The Project Gutenberg eBook of El criticón (tomo 2 de 2) This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: El criticón (tomo 2 de 2) Author: Baltasar Gracián y Morales Editor: Julio Cejador y Frauca Release date: October 7, 2020 [eBook #63402] Language: Spanish Credits: Produced by Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CRITICÓN (TOMO 2 DE 2) *** Produced by Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries) NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos sin avisar. * Se ha respetado la ortografía del original impreso, que difiere algo de la actual, normalizándola a la grafía de mayor frecuencia. * Se han añadido tildes a las mayúsculas que las necesitan. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. * Las notas al margen aparecen encerradas entre corchetes y presentadas como [Marginal:...] dentro del texto. [Ilustración] BIBLIOTECA RENACIMIENTO DIRIGIDA POR _G. MARTÍNEZ SIERRA_ COLECCIÓN DE OBRAS MAESTRAS DE LA LITERATURA UNIVERSAL [Ilustración] LA EDICIÓN Y COMENTARIO DE LOS TEXTOS CLÁSICOS ESPAÑOLES, LA TRADUCCIÓN DE LOS EXTRANJEROS Y LOS PRÓLOGOS DE UNOS Y OTROS ESTÁN Á CARGO DE EMINENTES ESCRITORES, CRÍTICOS Y ERUDITOS, LOS MÁS COMPETENTES EN LA MATERIA: _GABRIEL ALOMAR, AZORÍN, PÍO BAROJA, JACINTO BENAVENTE, BERNARDO G. DE CANDAMO, AMÉRICO CASTRO, JULIO CEJADOR, ENRIQUE DÍEZ-CANEDO, FERNANDO FORTÚN, RICARDO FUENTE, VICENTE GARCÍA DE DIEGO, J. GÓMEZ OCERÍN, FRANCISCO A. DE ICAZA, JUAN R. JIMÉNEZ, RICARDO LEÓN, EDUARDO MARQUINA, G. MARTÍNEZ SIERRA, FRANCISCO MEDINA, ENRIQUE DE MESA, ANTONIO PALOMERO, R. PÉREZ DE AYALA, JACINTO O. PICÓN, CIPRIANO RIVAS CHERIF, FRANCISCO RODRÍGUEZ MARÍN, VÍCTOR SAID-ARMESTO, EUGENIO SELLÉS, RAMÓN M. TENREIRO, MIGUEL DE UNAMUNO, FRANCISCO F. VILLEGAS, NARCISO ALONSO CORTÉS, ETCÉTERA, ETC._ LA PARTE ARTÍSTICA DE ESTAS EDICIONES ESTÁ ENCOMENDADA AL ILUSTRE DIBUJANTE _FERNANDO MARCO_. [Ilustración: BIBLIOTECA RENACIMIENTO. OBRAS MAESTRAS DE LA LITERATURA UNIVERSAL.] [Ilustración: EL CRITICÓN POR LORENZO GRACIÁN EDICIÓN TRANSCRITA Y REVISADA POR JVLIO CEJADOR RENACIMIENTO _Casa Central_: MADRID, _Pontejos 3_ SVCVRSALES: BVENOS AIRES, _Libertad 170_ PARÍS, _26, Rue Richelieu_] NOTA “Sabido es que Gracián, en el pináculo de su fama, fué encerrado á pan y agua en su celda por haber publicado EL CRITICÓN sin permiso de sus superiores. Lo que escandalizaba á sus colegas era el pecado de desobediencia, no el tono de sus libros.” Así Fitzmaurice-Kelly en su _Historia de la Literatura Española_, Madrid, 1913. Las tres partes de EL CRITICÓN se publicaron, respectivamente, los años de 1651, 1653 y 1657; el año de 1658 murió Gracián. La primera parte salió sin su nombre, con el anagrama de _García de Marlones_, esto es: _Gracián de Morales_. En la segunda y tercera parte se lee: _Lorenzo Gracián_. En la Censura del _Padre Don Antonio Liperi_, _Clérigo Regular_, _Doctor en Teología y en ambos Derechos. Por comission del Excelentissimo Señor Conde de Lemos y de Castro, Virrey y Capitán General deste Reyno_, impresa en la primera parte se lee: “He leído con atención (según la orden de V. E.) el libro intitulado EL CRITICÓN y su primera parte, _en la Primavera de la niñez y en el Estío de la juventud_, compuesto por el Padre Lorenço Gracián, y en él no he hallado cosa opuesta á...” Vincencio Antonio Lastanosa, hijo del famoso arqueólogo D. Vincencio Juan de Lastanosa, amigo y admirador de Gracián, dió á la estampa, contra su voluntad, la mayor parte de sus obras, entre ellas EL CRITICÓN, como puede verse en documento que trae la Revista de Bibliotecas y Archivos, 1877, p. 29. Si fué “contra su voluntad”, el P. Gracián no desobedeció á los superiores de la Compañía de Jesús. De todos modos, estas persecuciones dan razón de haber salido con anagrama la primera parte y mudado el propio nombre de Baltasar por el de Lorenzo en la _Censura_ de la misma y en la portada de las otras dos partes. Dificultosa tarea echará sobre sí el que se empeñe en averiguar lo que al P. Gracián pasó con sus superiores respecto de sus libros y que se sospecha aceleró su muerte, un año después de publicada la tercera parte de EL CRITICÓN, asombroso esfuerzo del ingenio humano. La crítica se ha portado con esta obra tan mal como la Compañía de Jesús con su autor. El lector que haya leído el primer tomo notará al leer el segundo que vale mucho más la segunda parte que la primera, y la tercera muchísimo más que la segunda. Este sol, que iba levantándose por momentos y brillando cada vez con más vivos resplandores, un año después cae en el sepulcro. Todos son misterios en Gracián, su vida, su muerte, su obra. No lo es menos su bibliografía. En el _Prólogo_ al primer tomo puse lo que trae Latasa acerca de EL CRITICÓN. Ni Gallardo ni Salvá ni Brunet dicen nada de particular. Heredia (4.246) pone la primera parte de EL CRITICÓN como impresa en Zaragoza, 1651; otra edición en Huesca, 1653; otra en Madrid, 1657. Fitzmaurice-Kelly, en su última edición de la _Historia de la Literatura Española_, Madrid, 1913, conténtase con poner entre paréntesis estas mismas fechas (1651, 1653, 1657). ¿Tomólas de Heredia ó ha visto ejemplares? En la Biblioteca Nacional de Madrid sólo hay un ejemplar, muy maltratado, de la primera edición de la segunda parte, Huesca, 1653. De estas dudas, que ya tenía al escribir mi _Prólogo_, salí después de impreso el primer tomo, por haber logrado en Aragón un magnífico ejemplar de la primera edición de cada una de las tres partes de EL CRITICÓN, verdadero tesoro por lo raro; pero, sobre todo, por ser la edición primera de esta obra sin par en todas las literaturas. Comuniqué luego la noticia á mi excelente amigo R. Foulché-Delbosc, el más entendido de los hispanófilos extranjeros, preguntándole qué sabía acerca de estas primeras ediciones, y entre otras cosas me respondió: “El Museo Británico posee ejemplar de las tres primeras ediciones de EL CRITICÓN, ó si se quiere, ejemplar de la parte primera, de la parte segunda y de la parte tercera, cada una en su primitivo estado, con las fechas que señala Fitzmaurice-Kelly; de donde deduzco que casi seguramente vió dichas ediciones en el referido Museo Británico... Y ya que estamos hablando de Gracián, sepa usted que en el último número de la _Révue Hispanique_ de 1913 habrá un estudio de cuatrocientas páginas sobre este autor.” Ya que al preparar el primer tomo de esta edición de EL CRITICÓN, que publica “Renacimiento”, no podía disponer de las primeras ediciones, me he aprovechado, al menos, de las que hoy poseo para la publicación del segundo tomo, el cual puedo asegurar que es copia fiel de ellas: la segunda parte de la primera edición de Huesca, 1653; la tercera parte de la primera edición de Madrid, 1657, mudadas tan sólo la ortografía y puntuación. Véase la portada de la primera edición de cada una de las tres partes: El Criticón | Primera Parte | en la Primavera | de la niñez, | y en | el Estío de la ivventud. | Autor García de Marlones, | y lo dedica | al valeroso cavallero | Don Pablo de Parada, | de la Orden de Christo, | General de la Artillería y Governa | dor de Tortosa. | Con Licencia. | En Zaragoza, por Ivan Nogves, y á su costa. | Año M. DC. LI. El Criticón | Segunda Parte. | ivyziosa cortesana | filosofía, | en el Otoño de la | varonil edad. | por | Lorenzo Gracián. | y | lo dedica | al Serenissimo Señor | D. Ivan de Austria. | Con Licencia, | En Huesca: Por Iuan Noguès. Año 1653. | A costa de Francisco Lamberto, Mercader de Libros. | Véndese en la Carrera de San Gerónimo. El Criticón, | Tercera parte. | en el Invierno de la vejez. | por Lorenzo Gracián. | y lo dedica | al Doctor Don Lorenço Francés de Vrritigoyti, | Deán de la Santa Iglesia de Siguença. | Con Privilegio. | En Madrid. Por Pablo de Val. Año de 1657. | A costa de Francisco Lamberto, véndese en su casa | en la Carrera de San Gerónimo. Sólo he de añadir que ediciones tan raras como éstas, de las cuales no hay ni en Madrid otro ejemplar que el mío completo de las tres partes y el maltrecho de la segunda parte de la Nacional, que sólo se conoce además el ejemplar del Museo Británico, y que hasta ahora fueron enigma para los bibliógrafos, deberían reproducirse con todos sus pelos y señales para que la república de las letras goce en su entereza una de las más poderosas obras del ingenio español, y la crítica acabe de levantar á Baltasar Gracián al encumbrado puesto que merece en la Historia de la Filosofía y de la Literatura. JULIO CEJADOR. CRISI VII _El hiermo de Hipocrinda._ Componían al hombre todas las demás criaturas, tributándole perfecciones; pero de prestado. Iban á porfía amontonando bienes sobre él; mas todos al quitar. El cielo le dió la alma, la tierra el cuerpo, el fuego el calor, el agua los humores, el aire la respiración, las estrellas ojos, el sol cara, la fortuna haberes, la fama honores, el tiempo edades, el mundo casa, los amigos compañía, los padres la naturaleza y los maestros la sabiduría. Mas viendo él que todos eran bienes muebles, no raíces, prestados todos y al quitar, dicen que preguntó: ¿Pues qué será mío? Si todo es de prestado, ¿qué me quedará? Respondiéronle que la virtud. Ésa es bien propio del hombre, nadie se la puede repetir. Todo es nada sin ella y ella lo es todo. [Marginal: _Único bien._] Los demás bienes son de burlas; ella sola es de veras. Es alma del alma, vida de la vida, realce de todas las prendas, corona de las perfecciones y perfección de todo el ser. Centro es de la felicidad, trono de la honra, gozo de la vida, satisfación de la conciencia, respiración del alma, banquete de las potencias, fuente del contento, manantial de la alegría. Es rara porque es dificultosa y, dondequiera que se halla, es hermosa y por eso tan estimada. [Marginal: _Excelencias de la Virtud._] Todos querrían parecer tenerla; pocos de verdad la procuran. Hasta los vicios se cubren con su buena capa y mienten sus apariencias: los más malos querrían ser tenidos por buenos. Todos la querrían en los otros; mas no en sí mismos. Pretende éste que aquél le guarde fidelidad en el trato, que no le murmure ni le mienta ni le engañe, trate siempre verdad, que en nada le ofenda ni agravie; y él obra todo lo contrario. Con ser tan hermosa, noble y apacible, todo el mundo se ha mancomunado contra ella. Y es de modo, que la verdadera virtud ya no se ve ni parece; sino la que le parece. Cuando pensamos está en alguna parte, topamos con sola su sombra, que es la hipocresía. De suerte, que un bueno, un justo, un virtuoso florece como la Fénix, que por único se lleva la palma. Esto les iba ponderando á Critilo y Andrenio una agradable doncella, ministra de la Fortuna, de sus más llegadas, que, compadecida de verlos en el común riesgo, estando ya para despeñarse, les asió del copete de la Ocasión y los detuvo [Marginal: _De la dicha á la virtud._] y, dando una voz al Acaso, le mandó echar la puente levadiza, con que los traspuso de la otra parte, de un alto á otro, de la Fortuna á la Virtud, con que se libraron del fatal despeño. [Marginal: _De la Virtud á la Honra._] Ya estáis en salvo, les dijo. Dicha de pocos lograda, pues visteis caer mil á vuestro lado y diez mil á vuestra diestra. Seguid ese camino, sin torcer á un lado ni á otro; aunque un ángel os dijese lo contrario, que él os llevará al palacio de la hermosa Virtelia, aquella gran reina de las felicidades. Presto le divisaréis encumbrado en las coronillas de los montes. Porfiad en el ascenso; aunque sea con violencias: que de los valientes es la corona. [Marginal: _Fin premiado._] Y aunque sea áspera la subida, no desmayéis, poniendo siempre la mira en el fin premiado. Despidióse con mucho agrado echándoles los brazos. Volvióse á pasar de la otra parte y al mismo punto levantaron la puente. ¡Oh!, dijo Critilo: ¡qué cortos hemos andado en no preguntarla quién era! ¿Es posible que no hayamos conocido una tan gran bienhechora? Aún estamos á tiempo, dijo Andrenio: que aún no la habemos perdido ni de vista ni de oída. Diéronla voces y ella volvió un cielo en su cara y dos soles en un cielo, esparciendo favorables influencias. Perdona, señora, dijo Critilo, nuestra inadvertencia, no grosería, y así te favorezca tu reina más que á todas, que nos digas quién eres. Aquí ella sonriéndose: No lo queráis saber, dijo, que os pesará. Pero ellos más deseosos con esto, porfiaron en saberlo y así les dijo: Yo soy la hija mayor de la Fortuna, yo la pretendida de todos, yo la buscada, la deseada, la requerida, yo soy la Ventura. Y al momento se traspuso. [Marginal: _Dicha desconocida._] Juráralo yo, dijo suspirando Critilo, que en conociéndote habías de desaparecer. ¡Hase visto más poca suerte en la dicha! Así acontece á muchos cada día. ¡Oh cuántos, teniendo la dicha entre manos, no la supieron conocer y después la desearon! Pierde uno los cincuenta, los cien mil de hacienda y después guarda un real. No estima el otro la consorte casta y prudente, que le dió el cielo, y después la suspira muerta y adorada en la segunda. Pierde éste el puesto, la dignidad, la paz, el contento, el estado, y después anda mendigando mucho menos. Verdaderamente, que nos ha sucedido, dijo Andrenio, lo que á un galán apasionado, que, no conociendo su dama, la desprecia y después, perdida la ocasión, pierde el juicio. Desta suerte malograron muchos el tiempo, la ocasión, la felicidad, la comodidad, el empleo, el reino, que después lo lamentaron harto. Así sollozaba el rey navarro pasando el Pirineo y Rodrigo en el río de su llanto. ¡Pero desdichado sobre todo quien pierda el cielo! [Marginal: _Hombres de artificio._] Así se iban lamentando, prosiguiendo su viaje, cuando se les hizo encontradizo un hombre venerable por su aspecto, muy autorizado de barba, el rostro ya pasado y todas sus faciones desterradas, hundidos los ojos, la color robada, chupadas las mejillas, la boca despoblada, ahiladas las narices, la alegría entredicha, el cuello de azucena lánguido, la frente encapotada, su vestido por lo pío remendado, colgando de la cinta unas disciplinas, lastimando más los ojos del que las mira, que las espaldas del que las afecta, zapatos doblados á remiendos, de más comodidad que gala. Al fin, él parecía semilla de ermitaños. Saludóles muy á lo del cielo para ganar más tierra y preguntóles para adónde caminaban. Vamos, respondió Critilo, en busca de aquella flor de reinas, la hermosa Virtelia, que nos dicen mora aquí en lo alto de un monte, en los confines del cielo. Y si tú eres de su casa y de su familia, como lo pareces, suplícote que nos guíes. Aquí él, después de una gran tronada de suspiros, prorrumpió en una copiosa lluvia de lágrimas. ¡Oh, cómo vais engañados!, les dijo, ¡y qué lástima que os tengo! Porque esa Virtelia, que buscáis, reina es; pero encantada. Vive, aunque más muere, en un monte de dificultades, poblado de fieras, serpientes que emponzoñan, dragones que tragan, y sobre todo hay un león en el camino, que desgarra á cuantos pasan. Á más de que la subida es inaccesible, al fin cuesta arriba, llena de malezas y deslizaderos, donde los más caen haciéndose pedazos. Bien pocos son y bien raros los que llegan á lo alto. Y cuando toda esa montaña de rigores hayáis sobrepujado, queda lo más dificultoso, [Marginal: _Dificultades de la virtud._] que es su palacio encantado, guardadas sus puertas de horribles gigantes, que con mazas aceradas en las manos defienden la entrada y son tan espantosos, que sólo el imaginarlos arredra. Verdaderamente me hacéis duelo de veros tan necios, que queráis emprender tanto imposible junto. Un consejo os daría yo y es que echéis por el atajo, por donde hoy todos los entendidos y que saben vivir caminan. Porque habéis de saber que aquí más cerca, en lo fácil, en lo llano, mora otra gran reina, muy parecida en todo á Virtelia en el aspecto, en el buen modo, hasta en el andar, que la ha cogido los aires. Al fin un retrato suyo; sólo que no es ella. Pero más agradable y más plausible, tan poderosa como ella y que también hace milagros. Para el efecto es la misma. Porque decidme, vosotros ¿qué pretendéis en buscar á Virtelia y tratarla? ¿Que os honre, que os califique, que os abone, para conseguir cuanto hay, la dignidad, el mando, la estimación, la felicidad, el contento? Pues sin tanto cansancio, sin costaros nada, á pierna tendida, lo podéis aquí conseguir. No es menester sudar ni afanar ni reventar como allá. Dígoos que éste es el camino de los que bien saben. Todos los entendidos echan por este atajo y así está hoy tan valido en el mundo, que no se usa otro modo de vida. [Marginal: _Milagros de la apariencia._] ¿De suerte, preguntó Andrenio, ya vacilando, que esa otra reina, que tú dices, es tan poderosa como Virtelia? Y que no la debe nada, respondió el Ermitaño. Lo que es el parecer, tan bueno le tiene y aun mejor y se precia dello y procura mostrarlo. ¿Que puede tanto? Ya os digo que obra prodigios. Otra ventaja más y no la menos codiciable, que podréis gozar de los contentos, de los gustos desta vida, del regalo, de la comodidad, de la riqueza, juntamente con este modo de virtud, que aquella otra, por ningún caso los consiente. Ésta en nada escrupulea. Tiene buen estómago, con tal que no haya nota ni se sepa. Todo ha de ser en secreto. Aquí veréis juntos aquellos dos imposibles de cielo y tierra juntos, que los sabe lindamente hermanar. No fué menester más para que se diese por convencido Andrenio. Hízose al punto de su banda. Ya le seguía, ya volaban. Aguarda, decía Critilo, que te vas á perder. Mas él respondía: No quiero montes. Quita allá gigantes. ¿Leones? ¡Guarda! Iban ya de carrera arrancada. Seguíales Critilo voceando: Mira que vas engañado. Y él respondía: ¡Vivir!, ¡vivir!, ¡virtud holgada!, ¡bondad al uso! Seguidme, seguidme, repetía el falso Ermitaño, que éste es el atajo del vivir; que lo demás es un morir continuado. Fuélos introduciendo por un camino encubierto y aun solapado entre arboledas y ensenadas, y al cabo de un laberinto con mil vueltas y revueltas dieron en una gran casa, harto artificiosa, que no fué vista hasta que estuvieron en ella. Parecía convento en el silencio y todo el mundo en la multitud. Todo era callar y obrar, hacer y no decir. Que aun campana no se tañía, por no hacer ruido: no se dé campanada. Era tan espaciosa y había tanta anchura, que cabrían en ella más de las tres partes del mundo y bien holgadas. [Marginal: _Casa á obscuras._] Estaba entre unos montes, que la impedían el sol, coronada de árboles tan crecidos y tan espesos, que la quitaban la luz con sus verduras. ¡Qué poca luz tiene este convento!, dijo Andrenio. Así conviene, respondió el Ermitaño: que donde se profesa tal virtud no convienen lucimientos. Estaba la puerta patente y el portero muy sentado, por no cansarse en abrir. Tenía calzados unos zuecos de conchas de tartugas, desaliñadamente sucio y remendado. Éste, dijo Critilo, á ser hembra, fuera la pereza. ¡Oh, no!, dijo el Ermitaño. No es, sino el sosiego. No nace aquello de dejamiento, sino de pobreza; no es suciedad, sino desprecio del mundo. Saludóles, dando gracias de su linda vida. Intimóles luego, sin moverse, con un gancho, un letrero, que estaba encima de la puerta y decía con unas letras góticas: Silencio. Y comentóseles el Ermitaño: [Marginal: _Vivir de tramoya._] Quiere decir que de aquí adentro no se dice lo que se siente, nadie habla claro; todos se entienden por señas, aquí callar y callemos. Entraron en el claustro; pero muy cerrado: que es lo más cómodo para todos tiempos. Iban ya encontrando algunos, que en el hábito parecían monjes y era, aunque al uso, bien extraño. Por defuera lo que se veía era de piel de oveja; [Marginal: _Capa de virtud._] mas por dentro lo que no se parecía era de lobos novicios, que quiere decir rapaces. Notó Critilo que todos llevaban capa y buena. Es instituto, dijo el Ermitaño: no se puede deponer jamás ni hacer cosa, que no sea con capa de santidad. Yo lo creo, dijo Critilo, y aun con capa de lastimarse. Está aquél murmurando de todo, con capa de corregir se venga el otro. Con capa de disimular permite éste que todo se relaje. Con capa de necesidad hay quien se regala y está bien gordo. Con capa de justicia es el juez un sanguinario. Con capa de celo todo lo malea el envidioso. Con capa de galantería anda la otra libertada. Aguarda, dijo Andrenio. ¿Quién es aquella que pasa con capa de agradecimiento? ¿Quién ha de ser, sino la Simonía y aquella otra la Usura paliada? Con capa de servir á la República y al bien público se encubre la ambición. ¿Quién será aquel, que toma la capa ó el manto para ir al sermón á visitar el santuario? Parece el Festejo. El mismo. ¡Oh maldito sacrílego! Con capa de ayuno ahorra la avaricia, con capa de gravedad nos quiere desmentir la grosería. Aquél, que entra allí, parece que lleva capa de amigo y realmente lo es y aun con la de pariente se introduce el adulterio. Éstos, dijo el Ermitaño, son de los milagros que obra cada día esta superiora, haciendo que los mismos vicios pasen plaza de virtudes y que los malos sean tenidos por buenos y aun por mejores. Los que son unos demonios hace que parezcan unos angelitos y todo con capa de virtud. Basta, dijo Critilo. Que desde que al mismo Justo le sortearon la capa los malos, ya la tienen por suerte: andan con capa de virtud, queriendo parecer al mismo Dios y á los suyos. ¿No notáis, dijo el falso Ermitaño y verdadero embustero, qué ceñidos andan todos, cuando menos ajustados? Sí; dijo Critilo; pero con cuerda. Eso es lo bueno, respondió, para hacer bajo cuerda cuanto quieren y todo va bajo manga. No se les ven las manos, tanto es su recato. No sea, replicó Critilo, que tiren la piedra y escondan la mano. ¿No veis aquel bendito, qué fuera del mundo anda? ¡Qué metido va, pues no piensa en cosa suya, sino en las ajenas! Que no tiene cosa propia. No se le ve la cara, no es lo mejor lo descarado. Á nadie mira á la cara y á todos quita el sombrero. Anda descalzo por no ser sentido, tan enemigo es de buscar ruido. ¿Quién es el tal?, preguntó Andrenio. ¿Es profeso? Sí, con que cada día toma el hábito y es muy bien diciplinado. Dicen que es un arrapaaltares, por tener mucho de Dios. Hace una vida extravagante. Toda la noche vela, nunca reposa. No tiene cosa ni casa suya y así es dueño de todas las ajenas. Y sin saber cómo ni por dónde, se entra en todas y se hace luego dueño dellas. Es tan caritativo, que á todos ayuda á llevar la ropa y cuantos topa, las capas, y así le quieren de modo, que, cuando se parte de alguna, todos quedan llorando y nunca se olvidan dél. [Marginal: _Ladrón centimano._] Éste, dijo Andrenio, con tantas prendas ajenas más me huele á ladrón, que á monje. Ahí verás el milagro de nuestra Hipocrinda, que siendo lo que tú dices, le hace parecer un bendito. Tanto, que está ya consultado en un gran cargo, en competencia de otro de casa de Virtelia, y se tiene por cierto que le ha de hurtar la bendición. Y cuando no, trata de irse á Aragón, donde muera de viejo. ¡Qué lucido está aquel otro!, dijo Critilo. Es honra de la penitencia, respondió el Ermitaño, y aunque tan bueno, no puede tenerse en pie ni acierta á dar un paso. Bien lo creo, que no andará muy derecho. Pues sabed que es un hombre muy mortificado: nadie le ha visto comer jamás. Eso creeré yo: que á nadie convida, con ninguno parte; todo es predicar ayuno y no miente. Que en habiéndose comido un capón, con verdad dice: _ay uno_. Yo juraré por él que en muchos años no se ha visto un pecho de perdiz en la boca. Y yo también. Y tras toda esta austeridad, que usa consigo, es muy suave. Así lo entiendo: suave de día y _su ave_ de noche. ¿Mas cómo está tan lucido? Ahí verás la buena conciencia. Tiene buen buche, no se ahoga con poco ni se ahita con cosillas. Engorda con la merced de Dios y así todos le echan mil bendiciones. Pero entremos en su celda, que es muy devota. Recibiólos con mucha caridad y franqueóles una alhacena no tan á secas, que no fuese de regadío, dando fruto de dulces, perniles y otros regalos. ¿Así se ayuna?, dijo Critilo. Y así hay una gentil bota, respondió el Ermitaño. Éstos son los milagros desta casa, que siendo éste antes tenido por un Epicuro, en tomando tan buena capa, se ha trocado de modo, que compite con un Macario. Y es tanta verdad ésta, que antes de mucho le veréis con una dignidad. ¿También hay soldados cofadres de la apariencia?, preguntó Andrenio. Y son los mejores, respondió el Ermitaño. Tan buenos cristianos, que aun al enemigo no le quieren hacer mala cara, con que no le querrían ver. [Marginal: _Soldado hipócrita._] ¿No ves aquél? Pues, en dando un Santiago, se mete á peregrino. En su vida se sabe que haya hecho mal á nadie. No tengan miedo que él beba de la sangre de su contrario. Aquellas plumas, que tremola, yo juraría que son más de Santo Domingo de la Calzada, que de Santiago. El día de la muestra es soldado y el de la batalla, Ermitaño. Más hace él con un lanzón, que otros con una pica. Sus armas siempre fueron dobles. Desde que tomó capa de valiente, es un Ruy Díaz atildado. Es de tan sano corazón, que siempre le hallarán en el cuartel de la salud. No es nada vanaglorioso y así suele decir que más quiere escudos, que armas. En dando un espaldar al enemigo, acude al consejo con un peto y así es tenido por un buen soldado, muy aplaudido y en competencia de dos Bernardos está consultado en un generalato. Y dicen que él será el hombre y los otros se lo jugarán. Que aquí más importa el parecer, que el ser. [Marginal: _Sabiduría aparente._] Aquel otro es tenido por un pozo de sabiduría, más honda que profunda. Y él dice que en eso está su gozo. Aquí más valen testos, que testa. Nunca se cansa de estudiar. Su mayor conceto dice ser el que dél se tiene y aun todos los ajenos nos vende por suyos, que para eso compra los libros. De letras, menos de la mitad basta y lo demás de fortuna. Que el aplauso más ruido hace en vacío. Y al fin, más fácil es y menos cuesta el ser tenido por docto, por valiente y por bueno, que el serlo. ¿De qué sirven, preguntó Andrenio, tantas estatuas como aquí tenéis? ¡Oh!, dijo el Ermitaño, son ídolos de la imaginación, fantasmas de la apariencia. Todas están vacías y hacemos creer que están llenas de sustancia y solidez. Métese uno por dentro en la de un sabio y húrtale la voz y las palabras; otro en la de un señor y á todos manda y todos sin réplica le obedecen, pensando que habla el poderoso y no es sino un vergante. Ésta tiene la nariz de cera, que se la tuercen y retuercen como quieren la información y la pasión, ya al derecho, ya al siniestro, y ella pasa por todo. Mirad bien, reparad en aquel ministro de Justicia, ¡qué celoso, qué justiciero se muestra! No hay alcalde Ronquillo rancio ni fresco Quiñones, que le llegue. Con nadie se ahorra y con todos se viste, á todos les va quitando las ocasiones del mal, para quedarse con ellas. Siempre va en busca de ruindades y con ese título entra en todas las casas ruines libremente, desarma los valientes y hace en su casa una armería. Destierra los ladrones, por quedar él solo. Siempre va repitiendo ¡justicia! mas no por su casa. Y todo esto con buen título y aun colorado. Vieron otros dos, que con nombre de celosos eran dos grandísimos impertinentes. Todo lo querían remediar y todo lo inquietaban, sin dejar vivir á nadie, diciendo se perdía el mundo y ellos eran los más perdidos. Á esta traza iban encontrando raros milagros de la apariencia, estrañas maravillas de la hipocresía, que engañaran á un Ulises. [Marginal: _Oficina de hipócritas._] Cada día acontece, ponderaba el Ermitaño, salir de aquí un sujeto, amoldado en esta oficina, instruído en esta escuela, en competencia de otro de aquella de arriba, de la verdadera y sólida virtud, pretendiendo ambos una dignidad, y parecer éste mil veces mejor, hallar más favor, tener más amigos y quedarse el otro corrido y aun cansado. Porque los más en el mundo no conocen ni examinan lo que cada uno es; sino lo que parece. Y creedme que de lejos tanto brilla un claveque como un diamante. Pocos conocen las finas virtudes ni saben distinguirlas de las falsas. Veis allí un hombre más liviano que un bofe y parece en lo exterior más grave que un presidente. ¿Cómo es eso?, dijo Andrenio. Que querría aprender esta arte de hacer parecer. ¿Cómo se hacen estos plausibles milagros? Yo os lo diré. Aquí tenemos variedad de formas para amoldar cualquier sujeto, por incapaz que sea, y ajustarle de pies á cabeza. [Marginal: _Arte de artimaña._] Si pretende alguna dignidad, le hacemos luego cargado de espaldas; si casamiento, que ande más derecho que un huso; y, aunque sea un chisgaravís, le hacemos que muestre autoridad, que ande á espacio, hable pausado, arquee las cejas, pare gesto de ministro y de misterio, y para subir alto, que hable bajo. Ponémosle unos antojos, aunque vea más que un lince, que autorizan grandemente. Y más, cuando los desenvaina y se los calza en una gran nariz y se pone á mirar de á caballo, hace estremecer los mirados. Á más desto tenemos muchas maneras de tintes, que de la noche á la mañana transfiguran las personas, de un cuervo en un cisne callado y que, si hablare, sea dulcemente, palabras confitadas. Si tenía piel de víbora, le damos un baño de paloma, de modo, que no muestre la hiel, aunque la tenga, ni se enoje jamás, porque se pierde en un instante de cólera cuanto se ha ganado de crédito y de juicio en toda la vida. Mucho menos muestre asomo de liviandad ni en el dicho ni en el hecho. Vieron uno, que estaba escupiendo y haciendo grandes ascos. ¿Qué tiene éste?, preguntó Andrenio. Acércate y le oirás decir mucho mal de las mujeres y de sus trajes. Cerraba los ojos por no verlas. Éste sí, dijo el Ermitaño, que es cauto. Más valiera casto, replicó Critilo. Que desta suerte abrasan muchos el mundo en fuego de secreta lujuria. Introdúcense en las casas como golondrinas, que entran dos y salen seis. Mas ahora, que hemos nombrado mujeres, díme, ¿no hay clausura para ellas? Pues de verdad, que pueden profesar de enredo. Sí le hay, dijo el Ermitaño. Convento hay y bien malignante: Dios nos defienda de su multitud. Aquí están de parte. Y asomóles á una ventana para que viesen de paso, no de propósito, su proceder. Vieron ya unas muy devotas, aunque no de San Lino ni de San Hilario, que no gustan de devociones al uso, sí de San Alejos y de toda romería. Aquélla, que allí se aparece, dijo el Ermitaño, es la viuda recatada, que cierra su puerta al _Ave María_. Mira la doncella, qué puesta en pretina, no sea _en cinta_. [Marginal: _Profesas de enredo._] Aquella otra es una bella casada. Tiénela su marido por una santa y ella le hace fiestas, cuando menos de guardar. Á esta otra nunca le faltan joyas, porque ella lo es buena. Á aquélla la adora su marido: será porque lo dora. No gusta de galas, por no gastar la hacienda, y gástale la honra. De aquélla dice su marido que metería las manos en un fuego por ella. Más valiera que las pusiera en ella y apagara el de su lujuria. Estaba una riñendo unas criadas pequeñas, porque brujuleó no sé qué ceños, y ella con mayor decía: En esta casa no se consiente ni aun el pensamiento. Y repetía entre dientes la criada el eco. Desta otra anda siempre predicando su madre lo que ella no se confiesa. Decía otra buena madre de su hija: Es una bienaventurada. Y era así, que siempre quisiera estar en gloria. ¿Cómo están tan descoloridas aquéllas?, reparó Andrenio. Y el Ermitaño: Pues no es de malas; sino de puro buenas. Son tan mortificadas, que echan tierra en lo que comen, no sea barro. Mira qué celosas se muestran éstas; más valiera celadas. ¿Nunca llegamos, dijo Critilo, á ver esta virtud acomodada, esta prelada suave, esta plática bondad? No tardaremos mucho, respondió el Ermitaño: que ya entramos en el refitorio, donde estará sin duda haciendo penitencia. Fueron entrando y descubriendo cuerpo y cuerpo y más cuerpo, al fin una mujer toda carne y nada espíritu. Tenía el gesto estragado; mas no el gusto, desmentidor del regalo. [Marginal: _Engañamundo._] Y cuanto más amarillo, dice que tiene mejor color. Hasta el rosario era de palo santo y tenía por estremo, que siempre anda por ellos, una muerte para darse mejor vida. Estaba sentada, que no podía tenerse en pie, equivocando regüeldos con suspiros, muy rodeada de novicios del mundo, dándoles liciones de saber vivir. No me seáis simples, les decía; aunque lo podéis mostrar. Que es gran ciencia saber mostrar no saber. Sobre todo os encomiendo el recato y el no escandalizar. Ponderábales la eficacia de la apariencia. Aquí está todo en el bienparecer, que ya en el mundo no se atiende á lo que son las cosas; sino á lo que parecen. Porque, mirad, decía, unas cosas hay que ni son ni lo parecen y ésa es ya necedad. Que, aunque no sea de ley, procure parecerlo. Otras hay que son y lo parecen y eso no es mucho. Otras que son y no parecen y ésa es la suma necedad. Pero el gran primor es no ser y parecerlo. Eso sí que es saber. Cobrad opinión y conservadla, que es fácil. Que los más viven de crédito. No os metáis en estudiar; pero alabaos con arte. Todo médico y letrado han de ser de ostentación. Mucho vale el pico: que hasta un papagayo, porque le tiene, halla cabida en los palacios y ocupa el mejor balcón. Mirá que os digo que, si sabéis vivir, os sabréis acomodar y sin trabajo alguno, sin que os cueste cosa. Sin sudar ni reventar, os he de sacar personas. Por lo menos que lo parezcáis, de modo, que podáis ladearos con los más verdaderos virtuosos, con el más hombre de bien. Y si no, tomad ejemplo en la gente de autoridad y de experiencia y veréis lo que han aprovechado con mis reglas y en cuán grande predicamento están hoy en el mundo ocupando los mayores puestos. Estaba tan admirado Andrenio, cuan pagado de tan barata felicidad, de una virtud tan de balde, sin violencias, sin escalar montañas de dificultades, sin pelear con fieras, sin correr agua arriba, sin remar ni sudar. Trataba ya de tomar el hábito de una buena capa, para toda libertad y profesar de hipócrita, cuando Critilo, volviéndose al Ermitaño, le preguntó: Díme, por tu vida larga, si no buena, ¿con esta virtud fingida miremos nosotros conseguir la felicidad verdadera? ¡Oh, pobre de mí!, respondió el Ermitaño: en eso hay mucho que decir. Quédese para otra sitiada. CRISI VIII _Armería del valor._ Estando ya sin virtud el Valor, sin fuerzas, sin vigor, sin brío á punto de espirar, dícese que acudieron allá todas las naciones, instándole hiciese testamento en su favor y les dejase sus bienes. No tengo otros, que á mí mismo, les respondió. [Marginal: _Testamento del valor._] Lo que yo os podré dejar será este mi lastimoso cadáver, este esqueleto de lo que fuí. Id llegando, que yo os lo iré repartiendo. Fueron los primeros los italianos, porque llegaron primeros pidieron la testa. Yo os la mando, dijo. Seréis gente de gobierno, mandaréis el mundo á entrambas manos. Inquietos los franceses, fuéronse entremetiendo y, deseosos de tener mano en todo, pidieron los brazos. Temo, dijo, que, si os los doy, habéis de inquietar todo el mundo. Seréis activos, gente de brazo. No pararéis un punto. Malos sois para vecinos. Pero los ginoveses de paso les quitaron las uñas, no dejándoles ni con qué asir ni con qué detener las cosas. Pero á los españoles les han dado tan valientes pellizcos en su plata, que no hiciera más una bruja, chupándoles la sangre, cuando más dormidos. Item más, dejo el rostro á los ingleses. Seréis lindos, unos ángeles; mas temo que, como las hermosas, habéis de ser fáciles en hacer cara á un Calvino, á un Lutero y al mismo diablo. Sobre todo, guardaos no os vea la vulpeja, que dirá luego aquello de ¡hermosa fachata, mas sin cerebro! Muy atentos los venecianos, pidieron los carrillos. Riéronse los demás; pero el Valor: No lo entendéis, les dijo: dejad, que ellos comerán con ambos y con todos. Mandó la lengua á los sicilianos y, habiendo duda entre ellos y los napolitanos, declaró que á las dos Sicilias. Á los irlandeses el hígado. El talle á los alemanes. Seréis hombres de gentil cuerpo; pero mirá que no lo estiméis más que el alma. La melsa á los polacos, el liviano á los moscovitas. Todo el vientre á los flamencos y holandeses. Con tal que no sea vuestro Dios. El pecho á los suecos. Las piernas á los turcos, que con todos pretenden hacerlas y, donde una vez meten el pie, nunca más lo levantan. Las entrañas á los persas, gente de buenas entrañas. Á los africanos los huesos, que tengan que roer, como quien son. Las espaldas á los chinos, el corazón á los japoneses, que son los españoles del Asia, y el espinazo á los negros. [Marginal: _Manda á los Españoles._] Llegaron los últimos los españoles, que habían estado ocupados en sacar huéspedes de su casa, que vinieron de allende á echarlos de ella. ¿Qué nos dejas á nosotros?, le dijeron: Y él: Tarde llegáis: ya está todo repartido. ¿Pues á nosotros, replicaron, que somos tus primogénitos qué menos que un mayorazgo nos has de dejar? No sé ya qué daros. Si tuviera dos corazones, vuestro fuera el primero; pero mirá, lo que podéis hacer es que, pues todas las naciones os han inquietado, revolved contra ellas y lo que Roma hizo antes, haced vosotros después: dad contra todas, repelad cuanto pudiéredes, en fe de mi permisión. No lo dijo á los sordos. Hanse dado tan buena maña, que apenas hay nación en el mundo, que no la hayan dado su pellizco, y á pocos repelones se hubieran alzado con todo el Valor de pies á cabeza. Esto les iba exagerando á Critilo y Andrenio á la salida de Francia por la Picardía un hombre, que lo era y mucho. Pues, así como tienen unos cien ojos para ver y otros cien manos para obrar, éste tenía cien corazones para sufrir y todo él era corazón. ¿Saldréis, decía, con cariño de la Francia? No por cierto, le respondieron, cuando sus mismos naturales la dejan y los estranjeros no la buscan. [Marginal: _Francia definida._] ¡Gran provincia!, dijo el de los cien corazones. Sí, respondió Critilo, si se contentase con sí misma. ¡Qué poblada de gentes! Pero no de hombres. ¡Qué fértil! Mas no de cosas sustanciales. ¡Qué llana y qué agradable! Pero combatida de los vientos, de donde se les origina á sus naturales la ligereza. ¡Qué industriosa! Pero mecánica. ¡Qué laboriosa! Pero vulgar. La provincia más popular, que se conoce. ¡Qué belicosos y gallardos sus naturales! Pero inquietos: los duendes de la Europa en mar y tierra. Son un rayo en los primeros acometimientos y un desmayo en los segundos. Son dóciles. Sí; pero fáciles. Oficiosos. Pero despreciables y esclavos de las otras naciones. Emprenden mucho y ejecutan poco y conservan nada. Todo lo emprenden y todo lo pierden. ¡Qué ingeniosos! ¡qué vivos! ¡y qué prontos! Pero sin fondo. No se conocen tontos entre ellos. Ni doctos, que nunca pasan de una medianía. Es gente de gran cortesía. Mas de poca fe, que hasta sus mismos Enricos no viven esentos de sus alevosos cuchillos. Son laboriosos. Así es, al paso que codiciosos. No me podéis negar que han tenido grandes reyes. Pero los más de poquísimo provecho. Tienen bizarras entradas para hacerse señores del mundo. ¡Pero, qué desairadas salidas! Que, si entran á laudes, salen á vísperas. Acuden con sus armas á amparar cuantos se socorren de ellas. Es que son los rufianes de las provincias adúlteras. ¿Son aprovechados? Sí y tanto, que estiman más una onza de plata, que un quintal de honra. El primer día son esclavos; pero el segundo amos, el tercero tiranos insufribles. Pasan de estremo á estremo sin medio: de humanos á insolentísimos. Tienen grandes virtudes y tan grandes vicios, que no se puede fácilmente averiguar cuál sea el rey, y al fin, ellos son antípodas de los españoles. Pero decidme, ¿cómo fué aquello del Ermitaño? ¿Qué salida dió á la sagaz pregunta de Critilo? Confesóme que á la virtud aparente no le corresponde premio sólido ni verdadero. Que bien se les puede echar dado falso á los hombres; pero que Dios no es reído. Oyendo esto, hicímonos del ojo y, en viendo la nuestra, tratamos de colgar el mal hábito de fingidos y saltar las bardas de la vil hipocresía. ¡Oh, qué bien hicistes! Porque el gozo del hipócrita no dura un instante entero, es como un punto. Entended una verdad, que de cien leguas se conoce la que es verdadera virtud ó falsa. Está ya muy despabilada la advertencia. Luego le conocen á uno de qué pie se mueve y de cuál cojea. Al paso que el engaño anda metafísico, también la cautela sutil le va á los alcances, y por más capa que tome de bondad, no se le escapa de vicio. La virtud sólida y perfecta es la que puede salir á vistas del cielo y de la tierra. Ésa la que vale y dura, que es tenida por clara y por eterna. La bellísima Virtelia es la que importa buscar y no parar hasta hallarla; aunque sea pasando por picas y por puñales, que ella os encaminará á vuestra Felisinda, en cuya busca toda la vida vais peregrinando. Animábales mucho á emprender aquel montón de dificultades, que tan acobardado tenía á Andrenio. Ea, acaba, le decía: que esa tu cobarde imaginación te pinta aquel leonazo del camino muy más bravo de lo que es. Advierte que muchos tiernos mancebos y delicadas doncellitas le han desquijarado. ¿De qué suerte?, preguntó Andrenio. Armándose primero muy bien y peleando mejor después: que todo lo vence una resolución gallarda. ¿Qué armas son ésas y dónde las hallaremos? Venid conmigo, que yo os llevaré donde las podréis escoger, si no al gusto, al provecho. Íbanle ya siguiendo y razonando. ¿Qué importa, decía, sobren armas, si falta el Valor? Eso, más sería llevarlas para el enemigo. ¿De modo, que ya finó el Valor?, preguntó Critilo. Sí, ya acabó, respondió él. Ya no hay Hércules en el mundo, que sujeten monstruos, que deshagan entuertos, agravios y tiranías; que las hagan, sí; que las conserven, también, obrando cien mil monstruosidades cada día. Un solo Caco había entonces, un embustero sólo, un ladrón en toda una ciudad; y ahora en cada esquina hay el suyo y cada casa es su cueva. Muchos Anteos, hijos del siglo, nacidos del polvo de la tierra. ¡Pues harpías agarradoras, hidras de siete cabezas y de siete mil caprichos, jabalís de su torpeza, leones de su soberbia! Todo está hirviendo de monstruos adocenados, sin hallarse ya quien tenga valor para pasar las columnas de la fortaleza y fijarlas en los fines de los humanos intentos, poniendo término á sus quimeras. [Marginal: _El valor apurado._] ¡Qué poco duró el Valor en el mundo!, dijo Andrenio. Poco: que el hombre valiente y aquellas sus camaradas nunca duran mucho. ¿Y de qué murió? De veneno. ¡Qué lástima! Si fuera en una inmortal, por tan mortal, batalla de Norlinguen, en un sitio de Barcelona, pase: que un buen fin toda la vida corona; ¿pero de veneno? ¡Hay tal fatalidad! ¿Y en qué se le dieron? En unos polvos más letíferos, que los de Milán; más pestilentes, que los de un royo, de un malsín, de un traidor, de una madrastra, de un cuñado y de una suegra. ¿Diráslo porque estos valientes siempre acaban levantando polvaredas, que paran en lodos de sangre? No; sino con toda realidad digo que la malicia humana se ha adelantado de modo, que no deja de obrar á los venideros. Ella ha inventado ciertos polvos tan venenosos y tan eficaces, que han sido la peste y la ruina de todos los grandes hombres. Y desde que éstos corren y aun vuelan, no ha quedado hombre de valor en el mundo. Con todos los famosos han acabado. No hay que tratar ya de Cides ni de Roldanes, como en otros tiempos. Fuera ahora Hércules juguete, viviera Sansón de milagro. Dígoos que han desterrado del mundo la valentía y la braveza. ¿Y qué polvos son esos tan traidores?, preguntó Critilo. ¿Son acaso de basiliscos molidos? ¿De entrañas de víboras destiladas? ¿De colas de escorpiones? ¿De ojos envidiosos ó lascivos? ¿De intenciones torcidas? ¿De voluntades malévolas? ¿De lenguas maldicientes? ¿Hase vuelto á quebrar otra redomilla en Delfos, apestando toda la Asia? Aún son peores y, aunque dicen componerse de aquel alcrebite infernal, del salitre estigio y de carbones alentados á esternudos del demonio; pero yo digo que del corazón humano, que excede á la intratabilidad de las Furias, á la inexorabilidad de las Parcas, á la crueldad de la guerra, á la tiranía de la muerte. Que no puede ser otro una invención tan sacrílega, tan execrable, tan impía y tan fatal, [Marginal: _Estragos de la pólvora._] como es la pólvora, dicha así, porque convierte en polvo el género humano. Ésta ha acabado con los Héctores de Troya, con los Aquiles de Grecia, con los Bernardos de España. Ya no hay corazón ni valen fuerzas ni aprovecha la destreza. Un niño derriba un gigante, un gallina hace tiro á un león y al más valiente el cobarde, con que ya ninguno puede lucir ni campear. Antes ahora, dijo Critilo, he oído ponderar que está más adelantado el valor, que antes. Porque ¿cuánto más corazón es menester para meterse un hombre por cien mil bocas de fuego? ¿Cuánto más ánimo para esperar un torbellino de bombardas, hecho terrero de rayos? Ése sí que es valor; que todo lo antiguo fué niñería. Ahora está el valor en su punto, que es en un corazón intrépido; que entonces en un buen brazo, en tener más fuerza que un gañán, en los jarretes de un salvaje. Engáñase de barra á barra quien tal dice. ¡Qué dictamen tan exótico y errado! [Marginal: _Temeridad valerosa._] Pues ése, que él celebra, no es valor ni lo conoce; no es sino temeridad y locura, que es muy diferente. Ahora digo, confirmó Andrenio, que la guerra es para temerarios y aun por eso diría aquel gran hombre, tan celebrado de prudente en España, en la primera batalla y la última en que se halló, oyendo zumbir las balas: ¿Es posible, que desto gustaba mi padre? Y hanle seguido muchos, confirmándose en su opinión tan segura. Siempre oí decir que desde que riñeron la Valentía y la Cordura, nunca más han hecho paz. Aquélla salió de sus casillas á campaña y ésta se apeló el juicio. No tienes razón, dijo el Valeroso. ¿Qué hiciera la fortaleza, sin la prudencia? Que por eso en la varonil edad está en su sazón, y del valor tomó el renombre de varonil. Es en ella valor lo que en la mocedad audacia y en la vejez recelo. Aquí está en un medio muy proporcionado. [Marginal: _Armería victoriosa._] Llegaron ya á una gran casa, tan fuerte como capaz. Dieron y tomaron el nombre: que aquí se cobra la fama. Entraron dentro y vieron un espectáculo de muchas maravillas del valor, de instrumentos prodigiosos de la fortaleza. Era una armería general de todas armas antiguas y modernas, calificadas por la experiencia y á prueba de esforzados brazos, de los más valientes hombres, que siguieron los pendones marciales. Fué gran vista lograr juntos todos los trofeos del valor, espectáculo bien gustoso y gran empleo de la admiración. Acercaos, decía, reconocé y estimá tanto y tan ejecutivo portento de la fama. Pero salteóle de pronto un intensísimo sentimiento á Critilo, que le apretó el corazón hasta exprimirle por los ojos. Reparando en ello el Valeroso, solicitó la causa de su pena y él: ¿Es posible, dijo, que todos esos fatales instrumentos se forjaron contra una tan frágil vida? Si fuera para conservarla, estuviera bien: merecían toda recomendación; ¿pero para ofendella y destruilla, contra una hoja, que se la lleva el viento, tantas hojas afiladas ostentan su potencia? ¡Oh, infelicidad humana, que haces trofeo de tu misma miseria! Señor, los filos deste alfanje cortaron el hilo de la vida á un famoso rey don Sebastián, digno de la vida de cien Néstores. Este otro, la del desdichado Ciro, rey de Persia. Esta saeta fué la que atravesó el lado al famoso rey don Sancho de Aragón y esta otra al de Castilla. ¡Malditos sean tales instrumentos y execrable su memoria! No los vea yo de mis ojos. Pasemos adelante. Esta tan luciente espada, dijo el Valeroso, fué la celebrada de Jorge Castrioto y esta otra del marqués de Pescara. Déjamelas ver muy á mi gusto. Y después de bien miradas, dijo: No me parecen tan raras como yo pensaba. Poco se diferencian de las otras. Muchas he visto yo de mejor temple y no de tanta fama. [Marginal: _Trofeos del valor._] Es que no ves los dos brazos, que las movían, que en ellos consistía la braveza. Vieron otras dos, todas teñidas en sangre desde la punta al pomo, muy parecidas. Estas dos están de competencia. ¿Cuál venció más batallas campales y cúyas son? Ésta es del rey don Jaime el Conquistador y esta otra del Cid castellano. Yo me atengo á la primera, como más provechosa y quédese el aplauso para la segunda, más fabulosa. ¿Dónde está la de Alejandro Magno, que deseo mucho verla? No os canséis en buscarla, que no está aquí. ¿Cómo no, habiendo conquistado todo un mundo? Porque no tuvo valor para vencerse á sí, mundo pequeño: sujetó toda la India; mas no su ira. Tampoco hallaréis la de César. ¿Ésa no, cuando yo creí fuera la primera? Tampoco, porque gastó más sus aceros contra los amigos y segó las cabezas más dignas de vida. Algunas hay aquí, que, aunque buenas, parecen quedar cortas. No dijera eso el conde de Fuentes, á quien ninguna le pareció corta, con avanzarse, decía, un paso más al contrario. Estas tres son de los famosos franceses, Pepino, Carlo Magno y Luis Nono. ¿No hay más francesas?, preguntó Critilo. No sé yo que haya más. Pues ¿habiendo habido en Francia tan insignes reyes, tantos Pares sin par y tan valerosos Mariscales? ¿Dónde están las de los dos Virones? ¿La del grande Enrico Cuarto? ¿Cómo no más de tres? Porque esas tres solas emplearon su valor contra los moros; todas las demás contra cristianos. Muy metida en su vaina vieron una, cuando todas las otras estaban desnudas, ya brillantes, ya sangrientas. Riéronlo mucho; mas el Valeroso: De verdad, dijo, que es heroica y llamada por antonomasia la grande. ¿Cómo no está desnuda? Porque el Gran Capitán, su gran dueño, decía que la mayor valentía de un hombre consistía en no empeñarse ni verse obligado á sacarla. Tenía otra muy brillante contera de oro fino y dijo: Ésta fué la que echó á su vitoriosa espada el marqués de Leganés, derrotando al Invencible vencido. Deseó Andrenio saber cuál había sido la mejor espada del mundo. No es fácil de averiguar, dijo el Valeroso; pero yo diría, que la del rey Católico don Fernando. ¿Y por qué no la de un Héctor, de un Aquiles, replicó Critilo, más célebres y plausibles, por tan decantadas de los poetas? [Marginal: _La mejor espada._] Yo lo confieso, respondió; pero ésta, no tan ruidosa, fué más provechosa y la que conquistó la mayor monarquía, que reconocieron los siglos. Esta hoja del Rey Católico y aquel arnés del rey Filipo el Tercero pueden salir dondequiera que haya armas: aquélla para adquirir y éste para conservar. ¿Cuál es ese arnés tan heroico de Filipo? Mostróles uno todo escamado de doblones y reales de á ocho alternados y ajustados unos sobre otros como escamas, haciendo una ricamente hermosa vista. Éste, dijo el Valeroso, fué el más eficaz, el más defensivo de cuantos hubo en el mundo. ¿En qué guerra lo vistió su gran dueño, que nunca tuvo ocasión de armarse ni se vió jamás obligado á pelear? Antes fué para no pelear, para no tener ocasión. En fe déste, después de la asistencia del cielo, conservó su grande y dichosa monarquía sin perder una almena. Que es mucho más el conservar, que el conquistar. Y así decía uno de sus mayores ministros: Quien posee no pleitee y quien está de ganancia no baraje. Entre tantos y tan lucientes aceros campeaba un bastón muy basto; pero muy fuerte. Hízole novedad á Andrenio y dijo: ¿Quién metió aquí este ñudoso palo? Su fama, respondió el Valeroso: no fué de algún gañán, como tú piensas, sino de un rey de Aragón, llamado el Grande, aquel que fué bastón de franceses, porque los abrumó á palos. Estrañaron mucho ver dos espadas negras y cruzadas entre tantas blancas, tan matantes. ¿De qué sirven aquí éstas?, dijo Critilo, donde todo va de veras, y, aunque fuesen del bravo Carranza y del diestro Narváez, no merecen este puesto. No son, dijo, sino de dos grandes príncipes y muy poderosos, que, después de muchos años de guerra y haberse quebrado las cabezas con harta pérdida de dinero y gente, se quedaron como antes, sin haberse ganado el uno al otro un palmo de tierra: de modo, que al cabo más fué juego de esgrima, que guerra verdadera. Aquí echo menos, dijo Andrenio, las de muchos capitanes muy celebrados, por haber subido de soldados ordinarios á gran fortuna. ¡Oh, dijo el Valeroso!, aquí se hallan y se estiman algunas de ésas. Aquélla es del conde Pedro Navarro, la otra de García de Paredes. Allí está la del Capitán de las Nueces, que fueron más que el ruido de la fama. Y si faltan algunas, es porque fueron más ganchos, que estoques. Que algunos más han triunfado con los oros, que con las espadas. ¿Qué se hizo la de Marco Antonio, aquel famoso romano competidor de Augusto? Ésa y otras iguales andan por esos suelos hechas pedazos á manos tan flacas como femeniles. [Marginal: _Valor justificado._] La de Aníbal la hallaréis en Capua, que, habiendo sido de acero, las delicias la ablandaron como de cera. ¿Qué espada es aquella tan derecha y tan valiente, sin torcer á un lado ni á otro, que parece el fiel á las balanzas de la equidad? Ésa, dijo, siempre hirió por línea recta. Fué del _non plus ultra_ de los Césares, Carlos V, que siempre la desenvainó por la razón y justicia. Al contrario, aquellos corvos alfanjes del bravo Mahometo, de Solimán y Selim, como siempre pelearon contra la fe, justicia, derecho y verdad, ocupando tiránicamente los ajenos estados, por eso están tan torcidos. Aguarda, ¿qué espada tan dorada es aquella, que tiene por pomo una esmeralda y toda ella está esmaltada de perlas? ¡Qué cosa tan rica! ¿No sabríamos cúya fué? Ésta, respondió alzando la voz el Valeroso, fué del tan celebrado después, como emulado antes, pero nunca bastantemente ni estimado ni premiado, don Fernando Cortés, Marqués del Valle. ¿Que ésta es?, dijo Andrenio. ¡Cómo me alegro de verla! ¿Y es de acero? ¿Pues de qué había de ser? Es que yo había oído decir que era de caña, por haber peleado contra indios, que esgrimían espadas de palo y vibraban lanzas de caña. He, que la entereza de la fama, siempre venció la emulación. Digan lo que quisieren éstos y aquéllos, que ésta con su oro dió aceros á todas las de España y en virtud de ella han cortado las demás en Flandes y en Lombardía. Vieron ya una tan nueva como lucida, atravesando tres coronas y amagando á otras. ¡Qué espada tan heroicamente coronada!, ponderó Critilo. ¿Y quién es el valeroso y dichoso dueño de ella? [Marginal: _El Señor D. Juan de Austria._] ¿Quién ha de ser, sino el moderno Hércules, hijo del Júpiter de España, que va restaurando la monarquía, á corona por año? ¿Qué tridente es aquel, que en medio de las aguas está fulminando fuego? Es del valeroso duque de Alburquerque, que quiere igualar por la valentía la fama de su gran padre, conseguida en Cataluña por gobierno. ¿Qué arco sería aquel, que está hecho pedazos en el suelo y todos sus arpones rotos y despuntados? En lo pequeño parece juguete de algún rapaz; mas en lo fuerte de algún gigante. Ése, respondió, es uno de los más heroicos trofeos del Valor. ¿Pues qué gran cosa, replicó Andrenio, rendir un niño y desarmarle? Ésa no la llames hazaña; sino melindre. Miren ¡qué clava de Hércules rompida, qué rayo de Júpiter desmenuzado, qué espada de Pablo de Parada hecha trozos! ¡Oh, sí!, que es muy orgulloso el rapaz y cuanto más desnudo más armado, más fuerte cuando más flaco, más cruel cuando llorando, más certero cuando ciego. Creedme que es gran triunfo vencer al que á todos vence. Y dínos ¿quién le rindió? [Marginal: _Triunfo de la Castidad._] ¿Quién? De mil uno, aquel Fénis de la castidad, un Alfonso, un Filipo, un Luis de Francia. ¿Qué diréis de aquella copa hecha también pedazos, sembrados todos por tierra? ¡Qué otro blasón ése, dijo Andrenio, y más siendo de vidrio! ¡Qué gran cosa! Ésas más son hazañas de pajes, de que hacen ciento al día. Pues de verdad, ponderó el Valeroso, que era bien fuerte el que hacía la guerra con ella y que derribó á muchos. Del más bravo no hacía él más caso que de un mosquito. ¿Qué, estaría hechizada? No, sino que hechizaba y les trastornaba á muchos el juicio. No dió Circe más bebedizos, que brindó con ésta un viejo. ¿Y en qué transformaba las gentes? Los hombres en jimios y las mujeres en lobas. Él era un raro veneno, que apuntaba al cuerpo y hería el alma, al vientre, y pegaba en la mente. ¡Oh cuántos sabios hizo prevaricar! Y es lo bueno que todos los vencidos quedaban muy alegres. Pues bien está por tierra la que á tantos derribó y éste sea el blasón de los españoles. ¿Qué otras armas son aquellas, preguntó Critilo, que se conoce bien su valor en su estimación, [Marginal: _El mayor valor._] pues están conservadas en armarios de oro? Éstas, respondió el Valeroso, son las mejores, porque son defensivas. ¡Qué escudos tan bizarros! Y aun los más son escudos. ¿Este primero parece de cristal? Sí y, al punto que se carea con el enemigo, le deslumbra y le rinde. Es de la razón y verdad, con que el buen emperador Ferdinando Segundo triunfó del orgullo de Gustavo Adolfo y de otros muchos. Estos otros tan cortos y tan lunados ¿de quién son? Que parecen de algún alunado capricho. Éstos fueron de mujeres. ¿De mujeres?, replicó Andrenio. ¿Y aquí, entre tanta valentía? Sí, que las amazonas sin hombres fueron más que hombres y los hombres entre mujeres son menos que mujeres. Éste que aquí veis dicen está encantado, que por más golpes que le den, por más tiros que le hagan, no le hacen mella ni los mismos reveses de la Fortuna y esto á prueba de la paciencia del mismo don Gonzalo de Córdoba. Repara en aquel tan brillante. Parece moderno. Y es impenetrable, del sagaz y valeroso marqués de Mortara, que con su mucha espera y valor ha restaurado á Cataluña. Esta rodela acerada, grabada de tantas hazañas y trofeos, fué del primer conde de Ribagorza, cuyo valor prudente pudo hacerse lugar y aun campear al lado de tal padre y de un tal hermano. [Marginal: _D. Alonso de Aragón._] Dióles curiosidad de entender una letra, que en un escudo decía: Ó con Este ó en Este. Ésa fué la noble empresa de aquel gran vencedor de reyes, en que quiso decir que ó con el escudo vitorioso ó en él muerto. Dióles mucho gusto ver en uno pintado un grano de pimienta por empresa. ¿Cómo lo podrá divisar el enemigo?, dijo Andrenio. ¡Oh!, dijo, que el famoso general Francisco González Pimienta se avanza tanto al enemigo, que le hace ver y aun probar su picante braveza. Vieron ya uno en forma de corazón. ¿Éste debía ser de algún grande amartelado?, dijo Andrenio. No fué, sino de quien todo es corazón, hasta el mismo escudo, digo aquel gran descendiente del Cid, heredero de su ínclito valor, el duque del Infantado. Había una rodela hecha de una materia bien extraordinaria, ni usada ni conocida. [Marginal: _Valerosa prudencia._] Es, dijo, de la oreja de un elefante. Con ésta se armaba de igual valor á su mucha prudencia el marqués de Caracena. ¡Qué brillante celada aquélla!, celebró Critilo. Sí lo es, dijo el Valeroso, y que celaba bien con ella sus intentos el rey don Pedro de Aragón, de tal arte que, si su misma camisa llegara á rastrearlos, al punto la abrasara. ¿Qué casco es aquel tan capaz y tan fuerte? Éste fué para una gran testa, no menos que del duque de Alba, hombre de superlativo juicio y que no se dejaba vencer, no sólo de los enemigos, pero ni de los suyos, como Pompeyo en dar la batalla al César contra su propio dictamen. ¿Es por dicha aquel relumbrante yelmo el de Mambrino? Por lo impenetrable ya pudiera; fué de don Felipe de Silva, de cuya gran cabeza dijo el bravo mariscal de la Mota le daba más cuidado, que seguridad sus pies impedidos de la gota. Mira aquel morrión del marqués Espinola, qué defendido está con el guardanaso de su gran sagacidad, que con la misma verdad deslumbró la atención del vivaz Enrico Cuarto. Todas estas armas son para la cabeza y más de hombres sagaces, que de mancebos audaces; tan importantes, que por eso este archivo es llamado con especialidad el retrete del valor. Aquí vieron muchas cartas hechas pedazos, esparcidas por el suelo y pisados sus caballos y sus reyes. Ya me parece, dijo Andrenio, que te oigo exagerar una gran batalla, que aquí se dió, y la gran vitoria conseguida. Por lo menos no me negarás, replicó el Valeroso, que hubo barajas. Que siempre se componen de espadas y oros y luego andan los palos. ¿No te parece que fué gran valor el de aquel, que, cogiendo entre sus dos manos una baraja, toda junta la tronchó de una vez? Ése, respondió Andrenio, más parece efecto de las grandes fuerzas de don Gerónimo de Ayanzo, que de un heroico valor. Por lo menos sería el día de su mayor ganancia, y ten por cierto que no hay valor igual, como escusar las barajas ni hay mejor salida de los empeños, que no empeñarse. ¿Quieres ver la mayor valentía del mundo? Llega y mira esas joyas, esas galas, esa bizarría pisada y hollada en ese duro suelo. Éste, replicó Andrenio, parece aderezo mujeril. Pues ¿qué gran vitoria fué despojar una femenil flaqueza, triunfar de una bellísima ternura? ¿Qué arneses vemos aquí deshechos, qué yelmos abollados? [Marginal: _Belleza triunfante._] Oh, sí, dijo, que esto fué triunfar de un mundo entero y retirarse al cielo la más aplaudida belleza de una Serenísima Señora Infanta, Sor Margarita de la Cruz, seguida después de Sor Dorotea, gloria mayor de Austria, que dejando de ser ángeles, pasaron á ser serafines en la religión de ellos. También son trofeo de un gran valor esas plumas de pavón esparcidas y estos airones de una altanera garza, penachos de su soberbia, ya despojos de una loca vanidad rendida. Pero lo que más le satisfizo fué ver hecha pedazos una afilada guadaña. Éste, sí, que es triunfo, exclamaron. ¡Que haya valor en un moro cristiano y en una reina María Estuarda, para despreciar la misma muerte! Trataron ya de armarse los dos conquistadores del monte de Virtelia. Iban escogiendo armas valientes, espadas de luz y de verdad, que á fuer de eslabones fulminasen rayos; escudos impenetrables de sufrimiento, yelmos de prudencia, arneses de fortaleza invencible. Y sobre todo el cuerdamente Valeroso les revistió muchos y generosos corazones, que no hay mayor compañía en los aprietos. Viéndose Andrenio tan bien armado, dijo: Ya no hay que temer. Sólo lo malo, le respondió, y lo injusto. Daba demostraciones de su gran gozo Critilo. Con razón, le dijo, te alegras, pues, aunque concurran en un varón todas las demás ventajas de sabiduría, nobleza, gracia de las gentes, riqueza, amistad, inteligencia, si el valor no las acompaña, todas quedan estériles, frustradas. Sin valor nada vale, todo es sin fruto. Poco importa que el consejo dicte, la prudencia prevenga, si el valor no ejecuta. Por eso la sabia naturaleza dispuso que el corazón y el celebro en la formación del hombre comenzasen á la par, para que fuesen juntos el el pensar y el obrar. Esto les estaba ponderando, cuando de repente interrumpió su discurso una viva arma, que se comenzó á tocar por todas partes. Acudieron prontos á tomar las armas y á ocupar sus puestos. Lo que fué y lo que les sucedió nos dirá la Crisi siguiente. CRISI IX _Anfiteatro de monstruosidades._ Pasaba un río y río de lo que pasa entre márgenes opuestas, coronada de flores la una y de frutos la otra; prado aquélla de deleites, así como ésta de seguridades. Escondíanse allí entre las rosas las serpientes, entre los claveles los áspides, y bramaban las hambrientas fieras, rodeando á quien tragarse. En medio de tan evidentes riesgos estaba descansando un hombre, si lo es un necio. Pues pudiendo pasar el río y meterse en salvo de la otra parte, se estaba muy descuidado, cogiendo flores, coronándose de rosas y de cuando en cuando volviendo la mira á contemplar el río y ver correr sus cristales. Dábale voces un cuerdo, acordándole su peligro y convidándole á pasarse de la otra banda, con menos dificultad hoy que mañana. Mas él muy á lo necio respondía que estaba esperando acabase de correr el río, para poderle pasar sin mojarse. Oh, tú, que haces mofa del fabulosamente necio, advierte que eres el verdadero, tú eres el mismo de quien te ríes: tanta y tan solemne es tu demencia, pues instándote que dejes los riesgos del vicio y te acojas á la banda de la virtud, respondes que aguardas acabe de pasar la corriente de los males. [Marginal: _Escusa vulgar._] Si le preguntáis al otro por qué no acaba de ajustarse con la razón, responde que está aguardando pase el arrebatado torrente de sus pasiones: que no quiere comenzar el camino de la virtud hoy, si ha de volver al del vicio mañana. Si le acordáis á la otra sus obligaciones, la afrenta que causa á los propios y la murmuración á los extraños, dice que corre con todas, que así se usa, que con más edad tendrá más cordura. Consuélase aquél de no estudiar y dice que no piensa cansarse, pues no se premian letras ni se estiman méritos. Escúsase éste de no ser hombre de sustancia, diciendo que no hay quien lo sea. Todo está perdido, que no se usa la virtud; todos engañan, adulan, mienten, roban y viven de artificio. Y déjase arrebatar de la corriente de la maldad. El juez se lava las manos de que no hace justicia, con que todo está rematado y no sabe por dónde comenzar. Así que todos aguardan á que amaine el ímpetu de los vicios, para pasarse á la banda de la virtud. Mas es tan imposible el cesar los males, el acabarse los escándalos en el mundo, mientras haya hombres, como el parar los ríos; lo acertado es poner el pecho al agua y con denodado valor pasar de la otra banda al puerto de una seguridad dichosa. Peleando estaban ya los dos valerosos guerreros, que no es otra cosa la vida humana, que una milicia á la malicia, [Marginal: _Milicia contra malicia._] y á esto les habían tocado arma trecientos monstruos, causa deste rebato, que con los rayos de la razón descubrieron sus ardides; las atalayas en atenciones avisaron á los fuegos de su celo y éste al valor de ambos, que denodadamente los fueron persiguiendo y retirando, tanto, que llevados de su ardor en el alcance, se hallaron á las puertas de un hermosísimo palacio, primer fábrica del mundo, el más artificioso y bienlabrado, que jamás vieron, aunque habían admirado tantos. Ocupaba el centro de un ameno prado, con ambiciones de paraíso, de aquellos que no perdona el gusto. Su materia, aunque tierra, desmentida de los primores del arte, dejaba muy atrás la misma solar esfera. Obra al fin de grande artífice y fabricada para un príncipe grande. ¿Si sería éste, dijo Andrenio, el tan alabado alcázar de Virtelia? Que una cosa tan perfecta no puede ser estancia, sino de su grande perfección. Que tal suele ser el epiciclo, cual la estrella. Oh, no, dijo Critilo, que éste está á los pies del monte y aquél sobre su cabeza, aquél se empina hasta el cielo y éste se roza con el abismo, aquél entre austeridades y éste entre delicias. Esto ponderaban, cuando vieron asomar por su majestuosa puerta, al cabo de muchas varas de nariz, un hombrecillo de media, que viéndolos admirados, les dijo: Yo no sé de qué; pues así como hay hombres de gran corazón y de gran pecho, yo lo soy de grandes narices. Toda gran trompa, dijo Critilo, siempre fué para mí señal de grande trampa. [Marginal: _Varón sagaz._] ¿Y por qué no de sagacidad?, replicó él. Pues advertí que con ésta os he de abrir camino. Seguidme. Lo primero, que encontraron en el mismo atrio, fué un establo, nada estable, aunque lleno de gente lucida, hombres de mucho porte y de más cuenta, muy hallados todos con los brutos, sin asquear el mal olor de tan inmunda estancia. ¿Qué es esto?, dijo Critilo. ¿Cómo éstos, que parecen personas, están en tan vil lugar? Por su gusto, respondió el Sátiro. ¿Pues desto gustan? Sí, que los más de los hombres eligen antes vivir en la hedionda pocilga de sus bestiales apetitos, que arriba en el salón dorado de la razón. No se sentía otro dentro, que malas voces y bramidos de fieras, ni se oían sino monstruosidades. Era intolerable la hediondez que despedía. ¡Oh, casa engañosa!, exclamó Andrenio: por fuera toda maravillas y por dentro monstruosidades. [Marginal: _Palacio del alma._] Sabed, dijo el Sátiro, que este hermoso palacio se fabricó para la Virtud; mas el Vicio se ha levantado con él, hale tiranizado. Y así de ordinario veréis que hace su morada en la mayor hermosura y gentileza, el cuerpo más lindo y agraciado, criado para estancia hermosa de la Virtud, le toparéis lleno de torpezas, la mayor nobleza de infamias, la riqueza de ruindades. Comenzaron con esto á rehusar el empeñarse, temiendo el despeño, cuando uno de aquellos monstruos les dijo: En esto no reparéis, que aquí siempre hay salida para todo y yo soy el que á cuantos se empeñan, la hallo. Á la doncellita la persuado su deshonra, diciéndola que no le faltará una amiga ó una piadosa tía de quien fiarse. Al asesino que mate, que ya habrá quien le haga espaldas. Al ladrón que robe. Al salteador que desuelle, que ya se hallará un simple compasivo, que interceda por él á la justicia. Al tahur que juegue, que no faltará un amigo enemigo, que le preste. De suerte que por grande que sea el despeño, le pinto fácil el salto; por entrincado que sea el laberinto, le hallo el ovillo de oro; y á toda dificultad, la solución. Así que bien podéis entrar. Fiaos de mí, que os desempeñaré. Fué á meter el pie Critilo y al punto encontró con un monstruo horrible, porque tenía las orejas de abogado, la lengua de procurador, las manos de escribano, los pies de alguacil. Escápate, gritó el Sátiro, de todo pleito; aunque sea dejándoles la capa. [Marginal: _Cortesía engañosa._] Íbanse retirando con recelo, cuando con mucho agrado se llegó á ellos otro monstruo muy cortés, suplicándoles fuesen servidos de entrar por cortesía, que no serían los primeros, que se habían perdido de puro corteses. Y si no, preguntadle á aquél, que parece hombre circunspecto y de juicio, cómo se jugó la hacienda y tras ella la honra y el descanso de su casa. Y respondióles: Señor, rogáronme que hiciese un cuarto, que les faltaba, y deshice todos los de mi casa, porque no me tuviesen por grosero, Púseme á jugar, piquéme y lastiméme á mí mismo. Pensé desquitarme y acabé con todo por cortesía. Preguntadle á aquel otro, que se pica de entendido, cómo perdió la salud, la honra y la hacienda, con la otra loquilla. Y respondióles que por no parecer descortés, mantuvo la conversación. De allí pasó á la correspondencia, hasta hallarse perdido por cortesía. La otra, porque no la tuviesen por necia, respondió al dicho y luego al billete. El marido, por no parecer grosero, disimuló con los muchos yentes y vinientes á su casa. El juez, obligado de la intercesión del poderoso, hizo la injusticia. De suerte que son infinitos los que se han perdido en el mundo por cortesía. Y con esto y mil zalemas, que les hizo, les obligó á entrar. Érase un tan espacioso atrio, que tomaba todo un mundo, célebre anfiteatro de monstruosidades, tan grandes como muchas, donde tuvieron más que abominar, que admirar y vieron cosas, aunque muchas veces vistas, que no se podían ver. [Marginal: _Vicios encadenados._] Estaba en el primero y último lugar una horrible serpiente, coco de la misma hidra, tan envejecida en el veneno, que la habían nacido alas y se iba convirtiendo en un dragón, inficionando con su aliento al mundo. ¡Terrible cosa, dijo Critilo, que de la cola de la culebra nazca el basilisco y de los dejos de la víbora el dragón! ¿Qué monstruosidad es ésta? Como déstas se ven en el mundo cada día, respondió el Sátiro. Veréis que acaba la otra con su deshonestidad propia y comienza la ajena. No hace cara ya al vicio, por no tenerla. Da alas á la otra, que comienza á volar, y hace sombra á los soles, que amanecen. Pierde el tahur su grande herencia y pone casa de juego: da naipes, despabila las velas abrasadoras, corta tantos para tontos. El farsante para en charlatán y saltimbanco, el acuchillador en maestro de esgrima; el murmurador, cuando viejo, en testigo falso; el holgazán, en escudero; el malsín, en catedrático del duelo; el infame, en libro verde; y el bebedor en tabernero, aguándoles el vino á los otros. Iban dando la vuelta y viendo portentosas fealdades. Fuélo harto ver una mujer, que de dos ángeles hacía dos demonios, digo, dos rapazas endiabladas. Y teniéndolas desolladas, las metió á asar á un gran fuego y comenzó á comer dellas sin ningún horror, tragando muy buenos bocados. ¡Qué fiereza es ésta tan inhumana!, ponderó Andrenio. ¿No me dirás quién es ésta, que deja atrás los mismos trogloditas? [Marginal: _Mala madre._] Pues advierte que es su madre. ¿La misma, que las echó á luz? Y hoy las oscurece. Ésta es la que teniendo dos hijas tan hermosas como viste, las mete en el fuego de su lascivia; dellas come y traga los buenos bocados. Salióles de través otro monstruo, no menos raro. Era de tan exótica condición, de un humor tan desproporcionado, que, si le pegaban con un garrote de encina y le quebraban las costillas ó un brazo, no hacía sentimiento; pero, si le daban con una caña, aunque levemente, sin hacerle ningún daño, era tal su sentimiento, que alborotaba el mundo. Llegó uno y dióle una penetrante puñalada y la tuvo por mucha honra. Y porque llegó otro y le pegó un ligero espaldarazo con la espada envainada, sin sacarle una gota de sangre, lo sintió de manera, que revolvió toda su parentela para la venganza. Pególe uno á puño cerrado un tan fiero mojicón, que le ensangrentó la boca y le derribó los dientes y no se alteró. Y porque otro le asentó la mano estendida, coloreándole el rostro, fué tal su rabia, que hundía el mundo, haciendo estremos. ¿Pues qué? Si le arrojaban un sombrero, no sentía tanto, que le tirasen un ladrillo y le polvoreasen los sesos. No tenía por afrenta el mentir, el no cumplir su palabra, el engañar, el decir mil falsedades. Y porque uno le dijo; mentís: pensó reventar de cólera y no quiso comer hasta tomar venganza. ¡Qué raro humor de monstruo éste, celebró Critilo, entreverado de necedad y locura! Así es, dijo el Sagaz, ¿y quién creerá que está hoy muy valido en el mundo? ¿Será entre bárbaros? No, sino entre cortesanos; entre la gente más ladina. ¿Y no sabríamos quién es? [Marginal: _El duelo._] Éste es el tan sonado Duelo: dígole, el descabezado, tan civil como criminal. Pasaron á la otra banda, y registraron las monstruosidades de la necedad, que eran otras tantas. [Marginal: _Monstruos de la necedad._] Vieron que no osaba comer un camaleón por ahorrar, para que tragase después el puerco de su heredero. Un melancólico, pudriéndose del buen humor de los otros; muchos, que porfiaban sin estrella; él de todos, si no de sí mismo. Admiráronse de uno, que pretendía por mujer la que había muerto á su marido y él quería ser el marivenido. Un soldado, muriendo en un barranco, muy consolado de no gastar con médicos ni sacristanes. Un señor, que encomendaba á otros el mandar. Estaba uno encendiendo fuego de canela para asar un rábano; un rico pretendiendo y un caduco enamorando. Aquí toparon con el de cien pleitos y un prelado huyendo dél, porque no le metiese pleito en la mitra. Vieron uno, que, habiéndole dicho fuese á descansar á su casa, se equivocó y se iba á la sepultura. Aquí estaba también el que hacía almohada del chapín de la Fortuna, y á su lado el que del cogote de la Ocasión pretendía hacerse la barba; el que llevaba descubiertas las perdices y no las vendía. Íbase uno á la cárcel por otro. Pero el más aborrecido, era un hombre bajo, descortés. Estaba uno parando lazos á los raposos viejos y otro pasando del dar al pedir; el que compraba caro lo que era suyo; y estaba otro papando lisonjas de sus convidados, el juglar de las casas ajenas y en la suya cantimplora; el que decía que no es de príncipes el saber; el que todas las cosas hacía con eminencia, si no su empleo. Entraba en el lugar del que vivía de necio el que moría de sabio; el que, pudiendo ser sol en su esfera, no era constelación en la ajena; el que fundía en balas sus doblones. Estaban dos, el uno jugando bien y siempre perdiendo, y el otro sin saberse dejar, ganando. Un presumido con cuatro letras garrafales y el que conociendo un temerario, le fiaba todo su ser. Y sobre todo, uno, que viviendo de burlas, se iba al infierno de veras. Todas estas monstruosidades y otras más estaban admirando, cuando arrebató de nuevo su atención un monstruo, que, huyendo de un ángel, se iba tras un demonio ciego y perdido por él. Ésta sí que es portentosa necedad, dijeron; nada son las pasadas. Éste es, dijo el Sagaz, un hombre, que, teniendo una consorte que le dió Dios discreta, noble, rica, hermosa y virtuosa, anda perdido por otra, que le atrazó el diablo, por una moza de cántaro, por una vil y asquerosa ramera, por una fea, por una loca insufrible, con quien gasta lo que no tiene. Para su mujer no saca el honesto vestido y para la amiga la costosa gala. No halla un real para dar limosna y gasta con la ramera á millares. La hija trae desnuda y la amiga rozando lamas. ¡Oh, fiero monstruo, casado con hermosa y amancebado con fea! Veréis que unos vicios, aunque destruyen la honra, dejan la hacienda. Consumen otros la hacienda y perdonan la salud. Pero este de la torpeza con todo acaba, honra, hacienda, salud y vida. [Marginal: _Torpe monstruosidad._] Lado por lado estaban otros dos monstruos tan confinantes, cuan diferentes, para que campeasen más los estremos. El primero tenía más malos ojos que un bizco, siempre miraba de mal ojo. Si uno callaba, decía que era un necio; si hablaba, que un bachiller; si se humillaba, apocado; si se mesuraba, altivo; si sufrido, cobarde; y si áspero, furioso; si grave, le tenía por soberbio; si afable, por liviano; si liberal, por pródigo; si detenido, por avaro; si ajustado, por hipócrita; si desahogado, por profano; si modesto, por tosco; si cortés, por ligero. ¡Oh, maligno mirar! Al contrario, el otro se gloriaba de tener buena vista, todo lo miraba con buenos ojos, con tal estremo de afición, que á la desvergüenza llamaba galantería, á la deshonestidad buen gusto, la mentira decía que era ingenio, la temeridad valentía, la venganza pundonor, la lisonja cortejo, la murmuración donaire, la astucia sagacidad y el artificio prudencia. ¡Qué dos monstruosidades, dijo Andrenio, tan necias! Siempre van los mortales por estremos, nunca hallan el medio de la razón: ¡y se llaman racionales! ¿No sabríamos qué dos monstruos son éstos? [Marginal: _Pía, y impía afición._] Sí, dijo el Sagaz: aquella primera es la mala Intención, que toma de ojo todo lo bueno; esta otra al contrario, es la Afición, que siempre va diciendo: Todo mi amigo es buen hombre. Éstos son los antojos del mundo. Ya no se mira de otro modo y así tanto se ha de atender á quien alaba ó á quien vitupera, como al alabado ó vituperado. Ruaba un otro bien monstruoso, muy tapado. Éste, dijo Andrenio, parece monstruo vergonzante. Antes, respondió el Sátiro, es de la desvergüenza. ¿Pues una mujer sin ella, cómo va atapada contra su natural inclinación de ser vistas? Ahí verás que, cuando más descaradas, esconden la cara. ¡He, que será recato! No es sino correr el velo á sus obligaciones. Ayer iba al contrario, tan escotada, que parece que descubriera más, si más pudiera. Siempre van por estremos. Venía ya un monstruo muy humano, haciendo reverencias á los mismos lacayos, besando los pies aun á los mozos de cocina. Llamaba señoría á quien no merecía merced, á todo el mundo con la gorra en la mano, previniendo de una legua la cortesía. Á unos se ofrecía por su mayor afecto, á otros por su menor criado. [Marginal: _Ambición cortés._] ¡Qué monstruo tan comedido éste!, ponderaba Andrenio, ¡qué humano! No he visto monstruo humilde hasta hoy. ¡Qué bien lo entiendes!, dijo el Sátiro: no hay otro más soberbio. ¿No ves tú, que, cuanto más se abate, quiere subir más alto? Para poder mandar á los amos, se humilla á los criados. Estas reverencias hasta el suelo, son botes y rebotes de pelota, que da en tierra, para subir al aire de su vanidad. Al fin, si es que las necedades le tienen, apareció ya la más rara figura, un monstruo, por