Title: Dramas (2 de 2): Lucrecia Borgia; María Tudor; La Esmeralda; Ruy Blas
Author: Victor Hugo
Illustrator: Francesc Gómez Soler
Translator: A. Blanco Prieto
Release date: June 10, 2021 [eBook #65584]
Language: Spanish
Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by Biblioteca Digital Hispánica/Biblioteca Nacional de España).
Nota de transcripción
p. 1
Dramas de Víctor Hugo
p. 2
ES PROPIEDAD
p. 3
DRAMAS
DE
Víctor Hugo
Lucrecia Borgia
María Tudor — La Esmeralda — Ruy Blas
TRADUCCIÓN DE
A. Blanco Prieto
ILUSTRACIÓN DE
F. Gómez Soler
BARCELONA
BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS»
DANIEL CORTEZO y C.ª—Calle de Pallars (Salón de S. Juan)
1887
p. 4
Establecimiento tipográfico-editorial de Daniel Cortezo y C.ª
p. 5
Drama en 3 actos, con un prefacio de su autor
p. 7
Cuando estaba escribiendo el prefacio de su último drama, el autor volvió á la ocupación de toda su vida, al arte; y continuó sus trabajos predilectos, aun antes de acabar del todo con los adversarios políticos que fueron á distraerle hace dos meses. Por otra parte, dar á luz un nuevo drama seis semanas después del que se había prohibido, era, en cierto modo, censurar al gobierno por su acto; era demostrarle que perdía el tiempo, probándole que el arte y la libertad podían renacer en una noche bajo el torpe pie que los hollaba. Así es que el autor confía sostener de aquí en adelante la lucha política, mientras fuere necesario, sin dejar la obra literaria. Se puede cumplir con los propios deberes y llevar á cabo una misión al mismo tiempo, sin que lo uno perjudique á lo otro: el hombre tiene dos manos.
El Rey se divierte y Lucrecia Borgia no se asemejan por el fondo ni por la forma, y estas dos obras tienen, cada cual por su parte, un destino tan diverso, que la una será tal vez algún día la principal fecha política, y la otra la principal fecha literaria de la vida del autor. Sin embargo, cree de su deber decir que estas dos composiciones tan diferentes en elp. 8 fondo, en la forma y en el destino, se relacionan íntimamente en su pensamiento. La idea que produjo el Rey se divierte, y la que dió origen á Lucrecia Borgia nacieron en el mismo instante y en el mismo punto del corazón. ¿Cuál es, en efecto, el pensamiento íntimo oculto bajo estas tres ó cuatro cortezas concéntricas en la primera de dichas producciones? Hele aquí: tomemos la deformidad física más hedionda, la más repugnante y completa; coloquémosla allí donde más resalte, en el piso más bajo y en el más despreciado del edificio social; iluminemos por todos lados, con la siniestra luz de los contrastes, ese mísero sér; y después démosle un alma y póngase en ésta el sentimiento más puro que se concede al hombre: el de la paternidad. ¿Qué sucederá? Que este sentimiento sublime, excitado, según ciertas condiciones, transformará á vuestros ojos el sér envilecido, el cual, pequeño al principio, llegará á ser grande, y su deformidad se convertirá en belleza. En el fondo, he aquí lo que es el Rey se divierte. Ahora bien, ¿qué es Lucrecia Borgia? Tómese la deformidad moral más hedionda, la más repugnante y completa; colóquese allí donde más resalte, en el corazón de una mujer, con todas las condiciones de la belleza física y de la grandiosidad regia, que ponen más en relieve el crimen; y ahora mézclese con toda esta deformidad moral un sentimiento puro, el más puro que á la mujer le es dado experimentar, el sentimiento materno; en el monstruo poned una madre, y desde luego interesará y hará llorar; y ese sér que inspiraba temor, infundirá lástima; y esa alma deforme se hará casi hermosa á vuestros ojos. Así, pues, la paternidad santificando la deformidad física es el Rey se divierte; y la maternidad, purificando la deformidad moral, es Lucrecia Borgia. Si en el pensamiento del autor no fuese bárbara la palabra biología, esas dos producciones no formarían más que una biología sui generis, que pudiera titularse: El Padre y la Madre. La suerte les ha separado; pero ¿qué importa? La una prosperó; la otra ha sido condenada; la idea que constituye el fondo de la primera se mantendrá tal vez encubierta aún, á causa de mil prevenciones, para muchas miradas; la idea que engendró la segunda parece ser comprendida y aceptada todas las noches por una multitud inteligente y simpática, si no nos ciega alguna ilusión: Habent sua fata. Pero sea lo que fuere de esas dosp. 9 composiciones, que por lo demás no tienen otro mérito que la atención con que el público ha tenido á bien escucharlas, son hermanas gemelas, que se han tocado en germen, la coronada y la proscrita, como Luís XIV y el Máscara de Hierro.
Corneille y Molière tenían por costumbre contestar en detalle á las críticas que sus obras suscitaban, y no deja de ser curioso hoy ver á esos gigantes del teatro debatir en prefacios y advertencias al lector, entre la inextricable red de objeciones que la crítica contemporánea urdía sin descanso á su alrededor. El autor de este drama no se cree digno de seguir tan grandes ejemplos, y por lo tanto callará ante la crítica: lo que sienta bien en hombres vestidos de autoridad, como Molière y Corneille, no sería oportuno en otros. Por lo demás, tal vez sólo Corneille en todo el mundo podría conservarse grande y sublime en el momento mismo en que, de rodillas, hace poner un prefacio ante Scudery ó Chapelain. El autor dista mucho de ser Corneille, y está muy lejos de tener nada que ver con Chapelain ó Scudery. La crítica, salvo algunas raras excepciones, ha sido generalmente leal y benévola para él; pero sin duda podría contestar á más de una objeción. Á los que opinan, por ejemplo, que Genaro se deja envenenar demasiado cándidamente por el duque en el segundo acto, podría preguntarles si Genaro, personaje creado por la fantasía del poeta, había de ser más verosímil y más desconfiado que el histórico Druso de Tácito, ignarum et juveniliter hauriens; y á los que le censuran por haber exagerado los crímenes de Lucrecia Borgia, les diría: «Leed á Tomasi, á Guicciardini y sobre todo el Diarium»; á los que le vituperan por haber aceptado ciertos rumores populares semifabulosos sobre la muerte de los maridos de Lucrecia, les contestaría que con frecuencia las fábulas del pueblo constituyen la verdad del poeta; y además citaría de nuevo á Tácito, historiador más obligado á criticarse sobre la realidad de los hechos que no el poeta dramático: Quamvis fabulosa et immania credebantur, atrociore semper fama erga dominantius exitus. El autor podría detallar estas explicaciones mucho más, examinando una por una con la crítica todas las piezas de la armazón de su obra; pero prefiere dar gracias al crítico en vez de contradecirle; y por otra parte, complácelep. 10 más que el lector halle en el drama, y no en el prefacio, las respuestas que podría dar á las objeciones del crítico.
Se le dispensará que no insista sobre la parte puramente estética de su obra. Hay todo un orden de ideas muy distinto, no menos elevado en su opinión, que quisiera tener tiempo de remover y profundizar en la Lucrecia Borgia. Á su modo de ver, en las cuestiones literarias hay otras muchas sociales, y toda obra es una acción. He aquí el asunto sobre el cual se extendería de buena gana si no le faltasen el tiempo y el espacio. El teatro, nunca lo repetiremos en demasía, tiene en nuestra época una inmensa importancia que tiende á desarrollarse sin cesar con la civilización misma. El teatro es una tribuna, una cátedra; el teatro habla muy alto. Cuando Corneille dice:
Corneille es Mirabeau; y cuando Shakespeare dice: To die, to sleep, Shakespeare es Bossuet.
El autor sabe hasta qué punto el teatro es algo muy grande y formal; sabe que el drama, sin salir de los límites imparciales del arte, tiene una misión nacional, una misión social, una misión humana. Cuando ve todas las noches, él, pobre poeta, á ese pueblo tan inteligente y adelantado, que convierte á París en la ciudad central del progreso, extasiarse en masa ante un telón que se levantará un momento después por su pensamiento, se juzga muy poca cosa para excitar tanta atención y curiosidad; comprende que si su talento no es nada, es preciso que su honradez lo sea todo; y se interroga severamente sobre el alcance filosófico de su obra, porque se considera responsable, y no quiere que esa multitud pueda pedirle cuenta un día de lo que le enseñó. El poeta ha de cuidar también de las almas; es preciso que el público no salga del teatro sin llevar consigo alguna moralidad austera y profunda; y por eso espera, Dios mediante, no desarrollar jamás en la escena (por lo menos mientras duren los tiempos críticos en que estamos) sino asuntos llenos de lecciones y de consejos; presentará siempre el ataúd en la sala del festín, la oración de difuntos mezclándose con los cantos de la orgía, y la cogulla junto á la careta. Algunas veces dejará al carnavalp. 11 cantar desordenado y desaforadamente en el proscenio, pero le gritará desde el fondo de la escena: Memento quia pulvis es. Sabe que el arte solo, el arte puro, el arte propiamente dicho, no exige todo esto del poeta; pero piensa que en el teatro, sobre todo, no basta llenar solamente las condiciones del arte. Y en cuanto á las llagas y miserias de la humanidad, siempre que las presente en el drama, tratará de encubrir con el velo de una idea consoladora y grave todo lo que esas desnudeces tengan de odioso en demasía. No pondrá á Marion de Lorme en la escena sin purificar á la cortesana con un poco de amor; dará á Triboulet, el deforme, un corazón de padre; á la monstruosa Lucrecia, entrañas de madre; y de este modo, su conciencia reposará al menos tranquila y serena en su obra. El drama que sueña y que se propone realizar podrá tocarlo todo sin manchar nada. Hágase circular en el conjunto un pensamiento moral y compasivo, y no habrá nada deforme ni repugnante. Con la cosa más hedionda mézclese una idea religiosa, y será santa y pura. Sujetad á Dios al palo y tendréis la cruz.
12 de Febrero de 1833.
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Lucrecia Borgia
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PERSONAJES
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AFRENTA SOBRE AFRENTA
PARTE PRIMERA
Un terrado del palacio Barbarigo, en Venecia. Fiesta nocturna; varias máscaras cruzan á cada instante; en ambos lados del mismo, el palacio presenta una iluminación espléndida, y se oyen acordes musicales. El terrado está cubierto de sombra y de verde; en el fondo se figura que al pie se halla el canal de la Zueca, por el cual se ven pasar, á intervalos, entre las tinieblas, góndolas cargadas de máscaras; en cada una de ellas se oye música cuando cruza por el fondo del teatro, tan pronto alegre como lúgubre, y se extingue gradualmente en lontananza. Á lo lejos se divisa Venecia, iluminada por la luz de la luna.
PERSONAJES
GUBETTA, GENARO (vestido de capitán), APÓSTOLO GAZELLA, MAFFIO ORSINI, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, LIVERETTO
(Jóvenes caballeros, magníficamente vestidos, con sus antifaces en la mano, conversan en el terrado.)
Oloferno.—Vivimos en una época en que los hombres consuman tantos actos horribles, que ya no se habla de ese; pero seguro es que jamás se ha conocido un hecho tan siniestro y misterioso.
Ascanio.—Un acto tenebroso, por hombres que lo son también.
Jeppo.—Yo conozco bien los hechos, señores, pues me los ha referido mi primo, el cardenal Carriale, que es la persona mejor informada... ya conocéis al cardenal, aquel que tuvo tan empeñada disputa con el cardenal Riario sobre la guerra contra Carlos VIII de Francia.
Genaro (bostezando).—¡Ah! hete aquí que Jeppo comienza con sus historias... Por mi parte no quiero escuchar, porque ya estoy cansado de oir.
Maffio.—Esas cosas no te interesan, Genaro, y me parece muy natural. Tú eres un bravo capitán aventurero,p. 17 que lleva un nombre de capricho; no conoces á tu padre ni á tu madre, aunque no se duda seas caballero, á juzgar por tu modo de manejar la espada; pero todo cuanto se sabe de tu nobleza es que te bates como un león. Á fe mía, somos compañeros de armas, y lo que te digo no es para ofenderte. Si me salvaste la vida en Rímini, yo te la salvé en el puente de Vicencio; nos hemos jurado mutuo auxilio así en guerra como en amor; vengarnos juntos cuando necesario sea y tener por enemigos, yo los tuyos, y tú los míos. Un astrólogo nos predijo que moriríamos el mismo día, y dímosle diez cequíes de oro por su pronóstico. No somos amigos, sino hermanos. En fin, tú tienes la suerte de llamarte simplemente Genaro, de no conocer pariente alguno, y de que no te persiga ninguna de esas fatalidades inherentes á los nombres históricos. ¡Eres feliz! ¿Qué te importa lo que pasa ni lo que ha pasado, con tal que haya siempre hombres para la guerra y mujeres para el placer? ¿Qué te importa la historia de las familias ni de las ciudades, á ti que no tienes patria ni familia? Para nosotros, amigo Genaro, es diferente; tenemos derecho á interesarnos en las catástrofes de nuestra época; nuestros padres y nuestras madres han intervenido en esa tragedia; y casi todas nuestras familias visten de luto aún.—Dinos cuanto sepas, Jeppo.
Genaro. (Déjase caer en un sillón, en la actitud del que se propone dormir.)—Me despertaréis cuando Jeppo haya concluído.
Jeppo.—Comienzo. En el año mil cuatrocientos noventa...
Gubetta (Desde un rincón.)—Noventa y siete.
Jeppo.—Eso es, noventa y siete. Era cierta noche de un miércoles á jueves...
Gubetta.—No, de un martes á miércoles.
Jeppo.—Tenéis razón.—Aquella noche, pues, un barquero del Tíber, que estaba echado en su barca, custodiandop. 18 sus mercancías, presenció algo espantoso; hallábase un poco más abajo de la iglesia de San Jerónimo, y serían como las cinco de la madrugada. El buen hombre vió avanzar en la oscuridad, por el camino que hay á la izquierda del templo, dos hombres á pie, mirando á un lado y otro, cual si estuvieran inquietos; después aparecieron otros dos, y luego un tercero, hasta que se reunieron siete; sólo uno de ellos iba montado. La noche estaba muy oscura, y en todas las casas que dan al Tíber veíase sólo una ventana iluminada. Los siete hombres se aproximaron á la orilla del río; el jinete hizo dar media vuelta á su caballo, y entonces el barquero vió claramente en la grupa unas piernas que pendían por un lado, mientras que la cabeza y los brazos colgaban por el otro: era el cadáver de un hombre. Mientras sus compañeros vigilaban en los ángulos de las calles, dos hombres cogieron el cuerpo, balanceáronle dos ó tres veces con fuerza y arrojáronle en medio del Tíber. Apenas el cadáver tocó el agua, el jinete hizo una pregunta, á la que los otros dos contestaron: «Sí, Excelencia.» Entonces el caballero se volvió hacia el Tíber, y como viese alguna cosa negra que flotaba en el agua, preguntó qué era aquello. «Señor, le contestaron, es la capa del difunto.» Uno de los hombres arrojó entonces algunas piedras sobre la capa, hasta que se hundió; y hecho esto alejáronse todos, tomando el camino que conduce á San Jaime. He aquí lo que el barquero vió.
Maffio.—¡Lúgubre aventura! ¿Sería algún personaje el que esos hombres echaron al agua? Ese jinete me da mucho que pensar. ¡El asesino montado y el muerto en la grupa del cuadrúpedo! ¡Es cosa rara!
Gubetta.—En ese caballo iban los dos hermanos.
Jeppo.—Vos lo habéis dicho, caballero Belverana: el cadáver era el de Juan Borgia, y el jinete era César Borgia.
p. 19Maffio.—¡Familia de diablos es la de los Borgias! Y decidme, Jeppo, ¿por qué el hermano cometió aquel fratricidio?
Jeppo.—No os lo diré, pues la causa del asesinato es tan abominable, que debe ser un pecado mortal hasta el hablar de ello.
Gubetta.—Pues yo os lo diré: César, cardenal entonces, mató á Juan, duque de Gandía, porque los dos hermanos amaban á la misma mujer.
Maffio.—¿Y quién era esa mujer?
Gubetta.—Su hermana.
Jeppo.—Basta, señor de Belverana; no pronunciéis ante nosotros el nombre de esa mujer monstruosa; ni una sola de nuestras familias ha dejado de ser objeto de sus iniquidades.
Maffio.—¿No había de por medio alguna criatura?
Jeppo.—Sí, un niño, hijo de Juan Borgia.
Maffio.—Ese niño sería ahora un hombre.
Oloferno.—Ha desaparecido.
Jeppo.—¿Fué César Borgia quien consiguió sustraerlo á la madre, ó fué ésta quien se lo quitó á César? Nadie ha sabido contestar á esta pregunta.
Apóstolo.—Si es la madre quien oculta al hijo, hace bien. Desde que César Borgia llegó á ser duque de Valentinois, ha mandado dar muerte, como ya sabéis, sin contar á su hermano Juan, á sus dos sobrinos, á los hijos del príncipe de Esquilache, y á su primo, el cardenal Francisco Borgia: ese hombre tiene la fiebre de matar á sus parientes.
Jeppo.—¡Pardiez! quiere ser el único Borgia, á fin de heredar todos los bienes del papa.
Ascanio.—Esa hermana que no queréis nombrar, Jeppo, emprendió en la misma época, según creo, una peregrinación secreta al monasterio de San Sixto para encerrarse allí, sin que se supiera por qué.
p. 20Jeppo.—Creo que sí. Sin duda fué para separarse del señor Juan Sforza, su segundo marido.
Maffio.—¿Y cómo se llamaba el barquero que vió todo eso?
Jeppo.—Lo ignoro.
Gubetta.—Se llamaba Jorge Schiavone, y ocupábase en conducir leña á Ripetta por el Tíber.
Maffio (en voz baja á Ascanio).—He ahí á un extranjero que parece mejor enterado de nuestros asuntos que nosotros mismos.
Ascanio (en voz baja).—Yo desconfío de ese caballero de Belverana; mas no profundicemos la cuestión porque tal vez habría en esto algún peligro.
Jeppo.—¡Ah, señores! ¡En qué tiempos vivimos! ¿Conocéis algún sér humano que pueda confiar hoy en vivir mañana en esta pobre Italia, asolada por la guerra y por los Borgias?
Apóstolo.—Hablando de otra cosa, señores, creo que todos debemos formar parte de la embajada que la república de Venecia envía al duque de Ferrara, para felicitarle por haber recobrado á Rímini de los Malatesta. ¿Cuándo iremos á Ferrara?
Oloferno.—Decididamente será pasado mañana. Sin duda sabréis que ya están nombrados los dos embajadores, que son el senador Tiópolo y el general Grimani.
Apóstolo.—¿Vendrá con nosotros el capitán Genaro?
Maffio.—¡Indudablemente! Genaro y yo no nos separamos nunca.
Ascanio.—Debo hacer una observación importante, señores, y es que se bebe el vino de España mientras estamos aquí.
Maffio.—Volvamos al palacio. ¡Eh! Genaro. (Á Jeppo.) ¡Calle! se ha dormido de veras cuando referíais vuestra historia.
Jeppo.—Que duerma.
p. 21(Salen todos excepto Gubetta.)
GUBETTA, GENARO, durmiendo
Gubetta (solo).—Sí, yo sé más que ellos; se lo decían en voz baja; pero Lucrecia sabe más que yo; el caballero Valentinois está mejor enterado aún que ella; el diablo sabe más que ese caballero; y el papa Alejandro VI aventaja en este punto al mismo diablo. (Mirando á Genaro.) ¡Cómo duermen esos jóvenes!
(Entra Lucrecia, con antifaz; ve á Genaro dormido, acércase á él y le contempla con una especie de gozo y de respeto.)
GUBETTA, LUCRECIA, GENARO, dormido
Lucrecia.—¡Duerme! Sin duda le ha cansado la fiesta... ¡Qué hermoso es! (Volviéndose.) ¡Gubetta!
Gubetta.—No habléis alto, señora... No me llamo aquí Gubetta, sino conde de Belverana, caballero castellano; y vos sois la señora marquesa de Pontequadrato, dama napolitana. No debemos aparentar que somos conocidos. ¿No es eso lo que ha dispuesto Vuestra Alteza? Aquí no estáis en vuestra casa; os halláis en Venecia.
Lucrecia.—Es justo, Gubetta; pero en este terrado no hay más que ese joven dormido ahora, y podremos hablar un instante.
Gubetta.—Como Vuestra Alteza guste; pero réstame aún daros un consejo, y es que no os descubráis, porque podrían reconoceros.
p. 22Lucrecia.—¿Qué me importa? Si no saben quién soy, nada tengo que temer; y si lo saben, ellos son los que deben guardarse.
Gubetta.—Estamos en Venecia, señora, y aquí tenéis muchos enemigos, pero enemigos libres. Sin duda la República no toleraría que se atentase contra vuestra persona; pero podrían insultaros.
Lucrecia.—¡Ah! tienes razón; mi nombre infunde horror.
Gubetta.—Aquí no hay tan sólo venecianos, sino también romanos, napolitanos, italianos de todo el país.
Lucrecia.—¡Y toda Italia me odia; tienes razón! Sin embargo, es preciso que todo esto cambie; yo no había nacido para hacer daño, y lo conozco ahora más que nunca. El ejemplo de mi familia es el que me arrastra... ¡Gubetta!
Gubetta.—Señora.
Lucrecia.—Dispón que se lleven á nuestro gobierno de Spoletto las órdenes que vamos á dar.
Gubetta.—Mandad, señora; siempre tengo cuatro mulas ensilladas y otros tantos correos dispuestos á marchar.
Lucrecia.—¿Qué se ha hecho de Galeas Accaioli?
Gubetta.—Sigue en la prisión, esperando á que Vuestra Alteza mande ahorcarle.
Lucrecia.—¿Y Buondelmonte?
Gubetta.—En el calabozo; aún no habéis dado la orden para que le estrangulen.
Lucrecia.—¿Y Manfredo de Curzola?
Gubetta.—Esperando también la hora de la ejecución.
Lucrecia.—¿Y Spadacappa?
Gubetta.—Todavía es obispo de Pésaro y regente de la Cancillería; pero antes de un mes quedará reducido á un poco de polvo, pues le han prendido á causap. 23 de vuestras quejas, y está bien vigilado en las cámaras bajas del Vaticano.
Lucrecia.—Gubetta, escribe al punto al Padre Santo pidiéndole gracia para Pedro Capra; y que se ponga en libertad á Accaioli, Manfredo de Curzola, Buondelmonte y Spadacappa.
Gubetta.—¡Esperad, señora, esperad, dejadme respirar! ¡Cuántas órdenes me dais á un tiempo! ¡Ahora llueven perdones y misericordia! ¡Estoy sumergido en la clemencia, y no podré librarme nunca de este diluvio de buenas acciones!
Lucrecia.—Buenas ó malas ¿qué te importa, con tal que te las pague?
Gubetta.—¡Ah! es que una buena acción es mucho más difícil de hacer que una mala. ¡Pobre de mí! Ahora que imagináis ser misericordiosa ¿qué llegaré á ser yo?
Lucrecia.—Escucha, Gubetta; tú eres mi más antiguo y mi más fiel confidente...
Gubetta.—Sí; hace quince años que tengo el honor de colaborar con vos.
Lucrecia.—Pues bien, amigo mío, mi fiel cómplice, ¿no comienzas á comprender la necesidad de que cambiemos de género de vida? ¿No tienes sed de que nos bendigan á ti y á mí tanto como nos han maldecido? ¿No se cuentan ya bastantes crímenes?
Gubetta.—Veo que estáis en camino de llegar á ser la princesa más virtuosa del mundo.
Lucrecia.—¿No te comienza á pesar esa reputación de infames, de asesinos y de envenenadores, común á los dos?
Gubetta.—Nada de eso. Cuando paso por las calles de Spoletto, suelo oir á veces á los plebeyos que murmuran á mi alrededor: «¡Hum! ese es Gubetta, Gubetta veneno, Gubetta cuchillo, Gubetta dogal», pues me han puesto una infinidad de motes de los másp. 24 brillantes; pero á mí no me importa. Se dice todo eso, y cuando no se emplea la palabra, los ojos lo expresan. Esto no me hace mella, porque estoy acostumbrado á mi mala reputación, como el soldado del Papa á servir la misa.
Lucrecia.—Pero ¿no comprendes que todos los nombres odiosos con que te designan, y á mí también, podrían despertar el desprecio y el odio en un corazón en que quisieras hallar cariño? ¿No amas á nadie en el mundo, Gubetta?
Gubetta.—¡Yo quisiera saber á quién amáis vos, señora!
Lucrecia.—¿Qué sabes tú? Yo soy franca contigo; no te hablaré de mi padre, ni de mi hermano, ni de mi esposo, ni de mis amantes.
Gubetta.—No comprendo que se pueda amar otra cosa.
Lucrecia.—Pues hay otra, Gubetta.
Gubetta.—¡Hola! ¿os haréis virtuosa por amor de Dios?
Lucrecia.—¡Gubetta, Gubetta! Si hubiese hoy en Italia, en esta fatal y criminal Italia, un corazón noble y puro, un corazón dotado de elevadas y varoniles virtudes, un corazón de ángel bajo la coraza del guerrero; si no me quedase á mí, pobre mujer odiada, despreciada y aborrecida, maldita de los hombres y condenada del cielo, mísera aunque poderosa; si no me quedase, en el estado aflictivo en que mi alma agoniza dolorosamente, más que una idea, una esperanza, la de merecer y obtener antes de mi muerte un poco de ternura y de cariño en un corazón tan intrépido como puro; si no tuviera más pensamiento que la ambición de sentirle latir un día alegre y libremente sobre el mío, ¿comprenderías entonces, Gubetta, por qué me urge purificar mi pasado y mi reputación, lavar las manchas que por todas partes tengo, y convertir enp. 25 una idea de gloria, de penitencia y de virtud, la idea infame y sanguinaria que Italia tiene de mi nombre?
Gubetta.—¡Señora! ¿En qué ermita habéis estado hoy?
Lucrecia.—No te rías. Hace ya largo tiempo que tengo estas ideas y nada te digo; el que se ve arrastrado por una corriente de crímenes no se detiene cuando quiere; los dos ángeles luchaban en mí, el bueno y el malo, y paréceme que el primero triunfará al fin.
Gubetta.—Entonces, ¡te Deum laudamus, magnificat anima mea Dominum! ¿Sabéis, señora, que no os comprendo, y que desde hace algún tiempo sois del todo indescifrable para mí? En el espacio de un mes, Vuestra Alteza anuncia su marcha á Spoletto, se despide de don Alfonso de Este, vuestro esposo, que tiene la candidez de enamorarse de vos como un tortolillo, mostrándose celoso como un tigre; Vuestra Alteza sale de Ferrara y va secretamente á Venecia, casi sin séquito, tomando un nombre supuesto napolitano, y yo otro español. Llegada á Venecia, Vuestra Alteza tiene á bien separarse de mí, dándome orden de no conocerla, y después asiste á todas las fiestas, á las serenatas y á las reuniones, aprovechándose del Carnaval para ir siempre enmascarada, ocultándose á las miradas de todos, y sin hablarme nunca más que dos palabras entre puertas todas las noches. ¡Y ahora que todos esos regocijos terminen con un sermón para mí! ¡Un sermón de vos, señora! ¿No os parece esto prodigioso? Habéis metamorfoseado vuestro nombre, después vuestro traje y ahora vuestra alma. ¡Esto sí que es un Carnaval llevado hasta el último extremo! Yo me confundo. ¿Dónde está la causa de esa conducta por parte de Vuestra Alteza?
Lucrecia (cogiéndole vivamente el brazo, y acercándose á Genaro dormido).—¿Ves ese joven?
p. 26Gubetta.—Ese joven no es nada nuevo para mí; ya sé que vais en su seguimiento con vuestro disfraz desde que estáis en Venecia.
Lucrecia.—¿Qué dices?
Gubetta.—Digo que es un joven que duerme echado en este momento, y que dormiría de pie si hubiera oído la conversación moral y edificante que acabo de tener con Vuestra Alteza.
Lucrecia.—¿No te parece hermoso?
Gubetta.—Más lo sería si no tuviese los ojos cerrados; una cara sin ojos es un palacio sin ventanas.
Lucrecia.—¡Si supieras cuánto le amo!
Gubetta.—Esa es cuestión de don Alfonso, vuestro real esposo; pero debo advertir á Vuestra Alteza que pierde el tiempo, porque ese joven, según me han dicho, está enamorado de una hermosa doncella llamada Fiametta.
Lucrecia.—¿Y le ama ella?
Gubetta.—Dicen que sí.
Lucrecia.—¡Mejor! Quisiera verlos felices.
Gubetta.—Cosa singular, y que no se aviene con vuestro proceder. Yo creía que erais más celosa.
Lucrecia (contemplando á Genaro).—¡Qué figura tan noble!
Gubetta.—Yo creo que se parece á...
Lucrecia.—No digas á quién... déjame.
(Sale Gubetta. Lucrecia permanece algunos instantes como extasiada ante Genaro, sin ver dos hombres disfrazados que acaban de entrar por el fondo y que la observan.)
Lucrecia (creyéndose sola).—¡Es él! ¡Al fin me ha sido dado contemplarle un momento sin peligros! ¡No, jamás le soñé tan hermoso! ¡Oh, Dios mío, no me castiguéis con la angustia de verme jamás aborrecida y despreciada de él, pues ya sabéis que es lo único que amo en este mundo!... No me atrevo á quitarme la careta, y sin embargo es preciso enjugar mis lágrimas.
p. 27(Se quita la careta para secarse los ojos. Los dos hombres enmascarados hablan en voz baja, mientras que ella besa la mano de Genaro dormido.)
1.er Enmascarado.—Eso basta; ahora puedo ya volver á Ferrara. No he venido á Venecia sino para asegurarme de su infidelidad, y he visto lo suficiente. No puedo prolongar más mi ausencia. Ese joven es su amante. ¿Cómo se llama, Rustighello?
2.º Enmascarado.—Se llama Genaro; es un capitán aventurero, pero muy intrépido; no tiene padre ni madre ni se conoce su vida. Ahora está al servicio de la República de Venecia.
1.er Enmascarado.—Arréglate para que vaya á Ferrara.
2.º Enmascarado.—Esto se hará de por sí, Excelencia, porque pasado mañana marchará á dicho punto con varios de sus amigos que forman parte de la embajada de los senadores Tiópolo y Grimani.
1.er Enmascarado.—Está bien. Los informes que he recibido eran exactos; y como ya he visto lo suficiente, podemos marchar.
(Salen.)
Lucrecia (uniendo las manos y casi arrodillada ante Genaro).—¡Oh Dios mío, que haya tanta felicidad para él como desgracia para mí!
(Besa la frente de Genaro, que se despierta sobresaltado.)
Genaro (cogiendo por los dos brazos á Lucrecia asustada).—¡Un beso, una mujer! ¡Por vida mía, señora, que si fuérais reina y yo poeta tendríamos aquí verdaderamente la aventura de Alain Chartier, el vate francés!... Pero ignoro quién sois, y yo no soy más que un soldado.
Lucrecia.—¡Dejadme, caballero Genaro!
Genaro.—De ningún modo, señora.
Lucrecia.—¡Alguien viene!
(Huye; Genaro la sigue.)
JEPPO y después MAFFIO
Jeppo (entrando por el lado opuesto).—¿Quién es esa? ¡Es ella! ¡Esa mujer en Venecia!... ¡Oye, Maffio!
Maffio (entrando).—¿Qué ocurre?
Jeppo.—Un encuentro inesperado.
(Habla al oído de Maffio).
Maffio.—¿Estás seguro?
Jeppo.—Tanto como lo estoy de que nos hallamos en el palacio Barbarigo y no en el de Labbia.
Maffio.—¿Hablaba amorosamente con Genaro?
Jeppo.—Sí.
Maffio.—Será preciso librar á mi hermano Genaro de esa araña.
Jeppo.—Avisemos á nuestros amigos.
(Salen.—Durante algunos momentos no aparece nadie en escena; sólo se ven pasar de vez en cuando por el fondo algunas góndolas con música.—Vuelven á entrar Genaro y Lucrecia con antifaz.)
GENARO y LUCRECIA
Lucrecia.—Este terrado está oscuro y desierto; aquí puedo quitarme la careta, y quiero que veáis mi rostro, Genaro.
(Se descubre.)
Genaro.—¡Sois muy hermosa!
Lucrecia.—¡Mírame bien, Genaro, y dime que no te causo horror!
Genaro.—¡Causarme horror, señora! ¿Y por qué? Muy por el contrario, siento en el fondo del corazón algo que me atrae á vos.
p. 29Lucrecia.—¿Crees que podrías amarme, Genaro?
Genaro.—¿Por qué no? Sin embargo, señora, quiero ser franco; siempre habrá una mujer á quien amaré más que á vos.
Lucrecia (sonriendo).—Ya lo sé, la linda Fiametta.
Genaro.—No.
Lucrecia.—¿Pues quién?
Genaro.—Mi madre.
Lucrecia.—¡Tu madre! ¡Oh Genaro mío! ¿La amas mucho?
Genaro.—Sí; y eso que jamás la he visto. ¿No os parece esto muy singular? Mirad, no sé por qué siento una inclinación á confiarme á vos, y voy á revelaros un secreto que aún no he comunicado á nadie, ni siquiera á mi hermano de armas, á Maffio Orsini. Es extraño descubrirse así al primero que llega; pero me parece que vos no sois para mí una desconocida.—Capitán aventurero, que ignora cuál es su familia, fuí educado en Calabria por un pescador de quien me creía hijo. El día que cumplí diez y seis años, el buen hombre me dijo que no era mi padre, y algún tiempo después, presentóse un gran señor que, después de armarme de caballero, se marchó sin levantar siquiera la visera de su casco. Más tarde, llegó un hombre vestido de negro, y entregóme una carta; abríla y supe que era de mi madre, á quien no conocía; pero que á mi entender era buena, benigna, tierna, hermosa como vos; mi madre, á quien adoraba con toda mi alma. En aquella misiva, sin darme á conocer nombre alguno, manifestábaseme que era noble, de una familia distinguida, y que mi madre era muy desgraciada.
Lucrecia.—¡Buen Genaro!
Genaro.—Desde aquel día me hice aventurero, pues siendo algo por mi cuna, quería serlo también por mi espada. He corrido toda la Italia; pero el primer día de cada mes, hálleme donde quiera, veo llegarp. 30 siempre al mismo mensajero, quien me entrega una carta de mi madre, recibe la contestación y se va; nada me dice, ni yo tampoco, porque es sordo-mudo.
Lucrecia.—¿Conque no sabes nada de tu familia?
Genaro.—Sé que tengo madre, y que es desgraciada, y que yo daría mi vida en este mundo por verla llorar, y en el otro por verla sonreir. Esto es todo.
Lucrecia.—¿Qué haces con sus cartas?
Genaro.—Todas las tengo sobre el corazón. Nosotros, los hombres de guerra, arriesgamos siempre la piel, presentando el pecho á la punta de las espadas, y las cartas de una madre son una buena coraza.
Lucrecia.—¡Noble corazón!
Genaro.—¿Queréis ver su escritura? He aquí una de sus cartas. (Saca del pecho un papel, lo besa y entrégaselo á Lucrecia.) Leed.
Lucrecia (leyendo):
«... No trates de conocerme, Genaro mío, antes del día que yo te señale. Soy muy digna de compasión; estoy rodeada de parientes sin piedad, que te matarían, como mataron á tu padre. El secreto de tu nacimiento, hijo mío, quiero ser yo la única en conocerlo. Si tú lo supieses, es cosa tan triste al par que tan ilustre, que no podrías callarlo; la juventud es confiada; no conoces, como yo, los peligros que te rodean; ¿quién sabe? querrías arrostrarlos por bravata de joven, hablarías ó dejarías que lo adivinasen y no vivirías ya dos días. ¡Oh, no! conténtate con saber que tienes una madre que te adora, y que día y noche vela por tu vida. Genaro mío, hijo mío, tú eres todo lo que amo en la tierra; mi corazón se deshace cuando pienso en ti.»
(Interrúmpese para enjugar una lágrima.)
Genaro.—¡Cuán tiernamente leéis eso! Diríase, no que leéis, sino que estáis hablando.—¡Ah! ¡Lloráis!—Sois buena, señora, y os agradezco que lloréis de lo que me escribe mi madre. (Vuelve á tomar la carta, lap. 31 besa de nuevo y la vuelve á poner en su pecho.) Sí; ya veis, ha habido muchos crímenes en torno de mi cuna. ¡Pobre madre mía! ¿No es verdad que ya comprendéis ahora que me entretengo poco en galanteos y amoríos porque no tengo más que un pensamiento en el corazón, mi madre? ¡Oh! ¡Librar á mi madre! ¡Servirla, vengarla, consolarla, qué felicidad! Ya pensaré después en el amor. Todo lo que hago, es para hacerme digno de mi madre. Hay muchos aventureros que no son escrupulosos y se batirían por Satanás después de haberse batido por San Miguel; yo, no; no sirvo más que causas justas; quiero poder depositar un día á los pies de mi madre una espada limpia y leal como la de un emperador. Ved, señora; me han ofrecido un ventajoso cargo al servicio de esa infame Lucrecia Borgia y he rehusado.
Lucrecia.—¡Genaro! ¡Genaro! ¡Tened piedad de los malos! No sabéis lo que pasa en su corazón.
Genaro.—No tengo piedad de la que sin piedad se muestra. Pero, dejemos eso, señora, y ahora que os he dicho quién soy, haced vos lo mismo, y decidme á vuestra vez quién sois.
Lucrecia.—Una mujer que os ama, Genaro.
Genaro.—Pero ¿vuestro nombre?...
Lucrecia.—No me preguntéis más.
(Antorchas. Entran con estruendo Jeppo y Maffio. Lucrecia vuelve á ponerse el antifaz precipitadamente.)
Los mismos, MAFFIO ORSINI, JEPPO LIVERETTO, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, APÓSTOLO GAZELLA. Señores, damas, pajes llevando antorchas.
Maffio (con una antorcha en la mano).—Genaro, ¿quieres saber quién es la mujer á quien hablas de amor?
p. 32Lucrecia (aparte, bajo su careta).—¡Justo cielo!
Genaro.—Todos sois amigos míos, pero juro á Dios que el que toque á la máscara de esta mujer será mozo atrevido. La máscara de una mujer es sagrada como la cara de un hombre.
Maffio.—¡Precisa antes que la mujer sea una mujer, Genaro! No queremos insultar á esa; queremos tan solamente decirle nuestros nombres. (Dando un paso hacia Lucrecia.) Señora, soy Maffio Orsini, hermano del duque de Gravina, al que vuestros esbirros han asesinado de noche mientras dormía.
Jeppo.—Señora, soy Jeppo Liveretto, sobrino de Liveretto Vitelli, á quien habéis hecho dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano.
Ascanio.—Señora, soy Ascanio Petrucci, primo de Pandolfo Petrucci, señor de Siena, al que habéis asesinado para quitarle más fácilmente su ciudad.
Oloferno.—Señora, me llamo Oloferno Vitellozzo, sobrino de Iago d’Appiani, á quien habéis envenenado en una fiesta después de haberle traidoramente robado su buena ciudadela señorial de Piombino.
Apóstolo.—Señora, habéis condenado á muerte en el patíbulo á Francisco Gazella, tío materno de don Alfonso de Aragón, vuestro tercer marido, á quien habéis hecho matar á golpes de alabarda en la meseta de la escalera de San Pedro. Soy Apóstolo Gazella, primo del uno é hijo del otro.
Lucrecia.—¡Oh Dios!
Genaro.—¿Quién es esta mujer?
Maffio.—Y ahora que os hemos dicho nuestros nombres, señora, ¿nos permitís que digamos el vuestro?
Lucrecia.—¡No, no! ¡Tened piedad, señores! ¡No delante de él!
Maffio (desenmascarándola).—Quitaos vuestra máscara, señora, que se vea si podéis aún ruborizaros.
p. 33Apóstolo.—Genaro, esa mujer á quien hablabas de amor, es envenenadora y adúltera.
Jeppo.—Incesto en todos grados. Incesto con sus dos hermanos que se han dado muerte uno á otro por amor á ella.
Lucrecia.—¡Perdón!
Ascanio.—¡Incesto con su padre, que es papa!
Lucrecia.—¡Piedad!
Oloferno.—Incesto con sus hijos, si los tuviese, pero el cielo los rehusa á los monstruos.
Lucrecia.—¡Basta! ¡Basta!
Maffio.—¿Quieres saber su nombre, Genaro?
Lucrecia.—¡Perdón! ¡Perdón, señores!
Maffio.—Genaro, ¿quieres saber su nombre?
Lucrecia (Arrástrase á los pies de Genaro.)—¡No escuches, Genaro mío!
Maffio (extendiendo el brazo).—¡Es Lucrecia Borgia!
Genaro (rechazándola).—¡Oh!...
Todos.—¡Lucrecia Borgia!
(Cae desmayada á los pies de Genaro.)
p. 34
Una plaza de Ferrara. Á la derecha un palacio con balcón guarnecido de celosías, y una puerta baja. Sobre el balcón un gran escudo de piedra cargado de blasones con esta palabra en gruesas letras en relieve sobredoradas: BORGIA. Á la izquierda una casita con puerta á la plaza. En el fondo casas y campanarios.
LUCRECIA, GUBETTA
Lucrecia.—¿Está dispuesto todo para esta noche, Gubetta?
Gubetta.—Sí, señora.
Lucrecia.—¿Estarán los cinco?
Gubetta.—Todos cinco.
Lucrecia.—Me han ultrajado muy cruelmente, Gubetta.
p. 35Gubetta.—No estaba yo allí, señora.
Lucrecia.—No han tenido compasión.
Gubetta.—¿Os han dicho vuestro nombre, alto y claro?
Lucrecia.—No me han dicho mi nombre, Gubetta; me lo han escupido al rostro.
Gubetta.—¿En pleno baile?
Lucrecia.—Delante de Genaro.
Gubetta.—¡Vaya unos atolondrados! ¡Salir de Venecia para venirse á Ferrara! Verdad es que no les quedaba otro remedio habiendo sido designados por el Senado para formar parte de la embajada que llegó la otra semana.
Lucrecia.—¡Oh! Me aborrece y me desprecia ahora, y es por culpa suya. ¡Ah, Gubetta! ¡Me vengaré de ellos!
Gubetta.—En hora buena; esto es hablar. Habéis abandonado vuestras fantasías de misericordia; ¡alabado sea Dios! Estoy mucho más á mis anchas con Vuestra Alteza cuando es natural, como en este caso. Por lo menos, me reconozco mejor. Entended, señora, que un lago es lo contrario de una isla; una torre, lo contrario de un pozo; un acueducto, lo contrario de un puente, y yo tengo el honor de ser lo contrario de un personaje virtuoso.
Lucrecia.—Genaro está con ellos. Cuidado que le suceda nada.
Gubetta.—Si nos convirtiéramos, vos en buena mujer y yo en hombre de bien, sería cosa monstruosa.
Lucrecia.—Cuida de que no le suceda nada á Genaro, te digo.
Gubetta.—Estad tranquila.
Lucrecia.—¡Quisiera sin embargo verle todavía una vez más!
Gubetta.—¡Vive Dios, señora, Vuestra Alteza le ve todos los días! Habéis ganado á su criado para que determinasep. 36 á su amo á alojarse ahí, en esa bicoca, frente á frente de vuestro balcón, y desde vuestra ventana enrejada tenéis todos los días el inefable goce de ver entrar y salir al susodicho gentil-hombre.
Lucrecia.—Digo que quisiera hablarle, Gubetta.
Gubetta.—Nada más sencillo. Enviadle á decir por vuestro porta-manto Astolfo, que Vuestra Alteza lo espera hoy á tal hora en palacio.
Lucrecia.—Lo haré, Gubetta; ¿pero querrá venir?
Gubetta.—Retiraos, señora, creo que va á pasar por aquí dentro un momento con los estorninos en cuestión.
Lucrecia.—¿Te toman siempre por el conde de Belverana?
Gubetta.—Me creen español desde los talones hasta las cejas. Soy uno de sus mejores amigos. Les pido dinero á préstamo.
Lucrecia.—¡Dinero! ¿Para qué?
Gubetta.—¡Pardiez! para tenerlo. Por otra parte, nada más provechoso que hacer de mendigo y tirarle de la cola al diablo.
Lucrecia (aparte).—¡Dios mío! ¡Haced que no le suceda nada á mi Genaro!
Gubetta.—Y á propósito, señora; se me ocurre una reflexión.
Lucrecia.—¿Cuál?
Gubetta.—Que es menester que la cola del diablo esté soldada, enclavijada y atornillada en la espalda con extraordinaria solidez para que resista á la innumerable multitud de gentes que tiran de ella perpetuamente.
Lucrecia.—Todo te mueve á risa, Gubetta.
Gubetta.—Es una manía como cualquier otra.
Lucrecia.—Creo que están aquí.—Piensa en todo.
(Entra en palacio por la puertecilla bajo el balcón.)
GUBETTA, solo
¿Quién es ese Genaro? ¿Ó qué diablos quiere hacer ella con él? No sé todos los secretos de la dama ni con mucho, pero éste excita mi curiosidad. Á fe que no ha tenido confianza conmigo esta vez, y no creo vaya á imaginarse que le sirva en esta ocasión; saldrá de la intriga con ese Genaro como pueda. Pero ¡qué extraña manera de amar á un hombre cuando se es hija de Rodrigo Borgia y de la Vanozza, cuando se es una mujer que tiene en las venas sangre de cortesano y sangre de papa! ¡Lucrecia haciéndose platónica! ¡No me sorprendería ya, aun cuando me dijesen que el papa Alejandro Sexto cree en Dios! (Mira á la calle vecina.) Vamos, he aquí á nuestros jóvenes locos del carnaval de Venecia. ¡Bonita idea han tenido de abandonar una tierra neutral y libre para venir aquí después de haber ofendido mortalmente á la duquesa de Ferrara! En su lugar, hubiérame yo abstenido, ciertamente, de formar parte de la cabalgata de los embajadores venecianos. Pero los jóvenes son así. Las fauces del lobo son de todas las cosas sublunares aquella en que de mejor gana se precipitan.
(Entran los jóvenes señores sin ver al principio á Gubetta, que se ha colocado en observación bajo uno de los pilares que sostienen el balcón. Hablan en voz baja y con aire de inquietud.)
GUBETTA.—GENARO, MAFFIO, JEPPO, ASCANIO, APÓSTOLO, OLOFERNO.
Maffio (en voz baja).—Diréis lo que os parezca, señores; pero podía uno dispensarse de venir á Ferrara cuando se ha herido en el corazón á Lucrecia Borgia.
Apóstolo.—¿Qué podíamos hacer? El Senado nos envía aquí. ¿Hay manera acaso de eludir las órdenes del serenísimo senado de Venecia? Una vez designados, menester era partir. No se me oculta, sin embargo, Maffio, que Lucrecia Borgia es una formidable enemiga. Aquí es la dueña.
Jeppo.—¿Qué quieres que nos haga, Apóstolo? ¿No estamos al servicio de la república de Venecia? ¿No formamos parte de la embajada? Tocar á un cabello de nuestra cabeza sería declarar la guerra al Dux, y Ferrara no se indispone así como así con Venecia.
Genaro (meditando en un rincón del teatro, sin mezclarse en la conversación).—¡Oh, madre! ¡madre mía! ¡Quién me dijera lo que podría hacer yo por mi buena madre!
Maffio.—Pueden extenderte en el sepulcro, Jeppo, sin tocar á un cabello de tu cabeza. Hay venenos que resuelven los asuntos de los Borgias sin aparato ni estruendo, mucho mejor que con el hacha y el puñal. Recuerdo cómo Alejandro Sexto ha hecho desaparecer del mundo al Sultán Zizimí, hermano de Bayaceto.
Oloferno.—Y á tantos otros.
Apóstolo.—En cuanto al hermano de Bayaceto, su historia es curiosa y no de las menos siniestras. El papa le persuadió que Carlos de Francia le había envenenado el día que hicieron colación juntos; Zizimí se lo creyó todo y recibió de las bellas manos de Lucreciap. 39 Borgia un titulado contra-veneno, que en dos horas despachó al hermano de Bayaceto.
Jeppo.—Parece que ese bravo turco no entendía nada la política.
Maffio.—Sí; los Borgias tienen venenos que matan en un día, ó en un año, á su antojo. Son venenos infames que vuelven mejor el vino y hacen vaciar el frasco con más placer. Os creéis ebrio y estáis muerto. Ó bien un hombre siente de pronto languidez, su piel se arruga, sus ojos se hunden, sus cabellos blanquean, los dientes se rompen como vidrio al contacto del pan; no anda ya, se arrastra; no respira, estertorea; no ríe, no duerme, tirita al sol en pleno mediodía; joven, tiene el aspecto de un anciano; agoniza así algún tiempo, y muere. Muere, y entonces recuerda que hace seis meses ó un año bebió un vaso de vino de Chipre en casa de un Borgia. (Volviéndose.) Ved, señores; he ahí justamente á Montefeltro, á quien conocíais quizás, que es de esta ciudad, y á quien le sucede actualmente lo que digo. Pasa por allí, en el fondo de la plaza. Miradle.
(Vese pasar en el fondo del teatro un hombre con el cabello blanco, flaco, vacilante, cojeando, apoyado en un bastón y embozado en una capa.)
Ascanio.—¡Pobre Montefeltro!
Apóstolo.—¿Qué edad tiene?
Maffio.—Mi edad: veintinueve años.
Oloferno.—Le he visto el año pasado, sonrosado y fresco como vos.
Maffio.—Hace tres meses cenó en casa de nuestro Santísimo Padre el Papa, en su viña de Belvedere.
Ascanio.—¡Esto es horrible!
Maffio.—¡Oh! Se cuentan cosas muy extrañas de esas cenas de los Borgias.
Ascanio.—Son bacanales desenfrenadas, sazonadas con envenenamientos.
Maffio.—Ved, señores, cuán desierta está la plazap. 40 á nuestro alrededor. El pueblo no se aventura tan cerca como nosotros del palacio ducal; tiene miedo de que los venenos que se elaboran en él día y noche no transpiren á través de las paredes.
Ascanio.—Señores, bien mirado, los embajadores han obtenido ayer su audiencia del duque. Nuestra misión está casi terminada. El séquito de la embajada se compone de cincuenta caballeros y nuestra desaparición no se notará en este número. Creo que obraríamos cuerdamente en abandonar á Ferrara.
Maffio.—¡Hoy mismo!
Jeppo.—Señores, mañana será tiempo. Estoy invitado á cenar esta noche en casa de la princesa Negroni, de la cual ando perdidamente enamorado, y no quisiera dar á entender que huyo ante la mujer más linda de Ferrara.
Oloferno.—¿Estás invitado á cenar esta noche en casa de la princesa Negroni?
Jeppo.—Sí.
Oloferno.—Pues yo también.
Ascanio.—Y yo también.
Apóstolo.—Y yo también.
Maffio.—Y yo también.
Gubetta (saliendo de la sombra del pilar).—Y yo también, señores.
Jeppo.—¡Toma, he ahí al señor de Belverana! Perfectamente: iremos todos juntos; será una alegre velada. Buenos días, señor de Belverana.
Gubetta.—Largos años os guarde Dios, señores.
Maffio (por lo bajo á Jeppo).—Te voy á parecer muy tímido, Jeppo; pues bien: si quisiérais creerme, no iríamos á esa cena. El palacio Negroni está contiguo al palacio ducal y no tengo gran confianza en la amabilidad de ese señor Belverana.
Jeppo (por lo bajo).—Estáis loco, Maffio. La Negroni es una mujer encantadora; os digo que estoy enamoradop. 41 de ella, y Belverana es un excelente sujeto. Me he enterado de él y de los suyos. Mi padre estuvo con su padre en el sitio de Granada, en mil cuatrocientos ochenta y tantos.
Maffio.—Eso no prueba que éste sea hijo del padre con quien estaba el vuestro.
Jeppo.—Libre sois de no venir á cenar, Maffio.
Maffio.—Iré, si vais vos, Jeppo.
Jeppo.—¡Viva Júpiter, entonces! Y tú, Genaro, ¿no quieres ser de los nuestros esta noche?
Ascanio.—¿Acaso la Negroni ha dejado de invitarte?
Genaro.—Así es. Le habré parecido á la princesa mediano gentil-hombre.
Maffio (sonriendo).—Entonces, hermano, irás por tu parte á alguna cita amorosa, ¿no es eso?
Jeppo.—Á propósito, cuéntanos algo de lo que te decía Lucrecia la otra noche. Parece que anda loca por ti. Largo debió de hablarte. La libertad del baile era una buena ocasión para ella. Las mujeres no disfrazan su persona más que para desnudar más audazmente su alma. Rostro tapado, corazón desnudo.
(Desde algunos instantes Lucrecia está en el balcón cuya celosía ha entreabierto. Escucha.)
Maffio.—¡Ah! Has venido precisamente á alojarte delante de su balcón. ¡Genaro! ¡Genaro!
Apóstolo.—Lo cual no deja de ser algo peligroso, camarada, pues se dice que este digno duque de Ferrara anda muy celoso de su señora esposa.
Oloferno.—Vamos, Genaro, cuéntanos á qué alturas te encuentras en tus amoríos con Lucrecia Borgia.
Genaro.—Señores, si volvéis á hablarme de esa horrible mujer, habrá espadas que saldrán á relucir al sol.
Lucrecia (en el balcón, aparte).—¡Ay!
Maffio.—Es pura broma, Genaro. Pero me parece que bien se te puede hablar de esa dama, puesto que llevas sus colores.
p. 42Genaro.—¿Qué quieres decir?
Maffio (mostrándole la banda que lleva).—Esta banda.
Jeppo.—Son, en efecto, los colores de Lucrecia Borgia.
Genaro.—Fiametta es quien me la ha enviado.
Maffio.—Así lo crees tú. Lucrecia te lo ha enviado á decir; pero Lucrecia en persona es la que ha bordado la banda con sus propias manos para ti.
Genaro.—¿Estás seguro de ello, Maffio? ¿Por quién lo sabes?
Maffio.—Por tu criado, que te entregó la banda, y á quien ella sobornó.
Genaro.—¡Condenación!
(Arráncase la banda, la destroza y la pisotea.)
Lucrecia (aparte).—¡Ay!
(Cierra la celosía y se retira.)
Maffio.—Es una mujer hermosa, con todo.
Jeppo.—Sí, pero hay algo de siniestro impreso en su belleza.
Maffio.—Es un ducado de oro con la efigie de Satanás.
Genaro.—¡Oh! ¡Maldita sea esa Lucrecia Borgia! ¡Decís que esa mujer me ama! Pues bien: tanto mejor; sea este su castigo: ¡me horroriza! ¡Sí, me horroriza! Ya lo sabes, Maffio, siempre ha sido así; no hay manera de ser indiferente hacia una mujer que nos ama. Hay que amarla ó aborrecerla. ¿Y cómo amar á esa? Sucede que, cuando más perseguido se ve uno por el amor de esas mujeres, más las aborrece. Esta me persigue, me embiste, me tiene sitiado. ¿Por qué he podido merecer yo el amor de una Lucrecia Borgia? ¿No es eso acaso una vergüenza y una calamidad? Desde aquella noche en que de tan ruidosa manera me habéis dicho su nombre, no podéis creer hasta qué punto me es odioso el pensamiento de esa mujer malvada. En otro tiempo no veía yo á Lucrecia más que de lejos, á través de mil intervalos, como unp. 45 fantasma terrible de pie sobre Italia, como el espectro de todo el mundo. Ahora este espectro es el mío, viene á sentarse á mi cabecera; me ama y quiere acostarse en mi lecho. ¡Por mi madre, esto es espantoso! ¡Ah, Maffio, ha matado al señor de Gravina, ha matado á tu hermano! Pues bien, ¡yo reemplazaré á tu hermano para contigo, y yo le vengaré para con ella!—¡He ahí, pues, su execrable palacio! ¡Palacio de la lujuria, palacio de la traición, palacio del asesinato, palacio del adulterio, palacio del incesto, palacio de todos los crímenes, palacio de Lucrecia Borgia! ¡Oh! el sello de infamia que no puedo poner sobre la frente de esa mujer, ¡quiero ponerle al menos en la fachada de su palacio!
(Sube sobre el banco de piedra que está debajo del balcón, y con su puñal hace saltar la primera letra del nombre de Borgia grabado en el muro, de manera que no queda más que la palabra: ORGIA.)
Maffio.—¿Qué diablos hace?
Jeppo.—Genaro, esta letra de menos en el nombre de Lucrecia, es tu cabeza de menos sobre tus espaldas.
Gubetta.—Señor Genaro, he aquí un retruécano que someterá mañana á media ciudad al tormento.
Genaro.—Si buscan al culpable, yo me presentaré.
Gubetta (aparte).—¡Me alegraría, pardiez! ¡Eso pondría en grande apuro á Lucrecia!
(Desde algunos instantes, dos hombres vestidos de negro se pasean por la plaza. Observan.)
Maffio.—Señores, he aquí unos individuos de mala catadura que nos miran algo curiosamente. Creo que será juicioso separarnos. No hagas nuevas locuras, hermano Genaro.
Genaro.—Anda tranquilo, Maffio. ¿Tu mano? Señores, divertíos mucho esta noche.
(Entra en su casa; los otros se dispersan.)
LOS DOS HOMBRES, vestidos de negro
Hombre 1.º—¿Qué diablos haces tú por ahí, Rustighello?
Hombre 2.º—Espero á que te largues, Astolfo.
Hombre 1.º—¿De veras?
Hombre 2.º—¿Y tú, qué haces ahí, Astolfo?
Hombre 1.º—Espero á que te largues, Rustighello.
Hombre 2.º—¿Con quién tienes que ver, Astolfo?
Hombre 1.º—Con el hombre que acaba de entrar ahí. ¿Y tú, con quién te las tienes?
Hombre 2.º—Con el mismo.
Hombre 1.º—¡Diablo!
Hombre 2.º—¿Qué piensas hacer con él?
Hombre 1.º—Llevárselo á la duquesa. ¿Y tú?
Hombre 2.º—Quiero llevárselo al duque.
Hombre 1.º—¡Diantre!
Hombre 2.º—¿Qué le espera en casa la duquesa?
Hombre 1.º—El amor sin duda. ¿Y en casa el duque?
Hombre 2.º—Probablemente la horca.
Hombre 1.º—¿Cómo componérnoslas? No debe hallarse á la vez en casa del duque y de la duquesa, amante feliz y ahorcado.
Hombre 2.º—Ahí va un ducado. Juguemos á cara ó cruz quien de nosotros se llevará el hombre.
Hombre 1.º—Lo dicho.
Hombre 2.º—Á fe mía, si pierdo le diré buenamente al duque que el pájaro había volado. ¿Qué me importan á mí los negocios del duque?
(Echa su ducado al aire.)
Hombre 1.º—Cruz.
Hombre 2.º (mirando á tierra).—Es cara.
p. 47Hombre 1.º—El hombre será ahorcado. Tómale. Adiós.
Hombre 2.º—Buenas noches.
(Cuando ha desaparecido el otro, abre la puerta baja que está cabe el balcón, entra y reaparece un momento después acompañado de cuatro esbirros, con los cuales va á llamar á la puerta de la casa donde ha entrado Genaro. Cae el telón.)
p. 49
LA PAREJA
PARTE PRIMERA
Una sala del palacio ducal de Ferrara. Tapices de cuero de Hungría incrustados de arabescos de oro. Mobiliario magnífico, según el gusto de fines del siglo XV en Italia. El sillón ducal de terciopelo rojo, bordado con las armas de la casa de Este. Al lado, una mesa cubierta de terciopelo rojo. En el fondo, una gran puerta. Á la derecha una puertecilla, y á la izquierda otra secreta. Detrás de ésta se ve, en un compartimento practicado en el teatro, el principio de una escalera en espiral que se hunde en el suelo y está iluminada por una larga y estrecha ventana enrejada.
p. 50PERSONAJES
D. ALFONSO DE ESTE, con traje de colores magnífico; RUSTIGHELLO, vestido con los mismos colores, pero de tela más sencilla
Rustighello.—Monseñor, quedan ejecutadas vuestras primeras órdenes. Espero otras.
Alfonso.—Toma esta llave y vé á la galería de Numa. Cuenta todos los entrepaños de la ensambladura, comenzando en la grande figura pintada, que está cerca de la puerta y representa á Hércules, hijo de Júpiter, uno de mis antepasados. Cuando llegues al vigésimo tercero, verás una pequeña abertura, oculta en las fauces de una serpiente dorada, que es una serpiente de Milon. Mandó hacer el tal entrepaño Ludovico el Moro. Introduce la llave en esta abertura y aquel girará sobre sus goznes como una puerta. En el armario secreto que recubre verás, sobre una bandeja de cristal, un frasco de oro y otro de plata con dos copas esmaltadas. En el frasco de plata hay agua pura. En el frasco de oro hay vino preparado. Llevarás la bandeja, sin tocar á nada, al gabinete contiguo á esta cámara, Rustighello; y si nunca has oído á aquellos cuyos dientes castañeteaban de terror, hablar del famoso veneno de los Borgias, que en polvo es blanco y centelleante como polvo de mármol dep. 51 Carrara, y que, mezclado con el vino, cambia el de Romorantino en vino de Siracusa, te guardarás bien de tocar al frasco.
Rustighello.—¿Es esto todo, monseñor?
Alfonso.—No; tomarás tu mejor espada, te estarás en el gabinete, de pie, detrás de la puerta, de manera que oigas cuanto aquí se diga y para que puedas entrar á la primera señal que te haga con esta campanilla de plata, cuyo sonido conoces. (Muestra una campanilla sobre la mesa.) Si digo sencillamente: ¡Rustighello! entrarás con la bandeja. Si toco la campanilla, entrarás con la espada.
Rustighello.—Basta, monseñor.
Alfonso.—Tendrás la espada desnuda en la mano, á fin de no tomarte la molestia de desenvainarla.
Rustighello.—Bien.
Alfonso.—Rustighello, toma dos espadas. Una podría romperse. Anda.
(Rustighello sale por la puertecilla.)
Un hujier (entrando por la puerta del fondo).—Nuestra señora la duquesa desea hablar á nuestro señor el duque.
Alfonso.—Haced entrar á mi señora.
ALFONSO y LUCRECIA
Lucrecia (entrando con impetuosidad).—Señor, señor, esto es indigno, esto es odioso, esto es infame. Algún hombre del pueblo, ¿sabéis eso, don Alfonso? acaba de mutilar el nombre de vuestra esposa, grabado debajo de mis armas de familia, en la fachada de vuestro propio palacio. La cosa se ha hecho en pleno día, públicamente,p. 52 ¿por quién? lo ignoro, pero es harto injurioso y temerario. Se ha hecho de mi nombre un padrón de ignominia, y vuestro populacho de Ferrara, que es, á no dudarlo, el más infame de toda Italia, monseñor, está allí mofándose alrededor de mi blasón como si fuera una picota. ¿Os imagináis acaso, don Alfonso, que me resigno á esto y que no preferiría mil veces más morir de una puñalada, más bien que de la picadura envenenada del sarcasmo y de la befa? ¡Pardiez, señor, que me tratan extrañamente en vuestro señorío de Ferrara! Esto empieza á cansarme, y os encuentro demasiado tranquilo, mientras arrastran por los arroyos de vuestra ciudad la reputación de vuestra esposa, despedazada por la injuria y la calumnia. Me es menester una reparación ruidosa de esto, os lo prevengo, señor duque. Preparaos á hacer justicia porque es un acontecimiento grave el que acaba de acaecer ¿sabéis? ¿Creeríais acaso que no tengo en nada la estimación de nadie en el mundo y que mi marido puede dispensarse de ser mi caballero? No, no, monseñor; quien se casa, protege; quien da la mano, da el brazo. Cuento con ello. Cada día recibo una nueva injuria y nunca veo que os alteréis. ¿Acaso ese cieno de que me cubren no os salpica, don Alfonso? ¡Vaya, por mi alma, enfadaos un poco, que os vea una vez en la vida enojaros por mí, señor! Que estáis enamorado de mí, me decís algunas veces; estadlo, pues, de mi gloria; que estáis celoso, estadlo de mi reputación. Si he doblado con mi dote vuestros dominios hereditarios; si os he traído en matrimonio, no solamente la Rosa de oro y la bendición del Padre Santo sino lo que ocupa más lugar en la superficie del globo, Siena, Rímini, Cesena, Spoletto y Piombino, y más ciudades que castillos tenéis, y más ducados que baronías teníais; si he hecho de vos el más poderoso caballero de Italia, no es esto unap. 53 razón para que dejéis que vuestro pueblo me escarnezca, me denigre y me insulte; para que dejéis á vuestra Ferrara señalar con el dedo á toda Europa á vuestra mujer, más despreciada y más bajamente puesta que la sirvienta de los criados de vuestros palafreneros; no es una razón, digo, para que vuestros vasallos no puedan verme pasar entre ellos sin decir: «¡Anda! ¡Esa mujer!...» Pues bien: os lo declaro, señor; quiero que el crimen de hoy sea perseguido y ejemplarmente castigado, ó bien me quejaré al papa, me quejaré al de Valentinois, que está en Forli con quince mil hombres de guerra; ved ahora si vale esto la pena de que os levantéis de vuestro sillón.
Alfonso.—Señora, el crimen de que os quejáis me es conocido.
