algo más especioso del que les ha servido para hacer honor á los germanos del realce de la mujer en Europa. Hablo de la conocida costumbre de abstenerse, en cuanto les era posible, de la aplicación de penas corporales, castigando con simples multas los delitos más graves. Nada más á propósito para inducir á creer que aquellos pueblos tenían una feliz disposición á la suavidad de costumbres, supuesto que aun en su barbarie empleaban tan templadamente el derecho de castigar, excediendo á las naciones más civilizadas y cultas. Mirada la cosa desde este punto de vista, más bien parece que, con la influencia cristiana sobre los bárbaros, las costumbres se endurecieron que no se suavizaron; pues que la aplicación de penas corporales se hizo general, y no se escaseó la de muerte.

Pero, fijando atentamente la consideración en esta particularidad del código criminal de los bárbaros, echaremos de ver que, tan lejos está de revelar adelanto en la civilización ni suavidad de costumbres, que antes bien es la más evidente prueba de su atraso, y el más vehemente indicio de la dureza y ferocidad que entre ellos reinaban. En primer lugar, por lo mismo que entre los bárbaros se castigaban los delitos por medio de multas, ó, como se decía, por composición, se conoce que la ley atendía más bien á la reparación de un daño que al castigo de un crimen: circunstancia que muestra de lleno cuán en poco era tenida la moralidad de la acción, pues que no tanto se atendía á lo que ella era en sí, como al daño que producía. Esto no era un elemento de civilización, sino de barbarie; porque tendía nada menos que á desterrar del mundo la moralidad. La Iglesia combatió este principio, tan funesto en el orden público como en el privado, introduciendo en la legislación criminal un nuevo orden de ideas que cambió completamente su espíritu. En esta parte M. Guizot ha hecho á la Iglesia católica la debida justicia; complázcome en reconocerlo y en consignarlo aquí, transcribiendo sus propias palabras. Después de haber hecho notar la diferencia que mediaba entre las leyes de los visigodos, salidas en buena parte de los concilios de Toledo, y las otras leyes bárbaras, y de[236] haber observado la inmensa superioridad de las ideas de la Iglesia en materia de legislación, de justicia, y de todo lo concerniente á la investigación de la verdad y al destino de los hombres, dice: «En materia criminal, la relación de las penas con los delitos está determinada (en las leyes de los visigodos) por nociones filosóficas y bastante justas; descúbrense los esfuerzos de un legislador ilustrado que lucha contra la violencia y la irreflexión de las costumbres bárbaras: hallaremos de esto un ejemplo muy notable comparando el título de Caede et morte hominum, con las leyes correspondientes de los demás pueblos. En las otras legislaciones, lo único que parece constituir el delito es el daño; y el objeto de la pena es la reparación material que resulta de la composición; pero, entre los visigodos, se busca en el crimen su elemento moral y verdadero, la intención. Los varios grados de criminalidad, el homicidio absolutamente involuntario, el cometido por inadvertencia, por provocación, con premeditación ó sin ella, son clasificados y definidos igualmente bien, á poca diferencia, que en nuestros códigos; y las penas están señaladas en una proporción bastante equitativa. No satisfecha con esto la justicia del legislador, intentó abolir, ó al menos atenuar, la diversidad de valor legal establecida entre los hombres por las otras leyes bárbaras; no conservándose otra distinción que la de libre y de esclavo. Con respecto á los libres, la pena no varía, ni por el origen ni por el rango del muerto, sino únicamente por los diversos grados de culpabilidad del asesino. Tocante á los esclavos, no atreviéndose á quitar enteramente á los dueños el derecho de vida y muerte, procuró restringirle, sujetándole á un procedimiento público y regular. El texto de la ley merece ser citado.

«Si no debe quedar impune ningún culpable ó cómplice de un crimen, con mucha más razón debe ser castigado quien haya cometido un homicidio con malicia ó ligereza. Por lo que, habiendo algunos dueños, que, en su orgullo, dan muerte á sus esclavos, sin que éstos hayan cometido falta alguna, conviene extirpar del todo semejante licencia, y ordenar que la presente ley sea enteramente observada por todos. Ningún dueño ni dueña podrá dar muerte á ninguno de sus esclavos, varones ó hembras, ni á otro de sus dependientes, sin preceder juicio público. Si un esclavo, ú otro serviente, comete un crimen que pueda acarrearle pena capital, su amo, ó su acusador, darán inmediatamente noticia del suceso al juez del lugar donde se ha cometido el delito, ó al conde, ó al duque. Discutido el asunto, si el crimen queda probado, el culpable sufrirá la pena de muerte merecida: aplicándosela, ó el mismo juez ó el propio dueño; pero haciéndose de tal suerte, que, si el juez no quiere cuidar de la ejecución, extenderá por escrito la sentencia de pena capital, y entonces el amo será dueño de quitar la vida al esclavo, ó de perdonársela. A la verdad, si el esclavo por una[237] fatal audacia, resistiendo á su señor, ha intentado herirle, con arma, piedra, ó de otra suerte, y éste, defendiéndose, mata en su cólera al esclavo, no será reo de la pena de homicidio, pero será necesario probar que el hecho ha sucedido así, y esto por el testimonio ó el juramento de los esclavos, varones ó hembras, que habrán estado presentes, ó por el juramento del autor del hecho. Cualquiera que por pura malicia matare á su esclavo, por su propia mano ó la de otro, sin preceder juicio público, será declarado infame, incapaz de ser testigo, y obligado á vivir el resto de sus días en el destierro y en la penitencia, pasando sus bienes á sus más próximos parientes llamados por la ley á sucederle. (For. Jud., L. VI, Tit. V, L. 12.)» (Guizot, Historia General de la Civilización Europea. Lección 6.)

Con mucho gusto he copiado este texto de M. Guizot, por ser una confirmación de lo que acabo de decir sobre la influencia de la Iglesia con respecto á suavizar las costumbres, y de lo que de ella llevo asentado en el tomo primero, tocante á lo mucho que contribuyó á mejorar la suerte de los esclavos, restringiendo las excesivas facultades de los dueños. Allí dejé probada esta verdad con abundantes documentos, y por consiguiente no necesito insistir aquí en demostrarla; bastando á mi propósito en la actualidad el hacer observar que M. Guizot está completamente de acuerdo en que la Iglesia moralizó la legislación de los bárbaros, haciendo que en los delitos no se considerase únicamente el daño que causaban, sino la malicia que envolvían; es decir, elevando la acción del orden físico al moral, y dando á las penas el verdadero carácter de tales, no permitiendo que quedasen en la línea de una reparación material.

Por donde se echa de ver que el sistema criminal de los bárbaros, que á primera vista parecía indicar un adelanto en la civilización, procedía del escaso ascendiente que entre ellos tenían los principios morales, y de que las miras del legislador se elevaban muy poco sobre el orden puramente material.