lo viejo decano. Descubría la cabeza toda pelada, sin cabellos de altos pensamientos, ni negros por lo profundo ni blancos por lo cuerdo, sin un pelo de sustancia. Movíasele á un lado y á otro, sin consistencia alguna. Los ojos, en otro tiempo tan claros y perspicaces, ahora tan flacos y lagañosos, que no veían lo que más importaba y de lejos poco ó nada, para prevenir los males. Los oídos, algún día muy oidores, tan sordos y tan atapados, que no percibían la voz flaca del pobre, sino la del ricazo, la del poderoso, que hablan alto. La boca desierta, que no sólo no gritaba con la eficacia que debía; pero ni osaba hablar. Y si algo, entre los dientes, que no tenía. Las manos, antes grandes ministras y obradoras de grandes cosas, se veían gafas, un gancho en cada dedo, con que de todo se asían y nada soltaban. Los humildes y plebeyos pies, tan gotosos y torcidos, que no acertaban á dar un paso. De suerte que en todo él no había cosa buena ni parte sana. Él se dolía y todos se quejaban; pero nadie se lastimaba, ninguno trataba de poner remedio. Seguíanle otros tres, altercando entre sí la tiranía universal de los mortales. Traía el primero cara de veneno dulce y era escollo de marfil, hermosa muerte, despeño deseado, engaño agradable, mujer fingida y sirena verdadera, loca, necia, atrevida, cruel, altiva y engañosa. Pedía, mandaba, presumía, violentaba, tiranizaba y antojábansele bravos desvaríos. ¿Qué cosa puede haber en el mundo, decía, que para mí no sea? Todo cuanto hay, al cabo se viene á reducir á mi gusto. Si se hurta, es para mí; si se mata, por mí; si se habla, es de mí; si se desea, es á mí; si se vive, conmigo; de suerte, que cuantas monstruosidades hay en el mundo... [Marginal: _La Carne._] Eso no concederé yo, dijo él mismo, tan bizarro como vano rico, pero necio; altivo, pero ruin. Todo cuanto hay y luce, todo es para mí, todo sirve á mi pompa y ostentación. Si el mercader roba, es para vivir en el mundo; si el caballero se empeña, es para cumplir con el mundo; si la mujer se engalana, es para parecer en el mundo. Todos los vicios dan treguas: el glotón se ahita, el deshonesto se enfada, el bebedor duerme, el cruel se cansa; pero la vanidad del mundo, nunca dice basta; siempre locura y más locura y no me enojéis, que lo daré todo al diablo. [Marginal: _El Mundo._] Aquí estoy yo, dijo éste, tomándolo todo, que no hay cosa, que no sea mía, por habérmela dado muchas veces. En enojándose el marido, dice luego: ¡Mujer de Bercebú! Y ella responde: Hombre del diablo. Llévete Satanás, dice la madre al hijo. Y el amo: Válgante mil diablos. Válganle á él, responde el criado. Y hombre hay tan monstruo, que dice: Válgame una legión de demonios. [Marginal: _El Diablo._] De suerte que no se hallará cosa en el mundo, que no se me haya dado ella á mí ó me la hayan dado muchas veces. Y tú mismo, ¡oh mundo! ¿puedes negar que no seas todo mío? ¿Yo? ¿De qué modo? Maldito seas tú y qué poca vergüenza que tienes. Y aun por eso, replicó él: que quien no tiene vergüenza, todo el mundo es suyo. Apelaron de su porfía para el monstruo coronado, príncipe de la Babilonia común. Éste, oída su altercación, les dijo: Ea, acabá, dejaos de pesares, venid, holguémonos, logremos la vida, gocemos de sus gustos, de los olores y ungüentos preciosos, de los banquetes y comidas, de los lascivos deleites. Mirá que se nos pasa la flor de la edad. Pasemos la edad en flor, comamos y bebamos, que mañana moriremos. Andémonos de prado en prado, dando verdes á nuestros apetitos. Yo os quiero repartir las jurisdiciones y vasallos, para que no estéis pleiteando cada día. Tú, oh Carne, llevarás tras ti todos los flacos, ociosos, regalones y destemplados; reinarás sobre la hermosura, el ocio y el vino; serás señora de la voluntad. Y tú, oh Mundo, arrastrarás todos los soberbios, ambiciosos, ricos y potentados; reinarás en la fantasía. Mas tú, Demonio, serás el rey de los mentirosos, de los que se pican de entendidos; todo el distrito del ingenio será tuyo. Veamos ahora en qué pecan estos dos peregrinos de la vida, dijo señalando á Critilo y Andrenio, para que rindan vasallaje de monstruosidad, que ni hay bestia sin tacha ni hombre sin crimen. Lo que averiguaron de ellos se quedará para la siguiente Crisi. CRISI X _Virtelia encantada._ Aquel antípoda del cielo redondo, siempre rodando, jaula de fieras, palacio en el aire, albergue de la iniquidad, casa á toda malicia, niño caducando, llegó ya el mundo á tal estremo de inmundo y sus mundanos á tal remate de desvergonzada locura, que se atrevieron con públicos edictos á prohibir toda virtud. [Marginal: _Leyes del mundo._] Y esto so graves penas, que ninguno dijese verdades, menos de ser tenido por loco; que ninguno hiciese cortesía, so pena de hombre bajo; que ninguno estudiase ni supiese, porque sería llamado el estoico ó el filósofo; que ninguno fuese recatado, so pena de ser tenido por simple; y así de todas las demás virtudes. Al contrario, dieron á los vicios campo franco y pasaporte general para toda la vida. Pregonóse un tan bárbaro desafuero por las anchuras de la tierra, siendo tan bien recibido hoy, como ejecutado ayer, dando una gran campanada. Mas, ¡oh, caso raro é increíble! cuando se tuvo por cierto que todas las virtudes habían de dar una extraordinaria demostración de su sentimiento, fué tan al contrario, que recibieron la nueva con extraordinario aplauso, dándose unas á otras la norabuena y ostentando indecible gozo. Al revés, los vicios, andaban cabizbajos y corridos, sin poder disimular su tristeza. Admirado un discreto de tan impensados efectos, comunicó su reparo con la Sabiduría, su señora y ella: No te admires, le dijo, de nuestro especial contento. Porque este desafuero vulgar está tan lejos de causarnos algún perjuicio, que antes bien le tenemos por conveniencia. No ha sido agravio, sino favor, ni se nos podía haber hecho mayor bien. Los vicios sí quedan destruídos desta vez. Bien pueden esconderse y así con justa causa se entristecen. Éste es el día en que nosotras nos introducimos en todas partes y nos levantamos con el mundo. ¿Pues en qué lo fundas?, replicó el Curioso. [Marginal: _Virtud vedada._] Yo te lo diré. Porque son de tal condición los mortales, tienen tan estraña inclinación á lo vedado, que, en prohibiéndoles alguna cosa, por el mismo caso la apetecen y mueren por conseguirla. No es menester más, para que una cosa sea buscada, sino que sea prohibida. Y es esto tan probado, que la mayor fealdad vedada es más codiciada, que la mayor belleza concedida. Verás que, en vedando el ayuno, se dejarán morir de hambre el mismo Epicuro y Eliogábalo. En prohibiendo el recato, dejará Venus á Chipre y se meterá entre las Vestales. Buen ánimo, que ya no habrá embustes, ruines correspondencias, malos procederes, agarros ni traiciones. Cerrarse han los públicos teatros y garitos. Todo será virtud. Volverá el buen tiempo y los hombres hechos á él. Las mujeres estarán muy casadas con sus maridos y las doncellas lo serán de honor. Obedecerán los vasallos á sus reyes y ellos mandarán. No se mentirá en la corte ni se murmurará en la aldea. Verse ha desagraviado el sexto de todo sexo. Gran felicidad se nos promete. Éste sí que será el siglo dorado. Cuánta verdad fuese ésta, presto lo experimentaron Critilo y Andrenio, que, habiéndose hurtado á los tres competidores de su libertad, mientras aquéllos estaban entre sí compitiendo, marchaban éstos cuesta arriba al encantado palacio de Virtelia. Hallaron aquel áspero camino, que tan solitario se les habían pintado, lleno de personas, corriendo á porfía en busca della. Acudían de todos estados, sexos, edades, naciones y condiciones, hombres y mujeres. No digo ya los pobres, sino los ricos, hasta magnates, que les causó estraña admiración. [Marginal: _Varón de luces_] El primero con quien encontraron á gran dicha, fué un varón prodigioso, pues tenía tal propriedad, que arrojaba luz de sí, siempre que quería y cuanta era menester, especialmente en medio de las mayores tinieblas. De la suerte que aquellos maravillosos peces del mar y gusanos de la tierra, á quienes la varia naturaleza concedió el don de luz, la tienen reconcentrada en sus entrañas, cuando no necesitan della y, llegada la ocasión, la avivan y sacan fuera: así este portentoso personaje tenía cierta luz interior, ¡gran don del cielo! allá en los más íntimos senos del cerebro, que siempre, que necesitaba della, la sacaba por los ojos y por la boca, fuente perene de luz clarificante. Éste, pues, varón lucido, esparciendo rayos de inteligencia, los comenzó á guiar á toda felicidad por el camino verdadero. Era muy agria la subida. Sobre la dificultad de principio, dió muestras de cansarse Andrenio y comenzó á desmayar y tuvo luego muchos compañeros. Pidió que dejasen aquella empresa para otra ocasión. Eso no, dijo el varón de luces, por ningún caso: que, si ahora no te atreves en lo mejor de la edad, menos podrás después. He, replicaba un joven, que nosotros ahora venimos al mundo y comenzamos á gustar dél. Demos á la edad lo que es suyo; tiempo queda para la virtud. [Marginal: _Escusas de la virtud._] Al contrario, ponderaba un viejo. ¡Oh!, si á mí me cogiera esta áspera subida con los bríos de mozo, ¡con qué valor la pasara!, ¡con qué ánimo la subiera! Ya no me puedo mover, fáltanme las fuerzas para todo lo bueno. No hay ya que tratar de ayunar ni hacer penitencia; harto haré de vivir con tanto achaque: no son ya para mí las vigilias. Decía el noble: Yo soy delicado, hanme criado con regalo. ¿Yo ayunar? Bien podrían enterrarme al otro día. No puedo sufrir las costuras del cambray, ¿qué sería el saco de cerdas? El pobre por lo contrario, decía: Bien ayuna quien malcome; harto haré en buscar la vida para mí y para mi familia. El ricazo sí que las come holgadas; ése que ayune, dé limosna, trate de hacer buenas obras. De suerte que todos echaban la carga de la virtud á otros, pareciéndoles muy fácil en tercera persona y aun obligación. Pero el guión luciente: Nadie se me exima, decía: que no hay más de un camino. Ea, que buen día se nos aguarda. Y echaba un rayo de luz, con que los animaba eficazmente. Comenzaron á tocarles arma las horribles fieras pobladoras del monte. Sentíanlas bramar rabiando y murmurando y tras cada mata les salteaba una: que tiene muchos enemigos lo bueno. Los mismos padres, los hermanos, los amigos, los parientes, todos son contrarios de la virtud y los domésticos, los mayores. [Marginal: _Enemigos domésticos._] Andá, que estáis loco, decían los amigos, dejaos de tanto rezar, de tanta misa y rosario, vamos al paseo, á la comedia. Si no vengáis este agravio, decía un pariente, no os hemos de tener por tal. Vos afrentáis á nuestro linaje. He, que no cumplís con vuestras obligaciones. No ayunes, decía la madre á la hija, que estás de mal color, mira que te caes muerta. De modo que todos, cuantos hay, son enemigos declarados de la virtud. Salióles ya al opósito aquel león tan formidable á los cobardes. Arredrábase Andrenio y gritóle Lucindo echase mano á la espada de fuego. Y al mismo punto, que la coronada fiera vió brillar la luz entre los aceros, echó á huir: que tal vez piensa hallar uno un león y topa un panal de miel. ¡Qué presto se retiró!, ponderaba Critilo. Son éstas un género de fieras, respondió Lucindo, que en siendo descubiertas, se acobardan, en siendo conocidas huyen. [Marginal: _Tentación descubierta._] Esto es ser persona, dice uno. Y no es sino ser un bruto; aquí está el valer y el medrar, y no es sino perderse, que las más veces entra el viento de la vanidad por los resquicios, por donde debiera salir. Llegaron á un paso de los más dificultosos, donde todos sentían gran repugnancia. Causóle grima á Andrenio y propúsole á Lucindo: ¿No pudiera pasar otro por mí esta dificultad? No eres tú el primero que ha dicho otro tanto. ¡Oh, cuántos malos llegan á los buenos y les dicen que los encomienden á Dios y ellos se encomiendan al diablo; piden que ayunen por ellos y ellos se hartan y embriagan; que se deciplinen y duerman en una tabla, y estánse ellos revolcando en el cieno de sus deleites! ¡Qué bien le respondió á uno déstos aquel moderno apóstol de la Andalucía!: Señor mío, si yo rezo por vos y ayuno por vos, también me iré al cielo por vos. Estando emperezando Andrenio, adelantóse Critilo y, tomando de atrás la corrida, saltó felizmente. Volviósele á mirar y dijo: [Marginal: _Dificultades del vicio._] Ea, resuélvete, que harto mayores dificultades se topan en el camino ancho y cuesta abajo del vicio. ¿Qué duda tiene eso?, respondió Lucindo; y si no decidme si la virtud mandara los intolerables rigores del vicio, ¿qué dijeran los mundanos? ¿Cómo lo exageraran? ¿Qué cosa más dura, que prohibirle al avaro sus mismos bienes, mandándole que no coma ni beba ni se vista ni goce de una hacienda adquirida con tanto sudor? [Marginal: _Facilidades de la virtud._] ¿Qué dijera el mundano, si esto mandara la ley de Dios? ¿Pues qué, si al deshonesto, que estuviese toda una noche de invierno al yelo y al sereno, rodeado de peligros por oir cuatro necedades, que él llama favores, pudiéndose estar en su cama seguro y descansado? ¿Si al ambicioso, que no pare un punto ni descanse ni sea suya una hora? ¿Si al vengativo, que anduviese siempre cargado de hierro y de miedo? ¿Qué dijeran desto los mundanos? ¡Cómo lo ponderaran! Y ahora, porque se les manda su antojo, sin réplica obedecen. Ea, Andrenio, anímate, decía Critilo, y advierte que el más mal día deste camino de la virtud es de primavera en cotejo de los caniculares del vicio. Diéronle la mano, con que pudo vencer la dificultad. Dos veces fiero les acometió un tigre en condición y en su mal modo; mas el único remedio fué no alborotarse ni inquietarse, sino esperalle mansamente. [Marginal: _Victoria de la espera._] Á gran cólera, gran sosiego, y á una furia, una espera. Trató Critilo de desenvolver su escudo de cristal, espejo fiel del semblante y, así como la fiera se vió en él tan feamente descompuesta, espantada de sí misma, echó á huir con harto corrimiento de su necio exceso. De las serpientes, que eran muchas, dragones, víboras y basiliscos, fué singular defensivo el retirarse y huir las ocasiones. Á los voraces lobos con látigos de cotidiana diciplina los pudieron rechazar. Contra los tiros y golpes de toda arma ofensiva se valieron del célebre escudo encantado, hecho de una pasta real, cuanto más blanda, más fuerte, forjado con influjo celeste, de todas maneras impenetrable: y era sin duda el de la paciencia. Llegaron ya á la superioridad de aquella dificultosa montaña, tan eminente, que les pareció estaban en los mismos azaguanes del cielo, convecinos de las estrellas. Dejóse ver bien el deseado palacio de Virtelia, campeando en medio de aquella sublime corona, teatro insigne de prodigiosas felicidades. [Marginal: _Mansión de la virtud._] Mas, cuando se esperó que nuestros agradecidos peregrinos le saludaran con incesables aplausos y le veneraran con afectos de admiración, fué tan al contrario, que antes bien se vieron enmudecer, llevados de una impensada tristeza, nacida de estraña novedad. Y fué sin duda que, cuando le imaginaron fabricado de preciosos jaspes, embutidos de rubíes y esmeraldas, cambiando visos y centelleando á rayos, sus puertas de zafir con clavazón de estrellas, vieron se componía de unas piedras pardas y cenicientas, nada vistosas, antes muy melancólicas. ¿Qué cosa y qué casa es ésta?, ponderaba Andrenio. ¿Por ella habemos sudado y reventado? ¡Qué triste apariencia tiene! ¿Qué será allá dentro? ¡Cuánto mejor exterior ostentaba la de los monstruos! Engañados venimos. Aquí Lucindo suspirando: Sabed, les dijo, que los mortales todo lo peor de la tierra quieren para el cielo, el más trabajado tercio de la vida. Allá, á la achacosa vejez dedican para la virtud, la hija fea para el convento, el hijo contrahecho sea de iglesia, el real malo á la limosna, el redrojo para el diezmo, y después querrían lo mejor de la gloria. De más que juzgáis vosotros el fruto por la corteza. Aquí todo va al revés del mundo: si por fuera está la fealdad, por dentro la belleza; la pobreza en lo exterior, la riqueza en lo interior; lejos la tristeza, la alegría en el centro: que eso es entrar en el gozo del Señor. [Marginal: _Bajo el sayal, hayal._] Estas piedras tan tristes á la vista son preciosas á la experiencia, porque todas ellas son bezares, ahuyentando ponzoñas. Y todo el palacio está compuesto de pítimas y contravenenos, con lo cual no pueden empecerle ni las serpientes ni los dragones, de que está por todas partes sitiado. Estaban sus puertas patentes noche y día; aunque allí siempre lo es, franqueando la entrada en el cielo á todo el mundo. Pero asistían en ellas dos disformes gigantes, jayanes de la soberbia, enarbolando á los dos hombros sendas clavas muy herradas, sembradas de puntas para hacerla. Estaban amenazando á cuantos intentaban entrar, fulminando en cada golpe una muerte. En viéndolos, dijo Andrenio: Todas las dificultades pasadas han sido enanas en parangón désta. Basta que hasta ahora habíamos peleado con bestias de brutos apetitos; mas éstos son muy hombres. Así es, dijo Lucindo: que ésta ya es pelea de personas. Sabed que, cuando todo va de vencida, salen de refresco estos monstruos de la altivez, tan llenos de presunción, que hacen desvanecer todos los triunfos de la vida. Pero no hay que desconfiar de la vitoria: que no han de faltar estratagemas para vencerlos. Advertid que de los mayores gigantes triunfan los enanos y de los mayores los pequeños, los menores y aun los mínimos. El modo de hacer la guerra ha de ser muy al revés de lo que se piensa. [Marginal: _Triunfo de la humildad._] Aquí no vale el hacer piernas ni querer hombrear. No se trate de hacer del hombre; sino humillarse y encogerse y, cuando ellos estuvieren más arrogantes amenazando al cielo, entonces nosotros transformados en gusanos y cosidos con la tierra hemos de entrar por entre pies, que así han entrado los mayores adalides. Ejecutáronlo tan felizmente, que sin saber cómo ni por dónde, sin ser vistos ni oídos, se hallaron dentro del encantado palacio, con realidades de un cielo. Apenas, digo á glorias, estuvieron dentro, cuando sintieron embargar todos sus sentidos de bellísimos empleos en folla de fruición, confortando el corazón y elevando los espíritus. Embistióles lo primero una tan suave marea, exhalando inundaciones de fragancia, que pareció haberse rasgado de par en par los camarines de la primavera, las estancias de Flora, ó que se había abierto brecha en el paraíso. Oyóse una dulcísima armonía, alternada de voces é instrumentos, que pudiera suspender la celestial por media hora. Pero, ¡oh cosa estraña! que no se veía quién gorjeaba ni quién tañía: con ninguno topaban, nadie descubrían. Bien parece encantado este palacio, dijo Critilo. Sin duda que aquí todos son espíritus, pues no se parecen cuerpos. ¿Dónde estará esta celestial reina? Siquiera, decía Andrenio, permitiérasenos alguna de sus muchas bellísimas doncellas. [Marginal: _Hallazgo de las virtudes._] ¿Dónde estás?, ¡oh, justicia! dijo en grito, y respondióle al punto Eco vaticinante desde un escollo de flores: En la casa ajena. ¿Y la verdad? Con los niños. ¿La castidad? Huyendo. ¿La sabiduría? En la mitad y aun. ¿La providencia? Antes. ¿El arrepentimiento? Después. ¿La cortesía? En la honra. ¿Y la honra? En quien la da. ¿La fidelidad? En el pecho de un rey. ¿La amistad? No entre idos. ¿El consejo? En los viejos. ¿El valor? En los varones. ¿La ventura? En las feas. ¿El callar? Con callemos. ¿Y el dar? Con el recibir. ¿La bondad? En el buen tiempo. ¿El escarmiento? En cabeza ajena. ¿La pobreza? Por puertas. ¿La buena fama? Durmiendo. ¿La osadía? En la dicha. ¿La salud? En la templanza. ¿La esperanza? Siempre. ¿El ayuno? En quien malcome. ¿La cordura? Adivinando. ¿El desengaño? Tarde. ¿La vergüenza? Si perdida, nunca más hallada. ¿Y toda virtud? En el medio. Es decir, declaró Lucindo, que nos encaminemos al centro y no andemos como los impíos rodando. Fué acertado, porque en medio de aquel palacio de perfecciones, en una majestuosa cuadra, ocupando augusto trono, descubrieron, por gran dicha, una divina reina, muy más linda y agradable de lo que supieron pensar, dejando muy atrás su adelantada imaginación. Que, si dondequiera y siempre pareció bien, ¿qué sería en su sazón y su centro? [Marginal: _Hermosura perfecta._] Hacía á todos buena cara, aun á sus mayores enemigos. Miraba con buenos ojos y aun divinos. Oía bien y hablaba mejor. Y aunque siempre con boca de risa, jamás mostraba dientes; hablaba por labios de grana palabras de seda. Nunca se le oyó echar mala voz. Tenía lindas manos y aun de reina en lo liberal y en cuanto las ponía salía todo perfecto. Dispuesto talle y muy derecho y todo su aspecto divinamente humano y humanamente divino. Era su gala conforme á su belleza y ella era la gala de todo. Vestía armiños, que es su color la candidez. Enlazaba en sus cabellos otros tantos rayos de la aurora con cinta de estrellas. Al fin, ella era todo un cielo de beldades, retrato al vivo de la hermosura de su celestial Padre, copiándole sus muchas perfecciones. [Marginal: _Pretendientes de virtud._] Estaba actualmente dando audiencia á los muchos, que frecuentaban sus sitiales, después de prohibida. Llegó entre otros un padre á pretenderla para su hijo, siendo él muy vicioso, y respondióle que comenzase por sí mismo, y le fuese ejemplar idea. Venía otra madre en busca de la honestidad para una hija y contóla lo que la sucedió á la culebra madre con la culebrilla su hija: que viéndola andar torcida la riñó mucho y mandó que caminase derecha. Madre mía, respondió ella, enseñadme vos á proceder, veamos cómo camináis. Probóse y, viendo que andaba muy más torcida: En verdad, madre, la dijo, que si las mías son vueltas, que las vuestras son revueltas. Pidió un eclesiástico la virtud del valor y á la par un virrey la devoción con muchas ganas de rezar. Repondióles á entrambos que procurase cada uno la virtud competente á su estado. Préciese el juez de justiciero y el eclesiástico de rezador, el príncipe del gobierno, el labrador del trabajo, el padre de familias del cuidado de su casa, el prelado de la limosna y desvelo. Cada uno se adelante en la virtud que le compete. Según eso, dijo una casada, á mí bástame la honestidad conyugal; no tengo que cuidar de otras virtudes. Eso no, dijo Virtelia; no basta ésa sola, que os haréis insufrible de soberbia, y más ahora. Poco importa que el otro sea limosnero, si no es casto; que éste sea sabio, si á todos desprecia; que aquél sea gran letrado, si da lugar á los cohechos; que el otro sea gran soldado, si es un impío. Son muy hermanas las virtudes y es menester que vayan encadenadas. Llegó una gentil dama galanteando melindres y dijo que ella también quería ir al cielo; pero que había de ser por el camino de las damas. Hízoseles muy de nuevo á los circunstantes y preguntóla Virtelia: [Marginal: _Camino de las Damas._] ¿Qué camino es ése, que hasta hoy no he tenido noticia dél? ¿Pues no está claro?, replicó ella. Que una mujer delicada como yo ha de ir por el del regalo, entre martas y entre felpas, no ayunando ni haciendo penitencia. Bueno, por cierto, exclamó la reina de la entereza: así se os concederá, reina mía, lo que pedís, como á aquel príncipe que allí entra. Era un poderoso, que muy á lo grave tomando asiento, dijo que él quería las virtudes; pero no las ordinarias de la gente común y plebeya, sino muy á lo señor, una virtud allá exquisita. Hasta los nombres de los santos conocidos no los quería por comunes, como el de Juan y Pedro; sino tan extravagantes, que no se hallen en ningún calendario. ¡Gran cosa, decía, el de Gastón!, ¡qué bien suena el Perafán! Pues un Claquín, Nuño, Sancho y Suero pedía una teología extravagante. Preguntóle Virtelia si quería ir al cielo de los demás. Pensólo y respondió que, si no había otro, que sí. Pues, señor mío, no hay otra escalera para allá, sino la de los diez Mandamientos. Por ésos habéis de subir; que yo no he hallado hasta hoy un camino para los ricos y otro para los pobres, uno para las señoras y otro para las criadas. Una es la ley y un mismo Dios de todos. Replicó un moderno Epicuro, gran hombre de su comodidad, diciendo: De diciplina abajo, cualquier cosa; de oración yo no me entiendo, para ayunos no tengo salud. Ved cómo ha de ser, que yo he de entrar en el cielo. [Marginal: _Virtud acomodada._] Paréceme, respondió Virtelia, que vos queréis entrar calzado y vestido y no puede ser. Porfiaba que sí y que ya se usa una virtud muy acomodada y llevadera y aun le parecía la más ajustada á la ley de Dios. Preguntóle Virtelia en qué lo fundaba, y él: Porque desa suerte se cumple á la letra aquello de _así en la tierra como en el cielo_: porque allá no se ayuna, no hay diciplina ni silicio, no se trata de penitencia, y así yo querría vivir como un bienaventurado. Enojóse mucho Virtelia oyendo esto y díjole con escandecencia: [Marginal: _Infierno á pares._] ¡Oh casi hereje! ¡oh malentendedor! ¿Dos cielos queríais? No es cosa que se usa; mirad por vos, que todos estos, que pretenden dos cielos, suelen tener dos infiernos. Yo vengo, dijo uno, en busca del silencio bueno. Riéronlo todos, diciendo: ¿Qué callar hay malo? ¡Oh, sí, respondió Virtelia, y muy perjudicial: calla el juez la justicia, calla el padre y no corrige al hijo travieso, calla el predicador y no reprehende los vicios, calla el confesor y no pondera la gravedad de la culpa, calla el malo y no se confiesa ni se enmienda, calla el deudor y niega el crédito, calla el testigo y no se averigua el delito, callan unos y otros y encúbrense los males: de suerte que, si al buencallar llaman santo, al malcallar llámenle diablo! Estoy admirado, dijo Critilo, que ninguno viene en busca de la limosna. ¿Qué será de la liberalidad? Es que todos se escusan de hacerla: el oficial porque no le pagan, el labrador porque no coge, el caballero que está empeñado, el príncipe que no hay mayor pobre que él, el eclesiástico que buenos pobres son los parientes. ¡Oh, engañosa escusa!, ponderaba Virtelia. Dad al pobre, siquiera el desecho, lo que ya no os puede servir. Tampoco, que la codicia ha dado en arbitrista y el sombrero traído, que se había de dar al pobre, persuade se guarde para brahones, la capa raída para contraaforros, el manto deslucido para la criada: de modo que nada dejan para el pobre. Llegaron unos rematadamente malos y pidieron un extremo de virtud. Tuviéronles todos por necios, diciendo que comenzasen por lo fácil y fuesen subiendo de virtud en virtud. Mas ella: He, dejadlos que asesten ahora muchos puntos más alto, que ellos bajarán harto después y sabed que de mis mayores enemigos suelo yo hacer mis mayores apasionados. Venía una mujer con más años que cabellos, menos dientes y más arrugas, en busca de la Virtud. ¡Tan tarde, exclamó Andrenio! Éstas yo juraría que vienen más porque las echa el mundo, que por buscar el cielo. Déjala, dijo Virtelia, y estímesele el no haber abierto escuela de maldad con cátreda de pestilencia. Yo aseguro que, por viejos que sean, que no vengan el tahur ni el ambicioso ni el avaro ni el bebedor: son bestias alquiladas del vicio, que todas caen muertas en el camino de su ruindad. [Marginal: _Deshonestos incurables._] Al contrario le sucedió á uno, que llegó en busca de la Castidad, ahito de la torpeza, gran gentilhombre de Venus, idólatra de su hijuelo. Pidió ser admitido en la cofadría de la continencia; pero no fué escuchado, por más que él abominaba de la lujuria, escupiendo y asqueando su inmundicia. Y aunque muchos de los presentes rogaron por él, No haré tal, decía la Honestidad: no hay que fiar en éstos, bien se ayuna después de harto. Creedme que estos torpes son como los gatos de algalia, que, en volviéndoseles á llenar el senillo, se revuelcan. Venían unos, al parecer, muy puestos en el cielo, pues miraban á él. Éstos sí, dijo Andrenio, que con el cuerpo están en la tierra y con el espíritu en el cielo. ¡Oh, cómo te engañas!, dijo la Sagacidad, gran ministra de Virtelia. Advierte que hay algunos que, cuando más miran al cielo, entonces están más puestos en la tierra. Aquel primero es un mercader, que tiene gran cantidad de trigo para vender y anda conjurando las nubes á los ojos de sus enemigos. Al contrario, aquel otro es un labrador hidrópico de la lluvia, que jamás se vió harto de agua y anda conciliando nublados. Éste de aquí es un blasfemo, que nunca se acuerda del cielo, sino para jurarle. Aquél pide venganza y el otro es un rondante, lechuzo de las tinieblas, que desea la noche más escura, para capa de sus ruindades. [Marginal: _Virtud afectada._] Pidió uno si le querían alquilar algunas virtudes, suspiros, torcimiento de cuello, arquear las cejas y otros modillos de modestia. Enojóse mucho Virtelia, diciendo: ¿Pues qué, es mi palacio casa de negociación? Escusábase él diciendo que ya muchos y muchas con la virtud ganan la comida y á título de eso la señora las introduce en el estrado, la otra las asienta á su mesa, el enfermo las llama, el pretendiente se les encomienda, el ministro las consulta, ándanse de casa en casa comiendo y bebiendo y regalándose de modo, que ya la virtud es arbitrio del regalo. Quitaos de ahí, dijo Virtelia, que esas tales tienen tan poca virtud, como los que las llaman mucha simplicidad. ¿Quién es aquel gran personaje, héroe de la virtud, que en toda ocasión de lucimiento le encontramos? Si en casa de la Sabiduría, allí está; si en la del Valor, allí asiste; en todas partes le vemos y admiramos. ¿No conocéis, dijo Lucindo, al santísimo padre de todos? Veneradle y deprecadle siglos de vida tan heroica. Estaban aguardando los circunstantes que tratase de coronar algunos la gran reina de la Equidad y que premiase sus hazañas; mas fuéles respondido que no hay mayor premio, que ella misma, que sus brazos son la corona de los buenos. Y así á nuestros dos peregrinos, que estaban encogidos, venerando tan majestuosa belleza, [Marginal: _Premio de la Virtud._] los animó Lucindo á que se llegasen cerca y se abrazasen con ella, logrando una ocasión de tanta dicha. Y así fué, que coronándolos con sus reales brazos, los transformó de hombres en ángeles, candidatos de la eterna felicidad. Quisieran muchos hacer allí mansión, mas ella les dijo: Siempre se ha de pasar adelante en la virtud; que el parar es volver atrás. Suplicáronla, pues, los dos coronados peregrinos les mandase encaminar á su deseada Felisinda. Ella entonces, llamando cuatro de sus mayores ministras y teniéndolas delante, dijo señalando la primera: Ésta, que es la Justicia, os dirá dónde y cómo la habéis de buscar; esta segunda, que es la Prudencia, os la descubrirá; con la tercera, que es la Fortaleza, la habéis de conseguir; y con la cuarta, que es la Templanza, la habéis de lograr. Resonaron en esto armoniosos clarines, folla acorde de instrumentos, alborozando los ánimos y realzando sus nobles espíritus. Despertóse un céfiro fragante y bañóse todo aquel vistosísimo teatro de lucimiento. Sintiéronse tirar de las estrellas, con fuertes y suaves influjos. Fué reforzando el viento y levantándolos á lo alto, tirándoles para sí el cielo, á ser coronados de estrellas. Subieron muy altos, tanto que se perdieron de vista. Quien quisiere saber dónde pararon, adelante los ha de buscar. CRISI XI _El tejado de vidrio y Momo tirando piedras._ Llegó la Vanidad á tal extremo de quien ella es, que pretendió lugar y no el postrero entre las Virtudes. Dió para esto memorial, en que representaba ser ella alma de las acciones, vida de las hazañas, aliento de la virtud y alimento del espíritu. No vive, decía, la vida material quien no respira, ni la formal quien no aspira. No hay aura más fragante ni que más vivifique, que la Fama, que también alienta el alma, como el cuerpo, y es su purísimo elemento el airecillo de la honrilla. [Marginal: _Esfuerzos de la honra._] No sale obra perfecta sin algo de vanidad ni se ejecuta acción bien sin esta atención del aplauso. Parto suyo son las mayores hazañas y nobles hijos, los heroicos hechos. De suerte que sin un grano de vanidad, sin un punto de honrilla, nada está en su punto, y sin estos humillos nada luce. No pareció del todo mal la paradoja, especialmente á algunos de primera impresión y á otros de capricho. Pero la razón, con todo su maduro parlamento, abominando una pretensión tan atrevida: [Marginal: _Ensanches á la naturaleza._] Sabed, dijo, que á todas las pasiones se les ha concedido algún ensanche, un desahogo en favor de la violentada naturaleza: á la Lujuria el matrimonio; á la Ira la corrección; á la Gula el sustento; á la Envidia la emulación; á la Codicia la providencia; á la Pereza la recreación, y así á todas las otras demasías; pero á la Soberbia, mirad qué tal es ella, que jamás se le permitió el más mínimo ensanche. No hay que fiar; toda es execrable. Vaya fuera, fuera, lejos, lejos. Bien es verdad que el cuidado del buen nombre es una atención loable, porque la buena fama es esmalte de la virtud, premio, que no precio. Hase de estimar la honra, pero no afectar. Más precioso es el buen nombre, que todas las riquezas. En no estando la virtud en su buen crédito, está fuera de su centro y quien no está en la gloria de su buena fama forzoso es que esté condenado al infierno de su infamia, al tormento de la desestimación, más insufrible á más conocimiento. Es la honra sombra de la virtud, que la sigue y no se consigue, huye del que la busca y busca á quien la huye, es efecto del bienobrar, pero no afecto, decorosa al fin diadema de la hermosísima Virtud. Célebre puente, como tan temida, daba paso á la gran ciudad, ilustre corte de la heroica Honoria, aquella plausible reina de la estimación, y por eso tan venerada de todos. [Marginal: _La puente de los Peros._] Era un paso muy peligroso, por estar todo él sembrado de perinquinosos _peros_, en que muchos tropezaban y los más caían en el río del reir, quedando muy mojados y aun poniéndose de lodo, con mucha risa de la inumerable vulgaridad, que estaba á la mira de sus desaires. Era de ponderar la intrepidez con que algunos confiados y otros presumidos se arrojaban y los más se despeñaban, anhelando á pasar de un extremo de bajeza á otro de ensalzamiento y tal vez de la mayor deshonra á la mayor grandeza, de lo negro á lo blanco y aun de lo amarillo á lo rojo, pero todos ellos caían con harta nota suya y risa de los sabidores. Así le sucedió á uno, que pretendió pasar de villano á noble, otro de manchado á limpio, diciendo que tras el sábado, se sigue el domingo; pero él fué de guardar. No faltó quien del mandil á mandarín, de mozo de ciego á don Gonzalo y una otra muy desvanecida de la verdura al verdugado. Quería una pasar por doncella; más riéronse de su caída. Como otro, que quiso ser tenido por un pozo de ciencia y fué un pozo de cieno. [Marginal: _El vulgar Sino._] No había hombre, que no tropezase en su pero y para cada uno había un sino. [Marginal: _D. Fray Juan Cebrián._] Gran príncipe tal, pero buen hombre. Ilustre prelado aquél, si fuera tan limosnero como nuestro arzobispo. Gran letrado, si no fuera malintencionado. ¡Qué valiente soldado!; pero gran ladrón. ¡Qué honrado caballero éste; sino que es pobre! ¡Qué docto aquél; si no fuera soberbio! Fulano santo, pero simple. Qué buen sujeto aquel otro y qué prudente; pero es embarazado. Muy bien entiende las materias; mas no tiene resolución. Diligente ministro; pero no es inteligente. Gran entendimiento; pero ¡qué malempleado! ¡Qué gran mujer aquélla; sino que se descuida! ¡Qué hermosa dama; si no fuera necia! Grandes prendas las de tal sujeto; pero ¡qué desdichado! Gran médico; poco afortunado: todos se le mueren. Lindo ingenio; pero sin juicio: no tiene sindéresis. Así todos tropezaban en su pero. Raro era el que se escapaba y único el que pasaba sin mojarse. Topaba uno con un pero de un antepasado y, aunque tan pasado, nunca maduro, jamás se pudo digerir. [Marginal: _El río de la risa._] Al contrario, otro daba de hocicos en el de sus presentes y caían todos en el río de la risa común. Bien lo merece, decía un émulo. ¿Quién le metía al peón en caballerías? Lástima es, decía otro, que los de tal cepa no sean puros, siendo tan hombres de bien. Las mujeres tropezaban en una chinita, en un diamante: terribles peros son las perlas para ellas. El airecillo las hacía bambanear y el donaire caer con mucha nota. Y es lo bueno que para levantarse nadie las daba la mano, sí de mano. De verdad, que un gran personaje tropezó en una Mota, quedando muy desairado y aseguraban fué notable desorden. Toda la puente estaba sembrada de cabo á cabo destos indigestos peros, en que los más de los viandantes tropezaban. Y si no en uno, daban de ojos en otro, aun en los pasados. Lamentábase un discreto, diciendo: Señores, que tropiece uno en el propio y personal, merécelo; mas en el ajeno ¿por qué? Que haya de tropezar un marido en un cabello de su mujer, en un pelillo de su hermana, ¿qué ley es ésta? Llegó uno jurando á fe de caballero, tan bueno, decía, como el rey. No faltó quien le arrojó una erre, con que de rey, se hizo de reir. [Marginal: _Peros arrojadizos._] Á un cierto Ruy, le echó un malicioso una tilde y bastó para que rodase. Tropezó otro en un cuarto y quedóse en blanco. Rodábales á algunos la cabeza y quedaban hechos equis, por haber deslizado en los brindis. Comenzó á pasar cierta dama, muy airosa. Hiciéronla unos y otros paso con plausible cortesía; pero al más liviano descuido dió en el lodo con toda su bizarría, que fué barro. Tropezaban las más en piedras preciosas y eran muy despreciadas. Llegó á pasar un gran príncipe y muy adulado. Éste sí, dijeron todos, que pasará sin riesgo; no tiene que temer: los mismos peros le temerán á él. Mas, ¡oh caso trágico! deslizó en una pluma y tumbó al río, quedando muy mojado. En una aguja de coser tropezó alguno y en una lezna otro y era título. En una pluma de gallina un bizarro general. ¿Pues qué, si alguno entraba cojeando y de mal pie? Era cierto el rodar y en duda de tropiezo estaba la malicia por la deshonra. Creyó uno no le valdría aquí su riqueza, que en todos los demás pasos, por peligrosos que sean, suele sacar á su dueño de trabajo; mas al primer paso se desengañó. Que no vale aquí ni la espuela de oro ni la vira de plata. Cruel paso, decían todos, el de la honra, entre tropiezos de la malicia. ¡Oh qué delicada es la fama, pues una mota es ya nota! Aquí llegaron nuestros dos peregrinos á serlo, encaminados de Virtelia á Honoria, su gran cara, aunque confinante, tan querida, que la llamaba su gozo y su corona. Deseaban pasar á su gran corte; pero temían con razón el azaroso paso de los peros y era preciso, porque no había otro. Estaban pasmados viendo rodar á tantos y temblábales la barba, viendo las de sus vecinos tan remojadas. Asomó en esta sazón á querer pasar un ciego. [Marginal: _Lección de vivir._] Levantaron todos el alarido, viéndole comenzar tentando, y tuvieron por cierto había de tumbar al primer paso; mas fué tan al contrario, que el ciego pasó muy derecho. Valióle el hacerse sordo. Porque, aunque unos y otros le silbaban y aun le señalaban con el dedo, él, como no veía ni oía, no se cuidaba de dichos ajenos, sino de obras propias y pasar adelante con gran quietud de ánimo. Y así sin tropezar ni en un átomo llegó al cabo de lo que quería, con dicha harto envidiada. Al punto dijo Critilo: Este ciego ha de ser nuestra guía, que solos los ciegos, sordos y mudos pueden ya vivir en el mundo. Tomemos esta lición, seamos ciegos para los desdoros ajenos, mudos para no zaherirlos ni jactarnos, conciliando odio con la murmuración, en la recíproca venganza. Seamos sordos para no hacer caso de lo que dirán. Con esta lición pudieron pasar. Por lo menos fueron pasaderos con admiración de muchos y imitación de pocos. Entraron ya por aquel célebre emporio de la honra, poblado de majestuosos edificios, magníficos palacios, soberbias torres, arcos, pirámides y obeliscos, que cuestan mucho de erigir, pero después eternamente duran. Repararon luego que todos los tejados de las casas, hasta de los mismos palacios, eran de vidrio tan delicado como sencillo; muy brillantes, pero muy quebradizos, y así pocos se veían sanos y casi ninguno entero. Descubrieron presto la causa y era un hombrecillo tan nonada, que aun de ruin jamás se veía harto. Tenía cara de pocos amigos y á todos la torcía, mal gesto y peor parecer, los ojos más asquerosos que los de un médico y sea de la cámara, brazos de acribador, que se queda con la basura, carrillos de catalán y aun más chupados, que no sólo no come á dos, pero á ninguno. De puro flaco consumido, aunque todo lo mordía. Robado de color y quitándola á todo lo bueno. Su hablar era zumbir de moscón, que en las más lindas manos, despreciando el nácar y la nieve, se asienta en el venino. Nariz de sátiro y aun más fisgona. Espalda doble, aliento insufrible, señal de entrañas gastadas. Tomaba de ojo todo lo bueno y hincaba el diente en todo lo malo. Él mismo se jactaba de tener mala vista y decía: Maldito lo que veo. Y miraba á todos. Éste, pues, que por no tener cosa buena en sí todo lo hallaba malo en los otros, había tomado por gusto el dar disgusto. Andábase todo el día, y no santo, tirando peros y piedras y escondiendo la mano, sin perdonar tejado. Persuadíase cada uno que su vecino se las tiraba y arrojábale otras tantas. Éste creía que le hacía el tiro aquél y aquél que el otro, sospechando unos de otros y tirándose piedras y escondiendo todos la mano. [Marginal: _Murmuración común._] En duda arrojaban muchas por acertar con alguna y todo era confusión y popular pedrisco, de tal modo ó tan sin él, que no se podía vivir ni había quien pudiese parar. Venían por el aire volando piedras y tiros, sin saberse de dónde ni por qué. Así que no quedaba tejado sano ni honra segura ni vida inculpable. Todo era malas voces, hablillas, famas echadizas y los duendes de los chismes no paraban. Yo no lo creo, decía uno; pero esto dicen de fulano. Lástima es, decía otro, que de fulana se diga esto. Y con esta capa de compasión hacía un tiro, que quebraba todo un tejado. Pero no faltaba quien de retorno les rompía á ellos las cabezas. Y á todo esto andaba revolviendo el mundo aquel duendecillo universal. Había tomado otro más perjudicial de porte y era arrojar á los rostros, en vez de piedras, carbones, que tiznaban feamente, y así andaban casi todos mascarados, haciendo ridículas visiones, uno con un tizne en la frente, otro en la mejilla, y tal, que le cruzaba la cara, [Marginal: _Ninguno se conoce._] riéndose unos de otros, sin mirarse á sí mismos ni advertir cada uno su fealdad, sino la ajena. Era de ver y aun de reir cómo todos andaban tiznados, haciendo burla unos de otros. ¿No veis, decía uno, qué mancha tan fea tiene fulano en su linaje? ¡Y que ose hablar de los otros! Pues él, decía otro, ¡que no vea su infamia tan notoria y se meta á hablar de las ajenas! ¡Que no haya ninguno con honra en su lengua! Mirá quién habla, saltaba otro, teniendo la mujer que tiene. Cuánto mejor fuera cuidara él de su casa y supiera de dónde sale la gala. Estando diciendo esto, estaba actualmente otro santiguándose: ¡Que éste no advierta que tiene él por qué callar, teniendo una hermana cual sabemos! Pero déste, añadía otro, harto mejor fuera que se acordara él de su abuelo y quién fué. Siempre lo veréis que hablan más los que debrían menos. ¡Hay tal desvergüenza en el mundo, que ose hablar aquél! ¡Hay tal descoco de mujer, que se adelante ella á decir y quitarla á la otra la palabra de la lengua! Desta suerte andaba el juego y la risa de todo el mundo, que siempre la mitad dél se está riendo de la otra, burlándose unos de otros y todos mascarados. Éstos se fisgaban de aquéllos y aquéllos déstos y todo era risa, ignorancia, murmuración, desprecio, presunción y necedad y triunfaba el ruincillo. [Marginal: _Espejo práctico._] Reparaban algunos más advertidos, si no más felices, en que se reían dellos y acudían á una fuente, espejo común en medio de una plaza, á examinarse de rostro en sus cristales y, reconociendo sus tiznes, alargaban la mano al agua, que, después de haber avisado del defeto, da el remedio y limpia. Pero, cuanto más porfiaban en lavarse y alabarse, peores se ponían, pues, enfadados los otros de su afectado desvanecimiento, decían: ¿No es éste aquel, que vendía y compraba? ¿Pues qué nos viene aquí vendiendo honras? Aguarda ¿no es aquél hijo de aquel otro? ¿Pues por cuatro reales, que tiene, anda tan deslavado, no siendo su hidalguía tanto al uso, cuanto al aspa? Lo peor era que la misma agua clara sacaba á luz muchas manchas, que estaban ya olvidadas. Y así, á uno, que trató de alabarse de ingénuo, le salió una ese, que era decir: Ése es ése. Yo lo sé de buena tinta, decía uno, que fulano es un tal. Y no era sino harto mala, pues echaba tales borrones. Sentía mucho cierta señora, que blasonaba de la más roja sangre del reino, se le atreviese la murmuración y no advertía que la mancha de un descuido sale más en el brocado, como la roncha en la belleza. Estaba otra muy corrida de que siendo ya matrona la echaban en la cara no sé qué niñería de allá cuando rapaza. Estaba el otro para conseguir una dignidad y salíale al rostro un tizne de no sé qué travesura de su mocedad. Pero el que se sintió mucho fué un príncipe, en cuya esclarecida frente echó un historiador un borrón, sacudiendo la pluma. Aquello de haber sido no podía uno tolerar. Que el ser ahora salga á la cara, pase; ¡pero por qué allá mi tartarabuelo lo fué! ¿Qué razón hay, que por lo que pasó en tiempo del rey que rabió, ponderaba otro, me hagan á mí rabiar? Lo más acertado era _callar y callemos_ y no alabarse. Porque de los blasones de las armas hacían los otros baldones. Y aun desde que dieron en lavarse en la fuente de la presunción y desvanecimiento, les salieron más manchas á la cara. Y unos otros se daban en rostro con las fealdades de allá de mil años. [Marginal: _Ninguno sin crimen._] Y fué de suerte, digo desdicha, que no quedó rostro sin lunar, ojo sin lagaña, lengua sin pelo, frente sin arruga, mano sin berruga, pie sin callo, espalda sin giba, cuello sin papera, pecho sin tos, nariz sin romadizo, uña sin enemigo, niña sin nube, cabeza sin remolino, ni pelo sin repelo. En todos había algo, que señalase con el dedo aquel malsín y de que se recelasen los otros. Y aun todos iban huyendo dél, diciendo á voces: ¡Guarda el ruincillo, guarda el maldiciente! ¡Oh maldita lengua! [Marginal: _Momo descubierto._] Conocieron con esto que era Momo y huyeran también, si no les emprendiera él mismo, preguntándoles: ¿qué buscan? Que parecían extraños en lo perdido. Respondiéronle venían en busca de la buena reina Honoria. Y él al punto: ¿Mujer y buena y en esta era? Yo lo dudo. En mi boca por lo menos no lo será. Yo las conozco todas y á todos y no hallo cosa buena. El buen tiempo ya pasó y con él todo lo bueno. En boca del viejo todo lo bueno fué y todo lo malo es. Con todo eso, yo os quiero hoy servir de brújula. Vamos discurriendo por la ciudad. Probemos ventura, que no será poca hallarla, siendo una de aquellas cosas de que piensa estar lleno el mundo, cuando más vacío. [Marginal: _Honra mundana._] Oyeron que estaba uno persuadiendo á otro perdonase á su enemigo y se quietase y respondía él: ¿Y la honra? Decíanle á otro que dejase la manceba y el escándalo de tantos años y él: No sería honra ahora. Á un blasfemo, que no jurase ni perjurase, y respondía: ¿En qué estaría la honra? Á un pródigo, que mirase á mañana, que no tendría hacienda para cuatro días: No es mi honra. Á un poderoso, que no hiciese sombra al rufián y al asesino: No es mi honra. Pues hombres de Barrabás, dijo Momo, ¿en qué está la honra? ¿No digo yo? Á otro lado oyeron decir á uno: Mirá fulano, en qué pone su honra. Y respondía éste: Y él ¿en qué la pone? Mirá éste, mirá aquél y miradlos á todos en qué la ponen. Decía un linajudo, muy preciado de honrado, que á él le venía muy de atrás, allá de sus antepasados, de cuyas hazañas vivía. Esa honra, señor mío, le dijo Momo, ya no huele bien; rancia está: tratad de buscar otra más plática. Poco importa la honra antigua, si la infamia es moderna. Y si no os vestís de las ropas de vuestros antepasados, porque no son al uso, ni salís un día con la martingala de vuestro abuelo, porque se reirían de tal vejedad, no pretendáis tampoco arrear el ánimo de sus honores; buscad en nuevas hazañas la honra al uso. No faltó quien les dijo hallarían la honra en la riqueza. No puede ser, dijo Momo, que honra y provecho no caben en ese saco. Encamináronse á casa de los hombres famosos y plausibles y hallaron se habían echado á dormir. Encontraron un caballero nuevo corriendo ilustre sangre y al punto dijeron: Éste sí que sabrá della. Halláronle, que estaba sudando y reventando, más que si llevara un mundo á cuestas. Gemía y suspiraba sin cesar. ¿Qué tiene este hombre?, dijo Andrenio. ¿De qué trasuda? ¿No ves, dijo Momo, aquel punto indivisible, que carga sobre sus hombros? Pues ése es el que le abruma. Mirá ahora, replicó Andrenio, qué Atlante parando espaldas á un cielo, qué Hércules apuntalando la monarquía de todo el mundo. [Marginal: _Punto de honra._] Pues ese puntillo, ponderó Momo, les hace á muchos sudar y tal vez reventar: por conservar aquel punto en que se metió ó le metieron anda toda la vida gimiendo, fáltanle las fuerzas, añádense las cargas, crecen los gastos, menguan las haciendas y el punto no ha de faltar. Si la habéis de hallar, les dijo uno, ha de ser en lo que arrastra. Honra, que va por tierra, ponerse ha de lodo, dijo Critilo. Digo que sí, que lo que arrastra honra. [Marginal: _Lo que honra, arrastra._] Eso no, saltó Momo. Yo digo al revés, que lo que honra arrastra y esta negra honrilla trae arrastrados á muchos. ¡Oh, á cuántos traen arrastrados las galas y cadenas de las mujeres, las libreas de los pajes, y andan corridos cuando más honrados! Dicen que hacen lo que deben. Yo digo al revés, que deben lo que hacen y dígalo el mercader y el oficial y los criados. Hallaron otro y otros muchos, que estaban echando los bofes y la misma hiel por la boca. Peor es esto, dijo Andrenio. Pues si en algunos se ha de hallar la honra, dijo Momo, ha de ser en éstos. ¿Y por qué? Porque revientan de honrados. Caro les cuesta la negra de la honrilla. Y lo peor es que, cuando más la piensan conseguir, entonces la alcanzan menos, perdiendo tal vez la vida y cuanto hay. No os canséis, dijo uno, que no la hallaréis en toda la vida, sino en la muerte. ¿Cómo en la muerte? Sí, que aquel día es el de las alabanzas y tras la muerte le hacen las honras. ¡Oh, qué donosa cosa!, dijo Andrenio. En un saco de tierra poca honra cabrá. Cara es la honra, que cuesta el morir y, si un muerto es tierra y nada, toda su honra será nonada. Mucho es, ponderaba Critilo, que ni hallemos á Honoria en su corte ni la honra en una tan populosa ciudad. Honra y en ciudad grande, dijo Momo, muy mal se encuadernan. En otro tiempo aún se hallara la honra en las ciudades; pero ya está desterrada de todas. Asegúroos que todo lo bueno se perdió en ésta, el día que echaron della aquel gran personaje, tan digno de eterna observación y conservación, á quien todos respetaban por su gran caudal y gobierno. El salía por una puerta ¡qué lástima! y todas las ruindades entraban por otra, ¡qué desdicha! ¿Qué varón fué ése, preguntaron, de tanta importancia y autoridad? Era el gobernador de la ciudad y aun dicen hijo de la misma reina Honoria. No había Licurgo como él ni hubo jamás república de Platón tan concertada como ésta. Todo el tiempo, que él la asistió, no se conocían vicios ni se sonaba un escándalo, no paraba malhechor ni ruin. [Marginal: _Don Pedro Pablo Zapata._] Porque todos le temían más que al mismo gobernador de Aragón. Más recababa su respeto, que las mismas leyes, y más le temían á él, que á las dos columnas del suplicio. Pero luego que él faltó, se acabó todo lo bueno. ¿No nos dirías quién fué un personaje tan insigne y tan cabal? [Marginal: _Provechos del qué dirán._] De verdad que era bien nombrado y me espanto mucho no deis en la cuenta. Éste era el prudente, el atento, el temido ¿_Qué dirán_?, sujeto bien conocido, que los mismos príncipes le respetaban y aun le temían, diciendo: ¿Qué dirán de un príncipe como yo, que debiendo ser el espejo, que compone todo el mundo, soy el escándalo, que lo descompone? ¿Qué dirán, decía el título, que no cumplo con mis obligaciones, siendo tantas, que degenero de mis antepasados, famosos héroes, que me dejaron tan empeñado en hazañas y yo me empeño en bajezas? ¿Qué dirán de mí, decía el juez, que atropello la justicia, debiéndola yo amparar y de juez me hago reo? Eso no dirán de mí. Cuando más acosada la casada, acordábase dél y decía: ¿Qué dirán de mí, que una matrona como yo de Penélope me trueco en Elena, que pago mal el buenproceder de mi marido con mi malparecer? Eso no, líbreme Dios de tan mal gusto. Hasta la recatada doncellita se conservaba en el jardín de su retiro, diciendo: ¿Yo, que soy una fragante flor, había de dar tan mal fruto? ¿Yo, siendo una rosa, ser risa del mundo? ¿Yo ver ni ser vista? ¿Yo, por hablar, dar qué decir? De eso me guardaré yo muy bien. ¿Qué dirán, decía la viuda, que á muerto marido, amigo venido, que del riego de mi llanto nace el verde de mis gustos, que tan presto trueco el requiem en aleluya? No dirán tal, decía el soldado, que yo me calce botas de fuina. ¿Qué dirán de un español, que entre galos soy gallina? ¿Qué dirían de un hombre de mis prendas, decía el sabio, que de alumno de Minerva me hago vil esclavo de Venus? ¿Qué dirán los mozos?, decía el viejo, y ¿qué dirán los viejos?, decía el mozo. ¿Qué dirán los vecinos?, decía el hombre de bien. Y con esto todos se recataban. ¿Qué dirían mis émulos?, decía el cuerdo, ¿qué buen día para ellos y qué mala noche para mí? ¿Qué dirían los súbditos?, decía el superior, y ¿qué diría el superior?, decían los súbditos. Desta suerte todo el mundo le temía y le respetaba y todo iba, no de concierto, pero muy concertado. Faltó él y faltó todo lo bueno ese mismo día. Todo está ya perdido, todo rematado. ¿Pues qué se hizo un Catón tan severo, un Licurgo tan regular qué se hizo? Que no pudiéndolo sufrir unos y otros, no pararon hasta echarle. [Marginal: _Ostracismo vulgar._] Bárbaro vulgar ostracismo se conjuró contra él y por ser bueno le desterraron al uso de hoy. Sabed que con el tiempo, que todo lo trastorna, fué creciendo esta ciudad, aumentándose en gente y confusión: que toda gran corte es Babilonia. No se conocían ya unos á otros, achaque de poblaciones grandes. Comenzaron con esto poco á poco á desestimar su gran gobierno, de ahí á no hacer caso dél, luego á atrevérsele. Como todos eran malos, no se espantaban unos de otros, no decían éstos de aquéllos; cada uno se miraba á sí y enmudecía, metía la mano en el seno y sacábala tan sarnosa, que no se picaba de la ajena. No decían ya ¿qué dirán?; sino ¿qué diré yo dél, que no diga él de mí y mucho más? Desta suerte, mancomunados todos, echaron fuera el ¿_Qué dirán_? y al punto se perdió la vergüenza, faltó la honra, retiróse el recato, huyó el pundonor. Ya no se atendía á obligaciones, con que todo se asoló. Al otro día la matrona dió en matrera, la doncella de vestal en bestial, el mercader á escuras, para dejar á ciegas, el juez se hizo parte con el que parte, los sabios con resabios, el soldado quebrado. Hasta el espejo universal se hizo común. Así que ya no hay honra ni se parece. He, no nos cansemos en buscar tarde lo que otros no pudieron hallar ni al mediodía. ¿Pues en una ciudad tan famosa?, ponderaba Critilo. [Marginal: _Honra desestimada._] Trocóse en fumosa, dijo Momo, con tanto humo y tanto hollín y todo confusión. Tú te engañas, replicó en alta voz un otro personaje, que allí se dejó ver, por ser bien visible en lo grueso y bienvisto en lo agradable, muy diferente de Momo y aun su antagonista en su aspecto, trato, genio, traje, hechos y dichos. ¿Qué sujeto es éste?, preguntó Andrenio á uno de los del séquito, que era tan mucho, como popular. Y respondióle: Bien dijiste, sujeto á todos y de todos. ¡Qué colorado que está! Como el que de nada se pudre. ¡Qué aprovechado! Trata de vivir. Parece hombre de lindos hígados y mejor melsa. ¿Cómo ha engordado tanto en estos tiempos? Come el pan de todos. Parece simple. Es conveniencia. Porque en siendo uno entendido es temido y luego aborrecido. No muestra saber de la misa la media. Harto sabe, pues sabe decir amén. ¿Y cómo se llama? Tiene muchos nombres y todos buenos. Unos le llaman el buen hombre, otros el buen Juan Escolán de Amén, _manja con tuti_, el buen pan, pasta real; pero su propio nombre en español es _sí, sí_, y en italiano _bono, bono_. [Marginal: _El contrario de Momo._] Y así como á Momo se le dió el nombre de _No, no_, que corrompida la ene por ignorancia ó malicia quedó en _Momo_: así á éste de _bono bono_ le quedó el _bo bo_, porque todo lo abona y todo lo alaba. Pues, aunque sea la más alta necedad, dice: Bueno, bueno. Al más solemne disparate: ¡Qué bien! Á la mayor mentira: Sí, sí. Al peor desacierto: Está bien. Á la más calificada bobería: ¡Lindamente! Desta suerte vive y bebe con todos y de todo engorda, que tiene linda renta en la ajena bobería. Pues si eso es, llamáranle Eco de la necedad. Pero díme: ¿cómo no le tuvieron por dios los antiguos, así como á Momo y con más razón, por ser más plausible y más agradable? Hay mucho que decir en eso. Sienten unos que, aunque siempre trata de lisonjear, como cada uno piensa que se le debe lo que se le dice, ninguno lo agradece. Sirve á muchos y ninguno le paga y morirá comido de lobos. Otros dicen que realmente no es de provecho en el mundo, antes de mucho daño. Lo cierto es que la malicia humana no ha estimado tanto sus simplicidades, cuanto temido las quemazones de Momo. Alborotóse mucho éste, luego que le vió. Trabóse entre los dos una reñida pendencia. Acudieron todos los apasionados de ambos, haciéndose á dos bandas. [Marginal: _Lisonja perniciosa._] Los sátrapas, los críticos, entendidos, bachilleres, podridos, caprichosos, satíricos y maldicientes, se empeñaron por Momo. Al contrario, los panarras, buenos hombres, amenistas, lisonjeros, sencillos y buenas pastas se hicieron á la banda de Bobo. Critilo y Andrenio se estaban á la mira, cuando se llegó á ellos un prodigioso sujeto y les dijo: No hay mayor necedad que estárselas oyendo. Si venís en busca de la Honra, seguidme, que yo os guiaré adonde está la honra del mundo entero. Dónde los llevó y dónde realmente la hallaron se queda para otra Crisi. CRISI XII _El trono del mando._ Competían las Artes y las Ciencias el soberano título de reina, sol del entendimiento y augusta emperatriz de las letras. Después de haber hecho la salva á la sagrada Teología, verdaderamente divina, pues toda se consagra á conocer á Dios y rastrear sus infinitos atributos, [Marginal: _Competencia de las Ciencias._] habiéndola sublimado sobre sus cabezas y aun sobre las estrellas, que fuera indecencia adocenarla, prosiguióse la competencia entre todas las demás, que se nombran de las tejas abajo luceros de la verdad y nortes seguros del entendimiento. Viéronse luego hacer de parte de ambas filosofías todos los mayores sujetos, los ingeniosos á la banda de la natural y los juiciosos de la moral, señalándose entre todos Platón, eternizando divinidades, y Séneca sentencias. No fué menos numeroso ni lucido el séquito de la humanidad, gente toda de buen genio. Y entre todos un discreto de capa y espada, habiendo arengado por ella, concluyó diciendo: ¡Oh plausible Enciclopedia, que á ti se reduce todo el plático saber! Tu mismo nombre de humanidad dice cuán digna eres del hombre. Con razón los entendidos te dieron el apellido de las Buenas Letras, que entre todas las Artes tú te nombras en pluralidad la buena. Pero ya Bártulo y Baldo comenzaron á alegar por la Jurisprudencia, acotando entre los dos docientos textos con memoriosa ostentación. Probaron con evidencia que ella había hallado aquel maravilloso secreto de juntar honra y provecho, levantando los hombres á las mayores dignidades, hasta la suprema. Riéronse desto Hipócrates y Galeno, diciendo: Señores míos, aquí no va menos que la vida. ¿Qué vale todo sin salud? Y el complutense Pedro García, que desmintió lo vulgar de su renombre con su fama, ponderaba mucho aquel haber encargado el divino Sabio el honrar los médicos, no los letrados ni los poetas. Aquí de la Honra y de la Fama, blasonaba un historiador. Esto sí que es dar vida y hacer inmortales las personas. He, que para el gusto no hay cosa como la Poesía, glosaba un poeta. Bien concederé yo que la Jurisprudencia se ha alzado con la honra, la Medicina con el provecho; pero lo gustoso, lo deleitable quédese para los canoros cisnes. ¿Pues qué y la Astrología, decía un matemático, no ha de tener estrella, cuando se carea con todas y se roza con el mismo sol? He, que para vivir y para valer, decía un ateísta, digo un estadista, á la Política me atengo. Ésta es la ciencia de los príncipes y así ella es la princesa de las ciencias. Desta suerte corría la pretensión á todo discurrir, cuando el gran canceller de las letras, digno presidente de la docta academia, oídas las partes y bien ponderadas sus eficacísimas razones, dió muestras de pronunciar sentencia. Calmó en un punto el confuso murmullo y fué tanta la atención, cuanta la expectación. Allí se vió todo pedante sacar cuello de cigüeña, plantar de grulla, atisbar de mochuelo y parar oreja de liebre. En medio de tan antonina suspensión, que ni una mosca se oía, desabrochando el pecho el severo presidente, sacó del seno un libro enano, no tomo, sino átomo, de pocas más que doce hojas, y levantándole en alto á toda ostentación, dijo: [Marginal: _Práctico saber._] Ésta sí que es la corona del saber, ésta la ciencia de ciencias, ésta la brújula de los entendidos. Estaban todos suspensos admirándose y mirándose unos á otros, deseosos de saber qué arte fuese aquélla, que según parecía no se parecía y dudaban del desempeño. Volvió él segunda vez á exagerar: Éste sí que es el plático saber, ésta la arte de todo discreto, la que da pies y manos y aun hace espaldas á un hombre. Ésta la que del polvo de la tierra levanta un pigmeo al trono del mando. Cedan las Auténticas del César, retírense los Aforismos del médico, llamados así, ya por lo desaforado, ya porque echan fuera del mundo á todo viviente. ¡Oh qué lición ésta del valer y del medrar! Ni la política ni la filosofía ni todas juntas alcanzan lo que ésta con sola una letra. Crecía á varas el deseo con tanta exageración y más por extrañarse en la boca de un atento. Finalmente, dijo, este librito de oro fué parto noble de aquel célebre gramático, prodigioso desvelo de Luis Vives y se intitula: _De Conscribendis epistolis_; Arte de escribir... No pudo acabar de pronunciar cartas, porque fué tal la risa de todo aquel erudito teatro, tanta la tempestad de carcajadas, que no pudo en mucho rato tomar la vez ni la voz para desempeñarse. Volvía ya á esconder el librillo en el seno con tal severidad, que bastó á serenarlos, y muy compuesto les dijo: Mucho he sentido el veros hoy tan vulgarizantes. Sólo puede ser satisfación el reconoceros desengañados. [Marginal: _Dictar una Carta._] Advertí que no hay otro saber en el mundo todo, como el saber escribir una carta. Y quien quisiere mandar, platique aquel importante aforismo: _Qui vult regnare, scribat_, quien quiere reinar, escriba. Este ponderativo suceso les refirió un ni persona ni aun hombre, sino sombra de hombre, rara visión y al cabo nada. Porque ni tenía mano en cosa ni voz ni espaldas ni piernas que hacer ni podía hombrear ni en toda su vida se vió hecha la barba. Tanto, que admirado Andrenio, le preguntó: ¿Eres ó no eres? Y si eres, ¿de qué vives? Yo, dijo, soy sombra y así siempre ando á sombra de tejado. Y no te espantes, que los más en el mundo no nacieron más que para ser sombras de la pintura, no luces ni realces. Porque un hermano segundo ¿qué otra cosa es sino sombra del mayorazgo? El que nació para servir, el que imita, el que se deja llevar, el que no tiene sí ni no, el que no tiene voto proprio, cualquiera que depende ¿qué son todos, sino sombras de otros? Creedme, que los más son sombras. Que aquéllos las hacen y éstos les siguen. La ventura consiste en arrimarse á buen árbol, para no ser sombra de un espino, de un alcornoque, de un quejigo. Por eso yo voy en busca de algún gran hombre, para ser sombra suya y poder mandar el mundo. ¿Tú, replicó Andrenio, mandar? Sí, pues muchos, que fueron menos y aun nada, hay llegado á mandarlo todo. Yo sé que me veréis bien presto entronizado. Dejá que lleguemos á la corte: que, si ahora soy sombra, algún día seré asombro. Vamos allá y allí veréis la honra del mundo en el ínclito, justo y valeroso Ferdinando Augusto. [Marginal: _Honra y virtud._] Él es la honra de nuestro siglo, la otra columna del non plus ultra de la fe, trono de la justicia, basa de la fortaleza y centro de toda virtud. Y creedme que no hay otra honra, sino la que se apoya en la virtud; que en el vicio no puede haber cosa grande. Alegráronse mucho ambos peregrinos, viendo se acercaban á aquella ciudad, estancia de su buscada prenda y término de su felicidad deseada. [Marginal: _Corte de Cortes._] Vieron ya campear en la superioridad de la más alta eminencia una imperial ciudad, la primera que los solares rayos coronan. Fuéronse acercando y admirando un número sin cuenta de gentes, anhelando todos en su falda por subir á su corona. Para más satisfacerse ambos peregrinos, preguntaron si era aquella la corte. ¿Pues no se da bien á conocer, les respondieron, en la muchedumbre de impertinentes? Ésta es la corte y aun todas las cortes en ella. Éste es el trono del mando, donde todos revientan por subir y así llegan reventados, unos á ser primeros, otros á ser segundos y ninguno á ser postrero. Vieron que echaban algunos, bien pocos, por el rodeo de los méritos; mas era un acabar de nunca acabar. El más manual, más que el de las letras, del valor y virtud, era el del oro; pero la dificultad consistía en fabricarse escala. Que de ordinario los más beneméritos suelen ser los más imposibilitados. Echáronle á uno por favor, más que por elección, una escala de lo alto y él, en estando arriba, la retiró, porque ningún otro subiese. Al contrario, otro arrojó desde abajo un gancho de oro y enganchóse en las manos de dos ó tres, que estaban arriba, con que pudo trepar ligero. [Marginal: _Volatines de la ambición._] Y déstos había raros volatines de la ambición, que por maromas de oro volaban ligerísimos. Estaba votando uno y blasfemando. ¿Qué tiene éste?, preguntó Andrenio. Y respondiéronle: Echa votos, por los que le han faltado. Lo que más admiraron fué que, siendo la subida muy resbaladiza y llena de deslizaderos, llegó uno y comenzó á untarlos con un unto, que en lo blanco parecía jabón y en lo brillante plata. ¡Hay más calificada necedad!, decía. Pero él Asombrado: Aguardá, dijo, y veréis el maravilloso efeto. Fuélo harto, pues en virtud desta diligencia pudo subir con ligereza y seguridad, sin amagar el menor vaivén. [Marginal: _Untar para no resbalar._] ¡Oh gran secreto, exclamó Critilo, untar las manos á otros, para que no se le deslicen á él los pies! Ostentaban algunos prolijas barbas, torrentes de la autoridad, que, cuando más afectan ciencia, descubren mayor legalidad. ¿Por qué éstos, preguntó Andrenio, no se hacen la barba? ¡Oh, respondió el Asombrado, porque se la hagan! Reconocieron uno, que parecía necio y realmente lo era, según aquel constante aforismo, que son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen. Y con ser incapaz, había muchos entendidos, que le ayudaban á subir y lo diligenciaban por todas las vías posibles, no cesando de acreditarle de hombre de gran testa, contra todo su dictamen, de gran valor y muy cabal para cualquier empleo. ¿Qué pretenden estos sabios, reparó Critilo, con favorecer á este tonto, procurando con tantas veras entronizarle? ¡Oh!, dijo el Asombro, ya espanto, ¿no veis que, si éste sube una vez al mando, que ellos le han de mandar á él? Es testa de ferro, en quien afianzan ellos el tenerlo todo á su mano. ¡Oh lo que valía aquí una onza de pía afición y un amigo un Perú, sobre todo, un pariente, aunque sea cuñado! Porque decían: ¡De los tuyos hayas! Mas Critilo, anteviendo tantas y tan inaccesibles dificultades, trataba de retirarse, consolándose á lo zorro de los racimos y diciendo: He, que el mandar, aunque es empleo de hombres, pero no felicidad. Y cierto, ponderaba, que para gobernar locos es menester gran seso y para regir necios, gran saber. Yo renuncio á los cargos por sus cargas. Y encogiendo los hombros, volvía las espaldas. Detúvole el Asombro con aquella paradoja sentencia, para unos de vida y de muerte para otros: [Marginal: _Monarca ó loco._] Que un hombre había de nacer ó rey ó loco; no hay medio, ó César ó nada. ¿Qué sabio, decía, puede vivir sujeto á otro y más á un necio? Más le vale ser loco, no tanto para no sentir los desprecios, cuanto para dar luego en rey de imaginación y mandar de fantasía. Yo, con ser sombra, no me tengo por desahuciado de llegar al mando. ¿Pues en qué confías?, dijo Andrenio. Cuando se oyó una voz, que desde lo más alto decía: Allá va, allá va. Estaban todos suspensos en expectación de qué vendría, cuando vieron caer á los pies de la Sombra unas espaldas de hombre y muy hombre, fuertes hombros y trabadas costillas. Asegundó el grito: Allá van. Y cayeron dos manos con sus brazos tan rollizos, que parecía cada uno un brazo de hierro. Desta suerte fueron cayendo todas las prendas de un varón grande. Estaban los circunstantes atónitos de ver el suelo poblado de humanos miembros; mas la Sombra los fué recogiendo todos y revistiéndoselos de uno en uno, con que quedó muy persona, hombre de poder y valer. Y el que antes parecía nada y podía nada y era tenido en nada, se mostró ahora un tan estirado gigante, que todo lo podía. De modo que uno le hizo espaldas, otro la barba. No faltó quien le dió la mano ni quien le fuese pies. Conque pudo hacer piernas y hombrear. Hasta entendimiento tuvo quien le diese. En viéndose hombre, trató de subirse á mayores y pudo y aun prestar favor á sus camaradas, á quienes hizo espaldas para su mayor ascenso. [Marginal: _La fuente del olvido._] Toparon en la primera grada del medrar una fuente rara, donde todos se prevenían para la gran sed de la ambición y causaba contrarios efectos. Uno de los más notables era un olvido tan estraño de todo lo pasado, que no sólo se olvidaban de los amigos y conocidos de antes, causándoles increíble pesadumbre ver testigos de su antigua bajeza; pero de sus mismos hermanos. Y aun hubo hombre tan bárbaramente soberbio, que desconoció el padre, que le engendró, borrando de su memoria todas las obligaciones pasadas, los beneficios recibidos, favoreciendo hechuras nuevas, queriendo antes ser acreedores, que obligados. Más estimaban fiar, que pagar. Pero ¿qué mucho, si llegaron los más á olvidarse de sí mismos y de lo que habían sido, de aquellos principios de charcos, en viéndose en alta mar, y de todo cuanto les pudiera acordar su basura, obligándoles á deshacer la rueda? Infundía una ingratitud increíble, una tesura enfadosísima, una estrañez notable y al fin mudaba un entronizado totalmente, dejándole como elevado, que ni él se conocía ni los otros le acababan de conocer. ¡Tanto mudan las honras las costumbres! Llegaron á lo alto en ocasión, que todos andaban turbados y la corte alborotada, por haber desaparecido uno de los mayores monarcas de la Europa y, habiéndole buscado por cien partes, no le podían descubrir. Sospechaban algunos se habría perdido en la caza: que no sería el primero. Que en casa de algún villano habría hecho noche, despertando de su gran sueño y cenando desengaños el que tan ayuno vivía de verdades. [Marginal: _Príncipe de Estrella._] Mas llegó el día y no pareció. Era grande y general el sentimiento, porque era amado de todos por sus grandes prendas, príncipe de estrella, que no es poco. No quedó Yuste, San Dionís, Casa de Campo, bosque ni jardín, donde no le buscasen. Hasta que finalmente le hallaron donde menos pensaban ni pudiera imaginarse, pues en un mercado, entre los ganapanes y esportilleros, vestido como uno dellos, porteando tercios y alquilando sus hombros por un real. Quedaron atónitos de verle tan trocado, comiendo un pedazo de pan con más gusto que en su palacio los faisanes. Estuvieron por un gran rato suspensos, sin acertar á decir palabra, no acabando de creer lo que veían. Quejáronsele con el debido sentimiento de que hubiese dejado su real trono y se hubiese abatido á un empleo tan soez. Mas él les respondió: En mi palabra, que es menos pesada la mayor carga déstas, aunque sea de muchas arrobas de plomo, que la que he dejado. El tercio más cantioso me parece una paja, respeto de un mundo acuestas y que me lo han agradecido mis hombros. ¿Qué cama de brocado como este suelo, sin cuidados, donde he dormido más estas cuatro noches, que en toda mi vida? Suplicábanle volviese á su grandeza; mas él: [Marginal: _Rey de sí mismo._] Dejadme estar, respondió, que ahora comienzo á vivir: ya me gozo y soy rey de mí mismo. Pues, señor, volviéronle á hacer instancia, ¿cómo un príncipe de tan alto genio ha podido humanarse á conversar con tan vil canalla, horrura mayor del vulgo? He, que no se me ha hecho de nuevo. ¿No andaba yo en el palacio rodeado de truhanes, simples, enanos y lisonjeros, peores sabandijas, á dicho de un rey Magnánimo? Rogáronle unos y otros volviese al mando y él por última resolución les dijo: Andad, que, habiendo probado ya esta vida, gran locura sería volver á la pasada. Trataron de elegir otro, que debía ser en Polonia, y pusieron la mira en uno, nada niño y mucho hombre, [Marginal: _Prendas majestuosas._] de gran capacidad y valor, de gran inteligencia y ejecución, con otras mil prendas majestuosas, así de hombre como de rey. Presentáronle la corona; mas él, tomándola en sus manos y sospesándola, decía: Á gran peso, gran pesar. ¿Quién podrá sufrir un dolor de cabeza de por vida? Tú pesando y yo pensando. Pidió que por lo menos se la sustentase con dos manos un hombre de valor, porque no cargase todo el peso sobre su cabeza. Mas díjole el venerable presidente del parlamento: Eso, Sire, más sería tener el otro la corona en su mano, que vos en la cabeza. Llegó á vestirse la rica y vistosa púrpura y, hallándola forrada, no en martas de piedad, sino en erizos de pena, vestíasela algo holgada. Mas diciéndole el maestro de ceremonias se la había de ceñir de modo, que quedase bien ajustada, comenzó á suspirar por un pellico. Pusiéronle el cetro en la mano y fué tal el peso, que preguntó si era remo, temiendo más tempestades, que en el golfo de León. Era cuanto más precioso más pesado y tenía por remate, no las hojas de una flor, sino los ojos en frutos: un ojo muy vigilante, que valía por muchos. Preguntó qué significaba y el gran Canceller le dijo: [Marginal: _Cetros con ojos._] Está haciéndoos del ojo y diciendo: Sire, ojo á Dios y á los hombres, ojo á la adulación y á la entereza, ojo á conservar la paz y acabar la guerra, ojo al premio de los unos y al apremio de los otros, ojo á los que están lejos y más á los que están cerca, ojo al rico y oreja al pobre, ojo á todo y á todas partes. Mirad al cielo y á la tierra, mirad por vos y por vuestros vasallos. Todo esto y mucho más está avisando este ojo tan dispierto. Y advertí que, si tiene ojos el cetro, también tiene alma, como lo experimentaréis, tirando de la parte inferior. [Marginal: _Cetros con alma._] Ejecutólo y desenvainó un acicalado estoque: que es la justicia el alma del reinar. Leyéronle las leyes y pensiones de su cargo, que decían, la primera, no ser suyo, sino de todos; no tener hora propria, todas ajenas; ser esclavo común, no tener amigo personal, no oir verdades, lo que sintió mucho; haber de dar gusto á todos, contentar á Dios y á los hombres, morir en pie y despachando. Basta, dijo, que yo también me acojo al sagrado de la libertad y desde ahora renuncio una corona, que se llamó así del corazón y sus cuidados, una púrpura felpada de cambrones, un cetro, remo y un trono, potro de dar tormento. Acercósele un monstruo ó ministro y díjole al oído que tratase de tomar los cargos y no las cargas. Reine, decía su madre, aunque me cueste la vida. Tocaron á aplauso los coribantes, embelesándole con ruidosa pompa, en que salió cortejado de la noble bizarría y aclamado de la populosa vulgaridad. En medio della estaba Andrenio, ponderando la majestuosa felicidad del nuevo príncipe, cuando un estremado varón, llegándose á él, le dijo: ¿Crees tú que éste, que ves, es el príncipe que manda? ¿Cuál, pues, si éste no?, respondió Andrenio. Y él: ¡Oh cómo te engañas de barra á barra! Y mostrándole un esclavo vil con su argolla al cuello, cadena al pie, arrastrando un grande globo: Éste es, le dijo, el que manda el mundo. Túvolo ó por necedad ó por chiste y comenzóle á solemnizar. Mas él se fué desempeñando á toda seriedad: Porque mira, le dijo, aquella gran bola de hierros, ¿qué puede ser, sino el mundo, que él le trae al retortero? ¿Ves aquellos eslabones? Pues aquélla es la dependencia, aquel primero es el príncipe; aunque tal vez, sacando bien la cuenta, es el tercero, el quinto y tal vez el décimotercio. El segundo es un favorecido. Á éste le manda su mujer. Ella tiene un hijuelo en quien idolatra. El niño está aficionado á un esclavo, que pide al rapaz lo que se le antoja. Éste llora á su madre, ella importuna á su esposo, él aconseja al príncipe, que decreta de suerte que de eslabón en eslabón viene el mundo á andar rodando entre los pies de un esclavo, errado de sus pasiones. Pasó el triunfo, que de todo triunfa el tiempo, y guiándoles el Varón de estremos, haciéndolos, llegaron á una gran plaza, donde cuatro ó seis personajes muy ahorrados, sin ahorrarse con ninguno y aforrándose de todos, estaban jugando á la pelota. Éste la arrojaba á aquél y aquél al otro, hasta que volvía al primero, pasando círculo político, que es el más vicioso, rodando siempre entre unos mismos, sin salir jamás de sus manos. Todos los demás estaban mirando, que no hacían otro que ver jugar. Reparó Critilo y dijo: Ésta parece la pelota del mundo entre cuero y viento ó borra. Y éste es, respondió el Estremado, el juego del mando, éste el gobierno de todas las comunidades y repúblicas. Unos mismos son los que mandan siempre, sin dejar tocar pelota á los demás. Que no hay política, que no tenga sus faltas y sus azares. Pero si me creéis, dejaos de todo mentido mando y seguidme, que yo os prometo mostrar el señorío real, que es el verdadero. Aquí hacemos alto, respondió Critilo. El mayor favor sería guiarnos á casa de aquel ínclito marqués, embajador de España, cuya casa es nuestro centro, donde pensamos poner término á nuestra prolija peregrinación, hallando nuestra felicidad deseada. Lo que les respondió y sucedió aquí, relatará la Crisi siguiente. CRISI XIII _La jaula de todos._ Crece el cuerpo hasta los veinte y cinco años y el corazón hasta los cincuenta; mas el ánimo siempre. ¡Gran argumento de su inmortalidad! Es la edad varonil el mejor tercio de la vida, como la que está en el medio. Llega ya el hombre á su punto, el espíritu á su sazón, el discurso es sustancial, el valor cumplido y el dictamen de la razón muy ajustado á ella. Al fin todo es madurez y cordura. Desde este punto se había de comenzar á vivir; mas algunos nunca comenzaron y otros cada día comienzan. Ésta es la reina de las edades y, si no perfecta absolutamente, con menos imperfecciones. [Marginal: _Las tres libreas del hombre._] Pues no ignorante como la niñez ni loca como la mocedad ni pesada ni pasada como la vejez; que el mismo sol campa de luces al mediodía. Tres libreas de tres diferentes colores da en diversas edades la