Lucrecia.—¡Cómo, señor! ¡Os es conocido el crimen y no está descubierto todavía el criminal!
Alfonso.—El criminal está descubierto.
Lucrecia.—¡Vive Dios! Si está descubierto ¿cómo es que no está ya detenido?
Alfonso.—Está detenido, señora.
Lucrecia.—Por mi alma, si está detenido, ¿por qué motivo no está todavía castigado?
Alfonso.—Lo estará. He querido antes saber vuestra opinión sobre el castigo.
Lucrecia.—Habéis hecho bien, monseñor. ¿Dónde está?
Alfonso.—Aquí.
Lucrecia.—¡Ah! ¡aquí! He de hacer un ejemplar, ¿entendéis, señor? Esto es un crimen de lesa majestad, y esos crímenes hacen caer siempre la cabeza que los concibe y la mano que los ejecuta. ¿Conque está aquí? Quiero verle.
Alfonso.—Es fácil. (Llamando.) ¡Bautista!
(El hujier reaparece.)
Lucrecia.—Una palabra aún, señor, antes de quep. 54 el culpable sea introducido. Quien quiera que fuere ese hombre, aunque fuese de nuestra ciudad, aunque fuese de nuestra casa, don Alfonso, dadme vuestra palabra de duque coronado de que no saldrá vivo de aquí.
Alfonso.—Os la doy. Os la doy, ¿lo entendéis bien, señora?
Lucrecia.—Bien está; sin duda que lo entiendo. Traedle ahora; quiero interrogarle yo misma. ¡Dios mío! ¿qué habré hecho yo á esa gente de Ferrara para que me persiga de este modo?
Alfonso (al hujier).—Haced entrar al preso.
(Ábrese la puerta del fondo. Vese aparecer á Genaro desarmado entre dos partesaneros. En el mismo momento se ve á Rustighello subir la escalera en el pequeño compartimiento de la izquierda, detrás de la puerta secreta; lleva en la mano una bandeja en la cual hay un frasco dorado, otro plateado y dos copas. Pone la bandeja en el alféizar de la ventana, saca su espada y se coloca detrás de la puerta.)
Los mismos, GENARO
Lucrecia (aparte).—¡Genaro!
Alfonso (aproximándose á ella, bajo y con una sonrisa).—¿Conocíais acaso á ese hombre?
Lucrecia (aparte).—¡Es Genaro! ¡Qué fatalidad, Dios mío!
(Le mira con angustia; él aparta la vista.)
Genaro.—Señor duque, soy un simple capitán y os hablo con el respeto que conviene. Vuestra Alteza me ha hecho prender en mi alojamiento esta mañana: ¿qué me queréis?
Alfonso.—Señor capitán, se ha cometido esta mañanap. 55 un crimen de lesa majestad frente á frente de la casa que habitáis. El nombre de nuestra bien amada esposa y prima doña Lucrecia Borgia ha sido insolentemente mutilado en la fachada de nuestro palacio ducal. Buscamos al culpable.
Lucrecia.—No es él; hay un error, don Alfonso. No es ese joven.
Alfonso.—¿Cómo lo sabéis?
Lucrecia.—Estoy segura de ello. Este joven es de Venecia y no de Ferrara. Así...
Alfonso.—¿Y qué prueba eso?
Lucrecia.—El hecho ha ocurrido esta mañana y yo sé que él ha pasado aquellas horas en casa de una joven llamada Fiametta.
Genaro.—No, señora.
Alfonso.—Ya ve Vuestra Alteza que ha sido mal informada. Dejadme que le interrogue. Capitán Genaro, ¿sois vos quien ha cometido el crimen?
Lucrecia (desesperada).—¡Me ahogo aquí! ¡Aire! ¡aire! ¡tengo necesidad de respirar un poco! (Se dirige á una ventana, y pasando al lado de Genaro le dice en voz baja y rápidamente): Dí que no eres tú.
Alfonso (aparte).—Le ha hablado en voz baja.
Genaro.—Duque Alfonso, los pescadores de Calabria que me criaron y que me han templado muy joven en el mar para hacerme fuerte y atrevido, me han enseñado esta máxima con la cual se puede arriesgar á menudo la vida, nunca el honor: «Haz lo que dices, dí lo que haces.» Duque Alfonso, yo soy el hombre á quien buscáis.
Alfonso (volviéndose á Lucrecia).—Tenéis mi palabra de duque coronado, señora.
Lucrecia.—Tengo que deciros dos palabras en particular, monseñor.
(El duque hace seña al hujier y á los guardias de retirarse con el prisionero á la sala contigua).
LUCRECIA, ALFONSO
Alfonso.—¿Qué me queréis, señora?
Lucrecia.—Lo que yo os quiero, don Alfonso, es que no quiero que ese joven muera.
Alfonso.—Hace apenas un instante habéis venido á mi encuentro como la tempestad, irritada y llorosa; os habéis quejado de un ultraje que se os había inferido; habéis reclamado con injurias y gritos la cabeza del culpable; me habéis pedido mi palabra ducal de que no saldría vivo de aquí; os la he lealmente concedido, ¡y ahora no queréis que muera! ¡Por Cristo, señora, que esto es extraño!
Lucrecia.—No quiero que ese joven muera, señor duque.
Alfonso.—Señora, los caballeros tan probados como yo no tienen costumbre de dejar su fe en prenda. Tenéis mi palabra y es menester que la retire. He jurado que el culpable moriría y morirá. Por mi alma, que podéis escoger vos misma el género de muerte.
Lucrecia (con aire risueño y lleno de dulzura).—Don Alfonso, don Alfonso, en verdad que no hacemos más que decir locuras vos y yo. Es cierto que soy una mujer caprichosa; mi padre me ha consentido demasiado ¡qué queréis! Desde mi infancia se ha obedecido á todos mis caprichos. Lo que yo quería hace un cuarto de hora, no lo quiero ya en este momento. Ya sabéis, don Alfonso, que siempre he sido así. Vamos, sentaos ahí, cerca de mí, y hablemos un poco, tierna y cordialmente, como marido y mujer, como dos buenos amigos.
p. 57Alfonso (tomando por su parte cierto aire de galantería).—Doña Lucrecia, sois mi señora y me considero harto dichoso con que os plazca tenerme un momento á vuestros pies.
(Siéntase cerca de ella.)
Lucrecia.—¡Qué bueno es entenderse! ¿Sabéis, Alfonso, que os amo como el primer día de mi matrimonio, aquel día en que hicisteis tan deslumbradora entrada en Roma, entre el señor de Valentinois, mi hermano, y el señor cardenal Hipólito de Este, que lo es vuestro? Yo estaba en el balcón de las gradas de San Pedro. ¡Recuerdo aún vuestro hermoso caballo blanco cargado de guarniciones de oro y el noble aspecto de rey que teníais!
Alfonso.—Erais también muy bella vos, señora, y aparecíais bien resplandeciente bajo vuestro dosel de brocado de plata.
Lucrecia.—¡Oh, no me habléis de mí, monseñor, cuando os hablo de vos! Cierto que todas las princesas de Europa me envidian el haberme casado con el mejor caballero de la Cristiandad. Y yo os amo verdaderamente, como si tuviese diez y ocho años. ¿Sabéis que os amo, no es verdad, Alfonso? ¿No lo habéis dudado nunca, á lo menos? Soy fría algunas veces, y distraída; esto proviene de mi carácter y no de mi corazón. Escuchad, Alfonso: si Vuestra Alteza me riñese por ello suavemente, yo me corregiría bien pronto. ¡Qué cosa tan buena es amarnos como lo hacemos! ¡Dadme vuestra mano, dadme un beso, don Alfonso! Á la verdad, pienso ahora en ello, es muy ridículo que un príncipe y una princesa como vos y yo, que están sentados uno al lado de otro en el más bello trono ducal que haya en el mundo, y que se aman, hayan estado á punto de disputar por un miserable capitanete aventurero veneciano. Dad orden para arrojar de aquí á ese hombre y no hablemos más de ello. Que vaya donde le plazca ese pícaro ¿no es verdad, Alfonso? El león y lap. 58 leona no van á irritarse por un pulgón. ¿Sabéis, monseñor, que si la corona ducal fuese otorgada en certamen al más hermoso caballero de vuestro ducado de Ferrara, seríais vos, también, quien la tendría? Esperad á que vaya á decirle á Bautista de parte vuestra que se ha de expulsar cuanto antes de Ferrara á ese Genaro.
Alfonso.—No corre prisa.
Lucrecia (con aire juguetón).—Quisiera no tener que pensar más en el asunto. Vamos, monseñor, dejadme terminar esta cuestión á mi manera.
Alfonso.—Es menester que termine según la mía.
Lucrecia.—Pero, en fin, Alfonso mío, ¿no tenéis razón alguna para querer la muerte de ese hombre?
Alfonso.—¿Y la palabra que os he dado? El juramento de un rey es sagrado.
Lucrecia.—Esto es bueno para decírselo al pueblo. Pero de vos á mí, Alfonso, ya sabemos lo que es eso. El Padre Santo había prometido á Carlos VIII de Francia la vida de Zizimí, y Su Santidad no por eso dejó de matar á Zizimí. El señor de Valentinois se había constituído bajo palabra en rehenes del mismo niño Carlos VIII, y el señor de Valentinois no por eso dejó de evadirse del campo francés así que pudo. Vos mismo habíais prometido á los Petrucci devolverles Siena. No lo habéis hecho ni debido hacer. ¡Eh! La historia de los países está llena de estas cosas. Ni reyes ni naciones podrían vivir un día con la rigidez de los juramentos que se guardaran. Entre nosotros, Alfonso, una palabra jurada no es una necesidad sino cuando no se presenta otra.
Alfonso.—Sin embargo, doña Lucrecia, un juramento...
Lucrecia.—No me deis esas malas razones. No soy ninguna tonta. Decidme más bien, mi caro Alfonso, si tenéis algún motivo de queja contra ese Genaro. ¿No? Pues bien, concededme su vida. Bien me habéis concedidop. 59 su muerte. ¿Qué os importa que me plazca perdonarle? Yo soy la ofendida.
Alfonso.—Justamente porque os ha ofendido, amor mío, no quiero concederle mi perdón.
Lucrecia.—Si me amáis, Alfonso, no os opondréis por más tiempo á mis deseos. ¿Y si me place ensayarme en la clemencia? Es un medio para hacerme querer de vuestro pueblo. Quiero que vuestro pueblo me ame. La misericordia, Alfonso, hace asemejar un rey á Jesucristo. Seamos soberanos misericordiosos. Esta pobre Italia tiene bastantes tiranos sin nosotros, desde el barón, vicario del Papa, hasta el Papa, vicario de Dios. Acabemos con esto, querido Alfonso. Poned á ese Genaro en libertad. Es un capricho, si queréis; pero algo tiene de sagrado y de augusto el capricho de una mujer cuando salva la cabeza de un hombre.
Alfonso.—No puedo, querida Lucrecia.
Lucrecia.—¿No podéis? Pero en fin, ¿por qué no podéis concederme una cosa tan insignificante como la vida de ese capitán?
Alfonso.—¿Me preguntáis por qué, amor mío?
Lucrecia.—Sí; ¿por qué?
Alfonso.—Porque ese capitán es vuestro amante, señora.
Lucrecia.—¡Cielos!
Alfonso.—¡Porque le habéis ido á buscar á Venecia! ¡Porque le iríais á buscar al infierno! ¡Porque os he seguido mientras le seguíais! ¡Porque os he visto, enmascarada y palpitante, correr tras él como la loba en pos de su presa! ¡Porque ahora mismo le cubríais con una mirada llena de lágrimas y de fuego! ¡Porque os habéis prostituído á él, sin duda alguna, señora! ¡Porque hay ya bastante vergüenza é infamia y adulterio en todo eso! ¡Porque es tiempo de que vengue mi honor y haga correr alrededor de mi lecho un río de sangre, entendedlo bien, señora!
p. 60Lucrecia.—Don Alfonso...
Alfonso.—¡Callad! ¡Velad por vuestros amantes desde ahora, Lucrecia! Poned en la puerta por donde se entra á vuestra cámara nocturna al hujier que queráis; pero en la puerta por donde se sale habrá ahora un portero de mi elección, el verdugo.
Lucrecia.—Monseñor, os juro...
Alfonso.—No juréis. Eso de los juramentos es bueno para el pueblo. No me deis tan malas razones.
Lucrecia.—Si supiérais...
Alfonso.—¡Ved, señora, que aborrezco á toda vuestra abominable familia de los Borgias, y vos la primera, á quien tan locamente he amado! Es menester que os lo diga; es una cosa vergonzosa, sorprendente é inaudita ver aliadas en nuestras dos personas la casa de Este, que vale más que la de Valois y la casa de Tudor, la casa de Este, digo, y la familia Borgia, que ni siquiera se llama Borgia, que se llama Lenzuoli, ó Lenzolio, ¡qué sé yo! ¡Cáusame horror vuestro hermano César, que ha matado á su hermano Juan! ¡Me inspira horror vuestra madre Rosa Vanozza, la vieja ramera, que escandaliza á Roma después de haber escandalizado á Valencia! Y en cuanto á vuestros pretendidos sobrinos los duques de Sermoneto y de Nepi... ¡buenos duques son á fe mía! ¡duques de ayer! ¡duques hechos con ducados robados! Dejadme acabar. Me causa horror vuestro padre, que es papa, y tiene un serrallo de mujeres como el Gran Turco Bayaceto; vuestro padre, que es el Anti-Cristo; vuestro padre, que llena el presidio de personas ilustres y el sacro colegio de bandidos, de tal suerte, que viendo vestidos de rojo á galeotes y cardenales, se pregunta uno quiénes son los unos y quiénes los otros. Idos, ahora.
Lucrecia.—¡Monseñor! ¡monseñor! os pido de rodillas y con las manos juntas, por Jesús y María, porp. 61 vuestro padre y vuestra madre, monseñor, os pido la vida de ese capitán.
Alfonso.—¡En esto pára el amor! Podréis hacer de su cadáver lo que os plazca, señora, y quiero que sea esto antes de haber pasado una hora.
Lucrecia.—¡Perdón para Genaro!
Alfonso.—Si pudiéseis leer la firme resolución que tengo formada en mi ánimo, me hablaríais de ello como si estuviese ya muerto.
Lucrecia (levantándose).—¡Ah! ¡Tened cuidado, don Alfonso de Ferrara, mi cuarto marido!
Alfonso.—¡Oh, no os hagáis la terrible, señora! En mi alma no os temo. Sé vuestras costumbres. ¡No me dejaré envenenar como vuestro primer esposo, aquel pobre caballero español, cuyo nombre no sé, ni vos tampoco! ¡No me dejaré echar como vuestro segundo marido Juan Sforza, señor de Pésaro, ese imbécil! ¡No me dejaré matar á golpes de pica, en no importa qué escalera, como el tercero, don Alfonso de Aragón, débil niño, cuya sangre ha manchado las losas de otra suerte que si fuese agua pura! ¡Ah, no reza eso conmigo! Yo soy hombre, señora, y el nombre de Hércules se lleva á menudo en mi familia. ¡Vive el cielo! tengo llena de soldados mi ciudad y mi señorío, y yo mismo lo soy y no he vendido aún, como ese pobre rey de Nápoles, mis buenos cañones al papa, vuestro santo padre.
Lucrecia.—Os arrepentiréis de esas palabras, señor. Olvidáis que soy...
Alfonso.—Sé muy bien quién sois, pero sé muy bien dónde os halláis. Sois la hija del papa, pero no estáis en Roma, y sois la gobernadora de Spoletto, pero no estáis en Spoletto; sois la mujer, la vasalla y la sierva de Alfonso, duque de Ferrara, y estáis en Ferrara. (Lucrecia, pálida de terror y de cólera, mira fijamente al duque y retrocede lentamente ante él, hasta un sillón dondep. 62 viene á caer como desfallecida.) ¡Ah! Eso os sorprende, tenéis miedo de mí, señora. Hasta ahora he sido yo quien ha tenido miedo de vos, y entiendo que no será así de hoy en adelante. Para empezar, he aquí al primero de vuestros amantes cogido y condenado á muerte.
Lucrecia (con voz débil).—Razonemos un poco, don Alfonso. Si este hombre es el mismo que ha cometido para conmigo el crimen de lesa majestad, no puede ser al mismo tiempo mi amante...
Alfonso.—¿Por qué no? ¡En un acceso de despecho, de cólera, de celos! Porque puede estar celoso él, también. Por otra parte ¿yo qué sé? Quiero que este hombre muera. Es mi voluntad. Este palacio está lleno de soldados que me son leales y no conocen á nadie más que á mí. No puede escapar. Nada impediréis, señora. He dejado á Vuestra Alteza la elección del género de muerte. Decidid.
Lucrecia (retorciéndose las manos).—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!
Alfonso.—¿No respondéis? Voy á ordenar que le maten en la antecámara á estocadas.
(Se dispone á salir; Lucrecia le coge por el brazo.)
Lucrecia.—¡Deteneos!
Alfonso.—¿Preferís servirle vos misma un vaso de vino de Siracusa?
Lucrecia.—¡Genaro!
Alfonso.—Es menester que muera.
Lucrecia.—No á estocadas.
Alfonso.—Poco me importa la manera. ¿Qué elegís?
Lucrecia.—Lo otro.
Alfonso.—¿Tendréis cuidado de no equivocaros y de darle vos misma el contenido del frasco de oro que sabéis? Por lo demás, yo estaré allí. No os figuréis que vaya á dejaros.
Lucrecia.—Haré lo que queráis.
p. 63Alfonso.—¡Bautista! (El hujier reaparece.) Traed al preso.
Lucrecia.—Sois un hombre terrible, monseñor.
Los mismos, GENARO, los guardias
Alfonso.—¿Qué es lo que he oído decir, señor Genaro? ¿Que lo que habéis hecho esta mañana sólo ha sido por aturdimiento y bravata, y sin mala intención; que la señora duquesa os perdona, y que por otra parte sois un valiente? Por mi madre, si es así, podéis volveros sano y salvo á Venecia. Á Dios no plazca que prive yo á la magnífica república de Venecia de un buen servidor, y á la cristiandad de un brazo fiel que lleva una fiel espada cuando hay allende las aguas de Chipre y de Candía idólatras y sarracenos.
Genaro.—Enhorabuena, monseñor. No me esperaba, lo confieso, este desenlace. Pero doy las gracias á Vuestra Alteza. La clemencia es una virtud de raza real, y Dios perdonará allá arriba al que perdona aquí abajo.
Alfonso.—Capitán, ¿es buen servicio el de la república? ¿Cuánto ganáis un año con otro?
Genaro.—Tengo una compañía de cincuenta lanzas, monseñor, que pago y visto. La serenísima república, sin contar los gajes y las presas, me da dos mil cequíes de oro por año.
Alfonso.—¿Y si yo os ofreciese cuatro mil, me serviríais á mí?
Genaro.—No podría. Debo servir aún cinco años á la república. Estoy ligado.
Alfonso.—¿Cómo ligado?
Genaro.—Por juramento.
Alfonso (bajo á Lucrecia).—Parece que esa gentep. 64 cumple los suyos, señora. (Alto.) No hablemos más de ello, señor Genaro.
Genaro.—No he cometido ninguna cobardía para salvar la vida, pero puesto que Vuestra Alteza me la deja, he aquí lo que puedo decir ahora. Vuestra Alteza se acordará de que en el asalto de Faenza, hace dos años, monseñor el duque Hércules de Este, vuestro padre, corrió gran peligro de perecer á manos de dos arcabuceros del Valentinois que iban á matarle. Un soldado aventurero le salvó la vida.
Alfonso.—Sí, y nunca se ha podido encontrar á ese soldado.
Genaro.—Era yo.
Alfonso.—Pardiez, capitán, esto merece recompensa. ¿No aceptaríais por acaso esta bolsa llena de cequíes de oro?
Genaro.—Hacemos juramento cuando entramos al servicio de la república de no recibir dinero alguno de los soberanos extranjeros. Con todo, si Vuestra Alteza me lo permite, tomaré esta bolsa y la distribuiré en mi nombre á los bravos soldados que veo aquí.
(Muestra los guardias.)
Alfonso.—Hacedlo. (Genaro toma la bolsa.) Pero, entonces, beberéis conmigo, siguiendo la misma costumbre que mis antepasados, á fuer de buenos amigos como somos, un vaso de mi vino de Siracusa.
Genaro.—De muy buena gana, señor.
Alfonso.—Y para honrar á quien ha salvado nada menos que á mi padre, quiero que sea la señora duquesa en persona quien os escancie el vino. (Genaro se inclina y se vuelve para ir á distribuir el dinero á los soldados en el fondo del teatro. El duque llama): ¡Rustighello! (Rustighello aparece con la bandeja.) Pon la bandeja ahí, sobre esa mesa. Bien. (Cogiendo á Lucrecia por la mano.) Señora, escuchad lo que voy á decirle á ese hombre. Rustighello, vuelve á colocarte detrás de esa puertap. 67 con tu espada desnuda en la mano; si oyes el sonido de esta campanilla, entrarás. Anda. (Rustighello sale, y se ve cómo vuelve á colocarse detrás de la puerta.) Señora, le echaréis vos misma de beber al joven, y tendréis cuidado de escanciarle lo que hay en el frasco de oro.
Lucrecia (pálida, con voz débil).—Si supiéseis lo que hacéis en este momento, y cuán horrible cosa es, os estremeceríais, por desnaturalizado que seáis, monseñor.
Alfonso.—Tened cuidado con no equivocar el frasco. Vamos, capitán.
(Genaro, que ha terminado su distribución del dinero, vuelve al proscenio. El duque se sirve de beber en una de las dos copas esmaltadas con el frasco de plata, y toma la suya, llevándola á sus labios.)
Genaro.—Estoy confuso con tantas bondades, señor.
Alfonso.—Señora, escanciadle vino al señor Genaro. ¿Qué edad tenéis, capitán?
Genaro (tomando la otra copa y presentándola á la duquesa).—Veinte años.
Alfonso (bajo, á la duquesa, que trata de coger el frasco de plata).—El frasco de oro, señora. (Lucrecia le toma temblando.) ¡Bravo! ¿Y andaréis enamorado?...
Genaro.—¿Quién no lo está un poco, monseñor?
Alfonso.—¿Sabéis, señora, que hubiera sido una crueldad privar al capitán de la vida, del amor, del sol de Italia, de las ilusiones de los veinte años, de su gloriosa carrera de soldado y de aventurero por la cual han empezado todas las casas reales, de las fiestas, de los bailes de máscaras, de los alegres carnavales de Venecia donde se engaña á tantos maridos, y de las hermosas mujeres que ese joven puede amar y que deben amarle? ¿No es verdad, señora? Dad de beber al capitán. (Por lo bajo.) Si vaciláis, hago entrar á Rustighello.
Genaro.—Os doy gracias, monseñor, por dejarme vivir para mi pobre madre.
p. 68Lucrecia (aparte).—¡Oh, qué horror!
Alfonso (bebiendo).—¡Á vuestra salud, capitán Genaro; que viváis muchos años!
Genaro.—¡Monseñor, Dios os conserve!
(Bebe.)
Lucrecia (aparte).—¡Cielos!
Alfonso (aparte).—Ya está. (Alto.) Y con esto, os dejo, capitán. Partiréis para Venecia cuando queráis. (Bajo, á Lucrecia.) Dadme las gracias, señora, os dejo á solas con él. Debéis tener que despediros. Vivid con él, si así os parece, su último cuarto de hora.
LUCRECIA, GENARO
(Vese siempre en el compartimiento á Rustighello, inmóvil detrás de la puerta secreta.)
Lucrecia.—¡Genaro! ¡Estáis envenenado!
Genaro.—¡Envenenado, señora!
Lucrecia.—¡Envenenado!
Genaro.—Habría debido conocerlo, habiéndome escanciado vos el vino.
Lucrecia.—¡Oh, no me agobiéis, Genaro! No me quitéis las pocas fuerzas que me quedan, de las cuales tengo necesidad aún por algunos instantes. Oídme: el duque está celoso de vos; el duque os cree mi amante, y no me ha dejado otra alternativa que la de veros dar de puñaladas delante de mí por Rustighello ó daros yo misma el veneno. Un veneno terrible, Genaro, un veneno cuyo solo nombre hace palidecer á todo italiano que sabe la historia de los últimos veinte años.
Genaro.—Sí, los venenos de los Borgias.
Lucrecia.—De él habéis bebido. Nadie en el mundo conoce el antídoto de esta composición terrible, nadie, excepto el papa, el señor de Valentinois y yo. Tomad, ved esta redomilla que llevo oculta siemprep. 69 en mi seno. Esta redomilla, Genaro, es la vida, es la salud, es la salvación. Una sola gota en vuestros labios y estáis salvado.
(Quiere aproximar la redoma á los labios de Genaro, que retrocede.)
Genaro (mirándola fijamente).—Señora, ¿quién me dice que no sea ese el veneno?
Lucrecia (cayendo aniquilada en el sillón).—¡Dios mío! ¡Dios mío!
Genaro.—¿No os llamáis Lucrecia Borgia? ¿Creéis que no me acuerdo del hermano de Bayaceto? Sí; sé un poco de historia... Hiciéronle creer, á él también, que estaba envenenado por Carlos VIII y se le dió un antídoto del cual murió. Y la mano que le presentó el antídoto es la que tiene ahora esa redoma. ¡Y la boca que le dijo que bebiera, hela aquí, me habla!
Lucrecia.—¡Miserable de mí!
Genaro.—Oíd, señora, no me engañan vuestras apariencias de amor. Abrigáis algún siniestro designio sobre mí. Esto se ve. Debéis saber quién soy. En este momento se lee en vuestro rostro que lo sabéis; fácil es conocer que alguna razón poderosa tendréis para no decírmelo nunca. Vuestra familia debe conocer á la mía, y quizás á estas horas no es de mí de quien os vengáis envenenándome, sino, ¿quién sabe?, de mi madre...
Lucrecia.—¡Vuestra madre, Genaro! Quizás la veis distinta de lo que es. ¿Qué diríais si no fuese más que una mujer criminal como yo?
Genaro.—No la calumniéis. ¡Oh, no, mi madre no es una mujer como vos, doña Lucrecia! ¡Oh! la siento en mi corazón y la sueño en mi alma tal como es; tengo su imagen aquí, nacida conmigo; no la amaría como la amo si no fuese digna de mí. El corazón de un hijo no se engaña sobre su madre. La aborrecería si pudiese parecerse á vos. Pero, no, no; hay algo en mí que me dice muy alto que mi madre no es una dep. 70 esas infames culpables de incesto, de lujuria y de envenenamiento como vosotras, las hermosas mujeres de este tiempo. ¡Oh Dios! Estoy bien seguro de ello; ¡si hay bajo el cielo una mujer inocente, una mujer virtuosa, una mujer santa, es mi madre! ¡Oh! Así es ella y no de otra manera. La conocéis sin duda, doña Lucrecia, y no me desmentiréis.
Lucrecia.—¡No, á esa mujer, Genaro, á esa madre, no la conozco!
Genaro.—Pero ¿ante quién estoy hablando así? ¿Qué os importan á vos, Lucrecia Borgia, las alegrías ó los dolores de una madre? No habéis tenido hijos nunca, dicen, y debéis sentiros bien venturosa. Porque vuestros hijos, si los tuviéseis, ¿sabéis que renegarían de vos, señora? ¿Qué desdichado, bastante dejado de la mano del cielo, quisiera una madre semejante? ¡Ser hijo de Lucrecia Borgia! ¡Llamar madre á Lucrecia Borgia! ¡Oh!...
Lucrecia.—Genaro, estáis envenenado; el duque, que os cree muerto, puede llegar de un momento á otro. No debería pensar yo más que en vuestra salvación y en vuestra fuga, pero me decís cosas tan terribles, que no me queda más que permanecer ahí, petrificada, oyéndolas.
Genaro.—Señora...
Lucrecia.—Veamos; se ha de acabar. Maltratadme, agobiadme con vuestro desprecio; pero, estáis envenenado; bebed esto en seguida.
Genaro.—¿Qué debo creer yo, señora? El duque es leal; he salvado la vida á su padre. Vos, no; os he ofendido y tenéis que vengaros de mí.
Lucrecia.—¡Vengarme de ti, Genaro! Si fuera menester dar toda mi vida para añadir una hora á la tuya, derramar toda mi sangre para impedir que vertieses una lágrima, sentarme en la picota para colocarte sobre un trono, pagar con una tortura del infiernop. 71 cada uno de tus menores placeres, no vacilaría yo, no murmuraría, sería feliz y besaríate los pies, Genaro. ¡Oh, no sabrás tú nunca nada de mi pobre corazón sino que está lleno de ti! Genaro, el tiempo urge, el veneno corre, de un momento á otro lo sentirás... un poco más y no será ya tiempo. La vida abre en este momento dos espacios oscuros delante de ti, pero el uno tiene menos minutos que años el otro. La elección es terrible. Deja que yo te guíe. Ten piedad de ti y de mí, Genaro. ¡Bebe pronto, en nombre del cielo!
Genaro.—Bueno; está bien. Si hay un crimen en esto, caiga sobre vuestra cabeza. Después de todo, digáis ó no verdad, no vale mi vida la pena de ser tan disputada. Dadme.
(Toma la redomilla y bebe.)
Lucrecia.—¡Salvado! Ahora es menester partir para Venecia á caballo y á escape. ¿Tienes dinero?
Genaro.—Tengo.
Lucrecia.—El duque te cree muerto. Fácil será ocultarle tu fuga. Espera; guarda ese frasco y llévalo siempre encima. En tiempos como los que vivimos, el veneno figura en todos los convites. Tú, sobre todo, estás expuesto. Ahora, parte pronto. (Mostrándole la puerta secreta que entreabre.) Baja por esta escalera que comunica con uno de los patios del palacio Negroni. Fácil te será evadirte por allí. No esperes hasta mañana, no esperes la puesta de sol, no esperes una hora, ni siquiera media. Abandona á Ferrara en seguida, abandona á Ferrara como si fuese Sodoma que arde, y no vuelvas la vista atrás. ¡Adiós! espera un instante. ¡Tengo una última palabra que decirte, Genaro mío!
Genaro.—Hablad, señora.
Lucrecia.—Te digo adiós en este momento, Genaro, para no volver á verte jamás. No has de pensar ya encontrarte alguna vez en mi camino. Es la sola dicha que tendría yo en el mundo; pero sería arriesgar tup. 72 cabeza. Henos aquí separados para siempre en esta vida; ¡ay! ¡harto segura estoy también de que lo mismo estaremos separados en la otra! Genaro, ¿no me dirás una sola palabra de cariño antes de abandonarme así por una eternidad?
Genaro (bajando los ojos).—Señora...
Lucrecia.—¡Acabo de salvarte la vida, en fin!...
Genaro.—Así lo decís. Todo esto me parece lleno de tinieblas. No sé qué pensar. Ved, señora, todo puedo perdonároslo excepto una cosa.
Lucrecia.—¿Cuál?
Genaro.—Juradme por todo cuanto os es caro, por mi propia cabeza, puesto que me amáis, por la salvación eterna de mi alma, que vuestros crímenes no tienen que ver nada con las desgracias de mi madre.
Lucrecia.—Todas las palabras son formales en vos, Genaro. No puedo juraros eso.
Genaro.—¡Oh madre! ¡madre mía! He aquí la espantosa mujer que ha causado tu desgracia.
Lucrecia.—Genaro...
Genaro.—Lo habéis confesado, señora. ¡Adiós! ¡Maldita seáis!
Lucrecia.—Y tú, Genaro, ¡bendito seas!
(Sale. Lucrecia cae desvanecida en el sillón.)
p. 73
La segunda decoración. La plaza de Ferrara con el balcón ducal á un lado y la casa de Genaro al otro. Es de noche.
D. ALFONSO, RUSTIGHELLO, embozados en sus capas
Rustighello.—Sí, monseñor, así ha pasado esto. Con no sé qué filtro le ha vuelto á la vida y le ha hecho huir por el patio del palacio Negroni.
Alfonso.—¿Y tú has sufrido eso?
p. 74Rustighello.—¿Cómo estorbarlo? Había corrido el cerrojo de la puerta. Yo estaba encerrado.
Alfonso.—Era menester echar la puerta abajo.
Rustighello.—Una puerta de encina; un cerrojo de hierro. ¡Fácil cosa!
Alfonso.—¡No importa! Era preciso romper el cerrojo, entrar y matar á ese hombre.
Rustighello.—En primer lugar, suponiendo que yo hubiese podido derribar la puerta, doña Lucrecia le habría cubierto con su cuerpo. Me hubiese sido forzoso también matar á doña Lucrecia.
Alfonso.—¿Y qué?
Rustighello.—Yo no tenía orden para ello.
Alfonso.—Rustighello, los buenos servidores son los que comprenden á los príncipes sin ocasionarles la molestia de decirlo todo.
Rustighello.—Y luego, habría temido indisponer á Vuestra Alteza con el papa.
Alfonso.—¡Imbécil!
Rustighello.—Era muy delicado, monseñor. ¡Matar á la hija del Padre Santo!
Alfonso.—Y sin matarla ¿no podías acaso gritar, llamarme, advertirme, impedir al amante que se escapase?
Rustighello.—Sí, y luego, al día siguiente Vuestra Alteza se habría reconciliado con doña Lucrecia, y al otro doña Lucrecia me hubiera mandado ahorcar.
Alfonso.—Basta. Me has dicho que aún no se había perdido nada.
Rustighello.—No. Ved: hay una luz en esa ventana. Genaro no ha partido aún. Su criado, á quien sobornó antes la duquesa, lo he sobornado yo á mi vez, y me lo ha revelado todo. En este momento aguarda á su amo junto á la ciudadela con dos caballos ensillados. Genaro va á salir, para reunirse con él ahora mismo.
Alfonso.—En este caso, embosquémonos detrás delp. 75 ángulo de su casa. La noche es oscura. Le mataremos cuando pase.
Rustighello.—Como vos lo ordenéis.
Alfonso.—¿Es buena tu espada?
Rustighello.—Sí.
Alfonso.—¿Traes puñal?
Rustighello.—Dos cosas hay bajo el cielo difíciles de encontrar: un italiano sin puñal, y una italiana sin amante.
Alfonso.—Está bien. Herirás con ambas manos.
Rustighello.—Monseñor, ¿por qué no dais orden de arrestarle simplemente, y que lo ahorquen luego por sentencia del fiscal?
Alfonso.—Es súbdito de Venecia y sería declarar la guerra á la república. No. Una puñalada viene de no se sabe dónde y no compromete á nadie. El envenenamiento valdría más aún, pero ha fracasado.
Rustighello.—Entonces, ¿queréis, monseñor, que vaya á buscar cuatro esbirros para despacharle, sin que tengáis la molestia de mezclaros en ello?
Alfonso.—No. Maquiavelo me ha dicho á menudo que en estos casos lo mejor era que los príncipes hiciesen las cosas por sí mismos.
Rustighello.—Monseñor, oigo que alguien se acerca.
Alfonso.—Coloquémonos junto á esta pared.
(Ocúltanse en la sombra, bajo el balcón. Aparece Maffio en traje de fiesta, que llega tarareando y va á llamar á la puerta de Genaro.)
D. ALFONSO y RUSTIGHELLO ocultos; MAFFIO y GENARO
Maffio.—¡Genaro!
(Abren la puerta, apareciendo Genaro.)
Genaro.—¿Eres tú, Maffio? ¿Quieres entrar?
p. 76Maffio.—No. Vengo sólo á decirte dos palabras. ¿Decididamente no vienes á cenar con nosotros á casa de la princesa Negroni?
Genaro.—No estoy invitado.
Maffio.—Yo te presentaré.
Genaro.—Hay otra razón que debo decirte. Me marcho.
Maffio.—¿Cómo, partes?
Genaro.—Dentro de un cuarto de hora.
Maffio.—¿Por qué?
Genaro.—Te lo diré en Venecia.
Maffio.—¿Cuestión de amores?
Genaro.—Sí, cuestión de amor.
Maffio.—Te portas mal conmigo, Genaro. Habíamos jurado no abandonarnos nunca, ser inseparables, ser hermanos, y ahora partes sin mí.
Genaro.—¡Vente conmigo!
Maffio.—¡No: ven conmigo tú! Vale más pasar la noche á la mesa con lindas mujeres y alegres convidados, que no en la carretera, entre bandidos y barrancos.
Genaro.—No estabas muy seguro esta mañana de tu princesa Negroni.
Maffio.—Me he informado. Jeppo tenía razón. Es una mujer encantadora y de excelente humor, que gusta de versos y de música. Esto es todo. Vamos, ven conmigo.
Genaro.—No puedo.
Maffio.—¡Partir de noche! Vas á morir asesinado.
Genaro.—Tranquilízate. Adiós. Que te diviertas mucho.
Maffio.—Genaro, me da mala espina tu viaje.
Genaro.—Maffio, me da mala espina tu cena.
Maffio.—¡Si te sucediese alguna desgracia sin estar yo allí!
Genaro.—¿Quién sabe si no tendré que acusarme mañana de haberte abandonado esta noche?
Maffio.—Vamos, decididamente no nos separamos.p. 77 Cedamos algo cada uno por su parte. Ven esta noche conmigo á casa de la Negroni, y mañana, al rayar el alba, partiremos juntos. ¿Te avienes?
Genaro.—Preciso será que te cuente, Maffio, los motivos de mi repentina partida. Vas á ver si tengo razón.
(Se lleva á Maffio aparte y le habla al oído.)
Rustighello (bajo el balcón, en voz baja á don Alfonso).—¿Atacamos, monseñor?
Alfonso.—Veamos el final de esto.
Maffio (echándose á reir después de la relación de Genaro).—¿Quieres que te lo diga, Genaro? Estás equivocado. No hay en todo ese negocio ni veneno ni contra-veneno. Pura comedia. La Lucrecia está perdidamente enamorada de ti y ha querido hacerte creer que te salvaba la vida, esperando convertir suavemente la gratitud en amor. El duque es un buen hombre, incapaz de envenenar ó asesinar á nadie. Has salvado la vida á su padre, por otra parte, y lo sabe. La duquesa quiere que partas. Está muy bien. Sus amoríos serían, en efecto, más fáciles en Venecia que no en Ferrara. El marido la estorba siempre un poco. En cuanto á la cena de la princesa Negroni será altamente deliciosa. Tú vendrás. ¡Qué diablo, hay que razonar un poco y no exagerar nada! Sabes que soy presidente y que doy buenos consejos. Porque haya habido dos ó tres cenas famosas en las que los Borgias han envenenado, con muy buen vino, á algunos de sus mejores amigos, no se deduce que no deba cenarse absolutamente. No se sigue de aquí que deba verse siempre veneno en el admirable vino de Siracusa; y detrás de todas las bellas princesas de Italia á Lucrecia Borgia. ¡Espectros y cuentos de vieja! Según esto, solamente los niños de pecho estarían seguros de lo que beben y podrían cenar sin inquietud. ¡Por Hércules, Genaro, sé niño ó sé hombre! Vuelve á tomar ama de cría ó ven á cenar.
p. 78Genaro.—Á la verdad, es algo extraño huir de noche. Parezco un hombre que tiene miedo. Por otra parte, si hay peligro en cenar, no debo dejar á Maffio solo. Suceda lo que quiera. Es un albur como cualquier otro. Lo dicho. Me presentarás á la princesa Negroni. Me voy contigo.
Maffio (cogiéndole la mano).—¡Dios de verdad! Este es un amigo.
(Salen. Se les ve alejarse hacia el fondo de la plaza. Don Alfonso y Rustighello salen de su escondrijo.)
Rustighello (con la espada desnuda).—Ea, ¿qué esperáis, monseñor? No son más que dos. Encargaos de vuestro hombre y yo me encargo del otro.
Alfonso.—No, Rustighello. Van á cenar á casa de la princesa Negroni. Si estoy bien informado... (Se interrumpe y parece meditar un instante, dejando escapar después una carcajada.) ¡Pardiez! Esto favorecería todavía más mi asunto, y sería una divertida aventura. Esperemos á mañana.
(Entran en palacio.)
p. 79
EMBRIAGUEZ MORTAL
Una sala magnífica del palacio Negroni. Á la derecha una puerta de escape.—En el fondo se abre una gran puerta de dos hojas. En el centro una mesa soberbiamente servida á la moda del siglo XVI. Pajecillos negros vestidos de brocado de oro, circulan en torno.—En el momento de levantarse el telón hay catorce convidados en la mesa, Jeppo, Maffio, Ascanio, Oloferno, Apóstolo, Genaro y Gubetta, y siete mujeres jóvenes, lindas, lujosamente engalanadas. Todos beben ó comen, ó ríen á carcajadas con sus vecinas, excepto Genaro, que está pensativo y silencioso.
PERSONAJES
JEPPO, MAFFIO, ASCANIO, OLOFERNO, APÓSTOLO, GUBETTA, GENARO, mujeres, pajes
Oloferno (con el vaso en la mano).—¡Viva el vino de Jerez! Jerez de la Frontera es una ciudad del paraíso.
Maffio (con el vaso en la mano).—El vino que bebemos vale más que las historias que contáis, Jeppo.
Ascanio.—Jeppo tiene la manía de contar historias cuando ha bebido.
Apóstolo.—El otro día era en Venecia, en casa del Serenísimo dux Barbarigo; hoy es en Ferrara, en casa de la divina princesa Negroni.
Jeppo.—El otro día era una historia lúgubre; hoy es una historia alegre.
Maffio.—¡Una historia alegre, Jeppo! De cómo don Silicio, galante caballero de treinta años, que había perdido su patrimonio, se casó con la riquísima marquesa Calpurnia, que contaba cuarenta y ocho primaveras. ¡Por Baco! ¡Eso os parece alegre!
Gubetta.—Es triste y común. Un hombre arruinado que se casa con una mujer caduca es cosa que se ve todos los días.
(Sigue comiendo. De vez en cuando algunos se levantan y van á hablar en el proscenio mientras continúa la orgía.)
La Princesa Negroni (Á Maffio, señalándole á Genaro.)—Señor conde Orsini, tenéis ahí un amigo que me parece estar muy triste.
Maffio.—Siempre está así, señora. Me dispensaréis que lo haya traído sin que le hubiéseis hecho la gracia de invitarle. Es mi hermano de armas. Me ha salvadop. 81 la vida en el asalto de Rímini; y en el ataque del puente de Vicenza recibí una estocada que le iba dirigida. No nos separamos nunca. Vivimos juntos. Un gitano nos ha predicho que moriríamos el mismo día.
La Negroni (riendo).—¿Os ha dicho si sería por la mañana ó por la noche?
Maffio.—Nos ha dicho que sería por la mañana.
La Negroni (riendo más fuerte).—Vuestro gitano no sabía lo que se decía. ¿Y le queréis vos mucho á ese joven?
Maffio.—Tanto como un hombre puede querer á otro.
La Negroni.—Vamos, os bastáis uno á otro. ¡Dichosos sois!
Maffio.—La amistad no llena todo el corazón, señora.
La Negroni.—¡Dios mío! ¿Qué es lo que llena todo el corazón?
Maffio.—El amor.
La Negroni.—Vos tenéis el amor en la boca.
Maffio.—Y vos en los ojos.
La Negroni.—¡Sois singular!
Maffio.—¡Y vos cuán bella sois!
(La coge del talle.)
La Negroni.—Señor conde Orsini, dejadme.
Maffio.—¿Un beso en vuestra mano?
La Negroni.—¡No!
(Se le escapa.)
Gubetta (acercándose á Maffio).—Vuestros asuntos con la princesa llevan buena marcha.
Maffio.—Me dice siempre que no.
Gubetta.—En boca de una mujer, No es el hermano mayor de Sí.
Jeppo (llegando de pronto á Maffio).—¿Qué te parece la Princesa Negroni?
Maffio.—Adorable. Aquí, para entre nosotros, comienza á interesarme vivamente.
Jeppo.—¿Y su cena?
p. 82
Maffio.—Una orgía perfecta.
Jeppo.—La princesa está viuda.
Maffio.—¡Bien se conoce por su alegría!
Jeppo.—Espero que ya no desconfiarás de su cena.
Maffio.—¡Yo! de ningún modo; estaba loco.
Jeppo (á Gubetta).—Señor de Belverana, ¿creeréis que Maffio temía venir á cenar con la princesa?
Gubetta.—¿Por qué?
Jeppo.—Porque el palacio Negroni está contiguo al de los Borgias.
Gubetta.—¡Al diablo los Borgias y bebamos!
Jeppo (en voz baja á Maffio).—Lo que me place en ese Belverana es que no aprecia á los Borgias.
Maffio (en voz baja).—En efecto, no deja nunca de enviarlos al diablo con una gracia particular; pero, amigo Jeppo...
Jeppo.—¿Y bien?
Maffio.—Le observo desde que comenzó la cena, y me parece extraño que no haya bebido aún más que agua.
Jeppo.—¡Vamos! ya vuelves á concebir sospechas, amigo mío; tienes un vino muy monótono.
Maffio.—Tal vez tengas razón, estoy loco.
Gubetta (volviendo y mirando á Maffio de pies á cabeza).—¿Sabéis, caballero, que estáis dotado de una complexión muy propia para vivir noventa años, y que por tal concepto os asemejáis mucho á un abuelo mío que alcanzó esta edad, y que se llamaba Gil-Basilio-Fernán-Ireneo-Frasco-Frasquito-Felipe, conde de Belverana?
Jeppo.—¡Vaya una letanía, señor de Belverana!
Gubetta.—¡Ah! nuestros padres acostumbraban á darnos más nombres de pila que escudos para casarnos. Pero... ¿quién ríe tanto allá abajo? (Aparte.) Será preciso que las mujeres tengan un pretexto para marcharse. ¿Cómo lo haremos?
(Vuelve á sentarse á la mesa.)
p. 83Oloferno (bebiendo).—¡Vive el cielo, señores, que jamás pasé una noche tan deliciosa! Señoras, probad ese vino; es más dulce que el Lácrima Cristi, y más ardiente que el de Chipre. ¡Es vino de Siracusa, señores!
Gubetta (comiendo).—Oloferno está beodo, según parece.
Oloferno.—Señoras, será preciso que os recite algunos versos que acabo de componer. Quisiera ser más poeta de lo que soy para cantar tan admirables festines.
Gubetta.—Yo quisiera ser más rico de lo que soy para ofrecer otros á mis amigos.
Oloferno.—Nada es tan dulce como cantar una hermosa mujer y disfrutar de una buena comida.
Gubetta.—Ó lo que es mejor, abrazar á la una y consumir la otra.
Oloferno.—Sí, quisiera ser poeta para elevarme al cielo; quisiera tener alas...
Gubetta.—De faisán en mi plato.
Oloferno.—Voy á recitaros mi soneto.
Gubetta.—¡Voto al diablo! señor marqués de Vitellozzo, os dispenso el soneto; dejadnos beber.
Oloferno.—¿Me dispensáis mi soneto?
Gubetta.—Sí, como á los perros de morderme, al Papa de bendecirme, y á los transeúntes de apedrearme.
Oloferno.—¡Vive Dios! creo que me insultáis, caballerito español.
Gubetta.—No os insulto, gigantón italiano; pero no quiero oir vuestro soneto; mi gaznate necesita más el vino de Chipre que mis oídos la poesía.
Oloferno.—¡Pues os he de cortar las orejas para clavároslas en los talones!
Gubetta.—¡Sois un belitre! ¡Habráse visto otro mostrenco igual, embriagado con vino de Siracusa, y que parece borracho de cerveza!
p. 84Oloferno.—¡Por vida del diablo!... ¡os voy á descuartizar!
Gubetta (trinchando un faisán).—No os diré otro tanto, porque yo no trincho volátiles como vos... ¿señoras, gustáis de un poco de faisán?
Oloferno (precipitándose para coger un cuchillo).—¡Pardiez! ¡quiero abrir en canal á ese tunante, aunque sea más caballero que el emperador!
Las mujeres (levantándose de la mesa).—¡Cielos, van á batirse!
Los hombres.—¡Poco á poco, Oloferno!
(Desarman á Oloferno, que quiere precipitarse sobre Gubetta, y entre tanto las mujeres desaparecen por la puerta lateral.)
Oloferno (forcejeando).—¡Vive Dios!
Gubetta.—Rimáis tan bien con esa palabra, mi querido poeta, que habéis hecho huir á las damas. Sois un torpe.
Jeppo.—Eso es verdad. ¿Dónde diablos se habrán ido?
Maffio.—Habrán tenido miedo: cuchillo que reluce, mujer que huye.
Ascanio.—¡Bah! ya volverán.
Oloferno (amenazando á Gubetta).—¡Ya te encontraré mañana, Belverana del diablo!
Gubetta.—Mañana no hay inconveniente. (Oloferno se sienta vacilante y con cólera; Gubetta suelta la carcajada.) ¡Qué imbécil, hacer huir así á las más lindas mujeres de Ferrara con un cuchillo de mesa! ¡Enfadarse por los versos! ¡Ahora creo que tiene alas; ese Oloferno no es un hombre, sino un ganso!
Jeppo.—¡Haya paz, señores! Ya os cortaréis mañana el cuello como es debido; batíos al menos como caballeros, con espadas, y no con cuchillos.
Ascanio.—Á propósito, ¿qué hemos hecho de nuestras espadas?
p. 85Apóstolo.—¿Olvidáis que nos han obligado á dejarlas en la antecámara?
Gubetta.—¡Y la precaución ha sido buena, pues de lo contrario nos habríamos batido delante de las damas, por lo cual se habrían sonrojado hasta los flamencos de Flandes, ebrios de tabaco!
Genaro.—¡Buena precaución, en efecto!
Maffio.—¡Pardiez, hermano Genaro, he aquí la primera palabra que pronuncias desde que comenzó la cena, y nunca bebes! ¿Piensas en Lucrecia Borgia? Decididamente tienes algún amorío con ella: no lo niegues.
Genaro.—¡Dame de beber, Maffio! No abandono á mis amigos ni en la mesa ni en el juego.
Un paje negro (con dos frascos en la mano).—Señores, ¿queréis vino de Chipre ó de Siracusa?
Maffio.—De Siracusa; es el mejor.
(El paje negro llena las copas.)
Jeppo.—¡Por vida de Oloferno! ¿No volverán esas damas? (Se dirige sucesivamente á las dos puertas.) ¡Están cerradas por fuera, señores!
Maffio.—¿Tendréis miedo á vuestra vez, Jeppo? No quieren que las persigamos. Es muy natural.
Genaro.—¡Bebamos, señores!
(Se oye el choque de las copas.)
Maffio.—¡Á tu salud, Genaro! Brindo por que halles pronto á tu madre.
Genaro.—¡Dios te oiga!
(Todos beben, excepto Gubetta, que arroja el vino por encima del hombro.)
Maffio (en voz baja á Jeppo).—Ahora sí que lo he visto, Jeppo.
Jeppo (en voz baja).—¿El qué?
Maffio.—Belverana no ha bebido.
Jeppo.—¡Cómo!
Maffio.—Le he visto arrojar el vino por encima del hombro.
p. 86Jeppo.—Está ebrio, y tú también.
Maffio.—Es posible.
Gubetta.—¡Venga una canción báquica, señores! Voy á cantaros una que valdrá más que el soneto de Oloferno, y juro por el cráneo de mi padre que no la compuse yo, puesto que no soy poeta ni tengo bastante ingenio para hacer que dos rimas se besen expresando una idea. He aquí mi canción, cuyo asunto es muy delicado, pues tiende á demostrar que el cielo pertenece á los borrachos.
Jeppo (en voz baja á Maffio).—Está más embriagado que borracho.
Todos (excepto Genaro).—¡La canción, la canción!
Gubetta (cantando):
Todos (á coro, excepto Genaro).—¡Gloria Domino!
(Chocan las copas, riendo á carcajadas. De repente se oyen voces lejanas que cantan con tono lúgubre.)
Voces (fuera).—Sanctum et terribile nomen ejus. Initium sapientiæ timor Domini.
Jeppo (riendo ruidosamente).—¡Escuchad, señores! Mientras nosotros entonamos la canción báquica, el eco canta vísperas.
Todos.—¡Escuchemos!
Voces (fuera, y un poco más próximas).—Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam.
(Todos ríen á carcajadas.)
Jeppo.—Canto llano del más puro.
Maffio.—Alguna procesión que pasa.
Genaro.—¡Á media noche! Es un poco tarde.
Jeppo.—¡Bah! Continuad, caballero Belverana.
p. 87
Voces (fuera, y más próximas aún).—Oculos habent etp. 89 non videbunt. Nares habent et non odorabunt. Aures habent, et non audient.
(Todos ríen cada vez con más fuerza.)
Jeppo.—¡Serán chillones esos frailes!
Maffio.—¡Mira, Genaro! las lámparas se apagan aquí, y nos quedamos á oscuras.
(Las lámparas palidecen, como si les faltara el aceite.)
Voces (fuera y más cerca).—Manus habent et non palpabunt; pedes habent et non ambulabunt; non clamabunt in gutture suo.
Genaro.—Me parece que las voces se aproximan.
Jeppo.—Diríase que la procesión está ahora debajo de nuestras ventanas.
Maffio.—Son las oraciones de difuntos.
Ascanio.—Será algún entierro.
Jeppo.—Bebamos á la salud del que van á enterrar.
Gubetta.—¿Sabéis que no habrá más de uno?
Jeppo.—¡Pues bien, á la salud de todos!
Apóstolo (á Gubetta).—¡Bravo! continuemos por nuestra parte la invocación de San Pedro.
Gubetta.—Sed más cortés; se debe decir: al señor San Pedro, digno portero del paraíso.
(Canta.)
Todos (chocando sus copas y profiriendo carcajadas):
(La gran puerta del fondo se abre silenciosamente de par en par y se ve fuera una inmensa sala tapizada de negro, iluminada por algunas antorchas y con una gran cruz de plata en el fondo. Una larga fila de penitentes, blancos y negros, á los que sólo se les ven los ojos por los agujeros de la capucha, avanza precedida de una cruz y llevando cada monje un cirio en la mano. Entran por la puerta grande cantando con acento lúgubre y en voz alta):
p. 90(Se alinean silenciosamente en ambos lados de la sala, permaneciendo inmóviles como estatuas; mientras que los jóvenes caballeros los miran con estupor.)
Maffio.—¿Qué quiere decir eso?
Jeppo (esforzándose para reirse).—Es una broma. Apuesto mi caballo contra un cerdo, y mi nombre de Liveretto contra el de Borgia, á que son nuestras encantadoras condesas las que se han disfrazado de ese modo para ponernos á prueba, y que si levantamos una de esas capuchas veremos debajo el lindo rostro de una hermosa mujer. Mirad. (Levanta sonriendo una de las capuchas, y queda petrificado al ver el rostro lívido de un monje, que permanece inmóvil con el cirio en la mano y la vista baja. Deja caer la capucha y retrocede.) ¡Esto comienza á ser extraño!
Maffio.—No sé por qué se me hiela la sangre en las venas.
Los penitentes (cantando con voz sonora).—¡Conquassabit capita in terra multorum!
Jeppo.—¡Qué lazo tan espantoso! ¡Nuestras espadas, vengan nuestras espadas! ¡Señores, aquí estamos en casa del demonio!
Los mismos, LUCRECIA
Lucrecia (apareciendo de repente, vestida de negro, en el umbral de la puerta).—¡Estáis en mi casa!
Todos (excepto Genaro que observa desde un rincón, donde Lucrecia no le ve).—¡Lucrecia Borgia!
Lucrecia.—Hace pocos días, todos los que estáis aquí, pronunciabais mi nombre con expresión de triunfo, y hoy lo hacéis con espanto. Sí, ya podéis mirarmep. 91 con esos ojos atónitos por el terror; soy yo, señores, y vengo para deciros que todos estáis envenenados, y que á ninguno de vosotros le queda una hora de vida. No os mováis, porque la sala contigua está llena de soldados. ¡Á mi vez podré hablaros alto y pisaros la cabeza! ¡Jeppo Liveretto, vé á reunirte con tu tío Vitelli, á quien mandé dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano! ¡Ascanio Petrucci, vé á buscar á tu primo Pandolfo, á quien asesiné para robarle su palacio! ¡Oloferno Vitellozzo, tu tío te espera, ya sabes, Yago Appiani, á quien envenené en una fiesta! ¡Maffio Orsini, pronto podrás hablar de mí en el otro mundo á tu hermano el de Gravina, á quien mandé estrangular durante su sueño! ¡Apóstolo Gazella, yo hice decapitar á tu padre Francisco Gazella, y asesinar á tu primo Alfonso de Aragón, según tú dices: vé á reunirte con ellos! Me obsequiasteis con un baile en Venecia, y os correspondo con una cena en Ferrara. ¡Fiesta por fiesta, señores!
Jeppo.—¡He aquí un triste despertar, Maffio!
Maffio.—¡Pensemos en Dios!
Lucrecia.—¡Ah, amiguitos míos del último carnaval, ya sé que no esperabais esto! Me parece que esto es vengarse bien. ¿Qué opináis, señores? Creo que no está del todo mal para una mujer. (Á los monjes.) Padres míos, conducid á esos caballeros á la sala contigua, que ya está preparada; confesadlos, y aprovechad los pocos instantes que les quedan para salvar en ellos lo que aún sea posible. Señores, aquellos que entre vosotros tengan alma, deben apresurarse. Estad tranquilos; esos dignos padres son monjes de San Sixto, á quienes el Padre santo ha permitido ayudarme en ocasiones como la presente. Y si me he cuidado de vuestras almas, advertid que no he olvidado los cuerpos. ¡Mirad! (Á los monjes que están delante de la puerta del fondo.) Apartad un poco para que estos señoresp. 92 vean. (Los monjes se desvían, y entonces se ven cinco ataúdes, cubierto cada cual con un paño negro y alineados delante de la puerta.) Ya lo veis, hay cinco. ¡Ah caballeros! ¡Arrancáis la piel á una desgraciada mujer, creyendo que ésta no se vengará! ¡Ved ahora vuestros ataúdes!
Genaro (á quien no ha visto hasta entonces, da un paso).—¡Se necesita otro, señora!
Lucrecia.—¡Cielos, Genaro!
Genaro.—El mismo.
Lucrecia.—Que todo el mundo salga de aquí y nos dejen solos... ¡Gubetta, suceda lo que quiera, y aunque se oiga algo de lo que ha de pasar aquí, que no éntre nadie!
Gubetta.—Está bien.
(Los monjes salen procesionalmente, conduciendo entre sus filas á los cinco caballeros vacilantes y aturdidos.)
GENARO, LUCRECIA
(Sólo iluminan la sala algunas lámparas moribundas, y se han cerrado las puertas. Lucrecia y Genaro, solos, se miran algunos instantes en silencio, como no sabiendo por dónde comenzar.)
Lucrecia (hablándose á sí misma).—¡Es Genaro!
Canto de los monjes (fuera).—Nisi Dominus ædificaverit domum, in vanum laborant qui ædificant eam.
Lucrecia.—¡Otra vez vos, Genaro! ¡Habréis de estar siempre allí donde descargo mis golpes! ¡Santo cielo! ¿cómo os habéis mezclado en todo esto?
Genaro.—Lo sospechaba.
p. 93Lucrecia.—¡Otra vez estáis envenenado, y vais á morir!
Genaro.—Si quiero... tengo el antídoto.
Lucrecia.—¡Ah! ¡Dios sea loado!
Genaro.—Una palabra, señora; vos sois experta en la materia, y podréis decirme si hay bastante elíxir en este frasquito para salvar á los caballeros que esos monjes conducen á la tumba.
Lucrecia (examinando el frasco).—¡Apenas hay bastante para vos, Genaro!
Genaro.—¿No podéis obtener más al punto?
Lucrecia.—Os he dado cuanto tenía.
Genaro.—Está bien.
Lucrecia.—¿Qué hacéis, Genaro? Despachad; no juguéis con cosas tan terribles, pues nunca se bebe á tiempo un contra-veneno. ¡Apuradlo, en nombre de Dios! ¡Qué imprudencia habéis cometido! Asegurad vuestra vida, y yo os facilitaré la salida de palacio por una puerta oculta que conozco. Todo se puede remediar aún; es de noche; muy pronto tendré dos caballos ensillados, y mañana á primera hora estaréis lejos de Ferrara. ¿No es verdad que suceden cosas terribles? ¡Bebed y marchemos; es preciso vivir; es forzoso salvaros!
Genaro (tomando un cuchillo de la mesa).—¡No; ahora vais á morir, señora!
Lucrecia.—¡Cómo! ¿Qué decís?
Genaro.—Digo que acabáis de envenenar traidoramente á cinco caballeros, que eran mis mejores amigos, contándose entre ellos Maffio Orsini, mi hermano de armas, que me salvó la vida una vez, y á quien debo vengar, porque las injurias que recibimos son comunes. Digo que habéis cometido un acto infame; que debo vengar á Maffio y á los demás, y que vais á morir.
Lucrecia.—¡Cielos!
p. 94Genaro.—Rezad vuestra última oración, y que sea corta, señora, porque estoy envenenado y no puedo esperar.
Lucrecia.—¡Bah! eso no puede ser. ¡Genaro matarme á mí! ¿Sería posible?
Genaro.—Es la pura verdad, señora, y juro por Dios que en vuestro lugar ya estaría orando de rodillas... Ahí tenéis un sillón que os servirá para el caso.
Lucrecia.—No; os digo que es imposible. Entre las más terribles ideas que cruzan mi espíritu, jamás me había ocurrido esta... ¡Pues bien, ya que levantas el cuchillo, espera, Genaro! Debo decirte alguna cosa.
Genaro.—Pronto.
Lucrecia.—¡Deja ese cuchillo, desgraciado, arrójale! ¡Si tú supieras... Genaro! ¿Sabes quién eres, y quién soy? Tú ignoras hasta qué punto me perteneces. ¿Será preciso decirlo todo? La misma sangre circula por nuestras venas, Genaro; ¡tu padre fué Juan Borgia, duque de Gandía!
Genaro.—¡Vuestro hermano! ¡Conque sois mi tía! ¡Ah, señora!
Lucrecia (aparte).—¡Su tía!
Genaro.—¡Ah! soy vuestro sobrino. ¡Ah! ¡mi madre fué esa infeliz duquesa de Gandía á quien todos los Borgias hicieron tan desgraciada! Señora, mi madre se refería á vos en sus cartas; sois una de aquellas parientas desnaturalizadas de quien me hablaba con horror, que mató á mi padre, y que hizo llorar lágrimas de sangre á su esposa. ¡Ah! ¡ahora debo vengarlos á los dos! ¡Conque sois mi tía y yo un Borgia! ¡Es lo bastante para volverme loco! Escuchadme; habéis vivido demasiado tiempo, y estáis tan cargada de crímenes, que debéis haber llegado á ser odiosa y abominable para vos misma; sin duda estaréis cansada de vivir, y será preciso acabar de una vez. En las familias como las nuestras, en las que el crimenp. 95 es hereditario y se transmite de padre á hijo como el nombre, siempre sucede que esta fatalidad termina por un asesinato, de ordinario en la misma familia, último crimen que lava todos los demás. Jamás se censuró á un caballero por haber cortado una mala rama del árbol de su casa. El español Mudarra mató á su tío, Rodrigo de Lara, por menos de lo que habéis hecho, y todos elogiaron su acto. ¿Me comprendéis, tía mía? ¡Vaya pues, ya hemos hablado bastante! ¡Recomendad vuestra alma á Dios, si creéis en Dios y en vuestra alma!
Lucrecia.—¡Genaro, por piedad para ti! Aún eres inocente. ¡No cometas tal crimen!
Genaro.—¡Un crimen! ¡Oh! mi tía se trastorna. ¡Será esto un crimen! ¡Pues bien! aunque le cometa, soy un Borgia, y nada tiene de particular. ¡De rodillas os digo, tía, de rodillas!
Lucrecia.—¿Dices verdaderamente lo que piensas, Genaro? ¿Es así cómo pagas el amor que te profeso?
Genaro.—¡Amor!...
Lucrecia.—Es imposible. Quiero salvarte; llamaré, gritaré...
Genaro.—No abriréis esa puerta, ni tampoco daréis un paso; y en cuanto á vuestros gritos, no os salvarán. ¿No acabáis de ordenar vos misma que no éntre nadie, oigan lo que quieran de lo que ha de pasar aquí?
Lucrecia.—¡Pero eso es una cobardía, Genaro! ¡Matar á una mujer indefensa! ¡Oh, los sentimientos de tu alma son más nobles! Escúchame; me matarás después si quieres, pues no me importa la vida; pero es preciso que mi pecho se desahogue, porque está lleno de angustia por tu proceder. Tú eres un niño, y la juventud es siempre demasiado severa. ¡Oh! si he de morir, no quiero que sea de tu mano; no sabes hasta qué punto esto sería horrible. Por otra parte, Genaro, mi hora no ha llegado aún. Cierto que he cometidop. 96 muchas maldades, y que soy una gran criminal; mas por lo mismo se me debe dejar tiempo para reconocerlo y arrepentirme. Es indispensable, ¿lo oyes, Genaro?
Genaro.—Sois mi tía; sois la hermana de mi padre. ¿Qué habéis hecho de mi madre?