Todavía hay otra observación que hacer en este punto, y es que la misma lenidad con que se castigaban los delitos es la mejor prueba de la facilidad con que se cometían. Cuando en un país son muy raros los asesinatos, las mutilaciones y otros atentados semejantes, son mirados con horror; y quien de ellos se haga culpable, es castigado con severidad. Pero, cuando el delito se repite á cada paso, pierde insensiblemente su fealdad y negrura, se acostumbran á su repugnante aspecto, no sólo los perpetradores, sino también los demás; y entonces el legislador se siente naturalmente llevado á tratarle con indulgencia. Esto nos lo demuestra la experiencia de cada día; y no será difícil al lector el encontrar en la sociedad actual repetidos delitos á que podría ser aplicable la observación que acabo de hacer. Entre los bárbaros, era común el apelar á las vías de hecho, no sólo contra las propiedades, sino también contra las personas; por[238] cuya razón era muy natural que este linaje de delitos no fuesen mirados con la aversión y hasta horror con que lo son en un pueblo donde, habiendo prevalecido las ideas de razón, de justicia, de derecho, de ley, no se concibe siquiera cómo pueda subsistir una sociedad donde cada cual se considere facultado para hacerse justicia por sí mismo. Así es que las leyes contra esos delitos debían naturalmente ser benignas, contentándose el legislador con la reparación del daño, sin cuidar mucho de la culpabilidad del perpetrador. Esto tiene íntimas relaciones con lo dicho más arriba sobre la conciencia pública; porque el legislador es siempre, más ó menos, el órgano de esta misma conciencia. Cuando en una sociedad es mirada una acción como un crimen horrendo, no puede el legislador señalarle una pena benigna; y, al contrario, no le es posible castigar con mucho rigor lo que la sociedad absuelve ó excusa. Una que otra vez se alterará esta proporción, una que otra vez desaparecerá dicha harmonía; pero bien pronto las cosas volverán á su curso regular, apartándose del camino que seguían con violencia. Siendo las costumbres muy castas y puras, hay delitos que andan cubiertos de execración é infamia; pero, en llegando á ser muy corrompidas, los mismos actos, ó son mirados como indiferentes, ó cuando más calificados de ligeros deslices. En un pueblo donde las ideas religiosas ejerzan mucho predominio, la violación de todo cuanto está consagrado al Señor es mirada como un horrendo atentado, digno de los mayores castigos; pero en otro donde la incredulidad haya hecho sus estragos, la misma violación no llegará á la esfera de los delitos comunes; y, lejos de atraer sobre el culpable la justicia de la ley, mucho será si le acarrea una ligera corrección de la policía.

El lector no encontrará inoportuna esa digresión sobre la legislación criminal de los bárbaros, si advierte que, tratándose de examinar la influencia del Catolicismo en la civilización europea, es indispensable atender á los otros elementos que en la formación de ella se han combinado. De otra suerte, sería imposible apreciar debidamente la respectiva acción que en bien ó en mal ha cabido á cada uno de ellos, y, por tanto, no se sacaría en limpio la parte que puede vindicar como exclusivamente propia la Iglesia, ni resolver la gran cuestión promovida por los partidarios del Protestantismo, sobre las pretendidas ventajas acarreadas por éste á las sociedades modernas. Las naciones bárbaras son uno de esos elementos, y por esta causa es preciso ocuparse en ellas con tanta frecuencia.

[8] Pág. 161.—En los siglos medios, casi todos los monasterios y colegios de canónigos tenían anejo un hospital, no sólo para hospedar peregrinos, sino también para el sustento y alivio de pobres y enfermos. No cabe más hermoso símbolo de la religión cubriendo con su velo todo linaje de infortunios, que el ver convertidas en asilo de miserables, las casas consagradas á la oración y á la práctica de la más sublimes virtudes. Cabalmente[239] esto se verificaba en aquella época en que el poder público, no sólo carecía de la fuerza y luces necesarias para plantear una buena administración con que acudir al socorro de los necesitados, sino que ni aun alcanzaba á cubrir con su égida los más sagrados intereses de la sociedad. Por donde se ve que, cuando todo era impotente, la religión era todavía robusta y fecunda; cuando todo perecía, la religión, no sólo se conservaba, sino que fundaba establecimientos inmortales. Y nótese bien lo que repetidas veces hemos observado ya: á saber, que la religión que estos prodigios obraba, no era una religión vaga, abstracta; no era el cristianismo de los protestantes, sino la religión con todos sus dogmas, su disciplina, su jerarquía, su Pontífice supremo, en una palabra, la Iglesia católica.

Tan lejos estuvo la antigüedad de imaginar que el socorro del infortunio pudiese encomendarse á sola la administración civil ó á la caridad individual, que antes bien, como se ha indicado ya, se consideró como muy conveniente que los hospitales estuviesen sujetos á los obispos; es decir, que se procuró que el ramo de beneficencia pública se entroncase en cierto modo con la jerarquía de la Iglesia; y es de aquí que, por antigua disciplina, los hospitales estaban sujetos á los obispos en lo espiritual y en lo temporal; sin atenderse al estado clerical ó seglar de las personas que cuidaban del establecimiento, ni tampoco si se había erigido ó no por mandato del obispo.

No es éste el lugar de referir las vicisitudes que sufrió esta disciplina, ni las varias causas que las motivaron; bastando observar que el principio fundamental, es decir, la intervención de la autoridad eclesiástica en los establecimientos de beneficencia, ha quedado siempre salvo; y que nunca la Iglesia ha consentido que se la despojase del todo de tan hermoso privilegio. Nunca ha creído que pudiese mirar con indiferencia los abusos que en este punto se introdujesen en perjuicio de los desgraciados; y así es que se ha reservado cuando menos el derecho de acudir al remedio de los males que resultasen de la malicia ó indolencia de los administradores. A este propósito podemos notar que el concilio de Viena establece que, si los administradores de un hospital, clérigos ó legos, se portan con desidia en el desempeño de su cargo, procedan contra ellos los obispos, reformando y restaurando el hospital, por autoridad propia, si no fuera exento, y, si lo fuere, por delegación pontificia. El concilio de Trento otorgó también á los obispos la facultad de visitar los hospitales, hasta como delegados de la Sede Apostólica, en los casos concedidos por el derecho; prescribiendo, además, que los administradores, clérigos ó legos, den cada año cuentas al ordinario del lugar, á no ser que se hubiese prevenido lo contrario en la fundación; y ordenando que, si, por privilegio, costumbre ó estatuto particular, las cuentas debiesen presentarse á otro que al ordinario, al menos se reuna éste á los que hayan de recibirlas.

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Prescindiendo de las varias modificaciones que en esta parte hayan podido introducir las leyes y costumbres de diferentes países, queda siempre en claro cuál ha sido la vigilancia de la Iglesia sobre el punto de beneficencia; y que su espíritu y sus máximas la han impelido á entrometerse en esta clase de negocios, ora dirigiéndolos exclusivamente, ora acudiendo al remedio del mal que veía introducirse. La potestad civil reconoció los motivos de esa caritativa y santa ambición; y así vemos que el emperador Justiniano no repara en conceder á los obispos un poder público sobre los hospitales, conformándose en esta parte á la disciplina de la Iglesia, y á lo reclamado por la conveniencia pública.

Hay en este punto un hecho notable, que es necesario consignar aquí, señalando su provechosa influencia. Hablo de haber sido considerados los bienes de los hospitales como bienes eclesiásticos. Esto que á primera vista pudiera parecer indiferente, está muy lejos de serlo; pues que, de esta manera, quedaban esos bienes con los mismos privilegios que los de la Iglesia, cubriéndose con una inviolabilidad que les era tanto más necesaria, cuanto eran difíciles los tiempos, y fecundos en tropelías y usurpaciones. La Iglesia, que, por mucha que fuese la turbación pública, conservaba, no obstante, grande autoridad y ascendiente sobre los gobiernos y los pueblos, tenía de esta manera un título muy poderoso y expedito para cubrir con su protección los bienes de los hospitales, salvándolos, en cuanto era dable, de la rapacidad de los potentados codiciosos. Y no se crea que esta doctrina se introdujera con algún designio torcido, ni que fuese una novedad inaudita esa especie de mancomunidad entre la Iglesia y los pobres; muy al contrario, esa mancomunidad se hallaba de tal modo en el orden regular, y tenía tanto fundamento en las relaciones de aquélla con éstos, que, así como vemos que los bienes de los hospitales eran considerados como eclesiásticos, así, por un contraste notable, los bienes de la Iglesia fueron llamados bienes de pobres. En tales términos se expresan sobre este punto los Santos Padres, y de tal manera se habían filtrado en el lenguaje estas doctrinas, que, tratándose posteriormente de resolver la cuestión canónica sobre la propiedad de los bienes de la Iglesia, cuando unos la atribuían directamente á Dios, otros al Papa, otros al clero, no faltaron algunos que señalaron como verdaderos propietarios á los pobres. Ciertamente que esta opinión no era la más conforme á los principios de derecho; pero el sólo verla figurar en el campo de la polémica, da lugar á graves consideraciones.