naturaleza á sus criados. Comienza por el rubio y purpurante en la aurora de la niñez; al salir del sol de la juventud, gala de color y de colores; pero viste de negro y de decencia la barba y el cabello en la edad varonil, señal de profundos pensamientos y de cuidados cuerdos; fenece con el blanco, quedándose en él la vida, que es el buen porte de la virtud, librea de la vejez lo cándido. Había Andrenio llegado á la cumbre de la varonil edad, cuando ya Critilo iba descaeciendo cuesta abajo de la vida y aun rodando de achaque en achaque. Íbales convoyando aquel varón raro, muy de la ocasión. Porque, aunque habían topado otros bien prodigiosos en el discurso de tan varia vida, que quien mucho vive, mucho experimenta; mas éste les causó harta novedad. Porque crecía y menguaba como él quería. [Marginal: _Gigante enano._] Estirábase, cuando era menester, iba sacando el cuerpo, alzaba cabeza, levantaba la voz y hombreábase de modo, que parecía un gigante tan descomunal, que hiciera cara al mismo capitán Plaza y aun á Pepo. Por otro estremo, cuando á él le parecía, se volvía á encoger y se empequeñecía de modo, que parecía un pigmeo en lo poco y un niño en lo tratable. Estaba atónito Andrenio de ver una virtud tan variable. No te admires, le dijo él mismo. Que yo con los que tratan de empinarse y levantarse á mayores, con los que quieren llevar las cosas de mal á mal, también sé hacer piernas; pero con los que se humillan y llevan las cosas de bien á bien me allano de modo, que de mi condición harán cera, cuando más sincera. Que tengo por blasón perdonar á los humildes y contrastar los soberbios. Éste, pues, hombre por estremos, habiéndoles desengañado de que el marqués embajador, que ellos buscaban, no asistía ya en la corte imperial, sino en la romana con negocios de extraordinaria grandeza, y habiendo ellos resuelto, después de mucha desazón y sentimiento, proseguir el viaje de su vida hasta conseguir su alejada felicidad y marchar á la astuta Italia, ofrecióles el voluntario gigante su compaña hasta los Alpes canos, distrito ya de la sonada Vejecia. Y porque me empeñé, decía, en mostraros el señorío verdadero, sabed que no consiste en mandar á otros, sino á sí mismo. ¿Qué importa sujete uno todo el mundo, si él no se sujeta á la razón? Y por la mayor parte, los que son señores de más, suelen serlo menos de sí mismos. Y tal vez el que más manda más se desmanda. El imperio no es felicidad, sino pensión; pero el ser señor de sus apetitos es una inestimable superioridad. [Marginal: _Tiranía de pasiones._] Asegúroos que no hay tiranía como la de una pasión y, sea cualquiera, ni hay esclavo sujeto al más bárbaro africano, como el que se cautiva de un apetito. ¡Cuántas veces querría dormir á sueño suelto el necio amante y dícele su pasión: Quita, perro, que no se hizo para ti ese cielo; sino un infierno de estar suspirando toda la noche á los umbrales de la desvanecida belleza! Quisiera el mísero engañar, si no satisfacer, su hambre canina y dícele su codicia: Anda, perro, ni una sed de agua y siempre de dinero. Suspira el ambicioso por la quietud dichosa y grítale el deseo de valer: Hola, perro, anda aperreado toda la vida. ¿Hay Berbería tan bárbara cual ésta? He, que no hay en el mundo señorío como la libertad del corazón. Eso sí que es ser señor, príncipe, rey, y monarca de sí mismo. Esta sola ventaja os faltaba para llegar al colmo de una inmortal perfección; todo lo demás habíais conseguido, el honroso saber, el acomodado tener, la dulce mitad, el importante valor, la ventura deseada, la virtud hermosa, la honra autorizada, y desta vez el mando verdadero. ¿Qué os ha parecido, preguntó el agigantado camarada, de los bravos alemanes? Grandes hombres, iba á decir Critilo, cuando perturbó su definición uno, que parecía venir huyendo en lo desalentado y á gritos maldistintos repetía: ¡Guarda la fiera, guarda la mala bestia! No dejaron de asustarse y más, cuando oyeron repetir lo mismo á otro y á otros, que todos volvían atrás de espanto. ¿Es posible, dijo Andrenio, que jamás nos hemos de ver libres de monstruos ni de fieras, que toda la vida ha de ser arma? Trataban de huir y ponerse en cobro, cuando volviéndose hacia su camarada el Gigante, no le vieron, pero le sintieron metido en uno de sus zapatos, tamañito. Creció su espanto, creyendo fuese efeto del miedo; mas él, con voz intrépida les animó, diciendo: No temáis, no, que ésta no es desdicha, sino suerte. ¿Cómo suerte, gritó uno de los fugitivos, si está ahí una fiera tan cruel, que no perdona al hombre más persona? ¿Cómo nos guías por aquí?, instó Critilo. Y él: Porque es el camino de más ventajas, el de los grandes hombres, y esa fiera tan temida no es para mí asombro, sino trofeo. Dábase á las furias, oyendo esto Andrenio, y preguntóle á uno de los menos asustados: ¿No me diríais, qué fiera es ésta? ¿Vístela tú? Y aun he experimentado, respondió, por desgraciada dicha su fiereza. Éste es un monstruo tan ruin como desapiadado, que sólo se sustenta de hombres muy personas. Cada día le han de echar para su pasto el mejor hombre, que se conoce, un héroe; y por el mismo caso que es conocido y nombrado, el sujeto más eminente, ya en armas, ya en letras, ya en gobierno; y si mujer, la más linda, la más bella, y luego la despedaza rosa á rosa, estrella á estrella, y se la traga; que de las feas y fieras como él no hace caso. Todos los famosos hombres peligran. En habiendo un sabio, un entendido, al punto le huele de mil leguas y hace tales estragos, que sus mismos conocidos se le traen y tal vez sus propios hermanos. Que el primer hombre, que despedazó, un hermano suyo le condujo. Es cosa lastimosa ver un gran soldado, cuanto más valiente y hazañoso, cómo perece, hecho víctima de su vilísima rabia. ¿Pues qué, á los valientes se atreve? ¿Cómo, si se atreve? Al mismo Torrecuso, al animoso Cantelmo, al mismo duque de Feria y otros tan excelentes. ¿Fiero monstruo de deshacer todo lo bueno? Pues ved cómo lo malea con dientes, con la lengua, hasta con el gestillo, con el modillo y de todas maneras. ¡Qué buen gusto debe tener!, dijo Critilo. Antes no, pues todo lo bueno le sabe mal y no lo puede tragar, aunque muerde lo mejor. Y si tal vez se lo traga, porque lo cree, no lo puede digerir, porque no se le cuece. Tiene malísimo gusto y peor olfato, oliendo de cien leguas una eminencia y rabia por deshacerla. Y así yo doy voces: Afuera, lindas; á huir, sabios; guardaos, valientes; alerta, príncipe: que viene, que llega rabiando la apocada bestia: ¡guarda, guarda! He, aguarda, dijo el ya Enano gigante. Por lo menos no puedes negar que es grande quien así se ceba en todas las cosas grandes. Antes es muy poca cosa y, aunque no hinca el diente venenoso, sino en lo que sobresale, es de todas maneras ruin y revienta cada día. No hay cosa más pestilente que su aliento, como salido de tan fatal boca, mala lengua y peores entrañas. Yo la he visto eclipsar el sol y deslucir las mismas estrellas. Los cristales empaña y la plata más brillante desdora. De suerte que, en viendo alguna cosa excelente y rara, la toma de ojo y de tema. ¿No hay un paladín, que degüelle esa horca tan perjudicial?, preguntó Andrenio. ¿Quién la ha de matar? No los pequeños, que no les hace daño; antes los venga y consuela. No los grandes hombres, porque ella acaba con todos. ¿Pues quién le ha de emprender? ¿Es bruto, ó persona? Algo, aunque poco, tiene de hombre, de mujer mucho y de fiera todo. Ya en esto venía para ellos un rayo en monstruo, dando crueles dentelladas, espumando veneno: Aquí el remedio es, gritó el ya Enano, y mucho menos, no sobresalir en cosa, no lucir ni campear, no ostentar prenda alguna. Así lo platicaron y la que venía rechinando colmillos y relamiéndose en espumajos de veneno, viéndoles que tan poco sobresalían y que el imaginado Gigante era un pigmeo, no dignándose ni aun de mirarles, los despreció, dando la vuelta á su poquedad y vileza. ¿Qué os ha parecido de la monstruosa vieja?, preguntó el ya otra vez Gigante. Y Critilo: Yo dudé si era el Ostracismo moderno, que á todos los insignes varones destierra y querría echar del mundo, no más de porque lo son. En oliendo un docto, le hace proceso de excelente hombre y le condena á no ser oído; al esclarecido á deslucido; al valiente le hace cargos, transformándole las proezas en deméritos; al mayor ministro y de mejor gobierno le publica por insufrible; la hermosura mayor, á no ser vista; y al fin, toda eminencia, que vaya fuera y se le quite delante. ¿Y eso ejecutaban hombres de juicio en Atenas?, replicó Andrenio. Y hoy pasa en hecho de verdad, le respondió. ¿Y dónde van á parar tantos buenos? ¿Dónde? Los valientes á Estremadura y la Mancha, los buenos ingenios á Portugal, los cuerdos á Aragón, los hombres de bien á Castilla, las discretas á Toledo, las hermosas á Granada, los bellos decidores á Sevilla, los varones eminentes á Córdoba, los generosos á Castilla la Nueva, las mujeres honestas y recatadas á Cataluña y todo lo lucido á parar en la corte. Á mí me pareció, dijo Andrenio, en aquel mirar de mal ojo, en el torcer de boca, en el hacer gestillos, en el modillo de hablar y en el enfadillo que era la Envidia. La misma, respondió el Gigante; aunque ella lo niega. Libres ya de envidiados y envidiosos, llegaron á un paso inevitable, donde asistía muy de asiento un varón muy de propósito. Éste era el que tenía en su mano la justa medida de los entendimientos, de cómo han de ser. Y era cosa rara que, llegando cada instante unos y otros á medirse, ninguno se ajustaba de todo punto. Unos se quedaban muy cortos á tres ó á cuatro dedos de necios. Ya por esto, ya por lo otro. Uno, porque, aunque en unas materias discurría, en otras no acertaba. Éste era ingenioso, pero cándido; aquél docto, pero rústico. De modo, que ninguno venía cabal del todo. Al contrario, otros pasaban del coto y eran bachilleres, resabidos, sabihondos y aun casi locos. Hablaban unos bien; pero se escuchaban. Sabían otros; pero se lo presumían. Y todos éstos enfadaban. Así que unos por cortos, otros por largos, unos por carta de más, otros de menos, todos perdían. Á unos les faltaba un pedazo de entendimiento y á otros les sobraba. Cuál y cuál, uno entre mil, venía á ser de la medida y aun quedaba en opiniones. En viendo el juicioso varón que uno no llegaba ó un otro se pasaba, los mandaba meter en la gran jaula de todos, llamada así por los infinitos, de que siempre estaba llena. Que de loco ó simple, raro es el que se escapa, los unos porque no llegan, los otros porque se pasan, condenándose todos, unos por tontos, otros por locos. Comenzó á vocearles uno de los que ya estaban dentro y decía: Entrad acá, no tenéis que mediros, que todos somos locos, los muchos y los pocos. Tomáronse la honra, que en la tierra de los necios, el loco es rey, y guiados de su gran hombre, entraron allá. Vieron cómo los más andaban, pero no discurrían. Cada uno con su tema y alguno con dos y tal con cuatro. Había caprichosas setas y cada uno celebraba la suya: el uno de entendido, el otro de decidor, éste de galán, aquél de bravo, tal de linajudo y cuál de afectado, de enamorados muchos, de descontentos de todo algunos. Los graciosos muy desgraciados, los dejados muy fríos, los porfiados insufribles, los singulares señalados, los valientes furiosos, los muy voluntarios fáciles, los encarecedores desacreditados, los tiesos enfadosos, los vulgares desestimados, los juradores aborrecidos, los descorteses abominados, los rencillosos malquistos, los artificiosos temidos. Admirado Andrenio de ver tan trascendente locura, quiso saber la causa y dijéronle. Advertí que ésta es la semilla, que más cunde hoy en la tierra, pues da á ciento por uno y en partes á mil. Cada loco hace ciento y cada uno déstos otros tantos, y así en cuatro días se llena una ciudad. Yo he visto llegar hoy una loca á un pueblo y mañana haber ciento imitadoras de sus profanos trajes. Y es cosa rara que cien cuerdos no bastan hacer cuerdo un loco y un loco vuelve orates á cien cuerdos. De nada sirven los cuerdos á los locos. Éstos sí hacen gran daño á aquéllos: es en tanto grado, que ha acontecido poner un loco entre muchos y muy cuerdos por ver si se remediaría. Y como en todo cuanto hablaba y hacía le repugnaban, comenzó á dar gritos, diciendo que le sacasen de entre aquellos locos, si no querían que perdiese el juicio en cuatro días. Era de ponderar, cuáles procedían, sin parar un punto ni reparar en cosa y todos fuera de sí y metidos en otro de lo que eran y tal vez todo lo contrario. Porque el ignorante se imaginaba sabio, con que no estaba en sí; el nonadilla se creía gran hombre; el vil, gran caballero; la fea se soñaba hermosa; la vieja, niña; el necio, muy discreto. De suerte que ninguno está en sí ni se conoce ninguno en el caso ni en casa. Y era lo bueno que cada uno preguntaba al otro si estaba en su juicio. ¿Hombre del diablo, estáis loco? ¿Estamos en casa?, decía uno. ¿Estáis conmigo?, decía otro. Y á fe estuviera bien apañado, si con él. Á todos los otros imaginaban sus antípodas y que andaban al revés, persuadiéndose cada uno que él iba derecho y el otro cabeza abajo, dando de colodrillo por esos cielos; él muy tieso y los otros rodando. ¡Qué errado anda fulano!, decía éste. Y respondía el otro: ¡Qué calzado por agua va él! Todos se burlan unos de otros. El avaro del deshonesto y éste de aquél, el español del francés y el francés del español. ¡Ay locura de todo el mundo!, filosofaba Critilo. ¡Y con cuánta razón se llamó jaula de todos! Iban discurriendo y toparon los ingleses metidos en una muy alegre jaula. ¡Qué alegremente se condenan éstos!, dijo Andrenio. Y respondiéronle estaban allí por vanos: es achaque de la belleza. Vieron los españoles en otra por maliciosos, los italianos por invencioneros, los alemanes por furiosos, los franceses por cien cosas y los polacos á la otra banda. Había sabandijas de todo elemento: locos del aire los soberbios, del fuego los coléricos, de la tierra los avaros y del agua los Narcisos. Y éste era simplicísimo elemento. En el quinto los lisonjeros, diciendo que sin él no se puede vivir en la corte ni en el mundo. Topaban estremadas locuras, bravos caprichos. Había dado uno en no hacer bien á nadie y podía. Preguntóle Andrenio la causa y respondióle: Señor mío, por no morirme luego. Antes no, le replicaron, que, haciendo bien á todos, todos os desearán la vida. Engañáisos, respondió él, que ya el hacer bien sale mal. Y si no, prestá vuestro dinero y veréis lo que pasa. Los más ingratos son los más beneficiados. He, que ésos son cuatro ruines y por ellos no han de perder tantos buenos, que lo reconocen y agradecen. ¿Quién son éstos, dijo él, y harémosles un elogio? Al fin, señor, no os canséis, que yo no me quiero morir tan presto, que ya sabéis que quien bien te hará ó se te irá ó se te morirá. Á par déste estaba otro gran agorero y era hombre de porte. En encontrando un bizco, se volvía á casa y no salía en quince días; que si tuerto, en todo un año. No había remedio que comiese, melancólico perdido: ¿Qué tenéis?, le preguntó un amigo. ¿Qué os ha sucedido? Y él: Un grande azar. ¿Qué? Que se volcó el salero en la mesa. Riólo mucho el otro y díjole: Dios os libre, no se vuelque la olla, que para mí no hay otro peor agüero que salir ella güera. Hízoles gran novedad ver una jaula llena de hombres tenidos por sabios y muy ingeniosos y decía Critilo: Señor, que estén aquí los amantes, vaya: que no va sino una letra para amentes; que estén los músicos en su traste, bien; pero ¿hombres de entendimiento? Oh, sí, respondía Séneca: que no hay entendimiento grande sin vena. Trabáronse de palabras, que no de razones, un alemán y un francés. Llegaron á términos de perdérselos y el francés trató al alemán de borracho y éste le llamó loco. Dióse por muy agraviado el francés y arremetiendo para él, que siempre procuran ser los agresores y con eso ganan, juraba le había de sacar la sangre pura, que no fuera poco. Y el alemán que le había de hacer saltar los sesos, que no tenía. Púsose de por medio un español; mas, aunque echó algunos votos, no podía aplacar al francés. No tenéis razón, le dijo, que si él os ha tratado de loco, vos á él de borracho, con que sois iguales. No, Monsiur, decía el francés; más cargado quedo yo: peor es loco que borracho. Malo es lo uno y lo otro, replicó el español; pero la locura es falta y la embriaguez es sobra. Así es, dijo el francés; pero aquello de ser mentecato de alegría es una gran ventaja, es tacha de gusto. He, que también un loco, si da en rey ó papa, pasa una linda vida. Así que no sé yo de qué os dais por tan sentido. Siempre estoy en mis trece, dijo el francés, que yo hallo gran diferencia de loco á borracho. Porque el uno es mentecato de secano y el otro de regadío. Estaba una mujer loca rematada de su hermosura, que las más déstas no tienen un adarme de juicio. Ésta sí, dijo Critilo, que volverá locos á ciento. Y aun á más, dijo Andrenio. Y fué así, que ella estaba loca y loca su madre con ella y loco el marido de celos y locos cuantos la miraban. Daba voces un gran personaje y decía: ¿Á mí, á un hombre como yo, de mi calidad, á un magnate intentar meterlo aquí? Eso no. Si es por esto y esto, yo tuve mi razón: no se ha de dar cuenta de las acciones á todos. Si es por aquello, engáñanse. ¿Qué saben ellos de las ejecuciones de los grandes personajes, que no las alcanzan? ¿Por qué se meten á censurarlas? Que hay historiador y aun los más, que no tocan en cielo ni en tierra. Defendíase todo lo posible; mas los superintendentes de la jaula, tratándole muy mal hasta ajarle le llevaban muy contra su voluntad, diciendo: Aquí no se juzga de la cordura interna, sino de la locura externa. Vaya á la jaula derecho quien hizo tantos tuertos. Llegó Critilo y, viendo era un gran personaje bien conocido, díjoles no tenían razón de meterle allí un hombre semejante. He, sí señor, dijeron ellos, que estos hombres grandes hacen siempre locuras de su tamaño y mayores cuanto mayores. Por lo menos, replicó Critilo, no le pongáis en el común, sino aparte: haya una jaula retirada para los tales. Riéronlo mucho ellos y dijeron: Señor mío, á quien perdió el mundo entero todo él sea su jaula. Al contrario, otro suplicaba con grande instancia le honrasen con una jaula de loco; mas los del gobierno no quisieron. Antes le llevaron á las de los simples, que estaban de la otra banda, y fué porque pretendía mandar, que á todos los pretendientes de mando los metían á un lado del limbo. Había locos de memoria, que era cosa nueva y nunca vista; que de voluntad y entendimiento ya es ordinario. Y éstos eran los prósperos, los hartos, no acordándose de los hambrientos, los presentes de los ausentes, los de hoy de los de ayer, los que dos veces tropezaron en un mismo paso, los que se engolfaron segunda vez y los que se casaron dos, los engañados entre los bobos. Y el que dos veces, jaula doble. Y señalaron pienso á los de penseque. Estaban altercando dos cuál había sido el mayor loco del mundo, que el primero ya se sabe. Nombraron muchos y bien solemnes, antiguos y modernos, en Francia á pares y en España á nones. Concluyeron la disputa, concluyendo el poema del galán Medoro. Preguntó Andrenio por qué ponían los alegres junto á los tristes, los consolados á par de los podridos, los satisfechos de los confiados. Respondió uno que para igualar el peso y el pesar. Pero otro mejor, para que los unos curen con los otros. ¿Pues qué, sanan algunos? Sí, alguno y aun ése por fuerza, como se vió en aquel, que, habiéndole sanado un gran médico, no le quería después pagar. Citóle ante el juez, que admirado de tal ingratitud, dudó si había vuelto á estar loco. Respondía que ni con él se había hecho el concierto ni le había hecho buena obra; sino muy mala en haberle vuelto á su juicio, diciendo que no había tenido mejor vida, que cuando estaba loco, pues no sentía los agravios ni advertía los desprecios, de nada se pudría. Un día se imaginaba rey, otro papa, ya rico, ya valiente y vitorioso, ya en el mundo, ya en el paraíso y siempre en gloria; pero ahora sano de lodo se consumía, de todo se pudría, viendo cuál anda todo. Intimóle que pagase ó volviese á ser loco y él escogió esto último. Llamóles uno con grande instancia, que estaba en la jaula de los descontentos. Comenzóles á hablar con grande consecuencia, quejándose de que le tenían allí sin causa. Daba tan buenas razones que les hizo dudar si la tendría. Porque decía: Señores míos, ¿quién puede vivir contento con su suerte? Si es pobre, padece mil miserias; si rico, cuidados; si casado, enfados; si soltero, soledad; si sabio, impaciencias; si ignorante, engaños; si honrado, penas; si vil, injurias; si mozo, pasiones; si viejo, achaques; si solo, desamparos; si emparentado, pesares; si superior, murmuraciones; si vasallo, cargas; si retirado, melancolías; si tratable, menosprecios. ¿Pues qué ha de hacer un hombre y más si es persona? ¿Quién puede vivir contento, sino algún tonto? ¿No os parece que tengo razón? Así tuviese yo ventura, que entendimiento no me falta. Aquí se la conocieron y grande. Mal de muchos, vivir tan satisfechos de su entendimiento, cuan descontentos de su poca dicha. ¡Oh cuántos, dijo Critilo, echan la culpa de la sobra de su locura á la falta de su ventura! Muy confiado uno llegó á entretenerse y ver las gavias; mas al punto agarraron dél para revestirle la librea. Defendíase, preguntando que por qué. Pues él ni era músico ni enamorado ni desvanecido ni salía fianza por el mismo Creso ni había confiado en hombres ni fiado de mujeres, mucho menos de franceses, ni se había casado por los ojos á lo antiguo ni por los dedos á lo moderno contando el dinero ni había llevado plumaje ni ramo ni se mataba de lo que otros vivían ni suspiraba de lo que otros daban carcajadas ni por decir un dicho había perdido un amigo ni era de alguna de las cuatro naciones y así que á ningún traste pertenecía. Nada le valió. Enjáulenle, gritaba el regidor mayor. Y él: ¿Por qué? Porque él solo se tiene por cuerdo. Y aunque no sea loco, puede ser tenido por tal, como acontece cada día. Y entiendan todos que, por cuerdos que sean, si dan los otros en decirles ¡al loco, al loco!, ó le han de sacar de tino ú de crédito. Ponderaba Andrenio que casi todos eran hombres; no había niños ni muchachos. Es que aún no se han enamorado, le respondió uno. Mas otro: ¿Cómo han de perder lo que aún no tienen? Defendía un físico que por ser húmedos de celebro; pero mejor un filósofo, que por vivir sin penas. Trajeron los esbirros un tudesco y él decía que por yerro de cuenta. Que su mal no procedía de sequedad de celebro; sino de sobrada humedad. Y aseguraba que nunca más en su juicio, que cuando estaba borracho. Dijéronle que en qué se fundaba. Y él con toda puridad decía que, cuando estaba de aquel modo, todo cuanto miraba le parecía andar al revés, todo al trocado, lo de arriba abajo, y como en realidad de verdad así va el mundo y todas sus cosas al revés, nunca más acertado iba él ni mejor le conocía que, cuando le miraba al revés, pues entonces le veía al derecho y como se había de mirar. Con todo cayó de su casa y le dijeron que, aunque le veía al revés, no era por andar él derecho. Y así le metieron entre los alegres. Dondequiera que se volvían, topaban ó locos ó mentecatos: todo el mundo lleno de vacío. Yo creí, dijo Andrenio, que todos los locos cabían en un rincón del mundo y que estaban recogidos allá en su Nuncio; y ahora veo que ocupan toda la redondez de la tierra. Podíamos responder á eso, dijo uno, lo que el otro en cierta ciudad bien noble y bien florida, que, habiéndola paseado con un estranjero y habiéndole mostrado todas las cosas más célebres y más de ver, que eran tan muchas como grandes, soberbios edificios, plazas abundantes, jardines amenísimos y magníficos templos, reparó el huésped que no le había llevado á una casa de que él gustaba mucho. ¿Cuál es? Que al punto os llevaré allá. La casa de los que no están en ella. ¡Oh, señor, respondió, aquí no hay casa especial; toda la ciudad lo es! De lo que mucho se maravillaba Andrenio era de ver locos de buen entendimiento. Éstos, le dijo uno, son los peores, porque no tienen cura. He allí uno, que tiene el mayor entendimiento que se conoce; pero entendimiento, que menos sirva á su dueño, yo dudo que le haya. ¡Oh casa de Dios, exclamó Critilo, poblada de orates! Mas al decir esto se enfurecieron todos y arremetieron contra ellos de todas partes y naciones. Viéronse rodeados en un instante de mentecatos, sin poderse defender dellos ni ponerles en razón. Aquí el Gigante, echando mano á la cinta, descolgó una bocina de marfil terso y puro y aplicándola á la boca comenzó á hacer un son tan desapacible para ellos, que todos al punto, volviendo las espaldas, se echaron á huir y se retiraron, aunque no con buen orden. Con esto se vieron libres de su furia, quedándoles el paso desembarazado. Admirado Andrenio, le preguntó si era acaso aquél el cuerno de Astolfo tan celebrado. Primo hermano dél; aunque más moral es éste. Lo que yo puedo decir es que me lo dió la misma Verdad. Con él me he librado muchas veces y de terribles trances. Porque, como habéis visto, en oyendo cada uno la verdad, luego vuelve las espaldas, unos tras otros se van y me dejan estar. Todos veréis que enmudecen, en oyendo que les dicen las verdades, se van más que de paso. En diciéndole al otro desvanecido que advierta, que no tiene de qué, que se acuerde de su abuelo, al punto se hiela. Si le decís al magnate que no adjetive lo grande con lo vicioso, luego os tuerce el rostro. Si le decís á la otra que no parece tan bien como se pinta, aunque sea un ángel, os para un gesto de un demonio. Si le acordáis al rico la limosna y que todos los pobres le echan maldiciones, luego se sacude la capa y os sacude de sí. Si al soldado que lo sea en la conciencia y no la tendrá tan rota, si á Baldo que no sea venal ni admita todas las causas, si al marido que no sea siempre novio, si al médico que no se mate por matar, si al juez que no se equivoque con Judas, si á la doncella que no comienza ya bien con el don, ni la dama con el dar, si á la bella casada que escuse el vella, todos vuelven las espaldas. De modo que, en resonando el odioso cuerno de la verdad, veréis que el pariente os niega, el amigo se retira, el señor desfavorece, todo el mundo os deja y todos van gritando: ¡Á huir á huir!, por no oir. Despejado el paso de la vida, fuéronse encaminando á los canos Alpes, distrito de la temida Vejecia. Lo que por allá les sucedió ofrece referir la tercera parte en el erizado invierno de la vejez. EL CRITICÓN TERCERA PARTE EN EL INVIERNO DE LA VEJEZ POR LORENZO GRACIÁN Y LO DEDICA AL DOCTOR DON LORENZO FRANCÉS DE URRITIGOITI DEÁN DE LA SANTA IGLESIA DE SIGÜENZA. _Á don Lorenzo Francés de Urritigoiti, deán de la santa iglesia de Sigüenza._ Esta tercera parte del discurso de la vida humana, que retrata la vejez, ¿á quién mejor la pudiera yo dirigir, que á un señor anciano, tan grave, entendido y prudente? Y está tan lejos de ser inadvertencia esta dirección, que blasona de industrioso obsequio. Mucho ha que comenzó v. m. á lograr madureces. Suelen alterarse los tiempos y entrarse unos en la jurisdición de los otros: el Otoño se muda en Invierno y la Primavera usurpa porción del Estío. Así en algunos la vejez se suele adelantar y tomar gran parte de la varonil y ésta de la mocedad. Describe este último de mis Críticos una sazonada vejez sin decrepitud, copiada de la perfecta de v. m. Ésta es la idea de prendas autorizadas, bien conocidas, no bastantemente estimadas. Mas desconfiando mi pluma de poder sacar el cumplido retrato de las muchas partes, de los heroicos talentos, que en v. m. depositaron con emulación la naturaleza favorable y la industria diligente, he determinado valerme de la traza de aquel ingenioso pintor, que, empeñado en retratar una perfección á todas luces grande y viendo que los mayores esfuerzos del pincel no alcanzaban á poderla copiar toda junta con los cuatro perfiles, pues, si la pintaba del un lado, se perdían las perfecciones de los otros, discurrió modo cómo poder expresarla enteramente. Pintó, pues, el aspecto con la debida valentía y fingió á las espaldas una clara fuente, en cuyos cristalinos reflejos se veía la otra parte contraria con toda su graciosa gentileza. Puso al un lado un grande y lucido espejo, en cuyos fondos se lograba el perfil de la mano derecha, y al otro un brillante coselete, donde se representaba el de la izquierda. Y con tan bella invención pudo ofrecer á la vista todo aquel relevante agregado de bellezas. Que tal vez la grandeza del objeto suele adelantar la valentía del concepto. Así yo, por no perder perfecciones, por no malograr realces y tantos como en v. m. admiro, unos propios, otros ajenos, aunque ninguno estranjero, después de haber copiado lo virtuoso, lo prudente, lo docto, lo entendido, lo apacible, lo generoso, lo plausible, lo noble, lo ilustre, que en v. m. luce y no se afecta, quiero carearle con una no fingida, sino verdadera fuente de sus esclarecidos padres, el señor Martín Francés, ornamento de su casa, esplendor de esta Imperial Ciudad de Zaragoza, por su virtud, generosidad, cordura y capacidad, que todo en él fué grande; y de una madre, ejemplo de cristianas y nobles matronas, cuya bondad se conoció bien en el fruto que dió de tantos y tan insignes hijos, que pudo con más razón decir lo que la otra romana: _Mis galas, mis joyas, mis arreos son mis hijos_. Pondré luego al lado derecho, no un espejo solo, sino cuatro, de cuatro hermanos, dedicados todos á Dios en las más ilustres iglesias catedrales de España. El Ilustrísimo señor don Diego Francés, Obispo de Barbastro, espejo de ilustrísimos Prelados en lo santo de su vida, en lo vigilante de su celo, en lo docto de sus estampados escritos y en lo caritativo de sus muchas limosnas. Sea el segundo el señor Arcipreste de Valpuesta, en la santa Iglesia de Burgos, espejo también de Prebendados, ya en la cátedra, ya en el púlpito, ya en la silla, asistiendo con ejemplar puntualidad al divino culto, sin perdonar días, no perdonándole sus achaques una hora de alivio. El tercero, que pudiera ser primero, es el señor Arcediano de Zaragoza, aquel gran bienhechor de todos, de nobles con consejos, de pobres con limosnas y asistencias de Regidor mayor del Hospital General, de eclesiásticos con ejemplos, de sabios con libros que publican las prensas, con las suntuosas iglesias que les ha erigido, con capillas que ha ilustrado y fundado, nacido al fin para bien de todos y de todas maneras venerable. Sea corona religiosa el Muy Reverendo Padre Fray Tomás Francés, antorcha brillante de la Religión Seráfica, esparciendo rayos, ya de su mucha doctrina en los púlpitos, de que dan testimonio dos Cuaresmas, que predicó en este Hospital Real de Zaragoza, palenque de los mayores talentos, ya de su mucha teología, en tantos años de cátedra, ya de su erudición en sus impresos libros, ya de su prudencia en los cargos y prelacías, que ha obtenido y Secretario, que fué, de dos Generales de su Orden, doblada prueba de sus muchos méritos. Al otro lado fijaré un coselete de otros tres hermanos seglares, nobles caballeros, don Martín y don Marcial y don Pablo, que tan bien supieron hermanar lo lucido con lo cristiano. Ni son menos de ver los lejos de sobrinos Canónigos y seglares caballeros. Pero lo que yo más suelo celebrar es que todos, por lo cristiano y por lo caballeroso, han sido los más plausibles héroes de su patria y de su siglo. Con esto queda coronado el retrato de blasones y de prendas, que todas van á parar en v. m. como en su primero centro, á quien el cielo espere y prospere. De v. m. su más afecto estimador LORENZO GRACIÁN AL QUE LEYERE Á los grandes hombres nada les satisface, sino lo mucho. Por eso no desprecio yo letores grandes, convido sólo al benigno y gustoso y le presento este tratado de la senectud con particular novedad. Nadie censura que las cosas no se hagan; pero sí que no se hagan bien. Pocos dicen por qué no se hizo esto ó aquello; pero sí por qué se ha hecho mal. Confieso que hubiera sido mayor acierto el no emprender esta obra; pero no lo fuera ya el no acabarla. Eche el sello esta tercera parte á las otras. Muchos borrones toparás, si lo quisieres acertar. Haz de todos uno. Para su enmienda te dejo las márgenes desembarazadas. Que suelo yo decir que se introdujeron para que el sabio letor las vaya llenando de lo que olvidó ó no supo el autor, para que corrija él lo que erró éste. Sola una cosa quisiera que me estimases y sea el haber procurado observar en esta obra aquel magistral precepto de Horacio en su inmortal arte de todo discurrir, que dice: _Denique sit quodvis simplex dumtaxat et unum_. Cualquier empleo del discurso y de la invención, sea lo que quisieres, ó épica ó cómica ó oratoria, se ha de procurar que sea una, que haga un cuerpo, y no cada cosa de por sí, que vaya unida, haciendo un todo perfecto. También he atendido en esta tercera parte huir del ordinario tope de los más autores, cuyas primeras partes suelen ser buenas, las segundas ya flaquean y las terceras de todo punto descaecen. Yo he afectado lo contrario, no sé si lo habré conseguido, que la segunda fuese menos mala que la primera y esta tercera, que la segunda. Dijo un grande lector de una obra grande que sola le hallaba una falta y era el no ser ó tan breve, que se pudiera tomar de memoria, ó tan larga, que nunca se acabara de leer. Si no se me permitiere lo último por lo eminente, sea por lo cansado y prolijo. Otras más breves obras te ofrezco y, aunque no puedo lo que franqueaba á sus apasionados el erudito humanista y insigne jurisperito Tiraquelo, sí aquello de un librillo en cada un año, redituará mi agradecimiento. Vale. PARTE TERCERA EN EL INVIERNO DE LA VEJEZ PRIMERA CRISI _Honores y horrores de Vejecia._ No hay error sin autor ni necedad sin padrino y de la mayor, el más apasionado. Cuantas son las cabezas, tantos son los caprichos, que no las llamo ya sentencias. Murmuraban de la atenta naturaleza los reagudos, entremetiéndose á procuradores del género humano: El haber dado principio á la vida por la niñez, la más inútil, decían y la menos á propósito de sus cuatro edades. Que, aunque se comienza á vivir á lo gustoso y lo fácil; pero muy á lo necio. Y si toda ignorancia es peligrosa, ¿cuánto más en los principios? Gentil modo de meter el pie en un mundo, laberinto común, forjado de malicias y mentiras, donde cien atenciones no bastan. ¡He!, que no estuvo esto bien dispuesto, llamémonos á engaño y procúrese el remedio. Llegó presto el descontento humano al consistorio supremo: que oyen mucho las orejas de los reyes. Mandólos comparecer ante su soberano acatamiento y dicen oyó benignamente su querella, concediéndoles que ellos mismos eligiesen la edad que mejor les estuviese para comenzar á vivir, con que se hubiese de acabar por la contraria. De modo que, si se daba principio por la alegre primavera de la niñez, el dejo había de ser por el triste invierno de la senectud ó al otoño de la varonil edad habían de salir por el contrario, y si por el sazonado destemplado estío de la juventud. Dióles tiempo para que lo pensasen y confiriesen entre sí y que, en estando ajustados, volviesen con la resolución, que al punto se ejecutaría. Mas aquí fué la confusión de pareceres, aquí el Babel de opiniones, ofreciéndoseles cien mil inconvenientes por todas partes. Proponían unos se comenzase á vivir por la mocedad, que de dos extremos, más valdría loco, que tonto. Calificada necedad, replicaban otros: no sería eso entrar á vivir, sino á despeñarse; no comenzar la vida, sino su ruina, cuando no por la puerta de la virtud, sino del vicio, y, apoderados éstos una vez de los homenajes del alma, ¿quién bastará á desencastillarlos después? Advertid que es un niño planta tierna, que, en declinando á la siniestra mano, con facilidad se endereza á la diestra; mas un mozo absoluto y disoluto no admite consejos, no sufre preceptos, todo lo atropella y todo lo yerra. Creed que entre dos extremos más arriesgada corre la locura, que la ignorancia. Sobre la achacosa vejez no tuvieron mucho que altercar, con que no faltó quien la propusiese, porque no quedase piedra por mover y todo se alterase. ¡He!, dijeron los menos necios, que ésa no es edad, sino tempestad, más á propósito para dejar la vida, que para comenzarla, cuyos multiplicados achaques facilitan la muerte y la hacen tolerable. Yacen dormidas las pasiones, cuando más despierto el desengaño; cáese el fruto de maduro y aun de pasado. El que llegó á estar más adelantado fué el partido de la edad varonil. Ése sí, ponderaban los resabidos, que es gran comenzar el mediodía de la razón y á toda luz del juicio. Ventaja única entrar á entero sol en el confuso laberinto de la vida. Ésa es la reina de las edades y lo mejor del vivir. Por ahí comenzó el primero de los hombres, así le introdujo en el mundo el soberano Hacedor, ya perfecto, ya consumado, hecho y derecho. ¡Alto!, pídasele al divino Autor sin más altercación esta excelencia. Aguarda, les dijo un cuerdo, y ¿quién vió jamás comenzar por lo más dificultoso? Esto ni lo enseña el arte ni lo platica la naturaleza; antes bien ambas á dos proceden en todas sus obras haciendo ascenso de lo fácil á lo dificultoso, de lo poco á lo mucho, hasta llegar á lo muy perfecto. ¿Quién jamás comenzó á subir por el reventón de una cuesta? Apenas comenzaría á vivir el hombre y bien á penas, cuando se hallaría abrumado de cuidados, ahogado de obligaciones, consumido antes que consumado, empeñado en ser persona, que es lo más difícil de la vida. Y, si no son á propósito para comenzar los achaques de viejo, menos lo serán los afanes de hombre. ¿Quién querrá la vida, si sabe lo que es? Y ¿quién meterá el pie en el mundo, si le conoce? ¡He!, dejadle vivir al hombre para sí algún tiempo, que toda es suya la niñez y la mitad de la juventud. Ni tiene menores días en toda la carrera de sus años. De ese modo ha sido tan ventilada la disputa, que aún dura y durará, sin haberse podido convenir jamás ni vuelto con la respuesta al Hacedor soberano. El cual prosigue en que comience el hombre á vivir por la niñez ignorante y acabe por la vejez sabia. Estaban ya nuestros dos peregrinos del mundo, los andantes de la vida, al pie de los Alpes canos, comenzando Andrenio á dar en el blanco, cuando Critilo en los dejos de cisne. Era la región tan destemplada y tan triste, que, entrados en ella, á todos se les heló la sangre. Éstas, decía Andrenio, más parecen puertas de la muerte, que puertos de la vida. Y era muy de observar que los que antes pasaron los Pirineos sudando, ahora los Alpes tosiendo. Que lo que en la juventud se suda, en la vejez se tose. Veían blanquear algunos de aquellos cabezos, cuando otros muy pelados, cayéndoseles los dientes de los riscos. No discurrían bulliciosas las venas de los arroyuelos, porque la mucha frialdad los había embargado la risa y el bullicio, de modo que todo estaba helado y casi muerto. Aparecían desnudas las plantas de sus primeras locuras y verdores y desabrigadas de su vistoso follaje. Y, si algunas hojas les habían quedado, eran tan nocivas, que mataban no pocos al caer. Aunque decía la amenazada vieja: Á la de mi naranjo me apelo. No se veían ya reir las aguas como solían; llorar sí y aun crujir los carámbanos. No cantaba el ruiseñor enamorado; gemía sí, desengañado. ¡Qué región tan malhumorada es ésta!, se lamentaba Andrenio. ¡Y qué malsana!, añadió Critilo. Trocáronse los fervores de la sangre en horrores de la melancolía, las carcajadas en ayes: todo es frialdad y tristeza. Esto iban melancólicamente discurriendo, cuando entre los pocos, que llegaban á estampar el pie en aquel polvo de nieve, descubrieron uno de tan estraño proceder, que dudaron ambos á la par si iba ó si venía, equivocándose con harto fundamento, porque su aspecto no decía con su paso. Traía el rostro hacia ellos y caminaba al contrario. Porfiaba Andrenio que venía y Critilo que iba. Que aun de lo que dos están viendo á una misma luz hay diversidad de pareceres. Apretó la curiosidad los acicates á su diligencia, con que le dieron alcance muy en breve y hallaron que realmente tenía dos rostros, con tan dudoso proceder, que, cuando parecía venir hacia ellos, se huía dellos y, cuando le imaginaban más cerca, estaba más lejos. No os espantéis, dijo él mismo advirtiendo su reparo, que en este remate de la vida todos discurrimos á dos luces y andamos á dos haces. Ni se puede vivir de otro modo, que á dos caras. Con la una nos reímos, cuando con la otra regañamos; con la una boca decimos de si y con la otra de no y hacemos nuestro negocio. Y, si alguno nos pide la palabra de que no nos está bien la obra, apelamos del decir al hacer, de la facilidad del prometer á la imposibilidad del cumplir, de la lengua á las manos: que hay dos leguas de distancia y catalanas. Estaremos asegurando una cosa á la española y desmintiéndola á la francesa, á fuer de Enrico, que de un rasgo firmó las dos paces contrarias, sin refrescar la pluma ni tomar tinta de nuevo. Hablamos en dos lenguas á la par y al que dice que nonos entiende, que nosotros nos entendemos. Hay primero y segundo semblante: el uno de cumple y el otro de miento. Con el primero contentamos á todos y con el segundo á ninguno. ¿Cuántas veces lloramos con el que llora y á un mismo tiempo nos estamos riendo de su necedad? Que con el un brazo estaba agasajando aquel gran personaje, que todos conocimos, al que llegaba á hablarle, y con la otra mano se la estaba jurando al paje, que le había dado entrada. Así que no os fiéis de caricas ni os paguéis de gustillos. Pasad adelante á ver la otra cara, la verdadera, la de hablas, la de después, la de sobras. Que, si bien reparáis, hallaréis la una frente muy serena y la otra borrascosa. Blasfema esta boca de lo que aquélla aplaude. Si los ojos de la una son azules y de cielo, los de la otra muy negros y de infierno. Si aquéllos quietos, estos otros, guiñando. Veréis la una faz muy humana, cuando la otra muy grave; tan jovial ésta, cuan saturnina aquélla. Y en una palabra, todos en la vejez somos Janos, si en la mocedad fuimos Juanes. Sea ésta la primera lición y la que más encargada nos tiene la célebre tirana deste distrito y la que ella más platica. ¿Qué tirana es ésa?, preguntó asustado Andrenio. Y el Jano: ¿Nueva se te hace? Pues de verdad que es bien vieja y bien sonada, conocida de todos y ella desconocida con todos. Témenla los nacidos por su crueldad, huyendo deste su caduco imperio, procurando cejar en la vida y echando borrones de mala tinta sobre el papel blanco de las canas. Y, si alguno llega por acá, es á empellones del tiempo y muy contra su buen gusto. Mirad aquella hembra, qué mala cara hace. Y cuanto más va, peor, viéndole ya prendida de más años, que alfileres. Aquí cautivan los fieros ministros de la fea Vejecia á todo pasajero sin que se les escape ni el rico ni el poderoso ni el galán ni el valiente; cuando mucho, alguno de los que saben vivir. Tráenlos á todos como por los cabellos, dejándolos tal vez más rotos, que una ocasión venturosa. Unos veréis que vienen llorando, otros tosiendo y todos en un continuo ay. Ni hay que admirar que es indecible el maltratamiento que les hace, increíbles las atrocidades que con ellos ejecuta, tratándolos al fin como á cautivos y ella tirana. Y aun quieren decir que tiene de bruja ella y todas las de su séquito lo que les falta de hechiceras. Chúpales la sangre y las mejillas. Hártalos de palos, dándoles más que del pan, y dice que es su sustento. Aseguran ser parienta tan allegada á la muerte, que están en segundo grado, y con todo no son sanguíneas ni cercanas en sangre, sino en huesos, más amigas aún que parientas. Viven pared en medio, teniendo puerta abierta á todas horas y así dicen que el viejo ya come las sopas en la sepultura, que de los mozos mueren muchos y de los viejos no escapa ninguno. No os la pinto, porque la veréis presto y por gran dicha. Y decía una linda: Primero me caiga muerta. Esto le estaba ponderando Andrenio, cuando advirtió que con la otra boca se estaba haciendo lenguas en alabanza de Vejecia, informando de todo lo contrario á Critilo. Celebrábala de sabia, apacible y discreta, estimadora de sus vasallos, asegurando que los premiaba con las primeras dignidades del mundo, procurándoles las mayores honras y concediéndoles grandes privilegios. No acababa de exagerar por superlativos el magnífico agasajo y el buen pasaje que les hacía. ¡Oh, con cuánta razón el otro sátiro de Esopo abominaba de semejantes sujetos, que con la misma boca ya calientan, ya resfrían, alaban y vituperan una misma cosa! Líbreme Dios de semejante gente, dijo Andrenio. Y el Jano: Esto es tener dos bocas y advierte que ambas dicen verdad: remítome á la experiencia. Ya en esto vieron discurrir por todas partes honras y coyunturas: los desapiadados verdugos de Vejecia. Y aunque procedían á traición y á lo de mátalas callando, se hacían después bien de sentir, dondequiera que una vez entraban. Espiones de la muerte, que con unas muletillas dejaban de correr y volaban hacia la sepultura. Iban de camarada de sesenta en setenta. Tropa había de ochenta y éstos eran los peores, que de allí adelante todo era trabajo y dolor. En agarrando alguno, con bien poco asidero le llevaban á la posta de una muletilla á padecer y podrecer. Á los que huían, que eran los más, les perseguían fieramente, tirándoles piedras, tan certeros, que se las clavaban en las ijadas y riñones y á muchos les derribaban los dientes y las muelas. Resonaban por todas aquellas soledades los ecos de un ay tras otro. Y ponderaba el Jano para buen consuelo: Aquí tantos son los ayes, como los ajes. Que el viejo cada día amanece con un achaque nuevo. Estaban actualmente setenta de aquellos verdugos, peores que los mismos diablos, á dicho del Zapata, pues no bastan conjuros para sacarlos, batallando con una abuela, que habían cautivado sin más averiguación, que serlo; aunque pasaba muy de rebozo en un manto de humo, que en humo del diablo vienen á parar de ordinario los dejos del mundo y carne. Venía muy desenvuelta, cuando más envuelta. Porfiaba que aún no había salido del cascarón. Y ellos con mucha risa decían: ¿Pues cómo entraste tan presto en el mascarón? Ceceaba con enfadoso melindre y desmentíalo su porfiado toser. Tiráronla del manto, con que la que negaba un achaque manifestó tres ó cuatro. Cayósele la cabellera y quedó monstruo la que fué prodigio y la que había atraído tantos, Sirena, ahora los ahuyentaba, coco. Pasaba un cierto personaje muy alto á lo estirado, echando piernas, que no tenía. Púsoselo á mirar uno de aquellos legañosos linces y reparó en que no llevaba criado y con linda chanza dijo: Éste es el de criado. ¿Cómo, si no le lleva?, replicó otro. Y aun por eso. Habéis de saber que la primer noche, que entró á servirle, llegando á desnudarle, comenzó el tal amo á despojarle de vestidos y de miembros. Toma allá, le dijo, esa cabellera. Y quedóse en calavera. Desatóle luego dos ristras de dientes, dejando un páramo la boca. Ni pararon aquí los remiendos de su talle; antes, removiendo con dos dedos uno de los ojos, se lo arrancó y entregósele, para que lo pusiese sobre la mesa, donde estaba ya la mitad del tal amo. Y el criado fuera de sí, diciendo: ¿Eres amo ó eres fantasma? ¿Qué diablo eres? Sentóse en esto, para que le descalzase y, habiendo desatado unos correones: Estira, le dijo, de esa bota. Y fué de modo, que se salió con bota y pierna, quedando de todo punto perdido, viendo su amo tan acabado. Mas éste, que debía tener mejor humor, que humores, viéndole así turbado: De poco te espantas, le dijo. Deja esa pierna y ase de esa cabeza. Y al mismo punto, como si fuera de tornillo, amagó con ambas manos á retorcer y á tirársela. El mozo, no bastándole ya el ánimo, echó á huir con tal espanto, creyendo que venía rodando la cabeza de su amo tras él, que no paró en toda la casa ni en cuatro calles alrededor. Y con todo esto se agravia de que le tengan por viejo. Que todos desean llegar y, en siéndolo, no lo quieren parecer. Todos lo niegan y con semejantes engaños lo desmienten. Ya á los ecos del toser, al asqueroso estruendo del gargajear, alargaron la vista y descubrieron un edificio caduco, cuya mitad estaba caída y la otra para caer, amenazando por momentos su total ruina, palpitándoles los corazones á las arrimadas yedras de los nepotes, validos y dependientes. Era de mármol en lo blanco y frío y, aunque muy apuntalado de Cipiones en vez de Atlantes, nada seguro. Y con tener fosos abiertos y cerradas barbacanas, lo que menos tenía era de fortaleza. Pero, ¿qué mucho se estuviese derruyendo, si se veía lleno de hendrijas y goteras? He allí, dijo el Jano, el antiguo palacio de Vejecia. Bien se da á conocer, le respondieron, en lo melancólico y desapacible. ¡Qué desterrada estará de aquí la risa!, dijo Andrenio. Sí, que ha días andan reñidas y tanto, que ni se ven ni se hablan. Pues de verdad que, si una vejez es triste, que es mal doblado. No deben faltar la murmuración y la malicia, sus grandes camaradas. Así es, que allí están y muy de asiento entre aquellos Matusalenes, sin faltarles jamás qué contar y qué morder, ya al sol, ya al fuego. Y es cosa donosa que, no acertando á pronunciar las palabras, clavan con ellas. Los callos se les han bajado de las lenguas á los pies. Ostentábase lo que había quedado del derruído frontispicio muy autorizado y grave, con dos puertas antiguas, guardada de perros viejos, siempre gruñendo al humor de su dueño. Estaban ambas cercanamente distantes. En la una había un portero para no dejar entrar y en la otra para que entrasen. En llegando cualquiera, le desarmaban, aunque fuese el mismo Cid. Y esto con tanto rigor, que al duque de Alba, el célebre, le trocaron la dura espada en una banda de seda. Á unos les hacían perder los aceros y á otros los estribos. Que los hubo de suplir tal vez con una banda de tafetán el César. Y al inventor de los mosquetes Antonio de Leiva, le obligaron á desmontar y meterse en una silla de manos, que solían llevar dos negros. Y él con gran cólera, en medio del calor de una batalla, gritaba: Llevadme, diablos, á tal y tal parte; demonios, acabad de llevarme allá. Estaban en aquel punto despojando á cierto general del bastón con que había hecho temblar el mundo, dándole en su lugar un báculo, que temblaba, con mucha repugnancia suya, porque decía que aún estaba de provecho. Para sí, decían los soldados. Al fin, le persuadieron con buenas palabras tratase de hacer buenas obras, no ya de matar, sino de prevenirse para morir. Solos les dejaban los cetros y los cayados á los que llegaban con ellos, asegurando eran, cuanto más carcomidos, los más firmes puntales del bien común. Á los otros les iban repartiendo báculos, que ellos decían darles palos, y muchos se vieron llevarlos en el aire sin afirmarse ni tocar en tierra. Y discurrió un malicioso era por no hacer ruido ni llamar á la puerta de la otra vida. Pero para que se vea cuán diferentes son los modos de concebir en el mundo y la variedad de caprichos, vieron no pocos que ellos mismos venían á dejarse cautivar de Vejecia, sin aguardar á que los trajesen sus achacosos ministros. Buscábanse ellos de buena gana la mala y pedían con instancia les diesen báculos; pero por ningún caso se les permitían. Menos los admitían dentro de la horrible posada, tan deseada dellos, cuan temida de los otros. Admirados los circunstantes de tan recíproca impertinencia, les decían: ¿Qué pretendréis con eso? Y ellos: Dejadnos, que nosotros nos entendemos. Y rogaban á los guardas les dejasen entrar, diciendo: Siquiera en lugar nuestro. ¡Mirad ahora qué prebenda! ¡Oh, sí lo es!, respondieron los porteros. Que para esos lo es y acomodada y aun beneficio, ni otro, sino zonzo. No los entendéis vosotros. No buscan el báculo por necesidad, sino por comodidad; no para llamar á las puertas de la muerte, sino de más vida, de la autoridad, de la dignidad, de la estimación y del regalo. En consecuencia desto, llegó uno bien lucio de tozuelo, pretendiendo ser admitido en el ancianismo y pasar plaza de achacoso y para esto se ayudaba del toser y del quejarse. Á éste le retiraron diez leguas lejos, digo diez años atrás, diciendo: Éstos por no trabajar se hacen viejos antes con antes: añádense años y achaques. Y realmente era así, porque se dejó caer uno: Si quieres vivir mucho y sano, hazte viejo temprano, esto es, vire, á la italiana. Así que de todo hay en el mundo. Unos que, siendo viejos, quieren parecer mozos, y otros que, siendo mozos, quieren parecer viejos. Así fué que tenía ya uno los ochenta ó no los podía tener. Porfiaba que ni era viejo ni se tenía por tal. Atendiéronle y notaron que ocupaba uno de los más superiores puestos. Y así dijo otro: Á éstos siempre les parece que han vivido poco y á los que esperan, que mucho. Acusaron á otro que, cuando mozo, había afectado el parecer viejo y, cuando viejo, mozo. Y averiguóse que antes pretendía conseguir cierta dignidad y después conservarse en ella. Porfiaba otro decrépito que él probaría con evidencia no ser viejo y decía: Las pensiones del viejo son ver poco, andar menos, mandar nada; yo al contrario, veo más. Pues, si antes no veía sino una en cada cosa, ahora se me hacen dos: un hombre me parecen cuatro y un mosquito un elefante. Camino doblado, pues he de dar cien pasos para conseguir cualquier cosa; que antes con uno alcanzaba cuanto quería. Pues mando tres y cuatro veces la cosa y no se hace; que en otro tiempo, á la primera palabra me obedecían. Experimento dobladas fuerzas: que, si antes desmontaba de un caballo mi persona sola, agora me traigo la silla tras mí. Hágome más de sentir, arrastrando el mundo con los pies y haciendo ruido con la tos y con el báculo. Todo eso tenéis más de viejo, le dijeron; pero sírvaos de consuelo. Fuéronse ya acercando á la palaciega antigualla y descubrieron dos grandes letreros sobre ambas puertas. El de la primera decía: Ésta es la puerta de los honores. Y el de la segunda: Ésta es la de los horrores. Y de verdad lo mostraban, ésta en lo deslucido y aquélla en lo majestuoso. Examinaban los porteros con grande rigor á cuantos llegaban y, en topando alguno, que venía de los verdes prados de sus gustos, regoldando á obscenidades, al punto le encaminaban á la puerta de los horrores y le introducían en dolores, asegurando que la mocedad liviana entrega cansado el cuerpo á la vejez. Entren los livianos, decían, por la puerta de la pesadumbre, que no de la gravedad. Y ellos sin réplica obedecían. Que se tiene observado que todos estos livianos son gente de pocos hígados. Al contrario, á todos, cuantos hallaban venir de las sublimes asperezas de la virtud, del saber y del valor, les abrían de par en par las puertas de los favores. Que una misma vejez para unos es premio y para otros apremio; á unos autoriza, á otros atormenta. En reconociendo á Critilo los vigilantes porteros, le franquearon la entrada de las honras; mas á Andrenio le obligaron á entrar por la de las penas. Tropezó en el mismo umbral y gritáronle: ¡Guarda de caer! que aquí ú de comida ú de caída. Iban caminando ambos por muy diferentes rumbos, pues, apenas entró Andrenio, cuando vió y oyó lo que él nunca quisiera, representaciones trágicas, visiones espantosas; pero entre todas, la mayor fué una furia ó una fiera, prototipo de monstruos, tan dentro de fantasmas, idea de trasgos y lo que es más que todo una vieja. Ocupaba una silla de costillas pálidas, un tiempo ya marfiles, embarazando un trono de ecúleos, potros y catastas, como presidenta de tormentos, donde todos los días son aciagos martes. Rodeábanla inumerables verdugos, enemigos declarados de la vida y muñidores de la muerte y ninguno desocupado; todos se empleaban en hacer confesar á los envejecidos delincuentes á cuestión de tormentos que eran vasallos de aquella tirana reina y, en declarándolo, les cargaban de villanos pechos, que les hacían toser y tragar saliva. Y aunque el paraje era tan molesto y las camas tan duras, emperezaban en ellas con mucha flema y aun flemas. Tenían á uno entre sus garras, dándole muy malos ratos en el potro de sus pasadas mocedades y ya muy pesadas, cruel tortura de una prolongada muerte. Y él estaba siempre negativo, meneando á un lado y á otro la cabeza y diciendo á todo de no. Que es de viejos el negar, así como de niños el conceder. En la boca del viejo siempre hallaréis el no y en la del niño el sí. Preguntábanle de dónde venía. Y él, dos veces sordo, porque lo afectaba y lo era, todo lo entendía al revés y respondía: ¿Que estoy muy viejo? Eso niego. Y meneaba la cabeza. Daban otro apretón á los cordeles y volvíanle á preguntar: ¿Á dónde irá? Y decía: ¿Que me muero? No hay tal. Y sacudía ambas orejas. Á sus mismos hijos, si le interrogaban, respondía: ¿Que os entregue la hacienda? Aún es presto. Y movía á toda prisa la cabeza: Yo dejaré el mando con el mundo. Defendíase otro, diciendo que él se sentía aún mozo, pues tenía estómago de francés, cabeza de español y pies de italiano. Trataron de convencerle de todo lo contrario con hartos testigos. Replicaba él no ser de vista y respondíanle: Aquí, abuelo, los ausentes son los concluyentes: la vista que os falta, los dientes que se os cayeron, los cabellos que volaron, las fuerzas que descaecieron y el brío que se acabó. Y dió Vejecia sentencia contra él, casi de muerte. Escusábase un podrido rancio, que no estaba en él la falta, sino en los otros, porque decía: Señores, han dado ahora los hombres en hablar bajo, como á traición, que ni se oyen ni se dan á entender. En mi tiempo todos hablaban alto, porque decían verdad. Hasta los espejos se han falsificado, pues hacían antes unas caras frescas, alegres y coloradas, que era un contento el mirarse. Los usos se van de cada día empeorando, cálzase apretado y corto, vístese estrecho y tan justo, que no se puede valer un hombre. Las tierras se han deteriorado, que no dan los frutos tan sustanciales y sabrosos como solían ni las viandas tan gustosas. Hasta los climas se han mudado en peor, pues siendo este nuestro antes muy sano, de lindos aires, el cielo claro y despejado, ahora es todo lo contrario, enfermizo y tan achacoso, que no corren otro que catarros, romadizos, distinciones, mal de ojos, dolores de cabeza y otros cien ajes. Y lo que yo más siento es que el servicio está tan maleado, que no hacen cosa bien los criados malmandados, mentirosos, gastarrecados; las criadas perezosas, desaliñadas, bachilleras, que no hacen cosa á derechas, pues la olla desazonada, la cama dura y malpareja, la mesa malcompuesta, la casa malbarrida, todo sucio y todo mal. De modo, que ya un hombre oye mal, come peor, ni viste ni duerme ni puede vivir. Y si se queja, dicen que está viejo, lleno de manía y caduquez. Causaba entre risa y lástima ver cuáles llegaban á este pasaje los que ya se preciaron de galanes y pulidos, los Narcisos y los Adonis, que no se podían mirar sin grande horror. Las que ya fueron Floras y aun Elenas y la misma Venus, verlas ahora descabelladas y sin dientes. Que, cual suele rústica, grosera mano esgrimir el villano acero contra el más copado y frondoso árbol, pompa vistosa de la campaña, alegría del año, bizarro aliño de la primavera, cortándole sus más lozanas ramas, tronchándole sus verdes pimpollos, malográndole sus frescos renuevos, dando con todo en tierra, hasta dejarle tronco inútil, fantasma de las flores y esqueleto del prado: tal es el tiempo, con propriedad tirano, pues que de todo tira, aja y deshoja la mayor belleza, marchita el rosicler de las mejillas, los claveles de los labios, los jazmines de la frente, sacude el menudo aljófar de los dientes, que lloró risueña aurora de la mocedad, vuela la frondosa hojarasca del cabello, corta el brío, troncha el garbo, descompone la bizarría, derriba la gentileza, da con todo en tierra. De un cierto personaje se dudaba si realmente era anciano. Porque le sobraba tiempo y le faltaba seso. Y todos convinieron en que estaba muy verde. Mas Vejecia: Éstos, dijo, son de casta de higueras locas, que nunca llega á madurar el fruto: hacen higa á la prudencia. Apelábase un calvo y otro cano á sus pocos años. Eso tiene el vivir aprisa, les respondieron, que las tempranas mocedades ocasionan anticipadas vejeces. No hubiérades sido tan mozos y no estuviérades tan viejos. ¡Qué pocas canas llegan de la corte!, reparó Andrenio. Y respondióle Marcial en dos palabras y un verso: Miradlos de noche y hallaréislos cisnes, los que todo el día cuervos. Llegó uno cojeando y juraba que no era ni una gota de mal humor, sino haber tropezado. Y díjole otro riendo: Guardaos mucho de tales tropiezos, porque cada vez que los dais, si no caéis, avanzáis mucho á la sepultura. No fué malvisto ni maltratado otro, que realmente tenía años y no canas, averiguado el secreto que era sabérselas quitar con las ocasiones que quitaba. Concediósele gozase de los privilegios de viejo y de las esenciones de mozo, diciendo Vejecia: Viva quien sabe vivir. Al contrario, llegó otro con pocos años y muchas canas y, bien miradas, hallaron que eran verdes ó amarillas. No le han salido ellas, dijo uno, sino que se las han sacado. Vos, sin duda, venís de alguna comunidad, no digo comodidad, donde hijos de muchas madres bastan á sacar canas á un embrión. Llamaron á una de abuela y ella enfurecida dijo: Nieta y muy nieta. Y Marcial, que acertó á estar allí ó su malicia dijo: Si ella no tiene más años que cabellos, yo juraré que no llegan á cuatro. Porfiaba otra era suyo el oro de la madeja y la nieve de sus dientes y ninguno lo creía. Volvió por ella el mismo poeta, como tan cortesano, diciendo: Sí, sí, suyos son, pues le cuestan su dinero. Correspondían lastimeros gritos á los insufribles tormentos. Los glotones y bebedores no podían agora pasar una gota y hacíanles beber la toca y aun morder la sábana; aunque se notó que raros de los regalones llegaron tan adelante. Era tan general el sentimiento, que los más tenían hechos lágrima del continuo llanto y del maltratamiento de Vejecia andaban contrechos y agobiados, cojos y desdentados y semiciegos, tratándolos como á villanos, cargándolos de nuevos pechos sobre los viejos. Encontraron ya los crudos criados con el no bien maduro Andrenio. Agarraron dél. Pero, antes de decir lo que con ellos le pasó ó le hicieron pasar, demos una vista á Critilo, que, habiendo entrado por la puerta de los honores, había llegado á la mayor estimación. Introdujéronle la Cordura y la Autoridad en un teatro muy capaz y muy señor, pues lleno de seniores y de varones muy capaces. Presidía en majestuoso trono una venerable matrona con todas las circunstancias de grande. No mostraba semblante fiero, sino muy sereno; no desapacible, sino autorizado, coronada del metal cano, por reina de las edades. Y como tal, estaba haciendo grandes mercedes á sus cortesanos y concediéndoles singulares privilegios. Estaba en aquella sazón honrando á un grande personaje, tan cargado de espaldas como de prudencia, haciéndole todos acatamiento. Y preguntó Critilo á su Jano colateral, que nunca le desamparó, quién era aquel varón de estimaciones. Éste es, le respondió, un Atlante político. ¿De qué piensas tú que está así tan agobiado? De sostener un mundo entero. ¿Cómo puede ser, le replicó, si no se puede tener él á sí mismo? Pues advierte que éstos, cuanto más viejos, son más firmes y, cuantos más años, más fuerzas sustentan; más y mejor que los mozos, que luego dan con el cargo y con su carga en tierra. Vieron otro, que llegaba y, arrimando su báculo á una montaña de dificultades, la alzaprimaba, no habiendo podido muchos y muy robustos mancebos ni aun moverla. Nota, le dijo Jano, lo que puede la maña de un sagaz viejo. ¿No reparas en aquel otro, que, estando para caer aquella gran máquina de coronas, llega él y arrima su carcomido báculo y con segura firmeza las sustenta? Las manos le tiemblan al que allí miras y están temblando dél los ejércitos armados. Que eso le dijo el trompeta francés á don Felipe de Silva: No teme mi señor, el mariscal de la Mota, esos vuestros pies gotosos; sino esa vuestra testa desembarazada. ¡Qué gafos tiene los dedos aquel que llaman el rey viejo! Pues te aseguro que están colgados dellos dos mundos. ¡Qué palos sacude aquel coronado ciego aragonés! ¿Y cómo que hace pedazos tanta espada y tanta lanza rebelde? Salían al mismo punto seis varones de canas, que, cuanto más alto un monte, más se cubre de nieve, y le dijo iban despachados de Vejecia el Areópago real y otros cuatro más, á ladear á un gran príncipe, que entraba mozo á reinar y viéndole sin barbas le rodeaban de canas. Allí toparon y conocieron los clarísimos de noche y escurísimos de secreto, gran profundidad con tanta claridad. Repara, dijo el Jano, en aquel semiciego. Pues más descubre él en una ojeada que echa, que muchos garzones que se precian de tener buena vista. Que al paso que van perdiendo éstos los sentidos, van ganando el entendimiento, tienen el corazón sin pasiones y la cabeza sin ignorancias. Aquél, que está sentado, porque no puede estar de otro modo, camina medio mundo en un instante. Y aún dicen que le trae en pie y con aquel báculo le lleva al retortero: que se hacen mucho de sentir en él, cuando los viejos le mandan. Aquel otro asmático y balbuciente dice más en una palabra, que otros con ciento. No pases por alto aquel lleno de achaques, que no se le ve parte sana en todo su cuerpo: pues de verdad que tiene el seso muy entero y el juicio muy sano. Aquellos de los malos pies pisan muy firme y, cojeando ellos, hacen asentar el pie á muchos. No son flemas las que arrancan aquellos senadores de sus cerrados pechos; no son sino secretos podridos, de callados. Una cosa admiro yo mucho, dijo Critilo: que no se oye aquí vulgo ni se parece. ¡Oh! ¿no ves tú, le dijo el Jano, que entre viejos no le hay, porque entre ellos no reina la ignorancia? Saben mucho, porque han visto y leído mucho. ¡Qué pausado se mueve aquél! ¡Pero qué apriesa va restaurando viejo lo que desperdició mozo! ¡Qué magistral conversación la de aquellos rancios, que ocupan el banco del Cid! Cada uno parece un oráculo. Es un gran rato el escucharlos, de gran gusto y enseñanza para la juventud. ¡Qué quietud tan feliz!, ponderaba Critilo. Es que asisten aquí, decía el Jano, el reposo, el asiento, la madurez, con la prudencia, con la gravedad y la entereza. No se oyen aquí jamás desatenciones, mucho menos arrojos ni empeños; no resuena instrumento músico ni bélico, que están prohibidos por la cordura y el sosiego. Trató ya de conducir el sagaz Jano á su maduro Critilo ante la venerable Vejecia. Llegó él muy de su grado y así le recibió ella con mucho agrado. Mas fué mucho de ver que al mismo punto, que se postró á sus pies, corrieron de improviso ambas cortinas, que estaban á los dos lados del majestuoso trono, con que á un mismo tiempo se vieron y se conocieron, de la otra parte Andrenio entre horrores y desta otra Critilo entre honores, asistiendo entrambos ante la duplicada presencia de Vejecia, que, como tenía dos caras januales, podía muy bien presidir á entrambos puestos, premiando en uno y apremiando en otro. Ordenó luego se leyesen en voz alta y clara los nuevos privilegios, que en atenciones de méritos de sus concertadas vidas se les concedían á éstos; y al contrario los agravados pechos, que se les imponían á aquéllos: á unos cargos, á otros cargas, muy dignos de ser sabidos y escuchados. Quien los quisiere lograr, estienda el gusto á la Crisi siguiente. CRISI II _El estanco de los vicios._ Llamó acertadamente el filósofo divino al compuesto humano, sonoro animado instrumento, que, cuando está bien templado, hace maravillosa armonía; mas, cuando no, todo es confusión y disonancia. Compónese de muchos y muy diferentes trastes, que con dificultad grande se ajustan y con grande facilidad se desconciertan. La lengua dijeron algunos ser la más dificultosa de templar; otros que la codiciosa mano. Éste dice que los ojos, que nunca se sacian de ver la vanidad; aquél que las orejas, que jamás se ven hartas de oir lisonjas propias y murmuraciones ajenas. Tal dice que la loca fantasía y cual que el apetito insaciable. No falta quien diga que el profundo corazón ni quien sienta que las maleadas entrañas. Mas yo con licencia de todos éstos diría que el vientre y esto en todas las edades. En la niñez por la golosina, en la mocedad por la lascivia, en la varonil edad por la voracidad y en la vejez por la vinolencia. Es el vientre el bajo y aun el vil desta humana consonancia; y esto no obstante, no hay otro Dios para algunos. Hizo siempre apóstatas los sabios. No dijo cuántos, porque los más y con menos razón hacen mayor guerra á la razón. Es la embriaguez fuente de todos los males, reclamo de todo vicio, origen de toda monstruosidad, manantial de toda abominación, procediendo tan anómala, que, cuando todos los otros vicios caducan y se despiden en la vejez, ella entonces comienza y, sepultados ya, los aviva. Conque no hay un vicio sólo, sino todos de mancomún. Gran comadre de la herejía: dígalo el Septentrión, llamado así, no tanto por las siete estrellas que le ilustran, cuanto por los siete capitales vicios que le deslucen. Amiga de la discordia: vocéenlo ambas Alemanias, siempre turbulentas. Camarada de la crueldad: llórelo Inglaterra en sus degollados reyes y reinas. Paisana de la ferocidad: publíquelo Suecia, inquietando muy de atrás toda la Europa. Compañera inseparable de la lujuria: confiéselo todo el mundo. Y finalmente tercera de toda maldad, muñidora de todo vicio, escollo fatal de la vejez, donde zozobra el carcomido bajel humano, yéndose á pique cuando había de tomar puerto. El desempeño desta verdad será, después de haber referido las severas leyes, que mandó promulgar Vejecia por todo el ancianismo, que para unos fueron favores, si rigores para otros. Subido en lugar eminente el secretario, intimó desta suerte: Á nuestros muy amados seniores y hombres buenos, á los beneméritos de la vida y despreciadores de la muerte ordenamos, mandamos y encargamos: Primeramente, que no sólo puedan, sino que deban decir las verdades, sin escrúpulo de necedades. Que, si la verdad tiene muchos enemigos, también ellos muchos años y poca vida que perder. Al contrario se les prohiben severamente las lisonjas activas y positivas, esto es que ni las digan ni las escuchen: porque desdice mucho de su entereza un tan civil artificio de engañar y una tan vulgar simplicidad de ser engañados. Item, que den consejos por oficio, como maestros de prudencia y catedráticos de experiencia. Y esto sin aguardar á que se les pidan: que ya no lo platica la necia presunción. Pero, atento á que suelen ser estériles las palabras sin las obras, se les amonesta que procedan de modo, que siempre precedan los ejemplos á los consejos. Darán su voto en todo, aunque no les sea demandado: que monta más el de un solo viejo chapado, que los de cien mozos caprichosos. Dirán mal de lo que parece mal, mucho más de lo que es malo: que esto no es murmurar, sino hacer justicia. Y lo que en ellos sería recatado silencio, entre la gente moza pasaría por declarada aprobación. Alabarán siempre lo pasado, que de verdad lo bueno fué y lo malo es, el bien se acaba y el mal dura. Podrán ser malcontentadizos, por cuanto conocen lo bueno y se les debe lo mejor. Permíteseles el dormirse en medio de la conversación y aun roncar, cuando no les contentare, que será las más veces. Corregirán á los mozos de continuo, no por condición, sino por obligación, teniéndoles siempre tirante la brida, ya para que no se despeñen en el vicio, ya para que no atollen en la ignorancia. Dáseles licencia para gritar y reñir: porque se ha advertido que luego anda perdida una casa, donde no hay un viejo que riña y una suegra que gruña. Item más, se les permite el olvidarse de las cosas: que las más del mundo son para olvidadas. Podrán entrarse libremente por las casas ajenas, acercarse al fuego, pedir de beber, alargar la mano al plato: que á canas honradas nunca ha de haber puertas cerradas. Permíteseles el encolerizarse tal vez con moderación, no dañando á la salud: por cuanto el nunca enojarse es de bestias. Item, que puedan hablar mucho, porque bien, aun entre los muchos, porque mejor que todos. Súfreseles el repetir los dichos y los cuentos, que siete veces agradan y otras tantas enseñan, hiriendo de casera filosofía. Cuiden de no ser muy liberales, atendiendo á que no les falte la hacienda y les sobre la vida. Escusarse han del no hacer cortesías, no tanto por conservarse, cuanto porque no ven ya las personas como solían y que desconocen los hombres de agora. Harán repetir dos y tres veces lo que les dicen, para que todos miren cómo y lo que hablan. Háganse dificultosos de creer, como escarmentados de tanto engaño y mentira. No darán cuenta á nadie de lo que hacen ni tendrán que pedir consejo, sino para aprobación. No sufran que otro alguno mande más que ellos en su casa, que sería querer mandar los pies donde hay cabeza. No tendrán obligación de vestir al uso, sino á su comodidad, calzando holgado, por cuanto se ha advertido que todos, cuantos calzan muy justo, no pisan muy firme. Item más, podrán comer y beber muchas veces al día, poco y bueno, y tratar de su regalo, sin nota de gula, para conservar una vida, que vale más que las de cien mozos juntas. Y podrán decir lo que el otro: Yo soy largo en la Iglesia y en la mesa y no me pesa. Ocuparán los primeros asientos en todo lugar y puesto, aunque lleguen tarde, pues llegaron al mundo primero. Y podrán tomárselos, cuando los otros se descuidaren en ofrecérselos. Que, si las canas honran las comunidades, justo es que sean honradas de todos. Mándaseles que en todas sus cosas procedan con espera y así podrán ser flemáticos, que no procederá de cansados, sino de pausados y prudentes. No tendrán que ceñir acero los que han de caminar con pies de plomo; pero llevarán báculo, no sólo para su descanso, sino para las correcciones prontas, aunque no gusten los mozos de tales besamanos. Podrán ir tosiendo, arrastrando los pies y hiriendo fuerte con los báculos, como gente que hace ruido en el mundo, atento á que todos en la casa se irán recatando dellos, ocultándoles las cosas. Podrán por el mismo caso ser amigos de saberlo todo y preguntarlo y, atendiendo también á que, si se descuidan en saber los sucesos, se irían ayunos de muchas cosas á la otra vida, podrán informarse qué hay de nuevo, qué se dice, y qué se hace, demás que es muy de personas el querer saber lo que en el mundo pasa. Escúsese de su seca condición, en achaque de su seco temperamento, templando con su austeridad el demasiado bullicio y la necia risa de la gente joven. Que puedan quitarse años, ya por los que les impondrán, ya por los que ellos en su juventud se impusieron. Tendrán licencia para no sufrir y quejarse con razón, viéndose malasistidos de criados perezosos, enemigos suyos dos veces, por amos y por viejos: que todos vuelven las espaldas al sol que se pone, y la cara hacia el que sale. Sobre todo viéndose odiados de ingratos yernos y de nueras viejas, haránse estimar y escuchar, diciendo: Oid, mozos, á un viejo, que, cuando era mozo, los viejos le escuchaban. Finalmente se les encarga que no sean chanceros; sino severos, estando siempre de veras atentos á su madurez y entereza. Estas leyes en lo público y otras de mayor arte en lo secreto les fueron intimadas, que ellos aceptaron por obligaciones, aunque otros las calificaron privilegios. Aquí, volviendo la hoja y teniendo el rostro hacia la contraria banda, esforzando la voz, leyó desta suerte: Intimamos á los viejos por fuerza, á los podridos y no maduros, á los caducos y no ancianos, á los que en muchos años han vivido poco: Primeramente, que entiendan y se lo persuadan que realmente están viejos, si no en la madurez, en la caduquez; si no en ciencia, en impertinencia; si no en prendas, en achaques. Item más que, así como á los jóvenes se les prohibe el casar hasta cierta edad, así también á los viejos se les vede de tal edad en adelante y esto en pena de la vida, si con mujer moza; y, si hermosa, en costas de la hacienda y de la honra, que no puedan enamorarse y mucho menos darlo á entender ni asentar plaza de galanes, en pena de risa de todos; podrán, empero, pasear los cimenterios, donde envió á uno cierta gentil dama, como apalabrado con la muerte. Item, se les prohibe el añadirse años, en llegando á perderles la vergüenza, echando á noventa y á ciento. Porque, demás de engañar á algunos simples, dan ocasión á que muchos ruines se confíen y sientan largo el enmendar su perversa vida. No vistan de gala los que huelen á mortaja y entiendan que el traje, que para un joven sería decente, para ellos es gaitería. Ni por eso han de andar vestidos de figura con monterillas ó sombrerillos chiquitos y puntiagudos ni con lechuguillas y calzas afolladas, haciendo los matachines. Que no quieran ser agora enfadosos los que algún tiempo muy desenfadados ni, como el lobo, prediquen ayuno después de hartos. Sobre todo, no sean avaros y miserables, viviendo pobres para morir ricos, y se persuadan que es una necia crueldad contra sí mismos tratarse ellos mal, para que se regalen después sus ingratos herederos; vestirse de ropas viejas, para guardarles á ellos las nuevas en las arcas. Mas: los condenamos cada día á nuevos achaques con retención de los que ya tenían. Que sean sus ayes ecos de sus pasados gustos. Que, si aquéllos dieron al quitar, éstos al durar. Y así como los placeres fueron bienes muebles, los pesares serán males fijos. Que vayan de continuo cabeceando, no tanto para negar los años, cuanto para ceñar á la muerte, temblando siempre, ya de su horrible catadura, ya pagando censo de asquerosidades á sus pasadas liviandades. Y adviertan que viven afianzados, no para gozar del mundo, sino para poblar las sepulturas. Que anden llorando por fuerza los que vivieron muy de grado y sean Heráclitos en la vejez los que Demócritos en la mocedad. Item, que hayan de llevar en paciencia el burlarse de ellos y de sus cosas los jóvenes, llamándolas caduqueces, manías y vejeces, por cuanto dellos mismos lo aprendieron y desquitan á los pasados. No se espanten de ser tratados como niños los que jamás acabaron de ser hombres ni se quejen de que no hagan caso sus propios hijos de los que no supieron hacer casa. Que los que tienen ya el un pie en la sepultura no tengan el otro en los verdes prados de sus gustos ni sean verdes en la condición los que tan secos de complisión y en todo caso eviten de parecer pisaverdes los amarillos y pisasecos. Finalmente, que procedan, como parecen, agobiados, inclinándose á la tierra, como á su paradero, cargados de espaldas, mas no de cabeza, pagando pecho en toser á su envejecer. Impónenseles todas estas obligaciones y otras muchas más, acompañadas de maldiciones de sus familiares y dobladas de sus nueras. Acabado un tan solemne auto, mandó la arrugada reina se fuesen acercando á su caduco trono Critilo y Andrenio, cada cual por su puesto, bien opuesto. Y así á Critilo le dió la mano; mas á Andrenio se la asentó. Entregó un báculo á Critilo, que pareció cetro, y á Andrenio otro, que fué palo. Á aquél le coronó de canas y á éste le amortajó en ellas. Dióle á aquél el renombre de senior y á éste de viejo y más adelante de decrépito. Con esto los despachó para pasar á la última jornada de la tragicomedia de su vida. Critilo guiando y Andrenio siguiendo, volvióse Vejecia hacia el Tiempo, su más confidente ministro, haciéndole señas de despejar, que con ser intolerables sus calabozos, los tuvieran muchos por paraísos, á trueque de no pasar adelante y llegar al matadero. Á pocos pasos bien pausados tropezaron con un sabandijón de los de á cada esquina, en el vulgo, ó á un personaje del enfado, que, bien atendido de Andrenio y mejor entendido de Critilo, hallaron ser de aquéllos, que tienen la lengua agujerada con