Lucrecia.—¡Espera, espera! Dios mío, no me es posible decirlo todo; y aunque te lo dijese, tal vez fuera sólo para redoblar tu horror y tu desprecio. ¡Escúchame un instante... yo deseo que me recibas arrepentida á tus pies! Tú me perdonarás ¿no es cierto? Pues bien, ¿quieres que me retire á un claustro y me encierre para toda la vida? Si te dijesen: «Esa desgraciada mujer se ha hecho rasar el cabello, duerme sobre la ceniza, socava su propia fosa con las manos, y ruega á Dios noche y día para que dejes caer sobre ella una mirada de misericordia, para que viertas una lágrima sobre todas las llagas vivas de su corazón y de su alma, y para que no le digas más, como acabas de hacerlo, con esa voz tan severa como la del juicio final: “¡Vos sois Lucrecia Borgia!”». Si te dijeran todo esto, Genaro, ¿tendrías corazón para rechazarla? ¡Gracia, Genaro! Vivamos los dos, tú para perdonarme, y yo para arrepentirme. ¡Compadécete de mí! No has de tratar sin misericordia á una pobre mujer que sólo pide un poco de piedad. ¡Perdóname la vida!... Te lo digo, Genaro, por ti, porque tu acto sería verdaderamente cobarde, y además un crimen espantoso, un asesinato. ¡Un hombre matar á una mujer! ¡Oh, tú no harás eso!
Genaro (vacilante).—¡Señora!...
Lucrecia.—¡Oh! ¡ya lo veo, me perdonas! Me parece leerlo en tus ojos. ¡Déjame llorar á tus pies!
Una voz (fuera).—¡Genaro!
Genaro.—¿Quién me llama?
La voz.—¡Hermano Genaro!
p. 97
Genaro.—¡Es Maffio!
La voz.—¡Genaro, me muero, véngame!
Genaro (levantando el cuchillo).—Está dicho. Ya no escucho nada. ¡Señora, es preciso morir!
Lucrecia (deteniéndole el brazo).—¡Perdón! ¡Escúchame!
Genaro.—¡No!
Lucrecia.—¡En nombre del cielo!
Genaro.—¡No!
(La hiere.)
Lucrecia.—¡Ah!... ¡me has muerto! ¡Genaro, soy tu madre!
p. 99
Drama en 3 jornadas, con un prefacio del autor
p. 101
Dos maneras hay de apasionar á la multitud en el teatro: por lo grande y por lo verdadero; lo grande influye en las masas; lo verdadero en el individuo.
El objeto del poeta dramático, cualquiera que fuere el conjunto de sus ideas sobre el arte, debe ser siempre, ante todo, buscar lo grande, como Corneille, ó lo verdadero, como Molière, ó lo que sería mejor, alcanzar á la vez ambas cosas, lo grande en lo verdadero y lo verdadero en lo grande, como Shakespeare.
Porque, observémoslo de paso, á Shakespeare le fué dado, y á esto debió la soberanía de su genio, conciliar, unir y amalgamar de continuo en su obra esas dos cualidades, la verdad y la grandeza, cualidades casi contrarias, ó por lo menos tan diferentes, que la falta de cada una de ellas constituye lo inverso de la otra. El escollo de lo verdadero es lo pequeño; el escollo de lo grande es lo falso. En todas las obras de Shakespeare hay algo grande que es verdadero y viceversa; en el centro de todas sus creaciones se encuentra el punto de intersección de lo grandioso y de lo verdadero; y allí donde se cruzan las cosas grandes y las verdaderas, el arte es completo.p. 102 Shakespeare, así como Miguel Ángel, parece haber sido creado para resolver este problema extraño, cuya simple enunciación parece absurda:—mantenerse siempre en la naturaleza, saliendo de ella algunas veces.—Shakespeare exagera las proporciones, pero conserva la relación. ¡Admirable omnipotencia del poeta! Hace cosas más elevadas que nosotros, que viven como nosotros. Hamlet, por ejemplo, es tan verdadero como cualquiera de nosotros, y más grande; Hamlet es colosal, y sin embargo, verdadero; Hamlet no es como uno de vosotros ó como yo; es como todos; Hamlet no es un hombre, es el hombre.
Separar continuamente lo grande á través de lo verdadero, y esto á través de aquello, es, según el autor de este drama, el objeto del poeta en el teatro, manteniendo todas las demás ideas que ha podido desarrollar sobre estas materias. En dos palabras, lo grande y lo verdadero lo encierran todo; la verdad contiene la moralidad; en lo grandioso está lo bello.
Nadie supondrá que el autor haya tenido la presunción de creer que jamás alcanzó ese objeto, ni que podrá alcanzarla nunca; pero se le permitirá declarar públicamente que jamás buscó otro en el teatro hasta hoy día. El nuevo drama que ha hecho representar es un esfuerzo más hacia ese brillante fin. ¿Cuál es, en efecto, la idea que ha tratado de realizar en María Tudor? Hela aquí: una reina que sea mujer; grande como soberana, verdadera como mujer.
El autor lo ha dicho ya en otra parte: el drama, tal como le comprende, el drama, tal como quisiera verle creado por un hombre de genio, el drama según el siglo XIX, no es la tragicomedia altiva, desmesurada, española y sublime de Corneille; no es la tragedia abstracta, amorosa, ideal y divinamente elegíaca de Racine; no es la comedia profunda, sagaz, penetrante y demasiado irónica de Molière; no es la tragedia de intención filosófica de Voltaire; no es la comedia de acción revolucionaria de Beaumarchais; no es más que todo eso, pero lo es todo á la vez; ó mejor dicho, no es nada de eso. No es, como en los grandes hombres que acabamos de citar, un solo lado de las cosas, sistemático y continuamente sacado á luz; es el conjunto considerado á la vez bajo todas sus fases. Si hubiera hoy un hombre que pudiese realizar el drama tal como le comprendemos, este drama sería el corazón humano,p. 103 la cabeza humana, la pasión humana, la voluntad humana; sería el pasado resucitado en provecho del presente; sería la historia que nuestros padres hicieron, confrontada con la que nosotros hacemos; sería mezclar en la escena todo lo que se mezcla en la vida; sería un motín allá y un diálogo de amor aquí; en este último una lección para el pueblo, y en el otro un grito para el corazón; sería la risa, y también las lágrimas; sería el bien, el mal, lo superior, lo inferior, la fatalidad, la providencia, el genio, la casualidad, la sociedad, el mundo, la naturaleza, la vida; y algo grande cerniéndose sobre todo esto.
Á este drama, que constituiría para la multitud una enseñanza perpetua, le sería permitido todo, porque estaría en su esencia no abusar de nada. Llegaría á ser tan notorio por su lealtad, elevación, utilidad y recta conciencia, que no se le acusaría nunca de buscar el efecto y el ruido allí donde sólo hubiera deseado obtener una lección moral. Podría llevar á Francisco I á casa de Magalona sin hacerse sospechoso; producir en el corazón de Didier un sentimiento compasivo para Marion; y sin que se le tachase de enfático y exagerado, como al autor de María Tudor, presentar ampliamente en la escena, con toda su terrible realidad, ese formidable triángulo que tan á menudo aparece en la historia: una reina, un valido y un verdugo.
El hombre que crease este drama debería tener dos cualidades: conciencia y genio. El autor que habla aquí, sabe ya que sólo tiene la primera; mas no por eso dejará de continuar lo que ha comenzado, deseando que otros lo hagan mejor. Hoy día, un numeroso público, cada vez más inteligente, acoge con favor todas las tentativas formales del arte; y todo lo que ahora hay de elevado en la crítica ayuda y estimula al poeta. ¡Venga, pues, el poeta! En cuanto al autor de este drama, seguro del porvenir, que progresa, y de que, á falta de talento, se le tendrá algún día en cuenta su perseverancia, fija una mirada serena, confiada y tranquila en la multitud que todas las noches dispensa aún á esta obra incompleta tanta curiosidad, interés y atención. Ante esa multitud comprende la responsabilidad que sobre él pesa, y acéptala tranquilo. Jamás pierde un instante de vista en sus trabajos al pueblo que el teatro civiliza, la historia que el teatro explica, y el corazón humano que el teatro aconseja. Mañana dejaráp. 104 la obra terminada por la que se ha de hacer; y saldrá de esa multitud para retirarse á su soledad, soledad profunda donde no llega ninguna influencia perniciosa del mundo exterior; donde la juventud, su amiga, se presenta algunas veces para estrecharle la mano, donde está solo con su pensamiento, su independencia y su voluntad. La soledad le será más que nunca grata, porque sólo en ella se puede trabajar para la multitud; y más que nunca tendrá su espíritu, su obra y su pensamiento alejados de toda camarilla, pues conoce algo más grande que ésta: los partidos; algo más grande que los partidos: el pueblo; y algo superior al pueblo: la humanidad.
17 Noviembre 1833.
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María Tudor
p. 106
PERSONAJES
Londres, 1553.
p. 107
EL HOMBRE DEL PUEBLO
Playa desierta á orillas del Támesis, en parte oculta por un antiguo parapeto ruinoso. Á la derecha una casa de mísero aspecto, en uno de cuyos ángulos se ve una pequeña estatua de la Virgen, iluminada por una mecha de estopa que arde en un enrejado de hierro. En el fondo, más allá del Támesis, la ciudad. Divísanse dos altos edificios, la Torre de Londres y la Abadía de Westminster.—El día comienza á declinar.
p. 108PERSONAJES
Varios hombres agrupados acá y allá en la playa, entre los cuales se hallan SIMÓN RENARD; JUAN BRIDGES, barón de CHANDOS; ROBERTO CLINTON, barón de CLINTON, y ANTONIO BROWN, vizconde de MONTAGU
Lord Chandos.—Tenéis razón, milord; es preciso que ese condenado italiano haya hechizado á la reina, porque ésta no puede prescindir de él; sólo por él vive, no está alegre sino en su presencia, y sólo á él escucha. Si pasa un día sin verle, sus ojos languidecen, como en aquel tiempo en que amaba al cardenal Polus. ¿Os acordáis?
Simón Renard.—Muy enamorada está ciertamente, y por lo tanto muy celosa.
Lord Chandos.—¡Ese italiano la tiene hechizada!
Lord Montagu.—Á decir verdad, asegúrase que los de su nación tienen filtros para ese objeto.
Lord Clinton.—Los árabes saben confeccionar sutiles venenos que matan, y los italianos conocen los que hacen amar.
Lord Chandos.—La reina está enamorada y enferma á la vez; debe haber bebido las dos clases de veneno.
p. 109Lord Montagu.—¿Pero es ese hombre realmente italiano?
Lord Chandos.—Parece haber nacido en Italia; pero pretende tener relaciones de parentesco con una distinguida familia española.
Lord Clinton.—Es un aventurero, de no sé qué país. Esos hombres que son cosmopolitas no tienen compasión en ninguna parte cuando llegan al poder.
Lord Montagu.—¿No decíais que la reina está enferma, Chandos? esto no le impide vivir alegremente con su valido.
Lord Clinton.—¡Alegremente! Mientras que la reina ríe, el pueblo llora y el favorito se enriquece; ese hombre come plata y bebe oro. La reina le ha cedido los bienes del gran lord Talbot, le ha hecho conde de Clanbrassil y barón de Dinasmonddy. Como si esto no bastara, el tal Fabiano Fabiani es también par de Inglaterra, como vos, Montagu, como vos, Chandos, como Stanley, Norfolk y yo, y como el rey. Tiene la orden de la Jarretera, lo mismo que el infante de Portugal, el rey de Dinamarca y Tomás Percy, séptimo conde de Northumberland. ¡Y qué duro es ese tirano que nos gobierna desde su lecho! Nunca pesó otro semejante sobre Inglaterra. ¡Y eso que he visto muchos déspotas, pues ya soy viejo! Setenta horcas hay en Tyburn; y el hacha del verdugo, afilada por las mañanas, se mella todas las noches. Cada día se inmola á algún caballero; anteayer fué Blantyre; ayer le tocó el turno á Northcurry, hoy á South-Reppo, y mañana á Tyrconnel. La semana próxima os llegará el turno, Chandos, y el mes entrante seré yo la víctima. ¡Señores, señores, es una vergüenza y una iniquidad que tantas cabezas inglesas caigan por el capricho de no sé qué miserable aventurero, que no es hijo de nuestro país! ¡Es insoportable y espantoso que un favorito napolitano pueda sacar tantos tajos como quierep. 110 de la habitación de esa reina! Los dos viven alegremente, según decís; mas ¡vive el cielo que esto es una infamia! ¡Ah! ¡los dos enamorados se divierten, mientras que el verdugo, siempre á su puerta, hace viudas y huérfanos! ¡Oh! ¡Su guitarra italiana va demasiado acompañada del ruido de las cadenas! ¡Señora reina, hacéis venir cantantes de la capilla de Avignon, y todos los días se representan en vuestro palacio comedias, y los estrados están llenos de músicos! ¡Pardiez, señora, menos alegría en vuestra casa, si os place, y menos duelo entre nosotros; menos víctimas aquí y menos verdugos allá; menos tumbas en Westminster, y no tantos cadalsos en Tyburn!
Lord Montagu.—Cuidado con lo que decís, porque nosotros somos súbditos leales. Hablad cuanto queráis de Fabiani; mas no de la reina.
Simón Renard (poniendo la mano en el hombro de lord Clinton).—¡Paciencia!
Lord Clinton.—¡Paciencia! Fácil es decir eso, señor Simón Renard. Sois baile de Amont en el Franco Condado, súbdito del Emperador, y su legado en Londres; representáis aquí al príncipe de España, futuro esposo de la reina, y vuestra persona es sagrada para el favorito; pero tratándose de nosotros, es otra cosa. Fabiani es para vos el pastor, y para nosotros el verdugo.
(Ha cerrado la noche.)
Simón Renard.—Ese hombre no me molesta menos que á vosotros, pues si teméis por vuestra vida, yo temo por mi honor, que es mucho más. No hablo, pero obro; no me anima tanta cólera como á vos, milord; mas en cambio, mi odio excede al vuestro. Yo aniquilaré al favorito.
Lord Montagu.—¡Oh! ¿cómo hacerlo? Todos los días pienso en ello.
Simón Renard.—No se hacen ni deshacen de día los favoritos de la reina, sino de noche.
p. 111Lord Chandos.—La de hoy es bien negra y pavorosa.
Simón Renard.—Á mí me parece magnífica para lo que trato de hacer.
Lord Chandos.—¿Qué es ello?
Simón Renard.—Ya lo veréis... Milord Chandos, cuando una mujer reina, el capricho gobierna; entonces, la política no es ya cuestión de cálculo, sino de casualidad; no se puede contar sobre nada, y el día de hoy no trae lógicamente el de mañana. Los negocios no se juegan ya al ajedrez, sino á los naipes.
Lord Clinton.—Todo eso está muy bien; pero vamos al hecho. Señor baile, ¿cuándo nos entregaréis al favorito? Es cosa urgente, porque mañana decapitan á Tyrconnel.
Simón Renard.—Si encuentro esta noche un hombre como el que busco, Tyrconnel cenará con vos mañana.
Lord Clinton.—¿Qué queréis decir? ¿Qué sucederá con Fabiani?
Simón Renard.—¿Tenéis buena vista, milord?
Lord Clinton.—Sí, aunque sea viejo y la noche esté negra, veo bastante.
Simón Renard.—¿Divisáis la ciudad de Londres al otro lado del río?
Lord Clinton.—Sí. ¿Por qué?
Simón Renard.—Mirad bien. Desde aquí se ve la subida y la bajada de todo favorito: Westminster y la Torre de Londres.
Lord Clinton.—¿Y bien?
Simón Renard.—Si Dios me ayuda, en este momento hay allí un hombre... (Señala la abadía de Westminster.) que mañana á la misma hora estará aquí.
(Señala la Torre.)
Lord Clinton.—¡Que el Señor os preste su ayuda!
Lord Montagu.—El pueblo no le odia menos quep. 112 nosotros. ¡Qué fiesta habrá en Londres el día de su caída!
Lord Chandos.—Nos hemos puesto en vuestras manos, señor baile, y por lo tanto disponed de nosotros. ¿Qué se ha de hacer?
Simón Renard (mostrando la casa situada junto á la orilla).—¿Veis todos esa casa? Es la de Gilberto, el cincelador; no la perdáis de vista, y dispersaos con vuestra gente, aunque sin alejaros mucho. Sobre todo, no hagáis nada sin mí.
Lord Chandos.—Está bien.
(Todos se alejan por diversos lados.)
Simón Renard (solo).—No es fácil encontrar un hombre como el que necesito.
(Vase. Llegan Juana y Gilberto cogidos del brazo y se dirigen hacia la casa; acompáñales Joshua Farnaby, embozado en su capa.)
JUANA, GILBERTO y JOSHUA FARNABY
Joshua.—Aquí os dejo, amigos míos, porque ya es de noche y he de ir á prestar mi servicio en la Torre de Londres. ¡Ah! yo no estoy libre como vosotros; el carcelero no es más que una especie de preso. Vamos, adiós, Juana, adiós, Gilberto; me alegro mucho de que seáis felices. ¡Ah! dime tú, Gilberto, ¿cuándo es la boda?
Gilberto.—De aquí á ocho días. ¿No es verdad, Juana?
Joshua.—Ahora recuerdo que pasado mañana es Navidad, día de felicitaciones; pero yo no tengo ninguna que daros, puesto que es imposible desear más bellezap. 113 en la novia y más amor en el novio. ¡Sois dichosos!
Gilberto.—¿No lo eres tú también, buen Joshua?
Joshua.—Ni feliz ni desgraciado, pues renuncié á todo hace tiempo. (Entreabre su capa y deja ver un manojo de llaves que pende de su cintura.) He aquí, Gilberto, algunas llaves de la prisión, cuyo sonido me acompaña de continuo, induciéndome á muchas reflexiones filosóficas. Cuando joven, era como los demás; estaba enamorado un día, acosábame la ambición durante un mes, y la locura todo el año. Era en tiempo de Enrique VIII, rey verdaderamente singular, rey que cambiaba de mujeres como éstas de vestidos; repudió á la primera, mandó cortar la cabeza á la segunda, dispuso que abrieran el vientre á la tercera; perdonó á la cuarta, aunque expulsándola; pero en cambio ordenó que decapitaran á la quinta. No creáis que os refiero el cuento de Barba-Azul, porque es la verdadera historia de Enrique VIII. En aquel tiempo ocupábame en la guerra y en cuestiones de religión, batiéndome por una y por otra; y eso era lo mejor que se podía hacer entonces, aunque el asunto era espinoso. Tratábase de ir en favor ó en contra del papa; la gente del rey ahorcaba á los que no le defendían; pero quemaban á cuantos se declaraban en contra; y la misma suerte sufrían los indiferentes, es decir los que no estaban por el rey ni por el papa. Cada cual salía del paso como podía, hallándose amenazado siempre por la cuerda ó la hoguera. Á mí me han chamuscado más de cuatro veces, y creo que me descolgaron de la horca dos ó tres un momento antes de efectuarse la ejecución. ¡Buen tiempo era aquel, poco más ó menos como éste! Sí, yo me batía por todo eso; pero lléveme el diablo si sé ahora por qué y para qué me batía. Cuando me hablan del maestro Lutero y del papa Pablo III me encojo de hombros. Mira, Gilberto, cuando se tiene el cabello gris no se deben profesar las opinionesp. 114 por las cuales nos batíamos antes, ni tratar á las mujeres á quienes se hacía el amor á los veinte años, pues unas y otras parecen ya muy feas y viejas, raquíticas, llenas de arrugas y estúpidas. Esa es mi historia. Ya me he retirado de los negocios, y ya no soy soldado del rey ni del papa, sino carcelero de la Torre de Londres; no me bato por nadie, y encierro bajo llave á todo el mundo. Carcelero y viejo, tengo un pie en la prisión y el otro en la fosa. Yo soy quien recoge los restos de todos los ministros y favoritos que se prenden en palacio, lo cual es muy divertido. Además tengo un hijo á quien amo mucho, y vosotros dos, que merecéis todo mi cariño. Si sois felices, ya estoy contento.
Gilberto.—En tal caso, sé dichoso, Joshua.
Joshua.—Yo no puedo hacer nada por tu felicidad; pero Juana lo hará todo, porque la amas; y tampoco me será dado prestarte ningún servicio en mi vida, porque felizmente no eres bastante gran señor para necesitar nunca al llavero de la Torre de Londres. Juana pagará mi deuda al mismo tiempo que la suya, pues ella y yo te lo debemos todo; tú la recogiste y educaste cuando era una pobre niña huérfana y abandonada; y á mí me salvaste un día que me ahogaba en el Támesis.
Gilberto.—¿Á qué hablar siempre de eso, Joshua?
Joshua.—Para decirte que nuestro deber es amarte, yo como un hermano, y ella... como otra cosa.
Juana.—Como una esposa fiel; ya comprendo, Joshua.
(Entrégase á una profunda meditación.)
Gilberto (en voz baja á Joshua).—¡Mírala, Joshua! ¿No te parece que es hermosa y encantadora, y digna de un rey? No puedes imaginar cuánto la amo.
Joshua.—¡Cuidado! es imprudente amar tanto á una mujer. Tratándose de un niño, es otra cosa.
Gilberto.—¿Qué quieres decir?
p. 115Joshua.—Nada... De aquí á ocho días asistiré á vuestra boda. Espero que entonces me dejarán alguna libertad los asuntos del Estado, y que todo se acabará.
Gilberto.—¿Qué se acabará?
Joshua.—¡Ah! tú no debes ocuparte de estas cosas, porque estás enamorado. Tú eres del pueblo, y poco pueden importarte las intrigas de altas regiones, siendo tan feliz aquí abajo; pero puesto que me preguntas, te diré que se espera que de aquí á ocho días, ó tal vez dentro de veinticuatro horas, Fabiano Fabiani será sustituído por otro cerca de la reina.
Gilberto.—¿Quién es ese Fabiano Fabiani?
Joshua.—Es el amante de la reina, un favorito muy célebre y encantador, un favorito que tarda menos en hacer cortar la cabeza á un hombre, cuando le desagrada, que un burgomaestre flamenco en comerse una cucharada de sopa; es el mejor favorito que el verdugo de la Torre de Londres ha tenido hace diez años, pues ya sabes que el ejecutor recibe por cada cabeza de noble diez escudos de plata, y á veces cuarenta, si la cabeza es de importancia. Se desea mucho la caída de ese Fabiani, aunque á decir verdad, en mis funciones de carcelero sólo oigo hablar de él á los descontentos, á hombres á quienes se ha de cortar la cabeza dentro de un mes.
Gilberto.—¡Devórense los lobos entre sí! ¿Qué nos importan á nosotros la reina y su favorito? ¿No es verdad, Juana?
Joshua.—¡Oh! se está fraguando una tremenda conspiración contra Fabiani, y no tendrá poca suerte si sale bien de ella. No extrañaría que se intentase algún golpe esta noche, pues acabo de ver á maese Simón Renard rondando por ahí y muy meditabundo.
Gilberto.—¿Quién es ese Simón Renard?
Joshua.—¡Cómo! ¿no lo sabes? Es el brazo derecho del emperador en Londres. La reina debe casarse conp. 116 el príncipe de España, cuyo representante es Simón Renard; la soberana le odia, pero le teme, y nada puede contra él. Ha destronado ya dos ó tres favoritos, pues su instinto le induce á dar en tierra con todos, y por esto hace una limpia en palacio de vez en cuando. Simón Renard es hombre muy sagaz y malicioso, que sabe cuanto pasa, y que socava siempre las intrigas subterráneas en todos los acontecimientos. En cuanto á lord Paget... ¿no me has preguntado también quién era? Pues te diré que es un caballero muy audaz, que ha entendido en los negocios en tiempo de Enrique VIII; es individuo del Consejo secreto, y tiene tal ascendiente, que los demás ministros no osan decir palabra delante de él, exceptuando, no obstante, el canciller, milord Gardiner, que le aborrece. Este lord Gardiner tiene un carácter muy violento, pero es de muy buena cuna; mientras que Paget tuvo por padre á un zapatero. Paget obtendrá muy pronto el título de barón de Beaudesert en Stafford.
Gilberto.—¡Qué enterado está Joshua de todas estas cosas!
Joshua.—¡Pardiez! de algo sirve oir hablar á los prisioneros de Estado. (Simón Renard aparece en el fondo del teatro.) Te aseguro, Gilberto, que el hombre que mejor sabe la historia de estos tiempos es el carcelero de la Torre de Londres.
Simón Renard (que ha oído las últimas palabras).—Os engañáis, maese, es el verdugo.
Joshua (en voz baja á Juana y á Gilberto).—Retirémonos un poco. (Simón Renard se aleja lentamente, desapareciendo después.) Ahí tenéis á Simón Renard.
Gilberto.—No me gustan esos hombres que rondan alrededor de mi casa.
Joshua.—¿Qué diablos buscará por aquí? Bueno será marcharme pronto, pues tal vez me prepare algún trabajo. ¡Adiós, Gilberto, adiós, hermosa Juana!
p. 117Gilberto.—¡Adiós, Joshua!... Pero dime ¿qué llevas oculto debajo de la capa?
Joshua.—¡Ah! yo también tengo mi complot.
Gilberto.—¿Qué complot?
Joshua.—Vosotros los enamorados lo olvidáis todo. Acabo de recordaros que pasado mañana es día de Navidad. Los señores preparan una sorpresa á Fabiani, y yo conspiro por mi cuenta. La reina tendrá tal vez un favorito nuevo, y yo voy á dar una muñeca á mi niña. (Saca una muñeca que lleva debajo de la capa.) También es nueva; veremos cuál dura más, si el favorito ó ella. ¡Dios os guarde, amigos míos!
Gilberto.—Hasta más ver, Joshua.
(Joshua se aleja; Gilberto toma la mano de Juana y la besa con pasión.)
Joshua (en el fondo del teatro).—¡Qué grande es la Providencia! ¡Á cada cual le da su juguete, la muñeca á la niña, la niña al hombre, el hombre á la mujer y la mujer al diablo!
GILBERTO, JUANA
Gilberto.—También debo separarme de ti. Adiós, Juana, duerme en paz.
Juana.—¿No queréis entrar esta noche, Gilberto?
Gilberto.—No me es posible. Ya te he dicho que debo concluir un trabajo en el taller esta noche; he de cincelar la empuñadura de una daga para no sé qué lord Clanbrassil, á quien no he visto nunca, y que la necesita para mañana.
Juana.—Pues entonces buenas noches, Gilberto.
Gilberto.—¡Un momento más, Juana! ¡Cuánto mep. 118 cuesta separarme de ti, aunque sólo sea por algunas horas! ¡Tú eres mi vida y mi alegría, pero es preciso que vaya á trabajar, pues somos muy pobres! No quiero entrar, porque me quedaría, y debo marcharme. Mira, sentémonos algunos minutos á la puerta de tu casa, en ese banco; me parece que así me será menos difícil irme. Dame la mano. (Se sienta y le coge ambas manos, mientras Juana permanece de pie.) ¿Me amas, Juana?
Juana.—¡Oh! todo os lo debo, Gilberto, ya lo sé, aunque durante largo tiempo me lo hayáis ocultado. Muy pequeña, cuando apenas había dejado la cuna, mis padres me abandonaron, y vos me recogisteis. Hace diez y seis años habéis trabajado para mí como un padre, y vuestros ojos me han vigilado como los de una madre. ¿Qué sería yo sin vos, Dios mío? Todo lo que tengo me lo habéis dado; todo lo que soy, á vos lo debo.
Gilberto.—Juana, ¿me amas?
Juana.—¡Qué abnegación la vuestra, Gilberto! Día y noche trabajabais para mí sin tregua ni reposo, y aun hoy pasáis la noche en vela por mi causa. Sin embargo, jamás oí de vuestros labios una reprensión ni una palabra dura; nunca os dejáis llevar de la cólera; y aunque sois tan pobre, procuráis satisfacer mis caprichos de coqueta. Gilberto, sólo pienso en vos con las lágrimas en los ojos; algunas veces habéis carecido de pan, y á mí no me han faltado nunca cintas.
Gilberto.—¿Me amas, Juana?
Juana.—Gilberto, os besaría hasta los pies.
Gilberto.—Pero ¿me amas? Con todo eso que me dices, aún no me has contestado; una sola palabra es la que yo necesito, Juana. ¡Agradecimiento, siempre agradecimiento! ¡Oh! eso es cosa muy frívola; lo que yo quiero es amor ó nada. Juana, desde hace diez y seis años eres mi hija, y ahora vas á ser mi esposa; tep. 119 había adoptado; quiero unirme contigo. De aquí á ocho días, pues tú has consentido en ello, se efectuará nuestro enlace. ¡Oh Juana! ¿me amabas cuando te comprometiste á esto? Hubo un tiempo, recuérdalo bien, en que me decías, mirando al cielo con tus hermosos ojos: «¡Te amo!» Así es cómo yo te quiero. Desde hace algunos meses, paréceme que algo ha cambiado en ti, sobre todo en estas tres últimas semanas en que el trabajo me obliga á estar ausente algunas noches. ¡Oh Juana! quiero que tú me ames, porque me has acostumbrado á ello. Tú, tan alegre en otro tiempo, siempre estás triste y preocupada ahora, por más que te esfuerzas para disimularlo; y yo conozco que las palabras de cariño no son en ti naturales como otras veces. ¿Qué tienes? ¿Es que no me amas ya? Soy seguramente un hombre honrado, un buen obrero; pero quisiera ser un ladrón ó un asesino con tal que me amases... ¡Juana, tú no sabes cuánto te adoro!
Juana.—Ya lo sé, Gilberto, y por eso lloro.
Gilberto.—¡De alegría! ¿No es cierto? Dime que es de alegría, porque necesito creerlo. En el mundo no hay nada como ser amado. Yo no soy más que un oscuro obrero; pero es preciso que mi Juana me ame. ¿Por qué me has de hablar siempre de lo que hice por ti? Deja todo tu agradecimiento á un lado y dime una sola palabra de amor. Por ti soy capaz de condenarme y de cometer un crimen si tú lo quisieras. Tú serás mi esposa ¿no es cierto? ¡Juana, por una mirada tuya daría cuanto tengo, por una de tus sonrisas mi vida, y por un beso mi alma!
Juana.—¡Qué noble corazón tenéis, Gilberto!
Gilberto.—Escucha, Juana, aunque te rías, te diré que estoy loco y celoso. No te ofendas... hace largo tiempo me parece ver á muchos jóvenes caballeros rondar por aquí. Ya sabes que yo tengo treinta y cuatrop. 120 años, y sin duda comprendes que es una desgracia que un pobre obrero, mal vestido como yo, que ya no es joven ni buen mozo, ame á una encantadora muchacha de diez y siete abriles que llama la atención de apuestos y gallardos caballeros, dorados y brillantes como la luz que atrae á las mariposas. ¡Oh! yo sufro mucho; pero jamás te ofendo en mi pensamiento, á ti, tan casta y pura, á ti, cuya frente no han tocado aún mis labios. Sin embargo, paréceme á veces que te agrada en demasía ver pasar el séquito y el acompañamiento de la Reina, y á todos esos señores lujosamente vestidos de seda y terciopelo, pero que carecen de alma y corazón. ¡Perdóname!... no sé lo que me digo. Mas ¿por qué pasan por aquí tantos jóvenes caballeros? ¿Por qué no seré yo también noble y rico como ellos? ¡Ay, sólo soy Gilberto el cincelador! Lord Chandos, lord Fitz-Gerard, el conde de Arundel, el duque de Norfolk... ¡Oh! ¡cuánto aborrezco á esos nobles! Paso la vida cincelando para ellos empuñaduras de espadas, con las cuales quisiera atravesarles el pecho.
Juana.—¡Gilberto!
Gilberto.—Dispénsame, Juana. ¿No es verdad que el amor puede hacer al hombre muy malo?
Juana.—No, muy bueno. Vos lo sois, Gilberto.
Gilberto.—¡Oh! cada día te amo más, y quisiera morir por ti. Bien me correspondas ó no, yo seré tu esclavo. Estoy loco... Perdóname cuanto te he dicho. Ya es tarde, y debo retirarme. Adiós. ¡Dios mío, qué triste es separarme de ti! Entra en casa. ¿No tienes la llave?
Juana.—No, hace días que no sé lo que ha sido de ella.
Gilberto.—Aquí tienes la mía... Hasta mañana... No olvides que si ahora soy tu padre, dentro de ocho días seré tu esposo.
(La besa en la frente y vase.)
Juana (sola).—¡Mi esposo! ¡Oh! no; de ningún modop. 121 cometeré ese crimen. ¡Pobre Gilberto, él sí que me ama; mientras que el otro!... ¡Con tal que no haya preferido la vanidad al amor, infeliz de mí!... ¿De quién dependo yo ahora? ¡Oh, soy tan ingrata como culpable!... Oigo pasos, entremos pronto.
(Entra en la casa.)
GILBERTO, UN HOMBRE embozado en su capa, y cubierta la cabeza con un bonete amarillo.—El hombre tiene cogida una mano de Gilberto.
Gilberto.—Sí, te reconozco, tú eres el mendigo judío que ronda hace días esta casa. ¿Qué quieres? ¿Por qué me has cogido de la mano para conducirme hasta aquí?
El hombre.—Porque lo que debo deciros, sólo aquí puede decirse.
Gilberto.—Pues bien, habla y despáchate, porque voy de prisa.
El hombre.—Escucha, joven. Hace diez y seis años, en la misma noche en que lord Talbot, conde de Waterford, fué decapitado á la luz de las antorchas por cuestión de papismo y de rebeldía, sus partidarios murieron destrozados en las calles de Londres por la gente de Enrique VIII. El tiroteo duró algunas horas, y aquella noche, un joven obrero, mucho más ocupado en su oficio que en la guerra, trabajaba en su tiendecilla, que es la primera que se encuentra al entrar en el puente de Londres. Serían las dos de la madrugada, poco más ó menos, y cerca de allí arreciaba la lucha, oyéndose cómo silbaban las balas al cruzar el Támesis. De repente llamaron á la puerta de la tiendecilla, á través de cuya cerradura veíase el resplandor de lap. 122 luz; el artesano abrió, y al punto entró un hombre á quien no conocía, llevando en los brazos una criatura en mantillas, que gritaba y lloraba. El hombre la depositó sobre la mesa y dijo: «He aquí una niña que ya no tiene padre ni madre». Después salió lentamente, cerrando la puerta tras sí. Gilberto, el obrero, era también huérfano, y aceptó la criatura; cuidó de ella, vistióla, quiso educarla, y al fin la amó. Consagróse del todo á la pobre criatura, conducida allí por la guerra civil; olvidó por ella su juventud, sus amoríos y placeres, y desde entonces ella fué el objeto único de su cariño y afecto. Esto ha durado diez y seis años. Gilberto, el obrero erais vos; la niña...
Gilberto.—Era Juana. Todo cuanto me habéis dicho es verdad; pero ¿por qué me explicáis esto?
El hombre.—Se me ha olvidado deciros que en los pañales de la criatura había un papel sujeto con un alfiler, y en el que se leían las siguientes palabras: Compadeceos de Juana.
Gilberto.—Estaban escritas con sangre; he conservado ese papel, y le llevo siempre conmigo. Pero me estáis mortificando... ¿veamos la conclusión?
El hombre.—Es muy sencilla. Ya veis que conozco vuestros asuntos, y por lo mismo vengo á deciros: ¡Gilberto, vigilad vuestra casa esta noche!
Gilberto.—¿Qué queréis decir?
El hombre.—Ni una palabra más. Os aconsejo que no vayáis á trabajar; permaneced en los alrededores de esta casa y vigilad. No soy amigo ni enemigo vuestro; pero pláceme daros este aviso. Ahora, á fin de no perjudicaros, dejadme; idos por ese lado, y acudid si me oís gritar.
Gilberto.—¿Qué significa todo esto?
(Aléjase lentamente.)
p. 123
EL HOMBRE, solo
La cosa está bien arreglada así. Yo necesitaba algún hombre joven y fuerte que me prestase auxilio en caso necesario. Ese Gilberto es lo que me conviene... Me parece que oigo rumor de remos y los acordes de un bandolín en el río... Sí. (Se dirige al parapeto.—Óyense los sonidos de dicho instrumento y una voz lejana que canta.) Es él. (La voz se aproxima.) ¡Ya desembarca... bien... ahora despide al barquero... magnífico! (Volviendo al proscenio.) ¡Hele aquí!
(Entra Fabiano Fabiani embozado en su capa y se dirige hacia la puerta de la casa.)
EL HOMBRE, FABIANO FABIANI
El hombre (deteniendo á Fabiani).—Una palabra, si os place.
Fabiani.—Creo que me hablan. ¿Quién será este bergante?
El hombre.—Lo que gustéis que sea.
Fabiani.—Esta linterna alumbra mal; pero veo que llevas un bonete amarillo, al parecer de judío. ¿Eres hebreo?
El hombre.—Sí. Deseo deciros dos palabras.
Fabiani.—¿Cómo te llamas?
El hombre.—Sé vuestro nombre, y no conocéis elp. 124 mío; de modo que por esta parte llevo la ventaja. Permitidme que la conserve.
Fabiani.—¿Tú sabes mi nombre? No es verdad.
El hombre.—Sí. En Nápoles os llamaban signor Fabiani; en Madrid, don Fabiano; en Londres os tituláis Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil.
Fabiani.—¡Llévete el diablo!
El hombre.—¡Que Dios os guarde!
Fabiani.—Mandaré apalearte. No quiero que sepan mi nombre cuando paseo por la noche.
El hombre.—Sobre todo cuando vais al sitio en que os esperan.
Fabiani.—¿Qué quieres decir?
El hombre.—¡Si la reina lo supiese!
Fabiani.—No voy á ninguna parte.
El hombre.—Sí, milord; vais á casa de la hermosa Juana, la prometida de Gilberto el cincelador.
Fabiani (aparte).—¡Diablo! ¡éste es un hombre peligroso!
El hombre.—¿Queréis que os diga algo más? Habéis seducido á esa joven, y desde hace un mes os ha recibido dos veces en su casa por la noche; ésta es la tercera. La hermosa debe estar esperando.
Fabiani.—¡Cállate! ¿Quieres dinero por callarte? ¿Cuánto deseas?
El hombre.—Ahora lo veremos. Por lo pronto, milord, ¿queréis que os diga por qué sedujisteis á esa muchacha?
Fabiani.—¡Pardiez! porque estaba enamorado.
El hombre.—No; eso no es cierto.
Fabiani.—¿No estaba yo enamorado de Juana?
El hombre.—Lo mismo que de la reina... En vos no hay amor, sino cálculo.
Fabiani.—¡Ah diablo! ¡Tú no eres un hombre; eres mi conciencia vestida de judío!
El hombre.—Pues os hablaré como vuestra conciencia,p. 125 milord; escuchad. Sois favorito de la reina, que os ha otorgado la Jarretera, el condado y el señorío, á la verdad cosas huecas, pues la una es un trapo, la otra una palabra, y la última el derecho de morir decapitado. Necesitabais algo mejor; os hacían falta buenas tierras, castillos y rentas considerables; y como el rey Enrique VIII confiscó los bienes de lord Talbot, decapitado hace diez y seis años, os arreglasteis de modo que la reina María os los diera. Sin embargo, para que la donación fuese valedera, necesitábase que el lord hubiese muerto sin posteridad; si existía un heredero ó heredera, como Talbot murió por la reina María y por su madre Catalina de Aragón, y atendido que era papista, como aquella soberana, no debía dudarse que esta última os retiraría los bienes, por muy favorito que fuéseis, para devolverlos, por deber, por agradecimiento y por religión, al heredero ó á la heredera. Por este lado estabais bastante tranquilo, pues lord Talbot tenía sólo una niña que desapareció de la cuna el día en que ejecutaron á su padre: llegaron á creer en toda Inglaterra que había muerto. Vuestros espías, sin embargo, descubrieron últimamente que en la noche en que lord Talbot y su partido fueron exterminados por Enrique VIII, se había depositado misteriosamente una niña en casa de un obrero cincelador que vive en el puente de Londres, y que era probable que esta niña, educada bajo el nombre de Juana, fuese realmente Juana Talbot, la niña desaparecida. Cierto que faltaban las pruebas escritas de su nacimiento, pero se podrían encontrar el día menos pensado. El inconveniente era grave; veros obligado á devolver algún día á una niña, Shrewsbury, Wexford y el magnífico condado de Waterford, os pareció muy duro. ¿Qué hacer? Buscasteis el medio de aniquilar ó anular la joven: un hombre honrado se habría valido de un asesino; pero vos, milord, lo hicisteis mejor: la deshonrasteis.
p. 126Fabiani.—¡Insolente!
El hombre.—Vuestra conciencia es la que habla, milord; otro hubiera quitado la vida á la joven; vos la robasteis el honor, y de consiguiente el porvenir. La reina María es orgullosa, aunque tenga amantes.
Fabiani (aparte).—Este hombre llega al fondo de todo.
El hombre.—La reina no goza de buena salud; puede morir pronto, y entonces vos, su favorito, caeríais arruinado sobre su tumba. Las pruebas materiales del estado civil de la joven, que darían á conocer su categoría, se pueden hallar cuando menos se espere, y entonces, si la reina ha muerto, Juana, por deshonrada que esté, será reconocida como heredera de Talbot. ¡Pues bien! vos habéis previsto este caso; sois un caballero joven, de buen aspecto, os habéis hecho amar de ella, y la pobre muchacha se ha entregado á vos: en el peor caso, os casaríais con ella. No me neguéis que tal es vuestro plan; á mí me parece sublime; y si no fuera quien soy, quisiera ser vos.
Fabiani.—¡Gracias!
El hombre.—Habéis conducido el asunto con mucha destreza, ocultando vuestro nombre; de modo que estáis á cubierto en lo que se refiere á la reina. La pobre muchacha cree haber sido seducida por un caballero del país de Somerset, llamado Amyas Pawlett.
Fabiani.—¡Todo lo sabe! En fin, vamos al hecho. ¿Qué quieres?
El hombre.—Milord, si alguno tuviera en su poder los papeles que prueban el nacimiento, la existencia y el derecho de la heredera de Talbot, vos quedaríais más pobre que mi antecesor Job, no conservando más castillos que los que hagáis en el aire, lo cual os disgustaría mucho.
Fabiani.—Sí; pero nadie tiene esos papeles.
El hombre.—Os engañáis.
Fabiani.—¿Quién?
p. 127El hombre.—Yo.
Fabiani.—¡Bah, un miserable como tú! No es cierto; judío que habla, hombre que miente.
El hombre.—Tengo esos papeles.
Fabiani.—¡Mientes! ¿Dónde están?
El hombre.—En mi bolsillo.
Fabiani.—No lo creo. ¿Están en regla? ¿No falta nada?
El hombre.—Nada.
Fabiani.—Si es así, los necesito.
El hombre.—Poco á poco.
Fabiani.—¡Judío, dame esos papeles!
El hombre.—¡Muy bien!... ¡Judío dices! Y tú, miserable mendigo, dame la ciudad de Shrewsbury, dame la de Wexford, y también el Condado de Waterford... Un poco de caridad, si os place.
Fabiani.—Esos papeles son todo para mí, y nada valen para ti.
El hombre.—Simón Renard y lord Chandos me los pagarían á buen precio.
Fabiani.—Simón Renard y lord Chandos son dos perros entre los cuales mandaré que te ahorquen.
El hombre.—Si no tenéis otra cosa que proponerme, adiós.
Fabiani.—¡Aquí, judío! ¿Qué quieres por esos papeles?
El hombre.—Una cosa que tienes encima.
Fabiani.—¡Mi bolsa!
El hombre.—¡Ca, nada de eso! ¿Queréis la mía?
Fabiani.—¿Pues qué deseas?
El hombre.—Siempre lleváis encima un pergamino; es una firma en blanco que la reina os ha dado, y en la que jura por su corona católica conceder á quien se la presente la gracia que solicite, sea cual fuere. Dadme esa firma en blanco, y os entregaré los papeles de Juana Talbot; papel por papel.
p. 128Fabiani.—¿Y qué quieres hacer con esa firma en blanco?
El hombre.—¡Vaya, juguemos limpio! Os he dicho cuáles son vuestros asuntos, y ahora voy á daros cuenta de los míos. Soy uno de los principales plateros judíos de la calle de Kantersten en Bruselas; presto dinero al cincuenta por ciento á todo el mundo, y prestaría aunque fuese al diablo ó al papa. Hace dos meses uno de mis deudores murió sin haberme pagado; era un antiguo servidor de la familia Talbot, y el pobre hombre, desterrado hacía tiempo, sólo dejó algunos harapos; la justicia los puso en mi poder, y en ellos encontré una caja que contenía varios papeles. Eran los de Juana Talbot, milord, con toda su minuciosa historia, y probada con documentos en regla. La reina de Inglaterra acababa de daros precisamente los bienes de Juana Talbot; y como yo necesitaba también á la soberana para negociar un préstamo de diez mil marcos de oro, comprendí que podría hacer negocio con vos. Vine á Inglaterra con este disfraz, espié á Juana Talbot, y todo lo he hecho por mí mismo. De esta manera he averiguado cuánto me convenía, y heme aquí. Tendréis los papeles de Juana Talbot si me dais la firma en blanco de la reina: yo escribiré en el documento que se me conceden diez mil marcos de oro; aquí me deben todavía alguna cosa, pero no quiero regatear. ¡Diez mil marcos de oro, nada más! No os pido la suma, porque sólo una testa coronada puede pagármela. Esto es hablaros con franqueza, pues supongo que dos hombres tan diestros como nosotros no ganarían nada engañándose. Si la franqueza se desterrase de la tierra, debería reaparecer en la entrevista de dos bribones.
Fabiani.—Imposible; no puedo dar esa firma en blanco. ¡Diez mil marcos de oro! ¿Qué diría la reina? Además, mañana podría caer en desgracia, y esa firma en blanco sería la salvación para mí: es mi cabeza.
p. 129
p. 131El hombre.—¿Qué me importa á mí?
Fabiani.—Pedidme otra cosa.
El hombre.—Quiero eso.
Fabiani.—Judío, dame los papeles de Juana Talbot.
El hombre.—Dadme la firma en blanco de la reina.
Fabiani.—¡Vamos, maldito judío, será preciso ceder!
(Saca un papel del bolsillo.)
El hombre.—Enseñadme la firma en blanco de la reina.
Fabiani.—Muéstrame los papeles de Talbot.
El hombre.—Ahora los veréis. (Se acercan á la linterna; Fabiani, colocado detrás del judío, le pone el papel ante los ojos, y el hombre le examina.) «Nos, María, reina...»—Está bien. Ya veis que soy como vos, milord; todo lo he calculado y previsto.
Fabiani (desenvaina un puñal con la mano derecha y se lo hunde en la garganta).—Exceptuando esto.
El hombre.—¡Ah traidor!... ¡Á mí... socorro!
(Cae, y en el mismo instante arroja en la sombra tras sí, sin que Fabiani lo note, un pliego sellado.)
Fabiani (inclinándose sobre el cuerpo).—¡Á fe mía, creo que ya está muerto!... ¡Cojamos ahora esos papeles! (Registra al judío.) ¡Maldición, no lleva nada, ni un solo papel! ¡El bribón me engañaba, quería robarme! ¡Maldito judío, le he matado inútilmente! Todos lo mismo; la mentira y el robo son propios de su raza. ¡Vamos, será preciso quitar de ahí ese cadáver, y no dejarle delante de la puerta! (Dirigiéndose al fondo del teatro.) Si el barquero está aún allí, él me ayudará á tirar el cuerpo al agua.
(Desaparece detrás del parapeto.)
Gilberto (entrando por el lado opuesto).—Me parece haber oído un grito. (Ve el cuerpo tendido en tierra junto á la linterna.) ¡Un hombre asesinado!... ¡El mendigo!
El hombre (incorporándose á medias).—¡Ah!... Llegáis demasiado tarde, Gilberto. (Señala con el dedo el sitiop. 132 donde acaba de arrojar el pliego sellado.) Recoged eso; son los papeles que prueban que Juana, vuestra prometida, es hija y heredera del último lord Talbot. Mi asesino es lord de Clanbrassil, el favorito de la reina... ¡Ah! me ahogo... ¡Gilberto, véngame y véngate!
(Muere.)
Gilberto.—¡Muerto!... Que me vengue... ¿Qué quiere decir? ¡Juana hija de lord Talbot! ¡Lord de Clanbrassil, favorito de la reina! ¡Oh! Yo me confundo... (Sacudiendo el cadáver.) ¡Habla, una palabra más!... ¡Ah! está bien muerto...
GILBERTO, FABIANI
Fabiani (volviendo).—¿Quién va?
Gilberto.—Acaban de asesinar á un hombre.
Fabiani.—No, es un judío.
Gilberto.—¿Quién le ha dado muerte?
Fabiani.—¡Pardiez! vos ó yo.
Gilberto.—¡Caballero!...
Fabiani.—No hay testigos. Aquí no se ve más que un cadáver y dos hombres á su lado. ¿Quién asesinó á ese hombre? Nada prueba que sea yo más bien que vos.
Gilberto.—¡Miserable! Sois el asesino.
Fabiani.—Pues bien, es verdad. ¿Qué tenemos con eso?
Gilberto.—Voy á llamar á la justicia.
Fabiani.—Lo que haréis es ayudarme á lanzar ese cuerpo al agua.
Gilberto.—Haré que os prendan y castiguen.
Fabiani.—He dicho que me ayudaréis.
p. 133Gilberto.—Sois muy insolente.
Fabiani.—Creedme, borremos todas las huellas de esto, pues os interesa más que á mí.
Gilberto.—¡Esto es demasiado!
Fabiani.—Uno de los dos ha dado el golpe: yo soy un gran señor, un noble, y vos un transeúnte, un plebeyo, un hombre del pueblo. El caballero que mata á un judío paga cuatro sueldos de multa; el hombre del pueblo paga su delito con la vida.
Gilberto.—¡Osaríais...!
Fabiani.—Si me denunciáis os denuncio, y yo seré más digno de crédito que vos. Con todo esto, las probabilidades son desiguales; para mí la multa; para vos la horca.
Gilberto.—¡Y no haber testigo ni pruebas! ¡Oh! mi cabeza se extravía... ¡Y el miserable tiene razón!
Fabiani.—¿Queréis que os ayude á arrojar ese cadáver al agua?
Gilberto.—¡Sois un infame!
Fabiani (Gilberto coge el cuerpo por la cabeza, Fabiani por los pies, y le llevan al parapeto).—Sí, amigo mío; no sé con seguridad quién de los dos ha dado muerte á este hombre.
(Desaparecen detrás del parapeto.)
Fabiani (volviendo).—Ya está hecho, compañero. Buenas noches; ya podéis marcharos. (Se dirige hacia la casa, y al volver la cabeza, nota que Gilberto le sigue.) ¡Qué se os ofrece! ¿Es que deseáis algún dinero por vuestro trabajo? En conciencia, nada os debo; pero tomad. (Entrega su bolsa á Gilberto, que al pronto hace un ademán de negativa, aceptando después, como hombre que de pronto cambia de parecer.) Ahora, idos. ¡Vamos! ¿qué esperáis aún?
Gilberto.—Nada.
Fabiani.—Á fe mía, podéis quedaros ahí si bien os parece. Estaréis al sereno, y yo con mi dama. ¡Dios os guarde!
p. 134(Se dirige hacia la puerta de la casa y hace ademán de abrir.)
Gilberto.—¿Adónde vais así?
Fabiani.—¡Pardiez! á mi casa.
Gilberto.—¿Cómo á vuestra casa?
Fabiani.—Sí.
Gilberto.—¿Quién de los dos es el que sueña? Antes me dijisteis que el asesino del judío era yo, y ahora me aseguráis que esa es vuestra casa.
Fabiani.—Ó la de mi querida, que es lo mismo.
Gilberto.—Repetidme lo que acabáis de decir.
Fabiani.—Digo, ya que os empeñáis en saberlo, que esa casa es la de una hermosa joven, que es mi querida.
Gilberto.—¡Yo digo, milord, que mientes! ¡Digo que eres un falsario y un asesino; que tu madre fué azotada por el verdugo en una plaza pública; y que voy á sujetar tu cabeza entre mis manos y á oprimirla hasta que te cortes la lengua con tus propios dientes!
Fabiani.—¡Hola! ¿Quién es este diablo de hombre?
Gilberto.—Soy Gilberto el cincelador, y Juana es mi prometida.
Fabiani.—Pues yo soy el caballero Amyas Pawlett, el querido de Juana.
Gilberto.—¡Te digo que mientes! Tú eres lord Clanbrassil, el favorito de la reina. ¡Imbécil! ¡Creías que lo ignoraba!
Fabiani.—¡Está visto que todo el mundo me conoce esta noche!... He aquí otro hombre peligroso, y del cual será preciso deshacerse cuanto antes.
Gilberto.—Dime en el acto que has mentido como un bellaco, y que Juana no es tu querida.
Fabiani.—¿Conoces su letra? (Saca un billete del bolsillo.) Lee eso. (Aparte, mientras que Gilberto desdobla convulsivamente el papel.) Importa que éntre en su casa para reñir con Juana, pues así mi gente tendrá tiempo de llegar.
p. 135Gilberto (leyendo).—«Estaré sola esta noche; podéis venir...» ¡Maldición, milord, tú has deshonrado á mi prometida, y eres un infame! ¡Vas á darme satisfacción al punto!
Fabiani (echando mano á la espada).—No hay inconveniente. ¿Dónde está tu acero?
Gilberto.—¡Oh rabia! ¡Ser hijo del pueblo y no tener espada ni puñal! ¡No importa; te esperaré en la esquina de una calle y te asesinaré, miserable!
Fabiani.—Eres muy violento, amigo mío.
Gilberto.—¡Oh! ya me vengaré de ti.
Fabiani.—¡Vengarte de mí! Estás demasiado bajo, y yo muy alto.
Gilberto.—¿Me desafías?
Fabiani.—Sí.
Gilberto.—¡Ya nos veremos!
Fabiani (aparte).—Es preciso que el sol de mañana no salga para ese hombre. (En voz alta.) Créeme, amigo mío, entra en tu casa. Siento mucho que hayas descubierto lo que acabas de averiguar; pero te dejo la dama. Mi intención no era ir más lejos en estos amoríos. ¡Vamos, véte á dormir! (Arroja una llave á los pies de Gilberto.) Si no tienes llave, toma esa, ó si lo prefieres, da tres golpes en la ventana; la muchacha creerá que soy yo, y te abrirá. Buenas noches.
(Vase.)
GILBERTO, solo
¡Se ha marchado, sin que pudiese despedazarle entre mis manos! ¡Ha sido forzoso dejarle escapar! ¡No tengo arma ninguna! (Ve en tierra el puñal con que lord Clanbrassil ha dado muerte al judío, y recoge el armap. 136 con precipitación.) ¡Ah, llegas demasiado tarde! Ya no podría servir sino para mí; pero es igual; bien hayas caído del cielo ó vengas del infierno, yo te bendigo. ¡Oh! Juana me ha vendido; Juana se ha entregado á ese infame; ¡Juana es la heredera de lord Talbot; Juana está perdida para mí! ¡Oh Dios mío! ¡he aquí en una hora desgracias demasiado dolorosas para que yo las resista! (Simón Renard aparece en la oscuridad, en el fondo del teatro.) ¡Oh, vengarme de ese hombre, vengarme de ese lord Clanbrassil! Si voy al palacio de la reina, los lacayos me arrojarán á puntapiés como si fuese un perro. ¡Estoy loco, mi cabeza arde! ¡Me es igual morir, mas antes quisiera vengarme, y para conseguirlo daría hasta mi sangre! ¿No hay nadie en el mundo que quiera hacer este pacto conmigo? ¿Quién se ofrece á vengarme de lord Clanbrassil, tomando en cambio mi vida?
GILBERTO, SIMÓN RENARD
Simón Renard (dando un paso).—Yo.
Gilberto.—¿Tú? ¿Quién eres tú?
Simón Renard.—Soy el hombre que deseas.
Gilberto.—¿Sabes quién soy yo?
Simón Renard.—Eres el hombre que necesito.
Gilberto.—No tengo más que una idea, la de vengarme de lord Clanbrassil y morir.
Simón Renard.—Quedarás vengado y morirás.
Gilberto.—Quien quiera que seas, gracias.
Simón Renard.—Sí, tendrás la venganza que deseas; pero no olvides con qué condición. Necesito tu vida.
Gilberto.—Tómala.
p. 137Simón Renard.—¿Queda convenido?
Gilberto.—Sí.
Simón Renard.—Sígueme.
Gilberto.—¿Adónde?
Simón Renard.—Ya lo sabrás.
Gilberto.—No olvides que me has prometido vengarme.
Simón Renard.—Piensa que te comprometes á morir.
p. 139
LA REINA
Habitación en la cámara de la reina.—Un evangelio abierto sobre un reclinatorio; la corona real en un escabel; puertas laterales, y una más grande en el fondo; una parte de éste queda oculta por una tapicería magnífica.
PERSONAJES
LA REINA, lujosamente vestida, y echada en un diván; FABIANO FABIANI, sentado junto á ella en un escabel, luciendo un magnífico traje y la orden de la Jarretera, tiene un bandolín entre las manos y canta.
Fabiani (dejando su bandolín en el suelo).—¡Oh! os amo más de cuanto podáis imaginaros, señora; pero á ese Simón Renard, tan poderoso como vos misma, le odio con toda mi alma.
La Reina.—Ya sabéis que no puedo nada contra él, milord; es aquí el representante del príncipe de España, mi futuro esposo.
Fabiani.—¡Vuestro futuro esposo!
La Reina.—Vamos, milord, no hablemos de eso. Yo os amo. ¿Qué más queréis? Por ahora, os recordaré que ya es hora de retiraros.
Fabiani.—¡María, un momento más!
La Reina.—Ved que es hora de reunirse el consejo. Hasta ahora no ha habido aquí más que la mujer, y es preciso dejar paso á la reina.
Fabiani.—Yo quisiera que la mujer hiciese esperar á la reina á la puerta.
La Reina.—¡Vos lo queréis! Miradme, milord. ¡Tienes una hermosa cabeza, Fabiano!
Fabiani.—¡Vos sí que sois hermosa, señora! No necesitaríais más que vuestra belleza para ser poderosa; hay en vos algo que dice que sois la reina; pero lo lleváis escrito en la frente más bien que en vuestra corona.
La Reina.—Me lisonjeáis.
Fabiani.—Te amo.
La Reina.—¿Me amas de veras, y sólo á mí? Vuelvep. 141 á decírmelo con tu expresiva mirada. ¡Ay! nosotras las mujeres no sabemos nunca á punto fijo lo que pasa en el corazón de un hombre, y debemos creer por los ojos; pero los más hermosos son á veces los más engañadores. En los tuyos, sin embargo, hay tanta lealtad, tanto candor y buena fe, que no pueden mentir; tu mirada es cándida y sincera, bello paje. ¡Oh! valerse de ojos celestiales para engañar, sería un crimen. Ó tus ojos son los de un ángel, ó los de un demonio.
Fabiani.—Ni demonio ni ángel; sólo soy un hombre que os ama.
La Reina.—¿Que ama á la reina?
Fabiani.—Que ama á María.
La Reina.—Escucha, Fabiano; yo te amo también; pero eres joven; hay muchas bellas damas que te miran con ternura, y una reina puede cansar al fin, lo mismo que otra mujer. No me interrumpas: si alguna vez te enamoras de cualquiera dama, quiero que me lo digas, y haciéndolo así, tal vez te perdone. Tú no sabes hasta qué punto te amo, pues ni yo misma lo sé; pero hay momentos en que mejor quisiera verte muerto, que feliz con otra. ¡Dios mío! yo no sé por qué se me quiere representar siempre como una mujer maligna.
Fabiani.—Yo no puedo ser feliz más que á tu lado, María; solo á ti te amo.
La Reina.—¿De veras? Mírame bien para decírmelo. Estoy tan celosa, que á veces me figuro—¿cuál es la mujer que no tiene estas ideas?—me figuro que me engañas. Quisiera ser invisible para poder seguirte y saber siempre qué haces, qué dices y dónde estás. En los cuentos de hadas se habla de una sortija que hace invisible; yo daría mi corona por esa sortija. Imagínome sin cesar que vas á ver á otras mujeres jóvenes y hermosas, y á fe mía que fuera una indignidad engañarme.
Fabiani.—¡Desechad esas ideas, señora! ¡Yo engañaros,p. 142 á vos que sois mi reina y mi amor! Para esto debería ser el más ingrato y miserable de los hombres; y seguramente no os he dado motivo alguno para que lo creáis así. ¡Yo te amo, María, te adoro, y no podría ni siquiera mirar á otra mujer! ¿No estás leyéndolo en mis ojos? ¡Dios mío! debería haber un acento de verdad para persuadir. ¡Vamos, mírame bien! ¿Tengo yo el aspecto de un hombre que engaña? ¿No se reconoce pronto al hombre que miente á una mujer? Ninguna se suele engañar en este punto. ¡Y qué momento has elegido, María, para decirme semejantes cosas! Precisamente aquel en que más te amo. Paréceme que nunca te adoré tanto como hoy. Ahora no hablo á la reina, de la cual me burlo, pues ¿qué podría hacerme? Mandar que me cortasen la cabeza, y esto me importa poco; mientras que tú, María, puedes destrozarme el corazón. No es á Vuestra Majestad á quien amo; es á ti; tu blanca y delicada mano es la que beso y adoro, no vuestro cetro, señora.
La Reina.—Gracias, Fabiano mío; adiós. ¡Pero milord, qué joven sois! ¡Qué hermoso es el cabello de vuestra encantadora cabeza! Volved dentro de una hora.
Fabiani.—¡Lo que llamáis una hora es para mí un siglo!
(Sale.)
(Apenas desaparece, la Reina corre presurosa hacia una puertecilla oculta en la pared, ábrela é introduce á Simón Renard.)
LA REINA, SIMÓN RENARD
La Reina.—Entrad, caballero. Y bien ¿estabais ahí? ¿Lo habéis oído todo?
p. 143Simón Renard.—Sí, señora.
La Reina.—¿Y qué os parece? ¡Oh! es el más redomado y el más falso de los hombres. ¿Qué opináis?
Simón Renard.—No en vano termina en i el apellido de ese hombre.
La Reina.—¿Estáis seguro que va por la noche á casa de esa mujer? ¿le habéis visto?
Simón Renard.—No sólo yo, sino también Chandos, Clinton, Montagu, y otros diez testigos.
La Reina.—¡Eso es verdaderamente una infamia!
Simón Renard.—Ahora mismo podréis tener una prueba más patente, pues la joven se halla aquí. Según he dicho á Vuestra Majestad, mandé prenderla en su casa anoche.
La Reina.—Pero ¿no hay ya crimen suficiente para mandar que corten la cabeza á ese hombre, caballero?
Simón Renard.—El haber visitado á una joven de noche no basta, señora. Vuestra Majestad mandó juzgar á Trogmorton por un hecho análogo, y Trogmorton fué absuelto.
La Reina.—Por eso castigué á sus jueces.
Simón Renard.—Procurad no veros obligada á proceder lo mismo con los de Fabiani.
La Reina.—¡Oh! ¿cómo me vengaré de ese traidor?
Simón Renard.—Supongo que Vuestra Majestad sólo quiere vengarse de cierta manera.
La Reina.—De la única que sea digna de mí.
Simón Renard.—Trogmorton fué absuelto, señora; sólo hay un medio, y ya le he indicado á Vuestra Majestad. El hombre está ahí.
La Reina.—¿Hará cuanto yo quiera?
Simón Renard.—Sí, con tal que hagáis lo que él desea.
La Reina.—¿Dará su vida?
Simón Renard.—Sí, pero poniendo ciertas condiciones.
p. 144La Reina.—¿Sabéis lo que quiere?
Simón Renard.—Lo mismo que vos: vengarse.
La Reina.—Decidle que éntre, y permaneced al alcance de mi voz... ¡Ah! escuchad.
Simón Renard (volviendo).—¿Qué desea Vuestra Majestad?
La Reina.—Decid á milord Chandos que esté en la cámara inmediata con seis hombres de mi servicio dispuestos á entrar... y la mujer también. Id. (Simón Renard sale.) ¡Oh! ¡será cosa terrible!
(Ábrese una de las puertas laterales y entran Simón Renard y Gilberto.)
LA REINA, GILBERTO, SIMÓN RENARD
Gilberto.—¿Ante quién estoy?
Simón Renard.—Ante la reina.
Gilberto.—¿Ante la reina?
La Reina.—Sí, yo soy la reina, y no hay motivo para asombraros. Vos sois Gilberto, obrero, de oficio cincelador; vivís cerca del Támesis, no sé dónde, con una que llaman Juana, de quien sois el prometido, y que os engaña, pues tiene por amante á un tal Fabiano, que me engaña á mí á su vez. Queréis vengaros, y yo también, y para esto necesito disponer de vuestra vida á mi antojo. Me conviene que digáis lo que yo os mandaré decir, sea lo que fuere, sin que haya para vos nada falso ni verdadero, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto; sólo debéis ver mi venganza y mi voluntad. Es indispensable que me dejéis obrar, sometiéndoos á todo. ¿Consentís en ello?
Gilberto.—Señora...
p. 145La Reina.—Quedarás vengado, pero te prevengo que habrás de morir: esto es todo. Ahora, fija tus condiciones; si tienes una madre anciana y es necesario llenar su mesa de oro, habla, que no le faltará: vende tu vida al más alto precio que te sea posible.
Gilberto.—Ya no estoy resuelto á morir, señora.
La Reina.—¿Cómo?
Gilberto.—He reflexionado toda la noche, y nada veo aún claro en este asunto. Un hombre se ha jactado de ser amante de Juana; pero ¿quién me asegura que no ha mentido? He visto una llave; pero bien mirado, podría ser robada. He visto un billete; pero ¿quién me dice que no se ha escrito por fuerza? Por otra parte, tampoco sé si la letra es de Juana, pues era de noche y yo estaba turbado. No puedo dar mi vida, que es la suya, sin reflexionarlo antes. No creo nada; ni de nada estoy seguro, porque no he visto á Juana.