[9] Pág. 189.—He procurado, en cuanto ha cabido en mis alcances, aclarar las ideas sobre la tolerancia, presentando esta importante materia desde un punto de vista poco conocido; para mayor ilustración de la misma, diré dos palabras sobre la intolerancia religiosa y la civil, cosas enteramente distintas, por más[241] que Rousseau afirme resueltamente lo contrario. La intolerancia religiosa, ó teológica, consiste en aquella convicción que tienen todos los católicos de que la única religión verdadera es la católica. La intolerancia civil consiste en no sufrir en la sociedad otras religiones, distintas de la católica. Bastan estas dos definiciones para dejar convencido á cualquiera que no carezca de sentido común, de que no non inseparables las dos clases de intolerancia: siendo muy dable que hombres firmemente convencidos de la verdad del Catolicismo, sufran á los que, ó tienen diferente religión, ó no profesan ninguna. La intolerancia religiosa es un acto del entendimiento, inseparable de la fe, pues quien cree firmemente que su religión es verdadera, necesariamente ha de estar convencido de que ella es la única que lo es, pues que la verdad es una. La intolerancia civil es un acto de la voluntad, que rechaza á los hombres que no profesan la misma religión; y tiene diferentes resultados, según la intolerancia está en el individuo ó en el gobierno. Al contrario, la tolerancia religiosa es la creencia de que todas las religiones son verdaderas, lo que, bien explicado, significa que no hay ninguna que lo sea; pues que no es posible que cosas contradictorias sean verdaderas al mismo tiempo. La tolerancia civil es el consentir que vivan en paz los hombres que tienen religión distinta; y, lo propio que la intolerancia, produce también diferentes efectos, según está en el individuo ó en el gobierno.

Esta distinción, que por su claridad y sencillez está al alcance de las inteligencias más comunes, fué, sin embargo, desconocida por Rousseau, asegurando que era una vana ficción, una quimera irrealizable, y que las dos intolerancias no podían separarse una de otra. Si Rousseau se hubiese contentado con observar que, generalizada en un país la intolerancia religiosa, es decir, como arriba se ha explicado, la firme convicción de que una religión es verdadera, se ha de manifestar, así en el trato particular como en la legislación, cierta tendencia á no sufrir á los que piensan de otro modo, sobre todo cuando éstos son en número muy reducido, su observación hubiera sido muy fecunda, y hubiera coincidido con la opinión que llevo manifestada sobre este punto, cuando me he propuesto señalar el curso natural que siguen en esta materia las ideas y los hechos; pero Rousseau no mira las cosas bajo este aspecto, sino que, dirigiendo sus tiros al Catolicismo, afirma que las dos especies de intolerancia son inseparables, porque «es imposible vivir en paz con gentes á quienes se cree condenadas, y amarlas sería aborrecer al Dios que las castiga». No es posible llevar más allá la mala fe: en efecto, ¿quién le ha dicho á Rousseau que los católicos creen condenado á nadie mientras vive, y que amar á un hombre extraviado sería aborrecer á Dios? ¿Podía ignorar que, antes al contrario, es un precepto indispensable, es un dogma, para todo católico, el deber de amar á todos los hombres? ¿Podía ignorar lo que saben hasta[242] los niños por los primeros rudimentos de la doctrina cristiana, que estamos obligados á amar al prójimo como á nosotros mismos, y que por la palabra prójimo se entienden todos los que han alcanzado el cielo, ó pueden alcanzarle, de cuyo número no se excluye á nadie mientras vive? Dirá Rousseau que al menos estamos en la convicción de que, si mueren en aquel mal estado, se condenan; pero no advierte que lo mismo pensamos de los pecadores, aunque su pecado no sea el de herejía; y, sin embargo, nadie ha soñado jamás que los católicos justos no puedan tolerar á los pecadores, y de que se consideren obligados á odiarlos. No se ha visto religión que más interés manifieste para convertir á los malos; y tan lejos está la Iglesia católica de enseñar que se deba aborrecerlos, que, antes bien, en los púlpitos, en los libros, en la conversación se repiten mil veces las palabras con que Dios nos manifiesta su voluntad de que los pecadores no perezcan, que quiere su conversión y su vida, que hay más alegría en el cielo por uno de ellos que haga penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesitan hacerla.

Y no se crea que este hombre que así se expresaba contra la intolerancia de los católicos, fuese partidario de una completa tolerancia; muy al contrario, en la sociedad, tal como él la imaginaba, quería que no se tolerasen, no los que no profesasen la religión verdadera, sino los que se apartasen de aquélla que al poder civil le pluguiese determinar. «Mas, dejando aparte, dice, las consideraciones políticas, vengamos al derecho, y fijemos los principios sobre este punto importante. El derecho que el pacto social da al soberano sobre los vasallos, no excede, como ya he dicho, los límites de la utilidad pública. Los vasallos no deben dar cuenta al soberano de sus opiniones, sino en cuanto ellas interesan á la comunidad. Al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esa religión no interesan ni al Estado ni á sus miembros, sino en cuanto se refieren á la moral y á los deberes que el que los profesa está obligado á cumplir para con los otros. Por lo demás, cada uno puede tener las opiniones que le acomoden, sin que pertenezca al soberano entender sobre esto; porque, como no tiene competencia en el otro mundo, sea cual fuere la suerte de los vasallos en la otra vida, esto no es asunto del soberano, con tal que en ésta sean buenos ciudadanos. Hay, pues, una profesión de fe, puramente civil, cuyos artículos pertenece al soberano fijar; no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los que es imposible ser buen ciudadano y fiel vasallo. Sin poder obligar á nadie á creerlos, puede desterrar del Estado al que no los crea, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes y la justicia, y de sacrificar en caso necesario la vida á su deber. Si alguno, después de haber reconocido públicamente estos dogmas, se conduce como si no los creyera, sea castigado con pena de[243] muerte, porque ha cometido el mayor de los crímenes y mentido delante de las leyes.» (Con. Soc., L. 4, c. 8.) Tenemos, pues, que en último resultado viene á parar la tolerancia de Rousseau á facultar al soberano para fijar los artículos de fe, otorgándole el derecho de castigar con el destierro y hasta con la muerte, á los que, ó no se conformen con las decisiones del nuevo papa, ó se aparten de ellas después de haberlas abrazado. Extraña como parece la doctrina de Rousseau, no lo es tanto, sin embargo, que no entre en el sistema general de todos los que no reconocen la supremacía de un poder en materias religiosas. Rechazan esta supremacía cuando se trata de atribuirla á la Iglesia católica, ó á su Jefe, y por una contradicción la más chocante la conceden á la potestad civil. Está curioso Rousseau cuando, al desterrar ó matar al que se aparte de la religión formada por el soberano, no quiere que estas penas se le apliquen como impío, sino como insociable; Rousseau seguía un impulso, en él muy natural, de no querer que sonase en algo la impiedad, en tratando de la aplicación de castigos; pero al hombre que sufriese el destierro ó pereciese en un cadalso, ¡qué le importaba el nombre dado á su crimen! En el mismo capítulo se le escapó á Rousseau una expresión que revela de un golpe á dónde se enderezaba con tanto aparato de filosofía. «El que se atreva á decir: fuera de la Iglesia no hay salud, debe ser echado del Estado.» Lo que en otros términos significa que la tolerancia debe ser para todo el mundo, excepto para los católicos. Se ha dicho que el Contrato Social fué el código de la Revolución francesa: y en verdad que ésta no echó en olvido lo que respecto de los católicos le prescribe el tolerante legislador. Pocos son en la actualidad los que se atreven á declararse discípulos del filósofo de Ginebra, bien que algunos de sus vergonzantes sectarios le prodiguen todavía desmesurados elogios; pero, confiados en el buen sentido del linaje humano, debemos esperar que la posteridad en masa confirmará la nota con que todos los hombres de bien han señalado al sofista trastornador, y al imprudente autor de las Confesiones.