flujo de palabras y estitiquez de razones. Que hay sujetos peores de aquéllos, que lo que por una oreja les entra, por otra les sale. Pues á éstos, lo que por ambas orejas les entra, por la lengua al mismo punto se les va, con tal facilidad de boca, que no les para cosa en el buche, por importante que sea, ni el secreto más recomendado ni la interioridad más reservada, no sabiendo callar ni su mal ni el ajeno. Singularmente, cuando llega á calentárseles la boca con alguna pasión de cólera ó alegría, sin ser necesario darles el remitivo político de la afectada ignorancia ni el único torcedor de la mañosa contradición. Porque éste no tenía retentivo en cosa, confesando él mismo que no podía más con su estómago ni recabarlo con su lengua. Jamás pudo llegar á retener un secreto medio día y por esto era llamado comúnmente don Fulano el de la lengua horadada. Todos, cuantos querían se supiese algo y que se fuese estendiendo á toda prisa, acudían á él como á trompeta sin juicio. ¿Pues qué, si le encomendaban el secreto? Reventaba por irlo al punto á hacer público. Desgraciado del que ó por desatención ó por inadvertencia se le confiaba, que luego le topaba en medio de las plazas á la vergüenza y aun hecho cuartos. Al contrario, los que ya le conocían, se valían dél para hacerle autor de lo que á ellos no les estaba bien serlo y en una palabra él era faraute universal, lengua de ferro, si no testa, no el _bello dezitore_, sino el feo palabrista. Éste, pues, ó andaluz por lo locuaz ó valenciano por lo fácil ó chichiliani por lo chacharroni, los comenzó á conducir, sin pararle un punto la tarabilla de necedades. ¿Quién podrá contar las que ensartó por todo el discurso de su vida? Nunca escupía, porque no le tomasen la vez, ni preguntaba por no dar lugar á que otro le respondiese; sí bien, á los tales se cree que se les convierte toda la saliva en palabras, porque todo cuanto hablan es broma. Seguidme, les decía: que hoy os he de introducir en el palacio mayor del mundo, de muchos oído, de venturosos visto, de todos deseado y de raros hallado. ¿Qué palacio será éste?, le preguntaba él mismo. Y después de muchos misterios, ponderaciones y hazañerías, les dijo muy en secreto: Éste es el de la alegría. Hízoles notable armonía y dijeron: ¿No sea el de la risa? ¿Quién jamás vió tal cosa ni tal casa de la alegría? Hasta hoy no hemos topado quien nos diese noticia de semejante palacio; aunque de otros, encantados los más y llenos de soñados tesoros. No os espantéis dello, les dijo: porque el que una vez entra allá por maravilla sale. Bobo sería en dejar el contento y volver á los pesares de por acá. ¿Y tú?, le replicaron. Yo soy excepción: salgo por no reventar á parlarlo y á conducir allá los venturosos pasajeros. Vamos, vamos, que allí habéis de ver la misma alegría en persona, que lo es mucho, con su cara redonda á lo de sol, que aseguran durarles á las carirredondas diez años más la hermosura, que á las aguileñas y carílargas. De allí amanece la Aurora, cuando más arrebolada y risueña. Todos cuantos moran en aquel serrallo, que allí se vive porque se bebe, andan colorados, lucidos y risueños. Gente de indo humor y de buen gusto, gentilhombres de la boca. Y aun gentiles, añadía Critilo. Pero dínos, ¿para cada día hay su placer y buenas nuevas? ¡Oh, sí!: porque no se cuidan de las malas ni las oyen ni las escuchan; está vedado el darlas. Desdichado del paje, que en esto se descuida, que al mismo punto se despiden. Todos son buenos ratos, comedias nuevas. Para cada día hay su placer y aun dos y todo al cabo viene á parar en _placheri y placheri y más placheri_. ¿Pues no hace de las suyas la fortuna y de sus mudanzas el tiempo? ¿Siempre está en él llena la luna? ¿No se barajan los contentos con las penas, las copas con los bastos, los oros con las espadas, como por acá? De ningún modo, porque allí no hay podridos ni porfiados ni temáticos, desabridos, desazonados, malcontentos, desesperados, maliciosos, punchoneros, celosos, impertinentes, y lo que es más que todo eso, vecinos. No hay espíritus de tristeza ni de contradición ni atribulados ni fatiguillas ni agonizados. Nunca veréis malas comidas por ningún caso, aunque se hunda el mundo, ni peores cenas. Nunca ha de faltar el capón, el perdigón, que están muy validos. No se conocen sinsabores ni quemazones. Y en una palabra, todos allí son buenos tragos. Que de verdad no hay otra Jauja ni más cierta cucaña en el mundo, que no pillar fastidio de _niente_. Mucho es eso, ponderaba Critilo, que tenga raíces el placer y amarras el contento. Dígoos que sí, porque es manantial el gusto. Ni se marchita el gozo, que nace en tierra de regadío. Y habéis de saber, como lo veréis y aun lo probaréis, que en medio de aquel gran patio de su placentero alcázar brota una tan dulce, cuan perene fuente, brindándose á todos sin distinción en bellísimos tazones, unos de oro los más altos, otros de plata los del medio y los más bajos, aunque no los menos gustosos, de cristales transparentes, con donosa figurería, por ellos baja despeñándose con agradable ruido (malos años para la mejor música, aunque sean las melodías de Florián) un tan sabroso licor y tan regalado, que aseguran unos viene por secretos condutos de allá de los mismos campos Elisios; otros dicen se distila de aquel divino néctar. Y lo creo, porque á cuantos le beben, los vuelve luego unos bienaventurados á lo humano. Aunque no falta quien diga ser vena de Elicona y con harto fundamento, pues Horacio, Marcial, Ariosto y Quevedo, en bebiéndole, hacían versos superiores. Mas porque todo se diga y no me quede con escrúpulos de estómago, no pocos se persuaden y lo andan mascando entre dientes, que son verídicos y un alegre, eficaz veneno. Sea lo que fuere, lo que yo sé es que causa prodigiosos efectos y todos de consuelo. Porque yo ví un día traer no menos que una gran princesa, si dijera Lansgravia ó Palatina, perdida de melancolía, sin saber ella misma de qué ni por qué, que á no ser eso, no fuera necia. Habíanle aplicado dos mil remedios, como son galas, regalos, saraos, paseos y comedias, hasta llegar á los más eficaces, cuales son fuentes de oro potable, digo de doblones, tabaquillos de joyas, cestillos de perlas. Y ella siempre triste ¡qué necia! enfadada de todo y enfadando á todos, que ni vivía ni dejaba vivir, de modo, que llegó rematada de impertinente. Pues os aseguro que luego que bebió del eficacísimo néctar, depuesta la ceremoniosa autoridad regia, se puso á bailar, á reir y cantar, diciendo que se iba hacia las alturas. Reniego, dije yo, de todos sus sitiales y doseles y aténgome á un valiente cangilón. Y eso es nada: que yo le ví al más severo Catón, al español más tétrico, dar carcajadas en bebiéndole, que por eso le llamaron los italianos _allegracore_. Encontraban muchos peregrinos con sus esclavinas de cuero, que todos se encaminaban allá. Los más eran del tercio viejo, que como el paraje era áspero y seco y ellos venían fatigados y sedientos, encarrilaban en ristra y muertos de sed venían como vivos. Éste es, decía su farsante guión, el Jordán de los viejos, aquí se remozan y se alegran, refrescan la sangre y cobran los perdidos colores. Mas ya á los ecos de una gran bulla placentera, licenciaron la vista y descubrieron una casa, no sublime, pero bien empinada, propia estación del gusto y palacio del placer, coronado, en vez de jazmines y laureles, de pámpanos frondosos y todas sus paredes felpadas de yedras. Que, aunque suelen decir que echan á perder las casas donde se arriman, yo digo que hace harto más daño una cepa, pues de todo punto las arruina. Mirad, les decía, qué alegre vista de colgaduras naturales. ¿Qué tienen que ver con ellas las más ricas y bordadas del célebre duque de Medina de las Torres, las más finas tapicerías de Flandes, aunque sean dibujos del Rubens? Creedme que todo lo artificial es sombra con lo natural y no más de un remedo. ¡Deliciosa amenidad por cierto, decía Andrenio! Ya no me pesa de haber venido. Y díme, ¿siempre dura? ¿nunca se marchita? Dígoos que es perpetua, porque jamás le falta el riego. Bien puede secarse Chipre y ahorcarse los Pensiles, con que falta aquí su Babilonia. Íbanse acercando á la gran puerta, siempre de par en par, así como la casa de bote en bote, y notaron que, así como á la del furor suelen estar encadenados tigres, á la del valor leones, á la del saber águilas, á la de la prudencia elefantes, en ésta asistían lobos soñolientos y tahonas entretenidas. Resonaban muchos juglares y todos hacían buen son: debían de ser forasteros. Bullían Ninfas nada adamadas; pero muy coloradas y fresconas á la flamenca. Blandían vistosos cristales en sus malseguras manos, llenas del generoso néctar, brindando á porfía á todo sediento pasajero, por estar esta casa de recreación en medio del pasaje de la vida. Llegaban ellos muy secos, cuando más ahogados de reumas, apurados de la sed, á apurar los cangilones, que ellos les bailaban delante. Bebían sin tasa, como gente sin cuenta. Y era bien de reir cómo fundaban crédito en hacer la razón, cuando más la deshacían. Y si alguno más templado se detenía, comenzaban á hacerle cocos, bautizando su atención por melindre y figurería, haciéndole muchos brindis con su templanza el licor brillante, que de verdad les saltaba á los ojos. Provocábanlos, diciendo: Ea, que en vuestra edad no la hay, la sequedad de la complexión os escusa. Ésta es la leche de los viejos. Y mentían, que no era sino el veneno. Vaya otra vez, que el licor es apetecible, pues ningún sainete le falta. Él tiene buen color para la hermosura, mejor sabor para el gusto y estremado olor para la fragrancia, lisonjeando todos los sentidos. Arrojad el agua, tan necia como desabrida, muy preciada de no tener nada de gusto, ni color ni olor ni sabor. Éste sí que se precia de todo lo contrario. Y lo que más es, que ayuda á la salud y aun es su único remedio, pues aseguraba Mesue no haber hallado confección más eficaz y que más presto acudiese á remediar el corazón ni las bebidas de jacintos y de perlas. Picábanle el gusto, cambiando licores y colores, ya el rojo encendido, combinándose con la sangre, ya dorado, pasando plaza de oro potable, ya de color del sol, hijo ardiente de sus rayos, ya de finos granates y aun de preciosos rubís, en fe de su preciosa simpatía. Contentábanse los cuerdos con una taza sola, para satisfacer á la necesidad; que lo demás decían ser una gran necedad. Con eso refrescaban la sangre, confortaban el corazón y se alentaban para poder proseguir su camino á las derechas. Pero los más no acababan de consolarse con una sola taza ni aun con dos; sino que en tropa de brutos se metían muy adentro, no parando hasta encontrar con el mayor estanque y allí se arrojaban de bruces. Déstos fué uno Andrenio, sin que bastase á detenerle ni el consejo ni el ejemplo de Critilo. Tendíanse luego en son de bestias por aquellos suelos: que todo vicio lleva á parar en tierra, así como toda virtud al cielo. En el entretanto que dormía Andrenio al ser de hombre, privado de la principal de sus tres vidas, quiso Critilo registrar aquel palacio tudesco, donde vió cosas de mucho escarnio, que él encomendó al escarmiento. Halló lo primero que la bacanal estancia no se componía de doradas salas, sino de ahumadas zahurdas; no de cuadras de respeto, sí de ranchos de vileza. Topó uno, donde todos se metían á bailar, luego que entraban, con tal propensión, que, queriendo una dueña entrar con un palo á sacar su criada, con gran priesa se había puesto á bailar. En el mismo punto, depuesto el enojo, con el palo, se calzó las castañetas y comenzó á repicarlas. Hizo lo mismo el marido, cuando entraba más colérico á llevar el compás con un garrote, y todos cuantos metían el pie en aquel gustoso rancho del mesón del mundo, al mismo punto olvidados de todo, se hacían piezas bailando. Decían algunos ser burlesco hechizo, que había dejado un entretenido pasajero, que allí había hecho noche; mas Critilo túvolo por borrachera y trató de pasar adelante. Encontró con otro, donde todos cuantos allá entraban, al punto enfurecían con tal fiereza, que echando unos mano á los puñales y arrancando otros de las espadas, comenzaban á herirse como fieras y á matarse como bestias, olvidados de la razón, como gente sin juicio. Aquí vió un gran personaje con una muy buena capa de púrpura y díjole su farsante guía: No te admires, que por éste se dijo: debajo de una buena capa hay un mal bebedor. ¿Quién es éste? Quien fué señor del mundo; mas este licor lo fué de él. Retirémonos, dijo Critilo, que tiene en la mano un sangriento puñal. Con ese mató á su mayor amigo sobre mesa. ¿Y con todo eso fué aclamado el Magno? Sí, por lo soldado, que no por lo rey. De otro más moderno y aun corriendo vino aseguraban que no se había embriagado sino sola una vez en su vida; pero que le duró por toda ella, en quien hicieron gran maridaje el vino y la herejía. Aquí les mostraron el mismo tazón, que tomó en la mano el octavo de los ingleses Enriques, en el trance de su infeliz muerte, en vez del santo crucifijo, con que suelen morir los buenos católicos, y echándosele á pechos, dijo: Todo lo perdimos junto, el reino, el cielo y la vida. ¿Y todos ésos fueron reyes?, preguntó Critilo. Sí, todos. Que aunque en España nunca llegó la borrachera á ser merced, en Francia sí á ser señoría, en Flandes excelencia, en Alemania serenísima, en Suecia alteza; pero en Inglaterra, majestad. Decíanle á uno que dejase el beber, si no quería despedirse del ver; mas él, incorregible, respondía: Decidme: ¿Estos ojos no se los han de comer los gusanos? Sí. Pues más vale que me los beba yo. Otro tal respondió: Lo que hay que ver ya lo tengo visto, lo que he de beber no está bebido: pues bebamos, aunque nunca veamos. Y catad la diferencia de los licores: éstos, que están tristes y tan adormecidos, cargaron del tinto; estos otros, tan alegres y risueños, del blanco. Mas ya en esto habían llegado, no al más reservado retrete, que aquí no se conocen interioridades; sino á la estancia mayor de la risa, á la cueva del placer, donde hallaron que presidía sobre un eminente trono de cercillos, una amplísima reina sin género de autoridad, muy grave. Y con estar muy gruesa, decía no tener más que los pellejos, tan pobre y desamparada, cuan en cueros. Parecíase una cuba sobre otra, de fresco y alegre rostro; aunque tenía más de viña, que de jardín. Vestía de otoño, en vez de primavera, coronada de rubíes arracimados. Chispeábanla los ojos vertiendo centellas líquidas, hidrópicos los labios del suavísimo néctar. Blandía, en vez de palma, en la una mano, un verde y frondoso tirso, y brindaba con la otra un bernegal de buen tamaño á todos cuantos llegaban, observando con inviolable puntualidad la alternativa en los brindis. Notaron que mudaba semblantes á cada trago, ya festivo, ya lascivo y ya furioso, verificando el común sentir, que la primera vez es necesidad, la segunda deleite, la tercera vicio y de ahí adelante brutalidad. En viendo á Critilo, licenció la risa en carcajadas y comenzó á propinarse con instancia el enojoso licor. Rehusaba Critilo el empeño. He, que no se puede pasar por otro, le decía, sí, su farsante camarada, en ley de cortesano. Vióse obligado á probarlo y, en gustándole, exclamó: Éste es el veneno de la razón, éste el tóxico del juicio, éste es el vino ¡oh, tiempos! ¡oh, costumbres! El vino antes en aquel siglo de oro, pues de la verdad y aun de perlas, pues de las virtudes, cuentan que se vendía en las boticas, como medicina, á par de las drogas del Oriente, recetábanle los médicos entre los cordiales. Récipe, decían, una onza de vino y mézclese con una libra de agua. Y así se hacían maravillosos efectos. Otros refieren que no se permitía vender, sino en los más ocultos rincones de las ciudades, allá lejos en los arrabales, porque no inficionase las gentes. Y se tenía por infamia ver entrar un hombre allá. Mas ya se profanó este buen uso, ya se vende en las muy públicas esquinas y están llenas las ciudades de tabernas. Ya no se pide licencia al médico para beberle, habiéndose convertido en tóxico el que fué singular remedio. Antes hoy, le replicó un aprisionado, es medicina universal: díganlo tantos aforismos, como corren en su favor. He, que son de viejas. No por eso peores. El es el común remedio contra el daño, que hacen todas las frutas. Y así dicen: “Tras las peras, vino bebas”. “El melón maduro, quiere el vino puro”. “Al higo vino y á la agua higa”. “El arroz, el pez y el tocino nacen en el agua y mueren en el vino”. La leche, ya se sabe lo que le dijo al vino: “Bien seáis venido, amigo”. “El vino tras la miel, sabe mal; pero hace bien.” Así que: “Donde no hay vino y sobra el agua la salud falta”. En todos tiempos es medicina, como lo dice el texto: “En el verano por el calor y en el invierno por el frío, es saludable el vino”. Y otro dice: “Pan de ayer y vino de antaño, traen al hombre sano”. No sólo remedia el cuerpo; pero es el mayor consuelo del ánimo, alivio de las penas. “Que lo que no va en vino, va en lágrimas y suspiros.” Es aforro de los pobres, que: “Al desnudo le es abrigo”. Bebida real, cuando: “El agua para los bueyes, y el vino para los reyes”. Leche de los viejos, pues: “Cuando el viejo no puede beber, la sepultura le pueden hacer”. Y en él consiste la media de la vida que: “Media vida es la candela y el vino la otra media”. De modo que es medicina de todos los males, porque: “Sangraos vecina...” y responde: “El buen vino es medicina”. Y con mucha razón, pues son siete los provechosos frutos de ella: “Purga el vientre, limpia el diente, mata la hambre, apaga la sed, cría buenos colores, alegra el corazón y concilia el sueño.” Á todos éstos, dijo Critilo, responderé yo con éste sólo: “Quien es amigo del vino es enemigo de sí mismo”. Y advertid que otros tantos, como habéis referido en su favor, pudiera yo decir en contra; pero baste éste por ahora con este otro: “El vino con agua es salud de cuerpo y alma”. ¡Oh!, replicó el apasionado, ¿no veis, que el vino, si le echáis agua, le echáis á perder, especialmente si fuere blanco? También, si no se la echáis, os echa él á perder á vos. ¿Pues qué remedio? No beberle. Otras muchas verdades dijo Critilo contra la embriaguez, de que los circunstantes hicieron cuento y él escarmiento. Reparó Critilo en que asistían pocos españoles al cortejo de la dionisia reina, habiendo sin duda para cada uno cien franceses y cuatrocientos tudescos. ¡Oh, dijo el hablador, no sabes tú lo que pasó en los principios _desta bella invenchione del vino_! ¿Y qué fué? Que un recuero, atento á su ganancia, cargó de la nueva mercadería y dió con ella en Alemania. Y como fuese el precioso licor en toda su generosidad, gustaron mucho dél los tudescos. Hízoles valiente impresión, rindiéndolos de todo punto. Pasó adelante á la Francia; mas, porque no fuesen comenzados los cueros, acabólos de llenar en la Esquelda, con que no iba ya el vino tan fuerte y así no hizo mas que alegrar los franceses, haciéndoles bailar, silbar y dar algunas cabriolas y rascarse atrás en un corrillo de mesurados españoles, como se vió ya en Barcelona. Quedábale ya muy poco, cuando pasó á España, y llenóle de agua de tal suerte, que no era ya vino, sino enjaguaduras de bota. Con esto no les hizo efecto á los españoles; antes los dejó muy en sí y tan graves como siempre, con que ellos á todos los demás llaman borrachos. Deste modo han proseguido todas estas naciones en beberle: los tudescos puro, imitándoles los suecos y los ingleses; los franceses ya enjuagan la taza; mas los españoles, aguachirle, aunque los demás lo atribuyen á malicia y que lo hacen por no descubrir con la fuerza del vino lo secreto de su corazón. Ésa ha sido sin duda la causa, ponderaba Critilo, de no haber hecho pie la herejía en España, como en otras provincias, por no haber entrado en ella la borrachera, que son camaradas inseparables: nunca veréis la una sin la otra. Pero ¡qué cosa, aunque no rara, sí espantosa! Aquella embriagada reina, anegada en abismos de horrores, comenzó á arrojar de aquella ferviente cuba de su vientre tal tempestad de regüeldos, que inundó toda la bacanal estancia de monstruosidades. Porque, bien notado, no eran otros sus bostezos, que reclamos de otros tantos monstruos de abominables vicios. Volvía el feroz aspecto á una y otra parte y, en arrojando un regüeldo, saltaba al punto de aquel turbulento estanque del vino una horrible fiera, un infame acroceraunio, que aterraba á todo varón cuerdo. Salió de los primeros la Herejía, monstruo primogénito de la Borrachera, confundiendo los reinos y las ciudades, repúblicas y monarquías, causando desobediencias á sus verdaderos señores. ¿Pero, qué mucho, si primero negaron la fe debida á su Dios y Señor, mezclando lo sagrado con lo profano y trastornando de alto á bajo cuanto hay? Sacaron luego las cabezas á otro regüeldo las Harpías, digo la Murmuración, manchando con su nefando aliento las honras y las famas; la desapiadada Avaricia, chupándoles la sangre á los pobres, desollando los súbditos; la Joel Envidia, vomitando venenos, inficionando las ajenas prendas y disminuyendo las heroicas hazañas. Allí apareció, llamado de un gran bostezo, el Minotauro embustero, la bachillera Esfinge, presumiendo de entendida y ignorando de necia. No faltaron las tres infernales Furias, convocadas de otro valiente regüeldo, que metió en los infiernos mismos la guerra, la discordia y la crueldad, que bastan á hacer infierno del mismo paraíso. Las engañosas Sirenas, brindando vidas y ejecutando muertes. La Escila y la Caribdis aquellos dos viciosos extremos, donde chocaron los necios, dando en el uno por huir del otro. Allí se vieron los Sátiros y los Faunos, con apariencias de hombres y realidades de bestias. Así, que en poco rato hizo estanco de vicios de un estanque de monstruos, hijos todos de la violenta vinolencia. Y lo que más es de reparar y aun de sentir, que con ser éstas otras tantas fieras y harto feas, á sus beodos amadores les parecieron otras tantas beldades, llamando á las Sirenas lascivas, unos ángeles; al furioso y ciego de cólera, Cíclope valiente; á las Harpías, discretas; á las Furias, gallardas; al Minotauro, ingenioso; á la Esfinge, entendida; á los Faunos, galanes; á los Sátiros, cortesanos; y á todo monstruo, un prodigio. Veníasele acercando á Critilo uno de los más perniciosos; pero él, al mismo punto, despavorido, intentó la fuga. Quísole detener el farsante, diciéndole: Aguarda, no temas, que no te hará mal, sino mucho bien. ¿Quién es éste?, le preguntó. Y él: Ésta es aquella tan celebrada, cuán conocida en todo el mundo y más en las cortes, sin quien ya no se puede vivir, por lo menos sin su poquito de ella, por cuanto es empleo de los desocupados y ocupación de los entendidos, aquella gran cortesana. ¿Y cómo la nombran? Lo que le respondió y qué monstruo fuese éste nos lo dirá la otra Crisi. CRISI III _La Verdad de parto._ Enfermó el hombre de achaque de sí mismo. Despertósele una fiebre maligna de concupiscencias, adelantándosele cada día los crecimientos de sus desordenadas pasiones. Sobrevínole un agudo dolor de agravios y sentimientos. Tenía postrado el apetito para todo lo bueno y el pulso con intercadencias en la virtud. Abrasábase en lo interior de malos afectos y tenía los estremos fríos para toda obra buena. Rabiaba de sed de sus desreglados apetitos, con grande amargura de murmuración. Secábasele la lengua para la verdad, síntomas todos mortales. Viéndole en tanto aprieto, dicen que le envió sus médicos el cielo y también el mundo los suyos, á competencia, y así muy diferentes los unos de los otros y muy encontrados en la curación. Porque los del cielo en nada condecendían con el gusto del enfermo y los mundanos en todo le complacían. Con lo cual éstos se hicieron tan plausibles, cuan aborrecibles aquéllos. Ordenábanle los de arriba muchos y muy buenos remedios y los de abajo ninguno, diciendo: He, que tanto es menester haber estudiado para no recetar, como para recetar. Citaban los eternos, magistrales textos y los terrenos, ninguno, y decían: Más vale testa, que texto. Guarde la boca, decían unos: coma y beba cuanto apeteciere. Los otros: Tome un vomitivo de deleites, que le será de mucho provecho. No haga tal, que le inquietará las entrañas y le postrará el gusto; dénle minorativos de concupiscencia. Ni lo piense; sino valientes tiradas de gustos, que le vayan refrescando la sangre. Dieta, dieta, repetían aquéllos. Regalo y más regalo, replicaban éstos, y asentábasele muy bien al enfermo. Púrguese, le recetaron los celestiales, porque vamos á la raíz del mal y á derribar el humor vicioso, que predomina. Eso no, salían los mundanos; tome, sí, cosas suaves con que se entretenga y alegre. Oyendo tal variedad, decía el enfermo: Aténgome al aforismo que dice: “Si de cuatro médicos, los tres dijesen que te purgues y uno que no, no te purgues”. Replicábanle los del cielo: También dice otro: “Si de cuatro médicos, los tres te dijeren que no te sangres y uno sólo que sí, sángrate”. Luego, te debes sangrar y de la vena del arca, restituyendo lo ajeno. Eso no, salían los otros; que sería quitarle las fuerzas y aun de todo punto desjarretarle. Y él, en confirmación, añadía: ¡Qué poco estiman ellos mi sangre! No saben otro, que sangrar la costilla de los zurdos. No duerma con el mal, encargaban aquéllos. Repose y descanse en él, decían éstos. Viendo, pues, los del cielo que no se le aplicaba remedio alguno de cuantos ellos ordenaban y que el enfermo iba por la posta caminando á la sepultura, entraron á él y con toda claridad le dijeron que moría. Ni por esas se dió por entendido; antes llamando un criado, le dijo: Hola, ¿hanles pagado á estos médicos? Señor, no. Y aun por eso me dan ya por desahuciado. Pagadles y despedidles. Lo segundo cumplieron. Fuéronse con tanto las virtudes, quedáronse los vicios, y él muy en ellos, que presto acabaron con él, aunque no él con ellos. Murió el hombre de todos y fué sepultado más abajo de la tierra. Íbale ponderando á Critilo este suceso de cada día un varón de ha mil siglos. ¡Oh cómo es verdad, decía Critilo, que los vicios no sanan, sino que matan, y las virtudes remedian! No se cura la codicia con amontonar riquezas ni la gula con los manjares, la sensualidad con los bestiales deleites, la sed con las bebidas, la ambición con los cargos y dignidades; antes se ceban más y cada día se aumentan. De ese achaque le vino á la torpe vinolencia hacer estanco de vicios. ¡Y qué feos! ¡qué abominables! Pero entre todos, aquel que se me venía acercando y pegándoseme, que no hice poco en rebatirle, ¿cuál de ellos era? Es más cortesano, cuanto más civil; común, cuando más estraño. ¿Cómo se llamaba el tal monstruo? Bien nombrado es y aun aplaudido, entremetido y bienadmitido. Todo lo anda y todo lo confunde. Entra y sale en los palacios, teniendo en las cortes su guarida. Menos te entiendo por eso. Aún no doy en la cuenta. Que hay muchos á esa traza y bulle la corte dellos. Pues has de saber que era el capitán de todos, digo la plausible Quimera. ¡Oh monstruo al uso! ¡oh vicio de todos! ¡oh peste del siglo! ¡necedad á la moda!, exclamó el nuevo camarada. Por eso yo, añadió Critilo, luego que me la ví tan cerca, la conjuré, diciendo: ¡Oh monstruo Cortesano! ¿Qué me buscas á mí? Anda, vete á tu Babilonia común, donde tantos y tontos pasan de ti y viven contigo: todo embuste, mentira, engaño, enredo, invenciones y quimeras. Anda, vete á los que se sueñan grandes y son fantasmas, hombres vacíos de sustancia y rebutidos de impertinencia, huecos de sabiduría y atestados de fantasía: todo presunción, locura, fausto, hinchazón y quimera. Vete á unos aduladores falsos, desvergonzados, lisonjeros, que todo lo alaban y todo lo mienten, y á los simples que se los creen, pagando el humo y el viento: todo mentira, engaño, necedad y quimera. Vete á unos pretendientes engañados y á unos mandarines engañadores, aquéllos pretendiéndolo todo y éstos cumpliendo nada, dando largas, escusas, esperanzas bobas: todo cumplimiento y quimera. Vete á unos desdichados arbitristas, inventores de felicidades ajenas, trazando de hacer Cresos á los otros, cuando ellos son unos Iros; discurriendo trazas para que los otros coman, cuando ellos más ayunan: todo embeleco, devaneo de cabeza, necedad y quimera. Vete á unos caprichosos políticos, amigos de peligrosas novedades, inventores de sutilezas malfundadas, trastornándolo todo, no sólo no adquiriendo de nuevo ni conservando de viejo; pero perdiendo cuanto hay, dando al traste con un mundo y aun con dos: todo perdición y quimera. Vete al Babel moderno de los cultos y afectados escritos y cuyas obras son de tramoya, frases sin concepto, hojas sin fruto, tomos sin lomo, cuerpos sin alma: todo confusión y quimera. Vete á los tribunales, donde no se oyen sino mentiras; en las escuelas sofisterías, en las lonjas trampas y en los palacios quimeras. Vete á los prometedores falsos, noveleros, crédulos, entremetidos, desahogados, linajudos, desvanecidos, casamenteros, mentirosos, pleiteantes, necios, sabios aparentes: todo mentira y quimera. Vete á los hombres de hogaño, llenos todos de engaño, mujeres de embeleco: los niños mienten, los viejos engañan, los parientes faltan y los amigos falsean. Vete á todo lo que dejamos atrás de un mundo inmundo, laberinto de enredos, falsedades y quimeras. Con esto traté de huir de ella, que fué del mundo todo, y eché por este camino de la verdad en tan buen punto, que tuve dicha de encontrarte. Harto fué, dijo el Acertador, que así oyó le llamaban, que todo tú pudieses salir. No tan todo, respondió Critilo, que no me dejase la mitad, pues otro yo allá queda, Andrenio, aun más amigo que hijo, nada suyo y todo ajeno, rendido á una brutal vinolencia. Mas aquí, no pudiendo articular las palabras, prosiguió haciendo estremos. Hora bien, no te pudras tú, le dijo, de lo que otros engordan. Quiero por consolarte y remediarte que volvamos allá y que experimentes el eficacísimo contraveneno del vino, que conmigo llevo. Es la embriaguez, iba ponderando, el último asalto, que dan al hombre los vicios; es el mayor esfuerzo, que ellos hacen contra la razón. Y así cuentan que, habiéndose coligado todos estos monstruosos enemigos contra un hombre, luego que naciera, embistiéndole ya uno, ya otro, por su orden para más desordenarle, la voracidad cuando más rapaz, la mancebía cuando mancebo, la avaricia cuando varón y la vanidad cuando viejo, viéndole pasar de edad en edad vitorioso y que ya entraba en la vejez triunfando de todos ellos, no pudiéndolo sufrir que así se les escapase y hiciese burla dellos, acudieron á la embriaguez, afianzando en ella su despique. No se engañaron, pues acometiéndole ésta con capa de necesidad, llamando al vino su leche, su abrigo y su consuelo, poco á poco y trago á trago se fué entrando y apoderándose dél hasta rendirle de todo punto. Hízole cerrar los ojos á la razón, abrir puerta á todo vicio, y de modo, que, con lastimosa infelicidad, aquel que toda la vida se había conservado en su virtud y entereza, se halló de repente á la vejez glotón, lascivo, iracundo, maldiciente, locuaz, vano, avaro, ridículo, imprudente. Y todo esto, porque vinolento. Mas ya habían llegado, no al estanque, sino al cenagal de los vicios. Entraron ambos y hallaron á Andrenio, que aún estaba por tierra, sepultado en sueño y vino. Comenzaron á llamarle por su nombre; mas él impaciente respondía: Dejadme, que estoy soñando cosas grandes. No puede ser, dijo el Acertador, que los hombres grandes sólo tienen sueños grandes. He, dejadme, que estoy viendo cosas prodigiosas. ¿No sean monstruosas? ¿Qué puedes ver sin vista? Veo, dijo, que el mundo no es ya redondo, cuando todo va á la larga; que la tierra no es ya firme, cuando todo anda rodando; que el cieno es cielo para los más, pues los menos son personas; que todo es aire en el mundo y así todo se lo lleva el viento; el agua que fué y el vino que vino; el sol no es solo ni la luna es una, los luceros sin estrellas y el norte no guía; la luz da enojos y el alba llora cuando ríe; los flores son delirios y los lirios espinan; los derechos andan tuertos y los tuertos á las claras; las paredes oyen, cuando las orejas se rascan; los postres son antes y muchos fines sin medios; que el oro no es pesado y las plumas mucho; los mayores alcanzan menos y hablan gordo los más flacos y alto los más bajos; no son ladrados los ladrones, con que ninguno tiene cosa suya; los amos son mozos y las mozas las que mandan; más pueden espaldas, que pechos, y quien tiene hierro, no tiene aceros; los servicios se miran de mal ojo y los proveídos son premiados; la vergüenza es corrimiento y los buenos no hacen llorar, sino reir; del mentís se hace caso y del mentir casa; no son sabios los entendidos ni oídos los que hablan claro; el tiempo hecho cuartos y el día enhoramalas; los relojes quitan dando y de los buenos días se hacen los malos años; tras la tercera va la primera y las desgracias son gracias; las diademas en París y los galanes en Francia. Calla ya, le dijo el Acertador; que sin duda se dijo diablo del que noche y día habla; mas en cantar mal y porfiar. Digo que todo anda al revés y todo trocado de alto á bajo. Los buenos ya valen poco y los muy buenos para nada y los sin honra son honrados, los bestias hacen del hombre y los hombres hacen la bestia. El que tiene es tenido y el que no tiene es dejado. El de más cabal es sabio, que no el de más caudal. Las niñas lloran y las viejas ríen. Los leones dan balidos y los ciervos cazan. Los gallinas cacarean y no despiertan los gallos. No caben en el mundo los que tienen más lugar y muchos hijos de algo valen nada. Muchos por tener antojos no ven y no se usan los usos. Ya no nacen niños ni los mozos bien criados. Las que valen menos son buenas joyas y los más errados buenas lanzas. Veo unos desdichados antes de nacidos y otros venturosos después de muertos. Hablan á dos luces los que á escuras y todo ahora es á deshora. Prosiguiera en sus dislates, si el Acertador no tratara de aplicarle el eficaz remedio, que fué echarle en la vasija del vino, no una anguila, como el vulgo ignorante sueña, sino una serpiente sabia, que al punto le hizo volver á ser persona y aborrecer aquel tóxico del juicio y veneno letal de la razón. Sacólos con esto el Acertador de aquel estanco de los vicios y estanque de monstruos, al de prodigios. Era éste uno de los raros personajes, que se encuentran en el vario viaje de la vida, de tan estraña habilidad, que á todos cuantos encontraban les iba adevinando el suceso de su vida y el paradejo della. Iban atónitos nuestros peregrinos oyéndole adevinar con tanto acierto. Toparon de los primeros uno de muy mal gesto y al punto dijo: Déste no hay que aguardar buen hecho. Y no se engañó. De un tuerto pronosticó que no haría cosa á buen ojo y acertó. Á un corcovado le adevinó sus malas inclinaciones; á un cojo, los malos pasos en que andaba y á un zurdo, sus malas mañas; á un calvo, lo pelón y á un ceceoso lo malhablado. Á todo hombre señalado de la naturaleza señalaba él con el dedo, diciéndoles se guardasen. Encontraron ya un grande perdigón, que iba perdiendo á toda prisa lo que muy poco á poco se había ganado y al punto dijo: ¿No hizo él la hacienda? No; que quien no la gana no la guarda. Pero esto es nada, cosas más raras y más recónditas adevinaba, como si las viera. Y así, encontrando un coche, que traía tan arrastrado á su dueño, cuan desvanecida á su ama, dijo: ¿Veis aquel coche? Pues antes de muchos años será carreta. Y realmente fué así. Viendo edificar una cárcel muy suntuosa y fanfarrona, con muchos dorados hierros, que pudiera sustituir un palacio, dijo: ¿Quién creerá que ha de venir á ser hospital? Y de verdad lo fué, porque vinieron á parar en ella pobres desvalidos y desdichados. De un cierto personaje, que tenía muchos y buenos amigos, dijo que danzaba muy bien y acertó: porque todos le alabaron. Al contrario de otro, que tenía cara de pocos amigos: Éste no hará cosa bien ni saldrá con lo que emprendiere. Esto es más, que llegó uno y le preguntó cuánto tiempo viviría. Miróle á la cara y dijo que cien años y que si, le bobeara un poco más, dijera que docientos. Á otro inútil para todo aseguró que sacaría de la puja al mismo Matusalén. Pero lo más es que, en viendo á cualquiera, le atinaba la nación. Y así de un invencionero dijo: Éste, sin más ver, es italiano. De un desvanecido, inglés; de un desmazalado, alemán; de un sencillo, vizcaíno; de un altivo, castellano; de un cuitado, gallego; de un bárbaro, catalán; de un poca cosa, valenciano; de un alborotado alborotador, mallorquín; de un desdichado, sardo; de un tozudo, aragonés; de un crédulo, francés; de un encantado, danao. Y así de todos los otros, no sólo la nación; pero el estado y el empleo adevinaba. Vió un personaje muy cortés, siempre con el sombrero en la mano y dijo: ¿Quién dirá que éste es hechicero? Y realmente fué así, que á todos hechizaba. De un embelesado, que era astrólogo; de un soberbio, cochero; de un descortés, ujier de saleta; de un desarrapado y arrapador, soldado; de un lascivo, viudo; de un peludo, hidalgo. De un hombre de puesto, que prometía mucho y á todos daba buenas palabras, dijo: Éste contentará á muchos necios. De otro, que no tenía palabra mala, adevinó que no tendría obra buena. Y al que mucha miel en la boca, mucha hiel en la bolsa. Vió á uno ir y venir á una casa y dijo: Éste anda por cobrar. Á cierto hombre, que dió en decir verdades, le pronosticó muchos pesares; y al de gran lengua, gran dolor de cabeza. Á cada uno le adevinaba su paradero, como si lo viera, sin discrepar un tilde: á los liberales, el hospital; á los interesados, el infierno; á los inquietos, la cárcel y á los revoltosos, el rollo; á los maldicientes, palos y á los descarados redomas, á los capeadores, jubones y á los escaladores, la escalera; á las malas, palo santo; á los famosos, clarín; á los sonados, paseo; á los perdidos, pregones; á los entremetidos, desprecios; á los que les prueba la tierra, el mar; á los buenos pájaros, el aire; á los gavilanes, pigüelas y á los lagartos, culebra; á los cuerdos, felicidades; á los sabios, honras y á los buenos, dichas y premios. ¡Qué rara habilidad ésta!, ponderaba Andrenio. No sé qué me diera por tenerla. ¿No me enseñarías esta tu astrología? Paréceme á mí, dijo Critilo, que no es menester muchos astrolabios para esto ni consultar muchas estrellas. Así lo creo, dijo el Adevino; pero pasemos adelante, que yo te ofrezco, oh Andrenio, de sacarte tan adevino como yo con la experiencia y el tiempo. ¿Dónde nos llevas? Donde todos huyen. Pues, si huyen, ¿para qué vamos nosotros? Y aun por eso, para huir de todos ellos. Aunque primero quería introduciros en la famosa Italia, la más célebre provincia de la Europa. Dicen que es país de personas. Y personadas también. Estraño dejo ha sido el de Alemania, decía Andrenio. Y Critilo: Sí, cual yo me lo imaginaba. ¿Qué os ha parecido de aquella tan estendida provincia, la mayor sin duda de Europa? Decidlo en puridad. Á mí, respondió Andrenio, la que más me ha contentado hasta hoy. Y Critilo: Á mí, la que menos. Por eso no se vive en el mundo con un solo voto. ¿Qué te ha agradado á ti más en ella? Toda de alto á bajo. Querrás decir Alta y Baja. Eso mismo. Sin duda que su nombre fué su definición, llamándose Germania, _a germinando_, la que todo lo produce y engendra, siendo fecunda madre de vivientes y de víveres y de todo cuanto se puede imaginar para la vida humana. Sí, replico Critilo, mucho de extensión y nada de intención, mucha cantidad y poca calidad. He, que no es una provincia sola, proseguía Andrenio; sino muchas, que hacen una. Porque, si bien se nota, cada potentado es casi un casi rey y cada ciudad una corte, cada casa un palacio, cada castillo una ciudadela y toda ella un compuesto de populosas ciudades, ilustres cortes, suntuosos templos, hermosos edificios y inexpugnables fortalezas. Eso mismo hallo yo, dijo Critilo, que la ocasiona su mayor ruina y su total perdición. Porque cuantos más potentados, más cabezas; cuantas más cabezas, más caprichos; y cuantos más caprichos, más disensiones. Y, como dijo Horacio, lo que los príncipes deliran, los vasallos lo suspiran. No me puedes negar, dijo Andrenio, su abundancia y su opulencia. Mira qué abastecida de todo, que si dicen España la rica, Italia la noble, también Alemania la harta. ¡Qué abundante de granos, de ganados, pescas, cazas, frutos y frutas! ¡Qué rica de minerales! ¡Qué vestida de arboledas! ¡Qué adornada de bosques, hermoseada de prados! ¡Qué surcada de caudalosos ríos y todos navegables! De tal suerte, que tiene más ríos Alemania que las otras provincias arroyos, más lagos que las otras fuentes, más palacios que las otras casas y más cortes que las otras ciudades. Así es, dijo Critilo, yo lo confieso; mas en eso mismo hallo yo su destruición y que su misma abundancia la arruina, pues no hace otro que ministrar leña al fuego de sus continuas guerras, en que se abrasa, sustentando contra sí muchos y numerosos ejércitos, lo que no pueden otras provincias, especialmente España, que no sufre ancas. Pero viniendo ya á sus bellos habitadores, dijo el Acertador, ¿cómo quedais con los alemanes? Yo muy bien, dijo Andrenio. Hanme parecido muy lindamente, son de mi genio, engáñanse las demás naciones en llamar á los alemanes los animales y me atrevo á decir que son los mas grandes hombres de la Europa. Sí, dijo Critilo; pero no los mayores. Tiene dos cuerpos de un español cada alemán. Si; pero no medio corazón. ¡Qué corpulentos! Pero sin alma. ¡Qué frescos! Y aun fríos. ¡Qué bravos! Y aun feroces. ¡Qué hermosos! Nada bizarros. ¡Qué altos! Nada altivos. ¡Qué rubios! Hasta en la boca. ¡Qué fuerzas las suyas! Mas sin bríos. Son de cuerpos gigantes y de almas enanas; son moderados en el vestir, no así en el comer; son parcos en el regalo de sus camas y menaje de sus casas, pero destemplados en el beber. Hé, que ése en ellos no es vicio; sino necesidad. ¿Qué había de hacer un corpacho de un alemán sin vino? Fuera un cuerpo sin alma: él les dá alma y vida. Hablan la lengua más antigua de todas. Y la más bárbara también. Son curiosos de ver mundo. Y si no, no serían dél. Hay grandes artífices. Pero no grandes doctos. Hasta en los dedos tiene la sutileza. Más valiera en el celebro. No pueden pasar sin ellos los ejércitos. Así como ni el cuerpo sin el vientre. Resplandece su nobleza. Ojalá su piedad. Pero su infelicidad es que, así como otras provincias de Europa han sido ilustres madres de insignes patriarcas, de fundadores de las Sagradas Ordenes, esta, al contrario, de, etc. Estorbóles el proseguir un confuso tropel de gentes, que á todo correr venían haciendo por aquellos caminos, harto descaminados, al derecho y al través, atropellándose unos á otros y todos desalentados. Y lo que más admiración les causó fué ver que los mayores hombres eran los primeros en la fuga y que los mas grandes alargaban más el paso y echaban valientes trancos los gigantes y aun los cojos no eran los postreros. Atónitos nuestros flemáticos peregrinos, comenzaron á preguntar la causa de una tan fanática retirada y nadie les respondió: que aun para eso no se daban vagar. ¡Hay tal confusión! ¡vióse semejante locura!, decían, cuando mas admirado uno de su admiración dellos, les dijo: Ó vosotros sois unos grandes sabios ó unos grandes necios en ir contra la corriente de todos. Sábios no, le respondieron; pero si que lo deseamos ser. Pues mirad que no muráis con ese deseo, y atrancó cien pasos. Á huir, á huir, venía voceando otro, que ya parece que desbucha. Y pasó como un regañón. ¿Quién es esta que anda de parto?, preguntó Andrenio. Y el Acertador: Poco más ó menos ya yo adevino lo que es. ¿Qué cosa? Yo os lo diré. Éstos sin duda vienen huyendo del reino de la verdad, donde nosotros vamos. No le llames reino, replicó uno de los tránsfugas, sino plaga y con razón, pues así lastima y más hoy, que tiene alborotado el mundo, solicitándose la ojeriza universal. ¿Y qué es la causa?, le preguntaron. ¿Hay alguna novedad? Y bien grande. ¿Eso ignoráis ahora? ¡Qué tarde llegan á vosotros las cosas! ¿No sabéis que la verdad va de parto estos días? ¿Cómo de parto? Si, aun con la barriga en la boca, reventando por reventar. ¿Pues qué importa que pára?, replicó Critilo. ¿Por eso se inquieta el mundo? Haced que pára en buen hora y el Cielo, que la alumbre. ¿Cómo que qué importa?, levantó la voz el cortesano. ¡Qué linda flema la vuestra! Mucha Alemania gastáis. Si agora con una verdad solo no hay quien viva ni hay hombre, que la pueda tolerar, ¿qué será si dá en parir otras verdades y esas otras y todas paren? Llenarse ha el mundo de verdades y después buscarán quien le habite. Dígoos que se vendrá á despoblar. ¿Por qué? Porque no habrá quien viva, ni el caballero ni el oficial ni el mercader ni el amo ni el criado. En diciendo verdad, nadie podrá vivir. Dígoos que no vendrán á quedar de cuatro partes la media. Con una verdad, que le digan á un hombre, tiene para toda la vida, ¿qué será con tantas? Bien pueden cerrar los palacios y alquilar los alcázares. No quedarán cortes ni cortijos. Con tantica verdad hay hombre, que se ahita y no es posible dijerirla: ¿qué hará con un hartazgo de verdades? Gran buche será menester. Para cada día su verdad á secas. Bien amargarán. Hé, que muchos habrá, dijo Critilo, que no temerán las verdades, antes les vendrán nacidas. ¿Y quién será ese? Decidlo, le levantaremos una estatua. ¿Cuál será el confiado, que no le puedan estrellar una verdad entre ceja y ceja y aun darle con muchas por la cara? Y á fe, que escuecen mucho y por muchos días. Líbreos Dios de una valiente zurra de verdades. Pican que abrasan. Y sino, veamos. Díganle á la otra lo que le dijo don Pedro de Toledo: Mire, que le diré peor, que tal. Y replicando ella: ¿Qué me dirá? Peor que vieja. Plántenle al otro lucifer una verdad en un cedulón y veréis lo que se endiabla. Acuérdenle al más estirado lo que él más olvida, al más pintado sus borroncillos, píquenle con la lezna al desvanecido, díganle al otro rico que lo ganó por su pico su abuelo, que vuelva la mira atrás al que se hace tan adelante, acuérdenle lo de los pasteles al que hoy asquea los faisanes, de su cuartana al león y á la fénix de lo gusano. No os admiréis que huigamos de la verdad, que es traviesa y atraviesa el corazón. Veis allí tendido un gigante de la hinchazón, que le mató un niño y con un alfiler y hay quien dice se la vendió su abuelo. Mas él se tiene la culpa. Que hiciera orejas de mercader. Digo, pues, que no hagáis admiraciones de que todos corran de corridos. ¿De qué huyen aquellos soldados? decía Andrenio. Porque no les digan que huyeron y que son de los de _fugerunt, fugerunt_. Venía uno gritando, ¡verdad, verdad!; pero no por mi boca, menos por mis orejas. Déstos toparéis muchos. Todos querrían les tratasen verdad y ellos no tomarla en la boca. Ora señores, ponderaba Andrenio, que los trasgos huyan, vayan con Berzebú, nunca acá vuelvan; ¿pero los soles? Sí, porque no les den en rostro con sus lunares. Venía por puntos reforzando la voz: ¡Ya pare! ¡afuera!, ¡qué desbucha!, ¡á huir, príncipes, á correr, poderosos! Y á este grito había hombre, que tomaba postas, no había ¡monta á caballo! como éste. Potentado hubo, que reventó los seis caballos de la carroza. Pero es de advertir que esto pasaba en Italia, donde se teme más una verdad, que una bala de un basilisco otomano. Que por eso corren tan pocas, le usan raras. ¿De cuándo acá está preñada esta verdad, preguntó Andrenio, que yo la tenía por decrépita y aun caduca y ahora sale con parir? Días ha que lo está y aun años y dicen que del tiempo. ¿Según eso, mucho tendrá que echar á luz? Por lo menos cosas bien raras. ¿Y todas serán verdades? Todas. Ahora vendrá bien aquello de noche mala y parir hija. ¿Por qué no pare cada año y no hacer tripa de verdades? ¡Oh, sí! ¿No hay más de desbuchar? Antes concibe en un siglo, para parir en otro. ¿Pues serán ya verdades rancias? No á fe; sino eternas. ¿No sabes tú que las verdades son de casta de azarolas, que las podridas son las maduras y más suaves y las crudas las coloradas? Aquéllas, que hacen saltar los colores al rostro, son intratables, sólo las puede tragar un vizcaíno. Sin duda, que allá en aquellos dorados siglos debía parir esta verdad cada día. Menos, porque no había que decir. No concebía; todo se estaba dicho. Mas agora no puede hablar y revienta. Vase deteniendo, como la preñada erizo, que cuanto más tarda, más siente las punzas de los hijuelos y teme más el echarlos á luz. Ora, ¡qué de cosas raras tendrá guardadas en aquellas ensenadas de su notar y advertir! Por eso decía un atento: casar y callar. ¡Qué hermosos partos! ¡Qué de bellezas desbuchará! Antes sospecho yo, dijo Critilo, que han de ser horribles monstruosidades, desaciertos increíbles, valientes desatinos, cosas al fin sin pies ni cabeza, que, si fueran aciertos, bulleran panegíricos. Sean lo que fueren, decía el Adevino, ellas han de salir. Ella no conciba. Que, si una vez se empreña, ó reventar ó parir. Que, como dijo el mayor de los sabios ¿quién podrá detener la palabra concebida? ¿Díme, preguntó Andrenio, nunca se ha rezumado, siquiera discurrido lo que parirá esta verdad? ¿Será hijo ó hija? ¿Qué, mienten las comadres? ¿Qué, adulan los físicos? ¿No corre algún disparate claro de un tan sellado secreto? En esto hay mucho que decir y más que callar. Luego que se tuvo por cierto este preñado, viérades asustados los interesados, cuidadosos los que se quemaban, que fueron casi todos los mortales. Trataron luego de consultar los oráculos sobre el caso. Respondióles el primero que pariría un fiero monstruo, tan aborrecible cuan feo. Considerad ahora el mortal susto de los mortales. Acudieron á otro por consuelo y le hallaron. Porque les respondió todo lo contrario, que pariría un pasmo de belleza, un hijo tan lindo cuan amable. Quedaron con esto más confusos y por sí ó por no intentaron ahogarle. Mas en vano. Que aseguran es inmortal y sépalo todo el mundo. Dicen que la verdad es como el río Guadiana, que aquí se hunde y acullá sale. Hoy no osa chistar, parece que anda sepultada, y mañana resucita, un día por rincones y al otro por corrillos y por plazas. Llegará el día del parto y veremos este secreto, saldremos de esta suspensión. Y tú, que te picas de adivinarlo todo ¿qué sientes de esto? ¿Qué rastreas? ¿No das en quién será este monstruo y este prodigio? Sí, dijo él, por lo menos lo que podrían ser el primero para los necios y el segundo para los cuerdos. Yo diría que el primero es. Pero asomó en estas un raro ente, que venía, no tanto huyendo, cuanto haciendo huir. Hacíase no sólo calle, pero plaza. Daba desaforados gritos y decía: ¿Á mí el loco, cuando hago tantos cuerdos? ¿Á mí el desatinado, que hago acertar? ¿Á mí, á mí, el sin juicio, que á muchos doy entendimiento? ¿Quién es éste?, preguntó Critilo. Y respondióle: Ése es un ablativo absoluto, que ni rige ni es regido. Éste es el loco del príncipe tal. ¿Cómo es posible, replicó, que un señor tan cuerdo, llamado por antonomasia el prudente y no el Séneca de España, como si el otro hubiera sido de Etiopía, cómo es creíble lleve consigo un perenal? Y aun por eso, porque él es prudente. ¿Pues qué pretende? Oir la verdad alguna vez, que ninguno otro se la dirá ni oirá de otra boca. No os admiréis, cuando viéredes los reyes rodeados de locos y de inocentes. Que no lo hacen sin misterio. No es por divertirle, sino por advertirle. Que ya la verdad se oye por boca de ganso. Ora caminemos, que no podemos estar ya muy lejos de la corte. Eso de corte, escusadlo, respondió un gran contrario suyo. ¿Y por qué no? Porque, si no se oyó jamás verdad en corte ¿cómo habrá corte de la verdad? ¿Cómo puede llamarse corte donde no se miente ni se finge, donde no hay mentidero, donde no corren cada día cien mentiras como el puño? ¿Pues qué, preguntó Andrenio, no se puede mentir en esa corte? ¿Cómo si es de la verdad? ¿Ni una mentirilla ni media ni en su ocasión, que es gran socorro? No por cierto. ¿Ni sustentada por tres días á la francesa, que vale mucho? Ni por uno. ¿He, vaya, que por un cuarto ni por un instante ni una equivocación á la hipócrita? Tampoco. ¿Ni un disimular la verdad, que no es mentira? Pero ¿ni decir todas las verdades? Ni aun eso. ¡Válgate Dios por verdad y qué puntual que eres! Casi casi voy tratando de huir también. ¿Qué, ni una escusa con el embestidor ni una lisonja con el príncipe ni un cumplimiento con el cortesano? Nada, nada de todo eso; todo liso, todo claro. Ahora digo que no entro yo allá. No me atrevo á pasar por una tan estrecha religión. ¿Yo vivir sin el desempeño ordinario? Será imposible. Desde ahora me despido de tal corte y á fe que no seré solo. ¿No hay embustes? Pues digo que no es corte. ¿No hay engañadores ni lisonjas ni lisonjeros ni encarecedores? Pues no habrá cortesanos. ¿No hay caballeros sin palabra ni grandes sin obra? Pues digo que ni es corte. ¿No hay casas á la malicia y calles á la pena? Vuelvo á decir que no puede ser corte. Señores ¿quién vive en este París, en este Stocolmo, quién en esta Cracovia? ¿Quién corteja á esta reina? Sola debe andarse, como la Fénix. No falta quien la asista y la corteje, respondió el Acertador. Porque sabrás, oh Andrenio, que, cuando los mundanos echaron la Verdad del mundo y metieron en su trono la Mentira, según refiere un amigo de Luciano, trató el Supremo Parlamento de volverla á introducir en el mundo, á petición de los mismos hombres, á instancias de los mundanos, que no podían vivir sin ella. No podían averiguarse ni con criados ni oficiales ni con las propias mujeres. Todo era mentira, enredo y confusión. Parecía un Babel todo el mundo, sin poderse entender unos á otros. Cuando decían sí, decían no; y cuando blanco, negro. Conque no había cosa cierta ni segura. Todos andaban perdidos y gritando: ¡Vuelva, vuelva la verdad! Era dificultosa la empresa y temíase mucho el poder salir della. Porque no se hallaba quien quisiese ser el primero á decirla. ¿Quién dirá la primera verdad? Ofreciéronse grandes premios al que quisiese decir la primera y no se hallaba ninguno. No había hombre, que quisiese comenzar. Buscáronse varios medios, discurriéronse muchos arbitrios y no aprovechaban. Pues ella se ha de introducir, ella ha de volver á los humanos pechos y á arraigarse en los corazones. Véase el cómo. Teníanlo por imposible los políticos y decían: ¿Por dónde se ha de comenzar? ¿Por Italia? Es cosa de risa. ¿Por Francia? Es cuento. ¿Por Inglaterra? No hay que tratar. ¿Por España? Aún, aún; pero será dificultoso. Al fin, después de muchas juntas, se resolvió que la desliesen con mucho azúcar, para desmentir su amargura y la echasen mucho ámbar contra la fortaleza, que de sí arrojaba. Y deste modo dorada y azucarada en un tazón de oro, no de vidrio por ningún caso, que se trasluciría, luego la fuesen brindando á todos los mortales, diciendo ser una exquisita confección, una rara bebida, venida de allá de la China y aún más lejos, más preciosa que el chocolate ni que el chá ni que el broete, para que con eso hiciesen vanidad de beberle. Comenzaron, pues, á mandarla á unos y á otros por su orden. Llegaron á los príncipes los primeros, para que con su ejemplo se animasen á pasarla los demás y se compusiese el orbe todo; mas ellos de una legua sintieron su amargura. Que tienen muy despiertos los sentidos: tanto huelen como oyen; y comenzaron á dar arcadas. Alguno hubo, que por una sola gota, que pasó, comenzó luego á escupir, que aún le dura. En probándola, decían todos: ¡Qué cosa tan amarga! Y respondían los otros: Es la Verdad. Pasaron con tanto á los sabios. Éstos sí decían, que toda su vida hacen estudio de averiguarla; mas ellos tan presto como la comieron la arrimaron, diciendo que tenían harto con la teórica, que no querían la práctica; en especulación, no en ejecución. Hora vamos á los varones ancianos y muchachos, que suelen hacer pasto della. Engañáronse, porque, en sintiéndola, cerraron los labios y apretaron los dientes, diciendo: Por mi boca no; por la del otro, á la de mi vecino. Convidaron á los oficiales. Menos; antes dijeron que morirían de hambre en cuatro días, si en la boca la tomasen, especialmente los sastres. Los mercaderes, ni verla, que por eso tienen las tiendas á escuras y aborrecen sus cajones la luz. Los cortesanos, ni oírla. No se halló mujer, que la quisiese probar, y decía una: ¡Anda allá!, que mujer sin enredo, bolsa sin dinero. Desta suerte fueron pasando por todos los estados y empleos y no se halló quien quisiese arrostrar á la Verdad. Viendo esto, se resolvieron de probar con los niños, para que tan temprano la mamasen con la leche y se hiciesen á ella. Y fué menester buscarlos muy pequeñuelos. Porque los grandecillos ya la conocían y la aborrecían á imitación de sus padres. Fueron á los locos perenales, á los simples solemnes, que todos la bebieron. Los niños, engañados con aquella primera dulzura. Los simples, porque no dieron en la cuenta, apechugaron con el vaso hasta agotarle. Llenaron el buche de verdades, comenzando al punto á regoldarlas, amargue ó no amargue. Ellos la dicen, pique ó no pique; ellos la estrellan, unos la hablan, otros la vocean. Ellos no la sepan; que, si la saben, no dejarán de decirla. Así que los niños y los locos son hoy los cortesanos desta reina, ellos los que la asisten y la cortejan. Hallábanse ya á la entrada de una ciudad por todas partes abierta. Veíanse sus calles esentas, anchas y muy derechas, sin vueltas, revueltas ni encrucijadas. Y todas tenían salida. Las casas eran de cristal con puertas abiertas y ventanas patentes. No había celosías traidoras ni tejados encubridores. Hasta el cielo estaba muy claro y muy sereno, sin nieves de emboscadas y todo el hemisferio muy despejado. ¡Qué diferente región ésta, ponderaba Critilo, de todo lo restante del mundo! Pero, ¡qué corta corte ésta!, decía Andrenio. Y el Acertador: Por eso defendía uno que la mayor corte hasta hoy había sido la de Babilonia. Perdone la triunfante Roma con sus seis millones de habitadores y Pequin en la China, en cuyo centro, puesto en alto un hombre, no descubre sino casas, con ser tan llano su hemisferio. Estaban ya para entrar, cuando repararon en que muchos y gente de autoridad, antes de meter el pie, hacían una acción bien notable y era calafatearse muy bien las orejas con algodones. Y aun no satisfechos con esto, se ponían ambas manos en ellas y muy apretadas. ¿Qué significa esto?, preguntó Critilo. Sin duda que éstos no gustan mucho de la Verdad. Antes no hallan otra cosa, respondió el Acertador. ¿Pues para qué es esta diligencia? Hay un misterio en esto, dijo uno dellos mismos, que lo oyó. Y aun una gran malicia, replicó otro. Si es cautela, no es cautela. Conque se trabó entre los dos una gran altercación. De necios es el porfiar, decía el primero. Y de discretos el disputar, replicó el segundo. Digo que la verdad es la cosa más dulce de cuantas hay. Y yo digo que la más amarga. Los niños son amigos de lo dulce y la dicen: luego dulce es. Los príncipes son enemigos de lo que amarga y la escupen: luego amarga es. Loco es el que la dice. Y sabio el que la oye. No es política tampoco; es embustera, es muy pesada. También es preciosa como el oro. Es desaliñada. Achaque de linda. Todos la maltratan. Ella hace bien á todos. Desta suerte discurrían por extremos, sin topar el medio, cuando el Acertador se puso en él y les dijo: Amigos, menos voces y más razones. Distinguid textos y concordaréis derechos. Advertid que la verdad en la boca es muy dulce; pero en el oído es muy amarga. Para dicha no hay cosa más gustosa; pero para oída no hay cosa más desabrida. No está el primor en decir las verdades; sino en el escucharlas. Y así veréis que la verdad murmurada es todo el entretenimiento de los viejos. En esto gastan días y noches, gustan mucho de decirla; pero no que se la digan. Y en conclusión, la verdad, por activa, es muy agradable; pero por pasiva, la quinta esencia de lo aborrecible. Esto es, en murmuración, no en desengaño. Comenzaron ya á discurrir por aquellas calles, si bien no acertaba Andrenio á dar paso y de todo temía. En viendo un niño, se ponía á temblar, y en descubriendo un orate, desmayaba. Toparon y oyeron cosas nunca dichas ni oídas, hombres nunca vistos ni conocidos. Aquí hallaron el sí, sí, y el no no. Que, aunque tan viejos, nunca los habían topado. Aquí el hombre de su palabra, que casi no le conocían. Viéndolo estaban y no lo creían, como ni al hombre de verdad y de entereza, el de _andemos claros, vamos con cuenta y razón_, el de la verdad por un moro. Que todos eran personajes prodigiosos. Y aun por eso no los hemos encontrado en otras partes, decía Critilo, porque están aquí juntos. Aquí hallaron los hombres sin artificio, las mujeres sin enredo, gente sin tramoya. ¿Qué hombres son éstos, decía Critilo, y de dónde han salido, tan opuestos con los que por allá corren? No me harto de verlos, tratarlos y conocerlos. Esto sí que es vivir, éste cielo es, que no mundo. Ya creo agora todo cuanto me dicen sin escrúpulo alguno ni temor de engaño; que antes no hacía mas que suspender el juicio y tomar un año para creer las cosas. ¿Hay mayor felicidad que vivir entre hombres de bien, de verdad de conciencia y entereza? Dios me libre de volver á los otros, que por allá se usan. Pero duróle poco el contento. Porque, yéndose encaminando hacia la plaza Mayor, donde se lograba el transparente alcázar de la Verdad triunfante, oyeron antes de llegar allá unas descomunales voces, como salidas de las gargantas de algún gigante, que decían: ¡Guarda el monstruo, huye el coco! ¡Á huir todo el mundo, que ha parido ya la Verdad el hijo feo, el odioso, el abominable! ¡Que viene, que vuela, que llega! Á esta espantosa voz echaron todos á huir, sin aguardarse unos á otros, á necio el postrero. Hasta el mismo Critilo, ¿quién tal creyera?, llevado del vulgar escándalo, cuando no ejemplo, se metió en fuga; por más que el Acertador le procuró detener con razones y con ruegos. ¿Dónde vas?, le gritaba. Donde me llevan. Mira que huyes de un cielo. Pongamos cielo en medio. Quien quisiere saber qué monstruo, qué tan espantoso fuese aquel feo hijo de una tan hermosa madre y dónde fueron á parar nuestros asustados peregrinos, trate de seguirlos hasta la otra Crisi. CRISI IV _El Mundo descifrado._ Es Europa vistosa cara del mundo, grave en España, linda en Inglaterra, gallarda en Francia, discreta en Italia, fresca en Alemania, rizada en Suecia, apacible en Polonia, adamada en Grecia y ceñuda en Moscovia. Esto les decía á nuestros dos fugitivos peregrinos un otro en lo raro, que le habían ganado, cuando perdido él á su Adevino. Tenéis buen gusto, les decía, nacido de un buen capricho, en andaros viendo mundo y más en sus cortes, que son escuelas de toda discreta gentileza. Seréis hombres tratando con los que lo son, que eso es propiamente ver mundo. Porque advertid que va grande diferencia del ver al mirar. Que quien no entiende no atiende. Poco importa ver mucho con los ojos, si con el entendimiento nada. Ni vale el ver sin el notar. Discurrió bien quien dijo que el mejor libro del mundo era el mismo mundo, cerrado cuando más abierto, pieles estendidas. Esto es, pergaminos escritos llamó el mayor de los sabios á estos cielos iluminados de luces, en vez de rasgos y de estrellas por letras. Fáciles son de entender esos brillantes caracteres, por más que algunos los llamen dificultosos enigmas. La dificultad la hallo yo en leer y entender lo que está de las tejas abajo. Porque, como todo ande en cifra y los humanos corazones estén tan sellados, inescrutables, asegúroos que el mejor letor se pierde. Y otra cosa, que, si no lleváis bien estudiada y bien sabida la contracifra de todo, os habréis de hallar perdidos, sin acertar á leer palabra ni conocer letra ni un rasgo ni un tilde. ¿Cómo es eso?, replicó Andrenio. ¿Que el mundo todo esta cifrado? ¿Pues ahora recuerdas con eso? ¿Ahora te desayunas de una tan importante verdad, después de haberle andado todo? ¡Qué buen concepto habrás hecho de las cosas! ¿De modo que todas están en cifra? Dígote que sí, sin exceptuar un ápice. Y para que lo entiendas, ¿quién piensas tú que era aquel primer hijo de la Verdad, de quien todos huían y vosotros de los primeros? ¿Quién había de ser, respondió Andrenio, sino un monstruo tan fiero, un trasgo tan aborrecible, que aún me dura el espanto de haberle visto? Pues hágote saber que era el odio, el primogénito de la Verdad. Ella le engendra, cuando los otros le conciben, y ella le pare con dolor ajeno. Aguarda, dijo Critilo, y aquel otro hijo también de la Verdad tan celebrado de lindo, que no tuvimos suerte de verle, ni tratarle, ¿quién era? Ése es el postrero, el que llega tarde. Á ése os quiero yo llevar agora para que le conozcáis y gocéis de su buen trato, discreción y respeto. Pero, ¡que no tuviésemos suerte de ver la Verdad, se lamentaba Andrenio, ni aun esta vez, estando tan cerca, especialmente en su elemento! Que dicen es muy hermosa. No me puedo consolar. ¿Cómo qué? ¿No la viste?, replicó el Descifrador, que así dijo se llamaba. Ése es el engaño de muchos, que nunca conocen la Verdad en sí mismos, sino en los otros, y así verás que alcanzan lo que le está mal al vecino, al amigo, lo que debieran hacer, y lo dicen y lo hablan; y para sí mismos ni saben ni entienden. En llegando á sus cosas, desatinan de modo, que en las cosas ajenas son unos linces y en las suyas unos topos. Saben cómo vive la hija del otro y en qué pasos anda la mujer del vecino, y de la suya propia están muy ajenos. ¿Pero no viste alguna de tantas bellísimas hembras, que por allí discurrían? Sí, muchas y bien lindas. Pues todas ésas eran Verdades, cuanto más ancianas, más hermosas. Que el tiempo, que todo lo desluce, á la Verdad la embellece. Sin duda, añadió Critilo, que aquella coronada de álamo, como reina de los tiempos, con hojas blancas de los días y negras de las noches, ¿era la Verdad? La misma. Yo la besé, dijo Andrenio, la una de sus blancas manos y la sentí tan amarga, que aún me dura el sinsabor. Pues yo, dijo Critilo, la besé la otra al mismo tiempo y la hallé de azúcar. Mas ¡qué linda estaba y muy de día! Todos los treinta y tres treses de hermosura se los conté uno por uno. Ella era blanca en tres cosas, colorada en otras tres, crecida en tres y así de los demás. Pero entre todas estas perfecciones excedía la de la pequeña y dulce boca, brollador de ámbar. Pues á mí, replicó Andrenio, me pareció toda al contrario y, aunque pocas cosas me suelen desagradar, ésta por estremo. Paréceme, dijo el Descifrador, que vivís ambos muy opuestos en genio: lo que al uno le agrada, al otro le descontenta. Á mí, dijo Critilo, pocas cosas me satisfacen del todo. Pues á mí, dijo Andrenio, pocas dejan de contentarme, porque en todas hallo yo mucho bueno y procuro gozar dellas, tales cuales son, mientras no se topan otras mejores. Y éste es mi vivir, al uso de los acomodados. Y aun necios, replicó Critilo. Interpúsose el Descifrador: Ya os dije que todo cuanto hay en el mundo pasa en cifra: el bueno, el malo, el ignorante y el sabio. El amigo le toparéis en cifra y aun el pariente y el hermano, hasta los padres y hijos; que las mujeres y los maridos es cosa cierta. ¡Cuanto más los suegros y cuñados, el dote fiado y la suegra de contado! Las más de las cosas no son las que se leen. Ya no hay entender pan por pan, sino por tierra; ni vino por vino, sino por agua. Que hasta los elementos están cifrados en los elementos: ¿qué serán los hombres? Donde pensaréis que hay sustancia, todo es circunstancia, y lo que parece más sólido, es más hueco, y toda cosa hueca, vacía. Solas las mujeres parecen lo que son y son lo que parecen. ¿Cómo puede ser eso, replicó Andrenio, si todas ellas de pies á cabeza no son otro que una mentirosa lisonja? Yo te lo diré. Porque las más parecen malas y realmente que lo son. De modo que es menester ser uno muy buen letor para no leerlo todo al revés, llevando muy manual la contracifra, para ver, si el que os hace mucha cortesía, quiere engañaros; si el que besa la mano, querría morderla; si el que gasta mejor prosa, os hace la copla; si el que promete mucho, cumplirá nada; si el que ofrece ayudar, tira á descuidar para salir él con la pretensión. La lástima es que hay malísimos letores, que entienden C por B y fuera mejor D por C. No están al cabo de las cifras ni las entienden, no han estudiado la materia de intenciones, que es la más dificultosa de cuantas hay. Yo os confieso ingenuamente que anduve muchos años tan á ciegas como vosotros, hasta que tuve suerte de topar con este nuevo arte de descifrar, que llaman de discurrir los entendidos. Pues díme, preguntó Andrenio, éstos que vamos encontrando ¿no son hombres en todo el mundo y aquellas otras no son bestias? ¡Qué bien lo entiendes!, le respondió en pocas palabras y mucha risa. He, que no lees cosa á derechas. Advierte que los más, que parecen hombres, no lo son, sino diptongos. ¿Qué cosa es diptongo? Una rara mezcla. Diptongo es un hombre con voz de mujer y una mujer, que habla como hombre. Diptongo es un marido con melindres y la mujer con calzones. Diptongo es un niño de sesenta años y uno sin camisa, crujiendo seda. Diptongo es un francés injerto en español, que es la peor mezcla de cuantas hay. Diptongo hay de amo y mozo. ¿Cómo puede ser eso? Bien mal. Un señor en servicio de su mismo criado. Hasta de ángel y de demonio le hay, serafín en la cara y duende en el alma. Diptongo hay de sol y de luna en la variedad y belleza. Diptongo toparéis de sí y de no. Y diptongo es un monjil forrado de verde. Los más son diptongos en el mundo. Unos compuestos de fieras y hombres, otros de hombres y bestias, cuál de político y raposo y cuál de lobo y avaro, de hombre y gallina. Muchos bravos de hipogrifos, muchas tías y de lobas, las sobrinas de micos, y de hombres los pequeños, y los agigantados de la gran bestia. Hallaréis los más vacíos de sustancia y rebutidos de impertinencia. Que conversar con un necio no es otro que estar toda una tarde sacando pajas de una albarda. Los indoctos afectados son buñuelos sin miel y los podridos, bizcochos de galera. Aquel tan tieso cuan enfadoso es diptongo de hombre y estatua: y déstos toparéis muchos. Aquel otro, que os parece un Hércules con clava, no es sino con rueca: que son muchos los diptongos afeminados. Los peores son los caricompuestos de virtud y de vicio, que abrasan el mundo. Pues no hay mayor enemigo de la verdad, que la verisimilitud, así como los de hipócrita malicia. Veréis hombres comunes injertos en particulares y mecánicos en nobles. Aunque veáis algunos con vellocino de oro, advertid que son borregos y que los Cornelios son ya Tácitos y los Lucios, Apuleyos. ¿Pero qué mucho, si aun en las mismas frutas hay diptongos, que compraréis peras y comeréis manzanas y compraréis manzanas y os las dirán que son peras? ¿Qué os diré de las paréntesis? Aquellas que ni hacen ni deshacen en la oración, hombres que ni atan ni desatan, no sirven sino de embarazar el mundo. Hacen algunos número de cuarto Conde y quinto Duque en sus ilustres casas, añadiendo cantidad, no calidad. Que hay paréntesis del valor y digresiones de la fama. ¡Oh, cuántos déstos no vinieron á propósito ni á tiempo! De verdad, dijo Critilo, que me va contentando este arte de descifrar y aun digo que no se puede dar un paso sin él. ¿Cuántas cifras habrá en el mundo?, preguntó Andrenio. Infinitas y muy dificultosas de conocer; mas yo prometo declararos algunas, digo las corrientes; que todas sería imposible. La más universal entre ellas y que ahorca medio mundo, es el etcétera. Ya la he oído usar algunas veces, dijo Andrenio; pero nunca había reparado como ahora ni me daba por entendido. ¡Oh, que dice mucho y se explica poco! No habéis visto estar hablando dos y pasar otro: ¿Quién es aquél? ¿Quién? Fulano. No lo entiendo. ¡Oh, válgame Dios!, dice el otro: aquel que..., etcétera. ¡Oh, sí, sí, ya lo entiendo! Pues eso es el etcétera. ¿Aquella otra quién es? ¿Qué, no la conocéis? Aquella es la que..., etcétera. Sí, sí, ya doy en la cuenta. Aquel es, cuya hermana..., etcétera. No digáis más, que ya estoy al cabo. Pues eso es el etcétera. Enfádase uno con otro y dícele: Quite allá, que es un..., etcétera. Váyase para una..., etcétera. Entiéndense mil cosas con ella y todas notables. Reparad en aquel monstruo casado con aquel ángel. ¿Pensaréis que es su marido? ¿Pues qué había de ser? ¡Oh qué lindo! Sabed que no lo es. ¿Pues qué? No se puede decir: es un..., etcétera. ¡Válgate por la cifra y quién había de dar con ella! Aquella otra, que se nombra tía, no lo es. ¿Pues qué? Etcétera. La otra por doncella, el primo de la prima, el amigo del marido. Hé, que no lo son, por ningún caso; no son sino..., etcétera. El sobrino del tío. Que no lo es, sino..., etcétera. Digo sobrino de su hermano. Hay cien cosas á esta traza, que no se pueden explicar de otra manera y así echamos un etcétera, cuando queremos que nos entiendan sin acabarnos de declarar. Y os aseguro que siempre dice mucho más de lo que se pudiera expresar. Hombre hay que habla siempre por etcétera y que llena una carta dellas; pero, si no van preñadas, son sencillas y otras tantas necedades. Por eso conocí yo uno, que le llamaron _el licenciado de etcétera_, así como á otro _el licenciado del chiste_. Reparad bien que os prometo que casi todo el mundo es un etcétera. Gran cifra es ésta, decía Andrenio, abreviatura de todo lo malo y lo peor. Dios nos libre de ella y de que caiga sobre nosotros. ¡Qué preñada y qué llena de alusiones! ¡Qué de historias que toca y todas raras! Yo la repasaré muy bien. Pues pasemos adelante, dijo el Descifrador. Otra os quiero enseñar, que es más dificultosa y, por no ser tan universal, no es tan común; pero muy importante. ¿Y cómo la llaman? Cutildeque. Es menester gran sutileza para entenderla, porque incluye muchas y muy enfadosas impertinencias y se descifra por ella la necia afectación. ¿No oís aquel que habla con eco, escuchándose las palabras con pocas razones? Sí y aun parece hombre discreto. Pues no lo es; sino un afectado, un presumido y, en una palabra, él es un Cutildeque. Notad aquel otro, que se compone y hace los graves y los tiesos; aquel otro que afecta misterios y habla por sacramentos; aquel que va vendiendo secretos. Parecen grandes hombres. Pues no lo son; sino que lo querrían parecer. No son sino figuras en cifra de Cutildeque. Reparad en aquel atufadillo, que se va paseando la mano por el pecho y diciendo: ¡Qué gran hombre se cría aquí, qué prelado, qué presidente! Pues aquel otro, que no le pesa haber nacido, también es Cutildeque. El atildado estase dicho, el mirlado, el abemolado y que habla con la voz flautada, con tonillo de falsete, el ceremonioso, el espetado, el acartonado y otros muchos de la categoría del enfado, todos éstos se descifran por la Cutildeque. ¡Qué docto se quiere ostentar aquél, dijo Andrenio! ¡Qué bien vende lo que sabe! Señal que es ciencia comprada y no inventada y advierte que no es letrado; más tiene de Cutildeque, que de otras letras. Todos estos atildados afectan parecer algo y al cabo son nada. Y si acertáis á descifrarlos, hallaréis que no son otro que figuras en cifra de Cutildeque. ¡Aguarda!, y aquellos otros, dijo Andrenio, tan alzados y dispuestos, que parece los puso en zancos la misma naturaleza ó que su estrella los aventajó á los demás y así los miran por encima del hombro y dicen: ¡ah de abajo!, ¿quién anda por esos suelos? Éstos sí, que serán muy hombres, pues hay tres y cuatro de los otros en cada uno dellos. ¡Oh, qué mal que lees!, le dijo el Descifrador. Advierte que lo que menos tienen es de hombres. Nunca verás que los muy alzados sean realzados y, aunque crecieron tanto, no llegaron á ser personas. Lo cierto es que no son letras ni hay que saber en ellos, según aquel refrán: hombre largo, pocas veces sabio. ¿Pues de qué sirven en el mundo? ¿De qué? De embarazar. Éstos son una cierta cifra, que llaman zancón y es decir que no se ha de medir uno por las zancas; no por cierto, sino por la testa, que de ordinario lo que echó en éstos la naturaleza en gambas, les quitó de cerbelo; lo que les sobra de cuerpo, les hace falta de alma. Levantan los desproporcionados tercios el cuerpo, mas no el espíritu. Quédaseles del cuello abajo. No pasa tan arriba y así veréis que por maravilla les llega á la boca y se les conoce en la poca sustancia, con que hablan. Mira qué trancos da aquel zancón, que por allí pasa las calles y plazas, anexia, y con todo eso anda mucho y discurre poco. ¡Oh, lo que abarca aquel otro de suelo!, ponderaba Andrenio. Sí; pero cuán poquito de cielo y, aunque tan alto, muy lejos está de tocar con la coronilla en las estrellas. Destos tales zancones toparéis muchos en el mundo, tendréislos en lo que son, llevando la contracifra. Por otra parte veréis que se paga mucho el vulgo de ellos y más cuanto más corpulentos. Creyendo que consiste en la gordura la sustancia, miden la calidad por la cantidad y, como los ven hombres de fachada, conciben dellos altamente. Llena mucho una gentil presencia. Por poco que favorezca el espíritu, parece uno doblado y más, si es hombre de puesto. Pero ya digo, por lo común, ellos, bien descifrados, no son otros que zancones. Según eso, dijo Andrenio, aquellos otros sus antípodas, aquellos pequeños y por otro nombre ruincillos, que por maravilla escapan de ahí, aquellos, que hacen del hombre, porque no lo son siquiera por parecerlo, semilla de títeres, moviéndose todos, que ni paran ni dejan parar, amasados con azogue, que todos se mueven, hechos de goznes, gente de polvorín, picantes granos, aquel que se estira, porque no le cabe el alma en la vaina, el otro gravecillo, que afecta el ser persona y nunca sale de personilla, con poco se llena, chimenea baja y angosta, toda es humos: ¿todos éstos sí, que serán letras? De ningún modo: digo que no lo son. ¿Pues qué? Añadiduras de letras, puntillos de íes y tildes de eñes. Por eso es menester guardarles los aires, que siempre andan en puntillos y de puntillas. Ni hay mucho que fiar ni que confiar de personeta ni de sus otros consonantes. Son chiquitos y poquitos y menuditos. Y así dice el catalán: _Poca cosa, para forsa._ Yo conocí un gran ministro, que jamás quiso hablar con ningún hombre muy pequeño ni les escuchaba. Llevan el alma en pena. Si andan, no tocan en tierra, porque van de puntillas, y, si se sientan, ni tocan ni en cielo ni en tierra. Tienen reconcentrada la malicia y así tienen malas entrañuelas. Son de casta de sabandijas pequeñas, que todas pican, que matan. Al fin ellos son abreviaturas de hombres y cifra de personillas. Otra cifra me olvidaba, que os importará mucho el conocerla, la más platicada y la menos sabida. Entiéndense mil cosas en ella y todas muy al contrario de lo que pintan y por eso se han de leer al revés. ¿No veis aquél del cuello torcido? ¿Pensaréis que tiene muy recta la intención? Claro es eso, respondió Andrenio. ¿Creeréis que es un beato? Y con razón. Pues sabed que no lo es. ¿Pues qué? Un _Alterutrum_. ¿Qué cosa es _Alterutrum_? Una gran cifra, que abrevia el mundo entero y todo muy al contrario de lo que parece. Aquel de las grandes melenas ¿bien pensaréis que es un león? Yo por tal le tengo. En lo rapante ya podría; pero aténgome más á las plumas de gallina que tremola, que á las guedejas que ondea. Aquel otro de la barba ancha y autorizada ¿creerás tú que tiene de mente lo que de mento? Téngole por un Bártulo moderno. Pues no es sino un _Alterutrum_, un semicapro lego, de quien decía un mecánico: Pruébeme el señor licenciado que es letrado, que al punto sacaré de la vecindad mi herrería. ¡Qué brava hazañería hace aquel otro de ministro! Y cuando más celoso del servicio real, entonces hace el suyo de plata. Que no es sino un _Alterutrum_, que de achaque de gorrón de Salamanca, come hoy lo que entonces ayunó: los veinte