La Reina.—¡Bien se ve que estás enamorado! Eres como yo; resistes á todas las pruebas. ¿Y si ves á esa Juana y la oyes confesar su falta, harás lo que yo quiera?
Gilberto.—Sí, con una condición.
La Reina.—Ya me la dirás más tarde. (Á Simón Renard.) ¡Que éntre esa mujer al punto! (Simón Renard sale; la reina oculta á Gilberto detrás de un cortinaje que ocupa parte de la habitación.) Quédate ahí.
(Entra Juana pálida y temblorosa.)
LA REINA, JUANA, GILBERTO detrás del cortinaje
La Reina.—Acércate, joven; ¿sabes quién somos?
Juana.—Sí, señora.
p. 146La Reina.—¿Sabes quién es el hombre que te ha seducido?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—¿Te había engañado diciéndote que era el caballero Amyas Pawlett?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—¿Sabes ahora que es Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—Anoche, cuando te prendieron en tu casa, ¿le habías dado cita y le esperabas?
Juana (juntando las manos).—¡Dios mío, señora!
La Reina.—Responde.
Juana (con voz desfallecida).—Sí.
La Reina.—Debes suponer que ya no puedes esperar nada, ni para él, ni para ti.
Juana.—Sólo la muerte. Siempre es una esperanza.
La Reina.—Cuéntame la historia. ¿Dónde encontraste á ese hombre por primera vez?
Juana.—La primera vez en... pero ¿á qué decirlo? Una desgraciada hija del pueblo, pobre y vanidosa, loca y coqueta, enamorada de los adornos, y que se deslumbra ante el gallardo aspecto de un gran señor, nada tiene de particular. Me han seducido y deshonrado, y estoy perdida; nada tengo que añadir á esto. ¡Dios mío! ¿no veis cuánto me aflige cada palabra que digo, señora?
La Reina.—Está bien.
Juana.—¡Oh! ya sé cuán terrible es vuestra cólera, señora; mi cabeza se dobla de antemano bajo el castigo que me preparáis.
La Reina.—¡Yo castigarte! ¿Piensas que me ocupo de ti, loca? ¿Quién eres tú, infeliz criatura, para que me importen tus cosas? No; yo sólo tengo que ver con Fabiano. En cuanto á ti, otro se encargará de castigarte.
Juana.—¡Pues bien! señora, cualquiera que sea elp. 147 castigo y la persona encargada de él, todo lo sufriré sin quejarme, y hasta os daré gracias si atendéis á la súplica que voy á dirigiros. Hay un hombre que me recogió huérfana en la cuna, y me adoptó y educó, amándome después, y que aún me ama; bien indigna soy de ese hombre, á quien he faltado gravemente, y cuya imagen, sin embargo, grabada en el fondo de mi corazón, es para mí tan sagrada como la de Dios; ese hombre, que sin duda habrá encontrado su casa desierta y abandonada, no se explica lo que ocurre, y tal vez se halle entregado á la desesperación. ¡Pues bien! lo que yo pido á Vuestra Majestad es que no se le dé á entender nada, y que se me haga desaparecer, sin que sepa jamás lo que de mí ha sido. Ignoro si se me comprenderá bien; pero seguramente no se os oculta que ese hombre es un amigo, un noble y generoso amigo... ¡pobre Gilberto!... que me ama y me cree pura. No quiero que me odie y me desprecie... Ya conoceréis, señora, que la estimación de ese hombre es para mí más que la vida. Mi falta le causará un profundo pesar, y tanta será su sorpresa, que tal vez no dé crédito á sus oídos. ¡Pobre Gilberto! ¡Oh señora, compadeceos de mí! ¡En nombre del cielo, que no sepa nada de esto; que no sepa que soy culpable, pues se mataría, y moriría si averiguase que ya no existo!
La Reina.—El hombre de quien habláis os escucha en este momento, os juzga, y os castigará.
(Aparece Gilberto.)
Juana.—¡Cielos, Gilberto!
Gilberto (á la Reina).—Mi vida es vuestra, señora.
La Reina.—Bien. ¿Tenéis que imponer algunas condiciones?
Gilberto.—Sí, señora.
La Reina.—¿Cuáles? Os damos nuestra palabra de reina de aceptarlas de antemano.
p. 148Gilberto.—El caso es muy sencillo, señora. Se trata de una deuda de agradecimiento contraída con un caballero de vuestra corte que me ha hecho trabajar mucho en mi oficio de cincelador.
La Reina.—Hablad.
Gilberto.—Ese caballero mantiene relaciones secretas con una mujer con quien no puede unirse, porque ella pertenece á una familia desterrada; esta mujer, que ha vivido oculta hasta ahora, es hija única y heredera del último lord Talbot, decapitado en tiempo de Enrique VIII.
La Reina.—¡Cómo! ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Será cierto que el buen lord católico, el leal defensor de mi madre, dejó una hija? Si esto es verdad, juro por mi corona que esa niña es mía; y lo que Juan Talbot hizo por la madre de María de Inglaterra, ésta lo hará por la hija de Juan Talbot.
Gilberto.—Entonces, será sin duda una dicha para Vuestra Majestad devolver á la hija de lord Talbot los bienes de su difunto padre...
La Reina.—Seguramente que sí, y para esto obligaré á Fabiano á renunciar á ellos; pero ¿hay pruebas de que esa heredera exista?
Gilberto.—Las tenemos.
La Reina.—Y si no tuviéramos pruebas, las haríamos. No en balde soy reina.
Gilberto.—Vuestra Majestad devolverá á la hija de lord Talbot los bienes, los títulos, la jerarquía, el nombre y el blasón de su padre; la eximirá de toda proscripción y asegurará su vida; y por último, Vuestra Majestad la unirá con ese caballero, único hombre á quien debe dar su mano. Mediante estas condiciones, señora, podréis disponer de mí, de mi libertad y de mi vida como mejor os plazca.
La Reina.—Bien; haré lo que acabas de decir.
Gilberto.—La reina de Inglaterra debe jurarlo, áp. 149 mí, Gilberto, el obrero cincelador, por su corona y por el Evangelio abierto.
La Reina.—¡Por mi corona y por el Evangelio lo juro!
Gilberto.—Pacto concluído, señora. Haced preparar una tumba para mí y un lecho nupcial para los esposos. El caballero de quien hablo es Fabiani, conde de Clanbrassil; y aquí tenéis á la heredera de Talbot.
Juana.—¿Qué dice?
La Reina.—¿Estaré hablando con un loco? ¿Qué significa esto? ¿Os atreveríais á burlaros de la reina de Inglaterra? Recordad que en las cámaras reales se han de pesar las palabras, y que hay casos en que la lengua derriba la cabeza.
Gilberto.—Mi cabeza está á vuestra disposición, señora; pero tengo vuestro juramento.
La Reina.—¿Habláis con formalidad? ¡Ese Fabiani, esa Juana... vamos!
Gilberto.—Esa Juana es hija y heredera de Talbot.
La Reina.—¡Bah! ¡visión, quimera, locura! ¿Tenéis las pruebas?
Gilberto.—Completas. (Saca un paquete del pecho.) Dignaos leer esos papeles.
La Reina.—¿Creéis que yo tengo tiempo de leer vuestros papelotes? ¿Os los he pedido yo por ventura? ¿Para qué los quiero yo? Si prueban alguna cosa, á fe mía que los arrojaré al fuego.
Gilberto.—Siempre me quedará vuestro juramento.
La Reina.—¡Mi juramento, mi juramento!
Gilberto.—Sí, señora, por la corona y el Evangelio, es decir, por vuestra cabeza y vuestra alma, por vuestra vida en este mundo y en el otro.
La Reina.—Pero ¿qué quieres? ¡Tú estás verdaderamente loco!
Gilberto.—Voy á deciros lo que quiero. Juana hap. 150 perdido su categoría; devolvédsela; proclamadla hija de lord Talbot y esposa de lord Clanbrassil, y tomad después mi vida.
La Reina.—¡Tu vida! ¿Qué haría yo con ella? Sólo podría quererla para vengarme de ese hombre, de Fabiani. Tú no comprendes nada, ni yo te entiendo á ti tampoco. Hablabas de venganza... ¿es así cómo te vengas? Esta gente del pueblo es muy estúpida. ¿Cómo puedo creer yo en la ridícula historia de una heredera de Talbot? ¡Me enseñas los papeles! Ni siquiera los miraré. ¡Ah! Una mujer te vende y te la echas de generoso... Pues yo no lo soy, porque mi corazón rebosa de cólera y de odio; me vengaré, y tú me ayudarás. Pero ¿qué digo? Ese hombre es un loco, y loco rematado. ¿Para qué le necesito yo? ¡Dios mío, qué triste es tener que tratar con semejantes personas en asuntos formales!
Gilberto.—Tengo vuestra palabra de reina católica. Lord Clanbrassil ha seducido á Juana y debe unirse con ella.
La Reina.—¿Y si rehusa?
Gilberto.—Le obligaréis, señora.
Juana.—¡Oh, no, compadeceos de mí!
Gilberto.—Pues bien, si ese infame rehusa, Vuestra Majestad dispondrá de nosotros como lo tenga por conveniente.
La Reina (con alegría).—¡Ah! eso es todo cuanto yo deseo.
Gilberto.—Si llegase ese caso, con tal que Vuestra Majestad ciña la frente sagrada é inviolable de Juana Talbot con la corona de condesa de Waterford, yo haré todo lo que la reina me ordene.
La Reina.—¿Todo?
Gilberto.—Todo.
La Reina.—¿Dirás cuanto convenga decir? ¿Morirás de la muerte que te impongan?
p. 151Gilberto.—Como Vuestra Majestad ordene.
Juana.—¡Oh Dios mío!
La Reina.—¿Lo juras?
Gilberto.—Lo juro.
La Reina.—Entonces, se podrá arreglar el asunto. Esto basta; tengo tu palabra y tienes la mía. Está dicho. (Parece reflexionar un momento. Á Juana.) No sois necesaria aquí; salid; ya os llamaré.
Juana.—¡Oh Gilberto! ¿Qué habéis hecho? Soy una miserable, y no me atrevo á miraros; mientras que vos sois un ángel, pues tenéis á la vez las virtudes de éste y las pasiones de un hombre.
(Sale.)
LA REINA, GILBERTO; después SIMÓN RENARD, LORD CHANDOS y los guardias
La Reina (á Gilberto).—¿Llevas algún arma, un puñal, un cuchillo ó cualquiera cosa?
Gilberto (sacando del pecho el puñal de lord Clanbrassil).—¿Un puñal? Sí, señora.
La Reina.—Bien; empúñale. (Le coge con fuerza el brazo.) ¡Señor Baile de Amont... lord Chandos! (Entra Simón Renard, lord Chandos y los guardias.) ¡Aseguraos de ese hombre; ha levantado el puñal contra mí! Le he cogido el brazo en el momento en que iba á descargar el golpe. ¡Es un asesino!
Gilberto.—¡Señora!...
La Reina (en voz baja á Gilberto).—¿Olvidas ya nuestro convenio? ¿Es así cómo te sometes? (En voz alta.) Todos sois testigos, señores, de que aún tenía el puñal en la mano. Señor Baile, ¿cómo se llama el verdugo de la Torre de Londres?
p. 152Simón Renard.—Mac Dermoti, natural de Irlanda.
La Reina.—Que le conduzcan á mi presencia; quiero hablarle.
Simón Renard.—¿Vos misma?
La Reina.—Yo misma.
Simón Renard.—¡La reina hablar al verdugo!
La Reina.—Sí; la cabeza hablará al brazo... ¡Vamos! (Sale un guardia.) Milord Chandos y vosotros, señores, me respondéis de ese hombre; custodiadle sin perderle de vista, pues aquí van á suceder cosas que él debe ver... Señor de Amont, ¿está en palacio lord Clanbrassil?
Simón Renard.—Se halla en la cámara pintada, esperando que Vuestra Majestad se digne recibirle.
La Reina.—¿No sospecha nada?
Simón Renard.—Nada.
La Reina (á lord Chandos).—Que éntre.
Simón Renard.—También está ahí toda la corte. ¿No ha de entrar nadie con lord Clanbrassil?
La Reina.—¿Cuál de nuestros señores y caballeros es el que más odia á Fabiani?
Simón Renard.—Todos.
La Reina.—Quiero decir los que le odian más.
Simón Renard.—Clinton, Montagu, Somerset, el conde de Derby, Gerard Fitz-Gerard, lord Paget y el lord Canciller.
La Reina (á lord Chandos).—Introducid á todos esos señores, excepto al lord Canciller. (Chandos sale.—Dirigiéndose á Simón Renard:) El digno obispo canciller es tan enemigo de Fabiani como los otros; pero tiene escrúpulos. (Fijando la vista en los papeles que Gilberto ha dejado sobre la mesa.) ¡Ah! bueno será examinar rápidamente esos papeles.
(Mientras se ocupa en este examen, ábrese la puerta del fondo y entran los señores designados por la reina, haciendo profundas reverencias.)
Los mismos, LORD CLINTON y los demás señores
La Reina.—Dios os guarde, señores. (Á lord Montagu.) Antonino Brown, no olvido nunca que hicisteis frente con valor á Juan de Montmorency y al señor de Tolosa en mis negociaciones con el emperador mi tío.—Lord Paget, hoy recibiréis vuestros títulos de barón de Beaudesert en Stafford.—¡He aquí á nuestro antiguo amigo, lord Clinton! Somos siempre vuestra buena amiga, milord; ya recuerdo que vos sois quien exterminó á Tomas Wyat en la llanura de San Jaime. Es preciso tener á todos presentes. Aquel día, la corona de Inglaterra fué salvada por un puente que permitió á mis tropas llegar hasta los revoltosos, y por un muro que impidió á éstos acercarse á mí. El puente es el de Londres; el muro es lord Clinton.
Lord Clinton (en voz baja á Simón Renard).—Hacía seis meses que la reina no me hablaba. ¡Qué amable está hoy!
Simón Renard (en voz baja á lord Clinton).—Paciencia, milord; aún os parecerá más amable después.
La Reina (á lord Chandos).—El conde de Clanbrassil puede entrar. (Á Simón Renard.) Cuando haya estado aquí algunos minutos...
(Le habla al oído, señalándole la puerta por donde Juana ha salido.)
Simón Renard.—¡Basta, señora!
(Entra Fabiani.)
Los mismos, FABIANI
La Reina.—¡Ah, hele aquí!...
(Sigue hablando con Simón Renard.)
Fabiani (aparte, saludado por todo el mundo, y mirando á su alrededor).—¿Qué quiere decir esto? Sólo veo aquí enemigos hoy. La reina habla en voz baja á Simón Renard... y ella se ríe. ¡Diablo, mala señal!
La Reina (con aire risueño á Fabiani).—¡Guárdeos Dios, milord!
Fabiani (tomándole la mano y besándola).—Señora... (Aparte.) Me ha sonreído. El peligro no es para mí.
La Reina (siempre risueña).—He de hablaros.
(Se adelanta con él hasta el proscenio.)
Fabiani.—Yo también deseo hablaros, señora; tengo que daros quejas. ¡Alejarme, desterrarme durante tanto tiempo! ¡Ah! no sucedería esto si en las horas de ausencia pensarais en mí como yo en vos.
La Reina.—Sois injusto; desde que os separasteis de mí sólo me he ocupado de vos.
Fabiani.—¿De veras he tenido esa dicha? Repetídmelo.
La Reina (siempre risueña).—Os lo juro.
Fabiani.—¿Me amáis, pues, como yo os amo?
La Reina.—Sí, milord, os aseguro que sólo he pensado en vos, tanto que os preparo una sorpresa muy agradable.
Fabiani.—¡Cómo! ¿Qué sorpresa?
La Reina.—Un encuentro que os agradará.
Fabiani.—¿Con quién?
La Reina.—Adivinadlo... ¿No lo adivináis?
Fabiani.—No, señora.
p. 155La Reina.—Pues volved la cabeza.
(Al obedecer ve á Juana en el umbral de la puertecilla entreabierta.)
Fabiani (aparte).—¡Juana!
Juana (aparte).—¡Es él!
La Reina (sonriendo).—Milord, ¿conocéis á esa joven?
Fabiani.—No, señora.
La Reina.—Joven ¿conocéis á milord?
Juana.—La verdad antes que la vida. Sí, señora.
La Reina.—¿Conque no conocéis á esa mujer, milord?
Fabiani.—¡Señora! quieren perderme. Estoy rodeado de enemigos. Esa mujer se ha unido con ellos sin duda; yo no la conozco ni sé quién es.
La Reina (levantándose y cruzándole el rostro con su guante).—¡Ah! ¡eres un cobarde... vendes á la una y reniegas de la otra! ¡Conque no sabes quién es! ¿Quieres que yo te lo diga? ¡Esa mujer es Juana Talbot, hija de Juan Talbot, el buen caballero católico que murió en el cadalso por mi madre; esa mujer es Juana Talbot, mi prima, condesa de Shrewsbury, de Wexford y de Waterford! Lord Paget, vos sois comisario del sello privado, y tomaréis nota de nuestras palabras. La reina de Inglaterra reconoce solemnemente á la joven Juana como hija única y heredera del último conde de Waterford. (Mostrando los papeles.) He ahí los títulos y las pruebas, que mandaréis legalizar con nuestro gran sello. Es nuestra voluntad. (Á Fabiani.) Sí, condesa de Waterford, y esto se halla suficientemente probado. ¡Tú le devolverás sus bienes, miserable!... ¡Ah, conque no conocías á esa mujer, ni sabías quién era! ¡Pues yo te lo digo; es Juana Talbot! ¿Deseas saber algo más? (Mirándole de frente, y en voz baja:) ¡Cobarde, es tu querida!
Fabiani.—Señora...
La Reina.—Ya sabes quién es Juana, y ahora te dirép. 156 quién eres tú. ¡Eres un desalmado, un hombre sin corazón ni talento, un bribón, un miserable!... Eres... señores, no es necesario que os alejéis, pues poco me importa que oigáis lo que debo decir á este hombre; me parece que no hablo en voz baja. Fabiano, para mí eres un traidor, y para ella un vil lacayo, el más miserable de los hombres. ¡Y yo que te había hecho conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy y barón de Darmouth en Devonshire! ¡Estaba loca! Os pido perdón, señores, por haber sido causa de que os codeárais con ese hombre. ¡Tú caballero, tú noble, tú señor! ¡Qué absurdo! ¡Compárate con esos que están ahí, miserable, y verás que ellos son verdaderamente caballeros! ¡Ahí tienes á Bridges, barón de Chandos; á Seymur, duque de Somerset; á los Stanley, que son condes de Derby desde el año 1425; á los Clinton, que son barones de Clinton desde el año 1298! ¿Te parece á ti que te asemejas á esos nobles? ¡Te titulas aliado de la familia española de Peñalver, pero esto es una falsedad; tú no eres más que un mal italiano, menos que nada, hijo de un zapatero de viejo del pueblo de Larino!... Sí, señores, hijo de un zapatero de viejo; yo lo sabía y no quise decirlo; ocultábalo, y aparentaba creer á este hombre cuando hablaba de su nobleza. ¡Oh Dios mío, qué débiles somos las mujeres! Quisiera que hubiese otras aquí para que aprendieran con esta lección. ¡Ese miserable engaña á una y reniega de la otra! ¡Seguramente eres muy villano! ¿Cómo es que desde que te dirijo la palabra no has doblado la rodilla? ¡Arrodíllate al punto, Fabiani! ¡Señores, obligadle á obedecer!
Fabiani.—Vuestra Majestad...
La Reina.—¡Ese infame, á quien he colmado de beneficios, ese lacayo napolitano, á quien hice caballero y conde libre de Inglaterra! ¡Ah! debía esperármelo, pues ya me habían dicho que esto acabaría así; pero yo soy siempre lo mismo; me empeño en unap. 157 cosa y veo después que he cometido un error. Todo es culpa mía. Italiano significa para mí bribón, y napolitano, cobarde. Siempre que mi padre se sirvió de un hombre de esa nación hubo de arrepentirse. ¡Ese es Fabiani! Bien ves, Juana, á qué hombre te has entregado. ¡Desgraciada niña, yo te vengaré! ¡Oh! debías saberlo ya; del bolsillo de un italiano sólo se puede sacar un puñal, y de su alma una traición.
Fabiani.—Señora, os juro...
La Reina.—¡Sólo os falta ahora eso! ¿Llevaríais vuestra vileza hasta el punto de jurar? ¡Al fin me haréis ruborizar delante de esos caballeros, cuando ni siquiera podéis levantar la cabeza!
Fabiani.—Sí, señora, la levantaré, aunque vea que estoy perdido y que se ha resuelto mi muerte. Emplearéis todos los medios, el puñal, el veneno...
La Reina (cogiéndole de la mano y conduciéndole vivamente al proscenio).—¡El puñal, el veneno! ¿Qué dices, italiano? ¡La venganza traidora, la venganza vil, la venganza de los hombres de tu nación! ¡No, señor Fabiani, ni puñal ni veneno! ¿Necesito yo por ventura ocultarme, buscar la esquina de las calles por la noche, y hacerme pequeña cuando me vengo? ¡No, yo lo quiero todo á la luz del día, á la luz del sol, en la plaza pública; el hacha y el tajo; la multitud en calles, ventanas y tejados, y cien mil testigos del acto! Quiero que se tenga miedo, que se vea un aparato imponente, magnífico y espantoso á la vez; quiero que se diga: «¡Es una mujer ultrajada, pero también una reina que se venga!» Á ese favorito tan envidiado, á ese gallardo joven insolente, á quien he cubierto de terciopelo y seda, quiero verle ahora espantado, tembloroso y de rodillas sobre un paño negro, con los pies descalzos y las manos atadas, silbado por el pueblo y en manos del verdugo. En ese blanco cuello que yo adorné con un collar de oro voy á poner ahora una cuerda; he vistop. 158 el efecto que Fabiani producía en un trono; veremos qué aspecto tiene en el cadalso.
Fabiani.—Señora...
La Reina.—¡Ni una palabra más, porque estás verdaderamente perdido! Has de subir al cadalso como Suffolk y Northumberland, y con esto proporcionaré una fiesta á mi buena ciudad de Londres; ya sabes cuánto te aborrece, y por lo tanto mayor será su satisfacción. ¡Ah! ¡gran cosa es ser María, reina de Inglaterra, hija de Enrique VIII, y dueña de los cuatro mares, cuando se quiere tomar venganza! Una vez en el patíbulo, Fabiani, podrás dirigir un largo discurso al pueblo como lo hizo Northumberland, ó una ferviente oración á Dios, como Suffolk, para que la gracia tenga tiempo de llegar; pero eres un traidor, y yo te aseguro que no habrá perdón. ¿Quién diría que ese miserable bergante me hablaba de amor esta mañana? ¡Dios mío, señores, parecéis admirados de que hable así ante vosotros; pero os repito que no me importa! (Á lord Somerset.) Milord duque, sois condestable de la Torre; pedid su espada á ese hombre.
Fabiani.—Hela aquí; pero protesto. Aun admitiendo que esté probado que engañé ó seduje á una mujer...
La Reina.—¡Y qué me importa que hayas seducido á una mujer! Esos señores comprenderán que á mí me es igual.
Fabiani.—Seducir á una mujer no es un crimen capital, señora. Vuestra Majestad no pudo conseguir que condenasen á Trogmorton por una acusación análoga.
La Reina.—¡Creo, Dios me perdone, que ese hombre se atreve á retarme! El gusano se convierte en serpiente. ¿Y quién te dice que se te acusa de eso?
Fabiani.—¿Pues de qué sería? Yo no soy inglés, ni tampoco súbdito de Vuestra Majestad; lo soy del rey de Nápoles, y vasallo del Padre santo. Apelaré á su legado, el eminentísimo cardenal Polus, para que mep. 159 reclame; me defenderé, y además, soy extranjero; á mí no se me puede encausar sin que haya cometido un crimen, un verdadero crimen. ¿Cuál es el mío?
La Reina.—Todos oís la pregunta que ese hombre me dirige; escuchad ahora la respuesta; y tened todos cuidado, porque vais á ver que me basta golpear con el pie para hacer salir de tierra un cadalso. ¡Chandos, abrid de par en par esas puertas, y que éntre aquí toda la corte; dejad paso á todo el mundo!
Los mismos, EL LORD CANCILLER, toda la corte
La Reina.—Entrad, señores, entrad, que hoy me complace verdaderamente veros á todos... Bien, bien; los hombres de justicia, por aquí... más cerca, más cerca... ¿Dónde están los reyes de armas de la Cámara de los lores, Harriot y Llanerillo? ¡Ah! ya os veo, señores; sed bien venidos; desenvainad vuestros aceros y colocaos á derecha é izquierda de ese hombre, que es vuestro prisionero.
Fabiani.—¿Cuál es mi crimen, señora?
La Reina.—Milord Gardiner, mi sabio amigo, sois canciller de Inglaterra, y os hacemos saber que debéis reuniros cuanto antes con los doce lores comisarios de la Cámara estrellada, á los cuales siento mucho no ver aquí, pues ocurren cosas extrañas en este palacio. Escuchad, señores, Isabel ha suscitado ya más de un enemigo de nuestra corona: hemos tenido la conspiración de Pietro Caro, que produjo el movimiento de Exeter, y que se correspondía secretamente con Isabel por medio de una cifra trazada en un bandolín; después, la traición de Tomás Wyat, que sublevó alp. 160 condado de Kent; y por último, la rebelión del duque de Suffolk, que fué cogido en el hueco de un árbol después de la derrota de los suyos. Hoy tenemos un nuevo atentado: escuchad todos. Hoy, esta misma mañana, un hombre se ha presentado á mi audiencia, y después de algunas palabras ha levantado un puñal contra mí; pero he detenido su brazo á tiempo. Lord Chandos y el baile de Amont se han apoderado del hombre, y éste declara que lord Clanbrassil es quien le ha impelido al crimen.
Fabiani.—¡Yo! Eso no es verdad. ¡Oh! ¡qué cosa tan horrible! Ese hombre no existe, no se le encontrará. ¿Quién es? ¿Dónde se halla?
La Reina.—Está aquí.
Gilberto (saliendo de entre los soldados que le ocultaban).—Soy yo.
La Reina.—En vista de las declaraciones de ese hombre, Nos, María, reina de Inglaterra, acusamos ante la Cámara á ese hombre, Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, del delito de alta traición y conato de regicidio en nuestra persona imperial y sagrada.
Fabiani.—¡Regicida yo! ¡Esto es monstruoso! ¡Oh! mi cabeza se trastorna, mi vista se turba... ¿Quién me tiende este lazo? Quien quiera que seas, miserable, ¿osarás afirmar que es verdad cuanto ha dicho la reina?
Gilberto.—Sí.
Fabiani.—¿Yo te he impelido al regicidio?
Gilberto.—Sí.
Fabiani.—¡Maldición! ¡Señores, no podéis imaginar hasta qué punto eso es falso! ¡Desgraciado, quieres perderme, pero ignoras que tú te pierdes al mismo tiempo; el crimen de que me acusas recae sobre ti! Por tu causa moriré, pero tú perecerás también. ¡Insensato, con una sola palabra haces caer dos cabezas, la mía y la tuya!
Gilberto.—Ya lo sé.
p. 161Fabiani.—Señores, ese hombre está pagado...
Gilberto.—Por vos: he aquí la bolsa de oro que me disteis para cometer el crimen; en ella están bordados vuestro blasón y vuestra cifra.
Fabiani.—¡Justo cielo!... Pero ¿dónde está el puñal con que ese hombre quería, según dicen, herir á la reina? ¿Dónde está?
Lord Chandos.—Hele aquí.
Gilberto (á Fabiani).—Es el vuestro; me le disteis para descargar el golpe; en vuestra casa encontrarán la vaina.
El lord Canciller.—Conde de Clanbrassil, ¿qué tenéis que contestar? ¿Reconocéis á ese hombre?
Fabiani.—No.
Gilberto.—Á decir verdad, sólo me ha visto de noche. Permitidme hablarle dos palabras al oído, señora, porque así le ayudaré á recordar. (Se acerca á Fabiani y le habla en voz baja.) Hoy no reconoces á nadie, milord, ni al hombre ultrajado ni á la mujer seducida. ¡Ah! la reina se venga, pero el hombre del pueblo también; tú me habías retado, según creo; mas hete aquí cogido entre las dos venganzas. ¿Qué te parece, conde?... Yo soy Gilberto el cincelador.
Fabiani.—¡Sí, te reconozco!... Señores, reconozco á este hombre, y una vez que se trata de él, nada tengo que añadir.
La Reina.—¡Confiesa!
El lord Canciller (á Gilberto).—Según la ley normanda y el estatuto veinticinco del rey Enrique VIII, en los casos de lesa Majestad la confesión no salva al cómplice. No olvidéis que se trata de un caso en que la reina no tiene derecho de perdonar, y que moriréis en el cadalso lo mismo que aquel á quien acusáis. ¿Os ratificaréis en todo lo dicho?
Gilberto.—No ignoro que moriré; pero confirmo mis palabras.
p. 162Juana (aparte).—¡Dios mío, si esto es un sueño, es bien horrible!
El lord Canciller (á Gilberto).—¿Consentís en reiterar vuestras declaraciones con la mano sobre el Evangelio?
(Presenta el Evangelio á Gilberto, que pone la mano.)
Gilberto.—Juro por el Evangelio que ese hombre es un asesino; que ese puñal, que es suyo, ha servido para el crimen; y que esta bolsa, suya también, me fué entregada por él para cometerle. Esta es la verdad. ¡Que Dios me asista!
El lord Canciller (á Fabiani).—¿Qué tenéis que decir?
Fabiani.—Nada... ¡Estoy perdido!
Simón Renard (en voz baja á la Reina).—Vuestra Majestad ha enviado á buscar el verdugo; ahí está.
La Reina.—Bueno, que éntre.
(Los caballeros se desvían, y se ve aparecer al verdugo vestido de rojo y negro, llevando sobre el hombro una espada envainada.)
Los mismos, EL VERDUGO
La Reina.—¡Duque de Somerset, esos dos hombres á la Torre! ¡Canciller Gardiner, comenzaréis á instruir el proceso mañana mismo ante los doce pares; y que Dios asista á la vieja Inglaterra! Entendemos que esos hombres serán juzgados ambos antes de nuestra marcha á Oxford, donde abriremos el Parlamento; poco después nos trasladaremos á Windsor para pasar la Pascua. (Al verdugo.) ¡Acércate! Me alegro de verte, porque eres un buen servidor, y ya viejo, que ha vistop. 163 tres reinados. Es costumbre que los soberanos de esta nación te hagan un regalo, el más rico que sea posible, el día de su advenimiento: mi padre, Enrique VIII, te dió el broche de diamantes de su manto; mi hermano, Eduardo VI, te regaló un anillo de oro cincelado; y ahora me toca á mí. Nada te he dado aún; quiero hacerte también un presente: acércate. (Señalando á Fabiani.) ¿Ves esa cabeza, esa hermosa cabeza, que aun esta mañana era lo que yo tenía por lo más bello y querido en el mundo? ¡Pues bien, esa cabeza que ves, yo te la doy!
p. 165
¿CUÁL DE LOS DOS?
PARTE PRIMERA
Sala del interior de la Torre de Londres; bóveda ojival sostenida por gruesos pilares; á derecha é izquierda las dos puertas bajas de dos calabozos; en un lado una claraboya que se figura situada sobre el Támesis, y en el opuesto otra que da á la calle; en ambos hay una puertecilla secreta en el muro. En el fondo, una galería con una especie de balcón cerrado por cristales, y que da á los patios exteriores de la Torre.
p. 166PERSONAJES
GILBERTO, JOSHUA
Gilberto.—¿Qué hay?
Joshua.—¡Ay de mí!
Gilberto.—¿No hay esperanza?
Joshua.—¡Ninguna! (Gilberto se acerca á la ventana.) ¡Oh! no verás nada desde ahí.
Gilberto.—¿Te has informado bien?
Joshua.—Estoy seguro de ello.
Gilberto.—¿Es para Fabiani?
Joshua.—Sí.
Gilberto.—¡Qué feliz es ese hombre!
Joshua.—¡Pobre Gilberto! ya llegará tu vez; hoy él; mañana tú.
Gilberto.—¿Qué quieres decir? No nos entendemos. ¿De qué me hablas?
Joshua.—Del cadalso que levantan en este momento.
Gilberto.—Y yo te hablo de Juana.
Joshua.—¡De Juana!
Gilberto.—Sí, sólo de Juana, ¿qué me importa lo demás? ¿Has olvidado que desde hace más de un mes, con el rostro pegado á los barrotes de mi ventana, que da á la calle, la veo rondar de continuo, pálida y de luto, al pie de esta torrecilla que nos sirve de calabozop. 167 á Fabiani y á mí? ¿No recuerdas ya mis angustias, mis dudas y mis incertidumbres? ¿Por cuál de los dos viene ella? Me dirijo esta pregunta noche y día, y á ti también, Joshua; ayer noche me prometiste hacer lo posible por verla y hablarla. ¿Sabes algo? ¿Sabes si viene por mí ó por Fabiani?
Joshua.—He sabido que Fabiani debía ser decapitado hoy mismo, y mañana tú; y confieso que estoy como loco, amigo mío. El cadalso me ha hecho olvidar á Juana. Tu muerte...
Gilberto.—¡Mi muerte! ¿Qué entiendes tú por esta palabra? Mi muerte es que Juana no me ama ya; desde el día en que ya no fuí amado dejé de vivir; lo que ha sobrevivido en mí no vale ya la pena de que me lo quiten mañana. ¡Oh! tú no puedes imaginarte lo que es un hombre que ama. Si me hubieran dicho hace dos meses que Juana, esa Juana tan pura, mi amor, mi orgullo y mi tesoro, se entregaría á otro, y preguntado si la querría después, hubiera contestado que no, y que preferiría mil veces la muerte para los dos. ¡Pues bien! hoy sí la quisiera; Juana no es ya la mujer sin tacha á quien yo adoraba, y cuya frente apenas me atrevía á tocar con los labios; Juana se ha entregado á otro, á un miserable; ya lo sé; pero yo la amo siempre; besaría sus pies, y la pediría perdón si me quisiera. Aunque la encontrara en la calle con otras de mala nota, me la llevaría á casa para estrecharla contra mi corazón. Joshua, yo daría no cien años de vida, porque sólo me quedan algunas horas; pero sí la eternidad por ver sonreir una sola vez á Juana, una sola vez antes de mi muerte, y porque me dijera esa palabra que pronunciaba en otro tiempo: «¡Yo te amo!» Hete aquí, Joshua, lo que es el corazón de un hombre; no creas que se puede matar á la mujer que se adora; muy por el contrario, se acaba por arrodillarse á sus pies como un esclavo. Á ti te parece quep. 168 soy débil; pero ¿qué hubiera adelantado yo con matar á Juana? ¡Oh! si ella me amase aún, nada me importaría todo lo que ha hecho; pero ella ama á Fabiani, y por él viene aquí. ¡Quisiera morir pronto, Joshua!
Joshua.—Fabiani será ejecutado hoy.
Gilberto.—Y yo mañana.
Joshua.—Siempre está Dios al fin de todo.
Gilberto.—Hoy quedaré vengado de él; mañana quedará vengado de mí.
Joshua.—Hermano, ahí viene el segundo condestable de la Torre, maese Eneas Dulverton; es preciso entrar; esta noche te veré, amigo mío.
Gilberto.—¡Oh! ¡morir sin ser amado, ni llorado! ¡Juana... Juana... Juana...!
(Entra en su calabozo.)
Joshua.—¡Pobre Gilberto! ¡Dios mío! ¿quién hubiera dicho nunca que debía llegar semejante caso?
(Sale.—Entran Simón Renard y maese Eneas Dulverton.)
SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS DULVERTON
Simón Renard.—Es muy singular, como vos decís; pero ¿qué se le ha de hacer? La reina está loca y no sabe lo que quiere; no se puede confiar en nada, porque es una mujer. ¿Podríais decirme para qué viene aquí? ¡Vamos! el corazón de la mujer es un enigma, que el rey Francisco I descifró en los cristales de Chambord: «Voluble es la mujer, y loco el hombre que en ella fía.» Escuchad, maese Eneas, nosotros somos antiguos amigos, y por lo tanto os diré que es preciso que esto concluya hoy. De vos depende todo aquí; si os encargan... (Le habla al oído.) Alargad el asunto cuanto sea posible, para que el plan aborte después.p. 169 Sólo puedo disponer de dos horas, y esta noche se ha de hacer lo que yo quiero. Mañana no ha de haber favorito; y como soy poderoso aquí, al día siguiente seréis barón y oficial de la Torre. ¿Está entendido?
Maese Eneas.—Perfectamente.
Simón Renard.—Bien... alguien viene, y no quiero que nos vean juntos; salid por ahí; yo voy á recibir á la reina.
(Sepáranse.)
UN CARCELERO entra con precaución y después introduce á JUANA
El Carcelero.—Habéis llegado al sitio que deseabais, señora; ahí tenéis las puertas de los dos calabozos; si lo tenéis á bien, dadme mi recompensa.
Juana (se quita su brazalete de diamantes y lo entrega).—Ahí la tenéis.
El Carcelero.—Gracias; no me comprometáis.
(Sale.)
Juana (sola).—¡Dios mío! ¿cómo lo haré? Yo soy quien le ha perdido, y mi deber es salvarle; pero no lo conseguiré, porque nada puede hacer una mujer sola en semejante caso. ¡El cadalso, el cadalso... esto es horrible! ¡Vamos, menos lágrimas y más obras!... Pero ¿cómo he de hacerlo? ¡Compadeceos de mí, Dios mío! Alguien viene... ¿quién habla? Reconozco esa voz; es la de la reina... ¡Ah, todo se ha perdido!
(Se oculta detrás de un pilar.—Entran la reina y Simón Renard.)
LA REINA, SIMÓN RENARD, JUANA, oculta
La Reina.—¡Ah! el cambio os extraña; no me parezco á mí misma. ¡Pues bien! ¿qué me importa? Ahora no quiero ya que muera.
Simón Renard.—Vuestra Majestad ordenó ayer, sin embargo, que la ejecución se efectuase hoy.
La Reina.—También ordené el domingo que se verificara el lunes, y hoy mando que se efectúe mañana.
Simón Renard.—En efecto, desde que la Cámara pronunció la sentencia, hace ya tres semanas, Vuestra Majestad aplaza la ejecución de un día para otro.
La Reina.—¡Pues bien! ¿no comprendéis lo que esto significa, caballero? ¿Será preciso decíroslo todo, y que una débil mujer os abra su corazón, porque la infeliz es reina, y vos representáis aquí al príncipe de España, mi futuro esposo? ¡Dios mío! vosotros no sabéis esto; en las mujeres, el corazón tiene su pudor como el cuerpo; y en fin, puesto que deseáis saberlo, aparentando no comprender nada, os diré que aplazo la ejecución de Fabiani porque todas las mañanas me falta la fuerza al pensar que la campana de la Torre de Londres anunciará la muerte de ese hombre. Desfallezco al reflexionar que se afila el hacha para Fabiani, y que se ha de abrir una tumba para ese hombre; porque soy débil, porque estoy loca y porque le amo... ¿Estáis ya satisfecho? ¿Me comprendéis ahora? ¡Oh! ya encontraré medio de vengarme algún día por lo que me hacéis decir ahora.
Simón Renard.—Sin embargo, ya es tiempo de acabarp. 171 con ese Fabiani; vais á uniros con mi señor el príncipe de España, señora.
La Reina.—Si el príncipe de España no está conforme, que me lo diga; ya buscaremos otro esposo, pues no faltan pretendientes. El hijo del rey de los romanos, el príncipe del Piamonte, el infante de Portugal, el rey de Dinamarca y lord Courtenay son tan buenos caballeros como él.
Simón Renard.—¡Lord Courtenay!
La Reina.—Un barón inglés es tan noble como un príncipe; y además, lord Courtenay desciende de los emperadores de Oriente.
Simón Renard.—Fabiani se ha hecho aborrecer de todo Londres.
La Reina.—Excepto de mí.
Simón Renard.—Los menestrales piensan como los nobles. Si no se efectúa la ejecución hoy mismo, como lo ha prometido Vuestra Majestad...
La Reina.—¿Qué más?
Simón Renard.—Habrá un motín popular.
La Reina.—Tengo mis lansquenetes.
Simón Renard.—Habrá complot de nobles.
La Reina.—Tengo el verdugo.
Simón Renard.—Vuestra Majestad ha jurado por el devocionario de su madre que no concedería perdón.
La Reina.—He aquí una firma en blanco que me ha remitido, y en la cual juro por mi corona imperial que concederé la gracia pedida. La corona de mi padre vale tanto como el devocionario de mi madre; un juramento anula el otro; y además, ¿quién os dice que le perdonaré?
Simón Renard.—¡Os ha vendido traidoramente!
La Reina.—¿Qué me importa? Todos los hombres hacen otro tanto. Yo no quiero que muera. Escuchad, milord... quiero decir embajador... estoy tan perturbada,p. 172 que no sé ya á quién hablo. Ya sé todo lo que me vais á decir: que es un hombre vil, un cobarde, un miserable; lo reconozco, y me ruborizo de ello; pero le amo. ¿Qué queréis que haga? Tal vez amaré menos á un hombre honrado. Por otra parte, ¿quién sois vos que os dais tanta importancia? ¿Valéis más que él? Vais á decirme que es un favorito, y que á la nación inglesa no le agrada ninguno; pero ¿no sé yo acaso que trabajáis para derribarle y poner en su lugar al conde de Kildare, ese fatuo irlandés? Aunque haga cortar veinte cabezas diarias, nada tenéis que ver con ello. Y no me habléis más del príncipe de España, pues poco caso hacéis de él. No quiero oir hablar tampoco del descontento del señor de Noailles, el embajador de Francia, porque es un necio, y se lo diré yo misma. Además, yo soy mujer, quiero y no quiero, y me falta algo... necesito la vida de ese hombre para vivir. ¡Vamos! no toméis ese aire de candor virginal y de buena fe, porque harto conozco todas vuestras intrigas. Sabéis tan bien como yo que no ha cometido el crimen por que se le condena. Quedamos convenidos; no quiero que Fabiani muera: ¿soy yo el ama ó no? ¡Vaya, hablemos de otra cosa!
Simón Renard.—Me retiro, señora. Toda la nobleza os ha hablado por mi voz.
La Reina.—¡Qué me importa la nobleza!
Simón Renard (aparte).—Probemos con el pueblo.
(Sale haciendo una profunda reverencia.)
La Reina (sola).—Ha salido con un aire singular. Ese hombre es capaz de promover algún motín. Será preciso que vaya al Ayuntamiento... ¡Hola, aquí alguno!
(Preséntanse maese Eneas y Joshua.)
Los mismos menos SIMÓN RENARD; MAESE ENEAS, JOSHUA
La Reina.—¿Sois vos, maese Eneas? Es preciso que vos y ese hombre os encarguéis de facilitar la fuga del conde de Clanbrassil.
Maese Eneas.—Señora...
La Reina.—¡Vamos! no quiero fiarme de vos, pues recuerdo que sois uno de sus enemigos. ¡Dios mío! todos cuantos me rodean aborrecen al hombre que amo. Apostaría á que ese llavero, á quien no conozco, le aborrece también.
Joshua.—Es verdad, señora.
La Reina.—¡Dios mío! ese Simón Renard es más rey que yo reina. ¡Cómo! ¿no podré fiarme de nadie aquí? ¿no podré dar á persona alguna plenos poderes para que se encargue de la evasión de Fabiani?
Juana (saliendo de su escondite).—¡Sí, señora, á mí!
Joshua (aparte).—¡Juana!
La Reina.—¡Tú, eres tú, Juana Talbot! ¿Cómo es que te hallas aquí? ¡Ah! es igual; si vienes á salvar á Fabiani, gracias. Debería aborreceros, Juana, y estar celosa de vos, pues tengo mis razones para ello; pero no, os amo porque le amáis. Ante el cadalso no puede haber ya envidia ni celos, y sí sólo amor. Sois como yo; le perdonáis; ya lo veo; los hombres no comprenden eso; pero nosotras nos entenderemos. ¿No es cierto que ambas somos muy desgraciadas? Es preciso conseguir la evasión de Fabiani, y sólo puedo contar con vos; de modo que debo aceptar vuestros servicios, porque lo tomaréis con interés. Encargaos de todo. Vosotros dos, obedeced á Juana Talbot en todo cuantop. 174 os ordene, y advertid que me respondéis con vuestras cabezas de la ejecución de sus órdenes. ¡Abrázame, Juana!
Juana.—El Támesis baña el pie de la Torre por aquel lado, y he visto que hay una salida secreta. Si hubiese un barco allí, la evasión se efectuaría por el río; es lo más seguro.
Maese Eneas.—Es imposible conducir hasta ahí un barco en menos de una hora.
Juana.—Es mucho tiempo.
Maese Eneas.—Pronto pasará, y además, habrá cerrado la noche, que será favorable, si Su Majestad se empeña en que se lleve á cabo la evasión.
La Reina.—En efecto, tal vez sea más conveniente; queda convenido, pues, para dentro de una hora. Yo me retiro, Juana, y sólo os encargo que salvéis á Fabiani.
Juana.—Estad tranquila, señora.
(La reina sale, siguiéndola Juana con la vista.)
Joshua (en el proscenio).—¡Gilberto tenía razón, todo es para Fabiani!
Los mismos, menos LA REINA
Juana (á Maese Eneas).—Ya habéis oído cuál es la voluntad de la reina: una barca al pie de la Torre, las llaves de los pasadizos secretos, un sombrero y una capa.
Maese Eneas.—No es posible tener todo eso antes de la noche; dentro de una hora, señora.
Juana.—Está bien; retiraos y dejadme con este hombre.
(Maese Eneas sale; Juana le sigue con la vista.)
p. 175Joshua (aparte, en el proscenio).—¡Ese hombre! Es muy sencillo; quien ha olvidado á Gilberto no reconoce á Joshua.
(Se dirige hacia la puerta del calabozo de Fabiani, y prepárase á abrir.)
Juana.—¿Qué hacéis ahí?
Joshua.—Me anticipo á vuestros deseos, señora; abro esta puerta.
Juana.—¿Quién está ahí?
Joshua.—Es la puerta del calabozo de milord Fabiani.
Juana.—¿Y esa?
Joshua.—Es la del calabozo de otro.
Juana.—¿De quién?
Joshua.—De otro condenado á muerte, de uno que sin duda no conocéis. Es un obrero llamado Gilberto.
Juana.—¡Abrid esa puerta!
Joshua (después de abrir la puerta).—¡Gilberto!
JUANA, GILBERTO, JOSHUA
Gilberto (en el interior del calabozo).—¿Qué me quieren? (Aparece en el umbral, ve á Juana, y apóyase vacilante contra la pared.) ¡Juana!... ¡Juana Talbot!
Juana (de rodillas, sin levantar la vista).—¡Gilberto, vengo á salvaros!
Gilberto.—¡Á salvarme!
Juana.—Escuchad: compadeceos de mí, y no me agobiéis con vuestras quejas, pues sé todo lo que vais á decirme. Es preciso que yo os salve; todo está preparado, y la evasión es segura; dejadme hacer á mí lo que permitiríais á otra; sólo os pido esto; después, sea yo desconocida para vos; ya no sabréis quién soy; no me perdonéis; pero dejadme salvaros.
p. 176Gilberto.—¡Gracias! es inútil. ¿Para qué quiero salvar mi vida, Juana, si ya no me amáis?
Juana (con alegría).—¡Oh, Gilberto! ¿Os dignáis aún ocuparos de lo que siente el corazón de la pobre muchacha? ¿Es posible que el amor que pueda profesar á otro os interese hasta el punto de pareceros que vale la pena informaros sobre él? Yo creía que ya os era igual, y que me despreciabais demasiado para cuidaros de mí. ¿Si supiérais, Gilberto, qué impresión me producen las palabras que acabáis de dirigirme? ¡Es un rayo de sol inesperado en una noche oscura! Escuchad: si yo me atreviese aún á acercarme á vos, á tocar vuestra ropa, á estrecharos la mano; si osase levantar la vista para miraros, como en otro tiempo, ¿sabéis lo que os diría, prosternada, llorando á vuestros pies, con sollozos en la boca y la alegría en el corazón? Os diría: ¡Gilberto, yo te amo!
Gilberto (estrechándola entre sus brazos con arrebato).—¡Tú me amas!
Juana.—¡Sí, te amo!
Gilberto.—¡Tú me amas! ¡Dios mío, será verdad! ¿Es ella la que me lo dice, es su boca la que habla?
Juana.—¡Gilberto mío!
Gilberto.—¿Dices que lo has preparado todo para mi evasión? ¡Pronto, pronto, la vida! ¡Quiero vivir, porque Juana me ama! Parece que esa bóveda se apoya en mi cabeza y me aplasta. ¡Necesito aire... aquí me muero; huyamos pronto, Juana! ¡Quiero vivir, porque soy amado!
Juana.—Aún no; es preciso tener un barco, y para ello se ha de esperar la noche; pero puedes estar tranquilo, porque te salvarás. Antes de una hora saldremos de aquí; la reina no volverá por lo pronto, y entre tanto yo soy quien manda. Más tarde te explicaré esto.
Gilberto.—¡Una hora de espera! ¡Qué larga mep. 177 parecerá! Ya ansío recobrar la vida y la dicha. ¡Juana, Juana, yo viviré y tú me amarás; reiré y cantaré; detenme para que no cometa alguna locura!
Juana.—¡Sí, te amo, Gilberto, y esto es tan verdad como si te lo dijera en mi lecho de muerte; jamás amé sino á ti, ni aun cuando te faltaba, pues entonces te quería en el fondo de mi corazón! ¡Apenas caída en brazos del demonio que me ha perdido, he llorado á mi ángel!
Gilberto.—¡Olvidar, perdonar! No hables de eso, Juana. ¡Oh! ¿qué me importa á mí el pasado, ni quién resiste á tu acento? ¡Sí, todo te lo perdono, niña adorada! Los celos y la desesperación han abrasado las lágrimas en mis ojos, pero te perdono y te doy gracias, porque para mí eres la única cosa que brilla en este mundo; cada una de tus palabras amortigua más mi dolor, y la alegría renace en mi alma. ¡Juana, levanta la cabeza y mírame!
Juana.—¡Siempre generoso, amado Gilberto!
Gilberto.—¡Oh! ya quisiera estar fuera, muy lejos de aquí, libre contigo. ¡Cuánto tarda en llegar la noche!... Juana, saldremos sin detenernos de Londres, y después, de Inglaterra: iremos á Venecia, porque los de mi oficio ganan allí mucho dinero... ¡Pero Dios mío, estoy loco... olvidaba el nombre que llevas! ¡Es demasiado noble, Juana!
Juana.—¿Qué quieres decir?
Gilberto.—Eres hija de lord Talbot.
Juana.—Conozco otro nombre más hermoso.
Gilberto.—¿Cuál?
Juana.—Esposa del obrero Gilberto.
Gilberto.—¡Juana!...
Juana.—¡Oh! no creas que yo te pido esto, porque sé muy bien que soy indigna de ti, y no me atreveré á levantar mi vista tan alta, ni abusaré del perdón hasta ese punto. El pobre cincelador Gilberto no se uniráp. 178 desventajosamente con la Condesa de Waterford; no, yo te seguiré y te amaré, sin abandonarte jamás; durante el día me echaré á tus pies, y por la noche á tu puerta; veré cómo trabajas, te ayudaré y te daré cuanto necesites. Quiero ser para ti, algo menos que una hermana y algo más que un perro fiel; y si te casas, Gilberto, pues Dios permitirá que acabes por encontrar una mujer pura y sin mancha, digna de ti, entonces, si ella es buena, y si quiere, seré la sirvienta de tu esposa; si no le place, iré á morir donde pueda. Sólo en este caso me separaré de ti. Si no te casas, permaneceré á tu lado, mostrándome siempre afable y resignada; y si se piensa mal porque viva contigo, nada me importa. Ya no tengo de qué ruborizarme; soy una pobre joven abandonada.
Gilberto (cayendo á sus pies).—¡Eres un ángel; eres mi esposa!
Juana.—¡Tu esposa! ¿Perdonas solo como Dios, purificando? ¡Ah! ¡bendito seas, Gilberto, por ceñirme con esa corona la frente!
(Gilberto se levanta y la estrecha en sus brazos; mientras que se hallan en esta actitud, Joshua coge de la mano á Juana.)
Joshua.—Es Joshua, señora Juana.
Gilberto.—¡Mi buen Joshua!
Joshua.—Antes no me habíais reconocido.
Juana.—¡Ah! es que debí haber comenzado por él.
(Joshua le besa la mano.)
Gilberto (estrechándole en sus brazos).—¡Qué felicidad! ¿Puede ser cierta tanta dicha?
(Desde hace algunos instantes se oye fuera un ruido lejano, gritos confusos y tumulto: el día comienza á declinar.)
Joshua.—¿Qué ruido es ese?
(Se acerca á la ventana que da á la calle.)
Juana.—¡Dios mío! con tal que no suceda nada...
Joshua.—La multitud se agolpa en la calle; se venp. 179 picas y hachas; los pensionarios de la Reina están á caballo y en orden de batalla; todos vienen por aquí... ¡Qué gritos! ¡Ah diablo! diríase que es un motín popular.
Juana.—¡Con tal que no sea contra Gilberto!
Gritos lejanos.—¡Muera Fabiani!
Juana.—¿Oís?
Joshua.—Sí.
Juana.—¿Qué dicen?
Joshua.—No lo entiendo bien.
Juana.—¡Dios mío! ¿qué será?
(Entran precipitadamente por la puerta secreta maese Eneas y un barquero.)
Los mismos, MAESE ENEAS, un barquero
Maese Eneas.—¡Milord Fabiani, no hay que perder un instante! Se ha sabido que la Reina quería salvaros, y el pueblo de Londres se ha sublevado contra vos; dentro de un cuarto de hora os habrían hecho pedazos. Salvaos, Milord; he aquí una capa y un sombrero; tomad las llaves; ese hombre conducirá la barca, y tened presente que á mí es á quien debéis todo esto. Daos prisa. (En voz baja al barquero.) No te apresures.
Juana.—(Cubre la cabeza de Gilberto y le pone la capa.) (En voz baja á Joshua.) ¡Cielos! con tal que ese hombre no reconozca...
Maese Eneas (mirando á Gilberto con fijeza).—¡Cómo! ¡ese no es lord Clanbrassil! No ejecutáis las órdenes de la Reina, señorita; facilitáis la fuga de otro.
Juana.—¡Todo se ha perdido!... ¡Debí preverlo! ¡Por Dios, amigo mío, tened compasión; ya sé que es verdad!...
p. 180Maese Eneas (en voz baja á Juana).—¡Silencio! Haced lo que deseáis; yo no he dicho nada ni visto nada.
(Se retira al fondo del teatro con aire indiferente.)
Juana.—¿Qué dice?... ¡Ah! la Providencia está por nosotros. ¡Todo el mundo quiere salvar á Gilberto!
Joshua.—No, señorita Juana, todo el mundo quiere perder á Fabiani.
(Durante esta escena redoblan fuera los gritos.)
Juana.—¡Apresurémonos, Gilberto! ¡Pronto, pronto!
Joshua.—Dejadle salir solo.
Juana.—¡Abandonarle!
Joshua.—Sólo por un instante: no debe ir una mujer en la barca si queréis que llegue á buen puerto, porque aún es de día y vais vestida de blanco. Una vez pasado el peligro, volveréis á veros. Venid conmigo por aquí, y dejadle salir por allá.
Juana.—Joshua tiene razón. ¿Dónde te encontraré, Gilberto?
Gilberto.—Debajo del primer arco del puente de Londres.
Juana.—¡Bien; véte pronto; el ruido redobla, y quisiera que ya estuvieses lejos!
Joshua.—He aquí las llaves: se han de abrir doce puertas antes de llegar á la orilla del agua; de modo que tardaréis un cuarto de hora largo.
Juana.—¡Un cuarto de hora! ¡Doce puertas! ¡Esto es horrible!
Gilberto (abrazándola).—Adiós, Juana; algunos instantes más de separación y nos uniremos para toda la vida.
Juana.—¡Por toda la eternidad! (Al barquero.) Buen hombre, os lo recomiendo.
Maese Eneas (en voz baja al barquero).—Por si ocurre un accidente, no te apresures.
(Gilberto sale con el barquero.)
Joshua.—¡Está salvado! Ahora, nosotros; es precisop. 181 cerrar ese calabozo. (Cierra el calabozo de Gilberto.) Ya está hecho. Venid pronto por aquí.
(Sale con Juana por la otra puerta oculta.)
Maese Eneas (solo).—Fabiani ha quedado en la ratonera. He ahí una jovencilla muy diestra, que maese Simón Renard hubiera pagado á peso de oro. Pero ¿cómo tomará esto la Reina? Con tal que no recaiga la culpa sobre mí...
(Entran lentamente por la galería Simón Renard y la Reina. El tumulto exterior ha ido en aumento; la noche acaba de cerrar; óyense gritos de muerte, el rumor de las oleadas de la multitud, crugido de armas, detonaciones y pisadas de caballos. Varios caballeros, daga en mano, acompañan á la Reina; entre ellos va el Heraldo de Inglaterra Clarence, llevando el estandarte real, y el Heraldo de la Orden de la Jarretera con la banda de la misma.)
LA REINA, SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS, LORD CLINTON, los dos HERALDOS, Caballeros, pajes, etc.
La Reina (en voz baja á Maese Eneas).—¿Se ha evadido Fabiani?
Maese Eneas.—Aún no.
La Reina.—¡Aún no!
(Le mira fijamente con expresión amenazadora.)
Maese Eneas (aparte).—¡Diablo!
Gritos del pueblo (fuera).—¡Muera Fabiani!
Simón Renard.—Es preciso que Vuestra Majestad tome un partido al punto, pues el pueblo quiere la muerte de ese hombre, y en todo Londres reina la mayor efervescencia; la Torre está bloqueada; el motín es formidable, y varios nobles han sido arrastrados enp. 182 el puente. Los guardias de Vuestra Majestad se sostienen aún; mas no por eso habéis sido menos acosada de calle en calle, desde la casa Ayuntamiento hasta la Torre. Los partidarios de Isabel se han mezclado con el pueblo, y esto se comprende por la malignidad del motín. Lo veo todo muy oscuro. ¿Qué ordena Vuestra Majestad?
Gritos del pueblo.—¡Fabiani! ¡Muera Fabiani!
(Van en aumento y acércanse cada vez más.)
La Reina.—¡Muera Fabiani! Señores, ¿oís ese pueblo que grita? Es preciso darle un hombre; el populacho quiere comer.
Simón Renard.—¿Qué ordena Vuestra Majestad?
La Reina.—Señores, paréceme que todos tembláis alrededor de mí. ¡Por el cielo! ¿será necesario que una mujer os enseñe á ser caballeros? ¡Á caballo, señores, á caballo! ¿Os intimida la canalla por ventura? ¿Temerán las espadas á los palos?
Simón Renard.—No permitáis que las cosas vayan más lejos, señora; ceded mientras sea tiempo; ahora podéis decir «la canalla»; de aquí á una hora diréis «el pueblo».
(Los gritos redoblan; el ruido se acerca.)
La Reina.—¡Dentro de una hora!
Simón Renard (se dirige á la galería y vuelve).—Dentro de un cuarto de hora, señora. Han forzado ya el primer recinto de la Torre; un paso más y el pueblo estará dentro.
El pueblo.—¡Á la Torre, á la Torre! ¡Muera Fabiani, muera Fabiani!
La Reina.—¡Qué verdad es que el pueblo es una cosa horrible! ¡Fabiani!
Simón Renard.—¿Queréis ver cómo le despedazan á vuestra vista en pocos momentos?
La Reina.—¡Verdaderamente es una infamia que ninguno de vosotros se mueva, señores! Pero ¡en nombre del cielo, defendedme!
p. 183Lord Clinton.—Á vos sí, señora; á Fabiani, no.
La Reina.—¡Dios mío, será forzoso confesarlo; pero no importa, tanto peor! Fabiano es inocente, Fabiano no ha cometido el crimen por el cual se le condena. Yo y el cincelador Gilberto lo hemos inventado y combinado. ¡Todo es pura comedia! ¿Osaríais desmentirme, señor embajador? ¿Y no le defenderéis ahora, señores, puesto que os digo que es inocente? ¡Por mi Dios, por mi corona y por el alma de mi madre, juro que es inocente del crimen de que se le acusa! ¡Defendedle, mi bravo Clinton; exterminad á estos como lo hicisteis con Tomás Wyat! Os juro que es falso que Fabiani haya querido asesinar á la reina.
Lord Clinton.—Á otra reina ha querido asesinar, que es la Inglaterra.
(Los gritos continúan fuera.)
La Reina.—¡El balcón, abrid el balcón! ¡Quiero probar yo misma al pueblo que no es culpable!
Simón Renard.—¡Probad al pueblo que no es italiano!
La Reina.—¡Cuando pienso que un Simón Renard, una hechura del cardenal de Granvelle, es quien osa hablarme así! ¡Pues bien, abrid esa puerta, abrid el calabozo; Fabiano está ahí y quiero verle, quiero hablarle!
Simón Renard.—¿Qué hacéis? Por su propio interés sería inútil dar á conocer á todo el mundo dónde se halla.
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!
Simón Renard.—¿Oís lo que gritan?
La Reina.—¡Dios mío, Dios mío!
Simón Renard.—Elegid, señora: (Señala con una mano la puerta del calabozo.) Ó esa cabeza al pueblo, (Señala con la otra mano la corona de la reina.) ó esa corona á la princesa Isabel.
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!
(Una piedra rompe un vidrio junto á la Reina.)
p. 184Simón Renard.—Vuestra Majestad se pierde sin salvarle; ya han forzado el segundo patio. ¿Qué dispone la reina?
La Reina.—Todos sois unos cobardes, y Clinton el primero. ¡Ah, Clinton, ya me acordaré de esto, amigo mío!
Simón Renard.—¿Qué dispone la reina?
La Reina.—¡Oh, verme abandonada así, haberlo confesado todo y no poder conseguir nada! ¿Qué son, y para qué sirven esos caballeros? El pueblo es infame; yo quisiera hollarle bajo mis pies. ¿Hay, pues, casos en que la reina no es sino una mujer? ¡Todas me las pagaréis juntas, señores!
Simón Renard.—¿Qué dispone la reina?
La Reina (agobiada).—Lo que vos queráis; haced lo que os plazca. ¡Sois un asesino! (Aparte.) ¡Oh Fabiani!
Simón Renard.—¡Heraldos, á mí! Maese Eneas, abrid el balcón grande de la galería.
(El balcón del fondo se abre; Simón Renard se asoma, con un heraldo á la izquierda y otro á la derecha; se oye inmenso rumor.)
El pueblo.—¡Fabiani, Fabiani!
Simón Renard (en el balcón, de cara al pueblo).—¡En nombre de la Reina!
Los heraldos.—¡En nombre de la Reina!
(Profundo silencio fuera.)
Simón Renard.—¡Plebeyos, escuchad la voluntad de la Reina! Hoy, esta misma noche, una hora después de la queda, Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, cubierto con un velo negro desde la cabeza á los pies, amordazado con mordaza de hierro, con un hacha de cera amarilla de tres libras de peso en la mano, será conducido desde la Torre de Londres, por Charing-Cross, al Mercado Viejo de la Cité, para ser decapitado públicamente, en castigo de sus crímenes de altap. 187 traición, y por su conato de regicidio en la sagrada persona de Su Majestad.
(Óyense fuera ruidosos aplausos.)
El pueblo.—¡Viva la Reina! ¡Muera Fabiani!
Simón Renard (continuando).—Y para que nadie lo ignore en esta ciudad, oíd lo que la Reina ordena: durante todo el trayecto que el condenado debe recorrer desde la Torre de Londres al lugar de la ejecución, se hará tocar la gran campana de la Torre, disparándose tres cañonazos, el primero cuando el reo suba al cadalso, el segundo cuando se arrodille sobre el paño negro, y el tercero cuando caiga su cabeza.
(Aplausos.)
El pueblo.—¡Luces, luces!
Simón Renard.—Esta noche, la Torre y la Cité de Londres se iluminarán con hogueras y hachas en señal de regocijo. He dicho. (Aplausos.) ¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!
Los dos heraldos.—¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva María! ¡Viva la Reina!
(Ciérrase el balcón; Simón Renard se acerca á la Reina.)
Simón Renard.—Jamás me perdonará la princesa Isabel lo que acabo de hacer ahora.
La Reina.—¡Ni tampoco la reina María!... ¡Dejadme ahora, caballero!
(Despide con un ademán á todos los presentes.)
Simón Renard (en voz baja á Maese Eneas).—Cuidaos de la ejecución.
Maese Eneas.—Confiad en mí.
(Simón Renard sale; en el momento en que maese Eneas se dispone á seguirle, la Reina corre hacia él, cógele por un brazo y le conduce vivamente al proscenio.)
LA REINA, MAESE ENEAS
Gritos fuera.—¡Muera Fabiani!
La Reina.—¿Cuál de las dos cabezas crees tú que vale más en este momento, la de Fabiani ó la tuya?
Maese Eneas.—Señora...
La Reina.—¡Eres un traidor!