Comparado el Protestantismo con el Catolicismo, me he visto precisado á tratar de la intolerancia, porque éste es uno de los cargos que con más frecuencia se hacen á la religión católica; pero en obsequio de la verdad debo advertir que no todos los protestantes han predicado una tolerancia universal, y que muchos de ellos han reconocido el derecho de reprimir y castigar ciertos errores. Grocio, Puffendorf, y otros que rayan muy alto entre los sabios de que se gloría el Protestantismo, han estado de acuerdo en este punto, siguiendo el dictamen de toda la antigüedad, que se conformó siempre con estos principios, así en la teoría como en la práctica. Se ha clamado contra la intolerancia de los católicos, como si ellos la hubiesen enseñado al mundo, como si fuera un monstruo horrendo, que en ninguna parte se[244] criara, sino allí donde reina la Iglesia católica. Cuando no otras razones, al menos la buena fe exigía que se recordase que el principio de la tolerancia universal no había sido reconocido en ninguna parte del mundo; y que, así en los libros de los filósofos, como en los códigos de los legisladores, se encontraba consignado, con más ó menos dureza, el principio de la intolerancia. Ora se quisiese condenar este principio como falso, ora se intentase restringirle, ó dejarle sin aplicación, al menos no se debía levantar una acusación particular contra la Iglesia católica, por una doctrina y conducta en que se ha formado, al ejemplo de la humanidad entera. Así los pueblos cultos como los bárbaros fueron culpables, si culpa en esto hubiera, y lejos de recaer exclusivamente la mancha sobre los gobiernos dirigidos por el Catolicismo y sobre los escritores católicos, debiera caer sobre todos los gobiernos antiguos, inclusos los de Grecia y de Roma; debiera caer sobre todos los sabios de la antigüedad, inclusos Platón, Cicerón y Séneca; debiera caer sobre los gobiernos y sabios modernos, inclusos los protestantes. Teniendo esto presente, no hubieran parecido ni tan erróneas las doctrinas, ni tan negros los hechos; así se hubiera visto que la intolerancia, tan antigua como el mundo, no era una invención de los católicos y que sobre todo el mundo debía recaer la responsabilidad que de ella resultase.

De cierto, la tolerancia, que tan general se ha hecho ahora por las causas que llevo indicadas, no se resentirá de las doctrinas más ó menos severas, más ó menos indulgentes, que en esta materia se proclamen; pero, por lo mismo que la intolerancia, tal como en otros tiempos se ejerciera, ha pasado á ser un mero hecho histórico, que seguramente nadie recela ver reproducido, conviene sobremanera entrar en detenido examen de esa clase de cuestiones, para que desaparezca el borrón que sobre la Iglesia católica han pretendido echar sus adversarios.

Viene aquí muy á propósito el recuerdo de la profunda sabiduría contenida en la Encíclica del Papa contra las doctrinas de Lamennais. Pretendía dicho escritor que la tolerancia universal, la libertad absoluta de cultos, es el estado normal y legítimo de las sociedades, del cual es imposible separarse, sin atentar á los derechos del hombre y del ciudadano. Impugnando Lamennais la citada Encíclica, se empeñó en presentarla como fundadora de nuevas doctrinas, como un ataque dirigido contra la libertad de los pueblos. No, el Papa no asentó en la citada Encíclica otras doctrinas que las profesadas hasta aquí por la Iglesia; y aun podría decirse que las profesadas por todo gobierno en punto á tolerancia. Ningún gobierno puede sostenerse, si se le niega el derecho de reprimir las doctrinas peligrosas al orden social, ora se cubran con el manto filosófico, ora se disfracen con el velo de la religión. No se ataca tampoco por esto la libertad del hom[245]bre; porque la única libertad digna de este título es la libertad conforme á razón. El Papa no ha dicho que los gobiernos no pudiesen tolerar en ciertos casos diferentes religiones; pero no ha permitido que se asentase como principio que la tolerancia absoluta fuese una obligación de todos los gobiernos. Esta última proposición es contraria á las sanas doctrinas religiosas, á la razón, á la práctica de todos los gobiernos en todos tiempos y países, al buen sentido de la humanidad. Nada han podido en contra todo el talento y la elocuencia del malogrado escritor; y el Papa alcanzó un asentimiento más solemne de todos los hombres sensatos de cualesquiera creencias, desde que el genio obscureció su frente con la obstinación, desde que su mano empuñó decididamente el arma innoble del sofisma. Malogrado genio que conserva apenas una sombra de sí mismo, que ha desplegado las hermosas alas con que surcaba el azul de los cielos, y revolotea cual ave siniestra sobre las aguas impuras de un lago solitario.

[10] Pág. 222.—Al hablar de la Inquisición de España, no me he propuesto defender todos sus actos, ni bajo el aspecto de la justicia, ni tampoco de la conveniencia pública. No desconociendo las circunstancias excepcionales en que se encontró, juzgo que hubiera procedido harto mejor, si, imitando el ejemplo de la Inquisición de Roma, hubiese ahorrado el derramamiento de sangre, en cuanto le hubiese sido posible. Podía muy bien velar por la conservación de la fe, podía prevenir los males que á la religión amenazaban de parte de moros y judíos, podía preservar la España del Protestantismo, sin desplegar ese excesivo rigor, que le mereció graves reprensiones y amonestaciones de parte de los Sumos Pontífices, que provocó reclamaciones de los pueblos, que acarreó tantas apelaciones á Roma de los encausados y condenados, y que suministró pretexto á los adversarios del Catolicismo para acusar de sanguinaria una religión que tiene horror á la efusión de sangre. Lo repito, no es responsable la religión católica de ninguno de los excesos que en su nombre se hayan podido cometer, y, cuando se habla de la Inquisición, no se deben fijar principalmente los ojos en la de España, sino en la de Roma. Allí donde reside el Sumo Pontífice, donde se sabe cumplidamente cómo debe entenderse el principio de la intolerancia, y cuál es el uso que de él debe hacerse, allí la Inquisición ha sido en extremo benigna, indulgente; allí es el punto donde menos ha sufrido la humanidad por motivo de religión: y esto sin exceptuar ningún país, tanto aquellos donde ha existido la Inquisición, como los que carecieron de ella; tanto donde predominó la religión católica, como donde prevaleció la protestante. Este hecho es indudable; y para todo hombre de buena fe debe ser bastante para indicarle cuál es en esta materia el espíritu del Catolicismo.

Hago estas reflexiones en prueba de mi imparcialidad, y de que no desconozco los males, ni dejo de confesarlos, donde[246]quiera que los vea. Esto no embargante, deseo que no se olviden los hechos y observaciones que en el texto he aducido, así sobre la Inquisición en sí misma, en las diferentes épocas de su duración, como sobre la política de los reyes que la fundaron y sostuvieron. Por lo mismo, copiaré aquí algunos documentos que pueden arrojar mucha luz sobre tan importante materia. He aquí en primer lugar el preámbulo de la Pragmática de D. Fernando y D.ª Isabel para la expulsión de los judíos, donde se explanan en pocas palabras los agravios que de ella recibía la religión, y los peligros que por este motivo amenazaban al Estado.

Libro octavo. Título segundo. Lei II de la Nueva Recopilación. D. Fernando i D.ª Isabel en Granada año 1492 á 30 de Marzo. Pragmática.