mil de renta, cuando se están comiendo de sarna los mayores soldados y los primogénitos de la fama la delinean. Prométoos que está lleno el mundo de _Alterutrunes_, muy otros de lo que se muestran. Que todo pasa en representación, para unos comedia, cuando para otros tragedia. El que parece sabio, el que valiente, el entendido, el celoso, el beato, el cauto más que casto, todos pasan en cifra de _Alterutrum_. Observadle bien, que si no, á cada paso tropezaréis en ella. Estudiad la contracifra de suerte, que no á todo vestido de sayal tengáis por monje ni el otro, porque roce seda, dejará de ser mico. Toparéis brutos en doradas salas y bestias, que volvieron de Roma borregos felpados de oro. Al oficial veréis en cifra de caballero; al caballero, de título; al título, de grande; al grande, en la de príncipe. Cubre hoy el pecho con la espada roja el que ayer con el mandil. Lleva el nieto la insignia verde y llevó el abuelo el babador amarillo. Jura éste á fe de caballero y pudiera de gentil. Cuando oigáis á uno prometerlo todo, entended _Alterutrum_, que dará nada; y cuando responda el otro á vuestra súplica un _sí, sí_ duplicado, creed _Alterutrum_: que dos afirmaciones niegan, así como dos negaciones afirman. Esperad más de un _no, no_, que de un doblado _sí, sí_. Cuando al pagar dice el médico _no, no_, habla en cifra y toma en realidad. Cuando os dijere el otro: _Señor, veámonos_, es decir que no os le pongáis delante; el _yo iré á vuestra casa_ es lo mismo que no pondrá los pies en ella; _aquí está mi casa_ es atrancar las puertas. Y cuando el otro dice: ¿_habéis menester algo_?, bien descifrado es lo mismo que decir: _pues idlo á buscar_. Y cuando dice: _mirad si se os ofrece alguna cosa_, entonces echa otro ñudo á la bolsa. Á esta traza habéis de descifrar los más apretados cumplimientos: _todo soy vuestro_ entended que es muy suyo; ¡_oh lo que me alegro de veros_! y más de aquí á veinte años; _mandadme algo_ entended que en testamento. Créeselo todo el otro necio y, en llegando la contracifra de la ocasión, se halla engañado. Otras muchas hay, que llaman de arte mayor: ésas son muy dificultosas, quedarán para otra ocasión. Ésas, replicó Critilo, que á todo había callado, me holgara yo saber en primer lugar. Porque estas otras, que nos has dicho, los niños las aprenden en la cartilla. Ahí verás, dijo el Descifrador, que, aun comenzando tan temprano á estudiarlas, tarde llegan á entenderlas. Á los niños los destetan con ellas y los hombres las ignoran. Estudiad por agora éstas y platicad las contracifras, que estas otras yo os ofrezco explicároslas en el arte de discurrir, para que haga pareja con la de concebir. Desta suerte divertidos, se hallaron sin advertir en medio de una gran plaza, emporio célebre de la apariencia y teatro espacioso de la ostentación, del hacer parecer las cosas, muy frecuentado en esta era, para ver las humanas tropelías y las tramoyas tan introducidas. Hoy vieron á la una y otra hacer á varias oficinas, aunque tenidas por mecánicas, nada vulgares, y más para los entendidos y entendedores. En una estaban dorando cosas varias, yerros de necedades, con tal sutileza, que pasaban plaza de aciertos. Doraban albardas, estatuas, terrones, guijarros y maderos, hasta muladares y albañales. Parecían muy bien de luego; pero con el tiempo caíaseles el oro y descubríase el lodo. Basta, dijo Critilo, que no es todo oro lo que reluce. Aquí sí, respondió el Descifrador, que hay que discurrir y bien que descifrar. Creedme que, por más que se quieran dorar los desaciertos, ellos son yerros y lo parecerán después. ¡Querernos persuadir que el matar un príncipe y por su mano, horrible hazaña á sus nobilísimos cuñados, por solas vanas sospechas, entristeciendo todo el reino, que fué celo de justicia! Díganle al que tal escribe que es querer dorar un yerro. ¡Defender que el otro rey no fué cruel ni se ha de llamar así, sino el justiciero! Díganle al que tal estampa que tiene pequeña mano para tapar la boca á todo el mundo. ¡Decir que el perseguir los propios hijos y hacerles guerra, encarcelarlos y quitarles la vida que fué obligación y no pasión! Respóndaseles que, por más que los quieran dorar con capa de justicia, siempre serán yerros. ¡Publicar que el dejamiento y remisión, que ocasionó más muertes de grandes y de señores, que la misma crueldad, que eso nació de bondad y de clemencia! Díganle al que eso escribe que es querer dorar un yerro. Pero poco importa, que el tiempo deslucirá el oro y sobresaldrá el yerro y triunfará la verdad. Confitaban en otra varias frutas ásperas, acedas y desabridas, procurando con el artificio desmentir lo insulso y lo amargo. Sacáronles una gran fuente destos dulces, que no sólo no recusaron; pero la lograron, diciendo era debido á su vejez. Cebóse en ellos Andrenio, celebrándolos mucho; mas el Descifrador tomando uno en la mano: ¿Veis, dijo, qué bocado tan regalado éste? ¡Pues, si supiésedes lo que es! ¿Qué ha de ser, dijo Andrenio, sino un terrón de azúcar de Gandía? Pues sabed que fué un pedazo de una insulsa calabaza, sin el picante moral y sin el agrio satírico. Este otro, que cruje entre los dientes, era un troncho de lechuga. Mirad lo que puede el artificio y qué de hombres sin sabor y sin saber se disfrazan desta suerte y tan celebrados por grandes hombres. Confitan su agria condición y su aspereza á los principios. Azucaran otros el no y el mal despacho, enviando al pretendiente, si no despachado, no despechado. Ésta otra era una naranja palaciega, tan amarga en la corteza, como agria en lo interior. Atended qué dulce se vende con el buen modo. ¡Quién tal creyera! Éstas eran guindas intratables y hanlas conficionado de suerte, que son regalo. Ésta era flor de azar, que ya hasta los azares se confitan y son golosina. Y hay hombres tan hallados con ellos, como Mitridates con el veneno. Aquel tan apetitoso era un pepino, escándalo de la salud, y aquel otro, un almendruco. Que hay gustos, que se ceban en un poco de madera. De modo, que andan unos á cifrar y otros á descifrar y dar á entender. Junto á éstos estaban los tintoreros, dando raros colores á los hechos. Usaban de diferentes tintas para teñir del color que querían los sucesos y así daban muy bien color á lo más malhecho y echaban á la buena parte lo maldicho, haciendo pasar negro por blanco y malo por bueno. Historiadores de pincel, no de pluma, dando buena ó mala cara á todo lo que querían. Trabajaban los contraolores, dándole bueno al mismo cieno y desmintiendo la hediondez de sus costumbres y el mal aliento de la boca con el almizcle y el ámbar. Solos á los sogueros celebró mucho el Descifrador, por andar al revés de todos. En llegando aquí se sintieron tirar del oído y aun arrebatarles la atención. Miraron á un lado y á otro y vieron sobre un vulgar teatro un valiente _decitore_, rodeado de una gran muela de gente, y ellos eran los molidos. Teníalos en son de presos aherrojados de las orejas, no con las cadenillas de oro del Tebano, sino con bridas de hierro. Éste, pues, con valiente parola, que importa el saberla bornear, estaba vendiendo maravillas. Agora quiero mostraros, les decía, un alado prodigio, un portento del entender. Huélgome de tratar con personas entendidas, con hombres que lo son. Pero también sé decir que el que no tuviere un prodigioso entendimiento, bien puede despedirse desde luego, que no hará concepto de cosas tan altas y sutiles. Alerta, pues, mis entendidos, que sale una águila de Júpiter, que habla y discurre como tal, que se ríe á lo Zoilo y pica á lo Aristarco. No dirá palabra, que no encierre un misterio, que no contenga un concepto, con cien alusiones á cien cosas. Todo cuanto dirá serán profundidades y sentencias. Éste, dijo Critilo, sin duda será algún rico, algún poderoso. Que, si él fuera pobre, nada valiera cuanto dijera. Que se canta bien con voz de plata y se habla mejor con pico de oro. Ea, decía el Charlatán, tómense la honra los que no fueren águilas en el entender, que no tienen que atender. ¿Qué es esto? ¿Ninguno se va? ¿Nadie se mueve? El caso fué que ninguno se dió por entendido, de desentendido; antes todos por muy entendedores. Todos mostraron estimarse mucho y concebir altamente de sí. Comenzó ya á tirar de una grosera brida y asomó el Mus, estallido de los brutos, que aun el nombrarle ofende. He aquí, exclamó el Embustero, una águila á todas luces en el pensar, en el discurrir, y ninguno se atreva á decir lo contrario, que sería no darse por discreto. Sí, juro á tal, dijo uno, que yo le veo las alas, ¡y qué altaneras!; yo le cuento las plumas, ¡y qué sutiles que son! ¿No las veis vos?, le decía al del lado. ¿Pues no?, respondía él, y muy bien. Mas otro hombre de verdad y de juicio decía: Juro, como hombre de bien, que yo no veo que sea águila ni que tenga plumas; sino cuatro pies zompos y una cola muy reverenda. ¡Ta, ta!, no digáis eso, le replicó un amigo, que os echáis á perder, que os tendrán por un gran... etc. ¿No advertís lo que los otros dicen y hacen? Pues seguid el corriente. Juro á tal, proseguía otro varón también de entereza, que no sólo no es águila, sino antípoda de ella. Digo que es un grande... etc. Calla, calla, le dió del codo otro amigo, ¿queréis que todos se rían de vos? No habéis de decir sino que es águila, aunque sintáis todo lo contrario, que así hacemos nosotros. ¿No notáis, gritaba el Charlatán, las sutilezas que dice? No tendrá ingenio quien no las note y observe. Y al punto saltó un bachiller, diciendo: ¡Qué bien! ¡Qué gran pensar! ¡La primera cosa del mundo! ¡Oh qué sentencia! Déjenmela escribir. Lástima es que se les pierda un ápice. Disparó en esto la portentosa bestia aquel su desapacible canto, bastante á confundir un concejo, con tal torrente de necedades, que quedaron todos aturdidos, mirándose unos á otros. ¡Aquí, aquí!, mis entendidos, acudió al punto el ridículo Embustero, ¡aquí de puntillas! ¡Esto sí que es decir! ¿Hay Apolo como éste? ¿Qué os ha parecido de la delgadeza en el pensar, de la elocuencia en el decir? ¿Hay más discreción en el mundo? Mirábanse los circunstantes y ninguno osaba chistar ni manifestar lo que sentía y lo que de verdad era, porque no le tuviesen por un necio; antes todos comenzaron á una voz á celebrarle y aplaudirle. Á mí, decía una muy ridícula bachillera, aquel su pico me arrebata: no le perderé día. Voto á tal, decía un cuerdo así bajito, que es un asno en todo el mundo; pero yo me guardaré muy bien de decirlo. ¡Pardiez, decía otro, que aquello no es razonar, sino rebuznar; pero, mal año para quien tal dijese! Esto corre por ahora. El topo pasa por lince, la rana por canario, la gallina pasa plaza de león, el grillo de jilguero, el jumento de aguilucho. ¿Qué me va á mí en lo contrario? Sienta yo conmigo y hable yo con todos y vivamos, que es lo que importa. Estaba apurado Critilo de ver semejante vulgaridad de unos y artificio de otros. ¡Hay tal dar en una necedad!, ponderaba. Y el socarrón del Embustero, á sombra de su nariz de buen tamaño, se estaba riendo de todos y solemnizaba á parte, como paso de comedia: ¡Cómo que te los engaño á todos éstos! ¿Qué más hiciera la encandiladora? Y les hago tragar cien disparates. Y volvía á gritar: Ninguno diga que no es así, que sería calificarse de necio. Con esto se iba reforzando más el mecánico aplauso y hacía lo que todos Andrenio; pero Critilo, no pudiéndolo sufrir, estaba que reventaba y, volviéndose á su mudo Descifrador, le dijo: ¿Hasta cuándo éste ha de abusar de nuestra paciencia? ¿Y hasta cuándo tú has de callar? ¿Qué desvergonzada vulgaridad es ésta? He, ten espera, le respondió, hasta que el tiempo lo diga: él volverá por la verdad, como suele. Aguarda que este monstruo vuelva la grupa y entonces oirás lo que abominarán dél estos mismos, que le admiran. Sucedió puntualmente que al retirarse el Embustero, aquel su diptongo de águila y bestia, tan mentida aquélla, cuan cierta ésta, al mismo instante comenzaron unos y otros á hablar claro: Juro, decía uno, que no era ingenio; sino un bruto. ¡Qué brava necedad la nuestra!, dijo otro. Conque se fueron animando todos y decían: ¡Hay tal embuste! De verdad que no le oímos decir cosa, que valiese, y le aplaudimos. Al fin, él era un jumento y nosotros merecemos la albarda. Mas ya en esto volvía á salir el Charlatán, prometiendo otro mayor portento: Agora sí, decía, que os propongo no menos, que un famoso gigante, un prodigio de la fama: fueron sombra con él Encélado y Tifeo. Pero también digo que el que le aclamare gigante será de buenaventura, porque le hará grandes honras y amontonará sobre él riquezas, los mil y los diez mil de renta, la dignidad, el cargo, el empleo; mas el que no le reconociere jayán, desdichado dél: no sólo no alcanzará merced alguna; pero le alcanzarán rayos y castigos. ¡Alerta todo el mundo!, que sale, que se ostenta, ¡oh, cómo se descuella! Corrió una cortina y apareció un hombrecillo, que aun encima de una grulla no se divisara. Era como del codo á la mano, un nonada, pigmeo en todo, en el ser y en el proceder. ¿Qué hacéis, que no gritáis? ¿Cómo no le aplaudís? Vocead, oradores; cantad, poetas; escribid, ingenios; decid todos: _¡el famoso, el eminente, el gran hombre!_ Estaban todos atónitos y preguntábanse con los ojos: ¿Señores, qué tiene éste de gigante? ¿Qué le veis de héroe? Mas ya la runfla de los lisonjeros comenzó á voz en grito á decir: ¡Sí, sí, el gigante, el gigante, el primer hombre del mundo! ¡Qué gran príncipe tal! ¡Qué bravo mariscal aquél! ¡Qué gran ministro fulano! Llovieron al punto doblones sobre ellos. Componían los autores, no ya historias, sino panegíricos, hasta el mismo Pedro Mateo. Comíanse los poetas las uñas para hacer pico. No había hombre, que se atreviese á decir lo contrario; antes todos, al que más podía, gritaban: ¡El gigante, el máximo, el mayor!, esperando cada uno un oficio y un beneficio y decían en secreto allá en sus interioridades: ¡Qué bravamente que miento! Que no es crecido, sino un enano. ¿Pero qué he de hacer? Mas no, sino andaos á decir lo que sentís y medraréis. Deste modo visto yo y como y bebo y campo y me hago gran hombre, mas que sea él lo que quisiere. Y aunque pese á todo el mundo, él ha de ser gigante. Trató Andrenio de seguir el corriente y comenzó á gritar: ¡El gigante, el gigante, el gigantazo! Y al punto granizaron sobre él dones y doblones y decía: ¡Esto sí que es saber vivir! Estaba deshaciéndose Critilo y decía: Yo reventaré, si no hablo. No hagas tal, le dijo el Descifrador, que te pierdes. Aguarda á que vuelva las espaldas el tal gigante y verás lo que pasa. Así fué, que al mismo punto, que acabó de hacer su papel de gigante y se retiró al vestuario de las mortajas, comenzaron todos á decir: ¡Qué bobería la nuestra! He, que no era gigante, sino un pigmeo, que ni fué cosa ni valió nada. Y dábanse el cómo unos á otros. ¡Qué cosa es, dijo Critilo, hablar de uno en vida ó después de muerto! ¡Qué diferente lenguaje es el de las ausencias! ¡Qué gran distancia hay del estar sobre las cabezas ó bajo los pies! No pararon aquí los embustes del Sinón moderno; antes echando por la contraria, sacaba hombres eminentes, gigantes verdaderos, y los vendía por enanos y que no valían cosa, que eran nada y menos que nada. Y todos daban en que sí y habían de pasar por tales, sin que osasen chistar los hombres de juicio y de censura. Sacó la fénix y dió en decir que era un escarabajo. Y todos que sí, que lo era, y hubo de pasar por tal. Pero donde se acabó de apurar Critilo fué cuando le vió sacar un grande espejo y decir con desvergonzado despejo: Veis aquí el cristal de las maravillas. ¿Qué tenía que ver con éste el del Faro? Si ya no es el mismo, pues hay tradición que sí y lo atestiguó el célebre don Juan de Espina, que le compró en diez mil ducados y le metió al lado del ayunque de Vulcano. Aquí os le pongo delante, no tanto para fiscal de vuestras fealdades, cuanto para espectáculo de maravillas. Pero es de advertir que el que fuere villano, malnacido, de mala raza, hombre vil, hijo de ruin madre, el que tuviere alguna mancha en su sangre, el que le hiciere feeza su esposa bella, que las más lindas suelen salir con tales fealdades, aunque él no lo supiera, pues basta que todos le miren como al toro, ni los simples ni los necios no tienen que llegarse á mirar, porque no verán cosa. ¡Alto!, que le descubro, que le careo. ¿Quién mira? ¿Quién ve? Comenzaron unos y otros á mirar y todos á remirar y ninguno veía cosa. Mas, ¡oh, fuerza del embuste!, ¡oh, tiranía del artificio! Por no desacreditarse cada uno, porque no le tuviesen por villano malnacido, hijo de... etc., ó tonto, ó mentecato, comenzaron á decir mil necedades de marca: Yo veo, yo veo, decía uno. ¿Qué ves? La misma fénix con sus plumas de oro y su pico de perlas. Yo veo, decía otro, resplandecer el carbunclo en una noche de Diciembre. Yo oigo, decía otro, cantar el cisne. Yo, dijo un filósofo, la armonía de los cielos al moverse. Y se lo creyeron algunos simples. Hombre hubo, que dijo veía el mismo Ente de razón tan claro, que le podía tocar con las manos. Yo veo el punto fijo de la longitud del orbe. Yo, las partes proporcionales. Y yo las indivisibles, dijo un secuaz de Zenón. Pues yo, la cuadratura del círculo. Más veo yo, gritaba otro. ¿Qué cosa? ¿Qué cosa? El alma en la palma. Por señas, que es sencillísima. Nada es todo eso, cuando yo estoy viendo un hombre de bien en este siglo, quien hable verdad, quien tenga conciencia, quien obre con entereza, quien mire más por el bien público, que por el privado. Á esta traza decían cien imposibles. Y con que todos sabían que no sabían y creían que no veían ni decían verdad, ninguno osaba declararse, por no ser el primero á romper el yelo. Todos agraviaban la verdad y ayudaban al triunfo de la mentira. ¿Para cuándo aguardas tú, le dijo Critilo á su Descifrador, esa tu habilidad, si aquí no la sacas? Ea, acaba ya de descifrarnos este embeleco al uso. Dínos, por tu vida, ¿quién es este insigne embustero? Éste es..., le respondió; mas al pronunciar esta sola palabra, al mismo punto que le vió mover los labios el famoso Tropelista, que en todo aquel rato no había apartado los ojos dél, temiendo se les descifrase sus embustes y diese con todo su artificio al traste, comenzó á echar por la boca espeso humo, habiendo antes engullido grosera estopa, y vomitó tanto, que llenó todo aquel claro hemisferio de confusión. Y cual suele la jibia, notable pececillo, cuando se ve á riesgo de ser pescado, arrojar gran cantidad de tinta, que tiene recogida en sus senillos y muy guardada para su ocasión, con que enturbia las aguas y escurece los cristales y escapa del peligro, así éste comenzó á esparcir tinta de fabulosos escritores, de historiadores manifiestamente mentirosos. Tanto, que hubo un autor francés entre éstos, que se atrevió á negar la prisión del rey Francisco en Pavía. Y diciéndole ¿cómo escribía una tan desvergonzada mentira?, respondió: He, que de aquí á docientos años, tan creído seré yo, como ellos. Por lo menos causaré razón de dudar y pondré la verdad en disputa. Que desta suerte se confunden las materias. No paraba de arrojar tinta de mentiras y fealdades, espeso humo de confusión, llenándolo todo de opiniones y pareceres, con que todos perdieron el tino y sin saber á quién seguir ni quién era el que decía la verdad, sin hallar á quién arrimarse con seguridad, echó cada uno por su vereda de opinar y quedó el mundo bullendo de sofisterías y caprichos. Pero el que quisiere saber quién fuese este embustero político, prosiga en leer la Crisi siguiente. CRISI V _El palacio sin puertas._ Varias y grandes son las monstruosidades, que se van descubriendo de nuevo cada día en la arriesgada peregrinación de la vida humana. Entre todas la más portentosa es el estar el Engaño en la entrada del mundo y el Desengaño á la salida. Inconveniente tan perjudicial, que basta á echar á perder todo el vivir. Porque, si son fatales los yerros en los principios de las empresas, por ir creciendo siempre y aumentándose cuanto más va hasta llegar en el fin á un exorbitante exceso de perdición, errar, pues, los principios de la vida ¿qué será si no un irse despeñando con mayor precipitación de cada día, hasta venir á dar al cabo en un irremediable abismo de perdición y desdicha? ¿Quién tal dispuso y desta suerte? ¿Quién así lo ordenó? Ahora me confirmo en que todo el mundo anda al revés y todo cuanto hay en él es á la trocada. El Desengaño, para bien ir, había de estar en la misma entrada del mundo, en el umbral de la vida, para que al mismo punto, que el hombre metiera el pie en ella, se le pusiera al lado y le guiara, librándole de tanto lazo y peligro, como le está armado. Fuera un ayo puntual, que siempre le asistiera, sin perderle ni un solo instante de vista. Fuera el numen vial, que le encaminara por las sendas de la Virtud al centro de su felicidad destinada. Pero como, al contrario, topa luego con el Engaño, el primero que le informa de todo al revés, hácele desatinar y le conduce por el camino de la mano izquierda al paradero de su perdición. Así se lamentaba Critilo, mirando á una y otra parte en busca de su Descifrador, que en aquella confusión universal de humo y de ignorancia, le habían perdido. Mas fuese su suerte que otro, que les estaba oyendo y percibió los estremos de su sentimiento, se fué llegando á ellos y les dijo: Razón tenéis de quejaros del desconcierto del mundo. Mas no habéis de preguntar quién así lo ordenó, sino quién lo ha desordenado; no quién lo ha dispuesto, sino quién lo ha descompuesto. Porque habéis de saber que el artífice supremo muy al contrario lo trazó de como hoy está, pues colocó el Desengaño en el mismo umbral del mundo y echó el Engaño acullá lejos, donde nunca fuera visto ni oído, donde jamás los hombres le encontraran. ¿Pues quién los ha barajado deste modo? ¿Quién fué aquel tan atrevido hijo de Jafet, que así los ha trastrocado? ¿Quién? Los mismos hombres, que no han dejado cosa en su lugar, todo lo han revuelto de alto á bajo con el desconcierto que hoy le vemos y lamentamos. Digo, pues, que estaba el bueno del Desengaño en la primera grada de la vida, en el zaguán desta casa común del orbe, con tal atención, que en entrando alguno, al punto se le ponía al lado y comenzaba á hablarle claro y desengañarle: Mira, le decía, que no naciste para el mundo; sino para el cielo. Los halagos de los vicios matan y los rigores de las virtudes dan vida. No te fíes en la mocedad, que es de vidrio. No tienes de qué desvanecerte, le decía al presumido, por tus presentes; vuelve los ojos á tus pasados, reconócelos bien á ellos, para que no te desconozcas á ti. Advierte, le decía al tahur, que pierdes tres cosas, el precioso tiempo, la hacienda y la conciencia. Avisábala de su fealdad á la resabida y de su necesidad á la bella; á los varones de prendas, de su corta ventura, y á los venturosos, de sus pocos méritos; al sabio, de su desestimación y de su incapacidad al poderoso. Al pavón le acordaba el potro de sus pies, y al mismo sol sus eclipses. Á unos su principio, á otros su paradero. Á los empinados su caída y á los caídos su merecido. Andábase de unos en otros estrellando verdades. Decíale al viejo que tenía todos los sentidos consentidos y al mozo que sin sentir; al español que no fuese tan tardo y al francés que no se moviese tan de ligero; al villano que no fuese malicioso y al cortesano, adulador. No se ahorraba con ninguno. Pues, aunque fuera un gran señor, le avisaba que no le caía bien el _vos_ con todos, que podría tal vez descuidarse con su príncipe y hablarle del mismo modo ó tan sin él. Y á otro, que siempre estaba de chanza, le advirtió que podría ser le llamasen el Duque de Bernardina. Traía el espejo cristalino del propio conocimiento muy á mano y plantábasele delante á todos. No gustaba desto el malcarado y menos el mascarado ni el tuerto ni el boquituerto, el cano, el calvo. Decíale á uno que le bobeaba el gesto y al otro que tenía ruin fachada. Las feas le hacían malísima cara y las viejas le paraban arrugado ceño. Hízose con esto malquisto en cuatro días y á cuatro verdades tan aborrecible, que no le podían ver. Comenzaron á darle de mano y aun del pie. Buenos porrazos asentó él de verdades; pero también se llevó malos empellones de enfados. Éste le arrojaba á aquél y aquél al otro de más allá, hasta venir á dar con él en la vejez, acullá en el remate de la vida. Y si pudieran más lejos, aun allí no le dejaran parar. Al contrario, lisonjeados grandemente del Engaño, aquel plausible hechicero, comenzaron á tirar dél, cada uno hacia sí, hasta traerlo al medio de la vida y de allí poco á poco á los principios de ella. Con él comienzan, con él prosiguen. Á todos les venda los ojos, jugando con ellos á la gallina ciega, que no hay hoy juego más introducido. Todos andan desatinados, dando de ojos de vicio en vicio, unos ciegos de amor, otros de codicia, éste de venganza, aquél de su ambición y todos de sus antojos, hasta que llegan á la vejez, donde topan con el Desengaño. Él los halla á ellos. Quítales las vendas y abren los ojos, cuando ya no hay que ver. Porque con todo acabaron, hacienda, honra, salud y vida. Y lo que es peor, con la conciencia. Ésta es la causa de estar hoy el Engaño á la entrada del mundo y el Desengaño á la salida, la mentira al principio, la verdad al fin, aquí la ignorancia y acullá la ya inútil experiencia. Pero lo que más es de ponderar y de sentir, que, aun llegando tan tarde el Desengaño, ni es conocido ni estimado. Como os ha sucedido á vosotros, que habiendo tratado, conversado y comunicado con él, no le habéis conocido. ¿Qué dices, hombre? ¿Nosotros vístole, hablado y comunicado con él? ¿Cuándo y dónde? Yo os lo diré. ¿No os acordáis de aquel, que todo lo iba descifrando y no se descifró á sí mismo? ¿Aquel que os dió á entender todas las cosas y á él no le conocisteis? Sí y harto, que yo le suspiro, dijo Critilo. Pues ése era el Desengaño, el querido hijo de la Verdad, por lo hermoso y lo lucido. Ése, el que causa los dolores, después de haberle sacado á luz. Aquí hizo estremos de sentimiento Critilo, lamentándose agriamente de que todo lo que más importa no se conoce cuando se tiene, ni se estima cuando se goza y después, pasada la ocasión, se suspira y se desea: la verdad, la virtud, la dicha, la sabiduría, la paz y agora el desengaño. Al contrario, Andrenio, no sólo no mostró sentimiento, sino positivo gozo, diciendo: He, que ya nos enfadaba y aun tenía muy hartos de tanta verdad á las claras. ¡Qué buen gusto tuvieron los que supieron sacudir de sí al aborrecible entremetido, mosca importuna! Él podía ser hijo de la verdad; mas á mí me pareció padrastro de la vida. ¡Qué enfado tan continuo! ¡Qué cosa tan pesada! ¡Su desengaño cada día, aquello de desayunarse con un desengaño á secas! No paraba de ir diciendo necedades á título de verdades. Tú eres un desatinado, le decía al uno sin más ni más. Y al otro: Tú eres un simple en seco y sin llover. Tú una necia y tú una fea. ¡Mirá quién le había de esperar, cuando no hay cosa más pesada, que una verdad no pensada! Siempre andaba diciendo: ¡Qué mal hiciste, qué mal lo pensaste, qué mala resolución la tuya! He, quitádmelo delante, no le vea más de mis ojos. Lo que yo más siento, ponderaba Critilo, fué el perderle, cuando más le deseaba, cuando había de descifrarnos al mismo Descifrador, que estaba leyendo cátedra de embustes en medio la gran plaza de las apariencias. ¿Pues qué os pareció de aquella afectación de unos en acreditar las cosas y los sujetos, y la vulgaridad de los otros en creerlo? ¿Aquel dar en una opinión tanto necio? Aquélla es la tiranía de la fama hechiza, el monopolio de la alabanza. Apodéranse del crédito cuatro ó cinco embusteros aduladores y cierran el paso á la Verdad con el afectado artificio de que no lo entienden los otros y que es necio el que dice lo contrario. Y así veréis que los ignorantes se lo beben, los lisonjeros lo aplauden y los sabios no osan chistar. Conque triunfa Aragne contra Palas, Marsias contra Apolo. Y pasa la necedad por sutileza y la ignorancia por sabiduría. ¡Oh cuántos autores hay hoy muy acreditados por esta opinión común, sin haber hombre que se les atreva! ¡Cuántos libros y cuántas obras en gran predicamento, que bien examinados no merecen el crédito que gozan! Pero yo me guardaré muy bien de poner nota en quien tiene estrella. ¡Cuántos sujetos sin valor y sin saber son celebrados á esta traza, sin haber hombre, que ose hablar, sino algún desesperado Bocalini! Si dan en decir que una es linda, lo ha de ser, aunque sea un trasgo. Si dan en que uno es sabio, se saldrá con ello, aunque sea un idiota. Si en que es gran pintura, aunque sea un borrón. Y de éstas toparéis mil vulgaridades. Tal es la tiranía de la afectada fama, la violencia del dar á entender todo lo contrario de lo que las cosas son. De suerte que hoy todo está en opinión y según como se toman las cosas. Pero ¡qué gran arte aquella del descifrar!, ponderaba Critilo. No sé qué me diera por saberla. Que me pareció de las más importantes para la humana vida. Sonrióse aquí el nuevo camarada y añadió: Otra me atrevo yo á comunicaros, harto más sutil y de mayor maestría. ¿Qué dices?, le replicó Critilo. ¿Otra mayor puede hallarse en el mundo? Sí, respondió, que de cada día se van adelantando las materias y sutilizando las formas. Mucho más personas son los de hoy, que los de ayer y lo serán mañana. ¿Cómo puedes decir eso, cuando todos convienen en que ya todo ha llegado á lo sumo y que está en su mayor pujanza, tan adelantadas todas las cosas de naturaleza y arte, que no se pueden mejorar? Engáñase de medio á medio quien tal dice, cuando todo lo que discurrieron los antiguos es niñería, respeto de lo que se piensa hoy, y mucho más será mañana. Nada es cuanto se ha dicho con lo que queda por decir. Y creedme, que todo, cuanto hay escrito en todas las artes y ciencias, no ha sido más que sacar una gota de agua del océano del saber. ¡Bueno estuviera el mundo, si ya los ingenios hubieran agotado la industria, la invención y la sabiduría! No sólo no han llegado las cosas al colmo de su perfección; pero ni aun á la mitad de lo que pueden subir. Dínos por tu vida, así llegue á ser más rancia, que la de Néstor, ¿qué arte puede ser esa tuya? ¿Qué habilidad, que sobrepuje al ver con cien ojos, al oir con cien orejas, al obrar con cien manos, proceder con dos rostros, doblando la atención al adevinar cuanto ha de ser y al descifrar un mundo entero? Todo eso, que exageras, es niñería, pues no pasa de la corteza. Es un discurrir de las puertas afuera. Aquello de llegar á escudriñar los senos de los pechos humanos, á descoser las entretelas del corazón, á dar fondo á la mayor capacidad, á medir un cerebro, por capaz que sea, á sondar el más profundo interior: eso sí que es algo, ésa sí que es fullería y que merece la tal habilidad ser estimada y codiciada. Estaban atónitos ambos peregrinos, oyendo tal destreza del discurrir, cuando prorrumpió Andrenio y le dijo: ¿Quién eres, hombre ó prodigio, si ya no eres algún malicioso, algún malintencionado ó algún vecino, que es el que ve más? Nada de eso soy. ¿Pues qué eres, que no te queda ya que ser, sino algún político ó un veneciano estadista? Yo soy, dijo, el Veedor de todo. Explícate, que menos te entiendo. ¿Nunca habéis oído nombrar los zahoríes? Aguarda, ¿aquel disparate vulgar? ¿Aquella necedad celebrada? ¿Cómo necedad?, les replicó. Zahoríes hay tan ciertos como perspicaces: por señas, que yo soy uno de ellos. Yo veo clarísimamente los corazones de todos, aun los más cerrados, como si fuesen de cristal. Y lo que por ellos pasa, como si lo tocase con las manos: que todos para mí llevan el alma en la palma. Vosotros, los que no gozáis de esta eminencia, asegúroos que no veis la mitad de las cosas ni la centésima parte de lo que hay que ver en el mundo. No veis sino la superficie, no ahondáis con la vista. Y así os engañáis siete veces al día. Hombres al fin superficiales. Pero á los que descubrimos cuanto pasa allá en las ensenadas de una interioridad, acullá dentro en el fondo de las intenciones, no hay echarnos dado falso. Somos tan tahures del discurrir, que brujuleamos por el semblante lo más delicado del pensar. Con sólo un ademán tenemos harto. ¿Qué puedes tú ver, replicó Andrenio, más de lo que vemos nosotros? Sí y mucho. Yo llego á ver la misma sustancia de las cosas en una ojeada y no solos los accidentes y las apariencias, como vosotros. Yo conozco luego si hay sustancia en un sujeto, mido el fondo que tiene, descubro lo que tira y dónde alcanza, hasta dónde se estiende la esfera de su actividad, dónde llega su saber y su entender, cuánto ahonda su prudencia. Veo si tiene corazoncillo y el que bravos hígados y si se le han convertido en bazo. Pues el seso, yo le veo con tanta distinción, como si estuviese en un vidrio. Si está en su lugar, que algunos le tienen á un lado; si maduro ó verde. En viendo un sujeto, conozco lo que pesa y lo que piensa. Otra cosa más, que he topado muchos, que no tenían la lengua trabada con el corazón ni los ojos unidos con el seso, con dependencia dél. Otros, que no tienen hiel. ¡Qué linda vida pasarán ésos!, dijo Critilo. Sí, porque nada sienten, de nada se consumen ni melancolizan. Pero, lo que es más de admirar, que hay algunos, que no tienen corazón. ¿Pues cómo pueden vivir? Antes más y mejor, sin cuidados. Que corazón se dijo del curarse y tener cuidados. Á los tales nada les da pena, no se les viene á consumir, como al célebre duque de Feria, que, cuando llegaron á embalsamarle, le hallaron el corazón todo arrugado y consumido, conque le tenía grande. Yo veo si está sano y de qué color, si amarillo de envidia y si negro de malicia. Percibo su movimiento y me estoy mirando hacia dónde se inclina. Las más cerradas entrañas están á mis ojos muy patentes y descubro si están gastadas ó enteras. La sangre veo en sus venas y advierto el que la tiene limpia, noble y generosa. Lo mismo puedo decir del estómago. Luego conozco qué estómago le hacen á cualquiera los sucesos, si puede digerir las cosas. Y me río las más veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas y ellos aplican los remedios al tobillo, procede el mal de la cabeza y recetan el untar los pies. Veo y distingo clarísimamente los humores y el de cada uno, si está ó no de buen humor, observándolo para la hora del despacho y conveniencia; si reina la melancolía, para remitirlo á mejor sazón; si gasta cólera ó flema. Válgate Dios por zahorí, dijo Andrenio, y lo que penetras. Pues aguarda, que eso es nada. Yo veo, yo conozco si uno tiene alma ó no. ¿Pues hay quien no la tenga? Sí y muchos y por varios modos. ¿Y cómo viven? En diptongo de vida y muerte. Andan sin alma como cántaros y sin corazón como hurones. Y en una palabra, de pies á cabeza, comprendo un sujeto, por dentro y fuera le reconozco y le defino, con que á muchos no les hallo definición. ¿Qué os parece de la habilidad? Que es cosa grande. Mas pregunto, dijo Critilo, ¿procede de arte ó naturaleza? Mi industria me cuesta y advierte que todas estas artes son de calidad, que se pegan platicando con quien las tiene. Yo la renuncio desde luego, dijo Andrenio; no trato de ser zahorí. ¿Por qué no? Porque tú no has dicho lo malo que tiene. ¿Qué le hallas tú de malo? ¿No es harto aquello de ver los muertos en sus sepulcros, aunque estén metidos entre mármoles ó siete estados bajo tierra, aquellas horribles cataduras, hormigueros de sabandijas, visiones de corrupción? Quita allá y líbreme Dios de tan trágico espectáculo, aunque sea de un rey. Dígote que no podría comer ni dormir en un mes. ¡Qué bien lo entiendes! Ésos, nosotros no los vemos, que allí no hay que ver, pues todo paró en tierra, en polvo, en nada. Los vivos son los que á mí me espantan; que los muertos nunca me dieron pena. Los verdaderos muertos, que nosotros vemos y huímos, son los que andan por su pie. Si muertos, ¿cómo andan? Ahí verás que andan entre nosotros y arrojan pestilencial olor de su hedionda fama, de sus gastadas costumbres. Hay muchos ya podridos, que les huele mal el aliento; otros, que tienen roídas las entrañas, hombres sin conciencia, hembras sin vergüenza, gente sin alma; muchos, que parecen personas y son plazas muertas. Todos éstos sí que me causan á mí grande horror y tal vez se me espeluzan los cabellos. ¿Según esto, replicó Critilo, también debes de ver lo que se cocina en cada casa? Sí, y á fe, muchos malos guisados. Veo maldades emparedadas que se cometen en los más escondidos retretes, fealdades arrinconadas que se echan luego á volar por las ventanas y andan de corrillo en corrillo corriendo á sus avergonzados dueños. Sobre todo, yo veo si uno tiene dinero y me río muchas veces de ver que algunos los tienen por ricos, por hombres adinerados y poderosos y yo sé que es su tesoro de duendes y sus baúles como los del Gran Capitán y aun sus cuentas. Á otros veo tenerlos por unos pozos de ciencia y yo llego y miro y veo que son secos. Pues de bondad, asegúroos que no veo la mitad. Así que no hay para mi vista cosa reservada ni escondida. Los billetes y las cartas, por selladas que estén, las leo y atino lo que contienen, en viendo para quién van y de quién vienen. Ahora no me espanto, decía Critilo, que oigan las paredes y más las de palacio, entapizadas de orejas. Al fin todo se sabe y se huele. ¿Qué ves en mí?, le preguntó Andrenio. ¿Hay algo de sustancia? Eso no diré yo, respondió el Zahorí, porque, aunque todo lo veo, todo lo callo, que quien más sabe suele hablar menos. Procedían gustosamente embelesados, viéndole hacer maravillosas experiencias, cuando descubrieron á un lado del camino un estraño edificio, que en lo encantado parecía palacio y en lo ruidoso casa de contratación y en lo cerrado brete. No se le veían ventanas, ni puertas. ¿Qué diptongo de estancia es ésta?, preguntaron. Y el Zahorí: Éste es el escándalo mayor. Pero al decir eso salió dél sin que advirtiese cómo ni por dónde un monstruo, sobre raro, formidable, mezcla de hombre y caballo, de aquellos que los antiguos llamaban centauros. Éste en dos brincos estuvo sobre ellos y, formando algunos caracoles, se fué arrimando á Andrenio y, asiéndole de un cabello, que para ocasión basta y para afición sobra, metióle á las ancas de aquel su semicaballo con alas, que todos los males vuelan, y en un instante dió la vuelta para su laberinto corriente y confusión al uso. Dieron voces los camaradas; mas en vano, porque dejaba atrás el viento y del mismo modo que saliera, sin saberse cómo ni por dónde, le metió allá, dejándole muy encastillado en nuevas monstruosidades. ¡Hay tal violencia!, se lamentaba Critilo. ¿Qué casa ó qué ruina es ésta? Y el Zahorí suspirando le respondió: No es edificio, sino desedificación de tanto pasajero, casa hecha á cien malicias, bajío de la vejez, seminario de embustes y, para decirlo de una vez, éste es el palacio de Caco y de sus secuaces, que ya no habitan en cuevas. Diéronle muchas vueltas, sin poder distinguir la frente del envés. Rodeáronle todo muchas veces, sin poderle hallar entrada ni salida. Sonaban y aun tonaban los de dentro y aseguraba Critilo que sentía la voz de Andrenio, mas no percibía lo que decía ni descubría por donde podía haber entrado, afligiéndose en gran manera y desconfiando de poder penetrar allá. Ten pecho y espera, le dijo el Zahorí, y advierte que con gran facilidad habemos de entrar bien presto. ¿Cómo, si no se le conocen entradas ni salidas ni un resquicio ni una rendrija? Ahí verás el primor de la industria cortesana. ¿No has visto tú entrar á muchos en los palacios sin saberse cómo ni por dónde y apoderarse de ellos y llegar á mandarlo todo? ¿No viste en Inglaterra introducirse un hijo de un carnicero á hacer carnicería de sangre noble, en Francia un cierto Noves á llevar al retortero los mismos pares? Nunca has oído preguntar á algunos simples: Señores ¿cómo entró aquél en Palacio, cómo consiguió el puesto y el empleo, con qué méritos por qué servicios? Y todo hombre encoge los hombros, cuando ellos se desencogen y hombrean. Yo tengo de introducirte en él. ¿Cómo, no siendo mozo vergonzoso ni venturoso? Pues tú has de entrar como Pedro por Huesca. ¿Qué Pedro fué ése? El famoso que la ganó. He, que no veo puerta ni ventana. No faltará alguna, que los que no pueden por las principales, entran por las escusadas. Aun ésas no descubro. Alto, entra por la de los entremetidos, que son los más. Y realmente fué así, que entraron allá con grande facilidad entremetiéndose. Luego que se vieron dentro, comenzaron á discurrir por el embustero palacio, notando cosas bien raras, aunque muy usadas en el mundo. Oían á muchos y á ninguno veían ni sabían con quién hablaban. ¡Estraño encanto!, ponderaba Critilo. Has de saber, le dijo el Zahorí, que en entrando acá los más se vuelven invisibles, todos los que quieren y obran sin ser vistos. Verás cada día hacerse malos tiros y esconder la mano, tirar guijarros sin atinar de dónde vienen y echar voz que son duendes. Lo más se obra bajo manga. Hacen la copla y no la dicen. Mas, como yo tengo en estos ojos un par de viejas, en vez de niñas, todo lo descubro, que en eso consiste mucho el ser Zahorí. Sígueme, que has de ver bravas tramoyas y raros modos de vivir, no olvidando el descubrir á Andrenio. Introdújole en el primer salón desahogadamente capaz. Tendría cuatrocientos pasos de ancho, como dijo aquel otro duque, exagerando uno de sus palacios. Y riéndose los otros señores, que le escuchaban, le preguntaron: ¿Pues cuánto tendrá de largo? Aquí él queriendo reparar su empeño, respondió: Tendrá algunos ciento y cincuenta. Estaba todo él coronado de mesas francesas con manteles alemanes y viandas españolas, muchas y muy regaladas, sin que viese ni supiese de dónde salían ni cómo venían; sólo se veían de cuando en cuando unas blancas y hermosas manos, con sus dedos coronados de anillos, con macetas de diamantes, muchos finos, los más falsos, que por el aire de su donaire servían á las mesas los regalados platos. Íbanse sentando á las mesas los convidados ó los comedores. Descogían los paños de mesa; mas no desplegaban sus labios. Comían y callaban, ya el capón, ya la perdiz, el pavo y el faisán, á costa de sus fénix, sin costarles un maravedí y cuando más una blanca, sin meterse en averiguar de dónde salía el regalo ni quién lo enviaba. ¿Quién son éstos, preguntó Critilo, que comen como unos lobos y callan como unos borregos? Éstos, le respondió su veedor Zahorí, son los que de nada tienen asco, los que sufren mucho. Pues moscas en la delicada honra, ¿qué tienen que sufrir los que están tan regalados? Y aun por eso. ¿De dónde sale tanta abundancia, Zahorí mío? De la copia de Amaltea; pero déjalos, que todo esto es un encanto de mediterráneas sirenas. Pasaron á otra mesa y allí vieron comer á otros muy buenos bocados, lo mejor que llegaba á la plaza ó á las despensas, la caza reciente, el pescado fresco y exquisito. Y esto sin tener rentas ni juros, aunque sí votos. Éste sí que es raro encanto, decía Critilo, que coman éstos como unos príncipes, siendo unos desdichados, y, lo que es más, sin tener hacienda, sin censos, sin conocérseles cosa sobre que llueva Dios, sin trabajar ni cansarse, antes holgándose y paseando todos los días. ¿De dónde sale esto, señor Zahorí, vos que lo veis todo? Aguarda, le respondió, y verás el misterio. Asomaron en esto unas garras, no de nieve como las primeras, sino de neblí y todas de rapiña, que traían velando, esto es, por el aire, el pichón y el gazapo. Quedó atónito Critilo y decía: ¡Esto sí que es cazar! Ya echan piernas los que uñas y todo es comer por encanto. ¿No has oído contar, le decía el Zahorí, que á algunos les traían de comer los cuervos y los perros? Sí; pero eran santos y éstos son diablos: aquello era por milagro. ¿Pues esto es por misterio? Mas esto es niñería, respeto de lo que tragan aquellos otros, que están acullá más altos. Acerquémonos y verás los prodigios del encanto. Allí hay hombre que come los diez mil y los veinte mil de renta, que, cuando llegó á meter la mano en la masa y en la mesa, no traía mas que su capa y bien raída. ¡Bravo encanto! Pues ésos son migajuelas reales. Mira aquellos otros. Y señalóle unos bien señalados. Aquéllos sí que tragan, pues, millones enteros. ¡Qué bravos estómagos, oh avestruces de plata! Dejaron ésta y pasaron á otra sala, que parecía el vestuario, y aquí vieron sobre bufetes moscovitas muchos tabaques indianos con ricas y vistosas galas, lamas de Milán, telas de Nápoles, brocados y bordados, sin saberse quién los cosió ni de dónde venían. Echábase voz que eran para la casta Penélope y servían después para la Tais y la Flora. Decíase que para la honesta consorte y rozábalas la ramera. Todo se hacía invisible, todo noche y todo encanto. Había unas grandes fuentes, que brindaban hilos de perlas á unas y hacían saltar hilo á hilo las lágrimas á otras, á la mujer legítima y á la recatada hija. Chorrillos de diamantes, dichos así con propriedad, porque ya se ha hecho chorrillo del pedir. Salía la otra transformada de Guinea en una India de rubíes y esmeraldas, sin costarle al marido ó al hermano ni aun una palabra. ¿De dónde tanta riqueza, Zahorí mío? Y él: ¿De dónde? De esas fuentes. Ahí mismo manan. Que por eso se llamaron fuentes, porque son brulladores de perlas entre arenas de oro, riéndose de tanto necio. Llegaban los maridos y vestían muy á lo príncipe. Calzábanse el sombrero de castor á costa del menos casto. Sacaban ellas las randas al aire de su loca vanidad y todo paraba en aire. Aquí toparon el caballero del milagro y, no uno solo, sino muchos de aquellos que visten y comen, pasean y campan, sin saberse cómo ni de qué. ¿Qué es esto?, decía Critilo. ¿Al que tiene lucida hacienda, rentas pingües, juros y posesiones, le pone grima el vivir, el poder pasar; y éstos, que no tienen dónde caer muertos, lucen, campan y triunfan? ¿No ves tú, respondía el Zahorí, que á éstos nunca se les apedrean las viñas, jamás se les anieblan las hazas, no les llevan las avenidas los molinos, no se les mueren los ganados, por maravilla tienen desgracia alguna y así viven de gracia y chanza? Lo que fué mucho de ver, la sala de los presentes, que no de los pasados. Y aquí notaron los raros modos por donde venían los sobornos, los varios caminos por do llegaban los cohechos, la lámina preciosa por devoción, la pieza rica por cosa de gusto, la vajilla de oro por agradecimiento, el cestillo de perlas por cortesía, la fuente de doblones para alegrar la sangría, vaciando las venas y llenando la bolsa, los perniles para el unto, los capones para regalo y los dulces por chuchería. Señor Zahorí, decía Critilo, ¿cómo es esto, que los presentes antes estaban helados y ahora vienen llovidos? He, le respondía, ¿no veis que las cargas siguen á los cargos? Y es de notar que todo venía por el aire y en el aire. Raro palacio es éste, censuraba Andrenio, que sin cansarse los hombres, coman y beban, vistan y luzgan á pie quedo y á manos holgadas. ¡Valiente encanto! Y porfiaban algunos que no hay palacios encantados y se burlan y ríen, cuando los oyen pintar. De ellos me río yo, aquí los quisiera ver. Lo que á mí más me admira, decía Critilo, es ver cómo se hacen las personas invisibles, no sólo los pequeños y los flacos, que eso no sería mucho, pero los muy grandes y que lo son mucho para escondidos; no sólo los flacos y exprimidos, pero los gordos y los godos, que no se dejan ver ni hablar ni parecen. En habiendo menester alguno que os importe, no le toparéis ni hay darle alcance: nunca están en casa. Y así decía uno: ¿No come ni duerme este hombre, que á ninguna hora le topo? ¿Pues qué, si ha de pagar ó prestar? No le hallaréis en todo el año. Hombre había, que se le sentía hablar y se negaba y él mismo decía: Decidle que no estoy en casa. Las mujeres entre mantos de humo envolvían mucha confusión y se hacían tan invisibles, que sus mismos maridos las desconocían y los propios hermanos, cuando las encontraban callejeando. Corrían voces, dejando á muchos muy corridos, y no se sabía quién las echaba ni de dónde salían; antes decían todos: Esto se dice; no me deis á mí por autor. Publicábanse libros y libelos, pasando de mano en mano, sin saberse el original. Y había autor, que, después de muchos años enterrado, componía libros y con harto ingenio, cuando no había ya ni memoria dél. Entremetiéronse en los más íntimos retretes, alcobas y camarines, donde toparon varias sombras de trasgos y de duendes, nocturnas visiones, que, aunque se decía no hacían daño, no era pequeño el robar la fama y descalabrar la honra. Andaban á escuras buscando los soles, los trasgos tras los ángeles. Aunque decía bien uno que las hermosas son diablos con caras de mujeres y las feas son mujeres con caras de diablos. Mas en esto de duendes los había estremados, que arrojaban piedras crueles, tirando al aire y aun al desaire, que abrían una honra de medio á medio. Y era de notar que las más locas acciones se obraban bajo cuerda, sin poder atinar con el intento ni el brazo: que fueron siempre muy otros los títulos, que se dan á las cosas, de los verdaderos motivos por que se hacían. Caían muchas habas negras, que mascaraban mucho á muchos, sin atinar quién las echaba. Y tal vez salían de la mano del más confidente. Y así aconsejaba bien el sabio á no comerlas, por ser de perversa digestión y mal alimento. Agora verás, le dijo el Zahorí, á vista de tal confusión de invisibilidades, si tuvo razón aquel otro filósofo, aunque se burlaron dél y hicieron fisga los más bachilleres. ¿Y qué decía el tal estoico? Que no había verdaderos colores en los objetos. Que el verde no es verde ni el colorado, colorado; sino que todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña. ¡Rara paradoja!, dijo Critilo. Y el Veedor: Pues advierte que es la misma verdad y así verás cada día que de una misma cosa uno dice blanco y otro negro. Según concibe cada uno ó según percibe, así le da el color que quiere, conforme al afecto y no al efecto. No son las cosas mas de como se toman. Que de lo que hizo admiración Roma hizo donaire Grecia. Los más en el mundo son tintoreros y dan el color que les está bien al negocio, á la hazaña, á la empresa y al suceso. Informa cada uno á su modo: que según es la afición, así es la afectación. Habla cada uno de la feria, según le fué en ella. Pintar como querer. Que tanto es menester atender á la cosa alabada ó vituperada, como al que alaba ó vitupera. Ésta es la causa que de una hora para otra están las cosas de diferente data y muy de otro color. ¿Pues qué es menester ya para hacer verbo de lo que se habla y de lo que se dice y de lo que corre? Aquí es el mayor encanto. No hay poder averiguar cosa de cierto. Así que es menester valerse del arte de discurrir y aun adivinar y no porque se hable en otra lengua que la del mismo país; pero con el artificio del hacer correr la voz y pasar la palabra, parece todo algarabía. Había al revés otros, que se hacían invisibles á ratos, el día que más eran menester en el trabajo, en la enfermedad, en la prisión, en la hora de hacer la fianza. Olían los males de cien leguas y huían de ellos otras tantas; pero pasada la borrasca, se aparecían como santelmos. Á la hora del comer se hacían muy visibles y más, si olían el capón de leche ó de Caspe, en la huelga, en el merendón, al dar barato, que no había librarse dellos; al punto se los hallaba un hombre al lado y en todas partes. Sin duda, decía Critilo, que éstos son demonios meridianos, pues todo el día andan asombrados y á la hora del comer se nos comen por pies. Cuando más son menester, se ocultan y, cuando menos, se aparecen. Sentían gorjear á Andrenio; mas sin verle. Que, en entrando allí, se había hecho invisible, muy hallado con el encanto, cuando más perdido en el común embeleco. Sentía Critilo en no atinar con él ni percibir de qué color estaba ni en qué pasos andaba, porque todos afectaban el negarse al conocimiento ajeno, que es tahurería el no jugar á juego descubierto. Hasta el hijo se celaba al padre y la mujer se recelaba del marido, el amigo no se concedía todo al mayor amigo. Ninguno había, que en todo procediese liso ni aun con el más confidente. Era muy aborrecida la luz, de unos por lo hipócrita, de otros por lo político, por lo vicioso y maligno. Maleábase Critilo de no poder dar alcance á su buscado Andrenio, descubriendo su nuevo modo de vivir de tramoya. ¿De qué sirve, le decía á su camarada perspicaz, el ser zahorí toda la vida, si en la ocasión no nos vale? ¿Qué haces, si aquí no penetras? Pero consolóle, ofreciéndole descubrirle bien presto y aun á dar en tierra con todo aquel encanto embustero. Pero quien quisiere ver el cómo y aprender á desencantar casas y sujetos, que lo habrá tal vez menester y le valdrá mucho, estienda la paciencia, si no el gusto, hasta la otra Crisi. CRISI VI _El saber reinando._ No hay maestro que no pueda ser discípulo, no hay belleza que no pueda ser vencida. El mismo sol reconoce á un escarabajo la ventaja del vivir. Excédenle, pues, al hombre en la perspicacia el lince, en el oído el ciervo, en la agilidad el gamo, en el olfato el perro, en el gusto el jimio y en lo vivaz la fénix. Pero entre todas estas ventajas, la que él más codició fué aquella del rumiar, que en algunos de los brutos se admira y no se imita. ¡Qué gran cosa, decía, aquello de volver á repasar segunda vez lo que la primera á medio mascar se tragó, aquel desmenuzar despacio lo que se devoró apriesa! Juzgaba ésta por una singular conveniencia y no se engañaba, ya para el gusto, ya para el provecho. Contentóle de modo, que aseguran llegó á dar súplica al soberano Hacedor, representándole que, pues le había hecho uno como epílogo de todas las criadas perfecciones, no le quisiese privar de ésta, que él la estimaría, al paso que la deseaba. Vióse la petición humana en el consistorio divino y fuéle respondido que aquel don por que suplicaba ya se le había concedido anticipadamente desde que naciera. Quedó confuso con semejante respuesta y replicó cómo podía ser, pues nunca tal cosa había experimentado en sí ni platicado. Volviósele á responder advirtiese que con mayores realces la lograba, no en rumiar el pasto material, de que se sustenta el cuerpo, sino el espiritual, de que se alimenta el ánimo. Que realzase más los pensamientos y entendiese que el saber era su comer y las nobles noticias su alimento. Que fuese sacando de los senos de la memoria las cosas y pasándolas al entendimiento. Que rumiase bien lo que sin averiguar ni discurrir había tragado. Que repasase muy despacio lo que de ligero concibió. Piense, medite, cave, ahonde y pondere, vuelva una y otra vez á repasar y repensar las cosas. Consulte lo que ha de decir y mucho más lo que ha de obrar. Así que su rumiar ha de ser el repensar, viviendo del reconsejo muy á lo racional y discursivo. Esto le ponderaba el Zahorí á Critilo, cuando más desesperado andaba de poder dar alcance á su disimulado Andrenio. He, no te apures, le decía, que así como pensando hallamos la entrada en este encanto, así repensando hemos de topar la salida. Discurrió luego en abrir algún resquicio, por donde pudiese entrar un rayo de luz, una vislumbre de verdad. Y al mismo instante ¡oh cosa rara!, que comenzó á rayar la claridad, dió en tierra toda aquella máquina de confusiones. Que toda artimaña, en pareciendo, desaparece. Deshízose el encanto, cayeron aquellas encubridoras paredes, quedando todo patente y desenmarañado. Viéronse las caras unos á otros y las manos tan escondidas á los tiros. Constó del modo de proceder de cada uno. Así que, en amaneciendo la luz del desengaño, anocheció todo artificio. Mas para que se vea cuán hallados están los más con el embuste, especialmente cuando viven dél, al mismo punto, que se vieron desencastillados de aquel su Babel común y que habían dado en tierra con aquel su engañoso modo de pasar, que ya no llegaban á mesa puesta, como solían, con sus manos lavadas y la honra no limpia, luego, que comenzaron á echar menos la gala y la gula, el vestido guisado de buen gusto, sin costarles mas que una gorra, enfurecidos contra el que había ocasionado tanta infelicidad, arremetieron contra el Zahorí, descubridor de su artificio, llamándole enemigo común. Mas él, viéndose en tal aprieto, apretó los pies, digo las alas, y huyóse al sagrado de mirar y callar, voceándoles á los dos camaradas, que ya se habían abrazado y reconocido, tratasen de hacer lo mismo, prosiguiendo el viaje de su vida hacia la Corte del saber coronado, tan encomendada dél y de todos los sabios aplaudida. ¡Qué entrada de Italia ésta!, ponderaba Critilo. ¡Qué de laberintos á esta traza, se nos aguardan en ella! Conviene prevenirnos de cautela, así como hacen los atentos en las entradas de las provincias donde llegan, en España contra las malicias, en Francia contra las vilezas, en Inglaterra las perfidias, en Alemania las groserías y en Italia los embustes. No les salió vana su presunción, pues á pocos pasos dieron en raro bivio, dudosa encrucijada, donde se partía el camino en otros dos, con ocasionado riesgo de perderse muy al uso del mundo. Comenzaron luego á dificultar cuál de las dos sendas tomarían, que parecían estremos. Estaban altercando al principio con encuentro de pareceres y después de afectos, cuando descubrieron una banda de cándidas palomas por el aire y otra de serpientes por la tierra. Parecieron aquéllas con su manso y sosegado vuelo venir á pacificarlos y mostrarles el verdadero camino con tan fausto agüero, quedando ambos en curiosa expectación de ver por cuál de las dos sendas echarían. Aquí ellas, dejada la de mano derecha, volaron por la siniestra. Esto está decidido, dijo Andrenio: no nos queda que dudar. Oh sí, respondió Critilo: veamos por dónde se deshilan las serpientes. Porque advierte que la paloma no tanto guía á la prudencia cuanto á la simplicidad. Eso no, replicó Andrenio; antes suelo yo decir que no hay ave ni más sagaz ni más política, que la paloma. ¿En qué lo fundas? En que ella es la que mejor sabe vivir, pues en fe de que no tiene hiel dondequiera halla cabida. Todos la miran con afecto y la acogen con regalo. No sólo no es temida como las de rapiña ni odiada como la serpiente, sino acariciada de todos, alzándose con el agrado de las gentes. Otra atención suya, que nunca vuela, sino á las casas blancas y nuevas y á las torres más lucidas. Pero ¿qué mayor política, que aquella de la hembra? Pues con cuatro caricias, que le hace al palomo, le obliga á partirse el trabajo de empollar y sacar los hijuelos, aviniéndose muy bien con el esposo y enseñando á las mujeres bravas y fuertes á templarse y saberse avenir con sus maridos. Mas donde ella juega de arte mayor es en lo de sus polluelos, que, aunque se los hurten y delante de los ojos se los maten, no por eso se mata ella ni se mete en guerra por defenderlos, no pasa pena alguna; sino que come y vive de ellos. ¿Pues qué diré de aquella espaciosa ostentación, que suele hacer de sus plumas, cambiando visos y brillando argentería? Así que no hay otra razón de estado como la sinceridad y la mansedumbre de la paloma y que ella es la mayor estadista. Vieron en esto que la otra tropa de serpientes se fué deshilando por la senda contraria de la mano derecha, con que se aumentó su perplejidad. Éstas sí, decía Critilo, que son maestras de toda sagacidad. Ellas nos muestran el camino de la prudencia. Sigámoslas, que sin duda nos llevarán al Saber reinando. No haré yo tal, decía Andrenio, porque yo no sé que pare en otro todo el saber de las culebras, que en ir rastrando toda la vida entre los pies de todos. Resolviéronse al fin en seguir cada uno su vereda: éste de astucia de la serpiente y aquél de la sinceridad de la paloma, con cargo de que el primero, que descubriese la Corte del saber triunfante, avisase al otro y le comunicase el bien hallado. Á poco rato, que se perdieron de vista, no de afecto, encontró cada uno con su paraje bien diferente, habitado de gentes totalmente opuestas y que vivían muy al revés unos de otros. Hallóse Critilo entre aquellos, que llaman los reagudos, gente toda de alerta, hombres de ensenadas, de reflejas y de segundas intenciones, de trato nada liso, sino doblado. Fuésele apegando luego un grande narigudo, digo, nariagudo, no tanto para conducirle, cuanto para explorarle. Y comenzó á tentarle el vado y querer sondarle el fondo con rara destreza. Hombre al fin de atención y de intención. Hízosele amigo de los que llaman hechizos ó echadizos, afectando agasajos y mostrándosele muy oficioso, con que ambos se miraron con cautela y procedían con resguardo. Lo primero en que reparó Critilo fué que, encontrando muchos, que parecían muy personas, ellos no reparaban en él ni le hacían cortesía. Calificóla ó por grosería ó por insolencia. Ni uno ni otro, le respondió el nuevo camarada. ¿Pues qué? Yo te lo diré. Que todos éstos son gente de su negocio y no atienden á otro. No hacen caso sino de quien pueden hacer fortuna, no se cuidan sino de quien dependen, y toda la cortesía, que hurtan á los demás, la gastan con éstos. Aquellos del otro lado son hijos deste siglo, y aun por eso tan metidos en él, todos puestos en acomodarse, como si se hubiesen de perpetuar acá. Toparon luego un raro sujeto, que, no contentándose con una ojeada, les echó media docena. Y aunque aquí todos andaban muy despiertos, éste les pareció desvelado. ¿Quién es éste?, preguntó Critilo. No sé si te le podré dar á conocer así como quiera, que yo ha años que le trato y aún no le acabo de sondar ni acertaré á definirle. Baste por ahora saber que éste es el Marrajo. ¡Oh sí, dijo Critilo, ya estoy al cabo! ¿Cómo al cabo? Ni aun al principio. Que, si con otros para conocerlos es menester comer un almud de sal, con éste doblada: porque él lo es mucho. Oyeron á otro, que venía diciendo: La mitad del año con arte y engaño y la otra parte con engaño y arte. No tiene razón, glosó Critilo, porque este aforismo ya yo le he oído condenar y más entre astutos, donde más se engaña con la misma verdad, cuando ninguno cree que algún otro la diga. Éste, sin más ver que su figurilla y su modillo, es Tracillas; el mismo y viene hablando muy de lo secreto y profundo con aquel otro su mellizo. ¿Y quién es? Á ése le llaman el bobico y estarán trazando cómo armar alguna zancadilla; pero de verdad que se las entienden. Que basta conocerlos y tenerlos en esa opinión. Y aun por eso viene diciendo aquel otro _sí, sí, entre bobos anda el juego_. Con esto no les dejan hacer baza. Asomó otro de la misma data. ¿Qué papel hace éste? Es el tan nombrado Dropo y tan temido. ¿Y aquél? El Zaino, otro que tal. ¿Creerás que no veo alguno déstos, que no me asuste? Heles cobrado especial recelo. No me admiro. Porque á ninguno llegan á hablar, que no le suceda lo mismo. Todos los temen y se previenen. Por eso cuentan de la raposa, dijo el Nariagudo, que, volviendo un día muy asustados sus hijuelos á su cueva, diciendo habían visto una espantosa fiera con unos disformes colmillos de marfil: Quitá de ahí, no hay que temer, les dijo, que ese es elefante y una gran bestia: no os dé cuidado. Volvieron al otro día huyendo de otra, decían, con dos agudas puntas en la frente. He, que también es nada, les respondió, que sois unos simples. Agora sí, que hemos topado otra con las uñas como navajas, ondeando horribles melenas. Ése es el león; pero no hay que hacer caso, que no es tan bravo como le pintáis. Finalmente vinieron un día muy contentos por haber visto, decían, un otro, no animal ni fiera, sino muy diverso de todos los otros, pues desarmado, apacible, manso y risueño. Ahora sí, les dijo, que hay que temer. Guardaos dél, hijos míos, huid cien leguas. ¿Por qué, si no tiene uñas ni puntas ni colmillos? Basta que tiene maña. Ése es el hombre. Guardaos, digo otra vez, de su malicia. Y tú de aquel que pasa por allá, á quien todos le señalan con el dedo á lo cigüeño. Es un raro sujeto, de quien dicen es un diablo y aun peor. Aquél, que va á su lado, te venderá siete veces al día. ¿Pues qué otro aquél, que va guiñando, llamado por eso el raposo, que lo es en el nombre y en los hechos? Tiene bravas correrías, que toda ésta es gente de artimaña. Ora díme, ¿qué será la causa, preguntó Critilo, que cada uno anda de por sí, nunca van juntos ni hacen camarada?, así como en cierta plaza, donde ví yo pasearse muchos ciudadanos y cada uno solo, sin osarse llegar, temiéndose unos á otros. ¡Oh!, respondió el Nariagudo, por éstos y ésos se dijo: _cada lobo por su senda_. Fué muy de notar el encuentro del codicioso con el tramposo, porque urdía éste mil trapazas en un punto y el otro se las pasaba todas, aunque las conocía, en atención de su codicia. Y es lo bueno que cada uno decía del otro: ¡qué simple éste! ¡cómo que le engaño! ¿No reparas en aquel tan ruincillo, digo chicuelo? Pues todo es malicias. Nada de cuanto dices y piensas se le pasa por alto. Ni aquel otro de su tamaño hay echarle dado falso. Pues díme, ¿quién metió acá á aquél, que retira á tonto, y ya sabes que en pareciéndolo lo son y aun la mitad de los que no lo parecen? Advierte que no lo es, sino que sabe hacerlo. Así como aquel otro, que hace los zonzos, que no hay peor desentendido que el que no quiere entender. Dudó Critilo y aun lo preguntó si acaso estaban en la lonja de Venecia ó en el ayuntamiento de Córdoba ó en la plaza de Calatayud, que es más que todo. Donde dijo un forastero, hablando con un natural y confesándose vendido ó vencido: Señor mío, por eso dicen que sabe más el mayor necio de Calatayud, que el más cuerdo de mi patria. ¿No digo bien? No por cierto, le respondió. ¿Pues por qué no? Porque no hay ningún necio en Calatayud ni cuerdo en vuestra ciudad. Pero nada has visto, le dijo el camarada, si no das una vista por la satrapía. Y guióle á ella. Díjole al entrar: Aquí abrir el ojo y aun ciento y retirarlos bien. Toparon un vejazo y otro más. Aquí admiró las bravas tretas, las grandes sutilezas, jugando todos de arte mayor, que todos eran peliagudos y nariagudos, mañosos, sagaces y políticos. Pero, mientras anda aquí Critilo, ya comprado, ya vendido, bien será que demos una vuelta en seguimiento de Andrenio, que va perdido por el contrario paraje. Que casi todos los mortales andan por estremos y el saber vivir consiste en topar el medio. Hallábase en el país de los buenos hombres y ¡qué diferentes de aquellos otros! Parecían de otra especie. Gente toda pacífica, por quienes nunca se revolvió el mundo ni se alborotó la feria. Encontró de los primeros con Juan de Buen Alma, á medio saludar, que se le olvidaban las palabras; con todo eso contrajeron estrecha amistad. Allegóseles un otro, que también dijo llamarse Juan, que aquí los más lo eran y buenos, si allá Pedros revueltos. ¿Quién es aquel que pasa riéndose? Aquel es de quien dicen que de puro bueno se pierde y es un perdido. Aquel otro, el bueno bueno; y el que de puro bueno vale para nada, gente toda amigable. ¡Qué poca ceremonia gastan!, ponderó Andrenio, ¡aun cortesía no hacen! Es que no saben engañar. Con todo eso se llegó y les saludó: _bon compaño_. Que venía con tal sea mi vida y mi alma con la suya. No se oía un sí ni un no entre ellos. En nada se contradecían, aunque dijeran la mayor paradoja, ni porfiaban. Y era tal su paz y sosiego, que dudó Andrenio si eran hombres de carne y sangre. Bien dudas, le respondió el hombre de su palabra, á quien se holgó mucho de ver, como cosa rara, y no era francés, que los más dellos son de pasta y buenas pastas. Y en confirmación dello repara en aquél, todo bocadeado, Don Fulano de Mazapán, que cada uno le da un pellizco. Aquel otro es el canónigo Blandura, que todo lo hace bueno. Vieron uno todo comido de moscas. Aquél es la buena miel. ¡Qué buena gente toda ésta para superiores! Que ya así los buscan, cabezas de cera que las puedan volver y revolver donde quisieren y retorcerles las narices á un lado y á otro. Aquí toparon con Buenas Entrañas, que no pensaba mal de nadie ni tal creía. Aquél se pasa de bueno y está harto pasado. Mira á todos como él; pero, ¡qué bueno estuviera el mundo, si así fueran todos! Venía con el dejado y bien dejado de todos. ¡Qué hombre de tan linda corpulencia aquél! Es el celebrado Pachorra, que nada le quita el sueño ni por acontecimiento alguno le pierde, aunque sea el más trágico. Tanto que, despertándole una noche para darle aviso de un estraño suceso, que espantó el mundo: Quitaos de ahí, dijo á los criados, ¿y no estaba ahí mañana para decírmelo? ¿Pensabais que no había de llegar? Sobre todo no se hartaba Andrenio de ver su traje, nada á lo plático, sin pliegues, sin aforros y sin alforzas. Vió á Don Fulano de todos y para nadie y para nada acompañado de una gran camarada. Aquel de la mano derecha es el primero que llega y el de la izquierda, el último se le lleva. Al de más allá el que le pierde le gana y al otro, tanto le querría mío como ajeno. Allí viene el que no sabe negar cosa, el que no tiene cosa suya ni la acción ni la palabra. Aquel otro todo lo otorga, Don Fulano del sí, antípoda de monseñor _noli po fare_, gente toda bienquista y de vivir muchos años. De tal suerte que preguntó Andrenio si era aquella la región de los inmortales. ¿Por qué lo dices?, le preguntó uno. Porque ninguno veo, que se mate ni se consuma. Yo no sé de qué mueren éstos. No mueren, que ya lo están. Antes yo digo que eso es saber vivir, tener buena complixión, hombres sanos, gente de buenos hígados, de buen estómago y que, si otros hacen de las tripas corazón, éstos al revés hacen del corazón tripas y crían buena panza. Así era su trato llano sin revoltijas. Ninguno tenía caracol en la garganta. Hablaban sin artificio, llevaban el alma en la palma y aun en palmas. No había aquí engañadores ni cortesanos ni cordobeses. Y con pasar en Italia, no había ningún italiano; cuando mucho, alguno de Bérgamo. De los españoles algún castellano viejo. De los franceses algún albernio. Y muchos polacos. Fiábanse de todos sin distinción y así todos los engañaban. Que ya no se ha de decir engañabobos, sino buenos, que ésos son los más fáciles de engañar. ¡Qué lindo temple de tierra éste!, decía Andrenio, y mejor cielo. En otro tiempo habíais de haber venido, le dijo un viejo, hecho al buen tiempo, cuando todos se trataban de vos y todos decían vos como el Cid: entonces sí que estaba este país muy poblado. No, no se había descubierto aún el de la malicia ni se sabía hubiese tan mala tierra: siempre se creyó era inhabitable más que la tórrida zona. Dios se lo perdone á quien la halló. ¡Mirad qué India! No se topaba entonces un hombre doblado por maravilla y todo el mundo le conocía y le señalaban de una legua. Todos huían dél como de un tigre. Ahora todo está maleado, todo mudado, hasta los climas y, según van las cosas, dentro de pocos años será Alemania otra Italia y Valladolid otra Córdoba. Pero, aunque estaba allí Andrenio, no vendido, sino hallado en aquella mansión de la bondad y verdad, de la candidez y llaneza, con todo trató de dejarla, pareciéndole era sobrada simplicidad. Y fué cosa notable que ambos á la par, aunque tan distantes, parece que se orejearon, pues convinieron en dejar cada uno el estremo por donde había echado, el uno de la astucia, el otro de la sencillez. Y poniendo la mira en el medio, descubrieron la Corte del saber prudente y se encaminaron allá. Llegaron á encontrarse en un puesto, donde se volvían á unir ambas sendas y á emparejarse los estremos. Aquí pareció estarles esperando un raro personaje, de los portentosos, que se encuentran en la jornada de la vida. Porque, así como algunos suelen hacerse lenguas y otros ojos, éste se hacía sesos y todo él se veía hecho de sesos, de modo que tenía cien corduras, cien esperas, cien advertencias y otros tantos entendimientos. En suma, él era castellano en lo sustancial, aragonés en lo cuerdo, portugués en lo juicioso y todo español en ser hombre de mucha sustancia. Púsoselo á contemplar Andrenio, después de haberse confabulado con Critilo, y decía así: Señores, que tenga uno sesos en la cabeza está bien, que es allí el solio del alma; pero lengua de sesos ¿á qué propósito? Si, aun siendo de carne y muy sólida, desliza con riesgo de toda la persona, que sería menos inconveniente tropezar diez veces con los pies, antes que una con la lengua, que, si allí se maltrata el cuerpo con la caída, aquí se descompone toda el alma, ¿qué será de una masa tan fluida y deleznable? ¿Quién la podrá gobernar? ¡Oh, cómo te engañas!, le respondió el Sesudo, que así se llamaba; antes ahí conviene tener más seso, para andar con más tiento. Que no hay palabra más bienarticulada, que la que está en el buche. Narices de seso ¿quién tal inventó y para qué?, proseguía en su reparo Andrenio. Los ojos ya podrían, para no mirar á tontas y á locas; pero en las narices ¿de qué puede servir el seso? ¡Oh sí y mucho! ¿Pues para qué? Para impedir que no se les suba el humo á las narices y lo tizne todo y abrase un mundo. Hasta en los pies ha de haber seso y mucho y más en los malos pasos. Que por eso decía un atento: Aquí todo el seso ha de ir en el carcañal. Y si los que andan á caballo le llevasen en los pies, no perderían tan fácilmente los estribos; habría siquiera algún cuerdo entronizado. Así que todo el hombre para bien ir habría de ser de sesos. Seso en los oídos para no oir tantas mentiras ni escuchar tantas lisonjas, que vuelven locos á los tontos. Seso en las manos para no errar el manejo y atinar aquello en que se ponen. Hasta el corazón ha de ser de sesos para no dejarse tirar y aun arrastrar de sus afectos. Seso y más seso y mucho seso para ser hombre chapapado, sesudo y sustancial. ¡Qué pocos he topado yo de ese modo!, decía Critilo. Antes oí decir á uno, ponderó Andrenio, que no había sino una onza de seso en todo el mundo y que de ésa, la mitad tenía un cierto personaje, que no le nombro por no incurrir en odio, y la otra estaba repartida por los demás: ¡mirad qué le cabría á cada uno! Engañóse quien tal dijo. Nunca más seso ha habido en el mundo, pues no ha dado ya al traste con tanta priesa como le han dado. Ora, díme, instó Andrenio, ¿de dónde has sacado tú tanto seso, así te dure? ¿Dónde le hallaste? ¿Dónde? En las oficinas en que se forja y en las boticas donde se vende. ¿Qué dices? ¿Boticas hay de cordura? Nunca tal he topado con tanto como he discurrido. ¿Pues no te corres tú de saber dónde se vende el vestir y el comer y no dónde se compra el ser personas? Tiendas hay donde se feria el entendimiento y el juicio. Verdad sea que es menester tenerle para hallarle. ¿Y á qué precio se vende? Á aprecio. ¿De qué modo? Teniéndole. ¿Á buen ojo? No, sino á peso y medida. Pero vamos, que hoy os he de conducir á las mismas oficinas donde se forjan y se labran los buenos juicios, los valientes entendimientos, á las escuelas de ser personas. Y dínos, ¿en esas oficinas, que tú dices, refinan mucho seso cada día? No va sino por años y para sola una onza hay que hacer toda una vida. Fuélos introduciendo en una tan espaciosa cuan especiosa plaza, coronada de alternados edificios, unos muy majestuosos, que parecían alcázares reales; otros muy pobres, como casas de filósofos; hasta pabellones militares entre patios de escuelas. Quedaron admirados nuestros peregrinos de ver tal variedad de edificios y, después de bien registrados los de una y otra acera, le preguntaron dónde estaban las oficinas del juicio, las tiendas del entendimiento. Esas, que veis, son. Mirad á un lado y á otro. ¿Cómo es posible, si aquéllos son palacios, donde más presto suele perderse el juicio, que cobrarse, y aquellas otras militares tiendas más lo suelen ser de la temeridad, que de la cordura? Pues aquellos patios llenos de estudiantes, menos lo serán, que entre gente moza no se hallará la prudencia y en cascos verdes no cabe la madurez. Pues sabed que ésas son las oficinas donde se funden los buenos caudales. Ahí se forjan los grandes hombres. En esos talleres se desbastan de troncos y de estatuas y se labran los mayores sujetos. Mirad bien aquel primer palacio tan suntuoso y augusto. En él se fundieron los mayores hombres de aquel siglo, los prudentes senadores, los sabios consejeros, los famosos escritores. Y así como otros inculcan estatuas mudas entre columnas pesadas para adorno de las vistosas fachadas, aquí veréis gigantes vivos, varones eminentes. Así es, dijo Critilo, que aquel de la mano derecha parece el sentencioso Horacio y el de la izquierda es el más fecundo que facundo Ovidio, coronándole el superior Virgilio. Según eso, dijo Andrenio, ¿aquél es el palacio del más augusto de los Césares? No has de decir; se vió la oficina heroica de los mayores sujetos de su tiempo. Ese gran emperador les dió entendimiento con sus estimaciones y ellos á él inmortalidad con sus escritos. Volved la mira á aquel otro, no fabricado de mármoles sin alma, sino de vivas columnas, que sostienen reinos, escuela cortesana de los mayores entendimientos, y fueron muchos en aquella era. ¿Sería grande su dueño? Y aun magnánimo, pues el inmortal rey Don Alonso, por quien se dijo que Aragón era la turquesa de los reyes. Vieron otro de animadas piedras, hablando con lenguas de inscripciones. No se veían tablas rasas de mármol, como en otros alcázares; sino grabadas de sentencias y heroicos dichos. ¡Oh, gracias al cielo, dijo Critilo, que veo un palacio, que huele á personas! Fuélo mucho su gran dueño, digo el rey Don Juan el Segundo de Portugal, volviendo por el crédito de los Juanes. Pero no es menos de admirar aquél, que allá se ve alternado de espadas y de plumas del rey Francisco el primero de la Francia, estendiendo á la par ambas reales manos á los sabios y á los valerosos, que no á los farsantes y farfantes. Mas ¿no reparáis en aquel coronado de palmas y de laureles, que ocupa el supremo ápice del orbe y de los siglos? Aquél es el inmortal trono del gran pontífice León décimo, en cuyo seno anidaron las águilas ingeniosas, más seguramente que en el del fabuloso Júpiter; aunque fué ingeniosa invención para declarar cuán favorecidos deben ser de los príncipes los varones sabios, águilas en la vista y en el vuelo. Aquel otro es del prudentazo rey de las Españas Felipe el Segundo y escuela primera de la prudente política, donde se forjaron los grandes ministros, los insignes gobernadores, generales y virreyes. ¿Qué tienda militar es aquélla, que se hace lugar entre los palacios magníficos? ¿Á qué propósito se baraja lo militar con lo cortesano? ¡Oh, sí!, respondió el varón de sesos, porque has de saber que también los militares pabellones son oficinas de los hombres grandes, no menos valerosos que entendidos. Apréndese mucho en ellos. Dígalo el marqués de Grana y Carreto. Porque ahí se sabe, no tanto de capricho, cuanto de experiencia. Aquélla es la del Gran Capitán, á quien dió lugar entre los reyes el de Francia, diciendo: Bien puede comer con reyes el que vence reyes. Fué tan cortesano como valiente, de tan gran brazo como ingenio, plausible en dichos y en hechos. Aquella otra es del duque de Alba, escuela de la prudencia y experiencia, así como su casa en la paz era el paradero de los grandes hombres y por eso tan recomendada de Juan de Vega á su hijo, cuando le enviaba á la Corte. ¿Qué otro modelo de edificios sabios son aquéllos, no suntuosos, pero honorosos? Ésos, dijo, no son alojamientos de Marte, albergues sí de Minerva. Ésos son los colegios mayores de las más célebres universidades de la Europa. Aquellos cuatro son los de Salamanca, aquel otro el de Alcalá y el de más allá San Bernardino de Toledo, Santiago el de Huesca, Santa Bárbara en París, los Albornoces de Bolonia y Santa Cruz de Valladolid. Oficinas todas donde se labran los mayores hombres de cada siglo, las columnas que sustentan después los reinos, de quienes se pueblan los consejos reales y los parlamentos supremos. ¿Qué ruinas son aquellas tan lastimosas, cuyas descompuestas piedras parecen estar llorando su caída? Esas, que ahora lloran, en algún tiempo y siempre de