Maese Eneas.—Señora... (aparte).—¡Diablo!
La Reina.—Pocas explicaciones. Juro por mi madre que si Fabiano muere, tú morirás también.
Maese Eneas.—Pero, señora...
La Reina.—Salva á Fabiano y te salvarás; de lo contrario, has de morir.
Gritos.—¡Muera Fabiani!
Maese Eneas.—¡Salvar á lord Clanbrassil! El pueblo está ahí... es imposible. ¿Por qué medio?...
La Reina.—Busca.
Maese Eneas.—¿Cómo hacerlo, Dios mío?
La Reina.—Como si fuera para ti.
Maese Eneas.—Pero, ved que el pueblo permanecerá armado hasta después de la ejecución; para apaciguarle es preciso decapitar á uno ú otro.
La Reina.—Á quien tú quieras.
Maese Eneas.—¿Á quien yo quiera? Esperad, señora... La ejecución se efectuará de noche, á la luz de las hachas, y el reo irá cubierto con un velo negro y amordazado; el pueblo debe mantenerse á cierta distancia, según costumbre, y basta que vea caer una cabeza. La cosa es posible... Con tal que el barquero esté todavía ahí... ya le dije que no se apresurase. (Se dirige á la ventana que da al Támesis.) ¡Aún está ahí; pero ya erap. 189 tiempo! (Se inclina hacia fuera, con un hacha en la mano, agitando su pañuelo, y después se dirige á la reina.) Está bien; os respondo de milord Fabiani, señora.
La Reina.—¿Por tu cabeza?
Maese Eneas.—Por mi cabeza.
p. 190
Una especie de sala, en la cual desembocan dos escaleras, una para subir y otra para bajar; la entrada de cada una ocupa parte del fondo del escenario; la primera se pierde en los frisos y la segunda en el foso: no se ve de dónde parten ni á dónde conducen.
La sala está tendida de negro de una manera particular: la pared de la derecha, la de la izquierda y el techo, revestidos con un paño negro cortado por una cruz blanca; el que da frente al espectador es blanco con cruz negra; y uno y otro se prolongan hasta perderse de vista en las dos escaleras. Á derecha é izquierda hay un altar tendido de negro y blanco, como para unos funerales: grandes cirios, sin ningún sacerdote; de las bóvedas penden algunas lámparas funerarias, que alumbran débilmente la sala y las escaleras; lo que las ilumina enp. 191 realidad es el paño blanco del fondo, á través del cual se distingue un resplandor rojizo, cual si hubiese detrás una inmensa hoguera. Las baldosas de la sala son tumulares. Al levantarse el telón se ve dibujarse en negro sobre el paño transparente la sombra inmóvil de la Reina.
JUANA y JOSHUA entran con precaución, levantando una de las colgaduras negras, por una puertecilla disimulada
Juana.—¿Dónde estamos, Joshua?
Joshua.—En el descanso de la escalera por donde bajan los condenados que van al suplicio.
Juana.—¿No hay medio de escapar de la Torre?
Joshua.—El pueblo guarda todas las salidas; quiere estar seguro esta vez de que no se le escapará su condenado, y nadie podrá franquear las puertas antes de la ejecución.
Juana.—La arenga que se ha pronunciado desde ese balcón resuena aún en mis oídos. Todo esto es horrible, Joshua.
Joshua.—¡Otras muchas escenas he visto como ésta!
Juana.—¡Con tal que Gilberto haya conseguido evadirse! ¿Le crees salvado, Joshua?
Joshua.—Estoy seguro de ello.
Juana.—¿Bien seguro?
Joshua.—La Torre no estaba guardada por la parte del río, y además, cuando debió salir, el motín no era lo que fué después. ¿Sabéis que es imponente?
Juana.—¿Estáis seguro de que se habrá salvado?
Joshua.—Ahora os espera seguramente en el primer arco del puente de Londres, donde os reuniréis con él á media noche.
Juana.—¡Dios mío! ¡qué inquieto estará! (Divisandop. 192 la sombra de la Reina.) ¡Cielos! ¿Qué es eso, Joshua?
Joshua (en voz baja, cogiéndole la mano).—¡Silencio!... Es la leona que acecha.
(Mientras que Juana contempla aquella silueta negra con terror, óyese una voz lejana que parece proceder de arriba, y la cual pronuncia distintamente estas palabras:)
Voz.—El que me sigue, cubierto con un velo negro, es el muy alto y poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy, barón de Darmouth en Devonshire, que será decapitado en el mercado de Londres por crimen de regicidio y de alta traición. ¡Dios tenga misericordia de su alma!
Otra voz.—¡Rogad por él!
Juana (temblando).—¡Joshua! ¿Oís?
Joshua.—Sí; yo oigo esas cosas todos los días.
(En lo alto de la escalera aparece un cortejo fúnebre que se desarrolla lentamente á medida que baja. Á la cabeza va un hombre vestido de negro, que lleva una bandera blanca con cruz negra; sigue maese Eneas Dulverton, revestido de manto negro, con su bastón de condestable en la mano; un grupo de soldados con partesanas y traje rojo, y el verdugo con su hacha al hombro y el filo vuelto hacia el que va detrás, que es un hombre cubierto completamente con un gran velo negro, cuyas puntas se arrastran bajo sus pies. De este hombre no se ve sino un brazo que pasa por una abertura del velo, empuñando la mano un blandón de cera amarilla. Á su lado va un sacerdote, y detrás otro grupo de soldados con partesanas, un hombre vestido de blanco, que lleva bandera negra con cruz blanca; y á derecha é izquierda dos filas de alabarderos, alumbrando con hachas.)
Juana.—¡Joshua! ¿No veis?
Joshua.—Todos los días veo esas cosas.
(En el momento de desembocar en el escenario, el cortejo se detiene.)
p. 193
Maese Eneas.—El que va detrás de mí, cubierto conp. 195 un velo negro, es el muy alto y muy poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy, barón de Darmouth, en Devonshire, que será decapitado en el mercado de Londres, por crimen de regicidio y alta traición. ¡Dios tenga misericordia de su alma!
Los dos heraldos.—¡Rogad por él!
(El cortejo cruza lentamente por el fondo del teatro.)
Juana.—Lo que vemos es una cosa terrible. Joshua, esto me hiela la sangre.
Joshua.—¡Ese miserable Fabiani!
Juana.—¡Paz, Joshua! Bien miserable, pero muy desgraciado.
(El cortejo llega á la otra escalera. Simón Renard, que desde hace algunos instantes se ha presentado en la entrada de aquella, observándolo todo, se aparta para dejar el paso libre; el cortejo penetra bajo la bóveda de la escalera, donde desaparece poco á poco. Juana le sigue con la vista, poseída de terror.)
Simón Renard (después de haber desaparecido el cortejo).—¿Qué significa eso? ¿Es ese Fabiani? Yo le creía más bajo. ¿Será que maese Eneas?... Paréceme que la Reina ha hablado con él un momento... Veamos lo que hay.
(Desaparece en la escalera en pos del cortejo.)
Joshua.—La campana grande anunciará muy pronto su salida de la Torre, y entonces será tal vez posible que escapéis; voy á buscar los medios; esperadme hasta que vuelva.
Juana.—¿Me dejáis sola, Joshua? ¡Dios mío, yo tengo miedo!
Joshua.—No podríais recorrer toda la Torre conmigo sin riesgo, y es preciso que salgáis de ella. Pensad que Gilberto os espera.
Juana.—¡Gilberto, todo por Gilberto! ¡Id! (Joshua sale.) ¡Oh! ¡qué espectáculo tan espantoso! ¡Cuando pienso que lo mismo habría sido para Gilberto! (Sep. 196 arrodilla al pie de uno de los altares.) ¡Oh! ¡gracias; sois el Dios salvador! (El paño del fondo se entreabre, apareciendo la Reina, que avanza lentamente hasta el proscenio, sin ver á Juana.) ¡Dios mío, la Reina!
JUANA, LA REINA
(Juana se oprime contra el altar, y fija en la Reina una mirada de estupor y de espanto.)
La Reina (permanece algunos instantes silenciosa en el proscenio, con la mirada fija, pálido el rostro, y como absorta en sombría meditación; al fin deja escapar un profundo suspiro).—¡Oh, el pueblo! (Pasea á su alrededor una inquieta mirada y ve á Juana.) ¿Quién está ahí? ¡Ah, eres tú, Juana! Te inspiro pavor sin duda... pero no temas nada. Ya sabrás que maese Eneas nos ha hecho traición. Te digo, niña, que no has de temer nada de mí, pues lo que te perdía hace un mes te salva hoy. Tú amas á Fabiano. Entre todas las mujeres, sólo nosotras dos tenemos el corazón así; ambas le amamos; somos hermanas.
Juana.—Señora...
La Reina.—Sí, tú y yo, dos mujeres solas tiene á su favor; todo lo demás se declara en contra suya; la ciudad entera, un pueblo en masa, todo el mundo. ¡Lucha desigual del amor contra el odio! Fabiano está triste, espantado, aturdido; tiene tu frente pálida, y mis ojos llenos de lágrimas; ocúltase junto á un altar fúnebre, y ora por tu boca, mientras que maldice por la mía. El odio contra Fabiani triunfa; armado y victorioso, manifiéstase por la corte, por el pueblo, por esas turbas de hombres que llenan las calles, profiriendo gritos de muerte y de alegría: soberbio y todopoderoso,p. 197 ese odio ilumina toda una ciudad alrededor de un cadalso. ¡El amor está aquí, representado por dos mujeres vestidas de luto en una tumba; el odio está allí! (Separa violentamente el paño blanco del fondo, que al desviarse deja ver un balcón, por el cual se divisa, en una noche oscura, toda la ciudad de Londres espléndidamente iluminada, como también lo está lo que se ve de la Torre. Juana fija una mirada de asombro en aquel espectáculo deslumbrador, cuya reverberación ilumina el escenario.) ¡Oh ciudad infame, rebelde y maldita; ciudad monstruosa que empapa su traje de fiesta en la sangre, y que alumbra con sus hachones al verdugo! Eso te infunde pavor ¿no es verdad, Juana? ¿No te parece, como á mí, que esa multitud se burla cobardemente de nosotras, y que nos mira con sus cien mil ojos de fuego, á nosotras, débiles mujeres abandonadas, perdidas y solas en este sepulcro? ¿No la oyes, Juana, reirse y gritar? ¡Oh, daría la Inglaterra á quien pudiese destruir á Londres! ¡Cuánto daría por trocar esas luces en llamas, y esa ciudad iluminada en un mar de fuego!
(Se oye fuera inmenso rumor, seguido de aplausos y gritos confusos que dicen: ¡Ya viene, ya viene; muera Fabiani!—La gran campana de la Torre de Londres produce fúnebres tañidos. Al oir este rumor, la Reina profiere una carcajada terrible.)
Juana.—¡Gran Dios, ya sale ese infeliz!... ¿Os reís, señora?
La Reina.—Sí, me río; y tú vas á reirte también; pero antes será preciso bajar ese tapiz, pues siempre me parece que no estamos solas, y que esa espantosa ciudad nos ve y nos oye. (Corre la cortina blanca y vuelve.) Ahora que ya ha salido, y que no hay peligro alguno, puedo decírtelo todo; pero riámonos las dos de ese execrable pueblo que bebe sangre. ¡Oh! ¡es delicioso, Juana! Tú tiemblas por Fabiani, pero puedes reirte conmigo y estar tranquila. El hombre quep. 198 se llevan, el hombre que morirá, el que toman por Fabiano, no es él.
(Se ríe.)
Juana.—¡Que no es Fabiano!
La Reina.—¡No!
Juana.—¿Pues quién es?
La Reina.—Es el otro.
Juana.—¿Qué otro?
La Reina.—Ya le conoces, es aquel obrero, aquel hombre... Pero ¿qué importa?
Juana (temblando).—¿Gilberto?
La Reina.—Sí; ese es su nombre.
Juana.—¡Señora, oh, no puede ser! ¡Decidme que no es cierto! ¡Esto sería demasiado horrible! Gilberto huyó.
La Reina.—Sí, huía cuando le cogieron, y le han puesto en lugar de Fabiano, bajo el velo negro; es una ejecución nocturna y el pueblo no verá nada; no tengas cuidado.
Juana (profiriendo un grito espantoso).—¡Ah, señora, aquel que yo amo es Gilberto!
La Reina.—¿Qué dices? ¿has perdido la razón? ¿Me engañabas tú también? ¡Ah! ¿Conque es á Gilberto á quien tú amas? ¡Pues bien, qué me importa!
Juana.—(Desfallecida, á los pies de la Reina, solloza y se arrastra de rodillas, con las manos en actitud de súplica. La gran campana no ha dejado de tocar durante esta escena.) ¡Señora, por compasión... en nombre del cielo! ¡Por vuestra corona, por vuestra madre y por los ángeles! ¡Gilberto, Gilberto, salvadle, señora, porque ese hombre es mi vida, es mi esposo; y todo se lo debo á él desde la cuna! Señora; bien veis, sólo soy una pobre infeliz, y que no debéis mostraros severa conmigo. Lo que acabáis de decirme es para mí un golpe tan terrible, que apenas sé cómo me queda fuerza para hablar. Es preciso que mandéis suspender la ejecución al punto, aplazándola hasta mañana, el tiempo necesariop. 199 para que se reconozca el error. Ese pueblo podrá esperar hasta mañana, y después veremos lo que se ha de hacer. No, no mováis la cabeza; no hay peligro para vuestro Fabiano; yo me pondré en su lugar. Oculta por el velo negro, nadie lo echará de ver por la noche; pero salvad á Gilberto. ¿Qué os importa que sea yo ó él, tanto más cuanto que deseo morir?... ¡Oh Dios mío!... ¡esa campana, esa espantosa campana... cada uno de sus tañidos es un paso más hacia el cadalso, y parece que me hieren el corazón! Haced lo que os pido, señora, pues no hay peligro alguno para vuestro Fabiani. Yo os amo, señora, aunque no os lo había dicho, porque sois una gran reina; ved cómo beso vuestras hermosas manos. ¡Oh! dadme la orden para suspender la ejecución, pues aún es tiempo, porque van muy despacio y hay mucho camino desde la Torre al Mercado Viejo. El hombre del balcón me dijo que pasarían por Charing-Cross, y como hay un camino más corto, un mensajero llegaría á tiempo. ¡En nombre del cielo, señora, compadeceos! Suponed que yo soy la reina y vos la pobre joven; lloraríais como yo, y yo perdonaría. ¡Hacedlo, señora! He temido que las lágrimas no me permitirían hablar. Suspended la ejecución, señora, que en eso no hay inconveniente, ni peligro para Fabiani. ¿No os parece, señora, que se debe hacer lo que yo digo?
La Reina (enternecida y levantando á Juana).—Bien lo quisiera, infeliz, porque tú lloras, como yo lloraba, y sientes lo que yo sentía; mis angustias me hacen compadecer las tuyas. ¡Mira, también yo lloro! Es una desgracia, pobre niña, pues me parece que hubieran podido tomar otro para víctima, como por ejemplo Tyrconnel; pero es demasiado conocido; se necesitaba un hombre oscuro, y no teníamos más que ese á mano. Te explico esto para que comprendas bien. ¡Dios mío, verdaderamente hay fatalidades que no se pueden evitar!
p. 200Juana.—Os escucho, señora; yo también tendría muchas cosas que deciros; pero antes quisiera la orden de suspender la ejecución, para que el mensajero la llevase. Hecho esto, podríamos hablar mejor. ¡Oh, esa campana, siempre esa campana!
La Reina.—Lo que tú quieres no es posible, Juana.
Juana.—Sí, es posible. Un mensajero montado puede llegar á tiempo por el muelle, y sino, iré yo. Esto es posible y fácil; ya veis que os hablo con dulzura.
La Reina.—Pero el pueblo rehusaría, y volviendo á la Torre, destruiría cuanto encontrase, dando muerte á Fabiano, que aún se halla aquí. Tú tiemblas, pobre niña, y yo también; á tu vez, ponte en mi lugar, y comprende que no puedo hacer más de lo que hago. ¡No pienses más en Gilberto, Juana, resígnate! ¡Todo ha concluído!
Juana.—¡No, mientras esa campana resuene, no habrá concluído! ¡Resignarme á la muerte de Gilberto! ¿Creéis que le dejaré morir así? ¡Ah! ya veo que no me escucháis. ¡Pues bien, si la Reina no me escucha, el pueblo me atenderá! El patio está ocupado todavía por una parte de él, y aunque después me cueste la vida, voy á gritar que se le engaña, y que aquel á quien conducen al patíbulo no es Fabiani, sino un obrero.
La Reina.—¡Detente, miserable! (La coge de un brazo y mírala fijamente con aire amenazador.) ¡Ah, conque lo tomas así! ¡Soy buena, lloro contigo y te vuelves loca furiosa! ¡Ah! mi amor es tan grande como el tuyo, y mi mano más fuerte. No te moverás. ¿Qué me importa á mí tu amante? ¿Será cosa de que todas las jóvenes de Inglaterra vengan á pedirme cuenta de los suyos? Yo salvo al mío como puedo, y á costa de cualquiera. ¡Cuidad de los vuestros!
Juana.—¡Dejadme!... ¡Yo os maldigo, mujer indigna!
p. 201La Reina.—¡Silencio!
Juana.—No, no callaré. ¡Ah! me ocurre ahora la idea de que no es Gilberto quien va á morir.
La Reina.—¿Qué dices?
Juana.—No lo sé; pero le he visto pasar con el velo negro, y paréceme que si hubiera sido Gilberto habría sentido algo en el corazón; creo que este me hubiera gritado: ¡ese es Gilberto! pero no ha sido así.
La Reina.—¡Dios mío! eso que dices no deja de ser un absurdo, y sin embargo, me espanta, porque has despertado una de las más secretas inquietudes de mi corazón. Ese motín me ha impedido vigilarlo todo por mí misma. ¿Por qué habré confiado á otros la salvación de Fabiano? Maese Eneas es un traidor, y tal vez andaba allí cerca Simón Renard. ¡Dios quiera que no me hayan hecho una segunda traición los enemigos de Fabiano! ¡Venga aquí alguno, pronto! (Preséntanse dos carceleros.) (Al primero.) ¡Corred, y decid que se suspenda la ejecución: he aquí mi anillo real! Se ha de ir al Mercado Viejo... ¿No dices que hay un camino más corto, Juana?
Juana.—Por el muelle.
La Reina (al carcelero).—Por el muelle. ¡Toma un caballo, y á escape! (El carcelero sale.) (Al segundo carcelero.) Corred á la torre de Eduardo el Confesor; allí hay dos calabozos de los condenados á muerte, y en uno de ellos, un hombre. Conducidle aquí al punto. (Sale el carcelero.) ¡Ah, tiemblo de pies á cabeza, y no tendría fuerza para ir yo misma! ¡Ah! ¡miserable mujer, me haces tan desgraciada como tú, y te maldigo á mi vez! ¡Dios mío! ¿tendrá el hombre tiempo de llegar? ¡Qué ansiedad tan horrible! Ya no veo nada; todo se perturba en mi espíritu... ¿Por quién tocará esa campana? ¿Será por Gilberto ó por Fabiani?
Juana.—La campana ha dejado de tocar.
La Reina.—Porque el cortejo estará en el sitio de lap. 202 ejecución; el hombre no habrá tenido tiempo de llegar.
(Óyese un cañonazo lejano.)
Juana.—¡Cielos!
La Reina.—Ahora sube al patíbulo. (Segundo cañonazo.) Se arrodilla.
Juana.—¡Esto es horrible!
(Tercer cañonazo.)
Las dos.—¡Ah!...
La Reina.—¡Ya no hay más que uno vivo! Dentro de un instante sabremos cuál. ¡Dios mío, permitid que sea Fabiano el que vuelva!
Juana.—¡Dios mío, haced que sea Gilberto! (Se corre la cortina del fondo, y Simón Renard aparece, conduciendo á Gilberto de la mano.) ¡Gilberto!
(Se precipita en sus brazos.)
La Reina.—¿Y Fabiano?
Simón Renard.—Muerto.
La Reina.—¡Muerto! ¿Quién ha osado?...
Simón Renard.—Yo; he salvado á la reina y á Inglaterra.
p. 203
Libreto de ópera en 4 actos con un prefacio del autor
p. 205
Por si acaso alguno recordase una novela al escuchar una ópera, el autor cree de su deber anunciar al público que para introducir en la perspectiva particular de una escena lírica alguna cosa del drama que sirve de base al libro titulado Nuestra Señora de París, ha sido necesario modificar diversamente tan pronto la acción como los caracteres. El de Febo de Châteaupers, por ejemplo, es uno de aquellos que han debido alterarse, haciéndose necesario también otro desenlace. Por lo demás, aunque el autor se haya desviado lo menos posible, y sólo cuando la música lo exigía, de ciertas condiciones indispensables, á su modo de ver, en toda obra pequeña ó grande, no entiende ofrecer aquí á los lectores, ó mejor dicho á los oyentes, sino un bosquejo de ópera más ó menos bien dispuesto para que la obra musical se sobreponga felizmente, un libreto puro y sencillo, cuya publicación se explica por un uso imperioso. En esto no puede ver más que una trama de aquellas que siempre ganarán ocultándose bajo ese rico y deslumbrador bordado que llaman la música.
p. 206El autor supone, pues, si por casualidad se ocupan de este libreto, que un opúsculo tan especial no se podría juzgar en ningún caso de por sí, abstracción hecha de las necesidades musicales á que el poeta ha debido someterse, y que en la ópera tienen siempre derecho de prevalecer. Prescindiendo de todo lo demás, ruega con instancia al lector que no vea en estas líneas sino lo que contienen, es decir, su pensamiento personal en este libreto en particular, y no un desdén injusto y de mal género á esa especie de poemas en general, y al establecimiento magnífico en que se representan. El autor, que no es nada, recordaría, en caso necesario, á los que ocupan más alta posición, que nadie tiene derecho para despreciar, aunque fuese bajo el punto de vista literario, una escena como ésta. No olvidemos que, sin contar los poetas, este Real Teatro ha recibido en ciertas ocasiones ilustres visitantes. En 1671 se representó con toda la pompa de la escena lírica una tragedia-baile titulada «Psiquis», cuyo libreto era de dos autores: el uno se llamaba Poquelin de Molière y el otro Pedro Corneille.
14 Noviembre 1835.
p. 207
La Esmeralda
p. 209
La escena representa la Corte de los Milagros. Es de noche. Una multitud de truhanes se entrega á ruidosas danzas. Mendigos y mendigas en actitudes diversas y propias del oficio. El rey de la Truhanería encima de un tonel. Fuegos, antorchas, hogueras. En el fondo y entre la sombra, casas de mísero aspecto.
CLAUDIO FROLLO, CLOPIN, luego LA ESMERALDA, después CUASIMODO.—TRUHANES.
Coro de Truhanes.—¡Viva Clopin, rey de la Truhanería! ¡Vivan los mendigos de París! ¡Trabajemos de noche cuando todos los gatos son pardos! ¡Bailemos! ¡Comamos! ¡Burlémonos de las lluvias de Abril y del ardiente sol de Julio!
Aprendamos á olfatear la espada del arquero para huir de ella, y el saco de oro que lleva el viajero para hacerlo nuestro.
Iremos á bailar con los espíritus, á la claridad de la luna. ¡Viva Clopin, rey de la Truhanería! ¡Vivan los mendigos de París!
Claudio Frollo (aparte detrás de un pilar; lleva una ancha capa que oculta sus hábitos sacerdotales).—Los ayes de mi alma dolorida se pierden entre el tumulto de esta infame bacanal. ¡Cuánto sufro! Jamás lava tan ardiente como la que abrasa mi pecho ha circulado por la chimenea de un volcán.
(Entra Esmeralda bailando.)
Coro.—¡Aquí está! ¡Aquí está Esmeralda!
Claudio Frollo (aparte).—Es ella. ¡Sí! ¿Por qué cruel destino has hecho tan hermosa á esa criatura, á esa criatura tan desgraciada?
(Esmeralda llega hasta el centro del escenario. Los Truhanes forman corro en torno suyo y dan muestras de admiración mientras ella baila.)
p. 211
La Esmeralda.—Soy la huérfana hija del dolor, que arroja flores en vuestro camino. Mi delirante alegría encubre muchos suspiros; os muestro mis sonrisas yp. 213 oculto mis lágrimas. Bailo y canto como el pajarillo salta y trina á orillas de un arroyo. Soy palma herida que cae inerte á tierra. La noche de la tumba es el dosel de mi cuna.
Coro.—¡Baila, muchacha, baila! Tú suavizas nuestro áspero carácter. Considéranos como tu familia y juega con nosotros como la golondrina juguetea con las olas del mar. Esta es la pobre niña, hija de la desgracia. Cuando centellea su mirada, desaparece el dolor. Todos nos reímos para oir su canto. Desde lejos, parece, por lo graciosa, la abeja que se columpia en el cáliz de una flor.
¡Baila, muchacha! Tú suavizas nuestro carácter. Considéranos como tu familia y juega con nosotros.
Claudio Frollo (aparte).—¡Tiembla, muchacha! Los celos me devoran.
(Trata de aproximarse á Esmeralda, que se aparta de él casi con espanto. Entra la procesión del papa de los locos, llevando antorchas, linternas y músicas. En medio del cortejo va Cuasimodo sobre unas angarillas rodeado de luces y con la cabeza cubierta por una mitra.)
Coro.—Saludad.
¡Saludad todos! Aquí tenéis al papa de los locos.
Claudio Frollo (que al ver á Cuasimodo, se dirige hacia él con ademán colérico).—¡Cuasimodo! ¿Qué significa esta indigna mascarada? ¡Oh profanación! ¡Aquí, Cuasimodo, aquí!
Cuasimodo.—¡Dios mío! ¡Qué oigo!
Claudio Frollo.—Que vengas aquí he dicho.
Cuasimodo (bajando de las angarillas).—Aquí estoy.
Claudio Frollo.—¡Sé anatema!
Cuasimodo.—¡Gran Dios! Es él.
Claudio Frollo.—¡Qué audacia!
Cuasimodo.—¡Horrible situación!
Claudio Frollo.—¡De rodillas, traidor!
Cuasimodo.—¡Perdón, señor!
p. 214
Claudio Frollo.—El amo acaso podrá perdonarte; el sacerdote no.
Cuasimodo.—¡Perdón! ¡perdón!
(Claudio Frollo arranca á Cuasimodo los burlescos ornamentos pontificales de que va revestido y los pisotea. Los Truhanes, á quienes dirige miradas de cólera Claudio, comienzan á murmurar y forman en torno de éste varios grupos en actitud amenazadora.)
Coro.—¡Compañeros! Se atreve á amenazarnos en nuestra misma casa.
Cuasimodo.—¿Qué pretenden esos audaces ladrones? Amenazan á mi amo; pero ya veremos quién lleva el gato al agua.
Claudio Frollo.—¡Raza impura de judíos y ladrones! ¡Os atrevéis á amenazarme! ¡Pues ya veremos!
(La cólera de los Truhanes estalla.)
Coro.—¡Basta, basta! ¡Muera el que turba nuestra fiesta! ¡Que pague con la cabeza su atrevimiento! ¡Su resistencia será inútil!
Cuasimodo.—¡Deteneos! ¡No le toquéis, ó va á convertirse la fiesta en sangriento combate!
Claudio Frollo.—Estoy intranquilo, pero no es por el peligro que puede correr mi cabeza. (Poniéndose la mano sobre el pecho.) ¡Aquí es donde se libra un verdadero combate! ¡Aquí está la tempestad!
(En el momento de llegar al colmo el furor de los Truhanes, aparece en el fondo Clopin Trouillefou.)
Clopin.—¿Quién se atreve á atacar en esta infame madriguera, á mi señor el Arcediano y á Cuasimodo, el campanero de Nuestra Señora?
Los Truhanes (conteniéndose).—¡Es Clopin! ¡Es nuestro rey!
Clopin.—¡Retiraos, miserables!
Los Truhanes.—¡Fuerza es obedecer!
Clopin.—Dejadnos.
p. 215(Los Truhanes se retiran. La Corte de los Milagros queda desierta. Clopin se aproxima misteriosamente á Claudio.)
CLAUDIO FROLLO, CUASIMODO, CLOPIN TROUILLEFOU
Clopin.—¿Qué motivo os ha impulsado á venir á esta orgía? ¿Tenéis alguna orden que darme? Sois mi maestro de magia y podéis hablar con libertad; estoy dispuesto á obedeceros en todo.
Claudio Frollo (cogiendo vivamente por un brazo á Clopin y llevándole hacia el proscenio).—Vengo á concluir. Oye.
Clopin.—Ya escucho.
Claudio Frollo.—¡La amo más que nunca! Por eso muero devorado por la pasión y el pesar. Es preciso que sea mía esta misma noche.
Clopin.—Este es el camino de su casa y por aquí pasará dentro de un instante.
Claudio Frollo (aparte).—¡Oh! ¡El infierno triunfa! (En voz alta.) ¿Dices que pasará pronto?
Clopin.—Inmediatamente.
Claudio Frollo.—¿Sola?
Clopin.—Sola.
Claudio Frollo.—Está bien.
Clopin.—¿Pensáis esperarla?
Claudio Frollo.—Sí; estoy resuelto á que sea mía ó á morir.
Clopin.—¿Puedo ayudaros?
Claudio Frollo.—No. (Entrega su bolsa á Clopin y le hace seña de que se vaya. Quédase solo con Cuasimodo á quien lleva hacia el proscenio.) Ven. Necesito de ti.
Cuasimodo.—Mandad.
p. 216
Claudio Frollo.—Se trata de una cosa impía, horrible, abominable.
Cuasimodo.—Sois mi amo y estoy dispuesto á obedecer.
Claudio Frollo.—Arriesgamos la libertad, la vida, todo...
Cuasimodo.—Á todo estoy resuelto.
Claudio Frollo (con impetuosidad).—¡Quiero apoderarme de la gitana!
Cuasimodo.—Podéis disponer de mi sangre, sin decirme el porqué.
(Á una seña de Claudio Frollo se retira hacia el fondo, dejando solo á su amo en el proscenio.)
Claudio Frollo.—¡Oh cielos! ¡Haber sepultado mi inteligencia en los abismos del mal! ¡Haber ensayado todos los criminales artificios de la magia! ¡Haber caído en profundidades más hondas que el mismo infierno! ¡Ser sacerdote! ¡Espiar en las tinieblas de la noche á una mujer! ¡Y pensar que cuando mi alma se halla en semejante situación, está Dios mirándome desde el Empíreo!...
Pero ¡bah! no importa. El destino fatal me empuja con tan ruda mano, que no puedo detenerme en la pendiente. Mi suerte se decide hoy. El sacerdote loco ya no tiene esperanza de salvarse, pero tampoco miedo á la condenación eterna.
¡Demonio que me dominas y á quien evocan mis libros cabalísticos; si me concedes esa mujer, te entrego mi alma! ¡Cobija bajo tus malditas alas al sacerdote infiel! ¡El infierno, con ella, me parecerá un paraíso!
¡Ven, mujer, ven! ¡Te espero! ¡Ya que Dios, cuya mirada penetra constantemente en nuestros corazones, ha tenido el capricho de que elija entre el cielo y el amor, quiero satisfacer éste enseguida!
Cuasimodo (adelantándose).—Señor, se acerca el instante crítico.
p. 217Claudio Frollo.—Sí; el momento es solemne; va á decidirse mi suerte. Calla.
Claudio Frollo y Cuasimodo (á dúo).—La noche está oscura. Oigo pasos. ¿Quién vendrá?
La ronda (pasando por detrás de las casas).—¡Paz y vigilancia! Tengamos el oído alerta y procuremos sondear con la mirada las tinieblas de la noche.
Claudio y Cuasimodo (á dúo).—Alguien se adelanta en la oscuridad sin hacer ruido. Callemos. ¡Ah! Es la ronda nocturna.
(Se aleja la ronda.)
Cuasimodo.—Ya se va la ronda.
Claudio Frollo.—Y con ella nuestro miedo.
(Claudio Frollo y Cuasimodo miran con ansiedad hacia la calle por donde ha de venir la Esmeralda.)
Cuasimodo.—Consejos del amor recibe, y siente fortalecer su esperanza quien vela mientras todo duerme. ¡La oigo venir!... es ella... Niña divina; ven sin temor.
Claudio Frollo.—La oigo venir; es ella... ¡Es mía!
(Sale la Esmeralda. Ambos se arrojan sobre ella y quieren llevársela; pero se resiste.)
La Esmeralda.—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Á mí!
Claudio Frollo y Cuasimodo.—¡Calla! ¡Calla!
LA ESMERALDA, CUASIMODO, FEBO DE CHÂTEAUPERS, los arqueros de la ronda
Febo (entrando á la cabeza de los arqueros).—¡Alto, en nombre del rey!
p. 218(Claudio se escapa aprovechando el tumulto. Los arqueros se apoderan de Cuasimodo.—Febo á los arqueros, señalando al jorobado:)
¡Sujetadle y apretad firme, sea noble ó plebeyo! Llevémosle á las prisiones del Châtelet.
(Los arqueros conducen á Cuasimodo al fondo del escenario. La Esmeralda, repuesta del susto que ha recibido, se aproxima á Febo á quien mira con curiosidad y admiración, llevándole luego al proscenio.)
DÚO
La Esmeralda (á Febo).—Señor, ¿queréis decirme vuestro nombre?
Febo.—Me llamo Febo de Châteaupers.
La Esmeralda.—¿Sois capitán?
Febo.—¡Sí, reina mía!
La Esmeralda.—¡Oh! ¡Yo no soy reina!
Febo.—¡Cuánto candor y cuánta gracia!
La Esmeralda.—¡Febo! Me gusta mucho vuestro nombre.
Febo.—Más me gusta á mí.
La Esmeralda (á Febo).—Muchas veces, un apuesto capitán, un gallardo oficial de bizarro continente y corazón de acero, se apodera del corazón de una pobre muchacha y luego se ríe de su llanto.
Febo (aparte).—El amor de un militar apenas puede vivir un día. Todo soldado desea hallar flores sin espinas, placeres sin pesares, amor sin dolor. (Á La Esmeralda.) ¿Sabes que tienes unos ojos encantadores?
La Esmeralda.—Acaso valdría más no tenerlos en ciertas ocasiones, pues cuando se ve á un caballero como vos, luego se está pensando en él largo tiempo.
Febo (aparte).—La obligación del buen soldado es cortejar á todas las mujeres que halle en su camino.
La Esmeralda (colocándose delante del capitán y examinándole con admiración).—Cuanto más os contemplop. 219 más os admiro. ¡Oh! ¡qué hermosa banda de seda con franjas de oro!
(Febo se quita la banda y se la entrega á Esmeralda.)
Febo.—¿Te gusta? Pues tuya es.
La Esmeralda.—¡Qué preciosa!
(La Esmeralda toma la banda y se la pone.)
Febo.—¡Un momento!
(Se aproxima á la Esmeralda y trata de abrazarla. Ella retrocede.)
La Esmeralda.—¡No, eso no!
Febo (insistiendo).—¡Déjate abrazar!
La Esmeralda (retrocediendo más).—¡Nunca!
Febo (riendo).—¡Es chistoso esto de hallar una mujer tan hermosa y tan cruel al mismo tiempo! Quiero un beso de tus labios; ¿por qué me lo niegas?
La Esmeralda.—Porque debo negarlo. ¿Quién sabe las consecuencias que puede traer un beso?
Febo.—Pues si no me le das, voy á tomarlo yo.
La Esmeralda.—No, dejadme: no hablemos de eso.
Febo.—¡Un solo beso no es nada!
La Esmeralda.—Nada para vos; pero todo para mí.
Febo.—Mírame y te convencerás de cuánto te amo.
La Esmeralda.—¡Si apenas me atrevo á mirarme á mí misma!
Febo.—El amor quiere entrar en tu corazón esta noche.
La Esmeralda.—Esta noche el amor y mañana la desgracia.
(Se escapa de los brazos de Febo y huye. Febo, contrariado, se vuelve hacia Cuasimodo á quien tienen atado los guardias en el fondo del teatro.)
Febo.—¡Se resiste y huye! ¡Valiente aventura! De dos pájaros nocturnos que tenía, el ruiseñor se me escapa y me queda el mochuelo.
(Se pone á la cabeza de la tropa y sale llevándose á Cuasimodo.)
p. 220Coro de la ronda.—Paz y vigilancia. Tengamos el oído alerta y procuremos sondear con las miradas las tinieblas de la noche.
(Se alejan poco á poco y desaparecen.)
p. 221
La plaza de Grève. La picota y en ella Cuasimodo. El pueblo llena la plaza.
Coro.—¿Conque robaba á una joven?
—¡Es posible!
—Mirad cómo le zurran en este momento.
—¿Oís, comadre? Cuasimodo se ha atrevido á cazar en las tierras de Cupido.
Una mujer del pueblo.—Pasará por mi calle cuandop. 222 vuelva de la picota... Pero silencio, el pregonero va á hablar.
Pregonero.—De orden del rey, que Dios guarde, el hombre á quien estáis viendo, permanecerá durante una hora en la picota, debidamente custodiado.
Coro.—¡Muera, muera el jorobado, el sordo, el tuerto! ¡Muera ese Barrabás! ¡Parece que se atreve á mirarnos! ¡Muera el hechicero! ¡Gesticula y se agita! ¡Él es quien hace ladrar á los perros por la calle!
—Castigad severamente á ese bandido.
—¡Que se le dé doble número de azotes!
Cuasimodo.—¡Por piedad! ¡Dadme agua!
Coro.—¡Que le cuelguen!
Cuasimodo.—Tengo sed.
Coro.—¡Maldito seas!
(Esmeralda, que desde hace algunos momentos se ha mezclado en la multitud, observa con sorpresa y luego con piedad á Cuasimodo. De súbito, entre la gritería del pueblo, sube á la picota, saca de su cinturón una botellita y da de beber al jorobado.)
Coro.—¿Qué haces, hermosa niña? Deja á Cuasimodo. Cuando Belcebú se abrasa, no le debes dar agua.
(La Esmeralda baja de la picota y los arqueros desatan y se llevan á Cuasimodo.)
Coro.—Había querido secuestrar una joven.
—¿Quién, ese espantajo?
—Eso es horrible, infame.
—Eso es muy grave.
—¿Oís, comadres? Cuasimodo se ha atrevido á cazar en las tierras de Cupido.
Sala lujosamente amueblada, donde se están haciendo los preparativos para una fiesta
FEBO, FLOR DE LIS, LA SEÑORA ELOÍSA DE GONDELAURIER
La señora Eloísa.—Febo, futuro yerno mío, á quien tanto quiero, mandad y dirigid aquí ahora, como antes lo he hecho yo, procurando que esta noche se divierta todo el mundo. Y tú, hija mía, prepárate. Ya que serás la más hermosa de todas, debes ser también la más alegre.
(Se va hacia el fondo y da varias órdenes á los criados que están haciendo los preparativos.)
Flor de Lis (á Febo).—Desde la semana pasada apenas os he visto dos veces, y sólo, gracias á esta fiesta, volvéis aquí. Esto es poco lisonjero.
Febo.—¡Por Dios! No me riñáis.
Flor de Lis.—Si veo que me vais olvidando...
Febo.—Os juro...
Flor de Lis.—Nada de jurar. Cuando se jura es porque se miente.
Febo.—¡Olvidaros! ¡Qué locura! ¿Acaso no sois vos la más hermosa de las mujeres y yo el hombre más amante de la belleza? (Aparte.) ¡Qué irritada está hoy mi novia! Sin duda sospecha algo. ¡Ah! nada hay más fastidioso que los celos. Las mujeres deberían saber que los amantes á quienes se hostiga, se largan con viento fresco. Es más fácil atraer al hombre con la risa que con las lágrimas.
Flor de Lis (aparte).—¡Hacer traición á su prometida! ¡Á mí, que no pienso más que en él! ¡Ay! ¡cuánto sufro con sus ausencias y cuánto padezco también alp. 224 mirarle! Cuando le veo, menosprecia mi gozo; cuando no viene, desdeña mis lágrimas. (Á Febo.) Febo, ¿qué habéis hecho de la banda que os bordé? ¿Cómo no la lleváis?
Febo.—¿La banda?... No sé... (Aparte.) ¡Dios santo! ¡Qué compromiso!
Flor de Lis.—Sin duda la habréis olvidado. (Aparte.) ¿Quién será su dueña ahora? ¿Por quién me olvida?
Eloísa (dirigiéndose hacia ellos y en tono conciliador).—¡Vaya, vaya! Ante todo casaos; luego tendréis tiempo de reñir.
Febo (á Flor de Lis).—No he olvidado vuestra banda. Si no la traigo es porque la conservo doblada cuidadosamente en un cofrecillo esmaltado que mandé hacer expresamente. (Con pasión, á Flor de Lis, que todavía está irritada.) ¡Juro que os adoro más que si fuéseis la misma Venus!
Flor de Lis.—No juréis. Ya sabéis mi opinión respecto al asunto.
Eloísa.—¡Vaya, niños! Nada de cuestiones. Hoy todo el mundo debe estar alegre.
Ven, hija mía; es preciso que hagamos los honores de la casa. Cada cosa á su tiempo. (Á los criados.) Encended las luces y que se disponga todo para el baile. Quiero que por doquiera resplandezca la claridad, y que los convidados crean hallarse en pleno día.
Febo.—Estando Flor de Lis aquí, no puede faltar nada para el esplendor de la fiesta.
Flor de Lis.—Sí, Febo; falta el amor.
(Vanse las dos mujeres.)
Febo (mirando cómo se aleja Flor de Lis).—Á decir verdad, aun estando á su lado no puedo hallarme satisfecho, porque la mujer á quien amo, y en la cual pienso todo el día, no está aquí.
p. 225ARIA
Sólo á ti pertenece mi corazón, niña encantadora, hermosa sombra que llenas mi vida con tu recuerdo y que, ausente siempre, te apareces á todas horas.
Como un nido destaca entre el ramaje, como una flor entre las malezas, como un bien entre los males, así destaca y brilla mi amada entre las demás mujeres. Humilde y altiva á un tiempo, pero altiva sólo para guardar su pureza, en medio de la libertad en que vive, sabe encubrir la voluptuosidad de su mirada con un casto velo de pudor.
En la oscura noche parece un ángel, cuya frente oculta la sombra, mientras que en sus ojos resplandece el fuego. No me abandona un solo instante su imagen, unas veces luminosa, otras sombría; y ora se me represente como astro, ora como nube, siempre la veo en el cielo.
Sólo á ti pertenece mi corazón, niña encantadora, hermosa sombra que llenas mi vida con tu recuerdo y que, ausente siempre, te apareces á todas horas.
(Entran en el salón multitud de señoras y caballeros, elegantemente vestidos.)
El mismo, EL VIZCONDE DE GIF, EL SEÑOR DE MORLAIX, EL SEÑOR DE CHEVREUSE, LA SEÑORA DE GONDELAURIER, FLOR DE LIS, DIANA, BERENGUELA, señoras, caballeros
El vizconde de Gif.—¡Salud, nobles castellanos!
Eloísa, Febo y Flor de Lis (saludando).—¡Salud, nobles caballeros! Dios quiera que bajo este techo hospitalario olvidéis toda clase de cuidados y pesares.
p. 226El señor de Morlaix.—Señoras, os deseo salud, placer y dicha.
Eloísa, Febo y Flor de Lis.—Que el cielo premie vuestros buenos deseos, nobles caballeros.
El señor de Chevreuse.—Señoras, digo lo mismo que mi compañero.
Eloísa, Febo y Flor de Lis.—Nuestra señora os recompense.
(Entran todos los convidados.)
Coro.—Entremos todos á tomar parte en la fiesta, así las damas como los caballeros; por todas partes embalsamen el ambiente las flores que adornan las cabezas femeniles y en todos los corazones domine la alegría.
(Los convidados se aproximan y saludan. Entre ellos circulan varios criados llevando bandejas con flores y frutas. Á la derecha, junto á una ventana, se forma un grupo de muchachas. De pronto, una de ellas hace señales á las demás para que se inclinen sobre el alféizar y miren fuera.)
BAILE
Diana (mirando á la calle).—Mira, mira, Berenguela.
Berenguela (obedeciendo).—¡Qué viva es y qué ligera!
Diana.—¡Parece un hada ó la encarnación misma del Amor!
El vizconde de Gif (riendo).—¿Quién baila en la calle?
El señor de Chevreuse (después de mirar).—Es la maga... Febo, es tu gitana, la que salvaste valerosamente de manos de un ladrón, la otra noche.
El vizconde de Gif.—Sí, sí, es la bohemia.
El señor de Morlaix.—Es hermosa como un sol.
Diana (á Febo).—Si la conocéis, decidla que venga á distraernos un rato con sus habilidades.
Febo (mirando con aparente indiferencia).—Puede serp. 227 que sea ella. (Al señor de Gif.) ¿Pero creéis que se acordará...?
Flor de Lis (que ha estado escuchando).—De vos se acuerda siempre todo el mundo. Llamadla; decidla que suba. (Aparte.) Ahora veré si es cierto lo que se dice.
Febo (á Flor de Lis).—Ya que lo queréis, probemos.
(Hace señas para que suba Esmeralda.)
Las jóvenes.—¡Ya viene!
El señor de Chevreuse.—Acaba de trasponer el pórtico.
Diana.—Los que estaban admirándola se han quedado muy mustios.
El vizconde de Gif.—Señoras, vais á ver á esa deidad callejera.
Flor de Lis (aparte).—¡Qué pronto ha obedecido á la señal de Febo!
Los mismos y LA ESMERALDA
(Entra la gitana tímida y confusa. Movimiento de admiración. Todo el mundo se aparta para dejarla paso.)
Coro.—¡Mirad! Su hermosa faz resplandece entre todas, como brillaría un lucero rodeado de antorchas.
Febo.—¡Oh! ¡es mi hermosa! Amigos, Esmeralda es la reina de este baile; la corona de la belleza ciñe su frente. (Volviéndose hacia los señores de Gif y de Chevreuse). Amigos, mi corazón quiere saltarse del pecho. ¡Hada encantadora! Si pudiera libar el cáliz de la flor de tus amores, desafiaría gustoso los peligros de la guerra y hasta la misma desgracia.
El señor de Chevreuse.—¡Es un rostro celestial! Parece uno de esos encantadores sueños que flotan en la oscuridad de la noche y llenan la sombra de claridad.p. 228 Creeríase imposible que haya nacido en el abandono y se haya criado en la calle... ¿Quién habrá sido capaz de abandonar á la corriente de inmundo arroyo una flor tan hermosa?
La Esmeralda (con la vista fija en Febo).—Es mi Febo, estoy segura de ello, pues su imagen se ha conservado grabada en mi corazón. Ya vista de seda, ya se cubra con la armadura, es siempre el mismo, todo belleza y gracia. Febo, mi cabeza arde; me abrasa la alegría y el dolor. Así como la tierra necesita el benéfico rocío, mi alma necesita el consuelo de las lágrimas.
Flor de Lis.—¡Qué hermosa es! Ya estaba segura de ello. En verdad que debo estar muy celosa, si mis celos han de igualar á su belleza. Pero ¡quién sabe! Acaso estemos predestinadas ambas, por el implacable destino, á ver morir en flor todas nuestras ilusiones.
Eloísa.—¡Qué criatura tan hermosa! ¡Mentira parece que una impura gitana reuna en sí tanto encanto y belleza tanta! Mas ¿quién es capaz de adivinar los caprichos de la suerte? Muchas veces una serpiente, para cazar á los pobres pajarillos, oculta su venenosa cabeza en el matorral que más cubierto se halla de flores.
Coro general.—Las hermosas noches del estío no la aventajan en serenidad ni en hermosura.
Eloísa (á Esmeralda).—Vamos, niña hechicera, ven y danos á conocer algún baile nuevo.
(Esmeralda se prepara á bailar y saca de su seno la banda que le había regalado Febo.)
Flor de Lis.—¡Mi banda!... ¡Ah! Febo, me engañabas. Esta es mi rival...
(Flor de Lis arranca la banda de manos de Esmeralda y se desmaya. Los convidados se dirigen en actitud amenazadora hacia la gitana que se refugia junto á Febo.)
Coro.—¿Conque es verdad que Febo la ama? ¡Infame! Sal de aquí. Parece mentira que te hayas atrevido á venir á desafiar nuestra cólera. Este es el colmop. 229 de la imprudencia. Vuelve á recorrer las calles para que la hez del pueblo se extasíe con tus bailes. Mujer de tan baja esfera que á tanta altura se atreve á mirar, merece ser arrojada de este sitio inmediatamente.
La Esmeralda.—Defiéndeme tú, Febo mío, defiéndeme. La pobre gitanilla no confía en nadie más que en ti.
Febo.—Pues bien, sí, la amo; sólo á ella adoro y me constituyo en su defensor. Lucharé por ella, á quien pertenecen mi brazo y mi corazón. Si necesita que se la proteja, yo la ampararé. Las injurias que se la dirijan las tendré por hechas á mí, y considero su honor como el mío propio.
Coro.—¡Cómo! ¡Es verdad que la ama!... ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!... ¿Es posible que nos desafíe por una gitana?... ¡Vaya, callad ambos! El ardor que mostrais es incalificable. (Á Febo.) Vos dais pruebas de excesiva insolencia. (Á La Esmeralda.) Y tú de falta de pudor.
(Febo y algunos amigos suyos protegen á La Esmeralda, á quien amenazan los demás. La gitana se dirige con vacilante paso hacia la puerta. Cae el telón.)
p. 231
Puerta exterior de una taberna. Á la derecha el establecimiento. Árboles á la izquierda. En el fondo una pared baja, con puerta practicable, que circuye el huerto. Á lo lejos se ven las torres de Nuestra Señora y una vaga silueta del París antiguo que se destaca del horizonte rojizo de una puesta de sol, y cuya base lame el Sena.
FEBO, EL VIZCONDE DE GIF, LOS SEÑORES DE MORLAIX y DE CHEVREUSE y otros muchos amigos de Febo, sentados alrededor de varias mesas bebiendo y cantando.—Luego CLAUDIO FROLLO.
Coro.—Sea propicia y favorable Nuestra Señora á todos cuantos, en la tierra, no aborrecen más que el agua.
Febo.—Quiera ella conceder á los valientes en todas partes buen vino que beber y hermosos ojos que admirar. Con vino añejo y una mujer bonita, todos somos felices.
Coro.—Sea propicia, etc.
Febo.—Sucede á veces que una hermosa de alma fría, se muestra esquiva; pero el amante comienza por bromear con la ingrata; luego canta y por último bebe.
Coro.—Sea propicia, etc.
Febo.—Pasa el tiempo, y el amante desdeñado, esté sereno ó borracho, abraza á su querida y va á dormir sobre la misma boca de un cañón.
Coro.—Sea propicia, etc.
Febo.—Y su alma, que con frecuencia tiene ensueños amorosos, está satisfecha cuando el viento agita la tienda de campaña.
Coro.—Sea propicia y favorable Nuestra Señora á todos cuantos mortales no aborrecen más que el agua.
(Entra Claudio Frollo; va á sentarse junto á una mesa, lejos de Febo, y al principio parece indiferente á lo que pasa á su alrededor.)
El vizconde de Gif (á Febo).—¿Qué hay respecto á tu hermosa gitana?
(Movimiento de atención por parte de Claudio Frollo.)
p. 233Febo.—Estoy citado con ella para esta noche, dentro de una hora.
Todos.—¿De veras?
Febo.—Sí.
(Aumenta la agitación de Claudio Frollo.)
El vizconde de Gif.—¿Y dices que la cita es dentro de una hora?
Febo.—Casi podría decir: de aquí á un instante.
ARIA
¡Oh! El amor es la suprema dicha. Ser dos cuerpos y un alma; poseer á la mujer á quien se ama; ser á la vez esclavo y vencedor; sentirse dueño del corazón y de los encantos del objeto amado; tranquilizarse al sonido de su voz y secar con un beso las lágrimas de sus hermosos ojos: todo eso es el amor.
(Mientras él canta, los demás beben, chocando los vasos.)
Coro.—En todo tiempo, la dicha suprema consiste en beber á la salud de la persona amada y en amar la bebida.
Febo.—Amigos míos, Esmeralda es la más linda de las mujeres, una verdadera perfección, y me pertenece.
Claudio Frollo (aparte).—Protéjame el infierno. ¡Maldición sobre ella y sobre ti!
Febo.—El placer nos convida. No vacilemos en dar nuestra existencia por un momento de amor. ¿Qué importa morir después? Bien pueden darse cien años por una hora de goce, hasta la eternidad, por un solo día.
(Óyese el toque de queda. Los amigos de Febo se levantan de la mesa, se ciñen las espadas, se ponen las capas y los sombreros y se disponen á partir.)
Coro.—Febo, llegó la hora: ese es el toque de la queda. Vé á buscar á tu hermosa y que el cielo te guíe.
Febo.—Sí, tenéis razón: ese es el toque de la queda. Voy á visitar á mi hermosa y que Dios me guíe.
(Salen los amigos de Febo.)
CLAUDIO FROLLO, FEBO
Claudio Frollo (deteniendo á Febo en el momento de ir éste á salir).—¡Capitán!
Febo.—¿Quién es este hombre?
Claudio Frollo.—Oíd.
Febo.—Daos prisa.
Claudio Frollo.—¿Sabéis cómo se llama la mujer que os espera?
Febo.—¡Diablo! ¡Pues no faltaba más sino que no supiera cómo se llama mi amante! Es la graciosa bailarina Esmeralda.
Claudio Frollo.—No se llama así: su nombre es la Muerte.
Febo.—Sólo dos cosas os contestaré. Primero: que estáis loco; y segundo, que os vayáis á paseo y me dejéis en paz.
Claudio Frollo.—Es preciso que me escuchéis.
Febo.—No me importa nada de cuanto tengáis que decirme.
Claudio Frollo.—Febo, si traspasáis el dintel de esa puerta...
Febo.—Sin duda estáis loco.
Claudio Frollo.—Sois hombre muerto.
DÚO
Claudio Frollo.—Tiembla, es una gitana, una de esas mujeres que no tienen ley ni conciencia. El amor sólo las sirve para encubrir su odio, y su cama es un lecho de muerte.
Febo (riendo).—¡Vaya! Disponeos para ir al hospitalp. 235 de los locos y que Júpiter, Esculapio y el Diablo os protejan.
Claudio Frollo.—Esas mujeres son siempre traidoras. Da crédito á la voz pública y ten presente que, si vas á ver á Esmeralda, morirás.
(La insistencia de Claudio Frollo parece hacer mella en el ánimo de Febo, que mira con ansiedad á su interlocutor.)
Febo.—Este hombre me inquieta; á pesar mío siento algún recelo... La verdad es que esta ciudad está llena de traidores...
Claudio Frollo (aparte).—Le asusto, y le hago sospechar á pesar suyo. Este imbécil no ve más que traidores en la ciudad. (Á Febo.) Creedme, caballero, huíd de la sirena que os tiende un lazo. Más de una gitana ha satisfecho su odio á nuestra raza, clavando un puñal en el seno de su amante que palpitaba de amor.
(Febo, á quien quiere arrastrar consigo, se rehace y le rechaza.)
Febo.—Parece que yo estoy loco también. Cuando se ama, ¿qué importa que la persona amada sea mora, judía ó gitana? Dejadme en paz; ella está esperándome. Puede que tengáis razón; pero cuando la muerte es tan hermosa como ella, debe ser muy dulce morir.
Claudio Frollo (deteniéndole).—Detente... Piensa que es una gitana. ¿Estás loco hasta el punto de correr tú mismo á tu perdición?... Desconfía de la mujer infiel que te espera en la sombra. ¡Ah!... ¿No me haces caso? Pues bien, corre á la muerte.
(Febo sale con rapidez á pesar de los esfuerzos de Claudio Frollo. Éste permanece un momento como indeciso y luego sigue al capitán.)
Sala. En el fondo una ventana que da al río.
Entra CLOPIN TROUILLEFOU con una antorcha en la mano y seguido de varios hombres á quienes, luego de haberles hecho una señal de inteligencia, conduce hacia un sitio oscuro, por donde desaparecen. Entonces Clopin vuelve hacia la puerta y parece indicar á alguien que suba. Preséntase CLAUDIO FROLLO.
Clopin (á Claudio).—Desde aquí podréis observar á la gitana y al capitán, sin ser visto de ellos.
(Le muestra un hueco del muro oculto por un tapiz.)
Claudio Frollo.—¿Están ya en su sitio esos hombres?
Clopin.—Sí.
Claudio Frollo.—Importa que todo esto no se descubra nunca. Aquí tienes esta bolsa; luego te daré otro tanto.
(Claudio Frollo entra en su escondite, Clopin sale con precaución y á poco aparecen La Esmeralda y Febo.)
TERCETO
Claudio Frollo (aparte).—¡Oh, mujer adorada! ¡Cuán cruel es tu destino! Has entrado aquí de fiesta y saldrás de luto.
La Esmeralda (á Febo).—Mi señor conde, tengo el corazón lleno de vergüenza y de orgullo.
Febo (á Esmeralda).—¡Qué hermosa eres! Pero, mira, cuando se cierra esta puerta, se han de dejar fuera las penas.
(Febo hace sentar en un banco, á su lado, á la Esmeralda.)
p. 237Febo.—¿Me quieres?
La Esmeralda.—Sí, mucho.
Claudio Frollo (aparte).—¡Qué horrible tormento!
Febo.—¡Oh, adorable mujer! ¡Cuán hermosa eres!
La Esmeralda.—Sois muy adulador... Pero no os acerquéis tanto: estoy avergonzada...
Claudio Frollo.—¡Se aman! ¡Qué envidia les tengo!
La Esmeralda.—Febo, os debo la vida.
Febo.—Y yo á ti la felicidad.
La Esmeralda.—Sed cuerdo... Animadme con una sonrisa... ¿No veis que vuestra mirada me fascina?
Febo.—Reina mía, mi sirena, belleza soberana, tus ojos sí que son deslumbradores.
Claudio Frollo.—¡Qué suplicio es estarles oyendo! ¡Qué amante es ella! ¡Cuán seductor está él!... Reíd, sed felices, mientras yo abro vuestra tumba.
Febo.—Hada ó mujer, quiéreme mucho, pues mi alma sólo en ti piensa día y noche.
La Esmeralda.—Soy mujer, y mi alma, abrasada de amor, suspira por ti noche y día.
Claudio Frollo.—El fuego que me consume es mi tormento... Á pesar mío, admiro la belleza y el amoroso delirio de ambos.
Febo.—Seamos felices; deja que despierte en tu alma el amor, mientras el pudor duerme. Tu boca es un cielo: deja que mi alma éntre en él. ¡Quisiera exhalar el último suspiro en un beso!
La Esmeralda.—Tu voz resuena dulcemente en mis oídos; tu sonrisa es hechicera y embriagadora; el brillo de tus ojos me enloquece; tus deseos son mi suprema ley; pero comprendo que debo resistirme á ellos, pues mi virtud y mi felicidad morirían en ese beso.
Claudio Frollo.—Pasos de muerte, no lleguéis á sus oídos. Mi celoso odio vela sobre su amor que se adormece. La pálida y descarnada Parca va á interponersep. 238 entre ambos. Febo, en ese beso vas á exhalar tu último aliento.
(Claudio Frollo sale de su escondite, se arroja sobre Febo, le clava un puñal y, saltando por la ventana del fondo, desaparece. La Esmeralda da un grito y se echa sobre el cuerpo de Febo. Entran en tumulto los hombres que estaban escondidos y se apoderan de la gitana, á quien parecen acusar. Cae el telón.)
p. 239
Calabozo con puerta en el fondo
LA ESMERALDA sola, encadenada y echada sobre un montón de paja.—Luego CLAUDIO FROLLO.
La Esmeralda.—¡Dios mío! ¡Febo en la tumba y yo en este abismo! Yo prisionera y él muerto... ¡Muerto, sí! ¡Yo misma le ví caer!... ¡Y se atreven á acusarme de semejante crimen! La implacable guadaña siega todavía tierno el tallo de nuestra existencia. Febo, alp. 240 irse, me ha enseñado el camino. Ayer abrieron su fosa; mañana abrirán la mía.
ROMANZA
¿Será posible que no haya en la tierra poder alguno que proteja á los amantes? ¿No habrá filtros ni encantos para enjugar las lágrimas de los ojos que lloran y para abrir los que se han cerrado?
¡Oh, Dios! á quien continuamente invoco: quítame la vida ó arranca el amor de mi corazón.
Febo, abramos nuestras alas y marchemos á las eternas esferas donde el amor es inmortal. Así nuestros cuerpos estarán juntos en la tumba y nuestras almas unidas en el cielo.
¡Oh, Dios! á quien continuamente invoco: quítame la vida ó arranca el amor de mi corazón.
(Se abre la puerta; entra Claudio Frollo con una lámpara en la mano y la capucha echada sobre el rostro, y va á colocarse, inmóvil, frente á la Esmeralda.)
La Esmeralda (sobresaltada).—¿Quién sois?
Claudio Frollo (sin descubrirse).—Un sacerdote.
La Esmeralda.—¡Un sacerdote! ¿Y á qué venís?
Claudio Frollo.—¿Estáis dispuesta?
La Esmeralda.—¿Á qué?
Claudio Frollo.—Á morir.
La Esmeralda.—Sí.
Claudio Frollo.—Bien.
La Esmeralda.—Y decid, padre, ¿será pronto?
Claudio Frollo.—Mañana.
La Esmeralda.—¿Y por qué no hoy?
Claudio Frollo.—¡Cómo! ¡Tanto sufrís que así deseáis la muerte!
La Esmeralda.—Sí; sufro mucho.
Claudio Frollo.—Pues yo, que no moriré mañana, acaso sufro más que vos.
p. 241La Esmeralda.—¡Es posible! ¿Quién sois, pues?
Claudio Frollo.—Un hombre de quien os separa una tumba.
La Esmeralda.—¿Cuál es vuestro nombre?
Claudio Frollo.—¿Deseáis saberlo?
La Esmeralda.—Sí.
(Claudio Frollo se levanta la capucha.)
La Esmeralda.—¡El sacerdote! ¡Dios mío, él es! ¡Esa es su frente de hielo, esos sus ojos, que brillan como carbunclos; es el mismo, el que me persigue sin tregua noche y día, el que ha dado muerte á mi Febo, á mi amor! ¡Monstruo, yo te maldigo en esta hora suprema! Pero ¿qué te he hecho? ¿Cuál es tu propósito? ¿Qué quieres de mí, vil asesino? ¿Es que me aborreces tanto que tratas de atraerme hasta el borde de la tumba?
Claudio Frollo.—¡Es que te amo!
¡Sí, te amo! Será infame mi amor, pero raya en locura; es mi alma y mi sangre. Sí, mírame á tus pies; te juro que prefiero tu tumba al paraíso. ¡Compadécete de mí!... ¡Yo muero y tú me maldices!
La Esmeralda.—¡Me ama! ¡Qué horror! ¡Y estoy en poder de este demonio!
Claudio Frollo.—En mí ya no vive más que mi pasión y mi dolor.
¡Horrible desdicha! ¿Por qué extremas tu rigor? ¡Cuánto te amo! ¡Qué espantosa noche!
La Esmeralda.—¡Oh instante supremo! ¡Tiembla, corazón mío! Ese miserable me ama. ¡Qué noche de horrores!
Claudio Frollo (aparte).—La siento estremecerse entre mis brazos. ¡Al fin ha llegado mi hora! Yo, que la he sepultado en las tinieblas, la conduciré á la luz del sol; pero la muerte que de mí viene en pos no la dejará sino para entregarla al amor.
La Esmeralda.—¡Dejadme por piedad! Muertop. 242 Febo, también yo debo morir. Vuestro horrible amor me espanta, como al pájaro la mirada del buitre.
Claudio Frollo.—No me rechaces; te amo y te conjuro á seguirme. ¡Piedad para mí, y para ti misma! ¡Huyamos! La ocasión es propicia.
La Esmeralda.—¡Vuestra proposición es una injuria!
Claudio Frollo.—¿Prefieres morir?
La Esmeralda.—Cuando el cuerpo muere, el alma queda libre.
Claudio Frollo.—¡Pero la muerte es horrible!
La Esmeralda.—¡Sellad el impuro labio! Comparada con vuestro amor, la muerte es un bien.
Claudio Frollo.—¡Elige, elige entre la tumba ó mi amor!
(Claudio Frollo cae á los pies de la Esmeralda, y ésta le rechaza.)
La Esmeralda.—¡Calla, infame asesino! Tu amor es una ofensa; prefiero la tumba. ¡Maldito seas entre los malditos!
Claudio Frollo.—¡Tiembla! El cadalso te espera. Tú no sabes que en mi alma germinan proyectos de sangre y fuego, que Satanás aplaude en sus antros infernales. Pero no, yo te adoro; dame tu mano, y aún podrás vivir. ¡Oh noche de emociones y de remordimientos! ¡Para mí las lágrimas, para ti la muerte! Dime que me amas, y para ti brillará una nueva aurora. ¡Ah! puesto que en vano te imploro, puesto que tu odio no se aplaca ¡adiós! ¡Tras el día de mañana vendrá para ti la eterna noche!
La Esmeralda.—¡Véte, yo te aborrezco, vil sacerdote! Todavía están manchadas tus manos con la sangre de tu víctima. ¡Oh noche de lágrimas y de angustias! Basta ya de llanto; quiero morir. Hasta en la prisión te resistiré, y en ella te maldigo. ¡Véte! tu crimen seráp. 243 tu castigo. Febo y yo nos reuniremos en el cielo, y tú bajarás á los negros abismos.