«Porque Nos fuimos informados que en estos nuestros Reinos avia algunos malos Christianos, que judaizaban, y apostataban de nuestra Santa Fé Cathólica, de lo qual era mucha causa la comunicación de los Judíos con los Christianos, en las Cortes que hicimos en la ciudad de Toledo el año pasado de mil quatrocientos i ochenta años, mandamos apartar los dichos Judíos en todas las Ciudades y Villas, i Lugares de los nuestros Reinos, i Señoríos, en las Juderías, i lugares apartados en donde viviesen i morasen, esperando que con su apartamiento se remediarían otro sí avemos procurado, i dado órden como se hiciese inquisición en los dichos nuestros Reinos, la qual, como sabeis, ha mas de doce años que se ha hecho, i hace, i por ello se han hallado muchos culpantes, según es notorio: i según somos informados de los Inquisidores, y de otras muchas personas Religiosas, i Eclesiásticas, i Seglares, consta; i paresce el gran daño que á los Christianos se ha seguido, i sigue, de la participación, conversacion, i comunicacion que han tenido, i tienen con los Judíos, los quales se prueba que procuran siempre por quantas vias mas pueden de subvertir, i substraer de nuestra Santa Fé Cathólica á los Fieles Christianos, i los apartar della, i atraer i pervertir á su dañada creencia i opinión, instruyéndoles en las ceremonias, i observancia de su lei, haciendo ayuntamientos donde les lean, i enseñen lo que han de creer, i guardar segun su lei, procurando de circuncidar á ellos, i á sus hijos, dándoles libros por donde rezasen sus oraciones, i declarándoles los ayunos que han de ayunar, i juntándose con ellos á leer, i enseñándoles las Historias de su lei, notificándoles las Pasquas antes que vengan, y avisándoles lo que en ellas han de guardar, y hacer, dándoles, y llevándoles de su casa el pan cenceño, y carnes muertas con ceremonias, instruyéndoles de las cosas que se han de apartar, assi en los comeres como en las otras cosas, por observancia de su lei, i persuadiéndoles en quanto pueden que tengan, i guarden la lei de Moysés, haciéndoles entender que no hai otra lei, i ni verdad salvo aquella; lo qual consta por muchos dichos, i confesiones,[247] assi de los mismos Judíos, como de los que fueron pervertidos, i engañados por ellos, lo qual ha redundado en gran daño, i detrimento, i oprobio de nuestra Santa Fé Cathólica: i como quiera que de mucha parte destos fuimos informados antes de agora, i conoscimos que el remedio verdadero de todos estos daños, e inconvenientes, está en apartar del todo la comunicacion de los dichos Judíos con los Christianos, i echarlos de todos nuestros Reinos, quisímosnos contentar con mandarlos salir de todas las Ciudades, i Villas, i Lugares de Andalucía, donde parescia que avia hecho mayor daño, creyendo que aquello bastaria para que los de las otras Ciudades, i Villas, i Lugares de los nuestros Reinos, i Señoríos, cessassen de hacer, y cometer lo susodicho, i porque somos informados que aquello, ni las justicias que se han hecho en algunos de los dichos Judíos, que se han hallado muy culpantes en los dichos crímenes, i delitos contra nuestra Santa Fé Cathólica, no basta para entero remedio: para obviar i remediar como cesse tan gran oprobio, i ofensa de la Fé, i Religion Christiana, i porque cada dia se halla, i paresce que los dichos Judíos creen en continuar su malo, i dañado propósito á donde viven, i conversan, i porque no aya lugar de mas ofender á nuestra Santa Fe Cathólica, assi en los que hasta aqui Dios ha querido guardar, como en los que cayeron, i se enmendaron, i reduxeron á la Santa Madre Iglesia, lo qual, segun la flaqueza de nuestra humanidad, i sujescion diabólica, que continuo nos guerrea, ligeramente podria acaescer, si la principal causa desto no se quita, que es echar los dichos Judíos de nuestros Reinos; i porque quando algun grave, i detestable crimen es cometido por algunos de algun Colegio, i Universidad, es razon que el tal Colegio, i Universidad sea disuelto, y aniquilado, i los menores por los mayores, i los unos por los otros sean punidos; i aquellos que pervierten el bien, i honesto vivir de las Ciudades, i Villas por contagio, que pueda dañarse á los otros, sean expelidos de los pueblos, i aun por otras mas leves causas que sean en daño de la República, quanto mas por el mayor de los crímenes, i mas peligroso, i contagioso, como lo es este: Por ende Nos, con consejo, i parecer de algunos Prelados.»

No se trata aquí de examinar si en estas inculpaciones hechas á los judíos pudo haber ó no alguna parte de exageración: bien que, según todas las apariencias, debía de haber en esto un gran fondo de verdad, atendida la situación en que se encontraban los dos pueblos rivales. Y nótese que, si bien en el preámbulo de la Pragmática se abstienen los monarcas de achacar á los judíos cien y cien otros cargos que les hacía la generalidad del pueblo, no dejaba por esto de andar muy válida la fama de ellos, y que, por consiguiente, debía influir sobremanera en agravar la situación de los judíos, y en inclinar el ánimo de los reyes á tratarlos con dureza.

Por lo que toca á la desconfianza con que debían de ser mira[248]dos los moros y sus descendientes, á más de los hechos ya indicados, pueden todavía presentarse otros que manifiestan la disposición de los ánimos que hacía mirar á esos hombres como si estuvieran en conspiración permanente contra los cristianos viejos. Cerca de un siglo había transcurrido desde la conquista de Granada, y vemos que todavía se abrigaban recelos de que aquel reino era el centro de las asechanzas dirigidas por los moros contra los cristianos, saliendo de allí los avisos, y los auxilios necesarios para que en las costas pudiesen cometerse contra personas indefensas toda clase de tropelías. Véase lo que decía Felipe II, en 1567.

Libro octavo. Título segundo, de la Nueva Recopilación.

Lei XX. Que pone graves penas á los naturales del Reino de Granada, que encubrieren, ó acogieren ó favorecieren Turcos, ó Moros, ó Judíos, ó les dieren avisos, ó se escribieren con ellos.

«D. Phelipe II, en Madrid á 10 de Diciembre de 1567 años.

Porque avemos sido informados que no embargante lo que para defensa, i seguridad de los mares, i costas de nuestros Reinos tenemos proveido ansi en mar, como en tierra, especialmente en el Reino de Granada, los Turcos, Moros, Corsarios, i allende han hecho, i hacen en el dicho Reino en los puertos, i costas, y lugares marítimos, i cercanos á ellos, los robos, males, i daños, i captiverios de Christianos que son notorios, lo cual diz que han podido, i pueden hacer con facilidad, i seguridad, mediante el trato, é inteligencia que han tenido i tienen con algunos naturales de la tierra, los quales los avisan, i guian, acogen i encubren, i les dan favor, i ayuda, passándose algunos dellos allende con los dichos Moros, i Turcos, i llevando consigo sus mugeres, hijos, i ropa, i los Christianos, i ropa dellos que pueden aver, i que otros de los dichos naturales, que han sido partícipes, i sabidores, se quedan en la tierra, i no han sido, ni son castigados, ni parece que esto está proveido con el rigor, i tan entera, i particularmente como convendria, i ai mucha dificultad en la averiguacion, é informacion, i aun descuido, i negligencia en las Justicias, i Jueces que lo avian de inquirir, i castigar; i aviéndose sobre esto tratado i platicado en el nuestro Consejo, para que se proveyese en ello, como en cosa que tanto importa al servicio de Dios nuestro Señor, i nuestro, i bien público; y con Nos consultado, fué acordado que deviamos mandar dar esta nuestra Carta... etc., etc.»