oro, sudaban bálsamo oloroso y, lo que es más, distilaban sudor y tinta. Ésos fueron los palacios de los plausibles duques de Urbino y de Ferrara, asilos de Minerva, teatro de las buenas letras, centro de los superiores ingenios. ¿Qué es la causa, preguntó Critilo, que no se ven anidar ya como solían las águilas en tantos reales asilos? No es porque no las haya, sino que no hay un Augusto para cada Virgilio, un Mecenas para cada Horacio, un Nerva para cada Marcial y un Trajano para cada Plinio. Creedme que todo gran hombre gusta de los grandes hombres. Mayor reparo es el mío, dijo Andrenio, y es cuál sea la causa que los príncipes se pagan más y les pagan también á un excelente pintor, á un escultor insigne, y los honran y premian mucho más, que á un historiador eminente, que al más divino poeta, que al más excelente escritor. Pues vemos que los pinceles sólo retratan el exterior; pero las plumas el interior. Y va la ventaja de uno á otro, que del cuerpo al alma. Exprimen aquéllos, cuando mucho, el talle, el garbo, la gentileza y tal vez la fiereza; pero éstas, el entendimiento, el valor, la virtud, la capacidad y las inmortales hazañas. Aquéllos les pueden dar vida por algún tiempo, mientras duraren las tablas ó los lienzos, ya sean bronces; mas estas otras por todos los venideros siglos, que es inmortalizarlos. Aquéllos los dan á conocer, digo á ver á los pocos que llegan á mirar sus retratos; mas éstas á los muchos que leen sus escritos, yendo de provincia en provincia, de lengua en lengua y aun de siglo en siglo. ¡Oh Andrenio, Andrenio!, le respondió el Prudente, ¿no ves tú que las pinturas y las estatuas se ven con los ojos, se tocan con las manos, son obras materiales? No sé si me has entendido bastantemente. Vieron ya en las oficinas del tiempo y del ejemplo formar un grande hombre, copiándole más felizmente de siete héroes, que el retrato de Apeles de las siete mayores bellezas. ¿Quién es éste?, preguntó Andrenio. Y el Sesudo: Éste es un héroe moderno, éste es... Tate, le interrumpió Critilo, no le nombres. ¿Por qué no?, replicó Andrenio. Porque no importa. ¿Cómo no, habiendo nombrado hasta agora tanto insigne varón, tantos plausibles sujetos? De eso estoy arrepentido. ¿Pues por qué? Porque piensan ellos que el celebrarlos es deuda y así no hacen mérito del obsequio. Creen que procede de justicia, cuando no es sino muy de gracia. Por lo tanto anduvo discretamente donoso aquel autor, que en la segunda impresión de sus obras puso entre las erratas la dedicatoria primera. Al contrario en otra oficina atendieron cómo estaban forjando cien hombres de uno, cien reyes de un Don Fernando el Católico y aún le quedaba sustancia para otros tantos. Aquí era donde se fundían los grandes caudales y se formaban las grandes testas, los varones de chapa, los hombres sustanciales. Y notó Andrenio que lo más dificultoso de ajustar eran las narices. Hartas veces lo he reparado yo, decía Critilo, que suele acertar la naturaleza las demás facciones. Sacaba unos buenos ojos con ser de tanto artificio, una frente espaciosa y serena, una boca bien ajustada; pero en llegando á la nariz se pierde y de ordinario la yerra. Es la facción de la prudencia ésa, ponderó el Cuerdo, tablilla del mesón del alma, señuelo de la sagacidad y providencia. Resonó en esto un vulgar estruendo de trompetas y atabales. ¿Qué es esto?, corrían de unas y otras partes preguntando. Pregón, pregón, respondían otros. ¿Qué cosa? Un bando, que manda echar el coronado Saber por todo su imperio de aciertos. ¿Y á quién destierran? ¿Acaso al Arrepentimiento, que no tiene cabida donde hay cordura, ó á tu grande enemiga la propria Satisfación? ¿Publícase la guerra contra la envidiosa Fortuna? Nada de eso es, les respondieron, sino una crítica reforma de los comunes refranes. ¿Cómo puede ser eso, replicó Andrenio, si están hoy tan recibidos, que los llaman Evangelios pequeños? Recibidos ó no, llegaos y oid lo que el pregonero vocea. Atendieron curiosos y, después de haber prohibido algunos, oyeron que proseguía así: Item más mandamos que ningún cuerdo en adelante diga que _quien tiene enemigos no duerma_; antes lo contrario, que se recoja temprano á su casa, se acueste luego y duerma, que se levante tarde y no salga de su casa hasta el sol salido. Item que nunca más se diga, que _quien no sabe de abuelo no sabe de bueno_; antes bien que no sabe de malo, pues no sabe que fué un mecánico sombrerero, un carnicero, un tundidor y otras cosas peores. Que ninguno sea osado decir que _los casamientos y las riñas de prisa_, por cuanto no hay cosa que se haya de tomar más de espacio que el irse á matar y casar y se tiene por constante que los más de los casados, si hoy hubieran de volver, lo pensaran mucho. Y como decía aquél: _Dejádmelo pensar cien años_. También se prohibe el decir que _más sabe el necio en su casa, que el sabio en la ajena_, pues el sabio dondequiera sabe y el necio dondequiera ignora. Sobre todo que ninguno de hoy más se atreva á decir _no me den consejos, sino dineros_, que el buen consejo es dineros y vale un tesoro y al que no tiene buen consejo no le bastará una India ni aun dos. Entiendan todos que aquel otro refrán, que dice _aquello se hace presto, que se hace bien_, proprio de los españoles, es más en favor de mozos perezosos, que de amos bien servidos, y así se ordena á petición de los franceses y aun de italianos que se vuelva del revés y diga en favor de los amos puntuales: _aquello se hace bien, que se hace presto_. Que por ningún acontecimiento se diga, que _la voz del pueblo es la de Dios_; sino de la ignorancia y de ordinario por la boca del vulgo suelen hablar todos los diablos. Item se suspende en esta era aquel otro _honra y provecho no caben en un saco_, viendo que hoy el que no tiene no es tenido. Como una gran blasfemia se veda el decir _ventura te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta_, por cuanto de sabiduría nunca hay bastante ¿y qué mayor ventura que el saber y ser persona? Así como unos se prohiben del todo, otros se enmiendan en parte. Por lo cual no se diga que _al buen callar llaman Sancho_, sino Santo y en las mujeres milagroso, si ya no es que por Sancho se entienda lo callado del conejo. ¿Quién tal pudo decir _asno de muchos, lobos se lo comen_?; antes él se los come á ellos y come como un lobo y come el pan de todos, diciendo: Yo me albardaré y el pan de todos me comeré; que ya el ser muy hombre embaraza y el saber bobear es ciencia de ciencias. Fué muy mal dicho _el mozo y el gallo un año_, porque, si es malo, ni un día, y si bueno, toda la vida. Item se condenan á descaramiento algunos otros, como decir _preso por mil, preso por mil y quinientas_; _al mayor amigo, el mayor tiro_. Y aquello de _ándeme yo caliente y ríase la gente_ es una muy desvergonzada frialdad; sólo se les permita á las mujeres, que andan escotadas el decir _ándeme yo fría y mas que todo el mundo se ría_. Otros se mandan moderar, como aquel _bien haya quien á los suyos parece_, que no se ha de estender á los hijos y nietos de alguaciles, escribanos, alcabaleros, farsantes, venteros y _otra simili canalla_. Otros se interpretan como aquel _dondequiera que vayas, de los tuyos hayas_; antes se ha de huir de los suyos el que quisiere vivir con quietud, paz y contento, y de sus paisanos el que pretendiere honra y estimación. Item se destierra por ocioso el _cobra buena fama y échate á dormir_, pues ya, aun antes de cobrarla, se echan á dormir todos. Modérese aquel que dice _en los nidos de antaño no hay pájaros ogaño_. Pluguiera á Dios que el amancebado y el adúltero no se estuvieran en el lecho como el chinche ni los tahures en el garito quemados, que estuvieran los nidos encubridores y las redes de las arañas de las escribanías, atentas á coger la mosca del malaconsejado pleiteante. Aquello de _Dios me dé contienda con quien me entienda_ sin duda que fué dicho de algún sencillo; los políticos no dicen así, sino con quien no me entienda ni atine con mis intentos ni descubra de una legua mis trazas. _El dormir sobre ello_ es una necedad muy perezosa; no diga sino velar. Item se prohibe como pestilente dicho _mal de muchos, consuelo de todos_; no decía en el original, sino de tontos y ellos le han adulterado. Á instancia de Séneca y otros filósofos morales sea tenido por un solemne disparate decir _haz bien y no mires á quién_; antes se ha de mirar mucho á quien, no sea el ingrato, al que se te alce con la baraja, al que te saque después los ojos con el mismo beneficio, al ruin que se ensanche, al villano que te tome la mano, á la hormiga que cobre alas, al pequeño que se suba á mayores, á la serpiente que reciba calor en tu seno y después te emponzoñe. No se diga que _lo que arrastra, honra_; sino al contrario, que lo que honra arrastra y trae á muchos más arrastrados que sillas. Item, á petición de los hortelanos, _no se dirá mal de tu perro_; pero sí de tu asno, que se come las berzas y las deja comer. Enmiéndese aquel otro _con tu mayor no partas peras_; no diga sino piedras, que lo demás es decir que se alce con todo. Tampoco sirve decir _quien todo lo quiere_, _todo lo pierde_, por cuanto es preciso tirar á todo y aun á más, para salir con algo. Dirá, pues, como quien yo sé: señor, si todo lo puedo, todo lo quiero. También es falso aquel de _bien canta Marta después de harta_; antes ni bien ni mal, que, en viéndose hartos, ni canta Marta ni pelea Marte, sino que se echan á poltrones. _Cada loco con su tema_ es poco; diga con dos y de aquí á un año con ciento. _Lo que se usa, no se escusa_: necedad. Eso es lo que se debe escusar, que ya no se usa lo bueno ni la virtud ni la verdad ni la vergüenza ni cosa, que comience deste modo. _Díselo tú una vez, que el diablo se lo dirá diez_: dicho de otro tal. Si malo, ¿para qué se lo ha de decir? Si bueno, nunca se lo dirá el diablo. Engañóse quien dijo que _el paciente es el postrero_; antes quieren ya ser los primeros en todo y ir delante. Por necedad se prohibe el decir _más valen amigos en plaza que dineros en arca_: lo uno porque ¿dónde se hallaran verdaderos y fieles?; lo otro porque á quien tiene dineros en arca nunca le faltan amigotes en todas partes. Aquel otro _ni para buenos ganar ni para malos dejar_ sin duda salió de algún gran perdigón, pues antes á los buenos se les ha de dejar y á los malos ganar, para que sean buenos. _No hay mal que no venga por bien_: una por una el mal va delante y abrir puerta á un mal es abrirla á ciento, porque el mal va donde más hay. Item se enmiende aquel _donde fueres, harás como vieres_; no diga sino como debes. Extínguese de todo punto aquel que dice _mal le va á la casa_, _donde no hay corona rasa_; antes muy bien y muy mal donde la hay, porque la hacienda de la Iglesia pierde toda la otra y arrasa la mejor casa. _Por mucho madrugar no amanece más presto_ es dicho de dormilones; entiendan que el trabajar es hacer día y el que madruga goza de día y medio; pero el que tarde se levanta todo el día trota. _Si uno no quiere, dos no barajan_: éste no tiene lugar en Valencia, porque allí, aunque uno no quiera empeñarse, le obligan y ha de porfiar, aunque reviente de cuerdo. No se diga ya que _el dar va con el tomar_, porque no se sigue bien. Podríase proponer por enigma y preguntar: ¿cuál fué el primero el dar ó el tomar? _Quien no sabe pedir, no sabe vivir_: ¡qué engaño!; antes el pedir es morir para los hombres de bien: no diga sino quien no sabe sufrir. Peor es aquel _quien tiene argén, tiene todo bien_; no sino todo mal, como decir _voluntad es vida_; no es sino muerte. Item se prohibe por cosa ridícula el decir _riña de por San Juan, paz para todo el año_: ¿qué más tiene la de por San Juan, que la de por San Antón? ¿Y quien tiene mal San Juan, qué buena pascua espera? _Duro es Pedro para cabrero_; peor fuera blando. _Quien se muda, Dios le ayuda_: entiéndese, cuando iba de mal en peor; que el mudar de cartas es treta de buenos jugadores, cuando dice mal el juego. _El sufrido es bien servido_; no, sino muy mal y cuanto más, peor. _¿Quieres ser papa? póntelo en la testa_: muchos se lo ponen, que no salen de sacristanes; más valdría en las manos, con obras y méritos. _Quien tiene lengua, á Roma va_: entiéndese por penitencia de los pecados del hablar. Por ningún caso se diga _darse un buen verde_; no, sino muy malo y muy negro, que al cabo deja en blanco y el rostro avergonzado y la tez amarilla y los labios cárdenos, vengándose dél todos los demás colores. Tampoco es verdadero decir _quien malas mañas ha_, _tarde ó nunca las pierde_; no, sino muy presto: porque ellas acaban con él y con la vida y con la hacienda y con la honra, cuando él no con ellas. Engañóse también el que dijo _casarás y amansarás_; antes al contrario es menester que ellas amansen, para poderse casar, y se tiene observado que ellos se vuelven más bravos, pues preguntando, ¿_por qué no riñe su amo_?, responde: _porque no es casado_. Mándale leer al trocado aquel que dice _que los locos dicen las verdades_, esto es que los que las dicen son tenidos por locos y aun de ese achaque se han deslumbrado varias veces algunas verdades bien importantes, que pudieran desengañar á muchos. Al que dijo _en Toledo no te cases, compañero_, pudiérasele preguntar ¿pues dónde, que no suceda lo mismo? Léase en _Toledo_ sincopado, con que dirá en _todo_ el mundo. _El mozo vergonzoso, el diablo le metió en palacio_: ya no se ve el tal, sino su contrario, embusteros y aduladores. _Al médico y al letrado no le quieras engañado_; antes sí, que de ordinario discurren al revés y de ese modo acertarán. _No se toman truchas á bragas enjutas_; digo que sí, que los buenos pescadores las toman presentadas. _No hay peor sordo, que el que no quiere oir_: otro hay peor, aquel que _por una oreja le entra y por la otra se le va_. _Allá van leyes, donde quieren los reyes_; no digo sino los malos ministros. _Á mal paso, pasar postrero_; por ningún caso, ni primero ni postrero, sino rodear. _Cuando la barba de tu vecino veas pelar, echa la tuya en remojo_: ¿de qué servirá, sino de que se la pelen más fácilmente y aun se la repelen? _Más da el duro, que el desnudo_: una por una ya dió éste hasta la capa, el otro aún se está por ver; y él repite _para tener dineros, tenerlos_. Item se ordena que no se diga que _los criados son enemigos no escusados_; sino muy escusados y que para cada falta tienen cien escusas. Los hijos, sí, se llamen de esa suerte ó enemigos dulces, que cuando chiquitos hacen reir y cuando grandes llorar. _Grande pie y grande oreja, señal de grande bestia_: mas no, sino un piedecito de un chisgarabís sin asiento ni fundamento; y una grande oreja es alhaja de un príncipe, para oirlo todo. Item, ninguno se persuada que _son buenas mangas después de pascua_ y cuanto más anchas, peores, si es por pascua florida. Tampoco vale decir _quien calla otorga_; antes es un político atajo del negar y, cuando uno otorga en su favor, no se contenta con un sí, sino que echa media docena. Aquello de _á uso de Aragón, á buen servicio mal galardón_, los aragoneses lo entienden por pasiva. _Á falta de buenos, han hecho á mi marido jurado_: engáñase, que antes por ser ruin notoriamente, que ya se buscan los peores. _Quien quisiere mula sin tacha, estése sin ella_: bobería; más fácil es quitársela. _El que da presto, da dos veces_ no está bien entendido; no sólo dos, pero tres y cuatro. Porque en dando, luego le vuelven á pedir y él á dar, con que, mientras el duro da una vez, el liberal da cuatro. Desta suerte fué prosiguiendo el pregonero en prohibir otros muchos, que nuestros peregrinos, cansados de tal prolijidad, remitieron al examen de los entendidos y también porque les dió priesa el Sesudo, para que llegasen á la oficina mayor, donde se refinaba el seso y se afinaba la sindéresis. El cómo y dónde, quedarse ha para la otra Crisi. CRISI VII _La hija sin padre en los desvanes del mundo._ Opinaron algunos sabios que con ser el hombre la obra más artificiosa y acabada, le faltaban aún muchas cosas para su total perfección. Echóle uno menos la ventanilla en el pecho, otro un ojo en cada mano, éste un candado en la boca y aquél una amarra en la voluntad; mas yo diría faltarle una chiminea en la coronilla de la cabeza y algunos dos, por donde se pudiesen exhalar los muchos humos, que continuamente están evaporando del cerebro. Y esto mucho más en la vejez. Que si bien la considera, no hay edad, que no tenga su tope, y alguna dos y la vejez ciento. Es la niñez ignorante, la mocedad desatenta, la edad varonil trabajada y la senectud jactanciosa. Siempre está humeando presunciones, evaporando jactancias, cebando estimaciones y solicitando aplausos. Como no hallan por dónde exhalarse estos desapacibles humos, sino por la boca, ocasionan notable enfado á los que les oyen y mucha risa, si son cuerdos. ¿Quién creyera que Andrenio y mucho menos Critilo, recién caldeados en las oficinas de la cordura, frescamente salidos de darse un baño moral de prudencia y atención, habían de errar jamás las sendas de la virtud, las veredas de la entereza? Pero así como dentro de la más fina grana se engendra la polilla, que la come, y en las entrañas del cedro el gusano, que le carcome, así de la misma sabiduría nace la hinchazón, que la desluce, y en lo más profundo de la prudencia la presunción, que la desdora. Iban, pues, ambos peregrinos en compañía del varón de sesos, encaminándose á Roma y acercándose á su deseada Felisinda. No acababan de celebrar los prodigios de cordura, que habían hallado en ellos palacios del coronado saber, aquellos grandes hombres, forjados todos de sesos y aquellos otros de quienes se pudiera sacar zumo para otros diez y sustancia para otros veinte; los verdaderos gigantes del valor y del saber, los fundadores de las monarquías, no confundidores, los de cien orejas para las noticias y de cien manos para las ejecuciones; aquel estraño modo de cocer los sujetos grandes en cincuenta y sesenta otoños de ciencia y experiencia. Aquí vieron formar un gran rey y cómo le daban los brazos del emperador Carlos Quinto, la testa de Felipe Segundo y el corazón de Felipe Tercero y el celo de la religión católica del rey don Felipe Cuarto. Íbales dando las últimas liciones de cordura. Advertid, les decía, que por una de cuatro cosas llega un hombre á saber mucho, ó por haber vivido muchos años ó por haber caminado muchas tierras ó por haber leído muchos y buenos libros, que es más fácil, ó por haber conversado con amigos sabios y discretos, que es más gustoso. Por último primor de la cordura les encargó la española espera y la sagacidad italiana. Sobre todo, que atendiesen mucho á no errar las principales y mayores acciones de la vida, que son como las llaves del ser y del valer. Porque mirad, les decía, que un hombre pierda un diente ó una uña, y aunque sea un dedo, poco importa, fácilmente se suple ó se disimula; pero aquello de perder un brazo, tener un ojo menos, mancarse de una pierna, ésa sí que es gran tacha. Adviértese mucho, que afea toda la persona. Pues así digo que un hombre yerre una acción pequeña, no hace mucho al caso, fácilmente se disimula; pero aquello de errar las mayores acciones de la vida, las principales ejecuciones, en que va todo el ser, las partes sustanciales, eso sí que monta mucho, que es un cojear la honra, afear la fama y un deformar toda la vida. Esto iban repasando, cuando vieron que en medio del camino real estaban batallando dos bravos guerreros y, no sólo contendiendo de palabra, sino muy de obra, haciéndose el uno al otro valientes tiros á toda oposición. Aquí el sesudo guión hizo alto y, por evitar el empeño, les pidió licencia de retirarse á sagrado y volverse á su centro, que dijo ser el retrete de la prudencia; mas ellos, asiendo dél fuertemente, le suplicaron no los dejase y menos en aquella ocasión, antes bien que apresurasen todos tres el paso hacia los dos combatientes, para despartirlos y detenerlos. No hagáis tal, les dijo, que el que desparte suele siempre llevar la peor parte. Porfiaron ambos, encaminándose á la pendencia y llevándole á él asido en medio. Cuando llegaron cerca y creyeron hallarlos muy malparados y aun heridos de muerte de sus mismos hierros, advirtieron que no les salía gota de sangre ni les faltaba el menor pelo de la cabeza. Sin duda que estos guerreros, dijo Andrenio, están encantados y que son otros horrilos, que no pueden morir, sino es que les corten un cierto cabello de la cabeza, que suele ser el de la ocasión, ó les atraviesen la planta del pie, como fundamento de la vida, según lo discurre el ingenioso Ariosto, no bien entendido hasta hoy: perdónenme sus italianos ingenios. Ni es eso ni esotro, respondió el Sesudo; ya yo atino lo que es. Sabed que este primero es uno de aquellos, que llaman insensibles, de los que nada les hace mella, nada les empece, ni los mayores reveses de la fortuna ni los tajos de la propia naturaleza ni los mandobles de la ajena malignidad. Aunque todo el mundo se conjure contra ellos, no los sacará de su paso. No por eso dejan de comer ni pierden el sueño y dicen que es indolencia y aun magnanimidad. ¿Y este otro, preguntó Andrenio, de tan gentil corpulencia, tan grueso y tan hinchado? Ése es, le respondió, de otro género de hombres, que llaman fantásticos y entumecidos, que tienen el cuerpo aéreo. No es aquella verdadera y sólida gordura; sino una hinchazón fofa. Y se conoce en que, si los hieren, no les sacan sangre, sino viento, haciendo más caso de la reputación que pierden, que de la herida que reciben. Pero lo más digno de reparo fué que á todo esto, no sólo no cesaron de su necia porfía, cuando llegaron á ellos los tres pasajeros; antes renovaron con mayor empeño la pendencia. Arremetieron á la par ambos peregrinos á detenerlos, dejando libre al Varón de sesos, que como tal, en viendo la suya, dejó la ajena y se metió en salvo, dejándolos á ellos en el empeño. Que siempre falta el seso á lo mejor y la cordura, cuando más fué menester. Con harta dificultad pudieron sosegarlos, preguntándoles la ocasión de su debate, á que respondieron ser por ellos. Causóles mayor reparo y aun cuidado. ¿Cómo por nosotros, si no nos conocéis ni os conocemos? Ahí veréis lo poco que han menester para empeñarse dos necios. Peleamos por cuál os ha de ganar y conduciros á su región muy opuesta. Si por eso es, tratad de deponer los aceros y de informarnos de quiénes sois y adónde pretendéis llevarnos, dejándolo á nuestra elección. Yo, dijo el primero, queriéndolo ser en todo, soy el que guío los mortales pasajeros á ser inmortales, á lo más alto del mundo, á la región de la estimación, á la esfera del lucimiento. Gran cosa, dijo Critilo: á esa parte me atengo. Y tú ¿qué intentas?, le preguntó al otro Andrenio. Yo soy, respondió, el que en este paraje de la vida conduzgo los fatigados viandantes al deseado sosiego, á la quietud y al descanso. Hízole grande armonía á Andrenio esto del descansar, aquello de tender la pierna y dedicarse á la venerable poltronería y declaróse luego de su banda. Creció con esto la contienda, pasando de los dos guerreros á los dos peregrinos, y trabóse más porfiadamente entre los cuatro. Yo, decía Andrenio, al dulce ocio me consagro. Ya es tiempo de descansar. Trabajen los mozos, que ahora vienen al mundo, suden como nosotros hemos sudado, anhelen y revienten por conseguir los bienes de la industria y la fortuna; que á un viejo permítasele entregarse ya al dulce ocio y al descanso, atendiendo á su regalo, cuando no hace poco en vivir. ¿Quién tal dice?, replicó Critilo. Cuanto más anciano uno, es más hombre, y cuanto más hombre, debe anhelar más á la honra y á la fama. No se ha de alimentar de la tierra, sino del cielo. No vive ya la vida material y sensual de los mozos ó los brutos, sino la espiritual y más superior de los viejos y los celestes espíritus. Goce de los frutos de la gloria, conseguidos con los afanes de tanta pena, corónese el trabajo de las demás edades con las honras de la senectud. Todo el precioso día gastaron en su necia altercación, asistiéndoles á cada uno su padrino, á Critilo el Vano, y á Andrenio el Poltrón, sin poderse ajustar; antes estuvieron al canto de dividirse, echando por su opinión cada uno. Mas Andrenio, porque no se dijese que siempre tomaba la contraria y quería salir con la suya, se dobló esta vez, diciendo que se rendía más al gusto de Critilo, que al acierto. Comenzóles á guiar el Fantástico y á seguirles el Ocioso, en fe de que les conduciría después á su paraje, no contentándoles el que emprendían, como lo tenía por cierto. Á pocos pasos descubrieron un empinado monte, con toda propiedad soberbio, y comenzó á celebrarse el Desvanecido, dándose todos los epítetos de grandeza. Mirad, decía, ¡qué excelencia, qué eminencia, qué alteza! ¿Y dónde te dejas lo serenísimo?, replicó el Ocioso. Coronaba su frente un extravagante edificio, pues todo él se componía de chimeneas, no ya siete solas, sino setecientas, y por todas no paraba de salir espeso humo, que en altivos penachos se esparcía al aire, y todos se los llevaba el viento. ¡Qué perennes voladores aquéllos!, ponderaba Critilo. ¡Y qué enfadosa estancia!, decía Andrenio. ¿Quién puede vivir en ella? De mí digo, que ni un cuarto de hora. ¡Qué bien lo entiendes!, respondió el Jactancioso; antes aquella es la vivienda propia de los muy personas, de los estimados y aplaudidos. Había chimeneas de todos modos, unas á la francesa, muy disimuladas y angostas; otras á la española, muy campanudas y huecas, para que aun en esto se muestre la natural antipatía de estas dos naciones, opuestas en todo, en el vestir, en el comer, en el andar y hablar, en los genios é ingenios. ¿Veis allí, les decía el Vano, el alcázar más ilustre del orbe? ¿De qué suerte?, replicó Andrenio. Y el Ocioso: Mejor dijeras el más tiznado, el más curado con tanta humareda. ¿Pues hay hoy en el mundo cosa que más valga ni más se busque que el humo? ¿Qué dices? ¿Y para qué puede valer, sino para tiznar el rostro, hacer llorar los ojos y echar á un cuerdo de su casa y aun del mundo? ¿Quién tal discurre? No sólo no huyen dél las personas; sino que se andan tras él. Hombre hay, que por un poco de humo dará todo el oro de Génova, que no ya de Tíbar. Yo le ví dar á uno más de diez mil libras de plata por una onza de humo. Dicen que es hoy el mayor tesoro de algunos príncipes y que les vale una India, pues con él pagan los mayores servicios y con él contentan los más ambiciosos pretendientes. ¿Cómo es eso, que con humo les pagan? ¿Cómo es posible? Sí, porque ellos se pagan de él. ¿Nunca has oído decir que con el humo de España se luce Roma? ¿Sabes tú qué cosa es tener un caballero humos de título y su mujer de condesa y de marquesa y que les llamen señoría? ¿Humos de mariscal, de par de Francia, de grande de España, de palatino de Alemania, de baiboda de Polonia? ¿Piensas tú que se estiman en poco estas penacheras, tremolando al aire de su vanidad? Con este humo de la honrilla se alienta el soldado, se alimenta el letrado y todos se van tras él. ¿Qué piensas tú que fueron y son todas las insignias, que han inventado, ya el premio, ya la ambición, para distinguirse de los demás, las coronas romanas cívicas ó murales de encina ó grama, las cidaris persianas, los turbantes africanos, los hábitos españoles, las jarreteras inglesas y las bandas blancas? Un poco de humo, ya colorado, ya verde y de todas maneras y en todas partes plausible. Íbanse encaramando por aquellas alturas y subidas con buen aire y mucho aliento, cuando se sintió un extraordinario ruido dentro en el humoso palacio. ¿Y esto más?, ponderó Andrenio. ¿Sobre humo ruido? Parece cosa de herrería de modo, que ya tenemos dos de aquellas tres cosas, que basta cada una á echar un cuerdo de sus casillas. También eso, acudió el Vano, es de las cosas más acreditadas y pretendidas en el mundo. ¿El ruido estimado?, replicó Andrenio. Sí, porque aquí toda es gente ruidosa, todos se pican de hacer ruido en el mundo y que se hable de ellos. Para esto se hacen de sentir y hablan alto, hombres plausibles, hembras famosas, sujetos célebres. Que, si no es de ese modo, no se hace caso de un hombre en el mundo. Que, en no llevando el caballo campanillas ni cascabeles, nadie se vuelve á mirarle, el mismo toro le desprecia. Aunque sea el hombre de más importancia, si no es campanudo, no vale dos chochos. Por docto, por valiente que sea, en no haciendo ruido, no es conocido ni tiene aplauso ni vale nada. Reforzábase por puntos la vocería, que pareció hundirse el teatro de Babilonia. ¿Qué será esto?, preguntó Critilo. Aquí alguna grande novedad hay. Es que vitorean algún gran sujeto, dijo el Fantástico. ¿Y quién será el tal? Acaso algún insigne catedrático, algún vitorioso caudillo, decía Andrenio. No tanto como eso, respondió con mucha risa el Ocioso; en menos se emplean ya los vítores de estos tiempos. No será, sino que habrá dicho alguna chancilla de las que se usan algún farsante ó habrá recitado de buen aire su papel y ésa es la celebridad. ¡Hay tal fruslería!, exclamaron. De modo ¿que éstos son los vítores de agora? Basta, que se celebra hoy más una chanza, que una hazaña. Todos cuantos vienen de unas partes y otras no traen otro, que referirnos, sino el cuentecillo, el chiste, la chancilla, y con eso pasan y se deslumbran los males. Más sonada es una tramoya, que una estratagema. Solemnizábanse en otro tiempo las graves sentencias, los heroicos dichos de los príncipes y señores; pero ahora la frialdad del truhán y el chiste de la cortesana. Comenzó á resonar por todas aquellas raridades del aire un bélico clarín, alborozando los espíritus y realzando los ánimos. ¿Qué es esto?, preguntó Andrenio. ¿Á qué toca este noble instrumento, alma del aire, aliento de la fama? ¿Despierta acaso á dar alguna insigne batalla ó á celebrar el triunfo de alguna conseguida vitoria? Que no será eso, respondió el Ocioso; ya yo adivino lo que es, por la experiencia que tengo. Habrá pedido de beber algún cabo, algún señorazo de los muchos, que aquí yacen. ¿Qué dices, hombre?, se impacientó Critilo. Dí que ha ejecutado alguna inmortal hazaña, dí que ha triunfado gloriosamente, que toca á beber la sangre de los enemigos; y no digas que brinda el otro en el banquete, que es afrenta vil emplear en acciones tan civiles las sublimes trompas del aplauso, reservadas á la heroica fama. Estaban ya para entrar, cuando se divirtió Andrenio en mirar la ostentosa pompa del arrogante edificio. ¿Qué miras?, dijo el Fantástico. Miraba, respondió él, y aun reparaba que para ser ésta una casa tan majestuosa y un tanto monta de todas las ilustres casas, con tantas y tan soberbias torres, que dejan muy abajo á las de la imperial Zaragoza y ocupan esas regiones del aire, parece que tiene poco fundamento y ése flaco y falso. Rióse aquí mucho el Ocioso, que siempre iba picándoles á la retaguardia. Volvióse Andrenio y en amigable confianza le preguntó si sabía de quién era aquel alcázar y quién le habitaba. Sí, dijo, y más de lo que quisiera. Pues dínos, así te vea yo siempre lleno de dejadme estar, ¿quién es el que le embaraza, si no le llena? Éstos, dijo, son los célebres desvanes de aquella tan nombrada reina, la hija sin padres. Causóles mayor admiración. Hija y sin padres ¿cómo puede ser? Contradicción envuelve. Si es hija, padre ha de tener y madre también, que no viene del aire. Antes sí y dígoos que no tiene ni uno ni otra. ¿Pues de quién es hija? ¿De quién? De la nada y ella lo piensa ser todo y que todo es poco para ella y que todo se le debe. ¡Hay tal hembra en el mundo! ¡Y que no la conozcamos nosotros! No os admiréis de eso, que os aseguro que ella misma no se conoce y los que más la tratan menos la entienden y viven desconocidos de sí mismos y quieren que todos los conozcan. Y si no, preguntadle de qué se desvanece el otro, no ya el que se levantó del polvo de la tierra, el nacido entre las malvas; sino el más estirado, el que dice se crió en limpios pañales. Á todos cuantos hay, que todos son hijos del barro y nietos de la nada, hermanos de los gusanos, casados con la pudrición. Que, si hoy son flores, mañana estiércol, ayer maravillas y hoy sombras, que aquí parecen y allí desaparecen. Según eso, dijo Andrenio, ¿esta vana reina es ó quiere ser la hinchadísima Soberbia? Puntualmente, ella misma. La que, siendo hija de la nada, presume ser algo y mucho y todo. ¿No reparáis qué huecos, qué entumecidos entran todos cuantos vienen, sin tener de qué ni saberse por qué? Antes bien, teniendo muchas causas de confundirse. Que, si ellos oyesen lo que los otros dicen, se hundirían siete estados bajo tierra. Que, como yo suelo ponderar, las más veces entra el viento de la presunción por los resquicios por donde había de salir. Que hacen muchos vanidad de lo que debieran humillación. Mas id ya reprimiendo la risa, que hallaréis bien donde emplearla. Entraron y volviendo la mira á todas partes, no hallaban dónde parar. No se veían en toda aquella gran concavidad ni columnas firmes, que la sustentasen, ni salones reales ni cuadras doradas, que la enriqueciesen, como se ven en otros palacios; sino desvanes y más desvanes, huequedades sin sustancia, bóvedas con mucha necedad. Todo estaba vacío de importancia y relleno de impertinencia. Encaminólos el Desvanecido al primer desván tan espacioso y estendido como hueco y al punto los emprendió un cierto personaje, diciéndoles: Señores míos, cosa sabida es que el señor conde Claros, mi tartarabuelo paterno, casó... Aguardad, señor, le dijo Critilo: mirad no fuese el conde Oscuros, cuando no hay cosa más escura que los principios de las prosapias. Á Alciato con eso en su Emblema de Proteo, donde pondera cuán oscuros son los cimientos de las casas. Por línea recta, decía otro, probaré yo descender del señor infante don Pelayo. Eso creeré yo, dijo Andrenio: que los más linajudos suelen venir de Pelayo en lo pelón, de Laín en lo calvo y de Rasura en lo raído. Estuvo precioso otro, que hacía vanidad de que en seiscientos años no había faltado varón en su casa, por no decir macho. Riólo mucho Andrenio y díjole: Señor mío, eso cualquier pícaro lo tiene. Y si no, veamos los esportilleros ¿descienden acaso de hombres ó de duendes? Desde Adán acá venimos todos de varón en varón, que no de trasgo en trasgo. Yo, decía una muy desvanecida, en verdad que vengo, y sépalo todo el mundo, de mi señora la infanta doña Toda. Poco le aprovecha eso, señora doña Calabaza, si vuestra señoría es doña Nada. Blasonaban muchos su casa de solar y ninguno contradecía. Hombre hubo de tan estraño capricho, que enfilaba su ascendencia de Hércules Pinario; que eso de el Cid y de Bernardo es de ayer. Y le averiguaron, curiosos de enfadados, que no descendía sino de Caco y de su mujer doña Etcétera. Que no son hidalguillos los míos, decía otra impertinentísima; sino un muy de los gordos. Y respondiéronla: Y aun de los hinchados. ¿Qué bravo desván éste?, ponderaba Critilo. ¿No sabríamos cómo le nombran? Respondiéronle que aquélla era la sala del aire. Y lo creo, que no corre otro en el mundo. De la mejor cepa del reino, decía uno. Según eso, no será de blanco ni tinto; sino moscatel. Toparon un grande personaje, que estaba sacando un grande árbol de su genealogía, que eso de cepas es niñería. Iba injiriendo ramas de acá y de acullá y, después de haberse enramado mucho, paró todo en hojarascas, sin género de fruto. Desengáñense, dijo el Jactancioso, que no hay más casa en el mundo que la de Enríquez. Buena es ésa, respondió el Ocioso; pero aténgome á la de Manrique. Sí, es más rica. Lo que solemnizaron mucho fué ver fijar á muchos grandes escudos de armas á las puertas de sus casas, cuando no había un real dentro. Por eso decía aquél que no hay otra sangre que la real y mis armas son reales. En esto de los escudos de armas había donosas quimeras. Porque unos los llenaban de árboles y pudieran de troncos, otros de fieras y pudieran de bestias, de torres de viento muchos y todo era Babilonia. Valía allí un tesoro un cuarto de hierro, porque decían ser vizcaíno, á pesar de el Búho gallego, frío, infausto y de mal pico. ¿No notáis, decía el Poltrón, las colas, que añaden todos á sus apellidos: González de tal, Rodríguez de cual, Pérez de allá y Fernández de acullá? ¿Es posible que ninguno quiere ser de acá? Procuraban todos injerirse en buenos troncos y de buen tamaño, unos á púa, otros á escudete. Jactábanse algunos descender de las casas de los ricos hombres y era verdad, porque ascendieron primero por los balcones y ventanas. No se vuelve colorada mi sangre, decía un gentilhombre. Y respondióle otro: Pues de verdad que ni de carne de doncella. No hay cuarto como el real, concluyó Andrenio, y más, si fuere de á ocho. ¡Qué cansado salgo, decía Critilo, del primer desván! Pues advierte que aún nos quedan muchos y más enfadosos. Dirálo éste. Era muy ostentoso, porque había en él sitiales, doseles, tronos y troneras. Aquí habéis de entrar, les dijo el Jactancioso, y ya ceremonioso, haciendo cortesías y zalemas: á tantos pasos una inclinación y á tantos otra, de modo, que á cada paso su ceremonia y á cada razón su lisonja. Como si entrásedes á la audiencia del rey don Pedro el Cuarto de Aragón, llamado el Ceremonioso, por lo puntual y por lo autorizado en el modo del portarse. Aquí veréis las humanidades, afectando divinidades; toparéis adoradas muchas estatuas de insensibilidad. Vieron ya en un estrado una muy desvanecida hembra, que sin título ni realidad, se hacía servir de rodillas y muy mal, porque si aun ministrando el paje con manos y con pies y con toda la acción del cuerpo, se turba y no acierta á hacer cosa, ¿qué será sirviendo á medias, torciendo el cuerpo, doblando la rodilla, en gran daño de los búcaros y vidrios? Viendo esto, dijo Critilo: Mucho me temo que estas rodillas de estrado han de venir á parar en rodillas de cocina. Y realmente fué así, que toda aquella fantasía de adoraciones vino á parar en humillaciones y toda la afectación de grandeza se trocó en confusión de pobreza. Pero lo que les cayó muy en gusto y aun donaire fué ver tres casas llenas de pepitoria de familia, que con un solo título pretendían todos la señoría, unas por tías, otras por cuñadas, los hijos por herederos, las hijas por damas. De modo que entre padres y hijos, tíos y cuñados, llegaban á ser ciento. Y así dijo una harto entendida que aquella señoría parecía ciento en un pie. Era de reir oirles hablar hueco y entonado y con tal afectación, que aseguran que un cierto gran señor hizo junta de físicos para ver si podrían darle modo cómo hablar por el cogote, para distinguirse del pueblo: que eso de hablar por la boca era una cosa común y vulgar. Tenían muy medidas las cortesías, ¡ojalá las acciones! contados los pasos, que habían de dar al entrar y al salir, ¡así tuvieran ajustados los que daban en el vicio! Todo su cuidado ponían en los cumplimientos, ¡ojalá en las costumbres! Todo su estudio en estos puntos, metiendo en ello grandes metafísicas, á quién habían de dar asiento y á quién no, dónde y á qué mano: que, si no fuera por esto, no supieran muchos cuál era su mano derecha. Causóle gran risa á Andrenio, haciendo gusto del enfado, ver amo, que estaba en pie todo el día, cansado y aun molido, manteniendo la tela de su impertinencia. ¿Por qué no se sienta este señor, preguntó, siendo tan amigo de su comodidad? Y respondiéronle: Por no dar asiento á los otros. ¡Hay tal impertinencia! ¡De modo que, porque no se sienten los demás delante dél, él tampoco se sienta delante de ellos! Y es lo bueno que se conciertan los tacaños en darle chasco, yéndose unos y viniendo otros, con que no están en pie media hora, y á él le tienen así todo el día. ¿Y aquel otro por qué no se cubre, que se está helando el mundo? Porque no se cubran delante dél. Ésa sí que es una gran frialdad, pues él, como más delicado, estando todo el día descubierto, recoge un romadizo, con que por hacer del grave vendrá á ser el mocoso. Si daban silla á alguno, después de bien escrupuleada, y el tal quería acercarse para pregonar lo que pedía secreto, sentía que se la detenía el paje por detrás, como diciendo: _non plus ultra_. Y de verdad que las más veces será conveniencia, ya para no sentir el mal olor del afeite, cuidadoso della, ya del achaque, descuidado dél. En esto de las cortesías acontecía desayunarse cada mañana con un par de enfados. Porque había algunos de bravo humor, que se iban todo el día de casa en casa, de estrado en estrado, dándoles valientes sustos, escaseándoles la señoría, cercenándoles la excelencia. Que por eso dijo bien una que la pregmática de poderles dar señoría ó excelencia había sido ciencia para hacerles muchos desaires. Al contrario otro, cuando les iba á hablar, por haberles menester, llevaba consigo un gran saco de borra y, preguntándole para qué aquella prevención, respondió: De borra de cumplimientos, de paja de lisonjas y cortesías, cuanto quisieren, á hartar: que me cuesta poco y me vale mucho. Y más, cuando voy por mi negocio á pedir ó pretender, vacío mi saco de señorías y llénole de mercedes. Pero donde fué ya poco la risa y llegó á irrisión, donde Critilo exclamó diciendo: ¡Oh, Demócrito! ¿y dónde estás?, fué al ver la afectada femenil divinidad. Porque, si ellos son vanos, ellas desvanecidas, mas siempre andan por estremos. No hay ira, dijo el Sabio, sobre la de la mujer. Y podría añadirse ni soberbia. Sola una tiene desvanecimiento por diez hombres. Bien pueden ser ellos camaleones del viento; pero á fe que son ellas piraustas de la humareda. Estaban endiosadas en tronos de borra, sobre cojines de viento, más huecas que campanas, moviendo aprisa los abanicos, como fuelles de su hinchazón, papando aire, que no pueden vivir sin él. Si caminaban, era sobre corcho. Si dormían, en colchones de viento ó pluma. Si comían, azúcar de viento. Si vestían, randas al aire, mantos de humo y todo huequedad y vanidad. Más profanas, cuando más superiores. Adoradas de los serviles criados, que desta desvanecida adoración les debieron llamar gentiles hombres, que no de su gallardía. No se comunicaban con todas, sino con otras como ellas. Mi prima la duquesa, mi sobrina la marquesa. En no siendo princesa, no hay que hablar. Traedme la taza del duque, el anis del almirante, visíteme el médico de los príncipes y señores, aunque sea el más matante, recéteme el jarabe del rey, venga ó no venga bien, basta ser del rey; llamadme el sastre de la princesa. Faltóles la paciencia y pasaron al desván de la Ciencia, que de verdad hincha mucho y no hay peor locura que enloquecer de entendido ni mayor necedad que la que se origina del saber. Toparon aquí raras sabandijas del aire, los preciados de discretos, los bachilleres de estómago, los doctos legos, los conceptistas, las cultas resabidas, los miceros, los sabiondos y dotorcetes; pero á todos ellos ganaban en tercio y quinto de desvanecimiento los puros gramáticos, gente de brava satisfacción. Y así decía uno que él bastaba á inmortalizar los hombres con su estilo y hacer emes con su pluma. Decía ser el clarín de la fama, cuando todos le llamaban el cencerro del orbe. ¡Ver éstos, ponderaba Critilo, cuando estampan algún mal librillo, la audacia con que entran, la satisfacción con que hablan! ¡Mal año para Aristóteles con todas sus metafísicas y á Séneca con sus profundidades! Achaque también de poetillas intrépidos, cuando desconfía Virgilio y manda quemar su inmortal Eneida y el ingenioso Bocalini comienza en su Prólogo recelando. Pues oir un astrólogo, el desvanecimiento, con que habla en un pronostiquillo de seis hojas y seis mil disparates, como si fuese el mejor tomo del Tostado. Aquí hallaron los Narcisos del aire, que pareció novedad. Porque los de los cristales, los pasados por agua, son ya vistos, aunque no vistosos. ¡Qué bien glosaban ellos mismos á todo lo que decían y las más veces era un disparate!: ¿Digo algo? Arqueando las cejas. ¿No os parece que dije bien? Dictaba uno de estos, que se escuchan, un memorial para el rey y díjole al escribiente, que no llegaba á secretario: Escribí, señor. Y no bien hubo escrito esta sola palabra, cuando le dijo: Leed. Leyó _señor_ y él, cayéndosele la baba, comenzó á exclamar: Qué bien, señor, bien, mil veces bien. Había muchos déstos, que como si echaran preciosidades por la boca, peores que los que miran en el lienzo lo que arrojan por las narices, á cada palabra hacían pausa, solicitando el aplauso. Y si el oyente ó enfadado ó frío se les escusaba, ellos mismos le acordaban el descuido: ¿Qué os parece? ¿No estuvo bien dicho? Pero los rematados eran algunos oradores, que en puesto tan grave y alto decían: ¡Esto sí que es discurrir! Aquí, aquí ingenios míos, de puntillas, de puntillas. Cuando menos se tenía lo que decían, cuando menos subsistía el conceptillo. Y así decía uno déstos: Séneca dijo esto; pero más diré yo. ¡Hay necedad más garrafal!, glosó Andrenio. ¡Qué esto pueda decir un blanco! Dejadlo, que es andaluz, dijo otro, ya tienen licencia. Esto dificultan los sabios, proseguía; yo daré la solución, yo lo diré y más y más. Juro por vida de la cordura, exclamó Critilo, que sueñan todos éstos en opinión de juicio y que dijo bien aquel gran monarca, habiendo oído á uno déstos: Traedme quien ore con seso. Y á otro semejante le apodó buñuelo de viento. Lástima es, ponderaba Critilo, que no haya un avisado avisador, que tuerza la boca, guiñe el ojo, doble el labio y se ageste de licenciado de Salamanca. Pero ya Momo anda á sombra de tejado y campea en su lugar el aplauso, cabeceando á lo necio, con la simplicísima lisonja, aquella hermosa, que basta á desvanecer al mismo bruto de Apuleyo. Señores, ponderaba Andrenio, que á los grandes hombres no les pese de haber nacido, que los entendidos quieran ser conocidos, súfraseles; pero que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo y mucho, que el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el ruincillo se estire, que el que debría esconderse quiera campear, que el que tiene por qué callar blasfeme, ¿cómo nos ha de bastar la paciencia? Pues no hay sino tenerla y prestarla, dijo el Jactancioso. Que aquí no hay hombre sin penacho ni hembra sin garzota. Y muchos con penacheras de tornear de á doce palmos en alto y los avestruces baten las mayores, porque dicen les vienen nacidas. Y es de notar que, cuando parecían irlos dejando caer, los echan hacia atrás, haciendo cola de las que fueron crestas. Atended cuáles andan todos los pequeños de puntillas para poder ser vistos, ayúdanse de ponlevíes, ya para hacer ruido, ya para ser mirados. Hombrean aquéllos y alargan el cuello para ser estimados. Los otros hacen de los graves muy hinchados con fuelles de lisonja y desvanecimiento. Précianse éstos de muy apersonados y de tener gentil fachada, porque los exprimidos dicen no valer nada, gente de poca sustancia. ¡Oh lo que importa la buena corpulencia!, decía uno de ellos, que da autoridad, no sólo para con el vulgo, sino para con un Senado: que los más son superficiales. Suple mucha falta de alma: que un abultado tiene andado mucho para parecer hombre de autoridad. Gran hombre y gran nombre prometen gran persona: que hace mucho ruido lo campanudo y parece gran cosa lo abultado. ¿Qué hiciera el mundo sin mí?, pasaba diciendo un mochillero y no era español. Mas luego pasó otro, que lo era, y decía: Nosotros nacimos para mandar. Paseaba un mal gorrón, paseando la mano por el pecho, y decía: ¡Qué arzobispo de Toledo se cría aquí! ¡Qué patriarca! Yo seré un gran médico, decía otro, que tengo buen talle y mejor parola. No faltaba en Italia soldado español, que no fuese luego don Diego y don Alonso. Y decía un italiano: ¿_Signori, en España quién guarda la pécora_? Andá, le respondió uno, que en España no hay bestias ni hay vulgo como en las demás naciones. Llegaron actualmente á darle la enhorabuena á un cierto personaje de harto poca monta, de una merced muy moderada, y respondía: Pecho hay para todo. Dándose en él dos palmadas. Procedía otro muy á lo fantástico, hinchando los carrillos y soplando. Á éste, dijo Andrenio, sin duda que no le cabe el viento y humo en los cascos, cuando se le rezuma por la boca. Pasó en esto otro con un gran tizón en la mano, humeando ambos. ¿Quién es éste?, preguntaron. Y respondiéronles: Éste es el que pegó fuego al célebre templo de Diana. En efecto, no más de porque se hablase dél en el mundo. ¡Oh mentecato!, dijo Critilo. ¿Pues no advirtió que todos le habían de quemar la estatua y que su fama había de ser funesta? Que no se le dió á él nada de eso; no pretendió mas de que se hablase dél en el mundo, fuese bien ó mal. ¡Oh cuántos han hecho otro tanto, abrasando las ciudades y los reinos, no más de porque se hablase de ellos, pereciendo su honra, pero no su infamia! ¡Cuántos y cuántos sacrifican sus vidas al ídolo de la vanidad, más bárbaros que los caribes, exponiéndose á los choques y á los asaltos, no más de por andar en las gacetas, embarazando las cartas novas! ¡Qué caro ruido!, ponderaba Critilo: dígole sonada necedad. Pero no se admiraron ya de haber visto todos estos imaginarios espacios, con caramanchones de la loca fantasía, desde el un cabo del mundo al otro, comenzando por Inglaterra, que es el estremo del desvanecimiento y aun de toda monstruosidad, compitiendo la belleza de sus cuerpos con la fealdad de sus almas. No estrañaron ya el desván de los necios linajudos ni el de los poderosos altivos por verse en alto, el de los hinchados sabios, de las insufribles hembras, con todos los demás. El que les hizo grande novedad fué uno, llamado el desván viejo, lleno de ratones ancianos, muy autorizados de canas y de calvas. Basta, dijo Andrenio, que yo siempre creí que el encanecer era un rezumarse el mucho seso; y agora conozco que en los más no es sino quedárseles el juicio en blanco. Escucharon lo que conversaban y hallaron que todo era jactarse y alabarse. En mi tiempo, decía uno, cuando yo era, cuando yo hacía y acontecía, entonces sí que había hombres; que agora todos son muñecas. Yo conocí, yo traté, decía otro, ¿no os acordáis de aquel gran maestro, el otro famoso predicador, pues aquel gran soldado? ¡Qué grandes hombres había en todo género de cosas! ¡Qué mujeres! Más valía una de entonces, que un hombre de agora. Desta suerte están todo el día diciendo mal del siglo presente, que no sé cómo los sufre. Nadie les parece que sabe, sino ellos. Á todos los demás tienen por mozos y por muchachos, aunque lleguen á los cuarenta y, mientras ellos viven, nunca llegan los otros á ser hombres ni á tener autoridad ni mando. Luego les salen con que ayer vinieron al mundo, que aún se están con la leche en los labios y con el pico amarillo. Antes que vos nacierais, antes que vinierais al mundo, ya yo estaba cansado. Y no miente, que á fe lo son de todas maneras, jactanciosos, vanagloriosos, ocupando uno de los más encaramados desvanes. Finalmente llegaron á otro tan estremo de fantástico, que dejaba muy atrás todos los pasados. Tenía dos gigantes columnas á la puerta, como _non plus ultra_ del desvanecimiento. Negábanles la entrada y hubiera sido conveniencia, porque, después de haber desperdiciado ruegos éstos y conciliado estimaciones aquéllos, al abrir ya la ostentosa puerta, digo puerto de torbellinos de viento, de tempestades, de vanidad, les embistió una tal avenida de humos y de fantasías, que dudaron si se habría reventado en el Vesubio algún volcán. Y fué tal el tropel de enfados, que, no le pudiendo tolerar, volvieron las espaldas á lo cuerdo. Pero qué desván de desvanes fuese el tal, promete decirlo la siguiente Crisi. CRISI VIII _La cueva de la nada._ Á todas luces anduvieron desalumbrados los que dijeron que pudiera estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al revés de como hoy le vemos. Esto es, que el sol había de estar acá bajo ocupando el centro del universo y la tierra acullá arriba donde agora está el cielo en ajustada distancia. Porque de esa suerte los que hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias. Fuera siempre día claro, viéramosnos las caras á todas horas y procediéramos con lisura. Pues á la luz del mediodía con esto no hubiera noches prolijas para desazonados ni largas para enfermos ni capas de maldad para bellacos. No padeciéramos las desigualdades de los tiempos, las inclemencias del cielo ni la destemplanza de los climas. No hubiera invierno triste y encapotado, con nieves, nieblas y escarchas. No se sonaran los romadizos ni tosiéramos con los catarros. No conociéramos sabañones en el invierno ni sarpullido en el verano. No hubiera que emperezar por las mañanas ni que estar todo el día tragando humo á una chimenea, calentándonos por un lado y resfriándonos por el otro. No pasáramos el estío sudando, basqueando, dando vuelcos toda la noche por la cama. Escapáramonos de una tan intolerable plaga de sabandijas, enemigos ruincillos, mosquitos que pican y moscas que enfadan. Fuera siempre una primavera alegre y regocijada. No duraran solos quince días las rosas ni solos dos meses las flores. Cantaran todo el año los ruiseñores y fuera continuo el regalo de las guindas. No conociéramos entonces ni groseros Diciembres, ni Julios apicarados, con tanto desaliño. Todos fueran verdes Abriles y floridos Mayos á uso del paraíso, conduciendo todas estas comodidades á una salud de bronce y á una felicidad de oro. Otra cosa: que fuera cien veces mayor la tierra, pues todo lo que ahora es cielo, repartida en muchas y mayores provincias, habitadas de cultas y políticas naciones, no informes, sino uniformes, porque no hubiera entonces negros, chichimecos ni pigmeos, salvajes, etcétera. Otrosí: que no fuera tan seca España, airosa la Francia, húmeda Italia, fría Alemania, aneblada Inglaterra, hórrida Suecia y abrasada la Mauritania. Así que toda la tierra fuera un paraíso y todo el mundo un cielo. Deste modo discurrían hombres blancos y aun aplaudidos de sabios; pero, bien examinado este modo de echarse á discurrir, no tanto puede pasar por opinión, cuanto por capricho de entendimientos noveleros, amigos de trastornarlo todo y mudar las cosas cuadradas en redondas, dando materia de risa al sentencioso Venusino. Éstos, por huir de un inconveniente, dieron en muchos y mayores, quitando la variedad y con ella la hermosura y el gusto, destruyendo de todo punto el orden y concierto de los tiempos, de los años, los días y las horas, la conservación de las plantas, la sazón de los frutos, el sosiego de las noches, el descanso de los vivientes, procediendo á todo esto sin estrella, pues las habrían de desterrar todas por ociosas, no hallándolas ocupación ni puesto. Pero á todos estos desconciertos ¿qué había de hacer el sol inmoble y apoltronado en el centro del mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que á fuer de vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por toda su lucida monarquía? He, que no es tratable eso; muévase el sol y camine, amanezca en unas partes y escóndase en otras, véalo todo muy de cerca y toque las cosas con sus rayos, influya con eficacia, caliente con actividad y refresque con templanza y retírese con alternación de tiempos y de efectos, aquí levanté vapores, allí conmueva vientos, hoy llueva, mañana nieve, ya cubierto, ya sereno, ande, visite, vivifique, pase y pasee de la una India á la otra, déjese ver ya en Flandes, ya en Lombardía, cumpliendo con las obligaciones de universal monarca del orbe, que, si el ocio dondequiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería intolerable monstruosidad. Deste modo iban altercando el Honroso y el Ocioso. Éste que ya los guiaba y aquél que les seguía. Ora, dejaos, dijo Andrenio, de caprichosas cuestiones y decidnos ¿qué desván fuese aquel último y tan estremado? Aquel, respondió el Fantástico, es el de los primeros hombres del mundo, de los que ocupan la coronilla de Europa y aun la coronan. Y por eso tan altivos, que realmente tienen valor, pero se lo presumen; saben, pero se escuchan; obran, pero blasonan. ¡Oh, qué capaz me pareció!, decía Critilo. Sí, el más hueco, porque es un agregado de todos los otros. Haced cuenta que estuvisteis á las mismas puertas de la plausible Lisboa. Sí, sí, exclamaron: el desván de los fidalgos portugueses. Cierto que serían famosos, si no fuesen fumosos; pero responden ellos que no puede dejar de haber mucho humo donde hay mucho fuego. Llámanles sebosos vulgarmente; pero ellos échanlo á crueles en sus memorables batallas. Tomaron mucho de su fundador Ulises, con que no se topa jamás portugués ni bobo ni cobarde. Pésame que no entrásedes allá, dijo el Holgón, porque hubiéradeis visto estremados pasajes de fantasía. Que, como en otras partes se fijó el _non plus ultra_ del valor, aquí el de la presunción. Allí hubiéradeis topado hidalguías de á par de Deus, solares de antes de Adán, enamorados perenales, poetas atronados, aunque ninguno aturdido, músicos de quita allá, ángeles, ingenios prodigiosos sin rastro de juicio. Y en una palabra, cuando las demás naciones de España, aun los mismos castellanos, alaban sus cosas con algún recelo, por excelentes que sean, yendo con tiento en celebrarlas: ¿esto vale algo?, es así así, parece bueno, los portugueses alaban sus cosas á todo hipérbole, á superlativa satisfación: ¡cosa famosa, cosa grande, la primera del mundo, no se hallará otra como ella en todo el orbe, que eso de Castela es poca cosa! Aguarda, dijo Critilo, entre éstas y éstas ¿dónde nos llevas? Que me parece vamos dando gran baja, pasando de estremo á estremo. No os dé cuidado, les respondió su flemático Guión, que os prometo que sin cansaros os habéis de hallar en el más holgado país del mundo, en el de los acomodados y que saben vivir. Asegúroos que son sombra suya los decantados Elisios y que los asombra. Aquí toparéis los hombres de buen gusto, los que viven y gozan. Mas, apenas dejaron el empinado monte, cuando entraron á glorias en un ameno y alegre prado, centro de delicias, estancia del buen tiempo, ya sea la primavera, coronada de flores, ya el otoño de frutas. Ostentábanse aquellos suelos cubiertos de alfombras del Abril, matizadas de Flora, recamadas de líquidos aljófares por las bellas niñas de la más alegre Aurora, si bien no se lograba fruto alguno. Comenzaban á registrar todas aquellas floridas campiñas, alternadas de huertas, parques, florestas y jardines y de trecho á trecho se levantaban vistosos edificios, que parecían casas todas de recreación. Porque allí campeaba la Tapada de Portugal, Buena Vista de Toledo, la Troya de Valencia, Comares de Granada, Fontanable de Francia, el Aranjuez de España, el Pusicio de Nápoles, Belveder de Roma. Fuéronse empeñando por un paseador espacioso y delicioso y no tan común, que no encontrasen gente de buen porte y de deporte, más lucios, que lucidos. Y entre muchos personajes muy particulares, ninguno conocido. Tomaban todos el viaje muy de espacio. _Pian piano_, decían los italianos. No vivir aprisa, repetían los españoles. Porque mirad, glosaba el _bel poltroni_, todos al cabo de la jornada de la vida llegamos á un mismo paradero, los sagaces tarde y los necios temprano. Unos llegan molidos, otros holgados, los sabios mueren, mas los tontos revientan. Estos hechos pedazos y aquellos muy enteros. Y de verdad que, pudiendo llegar algunos años después, que es gran necedad veinte años antes ni una hora. Saber un poco menos y vivir un poco más, iba diciendo uno. Y no os envidiéis los buenos ratos, les encargaba otro. No os queráis sisar los buenos días: _placheri placheri y mas placheri_, decía un italiano. Holgueta, holgueta, un español. Encontraban á cada paso estancias de mucho recreo, donde no trataban sino de darse un buen verde y dos azules y los que podían gozar de dos primaveras no se contentaban con una. Allí vieron los bailetes franceses, haciéndose piezas los mismos monsieures, bailando y silbando, los toros y cañas españolas, los banquetes flamencos, las comedias italianas, las músicas portuguesas, los gallos ingleses y las borracheras septentrionales. ¡Qué lindo país, decía Andrenio, y lo que me va contentando! Esto sí que es vivir y no matarse. Pero notad, dijo el Fantástico, toda esta bulla, el poco ruido que hace en el mundo. ¡Y que con tanto juglar, no sean estos hombres sonados! No es gente ruidosa, respondió el Dejado, no gustan de meter ruido en el mundo. Tampoco veo hombre conocido y, con pasar tantas carrozas llenas de príncipes y señores, no veo que sean nombrados. Es que lo disimulan y no poco. Toparon una gran muela de gentes y no personas. Tenían rodeado un monstruo de gordura, que no se le veían los ojos; pero sí una gran panza, colgada al cuello de un banda. ¿Qué pesado hombre será éste?, dijo Andrenio. Pues te aseguro que lo es harto más un flaco, un podrido, un consumido ú consumidor, un estrecho, un estrujado. Que antes los muy gruesos de ordinario son más llevaderos, digo tolerables. Estaba dando reglas de _accomodabuntur_, hecho un oráculo de la propia _comodité_. ¿Qué cosa es ésta?, preguntó Critilo. Ésta es, le respondieron, la escuela donde se enseña á vivir. Llegaos por vuestra conveniencia y aprenderéis á alargar los años y á estirar la vida. Llegaban unos y otros á consultarle aforismos de conservarse y él los daba y los platicaba. Estaba actualmente diciendo: _E yo volo videre quanto tempo potrá acampare un bel poltroni._ Y repantigóse en una silla poltrona. Sin duda que esta es la escuela de Epicuro, dijo Andrenio. No será, respondió Critilo: que aquel filósofo no hablaba italiano. ¡Qué importa, si lo obraba y lo vivía! Sea lo que fuere, éste puede ser maestro de aquel otro. Llegó uno, que platicaba en pachorra y díjole: _Messere_, ¿qué remedio para tener buenos días y mejores años? Aquí él, abriendo un geme de boca de los del gigante Goliat, habiendo hecho la salva á carcajadas, le respondió: _Bono_, _bono_, sentaos, que mientras pudiereis estar sentado, nunca habéis de estar en pie. Yo os quiero dar mejor regla de todas, la nata del vivir; pero habéismela de pagar en trentines catalanes. No será posible, respondió. ¿Por qué no? Porque no han dejado uno tan solo los monsieures. Buen remedio, sean de los del duque de Alburquerque, que con un par me contento. _Ora va de regola, attentione. No pillar fastidio de nienti._ ¿De nada, _Messere_? _De nienti._ ¿Aunque se muera una hija, una hermana? _De nienti._ ¿Ni la mujer? Menos. ¿Una tía de quien heredé? Oh, que cosa aquesta. Aunque se os muera todo un linaje entero de madrastras, cuñadas y suegras, haced los insensibles y decid que es magnanimidad. _Messere_, preguntó otro, y para tener buenas comidas y mejores cenas, ¿cómo haría yo? Gastad en buenas ollas, lo que ahorréis de malas nuevas. ¿Pues cómo haría yo para no oirlas? No escucharlas. Haced lo que aquel otro avisado, que al criado, que se descuidaba en decir algo, que de mil leguas le pudiese desazonar ó darle pena, al punto lo mandaba despedir de su servicio. _Patrono mio caro_, entró otro platicante de acomodado, todo eso es niñería con lo que yo pretendo. Decidme, ¿cómo haría yo, aunque me costase perder media hora de sueño, el no dormir una siesta para llegar á vivir unos, unos...? ¿Qué? ¿Cien años? Más. ¿Ciento y veinte? Poco es eso. ¿Pues cuánto queréis vivir? Lo que ya hay ejemplar, lo que se vivía antiguamente. ¿Qué? ¿Novecientos años? Sí, Sí. No tenéis mal gusto. ¿Cómo haría yo para llegar siquiera á unos ochocientos? ¿Para llegar decís? Mas, en llegando, ¿qué más tiene que hayan sido mil, que ciento? Aunque no fuesen sino unos quinientos. No puede ser eso, respondió. ¿Por qué no? Porque no se usa. Pues así como vuelven todos los demás usos, ¿por qué no podría volver éste al cabo de los años mil y aun de los cuatro mil? ¿No veis vos que los buenos usos nunca más vuelven ni lo bueno á tener vez? Pues, _Messere_, ¿cómo hacían aquellos primeros hombres del tiempo antiguo para vivir tanto? ¿Qué? Ser buenos hombres, como quien no dice nada. No se pudrían de cosa, porque no había entonces mentiras ni aun en los casamientos ni escusas para no pagar ni largas para cumplir. No había preguntadores que matan, habladores que muelen, porfiados que atormentan, necios cansados que aporrean. No había quien estorbase ni mujeres tijeretas, criados rezongones. No mentían los oficiales ni aun los sastres. No había abogados ni alguaciles. Y lo que es más que todo eso, no había médicos. Y con que inventaron mil cosas, Júbal la música, Tubal Caín el hierro, no hubo hombre, que se aplicase á ser boticario. Así que nada había de todo esto: mirá si habían de vivir á ochocientos y á novecientos años los hombres, siendo tan personas. Quitadme vos todos estos topes, que yo os daré luego que vivan á mil y aun á dos mil años. Porque cada cosa déstas basta á quitar cien años de vida y hacer que se pudra y se consuma y se mate un hombre en cuatro días. Y digo que aun es milagro que vivan tanto; sino que á puro de ser buenos hombres viven algunos, que para éstos es el mundo. Otra cosa os sé decir, que según van de cada día empeorándose las materias, agotándose los bienes y aumentándose los males, adelantándose los malos usos, temo que se ha de ir acortando la vida de modo que no lleguen á ceñirse espada los hombres ni aun á atacarse las calzas. _Messere_, le replicó, será imposible eso y más en los tiempos, que alcanzamos, quitar que no haya pleitos, injusticias, falsedades, tiranías, latrocinios, ateísmos acá y herejías acullá. Pues tampoco faltarán guerras que destruyan, hambres que consuman, pestes que acaben y rayos que asuelen. Íbase ya muy desconsolado éste, cuando le llamó el _bel poltroni_ y le dijo: Ora, mire V. señoría, que no querría que se fuese triste de mi jovial presencia. Yo le daré una recetilla de conservar el individuo, que es hoy la más válida en Italia y la más corriente en todo el mundo y es ésta: _Cena poco, usa el foco, in testa capelo e poqui pensieri en el cerbelo. ¡Oh, la bella cosa!_ ¿De modo que me dice V. señoría que pocos cuidados? _Poquissimi._ Según eso ¿no me conviene á mí el ser hombre de negocios ni asistir al despacho? Por ningún caso. ¿Ni ministro? Menos. ¿Ni tratar de avíos, llevar cuentas, ser asentista, mayordomo? De ningún modo. ¿Ni estudiar mucho ni pleitear ni pretender? _Nata, nata de todo eso, nunca trabajar de cabeza_ y, en una palabra, _non curare de niente_. Desta suerte acudían unos y otros á consultarle _de tuenda valetudine_ y á todos respondía muy al caso: á éste, folgueta; á aquél, vita bona, y á todos _andiamo alegremente_. Y á un cierto personaje bien grave le encargó mucho aquello de las sesenta ollas al mes. Paréceme, dijo Critilo, que toda esta ciencia del saber vivir y gozar para en pensar en nada y hacer nada y valer nada. Y como yo trato de ser algo y valer mucho, no se me asienta esta poltronería. Y con esto dió prisa en pasar adelante, siguiéndole Andrenio con harto dolor de su corazón, que le ahumaban mucho aquellas liciones y iba repasando su aforismo: _Non curare de niente_; sino del vientre. Pasaron adelante y entre varias tropelías del gusto, casas de gula y juego, toparon una gran casa, que repetía para palacio, con sus empinadas torres, soberbios homenajes y en medio de su majestuosa portada, en el mismo arquitrabe, se leía este letrero: Aquí yace el príncipe de tal. ¿Cómo que yace? se escandalizó Andrenio. Yo le he visto pocas horas ha y sé que es vivo y que no piensa en morir tan presto. Eso creeré yo, le respondió el Honroso. También es verdad que aquí vivieron muchos héroes, antepasados suyos; pero el que aquí yace, que no vive, muerto es y huele tan mal, que todos se tapan las narices, cuando sienten la hediondez de sus viciosas costumbres. Ni es él solo el que yace; sino otros muchos sepultados en vida, amortajados entre algodones y embalsamados entre delicias. ¿Cómo sabes tú que están muertos?, dijo el Ocioso. ¿Y cómo sabes tú que están vivos?, replicó el Vano. Porque los veo comer. ¿Pues qué, el comer es vivir? ¿No les oyes roncar? Eso es decir que están muertos desde que nacieron y pasan plaza de finados, pues ya llegaron al fin del ser personas. Que, si la definición de la vida es el moverse, éstos no tienen acción propia ni obran cosa que valga. ¿Qué más muertos los quieres? Lastimábase Critilo de ver tal crueldad, que enterrasen los hombres vivos, y rióse el Vano de su llanto, diciéndole: Advierte que ellos mismos, por no matarse, se sepultan en vida y se vienen por su pie á enterrar en los sepulcros del ocio, en las urnas de la flojedad, quedando cubiertos del polvo del eterno olvido. ¿Quién será aquel señor, que yace en aquel sepulcro de la hedionda lascivia? Quien no será más de lo que hasta hoy ha sido. Y de aquel otro antes se supo que fué muerto, que vivo, ó fué su nacer el morir. Mirad aquel príncipe: no hizo más ruido que el de su primero llanto, cuando entró en el mundo. He reparado, dijo Critilo, que no se topa un caballero francés sepultado en vida, habiendo tantos de otras naciones. Ésa, dijo el Honroso, es una singular prerrogativa de la nación francesa, que lo bueno se debe aplaudir. Sabed que en aquel belicoso reino ninguna damisela admitirá para esposo al que no hubiere asistido en algunas campañas. Que no los sacan para el tálamo del túmulo del ocio. Desprecian los Adonis de la corte, por los Martes de la campaña. ¡Oh, qué buen gusto de madamas! Esa misma reputación introdujo la Católica reina doña Isabel en su palacio, entre sus damas; aunque duró poco, habiendo sido la primera, que se sirvió de las hijas de grandes señores. Estaban llenos aquellos holgazanes sepulcros, no de muertos vivos, sino de vivos muertos; y no sólo de los mayorazgos de las ilustres casas, sino de segundones, sucesores de retén, de terceros y de cuartos, sin que saliesen á medrar y valer ni en las campañas ni en las Universidades. Todos yacían en las mesas del juego, en el cieno de la torpeza, en el regazo de la ociosidad, única consorte del vicio. Y lo que es más, á vista de sus padrazos y madroñas, penándose de que les duela una uña y no haciendo caso de que les duela la honra y la conciencia con tan traidora piedad. Llegaron, después de haber paseado toda aquella dilatada compañía de la ociosidad, los prados del deporte y campo franco de los vicios, á dar vista á una tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva, que yacía al pie de aquella soberbia montaña, en lo más humilde de su falda, antípoda del empinado alcázar de la estimación honrosa, opuesta á él de todas maneras. Porque, si aquél se encumbraba á coronarse de estrellas, ésta se abatía á sepultarse en los abismos del olvido. Allí todo era empinarse al cielo; aquí, rodar por el suelo. Que para todo se hallan gustos: más de malos, que de buenos. Había la distancia de uno á otra, que va de un estremo de altivez á otro de abatimiento y vileza. Campeaba más la entrada, cuanto más oscura y tenebrosa. Que su mismo deslucimiento la hacía más notable. Era muy espaciosa, nada suntuosa, sin género alguno de simetría, basta y bruta. Y con ser tan fea y tan horrible, embocaba por ella un mundo de cosas. Los coches de á tres tiros, muy holgados, carrozas tiradas de seis pías y las más veces remendadas, sillas de mano, literas y trineos. Pero ningún carro triunfal. Estábaselo mirando Andrenio poco menos que aturdido; mas Critilo, solicitado de su mucha, aunque no ordinaria, curiosidad, comenzó á inquirir qué cueva fuese aquélla. Aquí el Honroso, sacando un gran suspiro del profundo de su sentimiento, dijo: ¡Oh cuidados de los hombres! ¡Oh cuán mucha es la nada! Sabrás, oh Critilo, que ésta es aquella tan conocida cuan poco celebrada cueva, sepultura de tantos vivos, éste es el paradero de las tres partes del mundo, ésta es, y no te escandalices, la cueva de la nada. ¿Cómo de la nada, replicó Andrenio, cuando yo veo desaguar en ella la gran corriente del siglo, el torrente del mundo, ciudades populosas, cortes grandes, reinos enteros? Pues advierte que, después de haber entrado allá todo eso que tú dices, se queda vacía. He, mira cuántos van entrando allá. Pues no hallarás persona dentro. ¿Qué se hacen? Lo que hicieron. ¿En qué paran? En lo que obraron. Fueron nada, obraron nada y así vinieron á parar en nada. Llegó en esto á querer entrar un cierto sujeto y, hablando con ellos, les dijo: Señores míos, yo lo he probado todo y no he hallado oficio ni empleo como no hacer nada. Y colóse dentro. Venía encaminado á ella un otro gran personaje con numerosa comitiva de lacayos y gentiles hombres, á toda prisa de su antojo, sin poderle detener ni los ruegos de sus más fieles criados ni los consejos de sus amigos. Salióle al paso el Honroso y díjole: Señor excelentísimo, serenísimo, sea lo que fuere, ¿cómo hace esto V. excelencia, pudiendo ser un príncipe famoso, el héroe de su casa, el aplauso de su siglo, obrando cosas memorables y hazañosas, llenando su familia de blasones? ¿Por qué se quiere sepultar en vida? Quitaos de ahí, le respondió, que no quiero nada ni se me da nada de todo; mas quiero hacer mi gusto y gozar de mi regalo. ¿Yo cansarme? ¿Yo molerme? ¡Bueno por mi vida! Nada, nada de eso. Y diciendo y no haciendo, metióse dentro á nunca más ser nombrado. Tras éste venía un mozo galancete, más estirado de calzas que de hombros y con tanta resolución como disolución, se fué á meter allá. Gritóle el Honroso, diciendo: Señor don Fulano, una palabra de una obra: ¿pues cómo un hijo de un tan gran padre, que llenó el mundo de sus heroicos aplausos, que floreció tanto en su siglo, así se quiere marchitar y sepultarse en el ocio y en el vicio? Mas él, atropellando con todo: No me enfadéis, le dijo, no me deis consejos: obraron tanto mis antepasados, que no me dejaron qué hacer. No se me da nada de no ser algo. Y lanzóse allá á no ser nunca visto ni oído. Desta suerte y tan sin dicha entraban unos y otros, estos y aquéllos, que se despoblaba el mundo y nunca se llenaba la infeliz sima de las honras y de las haciendas. Entraban caballeros, títulos, señores y aun príncipes. Y admirados de ver uno muy poderoso le dijeron: ¿Y vos, señor, también venís á para acá? No vengo, respondió él; sino que me traen. Á fe que no es buena escusa. Entraban hombres de valor á valer nada, floridos ingenios á marchitarse, hombres de prendas á nunca desempeñarse. Pasaban del holgarse y del entretenerse á no ser estimados y del prado á la cueva de la nada, condenados á olvido sempiterno. Tenía ya el un pie en el umbral de la cueva un cierto personaje, que parecía de importancia, cuando llegó un otro de barbas tan agrias como su condición, que parecía persona de gobierno. Y tirándole de la capa, le dió un recado de parte de su gran dueño, ofreciéndole una embajada de las de primera clase y que otros muchos la pretendían; mas él, haciendo burla, no la quiso aceptar, diciendo: Yo renuncio todos los cargos con las cargas. Volvióle á hacer instancia tomase un bastón de general y él: Quita allá, que no quiero nada, sino á mí mismo y todo entero. ¡Siquiera un virreinato! Nada, nada; déjenme estar en mis gustos y mis gastos. Y quedóse muy casado con su nada. Válgate por cueva de la nada, decía Critilo, y lo que te sorbes y te tragas. Estaban dos ruincillos, que no les dieran del pie, arrojando á puntillazos allá dentro á muchos hombres grandes, gente sin cuento por no ser de cuenta, sin darse manos de echar por no tenerlas. Allá van, decían, noblezas, hermosuras, gallardías, floridos años, bizarrías, galas, banquetes, paseos, saraos, entretenimientos, al covachón de la nada. ¡Hay tal monstruosidad!, se lastimaba Critilo. ¿Y quién es esta vil canalla? Aquel es el Ocio y este otro es el Vicio, camaradas inseparables. Oyeron que estaba un ayo ponderándole á un hijo segundo de una de las mayores casas del reino: Mirad, señor, que podéis ser mucho. ¿Cómo? Queriendo. He, que nací tarde. Adelantaos con la industria y con el mérito, recompensando con el valor el poco favor de la fortuna, que ése fué el atajo del Gran Capitán y algunos otros, que se aventajaron á sus venturosos mayorazgos. Pudiendo ser un león en la campaña, ¿queréis ser un lechón en el cenagal de la torpeza? Oid cómo os llaman los bélicos clarines á emplear las trompas de la fama. Cerrad los oídos á las cómicas Sirenas, que os quieren echar á pique de valer nada. Mas él, haciendo chanzas de las hazañas, respondía: ¿Yo balas, yo asaltos, yo campañas, pudiéndome andar del paseo al juego, de la comedia al sarao? De eso me guardaré yo muy bien. Mirad que valdréis nada. Que no se me da nada. Y así fué, que tampoco se le dió nada y alcanzó nada. Á quien se le logró la diligencia fué al Honroso, que, viendo que un padre verdadero y muy prudente enviaba un hijo suyo, mozo de buenas esperanzas, á la Universidad de Salamanca para que por el atajo de las letras, que de verdad lo es así como rodeo el de las armas, llegase á conseguir un gran puesto, él en vez de ir á cursar, echó por el divertimiento y se encaminaba al paradero ordinario de valer nada. Compasivo el Honroso de ver perderse tan voluntariamente un tan buen ingenio, llegóse á él y díjole: Señor legista, qué malparecer habéis tomado, pudiendo estudiar y velando lucir y pretendiendo un colegio mayor, pasar á una chancillería y á un consejo real, que no hay más seguro pasadizo, que una beca. Olvidando todo esto, queréis malograr el precioso tiempo, hundir la hacienda y frustrar las esperanzas de vuestros padres. Cierto, que habéis tomado mal consejo. Valióle este aviso y aun desengaño, que importa mucho el tener buen entendimiento para abrazar la verdad. Y aseguran que velando y valiendo de grada en grada llegó á una presidencia, honrando su casa y su patria. Pero fué éste la Fénix entre muchos patos. Que lo común es trocar el libro por la baraja, el teatro literario por el cómico corral y el vade por la guitarra, con que el derecho anda tuerto y aun á ciegas, el digesto maldigerido, yendo á parar en la cueva de la nada, no siendo ni valiendo nada. Señores, ponderaba Critilo, que un hombre común, un plebeyo, trate de entrarse en esta cueva vulgar, pase, no me admiro: que de verdad les cuesta mucho el llegar á valer algo, estáles muy cara la reputación, cuéstales mucho la fama; pero los hombres de mucha naturaleza, los de buena sangre, los de ilustres casas, que por poco, que se ayuden, han de venir á valer mucho y dándoles todos la mano han de venir á tener mano en todo, que ésos se quieran enviciar y anonadar y sepultarse vivos en el covachón de la nada, cierto que es lastimosa infelicidad. Si los otros pelean con balas de plomo, el noble con balas de oro. Las letras, que en los demás son plata, en los nobles son oro y en los señores, piedras preciosas. ¡Oh, cuántos, por no cansarse media docena de cursos, anduvieron corridos toda la vida, por no lograr breve tiempo de trabajo, perdieron siglos de fama! Pero entre muchos de aquellos viles ministros, sepultureros del vicio, vieron que andaba muy atareada una bellísima hembra, convirtiendo en azar con manos de jazmín cuanto tocaba. Teníalas de nieve, pues todo lo elevan, tanto, que, en tocando el mayor hombre, el más prudente, el más sabio, le convertía en estatua de pórfido ó de mármol frío y no paraba un punto ni un momento de arrojar gente en aquella funesta sima del desprecio. Ni era menester traerlos con sogas ni con maromas; que sólo un cabello bastaba. Pero, ¿qué mucho, si los llevaba cuesta abajo? Hacía mayor estrago cuanto mayor prodigio era de belleza. ¿Quién es ésta, preguntó Andrenio, que lleva traza de despoblar el mundo? ¿Es posible, que no la conoces?, respondió su gran contrario el Honroso. ¿Ahora estamos en eso? Ésta es mi mayor antagonista, la misma deidad de Chipre, sino en persona, en sirena, en cuerpo, que no en espíritu. Huid de ella, que no hay otro remedio. Que, si eso hubiera hecho aquel príncipe, que tiene asido con mano de nieve y garra de neblí, no hubiera tan presto descaecido de héroe, que ya andaba en ese predicamento y muy adelante. ¡Oh, qué lástima, se lamentaba Critilo, que al más empinado cedro, al más copado árbol, al que sobre todos se