(Aparece un carcelero; Claudio Frollo le hace seña para que se lleve á la Esmeralda y sale.)
El atrio de Nuestra Señora; se ve la fachada de la iglesia; óyese ruido de campanas
Cuasimodo.—Amo todo cuanto hay aquí, excepto á mí mismo: el aire que circula y refresca mi frente; la fiel golondrina que anida en los carcomidos aleros, las capillas con sus cruces; las rosas que florecen, todo, en fin, lo que sonríe, menos yo, porque soy contrahecho y feo, aunque no tengo envidia de otros. Acepto la vida tal como es, pues sé que las penas y alegrías, las noches oscuras ó el cielo azul, todo puede conducirme á Dios. Mi cuerpo es feo, pero tengo el alma hermosa; soy un buen acero guardado en tosca vaina.
¡Campanas grandes y pequeñas, tocad! Confundid vuestros penetrantes tañidos con vuestros sordos murmullos; cantad en las torrecillas y zumbad en las torres; que os oiga yo noche y día. Con vuestro auxilio las fiestas serán espléndidas; voltead rápidamente, agitando los aires, que al oiros la gente estúpida acudirá ansiosa, cruzando los puentes. ¡Tocad sin tregua día y noche, que sin ruido no hay fiesta completa! (Se vuelve hacia la fachada de la iglesia.) ¡Veo la capilla enlutada! ¡Ay! ¿será que van á traer aquí á algún desgraciado? ¡Cielos, qué horrible presentimiento!... ¡No, no quiero creerlo! (Entran Claudio Frollo y Clopin, sin ver á Cuasimodo.) Es mi amo... observemos. ¡Qué sombrío viene! (Se oculta en un ángulo oscuro del pórtico.)—¡Oh,p. 244 Santa Virgen, tomad mi vida, pero salvad mi alma!
CUASIMODO (oculto), CLAUDIO FROLLO, CLOPIN
Claudio Frollo.—¿Conque Febo está en Monforte?
Clopin.—Sí, señor, y vive.
Claudio Frollo.—¡Con tal que no venga por aquí!
Clopin.—¡Bah! no hay cuidado; está demasiado débil aún para emprender tan larga jornada; si viniese, su muerte sería segura, pues á cada paso que diera se le volvería á abrir la herida. Nada temáis por ahora.
Claudio Frollo.—¡Ah, téngala por lo menos hoy en mi poder, para que por mí viva ó muera! ¡Infierno, sólo por este día te doy toda la eternidad! (Á Clopin.) Pronto van á traer aquí á la gitana. Acuérdate de todo; tú has de estar en la plaza con los tuyos.
Clopin.—Muy bien.
Claudio Frollo.—Permanecerás oculto en la sombra, y si yo grito: «Á mí,» acudirás al punto.
Clopin.—Entendido.
Claudio Frollo.—Es preciso que haya bastante gente.
Clopin.—Bueno. Conque si vos gritáis «Á mí»...
Claudio Frollo.—Eso es.
Clopin.—Corro hacia ella y la arrebato de manos de los soldados...
Claudio Frollo.—Precisamente.
Clopin.—Y os la entrego.
Claudio Frollo.—Sí. Tal vez conseguiré ablandar su corazón. Confúndete entre el gentío, y si logro mi objeto acudirás con los tuyos apenas haga la señal.
p. 245Clopin.—Está bien, señor.
Claudio Frollo.—Permaneced siempre reunidos.
Clopin.—Así se hará.
Claudio Frollo.—Llevad ocultas vuestras armas á fin de no excitar sospechas.
Clopin.—Seréis obedecido.
Claudio Frollo.—Pero si esa mujer comete la locura de no escuchar mi voz, llévesela el diablo. Mas no, creo que no será así, y cuento contigo para que me ayudes á realizar mi última esperanza.
Clopin.—No temáis, contad conmigo, y no dudo que se conseguirá el objeto.
(Salen ambos con precaución. El pueblo comienza á llenar la plaza.)
EL PUEBLO, CUASIMODO, después LA ESMERALDA y su acompañamiento, CLAUDIO FROLLO, FEBO y CLOPIN. Sacerdotes, arqueros y ministros de justicia.
Clopin.—Acudamos todos á Nuestra Señora para ver á la joven que hoy ha de morir, á la gitana que asesinó, según dicen, al capitán de arqueros más gallardo de todo el reino. ¡Parece mentira que una mujer tan hermosa sea tan cruel, y que su dulce mirada oculte un alma tan negra! ¡Es horrible!
¡Venid, corred todos á Nuestra Señora para ver á la joven que ha de morir esta tarde!
(Aumenta la multitud, óyense rumores y comienza la fúnebre comitiva á desembocar en la plaza. Hileras de penitentes negros, estandartes de la Misericordia, hachas, arqueros, gente de justicia y guardias. Los soldados apartan la multitud y aparece Esmeralda en camisa,p. 246 con una cuerda al cuello, descalza y cubierta con un largo crespón negro. Á su lado va un fraile con un crucifijo; detrás, los verdugos y la escolta. Cuasimodo, apoyado en el estribo del pórtico, observa con atención. En el momento en que la gitana llega ante la iglesia, óyese en el interior de ésta un canto solemne y lejano: las puertas están cerradas.)
Coro (dentro de la iglesia):
(El canto se acerca lentamente y resuena al fin junto á las puertas, que se abren de pronto, dejando ver el interior de la iglesia, ocupado por una larga procesión de sacerdotes, precedidos de estandarte. Claudio Frollo, con hábito sacerdotal, figura á la cabeza y se dirige hacia la gitana.)
El pueblo.—¡Viva hoy; muerta mañana! ¡Dulce Jesús, recibidla en vuestro seno!
La Esmeralda.—Mi Febo me llama á la morada eterna, donde Dios nos cobijará bajo sus alas. ¡Bendito sea mi cruel destino, pues en medio de tanta desdicha, mi corazón quebrantado abriga todavía una esperanza! ¡Voy á morir para la tierra, pero renaceré en el cielo!
Claudio Frollo.—¡Morir tan joven y hermosa! ¡Ay de mí! el sacerdote impuro está más condenado que ella, porque mi suplicio será eterno. ¡Pobre niña infeliz, cogida entre mis garras, vas á morir para el mundo; mas yo he muerto para el cielo!
El pueblo.—¡Es una infiel! El cielo que á todos llama, no la abrirá sus puertas, y su suplicio será eterno. La parca inexorable la estrecha entre sus brazos; ha muerto ya para el mundo, y para el cielo también.
p. 247
p. 249(La procesión se aproxima; Claudio se acerca á la Esmeralda.)
La Esmeralda (sobrecogida de terror).—¡El sacerdote!
Claudio Frollo (en voz baja).—¡Sí, soy yo, que amo y te suplico! ¡Dí una sola palabra, y aún podré salvarte! ¡Dime que me amas!
La Esmeralda.—¡Te aborrezco! ¡Véte!
Claudio Frollo.—¡Entonces muere! Ya iré á buscarte. (Volviéndose hacia la multitud.) ¡Pueblo, en este supremo instante entregamos esa mujer al brazo secular! ¡Permita el cielo que hasta su pobre alma llegue el soplo del Señor!
(En el momento en que los agentes de justicia ponen mano sobre la Esmeralda, Cuasimodo salta á la plaza, rechaza á los arqueros, coge á la joven en sus brazos y precipítase en la iglesia.)
Cuasimodo.—¡Asilo, asilo, asilo!
El pueblo.—¡Asilo, asilo, asilo! ¡Albricias, albricias! ¡Viva el buen compañero! La condenada es del Señor; derribemos el cadalso, que el Eterno la acogerá en su altar, librándola de la tumba. ¡Atrás, verdugos y arqueros! La ley no puede traspasar esa sagrada barrera. Todo cambia en la casa del Señor, donde los ángeles protegen á la condenada.
Claudio Frollo (imponiendo silencio con un ademán).—No creáis que está libre; es egipcia, y Nuestra Señora no puede salvar más que á una cristiana. Aunque el altar abrazasen, los paganos no podrían obtener gracia. (Á los agentes de justicia.) En nombre de Monseñor, obispo de París, os entrego á esa mujer impura.
Cuasimodo (á los arqueros).—¡Juro defenderla! ¡No os acerquéis!
Claudio Frollo (á los arqueros).—¡Vaciláis! Obedeced al punto; arrancad del santo lugar á esa gitana.
p. 250(Los arqueros se adelantan. Cuasimodo se coloca entre ellos y la Esmeralda.)
Cuasimodo.—¡Jamás!
(Se oye el galope de un caballo, y una voz que grita:)
—¡Deteneos!
(La multitud se aparta.)
(Febo aparece á caballo, pálido, anhelante, fatigado, como hombre que acaba de recorrer una larga distancia.)
—¡Deteneos!
La Esmeralda.—¡Febo!
Claudio Frollo (aparte y aterrado).—¡La trama se descubre!
Febo (apeándose del caballo).—¡Dios sea loado, á tiempo llego y al fin respiro! ¡Esa mujer es inocente; he aquí mi asesino!
(Señala á Claudio Frollo.)
Todos.—¡Cielos, el sacerdote!
Febo.—Ese es el único culpable, y lo probaré. ¡Que le prendan!
El pueblo.—¡Oh sorpresa!
(Los arqueros rodean á Claudio Frollo.)
Claudio Frollo.—¡Ah! ¡Dios es omnipotente!
La Esmeralda.—¡Febo!
Febo.—¡Esmeralda!
(Se abrazan.)
La Esmeralda.—¡Febo adorado, viviremos!
Febo.—Tú vivirás.
La Esmeralda.—La felicidad nos sonríe.
El pueblo.—¡Vivan los dos!
La Esmeralda.—¿Oyes esas alegres aclamaciones? Á tus pies recibe á la humilde joven. ¡Cielos! palideces. ¿Qué tienes?
Febo (vacilando).—¡Me muero! (Le recibe en sus brazos; ansiedad en la multitud.) Á cada paso que daba hacia ti, amada mía, abríase mi herida, mal cerrada aún. Yo bajo á la tumba y te dejo á la luz del sol. El destino te venga; voy á ver, pobre ángel mío, si el cielo me hace olvidar tu amor. ¡Adiós!
(Espira.)
p. 251La Esmeralda.—Febo muere; ¡en un instante todo cambia! (Cae sobre su cuerpo.) ¡Yo te sigo á la tumba!
Claudio Frollo.—¡Fatalidad!
El pueblo.—¡Fatalidad!
p. 253
Drama en 5 actos, con un prólogo del autor
p. 255
Tres clases de espectadores componen lo que se ha convenido en llamar público: primera, las mujeres; segunda, los pensadores; y tercera, la multitud propiamente dicha. Lo que esta última pide casi exclusivamente en la obra dramática es la acción; lo que las mujeres quieren ante todo es la pasión; y lo que más en particular buscan los pensadores son los caracteres. Si se estudian atentamente esas tres clases de espectadores, he aquí lo que se observa: la muchedumbre se enamora de tal modo de la acción, que á ser necesario prescinde de los caracteres y de las pasiones[1]; las mujeres, á quienes interesa por otra parte la acción, quedan tan absortas por el desarrollo de las pasiones, que se preocupan poco de los caracteres; y en cuanto á los pensadores, tienen tal afición á ver caracteres, es decir hombres vivos enp. 256 la escena, que acogiendo con gusto la pasión como incidente natural en la obra dramática, paréceles casi importuna la acción. En esto consiste que la multitud pida sobre todo en el teatro sensaciones; la mujer, emociones; el pensador, ideas: todos quieren un placer; estos, el de los ojos; aquellos, el del corazón; los otros el del espíritu. Á esto se debe que haya en nuestra escena tres clases de obras muy diferentes: una vulgar é inferior, y las otras dos ilustres y superiores; pero todas tres satisfacen una necesidad: el melodrama es para la multitud; para las mujeres, la tragedia, que analiza la pasión; y para los pensadores, la comedia, que pinta la humanidad.
[1] Es decir del estilo, pues si la acción puede expresarse en muchos casos por ella misma, las pasiones y los caracteres, con muy pocas excepciones, sólo se expresan por medio de la palabra; y la palabra fija y no vaga es en el teatro el estilo.
Que el personaje hable como debe hablar, sibi constet, dice Horacio. En esto consiste todo.
Digamos de paso que no pretendemos establecer aquí nada de riguroso, y rogaremos al lector que introduzca de por sí las restricciones que nuestro pensamiento pueda concebir. Las generalidades admiten siempre excepciones: sabemos muy bien que la multitud es una gran cosa, en la cual se encuentra todo, así el instinto de lo bello como el gusto á lo mediano, así el amor á lo ideal, como la afición á lo común; también sabemos que todo pensador completo ha de ser mujer en los puntos delicados del corazón; y no ignoramos que, gracias á esa ley misteriosa que une los sexos, así espiritual como físicamente, muy á menudo se halla en la mujer un pensador. Sentado esto, y después de rogar de nuevo al lector que no dé un sentido demasiado absoluto á las pocas palabras que nos resta decir, continuemos.
Para todo hombre que se fije con detención en las tres clases de espectadores de que acabamos de hablar, es evidente que todos tienen razón: las mujeres, al pretender que se las conmueva; los pensadores por querer que se les ilustre; y la multitud porque está en su derecho al exigir que se la divierta. De esta evidencia se deduce la ley del drama. En efecto, más allá de esa barrera de fuego que se llama la rampa del teatro, la escena, y que separa el mundo verdadero del mundo ideal, el objeto del drama es crear y hacer vivir, en las condiciones combinadas del arte y de la naturaleza, caracteres diversos, es decir hombres; crear en estos pasiones que desarrollan los unos y modifican los otros; y por último, del choque de estos caracteres y pasiones con las grandes leyes providenciales, hacer que surja la vida humana, es decir acontecimientosp. 257 grandes y pequeños, dolorosos, grotescos ó terribles, que ofrezcan al corazón ese placer llamado interés, y al espíritu la lección moral. Según vemos, el drama participa de la tragedia por la expresión de las pasiones, y de la comedia por la pintura de los caracteres; el drama, que es la tercera y grandiosa forma del arte, comprende, estrecha y fecunda las dos primeras. Corneille y Molière existirían independientemente uno de otro, si entre ellos no estuviese Shakespeare, dando á Corneille la mano izquierda y á Molière la derecha. De este modo, las dos electricidades opuestas de la comedia y la tragedia chocan, y la chispa que se produce es el drama.
Al explicar, como los entiende y los ha indicado ya varias veces, el principio, la ley y el objeto del drama, el autor no se oculta la exigüidad de sus fuerzas y la limitación de su espíritu. Define aquí, y no se suponga otra cosa, no lo que ha hecho, sino lo que ha querido hacer, señalando lo que para él fué su punto de partida, y nada más.
Con pocas líneas hemos de encabezar este libro, pues fáltanos el espacio para hacer las aclaraciones necesarias; y por lo tanto permítasenos pasar sin transición desde las ideas generales expuestas, y que á nuestro juicio dominan el arte si mantienen todas las condiciones del ideal, á varias ideas particulares que el drama Ruy Blas podría despertar en los espíritus reflexivos.
Ante todo, y no considerando la cuestión más que por uno de sus lados, bajo el punto de vista de la filosofía de la historia, ¿cuál es el sentido de este drama?—Expliquémonos.
En el momento en que una monarquía está próxima á hundirse, se pueden observar varios fenómenos: por lo pronto, la nobleza tiende á disolverse, y cuando se disuelve, he aquí cómo se divide:
El trono vacila, la dinastía se extingue, la ley cae por tierra; la unidad política queda socavada por los embates de la intriga; lo más elevado de la sociedad se bastardea y degenera; así exterior como interiormente, siéntese un desfallecimiento mortal; los grandes intereses del Estado se pierden, subsistiendo sólo los pequeños, triste espectáculo público; ya no hay policía, ni ejército, ni hacienda; y todos adivinan que se acerca el fin. De aquí resulta en todos los ánimos el tedio de la víspera, la inquietud del mañana, la desconfianza general,p. 258 el desaliento y el profundo disgusto. Como la enfermedad del Estado ataca la cabeza, la aristocracia es la primera víctima. ¿Qué sucede entonces con ella? Una parte de los nobles, la menos honrada y generosa, permanece en la corte: todo será devorado, el tiempo apremia, es preciso apresurarse para enriquecerse y aprovechar las circunstancias. Cada cual piensa sólo en sí, y sin compadecer al país realiza una pequeña fortuna particular en un rincón del infortunio público. Después de ser cortesano ó ministro es preciso darse prisa para alcanzar la felicidad y el poderío; y el que tiene talento se prostituye y triunfa. Las órdenes del Estado, las dignidades, los empleos, el dinero, todo se toma, todo se quiere y todo se saquea; no se vive más que para satisfacer la ambición y la codicia; y ocúltanse bajo mucha gravedad exterior los secretos desórdenes que pueden engendrar las flaquezas humanas. Y como este género de vida, en el cieno de las vanidades y de los goces del orgullo, tiene por primera condición el olvido de todos los sentimientos naturales, al fin se acaba por ser feroz. Cuando llega el día de la desgracia, en el cortesano caído desarróllase algo monstruoso, y el hombre se convierte en demonio.
La situación desesperada del reino impulsa á la otra mitad de la nobleza, la más digna y mejor nacida, á seguir otro camino. Vuelve á sus casas, á sus palacios, á sus castillos ó señoríos; disgústanle los asuntos públicos, porque nada puede hacer; y aproximándose el fin del mundo, no sabe qué partido tomar. Mas ¿para qué contristarse? Es preciso aturdirse, cerrar los ojos, vivir, beber, amar y gozar. ¿Quién sabe si vivirán un año más? Dicho esto, ó sólo pensado, el noble toma la cosa á lo vivo; multiplica su servidumbre, compra caballos, enriquece á mujeres, organiza fiestas, costea orgías, despilfarra, vende, compra, hipoteca, empeña, devora, entrégase á los usureros, é incendia su fortuna por los cuatro costados. El día menos pensado le ocurre una desgracia; y es que, por más que la monarquía se encamine á su ruina rápidamente, el noble llega antes á ella. Todo ha concluído, todo se ha quemado; de aquella vida tan bella y brillante, ni siquiera queda el humo; sólo se hallan cenizas. Olvidado y abandonado de todos, excepto de sus acreedores, el pobre hidalgo se convierte entonces en lo único que puede ser, en aventurero, espadachín,p. 259 y algo gitano; húndese y desaparece en la multitud, enorme masa, negra y sin brillo, que hasta entonces apenas había entrevisto de lejos á sus pies. En ella se sumerge y se refugia; ya no tiene oro, pero le queda el sol, riqueza de aquellos que nada poseen. Ha vivido al principio en las altas regiones de la sociedad; ahora se refugia en las más bajas y acomódase en ellas, burlándose de algún pariente ambicioso y rico; se hace filósofo, y compara á los ladrones con los cortesanos. Por lo demás, es bueno, valeroso, leal é inteligente, mezcla singular de poeta, de mendigo y de príncipe; se ríe de todos, é induce á sus compañeros á apalear á los corchetes, como lo hacían en otro tiempo sus lacayos; pero sin tomar parte en el asunto. En su persona se mezclan, no sin gracia, la impudencia del marqués con la desvergüenza del gitano; manchado por fuera, consérvase limpio interiormente; y nada tiene del caballero más que el honor, que conserva en salvo, el nombre que oculta, y la espada dispuesta.
Si el doble cuadro que acabamos de trazar es el que se ofrece á la vista en la historia de todas las monarquías en un momento dado, en España es donde se produjo particularmente de una manera notable á fines del siglo XVII. Si el autor hubiese podido realizar esta parte de su pensamiento, lo cual está muy lejos de suponer, la primera mitad de la nobleza española en aquella época y en el presente drama se resumiría en D. Salustio, y la otra mitad en D. César, ambos primos, como conviene.
Se entiende que aquí, como en todas partes, al trazar este bosquejo de la nobleza española hacia 1695, nos reservamos, por supuesto, hacer raras y respetables excepciones.—Sentado esto, prosigamos.
Continuando el examen de esa monarquía y de su época, por debajo de la nobleza así distribuída, y que hasta cierto punto se podría personificar en los dos hombres citados, vemos agitarse en la sombra algo grande, sombrío y desconocido.
Es el pueblo, que tiene el porvenir por suyo, sin poseer el presente; es el pueblo huérfano, pobre, dotado de inteligencia y vigor, y que hallándose muy bajo aspira á elevarse á las alturas, llevando en la espalda el sello de la esclavitud y en el corazón las premeditaciones del genio; es el pueblo, lacayop. 260 de los grandes señores, y enamorado, en medio de su miseria y abyección, de la única figura que en esa sociedad carcomida representa á sus ojos, en divina radiación, la autoridad, la caridad y la fecundidad. El pueblo sería Ruy Blas.
Ahora bien, sobre esos tres hombres que, así considerados, harían vivir y andar á la vista de los espectadores tres hechos, y en ellos toda la monarquía española del siglo XVII; sobre esos tres hombres, repetimos, descuella una casta y hermosa joven, una mujer, una reina. Desgraciada como mujer, porque, aunque casada, es como si no tuviese esposo; infeliz como reina, porque para ella no existe el rey; inclinada á sus inferiores por piedad real y por instinto; y mirando abajo mientras que Ruy Blas, el pueblo, mira hacia arriba.
Á los ojos del autor, y sin perjuicio de lo que los personajes accesorios puedan prestar á la verdad del conjunto, esas cuatro cabezas, así agrupadas, resumirían los principales caracteres que presentaba á la vista del filósofo historiador la monarquía española hace ciento cuarenta años. Á estas cuatro figuras podría agregarse, al parecer, una quinta, la del rey Carlos II; pero así en la historia como en el drama, este soberano no es una figura, sino una sombra.
Apresurémonos ahora á decir que lo que se acaba de leer no es la explicación de Ruy Blas, y sí solamente uno de sus aspectos: es la impresión particular que podría dejar este drama, si valiese la pena estudiarle, en el espíritu grave y concienzudo que lo examinara, por ejemplo bajo el punto de vista de la filosofía de la historia.
Pero por poco que este drama valga, tiene, como todas las cosas de este mundo, otros varios aspectos, y se podría considerar de muy distintas maneras, porque nos es dado tomar diversos puntos de vista de una idea, lo mismo que de una montaña; esto depende del sitio donde el observador se coloca. Permítasenos, sólo para aclarar nuestra idea, una comparación por demás ambiciosa: el Mont Blanc, visto desde la Croix-de-Fléchères, no parece el mismo cuando se mira desde Sallenches; y no obstante, siempre es el Mont Blanc.
Del mismo modo, y pasando de una cosa muy grande á otra pequeña, este drama, cuyo sentido histórico acabamos de indicar, ofrecería un aspecto muy distinto si se le considerase bajo un punto de vista mucho más elevado aún, el puntop. 261 puramente humano. Entonces, D. Salustio sería el egoísmo absoluto, la inquietud sin reposo; D. César, su contrario, el desinterés y la indiferencia; en Ruy Blas veríamos el genio y la pasión comprimidos por la sociedad, lanzándose á tanta más altura cuanto mayor es la compresión; y la reina, en fin, sería la virtud minada por el tedio.
Bajo el punto de vista exclusivamente literario, el aspecto de este pensamiento, titulado Ruy Blas, cambiaría de nuevo. Las tres formas soberanas del arte podrían parecer personificadas y resumidas: D. Salustio sería el drama, D. César la comedia, y Ruy Blas la tragedia: el drama anuda la acción, la comedia le complica, y la tragedia le corta.
Todos estos aspectos son verdaderos y exactos, pero ninguno de ellos completo; la verdad absoluta no está sino en el conjunto de la obra. Si cada cual encuentra lo que busca, el poeta habrá alcanzado su objeto, aunque sin lisonjearse. El asunto filosófico de Ruy Blas es el pueblo aspirando á las regiones elevadas; el asunto humano es un hombre que ama á una mujer; el asunto dramático es un lacayo que ama á una reina. La multitud que todas las noches acude á ver esta obra, porque en Francia la atención pública no deja nunca de fijarse en las tentativas del ingenio, cualesquiera que sean, la multitud, repetimos, no ve en Ruy Blas más que este último asunto dramático, el lacayo; y tiene razón.
Lo que acabamos de decir de Ruy Blas nos parece evidente en las demás obras. Las producciones respetables de los maestros tienen también la notable particularidad de presentar al estudio más fases que las otras. Tartufe hace reir á éstos y temblar á aquellos; Tartufe es la serpiente doméstica, ó el hipócrita, ó la hipocresía; tan pronto es un hombre como una idea. Otelo es para algunos un negro que ama á una blanca; para otros un intruso que se enlaza con una patricia; para éstos, un celoso; para aquellos, la personificación de los celos. Esta diversidad de aspectos no altera en nada la unidad fundamental de la obra, pues ya lo hemos dicho: hay mil ramas y un tronco único.
Si el autor de este libro ha insistido particularmente en la significación histórica de Ruy Blas, es porque á su modo de ver, sólo por el sentido histórico se relaciona esta producción con Hernani. El hecho culminante de la nobleza manifiéstasep. 262 en este drama, como en Ruy Blas, junto al hecho culminante de la monarquía: sólo que en Hernani, como la monarquía absoluta no está fundada todavía, la nobleza lucha aún contra el rey, aquí con el orgullo, allá con el acero, medio feudal y medio rebelde. En 1519, el noble vive lejos de la corte, en la montaña, á manera de bandido, como Hernani, ó cual un patriarca, como Ruy Gómez. Doscientos años más tarde todo ha cambiado: los vasallos se han convertido en cortesanos; y si el noble comprende la necesidad de ocultar su nombre, á causa de sus aventuras, no es para escapar del rey, sino para sustraerse á sus acreedores; ya no se hace bandido; conviértese en gitano. Harto se comprende que la monarquía absoluta ha pasado durante largos años sobre esas nobles cabezas, encorvando unas y aniquilando otras.
Y ahora, permítasenos la última observación: entre Hernani y Ruy Blas transcurren dos siglos en España, dos grandes siglos, durante los cuales ha sido dado á la descendencia de Carlos V dominar el mundo; dos siglos que la Providencia, hecho notable, no quiso prolongar ni una hora, pues aquel soberano nació en 1500 y Carlos II murió en 1700. En este último año, Luís XIV recogía la herencia de Carlos V, como Napoleón, en 1800, la de Luís XIV. Esas grandes apariciones de dinastías, que iluminan por momentos la historia, son para el autor bello y melancólico espectáculo en el que con frecuencia fija sus miradas, tratando á veces de llevar algo de ellas á sus obras. Por eso ha querido iluminar á Hernani con los rayos de la aurora, cubriendo á Ruy Blas con las tinieblas del crepúsculo. En Hernani sale el sol de la casa de Austria; en Ruy Blas se pone.
París, 25 de Noviembre de 1838.
p. 263
Ruy Blas
p. 264
PERSONAJES
Madrid, 169...
p. 265
DON SALUSTIO
El salón de Danae en el palacio real de Madrid. Mobiliario magnífico, al gusto semi-flamenco de la época de Felipe IV. Á la izquierda, ventana grande con marco dorado y cristales pequeños; á cada lado una puertecilla que comunica con alguna habitación interior; en el fondo, galería de cristales con puerta grande; esta galería atraviesa todo el teatro, y está ocultap. 266 por inmensos cortinajes. Una mesa, un sillón y recado de escribir.
Don Salustio entra por la puertecilla de la izquierda, seguido de Ruy Blas y de Gudiel, que lleva una maleta y algunos paquetes, como si fuera de viaje. D. Salustio viste traje de terciopelo negro al estilo de la corte de Carlos II, ostentando en el cuello el Toisón de oro; lleva ferreruelo muy rico, de terciopelo claro, bordado de oro y con forro negro de seda; espada con empuñadura de cazoleta, y sombrero con plumas blancas. Gudiel viste también de negro, y lleva espada. Ruy Blas va de lacayo: calzón corto, jubón pardo, galones de oro y la cabeza descubierta. Sin espada.
DON SALUSTIO DE BAZÁN, GUDIEL y RUY BLAS
D. Salustio.—Ruy Blas, cerrad la puerta y abrid esa ventana. (Ruy Blas obedece, y á una señal de D. Salustio sale por la puerta del fondo, mientras éste se dirige á la ventana.) Aún duermen todos aquí, pero ya despunta el alba. (Se vuelve bruscamente hacia Gudiel.) ¡Ah, ha sido un rayo!... Sí, mi reinado ha concluído, Gudiel... ¡Estoy en desgracia; me han expulsado! ¡Ah, perderlo todo en un día! La aventura es aún secreta; no hables de ello. ¡Y todo por amoríos con una doncella, harto impropios á mi edad, convengo en ello! ¡Seducida! ¡Vaya una desgracia! Porque esa muchacha es camarista de la reina y vino con ella de Neuburgo, reclama contra mí; presenta á su hijo en la cámara real; se me ordena casarme, rehuso y me destierran. ¡Sí, me destierran! ¡He aquí el desenlace al cabo de veinte años de incesante trabajo día y noche, de veinte años de ambición, después de haber sido alcalde de casa y corte, cuyo nombre no pronunciaba nadie sin temor, y jefe de la casa de Bazán! ¡Mi crédito, mi poderío, todo cuanto soñaba, cargos, empleos, honores, todop. 267 se hunde en medio de las carcajadas de la multitud!
Gudiel.—Nadie lo sabe aún, señor.
D. Salustio.—No, pero lo sabrán mañana, aunque afortunadamente ya estaremos en camino. No quiero caer; desapareceré. (Se desabrocha violentamente el jubón.) Siempre me oprimes como si fuese una dama, y yo me ahogo, amigo mío. (Se sienta.) ¡Oh! quiero abrir un subterráneo profundo y lóbrego sin que nadie lo eche de ver. ¡Desterrado!
(Se levanta.)
Gudiel.—¿De dónde viene el golpe, señor?
D. Salustio.—De la Reina. ¡Oh! me vengaré, Gudiel. Tú que has sido mi maestro, y que desde hace veinte años me ayudaste y serviste en las cosas pasadas, bien sabes hasta dónde alcanzan mis proyectos en la sombra, así como el hábil arquitecto conoce la profundidad del pozo que socavó. Me marcho; quiero ir á Castilla, á mis dominios, y allí meditaré mis planes. ¡Y todo esto por una muchacha! Ocúpate tú de los preparativos del viaje, porque la cosa urge. Entre tanto, diré dos palabras al individuo que ya sabes, aunque ignoro si me podrá servir. Hasta la noche soy el amo aún, y te aseguro que me vengaré. No sé cómo, pero ha de ser ruidosamente. Vamos, vé á ocuparte de los preparativos, y despacha. Sobre todo, silencio. Tú marcharás conmigo. (Gudiel saluda y sale. D. Salustio llama.) ¡Ruy Blas!
(Ruy Blas se presenta en la puerta del fondo.)
Ruy Blas.—¿Señor?
D. Salustio.—Como ya no he de dormir más en palacio, es preciso dejar las llaves y cerrar los postigos.
Ruy Blas (inclinándose).—Está bien, señor.
D. Salustio.—Escucha: la Reina pasará por la galería cuando se dirija á su cámara después de oir misa, de aquí á dos horas. Es preciso que estés allí, Ruy Blas.
Ruy Blas.—No faltaré, señor.
p. 268D. Salustio (en la ventana).—¿Ves aquel hombre que pasa por la plaza y enseña á la guardia un papel? Sin decir palabra hazle señas para que suba por la escalera secreta. (Ruy Blas obedece; D. Salustio sigue mostrándole la puertecilla de la derecha.) Antes de marcharte, mira si se hallan en esa estancia los agentes de policía, y si están despiertos los tres alguaciles de servicio.
Ruy Blas (se dirige á la puerta, la entreabre y vuelve).—Duermen, señor.
D. Salustio.—Habla en voz baja. Te necesitaré; no te alejes mucho, y entre tanto vigila para que no nos molesten los importunos.
(Entra D. César de Bazán: lleva el sombrero abollado, capa andrajosa, que no deja ver de su traje sino las medias desarregladas y los zapatos rotos, y espada de matón. En el momento de entrar, D. César y Ruy Blas se miran y hacen á la vez un ademán de sorpresa.)
D. Salustio (aparte y observándolos).—¡Se han mirado! ¿Si se conocerán?
(Ruy Blas sale.)
D. SALUSTIO, D. CÉSAR
D. Salustio.—¡Hola! ¿Ya estáis aquí, bandido?
D. César.—Sí, primo; heme aquí.
D. Salustio.—¡Fortuna es ver á semejante truhán!
D. César (saludando).—Me complace...
D. Salustio.—Caballero, conocemos vuestras trapisondas.
D. César (con aire risueño).—¿Y os agradan?
D. Salustio.—Sí, son muy meritorias. La otra noche, la víspera de Pascua, robaron á D. Carlos de Mira; quitáronle su acero, de vaina cincelada, y el coleto;p. 269 pero como es caballero de Santiago, los ladrones le dejaron la capa.
D. César.—¡Santo cielo! ¿Y por qué?
D. Salustio.—Porque lleva bordada en ella la cruz roja. Pero ¿qué os parece la algarada?
D. César.—¡Ah diablo! Digo que vivimos en un tiempo temible. ¿Qué será de nosotros, Dios mío, si los ladrones se atreven con Santiago y hacen con él de las suyas?
D. Salustio.—¡Entre ellos estabais!
D. César.—¡Pues bien, sí! Con ellos estaba, ya que es preciso hablar; pero yo no toqué á vuestro don Carlos, y sólo dí algunos consejos.
D. Salustio.—Aún hay más. Anoche, en la plaza Mayor, varios hombres de mala traza que salían de un lupanar espantoso, atacaron de improviso á la ronda. También estabais con ellos.
D. César.—Primo mío, siempre tuve á menos atacar á los corchetes. Cierto que estaba allí; pero mientras se distribuían las estocadas, yo componía versos debajo de los arcos. Á decir verdad, se zurraron de lo lindo.
D. Salustio.—No es eso todo.
D. César.—¿Qué más hay?
D. Salustio.—Entre otros actos, se os acusa de haber abierto en Francia, sin llave, con ayuda de vuestros compañeros, las cajas reales.
D. César.—No digo que no. Francia es país enemigo.
D. Salustio.—En Flandes encontrasteis á un tal Pablo Barthelemy, que llegaba de Mons con el producto de los diezmos del clero, y sin reparo alguno osasteis apoderaros de los fondos que conducía.
D. César.—¿En Flandes? Puede ser muy bien, porque he viajado mucho. ¿Es eso todo?
D. Salustio.—Don César, al rostro me sube el rubor de la vergüenza cuando en vos pienso.
p. 270D. César.—Bueno, dejadle que suba.
D. Salustio.—Nuestra familia...
D. César.—No hablemos de ella, porque en Madrid sólo vos conocéis mi nombre.
D. Salustio.—Una marquesa me decía hace poco, al salir de la iglesia: «¿Quién es ese bandido que va por allí, mirando á todas partes con aire arrogante, apoyada la mano en la cadera y el ojo avizor? ¿Quién es ese hombre, más andrajoso que Job y más altivo que Braganza, que lleva deshilachados los puños, la capa hecha girones, y en vez de la espada de caballero una tizona de espadachín?»
D. César (dirigiendo una ojeada sobre su traje).—Contestaríais que era el buen Zafari.
D. Salustio.—No; me sonrojé de vergüenza.
D. César.—Pues la dama sonrió. Á mí me gusta mucho hacer reir á las mujeres.
D. Salustio.—No os acompañáis más que con infames espadachines.
D. César.—¡Clérigos y estudiantes, humildes como corderos!
D. Salustio.—Por todas partes se os ve con mujerzuelas.
D. César.—¡Oh! son las diosas del amor, á las cuales rindo culto, y á quienes compongo sonetos por la noche.
D. Salustio.—En fin, ese Matalobos, ese ladrón que está asolando á Madrid á pesar de nuestra policía, es también amigo vuestro.
D. César.—Razonemos, si os place. Sin ese hombre, yo estaría desnudo, lo cual no sería decente, primo mío. Una noche del mes de Diciembre, viéndome en la calle casi sin ropa, se conmovió.—Al duque de Alba, ese fatuo perfumado, le robaron, hace un mes, su hermoso jubón de seda...
D. Salustio.—¿Y qué más?
p. 271D. César.—Ahora le llevo yo; Matalobos tuvo á bien dármele.
D. Salustio.—¡El jubón del duque! ¿Y no os avergonzáis?...
D. César.—Nunca me avergonzaré de llevar tan buen jubón, ricamente bordado, que me abriga en invierno y me hermosea en verano. Miradle, está nuevo. (Entreabre su capa y muestra un magnífico justillo de seda de color de rosa bordado de oro.) He hallado en esta prenda un centenar de billetes amorosos dirigidos al duque. Siempre pobre, y con frecuencia enamorado, si en alguna calle entreveo una cocina, de la cual se exhalan aromas suculentos, siéntome cerca, leo las cartitas del duque, y así engaño á la vez el estómago y el amor.
D. Salustio.—¡Don César!...
D. César.—Primo mío, dejaos de reprensiones. Ciertamente soy un gran señor, y deudo vuestro; me llamo don César, conde de Garofa; pero véome reducido á la miseria. Yo era rico; tenía palacios, posesiones y rentas; mas antes de cumplir los veinte años, todo me lo había comido, y de mis cuantiosos bienes, verdaderos ó falsos, sólo me quedaba una legión de acreedores que me acosaban sin cesar. No tenía más remedio que huir y cambiar de nombre; y ahora no soy más que un alegre compañero, llamado Zafari, á quien nadie puede comprometer excepto vos. Vos no me dais un cuarto, ni tampoco os lo pido. Por la noche duermo sobre la dura piedra, á la puerta de un palacio, teniendo por techo la celeste bóveda; y así soy feliz, pues todo el mundo me cree en la India, ó tal vez muerto. En la fuente más próxima apago la sed, y después me paseo con aire arrogante. Mi palacio, donde en otro tiempo voló mi dinero, pertenece ahora al nuncio Espínola; pero no importa. Cuando por casualidad llego hasta allí, doy consejos á los operarios del dueño, que se ocupan en esculpir un Baco sobrep. 272 la puerta. Ahora ya lo sabéis todo. Prestadme diez escudos.
D. Salustio.—Escuchadme...
D. César (cruzándose de brazos).—Veamos ahora vuestro estilo.
D. Salustio.—Os he hecho venir para seros útil, César. Yo, poderoso y sin hijos, veo con sentimiento que os arrastran al abismo, y quiero libraros de él. Aunque indiferente á todo, sois desgraciado, y por lo mismo me propongo pagar vuestras deudas, devolveros vuestros palacios, introduciros en la corte para que volváis á ser un caballero, embeleso de las damas. Desaparezca para siempre Zafari, y sustitúyale don César. Quiero que de mi caja toméis cuanto os conviniere, sin temor, á manos llenas, sin ocuparos del porvenir. Cuando se tienen parientes, preciso es sostenerlos, César, y mostrarnos compasivos con nuestros deudos...
(Mientras que D. Salustio habla, el rostro de D. César expresa cada vez mayor asombro, alegría y confianza, y al fin no puede reprimirse.)
D. César.—Siempre habéis tenido un talento endiablado, y á fe mía que sois muy elocuente. Continuad.
D. Salustio.—César, no os impongo sino una condición... Voy á explicarme. Por lo pronto tomad mi bolsa.
D. César (cogiendo la bolsa que está llena de oro).—¡Ah! Esto es magnífico.
D. Salustio.—Y además voy á daros quinientos ducados.
D. César (deslumbrado).—¡Marqués...!
D. Salustio.—Desde hoy...
D. César.—¡Pardiez! soy del todo vuestro en cuanto á las condiciones. Mandad; mi espada está á vuestra disposición, y soy vuestro esclavo. Si os place, hasta iré á cruzar el acero con Lucifer, rey de los infiernos.
p. 273D. Salustio.—No, no acepto vuestra espada; tengo mis razones para ello.
D. César.—¿Qué deseáis entonces? Apenas tengo nada más que ofrecer.
D. Salustio (acercándose á él y bajando la voz).—Vos conocéis, y en esta ocasión es muy conveniente, á todos los perdidos de Madrid.
D. César.—Me lisonjeáis, primo mío.
D. Salustio.—Siempre os acompaña toda una cuadrilla, y en caso necesario os sería fácil promover un motín. Todo esto podría servirnos.
D. César (soltando la carcajada).—Á fe mía que estáis haciendo un drama. ¿Qué parte me confiaréis en la obra? ¿Será el poema ó la sinfonía? De todos modos mandad; pero mi fuerte es el sainete.
D. Salustio.—Hablo á D. César, y no á Zafari. (Bajando la voz cada vez más.) Escucha. Necesito alguien que trabaje á mi lado en la sombra, á fin de preparar un gran acontecimiento. Yo no soy perverso, pero hay ocasiones en que el más delicado, desvergonzándose al fin, ha de hacer cosas feas. Tú serás rico; para ello sólo te impongo por condición que me ayudes en silencio á tender un lazo, una red oculta, como hacen los cazadores por la noche; pero no para coger una avecilla. Es preciso que por un plan bien combinado y terrible me sea dado vengarme. Pienso que no serás escrupuloso...
D. César.—¿Vengaros?
D. Salustio.—Sí.
D. César.—¿De quién?
D. Salustio.—De una mujer.
D. César (irguiéndose y mirando á D. Salustio con altivez).—¡Alto ahí! no me digáis una palabra más. En este punto, voy á deciros, primo mío, cuál es mi modo de pensar. Todo aquel que vil y traidoramente se venga de una mujer débil cuando tiene derecho á llevar espadap. 274 y que nacido caballero, obra como alguacil, ese, aunque fuese el rey de Castilla, aunque ciñera cien coronas, aunque se titulase conde y duque ó marqués, y descendiera de la más noble familia, no será para mí más que un vil y cobarde, á quien quisiera ver colgado de una horca en castigo de su felonía.
D. Salustio.—¡César!...
D. César.—No añadáis una palabra; me ultrajáis. (Arroja la bolsa á los pies de D. Salustio.) Guardad vuestro secreto, y con él vuestro dinero. ¡Ah! Comprendo la matanza, el robo y el saqueo; comprendo que en noche oscura se asalte, hacha en mano, algún castillo, y que con cien bandoleros se mate sin compasión; entonces todos hieren y gritan, cual verdaderos bandidos; ojo por ojo, diente por diente, hombres contra hombres. Comprendo todo esto; pero que se atraiga suavemente á una mujer para aniquilarla, tendiendo á sus pies odioso lazo, á fin de abusar tal vez de su honor; apoderarse de una pobre avecilla que canta alegre, valiéndose de un medio infame... ¡Oh! ¡antes que llegar á esta deshonra, antes que ser rico y poderoso á semejante precio, preferiría, y aquí lo digo ante Dios, que ve mi alma, que un perro corroyese mi cráneo clavado en la picota!
D. Salustio.—Primo...
D. César.—De vuestros beneficios no necesito disfrutar mientras que halle agua en las fuentes, espacio libre en los campos, y en la ciudad un ladrón que me vista en invierno. Á fe mía que olvidaré la prosperidad pasada mientras pueda dormir tranquilo á la puerta de vuestros soberbios palacios, sin temor de que me despierten. Adiós, pues; Dios sabe cuál de los dos es el mejor. Con vuestros cortesanos quedad, don Salustio, mientras yo vuelvo con mi canalla, con los lobos, no con las serpientes.
D. Salustio.—Un momento...
p. 275D. César.—¡Vamos! abreviemos la entrevista; si tratáis de prenderme, ordenadlo de una vez.
D. Salustio.—Muy bien; creía, César, que estabais más endurecido; la prueba ha sido buena, y favorable para vos. Estoy contento; venga esa mano, os lo ruego.
D. César.—¡Cómo!
D. Salustio.—Todo esto no pasa de una broma. Cuanto he dicho ha sido para probaros, y nada más.
D. César.—Me hacéis soñar despierto. La mujer, esa trama, esa venganza...
D. Salustio.—¡Pura invención, sueños y quimeras!
D. César.—¡Perfectamente! ¿Y el ofrecimiento de pagar mis deudas es quimera también? ¿Es un sueño lo de los quinientos ducados?
D. Salustio.—Voy á buscarlos ahora mismo.
(Se dirige á la puerta del fondo, y hace seña á Ruy Blas para que se quede.)
D. César (aparte, en el proscenio, y mirando á D. Salustio de reojo).—¡Hum! cara de traidor; cuando la boca dice sí, la mirada parece decir: veremos.
D. Salustio (á Ruy Blas).—Permaneced aquí, Ruy Blas. (Á D. César.) Vuelvo al punto.
(Sale por la puertecilla de la izquierda, y apenas desaparece, D. César y Ruy Blas corren el uno hacia el otro.)
D. CÉSAR, RUY BLAS
D. César.—Á fe mía que no me engañaba. ¡Tú aquí, Ruy Blas!
Ruy Blas.—¿Eres tú, Zafari? ¿Qué haces en este palacio?
p. 276D. César.—Paso y me voy; así como al ave, agrádame el espacio. ¿Pero y tú, qué significa esa librea, ese disfraz?
Ruy Blas (con amargura).—Más disfrazado estoy de otro modo.
D. César.—¿Qué dices?
Ruy Blas.—Déjame estrecharte la mano como en aquel tiempo feliz de libertad y de miseria en que vivía sin hogar, hambriento de día y yerto de frío por la noche; pero independiente; aquel tiempo en que me conociste, y en que yo era hombre aún. Ambos hijos del pueblo, nos parecíamos tanto que nos tomaban por hermanos; cantábamos al despuntar la aurora, y llegada la noche dormíamos uno junto á otro bajo el estrellado cielo, compartiendo siempre lo que teníamos. Por fin llegó la triste hora de nuestra separación; y al cabo de cuatro años te encuentro otra vez, siempre el mismo, alegre como un muchacho, libre como el gitano; siempre eres ese Zafari, rico en su pobreza, que nada tuvo jamás, ni deseó cosa alguna. Pero yo ¡cuánto he cambiado, hermano! Huérfano, alimentado de ciencia y orgullo en un colegio, en vez de destinarme á simple obrero, hicieron de mí un soñador. Tú ya sabes hasta qué punto llegaban mis aspiraciones de poeta, cuando te burlabas de mis versos insensatos. Tenía yo no sé qué ambición en el alma. ¿Para qué trabajar? Dirigíame hacia un objeto invisible; creíalo todo verdadero, todo posible, y de la suerte lo esperaba todo. Por otra parte, soy de aquellos que pasan sus días pensativos y ociosos, contemplando algún palacio donde rebosan las riquezas, para ver entrar y salir á las elegantes damas. Así me sucedió un día en que, hambriento y moribundo, recogí el pan donde le encontré, en medio del ocio y la ignominia. ¡Oh! cuando yo tenía veinte años confiaba en mi genio, mientras me perdía, recorriendo descalzo los caminos y entregado á mis meditacionesp. 277 sobre la suerte de los humanos. Había trazado planes sobre todo, una verdadera montaña de proyectos; condolíame la desgracia de España, y, pobre de espíritu, pensé que el mundo necesitaba de mí. Ya ves el resultado, amigo mío: ¡un lacayo!
D. César.—Sí, ya lo sé; el hambre es puerta muy baja, y cuando se ha de pasar por ella, el más grande es aquel que más se encorva; pero la suerte tiene su flujo y reflujo. Espera.
Ruy Blas.—El marqués de Finlas es mi amo.
D. César.—Ya le conozco. ¿Y vives en este palacio?
Ruy Blas.—No, esta mañana pisé el umbral por primera vez.
D. César.—¿De veras? Tu amo, no obstante, debe habitar aquí á causa del cargo que desempeña.
Ruy Blas.—Sí, porque la corte le necesita á cada momento; pero tiene una casa desconocida, donde tal vez no ha entrado nunca en pleno día, aunque sólo dista cien pasos del palacio; es modesta y misteriosa, y en ella vivo yo. Por la puerta secreta, cuya llave sólo tiene mi amo, el marqués entra á veces por la noche seguido de hombres enmascarados que hablan en voz baja y se encierran, sin que nadie sepa lo que allí sucede luego. Por compañeros tengo dos negros mudos que, ignorando mi nombre, tal vez me toman por su amo.
D. César.—Sí; allí recibe sin duda á sus espías, allí es donde tiende sus emboscadas. Es un hombre profundo y poderoso.
Ruy Blas.—Ayer me dijo: «Es preciso que mañana estés en palacio antes de rayar la aurora: entrarás por la verja dorada.» Al llegar me mandó ponerme esta librea, que hoy llevo por primera vez.
D. César (estrechándole la mano).—Espera.
Ruy Blas.—¡Esperar! Tú no sabes aún lo que es para mí llevar este traje que mancha y deshonra. Haberp. 278 perdido la alegría y el orgullo no es nada, y tampoco importa ser vil y esclavo. Escucha, hermano mío; no siento yo usar esta librea que me infama, porque en el pecho tengo una hidra cuyos dientes de fuego me oprimen el corazón en sus ardientes repliegues. El exterior te atemoriza. ¡Qué dirías si vieses el interior!
D. César.—¿Qué quieres decir?
Ruy Blas.—Inventa, imagina, busca en tu espíritu, supón algo extraño, insensato, inaudito y horrible, una fatalidad que deslumbre; sí, prepara un veneno espantoso, abre un abismo más sordo que la locura, más negro que el crimen; y cuando hayas hecho todo lo que digo, aún no te acercarás á mi secreto. ¿No lo adivinas? ¡Cómo has de adivinarlo! Sondea con la mirada el precipicio á donde el destino me arrastra... Amo á la Reina.
D. César.—¡Cielos!
Ruy Blas.—Bajo un dosel ornado con el globo imperial hay un hombre, unas veces en Aranjuez, y otras en el Escorial, á quien apenas se ve y á quien no se nombra sin terror; un hombre para quien, cual si fuese Dios, todos somos iguales; al que se mira temblando y se sirve de rodillas; que puede hacer caer nuestras cabezas á una simple señal; un hombre cuyos caprichos son un acontecimiento; que vive solo y soberbio, encerrado gravemente en una majestad terrible y profunda, y cuyo poderío se extiende por la mitad del mundo. ¡Pues bien, yo, el lacayo de ese hombre, de ese rey, estoy celoso!
D. César.—¡Celoso del rey!
Ruy Blas.—¡Sí, del rey, puesto que amo á su esposa!
D. César.—¡Desgraciado!
Ruy Blas.—Escucha. Todos los días la espero al paso, y estoy como loco. ¡Oh! la vida de esa mujer esp. 279 un tejido de enojos; todas las noches pienso en ello. ¡Vivir en esta corte de odios y mentiras, casada con un rey que pasa el tiempo cazando! ¡Imbécil! Viejo ya á los treinta años, ni es hombre ni es rey.—Familia que se extingue: el padre era débil hasta el punto de no poder sostener en la mano un pergamino. ¡Oh! tan bella y tan joven, y haber dado su mano á ese rey Carlos II. ¡Qué lástima! No sé cómo esta locura amorosa ha penetrado en mi corazón; pero juzga tú. La reina ama una flor azul de Alemania; aquí no la hay, y todos los días ando una legua para coger algunas; con las más bonitas formo un ramo, y á media noche me introduzco en los jardines reales como un ladrón y deposito mi ofrenda en el banco donde la soberana suele sentarse. Anoche mismo me atreví, compadécete, hermano, á colocar un billete entre las flores. Para llegar hasta ese banco es preciso franquear el muro, y en su parte superior me hieren las puntas de hierro que se suelen poner en las cercas. Algún día me dejaré allí el corazón y las entrañas. Ignoro si encuentra mis flores y mi carta; pero con todo esto, ya ves que soy un insensato.
D. César.—¡Diablo! tu aventura no deja de ser peligrosa. Ten cuidado, porque el conde de Oñate, que la ama también, la vigila, en calidad de mayordomo y de enamorado. Podría suceder que una noche, algún guarda poco dormilón, te clavase la partesana antes de marchitarse tu ramo. ¡Vaya una ocurrencia, amar á la reina! ¿Cómo diablos has podido llegar á este caso?
Ruy Blas (con arrebato).—¿Lo sé yo por ventura? ¡Oh! daría mi alma al demonio por ser sólo durante una hora uno de esos jóvenes señores que desde la ventana veo en este instante, y que cual viva afrenta para mí, entran luciendo la pluma en el sombrero y altiva la frente. Sí, me condenaría sólo para que mep. 280 fuese dado arrojar esta librea y poder acercarme á la reina, como ellos, con un traje semejante al suyo. Pero, ¡oh rabia, estar junto á ella y no ser á sus ojos más que un lacayo! ¡Tened compasión de mí, Dios mío! (Acercándose á D. César.) Ahora recuerdo que me preguntabas por qué la amo así y desde cuándo... Cierto día... pero ¿á qué recordarlo? Es verdad; siempre te conocí esa manía de preguntar ¿por qué? ¿cómo? ¿cuándo? Pero la sangre me hierve en las venas, y sólo podría decirte que la amo locamente.
D. César.—Cálmate.
Ruy Blas (cayendo desfallecido y pálido en un sillón).—Sufro mucho, hermano; dispénsame, ó más bien huye de este pobre loco, que con espanto siente bajo su librea de lacayo las pasiones de un rey.
D. César (poniéndole la mano sobre el hombro).—¡Yo huir de ti; yo que no he sufrido porque nunca amé á nadie; yo, pobre cascabel que ya no suena, pobre mendigo del amor, á quien de vez en cuando arroja una limosna el destino; yo, que nada siento ya en el corazón, pareciéndome que el alma se ha retirado de mi cuerpo! ¿Por qué había de huir? Por ese amor que en tus ojos rebosa te envidio, y á la vez te compadezco, Ruy Blas.
(Momento de pausa: con las manos cogidas, los dos se miran con expresión amistosa y de tristeza.—Entra D. Salustio y adelántase con paso lento, fijando una mirada profunda en D. César y Ruy Blas, que no le ven. En una mano lleva un sombrero y una espada, que al entrar deposita en un sofá, y en la otra una bolsa, que pone sobre la mesa.)
D. Salustio (á D. César).—He aquí el dinero.
(Al oir la voz de D. Salustio, Ruy Blas se levanta como sobresaltado, y permanece en pie, con la vista baja, en actitud respetuosa.)
D. César (aparte, mirando á D. Salustio de reojo).—Elp. 281 diablo me lleve si ese tunante no escuchaba á la puerta. ¡Bah! al fin y al cabo, poco importa. (Á D. Salustio en voz alta.) Muchas gracias, primo.
(Abre la bolsa, esparce el contenido en la mesa y revuelve con alegría los ducados, colocándolos en pilas sobre el tapete de terciopelo. Mientras los cuenta, D. Salustio se dirige al fondo del teatro, volviendo la cabeza para ver si llama la atención de D. César; abre la puertecilla de la derecha y á una señal salen tres alguaciles armados con espadas y vestidos de negro. D. Salustio les muestra misteriosamente á D. César. Ruy Blas permanece inmóvil, de pie cerca de la mesa, sin ver ni oir nada.)
D. Salustio (en voz baja á los alguaciles).—Cuando salga de aquí ese hombre que cuenta el dinero, seguidle y apoderaos de él silenciosamente, sin violencia. Después le conduciréis á Denia, y una vez allí, embarcadle. (Les entrega un pergamino sellado.) He aquí la orden escrita de mi puño y letra. Sin prestar oído á sus quejas, le venderéis, una vez en el mar, á los corsarios argelinos. Mil piastras para vosotros si llenáis vuestro cometido pronto y bien.
(Los tres alguaciles se inclinan y salen.)
D. César (acabando de arreglar los ducados).—Nada es tan agradable y divertido como hacer pilas de monedas cuando son nuestras. (Hace dos partes iguales y se vuelve á Ruy Blas.) Hermano, he aquí tu parte.
Ruy Blas.—¡Cómo!
D. César (mostrándole una de las dos pilas de oro).—¡Tómala, vente y sé libre!
D. Salustio (que los observa en el fondo).—¡Diablo!
Ruy Blas (moviendo la cabeza en señal de negativa).—No; el corazón es lo que quisiera tener libre; mi suerte está echada, y debo permanecer aquí.
D. César.—Bien, obra como te plazca. Sólo Dios sabe si tú eres el loco y yo el sabio.
(Recoge el dinero, lo echa en la bolsa y se la guarda.)
p. 282D. Salustio (en el fondo del teatro, aparte, y observando siempre).—Poco más ó menos el mismo rostro y el mismo aire.
D. César (á Ruy Blas).—¡Adiós!
Ruy Blas.—Toca estos cinco.
(Se estrechan la mano. D. César sale sin ver á D. Salustio, que permanece retirado.)
RUY BLAS, D. SALUSTIO
D. Salustio.—¡Ruy Blas!
Ruy Blas (volviéndose vivamente).—¿Señor?
D. Salustio.—¿Era ya de día esta mañana cuando llegasteis?
Ruy Blas.—Aún no, señor; dí el pase al portero, y he subido.
D. Salustio.—¿Llevabais capa?
Ruy Blas.—Sí, señor.
D. Salustio.—En ese caso, nadie os habrá visto aún esa librea en palacio.
Ruy Blas.—Ni tampoco en Madrid.
D. Salustio (señalando con el dedo la puerta por donde ha salido D. César).—Está muy bien. Id á cerrar la puerta y quitaos ese traje. (Ruy Blas se despoja de su librea y arrójala en un sillón.) Me parece que tenéis muy buen carácter de letra. Escribid. (Hace seña á Ruy Blas para que se siente á la mesa, donde hay plumas y tinteros. Ruy Blas obedece.) Hoy vais á servirme de secretario. Nada os ocultaré. Por lo pronto un billete de amor para la reina de mi corazón, para doña Elvira, esa sirena que debe haber caído del paraíso. Voy áp. 283 dictaros. «Un peligro terrible me amenaza en este momento; sólo mi reina puede conjurar la tempestad, viniendo á buscarme esta noche á casa. De lo contrario estoy perdido. Pongo á vuestras plantas mi vida y mi corazón y os beso los pies.» (Riendo.) ¡Un peligro! El recurso es hábil para atraerla á mi casa. ¡Oh! yo soy experto. Á las mujeres les agrada mucho salvar á quien las pierde.—Añadid: «Por la puerta que hay en lo último de la Alameda podréis entrar sin ser reconocida; una persona de confianza os abrirá.» Perfectamente. ¡Ah! firmad.
D. Salustio.—¿Vuestro nombre?
D. Salustio.—No. Firmad César; es mi nombre de guerra.
Ruy Blas (después de haber obedecido).—La dama no reconocerá la escritura.
D. Salustio.—¡Bah! el sello basta; con frecuencia lo hago de este modo. Ruy Blas, yo parto esta noche y os dejo aquí. Tengo proyectos muy favorables respecto á vos; vais á cambiar de situación, pero es necesario que me obedezcáis en todo. Como vos sois un servidor discreto, fiel y reservado...
Ruy Blas (inclinándose).—Señor...
D. Salustio (continuando).—Quiero mejorar vuestra suerte.
Ruy Blas (mostrando el billete que acaba de escribir).—¿Á dónde se ha de dirigir esa carta?
D. Salustio.—Yo me encargo de ello. (Acercándose á Ruy Blas con aire significativo.) Quiero haceros feliz. (Síguese una pausa. D. Salustio hace seña á Ruy Blas para que vuelva á sentarse á la mesa.) Escribid: «Yo, Ruy Blas, lacayo de su excelencia el marqués de Finlas, me obligo á servirle como fiel criado en toda ocasión secreta ó pública.» (Ruy Blas obedece.) Firmad con vuestro nombre; ahora la fecha; está bien; dadme. (Dobla el billete y el papel en que Ruy Blas acaba de escribir, y losp. 284 guarda en su cartera.) Acaban de traerme una espada. ¡Ah! vedla allí. (Señala el sofá, en el que ha puesto la espada y el sombrero, y coge estos objetos.) El tahalí es de seda, recamada á la última moda. (Haciendo admirar la flexibilidad del tejido.) Tocadla, Ruy Blas. ¿Qué os parece esa flor? La empuñadura es de Gil, el famoso cincelador, el que mejor sabe formar, al gusto de las bellas, una caja de pastillas en el pomo. (Pasa el tahalí por el cuello de Ruy Blas sin quitar la espada.) Dejadla; quiero ver si os sienta bien. ¡Cáspita! parecéis así todo un caballero. (Escuchando.) Alguien viene... Sí. Se acerca la hora de pasar la Reina. ¡El marqués del Basto!
(La puerta del fondo que da á la galería se abre. D. Salustio se despoja del ferreruelo y arrójale vivamente sobre los hombros de Ruy Blas, en el momento de aparecer el marqués del Basto. Después se dirige á este último, llevando consigo á Ruy Blas, mudo de asombro.)
D. SALUSTIO, RUY BLAS, EL MARQUÉS DEL BASTO, EL MARQUÉS DE SANTA CRUZ, EL DUQUE DE ALBA, y después toda la corte
D. Salustio (al marqués del Basto).—Permitidme, marqués, que os presente á mi primo D. César.
Ruy Blas (aparte).—¡Cielos!
D. Salustio (á Ruy Blas en voz baja).—¡Callaos!
El marqués del Basto (saludando á Ruy Blas).—Caballero, celebro mucho...
(Le toma la mano, que Ruy Blas le presenta con cierta cortedad.)
D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—Dejadme hacer y saludad.
(Ruy Blas saluda al marqués.)
p. 285El marqués del Basto (á Ruy Blas).—Apreciaba mucho á vuestra madre. (En voz baja á D. Salustio, mostrándole á Ruy Blas.) Está muy cambiado; apenas le hubiera reconocido.
D. Salustio (al marqués).—¡Diez años de ausencia!
El marqués del Basto.—¡Verdad es!
D. Salustio (golpeando en el hombro de Ruy Blas).—¡Hele aquí de vuelta! ¿Recordáis, marqués, qué pródigo era, y cómo despilfarraba sus escudos? Todas las noches en bailes y fiestas; siempre luciendo galas en festines y reuniones; con su fasto y su lujo deslumbraba á Madrid, pero á los tres años se arruinó. Ahora llega de la India.
Ruy Blas.—Señor...
D. Salustio (alegremente).—Llamadme primo, puesto que nos une este parentesco. Los Bazanes somos buenos caballeros. Tenemos por antecesor á don Íñigo de Ibiza; su nieto, Pedro de Bazán, casó con Mariana de Gor, de quien nació Juan, que fué almirante en tiempo del rey D. Felipe; Juan tuvo dos hijos, que en nuestro árbol genealógico han dejado dos blasones. Yo soy el marqués de Finlas, y vos el conde Garofa. Tanto valemos el uno como el otro, César; por parte de las madres, tenemos igual jerarquía, sólo que vos sois de Aragón y yo de Portugal. Vuestra rama no es menos noble que la nuestra; yo soy fruto de la una, y vos, flor de la otra.
Ruy Blas (aparte).—¿Á dónde me llevará?
(Mientras que D. Salustio hablaba, el marqués de Santa Cruz, D. Álvaro de Bazán y Benavides, anciano de bigote blanco, que lleva una gran peluca, se ha aproximado á ellos.)
El marqués de Santa Cruz (á D. Salustio).—Os explicáis con claridad; pero si es primo vuestro también lo es mío.
D. Salustio.—Es verdad, pues tenemos el mismop. 286 origen, marqués. (Le presenta á Ruy Blas.) Don César.
El marqués de Santa Cruz.—Imagino que no es el que creían muerto.
D. Salustio.—Sí tal; el mismo.
El marqués de Santa Cruz.—¿Conque ahora ha vuelto?...
D. Salustio.—De las Indias.
El marqués de Santa Cruz (examinando á Ruy Blas).—En efecto, es el mismo.
D. Salustio.—¿Le reconocéis?
El marqués de Santa Cruz.—¡Pardiez! como que le he visto nacer.
D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—El buen hombre está ciego, y sólo os reconoce para hacer creer que no lo es.
El marqués de Santa Cruz (ofreciendo la mano á Ruy Blas).—Venga esa mano, primo.
Ruy Blas (inclinándose).—¡Señor!
El marqués de Santa Cruz.—Me complace mucho veros.
D. Salustio (en voz baja al marqués y aparte).—Voy á pagar sus deudas; vos podréis servirle en el cargo que desempeñáis: si en la corte vacase algún cargo, cerca del rey ó de la reina...
El marqués de Santa Cruz (en voz baja).—Es un joven encantador, y pensaré en ello. Además, pertenece á la familia.
D. Salustio (en voz baja).—Tenéis mucha influencia en el Consejo de Castilla, y por lo tanto os le recomiendo. (Sepárase del marqués de Santa Cruz y se dirige á otros señores, á los que presenta á Ruy Blas; entre ellos está el duque de Alba, que luce un traje magnífico. D. Salustio le presenta á Ruy Blas.) Mi primo César, conde de Garofa. (Los nobles cambian graves saludos con Ruy Blas, siempre sobrecogido.) (Al conde de Ribagorza.) Ayerp. 287 no estabais en el baile de Atalante; Lindamira bailó muy bien. (Se extasía contemplando el jubón del duque de Alba.) Magnífico justillo lleváis, duque.
El duque de Alba.—Otro más hermoso tenía, de seda rosa galoneado de oro, pero ese bribón de Matalobos me le ha robado.
Un hujier de la corte (en el fondo del teatro).—La Reina se aproxima; tomad puesto, señores.
(Las grandes cortinas de la galería de cristales se abren, y los señores se escalonan cerca de la puerta, mientras forman los guardias. Ruy Blas, anhelante y fuera de sí, refúgiase en el proscenio, á donde le sigue D. Salustio.)