Pasaban los años y la ojeriza entre los dos pueblos continuaba todavía; y á pesar de los muchos quebrantos sufridos por la raza mahometana, no se daban por satisfechos los cristianos. Es muy probable que un pueblo que había sufrido, y estaba sufriendo, tantas humillaciones, probaría á vengarse; y así no se hace tan difícil el creer la verdadera existencia de las conspiraciones que se les achacaban. Como quiera, la fama de ellas era general, y el[249] gobierno se hallaba seriamente alarmado con este motivo. Léase, en comprobación, lo que decía Felipe III en 1609, en la ley para la expulsión de los moriscos.

Libro octavo. Título segundo, de la Nueva Recopilación.

Lei XXV. Por la qual fueron echados los Moriscos del Reino; las causas que para ello hubo, y medio que se tubo en su execucion.

«D. Phelipe III, en Madrid á 9 de Diciembre de 1609.

Aviéndose procurado por largo discurso de tiempo la conservacion de los Moriscos en estos Reinos, i executádose diversos castigos por el Santo Oficio de la Santa Inquisicion, i concedídose muchos Edictos de gracia, no omitiendo medio, ni diligencia para instruirlos en nuestra Santa Fé, sin averse podido conseguir el fruto que se deseaba, pues ninguno se ha convertido, antes ha crecido su obstinacion; i aun el peligro que amenazaba á nuestros Reinos, de conservarlos en ellos, se Nos presentó por personas mui doctas, i mui temerosas de Dios, lo que convenia poner breve remedio; i que la dilacion podria gravar nuestra Real conciencia, por hallarse mui ofendido nuestro Señor de esta gente, asegurándonos que podríamos sin ningún escrúpulo castigarlos en las vidas, i en las haciendas, porque la continuacion de sus delitos, los tenia convencidos de hereges, i apóstatas, i proditores de lesa Magestad Divina i humana: i aunque por esto pudiera proceder contra ellos con el rigor, que sus culpas merecen, todavía deseando reducirlos por medios suaves y blandos, mandé hacer en la ciudad, i Reino de Valencia una Junta del Patriarca, i otros prelados, i personas doctas para que viessen lo que se podria encaminar, i disponer, i aviéndose entendido que al mismo tiempo que se estaba tratando de su remedio, los de aquel Reino, i los de estos passaban adelante con su dañado intento, i sabiéndose por avisos ciertos, i verdaderos que han enviado á Constantinopla á tratar con el Turco, ir á Marruecos con el Rei Buley Fidon, que embiassen á estos Reinos las mayores fuerzas, que pudiesen en su ayuda, i socorro, asegurándoles que hallarian en ellos ciento i cinquenta mil hombres, tan Moros como los de Berberia, que los assistirian con las vidas, i haciendas, persuadiendo la facilidad de la empresa; aviendo también intentado la misma plática con Hereges, i otros Príncipes enemigos nuestros; i atendiendo á todo lo susodicho, i cumpliendo con la obligacion que tenemos de conservar, i mantener en nuestros Reinos la Santa Fé Cathólica Romana, i la seguridad, paz i reposo de ellos en el parecer, i consejo de varones doctos, i de otras personas mui zelosas del servicio de Dios, i mio: mandamos que todos los Moriscos habitantes en estos Reinos, assi hombres, como mugeres, i niños de cualquier condicion, etc.»

He dicho que los Papas procuraron ya desde un principio suavizar los rigores de la Inquisición de España, ora amonestando á los reyes y á los inquisidores, ora admitiendo las apelaciones[250] de los encausados y condenados. He añadido también que la política de los reyes, quienes temían que las innovaciones religiosas acarreasen perturbación pública, había embarazado á los Papas para que no pudiesen llevar tan allá como hubieran deseado, sus medidas de benignidad é indulgencia; en apoyo de esta aserción escogeré entre otros documentos uno que manifiesta la irritación de los reyes de España por el amparo que en Roma encontraban los encausados por la Inquisición.

Lib. 8. Tit. 3. Ley 2, de la Nueva Recopilación.

Que los condenados por la Inquisición, que están ausentados de estos Reinos, no vuelvan á ellos, so pena de muerte, y perdimiento de bienes.

«D. Fernando i D.ª Isabel en Zaragoza á 2 de Agosto año 1498. Pragmática.

Porque algunas personas condenadas por Hereges por los inquisidores se ausentan de nuestros Reinos, i se van á otras partes, donde con falsas relaciones, i formas indevidas han impetrado subrepticiamente exenciones, i absoluciones, comissiones, i seguridades, i otros privilegios, á fin de se eximir de las tales condiciones, i penas en que incurrieron, i se quedar con sus errores, i con esto tientan de bolver á estos nuestros Reinos; por ende, queriendo extirpar tan grande mal, mandamos que no sean osadas las tales personas condenadas de bolver, ni buelvan, ni tornen á nuestros Reinos, i señoríos, por ninguna vía, manera, causa, ni razón que sea, so pena de muerte y perdimiento de bienes: en la qual pena queremos, i mandamos que por ese mismo hecho incurran; i que la tercia parte de los dichos bienes sea para la persona que lo acusare, i la tercia parte para la Justicia, i la otra tercia para la nuestra Cámara; i mandamos á las dichas Justicias, i á cada una, i cualquier dellas en sus Lugares, i jurisdicciones, que cada i quando supiesen que algunas de las personas susodichas estuvieren en algún Lugar de su jurisdiccion, sin esperar otro requerimiento; vayan á donde la tal persona estuviese, i le prendan el cuerpo, i luego sin dilacion executen i hagan executar en su persona, i bienes las dichas penas por Nos puestas, segun que dicho es; no embargante qualesquier exenciones, reconciliaciones, seguridades, i otros privilegios que tengan, los quales en este caso, quanto á las penas susodichas, no les pueden sufragar; i esto mandamos que hagan, i cumplan assi, so pena de perdimiento, i confiscacion de todos sus bienes; en la qual pena incurran qualesquier otras personas, que á las tales personas encubrieren, ó receptaren, ó supieren donde están, i no lo notificaren á las dichas nuestras Justicias: i mandamos á qualesquier Grandes, i Concejos, i otras personas de nuestros Reinos que den favor i ayuda á nuestras Justicias, cada i quando que se la pidieren, i menester fuere, para cumplir i executar lo susodicho, so las penas, que las Justicias sobre ellos les pusieren.»

[251]

Conócese por el documento que se acaba de copiar que ya en 1498 habían llegado las cosas á tal punto, que los reyes se proponían sostener á todo trance el rigor de la Inquisición; y que se daban por ofendidos de que los Papas se entrometiesen en suavizarle. Esto indica de dónde procedía la dureza con que eran tratados los culpables, y revela, además, una de las causas por que la Inquisición de España usó algunas veces de sus facultades con excesiva severidad. Bien que no era un mero instrumento de la política de los reyes, como han dicho algunos, sentía más ó menos la influencia de ella; y sabido es que la política, cuando se trata de abatir á un adversario, no suele mostrarse demasiado compasiva. Si la Inquisición de España se hubiese hallado entonces bajo la exclusiva autoridad y dirección de los Papas, mucho más templada y benigna hubiera sido en su conducta.

A la sazón el empeño de los reyes de España era que los juicios de la Inquisición fuesen definitivos, y sin apelación á Roma; así lo había pedido expresamente al Papa la reina Isabel, y á esto no sabían avenirse los Sumos Pontífices, previendo sin duda el abuso que podría hacerse de arma tan terrible, el día que le faltase el freno de un poder moderador.

Por los hechos que se acaban de apuntar queda en claro con cuánta verdad he dicho que, si se excusaba la conducta de Fernando é Isabel por lo tocante á la Inquisición, no se podía acriminar la de Felipe II, porque más severos, más duros, se mostraron los Reyes Católicos que no este monarca. Ya llevo indicado el motivo por que se ha condenado tan despiadadamente la conducta de Felipe II; pero es necesario demostrar también por que se ha ostentado cierto empeño en excusar la de Fernando é Isabel.