descollaba, se le fuese apegando esta inútil yedra, más infructífera cuanto más lozana! Cuando parece que le enlaza, entonces le aprisiona; cuando le adorna, le marchita; cuando le presta la pompa de sus hojas, le despoja de sus frutos, hasta que de todo punto le desnuda, le seca, le chupa la sustancia, le priva de la vida y le aniquila. ¿Qué más? ¿Y á cuántos volviste vanos? ¿Cuántos linces cegaste, cuántas águilas abatiste, á cuántos ufanos pavones hiciste abatir la rueda de su más bizarra ostentación? ¡Oh á cuántos, que comenzaban con bravos aceros, ablandaste los pechos! Tú eres, al fin, la aniquiladora común de sabios, santos y valerosos. Á otro lado de la cueva vieron un raro monstruo con visos de persona, haciendo á todo muy mala cara. Tenía estrañas fuerzas, pues asiendo con solos dos dedos, como haciendo asco, algunos suntuosos edificios, los arrojaba al centro de la nada. Allá va, decía, ese dorado palacio de Nerón, esas termas de Domiciano, esos jardines de Eliogábalo. Porque todos valieron nada y sirvieron de nada. No así los castillos fuertes, las incontrastables ciudadelas, que erigieron los valerosos príncipes, para llaves de sus reinos y freno de los contrarios. No los famosos templos, que eternizaron los piadosos monarcas; las dos mil iglesias, que dedicó á la madre de Dios el rey don Jaime. Allá van, decía, esos serrallos de Amurates, ese alcázar de Sardanápalo. Pero lo que mayor novedad les hizo fué verle asir las obras del ingenio y con notable desprecio vérselas arrojar allá. Hízole duelo á Critilo verle asir de un libro muy dorado y que amagaba sepultarle en el eterno olvido y rogóle no lo hiciese; más él, haciendo burla, le dijo: He, vaya allá, pues entre mucha adulación no tiene rastro de verdad ni de sustancia. Basta, replicó Critilo, que el dueño de que habla y á quien lo dedica le hará inmortal. No podrá, respondió él, que no hay cosa que más presto caiga que la mentirosa lisonja, que no tiene fundamento, antes solicita enfado. Echóle allá y tras él otros muchos libros, voceando: Allá van esas novelas frías, sueños de ingenios enfermos, esas comedias silbadas, llenas de impropiedades y faltas de verisimilitud. Apartó unas y dijo: Éstas no; resérvense para inmortales por su mucha propiedad y donoso gracejo. Miró el título Critilo, creyendo fuesen las de Terencio y leyó: Parte primera de Moreto. Éste es, le dijo, el Terencio de España. Allá van, decía, esos autores italianos. Reparó Critilo y díjole: ¿Qué haces? Que se escandalizará el mundo, pues están hoy en tanta reputación las plumas italianas, como las espadas españolas. He, dijo, que muchos de estos italianos debajo de rumbosos títulos no meten realidad ni sustancia; los más pecan de flojos, no tienen pimienta en lo que escriben ni han hecho otros muchos dellos que echar á perder buenos títulos, como el autor de la Plaza universal. Prometen mucho y dejan burlado al lector y más si es español. Alargó la mano hacia otro estante y comenzó con harto desdén á arrojar libros. Leyó los títulos Critilo y advirtió eran españoles, de que se maravilló no poco y más cuando conoció eran historiadores y sin poder contenerse le dijo: ¿Por qué desprecias esos escritos, llenos de inmortales hazañas? Y aun ésa es la desdicha, le respondió, que no corresponde lo que éstos escriben á lo que aquéllos obran. Asegúrote que no ha habido más hechos ni más heroicos, que los que han obrado los españoles; pero ningunos más malescritos, por los mismos españoles. Las más de estas historias son como tocino gordo, que á dos bocados empalagan. No escriben con la profundidad y garbo político, que los historiadores italianos, un Guiciardino, Bentivollo, Catarino de Ávila, el Siri y el Virago en sus Mercurios, secuaces todos de Tácito. Creedme que no han tenido genio en la historia, así como ni los franceses en la poesía. Con todo, de algunos reservaba algunas hojas; mas á otros todos enteros y aun sin desatarlos los tiraba de revés hacia la nada y decía: Nada valen, nada. Pero notó Critilo que por maravilla desechaba obra alguna de autor portugués. Éstos, decía, han sido grandes ingenios, todos son cuerpos con alma. Alteróse mucho Critilo al verle alargar la mano hacia algunos teólogos, así escolásticos, como morales y expositivos y respondióle á su reparo: Mira: los más déstos ya no hacen otro que trasladar y volver á repetir lo que ya estaba dicho. Tienen bravo cacoetes de estampar y es muy poco lo que añaden de nuevo, poco ó nada inventan. De solos comentarios sobre la primera parte de santo Tomás le vió echar media docena y decía: Andad allá. ¿Qué decís? Lo dicho. Y haréis lo hecho. Allá van esos expositivos secos como esparto, que tejen lo que ha mil años que se estampó. De los legistas arrojaba librerías enteras y añadió que, si le dejaran, los quemara todos, fuera de unos cuantos. De los médicos echaba sin distinción, porque aseguraba que ni tienen modo ni concierto en el escribir. Mirad, decía, qué tanto, que aún no saben disponer un índice y esto habiendo tenido un tan prodigioso maestro como Galeno. Entretanto que esto le pasaba á Critilo, fuése acercando Andrenio al boquerón de la cueva y puso el pie en el deslizadero de su umbral; mas al punto arremetió á él el Honroso, diciéndole: ¿Dónde vas? ¿Es posible que tú también te tientas de ser nada? Déjame, le respondió, que no quiero entrar; sino ver desde aquí lo que por allá pasa. Riólo mucho el Honroso y díjole: ¿Qué has de ver, si todo en entrando allá es nada? Oiré. Siquiera menos. Porque las cosas, que una vez entran, nunca más son vistas ni oídas. Llamaré alguno. ¿De qué suerte, que ninguno tiene nombre? Y si no, díme ¿del infinito número de gentes, que en tantos siglos han pasado, qué ha quedado de ellos? Ni aun la memoria de que fueron ni que hubo tales hombres. Solos son nombrados los que fueron eminentes en armas ó en letras, gobierno y santidad. Y porque lo consideremos más de cerca, díme: en este nuestro siglo entre tantos millares, como hoy embarazan la redondez de la tierra, en tantas provincias y reinos ¿quiénes son nombrados? Media docena de hombres valerosos, aun no otros tantos sabios, no se habla sino de dos ó tres reyes, un par de reinas, de un santo padre, que resucita los Leones y Gregorios; todo lo demás es número, es broma, no sirven sino de consumir los víveres y aumentar la cuantidad, que no la calidad. Pero ¿qué estás mirando con mayor ahinco, cuando ves nada? Miro, dijo, que aún hay menos que nada en el mundo. Díme por tu vida ¿quién son aquellos, que están arrinconados aún en la misma nada? ¡Oh, le respondió: mucho hay que decir desa nada! Ésos son... Pero dejémoslos, si te parece, para la siguiente Crisi. CRISI IX _Felisinda descubierta._ Cuentan que un cierto curioso, mas yo le definiera necio, dió en un raro capricho de ir rodeando el mundo y aun rodando con él en busca, cuando menos, del contento. Llegaba á una provincia y comenzaba á preguntar por él á los ricos los primeros, creyendo que ellos le tendrían, cuando la riqueza todo lo alcanza y el dinero todo lo consigue; pero engañóse, pues los halló cuidadosos siempre y desvelados. Lo mismo le pasó con los poderosos, viviendo penados y desabridos. Fuese á los sabios y topólos muy melancólicos, quejándose de su corta ventura, á los mozos con inquietud, á los viejos sin salud, con que todos de conformidad le respondieron que ni le tenían ni aun le habían visto; pero, sí oído á sus antepasados que habitaba en el otro país de más adelante. Pasaba luego allá, tomaba lengua de los más noticiosos y respondíanle lo mismo, que allí no; pero, que se decía estar en el que se seguía. Fué pasando desta suerte de provincia en provincia, diciéndole en todas: Aquí no, allá, acullá, más adelante. Subió á la Islandia, de allí á la Groelandia, hasta llegar al Tile, que sirve al mundo de tilde, donde oyendo la misma canción, que en las otras, abrió los ojos para ver que andaba ciego y conocer su vulgar engaño y aun el de todos los mortales, que desde que nacen van en busca del contento sin topar jamás con él, pasando de edad en edad, de empleo en empleo, anhelando siempre á conseguirle. Conocen los de el un estado que allí no está, piénsanse que en el otro y llámanles felices y aquéllos á los otros, viviendo todos en un tan común engaño, que aún dura y durará mientras hubiere necios. Así les sucedió á nuestros dos peregrinos del mundo, pasajeros de la vida, que ni en la vana presunción ni en el vil ocio pudieron hallar descanso y así no hicieron su mansión ni el uno en el palacio de la vanidad ni el otro en la cueva de la nada. En medio el umbral de ella persistía Andrenio, solicitando saber quién fuesen aquellos, que estaban metidos de medio á medio en la nada. Ésos, le respondió el Fantástico, son unos ciertos sujetos, que aun son menos que nada. ¿Cómo puede ser eso? ¿Qué menos pueden ser que nada? Muy bien. ¿Pues qué serán? ¿Qué? Nonadillas, que aun de la nada no se hartan, y así les llaman cosidas y figurillas y ruincillos y nonadillas. Mira, mira aquél, cómo anda echando piernas sin tener pies ni cabeza, hombreando el otro sin ser hombre. ¡Qué cosilla tan ruincilla aquella de allá, acullá! Pues á fe que tiene harto malas entrañuelas. Verás hombres de carne momia y momios los que debrían ser los primeros. Mira qué de sombras sin cuerpo y qué de figurillas de sombra y sobra: hallarás títulos sin realidad y muchas cosas de sólo título. Mira qué de impersonales personas y qué de estatuas sin estatua. Verás magnates servidos con vajillas de oro, entre costumbres de lodo y aun estiércol. Muchos nacidos, que aún no viven y muertos, que no vivieron. Aquellos de acullá eran leones, que en teniendo cama fueron liebres. Y estos otros nacidos como hongos, sin saberse de dónde ni de qué. Mira hacer los estoicos á muchos epicúreos y la follonería pasar por filosofía. Mira lejos de aquí la fama y muy cerca la fame. Verás malvistos los que están en alto y muchos hijos de algo, que pararon en nada. Verás muchas hermosuras perderse de vista y las más lindas por bellas. Verás que no son de gloriosa fama los que de golosa voluntad y venir á morir de hambre los más hartos. Verás pedir y tomar á los que no se les da nada y á muchos tenidos por ricos, que aun el nombre no es suyo. No hallarás sí sin no ni cosa sin un sino. Verás que por no hacer caso se pierden las casas y aun los palacios y por no curarse de lo mucho todo fué nada. Mira muchos cabos, que acaban con todo, sino con el enemigo, y por eso nunca se acaban las guerras, porque hay cabos. Verás que todo buen verde fué sin fruto y que las verduras no granan. Toparás muchas arrugas en agraz seco y pocas en sazonadas pasas. Sentirás lo más biendicho sin dicha y toda gracia en desgracia, grandes ingenios sin genio y sin dotor muchas librerías. Oirás locos á gritos y las menos cuerdas más tocadas. Los que debrían ser Césares son nada y las más grandes casas sin un cuarto. Verás encogidos los más estirados y á muchos hacer vanidad de lo que es nada. Buscarás hombres y toparás con trasgos y el que creíste ser de terciopelo es de bayeta. Verás sin ceros los más sinceros y al que no tiene cuentos no ser de cuenta. Ya las dádivas y dones son aire, pues donaire. Verás finalmente cuán mucha es la nada y que la nada querría serlo todo. Mucho más dijera, que tenía mucho que decir de la nada, á no interrumpirle el Ocioso que, acercándose á Andrenio, intentó á empellones de dejamiento arrojarle dentro de la infeliz cueva y sepultarle en medio del fondón de la nada. Viendo esto el Fantástico, asió de Critilo y comenzó á tirar de él hacia el palacio de la vanidad, llenándole los cascos de viento, fatales ambos escollos de la vejez, tan por estremo opuestos, que en el uno suele peligrar de ociosa y en el otro de vana. Pero fué único remedio darse ambos las manos, con que pudieron templarse y hacer un buen medio entre tan peligrosos estremos. Asieron de la ocasión que, aunque cana, no calva, y á pura fuerza de razón y de cordura salieron del evidente riesgo de su pérdida. Trataron ya vitoriosos de encaminarse á triunfar á la siempre augusta Roma, teatro heroico de inmortales hazañas, corona del mundo, reina de las ciudades, esfera de los grandes ingenios, que en todos siglos, aun los mayores, las águilas caudales tuvieron necesidad de volar á ella y darse unos filos de Roma. Hasta los mismos españoles, Lucano, Quintiliano, ambos Sénecas cordobeses, Luciano y Marcial bilbilitanos. Trono del lucimiento, que lo que en ella luce por todo el mundo campea. Fénix de las edades, que cuando otras ciudades perecen, ella renace y se eterniza. Emporio de todo lo bueno, corte de todo el mundo, que todo él cabe en ella. Pues el que ve á Madrid, ve á solo Madrid, el que á París, no ve sino á París, y el que ve á Lisboa, ve á Lisboa; pero el que ve á Roma, las ve todas juntas y goza de todo el mundo de una vez, término de la tierra y entrada católica del cielo. Y si ya la veneraron de lejos, agora la admiraron de cerca, sellaron sus labios en sus sagrados umbrales, antes de estampar sus plantas. Introdujéronse con reverencia en aquel _non plus ultra_ de la tierra y un tanto monta del cielo. Discurrían mirando y admirando sus novedades, que parecen antiguas; y sus antigüedades, que siempre se hacen nuevas. Reparó en su reparar un mucho hombre, que cortesanamente se les fué acercando ó ellos á él para informarse. Á pocos lances, que hizo con destreza, conoció que eran peregrinos y ellos que él era raro y tanto, que pudiera dar liciones de mirar al mismo Argos, de penetrar á un zahorí, de prevenir á un Jano y de entender al mismo Descifrador. Pero ¿qué mucho, si era un cortesano viejo de muchos cursos de Roma, español inserto en italiano, que es decir, un prodigio? Era gran hombre de notas y de noticias, con los dos realces de buen ingenio y buen gusto, el cortesano de más buenos ratos, que pudieran desear. Vosotros, les dijo, según veo, habéis rodeado mucho y avanzado poco. Que, si de primera instancia hubiérades venido á este epílogo del político mundo, todo lo bueno hubiérades logrado y visto de la primera vez, llegando por el atajo del vivir al colmo del valer. Porque advertid que, si otras ciudades son celebradas por oficinas de maravillas mecánicas, en Milán se templan los impenetrables arneses, en Venecia se clarifican los cristales, en Nápoles se tejen las ricas telas, en Florencia se labran las piedras preciosas, en Génova se ahuchan los doblones; Roma es oficina de los grandes hombres. Aquí se forjan las grandes testas, aquí se sutilizan los ingenios y aquí se hacen los hombres muy personas. Y si son dichosos los que habitan las ciudades grandes, añadió otro, porque se halla en ellas todo lo bueno y lo mejor, en Roma se vive dos veces y se goza muchas, paradero de prodigios y centro de maravillas. Aquí hallaréis cuanto pudiéredes desear. Sola una cosa no toparéis en ella. Y será sin duda, replicaron ellos, la que nosotros venimos á buscar, que ése suele ser el ordinario chasco de la fortuna. ¿Qué es lo que buscáis?, les dijo. Y Critilo: Yo una esposa. Y Andrenio: Yo una madre. ¿Y cómo se nombra? Felisinda. Dudo que la halléis, por lo que dice de felicidad. ¿Pero dónde tenéis nueva que se alberga? En el palacio del embajador del rey Católico. Oh sí y aun el rey de los embajadores. Llegáis á ocasión que ya es parte de dicha. Allá me encaminaba yo esta tarde, donde concurren los ingenios á gozar del buen rato de una discreta academia. Es el embajador príncipe de bizarro genio, originado de su grandeza. Que, así como otros príncipes ponen su gusto en tener buenos caballos, que al fin son bestias, otros en lebreles, dados á perros, en tablas y en lienzos muchos, que son cosas pintadas, en estatuas mudas, en piedras preciosas, que si un día amaneciese el mundo con juicio, se hallarían muchos sin hacienda, este señor gusta de tener cerca de sí hombres entendidos y discretos, de tratar con personas, que cada uno muestra lo que es en los amigos que tiene. Llegaron ya al genial albergue, entraron en un salón bien aliñado y capaz, teatro de Apolo, estancia de sus galantes Gracias y coro de sus elegantes Musas. Allí apreciaron mucho el ver y conocer los mayores ingenios de nuestros tiempos, hombres tan eminentes, que con cada uno se pudiera honrar un siglo y desvanecerse una nación. Íbaselos nombrando el cortesano y dándoseles á conocer. Aquel que habla el francés en latín es el Barclayo, venturoso en aplausos, por no haber escrito en lengua vulgar. Aquel otro de la bieninventada invectiva es el que supo más bien decir mal, el Bocalini. Conoced el Malvezi, filosofando en la historia, estadista de sí mismo. Aquel Tácito á las claras es Henrico Caterino. Mas aquel otro, que está embutiendo de borra, de memoriales, de cartas y de relaciones de la tela de oro de su Mercurio, es el Siri. Vale á los alcances su antagonista el Virago, más flojo y más verídico. Ved el Góngora de Italia, como si él se fuese el Aquilino. Aquel elocuentísimo polianteísta es Agustín Mascardo. Y así otros singulares ingenios de valiente rumbo y mucho garbo. Fueron ocupando sus puestos y llenándolos también y, después de conciliada, no sólo la atención, pero la expectación, arengó el Marino, cumpliendo con el oficio de secretario y dando principio con el más célebre de sus epigramas morales, que comienza: Abre el hombre infeliz, luego que nace, antes que al sol, los ojos á la pena, etcétera. Aunque no pudo librarse de la censura de que no concluye al propósito, pues, habiendo referido la prolijidad de miserias por toda la vida del hombre, da fin, diciendo: De la cuna á la urna hay sólo un paso. Acabado de relatar el soneto, prosiguió así: Todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que ninguno la tiene. Ninguno vive contento con su suerte ni la que le dió el cielo ni la que él se buscó. El soldado siempre pobre alaba las ganancias del mercader y éste recíprocamente la fortuna del soldado, el jurisconsulto envidia el retrato sencillo y verdadero del rústico y éste la comodidad del cortesano, el casado codicia la libertad del soltero y éste la amable compañía del casado. Éstos llaman dichosos á aquéllos y aquéllos al contrario á éstos, sin hallarse uno que viva contento con su fortuna. Cuando mozo piensa el hombre hallar la felicidad en los deleites y así se entrega ciegamente á ellos con muy costosa experiencia y tardo desengaño. Cuando varón la imagina en las ganancias y riquezas. Y cuando viejo en las honras y dignidades. Rodando siempre de un empleo en otro, sin hallar en ninguno la verdadera felicidad. Donosa ponderación del sentencioso lírico, si bien, aunque levantó la caza, no la dió mate, ni halló salida al reparo. Ésta hoy se libra á vuestro bizarro discurrir, siendo el asunto señalado para esta tarde, disputarse ha en qué consista la felicidad humana. Dicho esto, volvió el rostro hacia el primero, que era el Barclayo, más por acaso, que por afectación. Éste, después de haber pedido la venia al príncipe y haber cabeceado á un lado y á otro, discurrió así: De gustos siempre oí decir que no se ha de disputar, cuando vemos que la una mitad del mundo se está riendo de la otra. Tiene su gusto y su gesto cada uno y así yo hago burla de aquellos sabios á lo antiguo, que defendían consistir la felicidad, uno que en las honras, otro que en las riquezas, éste que en los deleites, aquél que en el mundo, tal que en el saber, y cual que en la salud. Digo que me río de todos estos filósofos, cuando veo tan encontrados los gustos, que, si el vano anhela por las honras, el sensual hace burla dél y dellas; si el avaro codicia los tesoros, el sabio los desprecia. Así que diría yo que la felicidad de cada uno no consiste en esto ni en aquello, sino en conseguir y gozar cada uno de lo que gusta. Fué muy celebrado este decir y mantúvose buen rato en este aplauso, hasta que el Virago: Reparad, señores, les dijo, en que los más de los mortales emplean mal su gusto, pues á veces en las cosas más viles y indignas de la naturaleza racional. Porque, si se halla uno, que guste de los libros, habrá ciento que de las cartas; si éste de las buenas musas, aquél de las malas sirenas. Y así entended que las más veces no es, no, felicidad conseguir uno su gusto, cuando le tiene tan malo. Demás que, por bueno y relevante que sea, de nada se satisface, no para en ningún empleo; antes, alcanzado uno, luego le enfada y busca otro, siendo la inconstancia evidencia de la no conseguida felicidad. Muchas habrían de ser las felicidades de los señores y príncipes, de quienes decía uno y no mal que todas son ganicas. Hoy asquean lo que aplaudieron ayer y mañana acriminarán lo que buscaron hoy. Cada día empleo flamante y cada instante obra nueva. Borró con esto el concepto, que habían hecho de la pasada opinión y mereció la expectación de todos para la suya, que propuso así: Principio es muy asentado entre los sabios que el bien ha de constar de todas sus causas, lleno de todas partes, sin que le falte la menor circunstancia. De modo que para el bien todas que sobren y para mal una que falte y, si esto se requiere para cualquier dicha, ¿qué será para una felicidad entera y consumada? Supuesta esta máxima, saquemos ahora las consecuencias. ¿Qué le importa á un poderoso tener todas las comodidades, si le falta la salud para gozarlas? ¿Qué tendrá el avaro con las riquezas, si no tiene ánimo para lograrlas? ¿De qué le sirve al sabio su mucho saber, si no tiene amigos capaces con quien comunicarlo? Digo, pues, que no me contento con poco; todo lo pretendo y juzgo que lo ha de tener todo el que se hubiere de llamar feliz, para que nada desee. De suerte que la felicidad humana consiste en un agregado de todos los que se llaman bienes, honras, placeres, riquezas, poder, mando, salud, sabiduría, hermosura, gentileza, dicha y amigos con quien gozarlo. Esto sí que es decir, exclamaron. No deja que discurrir á los demás. Pero tomó la mano el Siri, intimando la atención para echar el bollo á la controversia. Grandemente, dijo, os ha contentado este montón quimérico de gustos, este agregado fantástico de bienes; pero advertid que es tan fácil de imaginar, cuan imposible de conseguir. ¿Porque cuál de los mortales pudo jamás llegar á esta felicidad soñada? Rico fué Creso, pero no sabio; sabio fué Diógenes, pero no rico. ¿Quién lo obtuvo todo? Mas doy que lo consiga. El día, que no tenga que desear, ha de ser ya infeliz. Y que también hay desdichados de dichosos: suspiran y asquean algunos de hartos y les va mal, porque les va bien. Después de haberse señoreado Alejandro de este mundo, suspiraba por los imaginarios, que oyó quimerear á un filósofo. Con más facilidad querría yo la felicidad y así me calzo la opinión del revés y afirmo todo lo contrario. Estoy tan lejos de decir que consista la felicidad en tenerlo todo, que antes digo que en tener nada, desear nada y despreciarlo todo. Y ésta es la única felicidad, con facilidad, la de los discretos y sabios. El que más cosas tiene, de más depende y es más infeliz el que de más cosas necesita: así como el enfermo más cosas ha menester, que el sano. No consiste el remedio del hidrópico en añadir de agua, sino en quitar de sed. Lo mismo digo del ambicioso y del avaro. El que se contenta consigo solo es cuerdo y es dichoso. ¿Para qué la taza, donde hay mano con que beber? El que encarcelare su apetito entre un pedazo de pan y un poco de agua, trate de competir de dichoso con el mismo Jove, dice Séneca. Y sello mi voto, diciendo que la verdadera felicidad no consiste en tenerlo todo, sino en desear nada. No queda más que oir, exclamó el común aplauso. Pero fué también descaeciendo este sentir y callaron todos, para que el Malveci filosofase desta suerte: Digo, señores, que este modo de opinar procede más de una melancólica paradoja, que de un acierto político, y que es un querer reducir la noble humana naturaleza á la nada. Pues desear nada, conseguir nada y gozar de nada ¿qué otra cosa es, que aniquilar el gusto, anonadar la vida y reducirlo todo á la nada? No es otra cosa el vivir que un gozar de los bienes y saberlos lograr, tanto los de la naturaleza, como del arte, con modo, forma y templanza. No hallo yo que pueda ser perficionar al hombre el privarle de todo lo bueno; sino destruirle de todo punto. ¿Para qué son las perfecciones? ¿Para qué los empleos? ¿Para qué crió el sumo Hacedor tanta variedad de cosas con tanta hermosura y perfección? ¿De qué servirá lo honesto, lo útil y deleitable? Si éste nos vedara lo indecente y nos concediera lo lícito, pudiera pasar; pero bueno y malo, llevarlo todo por un rasero, á fe que es bravo capricho. Por lo tanto diría yo: ya veo que es una académica bizarría; pero en las grandes dificultades, arte es el saberse arrojar. Digo, pues, que aquel se puede llamar dichoso y feliz, que se lo piensa ser; y al contrario, aquel será infeliz, que por tal se tiene, por más felicidades y venturas, que le rodeen, quiero decir, que el vivir con gusto es vivir y que solos los gustosos viven. ¿Qué le aprovecha á uno tener muchas y grandes felicidades, si no las conoce, antes las juzga desdichas? Y al contrario, aunque al otro todas le falten, si él vive contento, eso le basta. El gusto es vida y la gustosa vida es la verdadera felicidad. Arquearon todos las cejas, diciendo: Esto ha sido dar en el blanco y apurar del todo la dificultad. De modo que cada sentencia les parecía la última y que no quedaba ya qué discurrir. Y es cierto se abrazara este dictamen, si no se le opusiera aquel águila, cisne digo, el culto Aquilini, diciendo: Aguardad, reparad, señores, en que es de solos necios el vivir contentos de sus cosas, siendo la bienaventuranza de los simples la propia y plena satisfacción. Beato tú, le dijo el célebre Bonarota, al que le contentaban sus malos borrones, cuando á mí nada de cuanto pinto me satisface. Así que yo siempre me contenté mucho de aquella bella prontitud del Dante. Al fin, Alígero, por su alado ingenio. Tuvo mucho vivo aquella sazonada respuesta, cuando habiéndose disfrazado en uno de los días carnavales y mandándole buscar el Médicis su gran patrón y Mecenas, para poderle conocer entre tanta multitud de personados, ordenó que los que le buscasen fuesen preguntando á unos y á otros: ¿_Quién sabe del bien_? Y desatinando todos, cuando llegaron á él y le preguntaron: ¿_Chi sa del bene_? prontamente respondió: _Chi sa del male_. Con que al punto dijeron: Tú eres el Dante. ¡Oh, gran decir: aquel sabe del bien, que sabe del mal! No gusta de los manjares, sino el hambriento y el sediento de la bebida. Dulce le es el sueño á un desvelado, así como el descanso al molido. Aquellos estiman la abundancia de la paz, que pasaron por las miserias de la guerra; el que fué pobre sabe ser rico; el que estuvo encarcelado goza de la libertad; el náufrago, del puerto; el desterrado, de su patria, y el que fué infeliz, de la dicha. Veréis á muchos malhallados con los bienes, porque no probaron de los males. Así que aquel diría yo es feliz, que fué primero desdichado. Contentó mucho este discurso; mas entró á impugnarle el Mascardo, probando no poder ser dicha la que suponía la desdicha ni contento verdadero el que sucedía á la pena. Ya el mal va delante y el pesar gana de mano al placer. No sería esa felicidad entera; sino á medias, respecto de la desdicha. Y de esa suerte, ¿quién quisiera ser feliz? Viniendo, pues, á mi sentir, como yo tenga por máxima con otros muchos, que no hay dicha ni desdicha, felicidad ó infelicidad, sino prudencia ó imprudencia, digo que toda la felicidad humana consiste en tener prudencia y la desventura en no tenerla. El varón sabio no teme la fortuna; antes es señor de ella y vive sobre los astros, superior á toda dependencia. Nada le puede empecer, cuando él mismo no se daña. Y concluyo con que en todo lo que llena la cordura no cabe infelicidad. Inclinó todo político la cabeza, haciéndole la salva como á vino de una oreja y todo crítico dijo: Bueno. Pero al mismo tiempo se vió sacudirlas ambas al caprichoso Capriata, diciendo: ¿Quién vió jamás contento á un sabio, cuando fué siempre la melancolía manjar de discretos? Y así veréis, que los españoles, que están en opinión de los más detenidos y cuerdos, son llamados de las otras naciones los tétricos y graves, como al contrario los franceses son alegres y que van siempre brincándose y bailando. Los que más alcanzan, conocen mejor los males y lo mucho que les falta para ser felices. Los sabios sienten más las adversidades y, como á tan capaces, les hacen mayor impresión los topes. Una gota de azar basta á aguarles el mayor contento y, demás de ser poco afortunados, ellos mismos ayudan á su descontento con su mucho entender. Así que no busquéis la alegría en el rostro del sabio; la risa sí que la hallaréis en el del loco. Al pronunciar esta palabra saltó uno muy célebre, que gustaba de llevar consigo el cuerdo embajador, para ganso de noticias y aun de verdades. Éste, pues, sin ton y sin son, hablando alto y riendo mucho, dijo: De verdad, señor, que estos vuestros sabios son unos grandes necios, pues andan buscando por la tierra la que está en el cielo. Y dicho esto, que no fué poco, dió las puertas afuera. Basta, confesaron todos, que un loco había de topar con la verdad. Y en confirmación, el Mascardo peroró así: En el cielo, señores, todo es felicidad; en el infierno, todo es desdicha; en el mundo, como medio entre estos dos estremos, se participa de entrambos: andan barajados los pesares con los contentos, altérnanse los males con los bienes, mete el pesar el pie donde le levanta el placer, llegan tras las buenas nuevas las malas, ya en creciente la luna, ya en menguante, gran presidenta de las cosas sublunares. Sucede á una ventura una desdicha y así la temía Filipo el macedón, después de las tres felices nuevas. Tiempo señaló el sabio para reir y tiempo para llorar. Amanece un día nublado, otro sereno, ya mar en leche y ya en hiel. Viene tras una mala guerra una buena paz, con que no hay contentos puros, sino muy aguados y así los beben todos. No tenéis que cansaros en buscar la felicidad en esta vida; milicia sobre el haz de la tierra. No está en ella y convino así. Porque, si aun deste modo, estando todo lleno de pesares, sitiada nuestra vida de miserias, con todo eso no hay poder arrancar los hombres de los pechos desta villana nodriza, despreciando los brazos de la celestial madre, que es la reina: ¿qué hicieran, si todo fuera contento, gusto, placer, solaz y felicidad? Con esto se dieron por entendidos nuestros dos peregrinos, Critilo y Andrenio y con ellos todos los mortales, añadiendo el cortesano: En vano, oh peregrinos del mundo, pasajeros de la vida, os cansáis en buscar desde la cuna á la tumba esta vuestra imaginada Felisinda, que el uno llama esposa, el otro madre. Ya murió para el mundo y vive para el cielo. Hallarla heis allá, si la supiéredes merecer en la tierra. Disolvióse la magistral junta, quedando desengañados todos al uso del mundo, tarde. Convidóles el cortesano á ver algo de lo mucho, que se logra en Roma. Pero lo más que hay que ver, decían ellos y la mejor vista es ver tantas personas, que, habiendo nosotros peregrinado todo el mundo, podemos asegurar no haber visto otras tantas. ¿Cómo decís que habéis andado todo el mundo, no habiendo estado sino en cuatro provincias de la Europa? ¡Oh, bien!, respondió Critilo. Yo te lo diré. Porque, así como en una casa no se llaman parte de ella los corrales, donde están los brutos, no entran en cuenta los reductos de las bestias, así lo más del mundo no son sino corrales de hombres incultos, de naciones bárbaras y fieras, sin policía, sin cultura, sin artes y sin noticias, provincias habitadas de monstruos de la heregía, de gentes, que no se pueden llamar personas, sino fieras. Aguarda, dijo, agora, que tocamos ese punto, vosotros, que habéis registrado las más políticas provincias del mundo, ¿qué os ha parecido de la culta Italia? Vos lo habéis dicho en esa palabra culta, que es lo mismo que aliñada, cortesana, política y discreta, la perfecta de todas maneras. Porque es de notar que España se está hoy del mismo modo que Dios la crió, sin haberla mejorado en cosa sus moradores, fuera de lo poco, que labraron en ella los romanos. Los montes se están hoy tan soberbios y zahareños como al principio; los ríos innavegables, corriendo por el mismo camino que les abrió la naturaleza; las campañas se están páramos, sin haber sacado para su riego las acequias; las tierras incultas; de suerte que no ha obrado nada la industria. Al contrario la Italia está tan otra y tan mejorada, que no la conocerían sus primeros pobladores, que viniesen. Porque los montes están allanados, convertidos en jardines, los ríos navegables, los lagos son vivares de peces, los mares poblados de famosas ciudades, coronados de muelles y de puertos; las ciudades todas por un parejo, hermoseadas de vistosos edificios, templos, palacios y castillos, sus plazas adornadas de brolladores y fuentes; las campañas son elisios, llenas de jardines; de suerte, que hay más que ver y que gozar en sola una ciudad de Italia, que en toda una provincia de las otras. Ella es la política, madre de las buenas artes, que todas están en su mayor punto y estimación, la política, la poesía, la historia, la filosofía, la retórica, la erudición, la elocuencia, la música, la pintura, la arquitectura, la escultura. Y en cada una destas artes se hallan prodigiosos hombres. Por esto, sin duda, dijeron que, cuando las diosas se repartieron las provincias del mundo, Juno escogió la España, Belona la Francia, Proserpina á Inglaterra, Ceres á Sicilia, Venus á Chipre y Minerva á Italia. Allí florecen las buenas letras, ayudadas de la más suave, copiosa y elocuente lengua. Que aun por eso en aquella plausible comedia, que se representó en Roma, de la caída de nuestros primeros padres, se introducían donosamente los personajes, hablando el padre eterno en alemán, Adán en italiano: _Lo mio signore_, Eva en francés, _qui Monsiur_, y el diablo en español, echando votos y retos. Exceden los italianos á los españoles en los accidentes y á los franceses en la sustancia. Ni son tan viles como éstos ni tan altivos como aquéllos. Igualan á los españoles en ingenio y sobrepujan á los franceses en juicio, haciendo un gran medio entre estas dos naciones. Pero, si en manos de los italianos hubieran dado las Indias, ¡cómo que las hubieran logrado! Está Italia en medio de las provincias de la Europa, coronada de todas como reina, y trátase como tal. Porque Génova la sirve de tesorera, Sicilia de despensera, la Lombardía de copera, Nápoles de maestresala, Florencia de camarera, el Lacio de mayordomo, Venecia de aya, Módena, Mantua, Luca y Parma, de meninas y Roma de dueña. Sola una cosa la hallo yo mala, dijo Andrenio. ¿Sola una?, replicó el cortesano. ¿Y cuál es? Reparaba en decirla y quisiera que él la adivinara. Con esta atención le iba deteniendo y el otro instando. Sería acaso el ser tan viciosa, porque eso le viene de ser tan deliciosa. No es eso. ¿Aquello de oler aún á gentil, hasta en los nombres de Cipiones y Pompeyos, Césares y Alejandros, Julios y Lucrecias y en la vana estimación de las antiguas estatuas que parecen idolatrar en ellas, el ser tan supersticiosos y agoreros, porque todo eso les viene de gentil herencia? Ni eso. ¿Pues qué? ¿El estar tan dividida y como hecha jigote en poder de tantos señores y señorcitos, saliéndole estéril toda su política y sirviéndola de nada toda su razón de estado? Tampoco es eso. ¡Válgate Dios! ¿Pues qué será? ¿Es por ventura aquello de ser campo abierto á las naciones estranjeras, palenque de españoles y franceses? He, que no es eso. ¿Si sería el ser maestra de invenciones y quimeras, porque eso pasó de la Grecia al Lacio juntamente con el imperio? Ni eso ni estotro. ¿Pues qué puede ser? Que ya me doy por vencido. ¿Qué? El haber tantos italianos. Que si eso no tuviera, hubiera sido sin oposición el mejor país del mundo. Y vese claro, pues Roma con el concurso de las naciones se viene á templar mucho. Por eso dicen que Roma no es Italia ni España ni Francia; sino un agregado de todas. Gran ciudad para vivir; aunque no para morir. Dicen que está llena de santos muertos y de demonios vivos. Paradero de peregrinos y de todas las cosas raras, centro de maravillas, milagros y prodigios. De suerte, que más se vive en ella en un día, que en otras ciudades en un año, porque se goza de todo lo mejor. Un secreto ha días deseo saber de la Italia, dijo Critilo. ¿Qué cosa?, le preguntó el cortesano. Yo te lo diré. ¿Cuál sea la causa que, siendo los franceses tan fatales para ella, los que la inquietan, la azotan, la pisan, la saquean, cada año la revuelven y son su total ruina, y al contrario, siendo los españoles los que la enriquecen, la honran, la mantienen en paz y quietud, los que la estiman, siendo Atlantes de la iglesia católica romana, con todo eso se pierden por los franceses, se les va el corazón tras ellos, los alaban sus escritores, los celebran sus poetas con declarada pasión y á los españoles los aborrecen, los execran y siempre están diciendo mal de ellos? ¡Oh, dijo el cortesano, has tocado un gran punto! No sé cómo te lo dé á entender. ¿No has visto muchas veces aborrecer una mujer el fiel consorte, que la honra y que la estima, que la sustenta, la viste y la engalana, y perderse por un rufián, que la da de bofetadas cada día y la acocea, la azota y la roba, la desnuda y la maltrata? Sí. Pues aplica tú la semejanza. Faltóles antes la luz del día para ver, que grandezas y portentos para ser vistos, con que hubieron de dar treguas á su bienlograda curiosidad hasta el siguiente día. Mañana, les dijo el cortesano, os convido á ver, no sola Roma, sino todo el mundo de una vez, desde cierto puesto, de donde se señorea. Veréis, no sólo este siglo, esta nuestra era; sino las venideras. ¿Qué dices, cortesano mío?, replicó Andrenio. ¿Para otro mundo y otro siglo nos emplazas? Sí, que habéis de ver cuanto pasa y ha de pasar. Gran cosa será y gran día. Quien quisiere lograrlo, madrugue en la siguiente Crisi. CRISI X _La rueda del tiempo._ Creyeron vanamente algunos de los filósofos antiguos que los siete errantes astros se habían repartido las siete edades del hombre, para asistirle desde el quicio de la vida hasta el umbral de la muerte. Señalábanle á cada edad su planeta por su orden y su puesto, avisando á todo mortal se diese por entendido, ya del planeta, que le presidía, ya del traste de la vida en que andaba. Cúpole, decían, á la niñez la luna con nombre de Lucina, comunicándole con sus influencias sus imperfecciones, esto es, con la humedad la ternura y con ella la facilidad y variedad, aquel mudarse á cada instante, ya llorando, ya riendo, sin saber de qué se enoja, sin saber con qué se aplaca, de cera á las impresiones, de masa á las aprehensiones, pasando de las tinieblas de la ignorancia á los crepúsculos de la advertencia. Desde los diez años hasta los veinte decían presidirle el planeta Mercurio, influyendo docilidades, con que se va adelantando ya muchacho, al paso que en la edad, en la perfección. Comienza á estudiar y á deprender, cursa las escuelas, oye las facultades y va enriqueciendo el ánimo de noticias y de ciencias. Pero descárase Venus á los veinte y reina con grande tiranía, hasta los treinta, haciendo cruda guerra á la juventud á sangre que yerve y á fuego en que se abrasa y todo esto con bizarra galantería. Amanece á los treinta años el sol, esparciendo rayos de lucimiento con que anhela ya el hombre á lucir y valer. Emprende con calor los honrosos empleos, las lucidas empresas y, cual sol de su casa y de su patria, todo lo ilustra, lo fecunda y lo sazona. Embístele Marte á los cuarenta, infundiéndole valor con calor. Revístese de aceros, muestra bríos, riñe, venga y pleitea. Entra á los cincuenta mandando Júpiter, influyendo soberanías. Ya el hombre es señor de sus acciones, habla con autoridad, obra con señoría, no lleva bien el ser gobernado de otros; antes lo querría mandar todo, toma por sí las resoluciones, ejecuta sus dictámenes, sábese gobernar y á esta edad, como á tan señora, la coronaron por reina de las otras, llamándola el mejor tercio de la vida. Á los sesenta anochece, que no amanece, el melancólico saturnino con humor y horror de viejo. Comunícale su triste condición y, como se va acabando, querría acabar con todos, vive enfadado y enfadando, gruñendo y riñendo y, á lo de perro viejo, royendo lo presente y lamiendo lo pasado, remiso en sus acciones, tímido en sus ejecuciones, lánguido en el hablar, tardo en el ejecutar, ineficaz en sus empresas, escaso en su trato, asqueroso en su porte, descuidado en su traje, destituído de sentidos, falto de potencias y á todas horas y de todas las cosas quejumbroso. Hasta los setenta es el vivir y en los poderosos hasta los ochenta, que de ahí adelante todo es trabajo y dolor, no vivir, sino morir. Acabados los diez años de Saturno, vuelve á presidir la luna y vuelve á niñear y á monear el hombre decrépito y caduco, con que acaba el tiempo en círculo, mordiéndose la cola la serpiente: ingenioso jeroglífico de la rueda de la humana vida. Con esto entró el cortesano, no tanto á despertarles, cuanto á darles el buen día y aun el mejor de su vida, muy entretenido con la máscara del mundo, el baile y mudanzas del tiempo, el entremés de la fortuna y la farsa de toda la vida. ¡Alto! les dijo, que tenemos mucho que hablar, pues, deste mundo y del otro. Sacóles de casa, para más meterlos en ella, y fuélos conduciendo al más realzado de los siete collados de Roma, tan superior, que no sólo pudieron señorear aquella universal corte; pero todo el mundo con todos los siglos. Desde esta eminencia, les decía, solemos con mucho deporte algunos amigos tan geniales cuan joviales registrar todo el mundo y cuanto en él pasa, que todo corre la posta. Desde aquí atalayamos las ciudades y los reinos, las monarquías y repúblicas, ponderamos los hechos y los dichos de todos los mortales, y lo que es de más curiosidad, que no sólo vemos lo de hoy y lo de ayer, sino lo de mañana, discurriendo de todo y por todo. ¡Oh, lo que diera yo, decía Andrenio, por ver lo que será del mundo de aquí á unos cuantos años! En qué habrán parado los reinos, qué habrá hecho Dios de fulano y de citano, qué habrá sido de tal y de tal personaje. Lo venidero, lo venidero querría yo ver; que eso de lo presente y lo pasado cualquiera se lo sabe. Hartos estamos de oirlo, cuando una victoria, un buen suceso lo repiten y lo vuelven á cacarear los franceses en sus gacetas, los españoles en sus relaciones, que matan y enfadan. Como lo de la victoria naval contra Selim, que aseguran fué más el gasto que se hizo en salvas y en luminarias, que lo que se ganó en ella. Y modernamente decía un discreto: Tan enfadado me tienen estos franceses con su socorro de Arrás y con tanto repetirlo, que no puedo ver las tapicerías aun en medio del invierno. Pues yo te ofrezco, dijo el cortesano, mostrarte todo lo venidero, como si lo tuvieses aquí delante. ¡Brava arte mágica sería ésa! Antes no ni es menester, cuando no hay cosa más fácil, que saber lo venidero. ¿Cómo puede ser eso, si está tan oculto y tan reservado á sola la perspicacia divina? Vuelvo á decir que no hay cosa más fácil ni más segura. Porque has de saber que lo mismo, que fué, eso es y eso será, sin discrepar ni un átomo. Lo que sucedió docientos años ha, eso mismo estamos viendo agora. Y si no, aguarda. Y echóse mano á una de las faltriqueras de la faldilla delantera y sacó una caja de cristales, celebrándolos por cosa extraordinaria. ¿Qué más tendrán esos, que los demás antojos?, decía Andrenio. ¡Oh, sí, que alcanzan mucho! ¿Qué tanto? ¿Más, que el antojo del Galileo? Mucho más, pues lo que está por venir, lo que sucederá de aquí á cien años. Éstos los forjaba Arquímedes para los amigos entendidos. Tomad y calzáoslos en los ojos del alma, en los interiores. Y hiciéronlo así, sobre la faición de la prudencia. Mirad ahora hacia España. ¿Qué veis? Veo, dijo Andrenio, que las mismas guerras intestinas de agora docientos años pasan del mismo modo, las rebeliones, las desdichas del un cabo al otro. ¿Qué ves hacia Inglaterra? Que lo que obró un Enrico contra la Iglesia ejecuta después otro peor. Que si ya degollaron una reina Estuarda, hoy su nieto Carlos Estuardo. Veo en Francia que matan un Enrico y otro Enrico y que vuelven á brotar las cabezas de la herética hidra. Veo en Suecia que lo que le sucedió á Gustavo Adolfo en Alemania, le va sucediendo por los mismos filos á su sobrino en la católica Polonia. ¿Y aquí en Roma? Que ha vuelto aquel siglo de oro y aquella felicidad pasada, de que gozó en tiempo de los Gregorios y los Píos. Ahí veréis que las cosas, las mismas son, que fueron; sola la memoria es la que falta. No acontece cosa, que no haya sido ni que se pueda decir nueva bajo del sol. ¿Quién es aquel vejezuelo, dijo Critilo, que nunca para, que todos le siguen y él á nadie espera ni á reyes ni á monarcas, hace su hecho y calla? ¿No lo ves tú, Andrenio? Sí, por señas que lleva unas alforjas al cuello, como caminante. ¡Oh!, dijo el cortesano, ése es un viejo, que sabe mucho, porque ha visto mucho y al cabo todo lo dice sin faltar á la verdad. ¿Cabe mucho en aquellas alforjas? No lo creeréis. Cabe una ciudad y muchas y reinos enteros. Unos lleva delante, otros atrás y, cuando se cansa, vuelve las alforjas, la de atrás adelante, y revuelve todo el mundo, sin saber cómo ni por qué, sino por variar. ¿Qué pensáis que es el pasarse el mando, el mudarse el señorío desta provincia en aquélla, de una nación en la otra? Es que se muda las alforjas el tiempo: hoy está aquí el imperio y mañana acullá; hoy van delante los que ayer iban detrás: mudóse la vanguardia en retaguardia. Así veréis que la África, que en otro tiempo era madre de prodigiosos ingenios, de un Augustino, Tertuliano y Apuleyo ¿quién tal creyera? hoy está hecha un barbarismo, engendradora de alarbes. Y lo que es de mayor sentimiento, la Grecia, progenitora de los mayores ingenios, la inventora de las ciencias y las artes, la que daba leyes de discreción á todo el mundo, madre del bien decir, hoy está hecha un solecismo en poder de los bárbaros traces. Y á ese modo está trocado todo el mundo. La Italia, que mandaba á todas las demás naciones y triunfaba de todas las provincias, hoy sirve á todas: mudóse las alforjas el tiempo. Pero la que fué gran vista y espectáculo de mucho gusto fué una gran rueda, que bajaba por toda la redondez de la tierra, desde el oriente al ocaso de la ocasión. Veíanse en ella todas cuantas cosas hay, ha habido y habrá en el mundo, con tal disposición, que la una mitad se veía clara y esentamente sobre el horizonte y la otra estaba hundida acullá abajo, que nada de ella se veía; pero iba rodando sin cesar, dando vueltas, al modo de una grúa, en que se metió el tiempo y, saltando de la grada de un día en la del otro, la hacía rodar y con ella todas las cosas. Salían unas de nuevo y escondíanse otras de viejo y volvían á salir al cabo de tiempo. De modo que siempre eran las mismas; sólo que unas pasaban, otras habían pasado y volvían á tener vez. Hasta las aguas al cabo de los años mil volvían á correr por donde solían; aunque no serían por los ojos, que ésas más presto vuelven: que hay mucho que llorar. Aquí hay mucho que ver, dijo Critilo. Y que notar, el cortesano. Bien lo podéis tomar de propósito. Atended cómo va pasando todo en la rueda de la vicisitud, unas cosas van, otras vienen. Vuelven las monarquías y revuélvense también: que no hay cosa que tenga estado, todo es subida y declinación. Veíanse acullá al un cabo de la rueda y que ya habían pasado unos hombres y unos príncipes parcos, que no pobres, pródigos de su sangre y guardadores de la hacienda. Vestían de lana y la sabían cardar. Crujían mangas de seda los días de fiesta por gran gala y todo el año la malla. ¿Quiénes son aquellos, preguntó Critilo, que cuanto más llanos, mejor parecen? Aquéllos fueron, respondió el cortesano, los que conquistaron los reinos. Nota bien que allí hallarás un don Jaime de Aragón, un don Fernando el Santo de Castilla y un don Alfonso Enríquez de Portugal. Mira qué pobres de gala y qué ricos de fama. Hicieron muy bien su papel, pues llenaron las historias de sus hazañas y metiéronse en el vestuario común de las mortajas; pero no en olvido. Al mismo tiempo, por la contraria banda de la rueda, salían otros y muy otros, ricos, bizarros y suntuosos, rozando sedas, arrastrando telas y gozando de lo que sus antepasados les ganaron; pero iban éstos pasando también su carrera y hundíanse al cabo, después de hundido todo y volvían á salir aquellos primeros, volviendo á juego las materias. Y con esta alternación procedían las cosas humanas, al fin temporales. ¡Hay tal variedad!, ponderaba Andrenio. ¿Y siempre ha sido desta suerte? Siempre, decía el cortesano, y esto en cada provincia, en cada reino. Vuelve la cabeza atrás y mira qué moderados entraron en España los primeros godos, un Ataulfo, Sisenando, hasta el rey Bamba. Sucede al cabo el delicioso Rodrigo y da al traste con las más florida monarquía. Va pasando la rueda y vuelve otra vez el valor con la parsimonia, en el famoso Pelayo. Restáurase poco á poco lo que se perdió tan aprisa. Descaece otra vez; pero resucita en el rey don Fernando el Católico y así se van alternando las ganancias y las pérdidas, las dichas y las desdichas. ¡Oh, lo que son de ver, decía Critilo, aquellos primeros vestidos de paño, ya los segundos de brocado, aquéllos crujiendo acero y éstos seda, arreados aquéllos en el alma y desnudos en el cuerpo, adornados éstos de galas y desnudos de hazañas, faltos de noticias y sobrados de delicias! Escondíanse unas mujeres y señoras y aun princesas, con las ruecas en la cinta, refilando el uso, y salían otras con abanicos costosos de varillas de diamantes, fuelles de su vanidad. Aquéllas con sus manguitos de paño, estas otras de martas, nada piadosas y muy suyas. Aquéllas exprimidas de talle, estas otras más huecas, que campanas. Y no obstante esto, aquéllas sonaban mejor. Por eso digo yo, ponderaba Critilo, que siempre lo pasado fué mejor. Alargaba el cuello Andrenio, mirando hacia el oriente de la rueda y preguntóle el cortesano: ¿Qué buscas? ¿Qué echas menos? Y él miraba si volvía á salir aquel plausible rey don Pedro de Aragón, llamado bastón de franceses, que con ellos solos fué cruel. ¡Oh, cómo que despicaría á España! ¡Qué coscorrones pegaría! ¡Cómo que les abajaría las crestas á los galos! Pero mudóse las alforjas el tiempo. Iba dando sin parar la vuelta la rueda y volteando con ella cuanto hay. Salía una ciudad con sus casas de tierra y los palacios á piedralodo. Paseaban sus calles en carros los caballeros, el mismo Nuño Rasura. Que las damas, como tan recatadas, ni eran vistas ni oídas. Cuando mucho, salían á alguna romería: que no se nombraban las ramerías. Más colorada se volvía entonces una mujer de ver un hombre, que agora de ver un ejército. Y es de advertir que entonces no había otro color, que el de la vergüenza y el blanco de la inocencia. Parecían de otra especie, porque eran muy calladas, no andariegas, honestas, hacendosas. Al fin mujeres para todo y no como agora, para nada. Pero daba la vuelta la rueda, hundíase aquella ciudad y al cabo de tiempo volvía á salir otra, digo, la misma; pero tan otra, que no la conocían. ¿Qué ciudad es ésta?, preguntó Andrenio. La misma, respondió el cortesano. ¿Cómo puede ser eso, si estas casas de agora son de mármoles y de jaspes, con tanto dorado balcón, en vez de los de palo? ¿Qué tienen que ver estas tiendas con aquellas otras de docientos años atrás? Allí, señor cortesano, no había guantes de ámbar, sino de lana; no tahalíes bordados de oro, sino una correa; no sombreros de castor ni por sueño, cuando mucho bonetillos ó monteras. Manguitos de á ciento de á ocho, ¿quién tal dijo? Fuera heregía. No, sino de paño y abanicos de paja y ésos llevaba la señora y la condesa; que aún no había duquesas, y la misma reina doña Constanza y por mucha gala, que costaba cuatro maravedís; y no como agora de garapiña y de rapiña francesa. Con un real compraba entonces un hombre sombrero, zapatos, medias, guantes y aún le sobraban algunos maravedises. Las que aquí son telas de oro y brocados, allí eran bureles y por cosa muy preciosa se hallaba algún contray para mantos á las ricas fembras en el día de su boda, que por eso se llamaron de velarse. Las que allí eran carretillas, aquí son coches y carrozas; las que angarillas, son sillas de mano tachonadas. Aquí no se ve ruar el carretón de la Inés tirado de sola una bestia, que no había entonces tantas. Las calles hierven de mujeres tan descocadas cuan escotadas, cuando allí, si se les veía una muñeca, era ya perderse todo y ser ellas unas perdidas. Muchos de estrados y cojines y no se ve una almohadilla, sin hacer hacienda, antes deshaciéndolas y acabando con las casas. Pues te aseguro, dijo el cortesano, que es la misma ciudad; aunque tan otra de lo que fué, tan mudada, que no la conocerían sus primeros habitadores. Mira lo que hace y deshace el tiempo. ¡Válgame el Cielo!, dijo Critilo. ¿Y qué dijeran, si volvieran hoy á Roma los Camilos y Dentatos, si el buen Sancho Minaya á Toledo, si Gracián Ramírez á Madrid, Laín Calvo á Burgos, el Conde Alperche á Zaragoza y Garci Pérez á Sevilla, si pasearan por estas calles y las hallaran ocupadas de coches y de carrozas, si vieran estas tiendas y esta perdición? Volteaba la rueda y escondíase el buen tiempo y todo lo bueno con él. Aquellos hombres buenos y llanos sin artificio ni embeleco, tan sencillos en el vestido como en el ánimo, sin pliegues en las capas y sin dobleces en el alma, con el pecho desabrochado, mostrando el corazón, la conciencia á ojo, con el alma en la palma y por eso vitoriosa: hombres al fin del tiempo antiguo y con todo eso muy ricos y sobrados, desaliñados y nunca más bienpuestos. Que, cuando los hombres eran más sencillos, aseguran que había más doblones. Escondíanse aquéllos y salían otros antípodas suyos en todo, embusteros, mentirosos, falsos y faltos, que se corrían de que les llamasen buenos hombres, más pequeños de cuerpo y también de alma. Y con ser todos palabras, no tenían palabra. Mucho de cumplimiento y nada de verdad. Mucho de circunstancia y nada de sustancia. Gente de poca ciencia y de menos conciencia. Éstos, decía Critilo, yo juraría que no son hombres. ¿Pues qué? Sombras de aquellos que van delante, medio hombres, pues no tienen entereza. ¡Oh, cuándo volverán aquellos primeros agigantados, hijos de la fama! Dejad, decía el cortesano, que aún volverán á tener vez. Sí; pero ¡qué tarde!, si se ha de acabar primero la mala semilla déstos. De lo que gustaba mucho Andrenio y tanto, que no pudo contener la risa, era de ver rodar los trajes y dar vueltas los usos y más mirando hacia España, donde no hay cosa estable en esto del vestir. Á cada tumbo de la rueda se mudaban y siempre de malo en peor, con mucho gasto y figurería. Un día salían con unos sombreros anchos y bajos, que parecían gorras; al otro día otros amorrionados, que parecían capacetes; luego otros pequeños y puntiagudos, que parecían alhajas de títeres y hacían bravas figuras. Pasaban éstos y sucedían otros chatos y anchos, con dos dedos de falda, que parecían bacinillas y aun olían mal; mas al otro día los dejaban y salían con otros tan altos, que parecían orinales. Quebrábanse éstos también y sacaban los gaviones con una vara de copa y otra de falda, ya pequeños, ya tan grandes, que se pudieran hacer dos de cada uno de los primeros. Y es lo bueno que los que hacían más ridículas figuras se burlaban de los pasados, diciendo que parecían figurillas; mas luego los que se seguían les llamaban á ellos figurones. Fué de modo que en poco rato, que lo estuvieron mirando, contaron más de una docena de formas diferentes de solos sombreros. ¿Qué sería de todo el demás traje? Las capas ya eran tan largas y prolijas, que parecían ir fajados en ellas, ya tan cortas y tan biencriadas, que, cuando sus amos estaban sentados, ellas se quedaban en pie. Dejo las calzas, ya afolladas, ya botargas, los zapatos ya romos, ya puntiagudos. Qué cosa tan graciosa, decía Andrenio. Señores, ¿quién inventa estos trajes? ¿Quién saca estos usos? Ahí me digas tú que hay bien que reir. Porque has de saber que llega un gotoso que tiene necesidad de llevar el pie holgado y cálzase un zapato romo y ancho, por su comodidad, diciendo: ¿Qué importa que el mundo sea ancho, si mi zapato es estrecho? Los otros, que lo ven, luego lo apetecen y dan todos en llevar zapatos romos y parecer gotosos y patituertos. Si una mujer pequeña hubo menester ayudarse de chapines, añadiendo de corcho lo que le faltaba de persona, luego todas las otras dan en llevarlos, aunque sean más crecidas que la giralda de Sevilla ó la torre nueva de Zaragoza. Llega en esto una muy estirada en todo, que no necesita dellos, antes la hacen embarazo. Dales del pie y gusta de irse en zapato. Luego todas las otras la quieren imitar, aunque sean unas enanas, valiéndose de la ocasión para más soltura y para parecer niñas. La otra flamenca dió en ir escotada, vendiendo el alabastro y quiérenla seguir las de Guinea, feriando el azabache, que en unas y en otras es una gran frialdad y un traje muy desarrapado. Y es de advertir que el peor y el más deshonesto es el que dura más. Pero para que riáis de buen gusto mirad aquella ristra de mujeres, que van una tras otra en la rueda del tiempo. La primera lleva aquel desproporcionado tocado, que llamaron almirante y lo inventó una calva. La otra, que se sigue, lo trocó por la arandela, que hizo brava visión. Sucede la otra con el bobo, que fué su más propio traje. Trocólo ya la que viene detrás, por el trenzado, no mendigando un pelo ajeno á su belleza. La quinta en orden lo dejó para las mozas de cántaro y echó el cabello atrás en una crecida cola. La sexta inventó el moño, desmintiendo lo pelado. La séptima se echó un gobelete al tozuelo, echando allá cuanto la pudiesen decir. La octava va con una trenza á la jineta, á tuerto y á derecho. La nona con asa de cántaro y pudiera de cantarilla. Desta suerte van variando y desvariando, hasta que vuelvan á su primera impertinencia. Pero lo que fué, no ya de reir, sino de sentir, que siempre se va todo empeorando. Pues es cosa cierta que con lo que gasta hoy una mujer se vestía antes todo un pueblo. Más plata echa hoy en relumbrones una cortesana, que había en toda España antes que se descubrieran las Indias. No conocían las perlas aquellas primeras señoras; pero éranlo ellas en la fineza. Los hombres eran de oro y se vestían de paño; agora son asco y rozan damasco y después, que hay tantos diamantes, ni hay fineza ni firmeza. Hasta en el hablar hay su novedad cada día, pues el lenguaje de hoy ha docientos años parece algarabía. Y si no, leed esos fueros de Aragón, esas partidas de Castilla, que ya no hay quien las entienda. Escuchad un rato aquellos, que van pasando uno tras de otro, en la rueda del tiempo. Atendieron y oyeron que el primero decía fillo, el segundo fijo, el tercero hijo y el cuarto ya decía gixo á lo andaluz y el quinto de otro modo, sino que no lo percibieron. ¿Qué es esto?, decía Andrenio. ¿Señores, en qué ha de parar tanto variar? ¿Pues no era muy buena aquella primera palabra fillo y más suave, más conforme á su original, que es el latín? Sí. ¿Pues por qué la dejaron? No más de por mudar, sucediendo lo mismo en las palabras, que en los sombreros. Éstos de agora tienen por bárbaros á los de aquel lenguaje, como si los venideros no hubiesen de vengarlos á aquéllos y reirse déstos. Púsose de puntillas Critilo, desojándose hacia el oriente de la rueda. ¿Qué atiendes con tanto ahinco?, le preguntó el cortesano. Estoy mirando si vuelven á salir aquellos Quintos tan famosos y plausibles en el mundo, un don Fernando el Quinto, un Carlos Quinto y un Pío Quinto. ¡Ojalá que eso fuese y que saliese un don Felipe, el Quinto en España! Y cómo que vendrá nacido. ¡Qué gran rey había de ser, copiando en sí todo el valor y el saber de sus pasados! Pero lo que noto es que antes vuelven á salir los males, que los bienes. Tardan éstos lo que se avanzan aquéllos. Oh, sí, dijo el cortesano: detiénense y mucho en volver los siglos de oro y adelántanse los de plomo y de hierro. Son las calamidades más ciertas en repetir, que las prosperidades. Así como el mal humor de una terciana y de una cuartana tienen su día fijo, su hora sabida, sin discrepar un punto y el buen humor la alegría, el contento, no le tienen ni repiten, á la hora las guerras, las rebeliones no discrepan un lustro, las pestes ni un año, las secas no pierden vez, vuelven las hambres, las mortandades, las desdichas por sus pasos contados. Pues si eso es así, dijo Andrenio, ¿no se les podía tomar el pulso á las mudanzas y el tino á la vicisitud de la rueda, para prevenir los remedios á los venideros males y saberlos desviar? Ya se podría, respondió el cortesano; pero como fenecieron aquellos, que entonces vivían, y suceden otros de nuevo sin recuerdo de los daños, sin experiencia de los inconvenientes, no queda lugar al escarmiento. Vinieron unos noveleros, amigos de mudanzas peligrosas, que no probaron de las calamidades de la guerra, atropellaron con la rica y abundante paz y después murieron suspirando por ella. Con todo ya hay algunos de bueno y sano juicio, prudentes consejeros, que huelen de lejos las tempestades, las pronostican, las dicen y aun las vocean; pero no son escuchados. Que el principio de los males es quitarnos el cielo el inestimable don del consejo. Sacan los cuerdos por discurso cierto las desdichas, que amenazan: en viendo en una república la desolación de costumbres, pronostican la disolución de provincias; en reconociendo caída la virtud, atinan la caída de las monarquías; grítanlo á quien tiene atapados los oídos, y así veréis que de tiempo á tiempo se pierde todo para volverse otra vez á ganar todo. Pero buen ánimo, que todas las cosas vuelven á tener día, lo bueno y lo malo, las dichas y las desventuras, las ganancias y las pérdidas, los cautiverios y los triunfos, los buenos y los malos años. Sí, dijo Andrenio; ¿pero qué me importa á mí que hayan de suceder después las felicidades, si á mí me cogen de medio á medio todas las calamidades? Eso es decir que para mí se hicieron las penas y para otros los contentos. Buen remedio ser prudente, abrir el ojo y dar ya en la cuenta. Ea, alégrate, que aún volverá la virtud á ser estimada, la sabiduría á estar muy valida, la verdad amada y todo lo bueno en su triunfo. Y cuando será eso, suspiró Critilo, ya estaremos nosotros acabados y aun consumidos. ¡Oh, quién viera aquellos hombres con sus sayos y aquellas mujeres con sus cofias y sus ruecas, que desde que se arrimaron los husos, no se usa cosa buena! ¿Cuándo volverá la reina doña Isabel la Católica á enviar recados: decidle á doña Fulana que se venga esta tarde á pasarla conmigo y que se traiga su rueca, y á la condesa que venga con su almohadilla? ¿Cuándo oiremos al otro rey escusarse en las cortes que no había comido gallina y decía la verdad y que una que comió un jueves había sido presentada? Y al otro que si las mangas del jubón eran de seda, pero el cuerpo de tela. ¡Oh, cuánto me holgaría ver salir aquellos siglos de oro y no de lodo y basura, aquellos varones de diamantes y no de claveques, aquellas hembras de margaritas y sin perlas, las Hermesindas y Jimenas, con que no faltan Urracas, aquellos hombres de bien, que ya no sólo no corren, pero ni dan un paso, de Tasso lenguaje, pero de buena lengua, de pocas razones y de mucha razón, de mucha sustancia y poca circunstancia, gente de apoyo y no de tramoya y de sola apariencia, que no hay cosa más contraria á la verdad, que la verisimilitud! ¿Qué soldados eran aquellos de acullá, vestidos de pieles y calzados de cuero, que repetían de fieras? Ésos eran los Almugábares, la milicia del rey don Jaime y de su valeroso hijo; no como los capitanes de agora, vestidos de tafetán, dando cuchilladas de seda. Aguarda, ¿qué varas eran aquéllas tan macizas y tan firmes? Las de la justicia del buen tiempo, gruesas; pero no groseras, que no se torcían á cualquier viento ni se doblaban, aunque las cargasen del metal pesado, aunque colgasen de ellas un bolsón de doblones. Qué diferentes, decía Andrenio, destas otras tan delgadas, al fin juncos, que ceden al soplo del favor y se inclinan por poco que les cuelguen á un par de capones, á cualquier pluma. ¿Quién es aquel que habla ronco? Pues á fe que no es ronca, sino bien clara su fama. Aquél es el plausible alcalde Ronquillo, blasón de la justicia. ¿Y aquel otro, que todo lo averigua? Ése es el del proverbio, por quien decía el rey Católico, á cualquiera escándalo que sucedía: Vaya y averígüelo Vargas. Todo lo aclaraba y nada confundía, con que también ha tenido en estos tiempos la justicia sus Quiñones. Cansábanse ya ellos de ver; pero no la rueda de dar vueltas y á cada tumbo se trastornaba el mundo, caían las casas más ilustres y levantábanse otras muy oscuras, con que los descendientes de los reyes andaban tras los bueyes, trocándose el cetro en aguijada y tal vez en un cepillo. Al contrario, los lacayos subían á Belengabores y Taicosamas. Vieron un nieto de un herrador muy puesto á la jineta y otro muy á caballo rodeado de pajes, aquél cuyo abuelo iba tal vez lleno de pajas. Decantábase la rueda y comenzaban á bambalear las torres y los homenajes, caían los alcázares y empinábanse los aduares y al cabo de años los nobles eran villanos. ¿Quién es aquel, decía Andrenio, que vive en la casa solar de los condes de tal? Un hornero, que haciendo mala harina hizo muchos ducados, de modo que valen más sus salvados, que la harina de muchos nobles. ¿Y en aquella otra de los duques de cual? Un otro, que vendió mal y las compró bien. ¿Pues es posible, ponderaba Critilo, que no se contente ya la desvergonzada vanidad déstos con levantar sus casas de nuevo, sino que quieren hollar las más antiguas y las que eran de mejor solar? Salían unos ingenios noveleros con unos discursos viejos, opiniones rancias, pero bien alcoholadas, con lindo lenguaje y vendíanlas por invención suya y de verdad que lo era. Engañaban luego luego á cuatro pedantes; mas llegaban los varones sabios y leídos y decían: ¿Ésta no es la dotrina de aquellos antiguos? En un rincón del Tostado se hallará, sazonado y cocido todo lo que éstos blasonan por crudo y valiente pensar. Lo que éstos hacen no es más que sacarlo de aquella letra gótica y estamparlo en la romana más legible, mudando la cuadrada en redonda, echando un papel blanco y nuevo y con esto cátalo aquí concepto nuevo. Á fe que estos ecos que son de aquella lira y que este tomo es de Toma. Lo mismo que en la cátedra sucedía en el púlpito con notable variedad, que en el breve rato, que se asomaron á ver la rueda, notaron una docena de varios modos de orar. Dejaron la sustancial ponderación del sagrado texto y dieron en alegorías frías, metáforas cansadas, haciendo soles y águilas los santos, inares las virtudes, teniendo toda una hora ocupado el auditorio, pensando en una ave ó una flor. Dejaron esto y dieron en descripciones y pinturillas. Llegó á estar muy valida la humanidad, mezclando lo sagrado con lo profano. Y comenzaba el otro afectado su sermón por un lugar de Séneca, como si no hubiera San Pablo, ya con trazas, ya sin ellas, ya discursos atados, ya desatados, ya uniendo, ya postillando, ya echándolo todo en frasecillas y modillos de decir, rascando la picazón de las orejas de cuatro impertinentillos bachilleres, dejando la sólida y sustancial doctrina y aquel verdadero modo de predicar del Boca de oro y de la ambrosía dulcísima y del néctar provechoso del gran prelado de Milán. Cortesano mío, decía Andrenio, ¿volverá al mundo otro Alejandro Magno, un Trajano y el gran Teodosio? ¡Gran cosa sería! No sé qué me diga, le respondió, que de uno déstos hay para cien siglos y mientras sale un Augusto, ruedan cuatro Nerones, cinco Calígulas, ocho Eliogábalos, y mientras un Ciro, diez Sardanápalos. Sale una vez un Gran Capitán y bullen después cien capitanejos, con que se ha de mudar cada año de jefe. He aquí que para conquistar á todo Nápoles bastó el gran Gonzalo Fernández y para Portugal un duque de Alba, para la una India Fernando Cortés y para la otra Alburquerque; y hoy para restaurar un palmo de tierra no han sido bastantes doce cabos. Llevóse de carrera Carlos Octavo á Nápoles y con otra vista, que dió el desposeído Fernando con cuatro naves vacías, lo volvió á cobrar. De un Santiago cogió el rey Católico á Granada y su nieto Carlos Quinto toda la Alemania. Oh, señor, replicó Critilo, no hay que admirar: que iban los mismos reyes en persona, no en sustituto. Que hay gran diferencia de pelear el amo ó el criado. Asegúroos que no hay batería de cañones reforzados, como una ojeada de un rey. Tras de una reina doña Blanca, proseguía el cortesano, salen cien negras. Mas hoy en otra española vuelve á florecer aquélla y en una católica Cristina de Suecia renace hoy la emperatriz Elena. Más os digo, que vuelve á salir el mismo Alejandro. Ya le veo y le reverencio, no gentil, sino muy cristiano; no profano, sino santo; no tirano de las provincias, sino padre de todo el mundo, conquistándole para el cielo. Pasad un lienzo, les dijo, por esos cristales y, si fuere el de la mortaja, mejor: quedarán más limpios del polvo apegadizo de la tierra. Y mirad otro rato hacia el cielo. Realzaron la vista y en virtud de aquella diáfana perspicacidad divisaron cosas, en que jamás habían reparado. Vieron una gran multitud de hilos y muy sutiles, que los iban devanando los celestes tornos y, sacándolos de cada uno de los mortales como de un ovillo. ¡Qué delgado hilan los cielos!, decía Andrenio. Ésos son, respondió el cortesano, los hilos de nuestras vidas. Notad qué cosa tan delicada y de qué dependemos todos. Era mucho de ver cuáles andaban los hombres rodando y saltando, como si fueran otros tantos ovillos, sin parar un instante, al paso que las celestiales esferas les iban sacando la sustancia y consumiendo la vida hasta dejarlos de todo punto apurados y deshechos, de tal suerte que no venía á quedar en cada uno sino un pedazo de trapo de una pobre mortaja, que en esto viene á parar todo. De unos tiraban hebras de seda fina; de otros, hilos de oro; y de otros, de cáñamo y estopa. Sin duda que aquellos de oro y de plata, dijo Andrenio, serán de los ricos. Engáñaste. ¿De los nobles? Tampoco. ¿De los príncipes? No discurres bien. ¿No son los hilos de las vidas? Sí. Pues, según fueren ellas, así serán ellos. Noble hay, que sacan del hilo de estopa y plebeyo, que sacan del hilo de plata y aun de oro. Allí se acababa uno, acullá otro, faltábale muy poco á éste, cuando comenzaba aquél. Que lo que la naturaleza va hilando de la vida el cielo lo va devanando y quitándonos los días con sus vueltas. Y cuando los mortales andan más diligentes y más solícitos, saltando y brincando, entonces se van más deshaciendo. ¡Pero qué á lo callado, qué á las sordas nos van urdiendo la muerte, ponderaba Critilo, cuando nos van devanando la vida! Engañóse sin duda aquel otro filósofo en decir que al moverse esas celestes esferas de esos once cielos hacen una suavísima música, un muy sonoro ruido. Ojalá que eso fuera, que nos despertaran de nuestro sueño. Fuera un citarnos á cada instante de remate. No fuera música para entretenernos, sino un recuerdo para desengañarnos. Miráronse ya á sí mismos y vieron lo poco que les faltaba por devanar, que fué materia de harto desengaño para Critilo, si para Andrenio de melancolía. Esto bastará por ahora, les dijo el cortesano, y bajemos á comer, no diga el otro simple letor: ¿De qué pasan estos hombres, que nunca se introducen comiendo ni cenando, sino filosofando? Acertaron á pasar por una plaza, la de mayor concurso, que sería sin duda la Navona, donde hallaron un numeroso pueblo, dividido en enjambres de susurro, aguardando alguno de sus espectáculos vulgares, que el cortesano al verle realzó con su moral observación y ellos con especial desengaño. Pero qué espantavulgo fuese éste nos lo afianza declarar la siguiente Crisi. CRISI XI _La suegra de la vida._ Muere el hombre, cuando había de comenzar á vivir, cuando más persona, cuando ya sabio y prudente, lleno de noticias y experiencias, sazonado y hecho, colmado de perfecciones, cuando era de más utilidad y autoridad á su casa y á su patria. Así que nace bestia y muere muy persona. Pero no se ha de decir que murió agora, sino que acabó de morir, cuando no es otro el vivir que un ir cada día muriendo. ¡Oh, ley por todas partes terrible la de la muerte, única en no tener excepción, en no privilegiar á nadie, y debiera á los grandes hombres, á los eminentes sujetos, á los perfectos príncipes, á los consumados varones, con quienes muere la virtud, la prudencia, la valentía, el saber y tal vez toda una ciudad, un reino entero! Eternos debieran ser los ínclitos héroes, los varones famosos, que les costó tanto el llegar á aquel cenit de su grandeza; pero sucede tan al contrario, que los que importan menos viven más y los que mucho valen viven menos. Son eternos los que no merecían vivir un día y los insignes varones, momentáneos, pasaban como lucidos cometas. Plausible resolución fué la del rey Néstor, de quien se cuenta que, habiendo consultado los oráculos acerca de los plazos de su vida y habiéndole sido respondido que aún había de vivir mil años cabales, dijo él: Pues no hay que tratar de hacer casa. Instando sus amigos que no sólo casa, pero un palacio y no sólo uno, sino muchos, para todos tiempos y pasatiempos, respondió: ¿Para sólos mil años de vida queréis que me ponga agora á fabricar casa? ¿Para tan poco tiempo un palacio? He, que bastará una tienda ó una barraca, donde me aloje de paso. Que sería calificada locura tomar el vivir de asiento. ¡Qué bien viene esto con lo que hoy se platica, pues no llegando los hombres á vivir lo más cien años y no teniendo seguro ni un día, emprenden edificios de á mil años, fabrican casas, como si se hubiesen de perpetuar sobre la haz de la tierra! De estos sería uno sin duda aquel que decía que, aunque supiera que no había de vivir sino un año, hiciera casa; si un mes, se casara; si una semana, comprara cama y silla; y si un día sólo, hiciera olla. ¡Oh!, cómo debe reirse destos necios la muerte discreta, siquiera por lo fea, viendo que, cuando ellos están levantando grandes casas, ella les está abriendo corta sepultura, según el proverbio: á casa hecha, sepultura abierta. En acomodándose uno, ella le desacomoda. Acabarse de construir el palacio y acabarse la vida todo es á un tiempo, trocándose las siete columnas del más soberbio edificio en siete pies de tierra ó siete palmos de mármol, vana necedad de muchos. Porque ¿qué más tiene el pudrirse entre pórfidos y mármoles, que entre terrones? Sobre esta tan llana verdad venía echando el contrapunto de un singular desengaño el cortesano discreto con nuestros dos peregrinos en Roma. Llegaron á una gran plaza, embarazada de infinito vulgo, muy puesto en expectación de alguna de sus necias maravillas, que él suele admirar mucho. ¿Qué querrá ser esto?, preguntó Andrenio. Y respondiéronle: Tened paciencia y tendréis ciencia. Así fué, que á poco rato vieron salir bailando y brincando sobre una maroma un monstruo, que en la lijereza parecía un pájaro y en la temeridad un loco. Estaban los que le miraban tan pasmados, cuanto él intrépido. Ellos temblando de verle y él bailando porque le viesen. ¡Brava temeridad!, exclamó Andrenio. Sin duda que éstos primero pierden el juicio y después el miedo. Á pie llano no llevamos segura la vida y éste la mete en precipicios. ¿De éste te espantas tú?, le dijo el cortesano. ¿Pues de quién, si de éste no? De ti mismo. ¿De mí? ¿Y por qué? Porque es niñería esto, respecto de lo que por ti pasa. ¿Sabes tú dónde tienes los pies? ¿Sabes por dónde caminas? Lo que yo sé es, replicó Andrenio, que no me metiera allí por todo el mundo y éste por un vil interés se expone á tan grande riesgo. ¡Qué bueno está eso!, le dijo el cortesano. ¡Oh, si tú te vieses andar, no sólo de aquel modo, sino con harto mayor peligro, qué sentirías y qué dirías! ¿Yo? Sí, tú. ¿Por qué? Díme, ¿no caminas cada hora y cada instante sobre el hilo de tu vida, no tan grueso ni tan firme como una maroma, sino tan delgado como el de una araña y aun más y andas saltando y bailando sobre él? Ahí comes, ahí duermes y ahí descansas sin cuidado ni sobresalto alguno. Créeme que todos los mortales somos volatines arriesgados sobre el delgado hilo de una frágil vida, con esta diferencia, que unos caen hoy, otros mañana. Sobre él fabrican los hombres grandes casas y grandes quimeras, levantan torres de viento y fundan todas sus esperanzas. Admíranse de ver al otro temerario andar sobre una gruesa y asegurada maroma y no se espantan de sí mismos, que restriban sobre una, no cuerda, sino muy loca confianza de una hebra de seda. Menos, sobre un cabello. Aún es mucho, sobre un hilo de araña. Aún es algo, sobre el de la vida, que aún es menos. De esto sí que debrían andar atónitos, aquí sí que se les habían de erizar los cabellos y más reconociendo el abismo de infelicidades, donde los despeña el grave peso de sus muchos yerros. Salgamos, salgamos de aquí luego luego, al mismo punto, gritó Andrenio. Poco importa, dijo Critilo, dejar la consideración, si no salimos del riesgo. Bien podremos olvidarle, mas no evitarle. Volvieron ya á su posada, llamada el mesón de la vida. Aquí les dejó el cortesano citados para otro gran día, si ya no les faltase la noche, que fué atención precisa. Recibióles con lisonjero agasajo su agradable huéspeda, mostrándose muy cuidadosa en su asistencia y regalo. Convidólos á la cena, diciendo: Aunque no se vive para comer, se come para vivir. Cerróse la noche y trataron ellos de cerrar los ojos, pasando á ciegas y á escuras la mitad de la vida. Y si dicen que el sueño es un ensayo de la muerte, yo digo que no es sino un olvido de ella. Íbanse ya encaminando al sepulcro del sueño, muy descuidados y seguros, cuando llegó á embargárseles uno de los muchos pasajeros, que allí se alojaban. Éste, acercándose á ellos disimulado, les dió voces á la sorda, diciéndoles: ¡Oh, inconsiderados peregrinos! ¡Cómo se os conoce cuán ajenos vivís de vuestro mal y cuán ignorantes de vuestro riesgo! Decidme, ¿cómo, estando presos, tratáis de dormir á sueño suelto? No es tiempo de cerrar los ojos, sino de abrirlos al mayor peligro, que os amenaza por instantes. Tú debes ser el que sueñas, le respondió Andrenio. ¿Aquí peligros, en el albergue de la vida, en el mesón del sol y tan claro y tan risueño? Y aun por eso mismo, respondió el pasajero. He, que no es creíble que para traiciones en tales agrados, que se escondan fierezas entre tales lindezas. Pues advertid que aquí donde la veis tan cortesana, esta nuestra huéspeda, que es de nación troglodita, hija del más fiero caribe, aquel que se chupa los dedos tras sus proprios hijos. Quita de ahí, le replicó Andrenio. ¿Aquí en Roma trogloditas? ¿Cómo es posible? ¿Y es nuevo el concurrir en esta cabeza del orbe de todas sus naciones los erizados etíopes, los greñudos sicambros, los alarbes, los sabeos y los sármatas, aquéllos, que llevan consigo la fuente para socorrer la sed en la picada vena del caballo? Sabed, pues, que esta hermosa y agradable patrona alimenta sus fierezas de nuestras humanidades. Es cosa de risa eso, replicó Andrenio. Lo que yo experimento es que ella no atiende á otro, que á nuestro agasajo y regalo. ¡Oh, qué engaño el vuestro!, exclamó el pasajero. ¿Nunca habéis visto cebar antes las engañadas aves, para cebarse en ellas después, sacándoles para esto los ojos? Pues así lo platica esta hechicera común, que no hay Alcina, que la iguale. Miradla bien, reconocedla y veréis que no es tan linda como se pinta; antes la hallaréis corta de faiciones y larga de