D. Salustio (en voz baja á Ruy Blas).—¿Es posible que cuando la fortuna os sonríe, disminuya vuestro espíritu? Volved en vos, Ruy Blas. Yo marcho de Madrid; os dejo mi pequeña casa con los criados mudos; nada quiero guardar sino las llaves secretas; muy pronto recibiréis instrucciones. Haced mi voluntad, y yo me encargaré de vuestra fortuna. Elevaos sin temer nada, pues la ocasión es propicia. La corte es un país donde se anda sin ver claro; pero yo os conduciré; yo me encargo de ver por vos.
(Aparecen otros guardias en el fondo del teatro.)
El hujier (en alta voz).—¡La Reina!
Ruy Blas (aparte).—¡Ah! ¡La Reina!
(La Reina, magníficamente vestida, aparece rodeada de damas y pajes bajo un dosel de terciopelo escarlata, conducido por cuatro gentiles hombres. Ruy Blas, despavorido, parece quedar absorto ante aquella resplandeciente visión. Todos los grandes de España se cubren. D. Salustio se dirige rápidamente hacia el sillón en que se halla su sombrero y se lo lleva á Ruy Blas.)
D. Salustio (á Ruy Blas, poniéndole el sombrero en la cabeza).—¿Qué tenéis, primo? ¡Cubríos; sois grande de España!
p. 288Ruy Blas (aturdido, en voz baja á D. Salustio).—¿Y qué más ordenáis, señor?
D. Salustio (mostrándole á la Reina, que cruza lentamente por la galería).—Que hagáis lo posible por agradar á esa mujer y ser su amante.
p. 289
LA REINA DE ESPAÑA
Salón contiguo á la cámara de la reina; á la izquierda una puertecilla de comunicación, y á la derecha otra que conduce á las habitaciones exteriores. En el fondo grandes ventanas abiertas. Es la tarde de un hermoso día de verano. Mesa grande, sillones; la imagen de una Santa, con un rico marco,p. 290 adornan una de las paredes: es «Santa María Esclava». En el lado opuesto una imagen de la Virgen, iluminada por la luz de una lámpara de oro; más allá un retrato de cuerpo entero del rey Carlos II.
Al levantarse el telón, la reina doña María de Neuburgo está sentada en un extremo junto á una de sus damas, joven y hermosa. La reina viste de blanco, con falda de tejido de plata. Está bordando y se interrumpe á intervalos para hablar. En el lado opuesto, sentada en un sillón, doña Juana de la Cueva, duquesa de Alburquerque, camarista mayor, con su labor en la mano; es una anciana vestida de negro. Cerca de ella, varias dueñas, sentadas á una mesa, trabajan también. En el fondo está D. Guritán, conde de Oñate, mayordomo, alto, enjuto, con bigote gris; es hombre de unos cincuenta años y tiene aspecto de militar veterano, aunque viste con exagerada elegancia y lleva cintas hasta en los zapatos.
LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, D. GURITÁN, CASILDA, dueñas
La Reina.—¡Por fin ha marchado! Debería estar tranquila y no lo estoy, porque ese marqués de Finlas me preocupa; estoy segura que me odia.
Casilda.—¿No se le ha desterrado según vuestro deseo?
La Reina.—Ese hombre me aborrece.
Casilda.—Vuestra Majestad...
La Reina.—Te aseguro, Casilda, que ese marqués es para mí como el ángel malo. La víspera del día en que debía marchar, se presentó como de costumbre durante el besamanos. Todos los nobles se adelantaban en fila hacia el trono para cumplir con la etiqueta; mientras que yo, triste y tranquila, miraba vagamente la pared que en el salón oscuro representa una gran batalla. De repente, al fijar mi vista en la mesa, divisé á ese hombre temible, que se adelantaba hacia mí, yp. 291 desde aquel momento, sólo él me llamó la atención. Adelantábase lentamente, con la mano apoyada en la daga, de la cual veía á intervalos la brillante hoja; estaba grave, y su mirada de fuego me imponía; se inclinó y sentí sobre mi mano su boca de serpiente.
Casilda.—Cumplía con su deber de caballero.
La Reina.—Sus labios no eran como los demás. No he vuelto á verle, pero desde ese día pienso en él á menudo, aunque otras cosas me preocupan. Paréceme que el infierno está en el alma de ese hombre, ante el cual no soy más que una mujer, y no una reina. En mis sueños encuentro en mi camino á ese demonio, que me besa la mano; y veo brillar el odio en sus miradas, que como un veneno mortal hielan la sangre en mis venas, haciéndome estremecer. ¿Qué dices á esto?
Casilda.—¡Puras visiones, señora!
La Reina.—Á decir verdad, otros cuidados tengo más serios. (Aparte.) ¡Oh! lo que más me atormenta debo ocultar. (Á Casilda.) Dime ¿qué hay de esos mendigos, que no osaban acercarse?...
Casilda (dirigiéndose á la ventana).—Aún están ahí, señora.
La Reina.—Toma, échales mi bolsa...
(Casilda toma la bolsa y arrójala por la ventana.)
Casilda.—¡Oh! señora, vos que hacéis tantas limosnas con tal bondad, ¿no haréis ninguna al conde de Oñate, aunque sólo sea diciéndole una palabra? (Mostrando á la Reina á D. Guritán, que de pie y silencioso en el fondo de la cámara, fija en aquella miradas de muda adoración.) Es un pobre viejo enamorado, que tiene la piel tan dura como tierno el corazón.
La Reina.—Ese hombre me molesta.
Casilda.—Convengo en ello; pero decidle algo.
La Reina (volviéndose á D. Guritán).—Buenos días, conde.
p. 292(D. Guritán se aproxima, haciendo tres reverencias, y suspirando besa la mano de la Reina, que se muestra indiferente y distraída. Después vuelve á su sitio.)
D. Guritán (retirándose, en voz baja á Casilda).—La Reina está encantadora hoy.
Casilda (mirándole cuando se aleja).—¡Pobre ganso! Permanece inmóvil junto al agua que le tienta, y si después de esperar todo un día se le dirige una palabra, con frecuencia una frase indiferente, retírase contento y satisfecho.
La Reina (con triste sonrisa).—¡Cállate!
Casilda.—Para ser feliz le basta veros; para él es toda una dicha ver á la Reina. (Extasiándose al divisar una caja colocada sobre un velador.)—¡Oh! ¡qué caja tan preciosa!
La Reina.—Aquí tienes la llave.
Casilda.—Esta madera de sándalo es exquisita.
La Reina (presentándole la llave).—Ábrela y mira. Son reliquias que me propongo enviar á mi padre, porque sé que le agradarán mucho. (Queda meditabunda un momento, y después interrumpe vivamente sus impresiones. Aparte.) Quisiera desechar de mi mente lo que pienso. (Á Casilda.) Vé á buscar un libro en mi cámara... ¡Estoy loca! no hay uno solo alemán; todos son españoles. Y el rey, de caza, siempre ausente. ¡Ah! ¡qué aburrimiento! En seis meses he pasado sólo doce días junto á él.
Casilda.—¡Casarse con un rey para vivir así!
(La Reina se entrega otra vez á su meditación, arrancándose al fin de ella como por un esfuerzo.)
La Reina.—¡Quiero salir!
(Al oir estas palabras, pronunciadas imperiosamente, la duquesa de Alburquerque, que hasta entonces ha permanecido inmóvil en su sillón, levanta la cabeza, se pone después en pie y hace una profunda cortesía á la Reina.)
La duquesa de Alburquerque (con voz breve y dura).—Para que la Reina salga es preciso, según el ceremonial,p. 293 que un grande de España, aquel á quien se concede este derecho, abra todas las puertas; y ahora no hay tal vez ninguno en el alcázar.
La Reina.—¡Pero esto es encerrarme! ¿Quieren matarme, Duquesa?
La Duquesa (haciendo otra reverencia).—Soy camarista mayor, y cumplo con mi deber.
(Vuelve á sentarse.)
La Reina (Ocultando la cabeza entre sus manos, con desesperación.—Aparte.)—¿Será preciso volver á mis meditaciones? ¡No! (En voz alta.) ¡Pronto, traed aquí las cartas para jugar al sacanete, y vengan todas mis damas!
La Duquesa (á las dueñas).—No os mováis, señoras. (Levantándose y saludando de nuevo á la Reina.) Según antiguo uso, Vuestra Majestad no puede jugar sino con reyes, ó deudos del soberano.
La Reina (con enojo).—¡Pues bien, haced que vengan!
Casilda (aparte, mirando á la Duquesa).—¡Ah! ¡dueña gruñona!
La Duquesa (persignándose).—Dios no se los ha concedido, señora, al soberano que gobierna. La reina madre ha muerto, y ahora está solo.
La Reina.—¡Pues que me sirvan una colación!
Casilda.—¡Qué divertido es esto!
La Reina.—Casilda, te invito.
Casilda (aparte, mirando á la camarista).—¡Oh, respetable abuela!
La Duquesa (haciendo una reverencia).—Cuando el rey no está aquí, la reina come sola.
(Vuelve á sentarse.)
La Reina (exasperada).—¡Dios mío! ¿Qué podré hacer que permitido sea? Ni salir, ni jugar, ni comer cuando se me antoja. Desde hace un año que soy reina, me estoy muriendo.
p. 294Casilda (aparte, mirándola con aire compasivo).—¡Pobre mujer, condenada á pasar todos sus días presa del tedio, en esta corte insípida, sin más distracción que la de contemplar el agua estancada en un pantano, (Mirando á D. Guritán, siempre inmóvil y de pie en el fondo de la cámara.) y á un viejo enamorado, que sueña despierto!
La Reina (á Casilda).—¿Qué hacer? Veamos, busca una idea.
Casilda.—En ausencia del rey, vos sois quien gobierna: procurad distraeros, llamando á los ministros.
La Reina (encogiéndose de hombros).—¡Vaya un recreo! ¡Ver ocho hombros de semblante siniestro, que me hablen de Francia y de su rey caduco, de Roma y del retrato del archiduque, á quien pasean por Burgos bajo un dosel de paño de oro, conducido por cuatro alcaldes! Busca otra cosa.
Casilda.—Pues bien, si lo permitís, haré que suba algún joven escudero.
La Reina.—¡Casilda!
Casilda.—Quisiera ver algún joven, señora, porque esta corte venerable me aburre y me contrista. Creo que la vejez llega por los ojos, y que se envejece más pronto cuando siempre se ven ancianos.
La Reina.—¡Ríete, loca! No tarda en llegar el día en que el corazón se entristece, y se pierde el sueño y la alegría. (Pensativa.) Mi felicidad está en ese rincón del parque, donde tengo derecho á ir sola.
Casilda.—Pues no os envidio esa dicha. ¡Vaya un sitio! ¡Paredes más altas que los árboles, y una trampa detrás de cada uno de éstos!
La Reina.—¡Oh, quisiera salir algunas veces!
Casilda (en voz baja).—¡Salir! Pues bien, señora, escuchadme; hablemos bajo. Por austera y oscura que sea una prisión, siempre hay medio de buscar y encontrar en la sombra una llave. ¡Yo la tengo! Cuandop. 295 queráis, saldremos de palacio por la noche, á pesar de los malos, y recorreremos la ciudad. Podemos ir...
La Reina.—¡Cielos, jamás, cállate!
Casilda.—Es muy fácil.
La Reina.—¡Nunca! (Aléjase un poco de Casilda y vuelve á caer en su meditación.) ¡Oh! ¿por qué no estaré aún en mi buena Alemania con mis padres y mi hermano? Felices allí, corríamos libres por los campos, y hablábamos sencillamente á los campesinos cuando iban cargados con sus gavillas. ¡Esto era delicioso! Pero ¡ay de mí! cierto día acercóse á mí un hombre vestido de negro y me dijo: «Señora, vais á ser reina de España.» Mi padre estaba muy contento; mi madre lloraba; y hoy lloran los dos. En secreto quiero enviarles esta caja, pues sé que mi padre quedará contento. ¡Ah! todo me desespera aquí. Hasta mis pobres aves de Alemania han muerto. (Casilda hace el ademán de torcer el cuello de un ave, mirando de reojo á la camarista.) También me prohiben ver flores de mi país y jamás vibra en mi oído una palabra de amor. Hoy soy reina; en otro tiempo era libre. Bien dices, que ese parque es muy triste por la noche, y las paredes tan altas que impiden ver. ¡Oh qué aburrimiento! (Se oye fuera un canto lejano.) ¿Qué rumor es ese?
Casilda.—Son las lavanderas que cantan á lo lejos.
(Las voces se acercan, y óyense las palabras. La Reina presta atención.)
(Las voces se alejan.)
La Reina (pensativa).—¡El amor! Sí, ellas son felices; su canto me alivia y me enoja á la vez.
La Duquesa (á las dueñas).—¡Haced que se alejen esas mujeres, que importunan á la Reina!
La Reina (vivamente).—¡Cómo, si apenas se las oye! Dejadlas pasar en paz, señora. (Á Casilda, mostrándole una ventana en el fondo.) Por ahí no es el bosque tan espeso, y esa ventana da al campo; ven, vamos á verlas.
(Se dirige hacia la ventana con Casilda.)
La Duquesa (levantándose y haciendo una reverencia).—La Reina de España no debe asomarse á la ventana.
La Reina (deteniéndose y retrocediendo).—¡Vamos, el hermoso sol poniente que ilumina los valles, las frescas brisas de la tarde, las lejanas canciones que todos oyen, no existen para mí! Retirada estoy del mundo; ni aun puedo ver la naturaleza de Dios, ni la libertad de que los otros disfrutan.
La Duquesa (haciendo una señal á las dueñas para que salgan).—Salid, señoras, hoy es día de rezo.
(Casilda da algunos pasos hacia la puerta; la Reina la detiene.)
La Reina.—¿Me abandonas?
Casilda (mostrando á la Duquesa).—La señora ordena que salgamos.
La Duquesa (saludando á la Reina profundamente).—Es preciso dejar á la Reina sola para que se entregue á sus devotas prácticas.
LA REINA, sola
¡Á mis prácticas devotas! Dí más bien á mis reflexiones. ¿Cómo huir de ellas, estando sola? ¡Todos me han dejado, pobre espíritu sin luz, en un camino oscuro! (Meditando.) ¡Ah, esa mano sangrienta impresa en la pared! Sin duda estará herido, pero suya es la culpa. ¿Por qué empeñarse en franquear ese muro tan alto, sólo para traerme las flores que aquí me rehusan? ¡Aventurarse así por tan poca cosa! Tal vez se haya herido con las puntas de hierro, porque de ellas pendía un pedazo de encaje. Una gota de esa sangre vertida vale tanto como todas mis lágrimas. (Abismándose más en su meditación.) Cada vez que á ese banco voy á buscar las flores, prometo á Dios no volver nunca más, y sin embargo, siempre vuelvo. Pero ¿y él? Tres días hace que no he vuelto á verle. ¡Herido! ¡Quien quiera que seas, joven generoso, tú que al verme sola, lejos de los que me aman, sin pedir ni esperar nada vienes á mí arrostrando los peligros; tú que viertes tu sangre y te arriesgas diariamente para dar una flor á la Reina; quien quiera que seas, amigo cuya sombra me acompaña, desde el fondo del alma te bendigo, y bendígate también tu madre! (Llevándose vivamente la mano al corazón.) ¡Oh! su carta me quema. (Recayendo en sus reflexiones.) ¡Y el otro, el implacable don Salustio! Un ángel y un espectro me siguen, y sin verlos, siéntolos á los dos agitarse en mis ensueños. Un hombre que me odia junto á otro que me ama me conducirán tal vez á algún supremo instante. ¿Me librará el uno del otro? No lo sé. ¡Ay! el destino flota para mí con dosp. 298 vientos opuestos. ¡Qué débil es una reina, y qué poca cosa significa! Oremos. (Se arrodilla ante la imagen de la Virgen.) ¡Amparadme, señora, pues no me atrevo á elevar la mirada hasta vos! (Se interrumpe.) ¡Oh Dios mío! el encaje, la carta, la flor; todo es fuego. (Saca del seno una carta arrugada, un ramo pequeño de florecillas azules y un pedazo de encaje teñido en sangre; arroja estos objetos sobre la mesa y se arrodilla de nuevo.) ¡Virgen santa, esperanza de los mártires, auxiliadme en este trance! (Interrumpiéndose.) ¡Esa carta!... (Se vuelve hacia la mesa.) Me atrae... (Arrodillándose de nuevo.) ¡No quiero leerla! ¡Oh virgen de dulzura, arrodillada á tus plantas imploro tu protección! (Se levanta, da algunos pasos hacia la mesa, detiénese, y al fin precipítase sobre la carta, como cediendo á una irresistible atracción.) Sí, quiero volver á leerla por última vez; después la rasgaré. (Con triste sonrisa.) ¡Ay de mí! Un mes hace que digo siempre lo mismo. (Desdobla la carta resueltamente y lee.) «Señora, á vuestros pies, en la sombra, hay un hombre que os ama, perdido en la noche que le oculta; que sufre, vil gusano enamorado de una estrella; que por vos diera su alma, y que muere aquí bajo mientras brilláis en las alturas.» (Deja la carta sobre la mesa.) Cuando el alma está sedienta, ha de beber, aunque sea veneno. (Vuelve á guardar en su seno la carta y el encaje.) Nadie me ama en la tierra; pero á alguno debo amar. ¡Oh! si el rey hubiese querido, á él hubiera amado; pero me deja así, completamente sola, sin amor...
(Ábrese la puerta grande y entra un hujier de gala.)
El hujier (en alta voz).—¡Carta del rey!
La Reina (vuelve en sí como sobresaltada, dejando escapar un grito de alegría).—¡Del rey; me he salvado!
LA REINA, LA DUQUESA DE ALBURQUERQUE, CASILDA, D. GURITÁN, damas de la Reina, pajes, RUY BLAS
(Todos entran gravemente, la Duquesa primero, seguida de las damas. Ruy Blas, magníficamente vestido, permanece en el fondo del teatro; su ferreruelo oculta el brazo izquierdo. Dos pajes llevan en un cojín de paño de oro la carta del rey, y arrodíllanse ante la Reina, á pocos pasos de distancia.)
Ruy Blas (en el fondo del teatro, aparte).—¿Dónde estoy? ¡Qué hermosa es! ¿Por qué estaré aquí?
La Reina (aparte).—¡Es un socorro del cielo!... (En voz alta.) ¡Dad pronto!... (Volviéndose hacia el retrato del rey.) ¡Gracias, señor! (Á la Duquesa.) ¿De dónde viene esa carta?
La Duquesa.—Señora, del Pardo, donde el rey caza.
La Reina.—En el fondo de mi alma le doy gracias. Ha comprendido que en mi aislamiento necesitaba una palabra de amor que de él viniese. Dadme la carta...
La Duquesa (haciendo una reverencia, enseña la carta).—Preciso es haceros presente que, según costumbre, yo soy quien debe abrir la carta primero y leerla.
La Reina.—¿También eso? ¡Pues bien, leed!
(La Duquesa toma la carta y la desdobla lentamente.)
Casilda (aparte).—Veamos ese billete amoroso.
La Duquesa (leyendo).—«Señora, aunque hace mucho viento, he matado seis lobos.—Firmado, Carlos.»
La Reina (aparte).—¡Ay de mí!
D. Guritán (á la Duquesa).—¿Es eso todo?
La Duquesa.—Sí, señor conde.
p. 300Casilda (aparte).—¡Ha matado seis lobos! ¡Vaya un consuelo para la que está aburrida, triste y melancólica! ¡Ha matado seis lobos! ¡Buena noticia!
La Duquesa (á la Reina, mostrándole la carta).—Si Su Majestad quiere...
La Reina (rechazándola).—No.
Casilda (á la Duquesa).—¿Es eso todo?
La Duquesa.—Sin duda. ¿Qué más ha de decir? El rey caza, y en el camino escribe dando cuenta de lo que hace y del estado del tiempo. Me parece muy en razón. (Examinando de nuevo la carta.) No escribe... dicta.
La Reina (tomando la carta y examinándola á su vez).—En efecto, no es su letra; no ha hecho más que firmar. (Examina el escrito con más atención y parece admirada.) ¿Será ilusión? Es la misma letra que la de la otra. (Señala con la mano la carta que acaba de ocultar en su seno.) ¡Esto es extraño! (Á la Duquesa.) ¿Dónde está el portador del mensaje?
La Duquesa (mostrando á Ruy Blas).—Ahí está.
La Reina.—¿Es ese joven?
La Duquesa.—Sí, señora. La ha traído en persona. Es un nuevo escudero que Su Majestad ha designado para vuestro servicio, un hidalgo que el marqués de Santa Cruz me recomienda de parte del rey.
La Reina.—¿Cómo se llama?
La Duquesa.—Es don César de Bazán, conde de Garofa, y según dicen, el más cumplido caballero.
La Reina.—Bien; quiero hablarle. (Á Ruy Blas.) Caballero...
Ruy Blas (aparte y estremeciéndose).—¡Dios mío, me mira, me habla... yo tiemblo!
La Duquesa (á Ruy Blas).—Acercaos, conde.
D. Guritán (mirando á Ruy Blas de reojo, aparte).—Ese joven escudero no me place.
(Ruy Blas, pálido y turbado, se acerca lentamente.)
p. 301
p. 303La Reina (á Ruy Blas).—¿Venís del Pardo?
Ruy Blas (inclinándose).—Sí, señora.
La Reina.—¿Sigue bien el rey? (Ruy Blas se inclina.—Mostrando la carta real:) ¿Ha dictado esto para mí?
Ruy Blas.—Estaba á caballo cuando dictó la carta... (Vacila un momento.) á uno de los presentes.
La Reina (aparte, observando á Ruy Blas).—Su mirada me fascina. No me atrevo á preguntarle á quién. (En alta voz.) Está bien; podéis retiraros. ¡Ah! (Ruy Blas, que había dado algunos pasos para salir, vuelve hacia la Reina.) ¿Había allí muchos caballeros reunidos? (Aparte.) ¿Por qué me impresiona ese joven? (Ruy Blas se inclina; la Reina añade:) ¿Quiénes eran?
Ruy Blas.—No conozco sus nombres, pues sólo estuve allí breves instantes. Hace tres días que salí de Madrid.
La Reina (aparte).—¡Tres días!
(Mira con turbación á Ruy Blas.)
Ruy Blas (aparte).—¡Es la mujer de otro! ¡Oh suerte cruel! ¡Y de quién! En mi corazón se abre un abismo.
D. Guritán (acercándose á Ruy Blas).—Sois gentil-hombre de la Reina, y ya sabréis cuáles son vuestros deberes. Es preciso que esta noche permanezcáis en la cámara inmediata á fin de abrir al soberano si tuviese á bien visitar á la Reina.
Ruy Blas (estremeciéndose: aparte).—¡Abrir yo al rey!... (En voz alta.) El rey está ausente...
D. Guritán.—El rey puede venir de pronto.
Ruy Blas (aparte).—¡Cómo!
D. Guritán (aparte, observando á Ruy Blas).—¿Qué tiene?
La Reina (que lo ha oído todo, y cuya mirada está fija en Ruy Blas).—¡Cómo palidece!
(Ruy Blas vacila y se apoya en el respaldo de un sillón.)
Casilda (á la Reina).—¡Señora, ese joven está indispuesto!...
p. 304Ruy Blas (sosteniéndose con trabajo).—No, no es nada... el aire y el sol... la fatiga del camino... (Aparte.) ¡Abrir al rey!
(Cae desfallecido sobre un sillón; el ferreruelo se entreabre y deja ver la mano izquierda envuelta en un vendaje ensangrentado.)
Casilda.—¡Gran Dios, señora, tiene la mano herida!
La Reina.—¡Herida!
Casilda.—¡Y pierde el conocimiento! ¡Pronto, hagámosle respirar alguna esencia!
La Reina (buscando en su seno).—Un frasco tengo aquí con un licor... (En el mismo instante su mirada se fija en el encaje de las mangas de Ruy Blas.—Aparte.) ¡Es el mismo encaje!
(En el momento de sacar el frasco del seno, y en su turbación, coge al mismo tiempo el pedazo de encaje que allí oculta. Ruy Blas, que no separa de ella la vista, ve salir el objeto del seno de la Reina.)
Ruy Blas (fuera de sí).—¡Oh!
(Las miradas de la Reina y de Ruy Blas se encuentran: sigue una pausa.)
La Reina (aparte).—¡Él es!
Ruy Blas (aparte).—¡Sobre su corazón!...
La Reina (aparte).—¡Sí, es el mismo!
Ruy Blas (aparte).—¡Dios mío, permitid que muera en este instante!
(En el desorden de todas las damas, que se oprimen en derredor de Ruy Blas, nadie observa lo que pasa entre la Reina y él.)
Casilda (haciendo respirar el frasco á Ruy Blas).—¿Cómo os habéis herido? Sin duda durante el camino. ¿Por qué os encargasteis de traer el mensaje del rey?
La Reina (á Casilda).—¿Acabarás con tus preguntas?
La Duquesa (á Casilda).—¿Qué le importa eso á la Reina, hija mía?
p. 305La Reina.—Puesto que él la escribió, bien podía traerla.
Casilda.—Pero no ha dicho que él escribiese la carta.
La Reina (aparte).—¡Oh! (Á Casilda.) ¡Cállate!
Casilda (á Ruy Blas).—¿Estáis ya mejor?
Ruy Blas.—¡Renazco!
La Reina (á sus damas).—Ya es hora de retiraros, señoras. (Á los pajes.) Que se dé alojamiento al conde. Ya sabéis que el rey no vendrá esta noche, pues pasará toda la estación cazando.
(Se retira con su servidumbre.)
Casilda (mirándola salir).—La Reina tiene algún pensamiento fijo.
(Sale por la misma puerta que la Reina, llevándose la cajita de reliquias.)
Ruy Blas (Solo. Parece escuchar aún algún tiempo con profunda alegría las últimas palabras de la Reina, como presa de un sueño. El pedazo de encaje que la Reina ha dejado caer, en su turbación, está sobre la alfombra; lo recoge, mírale con amor y lo cubre de besos, levantando después los ojos al cielo.)—¡Oh Dios mío, gracias! Yo me vuelvo loco. (Mirando el pedazo de encaje.) ¡Lo tenía junto al corazón!
(Lo oculta en el pecho. Entra el conde de Oñate, volviendo de la puerta de la cámara á donde ha seguido á la Reina; adelántase lentamente hacia Ruy Blas; llegado cerca de él, sin decir palabra, desenvaina á medias el acero, y por su mirada parece medirle con el de Ruy Blas. No son iguales, y vuelve á envainar. Ruy Blas le mira con asombro.)
RUY BLAS, EL CONDE DE OÑATE
El Conde (envainando su espada).—Llevaré dos de igual longitud.
p. 306Ruy Blas.—Caballero, ¿qué significa?...
El Conde (con gravedad).—En el año 1650, hallándome en Alicante, estaba yo enamorado. Un joven hermoso como un Adonis, miraba con descaro á la dama de mis pensamientos, pasando á menudo por debajo de su balcón con aire conquistador. Llamábase Vázquez; era caballero, aunque bastardo, y en un duelo le maté... (Ruy Blas quiere interrumpirle, pero el conde le detiene con un ademán, y continúa.) Más tarde, hacia el año 66, Gil, conde de Íscola, opulento caballero, envió á casa de mi dama un billete de amor por medio de un esclavo. Mandé matar á este último y yo despaché al amo...
Ruy Blas.—¡Caballero!
El Conde (continuando).—Algún tiempo después, por el año 80, sospeché que mi amada me engañaba, prefiriendo á un tal Tirso Gamonal, uno de esos gallardos jóvenes que llaman la atención por su gracia y altivez. Provoqué á don Tirso y también le dí muerte...
Ruy Blas.—Pero, en fin, ¿qué quiere decir eso, caballero?
El Conde.—Eso quiere decir, conde, que del pozo sale agua cuando la sacan; que á las cuatro de la mañana despunta el día; que hay un sitio desierto muy propio para los lances de honor, detrás de la capilla; que os llamáis César de Bazán, y yo Guritán de Torres y Guevara, conde de Oñate.
Ruy Blas (fríamente).—Está bien, caballero, no faltaré.
(Desde hace algunos instantes, Casilda ha estado escuchando con curiosidad, en la puertecilla del fondo, las últimas palabras de los dos interlocutores, sin ser vista de ellos.)
Casilda (aparte).—¡Un duelo! Advertiré á la Reina.
(Desaparece por la puertecilla.)
El Conde (siempre imperturbable).—Por si os place conocer algo mi modo de pensar, os diré, para vuestrap. 307 inteligencia, que nunca me gustaron esos jóvenes almibarados, de mostacho retorcido, en quienes se fija la atención de las bellas, que les dirigen miradas de amor y que saben tomar las más graciosas posturas; pero que se desmayan si reciben algún rasguño.
Ruy Blas.—No comprendo...
El Conde.—Comprenderéis muy bien. Los dos adoramos el mismo ídolo, y de consiguiente, uno de nosotros sobra en palacio. Vos sois escudero y yo mayordomo, y en este sentido tenemos derechos iguales; pero por lo demás la partida es desigual. Si á mí me asiste el derecho del más antiguo, vos tenéis el del más joven, y por eso me dais miedo. Veros junto á mí con vuestras pretensiones y vuestro aire conquistador es cosa que me molesta mucho. En cuanto á luchar con vos en el terreno del amor, locura fuera intentarlo, porque la gota y otros achaques me impedirían acometer la empresa de disputar el corazón de una Penélope á un joven tan propenso á los desmayos. Sois muy bello, cariñoso, tierno é interesante, y por todas estas razones me veo en la precisión de mataros.
Ruy Blas.—Tratad de hacerlo.
El Conde.—Conde de Garofa, mañana á la hora de despuntar el alba os esperaré en el sitio indicado, sin testigos ni lacayos; allí nos batiremos con espada y daga, si os place, como cumplidos caballeros y cual conviene á nuestra categoría.
(Presenta la mano á Ruy Blas que la estrecha.)
Ruy Blas.—Ni una palabra de esto. ¿No es así? (El Conde hace una señal afirmativa.) Pues hasta mañana.
(Ruy Blas sale.)
El Conde (solo).—No, su mano no ha temblado en la mía, aunque debe estar seguro de morir. Es un valeroso joven. (Ruido de una llave en la puertecilla de la cámara de la Reina; el conde de Oñate vuelve la cabeza.) ¡Abren la puerta!
p. 308(La Reina se presenta y adelántase vivamente hacia el conde, sorprendido y contento á la vez; lleva entre las manos la cajita.)
EL CONDE, LA REINA
La Reina (con una sonrisa).—Conde, os buscaba.
El Conde (muy satisfecho).—¿Á qué debo tanta dicha?
La Reina (colocando la cajita sobre el velador).—¡Oh! no es nada, ó por lo menos muy poco, caballero. (Se sonríe.) Hace poco Casilda me decía entre otras cosas—ya sabéis que las mujeres son muy locas—decíame que haríais por mí cuanto yo quisiera.
El Conde.—Tiene razón.
La Reina (riendo).—Á fe mía, he sostenido lo contrario.
El Conde.—Habéis hecho mal, señora.
La Reina.—Casilda me aseguraba que daríais por mí vuestra alma, vuestra vida...
El Conde.—Casilda decía muy bien.
La Reina.—Pues yo he contestado que no.
El Conde.—Y yo digo que sí; por Vuestra Majestad estoy dispuesto á todo.
La Reina.—¿Á todo?
El Conde.—¡Á todo!
La Reina.—¡Pues bien! jurad que para complacerme haréis al punto lo que os diga.
El Conde.—¡Por el santo rey Gaspar, mi venerado patrón, os lo juro! Ordenad; obedezco, ó muero.
La Reina (cogiendo la cajita).—Pues bien; saldréis de Madrid inmediatamente para llevar esta cajita de sándalo á mi padre, el elector de Neuburgo.
p. 309El Conde (aparte).—¡Estoy cogido! (En voz alta.) ¿Á Neuburgo?
La Reina.—Á Neuburgo.
El Conde.—¡Seiscientas leguas!
La Reina.—Quinientas cincuenta. (Mostrando la cubierta que resguarda la caja.) Tendréis cuidado de estas franjas azules, porque se podrían deteriorar en el camino.
El Conde.—¿Y cuándo he de marchar?
La Reina.—En el acto.
El Conde.—Permitidme que sea mañana.
La Reina.—No puedo consentirlo.
El Conde (aparte).—¡Estoy cogido! (En voz alta.) Pero...
La Reina.—¡Marchad!
El Conde.—¡Cómo!
La Reina.—Me habéis dado vuestra palabra.
El Conde.—Es que un asunto...
La Reina.—No admito excusa.
El Conde.—Para un objeto tan frívolo...
La Reina.—¡Despachad!
El Conde.—Concededme sólo un día.
La Reina.—No puede ser; complacedme y marchad.
El Conde.—Pero...
La Reina.—¿Así apreciáis mi deferencia y cumplís vuestra palabra?
El Conde.—No resisto más; obedeceré, señora. (Aparte.) Si Dios se hizo hombre, el diablo se ha hecho mujer.
La Reina (mostrando la ventana).—Abajo os espera un coche.
El Conde (aparte).—¡Todo lo había previsto! (Escribe en un papel algunas palabras apresuradamente, toca una campanilla y preséntase un paje.) Paje, lleva esto al punto al señor don César de Bazán. (Aparte.) Será precisop. 310 aplazar el duelo hasta mi vuelta. (En voz alta.) Voy á servir al punto á Vuestra Majestad.
La Reina.—Muy bien. (El conde toma la caja, besa la mano de la Reina, saluda profundamente y sale. Un momento después óyese el ruido de un carruaje que se aleja.—La Reina cae en un sillón exclamando:) ¡No le matará!
p. 311
RUY BLAS
La sala llamada de Gobierno en el Palacio Real de Madrid. En el fondo una puerta grande sobre gradas; en el ángulo, á la izquierda, una salida cerrada por tapices, y en el lado opuesto una ventana. Á la derecha una mesa grande cubierta con tapete de terciopelo verde, y alrededor de la cual hay taburetes para ocho ó diez personas, que corresponden á otros tantos pupitres colocados en aquella. El lado de la mesa que da frente al espectadorp. 312 está ocupado por un sillón grande revestido de tela de oro, sobrepuesto de un dosel con las armas de España y la corona real. Junto á este sillón una silla.
En el momento de levantarse el telón, la junta del Despacho universal (Consejo privado del rey) hállase á punto de comenzar su sesión.
D. MANUEL ARIAS, presidente de Castilla; D. PEDRO VÉLEZ DE GUEVARA, CONDE DE CAMPO-REAL, consejero; D. FERNANDO DE CÓRDOBA Y AGUILAR, MARQUÉS DE PRIEGO, consejero; ANTONIO UBILLA, escribano mayor; MONTAZGO, consejero; COVADONGA, secretario supremo. Otros varios consejeros de toga y espada. Campo-real ostenta la cruz de Calatrava, y Priego el Toisón de oro.
(D. Manuel Arias y el conde de Campo-real conversan en voz baja; los otros consejeros forman grupos acá y allá.)
D. Manuel Arias.—Esa fortuna oculta algún misterio.
El conde de Campo-real.—Tiene el Toisón de oro; es ya secretario universal, ministro, y además duque de Olmedo.
D. Manuel Arias.—¡En seis meses!
El conde de Campo-real.—Sin duda le protegen bajo cuerda.
D. Manuel Arias (misteriosamente).—¡La Reina!
El conde de Campo-real.—Á decir verdad, el rey, loco y enfermo, vive en la tumba de su primera mujer; abdica, encerrado en su Escorial, y la Reina lo hace todo.
D. Manuel Arias.—Amigo Campo-real, reina sobre nosotros, y don César la gobierna.
El conde de Campo-real.—Don César vive de unp. 313 modo muy extraño; no ve nunca á la Reina, y parece huir de ella. Tal vez no lo creáis; pero como hace seis meses que los vigilo, y no sin razón, estoy seguro de ello. Además, el Conde tiene el raro capricho de habitar en una casa misteriosa, siempre cerrada, con dos lacayos negros, que si no fueran mudos podrían decirnos muchas cosas.
D. Manuel Arias.—¿Mudos?
El conde de Campo-real.—Sí señor; todos los demás criados habitan en el alojamiento que don César tiene en palacio.
D. Manuel Arias.—Es singular.
D. Antonio Ubilla (que se ha acercado momentos antes).—Por lo menos don César es de noble estirpe.
El conde de Campo-real.—Lo extraño es que la echa de honrado. (Á don Manuel Arias.) Es primo de don Salustio, aquel que desterraron el año pasado. Parece que era el hombre más loco que ha existido bajo la capa del cielo; cambiaba todos los días de dama y de carroza; para satisfacer sus caprichos despilfarraba cuanto tenía, y cuando dió fin con su caudal, desapareció un día sin que nadie supiera por dónde.
D. Manuel Arias.—La edad hace del loco un hombre cuerdo.
El conde de Campo-real.—Toda muchacha alegre se hace juiciosa cuando se marchita.
Ubilla.—Yo le creo hombre probo.
El conde de Campo-real (riendo).—¡Oh, cándido Ubilla, que se deja deslumbrar por las apariencias de probidad! (Con tono significativo.) La casa de la Reina cuesta seiscientos sesenta y cuatro mil sesenta y seis ducados al año; es un Pactolo oscuro, donde el pescador puede echar la red con seguridad de obtener buen botín. Á río revuelto... ya me entendéis.
El marqués de Priego (acercándose).—Mal que os pese, os diré que me parece una imprudencia hablarp. 314 como lo hacéis. Mi abuelo, protegido del conde-duque de Olivares, solía decir: «Morded al rey y besad al valido.» Y ahora, señores, ocupémonos de los asuntos públicos.
(Todos se sientan alrededor de la mesa; los unos toman plumas; los otros revisan papeles; pero en rigor todos están ociosos. Momento de silencio.)
Montazgo (en voz baja á Ubilla).—Os he pedido sobre la caja la cantidad que se ha de pagar por el empleo de alcalde para mi sobrino.
Ubilla (en voz baja).—Y vos me habéis prometido nombrar baile antes de poco á mi primo Melchor...
Montazgo (interrumpiéndole).—Acabamos de dotar á vuestra hija; esto es acosarnos sin tregua.
Ubilla (en voz baja).—Se dará el empleo de alcalde.
Montazgo (en voz baja).—Tendréis el bailiaje.
(Se estrechan la mano.)
Covadonga (levantándose).—Señores consejeros de Castilla, á fin de que ninguno de nosotros se salga de su esfera, importa regular nuestros derechos y distribuir las partes. Las rentas del Erario están en cien manos, y esto es una calamidad pública, á la que es preciso poner término, pues mientras los unos no tienen lo bastante, otros poseen demasiado. La renta del tabaco es vuestra, Ubilla; el añil y el almizcle os pertenecen, marqués de Priego; Campo-real percibe el impuesto de los ocho mil hombres, el de la sal y otros muchos. (Á Montazgo.) Vos, que en mí fijáis miradas inquietas, tenéis para vos solo, gracias á vuestros manejos, el impuesto sobre el arsénico y los derechos sobre la nieve; los puertos, las cartas, el latón, las multas de los plebeyos á quienes se castiga, los diezmos, el plomo... Yo, señores, no tengo nada; dadme alguna cosa.
El conde de Campo-real (soltando la carcajada).—¡Miren el tunante! Tiene los beneficios más limpios, yp. 315 aún se queja. Excepto las Indias, posee las islas de ambos mares; con una mano tiene cogida Mallorca y con la otra el Pico de Tenerife.
Covadonga (irritado).—¡Yo sí que no tengo nada!
El marqués de Priego (riendo).—¿Y los negros?
(Todos se levantan y hablan á la vez, disputando.)
Montazgo.—¡Más bien debería quejarme yo! Yo quiero los bosques.
Covadonga (al marqués de Priego).—Dadme el arsénico, y yo os cederé los negros.
(Hace algunos instantes que Ruy Blas ha entrado por la puerta del fondo y presencia la escena sin ser visto de ninguno de los interlocutores. Viste de terciopelo negro, con ferreruelo escarlata; una pluma blanca adorna su sombrero, y ostenta el Toisón de oro. Escucha primeramente silencioso, y después adelántase con lento paso, hasta colocarse en medio de los contendientes.)
Los mismos, RUY BLAS
Ruy Blas.—¡Parece que hay buen apetito, señores! (Todos se vuelven: silencio de sorpresa é inquietud. Ruy Blas se cubre, cruza los brazos y sigue mirando frente á frente á todos.) ¡Oh fieles ministros y virtuosos consejeros! ¡He aquí cómo saqueáis la casa, sin vergüenza, eligiendo precisamente la triste hora en que el país gime y agoniza! Aquí no tenéis más interés que llenar vuestra bolsa para huir luego; y ante España que se arruina sólo sois dignos de baldón, viles sepultureros que tratáis de robarla hasta en su tumba. Pero al menos, señores, tened algún decoro, al ver que España se hunde con todas sus virtudes y grandeza. Desdep. 316 Felipe IV hemos perdido el Portugal y el Brasil sin lucha; en Alsacia, Brisach; en el Luxemburgo Steinfort, y todo el condado; el Rosellón, Ormuz, Goa; cinco mil leguas de costas, Pernambuco y las Montañas Azules. Desde Poniente á Oriente, Europa que os odia, nos mira sonriendo, como si nuestro rey fuese sólo un vano fantasma. Holanda y los ingleses se comparten este reino; Roma os engaña; apenas se puede arriesgar un ejército en el Piamonte, aunque es país amigo; la Saboya y su Duque, sólo nos ofrecen peligro; Francia espera una ocasión propicia para caer sobre nosotros; el Austria os acecha también; y el infante bávaro se muere. En cuanto á vuestros vireyes, Medina, loco de amor, llena de escándalos á Nápoles; Vaudémont vende Milán, y Leganés pierde á Flandes. ¿Y quién remedia todo esto?... El erario está pobre; el país agotado de dinero y de gente; hemos perdido en el mar trescientos barcos, sin contar las galeras; y aún osáis... Señores, en el espacio de veinte años, el pueblo, agobiado bajo la enorme carga que le oprime, ha dado, para vuestros placeres y vuestras queridas, cuatrocientos millones en oro; y esto no basta, y aún queréis, señores... ¡Ah! ¡por vosotros me avergüenzo!... En el interior, cuadrillas de ladrones y aventureros que baten el país é incendian las cosechas, y en cada matorral un arcabuz. Como si no bastara la lucha entre los príncipes, tenemos la guerra intestina, en las provincias y hasta en los conventos; todos quieren apropiarse del bien de su vecino como lobos voraces; y en nuestras ruinosas iglesias crece la yerba. En cuanto á los nobles, únicamente por sus abuelos podemos saber que son tales, no por sus obras; sólo impera la intriga, y ya no existe la lealtad. España es una cloaca que recibe las impurezas de todas las naciones... Los grandes tienen á su servicio espadachines asalariados de todos los países, genoveses, sardos, flamencos; y así tenemosp. 317 á Madrid convertido en una Babel. El alguacil, duro con el pobre, inclínase ante el rico; por la noche se roba y se asesina en las calles; medio Madrid saquea á la otra mitad; la justicia se vende; y no se paga á los soldados. Antes señores del mundo, ¿qué ejército nos queda ahora? Apenas seis mil hombres descalzos y sin pan. Mendigos y montañeses, armados de puñales, siguen á los regimientos cuando cierra la noche, y llega un momento en que el soldado, olvidando sus deberes, se convierte en ladrón. Matalobos tiene más gente que un señor feudal, y osa declarar la guerra al rey de España, cuyo coche insultan los labriegos cuando le ven pasar. El monarca, entre tanto, presa de su amargura y poseído de temor, se inclina ante los sepulcros del sombrío Escorial, doblando la cabeza ante el imperio que se derrumba. ¡Europa nos desprecia, y este pobre país, en otro tiempo púrpura, está convertido en un andrajo! ¡Sí, España está arruinada, y aún os disputáis sus restos! Este gran pueblo español, enervadas sus fuerzas, y sobre el cual vivís, perece en vuestras manos, cual león devorado por parásitos. ¿Qué haces en la tumba, Carlos V, en estos tiempos de oprobio y de terror? ¡Levántate, ven y verás cómo los buenos dejan su lugar á los malos; verás cómo tu imperio, formado por cien reinos, se hunde en el abismo! ¡Danos tu fuerte brazo, préstanos auxilio, porque la España se extingue! El globo que en tu diestra brillaba, sol deslumbrador que hizo creer al mundo que su luz no se extinguiría nunca, es ahora un astro muerto, triste y menguante luna que sin cesar decrece, y que apagará tal vez la aurora de otro pueblo. Los mercaderes se apoderan de tus despojos para convertirlos en moneda, y tus esplendores se han desvanecido. ¡Oh rey gigante! ¿es posible que duermas mientras venden tu cetro al peso, y cuando manos codiciosas recortan sin vergüenza tu manto de púrpura para vestirsep. 318 con él? ¡Aquella águila imperial que tu poder cernía sobre el mundo, ahora, ave sin plumas, se consume en vil caldera!
(Los consejeros, consternados, guardan silencio; sólo el marqués de Priego y el conde de Campo-real levantan la cabeza y miran á Ruy Blas con altivez y enojo. Campo-real, que había hablado al oído á Priego, acércase á la mesa, escribe en un papel algunas palabras y los dos firman.)
El conde de Campo-real (señalando al marqués de Priego y entregando el papel á Ruy Blas).—Señor duque, en nombre de los dos, he aquí la dimisión de nuestro cargo.
Ruy Blas (tomando el papel fríamente).—Gracias, señores; iréis á reuniros con vuestras familias. (Á Priego.) Vos, á Andalucía. (Á Campo-real.) Y vos, conde, á Castilla: cada cual á sus posesiones. Marcharéis mañana. (Los dos señores se inclinan y salen con la cabeza cubierta y el ademán altivo. Ruy Blas se vuelve hacia los demás consejeros.) Si alguno de vosotros no quiere ir por mi camino, puede seguir á esos señores.
(Silencio entre los presentes. Ruy Blas se sienta á la mesa en un sillón colocado junto al sitial de la Reina, y ocúpase en abrir la correspondencia. Mientras recorre las cartas una tras otra, Covadonga, Arias y Ubilla hablan en voz baja.)
Ubilla (á Covadonga, mostrando á Ruy Blas).—Amigo mío, tenemos amo. ¡Ese hombre será grande!
D. Manuel Arias.—Sí, pero falta que le dén tiempo para ello.
Covadonga.—Y si no se pierde del todo por empeñarse en ver las cosas demasiado de cerca.
Ubilla.—¡Será un Richelieu!
D. Manuel Arias.—¡Ó un Olivares!
Ruy Blas (Después de leer rápidamente una carta que acaba de abrir).—¡Un complot! ¿Qué es esto? ¿No os lop. 319 decía yo, señores? (Leyendo.) «...Duque de Olmedo, velad; en Madrid están preparando una trama para apoderarse de cierto personaje». (Examinando la carta.) No nombran la persona; pero yo velaré... El escrito es anónimo. (Entra un hujier que se aproxima á Ruy Blas, haciendo una reverencia.) ¿Qué ocurre?
El hujier.—El embajador de Francia desea ver á vuecencia.
Ruy Blas.—¡Ah! ¡Harcourt! No me es posible recibirle ahora.
El hujier (inclinándose).—El Nuncio de Su Santidad espera en la antecámara á vuecencia.
Ruy Blas.—Á esta hora no puedo verle. (El hujier se inclina y sale. Hace pocos momentos ha entrado un paje, que viste ropilla roja con galones de plata. Se acerca á Ruy Blas, y éste, que acaba de verle, dice:) Paje, no estoy visible para nadie absolutamente.
El paje (en voz baja).—El conde Guritán acaba de llegar de Neuburgo...
Ruy Blas (con ademán de sorpresa).—¡Ah! pues dile que vaya á verme mañana á mi casa, si lo tiene á bien; y tú enséñale dónde es. (Sale el paje. Á los consejeros.) Tendremos que trabajar luego; volved de aquí á dos horas, señores.
(Todos salen, saludando profundamente á Ruy Blas.)
(Ruy Blas, solo, da algunos pasos, sumido en profunda meditación. De repente se entreabre la tapicería en el ángulo del salón y la Reina aparece. Viste de blanco, lleva la corona, y radiante de alegría al parecer, fija en Ruy Blas una mirada de admiración y respeto. Á su espalda se ve una especie de gabinete oscuro, en el cual se distingue una puertecilla. Al volver la cabeza, Ruy Blas ve á la Reina y queda como petrificado ante aquella aparición.)
RUY BLAS, LA REINA
La Reina (en el fondo).—¡Oh! ¡gracias!
Ruy Blas.—¡Cielos!
La Reina.—Bien habéis hecho en hablarles así, y no puedo reprimir el deseo de estrechar la mano de un hombre tan firme y leal.
(Se dirige hacia él, le coge la mano y estréchala antes que pueda impedirlo.)
Ruy Blas (aparte).—¡Evitar su presencia hace seis meses, y verla de improviso! (En voz alta.) ¿Estabais ahí, señora?
La Reina.—Sí, duque, lo escuchaba todo... y con mucho interés.
Ruy Blas (mostrando el gabinete).—No sospechaba... la existencia de ese gabinete, señora...
La Reina.—Nadie le conoce. Es un gabinetito oscuro que Felipe III mandó abrir en esa pared. Desde ahí, el monarca, invisible, oía todo cuanto en el consejo se trataba; y también he visto con frecuencia á Carlos II, triste y cabizbajo, asistiendo al consejo en que se le despojaba de sus bienes y se vendía el Estado.
Ruy Blas.—¿Y qué decía?
La Reina.—Nada.
Ruy Blas.—¿Nada? ¿Y qué hacía?
La Reina.—Iba á cazar. ¡Pero vos!... aún me parece oir vuestro acento amenazador. ¡Con qué brío y energía los habéis tratado, y con cuánta razón! Levantando un poco el tapiz podía veros bien. Vuestras miradas, sin cólera, pero severas, humillaban á todos al decirles tan tristes verdades; y entre los consejerosp. 321 cabizbajos sólo vuestra figura descollaba. Pero ¿dónde habéis aprendido todas esas cosas? ¿Cómo es que conocéis los efectos y las causas? Veo que nada ignoráis. Vuestra voz hablaba cual debería hablar la de los reyes; y me parecíais majestuoso y severo como un Dios. ¿Por qué es así?
Ruy Blas.—¡Porque os amo! Porque conozco que esos hombres me odian, y que al labrar mi ruina labrarán la vuestra; porque mi abnegación, señora, es tan profunda, que por salvaros, salvaría al mundo. Soy un infeliz que por vos delira de amor, y en vos piensa, señora, como el ciego en el día. Escuchadme: en mis sueños sin fin os amo desde lejos, desde abajo, desde el fondo de la sombra: y no osaría alzar la vista hasta vos, porque vuestra mirada me deslumbra. ¡Si supiérais, señora, cuánto he sufrido durante los seis meses en que siempre evité vuestra presencia!... No me ocupo de esos hombres, porque sólo vivo con mi amor. ¡Oh, Dios mío! ¡Y aún me atrevo á decir esto frente á frente á Vuestra Majestad! No sé lo que hago... Perdonadme... tengo miedo en el corazón;... pero moriría por vos...
La Reina.—¡Oh! prosigue, tus palabras me encantan; jamás me han dicho esas cosas, y te escucho con inefable placer; necesito verte y oirte. ¡Si supieras cuánto he sufrido también en los seis meses en que con tanto afán has evitado mi presencia!... Pero no, no debo decirte esto tan pronto... ¡Soy muy desgraciada! ¡Oh! ¡debo callar; tengo miedo!
Ruy Blas (que la escucha con pasión).—¡Oh! ¡señora, concluíd, porque vuestras palabras me llenan el corazón!
La Reina.—¡Pues bien, escucha! (Alzando los ojos al cielo.) Sí, voy á decírtelo todo. ¡No sé si cometo un crimen; pero si lo es, tanto peor! Cuando el corazón se abre, forzoso es dejar ver cuanto en él se oculta.p. 322 ¿Tú huías de la reina? ¡Pues bien, la reina te buscaba! Todos los días estaba allí, en aquel gabinete, escuchándote, recogiendo la menor palabra que decías, admirando tu espíritu, que quiere, juzga y resuelve, y seducida por tu voz y tu ardimiento. Tú me pareces el verdadero rey, el verdadero señor. Yo soy la que hace seis meses, debiste sospecharlo, te eleva paso á paso hasta la cumbre del poder. Dios debió haberte colocado donde una mujer te ha puesto. Tú velas solícito por mí, y yo te admiro; en otro tiempo me diste una flor, y ahora un imperio; primero has sido bueno, y después grande. Esto es lo que apasiona á una mujer. ¡Dios mío! si obro mal ¿por qué en esta tumba me encierras, como se aprisiona la paloma en una jaula, sin esperanza, sin amor y sin ilusiones? Otro día, cuando tengamos tiempo, te contaré todo cuanto he sufrido, siempre sola y olvidada. Á cada instante siento mi orgullo humillado; juzga tú mismo: ayer, sin ir más lejos... mi cámara me disgusta; ya sabes que unas son más tristes que otras, y quise abandonar la que ocupo; pero no me lo permitieron. Ya ves hasta qué punto soy esclava y arrastro mis cadenas. ¡Duque, preciso es que el cielo te haya enviado aquí para salvar al Estado, para apartar del borde del abismo á ese pobre pueblo que sin cesar trabaja, y para amarme á mí, que tanto sufro en silencio!
Ruy Blas (cayendo de rodillas).—Señora...
La Reina (gravemente).—Don César, mi alma os entrego; reina para todos, sólo seré para vos una mujer; por el amor y por el corazón os pertenezco, duque; tengo bastante fe en vuestro honor para confiar en que respetaréis el mío, y cuando me llaméis estaré á vuestro lado. ¡Oh, César! tú eres un espíritu sublime, porque el genio es tu corona. (Da un beso á Ruy Blas en la frente.) ¡Adiós!
(Levanta la tapicería y desaparece.)
RUY BLAS, solo, y como absorto en un éxtasis
¡Ante mis ojos veo abrirse el cielo esplendoroso, y en la carrera de mi vida esta es la hora primera! Todo un mundo de luz, semejante á esos paraísos que entre sueños nos parece ver á veces, me inunda con sus brillantes rayos. Por doquiera alegría, éxtasis y misterio, embriaguez y orgullo, y sobre todo el amor, que es lo que en la tierra se acerca más á la divinidad. ¡La Reina me ama! ¡Oh Dios mío! ¿es verdad que á mí mismo es á quien ama? Entonces soy más que el rey, y esto solo me deslumbra. ¡Feliz, amado, duque de Olmedo!... ¡La España á mis pies; y en mis manos el corazón de ese ángel á quien de rodillas contemplo! Sus palabras me transfiguran y hacen de mí más que un hombre. Sí, mis sueños dorados se realizan; y estas no son ilusiones de mi loca fantasía. ¡Sí, sí, me ha hablado; era ella; llevaba una diadema de encaje de plata, y no dejé de mirarla mientras me habló! Paréceme estar viéndola aún con su aspecto noble y majestuoso. Dice que confía en mí... ¡Pobre ángel! ¡Oh! Si es cierto que Dios, por un extraño prodigio, nos dió el amor para que fuéramos más grandes y benignos, yo, que no temo cosa alguna mientras que ella me ame; yo, poderoso ya por su elección suprema; yo, á quien los reyes envidiarían, juro ante Dios, sin temor y con voz segura, que podéis confiar en mí, señora, en mi brazo como reina, en mi corazón como mujer. ¡La abnegación se oculta en el fondo de mi alma confundida con mi amor puro y leal! ¡Nada temáis, reina mía!
p. 324(Desde hace algunos momentos un hombre ha entrado por la puerta del fondo, embozado en una ancha capa, y cubierta la cabeza con un sombrero galoneado de plata. Avanza lentamente hacia Ruy Blas sin ser visto, y en el momento en que éste, ebrio de dicha, levanta los ojos al cielo, le pone bruscamente la mano en el hombro. Ruy Blas se vuelve con viveza: el hombre deja caer el embozo: es D. Salustio, vestido de librea color de fuego, con galones de plata, semejante á la del paje de Ruy Blas.)
RUY BLAS, D. SALUSTIO
D. Salustio.—Buenos días.
Ruy Blas (aterrado, aparte).—¡Gran Dios, estoy perdido! ¡El marqués!
D. Salustio (sonriendo).—Apostaría á que no pensabais en mí.
Ruy Blas.—En efecto, vuestra presencia me sorprende. (Aparte.) ¡Oh! ya renace mi desgracia; yo miraba el ángel, mientras que el demonio venía.
(Corre hacia el tapiz que oculta el gabinete secreto, cierra la puertecilla con cerrojo, y vuelve temblando hacia don Salustio.)
D. Salustio.—Y bien, ¿cómo va por aquí?
Ruy Blas (con la mirada fija en D. Salustio impasible, apenas puede coordinar sus ideas).—¡Esa librea!...
D. Salustio (sonriendo siempre).—Érame preciso entrar en palacio, y como con esta librea se puede llegar á todas partes, he tomado la vuestra, que no deja de agradarme. (Se cubre; Ruy Blas permanece descubierto.)
Ruy Blas.—Es que yo temo por vos.
D. Salustio.—¡Temor risible!
p. 325Ruy Blas.—¡Estáis desterrado!
D. Salustio.—¿Lo creéis así? Es posible.
Ruy Blas.—Si os reconociesen en el palacio en pleno día...
D. Salustio.—¡Bah! los cortesanos felices que viven descuidados no irán á perder el tiempo en examinar el rostro de un caído para recordar quién es; y además, ¿quién repara en un lacayo? (Se sienta en un sillón; Ruy Blas permanece en pie.) ¿Y qué se cuenta en Madrid, amigo mío? ¿Es cierto que, poseído de un celo hiperbólico en favor del tesoro público, desterráis á ese buen Priego, uno de nuestros nobles? ¿Habéis olvidado que sois parientes? Su madre es Sandoval, como la vuestra ¡qué diablo! y en su escudo lleva oro en campo de gules. Mirad vuestros blasones, don César; esto es muy claro; entre parientes no se hacen tales cosas. ¿Pensáis que los lobos se hacen daño entre sí, fingiéndose corderos? Abrid los ojos para vos mismo, pero cerradlos para los demás. Cada cual para sí.
Ruy Blas (tranquilizándose un poco).—Sin embargo, señor, permitidme observar que el marqués de Priego, como noble, gravaba los ingresos del tesoro, precisamente cuando será necesario poner un ejército en campaña. No tenemos dinero, y se necesita. El heredero bávaro se muere, según me decía ayer el conde de Harrach, embajador de Austria, á quien debéis conocer. Si el archiduque quiere sostener su derecho, la guerra estallará...
D. Salustio.—El aire me parece un poco frío; hacedme el favor de cerrar la ventana.
(Ruy Blas, pálido de vergüenza y desesperación, vacila un instante; después hace un esfuerzo y se dirige lentamente á la ventana, ciérrala y vuelve hacia D. Salustio, que sentado en el sillón, le mira con expresión de indiferencia.)
Ruy Blas (continúa, tratando de convencer á D. Salustiop. 326).—Dignaos reflexionar hasta qué punto es inoportuna la guerra, no teniendo dinero. La salvación de España depende de nuestra probidad más que de otra cosa; y yo, como si nuestro ejército estuviese ya preparado, he mandado decir al emperador que le haré frente...
D. Salustio (interrumpiendo á Ruy Blas, y mostrándole un pañuelo, que ha dejado caer al entrar).—Tened la bondad de recogerme el pañuelo. (Ruy Blas, apurada la paciencia, vacila otra vez, pero al fin recoge el pañuelo y preséntale á D. Salustio, quien añade, guardándole en el bolsillo:) ¿Decíais?...
Ruy Blas (haciendo un esfuerzo).—La salvación de España y el interés público exigen un sacrificio. Toda nación bendice á quien la salva, y para ello debemos atrevernos á ser grandes, á despejar las sombras de la intriga y á desenmascarar á los bribones.
D. Salustio (con indolencia).—En efecto, esa es mala compañía; mas no creo que se deba hacer tanto ruido por un pobre millón que han devorado, ni tampoco es cosa de poner el grito en el cielo. Amigo mío, nuestros grandes señores no son ganapanes como los vuestros, y gústales vivir holgadamente. Os digo con franqueza que eso de hacer el Quijote para corregir abusos, siempre henchido de orgullo y rojo de cólera, me parece una ridiculez; pero ¡bah! os habéis empeñado en ser popular y en que os adoren los plebeyos; queréis ser famoso en tiendas y plazuelas. ¡Qué rareza! Tened otros caprichos menos vanos. ¡El interés público! Pensad antes en el vuestro; y en cuanto á la salvación de España, esta es una frase hueca que otros harán resonar mejor que vos. ¿La popularidad? es pobre gloria; y eso de convertiros en dogo que ladra siempre alrededor de las gabelas, paréceme triste oficio. ¡La virtud, la fe, la probidad, palabras vanas! Todo esto estaba gastado ya en tiempos de Carlos V. Duéleme que parezcáisp. 327 un necio, siendo hombre inteligente. Romped á puntapiés vuestro globo ridículo é hinchado, para que salga el viento de tantas necedades.
Ruy Blas.—Sin embargo, señor...
D. Salustio (con helada sonrisa).—¡Qué raro sois! Ocupémonos ahora en cosas más serias. (Con tono breve é imperioso.) Me esperaréis mañana todo el día en vuestra casa, es decir, en la que yo os he dado, pues ya se acerca el desenlace de mis planes. Quedaos tan sólo con los mudos para vuestro servicio, y tened en el jardín oculta una carroza preparada para emprender un viaje. Yo me cuidaré del cambio de mulas. Hacedlo todo tal como os digo; y si necesitáis dinero os lo enviaré.
Ruy Blas.—Señor, obedeceré; consiento en todo; pero juradme antes que en este asunto nada tendrá que ver la Reina.
D. Salustio (que juega con un cuchillo de marfil sobre la mesa, se vuelve á medias).—¿Y qué os importa?
Ruy Blas (vacilando y mirándole con espanto).—¡Oh! ¡sois un hombre temible! Mis rodillas tiemblan... Me arrastráis á un abismo insondable, y sospecho que proyectáis planes monstruosos. Entreveo algo espantoso... Compadeceos de mí. Es preciso que os lo diga todo para que podáis juzgar, pues no lo sabíais. ¡Yo amo á esa mujer!
D. Salustio (fríamente).—Ya lo sabía.
Ruy Blas.—¡Lo sabíais!
D. Salustio.—¡Pardiez! ¿Qué importa esto?
Ruy Blas (apoyándose en la pared para no caer, y como hablando consigo mismo).—¡Soy pues juguete de ese cobarde, que así me atormenta! ¡Oh! ¡qué horrible aventura! (Levantando la vista al cielo.) ¡Perdonadme, señor, Dios poderoso!
D. Salustio.—¡Pardiez, veo que de veras estáis soñando y que tomáis por lo serio vuestro papel! Estop. 328 es ridículo. Mis proyectos tienen un fin determinado que yo solo debo conocer; y el objeto es haceros más feliz de lo que podéis pensar. Obedeced, callad y no tengáis cuidado, que vuestra recompensa será la fortuna. Los pesares de amor valen bien poco, y todos sabemos que son muy pasajeros. Habéis de saber que se trata del destino de un imperio, y comparado con esto nada significan vuestros asuntos. Quiero deciros todo; pero tened el buen sentido de manteneros en vuestra esfera. Yo soy muy bueno y benigno; pero ¡qué diantre! un lacayo no es al fin más que humilde vaso donde puedo verter mis fantasías. El amo puede hacer de vosotros lo que le plazca, disfrazaros y descubriros á su antojo. Yo os hice gran señor por un momento dejándoos después libre; pero no olvidéis, que sois mi lacayo. Cortejáis á la reina, como también podríais colocaros detrás de mi carroza. Sed razonable, amigo mío.
Ruy Blas (que ha escuchado aturdido, y como no pudiendo dar crédito á lo que oye).—¡Oh Dios mío, Dios clemente, Dios justo! ¿De qué crimen será este el castigo? ¿Qué he podido hacer yo? ¡Señor! tú que eres el padre de todos ¿quieres verme morir desesperado? De mi parte no hay falta, y no debo ser víctima. Señor marqués, me habéis lanzado en un abismo, y es una crueldad martirizar un pobre corazón, lleno de amor y de fe, para llevar á cabo una venganza. (Hablando consigo mismo.) ¡Oh! sí, es una venganza, no hay duda alguna, y bien adivino que es contra la Reina. ¿Qué hacer? ¿Iré á decirle todo? ¡Cielos, ser un objeto de disgusto y de horror para ella, ser un bribón, un pillo de dos caras, á quien se expulsa á palos! ¡Jamás! ¡Me vuelvo loco! (Pausa.) ¡Dios mío! he aquí cómo se hacen las cosas. En la sombra se construye una máquina terrible, armada de rodajes sin número; después se arroja en ella, como para probarla, una cosa, un lacayo; y por debajo de las ruedas, puestas ya en movimiento,p. 329 se ve salir una masa de carne palpitante, una cabeza rota, un corazón ensangrentado. ¡Y nadie se espanta entonces al reconocer que aquel lacayo era un hombre! (Volviéndose hacia D. Salustio.) Pero aún es tiempo, señor, pues todavía no está la horrible rueda en movimiento. (Se arroja á sus pies.) ¡Compadeceos de mí, apiadaos de ella! Ya sabéis que soy un servidor fiel, y con frecuencia lo habéis dicho; ya veis que me someto. ¡Gracia!