Cuando se quiere falsear un hecho histórico, calumniando una persona ó una institución, es menester comenzar afectando imparcialidad y buena fe; para lo cual sirve en gran manera el manifestarnos indulgentes con lo mismo que nos proponemos condenar; pero haciéndolo de manera que esta indulgencia resalte como una concesión hecha gratuitamente á nuestros adversarios, ó como un sacrificio que de nuestras opiniones y sentimientos hacemos, en las aras de la razón y de la justicia, que son nuestra guía y nuestro ídolo. En tal caso predisponemos al lector ú oyente á que mire la condenación que nos proponemos pronunciar como un fallo dictado por la más estricta justicia, y en que ninguna parte ha cabido ni á la pasión, ni al espíritu de parcialidad, ni á miras torcidas. ¿Cómo dudar de la buena fe, del amor á la verdad, de la imparcialidad de un hombre, que empieza excusando lo que, según todas las apariencias, atendidas sus opiniones, debiera anatematizar? He aquí la situación de los hombres de quienes estamos hablando; proponíanse atacar la Inquisición, y cabalmente encontraban que la protectora de este tribunal, y en cierto modo la fundadora, había sido la reina Isa[252]bel, nombre esclarecido que los españoles han pronunciado siempre con respeto, reina inmortal que es uno de los más bellos ornamentos de nuestra historia. ¿Qué hacer en semejante apuro? El medio era expedito: nada importaba que los judíos y los herejes hubiesen sido tratados con el mayor rigor en tiempo de los Reyes Católicos, nada obstaba que esos monarcas hubiesen llevado más allá su severidad que los demás que les sucedieron; era necesario cerrar los ojos sobre estos hechos, y excusar la conducta de aquéllos, haciendo notar los graves motivos que los impulsaron á emplear el rigor de la justicia. Así se orillaba la dificultad de echar un borrón sobre la memoria de una gran reina, querida y respetada de todos los españoles, y se dejaba más expedito el camino para acriminar sin misericordia á Felipe II. Este monarca tenía contra sí el grito unánime de todos los protestantes, por la sencilla razón de que había sido su más poderoso adversario; y así no era difícil lograr que sobre él recayese todo el peso de la execración. Esto descifra el enigma, esto explica la razón de tan injusta parcialidad, esto revela la hipocresía de opinión, que, excusando á los Reyes Católicos, condena sin apelación á Felipe II.

Sin vindicar en un todo la política de este monarca, llevo presentadas algunas consideraciones, que pueden servir á templar algún tanto los recios ataques que le han dirigido sus adversarios; sólo me falta copiar aquí los documentos á que he aludido, para probar que la Inquisición no era un mero instrumento de la política de este príncipe, y que él no se propuso establecer en España un sistema de obscurantismo.

Don Antonio Pérez en sus Relaciones, en las notas á una carta del confesor del rey, fray Diego de Chaves, en la que éste afirma que el príncipe seglar tiene poder sobre la vida de sus súbditos y vasallos, dice: «No me meteré en decir lo mucho que he oído sobre la calificación de algunas proposiciones de estas que no es de mi profesión. Los de ella se lo entenderán luego, en oyendo el sonido; solo diré que, estando yo en Madrid, salió condenada por la Inquisición una proposición que uno, no importa decir quién, afirmó en un sermón en San Hierónimo de Madrid en presencia del rey católico; es á saber: Que los reyes tenían poder absoluto sobre las personas de sus vasallos y sobre sus bienes. Fué condenado, demás de otras particulares penas, en que se retratase públicamente en el mismo lugar con todas las ceremonias de auto jurídico. Hízolo así en el mismo púlpito; diciendo que él había dicho la tal proposición en aquel día. Que él se retrataba de ella, como de proposición errónea. Porque, señores (así dijo recitando por un papel), los reyes no tienen más poder sobre sus vasallos, del que les permite el derecho divino y humano, y no por su libre y absoluta voluntad. Y aun sé el que calificó la proposición, y ordenó las mismas palabras que había de referir el reo, con mucho gusto del calificante, porque[253] se arrancaba yerba tan venenosa, que sentía que iba cresciendo. Bien se ha ido viendo. El maestro Fray Hernando del Castillo (éste nombraré) fué el que ordenó lo que recitó el reo, que era consultor del Santo Oficio, predicador del rey, singular varón en doctrina y elocuencia, conocido y estimado mucho de su nación y de la italiana en particular. De éste decía el doctor Velasco, grave persona de su tiempo, que no había vihuela en manos de Fabricio Dentici tan suave como la lengua del maestro fray Hernández del Castillo en los oídos.»

Y pág. 47 en texto. «Yo sé que las calificaron por muy escandalosas personas gravísimas en dignidad, en letras, en limpieza de pecho cristiano, entre ellas persona que en España tenía lugar supremo en lo espiritual, y que había tenido oficio antes en el juicio supremo de la Inquisición.» Después dice que esta persona era el Nuncio de Su Santidad.

(Relaciones de Antonio Pérez.) París 1624.

El notable pasaje de la citada carta de Felipe II al doctor don Benito Arias Montano, dice así:

«Lo que vos el Dr. etc. mi capellan, aveis de hacer en Ambares adonde os enviamos.»

Fecha de Madrid 25 de Marzo de 1568.

«Demás de hacer al dicho Plantino esta comodidad y buena obra, es bien que lleveis entendido que desde ahora tengo aplicados los seis mil escudos que se le prestan para que como se vayan cobrando dél, se vayan empleando en libros para el Monasterio de San Lorenzo el Real de la orden de San Gerónimo, que yo hago edificar cerca del Escorial, como sabeis. Y así habéis de ir advertido de este mi fin é intención, para que conforme á ella hagais diligencia de recoger todos los libros exquisitos, así impresos como de mano, que vos (como quien tan bien lo entiende) viéredes que serán convenientes para los traer y poner en la librería de dicho Monasterio: porque esta es una de las más principales riquezas que yo querria dejar á los religiosos que en él hubieren de residir, como la más útil y necesaria. Y por eso he mandado también á D. Francés de Alaba, mi embajador en Francia, que procure de haber los mejores libros que pudiere en aquel reyno y vos habéis de tener inteligencia con él sobre esto que yo le mandaré escribir que haga lo mismo con vos; y que antes de comprarlos os envie la lista de los que se hallaren, y de los precios de ellos para que vos le advirtais de los que habrá de tomar y dejar, y lo que podrá dar por cada uno de ellos, y que os vaya enviando á Amberes los que así fuere comprando, para que vos los reconozcais, y envieis acá todos juntos á su tiempo.»

En el reinado de Felipe II, de ese Monarca que se nos pinta como uno de los principales autores del obscurantismo, se buscaban en los reinos extranjeros los libros exquisitos, así impresos como de mano, para traerlos á las librerías españolas; en[254] nuestro siglo, que apellidamos de ilustración, se han despojado las librerías españolas, y sus preciosidades han ido á parar á las extranjeras. ¿Quién ignora el acopio que de nuestros libros y manuscritos se ha hecho en Inglaterra? Consúltense los Indices del Museo de Londres y de otras bibliotecas particulares: el que escribe estas líneas habla de lo que ha visto con sus propios ojos, y de que ha oído lamentar á personas respetables. Cuando tan negligentes nos mostramos en conservar nuestros tesoros, no seamos tan injustos y tan pueriles, que nos entretengamos en declamar vanamente contra aquellos mismos que nos los legaron.