traiciones, breve de tercios y cumplida de enredos. ¿Es posible, que no habéis reparado en estos días, que aquí estáis, cómo han desaparecido casi todos los pasajeros que han entrado? ¿Qué se hizo aquel gallardo mancebo, que tanto celebrastes de lindo, airoso, galán, rico y discreto? Ya no se ve ni se oye. ¿Pues aquella otra peregrina de la belleza, que tan bien pareció á todos? Ya no parece. Pregunto, ¿qué se hace tanto pasajero como aquí va entrando? Unos anochecen y no amanecen y otros al contrario: todos, todos, unos en pos de otros van desapareciendo, tan presto el cordero como el carnero, el amo como el criado, el soldado valiente y el cortesano discreto. Ni al príncipe le vale su soberanía ni al sabio su ciencia. No le aprovechan al valentón sus bríos ni al rico sus tesoros. Ninguno trae salvaguardia. Ya yo lo había notado, respondió Critilo. Como á la deshilada se nos iban todos desvaneciendo y os aseguro que me ha ocasionado harto desvelo. Aquí arqueando las cejas y encogiéndose de hombros el pasajero: Habéis de saber, les dijo, que yo, llevado de mi cuidadoso recelo, traté de escudriñar todos los rincones desta traidora posada y he descubierto una muy afectada traición contra nuestras descuidadas vidas. Amigos, que estamos vendidos, minada tenemos la salud con pólvora sorda, armada nos está una emboscada traidora contra la felicidad más segura. Pero, para que me creáis, seguidme, que lo habéis de ver con vuestros ojos y tocar con esas manos, sin hacer el menor sentimiento, porque seríamos perdidos antes con antes. Y diciendo y haciendo, levantó una losa, que estaba bajo de su mismo lecho, de modo que la asechanza estaba inmediata á su descanso. Descubrióse un boquerón espantoso y lúgubre, por donde les animó á bajar, yendo él delante, y á la luz de una disimulada linterna los fué conduciendo á unas profundas cuevas, á unos soterráneos tan inferiores, que pudieran ser llamados con mucha razón infiernos. Allí les fué mostrando un expectáculo tan crudo y tan horrendo, que pudiera hacer estremecer los huesos y dar diente con diente el solo imaginarlo. Porque allí vieron y conocieron todos aquellos pasajeros, que habían echado menos; aunque muy desfigurados, tendidos por aquellos suelos. Estuvieron un gran rato sin poder hablar palabra, que aun para alentar les faltó el ánimo, tan muertos ellos como los que yacían. ¡Hay tal carnicería!, dijo Andrenio más suspirando, que pronunciando. ¡Hay tal catástrofe de bárbara impiedad! Aquél es sin duda el príncipe, que vimos cuatro días ha, tan agraciado y lindo, que era las delicias del mundo, tan cortejado y adorado de todos. Mirad qué solo yace, dejado y olvidado. Pereció su memoria con el ruido, que no haciéndole, luego es uno olvidado. Aquel otro, decía Critilo, es aquel ruidoso campeón, conducidor de huestes valerosas. Mirad agora qué desacompañado yace y solo. El que antes hacía temblar el mundo con su valor agora nos hace temblar á nosotros con horror, y el que triunfa de tanto enemigo ya es trofeo de tanto gusano. Contemplad, les decía el pasajero, qué fiera y qué fea está aquella tan hermosa. Convirtióse su florido Mayo en un erizado Diciembre. ¿Cuántos por ver esta cara perdieron el ver la de Dios y gozar del cielo? Amigo, decía Andrenio, dínos por tu vida quién ejecuta semejantes atrocidades. ¿Son acaso ladrones, que por robarles el oro les quitan la preciosa vida? Pero más malicia indica el estar tan desfigurados, medio comidos algunos y aun roídas las entrañas. Aquí alguna cruel Medea se oculta, que así desmiembra sus hermanos; alguna infernal Meguera, que ya poco es troglodita. ¿No os decía yo? ponderaba el pasajero. Celebrad agora el cortés agasajo de vuestra agradable patrona. Pues aún no acabo yo de creer, dijo Andrenio, que una fiereza tan atroz quepa en tal agrado, tal crueldad en tal beldad, ni es posible que una patrona tan humana nos sea tan traidora. Señores míos, esto pasa en su misma casa, aquí lo estamos viendo y lamentando. Ved ahora quién lo ejecuta, por lo menos ella lo consiente. Éste es el dejo de su cortejo, éste el paradero de su agasajo y éste el remate de su hospedaje. Mirad qué caro se paga, atended en qué paran las paredes entoldadas de sedas, el servicio de plata, las doradas y mullidas camas, el convite y el regalo. Esto estaban viendo y no creyéndolo, cuando de repente se hizo bien de sentir un horrible sonido, un espantoso estruendo como de muchas campanas, que doblaban el espanto. Correspondíale otro lastimero ruido de suspiros y lamentos. Quisieron nuestros peregrinos echar á huir y meterse en salvo; mas no pudieron, porque ya comenzaban á entrar de dos en dos funestos enlutados, con sus capuces tendidos, que no se les divisaba el gesto. Traían antorchas amarillas en las manos, no tanto para alumbrar los muertos, cuanto para dar luz de desengaño á los vivos, que la han bien menester. Retiráronse á un rincón los espantados peregrinos, sin osar hablar palabra, con que dieron más lugar á la atención, para ver lo que pasaba y oir lo que decían, aunque muy bajo, dos de aquellos enlutados, que les cayeron más cerca. ¡Qué brava fiereza, decía el uno, la de esta cruel tirana! Al fin hembra, que todos los mayores males lo son, la hambre, la guerra, la peste, las arpías, las sirenas, las furias y las parcas. Sí, respondía el otro; pero ninguna como ésta, que, si las demás persiguen y atormentan, no es con tal exceso. Si una calamidad os quita la hacienda, déjaos la salud; si la otra la salud, déjaos la vida; si ésta os priva de la dignidad, déjaos los amigos para el consuelo; si aquélla os roba la libertad, déjaos la esperanza. De modo que ninguna de las desdichas apura del todo; todas operan algo para el consuelo. Esta sola, peor de cuantas hay, todo lo barre, con todo acaba de una vez, con la hacienda, con la patria, amigos, deudos, hermanos, padres, contento, salud y vida, enemiga mayor del género humano, asesina de todos. Bástale, dijo el otro, ser peor que cuñada, peor que madrastra. Pues suegra de la vida, ¿qué otro puede ser la muerte? Mas al nombrarla ella como tan ruin acudió luego. Comenzaron á entrar los de su séquito, que es grande, unos que la preceden y otros que la siguen. Estaban espantados nuestros peregrinos, callando como unos muertos y, cuando esperaban ver entrar en fúnebre pompa tropas de fantasmas, catervas de visiones, ejércitos de trasgos, multitud de larvas y un escuadrón de funestos monstruos, vieron muy al contrario muchos ministros suyos muy colorados, gruesos y lucidos, no sólo no tristes, pero muy risueños y placenteros, cantando y bailando con brava chanza y bureo. Fuéronse partiendo por todo aquel teatro soterráneo, con que comenzaron ya á respirar nuestros peregrinos y, aun habiendo cobrado ánimo Andrenio, se fué acercando á uno de ellos, que le pareció de mejor humor y de buen gusto: Señor mío, le dijo, ¿qué buena gente es ésta? Miróselo él y, viéndole algo encogido, le dijo: Acaba ya de desenvolverte, que aun en el palacio de la muerte no conviene el ser mozo vergonzoso; más vale tener un punto y aun dos de entremetido. Sabrás que éste es el cortejo de la reina de todo el mundo, mi señora la Muerte, que ahí cerca viene; nosotros somos sus más crueles verdugos. No lo parecéis, replicó Critilo, desencogiéndose también, pues veniste de fiesta y de placer, cantando y riendo. Yo siempre creí que los asesinos suyos eran tan fieros como crueles, intratables y ásperos, consumidores y consumidos, de tan mala catadura como ella. Ésos, respondió él, doblando la risa, eran los del tiempo antiguo; ya no se usan, todo está muy trocado, nosotros la asistimos agora. ¿Y quién eres tú?, le preguntó Andrenio. Yo soy, no lo creeréis, un Hartazgo. Y aun por eso tan cariharto. ¿Y aquel otro? Es un convitón, éste de mi otro lado es un almuerzo, el de más allá un merendón, la otra una fiambrera, aquéllas las buenas cenas que han muerto á tantos. ¿Y aquel adamado y galán? Es un mal francés. ¿Y aquellas otras tan lindas? Son unas búas. Y así de las que veis, que ya los más de los mortales se mueren por lo que les mata y apetecen lo que les acarrea la muerte. Antes moría un hombre de una pesadumbre, de un despecho, de un cansancio; pero ya han dado muchos en la cuenta. No los matan ya pesares ni acaban penas. ¿Quién creerá que aquella tan blanca, que está allí, es una leche de almendras y que no pocos mueren de ella? Otra cosa te sé decir, que ya los menos son los que matan los asesinos de la muerte y los más los que ellos mismos se matan. Ellos se la toman por sus manos. Veis allí los desórdenes, asesinos de la juventud. Aquel tan agradable es un jarro de agua fría. Aquellos otros tan bellos son los soles de España, los serenísimos de Italia, las lunas de Valencia, los dolores de Francia, toda ella linda gente. No paraban de entrar achaques y sin saberse por dónde, aunque por todas partes. Y decía Andrenio: Hartazgo mío ¿por dónde entran éstos? ¿Por dónde? Muerte no venga, que achaque no falta. Pero atended, que entra ya ella misma, si no en persona, en sombra y en huesos. ¿En qué lo conoces? En que comienzan á entrar ya los médicos, que son los inmediatos á ella, los más ciertos ministros, los que la traen infaliblemente. No me dejes, Hartazgo mío, que querría dármelo de curiosidad, demás que estoy ya temblando aquel su mal gesto. Pues advierte que no le tiene ni malo ni bueno para proceder más descarada. ¿Con qué ojos nos mirará? Con ningunos, que no tiene miramiento. ¡Qué mala cara nos hará! Antes no la hace, sino que la deshace. Hablemos bajo, no nos oiga. No hay que temer, que á nadie escucha ni oye razón ni querella. Entró finalmente la tan temida reina, ostentando aquel su tan estraño aspecto á media cara. De tal suerte, que era de flores la una mitad y la otra de espinas; la una de carne blanda y la otra de huesos; muy colorada aquélla y fresca, que parecía de cosas entreveradas de jazmines; muy seca y muy marchita ésta, con tal variedad, que al punto que la vieron dijo Andrenio: ¡Qué cosa tan fea! Y Critilo: ¡Qué cosa tan bella! ¡Qué monstruo! ¡Qué prodigio! De negro viene vestida. No, sino de verde. Ella parece madrastra. No, sino esposa. ¡Qué desapacible! ¡Qué agradable! ¡Qué pobre! ¡Qué rica! ¡Qué triste! ¡Qué risueña! Es, dijo el ministro que estaba en medio de ambos, que la miráis por diferentes lados y así hace diferentes visos, causando diferentes efectos y afectos. Cada día sucede lo mismo, que á los ricos les parece intolerable y á los pobres, llevadera; para los buenos viene vestida de verde y para los malos de negro; para los poderosos no hay cosa más triste ni para los desdichados más alegre. ¿No habéis visto tal vez un modo de pinturas, que, si las miráis por un lado, os parece un ángel, y si por el otro, un demonio? Pues así es la muerte. Haceros heis á su mala cara dentro de breve rato, que la más mala no espanta en haciéndose á ella. Muchos años serán menester, replicó Andrenio. Sentóse ya en aquel trono de cadáveres, en una silla de costillas mondas, con brazos de canillas secas y descarnadas, sitial de esqueletos, y por cojines calaveras, bajo un deslucido dosel de tres ó cuatro mortajas, con goteras de lágrimas y randas al aire de suspiros, como triunfando de soberanías, de bellezas, de valentías, de riquezas, de discreciones y de todo cuanto vale y se estima. Luego que estuvo de asiento, trató de tomar residencia á sus ministros, comenzando por el valido. Y cuando la imaginaran terrible: ¡Será horrenda y espantosa, al fin de residencia!, la experimentaron al revés, gustosa, placentera y entretenida y muy de recreo. Cuando aguardaban que arrojase en cada palabra un rayo, oyeron una y otra chanza. Y en vez de una envenenada saeta en cada razón, comenzó con lindo humor á entretenerse desta suerte: Venid acá, pesares, decía, y no os me alleguéis muy cerca; más allá, más de lejos. ¿Cómo os va de matar necios? Y vosotros, cuidados, ¿cómo os va de asesinar simples? Salid acá, penas, ¿cómo va de degollar inocentes? Muy mal, señora, la respondieron, que ya todos caen en la cuenta de no caer ni en la cama, cuanto menos en la sepultura. No se usa ya el morir de tontos; todo va á la malicia. Apartaos, pues, vosotros matabobos, y salid acá vosotros, matalocos. Saltó al punto la guerra con sus asaltos y choques. ¡Oh, amiga mía!, la dijo: ¿Cómo te va de degollar centenares de millares de franceses en España y de españoles en Francia? Que, si se sacase la cuenta de los que han muerto las gacetas francesas y relaciones españolas, llegaría sin duda á docientos mil españoles cada año y otros tantos franceses, pues no viene relación, que no traiga veinte y treinta mil degollados. Es engaño, señora, que no mueren peleando al cabo del año ocho mil de ambas partes. Mienten las relaciones y mucho más las gacetas. ¿Cómo no, cuando yo veo que de todos, cuantos van á la campaña, no vuelve ninguno? ¿Qué se hacen? ¿Qué? Mueren de hambre, señora, de enfermedades, de malpasar, de necesidad, de desnudez y de desdichas. He, que todo es uno para mí, dijo la Muerte. ¿Ellos al cabo no perecen todos? Sea de pelear, sea de no pelear, sea de lo que fuere, ¿sabéis lo que me parece? Que la campaña es como la casa del juego, que todo el dinero se hunde en ella, ya en barajas, ya en baratos, en luces y en refrescos ¡Oh, buen príncipe aquel y grande amigo mío, que acorralaba veinte mil españoles en una plaza y los hacía perecer todos de hambre, sin dejarles echar mano á la espada! Si eso hicieran, no había para comenzar de toda Francia. Que á los españoles no les han faltado sino cabos chocadores, no soldados avanzadores. ¡Pues aquel otro, que hizo perecer más de otros tantos, á vista del enemigo, todos de hambre y de desdicha de jefes! Pero quítateme de delante, anda de ahí, guerra malnacida y peor ejercitada. Pues sin pelear, ¿cuándo el ejército se denominó del ejercicio? Yo sí, señora, que mato y asuelo y destruyo en estos tiempos todo el mundo. ¿Quién eres tú? ¿Pues no me conoces? ¿Ahora sales con eso, cuando yo creí que estaba en tu valimiento? No doy en la cuenta. Yo soy la peste, que todo lo barro y todo lo ando, paseándome por toda la Europa, sin perdonar la saludable España, afligida de guerras y calamidades: que allá va el mal donde más hay. Y todo esto no basta para castigo de su soberbia. Saltó al punto un tropel de entremetidos, diciendo: ¿Qué dices? ¿Qué blasonas tú? ¿No sabes que toda esta matanza á nosotros se nos debe? ¿Quién sois vosotros? ¿Quiénes? Los contagios. ¿Pues en qué os diferenciáis de las pestes? ¿Cómo en qué? Díganlo los médicos, ó si no, dígalo mi compañero, que es más simple que yo. Lo que sé es que, mientras los ignorantes médicos andan disputando sobre si es peste ó es contagio, ya ha perecido más de la mitad de una ciudad y al cabo toda su disputa viene á parar en que la que al principio ó por crédito ó por incredulidad se tuvo por contagio, después al echar de las sisas ó gabelas fué peste confirmada y aun pestilencia incurable de las bolsas. Al fin, vosotros pestes ó contagios, sus alcahuetes, quitáosme de delante, que no hacéis cosa á derechas, pues sólo las habéis con los pobres desdichados y desvalidos, no atreviéndoos á los ricos y poderosos, que todos ellos se os escapan con aquellas tres alas de las tres eles, luego, lejos y largo tiempo, esto es, luego en el huir, lejos en el vivir y largo tiempo en volver. De modo que no sois sino matadesdichados, aceptadores de personas y no ministros fieles de la divina justicia. Yo sí, señora, que soy el verdugo de los ricos, la que no perdono á los poderosos. ¿Quién eres tú, que pareces la Fénix entre los males? Yo, dijo, soy la gota, que no sólo no perdono á los poderosos; pero me encarnizo en los príncipes y los mayores monarcas. Gentil partida, dijo la Muerte. Tú no sólo no les quitas la vida; pero dicen que se les alargas veinte ó treinta años más desde que comienzas. Y lo que se ve es que están muy bienhallados contigo, sirviéndoles de arbitrio de su poltronería y de alcahueta de su ocio y su regalo. Sepan que yo tengo de hacer reforma de malos ministros y desterrarlos á todos por inútiles y ociosos donde hay médicos. Y he de comenzar por aquella gran follona la cuartana, por quien jamás dobla campana. Que no sirve sino de hacer regalones los hombres, agotando el vino blanco y encareciendo las perdices. Mirad qué cara de hipócrita. Ella come bien y bebe mejor y sin hacerme servicio alguno pide premio, después de muchas ayudas de costa. Hola, mis valientes, los matantes, ¿dónde andáis? Dolores de costado, tabardillos y detenciones de orina, andad luego y acabad con estos ricos, con estos poderosos, que se burlan de las pestes y se ríen de la gota y hacen fisga de la cuartana y jaqueca. Rehusaban ellos la ejecución del mandato y no se movían. ¿Qué es esto?, dijo la Muerte. Parece que teméis la empresa. ¿De cuándo acá? Señora, la respondieron, mándanos matar cien pobres, antes que un rico; docientos desdichados, antes que un próspero, aunque sea Colona. Porque, demás de que son muy dificultosos de asesinar éstos, nos concitamos el odio universal de todos los otros. ¡Oh, qué bueno está eso!, ponderó la Muerte. ¿Y ahora estamos en eso? Si en eso reparamos, nada valdremos. Ora, yo os quiero contar al propósito y al ejemplo y demos este rato de treguas á los mortales, que no hay suspensión de mis flechas, como un rato de olvido, cuando la memoria de la muerte toda la vida desazona. Habéis de saber que, cuando yo vine al mundo, hablo de mucho tiempo, allá en mi noviciado, aunque entré con vara alta y como plenipotenciaria de Dios, confieso que tuve algún horror al matar y que anduve en contemplaciones á los principios, si mataré éste, no sino aquél, si el rico, si el poderoso, si la hermosa, no sino la fea, si el mozo gallardo, si el viejo; pero al fin ya me resolví con harto dolor de mi corazón. Aunque dicen que no le tengo ni entrañas y que soy dura. ¿Qué mucho, si soy toda huesos? Determiné comenzar por un mozo rollizo y bello como un pino de oro, déstos que hacen burla de mis tiros. Parecióme que no haría tanta falta en el mundo ni en su casa, como un hombre de gobierno hecho y derecho. Encaréle mi arco, que aún no usaba de guadaña ni la conocía. Confieso que me temblaba el brazo, que no sé cómo me acerté el tiro; pero al fin él quedó tendido en aquel suelo y al mismo punto se levantó todo el mundo contra mí, clamando y diciendo: ¡Oh cruel, oh bárbara Muerte! Mirad quién ha asesinado á un mancebo el más lindo, que agora comenzaba á vivir, en lo más florido de su edad, qué esperanzas ha cortado, qué belleza ha malogrado la traidora. Aguardara á que se sazonara y no cogiera el fruto en agraz y en una edad tan peligrosa. ¡Oh malograda juventud! Llorábanle sus padres, lamentábanse sus amigos, suspiraban muchas apasionadas, hizo duelo á toda una ciudad. De verdad que quedé confusa y aun arrepentida de lo hecho. Estuve algunos días sin osar matar ni parecer; pero al fin él pasó por muerto para ciento y un año. Viendo esto, traté de mudar de rumbo, encaré el arco contra un viejo de cien años. Á éste sí, decía yo, que no le plañirá nadie; antes todos se holgarán, que á todos los tenía cansados con tanto reñir y dar consejos. Á él mismo pienso haberse hecho favor, que vivía muriendo. Que, si la muerte para los mozos es naufragio, para los viejos, tomar puerto. Flechéle un catarro, que le acabó en dos días y, cuando creí que nadie me condenara la acción, antes bien todos me la aplaudieran y aun la agradecieran, sucedió tan al contrario, que todos á una voz comenzaron á malearla y á decir mil males de mí, tratándome, si antes de cruel, agora de necia, la que así mataba un varón tan esencial á la república. Éstos, decían, con sus canas honran las comunidades y con sus consejos las mantienen. Agora había de comenzar á vivir éste lleno de virtud, hombre de conciencia y de experiencia. Estos agobiados son los puntales del bien común. Quedé, cuando oí esto, de todo punto acobardada, sin saber á quién llevarme. Mal, si al mozo; peor, si al anciano. Tuve mi reconsejo y determiné encarar el arco contra una dama moza y hermosa. Esta vez sí, decía, que he acertado el tiro, que nadie me hará cargo, porque ésta era una desvanecida, traía en continuo desvelo á sus padres y con ojeriza á los ajenos, la que volvía locos, digo más de lo que lo estaban, á los mozos, tenía inquieto todo el pueblo. Por ella eran las cuchilladas, el ruido de noche, sin dejar dormir á los vecinos, trayendo sobresaltada la justicia. Y para ella es ya favor, cuando fuera venganza el dejarla llegar á vieja y fea. Al fin yo la encaré unas viruelas, que ayudadas de un fiero garrotillo en cuatro días la ahogaron. Mas aquí fué el alarido común, aquí la conjuración universal contra mis tiros. No quedó persona, que no me murmurase, grandes y pequeños, echándome á centenares las maldiciones. ¡Hay tan mal gusto, decían, como el desta muerte! ¡Hay semejante necedad! ¡Que una sola hermosa, que había en el pueblo, ésa se la haya llevado, habiendo cien feas en que pudiera escoger y nos hubiera hecho lisonja en quitárnoslas de delante! Concitaban más el odio contra mí sus padres, que llorándola noche y día, decían: ¡La mejor hija, la que más estimábamos, la más bienvista, que ya se estaba casada! Llevárase la tuerta, la coja, la corcovada: aquéllas serán eternas, como vajilla quebrada. Impacientes los amantes me acuchillaran si pudieran: ¡Hay tal crueldad! ¡Que no la enterneciesen aquellas dos mitades del sol en sus dos ojos y ni la lisonjeasen aquellos dos floridos meses de sus dos mejillas, aquel oriente de perlas de su boca y aquella madre de soles de su frente, coronada de los rayos de sus rizos! Ello ha sido envidia ó tiranía. Quedé aturdida desta vez. Quise hacer el arco mil astillas; mas no podía dejar de hacer mi oficio: los hombres á vivir y yo á matar. Volví la hoja y maté una fea. Veamos agora, decía, si callará esta gente, si estaréis contentos. ¡Pero quién tal creyera! Fué peor, porque comenzaron á decir: ¡Hay tal impiedad! ¡Hay tal fiereza! ¿No bastaba que la desfavoreció la naturaleza, sino que la desdicha la persiguiese? No se diga ya ventura de fea. Clamaban sus padres: La más querida, decían, el gobierno de la casa; que estas otras lindas no tratan sino de engalanarse, mirarse al espejo y que las miren. ¡Qué entendida!, decían los galanes. ¡Qué discreta! Asegúroos, que no sabía ya qué hacerme. Maté un pobre, pareciéndome le hacía mercedes, según vivía de laceriado: ni por ésas; antes bien todos contra mí. Señor, decían, que matara un ricazo, harto de gozar del mundo, pase; pero un pobrecillo, que no había visto un día bueno, ¡gran crueldad! Calla, dije, que yo me enmendaré, yo mataré antes de muchas horas un poderoso. Y así lo ejecuté; mas fué lo mismo que amotinar todo el mundo contra mí. Que tenía infinitos parientes, otros tantos amigos, muchos criados y á todos dependientes. Maté un sabio y pensé perderme, porque los otros fulminaron discurso y aun sátiras contra mí. Maté después un gran necio y salióme peor, que tenía muchos camaradas y comenzaron á darme valientes mazadas. ¿Señores, en qué ha de parar esto?, decía yo. ¿Qué he de hacer? ¿Á quién he de matar? Determiné consultar primero los tiros con aquellos mismos en quienes se habían de ejecutar y que ellos mismos se escogiesen el modo y el cuándo; pero fué echarlo más á perder, porque á ninguno le venía bien ni hallaban el modo ni el día. Para holgarse y entretenerse, eso sí; pero para morir, de ningún modo. Déjame, decían, concluir con estas cuentas, agora estoy muy ocupado. ¡Oh qué mala sazón! Querría acomodar mis hijos, concertar mis cosas. De modo que no hallaban la ocasión ni cuando mozos ni cuando viejos ni cuando ricos ni cuando pobres. Tanto, que llegué á un viejo decrépito y le pregunté si era hora y respondióme que no, hasta el año siguiente. Y lo mismo dijo otro. Que no hay hombre, por viejo que esté, que no piense que puede vivir otro año. Viendo que ni esto me salía, di en otro arbitrio y fué de no matar sino á los que me llamasen y me deseasen, para hacer yo crédito y ellos vanidad; pero no hubo hombre que tal hiciese. Uno sólo me envió á llamar tres ó cuatro veces. Híceme de rogar, para ver si la misma privación le causaría apetito y, cuando llegué, me dijo: No te he llamado para mí, sino para mi mujer. Mas ella, que tal oyó, enfurecida dijo: Yo me tengo lengua para llamarla, cuando la hubiere menester. ¿Quién le mete á él en eso? Mirad ¡qué caritativo marido! Así que ninguno me buscaba para sí, sino para otro, las nueras para las suegras, las mujeres para los maridos, los herederos para los que poseían la hacienda, los pretendientes para los que gozaban de los cargos, pegándome bravas burlas, haciéndome todos ir y venir, que no hay mejor deuda ni más mala paga. Al fin, viéndome puesta en semejante confusión con los mortales y que no podía averiguarme con ellos, mal si mato al viejo, peor si al mozo, si la fea, si la hermosa, si el pobre, si el rico, si el ignorante, si el sabio: Gente de la maldición, decía, ¿á quién he de matar? Concertaos. Veamos qué ha de ser. Vosotros sois mortales, yo matante: yo he de hacer mi oficio. Viendo, pues, que no había otro expediente ni modo de ajustarnos, arrojé el arco y así de la guadaña, cerré los ojos y apreté los puños y comencé á segar todo parejo, verde y seco, crudo y maduro, ya en flor, ya en grano, á roso y á belloso, cortando á la par rosas y retamas, dé donde diere. Veamos agora si estaréis contentos. Con este modo de proceder me hallé bien. Que el poco mal espanta y el mucho amansa. Con él me he quedado, así prosigo y digan lo que dijeren, murmuren cuanto quisieren, que ellos me lo pagarán. Digan ellos, que yo haré y así habéis de hacer vosotros. En confirmación de esto, llamó uno de aquellos sus fieros ministros y dióle un apretado orden, aun desorden: que fuese y asesinase un poderoso, que de nada hacía caso. Comenzó á embarazarse el verdugo y aun hacerse de pencas. ¿De qué temes?, le dijo. ¿Á éste hallas dificultad en chocar con él? No señora, que éstos, el primer día están malos, el segundo mejores, al tercero no es nada y al cuarto mueren. ¿Pues qué?, los muchos remedios, ¿qué se han de hacer? Menos, que antes éstos nos ayudan, atropellándose unos á otros, sin dejarles obrar los segundos á los primeros, por lo malsufrido del enfermo, hecho á su gusto é imperio. ¿Recelas las muchas plegarias y oraciones, que se han de mandar hacer por él? Tampoco, que tienen éstos poco obligado al cielo en salud y, aunque se manden enterrar tal vez con un hábito bendito, no por eso los deja de conocer el diablo. ¿Pues en qué reparas? En el odio, que te has de conciliar, por tener muchos parientes y dependientes. Eso es lo de menos; antes bien no hay tiro más acreditado y que mejor nos salga, que el que se emplea en uno déstos, porque son los puercos de la casa del mundo, que el día que los matan, ellos gruñen y los demás se ríen, ellos gritan y los demás se alegran. Porque aquel día todos tienen que comer, los parientes heredan, los sacristanes repican, aunque dicen que doblan, los mercaderes venden sus bayetas, los sastres las cosen y hurtan, los lacayos las arrastran, páganse las deudas, danse limosnas á los pobres. De suerte que á todos viene bien, lloran de cumplimiento y ríen de contento. ¿Recelas el descrédito? De ningún modo, porque antes éstos vuelven por nosotros, diciendo todos que él se ha muerto, él se tiene la culpa, era un desreglado, no sólo en salud, pero aun enfermo: enjaguaráse cien veces, variando tazas el día de la mayor fiebre; tenía en un salón doce camas, pegada la una con la otra y íbase revolcando por todas ellas del un lado al otro y volviendo á deshacer la rueda en el mayor crecimiento; viven aprisa y así acaban presto. ¿Pues en qué reparáis? Yo te lo diré. Reparo, señora, y dijo esto con notable sentimiento y aun con lágrimas, en que con todo lo que matamos, hacemos más riza que provecho, pues no enmiendan sus vidas los mortales ni corrigen sus vicios; antes se experimenta que hay más pecados después de una gran peste y aun en medio della, que antes. Luego hallé una ciudad de rameras y, en lugar de una que pereció, acuden cuatro y cinco. Matamos á unos y á otros y ninguno de los que quedan se da por entendido. Si muere el joven, dice el viejo: Éstos son unos desreglados, fíanse en sus robusteces, atropellan con todo, no hay que espantar. Nosotros sí que vivimos, que nos sabemos conservar, caemos de maduros. De aquí es que mueren más mozos que viejos. Toda la dificultad está en pasar de los treinta, que de ahí adelante es un hombre eterno. Al contrario discurren los mozos, cuando muere el viejo: ¿Qué se podía esperar déste? Bien logrado va, todos como él, de lo que ha vivido me admiro. Si muere el rico, se consuela el pobre: Éstos son voraces, comen bien, cenan mejor, hasta reventar, no hacen ejercicio, no dijieren, no consumen los malos humores, no trabajan, no sudan como nosotros. Pero si muere el pobre, dice el rico: Estos desdichados comen poco y mal alimento, andan desarrapados, duermen por los suelos. ¿Qué mucho? Para ellos se hicieron los contagios y faltaron las medicinas. Si muere el poderoso, luego dicen que de pesares; si el príncipe, de veneno; si el docto, trabajaba de cabeza; si el letrado, tenía muchos negocios; si el estudiante, estudiaba mucho, viviera un poco más y supiera un poco menos; si el soldado, llevaba jugada la vida, como si él la llevase ganada; si el sano, fíase en la salud; si el enfermizo, estábase dicho. Desta suerte todos tratan y piensan vivir ellos, lo que los otros dejan. Ninguno escarmienta ni se da por entendido. Buen remedio, dijo la Muerte: matar de todo y por un parejo, mozos y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos, para que viendo el rico que no solos mueren los pobres y el mozo que no solos los viejos, escarmienten todos y cada uno tema. Con eso no echarán el perro muerto á la puerta del vecino ni se apelarán al otro reloj, como el que está cenando capones en víspera de ayuno. Por eso yo doy bravos saltos de la choza al alcázar y de la barraca al homenaje. Señora, yo no sé ya qué hacerme, dijo un malcarado ministro. No sé de qué valerme contra un cierto sujeto, que ha muchos años que ando tras acabarle y él bueno que bueno. Si eso es, no le acabarás ni bastan con él pesares, desdichas, malas nuevas, pérdidas grandes, muertes de hijos y parientes: siempre vivo que vivo. ¿Es italiano?, preguntó la muerte. Porque eso sólo le basta, que saben vivir. No señora, que, si eso fuera, no me cansara. ¿Es necio? Porque ésos antes matan que mueren. No lo creo, que harto sabe quien sabe vivir. Él no trata sino de holgarse. No hay fiesta que no goce, paseo en que no se halle, comedia que no vea, prado que no desfrute ni día bueno que no le logre. ¿Cómo puede ser necio? Sea lo que fuere, concluyó la Muerte, no hay tal cosa como echarle un médico ó un par, para más asegurarlo. Mirad, decía, ministros míos, no os canséis, no pongáis estudio en matar los muy sanos y robustos, los valientes, que la misma confianza los engaña; en quien habéis de poner todo el cuidado y conato es en matar un achacoso, un enfermizo, un podrido, uno déstos que cenan huevos. Ahí está toda la dificultad, porque éstos cada día acaban y cada día resucitan y así veréis que, mientras acaba de acabar uno déstos, mueren ciento de los muy robustos y llevan traza de acabar con todos. Despachaba dos esbirros, un Ahito á matar un pobre, y una Inedia á un rico. Replicaron ellos que llevaban encontrados los frenos. He, que no lo entendéis, les dijo. ¿No habéis oído, cuando enferma el pobre, decir á todos que es de hambre y unos y otros le envían y hacen que comer y le embuten, con que viene á morir de repleción? Al contrario al rico luego dicen que es de ahito, que todo su mal es de tragar, con que le quitan el comer y viene á morir de hambre. Iban llegando ministros de la cruda reina de varias partes y decíales: ¿De dónde venís? ¿Dónde habéis andado? Y respondían: las Mutaciones de Roma, los Letargos de España, las Apoplejías de Alemania, las Disenterías de Francia, los Dolores de costado de Inglaterra, los Romadizos de Suecia, los Contagios de Constantinopla y la Sarna de Pamplona. ¿Y en la isla pestilente, quién ha estado? Ella es tal, que todos la habemos huído, que dicen se llamó así, más por sus moradores, que por sus males. Pues alto, id allá todos juntos y no me dejéis extranjero á vida. ¿Y también los prelados? Mejor, que no tienen el vulgar remedio. Esto estaban viendo y oyendo, no en sueños ni por imaginación fantástica, sino muy en desvelo y muy de veras, olvidados de sí mismos, cuando ceñó la Muerte á una Decrepitud y la dijo: Llégate ahí y emprende de buen ánimo, que yo acometo cara á cara á los viejos, si á traición á los jóvenes. Y acaba ya con esos dos pasajeros de la vida y su peregrinación tan prolija, que tienen ya enfadado y cansado á todo el mundo. Vinieron á Roma en busca de la Felicidad y habrán encontrado la Desdicha. Aquí perecemos sin remedio, iba á decir Andrenio. Pero helósele la voz en la garganta y aun las lágrimas en los párpados, asiéndose fuertemente de su conducidor peregrino. Buen ánimo, le dijo éste, y mayor en el más apretado trance, que no faltará remedio. ¿De qué suerte, replicó, si dicen que para todo le hay, sino para la muerte? Engañóse quien tal dijo, que también le hay, yo le sé, y nos ha de valer agora. ¿Cuál sera ése?, instó Critilo. ¿Es acaso el valer poco, el servir de nada en el mundo, el ser suegro necio, el desearnos la muerte los otros por la expectativa, ó el dejarla nosotros por alivio, cargarnos de maldiciones, el ser desdichados? Nada, nada de todo eso. ¿Pues qué será? Remedio para no morir. Ya muero por saberlo y por probarlo. Tiempo tendremos, que el morir de viejos no suele ser tan de repente. Este único remedio, tan plausible, cuan deseado, será el asunto de nuestra última Crisi. CRISI XII _La isla de la inmortalidad._ Error plausible, desacierto acreditado fué aquel tan celebrado llanto de Jerjes, cuando, subido en una eminencia, desde donde pudo dar vista á sus innumerables huestes, que agotando los ríos inundaban las campañas, cuando otro no pudiera contener el gozo, él no pudo reprimir el llanto. Admirados sus cortesanos de tan estraño sentimiento, solicitaron la causa tan escondida, cuan impensada. Aquí el rey, ahogando palabras en suspiros, les respondió: Yo lloro de ver hoy los que mañana no se verán. Pues del modo que el viento lleva mis suspiros, así se llevará los alientos de sus vidas. Prevéngoles las obsequias á los que dentro de pocos años, todos los que hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir á ellos. Celebran mucho los apreciadores de lo bien dicho, este dicho y este hecho; mas yo ríome de su llanto, porque, preguntárale yo al gran monarca del Asia: Sire, estos hombres ó son insignes ó vulgares. Si famosos, nunca mueren; si comunes, mas que mueran. Eternízanse los grandes hombres en la memoria de los venideros; mas los comunes yacen sepultados en el desprecio de los presentes y en el poco reparo de los que vendrán. Así que son eternos los héroes y los varones eminentes inmortales. Éste es el único y el eficaz remedio contra la muerte, les ponderaba á Critilo y á Andrenio su peregrino, tan prodigioso que nunca envejecía ni le surcaban los años el rostro con arrugas del olvido ni le amortajaron la cabeza con las canas, repitiendo para inmortal: Seguidme, les decía, que hoy intento trasladaros de la casa de la muerte al palacio de la vida, desta región de horrores del silencio á la de los honores de la fama. Decidme: ¿nunca habéis oído nombrar aquella célebre isla de tan rara y plausible propiedad, que ninguno muere ni puede morir, si una vez entra en ella? Pues de verdad, que es bien nombrada y apetecida. Ya yo he oído hablar de ella algunas veces, dijo Critilo; pero como de cosa muy allende, acullá en los antípodas, socorro ordinario de lo fabuloso lo lejos, y como dicen las abuelas, de largas vías cercanas mentiras. Por lo cual, yo siempre la he tenido por un espantavulgo, remitiéndola á su simple credulidad. ¿Cómo es eso de _bene trobato_?, replicó el peregrino. Isla hay de la inmortalidad, bien cierta y bien cerca, que no hay cosa más inmediata á la muerte que la inmortalidad: de la una se declina á la otra. Y así veréis que ningún hombre, por eminente que sea, es estimado en vida. Ni lo fué el Ticiano en la pintura ni el Bonarota en la escultura ni Góngora en la poesía ni Quevedo en la prosa. Ninguno parece, hasta que desaparece. No son aplaudidos, hasta que idos. De modo que, lo que para otros es muerte, para los insignes hombres es vida. Asegúroos que yo la he visto y andado, gozándome hartas veces en ella, y aun tengo por empleo conducir allá los famosos varones. Aguarda, dijo Andrenio. Déjame hacer fruición de semejante dicha. ¿De veras que hay tal isla en el mundo y tan cerca y que, en entrando en ella, á Dios muerte? Dígote, que la has de ver. Aguarda, ¿y que ya no habrá ni el temor de morir, que aun es peor que la misma muerte? Tampoco. ¿Ni el envejecer, que es lo que más sienten las Narcisas? Menos: no hay nada de eso. De modo que ¿no llegan los hombres á estar chochos ni decrépitos ni á monear aquellos tan prudentazos antes, que es brava lástima verlos después niñear, los que eran tan hombres? Nada, nada de eso se experimenta en ella. ¡_Oh, la bella cosa_! En entrando allá, digo, fuera canas, fuera toses y callos, á Dios corcova y me pongo tieso, lucido y colorado y me remozo y me vuelvo de veinte años, aunque mejor será de treinta. ¡Y qué daría por poder hacer otro tanto, quien yo me sé! ¡Oh, cuándo me veré en ella, libre de pantuflos y manguitos y muletillas! Y pregunto, ¿hay relojes por allá? No por cierto, no son menester. Que allí no pasan días por las personas. ¡Oh qué gran cosa! Por solo eso se puede estar allá, que te aseguro que me muelen y me matan cada cuarto y cada instante. Gran cosa vivir de una tirada y pasar sin oir horas, como el que juega por cédulas sin sentir lo que pierde. ¡Qué mal gusto el de los que los llevan en el pecho, sisándose la vida y intimándose de continuo la muerte! Pero otra cosa, inmortal mío, díme, ¿no se come, no se bebe en esa isla? Porque, si no beben, ¿cómo viven? Si no se alimentan, ¿cómo alientan? ¿Qué vida sería ésa? Porque acá vemos que la sabia naturaleza de los mismos medios para el vivir hizo vida: el comer es vivir y el gustar. De modo que todas las acciones más necesarias para la vida las hizo más gustosas y apetecibles. En eso del comer, respondió el inmortal, hay mucho que decir. Y que pensar, añadió Andrenio. Dícese que los héroes se sustentan de higadillas de la Fénix; los valientes, los Pablos de Parada y los Borros, de medulas de leones; pero los más noticiosos desto aseguran que se pasan como los del monte Amanos, del airecillo del aplauso, que corre con los soplos de la fama, con aquello de oir decir: no hay espada como la del señor don Juan de Austria, no hay bastón como el de Caracena, no hay testa como la de Oñate, no hay pico como el de Santillana. Esto es lo que los sustenta, este aplauso, este decir: ¡qué gran virrey el duque de Monte León! No le ha habido mejor en Aragón. No se ha visto otro embajador en Roma como el conde de Siruela, no hay garnacha como el regente de Aragón don Luis de Ejea, no hay mitra como la de Santos en Sigüenza, no hay tres bonetes como los tres hermanos, el deán de Sigüenza, arcipreste de Valpuesta y el arcediano de Zaragoza. Este aplauso les quita las canas y las arrugas y basta hacerlos inmortales. Vale mucho este decir universal: ¡qué gran ministro el presidente! ¡Pues el inquisidor general! No hay tiara como la de Alejandro el Máximo, el dos veces Santo. No hay cetro como el... Aguarda, dijo Critilo, no querría que fuese esto de hacer los hombres eternos lo de aquel otro del secreto de hacer sólido el vidrio. De quien cuentan que un emperador le hizo hacer pedazos á él, porque no cayesen de su estimación el oro y la plata. Que, si aun desta suerte les decían los indios á los españoles: ¿teniendo el vidrio allá en el otro mundo, venís á buscar el oro en éste? ¿teniendo cristales, hacéis caso de metales?, ¿qué dijeran, si no fuera quebradizo, si le experimentaran durable? Por tan dificultoso tengo yo alcanzarle solidez á la frágil vida, como al delicado vidrio, que para mí, hombre y vidrio todo es uno, á un tris dan un tras y acábase vidrio y hombre. He, seguidme, les decía su prodigioso. Que hoy mismo habéis de pasear por la gran plaza, por el anfiteatro de la inmortalidad. Fuélos sacando á luz por una secreta mina, pasadizo derecho de la muerte á la eternidad, del olvido á la fama. Pasaron por el templo del trabajo y díjoles: Buen ánimo, que cerca estamos del de la fama. Sacólos finalmente á la orilla de un mar tan estraño, que creyeron estar en el puerto, si no de Hostia, de víctima de la muerte, y más cuando vieron sus aguas tan negras y tan oscuras, que preguntaron si era aquel mar donde desagua el Leteo, el río del olvido. Es tan al contrario, le respondió, y está tan lejos de ser el golfo del olvido, que antes es el de la memoria y perpetua. Sabed que aquí desaguan las corrientes de Elicona, los sudores hilo á hilo y más los odoríferos de Alejandro y de otros ínclitos varones, el llanto de las Eliades, los aljófares de Diana, linfas todas de sus bellas Ninfas. ¿Pues cómo están tan denegridas? Es lo mejor que tienen. Porque este color proviene de la preciosa tinta de los famosos escritores, que en ella bañan sus plumas. De aquí se dice tomaron jugo la de Homero para cantar de Aquiles, la de Virgilio de Augusto, Plinio de Trajano, Cornelio Tácito de ambos Nerones, Quinto Curcio de Alejandro, Jenofonte de Ciro, Comines del gran Carlos de Borgoña, Pedro Mateo de Enrico Cuarto, Fuen Mayor de Pío Quinto y Julio César de sí mismo. Autores todos validos de la fama. Y es tal la eficacia deste licor, que una sola gota basta á inmortalizar un hombre, pues un solo borrón, que echaba en uno de sus versos Marcial, pudo hacer inmortales á Partenio y á Liciano (otros leen Liñano), habiendo perecido la fama de otros sus contemporáneos, porque el poeta no se acordó de ellos. Yace en medio deste inmenso piélago de la fama aquella célebre isla de la inmortalidad, albergue feliz de los héroes, estancia plausible de los varones famosos. Pues dínos ¿por dónde y cómo se pasa á ella? Yo os lo diré. Las águilas volando, los cisnes surcando, las Fénix de un vuelo, los demás remando y sudando, ansí como nosotros. Fletó luego una chalupa, hecha de incorruptible cedro, taraceada de ingeniosas inscripciones, con iluminaciones de oro y bermellón, relevada de emblemas y empresas, tomadas del Sorio, del Saavedra, de Alciato y del Solórzano. Y decía el patrón haberse fabricado de tablas, que sirvieron de cubiertas á muchos libros, ya de nota, ya de estrella. Parecían plumas sus dorados remos y las velas lienzos del antiguo Timantes y del Velázquez moderno. Fuéronse ya engolfando por aquel mar en leche de su elocuencia, de cristal en lo terso del estilo, de ambrosía en lo suave del concepto y de bálsamo en lo odorífero de sus moralidades. Oíanse cantar regaladamente los cisnes, que de verdad cantan los del Parnaso. Anidaban seguros los alciones de la historia y andaban saltando alrededor del batel con mucha humanidad los delfines. Iban perdiendo tierra y ganando estrellas y todas favorables, con viento en popa, por irse reforzando siempre más y más los soplos del aplauso. Y para que fuese el viaje de todas maneras gustoso, iba entreteniéndoles el inmortal con su sazonada erudición: que no hay rato hoy más entretenido ni más aprovechado, que el de un _bel parlar_ entre tres ó cuatro. Recréase el oído con la suave música, los ojos con las cosas hermosas, el olfato con las flores, el gusto en un convite; pero el entendimiento con la erudita y discreta conversación entre tres ó cuatro amigos entendidos y no más, porque en pasando de ahí, es bulla y confusión. De modo que es la dulce conversación banquete del entendimiento, manjar del alma, desahogo del corazón, logro del saber, vida de la amistad y empleo mayor del hombre. Sabed, les decía, oh mis candidados de la fama, pretendientes de la inmortalidad, que llegó el hombre á tener, no ya emulación, pero envidia declarada á una de las aves y no atinaréis tan presto cuál fuese ésta. ¿Sería, dijeron, el águila, por su perspicacia, señorío y vuelo? No por cierto, que se abate del sol á una vil sabandija, rozando su grandeza. ¿Sin duda que al pavón, por las atenciones de sus ojos, entre tanta bizarría? Tampoco, que tiene malos dejos. ¿Y al cisne, por lo cándido y lo canoro? Menos, que es un muy necio callar el de toda la vida. ¿Á la garza, por su bizarra altanería? De ningún modo, que, aunque remontada, es desvanecida. Basta ¿que sería la fénix, por lo única en todo? Por ningún caso, que, demás de ser dudosa, no pudo ser feliz, pues le faltó consorte: si hembra, no tiene macho, y si macho, no tiene hembra. Válgate por ave, dijeron, ¿y cuál sería, que no queda ya cosa, que envidiar? Sí, sí queda. ¿Quién tal creyera? No sé cómo me lo diga. No fué sino al cuervo. ¿Al cuervo?, dijo Andrenio. ¡Qué mal gusto de hombre! No sino muy bueno y rebueno. ¿Pues qué tiene que lo valga? ¿Lo negro, lo feo, lo ofensivo de su voz, lo desazonado de sus carnes, lo inútil para todo? ¿Qué tiene de bueno? Oh, sí, una cierta ventaja, que empareja todo eso. ¿Cuál es, que yo no topo con ella? ¿Parécete que es niñería aquello de vivir trecientos años y aún aún? Sí, algo es eso. ¿Cómo algo? Y mucho y no como quiera. Sin duda, dijo Critilo, que le viene eso por ser aciago, que todo lo malo dura mucho, los azares nunca se marchitan y todo lo desdichado es eterno. Sea lo que fuere, él llegó á lo que no el águila ni el cisne. ¿Es posible, decía el hombre, que un pájaro tan civil haya de vivir siglos enteros y que un héroe el más sabio, el más valiente, la mujer más linda, la más discreta, no lleguen á cumplir uno ni á vivir el tercio? ¿Qué haya de ser la vida humana tan corta de días y tan cumplida de miserias? No pudo contener esta su desazón allá en sus interioridades á lo sagaz y prudente, sino que la manifestó luego á lo vulgar y llegó á dar quejas al Hacedor supremo. Oyóle las malfundadas razones de su descontento, escuchóle la prolija ponderación de su sentimiento y respondióle: ¿Y quién te ha dicho á ti que no te he concedido yo muy más larga vida que al cuervo y que al roble y que á la palma? He, acaba ya de reconocer tu dicha y de estimar tus ventajas. Advierte que está en tu mano el vivir eternamente. Procura tú ser famoso, obrando hazañosamente, trabaja por ser insigne, ya en las armas, ya en las letras, en el gobierno y, lo que es sobre todo, sé eminente en la virtud, sé heroico y serás eterno, vive á la fama y serás inmortal. No hagas caso, no, de esa material vida, en que los brutos te exceden. Estima sí la de la honra y de la fama y entiende esta verdad, que los insignes hombres nunca mueren. Campeaban ya mucho y de muy lejos dejábanse ver entre brillantes esplendores unos portentosos edificios, que en divisándolos, gritó Andrenio: Tierra, tierra. Y el inmortal: Cielo, cielo. Aquéllos, sin más ver, dijo Critilo, son los obeliscos corintios, los romanos coliseos, las babilónicas torres y los alcázares persianos. No son, dijo el inmortal, antes bien calle la bárbara Menfis sus pirámides y no blasone Babilonia sus homenajes, porque éstos los exceden á todos. Cuando estuvieron ya más cerca, que pudieron distinguirlos, conocieron que eran de materia muy tosca y muy común, sin arte ni simetría, sin molduras ni perfiles. Tanto, que pasando Andrenio de admirado á ofendido, dijo: ¡Qué cosa tan baja y tan vil es ésta! ¡Qué edificios tan indignos de un tan sublime puesto! Pues advierte, le respondió el inmortal, que éstos son los más celebrados del mundo. ¿Qué importa que lo material sea común, si lo formal de ellos es bien raro? Éstos han sido siempre venerados y plausibles y con mucho fundamento. Cuando los anfiteatros y los coliseos ya cayeron, éstos están en pie; aquéllos acabaron, éstos permanecen y durarán eternamente. ¿Qué muro viejo y caído es aquel, que causa horror el mirarle? Aquel es más celebrado y más vistoso, que todas las suntuosas fachadas de los palacios más soberbios. Aquéllas son las almenas de Tarifa, por donde arrojó el puñal don Alonso Pérez de Guzmán. Y es de notar, ponderó Critilo, que ese Guzmán el Bueno fué en tiempo de don Sancho el Cuarto. Á par dél campea aquel otro, donde la no menos que valerosa matrona, levantando su falda, levantó bandera de gloriosa vitoria, que en una mujer y al verde gollar el hijo fué valor de singular alabanza. ¿Qué cueva es aquella, que allí se divisa, aunque tan oscura? No es sino muy clara y muy esclarecida. Aquella es la tan nombrada cueva Donga del inmortal infante don Pelayo, más venerada, que los dorados alcázares de muchos de sus antecesores y aun descendientes. ¿Qué arrasada trinchera es aquella, que allí se admira? Dígalo el conde de Ancurt, que se acordará bien, pues ahí perdió el renombre de invencible y lo ganó el valeroso duque del Infantado, mostrando bien ser nieto del Cid y heredero de su gran valor. Por aquellas otras tres brechas introdujeron el socorro en Valencianes aquellos tres rayos, tres bravos chocadores, el afortunado señor don Juan de Austria, el único francés en la constancia, el plausible príncipe de Condé y el Marte de España, Caracena. ¿Cómo no se descuellan aquí, replicó Critilo, las pirámides gitanas, tan decantadas y repetidas de los gramáticos pedantes? Y aun por eso. Porque los reyes, que las construyeron, no fueron famosos por sus hechos, sino por su vanidad. Y así veréis que aun sus nombres se ignoran ni se sabe quiénes fueron. Sola queda la memoria de las piedras; pero no de las hazañas de ellos. Tampoco toparéis aquí las doradas casas de Nerón ni los palacios de Eliogábalo, que, cuando más duraban sus soberbios edificios, pavonaban más sus viles hierros. Señores, decía Andrenio, ¿qué se ha hecho de tanto ostentoso sepulcro con sus necias inscripciones, hablando, no con los caminantes materiales, como creyeron algunos simples, sino con los pasajeros de la vida? ¿Dónde están, que no parecen? Ésos sí que fueron obras muertas, fundadas en piedras frías. Gastaron muchos grandes tesoros en labrar mármoles y no en famosos hechos. Más les importara ahorrar de jaspes y añadir de hazañas. Y así vemos que no dura la memoria del dueño, sino de su desacierto. Alaban los que los miran los primores de las piedras; mas no las prendas. Y tal vez preguntan los pasajeros: ¿Quién fué el que allí yace? Y no saben responderles, quedando en disputa del dueño. Eterna necedad, querer ser célebres después de muertos á porfía de losas, no habiendo sido vivos á costa de heroicos hechos. ¿Qué castillos son aquellos tan viejos, antiguallas, que caducan de piedras bastas y humildes, roídas del tiempo, indignos de estar á par de los pórfidos costosos? Mucho más preciosos son éstos y de más estimación. Aquel que ves allí, míralo bien, que aún está sudando sangre sus cortinas, es el nunca bien celebrado, pero sí bien defendido de los valerosos cruzados caballeros los Medinas, Mirandas, Barraganes, Sanogueras y Guarales. ¿Según eso, ése es el Santelmo de Malta? El mismo, el que basta á hacer sombra á todos los anfiteatros del orbe. Todos aquellos otros que allí ves los erigió el inmortal Carlos Quinto para defensa de sus dilatados reinos, digno empleo de sus flotas y millones. Que aun el palacio de recreación, que levantó en el Pardo, dispuso fuese en forma de castillo, por no olvidar el valor en el mismo deporte. En medio de arcos triunfales estaba una ni bien casa ni bien choza, ladeándose con ellos. ¡Hay tal desproporción!, exclamó Andrenio. ¡Que permanezca entre tanta grandeza tal bajeza, entre tanto lucimiento una cosa tan deslucida! ¡Qué bien lo entiendes!, dijo el inmortal. Pues advierte que compite estimaciones con los más empinados edificios y aun se honran mucho los majestuosos alcázares de estar á par de ella. ¿Qué dices? Sí. Parece de madera y lo es, más incorruptible que de cedro, más duradera que los bronces. ¿Y qué cosa es? Una media cuba. Riólo mucho Andrenio y serenóse el inmortal, diciéndole: Trocarás la risa en admiración y en aplauso el desprecio, cuando sepas que es la tan celebrada estancia del filósofo Diógenes, envidiada del mismo Alejandro, que rodeó muchas leguas por verla, cuando el filósofo le dijo: Apártate, no me quites el sol. Sin hacerle más fiesta al conquistador del mundo. Mas él mandó fijar al lado de ella su pabellón militar, como allí se ve. ¿Pues por qué no su palacio?, replicó Andrenio. Porque no se sabe que le tuviese ni que le fabricase. La tienda fué siempre su alcázar, que para su gran corazón no bastaban palacios. Todo el mundo era su casa, que aun para morir se mandó sacar en medio la gran plaza de Babilonia á vista de sus vitoriosos ejércitos. Muchos edificios echo yo aquí menos, dijo Critilo, que fueron muy celebrados en el mundo. Así es, respondió el inmortal, por cuanto sus dueños tuvieron más de vanos, que de hazañosos. Y así no hallaréis aquí disparates de jaspe, necedades de bronce, frialdades de mármol. Más presto toparéis la puente de palo del César, que la de piedra de Trajano. No os canséis en buscar los pensiles, que no se aprecian aquí flores, sino frutos. ¿Qué trozos de naves son aquellos, que están pendientes del templo de la fama? Son de las que llevaban el socorro á la Fénix de la lealtad, Tortosa. Y aquel prodigio del valor, el duque de Alburquerque, las rindió y desbarató en los mares de Cataluña, hazaña tan dificultosa, cuan aplaudida. Y de aquí es que aún le está ceñando Marte á otras gloriosas empresas. Mas ya había llegado el bien seguro batelejo á besar las argentadas plantas de aquellos inaccesibles peñascos, atlantes de las estrellas, hallando por todas partes muy dificultoso el surgidero. Y deste achaque padecieron naufragio muchos y muy grandes bajeles y aun carracas, á vista del inmortal reino. Chocaban en aquellas duras inexorables rocas, donde se hacían pedazos lastimosamente. Perecían, porque no parecían. Y muchos, que habían navegado con próspero viento de la fama y la fortuna, habiendo comenzado bien, acabaron mal, estrellándose en el vil acroceraunio de algún vicio. Encallaban otros en algún bajío de su eterna infamia. Así le sucedió á un navío inglés y aun se dijo era la real del octavo de sus Enricos, que, habiendo navegado con favorable viento de aplauso y después de haber conseguido el glorioso renombre de Defensor de la Iglesia Católica, chocó con la torpeza y se fué á pique en la heregía, con todo aquel su desdichado reino. Siguiéronle casi todos los demás bajeles de su armada. Pero el más infeliz fué el de Carlos Estuardo, en quien se ostentó la monstruosidad de la heregía en él, muriendo á ciegas en los suyos, degollándole ciegos, de tal suerte, que quedó en duda cuál fuese mayor barbaridad, la de ellos en degollar su rey, sin ejemplar de la más bárbara fiereza; en él, de no confesarse católico. Amó la heregía, que tantas desdichas le ocasionaba, perdió ambas vidas, perdió ambas coronas, la temporal y la eterna, y, pudiendo inmortalizarse fácilmente declarándose católico, murió de todas maneras, de suerte que los hereges le degollaron y los católicos no le aplaudieron. En aquel otro de fiereza se estrelló Nerón, habiendo sido los seis primeros años de su imperio el mejor emperador y los seis últimos el peor. Allí pereció otro príncipe, que comenzó con bríos de un Marte y luego dió en las flaquezas de Venus. Desta suerte dieron al traste muchos famosos escritores, que, habiendo sacado á luz obras dignas de la eternidad, con el cacoetes del estampar y multiplicar libros se fueron vulgarizando; á otros sus apasionados con obras póstumas, maldigeridas ó impuestas, los deslucieron el crédito. Reconociendo la dificultad de tomar puerto el noticioso inmortal, valiéndose de su experiencia, guió el batel de arte, que pudieron descubrirle, aunque estaba muy desmentido. Abordaron ya con las mismas gradas de su muerte. Mas aquí consistió su mayor imposibilidad de surgir. Porque en la última se levantaba un arco triunfal de maravillosa arquitectura, esmaltado de inscripciones y de empresas, formando una majestuosa entrada; pero muy defendida con puertas de bronce, y éstas con candados de diamantes, para que ninguno pudiese entrar á su albedrío y sin que lo mereciese. Y esto con tal rigor, que daban y tomaban el nombre y aun el renombre, como pudieran en la más recelosa ciudadela. Y aunque algunos se usurpaban grandes renombres ó se los apegaban sus lisonjeros, como del gran Señor, del Emperador del Septentrión, del Príncipe de mar y tierra, y otros semejantes disparates, no por eso tenían segura la entrada en la inmortalidad ni el ser contados entre sus heroicos moradores. Para esto asistía á la puerta un tan exacto, cuan absoluto portero, cerrando y abriendo á quien juzgaba digno de la inmortalidad. Y sin su aprobación no había entrar pretendiente. Y es de advertir que no podía aquí nada el soborno, que es cosa bien rara. No había que meterle en la mano el doblón, porque él no era de dos caras. Nada valía el cohecho, nada alcanzaba el favor, tan poderoso en otras partes. No escuchaba intercesiones ni se obraba con él bajo manga, que no la tenía ancha, antes de una legua conocía á todo hombre. No había echarle dado falso: ¡qué bueno para ministro! Parecía un vicecanciller de Aragón. Todo lo deslindaba y lo apuraba. No se ahorraba con nadie. Jamás hizo cosa con escrúpulo. No condescendía ni con señores ni con príncipes ni con reyes y, lo que es más, ni con validos. En prueba de esto llegó en aquella misma ocasión un grave personaje, no ya pidiendo, sino mandando que le abriesen las puertas tan de par en par, como al mismo conde de Fuentes. Miróselo el severo alcaide y á la primera ojeada conoció que no lo merecía y respondióle: No ha lugar. ¿Cómo que no, replicó él, habiendo sido yo el famoso, el mayor, el Máximo? Preguntóle quién le había dado aquellos renombres. Respondió que sus amigos. Riólo mucho y dijo: Más valiera que vuestros enemigos. Quita allá, que venís descaminado. ¿Quién os dió á vos, señor, el renombre de gran prelado, docto, limosnero y vigilante? ¿Quién? Mis criados. Mejor fuera que vuestras ovejas. ¿Quién os apellidó á vos el Roldán de nuestro siglo, el invencible, el chocador? Mis aliados, mis dependientes. Yo lo creo así y vosotros todos os lo bebéis; andad y borradme esos renombres, esos supuestos blasones, nacidos de la desvergonzada lisonja. Quitá allá, que sois unos necios. ¡Cómo que se hizo la inmortalidad para tontos y la eterna fama para simples! ¿Qué portero es éste tan inexorable y rígido?, preguntó Andrenio. Á fe que no es á la moda inconquistable á los doblones. No ha asistido él en el Lobero, no toma cequíes, no ha venido él de los serrallos y apostaré que no ha platicado él con quien yo conocí portero en algún día. Éste es, le dijo, el mismo mérito en persona, hecho y derecho. ¡Oh, gran sujeto! Agora digo que no me espanto, trabajo hemos de tener en la entrada. Llegaban unos y otros á pretenderla en el reino de la inmortalidad y pedíales las patentes, firmadas del constante trabajo, rubricadas del heroico valor, selladas de la virtud y, en reconociéndolas desta suerte, se las ponía sobre la cabeza y franqueábales la entrada. La desdicha de otros era que las topaba manchadas del infame vicio y daba otra vuelta á la llave. Esta letra le dijo á uno, parece de mujer. Sí, sí. ¡Y qué mala, cuanto de más linda mano! Quita allá. ¡Qué asquerosa fama! Esta otra no viene firmada, que aun para ello le dolió el brazo á la poltronería. Á ámbar huele este papel; más valiera á pólvora. Estos escritos no huelen á aceite, no son de lechuza Apolinea. Desengáñese todo el mundo, que, en no viniendo las certificatorias iluminadas del sudor precioso, ninguno me ha de entrar acá. Lo que más les admiró fué el ver al mismo rey Francisco el Primero de Francia, que decían había días estaba en una de aquellas gradas, pidiendo con repetidas instancias ser admitido á la inmortalidad entre los famosos héroes, y siempre se le negaba. Replicaba él atendiese á que había obtenido el renombre de Grande y que así le llamaban, no sólo sus franceses, pero los italianos escritores. Sepamos en virtud de qué, decía el Mérito. ¿Acaso, Sire, porque os visteis vencido en Francia, vencido en Italia y prisionero en España, siempre desgraciado? Paréceme que Pompeyo y vos fuisteis llamados Grandes, según aquel enigma: ¿Cuál es la cosa, que, cuanto más la quitan, más grande se hace? Pero entrad siquiera por haber favorecido siempre á los eminentes hombres en todo. Del rey don Alonso les contaron que le habían puesto en contingencia su renombre de sabio, diciendo que en España no era mucho y más en aquel tiempo, cuando no florecían tanto las letras, y que advirtiese que el ser rey no consiste en ser eminente capitán, jurista ó astrólogo, sino en saber gobernar y mandar á los valientes, á los letrados, á los consejeros y á todos, que así había hecho Felipe Segundo. Con todo eso, dijo el Mérito, es de tanta estimación el saber en los reyes, que, aunque no sea sino latín, cuanto más astrología, deben ser admitidos en el reino de la fama. Y al punto le abrió las puertas. Pero donde gastaron toda la admiración y más, si más tuvieran, fué cuando oyeron que al mayor rey del mundo, pues fundó la mayor Monarquía que ha habido ni habrá, al rey Católico don Fernando, nacido en Aragón para Castilla, sus mismos aragoneses, no sólo le desfavorecieron, pero le hicieron el mayor contraste para entrar allá, por haberlos dejado repetidas veces por la ancha Castilla. Mas que él respondió con plena satisfacción, diciendo que los mismos aragoneses le habían enseñado el camino, cuando, habiendo tantos famosos hombres en Aragón, los dejaron todos y se fueron á buscar su abuelo el infante de Antequera allá á Castilla, para hacerle su rey, apreciando más el corazón grande de un castellano, que los estrechos de los aragoneses, y hoy día todas las mayores casas se trasladan allá, llegando á tal estimación las cosas de Castilla, que dice el refrán que el estiércol de Castilla es ámbar en Aragón. Mirad que todos mis antepasados están dentro y en gran puesto, decía uno vanamente confiado, y así yo tengo derecho para entrar allá. Mejor dijérais obligación y obligaciones. Por lo tanto debiéradeis vos haber cumplido con ellas y obrado de modo, que no os quedárades fuera. Entended que acá no se vive de ajenos blasones; sino de hazañas propias y muy singulares. Pero ya es común plaga de las ilustres familias que á un gran padre suceda de ordinario un pequeño hijo y así veréis que siempre con los gigantes andan envueltos los enanos. ¿Cómo se puede sufrir que quien es señor de tanto mundo se maleara, un gran príncipe de muchos estados y ditados no tenga un rincón en el reino de la fama? No hay acá rincones, le respondieron, ninguno está arrinconado. He, señor, acaba de entender que aquí no se mira la dignidad ni el puesto, sino la personal eminencia; no á los ditados, sino á las prendas; á lo que uno se merece, que no á lo que hereda. ¿De dónde venís?, gritaba el integérrimo alcaide. ¿Del valor? ¿Del saber? Pues entrad acá. ¿Del ocio y vicio, de las delicias y pasatiempos? No venís bienencaminados. Volved, volved á la cueva de la nada, que aquél es vuestro paradero. No pueden ser inmortales en la muerte los que vivieron como muertos en vida. Mordíanse, en llegando á esta ocasión, las manos algunos grandes señores al verse excluídos del reino de la fama y que eran admitidos algunos soldados de fortuna, un Julián Romero, un Villamayor y un capitán Calderón, honrado de los mismos enemigos. ¿Y que un duque, un príncipe se haya de quedar fuera, sin nombre, sin fama, sin aplauso? Presentaron algunos escritores modernos, en vez de memoriales, grandes cuerpos; pero sin alma. Y no sólo no eran admitidos, pero gritaba el Mérito: Hola, venga acá media docena de faquines, que para solos sus brazos son estos embarazos. Quita de aquí estos insufribles fárragos, escritos no con tinta fina, sino aguachirle, y así todo es broma cuanto dicen. Las ocho hojas de Persio duran hoy y se leen, cuando de toda la Amazonida de Marso no ha quedado más rastro que la censura de Horacio en su inmortal arte. Éste sí que será eterno. Y mostró un libro pequeño. Miradle y leedle, que es la _Corte en aldea_ del portugués Lobo. Y estas otras las obras de Sá de Miranda y las seis hojas de la instrucción, que dió Juan de Vega á su hijo, comentada ó realzada por el conde de Portalegre. Esta Vida de don Juan el Segundo de Portugal, escrita por don Agustín Manuel, digno de mejor fortuna. Que los más de estos autores portugueses tienen pimienta en el ingenio. Estas voces las repetía un prodigioso eco, que excedía con mucho á aquel tan célebre, que está junto á nuestra eterna Bílbilis. Pues este su nombre no latino, está diciendo que fué mucho antes que los romanos y hoy dura y durará siempre. Repetía aquel eco, no cinco veces las voces, como éste, sino cien mil, respondiéndose de siglo en siglo y de provincia en provincia, desde la helada Estocolmo hasta la abrasada Ormuz. Y no resonaba frialdades, como suelen otros ecos; sino heroicas hazañas, dichos sabios y prudentes sentencias. Y á todo lo que no era digno de fama, enmudecía. Volvieron en esto la atención á las desmesuradas voces, acompañadas de los duros golpes, que daba á las puertas inmortales un raro sujeto, que de verdad fué un bravo paso. ¿Quién eres tú, que hundes más que llamas?, le preguntó el severo alcaide. ¿Eres español? ¿Eres portugués? ¿Ó eres diablo? Más que todo eso, pues soy un soldado de fortuna. ¿Qué papeles traes? Sola esta hoja de mi espada. Y presentósela. Reconocióla el Mérito y, no hallándola tinta en sangre, se la volvió, diciendo: No ha lugar. Pues le ha de haber, dijo, enfureciéndose. No me debéis conocer. Y aun por eso, que si fuéradeis conocido, no fuéradeis desechado. Yo soy un reciente general. ¿Reciente? Sí, que cada año se mudan de una y de otra parte. ¿Mucho es, le replicó, que siendo tan fresco, no vengáis corriendo sangre? He, que no se usa ya eso. Allá en tiempo de Alejandro y de los reyes de Aragón, cuyas barras son señales de los cinco dedos ensangrentados, que pasó uno por el campo de su escudo, cuando quiso limpiar la vitoriosa mano, saliendo triunfante de una memorable batalla. Quédese eso para un temerario don Sebastián y un desesperado Gustavo Adolfo. Y digo más, que, si como esos fueron reyes, hubieran sido generales, nunca hubieran perecido, cuando muchos les hubieran muerto los caballos. Que hay mucha diferencia de pelear como amo ó como criado. Yo he conocido en poco tiempo más de veinte generales en una cierta guerrilla, así la llamaba el que la inventó, y no he oído decir que alguno de ellos se sacase una gota de sangre. Pero dejémonos de disputas y hágase lo que se ha de hacer, que entre soldados no se gastan palabras, como entre licenciados. Ea, abrid. Eso no haré yo, decía el Mérito, que no llegáis con nombre, sino con voces. Oyendo esto el tal cabo, echó mano y movió tal ruido, que se alborotó todo el reino de los héroes, acudiendo unos y otros á saber lo que era. Llegó de los primeros el bravo Macedón y dijo: Dejádmele á mí, que yo le meteré en razón y en el puño. Señor jefe, le dijo, mucho me admiro de que aquí os queráis hacer de sentir, no habiendo hecho ruido en las campañas. Tratad de volver allá y por vuestra fama. Obrad media docena de hazañas; no una sola, que pudo ser ventura. Sitiad un par de plazas reales, veamos cómo saldréis con ellas. Que os puedo asegurar que me cuesta á mí el entrar acá más de cincuenta batallas ganadas, más de docientas provincias conquistadas, las hazañas no tienen número, aunque muy de cuenta. Sin duda, le respondió, que sois vos el Cid, el de las fábulas. No dijera más el mismo Alejandro. Pues él mismo es, le dijeron. Y cuando se creyó había de quedar aturdido, fué tan al revés, que comenzó con bravo desenfado á fisgarse dél y decir: ¡Mirad agora y quién habla entre soldados de Flandes, sino el que las hubo contra lanzas de marfil en la Persia, de paso en la India y contra piedras en la Escitia! ¡Viniérase él ahora á esperar una carga de mosquetes vizcaínos, una embestida de picas italianas, una rociada de bombardas flamencas! Voto á... Juro que no conquistara hoy á solo Ostende en toda su vida. Oyendo esto el Macedón, hizo lo que nunca, que fué volver las espaldas. Enmudeció también Aníbal, por temer no le sacase lo de Capua, y el mismo Pompeyo, porque no le dijese que no supo usar de la vitoria. Desta suerte se retiraron todos los del tercio viejo y rogó el Mérito saliese alguno de los bravos campiones á la moda. Asomóse uno de harto nombre y díjole: Señor soldado, si vos tuviérades tan criminal la espada, como civil la lengua, no tuviérades dificultad en la entrada. Andad y pasaos por los dos templos del Valor y de la Fama, que os prometo que me ha costado el entrar acá el tomar más de veinte plazas por sitio y aún aún. Preguntó el soldado quién era y, en sabiéndolo dijo: Oh, qué lindo. Ya le conozco. Y no diga que peleó, sino que mercadeó; no que conquistó las plazas, sino que las compró. ¡Á mí que las vendo! Oyendo esto, bajó sus orejas el tal general y aun dicen que las hizo de mercader. Yo, yo lo entenderé, dijo otro. Señor crudo, así como trae las certificatorias de Venus y de Baco, procure otras de Marte, que de mí le puedo asegurar, que lo que otros no emprendieron con veinte mil hombres, yo con cuatro mil lo intenté y con pocos más lo ejecuté, saliendo con la más desesperada empresa, y aun me quisieron barajar la entrada. ¿No sois vos Fulano?, dijo. Pues señor héroe, no me espanto, que no tuvisteis contrario ni tuvo gente en esa ocasión el enemigo y así no me admiro de lo que hicistes, sino de lo que dejastes de obrar, que pudiérades haber acabado la guerra, no dejando qué hacer á los venideros. En oyendo esto, hizo lo que los otros. Llegóse uno, que no debiera, de más favor que furor, y díjole: He, señor pretendiente, ¿no veis que es cosa sin ejemplar la que intentáis, de querer entrar acá sin méritos? Volved á las campañas, que os juro me salieron á mí los dientes en ellas y se me cayeron también, hallándome en muy importantes jornadas y, si perdí algunas, también gané otras con mucha reputación. Señor mío, le replicó, grado á los buenos lados, que tuvistes. Que, así como otros mueren de ese mal, vos vivís de ese bien. Mientras ellos vivieron, vencistes y, ellos muertos, se os conoció bien su falta. Aquí no pudiéndolo sufrir uno de los más alentados, bravo chocador y que le temió más que á todos juntos el enemigo, con muchos actos positivos de su valor, éste, requiriendo la espada, le dijo desistiese de la empresa el que había desistido de tantas, que tratase de retirarse con buen orden el que con tan malo se había siempre retirado, que no pretendiese la reputación inmortal el que á tantos la había hecho perder. ¡Poco á poco!, le respondió. ¿Y no sabe Dios y todo el mundo que todas vuestras facciones fueron temeridades, sin arte y sin consejo, todo arrojos? Y así os temieron más los enemigos como á un temerario, que como á un prudente capitán. Al fin peleasteis de mazada. Más dijera aquél y más oyera éste, si el Mérito no le retirara, con otros muchos, diciéndoles: Apartaos vos, señor, no os estrelle aquello de _fugerunt_, _fugerunt_, y á vos lo de _pillare_ y _pillare_ y _más pillare_. Pues á vos luego os echará en la cara aquello de las espaldas en tal y tal ocasión. Quitaos vos, no os vea con esa casaca tan otra de la de ayer, mudando cada día la suya y aun la ajena. Teneos allá, que os glosará á vos aquello de encorralar los españoles y hacerles morir más de hambre que de sangre. Retiraos todos. Y viendo que no quedaba héroe con héroe y que llegaba á meter escrúpulos en una cosa tan delicada como la fama de tantos y tan insignes varones, vino á partidos con él y pactaron que volviese al mundo, acompañado de un par de famosos escritores, que examinasen de nuevo los autores de su renombre, los pregoneros de su fama, los que le habían celebrado de Cid moderno y Marte novel y que, si se hallasen constantes en lo dicho, al punto sería admitido, que así se había platicado con otros en caso de duda. Admitió el partido, como tan confiado. Llegaron, pues, á un cierto escritor, más celebrador que célebre, y preguntándole si eran de aquel general las alabanzas que en tal libro á tantas hojas había escrito, respondió: Sí, suyas son, pues él las ha comprado. Que así dijo el Jovio, después de haber acabado moros y cristianos, que, por cuanto ellos se lo pagaron bien, él había celebrado mejor. Lo mismo respondió un poeta. Ved, decían, lo que se ha de creer de semejantes elogios y panegíricos. ¡Oh gran cosa la entereza y qué poco usada! Haciéndole cargo á otro autor, de los de primera clase, de haber celebrado á éste, como á otros muchos, se escusó diciendo que no había hallado otros en su siglo á quienes poder alabar. Defendíase otro con decir: Esta diferencia hay entre los que alabamos y los maldicientes, que nosotros lisonjeamos á los príncipes con premio y ellos al vulgo con civil aplauso; pero todos adulamos. Hasta un abridor de planchas se escusó de haber metido su retrato entre los hombres insignes, diciendo que para hacer número y tener más ganancia. Con lo cual quedó el tal jefe confundido, aunque no del todo desengañado. Observaron con harta admiración que para un togado, que entraba allá y ése con poco ruido, eran ciento los soldados. Es muy plausible, decía el inmortal, el rumbo de la milicia: andan entre clarines y atambores; y los togados muy á la sorda. Y así veréis que obrará cosas grandes en mucho bien de la república un ministro, un consejero, y no será nombrado ni aun conocido ni se habla de ellos; pero un general hace mucho ruido con el boato de sus bombardas. Abriéronse las inmortales puertas, para que entrase un cierto héroe, un primer ministro, que en su tiempo, no sólo no fué aplaudido, pero positivamente odiado. Mas fueron tales y tan exorbitantes las temeridades y desaciertos del que le sucedió, que acreditaron mucho su pacífico proceder y aun le hicieron deseado. Al entrar éste, salió una fragrancia tan extraordinaria, un olor tan celestial, que les confortó las cabezas y les dió alientos para desear y diligenciar la entrada en la inmortal estancia. Quedó por mucho rato bañado de tan suave fragrancia el hemisferio y decíales su inmortal: ¿De dónde pensáis que sale este tan precioso y regalado olor? ¿Acaso de los jardines de Chipre tan nombrados? ¿De los pensiles de Babilonia? ¿De los guantes de ámbar de los cortesanos? ¿De las cazoletas de los camarines? ¿De las lamparillas de aceite de jazmín? Que, no por cierto, no sale sino del sudor de los héroes, de la sobaquina de los mosqueteros, del aceite de los desvelados escritores. Y creedme que no fué encarecimiento ni lisonja, sino verdad cierta, que olía bien el sudor de Alejandro Magno. Pretendieron algunos que bastaba dejar fama de sí en el mundo, aunque nunca fuese buena, contentándose con que se hablase de ellos bien ó mal. Pero declaróse que de ningún modo, porque hay grande diferencia de la inmortal fama á la eterna infamia. Y así gritaba el Mérito: Desengáñoos, que aquí no entran sino los varones eminentes, cuyos hechos se apoyan en la Virtud, porque en el vicio no cabe cosa grande ni digna de eterno aplauso. Venga todo jayán; fuera todo pigmeo. No hay aquí mediocritas; todo va por estremos. Reparó Critilo que, entrando allá de todas naciones, si bien de algunas pocos, no vieron de una en esta era entrar héroe alguno. No es de admirar, dijo el peregrino. Porque la infame heregía los ha reducido á tal estremo de ciegos y de malvistos, que no se ven en ellos sino infames traiciones, abominables fierezas, inauditas monstruosidades, llegando á estar hoy sin Dios, sin ley y sin rey. Pero aunque no hay rincón alguno en esta ilustre estancia, con todo eso repararon al abrir la una de las dos puertas que detrás de la otra estaban como corridos algunos célebres varones. ¿Quiénes son aquellos, preguntó Andrenio, que están como corridos, cubriéndose los rostros con las manos? Aquellos son, les dijeron, no menos que el Cid español, el Roldán francés y el portugués Pereira. ¿Cómo así, cuando habían de estar con las caras muy esentas en el mejor puesto del lucimiento? Es que están corridos de las necedades en aplausos, que cuentan de ellos sus nacionales. Ya en esto se fué acercando el peregrino y suplicó la entrada para sí y sus dos camaradas. Pidióles el Mérito la patente y si venía legalizada del valor y autenticada de la reputación. Púsose á examinarla muy de propósito y comenzó á arquear las cejas, haciendo ademanes de admirado. Y cuando la vió calificada con tantas rúbricas de la filosofía en el gran teatro del universo, de la razón y sus luces en el valle de las fieras, de la atención en la entrada del mundo, del propio conocimiento en la anotomía moral del hombre, de la entereza en el mal paso del salteo, de la circunspección en la fuente de los engaños, de la advertencia en el golfo cortesano, del escarmiento en casa de Falsirena, de la sagacidad en las ferias generales, de la cordura en la reforma universal, de la curiosidad en casa de Salastano, de la generosidad en la cárcel del oro, del saber en el museo del discreto, de la singularidad en la plaza del vulgo, de la dicha en las gradas de la fortuna, de la solidez en el yermo de Hipocrinda, del valor en su armonía, de la virtud en su palacio encantado, de la reputación entre los tejados de vidrio, del señorío en el trono del mando, del juicio en la jaula de todos, de la autoridad entre los horrores y honores de Vejecia, de la templanza en el estanco de los vicios, de la verdad pariendo, del desengaño en el mundo descifrado, de la cautela en el palacio sin puerta, del saber reinando, de la humildad en casa de la hija sin padres, del valer mucho en la cueva de la nada, de la felicidad descubierta, de la constancia en la rueda del tiempo, de la vida en la muerte, de la fama en la isla de la inmortalidad, les franqueó de par en par el arco de los triunfos á la mansión de la eternidad. Lo que allí vieron, lo mucho que lograron, quien quisiere saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la Virtud insigne, del Valor heroico y llegará á parar al teatro de la Fama, al trono de la Estimación y al centro de la Inmortalidad. TABLA SEGUNDA PARTE Páginas. CRISI VII.--El hiermo de Hipocrinda. 1 CRISI VIII.--Armería del valor. 15 CRISI IX.--Anfiteatro de monstruosidades. 32 CRISI X.--Virtelia encantada. 43 CRISI XI.--El tejado de vidrio y Momo tirando piedras. 59 CRISI XII.--El trono del mando. 74 CRISI XIII.--La jaula de todos. 85 TERCERA PARTE CRISI I.--Honores y horrores de Vejecia. 109 CRISI II.--El estanco de los vicios. 127 CRISI III.--La verdad de parto. 147 CRISI IV.--El mundo descifrado. 170 CRISI V.--El palacio sin puertas. 191 CRISI VI.--El saber reinando. 209 CRISI VII.--La hija sin padre en los desvanes del mundo. 234 CRISI VIII.--La cueva de la nada. 254 CRISI IX.--Felisinda descubierta. 274 CRISI X.--La rueda del tiempo. 291 CRISI XI.--La suegra de la vida. 310 CRISI XII.--La isla de la inmortalidad. 333 _Acabóse de imprimir esta edición de “El Criticón” conforme á los príncipes, de 1653 cuanto á la “Segunda Parte” y de 1657 cuanto á la “Tercera”, en la imprenta “Renacimiento” el día 15 de Julio del año MCMXIV_ *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CRITICÓN (TOMO 2 DE 2) *** Updated editions will replace the previous one—the old editions will be renamed. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg™ and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org. Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. 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