D. Salustio.—Este hombre no comprenderá jamás, y á fe que me impaciento.
Ruy Blas (arrastrándose á sus pies).—¡Gracia!
D. Salustio.—¡Abreviemos! (Se vuelve hacia la ventana.) Habéis cerrado mal esa ventana, y por ahí entra el frío.
(La cierra.)
Ruy Blas (levantándose).—¡Oh! ¡esto es ya demasiado! Ahora soy duque de Olmedo, ministro poderoso, y levanto la frente bajo el pie que me pisa.
D. Salustio.—¿Cómo decís eso? Repetid la frase: ¡Ruy Blas, duque de Olmedo! ¿No veis que sólo un Bazán puede ser Olmedo?
Ruy Blas.—¡Ordenaré que os prendan!
D. Salustio.—Diré quién sois.
Ruy Blas (exasperado).—Pero...
D. Salustio.—Acusadme; vuestra cabeza arriesgo con la mía. Todo está previsto. No toméis tan pronto ese aire triunfante.
Ruy Blas.—¡Lo negaré todo!
D. Salustio.—¡Vamos, sois un niño!
Ruy Blas.—¡No tenéis pruebas!
D. Salustio.—Ni vos memoria. Yo hago siempre lo que digo, y os demostraré que no sois más que el guante, y yo la mano. (Acercándose á Ruy Blas.) Si no obedeces, si no estás mañana en tu casa para preparar lo que necesito, si dices una sola palabra de lo que ocurre, si tus miradas ó tu ademán infunden la menorp. 330 sospecha, aquella por quien temes quedará públicamente difamada y perdida; y después recibirá, bajo sobre, un papel que conservo en sitio seguro, escrito, ya recordarás por qué mano, y firmado por quien sabes. Ese papel dice lo siguiente: «Yo, Ruy Blas, lacayo de Su Excelencia el marqués de Finlas, me obligo á servirle, como buen criado, en toda ocasión pública ó secreta.»
Ruy Blas (con voz desfallecida).—Basta, señor; haré lo que os plazca.
(Se abre la puerta del fondo y entran los consejeros. Don Salustio se emboza rápidamente en su capa.)
D. Salustio (en voz baja).—Alguien viene. (Saluda profundamente á Ruy Blas.) Señor duque, soy vuestro criado.
(Vase.)
p. 331
D. CÉSAR
Gabinete lujoso, de aspecto sombrío. Ornamentación y muebles usados y de antigua forma. Las paredes están cubiertas de tapices de terciopelo carmesí, desgastados por la acción del tiempo y formando cuadros cortados por franjas de oro que los separan en tiras verticales. En el fondo una puerta de dos hojas. Á la izquierda, en un bastidor, gran chimenea del tiempo de Felipe II con escudo de hierro forjado en el interior. De la parte opuesta, en otro bastidor, una puerta pequeña que da á una habitación oscura. Á la izquierda una sola ventana con barrotes, como los de una prisión. En las paredes algunos retratos antiguos y medio borrados. Un guardarropa con espejo de Venecia. Grandes butacas del tiempo de Felipe III. Un lujoso armario colocado junto á la pared. Una mesa cuadrada con recado de escribir. Un pequeño velador con pies dorados en un rincón. Es de día. Al levantarse el telón, Ruy Blas, vestido de negro, sin capa, sin el toisón y vivamente agitado, recorre á largos pasos la habitación. En el fondo, un paje permanece inmóvil, esperando sus órdenes.
RUY BLAS, EL PAJE
Ruy Blas (hablando consigo mismo).—¿Qué hacer?... Ella es primero que todo; sólo en ella debo pensar.p. 332 Aunque hubiese de perder la vida, aunque hubiera de dar mi alma al infierno, es preciso que yo la salve. Mas ¿de qué modo lo conseguiré?... Dar por ella mi sangre, mi corazón, mi vida, es cosa fácil; pero ¿cómo destruir la inicua trama? Hay que adivinar lo que ese hombre maquina, lo que se propone. Ese hombre surge de repente de entre las tinieblas y luego desaparece... ¿Qué hace en la oscuridad?... ¡Cuando reflexiono que, en el primer momento de sorpresa, le he rogado sólo por mí, me acuso de estúpido y de cobarde!... Está visto que ese hombre es un malvado, y me parece ahora imposible que yo haya tenido esperanza de que, al juzgarse dueño de la presa, se contentara con la mitad y dejase en paz á la reina por conmiseración á su criado... Sin embargo, ¡miserable de mí! es forzoso salvarla, ya que la he perdido, es indispensable á toda costa... si no, se acabó todo... ¡Y caer tan abajo después de subir á tanta altura!... ¿Acaso habré soñado?... ¡Oh! quiero salvarla... Quiero salvarla y todavía ignoro cómo y por dónde vendrá el traidor... Él es tan dueño de mi vida como de esta casa, de la cual conoce todos los secretos y tiene todas las llaves. Puede entrar y salir, penetrar alevosamente y pisotear mi corazón como este mismo suelo... Sí, yo soñaba... La fortuna improvisada había perturbado mi cabeza... Estoy loco, no puedo coordinar ni una sola idea... Mi razón, de la cual estaba tan orgulloso, no es más que un débil junco que se dobla al soplo del huracán... ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué haré?... Ante todo es necesario impedir que salga de palacio... Ahí está el lazo sin duda alguna... Todo es oscuro en torno mío... Presiento la trama, pero no puedo verla... ¡Cuánto sufro!... Ya está dicho. Impediré que salga, la avisaré inmediatamente... ¿Y por quién, si no tengo ninguna persona de confianza?... (Reflexiona, dando muestras de abatimiento. De pronto, como herido por una súbita inspiración,p. 333 que le infunde una esperanza, levanta la cabeza.) Sí, Guritán la ama... Es hombre leal... ¡Oh! sí, sí, eso es. (Llama con un signo al paje, y le dice en voz baja:) Véte inmediatamente á casa de don Guritán y preséntale mis excusas; dile luego que vaya sin perder momento á ver á la Reina y que en nombre suyo y mío la conjure á que, suceda lo que quiera, no salga de palacio en tres días; ¿lo oyes bien? que en tres días no salga... Corre... (Llamando de nuevo al paje.) ¡Ah! espera. (Saca de su cartera una hoja de papel y un lápiz.) Dile que entregue esto á la Reina y que esté alerta. (Escribe con rapidez sobre una rodilla.) «Dad crédito á don Guritán y haced lo que os aconseje.» (Dobla el papel y se lo entrega al paje.) Añade que, en cuanto á nuestro desafío, estaba yo en un error, que me pongo á sus órdenes, que me compadezca porque sufro mucho, y que públicamente le daré una satisfacción... Manifiéstale también que ella corre un gran peligro, que es preciso que no salga á lo menos en tres días, suceda lo que quiera. Hazlo todo puntualmente; sé discreto; no dejes traslucir nada...
El paje.—Confiad en mí; os quiero porque sois un buen amo.
Ruy Blas.—Pues corre, pajecillo, corre. ¿Estás ya enterado?
El paje.—Sí, quedad tranquilo.
(Sale.)
Ruy Blas (que al quedar solo cae desplomado en un sillón).—Voy tranquilizándome, y sin embargo, experimento aún síntomas de locura... Concibo confusamente multitud de ideas que muy luego se me olvidan... El medio de acudir á don Guritán es seguro... Pero yo ¿habré de esperar aquí á don Salustio?... ¿Y para qué?... No, no quiero esperarle; esto le inutilizará por todo un día... Voy á orar á cualquier iglesia... Necesito inspiración y Dios me la concederá. (Toma el sombrero y agita una campanilla colocada sobre la mesa.p. 334 Aparecen en la puerta del fondo dos negros vestidos de terciopelo verde claro y brocado de oro.) Voy á salir. Dentro de poco vendrá un hombre que acaso penetre por una puerta reservada. Si veis que procede aquí como si fuera el amo, dejadle; y si viniesen otros... (Después de vacilar un momento.) ¡qué diablo! dejadlos entrar. (Despide con un ademán á los negros, que se inclinan en señal de obediencia y se van.) Vámonos.
(Sale.)
(En el momento de cerrarse la puerta se oye un gran estrépito en la chimenea, por la cual se ve caer á un hombre embozado en una capa hecha girones y que se precipita en la habitación. Es D. César.)
D. CÉSAR
D. César (azorado, anhelante, despeinado, aturdido y con expresión alegre é inquieta al mismo tiempo).—Lo siento, pero soy yo. (Se levanta frotándose la pierna sobre la cual ha caído y adelántase por la habitación con el sombrero en la mano y haciendo saludos.) Dispensad, no me hagáis caso, ya me voy... Podéis seguir hablando... Continuad, por favor... No podéis figuraros cuánto siento haberos interrumpido... (Se detiene en medio de la habitación y se apercibe de que está solo.) ¡Nadie! Y sin embargo, hace un momento que, desde el tejado, creí haber oído rumor de voces... ¡Nadie! (Sentándose en una butaca.) ¡Perfectamente! Descansemos: ¡qué hermosa es la soledad!... ¡Uf!... ¡Cuántas peripecias!... ¡Estoy asombrado de mí mismo!... Y todas tan inesperadas como la lluvia que, al sacudirse, nos arroja un perro que se acaba de bañar. En primer lugar, los alguaciles que me cogieron entre sus garras; luego mip. 337 ridículo embarque; después los corsarios; aquella gran ciudad donde tanto me han maltratado; las tentaciones contra mi virtud por aquella mujer amarilla; mi salida de la prisión, mis viajes, y por último, mi regreso á España. ¡Vaya una novela! El mismo día de mi llegada vuelvo á ver á los malditos alguaciles; me persiguen encarnizadamente y huyo á la desesperada; salto un muro, diviso una casa escondida entre los árboles, corro á ella sin que nadie me vea, gano el tejado y me introduzco en el interior por una chimenea donde queda hecha trizas mi mejor capa... La verdad, el caballero Salustio es un bandido... (Mirándose en un pequeño espejo colocado sobre el guardarropa, que tiene cajones esculpidos.) Mi jubón me ha acompañado en todas mis desdichas y resiste valerosamente las injurias del tiempo. (Se quita la capa y se mira en el espejo el jubón de seda usado, roto y con remiendos; luego se lleva con rapidez la mano á la pierna, á la vez que fija la vista en la chimenea.) Pero mi pierna ha sufrido horriblemente con la caída. (Abre los cajones del guardarropa, y en uno de ellos encuentra una capa de terciopelo verde claro bordada de oro: la misma que D. Salustio dió á Ruy Blas. La examina y la compara con la suya.) Esta capa me parece más decente que la mía. (Se la pone y coloca en su lugar la suya después de haberla doblado cuidadosamente; luego, abollando de un puñetazo su sombrero, colócale encima de la capa vieja, vuelve á cerrar el cajón y se pasea con orgullo embozado, luciendo la capa nueva.) Sea como fuere, ya estoy de vuelta en España y todo va bien... ¡Ah, querido primo! ¿deseas que emigre á esos países de África, donde el hombre hace el papel de ratón del tigre? Pues bien, me vengaré de ti de un modo espantoso... en cuanto almuerce... Iré á tu casa con mi verdadero nombre, llevando tras de mí la innumerable caterva de mis acreedores, seguidos de sus hijos, y te entregaré á su voraz apetito. (Ve en un rincón un magníficop. 338 par de botinas con encañonados de encaje.—Arroja con viveza sus zapatos viejos y se pone aquellas.) Ahora veamos dónde me han traído mis desventuras. (Examina la habitación por todos lados.) Casa misteriosa y á propósito para tragedias. Puertas cerradas, ventanas con barrotes, un verdadero calabozo... En esta deliciosa mansión se ha de entrar por arriba, como el vino entra en las botellas... ¡El vino! ¡Qué bueno es el vino, cuando es bueno! (Se apercibe de la pequeña puerta de la derecha, la abre, entra precipitadamente en el gabinete con que comunica y vuelve á salir demostrando admiración.) ¡Maravilla de maravillas! ¡Un gabinete sin salida y donde todo está cerrado también! (Va á la puerta del fondo, la entreabre y mira hacia fuera; luego la vuelve á cerrar y se dirige al proscenio.) ¡Nadie!... ¿Dónde diablos me he metido?... El caso es que he conseguido huir de los alguaciles; lo demás importa poco. Y luego que no es cosa de asustarse ni de tomar un aire lúgubre, porque nunca haya visto una casa que esté así dispuesta. (Vuelve á sentarse en la butaca, bosteza y casi inmediatamente se levanta.) El caso es que me aburro sobremanera. (Distinguiendo un pequeño armario adosado á la pared, en el rincón de la izquierda.) Veamos, esto tiene aspecto de ser una biblioteca. (Se dirige al mueble y le abre, resultando ser un repostero bien provisto.) Justo y cabal. Una empanada, vino, una torta, seis botellas, correctamente alineadas... Me convenzo de que he calumniado á esta casa. (Examina las botellas una por una.) Esto es exquisito... ¡Oh respetable armario, yo te saludo! Veamos primero esto. (Llena el vaso y bebe de un trago todo el líquido.) ¡Es una obra admirable de ese famoso poeta que se llama el Sol! Jerez de los Caballeros no ha producido nada mejor. (Se sienta, llena otro vaso y bebe.) ¿Qué libro vale lo que esto? No hay nada que tenga más espíritu. (Bebe.) ¡Ah! ¡Cómo conforta! Ahora comamos. (Corta un pedazo de empanada.)p. 339 Esos bribones de alguaciles han quedado vencidos... No darán con mi pista. (Come.) ¡Oh! Reina de las empanadas... Pero si viniese el dueño de la casa... (Se dirige al armario, saca otro vaso y un cubierto y los coloca sobre la mesa.) ¡Bah! Le convidaría... ¿Y si me hiciera arrojar de aquí?... Por si acaso comamos aprisa. (Come á dos carrillos.) Cuando haya concluído examinaré la casa. ¿Quién vivirá en ella? Tal vez sea un buen muchacho, y todo este misterio no sirva más que para ocultar una intriga amorosa. Después de todo, ¿qué mal causo yo aquí? Nada busco sino la hospitalidad de ese digno mortal y quiero pedirla á la manera antigua, abrazando el altar. (Se inclina y rodea la mesa con sus brazos. Luego bebe.) Reflexionemos: el hombre que tiene este vino, no puede ser un malvado; y además, si viene, le diré quién soy. ¡Ah, va á darse al diablo mi maldito primo!... ¡Cómo!... se dirá, ¿ese cualquiera, ese andrajoso, ese mendigo, ese bandido es don César de Bazán? Ni más ni menos, y primo de don Salustio por añadidura... ¡Oh, qué sorpresa y qué escándalo habrá en Madrid! ¿Cuándo ha venido? ¿Anoche? ¿Esta mañana? ¡Qué tumulto se formará al estallar la bomba, al volverse á oir mi olvidado é ilustre nombre! Pues sí, señores, es don César de Bazán: nadie pensaba en él, nadie hablaba de él, pero vivía, vive, no ha muerto... Los hombres dirán: ¡Diablo!... Y las mujeres: ¡Me alegro! Y á estas dulces exclamaciones, se mezclarán los ladridos de mis trescientos acreedores. ¡Qué hermoso papel voy á hacer!... ¡Lástima que no tenga dinero! (Se oye ruido en la puerta.) Alguien viene... Sin duda me arrojarán de aquí como un saltimbanqui... Sea lo que fuere... No hagas nada á medias, César.
(Se emboza hasta los ojos en la capa. Ábrese la puerta del fondo y aparece un lacayo con librea, llevando á la espalda voluminoso saco.)
D. CÉSAR, UN LACAYO
D. César (mirando al lacayo de pies á cabeza).—¿Á quién venís á buscar? (Aparte.) En situaciones apuradas se necesita mucho aplomo.
El lacayo.—¿Don César de Bazán?
D. César (desembozándose).—Yo soy. (Aparte.) Esto es asombroso.
El lacayo.—¿Conque sois el señor don César de Bazán?
D. César.—Ya he dicho que sí. Yo soy César, el verdadero César, el único César, el conde de Garo...
El lacayo (colocando el saco en una butaca).—Dignaos ver si está justa la cuenta.
D. César (aturdido y aparte).—¡Dinero! Esto es inexplicable. (Alto.) Amigo mío...
El lacayo.—Dignaos contarlo. Aquí está la cantidad que me han mandado traeros.
D. César (con cómica gravedad).—Ya comprendo. (Aparte.) Lléveme el diablo si sé una palabra; pero no lo echemos á perder; el socorro no puede ser más oportuno (Alto.) ¿He de hacer recibo?
El lacayo.—No, señor.
D. César (señalando la mesa).—Coloca ahí ese dinero. (El lacayo obedece.) ¿De parte de quién viene?
El lacayo.—Vuecencia lo sabe perfectamente.
D. César.—¡Ya lo creo! Pero...
El lacayo.—Me olvidaba repetir lo que me han dicho: este dinero viene de parte de quien vos sabéis, para lo que sabéis perfectamente.
D. César (satisfecho de la explicación).—¡Ya!
p. 341El lacayo.—Ambos debemos ser muy reservados... ¡Chist!
D. César.—¡¡Chist!! Este dinero viene... ¡La frase es magnífica! Repítela.
El lacayo.—Este dinero...
D. César.—Todo es muy claro: viene de parte de quien yo sé...
El lacayo.—Para lo que vos sabéis. Debemos...
D. César.—Ambos...
El lacayo.—Ser muy reservados.
D. César.—Pues no puede ser más claro.
El lacayo.—Para vos. Yo obedezco y no sé nada.
D. César.—¡Bah!
El lacayo.—Pero vos sí.
D. César.—¡No faltaba más!
El lacayo.—Con eso basta.
D. César.—Lo sé todo... y me quedo con el dinero. La cosa es tan clara que...
El lacayo.—¡Chist!
D. César.—¡Chist!... Es verdad, ya iba á ser indiscreto.
El lacayo.—Contad, señor.
D. César.—¿Por quién me tomas? (Admirando el volumen del saco.) ¡Qué hermosa pieza!
El lacayo (insistiendo).—Pero...
D. César.—Me inspiras confianza.
El lacayo.—Gracias. La cuenta está justa y en saquillos de oro y plata.
(D. César abre el saco y extrae muchos saquillos de oro y plata que vacía sobre la mesa; luego coge á puñados las monedas y se llena los bolsillos.)
D. César (interrumpiendo majestuosamente la operación).—He aquí que mi extravagante novela termina con felicidad en... ¡un millón! (Vuelve á llenarse los bolsillos.) ¡Oh! ¡Delicia! ¡Parezco un galeón!
p. 342(Cuando ha llenado un bolsillo, procede á igual operación en otro. Búscase bolsillos por todas partes y parece haber olvidado al lacayo.)
El lacayo (que le mira con impasibilidad).—Ahora espero vuestras órdenes.
D. César (volviéndose hacia él).—¿Para qué?
El lacayo.—Para ejecutar inmediatamente lo que yo no sé, pero vos sí. Parece que hay comprometidos grandes intereses...
D. César (interrumpiéndole con aire de inteligencia).—Sí, ¡públicos y privados!
El lacayo.—Y quieren que en seguida haga lo que me ordenéis. Repito lo que me han dicho.
D. César (dándole un amistoso golpe en la espalda).—Y yo te alabo, fiel servidor.
El lacayo.—Para que no haya retraso alguno, mi amo me ha encargado que me ponga á vuestras órdenes.
D. César.—Eso es hacer bien las cosas. Complazcamos á tu amo. (Aparte.) Que me cuelguen si sé qué decir. (Alto.) Acércate inmediatamente. (Llena de vino el otro vaso.) ¡Bebe!
El lacayo.—¡Cómo! Señor...
D. César.—¡Bebe! (Obedece el lacayo, y D. César vuelve á llenar el vaso.) ¡Es vino de Oropesa! (Hace sentar al lacayo, le obliga á beber otra vez y de nuevo le llena el vaso.) Ahora hablemos. (Aparte.) Ya está medio alumbrado. (Alto y estirándose en la silla que ocupa.) El hombre, amigo mío, no es más que humo, humo negro, producto del fuego de sus pasiones. Toma. (Le escancia nuevamente.) Esto que te digo no puede ser más tonto. Y además, el humo de una chimenea ya es otra cosa: se dirige al cielo azul y sube alegremente mientras nosotros bajamos. (Se frota la pierna.) El hombre no es más que vil materia. (Llena los dos vasos.) Bebamos. Todos tus doblones no valen lo que la alegría de cualquier borracho. (Aproximándose al lacayo y con aire misterioso.p. 343) Seamos prudentes: no es cuestión de cargar más de lo que se puede sostener: el edificio levantado sin cimientos, se derrumba en seguida... Mira, abróchame el cuello de la capa.
El Lacayo (con orgullo).—Yo no soy ayuda de cámara.
(Antes que D. César pueda impedírselo, toca la campanilla que está colocada encima de la mesa.)
D. César (aparte y aterrado).—Ha llamado; sin duda vendrá el amo en persona y estoy perdido.
(Entra uno de los negros. D. César, presa de la más viva ansiedad, se dirige al lado opuesto de aquel en que está el negro, como no sabiendo qué hacer.)
El Lacayo (al negro).—Abrocha al señor.
(El negro se aproxima gravemente á D. César que le mira estupefacto, le abrocha el cuello de la capa, saluda y sale.)
D. César (levantándose: aparte).—Estoy en casa de Belcebú, no hay duda. (Pasa al proscenio y se pasea á largos pasos.) En fin, dejemos rodar la bola y aprovechémonos de la ocasión. Voy á dar aire al dinero; ya que le poseo, ¿qué puedo hacer de él? (Se vuelve al lacayo que sigue sentado junto á la mesa, bebiendo y que comienza á tambalearse en su silla.) Escucha. (Aparte.) Veamos: con este dinero podría pagar á mis acreedores... ¡Ca! no... Siquiera les daré alguna cantidad á cuenta... ¿Pero por qué les he de proporcionar esa satisfacción? ¿Cómo diablos se me ocurren semejantes ideas? Está visto que nada pervierte al hombre como el dinero. Aun cuando se descienda de Aníbal, el oro le hace á uno tener sentimientos de menestral. ¿Qué se diría de mí al saber que había pagado mis deudas?... ¡Ah!
El Lacayo (bebiendo).—¿Qué queréis?
D. César.—Déjame, estoy meditando. Mientras tanto, bebe. (El Lacayo obedece. D. César sigue meditando yp. 344 de pronto se da un golpe en la frente como si le hubiese acometido alguna idea súbita.) Sí, eso es. (Al lacayo.) Levántate en seguida y oye lo que tienes que hacer. Ante todo llénate de oro los bolsillos. (El lacayo se levanta tambaleándose y obedece. D. César le ayuda y continúa hablando.) Vé al extremo de la plaza Mayor y entra en el número nueve; es una casa pequeña, pero que sería de hermoso aspecto si uno de los cristales no estuviese roto y tapada la rotura con un pedazo de papel.
El lacayo.—Entiendo.
D. César.—Me alegro... ¡Ah! te advierto que la escalera es estrecha y puede uno romperse el alma al subir. Ten cuidado.
El lacayo.—Bien.
D. César.—En el último piso vive una hermosa á quien reconocerás fácilmente: es baja, rubia, su cabello rizado circunda con profusión su cabeza... una mujer encantadora, en una palabra... Se llama Lucinda; sé con ella muy atento, porque es mi amante, y entrégala de mi parte cien ducados. En un tabuco de al lado hallarás un prójimo que tiene la nariz como un pimiento por el abuso del vino, y que lleva puesto siempre un grasiento sombrero de fieltro con la pluma muy lacia. Á ese le darás seis piastras... Luego, algo más lejos, en la esquina de la calle, encontrarás una taberna, y en ella, bebiendo y fumando, un hombre de aire pacífico y de elegante aspecto, que bebe y fuma pero que no jura nunca, y á quien acompaña un íntimo amigo mío, llamado Tormentas... Dales treinta escudos, y diles por toda explicación que se los beban juntos, y que no les faltarán otros cuando esos se acaben... ¡Ah! y no te admires si ves que abren mucho los ojos...
El lacayo.—¿Qué más?
D. César.—Guárdate el resto. Y luego...
p. 345El lacayo.—Decid.
D. César.—Te vas á divertir. Gastas y triunfas y haces lo que quieras, con tal que no vuelvas á tu casa hasta mañana por la noche.
El lacayo.—Seréis obedecido, príncipe.
(Se dirige hacia la puerta tambaleándose.)
D. César (aparte, mirándole).—Está completamente borracho. (Le llama y el lacayo vuelve.) ¡Ah! Se me olvidaba. Cuando salgas, seguramente te seguirán los desocupados. Haz honor con tu conducta á lo que has bebido. Pórtate con nobleza. Si de tus bolsillos caen algunos escudos, déjalos; y si algunos menesterosos ó necesitados los recogen, déjalos hacer.—No te incomodes tampoco si alguien busca más dinero en tus bolsillos; sé indulgente; piensa que todos somos hombres y que en este valle de lágrimas se ha de conceder de vez en cuando algunas alegrías á las criaturas. (Con melancolía.) Los que tal hagan, serán ahorcados un día ú otro... Justo es guardarles toda clase de consideraciones... Puedes irte. (El lacayo sale. D. César, al quedar solo, se sienta, apoya los codos sobre la mesa y medita.) Un hombre cuerdo y cristiano, cuando posee dinero, debe hacer buen uso de él... Tengo para vivir por lo menos ocho días y los viviré... Si me quedase algo, lo emplearía en fundaciones piadosas. Pero no me atrevo á confiar mucho en ello, porque sin duda me quedaré sin nada muy pronto. Esto debe ser una equivocación. Ese torpe habrá dado mal el recado ó yo he pronunciado mal mi nombre...
(Se abre la puerta del fondo y entra una dueña vieja, con el pelo canoso, basquiña y mantilla negras y abanico.)
D. CÉSAR, UNA DUEÑA
La dueña (en el dintel de la puerta).—¿Don César de Bazán?
(D. César, que estaba pensativo, levanta bruscamente la cabeza.)
D. César.—¿Otro más? (Aparte.) Es una mujer. (Mientras que la dueña, sin moverse del fondo, hace una profunda reverencia, él se adelanta estupefacto hacia el proscenio.) ¡Preciso es que el diablo ó Salustio anden mezclados en todo esto! Apostaría á que voy á ver á mi primo. ¡Una dueña! (Alto.) Yo soy don César. ¿Qué queréis? (Aparte.) Por lo general una vieja anuncia una joven.
La dueña (haciendo otra reverencia y la señal de la cruz).—Señor mío, os saludo hoy, día de ayuno, en el nombre del Dios hijo, todopoderoso y su excelso Padre.
D. César (aparte).—Ya se sabe: á principio devoto, amoroso final. (Alto.) Amén. Buenos días.
La dueña.—Dios os tenga en su santa guarda. (Con misterio.) ¿Habéis dado á quien me envía á vos una cita reservada para esta noche?
D. César.—Soy capaz de eso y de mucho más.
La dueña (sacando de su guarda-infante una esquela cerrada que presenta á D. César, pero sin entregársela).—Entonces, señor discreto, vos sois quien habéis dirigido esta carta á alguien que os ama y á quien conocéis perfectamente.
D. César.—Sin duda debo ser yo.
La dueña.—Está bien. La dama, casada probablementep. 347 con algún viejo celoso, tiene que guardar ciertos miramientos, pues ha encargado que me enterase bien antes de... Yo no la conozco, pero vos sí... La criada me ha dicho lo que había de hacer... y por consiguiente no es preciso saber los nombres...
D. César.—Excepto el mío, según parece.
La dueña.—¡Oh! La cosa es clara. Una dama recibe una cita de su amante, pero teme caer en algún lazo, y como las precauciones nunca están de más... En suma, me envían aquí para recibir de vuestra boca la confirmación.
D. César (aparte).—¡Oh, qué vieja más cargante! ¡Cuánta broza rodea á ese dulce billete!... (Alto.) Ya te he dicho que yo soy don César.
La dueña (colocando sobre la mesa un billete cerrado que D. César mira con curiosidad).—Entonces debéis escribir al dorso de esta carta una sola palabra: Venid, pero no de vuestra mano, pues eso sería comprometido.
D. César.—Es claro, si fuese de mi mano... (Aparte.) He aquí un encargo bien dado.
(Extiende la mano para apoderarse de la carta, pero la dueña se lo impide.)
La dueña.—No la abráis; sin duda debéis reconocer el pliego.
D. César.—Sí que lo conozco. (Aparte.) ¡Y yo que ardía en deseos de saber lo que dice!... En fin sigamos la comedia. (Toca la campanilla y entra uno de los negros.) ¿Sabes escribir? (El negro mueve la cabeza afirmativamente. D. César se admira y dice aparte:) ¡Habla por señas! (Alto.) ¿Eres mudo? (El negro hace otra señal afirmativa que asombra nuevamente á D. César. Aparte:) ¡Muy bien! Ya tengo que habérmelas con un mudo. (Señala al negro la carta que la dueña tiene sujeta sobre la mesa.) Escribe ahí: Venid. (El mudo escribe. D. César hace señas al negro para que se vaya y á la dueña para quep. 348 recoja la carta. Sale el mudo. Aparte:) No se puede negar que es obediente.
La dueña (comenzando á guardar el billete y acercándose á D. César).—Esta noche la veréis... Debe ser muy hermosa.
D. César.—Encantadora.
La dueña.—Yo sólo puedo decir que la criada es lindísima. Cuando me llamó aparte en medio del sermón quedé admirada: tiene un perfil de ángel y unos ojos de demonio... Y además parece muy experta en asuntos amorosos.
D. César (aparte).—Pues me contentaría con la criada.
La dueña.—Esto es ya para formar juicio, pues siempre lo bello aborrece lo feo, y por la esclava se puede conocer lo que será la sultana, así como por el criado lo que es el amo. Seguramente la mujer que esperáis es hermosísima.
D. César.—Estoy orgulloso de ello.
La dueña (haciendo una reverencia y en ademán de retirarse).—Bésoos la mano.
D. César (dándole un puñado de monedas).—Y yo te lleno la pata. Toma, estantigua.
La dueña (guardándose el dinero).—¡Qué alegre es la juventud del día!
D. César (despidiéndola).—Véte.
La dueña (repitiendo las reverencias).—Si me necesitáis alguna vez, me llamo la señora Oliva, y en el convento de San Isidro... (Sale, y vuelve á abrir la puerta.) Estoy siempre sentada á la derecha, entrando en la iglesia, junto al tercer pilar. (D. César se vuelve hacia ella con impaciencia. Ciérrase la puerta, se vuelve á abrir y reaparece la dueña.) ¡Vais á verla esta noche!... Acordaos de mí en vuestras oraciones.
D. César (despidiéndola colérico).—¡Véte! (La dueña se va y la puerta vuelve á cerrarse.—Solo:) Ya estoy resueltop. 349 á no admirarme de nada. Sin duda vivo en la Luna. Y lo cierto es que no puedo quejarme de mi suerte: después de haber satisfecho el hambre, voy á contentar mi corazón... Todo esto es muy hermoso. Ya veremos el final.
(Vuelve á abrirse la puerta del fondo y aparece D. Guritán con dos largas espadas desnudas debajo del brazo.)
D. CÉSAR, D. GURITÁN
D. Guritán (desde el fondo del teatro).—¡Don César de Bazán!
D. César (se vuelve y ve á D. Guritán con las dos espadas).—¡Al fin; qué suerte! ¡Buena es la aventura y ahora se completa! ¡Comida excelente, dinero, una cita de amor y un desafío! Vuelvo á ser don César. (Acércase alegremente á D. Guritán, haciendo muchos saludos, y fija en él una mirada inquieta, adelantándose con lento paso hasta el proscenio.) Aquí es, caballero; podéis entrar y tomar asiento, cual si estuviérais en vuestra casa. Me alegro mucho veros. Hablemos un rato. ¿Qué se dice en Madrid? ¡Oh! es una residencia deliciosa. Yo no sé lo que allí pasa; pero imagínome que se admira siempre á Matalobos y á Lindamira. En cuanto á mí, temería más que al ladrón de dinero á la que roba los corazones. ¡Oh! las mujeres son endiabladas; pero yo me vuelvo loco por ellas. ¡Vamos, decidme algo!, porque yo soy un ente inverosímil, absurdo, un muerto que resucita, un hidalgo que llega de los más extravagantes países.
p. 350D. Guritán.—Pues yo llego desde más lejos, amigo mío.
D. César (con expresión alegre).—¿De qué ilustre playa?
D. Guritán.—De allá del Norte.
D. César.—Y yo del Sur.
D. Guritán.—¡Estoy furioso!
D. César.—Y yo rabio.
D. Guritán.—¡He andado seiscientas leguas!
D. César.—¡Y yo dos mil! He visto mujeres amarillas, azules, negras y verdes; he visto tierras bendecidas del cielo; Argel, la ciudad feliz, y la agradable Túnez. ¡Oh! allí hay muchos turcos, de extraños modales, y muchas personas colgadas de las puertas.
D. Guritán.—¡Á mí me han burlado, caballero!
D. César.—¡Á mí me han vendido!
D. Guritán.—Á mí me desterraron casi.
D. César.—Y á mí por poco me ahorcan.
D. Guritán.—Me envían á Neuburgo artificiosamente, para llevar una caja con cuatro palabras escritas, que decían: «Detened el más largo tiempo que sea posible á ese viejo loco.»
D. César (soltando la carcajada).—¡Muy bien! ¿Y quién ha hecho eso?
D. Guritán.—¡He de retorcer el cuello á don César de Bazán!
D. César (gravemente).—¡Ah!
D. Guritán.—Para colmo de audacia me envía un lacayo en su lugar para excusarle, según dijo; pero no he querido verle. Muy por el contrario, he dado orden de encerrarle, y ahora vengo en busca del amo, ese César de Bazán, ese traidor. ¡Quiero matarle! ¡Vamos! ¿dónde está?
D. César (siempre con gravedad).—Pues yo soy.
D. Guritán.—¡Vos! Sin duda os burláis...
D. César.—¡Yo soy don César!
p. 351D. Guritán.—¡Cómo!
D. César.—Lo dicho.
D. Guritán.—Señor mío, renunciad á ese papel, porque me enojáis mucho.
D. César.—Y vos me estáis divirtiendo, porque parecéis un celoso. Os compadezco mucho, amigo mío, pues el mal que nos viene de nuestros vicios es peor que el que los demás nos hacen. Os digo con franqueza que más vale ser cornudo que celoso, y más bien pobre que avaro. Vos sois una cosa y otra. Debo advertiros que aún espero esta noche á vuestra esposa.
D. Guritán.—¡Á mi esposa!
D. César.—Sí, á ella misma.
D. Guritán.—¡Pero si yo no soy casado!
D. César.—Pues ¿por qué tenéis, desde hace un cuarto de hora, el aspecto de un marido que rabia, ó de un tigre que llora? Como os creía casado, os daba buenos consejos; pero si no lo sois, decid por qué os hacéis tan ridículo.
D. Guritán.—¿Sabéis que me estáis exasperando?
D. César.—¡Bah!
D. Guritán.—¿Y que esto es ya demasiado?
D. César.—¿De veras?
D. Guritán.—Me las vais á pagar...
D. César (examinando con aire burlón los zapatos de D. Guritán, ocultos por una ola de cintajos, según la nueva moda).—En otro tiempo usábanse las cintas para adornar la cabeza; pero hoy, según veo, han bajado hasta las botas. ¡Habrá que peinarse los pies! ¡Magnífico!
D. Guritán.—¡Vamos á batirnos!
D. César (impasible).—¿Lo queréis así?
D. Guritán.—Si no sois don César, comenzaré por vos.
D. César.—Bueno; tened cuidado de no terminar por mí.
p. 352D. Guritán (presentándole una de las dos espadas).—¡Será en el acto!
D. César (tomando la espada).—Vamos allá; cuando se me presenta un buen desafío no lo dejo escapar.
D. Guritán.—¡Oh!
D. César.—Detrás del muro hay un callejón desierto.
D. Guritán (probando la punta de la espada en el suelo).—Como á César de Bazán os mataré.
D. César.—¿Lo creéis así?
D. Guritán.—Es posible.
D. César (doblando también la punta de la espada).—¡Bah! muerto uno de los dos, os desafío á que matéis á don César.
D. Guritán.—¡Salgamos!
(Salen, y se oye el ruido de sus pasos que se alejan. Por una puertecilla oculta, practicada en el muro, se ve salir á D. Salustio.)
D. SALUSTIO
D. Salustio (con traje verde oscuro, casi negro).—¡Ningún preparativo! (Reparando en la mesa cubierta de manjares.) ¿Qué quiere decir esto? (Escuchando el ruido de los pasos de D. César y de D. Guritán.) ¿Qué rumor es ese? (Se pasea meditabundo.) Gudiel vió salir esta mañana al paje y le siguió... iba á casa de Guritán... y no veo á Ruy Blas... ¡Condenación! aquí hay alguna contramina. Tal vez Guritán se haya encargado de algún mensaje para ella... Nada se puede averiguar por los mudos. No había previsto este caso.
p. 353(Entra D. César con la espada desnuda en la mano y déjala en un sillón.)
D. SALUSTIO, D. CÉSAR
D. César (desde el umbral de la puerta).—¡Ah! seguro estaba de que andaríais mezclado en el asunto.
D. Salustio (volviéndose estupefacto).—¡Don César!
D. César (cruzándose de brazos y soltando una carcajada).—Sin duda estáis urdiendo alguna trama espantosa; pero yo lo desarreglo todo. ¿No es cierto? Paréceme que vengo á caer de golpe en medio de la masa.
D. Salustio (aparte).—¡Todo se ha perdido!
D. César (riendo).—Desde esta mañana he andado entre vuestras telas de araña, revolviéndome en ellas; y así es que ninguno de vuestros proyectos dará el resultado apetecido. Todos vuestros planes caerán por tierra. Verdaderamente me regocijo mucho de ello.
D. Salustio (aparte).—¡Demonio! ¿Qué habrá hecho?
D. César (riendo cada vez con más fuerza).—Aquel hombre del saco de dinero... que venía para el negocio... para aquello que sabéis...
(Se ríe.)
D. Salustio.—¿Y bien, qué?
D. César.—Lo he embriagado.
D. Salustio.—Pero ¿y el dinero que llevaba?
D. César (majestuosamente).—He hecho varios regalos á ciertas personas. ¡Pardiez, siempre se tienen amigos!
D. Salustio.—De mí sospechas injustamente... Yo...
p. 354D. César (haciendo sonar sus gregüescos).—Por lo pronto he llenado mis bolsillos, como podréis comprender. (Vuelve á reirse.) Ya sabéis... aquella dama...
D. Salustio.—¡Oh!
D. César (observando su inquietud).—Aquella conocida vuestra... (D. Salustio escucha con la mayor ansiedad; D. César prosigue riendo.) Que me envía una dueña vieja y espantosa, con más barbas que un ermitaño...
D. Salustio.—¿Para qué?
D. César.—Para preguntarme, con prudencia y sin ruido, si es don César quien la espera esta noche...
D. Salustio (aparte).—¡Cielos! (En voz alta.) ¿Qué has contestado?
D. César.—He dicho que sí; que la esperaba.
D. Salustio (aparte).—¡Tal vez no se haya perdido todo!
D. César.—En fin, vuestro matón, llamado Guritán, según me dijo en el terreno... (Movimiento de D. Salustio.) y que esta mañana no quiso recibir un lacayo de don César, portador de un mensaje, viniendo después á pedirme no sé qué satisfacción...
D. Salustio.—¿Y bien? ¿qué has hecho?
D. César.—He dado muerte á ese pajarraco.
D. Salustio.—¿De veras?
D. César.—Temo que sí.
D. Salustio (aparte).—¡Respiro! ¡Bondad divina, nada se ha perdido! Sin embargo, convendrá desembarazarme por el pronto de este rudo auxiliar. En cuanto al dinero, importa poco. (En voz alta.) El lance es singular. ¿Y no habéis visto á otras personas?
D. César.—No; pero las veré. Por lo pronto quiero publicar mi nombre en todas partes, y voy á dar un escándalo terrible. No tengáis cuidado.
D. Salustio (aparte).—¡Diablo! (Aproximándose vivamente á D. César.) Guárdate el dinero, pero véte.
p. 355D. César.—¡Ya! ¡Daríais orden de que me siguieran! Harto sé vuestra manera de proceder; y muy pronto volvería á ver las azules aguas del Mediterráneo. ¡Nada de eso!
D. Salustio.—Créeme.
D. César.—No. Sospecho que en este palacio-prisión alguno será víctima de vuestros manejos. Toda intriga cortesana es una escalera doble; por una parte el paciente, con los brazos ligados y la mirada triste; y por otra, el verdugo. Vos sois el ejecutor, y necesariamente...
D. Salustio.—¡Oh!
D. César.—Pero yo llego á tiempo, tiro de la escalera, y cataplum.
D. Salustio.—Te juro...
D. César.—Quiero desbaratarlo todo, y para ello debo quedarme hasta el fin de la intriga. Sé que sois muy astuto, primo mío, y que no os costaría mucho matar dos pájaros de una pedrada. Yo sería uno de ellos, y por lo mismo me quedo.
D. Salustio.—Escucha...
D. César.—¡No me vengáis con retóricas! ¡Ah! ¡Conque hacéis que me vendan á los piratas de África, y entre tanto fabricáis aquí un falso César, comprometiendo mi nombre!
D. Salustio.—¡Casualidad!
D. César.—¿Casualidad? Manjar es ese que los bribones dan á los tontos. Mucho sentiré que vuestros planes se desbaraten; mas pretendo salvar á los que aquí perdéis. Voy á publicar mi nombre desde los tejados á voz en cuello. (Se sube en el poyo de la ventana y mira por fuera.) ¡Esperad! Precisamente pasan unos alguaciles por aquí. (Pasa el brazo á través de los barrotes y agítale gritando): ¡Hola! venid aquí.
D. Salustio (asustado, en el proscenio: aparte).—¡Todo se ha perdido si le reconocen!
p. 356(Entran los alguaciles precedidos de un alcalde. D. Salustio parece presa de una viva ansiedad. D. César se dirige al alcalde con aire de triunfo.)
Los mismos, ALCALDE, ALGUACILES
D. César (al alcalde).—Consignaréis en vuestro informe...
D. Salustio (señalando á D. César).—Que ese es el famoso ladrón Matalobos.
D. César (estupefacto).—¡Cómo!
D. Salustio (aparte).—Todo se salva si puedo ganar veinticuatro horas. (Al alcalde.) Ese hombre ha osado penetrar en estas habitaciones en pleno día. ¡Prended al ladrón!
(Los alguaciles cogen á D. César por el cuello.)
D. César (furioso, á D. Salustio).—¡Mentís como un bellaco!
El alcalde.—¿Quién nos llamaba?
D. Salustio.—Yo.
D. César.—¡Esto es demasiado!
El alcalde.—¡Vamos, callad!
D. César.—¡Yo soy don César de Bazán!
D. Salustio.—¿Don César? Mirad su capa, si os place, y hallaréis el nombre de Salustio en el cuello; esa capa es la que me acaba de robar.
(Los alguaciles se apoderan de la capa, el alcalde la examina.)
El alcalde.—Es verdad.
D. Salustio.—Y el jubón que lleva...
p. 357
p. 359D. César (aparte).—¡Ah traidor!
D. Salustio (continuando).—Es del duque de Alba, á quien se lo robó.
(Mostrando un escudo bordado en la manga izquierda.)
D. César (aparte).—¡Ese hombre es un demonio!
El alcalde (examinando el blasón).—Sí, los dos castillos de oro...
D. Salustio.—Y las dos calderas. (En la lucha por desasirse, D. César deja caer algunos doblones de sus bolsillos; D. Salustio indica al alcalde el volumen de estos últimos.) ¿Es así cómo se lleva el dinero que no es robado?
El alcalde (moviendo la cabeza).—¡Hum!
D. César (aparte).—¡Estoy perdido!
(Los alguaciles le registran y apodéranse de todo el dinero.)
Un alguacil (rebuscando).—Aquí hay papeles.
D. César (aparte).—¡Pobres billetes de amor, que tan cuidadosamente conservaba!
El alcalde (examinando los papeles).—¡Cartas!... ¿Qué es esto?... escrituras diversas...
D. Salustio (haciendo notar los sobres).—Todos del duque de Alba.
El alcalde.—Sí.
D. César.—Pero...
Los alguaciles (atándole las manos).—¡Qué suerte ha sido cogerle!
Un alguacil (entrando, al alcalde).—Aquí cerca se acaba de encontrar un hombre asesinado.
El alcalde.—¿Quién es el asesino?
D. Salustio (mostrando á D. César).—¡Ese hombre!
D. César (aparte).—¡Ese duelo! he sido un torpe.
D. Salustio.—Al entrar, llevaba en la diestra una espada; vedla ahí.
El alcalde (examinando el acero).—¡Sangre! Está bien. (Á D. César.) ¡Vamos, en marcha!
p. 360D. Salustio (á D. César, conducido por los alguaciles).—Buenas noches, Matalobos.
D. César (dando un paso hacia él y mirándole fijamente).—¡Sois un miserable!
p. 361
EL TIGRE Y EL LEÓN
La misma estancia. Es de noche. En la mesa hay una lámpara. Al levantarse el telón, Ruy Blas está solo, y una especie de toga negra cubre su traje.
RUY BLAS, solo
¡Todo acabó! ¡Sueños extinguidos, visiones desvanecidas! Hasta que cerró la noche he andado por las calles,p. 362 y ahora espero tranquilo. Á estas horas se piensa mejor, porque la cabeza está más despejada. Nada hay pavoroso en estas negras paredes; los muebles se hallan en su sitio, las llaves en los armarios, y los mudos duermen abajo. La casa está verdaderamente tranquila; no hay motivo alguno de alarma; todo va bien, y mi paje es muy fiel: don Guritán sabe que se trata de ella; y yo os bendigo, Dios mío, por haber permitido que el mensaje llegue á sus manos, para que yo pueda proteger á ese ángel, burlando los planes de don Salustio. Nada tendrá que temer ni que sufrir, y una vez salvada... moriré tranquilo. (Saca del pecho un frasquito y le pone sobre la mesa.) ¡Sí, muere ahora, cobarde, y cae en el abismo; muere como se debe morir cuando se expía un crimen; muere en esta casa, vil, mísero y solo! (Entreabre la toga, bajo la cual se ve la librea que llevaba en el primer acto.) ¡Sí, muere con tu librea al fin, y sea ella tu sudario! ¡Dios mío! si ese demonio viene á contemplar su víctima... (Coloca un mueble como para atrancar la puerta.) ¡Que no éntre al menos por esa horrible puerta! (Vuelve hacia la mesa.) ¡Oh! seguro es que el paje ha encontrado á Guritán, pues aún no eran las ocho de la mañana. (Fija sus miradas en el frasquito.) En cuanto á mí, ya he pronunciado mi sentencia, preparo mi suplicio, y yo mismo voy á dejar caer sobre mi cuerpo la losa de la tumba. Por lo menos me queda el consuelo de pensar que nadie puede evitarlo, y que mi caída es irremediable. (Se sienta en el sillón.) ¡Y sin embargo, me amaba!... ¡Que Dios me auxilie! Me falta valor... (Llora.) ¡Oh! ¡bien hubieran podido dejarnos tranquilos! (Oculta la cabeza entre las manos y solloza.) ¡Dios mío! (Levanta la cabeza y fija en el frasquito una mirada vaga.) El hombre que me ha vendido esto me preguntó en qué día del mes estábamos... yo no lo sé. Los hombres son malos y ninguno se conmueve al ver morir á uno de sus semejantes. ¡Cuánto sufro!... ¡Ellap. 363 me amaba! ¡Y pensar que nada se puede retener de aquello que pasó! ¡No volveré á contemplarla más!... no estrecharé su mano... ¡Ángel mío!... ¡Aún me parece ver los graciosos pliegues de su traje, sus dulces ojos, cuyas miradas me embriagaban; aún me parece oir su voz armoniosa y su ligero paso, que hacía latir mi corazón! ¡Mujer adorada... ya no la veré jamás, ni oiré tampoco su dulce acento! ¡Morir sin verla! ¿Es posible? ¡Nunca!
(Alarga con ansiedad su mano hacia el frasquito, y en el momento de cogerle convulsivamente, ábrese la puerta del fondo y aparece la Reina; va vestida de blanco; un mantón oscuro y el capuchón, caído sobre la espalda, hacen resaltar más la palidez de su rostro; lleva una linterna sorda en la mano, la deja en el suelo y adelántase rápidamente hacia Ruy Blas.)
RUY BLAS, LA REINA
La Reina (entrando).—¡Don César!
Ruy Blas (volviéndose con un movimiento de espanto, y tapando presuroso su librea).—¡Dios mío! ¡Es ella! ¡En horrible lazo ha caído! (En voz alta.) ¡Señora!...
La Reina.—¿Qué significa ese grito de espanto, César?...
Ruy Blas.—¿Quién os dijo que viniérais aquí?
La Reina.—Tú.
Ruy Blas.—¡Yo!... ¿Cómo?
La Reina.—He recibido de vos...
Ruy Blas (ansioso).—¡Decid pronto!
La Reina.—Una carta.
p. 364Ruy Blas.—¿De mí?
La Reina.—De vuestro puño y letra.
Ruy Blas.—¡Esto es para volverse loco! Pero ¡si yo no he escrito; estoy seguro de ello!
La Reina (sacando del seno un billete y mostrándolo).—Leed, pues.
(Ruy Blas toma el billete con viveza y acércase á la luz.)
Ruy Blas (leyendo).—«Un peligro terrible me amenaza, y sólo mi reina puede conjurar la tempestad...»
(Mira la letra con estupor, cual si no pudiera proseguir.)
La Reina (continúa, mostrando con el dedo la carta que lee).—«viniendo á mi casa esta noche. De lo contrario, estoy perdido.»
Ruy Blas (con voz apagada).—¡Oh qué traición! Este billete...
La Reina (continúa la lectura).—«Junto á la puerta principal hay una entrada por donde podéis penetrar de noche sin ser reconocida. Una persona de confianza os abrirá.»
Ruy Blas (aparte).—¡Había olvidado este billete! (Á la Reina con voz terrible.) ¡Salid al punto!
La Reina.—Me marcharé, don César. ¡Oh Dios mío, qué duro sois! ¿Qué os he hecho?
Ruy Blas.—¡Cielos! ¡aquí os perdéis, señora!
La Reina.—¿Cómo?
Ruy Blas.—No puedo explicarlo. ¡Huíd pronto!
La Reina.—Para cumplir mejor, hasta tuve la precaución de enviar esta mañana una dueña...
Ruy Blas.—¡Dios mío! me parece que vuestra existencia se extingue por momentos como la vida de un corazón que se desangra. ¡Partid pronto!
La Reina (como herida de una idea súbita).—La abnegación que mi amor soñó, me inspira: os halláis en algún momento de peligro y queréis alejarme de él... ¡Pues me quedo!
p. 365Ruy Blas.—¡Qué loca idea, Dios mío! ¡Permanecer á tal hora en semejante sitio!
La Reina.—La carta es de vos, y por lo tanto...
Ruy Blas (elevando los brazos al cielo con desesperación).—¡Bondad divina!
La Reina.—Queréis alejarme...
Ruy Blas (tomándole la mano).—Comprended...
La Reina.—Adivino: en el primer momento me escribisteis, y después...
Ruy Blas.—¡Nada os he escrito! ¡Huíd de aquí, pobre ángel, porque os han tendido un lazo! Por todas partes os rodean los peligros. ¿Cómo podré convenceros? ¡Escuchad, comprended; yo os amo, ya lo sabéis, y sólo para desechar de vuestro espíritu lo que ahora imagina, me arrancaría el corazón del pecho! ¡Oh! ¡yo te amo, pero véte!
La Reina.—¡Don César!...
Ruy Blas.—¡Véte! Pero ahora se me ocurre... alguien debió abrirte la puerta...
La Reina.—Es claro.
Ruy Blas.—¿Quién?
La Reina.—Un hombre enmascarado, oculto por la pared.
Ruy Blas.—¡Enmascarado! ¿Y qué ha dicho ese hombre? ¿Quién puede ser? ¿Era alto? ¡Vamos, hablad!...
(En la puerta del fondo aparece un hombre vestido de negro.)
El enmascarado.—¡Era yo!
(Se quita el antifaz: la Reina y Ruy Blas reconocen con terror á D. Salustio.)
Los mismos, D. SALUSTIO
Ruy Blas.—¡Gran Dios!... ¡Huíd, señora!
D. Salustio.—Ya no es tiempo; la señora de Neuburgo ha dejado de ser reina de España.
La Reina (con terror).—¡Don Salustio!
D. Salustio (mostrando á Ruy Blas).—Para siempre seréis la compañera de ese hombre.
La Reina.—¡Gran Dios, era un lazo en efecto! Y don César...
Ruy Blas (desesperado).—¡Ah, señora! ¿Qué habéis hecho?
D. Salustio (adelantándose lentamente hacia la Reina).—Estáis en mi poder; mas quiero hablaros sin excitar el enojo de Vuestra Majestad, porque no me domina la cólera. Escuchadme tranquilamente, y no hagamos ruido. Os encuentro sola con don César en su casa á media noche, y tratándose de una reina, este hecho basta, una vez público, para anular el matrimonio en Roma. El Santo Padre lo sabría muy pronto; pero examinada detenidamente vuestra situación, todo puede arreglarse dentro. (Saca de su bolsillo un pergamino, desarróllale y le presenta á la Reina.) Firmad esta carta, dirigida al Rey Nuestro Señor; yo haré que llegue en breve á sus manos; y en cuanto á vos, abajo os espera un coche que he mandado llenar de oro, y en el cual partiréis con don César al punto. Yo os presto mi auxilio, y sin que nadie os inquiete, podréis llegar á Portugal. Desde aquí, dirigíos á donde os plazca, pues á mí me es igual: nosotros cerraremos los ojos. Obedecedme. En este momento, nadie sabe la aventurap. 367 más que yo; pero si rehusáis, todo Madrid conocerá el hecho mañana. Y nada de arrebatos, porque estáis en mi poder. (Señalando la mesa, en la que hay recado de escribir.) Podéis tomar asiento, señora.
La Reina (se deja caer aterrada en un sillón).—¡Estoy en su poder!
D. Salustio.—Sólo exijo de vos el consentimiento para llevar el escrito al Rey. (En voz baja á Ruy Blas, que escucha inmóvil, poseído de estupor.) ¡Déjame hacer, amigo, que para ti trabajo! (Á la Reina.) ¡Firmad!
La Reina (temblando y aparte).—¿Qué hacer?
D. Salustio (inclinándose á su oído y presentándole la pluma).—¡Vamos! ¿Qué vale una corona? Si perdéis el trono, en cambio se os ofrece la felicidad. Por lo demás, no tengáis cuidado; nadie sabrá nada de esto, porque tengo toda mi gente fuera. (Tratando de ponerle la pluma entre los dedos, sin que ella la rechace ni la tome.) ¡Vamos! (La reina, indecisa y aterrada, le mira con expresión angustiosa.) ¡Si no firmáis, os espera el escándalo y el claustro!
La Reina (agobiada).—¡Oh Dios mío!
D. Salustio (mostrando á Ruy Blas).—César os ama; le creo digno de vos; es de noble alcurnia, duque de Olmedo, Bazán y grande de España...
(Empuja hacia el pergamino la mano de la Reina, que temblorosa y fuera de sí parece dispuesta á firmar.)
Ruy Blas (como volviendo en sí de improviso).—¡Yo me llamo Ruy Blas, y soy un lacayo! (Arrancando de manos de la Reina la pluma y el pergamino, y rasgando este último.) ¡Al fin!... ¡Me sofocaba!... ¡No firméis, señora!
La Reina.—¿Qué decís, don César?...
Ruy Blas (dejando caer su toga y mostrándose con la librea sin espada).—Digo que ya basta de traiciones; que no quiero la felicidad á este precio. ¡Ah! es inútil que me habléis al oído, don Salustio; tiempo era yap. 368 de despertarme y de romper los lazos que me ligaban en vuestros odiosos planes. No pasaremos de aquí. ¡Si yo tengo el traje de lacayo, vos tenéis de lacayo el alma!
D. Salustio (á la Reina, con frialdad).—Ese hombre es efectivamente mi lacayo. (Á Ruy Blas con autoridad.) ¡Ni una palabra más!
La Reina (dejando escapar al fin un grito de desesperación y retorciéndose los brazos).—¡Santo cielo!
D. Salustio (continuando).—Sólo que ha hablado demasiado pronto. (Crúzase de brazos; irguiéndose y con voz tonante.) ¡Pues bien, sí; ahora digámoslo todo; poco importa, porque así será mi venganza más completa! (Á la Reina.) ¿Qué pensáis de esto, señora? Á fe mía que la corte se reirá bien. ¡Ah! ¡vos me arruinasteis, y yo os destrono! ¡Vos tuvisteis á bien desterrarme, y yo os expulso! ¡Vos me ofrecisteis para esposa vuestra criada; yo os doy por amante mi lacayo! También podéis uniros con él, puesto que el rey se va; y así su corazón será vuestra riqueza. (Riendo.) ¡Y le habréis hecho duque á fin de ser duquesa! (Rechinando los dientes.) ¡Ah, me habéis hundido, arruinado, y entre tanto vos dormíais tranquila y confiada! ¡Qué locura!
(Mientras que habla, Ruy Blas se acerca á la puerta del fondo, la cierra con llave, y después se acerca á don Salustio por detrás, sin que éste lo note. En el momento en que acaba de hablar, fijando en la Reina una mirada de odio y de triunfo, Ruy Blas coge la espada de D. Salustio por la empuñadura y la desenvaina vivamente.)
Ruy Blas (con aspecto terrible y la espada en la mano).—¡Paréceme que acabáis de insultar á vuestra Reina! (D. Salustio se precipita hacia la puerta; Ruy Blas le cierra el paso.) ¡Oh! no vayáis por ahí que está cerrado. Marqués, hasta este día Satanás te ha protegido; mas ahora no escaparás de mis manos; si de mi poderp. 369 quiere arrancarte, que se presente. ¡Ahora llegó mi vez, y aplasto á la serpiente que encuentro en mi camino! ¡Nadie entrará aquí, ni el diablo ni tu gente, y te sujetaré bajo mi pie de acero! Señora, este hombre os hablaba con insolencia, y yo voy á explicarme... Ante todo os diré que es un desalmado, un monstruo, y que ayer me martirizó á su antojo cruelmente. No podríais imaginar hasta qué punto lloré y supliqué. (Al marqués.) Me explicabais vuestras quejas, hablándome de agravios recibidos; pero yo no comprendí. ¡Ah, miserable! ¡osáis ultrajar á vuestra Reina estando yo aquí! Me asombra que podáis ser hombre de ingenio. ¿Creíais que yo permanecería impasible? Escuchad, sea cual fuere su esfera, cuando un hombre, un traidor, ultraja á una mujer, ó comete algún delito monstruoso, todos tenemos derecho para escupirle á la cara y aplicarle el castigo. ¡Pardiez, si he sido lacayo, también podré ser verdugo!...
La Reina.—¡No matéis á ese hombre!
Ruy Blas.—Con sentimiento debo ejercer ante vos mis funciones, señora, porque es forzoso acabar con el asunto en este sitio. (Empuja á D. Salustio hacia el gabinete.) ¡Está dicho; id á poneros bien con Dios ahí dentro!
D. Salustio.—¡Es un asesinato!
Ruy Blas.—¿Te parece así?
D. Salustio (desarmado y paseando una mirada de cólera á su alrededor).—¡Ni un arma en esas paredes! (Á Ruy Blas.) ¡Una espada al menos!
Ruy Blas.—¡Marqués, tú te burlas! ¿Soy yo caballero acaso para cruzar contigo el acero? Yo no soy más que un vil lacayo, que viste librea galoneada, un bergante á quien se castiga y se azota. ¡Pero ahora te voy á matar, como á un infame cobarde, como á un perro!
La Reina.—¡Gracia para él!
p. 370Ruy Blas (á la Reina, cogiendo al marqués).—Señora, aquí cada cual se venga; el demonio no puede ser salvado por el ángel.
La Reina (de rodillas).—¡Gracia!
D. Salustio (gritando).—¡Al asesino! ¡Socorro!
Ruy Blas (levantando la espada).—¿Has acabado ya?
D. Salustio (arrojándose sobre él y gritando).—¡Muero asesinado!
Ruy Blas (empujándole en el gabinete).—¡No, mueres castigado!
(Desaparecen en el gabinete, cuya puerta se cierra.)
La Reina (sola, cae desvanecida en el sillón).—¡Cielos!
(Sigue una pausa; Ruy Blas vuelve á entrar, pálido y sin espada.)
LA REINA, RUY BLAS
(Ruy Blas da algunos pasos vacilando hacia la Reina, inmóvil y helada, y después cae de rodillas, con la vista fija en el suelo, cual si no se atreviese á levantarla.)
Ruy Blas (con voz grave y baja).—Ahora, señora, es preciso que os hable... pero no me acercaré. Os juro que no soy tan culpable como me creéis. Reconozco mi traición, que debe pareceros horrible..., quisiera referíroslo todo, mas no es fácil. Sólo puedo decir que no tengo el alma vil, y que soy honrado en el fondo... Mi amor me ha perdido, y harto conozco que debí buscar algún otro medio. En fin, el mal está hecho... perdonadme, señora, por haberos amado.
La Reina.—¡Caballero!...
Ruy Blas (siempre de rodillas).—No temáis; no me acercaré á Vuestra Majestad; pero voy á decirlo todo,p. 373 punto por punto. ¡Oh! creedme, no soy un vil; hoy he corrido por la ciudad como un loco, y la gente me miraba; cerca del hospital que habéis fundado, sentí vagamente que una mujer del pueblo enjugaba compasiva el sudor que brotaba de mi frente. ¡Compadeceos de mí, Dios mío, mi corazón se rompe!
La Reina.—¿Qué deseáis?
Ruy Blas (uniendo las manos).—Que me perdonéis, señora.
La Reina.—¡Nunca!
Ruy Blas.—¡Nunca! (Se levanta y adelántase hacia la mesa.) ¿Es esa vuestra resolución?
La Reina.—¡Sí!
Ruy Blas (coge el frasco que está sobre la mesa, acércale á sus labios y apura el contenido).—¡Triste llama, extínguete de una vez!
La Reina (corriendo hacia él).—¿Qué hace?
Ruy Blas (dejando el frasco).—¡Nada! Mis males han terminado; me maldecís, y yo os bendigo; esto es todo.
La Reina (aterrada).—¡Don César!
Ruy Blas.—¡Cuando pienso, pobre ángel, que me habéis amado!
La Reina.—¿Qué filtro es ese? ¿Qué habéis hecho? ¡Decídmelo, contestadme, hablad! ¡César, yo te perdono, te amo y te creo!
Ruy Blas.—Me llamo Ruy Blas.
La Reina (rodeándole con sus brazos).—Ruy Blas, os perdono; pero ¿qué habéis hecho? ¡Hablad, yo os lo mando! ¿Es veneno ese horrible licor?
Ruy Blas.—Sí; pero siento alegría en el corazón. (Abrazando á la Reina y levantando los ojos al cielo.) ¡Permitid, oh Dios mío, que este pobre lacayo bendiga á su Reina, porque ella consoló su triste corazón; permitid que por su piedad muera ya que por su amor vivió!
p. 374La Reina.—¡Dios mío!¡Un veneno! ¡Y yo soy la causa de su muerte! ¡Yo te amo, y te había perdonado!
Ruy Blas (desfallecido).—Lo mismo hubiera hecho. (Su voz se apaga; la Reina le sostiene en sus brazos.) Ya no podía vivir. ¡Adiós! (Mostrando la puerta.) ¡Huíd de aquí! Todo quedará en secreto... ¡Yo muero!
(Cae.)
La Reina (arrojándose sobre su cuerpo).—¡Ruy Blas!
Ruy Blas (á punto de morir, vuelve en sí al oir su nombre pronunciado por la Reina).—¡Gracias!
p. 375
Páginas. | |
LUCRECIA BORGIA | |
Prefacio. | 7 |
Lucrecia Borgia: Drama en tres actos. | 13 |
Acto primero — Afrenta sobre afrenta. | |
Parte primera. | 15 |
Parte segunda. | 34 |
Acto II — La pareja. | |
Parte primera. | 49 |
Parte segunda. | 73 |
Acto III — Embriaguez mortal. | 79 |
MARÍA TUDOR | |
Prefacio. | 101 |
María Tudor: Drama en tres jornadas. | 105 |
Jornada primera — El hombre del pueblo. | 107 |
Jornada segunda — La reina. | 139 |
Jornada tercera — ¿Cuál de los dos? | |
Parte primera. | 165 |
Parte segunda. | 190 |
LA ESMERALDA | |
Prefacio. | 205 |
La Esmeralda: Libreto de ópera en cuatro actos. | 207 |
Acto primero. | 209 |
Acto II. | 221 |
Acto III. | 231 |
Acto IV. | 239 |
RUY BLAS | |
Prólogo. | 255 |
Ruy Blas: Drama en cinco actos. | 263 |
Acto primero — Don Salustio. | 265 |
Acto II — La reina de España. | 289 |
Acto III — Ruy Blas. | 311 |
Acto IV — Don César. | 331 |
Acto V — El tigre y el león. | 361 |