FIN DE LAS NOTAS


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ÍNDICE DE LOS CAPÍTULOS Y MATERIAS DEL TOMO SEGUNDO

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Capítulo XX. Cuadro de la civilización moderna. Bosquejode las civilizaciones no cristianas. Tres elementos de la civilización: individuo, familia, sociedad. La perfección de estos tres elementos dimana de las doctrinas. 4
Cap. XXI. Distinción entre el individuo y el ciudadano. Individualismo de los bárbaros, según M. Guizot. Si este individualismo perteneció exclusivamente á los bárbaros. Naturaleza y origen de este sentimiento. Sus modificaciones. Cuadro de la vida de los bárbaros. Verdadero carácter de su individualismo. Confesión de M. Guizot. Este sentimiento le tenían en algún modo todos los pueblos antiguos. 7
Cap. XXII. El respeto al hombre, en cuanto hombre, desconocido de los antiguos. Analogía de esta particularidad de los antiguos, con un fenómeno de las revoluciones modernas. Tiranía del poder público sobre los intereses privados. Explicación de un doble fenómeno que se nos presenta en las sociedades antiguas y en las modernas no cristianas. Opinión de Aristóteles. Carácter de la democracia moderna. 25
Cap. XXIII. En la primitiva Iglesia tenían los fieles el sentimiento de la verdadera independencia. Error de M. Guizot sobre este punto. Dignidad de la conciencia sostenida por la sociedad cristiana. Sentimiento del deber. Sublimes palabras de San Cipriano. Desarrollo de la vida interior. Defensa del libre albedrío por la Iglesia católica. Importancia de este dogma para realzar la dignidad del hombre. 36[256]
Cap. XXIV. Ennoblecimiento de la mujer, debido exclusivamente al Catolicismo. Medios empleados por la Iglesia para realizarla. Doctrina cristiana sobre la dignidad de la mujer. Monogamia. Diferente conducta del Catolicismo y del Protestantismo sobre este punto. Firmeza de Roma con respecto al matrimonio. Sus efectos. Indisolubilidad del matrimonio. Del divorcio entre los protestantes. Efectos del dogma católico, que mira el matrimonio como verdadero sacramento. 45
Cap. XXV. Pretendido rigor del Catolicismo con respecto á los esposos desgraciados. Dos sistemas para dirigir las pasiones. Sistema protestante. Sistema católico. Ejemplos. Pasión del juego. Explosión de las pasiones en tiempos turbulentos. La causa. El amor. Carácter de esta pasión. El matrimonio por sí solo no es un freno suficiente. Lo que debe ser el matrimonio para que sirva de freno. Unidad y fijeza de las doctrinas y conducta del Catolicismo. Hechos históricos. Alejandro, César, Napoleón. 53
Cap. XXVI. La virginidad. Doctrinas y conducta del Catolicismo en este punto. Id. del Protestantismo. Id. de la filosofía incrédula. Origen del principio fundamental de la economía política inglesa. Consideraciones sobre el carácter de la mujer. Relaciones de la doctrina sobre la virginidad con el realce de la mujer. 67
Cap. XXVII. Examen de la influencia del feudalismo en realzar la mujer europea. Opinión de M. Guizot. Origen de su error. El amor del caballero. Espíritu de la caballería. El respeto de los germanos por las mujeres. Análisis del famoso pasaje de Tácito. Consideraciones sobre este historiador. César, su testimonio sobre los bárbaros. Dificultad de conocer bien el estado de la familia y de la sociedad entre los bárbaros. El respeto de que disfruta la mujer europea es debido al Catolicismo. Distinción del Cristianismo y Catolicismo; por qué se hace necesaria. 75
Cap. XXVIII. La conciencia pública. Su verdadera idea. Causas que la forman. Comparación de la conciencia pública de las sociedades modernas con la de las antiguas. La conciencia pública es debida á la influencia del Catolicismo. Medios de que éste se sirvió para formarla. 91
Cap. XXIX. Examen de la teoría de Montesquieu sobre los principios en que se fundan las varias formas de gobierno. Los antiguos censores. Por qué no los han tenido las sociedades modernas. Causas que en este punto extraviaron á Montesquieu. Su equivocación sobre el honor. Este honor bien analizado es el respeto á la conciencia pública. Ilustración de la materia con hechos históricos. 98
[257] Cap. XXX. Dos maneras de considerar el Cristianismo, como una doctrina y como institución. Necesidad que tiene toda idea de realizarse en una institución. Vicio radical del Protestantismo bajo este aspecto. La predicación. El sacramento de la Penitencia. Influencia de la confesión auricular en conservar y acendrar la moralidad. Observación sobre los moralistas católicos. Fuerza de las ideas. Fenómenos que ofrecen. Necesidad de las instituciones, no sólo para enseñar, sino también para aplicar las doctrinas. Influencia de la prensa. Intuición, discurso. 109
Cap. XXXI. Suavidad de costumbres, en qué consiste. Diferencia entre costumbres suaves y costumbres muelles. Influencia de la Iglesia católica en suavizar las costumbres. Comparación entre las sociedades paganas y las cristianas. Esclavitud. Potestad patria. Juegos públicos. Una reflexión sobre los Toros de España. 123
Cap. XXXII. Elementos que se combinaron para perpetuar la dureza de costumbres en las sociedades modernas. Conducta de la Iglesia sobre este punto. Cánones y hechos notables. San Ambrosio y el emperador Teodosio. La tregua de Dios. Disposiciones muy notables de la autoridad eclesiástica sobre este punto. 130
Cap. XXXIII. Beneficencia pública. Diferencia del Protestantismo y del Catolicismo con respecto á ella. Paradoje de Montesquieu. Cánones notables sobre este punto. Daños acarreados en esta parte por el Protestantismo. Lo que vale la filantropía. 148
Cap. XXXIV. Intolerancia. Mala fe que ha presidido á esta cuestión. Definición de la tolerancia. Tolerancia de opiniones, de errores. Tolerancia del individuo. Tolerancia en los hombres religiosos y en los incrédulos. De dónde nace en unos y otros. Dos clases de hombres religiosos y de incrédulos. Tolerancia en la sociedad; de dónde nace. Origen de la tolerancia que reina en las sociedades actuales. 161
Cap. XXXV. La intolerancia es un hecho general en la historia. Diálogo con los partidarios de la tolerancia universal. Consideraciones sobre la existencia y el origen del derecho de castigar doctrinas. Resolución de esta cuestión. Funesta influencia del Protestantismo y de la incredulidad en esta materia. Justificación de la importancia dada por el Catolicismo al pecado de herejía. Inconsecuencia de los volterianos vergonzantes. Otra observación sobre el derecho de castigar doctrinas. Resumen. 174
[258]Cap. XXXVI. La Inquisición. Instituciones y legislaciones de intolerancia. Causas del rigor desplegado en los primeros siglos de la Inquisición. Tres épocas de la Inquisición de España: contra los judíos y moros, contra los protestantes, y contra los incrédulos. Judíos; causas del odio con que eran mirados. Rigores de la Inquisición; sus causas. Conducta de los Papas en este negocio. Lenidad de la Inquisición de Roma. Principios intolerantes de Lutero con respecto a los judíos. Moros y moriscos. 189
Cap. XXXVII. Nueva Inquisición atribuída á Felipe II. El P. Lacordaire. Parcialidad contra Felipe II. Una observación sobre la obra titulada La Inquisición sin máscara. Rápida ojeada sobre aquella época. Causa de Carranza; observaciones sobre la misma, y sobre las calidades personales del ilustre reo. Origen de la parcialidad contra Felipe II. Reflexiones sobre la política de este monarca. Curiosa anécdota de un predicador obligado á retractarse. Reflexiones sobre la influencia del espíritu del siglo. 204

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ÍNDICE DE LAS NOTAS

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(1) 223
(2) 227
(3) 229
(4) 231
(5) 231
(6) 233
(7) 234
(8) 238
(9) 240
(10) 245